El Hombre de Arena-E. T. A. Hoffmann
El Hombre de Arena-E. T. A. Hoffmann
El Hombre de Arena-E. T. A. Hoffmann
¡E !
E. T. A. H
P : 1817
F : :// . .
Nataniel a Lotario
Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les
escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal
torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen
angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma.
Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro
encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos
transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como
antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría
haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que
hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso
se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un
destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes
negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo
que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con
pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario,
cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me
sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma
terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero
ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En
pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia
intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días,
concretamente el de octubre a mediodía, un vendedor de
barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré
nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó
al instante.
Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han
marcado profundamente mi vida conceden relevancia a este
insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis
fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de
mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento
de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas
chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se los suplico!
Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los
conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como
Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.
Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a
mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo.
Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se
servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al
despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa
redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza.
Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo
apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba
encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo
cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos
daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su
sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos
como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste,
y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos niños, a la
cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar… ! ¡ya lo oigo!» Y, en
efecto, se oía entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía
ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo
más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras
nos acompañaba:
-¡Oye mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos
aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?
-No existe tal Hombre de Arena, cariño -me respondió mi madre-.
Cuando digo "viene el Hombre de Arena" quiero decir que tienen
que ir a la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente
como si alguien les hubiera tirado arena a los ojos.
La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación
adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de
Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las
escaleras.
Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia
de este hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más
pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje.
-¡Ah mi pequeño Nataniel! -me contestó-, ¿no lo sabes? Es un
hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse
a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos
llorar sangre. Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna
creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen
picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a
picotazos.
Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi
espíritu de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las
escaleras retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de
ansiedad y de horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme
estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de Arena!
¡El Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible
aparición me atormentaba durante toda la noche.
Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del
Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según
la contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el
Hombre de Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El
terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al despacho de mi
padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus
visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No podía
acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel
desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi
padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de preguntarle
a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el
misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí
con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo
de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente.
Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias
de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las
escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de Arena que
dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las
paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años,
mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no
lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el
desconocido se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación
lo oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después me
parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La
curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía
en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya
se había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada,
pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la
posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un
deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y
esperar allí mismo al Hombre de Arena.
Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi
madre supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté
un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui
a esconderme detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus
goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde
el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron
apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta
del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, en
silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a esconderme
detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban
colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más
cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El
corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta,
un paso sonoro, un golpe violento en el picaporte, los goznes giran
ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el
Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de
las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de Arena, el terrible Hombre
de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a veces se sienta a
nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me hubiera
causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un
hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una
tez mate, cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes
como los de los gatos y una nariz gigantesca que desciende
bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida se encorva
aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas
y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus
dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un traje color
ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del
mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su
corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles
pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a
perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá
en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo.
Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo que
más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos
velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia algún objeto, nos
guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y se
complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra
madre había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él
gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya
saborear por asco y repulsión las golosinas que él había rozado. Lo
mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro padre nos servía un
vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y lo
acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo
sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves sollozos.
Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos
estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda
nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que
envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi
madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius,
pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su
despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría
gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste
perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus
desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos
favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.
Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro
podía haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya
no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los
niños a la luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una
odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se
presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable,
eterno.
Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a
riesgo de ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió
alegremente a Coppelius.
-¡Vamos! ¡al trabajo! -exclamó el otro con voz sorda quitándose la
levita.
Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron
unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario
empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno.
Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran
cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella
claridad. Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había
operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y
terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su
fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a
Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los
carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras
humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras,
profundas, horribles.
-¡Ojos, ojos! -gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.
Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces
Coppelius me cogió.
-¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! -dijo haciendo crujir los
dientes de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno,
cuya llama prendía ya mis cabellos.
-Ahora -exclamó- ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos
de niño! -Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones
ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con
las manos juntas, le imploró:
-¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!
Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.
-Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo
en el mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente
el mecanismo de sus pies y de sus manos.
Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros,
que crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de
otra.
-¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha
entendido perfectamente!
Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo
se volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó
todo mi ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó
sobre mi rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre
estaba inclinada sobre mí.
-¿Está aquí el Hombre de Arena? -balbucí.
-No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.
Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón
al niño querido que le era devuelto.
¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido
Lotario? Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La
ansiedad y el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí
durante algunas semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?»
Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo
de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de
mi infancia; después te habrás convencido de que no hay que
acusar a mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues
un sombrío destino ha levantado una densa nube ante todos los
objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.
Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la
ciudad.
Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e
invariable costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda.
Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas
que le habían sucedido en los viajes de su juventud. En el momento
en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta
de la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo
hasta las escaleras.
-¡Es Coppelius! -dijo mi madre palideciendo.
-Sí, es Coppelius -repitió mi padre con voz entrecortada.
Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:
-¡Padre! ¿es preciso?
-Por última vez -respondió-. Viene por última vez, te lo juro. Ve
con los niños. Buenas noches.
Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome
inmóvil, me cogió del brazo.
-Ven, Nataniel -me dijo-. Me dejé llevar a mi habitación-. Estate
tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! -me dijo al irse. Pero un terror
invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso
Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome
hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media noche
cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de
fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por
delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró
estrepitosamente de un porrazo.
-¡Es Coppelius! -grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos;
corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se
respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:
-¡El señor! El señor!
Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto,
con la cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor,
clamaban y gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su
marido.
-¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! -grité.
Y caí sin sentido. Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo
en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como
lo fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor,
pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a
la condenación eterna.
La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó
sensación, y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo,
requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de
la ciudad sin dejar rastro.
Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era
otro sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me
produjo tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje,
pero los rasgos de Coppelius están demasiado profundamente
marcados en mi alma como para poder equivocarme. Además,
Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí -
según tengo oído-, por un mecánico piamontés llamado Giuseppe
Coppola.
Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase.
No digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la
encantadora Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.
Queda con Dios, etcétera.
Clara a Nataniel
Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin
embargo, que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues
pensabas vivamente en mí cuando, queriendo enviar tu última carta
a mi hermano Lotario, la suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría
y sólo me di cuenta de mi error al ver estas palabras: «¡Ay, mi
querido Lotario!» Sin duda no debería haber seguido leyendo y debí
entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has reprochado
entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo que
si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una
cortina mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas
ante mis ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada causa que
ha turbado tu vida. Separación eterna, no verte nunca más, este
presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y volví a
leer. Tu descripción del repugnante Coppelius es horrible. Así he
sabido la forma cruel en que murió tu anciano y venerable padre. Mi
hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó tranquilizarme,
sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros Giuseppe Coppola
me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado, con
terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de
pronto, desde la mañana siguiente, todo me parece distinto. No
estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de
tus funestos presentimientos sobre Coppelius no se altera mi
serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso. Las
cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti mismo, el
mundo exterior y real tiene poco que ver. El viejo Coppelius sin duda
era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto producía en
ustedes, niños, verdadero horror hacia él.
El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación
infantil al viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta,
permaneció en ti como un fantasma de tus primeros años. Sus
entrevistas nocturnas con tu padre no tenían otro objeto que realizar
experimentos de alquimia, cosa que afligía a tu madre pues
posiblemente costaba mucho dinero; y aquella ocupación, además
de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de sabiduría, lo
apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su
muerte por imprudencia suya, y Coppelius no es culpable. ¿Creerías
que ayer pregunté a un viejo vecino boticario si los experimentos
químicos podían causar explosiones mortales? Asintió
describiéndome largamente a su manera cómo se hacían tales
cosas, citándome gran número de palabras extrañas que no he
podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu Clara;
dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los
que tantas veces abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella
percibe tan sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra como
un niño a la vista de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal
veneno.»
¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el
sentimiento de un poder enemigo que se agita de manera funesta
sobre nuestro ser, no puede penetrar en las almas sonrientes y
serenas? Perdóname si yo, una simple jovencita, intento expresar lo
que siento ante la idea de una lucha semejante. Quizá no encuentro
las palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis pensamientos, sino
de mi torpeza para expresarlos. Si realmente existe un poder oculto
que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para
cogernos y arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos
evitado, si tal fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos,
pues sólo así ganará nuestra confianza y un lugar en nuestro
corazón, lugar que necesita para realizar su obra. Si tenemos la
suficiente firmeza, el valor necesario para reconocer el camino hacia
el que deben conducirnos nuestra vocación y nuestras inclinaciones,
para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá
en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También es
cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos
entregamos crea con frecuencia en nosotros imágenes tan
atrayentes que nosotros mismos producimos el engaño que nos
consume. Es el fantasma de nuestro propio Yo cuya influencia
mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno o nos conduce al
cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo hemos
hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber
escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen
sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no las
entiendo del todo bien, sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me
parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu pensamiento
al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Coppola.
Convéncete de que esas extrañas figuras no tienen influencia sobre
ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve enemigas. Si
cada línea de tu carta no expresara la profunda exaltación de tu
espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón, podría
bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista.
¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y
arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu
sueño. No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que
no podrían estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.
Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.
Nataniel a Lotario
Me resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi
negligencia, haya roto el sello de mi carta y la haya leído. Me ha
escrito una epístola llena de una profunda filosofía, según la cual me
demuestra explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en
mi interior y que se trata de fantasmas de mi Yo que se verán
reducidos a polvo en cuanto los reconozca como tales. Uno jamás
podría imaginar que el espíritu que brilla en sus claros y
estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan inteligente y
pueda razonar de una forma tan metódica. Se apoya en tu
autoridad. ¡Han hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso
de lógica para que pueda ver las cosas con claridad y
razonadamente. ¡Déjalo! Además, es cierto que el vendedor de
barómetros Coppola no es el viejo abogado Coppelius. Asisto a las
clases de un profesor de física de origen italiano que acaba de llegar
a la ciudad, un célebre naturalista llamado Spalanzani. Conoce a
Coppola desde hace muchos años y, por otra parte, es fácil observar
su acento piamontés. Coppelius era alemán, pero no un alemán
honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú y Clara pueden
seguir considerándome un sombrío soñador, pero no puedo apartar
de mí la impresión que Coppola y su espantoso rostro causaron en
mí. Estoy contento de que haya abandonado la ciudad, según dice
Spalanzani. Este profesor es un personaje singular, un hombre
rechoncho, de pómulos salientes, nariz puntiaguda y ojos pequeños
y penetrantes. Te lo podrías imaginar mejor que con mi descripción
mirando el retrato de Cagliostro realizado por Chodowiecki y que
aparece en cualquier calendario berlinés; así es Spalanzani. Hace
unos días, subiendo a su apartamento, observé que una cortina que
habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un poco separada.
Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través del cristal.
Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta, magníficamente
vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa
pequeña. Estaba situada frente a la puerta, y de este modo pude
contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la
miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si
durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal que corrí a
meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más tarde supe
que la persona que había visto era la hija de Spalanzani, llamada
Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie puede
acercarse a ella. Esta medida debe ocultar algún misterio, y Olimpia
tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas cosas?
Podría contártelas personalmente. Debes saber que dentro de dos
semanas estaré con ustedes. Tengo que ver a mi ángel, a mi Clara.
Entonces podrá borrarse la impresión que se apoderó de mí (lo
confieso) al leer su carta tan fatal y razonable. Por eso no le escribo
hoy.
Mil abrazos, etcétera.