Tu, Mi Mejor Eleccion - Violeta Lago

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TÚ, MI MEJOR ELECCIÓN

De Violeta Lago
TÚ, MI MEJOR ELECCIÓN
1ª edición papel: abril 2014
1ª edición kindle: octubre 2014

© 2014 Divalentis S.L.


www.divalentis.es
divalentis@divalentis.es
Telf. +34 964 838 863

Texto: Violeta Lago


Ilustración de cubiertas: Divalentis S.L.
Diseño de edición: Divalentis S.L.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la


transmisión de ninguna manera o mediante ningún medio, ya sea electrónico, fotocopia, por registro o
por otros medios, sin el permiso previo o por escrito de los titulares de los derechos.
A mis padres, Manolo y Amelia,
que me inculcaron el amor por la lectura.
Os quiero.
CAPÍTULO 1

Cuando me desperté, el sol estaba ya alto. Vi que los cojines, que solía dejar alineados sobre la
colcha, estaban tirados por el suelo junto a la cristalera con vistas a la cala. Mi ropa estaba
esparcida por la habitación y sentí las sábanas empapadas en sudor. La cabeza me iba a estallar.
Tenía la boca como si hubiera cenado estropajos. Nada más lejos de la realidad. La cena, en el
restaurante más caro de la ciudad, fue exquisita.
Demasiados gin-tonics.
La noche anterior había olvidado cerrar las cortinas, y los reflejos del sol sobre los muebles
lacados en blanco inmaculado, iluminaban toda la estancia, desde la cómoda situada junto a la
puerta, hasta el último rincón de la pared pintada en color corinto, que hacía las veces de cabecero.
Me levanté con las ideas muy claras: darme un relajante y espumoso baño de sales con esencias y
desayunar dos litros de café con media docena de aspirinas. Caminé hasta el baño y abrí el grifo del
agua caliente. Esperaba a que adquiriera la temperatura adecuada cuando vislumbré, por el rabillo
del ojo, mi imagen en el espejo del lavabo. Me di la vuelta y me observé detenidamente. ¡Dios!
¡Estaba horrible! Tenía todo el pelo revuelto, el maquillaje corrido y unas tremendas ojeras que
delataban lo poco que había dormido.
Puse el tapón a la bañera para que se fuera llenando mientras me quitaba los restos de cosméticos
y me lavaba los dientes. Al tiempo que hacía girar el cepillo en mi boca, decidí recoger las prendas
diseminadas por el dormitorio para echarlas al cesto de la ropa sucia. Tras las andanzas de la noche
anterior, apestaban a humo. No advertí, hasta volver al cuarto de baño, que la corbata azul de seda
que Mario llevaba la noche anterior estaba enredada entre mis medias. Solté el resto de las prendas
en el canasto, pero me quedé con ella y me la acerqué a la cara. Aún pude oler su perfume, esa
fragancia a flores de madera que tanto me gustaba. Era dulce, como él.
Dejé la corbata en el taburete, cerré el grifo de la bañera y, tras echar un buen puñado de sales con
esencia de lilas y dos perlas de aceite, me sumergí en el agua caliente. Entorné los ojos, dejándome
llevar por la suave caricia del líquido sobre mi piel, lo que trajo a mi mente las imágenes de lo
acontecido el día anterior. Me apetecía mucho rememorar todo lo ocurrido, punto por punto, y
recrearme en ese recuerdo. Sabía que iba a pasar mucho tiempo hasta que pudiera tener otra noche
igual...
Mario me había recogido en casa a las ocho y media. Primero estuvimos en Archie’s tomando un
aperitivo. Le advertí del peligro que suponía que nos vieran juntos, ya que Archie’s es uno de los
sitios más de moda para alternar a media tarde, pero él me contestó que la vida sin riesgos no es tan
emocionante.
Al preguntarle dónde íbamos a cenar, me dijo que era una sorpresa. ¡Y tanto que lo fue!
Acostumbrada a los encuentros a escondidas en tascas de mala muerte o en bares de carretera,
llenos de camioneros sudorosos y viajantes groseros y lascivos, ir a Zenit con Mario era algo que
jamás había pasado por mi mente.
Todo resultó especial: nos dieron mesa en un rincón oculto por las plantas, entre las fuentes que
adornaban el restaurante; cenamos delicatessen que no sabría ni pronunciar, nos bebimos una botella
de tinto gran reserva y otra de champagne, pero lo mejor fueron las flores: Mario me regaló un
enorme ramo de rosas rojas, que adornaba la mesa de cristal de mi salón. Luego copas, baile y
mimos en Boulevard, hasta que el fuego interior nos impidió mantener la compostura. Regresamos a
mi casa, haciendo esfuerzos sobrehumanos para no detener el coche en el arcén y fundirnos los dos
en un solo cuerpo.
Una vez abierta la verja de entrada al chalet, ya en «nuestro territorio», era imposible resistirse al
deseo que nos abrasaba. Entre risas, besos y abrazos, subimos los cuatro escalones que separan el
jardín de la puerta de la vivienda y nos fuimos derechos al dormitorio. Mario me cogió en brazos, me
sonrió dulcemente y cruzó el umbral. Me depositó despacio en el suelo, a los pies de la cama, y
empezó a besarme en los ojos, el pelo, el cuello, los labios...
Me estremecía al recordar la noche anterior. Cada imagen que regresaba a mi cabeza me ponía el
vello de punta, dejándome la piel en un estado de extrema sensibilidad.
Mario me quitó la ropa con mucha ternura, bajando la cremallera trasera de mi vestido mientras yo
le deshacía el nudo de su corbata de seda. Nuestros cuerpos desnudos hicieron el amor una y otra
vez, fundiéndose juntos hasta quedar exhaustos. Con la primera luz del día, Mario se levantó, se dio
una ducha y, tras depositar un largo y dulce beso sobre mis labios, se marchó. Yo me quedé dormida,
hasta que me despertaron los rayos del sol de mediodía. A pesar de todo, Mario era mío y solo mío.
Y yo era suya para siempre.
Salí de la bañera y, con un suspiro, me eché el albornoz por encima y miré por la ventana. El mar
estaba tranquilo, sin apenas oleaje, con un precioso color azul verdoso. La playa cercana a la cala
estaba repleta de gente. Por suerte, el acceso a la pequeña bahía que había frente a mi casa estaba
oculto a la vista y no era fácilmente transitable. Eso me libraba de las familias cargadas de trastos y
niños pequeños que salen a pasar el día en la playa como si quisieran instalarse en ella para siempre.
En circunstancias normales, los únicos pobladores de «mi» cala éramos las gaviotas y yo, aunque a
veces aparecía alguna pareja de jóvenes adolescentes que buscaban un lugar solitario para sus
primeros contactos sexuales.
Entré en la cocina y encendí el maravilloso electrodoméstico que me salvaba la vida todas las
mañanas, para tomarme esa taza de café humeante y cargado que tanto necesitaba. El timbre de la
puerta truncó mi sagrado ritual. Quienquiera que fuese, lo hacía sonar con insistencia. «¡Malditos
repartidores! ¡Precisamente ahora tienen que venir a molestarme!», gruñí para mis adentros. Antes de
que el visitante inesperado me quemase los fusibles contesté al telefonillo.
—Abre, tesoro. Soy yo.
¡Mi madre! ¿Para qué tenía que venir mi madre un domingo a mediodía, si nunca aparecía por
aquí? Un mal presagio intentó cruzar por mi cabeza, pero se vio interrumpido por su voz.
—Tesoro, ¿estás bien? Abre, cielo.
De mala gana apreté el pulsador y me cerré el albornoz con un doble nudo al cinturón antes de
abrir la puerta de casa.
—Hola, cariño. ¿Cómo estás? Vaya, ¿estabas en la ducha? Hija, lo siento. De haber sabido que
estabas ocupada no habría venido a molestarte. ¿Has desayunado ya? Supongo que sí, porque son
más de las doce. Bueno, claro, que a lo mejor te acabas de levantar. ¡Qué mala cara tienes! Tomaré
un café contigo. ¿Has visto lo llena que está la playa? Menos mal que la cala es más tranquila,
porque...
Mi madre me dio dos sonoros besos que me limpié con discreción, al tiempo que pensaba algún
modo para desembarazarme de ella, quien seguía con su interminable perorata. Me arrastré con
desgana de vuelta a la cocina y comprobé que la cafetera había terminado su trabajo. Llené dos tazas
de café, le pasé una de ellas junto con el azucarero y di el primer sorbo del bebedizo amargo
destinado a despejarme. Hacía como que escuchaba a mi madre, que no callaba un segundo hasta que,
de repente, algo de lo que dijo hizo «clic» en mi cerebro y me obligó a prestar atención a su charla.
—.... y claro, ¡¿cómo vas a ir sola a la boda?!
—¿Boda? ¿De qué boda me hablas, mamá?
—Hija, creo que no has escuchado nada de lo que te he dicho.
—Mira, mamá, es domingo, ayer trasnoché, prácticamente me has sacado del baño, aún no me he
acabado el café y tengo la mente muy espesa. Mejor empieza de nuevo..., pero abreviando —repliqué
malhumorada.
—Pues verás, resulta que mi amiga Manoli, la de la inmobiliaria...
—¡Al grano, mamá! ¡Al grano!
—Hija, por Dios. Cuando duermes mal te levantas de un humor de perros.
—¡Mamá…!
—Bueno, pues abreviando, como tú dices: el sábado que viene, a las doce y media, tienes una
boda de gala.
Muy a mi pesar, sus palabras y el tono de su voz sonaban más a orden que a sugerencia.
Con mi torpeza matutina conseguí comprender que habían invitado a toda mi familia a una de esas
bodas cursis y gazmoñas en las que había que vestir de etiqueta y, por supuesto, acudir con pareja.
Según mi madre, no me podía negar a asistir. Intenté convencerla de que no tenía a quien llevar, y que
no quedaría bien que fuese a la boda yo sola, más que nada por el «qué dirán». Pero ella ya había
previsto ese detalle y... ¡me había buscado una pareja! Por lo visto, el hijo de su amiga Manoli, la de
la inmobiliaria de antes, tampoco tenía con quien ir.
—Además, tu hermana también irá a la boda, a pesar de que se había negado en redondo. Y si ella
va, tú tienes que ir, Mireya. Se supone que eres la hermana mayor y tienes que dar ejemplo.
—¿Yo soy la hermana mayor? —protesté—. ¿Y Bruno?
—Tu hermano está de viaje y no vuelve hasta finales de mes, así que no llegará a tiempo.
A pesar de mis innumerables protestas al respecto, no había forma de librarse de la boda. ¡Es que
cuando una madre se pone pesada...!
Accedí a regañadientes por dos motivos: uno, que mi madre se fuera pronto y me dejase tranquila;
dos, que si no me presentaba, luego no habría quien la soportase, echándome en cara continuamente
lo desprestigiada que dejaba siempre a la familia.
Pero yo también impuse mis propias condiciones:
a) Yo elegiría mi propio vestido, sin admitir «consejos» al respecto.
b) Una vez terminado el banquete, podría volver a casa cuando quisiera, sin que nadie, instigado
por ella, tuviese que acompañarme.
c) No iba a soportar que un extraño se pasase de la raya conmigo ni un pelo, por muy «hijo de
Manoli» que fuese. Así que, a la más mínima insinuación por parte del individuo en cuestión,
abandonaría la fiesta sin remedio.
Mi madre aceptó mis condiciones, alegando que el chico era un encanto, educado, culto y muy bien
parecido. Claro que su percepción de esos conceptos difería bastante de la mía, pero decidí
resignarme a lo inevitable.
Después de una interminable hora de charla, conseguí que se marchara al prometer que llevaría un
vestido elegante y discreto, y jurar que ese día no llegaría tarde.
—Además —insistió mi madre—, tu prima Margarita va a venir a la boda. Hace mucho tiempo
que no os veis, y como siempre os habéis llevado tan bien, seguro que le hace mucha ilusión verte.
¡Horror! ¡Mi prima Margarita! Yo solo podría describirla como una persona arrogante, engreída y
hortera donde las haya. No tengo ni la menor idea de por qué mi madre pensaba que me llevaba bien
con ella, más allá de que siempre me habían impuesto su compañía. Se había casado hacía dos años
–tuve la suerte de no poder asistir por estar de viaje de negocios–, con alguien que debía de ser tan
insufrible como ella. Bastante trabajo me costaba acudir a una reunión social donde todo el mundo se
pasaría la velada preguntándome cuándo iba a sentar la cabeza, como para, además, tener que
soportar a –¡puajjjjjjjjjj!– Margarita «la divina» contándome su vida y milagros con todo lujo de
detalles.
Si lo hubiese sabido antes no habría aceptado, pero ya no cabía marcha atrás. Tendría que
resignarme. Desde un punto de vista positivo, tener a mi prima acaparando la conversación me
evitaba el calvario de hacer vida social y sería la excusa perfecta para abandonar pronto el salón.
Despedí a mi madre en la puerta y decidí vestirme para salir a dar un paseo, a ver si con el aire de
la calle se me terminaba de despejar la cabeza. Me enfundé unos shorts de algodón blanco con una
camiseta ajustada color rosa chicle, me puse unas sandalias planas, una pinza en el pelo, las gafas de
sol y me bajé a la cala por la escalinata del porche trasero.
El acceso a la ensenada solo se podía hacer desde dos puntos: por un escabroso camino desde la
playa contigua, que quedaba anegado cuando subía la marea, o por una escalera, en parte labrada en
la piedra y en parte artificial, que salía desde el porche anejo a la cocina de mi casa y desembocaba
en la pared rocosa que hacía las veces de cimiento del edificio. No era muy larga: catorce escalones
que yo, por costumbre, subía y bajaba cada día, bien para correr por la arena o bien, como en ese
momento, simplemente para pasear.
Tuve suerte y a esas horas no había nadie, por lo que pude sentarme en las rocas cercanas al agua
para mirar el mar y soñar despierta de nuevo. Estuve abstraída en mis pensamientos, hasta que mi
estómago me pidió comer. Subí a la casa y, justo en el momento en que entraba por el porche,
comenzó a sonar el teléfono. Descolgué el auricular y una voz familiar sonó al otro lado de la línea:
—Hola, princesa. ¿Qué tal has descansado?
—Perfectamente, Mario. ¿Tú llegaste bien a casa?
—Más que bien. Aún no hace veinticuatro horas que nos hemos separado y estoy deseando que nos
veamos de nuevo... ¡a solas!
—Y yo, tesoro. Pero ya sabes que...
—Sí, de momento va a ser muy complicado.
Seguimos hablando un buen rato y nos despedimos hasta nuestra próxima vez. Me encantaba
tenerlo rendido a mis encantos. Me sentía tan dichosa que me preparé un sándwich frío de pollo con
lechuga y me permití pasar el resto del día en el sofá, viendo la televisión. No imaginaba que esa iba
a ser mi última tarde tranquila en mucho, mucho tiempo.
CAPÍTULO 2

Odiaba mi despertador. Suspiré al tiempo que me daba media vuelta en la cama, y suplicaba
mentalmente al reloj que me dejase dormir cinco minutos más. Pero no me hizo caso. El maldito
seguía sonando de forma implacable. El pequeño artilugio tenía su mérito. Se trataba de una figurita
de Charlot montado en una bicicleta, que a la hora señalada corría por toda la casa mientras hacía
sonar un continuo e impertinente timbrazo. Cada mañana, para pararlo, me tenía que levantar y
localizarlo, de modo que, cuando lo había conseguido, estaba lo suficientemente despejada como
para no necesitar esos cinco minutos que ahora mendigaba.
Esa mañana me puse en pie de mala gana y conseguí cazar al hombrecillo en la puerta del cuarto
de baño. Me di una ducha rápida. Elegí para ese día un traje de pantalón y chaqueta de lino color
melocotón con un top de tirantes en blanco, a juego con los mocasines. Tenía una reunión con los
coreanos, y había que quedar bien con ellos para hacernos con el contrato de suministros. Al entrar
en mi coche, un escarabajo naranja, reliquia histórica del año 76, rogué a Dios, como todas las
mañanas, que el motor respondiese y que no me dejase tirada en la carretera. Cuando salí de la zona
residencial donde vivía hacia la A-7, hacía un sol espléndido que auguraba un día de fuerte calor.
Tras recorrer los cuarenta y pico kilómetros de carretera general desde Chilches a Valencia, en
tres interminables cuartos de hora gracias al atasco nuestro de cada día, llegué por fin al centro y
dejé el coche en el aparcamiento del edificio de veinticinco plantas donde trabajaba, a menos de dos
manzanas de la Plaza del Ayuntamiento. Mi «pelotilla» color calabaza quedaba muy decorativa entre
los enormes todoterreno grises y las limusinas negras con las que «sacábamos de paseo» a los
clientes. La empresa aún no me había adjudicado vehículo oficial.
Le mostré a Félix –el vigilante de seguridad– mi tarjeta identificativa y subí por la escalera de
emergencia al hall del edificio. Era una estancia grande, flanqueada desde la calle por una puerta
giratoria de cristal y otra fija anexa que se abría cuando era necesario dar paso a sillas de ruedas o
carritos de bebé. No paré ni a tomar un café. Crucé el arco de seguridad y me dirigí a los ascensores.
Pulse el botón del número ocho, que era el más cercano a la puerta de entrada. Segundos después
llegó Mario.
No cruzamos ni una palabra, como era habitual. La gente se fue acumulando y, cuando se abrieron
las puertas, entramos unas veinte personas de golpe. Subimos apiñados los unos contra los otros
pero, como cada día, yo solo notaba el roce de Mario, colocado a mis espaldas. Había reparado en
él unos meses antes, en ese mismo lugar y en circunstancias similares, el día que, justo antes de llegar
al quinto me susurró:
—Llevas un perfume excelente. ¿Siempre hueles así de bien?
Él salió del ascensor y yo miré con disimulo a mi alrededor. Parecía ser la única que le había
escuchado. Mi grado de turbación fue tal que, al llegar a mi planta, tuve que ir directamente al baño
para refrescarme las mejillas.
Una mañana, en la cercana cafetería donde desayunaba cuando el tráfico me era propicio, le vi
entrar por la puerta y mis piernas empezaron a temblar de inmediato. Me dio tiempo a observarlo con
calma: alto, de tez morena, pelo castaño oscuro y ojos color miel. No poseía una belleza
espectacular ni esos rasgos aniñados que tanto llaman la atención, pero su atractivo aspecto varonil,
junto a ese aire de «chico malo» y cierto halo de misterio que lo envolvía, me dejaban sin sentido.
Bajé la mirada y removí mi café con la cucharilla para disimular mi reacción. Sin despegar los ojos
de la taza noté que se sentaba a mi lado.
—¿Vas a tomarte el café o lo piensas seguir mareando?
—¡Qué forma tan extraña de empezar una conversación! —le dije.
Desde entonces, siempre que coincidíamos en el ascensor, él se situaba detrás de mí y, cuando
paraba en el quinto –donde Mario poseía y dirigía una clínica dental–, me susurraba al oído un
discreto «perdón» antes de apartarme con suavidad para abrirse paso hacia la salida. Con el tiempo
entablamos una amistad que, tras varias citas, acabó convirtiéndose en una relación.
Ese día retuvo su mano sobre mi cintura una fracción de segundo más de lo necesario y consiguió
sonrojarme. Volví a mi temperatura normal en la planta diecisiete, donde se ubicaba la multinacional
en la que yo volcaba mis esfuerzos y conocimientos de comercio exterior.
Excepto mi secretaria, nadie de mi empresa, ni de su clínica, ni del edificio, ni tan siquiera de la
ciudad, sabía de nuestra relación. Todos mis conocidos estaban convencidos de que yo era una joven
rebelde, soltera por vocación, que a mis treinta y tres años todavía no me había casado,
probablemente porque no había encontrado a nadie que aguantase mi carácter. Supe incluso que
alguien llegó a comentar que yo era lesbiana, pero a mí todo eso me daba igual, yo era feliz con mi
secreto.
Salí del ascensor y, antes de entrar, hice tres inspiraciones profundas frente a la puerta de cristal.
Presentía que iba a ser un día muy duro, y mis presentimientos rara vez fallaban. Al cruzar el umbral
observé que, en el interior, reinaba un ambiente de histeria colectiva. La zona de los trabajadores se
encontraba situada en la parte central, tras la recepción, distribuida en pequeños habitáculos con
mamparas a media altura, que dificultaban la comunicación entre las personas de los distintos
departamentos. En cada uno de ellos, tres o cuatro mesas con sus correspondientes archivadores y un
armario grande que sustituía a una de las paredes, conformaban el mobiliario. Por todas partes se
escuchaban airadas conversaciones telefónicas, discusiones entre compañeros, y el frenético taconeo
de las secretarias llevando papeles de un lado para otro.
Llegué a mi despacho a paso ligero, procurando evitar los tropezones con los colegas que
transitaban por los pasillos, y cerré la puerta tras de mí para intentar aislarme del ruido y la tensión.
Deposité el maletín sobre la mesa y me acerqué a la cristalera, a la vez que soltaba el bolso en el
sillón de cuero de vaca con respaldo alto que heredé del antiguo director, mientras pensaba en las
exiguas ventajas que tenía el hecho de ser sobrina segunda del mayor accionista.
Quizá a eso se debía que fuera la única mujer directiva de la empresa, donde el resto de las
féminas que había eran secretarias o recepcionistas.
La vista desde la planta diecisiete era excepcional. Al ser uno de los edificios más altos de
Valencia ciudad, se disfrutaba de un panorama privilegiado, que abarcaba desde el Parque Natural
de la Albufera, plagado de pinos, tomillo y romero, y situado en la zona sur, hasta la playa y el puerto
deportivo, donde se vislumbraban los grandes barcos de pasajeros que hacían la ruta hacia las islas.
Al fondo, como diminutos gorriones, surcaban el cielo las siluetas de los aviones que aterrizaban o
despegaban en el aeropuerto de Manises. A mis pies, los coches se movían lentamente entre el tráfico
del centro, como miniaturas del museo municipal.
Unos golpes en la puerta me sacaron de mi abstracción. Al darme la vuelta, vi que Sara entraba
sigilosa en mi despacho.
—Perdón, ¿se puede?
—Buenos días, Sara. Sí, pasa.
Sara era una muchacha discreta y silenciosa. Quizá la más joven de la plantilla, pero de una
inteligencia extraordinaria. Había obtenido su título de secretaria de dirección como número uno de
su promoción y por eso, cuando recibí su currículo, decidí contratarla a mi servicio, de forma
independiente del departamento de secretarias que atendían los asuntos de los otros directivos, ya
que ella se encargaba de gestionar única y exclusivamente mis asuntos personales y profesionales.
Yo era consciente de que a algunas de las viejas glorias de la empresa no les sentaba nada bien que
abusara de mis antecedentes familiares para obtener este tipo de privilegios, pero estaba mucho más
cómoda con ella a mi lado que con cualquiera de las arpías que formaban parte del departamento de
secretaría. Sara llevaba conmigo casi dos años, conocía todos mis secretos, incluida mi relación con
Mario, y jamás había tenido motivo para quejarme de ella en ningún sentido.
—Perdona, Mireya, pero el jefazo te anda buscando. Y está de un humor de perros.
—Será por el asunto de los coreanos, que parece que no termina de encarrilarse.
—Bueno, eso en parte, pero antes de que vayas a verle...
El tono de Sara me dejó preocupada.
—¿Ocurre algo más?
—Ha habido un problema con el contrato del centro comercial de Lima. Parece que alguien está
intentando utilizarte como cabeza de turco —respondió contrariada.
—¿Tienes el expediente a mano? No quiero que me pillen desprevenida. Recuerdo que ese
proyecto no lo supervisé yo, porque en esa fecha estaba de vacaciones.
—Aquí lo tienes. Lo tenía preparado —dijo tendiéndome una carpeta.
—Gracias, Sara. Eres un amor.
—Si te sirve de algo, quien se hizo cargo fue Jaime.
—¡No podía ser otro! Muchas gracias, Sara. Si vuelve a llamar el jefe dile que voy ya mismo a su
despacho. En cuanto localice el borrador de los dichosos coreanos.
Salió del despacho mientras yo introducía la llave en el cajón de los expedientes pendientes de
adjudicar y sacaba tres carpetas correspondientes al hospital de Seúl. En esta ocasión, se trataba de
un contrato de suministros de elevado presupuesto. La compañía coreana estaba construyendo un
nuevo hospital y necesitaban todo el equipamiento. Mi misión sería convencerlos de que nuestra
empresa les daría la mejor calidad y un servicio insuperable, a pesar de no ser la más económica.
Sonó el interfono.
—¿Sí?
—Por favor, Mireya, ve ahora mismo al despacho de Ortega, o no respondo de lo que pueda
pasarte. Ha llamado al menos tres veces.
—Voy ahora mismo. Gracias, Sara.
Cogí las carpetas, el bolígrafo, mi teléfono móvil y salí por el pasillo de la derecha con dirección
al despacho del jefe. Por el camino, me encontré con Jaime.
—Buenos días, Mireya. Hoy estás especialmente preciosa. ¿Has descansado bien este fin de
semana? —preguntó con sorna—. Supongo que sí, porque con eso de no tener novio, no tienes
necesidad de salir por las noches, ni alternar con nadie.
—Buenos días, Jaime. Tú siempre tan amable y tan diplomático —contesté con ironía—. Pues sí,
he descansado de maravilla. ¿Y tú? ¿Qué tal el fin de semana con tu ligue de turno?
Jaime era un cretino. Eso estaba claro. Bien parecido, rubio, alto y rondando la treintena. Pero era
un estúpido engreído que se regodeaba haciendo alarde de su situación económica ante cualquiera
que quisiera escucharle. No tenía pareja conocida, aunque siempre estaba rodeado de beldades con
muchas tetas y poco seso, deseosas de atrapar a un millonario, derretidas ante el despliegue de
«encantos» económicos que compensaban la completa ausencia de cualquier otro tipo de cualidades.
«Superjaime» era hijo único de otro de los accionistas, y había sacado la carrera de Económicas en
una universidad privada gracias a la cuenta corriente de su padre, previo pago de ciertas cantidades
a los profesores para que le aprobasen las asignaturas. Ni siquiera sabía sumar dos más dos sin
ayuda de una calculadora. Se daba por hecho que era mucho más inteligente y trabajador que
cualquiera, cuando había quedado demostrado que era un vividor, un golfo y un vago. Pero era un
hombre, y en esa empresa, doce centímetros marcaban las diferencias.
Llegamos juntos al despacho de Ortega. Jaime golpeó la puerta con los nudillos y, con la
caballerosidad que siempre le caracterizaba, entró delante de mí.
—Buenos días, señor Ortega —peloteó el cretino lameculos.
—¡Ya era hora de que aparecierais! Mireya, es urgente que me localices el informe del centro
comercial. Han llamado de la empresa de transportes indicando que no tienen preparados los
contenedores porque no se les avisó con suficiente antelación, y que no habrá espacio de carga
disponible hasta dentro de dos meses. Deberías asegurarte, antes de comprometerte con los clientes,
de que está todo preparado para realizar el envío.
—Buenos días también para usted —respondí con una mueca burlona—. Aquí tiene el informe,
Ortega. Ese pedido no lo supervisé yo, puesto que durante el mes de febrero, que fue cuando se
formalizó el contrato, estaba disfrutando las vacaciones que no se me permitieron coger en Navidad
porque «alguien» –subrayé este alguien de forma intencionada, con la mirada clavada en Jaime–
necesitaba esos días para irse a esquiar a Val Thorens.
Ortega cogió la carpeta. Al llegar a la firma levantó la vista y fulminó a mi compañero con la
mirada, pero no se atrevió a regañar al «favorito» delante de mí. Dejó la carpeta en la mesa y
murmuró:
—Bueno, ya arreglaremos esto más adelante. Ahora vamos a la sala de juntas. Los coreanos llevan
ya un rato esperando. Os recuerdo que quiero lograr ese contrato, así que debéis convencerlos de que
somos la mejor empresa de suministros del país.
—Por supuesto, señor Ortega. Sin embargo, si me permite opinar...
—Mireya —me interrumpió bruscamente—, Jaime les dará todas las explicaciones técnicas que
puedan necesitar acerca de los productos y tú ya sabes lo que tienes que hacer: si quieren pasear los
paseas, si quieren bailar que bailen y si quieren cenar que cenen. Estarás a su disposición todo el
tiempo que consideren necesario. Quiero que esa gente se vaya contenta y, sobre todo, que firmen el
contrato. Y no os preocupéis por el idioma, traen a un intérprete.
Estaba hasta las narices de que no se tuviera en cuenta mi opinión. Allí no me tomaban en serio
profesionalmente. Yo había obtenido mi licenciatura en Económicas y un máster en Comercio
Exterior con mucho esfuerzo, pero últimamente mi trabajo consistía en engatusar a los clientes...,
¡como si fuera una vulgar fulana!
Se daba por hecho que «Superjaime» daría las explicaciones técnicas sobre la maquinaria, cuando
ni siquiera había echado un vistazo a los proyectos iniciales. Me cargaban a mí la necesidad de un
intérprete, cuando yo hablaba inglés a la perfección y era «Superjaime» quien se expresaba en inglés
como la mona Chita.
Sin dar opción a más explicaciones, salí del despacho de muy mal humor y fui directa a la sala de
juntas. Jaime y Ortega me pisaban los talones mientras cuchicheaban por lo bajo.
CAPÍTULO 3

Entré en la sala con un educado Good morning. Detrás de mí entraron Jaime y Ortega, que de
inmediato hizo las presentaciones. La delegación de Corea del Sur estaba formada por tres hombres
de avanzada edad, que hacían reverencias desde uno de los laterales de la mesa ovalada situada en el
centro de la sala. Sus nombres me sonaron casi iguales: Mr. Yu, Mr. Wu y Mr. Shu. El intérprete se
presentó a sí mismo como Jeff Pullman, de origen estadounidense.
Se encontraban de espaldas a la cristalera cubierta por persianas venecianas que gozaba de unas
vistas similares a las de mi despacho. En una de las paredes frontales había una pizarra electrónica
pegada al muro, y en la otra, al fondo, una mesa con cafetera, una jarra de agua y varias tazas y vasos.
Jaime y yo ocupamos el otro lateral.
Mi cerebro había archivado al americano como «Mr. Alto y Terriblemente atractivo». No pude
evitar mi sorpresa al apreciar la fuerza que emanaba de él. Su intensa mirada color avellana
transmitía energía en estado puro, en cantidad suficiente para encender las luces de un campo de
fútbol. Al estrecharme la mano, una corriente magnética se desplazó por mi red neuronal y, al sentir
la profundidad con la que me escrutaba con esos ojos, un escalofrío recorrió mi espalda. Continué
con el resto de los saludos, mientras percibía por el rabillo del ojo que su vista seguía todos mis
movimientos.
Tras las presentaciones, los saludos de rigor y una corta charla de cortesía, Ortega se excusó y nos
dejó solos. Empecé la reunión con una explicación del contrato que yo misma había preparado y
detallando todo lo que los coreanos necesitaban saber sobre nuestra empresa.
Tanto Jaime como el intérprete no abrieron la boca durante todo el tiempo que duró la misma. Yo
había elaborado con minuciosidad ese contrato y sabía suficiente inglés como para que me
entendieran.
Durante el transcurso de la reunión, cada vez que observaba a Jeff de reojo, sentía su intensa
mirada sobre mí. Estaba siendo sometida a un riguroso reconocimiento de arriba a abajo, desde el
pelo hasta las puntas de los zapatos, como si me estuvieran haciendo una autopsia. Jeff analizaba
todos mis movimientos, mis gestos, mis palabras; no obstante, incluso bajo ese detallado estudio al
que no estaba acostumbrada, no me sentí incómoda en ningún momento.
A las doce y media hicimos una pausa para almorzar. Indiqué a los coreanos que en un momento
les recogeríamos para llevarlos al restaurante. Al salir de la sala y una vez cerrada la puerta, Jaime
me cogió fuerte del antebrazo y me dijo:
—Mira, niña mona, no estoy dispuesto a que me dejes en ridículo delante de esta gente. Voy ahora
mismo al despacho de Ortega para contarle que no me has dejado meter baza.
—Escúchame bien, niñato de mierda —le respondí mientras me revolvía para liberar mi brazo—,
puedes ir al despacho de Ortega a chivarte como el niño mimado que eres, o te puedes ir a tomar por
el culo. Por mí, haz lo que te dé la gana. Yo voy a por mi bolso para llevar a esta gente a comer y, si
supieras lo que te conviene, te vendrías sin darle tanto bombo al tema. ¿O prefieres que te deje
hablar a ti y el jefe se entere de que ni siquiera has mirado el expediente?
Jaime se quedó un segundo callado y luego murmuró:
—Te veré de nuevo esta tarde, en la sala de juntas. He quedado con alguien.
—No puedes irte. Este asunto es tan tuyo como mío, aunque no hayas hecho nada por él.
—Puedo irme y voy a irme —contestó con una sonrisa socarrona—. Te veo luego.
Dio media vuelta y se fue hacia su despacho.
Yo regresé al mío y, al pasar por delante de Sara, esta se percató de mi malestar.
—No han ido bien las cosas, ¿verdad? ¿Quieres que comamos juntas para charlar un rato?
—No, gracias, Sara. No puedo. Tengo que llevar a esta gente a comer y luego continuaremos con
la reunión.
—Te recuerdo que me diste la tarde libre porque tengo que ir a firmar las escrituras de mi
apartamento, pero si necesitas que me quede, llamo al notario y aplazo la cita. Supongo que a Pablo
no le importará que lo retrasemos un poco.
—Lo había olvidado, lo siento. No importa, ve con tu Pablo, firma las escrituras de tu nuevo piso
y asegúrate de estrenarlo bien.
Sara soltó una carcajada mientras se sonrojaba.
—No cambiarás nunca, Mireya. Aunque tengas un mal día, a todo le pones un toque de humor.
Cogí mi bolso del despacho, me despedí de ella y volví a la sala de juntas para recoger a los
coreanos. Al llegar, Mr. Yu, Mr. Wu y Mr. Shu habían desaparecido. solo estaba Jeff. Al observar mi
cara de perplejidad, se apresuró a aclararme la situación:
—Mister Ortega se los ha llevado a comer a su casa. Yo preferí esperar para avisarla.
—Gracias, Mister Pullman. Supongo que tendré que comer sola.
—Prefiero que me llame Jeff. Si no le molesta mi compañía, yo no he ido con ellos para comer con
usted.
—Todo un detalle por su parte —me hacía gracia el acento que tenía hablando en español—. Será
un placer. ¿Nos vamos?
Salimos juntos de la oficina. Dado que él tampoco tenía grandes pretensiones respecto a la
comida, nos permitimos el lujo de tomar unos bocadillos de tortilla con cerveza sentados en un banco
del parque y aprovechamos para entablar conversación sobre algo que no fueran aparatos de rayos X,
escáner o camillas.
Así me enteré que, a pesar de que era americano, había vivido en Sídney desde muy pequeño hasta
que a su padre lo destinaron a Corea. Había entrado a trabajar en un hospital de Seúl como
administrativo. Cuando la empresa se deshizo, uno de los socios le propuso formar parte como
intérprete de la directiva de una nueva cadena de hospitales. El sueldo era mayor, aunque tenía que
viajar mucho. Pero ya que no tenía lazos que lo atasen a Seúl, decidió que era una buena oportunidad
y aceptó el trabajo.
Jeff era un tipo peculiar. Alto, fuerte, con la espalda ancha, el pelo castaño y liso con un estilo que
le sentaba de maravilla, y una mirada color avellana que analizaba minuciosamente todo lo que
sucedía a su alrededor. Iba vestido con un traje en color camel de corte impecable, y con unos
zapatos italianos marrones. Tenía treinta y cinco años. Parecía muy tímido, aunque tenía un fondo de
arrolladora intensidad que actuaba en mí como un imán, atrayéndome de manera inconsciente como la
luz a las polillas y, a pesar de eso, me dio la sensación de ser buena persona. Poseía un «algo»
especial que hacía que me sintiera cómoda a su lado.
Cuando terminamos de comer, tras un poco de charla y puesto que aún nos quedaba tiempo hasta
las tres, nos dedicamos a dar una vuelta por el parque. Fue un rato despreocupado, sin problemas, sin
penurias. El típico paseo que una mujer desea compartir con el hombre de sus sueños, en el que
hablamos de cosas triviales, sin importancia, pero que me hacían sentirle como alguien muy cercano.
Al llegar a la zona de juegos infantiles, Jeff se quedó mirando a los niños que correteaban y comentó:
—¡Niños! Son una delicia, ¿no es cierto?
—¡Por Dios, no! Son horribles: arman mucho ruido, lo revuelven todo, se ensucian, necesitan que
estés todo el día pendiente de ellos, sin dejarte un minuto para ti…
—A mí me parecen encantadores. Lo que más siento de no haber formado aún mi propia familia,
es no tener niños.
—Y yo me alegro de no tenerlos. Me parece que en ese sentido no haremos muy buenas migas.
Jeff rió mi comentario y dijo:
—Eso es porque no los has tenido nunca cerca.
—Ni quiero, que conste.
Dimos media vuelta para regresar a la oficina y proseguir con la reunión.
A las tres menos diez entrábamos por la puerta de la sala de juntas. Ortega y los coreanos todavía
no habían llegado, y de Jaime no había ni rastro.
—Bueno —comenté—, somos los primeros en llegar. Al menos no nos acusarán de ser
impuntuales.
—No creo que a ti se te pueda acusar de nada.
—¡Vaya! ¿Y eso?
—Eres casi perfecta —ese comentario hizo que me sonrojara. Luego añadió—: solo hace falta que
te gusten los niños.
—¡Ja, ja! Eso nunca, Jeff. ¡¡Eso nunca!!
—Si no te importa y no tienes otros compromisos, me gustaría invitarte a cenar esta noche.
¡Dios! Eso sonaba a cita. Mis mejillas se tiñeron de un rojo intenso al tiempo que un penetrante
calor comenzaba a sofocarme en exceso. Era cierto que Jeff me resultaba muy agradable y que, por
algún motivo desconocido, causaba una devastadora atracción en mí, pero no tenía ninguna intención
de salir ni con él, ni con nadie que no fuera Mario. ¡Por Dios! ¡Que no me propusiera nada extraño!
—Además he visto que tenéis una pista de patinaje sobre hielo en esta ciudad. ¿Te apetecería
venir a patinar conmigo?
¡Bufffffffff! Menudo susto había pasado.
—¿A patinar sobre hielo? Debe de hacer, al menos, veinte años que no voy. Creo que ni siquiera
seré capaz de mantenerme en pie con los patines puestos.
—Eso no es problema. Yo sé hacerlo. Te puedo enseñar.
—Bueno, no sé. Quizá Ortega quiera que salgamos con los «Mister-lo-que-sea» a cenar en algún
sitio especial.
—No creo. Esta gente se duerme con los pollos.
—¿Se duerme con los pollos? No entiendo... —pregunté con perplejidad.
—Van a la cama muy pronto.
—¡Ja, ja, ja! Se acuestan con las gallinas, Jeff. Se dice así. ¡Se duermen con los pollos! Te ha
quedado muy gracioso —contagiado por mi ataque de hilaridad, Jeff comenzó a reír.
Cuando estábamos los dos a carcajada limpia, entró Jaime en la sala, y mi cara cambió
radicalmente su expresión.
—Vaya. Veo que Mister Pullman y tú habéis hecho buenas migas —se acercó y me susurró al oído
—. A ver si tienes suerte y este no se te escapa como los demás.
—Vete a la mierda, Jaime —contesté de muy mal humor. Me dirigí a Jeff para intentar explicarme
—: Lo siento. Es algo personal entre nosotros. No tiene nada que ver contigo.
—¡Oh, claro! La señorita «perfecta» siempre tiene que decir la última palabra. Sabes que podría
contarle a tu nuevo amigo muchas cosas, ¿verdad? Por ejemplo, que no tienes nada que hacer con
ella, porque se rumorea que le gustan las mujeres.
—Joder, Jaime. ¿Quién cojones te crees que eres para meterte en la vida de los demás? ¡Maldita
sea! Si no fuera porque estamos donde estamos te daría un puñetazo que te haría saltar los dientes de
esa cara de cerdo que tienes.
En ese momento entraron los demás en la sala de juntas y nos pillaron en plena discusión. Al
presenciar aquello, Ortega compuso una mueca de profundo desagrado. Hizo una seña a los misters
para que se sentaran e, inmediatamente, se dirigió con gesto adusto a Jaime y a mí:
—En cuanto termine la reunión, quiero veros ¡a los dos! en mi despacho. ¿Entendido?
—Entendido —respondimos al unísono.
—Bien, pues ahora sigamos con el tema de la reunión, que de momento es lo que nos importa.
Ortega decidió quedarse para evitar posibles enfrentamientos, aunque no abrió la boca durante el
tiempo que yo les explicaba a los coreanos los pormenores del contrato. A las cinco se indicó que
haríamos un descanso de quince minutos para tomar un café, por lo que aproveché para relajarme un
rato en mi despacho.
Descansaba en el sillón, con los ojos cerrados de cara hacia la ventana, hasta que oí unos golpes
en la puerta. Después, esta se abrió apenas medio metro.
—Sorry, Mireya. ¿Puedo pasar?
—Sí, claro. Siéntate. Siento mucho lo de antes —me excusé al tiempo que Jeff tomaba asiento en
uno de los sillones que había delante de mi mesa—. Lo que hay entre Jaime y yo es un odio profundo.
Lamento que hayas tenido que presenciar la discusión y, sobre todo, que te hayas visto envuelto en
ella.
—El problema no eres tú. Es él. Tú le gustas.
—¿Que le gusto? Mira Jeff, no sé cómo serán las cosas en Seúl, pero en España, cuando una
persona te gusta te comportas con ella con delicadeza y cariño para intentar ganártela. Lo que nunca
se hace es pisotearla, insultarla, hacerle la vida imposible…
—¡No, en serio! Tú le gustas. Si se comporta así es porque no se atreve a expresar sus verdaderos
sentimientos. Utiliza ese comportamiento para que te fijes en él.
—Pues eso seguro que lo consigue. Mira, por ese lado va bien, porque no me resulta indiferente.
¡Le odio con toda mi alma! —respondí mientras apretaba los puños.
—No te sulfures, que no merece la pena. Cambiando de tema. ¿Patinamos?
—¡Eres persistente! Bien, puede ser una idea divertida. Será una forma de descargar adrenalina,
pero no respondo de lo que pueda pasar.
—¿Te recojo en algún sitio?
—No, vivo lejos. Te iré a buscar al hotel sobre las nueve. ¿Te parece buena hora?
—¡Perfecta! A esa hora ya estarán acostados mis jefes y podré salir sin problemas.
—¿Dónde estáis alojados?
—En el Hilton.
—¡Guauuuuu! ¡Qué nivelazo! Bien, regresemos a la reunión. —Por el pasillo, le pregunté—: Oye,
por cierto. ¿Qué se pone una de ropa para ir a patinar?
—Algo informal, ya que después cenaremos una hamburguesa o cualquier otra cosa.
—Si algo me empieza a entusiasmar de este contrato, es que no voy a tener que llevar a los
clientes al tablao flamenco, como siempre —le contesté entre carcajadas al tiempo que continuamos
nuestro camino hacia la sala de juntas.
La reunión continuó afinando detalles sobre los pormenores de los equipos que no habían sido
solicitados inicialmente, y que deseaban incluir en el contrato, para preparar un nuevo presupuesto.
A las seis, una vez estuvo todo hablado, se disolvió la junta, y quedamos con los clientes en que nos
veríamos de nuevo a las nueve de la mañana para que nos informasen de su decisión, la cual, según
nos indicaron, tomarían esa misma noche en el hotel.
Ortega encargó a uno de los conductores de la empresa que llevara a la delegación a su hotel en
una de las limusinas. Tras despedirlos en la puerta del ascensor con una amable sonrisa, cambió por
completo la expresión de su cara y se dirigió a Jaime y a mí:
—A mi despacho. Ahora mismo.
Me temblaban las piernas por el camino. Sabía que en esa empresa, en un enfrentamiento con
Jaime, yo siempre iba a llevar las de perder, aunque tuviese razón.
—Cerrad la puerta —dijo al entrar en el despacho—, y sentaos. Tengo serias quejas sobre
vosotros dos.
—Ortega —contesté contrita—, no tiene nada que ver con el trabajo. Lo único que pasa es que...
—¡A callar! Ahora estoy hablando yo. Primero me vais a escuchar a mí. Los dos. Luego cada uno
podrá decir lo que quiera, pero ahora me vais a prestar atención y sin interrumpirme. No pienso
tolerar ese tipo de comportamientos en esta empresa. Bastante jodido es conseguir un contrato de
suministros de esa envergadura, como para que se vaya todo al garete por una discusión entre dos
mocosos como vosotros. Vuestros problemas personales los arregláis en la calle. Aquí no quiero que
se vuelva a repetir una situación similar y, mucho menos, delante de los clientes, ¿está claro? Las
historias que tengáis entre vosotros son vuestras. En el momento en que empiecen a afectar al
funcionamiento del trabajo en equipo de la gente de la empresa, me vais a obligar a tomar una
decisión que no quisiera tener que tomar. Esos temas los solucionáis entre vosotros, fuera del horario
de trabajo y fuera de estas dependencias. Más vale que aquí estéis compenetrados, porque he
decidido que este contrato lo vais a gestionar entre los dos, en el supuesto de que se firme. Aunque
no lo tengo tan claro, después del bochornoso espectáculo que habéis dado delante del traductor de
esa gente. ¡A saber lo que les cuenta cuando lleguen al hotel! ¿Algo que decir a este respecto?
Los dos nos callamos con la cabeza baja. Noté cómo Jaime me miraba por el rabillo del ojo,
mientras yo hacía lo mismo fulminándole con la mirada.
—Bien, espero que este tema haya quedado zanjado. Ahora, respecto al proyecto del centro
comercial de Lima... —me echaría la culpa a mí, como siempre—...Jaime ¿cómo se puede asegurar a
los clientes que tendrían disponible la mercancía en un mes, cuando ni siquiera te has molestado en
comprobar el espacio de carga y en hacer las gestiones con los transportistas?
Para mi sorpresa, toda la responsabilidad cayó sobre Jaime, lo cual provocó que se le subieran los
colores hasta las orejas. No estaba acostumbrado a ese tipo de humillaciones y, para él, era una
situación nueva que desconocía cómo afrontar. En mi interior, no pude por menos que alegrarme.
Jaime era un cretino. Como a todos, en algún momento se le tenía que ver el plumero. Ya iba siendo
hora de que alguien se diera cuenta.
Jaime intentó disculparse como pudo, y alegó que el problema había sido de la compañía de
transportes, pero con el expediente en la mano y con todos los antecedentes anotados, Ortega le
«sugirió» que la próxima vez que tuviera problemas en ese sentido, acudiera a pedir ayuda a alguien
competente. Aquello, a «Superjaime», le sentó como una patada en el culo.
Tras la bronca, Ortega nos despidió, no sin antes reiterarnos lo que nos podía esperar si volvíamos
a montar un numerito de ese estilo.
Salimos sin mediar palabra y yo me dirigí a mi despacho para retocar algunos detalles de última
hora, junto con algunas novedades que pensaba proponer a los coreanos para el proyecto del
hospital. Como Sara no estaba, encendí mi ordenador de última generación para conectarme con su
PC a través de la red de la empresa, ya que muchos datos de archivo los guardaba ella en su equipo.
Estuve trabajando cerca de media hora para incorporar nuevos productos, cuando la puerta de mi
despacho se abrió para dar paso a Jaime, que la cerró tras de sí con el pestillo.
—¡Vaya, vaya! ¡La «niña bonita» trabajando! ¡Menuda novedad! ¿Sabes manejar un ordenador?
¡Qué sorpresa!
—¡Gilipollas! ¿Qué coño haces aquí? Sal ahora mismo, si no quieres que avise a alguien para que
te saque.
—¿A quién vas a avisar? ¿A Superman? Porque a estas horas, no queda nadie más en esta oficina
que tú y yo. Los demás se han ido a casa hace un rato. Yo me hubiera ido si, al enviar un correo
electrónico, no me hubiera dado cuenta de que estabas conectada a la red. Simplemente he venido
para ver qué hacías.
—Ya que tanto te interesa, intento añadir novedades al proyecto del hospital para incrementar el
presupuesto, cambiando algunas marcas de aparatos por otras que ofrecen mayor fiabilidad. No te
preocupes, mientras tú echas esta noche un polvo a quien se te cruce por el camino, yo terminaré con
esto y dejaré una copia encima de la mesa de tu despacho para que lo puedas ver antes de
presentarlo, por si a tu «ilustre» cerebro se le ocurre alguna idea.
—Mira guapa, creo que tú no eres quién para echarme en cara mi vida sexual, a no ser que tengas
celos.
—¿Celos? ¿Yo? ¿De ti? ¡Ja, ja, ja, ja! No me hagas reír, Jaime, por favor, que no son horas. Si tú
fueras el último hombre del mundo, y yo la última mujer, se extinguiría la especie.
—Dime una cosa. ¿Te van las tías? Porque si es así, te puedo pasar alguna de las mías.
—Jaime.....
—¿O es que te gustan tanto los tíos que no te comprometes con ninguno para probarlos todos?
Porque a pesar de lo que dice la gente, yo creo que es eso lo que te sucede. Para ser tan joven, has
llegado muy alto. Y no creo que sea precisamente por tu cerebro.
—Jaime...... —repetí más alterada.
—Hay que reconocer la verdad de las cosas: eres joven, guapa, tienes un cuerpazo de escándalo y
un piquito de oro. ¿Has llegado aquí por ser inteligente o por utilizar ese «piquito» en otros
menesteres?
En ese momento, ya no pude más. Me levanté de muy mal humor y salí de detrás de la mesa,
dispuesta a darle un guantazo a ese imbécil.
—¡Hijo de puta! ¿Quién te crees que eres para venir a insultarme?
Me lancé contra él, pero cuando estaba preparada para asestarle un fuerte puñetazo en la nariz,
Jaime paró mi derechazo con su mano y me retorció el brazo. Quedé de espaldas a él, con mi brazo
en una posición antinatural y sintiendo su aliento en mi cuello.
—¡¡¡Suéltame, maldito cretino!!!
—¿Qué te pasa? ¿Te pones nerviosa?
—¡¡Joder, suéltame!!
—¿Tus hombres no te tratan con dureza? A lo mejor es eso lo que necesitas, muñeca. Un poquito
de mano dura seguro que te ablanda el carácter.
—¡¡JAIME!! Te he dicho que me sueltes.
Jaime acercó su cara a mi cuello, rozándolo con la punta de la nariz.
—Mmm. ¡Qué bien hueles, muñeca! Hueles a vainilla.
—Jaime, por favor, estate quieto.
—¡Qué pena que tu carácter no sea tan dulce como tu perfume! Me dan ganas de morderte. —
Acercó su boca a mi cuello, y pasó los labios por el mismo.
—Jaime —supliqué alarmada—. Por favor, suéltame, me estás poniendo nerviosa.
—¿Esto tampoco te lo hacen tus hombres? ¡Cielito, estás de muerte! ¡Es una lástima que nadie sepa
apreciar esta piel tan suave! —dijo besándome descaradamente en la nuca.
—Por favor, por favor... Jaime, déjame, ¡me estás asustando!
Intenté zafarme de sus brazos, pero él era mucho más fuerte de lo que parecía. Mientras yo me
revolvía, Jaime me sujetaba cada vez con más fuerza.
—¡Voy a gritar como no te estés quieto!
—Puedes gritar todo lo que quieras, cariño. No queda nadie. El vigilante ha salido a comprar
tabaco y tardará un poco en volver.
—¡Déjame! ¡Te he dicho que me sueltes!
Al tiempo que comenzaba a meter la mano debajo de mi blusa, se oyeron unos golpes en la puerta.
—Mireya, ¿estás bien?
¡Dios mío! ¡Sara! ¡Ella era mi única salvación! Jaime me soltó de repente. Cuando iba a
responder, me miró con gesto amenazador, me puso un dedo en los labios para indicarme que me
callara y no dijera nada de lo ocurrido, y quitó el seguro a la puerta.
—Sí, Sara, estoy bien. Pasa.
—Hola Mireya, venía porque... —en ese momento se percató de la presencia de otra persona en el
despacho—. ¡Ah! Hola, Jaime. Perdona, Mireya. Recojo mi bolsa del gimnasio y me voy.
—¡NO! No, no te vayas Sara, si nosotros habíamos terminado. Ya nos íbamos. ¿Verdad, Jaime?
Espera, que cojo el bolso y nos tomamos un café. Él se tiene que quedar a esperar al vigilante...
Tras decir esto cogí mis cosas, agarré a Sara por el brazo y salí del despacho sin siquiera apagar
el ordenador o esperar a que Jaime se marchara para cerrar la puerta.
Una vez en el ascensor, ella me miró con detenimiento.
—¿Qué te pasa, Mireya? ¡Estás desencajada!
—Nada, nada, Sara. Es solo un altercado, como de costumbre.
—Pues hoy estas especialmente alterada.
—Jajajajaja —respondí forzando una carcajada—. Es que cada día me descompone más ese
cerdo.
Tomamos un café en el bar de abajo y me despedí de ella hasta el día siguiente, sin siquiera
acordarme de preguntarle qué tal había ido la reunión con el notario. Para mí era suficiente que
hubiera aparecido en el momento preciso.
Recogí mi coche del aparcamiento con intención de llegar a casa, cambiarme de ropa y recoger a
Jeff para el patinaje.
CAPÍTULO 4

Llegué a casa pasadas las siete y media, y había quedado con Jeff a las nueve. Tenía el tiempo justo
de cambiarme de ropa y salir a buscarlo.
Necesitaba una ducha. Aún sentía escalofríos por lo sucedido en el despacho con Jaime. Quería
quitar su aliento y su tacto de mi piel, aunque fuera necesario restregarme con un estropajo. Me
preguntaba qué le había hecho actuar así. Nunca me había caído bien, pero jamás hubiera pensado
que llegara a esos extremos. Estaba asqueada y era consciente de que, tras lo sucedido esa tarde, ya
no podría tener hacia él ni un mínimo pensamiento indulgente.
Me metí bajo el grifo de la ducha y dejé que el agua muy caliente resbalara por todo mi cuerpo,
desde el pelo hasta los pies. Levanté la cara para que el agua me diera con toda su fuerza, deseando
que la sensación de suciedad interior desapareciera de mi cabeza. No recuerdo cuánto tiempo estuve
así. Cuando me encontré despejada salí, me sequé y me dirigí al dormitorio.
Abrí el armario con esa sensación de «no-tengo-nada-que-ponerme» que todas las mujeres tienen
ante una cita imprevista. Lo cierto es que tenía dos armarios llenos de «nada-que-ponerme», pero en
ese instante era incapaz de encontrar el atuendo adecuado. Quería estar sexy, pero no en exceso. La
verdad es que siempre me gustaba vestir de un modo sexy, ya que el hecho de no sentirme así me
resultaba incómodo, como si no fuera yo.
Me probé unos jeans azul marino con una blusa de manga corta azul celeste y unas zapatillas
deportivas. No. Tenía el mismo aspecto que mi madre cuando se viste para ir al campo: arreglada
pero informal. Eso no valía.
Probé un conjunto de bermudas con chaqueta entallada en amarillo. No. Eso tampoco servía para
los planes de esa noche. No debía olvidar que iba a patinar sobre hielo y que haría frío en la pista de
patinaje.
¿Un vestido tejano? De ninguna manera. No se podía patinar con un vestido tan corto.
Al final me decidí por un vaquero elástico y una camiseta de lycra ajustada. Tendría que llevar
calcetines para los patines, pero esos podrían ir sin problemas en mi bolso, así que me puse unas
sandalias de tacón.
Me miré al espejo para darme el visto bueno. Bien. Esto podría valer para mi «no-cita». Me sequé
el pelo con la toalla. Una coleta alta sería un peinado perfecto para este tipo de salida. Al final
decidí que me quedaba mejor el pelo suelto, por lo que me quité la goma del pelo y lo revolví con un
poco de espuma para que los rizos recuperasen su forma habitual. Con el pelo todavía húmedo,
cambié las cosas del bolso a la mochila, guardé en ella un par de calcetines de lana y una sudadera,
cogí las llaves del coche y salí de casa. Abrí la verja con el mando a distancia y emprendí el camino
hacia el Hilton.
A las nueve menos diez llegué a la puerta del hotel. Antes de bajar del coche, me miré en el
retrovisor para atusarme un poco el pelo y ponerme un poco de brillo en los labios. Le di las llaves
al aparcacoches de la puerta, quien me miró un poco sorprendido ante la clase de vehículo que le
tocaba llevarse. Entré en el hall del hotel y me dirigí al mostrador de recepción.
—Por favor, ¿podrían avisar a Mister Jeff Pullman?
—Por supuesto, señorita. ¿A quién debo anunciar?
—Mireya Sanz.
—Un momento, por favor. Si es tan amable de esperar...
—Gracias.
Decidí que sería menos violento esperarlo sentada en uno de los cómodos sillones que el Hilton
tenía en el vestíbulo, así que me situé frente a los ascensores con la esperanza de verle cuando
bajara. Dos minutos más tarde oí una voz conocida en el mostrador y giré la cabeza.
—La 407, por favor.
—Ahora mismo, señor.
Era Jaime. Al verle se me encogió el estómago. Me arrebujé en el sillón intentando esconderme
detrás de un ficus para observarle sin ser descubierta. Iba acompañado de una escultural rubia con
unas piernas larguísimas sobre unos tacones de vértigo.
«Vaya —me dije—, “Superjaime” y su ligue de turno. Hay que ver lo que les da de sí el sueldo a
algunos». En ese momento sonó la campanilla que indicaba la llegada del ascensor a la planta baja y
reaccioné. «¡Dios! ¡Se va a cruzar con Jeff!».
Respiré con alivio al ver que este no bajaba en el mismo elevador en el que iban a subir Jaime y
su rubia. No aparté la vista hasta que la puerta se cerró por completo. En ese momento, oí una voz a
mis espaldas:
—¡Hola!
Di un respingo y me volví. Era Jeff.
—¿Te he asustado?
—¡Hola, Jeff! No, solo es que no te esperaba por la retaguardia.
—Estaba en la cafetería despidiéndome de los misters. Como excepción y para honrar vuestras
costumbres, se están tomando una copa. Me han dicho que no hay problema en que salga si mañana a
las ocho estoy listo para volver a tu oficina. Quieren seleccionar más mercancía.
—Precisamente esta tarde he estado dándole unos retoques al proyecto que espero presentarles
mañana. Creo que con los pequeños cambios que he realizado, el pedido será mucho más completo,
aunque también hay variaciones en el presup....
—Mireya, si no te importa, preferiría dejar el trabajo por hoy. Quiero divertirme un rato. ¡Me han
dado la noche libre y es la primera vez en mucho tiempo!
—¡Ja, ja, ja! De acuerdo, Jeff. Nada de trabajo. ¿Nos vamos?
—Vamos.
Jeff llevaba unos pantalones tejanos azules desgastados, una camiseta de granito negra, zapatos de
cordones y una sudadera echada sobre la espalda, con las mangas colgando por delante de los
hombros. Se le veía diferente sin el traje de chaqueta.
Salimos del Hilton y le pedí al aparcacoches que trajera mi «pelotilla».
—Jeff, una cosa. Verás...
—Dime.
—No tengo coche de empresa. La limusina solo la ponen cuando es la empresa la que paga las
salidas de los empleados con los clientes, así que tendremos que ir en mi coche.
—Perfecto.
—Ya, pero es que mi coche... —En ese momento vi aparecer mi vehículo por la esquina—. Bueno,
ahora verás lo que quiero decir. «Eso» es mi coche.
Jeff dirigió la vista hacia la bolita color calabaza y soltó una carcajada.
—¡Ja, ja, ja! Mujer, ¿qué tienen de malo los coches pequeños? Yo también tengo un coche pequeño
para moverme por Seúl.
—Bueno, además de pequeño es viejo y...
—No es viejo, es una pieza de coleccionista.
—Visto así… Nunca había pensado en mi coche como una antigüedad de colección. ¡Jajaja! Anda,
sube.
Bajamos por la calle con dirección a la pista de patinaje sobre hielo. Conseguimos encontrar
aparcamiento enseguida y, al llegar a la puerta, le recordé que hacía mil años que no patinaba.
—Deja de preocuparte. Seguro que lo haces a la perfección.
Entramos, pedimos los equipos y nos sentamos al borde de la pista para cambiarnos el calzado.
Saqué mis calcetines de la mochila y me los puse, gesto que hizo sonreír a Jeff. Él ya tenía los
patines puestos y yo aún luchaba con el primero para meter el pie.
—Deja que te ayude —Jeff se arrodilló ante mí para intentar colocármelos. El gesto me turbó un
poco y me quedé mirando cómo colocaba mi pie dentro de la bota y ataba con fuerza los cordones—.
Si te aprieta me lo dices, pero tienen que estar ajustados para evitar que el pie se vaya y te rompas un
tobillo.
Hizo lo mismo con la otra bota y se levantó. Me tomó de las manos para ayudarme a ponerme en
pie.
—¿Preparada?
—Bueno, todo lo preparada que puedo estar... —respondí enfundándome la sudadera.
—Vamos allá. —Se metió en la pista de hielo y una vez dentro me tendió la mano para ayudarme a
entrar—. ¡Venga! No tengas miedo que no te dejaré caer.
Le di la mano. A pesar de llevar los guantes puestos, percibí el calor de su piel con lo que algo se
removió en mi interior. Un poco insegura, puse uno de los pies dentro del hielo. «Bueno, no va mal»,
pensé. Aún no me había caído, pero quedaba por meter el segundo.
Tal y como yo temía, al intentar entrar del todo en la pista, el pie que tenía sobre el hielo resbaló,
yo trastabillé y no di con mi cuerpo contra el suelo porque Jeff me sujetó con firmeza por la cintura,
lo que provocó que nuestros cuerpos se aproximaran hasta quedar pegados, y un instante de
fascinación se quedase prendido en el cruce de miradas.
—¡Ja, ja, ja! Vas a tener razón. ¡Eres una patosa!
—¡Jeff! Ya te dije que hacía mucho tiempo que no patinaba.
—Ven conmigo, al menos al principio. Evitaré que te caigas y montes un escándalo.
Se colocó a mi izquierda y rodeó con su brazo derecho mi cintura, a la vez que me sujetaba la
mano izquierda con su brazo libre. El contacto me embotaba los sentidos de manera inexplicable,
hacía que mi cerebro ralentizase sus funciones y que mis extremidades se negaran a obedecer las
órdenes que les dictaba.
—Ahora los dos a la vez, izquierda..., derecha... —me transmitía las instrucciones con paciencia
—. Deja que los patines se deslicen, no intentes empujarlos más de lo necesario o te caerás y me
arrastrarás contigo. Izquierda..., derecha..., izquierda..., derecha... ¿Ves qué fácil?
—Jeff, es fácil porque me tienes sujeta. Como me sueltes, me resbalaré.
—Tranquila. No te soltaré a menos que tú lo desees —cuando levanté la mirada hacia su cara,
descubrí que se había sonrojado. Esto hizo que yo también me sonrojara y bajara la vista.
—Izquierda..., derecha... ¡No es tan difícil, Jeff! Izquierda..., derecha..., ¿podemos ir un poco más
rápido? Creo que todo el mundo me mira. ¡Estoy haciendo el ridículo!
—¡Ja, ja, ja! Bueno, un poco más rápido, pero no mucho. No querría terminar la noche en el
hospital.
Estuvimos en esa posición un buen rato. Cuando consideré que podría hacerlo yo sola, le pedí que
me soltara. Jeff me desasió la cintura y me tomó de la mano sin dejarme aún libre del todo.
Todo iba perfecto hasta que, al coger una curva, se me cruzaron los patines. Tropecé e intenté
agarrarme a Jeff para no caer. Él no se esperaba el empujón y acabamos los dos en el suelo.
—Pe..., perdona, Jeff. Lo siento. No era mi intención tirarte, es solo que... —intenté justificarme.
Jeff me miró muy serio, con el entrecejo fruncido. En ese momento deseé que se hiciera un agujero
en el suelo para meter la cabeza y no tener que soportar esa mirada de reproche.
—Mireya... ¡eres realmente patosa! ¡Ja, ja, ja!
—¡Tonto! Me habías asustado. Pensé que te habías enfadado conmigo. Que conste que te avisé.
Jeff se puso en pie y, de nuevo, me dio las dos manos para ayudarme a levantarme. Me aferré a él e
intenté incorporarme, pero los patines resbalaban sobre el hielo. En uno de los intentos, mi pie
izquierdo tropezó con el derecho de Jeff, lo desequilibré y volví a enviarlo al suelo.
En ese momento ya no pudimos más y rompimos a reír de forma estruendosa. Ni siquiera nos
dábamos cuenta de que estábamos en el hielo, que nuestra ropa se estaba mojando y que todo el
mundo nos miraba. Al final, dos de los monitores de la pista vinieron a ayudarnos. En un tono que
pretendía sonar lo más serio posible, Jeff se dirigió a ellos:
—Yo puedo levantarme solo, pero tengan cuidado con ella. ¡Es un auténtico peligro!
Sin que yo pudiera parar de reír, los monitores me alzaron del suelo y me acercaron a la salida de
la pista. Jeff nos siguió. Debíamos de llevar allí casi una hora, por lo que decidí que por ese día
había hecho suficiente el ridículo, pero le dije a Jeff que, si lo deseaba, él podía seguir patinando.
Sin decir nada, se alejó hacia el centro mientras yo me quitaba los patines. Después dio dos
vueltas alrededor de la pista haciendo cabriolas y piruetas. Yo no dejaba de mirarle, asombrada de
la facilidad con la que se movía en ese medio.
Volvió a mi lado y me dijo que cuando quisiera nos podíamos marchar.
—Jeff, por mí no lo hagas. Estoy encantada viendo cómo patinas, en serio.
—No lo hago por ti —me susurró—, sino por mí. Si sigo, al final me caeré otra vez y haré el más
absurdo de los ridículos, y creo que por hoy ya lo hemos hecho bastante.
Me guiño el ojo y estalló en carcajadas al mismo tiempo que yo.
Cuando nos disponíamos a devolver los equipos, Jeff sacó su cartera con intención de pagar.
—No, Jeff. Pagaremos a medias. Recuerda que no es una cita y cada uno debe pagar lo suyo.
—Bien, luego en la cena acepto ese trato, pero no ahora. Lo del patinaje fue un capricho mío y
debo aceptar las consecuencias —me dijo en tono de sorna—. Además, estoy seguro de que tardarán
mucho tiempo en volverte a dejar entrar aquí…
—Me llamarán el día que quieran montar un espectáculo cómico.
Salimos de allí y, como era una noche muy agradable y a los dos nos apetecía pasear, decidimos
no coger el coche. En el centro de Valencia el tráfico denso y el ruido ensordecedor no permitían
transitar con comodidad, así que cruzamos el barrio de Ruzafa, subimos por la bulliciosa avenida del
Marqués del Turia y atravesamos el puente de Aragón hasta el Paseo de la Alameda. Paseamos junto
al larguísimo parque que ocupa el viejo cauce del río Turia, charlando como si nos conociéramos de
toda la vida. Hablamos de cine, de música, de viajes, de sueños... La tenue luz de las viejas farolas
de hierro fundido iluminaba las aceras y los muros del río, las terrazas estaban repletas de clientes,
pero por la amplitud del lugar parecía que había mucha menos gente. Nosotros apenas nos cruzamos
con algún transeúnte que paseaba su perro, o algún corredor nocturno. El aire estaba limpio y olía a
azahar. Era primavera, todo estaba verde y frondoso y era delicioso pasear por allí.
Al llegar al Puente del Reino decidimos que era una buena hora para cenar. Puesto que no nos
apetecía una cena formal ni el bullicio de los restaurantes, nos pareció una buena idea coger algo
para llevar y tomárnoslo allí mismo.
Encargamos dos hamburguesas dobles completas, dos refrescos, una ración doble de patatas, dos
pasteles de hojaldre con manzana y nos sentamos en un banco frente al puente de Monteolivete.
Desde allí teníamos una vista privilegiada de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, de su lago
iluminado y la espectacular arquitectura que la rodea. Sacamos las hamburguesas y cenamos. Sin
darse cuenta, Jeff se manchó la nariz con el ketchup.
—Espera, creo que tienes la nariz colorada —dije mientras cogía una servilleta para limpiarle.
—¿Colorada? Ya me manché, seguro.
Mientras le quitaba el tomate de la cara, Jeff me miró a los ojos y una sensación extraña se
apoderó de mi estómago. Bajé la vista hacia su nariz sin poder evitar sonrojarme y entonces él me
tomó la mano. Sentí de nuevo esa descarga, como si al desconectar un electrodoméstico uno de los
cables estuviera desprotegido, sin su cobertura plástica, y me hubiera dado un fuerte calambre.
—Tienes unas manos muy suaves —declaró en voz baja mientras se acercaba a mí y prodigaba una
leve caricia a mis nudillos.
—Eso es que no he trabajado nunca —reconocí al tiempo que bajaba la vista hacia el suelo.
—No, no es eso lo que quiero decir. La piel es suave, pero me refería a la forma de tocar. Es un
tacto suave... —especificó sin interrumpir el roce.
Retiré bruscamente la mano sin poder evitar que el rubor permaneciera en mis mejillas y dediqué
toda mi atención a las patatas fritas, para evitar cualquier contacto visual entre los dos. Jeff se dio
cuenta de mi azoramiento y continuó con una conversación trivial sobre el último certamen de los
óscar de Hollywood.
Tras terminar con la «suculenta» cena, nos dirigimos hacia el lugar donde se hallaba aparcado mi
coche, subimos en él y acerqué a Jeff a su hotel.
—¿Es muy tarde para invitarte a una copa? —preguntó.
—No demasiado, espera que piense dónde podemos tomarla.
—Creo que mi suite, si no te importa subir, es el lugar ideal.
—Bueno, una copa rápida, ¿de acuerdo? Mañana nos espera un duro día de trabajo. —En ese
momento me di cuenta de que haber aceptado era un tremendo error, pero no había posibilidad de dar
marcha atrás. Las emociones que había experimentado durante todo el día, cada vez que entrábamos
en contacto, se escapaban de toda lógica posible. Desde el primer momento me había sentido
impulsada hacia él por una fuerza misteriosa, que por todos los medios trataba de rehuir. Pero mi
subconsciente no respondía a las órdenes de mi cerebro y estaba tomando decisiones por cuenta
propia. Esto no traería nada bueno, seguro.
—Está bien, pero queda prohibido sacar el tema de los negocios.
—¡Tú mandas!
Dejé de nuevo las llaves al aparcacoches y subimos a la habitación donde se alojaba Jeff. Estaba
en la penúltima planta, junto a la suite Presidencial, lo que me hizo cavilar sobre el nivel económico
de los dueños de la cadena de hospitales. No pude evitar sorprenderme del hecho de que un simple
traductor contase con un alojamiento de esa categoría, pero di por hecho que los misters estarían en
el cuarto de al lado y querrían tenerlo cerca, por si le necesitaban a deshoras.
Era una estancia amplia, con un gran salón que hacía las veces de distribuidor, y estaba decorada
con muebles de estilo moderno, casi minimalista. En el centro, un sofá de cuero de tres plazas y dos
sillones individuales flanqueaban una mesa baja de cristal. En uno de los lados, junto a la puerta que,
intuí, daba acceso al dormitorio, había una vitrina en caoba con las puertas de vidrio, que acogía
toda una serie de figuras de resina con aire moderno que decoraban el mueble. A través de la puerta
entreabierta se vislumbraba la alcoba. Eché una ojeada sin poder evitarlo. Una cama grande, con un
cabecero en madera negra y una colcha granate, presidía el centro de la habitación. En la parte
derecha, otra puerta cerrada debía de dar acceso al cuarto de baño. Al otro lado, justo frente a la
entrada, se encontraba la terraza, la cual disfrutaba de una estupenda vista sobre la playa, iluminada a
esas horas por las luces de colores procedentes de los bares de copas y las discotecas ubicados en la
zona del puerto.
—¿Qué te apetece tomar? —me preguntó.
—Un gin-tonic por favor, con mucho hielo y unas gotitas de limón natural.
—¿Limón natural? Mira, hielo picado hay en la máquina, así que te puedo poner un cubo entero,
pero limón natural... Si lo hay, te lo traeré, pero si no es el caso, te tendrás que tomar el gin-tonic sin
ello, que yo no llamo al servicio de habitaciones para pedir un limón. ¡Limón natural…!
—Jeff, déjalo, no te preocupes. Puedo tomar cualquier otra cosa.
—Voy a por hielo... ¡Limón natural! —cogió el cubo del hielo y salió hacia la máquina situada en
el pasillo al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro en un gesto de asombro.
Mientras esperaba que volviera, me dirigí a la terraza, abrí la puerta y salí fuera, deseando que un
soplo de aire fresco en esa cálida noche me aclarase las ideas, ya que estaba muy confusa. ¿Qué
demonios me estaba pasando con Jeff? ¿Por qué me turbaba su mera presencia? Yo siempre había
sido una persona abierta que no se cortaba ante los comentarios de los demás. Acostumbrada a estar
rodeada de hombres todo el día, no me solían afectar los cuchicheos o miradas de los que pudiera ser
objeto. Pero con Jeff era diferente. Su forma de mirar, su forma de hablar… Había algo en él que me
cohibía.
—Tienes suerte. ¡Había limón natural! —oí de pronto a mis espaldas—. Hay que ver la cantidad
de cosas raras que tienen en los hoteles de lujo...
—Muchas gracias, Jeff —respondí, aún con la confusión en mi mente.
—¿Nos sentamos aquí fuera o prefieres dentro?
—Mejor fuera. La noche es estupenda, ¿no te parece?
—Sí. Hace un tiempo excelente.
Cogimos nuestras copas y salimos a la terraza. Desde lo alto del Hilton se veía toda la ciudad
iluminada. Las farolas de la playa alumbraban el paseo marítimo de la Malvarrosa como un collar de
perlas brillantes. En medio del mar, algunas luces pequeñas, pertenecientes a barcas de pescadores y
yates de recreo, salpicaban la oscuridad como estrellas caídas. A lo lejos se veía lo que parecía ser
un enorme crucero, de esos en los que todos hemos soñado embarcarnos alguna vez, encendido como
un árbol de Navidad.
Nos sentamos en los sillones de mimbre, uno junto al otro al lado de una mesa redonda de cristal
con las patas metálicas, con la mirada perdida hacia el horizonte y en un completo silencio. No
recuerdo cuánto tiempo estuvimos así. Se estaba bien allí, sin decir nada, con el mundo a nuestros
pies, hasta que me di cuenta de que Jeff no me quitaba los ojos de encima. Azorada, bajé la vista y
concentré toda mi atención en el vaso que tenía entre las manos. Sentía la urgente necesidad de salir
de allí para evitar esa sensación que me estaba trastornando. Me sentía fascinada y aterrorizada al
mismo tiempo. Nunca había experimentado nada semejante. De repente, sonó la melodía de mi
teléfono móvil.
—Perdón —mascullé, y me levanté para atender la llamada. Al ver de quien se trataba, me dio un
vuelco al estómago—. Hola, Mario, cariño —contesté muy bajito—. Sí…, sí, cielo, es que no estoy
en casa. Ahora mismo estoy ocupada. Los negocios, ya sabes... Sí, mi amor, cuando llegue a casa te
llamo… Un ratito, no demasiado, ya casi hemos acabado... Hasta ahora.
Al regresar a la terraza, observé que la magia que había existido hasta ese momento se había roto.
Jeff me miraba consternado.
—¿Tu novio? —preguntó.
—Sí. No. Sí… bueno, algo así. Es la persona con la que estoy saliendo, pero no es mi novio. Es
complicado de explicar —intenté justificarme sin saber cómo salir del atolladero—. Creo que es
hora de que me marche. Mañana nos espera un día muy duro. Siento la interrupción. He pasado una
velada muy agradable.
—Yo también. Mañana nos vemos, entonces.
—Sí. Hasta luego —contesté aturdida, y me di la vuelta para coger mi bolso de la salita.
—Espera, Mireya —dijo Jeff acercándose a una distancia que yo consideraba peligrosa para mi
estabilidad mental—. Ha sido una noche estupenda. Muchas gracias por todo.
—Gracias a ti, Jeff. —Salí atropelladamente de la suite con intención de volver a casa lo más
rápido posible.
Recogí las llaves del coche y me dirigí a Chilches, aún confundida por el desarrollo de los
acontecimientos. Al llegar a casa, sin terminar aún de abrir la puerta, llamé a Mario, pero tenía el
teléfono desconectado. Le dejé un breve mensaje en el contestador y me metí en la cama. Estaba tan
cansada que me dormí enseguida.
CAPÍTULO 5

A la mañana siguiente llegué a la oficina un rato antes de la hora prevista para la cita con los
coreanos. Como todos los días, hice coincidir la subida en el ascensor con Mario. Pero, para mi
sorpresa, esa vez no fue como las anteriores. Las mariposas que volaban en mi estómago cuando su
mano descansaba esa fracción de segundo en mi cintura, no aparecieron. Sentía que debía contarle lo
sucedido, que tenía que quedar con él para desayunar y explicarle el encuentro con Jeff de la noche
anterior. Sin embargo, algo en mi fuero interno me hizo eludir esa situación. Bajé los ojos para evitar
enfrentarme a su mirada y vi como las puertas del ascensor se cerraban tras él. Al llegar arriba, entré
en el despacho y me puse a revisar los nuevos equipos que les quería ofrecer a nuestros clientes.
Tenía catálogos del material, pero pensé que era una buena idea que los vieran directamente, así que
hice un par de llamadas a la fábrica y quedé en pasar a ver las máquinas a las once.
De camino a la sala de reuniones, tropecé con Jaime por el pasillo. Me miró con sorna, arqueando
las cejas, y exclamó:
—¡Vaya! La «niña bonita» ha madrugado hoy. ¿No hubo plan anoche con el traductor? ¿Ese
tampoco te vale, muñeca?
Hice caso omiso de sus comentarios y continué mi camino hacia la sala, con Jaime tras de mí.
Estaba vacía. Dejé que eligiera primero dónde ponerse y me senté en el lugar más alejado que pude.
Abrí las carpetas y me concentré en su contenido. Releí varias veces cada apartado del nuevo
presupuesto, hasta que los miembros de la delegación aparecieron junto a Ortega.
La reunión transcurrió con absoluta tranquilidad. Al comentar mi intención de ver los equipos
médicos «in situ», a todos les pareció una buena idea, pero los tres coreanos rechazaron la invitación
para ver la fábrica, y alegaron que Jeff tenía suficiente preparación como para hacerse cargo de ello.
Argumentaron que él conocía el funcionamiento del hospital y sabía perfectamente los equipos que se
querían adquirir, así que la visita la haríamos Jaime, Jeff y yo.
Un chófer de la empresa nos acercó en limusina a la fábrica de equipos médicos que se encontraba
a unos treinta kilómetros del centro de la ciudad, enclavada junto al Parque Natural de Sierra
Calderona. Los aromas del brezo y la madreselva, mezclados con el olor marino que reinaba en el
ambiente, hicieron que Jeff inspirase profundamente con los ojos cerrados y, al abrirlos, mostrase
una sonrisa de oreja a oreja, que yo correspondí.
La fábrica era un descomunal edificio de hormigón y ladrillo visto, muy bullicioso debido al ruido
de las máquinas y de la ingente cantidad de personas que trabajaban en él. Una gran chimenea de
ladrillo rojo estaba en una de las esquinas más próximas a la montaña, y escupía de manera constante
un humo blanco similar a las fumatas papales.
Como la visita estaba programada, no tuvimos ningún problema de acceso y, dada la magnitud de
la compra, el propio dueño nos estaba esperando para hacernos de cicerone.
Una vez visitadas las instalaciones, y tras escuchar las debidas explicaciones técnicas, nos dejaron
a los tres a solas en una de las naves de almacenaje, para que pudiéramos comentar con Jeff los
detalles económicos. Al quedarnos solos, Jaime se me acercó por detrás, susurrándome al oído:
—¿No hubo suerte anoche, entonces? ¡Qué pena! Es un desperdicio. Si hubieras estado conmigo,
habrías pasado una noche loca y hoy no tendrías esa cara de amargada. ¿No te animas? —Me cogió
de la cintura por atrás.
No pude evitar echarme a temblar al recordar lo sucedido el día anterior y me separé de él con un
movimiento brusco. Jaime ya contaba con esa reacción, así que no conseguí zafarme.
—Déjame, Jaime. Suéltame.
—¿Por qué? —preguntó—. Si estamos prácticamente solos —respondió a la vez que me sujetaba
más fuerte, acercando su boca a mi oreja.
En ese momento intervino Jeff.
—Disculpe. Creo que la señorita quiere que la suelte —le espetó con educación.
—¿Que quiere que la suelte? No. No quiere. ¿Verdad, cariño, que no quieres que te suelte? —
replicó Jaime.
Yo seguía intentando escapar de sus brazos cuando Jeff se acercó más y volvió a repetir:
—He dicho que creo que la señorita quiere que la suelte.
Jaime me liberó, se encaró con Jeff y, en un arranque de chulería, le contestó:
—Lo que hay entre la «señorita» y yo, a ti no te incumbe, papanatas. Ella es una calientabraguetas
y le gustan estas cosas. ¿Verdad, zorrita?
Jaime se giró con intención de abrazarme de nuevo, pero no le dio tiempo. Jeff le agarró el brazo
izquierdo y le asestó un puñetazo en la cara que consiguió que se tambalease. Jaime se llevó las
manos a la nariz.
—¡Hijo de puta! ¡Me la has roto! —gritó al notar que un hilo de sangre salía por sus fosas nasales
—. ¡Ortega se enterará de esto! ¡Se enterarán tus coreanos! ¡Te dejarán sin trabajo hasta que no
tengas dónde caerte muerto!
—Te equivocas —replicó Jeff con gesto adusto mientras sacudía los nudillos de su mano derecha
—. De esto no se enterará nadie. Dirás que te has despistado y que te has dado un golpe contra una
puerta con el cristal muy limpio. Porque si se enteran de que lo que has recibido ha sido un puñetazo,
quizá tenga que explicarle a tu jefe y a todo el mundo el motivo real de la agresión —le siseó con
rabia en la mirada acercándose a él—. Entonces quien no tendrá donde caerse muerto serás tú…
Tras esto, se acercó a mí con una expresión de ternura en la cara. Me cogió con dulzura del brazo y
me sacó de la nave en dirección a la limusina. Jaime caminaba detrás de nosotros tratando de taponar
con su pañuelo la sangre que le salía de la nariz.
El trayecto de vuelta fue silencioso. Ninguno abrió la boca. No sabía cómo se sentían los demás,
pero yo estaba angustiada. Ese episodio no podía derivar en nada bueno. Tenía el convencimiento
pleno de que Jaime iba a hacer llegar sus quejas a Ortega y que, al final, sería yo la que saldría
perjudicada.
Eran ya las dos de la tarde cuando llegamos a la oficina. Jaime, en uno de sus «arranques de
educación exquisita», bajó el primero de la limusina, y, sin esperarnos ni un segundo, fue hacia los
ascensores. Me disponía a descender y Jeff me retuvo:
—Un segundo, Mireya. Tenemos que hablar de lo que ha pasado.
—Jeff, no creo que sea el momento —contesté confusa—. Ahora mismo no puedo pensar en nada.
Tengo que ver cómo soluciono el tema con Ortega, porque estoy convencida de que Jaime va directo
a su despacho a quejarse y...
—No —me interrumpió—. No le va a decir nada. Si sabe lo que le conviene, se estará calladito y
dejará de molestarte durante una temporada.
—Una temporada..., ¿cómo de larga? Jeff, no le conoces. En cuanto os vayáis vosotros y Jaime
considere que he perdido a mi paladín, volverá a las andadas. Tarde o temprano me hará pagar el
puñetazo. Por desgracia, en esta empresa las cosas funcionan así: si una mujer es acosada, el
problema es de ella.
—¿Quieres que hable con Ortega? Podría contarle el episodio de esta mañana y las cosas serían
diferentes.
—No sabes nada de lo que ocurre aquí, Jeff. Te lo agradezco, pero es mejor que dejes las cosas
como están. Lo que tenga que ser, será. —Tras decir esto, me apeé del coche.
Jeff salió detrás de mí, entramos juntos en el ascensor y subimos a la oficina. Al llegar arriba,
comprobamos que no había rastro alguno de Jaime. La sala de juntas estaba desierta y la secretaria
de mi jefe nos comunicó que se habían suspendido todas las reuniones conjuntas hasta el día
siguiente. Las instrucciones eran explícitas: Jeff debía ser llevado a su hotel para explicarles a los
coreanos los pormenores de la visita y, palabras textuales según ella, «yo podía tomarme el resto del
día libre hasta que nuestros clientes tomaran una decisión».
En vista de que por el momento no teníamos nada que hacer, nos acercamos por mi oficina a dejar
la documentación que habíamos recabado en la fábrica. Al pasar junto a la mesa de Sara, le informé
de lo que nos habían dicho en el despacho. Añadí que cuando terminase lo que estaba haciendo podía
irse a casa, y que le daba la tarde libre.
Jeff y yo volvimos al aparcamiento. Bajamos en el ascensor en el más absoluto silencio. Yo me
miraba las puntas de los zapatos, sin atreverme a alzar la vista. Lo que había ocurrido esa mañana me
tenía desconcertada. Era cierto que Jaime se había pasado con su actitud, pero la salida en mi
defensa por parte de Jeff me tenía perpleja. Tanta vehemencia no tenía sentido. Él volvería a su país,
a su trabajo, a su mundo, y aquí nos quedaríamos Jaime y yo, con nuestros problemas y nuestras
desavenencias. No entendía su intervención, por más vueltas que le diese a la cabeza. Podía haber
pasado del tema, dejando que las cosas siguieran su curso, y no lo había hecho. Había actuado como
un perfecto caballero.
Dejé a Jeff en la limusina y le indiqué al chófer que le llevase al Hilton. Cuando me disponía a
coger mi «pelotilla», me preguntó a bocajarro:
—Mireya, ¿te apetece comer conmigo?
—No, gracias. Las órdenes han sido claras. Tienes que volver a contarles a tus misters cómo ha
ido la visita de esta mañana —contesté justo antes de darle la espalda y huir. En ese momento caí en
la cuenta y me volví hacia él—. Te agradecería que no les comentases nada del incidente con Jaime.
Eso es algo que tengo que solucionar por mí misma.
—Pero Mireya, creo que...
—No, Jeff —le interrumpí—. Por favor, deja las cosas como están —. Tras decir esto, me marché
hacia mi coche.
Recordé que tenía que comprarme un vestido para la boda, así que imaginé que una tarde de
compras era lo que mi arrastrado ánimo necesitaba para volver a su estado natural.
Estacioné mi vehículo en el subterráneo del Centro Comercial sin cesar de darle vueltas en la
cabeza a todo lo sucedido, tanto la noche anterior en el Hilton, como esa mañana en la fábrica. En
ese instante deseaba de manera ferviente llamar a Mario. El hecho de no poder estar junto a él con
toda la frecuencia que me hubiese gustado se me hacía cada vez más cuesta arriba. Pero debía
entender sus razones. Mario me había explicado, en más de una ocasión, que en su familia todos eran
mormones, y yo era católica. Él no se consideraba practicante de su religión, pero en su casa no
aprobarían nuestra relación y por eso teníamos que llevarla a escondidas. Como yo no pensaba
convertirme a su religión y él alegaba que si se hacía católico todos le retirarían la palabra, de mutuo
acuerdo continuamos con nuestra historia de amor a escondidas.
Entré en mi tienda favorita, una boutique familiar, con prendas exclusivas que diseñaban ellos
mismos, de las cuales jamás repetían modelo y tejido a la vez. Al comprar en esa tienda corrías el
riesgo de llevar el mismo vestido que otra persona, pero con otra tela..., o el mismo estampado pero
con un diseño diferente. Era una forma de asegurarse la «exclusividad» de las prendas.
Saludé a las dependientas y les expliqué el evento al que estaba invitada, para que me ayudasen
con la elección. Tras probarme varios modelos, me decidí por un vestido de cóctel en satén color
lavanda, con escote barco, manga corta y falda de tubo por debajo de la rodilla. Esperaba que
también fuese del agrado de mi madre. A pesar de todas mis protestas, era mejor elegir algo que ella
considerase adecuado puesto que, en caso contrario, no habría quien la soportase durante los meses
siguientes. Dejé la bolsa en la tienda con intención de recogerla al terminar las compras y me fui a
por unas sandalias.
Eso me subiría el ánimo. «¿Qué mujer no se siente mejor después de comprarse un par de
zapatos?», pensé.
Entré en la zapatería, adquirí unos peep toe en el mismo color lavanda del vestido con una flor de
raso en el empeine, plataforma y unos tacones de vértigo, el bolso a juego, y añadí a mi compra un
par de stilettos en charol color visón. «¿Para qué los voy a usar?», pensé. Bueno, no lo sabía, pero
eran tan bonitos que me dio pena dejarlos en la tienda.
Recogí las cosas que había dejado en la boutique y, con mi dañado espíritu un poco más animado,
me fui a casa.
Al llegar me puse cómoda, me espachurré en el sofá y el ruido de mi estómago me recordó que no
había comido nada ese día. No tenía ninguna gana de cocinar, así que me decanté por algo sencillo:
una bolsa de palomitas con mantequilla para microondas. «Bien. La comida basura es ideal para
levantar el ánimo», me dije. Y ataqué las palomitas mientras veía pasar las imágenes en la televisión.
El resto de la tarde lo pasé aburrida como una ostra y sin decidirme a abandonar la comodidad de
mi sofá. Echaba de menos a Mario, muchísimo, pero no podía evitar pensar en Jeff, en la magia que
habíamos compartido el día anterior durante el paseo por el parque y después en la terraza de su
habitación del hotel. Esos sentimientos me tenían muy desconcertada.
De pronto, sonó el timbre de la puerta. Miré mi reloj. Las ocho. «¿Quién será a estas horas?», me
pregunté. Al abrir, mi sorpresa fue mayúscula cuando me encontré cara a cara con el causante de mis
desvelos.
Jeff estaba en la puerta, vestido con unos jeans y una camisa de cuadros vichy en azul marino. Al
otro lado de la verja esperaba un taxi.
—Ho..., hola, Jeff. ¿Cómo ...? — pregunté sin saber qué decir.
—Hola, Mireya —me saludó con una gran sonrisa—. Podría decir que pasaba por aquí, pero no
me creerías, ¿verdad?
—Bueno —contesté, sonriendo—. Digamos que no. Esto está lejos de la civilización y, por
supuesto, no está de camino a ninguna parte....
—Pedí a tu secretaria la dirección. No te enfades con ella. Le mentí. Para que me dijera dónde
vivías, alegué que tenía que hablar contigo con urgencia y en persona sobre el pedido.
—Entra —le invité al tiempo que me apartaba para dejarle paso.
—¿Me vas a dejar quedarme un rato? Es para despedir al taxista o decirle que me espere...
—Despídelo. Te puedo invitar a cenar si te ves capaz de comer algo que yo haya cocinado.
Jeff pagó al taxista y regresó de nuevo a la casa. Entramos al salón y él observó con detenimiento a
su alrededor.
—Lo siento —me excusé mientras colocaba los cojines de nuevo en su sitio e intentaba poner un
poco de orden en la mesa de centro—. No esperaba visitas. Estaba haciendo un poco de nada cuando
has llegado. Siéntate donde quieras..., o donde puedas.
—Gracias —respondió acomodándose en el sofá.
—¿Te apetece beber algo?
—Una cerveza estaría bien.
—No..., no tengo cerveza. Lo siento. ¿Una copa de vino? ¿Blanco? ¿Rosado?
—Un vino blanco es una excelente elección.
Salí del salón hacia la cocina y volví con dos copas y una botella de Chardonnay blanco en una
bandeja. Serví las copas y me senté en el mismo sofá que Jeff, pero en el extremo más alejado. Me
disponía a beber el primer sorbo cuando él sugirió:
—¿Un brindis?
—¿Por que las negociaciones lleguen a buen término? —propuse.
—No. Por nosotros.
—¿Por nosotros? —repliqué perpleja.
—Sí. Porque esto sea el inicio de una amistad duradera —y, tras decir esto, se acercó a mí.
—Es.... un buen motivo para un brindis —alcé mi copa para chocarla levemente con la suya.
Bebimos y un silencio incómodo se instaló entre nosotros. Yo no sabía qué decir y notaba que él
tampoco. Por su expresión, daba la sensación de que quería contarme algo, pero que no tenía ni idea
de cómo atacar el tema. Tras un eterno minuto de silencio sepulcral, solo roto por el sonido de la
televisión, en el que yo miraba mi copa y él me miraba fijamente a mí, decidí hacer la cena. Eso sería
una forma sencilla de romper con aquella situación.
—Bueno —dije—. ¿Qué te apetece? ¿Pasta?
—Sí —contestó—. Me encanta la pasta.
—Entonces te preparare mi famoso plato de «espagueti a la Mireya».
—¿Espagueti a la Mireya?
—Básicamente son espagueti con ajo, guindilla y albahaca, pero si no te gusta el picante los puedo
hacer con tomate, como toda la vida.
—No. Es perfecto. ¿No dicen que el picante es afrodisíaco?
—Eso dicen. Lo mismo no es buena idea poner picante... —musité desorientada. La visita de Jeff,
su actitud de esos dos días y los comentarios que hacía me tenían despistada por completo.
—¡Eh! ¡Que lo he dicho en broma! Ponles picante, que no va a pasar nada. Además, me encanta.
¿Te ayudo?
Jeff se puso en pie con intención de venir conmigo a la cocina. Puse al fuego una olla con agua y
saqué los espagueti del armario. Cuando el agua rompió a hervir, eché la pasta y esperamos a que se
hiciera mientras él pelaba y picaba los ajos. Seguíamos en silencio. Yo no sabía por dónde empezar
una conversación. ¿Hablaba del tiempo? ¿Del tráfico? ¿De las negociaciones? ¡Dios, qué
incomodidad! Sin dejar de darle vueltas a los espagueti en la cacerola, le observaba por el rabillo
del ojo. Él no apartaba su vista de mí, al mismo tiempo que cortaba los ajos con una parsimonia que
me estaba poniendo enferma. ¿Por qué no se daba prisa y volvía a sentarse al salón?
—Esto ya está, Mireya.
—¿Qué? —respondí sobresaltada—. ¡Ah! Sí, perdona. Trae aquí —alargué la mano para coger la
tabla con los ajos picados, con tan mala fortuna que tropecé contra el cuchillo que él sostenía y me
corté—. ¡Auch!
—¿Qué pasa? ¡Ay! Ya te he cortado. Ven, ponlo debajo del agua —cogió mi mano y abrió el grifo
de la pileta, mientras sostenía mi dedo sangrante bajo el agua fría. El contacto con su mano era tan
ardiente que ni siquiera el líquido helado que impregnaba la mía hacía efecto. La sangre me hervía y
todo lo que deseaba era seguir sintiendo su contacto, a la vez que rehuirlo.
Concentré mi vista en el corte para evitar esos pensamientos, cuando percibí que el tacto de Jeff
había cambiado. No se limitaba a sostener mi mano, sino que la estaba acariciando. Levemente, muy
suave, de forma casi imperceptible, pero yo sentía esas caricias sobre mi piel con la misma
intensidad que los arañazos de un gato rabioso.
—Ya está. No te preocupes —dije azorada al tiempo que me alejaba del grifo— Esto ya no
sangra. Una tirita y listo.
Jeff clavó su mirada en la mía sin soltar mi mano.
—No. Aún no está. Necesita cuidados, igual que tú —y me cogió la otra.
—Jeff, no creo que...
—Shhhh, calla —me puso un dedo sobre los labios—. No digas nada. No estropees el momento,
Mireya. ¿No lo notas? Entre nosotros hay algo. No me preguntes qué es, porque no lo sé definir con
palabras, pero sé que tú lo sientes igual que lo siento yo.
—Esto es absurdo —le increpé, zafándome de su contacto—. Entre nosotros no hay nada, no puede
haber nada. Yo tengo mi pareja, ¿no lo entiendes? Esto es ridículo.
—No lo es, y lo sabes —replicó, haciendo ademán de volver a cogerme las manos.
—No, Jeff —me di la vuelta y me acerqué hasta el mueble donde tenía el botiquín. Cogí una tirita y
me la puse en el dedo— Estás aquí, solo y aburrido, con tres jefes que no son precisamente un
ramillete de cascabeles, y has encontrado en mí un entretenimiento para estos días. No confundas los
términos —a medida que hablaba, subía el tono de voz, perpleja por el desarrollo de los
acontecimientos—. Esto no lleva a ninguna parte. Cenemos en paz, como dos amigos, sin más. Y
después de cenar llamamos a un taxi y que te lleve de vuelta al hotel. Mañana, con la cabeza fría,
verás como las cosas son de otra manera.
—No serán de otra manera, lo sé. Pero si es lo que quieres, así lo haremos —tras decir esto, salió
de la cocina con una mueca de frustración.
Cuando terminé de preparar la cena la llevé al salón, y nos la tomamos en medio de un embarazoso
silencio. Yo no me atrevía a mirarle, y él, por su parte, no me quitaba los ojos de encima. Estaba
deseando que saliese de mi casa y de mi vida para poder recuperar la normalidad. Se suponía que se
marchaban el viernes. Bien. Cuanto antes, mejor. Necesitaba regresar a mi rutina.
No tomamos ni el postre. Ante lo incómodo de la situación, Jeff decidió llamar a un taxi nada más
terminar la cena.
—Bien, Mireya. Me voy.
—Si quieres, espera a que llegue el taxi. Aún tardará un rato...
—No. Aguardaré fuera. Es mejor porque... ¡Bah! Da igual. Estaré en la puerta —Se dirigió hacia
la salida.
—Jeff, yo.... —musité sin saber exactamente qué decir.
—Mireya —se volvió hacia mí—, te empeñas en negar lo innegable. Entre nosotros hay algo más
que un vínculo de negocios, pero estás ciega y no quieres verlo. Si prestases solo un poco de
atención te darías cuenta, lo mismo que me he dado cuenta yo. Cuando quieras aceptar lo que ocurre,
probablemente sea demasiado tarde. Yo me habré marchado y entonces no podrás solucionarlo.
Dio media vuelta y salió cerrando la puerta tras de sí, dejándome sumida en un mar de dudas.
CAPÍTULO 6

El día amaneció gris, como mi ánimo. De mala gana perseguí de nuevo a mi despertador, al que
conseguí atajar antes de que saliera del dormitorio. Me di una ducha rápida y, ante la idea de salir de
casa con el pelo mojado, decidí no lavarlo y hacerme una coleta alta.
Me vestí acorde con el color del cielo: traje sastre de pantalón en gris perla, camiseta blanca y
zapatos negros de medio tacón. «Bien, si quería dar una imagen de ejecutiva seria, lo he
conseguido», pensé al mirarme en el espejo.
Salí de casa hacia la oficina, sin saber muy bien cómo atacar esa jornada tan «peculiar» que me
esperaba. Por un lado Jeff y sus supuestas intenciones, y por otro el capullo de Jaime y su nariz rota.
Genial. Un panorama desolador...
Estuve remoloneando un rato alrededor de los ascensores, pero Mario no apareció, así que ese día
subí yo sola sin sentir su roce sobre mi cintura como era habitual, lo que hizo ensombrecer aún más
mi ánimo.
Crucé la puerta de cristal y observé con asombro la quietud reinante en todas partes. Eso no era
normal. Algo fallaba...
Nada más llegar, Sara me informó que me esperaban en el despacho de Ortega, así que, ni corta ni
perezosa, dejé las cosas y me fui derecha hacia allí. Toqué la puerta con los nudillos, y oí la voz de
Ortega en forma de un seco «adelante» que hizo que un escalofrío me recorriese la espalda antes de
entrar.
El jefe estaba sentado detrás de su enorme mesa de caoba, con las nubes grises creando un
espectacular y sombrío fondo a través de la cristalera. No había nadie más.
—Buenos días, Ortega.
—Buenos días, Mireya. Si es que se pueden considerar buenos… —me contestó.
—¿Qué ocurre? — pregunté preocupada.
—Esperemos a que llegue Jaime —explicó con cara de pocos amigos—. No tengo ganas de repetir
las cosas dos veces.
El silencio se apoderó del despacho mientras Ortega revisaba papeles y yo me miraba inquieta la
punta de los zapatos. Levanté la vista para observar su despacho, tan diferente al mío. Sus
estanterías, de madera de nogal, estaban cubiertas de viejos libros de contabilidad, finanzas, derecho
y comercio exterior, todos con los lomos de colores apagados: verdes, azules y grises. En su mesa,
pulcramente ordenada, estaban alineados, de manera intachable, un juego de escritorio de cuero en
color marrón chocolate y un porta fotos de metal con la imagen de su familia.
Al percibir la mueca de contrariedad que mostraban las facciones de Ortega, por mi mente
empezaron a pasar todo tipo de pensamientos negativos: se había enterado de lo ocurrido con Jaime,
lo cual me hizo preguntarme qué versión habría oído; o el contrato de suministros del hospital se
había ido al garete porque tuve dignidad para no aceptar las insinuaciones de un simple traductor; o
los coreanos habían encontrado otro proveedor. «¿Cuándo?», pensé. «Si no han salido del hotel». O
cualquier otra cosa... pero nada bueno. Tenía un nudo en la garganta que me impedía tragar y solo
podía deducir que aquello era el fin. Iba a acabar despedida o, lo que es peor, denunciada por
agresión, aunque yo había sido la víctima.
«No pienses, Mireya. No pienses. Mantén tu mente en blanco». No hacía más que repetirme ese
mantra de manera constante, pero mi cabeza iba por libre, y las ideas que se me ocurrían eran cada
vez más funestas.
Unos toques en la puerta me sobresaltaron, y el consabido «adelante» de Ortega me sacó de mi
ensimismamiento.
—Buenos días, jefe. ¿Se puede? —saludó Jaime sin asomar del todo la cabeza.
—¿No has oído que he dicho adelante? —le contestó Ortega en tono seco.
Cuando entró Jaime al despacho y le vi la cara, no pude por menos que sentir una pizca de lástima.
Estaba hecho un desastre. Tenía toda la nariz inflamada y amoratada, un hematoma gigantesco en el
pómulo derecho y parte del ojo de ese mismo lado de un intenso color púrpura.
—¿Qué coño te ha pasado? —le increpó Ortega al percatarse de su aspecto.
—Nada, jefe. Un encontronazo contra un cristal demasiado limpio —respondió mirándome con
resentimiento.
—¿Y qué pasa? ¿Ibas bebido? No, no me digas nada —añadió sin darle tiempo a replicarle—.
Prefiero no saberlo. Siéntate. Tenemos que hablar muy seriamente los tres.
Jaime se sentó en el otro sillón delante de la mesa.
—¿Me queréis explicar cómo está el contrato de suministros del hospital de Seúl?
—Sí, jefe. Verá, ayer estuvimos.... —empecé a decir.
—No —me interrumpió él—. Que me lo explique Jaime.
—Pues.... —titubeó este—. Ayer estuvimos en la fábrica de componentes de cirugía.
—¿Y?
—Y... el intérprete estuvo viendo los nuevos equipos e hizo algunas anotaciones sobre ellos.
—¿Y? —volvió a replicar Ortega, cada vez más enfadado.
—Pues... no sabemos nada más —le contestó Jaime.
—Mireya —dijo Ortega dirigiéndose a mí—. ¿Sabemos algo más?
—No, jefe —respondí en un vano intento de mantener la calma—. Al llegar aquí ayer no había
nadie. Las órdenes que nos transmitieron fueron que el señor Pullman se dirigiera a su hotel y que
nosotros podíamos tomarnos la tarde libre.
—¿Y alguno de vosotros tuvo la idea de llamar a los coreanos a última hora de la tarde para saber
cómo iban las cosas?
—No —contestamos los dos al unísono.
—Bien. Me parece genial, porque yo SÍ que lo hice. Y lo que he obtenido como respuesta es un
«nos lo estamos pensando», y que las condiciones para que las negociaciones sigan adelante son que
Jaime quede excluido por completo de este acuerdo. ¿Alguien me quiere explicar el motivo?
Jaime y yo nos miramos sin saber qué decir. Yo opté por bajar la cabeza y volver a concentrar la
vista en las puntas de mis zapatos, a la vez que simulaba quitar una imaginaria pelusilla de mis
pantalones, mientras él se quedaba pasmado con la noticia.
—¿Me vais a dar alguna explicación o tengo que imaginarla? —inquirió Ortega hecho una furia,
dando un golpe seco sobre la mesa.
Silencio absoluto. Yo no sabía por dónde atajar la situación y veía que Jaime tampoco.
—Bien —volvió a decir Ortega—. Ante vuestra evidente falta de conocimiento sobre el hecho que
ha desencadenado esta anomalía, desde ahora yo tomaré el control de la situación. Jaime, quedas
excluido de este negocio. Esto quiere decir que, de las comisiones, no verás ni un céntimo, y me
importa un pimiento lo duro que hayas podido trabajar en esto. —Tuve que fingir un acceso de tos
para evitar la carcajada que me provocó el comentario, y volví a concentrar mi vista en el suelo para
eludir las diferentes miradas que me dirigieron ambos, la asesina por parte de Jaime y la inquisidora
de Ortega. Este último siguió con su discurso—: Mireya, tú llevarás el peso de toda la negociación.
Pero todo, absolutamente todo lo que se avance, quiero saberlo de inmediato. No luego, ni mañana.
¡Al momento! Preocúpate de saber qué otras necesidades tienen, preocúpate de lo que quieren poner
o quitar al pedido pero, sobre todo, ¡¡¡¡PREOCÚPATE DE QUE SE FIRME ESE PUÑETERO
CONTRATO!!!! —concluyó con un rugido.
—Sí, jefe —respondí con voz trémula.
—Bien. Lo primero que tienes que hacer es llamar al hotel, hablar con los coreanos, enterarte de
cómo va el tema y actuar en consecuencia. Y ahora fuera los dos. No quiero volver a saber de
vosotros hasta que tengáis algo interesante que contarme.
—Esto... jefe... — interrumpió Jaime.
—¿Qué?
—Y si no voy a participar en este contrato... ¿qué se supone que tengo que hacer ahora?
—Irte a casa, a cuidarte esa cara que tienes. Aprovecha y coge los días de vacaciones que te
quedan. Ni se te ocurra pedir una baja. Después de lo sucedido con los coreanos, no me siento
especialmente magnánimo contigo, ¿está claro? Y mientras estés recuperándote, no limpies los
cristales. No quiero más «accidentes» de este tipo —dicho esto, hizo un gesto con la mano, y dio por
zanjada la conversación.
Salí del despacho con paso apresurado, intentando por todos los medios evitar a Jaime, pero mis
esfuerzos fueron en vano. Al llegar a la altura de la sala de juntas, me cogió del brazo, me metió a
empellones en ella, y cerró la puerta.
Con el fin de escapar de él, conseguí parapetarme tras la mesa ovalada situada en el centro de la
sala. No dije nada... no sabía qué decirle. Tras ver la furia que emanaba de sus ojos, la poca lástima
que me hubiera podido inspirar al verle los moratones se fue por la ventana.
—Escúchame bien, «niña bonita» —me increpó con rabia—. No sé qué habrás hablado con el
traductor de los cojones. No sé qué le habrás dicho ni qué le habrás contado. El hecho es que yo
estoy fuera de este contrato por tu culpa. Yo soy quien ha perdido la jugosa comisión que nos íbamos
a llevar, y yo soy quien tiene la nariz rota por un puñetazo de tu caballero andante. No pienso
quedarme de brazos cruzados sin hacer nada, y dejar que tú, una puta trepa, se quede con el
rendimiento de todo mi esfuerzo.
—¿Todo tu esfuerzo? —dije soltando una carcajada—. ¡Ja! Todo lo que has hecho se ha limitado
siempre a tener la bragueta bajada para cualquier pelandusca que se te cruza por el camino. Jamás te
has tomado la más mínima molestia por el trabajo. Es más, ni siquiera sabrías cómo llevar una
negociación desde el principio hasta el fin sin ayuda, porque es algo que no has hecho en la vida. Así
que no me digas que estoy arruinando «tu esfuerzo», porque esta situación la has provocado tú solito.
—Mira, guapa —contestó acercándose hacia mí—. No pienso consentir que ni tú ni nadie me diga
cómo debo vivir mi vida. ¿Está claro? Y mucho menos que manipulen a los de mi alrededor de
manera que sea yo el perdedor. —Acto seguido, me agarró de la coleta y tiró fuerte hacia atrás,
mientras yo me la sujetaba con las dos manos—. Si piensas que siempre tengo la bragueta dispuesta,
lo mismo es que necesitas que te demuestre si eso es o no es cierto.
Jaime llevó una de sus manos hacia mi pecho, cuando se abrió de golpe la puerta y entró Jeff. El
choque de miradas entre ellos dos fue brutal. Jaime me soltó el pelo y rodeó la mesa ovalada en
dirección a la pizarra electrónica, a la vez que Jeff saltaba por encima de ella para agarrarle de la
solapa del traje.
—Creo haberte dicho —le espetó Jeff fríamente— que no te acercases a la señorita. Veo que aún
tienes recuerdos de la última vez que te lo mencioné. ¿Necesitas algo más para refrescarte la
memoria?
—No —contestó al tiempo que se lo sacudía de encima—. Ya me iba. La «señorita», como tú la
llamas, es toda tuya.
Se colocó la chaqueta y salió por la puerta. Jeff se acercó a mí con la intención de consolarme,
pero yo rehuí su contacto abrazándome el cuerpo con las dos manos.
—¿Estás bien? — preguntó solícito.
—Sí. Gracias. Te debo una... bueno, dos, para ser sinceros.
—Mireya, tienes que denunciarlo.
—Mira, Jeff —le respondí molesta—. No quiero hablar de ello ahora, ¿vale? Necesito estar sola y
tranquilizarme. Esto se me pasará en un rato. Dame quince minutos y enseguida estoy contigo para
continuar con los negocios.
—No he venido a hablar de negocios. Solo vine a verte. Los misters aún están estudiando las
propuestas que les entregué ayer y han dicho que en cuanto tuvieran una decisión tomada, os lo harían
saber.
—Gracias. Ahora si me disculpas...
Salí de la sala de juntas con destino a mi despacho, dejándole con la palabra en la boca. En ese
momento, Ortega aparecía por el pasillo. Este me vio y observó a Jeff salir detrás de mí.
—Mister Pullman. ¡Qué sorpresa! No le esperábamos hoy —le saludó.
—Vine a tratar un asunto con la señorita Sanz, pero ya me marchaba —al oír mi nombre, paré y me
di media vuelta.
—¿Ha tomado café? Venga con nosotros al despacho. Enseguida nos traerán uno y así podremos
charlar con tranquilidad —cogiéndole por los hombros, le guió hacia allí—. Mireya, ven tú también
—ordenó.
¡Mierda! En ese momento mis planes consistían en llamar a Mario, quedar con él para desayunar
en el bar de siempre y contarle todo lo que había sucedido. Pero estaba claro que no iba a ser
posible. Me esperaba un improvisado brunch.
Ortega llamó a su secretaria y le pidió que encargase un desayuno para tres. Nos sentamos y
estuvimos debatiendo de manera informal algunos detalles del pedido. Mi jefe informó a Jeff que,
según las instrucciones recibidas, habían excluido a Jaime del contrato, y este le correspondió
comentándole lo contento que había quedado con la visita el día anterior a la fábrica, a lo que aquel
asintió, mientras me miraba de forma complaciente. Algo más tarde, la empresa de catering a la que
siempre le hacíamos los encargos nos traía un consistente menú de media mañana, con cruasanes
calientes, medias noches rellenas de jamón cocido, fruta variada y picada, distribuida en tres
cuencos, zumo de naranja natural, café e infusiones, en cantidad suficiente como para alimentar a toda
la plantilla de la empresa.
Nos instalamos alrededor de la mesa redonda que tenía Ortega en su despacho, destinada a
reuniones a pequeña escala, y nos dispusimos a dar buena cuenta del pantagruélico banquete.
Yo seguía sin saber qué decir, salvo hablar y hablar de trabajo, hasta que mi jefe me interrumpió.
—Mireya, vamos a dejar los temas laborales para después. Ahora disfrutemos de nuestro desayuno
mientras Mister Pullman nos cuenta cosas de su país. ¿Qué le parece, Jeff?
Él me miró y, con gesto satisfecho, aceptó la proposición. Empezó a relatarnos sobre el paisaje y
las costumbres de Seúl. Nos estuvo contando que la ciudad está dividida en veinticinco distritos, y
atravesada por el medio, de parte a parte, por el río Han. La zona comercial más lujosa se encontraba
en Myeong-dong, al norte del río. Las oficinas de la cadena hospitalaria se encontraban en la Tower
Palace III, en Gangnam-gu, otro de los distritos elitistas de la ciudad. Se trataba de una torre mixta de
oficinas y apartamentos, en la que, según nos contó, vivía por cortesía de la empresa.
Llamaron al teléfono y Ortega se levantó a atender la llamada, lo que hizo que nos quedáramos los
dos sumidos en un perturbador mutismo.
Tras colgar el auricular, mi jefe se disculpó con nosotros y salió del despacho, no sin antes
decirnos que terminásemos tranquilamente de desayunar.
El silencio pesaba entre nosotros como una fría losa de mármol, y la tensión existente en el
ambiente se podría haber cortado con un cuchillo, hasta que Jeff rompió la falsa calma.
—Te gustaría Seúl. Es una ciudad de contrastes.
—No lo dudo —respondí con una leve sonrisa—. Pero está muy lejos. Quizá la próxima vez que
necesitéis material, os podamos hacer una visita para llevar los catálogos.
—Cuando vengas —había dicho «cuando vengas», no «si vienes»— te enseñaré la ciudad. Te
encantará el bullicio de los mercados al aire libre y las diferencias abismales que hay entre los
distintos distritos.
—Jeff, no voy a ir a Seúl. Si las relaciones comerciales continúan, irán Ortega y Jaime. Sería la
primera vez que me permitiesen hacer un viaje tan largo. Hasta ahora, no he conseguido salir de
Europa.
—Exigiremos que vengas tú —añadió con una sonrisa.
—¡Por el amor de Dios, Jeff! ¿Quieres dejar de hacerlo? —exclamé enfadada.
—¿De hacer el qué? —preguntó perplejo.
—De protegerme a todas horas, sin descanso. No soy una niña pequeña que necesite que la cuiden.
Es algo que he aprendido a hacer yo sola desde hace mucho tiempo.
—Me gusta hacerlo —comentó cogiéndome la mano por encima de la mesa.
En ese instante se dispararon todas mis alarmas. Al notar su contacto, sentí esa ya habitual fuerte
descarga de electricidad que se propagó por mi cuerpo. Acababa de percibir que, hasta el momento
del contacto físico, algo dentro de mí no funcionaba correctamente y, justo ahora, empezaba a
ponerse en movimiento, como si fueran las agujas de un reloj que no funciona hasta que le dan
cuerda.
Quería retirar la mano, quería evitar por todos los medios esa fuerza que me transmitía, pero no
podía. O no quería. O… ¡ya no sabía qué!
Me miró a los ojos y yo bajé la vista azorada. No me lo permitió. Levantó con su mano libre mi
barbilla, obligándome de nuevo a mantener el contacto visual, y acercó la mano que me tenía cogida
hasta sus labios, con intención de besarla.
Su boca rozó suavemente mis nudillos a la vez que con la otra mano mantenía mi cabeza levantada,
sin permitirme retirar la vista de su rostro. Sus ojos color avellana brillaban, cual luciérnagas en la
oscuridad de la noche, y en su mirada había algo indescifrable y peligroso, que me empujaba hacia él
como atrae la luz a las polillas.
Cuando pensé que iba a besarme, se abrió la puerta y entró de nuevo Ortega rompiendo la magia
del momento, cosa que yo agradecí.
Estaba muy confundida. Si mi corazón era de Mario, ¿qué me estaba pasando con Jeff? ¿Por qué
reaccionaba de esta manera tan absurda ante el más nimio contacto? Necesitaba salir de allí, así que
aprovechando la entrada de mi jefe, me disculpé y me retiré a mi despacho.
Ahora más que nunca necesitaba a Mario. Quería hablar con él. Sabía que no debía llamarle, me lo
había repetido hasta la saciedad. Pero se trataba de una emergencia. Esa mañana no le había visto y,
hasta el momento, el día había sido bastante duro.
No lo dudé ni un instante. Di orden a Sara de que no me pasaran llamadas, a no ser que fueran los
coreanos, y me metí en la oficina con intención de llamarle. Marqué su móvil. Un tono, dos, tres,
cuatro, cinco... Saltó un contestador. Colgué y volví a marcar, con la esperanza de que no lo hubiera
oído la vez anterior.
Otra vez cinco tonos, y el contestador. ¡Mierda! Necesitaba hablar con él. Hice un tercer intento, y
a la cuarta llamada me respondió.
—¿Diga?
—Hola, cariño —le dije intentando mantener la calma en la voz.
—Mireya —me increpó enfadado—. ¿Eres tú? ¿No te tengo dicho que no me llames por teléfono,
que te llamaré yo cuando pueda? Ahora estoy ocupado y no puedo atenderte. No te das cuenta de
nada...
—Mario, mi vida —respondí llorosa—. He tenido un día muy malo y necesito verte, aunque sea
cinco minutos.
—No puedo, nena —continuó muy seco—. Esta noche, si tengo un rato, te llamo.
—Es que tengo que pedirte un favor...
—Dime, pero rápido. Si quieres quedar, hoy es imposible. No puede ser.
—Quiero que vengas conmigo el sábado.
—¿El sábado? —contestó sorprendido—. ¿Dónde?
—A una boda. Ven conmigo, por favor.
—El sábado, imposible. Tengo que dejarte. Ya te llamaré.
Tras decir esto, colgó. Yo me quedé aún con el auricular en la mano, oyendo el «tu-tu-tu» al otro
lado de la línea sin saber qué decir, mientras las lágrimas corrían por mis mejillas.
Algo se había roto dentro de mí. Tenía la extraña sensación de que algo no iba bien, de que en
algún punto de esta historia había un error, y estaba dispuesta a descubrirlo.
Volví a marcar el teléfono de Mario con intención de aclararlo, y al segundo toque me respondió
una voz femenina y vagamente familiar.
—¿Sí?
Me quedé callada, sin saber qué decir.
—¿Sí? —insistió la voz.
—Perdón, creo que me he equivocado —y colgué.
Aquello cada vez tenía peor aspecto. Y yo cada vez estaba más rabiosa por todo lo que me había
pasado a lo largo de los últimos tres días. Era ahora o nunca. Tenía que saber lo que ocurría.
Cogí mi bolso e informé a Sara que salía un momento, que no tardaría en volver. Bajé hasta la
quinta planta, donde estaba la clínica dental, y entré con paso firme, decidida a resolver mis dudas.
La recepción estaba decorada en blanco y azul, con una fila de sillas apoyada en la pared que daba
al pasillo de la escalera. Había varias puertas pertenecientes a las diferentes consultas, todas
entreabiertas, y una de ellas, con el letrero de «Dirección» colocado sobre el cristal traslúcido,
totalmente cerrada. El personal iba y venía de una consulta a otra, con instrumental o radiografías en
las manos.
Tras el mostrador, una pelirroja pecosa, que no tendría más de veinte años, me preguntó si estaba
citada.
—Buenos días. No, no tengo cita. Es una visita particular. Venía a ver al doctor Mario Salinas.
—El doctor no ha venido hoy —me contestó muy amable con una gran sonrisa—. Su esposa está
embarazada y esta mañana se levantó con molestias. Probablemente no sea nada. Mañana o pasado
estará aquí. ¿Quiere dejarle algún recado?
—No —respondí pasmada—. No, muchas gracias. Ya... ya volveré.
—¿Quién le digo que ha venido a verle? —preguntó solícita.
En ese momento me mordí la lengua para no contestar «su amante».
—Una amiga. Ya vendré más adelante, gracias.
Salí de la clínica en estado de shock con intención de volver a mi despacho, pero una vez en el
ascensor me lo pensé mejor y bajé a la calle.
Una fina lluvia había empezado a mojar el suelo de asfalto, aunque yo no sentía nada.
Absolutamente nada. Estaba vacía. Tenía el corazón roto, y una congoja en el alma que no me
permitía siquiera romper a llorar. Deambulé por las calles sin rumbo, inconsciente de pisar charcos,
de cruzar calzadas o de chocarme con la gente. Caminaba cabizbaja, mientras mi cabeza daba vueltas
y vueltas por lo que acababa de descubrir. «No puede ser, debe de ser otro Mario Salinas», me decía
a mí misma para intentar engañarme, aunque sabía que no era así. Empecé a comprender el porqué de
los encuentros a escondidas, de la negativa a recibir mis llamadas, de tener que salir corriendo a
media noche cuando estábamos en mi casa, en lugar de quedarse a dormir, y de utilizar siempre mi
casa y jamás la suya. Todas esas cosas a las que antes no había dado importancia, empezaban a
cobrar sentido.
Dejé atrás la céntrica calle Colón, sin mirar más que al suelo, pasando de largo los escaparates de
las tiendas, que mostraban su mercancía más apetecible engalanados para atraer a los clientes al
interior, como se atraen las moscas a la miel. Atravesé la Gran vía Marqués del Turia y subí por la
Avenida del Reino de Valencia hasta el antiguo cauce del río. Desde allí, crucé el puente del Ángel
Custudio, y subí por la calle Eduardo Boscá hasta el cruce con la Avenida del Puerto. Enfilé la
avenida más larga de Valencia y durante más de una hora, deambulé a tropezones entre los
transeúntes, pero yo les hacía caso omiso mientras algunos de ellos me dirigían improperios que ni
siquiera escuchaba. Otros me miraban como si estuviera chiflada. Caminaba bajo la lluvia sin
paraguas, sin rumbo fijo, con todos mis planes destrozados y sin un destino final. Un cambio en el
paisaje hizo que me diera cuenta de que me estaba adentrando en la zona portuaria. Lo único que
quería era andar y andar, alejarme de todo y de todos hasta que me doliesen las piernas y dejase de
dolerme el alma, así que giré a la izquierda y rodeé todo el puerto deportivo hasta llegar al Paseo de
Neptuno. Desde allí pude ver uno de los espigones y me dirigí hacia el lugar donde las olas rompían
con más fuerza, para ver si las corrientes marinas acababan con mi malestar.
En el extremo final del mismo, me encaramé al muro sin importarme lo peligroso que podía ser un
resbalón con el suelo tan mojado. La espuma de las olas me salpicaba la cara al romper contra los
enormes bloques tetrápodos. Me pareció estar viendo un rugiente paisaje de otro planeta. Permanecí
allí largo rato hasta que sonó mi teléfono móvil. Lo saqué del bolso y lo miré. Era Mario. Opté por
no contestar. Corté la llamada y lo apagué.
Cuando empecé a ser consciente de que mi corazón latía de nuevo a su ritmo normal, me levanté y
abandoné la escollera, aún sin ser consciente de lo que me rodeaba.
Decidí regresar por las callejuelas poco transitadas de Canyamelar, pero al ir a cruzar la Plaza de
la Armada Española, oí un frenazo y vi que un coche se me venía encima. Cerré los ojos y pensé:
«¡Qué bien! Por fin se acaba todo».
CAPÍTULO 7

—¿Pero tú estás loca, colega? ¿Se puede saber qué coño haces cruzando sin mirar? Podía haberte
llevado por delante. Estás como una cabra, tía.
Las imprecaciones del conductor de aquel viejo Chevrolet me hicieron abrir los ojos, para
comprobar que el vehículo se encontraba a un metro escaso de mí. No me había arrollado, pero el
enojo con el que el hombre salió del coche me hizo pensar que iba a agredirme.
—Lo… lo siento —conseguí tartamudear—. No le había visto. Es que… —En ese momento, toda
la tensión acumulada se descargó. Me apoyé en el paragolpes del coche, dejándome caer al suelo
mojado, y rompí a llorar.
—Bueno, mujer. No te pongas así. No te he atropellado —se disculpó el hombre, compungido ante
mi reacción—. Lo siento. Igual… igual me he puesto un poco borde, pero es que te has tirado a la
calzada sin mirar y me has dado un susto de muerte. Si llego a ir más deprisa te llevo por delante.
¿Estás bien? ¿Quieres que llamemos a alguien? ¿Te dejo en algún sitio?
Contesté que no con la cabeza sin parar de llorar, mientras el conductor me ayudaba a levantarme
del suelo y yo me ponía en marcha de nuevo, dándole las gracias con la mano.
Cuando llegué a mi oficina, tras varias horas bajo la incesante lluvia, me encontraba bastante más
calmada. Todo el agua que me había caído encima, resbalando sobre mis ropas, se había llevado
parte de mis pesares por las alcantarillas. En mi mente solo había una pregunta que quería hacerle a
Mario: «¿por qué?» y con esa pregunta en la cabeza subí en el ascensor hasta la oficina.
Sara se asustó muchísimo al verme en ese estado. Estaba como un pollito mojado con toda la ropa
sucia; el maquillaje se me había extendido por la cara siguiendo el curso de mis lágrimas y de la
lluvia, y los zapatos estaban destrozados.
—Mireya, ¡por Dios! ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? ¿Te traigo algo?
Le hice un gesto con la mano de que no necesitaba nada y me encerré en el despacho. Me senté en
el sillón, dando la espalda a la puerta, y miré por la ventana, para intentar apaciguar el torbellino de
pensamientos que atoraban mi mente. Tres minutos más tarde, unos tímidos golpes y la voz de Sara
me hicieron darme la vuelta.
—¿Se puede? Estoy muy preocupada por ti. Dime qué te pasa, si te puedo ayudar en algo.
—No. No puedes ayudarme, pero gracias de todos modos.
—No quiero verte así —añadió acercándose—. Por favor, déjame hacer algo, lo que sea.
—De verdad, estoy bien. Gracias —respondí con un suspiro.
—Mister Pullman te ha estado llamando toda la mañana. En vista de que no conseguía contactar
contigo en el móvil, me ha llamado a mí. Tampoco yo podía localizarte y ha hablado con Ortega. La
verdad, no sé lo que te ha pasado… ¡pero se ha liado una buena! Están todos como locos buscándote
—me contó preocupada.
—Dame quince minutos, hasta que consiga recuperar un poco el aspecto de persona normal, y
empieza a avisar a todo el mundo de que ya estoy aquí. Y ni una palabra del estado en el que he
venido.
—Bien —asintió con la cabeza—. Pero quizá deberías cambiarte de ropa. La que llevas puesta
tardará más de quince minutos en recuperar la normalidad.
—¡Mierda! —repliqué al caer en la cuenta del aspecto que tenía—. Vale. Dame media hora y
luego avisa —entonces cogí de nuevo mi bolso y me marché de la oficina.
Salí del ascensor en una atropellada carrera que estuvo a punto de provocar que me tragara de
golpe la puerta giratoria que daba a la calle. Entré en una tienda de moda oriental que había dos
bloques más abajo en la acera de enfrente, y me compré unas mallas negras, una camisola suelta de
raso, un cinturón y unas sabrinas.
Con todo en una bolsa y a la misma velocidad de bajada, emprendí de nuevo el camino hacia el
despacho, ignorando las miradas que había recibido en el ascensor, tanto en el trayecto de bajada
como en el de subida. Al llegar, Sara había dejado preparada encima de la mesa su bolsa de aseo,
con todos los artículos necesarios para que tanto mi pelo como mi cara recuperasen su compostura
habitual.
A la media hora exacta, entró para verificar que todo estaba en orden y que podía dar el aviso de
mi llegada, tanto a Ortega como a Jeff. Estaba terminando de cepillarme el pelo para volver a
recogerlo en una coleta y, cuando me preguntó, le hice un gesto de asentimiento con la cabeza para
que informase a todo el mundo de que ya estaba en mi sitio.
Como era lógico, la llamada de Ortega reclamándome con urgencia a su despacho no se hizo
esperar mucho, así que hice dos inspiraciones profundas ante el espejo antes de enfrentarme a lo que
me depararía el destino tras mi escapada de esa mañana. Con el paso todo lo decidido que me
permitía mi maltrecho espíritu, me dirigí hacia allí.
Dentro del despacho estaba también Jeff, que en cuanto entré se levantó solícito y se dirigió a mí
con cara de preocupación, me cogió suavemente del brazo y me acompañó al sofá, gesto que a Ortega
no le pasó desapercibido.
—Mireya, ¿dónde has estado toda la mañana? ¿Y por qué tenías el móvil apagado? —preguntó el
jefe en un tono mezcla de inquietud y enojo—. Nos has tenido como locos buscándote por todas
partes. Ni siquiera le has dicho a tu secretaria dónde ibas. No puedes desaparecer así como así. Las
cosas no funcionan de esa manera.
—Lo siento, Ortega. Tuve un pequeño problema personal y necesitaba salir a que me diera un
poco el aire, pero ya está todo resuelto —repliqué con la voz no muy firme.
—¿Qué ha pasado con tu ropa?
—Se empapó con la lluvia y no estaba presentable. Lo lamento de verdad. No volverá a suceder.
—¿Ha sido por lo de Jaime? —preguntó Jeff con recelo, lo que causó que le lanzase una mirada
fulminante.
—¿Qué es lo de Jaime? —inquirió Ortega, intrigado—. ¿Ha pasado algo de lo que yo deba tener
conocimiento?
—No, jefe, no es nada —contesté mirando a Jeff de forma acusadora.
—Sí. Sí que lo es —respondió este—. Jaime se ha dedicado estos últimos días a molestar a la
señorita.
—¡Jeff! —le espeté airada—. Te dije que no pasaba nada, que eso lo resolvería yo.
—Mister Pullman, por favor, explíqueme eso más detalladamente. ¿Ese es el motivo de la negativa
de sus superiores a continuar las negociaciones con él de por medio?
—Mister Ortega —manifestó este al tiempo que se acercaba más a la mesa—. El Sr. Veiga ha
estado importunando deliberadamente y de forma manifiesta a la Srta. Sanz durante los tres últimos
días, y yo mismo he sido testigo de varias agresiones, algunas de ellas físicas. De hecho, y tengo que
pedir perdón porque mi comportamiento es inexcusable, ayer tuve que darle un puñetazo en la cara
porque se negó a liberar a la señorita de su indeseable abrazo.
—¡Jeff! ¡Basta ya! —le increpé muy enojada.
—¡Silencio, Mireya! —me cortó Ortega—. A ver, Mr. Pullman, por favor, explíqueme lo sucedido
con todo detalle.
Comenzó entonces un relato detallado de lo que había observado sobre lo sucedido entre Jaime y
yo durante esos días, mientras mi jefe le escuchaba atentamente. Yo me sentía cada vez más
pequeñita en el sillón, avergonzada por la situación y, en cierta medida, molesta por la negativa de
Jeff a dejarme solucionar el asunto por mis propios medios.
Cuando terminó de responder a todas las preguntas que Ortega le planteó, este se quedó callado un
momento, con el mentón apoyado en sus manos con los dedos entrelazados, y después pulsó el botón
del interfono.
—Estefanía, por favor, haga venir a Jaime Veiga inmediatamente. Localícelo dónde y cómo sea,
pero le quiero aquí con urgencia —soltó el botón del interfono y se dirigió a nosotros—. Mister
Pullman, le agradezco esta información. Mireya, puedes irte a casa. Tómate el resto del día libre y
descansa. Si el Señor Pullman tiene algo que añadir al respecto de las negociaciones, yo me haré
cargo —mientras los tres nos levantábamos de nuestros asientos, le tendió la mano a Jeff—. Muchas
gracias de nuevo, Mister Pullman. Les veré mañana.
Tras decir esto dio por finalizada la conversación, se sentó y volvió a enfrascarse de nuevo en sus
papeles. Salimos en silencio del despacho, cerrando la puerta detrás de nosotros. Yo caminaba
delante cuando Jeff se dirigió a mí.
—Mireya, espera un momento.
—No, Jeff —le contesté volviéndome furiosa hacia él—. No espero ni un momento, ni nada. No
tenías derecho a hacer esto. Tú no conoces esta empresa. No sabes nada de lo que pasa aquí. Te pedí
de forma explícita que no dijeras nada, y mira el caso que me has hecho. Te dije que yo lo resolvería,
que yo saldría de esta situación igual que llevo saliendo de ella un montón de años. Lo único que has
conseguido es complicarlo todo.
—Yo solo pretendía...
—¿Pretendías? —le interrumpí—. ¡Pretendías erigirte en defensor de pleitos pobres! ¿Querías
acaso hacerte el héroe? Pues bien, ya has realizado tu buena acción del día. Ahora, si no te importa,
vete a molestar a otro sitio, o a salvar a otra damisela en apuros que lo necesite de verdad. Déjame
en paz.
Jeff se enfureció y se dirigió a mí, echando chispas por los ojos.
—Solo pretendía ayudarte para evitar que esos ataques volvieran a suceder. Es lo que quería
decirte. Y ahora, si me disculpas, me iré, como tú dices, a salvar a otra damisela mientras tú llamas a
tu novio y le lloras en el hombro.
Ese último comentario había sido un golpe bajo. Me quedé muda de la impresión y totalmente
paralizada, al tiempo que Jeff me adelantaba por el pasillo con dirección a los ascensores. «Es
demasiada tensión para un solo día. No puedo más», pensé. Apoyé la espalda en la pared del pasillo
y me dejé escurrir hasta quedar sentada en el suelo con la cabeza entre las rodillas. Entretanto las
lágrimas, que yo creía ya agotadas, volvían a brotar de mis ojos. Sara, que venía a buscarme al ver
que Jeff se iba y yo no aparecía me encontró en ese lamentable estado. Me levantó, me llevó al
despacho y me sentó en el sofá. Salió, para volver a aparecer al poco rato con una taza de té caliente
que colocó en mis manos, y se sentó a mi lado sin decir palabra, en tanto que yo sujetaba la bebida
reconfortante sin abrir la boca.
No sé cuánto tiempo transcurrió. Sé que me bebí la infusión, y sé también que en algún momento
me tendió un pañuelo de papel con el que me soné la nariz ruidosamente, pero me encontraba
muchísimo mejor.
Le di las gracias, recogí mis cosas y salí del despacho con un escueto «hasta mañana». Cogí el
coche y volví a casa, para llorar mis penas y ahogarme en litros y litros de helado de chocolate. Al
llegar me di una ducha con el agua muy caliente, me puse un pijama de verano de ositos en tonos
rosas y me acurruqué en el sofá envuelta en una pequeña manta de cuadros, con la tele encendida y
medio litro de Haagen Dazs de chocolate belga.
Después de acabar con el helado, me debí de quedar dormida varias horas hasta que el timbre de
la puerta me despertó. La televisión seguía encendida y un espectacular Keanu Reeves vestido de
negro, en su papel de Neo, estaba contorsionándose en la pantalla de manera que uno podría llegar a
pensar que lo habían deshuesado cuando era pequeño. Por la programación que había en ese
momento, debían de ser aproximadamente las seis de la tarde, así que calculé que había dormido no
menos de cinco horas, aunque fuera gracias al agotamiento.
Medio dormida aún, me levanté del sofá, me calcé las chanclas y fui hacia la puerta al escuchar
que el timbre volvía a sonar de nuevo. «¡Mierda!» pensé. «¿Es que la gente no tiene nada mejor que
hacer que venir a molestar al prójimo?»
Al abrir la puerta me quedé pasmada. Ante mí se hallaba un ejemplar masculino como no había
visto en mi vida. De unos treinta y tantos años, rondaba el metro noventa, y sus bíceps debían de
tener el mismo diámetro que mis muslos. Por la camiseta blanca ajustada que llevaba, se le adivinaba
una tableta de chocolate muchísimo más apetecible que el helado que me había tomado. Dos largas
piernas enfundadas en unos estrechos vaqueros, con un cinturón de hebilla ancha terminaban en unas
botas negras, y en la mano llevaba una cazadora de cuero y un casco de moto, ambos de color negro.
Mi cara de sorpresa le arrancó una sonrisa, la cual reveló la aparición de dos simpáticos hoyuelos
en sus mejillas y el aumento del brillo que irradiaban aquellos ojos azules. A esos detalles, se les
sumaba una melena ondulada por encima de los hombros, negra como un ala de cuervo y
perfectamente cuidada, con lo cual yo era incapaz de salir de mi estupor.
—Buenas tardes —dijo con una simpática sonrisa—. ¿Eres Mireya?
—¿Yo? —«no, claro... la vecina de arriba... ¿estoy tonta o qué?»
—Sí, tú. Busco a Mireya Sanz. La dirección que me han dado es esta, así que si no eres tú, tendré
que asesinar al informador.
—Esto... —«¿quieres bajar de las nubes, so boba?», me dije a mí misma—. Sí, yo soy Mireya
Sanz. ¿Y tú eres…?
—Víctor Almagro, a tu servicio.
—Bien, Víctor Almagro a mi servicio —respondí mientras le devoraba con los ojos—. Es un
placer, pero no te conozco y estoy un poco confundida... ¿Quién te ha dado mi dirección y para qué
me buscas?
Desde luego, no pensaba dejarle entrar sin saber de quién se trataba. Estaba loca, aturdida por el
día que llevaba y aún medio dormida, pero me quedaba el suficiente sentido común como para saber
que no se debe dejar entrar en casa a desconocidos, y mucho menos a los que saben cosas sobre ti.
Podía ser un vendedor de aspiradoras —aunque yo no necesitaba ningún electrodoméstico, gustosa
me tragaría su charla—, un militante de cualquier religión o secta de reciente aparición con intención
de lavarme el cerebro, o un asesino a sueldo enviado por Jaime, que a estas horas ya debía de haber
tenido una «pequeña» conversación con Ortega gracias a la intervención de Jeff.
—Bueno —dijo Víctor mirándome y sin dejar de sonreír—. Tu madre le ha dado a la mía esta
dirección para que viniera a buscarte el sábado para la boda, pero he considerado oportuno
adelantarme unos días por aquello de no encontrarnos como dos desconocidos en un evento de tal
magnitud —¿Era ironía lo que detectaba en su voz?
—¡Ah! —suspiré con alivio—. Entonces tú debes ser el hijo de Manoli.
—Efectivamente —contestó—. ¿Me vas a invitar a una cerveza o me tengo que conformar con
haberte visto sin charlar un rato contigo?
—Sí, perdona. Pasa. —Me retiré de la puerta y le dejé entrar. Cuando me dio la espalda, pude
observar que además del espectacular físico que presentaba de frente, tenía un culo impresionante.
Levanté las cejas y no pude menos que sorprenderme de la capacidad de mi madre para buscarme
pareja.
—Cerveza no tengo. Pero te puedo ofrecer una copa de vino.
—¿Vino? Eso es para señoritos... Venga, vístete. Te invito a una birra y, si vemos que somos
capaces de portarnos como dos personas civilizadas el uno con el otro sin discutir, soy capaz de
llevarte a comer las hamburguesas más grandes y más grasientas de todo el planeta.
Asentí con una sonrisa, le sugerí que se pusiera cómodo y ya me dirigía al dormitorio cuando me
gritó desde el sofá:
—¡Ponte cómoda! Iremos en mi motillo.
Adoraba al inventor de los tejanos. Intenté ponerme acorde con su vestimenta, y me enfundé en los
míos, me puse una camiseta de manga corta en color negro con un dibujo de Betty Boop y escote
corazón, y saqué del fondo del armario mis botas planas de invierno. «¿Botas en el mes de junio?
Definitivamente me estoy volviendo tarumba», pensé. Recuperé la cazadora de cuero de lo alto del
maletero y me cepillé el pelo. Decidí prescindir del maquillaje. No tenía ganas. Total, eso tampoco
era una cita. Por suerte, ya que no tenía el cuerpo para citas locas.
Metí los trastos del bolso en una mochila pequeña y salimos de la casa. Su «motillo», como él la
había llamado, era una Indian Chief Dark Horse de importación, de color negro mate, sin una sola
mota de polvo encima. De debajo del asiento sacó otro casco también de color negro, más pequeño
que el suyo, y me lo tendió.
Con los ojos como platos ante el despliegue de recursos que presentaba mi futuro acompañante a
la boda, me puse el casco y, una vez hubo arrancado la moto, subí detrás de él.
—¿Has subido alguna vez en moto? —me preguntó.
—Sinceramente, no. ¿Esto es seguro? —pregunté titubeante—. Si quieres vamos en mi coche. —
Enseguida me arrepentí. ¿Cómo iba a subir a semejante espécimen humano en mi pelotilla color
calabaza? Sería como meter un semental de alazán en un gallinero.
—Cógete a mi cintura, pega tu cuerpo al mío y déjate llevar. No te despegues de mí y, hacia donde
yo haga el movimiento, limítate a seguirlo.
—No corras, ¿vale?
—Iré despacio, lo prometo.
Pensé que el sitio donde íbamos a tomar la cerveza estaría más cerca, pero debíamos llevar
recorridos unos dos mil kilómetros, o al menos eso me pareció a mí por el dolor de todo que me
estaba entrando de ir en la moto, cuando llegamos a un churretoso bar de carretera situado en medio
de la nada. En la entrada había no menos de cincuenta motocicletas, con sus flecos y sus alforjas de
cuero, de todos los tamaños, cilindradas y colores.
Víctor aparcó la moto y bajamos. Entramos con los cascos en la mano y, al cruzar la puerta, tuve la
sensación de haber cambiado de planeta. Jamás había estado en un bar de moteros, y el ambiente me
recordaba a cualquier película americana de las que ponen en la televisión. Muchísimo humo,
muchísima gente y muchísimo ruido. Todos los tópicos del mundo que existen sobre este tipo de
locales, se hallaban concentrados en ese lugar. Me pareció que, en el momento menos pensado,
alguien iba a gritar: «¡corten!», y todos se felicitarían de lo correcta que había salido la toma. Para
empezar, el sitio era más bien oscuro, con pocas luces que salían de lámparas de techo consistentes
en una triste pantalla de aluminio con una bombilla. La barra estaba a la derecha de la entrada. Era
de madera, no muy larga, con una encimera que se veía que había conocido tiempos mejores, llena de
arañazos y agujeros, y que precisaba de manera urgente una capa de barniz. Detrás de esta, y pegada
a la pared, había una estantería de la misma madera carcomida que enmarcaba un espejo ajado,
colocado de forma oblicua al suelo, que hacía imposible comprobar si tenías algo en la barbilla,
pero en el cual se reflejaban perfectamente las calvas relucientes de algunos de los clientes del bar.
A la izquierda, varios bancos corridos de forma semicircular, forrados en un tejido plástico que
pretendía ser una imitación de piel curtida en color verde botella, con una mesa redonda en el centro
y separados por celosías de madera, hacían las veces de reservados.
La clientela no era menos, y también respondía a las expectativas de cualquier intruso ajeno a ese
mundo que viniera buscando un lugar así. Había un poco de todo. Desde cuarentones barrigudos, con
unas calvas brillantes y espesas cejas, llenos de tatuajes hasta donde alcanzaba la vista, hasta
perfectas barbies embutidas en monos de cuero, que me hicieron recordar cierto anuncio de perfume
emitido hacía tiempo en la televisión. Estaban también los clásicos: gorditos con unas melenas
canosas hasta la mitad de la espalda, y con unas barbas casi más largas que las melenas. Y los
cachas, como Víctor. Aquellos que iban perfectamente inmaculados, pues era obvio que pasaban más
horas en el gimnasio que en aquel garito, y que se entretenían en mirar el culo a las barbies moteras
y a cualquier fémina que se acercase por allí.
—¡Eh! ¿Qué pasa, Víctor? ¿Qué tal, tío? —los saludos no dejaban de sucederse uno tras otro
mientras Víctor estrechaba manos, chocaba nudillos o daba palmetadas en la espalda, y yo me
escondía detrás de su corpachón para intentar pasar desapercibida.
—¡Vaya, colega! ¡Chica nueva! ¿Qué pasó con Mina? —le preguntó un pelirrojo desde detrás de la
barra.
—No te pases, Tony. Es solo una amiga. Y Mina es historia. Ponnos dos birras.
Me tomó de la mano y nos sentamos en uno de los bancos que quedaba libre, cerca de una mesa de
billar con un tapete que debió ser verde en algún momento y que había conocido mejores tiempos, y
de un futbolín con la madera deteriorada.
—No hagas caso a los chicos. Ya sabes, en cuanto ven una cara nueva...
Estaba acobardada. No sabía qué pretendía Víctor, ni con qué propósito había venido a buscarme
tres días antes de la boda. Hasta que empezó a hablar y todo quedó perfectamente claro.
—Mira. Esta boda que nos ha tocado en suerte... Gracias, Tony —añadió dirigiéndose al camarero
que nos había traído dos gigantes jarras de espumosa cerveza—. Lo que te estaba diciendo. Esta
boda que nos ha tocado en suerte es un soberano coñazo. Entre tú y yo, me apetece ir como el culo.
Pero según mi madre es un evento social del que no puedo prescindir, porque no puedo dejar a la
familia en mal lugar —Mientras le oía hablar, una sonrisa se dibujaba en mi cara, con una extraña
sensación de déjà vu. Le habían contado la misma milonga que a mí, y empezaba a sospechar el
motivo—. Además, mi madre está muy plasta con aquello de que me tengo que echar novia, que ya
tengo edad para sentar la cabeza y tal y tal. Y no es que tú estés mal o que no me gustes, que sí me
gustas. Bueno no, no quería decir eso. ¡Mierda! —exclamó dando un suave puñetazo en la mesa—.
Me estoy liando.
—Déjame que te ayude, ¿vale? —contesté con una sonrisa—. Tu madre y la mía se han
confabulado para que nos conozcamos. Han decidido que la mejor manera era presentarnos el día de
la boda. Han pensado que nos conoceríamos, nos enamoraríamos y nos casaríamos, y tendríamos un
montón de hijos gritones y mocosos dando vueltas a nuestro alrededor.
—Exactamente. ¡Hijos! Si no soporto ni un rato a mis sobrinos, como para pensar en tener niños
propios, que no te queda más remedio que aguantarlos todo el día.
—Vale. Veo que nos entendemos. Doy por hecho, por tus comentarios, que no tienes ninguna
intención de empezar una relación seria con nadie, ¿cierto?
—Cierto.
—Y yo acabo literalmente de terminar con una historia y no tengo ningún deseo de meterme en
otra.
—Lo cual me parece perfecto —observó de manera acertada—. Cuando dices «acabo
literalmente», ¿a qué te refieres? ¿Hace poco que has terminado con tu novio?
—No se podía llamar novio, porque nuestros encuentros eran muy limitados. Pero sí. Hace muy
poco que he terminado. Exactamente... —miré el reloj. Eran las siete y media— ... hace diez horas y
media.
—Mmm —dijo pensativo—. Sí. Es «literalmente». ¿Estás bien?
—Sí, gracias, pero si no te importa, prefiero no hablar de ello. Sigamos con lo que estábamos —
Hice una pausa para coger aire—. Nuestras madres quieren emparejarnos. Y ante eso, tenemos dos
opciones: no asistir a la boda e ignorarlas, lo cual sería una idea fantástica pero con graves
consecuencias a medio plazo, porque tendríamos que soportar día tras día sus reproches, o asistir a
la boda, fingir que nos hemos gustado y quitarnos de momento el «marrón» de encima.
A la vista de mis dos opciones, Víctor se echó a reír, lo cual consiguió que yo también estallara en
carcajadas. En un acuerdo tácito sin palabras, teníamos tomada nuestra decisión para el sábado...
CAPÍTULO 8

Ese día pondríamos en escena nuestra mejor actuación. Llegaríamos juntos, fingiríamos haber sufrido
el flechazo más certero del caprichoso Cupido, saldríamos juntos, a ser posible pronto, de la dichosa
boda, y terminaríamos con el circo mediático en el que las madres pretendían convertir nuestras
vidas. Fin de la historia. Quedaríamos como un par de buenos amigos. De esos que se juntan de vez
en cuando para tomar una copa o para cenar, y cada uno seguiría adelante con su vida.
Pasamos el resto de la tarde, cerveza tras cerveza, planificando la estrategia para el evento. No
podía quedar ningún cabo suelto. Mamá y Manoli se tenían que tragar nuestra historia para que
nosotros pudiésemos gozar, al menos durante una temporada, de relativa tranquilidad.
Entre bromas, risas, panchitos y más cerveza descubrí que Víctor era un hombre encantador. Se había
negado a trabajar en la inmobiliaria familiar, había sacado la carrera de Medicina en la especialidad
de cirugía cardiovascular, y trabajaba en un hospital público. Sus ratos libres los dedicaba a conocer
el mundo en su «motillo», a beber cerveza con los amigos y, lo que más me sorprendió, a la
marquetería. Le encantaba hacer maquetas de madera. Barcos, aviones, casas... cualquier cosa que se
le ocurriese a su mente, la reproducían sus manos a pequeña escala en madera. Tras su fachada de
fanfarrón, se ocultaba un delicioso granuja encantador, capaz de manipular con gestos y palabras a
cualquier persona a su alrededor pero que, sin embargo, se portó conmigo como un perfecto
caballero y un excelente amigo a pesar de habernos conocido ese mismo día.
Pedimos dos hamburguesas especiales de la casa y, muy a mi pesar, le tuve que dar la razón: aquellas
masas informes de carne habían conseguido que el pan nadase en un lago de grasa. Respecto al
tamaño, eran las más grandes que había visto en mi vida. Calculé que cada una de ellas debía llevar
por lo menos medio kilo de ternera picada. Si a eso le sumamos el pan, el tomate, la lechuga, el
beicon, el queso, los pepinillos, la cebolla y todas las salsas que le habían puesto, cada hamburguesa
debía rondar los ochocientos gramos de peso en total. No me veía capaz de terminar con aquella
ingente cantidad de comida. Víctor me sonrió con un guiño.
—Come, muñeca —Odiaba que me llamasen «muñeca», pero en su boca sonaba como un epíteto
cariñoso—. Tienes aspecto de llevar mucho tiempo sin comer como Dios manda. —Y atacó su plato
con ganas.
Terminamos la cena y pedimos dos copas. Seguimos charlando y charlando sin cesar. No sé cómo
ni por qué, quizá por lo confiada que me sentía con Víctor o debido a los efectos de tanto alcohol,
pero acabé contándole mi relación con Mario, mis problemas con Jaime y el desasosiego que me
producía Jeff. Él lo atribuyó a la diferencia de carácter entre unos y otros, y me explicó que, con toda
probabilidad, lo que me había sucedido con Jeff era que me había hecho tilín. «¿Tilín? ¡Y tolón!»
pensé, pero no estaba dispuesta a empezar nada con él puesto que en ese momento estaba aún inmersa
en la otra relación.
—Mira, nena, por esta vida solo se pasa una vez. Cuando te mueras, te llevaras únicamente al otro
barrio lo que hayas disfrutado. Has terminado con ese gilipollas, ¿no? Vale. Pues plantéate tu vida de
nuevo. Líate con Jeff, si es lo que quieres. Y lo que tenga que ser, será. ¿Que solo dura tres días?
Esos tres días que te llevas puestos. Pero eres tú quien tiene que salir en busca del destino.
Quedándote en casa llorando por los rincones, no encontrarás tu futuro.
Me quedé pasmada. A primera vista parecía tan... superficial. Pero tenía muy claro lo que la vida
tenía para ofrecerle y lo que podía esperar de ella.
Estábamos terminando nuestras copas cuando apareció una rubia oxigenada y exuberante en el
local. Iba enfundada en un mono estrecho de cuero negro que, por fuerza, tenía que estar cortándole la
respiración. Todos volvieron la cabeza hacia ella y Víctor torció el gesto. Al oír cómo los demás la
saludaban, descubrí que se trataba de Mina, aquélla de la que había comentado al camarero que era
historia. Víctor estaba incómodo de manera evidente con la situación, así que decidí atajar el
problema con la mayor diplomacia posible. Traté de fingir que no me daba cuenta de nada, y le dije:
—Víctor, cielo, estoy cansada. Hoy no he tenido un buen día, es tarde y mañana tenemos que
trabajar. ¿Te importa acercarme a casa?
Asintió con la cabeza, cogimos los cascos, puso un billete de cincuenta euros encima del
mostrador al pasar ante Tony y salimos del local, con algunas cabezas observando nuestra sutil
huída.
Al llegar a la puerta de casa, bajamos de la moto, le devolví su preciado casco y le agradecí la
velada.
—Gracias a ti —me respondió con una sonrisa triste.
—¿A mí? A ti, que has aguantado mis neuras durante toda la tarde —contesté para quitar hierro al
asunto.
—A ti, que me has ofrecido una salida digna de allí en el momento justo —Entonces me dio un
beso en la mejilla y después me abrazó con ternura—. Nos vemos el sábado. Te recogeré. Y prometo
venir en coche a buscarte.
Asentí sonriendo y, cuando me giraba para entrar en casa, observé la silueta de Jeff. Debía de
haber saltado la verja del jardín. Se encontraba sentado en los peldaños del porche, y se incorporó al
vernos. Aquello hizo que me quedase paralizada. Al ver mi reacción, y sin saber de cuál de los tres
hombres de los que le había hablado se trataba, se acercó a mí y me preguntó solícito:
—¿Necesitas ayuda con este?
—No, gracias —respondí, volviéndome sonriente—. «Este» es el bueno. Es Jeff.
—Entonces a por él —me dio otro abrazo, se puso el casco, se subió de nuevo en la moto, y salió
por la carretera en dirección al centro urbano.
Me quedé esperando y, tras perder de vista la moto, dirigí mis pasos hacia la casa. Hacia Jeff. Me
detuve titubeante ante él.
—Hola —saludé con timidez.
—¿Estás bien?
—Sí. Estoy bien. Gracias. ¿Quieres... pasar?
—¿Ése era tu novio? —preguntó con cautela.
—No. Ése es un buen amigo, nada más. No tengo novio.
—Pero el otro día...
—El otro día era el otro día, Jeff. —le interrumpí, molesta—. No tengo ganas de hablar de eso
ahora. Si te apetece un café o una copa de vino, puedes pasar. Si lo que vienes es a machacarme aun
más de lo que has hecho esta mañana en la oficina, olvídalo. No tengo el ánimo para aguantar más
cosas por hoy.
Entré en casa y Jeff me siguió. En el más absoluto silencio nos dirigimos a la cocina, donde
encendí la cafetera.
—Voy a tomar un café. ¿Tú qué prefieres? —pregunté de forma impertinente.
—Café está bien, gracias. Mireya, en cuanto a lo de esta mañana... —Le miré de forma inquisitoria
—. No tenía que haber intervenido, pero ese imbécil te ha agredido en más de una ocasión delante de
mis narices, y sabe Dios cuántas lo habrá hecho sin estar yo presente. Lo siento. Me importas,
¿sabes? No pienso consentir que te suceda nada y si tengo que hacer algo para protegerte, aunque te
desagrade lo haré.
«¿Me importas? ¿Ha dicho me importas? No... he oído mal», pensé mientras terminaba de preparar
las tazas para el café. No quise contestar a eso. Había dicho «me importas». No «me gustas», ni «me
molas», ni «quiero llevarte a la cama». Lo que había dicho era que YO le importaba. ¿Iba a poder
con ello? ¡Ay, Señor...!
—¿De verdad que ese tipo de la moto no era tu novio? —insistió.
—De verdad. Ya te he dicho que no tengo novio.
—No, si… es que como te ha dado ese abrazo y...
—¿Qué quieres saber, Jeff? —le interrogué volviéndome a mirarle directamente a los ojos con la
cucharilla del azúcar en la mano.
—El lunes alguien te llamó mientras estabas conmigo y me explicaste que era algo parecido a un
novio. Y ahora me dices que no lo tienes. ¿Qué ha pasado?
Inspiré profundamente un par de veces antes de poner los cafés en la encimera. Me senté en uno de
los taburetes altos de la isleta central de la cocina que hacía las veces de mesa de desayunos y, sin
saber cómo, me encontré relatando todo lo que me había sucedido esa mañana con Mario. Le
describí la historia entera, cómo empezó, nuestros seis meses de relación, la mentira que me había
contado para justificar los encuentros a escondidas y cómo le había descubierto esa mañana después
del encontronazo con Jaime y nuestro desayuno. Le dije que pensé que le quería, que estaba
enamorada de Mario hasta la médula, pero que más que la pena que me atenazaba el alma, lo que
sentía era rabia. Rabia por ser tan estúpida y no haberme dado cuenta antes de su manipulación. Una
furia desmedida por haber caído en el engaño a mi edad. En ese momento no sabía si lo que me había
unido a Mario era mi amor por él o la necesidad de sentirme importante para alguien.
—Eres importante para mí —señaló en voz muy suave.
—Jeff, no sabes cómo soy. Acabas de conocerme y te vas el viernes a la otra punta del mundo
¿Cómo puedes decir que soy importante para ti?
—Porque lo eres. Nunca había conocido a nadie como tú —aclaró poniéndose de pie y
acercándose a mí—. Jamás había sentido la necesidad de proteger a alguien como lo siento contigo.
Y no nos vamos el viernes —comentó con una sonrisa mientras me levantaba la barbilla con su mano.
—¿No os vais el viernes? ¿Cuándo, entonces? ¿Mañana? —pregunté intentando liberarme de su
contacto. Él se dio cuenta y se separó para regresar de nuevo a su taburete.
—El domingo. Hemos decidido quedarnos para madurar bien las decisiones que tomaremos
respecto al acuerdo.
—Pero… ¿va todo bien? ¿Vais a consultar otros proveedores? —inquirí preocupada. Solo faltaba
que el negocio se fuera al garete. Con los problemas surgidos por el tema «Superjaime» ya era
suficiente. Ahora no se podía perder toda la negociación. Era mucho dinero para la empresa y un
paso importante para extender nuestra publicidad a Oriente.
—No. No vamos a consultar a nadie más, no te preocupes. El acuerdo se cerrará con vosotros,
aunque hay unas cuantas cosas que tendremos que modificar. Pero de eso ya hablaremos mañana por
la mañana. Ahora no. Solo quiero disfrutar de tu compañía.
Sonreí tímidamente, me levanté, e invité a Jeff a acompañarme al salón. En el sofá estaríamos más
cómodos para charlar un rato.
Nos sentamos frente al televisor, que aproveché para encender por aquello de evitar los silencios
comprometedores. En la cadena había un reality show de esos que emiten a medianoche, que nadie
confiesa ver pero del que todo el mundo conoce los pormenores. En este caso, habían encerrado a
ocho personas en un velero diminuto con el que tendrían que recorrer todo el litoral del país. Un
experimento sociológico en el cual las cobayas eran seres humanos, quienes sacaban lo mejor y lo
peor de sí mismos ante las diferentes situaciones.
—¿Conoces este tipo de programas? —pregunté sin apartar la vista de la pantalla.
Jeff se acercó hasta quedar pegado a mí. Me quitó el mando de la tele, la apagó y me dijo:
—Quiero conocerte a ti. El resto del mundo no me importa. —Tras decir esto, cogió de nuevo mi
mentón con la mano, me giró la cabeza y depositó un suave beso en mis labios.
Intenté separarme alegando ante él, y sobre todo ante mí misma, que aquello no era una buena idea,
pero no me dejó. Con su mano libre me cogió de la nuca para impedirme la retirada, sin cesar en ese
beso suave como el aleteo de una mariposa. Muy despacio, de forma sutil, fue abriéndose paso hacia
el interior de mi boca con la lengua. No era un beso invasivo. Era dulce, reposado, lento… pero
implacable. Estaba echando abajo mis defensas. Mis ojos estaban cerrados, sintiendo el contacto de
los labios de Jeff sobre mi piel, cuando una oleada de aire frío hizo que me percatara de que se había
separado de mí.
Tenía la respiración entrecortada, aún seguía con mis manos encima de las rodillas y me resistía a
abrir los ojos. «Esto no está sucediendo. Lo estoy soñando. Si abro los ojos, me despertaré y todo
será mentira», pensaba a la vez que intentaba tomar la decisión correcta. Jeff decidió por mí.
—Mírame. Quiero ver cómo brillas.
Abrí los ojos. Él estaba junto a mí, contemplándome embelesado. Y yo estaba pasmada, como una
idiota y sin saber qué decir.
—Eso está mejor —una vez dicho esto, se levantó y se dirigió hacia la puerta—. Mañana te veo en
la oficina. Que descanses.
—Jeff… ¿Dónde se supone que vas? —pregunté extrañada.
—A dormir al hotel. Tenemos aún por delante un par de días de arduas negociaciones. Tengo que
preparar un informe para presentárselo a Mister Ortega con las modificaciones que queremos hacer
en las condiciones del contrato.
A pesar de estar todavía un poco atontada por el beso, eso me sonó extraño.
—¿Tienes? Jeff, tú eres el intérprete. De eso se encargan tus «Mister-lo-que-sean» —señalé—.
Además, ¿cómo vas a volver? Estamos en medio de la nada, por si no te habías percatado. Son las…
¡Dios mío! ¡Son las dos de la mañana! —exclamé sorprendida por lo rápido que había pasado el
tiempo—. Desde aquí no hay manera de volver al centro y muchísimo menos a estas horas.
Deberías… —y me quedé callada.
—¿Debería qué?
—Deberías quedarte a dormir… —susurré con timidez.
—¿Contigo? —preguntó con una sonrisa burlona.
—¡No! —respondí alarmada y me puse en pie de un salto—. Tengo… Tengo una habitación de
invitados.
—Jajajaja —rió—. Gracias, Mireya, pero he venido en coche.
—¿En coche? ¿En qué coche? —pregunté intrigada.
—En uno de alquiler —se acercó, me acarició la mejilla derecha y continuó—. No te preocupes,
cariño —«¿Cariño? ¡Ay, Señor!»—. Encontraré el camino de regreso. Es fácil. solo hay que seguir
la carretera en dirección a las luces. —Después, depositó un beso suave en mis labios y se dio media
vuelta.
Abrió la puerta y, con un guiño y un «hasta mañana», le perdí de vista mientras me quedaba como
un pasmarote entre el salón y el pasillo sin saber qué hacer, decir o pensar.
—Mañana lo pensaré, como decía Escarlata —musité.
Fui al dormitorio y, vestida, me metí en la cama. Creí que las preocupaciones de los
acontecimientos del día y la siesta monumental que había echado no me dejarían dormir pero, apenas
había puesto la cabeza en la almohada de plumas, caí en un sueño profundo y reparador.
CAPÍTULO 9

Esto no me podía estar pasando a mí. Abrí los ojos al entrar un rayo de sol por la ventana puesto que,
la noche anterior tampoco había cerrado las cortinas. Miré perezosa mi despertador, preguntándome
qué hora sería. Cuando vi la hora, di un brinco y me levanté de golpe.
—¡Ay, Dios! ¡Las ocho y media! De esta me despiden, me matan, me encierran en un manicomio…
En tanto abría el grifo de la ducha con una mano, con la otra intentaba marcar en mi móvil el
teléfono de Sara y a la vez intentaba quitarme la ropa. Un tono, dos… «Sara, cógelo, por favor»,
suplicaba de manera incesante. Al tercer tono respondió a la llamada.
—¡Gracias a Dios! Sara, me he dormido. Mi despertador hoy ha decidido que hacía huelga.
Necesito que me cubras las espaldas durante… digamos cuarenta y cinco minutos. Iré todo lo deprisa
que pueda. Invéntate lo que haga falta, pero que no se entere nadie, ¿vale?
—No será necesario, Mireya. Ortega ha preguntado por ti.
—¡Mierda! ¿Y qué le has dicho? —pregunté preocupada.
—Que no habías venido. Y lo más sorprendente ha sido su respuesta. Ha dado instrucciones de
que al llegar vayas a la sala de reuniones, pero que no me preocupase por la hora, que ayer tuviste un
mal día y que sería normal que llegaras un poco más tarde.
—¿Se sabe algo de los coreanos? —inquirí al tiempo que probaba la temperatura del agua y me
deshacía la coleta.
—Están reunidos con Ortega. Mireya, no corras, ¿vale? Tienes el visto bueno del jefe para llegar
tarde, así que lo importante es que llegues. No fuerces tu «cacharro» por esa carretera del demonio.
Ven tranquila, por favor.
—Vale. Te dejo, Sara —y colgué.
Intentaba economizar tiempo, pero hoy tenía que lavarme el pelo sin remisión. Estaba hecho un
guiñapo y, después de las andanzas de la tarde anterior, apestaba a humo. Además, ¿qué iba a hacer
con esas ojeras de un maravilloso y adorable color morado que rodeaban mis cuencas oculares?
Conseguí ducharme, vestirme y medio disfrazar mi aspecto enfermizo en menos de media hora.
Salí de casa con unos leggins, una camiseta larga, las sabrinas que me había comprado el día
anterior y el pelo empapado. Cogí mi «pelotilla» y, a toda la velocidad que podía permitirme sin que
el coche ardiera, emprendí el camino hacia el centro de Valencia, rogando, mendigando, suplicando
no encontrar ningún atasco.
Dios no estaba de mi parte. Antes de llegar al área de servicio de Sagunto, una larga fila de coches
se encontraba parada delante de mí. El desvío a la gasolinera estaba cincuenta metros más adelante y
yo no había tomado ni café. Como aquello no empezase a moverse, pararía a comprar un zumo y un
paquete de galletas.
Bajé la ventanilla, saqué el codo por fuera y miré por el retrovisor lateral. Detrás se seguían
acumulando vehículos y por delante aquello no tenía visos de moverse ni un ápice. La gente se
bajaba de los coches y miraba hacia la lejanía, para intentar ver lo que ocurría, porque un
embotellamiento de ese calibre en una zona autovía de tres carriles en cada sentido, era algo que se
salía de lo habitual. Me quité el cinturón de seguridad y salí con la misma intención que el resto de
los que estábamos allí atrapados.
A lo lejos, se veían luces azules y naranjas, con toda seguridad pertenecientes a los servicios de
emergencia. Estaba claro que había un accidente antes de la bifurcación del by-pass. Me veía
condenada a pasar allí toda la mañana. Paré el motor y cogí el móvil con el propósito de llamar a
Sara para comunicarle lo que ocurría, cuando una voz precedida por el rugido de un motor preguntó a
mis espaldas:
—Muñeca, ¿necesitas ayuda?
Me volví para ver quién era el imbécil que tenía el mal gusto de burlarse de mí en medio de
aquella situación y entonces reconocí la moto.
—¡Víctor! ¡Qué sorpresa! —exclamé dándole un abrazo de oso.
—¿Te llevo a algún sitio? —preguntó solícito.
—¿Y qué hago con el coche?
—Bueno…, sácalo por el arcén y ve hacia el área de servicio. Hay un aparcamiento estupendo
junto a la cafetería. Déjalo ahí. Ya lo recogerás a la vuelta. Yo voy a ir por un camino de tierra que
hay detrás de la gasolinera y que sube al Barranco del Diablo. Desde allí se puede ir por el Cami de
Lliria, que es el camino rural paralelo a la autovía, y volver a la V-21 cruzando Massamagrell por la
CV-32. La otra opción que tienes es esperar a que se disuelva este embrollo, pero tiene todo el
aspecto de ir para largo. Lo han dicho en la radio. Ha habido un accidente tremendo a la entrada del
by-pass. No sé si han sido seis los coches implicados, con heridos graves. Están cortados los dos
carriles en dirección Valencia y los dos de la circunvalación. Tardarán horas en despejar la vía.
—¡No te vayas sin mí! Recógeme en la gasolinera —puse en marcha el coche y, como Víctor me
había indicado, salí por el arcén con el fin de estacionar en el aparcamiento. Cerré, cogí mi bolso
que, por fortuna, ese día era uno de tela con bandolera larga, y me subí en la moto tras ponerme el
casco que Víctor había sacado, como un mago saca un conejo de la chistera, del compartimento que
había bajo el asiento.
En menos de diez minutos habíamos sobrepasado toda la hilera de coches. Desde nuestra posición
elevada sobre la autovía, vimos el garrafal accidente que se había producido, y que iba a tener el
tráfico atascado por lo menos tres horas más. En la entrada a Valencia no había casi tráfico y Víctor
me dejó en la puerta del edificio a las diez y cuarto. Le devolví el casco y, tras darle un par de
sonoros besos y un abrazo, me despedí de él, con la promesa de una copa por el favor que me había
hecho.
Subí a la planta diecisiete, corrí por el pasillo como alma que lleva el diablo y, sin pasar siquiera
por el despacho a dar noticias de mi llegada a Sara, entré como una exhalación en la sala de juntas.
—Buenos días —saludé, intentando recuperar el aliento—. Siento llegar tarde. He tenido un
pequeño problema con mi despertador.
—No hay problema, Mireya. Siéntate —indicó Ortega solícito—. ¿Cómo te encuentras? ¿Has
descansado bien?
—Perfectamente, muchas gracias —contesté. Pude observar que Jaime no se hallaba presente, lo
cual era lógico, puesto que le habían excluido de las negociaciones. Pero no podía evitar sentir cierto
desasosiego por la situación.
Los contratos se encontraban encima de la mesa, y tanto los coreanos como Jeff y mi jefe tenían las
carpetas abiertas y todos los documentos llenos de rectificaciones. Abrí la mía, mirando de reojo
para intentar localizar en qué página estaban, cuando Ortega se dirigió a mí con una sonrisa:
—Mireya, no te preocupes ahora por esto. Estoy introduciendo las modificaciones que se han
hecho y, cuando la reunión termine, te pasaré mi borrador para que corrijas lo que sea necesario.
Limítate a escuchar y expresar tu opinión, pero de tomar apuntes esta vez me encargo yo.
Asentí con la cabeza, sin cerrar mi carpeta, más que nada para averiguar por dónde iban los tiros.
Acababa de llegar y no sabía si las correcciones del contrato inicial eran a favor o en contra nuestra.
Tenía que sacar adelante esta misión y por lo visto no me producía más que quebraderos de cabeza.
La reunión continuó durante toda la mañana y, para mi sorpresa, la adquisición de material para el
nuevo hospital de Seúl iba a ser al menos un 60% superior a lo que inicialmente estaba previsto.
Deseé de manera ferviente que aquello no hubiera sido provocado por un sentimiento de lástima por
parte de Jeff, debido a todo lo ocurrido en los días anteriores. Hasta que caí en la cuenta de que era
absurdo. Él era un simple intérprete, y no le habría contado nada a los misters de lo acontecido.
Confié en que si habían excluido a Jaime, se debía a sus escasos conocimientos de inglés y a su falta
de interés e iniciativa en la presentación inicial del proyecto.
A la hora de comer, tanto Ortega como Jeff estaban decididos a no perderme de vista. Mi jefe dio
las instrucciones oportunas para que nos reservaran una mesa en un céntrico restaurante, muy
conocido por su fama elitista, y que presumía de preparar la mejor paella valenciana del mundo.
Salimos en la limusina con destino al restaurante. Permanecí callada durante todo el trayecto,
mientras mi jefe iba conversando con los tres coreanos en perfecto inglés, y Jeff no cesaba de
mirarme por el rabillo del ojo.
El restaurante estaba decorado en estilo rústico, con los típicos jamones colgados de la pared, que
a los orientales les llamaron muchísimo la atención. Nos hicieron pasar al salón y nos asignaron uno
de los reservados, una sala pequeña, con capacidad para diez o doce personas, separada del resto
por una puerta corredera.
Uno de los misters y Ortega presidían la mesa. En un lado se encontraban los otros dos coreanos y,
frente a ellos, Jeff y yo.
La comida discurrió sin más problemas que un poco de arroz derramado sobre mis leggins, bien
debido a los nervios, bien a la incertidumbre o solo se trataba de que ese día estaba especialmente
patosa.
Me levanté para ir al lavabo con la intención de, si no quitarla, al menos disimular la mancha.
Imposible. Aquello parecía que se había quedado tatuado en el pantalón. Estiré la camiseta lo más
que pude con intención de que se viera lo menos posible, y abandoné el baño para regresar a la mesa.
Al salir del aseo, Jeff estaba apoyado en la pared de enfrente, con los brazos cruzados,
esperándome.
—¿Estás bien? —preguntó acercándose a mí con intención de abrazarme.
—Estoy perfectamente —respondí intentando rehuir su contacto.
—Mireya, tenemos que hablar de esto.
—¿De esto? ¿A qué llamas «esto», Jeff? ¿A lo que pasó ayer?
—A lo que pasó, sí. Y a lo que nos queda por pasar juntos.
—Mira —repliqué molesta—. Lo que pasó ayer no tenía que haber sucedido, ¿vale? Fue un error
por mi parte consentir que ocurriera, y contra eso ya no puedo hacer nada. Pero no puede repetirse.
Es absurdo.
—No, Mireya —dijo acorralándome en una esquina—. Te empeñas en negarlo, sabe Dios el
motivo, pero entre nosotros hay algo. Y yo haré que lo reconozcas.
—¿Y tú te crees mejor que Jaime? —le censuré en un arranque de furia—. Eres igual que él.
Pretendéis conseguir las cosas porque las queréis en el preciso momento en que se os antojan. A
ambos os da exactamente igual lo que yo sienta o deje de sentir. Los dos me acosáis. La única
diferencia es que tus agresiones no son físicas, sino psicológicas. Pero no deja de ser acoso.
—¿Es así como lo ves? —preguntó con un deje de tristeza en la voz—. Si es tu deseo, cesaré en mi
insistencia. Pero ni tú, ni nadie, me puede negar el derecho a sentir lo que siento por ti. Yo tampoco
me lo explico, ¿sabes? Llevo una vida muy ajetreada, siempre viajando. Ni siquiera vivimos en el
mismo país. Pero una fuerza desconocida me empuja hacia ti. Siento que mi sitio está contigo. No sé
cómo definirlo. No sé si es amor, puesto que hasta ahora nunca había estado enamorado. Pero sea lo
que sea, es más poderoso que yo y me niego rotundamente a luchar contra ello. Cuando seas capaz de
reconocer tus sentimientos, te estaré esperando.
—Jeff, yo...
—Me voy el domingo, Mireya. Sé que no te doy demasiado tiempo, pero es lo que hay. No puedo
esperar durante una eternidad a alguien que se niega a ver lo que tiene delante de sus ojos.
Acto seguido, se dio la vuelta y volvió hacia la mesa, dejándome en el pasillo totalmente ofuscada.
Entré de nuevo al lavabo, me refresqué las muñecas, respiré hondo y volví a salir.
El resto de la comida fue una extensión de lo sucedido en la limusina. Ellos hablaban y yo me
limitaba a escuchar, cabizbaja, la conversación que tenían. Hablaban de trabajo, pero de vez en
cuando mi jefe se salía del tema para explicarles las maravillas arquitectónicas de nuestra ciudad,
por si deseaban hacer turismo.
Dejamos a la delegación al completo en el Hilton y volvimos a la oficina. Sin llegar a descender
del coche, puesto que había dado orden al chófer de llevarle a su casa, Ortega me dejó encomendada
la misión de modificar los nuevos contratos, ya que la firma se haría al día siguiente. Ya pensaba que
no tenía más que decirme y me había despedido de él, y entonces me llamó.
—Mireya, una cosa más.
—Sí, dígame.
—No te tienes que preocupar más por Jaime. El asunto está solucionado.
—¿Qué... qué ha ocurrido? —pregunté temerosa. Ortega tenía fama de ser muy estricto y tenía
miedo de la decisión que hubiera podido tomar.
—Jaime ha sido despedido. No volverá a molestarte. Desde el lunes formarás equipo con Héctor.
—No era necesario, jefe. Ya le dije a Mister Pullman que ese asunto lo solucionaría
personalmente, puesto que no tiene nada que ver con el trabajo.
—Sí tiene que ver. Es acoso. A una compañera. Dentro del horario de trabajo. Jamás permitiré ese
tipo de situaciones en mi empresa. Asunto zanjado. No quiero volver a oír hablar de ello. Buenas
tardes, Mireya.
—Buenas tardes, jefe —respondí, y emprendí el camino hacia los ascensores con mayor
preocupación de la que había tenido hasta entonces.
Jaime era muy rencoroso. Tenía miedo de sus represalias. Y ahora que lo habían despedido, tal y
como era, el resentimiento sería monumental. Más me valía andar con cuidado. Hubiera sido mejor
dejar las cosas como estaban, y el tema se hubiera solucionado con el tiempo.
Al llegar arriba, Sara me recibió con una sonrisa. Le conté cómo habían ido las negociaciones,
todas las modificaciones del contrato, y que la empresa coreana pretendía no solo equipar el hospital
por primera vez a través de nosotros, sino una relación continua para la renovación y ampliación de
equipos en un futuro.
—¡Lo sabía! ¡Sabía que ibas a poder con ellos! Siempre he dicho que eres la mejor —chilló
entusiasmada.
—Creo que tienes demasiada confianza en mis habilidades—repliqué sonriendo—. Voy a redactar
todo esto de nuevo para tenerlo preparado para mañana.
—¿Necesitas ayuda? ¿Quieres que lo pase a limpio?
—No, tranquila. Lo tengo en el disco duro, así que no tardaré demasiado. Termina con lo que
tengas empezado y vete a casa si quieres.
—¡Ni de coña, jefa! —exclamó—. Te espero y, cuando termines, nos vamos a tomar una copa.
¡Esto hay que celebrarlo!
—Jajaja —reí—. Tranquilízate. El contrato aún no está firmado. Hasta mañana que estampen su
firma los tres «Mister-como-se-llamen», no hay nada definitivo.
—Mañana firmarán. Y tú y yo nos vamos a tomar esa copa ahora. Lo necesitas.
—¡Pero bueno! ¿Quién es la jefa, tú o yo? —protesté entre carcajadas— Vale, nos tomaremos esa
copa. Voy a ponerme con esto. Cuanto antes termine, antes nos iremos.
Entré en el despacho, abrí el ordenador y me puse a repasar cuidadosamente todos los detalles del
contrato según las modificaciones introducidas en la reunión de esa mañana.
En menos de un par de horas, lo tenía todo resuelto. Recogí a mi dulce Sara y nos fuimos a tomar
una copa. Ella rechazó las tres cafeterías que le señalé y, arrastrada por su brazo, fui a parar a un pub
situado a dos manzanas de la oficina.
Era un local que se encontraba en boga en ese momento, muy moderno, con una decoración
minimalista en blanco y negro, y luces que salían de un reflector y que, como chispitas de colores, se
desperdigaban por todas partes. La barra era de granito negro, al igual que las mesas pequeñas y
bajas que se encontraban diseminadas por todo el lugar. Y todos los asientos eran en blanco, tanto
los sillones bajos de cuero que rodeaban las mesas como los taburetes altos de metacrilato cercanos
a la barra.
Estábamos sentadas en las banquetas, delante de dos gin-tonics con su chorrito de limón natural,
como a mí me gustaban, cuando los ojos de Sara parecieron salírsele de las órbitas.
—¡No te vuelvas! No te lo vas a creer, pero acaba de entrar un ejemplar masculino de la mejor
calidad.
—Sara, no me puedes decir eso y pretender que no me dé la vuelta —contesté.
—¡Ay, Dios mío! Es impresionante. Un morenazo de esos que son la cura para cualquier
enfermedad.
—¿Servirá también para curar el mal de amores?
—¿El mal de amores? —preguntó extrañada—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Tiene algo que ver con tu
pésimo estado de ayer?
—Algo así.
—¿Has discutido con Mario?
—No exactamente. Mario era una mentira. No quiero decir que la relación lo fuera, sino que todo
en él era un fraude. Ayer me enteré de que está casado —le expliqué todo lo sucedido, las
conversaciones telefónicas, la visita a la clínica dental y la necesidad de soledad que tenía en el
instante que salí de allí.
—Eso justifica tu reacción. Eres demasiado buena. Yo le habría cortado los huevos, después de
montarle el numerito delante de su mujer, para que escarmentara —replicó ella—. ¿Estás mejor?
—Estoy, que no es poco. Además, justo ayer por la tarde conocí a un chico encantador.
—Mmm —sonrió—. ¿Nueva conquista a la vista?
—Jajaja. ¡Para nada! Un nuevo gran amigo, simplemente.
—¿Y ese brillo en los ojos se debe al «nuevo gran amigo» o me estás ocultando información?
—Mira que eres cotilla —repliqué entre carcajadas—. Hay más cosas, pero esas no te las puedo
contar hasta que no vea cómo se resuelven.
—¡Ay, Señor! —exclamó Sara de pronto.
—¿Qué pasa?
—No te lo vas a creer, pero el espécimen humano perfecto del que te hablaba antes, se dirige
hacia aquí —Hice intención de darme la vuelta para mirar—. ¡No! ¡No te vuelvas! —me gritó—. Si
lo haces, se dará cuenta de que le estoy mirando.
—Yo también quiero mirar —protesté muerta de la risa.
—¿Qué es lo que quieres mirar? —inquirió una voz conocida a mis espaldas.
Me volví y, pegado a mí, estaba Víctor.
—¡Víctor! ¡Hola, cariño! —exclamé lanzándome a sus brazos, que me recibieron con agrado.
—¿Cómo estás, muñeca? —preguntó sin soltarme de la cintura.
—¡Ejem, ejem! —carraspeó Sara—. ¿Os conocéis?
—Sara, te presento a Víctor. Mi ángel de la guarda desde ayer. Víctor, esta es Sara, mi secretaria.
Tras los saludos de rigor, pasé el resto de la tarde entre las miradas inquisidoras de Sara y los
mimos de Víctor. Entre las dos, le contamos el motivo de la celebración, de lo cual se alegró por
nosotras, hasta que llegó la hora de volver a casa.
Sara se despidió, con el susurro al oído de un «mañana ya hablaremos» y me dejó en compañía de
Víctor, que se ofreció a llevarme hasta la gasolinera donde había dejado abandonado el coche esa
mañana. Nos despedimos y, tras recoger mi «pelotilla», volví a casa.
Aparqué, cerré la puerta a mis espaldas y me quité los zapatos al tiempo que me dirigía hacia el
cuarto de baño. Entonces creí ver la sombra de una figura humana en el salón. Me volví para
asegurarme y, al descubrir quién era, me quedé totalmente paralizada. Un sudor frío comenzó a
recorrerme la espalda.
—¿Qué coño haces tú aquí? —exclamé con una mezcla de miedo y furia—. ¿Cómo has entrado?
CAPÍTULO 10

—¿Es esa la forma correcta de recibir a un antiguo compañero de trabajo? —preguntó Jaime con
sorna—. Chst, chst... a las visitas se las recibe con un poco más de amabilidad. Te dejaste abierta la
puerta del porche trasero.
Estaba aterrorizada. La mirada de Jaime no presagiaba nada bueno. Además de tener toda la cara
marcada por el puñetazo que recibió de Jeff, tenía los ojos inyectados en sangre, señal de haber
bebido más de la cuenta, y rezumaba odio por todas partes.
—Vete de aquí antes de que te metas en más problemas, Jaime —intenté persuadirle pretendiendo
aparentar más tranquilidad de la que realmente tenía.
Jaime se acercó a mí, así que yo retrocedí hasta que mi espalda chocó contra la pared. El rodeo
que él había dado, me había cortado el paso hacia la puerta de salida del salón. Desde ahí, si tenía
que huir, solo podía ser en dirección a la cocina, salir al porche trasero y bajar hacia la playa,
porque si intentaba rodear el edificio en dirección a la carretera, me alcanzaría cruzando por el
interior de la casa.
Arrastré mi espalda por la pared poco a poco, para procurar que Jaime no se percatara de mi
maniobra evasiva, pero me sirvió de poco. En cuanto se dio cuenta de lo que pretendía, me alcanzó
en dos zancadas y puso sus manos en la pared por encima de mi cabeza, impidiéndome cualquier
escapatoria.
El aliento le apestaba a alcohol. Los ojos enrojecidos y los moratones de la cara hacían aún más
terrorífico su aspecto, pero lo que más miedo me dio, lo que consiguió ponerme los pelos de punta y
que las piernas no me respondieran, fue lo que me transmitía su mirada. Odio, desprecio, rabia... y
una incontenible violencia.
—Te has salido con la tuya, ¿verdad? Hasta que no me han despedido, no te has quedado tranquila.
—Jaime, yo no he tenido nada que ver —contesté despacio. Tenía que estar serena o, al menos,
tenía que parecerlo. Si me ponía nerviosa, él se alteraría más, y yo no sabía hasta dónde podía llegar.
—Te ha faltado tiempo para ir a contárselo a Ortega. Y por tu culpa, ¡puta!, me han puesto de
patitas en la calle —exclamó dando un golpe en la pared al lado de mi cabeza, lo que hizo que me
sobresaltara.
—Yo no he sido, Jaime. No sé cómo se ha enterado, pero te juro que yo no le he dicho nada. Si
quieres hablo con él y le digo que te readmita de nuevo, que...
—¡Cállate! —vociferó muy enfadado, agarrándome del cuello—. No le vas a decir nada porque
eres una zorra barata, una trepa, que ha sabido aprovecharse de su condición de mujer para ascender.
Dime una cosa... ¿A quién te has cepillado? ¿A Ortega? ¿A mi padre? —Yo negaba con la cabeza,
mientras luchaba por evitar las lágrimas que pugnaban por salir—. ¿Tu tío? ¿A cuántos te has tenido
que tirar para llegar donde estás?
—Jaime, suéltame, por favor. Lo que dices es absurdo. Yo...
—¡Te he dicho que te calles! —volvió a gritar. Me sujetaba el cuello con una mano, y bajó la otra
hasta mi cara, donde empezó a acariciarme, hablándome cada vez más cerca—. Si los demás te han
valido, ¿por qué yo no te valgo? Te hubiera ido muy bien conmigo en la cama por las buenas,
encanto. Déjame que te lo demuestre, déjame enseñarte lo que te has perdido.
Retiré la cara con una mueca de asco, lo que provocó que Jaime me oprimiese la garganta con
muchísima más fuerza; acercó su boca a la mía, y apretó su cuerpo contra mí, que me encontraba
acorralada contra la pared y sin posibilidad de escape.
—Jaime, suéltame. Me estás haciendo daño —supliqué sin poder evitar ya que las lágrimas me
resbalasen por las mejillas.
—No te voy a soltar, zorra —escupió con lascivia—. Te voy a probar, eso es lo que voy a hacer.
Voy a comprobar por mí mismo si mereces tanto la pena como para que me hayan despedido. Quiero
conocer tu valía. Te voy a poseer hasta que digas «basta», y cuando ya no puedas más, volveré a
hacerlo una y otra vez. Vas a pagar con tu cuerpo todo lo que he perdido por culpa tuya.
Me besó lujuriosamente, forzándome a abrir la boca con su lengua, mordiéndome los labios,
mientras frotaba su dura erección contra mí. Yo no podía dejar de llorar entre los forcejeos por
zafarme de sus brazos, y cada vez más asfixiada por la mano con la que me apretaba el cuello. Con su
mano libre, aquella con la que me había acariciado la cara, desgarró mi camiseta y me cogió uno de
los senos.
Yo luchaba por salir de esa situación. Intentaba recordar todo lo que había aprendido en las clases
de defensa personal, pero mi mente estaba bloqueada y no era capaz de acordarme de nada. Todos
los esfuerzos que hacía por evadirme de su contacto solo conseguían enardecerlo más y más.
Necesitaba terminar con esa situación antes de volverme loca. El problema radicaba en que no sabía
cómo librarme de él. Tenía la mente en blanco y los sentidos embotados. «Recuerda, Mireya.
Recuerda». No hacía más que repetírmelo una y otra vez para ver si mi cerebro empezaba a funcionar
de nuevo.
La mano de Jaime pasaba de un pecho a otro, hasta que empezó a bajar hacia mi pubis. En ese
momento, se me encendió una luz en medio de la oscuridad que ofuscaba mis neuronas y lo recordé.
Haciendo acopio de todas mis fuerzas, empujé a Jaime un poco hacia atrás y subí la rodilla,
propinándole un fuerte golpe en la entrepierna, lo que hizo que me soltara para llevarse las manos
donde había recibido el impacto.
Aproveché la confusión del momento para echar a correr en dirección a la puerta delantera. Al
darse cuenta de mi maniobra evasiva, salió detrás de mí, gritando como un poseso:
—¡Puta! ¡Zorra! Te cogeré, lo sabes. Has terminado con mi paciencia. Si no quieres por las
buenas, será por las malas, pero acabarás siendo mía.
Abrí la puerta y salí como una exhalación de la casa. Al bajar los escalones de la entrada, tropecé
con algo grande que entorpecía mi camino, pero unos brazos fuertes impidieron que diera con los
huesos en el suelo.
—¡Mireya, por Dios! Parece que hubieras visto al mismo diablo —exclamó Víctor.
—¡Víctor! —me abracé a él llorando—. Es Jaime. Ha venido, quería violarme, yo..., él...
Jaime salía profiriendo insultos a voces cuando me vio en brazos de Víctor. Se quedó paralizado e
intentó echar a correr hacia su coche, pero no le dio tiempo. Víctor me soltó el tiempo justo de
propinarle un puñetazo que le hizo trastabillar y caer contra el suelo. El golpe y la intoxicación
etílica que llevaba encima, lo dejaron sin conocimiento.
—¿Estás bien? —preguntó Víctor al tiempo que me abrazaba. Asentí con la cabeza, sin dejar de
llorar—. Vale. Voy a por algo con lo que sujetar a este individuo y a llamar a la policía. Ahora me lo
cuentas todo tranquilamente. Venga, vamos dentro.
Me cogió en brazos, me metió en la casa y me dejó en el sofá. Desde su teléfono móvil hizo la
llamada a la policía y, tras rebuscar en los cajones de la cocina, encontró un rollo de cinta americana
que utilizó para inmovilizar a Jaime, al que arrastró hasta el porche, donde lo dejó atado e
inconsciente.
Me preparó una infusión caliente y me arropó con la manta en el sofá. A pesar de encontrarnos en
las puertas del verano, yo estaba tiritando. No sabía si de frío, de miedo, de nervios o de qué
demonios era, pero no podía dejar de temblar.
Víctor vio el estado de mi camiseta y, solícito, echó su cazadora de cuero por encima de mis
hombros. Le comenté que tenía más camisetas en el dormitorio, pero se negó a traerme otra, alegando
que la policía debería ver en el estado en que me había dejado ese cerdo.
Quince minutos más tarde, dos vehículos patrulla de policía habían hecho acto de presencia en mi
casa. Encontraron a Jaime tirado en el suelo del porche envuelto en cinta americana, medio
inconsciente, lleno de magulladuras y con el habla pastosa por los efectos del alcohol.
Víctor se encargó de dar todas las explicaciones oportunas sobre cómo me había encontrado, y lo
que yo le había contado. Una agente femenina se acercó a mí para ver si necesitaba algo, a lo que
respondí que solo me hacía falta una ducha y descansar un rato. Alegó que sería necesario que me
viera un forense, a lo que me negué tras argumentar que la violación no se había consumado, puesto
que había conseguido escapar de él a tiempo. Los técnicos de una ambulancia, que se hizo presente
sin saber cómo, se encargaron de examinar todos los hematomas y arañazos que ese cabrón me había
dejado por todo el cuerpo. Ante la negativa a ser trasladada a un centro médico para un examen más
exhaustivo, se retiraron dándome un informe que debería presentar en el momento de la declaración
formal ante la policía.
Los dos coches patrulla se fueron y se llevaron detenido a Jaime. Me hicieron prometer que, al día
siguiente, una vez hubiera recuperado las fuerzas, pasaría por la comisaría para prestar declaración y
formular la pertinente denuncia. A esas alturas, ya nada me importaba. No había tenido la intención
de denunciarle hasta esa noche, cuando comprendí que el hecho de dejar correr el tiempo, dadas las
circunstancias, no haría más que enardecerle, y que cada vez se iba a volver más agresivo.
Víctor se ofreció a quedarse conmigo esa noche, pero alegué que no era necesario. Decidió
esperar a que me diera una ducha y me acostara para marcharse.
Por enésima vez esa semana, me metí en la ducha con el firme propósito de dejar que el agua que
limpiaba mi cuerpo, limpiase también los pensamientos de mi mente. Habían sido demasiadas cosas
en muy poco tiempo, y no me veía con fuerza para superarlo. Echaba de menos a alguien en quien
apoyarme, con quien compartir todos mis pesares. Alguien que me abrazase por las noches y me
dijera que no me preocupara, que todo iba a salir bien.
Víctor solo cumplía esas funciones en parte. Había llegado a convertirse en un gran apoyo en esos
dos días, y confiaba en él. Pero necesitaba algo más. Mi vida estaba vacía. Pensaba que con Mario
había conseguido llenar ese hueco que existía en mi corazón, pero yo misma me di cuenta de que era
mentira. No le amaba. Había intentado convencerme de que era amor, aunque en realidad se trataba
de la necesidad de llenar un vacío.
Por otro lado, estaba Jeff, quien me había hecho darme cuenta de que existían sentimientos que yo
jamás había experimentado. Me temblaban las piernas cuando le tenía cerca, adoraba el roce de sus
manos y, sin embargo, todo lo que había hecho hasta ese momento era rehuirle. ¿Por qué? Porque no
podía soportar la idea de enamorarme de alguien que vivía en la otra punta del mundo. Él tenía su
vida en Seúl, y la mía estaba aquí, perfectamente afincada. ¿A dónde iba a llevar una relación con
tanta distancia de por medio? Con toda seguridad, al infierno. Al sufrimiento de no poder contar con
esa persona cada vez que la necesitase. Ya había pasado por eso con Mario, una relación «a
medias». Siempre había sido él quien marcaba nuestros encuentros. Y yo no estaba dispuesta a
empezar de nuevo algo similar. Me negaba a dejar que la felicidad de mi corazón dependiera de una
persona que vivía tan lejos.
Salí de la ducha, me envolví en el albornoz y fui al salón para decirle a Víctor que me encontraba
mucho mejor, que podía irse a casa si quería y que me recogiera al día siguiente para ir a la
comisaría.
Al pasar por la puerta de la cocina, me quedé petrificada. Allí, sentados en los taburetes, uno
frente al otro, y charlando delante de un par de cervezas que no sabía de dónde habían salido, estaban
Víctor y Jeff. A pesar de parecer dos viejos amigos en amigable charla, la tensión se palpaba entre
ambos. Víctor no se fiaba del todo de Jeff, y este tenía recelos de lo que representaba el motero para
mí. Eso se percibía en los cruces de miradas entre ambos. Se levantaron al percatarse de mi
presencia y los dos, al unísono, vinieron solícitos a mi encuentro.
—Mireya, ¿estás bien? Víctor me lo ha contado todo.
—¿Cómo te encuentras, muñeca? ¿Estás mejor?
—¿Se puede saber qué haces tú aquí? —pregunté titubeante a Jeff.
—Le he llamado yo —contestó Víctor—. Ya que no querías mi compañía esta noche, pensé que no
te convenía quedarte sola, pero no sabía a quién llamar.
—¿Y cómo le has localizado? —inquirí curiosa.
—Fue fácil. Tú me diste el nombre el otro día cuando cenábamos, y recordé que mencionaste que
se alojaba en el Hilton. Con una simple llamada telefónica, ha sido suficiente.
—He venido en cuanto me ha llamado —contestó Jeff—. Mañana te acompañaré también a la
comisaría, para contar a la policía todo lo que ha sucedido estos días.
Víctor se acercó a la mesa, cogió el casco de su moto y se acercó a darme un beso en la mejilla.
—La dejo a tu cuidado —le dijo a Jeff y luego, dirigiéndose a mí, añadió—: Te dejo en buenas
manos, muñeca. Mañana nos vemos. Me llamas y me dices a qué hora te viene bien, ¿vale? Tengo el
día libre —entonces fue hacia la puerta—. ¡Ah! —exclamó, volviéndose con un guiño—. He dejado
más cervezas en la nevera, para la próxima vez que vuelva a visitarte. Si te bebes todas, ¡compra
más! Hasta mañana, chicos.
Oímos cómo arrancaba la moto y salía carretera abajo, hacia el centro de la ciudad. Jeff me tomó
de la mano y me acompañó hasta sentarnos ambos en el sofá. Yo luchaba contra el albornoz, que se
resistía a quedarse cerrado, él me miraba fijamente a los ojos, y acariciaba con su dedo pulgar el
dorso de mi mano, que aún no había soltado.
Ninguno de los dos decía ni media palabra. Él no me quitaba la vista de encima, y yo no podía
hacer otra cosa que soportar esa mirada que me desnudaba el alma.
No podía aguantar más esos ojos que me taladraban, y bajé la vista al suelo. Jeff me cogió con
dulzura de la barbilla y me levantó la cara.
—No te escondas, Mireya. Al menos, no de mí.
—No entiendo qué haces aquí —respondí—. Podía haberme quedado sola perfectamente. Es una
tontería que hayas venido para nada.
—Para nada, no —replicó—. He venido para estar contigo, para hacerte compañía en calidad de
lo que tú quieras.
—¿De lo que yo quiera? Jeff, ni siquiera sé lo que representas para mí. Te… te acabo de conocer
en el momento en el que todo mi mundo se ha puesto patas arriba. No creo que esté en la mejor
situación para decidir lo que quiero en este instante.
—Entonces déjame decidir por ti, cariño —dijo mientras acercaba sus labios a los míos.
Fue un roce suave, sutil, como si unas alas de ángel se hubieran posado sobre mi boca. Un gesto
lleno de ternura.
—No me hagas esto, Jeff —protesté separándome de él—. No hagas nada de lo que luego te
arrepientas solo porque te doy lástima.
—¿Lástima? —contestó—. Tesoro, no sé cómo decirte las cosas para que me entiendas a la
primera. Mireya, siento algo por ti. Es una necesidad de estar a tu lado a todas horas, de protegerte
de cualquiera que pretenda hacerte daño. Es mucho más que todo eso. Cuando te tengo cerca, el
corazón se me dispara y siento que se me va a salir del pecho. Compruébalo tú misma —dijo
colocando mi mano sobre su pecho—. Te dije que nunca había estado enamorado, por lo tanto no sé
si es amor lo que siento por ti. Pero es algo que no había sentido jamás por nadie.
Jeff estaba haciendo eco de mis pensamientos en la ducha. Era lo que yo necesitaba, alguien que
fuese mi complemento. Pero lo necesitaba para siempre, no solo dos días. Las lágrimas se deslizaban
por mis mejillas en el momento que me desprendí de sus brazos.
—No lo entiendes. Esto… esto no lleva a ninguna parte. Tú te vas el domingo y yo me quedo aquí.
¿Es eso lo que quieres? ¿Una relación de dos días? ¿O solo seré una de tus muchas mujeres en
cualquier puerto de los que recalas? —le espeté dándole la espalda.
—Tú eres la que no lo entiende —replicó poniéndome la mano sobre el hombro para darme la
vuelta—. No eres una de mis mujeres… Si tú quieres, serás mi mujer. La única, Mireya. Vente
conmigo a Seúl.
—¿Y qué pasa con mi vida, Jeff? Aquí tengo todo. Trabajo, amigos, familia. ¿Pretendes que
renuncie a todo esto por algo que ni siquiera sé si va a funcionar?
—Haremos que funcione, Mireya. Tú y yo, juntos. A tu lado me puedo enfrentar al mundo entero si
es necesario. Tenemos que intentarlo.
—Esto es una locura —dije sin dejar de llorar.
—Pero es la mejor locura que me ha pasado en mucho tiempo —contestó, volviendo a besarme.
Esta vez no me pude resistir. No encontraba razones lógicas que me hicieran apartarme de algo que
me hacía sentir bien, y mucho menos después de la semana que llevaba.
En ese momento, en los brazos de Jeff me encontraba como en el Paraíso. Necesitaba esa
sensación. Ese bienestar. Quería dejarme llevar por sus besos y sus abrazos donde quiera que me
condujeran.
Jeff debió notar mi rendición, porque su beso se hizo cada vez más profundo, más persistente. Con
la punta de la lengua acarició suavemente mis labios, incitándome a abrirlos para él. Una vez lo
consiguió, invadió el interior de mi boca con una fuerza desmedida. El beso se convirtió en fuego
líquido, en lava volcánica. Lento, pero constante, exigente, impidiéndome la retirada.
Las manos de Jeff, una en mi nuca y la otra en mi mejilla, acariciaban con esos dedos largos y
finos mi piel, que se erizaba por todo el cuerpo, de arriba hacia abajo. Mis manos, como si tuvieran
vida propia, se abrazaron a su cuello, para ahondar más aún ese beso que yo no quería que terminase.
Pero aquello nos estaba sabiendo a poco. Yo necesitaba más, e intuía que Jeff se contenía para no
llevar las cosas demasiado lejos por miedo a asustarme, así que tomé la iniciativa. Llevé las manos
de la nuca hacia el cuello, bajé por el interior de su pecho lo poco que me permitían los dos botones
abiertos de su camisa, y sentí que gemía contra mis labios. Decidí ir un poco más allá y le
desabroché el siguiente botón, acariciando su torso con mis manos y llevándolas hacia sus pezones.
Él volvió a gemir, esta vez más fuerte, y dirigió una de sus manos hacia mi pecho por la abertura del
albornoz, lo que hizo que se me pusiera la carne de gallina incluso más de lo que la tenía antes.
Mis caricias desataron el fuego que él llevaba conteniendo tanto tiempo. No podía aguantar más,
así que bajó la mano hasta desabrocharme el cinturón de la bata de baño. En ese momento recordé
que no llevaba absolutamente nada bajo el albornoz. Me dio un ataque de timidez e intenté detenerlo.
—No, Mireya —ordenó sin apenas separar sus labios de los míos—. Ahora no me detengas, mi
amor.
—Es que… no llevo nada debajo —dije sonrojada.
—Quiero verte, cariño. Déjame que te vea.
—No, Jeff. Aquí no. Estamos… en medio del salón y…
—Pues vamos donde tú me digas, donde tú quieras. Te seguiré al fin del mundo si con ello consigo
hacerte mía.
Me levanté sin soltar la bata, y le guié hacia el dormitorio. Al llegar a los pies de la cama, me
quitó la mano que sujetaba el albornoz, puso las suyas en mis hombros y me deslizó la prenda por los
brazos hasta que cayó al suelo. Sus ojos recorrieron cada centímetro de mi cuerpo desnudo.
—Eres preciosa…
Se lanzó a mi yugular, como un vampiro contra su presa, besando, lamiendo, mordisqueando cada
parte de mi cuello, los lóbulos de mis orejas, mis labios…
En ese momento me rendí. Ocurriera lo que ocurriera no quería en absoluto perderme este
momento con Jeff. Mis sentimientos eran muy confusos, pero si algo tenía claro, era que el deseo me
superaba y que, contra eso, no iba a poder luchar. Cuando todo acabase, ya esclarecería mis ideas.
Con manos temblorosas le desabotoné la camisa, saqué los faldones por la cinturilla del pantalón
e, igual que había hecho él con la bata de baño, deslicé la suave prenda de algodón por los brazos
hasta que se la quité del todo.
Sus manos y labios me quemaban por todo el cuerpo, abrasaban cada centímetro de mi piel,
hipersensible a su contacto. Sentía que me estaba achicharrando viva por donde notaba su contacto.
Desabroché como pude el cinturón y los botones de sus tejanos y le agarré de las nalgas. La
respiración se hacía cada vez más dificultosa para ambos. Jeff recorría con su lengua mis pechos,
primero uno, luego otro, succionando los pezones, lo que me hacía sentir como si se me desgarraran
las entrañas.
Me colocó sobre la cama, sin dejar de acariciarme en todo momento, y se colocó encima de mí.
Yo notaba la protuberancia de su sexo situada en la parte más sensible de mi pubis. Mis manos
recorrían su espalda, arañando con suavidad los contornos de los omóplatos, al tiempo que, con la
boca, le mordisqueaba el cuello y los lóbulos de las orejas. Jeff empezó a moverse, frotándose contra
mí, mientras yo pensaba que me iba a derretir de placer. Jamás había sentido esas emociones con
nadie. Ni siquiera con Mario. La sensación de las caricias de Jeff despertaba en mí algo que no sabía
ni siquiera que existiera. Y no quería que acabase jamás.
La mano de Jeff se colocó entre los dos cuerpos y, con su dedo índice, se abrió paso a través de
los pliegues de mi sexo hacia el interior, a la vez que con el pulgar acariciaba todo el contorno hasta
encontrar el botón del placer. Llevé las manos hasta sus nalgas y le bajé los calzoncillos, que él,
diestramente, terminó de sacarse por los pies.
Estábamos los dos tumbados en la cama, juntos, piel contra piel, mientras su lengua imitaba dentro
de mi boca el perfecto acto de amor y sus dedos causaban estragos en mi zona pélvica.
Mis sentidos se dispararon al notar que iba a alcanzar un orgasmo descomunal y, al llegar ese
momento, lo único que pude hacer fue aferrarme a él gritando su nombre una y mil veces.
Jeff esperó paciente a que terminase de normalizar mi respiración sin dejar de acariciarme la cara
y de prodigarme besos por todo el rostro. Advertí que se había levantado cuando cesó el peso de su
cuerpo sobre el mío y le vi rebuscar entre los bolsillos de sus tejanos. Enseguida volvió a mi lado, a
la cama.
—Tranquila, my darling. Esto aún no ha terminado —me dijo a la vez que se ponía un
preservativo y colocaba su cuerpo de nuevo sobre el mío.
El notar la protuberancia de su masculinidad entre mis piernas hizo que aquello que creía dormido
para siempre se despertase dentro de mí, y le facilité el trabajo colocando las piernas alrededor de
su cintura. La entrada fue suave, lenta, igual que el movimiento de Jeff contra mi pelvis. Parecía que
estaba bailando conmigo más que haciéndome el amor. Penetró muy despacio en mi interior, con
movimientos sinuosos, sin dejar de cubrirme de besos. Yo tenía las piernas enlazadas sobre su
cuerpo y mis manos le agarraban del cuello sin permitir que se separase ni un solo centímetro de mí.
Poco a poco, la velocidad de sus embestidas aumentó. Aquello dejó de ser un dulce y delicado
vals para convertirse en una exótica samba. Cuando ya no podía aguantar más, vi que Jeff abría los
ojos y me miraba sin dejar de morderse los labios. Infinitas gotas de sudor perlaban su frente.
—Jeff… ¿estás bien? —pregunté temerosa de estar haciendo un soberano ridículo.
—Sí… No… Mireya… ¡no puedo más!
—Yo tampoco —dije entre jadeos.
Entonces sentí que me elevaba hacia el cielo en una espiral desenfrenada para volver a caer otra
vez, a la vez que, como si fuera entre sueños, oía sus gritos de placer junto a los míos.
Quedamos exhaustos sobre la cama, sudando, abrazados, con Jeff aún en mi interior y sin
atrevernos a realizar ningún movimiento. Cerré los ojos. Tenía miedo de que lo que había sentido
con él hubiera sido solo un sueño, y que me despertase en mi cama como todos los días: sola.
Acariciaba su espalda al tiempo que me decía a mi misma que era real, que todo eso había sucedido
y que volvería a suceder todos los días de mi vida. Hasta que caí en la cuenta de que eso jamás sería
así. Jeff y yo pertenecíamos a dos mundos distintos. Y eso había ocurrido hoy, pero no volvería a
suceder. Él se marchaba tres días más tarde y yo me quedaría sola de nuevo.
De un respingo me levanté de la cama. Necesitaba una ducha para limpiar mi cuerpo del sudor y
mi mente de las tonterías que se le estaban ocurriendo. Tenía que asumir que esto había sido lo que
había sido. Y punto.
—¿Dónde vas? —preguntó preocupado al ver la consternación en mi cara.
—Voy a darme una ducha —contesté con una sonrisa fingida—. Vengo enseguida. Estás en tu casa.
Me metí en el cuarto de baño y eché el cerrojo a la puerta. Lo que menos necesitaba era que algo o
alguien interrumpiera el curso de mis pensamientos en ese momento.
Volví diez minutos más tarde, y observé que Jeff se había quedado dormido. Estaba espléndido,
desnudo como una estatua griega entre las sábanas. Al meterme en la cama, se acurrucó contra mí,
pasó su mano por mi cintura y escondió su cabeza en el hueco de mi cuello.
Confiaba en que estuviera profundamente dormido, así que musité un «Buenas noches, amor», le di
un beso en la frente y me dispuse a descansar, tras poner el despertador para que sonase media hora
antes de lo habitual.
CAPÍTULO 11

Pensaba que por la mañana vería las cosas de otra manera, pero no funcionó. Seguía teniendo
reparos. Por supuesto que no dudaba ya de mis sentimientos hacia Jeff. Lo ocurrido la noche anterior
sirvió para que me diera cuenta de que lo vivido con Mario había sido solo una aventura sexual, sin
más. Con Jeff había sido diferente desde el principio. Había notado la química existente entre
nosotros dos, y me empeñé en negarlo, con mis orejeras de burro puestas, que no me dejaban ver más
que a Mario. Cuando éste desapareció de mi campo de visión, las orejeras se cayeron y pude
contemplar todo lo que tenía a mi alrededor. Y en ese momento, justo delante de mí, se encontraba
Jeff.
Sabía que era algo pasajero, que él regresaría a Seúl en dos días. «¡Dios mío! Solo tengo dos días
y con la boda de por medio», pensé. Pero eso era lo que había, nada más. Yo no tenía ninguna
intención de cruzar medio planeta para marcharme con él y, por supuesto, él no iba a renunciar a su
trabajo para quedarse conmigo. Cuando sonó el despertador, ya llevaba un rato dando vueltas en la
cama, así que agarré a mi muñequito enseguida. Jeff se tapó la cabeza con la almohada y se dio
media vuelta, sin ninguna intención de levantarse.
—¡Arriba! Vamos, dormilón, que tenemos que ir a trabajar.
—Llama y di que estás enferma —musitó con la cabeza aún debajo de la almohada.
—Jeff, venga, levántate —tiré del almohadón con intención de destaparlo y que le diera la luz en
los ojos—. Tienes que ducharte, que anoche te quedaste dormido y hoy hueles como un oso recién
salido del periodo de hibernación. ¡Vamos, a la ducha!
Se levantó a regañadientes, murmurando por lo bajo, y se metió en el baño, mientras yo me dirigía
a la cocina para preparar un café bien cargado que nos despejase las ideas a ambos.
Al poco rato apareció aseado y vestido, y tras tomarnos el café, entré en el dormitorio para
vestirme.
—¿Puedo utilizar tu teléfono? —preguntó—. Es para avisar a los misters de que voy directamente
a la oficina.
—Claro, sin problemas —grité desde el dormitorio—. La guía está debajo de la mesa auxiliar por
si necesitas el teléfono del hotel.
Intenté aguzar el oído para ver qué excusa les ponía por la desaparición repentina de la noche
anterior, pero dado que yo no tenía ningún conocimiento de coreano, idioma en el que transcurrió
toda la conversación, me quedé sin saber qué película les estaba contando y, sobre todo, sin
atreverme a preguntarle.
Salimos en mi coche con destino a la oficina, donde llegamos más pronto que de costumbre. Ni
siquiera Sara había llegado, así que entramos en mi despacho para hacer un poco de tiempo hasta que
aparecieran los demás.
Al entrar me abrazó por la espalda, aspiró el aroma de mi colonia y me dio dos dulces y largos
besos en el cuello. Yo intenté zafarme de su contacto.
—Jeff, ¡aquí no! ¿No ves que puede vernos cualquiera?
—¿Y qué hay de malo?
—Estamos en la oficina. Aquí no quiero más problemas de los que ya he tenido.
—Vale. Intentaré mantener mis manos separadas de tu cuerpo, al menos durante este rato.
Me acerqué a la mesa y mandé a imprimir las copias de los contratos con las correcciones que se
habían hecho el día anterior. Jeff daba vueltas por la habitación como un león enjaulado, cotilleando
todo lo que tenía a su alcance. Se acercó a la estantería de pino donde tenía colocados los libros de
la universidad, junto con algunos ejemplares de literatura clásica, y estuvo leyendo los títulos.
Revisó una por una las figuras de porcelana que tenía en otra de las baldas, cogió todos los
portafotos del mueble, donde se encontraban mi familia y amigos. Yo le observaba por el rabillo del
ojo, cuando sonaron unos golpes en la puerta. Una cabeza asomó por el hueco abierto.
—Mireya, ¿ya has llegado? —preguntó Sara.
—Eh… sí, Sara. Pasa. Estoy aquí con Mister Pullman, para imprimir los contratos. ¿Te importa
acercarme unas carpetas nuevas, por favor?
Sara salió y volvió dos minutos más tarde con un taco de carpetillas de cartón. Puse las copias de
los contratos dentro de ellas y le hice una seña a Jeff para que nos fuéramos hacia la sala de juntas.
Por el pasillo recordé que tenía que pasar por la comisaría y que debía comentarle a Ortega todo
lo sucedido la tarde anterior. No me apetecía nada tener que sacar el tema delante de mi jefe y mucho
menos al tratarse de Jaime, pero no me quedaba más remedio.
Entré en la sala de reuniones con Jeff pisándome los talones. Tanto Ortega como los coreanos
acababan de llegar. Mi jefe me miró de modo inquisitivo, arqueando una ceja, y yo no pude hacer
otra cosa que bajar la vista hacia el suelo y fingir que no me había enterado. Sin embargo, los
orientales no cambiaron ni un ápice de su expresión. Pensé que el hecho de que el traductor faltase
una noche en el hotel debía de ser algo muy común, por lo que fruncí el ceño. Jeff se dio cuenta de mi
desconcierto y me hizo una sutil caricia en la mano que no percibió nadie más que yo.
Nos sentamos alrededor de la mesa y puse las carpetas con los contratos delante de Ortega, que se
quedó con una de ellas y le dio la otra a Jeff. Pensé que éste se la iba a pasar a los otros, pero se
quedó con ella, la abrió y se dedicó a estudiarlo detenidamente.
No lo entendía. El contrato estaba redactado en inglés, es cierto. Pero la delegación del hospital
sabía perfectamente hablar en inglés y, por supuesto, leerlo, puesto que habían revisado los
anteriores borradores.
Diez minutos más tarde, Jeff comentó que estaba todo correcto, así que Ortega firmó su copia del
contrato y, tras mirarme con un gesto de disculpa en la cara que yo no comprendí en ese instante, se
la pasó a él, que estampó su firma en las dos copias para volver a dárselas a Ortega.
Me quedé perpleja. ¿Por qué estaba firmando un contrato de semejante envergadura quien se
suponía que no era más que un mero traductor?
Mis preguntas obtuvieron su respuesta cuando mi jefe estrechó la mano de Jeff después de la firma
de ambas copias, se puso en pie y le dijo amablemente:
—Mister Pullman, ha sido un verdadero placer hacer negocios con su empresa. Espero que en el
futuro, tal y como hemos acordado, mantengan el contrato de suministros con nosotros para repuestos
y nuevas adquisiciones.
—Así lo haremos, Mister Ortega —respondió Jeff con una sonrisa—. Y ahora, si no les importa,
voy a acompañar a la señorita Mireya a la comisaría.
—¿A la comisaría? —inquirió Ortega—. ¿Qué ha ocurrido?
—Algo bastante desagradable con ese empleado suyo, el señor Veiga —respondió para, acto
seguido, relatarle con pelos y señales todo lo que había ocurrido la noche anterior, tanto lo que había
visto como de lo que se había enterado a través de Víctor.
Mis ojos iban del uno al otro sin comprender del todo la situación. Cuando Jeff dio por acabada su
explicación, con el beneplácito de Ortega de que nos fuéramos a la comisaría en ese mismo momento
y utilizáramos uno de los coches de la empresa, salí de mi estupor.
—Jeff, ¿qué ha querido decir con lo de «tu empresa»?
—Luego te lo explico, Mireya —dijo tomándome del brazo para invitarme a salir— Ahora
vámonos a….
—Luego no. Ahora. ¿Qué ha querido decir? —le repetí bastante enfadada.
—El hospital de Seúl es mío. Soy el propietario de una cadena de hospitales, y éste es uno más
que pensamos abrir. Por el camino te lo explico todo, prometido. Ahora vamos a la comisaría.
—Lo siento, Mireya —se disculpó mi jefe—. Yo me he enterado esta misma mañana cuando
Mister Wu me lo ha comunicado. Al igual que tú, pensaba que Mister Pullman era el traductor, y no
el propietario. Pero no he tenido manera de comunicártelo antes de la firma. —Me miraba con gesto
contrito, sin saber del todo cómo me iba a sentar aquella novedad.
Salí de allí con cuatro pares de ojos pendientes de mi inusitada reacción ante la noticia, puesto que
todos ellos desconocían lo que había sucedido la noche anterior entre Jeff y yo, o al menos eso
esperaba.
En el pasillo me revolví contra él, soltándome de su brazo.
—¿Cuándo pensabas decírmelo? —pregunté alterada—. ¿El domingo, antes de coger el avión?
«Por cierto, soy el dueño de la empresa. Ha sido un placer meterme en la cama contigo. Adiós».
—Mireya, por favor, si te calmas te lo explicaré todo. Vamos a poner la denuncia y luego
hablamos con tranquilidad.
—Vamos a poner la denuncia, sí. Pero no tenemos nada de qué hablar. Está todo hablado.
Cogí el teléfono móvil para avisar a Víctor de que nos dirigíamos a la comisaría y quedé con él en
vernos allí en media hora. Estaba bastante alterada y me lo notó en la voz. Alegué que luego se lo
explicaría todo y corté la comunicación.
El viaje transcurrió en un molesto silencio entre nosotros dos. Yo no quería ni mirarle a la cara y
él, sin embargo, no dejaba de escudriñarme el rostro para intentar comprender mis sentimientos.
Al llegar, Víctor ya estaba en la puerta aguardándonos. Bajé del coche sin esperar a que me
abrieran la puerta y me lancé en sus brazos.
—Hola, muñeca —me recibió con una gran sonrisa.
—Hola, Víctor. Vamos dentro —dije al tiempo que me abrazaba a su cintura.
—¿Y tu amigo?
—No es mi amigo. Que venga cuando le dé la gana. Vamos, por favor —. Arrastré a Víctor hacia
el interior del edificio.
El bullicio reinante en la comisaría era lo más parecido al caos que había visto en mi vida. Había
muchas mesas pequeñas, diseminadas por toda la sala y colocadas sin orden ni concierto, ocupadas
por miembros del cuerpo de policía. Unos con uniforme, otros de paisano. Todos con su arma
reglamentaria en una funda de cuero, colgada del cinturón o bajo la axila. En una sala separada por
cristales del resto de la comisaría, se encontraba un hombre gordito, canoso y con bigote, que intuí
debía de ser el comisario jefe. Por todas partes se oían voces, gritos, teléfonos que nadie contestaba.
En uno de los laterales de la sala, policías uniformados dirigían a personas esposadas hacia una
puerta metálica que había en el fondo, la cual supuse que era el acceso a los calabozos.
Una vez notificado en la mesa de recepción el motivo de nuestra visita, un agente muy amable nos
tomó declaración a los tres. Me preguntaron si quería interponer una denuncia por agresión e intento
de violación y esa vez no dudé ni un segundo en aceptar. Terminadas las gestiones, aproximadamente
dos horas más tarde, salimos de allí.
Llamé a mi jefe, quien me dijo que, como las negociaciones habían concluido de forma
satisfactoria, celebraríamos una cena de negocios junto con nuestros clientes esa misma noche.
Entretanto, tenía la tarde libre, lo cual agradecí.
Jeff abrió la puerta del coche para que entrase, pero le volví la espalda y me dirigí a Víctor.
—Cielo, ¿me llevas hasta la oficina?
—¿En la moto?
—Sí, en la moto.
—¿Y tu amigo? —volvió a preguntar intrigado.
—Ya te he dicho que no es mi amigo. Por favor… —supliqué con cara de pena—. No quiero estar
en el mismo lugar que él.
—Te llevo si me cuentas todo lo que ha pasado.
—Trato hecho. Al fin y al cabo, en dos días te has convertido en mi mejor amigo y mereces
conocer todos los datos.
Subimos en la moto sin dar explicaciones a Jeff. Víctor le miró, encogiéndose de hombros y sin
saber qué decir, y yo me aferré a su cintura como si me fuera la vida en ello.
Al hacer el trayecto en moto, llegamos a la oficina mucho antes que el coche oficial. Para hacer
tiempo, le relaté a Víctor todo lo que había sucedido la noche anterior con Jeff. Cómo habíamos
acabado en la cama, cómo me había dejado seducir por sus palabras y sus besos, y de qué manera me
había engañado haciéndome creer que era el traductor, aunque en realidad era el dueño de la
empresa.
Víctor alegó que eso no tenía nada de malo, pero mis argumentos eran mucho más contundentes, o
al menos yo estaba convencida de ellos.
Cuando vimos llegar el coche, con Jeff en su interior, nos despedimos. Lo último que Víctor me
dijo al oído antes de marcharse fue:
—Pequeña, estos trenes solo pasan una vez. Si dejas que se marche, ya no podrás alcanzarlo. Te lo
dije. Eres tú quien tiene que salir en busca de tu destino, no esperar que llame a tu puerta. No lo
olvides.
Luego me dio un beso y se fue.
Jeff salió del coche y caminó hacia mí.
—Mireya, tenemos que hablar.
Yo continué en dirección a la entrada de las oficinas, haciendo caso omiso de sus palabras.
—Escúchame, por favor. Déjame que te lo explique.
—No tienes nada que explicarme —respondí volviéndome hacia él—. Está todo muy claro.
Necesitabas alguien con quien jugar estos días y, ¡qué casualidad!, yo estaba disponible. Has
manipulado todas las situaciones para salirte con la tuya y no has tenido en cuenta mis sentimientos.
Perfecto. La moraleja de esta historia es la misma de siempre: soy una tonta sentimental que se deja
engañar por cualquiera que le dice dos palabras bonitas. Tú te vas tranquilamente a seguir dirigiendo
tu empresa con el contrato firmado en unas condiciones óptimas, mi jefe está satisfecho con las
negociaciones, y la tonta de turno se queda aquí, como una imbécil, pensando que entre nosotros dos
había algo especial, que tú sentías por mí algo distinto a un mero interés profesional y sexual.
—Pero, Mireya —replicó Jeff—, eso no es cierto. Por supuesto que siento algo especial por ti. Te
lo he dicho muchas veces. No encuentro una palabra para definir mis sentimientos, porque son
nuevos para mí. Pero si algo tengo claro, es que quiero pasar el resto de mi vida contigo, porque
quiero seguir sintiéndome como me siento ahora.
—¿Por qué no me lo dijiste, Jeff? —pregunté en un susurro—. Es algo que me ha estado
corroyendo por dentro toda la mañana. ¿Por qué tuviste que ocultar la realidad? ¿Por qué te has
hecho pasar por algo que no eres?
—Tenía miedo —confesó cabizbajo.
—¿Miedo? ¿De qué? ¿De que cayera rendida en tus brazos al saber que eras el dueño de la
empresa? ¿De que todo lo que he compartido contigo hubiera sido solo por dinero?
—Es lo que suele suceder, y yo...
—No —le corté con sequedad—. Casi prefiero que no me des una explicación. Me va a doler aun
más. Pensé que me conocías, que sabías que yo no era de esa clase de mujeres. Pero está visto que
me he equivocado al juzgarte. También yo creí que te conocía.
—Por favor, escúchame. Siempre que me he presentado como el propietario de la empresa, todo el
mundo se deshace en atenciones conmigo, me agobian. No soy dueño de un solo minuto de mi tiempo.
No es la primera vez que me hago pasar por un traductor, o por un secretario, para poder disponer de
la libertad que otorga el anonimato. Si hubiera dicho desde el principio quién era, todo lo que ha
pasado entre nosotros dos no hubiera sucedido, porque no nos habrían dejado. Esta mañana, al hablar
con los misters, les dije que avisaran a Ortega de la realidad de la situación. Quería decírtelo
personalmente, pero no hemos tenido tiempo.
—¿Y cómo pensabas resolver esto? ¿Ibas a renunciar a tu empresa para venirte aquí a trabajar? ¿O
pretendías mantener conmigo una relación de dos veces al año, una por pedido?
—Mireya, quiero que te vengas conmigo a Seúl —me contestó muy serio—. Quiero que vivas
conmigo, que trabajes conmigo si quieres trabajar, o que no trabajes si no te apetece. Quiero pasar el
resto de mi vida contigo.
—Mira, Jeff —respondí con los ojos llenos de lágrimas—, esto es absurdo. Mi vida está aquí, con
mis amigos, mi familia, mi trabajo y mi gente. No me puedes pedir que renuncie a todo por seguirte
hasta la otra punta del mundo, cuando ni siquiera has sido sincero conmigo desde el principio. Tú
tienes tu ritmo de vida. Perteneces a otra clase. La clase de gente que da fiestas benéficas, que se
codea con los políticos, que viaja en limusinas y en jets privados. Yo no soy así. ¡Dios mío! ¡Lo que
te has debido reír de mí al ver mi coche, o mi casa! ¡O el día que cenamos una hamburguesa en medio
de un parque!
—Eso no es cierto y lo sabes.
—No quiero hablar más de esto, ¿vale? Hemos tenido un rollo que los dos hemos disfrutado. Fin
de la historia.
—Muy bien. No se hable más del tema. Mi avión sale el domingo a las ocho de la mañana. Y sí, es
un jet privado. Tienes hasta esa hora para decidir si quieres continuar con lo nuestro. Una vez que
despegue, no habrá marcha atrás. Si no has subido conmigo a ese avión, entenderé que todo esto no
ha significado nada para ti, o que no te importo lo suficiente como para querer seguir a mi lado.
Ahora no te molesto más. Si me disculpas, voy a recoger a mis compañeros y me vuelvo al hotel.
Tras decir esto, cruzó la puerta giratoria de la entrada en dirección a los ascensores y le perdí de
vista.
Me quedé perpleja, parada como un pasmarote en medio de la acera. ¡Me había dicho que me fuera
con él! Menuda tontería. No le conocía. Él no me conocía a mí. No podía abandonar todo y cruzar el
globo terráqueo en pos de una aventura que no sabía cómo iba a resultar. Si lo hacía, es que era
estúpida. Aquello no iba a funcionar, y yo me vería tirada en un país en el que no conocía a nadie y
sin hablar el idioma. «Absurdo», me dije mientras sacudía la cabeza.
Entré directamente al parking por la rampa de vehículos para evitar encontrarme con nadie, cogí
el coche y volví a casa.
Al llegar me puse cómoda. Por desgracia, esa comodidad solo afectaba a mi exterior, ya que en mi
interior estaba hecha un mar de dudas. ¿Quería irme con Jeff? Sí. Decididamente quería irme. ¿Debía
hacerlo? No. No debía. Era una tontería. No iba a funcionar y sería peor para mí. Entonces, ¿qué
hacer? Disfrutar del recuerdo de los días que habíamos pasado juntos, de las miradas, de las
palabras, de los besos de la noche anterior... y dejar de torturarme con más estupideces.
Descubrí que el mejor remedio contra la autodestrucción a la que estaba sometiendo a mi
conciencia, era una charla entretenida con alguien divertido. Y ahí sí que tenía claro a quién quería: a
Víctor.
Él había dicho que tenía el día libre, así que le llamé para ver si le apetecía comida china. Como
no podía ser de otra forma, aceptó, diciendo que en menos de una hora estaría en mi casa.
Llamé por teléfono al restaurante oriental a domicilio que me servía habitualmente y encargué dos
rollitos primavera, dos clases de arroz, unos dim sum al vapor, ternera, pollo y dos grandes tarrinas
de Ben&Jerry’s, una de Chunky Monkey y otra de Chocolate Fudge Brownie. Ya sabía en qué
cantidad comía Víctor y no era cuestión de que se quedase con hambre. Además, yo no podía
prescindir del chocolate, que era mi debilidad y mi mejor medicina, puesto que lo curaba todo. Me
dijeron que en treinta minutos traerían el pedido, así que encendí la televisión y me puse cómoda en
el sofá.
A los quince minutos sonó el timbre. Me levanté, sin apartar la vista de la pantalla de la televisión,
donde en ese momento había un culebrón de esos que ponen la carne de gallina, lleno de conflictos,
problemas y amor, mientras especulaba que, con lo sucedido durante la última semana, se podría
haber rodado una película mucho más interesante.
Puesto que daba por hecho que se trataba de la comida, abrí la puerta sin comprobar quién era.
Cuando me di cuenta de la persona que estaba al otro lado, me quedé lívida y una repentina sensación
de mareo hizo que tuviera que agarrarme al marco de la puerta para no caer.
CAPÍTULO 12

—¿Qué haces tú aquí? —musité con un hilo de voz.


—Hola, princesa. Te echaba de menos —contestó Mario con una sonrisa.
Al verle, algo se removió dentro de mí. Para mi fortuna, no fue la nostalgia ni la añoranza. Fue
rabia. Una furia desmedida por su mentira. Yo jamás había engañado a nadie y él me había mentido
en una cuestión de vital importancia. No le iba a dejar entrar. Ni en mi casa, ni en mi vida. No iba a
consentir que me hiciera daño de nuevo. El resentimiento acumulado durante esos días, consiguió que
la ironía se apoderase de mí, así que, con mi mejor sonrisa, mientras mantenía una mano en el marco
de la puerta para impedirle el paso, le contesté:
—Vaya, ¿me echabas de menos, cariño?
—Muchísimo —contestó haciendo ademán de darme un beso. Aparté la boca, de manera que sus
labios me rozaron en la mejilla, y di un paso atrás.
—¿Qué ocurre, princesa? —preguntó confundido—. ¿Te pasa algo?
—¿A mí? No, cielo. A mí no me pasa nada. Ya no. Me pasaba el miércoles, cuando te llamé
porque te necesitaba. Pero ahora estoy perfectamente bien, gracias —respondí con un tono
sarcástico.
—Tesoro, el miércoles me pillaste fatal. Estaba en la consulta, en medio de una endodoncia y no
podía atenderte.
No salía de mi asombro. Este hombre decía mentiras al igual que se sabía la tabla del uno, sin
esforzarse lo más mínimo. Las soltaba con una facilidad pasmosa.
—¡Oh! Vaya, siento haberte pillado en mal momento. Estuve esperando que me devolvieras la
llamada, porque en aquel momento era urgente.
—¿Y qué es lo que te pasó, mi vida? —preguntó solícito y un poco sorprendido, ya que intentó
entrar en mi casa y se dio cuenta de que yo no hacía ademán de apartarme de la puerta.
—Una tontería, pero ya no tiene importancia —contesté sonriendo—. De hecho, ya se me ha
olvidado.
—¡Cuánto me alegro! —respondió, e intentó entrar de nuevo, volviendo a encontrarse con que yo
se lo impedía—. Nena, ¿no estaríamos mejor dentro?
—No. Aquí estamos bien. Como te vas a ir enseguida, es mejor que no entres.
—Hoy no tengo prisa, gatita —susurró acercando su cuerpo al mío.
—Pues es una pena, porque yo sí —respondí al tiempo que me apartaba de nuevo de su lado.
—Mireya, ¿me vas a decir qué te pasa? Estás muy rara.
—¿Rara? No, cielo, no estoy rara. Simplemente veo las cosas de otro modo.
—¿Qué quieres decir? —inquirió sorprendido.
—Pues verás, voy a resumírtelo. El miércoles, después de hablar contigo, o mejor dicho, de que
cortases la comunicación de mala manera, volví a llamarte y me contestó una mujer. Aquello me
extrañó mucho. Incluso llegué a pensar que me había equivocado al marcar el teléfono. Cuál fue mi
sorpresa cuando comprobé que, efectivamente, era tu número el que había marcado. No conseguí
hablar de nuevo contigo, aunque necesitaba verte con urgencia. Te prometo que era una emergencia.
He estado seis meses casi sin llamarte, porque así me lo pediste. Pero el otro día te necesitaba de
verdad. Ante la imposibilidad de contactar telefónicamente, bajé a tu consulta.
En ese momento, todo rastro de color abandonó su rostro, y unas gotitas de sudor empezaron a
perlar su frente.
—Al no verte allí, me preocupé. Pero tu recepcionista, una chica encantadora, por cierto, me dijo
que tu mujer estaba embarazada y que había tenido molestias —solté estas últimas palabras con una
dosis extra de ironía—. En ese momento tenías que haber visto mi cara. Seguro que te hubieras reído
un montón. A mí no me hizo gracia enterarme de que estabas casado y esperando familia, y mucho
menos por boca de terceros. Pero en fin...
—Mi..., Mireya..., yo... —empezó a balbucear mientras se limpiaba el sudor con el dorso de la
mano.
—¡Oh! No te preocupes, de verdad, cielo. Ahora ya estoy bien. Me he dado cuenta de la clase de
cretino que eres. No solo me has ocultado tu matrimonio y tu futura paternidad a la vez que me
prometías amor eterno y me decías que yo era la única mujer de tu vida. No. Además tienes la
desfachatez de presentarte aquí y volver a mentirme.
—Pe..., pero...
—Vete, Mario. No quiero volver a verte nunca. Lamentablemente, eso no será posible, puesto que
compartimos ascensor. Pero no te preocupes, cambiaré la hora de entrada y el bar del desayuno con
tal de no coincidir contigo. Adiós.
Mario no se movía del porche y yo quería ver cómo se retiraba. Quería asegurarme de que se
marchaba con el fin de darle carpetazo a esa parte de mi vida. En ese momento, el ruido de una moto
irrumpió en el silencio que reinaba en los alrededores. Pensé que era el chino con mi comida, quien
acabaría por fin con aquella situación tan incómoda en la que me encontraba.
Levanté los ojos hacia la verja que daba a la carretera y vi que era Víctor el que aparcaba la moto
delante de la puerta. No necesité decirle nada. Él se sabía toda la historia y, como ya había conocido
a los otros dos protagonistas, supo que este era el que faltaba. Sin soltar el casco, en cuatro zancadas
largas se plantó a mi lado, sorteando a Mario que seguía pálido y sudoroso en la puerta. Me cogió
por el talle para darme un beso largo y apasionado en la boca.
—Hola, muñeca. ¿Cómo te ha ido la mañana? —preguntó sin soltarme de la cintura—. ¡Ah! Hola
—agregó mirando a Mario—. No te había visto. Soy Víctor, el novio de Mireya desde hace dos días.
—Le tendió la mano con intención de estrechársela.
Mario observaba perplejo todo lo sucedido. De forma mecánica, le correspondió el saludo sin ser
capaz de articular palabra.
—Bien, ya sabes quién soy yo. Ahora falta saber quién eres tú —añadió Victor socarronamente,
puesto que de sobra sabía de quién se trataba.
—Ma... Mario —balbuceó éste.
—Hola, Mamario. Vaya nombre más raro. ¿Es de aquí?
Sin poder evitarlo, solté una carcajada. Me arrebujé más contra Víctor y respondí por él.
—Es Mario, cariño. Es un ex amigo, pero ya se iba, ¿verdad? —pregunté sin dejar de mirarle, con
la obvia intención de hacerle saber que allí sobraba.
Sin decir palabra, se dio la vuelta y salió por la verja. Entró en su coche y arrancó con dirección a
la ciudad.
Víctor y yo entramos en la casa.
—Empiezo a pensar que no eres humano. Eres un ángel de la guarda que alguien ha enviado para
que me cuide y me salve de indeseables —dije mientras le daba un cariñoso beso en la mejilla.
—¿Qué quería ese imbécil? —preguntó Víctor al tiempo que sacaba dos latas de cerveza de la
nevera y me pasaba una de ellas, para después volver mientras al salón y acomodarse en el sofá.
—No lo sé. Supongo que molestar un rato. Venía tan feliz, como si no hubiera pasado nada. Y,
además, ha tenido la desfachatez de decirme que, el miércoles cuando le llamé, me contestó mal
porque estaba con un paciente. ¡Será gilipollas!
—Veo que esa fase la tienes más que superada, muñeca —contestó Víctor con una gran sonrisa—.
¿Y la otra?
—La otra la superaré con el tiempo, que es la mejor medicina para el alma. El domingo se marcha,
no volveré a verle, y ya sabes el dicho: «Ojos que no ven....»
—Sigo pensando que vas a cometer una tontería si le dejas ir. Tú le quieres, aunque te empeñes en
negarlo. Y por lo que he podido observar estos días, él te quiere a ti. ¿Por qué sois incapaces de
sentaros a hablar de todo esto como dos personas civilizadas?
—No tengo nada que hablar con él. Ha sido un rollete de una noche. Punto y final de la historia.
—Y entonces, ¿por qué pareces un perrito apaleado con esa cara de pena?
—Me dijo... —no sabía si contárselo a Víctor.
—¿Te dijo…? —repitió antes de llevarse la lata de cerveza a la boca y darle un trago.
—Me pidió que me fuera con él a Seúl —solté de sopetón.
Víctor se atragantó con la cerveza. Comenzó a toser y el espumoso líquido le salió por los
orificios nasales. Me acerqué a darle unos golpecitos en la espalda y, cuando se le pasó el violento
ataque de tos, se volvió hacia mí con cara de sorpresa.
—¿Te ha dicho que te vayas con él a Seúl y estás aquí como una idiota sin hacer la maleta?
Por fortuna, el timbre me salvó de tener que dar una respuesta a esa pregunta. No tenía ganas de
discutir. Más no, por favor. Me levanté para abrir la puerta, recoger la comida y pagar al chino, y
regresé al salón con las bolsas. Pedí a Víctor que destapara los recipientes y salí a la cocina. Volví
con dos platos, tenedores, cuchillos y palillos chinos.
—¿Tú sabes comer con esa cosa? —me preguntó curioso.
—Es lo más sencillo del mundo. ¿Sabías que los palillos existen desde hace casi cinco mil años?
El tenedor, sin embargo, no empezó a usarse con asiduidad hasta el siglo XVIII —respondí con una
sonrisa—. Mira, coges los palillos así, ¿ves? Haciendo una pinza con los dedos. Y los utilizas para
coger la comida. Observa. —Me llevé a la boca un pedazo de pollo—. ¿Has visto que fácil es?
Anda, prueba —le pedí, tras tenderle unos palillos.
Intentó ponérselos en la mano como le decía, pero sus dedos eran incapaces de hacer el efecto
pinza necesario para coger la comida. Tomé su mano y se los coloqué, explicándole el movimiento
que tenía que hacer con los dedos para poder sujetar los alimentos. Tras varios infructuosos intentos,
los dejó a un lado y tomó un tenedor.
—¡Viva la tecnología moderna! —exclamó al tiempo que pinchaba un trozo de ternera y lo
saboreaba con fruición.
Terminamos de comer entre risas, charla y bromas. Después atacamos las dos tarrinas de helado,
cucharilla en mano, pasándolas alternativamente. Cuando acabamos con los dos cubos de crema
helada, pusimos una película en el DVD. Yo no quería películas tristes, así que la primera Indiana
Jones, por antigua que fuera, era una elección perfecta. Por fortuna, a Víctor le encantaban las
películas de aventuras.
Se echó hacia atrás en el sofá, se quitó las botas y puso los pies encima de la mesa de centro. Ante
lo cómoda que me sentía en su presencia, decidí desinhibirme y tratarle como alguien a quien
conociera de toda la vida.
Me quité las zapatillas de estar por casa, me estiré a lo largo en el sofá y puse la cabeza sobre sus
piernas.
—¿Molesto aquí? —pregunté.
—Tú nunca molestas, muñeca.
No recuerdo haber visto terminar la película. Víctor empezó a acariciarme el pelo y me quedé
completamente dormida.
Al despertar, en la televisión había un partido de fútbol, que mi acompañante observaba sin mucha
atención.
—Lo siento. Me he dormido —dije compungida y después me levanté—. Ha tenido que ser
espantoso aguantar toda la película conmigo encima y sin poder moverte.
—Pssse... Nada que no solucione un paseo en moto. ¿Dónde te apetece ir esta tarde? Si fueras otra
persona, te llevaría a la playa para que vieras la puesta de sol tan bonita que hay. Pero... ¡tú vives en
la playa! Así que te toca elegir destino.
Sonreí.
—¿No deberíamos estar descansados para la boda de mañana?
—¡Argg! No me lo recuerdes —puso una cara cómica de pánico—. ¿Estás segura de que tenemos
que ir? ¿No podemos encerrarnos aquí todo el fin de semana y poner alguna excusa?
—¿Cuál? Si encuentras una excusa plausible, acepto —contesté entre carcajadas.
—¿Qué tal una tormenta de nieve que nos tiene aislados?
—Víctor, cielo. Sería una excusa perfecta en otro sitio y en otro momento pero... vivimos en la
costa... ¡y estamos en junio!
—¿Y si llamamos a nuestras madres y les decimos que vamos a pasar el fin de semana juntos
follando como locos?
Estallé en carcajadas sin poder evitarlo.
—¡Eso solo haría que se vinieran con toda la familia a comprobarlo! —alegué tirándole un cojín
del sofá.
—¡Eh! Que a mí la idea me parece estupenda, siempre que no conlleve una relación posterior —
respondió muerto de la risa y me devolvió el golpe con otro de los cojines.
Entre risas y empujones cariñosos, emprendimos una guerra que duró poco más de dos minutos. Al
acabar, estábamos los dos sudorosos, tirados en el suelo, y muchísimo más relajados.
—¿Qué hora es? —pregunté entre jadeos.
—Las seis y media —respondió con parsimonia.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Tienes que irte! —exclamé levantándome a toda velocidad del
suelo.
—¿Esperas alguna visita especial? —respondió en son de guasa con un guiño.
—¡No! Tengo una cena de negocios esta noche. Para celebrar el contrato del hospital de Seúl. No
tengo ganas de ir, pero no me queda más remedio. ¡Argg!
—¿Con los coreanos?
—Sí. Con toda la delegación coreana —respondí de manera atropellada mientras le empujaba para
que se moviese—. Venga, tienes que irte que aún tengo que ducharme y arreglarme. Estoy hecha un
desastre. ¡Dios! Ahora no me dará tiempo a plancharme el pelo, y ni siquiera he pensado qué me voy
a poner.
—¿Con Jeff? —inquirió curioso a la vez que se levantaba y se disponía a ponerse las botas.
—Con todos, Víctor. No es una cena con Jeff. Es con mi jefe y con unos clientes. No seas mal
pensado.
—Entonces no te entretengo más —concluyó y, con una sonrisa, agarró su casco—. Mañana a las
once y media te recojo para el bodorrio. Ponte guapa —me dio un beso en la mejilla, guiñó un ojo y
salió.
No me molesté ni en acompañarle a la puerta. Tenía que arreglarme para la cena de esa noche. No
tenía ninguna gana de asistir, pero me habían dejado claro que mi presencia era obligatoria.
Me di una ducha rápida, me envolví en el albornoz y me puse espuma en el pelo, esperando que
adquiriese un aspecto aceptable ya que no disponía de tiempo para entretenerme en arreglarlo. En ese
momento agradecí los rizos, ya que, al menos, me daban la oportunidad de aparecer presentable con
un simple toque.
Abrí el armario, intentando decidir qué ponerme. Ya estaba como siempre, con la eterna
incertidumbre. La cena era un acontecimiento importante para la empresa y, como siempre, iríamos al
maravilloso restaurante donde se clausuraban todos los contratos, un sitio elegante y carísimo al que
había que acudir adecuadamente vestida.
No podía ponerme un vestido de cóctel, puesto que se trataba de una cena. E ir con pantalones era
impensable. No me quedaba más remedio que tirar de vestido largo.
Tras mucho rebuscar, encontré tres opciones en mi ropero que podían servir para el evento: un
vestido de tirantes y corte imperio, de gasa en color turquesa que, después de probármelo, deseché,
ya que me quedaba muy ancho. Debía de haber perdido algo de peso desde la última vez que me lo
puse. La segunda opción era un vestido en color azul noche, con cristales de strass haciendo
filigranas en una imitación de un cielo estrellado. Demasiado estrecho para ser cómodo, puesto que
en el restaurante solía haber música para bailar después de la cena, y si bien confiaba en las
costumbres coreanas de retirarse pronto a dormir, no las tenía todas conmigo.
Así que la elección estaba clara: el vestido rojo o el vestido rojo. Se trataba de un modelo en
color rojo fuego, anudado al cuello con el escote en V, de gasa, drapeado en la parte superior, que
dejaba toda la espalda al aire y se abría en forma de capa desde la cadera, con mucho vuelo en la
parte de abajo. Junto con el chal a juego y las sandalias de raso con cristal austriaco, sería el
conjunto perfecto para la cena.
Una vez vestida, maquillada y con los complementos puestos, me di cuenta de que el pelo suelto no
le favorecía nada al atuendo, así que me hice un moño desordenado en lo alto de la cabeza, y dejé
algunos rizos sueltos alrededor de la cara y en la nuca.
Habíamos quedado a las nueve menos cuarto en la puerta del Hilton para recoger a la delegación
coreana. Eran ya las ocho y media, y yo aún tenía más de cuarenta kilómetros hasta llegar a Valencia.
No me daba tiempo a pasar por el hotel, así que llamé a Ortega y le dije que llegaría directamente al
restaurante.
Si bien no se quejó, me recordó que la asistencia era obligatoria, a lo que repuse que estaba lista
para salir, pero que aún no había entrado en el coche y que no me parecía de recibo hacer esperar a
los clientes.
Cogí un pequeño bolso rojo de satén en el que metí las llaves y la cartera. Al entrar al coche, me
puse las manoletinas que llevaba siempre en el maletero y que tenía preparadas para este tipo de
«emergencias», y salí disparada en dirección al centro.
Llegué diez minutos tarde, consciente del retraso que llevaba. La mesa estaba reservada para las
nueve, por lo que supuse que me estarían esperando. Me cambié de nuevo de calzado, le dejé las
llaves al encargado del aparcamiento y, después de hacer tres inspiraciones profundas, entré en el
local.
CAPÍTULO 13

Al cruzar la puerta sentí todas las miradas fijas en mí, pero a mí solo me preocupaba una: la de esos
ojos color avellana que conseguían que me temblaran las piernas.
Me acerqué a la mesa con paso inseguro. Los cinco caballeros sentados a ella hicieron gala de sus
mejores modales y se levantaron a mi llegada. El camarero, atento a todo lo que ocurría, vino a
retirarme la silla. Después de un correcto «good evening» que obtuvo respuesta por parte de todos
los allí congregados, me dediqué a recibir halagos por parte de mi jefe y de los tres coreanos, a la
vez que Jeff, el único hombre cuya opinión me importaba, no decía ni palabra, pero no me quitaba los
ojos de encima.
Por suerte o por desgracia, mi sitio estaba entre él y Ortega, por lo que no iba a poder esquivar su
compañía en toda la noche. Jeff estaba guapísimo. Con un traje de Armani marrón, una camisa blanca
y una corbata en tonos castaños, parecía sacado de un catálogo de modelos.
La situación en sí ya era bastante incómoda como para, además, tener que soportar la cercanía de
Jeff durante toda la velada. No podría evitar que mis manos rozasen las suyas durante la cena, ni su
acento australiano en mi oído. Después de la discusión de esa mañana, lo que menos quería era tener
que entablar conversación con un mentiroso, a pesar de que su mera presencia me derretía las pocas
neuronas que me quedaban y originaba que empezase a pensar con el corazón, y no con la cabeza.
Una vez sentada, y tras agradecer los cumplidos recibidos, Ortega le hizo una seña al camarero
con la mano; éste nos trajo la carta, y preguntó si deseábamos algo de beber antes de comenzar la
cena. Después de traducir sus palabras al camarero, Jeff pidió jerez para todos ellos. Tanto a mi jefe
como a mí nos pareció una bebida adecuada, y nos unimos a la petición.
Se acordó que la conversación transcurriría en inglés durante toda la cena, puesto que era el
idioma común para los cinco.
Cuando el camarero nos trajo la bebida y pedimos nuestros platos, Jeff se acercó a mí y me susurró
al oído:
—Estás preciosa. He dudado si eras tú o un ángel quien se había sentado a mi lado.
Me sonrojé hasta la médula, musité un escueto «gracias» e intenté concentrar mi atención en la
conversación que tenía lugar entre el resto de los componentes de la mesa.
Misión imposible.
Mis pensamientos volaban hacia Jeff. Recordaba la noche que habíamos compartido juntos y, cada
vez que pensaba en ello, se me erizaba todo el vello corporal y sentía como si un gusanito malvado
se entretuviera en recorrer mi aparato digestivo.
Al poco, nos trajeron la comida. Había pedido de primero unas verduras braseadas, que conseguí
cambiar suficientes veces de sitio en el plato como para que pareciese que había ingerido algo, y de
segundo una lubina a la espalda, que una vez cortada en el suficiente número de trozos
desperdigados, también dio el pego.
Lo único que tenía era sed, muchísima sed. Sentía la boca seca, y no precisamente de hablar, ya
que mi conversación se limitó a contestar a las preguntas directas que se me hacían y a sonreír.
Tenía un nudo en la garganta que me impedía tragar hasta mi propia saliva. Tras pedir los cafés,
me levanté al tocador con la única intención de dar un paseo para que me diese el aire y despejarme.
Entré en el baño, me miré al espejo y aproveché para retocarme el rouge de labios con la barra
que había metido en el bolso. ¡Dios! ¡Qué guapo estaba Jeff esa noche! Me pregunté si sería capaz de
resistir a sus encantos, para responder inmediatamente que sí. Debía hacerlo por mi propio bien, ya
que seguir dándole vueltas a la cabeza con los «qué hubiera pasado si…», no iba a solucionar las
cosas. Él se iba. Yo me quedaba. Punto y final de la historia. Respiré hondo y volví a la mesa.
La orquesta había empezado a tocar. Ortega y los coreanos estaban enfrascados en una discusión
sobre jugadores de golf internacionales, algo de lo que yo no tenía ni la más remota idea, y Jeff les
escuchaba con gesto distraído. Todos hicieron ademán de levantarse cuando llegué, y permanecieron
en pie hasta que me volví a sentar. En mi sitio, habían dejado un café cortado, al que puse azúcar y
removí de manera compulsiva.
Jeff se volvió hacia mí, y me preguntó con voz dulce:
—¿Cómo te encuentras?
—Perfectamente, gracias —contesté con un amago de sonrisa para no sonar demasiado brusca.
—¿Estás segura?
—Estoy segura, de verdad —volví a concentrar la atención en el café.
De pronto, empezó a sonar una canción de Luis Miguel y, mientras escuchaba la letra, la mano de
Jeff se posó sobre el respaldo de mi asiento, y rozó levemente mi espalda desnuda. «Se ve que en
realidad solo me quieres como a un amigo más, como algo de siempre». Esas palabras iban
dirigidas a mí, con sus dedos acariciando mi piel y sus ojos clavados en los míos.
«¡Dios! No puedo resistir esto. Tengo que salir de aquí», pensé, pero no me dio tiempo a
escabullirme. Su voz, muy lenta pero a un volumen lo suficientemente alto como para que los demás
le oyeran, se clavó como una astilla en mi cerebro.
—¿Te apetece bailar?
—No…, gracias. Esto…, de verdad, no, muchas gracias.
—¿Por qué no? —preguntó Ortega—. Aprovecha el día, que vosotros sois jóvenes y tenéis
energía.
Jeff se levantó y me ofreció la mano, que tomé solo de la punta de los dedos, pero ni con ese leve
contacto pude evitar la andanada que recorrió todo mi cuerpo.
Nos acercamos a la pista de baile, Jeff me ciñó la cintura con una mano, y afianzó la posición con
la otra. Posé mi mano libre sobre la solapa de su chaqueta y me dejé llevar por sus brazos. La misma
canción seguía sonando.
«Tengo todo excepto a ti y el sabor de tu piel, bella como el sol de abril. Qué absurdo el día en
que soñé que eras para mí».
Sentía su aliento en la frente. A pesar de llevar tacones, la altura de Jeff sobrepasaba en varios
centímetros la mía. La mano que tenía posada en mi cintura acariciaba la curva de mi espalda. Las
piernas me temblaban, incapaces de sostenerme un segundo más. El contacto que teníamos, por muy
inocente que pudiese parecer a los ojos del resto del mundo, me estaba destrozando. Sentía fuego por
donde pasaban sus dedos sobre mi piel. Terminó la canción e hice ademán de regresar a la mesa,
pero me retuvo contra su cuerpo sin darme la opción de una honrosa retirada, y continuó meciéndose
junto a mí en la siguiente pieza que acababa de empezar.
No nos decíamos nada. Solo bailábamos. Sentía la necesidad de romper ese momento de
intimidad, esa desazón que me corroía las entrañas.
—Jeff, yo…
—Shhh —me susurró al oído—. No digas nada. Solo baila, Mireya. Puede que este sea nuestro
último baile. No dejemos que nada lo estropee —me besó en la frente muy suave, muy sutil.
Cualquiera que estuviese alrededor no se habría percatado del beso, pero yo sí. Creí que iba a
desmayarme, y apoyé mi cabeza contra su hombro con el fin de conseguir un poco más de apoyo,
evitar caer al suelo y dar el espectáculo.
Acabada la canción, fue Jeff quien retiró el contacto, me tomó de la mano y me condujo de nuevo
hacia la mesa.
Los misters estaban cansados. Alegaron que el día siguiente lo iban a dedicar al turismo y les
esperaba una dura jornada, así que decidieron retirarse a descansar. Ortega puso como excusa su
edad para emprender también la huída y, para evitar quedarme a solas con Jeff, hice un intento de
levantarme con el fin de dar por finalizada la velada.
No sirvió de nada. Ortega comentó de nuevo que nosotros éramos jóvenes y que debíamos
disfrutar de la noche. Como Jeff no hizo ningún intento por disuadirle de la idea de quedarnos a
solas, me encontré con que todos se habían marchado y nos habían dejado a los dos allí sentados.
«Vale. ¡Genial! Y ahora, ¿de qué hablamos? ¿Del tiempo? ¿De negocios? ¿De la reproducción del
cangrejo de río?», me preguntaba. Intentaba encontrar un tema de conversación que fuese lo
suficientemente aséptico como para poder terminar la noche sin discusiones.
Lo cierto es que no me apetecía en absoluto empezar una nueva pelea. Había tenido suficientes en
lo que llevábamos de semana; posiblemente fuera la última vez que íbamos a estar juntos y no
pensaba desperdiciar la ocasión cogiendo una pataleta como una colegiala mimada. Pero seguía sin
encontrar un tema del que hablar hasta que Jeff rompió el hielo.
—¿Te apetece una copa?
—Sí, gracias. Un…
—Un gin-tonic con mucho hielo y limón natural —me interrumpió con una sonrisa—. Como ves,
todavía me acuerdo. —Levantó el brazo para llamar al servicio de mesas y pidió mi bebida y un
bourbon con hielo para él.
—Aún no te he dado las gracias —musité.
—¿Por la copa? Bueno, mejor se las das al camarero cuando vuelva —dijo para aparentar buen
humor.
—No. Por lo que has hecho estos días por mí —repliqué bajando la cabeza—. Me ha costado
aceptarlo, pero si no hubiera sido por ti, aún tendría pendiente el asunto de Jaime.
—No tienes que darlas —respondió—. Eso es algo que cualquier hombre que se precie de serlo,
hubiera hecho en mi lugar.
—Lo cierto es que… —me eché a reír—. ¡Dios! Entre Víctor y tú, le habéis dejado la cara hecha
un cuadro. Tardará una buena temporada en estar de nuevo en forma para sus aventuras, y espero que
con la lección que le habéis dado, se le quiten las ganas de volver a molestar a nadie.
—Deberían ponerle una orden de alejamiento. No quisiera verlo de nuevo cerca de ti —replicó
Jeff.
—Eso es complicado —repuse con tristeza en la voz—. Al fin y al cabo, te vas pasado mañana.
El camarero vino con las dos copas, las puso delante de nosotros y se retiró.
—Mireya, ¿te apetece pasar mañana el día con nosotros? Quiero decir, sin compromiso. Sin hablar
de trabajo. Hacer turismo con los misters y conmigo. Ellos quieren ver la ciudad y, para nosotros,
sería un honor que nos hicieras de cicerone.
—Me…, me encantaría, Jeff, pero no puedo. Mañana a mediodía tengo una boda de esas de alto
copete en este mismo restaurante y, si falto, mi madre me matará.
—No creo que sea para tanto —replicó con una sonrisa.
—¡Tú no conoces a mi madre! —le dije entre risas—. El domingo pasado vino a casa con la
amenaza de retirarme la palabra y desheredarme si no acudía a la boda debidamente acompañada.
—¿Quién te va a acompañar? —inquirió curioso.
—Víctor. —Pude observar la mueca de disgusto, casi imperceptible, que compuso al oír el
nombre—. Mi madre y la suya se han confabulado para que nos conozcamos. Creo que quieren
emparejarnos.
—¿Y vosotros? ¿Qué opináis al respecto? —preguntó con un atisbo de miedo en la voz.
—Les vamos a dar a probar su propia medicina. Haremos creer a todo el mundo que Cupido ha
lanzado sus flechas contra nosotros, que nos hemos enamorado perdidamente y que no podemos vivir
el uno sin el otro. Así, conseguiremos salvar el trago del bodorrio, y nos quitaremos a las madres
pesadas una temporada.
—¿Y no es así?
—Así, ¿cómo? —pregunté intrigada.
—¿No habéis sentido el flechazo? ¿No os gustáis? ¿No…?
—Jeff, déjalo. No le des más vueltas, ¿vale? —contesté molesta—. Víctor es un amigo, simple y
llanamente. No hay más, ni lo habrá. El vínculo que se ha establecido entre nosotros ha sido muy
fuerte a pesar del poco tiempo que hace que nos conocemos. Pero es solo amistad. Nada más.
—Pero eso no es normal.
—¿Y me lo dices tú? —pregunté arqueando una ceja.
—Sí —respondió con una sonrisa triste—. Quizá no sea yo la persona más adecuada para hacer
ese tipo de observaciones.
Sonreí y decidí dar el tema por zanjado, a sabiendas que si seguíamos por ese camino,
volveríamos a pelearnos.
—¿Te apetece bailar de nuevo? —me preguntó.
—Si puedo serte sincera, lo cierto es que no. Las sandalias me están destrozando los pies y, si
acabo con rozaduras, mañana no podré ponerme los maravillosos peep toe que me he comprado para
la boda. Gracias —contesté con una sonrisa.
«Mentirosa», pensé, «te mueres por estar de nuevo en sus brazos». ¡Claro que me apetecía volver
a bailar con él! Volver a sentir su cuerpo contra el mío, volver a sentir sus manos alrededor de mi
cintura, sus dedos acariciando mi espalda... Pero eso era una locura, una tontería, una estupidez que
no podía conducir a nada bueno. «El domingo se va, recuérdalo, Mireya», me dije, con la esperanza
de que ese pensamiento se grabase a fuego en mi cerebro y me impidiese cometer ninguna tontería.
«Cambia de tema si no quieres liarla, nena».
—¿Qué vais a visitar mañana? —pregunté con fingido interés por la ruta turística que pensaban
seguir.
Aquello consiguió que la conversación derivase a terreno seguro. Enumeró los sitios que pensaban
visitar, a la vez que me preguntaba si merecían la pena.
Entre algunas sugerencias para que cambiasen parte del recorrido, la idea de que incluyesen el
Oceanogràfic en la relación de lugares que no se podían perder y poco más, acabamos con nuestras
copas.
—¿Te apetece otra?
—No, gracias. Mañana tengo la boda, ¿recuerdas? Es mejor que me vaya a casa y trate de
descansar un poco si no quiero que me confundan con la hermana de Lily Monster por culpa de estas
ojeras.
Él pidió la cuenta, pero el camarero le dijo que ya estaba arreglado, que Ortega había dejado todo
abonado, así que nos levantamos y nos fuimos.
Al salir, pedí mi coche al chico del aparcamiento y me ofrecí a llevar a Jeff a su hotel. Él alegó
que no le importaba tomar un taxi, pero al final aceptó mi ofrecimiento.
Hicimos el viaje en silencio y, cuando llegamos a la puerta del hotel, se presentó la parte más
difícil: la despedida.
Nos quedamos mirándonos a los ojos, sin saber qué decir ni qué hacer. No sabía si darle la mano,
darle dos besos corteses…, o lanzarme a sus brazos y suplicarle que no se marchara, que se quedara
conmigo.
A primera vista, él se encontraba en la misma situación que yo, porque ninguno de los dos daba el
primer paso.
El aparcacoches del Hilton estaba junto al coche, a la espera de si nos decidíamos de una vez a
salir, o continuábamos el viaje.
Finalmente, Jeff dio el primer paso. Se acercó a mí, me depositó un suave beso en la boca y me
dijo:
—Mireya, me voy el domingo. Aún estás a tiempo de…
Le callé poniendo un dedo en sus labios.
—Shhh. No digas nada más. Deja que me quede con un buen recuerdo.
Le besé rápidamente y me retiré, volviendo la vista al frente sin atreverme a mirarle de nuevo. Si
lo hacía, rompería a llorar y no quería bajo ningún concepto que me viera hacerlo.
Pasó su mano sobre mi nuca, en la zona del nacimiento del pelo, abrió la puerta y salió del coche
para entrar en el hotel sin volver la vista atrás.
Yo miraba por el rabillo del ojo, hasta que le vi desaparecer dentro del vestíbulo.
Arranqué de nuevo mi «pelotilla», me aferré al volante como si fuese el último asidero de vida
que me quedaba y puse rumbo a casa. No llegué. Dos manzanas más adelante, estacioné el coche
junto a la acera y derramé todas las lágrimas que me quedaban.
Al cabo de un largo rato, conseguí recomponerme y reemprendí el camino de vuelta a la seguridad
de mi hogar, con mi cala y sus gaviotas, mi porche y mi rutina. Aunque, pensándolo bien, la rutina se
me iba a hacer insoportable desde ese instante.
Me desnudé y me metí en la cama con la esperanza de que el cansancio me rindiera enseguida. No
me molesté ni en quitarme el maquillaje de la cara. Daba igual, estaba todo estropeado por la llantina
que había tenido nada más dejar a Jeff.
CAPÍTULO 14

Los rayos de sol que se filtraban a través de las cortinas me despertaron. Miré la hora en mi Charlot
particular y comprobé que eran las nueve y media. Disponía de dos horas antes de que Víctor me
recogiera.
Tenía un terrible dolor de cabeza, no sabía si debido al alcohol de la noche anterior o a las vueltas
que había dado en la cama, incapaz de conciliar el sueño hasta muy avanzada la madrugada.
Jeff…, Jeff… Todo lo que tenía en mi cabeza era Jeff. Los momentos pasados con él, el recuerdo
de la noche que hicimos el amor en casa, la sensación de sus labios sobre mi piel, de notarlo dentro,
llenándome plenamente, haciéndome sentir una mujer en todos los sentidos de la palabra.
Venían a mi cabeza imágenes de aquel paseo nocturno por el Paseo de la Alameda, en el que
compartimos las hamburguesas sentados en un banco de Monteolivete, mirando las luces de la
Ciudad de las Artes y las Ciencias. La sensación de paz en la terraza de su habitación del hotel
tomando una copa. La cara de sorpresa que puso cuando le pedí limón natural para el gin-tonic. El
momento en el que salió en mi defensa delante de Jaime y le asestó aquel oportuno puñetazo, cómo
me defendió delante de Ortega, y consiguió que despidieran a ese cretino.
Y la noche anterior. El roce de sus dedos en mi espalda, el balanceo de nuestros cuerpos con la
música de fondo. «Me sobra juventud, me muero por vivir. Pero me faltas tú» . ¡Qué adecuada la
canción para ambos!
Me había pedido que me fuera con él, pero la idea seguía siendo una insensatez. Algo impensable
y absurdo.
«Pensaba que yo lo tenía todo, tantos amigos, caprichos, amores locos». Tenía dos opciones. O
dejaba de darle vueltas al tema, o llamaba a los del hospital psiquiátrico para que vinieran a
recogerme con una camisa de fuerza.
Me di una ducha caliente, a pesar de haber pasado la noche con muchísimos sudores. Si continuaba
con este ritmo de meterme bajo el agua a todas horas, acabaría encogiendo.
Me apliqué un esmalte de secado rápido en las uñas y, en tanto esperaba que se secara, aproveché
para tomar un café muy cargado con dos aspirinas.
Cuando terminé, emprendí la ardua tarea de intentar estirar todos los rizos con la plancha caliente.
¿Quién demonios había inventado ese artilugio? Con lo poco mañosa que era yo para el pelo, no
sabía por qué me había empeñado en llevarlo liso. «En fin. Un día, es un día», pensé mientras
levantaba los brazos para pasar por enésima vez la plancha sobre el mismo mechón de pelo, reacio a
dejarse alisar.
Una hora y cuarto más tarde, lo había conseguido. Más o menos. La melena no presentaba ya los
bucles rebeldes con los que estaba acostumbrada a verme. Me miré en el espejo. Estaba diferente.
Con ese peinado no parecía ni yo, pero quedaba bien. Las puntas seguían empeñadas en quedarse
rizadas, así que opté por dejarlas así, con un discreto aire años cincuenta, para no tener que pasar lo
que restaba de la mañana en lucha constante contra la naturaleza de mi cabello. En el lado izquierdo
me hice un pseudo recogido con un pequeño tocado de tul y plumas. Contemplé mi imagen y di el
visto bueno.
Cuando dieron las once de la mañana, aún tenía que maquillarme y vestirme. Víctor había quedado
en recogerme a las once y media, con lo cual no me daba tiempo a un maquillaje elaborado. Opté por
la versión express, poniendo un poco de base mate, una ligera capa de sombra de ojos en lila, algo
de colorete y la máscara de pestañas en negro. No me puse eyeliner y, para los labios, decidí que un
color nude quedaría perfecto si extendía una capa de gloss por encima.
¡Perfecto! Iba a batir todos los récords. Había conseguido estar aceptable en solo quince minutos,
con lo cual me quedaban otros quince para vestirme y preparar las cosas.
Acababa de enfundarme el vestido y aún tenía la cremallera sin cerrar, cuando sonó el timbre.
«¡Mierda! ¿Es que por una vez en la vida me va a tocar el hombre puntual?», pensé, al tiempo que
salía descalza y con el vestido desabrochado para abrir la puerta.
Víctor estaba en el porche delantero, deslumbrante. Llevaba un chaqué con el pantalón gris, la
chaqueta negra y el chaleco cruzado que se entreveía de color gris perla.
—¿Nos vamos, muñeca?
—¡Has llegado demasiado pronto! —le grité—. Mira cómo estoy, aún sin terminar de arreglar. Te
toca esperar un poco. Anda, súbeme la cremallera —le pedí dándole la espalda.
Me colocó delante de él para hacer lo que le pedía.
—No te pongas nerviosa ¿vale? Llegaremos con tiempo de sobra.
—¿Con tiempo de sobra? ¡La boda es a las doce!
—A las doce y media, Mireya. Cálmate —comentó con tranquilidad—. ¿Estás lista para nuestra
gran actuación? —preguntó con una sonrisa de oreja a oreja.
—Todo lo lista que puedo estar —repuse saliendo de manera atropellada del salón con dirección
al dormitorio para terminar de componerme—.Víctor, por favor —grité—, saca del bolso negro mi
cartera, un paquete de pañuelos de papel y mi teléfono móvil.
—¿De éste que tienes en el sofá?
—¡¿Cuántos bolsos negros ves por ahí?! No me alteres más de lo que estoy, ¿vale?
—Jajaja —rió—. Como no te relajes, acabaremos en urgencias porque te va a dar un infarto.
Salí del dormitorio vestida, con los tacones ya puestos y el bolso en la mano para llenarlo con las
cosas que me había preparado Víctor.
—Lista —Me paré en el centro del salón—. ¿Qué tal voy?
—Estás preciosa. Vas a causar sensación cuando te vea todo el mundo.
—Cielito —le dije con una sonrisa—, «vamos» a causar sensación, sobre todo después de poner
en marcha nuestro número especial: «Cupido ataca de nuevo».
Entre risas nos dirigimos al coche.
—¿Éste es tu coche? —pregunté con los ojos como platos.
—Sí. Es mi utilitario —respondió sonriendo.
—¿Utilitario? ¿Llamas «utilitario» a un BMW M6?
—Bueno —repuso con ironía—, es el coche que «utilizo» para mis desplazamientos—Abrió la
puerta del acompañante de su majestuoso deportivo negro, no podía ser de otro color, al tiempo que
decía:
—Princesa, su carroza está lista para llevarla al baile.
—Mientras no me ocurra como a Cenicienta, que mi vestido se convierta en harapos y esta
maravilla de coche en una calabaza como el mío, todo irá sobre ruedas.
En media hora, sobrepasando los límites de velocidad permitidos, llegamos a la catedral donde
debía tener lugar la ceremonia. Aparcamos el coche y, a fin de poner en marcha nuestro maquiavélico
plan, emprendimos la subida de los escalones hasta el pórtico donde se encontraban congregados la
mayoría de los invitados asistentes al evento.
Mi madre corrió hacia mí en cuanto me vio.
—Prepárate —susurré a Víctor—. Empieza la función.
—¡Mireya, cariño! ¿Cómo estás? —exclamó mi madre a voces. Me dio dos besos y dejó mis
mejillas marcadas con su carmín—. ¡Tú debes ser Víctor, el hijo de Manoli!
—Supongo que usted debe ser la hermana de Mireya, ¿me equivoco?
—No, soy su madre —contestó con coquetería—. Mi nombre es Adela.
—Adela, un placer conocerla —Víctor le tomó la mano y se la acercó a los labios.
—¡Qué hombretón tan educado!
—¡Mamá! ¡Por favor! ¡Que me pones en evidencia! —repliqué molesta.
—¡Ay, estas hijas! Cuántos disgustos me dan. ¿Has visto a tu hermana?
—No, mamá —respondí haciendo acopio de toda la paciencia del mundo—. Si Roxy te dijo que
vendría, vendrá. Estará intentando aparcar.
—No entiendo esa manía de llamarla Roxy. Su nombre es Rosana.
—A ella le gusta que le llamen Roxy.
—Y a ti te gustaba que te llamasen Mimí, pero eso era de pequeñas. Ahora no tienen sentido esos
diminutivos tontos. ¡Oh! Mira, ahí está tu tía. ¡Patriciaaaa!—gritó mi madre, al tiempo que se
separaba de nosotros.
—¿Mimí? —inquirió Víctor arqueando una ceja.
—No me cabrees, ¿vale? A no ser que quieras que tengamos nuestra primera pelea de
«enamorados» ahora mismo...
—No, es solo que..., Mireya suena mucho mejor. Simplemente me ha sorprendido. —contestó con
una gran sonrisa.
—Bien. Así vas por buen camino. ¿Entramos?
Entramos y nos colocamos al fondo, con intención de curiosear la llegada de los invitados. De
refilón, vimos a los padres de Víctor junto a mi madre y otras dos amigas más que, supusimos,
pertenecían al club de cocina. A quien no descubrí por ninguna parte fue a Roxy.
—¿Dónde se habrá metido mi hermana? —mascullé—. ¡Como no aparezca, juro que la mato! He
venido porque mi madre me dijo que ella estaría aquí y que yo debía darle ejemplo.
—¿Y no has venido por mí? ¡Vaya! ¡Qué desilusión! —susurró Víctor junto a mi oído.
—¡Graciosillo! Y a la que tampoco encuentro es a mi querida, adorada y magnífica prima
Margarita—agregué con sorna.
Víctor captó enseguida el tono irónico de la frase.
—Me he dado cuenta de que le tienes mucho cariño —musitó al tiempo que empezaba a sonar la
marcha nupcial. Una desconocida, vestida de blanco, entró por el pasillo central de la iglesia del
brazo de un hombre mayor, quien intuimos se trataba de su padre.
—Lo que más me gusta de estas bodas tan elegantes —aclaré en voz muy baja— es que, aunque no
conozcas a los novios, nadie se dará cuenta de que ni siquiera los saludas, porque están todos muy
ocupados en criticar la vestimenta de los demás.
Víctor soltó una carcajada que provocó que una señora con una pamela gigante en color chocolate,
que a mí me recordaba de manera inevitable a un boletus edulis, se diera la vuelta con cara de malas
pulgas y nos chistara para que nos callásemos.
La ceremonia fue larga y aburrida. Por fin, cuando aquello tenía todo el aspecto de no terminar
nunca, el sacerdote nos dijo que nos podíamos «ir en paz», y aprovechamos el momento para salir
rápido de la iglesia.
Ahora nos esperaba el momento más difícil: enfrentarnos a nuestras madres, que venían juntas,
cogiditas del brazo y cuchicheando.
—Atenta, muñeca —susurró Víctor—. Empieza el segundo acto.
Las dos se acercaron a nosotros con muchos aspavientos, y comenzaron con una interminable ronda
de preguntas y observaciones. «¿Qué tal estáis? ¿Cómo habéis venido? Mireya, llevas un vestido
precioso. ¿Dónde te lo has comprado? Hija, no sé cómo puedes andar con esos tacones. Un día te vas
a matar. ¡Uy! Pues tenéis muchas cosas en común. Aquí donde le ves, mi Víctor…, bla, bla, bla…».
Nosotros nos limitábamos a sonreír ante las observaciones, contestar con educación a las
preguntas y mirarnos de vez en cuando a los ojos para dar un poco de credibilidad a nuestra
actuación. Para enfatizar más la mentira, estaba cogida del brazo de Víctor y él tenía su mano puesta
sobre la mía, como si marcara territorio.
Una vez consideraron que habían completado el escrutinio inicial, se retiraron con la excusa de ir
a saludar a no-sé-quién, a fin de intercambiar opiniones sobre lo que habían observado.
De momento lo estábamos consiguiendo. Las dos alcahuetas mostraban la misma sonrisa de
satisfacción que el gato que se comió al canario, y caminaban con las cabezas juntas, sin dejar de
intercambiar impresiones.
Una niña pequeña, de unos nueve o diez años, se acercó a nosotros con una cesta en la mano y nos
dio dos saquitos, uno con arroz y el otro con pétalos de flores, para que se los arrojáramos a los
novios al salir.
Los vacié juntos en mi mano, con intención de cumplir con tan sagrada tradición. Al ver que Víctor
hacía caso omiso de los mismos, le propiné un codazo para que se uniera al rito, ya que nuestras
madres miraban en nuestra dirección.
Se organizó una pequeña algarabía cuando los novios salieron de la iglesia. Una vez finalizada la
lluvia ritual de proyectiles, todo el mundo se acercó a darles la enhorabuena.
—No me casaré nunca —sentencié con una sonrisa cínica—. ¿Por qué se empeña todo el mundo en
llenarte la cara de babas y destrozar un maquillaje y un peinado que valen un dineral?
—Cariño —me dijo Víctor al oído—, te casarás, como lo haremos todos. Nunca digas «de este
agua no beberé».
—Tesoro —contesté de la misma manera, con una sonrisa de hiena al observar que tanto mi madre
como Manoli seguían con su escrutinio—, de momento prefiero seguir con el vino blanco.
Cuando el aluvión de personas afines a los recién casados les dejó un poco tranquilos, decidimos
acercarnos a saludar; más que nada por aquello de quedar bien con la familia, aunque no teníamos
muy claro si íbamos de parte de la novia o del novio. Fuimos a darles nuestras más sinceras
felicitaciones para ver si con un poco de suerte nos sacaban de dudas.
Al decirles quiénes éramos, la novia nos aclaró que su madre era amiga íntima de las nuestras, ya
que estaban juntas en el club de cocina, por lo que conseguimos salvar el tipo y resolver el misterio
sin quedar como dos idiotas.
Llegó la hora de coger el coche y marcharnos hacia el restaurante. Mi madre se acercó solícita
para ver si necesitábamos medio de transporte, con lo cual quedó demostrado que no había
escuchado nada de lo que le habíamos dicho antes. Al reparar en el coche de Víctor, abrió los ojos
como platos, compuso una sonrisa satisfecha y se alejó de nosotros con un: «Allí nos vemos,
entonces. No os retraséis».
Nos subimos en el maravilloso deportivo de Víctor y emprendimos el camino hacia el salón.
Una vez allí, dejamos las llaves al aparcacoches y, al entrar, uno de los camareros me debió de
reconocer a causa de las ocasiones en las que había estado en el local por las cenas de negocios, ya
que se acercó con su mejor sonrisa.
—Señorita, es un placer verla de nuevo. ¿Qué le trae por aquí?
—Venimos a una boda —contesté escueta.
—Si tienen el placer de seguirme… El banquete se celebrará en el salón Ámbar, al otro lado de
los jardines.
Nos guió a través de un parque con setos bajos, que despedía un delicado aroma a flores de
primavera, hasta llegar a un pabellón acristalado junto a un riachuelo artificial, en el que una familia
de patos se daba un refrescante baño.
—Muchas gracias —le dije cuando llegamos.
Víctor me cogió del brazo para entrar y, nada más traspasar el umbral, otro camarero se acercó a
nosotros con una bandeja repleta de distintos refrigerios. Yo me decanté por el vino blanco y Víctor,
para no perder la costumbre, cogió una cerveza.
«Deberíamos mezclarnos con los invitados», pensé, pero maldita la gracia que me hacía. No
conocía absolutamente a nadie excepto a mi familia, a Víctor y, gracias a él, a su madre. Cuando le
sugerí la idea a mi acompañante, puso la misma cara que yo, así que decidimos que estábamos muy
bien los dos solos.
Ni Roxy, ni Margarita con su prodigioso marido, del que hablaba siempre maravillas, habían dado
señales de vida.
«Mataré a mi hermana si no aparece. Como me haga esta jugarreta, me la cargo», pensé en tanto
que daba una vuelta con la vista por la sala por si localizaba algún rostro conocido.
Nadie. Tomé a Víctor del brazo y le arrastré hacia la lista donde estaban las mesas asignadas a los
invitados.
—Vamos a ver con quién nos han puesto.
—Las mesas son de seis, así que con un poco de suerte, estaremos con mis padres, tu madre y tu
hermana —respondió.
Aún había poca gente en el salón, con lo cual tardamos muy poco en conseguir abrirnos paso hasta
el tablón.
—¡Mierda! —musité.
—¿Qué pasa? —preguntó con curiosidad—. ¿Con quién nos han sentado?
—Con mi hermana Roxy y su acompañante, un tal Eduardo que no sé ni quién es, y con mi prima
Margarita y su marido.
—Nos han colocado junto con los jóvenes.
—No sé qué es peor. Roxy, ¡por el amor de Dios! —clamé al cielo—. ¿Dónde te has metido? —
Después, dirigiéndome a Víctor, añadí—: Como no venga, la mato. Aguantar yo sola a Margarita
toda una tarde hará que me gane la indulgencia plenaria.
En ese momento, una sombra vestida de negro atravesó la entrada. Víctor clavó los ojos en la
puerta y me pellizcó el brazo, lo que hizo que diese un respingo.
—¡Auch! ¡Que me haces daño! —grité tras retirar su mano de mi antebrazo.
—Mireya…, ¿quién es esa?
CAPÍTULO 15

—¿Esa, cuál?
—Ese ángel del infierno que acaba de atravesar la puerta. Esa morena pequeñita con el pelo corto.
En cuanto ha entrado, mi corazón ha dado un vuelco. Es la mujer más bonita que he visto en mi vida.
Volví la vista hacia donde miraba Víctor, pero no vi a nadie.
—¿Tendrías la amabilidad de ser un poco más explícito? No veo a ningún «ángel del infierno» —
gruñí mientras recorría todo el salón sin descubrir lo que le había llamado tanto la atención.
Él se había quedado mudo, con la copa en la mano y la vista perdida en dirección a la entrada,
donde, por mucho que este insistiera, yo no era capaz de ver nada tan espectacular como lo que había
sugerido.
Un gritito de «¡Mimí!» hizo que desviase la mirada un poco hacia la derecha y entonces vi a Roxy,
que alzó la mano y caminó directa hacia nosotros.
—¿Quién es esa, Mireya? ¡Por Dios, contéstame!
—Pero Víctor, aún no sé a quién te refieres.
—A esa que te acaba de saludar llamándote «Mimí».
—¡Ah! Es Roxy —respondí quitándole importancia.
—¿Esa? — preguntó él lleno de estupor—. ¿Esa es tu hermana pequeña? ¿Mi ángel del infierno es
tu Roxy?
Le miré sin poder evitar la expresión de asombro que asomaba a mis ojos.
—¿Roxy es tu ángel del infierno? Decididamente estás fatal, deberías hacértelo mirar.
En ese momento, ella llegaba junto a nosotros, y me dio un fuerte abrazo y dos besos.
—Hola, hermanita. ¿Qué tal por aquí?
Lo primero que pensé cuando la tuve cerca fue que mi madre iba a hacerse un bolso con su piel,
después de arrancársela a tiras. Llevaba el pelo cortísimo, teñido todo de negro como una noche sin
luna, excepto un mechón justo en la frente, que destacaba por llevarlo en color azul. Ni siquiera se
había molestado en comprarse un vestido. Venía con unos pantalones negros anchos, a los que les
arrastraba el dobladillo, y un top de lentejuelas elástico, también en color negro, con escote palabra
de honor. Una gargantilla muy ajustada rodeaba su cuello causando la sensación de que casi no
podría respirar. En la nariz se había puesto un piercing con una piedra brillante y, en el brazo
derecho, lucía el tatuaje de un brazalete tribal.
—Hola, Roxy, cariño. ¿Mamá no te ha explicado que se trata de una boda de gala?
—¡Bah! Mamá y sus gazmoñerías… —respondió con un aspaviento de la mano—. Esto es un
coñazo, y si vengo es por no tener que soportarla después. Mimí… ¡tú no sabes cómo es mamá!
—Sí que lo sé, tesoro. Te recuerdo que también es mi madre. Por cierto… ¿dónde está Eduardo?
—¿Y ese quién es?
—Tu acompañante. Al menos así figura en la lista de invitados. Estamos en la misma mesa junto
con Margarita.
—¡No jodas! ¿Nos han «encasquetao» a Marga? Pufff. Por cierto, Eduardo no existe. Me lo inventé
para callar a mamá, pero como le digas algo te coso el chichi a punto festón y no vuelves a echar un
polvo en tu vida.
No pude evitar una carcajada. Roxy era espontánea y, a pesar de tener ya veintiocho años, a veces
seguía con los modales de una quinceañera. Pero su frescura me encantaba. Al oír mi carcajada, ella
misma rompió a reír.
La tos de Víctor, para señalar su presencia, me sacó de la enfrascada conversación que teníamos
las dos.
—Roxy, te presento a Víctor. Esta es mi hermana pequeña, Rosana.
—Roxy, por favor. Odio que me llamen Rosana —dirigiéndose a mí, soltó a bocajarro—. ¿Este
quién es? ¿Tu «churri»?
Él se había quedado embobado mirándola, de tal manera que no fue capaz de salir de su estupor.
—Pues parece un poco lelo —agregó mi hermana por lo bajo.
Le asesté un oportuno codazo en las costillas, que consiguió que reaccionara y le tendiera la mano
a mi hermana.
—Víctor Almagro, a tu servicio —cuando ella le dio la suya, él se la acercó a la boca con
intención de besársela.
—Mimí, ¿de dónde has sacado a este tío? ¿Estaba en una cámara frigorífica en el Museo
Arqueológico y lo has descongelado para la boda? Colega, ya nadie besa las manos —contestó
mientras se limpiaba en el pantalón.
—Es hijo de una amiga de mamá. Y no. No es mi «churri», pero nos tienes que ayudar para que
mamá se crea que nos hemos enamorado y me deje en paz una temporada con la historia de siempre.
—Vale, tú misma —declaró con un encogimiento de hombros—. Si quieres que mamá se trague
que este pasmarote puede llegar a ser tu novio, allá tú. Pero como no espabile un poco, no va a colar,
porque no te pega nada de nada. ¡Mira! Allí está tía Patricia. Voy a saludarla, luego te veo.
Se dio media vuelta y caminó con paso resuelto hacia la otra punta del salón, donde mi tía charlaba
de forma amigable con otras dos personas.
Me volví hacia Víctor, que la había seguido con la vista hasta donde se encontraba. Se la estaba
comiendo con los ojos.
—Víctor, mi amor —nada, no reaccionaba—. Cariño —ni por ésas—. ¡Víctor! ¡Vas a ser padre!
—le grité ya exasperada.
Eso le hizo volver a la realidad.
—¿¿Qué?? —preguntó abriendo de manera desmesurada los ojos.
—Nada, solo quería llamar tu atención.
—Es un ángel. Es preciosa. Es magnífica. Es…
—Como no disimules un poco —le reñí—, nuestra pantomima se va a ir al garete, así que deja de
babear y hazme caso. Te prometo que en cuanto termine la noche, te daré su teléfono pero solo si no
lo estropeas.
—De acuerdo —contestó a regañadientes.
El salón estaba ya lleno por los invitados al evento. Cuando empezó a sonar la música, apagaron
las luces y entraron los novios dirigidos por un cañón de luz. Tras el brindis y los aplausos de rigor,
la gente se acopló en las mesas. Observé que, junto a la mesa que nos habían asignado, había dos
personas conversando. Una era Margarita, que estaba de lado. La espalda que se veía junto a ella,
debía pertenecer a su «maridísimo».
Roxy nos adelantó en una carrera para coger el sitio más alejado de Marga cuando, al girarse
ambos para saludarla, el corazón me dio un vuelco, se me paralizaron las piernas y fui incapaz de dar
un solo paso hacia delante.
No podía ser. Esto no me estaba sucediendo en realidad. Era una pesadilla, de la que me
despertaría en cuanto Charlot empezase su andadura habitual por el suelo de mi dormitorio. Entonces
no llevaría un vestido color lavanda, ni unos zapatos a juego, ni habría invertido dos horas en
arreglarme. Tendría puesto mi pijama de ositos y todo el pelo enmarañado. Y lo que mis ojos veían
solo sería una jugarreta de mi imaginación.
Víctor se dio cuenta de que me había quedado estancada en medio del pasillo. Al contemplar la
lividez de mi cara, me agarró con fuerza de la cintura.
—Mireya, ¿qué pasa, reina?
Con una sola palabra resumí la razón de mi estado de nervios.
—Mira. —Haciendo un gesto con la cabeza, le señalé la mesa donde se suponía que nos teníamos
que sentar.
Víctor levanto la cabeza, miró al punto que le había indicado y lo único que salió de sus labios, en
un tono exasperado y un poco más alto de lo protocolariamente correcto, fue:
—¡NO ME JODAS!
CAPÍTULO 16

Allí de pie, junto a la mesa, saludando de manera afectuosa a mi hermana y cogido de la cintura de
mi prima Margarita, que lucía un avanzado estado de gestación, estaba el maestro del Barón de
Münchhausen, el rey de las mentiras: Mario.
Mi cabeza intentaba, a toda costa, buscar un lado positivo de su presencia allí, pero no había
forma de encontrarlo. En ese momento, lo único que me apetecía era huir del restaurante, encerrarme
en mi cuarto bajo las sábanas y no ver a nadie durante los siguientes quince siglos.
Pero no iba a ser posible. Todos se fijarían en nosotros si salía corriendo de allí, que era lo que
me pedía el cuerpo.
—Ánimo, muñeca —susurró Víctor al ver el estado de frustración en el que me encontraba, con
intención de insuflarme ánimos—. Juntos podremos con esto. Además, mira el lado bueno.
—¿Qué lado bueno puede tener esto, Víctor? ¿Torturarme toda la cena con su presencia? ¿Oír a
Marga relatar todas las magnificencias de su querido esposo y morderme la lengua para no contar lo
que sé? —repliqué llena de rabia.
—No exactamente. Tu querido dentista está convencido de que nosotros dos somos pareja, puesto
que el otro día se lo hicimos creer. Bien. Eso será un punto a nuestro favor en la pantomima que
estamos representando.
—No puedo, de verdad. Tengo que salir de aquí —argumenté, haciendo ademán de marcharme.
—Te doy dos minutos para ir al baño, respirar hondo y concentrarte. Si en ese tiempo no vuelves,
yo mismo iré a buscarte al tocador de señoras y te sacaré de allí como un saco de patatas, aun a
riesgo de parecer un troglodita.
—Ahora vuelvo.
—Hazlo enseguida —me contestó con firmeza.
Salí como pude, esquivando las mesas, hacia el cuarto de baño. Una vez dentro, me dediqué a
hacer respiraciones como me había aconsejado mi profesor de yoga con el fin de bajar mi ritmo
cardiaco. Unas veinte inspiraciones y espiraciones después, estaba lo suficientemente calmada como
para, al menos, intentar enfrentarme a dos horas largas de comida en la misma mesa que Mario, y
mantener el tipo como una campeona sin dar el espectáculo.
Al salir del baño, Víctor me esperaba en la puerta.
—No quería que llegases tú sola. Esta sorpresa prefiero que se la demos juntos. Porque puede que
tú te hayas sorprendido, pero…, ¿te imaginas la cara que va a poner él?
Sonreí como pude, me cogí de su mano, más por sentirme firme que por aparentar lo que no era, y
emprendimos el camino hacia la mesa.
La mejor manera de atacar al enemigo, por ruin que sea, siempre es por la retaguardia, a fin de
pillarle desprevenido. Luego el mejor camino para acercarnos a Mario y cogerle por sorpresa, era
llegar por su espalda.
Sin decir ni una palabra, puestos de acuerdo con un simple cruce de miradas, decidimos hacer eso.
Cogidos de la mano, nos aproximamos a la mesa y, cuando estábamos justo detrás de Mario, exclamé
con la voz más dulce y cariñosa que pude:
—¡Marga! Querida, qué sorpresa encontrarte aquí.
Se levantaron los dos para los pertinentes saludos. Cuando Mario se dio la vuelta para ver quién
saludaba a su mujer de forma tan efusiva, se quedó completamente pálido. Los ojos se le salían de
las órbitas, y se puso tan lívido que daba la impresión de que la sangre había dejado de circular por
su cara. Unas gotitas de sudor empezaron a perlar su rostro y se agarró con una mano al respaldo de
la silla, mientras que con la otra hacía lo propio en la mesa para evitar caer.
Besé a mi prima, pendiente de la reacción de su esposo, a ver si era capaz de decir algo, cuando
ella nos presentó.
—Mireya, cariño. Este es Mario, mi marido. Mi amor, esta es Mireya, mi prima favorita. Siempre
nos hemos llevado muy bien, ¿verdad, Mimí?
¡Argg! Me había llamado Mimí delante de aquel capullo. «Nos hemos llevado bien… ¡y una
leche!», pensé. Pero fui lo suficientemente educada como para no expresar con palabras la realidad
de mis pensamientos.
—Claro que sí. De pequeñas estábamos todo el tiempo juntas —contesté con mi mejor sonrisa—.
Ya veo que esperas familia. Enhorabuena. ¿Para cuándo te toca?
—Dentro de tres meses. Estoy de veinticinco semanas. Estamos muy ilusionados —repuso
cogiendo la mano a Mario, quien se había quedado mudo—. Nos han dicho que va a ser un niño —
entonces, reparó en Víctor, y añadió—: ¡Uy! Qué mal educada soy. Soy Marga, la prima de Mireya.
—Encantado de conocerte —contestó éste al estrecharle la mano—. Yo soy Víctor —. Me agarró
del talle con un gesto posesivo.
—Vaya…, tu madre no ha mencionado nunca a Víctor.
«Bruja», pensé.
—Eso es porque llevamos juntos muy poco tiempo. ¿Verdad, mi amor?
Entretanto, Mario seguía pendiente de toda la conversación, incapaz de abrir la boca. Nos
sentamos alrededor de la mesa, con Marga a mi derecha y Víctor a mi izquierda, y charlamos hasta
que los camareros empezaron a servir los platos. Para no perder la costumbre, Marga acaparó por
completo la conversación. Siempre tenía que ser el centro de atención. Su trabajo, su marido, su
embarazo, su casa, su coche, «su, su, su, su...».
Roxy, quien por lo visto había perdido todo el recelo que Víctor le había infundido en un primer
momento, cotorreaba animadamente con él. Por su parte, éste estaba tan entusiasmado por haber
conseguido sentarse cerca de ella, que toda la torpeza que había mostrado en el primer encuentro se
había evaporado, devolviéndole a su estado original. Volvía a ser el Víctor parlanchín y divertido
que conocía, aunque por otro lado, yo sabía que él estaba pendiente de la conversación existente
entre Marga y yo, por si las cosas se complicaban, salir al quite.
Al llegar el segundo plato, Marga se dirigió a Mario un poco malhumorada.
—Tesoro, hay que ver qué día más tonto tienes. No has dicho ni «mu» y, además, no has comido
nada. ¡Van a pensar que eres un borde!
—Te veía disfrutar con tu familia, cariño —contestó él en un hilo de voz—. No tengo mucha
hambre. He desayunado tarde.
—Mario es dentista —me dijo Marga—. Tiene una clínica en el centro, en ese edificio tan alto que
hay cerca del ayuntamiento.
—¡No me digas! —intervino Víctor de pronto—. ¡Qué casualidad! Allí trabaja Mireya. ¿Verdad,
muñeca?
Al decir esto, me cogió con fuerza de la cintura, me apretó contra él y me dio un sonoro beso en la
mejilla.
—Sí. Allí están las oficinas de la empresa donde trabajo —respondí en tono distraído.
—¡Uy! Pues es muy raro que no os hayáis visto nunca, ¿no, cielo?
—El…, el edificio es muy grande y tiene muchas oficinas. Al no habernos conocido antes de hoy,
aunque nos hayamos cruzado, es muy difícil acordarse —replicó Mario.
Ese era mi momento. Tenía que meter cizaña. Tenía que hacerle sufrir y sudar la gota gorda sin
desvelar la realidad de la situación. Ese cabrón me las iba a pagar todas juntas.
—La cosa es que… —empecé a decir, y me quedé callada. Todas las miradas se centraron en mí.
Roxy, con su innata curiosidad, Víctor, temeroso de mi respuesta, Marga, ideando la manera de
volver a ser el centro de atención, y Mario, tembloroso, con el corazón desbocado y una expresión de
auténtico pánico en su rostro—, ¿seguro que no nos hemos visto antes? —inquirí de forma directa
hacia él, que debía de tener palpitaciones y la boca seca—. Es que tu cara me suena. Lo mismo
hemos coincidido algún día en el ascensor, ¿no?
—Ssssí… —musitó—. Debe…, debe de haber sido algo de eso. Si me disculpáis, voy un momento
al lavabo. Ahora vuelvo. —Dejó la servilleta encima de la mesa y salió en dirección al baño.
—No sé qué le ocurre. Suele ser más dicharachero, pero hoy está muy raro —añadió Marga con el
fin de disculparle con una sonrisa.
Tanto Víctor como yo quitamos importancia al asunto, alegando que un día malo lo puede tener
cualquiera, y continuamos con la charla como si no hubiera pasado nada.
Mario regresó y, de nuevo, tomó asiento en la mesa. Las miradas entre Víctor y yo eran relevantes.
Él se dio cuenta de que necesitaba su apoyo, y estuvo ahí para ofrecérmelo, a pesar de que la cara de
cordero degollado que ponía cada vez que miraba a Roxy era bastante significativa.
Acabada la cena, tras la consabida ceremonia del corte de la tarta nupcial y el correspondiente
vals por parte de los novios, empezó la música.
Roxy se levantó de la mesa, con la excusa de que iba a ver a nuestra madre, a la cual aún no había
saludado, por lo que nos quedamos los cuatro solos, enfrascados en una conversación aburrida,
dirigida por Marga, centrada única y exclusivamente en las penurias y delicias de su embarazo.
Apreté la pierna de Víctor por debajo de la mesa, solicitando ayuda para salir de aquella situación
y éste, muy gentil, comprendió enseguida mi necesidad.
—Mireya, ¿te apetece un baile?
—Claro —contesté con una sonrisa—. ¿Nos disculpáis? Vamos a la pista —señalé mientras nos
levantábamos,—. ¡Gracias! —le susurré al oído al tiempo que caminábamos hacia la pista—. ¡Si
tengo que estar dos minutos más aguantando la disertación de Marga sobre el embarazo, la hubiera
matado!
—¿Seguro que solo es eso lo que te molesta? —preguntó muy bajito en tanto que pasaba su brazo
por mi cintura y miraba de reojo hacia la mesa. Haciendo un inciso, añadió—: Nos observan con
detenimiento.
—¿Quién?
—Tu prima maravillosa y el capullo de tu ex amante. Me encanta. Está pasando la peor tarde de su
vida.
—Jajaja —reí mientras Víctor me cogía entre sus brazos para marcarnos un bolero—. Déjale que
sufra. Se lo merece. Somos demasiado benevolentes.
—Cuando has dicho lo del ascensor, pensé que le daba un infarto. Se le ha congelado la sangre en
las venas.
—¿No es maravilloso ver lo mal que lo pasa? Víctor —dije con carita de niña buena—, sé que soy
una bruja pero… Me estoy comportando, te lo prometo. Si las circunstancias hubieran sido otras, ten
por seguro que habría puesto los puntos sobre las íes y todo el mundo se habría enterado de la clase
de tipo que es el maravilloso dentista.
—Lo estás haciendo perfectamente, cielo. No lo estropees ahora, ¿vale?
Tras el baile, regresamos a la mesa. Marga y Mario estaban sentados, en silencio, pendientes de la
danza del resto de los invitados. Mi prima pidió un refresco y Mario se levantó para traérselo. Víctor
se ofreció a acompañarle y, de paso, traer algo para nosotros, pero Mario rechazó la propuesta, con
el pretexto de que ya nos traía él las consumiciones.
Una maquiavélica sonrisa asomó a mis labios al ver lo mal que lo estaba pasando mi querido
dentista, quien se sentía incapaz de quedarse a solas con alguno de nosotros bajo cualquier
circunstancia.
Nos quedamos allí sentados con Marga, la cual se entretuvo en criticar todos los vestidos que
pasaron por delante de sus narices. Mario volvió al poco rato con las bebidas y, tras él, apareció mi
hermana jurando en arameo.
—¿Te lo puedes creer? —preguntó enfadada—. Mamá no ha dejado de molestarme en el poco rato
que he pasado con ella ¿Quién me manda a mí ir a decirle nada? Me ha censurado todo. La ropa, el
peinado, el maquillaje, mis joyas…
—Roxy, tranquilízate, tesoro. Ya conoces a mamá. Es muy tradicional y, bueno, tu nuevo look no
es precisamente un clásico —le dije para calmarla, con el fin de evitar que diera el espectáculo
delante de Margarita «la divina».
— Me ha preguntado por Eduardo, y he tenido que decirle que…
—Víctor, cielo. ¿Por qué no sacas a bailar a Roxy? —interrumpí para evitar que contara más
cosas que no debía ante los demás.
Víctor intentó disimular su alegría ante la oportunidad que se le brindaba para bailar con mi
hermana. Le tendió la mano fingiendo una mueca de indiferencia que, a ojos de los demás, podría
parecer verdadera, pero yo sabía a ciencia cierta que era una absoluta mentira, puesto que el brillo
de sus pupilas le delataba.
Se fueron a la pista y yo me quedé allí, con el matrimonio, sin saber qué decir y en una situación
bastante violenta la cual, por otra parte, me había buscado yo misma. No había calculado las
consecuencias que tendría enviar a los otros dos a la pista; solo me preocupé de que sería mejor para
Roxy evitar que Marga se enterase de algo que no debía. También pensé en Víctor, a quien se le iban
los ojos detrás de mi hermana y, a pesar de ello, había mantenido nuestra pantomima a la perfección
hasta el momento.
La música seguía sonando y, en el instante en el que empezó la canción de Chicago, If you leave
me now, Marga compuso una mueca desmesurada de satisfacción.
—¡Ohhh! Me encanta esta canción.
—¿Quieres bailar? — le preguntó Mario.
—No puedo, mi amor. Ya sabes que el médico me ha dicho que no debo hacer excesos. Baila con
Mimí.
Él se puso aún más lívido de lo que estaba, si es que aquello era posible.
—Yo, no…, no sé si ella querrá bailar.
—¡Claro que quiere! Vaya tontería. Ha dejado a su pareja con su hermana, y está aquí aburrida
dándome conversación. Anda, baila con ella. Mientras tanto, iré a ver de qué hablan mamá y tía
Adela.
—Marga —repliqué en un vano intento de evitar la situación—, no estoy aburrida, en serio. No
tienes por qué marcharte.
—Necesito levantarme un rato. Mario, baila con Mireya y así vais haciendo amistad. Al fin y al
cabo, tenéis cosas en común —«No sabes tú bien cuántas», me dije, incluso con el pensamiento
centrado en la posibilidad de que ella sospechara algo, hasta que su respuesta inmediata me
tranquilizó—. Trabajáis en el mismo edificio. Seguro que tenéis amigos en común.
Acto seguido, se levantó y se dirigió hacia la mesa donde estaban las madres.
—Supongo que no nos queda más remedio que bailar —dijo Mario.
—Por mí no te molestes —contesté apática—. No te necesito para nada. Puedes ir detrás de tu
mujercita y seguir siendo su perrito faldero.
—Si no lo hacemos, sospechará algo.
—¿Y a mí qué me importa? —repliqué furiosa—. Me da lo mismo. Si de mí hubiera dependido, se
habría enterado esta misma noche del doble juego que has mantenido durante todo este tiempo. Pero
Víctor, que se sabe toda la historia, es algo que tú no eres: un caballero. Dale las gracias a él, que no
me ha permitido decir nada.
—Mireya —me rogó compungido, poniéndose en pie—, por favor, baila conmigo. Para mantener
las apariencias. No te pediré nada más pero, por favor, ven a la pista. Marga nos está mirando.
—Está muy claro que ni te importo ahora, ni te he importado nunca. Pero como tengo mucha más
clase y más educación que tú, lo haré. Eso sí, mantén tus sucias manos lejos de las zonas de peligro,
porque como bajes un solo milímetro de mi cintura, te cruzo la cara delante de todos y me importará
un comino lo que piensen los demás.
Me levanté y salí con él hacia la pista de baile.
Víctor nos vio acercarnos y me lanzó una mirada inquisitoria que entendí a la primera. No, no
necesitaba su ayuda de momento. Sonreí para agradecer el gesto y le hice una seña con la cabeza que
indicaba que todo marchaba según lo previsto.
Bailé esa pieza con Mario en silencio. Al empezar la siguiente, intentó darme una explicación,
pero le callé. Le dije que no quería saber nada más. Que había aceptado bailar con él, pero que no
quería volver a verle en mi vida, y, mucho menos entablar una amistosa conversación. Si quería que
entrase en el juego de disimular delante de su mujer, lo haría. Estaba bailando con él y seguiría
haciéndolo, pero en silencio.
Aceptó a regañadientes mi decisión, a sabiendas de que no había otra opción. Estaba lo bastante
molesta como para mandar todo al carajo si insistía en su actitud, y él lo sabía.
Dos piezas más tarde, se acercaron Víctor y Roxy a proponer un cambio de pareja. Mi hermana
bailó con Mario y yo lo hice con Víctor.
—¿Qué tal estás, muñeca? —preguntó en cuanto me tuvo entre sus brazos.
—Todo lo bien que puedo estar. Es un calzonazos. He tenido que aguantar esta pantomima para
que su mujercita no sospechase nada. Un asco. ¿Nos podemos ir ya?
—Creo que aún no. Deberíamos quedarnos un poco más, ¿no te parece? —alegó con la vista
puesta en mi hermana.
—¿Te gusta Roxy? —pregunté a bocajarro.
—¿Que si me gusta? Por el amor de Dios, es la mujer más bonita que he visto en mi vida. Es dulce,
pequeña, frágil, delicada…
—Cariño. Roxy puede ser cualquier cosa menos frágil y delicada.
—Ya, pero es tan…
—Vamos a ponernos serios, ¿eh? Se supone que de quien te has enamorado perdidamente esta
noche es de mí, no de mi hermana. Si sigues empeñado en devorarla con los ojos, todo el mundo se
dará cuenta y nuestra magistral actuación caerá en saco roto. Roxy se salvará de la charla de mamá
porque ha encontrado un hombre maravilloso, ¡y yo tendré que soportar eternamente su ira por
haberte dejado escapar!
—Vale, vale. Prometo intentarlo, al menos.
Estábamos cerca de la mesa donde se encontraba un grupo de señoras de mediana edad, junto con
Marga y nuestras madres, quienes al pasar nos sonrieron y cabecearon satisfechas. Nosotros les
devolvimos la sonrisa y continuamos con nuestro baile.
—¡Esto funciona! —exclamé entusiasmada sin poder contener una sonrisa de oreja a oreja.
—Eso parece —contestó.
Cerca de nosotros, se hallaban Roxy y Mario, quien cada vez que cruzaba sus ojos con los míos,
desviaba la vista de manera instantánea.
La canción terminó. Los cuatro hicimos un corrillo en la pista y nos pusimos a charlar. Víctor iba a
acercarse a por más bebidas, cuando un toque en mi hombro hizo que me girase.
Me quedé sin respiración, sin estar convencida de que lo que veían mis ojos fuera cierto.
CAPÍTULO 17

Ante mí, vestido con un pantalón vaquero, un polo de algodón con rayas celestes y blancas, unas
deportivas y con un jersey de punto azul marino en la mano, estaba Jeff.
Me quedé aturdida ante su presencia y Víctor tampoco hacía amago de reaccionar. Con su atuendo
de sport, destacaba en aquella boda aburrida en la que todos íbamos engalanados. Estaba guapísimo
y el brillo que desprendían sus ojos podría iluminar toda la ciudad.
—¿Qué…, qué haces tú aquí? —balbuceé.
—No podía irme sin intentarlo de nuevo.
Hice ademán de hablar, pero me interrumpió con un gesto de su mano.
—Tranquila. No tardaré mucho. En un minuto me habré marchado de aquí para que puedas seguir
disfrutando de la fiesta. Solo quería darte algo en lo que pensar antes de que me vaya.
Sin esperármelo, Jeff se cernió sobre mí. Me agarró de la cintura en un abrazo posesivo, y me
tomó de la nuca con la otra mano hasta acercar peligrosamente mi rostro al suyo, tanto que nuestras
respiraciones se entrecruzaron. Entonces me besó.
Pero no fue un beso dulce, ni tierno, ni delicado. Aquello era una erupción volcánica. Era fuego
puro. Un beso posesivo, desgarrador. Sentía sus labios abrasadores sobre los míos mientras su
lengua exploraba lentamente el interior de mi boca. La mano que sostenía mi cabeza se deslizaba por
el cuero cabelludo, acariciando desde el nacimiento del pelo hasta los bucles que coronaban las
puntas. La de la cintura, me ceñía de manera firme, con caricias sobre la espalda, infringiendo todas
las normas del decoro, y bajaba hasta el inicio de los glúteos, impidiéndome así cualquier intento de
una retirada que, por otra parte, yo ni siquiera me había planteado.
Aquello fue un ataque implacable, sin posibilidad de huída. Había diezmado mis defensas. Las
piernas no me sostenían, el corazón me latía a la misma velocidad que circula un coche de carreras y
mis labios ardían bajo la fuerza de los suyos. Sin apenas darme cuenta, me rendí ante su contacto,
pasé mis brazos por su cuello y lo acerqué más a mí, con la duda de si lo hacía para sostenerme en
pie o para disfrutar de la sensación de estar entre sus brazos. Entre ambos no quedaba apenas
espacio, estábamos unidos, pegados, cuerpo contra cuerpo en toda su longitud.
Cuando me había hecho la ilusión de que aquello iba a durar eternamente, terminó. Jeff me soltó y
yo bajé los brazos. Ambos estábamos sin aliento, mirándonos a los ojos.
—Ahora la pelota está en tu tejado.
Acto seguido, dio media vuelta y salió por la puerta del salón.
Estaba estupefacta. Al volver a la realidad, me di cuenta de que todas las personas que se
encontraban en el salón de bodas me miraban a mí. Directamente. Sin tapujos. Sin disimulos. Los
cientos de pares de ojos allí congregados estaban enfocados en mi dirección.
Volví la vista hacia Víctor, que tenía los brazos cruzados, una ceja arqueada y una sonrisa
socarrona dibujada en su boca. Roxy, a su lado, se había quedado boquiabierta, y su mirada oscilaba
entre la puerta y mi persona.
Marga se había cogido del brazo de Mario. Si ella estaba muda por la impresión, la cara de él
denotaba la misma perplejidad que si hubiera visto un extraterrestre. Tenía el ceño fruncido y en sus
ojos casi se podían vislumbrar dos signos de interrogación.
Yo solo deseaba que me tragase la tierra. Supliqué un terremoto, un tsunami, una explosión, que se
desataran todas las fuerzas del infierno…, cualquier cosa que pudiera hacerme desaparecer en ese
mismo instante. ¡Dios santo, qué bochorno!
Pero lo peor estaba por llegar. Cuando pasó el momento de confusión, todos se acercaron y
empezaron a hablar a la vez.
—Mimí, ¿quién es ese tío? Joder…, si hace todo con el mismo empeño que pone en besar, quiero
su teléfono —afirmó Roxy mientras miraba hacia la puerta.
—Mireya, ¿quién era ése? Víctor, no sé cómo consientes que cualquiera bese a tu novia de esa
manera. Si alguna se acerca así a mi Mario, la mato.
—Marga, cariño, déjala. ¿No ves que está confusa? —replicaba Mario para evitar el tema.
¡Por Dios! ¡Tenía que salir de allí! ¡Ya!
Me giré con la intención de regresar a la mesa para recoger el bolso y largarme, aunque tuviese
que llegar a mi casa caminando. Al dar la vuelta, me encontré con mi madre y sus amigas frente a mí.
¡Oh, oh! Se acercaban más problemas.
—Mireya, ¿quieres explicarme ahora mismo qué ha ocurrido? ¿Quién demonios era ese joven?
¿Por qué te ha besado? —preguntó furiosa.
—Mamá, es un amigo. Yo…
—¿Un amigo? —estalló ella—. Me vais a matar a disgustos. ¿Así os he educado yo? Primero tu
hermana, con unas pintas que parece sacada de una película de terror, que tiene la desfachatez de
presentarse sola en la boda. Y ahora tú. Te busco una pareja, un chico encantador, educado y bien
parecido. Y de pronto aparece aquí ese buscavidas y te besa delante de todo el mundo. ¿Qué está
ocurriendo? ¿Qué es lo que me ocultas? ¿En qué andas metida?
—Mamá, por el amor de Dios, que no…
Mi madre empezó a darse aire con una mano.
—¡Ay, Señor! Me estoy mareando. Creo que me va a dar un infarto. Estas hijas mías me van a
matar.
—Mamá, ¿estás bien? —pregunté yendo hacia ella.
—¡No! No te acerques a mí. ¡Ay, por Dios! No puedo respirar. ¡Patricia! Ayúdame a salir de aquí.
Necesito que me dé un poco el aire.
Mi tía, Manoli y Marga acudieron enseguida solícitas en auxilio de mi madre y la sacaron del
salón con dirección a la terraza.
Víctor me tomó del brazo y me susurró al oído.
—Venga, muñeca. Vámonos de aquí.
Me dejé arrastrar hacia la salida, y él le hizo una seña a Roxy para que recogiera los bolsos. Esta
nos siguió pisándonos los talones.
Yo no decía ni una palabra. Era incapaz de hablar en ese momento. Aunque hubiera intentado decir
algo, los pensamientos se agolpaban en mi cabeza, luchaban por salir de allí en forma de palabras
que un nudo en mi garganta retenía.
Nos trajeron el deportivo de Víctor y éste me depositó cuidadosamente en el asiento del
acompañante. Luego se sentó al volante.
—Voy con vosotros —agregó mi hermana al tiempo que se acoplaba en la parte trasera del
vehículo—. A mí no me dejáis aquí tirada con mamá tan fuera de quicio. Que se encarguen de ella las
tías.
—Roxy —musité—. No es el momento. No estoy para nada.
—Estás para llevarte a casa y que me cuentes con pelos y señales qué está sucediendo, Mimí. Soy
tu hermana y me lo merezco. Al fin y al cabo, te he salvado el culo en innumerables ocasiones.
No tenía ganas de discutir, así que opté por asumir que Roxy iba a hacer lo que le diera la gana,
como siempre. Miré por la ventanilla, mientras Víctor arrancaba el coche y salía de allí, para coger
la carretera por el puente con dirección a mi casa.
El viaje transcurrió en un absoluto silencio. Al llegar, salimos todos del coche y entramos en la
vivienda. Me quité los zapatos de una patada, los dejé en medio del salón, y me tiré en el sofá.
Víctor se acercó a la cocina y volvió con tres latas de cerveza. Le pasó una a Roxy, que también se
había quitado los zapatos y estaba sentada a mi lado, y otra a mí. Sentía la presión de sus miradas
como si fueran hierros candentes. Y estallé.
—No me miréis así, ¿vale? Yo no he tenido la culpa de nada. No quería que esto sucediera —
protesté prorrumpiendo en un mar de lágrimas.
—¡Ehhh! Tranquilízate, muñeca —me consoló Víctor, tras sentarse a mi lado mientras me
acariciaba la cabeza—. No es culpa tuya, y lo sabemos.
—Yo no quería nada de esto. ¡Dios! Ni siquiera quería ir a esa maldita boda.
—Mimí, cariño —me dijo Roxy—. Si me cuentas qué es lo que ocurre, podría intentar ayudarte.
—Ha sido un día desastroso. Primero me encuentro con Mario allí…
—Es normal —contestó en su bendita ignorancia—.Es el marido de Marga.
—¡Y era mi amante hasta hace tres días! —grité.
—¿Tu amante? ¿El marido de Marga era tu amante? —preguntó confundida.
—¿Recuerdas que te dije que salía con alguien? ¿Pero que no podía desvelar con quién de
momento?
—No me dijiste que era el marido de Marga.
—¡Porque no lo sabía! El muy capullo me hizo creer que su familia era mormona y que no iban a
aceptar nuestra relación. Y yo, como una imbécil, me lo creí.
—¡Será cabrón! —saltó ella—. ¿Por qué no le has dejado en ridículo delante de todo el mundo y
has contado la verdad? Yo lo hubiera hecho, y después que se las entendiera con su esposa.
—Porque tengo más clase que él —continué sin parar de llorar—. No era el momento, ni el lugar,
y lo nuestro había terminado.
—Entonces, ¿quién era el que te besó en medio del salón? —inquirió curiosa.
—Jeff —respondí con un suspiro.
—¿Y quién es Jeff?
—Un cliente. El propietario de una cadena de hospitales en Seúl.
—No entiendo nada —cabeceó Roxy toda desconcertada.
—No lo entiendo ni yo —contesté mientras cogía el pañuelo de papel que me tendía Víctor y me
secaba las lágrimas.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué me está pasando esto a mí? ¿Por qué no puedo borrar de mi
vida esta maldita semana y dejar todo como antes?
—¿Tengo que contestar a eso? —replicó con una sonrisa. Mi gesto de asentimiento le hizo
continuar—. Porque si lo hicieras, seguirías saliendo con un capullo que está casado con tu prima y
que, para más inri, es un mentiroso descarado. Porque seguirías trabajando con un imbécil que se
dedica a acosarte sexualmente y a hacerte la vida imposible —Roxy arqueó una ceja, y Víctor le hizo
un gesto en el que indicaba que ya se lo explicaría que no me pasó desapercibido—. Porque no
habrías conocido al hombre de tu vida, que, mira qué casualidad, es un multimillonario, que se muere
por tus huesos y que te ha pedido que te vayas con él a Corea.
—¿Esa maravilla de hombre es multimillonario? ¿Y te ha pedido que vayas con él a Corea? —
gritó Roxy—. ¿Y por qué coño no has hecho ya las maletas?
Víctor levantó la mano para que mi hermana se callara y continuó.
—Y lo más importante de todo: porque no me habrías conocido a mí, a tu ángel de la guarda, como
tú misma me has definido. Y eso, muñeca, sería imperdonable.
Sus últimas palabras me arrancaron una sonrisa, pero las lágrimas seguían corriendo por mis
mejillas.
—Venga, chicos, un brindis —propuso Roxy levantando su lata de cerveza.
—¿Un brindis? ¿Por qué? ¿Hay algún motivo de dicha por el que brindar?
—Mmm. ¡Nos hemos escapado del bodorrio! —exclamó Víctor con una gran sonrisa.
—Estamos sentados en un sofá, cómodos, sin zapatos y con una lata de cerveza —añadió mi
hermana—, y nos hemos librado de mamá.
—Te has deshecho de Jaime y de Mario —agregó Víctor.
—¿Quién es Jaime? —volvió a preguntar Roxy perpleja—. Mireya, ¡no me cuentas nada!
—Y el hombre de tus sueños te espera mañana para que te vayas con él, así que nos tienes a
nosotros para ayudarte a prepararlo todo—prosiguió Víctor.
—No me voy a ninguna parte, así que no necesito hacer ninguna maleta —contesté a la vez que me
levantaba—. Con vuestro permiso, voy a quitarme este vestido que no me deja moverme y me voy a
poner cómoda. Estáis en vuestra casa.
Salí del salón, fui al dormitorio y me dispuse a cambiarme de ropa. Me despojé del vestido y las
medias y me puse un pantalón corto de deporte y una camiseta de tirantes. Quité el tocado de mi
cabeza, recogí mi pelo con una coleta alta y me limpié todo el maquillaje, que a esas alturas de la
tarde y después del sofocón, ya estaba extendido por toda mi cara.
Volví al salón y observé que Víctor y Roxy estaban enfrascados en una conversación entre
susurros que interrumpieron en cuanto entré, para recibirme ambos con una gran sonrisa.
—Si alguno quiere ponerse cómodo, por ahí tengo ropa. Víctor, en el armario del cuarto de
invitados tiene que haber algo de mi hermano. Lo más probable es que te sirva.
Me senté de nuevo en el sofá y me soné ruidosamente la nariz. Miré distraída al reloj que había en
la pared. Eran las siete y media y yo no tenía ganas de conversación, pero no era cuestión de echarlos
a la calle, puesto que me habían hecho compañía durante toda la tarde.
Aparentemente, aquellos dos no tenían ninguna intención de marcharse. Sin mediar palabra, Roxy
sacó una baraja de cartas del cajón de arriba del mueble del salón y ambos se sentaron a mi
alrededor, con el propósito de pasar lo que quedaba de día dedicados a entretenerme.
Me resigné a contar con su compañía, ya que no me quedaba otra opción, y accedí con bastante
desgana a jugar con ellos un par de manos.
Pero estaba cansada. Quería que se fueran para bajar a dar un paseo por la cala, meter los pies en
el agua de mar y dejar que mis pensamientos vagaran como las olas, libres y sin ataduras.
Víctor debió intuir lo que sentía, porque una hora más tarde decidió marcharse. Se ofreció de
manera amable y desinteresada a llevar a Roxy a su casa, a lo que esta accedió. Al darme el abrazo
de despedida, mi hermana me dijo:
—Mimí, se trata de tu vida. La decisión que tomes será con lo que tengas que vivir el resto de tus
días. Si decides quedarte, prometo echarte una mano el día que aparezca mamá hecha una tarasca con
intención de despellejarte. Y si decides marcharte, no te preocupes. Ya me las apañaré yo con ella
—después me dio un beso y se fue.
Víctor salía detrás de ella, cuando se volvió y me dio un fuerte abrazo.
—Recuerda, muñeca. Tu destino, lo eliges tú misma —. Me dio un leve beso en los labios, y salió
detrás de Roxy cerrando la puerta tras de sí.
¡Por fin! Había conseguido quedarme sola. Me derrumbé en el sofá, antes de bajar a dar un paseo
por la cala, pero entonces sonó el teléfono. ¡Ah, no! No pensaba cogerlo fuese quien fuese. Miré el
número de la llamada entrante y vi que se trataba de mi madre. En ese caso, aún menos. Había
llegado el momento adecuado para salir a pasear.
Me puse las chanclas y bajé por las escaleras del porche trasero hacia la cala.
Estaba desierta. A pesar del buen tiempo, y de que eran más de las ocho de la tarde, los sábados a
esas horas la gente está en sus casas, preparados para salir a cenar. Con sus amigos, con sus parejas,
con su familia.
Y ahí estaba yo, sola. Terriblemente sola. Caminando por una cala desierta, sin más compañía que
las gaviotas que se acercaban curiosas con intención de rapiñar los restos de comida que hubieran
podido quedar esparcidos por la arena; y de las olas, que se acercaban despacio a mis pies para
retirarse un segundo más tarde, y volvían a lamerme los dedos al momento.
Mi vida sentimental era como las olas. Con idas y venidas constantes, pero sin ningún sentido de la
permanencia. Mi corazón no era dueño de nadie, y nadie me pertenecía. En ese momento echaba de
menos la sensación de vivir por alguien. Para alguien.
Me quité las chanclas. Las dejé a un lado, en la arena, y entré en el mar hasta que el agua cubrió
mis rodillas.
¡Qué sencillo sería terminar con todo! Era la hora de pleamar. Si entraba en el agua y me dejaba
llevar por las olas, pronto estaría lejos de la costa, y aunque intentara nadar para regresar a la orilla,
la fuerte resaca me lo impediría. Aun en el caso de que consiguiese acercarme lo suficiente, la fuerza
del oleaje a esa hora del día dirigiría la mayor parte del caudal marino contra las rocas aledañas a la
cala y a la playa.
En el agua, todos mis problemas quedarían mezclados con la sal marina y con las conchas de
colores del fondo del mar.
Volví la vista y miré hacia la casa. A Roxy siempre le había gustado mi casa. Ella la disfrutaría.
Un albatros travieso picoteaba mi sandalia. Me volví y me quedé distraída mirando cómo intentaba
deshacer el nudo de adorno que esta tenía en el empeine. Querría comerse las cuentas de colores que
adornaban las tiras del calzado.
Una ola más alta y más fría que las demás, me sacó de mis ensoñaciones, y me arrancó una
exclamación de sorpresa.
¡Demonios! ¿En qué estaba pensando? ¿Realmente me había planteado dejarme morir? Si se me
había pasado eso por la cabeza, era que estaba más loca de lo que pensaba. ¡Menuda tontería!
¡Matarse por los hombres!
Salí del agua sacudiéndome las gotas que me habían salpicado la parte baja de los pantalones y
regresé a casa.
No me mataría por nadie, pero una buena borrachera me sentaría bien. Con la sana intención de
bebérmela enterita, cogí una botella de vino blanco que tenía en la nevera, una copa y me tumbé en el
salón, arrebujada en mi manta de cuadros y con la televisión encendida. Llené la copa y dirigí mi
brindis a todos aquellos que me habían rodeado durante esa semana infernal. A los que me habían
ayudado y a los que me habían torturado, a los que me habían hecho sentir mujer y a los que habían
conseguido que me considerase una mierda. A los buenos y a los malos. A todos ellos.
—¡Va por vosotros! —exclamé alzando mi copa al aire y tomé el primer sorbo.
CAPÍTULO 18

Me levanté con la boca pastosa y apestando a sudor. No había pegado ojo en toda la noche. A las tres
de la madrugada, tras haber agotado la botella de vino, apagué la televisión y me fui a la cama, para
ver si lograba dormir.
No hubo forma. Di todas las vueltas del mundo. Probé a poner la cabeza donde se ponen los pies, a
tumbarme atravesada, a quitarme la almohada, a ponerme un cojín para hacerla más alta. Nada. No lo
conseguí.
Eran las cinco y media y seguía despierta, así que opté por levantarme. Me pareció una tontería
permanecer en la cama, puesto que lo único que obtendría con ello sería un dolor de espalda
espantoso y ponerme mucho más nerviosa.
Había pasado la noche sumida en las cavilaciones sobre qué hacer. Tenía que tomar una decisión,
y tenía que hacerlo ya. Pero no era capaz de decidirme.
Pensé en hacer una lista, como hago siempre que tengo que sopesar algo, poniendo en un lado las
ventajas y en el otro los inconvenientes, para luego analizar despacio tanto la cantidad como la
importancia de cada uno de los conceptos. A la vista de ese análisis, tomaría una determinación.
Pero no tenía ganas de escribir, y mis ideas aún no estaban lo suficientemente claras como para
hacer una valoración objetiva.
Me bajé a la cala. Todavía era de noche. El alba ni siquiera había empezado a despuntar en el
horizonte.
Un grupo de albatros dormitaba junto a las rocas que daban acceso a la playa grande y el sonido de
las olas era tenue. Apenas había oleaje y la bajamar hacía rato que había comenzado.
A lo lejos se veían las luces de los barcos pesqueros. Luces blancas, potentes, diseminadas por la
línea del horizonte hasta donde me llegaba la vista, que estaban pensadas para atraer a los peces a
las redes.
Un poco más cerca se oía el sonido del motor de un almejero, que con su rastrillo arañaba el fondo
marino para conseguir esas conchas sabrosas que luego se venderían en la lonja a un precio
desorbitado.
Me descalcé y me senté en el suelo, frío por la bajada de temperatura que se había producido
durante la noche.
Con las manos, cogía puñados de tierra que dejaba escurrir entre mis dedos, semejando un reloj de
arena que deja pasar el tiempo muy lentamente de un lado al otro del recipiente que la contiene.
Así se deslizaba mi tiempo, como el polvo de entre mis manos.
Pero seguía incapaz de decidir nada. Mentalmente hice la famosa lista, por ver si de esa manera
encontraba una solución.
En el lado de «puntos a favor» estaba Jeff. Su sonrisa, su forma de tratarme, sus palabras, sus
besos, los ratos que habíamos compartido juntos y que auguraban un futuro lleno de dicha.
Estaba el trabajo, puesto que Jeff había prometido dejarme trabajar con él si quería, y si no quería
trabajar, podría dedicarme a cualquier cosa, ya que la situación económica iba a ser más que
favorable. Podría aprender a pintar, que siempre me había gustado. O dedicarme a bordar, ya que
admiraba las maravillas que se podían hacer con hilo y aguja. O podría pasar los días enteros
dedicados al cuidado de mi propia persona, algo que hacía mucho tiempo había olvidado. Ir a la
peluquería, hacerme la manicura, darme esos masajes que tanto me relajaban y que hacía siglos que
no me daba. Podría hacer lo que quisiera.
Otro punto a favor era librarme de Jaime. Sí, en ese momento se había dictado una orden de
alejamiento provisional. Pero yo conocía cómo era, y sabía a ciencia cierta que no iba a respetarla.
Y aun en el caso de que decidiese hacerlo, todavía estaba pendiente el juicio por la denuncia
impuesta por el intento de violación. Y fuera cual fuera la sentencia, Jaime saldría indemne gracias a
su dinero, y yo volvería a ser la gran perdedora de la historia.
Por encima de todos estos puntos, volvíamos al primero: Jeff. Estaba enamorada, eso era
indudable. A estas alturas, ya no iba a cuestionarme eso. Siempre podría pedir una excedencia
voluntaria en mi trabajo y probar. Si aquello no funcionaba, volvería de nuevo a mi rutina.
Los «puntos en contra» eran mucho más numerosos. Uno de ellos era el propio Jeff. De acuerdo
que no me había dicho que me quería, aunque sus acciones indicaran lo contrario, pero… había
mentido en cuanto a su verdadera personalidad. ¿Y si luego resultaba ser un psicópata? No, eso era
absurdo. Pero, ¿y si la verdad era que Jeff tenía esposa y dos hijos en Seúl? ¿Qué pintaba yo allí? Me
había pedido que me fuera con él, pero no había aclarado en calidad de qué. ¿De esposa? ¿De amante
mantenida? ¿De qué? Esa incertidumbre de no saber a qué me enfrentaría era un punto en contra muy
poderoso.
Otro punto negativo era el propio trabajo. Lo que estaba haciendo ahora me gustaba. Mucho. Y allí
podría trabajar, pero tampoco sabía qué tipo de empleo me tendrían preparado. Siempre había
luchado por labrarme un futuro por mis propios medios, sin depender de nadie. El hecho de tener que
enfrentarme a la situación de ser «la querida del jefe» me sacaba de quicio. Podría pedir una
excedencia, pero luego, si me tenía que volver, las cosas no serían igual. Cualquier compañero
habría ocupado mi puesto sin problemas, puesto que todos estaban más que preparados. Y dicen que
las segundas partes nunca fueron buenas. Volver a un sitio de donde te has marchado con las orejas
gachas, no sería nada recomendable.
El tercer punto en contra era Víctor. Acababa de conocerle. Y era un gran amigo. El mejor que
había tenido en mi vida. Marcharme tan lejos supondría perderle. No es que la distancia disuelva una
amistad si esta es verdadera, pero no sería lo mismo. Si aquí tenía algún problema, siempre podría
contar con él. Pero, ¿y allí? ¿A quién podría acudir?
Roxy era el cuarto punto en contra. No podía dejarla aquí sola, enfrentándose a la ira de mi madre
sin apoyo, y mucho menos por una situación que yo había provocado. Bueno, yo no la había
provocado, pero había sido debida a circunstancias eventuales acaecidas por mi causa.
El tercer y cuarto punto, daban lugar al quinto. Me iba allí SOLA. No conocía a nadie excepto a
Jeff y a los tres misters, que eran bastante poco comunicativos, como todos los orientales. Se trataba
de abandonar todo lo conocido para marcharme a un país con una cultura diferente, donde la
personalidad de la gente tendía bastante a la introspección, donde todos huían del contacto físico, con
el inconveniente de que yo siempre me había considerado una persona muy cariñosa y expresiva.
En el sexto punto estaba el idioma. No sería problema con Jeff, puesto que ambos hablábamos
inglés y español, pero ¿y el resto de los ciudadanos? Allí se hablaba coreano, y yo de coreano no
tenía ni idea. ¡Señor! Ni siquiera sería capaz de dar instrucciones al servicio de la casa. Para ellos
sería la señoritinga que ni siquiera es capaz de ordenarles hacer algo de manera comprensible.
Resumiendo: dejaba aquí a mi familia, a mis amigos y mi trabajo para irme a empezar una aventura
con alguien de quien solo conocía lo que me había contado –si es que era cierto–, y con quien había
pasado una semana escasa.
Decididamente, y una vez analizado todo, si me iba estaba loca.
El sol empezó a aparecer por el horizonte, tiñendo el cielo de un rojo anaranjado. El mar había
adquirido un color plateado en el que destacaban las líneas de los pesqueros en la lejanía, que
recogían sus redes para emprender el camino hacia el puerto.
El almejero se alejaba lentamente con dirección a la ciudad, con su «tuf tuf tuf» del motor cada vez
más tenue.
Los albatros despertaban poco a poco, de uno en uno. Se metían en el mar para desperezarse y
pescar algún que otro boquerón despistado que se aproximaba en exceso a la superficie. Uno de ellos
alzó el vuelo desde las rocas y se lanzó en picado en una rápida zambullida que duró escasos
segundos, saliendo enseguida del agua con un pez en el pico que depositó en un nido ubicado en lo
alto del pequeño acantilado.
Una vez el sol terminó de salir tras el horizonte, regresé a casa y me di una ducha. Tenía que
quitarme tanto el salitre del aire marino, como la arena que se me había colado por todas las rendijas
de la ropa, además del olor a sudor que despedía después de la noche en vela.
Tras salir de la ducha me puse unos tejanos, una camiseta y unas sandalias planas atadas al tobillo.
Miré por la ventana de la cocina, de nuevo hacia el mar, y comprobé la hora. Entonces lo supe.
Cogí mi bolso, escarbé entre los papeles del cajón de la cómoda hasta que encontré lo que
buscaba, agarré las llaves del coche y salí a la máxima velocidad que me permitía mi pequeño
escarabajo.
Había tomado una decisión. Y era irrevocable.
CAPÍTULO 19

Las ruedas del coche chirriaban en cada curva de la autovía A7. Eran las siete y media y aún tenía
que pasar Sagunto, tomar el by-pass para rodear Valencia y llegar al aeropuerto de Manises.
Por fortuna era domingo y a esas horas el tráfico era bastante escaso, por lo que me fue sencillo
adelantar como una exhalación a los pocos vehículos que iba encontrando. Tenía que llegar de un
modo u otro. Debía estar en el aeropuerto antes de que ese avión despegara y hablar con Jeff. Él me
entendería. Él comprendería mi decisión.
Con este pensamiento en la cabeza, con esta idea fija en mi mente, aceleré aún más al pasar bajo la
estructura arcoíris que da entrada a la circunvalación.
Mi pobre coche no daba más de sí. Lo estaba forzando hasta el punto de que la temperatura del
radiador subía de forma alarmante y por todas partes se iban encendiendo indicadores a los que
apenas prestaba atención. Si conseguía llegar al aeropuerto, sería un milagro. Pero eso era lo que
necesitaba en ese momento: un milagro. Era consciente de que me había saltado todas las normas de
tráfico, así que lo más probable era que me llegase, como mínimo, una multa por exceso de
velocidad. No me importaba. Tenía que conseguirlo.
Llegué como pude a la terminal de salidas, bajé la ventanilla y, sin descender del vehículo, le
pregunté a un guardia de seguridad cómo se llegaba hasta los hangares de los jets privados. Me dio
las indicaciones y, dándole las gracias, emprendí de nuevo la marcha sin haber detenido el motor.
Tuve que sortear la enorme fila de taxis que se encontraban en la puerta de la terminal de llegadas, a
la espera de que los pasajeros de los vuelos procedentes de diferentes puntos se acercasen a solicitar
sus servicios.
Eché un vistazo de reojo al reloj del coche. Eran las ocho menos diez. Si quería llegar a tiempo,
tendría que ir más rápido, así que aceleré y esquivé vehículos, peatones y maletas.
Al llegar a la puerta de la terminal privada, hice un derrape con el coche y paré el motor. Cogí el
bolso y salí corriendo. Dejé el vehículo tirado en medio de la calzada y sin cerrar. Si se lo llevaba la
grúa no me importaba, había cumplido su misión: traerme al aeropuerto.
Eran ya las ocho menos cinco y aún tenía que pasar todos los controles de seguridad, acceder a las
pistas y encontrar el avión de Jeff.
Entré en el edificio corriendo a la máxima velocidad que me permitían las piernas y con el corazón
desbocado. Entonces me percaté de que, si quería acceder a los hangares, necesitaba una
autorización que no tenía.
O eso…, o directamente me arriesgaba a que me tacharan de psicópata peligrosa. «Bueno, de
perdidos al río», pensé. Sin dudarlo, emprendí una vertiginosa carrera, con el bolso cruzado
rebotando sobre mi espalda. Salté todos los obstáculos que se interponían en mi camino: accesos con
barras giratorias, arcos de seguridad e incluso alguna papelera volcada.
A mi espalda oía los gritos de los vigilantes de seguridad del aeropuerto, que me perseguían como
si fuera una peligrosa terrorista, pero no me molesté en girar la cabeza para comprobarlo. Eso
mermaría en unos segundos mi tiempo, ese que no me podía permitir el lujo de perder.
El hecho de salir a correr todos los días por la cala me mantenía en forma, y esa fue la causa de
que no me alcanzaran.
Crucé hacia el exterior por una puerta de cristal que hizo saltar una alarma y llegué a los hangares.
Allí, perfectamente alineados, se encontraban no menos de quince jets privados, todos blancos y
relucientes. ¡Genial! Ahora, ¿cuál era el que buscaba?
Opté por la solución de toda la vida: gritar.
—¡Jeff! ¡Jeff! ¿Dónde estás? ¡Soy Mireya! ¡Jeff, contéstame! —voceaba a pleno pulmón sin dejar
de correr entre hileras de pulcros aviones.
Detrás de mí y cada vez más cerca, se oían los gritos de los vigilantes. Mi loca carrera estaba
mermando mis fuerzas; si no encontraba pronto lo que buscaba me darían alcance y entonces todo
estaría perdido.
Un avión algo más grande que el resto, estacionado en el exterior y con la escalerilla bajada, llamó
mi atención. A sus pies, se encontraba una limusina negra inmaculada y, en lo alto de la escalera, una
azafata con rasgos orientales se disponía a subir la misma para cerrar la puerta del jet. Hice caso a
mi corazonada y salí corriendo en esa dirección.
—¡Espere! ¡Por favor, espere! ¡No cierre la puerta! ¡Espere por favor!
La auxiliar de vuelo me miró con sorpresa. ¡Menuda impresión se debió llevar! Despeinada, en
vaqueros y sandalias, a toda velocidad por el medio de las pistas hasta llegar al avión y perseguida
por todos los vigilantes del aeropuerto. Asustada, intentó darse más prisa en cerrar, hasta que le
grité:
—¡Jeff Pullman! ¡Busco a Mister Pullman! ¡I’m looking for Mister Pullman, please!
Ella giró la cabeza para decir algo dentro de la cabina del aparato. Unos segundos después, que a
mí se me hicieron eternos, volvió a bajar la escalerilla, que ya estaba a media altura.
En el instante en que estaba a punto de rendirme, que mis piernas ya no me sostenían y que apenas
podía respirar entre la carrera y los gritos, se materializó el milagro. En lo alto de las escaleras,
perfectamente arreglado y con cara de curiosidad, apareció Jeff.
Llegué al pie de las escaleras como pude, casi al mismo tiempo que me daban alcance los
vigilantes, y me sujetaban por los brazos con intención de echarme al suelo como a una vulgar
delincuente.
Jeff presenciaba la escena sin decir nada, pero cuando salió de su estupor, bajó rápido las
escalerillas para detener a la horda de uniformados que se me había echado encima.
—¡No! ¡Esperen! No hay problema, está conmigo.
—¿Está usted seguro, señor? —preguntó uno que parecía el cabecilla de aquella panda de
soldaditos de pacotilla.
—Sí, no se preocupen. Está todo en orden —. Se acercó a mí mientras aquellos individuos me
soltaban, intentando coger resuello al tiempo que mascullaban expresiones en las que mi persona
salía bastante mal parada.
Una vez se fueron los vigilantes, nos quedamos cara a cara. Uno frente al otro. Él, muy serio,
intentaba adivinar en mi mirada la respuesta a su pregunta no formulada. Yo trataba de coger aire y
procuraba que los latidos de mi corazón recuperasen su ritmo normal.
Apenas nos separaban dos pasos, pero ninguno de los dos se atrevía a cruzar esa distancia para
acercarse al otro.
Por mi parte, era miedo. Miedo a lo que la mente de Jeff pudiera especular.
Por su parte…, no lo sabía. Incertidumbre, prudencia quizás.
—¿Estás bien? —preguntó con dulzura.
—Estaré mejor en cuanto consiga recuperar el aliento —contesté pretendiendo esbozar una
sonrisa.
—¿Qué haces aquí? —inquirió con curiosidad.
«¿Qué hago aquí? ¿Realmente me ha preguntado eso? ¿Se ha olvidado de su propuesta?», pensé
con tristeza.
—Yo…, no lo sé —respondí.
—¿No lo sabes? ¿Has puesto en guardia a todo el aeropuerto y no sabes qué haces aquí?
—Jeff, yo… —No sabía cómo seguir—. Yo…, he meditado lo que me dijiste y... he tomado una
decisión.
—¿Y has venido a despedirte? —preguntó arqueando una ceja—. ¿Por eso esa carrera
desenfrenada? ¿Para decirme adiós?
—No, yo… —¿Por qué demonios no se daba cuenta de lo que quería decirle?
—Mireya, te has presentado aquí en el mismo instante en que íbamos a despegar, sin maletas, sin
equipaje, y poniendo en alerta a todas las fuerzas de seguridad. ¿Solo para despedirte?
—Jeff, me voy contigo. Aún no sé si estoy chiflada por tomar esta decisión, pero sé que si dejo
que ese avión despegue sin mí, me arrepentiré el resto de mis días —solté a bocajarro—. Llevo el
pasaporte. ¿Hace falta algo más?
Una sonrisa iluminó su rostro. Cruzó esos dos pasos que nos separaban y me estrechó en sus
brazos.
—Mireya, mi amor, mi vida.
—Un momento —dije zafándome de su abrazo—. Antes de coger ese avión tengo que aclarar
algunas dudas.
—Pregunta lo que quieras —respondió sin soltar mi mano.
—Yo sé lo que siento. Te quiero. Estoy enamorada de ti. No me preguntes cómo ha sucedido,
porque no tengo ni la menor idea. Ha sido tan rápido que hasta yo misma estoy asustada de la
intensidad de mi sentimiento. Pero no sé lo que tú sientes. No me lo has aclarado. Según tus palabras,
sientes algo que no habías sentido nunca, pero necesito que le pongas nombre a ese «algo», porque si
no es lo que necesito, es mejor que no coja ese avión y que nunca más nos veamos, por mucho que me
duela.
—Mireya, ¿aún no te has dado cuenta de que te amo? Mi vida sin ti no tiene ningún sentido. Quiero
empezar una vida nueva contigo a mi lado. En cualquier lugar del mundo. Si quieres que nos
quedemos aquí, nos quedaremos. Si quieres que nos vayamos a Seúl, nos iremos. Y si prefieres que
instalemos nuestro hogar en la luna, por ti lo haré. Soy tuyo, para siempre. Dónde y cómo quieras. Si
hubiera podido detener el tiempo la noche que pasamos juntos, lo habría hecho con tal de estar
siempre en tus brazos. Te quiero, vida mía.
Me lancé a sus brazos y me besó. Me besó con una intensidad con la que nadie me había besado
antes. Con ese beso me entregó su vida entera, y yo le entregué la mía.
Nuestros labios se unieron, las lenguas empezaron una danza lenta y sinuosa, explorando,
recorriendo la boca del otro, entrando y saliendo sin cesar. El abrazo que compartíamos no permitía
ni siquiera la circulación del aire entre los dos cuerpos, pegados de los pies a la cabeza. Mis manos
se aferraban a su cuello sin atreverme siquiera a moverlas para que no cesara ese contacto febril. Y
las suyas sujetaban mi cintura y mi nuca para juntar aún más nuestras bocas.
Ambos teníamos los ojos cerrados. Yo sentía miedo. Miedo de que todo aquello fuera un sueño,
que sonase la alarma de mi despertador y deshiciese en pedazos esa fantasía que estaba viviendo.
El beso duró un minuto…, o una hora. No lo sé. Cuando tuvimos que separarnos para tomar
aliento, abrí los ojos con el temor de que aquello no fuera realidad. Entonces me encontré con su
mirada color avellana. Con sus ojos brillantes y su deslumbrante sonrisa que me erizaban todo el
vello.
Sin soltar mis brazos de su cuello, le miré muy seria.
—Jeff…, tengo que hacerte una pregunta.
—Dime, amor mío —contestó sonriente.
—Me voy a Seúl contigo, pero…, ¿en calidad de qué?
—De lo que tú quieras, mi amor. Mi amante, mi esposa, mi amiga. Serás lo que quieras ser.
Porque desde hace una semana, te has convertido en la dueña de mi corazón y mi vida te pertenece.
Dicho esto, volvió a besarme con un beso que yo disfruté más que ninguno. Porque en ese momento
ya no tenía duda alguna sobre lo que ocurriría en Seúl. Las cosas podrían ir bien, o podrían no
funcionar. Pero el principio sobre el que se iba a asentar nuestra relación, el amor, era lo
suficientemente sólido como para que juntos pudiéramos salvar cualquier escollo que pudiera
presentarse en nuestro camino.
Los dos podríamos luchar contra cualquier interferencia que pudiera presentarse.
Finalizado el beso, Jeff me levantó en brazos, subió conmigo por la escalerilla del avión y todos
los que estaban a nuestro alrededor prorrumpieron en estruendosos aplausos.
—¿Estás contenta?
—Por supuesto.
—Ahora vamos a tener una nueva vida los dos juntos. Y vamos a ser muy felices, lo sé. Pero…
¿por qué has venido corriendo de esa manera?
—Tenía que llegar a ti. Tú siempre serás mi mejor elección —contesté sonriendo abrazada a él,
mientras observaba cómo la puerta del avión se cerraba tras nosotros.
EPÍLOGO

Seis meses más tarde

De: roxy_star
A: mimi_pullman
Asunto: Vacaciones de Navidad
Querida Mimí (léase con ironía):
Recuérdame que te mate cuando vengas a pasar la Nochebuena en casa. Si quieres saber el motivo,
deberías recordar que le diste mi teléfono a alguien quien, por cierto, ha hecho uso de él. Menos mal
que conseguí sacármelo de encima con una cena, pero hay que reconocer que, aunque está imponente,
a mí me resulta un poco cansino.
En tu casa se está de maravilla, así que, solo por eso, tendré que perdonarte la jugarreta con el
pasmarote de Víctor. Por cierto, el otro día llamó el abogado ese al que firmaste los poderes, para
informarnos de que la sentencia de Jaime respecto a la orden de alejamiento es firme. Aunque,
bonita, ya podías haber confiado en mí y habérmelo contado antes.
Marga tuvo gemelos, feísimos por cierto. Tuve que ir con mamá a visitarla a la clínica, y estaba
allí el capullo de su marido. A mí me tienes que explicar un día qué le viste a ese «engominao» para
encoñarte con él.
¡Ains! Es que creo que deberíamos haber hablado más. Y acepto mi parte de culpa, que los de la
revista me tienen hasta las narices con tanto viajecito.
Por cierto, quieren hacer un reportaje de Gangnam Gu a raíz de una canción que se ha puesto de
moda, así que lo mismo te tengo que pedir asilo una temporada. Paso de ir a un hotel, que con el
presupuesto tan reducido que tienen estos y la calidad de vuestros alojamientos, a saber dónde me
meten.
¿Qué tal llevas tú las cosas? Las pocas veces que llamas, mamá me quita el teléfono y no consigo
hablar contigo. Cuéntame todo, todo ¿eh? Ya no te voy a consentir que me ocultes nada más.
Te dejo, que sale mi vuelo. Acabé el reportaje de la ruta 66 y vuelvo para Valencia.
Un beso. (Vale, sí, te quiero, pesada).
Roxy.

De: mimi_pullman
A: roxy_star
Asunto: RE: Vacaciones de Navidad
¡¡¡Hola hermanita!!!
Aquí me tienes, perfectamente adaptada a la vida de Seúl. Sigo sin hablar una sola palabra de
coreano, pero el servicio que hay en casa habla inglés y no tengo problemas de comunicación con
ellos.De momento me estoy tomando una temporada sabática, puesto que llevaba mucho tiempo sin
coger unas vacaciones como Dios manda.
Jeff me trata como a una reina y, aunque trabaja muchas horas a lo largo del día, las noches son
todas para mí. Le conté que de pequeña me llamabais Mimí. Le ha hecho gracia y ahora siempre me
llama así. Al final, he vuelto a recuperar el diminutivo del que tanto trabajo me costó deshacerme.
Pero en sus labios suena tan dulce…
La semana pasada estuvimos en una recepción en la Embajada de España y nos sentaron en la
misma mesa que al Presidente de la República de Corea. Claro que Jeff goza aquí de un status social
bastante más elevado de lo que me había imaginado…
La empresa funciona de maravilla. Hace tres meses se puso en marcha el nuevo hospital, con todo
el material que llegó procedente de mi antigua empresa.
Si llamo poco a mamá es porque, a pesar de que le digo que estoy muy bien y que mi vida aquí no
podría ser mejor, no me perdona que no organizase un bodorrio aburrido allí en España. No puede
entender que queríamos que nuestra boda fuese eso: nuestra. Nos casamos en la intimidad, solo
nosotros y dos testigos.
La familia de Jeff ha pasado unos días con nosotros y ahora que su padre se ha jubilado, han
decidido volver a Australia. Nos han invitado a pasar una temporada con ellos. Si todo va según lo
previsto, intentaremos acercarnos cuando mi marido (¡qué raro se me hace llamarle así!) tenga unos
días libres. Todavía no conozco Sídney y me apetece un montón.
¿Tú cómo estás? Ya veo que sigues con los reportajes fotográficos para esa revista de viajes. Es
una suerte conocer mundo, te lo digo yo, que últimamente no salgo de casa.
¿Te ha llamado Víctor? Lo siento. Le di tu teléfono. Ya sé que no debí hacerlo, pero se trataba de
una promesa que tenía que cumplir. Si vuelves a hablar con él dale muchísimos besos de mi parte y
dile que si se queda sin trabajo, aquí le podemos hacer un hueco.
Verás…, es muy probable que no podamos ir a pasar las Navidades con vosotros. Ya sé que se lo
había prometido a mamá, pero hay una circunstancia excepcional que no me permite viajar hasta
dentro de unos meses.
¡¡¡Estoy esperando un bebé!!! Por favor, no le digas nada a mamá. Ya llamaré yo para decírselo.
Para que no me digas que te oculto cosas, has sido la primera en enterarte. Jeff aún no lo sabe, pero
en cuanto llegue a casa pienso darle la noticia.
¡Hablando del rey de Roma! Acaba de entrar por la puerta. Te dejo, voy a saludar al nuevo futuro
padre… ¡a ver cómo se toma la noticia!
Te quiero, enana.
Besos.
Mimí.
FIN
AGRADECIMIENTOS

Hay tantas personas a las que les debo el haber llegado hasta aquí que no sé por donde empezar.
Pero tengo que hacerlo por alguien, así que me gustaría agradecer a mi marido, Bernardo, y a mis
hijos, Alba y Daniel, su comprensión, su paciencia y su apoyo incondicional. Y debo pedirles
disculpas por la cantidad de veces que los he abandonado para ponerme a escribir. Ellos han tenido
más confianza en mí que yo misma.

Gracias a Mar Carrión, Menchu Garcerán, Yolanda Quiralte y Ana R. Vivo por creer en mí y
animarme a continuar.

A mi editor, Sergio Guinot, y a Divalentis Editorial, por confiar en este manuscrito y ayudarme a
pulirlo hasta lograr lo que tenéis en vuestras manos.

Pero hay una persona especial sin la cual esto no hubiera sido posible: Chus Nevado. Ella es la
persona que me alentó a terminar esta novela cuando sólo tenía escritas unas cuantas páginas. Ella, la
que se pasó horas corrigiendo mis múltiples errores y dándome consejos para mejorar. Ella, la que
me animó a enviarla a las editoriales. Sin ella, yo jamás la hubiera terminado. Gracias, Chus.

Y por supuesto, a todas las personas que en algún momento han llegado a pensar que podía
conseguirlo. Gracias a todos.
Nota de la autora:

A pesar de que la novela se desarrolla en la zona de Valencia, algunos


de los escenarios descritos en la misma no son reales.

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