Miss Bellas Artes

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MISS BELLAS ARTES

MISS BELLAS ARTES

Lucila Morlacchi
LUCILA MORLACCHI
MISS BELLAS ARTES
1º ed. Milena Caserola, 2020.
14,5 x 20,5 cm. 82 p.

ISBN 978-987-8392-76-9

1. Narrativa argentina

Contacto con la autora: lucilamorlacchi@gmail.com

Fotografía:
Juan Pablo Pereyra Caldarone / pereyrachico@gmail.com
Ayelén Olmos / olmos.ayelen@hotmail.com

Diseño de tapa:
Sophia Riviere / sophi.riviere@gmail.com

Corrección:
Anahí Llanes / anillanes@outlook.com

Dirección editorial:
Matías Reck / matireck@gmail.com

Edición:
Eduardo Malach / eduardomalach@gmail.com

Todos los izquierdos están reservados, si no remítanse a la lista de libros


censurados en las distintas dictaduras y democracias. Por lo que privar a
alguien de quemar un libro a la luz de una fotocopiadora
es promover la desaparición de lectores.

IMPRESO EN ARGENTINA
«Porque la violación fabrica las mejores putas. Una vez abiertas por la
fuerza, guardan a veces a flor de piel algo marchito que excita a los
hombres, un toque desesperado y seductor. La violación es a menudo
iniciática, esculpe en la carne para fabricar la mujer abierta, que no se
vuelve a cerrar nunca completamente. Estoy segura de que hay como
un olor, algo que los machos detectan y que les excita especialmente.»

Virginie Despentes
Teoría King Kong
A mi papá, Rubén, por enseñarme a ser fuerte e independiente,
cualidades necesarias para escribir este libro.
A mi mamá, Mabel, por regalarme el milagro del arte y la creatividad.
A mi melliza, Brenda, por ser la razón más importante por la cual
me levanto todas las mañanas.

Esta es la historia de un personaje ficticio. Un personaje que


vive adentro mío. Y adentro tuyo también. Es una historia con
la cual es muy probable que te sientas identificada. Porque, a
pesar de ser una ficción, está cargada con mucha verdad.
Esta historia decidió abandonar mi mente, materializarse
en palabras tipeadas en una computadora y convertirse en re-
lato eterno. Cada momento está marcado con tinta permanente
en mis recuerdos, y se hicieron más livianos cuando se convir-
tieron en material de lectura para una otredad.
No existe un orden cronológico y no hay una locación
probable para la historia de Miss Bellas Artes. El tiempo y el
espacio no resultan importantes en esta historia porque me
corre en las venas desde antes de nacer.
EN UNA ISLA

Nos vimos solo una vez. Hace años. Ya no me acuerdo cuántos.


Me habló por Facebook y me invitó a salir. Por ese entonces, yo
había empezado a hacerme un lugar en el mundo de la fotogra-
fía como modelo y Facebook estaba en pleno auge. Así que vi-
vía pendiente de lo que publicaba y de los contactos que podía
hacer mediante el uso de esta red social.
Me mandó un mensaje casual preguntándome cómo estaba
y, luego de la cháchara protocolar, me invitó a salir. No me sor-
prendió su maniobra, ya que no éramos pocos los que usábamos
Facebook para ampliar nuestro círculo social. Pero lo que sí me
llamó la atención era que un modelo tan exitoso como él se fijara
en mí. Supongo que la adolescente de baja autoestima que supe
ser tiempo atrás jamás me abandona, sino que se queda guar-
dada, esperando momentos estratégicos para aparecer.
—Así que sos modelo. ¿Tenés fotos en tu perfil? —le
pregunté.
—Googleame —me contestó. Esa respuesta tendría que
haber funcionado como alarma.
Nos vimos una vez y, como siempre, gracias al alcohol y
al faso, no recuerdo mucho el encuentro. Sí me acuerdo que
tomaba mucho whiskey. Que escuchamos a Silvio Rodríguez
y que estuvo mucho tiempo armando un discurso en contra
del capitalismo. Casi perfecto a los ojos de una falsa anar-
quista como yo.
Años después, tras terminar un romance, decido contac-
tarlo y así lo hago. Empezamos a chatear y es como si el
tiempo no hubiera pasado.

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Me pide que vaya a la isla. Tiene una casa en el Delta y pasa
mucho tiempo ahí. Es más fácil para él si nos vemos en el río.
Después de varias charlas e intentos fallidos de encontrarnos en
la ciudad, acepto ir al Tigre. Pienso que merezco tomarme un día
para descansar de la ciudad y le aviso que voy a ir.
Programamos el encuentro para el sábado. Ese día salgo
apurada del trabajo, me voy en tren hasta Constitución y, de
ahí, tomo el subte hasta Retiro. En Retiro me doy cuenta de
que el tren Mitre no sale desde ahí sino desde Núñez. A los
quince minutos tomo el colectivo que me lleva hasta Núñez.
Llega el tan ansiado tren y me voy al Tigre. Le escribo y le
aviso que ya estoy por llegar. Se alegra y me recomienda apu-
rarme así me tomo la lancha de las cuatro y media. Si no tomo
esa, voy a tener que esperar la que sale dos horas después.
Llego a tiempo y tomo la lancha colectiva. Su entusiasmo re-
afirma el mío y viajo cuarenta minutos hasta llegar al muelle
de su casa.
Cuando llego, me doy cuenta de que no estamos solos. Él
ya me había avisado que estaba trabajando con unos amigos
en una construcción. Asumo que todos ellos se van a ir en la
misma lancha en la que yo llegué. Pero, para mi sorpresa, des-
cubro que solo parten dos o tres obreros y con nosotros se que-
dan dos amigos. Nos quedamos aproximadamente veinte mi-
nutos o más en el muelle. Ellos, hablando sobre la casa que
estaban edificando. Yo, sintiéndome por completo ajena a la
escena. No entiendo por qué no nos vamos a su casa y todo
mi feminismo militante se evapora mientras me siento total-
mente desdibujada. Pienso que quizá solo se quería quedar
hablando en el muelle con sus amigos para poder tomar las
botellas de cerveza que tenían ellos y de las cuales carecíamos
nosotros. Pienso que quizá fue para no tener que remar hasta

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el almacén que está cerca de su casa, y ya arrancar la noche
medianamente borracho.
Luego de unos minutos que me resultaron eternos, nos va-
mos a su casa. Mi compañero sigue insistiéndoles a sus amigos
que vengan a tomar algo con nosotros, sin preguntarme si estoy
de acuerdo, y yo ya tengo la certeza de que lo hace para evitar
gastar en alcohol. Sólo uno de ellos viene con nosotros y empe-
zamos a caminar hasta su terreno. Del muelle hasta su casa hay
diez minutos de caminata sobre el barro y en el medio hay un
puente armado con un paupérrimo pedazo de tronco.
Llegamos y ellos empiezan a fumar. Su amigo escucha el
sonido de un pájaro y me comenta que ese ruido proviene de
un ave que sufre cuando pierde a su pareja y que puede llegar
a morir de pena. Mi cita en cuestión me observa y me dice
“Como vos”. Asumo que es un chiste y me río. Todavía me
siento confiada y altanera, pienso que les voy a contar este de-
talle a mis amigos y que seguramente me voy a reír cuando lo
haga. Ellos empiezan a inhalar una especie de hierba en polvo
que, según dicen, es energizante y descongestiva y me invitan
a probar. Acepto y él me sopla una cantidad ínfima por la na-
riz. Al cabo de quince segundos, no siento absolutamente
nada salvo un bajón de presión, y pienso que realmente me
gustaría que estemos a solas. Confieso que, en algún mo-
mento, pensé que quería proponerme que tuviese relaciones
con su amigo o que lo dejásemos ver. No sucedió. Afortuna-
damente, su amigo entendía más de sutilezas que él y se fue,
aconsejándome que lo dejara dormir al menos un poco, ya que
al día siguiente tenían que empezar a trabajar temprano. Le
dije que no se preocupara, que yo también tenía que irme tem-
prano, y se fue.

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Cuando nos quedamos solos, su tendencia a llenarse el
vaso de vino aumentó considerablemente. Fumamos faso y el
siguió tomando más vino y cerveza. Nos empezamos a besar
y le pregunté si no quería que subiésemos al cuarto. Me dijo
que sí y subimos. Lo que pasó después es una secuencia que
armé de a poco, recordando cada sensación, y que va a ser
relatada así, describiendo todo lo que sucedía por mi mente
mientras vivía una noche que no iba a olvidar así nomás.
Mi insistencia para que se ponga un preservativo. Su in-
sistencia por no usarlo, sacándoselo cuando yo no me daba
cuenta. El sabor a vino que cada vez me asqueaba más. Los
golpes, que al principio no me desconcertaban por la intensi-
dad sino por la sorpresa. Yo, tentada, riéndome, sin poder ex-
plicarle que siempre que estoy muy nerviosa me río sin con-
trol. Mi cuerpo, que ya no daba más del dolor. Él, que se se-
guía acercando y que seguía insistiendo en no usar preserva-
tivo. Más vino. Yo, pensando que me quería ir. Yo, pensando
que no podía salir de ahí. Que estaba atrapada. Que las lan-
chas no pueden navegar de noche. Que tenía diez minutos de
camino embarrado y sin luz. Que no tenía idea de lo que iba a
hacer si llegaba a poder salir de la isla. Yo, totalmente desco-
nectada de la situación sexual que él parecía disfrutar. No sa-
bía cómo decirle que no quería. Que me dolía. Que me dolía
mucho. Pero se lo dije. Le dije que me dolía. Él paraba y al
segundo volvía a empezar. Le volví a repetir que me dolía.
Pero parecía no escucharme.
Todo sucedía en un plano en el cual yo no me encontraba.
Y empecé a rezar para que el tiempo pasara y finalmente se
hiciera de día. Cuando pensé que todo estaba terminando, me
abrazó e intenté dormir.

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Me despertó tocándome y me di cuenta de que me bus-
caba. Le dije que no y me sentí culpable. Continuamente me
preguntaba a mí misma para qué había ido ahí. Para qué había
viajado casi cuatro horas para decirle que no. Que no quería
estar con él.
A la mañana me desperté antes que él y, sabiendo que iba
a buscarme, me prometí no ceder a pesar de lo mal que eso me
hacía sentir. No pude decir que no y toda la secuencia se repitió
nuevamente, aunque esta vez, para mi fortuna, más rápido. Fui
al baño y, mientras me duchaba, me vi sorprendida por un ata-
que de llanto que en ese momento no supe entender. Me cam-
bié y salimos para el muelle. Cuando llegó la Interisleña, me
agradeció por haber ido y me dijo que la próxima me invitaba
con más tiempo. No me acuerdo qué pensé ni qué dije yo. Me
subí a la lancha, aliviada por poder finalmente escaparme de
esa pesadilla que todavía me resultaba surrealista. Y pensaba.
¿Por qué no pude decir que no? ¿Por qué no pude formular una
sílaba tan corta y fácil de pronunciar? ¿Por qué me sentía auto-
máticamente formateada para complacerlo, olvidándome por
completo de mi propio goce? Por mi mente se formularon mil
preguntas más, hasta que logré entender que el placer sexual es
político, que todavía no vemos con claridad todos los privile-
gios que tenemos, o que secretamente sabemos que no nos con-
viene verlos. Que todo lo que pasó esa noche no fue culpa mía.
Que no me merecía que me pase eso. Que no nos merecemos
todo eso. Porque esa noche dejé de ser una y me convertí en
muchas. En todas.

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¿TE PUEDO DAR UN BESO?

Lo conocí en una fiesta. Yo estaba borracha, hablando con


unos amigos, y él se estaba yendo. Ya estaba amaneciendo. Se
acercó y me preguntó si me podía dar un beso. Todos nos reí-
mos y, obviamente, en ese momento, no imaginaba que un
año más adelante yo iba a estar dándole algo más que un beso.
Simplemente me pareció un impresentable.
Al año siguiente empezó a hablarme por redes sociales y
decidí que me gustaba. Escribo “decidí que me gustaba” por-
que realmente creo que en este caso hice uso de mi libre albe-
drío y pensé que sería interesante salir con semejante personaje.
Debido a que la mayor parte del tiempo que pasaba con
él yo estaba borracha o bajo el efecto de la marihuana, voy a
tratar de recordar, con la mayor exactitud posible, retazos y
pinceladas de las escenas vividas.
Recuerdo que una vez lo acompañé a tocar a un bar de
mala muerte cerca de mi casa, al cual llegamos tarde. Como
llegamos tarde, el patovica no nos quiso dejar pasar, hiriendo
su papel de macho ante mis ojos. Mi compañero comenzó una
trifulca sin sentido, dejándome dos opciones: o reírme de él y
la situación, escondida en el coche de su amigo, o tratar de
calmarlo y evitar que se metiera en una pelea que claramente
iba a perder. Ya que asistía al evento en calidad de pseudo
groupie y me tocaba cuidarlo, al menos asegurándome de que
volviera vivo a su casa, elegí la segunda opción. Como el reci-
tal se suspendió, nos fuimos con sus amigos y otra banda a
una plaza a tomar vino. Uno de los integrantes de la banda le
sugirió que me pasara la botella de vino, usando la palabra
“novia” en la oración. Él lo miró, no tocó la botella, y tajante-
mente aclaró que no éramos novios. El otro músico rompió el

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incómodo silencio que había generado con su pregunta, argu-
mentando que, si estaba soltera, él me podía invitar a salir.
Agarré la botella que este muchacho me pasaba, mientras le
dedicaba una sonrisa.
Recuerdo que una vez me agarró de la mano para cami-
nar hasta un bar y a mí me resultó muy incómodo, ya que no
me gusta que me tomen de las manos. Recuerdo que antes de
entrar al bar me dijo que me iba a soltar porque en ese lugar
había chicas que querían salir con él. Recuerdo que no me mo-
lestó que me diga eso, sino que me pareció una muestra de su
pobre intelecto. Me acuerdo que vimos una banda de pibas
que la rompían y que, gracias a que estaba disfrutando mucho
el recital, no me di cuenta de que hacía cuarenta minutos que
estaba sola en un bar que no conocía, en una ciudad a la cual
no iba muy seguido. Me acuerdo también que me di cuenta
de que él pasó gran parte de la velada en la cocina tomando
cocaína, y que no le importaba dónde estaba yo, qué hacía o
con quién estaba. Me acuerdo también que, como una adoles-
cente rencorosa, decidí vengar ese abandono tratando de le-
vantarme a algún desconocido, pero recuerdo también que
eso solo me hizo sentir más sola. Cuando por fin volvió a mi
lado, lo abracé, encantada por su presencia y, reconozco, tam-
bién encantada por los efectos de la droga. Me apartó, rom-
piendo el abrazo y diciéndome que no le gustaban esas de-
mostraciones de cariño. Pensé en irme, pero no sabía ni si-
quiera la calle en donde estaba. Afortunadamente volvimos a
su casa y fuimos a su habitación. No me acuerdo mucho más.
Sí recuerdo que me dijo que iba al baño y se puso a mear en el
balcón. Mi rechazo hacia él ya iba tomando forma y color.
A la mañana siguiente me desperté con la luz del sol
en mi cara. ¿Por qué estaba durmiendo en una cama ajena

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con un sol tan intenso? Me cuesta aceptarlo, pero esta pre-
gunta me la voy a hacer muchísimas veces en mi vida. Más
de las necesarias.
Él se me acercó con ganas. Me seguía gustando pero ya
me daba asco su manera de tocarme, así que lo alejé amable-
mente. No entendiendo la negativa, volvió a acercarse. Lo
volví a empujar lentamente explicándole que no tenía ganas.
Volvió a insistir pero esta vez ya adentro mío. Sé que logré
sacármelo de encima, pero no recuerdo cómo. Me fui de su
casa agradeciendo que no haya querido acompañarme hasta
la parada del colectivo y ya con la certeza de que él me parecía
un despojo humano.
No volví a hablarle, pero él sí trató de mantener el con-
tacto. Me escribió varias veces para verme de nuevo y en cada
mensaje enfatizaba cuan hermosa era yo y cuánto le gustaba.
Yo no lograba entender por qué de repente me había conver-
tido en un objeto de tanto valor para él. Escribo objeto porque,
con el tiempo, me di cuenta de que lo que este muchacho
amaba de mí era mi condición de mujer/objeto de usos múlti-
ples. Para mostrarse en los recitales con algo lindo al lado. Para
contarles a los amigos que se estaba comiendo un culo her-
moso. Para sacarse la calentura un viernes a la noche. Para ha-
cerse una paja pensando en las cosas que yo le iba a hacer du-
rante la próxima visita.
Asumí que le costó tanto entender que ya no íbamos a ver-
nos debido a la naturaleza caprichosa que tenemos los seres hu-
manos y que no nos permite hacer uso de nuestro raciocinio
con plenitud. Asumí que salir con hombres que me usaran de
diversas maneras para su beneficio personal no iba a suce-
derme nunca más. En el fondo, sabía que estaba equivocada.

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PRIMER AMOR

Alguna vez escuché por ahí que una nunca se olvida de su


primer amor. Que la primera vez que garchamos queda gra-
bada a fuego en nuestros recuerdos, como si fuera una especie
de tatuaje mental.
A mí no me pasó eso.
Mi primera vez me sorprendió encontrándome más ca-
liente que enamorada. El chico con el cual salía me preguntó si
quería ser su novia, pensando que yo necesitaba ese nivel de
compromiso para dejarme hacer. Yo era joven e inexperta, pero
no necesitaba ningún tipo de título para culear. Simplemente
tenía ganas de hacerlo. Pero le dije que sí, que quería ser su no-
via, y acepté el papel sumiso e idiota de novia primeriza.
Fuimos planeando el encuentro entre los dos pero yo ja-
más tomé alguna decisión significativa para esa noche, ni
pensaba hacerlo. Simplemente me dejaba hacer. Me llevó a
uno de los hoteles más berretas de la ciudad, diciéndome que
no podíamos ir a uno mejor porque justo el lugar que a él
más le gustaba estaba cerrado. No sospeché que era mentira
y lo seguí ciegamente.
Recuerdo que en el hotel había cucarachas chiquititas.
Cucarachitas bebés. Recuerdo también que él comenzó a
practicarme sexo oral y, al ver que yo acepté dicha práctica
sin quejarme ni sorprenderme, me preguntó si yo era virgen
de verdad. Hoy entiendo que él tenía en su mente un modelo
de adolescente virgen indefensa, de risa tonta y movimientos
torpes. Una adolescente a la cual él iba a enseñarle todo. Una

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alumna que deseaba adquirir grandes conocimientos a tra-
vés del miembro de su profesor. Como en ese momento no
entendí por qué me hacía esa pregunta, le dije que sí y con-
tinuamos intentándolo.
Esa noche no logramos hacer nada, pero algo había cam-
biado en mí. Empezaba a detectar que el amor, la primera vez,
las relaciones sexuales y los albergues transitorios no eran
como en las películas o libros que leía. Eran más rudimenta-
rios, como una versión bizarra de las cosas. Jamás se me ocu-
rrió pensar que él era el culpable de esta desilusión.
Mi primera vez ocurrió en su casa. Yo había ido a conocer
a su familia. Su mamá vivía con una pareja con la cual él no se
llevaba nada bien. Recuerdo que llegué, un poco nerviosa, sa-
ludé a todos y lo primero que me preguntó su mamá era si mis
padres sabían dónde estaba yo. Le dije que sí, pero pareció no
convencerse y le comunicó a su hijo que yo no podía quedarme
a pasar la noche. Comenzó entonces una rencilla doméstica que
me costó mucho tiempo olvidar. Ella diciéndole que yo era
muy chica para quedarme en la casa de un novio. Yo pensando
que mis papás eran los únicos que podían decidir dónde podía
quedarme, no una señora que me había conocido hacía quince
minutos. Él explicándole que mi familia sabía dónde estaba yo.
Su padrastro pidiéndole que por favor escuche a su madre. Él
gritándole a su padrastro que no era su padre y, por lo tanto,
no podía exigirle nada. Yo sintiéndome incómoda y asumiendo
que esa noche no iba a tener sexo. Su mamá avisándole que
ellos iban a ir al río y que nosotros estábamos invitados. Él con-
testándole que no teníamos ganas de ir. La secuencia finalizó
con nosotros yéndonos en colectivo hasta el centro, y lo único
que me acuerdo de esa noche es que, una vez allí, me encontré
con un compañero de la primaria que me gustaba mucho y, con

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mi reciente novio al lado mío, me entraron unas terribles ganas
de chapármelo.
Crecí en un entorno que me hablaba de una primera vez
mágica y única. De un enamoramiento que dura para siem-
pre. De la persona correcta. De querer a esa persona. Tuve re-
laciones por primera vez con un chico que tenía claros proble-
mas familiares, a los cuales me enfrentaría más tarde. Con una
persona por la cual no sentía absolutamente nada. Que me eli-
minaba de Facebook si sospechaba que yo estaba saliendo con
otros. Que usaba demasiados signos de exclamación. Que te-
nía un loro horrible, hecho de papel maché, en el patio de su
casa. Con un pibe que tampoco sentía nada por mí pero que
no lo sabía aún. Mi novio de la primera vez también fue el
novio del primer test de embarazo. La primera vez que sentí
culpa por no menstruar. La primera vez que sospeché que es-
taba embarazada.
Me dijo que no podía no saber cuándo me tenía que venir.
Era la primera vez que se enojaba conmigo y yo me sentía cul-
pable. Nuestra relación iba a terminar por mi culpa y mi irres-
ponsabilidad al tener relaciones sexuales. Jamás se me ocurrió
pensar que el acto sexual se configuraba desde un nosotros. Sin
darme cuenta, me hacía cargo de todos los aspectos negativos
de nuestros garches: de la falta de deseo, de mi poca excitación
sexual, del riesgo de quedar embarazada. Mientras, él sólo
disfrutaba la mejor parte: acabar. Yo lo miraba acabar y me
preguntaba por qué yo no lo hacía así. Tan extasiada como él.
Por el momento, me correspondía hacerme cargo de los erro-
res de novia primeriza e inexperta. Tenía que vestirme bien,
maquillarme, no engordar y no chatear con desconocidos. Te-
nía que hacer petes y hacerlos bien. Tenía que querer cuando
él quería. Tenía que ser simpática con su familia. Tenía que

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olvidarme lo que había pasado la noche en la cual conocí a su
mamá. Tenía que decirle “amor”. Pocas cosas en la vida me
generan tanto rechazo como decirle “amor” a una persona. El
amor es más que un apodo. Es la energía que sube los precios
en los negocios. Es el nudo en la garganta que aparece cuando
nos sentimos abandonados. Es arte. Es vida y, por lo tanto, es
muerte. No puedo cargarle semejante bagaje cultural a una
persona solo porque estamos saliendo.
No me gustaba hacerlo, pero lo hacía, como el 95% de las
cosas que hacía cuando estaba con él. No entiendo cómo lle-
gué a ese lugar. Me pregunto si a todos nos pasa lo mismo. Si
terminamos chocando con nuestro deseo sólo por no joder a
alguien. ¿Por qué tenía todas esas cosas grabadas a fuego en
mi mente? Tenía 18 años. ¿Cómo fue que me eduqué/educa-
ron para ser una especie de mucama romántica? Ahora, más
grande y con más libros encima, me doy cuenta de que el en-
torno que me rodea, el material que consumo y las estructuras
en las cuales vivo día a día moldearon, sin que yo me dé
cuenta, cada gota de mi ser para transformarme en una piba
insegura y deseosa de cumplirle los caprichos al primer bo-
ludo que se apareciera en mi vida.
Esta es más o menos la historia de cómo conocí a mi pri-
mer novio. Tenía 16 años y había visto una película que estaba
a punto de cambiarme la vida. En dicha película saltaba a la
fama un galán norteamericano del cual me enamoré perdida-
mente. No exagero. Sentía cosas por él que no estoy segura de
haber sentido por mis ex novios. Las ganas de conocerlo y de
conocer lo que significaba un beso, una caricia o una relación
sexual, me llevaron a idear un plan para poder ser su novia.
El objetivo era complicado. Por lo tanto, no se me ocurrió me-
jor idea que estudiar teatro, hacerme famosa, ganar plata y

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viajar a los Estados Unidos para trabajar con él. Una vez pre-
sentados, él seguramente se iba a dar cuenta de la química que
había entre nosotros y nuestro noviazgo por fin comenzaría,
dándole rienda suelta a maratónicas prácticas sexuales que yo
imaginaba de mil maneras en mi mente. Las fantasías que te-
nía obviamente se fabricaban desde un lugar de misterio, casi
como un laboratorio de ratones, debido a mi falta de experien-
cia en el tema. Es necesario recordar que tenía 16 años y que
todavía no sabía lo que era un beso con lengua.
Al decidir estudiar teatro, me metí de lleno en un mundo
que sería clave para mí. Las clases, mis primeros encuentros
con otros actores, la eterna orgía cultural en la cual se desarro-
llan los ensayos y las meriendas con birra y faso germinaron en
mí un deseo de libertad que estaba profundamente enterrado
de antemano. Empecé a conocer personas que vivían de otra
manera. Yo estaba recluida y en silencio, con miedo a que me
escuchen, y ellos se morían por hablar. Hablaban a los gritos.
Escupían. No tenían miedo de mostrarse. Al contrario. Disfru-
taban de esa exposición. Había una carga sexual terrible en ella.
Con 16 años y sin saber dónde me metía, decidí estudiar
teatro. No sabía dónde ir ni tampoco si había carreras en las
cuales una podía recibirse como profesional. Pero quería pro-
bar. Algo me decía que sería interesante al menos probar.
Quizá mi instinto lo sabía desde antes. Quizá me decidí a to-
mar clases de actuación porque todos me decían que era muy
tímida y no se me escuchaba hablar. No importa la verdadera
razón de mi vocación. En ese entonces yo hacía todo por un
actor extranjero.
Contarle a mi familia que quería estudiar teatro y conver-
tirme en actriz fue un calvario interno que me banqué estoica

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por un año y medio. No entendía por qué, pero me daba mu-
chísima vergüenza comunicar en la mesa familiar que quería
ser actriz. Trataba de calmarme y pensaba que ser puta era
peor que ser actriz. No entendía por qué me costaba tanto
abrirme con mi familia y expresar mi deseo de aprender tea-
tro. Volvía el término PUTA a mi mente para calmarme. Pen-
saba que nada podía ser tan grave como ser prostituta. No sé
por qué pensé eso. Ahora creo firmemente que ambas profe-
siones están hermanadas y saben mucho la una de la otra. En
ese momento era una adolescente vergonzosa que no quería
enfrentar a su familia. Así estuve un año y medio de mi vida.
Sufriendo en silencio mi sino como en una obra de Lorca. Sin
entender por qué. Hasta que un día me animé y le dije a mi
mamá que quería ser actriz. Me dijo que podía ser lo que yo
quisiera y que al día siguiente iba a consultar por un taller que
había cerca de casa.
Empecé el taller y lentamente llegó el día en que no me
acordaba por qué había empezado a estudiar teatro. Así que,
al año siguiente, como ya me recibía en el colegio, me anoté
en la carrera en la Escuela de Bellas Artes.
Bellas Artes fue para mí un lugar que me enseñó múltiples
disciplinas artísticas. Me enseñó a garchar en lugares en donde
supuestamente no se puede. Me enseñó lo que era un pikachu.
Me enseñó que podía besar a más de una persona. Me tocó
adentro, muy adentro, y casi sin querer, o a propósito, despertó
en mí el deseo de conocer más. Para conocer todas esas mara-
villas del mundo de la adultez —y no cualquier adultez, sino la
de una artista que nunca llega a ser adulta—, tuve que hacer
sacrificios. Tuve que dejar el papel de nena tonta que no en-
tiende nada y hacerme cargo. Hacerme cargo de que en esa es-
cuela iba a hacer mucho más que actuar: iba a escuchar lo que

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me decían las paredes. Porque, en esa escuela, las paredes, las
mesas y las sillas hablan. Recuerdo la pared en la que me apoyé
para chaparme mejor a mi nueva conquista de la FOBA. Me
acuerdo de las mesas donde yo veía cómo picaban marihuana.
Y de las sillas donde me sentaba a escuchar las clases, comple-
tamente distraída porque estuve todo el primer año enamorada
de un muchacho que no gustaba de mí.
Así me encontró mi primer novio. Nos conocimos en un
boliche, al cual había ido con unos amigos de la facu. Yo me
estaba yendo, me agarró del brazo y me dijo “DAME
QUINCE SEGUNDOS DE AMOR”. No sé si alguna vez voy a
poder olvidar esa frase. Espero que sí. Le di más que quince
segundos de amor. Le di mi tiempo, traté de entenderlo, de
configurarme para él. La vida me estaba dando un novio en
mi etapa facultativa y yo no lo podía despreciar. Me acuerdo
que él se burlaba de mi manera de hablar sobre la escuela. Me
decía que eso no era una facultad. Que, a lo sumo, era una
escuela, pero que de ahí no salían profesionales. Yo me
enojaba pero no lo decía. Me reía y seguía caminando de la
mano con él. Incómoda pero tranquila y segura de haber he-
cho lo correcto. Sigo insistiendo en no saber cuándo es que nos
transformamos en sus plebeyas y ellos en reyes. Supongo que
fue tanta revista femenina que leía a mis quince años. O los
comentarios en las reuniones familiares, donde una mujer sol-
tera a determinada edad ya es objeto de burlas y comentarios
maliciosos. Supongo que empezó en el colegio, en donde las
jerarquías sociales se establecían a través del nivel de tu con-
quista. Si es que tenías conquistas para enseñar. No lo sé. Está
tan intrínseco en mí que no podría determinar el origen.
Un día me preguntó si quería que llamara a la policía por
mí. Le pregunte por qué y me dijo que le habían comentado

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que en mi escuela había drogas y alcohol y que era un am-
biente peligroso. Otra vez reprimí lo que quería decirle. Re-
primí las risas y las ganas de decirle que no podía ser tan pe-
lotudo. Porque pensé que me estaba cuidando. Porque pensé
que yo necesitaba que me cuidaran. Igual le dijo que no. No
quería protagonizar un papelón en frente de mis amigos dro-
gadictos y alcohólicos.
Una noche, en la cual me esperaba afuera de la Facu, yo
me sentía particularmente cercana a él. Había esperado mu-
cho tiempo para sentirme su novia. Su novia de verdad. Había
muerto una gatita cachorra que teníamos en casa hacía unos
días, y que él había conocido, y quería llorar de manera nove-
lesca en sus brazos para poder ejecutar con más precisión mi
papel de novia necesitada. Pero nada de eso ocurrió. Justo
cuando iba a abrazarlo, justo cuando estaba haciendo fuerza
para llorar y que todo aquel que pasara por ahí viera que yo
estaba triste, que estaba llorando pero que tenía un novio que
me consolaba, apartó sus brazos de mí, me dijo que no era
para tanto y me preguntó qué le había preparado para cenar.
Me quedé petrificada. No entendía por qué no filtraba lo que
decía, si yo lo hacía todo el tiempo.
Esa noche fue la primera de muchas en las cuales yo veía
que él hacía uso de la verdad sin importarle cómo me sentía y
yo era la única boluda de los dos que no decía lo que pensaba.
Las preguntas que hoy me hago, que quizá sí tienen respuestas,
por ese entonces solo me confundían más. ¿Por qué cada vez
que nos veíamos yo me volvía funcional a él? ¿Por qué lo cui-
daba tanto? Él no hacía lo mismo conmigo ¿Por qué me sentía
tan segura al lado suyo? ¿Por qué no sentía ese amor verdadero
del cual me habían hablado tantos libros y películas años atrás?

26
¿Por qué no sentía por él lo que había sentido por aquel actor
que me había llevado a estudiar actuación?
En la primera clase de Comprensión de Textos, el profesor
nos preguntó por qué estábamos ahí, estudiando teatro en esa
escuela. Yo no quería contar toda la historieta del actor norte-
americano, pero termine haciéndolo. Cuando llegó mi turno de
hablar, dije que estaba cursando actuación por una película,
disfrazando un poco el relato. Y cuando un compañero me pre-
guntó a qué película me refería, le respondí con la verdad. No
pude evitarlo. Todavía sentía que era una nena perdida en un
mundo de grandes y que nadie se iba a aprovechar de eso. An-
tes de responder, y viendo que yo estaba un poco nerviosa, mi
compañero me preguntó si yo estaba hablando de una película
pornográfica. Inmediatamente me puse colorada y le aclaré que
no, diciéndole el título del film que me había hecho estudiar el
arte dramático. Todos se rieron, incluso el profesor, y mi com-
pañero remató la escena expresando que yo hubiera pasado
menos vergüenza si hubiera hablado de una porno.
Aun siendo motivo de chistes en mi entorno familiar y
formando parte de una etapa de mi vida que hace tiempo co-
mencé a despedir, este vínculo que me unía al tan mentado
actor seguía siendo menos humillante que mi primer no-
viazgo. Un noviazgo que determinó mi manera de actuar ha-
cia los hombres. Mi manera de ver el mundo. De capitalizar
mi belleza. De sacarle provecho y ofrecerla al mejor postor.
Fue un noviazgo corto pero me enseño mucho. Y si bien hoy
me encuentro desarmando minuciosamente toda la informa-
ción recopilada en esos meses, ésta también formó parte de mí
y hoy se ve reflejada en mi personalidad.

27
Siempre traté de mantener una buena relación con él. In-
cluso después de habernos separado. Por eso no me sorpren-
dían sus mensajes. Lo que me parecía raro era que me enviaba
uno o dos todos los años. Como si estuviera programado.
Como si no importara mucho el contenido de los mensajes
sino más bien el hecho de llamar mi atención. Que sea impo-
sible olvidarme de él.
En uno de esos mensajes tan genéricos se le ocurrió invi-
tarme a tomar algo. No hay idea que me resulte más romántica
y esperanzadora que la de la amistad con una ex pareja, así que
le dije que sí. Pasó por mi casa y fuimos en su auto hasta una
cervecería. Mientras viajábamos, él me contó que ya no estaba
estudiando abogacía y que ahora era visitador médico. Me re-
sultó terriblemente aburrido pero, fiel a mi costumbre de ca-
llarme la boca para no ensombrecerlo, no dije nada.
Luego de la segunda pinta de cerveza, empecé a notar
que, poco a poco, él inclinaba su cuerpo contra el mío. Le pedí
que se corriera, me hizo caso y a los cinco minutos volvió a
acercarse. Le aclaré que había ido a tomar algo con él para
conservar la amistad y él me dijo que me quería mucho. Esas
palabras fueron para mí tan vacías y carentes de sentido como
una hoja en blanco. Realmente no sentía nada por él. Siendo
honesta conmigo misma, ni siquiera creía que pudiésemos lle-
gar a ser amigos. No recordaba qué me había gustado de él la
primera vez que lo vi. No pude decirle todo eso. Así que solo
me limité a contestarle que le pedía perdón pero que yo no
sentía lo mismo. Que si quería, podíamos ser amigos. Me di
cuenta de que estaba un poco borracho, pero logró enten-
derme y nos fuimos a buscar el coche. Le pedí que me llevara
a mi casa, o él se ofreció a llevarme, ya no lo recuerdo. Lo que
sí recuerdo es que trabó las puertas del coche y me dijo que

28
quería hablar. No me dio tiempo a contestar. No me pidió per-
miso. No me preguntó si yo tenía ganas de hablar. Su deseo
imperaba sobre el mío. No pude darme cuenta de si estaba
enojado o se reía por el alcohol. Me preguntó por qué yo no le
gustaba. Le dije que no me refería a eso cuando le dije que no
lo quería y, sin darme cuenta, me embarré más. Se abalanzó
sobre mí sin darme tiempo a correrme. Me dijo que me quería
dar un beso. Después me dijo que me iba a dar un beso. Yo no
quería besarlo. Y ya había comenzado a sospechar que esa no-
che no iba a terminar así nomás. Se me tiraba encima, me aga-
rraba las manos para que no pudiera empujarlo y buscaba mi
boca con sus labios para besarme por la fuerza. Yo luchaba
por zafarme, pero sin mucha fuerza para no lastimarlo. Toda-
vía pensaba en él. En su bienestar. Le pedí que parara. Le dije
que no quería darle un beso. Me dijo que, a veces, un “no”
significa un “sí”. Yo me reía de los nervios y eso parecía ani-
marlo más. Esa risa estúpida que sufro en momentos de má-
xima tensión va a ser una de las cosas que más odie de mí
misma a lo largo de toda mi vida. Le pedí que por favor pa-
rara, que me llevara a mi casa. No entendía cómo habíamos
llegado ahí y me culpaba por haber aceptado la invitación. Le
dije que, si no quería llevarme hasta mi casa, me tomaba un
remis. No abrió las puertas del coche y yo comencé a pregun-
tarme si había personas que estuviesen observando esa gro-
tesca escena. Me tiró contra el asiento y volvió a besarme. Yo
forcejeaba y me reía. Me reía y forcejeaba. Sujetando mis ma-
nos por mi espalda con fuerza, logró besarme dos o tres veces
a pesar de que yo le decía que no quería y le corría la cara.
Cuando por fin logré sacármelo de encima con un suave
empujón, me miró a los ojos y le pedí que por favor me llevara
a mi casa. Me dijo que sí. Me acomodé en el asiento y arrancó

29
el coche. Yo tenía muchísimas ganas de estar en mi casa, acu-
rrucada en mi cama. No veía la hora de llegar. A las diez cua-
dras, volvió a estacionar y a mí el corazón me dio un vuelco.
Ahora sí tenía miedo. Volvió a intentar sujetarme hasta que
conseguí abrir la puerta del coche y me bajé argumentando
que, si no continuaba manejando, me iba a ir caminando. Me
bajé del coche en el medio de la avenida. Eran las tres de la
mañana, pero no me importaba. Cualquier película de terror
que pudiera haber vivido en la calle jamás me hubiera hecho
sentir el miedo que sentía adentro de ese auto. Me dijo que no
exagerara y volvió a encender el motor.
Mientras manejaba, comenzó a contarme que había em-
pezado el gimnasio y, en un intento desesperado por evitar
despertar sus instintos románticos, yo le seguí la corriente y le
preguntaba cosas. Cosas que no me interesaba escuchar pero
que lo mantenían ocupado con la vista en el manubrio y lejos
de mí. De mi pelo, de mi ropa, de mi perfume. Llegamos a mi
casa, me saludó con un beso en la mejilla y se fue. Entré rá-
pido, deseando con todas mis fuerzas que no se quedara a es-
perarme. No lo hizo. A la mañana siguiente me mandó un
mensaje que decía que la había pasado muy bien y que tenía
ganas de volver a verme. No le contesté. Cuando llegué a mi
casa, mi hermana, que aún vivía con nosotros, estaba des-
pierta. Recuerdo haberle contado lo que me había pasado. Re-
cuerdo también que me miró a los ojos y me dijo que era
grave. Muy grave. Le dije que no exagerara y me fui a dormir
todavía un poco asustada.
Cuando volví a hablar del tema con mi hermana, un año
después, ella me sugirió hacer la denuncia correspondiente.
Pero le dije que no, que no era para tanto. Ese mismo año me
lo encontré caminando cerca del lugar donde yo trabajaba,

30
muy relajado. Siempre impecable, con ropa nueva y oliendo a
perfume caro. Quise evitar el encuentro, pero me ganó de
mano y me saludó.
Me sonreía y me preguntaba cómo estaba, me decía que
tenía ganas de volver a salir conmigo. No me acuerdo si pude
hablar. Solo recuerdo que, cuando se fue, me di cuenta de que
estaba temblando y no recordaba desde hacía cuánto.

31
QUIERO QUE ME CHUPES LA CONCHA

Como ya detallé previamente, mis primeras experiencias se-


xuales estaban más cargadas de deseo y curiosidad que de va-
lor romántico. No tuve sexo porque sentía cariño por mi ex
novio; lo hice porque realmente quería saber de qué se trataba
y por qué tenía ganas. Muchas ganas.
La excitación sexual es un fenómeno que nos atraviesa a
todos por igual pero que guarda valores muy distintos según
la persona que la exprese.
Entre todos los privilegios que tienen los hombres, el de
la masturbación es uno que encuentro particularmente cruel.
Ellos pueden tocarse. Son alentados a hacerlo. Durante su in-
fancia y adolescencia, a los varones se les enchufa todo tipo
de pornografía, invitándolos a adueñarse de un mundo en
donde el placer propio manda y los demás obedecen. Se les
enseña a escuchar su deseo, librándolos de toda culpa y ver-
güenza, y se les abren las puertas de un universo donde todo
es posible.
Con las nenas es distinto. Nuestra pulsión sexual inco-
moda, se calla y se ignora. Jamás a un adulto se le va a ocurrir
regalarle una revista porno a una nena, ni hablarle sobre mas-
turbación femenina. Jamás un adulto le va a consultar a un
psicólogo porque su hija adolescente no se masturba. El deseo
femenino no se conversa y, como todas las palabras que mue-
ren en la garganta, se convierte en algo que está pero que no
es. Algo de lo cual no se habla. Las nenas tendrán entonces
una educación basada en el concepto de familia, en la pareja
romántica, en el príncipe azul que las rescatará en el momento

32
justo y en una sexualidad que solo existe en función de la re-
producción. Por esta razón, una nena va a saber más sobre be-
bés de plástico y mamaderas que de películas condicionadas.
La sola mención de una nena masturbándose tiene una carga
de perversidad que la sociedad no aplica sobre un varón.
Existen entonces dos sexualidades muy distintas. La se-
xualidad del hombre va a estar orientada a su propio placer,
mientras que la sexualidad de la mujer va a tener dos objeti-
vos: servir al placer de otro o ser el puente hacia la finalidad
reproductiva. El placer femenino queda desdibujado, convir-
tiéndose así en una especie de leyenda urbana.
Todavía me sorprende y, debo admitir, me avergüenza un
poco seguir aprendiendo sobre la anatomía femenina. Las muje-
res sabemos muy poco sobre nuestros cuerpos y casi nada sobre
nuestro placer. No tenemos un espacio de exploración en la ado-
lescencia, y lo único que aprendemos sobre nuestros cuerpos es
cómo cuidarlos, tornearlos y ejercitarlos para que luzcan perfec-
tos. Es decir, el concepto de sexualidad que vamos a manejar va
a estar enfocado en el disfrute del hombre.
Tengo 25 años. Milito mi propio deseo y estoy saliendo
con una persona que considero bastante deconstruida y abierta.
Tenemos sexo. Las primeras veces me encantan. Él me encanta.
Me tiene bajo un hechizo. Tan embrujada estoy, tan dormida,
que no me doy cuenta de que lentamente dejo de tener orgas-
mos. Me gusta estar con él, pero nuestras relaciones sexuales se
empiezan a parecer a las experiencias que tenía cuando era más
joven. Cuando no disfrutaba mucho y me daba vergüenza re-
clamar más atención. Pasa el tiempo y la situación empeora.
Ahora no sólo ignora mi clítoris, sino que solo tenemos sexo
cuando él lo dispone. Y no busco que me la ponga cuando yo
quiero, en el momento en que yo quiero y donde yo quiero.

33
Pero el deseo se comparte. No puede ser un favor que le estás
pidiendo continuamente al otro.
Una noche tomé coraje y le dije que quería hablar con él.
Le expliqué mi situación, le dije que me daba mucha ver-
güenza decirle eso, pero que quería que me chupara más la
concha, que prestara más atención a mi goce. Esperé millones
de reacciones. Pensé que capaz podía sentirse culpable por mi
falta de disfrute. Pensé que quizá me iba a proponer chupár-
mela en ese mismo instante. Pero no. Ni bien terminé de ha-
blar, de explicarle que es difícil ser una mujer que desea en
tiempos de machismo, me dijo que ser hombre también es di-
fícil. Y se enojó. Obviamente no tuvimos sexo. Otra vez me
aguanté las ganas de coger. Otra vez me aguanté las lágrimas
y las ganas de mandar todo a la mierda. Lo que me costó tanto
decirle no había servido para nada. Se enojó, trató de desviar
el tema de conversación y me dijo que ser hombre también es
muy difícil. Fin de la discusión.
Siempre me pregunté por qué las mujeres estamos más
predispuestas a realizar sexo oral que los hombres. Me resulta
curioso que nosotras hayamos desarrollado un deseo tan impe-
rioso por chupar una pija y que a ellos les resulte tan asqueroso
chupar una concha. Con el tiempo, descubrí que las mujeres no
nacemos con una papila gustativa que nos pide lamer cuanto
miembro se nos cruce por el camino. Y que el deseo, si bien
tiene un porcentaje de diseño genético, se construye. Que el de-
seo tiene pensamiento propio. Que nosotras somos escultoras
del nuestro y que hace tiempo venimos moldeando uno que
sirve para complacer al hombre. Sostengo la teoría de que en
cuanto la homofobia pierda más terreno del poco que está per-
diendo en la actualidad, y más hombres heterosexuales se ani-
men a explorar sus anos, habrá una generación de mujeres que

34
serán expertas en chupar culos. Somos, casi sin quererlo, casi
sin darnos cuenta, servidoras sexuales gratuitas o, el término
preferido por ellos, gauchitas. Nuestra sexualidad pasa a con-
vertirse en una experiencia que solo disfrutamos cuando ve-
mos acabar a nuestros amantes.
Y así como a nosotras nos educan para construir el éxtasis
del otro, a ellos se los configura para obedecer a sus instintos
y disfrutar sin tapujos ni ningún tipo de moral. Esta ecuación
se ve reflejada en muchas situaciones que a nosotras siempre
nos incomodan y que a ellos parecen resultarles muy diverti-
das. El tío que hace chistes sobre el cuerpo de la sobrina. El
compañero de trabajo comentando en un grupo que la nena
de tal está para culeársela. Un jubilado agregando a una me-
nor a Facebook. El vecino que ya empieza a mirar con ganas a
la nena que vive a dos casas. No sienten vergüenza. Pero se
horrorizan cuando se los acusa de pedófilos.
Salí ocho meses con él. Pasé vergüenza pidiéndole que
me tenga en cuenta a la hora de tener sexo, que me la chupe
más, que se preocupe por mí como yo me preocupaba por él.
Como si todo eso no fuera suficiente, una noche tuvo la auda-
cia de pedirme que me depile toda. Para él. Porque sí. Porque
me decía que así se calentaba más. Le dije que yo me sentía
cómoda así, pero no pude evitar pensar que quizá, si me de-
pilaba como él quería, lo nuestro iba a mejorar. Como si se
tratara de una prueba de amor. Lo pensé, llegué a imaginarme
la cera caliente en lugares insospechados de mi cuerpo sólo
para que él entendiera lo mucho que lo quería. Hasta que me
avivé. Y me di cuenta de que yo decido qué tipo de procedi-
mientos quiero atravesar con mi cuerpo. Que no tengo que
preocuparme por ese tipo de cosas solo porque le preocupan

35
a alguien más. Nunca había meditado tanto sobre la depila-
ción femenina hasta que él me pidió eso. Obviamente, jamás
le pedí que hiciera algo así por mí. Nunca le pedí que se corte
el pelo de determinada manera o que se lo tiña de algún color.
No le pedí que se rasure alguna parte de su cuerpo. No enten-
día entonces por qué él sí. Lo pensé bien y le dije que no. Que
me sentía bien conmigo misma y con mis métodos de depila-
ción. No recuerdo qué me contestó, pero pude notar que no
estaba conforme. Casi nunca estaba conforme. Y yo me sentía
en constante examen cuando salía con él. Estaba acostum-
brada a esa tortura cotidiana.
Pasan unos días. Estamos en su casa, tirados en su cama.
Me empieza a besar; me besa las tetas, la panza, hasta que
llega a mi vulva. Yo me relajo. Él se detiene un segundo, me
mira a los ojos y me dice: “cómo me gustaría que te depiles
toda”. Y a mí se me viene el alma al piso. Es la persona que
más quiero en ese momento, haciéndome sentir una mierda.
Una mierda que no está depilada como corresponde. Y ese
puñal me duele más que otros. Porque no desconozco al agre-
sor. Lo quiero. Estoy enamorada de él. Me duele peor que
otras veces. Otra vez le digo lo mismo. Que me siento cómoda
así, que es mi decisión depilarme así. Tenemos relaciones se-
xuales y me odio por no tener la fuerza para decirle cuánto me
duelen sus comentarios. Otra noche llorando cerca de él, a
centímetros de su cuerpo, sin que se dé cuenta ni siquiera de
que nuevamente no tuve un orgasmo.
Venimos en su coche charlando, pasándola bien. Veni-
mos de pasar un día precioso. Me mira, me sonríe y me dice
que vio una publicidad de depilación definitiva y que, a modo
de chiste, me la iba a enviar por mail. Lo miro incrédula y por
unos segundos me quedo en silencio. No respondo nada.

36
Hasta que una ira que venía germinando hacía meses, sale
como una escupida de mi boca y explota ahí mismo, en la ca-
mioneta, con nosotros. Le pregunto por qué me sigue moles-
tando con esas cosas, si sabe que me hacen sentir mal. Le pido
que no lo vuelva a hacer aun sabiendo que iba a volver a pe-
dírmelo. Jamás me pidió disculpas. Jamás cedió. Nunca en-
tendió lo machista de su pensar y lo cruel de sus acciones. No
sé si alguna vez me sentí querida por él. No entiendo cómo
alguna vez pensé en depilarme toda para hacerlo feliz.

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NINGUNA PIBA NACE VIRGEN

Las mujeres vírgenes tienen un lugar especial en los morbos


masculinos. La palabra virgen tiene una connotación casi ex-
clusivamente femenina. Los hombres no pueden ser vírgenes.
En todo caso, aún no tuvieron relaciones. O no la pusieron to-
davía. La mujer virgen pasa a formar una especie de figurita
difícil en el álbum que ellos van completando con todas las
que se garcharon.
La virginidad se rompe como concepto concreto cuando la
significamos de distinta manera en hombres y mujeres. ¿Cuáles
son, entonces, los parámetros para definir la virginidad? Si la
masturbación aparece como una expresión sexual a muy tem-
prana edad, ¿se la excluye del campo virginal? ¿Forman parte
el sexo oral, el sexo anal y las pajas al otro de una previa que
aún nos mantiene inexpertas? Si la penetración vaginal es el
único parámetro que tenemos para saber si alguien es virgen o
no, ¿qué sucede con las relaciones homosexuales? ¿Por qué si
no fuimos penetradas por un hombre decimos que somos vír-
genes, pero si nunca tuvimos sexo con una mujer no decimos
lo mismo? La mujer virgen sirve como símbolo de pureza. Le
da un valor a cada cuerpo. El cuerpo de la mujer virgen es un
objeto que será reclamado por aquel que logre inaugurarlo.

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YO COJO, ÉL COGE, ELLA SE DEJA COGER

Existen muchas palabras en el lunfardo argentino para definir


el acto sexual. Garchar, culear, coger. Y existe también un lu-
gar implícito en el que se ubican hombres y mujeres en el in-
tercambio lingüístico. El hombre garcha, culea, coge. La mujer
es garchada, culeada, cogida. La virgen se deja garchar. La vir-
gen entrega. Como si dudara en un primer momento. Porque
entregar no se le entrega a cualquiera. Pero ellos, ponérsela,
se la ponen a todas.
Cuando la mujer virgen finalmente cede ante los deseos
de su compañero, van a ocurrir varias cosas. Para empezar, ya
no será virgen; por lo tanto, su valor se reducirá notablemente.
Luego, dará comienzo a una vida sexual llena de prejuicios y
mitos. Crecemos pensando que podemos acabar mediante
una penetración vaginal y que este tipo de contacto, que me
gusta llamar “sexo genérico o de supermercado”, es la expe-
riencia que más nos llenará de placer en la cama. Crecemos
pensando que mantener relaciones sexuales con alguien, o en-
tregarle nuestra virginidad a nuestra pareja, automáticamente
fortalecerá el vínculo romántico. Crecemos pensando que no
podemos buscar otras maneras de gozar que no sean para for-
talecer el vínculo romántico. Que el sexo casual nos convierte
en putas. Que ser putas está mal. Que hay cosas que sí o sí
tenemos que hacer. Pero siempre con discreción. Sin que na-
die se entere. Una puta puertas adentro.

39
NO TE HAGAS LA SANTA, SI SABÉS QUE TE ENCANTA

Toda expresión sexual que la mujer lleva a cabo de manera in-


dependiente y buscando su propio placer, es absolutamente
censurada. La mujer que decide “perder su virginidad” sin res-
guardarse bajo el amparo sagrado del matrimonio, o que elije
explorar su sexualidad mediante la masturbación, es marcada
por la sociedad como una mujer que ha cedido a sus instintos
más oscuros y perversos. Lleva en su frente, o en su vagina,
para ser más específicos, la mancilla más penetrante que puede
existir. Una mancha que se tatúa en la piel y se hace carne en el
alma. Porque nosotras también creemos eso. Porque, así como
a ellos los educan para definir nuestro valor dependiendo de
cuántas pijas hayan visitado nuestras conchas, a nosotras se nos
educa para sentir vergüenza si cedemos a nuestros deseos in-
mediatos. ¿Cuántas veces nos dijeron que, si salimos con al-
guien, tenemos que esperar un tiempo antes de tener relacio-
nes? ¿Cuántas veces nos encontramos midiendo el tiempo y ha-
ciendo cálculos mentales en pleno frenesí sexual para poder de-
cidir si ya podemos entregar sin convertirnos en putas? ¿Cuán-
tas veces nos dijeron que entregar en la primera cita es de puta?
¿Que entregar el orto es de puta? ¿Que el orto es un premio que
se salvaguarda para nuestros maridos? ¿Que tenemos que ha-
cer buenos petes así nuestros maridos no nos dejan por otra?
¿Cuántas veces nos dijeron putas?

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PODEROSO VIENTRE

Pienso en aquellas mujeres vírgenes sacrificadas en la trage-


dia griega. Sacrificar vírgenes no es una decisión accidental.
Las mujeres tenemos el don de la reproducción en nuestro
vientre. Escondemos un poder tan adentro nuestro que hasta
nosotras lo perdimos de vista. Podemos fabricar más soldados
para la batalla. O tener bien atendidos a los obreros que vie-
nen cansados de las fábricas. Sacrificar una virgen nos explica
que una mujer que fue cogida no puede ser sacrificada. No lo
merece. Ya no tiene el mismo valor que antes. Cotizando mu-
cho menos, ahora pasará a ser una herramienta más para su
marido. Una herramienta destinada al placer masculino.
Luego servirá para dar hijos y pobre de aquella que no logre
quedar embarazada. Pobrecita aquella que, a pesar de los in-
tentos de su valiente cónyuge, no logre pergeñar en su vientre
la semilla de algún heredero. La concepción quedará, enton-
ces, en manos de las mujeres. Como si fuera un talento más
que deberán entrenar para complacer a sus maridos. Y si no
quedar embarazada ya significa un gran dolor de cabeza, te-
ner un hijo y que resulte ser una niña será aún más terrible.
La mujer que ya no es virgen porque ha decidido mante-
ner un encuentro sexual con un desconocido llevará una carga
especial sobre sus hombros. La mujer que elige con quién
tiene relaciones sexuales será denominada puta. Y su valor, si
es que lo tiene, será ínfimo.
Mientras escribo todo esto, trato de contextualizar toda
la información para ayudar a la lectora a ubicarse mejor en

41
tiempo y espacio. Cada civilización, más allá de estar fundada
en cimientos machistas, es particular y le ha dado un trato es-
pecífico al rol de la mujer en la sociedad. Trato y trato de en-
contrar el tiempo, de posicionarme en el espacio. Y me doy
cuenta de que lo que escribo sigue vigente aún hoy. Más la-
vado, más acuarelado, pero está. Todavía corremos el riesgo
de convertirnos en putas.

42
UNA PALABRA ESCONDIDA

La primera vez que me supe puta estaba con un amigo adentro


de su coche. A mí él me gustaba desde hacía rato, pero no es-
taba del todo segura de si yo a él le parecía atractiva. Con el
tiempo confirmé que sí y salimos a tomar algo. En su coche.
Recuerdo que él me preguntó si quería ir a comer. Que él me
invitaba. Le dije que no. No tenía hambre, tenía ganas de tener
sexo. Por supuesto que eso no se lo dije, censurada por mi pu-
ritana interior. Me acuerdo también que insistía mucho con eso
de ir a comer. Le pregunté por qué. Me aclaró que él pensaba
que yo era de esas pibas a las cuales había que invitar a cenar
antes de garchar. Le dije que yo no era así. Que yo solo quería
coger y listo. Nos besamos, garchamos y me llevó hasta mi casa.
O me tomé un remís, ya no me acuerdo tan bien. Lo que sí
quedó grabado en mi mente fueron esas palabras. Ese concepto
que crecía en mi cabeza. Que tomaba forma de prejuicio y se
instalaba, haciendo que yo me preguntase qué clase de mujer
era y cuándo había sido que me convertí en una de esas pibas
a las cuales no hace falta invitar a cenar antes de garchar. En
esas pibas que entregan rápido. Sin vueltas. En una puta.

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MI AMIGA, LA PUTA; O LA PUTA DEL SALÓN

Elegir con quién tener relaciones es un privilegio que solo los


varones tienen. Toma lugar, entonces, otro tipo de cuestión.
Ahora no solo importa si entregaste demasiado rápido. Ahora
también tenés que intentar no tener un número exagerado de
parejas sexuales.
Cuando estaba en la escuela secundaria tenía una amiga
que ya había comenzado a tener sexo. O a dejarse culear. Ella
no solo ya no era virgen, sino que mantenía una vida sexual
muy activa y variada en cuanto a compañeros. Rápidamente
su nombre pasó a ser reemplazado por el término puta. Ella
era puta porque ya no era una adolescente pura y virginal. Era
puta porque, después de la primera vez, siguió cogiendo con
regularidad. Pero era puta, principalmente, porque había te-
nido sexo con muchos chicos. A los ojos del curso, ella era
puta porque no sabía decir que no. Y yo no entendía muy bien
por qué teníamos que decir que no. Solo sabía que si no lo ha-
cías quedabas marcada para siempre y ya no podías ser la no-
via de nadie. Además, yo era virgen y ese estado de pureza
extrema debía reservarlo para alguien especial. Eso sí lo tenía
claro, aunque tampoco sabía muy bien por qué. Nosotras no
entendíamos por qué nuestra amiga entregaba tan rápido y a
cualquiera. Por qué no se cuidaba.
Mis compañeros tenían un trato totalmente contradicto-
rio con ella. Por un lado, la insultaban y ya la habían calificado
como “la puta del curso”. Pero también la deseaban. Ella se
daba cuenta de eso y se los decía orgullosa. Recuerdo que yo

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pensaba que jamás iba a dejarme garchar así nomás como ha-
cía ella, pero yo también quería ser deseada. Como toda ado-
lescente, me encontraba en una dicotomía difícil de resolver
pero de la cual aprendí mucho. Con mi grupo de amigas no
entendíamos por qué ella tenía sexo con todo el mundo. Pero
jamás se nos ocurrió pensar que a ella tener sexo le gustaba. Y
que había elegido a conciencia a cada uno de sus amantes.
Que quizá tenía un morbo con cogerse a cualquiera que le ti-
raba onda. O capaz no lo tenía. Y tenía la suerte de que le gus-
taran todos los chicos que la invitaban a salir. Nosotras pen-
sábamos que ella lo hacía sintiéndose presionada y nunca pu-
dimos ver la libertad de la que gozaba.
Recién luego de iniciar mi vida sexual pude intentar com-
prender que en la adolescencia somos completamente vulne-
rables a cualquier tipo de filosofía que anda dando vueltas por
ahí. Y que nos morimos de ganas de pertenecer. De que al-
guien se ría de nuestros chistes. De gustarle a los demás. De
ser la más linda, pero sin llegar a ser la puta del curso. Esta-
mos todo el tiempo reaccionando a lo que nuestro entorno nos
ofrece. Y el entorno todavía nos ofrece roles de género que
atrasan. Nos ofrece el modelo de la mujer perfecta. Que tiene
una piel perfecta en la adolescencia. Que tiene un cuerpo per-
fecto, con tetas y un buen culo como tenía mi amiga. Que es
deseada pero que no entrega. Que tiene un novio, quizá dos,
pero no más. Que se forja un futuro en base a su imagen per-
sonal. Que inconscientemente busca amoldarse a una socie-
dad que la dota de un valor mínimo y preciso. Como un objeto
decorativo. Y que, si no cumple con todas estas reglas, como
mi amiga, será considerada una marginal y va a sufrir las con-
secuencias que esto implica. Con los varones la cosa es dis-
tinta. El “puta” entre los varones se esconde en el pibe que le

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gusta leer y habla poco. O en el pibe que no corre mucho en la
clase de Educación Física. No tiene nada que ver con el nú-
mero de parejas sexuales. En todo caso, cuantas más se le-
vantó, mejor. Un varón que logra tener sexo con muchas chi-
cas es un adolescente saludable, que no tiene problemas para
actuar en sociedad y al cual seguramente le irá muy bien en el
futuro. Ninguna autoridad escolar va a llamar a los padres de
un pibe porque se las está culeando a todas. En cambio, si eso
mismo lo hace una chica, sí va a llamar la atención.
Toda mi vida adolescente me la pasé escuchando que tal
compañero era un rompecorazones porque no dejaba títere
con cabeza. O que era un picaflor y que no se le escapaba nin-
guna. Que todas se morían por él. Palabras dichas con orgullo.
Con picardía y admiración. Tanto de parte de mujeres como
de hombres. Nunca escuché a una persona halagando a una
piba por haberse garchado a todo el curso. Pero que pasaba,
pasaba. Las putas del curso están siempre.
Quizá, si hubiese charlado más con mi amiga, mi desper-
tar feminista hubiese sucedido más temprano. O quizás ella
se hubiese sentido menos sola. Porque ser la puta del salón es
como vivir en la calle. Vos estas ahí, existís y sos como cual-
quiera de tus compañeras, pero no compartís el mismo grado
de visibilidad que las demás. Pasás a ser un morbo secreto.
Una leyenda urbana, siempre comentada en los asaltos y
reuniones escolares. Pero invisible. Invisible por haber hecho
todo lo que no debías hacer.

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MISS BELLAS ARTES

Pude entender a mi amiga del secundario cuando comencé mi


etapa facultativa. En la Facultad mis atractivos físicos “hege-
mónicos” se desarrollaron más y me di cuenta de que yo a los
pibes les gustaba. Marzo se convirtió en mi mes preferido. Es-
peraba con ansias ver llegar a los ingresantes para elegir a cuál
de todos me iba a levantar. Era casi como un juego para mí. Mi
fama en el curso empezó a crecer y,de a poco, me convertí en la
puta del salón. Pero no me molestaba el rótulo. Al contrario, me
gustaba. Me sentía orgullosa de mi poder de seducción. Debo
confesar que hoy siento que tendría que haber pasado más
tiempo estudiando en el aula y no escondida por los salones
besándome con desconocidos. Pero era algo que me podía per-
mitir. Por fin, después de tanto tiempo, yo era la más deseada.
Este desfile de ingresantes, compañeros de actuación y
estudiantes de otras carreras me hizo ganar el título de Miss
Bellas Artes. Me convertí en una especie de princesa gedienta,
consagrada por su propia búsqueda del placer que, en reali-
dad, solo era una terapia constante para mi ego. Porque de
placer femenino todavía sabía muy poco. Yo disfrazaba mi co-
lección de admiradores en una travesía feminista que de femi-
nista no tenía nada. Competía con mis compañeras y, si lle-
gaba alguna ingresante que consideraba más linda que yo, me
ponía infumable. Mi fama de Miss Bellas Artes me puso en un
lugar de poca camaradería femenina. Yo me daba cuenta, pero
no me importaba. Todo se veía muy pequeño desde mi trono.

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Hasta que, un día, experimenté un altercado con una compa-
ñera de curso que fue de suma importancia para reflexionar
sobre mi lugar en la Facultad.
Estábamos empezando a entrenar con la profesora de Ex-
presión Corporal. La docente no paraba de llamar por un
nombre equivocado a mi compañera. Ella ya nos había reve-
lado que no soportaba estas clases. Por lo tanto, estas confu-
siones comenzaron a ponerla de mal humor. La profesora se-
guía equivocándose y la llamaba por cualquier nombre menos
el suyo. Hasta que ella estalló y le pidió que por favor la lla-
mara por su verdadero nombre. Yo me reí y le dije que era lo
mismo, que la docente se había confundido. Mi compañera
me miro, siguió caminando y dijo: “a vos te dicen puta y se-
guro no pensás que es lo mismo”.
En ese momento me reí. No recuerdo qué le conteste y sé
que algunos compañeros me defendieron, pero la profesora
nos pidió silencio y que continuáramos con la clase. Yo seguí
trabajando, pero esas palabras ya estaban viajando por mi ce-
rebro a la velocidad de la luz. Luego de la clase, la profesora
y algunas compañeras me preguntaron si estaba bien. Me reí
nuevamente y les dije que estaba regia. Cuando llegué a mi
casa, me metí a la cama y me puse a llorar. Lloré sin parar y
sin entender por qué estaba así.
Me hice muchas preguntas esa noche. Sobre mi repu-
tación. Sobre mi deseo. Me puse a pensar en la construcción
del mismo. Ya no entendía sobre qué bases lo había edificado.
Si yo gozaba cuando me levantaba a un pibe o si gozaba
cuando ya estaba con él en la cama.
Pasaron los años y hoy entiendo por qué lloré. Lloré por-
que sentí en la piel lo que significaba ser la puta del curso.
Porque tuve miedo por mí. Lloré y esa no iba a ser la única

48
vez. Lloré como todas las veces que lo hice después de tener
sexo con un pibe que estaba de novio con otra. Lloré como
todas las veces que me fui de una fiesta con un pibe para gar-
char. Lloré culpa. Porque eso es lo que me generaba tanta an-
gustia. La culpa que sentía después de haber cedido a mis de-
seos. La culpa que me hacía sentir que mi reino en la Facultad
estaba levantado sobre una mentira. Porque no era la más
deseada. Ni la más linda. Ni la más querida. Era la que estaba
disponible. La que iba de frente. La que entregaba sin protes-
tar. Era la puta.

49
SOS UNA NOVELA EN UN MAR DE REVISTAS

Muchas cosas nacen de los desamores. A veces son cosas malas,


pero otras veces tenemos suerte y son cosas buenas. Estaba es-
tudiando en Bellas Artes y saliendo a bailar casi todos los fines
de semana, cuando me di cuenta de que un pibe que conocía
de la primaria no paraba de mandarme mensajes al celular. No
le di mucha bolilla. Ni siquiera me acordaba bien quién era.
Durante el último año de la carrera en Bellas Artes, trabajé
en el Elenco Municipal de mi ciudad haciendo temporada tea-
tral. Evidentemente, el muchacho en cuestión vio la informa-
ción que yo había publicado en Facebook y apareció en la úl-
tima función. La obra ya había terminado y estaba sacándome
el maquillaje en el camarín, cuando una compañera entra y me
dice que afuera había un pibe que estaba preguntando por mí.
Me di cuenta de quién se trataba y, como no estaba muy segura
de lo que sentía por él, le dije a mi a compañera que le diga que
yo ya me había ido. Ella me miró y, con una sonrisa, se aven-
turó a decir: “no seas mala. Vino a verte. Dale una oportuni-
dad”. Sin quererlo, encendió en mí una pequeña chispa de es-
peranza y, con curiosidad, salí a ver al chico en cuestión.
Después de esa noche, salimos a tomar algo a un bar.
Otro día me acompañó a un ensayo. Yo iba lentamente ca-
yendo en un mar de enamoramiento muy espeso. Me hundía
un poco más todas las veces que lo veía. Casi sin darme
cuenta. Las peores citas de mi vida las tuve con él. Una tarde
quiso sorprenderme y me llevó hasta la Costanera, donde no
se podía caminar por la cantidad de sapos que había en la ve-
reda. Habían muchísimos mosquitos, que habían elegido mis

50
piernas para alimentarse. Estuvimos casi una hora esperando
el colectivo que nos traía de vuelta a mi casa y, por un mo-
mento, sospeché que íbamos a quedarnos varados en el Luna
Park. Pero no me importaba nada de eso porque me estaba
enamorando como hacía tiempo no me enamoraba de nadie.
Una noche me llevó a su casa a ver una película. No nos
dimos cuenta que no habíamos comprado nada para cenar y
terminamos comiendo unas galletitas que yo había llevado
para el desayuno. Después, vimos la película y nos fuimos a
la habitación. A la mañana me desperté escuchando ruidos en
la puerta de adelante y me asusté. Pensé que eran ladrones
que querían entrar. Lo desperté y él me dijo que me quede
tranquila, que seguramente eran sus tíos que vivían en el
fondo y que necesitaban algo. Se levantó y se fue a fijar ade-
lante. Tardó varios minutos, y yo empezaba a preocuparme,
cuando de repente volvió y me dijo que era la ex novia. Que
estaba muy nerviosa y que estaba llorando. Yo no sabía qué
hacer. Jamás me había encontrado en una situación así. Me
dijo que iba a tratar de calmarla para que se fuera. Se fue nue-
vamente y yo empecé a tener miedo. No sabía de lo que esta
chica podía ser capaz. Hoy sé con seguridad que cualquier
trompada que ella me pudiera haber dado esa mañana, no me
habría dolido tanto como todo lo que él me hizo meses des-
pués. Me puse a espiar por la ventana que daba al jardín de
adelante y noté que su ex pareja seguía alterada y lloraba mu-
cho. Luego, él la abrazó. Unos minutos después, se calmaron
y ambos se reían. Yo ya me estaba por volver loca y empezaba
a preocuparme porque mi mamá seguramente se estaba pre-
guntando dónde estaba yo. Hasta que súbitamente todo ter-
minó: ella dejó de llorar, llegó un remís, se subió y se fue. Yo
esperé un tiempo prudencial antes de salir del cuarto y fuí a

51
su encuentro en la sala de estar. Entró con una cara que no
decía nada y a la vez me decía mil cosas. Se sentó en el sofá,
en el mismo en el cual habíamos garchado la noche anterior,
me miró a los ojos y me dijo: “seguramente no vas a querer
salir más conmigo”. Lo miré pensativa, tomé aire y le pre-
gunté si estaba bien. Me dijo que sí. Le dije que quería seguir
saliendo con él y le recomendé tomarse unos minutos para
respirar y pensar. No me dijo nada pero lo noté agradecido.
Me tomé un remís minutos más tarde y me fui pensando que
había sido una mañana muy poco común, pero que nunca me
había sentido tan cercana a alguien.
Seguimos saliendo. Y yo seguía enamorándome más y
más. Me dijo que la primera vez que tuvimos relaciones le ha-
bía encantado, que había sido una de las mejores de su vida y
que eso no le pasaba muy seguido. Me dijo que podía llegar a
enamorarse de mí. Me dedicaba canciones que hablaban de
amor. Me llevó a su casa y me recomendaba libros. Me leía
poemas y una tarde de lluvia, sin quererlo ninguno de los dos,
conocí a su mamá. Fuimos al teatro. Fuimos a muchísimos ba-
res. Fuimos a merendar y fuimos a comer a un restaurante.
Cada cita, para mí, era un escalón más al paraíso. Me regaló
una postal o una carta, no recuerdo muy bien, que yo ateso-
raba como si fuera un amuleto.
Como se estaba acercando la Navidad, decidí comprarle
varios regalos. Le mandé a hacer un cuaderno y le compré un
señalador, un libro y un prendedor de Harry Potter. Nos vi-
mos después de las fiestas y, orgullosa, le di todos sus regalos.
Él me dijo que lo perdonara pero que no había podido conse-
guir nada para mí, y que, si yo quería, podíamos ir juntos a
alguna feria de San Telmo a buscar un regalo. Le dije que sí.

52
Si me hubiera propuesto plantar una bomba molotov en un
supermercado, también le habría dicho que sí.
Hasta que, repentinamente, dejó de hablarme. No me res-
pondía los mensajes ni las llamadas. Me asusté y le pregunté
qué le pasaba. Me dijo que estaba peleado con su mamá y que
a veces le pasaba eso de aislarse. Lo comprendí y le di tiempo.
Hasta que volvió a suceder. Pero esta vez pasó un mes sin
contactarse conmigo. Como mi orgullo siempre fue más fuerte
que mi adoración, le hablé por Facebook y le dije que quería
que me devolviese un libro que le había prestado anterior-
mente. Me dijo que podía verme el siguiente fin de semana, y
nos encontramos en el patio de comidas de un shopping que
está cerca de mi casa. Lo primero que me sorprendió fue la
frialdad con la cual me trataba. Si alguien nos estaba escu-
chando, no parecíamos enamorados a punto de pelearse para
siempre: parecíamos dos desconocidos. Y eso a mí me estaba
haciendo mierda. Me di cuenta muy tarde que ese día era 14
de febrero y el shopping estaba lleno de parejas chapando. Me
quiso devolver unos de los libros que yo le había regalado
para Navidad. Yo le dije que solo quería que me devolviera el
que le había prestado. Me lo dio y, casi tratando de retenerlo,
porque sabía que ya no iba a volver a verlo nunca más, al me-
nos no de la misma manera, le dije que podría haberme avi-
sado que ya no quería salir conmigo. Me miró a los ojos y me
dijo “¿Por qué tendría que haberte cortado, si no somos nada
vos y yo?”. Le dediqué una última mirada de odio y me fui
sin mirar atrás, sabiendo que iba a ser muy difícil olvidarme
de aquella tarde.
Nunca pude volver a hablar con él. Preguntarle por qué
no fui suficiente. Con el tiempo, y revisando sus redes sociales
como una psicópata, pude entender que por ahí no se trataba

53
de mí. Simplemente se estaba enamorando de otra persona o
estaba atravesando una conexión no muy distinta a la que sen-
tía yo por él, pero no por mí. Aunque hoy pienso que, si ni
siquiera yo misma podía ver mi potencial de “novia”, clara-
mente él no iba a poder hacerlo, más allá de ser una persona
con pocas luces emocionales.

54
LA NOCHE DE LAS MIL LÁGRIMAS

Enojada todavía con aquel muchacho que tuvo la frialdad para


tratarme de “nada” en un shopping del conurbano, decidí bus-
car trabajo en un programa de radio. Elegí ofrecerme como pro-
ductora para una emisora local porque mi ex enamorado tenía
su propio programa radial y, de alguna manera, asumí que
triunfar en una disciplina en la que él y sus amigos hacían agua
sería una buena venganza. Como si se tratara del guión berreta
de una comedia norteamericana, mi pantomima se volvió una
realidad tangible cuando me di cuenta de que ya ni recordaba
por qué estaba laburando en un medio de comunicación. Em-
pecé a notar que podía incursionar en la creación de guiones
para el programa y que hasta podía tener mi propio segmento.
Disfrutaba muchísimo mi nuevo rol como comunicadora
y me encantaba ver cómo valoraban mis compañeros, todos
varones, las ideas que proponía. Me encantaba especialmente
uno de ellos. Pero me llevó tiempo darme cuenta de que no se
trataba de una atracción física pasajera.
Me estaba enamorando. Y cuando me di cuenta, ya era
tarde para volver atrás. Sospechaba que él sentía lo mismo o
algo parecido porque siempre me tiraba onda en el programa,
aunque se defendía de las acusaciones de mis compañeros ar-
gumentando que era bromas inocentes y nada más. Las mismas
se volvieron una invitación concreta cuando me propuso coci-
narme una tortilla de papas en su casa. Invitación que denegué
pero me moría de ganas de aceptar. Calculo que tendría miedo,
yo tampoco terminaba de entender cuánto había de ficción y
cuánto de verdadero en lo que él me decía. Hasta que, mientras

55
esperaba a un pretendiente anónimo en una heladería y mien-
tras leía entre risas los mensajes que mi colega de la radio me
enviaba a mi celular, me di cuenta de que quería estar con él en
esa heladería, no esperando a cualquier otro muchacho.
Con esa confirmación en mi corazón, me dispuse a invi-
tarlo a salir en cuanto tuviera la oportunidad. Dicha oportu-
nidad se vio desdibujada cuando me di cuenta de que la
nueva productora del programa, que había llegado a trabajar
con nosotros unos meses antes, estaba totalmente enamorada
de él. No quería armar quilombos en el grupo. No quería
enemistarme con la productora, así que esperé.
Decidí actuar al poco tiempo: una noche en la cual todo
el grupo había sido invitado a un recital cerca de mi casa. Fui
sola, fiel a mi costumbre de evitar cualquier clase de compañía
mientras viajo, y entré al bar preparada para conquistarlo de
una vez.
Pésima decisión. Terrible momento para darme cuenta
de que estaba enamorada de él. Porque justo cuando me pre-
paraba para decirle que sí, que podíamos garchar como si no
hubiera un mañana, la nueva productora del programa se lo
chapaba en frente mío, con su consentimiento, y generando en
mí un trauma difícil de olvidar.
No me daban las cuentas. No hacía mucho tiempo, él me
había invitado a comer tortilla de papas. ¿Acaso mi rol de mu-
jer de fiestas, delineado negro y top ajustado era demasiado
para él? ¿Acaso la nueva muchacha me ganaba porque era
más correcta, más tranquila, más sosegada?
Hice lo que cualquier persona decente hubiera hecho en
mi lugar. Fingí una sonrisa bastante convincente y luego me
escondí en el baño para llorar. Estuve un rato ahí hasta que se

56
me ocurrió tomar una decisión que sería crucial para denomi-
nar a esta “la noche más despiadada de todas”. Llamé al pri-
mer boludo que encontré en mi celular. A ese que todas cono-
cemos y tememos pero que de boludo no tiene nada. El ma-
chismo más irónico y ridículo se hizo carne en mí y lo llamé
para no sentirme sola. Para estar acompañada de alguien y
poder darle celos a mi amor no correspondido.
Mi cita de emergencia llegó mucho tiempo después,
cuando mi compañero y la productora ya habían abandonado
el recinto. Yo tenía ganas de mandarlo a la mierda. Pero, presa
de un destino que ya vislumbraba depresivo, me fui a su casa
para disfrutar de una noche de sexo mediocre y anorgásmico.
A las dos de la mañana ya estaba en mi casa. Con tanto
alcohol y drogas en mi sistema nervioso como para dormir a
un batallón, pero insuficiente para hacerme olvidar el terrible
suceso que me tenía como protagonista. Otra vez no era sufi-
ciente. Otra vez salía segunda princesa. Lentamente comenzó
ese juego de autopreguntas hirientes que conozco desde que
soy muy joven. ¿Por qué siempre elegían a la que estaba al
lado? ¿Era porque yo decía las cosas que pensaba sin filtro?
¿Otra vez desaprobaba el examen de novia perfecta? Cerré los
ojos y lloré mil lágrimas. Lloré sin entender por qué nunca era
suficiente. Por qué me volvían a humillar tan cerca de la línea
de llegada.
Continué trabajando en el programa mientras me fumaba
sus cariños en público sin poder decir nada. Sabiendo que él
sabía. Y que la única que no sospechaba nada era ella.
No podía tenerle rencor a ninguno de los dos, aunque el
juego de mi compañero me parecía algo sucio.
Años después de que yo abandonara mi puesto en la ra-
dio, me envió un mensaje por Instagram. Volvimos a hablar y

57
rápidamente surgió ese coqueteo que habíamos sabido engen-
drar años atrás. Me aclaró que sólo buscaba sexo. Que sabía
que yo quería otra cosa. Más sentimental. Más novelesca. Yo
no entendía nada; parecía que a él le encantaba encasillarme
en cuanto estereotipo andaba dando vueltas por ahí. Me dijo
que quería verme. De repente, recordé mi figura encogida, en
posición fetal, llorando contra la almohada y viendo nacer la
luz del sol. De repente me vi hecha una piltrafa, lamentando
lo que no había podido ser y con el alma estallada en micro-
partículas. No le contesté. Inmediatamente lo bloqueé de to-
das mis redes sociales. De mi vida. De mi corazón. Y sentí la
paz que sienten los monjes tibetanos que meditan alejados de
todo lo mundano.

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PROHIBIDO ENAMORARSE, ¡PUTA O NOVIA
ENAMORADA, LAS DOS COSAS JUNTAS NO SE PUEDE!

Asimilar que una es puta es una disciplina que lleva mucho


trabajo y dedicación. Es un laburo de todos los días. Es ir para
adelante y para atrás al mismo tiempo. Es un acto de valentía.
Pero también es descubrir toda la oscuridad que este universo
trae consigo. Porqué el mundo de las putas es un mundo que
se prende de noche. Que se alimenta de alcohol y de ropa con
olor a cigarrillo. Un mundo que toma una forma específica en
cada mujer que lo visita.
Mi universo de puta se radicó en forma de recitales por-
que tengo un amigo que es músico, y gracias al cual pude co-
nocer muchas bandas y músicos de rock. Esta etapa de mi vida
se caracteriza por ser la menos recordada de todas, debido al
vasto consumo de alcohol. Cada recital suponía una conquista
nueva para mí. Iba a todas las fiestas acompañada de un mú-
sico pero atenta a los demás invitados, tratando de localizar a
mi siguiente conquista.
Estas relaciones efímeras me permitieron entender que
cuando lloraba después de garchar, no lo hacía solo por la
ruptura de mi fantasía de poder, sino también porque ser puta
significaba renunciar a enamorarme. Las putas no sabemos
amar. Y como no sabemos amar, no merecemos ser amadas.
No se le da algo muy valioso a quien no sabe manejarlo. Y casi
sin querer, o totalmente consciente de mis actos, me puse en
un lugar abstracto. Un lugar en donde tenía mis obligaciones
y derechos. Un lugar en donde yo sabía que me condenaba.
Me condenaba a mi rol de puta sin amor. Yo sabía que tenía

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para ofrecer y cada hombre que se relacionó conmigo tam-
bién. No hubo lugar para las cavilaciones. No quedaba bien
preguntarme si yo podía dar algo más. Había que aprovechar.
Había que aprovecharme. Novia para enamorarse había que
buscar en otro lado. Pero yo no me puse sola en ese lugar.
Fui empujada por manos desconocidas, hasta que la hu-
medad, la ropa ajustada y la oscuridad se me pegaron en la
piel. Tanto me arrastraron. Tanto me escracharon y escribie-
ron mi diario íntimo, que al final, termine por creer que real-
mente lo mío era de carácter genético. Que puta se nace. Que
cada día nacen miles y miles de bebas destinadas a ser bienes
de consumo. O males de consumo. Destinadas a no pertenecer
al libre mercado del cariño. Que el deseo de no amar y ser
propiedad comunitaria viene escrito en las venas desde naci-
miento. Como un lunar o una enfermedad congénita. Que es
un defecto que no se pude corregir y que una tiene que apren-
der a vivir con eso.
Lentamente me acomodé en el rol de amante. De compa-
ñera de una sola noche. De mujer compartida. De a poco fui
perdiendo valor entre mis pares. Y yo no entendía por qué. O
me hacia la boluda.
Ser puta nos configura para aceptar que ante la mirada
del otro somos figuritas repetidas. Todas iguales pero distin-
tas. Todas diferentes pero con una única función. Ser puta nos
quita el derecho a sentirnos elegidas.
Porque al varón se le enseña a no elegir a la puta. Se le
enseña a denigrar a la puta. Se le enseña a hacerle a la puta
todas las cosas que no le puede hacer a su mujer para no hu-
millarla. Ser puta significaba muchas cosas. Significaba ser el
centro de atención cuando estaba rodeada de rockeros, pero

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volverme absolutamente invisible cuando aparecían sus no-
vias. Significaba aceptar maltratos, insultos y ultrajes. Me te-
nía que acostumbrar a eso. Yo estaba para eso. No había na-
cido para ser elegida. Y en el fondo eso era lo que más me do-
lía. Que ser puta me quitaba la oportunidad de ser elegida. De
sentirme especial.

61
BONDI BOY

Como todos mis compañeros sexuales me hacían a mí lo que


no podían hacerles a sus novias, pude experimentar en carne
propia todo tipo de prácticas sexuales. Hasta que una noche,
una de estas costumbres me tomo por sorpresa.
Lo conocí en el colectivo. En realidad, lo conocí en la pa-
rada del colectivo. Yo venía de hacer una producción de fotos
y estaba maquillada. Se ve que eso a él le resulto muy atrac-
tivo. Me pregunto hasta donde llegaba el colectivo y si bien
me pareció una pregunta bastante tonta, le respondí. Más
tarde, me confesó que me pregunto eso para mirarme bien.
Asumo que para asegurarse de que yo le gustaba. Viaje hasta
mi casa, sintiendo su mirada sobre mí. Su mirada que le ha-
blaba a mi nuca. Opte por hacerme la boluda. Antes de bajarse
del colectivo, se acercó y me pregunto si podía darme un pa-
pel. Le dije que si sin entender y me dio un papel doblado en
dos. Cuando se bajó, lo abrí y vi un número de teléfono. Sonreí
y guardé el papel en el bolsillo de mi campera.
Conté la anécdota en la mesa familiar, y me olvidé del
asunto. Pasaron meses hasta que la curiosidad pudo más y
decidí escribirle. Parecía sorprendido por mi mensaje.
Hablamos unos días por chat, y finalmente una noche
nos vimos y tomamos una birra en la vereda. Nos besamos y
para mí fue mágico. Hacía mucho tiempo no me sentía atraída
hacia alguien de esa manera.
La primera vez que tuvimos relaciones me dejo aún más
encantada. A la mañana se despertó para hacerme el desa-
yuno. Yo creía que estaba en el paraíso. Después de comer,

62
empezamos a besarnos y me pidió que se la chupara. Empecé
a bajar y mi concentración se vio interrumpida por un sordo
cachetazo que me dio en la cara.
Jamás me había sucedido algo así. No sabía cómo reac-
cionar. De vuelta esa risa estúpida y desubicada que me ga-
naba de mano. Hice el esfuerzo por contenerme y no reírme.
Lo logré, pero cuando reprimí las risas, también reprimí la pu-
teada que tendría que haberle pegado. Reprimí todos los in-
sultos que tendría que haberle escupido en la cara. Estaba co-
nociendo un nuevo nivel de humillación. Y no sabía cómo en-
frentarlo. Seguí bajando y luego volvimos a garchar. Cuando
terminamos, le dije que lo que me había hecho me había sor-
prendido. También me sorprendía el hecho de no poder decir
abiertamente que me había pegado. El me miro y me dijo algo.
Pienso, y pienso en cada escena, en su cuarto, en sus sábanas
y en las veces en que lo vi y no logro recordar que me respon-
dió. Si recuerdo que me dijo que lo que él había hecho no ha-
bía sido un acto violento, como yo intentaba calificarlo. Le
pregunte que hubiera hecho si yo hubiera usado un arma para
intentar sodomizarlo sin preguntarle, y riéndose, me dijo que
no estábamos hablando de la misma situación.
Le pregunte qué pasaría si yo le pedía que dejara de hacer
eso. Me dijo que como buen caballero que era, dejaría de ha-
cerlo inmediatamente. En ese momento sentí un escalofrió por
la espalda.
Un golpe sorprende no solo por el dolor, sino porque no
está siendo esperado, o bien porque significa algo más que un
chirlo, una cachetada o un tirón de pelo. Cuando intente ex-
plicarle que lo que me había hecho no tenía nada que ver con
el sadomasoquismo que él decía practicar, dejo de escu-
charme. Es decir, no lo hizo deliberadamente, para que yo me

63
dé cuenta. Pero yo si me di cuenta. Cada golpe, cada grito de
dolor, y cada segundo de sufrimiento que el hombre ejerce so-
bre la mujer en el sexo es político. Nos acostumbramos a la
humillación. Existe una convención cultural tan fuerte que
nos preguntamos que estamos haciendo mal cada vez que no
logramos pasarla bien en la cama. Todo el acto sexual se
vuelve una responsabilidad. Si no acabamos es nuestra culpa,
si el no acaba es nuestra culpa. Ese día me pegaron por pri-
mera vez. Ese día entendí que había mujeres que tenían el
alma rota. Sucia, llena de escupitajos. Ese día comprendí que
yo estaba experimentando el primer cachetazo, pero que exis-
tían muchas mujeres experimentando la última trompada de
sus vidas. Cerrando los ojos para siempre. Aceptando con
tranquilidad que el goce viene acompañado de un insulto.
Que el placer es un privilegio que cuesta mucho. Pero que, a
la vez, vale muy poco. Ese día me pegaron por primera vez, y
entendí que tenía que devolver el cachetazo.
Pude entender que, tanto aquella mañana, como la pe-
sadilla/noche que pasé en el Tigre no son casualidades, si no
experiencias que me enseñaron sobre el rol que se espera de
la mujer en la cama. Existe un lugar específico que debemos
ocupar, a la hora de mantener relaciones sexuales, y ese lu-
gar está habitado por el silencio. Ese lugar nos necesita sin
carne, obedientes y poco rebeldes. Es un lugar en el cual no
podemos quejarnos, no podemos sentir y solo tenemos que
poner la piel al descubierto.
Lo que me paso en el Tigre no fue algo de una sola vez.
No es algo que no le paso a nadie. No es algo que no pasa. A
nosotras nos pasan estas cosas. A las mujeres nos pasa la vio-
lencia. Yo pensaba que iba a tener que acostumbrarme. Que

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iba a tener que sufrir sin lágrimas, y resignar mi derecho a te-
ner un orgasmo para siempre. Porque me distraen los cache-
tazos cuando estoy por acabar. Porqué nadie me pidió per-
miso para sentir mi dolor. Porque me di cuenta que si me ca-
llaba, me callaba por todas.
Decidí no acostumbrarme, decidí convertir lo que me ha-
bía pasado en una advertencia y en una especia de homenaje
defectuoso para las que estallaron entre patadas y moretones.
Decidí ser una buena puta y buscar disfrutar en la cama.
Y convertir mi propio placer en la espada que iba a usar para
enfrentarme al machismo que recién entonces empezaba a
leer en las almohadas de mis amantes más violentos.

65
LA OVEJA NEGRA

A mis padres les costó entender mi lugar de puta en la socie-


dad. Más que nada a mi papa. Vivía diciéndome que no estaba
mal salir con muchachos de vez en cuando, pero que al menos
tenía que dejar que me pasen a buscar. O que me acompañen
hasta mi casa. No entendía que a mí lo más que me gustaba
de mis salidas nocturnas era justamente la previa en soledad.
El viaje en colectivo. La espera en el bar. Absorbiendo todas
las miradas que se cruzaban conmigo y que se preguntaban
que hacia una piba tan joven, y arreglada, sola en un bar a la
una de la mañana. Tampoco me gustaba que me acompañaran
hasta mi casa porque mi casa, mi hogar, siempre fue un lugar
sagrado para mí. Como un templo donde podía descansar el
alma de la opinión ajena. Con el tiempo me di cuenta que tam-
poco me gustaba llevar pibes a mi casa porque temía que en
un futuro, se tomaran la molestia de venir a mi casa sin ser
invitados. Cosa que afortunadamente no me sucedió, pero
que suele ocurrir muy a menudo.
Mi condición de puta se acentuaba porque mi hermana
nunca tuvo más de un novio. Las comparaciones se hicieron
costumbre y recuerdo muy pocas personas que no hayan co-
mentado esa diferencia entre nosotras. Me preguntaban por
qué estaba sola. Por qué no me gustaba estar de novia. Por qué
no me duraban los novios. Recuerdo que mi mente trabajaba
sin cesar buscando una solución a mi problema. Yo quería estar
de novia. Yo quería tener novio. Pero no me salía bien. Empecé
entonces a sentir que realmente había algo defectuoso en mí.

66
Tenía 17 años. Cualquier opinión, cualquier comentario o frase
que emitía alguien medianamente cercano a mí me afectaba
muchísimo. Como a cualquier adolescente. Las reuniones fami-
liares se volvían una tortura cuando me tocaba explicar porque
estaba sola. Como si yo hubiera elegido eso. Como si yo hu-
biera elegido convertirme en una marginal. Como si hubiera
elegido ocupar uno de los lugares más sucios y bajos de la so-
ciedad. Me daba muchísima vergüenza pero la diferencia con
mi hermana era tan notoria, tan grotesca, que era inevitable que
el tema sea discutido en cualquier cumpleaños. Siempre en
tono de broma. Por lo menos para los demás. Porque yo no me
divertía en lo absoluto. No tenía explicaciones para lo que me
pasaba. En realidad, nadie debería pedirle a una piba de 17
años que explique por qué le sucede lo que le sucede. Tampoco
hubiera podido encontrar las palabras como lo hago hoy. Lo
único que yo sabía es que me moría de ganas de que me vaya
bien en el amor. Y a los 17 años, que te vaya bien en el amor, es
tener novio. Cualquier novio y a cualquier costo.

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¿EXISTE LA AMISTAD ENTRE LA PUTA Y EL HOMBRE?

A mi segundo novio lo conocí cuando tenía 20 años. Había ido


a un boliche con una amiga, y ahí nos conocimos. Empezamos
a salir y luego de varios meses, más por compromiso que por
un deseo mutuo nos pusimos de novios.
La relación no funciono y un día de mucho sol, mientras
estábamos merendando en una plaza, él me dijo que ya no
podía ser mi novio En ese momento me explico que ya no po-
díamos estar juntos porque yo era actriz, y él iba a sentir celos
si veía que yo besaba a otros actores. Jamás entendí eso, y
cuando nos reencontramos años después, el me confeso que
todo eso había sido un invento para poder escapar de la rela-
ción sin decirme la verdad. ¿Cuál era la verdad? Simplemente
no me veía como una novia. Yo le gustaba, la pasábamos bien,
nos queríamos y nos reíamos, pero él no se veía al lado mío
por mucho tiempo más.
Estos reencuentros comenzaron a tomar la forma de una
amistad, y comenzamos a vernos nuevamente. En una de es-
tas salidas, nos besamos, y a la mañana siguiente le mande un
mensaje diciéndole que, si queríamos realmente ser amigos,
no podíamos besarnos en una esquina a las tres de la mañana.
No teníamos por qué besarnos. A mí eso no me iba a hacer
bien. El pareció entender y me que dijo que comprendía.
Meses después, me aclara que ya no podrá ser mi amigo
porque yo siempre le guste y le voy a gustar y no puede ser
una suerte de “amigo gay” en mi vida.
Me dejaba. Por segunda vez en mi vida, me dejaba. Y esta
vez no me estaba diciendo que no podía ser mi novio, si no

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que directamente no podía ser mi amigo porque se sentía
atraído físicamente hacia mí. No por que estuviera enamo-
rado si no porque yo lo calentaba. Quise decirle que a mí tam-
bién él me gustaba pero que podía configurar un vínculo
desde la amistad pero no pude. Estaba muy enojada. Por
aquellos días mi enojo cegaba cualquier intento de lucidez,
pero con el tiempo pude distinguir claramente que su incapa-
cidad para relacionarnos como amigos no nacía en su atrac-
ción. Él era incapaz de ser mi amigo porque así se lo enseña-
ron hace muchos años. Sin que se diera cuenta. Le enseñaron
que una mina que te gusta no puede ser tu amiga, y si se con-
vierte en eso, entonces sos terrible pelotudo. No dejaste las co-
sas en claro desde el principio, o no insististe lo suficiente.
Solo podés tener amigas mujeres que te resulten feas.
Tengo muchos amigos varones. Pero casi todos mis
vínculos con ellos nacieron en base a la atracción que sentían
por mí. No todos, pero si la mayoría. Con mis amigos más cer-
canos, la relación se acomodó sola en un lugar honesto y real-
mente fraterno. Con algunos otros no. Muchas veces era yo la
confundida. Porque siempre creí que podía llevarme amigos
de las relaciones que mantenía entre las sábanas. Y me dolía
entender que no. Me dolía ver con claridad que yo cumplía
una función. Que yo estaba para satisfacer un deseo ajeno. Y
que encima no me podía llevar amigos de eso.
Creo que lo que más me duele al separarme de alguien es
saber que la atracción física es un fantasma que no deja lugar
para generar lazos más sanos, más puros. Pero todo esto tiene
una explicación. Y con mucha dedicación pude encontrar las
raíces machistas que forjaron casi todas mis relaciones.

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El hombre jamás espera ser amigo de la puta. Cuando se
acerca la fecha de vencimiento, ya no hay vuelta atrás. No im-
porta si habló con ella, si se rio, o si compartió algo más que
una noche de alcohol. La puta no está hecha para ser amiga
de nadie. Yo vivía en continua lucha con esta profecía. Hasta
que supe leerla. Y cuando pude leerla, la comprendí. Una vez
que ejecutaba mi gracia, ya no le era útil a nadie. Y tenía que
irme con mis esperanzas a cuestas. Esperanzas que cada vez
se hacían más livianas.
La puta realmente aprende a convivir consigo misma. No
tiene amigos hombres. No puede tenerlos. Ser puta es un ca-
mino de introspección sin retorno.
Hoy pienso que la amistad entre el hombre y la puta es
posible. Pero me costó tiempo darme cuenta. Darme cuenta
que a los hombres se les enseña a censurar la amistad con el
género femenino. El hombre no puede ser amigo de una mujer
que le gusta. Y debe intentar conquistarla con todos los me-
dios posibles. No se los configura para aceptar un no. Se les
pide que intenten, más por ellos mismos, que por un deseo
genuino. Se les pide que sean insistentes, se les dice que ellos
entienden mejor nuestros deseos. Que nadie conoce más sobre
lo que nosotras queremos que ellos. Estas son las bases en
donde se construye el acoso. Acoso que esta disfrazado de ga-
lantería, de gestos de amor, de caballerosidad, pero acoso al
fin. Acoso que nos deja temblando de camino al trabajo. Acoso
que atormenta por las redes sociales. Acoso que toma forma
de llamadas, mensajes, y caprichos intensos. Un acoso que no
es más que una forma que tienen ellos de decirnos que la tie-
nen más clara. Que insisten porque saben que en el fondo no-
sotras decimos que no pero que en realidad es un sí. Acoso
que empieza en el jardín de infantes. Que sigue en la escuela,

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y que se desarrolla notablemente con más saña y perversión
en nuestros lugares de trabajo.
Acoso que los hombres parecen disfrutar como un juego.
Un juego en donde se miden la poronga. Y de paso hacen feliz
a una mujer. Porque el acoso debería hacernos felices. Debería
subirnos la autoestima. Yo hago memoria y me acuerdo
cuando un pibe en una moto freno cerca mío y me ofreció un
ramo de flores de plástico. No sentí felicidad. Tampoco me
sentí más linda. Sentí miedo. Después vergüenza. Y, por úl-
timo, me dio risa por que las flores de plástico son para dejar
en el cementerio, no para ofrecérselas a alguien. Recuerdo
también al tipo que me siguió en bicicleta, un lunes a las siete
de la tarde. Una vecina vio que yo le gritaba enojada que me
deje en paz y cerró la puerta. En ese momento sentí rabia. Ra-
bia y enojo con el boludo de la bicicleta y con mi vecina. Me
acuerdo del pibe que laburaba cerca de mi casa y que me pre-
gunto si no me quería enfiestar con él y con sus compañeros
de trabajo. Ese día no estaba sola, y me dio más bronca porque
estaba acompañada de mi hermana. Si hay algo que me enfu-
rece más que me maltraten y me falten el respeto en la calle
casi a diario es saber que a mi hermana le pasa lo mismo. Que
a mis alumnas les pasa lo mismo. Y que a nadie salvo a noso-
tras, parece molestarles.
No me acuerdo cuando me empezaron a gritar cosas en
la calle, y eso significa que debo estar escuchando estas cosas
desde muy chica. ¿Ellos recordaran cuando fue que comenza-
ron a gritar cosas? ¿Recordaran cuál fue el primer insulto, el
primer “elogio”, la primera piel que atravesaron?

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SER “HOMBRE”, SER “MUJER”…

Ser hombre significa aprender a gritar cosas en la calle a des-


conocidas. Por ahí, al principio, sin saber por qué, pero sa-
biendo que hay que hacerlo. Que no queda otra. Ser hombre
significa aguantarse las lágrimas hasta que duele el cuello.
Significa invitar a tu amiga a salir. Significa volver a invitarla
a salir, aunque ya te haya dicho que no. Significa decirle a una
mujer que está haciendo algo mal. Y explicarle como tiene que
hacerlo. Significa conseguir un buen laburo para poder bancar
tus gastos y los de tu novia. Significa pedirle a tu novia que
no use el pantalón que le marca el culo. Significa buscar el pla-
cer en los lugares más comunes. Y en los lugares más oscuros
también. Porqué nadie se va a alarmar. Porque estas justifi-
cado por ser hombre. Porque las ganas te consumen todos los
días y algo tenés que hacer. A alguien se lo tenés que hacer.
Ser hombre significa cogerse a cualquiera con tal de coger. Y
ser felicitado por eso. Lo masculino se alimenta de golpes, de
malas palabras y de poder. Poder que nace de otros cuerpos.
Poder que nace de ultrajar otros cuerpos. Poder que está jus-
tificado y del cual hay que hacerse sí o sí.
Ser un hombre en esta sociedad es un arma de doble filo.
Un arma que sirve para lastimar pero que se lastima también.
Con menos profundidad pero que se lastima.
Ser mujer significa hacer de cuenta que estas hecha de
papel, aunque te sientas de hierro. Significa prepararte para
un mundo que te querrá vulnerable, fácil de usar y de descar-
tar. Significa aprender a pasar desapercibida. Significa gastar

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mucho tiempo pensando si todavía tenés la piel lisa, si te con-
viene teñirte el pelo o si tendrías que operarte alguna parte de
tu cuerpo. Ser mujer significa saber de antemano que hay algo
malo en vos. Que te mereces los gritos en la calle, las tocadas
de culo en el boliche y los mensajes amenazantes en tu telé-
fono. Que no podés hacer nada para evitar esas cosas. Signi-
fica que tu cuerpo es una fuente que emana dolor gratis. Dolor
que cualquier hombre puede reclamar. Ser mujer significa
perder valor. Que tus palabras se tiñan de rosa y se hagan pe-
queñas semillas en el viento. Significa temer por la vida de
otras mujeres. Significa acostumbrarse a relaciones sexuales
insatisfactorias. Significa apagar nuestro placer y encender los
sentidos que nos mantienen alertas ante situaciones sospecho-
sas. Situaciones de las cuales siempre seremos las culpables.
Situaciones que, según la opinión de muchas personas, busca-
remos que nos ocurran. Ser mujer significa vivir en un mundo
de puntilla, en donde lentamente aprendemos a callar la rabia
y transformarla en una camisa planchada. En un hijo bien ali-
mentado. En una hija que no se entrega a cualquiera y que
llega virgen al matrimonio. En un marido que no se queja, y
que no busca calor en cuerpos ajenos. En un marido que no
tiene la necesidad de pegarnos porque nosotras tenemos to-
das las herramientas para evitar que eso ocurra. Para evitar
poner a nuestros maridos en ese lugar horrible. Para no hacer-
les eso. Ser mujer significa ponerse a disposición de otro. Y
dejarse hacer. Dejarse hacer por el correcto.
Lo que pude entender al intentar definir hombres y mu-
jeres es que para que haya una mujer que se deja hacer, sin
quejarse y gritando bajito, tiene que haber un hombre dis-
puesto a ejercer su rol dominante. Dispuesto a reprimir entre
las sábanas y a demostrar quién es el que manda. Dispuesto a

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romper personas como se rasga una hoja de un libro. Seguro
de sí mismo. Satisfecho con sus privilegios y contento de verse
en el lado correcto de la ecuación.
El machismo toma forma cuando un hombre vale más
que una mujer. Cuando ya no somos personas, si no configu-
raciones que se relacionan en base al poder que tienen. Los
hombres, dueños de todo el poder y con mercadería fresca
siempre al alcance de sus manos. Nosotras todavía saliendo
del rol de mujer objeto al cual estamos muy acostumbradas.
Un objeto no tiene poder. Un objeto es. Simplemente es. Como
mucho cumplirá ciertas funciones. Cuando vemos cuanto de
personas hay en nosotras y cuanto, de objetos en nuestros
opresores, ahí es cuando empieza a nacer nuestro valor. Un
valor que parece un brote al cual hay que acercarse mucho
para verlo bien. Un brote que promete.

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SER MUJER, MUJER FEMINISTA

Me hacer ser mujer el darme cuenta que gran parte de mi vida


viví con las manos atadas. Que soy más que todo el maquillaje
que uso. Que no soy una propaganda boluda de toallitas higié-
nicas. Que está bien sentir dolor. Que no tenemos que acostum-
brarnos al dolor. No más que ellos. Que cada piba que desapa-
reció y que no volvió tiene que hacerse carne en nosotras. Que
nuestro cuerpo tiene que ser templo y no perdición. Que el pla-
cer tiene que ser un derecho. Que tenemos que reclamar este
derecho. Que tenemos que hermanarnos. Que tenemos que
ayudarnos entre nosotras a ser mujeres. Que ser mujer no es un
pecado. Que Adán, Eva y la manzana se pueden ir a la mierda.
Que no tenemos que sentir culpa por sentir. Que no tenemos
que sentir culpa por no sentir. Que cada vez que gritamos, te-
nemos que gritar todas juntas, para que el grito llegue más le-
jos. Que nos tenemos que enojar si a nuestras hijas les regalan
una escoba para barrer y a nuestros hijos les regalan un auto
para aprender a manejar. Que cada vez que escuchamos a un
hombre hablando sobre una mujer, tenemos que prestar aten-
ción. Para dejar de ser la mujer objeto que tanto les gusta a ellos.
Que tanto les conviene. Para terminar de una vez la revolución
que empezamos hace mucho tiempo atrás.

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QUE ME HACE SER PUTA

Soy puta porque tenía curiosidad. Quería saber cómo vivían


los hombres. Quería sentirme la heroína de una película biza-
rra. Porque me canse de preguntarme que se sentía. Quería
sentir. Quería sentirlos. Soy puta porque mi deseo se castiga.
Se castiga con piedras, con burlas y a veces se castiga con la
muerte. Soy puta porque desde muy chica sé que, si hubiera
elegido un camino distinto, seria puta igual. Soy puta por to-
das las que no quisieron ser putas, y fueron obligadas a serlo.
Soy puta, porque en mi universo de atorranta encontré paz y
libertad. Paz y libertad que me costaron lágrimas, y miedo,
muchísimo miedo. Miedo mío y miedo ajeno. Miedo de las
personas que más quiero. Soy puta porque aun sin saberlo, ser
puta me hizo rebelde. Y la rebeldía me dio poder. Ese poder
que ellos venían ostentando con tantas ganas. Soy puta por-
que probé y me gusto. Porque cuando viajaba sola en colec-
tivo a la una de la mañana, me sentía libre, y me sentía feliz.
Encontraba la felicidad que venía buscando hace años. Ser
puta me hizo entender la revolución. Me hizo entender que
somos feministas antes de ser mujeres. Soy puta porque sé que
puedo dejar de serlo cuando yo quiera. Aunque me bañen en
sangre, me amordacen y ahoguen mis gritos con sus carcaja-
das de machos. Fui puta cada vez que no fui elegida para estar
de novia. Cada vez que volvía con la cara llena de rímel a dor-
mir a mi cama. Cada vez que esquivaba la mirada furiosa que
me devolvía el espejo. Cada vez que me dijeron que era puta.
Cada vez que me sentí juzgada. Cada vez que se me rieron en

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la cara. Cada vez que llore a escondidas. Cada vez que ima-
gine formas de escaparme. Cada vez que me desmaye por fu-
mar faso. Cada vez que no me podía poner las botas por todo
el alcohol que había tomado. Fui puta cada vez que sentí el
sabor de mis lágrimas, y cada vez que miraba como las derra-
maban por mí. Soy puta por que alguna vez pensé que no po-
día ser otra cosa. Que había nacido así, con una profecía tan
terrible como libertaria en mis espaldas. Que no tenía elección.
Soy puta porque hoy sé que estaba equivocada.

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PORQUE TODAS SOMOS PUTAS

El término puta se hace piel en nosotras. Porque entendemos lo


que sufre la otra. Porque a pesar de todo, comprendemos ese
lugar vacío que ocupamos tanto tiempo. Por esta razón somos
putas. Somos putas cuando no callamos. Cuando no pedimos
perdón. Cuando no pedimos permiso. Cuando no pedimos
nada a cambio. Somos todas putas porque tenemos en el
cuerpo las marcas de un pasado que todavía nos duele. De un
pasado que nos acaricia y que cinco minutos después, nos pega
una cachetada. Porque todavía existen mujeres que no pueden
leer este libro porque están encadenadas a un colchón muy le-
jos de casa. Somos todas putas, porque tenemos que tener la
valentía y la fuerza que tienen las putas cuando dicen que no.
O cuando dicen que sí. O solo cuando dicen y elijen ser escu-
chadas. Somos putas por que empezamos a leer en nuestras ca-
ras la vergüenza, y las marcas de un llanto que se nos hizo co-
tidiano. Porque sabemos que ser putas nos pone del mismo
lado. Porque estamos cansadas de fingir. De fingir felicidad, de
fingir cariño y respeto. Porque estamos cansadas de encontrar-
nos en una habitación a oscuras, sobre un piso de cemento y
con la bombacha corrida. Porque estamos cansadas de que se
nos exija sentir amor. Porque nos dimos cuenta de que cuando
hablamos todas juntas, se nos escucha más claro. Y porque nos
dimos cuenta que ellos también pueden sentir miedo. Miedo
de que los fantasmas del pasado vuelvan más corpóreos y con
colores más vivos. Miedo de que esos fantasmas vuelvan y los
hagan mierda. Tienen miedo, porque en el fondo, les cuesta ad-

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mitir que conocen el miedo que nosotras sentimos, y que deja-
mos de sentir hace tiempo. Este libro lo escribí pensando en
cada mujer que conocí, en todas las que me quedan por conocer
y en las mujeres que jamás me conocerán. Lo escribía y las pa-
labras aparecían y reptaban como un bálsamo que no alcanzaba
a sanar mis heridas. Lo escribía e iba formulando más teoría
feminista nacida de mis experiencias y de mi manera de ver el
mundo. De sentir y de buscar sentir. Es un libro que está escrito
para por fin poder correrme del lugar de puta, y poder ver que
más hay en mí. Que más hay en nosotras.

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Se terminó de imprimir en Buenos Aires.
Pandemia 2021.

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