Cuento Yo Soy Fontanarrosa de Juan Villoro
Cuento Yo Soy Fontanarrosa de Juan Villoro
Cuento Yo Soy Fontanarrosa de Juan Villoro
Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería
estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para dar consejos. Desde el
silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en
ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto 14 hubo una pausa (la pelota se fue a la
cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras,
Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia. Luego
dijo:
-Te va a fundir.
Esto ya no era un consejo sino una negra hipótesis. No lo insulté porque yo no estaba
en condiciones de discutir. Jugábamos en un potrero con más hoyos que pasto, no lo
digo para disculparme -todo el mundo sabe que las condiciones del terreno afectan
por igual a los dos equipos- ni porque tenga mucho toque, pero intenté pases finos,
de corte europeo, que fueron desfigurados por un hueco. Era como patear pepinos.
Todos deslucían en ese campo, pero el pinche Kafka consideraba que yo jugaba peor.
Cuando me preguntaron cuál era mi posición dije que lateral derecho. Siempre jugué
de extremo derecho, pero he fumado demasiado y rebajé mi puesto.
Pensé que era una cita. Luego me pareció discriminatorio suponer que si un policía
dice algo raro es una cita. Guardé silencio para no parecer antijuarista.
No fuimos a la delegación porque hubo un 28 y un 04. Eso dijo el radio. La patrulla
se desvió primero a una licorería que había sido asaltada y luego a una escuela donde
encontraron una mochila con mariguana "que no era de nadie". Vi trabajar a los
policías durante hora y media con dedicación. Esto resquebrajó algunos prejuicios
que tengo sobre las fuerzas armadas.
La siguiente sorpresa vino cuando me preguntaron a qué me dedicaba.
-Soy escritor.
-¿Le gusta el fútbol? -preguntaron, como si hubiera relación entre las dos cosas. -El
fútbol es un estado de ánimo -dije, para demostrar que soy escritor.
La frase no les interesó. Uno de los policías me escrutó como si buscara mis obras
completas en el nacimiento del pelo:
-A ver: ¿quién escribió La vorágine?
Debo reconocer que los policías juaristas respetan sus principios: Hemingway me
perdonó la vida.
Se podría pensar que el marcador de tres goles en contra, las condiciones del
terreno y mi escasa capacidad de respirar en ese aire cuajado de polvo podían
desanimarme, pero no fue así. Corrí por mi libertad, me barrí aunque no fuese
necesario y fracturé al extremo izquierdo.
El árbitro fue sádico: en vez de sacarme la segunda tarjeta amarilla y luego la roja,
me sacó directamente la roja para enfatizar mi torpeza.
Ya dije que en Ciudad Moctezuma hay leyes que se respetan. Cuando un futbolista es
expulsado se le suspende dos partidos, aunque se trate de una liga amateur y las
porterías no tengan redes. Por mi culpa, el verdadero Fontanarrosa se iba a perder
lo que quedaba del campeonato.
Salí de la cancha corriendo, para no retrasar el juego y permitir que mis compañeros
anotaran tres goles para empatar. Atrás de mí venía Kafka.
Se dirigió a un maletín de utilero y sacó unas esposas.
Pasé el resto del partido encadenado a un poste.
Ya sin mí, el equipo recibió otros dos goles, pero ellos no reconocieron que les hice
falta. Después de los tres pitidos finales, volvieron a verme con ojos de sacrificio
mesoamericano. Por primera vez consideré una suerte que respetaran la ley. Un
poquito de impunidad habría bastado para que me asesinaran.
¿Qué podía hacer para calmarlos, recitar la frase famosa de Juárez: "El respeto al
derecho ajeno es la paz"? Guardé silencio y eso me ayudó.
Después del partido, el equipo debía asistir a la tertulia literaria. Tampoco ahora
había tiempo para llevarme a la delegación.
Los acompañé a un salón de la presidencia municipal. Entramos en uniforme, con
caras de policías goleados, más tristes que las de los futbolistas.
Cuando acabamos de hablar, Jorge se dirigió a los policías y me dejaron libre. Ellos lo
hubieran obedecido en cualquier cosa. Pude regresar a casa, en el coche del Mecate,
al que ahora le sonaba el claxon cuando caíamos en un bache.
¿Qué fue lo que Jorge Linares me dijo en aquel conciliábulo? Contó que había
perdido la facultad de escribir historias. No se le ocurría nada. Solo podía narrar lo
sucedido en una cancha de fútbol. Me pidió mi historia a cambio de mi libertad.
Acepté porque no me quedaba más remedio:
-"Una lección de vida" -recité.
Jorge me dio un abrazo. Olía a tequila y a jabón barato.
Sentí lástima por él. Luego me irritó no haberme dado cuenta de que lo mío era una
historia. Al despedirse, Jorge se hizo el interesante:
-Un defensa debe dejar que pase la pelota o pase el jugador, pero no a los dos. La
literatura es igual: a veces pasa la historia, pero no el autor.
El hijo de puta se quedó con mi cuento. No digo que yo lo hubiera escrito como
Borges, pero sí como un mejor escritor del Occidente. Modestia aparte, él tiene el
tema, pero no tiene mi voz.