El Principito
El Principito
El Principito
EL PRINCIPITO
A LEON WERTH:
Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una
seria excusa: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Pero tengo
otra excusa: esta persona mayor es capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para
niños. Tengo una tercera excusa todavía: esta persona mayor vive en Francia, donde
pasa hambre y frío. Tiene, por consiguiente, una gran necesidad de ser consolada. Si no
fueran suficientes todas esas razones, quiero entonces dedicar este libro al niño que fue
hace tiempo esta persona mayor. Todas las personas mayores antes han sido niños.
(Pero pocas de ellas lo recuerdan). Corrijo, por consiguiente, mi dedicatoria:
Cuando yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se titulaba "Historias
vividas", una magnífica lámina. Representaba una serpiente boa que se tragaba a una
fiera. Esta es la copia del dibujo.
En el libro se afirmaba: "La serpiente boa se traga su presa entera, sin masticarla. Luego
ya no puede moverse y duerme durante los seis meses que dura su digestión".
Reflexioné mucho en ese momento sobre las aventuras de la jungla y a mi vez logré
trazar con un lápiz de colores mi primer dibujo. Mi dibujo número uno era de esta
manera:
Enseñé mi obra de arte a las personas mayores y les pregunté si mi dibujo les daba
miedo.
-¿por qué habría de asustar un sombrero? - me respondieron.
Mi dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa que digiere un
elefante. Dibujé entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas
mayores pudieran comprender. Siempre estas personas tienen necesidad de
explicaciones. Mi dibujo número dos era así:
Viví así, solo, nadie con quien poder hablar verdaderamente, hasta cuando hace seis
años tuve una avería en el desierto de Sahara. Algo se había estropeado en el motor.
Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo
solo, una reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas
tenía agua de beber para ocho días.
La primera noche me dormí sobre la arena, a unas mil millas de distancia del lugar
habitado más próximo. Estaba más aislado que un náufrago en una balsa en medio del
océano. Imaginaos, pues, mi sorpresa cuando al amanecer me despertó una extraña
vocecita que decía:
- ¡Por favor... píntame un cordero!
-¿Eh?
-¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto como herido por el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi
alrededor. Vi a un extraordinario hombrecito que me miraba gravemente. Ahí tenéis el
mejor retrato que más tarde logré hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente es menos
encantador que el modelo. Pero no es mía la culpa. Las personas mayores me
desanimaron de mi carrera de pintor a la edad de seis años y no había aprendido a
dibujar otra cosa que boas cerradas y boas abiertas.
Miré, pues, aquella aparición con los ojos redondos de admiración. No hay que olvidar
que me encontraba a unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Y
ahora bien, el hombrecito no me parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de hambre,
de sed o de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en el desierto,
a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Cuando logré, por fin,
articular palabra, le dije:
- Pero… ¿qué haces tú por aquí?
Y él respondió entonces, suavemente, como algo muy importante:
-¡Por favor… píntame un cordero!
Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo
que aquello me pareciera, a mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro
de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una estilográfica. Recordé que yo
había estudiado especialmente geografía, historia, cálculo y gramática y le dije al
hombrecito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.
- No importa - me respondió-, píntame un cordero!
Como nunca había dibujado un cordero, rehice para él uno de los dos únicos dibujos
que yo era capaz de realizar: el de la serpiente boa cerrada. Y quedé estupefacto cuando
oí decir al hombrecito:
- ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el
elefante ocupa mucho sitio. En mi tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero.
Píntame un cordero.
Dibujé un cordero. Lo miró atentamente y dijo:
-Esta es la caja. El cordero que quieres está dentro. Con gran sorpresa mía el rostro de
mi joven juez se iluminó:
-¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea necesaria mucha hierba para este cordero?
-¿Por qué?
-Porque en mi tierra es todo tan pequeño…
Se inclinó hacia el dibujo y exclamó:
-¡Bueno, no tan pequeño…! Está dormido…
Y así fue como conocí al principito.
Me costó mucho tiempo comprender de dónde venía. El principito, que me hacía
muchas preguntas, jamás parecía oír las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar, las
que poco a poco me revelaron todo. Así, cuando distinguió por vez primera mi avión
(no dibujaré mi avión, por tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me
preguntó:
-¿Qué cosa es esa? -Eso no es una cosa. Eso vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que volaba. El entonces gritó:
-¡Cómo! ¿Has caído del cielo? -Sí -le dije modestamente. -¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis
desgracias se tomen en serio. Y añadió:
-Entonces ¿tú también vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de su presencia y le pregunté bruscamente:
-¿Tu vienes, pues, de otro planeta?
Pero no me respondió; movía lentamente la cabeza mirando detenidamente mi avión.
-Es cierto, que, encima de eso, no puedes venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño durante largo tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi
cordero se abismó en la contemplación de su tesoro.
Imagináos cómo me intrigó esta semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé,
pues, en saber algo más:
-¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está "tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi
cordero?
Después de meditar silenciosamente me respondió:
-Lo bueno de la caja que me has dado es que por la noche le servirá de casa. -Sin duda.
Y si eres bueno te daré también una cuerda y una estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al principito.
-¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! -Si no lo atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…
Mi amigo soltó una nueva carcajada.
-¿Y dónde quieres que vaya? -No sé, a cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito señaló con gravedad:
-¡No importa, es tan pequeña mi tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de melancolía:
-Derecho, camino adelante… no se puede ir muy lejos.
De esta manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas
más grande que una casa.
Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas
como la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen otros
centenares de ellos tan pequeños a veces, que es difícil distinguirlos aun con la ayuda
del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas, le da por nombre
un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el
asteroide B 612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por
un astrónomo turco.
Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto
venía suavemente al azar de las reflexiones. De esta manera tuve conocimiento al tercer
día , del drama de los baobabs.
Fue también gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda, cuando el
principito me preguntó:
-¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?
-Sí, es cierto.
-¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan importante para él que los corderos se comieran los
arbustos. Pero el principito añadió:
-Entonces se comen también los Baobabs.
Le hice comprender al principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan
grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo todo un rebaño de elefantes, el
rebaño no lograría acabar con un solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír al principito.
-Habría que poner los elefantes unos sobre otros…
Y luego añadió juiciosamente:
-Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeñitos.
-Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los baobabs?
Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si hablara de una evidencia. Me fue necesario
un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo este problema.
En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas
y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de las
semillas malas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de
la tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de despertarse. Entonces se
alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una encantadora ramita
inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal, se la puede dejar que crezca
como quiera. Pero si se trata de una mala hierba, es preciso arrancarla inmediatamente
en cuanto uno ha sabido reconocerla. En el planeta del principito había semillas
terribles… como las semillas del baobab. El suelo del planeta está infestado de ellas. Si
un baobab no se arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde;
cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y
los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito. Cuando por la mañana
uno termina de arreglarse, hay que hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay
que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los
rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un trabajo muy
fastidioso pero muy fácil".
Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el
papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que
puede correr quien llegue a perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en
hacer una excepción y exclamar: "¡Niños, atención a los baobabs!" Y sólo con el fin de
advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya tiempo sin
saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección
que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no
hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La
respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé
los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.
¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante
mucho tiempo tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo
detalle lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:
-Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…
-Tendremos que esperar…
-¿Esperar qué?
-Que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido primero, y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:
-Siempre me creo que estoy en mi tierra.
En efecto, como todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia
se está poniendo el sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para
asistir a la puesta del sol, pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En
cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos para
presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas…
-¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!
Y un poco más tarde añadiste:
-¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de sol.
-El día que la viste cuarenta y tres veces estabas muy triste ¿verdad?
Pero el principito no respondió.
Al quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado este otro secreto de
la vida del principito. Me preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un
problema largamente meditado en silencio:
-Si un cordero se come los arbustos, se comerá también las flores ¿no?
-Un cordero se come todo lo que encuentra.
-¿Y también las flores que tienen espinas?
-Sí; también las flores que tienen espinas.
-Entonces, ¿para qué le sirven las espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un bulón
demasiado apretado del motor; la avería comenzaba a parecerme cosa grave y la
circunstancia de que se estuviera agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo
peor.
-¿Para qué sirven las espinas?
El principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una pregunta formulada por
él. Irritado por la resistencia que me oponía el bulón, le respondí lo primero que se me
ocurrió:
-Las espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores.
-¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo con una especie de rencor:
-¡No te creo! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen
terribles con sus espinas…
No le respondí nada; en aquel momento me estaba diciendo a mí mismo: "Si este bulón
me resiste un poco más, lo haré saltar de un martillazo". El principito me interrumpió de
nuevo mis pensamientos:
-¿Tú crees que las flores…?
-¡No, no creo nada! Te he respondido cualquier cosa para que te calles. Tengo que
ocuparme de cosas serias.
Me miró estupefacto.
-¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo en la mano, los dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo
que le parecía muy feo.
-¡Hablas como las personas mayores!
Me avergonzó un poco. Pero él, implacable, añadió:
-¡Lo confundes todo…todo lo mezclas…!
Estaba verdaderamente irritado; sacudía la cabeza, agitando al viento sus cabellos
dorados.
-Conozco un planeta donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una flor, ni
ha mirado una estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más
que sumas. Y todo el día se lo pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio, yo
soy un hombre serio!"… Al parecer esto le llema de orgullo. Pero eso no es un hombre,
¡es un hongo!
-¿Un qué?
-Un hongo.
El principito estaba pálido de cólera.
-Hace millones de años que las flores tiene espinas y hace también millones de años que
los corderos, a pesar de las espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa seria
averiguar por qué las flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no les sirven
para nada? ¿Es que no es importante la guerra de los corderos y las flores? ¿No es esto
más serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si yo sé de una
flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en mi planeta; si yo sé
que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto no
es importante?
El principito enrojeció y después continuó:
-Si alguien ama a una flor de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de
estrellas, basta que las mire para ser dichoso. Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí,
en alguna parte…" ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si de pronto todas las
estrellas se apagaran! ¡Y esto no es importante!
Aprendí bien pronto a conocer mejor esta flor. Siempre había habido en el planeta del
principito flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas
ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la
tarde se extinguían. Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de
quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día
aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de
Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito
observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de
salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al
abrigo de su envoltura verde. Elegía con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se
ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería salir ya ajada como las amapolas; quería
aparecer en todo el esplendor de su belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su
misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir
el sol se mostró espléndida.
Y así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo,
hablando de sus cuatro espinas, dijo al principito:
-¡Ya pueden venir los tigres, con sus garras!
-No hay tigres en mi planeta -observó el principito- y, además, los tigres no comen
hierba.
-Yo nos soy una hierba -respondió dulcemente la flor.
-Perdóname...
-No temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no es una suerte para una planta -pensó el principito-.
Esta flor es demasiado complicada…"
-Por la noche me meterás bajo un globo… hace mucho frío en tu tierra. No se está muy
a gusto; allá de donde yo vengo…
La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que
conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender inventando un
mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para atraerse la simpatía del principito.
-¿Y el biombo?
-Iba a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme…
Insistió en su tos para darle al menos remordimientos.
Creo que el principito aprovechó la migración de una bandada de pájaros silvestres para
su evasión. La mañana de la partida, puso en orden el planeta. Deshollinó
cuidadosamente sus volcanes en actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy
útiles para calentar el desayuno todas las mañanas. Tenía, además, un volcán
extinguido. Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él decía, nunca se
sabe lo que puede ocurrir. Si los volcanes están bien deshollinados, arden sus
erupciones, lenta y regularmente. Las erupciones volcánicas son como el fuego de
nuestras chimeneas. Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar
los volcanes; los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.
El principito arrancó también con un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs.
Creía que no iba a volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le parecieron aquella
mañana extremadamente dulces. Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso a
ponerla al abrigo del fanal, sintió ganas de llorar.
-Adiós -le dijo a la flor. Esta no respondió.
-Adiós -repitió el principito.
La flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.
-He sido una tonta -le dijo al fin la flor-. Perdóname. Procura ser feliz.
Se sorprendió por la ausencia de reproches y quedó desconcertado, con el fanal en el
aire, no comprendiendo esta tranquila mansedumbre.
-Sí, yo te quiero -le dijo la flor-, ha sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene
importancia. Y tú has sido tan tonto como yo. Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez
ese fanal; ya no lo quiero.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada como para... El aire fresco de la noche me hará bien. Soy una
flor.
-Y los animales...
-Será necesario que soporte dos o tres orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que
son muy hermosas. Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos. En cuanto a
las fieras, no las temo: yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente sus cuatro espinas. Luego añadió:
-Y no prolongues más tu despedida. Puesto que has decidido partir, vete de una vez.
La flor no quería que la viese llorar : era tan orgullosa...
Se encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para
ocuparse en algo e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba
sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
-¡Ah, -exclamó el rey al divisar al principito-, aquí tenemos un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son
súbditos.
-Aproxímate para que te vea mejor -le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el
rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado
totalmente por el magnífico manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba
cansado, bostezó.
-La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey -le dijo el monarca-. Te lo
prohíbo.
-No he podido evitarlo -respondió el principito muy confuso-, he hecho un viaje muy
largo y apenas he dormido...
-Entonces -le dijo el rey- te ordeno que bosteces. Hace años que no veo bostezar a
nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!
-Me da vergüenza... ya no tengo ganas... -dijo el principito enrojeciendo.
-¡Hum, hum! -respondió el rey-. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no
bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su
autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba
siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara -decía frecuentemente-, si yo ordenara a un general que se transformara
en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía".
-¿Puedo sentarme? -preguntó tímidamente el principito.
-Te ordeno sentarte -le respondió el rey-, recogiendo majestuosamente un faldón de su
manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no se explicaba
sobre quién podría reinar aquel rey.
-Señor -le dijo-, perdóneme si le pregunto...
-Te ordeno que me preguntes -se apresuró a decir el rey.
-Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
-Sobre todo -contestó el rey con gran ingenuidad.
-¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.
-¿Sobre todo eso? -volvió a preguntar el principito.
-Sobre todo eso. . . -respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.
-¿Y las estrellas le obedecen?
-¡Naturalmente! -le dijo el rey-. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la
indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de un poder de tal
naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y
dos, a cien, o incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su
silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta abandonado, se
atrevió a solicitar una gracia al rey:
-Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
-Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de
escribir una tragedia, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la
orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?
-La culpa sería de usted -le dijo el principito con firmeza.
-Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar -continuó el
rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire
al mar, el pueblo hará la revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis
órdenes son razonables.
-¿Entonces mi puesta de sol? -recordó el principito, que jamás olvidaba su pregunta una
vez que la había formulado.
-Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante,
esperaré que las condiciones sean favorables.
-¿Y cuándo será eso?
-¡Ejem, ejem! -le respondió el rey, consultando previamente un enorme calendario-,
¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me
obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se estaba
aburriendo ya un poco.
-Ya no tengo nada que hacer aquí -le dijo al rey-. Me voy.
-No partas -le respondió el rey que se sentía muy orgulloso de tener un súbdito-, no te
vayas y te hago ministro.
-¿Ministro de qué?
-¡De... de justicia!
-¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!
-Eso no se sabe -le dijo el rey-. Nunca he recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el
caminar me cansa. Y como no hay sitio para una carroza...
-¡Oh! Pero yo ya he visto. . . -dijo el principito que se inclinó para echar una ojeada al
otro lado del planeta-. Allá abajo no hay nadie tampoco. .
-Te juzgarás a ti mismo -le respondió el rey-. Es lo más difícil. Es mucho más difícil
juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres
un verdadero sabio.
-Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de vivir aquí.
-¡Ejem, ejem! Creo -dijo el rey- que en alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo
la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez
en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para
conservarla, ya que no hay más que una.
-A mí no me gusta condenar a muerte a nadie -dijo el principito-. Creo que me voy a
marchar.
-No -dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al
viejo monarca, dijo:
-Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría dar una orden
razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las
condiciones son favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló primero y con un suspiro
emprendió la marcha.
-¡Te nombro mi embajador! -se apresuró a gritar el rey. Tenía un aspecto de gran
autoridad.
"Las personas mayores son muy extrañas", se decía el principito para sí mismo durante
el viaje.
-¿Qué haces ahí? -preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero
de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.
-¡Bebo! -respondió el bebedor con tono lúgubre.
-¿Por qué bebes? -volvió a preguntar el principito.
-Para olvidar.
-¿Para olvidar qué? -inquirió el principito ya compadecido.
-Para olvidar que siento vergüenza -confesó el bebedor bajando la cabeza.
-¿Vergüenza de qué? -se informó el principito deseoso de ayudarle.
-¡Vergüenza de beber! -concluyó el bebedor, que se encerró nueva y definitivamente en
el silencio.
Y el principito, perplejo, se marchó.
"No hay la menor duda de que las personas mayores son muy extrañas", seguía
diciéndose para sí el principito durante su viaje.
El cuarto planeta estaba ocupado por un hombre de negocios. Este hombre estaba tan
abstraído que ni siquiera levantó la cabeza a la llegada del principito.
-¡Buenos días! -le dijo éste-. Su cigarro se ha apagado.
-Tres y dos cinco. Cinco y siete doce. Doce y tres quince. ¡Buenos días! Quince y siete
veintidós. Veintidós y seis veintiocho. No tengo tiempo de encenderlo. Veintiocho y
tres treinta y uno. ¡Uf! Esto suma quinientos un millones seiscientos veintidós mil
setecientos treinta y uno.
-¿Quinientos millones de qué?
-¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones de... ya no sé... ¡He trabajado tanto! ¡Yo
soy un hombre serio y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco siete...
-¿Quinientos millones de qué? -volvió a preguntar el principito, que nunca en su vida
había renunciado a una pregunta una vez que la había formulado.
El hombre de negocios levantó la cabeza:
-Desde hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo me han molestado tres
veces. La primera, hace veintidós años, fue por un abejorro que había caído aquí de
Dios sabe dónde. Hacía un ruido insoportable y me hizo cometer cuatro errores en una
suma. La segunda vez por una crisis de reumatismo, hace once años. Yo no hago ningún
ejercicio, pues no tengo tiempo de callejear. Soy un hombre serio. Y la tercera vez... ¡la
tercera vez es ésta! Decía, pues, quinientos un millones...
-¿Millones de qué?
El hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna esperanza de que lo dejaran en
paz.
-Millones de esas pequeñas cosas que algunas veces se ven en el cielo.
-¿Moscas?
-¡No, cositas que brillan!
-¿Abejas?
-No. Unas cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre
serio y no tengo tiempo de desvariar!
-¡Ah! ¿Estrellas?
-Eso es. Estrellas.
-¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?
-Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy un
hombre serio y exacto.
-¿Y qué haces con esas estrellas? -¿Que qué hago con ellas?
-Sí.
-Nada. Las poseo.
-¿Que las estrellas son tuyas?
-Sí.
-Yo he visto un rey que...
-Los reyes no poseen nada... Reinan. Es muy diferente.
-¿Y de qué te sirve poseer las estrellas?
-Me sirve para ser rico.
-¿Y de qué te sirve ser rico?
-Me sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre.
"Este, se dijo a sí mismo el principito, razona poco más o menos como mi borracho".
No obstante le siguió preguntando :
-¿Y cómo es posible poseer estrellas?
-¿De quién son las estrellas? -contestó punzante el hombre de negocios.
-No sé. . . De nadie.
-Entonces son mías, puesto que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea.
-¿Y eso basta?
-Naturalmente. Si te encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si
encontraras una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener
una idea y la haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías,
puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas.
-Eso es verdad -dijo el principito- ¿y qué haces con ellas?
-Las administro. Las cuento y las recuento una y otra vez -contestó el hombre de
negocios-. Es algo difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio!
El principito no quedó del todo satisfecho.
-Si yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al cuello y llevármela. Si soy dueño de una
flor, puedo cortarla y llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las estrellas!
-Pero puedo colocarlas en un banco.
-¿Qué quiere decir eso?
-Quiere decir que escribo en un papel el número de estrellas que tengo y guardo bajo
llave en un cajón ese papel.
-¿Y eso es todo?
-¡Es suficiente!
"Es divertido", pensó el principito. "Es incluso bastante poético. Pero no es muy serio".
El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las
personas mayores.
-Yo -dijo aún- tengo una flor a la que riego todos los días; poseo tres volcanes a los que
deshollino todas las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se
sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las
posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas...
El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta.
El principito abandonó aquel planeta.
"Las personas mayores, decididamente, son extraordinarias", se decía a sí mismo con
sencillez durante el viaje.
El quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de todos, pues apenas cabían en
él un farol y el farolero que lo habitaba. El principito no lograba explicarse para qué
servirían allí, en el cielo, en un planeta sin casas y sin población un farol y un farolero.
Sin embargo, se dijo a sí mismo:
"Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, el
vanidoso, el hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido.
Cuando enciende su farol, es igual que si hiciera nacer una estrella más o una flor y
cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy bonita y por
ser bonita es verdaderamente útil".
El sexto planeta era diez veces más grande. Estaba habitado por un anciano que escribía
grandes libros.
-¡Anda, un explorador! -exclamó cuando divisó al principito.
Cuando se quiere ser ingenioso, sucede que se miente un poco. No he sido muy honesto
al hablar de los faroleros y corro el riesgo de dar una falsa idea de nuestro planeta a los
que no lo conocen. Los hombres ocupan muy poco lugar sobre la Tierra. Si los dos mil
millones de habitantes que la pueblan se pusieran de pie y un poco apretados, como en
un mitin, cabrían fácilmente en una plaza de veinte millas de largo por veinte de ancho.
La humanidad podría amontonarse sobre el más pequeño islote del Pacífico.
Las personas mayores no les creerán, seguramente, pues siempre se imaginan que
ocupan mucho sitio. Se creen importantes como los baobabs. Les dirán, pues, que hagan
el cálculo; eso les gustará ya que adoran las cifras. Pero no es necesario que pierdan el
tiempo inútilmente, puesto que tienen confianza en mí.
El principito, una vez que llegó a la Tierra, quedó sorprendido de no ver a nadie. Tenía
miedo de haberse equivocado de planeta, cuando un anillo de color de luna se revolvió
en la arena.
-¡Buenas noches! -dijo el principito.
-¡Buenas noches! -dijo la serpiente.
-¿Sobre qué planeta he caído? -preguntó el principito.
-Sobre la Tierra, en África -respondió la serpiente.
-¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre la Tierra?
-Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie. La Tierra es muy grande -dijo la
serpiente.
El principito se sentó en una piedra y elevó los ojos al cielo.
-Yo me pregunto -dijo- si las estrellas están encendidas para que cada cual pueda un día
encontrar la suya. Mira mi planeta; está precisamente encima de nosotros... Pero... ¡qué
lejos está!
El principito atravesó el desierto en el que sólo encontró una flor de tres pétalos, una
flor de nada.
-¡Buenos días! -dijo el principito.
-¡Buenos días! -dijo la flor.
-¿Dónde están los hombres? -preguntó cortésmente el principito.
La flor, un día, había visto pasar una caravana.
-¿Los hombres? No existen más que seis o siete, me parece. Los he visto hace ya años y
nunca se sabe dónde encontrarlos. El viento los pasea. Les faltan las raíces. Esto les
molesta.
-Adiós -dijo el principito.
-Adiós -dijo la flor.
El principito escaló hasta la cima de una alta montaña. Las únicas montañas que él había
conocido eran los tres volcanes que le llegaban a la rodilla. El volcán extinguido lo
utilizaba como taburete. "Desde una montaña tan alta como ésta, se había dicho, podré
ver todo el planeta y a todos los hombres..." Pero no alcanzó a ver más que algunas
puntas de rocas.
-¡Buenos días! -exclamó el principito al acaso.
-¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Buenos días! -respondió el eco.
-¿Quién eres tú? -preguntó el principito.
-¿Quién eres tú?... ¿Quién eres tú?... ¿Quién eres tú?... -contestó el eco.
-Sed mis amigos, estoy solo -dijo el principito.
-Estoy solo... estoy solo... estoy solo... -repitió el eco.
"¡Qué planeta más raro! -pensó entonces el principito-, es seco, puntiagudo y salado. Y
los hombres carecen de imaginación; no hacen más que repetir lo que se les dice... En
mi tierra tenía una flor: era siempre la primera en hablar... "
Pero sucedió que el principito, habiendo atravesado arenas, rocas y nieves, descubrió
finalmente un camino. Y los caminos llevan siempre a la morada de los hombres.
-¿Crear vínculos?
-Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un
muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú
tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros
semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú
serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
-Comienzo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor... creo que ella me ha
domesticado...
-Es posible -concedió el zorro-, en la Tierra se ven todo tipo de cosas.
-¡Oh, no es en la Tierra! -exclamó el principito.
El zorro pareció intrigado:
-¿En otro planeta?
-Sí.
-¿Hay cazadores en ese planeta?
-No.
-¡Qué interesante! ¿Y gallinas?
-No.
-Nada es perfecto -suspiró el zorro.
Y después volviendo a su idea:
-Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las
gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un
poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos
diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos
me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo
los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los
campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos
dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado
también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.
El zorro se calló y miró un buen rato al principito:
-Por favor... domestícame -le dijo.
-Bien quisiera -le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo. He de buscar
amigos y conocer muchas cosas.
-Sólo se conocen bien las cosas que se domestican -dijo el zorro-. Los hombres ya no
tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay
tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo,
domestícame!
-¿Qué debo hacer? -preguntó el príncipito.
-Debes tener mucha paciencia -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco
lejos de mí, así, en el suelo; yo te miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El
lenguaje es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un poco más
cerca...
-Los hombres -dijo el principito- se meten en los rápidos pero no saben dónde van ni lo
que quieren. . . Entonces se agitan y dan vueltas...
Y añadió:
-¡No vale la pena!...
El pozo que habíamos encontrado no se parecía en nada a los pozos saharianos. Estos
pozos son simples agujeros que se abren en la arena. El que teníamos ante nosotros
parecía el pozo de un pueblo; pero por allí no había ningún pueblo y me parecía estar
soñando.
-¡Es extraño! -le dije al principito-. Todo está a punto: la roldana, el balde y la cuerda...
Se rió y tocó la cuerda; hizo mover la roldana. Y la roldana gimió como una vieja veleta
cuando el viento ha dormido mucho.
Dirigí la mirada hacia el pie del muro e instintivamente di un brinco. Una serpiente de
esas amarillas que matan a una persona en menos de treinta segundos, se erguía en
dirección al principito. Echando mano al bolsillo para sacar mi revólver, apreté el paso,
pero, al ruido que hice, la serpiente se dejó deslizar suavemente por la arena como un
surtidor que muere, y, sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un
ligero ruido metálico.
Llegué junto al muro a tiempo de recibir en mis brazos a mi principito, que estaba
blanco como la nieve.
-¿Pero qué historia es ésta? ¿De charla también con las serpientes?
Le quité su eterna bufanda de oro, le humedecí las sienes y le di de beber, sin atreverme
a hacerle pregunta alguna. Me miró gravemente rodeándome el cuello con sus brazos.
Sentí latir su corazón, como el de un pajarillo que muere a tiros de carabina.
-Me alegra -dijo el principito- que hayas encontrado lo que faltaba a tu máquina. Así
podrás volver a tu tierra...
-¿Cómo lo sabes?
Precisamente venía a comunicarle que, a pesar de que no lo esperaba, había logrado
terminar mi trabajo.
No respondió a mi pregunta, sino que añadió:
-También yo vuelvo hoy a mi planeta...
Luego, con melancolía:
-Es mucho más lejos... y más difícil...
Me daba cuenta de que algo extraordinario pasaba en aquellos momentos. Estreché al
principito entre mis brazos como sí fuera un niño pequeño, y no obstante, me pareció
que descendía en picada hacia un abismo sin que fuera posible hacer nada para
retenerlo.
Su mirada, seria, estaba perdida en la lejanía.
-Tengo tu cordero y la caja para el cordero. Y tengo también el bozal.
Y sonreía melancólicamente.
Esperé un buen rato. Sentía que volvía a entrar en calor poco a poco:
-Has tenido miedo, hombrecito...
Lo había tenido, sin duda, pero sonrió con dulzura:
-Esta noche voy a tener más miedo...
Me quedé de nuevo helado por un sentimiento de algo irreparable. Comprendí que no
podía soportar la idea de no volver a oír nunca más su risa. Era para mí como una fuente
en el desierto.
-Hombrecito, quiero oír otra vez tu risa...
Pero él me dijo:
-Esta noche hará un año. Mi estrella se encontrará precisamente encima del lugar donde
caí el año pasado...
-¿No es cierto -le interrumpí- que toda esta historia de serpientes, de citas y de estrellas
es tan sólo una pesadilla?
Pero el principito no respondió a mi pregunta y dijo:
-Lo más importante nunca se ve...
-Indudablemente...
-Es lo mismo que la flor. Si te gusta una flor que habita en una estrella, es muy dulce
mirar al cielo por la noche. Todas las estrellas han florecido.
-Es indudable...
-Es como el agua. La que me diste a beber, gracias a la roldana y la cuerda, era como
una música ¿te acuerdas? ¡Qué buena era!
-Sí, cierto...
-Por la noche mirarás las estrellas; mi casa es demasiado pequeña para que yo pueda
señalarte dónde se encuentra. Así es mejor; mi estrella será para ti una cualquiera de
ellas. Te gustará entonces mirar todas las estrellas. Todas ellas serán tus amigas. Y
además, te haré un regalo...
Y rió una vez más.
-¡Ah, hombrecito, hombrecito, cómo me gusta oír tu risa!
-Mi regalo será ése precisamente, será como el agua...
-¿Qué quieres decir?
La gente tiene estrellas que no son las mismas. Para los que viajan, las estrellas son
guías; para otros sólo son pequeñas lucecitas. Para los sabios las estrellas son
problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero todas esas estrellas se callan. Tú
tendrás estrellas como nadie las ha tenido...
-¿Qué quieres decir? -Cuando por las noches mires al cielo, al pensar que en una de
aquellas estrellas estoy yo riendo, será para ti como si todas las estrellas riesen. ¡Tú
tendrás estrellas que saben reír!
Y rió nuevamente.
-Cuando te hayas consolado (siempre se consuela uno) estarás contento de haberme
conocido. Serás mi amigo y tendrás ganas de reír conmigo. Algunas veces abrirás tu
ventana sólo por placer y tus amigos quedarán asombrados de verte reír mirando al
cielo. Tú les explicarás: "Las estrellas me hacen reír siempre". Ellos te creerán loco. Y
yo te habré jugado una mala pasada...
Y se rió otra vez.
-Será como si en vez de estrellas, te hubiese dado multitud de cascabelitos que saben
reír...
Una vez más dejó oír su risa y luego se puso serio.
-Esta noche ¿sabes? no vengas...
-No me separaré de ti.
-Parecerá que sufro... Parecerá un poco que me muero. Es así. No vengas a verlo, no
vale la pena...
-No me separaré de ti.
Pero estaba preocupado.
-Te digo esto... también por la serpiente. No debe morderte... Las serpientes son malas.
Pueden morder por placer...
-He dicho que no me separaré de ti.
Pero algo lo tranquilizó.
-Bien es verdad que no tienen veneno para la segunda mordedura...
Aquella noche no lo vi ponerse en camino. Cuando le alcancé marchaba con paso rápido
y decidido y me dijo solamente:
-¡Ah, estás ahí!
Me cogió de la mano y todavía se atormentó:
-Has hecho mal. Tendrás pena. Parecerá que estoy muerto, pero no es verdad.
Yo me callaba.
-¿Comprendes? Es demasiado lejos. No puedo llevar mi cuerpo allí. Es demasiado
pesado.
Seguí callado.
-Será como una corteza vieja que se abandona. No son tristes las viejas cortezas...
Yo me callaba. El principito perdió un poco de ánimo. Pero hizo un esfuerzo y dijo:
-Será agradable ¿sabes? Yo miraré también las estrellas. Todas serán pozos con roldana
enmohecida. Todas las estrellas me darán de beber.
Yo callaba.
-¡Será tan divertido! Tú tendrás quinientos millones de cascabeles y yo quinientos
millones de fuentes...
El principito se calló también por que lloraba.
-Es allí; déjame ir solo.
Se sentó porque tenía miedo. Dijo aún:
-¿Sabes?... mi flor... soy responsable... ¡y ella es tan débil y tan inocente! Sólo tiene
cuatro espinas insignificantes para defenderse contra todo el mundo...
Me senté, ya no podía mantenerme en pie.
-Bien... eso es todo...
Vaciló todavía un instante, luego se levantó y dio un paso. Yo no pude moverme.
Un relámpago amarillo centelleó en su tobillo. Quedó un instante inmóvil, sin exhalar
un grito. Luego cayó lentamente como cae un árbol, sin hacer el menor ruido en la
arena.
Ahora hace ya seis años de esto. Jamás he contado esta historia y los compañeros que
me vuelven a ver se alegran de encontrarme vivo. Estaba triste, pero yo les decía: "Es el
cansancio".
Ahora me he consolado un poco. Es decir... no del todo. Pero sé que verdaderamente
volvió a su planeta, pues, al nacer el día, no encontré su cuerpo. Y no era un cuerpo tan
pesado... Y por la noche me gusta oír las estrellas. Son como quinientos millones de
cascabeles...
Pero sucede algo extraordinario. Al bozal que dibujé para el principito se me olvidó
añadirle la correa de cuero; no habrá podido atárselo al cordero. Entonces me pregunto:
"¿Qué habrá sucedido en su planeta? Quizá el cordero se ha comido la flor..."
A veces me digo: "¡Seguro que no! El príncipito cubre la flor con su globo de vidrio
todas las noches y vigila bien a su cordero". Entonces me siento dichoso y todas las
estrellas ríen dulcemente.
Pero otras veces pienso: "Alguna que otra vez se distrae uno y eso basta. Si una noche
ha olvidado poner el globo de vidrio o el cordero ha salido sin hacer ruido, durante la
noche...". Y entonces los cascabeles se convierten en lágrimas...
Y ahí está el gran misterio. Para vosotros que también amáis al principito, como para
mí, nada en el universo sigue siendo igual si en alguna parte, quien sabe dónde, un
cordero desconocido se ha comido o no se ha comido una rosa...
Pero mirad al cielo y preguntad: el cordero ¿se ha comido la flor? Y veréis cómo todo
cambia...
¡Ninguna persona mayor comprenderá jamás que esto sea verdaderamente importante!
Este es para mí el paisaje más hermoso y el más triste del mundo. Es el mismo paisaje
de la página anterior que he dibujado una vez más para que lo vean bien. Fue aquí
donde el principito apareció sobre la Tierra, desapareciendo luego.
Mirad atentamente este paisaje para que sepáis reconocerlo, si viajáis algún día por el
África, en el desierto. Si por casualidad llegáis a pasar por allí, os suplico, no os
apresuréis; esperad un momento, exactamente debajo de la estrella. Si entonces un niño
llega hacia vosotros, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a vuestras
preguntas, adivinaréis en seguida quién es. ¡Sed amables entonces! No me dejéis tan
triste. Escribidme enseguida, decidme que el principito ha vuelto...
-FIN-