Cuento Yo Soy Fontanarrosa de Juan Villoro

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Cuento

"Yo soy Fontanarrosa"


Por Juan Villoro
¿Tolstoi, Joyce y Kafka, compañeros de Roberto Fontanarrosa en un equipo de
fútbol? La imaginación del mexicano Juan Villoro crea ese encuentro insólito en este
cuento brillante, compilado en el libro La hinchada te saluda jubilosa (Ross), que
anticipamos. El humor y la ironía del relato son un homenaje al creador de Inodoro
Pereyra

-Te van a expulsar, pendejo -me dijo Kafka.


Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka
y los consejos de Chéjov, que de nada servían.

Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería
estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para dar consejos. Desde el
silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en
ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto 14 hubo una pausa (la pelota se fue a la
cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras,
Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia. Luego
dijo:

-Te va a fundir.

Esto ya no era un consejo sino una negra hipótesis. No lo insulté porque yo no estaba
en condiciones de discutir. Jugábamos en un potrero con más hoyos que pasto, no lo
digo para disculparme -todo el mundo sabe que las condiciones del terreno afectan
por igual a los dos equipos- ni porque tenga mucho toque, pero intenté pases finos,
de corte europeo, que fueron desfigurados por un hueco. Era como patear pepinos.
Todos deslucían en ese campo, pero el pinche Kafka consideraba que yo jugaba peor.
Cuando me preguntaron cuál era mi posición dije que lateral derecho. Siempre jugué
de extremo derecho, pero he fumado demasiado y rebajé mi puesto.

Carezco de fuelle y el dribling es una habilidad proletaria que desconozco. Me faltan


potencia y picardía. Mi estilo es europeo, pero del tipo portugués. Ni muchas
carreras ni muchos desbordes. Pases elegantes, alguna que otra pared, un fútbol de
clase que no siempre se aprecia.
Por desgracia, yo parecía un portugués en Angola. Todas las canchas populares de
México están en África. Había que oír esos gritos y ver esa tierra agrietada: una
contienda inter-tribus donde cada encontronazo hacía que una espiral de polvo
subiera al cielo como una plegaria primitiva. ¡Y así querían que marcara al extremo
izquierdo!
Cuando conocí al equipo, me impresionó el porte de uno de los centrales, Tolstoi. El
tipo parecía La guerra y la paz. A su lado estaba Ben Okri. Tenía facha de
basquetbolista y terribles ojos color carbón.
No sé quién es Okri. Soy escritor pero leo poco porque no quiero influenciarme.
Supongo que es un africano. En el fútbol está de moda tener africanos. Además, esa
cancha era perfecta para un prófugo de los leones.
Al otro lado, de lateral izquierdo, se movía el inquieto Kawabata. Un zurdo natural
que disparaba diagonales imprevistas. Tampoco he leído a Kawabata, pero vi una
película supercachonda basada en un texto suyo.
Nuestro 10 era Cortázar. La verdad, era el único con idea de lo que hacía. Tocaba el
balón como si hubiera nacido en Argentina. Un crack. Lo malo es que sus pases iban
a dar a Joyce, un presuntuoso que se sentía hecho a mano. Cortázar le puso el balón
en bandeja y Joyce disparó a las nubes, o al cielo gris donde debería haber nubes.
Luego sonrió como si sus errores fueran geniales.
Aunque los demás también se equivocaban, desde el principio se ensañaron conmigo.
Por ahí del minuto 28, el extremo izquierdo me rebasó con facilidad, siguió de largo
y Tolstoi y Ben Okri le salieron al paso. Los centrales demostraron lo que puede la
fuerza bruta ante un jugador habilidoso: lo hicieron sándwich. El árbitro decretó
pénalti.
Así nos metieron el primer gol. 28 minutos sin gol podía ser visto como una proeza
para nuestro equipo, pero Hemingway, que solo se animaba cuando había un conato
de bronca, me vio con esos ojos que en las canchas reglamentarias significan: "nos
vemos en los vestidores" y en las canchas donde no hay vestidores significan: "te voy
a partir la madre", sin que haya que precisar el escenario.
En la siguiente oportunidad en que el extremo izquierdo se quiso lucir, traté de
meterle una zancadilla pero me salió una patada. Vi la tarjeta amarilla. Entonces fue
cuando Kafka me dijo que me iban a expulsar por pendejo.
...l era nuestro capitán. Siempre he respetado los códigos del fútbol, pero no me
gustaba que un tipo con pelo de roedor (de hámster, para ser exacto) pusiera en
entredicho su autoridad haciéndole caso a Chéjov, que me ordenaba como si fuera
Johan Cruyff:
-¡Abre la cancha!
¿Sabía él que dos horas antes yo estaba fumando mi quinto cigarro del día? ¿Que la
coca y el trago me ayudan a vivir, siempre y cuando eso no implique correr? ¿Que la
barriga me pesa como si fuera de otra persona? ¿Que la última vez que visité a mi ex
mujer el elevador estaba descompuesto, tuve que subir por la escalera y llegué
arriba con una cara tan preocupante que ella se abstuvo de insultarme?
Obviamente no sabía nada. ...l era Chéjov, instructor de inferiores. A su lado, Kafka
parecía dispuesto a enviarme a una colonia penitenciaria.
Jugaba por mi libertad, como todos los hombres de palabra verdadera, según dice el
Subcomandante Marcos. Pero yo enfrentaba un desafío superior: estaba arrestado en
la cancha.
Nuestro equipo llevaba nombres de escritores en los dorsales. Eso era especial. Más
especial era que mis diez compañeros trabajaban en la policía.
Alguna vez le dije a mi ex esposa (entonces mi novia) que el fútbol significaba un
estado de ánimo. He llorado con los goles del Cruz Azul y mi única fractura se debió
al fútbol (pateé el refrigerador cuando nos eliminó el Santos). Afición no me falta.
Cada vez que atravieso un parque y veo niños jugando, anhelo que se les vaya la
pelota para devolvérselas con un toque que considero maestro, aunque le pegue al
carrito de algodones de azúcar.
Lo que me molesta es correr. El organismo se degrada con ese desgaste disfrazado de
ejercicio. Correr envilece y correr en el trópico o a dos mil metros de altura envilece
dos veces. Los mexicanos debemos caminar.
El problema, mi problema, es que ese partido podía ser la salvación. El fútbol
regresaba como el peor estado de ánimo: la angustia del hombre acorralado.
La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro
ejecutados, dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la
universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas
caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atrozHe omitido un detalle que
no me queda más remedio que decir. Cuando los policías me detuvieron, les ofrecí
un billete de cincuenta pesos. Me vieron con el rencor de un pueblo especialista en
sacrificios humanosser mi salvación. El fútbol regresaba como el peor estado de
ánimo: la angustia del hombre acorralado.
La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro
ejecutados, dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la
universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas
caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atroz.
A pesar de las señales en contra, salí a la calle, y no solo eso: salí con el Mecate. Me
pidió que lo acompañara a Ciudad Moctezuma a ver a un mecánico baratísimo.
El coche del Mecate revela que ya consultó a un mecánico baratísimo, pero
necesitaba otro, a 15 kilómetros de donde estábamos, para cambiar el claxon que
sonaba como si tuviera gripe.
Todo esto resulta indigno de figurar en una historia, pero cuando uno se siente en
deuda hace cosas indignas de figurar en una historia. El Mecate enseña Educación
Física en una secundaria donde las tres maestras de Español están enamoradas de él.
Gracias a eso, recomiendan mis libros juveniles y una vez al año me invitan a un
auditorio donde reúnen a mil lectores cautivos. Entonces siento un poder magnífico.
Con el Mecate iría a la Patagonia.
Hicimos hora y media de camino. En el desayuno, yo había bebido una cafetera
completa. Cuando pasamos junto a la Cabeza de Juárez, me estaba orinando. Apenas
pude disfrutar la vista de ese horrendo monumento, el cráneo colosal del
Benemérito de las Américas montado sobre un arco que lo hace ver aún más
alucinatorio. Aunque no advertí toda la fealdad en su espectacular detalle, la imagen
resultó profética.
Entramos a un inmenso conglomerado de casitas de dos pisos donde la planta baja es
ocupada por un negocio y la azotea por perros, antenas y tinacos. Cuando llegamos al
taller, me pellizcaba la mejilla para que el dolor me distrajera.
Minutos después oriné sobre un montón de piedras.
El taller mecánico estaba junto a un sitio donde hacían lápidas para cementerios y
figuras de yeso.
Un hombre desesperado puede orinar entre futuras tumbas. Un hombre muy
desesperado puede orinar sobre una estatua de Benito Juárez. Fue lo que hice.
Me gusta contar el tiempo en las orinadas largas. Mi récord son dos minutos. Iba en el
segundo 98 cuando alguien me tocó la espalda. Me volví y oriné los zapatos de un
policía.
-Mira nomás, pendejo -el policía señaló sus pies; luego señaló lo que yo había tomado
por una piedra. ¿Ya viste?
-¿Qué? -¡Measte a Juárez!
Me acuclillé para ver la piedra y comprobé que, en efecto, se trataba de un busto en
miniatura del Benemérito de las Américas. A su lado estaban Morelos con su pañuelo
en la cabeza, Carranza con sus barbas, Allende con sus patillas. ¿Cómo no los había
distinguido? Cuando me incorporé, un pelotón rodeaba al policía. Me vieron como si
mis orines hubieran apagado la flama del Soldado Desconocido.
Los policías estaban ahí para escoger una lápida en memoria de un compañero
acribillado. La ocasión era solemne. Eso me lo dijeron después. En ese momento solo
criticaron lo que yo había hecho. Orinar una propiedad privada (ajena) es delito.
Mancillar un símbolo patrio es un delito peor.
Los policías de Ciudad Moctezuma llevaban un uniforme algo distinto al de los del D.
F. Pero eso los distinguía menos que otro detalle: eran juaristas convencidos. Mi
suerte había sido pésima: la cabeza de Juárez es la que más se parece a una piedra
redonda.
El celo histórico de los uniformados se confundía con el abuso de autoridad, pero un
sexto sentido me indicó que decirlo podía ser nocivo para mi salud.
Me llevaron a la patrulla sin que pudiera despedirme del Mecate. En el camino a la
delegación, politizaron mi arresto. Me recordaron que la izquierda mexicana es
juarista y que Ciudad Moctezuma está regida por la izquierda. El gobierno federal no
le perdonaba a Juárez haber separado la Iglesia del Estado, ni haber sido indio.
-La derecha es discriminatoria -dijo un policía.
-Yo no discrimino a nadie -me defendí.
-¡Te measte en Juárez!
-Fue un accidente.
-No hay accidentes, solo hay consecuencias -contestó otro policía.

Pensé que era una cita. Luego me pareció discriminatorio suponer que si un policía
dice algo raro es una cita. Guardé silencio para no parecer antijuarista.
No fuimos a la delegación porque hubo un 28 y un 04. Eso dijo el radio. La patrulla
se desvió primero a una licorería que había sido asaltada y luego a una escuela donde
encontraron una mochila con mariguana "que no era de nadie". Vi trabajar a los
policías durante hora y media con dedicación. Esto resquebrajó algunos prejuicios
que tengo sobre las fuerzas armadas.
La siguiente sorpresa vino cuando me preguntaron a qué me dedicaba.
-Soy escritor.
-¿Le gusta el fútbol? -preguntaron, como si hubiera relación entre las dos cosas. -El
fútbol es un estado de ánimo -dije, para demostrar que soy escritor.
La frase no les interesó. Uno de los policías me escrutó como si buscara mis obras
completas en el nacimiento del pelo:
-A ver: ¿quién escribió La vorágine?

Estaba muy nervioso y aún no me acostumbraba a respetar a la policía. Cuando el


uniformado dijo "La vorágine" pensé que, en su condición de iletrado,
malpronunciaba un título francés, algo así como La vorange. Como no sé francés, no
quise ser pedante ni arriesgarme en falso con un autor:
-No sé.
No creyeron que fuera escritor.
El operativo 28 y el 04 retrasaron a la patrulla en su principal meta del día: un
partido en cancha grande.
No les daba tiempo de dejarme en una celda y tuve que acompañarlos.
En el trayecto sonó el radio:
-"Houston, tenemos un problema".
Luego siguió una conversación que la estática volvió incomprensible.
-Llevamos un elemento -el policía que iba al volante dijo en su radio.
Fuimos los últimos en llegar al campo. Los demás ya estaban vestidos, con camisetas
a rayas azules y negras, como el Inter de Milán.
-Nos falta un jugador -me explicó el policía que me había arrestado.
Fue así como me entregaron la camiseta de Fontanarrosa.
-Para ponértela, tienes que aprender esto -me dieron una tarjeta.
El ayuntamiento izquierdista había lanzado un peculiar programa de promoción de la
lectura entre los policías. Les daba uniformes a condición de que portaran nombres
de escritores. Para vestir la camiseta, había que saber quién era el autor que la
respaldaba. Después del partido se celebraba una velada literaria.
Leí mi tarjeta: "Roberto Fontanarrosa fue un humorista que ayudó a pensar en serio.
Dibujó la series de Boogie el aceitoso y El renegau. Hincha del Rosario Central,
escribió inmortales cuentos de fútbol. Su libro Una lección de vida resume en su
título lo que dejó a sus lectores. Cuando murió, las barras pidieron que el estadio de
Rosario llevara su nombre. Se reunía a hablar con los amigos en el Café Egipto. Ahí,
una taza no deja de echar humo, por si el Negro regresa".
Hace años escribí una nota un poco displicente sobre Una lección de vida. Quería
mostrarme como escritor sofisticado y no me pareció correcto elogiar a un
caricaturista. Ahora, la camiseta con su nombre podía congraciarme con los policías.
Me la puse como una segunda piel.
El policía que había conducido la patrulla resultó ser Chéjov. Justo cuando pensaba
que un buen rendimiento en el partido podría salvarme se acercó a decir:
-Estás arrestado. Vas a jugar, pero arrestado.
¿Puede alguien sobreponerse a semejante presión? Tenía tantas ganas de hacer las
cosas bien que las piernas me temblaban.
He omitido un detalle que no me queda más remedio que decir. Cuando los policías
me detuvieron, les ofrecí un billete de cincuenta pesos. Me vieron con el rencor de
un pueblo especialista en sacrificios humanos. Entonces les ofrecí cien, pensando
que había un problema de cotización.
-No aceptamos sobornos: esto no es el D. F.
Había caído en un andurrial donde la norma era inflexible. Cuento esto para que se
comprenda mi angustia en la cancha: esos policías no me iban a perdonar así nomás.
Todo les parecía grave. Eran fanáticos juaristas que no se corrompían y esperaban
que yo frenara al extremo izquierdo.
Me apliqué en la marca, como si me entrenara el dictatorial Lavolpe, pero fui
rebasado, metí el pie en un agujero, tropecé con Tolstoi, la pelota me rebotó en la
espalda y el enredo se convirtió en un pase para el centro delantero rival: 0-2.
En el segundo tiempo la vista se me nublaba de cansancio pero no me rendí. En algún
minuto impreciso recibí un balón elevado, lo maté con el pecho y chuté con efecto.
El balón salió como un planeta en miniatura, girando sobre su eje, y fue a dar al
rincón donde anidan las arañas. En caso de contar con redes, aquello se hubiera visto
como un golazo. El único problema es que esa era mi portería.
Hemingway llegó dispuesto a matarme.
-"Los valientes no asesinan" -cité la frase con que Guillermo Prieto salvó la vida de
Benito Juárez.

Debo reconocer que los policías juaristas respetan sus principios: Hemingway me
perdonó la vida.
Se podría pensar que el marcador de tres goles en contra, las condiciones del
terreno y mi escasa capacidad de respirar en ese aire cuajado de polvo podían
desanimarme, pero no fue así. Corrí por mi libertad, me barrí aunque no fuese
necesario y fracturé al extremo izquierdo.
El árbitro fue sádico: en vez de sacarme la segunda tarjeta amarilla y luego la roja,
me sacó directamente la roja para enfatizar mi torpeza.
Ya dije que en Ciudad Moctezuma hay leyes que se respetan. Cuando un futbolista es
expulsado se le suspende dos partidos, aunque se trate de una liga amateur y las
porterías no tengan redes. Por mi culpa, el verdadero Fontanarrosa se iba a perder
lo que quedaba del campeonato.
Salí de la cancha corriendo, para no retrasar el juego y permitir que mis compañeros
anotaran tres goles para empatar. Atrás de mí venía Kafka.
Se dirigió a un maletín de utilero y sacó unas esposas.
Pasé el resto del partido encadenado a un poste.
Ya sin mí, el equipo recibió otros dos goles, pero ellos no reconocieron que les hice
falta. Después de los tres pitidos finales, volvieron a verme con ojos de sacrificio
mesoamericano. Por primera vez consideré una suerte que respetaran la ley. Un
poquito de impunidad habría bastado para que me asesinaran.
¿Qué podía hacer para calmarlos, recitar la frase famosa de Juárez: "El respeto al
derecho ajeno es la paz"? Guardé silencio y eso me ayudó.
Después del partido, el equipo debía asistir a la tertulia literaria. Tampoco ahora
había tiempo para llevarme a la delegación.
Los acompañé a un salón de la presidencia municipal. Entramos en uniforme, con
caras de policías goleados, más tristes que las de los futbolistas.

Me sentaron entre Kawabata y Okri. En ese momento, ocurrió algo desagradable:


Jorge Linares entró al estrado por una puerta lateral.
Los policías aplaudieron su llegada. A continuación, uno por uno se pusieron de pie,
dijeron el nombre del escritor que llevaban en la espalda y recitaron su biografía.
Cuando me tocó mi turno dije:
-Yo soy Fontanarrosa.
Linares me vio con atención. Nos conocíamos de nuestros inicios literarios. ...les de
Colima y recibimos juntos la beca Jóvenes Creadores del Occidente.
A pesar de sus ojeras, los dientes manchados de tabaco, el pelo ralo y la frente
arrugada por sus fracasos literarios, Jorge era reconocible. Más difícil resultaba que
me ubicara a mí, con la camiseta del Inter, en un equipo de policías de Ciudad
Moctezuma.
Recité lo que recordaba de la tarjeta. Jorge sabía de memoria las biografías porque
él las había escrito. Me vio con incertidumbre, como si tratara de recordar algo.
Lo que quería recordar era lo siguiente: en 1998 nos peleamos por Fontanarrosa. Me
acuerdo bien porque fue el año del Mundial de Francia. Jorge era entonces jefe de
redacción de una revista que desprecio pero donde a veces publico porque soy
plural. Escribí para ellos la reseña de Una lección de vida. Jorge la rechazó con estos
argumentos: -No te atreves a decir que el autor te gusta porque te parece
populachero y tú quieres ser el escritor más fino de Zamora. El epígrafe de Adorno
no viene al caso: lo pusiste para lucirte.
El comentario me molestó por veraz. Había leído a Fontanarrosa con gusto y mis
reparos eran caprichosos (lo acusé de colonialista por escribir "mejicano" en vez de
"mexicano"). Sin embargo, en ese momento pensé que Jorge quería bloquear mi
carrera, me odiaba por ser un mejor escritor del Occidente y solo se interesaba en
Fontanarrosa por estar enfermo del fútbol.
Poco después, Jorge dejó el trabajo de jefe de redacción, se fue como corresponsal
al Mundial de Francia y comenzó el sostenido hundimiento que ha sido su
trayectoria. No volvió a escribir cuentos. Adquirió la deleznable notoriedad de un
cronista de fútbol y apareció en programas deportivos donde parecía intelectual
porque nadie lo entendía. Mientras él se sometía al declive de alguien que solo
concibe una metáfora si incluye un balón, yo aprovechaba el tiempo de otro modo.
No puedo decir que me haya consagrado, pero soy uno de los autores juveniles más
leídos de México, especialmente en la escuela del Mecate, y el año pasado recibí la
Mazorca de Plata para autores del Occidente. Si ahora Jorge Linares me odia es por
envidia.
Después de que recitamos las biografías, él leyó unos textos que hicieron reír mucho
a los policías. En la sección de preguntas y respuestas, mis compañeros de equipo
revelaron que lo habían leído con admiración, y no solo a él, sino a otros autores que
mencionaron al lado de Zidane y Figo. Al terminar la lectura, rodearon a Jorge para
pedirle autógrafos, como si fuera Maradona.
Cuando lo dejaron libre, él se acercó a preguntar:
-¿Qué haces aquí?
-Yo soy Fontanarrosa -repetí, como si no pudiera decir nada más.
-Un grande -dijo él.
-Grandísimo -agregué, con tardía sinceridad.
En ese momento el Mecate entró a la sala. Me había buscado por toda Ciudad
Moctezuma y al descubrirme gritó mi nombre como un náufrago que ve una gaviota.
La expresión de Jorge no cambió:
-¿Qué haces aquí? -insistió.
-Me arrestaron -contesté, y le conté mi historia.
Los policías le tenían respeto a Jorge. Nos dejaron hablar, sin interrumpirnos ni
acercarse a nosotros. La situación cobró tal rigidez que ni siquiera el Mecate se
aproximó. Fue un momento extraño, como cuando los capitanes de los equipos
discuten en la cancha y nadie se les acerca. Una pausa dramática en la que dos
rivales resuelven algo urgente. Segundos después volverán a odiarse. En ese
instante, concentran las miradas del estadio entero y sus compañeros aguardan como
estatuas. ¿Hay mayor tensión que la de los enemigos que acuerdan algo? Ese diálogo
no califica como una jugada; al contrario: suspende el partido, ocurre fuera del
tiempo, en una lógica paralela, inescrutable, que agrega un elemento extraño, que
nadie desea pero contra el que no se puede hacer nada, un pacto oscuro y
preocupante, el de los adversarios forzados a coincidir. Así nos vieron los demás, o
así quise que nos vieran.

Cuando acabamos de hablar, Jorge se dirigió a los policías y me dejaron libre. Ellos lo
hubieran obedecido en cualquier cosa. Pude regresar a casa, en el coche del Mecate,
al que ahora le sonaba el claxon cuando caíamos en un bache.
¿Qué fue lo que Jorge Linares me dijo en aquel conciliábulo? Contó que había
perdido la facultad de escribir historias. No se le ocurría nada. Solo podía narrar lo
sucedido en una cancha de fútbol. Me pidió mi historia a cambio de mi libertad.
Acepté porque no me quedaba más remedio:
-"Una lección de vida" -recité.
Jorge me dio un abrazo. Olía a tequila y a jabón barato.
Sentí lástima por él. Luego me irritó no haberme dado cuenta de que lo mío era una
historia. Al despedirse, Jorge se hizo el interesante:
-Un defensa debe dejar que pase la pelota o pase el jugador, pero no a los dos. La
literatura es igual: a veces pasa la historia, pero no el autor.
El hijo de puta se quedó con mi cuento. No digo que yo lo hubiera escrito como
Borges, pero sí como un mejor escritor del Occidente. Modestia aparte, él tiene el
tema, pero no tiene mi voz.

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