La Ocupación Francesa y Las Abdicaciones de Bayona

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LA OCUPACIÓN FRANCESA Y LAS ABDICACIONES DE BAYONA

Un nuevo rey vigilado por un ejército extranjero.


El motín de Aranjuez y las primeras medidas adoptadas por el nuevo rey no pueden hacernos olvidar la presencia en la Península
de tropas extranjeras en número cercano a los 70.000 hombres. La supuesta voluntad popular triunfante tras el motín, o la febril
actividad inicial del nuevo monarca y su entorno, premiando, castigando y en general buscando congraciarse con el mayor
número posible de personas, se ejercía en realidad bajo un régimen de libertad vigilada. Esta ocupación del territorio, que no
había suscitado reacciones por los motivos antes mencionados, permitía a Napoleón seguir siendo el árbitro, a pesar de los
aparentes cambios. El ambicioso general Murat, duque de Berg, era el jefe militar que estaba al frente de las tropas francesas en
la Península. Actuaciones anteriores de Bonaparte respecto a otras monarquías, así como sus relaciones familiares se había
convertido en su cuñado— le hicieron albergar esperanzas de hacerse con la Corona que tan precariamente ceñía Fernando VII.
Era un peón más que añadir a los ya presentes en el tablero: Carlos, María Luisa, Godoy y Fernando. Napoleón supo moverlos
con gran habilidad, replanteándose su estrategia hacia España en función de los acontecimientos. Con la llegada de Murat a
Madrid el 23 de marzo, un día antes que el propio Fernando, los principales protagonistas de las lamentables intrigas que
llevarían a las abdicaciones de Bayona tomaban posiciones. Los miedos de los antiguos reyes por su seguridad y la de su valido,
expresadas a Murat a través de una carta de la antigua reina de Etruria, proporcionaron a éste una oportunidad para iniciar sus
maniobras diplomáticas en pro de sus intereses personales. Para ello consiguió de Carlos un documento en que éste declaraba
nulo su decreto del 19 marzo abdicando en favor de su hijo. Con ello ambos monarcas, padre e hijo, veían igual/ debilitada su
situación, abriendo de nuevo la discusión sobre la legitimidad. Sin embargo, el emperador no dejó en manos de su cuñado la
solución de este pleito que abría una nueva expectativa: obtener de forma pacífica y diplomática lo que en última instancia
también podía reclamar con la fuerza de su ejército. .
«Señor mi hermano VM sabrá sin duda con pena los sucesos de Aranjuez y sus resultas; y no verá con indiferencia a un rey que, forzado a
renunciar a la corona, acude a ponerse en los brazos de un gran monarca aliado suyo, subordinándose totalmente a la disposición del único
que puede darle su felicidad, la de toda su familia y la de sus fieles vasallos» (Carta de Carlos IV a Napoleón, Aranjuez, 23 de marzo de 1808).
El 7 abril llegó a Madrid el general Savary como enviado especial de Napoleón con misión de convencer a Fernando de necesidad
de reunión entre ambos soberanos para asegurar el apoyo francés a la causa fernandina. El joven rey no tenía mucha elección,
por lo que tres días después iniciaba un viaje hacia el norte que, aunque él aún no lo sabía, terminaría al otro lado de la frontera
El 20 de abril Fernando VII cruzó el Bidasoa.
Nunca lo dudó Murat, quien en carta a Napoleón informaba de la partida de Fernando acompañado de Savary, quien «l...] será
dueño de su persona, puesto que le escoltan nuestras tropas...». La diplomacia y las buenas palabras de Savary iban de la mano
de la fuerza que proporcionaban los hombres mandados por el duque de Berg. Una Junta Suprema de Gobierno, presidida por el
infante don Antonio, y compuesta por algunos de los antiguos ministros de Fernando, quedaba en Madrid, en un vano intento
de cubrir el vacío de poder. Su situación era muy difícil. Carecía de instrucciones precisas, si exceptuamos la recomendación de
intentar mantener con las tropas ocupantes unas buenas relaciones, cada vez más en peligro por los excesos de los soldados y el
descontento que se extendía entre el pueblo ante el viaje de Fernando, la entrega de Godoy a los franceses y los rumores del
retorno de Carlos al trono. Su falta de capacidad de reacción la convirtió en víctima fácil para los manejos del ahora
todopoderoso Murat, el único de los actores de este pequeño drama por el control de la Corona que aún se encontraba en
Madrid. A finales de abril Napoleón tenía en su poder a casi todos los miembros de la familia real, así como a los dos hombres
que más influencia habían demostrado tener sobre ellos, Godoy y Escoíquiz. Inmediatamente comenzó su presión sobre todos y
cada uno de ellos ahondando, si es que esto era posible, las diferencias que los separaban. En muy pocos días Carlos IV se
reafirmó en la nulidad de su abdicación, «resultado de la fuerza y de la violencia», cediendo a continuación sus derechos al
emperador a cambio de asilo en Francia y unas rentas, con el argumento de que era el único capaz de restablecer el orden en
España. Un día después, el 6 de mayo, Fernando, desconociendo aún esta última actuación de su padre, terminó sometiéndose a
su vez a la voluntad imperial. Con ambos documentos en sus manos Napoleón quedaba oficialmente convertido en el dueño y
señor de España. Pero, en la Península, las tropas francesas de ocupación habían empezado a tener las primeras pruebas de que
el vacío de poder que no había sido capaz de llenar la Junta Suprema de Gobierno podía ser colmado por una nueva legitimidad,
la popular.

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