Roa Bastos - El Sonámbulo
Roa Bastos - El Sonámbulo
Roa Bastos - El Sonámbulo
ISBN 978-987-3612-43-5
lo cotejaremosrelatada”,
autobiografía en un texto tituladoentre
un diálogo “Fragmentos dey una
Roa Bastos Ru-
bén Bareiro Saguier aparecido en Trilce
Trilce,, de Montevideo, 9
en 1989, texto recogido luego en el Suplemento nº 25 de la
revista Anthr opos, a cargo de Paco Tovar.
Anthropos,
Por su parte, en el descargo del Coronel Silvestre Car-
mona –nombre apenas mencionado por Centurión en sus
Memorias… como traidor al Mariscal en Cerro Corá, pero
para quienes conocemos su libro, Carmona es claramente
el mismo Centurión– Roa efectiviza una apropiación de las
memorias del Coronel. Para despistar apenas las huellas de
esa apropiación Roa usa la referencia textual en clave pyta-
jovái (talones contrapuestos). Es notorio que el prologuista
de las Memorias… y su editor no sea otro que el destacado
intelectual colorado, aludido por el Compilador. El prólo-
go de Natalicio, que abre no solo una cimbra sino también
un camino hegemónico de interpretación,
interpretación, y por qué no, de
tergiversación
tergiversación histórica, es a su vez parasitado en el relato
autobiográco de Carmona. En él, podemos ver claramen -
te las marcas autoccionales del erudito Coronel, pero
también las intrigas del prologuista republicano. Desde
su nacimiento el día que murió el doctor Francia en 1840,
pasando por su infancia, su primera educación y la de ju-
ventud, su trabajo de escribiente con Carlos Antonio López
y sus primeros encuentros con Francisco
Francisco Solano López, sus
estudios en Europa, su participación en la Guerra Grande,
su relación de amistad con Madame Lynch, y la conclu-
sión con su actuación en Cerro Corá, donde un balazo en
la cara le destroza la lengua, aquí el peso simbólico de este
suceso es muy signicativo del universo roabastiano. Solo
en algunos tramos
vivicante) la cción
la referencia invade comoentregándonos
historiográca, tatatiná (bruma
al
10 sentido pleno de su noche; esto es cuando nos cuenta del
retraimiento malsano de Silvestre Carmona niño, un re-
traimiento casi similar al de un retardado, producido en
su primera infancia por un golpe, del que se repone nueva-
mente por otro golpe accidental durante un viaje al interior
con su padre; y hacia el nal, volviendo otra vez a esa vieja
obsesión del escritor paraguayo, en la resolución y vuelta a
empezar, la elipsis del mito a través de la gura borgeana
del traidor y el héroe, la dialéctica del otro-el mismo.
“El ingrato puesto del intelectual, tan menosprecia
menospreciadodo
por el anti-intelectualismo que en Yo el Supremo desarro-
lla el intelectual Dr. Francia”, afirma Ángel Rama en “El
escritor latinoamericano como traidor”, Nuevo Texto Crí-
tico,, Año I, No. 2, 1988, “reaparece en El sonámbulo,
tico sonámbulo, vincu-
lado al tercer componente de la tríada, el extranjerismo,
que el propio narrador reconoce como origen
ori gen de su doble
co mportamiento en el momento inicial de la guerra, evocan-
comportamiento
do el ‘alma doble’ que le había atribuido el Mariscal. Esa alma
doble se explica por una tendencia nacionalista y patriótica
enfrentada a otra tendencia dubitativa que Carmona atribu-
ye a su educa
educación
ción en la Ingl
Inglaterr
aterraa victo
victorian
rianaa dond
dondee apren
apren--
dió los conceptos de libertad e independencia individual”.
Como vemos, tanto en aspectos formales como de con-
tenido en El sonámbulo se puede reconocer fácilmente el
molde barrero de Yo el Supremo. Desde el valor del pasquín
inicial de esta novela o la nota del Compilador.
Compilador. Otro aspec-
to que lo religa a este texto previo es la irrupción, la in-
tervención del relato propiciada desde los paratextos. El
scal,
de eserabioso enemigo
relato de de Solano
Carmona, que noLópez,
es un es el destinatario
diario íntimo ni
sus memorias destinadas a un lector futuro. Burlón, chica- 11
nero, el Fiscal hace comentarios manuscritos en cursivas
en el margen del texto. Todos los datos nos dictan que el
Fiscal es, en efecto, Cecilio Báez, uno de los intelectuales
más importantes del liberalismo y principal artíce de la
teoría del cretinismo secular del pueblo paraguayo. Todas
las críticas a los argumentos del narrador tienen el sello
prototípico del discurso liberal. Con lo cual, la confronta-
ción escrita es una escenicación del debate que confronta
al nacionalismo liberal de Centurión con la ideología libe-
ral spenceriana del Fiscal.
La denominación “sonámbulo” del título de la novela re-
ere, más que al narrador, al pueblo paraguayo. El sonam-
bulismo es nacional, colige Nora Bouvet. Y así lo estipula el
epígrafe de Montaigne, cita destinada a orientar el sentido
de la lectura del texto. Dejo como un chascarrillo chicanero
de la historia a la cción, la aparición, no hace mucho, de
las supuestas memorias del General Patricio Escobar, li-
bro publicado de manera rimbombante por el historiador
colorado Washington Ashwell. En él, con la prepotencia
que otorga el archivo, se arma que la muerte del Mariscal
Francisco Solano López fue causada por el disparo de un
lugarteniente suyo. La historiografía ocial sigue adjudi-
cando la defensa de los valores nacionales al letrado “alum-
brado”, parafraseo otra vez a Nora, pero repite, ya como
farsa, el destino de claque intrigante ligada venialmente a
la escritura, que es básicamente traidora.
Rosario, 10 deMario
enero Castells
de 2020
12
Duerme, aunque parece despierto; está a dos pasos de la muerte,
aunque parece vivir y ver.
Lucrecio
Nota del compilador
enemigo
co Solanoasesinó vilmente al de
López presidente Mariscal Francis-y
la República
generalísimo de nuestro ejército. 17
Esa mancha cayó también sobre mí, entre
los pocos sobrevivientes de aquella hecatombe
en que se inmoló a todo un pueblo. Tal fue mi
peor castigo: sobrevivir en la tortura de una con-
dena sin término. La vida entonces es peor que
la muerte. ¿Puede acaso el que sobrevive hacer-
lo sentado plácidamente sobre una media ver-
dad, ésa que queda sobre un solo lo del sable?
Pese a mis antecedentes, y no obstante el
papel que me correspondió en el desenlace de
aquella tragedia que duró cinco años, no habrá
leído usted una sola línea sobre mí en la multi-
tud de folletos, memorias, crónicas e historias
que se escribieron –que usted mismo ha escri -
to– sobre la Guerra Grande.
El coronel Juan
Crisóstomo Centurión
lo menciona a usted
en sus Memorias;
muy de pasada, es
cierto, como si saltara
sobre una lápida.
Muchos nombres me han dado, junto con la li-
mosna pública; motes más propios para desper-
tar la burla, que la piedad o la compasión. Esto
último habría sido aún más cruel para mí, no
menos que la consideración y el respeto. Imagí-
nese usted al coronel Silvestre Carmona pavo-
neándose, casi octogenario, con las insignias de
sus condecoraciones, con los recuerdos de cien
18 combates y batallas durante la Epopeya Nacional.
En cada tramo de mi vida, el destino hizo de
mí lo contrario de lo que habría querido ser. Des-
de mi niñez amé el mundo del espíritu, los goces
del estudio y la soledad. Podría decirse, que la
única pasión de mi vida fue la paz, y se me dio
la guerrasiendo
terminé como signo deintrépido.
un jefe mi vida. Odié
Fui la milicia;
condena-
do, yo el cobarde, a ser un bravo entre los bravos,
como ahora soy un despojo entre los despojos.
La identidad de un hombre –usted lo sabe
mejor que nadie, señor Fiscal– radica no en
cómo se llame ese hombre o en cómo lo llamen,
sino en lo que ha hecho. Lo que producimos
vuelve sobre
sobre nosotros,
nosotros, y están aquellos que pre-
eren mirar el destino cara a cara. Yo lo hice
una sola vez en un parpadeo; volví la espalda a
esa visión intolerable. Ahora la veo por un espe-
jo oscuro (según la atroz visión del Evangelio).
Pero aquella vez vi naufragar en el arroyo del
Aquidabán-Nigüí, en la persona de su Jefe Su-
premo, lo que restaba de un pueblo, de nuestra
nación, convertida en un inmenso osario.
La de Cerro Corá fue,
sí, la última batalla
de aquella guerra
emprendida por las tres
naciones civilizadas,
pero no contra nuestra
nación sino contra el
bárbaro tirano que la
sojuzgó hasta su total 19
exterminio.
No invierta usted
la lógica de la historia.
A un pueblo no se le
mata con un golpe de
lanza ni se le asesina
con un escopetazo.
Los paraguayos continuamos sumidos aun
en aquella interminable pesadilla como entre
el polvo de una gran catástrofe de recuerdos.
Permítame usted, se lo digo sin maledicencia,
señor: todos seguimos mirando en el deli-
rio de una ebre fría en torno a esa inmensa
tumba, los ojos pesados de tierra; enfermos
de una profunda enfermedad en la que los
vivo s se diferencian muy poco de los muertos:
vivos
si éstos no saben que han muerto, los vivos no
saben que viven. Cada uno es más viejo de lo
que es; cada uno, su propio antepasado. No
existen contemporáneos ni sucesores. Simple-
mente, un día el alma no existió más; pero tam-
bién fuimos abandonados por nuestro cuerpo;
abandonados por todo sentimiento posible en
el hombre, hasta por la última de las esperan-
zas permitidas. Así, falazmente, una tranquila
desesperación también pesada de tierra entró
a empapar nuestra sangre, a vaciar nuestra
memoria
propia de de todo, salvo
fantasmas quedede aquella
hombres.visión más
20 No piense, empero, que yo pretenda abusar
de su paciencia, embaucarlo con mis choche-
ces de viejo. Sin memoria y sin lengua, sólo
puedo escribir; poner lo más mío, lo más ocul-
ocul -
to de mí, en lo que hay de más ajeno a uno:
la palabra escrita. Lo bueno de lo escrito, sin
embargo, es que uno lo deja de lado y desa-
parece. Con sólo desviar la atención y la mi-
rada de lo escrito, eso se borra, se extingue. En
cambio, lo hablado perdura. Los sonidos de la
voz se acantona
aca ntonann en las costuras
costur as del alma.
alma . Vea
usted la diferencia: mi nombre, por ejemplo,
ha desaparecido de las crónicas de la Guerra
Grande con el último secreto de ella que está
enterrado en mí. Pero yo continúo oyendo,
estremecido hasta los huesos, el grito terrible
que exhaló al morir el Mariscal; ese alarido de
furia y condenación con que se fulminó a sí
mismo antes de que los negros asesinos del
Imperio troncharan cobardemente su vida.
La imprecación también me atravesó a mí
como un lanzazo. Contra el cielo negro de pól-
vora, rajado por el fulgor de las descargas, sentí
que, a partir de ese instante, mi corazón bom-
bearía en vez de sangre la cicatriz de aquel gri-
to para siempre.
He tardado en morir. Pero mucho después
que mi cuerpo se convierta en polvo, aquel gri-
to seguirá resonando
No es más en pordiosero
difícil ser él. en la plaza
de un mercado, que coronel en el caos de una 21
batalla perdida; sobre todo, cuando esa batalla
es la última y la causa de la independencia de
una nación se convierte en el n de esa nación.
Soy el mismo viejo a quien usted ha arrojado
más de una vez, al pasar, monedas y hasta bille-
tes de un peso, en la recova del mercado y los
domingos en el atrio de la catedral. Me ha visto
tal vez, pero no me conoce. Tendrá que estirar
la suela de su paciencia, señor Fiscal General, y
leerme del principio al n.
Me dirijo a usted por las funciones de su
cargo, pero también porque se ha destacado
como uno de los más empecinados detractores
del Mariscal Francisco Solano López. He leído
su libro; no le honra a usted.
No lo he escrito para
que usted me elogiara.
Son las razones de la
dignidad humana y el
peso de la historia las
que mueven mi mano,
mi corazón y mi mente.
de
no un poder
podía despótico,
abolirse
solamente con palabras.
Las grandes potencias empezaban a mirar con
malos ojos el pésimo ejemplo de este pequeño
país que, no dependiendo de nadie, era ya el
más fuerte de todos: un escándalo de la razón
política que trastornaba los planes de los do-
minadores. Había que borrarlo cuanto antes.
No ignoraba don Carlos que sólo consolidando
c onsolidando
el poder material y militar del Paraguay podía
proteger por sí mismo su independencia y so- 35
Entre bronces y
porcelanas, tapicerías
francesas y alfombras
orientales, López
estableció el aduar de su
querida en una mansión
situada entre las calles
Libertad y Fábrica
de Balas. Sarcasmo y 49
presagio. Eran los
comienzos cínicamente
fastuosos de su fugaz
imperio.
Mis años de estudio en Londres se consumie-
ron monótonos e intensos a la vez; me refu-
gié en los libros con encarnizamiento, y como
quien poda su vida por adelantado, escribí una
noveleta que titulé premonitoriamente Viaje
Nocturno.
De tanto en tanto llegaban más estudian-
tes y, con ellos, noticias de la patria lejana. De
Madama Lynch contaban que había triunfado
plenamente en la guerra que, desde su arribo
a Asunción con su primer hijo, Panchito, le
había declarado la familia López, por un lado,
y las damas de alto rumbo y copete por otro.
La gente del pueblo, en cambio, vio en ella al
comienzo la encarnación de una deidad venida
del otro lado del mar, como en algunos mitos
de la cosmogonía indígena; luego, simplemen-
te, aprendió a querer y admirar a esa mujer que
no desdeñaba alternar con ellos y ayudar a los
necesitados.
Sus tertulias eran frecuentadas por altos
funcionarios, diplomáticos y militares. El ge-
neral López no vivía allí, pero iba a las veladas,
o salían juntos al campo.
La muerte de don Carlos y la elección de
50 Francisco Solano por el congreso para suce-
derlo en la presidencia, iniciaba un tramo can-
dente de la historia, que tarde o temprano iba
a estallar.
–Las intrigas internacionales se están anu-
dando contra nuestro país –había dicho el an -
ciano presidente, en su lecho de muerte, a su
hijo–. Resuélvelas con la pluma antes que con
la espada.
La megalomanía del
tirano hizo exactamente
lo contrario, y precipitó
la guerra creyendo que
podía llevárselo todo por
delante.
No abrumaré, señor Fiscal General, con la
crónica de esa contienda, la más cruenta y
salvaje de nuestro continente. Usted mismo la
ha hecho en su libro, entre la multitud de plu-
míferos de toda laya que se ocuparon de ella,
más que para explicarla, para inclinarla al ar-
bitrio de sus caprichos e intereses de partido.
Las únicas historias dignas de crédito son las
relatadas por los que participaron en ellas. A
veces,, una sola frase
veces frase,, una acci
acción
ón priv
privada,
ada, un
hecho oculto, son más signicativos que los
más espectaculares.
Desde el comienzo de las acciones milité
bajo las órdenes directas de nuestro Maris-
cal Presidente; primero en la ayudantía de su 51
cuartel general; luego, en los campos de batalla,
desde soldado raso a coronel. Debo reconocer
que en los primeros tiempos viví una situación
extraña y absurda que me hacía sufrir mucho
más que las penurias y sacricios de la campa-
ña: una mitad de mí combatía con el espíritu
de lealtad, la exaltación y el fanatismo que nos
poseían a todos; la otra mitad se replegaba y
resistía en la duda, en una sutil abstinencia.
Sentía por decirlo así, desmoronarse el terreno
bajo mi pensamiento. La larga ausencia, pen-
sé, las ideas sobre los conceptos de libertad e
independencia individual que bebí en la Ingla-
terra victoriana, pudieron haber producido en
mí esta dolorosa fractura. “Tienes el alma doble”,
me había dicho el Mariscal en nuestro primer
encuentro.
Solano López, creyendo ciegamente en la
justicia de su causa, decidió caer como el rayo
sobre la coalición de tres naciones que rma-
ron el tratado de la Triple Alianza. “Mi mano
de hierro –proclamó– no está al extremo de mi
brazo, sino que se relaciona directamente con
mi cabeza”. Sin mover un solo dedo, fuerte por
su actitud moral y su potencia material, Fran-
cisco Solano López pudo haber inmovilizado al
naban
en que de cráteres,
el tiempo ese hombre
aparece jaba el En
y desaparece. punto
ese
punto, que abarcaba a todo, a vivos y muer-
tos, a amigos y enemigos, también mi ima-
gen –pensé– debe hallarse presente; la imagen
de mi cuerpo escondido entre los matorrales;
mis ojos observando a ese hombre cuyos ojos
y manos disputaban al olvido eI misterio de la
comunión que la guerra forjaba: sus símbolos
más visibles pero también más ocultos.
Me habría gustado que el hacedor-de-figuras
llegara hasta Cerro Corá, y allí hubiese inmo-
vilizado con inmutable pero viviente
v iviente jeza ese
momento único en la historia de América.
Tiene usted razón:
el retrato del
Superhombre, tomado
al natural en su última
huida, habría resultado
harto gratificante.
Cuando en febrero de 1868, los acorazados del
Imperio forzaron el paso forticado de Hu -
maitá, quedaron al descubierto los indicios de
otra ínma guerra, mucho más miserable pero
mucho más peligrosa que la que se libraba en 59
los campos de batalla: la propia familia de So-
lano López conspiraba contra él. Su madre, sus
hermanos Venancio y Benigno, sus cuñados
Barrios y Bedoya, en complicidad con el obis-
po y otros jefes y funcionarios de alta jerarquía,
cayeron en sospecha
tos militares de haber
al enemigo revelado
y de buscar secre-
entendi-
miento con él.
El dominio del río, verdadera columna dor-
sal, abría a la escuadra del Imperio la posibili-
dad de quebrar en dos el país y apoderarse de la
capital. Asunción era un hervidero de intrigas,
de corrupción y de miedo.
En su cuartel general de San Fernando, el
Mariscal tronó: “¡Este es el último día de mi
clemencia!” Ordenó la evacuación de la capi-
tal, el arresto de los acusados y la formación de
tribunales militares. Se lo veía lleno de indig-
nación y de furia; la cara hinchada por el dolor
de muelas que le atacaba agoreramente en los
peores momentos, le daba un aspecto terrible.
Si en lugar de esas
caries, se le hubiera
instalado un grano
de arena en la uretra
como a Cromwell
–según nos informa
luego dede
un acto retractarse
contricióndeante
sus el
errores
obispo –que con
pasados fue
quien lo denunciara antes–, el P. Maíz debía
ahora a su vez juzgarlo y probablemente en-
viarlo
viar lo al patíb
patíbulo.
ulo. Ningún arrep
arrepentimi
entimiento,
ento,
por llorado que fuese, podía borrar el delito de
de
alta traición.
La causa siguió su curso. Las pruebas fue-
ron abrumadoras; sobre todo, para los princi-
pales conjurados.
En uno de los últimos viajes de Madama
Lynch a la desocupada Asunción para retirar
el resto de sus pertenencias, fue visitada por
doña Juana. Una testigo –la mujer de su ser-
vidumbre que la había acompañado– contó
que con lágrimas en los ojos se humilló a pe-
dirle que intercediera ante Francisco Solano
en favor de su hermano Benigno, cabecilla de
la conspiración. Dijo que Madama Lynch se
limitó a responderle: “¡Qué puedo hacer yo, si
Benigno es un traidor!” Agregó la testigo que
entonces la señora ex presidenta descubrió
d escubrió sus
pechos exclamando: “¡Con estos he amamanta -
do a ambos!” y que Madama Lynch replicó “¡No
lo parece!” 61
Francisco Solano fue más tajante. El P. Maíz
me rerió que cuando Madama Lynch contó el
episodio al Mariscal, este dijo: “¡No doy ningu -
na importancia al accidente de haber salido del
mismo agujero!” El P. Maíz comentó que estas
palabras de Plutarco
no y en tales en boca de
circunstancias, Francisco
llevaban Sola-
la conde-
nación más allá de todo sarcasmo. Unas horas
antes del ataque de los aliados a Pykysyry, el 21
de diciembre de 1868, fueron fusilados el obis-
po Palacios, el ex general Barrios y el ex tesore-
ro Bedoya, cuñados del presidente.
Contra lo que usted arma en su libro, se -
ñor Fiscal, la batalla de Pykysyry –la más larga
y cruenta de la guerra– sirvió para demostrar
y conrmar una vez más la excepcional condi-
ción de jefe de Francisco Solano López. Durante
el bombardeo que redujo a escombros nuestra
posición, se mantuvo imperturbable a caballo
mandando en persona las cargas. No retroce-
dió ni siquiera cuando las columnas enemigas
llegaron a más de cien metros del cuadro del
cuartel general. No es verdad que el edicio
estuviese protegido por enormes murallones
de piedra, como usted escribe, repitiendo los
embustes de Thompson, Mastermamn y Gar-
mendia. No existían simplemente porque en
ese lugar no había piedras. Construir tales mu-
rallones hubiera llevado más tiempo y trabajo
62 que levantar las pirámides de Egipto.
En medio de la espesa mortandad y del di-
luvio de las balas que sólo al Mariscal parecían
respetar, permaneció en los sitios de más ries-
go, estimulando con su presencia a los jefes y a
las tropas.
no –¡No
es unpodían
hombrematarlo!
que vive–dijo
en sueltiempo.
P. Maíz–.
EsEse
un
hombre que vive en su milagro.
Al cabo de siete días de lucha, se retiró de
Pykysyry al atardecer del 27, con un contingen-
te de menos de cien hombres. Había perdido su
último ejército. Fueron tomados sus bagajes,
ropas y documentos. Se alejó lentamente a la
vista de todo el ejército aliado que no se atrevió
o no atinó a desprender ninguna fuerza para
perseguirlo, capturarlo o darle muerte. En un
lance desesperado, logré recuperar el carrua-
je de Madama Lynch, con su tiro completo de
caballos. Cuando me reuní al pequeño grupo,
iban chapoteando aún en el lodo sangrien-
to. Herida en un hombro, Madama Lynch fue
trasladada al carruaje. En su interior, el doctor
Skinner le practicó una cura de emergencia.
Después continuamos la marcha, hasta que
nos tragó la noche.
que entrepor
tomados esoslospapeles
vencedores se hallaba el
testamento que el tierno 63
amante y jefe supremo
tuvo tiempo de hacer
la noche del 24. En este
documento legaba a
su concubina todos
sus bienes, derecho y
acciones personalespura
en una “donación
y perfecta”. Era el regalo
de aquella navidad en el
infierno.
El 5 de enero de 1869, Asunción fue ocupada
por los invasores. La ciudad solitaria y silencio-
sa, por cuyas calles sólo cruzaban hambrientas
ratas, fue saqueada bárbaramente. Los buques
de transporte y hasta algunos de guerra, salían
del puerto cargados con el producto del pillaje
y las depredaciones; pianos, camas, muebles y
objetos de arte se amontonaban en bodegas,
sentinas y cubiertas. Las fuerzas imperiales
empezaron a cobrarse la deuda de guerra. Es-
tablecieron, además, en Asunción un gobierno
provisorio que cumplía sus órdenes y legaliza-
ba sus atropellos.
De la vorágine nal, Solano López resurgió
con un nuevo ejército y comenzó la campaña
de las Cordilleras. Seguía la guerra con lo que
restaba del pueblo paraguayo: ancianos, muje-
res y niños. No hablaré de esta última campaña
donde las atrocidades de los invasores supera-
64 ron las ya cometidas.
No me referiré tampoco a la cadena de cons-
piraciones que en el seno de su familia conti-
nuó haciendo una doble guerra a Solano López,
y que culminó con el complot de su madre y
hermanas para darle muerte por envenena-
de
ta, la
la serranía. De haberde
habría rechazado existido
plano.esta
Las propues-
palabras
escondrijo, huida, rendición, las había borrado de
su mente para siempre. Era posible imaginar a
quien conocía al Mariscal que él contaba con una
guerra de generaciones, en la que era necesario
durar indenidamente en otra escala de tiempo
más que humana, o más allá de lo humano. El
hombre del sacrificio guarda su vida esencialmente.
Las palabras
palabras de mi maestro Dupuy tenían
t enían ahora
aho ra
para mí un sentido muy claro; la trascenden-
cia que Solano López encarnaba con voluntad
indomable era la de vencer a la muerte por la
muerte. La caravana del Éxodo era cada día
más numerosa.
Al miedo no le gusta
vivir solo: la fiera
aterrorizada mandaba
arrear a punta de lanza
a toda esa gente
para que muriera con él.
Como jefe de la escolta y uno de los mejores
conocedores de la zona, no me fue difícil ha-
cer prevalecer la idea de elegir Cerro Corá
para sede del cuartel general. Desde lo alto 67
mismo
turaleza,había cambiado
su ritmo, en esassuvisiones:
su medida, su na-
delirio. ¿Cómo
referir lo que concebí o sentí en esos instantes?
Las imágenes se iban velozmente a alguna parte,
pero seguían estando ahí con la forma perfecta
de su ausencia. Hay velocidades que nadie ha
calculado. Memoria y olvido juntos proyectaban
sus sombras sobre ese punto inmaterial en que
las cosas, los hechos, los seres, forman un teji-
do sin costura. De improviso, la fornida gura
del Mariscal surgía pendenciero, impasible, su
cigarro de Curuzú, en medio de la metralla; o
en su entrevista con el generalísimo argenti-
no en Yatayty-Corá, donde el ofrecimiento de
paz de nuestro Jefe Supremo no fue más allá
de un cambio de látigos, de mudas palabras,
de un saludo y una despedida. Sobre ese apre-
tón de manos que pudo evitar un millón de
muertos se encendió una forma pequeña: el
estuche de palosanto con la pierna amputada
y embalsamada del general Díaz, vencedor de
Curupayty en un rincón del hospital de sangre;
los ojos húmedos del Mariscal contemplaban
la silueta yacente de su mejor jefe. Fragmentos
70 de reejos rotos. Triunfos. Derrotas. Conspi -
raciones. Traiciones. Los tribunales de guerra
de San Fernando y Pykysyry desplegaron sus
tablas de sangre. Se impuso la esmirriada si-
lueta de mi escribiente: volver a ver la uña de
su dedo meñique creciendo sin cesar al ritmo
de la tantas
cada escritura, sobre
horas, los pliegos.
trozárselas con Debía salir,
el machete.
Centenares de machetes zumbaban ahora en la
picada, desmontando los rincones enmaraña-
dos. Quise evocar las presencias de mi padre,
de mi madre; no vi más que el borrón de sus
cenizas. Uno cree posible enumerar las cosas,
y son innitas; uno trata de explicar el caos, y
sólo consigue mostrar lo que es: inexplicable.
A mis espaldas, Madame Lynch me preguntó
algo. No entendí sus palabras. Su rostro que-
mado por los soles de cinco años retrocedió y
se superpuso al de una mujer adolescente, en
París, que enseñaba a un niño los sonidos de
la pronunciación francesa. Reapareció con su
guerrera de coronela hecha guiñapos, cabal-
gando al frente de las mujeres del Éxodo, en el
corazón de una raza extraña, elegida por ella
como la suya.
Elegida por la irlandesa
para reinar sobre ella.
Nadie
bargo, yo pareció notar allí
había estado mi desde
ausencia. Sin em-
el principio,
desde el momento de nuestro arribo, el 8 de
febrero de 1870. Había secundado al Mariscal
quien, como de costumbre, dirigió personal-
mente los trabajos de forticar los pasos del
arroyo Takuaras y del río Aquidabán, que yo le
indiqué como los dos puntos de acceso posible.
–Mis Puertas Calientes –dijo contemplando
las aguas frías y cristalinas.
No lo entendí en aquel momento. Lo noté
más animado. No llevaba el pañuelo sobre la
cara. La hinchazón había desaparecido. Sus vo-
ces de mando resonaban potentes en la revista
de sus efectivos. Menos de quinientos hom-
bres, en su mayoría enfermos, era todo lo que
restaba del último ejército de las Cordilleras.
Las mujeres, ancianos y niños que alcan-
zaron a arrastrarse hasta allí, sumaban otro
tanto. Pero el hambre diezmaba cada vez más
rápidamente el millar de almas en pena. Las
mujeres jóvenes salían a recoger frutas y raí-
ces silvestres; los chicuelos soldados se iban a
pescar al río, o a cazar roedores en los montes.
72 Únicamente la madre y las hermanas del
Mariscal permanecían en la choza, la mejor de
todas, que se les había destinado, no lejos del
cuartel general. Despreciadas, o simplemente
olvidadas por las demás mujeres, doña Juana
y sus hijas, expiaban quizás su culpa orando
todo el día en
era Madama solitario
Lynch aislamiento.
quien, por encima Otra vez
de todos
los agravios, las socorría con comidas y hasta
con ropas, sin que ellas lo supiesen.
El día 12, el Mariscal despachó a un grupo de
los jefes más capaces y de su mayor conanza
con órdenes de ir hasta Matto Grosso y reco-
ger todo el ganado que pudiesen encontrar a su
paso. Nos preparábamos para la eventualidad
de un largo sitio.
El Mariscal me conó, además de mi puesto
en su escolta, la misión de inspeccionar y pa-
trullar los pasos forticados y los escalones se-
cundarios de defensa, pasando por encima de
la autoridad de los jefes del sector. Yo cumplía
estas tareas, clandestinamente; por lo general,
durante las noches y a las horas más desusadas,
temiendo posibles descuidos y negligencias,
debido al cansancio de los efectivos ya medio
muertos de inanición.
Por las mañanas, a la salida del sol, apronta-
ba el carruaje de Madama Lynch y efectuaba el
cambio de su guardia. Me trataba con cariño,
casi maternalmente. Yo seguía siendo para ella
el muchachuelo imberbe de otros tiempos. Me 73
brecido
Queriendose cernía sobre
tal vez la vida del campamento.
contrarrestarlo el Mariscal
Presidente instituyó una medalla conmemora-
tiva, “en honor de todos los ciudadanos que llevaron
cabo la campaña del Amambay, venciendo penurias
y fatigas.” El día 25 –en la que sería su última
revista militar– distribuyó los distintivos de la
condecoración: las cintillas de raso gualda y
borde rojo, que se confeccionaron en el obra-
dor de Madama Lynch.
El Mariscal se extendió en su arenga sobre
los deberes y sacricios que imponía el patrio -
tismo ante el país arrasado a sangre y fuego.
En memoria y honor de los mártires, juró que
no habría de abandonar la lucha. “¡Si muero ha
de ser en enfrentando al invasor con la espada en la
mano!”, clamó, exhalando un mortal suspiro
que había envejecido en su pecho. No abusó
empero del tono trágico; hasta dijo unos chas-
carrillos burlándose de los macacos imperiales,
que provocaron la hilaridad general y fueron
celebrados con ovaciones y aplausos.
En representación de los condecorados, el
P. Maíz tomó la palabra y exaltó la medalla con
la elocuencia que lo había hecho famoso en los 75
púlpitos. Se dirigió al Mariscal, como a un per-
sonaje convertido en la suprema encarnación
de una raza. Lo comparó con Leónidas, que con
trescientos espartanos intentó detener el ejér-
cito entero de Jerjes en las Puertas Calientes
del–No
desladero
pudie de las
pudiendo
ndo Termópilas,
imaginar
imagin en –clam
ar Jerjes Tesalia.
–clamóó el
orador– que aquel puñado de hombres qui-
siese cometer el desatino de cerrarle el paso,
intimó a Leónidas: ¡Entrega las armas! El es-
partano le contestó: ¡Ven a tomarlas! Pero un
traidor, Ealtes, vendió a Leónidas indicando
a los persas el camino por donde podían fran-
quear el desladero. ¡Cerro Corá es nuestro
desladero de las Termópilas! –Exclamó el P.
Maíz–. Aquí los hechos se olvidan de la pala -
bra humana y forman ya la leyenda que han de
transmitir los siglos...
–¡Aquí esperaremos a los macacos negros del
Imperio! –lo interrumpió el Mariscal, que des-
preciaba los alardes de oratoria–. ¡Que vengan
a tomar nuestras armas, si pueden! Conemos
también en que no habrá entre nosotros nin-
gún Ealtes, y que venceremos a la muerte por
la muerte.
Trescientas gargantas mortecinas pro-
rrumpieron el grito de ¡Vencer o morir!; sus ecos
se propagaron hasta las breñas más lejanas.
El P. Maiz me miró con una sonrisa signi -
76 cativa. Por más de veinte años había esperado
de su antiguo condiscípulo esas palabras.
En el proceso del
obispo Palacios, el
Gran Iscariote de los
tribunales de sangre
había escrito: “El
Mariscal López es el
padre y la vida de la
Patria; es el Cristo
del pueblo paraguayo”.
Ahora, por fin, ya estaba
colocado en su Gólgota.
Y Maíz rezaba su
anticipado responso.
El amanecer de aquel primero de marzo fue
apacible y luminoso. Las torcazas zureaban
dulcemente en los bosques. El olor de la vege-
tación, de la tierra húmeda por el rocío de la
noche, inundaban el campamento. Mientras
me dirigía al cuartel general, divisé a Madama
Lynch atendiendo a los enfermos que se haci-
naban en el bosquecillo cercano.
El P. Maíz llegaba también en ese momento
al cuartel general, sin poder ocultar en su sem-
blante la congoja que lo dominaba. Entramos
juntos, y vimos al Mariscal, vestido con su uni-
forme de gala. Acompañado por su hijo Panchi-
to, repartía a sus ayudantes y hasta al personal
de la servidumbre sus ropas y objetos de uso,
pidiéndoles que los conservaran como un re-
cuerdo de su persona. 77
Nos saludó sereno y afable. El P. Maíz le co-
municó la muerte del sacerdote Gamarra, uno
de los capellanes y secretario suyo. Las faccio-
nes del Mariscal se contrajeron por un instan-
te con la relampagueante energía de siempre.
Luego, posando
tros, dijo los ojos en cada uno de noso-
calmosamente:
–El P. Gamarra sólo nos ha llevado un poco
la delantera.
En ese momento, el rumor de muchos gri-
tos nos atrajo hacia el exterior de la tienda. A
todo correr, un grupo de mujeres que venían
del Aquidabán, se acercaron con la noticia
de que el enemigo había forzado el paso del
arroyo Tacuaras. Las voces ululantes, las caras
embarradas de llanto y sudor, esparcieron el
pánico por el campamento.
Sin perder su serenidad, el Mariscal me or-
denó que volara a ver lo que estaba pasando
realmente. Cuando me dirigía a todo galope
hacia el Paso Tacuaras, a una legua del campa-
mento, comenzaron a tronar los cañones. Poco
después vi aparecer a lo lejos la vanguardia de
la caballería enemiga. Las estelas de fuego de
los obuses rayaban el aire y talaban el boscaje
en todas direcciones.
Volví grup
grupas
as y regr
regresé
esé a la mayor veloc
velocidad
idad
su sangre.
le servía deUn ennegrecido
cabezal. La hoja tronco de palmera
de su espada chis-
peaba en el aire manteniendo a raya a la solda-
desca enemiga, paralizada más que por el arma 79
por la furia sobrehumana de esas miradas agó-
nicas. El jefe imperial volvió a intimarle rendi-
ción. Irguiéndose a medias con el resto de sus
fuerzas, por toda respuesta el Mariscal le lanzó
una estocada, exhalando aquel grito tremendo
de ¡Muero con mi patria!
El apóstrofe proferido no
fue éste –como quieren
los asnos hereditarios
del rumor– sino ¡Muero
por mi patria! No
se puede negar, sin
embargo, que el otro era
más grandilocuente pero
menos falaz.
Un soldado enemigo se echó sobre él y lo afe-
rró por el cuello. En la lucha cayó abrazado al
Mariscal; otro, apoyó la carabina sobre su pe-
cho, y le disparó a quemarropa. Sólo entonces,
echando cuajarones de sangre por boca y nariz,
se hundió denitivamente.
Los imperiales sacaron el cadáver a la orilla,
y empezaron a despojarlo de sus ropas. El sol-
dado que le había dado el tiro de gracia, alcanzó
al jefe un objeto que extrajo del pantalón azul;
los rayos del sol hirieron de reejos el reloj de
oro a cuyo tiento ya no seguiría atada el alma
del Mariscal. Su cuerpo desnudo fue ultrajado;
las negras turbas empezaron a bailar sobre los
80 despojos del vencido, pisoteándolo alegremen-
te, en medio de una salvaje gritería. Impelido
por una furia ciega atropellé las matas espi-
nosas, abalanzándome hacia el lugar de pro-
fanación y de oprobio. Salí a un claro. Un tiro
me hizo volar parte del maxilar y tronchó mi
lengua de raíz; de
quedó colgada otro,
unamató mi caballo.
membrana. La La lengua
escupí en
la mano y la estrellé contra el suelo. Después
caí sin sentido entre los matorrales.
Cuando recobré el conocimiento, me en-
contré bañado en sangre en la cuerda de un
grupo de prisioneros. De seguro no me reco-
nocieron a causa de mi cara horriblemente
desgurada; me miraban con cierta instintiva
repugnancia.
Desde el lugar donde nos tenían encadena-
dos vi de pronto a Madame Lynch enterrando
con sus propias manos los restos del Mariscal y
de su hijo Panchito.
se atribuyeron el mérito
“Doy cien libras de haberla
esterlinas ejecutado.
a quien mate a
López”, había prometido a sus soldados el co-
ronel da Silva Tavares, comandante de las van-
guardias que entraron a Cerro Corá. Su cabo
de órdenes, Francisco Lacerda, apodado Chico
Diavo fue, según él, quien asestó al Mariscal el
mortal lanzazo en el bajo vientre.
Por su parte el general Correia da Cáma-
ra, superior del coronel Tavares, armó que la
muerte de Solano López se produjo a raíz del
disparo de uno de sus soldados, al no querer
rendirse ni entregar su espada. Durante diez
años continuaron discutiendo sobre a quién
correspondía la recompensa por la muerte de
Solano López.
El general Cámara,
ganó, no sólo porque
tuvo la razón sino
porque era el jefe. Su
victoria en Cerro Corá
le valió merecidamente
el título de vizconde de
Pelotas. El coronel
Tavares solo ascendió a
82 general. A su regreso,
tuvo que pagar a Chico
Diavo, en ganado
de su propiedad, el
equivalente de las cien
libras prometidas, por
el presunto lanzazo
tiranicida.
Falta aún señor Fiscal, revelar la mayor vileza
de esta historia; la que se cometió en nues-
tras propias las. Hubo un entregador de
Cerro Corá; un guía indicó al enemigo los pa-
sos forticados y la forma de penetrar en el
último bastión de Solano López. El traidor lo
hizo a condición de que se le permitiese vol-
ver a comba
combatir
tir en Cerro Corá y le respe
respetasen
tasen
la vida y la libertad de Madama Lynch. Ambas
condiciones, insignicantes para los imperia-
les ansiosos de cobrarse la pieza mayor, fueron
aceptadas sin discusión. La propuesta era ex-
traña; no les sorprendió siquiera el hecho de
que el hombre que entregaba el reducto quisie-
se retornar a él para defenderlo; les pareció una
astuta coartada. El traidor regresó esa misma
noche al campamento. Combatió, fue herido y
tomado prisionero.
Ese traidor fui yo, el ex coronel Silvestre
Carmona.
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Caballo negro editora agradece a Carla Daniela
Benisz, Mirta Roa, Enrique Collar y Carlos Castells
por la colaboración brindada para que este libro sea
posible.
Y especialmente a Mario Castells por sus aportes
fundamentales y su amistad.
Compuesto en Alegreya ht,
del talentoso tipógrafo argentino
Juan Pablo del Peral
gracadelsur2@bertel.com.ar
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