Cuentos Varios

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CUENTOS VARIOS

1- Noche De Epifanía
2- La soga.
3- A la deriva
4- El Hombre Muerto
5- La pata de mono
6- ¡Cómo se divertían!
7- “Marionetas S.A.”

1-“Noche De Epifanía” de Abelardo Castillo

Querido Jesús Dios mío, perdóname que te lo cuente a vos justamente esta noche que debe
ser un lío con todo lo de los chicos pobres y del África pero como ya escribí la carta de Matías
no creo que esto lo pueda arreglar otra persona porque recién oí dar las doce y ellos ya deben
andar por acá y capaz que lo traen, perdóname también que te diga de vos y no de tú como
cuando rezo, pero si me pongo a pensar las palabras finas con el sueño que tengo voy a
hacerme un matete o voy a parecer la tía Elvirita cuando se las quiere dar de educada. Me
imagino que sabés que te habla Carolina, la hermana de Matías, pero por si acaso te lo cuento
como le dice papá a mamá que hay que contarles las cosas a los hombres, como si fueran
tarados, vos contame las cosas como si yo fuera tarado y no me vengas con sobrentendidos.
Matías vos sabés que es medio loco pero yo lo quiero porque tiene cinco y es lindísimo y es mi
hermano, aunque al principio lo quería menos porque se hacía pis encima y se cagaba todo,
vos perdóname pero no te voy a decir que se hacía po po, como la tilinga de Elvirita, y de todas
maneras ahora apenas se caga de vez en cuando porque ya aprendió a sacarse los pantalones
solo. Lo que más me gusta son los ojos que tiene, que parecen esos papeles celestes medio
plateados de los ramos de flores, y también me gustan esos dientes parejitos que la verdad no
sé para qué te salen tan parejos si después se te caen y te vuelven a salir y encima te crecen
para cualquier lado y parecen serrucho, pero cuando se te caen éstos sí que estás frita como la
abuela que se olvida la dentadura en cualquier parte y cuando yo era más chica y no sabía
cómo era ese asunto de los dientes postizos casi me muero de la impresión cuando me los
encontré en la pileta del baño. No sé cómo vine a parar acá pero lo que quería decirte es que a
Matías yo no le puedo negar nada, y por eso escribí la carta. Ese chico la tiene completamente
dominada, dice mamá, ese chico es la piel de Judas pero su hermana es el brazo ejecutor. Y
siempre cuenta la vez que él me hizo quemar los zapatos de presillas. Como a lo mejor es un
pecado y nunca lo confesé te lo digo a vos directamente para que me perdones directamente.
Matías odiaba esos zapatos de presillas que son iguales para nosotras y para los varones, y
tenía razón, si no me gustaban ni a mí, y como el pobre tenía cuatro y era tan chico que ni
sabía prender un fósforo me hizo traer alcohol fino, o lo del alcohol fue una idea mía, no sé, y
me dijo Carolita linda, quemalos. Lo que pasa es que te mira con esos ojos redondos y celestes
que parecen bolillones y quién le niega nada, cómo te vas a negar a escribirle una carta a un
chico que no sabe escribir y que se empaca en no decirle a nadie lo que quiere para el día de
los reyes ni nunca pensó que a lo mejor los reyes son los padres. No es que yo esté muy
segura, pero si no son los padres para qué necesitan saber qué pedís, y lo malo es eso, Jesús
querido querido, lo malo es que ahora no estoy nada segura, porque si los reyes no son una de
esas macanas que inventan los grandes para que después la vida te desilusione, como dice
Elvirita que tiene como veinticinco años y ya se quedó soltera, si los reyes son los reyes y son
magos, vos no sabes, Jesús querido hijo de la santísima Virgen, lo que va a pasar en esta casa
mañana a la mañana cuando se despierten, o dentro de un rato, porque a mí me parece que ya
se lo trajeron. Y ahora que lo pienso esto tendría que estar contándoselo a la Virgen, que como
es mujer y madre por ahí entiende mejor que vos este tipo de problemas de familia, pero ya
que empecé no puedo cambiar de caballo en la mitad del río, como dice papá. Hace una
semana que le andan dando vueltas, qué vas pedir para el día de los reyes, Matías, qué te
gusta, un trencito, un videojuego, uno de esos para armar casitas. Matías nada. Decinos qué
pediste, Matías, querés un triciclo. Nada. Los reyes saben lo que quiero. Sí, Matías, pero igual
tenés que contarnos para que te ayudemos a pedir nosotros. Matías nada y que si el regalo es
para él no precisa que nadie se meta, y ellos mirá cómo Carolita nos dijo que pidió una
bicicleta para que nosotros también pidamos con ella, y él a mí qué me importa Carolita el
regalo es para mí y ellos son magos y saben todo. Y yo creo que es cierto que saben todo,
porque desde hace un rato tengo la impresión de que ya se lo trajeron pero no pienso prender
la luz ni abrir los ojos, debe medir como siete metros, y lo peor es que la carta de Matías la
escribí yo. Pero no sólo a mí me tiene dominada, también a la abuela y a mamá. Me acuerdo la
vez que me vio sin bombachas y se puso a llorar y a gritar como desesperado que yo no tenía
pito, que lo había perdido o me lo habían cortado o qué sé yo qué burradas y mamá casi se
desnuda para mostrarle que las mujeres no necesitamos ningún pito, hasta que papá le dijo
pero qué estás haciendo, Mecha, te volviste loca. Y mamá dijo qué le va a pasar al chico si me
mira, degenerado, o no te das cuenta que cree que han mutilado a la nena. Pero se va a
impresionar, Mecha, decía papá. Cómo se va impresionar a los cinco años, cómo un inocente
de cinco años se va a impresionar de su propia madre. Entonces la abuela dijo algo del bello
público y ahí medio que me perdí. Tu marido lo dice por el bello público, dijo la abuela, y
mamá se calmó de golpe, pero Matías seguía llorando como un huérfano y no había modo de
convencerlo, o sea que los tiene dominados a todos, no a mí sola. Mamá dijo me depilo, y papá
dijo ¡Mecha! y la abuela que es viejísima y por eso sabe más dijo hacé que te toque y listo, con
los pantalones que usás se va a dar cuenta enseguida, y la verdad que no me acuerdo cómo
terminó porque cada vez tengo más sueño. Sí, Jesús querido de mi corazón, ya sé que estás
esperando que te cuente lo de la carta, pero si no te explico los pormenores, como dice papá
cuando discute con mamá, vos, Mecha, explicame bien los pormenores y no me andes con
evasivas, si no te explico sin evasivas los pormenores de mi casa y cómo es mi hermano Matías
cuando se empaca, cómo te explico lo de la carta. Porque al final le dijeron que escribiera una
carta, y él que cómo iba a escribir una carta, tiene razón el pobre chico, si apenas cumplió
cinco y es analfabeto, y ellos vos díctanos Matías y mamita o la abuela o Elvirita la escriben, y
él que le compren un mecano y se vayan todos a la mierda, vos perdóname Jesús pero Matías
no tiene mucho vocabulario, no como yo que todos se admiran del vocabulario que tengo y a
lo mejor fue por eso que él me lo pidió a mí. Escribime la carta, Carolita linda, y me hizo jurar
con los dedos en cruz que no se lo diga a nadie o me caigo muerta y cómo le voy a negar nada
cuando me mira con esos ojos o será que salí a mi madre, como dice papá, y tengo el sí fácil. Sí,
le dije, dictame. Vos poné señores reyes magos, y yo le dije mejor pongo queridos, y Matías
vos poné señores y que lo quiero a rayas. Pero mirá que yo leí en Lo sé todo que algunos
miden como siete metros, contando la cola miden como siete metros. Fenómeno, dijo Matías,
cuáles son los mejores. Los de Bengala, dije yo. Entonces poné queridos y que lo quiero de
Bengala y poné que sea de verdad, dijo Matías, a ver si me traen uno de esos de paño lenci
para tarados, y lo que yo creo Jesús de mi corazón es que ya se lo trajeron, lo oigo respirar
entre mi cama y la de Matías, debe ser afelpado, debe ser tan hermoso, oigo cómo abanica
suavemente su cola sobre la alfombra, ay lo que va ser mañana esta casa, lo que va a ser
dentro de un rato cuando yo me duerma y papá entre a dejar mi bicicleta y el mecano de
Matías, y por favor, cuando me castigues, acordate que me acordé de los chicos pobres y del
África.
2-“La soga” de Silvina Ocampo

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque
de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos
juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar
los baúles, para subir los baldes (6) del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí,
los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de
siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que
quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo,
después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los
reos , después un pasamanos, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia adelante,
la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder.
A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los
bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo
vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes , al
principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y
le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida, que los dos hubieran podido
trabajar en un circo. Nadie le decía: « Toñito, no juegues con la soga ».

La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído
capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por
último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por
las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la
acariciaba antes de echarla al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no
necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus
manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.

Si alguien le pedía:

—Toñito, prestame la soga.

El muchacho invariablemente contestaba: —No.

A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo aplastada, con
barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.

Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.

¿Una soga, de qué se alimenta?. ¡Hay tantas en el mundo!. En los barcos, en las casas, en las
tiendas, en los museos, en todas partes… Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio
agua.

La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: «
Prímula, vamos. Prímula ». Y Prímula obedecía.

Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la
cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.

Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que
todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la
soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La
cabeza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.
Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.

La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.

3-“A la deriva” de Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al
volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro
ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la
cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las
vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante
contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el
pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre


sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida
hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de
garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos
violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía
adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un
ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido
gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos,
pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa
morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La


atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando
pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada
en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la
popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las
inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus
manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez-
dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la
ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó
hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no
podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves,
aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente
atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó
tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En
el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su
canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros,
encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto,
asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre,
en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El
paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza
sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento
escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La
pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas
para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes
de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la


pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también
a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había
coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el
río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de
guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma
ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y
pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres
años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí,
seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración…


Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto
Esperanza un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves…

Y cesó de respirar.

4-“El Hombre Muerto” de Horacio Quiroga

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos
calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por
delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los
arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de
corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras
caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el
suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca,
que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como
hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras
el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad
de la hoja del machete, pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del
machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la
trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la
seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses,
semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley
fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la
imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas
y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor,
antes de su eliminación del escenario humano!

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la
muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!

¿Aún...? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras
no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las
divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.

Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido
en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.


El hambre resiste —¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha
cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo?
¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas
desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven...
Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A
la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy
bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá
abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente
como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado
de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...

¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de
su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está
allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el
alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar
en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el
puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca
casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince
metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió
la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su
monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas,
silencio, sol a plomo...

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su
personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada,
durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su
familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un
machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.

El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a
admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto
mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el
puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo
por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el
alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de
monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de
costumbre.

¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo
en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara,
resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a
doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy
bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la
calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha
visto las mismas cosas.

...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce
menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el
bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás,
la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá!

¿No es eso... ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo...

¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva,
sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara
inmóvil ante el bananal prohibido.

...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado
volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte
virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano
izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y
ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con
gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que
se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un
poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente
como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la
gramilla —descansando, porque está muy cansado.

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve
también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las
voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al
bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha
descansado.

5-“La pata de mono” de William W. Jacobs

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa, los postigos estaban
cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas
personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba
el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

—Oigan el viento —dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo
no lo advirtiera.

—Lo oigo —dijo éste moviendo implacablemente la reina—. Jaque.

—No creo que venga esta noche —dijo el padre con la mano sobre el tablero.

—Mate —contestó el hijo.

—Esto es lo malo de vivir tan lejos —vociferó el señor White con imprevista y repentina
violencia—. De todos los suburbios, éste es el peor. El camino es un pantano. No sé qué piensa
la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
—No te aflijas, querido —dijo suavemente su mujer—, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las
palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

—Ahí viene —dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su
padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el
recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

—El sargento-mayor Morris —dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano,
aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y
unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese
forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

—Hace veintiún años —dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo—. Cuando se fue
era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

—No parece haberle sentado tan mal —dijo la señora White amablemente.

—Me gustaría ir a la India —dijo el señor White—. Sólo para dar un vistazo.

—Mejor quedarse aquí —replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando
levemente, volvió a sacudir la cabeza.

—Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas —dijo el señor White—. ¿Qué
fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el
estilo?

—Nada —contestó el soldado apresuradamente—. Nada que valga la pena oír.

— ¿Una pata de mono? —preguntó la señora White.

—Bueno, es lo que se llama magia, tal vez —dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero, llevó la copa vacía a
los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

—A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular —dijo el sargento
mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

— ¿Y qué tiene de extraordinario? —preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para


mirarla.

—Un viejo faquir le dio poderes mágicos —dijo el sargento mayor—. Un hombre muy santo...
Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede
oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

—Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? —preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.

—Las he pedido —dijo, y su rostro curtido palideció.

— ¿Realmente se cumplieron los tres deseos? —preguntó la señora White.

—Se cumplieron —dijo el sargento.

— ¿Y nadie más pidió? —insistió la señora.

—Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la
muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

—Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán —dijo, finalmente, el señor White
—. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

—Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha
causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que
es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

—Y si a usted le concedieran tres deseos más —dijo el señor White—, ¿los pediría?

—No sé —contestó el otro—. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

—Mejor que se queme —dijo con solemnidad el sargento.

—Si usted no la quiere, Morris, démela.

—No quiero —respondió terminantemente—. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche las


culpas de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

— ¿Cómo se hace?

—Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que
debe temer las consecuencias.

—Parece de las Mil y una noches —dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa—. ¿No
le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del
sargento.

—Si está resuelto a pedir algo —dijo agarrando el brazo de White— pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa.
Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos
relatos de la vida del sargento en la India.
—Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros —dijo Herbert
cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren—, no
conseguiremos gran cosa.

— ¿Le diste algo? —preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

—Una bagatela —contestó el señor White, ruborizándose levemente—. No quería aceptarlo,


pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

—Sin duda —dijo Herbert, con fingido horror—, seremos felices, ricos y famosos. Para
empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

—No se me ocurre nada para pedirle —dijo con lentitud—. Me parece que tengo todo lo que
deseo.

—Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? —Dijo Herbert poniéndole la
mano sobre el hombro—. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una
cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

—Quiero doscientas libras —pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su
hijo corrieron hacia él.

—Se movió —dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer—. Se retorció en mi mano
como una víbora.

—Pero yo no veo el dinero —observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la


mesa—. Apostaría que nunca lo veré.

—Habrá sido tu imaginación, querido —dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

—No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más
fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos.
Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

—Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama —dijo
Herbert al darles las buenas noches—. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te
acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última
era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rio, molesto, y buscó en la mesa su
vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se
estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.
II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rio de
sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y
esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

—Todos los viejos militares son iguales —dijo la señora White—. ¡Qué idea, la nuestra,
escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras
las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

—Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza —dijo Herbert.

—Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias —dijo el
padre.

—Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta —dijo Herbert, levantándose
de la mesa—. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rio, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa
del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la
cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

—Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas —dijo al sentarse.

—Sin duda —dijo el señor White—. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo
jurarlo.

—Habrá sido en tu imaginación —dijo la señora suavemente.

—Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la


casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera
nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón;
por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de


la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le
pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La
señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato
en silencio.

—Vengo de parte de Maw & Meggins —dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

— ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

—Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas
noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.

—Lo siento... —empezó el otro.

— ¿Está herido? —preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

—Mal herido —dijo pausadamente—. Pero no sufre.

—Gracias a Dios —dijo la señora White, juntando las manos—. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la
confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a
su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un
largo silencio.

—Lo agarraron las máquinas —dijo en voz baja el visitante.

—Lo agarraron las máquinas —repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya,
como en sus tiempos de enamorados.

—Era el único que nos quedaba —le dijo al visitante—. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

—La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida —dijo
sin darse la vuelta—. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco
las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

—Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en
el accidente —prosiguió el otro—. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo,
le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus
labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

—Doscientas libras —fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un
ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su
muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna
otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en
resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces
hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano
y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la


cama para escuchar.

—Vuelve a acostarte —dijo tiernamente—. Vas a coger frío.

—Mi hijo tiene más frío —dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos
pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

—La pata de mono —gritaba desatinadamente—, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

— ¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

—La quiero. ¿No la has destruido?

—Está en la sala, sobre la repisa —contestó asombrado—. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

—Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

— ¿Pensaste en qué? —preguntó.

—En los otros dos deseos —respondió en seguida—. Sólo hemos pedido uno.

— ¿No fue bastante?

—No —gritó ella triunfalmente—. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro
hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

—Dios mío, estás loca.

—Búscala pronto y pide —le balbuceó—; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

—Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

—Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

—Fue una coincidencia.

—Búscala y desea —gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

—Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el
traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
— ¡Tráemelo! —Gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta—. ¿Crees que temo al niño que
he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su
hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la


pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y
blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

— ¡Pídelo! —gritó con violencia.

—Es absurdo y perverso —balbuceó.

—Pídelo —repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

—Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se
dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre
no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba
en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el
techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto
después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el
señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro;
simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su
cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

— ¿Qué es eso? —gritó la mujer.

—Un ratón —dijo el hombre—. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

— ¡Es Herbert! ¡Es Herbert! —La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la
alcanzó.

— ¿Qué vas a hacer? —le dijo ahogadamente.

— ¡Es mi hijo; es Herbert! —gritó la mujer, luchando para que la soltara—. Me había olvidado
de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

—Por amor de Dios, no lo dejes entrar —dijo el hombre, temblando.


— ¿Tienes miedo de tu propio hijo? —gritó—. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó,
mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz
de la mujer, anhelante:

—La tranca —dijo—. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

—Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una
silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y,
frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y
abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera; y un largo y desconsolado alarido de su
mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y
tranquilo.

6-“¡Cómo se divertían!” de Isaac Asimov

Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17
de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!»

Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que, siendo pequeño, su
abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.

Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer


palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y
cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído
por primera vez. -¡Será posible! -comentó Tommy-. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el
libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un
millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla. -Ni a
mí la mía -asintió Margie.

Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido
los trece. -¿Dónde lo encontraste? -preguntó la chiquilla. -En mi casa -respondió él sin mirarla,
ocupado en leer-. En el desván.-¿Y de qué trata? -De la escuela.

Margie hizo un mohín de disgusto. -¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la
escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le
había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que
su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.

Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de
instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose
luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al
cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme
pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al
fin y al cabo no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar
los deberes y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la
obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos
tiempo que se precisa para respirar.

El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de
Margie, dijo a su madre: -No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se
había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más
despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña
resulta satisfactorio por completo...

Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Ésta se sentía desilusionada. Pensaba que
se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes,
debido a que el sector de historia se había desajustado.-¿Por qué iba a escribir alguien sobre la
escuela? -preguntó a Tommy.

El chico la miró con aire de superioridad. -Porque es una clase de escuela muy distinta a la
nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años. -Y añadió
campanudamente, recalcando las palabras-: Hace siglos.

Margie se ofendió. -De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. -Leyó
por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó-: De todos modos,
había un profesor. -¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro
normal. Era un hombre. -¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre? -Bueno... Les
contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía preguntas. -Un
hombre no es lo bastante listo para eso. -Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
-No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor. -Apuesto a que mi padre sabe
casi tanto como él.

Margie no estaba dispuesta a discutir tal aserto. Así que dijo:- No me gustaría tener en casa a
un hombre extraño para enseñarme.

Tommy lanzó una aguda carcajada. -No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa
de los alumnos. Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.
-¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo? -Claro. Siempre que tuvieran la misma edad...

-Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien
enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta. -En aquella época no lo
hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro. -Yo no dije que no me gustara -
respondió con presteza Margie.

Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas. Apenas
habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó: -¡Margie! ¡La hora de la escuela! -
Todavía no, mamá -suplicó Margie, alzando la vista. -¡Ahora mismo! -ordenó la señora Jones-.
Probablemente es también la hora de Tommy. -¿Me dejarás leer un poco más del libro
después de la clase? -pidió Margie a Tommy. -Ya veremos -respondió él con displicencia.

Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la
sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la
misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las
pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.
Se iluminó la pantalla y una voz dijo: -La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de
fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura
correspondiente.

Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las es-cuelas antiguas, cuando el abuelo de su
abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se
sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como
aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.

Y los maestros eran personas...

El profesor mecánico destelló sobre la pantalla: -Cuando sumamos las fracciones una mitad y
un cuarto.

Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los
tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.

7-“Marionetas S.A.”, de Ray Bradbury.

Caminaban lentamente por la calle, a eso de las diez de la noche, hablando con tranquilidad.
No tenían más de treinta y cinco años. Estaban muy serios.

-Pero ¿por qué tan temprano? -dijo Smith.

-Porque sí -dijo Braling.

-Tu primera salida en todos estos años y te vuelves a casa a las diez.

-Nervios, supongo.

-Me pregunto cómo te las habrás ingeniado. Durante diez años he tratado de sacarte a beber
una copa. Y hoy, la primera noche, quieres volver en seguida.

-No tengo que abusar de mi suerte -dijo Braling.

-Pero, ¿qué has hecho? ¿Le has dado un somnífero a tu mujer?

-No. Eso sería inmoral. Ya verás.

Doblaron la esquina.

-De veras, Braling, odio tener que decírtelo, pero has tenido mucha paciencia con ella. Tu
matrimonio ha sido terrible.

-Yo no diría eso.

-Nadie ignora cómo consiguió casarse contigo. Allá, en 1979, cuando ibas a salir para Río.

-Querido Río. Tantos proyectos y nunca llegué a ir.

-Y cómo ella se desgarró la ropa, y se desordenó el cabello, y te amenazó con llamar a la policía
si no te casabas con ella.

-Siempre fue un poco nerviosa, Smith, entiéndelo.

-Había algo más. Tú no la querías. Se lo dijiste, ¿no es así?

-En eso siempre fui muy firme.


-Pero sin embargo te casaste.

-Tenía que pensar en mi empleo, y también en mi madre, y en mi padre. Una cosa así hubiese
terminado con ellos.

-Y han pasado diez años.

-Sí -dijo Braling, mirándolo serenamente con sus ojos grises-. Pero creo que todo va a cambiar.
Mira.

Braling sacó un largo billete azul.

-¡Cómo! ¡Un billete para Río! ¡El cohete del jueves!

-Sí, al fin voy a hacer mi viaje.

-¡Es maravilloso! Te lo mereces de veras. Pero, ¿y tu mujer, no se opondrá? ¿No te hará una
escena?

Braling sonrió nerviosamente.

-No sabe que me voy. Volveré de Río de Janeiro dentro de un mes y nadie habrá notado mi
ausencia, excepto tú.

Smith suspiró.

-Me gustaría ir contigo.

-Pobre Smith, tu matrimonio no ha sido precisamente un lecho de rosas, ¿eh?

-No, exactamente. Casado con una mujer que todo lo exagera. Es decir, después de diez años
de matrimonio, ya no esperas que tu mujer se te siente en las rodillas dos horas todas las
noches; ni que te llame al trabajo doce veces al día, ni que te hable en media lengua. Y parece
como si en este último mes se hubiese puesto todavía peor. Me pregunto si no será una
simple.

-Ah, Smith, siempre el mismo conservador. Bueno, llegamos a mi casa. ¿Quieres conocer mi
secreto? ¿Cómo pude salir esta noche?

-Me gustaría saberlo.

-Mira allá arriba -dijo Braling.

Los dos hombres se quedaron mirando el aire oscuro.

En una ventana del segundo piso apareció una sombra. Un hombre de treinta y cinco años, de
sienes canosas, ojos tristes y grises y bigote minúsculo se asomó y miró hacia abajo.

-Pero, cómo, ¡eres tú! -gritó Smith.

-¡Chist! ¡No tan alto!

Braling agitó una mano.

El hombre respondió con un ademán y desapareció.

-Me he vuelto loco -dijo Smith.

-Espera un momento. Los hombres esperaron.


Se abrió la puerta de calle y el alto caballero de los finos bigotes y los ojos tristes salió
cortésmente a recibirlos.

-Hola, Braling -dijo.

-Hola, Braling Dos-dijo Braling.

Eran idénticos.

Smith abría los ojos.

-¿Es tu hermano gemelo? No sabía que...

-No, no -dijo Braling serenamente-. Inclínate. Pon el oído en el pecho de Braling Dos. Smith
titubeó un instante y al fin se inclinó y apoyó la cabeza en las impasibles costillas.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.

¡Oh, no! ¡No puede ser!

-Es.

-Déjame escuchar de nuevo.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.

Smith dio un paso atrás y parpadeó, asombrado. Extendió una mano y tocó los brazos tibios y
las mejillas del muñeco.

-¿Dónde lo conseguiste?

-¿No está bien hecho?

-Es increíble. ¿Dónde?

-Dale al señor tu tarjeta, Braling Dos.

Braling Dos movió los dedos como un prestidigitador y sacó una tarjeta blanca.

"MARIONETAS, SOCIEDAD ANÓNIMA

Nuevos Modelos de Humanoides Elásticos.

De funcionamiento garantizado. Desde 7.600 a 15.000 dólares.

Todo de litio."

-No -dijo Smith.

-Sí -dijo Braling.

-Claro que sí -dijo Braling Dos.

-¿Desde cuándo lo tienes?


-Desde hace un mes. Lo guardo en el sótano, en el cajón de las herramientas. Mi mujer nunca
baja, y sólo yo tengo la llave del cajón. Esta noche dije que salía a comprar unos cigarros. Bajé
al sótano, saqué a Braling Dos de su encierro, y lo mandé arriba, para que acompañara a mi
mujer, mientras yo iba a verte, Smith.

-¡Maravilloso! ¡Hasta huele como tú! ¡Perfume de Bond Street y tabaco Melachrinos!

-Quizás me preocupe por minucias, pero creo que me comporto correctamente. Al fin y al cabo
mi mujer me necesita a mí. Y esta marioneta es igual a mí, hasta el último detalle.

He estado en casa toda la noche. Estaré en casa con ella todo el mes próximo. Mientras tanto
otro caballero paseará al fin por Río. Diez años esperando ese viaje. Y cuando yo vuelva de Río,
Braling Dos volverá a su cajón.

Smith reflexionó un minuto o dos.

-¿Y seguirá marchando solo durante todo ese mes? -preguntó al fin.

-Y durante seis meses, si fuese necesario. Puede hacer cualquier cosa -comer, dormir,
transpirar cualquier cosa, y de un modo totalmente natural. Cuidarás muy bien a mi mujer,

¿no es cierto, Braling Dos?

-Su mujer es encantadora -dijo Braling Dos-. Estoy tomándole cariño. Smith se estremeció.

-¿Y desde cuándo funciona Marionetas, S. A.?

-Secretamente, desde hace dos años.

-Podría yo... quiero decir, sería posible... -Smith tomó a su amigo por el codo-. ¿Me dirías
dónde puedo conseguir un robot, una marioneta, para mí? Me darás la dirección, ¿no es
cierto?

-Aquí la tienes.

Smith tomó la tarjeta y la hizo girar entre los dedos.

-Gracias -dijo-. No sabes lo que esto significa. Un pequeño respiro. Una noche, una vez al
mes... Mi mujer me quiere tanto que no me deja salir ni una hora. Yo también la quiero
mucho, pero recuerda el viejo poema: «El amor volará si lo dejas; el amor volará si lo atas.»
Sólo deseo que ella afloje un poco su abrazo.

-Tienes suerte, después de todo. Tu mujer te quiere. La mía me odia. No es tan sencillo.

-Oh, Nettie me quiere locamente. Mi tarea consistirá en que me quiera cómodamente.

-Buena suerte, Smith. No dejes de venir mientras estoy en Río. Mi mujer se extrañará si
desaparecieras de pronto. Tienes que tratar a Braling Dos, aquí presente, lo mismo que a mí.

-Tienes razón. Adiós. Y gracias.

Smith se fue, sonriendo, calle abajo. Braling y Braling Dos se encaminaron hacia la casa

Ya en el ómnibus, Smith examinó la tarjeta silbando suavemente.

"Se ruega al señor cliente que no hable de su compra. Aunque ha sido presentado al Congreso
un proyecto para legalizar Marionetas, S. A., la ley pena aún el uso de los robots."
-Bueno -dijo Smith.

"Se le sacará al cliente un molde del cuerpo y una muestra del color de los ojos, labios,
cabellos, piel, etc. El cliente deberá esperar dos meses a que su modelo esté terminado."

No es tanto, pensó Smith. De aquí a dos meses mis costillas podrán descansar al fin de los
apretujones diarios. De aquí a dos meses mi mano se curará de esta presión incesante. De aquí
a dos meses mi aplastado labio inferior recobrará su tamaño normal. No quiero parecer
ingrato, pero... Smith dio vuelta la tarjeta.

"Marionetas, S. A. funciona desde hace dos años. Se enorgullece de poseer una larga lista de
satisfechos clientes. Nuestro lema es «Nada de ataduras.» Dirección: 43 South Wesley."

El ómnibus se detuvo. Smith descendió, y caminó hasta su casa diciéndose a sí mismo: Nettie y
yo tenemos quince mil dólares en el banco. Podría sacar unos ocho mil con la excusa de un
negocio. La marioneta me devolverá el dinero, y con intereses. Nettie nunca lo sabrá.

Abrió la puerta de su casa y poco después entraba en el dormitorio. Allí estaba Nettie, pálida,
gorda, y serenamente dormida.

-Querida Nettie. -Al ver en la semioscuridad ese rostro inocente, Smith se sintió aplastado,
casi, por los remordimientos-. Si estuvieses despierta me asfixiarías con tus besos y me
hablarías al oído. Me haces sentir, realmente, como un criminal. Has sido una esposa tan
cariñosa y tan buena. A veces me cuesta creer que te hayas casado conmigo, y no con Bud
Chapman, aquel que tanto te gustaba. Y en este último mes has estado todavía más
enamorada que antes.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sintió de pronto deseos de besarla, de confesarle su amor,
de hacer pedazos la tarjeta, de olvidarse de todo el asunto. Pero al adelantarse hacia Nettie
sintió que la mano le dolía y que las costillas se le quejaban. Se detuvo, con ojos desolados, y
volvió la cabeza. Salió de la alcoba y atravesó las habitaciones oscuras.

Entró canturreando en la biblioteca, abrió uno de los cajones del escritorio, y sacó la libreta de
cheques.

-Sólo ocho mil dólares -dijo-. No más. -Se detuvo-. Un momento.

Hojeó febrilmente la libreta

-¡Pero cómo! -gritó-. ¡Faltan diez mil dólares! -Se incorporó de un salto-. ¡Sólo quedan cinco
mil!

¿Qué ha hecho Nettie? ¿Qué ha hecho con ese dinero? ¿Más sombreros, más vestidos, más
perfumes? ¡Ya sé! ¡Ha comprado aquella casita a orillas del Hudson de la que ha estado
hablando durante tantos meses!

Se precipitó hacia el dormitorio, virtuosamente indignado. ¿Qué era eso de disponer así del
dinero? Se inclinó sobre su mujer.

-¡Nettie! -gritó-. ¡Nettie, despierta!

Nettie no se movió.

-¡Qué has hecho con mi dinero! -rugió Smith.


Nettie se agitó, ligeramente. La luz de la calle brillaba en sus hermosas mejillas.

A Nettie le pasaba algo. El corazón de Smith latía con violencia. Se le secó la boca. Se
estremeció. Se le aflojaron las rodillas.

-¡Nettie, Nettie! -dijo-. ¿Qué has hecho con mi dinero?

Y en seguida, esa idea horrible. Y luego el terror y la soledad. Y luego el infierno, y la desilusión.
Smith se inclinó hacia ella, más y más, hasta que su oreja febril descansó, firmemente,
irrevocablemente, sobre el pecho redondo y rosado.

-¡Nettie! -gritó.

Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic...

Mientras Smith se alejaba por la avenida, internándose en la noche, Braling y Braling Dos se
volvieron hacia la puerta de la casa.

-Me alegra que él también pueda ser feliz -dijo Braling.

-Sí -dijo Braling Dos distraídamente.

-Bueno, ha llegado la hora del cajón, Braling Dos.

-Precisamente quería hablarle de eso -dijo el otro Braling mientras entraban en la casa-. El
sótano. No me gusta. No me gusta ese cajón.

-Trataré de hacerlo un poco más cómodo.

-Las marionetas están hechas para andar, no para quedarse quietas. ¿Le gustaría pasarse las
horas metido en un cajón?

-Bueno...

-No le gustaría nada. Sigo funcionando. No hay modo de pararme. Estoy perfectamente vivo y
tengo sentimientos.

-Esta vez sólo será por unos días. Saldré para Río y entonces podrás salir del cajón. Podrás vivir
arriba.

Braling Dos se mostró irritado.

-Y cuando usted regrese de sus vacaciones, volveré al cajón.

-No me dijeron que iba a vérmelas con un modelo difícil.

-Nos conocen poco -dijo Braling Dos-. Somos muy nuevos. Y sensitivos. No me gusta nada
imaginarlo al sol, riéndose, mientras yo me quedo aquí pasando frío.

-Pero he deseado ese viaje toda mi vida -dijo Braling serenamente.

Cerró los ojos y vio el mar y las montañas y las arenas amarillas. El ruido de las olas le acunaba
la mente. El sol le acariciaba los hombros desnudos. El vino era magnífico.

-Yo nunca podré ir a Río -dijo el otro-. ¿Ha pensado en eso?

-No, yo...
-Y algo más. Su esposa.

-¿Qué pasa con ella? -preguntó Braling alejándose hacia la puerta del sótano.

-La aprecio mucho.

Braling se pasó nerviosamente la lengua por los labios.

-Me alegra que te guste.

-Parece que usted no me entiende. Creo que... estoy enamorado de ella.

Braling dio un paso adelante y se detuvo.

-¿Estás qué?

-Y he estado pensando -dijo Braling Dos- qué hermoso sería ir a Río, y yo que nunca podré
ir...

Y he pensado en su esposa y... creo que podríamos ser muy felices, los dos, yo y ella.

-M-m-muy bien.-Braling caminó haciéndose el distraído hacia la puerta del sótano-. Espera un
momento, ¿quieres? tengo que llamar por teléfono.

Braling Dos frunció el ceño.

-¿A quién?

-Nada importante.

-¿A Marionetas, Sociedad Anónima? ¿Para decirles que vengan a buscarme?

-No, no... ¡Nada de eso!

Braling corrió hacia la puerta. Unas manos de hierro lo tomaron por los brazos.

-¡No se escape!

-¡Suéltame!

-No.

-¿Te aconsejó mi mujer hacer esto?

-No.

-¿Sospechó algo? ¿Habló contigo? ¿Está enterada?

Braling se puso a gritar. Una mano le tapó la boca.

-No lo sabrá nunca, ¿me entiende? No lo sabrá nunca.

Braling se debatió.

-Ella tiene que haber sospechado. ¡Tiene que haber influido en ti!

-Voy a encerrarlo en el cajón. Luego perderé la llave y compraré otro billete para Río, para su
esposa.

-¡Un momento, un momento! ¡Espera! No te apresures. Hablemos con tranquilidad.


-Adiós, Braling

Braling se endureció.

-¿Qué quieres decir con «adiós»?

Diez minutos más tarde, la señora Braling abrió los ojos. Se llevó la mano a la mejilla. Alguien la
había besado. Se estremeció y alzó la vista.

-Cómo... No lo hacías desde hace años -murmuró.

-Ya arreglaremos eso -dijo alguien.

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