Antigona-Sofocles - 2
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Sófocles
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PERSONAJES
Antígona, hija de Edipo
Un guardián
Un mensajero
ISMENE No seas atrevida: Si las cosas están así, ate yo o desate en ellas,
¿qué podría ganarse?
ANTÍGONA Sabe, sin embargo, que así agrado a los que más debo
complacer.
CORO Rayo de sol, luz la más bella —más bella, si, que cualquiera de
las que hasta hoy brillaron en Tebas la de las siete puertas—, ya has
aparecido, párpado de la dorada mañana que te mueves por sobre la
corriente de Dirce. Con rápida brida has hecho correr ante ti, fugitivo, al
hombre venido de Argos, de blanco escudo, con su arnés completo,
Polinices, que se levantó contra nuestra patria llevado por dudosas
querellas, con agudísimo estruendo, como águila que se cierne sobre su
víctima, como por ala de blanca nieve cubierto por multitud de armas y
cascos de crines de caballos; por sobre los techos de nuestras casas volaba,
abriendo sus fauces, lanzas sedientas de sangre en torno a las siete puertas,
bocas de la ciudad, pero hoy se ha ido, antes de haber podido saciar en
nuestra sangre sus mandíbulas y antes de haber prendido pinosa madera
ardiendo en las torres corona de la muralla, tal fue el estrépito bélico que se
extendió a sus espaldas: difícil es la victoria cuando el adversario es la
serpiente, porque Zeus odia la lengua de jactancioso énfasis, y al verles
cómo venían contra nosotros, prodigiosa avalancha, engreídos por el ruido
del oro, lanza su tembloroso rayo contra uno que, al borde ultimo de
nuestras barreras, se alzaba ya con gritos de victoria. Como si fuera un
Tántalo, con la antorcha en la mano, fue a dar al duro suelo, él que como un
bacante en furiosa acometida, entonces, soplaba contra Tebas vientos de
enemigo arrebato. Resultaron de otro modo, las cosas: rudos golpes
distribuyó —uno para cada uno— entre los demás caudillos, Ares,
empeñado, propicio dios. Siete caudillos, cabe las siete puertas apostados,
iguales contra iguales, dejaron a Zeus, juez de la victoria, tributo broncíneo
totalmente; menos los dos míseros que, nacidos de un mismo padre y una
misma madre, levanta-ron, el uno contra el otro, sus lanzas — armas de
principales paladines—, y ambos lograron su parte en una muerte común. Y,
pues, exaltadora de nombres, la Victoria ha llegado a Tebas rica en carros,
devolviendo a la ciudad la alegría, conviene dejar en el olvido las lides de
hasta ahora, organizar nocturnas rondas que recorran los templos de los
dioses todos; y Baco, las danzas en cuyo honor conmueven la tierra de
Tebas, que el nos guíe. Sale del palacio, con séquito, Creonte.
GUARDIÁN. Señor, no te diré que vengo con tanta prisa que me falta ya
el aliento ni que he movido ligero mis pies. No, que muchas veces me han
detenido mis reflexiones y he dado la vuelta en mi camino, con intención de
volverme; muchas veces mi alma me decía, en su lenguaje: "Infeliz, ¿cómo
vas a donde en llegando serás castigado?"… "¿Otra vez te detienes, osado?
Cuando lo sepa por otro Creonte, ¿piensas que no vas a sufrir un buen
castigo?"… Con tanto darle vueltas iba acabando mi camino con pesada
lentitud, y así no hay camino, ni que sea breve, que no resulte largo. Al fin
venció en mi la decisión de venir hasta ti y aquí estoy, que, aunque nada
podré explicarte, hablaré al menos; y el caso es que he venido asido a una
esperanza, que no puede pasarme nada que no sea mi destino.
CREONTE. Pero, veamos: ¿qué razón hay para que estés así
desanimado?
GUARDIÁN. Es que las malas noticias suelen hacer que uno se retarde.
CREONTE. (Al coro.) Basta, antes de hacerme rebosar en ira, con esto
que dices; mejor no puedan acusarte a la vez de ancianidad y de poco juicio,
porque en verdad que lo que dices no es soportable, que digas que las
divinidades se preocupan en algo de este muerto. ¿Cómo iban a enterrarle,
especialmente honrándole como benefactor, a él, que vino a quemar las
columnatas de sus templos, con las ofrendas de los fieles, a arruinar la tierra
y las leyes a ellos confiadas? ¿Cuándo viste que los dioses honraran a los
malvados? No puede ser. Tocante a mis órdenes, gente hay en la ciudad que
mal las lleva y que en secreto de hace ya tiempo contra mi murmuran y
agitan su cabeza, incapaces de mantener su cuello bajo el yugo, como es
justo, porque no soportan mis órdenes; y estoy convencido, éstos se han
dejado corromper por una paga de esta gente que digo y han hecho este
desmán, porque entre los hombres, nada, ninguna institución ha prosperado
nunca tan funesta como la moneda; ella destruye las ciudades, ella saca a
los hombres de su patria; ella se encarga de perder a hombres de buenos
principios, de enseñarles a fondo a instalarse en la vileza; para el bien y
para el mal igualmente dispuestos hace a los hombres y les hace conocer la
impiedad, que a todo se atreve, Cuantos se dejaron corromper por dinero y
cumplir estos actos, realizaron hechos que un día, con el tiempo, tendrán su
castigo. (Al guardián.) Pero, tan cierto como que Zeus tiene siempre mi
respeto, que sepas bien esto que en juramento afirmo: si no encontráis al
que con sus propias manos hizo esta sepultura, si no aparece ante mis
propios ojos, para vosotros no va a bastar con sólo el Hades7, y antes,
vivos, os voy a colgar hasta que confeséis vuestra desmesurada acción, para
que aprendáis de dónde se saca el dinero y de allí lo saquéis en lo futuro; ya
veréis como no se puede ser amigo de un lucro venido de cualquier parte.
Por ganancias que de vergonzosos actos derivan pocos quedan a salvo y
muchos mas reciben su castigo, como puedes saber.
GUARDIÁN. ¿Puedo decir algo o me doy media vuelta, así, y me
marcho?
CREONTE. Pero, ¿todavía no sabes que tus palabras me molestan?
GUARDIÁN. Mis palabras, ¿te muerden el oído o en el alma?
CREONTE. ¿A que viene ponerte a detectar con precisión en que lugar
me duele?
GUARDIÁN Porque el que te hiere el alma es el culpable; yo te hiero en
las orejas.
CREONTE. ¡Ah, está claro que tú naciste charlatán!
GUARDIÁN. Puede, pero lo qué es este crimen no lo hice.
CREONTE. Y un charlatán que, además, ha vendido su alma por dinero.
GUARDIÁN. Ay, si es terrible, que uno tenga sospechas y que sus
sospechas sean falsas.
CREONTE. ¡Sí, sospechas, enfatiza! Si no aparecen los culpables,
bastante pregonaréis con vuestros gritos el triste resultado de ganancias
miserables. Creonte y su séquito se retiran. En las escaleras pueden oír las
palabras del guardián.
GUARDIÁN. ¡Que encuentren al culpable, tanto mejor! Pero, tanto si lo
encuentran como si no que en esto decidirá el azar-, no hay peligro, no, de
que me veas venir otra vez a tu encuentro. Y ahora que me veo salvado
contra toda esperanza, contra lo que pensé, me siento obligadísimo para con
los dioses.
CORO. Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como
el hombre; él, que ayudado por el noto tempestuoso llega hasta el otro
extreme de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen,
descomunales; él que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible,
inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus
mulas.`Con sus trampas captura a la tribu de los pájaros incapaces de pensar
y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven en el mar, en las
mallas de sus trenzadas redes, el ingenioso hombre que con su ingenio
domina al salvaje animal montaraz; capaz de uncir con un yugo que su
cuello por ambos lados sujete al caballo de poblada crin y al toro también
infatigable de la sierra; y la palabra por si mismo ha aprendido y el
pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en
sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y
de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin recursos, en nada se aventura
hacia el futuro; solo la muerte no ha conseguido evitar, pero si se ha
agenciado formas de eludir las enfermedades inevitables. Referente a la
sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable
y a veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien. Si cumple los
usos locales y la justicia por divinos juramentos confirmada, a la cima llega
de la ciudadanía; si, atrevido, del crimen hace su compañía, sin ciudad
queda: ni se siente en mi mesa ni tenga pensamientos iguales a los míos,
quien tal haga. Entra el guardián de antes llevando a Antígona.
CORlFEO. No sé, dudo si esto sea prodigio obrado por los dioses… (Al
advertir la presencia de Antígona). Pero, si la reconozco, ¿cómo puedo
negar que ésta es la joven Antígona? Ay, mísera, hija de mísero padre,
Edipo, ¿qué es esto? ¿Te traen acaso porque no obedeciste lo legislado por
el rey? ¿Te detuvieron osando una locura?
GUARDIÁN. Si, ella, ella es la que lo hizo: la cogimos cuando lo estaba
enterrando… Pero, Creonte, ¿dónde está? Al oír los gritos del guardián,
Creonte, recién entrado, vuelve a salir con su séquito.
CORIFEO. Aquí: ahora vuelve a salir, en el momento justo, de palacio.
CREONTE ¿Qué sucede? ¿Qué hace tan oportuna mi llegada?
GUARDIÁN. Señor, nada hay que pueda un mortal empeñarse en jurar
que es imposible: la reflexión desmiente la primera idea. Así, me iba
convencido por la tormenta de amenazas a que me sometiste: que no
volvería yo a poner aquí los pies; pero, como la alegría que sobreviene mas
allá de y contra toda esperanza no se parece, tan grande es, a ningún otro
placer, he aquí que he venido —a pesar de haberme comprometido a no
venir con juramento— para traerte a esta muchacha que ha sido hallada
componiendo una tumba. Y ahora no vengo porque se haya echado a
suertes, no, sino porque este hallazgo feliz me corresponde a mi y no a
ningún otro. Y ahora, señor, tú mismo, según quieras, la coges y ya puedes
investigar y preguntarle; en cuanto a mi, ya puedo liberarme de este peligro:
soy libre, exento de injusticia.
CREONTE. Pero, ésta que me traes, ¿de qué modo y dónde la
apresasteis?
GUARDIÁN. Estaba enterrando al muerto: ya lo sabes todo.
CREONTE. ¿Te das cuenta? ¿Entiendes cabalmente lo que dices?
GUARDIÁN. Si, que yo la vi a ella enterrando al muerto que tú habías
dicho que quedase insepulto: ¿o es que no es evidente y claro lo que digo?
CREONTE. Y cómo fue que la sorprendierais y cogierais en pleno
delito?
GUARDIÁN. Fue así la cosa: cuando volvimos a la guardia, bajo el peso
terrible de tus amenazas, después de barrer todo el polvo que cubría el cada
ver, dejando bien al desnudo su cuerpo ya en descomposición, nos sentamos
al abrigo del viento, evitando que al soplar desde lo alto de las peñas nos
enviara el hedor que despedía. Los unos a los otros con injuriosas palabras
despiertos y atentos nos teníamos, si alguien descuidaba la fatigosa
vigilancia. Esto duró bastante tiempo, hasta que se constituyó en mitad del
cielo la brillante esfera solar y la calor quemaba; entonces, de pronto, un
torbellino suscitó del suelo tempestad de polvo —pena enviada por los
dioses— que llenó la llanura, desfigurando las copas de los árboles del
llano, y que impregnó toda la extensión del aire; sufrimos aquel mal que los
dioses mandaban con los ojos cerrados, y cuando luego, después de largo
tiempo, se aclaró, vimos a esta doncella que gemía agudamente como el ave
condolida que ve, vacío de sus crías, el nido en que yacían, vacío. Así, ella,
al ver el cadáver desvalido, se estaba gimiendo y llorando y maldecía a los
autores de aquello. Veloz en las manos lleva árido polvo y de un aguamanil
de bronce bien forjado de arriba a abajo triple libación vierte, corona para el
muerto; nosotros, al verla, presurosos la apresamos, todos juntos, en
seguida, sin que ella muestre temor en lo absoluto, y así, pues, aclaramos lo
que antes pasó y lo que ahora; ella, allí de pie, nada ha negado; y a mí me
alegra a la vez y me da pena, que cosa placentera es, si, huir uno mismo de
males, pero penoso es llevar a su mal a gente amiga. Pero todas las demás
consideraciones valen para mi menos que el verme a salvo.
CREONTE (a Antígona) Y tú, tú que inclinas al suelo tu rostro,
¿confirmas o desmientes haber hecho esto?
ANTÍGONA. Lo confirmo, si; yo lo hice, y no lo niego.
CREONTE. (Al guardián.) Tú puedes irte a dónde quieras, ya del peso de
mi inculpación. Sale el guardián. pero tú (a Antígona) dime brevemente, sin
extenderte; ¿sabías que estaba decretado no hacer esto?
ANTÍGONA. Si, lo sabía: ¿cómo no iba a saberlo? Todo el mundo lo
sabe.
CREONTE. Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?
ANTÍGONA. No era Zeus quien me la había decretado, ni Dike,
compañera de los dioses subterráneos, perfiló nunca entre los hombres leyes
de este tipo. Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para
permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no
escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino
de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme
el castigo de los dioses por temor a lo que pudiera pensar alguien: ya veía,
ya, mi muerte –y cómo no?—, aunque tú no hubieses decretado nada; y, si
muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia: quien, como yo, entre
tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es, no
desgracia, para mi, tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo
de mi madre estuviera insepulto y yo lo aguantara, entonces, eso si me sería
doloroso; lo otro, en cambio, no me es doloroso: puede que a ti te parezca
que obré como una loca, pero, poco mas o menos, es a un loco a quien doy
cuenta de mi locura.
CORIFEO Muestra la joven fiera audacia, hija de un padre fiero: no sabe
ceder al infortunio.
CREONTE (Al coro.) Si, pero sepas que los mas inflexibles
pensamientos son los mas prestos a caer: V el hierro que, una vez cocido, el
fuego hace fortísimo y muy duro, a menudo verás cómo se resquebraja,
lleno de hendiduras; sé de fogosos caballos que una pequeña brida ha
domado; no cuadra la arrogancia al que es esclavo del vecino; y ella se daba
perfecta cuenta de la suya, al transgredir las leyes establecidas; y, después
de hacerlo, otra nueva arrogancia: ufanarse y mostrar alegría por haberlo
hecho. En verdad que el hombre no soy yo, que el hombre es ella8 si ante
esto no siente el peso de la autoridad; pero, por muy de sangre de mi
hermana que sea, aunque sea mas de mi sangre que todo el Zeus que preside
mi hogar, ni ella ni su hermana podrán escapar de muerte infamante, porque
a su hermana también la acuso de haber tenido parte en la decisión de
sepultarle. (A los esclavos.) Llamadla. (Al coro.) Si, la he visto dentro hace
poco, fuera de si, incapaz de dominar su razón; porque, generalmente, el
corazón de los que traman en la sombra acciones no rectas, antes de que
realicen su acción, ya resulta convicto de su arteria. Pero, sobre todo, mi
odio es para la que, cogida en pleno delito, quiere después darle timbres de
belleza.
ANTÍGONA. Ya me tienes: ¿buscas aún algo mas que mi muerte?
CREONTE. Por mi parte, nada más; con tener esto, lo tengo ya todo.
ANTÍGONA ¿Qué esperas, pues? A mi, tus palabras ni me placen ni
podrían nunca llegar a complacerme; y las mías también a ti te son
desagradables. De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa gloria
que enterrando a mi hermano? Todos éstos, te dirían que mi acción les
agrada, si el miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre
otras muchas ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.
CREONTE. De entre todos los cadmeos, este punto de vista es solo tuyo.
ANTÍGONA. Que no, que es el de todos: pero ante ti cierran la boca.
CREONTE. ¿Y a ti no te avergüenza, pensar distinto a ellos?
ANTÍGONA. Nada hay vergonzoso en honrar a los hermanos.
CREONTE. ¿Y no era acaso tu hermano el que murió frente a él?
ANTÍGONA. Mi hermano era, del mismo padre y de la misma madre.
CREONTE. Y, siendo así, ¿como tributas al uno honores impíos para el
otro?
ANTÍGONA. No sería a ésta la opinión del muerto.
CREONTE. Si tú le honras igual que al impío…
ANTÍGONA. Cuando murió no era su esclavo: era su hermano.
CREONTE. Que había venido a arrasar el país; y el otro se opuso en su
defensa.
ANTÍGONA. Con todo, Hades requiere leyes igualitarias.
CREONTE. Pero no que el que obro bien tenga la misma suerte que el
malvado.
ANTÍGONA ¿Quién sabe si allí abajo mi acción es elogiable?
CREONTE No, en verdad no, que un enemigo.. ni muerto, será jamás mi
amigo
ANTÍGONA. No nací para compartir el odio sino el amor.
CREONTE Pues vete abajo y, si te quedan ganas de amar, ama a los
muertos que, a mi, mientras viva, no ha de mandarme una mujer.
Se acerca Ismene entre dos esclavos.
CORIFEO. He aquí, ante las puertas, he aquí a Ismene; Lagrimas vierte,
de amor por su hermana; una nube sobre sus cejas su sonrosado rostro afea;
sus bellas mejillas, en llanto bañadas.
CREONTE. (A Ismene) Y tú, que te movías por palacio en silencio,
como una víbora, apurando mi sangre… Sin darme cuenta, alimentaba dos
desgracias que querían arruinar mi trono. Venga, habla: ¿vas a decirme,
también tú, que tuviste tu parte en lo de la tumba, o jurarás no saber nada?
ISMENE Si ella está de acuerdo, yo lo he hecho: acepto mi
responsabilidad; con ella cargo.
ANTÍGONA. No, que no te lo permite la justicia; ni tú quisiste ni te di yo
parte en ello.
ISMENE Pero, ante tu desgracia, no me avergüenza ser tu socorro en el
remo, por el mar de tu dolor.
ANTÍGONA. De quién fue obra bien lo saben Hades y los de allí abajo;
por mi parte, no soporto que sea mi amiga quien lo es tan solo de palabra.
ISMENE No, hermana, no me niegues el honor de morir contigo y el de
haberte ayudado a cumplir los ritos debidos al muerto .
ANTÍGONA, No quiero que mueras tú conmigo ni que hagas tuyo algo
en lo que no tuviste parte: bastará con mi muerte.
ISMENE ¿Y cómo podré vivir, si tú me dejas?
ANTÍGONA.. Pregúntale a Creonte, ya que tanto re preocupas por él.
ISMENE ¿Por qué me hieres así, sin sacar con ello nada?
ANTÍGONA. Aunque me ría de ti, en realidad te compadezco.
ISMENE Y yo, ahora, ¿en qué otra cosa podría serte útil?
ANTÍGONA. Sálvate: yo no he de envidiarte si te salvas.
ISMENE ¡Ay de mí, desgraciada, y no poder acompañarte en tu destino!
ANTÍGONA. Tú escogiste vivir, y yo la muerte.
ISMENE Pero no sin que mis palabras, al menos, te advirtieran.
ANTÍGONA. Para unos, tú pensabas bien… , yo para otros.
ISMENE Pero las dos ahora hemos faltado igualmente.
ANTÍGONA. Animo, deja eso ya; a ti te toca vivir; en cuanto a mi, mi
vida se acabó hace tiempo, por salir en ayuda de los muertos.
CREONTE. (Al coro.) De estas dos muchachas, la una os digo que acaba
de enloquecer y la otra que está loca desde que nació.
ISMENE Es que la razón, señor, aunque haya dado en uno sus frutos, no
se queda, no, cuando agobia la desgracia, sino que se va.
CREONTE. La tuya, al menos, que escogiste obrar mal juntándote con
malos.
ISMENE ¿Qué puede ser mi vida, ya, sin ella?
CREONTE. No, no digas ni "ella” porque ella ya no existe.
ISMENE Pero, ¿cómo?, ¿matarás a la novia de tu hijo?
CREONTE. No ha de faltarle tierra que pueda cultivar.
ISMENE Pero esto es faltar a lo acordado entre el y ella.
CREONTE. No quiero yo malas mujeres para mis hijos.
ANTÍGONA Ay, Hemón querido! Tu padre te falta al respeto.
CREONTE. Demasiado molestas, tú y tus bodas.
CORIFEO. Así pues, ¿piensas privar de Antígona a tu hijo?
CREONTE. Hades, él pondrá fin a estas bodas.
CORIFEO. Parece, pues, cosa resuelta que ella muera.
CREONTE. Te lo parece a ti, también a mi. Y, venga ya, no mas demora;
llevadlas dentro, esclavos; estas mujeres conviene que estén atadas, y no
que anden sueltas: huyen hasta los mas valientes, cuando sienten a la
muerte rondarles por la vida. Los guardas que acompañaban a Creonte,
acompañan a Antígona e Ismene dentro del palacio. Entra también Creonte.
CORO. Felices aquellos que no prueban en su vida la desgracia. Pero si
un dios azota de males la casa de alguno, la ceguera no queda, no, al
margen de ella y hasta el final del linaje la acompaña. Es como cuando
contrarios, enfurecidos vientos tracios hinchan el oleaje que sopla sobre el
abismo del profundo mar; de sus profundidades negra arena arremolina, y
gimen ruidosas, oponiéndose al azote de contrarios embates, las rocas de la
playa. Así veo las penas de la casa de los Lablácidas cómo se abaten sobre
las penas de los ya fallecidos: ninguna generación liberará a la siguiente,
porque algún dios la aniquila, y no hay salida. Ahora, una luz de esperanza
cubría a los últimos vástagos de la casa de Edipo; pero, de nuevo, cl hacha
homicida de algún dios subterráneo la siega, y la locura en el hablar y una
Erinis en el pensamiento.¿Qué soberbia humana podría detener, Zeus, tu
poderío? Ni el sueño puede apresarla, él, que todo lo domina, ni la duración
infatigable del tiempo entre los dioses. Tú, Zeus, soberano que no conoces
la vejez, reinas sobre la centelleante, esplendorosa serenidad del Olimpo.
En lo inminente, en lo porvenir y en lo pasado, tendrá vigencia esta ley: en
la vida de los hombres, ninguno se arrastra —al menos por largo tiempo—
sin ceguera. La esperanza, en su ir y venir de un lado a otro, resulta útil, si,
a muchos hombres; para muchos otros, un engaño del deseo, capaz de
confiar en lo vacuo: el hombre nada sabe, y le llega cuando acerca a la
caliente brasa el pie. Resulta ilustre este dicho, debido no sé a la sabiduría
de quién: el mal parece un día bien al hombre cuya mente lleva un dios a la
ceguera; brevísimo es ya el tiempo que vive sin ruina.
Sale Creonte de palacio. Aparece Hemón a lo lejos.
CORIFEO. (A Creonte.) Pero he aquí a Hemón, el más joven de tus
vástagos: ¿viene acaso dolorido por la suerte de Antígona, su prometida,
muy condolido al ver frustrada su boda?
CREONTE. Al punto lo sabremos, con mas seguridad que los adivinos.
(A Hemón.) Hijo mío, ¿vienes aquí porque has oído mi ultima decisión
sobre la doncella que a punto estabas de esposar y quieres mostrar tu furia
contra tu padre?, ¿o bien porque, haga yo lo que haga, soy tu amigo?
HEMON Padre, soy tuyo, y tú derechamente me encaminas con tus
benévolos consejos que siempre he de seguir; ninguna boda puede ser para
mi tan estimable que la prefiera a tu buen gobierno.
CREONTE. Y así, hijo mío, has de guardar esto en el pecho: en todo
estar tras la opinión paterna; por eso es que los hombres piden engendrar
hijos y tenerlos sumisos en su hogar: porque devuelvan al enemigo el mal
que les causó y honren, igual que a su padre, a su amigo; el que, en cambio,
siembra hijos inútiles, ¿qué otra cosa podrías decir de él, salvo que se
engendró dolores, motivo además de gran escarnio para sus enemigos? No,
hijo, no dejes que se te vaya el conocimiento tras el placer, a causa de una
mujer; sabe que compartir el lecho con una mala mujer, tenerla en casa, esto
son abrazos que hielan… Porque, ¿qué puede herir mas que un mal hijo?
No, despréciala como si se tratara de algo odioso, déjala; que se vaya al
Hades a encontrar otro novio. Y pues que yo la hallé, sola a ella, de entre
toda la ciudad, desobedeciendo, no voy a permitir que mis órdenes parezcan
falsas a los ciudadanos; no, he de matarla. Y ella, que le vaya con himnos al
Zeus que protege a los de la misma sangre. Porque si alimento el desorden
entre los de mi sangre, esto constituye una pauta para los extraños. Se sabe
quién se porta bien con su familia según se muestre justo a la ciudad. Yo
confiadamente creo que el hombre que en su casa gobierna sin tacha quiere
también verse bien gobernado, él, que es capaz en la inclemencia del
combate de mantenerse en su sitio, modélico y noble compañero de los de
su fila; en cambio, el que, soberbio, a las leyes hace violencia, o piensa en
imponerse a los que manda, éste nunca puede ser que reciba mis elogios
Aquel que la ciudad ha instituido como jefe- a éste hay que oírle, diga cosas
baladíes, ejemplares o todo lo contrario. No hay desgracia mayor que la
anarquía: ella destruye las ciudades, conmociona y revuelve las familias; en
el combate, rompe las lanzas y promueve las derrotas. En el lado de los
vencedores, es la disciplina lo que salva a muchos. Así pues, hemos de dar
nuestro brazo a lo establecido con vistas al orden, y, en todo caso, nunca
dejar que una mujer nos venza; preferible es —si ha de llegar el caso— caer
ante un hombre: que no puedan enrostrarnos ser mas débiles que mujeres.
CORIFEO. Si la edad no nos sorbió el entendimiento, nosotros
entendemos que hablas con prudencia lo que dices.
HEMÓN Padre, el mas sublime don que de todas cuantas riquezas
existen dan los dioses al hombre es la prudencia. Yo no podría ni sabría
explicar por qué tus razones no son del todo rectas; sin embargo, podría una
interpretación en otro sentido ser correcta. Tú no has podido constatar lo
que por Tebas se dice; lo que se hace o se reprocha. Tu rostro impone
respeto al hombre de la calle; sobre todo si ha de dirigírsete con palabras
que no te daría gusto escuchar. A mi, en cambio, me es posible oírlas, en la
sombra, y son: que la ciudad se lamenta por la suerte de esta joven que
muere de mala muerte, como la mas innoble de todas las mujeres, por obras
que ha cumplido bien gloriosas. Ella, que no ha querido que su propio
hermano, sangrante muerto, desapareciera sin sepultura ni que lo
deshicieran ni perros ni aves voraces, ¿ no se ha hecho así acreedora de
dorados honores? Esta es la oscura petición que en silencio va
propagándose. Padre, para mi no hay bien mas preciado que tu felicidad y
buena ventura: ¿qué puede ser mejor ornato que la fama creciente de su
padre, para un hijo, y que, para un padre, con respecto a sus hijos? No te
habitúes, pues; a pensar de una manera única, absoluta, que lo que tú dices
—mas no otra cosa—, esto es lo cierto. Los que creen que ellos son los
únicos que piensan o que tienen un modo de hablar o un espíritu como
nadie, éstos aparecen vacíos de vanidad, al ser descubiertos. Para un
hombre, al menos si es prudente, no es nada vergonzoso ni aprender mucho
ni no mostrarse en exceso intransigente; mira, en invierno, a la orilla de los
torrentes acrecentados por la lluvia in vernal, cuántos árboles ceden, para
salvar su ramaje; en cambio, el que se opone sin ceder, éste acaba
descuajado. Y así, el que, seguro de si mismo, la escota de su nave tensa,
sin darle juego, hace el resto de su travesía con la bancada al revés, hacia
abajo. Por tanto, no me extremes tu rigor y admite el cambio. Porque, si
cuadra a mi juventud emitir un juicio, digo que en mucho estimo a un
hombre que ha nacido lleno de ciencia innata, mas, con todo —como a la
balanza no le agrada caer por ese lado—, que bueno es tomar consejo de los
que bien lo dan.
CORIFEO. Lo que ha dicho a propósito, señor, conviene que lo aprendas.
(A Hemón) Y tú igual de él; por ambas partes bien se ha hablado.
CREONTE Si, encima, los de mi edad vamos a tener que aprender a
pensar según el natural de jóvenes de la edad de éste.
HEMÓN No, en lo que no sea justo. Pero, si es cierto que soy joven,
también lo es que conviene mas en las obras fijarse que en la edad.
CREONTE. Valiente obra, honrar a los transgresores del orden!.
HEMÓN En todo caso, nunca dije que se debiera honrar a los malvados.
CREONTE. ¿Ah no? ¿Acaso no es de maldad que está ella enferma ?
HEMÓN. No es eso lo que dicen sus compatriotas tebanos.
CREONTE. Pero, ¿ es que me van a decir los ciudadanos lo que he de
mandar?
HEMÓN. ¿No ves que hablas como un joven inexperto?
CREONTE. ¿He de gobernar esta tierra según otros o según mi parecer?.
HEMÓN. No puede, una ciudad, ser solamente de un hombre.
CREONTE. La ciudad, pues, ¿no ha de ser de quien la manda ?.
HEMÓN A ti, lo que te iría bien es gobernar, tú solo, una tierra desierta.
CREONTE. (Al coro.) Está claro: se pone del lado de la mujer.
HEMÓN. Si, si tú eres mujer, pues por ti miro.
CREONTE. ¡Ay, miserable, y que oses procesar a tu padre!
HEMÓN. Porque no puedo dar por justos tus errores.
CREONTE. ¿Es, pues, un error que obre de acuerdo con mi mando?
HEMÓN. Si, porque lo injurias, pisoteando el honor debido a los dioses.
CREONTE ¡Infame, y detrás de una mujer!
HEMÓN Quizá, pero no podrás decir que me cogiste cediendo a
infamias.
CREONTE. En todo caso, lo que dices, todo, es a favor de ella.
HEMÓN. También a tu favor, y al mío, y a favor de los dioses
subterráneos.
CREONTE. Pues nunca te casarás con ella, al menos viva.
HEMÓN. Si, morirá, pero su muerte ha de ser la ruina de alguien.
CREONTE. ¿Con amenazas me vienes ahora, atrevido?
HEMÓN Razonar contra argumentos vacíos; en ello, ¿que amenaza
puede haber?
CREONTE. Querer enjuiciarme ha de costarte lágrimas: tú, que tienes
vacío el juicio.
HEMÓN. Si no fueras mi padre, diría que eres tú el que no tiene juicio.
CREONTE. No me fatigues mas con tus palabras, tú, juguete de una
mujer.
HEMÓN Hablar y hablar, y sin oír a nadie: ¿es esto lo que quieres?
CREONTE ¿Con que si, eh? Por este Olimpo, entérate de que no
añadirás a tu alegría el insultarme, después de tus reproches. (A unos
esclavos.) Traedme a aquella odiosa mujer para que aquí y al punto, ante
sus ojos, presente su novio, muera.
HEMÓN. Eso si que no: no en mi presencia; ni se te ocurra pensarlo, que
ni ella morirá a mi lado ni tú podrás nunca mas, con tus ojos, ver mi rostro
ante ti. Quédese esto para aquellos de los tuyos que sean cómplices de tu
locura.
Sale Hemón, corriendo.
CORIFEO. El joven se ha ido bruscamente, señor, lleno de cólera, y el
dolor apesadumbra mentes tan jóvenes.
CREONTE. Dejadle hacer: que se vaya y se crea mas que un hombre; lo
cierto es que a estas dos muchachas no las separará de su destino.
CORIFEO. ¿Cómo? Así pues, ¿piensas matarlas a las dos?
CREONTE. No a la que no tuvo parte, dices bien.
CORIFEO. Y, a Antígona, ¿que clase de muerte piensas darle?
CREONTE. La llevaré a un lugar que no conozca la pisada del hombre y,
viva, la enterraré en un subterráneo de piedra, poniéndole comida, solo la
que baste para la expiación, a fin de que la ciudad quede sin mancha de
sangre, enteramente. Y allí, que vaya con súplicas a Hades, el único dios
que venera: quizá logre salvarse de la muerte. O quizás, aunque sea
entonces, pueda darse cuenta de que es trabajo superfluo, respetar a un
muerto.
Entra Creonte en palacio.
CORO. Eros invencible en el combate, que te ensañas como en medio de
reses, que pasas la noche en las blandas mejillas de una jovencita y
frecuentas, cuando no el mar, rústicas cabañas. Nadie puede escapar de ti, ni
aun los dioses inmortales; ni tampoco ningún hombre, de los que un día
vivimos; pero tenerte a ti enloquece. Tú vuelves injustos a los justos y los
lanzas a la ruina; tú, que, entre hombres de la misma sangre, también esta
discordia has promovido, y vence el encanto que brilla en los ojos de la
novia al lecho prometida. Tú, asociado a las sagradas leyes que rigen el
mundo; va haciendo su juego, sin lucha, la divina Afrodita.
CORIFEO. Y ahora ya hasta yo me siento arrastrado a rebelarme contra
leyes sagradas, al ver esto, y ya no puedo detener un manantial de lágrimas
cuando la veo a ella, a Antígona, que a su tálamo va, pero de muerte.
Aparece Antígona entre dos esclavos de Creonte, con las manos atadas a la
espalda.
ANTÍGONA. Miradme, ciudadanos de la tierra paterna, que mi ultimo
camino recorro, que el esplendor del sol por ultima vez miro: ya nunca mas;
Hades, que todo lo adormece, viva me recibe en la playa de Aqueronte, sin
haber tenido mi parte en himeneos, sin que me haya celebrado ningún
himno, a la puerta nupcial… No. Con Aqueronte, voy a casarme. 1
CORÍFEO. Ilustre y alabada te marchas al antro de los muertos, y no
porque mortal enfermedad te haya golpeado, ni porque tu suerte haya sido
morir a espada. Al contrario, por tu propia decisión, fiel a tus leyes, en vida
y sola, desciendes entre los muertos al Hades.
ANTÍGONA. He oído hablar de la suerte tristísima de Níobe, la
extranjera frigia, hija de Tántalo, en la cumbre del Sípilo, vencida por la
piedra que allí brotó, tenazmente agarrada como hiedra. Y allí se con sume,
sin que nunca la dejen —así es fama entre los hombres— ni la lluvia ni el
frío, y sus cejas, ya piedra, siempre destilando, humedecen sus mejillas.
Igual, a igual qué ella, me adormece a mi el destino.
CORÍFEO. Pero ella era una diosa, de divino linaje, y nosotros mortales
y de linaje mortal. Pero, con todo, cuando estés muerta ha de oírse un gran
rumor: que tú, viva y después, una vez. muerta, tuviste tu sitio entre los
héroes próximos a los dioses.
ANTÍGONA ¡Ay de mi, escarnecida! ¿Por qué, por los dioses paternos,
no esperas a mi muerte y, en vida aún, me insultas?¡Ay, patria! ¡Ay,
opulentos varones de mi patria! ¡Ay, fuentes de Diroe! ¡Ay, recinto sagrado
de Tebas, rica en carros! También a vosotros, con todo, os tomo como
testigos de cómo muero sin que me acompañe el duelo de mis amigos, de
por qué leyes voy aun túmulo de piedras que me encierre, tumba hasta hoy
nunca vista. Ay de mi, mísera, que, muerta,. no podré ni vivir entre los
muertos; ni entre los vivos, pues, ni entre los muertos.
CORÍFEO. Superando a todos en valor, con creces, te acercaste sonriente
hasta tocar el sitial elevado de Dike, hija. Tú cargas con la culpa de algún
cargo paterno.
ANTÍGONA. Has tocado en mi un dolor que me abate: el hado de mi
padre, tres veces renovado como la tierra tres veces arada; el destino de
nuestro linaje todo de los ínclitos Lablácidas. ¡Ay, ceguera del lecho de mi
madre, matrimonio de mi madre desgraciada con mi padre que ella misma
había parido! De tales padres yo, infortunada, he nacido. Y ahora voy,
maldecida, sin casar, a compartir en otros sitios su morada. ¡Ay, hermano,
qué desgraciadas bodas obtuviste: tú, muerto, mi vida arruinaste hasta la
muerte!.
CORÍFEO. Ser piadoso es, si, piedad, pero el poder, para quien lo tiene a
su cargo, no es, en modo alguno, transgredible: tu carácter, que bien sabías,
te perdió
ANTÍGONA Sin que nadie me llore, sin amigos, sin himeneo,
desgraciada, me llevan por camino ineludible. Ya no podré ver, infortunada,
este rostro sagrado del sol, nunca más. Y mi destine quedará sin llorar, sin
un amigo que gima.
CREONTE (Ha saltado del palacio y se encara con los esclavos que
llevan a Antígona.) ¿No os dais cuenta de que, si la dejarais hablar, nunca
cesaría en sus lamentaciones y en sus quejas? Lleváosla, pues, y cuando la
hayáis cubierto en un sepulcro con bóveda, como os he dicho, dejadla sola,
desvalida; si ha de morir, que muera, y, si no, que haga vida de tumba en la
casa de muerte que os he dicho. Porque nosotros, en lo que concierne a esta
joven, quedaremos así puros, pero ella será así privada de vivir entre los
vivos.
ANTÍGONA. ¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada
que siempre más ha de guardarme! Hacia ti van mis pasos para encontrar a
los míos. De ellos, cuantioso número ha acogido ya Perséfona, todos de
miserable muerte muertos: de ellas, la mía es la ultima y la mas miserable;
también yo voy allí abajo, antes de que se cumpla la vida que. el destino me
había concedido; con todo, me alimento en la esperanza, al ir, de que me
quiera mi padre cuando llegue; sea bien recibida por ti, madre, y tú me
aceptes, hermano querido. Pues vuestros cadáveres, yo con mi mano los
lave, yo los arreglé sobre vuestras tumbas hice libaciones. En cuanto a ti,
Polinices, por observar el respeto debido a tu cuerpo, he aquí lo que
obtuve… Las personas prudentes no censuraron mis cuidados, no, porque,
ni se hubiese tenido hijos ni si mi marido hubiera estado consumiéndose de
muerte, nunca contra la voluntad del pueblo hubiera sumido este doloroso
papel. ¿Que en virtud de qué ley digo esto? Marido, muerto el uno, otro
habría podido tener, y hasta un hijo del otro nacido, de haber perdido el
mío. Pero, muertos mi padre, ya, y mi madre, en el Hades los dos, no hay
hermano que pueda haber nacido. Por esta ley, hermano, te honré a ti mas
que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible
atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin
boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar;
no, que así, sin amigos que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas
de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿ y cuál? ¿De qué
puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me
auxilie? El caso es que mi piedad me ha ganado el título de impía, y si el
título es valido para los dioses, entonces yo, que de ello soy tildada,
reconoceré mi error; pero si son los demás que van errados, que los males
que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia.
CORIFEO. Los mismos vientos impulsivos dominan aún su alma.
CREONTE. Por eso los que la llevan pagarán cara su demora
CORIFEO. Ay de mí, tus palabras me dicen que la muerte esta muy
cerca, si.
CREONTE. Y te aconsejo que en lo absoluto confíes en que para ella no
se ha de cumplir esto cabalmente. Los esclavos empujan a Antígona y ella
cede, lentamente, mientras va hablando.
ANTIGONA ¡ Oh tierra tebana, ciudad de mis padres! ¡ Oh dioses de mi
estirpe! Ya se me llevan, sin demora; miradme, ciudadanos principales de
Tebas: a mi, a la única hija de los reyes que queda; mirad qué he de sufrir, y
por obra de qué hombres. Y todo, por haber respetado la piedad. Salen
Antígona y los que la llevan.
CORO. También Dánae tuvo que cambiar la celeste luz por una cárcel
con puerta de bronce: allí encerrada, fue uncida al yugo de un tálamo
funeral. Y sin embargo, también era — ay, Antígona!— hija de ilustre
familia, y guardaba además la semilla de Zeus a ella descendida como
lluvia de oro. Pero es implacable la fuerza del destino. Ni la felicidad, ni la
guerra, ni una torre, ni negras naves al azote del mar sometidas, pueden
eludirlo. Fue uncido también el irascible hijo de Drías, el rey de los edonos;
por su cólera mordaz, Dioniso le sometió, como en coraza, a una prisión de
piedra; así va consumiéndose el terrible, desatado furor de su locura. El si
ha conocido al dios que con su mordaz lengua de locura había tocado,
cuando quería apaciguar a las mujeres que el dios poseía y detener el fuego
báquico; cuando irritaba a las Musas que se gozan en la flauta. Junto a las
oscuras Simplégades, cerca de los dos mares, he aquí la ribera del Bósforo y
la costa del tracio Salmideso, la ciudad a cuyas puertas Ares vio cómo de
una salvaje esposa recibían maldita herida de ceguera los dos hijos de
Fineo, ceguera que pide venganza en las cuencas de los ojos que manos
sangrientas reventaron con puntas de lanzadera. Consumiéndose, los
pobres, su deplorable pena lloraban, ellos, los hijos de una madre tan mal
maridada; aunque por su cuna remontara a los antiguos Erectidas, a ella que
fue criada en grutas apartadas, al azar de los vientos paternos, hija de un
dios, Boréada, veloz como un corcel sobre escarpadas colinas, también a
ella mostraron su fuerza las Moiras, hija mía.
Ciego y muy anciano, guiado por un lazarillo, aparece, corriendo casi,
Tiresias.
TIRESIAS. Soberanos de Tebas, aquí llegamos dos que el común camino
mirábamos con los ojos de solo uno: esta forma de andar, con un guía, es,
en efecto, la que cuadra a los ciegos.
CREONTE Que hay de nuevo, anciano Tiresias?
TIRESIAS. Ya te lo explicaré, y cree lo que te diga el adivino.
CREONTE Nunca me aparté de tu consejo, hasta hoy al menos.
TIRESIAS. Por ello rectamente has dirigido la nave del estado.
CREONTE Mi experiencia puede atestiguar que tu ayuda me ha sido
provechosa.
TIRESIAS. Pues bien, piensa ahora que has llegado a un momento
crucial de tu destine.
CREONTE. ¿Qué pasa? Tus palabras me hacen temblar.
TIRESIAS. Lo sabrás, al oír las señales que sé por mi arte; estaba yo
sentado en el lugar en donde, desde antiguo, inspecciono las aves, lugar de
reunión de toda clase de pájaros, y he aquí que oigo un hasta entonces
nunca oído rumor de aves: frenéticos, crueles gritos ininteligibles. Me di
cuenta que unos a otros, garras homicidas, se herían: esto fue lo que deduje
de sus estrepitosas alas; al punto, amedrentarlo, tanteé con una victima en
las encendidas aras, pero Hefesto no elevaba la llama; al contrario, la grasa
de los muslos caía gota a gota sobre la ceniza y se consumía, humeante y
crujiente; las hieles esparcían por el aire su hedor; los muslos se quemaron,
se derritió la grasa que los cubre. Todo esto —presagios negados, delitos
que no ofrecen señales— lo supe por este muchacho: él es mi guía, como yo
lo soy de otros. Pues bien, es el caso que la ciudad está enferma de estos
males por tu voluntad, porque nuestras aras y nuestros hogares están llenos,
todos, de la comida que pájaros y perros han hallado en el desgraciado hijo
de Edipo caído en el combate. Y los dioses ya no aceptan las súplicas que
acompañan. al sacrificio y los muslos no llamean. Ni un pájaro ya deja ir
una sola serial al gritar estrepitoso, aciados como están en sangre y grosura
humana. Recapacita, pues, en todo eso, hijo. Cosa común es, si,
equivocarse, entre los hombres, pero, cuando uno yerra, el que no es
imprudente ni infeliz, caído en el mal, no se está quieto e intenta levantarse;
el orgullo un castigo comporta, la necedad. Cede, pues, al muerto, no te
ensañes en quien tuvo ya su fin: ¿qué clase de proeza es rematar a un
muerto? Pensando en tu bien te digo que cosa dulce es aprender de quien
bien te aconseja en tu provecho.
CREONTE Todos, anciano, como arqueros que buscan el blanco, buscáis
con vuestras flechas a este hombre (se señala a si mismo) ni vosotros, los
adivinos, dejais de atacarme con vuestra arte: hace ya tiempo que los de tu
familia me vendisteis como una mercancía. Allá con vuestras riquezas:
comprad todo el oro blanco de Sardes y el oro de la India. Pero a él no lo
veréis enterrado ni si las águilas de Zeus quieren su pasto hacerle y lo
arrebatan hasta el trono de Zeus; ni así os permitiré enterrarlo, que esta
profanación no me da miedo; no, que bien sé yo que ningún hombre puede
manchar a los dioses. En cuanto a ti, anciano Tiresias, hasta los mas hábiles
hombres caen, e ignominiosa es su caída cuando en bello ropaje ocultan
infames palabras para servir a su avaricia. TIRESIAS. Ay, ¿hay algún
hombre que sepa, que pueda decir…
CREONTE. ¿Qué? ¿Con qué máxima, de todas sabida, vendrás ahora?
TIRESIAS… .en que medida la mayor riqueza es tener juicio?
CREONTE. En la medida justo, me parece, en que el mal mayor es no
tenerlo.
TIRESIAS. Y, sin embargo, tú naciste de esta enfermedad cabal enfermo.
CREONTE. No quiero responder con injurias al adivino.
TIRESIAS. Con ellas me respondes cuando dices que lo que vaticino yo
no es cierto.
CREONTE. Sucede que la familia toda de los adivinos es muy amante
del dinero.
TIRESIAS. Y que gusta la de los tiranos de riquezas mal ganadas.
CREONTE ¿Te das cuenta de que lo que dices lo dices a tus jefes?
TIRESIAS. Si, me doy cuenta, porque si mantienes a salvo la ciudad, a
mi lo debes.
CREONTE Tú eres un sagaz agorero, pero te gusta la injusticia.
TIRESIAS. Me obligarás a decir lo que ni el pensamiento debe mover.
CREONTE. Pues muévelo, con tal de que no hables por amor de tu
interés.
TIRESIAS. Por la parte que te toca, creo que así será.
CREONTE. Bien, pero has de saber que mis decisiones no pueden
comprare.
TIRESIAS. Bien está, pero sepas tú, a tu vez, que no vas a dar muchas
vueltas, émulo del sol, sin que, de tus propias entrañas, des un muerto, en
compensación por los muertos que tú has enviado allí abajo, desde aquí
arriba, y por la vida que indecorosamente has encerrado en una tumba,
mientras tienes aquí a un muerto que es de los dioses subterráneos, y al que
privas de su derecho, de ofrendas y de piadosos ritos. Nada de esto es de tu
incumbencia, ni de la de los celestes dioses; esto es violencia que tú les
haces. Por ello, destructoras, vengativas, te acechan ya las divinas,
mortíferas Erinis, para cogerte en tus propios crímenes. Y ve reflexionando,
a ver si hablo por dinero, que, dentro no de mucho tiempo, se oirán en tu
casa gemidos de hombres y de mujeres, y se agitarán de enemistad las
ciudades todas los despojos de cuyos caudillos hayan llegado a ellas —
impuro hedor— llevadas por perros o por fieras o por alguna alada ave que
los hubiera devorado. Porque me has azuzado, he aquí los dardos que te
mando, arquero, seguros contra tu corazón; no podrás, no, eludir el ardiente
dolor que han de causarte. (Al muchacho que le sirve de guía) Llévame a
casa, hijo, que desahogue éste su cólera contra gente más joven y que
aprenda a alimentar su lengua con mas calma y a pensar mejor de lo que
ahora piensa. Sale Tiresias con el lazarillo.
CORIFEO. Se ha ido, señor, dejándonos terribles vaticinios. Y sabemos
—desde que estos cabellos, negros antes, se vuelven ya blancos— que
nunca ha predicho a la ciudad nada que no fuera cierto.
CREONTE. También yo lo sé y tiembla mi espíritu; porque es terrible, si,
ceder, pero también lo es resistir en un furor que acabe chocando con un
castigo enviado por los dioses.
CORIFEO. Conviene que reflexiones con tiento, hijo de Meneceo.
CREONTE. ¿Qué he de hacer? Habla, que estoy dispuesto a obedecerte.
CORIFEO. Venga, pues: saca a Antígona de su subterránea morada, y al
muerto que yace abandonado levántale una tumba.
CREONTE. Esto me aconsejas? ¿Debo, pues, ceder, según tu?
CORIFEO. Si, y lo antes posible, señor. A los que perseveran en errados
pensamientos les cortan el camino los daños que, veloces, mandan los
dioses.
CREONTE. Ay de mi: a duras penas pero cambio de idea sobre lo que he
de hacer; no hay forma de luchar contra lo que es forzoso.
CORIFEO. Ve pues, y hazlo; no confíes en otros.
CREONTE. Me voy, si, así mismo, de inmediato. Va, venga, siervos, los
que estáis aquí y los que no estáis, rápido, proveeros de palas y subid a
aquel lugar que se ve allí arriba. En cuanto a mi, pues así he cambiado de
opinión, lo que yo mismo ate, quiero yo al presente desatar, porque me
temo que lo mejor no sea pasar toda la vida en la observancia de las leyes
instituidas.
CORO. Dios de múltiples advocaciones, orgullo de tu esposa cadmea,
hijo de Zeus de profundo tronar, tú que circundas de viñedos Italia y reinas
en la falda, común a todos, de Deo en Eleusis, oh tú, Baco, que habitas la
ciudad madre de las bacantes, Tebas, junto a las húmedas corrientes del
Ismeno.y sobre la siembra del feroz dragón. A ti te ha visto el humo,
radiante como el relámpago, sobre la bicúspide peña, allí donde van y
vienen las ninfas coricias, tus bacantes, y te ha visto la fuente de Castalia.
Te envían las lomas frondosas de hiedra y las cumbres abundantemente
orilladas de viñedos de los monjes de Nisa, cuando visitas las calles de
Tebas, la ciudad que, entre todas, tú honras como suprema, tú y Semele, tu
madre herida por el rayo. Y ahora, que la ciudad entera está poseída por
violento inal, acude, atraviesa con tu pie, que purifica cuanto toca, o la
pendiente del Parnaso o el Euripo, ruidoso estrecho ó, tú, que diriges la
danza de los astros que exhalan fuego, que presides nocturnos clamores,
hijo, estirpe de Zeus, muéstrate ahora, señor, con las tíadas que son tu
comitiva, ellas que en torno a ti, enloquecidas danzan toda la noche,
llamándote Yacco, el dispensador.
MENSAJERO Vecinos del palacio que fundaron Cadmo y Anfión, yo no
podría decir de un hombre, durante su vida, que es digno de alabanza o de
reproche; no, no es posible, porque el azar levanta y el azar abate al
afortunado y al desafortunado, sin pausa. Nadie puede hacer de adivino
porque nada hay fijo para los mortales. Por ejemplo Creonte —me parece—
era digno de envidia: había salvado de sus enemigos a esta tierra de Cadmo,
se había hecho con todo el poder, sacaba adelante la ciudad y florecía en la
noble siembra de sus hijos. Pero, de todo esto, ahora nada queda; porque, si
un hombre ha de renunciar a lo que era su alegría, a éste no le tengo por
vivo: como un muerto en vida, al contrario, me parece. Si, que acreciente su
heredad, si le place, y a lo grande, y que viva con la dignidad de un tirano;
pero, si esto ha de ser sin alegría, todo junto yo no lo compraba ni al precio
de la sombra del humo, si ha de ser sin comento, Se abre la puerta de
palacio e, inadvertida por los de la escena, aparece Eurídice, esposa de
Creonte, con unas doncellas.
CORIFEO ¿Cuál es este infortunio de los reyes que vienes a traernos?
MENSAJERO Murieron. Y los responsables de estas muertes son los
vivos.
CORIFEO. ¿Quién mató y quién es el muerto? Habla.
MENSAJERO Hemón ha perecido, y él de su propia mano ha vertido su
sangre.
CORIFEO. ¿Por mano de su padre o por la suya propia?
MENSAJERO. El mismo y por su misma mano: irritada protesta contra
el asesinato perpetrado por su padre. Desaparecen tras la puerta Eurídice y
las doncellas.
CORIFEO. ¡Oh adivino, cuán de cabal adivino fueron tus palabras!
MENSAJERO Pues esto es así, y podéis ir pensando en lo otro. Tras un
breve silencio, reaparece Eurídice que baja hasta la mitad de la escalinata y
luego se acerca hasta ellos para oír el discurso del mensajero.
CORIFEO. Ahora veo a la infeliz Eurídice, la esposa de Creonte, que
sale de palacio, quizá para mostrar su duelo por su hijo o acaso por azar.
EURÍDICE. Algo ha llegado a mi de lo que hablabais, ciudadanos aquí
reunidos, cuando estaba para salir con ánimo de llevarle mis votos a la
diosa Palas; estaba justo tanteando la cerradura de la puerta, para abrirla, y
me ha venido al oído el rumor de un mal para mi casa; he caído de espaldas
en brazos de mis esclavas y he quedado inconsciente; sea la noticia la que
sea, repetídmela: no estoy poco avezada al infortunio y sabré oírla.
MENSAJERO. Yo estuve allí presente, respetada señora, y te diré la
verdad sin omitir palabra; total, ¿para que ablandar una noticia, si luego he
de quedar como embustero? La verdad es siempre el camino mas recto. Yo
he acompañado como guía a tu marido hacia lo alto del llano, donde yacía
aún sin piedad, destrozo causado por los perros, el cadáver de Polinices.
Hemos hecho una súplica a la diosa de los caminos y a Plutón, para que nos
fueran benévolos y detuvieran sus iras; le hemos dado un baño purificador,
hemos cogido ramas de olivo y quemado lo que de él quedaba; hemos
amontonado tierra patria hasta hacerle un túmulo bien alto. Luego nos
encaminamos a donde tiene la muchacha su tálamo nupcial, lecho de piedra
y cueva de Hades. Alguien ha oído ya, desde lejos, voces, agudos lamentos,
en torno a la tumba a la que faltaron fúnebres honras, y se acerca a nuestro
amo Creonte para hacérselo notar; éste, conforme se va acercando, mas le
llega confuso rumor de quejumbrosa voz; gime y, entre sollozos, dice estas
palabras: "Ay de mi, desgraciado, soy acaso adivino? ¿Por ventura recorro
el mas aciago camino de cuantos recorrí en mi vida? Es de mi hijo esta voz
que me acoge. Venga, servidores, veloces, corred, plantaros en la tumba,
retirad una piedra, meteros en el túmulo por la abertura, hasta la boca
misma de la cueva y atenciónn: fijaros bien si la voz que escucho es la de
Hemón o si se trata de un engaño que los dioses me envían." Nosotros, en
cumplimiento de lo que nuestro desalentado jefe nos mandaba, miramos, y
al fondo de la caverna, la vimos a ella colgada por el cuello, ahogada por el
lazo de hilo hecho de su fino velo, y a él caído a su vera, abrazándola por la
cintura, llorando la perdida de su novia, ya muerta, el crimen de su padre y
su amor desgraciado. Cuando Creonte le ve, lamentables son sus quejas: se
acerca a él y le llama con quejidos de dolor: "Infeliz, ¿qué has hecho? ;Que
pretendes? ¿Qué desgracia te ha pprivado de razón? Sal, hijo, sal; te lo
ruego, suplicante." Pero su hijo le miró de arriba a abajo con ojos terribles,
le escupió en el rostro, sin responderle, y desenvainó su espada de doble
filo. Su padre, de un salto, esquiva el golpe: él falla, vuelve su ira entonces
contra si mismo, el desgraciado; como va, se incliina, rígido, sobre la
espada y hasta la mitad la clava en sus costillas; aún en sus cabales, sin
fuerza ya en su brazo, se abraza a la muchacha; exhala súbito golpe de
sangre y ensangrentada deja la blanca mejilla de la joven; allí queda,
cadáver al lado de un cadáver; que al final, mísero, logró su boda, pero ya
en el Hades: ejemplo para los mortales de hasta qué punto el peor mal del
hombre es la irreflexión. Sin decir palabra, sube Eurídice las escaleras y
entra en palacio.
CORIFEO. ¿Por qué tenías que contarlo todo tan exacto? La reina se ha
marchado sin decir palabra, ni para bien ni para mal?
MENSAJERO. También yo me he extrañado, pero me alimento en la
esperanza de que, habiendo oído la triste suerte de su hijo, no haya creído
digno llorar ante el pueblo: allí dentro, en su casa, mandará a las esclavas
que organicen el duelo en la intimidad. No le falta juicio, no, y no hará nada
mal hecho.
CORIFEO. No sé: a mí el silencio así, en demasía, me parece un exceso
gravoso, tanto como el griterío en balde.
MENSAJERO Si, vamos, y, en entrando, sabremos si esconde en su
animoso corazón algún resuelto designio; porque tú llevas razón: en tan
silencioso reaccionar hay algo grave. Entra en palacio. Al poco, aparece
Creonte con su séquito, demudado el semblante, y llevando en brazos el
cadáver de su hijo.
CORIFEO. Mirad, he aquí al rey que llega con un insigne monumento en
sus brazos, no debido a ceguera de otros, sino a su propia falta.
CREONTE. Ió, vosotros que véis, en un mismo linaje, asesinos y
víctimas: mi obstinada razón que no razona, ¡oh errores fatales! ¡Ay, mis
órdenes, que desventura! Ió, hijo mío, en tu juventud —¡prematuro destino,
ay ay, ay ay!— has muerto, te has marchado, por mis desatinos, que no por
los tuyos.
CORIFEO. ¡Ay, que muy tarde me parece que has visto lo justo!
CREONTE. ¡Ay, mísero de mi! ¡Sí, ya he aprendido! Sobre mi cabeza —
pesada carga— un dios ahora mismo se ha dejado caer, ahora mismo, y por
caminos de violencia me ha lanzado, batiendo, aplastando con sus pies lo
que era mi alegría, ¡Ay, ay! jló, esfuerzos, desgraciados esfuerzos de los
hombres!
MENSAJERO (Sale ahora de palacio.) Señor, la que sostienes en tus
brazos es pena que ya tienes, pero otra tendrás en entrando en tu casa; me
parece que al punto la verás.
CREONTE. ¿Cómo? ¿Puede haber todavía un mal peor que éstos?
MENSAJERO Tu mujer, cabal madre de este muerto (señalando a
Hemón), se ha matado: recientes aún las heridas que se ha hecho,
desgraciada.
CREONTE. Ió, ió, puerto infernal que purificación alguna logró aplacar,
¿por qué me quieres, por que quieres matarme? (Al mensajero.) Tú, que me
has traído tan malas, penosas noticias, ¿cómo es esto que cuentas? ¡Ay, ay,
muerto ya estaba y me rematas! ¿Qué dices, muchacho, que dices de una
nueva víctima? Víctima —ay, ay, ay, ay— que se suma a este azote de
muertes: ¿mi mujer yace muerta? Unos esclavos sacan de palacio el cadáver
de Eurídice.
CORIFEO. Tú mismo puedes verla: ya no es ningún secreto.
CREONTE. Ay de mi, infortunado, que veo cómo un nuevo mal viene a
sumarse a este: ¿qué, pues?¿Qué destino me aguarda? Tengo en mis brazos
a mi hijo que acaba de morir, mísero de mi, y ante mi veo a otro muerto.
¡Ay, ay, lamentable suerte, ay, del hijo y de la madre!
MENSAJERO Ella, de afilado filo herida, sentada al pie del altar
doméstico, ha dejado que se desate la oscuridad en sus ojos tras llorar la
suerte ilustre del que antes murió, Meneceo, y la de Hemón, y tras implorar
toda suerte de infortunios para el asesino de sus hijos.
CREONTE. ¡Ay, ay! ¡Ay, ay, que me siento transportado por el pavor!
¿No viene nadie a herirme con una espada de doble filo, de frente? ¡Mísero
de mi, ay ay, a que mi será desventura estoy unido!
MENSAJERO Según esta muerta que aquí está, el culpable de una y otra
muerte eras tú.
CREONTE Y, ella ¿de qué modo se abandonó a la muerte?
MENSAJERO Ella misma, con su propia mano, se golpeó en el pecho así
que se enteró del tan lamentable infortunio de su hijo.
CREONTE. ¡Ay! ¡Ay de mi! De todo, la culpa es mía y nunca podrá
corresponder a ningún otro hombre. Si, yo, yo la mate, yo, infortunada. Y
digo la verdad. ¡Ió! Llevadme, servidores, lo más rápido posible, moved los
pies, sacadme de aquí: a mi, que ya no soy mas que quien es nada.
CORIFEO. Esto que pides te será provechoso, si puede haber algo
provechoso entre estos males. Las desgracias que uno tiene que afrontar,
cuanto más brevemente mejor.
CREONTE. ¡Que venga, que venga, que aparezca, de entre mis días, el
ultimo, el que me lleve a mi postrer destino! ¡Que venga, que venga! Así
podré no ver ya un nuevo día.
CORIFEO Esto llegará a su tiempo, pero ahora, con actos conviene
afrontar lo presente: del futuro ya se cuidan los que han de cuidarse de él.
CREONTE. Todo lo que deseo está contenido en mi plegaria.
CORIFEO Ahora no hagas plegarias. No hay hombre que pueda eludir lo
que el destino le ha fijado.
CREONTE. (A sus servidores.) Va, moved los pies, llevaos de aquí a este
fatuo (por él mismo). (Imprecando a los dos cadáveres.) Hijo mío, yo sin
quererlo te he matado y a ti también, esposa, mísero de mi… Ya no sé ni
cuál de los dos inclinarme a mirar. Todo aquello en que pongo mano sale
mal y sobre mi cabeza se ha abatido un destino que no hay quien lleve a
buen puerto Sacan los esclavos a Creonte, abatido, en brazos. Queda en la
escena sólo con el coro; mientras desfila, recita el final el corifeo.
CORIFEO Con mucho, la prudencia es la base de la felicidad. Y, en lo
debido a los dioses, no hay que cometer ni un desliz. No. Las palabras
hinchadas por el orgullo comportan, para los orgullosos, los mayores
golpes; ellas, con la vejez, enseñan a tener prudencia.
FIN
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Antígona
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