Lord Vanity - Samuel Shellabarger
Lord Vanity - Samuel Shellabarger
Lord Vanity - Samuel Shellabarger
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Samuel Shellabarger
Lord Vanity
ePub r1.0
Titivillus 17.04.2021
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Título original: Lord Vanity
Samuel Shellabarger, 1953
Traducción: Julio Fernández-Yañez
Digitalizador: lvs008
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A
Adéle Rouge
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SHELLABARGER Y SU OBRA
Jodee Anderson
Aunque los estilos literarios evolucionan, y son muchos los autores que
intentan reinventar el arte de escribir, existe una clase de novela que siempre
parece tener su sitio en el corazón del lector: la novela histórica. Estos relatos
que suelen ser escenificados de manera muy precisa, que representan un
momento más o menos fijo en la historia, y que, incluso, con frecuencia, nos
dan una imagen muy estudiada de la sociedad del momento, también tienen su
parte de ficción. El lector puede revivir algún evento importante de la historia,
pero a través de la imaginación del autor. Lo que leemos está basado en
hechos, por un lado, pero es pura invención, por el otro. De algún modo las
historias que cuentan podrían ser verdad. Quizá por eso nos atraen más.
Este año la editorial AKRON nos otorga la posibilidad de disfrutar de dos
de las novelas históricas más leídas del autor estadounidense Samuel
Shellabarger, al reeditar dos libros suyos: Capitán de Castilla y Lord Vanity.
EL AUTOR
Samuel Shellabarger nació el 18 de mayo de 1888 en Washington D. C. A
consecuencia de la muerte de sus padres durante su infancia, fueron sus
abuelos paternos los que le criaron y se ocuparon de su posterior formación
educativa. Como afirma Jesse Knight, este hecho va a tener mucha relevancia
en la vida del escritor.
En primer lugar, pasó toda su juventud en el ambiente político de la
capital de los Estados Unidos. El abuelo Shellabarger (1817-1896), del Estado
de Ohio, se licenció en derecho y ejerció la abogacía durante toda su vida. A
la vez, se dedicó plenamente a la política. Primero desarrolló el cargo de
congresista de Ohio (1852 y 1853), para posteriormente salir elegido como
representante en el trigésimo séptimo Congreso de los Estados Unidos de
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América. Aunque perdió las elecciones de 1862, volvió a ocuparse del mismo
puesto para el Partido Republicano en dos ocasiones más: de 1865 a 1869 y
de 1871 a 1873. Asimismo, desempeñó un cargo del gobierno de EE. UU. en
Portugal en 1869. El escritor recuerda su infancia con estas palabras: «[m]i
abuelo nació en 1817 y mi abuela en 1828, de modo que, durante mi niñez,
estuve especialmente bajo la influencia de aquella generación con su criterio
tradicional y su memoria que llegaba a los tempranos días de la República.
Considero que esta influencia ha sido primordial para mi vida[1]».
La niñez privilegiada del autor Samuel Shellabarger, quien con sus
abuelos asistía al teatro, y tuvo su primer contacto con Europa antes de los
quince años, seguramente ha beneficiado su faceta creativa. De su primer
viaje a Europa en 1903, dice que «… mis impresiones de Londres, París y
Roma a principios de siglo llegaron a ser imborrables en mi mente y han
dejado una nostalgia por el pasado que ha dado color a mi narrativa
histórica[2]». Otra circunstancia ventajosa de su juventud es el hecho de que
su formación educativa tuvo lugar inicialmente en centros escolares privados
y posteriormente en las mejores y elitistas universidades de la costa Este
estadounidense.
Según Judson Knight, después de licenciarse en la Universidad de
Princeton (New Jersey) en 1909, Shellabarger realizó una estancia en el
extranjero en la Universidad de Múnich (1910-11). Luego, regresó a EE. UU.
para llevar a cabo su doctorado en la Universidad de Harvard
(Massachusetts). Durante los dos últimos años de la realización de su tesis
doctoral, titulada Diccionario tesauro sobre frases hechas en anglosajón y
nórdico antiguo[3] ejerció la docencia en Princeton. En 1917 recibió de la
Universidad de Harvard el título de doctor en Filosofía. En el misino año,
EE. UU. entró en la primera guerra mundial, y, en cuanto Shellabarger hubo
terminado su tesis, comenzó su servicio militar como teniente. Primero estuvo
en el cuerpo de la artillería, después pasó al servicio de inteligencia militar y
finalmente desempeñó el cargo de ayudante del agregado militar en el
Consulado de EE. UU. en Estocolmo. Seguramente este cargo tuvo relación
con el hecho de que se había casado en 1915 con Vivan Georgia Lovegroove
Borg, una sueca, a quien había conocido en Suiza, en 1914, durante uno de
sus frecuentes viajes a Europa.
Al terminar la primera guerra mundial, Shellabarger volvió a aceptar un
cargo docente en la Universidad de Princeton. Estuvo allí de profesor
ayudante durante una temporada. En una gran parte del trabajo de estudio e
investigación de su carrera académica demuestra su pasión y dedicación al
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siglo XVIII. Asimismo, de Shellabarger, muchos coinciden con Goldwin Smith
en destacar que «sus ideas se expresan con habilidad» y están «blindadas con
sabiduría» (1952: 664). En 1922, se trasladó con su familia a Lausanne,
Suiza, donde permanecieron durante cinco años. También pasarían dos años
en Inglaterra y Francia. De hecho, hasta 1931 Shellabarger pasaba temporadas
en Europa y en EE. UU. Seguramente esto explica por qué era políglota.
Hablaba y escribía en inglés, francés, español, italiano, alemán, sueco y
danés, y tenía buena base en latín y griego. Se aprecia su habilidad lingüística
en sus novelas históricas, en las que refuerza la identidad de los personajes
con frases en español, francés, e italiano. De nuevo, en EE. UU. se dedica
plenamente a escribir a partir de 1931.
Algunos críticos de los años 40 destacan su gran habilidad para
representar de forma exhaustiva la época descrita en cada relato. Encuentran
la explicación en el hecho de que, académicamente, Shellabarger se dedicó
primero a la historia, con el monográfico (The Chevalier Bayard, 1928) sobre
la vida del Pierre Terrail, Seigneur de Bayard. Años más tarde, Richard
O’Gorman (1973: 436) clasificaría esta novela, que representa a le bon
chevalier Bayard, como una «biografía dinámica y comprensiva» de esta
figura, y prosigue: «La habilidad de Shellabarger de evocar el ambiente de un
esplendor de antaño, nunca fue más claramente manifiesta que en este relato
suspicaz de una figura verdaderamente heroica[4]…». Es cierto que
Shellabarger tema cierta reverencia a esta persona, ya que su personaje
aparece en tres de sus novelas históricas: Capitán de Castilla, El príncipe de
los zorros y El paladín del rey. Al año de publicar este trabajo académico,
escribe su primera novela, The Black Gale (Century, 1929).
Posteriormente, escribe una biografía de Lord Chesterfield. Esta última se
publicó primero en Inglaterra en 1935 para luego llegar con una nueva
edición al público americano en 1951. Mientras que en Reino Unido se
recibió este libro con reservas (ver Gulick Jr.)[5], cuando reaparece en Estados
Unidos, años más tarde y con unos cambios en su texto, es bien recibido,
como se puede apreciar en estos comentarios de Goldwin Smith: «El
resultado es una combinación afortunada e inusual de erudición honrada y
prosa humana… No hay duda sobre el interés apasionado de Shellabarger en
su sujeto» (1952: 664)[6]. En todo caso, es bien sabido que era especialista en
el período del siglo XVIII en el que precisamente se desarrolla la trama de Lord
Vanity. Se percibe todo el trabajo minucioso de Shellabarger para establecer
un ambiente de elementos muy específicos, y también se observa cómo este
ambiente tiene que ir cambiando con el país de cada escena para enseñar al
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lector los diferentes lugares, culturas y modas de Italia, Francia, Reino Unido
e incluso, hasta cierto grado, de Canadá.
Al tener ya varios trabajos académicos publicados, y para que su
credibilidad no se viera afectada, decide, durante casi una década, utilizar dos
seudónimos para la publicación de otros libros suyos (romances y misterios).
Con el nombre de John Esteven aparecen: Door of Death (Century, 1928),
Voodoo (Doubleday, 1930), By Night at Dinsmore (Doubleday, 1935), Blind
Man’s Night (Hodder & Stroughton, 1937), While Murder Watts (Harrap,
1937), Graveyard Watch (Modern Age, 1938) y Assurance Double Sure
(Hodder & Stroughton, 1939). Como Peter Loring escribe Grief Before Night
(Macrae Smith, 1939) y Miss Rolling Stone (Macrae Smith, 1939), que vio la
luz primero en Reino Unido como He Who Travels Alone
(Hodder & Stroughton, 1939). Aparte de su actividad docente y estas novelas
dedicadas al mundo del crimen, Shellabarger también escribe para revistas,
entre otras: McCall’s y Cosmopolitan.
En 1938, con una decisión curiosa de reciclaje profesional, acepta el
puesto de director de una escuela femenina en la Columbus School for Girls,
en Ohio, durante dos años. Knight (1996) sugiere que este cambio le va a
proporcionar el tiempo que necesita para dedicarse con más intensidad a
escribir. Sea como fuese, a partir de este momento van a publicarse sus
novelas históricas de más éxito, y todas van firmadas por Samuel
Shellabarger: Captain from Castile (1944 & 1945), Prince of Foxes (1947),
The King’s Cavalier (1950) y Lord Vanity (1953). Como los best seller que
fueron en su momento, sus traducciones se publicaron en España al poco
tiempo: Capitán de Castilla (1947), Príncipe de los zorros (1948), El paladín
de la corona (1951), Ford Vanity (1955), todas por la editorial Éxito
(Barcelona).
Dos novelas suyas, The Token (1955), que es ficción juvenil, y Tolbecken
(1956), traducida en España como El gran árbol (1957), son obras póstumas,
ya que murió de un ataque de corazón en Princeton, New Jersey, el 20 de
marzo de 1954.
Hoy en día, es obvio que los lectores todavía encuentran atractivas las
novelas de Shellabarger, puesto que el nombre del autor estadounidense
aparece con frecuencia en blogs y foros, en los que se suelen comparar sus
obras con autores más tradicionales, como Dumas, y también con la literatura
más actual de Arturo Pérez-Reverte. Otra prueba de su valor para el público
es el hecho de que varias de ellas han sido editadas de nuevo recientemente en
Estados Unidos: Captain from Castile (Bridge Works, 2002), Prince of Foxes
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(Bridge Works, 2002), The Chevalier Bayard (Kessinger Publishing, 2008).
Asimismo, este año reaparecen en España, editadas por AKRON, las novelas
Capitán de Castilla y la presente obra de Lord Vanity. Curiosamente, también
se han reeditado dos de las versiones que realizó Shellabarger para el cine,
puesto que en 2007 se hizo una nueva promoción del actor Tyrone Power a la
venta. La Tyrone Power Collection incluye cinco películas (Blood and Sand /
Son of Fury / The Black Rose / Prime of Foxes / The Captain from Castile).
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Esta reacción de lo tradicional frente a lo nuevo enmarca de forma muy
adecuada el fondo histórico de Capitán de Castilla, de Shellabarger. La
acción comienza en el año 1518, muy cerca del momento en que vio la luz
este poema de Castillejo, y da fe de una sociedad española dividida en un
sistema de clases y de deberes que todavía tiene repercusión hoy en día. Para
Shellabarger era de suma importancia investigar de modo exhaustivo todos
los hechos del momento histórico en cuestión, para luego plasmarlos en sus
novelas, y con este fin leía fuentes de la época para enterarse de cómo ellos
mismos, los testigos oculares, daban testimonio de lo ocurrido. Según Knight
(2007), las novelas de Shellabarger se destacan por su atención al detalle y su
compromiso para relatar una versión auténtica del momento histórico.
Seguramente, tanta lectura de estas fuentes le ha proporcionado la habilidad
necesaria para plasmar muy fielmente el estilo de lenguaje de la época.
Parte de la acción de esta novela, en la que muchos han apreciado cierta
influencia de Dumas, se desarrolla en la España de la Inquisición del
siglo XVI, mientras que el resto tiene lugar principalmente en México en el
momento de la conquista española. Con las descripciones detalladas y bien
documentadas de Shellabarger, que dan evidencia de las torturas de la
Inquisición y el oro de Moctezuma, se experimentan las sensaciones de la
época de Hernán Cortés. Comienza con la presentación de Pedro de Vargas,
el protagonista y héroe del relato. Este personaje, que se desvela
paulatinamente, celebra su santo con diecinueve años al comienzo de la
acción y su boda al final.
Pese a que los críticos subrayan la sencillez de los personajes de
Shellabarger, es precisamente a través de sus relaciones cómo se desarrolla el
argumento del relato. La relación entre Pedro de Vargas y su padre, Francisco
de Vargas, ejemplifica muy bien la situación que se ha mencionado
anteriormente de lo tradicional frente al cambio de la sociedad. Otro ejemplo
se encuentra en las experiencias que Pedro tiene con el marqués de Carvajal y
su hija Luisa, quien llega a ser la prometida de Pedro. También presente en
esta versión de la historia son las interpretaciones de la perversidad de los
inquisidores y del trato vil que recibe el pueblo de Moctezuma a manos de los
conquistadores. Las observaciones que llega a realizar honran a un Pedro más
maduro, cuando éste compara el castigo de morir quemados en el fuego,
elegido para ellos por parte de los indios, con el castigo que repartían los
inquisidores en su España natal. Es más, a nivel filosófico, podría llegar a
pensar en la condición humana y cómo, aunque uno se suele fijar más en las
diferencias para poder mantener la distancia con otros grupos, la mayoría de
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las veces el ser humano tiene una forma muy parecida de actuar. La maldad
del ser humano se muestra en este ejemplo, mientras que la bondad se ve en el
perdón que Pedro otorga al indio Coatl, y que tendrá su respuesta paralela en
un momento dado de la acción.
Otro personaje fuerte y digno de mención es Catana Pérez. Esta gitana,
enamorada de Pedro, está dispuesta a dar su vida por él y lo sigue hasta el
Nuevo Mundo, donde Pedro irá para probar su fortuna con su amigo Juan
García. Curiosamente, una de las críticas de esta novela tiene que ver con
Catana, ya que la relación entre ella y Pedro sería esencialmente imposible en
ese momento histórico. Sin embargo, Shellabarger le saca provecho para sus
lectores más modernos, quienes aprecian el coraje y la lealtad de Catana más
que su virtud (Ludlow, 1946: 186).
Los personajes de ficción hasta ahora expuestos se relacionan con otros
más conocidos, las figuras históricas de aquella época, entre otros: Hernán
Cortés, Pedro de Alvarado y Contreras, fray Bartolomé de Olmedo, Diego
Velázquez de Cuéllar, Francisco Hernández de Córdoba, Pánfilo de Narváez,
Seigneur de Bajará, así como Marina o la Malinche y, obviamente,
Moctezuma, el tlatoani, el emperador del imperio azteca. Incluso el lector
puede experimentar estar en presencia del Tribunal de la Santa Inquisición de
Jaén, que en ese momento histórico era uno de los más activos[7]. Todas estas
referencias históricas refuerzan la estructuración cronológica del relato y
ayudan a crear un ambiente histórico muy fiel a ese momento.
Cuando se publicó por vez primera en 1944, Capitán de Castilla se
convirtió en best seller casi del día a la noche. La Literary Guild le premió
con su elección en enero del mismo año de su publicación. Casi a la vez,
Century-Fox desembolsó 100 000 dólares norteamericanos por los derechos
cinematográficos. Esta novela histórica tuvo tanto éxito que se reeditó doce
veces antes de marzo del mismo año. Llegó a tener veinte reediciones sólo en
pasta dura. Más tarde, Tyrone Power se encargaría de dar cuerpo y voz a
Pedro de Vargas en la gran pantalla, aunque la versión cinematográfica no es
fiel a la obra de Shellabarger, ya que sólo cuenta parte de la acción
desarrollada en la novela. Shellabarger se encargó personalmente del guión
con la ayuda de Lamar Jefferson Trotti. Aparte de su debut en Hollywood, se
publicaron traducciones de Capitán de Castilla en 18 idiomas (Knight, 2007).
Resulta obvio entender por qué esta obra se considera como el primer gran
éxito de Shellabarger.
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CONTEXTO HISTÓRICO DE LORD VANITY
A pesar de que no se llegó a realizar la versión cinematográfica de Lord
Vanity, se habría prestado bien a este fin. Esta novela dedicada al siglo XVIII,
comienza en el verano de 1757 en Villa Bagnoli, la zona de descanso
veraniego de la clase aristócrata veneciana. Con 19 años, el protagonista,
Richard Morandi, hijo ilegítimo de Thomas Hammon, lord Marny, se gana la
vida como segundo violín en la orquesta contratada para la fiesta celebrada en
la mansión del conde de Widiman. Richard, o Milor, como le llaman sus
amigos en referencia a sus comienzos, hijo de la francesa Jeanne Dupré y con
el padrastro italiano, Vico Morandi, normalmente se dedica a actuar en el
teatro de San Lucas, bajo la tutela de Cario Goldini. Esa misma noche
conocerá a las dos mujeres que cambiarán su vida: Amélie, la condesa Des
Landes, y Maritza Venier, hija de Antonio Venier. Ambas son de la clase
noble, bellas, y las dos llegarán a interesarse por Richard. No obstante, para
poder cortejar a cualquiera de estas damas, él tendrá que cambiar de estatus
social.
El primer paso lo da de la mano de Goldini en una actuación cómica.
Representando a un noble, comparte escena con su nuevo pero misterioso
apoderado cavaliere Marcello Tromba. Una vez que Tromba le acepta en la
familia, hará bien en cuidar su relación, ya que por algo también es conocido
como el marqués de Corleone. Con su actuación, Morandi saborea la vida de
la clase aristocrática, a la vez que se gana el respeto de todo el público, salvo
de Marín Sagredo: un enemigo peligroso que se volverá a cruzar en su
camino. El hecho de descender de la nobleza y casi poder formar parte de este
mundo, lo va a hacer mucho más atractivo para este joven. El resto de la
novela dará testimonio de las decisiones que toma para poder alcanzar su
sueño de pertenecer a la clase alta.
Toda la acción de esta historia ficticia se entrelaza con la historia real del
siglo XVIII. Al comienzo de la novela, Shellabarger utiliza a Cario Goldini
para este fin. Conocido como el dramaturgo más grande de Venecia, provocó
una situación sin par en la historia del teatro italiano cuando, en 1752, decide
dejar el teatro Malibran, propiedad de la familia Grimani, para realizar su
obra en el teatro San Luca, de los Vendramins. Ocurrió justo antes de lo que
se reconoce como su mejor periodo de producción, durante el cual ven la luz
muchas de sus comedias, y en el que se desarrolla el estilo conocido como
ópera bufa (Banham, 1995: 433). El disciplinado lector se encuentra con
muchos conocidos: John Murray, el diplomático británico en Venecia; David
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Garrick, actor y dueño del Drury Lane Theatre en Londres; Jean-Jacques
Rousseau y Denis Diderot, dos filósofos eminentes de la sociedad francesa, y
también otros que no lo son tanto, pero que destacan por su origen, como
Antoine de Sartine (natural de Barcelona), quien en aquella época histórica
ocupó el cargo de teniente general de la Policía de París.
Aparte de los personajes, también Shellabarger hace uso de lugares que,
aún hoy en día, se pueden conocer, por ejemplo, en Italia; entre otros,
describe en detalle la Villa Widmann Foscari, en Villa Bagnoli, cerca de
Mira, el Palazzo Venier, el Teatro Vendramin o Teatro San Luca, hoy
llamado el Teatro Cario Goldini. La descripción de estos sitios aparece de la
mano de costumbres y tradiciones que los hacen aún más reales: las modas
italianas y francesas, así como la música y los bailes de la época, hasta
narraciones de la celebración de la fiesta de carnaval, o de las torturas que se
realizaban en los Pozzi de la cárcel ubicada en el Palacio Ducal.
Asimismo, Shellabarger se esmera en la presentación verídica de los
eventos históricos del momento, como, por ejemplo, la disputa entre los dos
dramaturgos italianos más importantes en aquella época, Cario Goldini y
Cario Gozzi, el intercambio filosófico que se desarrollaba en Europa, o la
batalla de Quebec, en la que participa Richard Morandi, contada de forma
muy cuidada y con todo lujo de detalles.
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pudo hacer uso, en alguna ocasión, del prestigio de su padre, también es cierto
que llegó a embarcar hacia Cuba con su caballo como único recurso. Por otro
lado, una vez en México, Juan García y Catana Pérez interactuaron con sus
superiores de un modo que no era socialmente aceptable para personas de su
posición social en la España de aquella época. Hasta a los criminales se les
perdonaba cuando hacían falta para salvar la posición de los conquistadores, y
por su colaboración cobraban las recompensas que les permitirían integrarse
en una clase social con más medios.
El tema del hombre hecho a sí mismo también está presente en Lord
Vanity, ya que el humilde actor Richard Morandi accede, mediante un papel
de teatro, a la clase alta. Este primer paso le permite conocer a Maritza
Venier, y desempeñar un papel significativo para el futuro de la bailarina. No
obstante, para realmente formar parte de su mundo tendrá que encontrar cómo
cambiar de estatus social. Aun así, sólo se permite suplicar la ayuda de su
padre en un momento crítico, cuando la otra elección es la muerte. Otro
ejemplo es Maritza Venier. Esta hija única del patricio Antonio Venier ha
visto cómo por razones políticas su familia ha quedado en una situación
económica delicada. Maritza quiere ser bailarina como su difunta madre —
gran estrella del circuito francés—. Sin embargo, una moza que demostraba
sus habilidades en este arte, si no estaba casada, debería tener un apoderado
que se ocupara de sus gastos y, a su vez, recibiese las atenciones de la
bailarina. Quizá los apuros que pasa ella, que se muestra fuerte en su empeño
de realizar el sueño de su vida sin comprometer su virtud, resultan más
destacados al compararla con la joven francesa, Amélie, la condesa Des
Landes, quien, estando en una posición similar a la de Maritza, se enfrenta a
la vida de otra manera. Amélie sí sabe sacar todo el provecho posible de su
situación como mujer seductora, capturando los corazones de ricos
aristócratas de la alta sociedad italiana y francesa. En todo caso, ambas luchan
por redefinir su lugar social y, de paso, su propia identidad.
Finalmente, es imprescindible hacer referencia a los lazos que se
establecen en ambas novelas entre el viejo y el nuevo mundo. Muy
probablemente, es ineludible que Shellabarger, habiendo vivido en ambos
continentes, incluya a los dos mundos en su literatura. En Capitán de Castilla
se da fe de la integración de los españoles en las Américas, mientras que en
Lord Vanity se observa la presencia de los europeos en Canadá, justo en el
momento en que toda Europa se empeña en buscar nuevos territorios para
colonizar. Las versiones históricas que hace Shellabarger de cada época
muestran la crudeza de la conquista española y de la lucha entre Inglaterra y
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Francia en Norteamérica. No obstante, sus personajes parecen terminar
aceptando este mundo nuevo. De hecho, al final de sendos relatos, ambos
protagonistas tendrán que decidir si quieren seguir en la Europa de su
juventud, o si, al contrario, han de instalarse en la nueva tierra prometida de
las Américas.
Hoy en día, resulta interesante volver la mirada hacia atrás para darnos
cuenta de cómo y cuánto han cambiado las normas de la sociedad occidental,
en las que el respeto y la igualdad básicamente se dan por sentado a todos los
niveles sociales. El enfoque de estas novelas históricas nos impulsa a
reflexionar acerca de lo que ha cambiado o, simplemente, a disfrutar de la
escenificación. Con sus explicaciones tan detalladas, Shellabarger nos hace
entrar en la historia para poder ver, oír, oler, saborear e incluso sentir los
lugares que describe. Las historias de amor que experimentan los
protagonistas también hacen atractiva esta lectura apasionada sobre los
primeros encuentros entre el viejo y nuevo mundo. No obstante, lo que más se
aprecia en la obra de Shellabarger es el enfoque histórico que el lector puede
percibir de modo tan presente y tan real. Asimismo, esta perspectiva histórica
vuelve a tener actualidad en este siglo, en el que tanto Europa como
Norteamérica siguen siendo los destinos mayoritarios de los pueblos
emigrantes en la búsqueda de un territorio que les oferte nuevas
oportunidades y en el que tendrán que iniciar una nueva vida.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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LORD VANITY
Samuel Shellabarger
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PRIMERA PARTE
VENECIA
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I
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Cierta noche del mes de agosto, a uno de los invitados del conde Widiman
se le ocurrió que sería divertido bailar al aire libre en lugar de hacerlo en el
salón. La idea fue acogida entusiásticamente y el conde dio las órdenes
precisas para que ello fuera realizable. Se montó un piso de madera en el
césped rodeado de setos y que terna como fondo una terraza. Los sirvientes
colocaron mesas con refrescos y encendieron antorchas resinosas. La luz
vacilante imprimía a la escena un aire misterioso. Las parejas se movían en un
claroscuro.
Solamente los veteranos de la orquesta de ocho instrumentos, que año tras
año habían amenizado las mismas combinaciones de sedas, joyas, medias
blancas y tacones rojos, lo consideraban como uno más de los bailes del
Brenta. Marco Letta, el director, lo terna simplemente como un trabajo bien
pagado que duraba hasta el amanecer y que, por tanto, era merecedor de sus
mejores esfuerzos, pero hubiera preferido que se celebrara en el salón. La luz
de las antorchas no le compensaba de las picaduras de los mosquitos. De lo
contrario, aquí o allá, ¿qué más daba? Perfumes y polvos de arroz, colorete y
lunares, y abanicos que se agitaban… Su violín inició los primeros compases
de Sciogli le treccie, madonna, que hubiera podido tocar dormido, y él sonrió
a la cara asombrada del violín que se había añadido a la orquesta y para quien
todo aquello era nuevo.
Marco apreciaba al violín extra, llamado Richard Morandi, cuyo
entusiasmo mantenía elevada la moral de la orquesta. Era un joven de
diecinueve años, de carácter inestable, pero nunca aburrido. Le apreciaba
también con la indulgencia del viejo profesional para con el aficionado de
talento. Su trabajo en la orquesta no terna otro objeto que el de cubrir sus
necesidades durante el verano. Si Tito Nani hubiera sido el causante de las
notas discordantes que emanaban del violín de Richard, Letta le hubiera
pulverizado. En Richard solamente causaban risa.
Ese aprecio contenía cierta dosis de deferencia. Era bien sabido que
Richard hubiera podido ser noble si su madre, la francesa Jeanne Dupré, y el
diplomático que la había seducido en Dresde hubieran llegado al altar. Milor,
el sobrenombre con el que se le conocía y su nombre francés, Richard, que
nunca se convertía en Ricardo, atestiguaban su nacimiento. Terna también
otros méritos de mayor solidez. Era hijastro de Vico Morandi, compositor-
director del teatro San Giangrisostomo, que contrajo matrimonio con Jeanne.
Richard había recibido educación en un colegio de jesuitas. Debido a su
trabajo como actor ocasional en el Teatro San Luca, estaba en un plano social
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superior al de los demás músicos. Aunque no perteneciese aún a la plantilla
de la compañía ni viajara con los comediantes en su circuito de verano, algún
día formaría entre ellos. Era autor de un par de sainetes para la commedia
dell’arte que fueron representados el invierno anterior en el Chioggia. Pero
como no blasonaba de ello y era amable con todos, nadie se sentía celoso.
Un chirrido, más que nota discordante, que salió de su violín, hizo que
Letta le susurra: «¡No desentones!», recibiendo por ello una sonrisa de
excusa. La mano izquierda de Richard se concentraba en mover sus dedos
adecuadamente y Sciogli le treecie continuó fluyendo suavemente.
Letta le contempló un instante con fingida indignación, pero, en realidad,
preguntándose cómo el hijo de un inglés y una francesa podía tener un rostro
tan atezado. Los ingleses que llegaban a Venecia eran generalmente de ojos
azules y cutis blanco y rosado. Considerando el color de su piel, Richard
parecía español. Aparentaba mayor edad, sus facciones eran grandes, tenía los
ojos oscuros y un mechón de cabello negro escapaba continuamente del lazo
con que lo sujetaba en la nuca. Era de aspecto llamativo más que hermoso.
Letta recordó que, en cierta ocasión, había conocido a un marino irlandés del
mismo tipo. Al parecer, había gentes de piel atezada en el norte.
Richard había recobrado el dominio del violín y miraba intensamente a los
danzantes. La expresión de su rostro hizo recordar a Letta el primer baile
patricio a que asistiera como músico, treinta años atrás, en el palacio
Contarini. En aquel entonces, el violín era una aventura y no un trabajo.
—¡Psst! —silbó entre dientes para llamar la atención de la orquesta—.
Ahora tocaremos Ánima mía. Mismo compás.
La música cambió.
El mundo elegante era algo todavía inexplorado para Richard Morandi.
Naturalmente, había vislumbrado alguno de sus aspectos en la calle o en la
plaza, en las regatas del Gran Canal, en las salas de juego del Ridotto durante
el carnaval, en los palcos de los teatros o frente a la iluminada entrada de
algún palacio, cuando hasta ella llegaban góndolas ricamente adornadas y de
éstas descendían bellas damas y elegantes caballeros para asistir a un
banquete o a una recepción, pero nunca había estado tan cerca de él como
durante el mes que había formado parte de la orquesta de Letta. Las damas y
los caballeros le llamaban especialmente la atención. Habiendo sido
preparado desde niño para el teatro, era un mímico excelente y captaba
rápidamente los diversos tipos. Bajo la influencia del doctor Goldoni, el
conocido autor y gran hombre del teatro San Luca, que era su patrón y amigo,
había adquirido el hábito de estudiar a la gente, ya que, según le había dicho
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Goldoni, copiar de la naturaleza humana era el único fin verdadero de todo
actor. Aquella noche, Richard Morandi tenía mucho material de estudio ante
sus ojos.
Si alguna vez representaba papeles de caballero, habría de tomar la
tabaquera exactamente de aquella manera. La reverencia a una joven dama
precisaba aquella posición de la pierna y el movimiento lateral de las manos,
sin exageración. Y de aquel otro modo se indignaría ante una matrona,
rindiendo tributo a su edad y posición. Ofrecería su brazo de esa forma, y así
caminaría, con los pies vueltos al ángulo debido. El actor que en él había,
admiraba el espectáculo que ofrecían las damas y caballeros elegantes. Sus
maneras eran un arte exquisito.
Entretanto, casi sin darse cuenta de ello, estaba buscando personajes
interesantes y argumentos para sus futuras comedias. Goldoni sacaba sus
argumentos de sus más populares obras, de situaciones casuales.
Por ejemplo, la cautivadora condesa francesa Amélie Des Landes, a quien
todos cortejaban, ¿cómo pudo casarse con aquel desecho de setenta años,
aquel monsieur le Comte, cuya cara parecía una máscara y que no sabía
apartarse de los naipes y el coñac? Ella era alegre y ligera como una
mariposa, etéreamente cínica, divertidamente picara y ciertamente muy poco
inocente. Podrían escribirse una docena de comedias que tuvieran a ella y al
conde como protagonistas. Eran los primeros extranjeros cosmopolitas que
Richard había visto de cerca. La condesa hablaba un italiano perfecto. Se
rumoreaba que había sido educada en un convento de Roma, donde su padre,
un noble irlandés, y su madre, una heredera francesa, eran personajes
prominentes en la pequeña corte el exiliado príncipe Estuardo.
Junto a ella, sin dejarla un solo instante estaba el joven patricio Marín
Sagredo, alto, hermoso y arrogante, el más distinguido caballero en la pista de
baile. No era la primera vez que Richard tomaba mentalmente nota de él.
Sagredo pertenecía a una de las grandes familias de Venecia y estaba
emparentado con la mayor parte de las demás. Era hijo, sobrino y primo de
nobles. Durante tres años fue ayudante del proveedor general de Dalmacia y a
su regreso trajo consigo algo del salvajismo de aquella región. Era conocido
por su temeridad, carácter airado e insolente, afición a las bromas pesadas y
crueles, y apego a las mujeres. Richard le observaba, con desagrado, viendo
su actitud arrogante para con todos cuantos pululaban a su alrededor. Vestía
una casaca de satén blanco bordada de oro; pequeñas campanas de oro
adornaban sus medias y flores también de oro lucían en su chaleco rosado.
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Las monedas sonaban en su faltriquera al moverse. Los rizos de su peluca
parecían de cristal.
Durante un momento, el pensamiento de Richard fue menos objetivo. Era
en tales ocasiones, no muy frecuentes por cierto, cuando sentía su origen.
Hele ahí, rascando un violín por dos ducados semanales, cuando, en cuanto a
sangre se refería, podía tratar a aquel galán de tú a tú. Por no haberse su
madre casado con su seductor y haber roto completamente con él, Richard se
encontraba al otro lado del abismo que le separaba de la pompa y el brillo
mundanos. Se decía que ello nada le importaba; pero un muchacho de
diecinueve años que tiene hambre y sed de vida, se preocupa por tales cosas,
al menos de vez en cuando. Pero ¿por qué había de envidiar a Sagredo y a los
otros jóvenes caballeros que rivalizaban en ataviarse con ropas parisienses,
paseaban a caballo junto al Rio dei Mendicanti, tiraban a sable o florete en la
sala de armas de Cavazzi y jugaban su dinero en el Ridotto? En su mente
había otros objetivos más interesantes. ¡Goldoni! ¡El arte y la fama! ¡Escribir
dramas y burlettas que serían conocidos de San Petersburgo a Nápoles!
Avergonzado de la envidia que por un instante sintiera, la escondió en lo más
remoto de su pensamiento. Sin embargo, no por ello dejaba de seguir presente
en él.
Se dio cuenta de que estaba mirando a una muchacha que permanecía de
pie a un lado de la pista de baile, y gradualmente la imagen de Sagredo se
borró de su pensamiento. En cuanto la luz de las antorchas le permitía ver,
parecía una atractiva jovencita de mediana estatura, que vestía sencillamente
de muselina blanca y no llevaba empolvado el cabello. En aquel tiempo el
mundo social pertenecía exclusivamente a las señoras casadas o de edad
avanzada. Si la muchacha estaba casada, debía de tratarse de una novia muy
joven, recién salida del convento. Le llamó la atención verla sola, sin que
nadie la acompañara. Recordó haberla visto algo borrosamente antes y que
nadie le había dirigido la palabra, a excepción de dos invitados de cierta edad.
«Dio! —pensó—. Yo la preferiría a cualquiera de las otras damas pintadas y
enjoyadas». Le gustaban su aspecto fresco y el sencillo vestido y observaba
que parecía divertirse viendo cómo los demás bailaban. Podía haberse
esperado a ver en su rostro la sonrisa forzada de una dama desatendida, pero,
por el contrario, parecía estar completamente satisfecha.
Sonaron los últimos compases, la música acabó y el rumor de las voces
aumentó.
Richard tocó el hombro a Tito Nani, el segundo violín, veterano de los
bailes del Brenta, que conocía a todo el mundo y se enteraba de todos los
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rumores.
—¿Quién es esa muchacha vestida de blanco? —preguntó—. La que
habla con el caballero anciano. No la había visto nunca.
—No lo sé —repuso el interpelado, secándose el sudor de la frente—. Es
muy guapa.
—Bellissima —asintió Milor.
—Quella piccina? —preguntó Lio el trompeta— Cate, la doncella, me
hizo fijar en ella. Es una parienta pobre de la condesa Widiman, hija de
Antonio Venier, aquel patricio que se arruinó al casarse con una bailarina
vienesa. Fue un escándalo muy sonado, hace ya bastantes años. La familia le
volvió su noble espalda. Su esposa murió hace tiempo. Dicen que vive en un
palacio en ruinas en el canal Frescada, y que es pobre como una rata. La
condesa Widiman se apiadó de la muchacha y la invitó.
—¿Es soltera? —preguntó Richard.
—Naturalmente. ¿Quién querría casarse con ella? No tiene ni un bezzo.
—No quise decir eso. Las muchachas solteras no asisten a los bailes, por
lo menos las de su rango. Después de todo, es patricia.
—De acuerdo con la ley, no lo es —repuso Lio—. Si un noble se casa con
una mujer de rango inferior, sus hijos no tienen derecho a la nobleza.
—¿Por qué no está, pues, en un convento?
—Pregúntaselo a ella, Milor —dijo Lio alzándose de hombros—. Cate
dice que ha sido educada de una manera muy rara. Quiere ser bailarina, como
su madre. Pregúntaselo.
—Va bene —repuso Richard sonriendo—. Se lo preguntaré tan pronto se
me presente la oportunidad. ¿Cómo se llama?
—Maritza.
—Silenzio! —dijo Letta—. Tocaremos Bondi, Marina. Compás de
contradanza.
Los violines dejaron oír su sonido. Las medias blancas y los miriñaques se
movieron a un ritmo distinto. La muchacha desapareció.
—¡Estúpidos! —dijo Richard mentalmente, refiriéndose a los pocos
galantes caballeros—. No prestan la menor atención a una muchacha por el
simple hecho de ser pobre y no vestir como una muñeca francesa.
Simpatizaban tanto más con Maritza, por cuanto ella le recordaba su
propia posición. Ambos nacieron desheredados y al otro lado de la puerta, y
debían contentarse con mirar el espectáculo a través de los barrotes.
Sin embargo, era un personaje ideal para ser llevado a las tablas. Una
muchacha como ella, que…
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Siguió tocando el violín, con la mente sumida en mil pensamientos, hasta
que se produjo el nuevo intervalo.
La pista de baile quedó despejada. Algunos de los bailarines se dirigieron
a las mesas de refrescos. Sagredo, que hablaba con su pareja, la condesa
francesa, se detuvo frente a la orquesta. El vestido de la dama, salpicado de
pequeñas rosas, rozó la rodilla de Richard. Olía su perfume de jazmín. La
proximidad era solamente física. No se dio cuenta de él. Parecía como si no
existiera.
—No me intriguéis más —dijo la dama sonriendo a su pareja—. Ella
estaba en el emparrado. ¿Qué sucedió después?
Sagredo hablaba italiano con un fuerte acento local, como la mayor parte
de los venecianos.
—Entonces —dijo Sagredo—, le pregunté: «Madonna, per favore, ¿por
qué estáis tan incómoda?». «Porque me molesta una pulga», repuso ella. «Che
cossa!», dije. «Permitid que os ayude».
—¿Qué contestó ella? —preguntó la condesa.
—Oe, madonna. Soy demasiado discreto para contestar.
—¡Está bien! —le interpuso la dama, cerrándole los labios con el abanico.
Después lo abrió y se cubrió la cara mirándole por encima de él—. ¡Pobres
damas inocentes! ¡Cuán escandalosamente sois los hombres capaces de hablar
de nosotras! Estoy a punto de sonrojarme.
Tras una pausa, indicó:
—Traedme un refresco, querido, y contadme otra historia.
Sagredo la miró con duda en los ojos. Escupió, y el salivazo cayó en la
mejilla de Richard; sin darse casi cuenta de lo que había hecho, ofreció el
brazo a la condesa.
—Pezzo d’asino! —exclamó Richard cuando la sorpresa le permitió
recobrar la voz. La condesa y Sagredo estaban ya a un par de metros de
distancia. Al levantarse, las manos de Tito Nani se posaron fuertemente en
sus hombros, obligándole a sentarse.
—No cometas ninguna tontería.
—¡Por Dios…!
—No lo hizo intencionadamente.
—¡Intencionadamente! ¡Cerdo! Estaba mirándome.
—Sí, pero no te vio.
—¿Quieres decir que soy muy poca cosa para ser visto? Sangue di…
—No te excites, Milor. Sea cual fuere la razón, te digo que no te vio.
¿Qué pretendes hacer? ¿Perseguirle entre toda esa gente? ¿Explicar que te ha
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escupido a la cara? ¿Pedir una explicación? ¡Dios mío! No sabes la
explicación que recibirías. Siéntate y no te excites.
Letta, el trompeta y el violoncelo se acercaron.
Sagredo y la condesa se habían unido ya al grupo que estaba junto a una
mesa de refrescos. Richard miró con odio hacia ellos. Tito Nani tenía razón.
No podía hacer nada.
II
U na canasta con vino, pan y queso fue llevada a los músicos para
reponer sus fuerzas. Los instrumentos fueron dejados de lado, los
músicos se levantaron y dieron un corto paseo. El vino era excelente. Richard
se calmó.
Lio, el trompeta, permanecía con la boca llena, mirando a través de la
desalojada pista de baile.
—Capperi! —exclamó de pronto, tragando lo que terna en la boca—. Ahí
la tienes otra vez, Milor. Fíjate con quién está. Domenedio!
Richard volvió la cabeza y vio a Maritza Venier y a un alto caballero que
entraban en el césped, procedentes del jardín. El acompañante de Maritza le
había ofrecido el brazo. Al reflejarse la luz de las antorchas en el hermoso
traje del caballero, Richard se daba la vuelta para mirarles. El recién llegado
tenía más de seis pies de altura, sus hombros eran anchos y su cara delgada
terna unas cejas negras arqueadas. Aunque a cierta distancia, se podía apreciar
en él algo excitante en la forma en que se movía y en su porte, como si
irradiara una corriente vital. No debía de tener más allá de treinta años, pero,
contrastando con la juventud y el vestido sencillo de la muchacha que estaba a
su lado, parecía doblarle en edad.
Richard no le había visto nunca y se preguntaba quién sería.
—Creo que su nombre es Tromba —dijo Letta—. El caballero Marcello
Tromba. Llegó esta mañana y es napolitano. Afirman que es un gran viajero y
hombre de mundo. Conoce a cuanta gente debe conocerse. He oído decir que
ha ganado una buena cantidad de oro esta tarde al «faraón». La joven siora
debiera andar con cuidado. No me parece compañía adecuada para damitas.
Richard pensaba de la misma forma, pero se sentía contento por verla
acompañada.
Evidentemente los dos habían estado hablando acerca de pasos de baile,
puesto que, sin preocuparse por las miradas de los demás, se dirigieron al
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centro de la pista y ensayaron una figura.
—¿Es así, signorina? —preguntó el caballero sonriendo—. Dio un paso
hacia delante, luego hacia atrás y, finalmente, una graciosa vuelta.
—No —repuso Maritza—. No es exactamente como lo habéis hecho.
Primero, a un lado, así —dijo—. Sus zapatitos parecían no tocar el piso.
Después hacia delante, y hacia atrás, cosí ¡Y COSÍ! ¡Y COSÍ! Y finalmente dad
la vuelta. —Su falda se acampanó un instante—. ¡Así!
—Ya sé como queréis decir —repuso el caballero—. No deberéis
enseñármelo dos veces. —Copió sus movimientos perfectamente—. ¿Lo he
hecho bien? Hace un siglo que no he bailado la furlana.
—Benissimo! —exclamó ella.
Richard se dio cuenta de que cuantos se hallaban en las mesas de refrescos
o paseaban, estaban mirando a Maritza y al caballero. Vio con satisfacción
que el recién llegado eclipsaba a Sagredo. Si el vestido de este último era
hermoso, el del caballero le sobrepasaba en elegancia y corte, y era más
sutilmente parisiense. No lucía en él el oro, sino la plata. El corte de los
puños, el brillo y el largo de los faldones de la casaca, la cinta azul de una
orden que le cruzaba el chaleco recordaban Versalles. Si Sagredo era alto,
Tromba lo parecía más, y era más armonioso en conjunto. No reclamaba la
atención de los demás, pero inevitablemente se convertía en el centro de ella.
Comparado con él, el joven patricio parecía ostentoso y llamativo.
Unos instantes después la pareja se dirigió hacia la orquesta y, por vez
primera, Richard les pudo ver claramente. Encontró a Maritza Venier vivida,
más bien que hermosa y, por tanto, asombrosa. ¿Qué importaba que su boca
fuera demasiado grande y tuviera la nariz respingona? Había algo cálido e
impulsivo en sus ojos y su sonrisa que hacía olvidar la belleza o que quizá era
belleza en su forma más sutil.
—Caro padrone —dijo el caballero dirigiéndose a Letta—, esta noble
dama y yo desearíamos bailar una furlana, si quisierais tocar una después que
vos y los músicos hayáis descansado. Creo que los demás invitados
agradecerán un baile distinto de los que han estado oyendo hasta ahora.
¿Tendréis la bondad?
Hablaba un italiano refinado, distinto del dialecto veneciano, que le
señalaba como extranjero. Su voz agradable y maneras distinguidas impedían
que pareciera afectado. Richard se sintió satisfecho al oír que Tromba daba un
título a Maritza. Los miembros de la orquesta se sintieron cumplimentados al
pedírseles que tocara una furlana. Aunque originaria de Friuli, hacía mucho
tiempo que se había convertido en el baile nacional de Venecia. La nobleza
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afrancesada prefería el minué y la contradanza, pero el verdadero veneciano,
bien fuera noble o popolano, llevaba la furlana en el corazón, en la misma
forma que el napolitano la taranatela.
Letta se limpió la boca con el reverso de la mano y sonrió.
—Schiao suo, lustrissimo —dijo—. Me complace oír vuestra petición y
tocaremos tantas furlanas como vuecencia y la compañía puedan soportar. Me
extraña que un extranjero como vuecencia conozca este baile.
—No es ésta mi primera visita a Venecia —dijo Tromba—. Además —
prosiguió volviéndose hacia Maritza—, teniendo de pareja a la signorina, me
siento capaz de bailar cualquier cosa.
—Tocadla con un compás vivo —dijo Maritza sonriendo a todos los
músicos—. Como se baila en los campielli. Hemos de mostrar a este caballero
la verdadera furlana. —El suave acento veneciano hablaba convertía la s en z
y establecía un vínculo entre ella y la orquesta—. Me gustaría tener una flor
para el cabello —dijo—. Sin ella, no será una verdadera furlana.
—Si lustrissima quiere honrarme permitiéndomelo —dijo, haciendo una
reverencia—, os traeré la flor que prefiráis del jardín. ¿La queréis roja,
amarilla, azul…?
—¿Qué opináis sior? —no había coquetería en la pregunta. Quería
simplemente conocer su opinión.
—Roja, madonna.
—Creo que es el color más acertado. Sois muy amable.
Partió rápidamente, dudando entre unas rosas que había visto no lejos de
la terraza y unos claveles rojos en un macizo de flores. La rosa era demasiado
frágil para un baile como la furlana y se había ya casi decidido por los
claveles, cuando recordó unas camelias rojas en un extremo del jardín
interior. Aquélla era la flor. Podía verla descansando contra la suavidad de su
cabello.
Unos minutos después estaba de regreso, llevando en la mano diversas
camelias rojas, para que ella escogiera. Cuando llegó a la pista, la joven y
Tromba se habían dirigido ya a la mesa de refrescos. Richard les siguió,
permaneciendo en segundo plano. El caballero que acaparaba la atención
general proponía que la próxima danza fuera una furlana. Los más activos y
menos apegados a las conveniencias aplaudieron; los demás, aprobaron.
Tromba les terna magnetizados.
Richard se deleitaba viendo cómo el foco general de la atención cambiaba
de Sagredo a Tromba. Se dio cuenta de que las damas, principalmente, se
sentían subyugadas por Tromba. Se olvidaban de los demás hombres y
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miraban al recién llegado con ojos enigmáticos que brillaban cuando él, a su
vez, las miraba. Sus miradas incluían a todas. Era claro que no sentía interés
especial por Maritza, que quizá le había sido recomendada especialmente por
el conde o la condesa Widiman. La trataba algo paternalmente, al mismo
tiempo que cortejaba, una a una, a otras señoras. Su técnica era maravillosa.
Richard casi olvidó a Maritza y las flores, mientras la observaba.
En cierto momento, perfectamente definido en la mente de Richard, la
galantería imparcial cambió, se estrechó y señaló hacia una sola dirección.
Parecía la mirada del halcón que ha escogido ya su presa. Los ojos de Tromba
estaban fijos en la condesa Des Landes. Ella le devolvió la mirada y arrugó la
nariz. Él sonrió. Eso fue todo, pero la caza había dado comienzo. La dama no
había mirado a Sagredo de aquella manera.
—Y vos, señora, ¿bailaréis la furlana? —dijo Tromba.
—¿Por qué no, señor, si me enseñáis vos?
—¡Ay, señora! También me la han de enseñar —repuso, señalando a
Maritza.
—¡Como os parezca! —exclamó Sagredo, no dándose por vencido
fácilmente—. Creo ser mejor maestro que un extranjero.
—Sí claro —dijo la condesa—. Me había olvidado de vos, Marín.
—Sugiero —prosiguió Sagredo, recobrando el control y viendo que se le
ofrecía una oportunidad de ganar el terreno perdido— que este caballero…
No recuerdo vuestro nombre, señor…
Tromba le informó.
—Os doy las gracias. Que el sior Tromba…
—Caballero —rectificó Tromba.
—Bien, pues, sugiero que el caballero Tromba y —Sagredo miró a
Maritza— esta joven señora muestren los pasos del baile para que la señora
Des Landes y otras personas que pudieran desconocerlos se familiaricen con
ellos. Es justo que un napolitano enseñe la furlana a los venecianos. Después,
todos nos uniremos al baile.
Miró intencionadamente a varios caballeros jóvenes solicitando su apoyo.
Estaba claro que no esperaba mucho de Tromba. Cuando él, Sagredo, llevara
la voz cantante, sería otra cosa.
Se produjo un murmullo de asentimiento.
—Como queráis —dijo Tromba, sonriendo—, la señorita Maritza y yo
tendremos sumo placer en divertiros, ya que no instruiros, y dejar los puntos
más finos —levantó una ceja mirando a Sagredo— a vuecencia.
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De la orquesta llegaron los sonidos del afinamiento de los instrumentos.
Richard había de volver a su violín, pero antes era preciso entregar las flores a
Maritza. Cuando el grupo se abrió para dirigirse a ambos lados de la pista de
baile, ella avanzó hacia él nominalmente escoltada por Tromba, pero
momentáneamente sola a causa de la preocupación del napolitano por la
condesa.
—Siento haberos hecho esperar, sior —dijo con naturalidad—. No fue
mía la culpa ¡Qué bellas flores! —Las apretó con ambas manos junto a su
cara, y aspiró profundamente su aroma. Luego, escogiendo dos capullos,
colocó uno en el vértice del corpiño y el otro detrás de la oreja—. ¿Está bien
así?
Él murmuró un cumplido.
—Mille, mille grazie, caro sio. ¿Queréis guardarme las demás? Las quiero
todas.
Tromba, ya saciado de mirar a la condesa, añadió su agradecimiento.
Corrió excitado, corrió a su puesto en la orquesta.
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La danza acabó en un tumultuoso aplauso. Todos, subyugados por lo que
acababan de contemplar, pedían otra furlana. La pista se llenó de parejas,
algunas torpes y otras experimentadas. Tromba bailaba con la condesa y
Sagredo lo hacía con Maritza. Richard hubo de admitir que el patricio era un
excelente bailarín.
Pero los corsés y los altos tacones, las pelucas y los miriñaques, sin hablar
de los músculos flácidos, no podían seguir el compás. Los sudorosos y
exhaustos jóvenes abandonaban gradualmente el baile y se dirigían a las
mesas de refrescos. Después de una pausa, Letta inició un minué. Sus lentos
compases contribuyeron a calmar a los más fatigados.
Richard buscó vanamente a Maritza en el baile y la vio por fin
acompañada de Sagredo en el «buffet». Aparentemente sugiriendo un paseo
por el jardín su acompañante le ofrecía el brazo. Desaparecieron más allá de
la luz de las antorchas. Si se hubiera tratado de otro caballero, Richard se
hubiera sentido contento de que Maritza recibiera semejante atención. ¡Pero
Sagredo, ese bruto! Su violín dejó escapar una nota tan discordante que Letta
le dirigió una sarta de maldiciones. Afortunadamente, poco después, Maritza
apareció al otro lado del baile, sin ir acompañada de Sagredo.
En el mismo instante, Richard vio otra figura que acaparó totalmente su
atención. Era Garlo Goldoni.
Richard siguió tocando, pero no por ello dejó de seguir mirando al gordo
y pequeño dramaturgo que hablaba con el conde Widiman y varios de sus
invitados. Goldoni pasaba el verano fuera de Venecia en la casa que su
protector, el marqués Albergad, poseía en Zola, cerca de Bolonia. Al regresar
a su domicilio se había detenido a visitar a otro protector, el conde Widiman.
Su aparición inesperada alegró a Richard, no sólo por el afecto que por él
sentía, sino porque señalaba el fin del verano y la próxima reapertura de los
teatros, asegurándole trabajo continuado. Escasamente podía esperar para ir a
ofrecerle sus respetos. ¡Querido papá Goldoni, tan modesto y tan famoso! El
simple hecho de mirarle, de saberle allá le daba una sensación de bienestar.
Al contemplar a su viejo amigo, prestando atención ora al conde
Widiman, ora a otro noble, algo del dolor que antes había sentido se hizo de
nuevo patente. Era duro ver que la persona que quería estaba en inferioridad
respecto a los demás. El doctor Goldoni era una eminencia en los teatros de
Venecia, pero en el Brenta, entre la nobleza, no era sino un burgués que había
escrito ciertas comedias agradables. Esto significaba protección y amabilidad,
pero no igualdad. Se dirigía a la gente de categoría tratándoles de eccelenza o
IIustrisimo, sin embargo, para ellos era solamente sior Carlo. A Richard le
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dolía ver que Goldoni se daba cuenta de tal diferencia de trato: siempre
dispuesto a hacer una reverencia, siempre obsequioso y frotándose
nerviosamente las manos. La pluma le había llevado muy lejos, pero no al
otro lado del abismo.
Era desagradable tener semejantes pensamientos siquiera fuera por un
minuto. ¿Qué diantre le sucedía? ¿No creía acaso que generaciones de
hombres continuarían admirando a Cario Goldoni cuando todos aquellos
mequetrefes hubieran sido ya olvidados? Si lo creía así, ¿por qué pensar,
pues, en oropeles? Él no los deseaba; se odiaba por haber pensado en ellos un
instante, y por recordar que Sagredo le había escupido.
Su estado de ánimo cambió en el primer intervalo, cuando Goldoni, al dar
la vuelta a la pista de baile, vio a su joven discípulo, mandándole un saludo al
mismo tiempo que Richard se levantaba. Quizá el buen doctor no se
encontraba completamente cómodo entre tal compañía, pero ciertamente no
se daba aires de distinción para con los demás.
—Bien, Milor —dijo—. Bien, bien. ¿Cómo has pasado el verano? ¿Has
preparado más pasquines para mis enemigos de la commedia dell’arte?
Se refería a la rivalidad, que se había recrudecido últimamente, entre el
viejo estilo de comedias improvisadas y sus propias obras, escritas según el
sistema francés. El conde Gozzi y la Academia Granellesca habían iniciado la
campaña que obligaría más tarde a Goldoni a exiliarse voluntariamente de
Venecia.
Richard, turbado por la atención que ante sus compañeros le prestaba
Goldoni y sabiéndose blanco de las miradas generales, contestó con un par de
frases que el conde Widiman interrumpió.
—¿Quién es ese joven, signor dottore? ¿Hay acaso autores teatrales en mi
orquesta?
Goldoni no dejaba pasar nunca la oportunidad de hacer algo a favor de un
amigo.
—Ilustrissimo —contestó—, permitid que os presente a uno de los
jóvenes más prometedores de Venecia, Richard Morandi, hijastro del
conocido compositor. Permitidme que añada que su comedia El capitán
Arlequín, que fue representada con gran éxito en Chioggia el invierno pasado,
bien merecía ser interpretada por el gran Sacchi. ¿Puedo decir algo más? —
luego se extendió un largo panegírico que hizo ruborizar a Richard.
Mientras el joven escondía su turbación en una profunda reverencia a
Widiman, el dramaturgo añadió:
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—Con vuestro consentimiento, el muchacho encajará perfectamente en
nuestros planes, señor.
—¿En qué forma?
—Es un excelente actor. Me habéis honrado queriendo ver mi última
comedia, Il cavaliere di Spirito, escrita este verano y representada por los
invitados del marqués Albergati.
—Ciertamente quiero, pero con ello no pretendo halagaros. —Widiman se
volvió a los concurrentes—: ¿Os gustaría, señores, ver la representación de la
última comedia del gran Goldoni, interpretada por alguno de vosotros?
Se produjo una salva de aplausos.
—Evvira! —exclamó Tromba.
—No dudo del talento de tan distinguidas damas y caballeros —dijo
Goldoni—, pero la comedia requiere un actor profesional que conozca mi
sistema. Si vuestra excelencia lo permite, quisiera dar un papel a sior
Morandi.
Naturalmente, Richard se dio cuenta de la intención de Goldoni, que no
era otra que hacer de él el centro de la atracción general. Sabía que Francesco
Vendramin, uno de los patricios propietarios del teatro San Luca, estaba entre
los invitados. Ello podía significar que Richard pasara después a formar parte
de la compañía de San Luca. Era su gran oportunidad. Contuvo la respiración,
aguardando la respuesta de Widiman.
—Como queráis, signor dottore —dijo el conde. Y volviéndose hacia el
director de la orquesta, añadió—: Estoy seguro que podréis pasaros unos días
sin Morandi. Ni él ni vos perderéis por ello.
Letta se inclinó respetuosamente y deseó suerte a Richard.
—Prego, sior conte, prego. A vuestro servicio.
—Richard vio que Maritza se hallaba entre los concurrentes. Sus ojos se
encontraron. Ella le sonrió amistosamente, como si también estuviera
contenta.
—Y ahora —prosiguió Widiman— podríamos distribuir los papeles. Creo
que no son sino seis y que uno sólo es femenino. ¿Queréis honrarnos
aceptándolo, condesa Des Landes? Lo mejor de Francia y de Italia se
encontrará en vuestra actuación, señora. Se me ha dicho que sois una actriz
consumada.
El teatro de aficionados estaba de moda, y casi todos habían, en alguna
ocasión, interpretado algún papel. La condesa aceptó sin hacer protesta
alguna, pero no dejó pasar desapercibida la indirecta contenida en las palabras
de Widiman.
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—No hay música más agradable al oído que la alabanza, aunque sea
inmerecida, eccelenza —dijo—. ¡Dios proteja a la dama que no sea actriz en
este mundo nuestro!
—¿Y vos, caballero? —preguntó Widiman, inclinándose.
—Muy honrado, señor —repuso Tromba.
Sagredo destacaba en primera fila. Widiman no podía ignorarle.
—¿Y vuecencia? Se me dice que habéis actuado con gran éxito ante el
proveedor general en Zara.
Sagredo parecía molesto, como si no se sintiera a gusto. Su mirada a
Richard decía más claramente que las palabras: que un patricio veneciano no
podía asociarse con lacayos.
—Deseo ser excusado, señor.
Richard se sintió satisfecho. El pensamiento de tener que sentir a Sagredo
tan cerca como la comedia exigía, le daba náuseas.
Pero Amélie des Landes no quería dejar escapar pez alguno de sus
anzuelos.
—¡Ah, Marín! —exclamó—. ¡Caro Marín! ¿Y si yo os lo pido? —sus
ojos imploraban, su sonrisa y su voz pedían perdón por la danza que había
bailado con Tromba—. ¿Aceptaréis por mí? —prosiguió.
—Soy vuestro esclavo, condesa —dijo Sagredo cediendo.
Richard quedó rígido.
Widiman invitó a otros dos caballeros, el signor Brunetti y el capitán
Beccaria, a que completaran reparto de papeles. El grupo se disolvió. Goldoni
se demoró unos instantes para dar un amistoso golpecito en el hombro a
Richard.
—Cuento contigo, Milor. Ten éxito y este invierno lograrás un puesto
importante en la compañía del teatro San Luca.
—¿Cómo puedo daros las gracias, maestro?
—No tiene importancia —repuso Goldoni, reuniéndose con Widiman y
Tromba.
¡Si al menos Sagredo no tuviera papel alguno! Richard hizo de tripas
corazón. Con Sagredo o sin él, había puesto un pie en el primer peldaño y
quería llegar hasta lo alto de la escalera.
—¿Habéis guardado mis flores, sior? —preguntó una voz.
Levantó los ojos y vio a Maritza Venier delante de él.
—Sí, madonna —repuso mirando a la sonriente orquesta, y se dirigió
apresuradamente a buscarlas al lugar en que las había dejado.
—He perdido la que llevaba en el cabello —dijo ella.
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—Pero habéis conservado la otra. —El capullo rojo resaltaba en su
corpiño—. Ésa es más importante.
—Ciertamente lo es —repuso ella sonriendo—. Está junto a mi corazón,
como también lo está vuestra bondad. —Le miró un momento y le dio la
mano.
Turbado, casi olvidó inclinarse.
—Buenas noches y buena suerte, sior Milor.
III
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Tromba hablaba francés con la misma pureza que Des Landes.
—Estoy a vuestras órdenes, señor conde, cuando queráis y en la forma
que os plazca —dijo.
Widiman entraba casualmente y, dándose cuenta de lo que sucedía, quiso
remediarlo.
—¿No jugáis más, caballero? Tomaré vuestra silla. Espero que me
transmita vuestra suerte. Garde, á vous, monsieur Des Landes.
Y así terminó el incidente, excepto que, mientras barajaba los naipes, el
noble francés murmuró:
—Ah, le chevalier De Tromba, eh? Muy inteligente… demasiado
inteligente… Cela sent un peu la valetaille… un peu le filou… quién sabe que
nombre usaba antes que el actual…
Las murmuraciones de Des Landes cayeron en el vacío. Tromba había
causado magnifica impresión y poseía inmejorables cartas de presentación.
En cambio, la reputación del conde era algo dudosa.
Había estado perdiendo dinero y ello no le gustaba. Los demás jugadores
imitaron a Tromba después de una mano o dos, y la partida se levantó.
Des Landes siguió sentado a la mesa, barajando los naipes, bebiendo
coñac a sorbos, con aire imperturbable y unos pensamientos que nadie
hubiera podido imaginar.
Tromba le vio más tarde, todavía sentado a la mesa de juego y su
presencia le hizo exclamar interiormente:
—¡Viejo sinvergüenza! ¿Esa es la houte noblesse? ¡A qué generación de
calaveras ha pertenecido! Como explotadores de mujeres, jugadores,
epicúreos, duelistas u hombres de mundo resultan inimitables.
Siendo ambos hombres de mundo, Tromba y Des Landes podían verse
interiormente el uno al otro. Si el caballero hubiera oído las murmuraciones
del conde acerca de él, quizá se hubiera enfadado, pero no hubiera tenido
razón para ello, por cuanto eran ciertas. Pero ¿qué significa la verdad cuando
no es creída? El conde y el caballero estaban de acuerdo en este punto.
Ambos habían arrinconado la honradez cuando dejaron de lado los juguetes
infantiles. La única diferencia entre ambos era su cuna. El conde tuvo siempre
lo que el caballero debió obtener con esfuerzo. Este último no podía
permitirse perder jugada alguna o dejar pasar un beneficio.
Pasaba ya de la medianoche. Los jugadores más jóvenes se habían sentido
atraídos por el baile y no quedaban sino unas pocas partidas sin importancia.
Con el pensamiento puesto en la condesa Des Landes, Tromba se dirigía al
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jardín cuando se encontró con el doctor Goldoni. El dramaturgo, después de
una corta partida a las cartas, tomaba el fresco de la noche, antes de acostarse.
Se saludaron, pero una nimiedad que el caballero había ya casi olvidado,
le hizo preguntar casualmente:
—Caro signore, ¿por qué llamáis Milor a ese agradable joven protegido
vuestro, el violinista Morandi, que habéis presentado al conde Widiman? Es
un sobrenombre muy raro para un veneciano.
A esta curiosidad por cosas que podían parecer sin importancia y que
nunca olvidaba, se debía en gran parte el éxito de Tromba.
—En realidad no es veneciano —repuso Goldoni—, aunque haya nacido y
se haya criado aquí. —El buen doctor explicó brevemente lo relacionado con
el nacimiento de Richard, y añadió—: Le conozco desde el día siguiente a su
nacimiento y conocí a su madre cuando llegó a Venecia procedente de
Dresde. ¡Era una mujer muy bella hace veinte años!
—Se casó más tarde con Víctor Morandi, ¿verdad? —indicó Tromba—.
Recuerdo haberle conocido en cierta ocasión entre bastidores en la ópera de
Florencia. ¡Por Baco que me parece recordarla a ella también! Cantaba
pequeños papeles. Por cierto, que me pareció algo pasada.
—Sí —asintió Goldoni—. Tiene ya cerca de cuarenta años y ha dado dos
hijos a Morandi. Podéis imaginaros cuáles serían sus encantos hace dos
décadas, cuando tuvo lugar la boda.
—Quizá sí —admitió el caballero. El director de una compañía de ópera
no contraería matrimonio con una madre soltera a menos que sus encantos
fueran muchos y ella supiera hacerlos valer. Pero la signora Morandi no
interesaba a Tromba. Reprimió un bostezo—. Os doy las gracias, doctor. El
sobrenombre de ese joven me llamó la atención. Muchacho inteligente,
¿verdad? Me hace recordar cuando yo tenía su edad. Parece prometedor.
—Muy prometedor, excelencia…, para bien o para mal.
—¿Queréis decir…? —La curiosidad de Tromba se excitó.
—Es un muchacho especialmente dotado para la escena y para escribir
comedias —prosiguió Goldoni—. Dos cualidades que no se encuentran
frecuentemente juntas. Si se atiene a ellas, le auguro un brillante porvenir.
Pero hay dos personas en él. Quiere más de lo que el teatro puede darle. Es
ambicioso y tiene lo necesario para convertirse en un aventurero o en un
charlatán.
—Es una pena —dijo Tromba moviendo la cabeza.
—Me preocupa mucho, sior cavaliere. Por ello me alegra que pueda tener
una oportunidad ante el conde Widiman y sus invitados. Si su forma de actuar
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le gusta a Vendramin, probablemente le ofrecerá un contrato para trabajar en
el teatro San Luca, y eso pudiera aquietarlo. —Goldoni sonrió—. Es un caso
interesante. Los dramaturgos siempre buscamos personajes para nuestras
obras. Más de una vez he sentido la tentación de crear un personaje parecido a
él. No tengo la menor duda de que su origen es responsable de su mente
cambiante. Siempre he visto que los bastardos de buena sangre son
inconsecuentes.
—Tenéis razón —asintió Tromba, que también fue bastardo, aunque este
hecho estuviera tan escondido en su nebuloso pasado que ya lo había olvidado
—. Es verdad, signore. Supongo que no ignoraréis el nombre del padre de
Milor, el enviado británico en Dresde. —Fue una mención como al descuido
al hablar Goldoni de buena sangre.
—No lo ignoro, Excelencia. Hace muchos años que tengo la amistad de la
señora Morandi. Recuerdo el nombre porque suena a francés y no es ningún
trabalenguas, como acostumbran a ser los nombres ingleses. Es Hammond,
Thomas Hammond. —Goldoni pronunciaba Ammond, sin aspirar la h—. Creo
que era barón y que tenía el título de lord Marny. Naturalmente, no sé nada de
la nobleza inglesa.
Pero Tromba sabía de aquel noble. Detrás de un rostro que revelaba
solamente lo que él quería, el interés se avivó. Algo importante se había
presentado de repente.
¡Lord Marny! La Europa cosmopolita repetía aquel nombre. Era tan
conocido en los círculos de París y de Londres, como en los de Spa o Bath.
Durante los últimos treinta años había estado asociado a la diplomacia
británica, al segundo tratado de Viena, a la paz de Aquisgrán y al cambio de
ayuda de Austria a Prusia en la guerra presente. Era famoso en el Parlamento
y en el mundo elegante. Marny había llegado a lo alto del pedestal: primero
fue barón y ahora era conde y Caballero de la Jarretera. Había adquirido gran
fortuna con su matrimonio. Tromba recordó haber visto una miniatura suya en
uno de los salones de París: la cara fría y cetrina, la cinta azul y una estrella
de diamantes. Sí; había cierto parecido entre él y Richard Morandi.
—¿Habéis oído hablar alguna vez de su persona? —preguntó el
dramaturgo.
—Creo que sí —contestó Tromba cautelosamente. Su mente estaba ya
calculando las posibilidades. De una parte, tenía intención de trasladarse
pronto a Inglaterra. Era la última veta rica en Europa que no había explotado.
Su estancia en Venecia sería seguramente limitada. Un hombre de mundo, sin
más caudal que su inteligencia, no puede permanecer demasiado tiempo en el
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mismo lugar—. Pero, caro signore —dijo a modo de tiento—, es muy raro
que el hijo de un noble inglés toque el violín en una orquesta. Cabe suponer
que su padre haría algo por él. Quizá lo ha hecho, sin embargo.
—No —repuso Goldoni, alzándose de hombros—. No lo ha hecho, pero
no ha sido suya la culpa. Es una historia muy rara.
—¿Rara, decís? —Tromba estaba profundamente interesado.
Cautelosamente fue llevando a Goldoni hacia unas sillas, en el interior de la
loggia—. ¿Queréis que nos sentemos? Vuestro amigo me es profundamente
simpático. Me gustaría poder hacer algo en su favor.
—El favor de vuestra excelencia sería de gran ayuda para él —dijo
Goldoni—, especialmente durante la representación de la comedia.
—Lo tendrá. ¿Qué me decíais acerca de milord Marny, de algo que no era
culpa suya? Después de todo, debió tratarse de un amor casual y sin
consecuencia alguna para un hombre de su rango. Probablemente tiene varios
hijos bastardos y no se acuerda de ellos.
Tromba hablaba por experiencia. Tema hijos a lo largo y a lo ancho de
Europa y le hubiera sido imposible no ya recordar su número, sino
distinguirlos de los demás.
—En cuanto a esto, nada sé —repuso Goldoni sonriendo—. Pero no se
trató de ningún amor casual, sino de una gran pasión.
—Che cosa! —Las actividades de Tromba requerían protectores y
necesitaba uno en Inglaterra. Las manifestaciones de Goldoni le indicaron la
posibilidad de acercarse a Marny. Era más fácil llegar hasta un hombre por
medio de un antiguo y verdadero amor, que por un amorío inconsecuente. El
corazón recordaría al primero y habría ya olvidado al segundo.
—Sí —insistió Goldoni—. Una gran pasión. Obtuvo el consentimiento del
padre de Jeanne para declarársele, y no creo que fuera a media para seducirla.
Quería casarse. Ella era pobre, pertenecía a una buena familia hugonota, que
debió exilarse durante la revolución. Su padre, Richard Dupré, era el pastor de
los hugonotes franceses en Dresde. En cuanto a sangre se refiere, la diferencia
hubiera sido bien poca. Y puedo aseguraros que él estaba enamorado.
—Todo es posible —asintió Tromba—. ¿Qué sucedió?
—La familia de él se opuso al matrimonio. Habían ya planeado su boda
con una hija que el viejo rey había tenido con su amante alemana y que poseía
una fortuna de cien mil libras esterlinas. El primer ministro, he olvidado su
nombre, ha muerto ya…
—¿Walpole? —sugirió Tromba.
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—Sí. Walpole le hizo algunos ofrecimientos. Por otra parte, terna deudas
y sus acreedores no querían esperar más. Por tanto, ya podéis imaginaros por
qué se decidió. La siora Morandi no se lo reprocha. Él le propuso conservarla
como su amante, ofreció hacer un arreglo digno y comprometerse a cuidar del
hijo de que estaba encinta. Por mi parte, sior cavaliere, creo que se portó
como un hombre galante; no como un santo, naturalmente, pero sí lo
suficientemente bien para quien se encontraba en tamaño aprieto. Ella rechazó
su ayuda.
—¡La povera! —exclamó el napolitano—. Me parece muy tonta.
El conocimiento que Goldoni tenía de la naturaleza humana estaba
limitado por el sentido común. Se encontraba desconcertado por las sutilezas
del espíritu.
—No puedo deciros más que lo que ella me dijo en cierta ocasión —dijo
suspirando—. No podía amar a un hombre que por cien mil libras esterlinas
era capaz de romper la palabra dada y permitir que un niño naciera sin
nombre. Había amado a milord Marny y no podía vivir con él sino como
esposa. Era incapaz de negociar con su amor; lo consideraba un pecado tan
grande como vender su alma. Romanticismos que no puedo comprender —
dijo Goldoni.
Tromba extrajo la tabaquera y tomó un polvo de rapé.
—Su familia ignoraba el estado en el que se encontraba. De haber
permanecido en Dresde, hubiera sido la ruina de su padre. Había recibido
educación musical y su voz era agradable. Conocía a Vico Morandi, director
de una compañía de ópera que regresaba de San Petersburgo y se dirigía a
Viena. Le gustó y la llevó con ellos cuando abandonaron Dresde. De esta
forma desapareció. Un día o dos antes, Marny fue llamado a Inglaterra. Nunca
le había escrito ni creo que él sepa su paradero. Quizá juzgo mejor volver la
página.
—Debió de hacerlo así y no creo que se portara mal —asintió Tromba.
Por lo visto, ella prefirió a Morandi y dejó que su hijo creciera en un
ambiente mezquino, cuando pudo haberlo tenido en la abundancia y haber
hecho de él un caballero. ¿Y por qué, maestro? ¿Podéis explicármelo?
—Sólo Dios lo sabe —repuso Goldoni sacudiendo la cabeza.
El caballero escuchaba solamente a medias. Su mente estaba llena de
alegres especulaciones. Partiendo de la pequeña semilla del sobrenombre de
Richard, que no echó en olvido, podría nacer un manzano cargado de frutas
de oro, en su visita a Inglaterra.
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Debía obtener la amistad de Richard y prepararle debidamente.
Aparecería con él en Inglaterra, de forma que Marny le viera en
circunstancias favorables. Tromba pareció recordar que el lord no terna hijos,
por lo menos, hijos legítimos. Lo más probable es que guardara un recuerdo
agridulce de su viejo amor en Dresde. Los hombres de mediana edad suelen
volverse sentimentales en tales cuestiones. Suponiendo que Richard le cayera
en gracia. ¡Que entrée, qué posibilidades para el generoso caballero que había
reunido al padre con el hijo! La nariz de Tromba se estremeció como la de un
perro perdiguero ante una pista.
Sin embargo, no era prudente vender la piel del oso antes de matarlo. Lo
que había pensado eran simples suposiciones. Debería tantear antes el
camino…
—Os doy las gracias, maestro. Es una historia muy interesante. El caso
del joven Milor me conmueve. Me siento muy atraído por él.
Habiendo dado las buenas noches a Goldoni, Tromba siguió su camino
hacia los jardines, tarareando una cancioncilla.
IV
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Unos diez minutos más tarde se levantó maldiciendo, vistiose muy
someramente, llevando la casaca y el chaleco debajo del brazo y bajó por la
escalera de servicio hasta la cocina. Un patio posterior, cerrado con setos,
servía de entrada de proveedores y contenía depósitos para el agua que se
traía de las fuentes del jardín. Un grupo de doncellas y lacayos llenaban
aguamaniles para las habitaciones de los invitados y se lavaban a sí mismos.
Era un punto de reunión y chismorreo.
Desnudo de cintura para arriba, Richard se echó agua en la cara y pecho,
se secó en una toalla de dudosa limpieza y aguardó la oportunidad de
acercarse a un pequeño espejo que colgaba de uno de los setos. Se afeitó la
incipiente barba, se peinó el cabello y lo anudó a la nuca. Después de ponerse
la camisa, hizo la visita matinal al excusado, que poco se diferenciaba de una
pocilga. Unos minutos más tarde, estaba ya preparado para el día y había
conquistado los favores de una maritornes que le sirvió panecillos calientes y
una taza de chocolate en el comedor de los criados, junto a la cocina.
Tenía ante sí varias horas, quizá la mayor parte del día, a menos que Letta
le llamara para tocar, como todos los días, a primera hora de la tarde. Goldoni
había citado a los actores para las cinco. Por tanto, Richard podía permanecer
en la casa o salir a dar un paseo. Con la cabeza todavía pesada, prefirió esto
último. Sería agradable caminar a lo largo del Brenta, y después dormir un
rato a la sombra de algún árbol. Pero al salir del patio de la servidumbre y
penetrar en los jardines, encontró estos últimos más tentadores que el
polvoriento camino del río. Los criados y lacayos no podían pasear por los
jardines, pero a aquella hora estaban completamente desiertos. Además, si
Richard utilizaba los caminos más apartados no podía ser visto desde la casa.
De todas formas, sentía muy poco respeto hacia los reglamentos cualesquiera
que fueran. Torció hacia la derecha, deteniéndose un momento para
contemplar la villa antes de proseguir caminando.
Nada podía ser más elegante ni más gracioso. Las tradiciones de siglos
culminaban en la arquitectura y en unos paisajes que representaban riquezas,
cultura y aristocracia. Parecía una manzana perfecta de forma y color, algo
pesada para la rama de la que pendía. Si el corazón estaba maculado, ninguna
señal de ello aparecía en la piel. Tras pesadas cortinas de damasco que
amortiguaban la luz, reduciéndola a un tinte rojo oscuro, acostados, en
blandas camas con las pelucas en estanterías y los vestidos en sus
guardarropas, perfumados con lavanda, los miembros de la fatigada nobleza
no habían recuperado aún las fuerzas perdidas el día anterior, para volverlas a
perder en menos placeres. Magnífico. Envidiable. Richard admiraba la villa y
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el mundo patricio que simbolizaba. Y la admiraba aún más después de haber
salido del alojamiento de la servidumbre en el cual tenía su sitio. El contraste
añadía perfume a las flores, gracia y espacio a la arquitectura y a los jardines.
El camino de arena blanca le llevó a un pequeño pabellón que olía a
verbena. Podría permanecer allí unos momentos, pero estaba demasiado cerca
de la casa y cruzó por un pequeño laberinto formado por setos hacia la parte
más alejada del jardín. Allí, rodeado de adelfas, encontró un círculo de césped
con un banco de piedra a la sombra de un haya. Una ninfa de mármol, de
agradables formas y algo musgosa, presidía en su pedestal junto al seto. Un
reloj de sol estaba en el centro del círculo. Richard se acercó para leer la
inscripción latina: Horas non numero nisi serenas. Era como un pequeño
claustro cuyo silencio quedaba solamente turbado por el zumbido de las
abejas y el susurro del aire al agitar las adelfas.
Se sentó en el banco y dio rienda suelta a sus pensamientos. ¿Qué papel le
darían en la comedia de Goldoni? ¿Cómo podría mezclarse con los demás
actores que pertenecían a distinto nivel social? Pero, de pronto, pensó en el
futuro. Era famoso como Goldoni y distinguido como Tromba. Se inclinaba
ante los príncipes y tenía a su servicio gondoleros con librea… Viajaba en
carruaje propio… Era el don Juan de los salones parisienses. Una
exclamación de asombro le sacó del ligero sueño en el que había caído. Al
abrir los ojos, vio un par de zapatillas negras, un vestido blanco y un
sombrero cuya ala daba sombra a una cara que sólo distinguió vagamente. No
fue hasta ponerse en pie cuando reconoció a Maritza Venier. Un seto, que
escondía el banco a la vista de los que venían por el camino, explicaba su
sorpresa. Estaba ya a punto de regresar.
—Mille perdoni— murmuró. No os había visto. Yo…
—No os vayáis, siora —tartamudeó—. Ya me retiro… Debo haberme
dormido… Tonto de mí… Perdonad…
Evidentemente, hasta aquel momento no se había dado cuenta de quién
era él.
—Sior Milor —dijo—. No sabía… Bondi, sior… Estabais durmiendo
plácidamente y yo os he despertado.
Tenía un aire tan fresco y agradable con su vestido blanco, que se sintió
asombrado y, al mismo tiempo, empequeñecido. Hubiera querido decirle que
ningún despertar podía ser más agradable, pero un requiebro quizá fuera
impertinente. Después de una frase o dos, explicó cómo había llegado hasta
allí.
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—Igual me ha ocurrido a mí —dijo Maritza. Sus palabras le devolvieron
la confianza—. Hacía calor en nuestra habitación y la siora Aurelia ocupa
casi toda la cama. Es la dama de compañía de mi prima, la condesa Teresa
Widiman. Estamos en el tercer piso. —Como muchacha joven y pariente
pobre, se esperaba que Maritza encajara en cualquier sitio. En su caso, la
hospitalidad sería sinónimo de caridad—. No comprendo por qué la gente
pasa el verano en Brenta, cuando es más fresco Venecia —prosiguió—. Pero
los jardines son aquí admirables.
El tono de su voz indicó que tomaba las cosas por su lado bueno. Cuando
le preguntó cuánto tiempo permanecería en la villa, su franqueza le
sorprendió.
—El menor tiempo posible. Partiría hoy mismo si pudiera.
—¿Por qué, madonna?
Sus labios dudaron entre un mohín y una sonrisa. La sonrisa ganó.
—Porque siento añoranza de mi casa. Es un sentimiento extraño. ¿Lo
creéis tonto, acaso?
—De ninguna manera —murmuró él.
—Yo sí creo que lo es —prosiguió—. Prima Teresa fue muy amable al
invitarme. Nunca había salido de Venecia Y ella quería dame una agradable
sorpresa. Por tanto, debo permanecer algunos días. Naturalmente, no es culpa
suya. Una muchacha soltera no encuentra su lugar aquí. Todos me miran
como preguntándose por qué no estoy en mi casa o en un convento.
Richard también se lo preguntaba. Recordó las murmuraciones de la
noche anterior en la orquesta y que Lio le había desafiado a que se lo
preguntara. Ahora que tenía la oportunidad, no osaba hacerlo. No era fácil.
—Vos también, ¿verdad? —preguntó ella al ver la expresión de su cara.
—Yo…
—No os lo reprocho —dijo—. Mi padre, que es un hombre de gran
sabiduría, no quiso nunca mandarme a un convento. No le gustan los
convencionalismos. Lo principal es ser siempre uno mismo. Lo que me duele
es que mucha gente no esté de acuerdo con él. Quieren que uno sea como los
demás.
Aquella manera de pensar era nueva y asombrosa, pero atraía
grandemente a Richard. Explicaba la impresión que ella le había causado la
noche anterior y la que le causaba en aquel momento. No era como otra gente.
Nunca había encontrado a nadie tan franco y que llamara las cosas por su
nombre. ¡Una muchacha soltera, ni osada ni vergonzosa, hablando en forma
parecida ante un extraño, un hombre que pertenecía a una clase social inferior
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a la suya! Aquello iba contra todos los convencionalismos y estaba en
completa oposición a las costumbres que los tiempos exigían. Medio
asombrado, medio avergonzado, Richard no sabía qué hacer.
—En cuanto a la furlana —dijo, tratando de llevar la conversación por
otros cauces—, creo que anoche todos hubieran querido ser como vos.
Estuvisteis maravillosa.
—¿Lo decís sinceramente? —preguntó con ansiedad.
—Ciertamente que sí.
—Adoro el baile. Quiero ser bailarina como mi madre. Ella incluso bailó
en la Opera de París.
He ahí otra cosa sorprendente. En lugar de guardar silencio sobre un
escándalo que conmovió a Venecia, Maritza hablaba de él con evidente
orgullo y, peor aún, intentaba repetirlo. Malo era que un patricio como Venier
se hubiera casado con una bailarina, pero que una hija suya quisiera también
bailar, resultaba ya el colmo. Quizá se tratara solamente del capricho juvenil
de una muchacha que se había ilusionado por las candilejas. Richard se
preguntó si ella sabía lo que una bailarina precisaba, además de habilidad en
su arte. Conocía muchas bailarinas y a los hombres que las protegían.
—Sé que sois actor —prosiguió la muchacha—. Anoche oí algo de lo que
el doctor Goldoni dijo de vos al conde Widiman. Seguramente habréis visto
bailar mucho en los teatros.
—Sí —asintió—. Toda mi vida.
—Entonces quisiera que me dijerais con toda franqueza —se ruborizó
algo— si creéis que pueda algún día llegar a bailar tan bien como María
Torelli, por ejemplo. La vi una vez en el San Giangrisostomo. Era espléndida.
—No es difícil, madonna. Bailáis tan bien como ella. —Dando rienda
suelta a su lengua, añadió—: Y sois mucho más hermosa.
Se arrepintió de haber hablado así.
—Ahora sé que lo decís por complacerme —repuso mirándole—, como
todo el mundo.
—Debéis creerme, zelenza.
—No debéis darme tratamiento. No soy ninguna zelenza, sino
simplemente Maritza Venier.
Se sentó en el banco. Por un momento creyó haberla ofendido y supuso
que ella no quería continuar la conversación, pero de pronto le sonrió.
—No, sior Milor. Dejad los títulos y cumplidos al caballero Tromba y a
los nobles. Y retiro mis palabras. Sé que no lo dijisteis por complacerme sino
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porque sois bondadoso, como lo fuisteis anoche. Debiera confesaros cuánto
significó para mí que me ofrecierais aquellas flores. Estaba muy excitada.
—No parecíais estarlo, señora.
—¿No queréis sentaros? —preguntó moviéndose hacia un extremo del
banco—. Casi no he podido hablar con nadie desde que salí de Venecia.
El encuentro estaba resultando más sorprendente a cada momento. Él, un
pobre actor del teatro San Luca, estaba sentado a solas y conversaba con una
deliciosa muchacha de diecisiete años, emparentada con la condesa Widiman
y con la mitad de la nobleza de Venecia. Si alguien les sorprendiera así, le
sacarían la piel a tiras y su carrera en Villa Bagnoli podría considerarse
terminada. Se sentó en el banco, dispuesto a ponerse rápidamente de pie al
menor ruido de pasos. Maritza no parecía preocupase. Molesta por el ala del
sombrero, lo echó hacia atrás, dejándolo en una posición totalmente
anticonvencional.
—Casi no he hablado con nadie —repitió.
—¿Qué me decís del caballero Tromba? Anoche le estabais hablando.
Richard se sorprendió al ver que la mención del nombre de Tromba no
causaba efecto alguno en Maritza, al contrario de lo que sucedía con las
demás señoras.
—No hablamos sino de pasos de baile, murmuraciones, vestidos… Cosas
que él creyó que serían de mi agrado. Yo no considero que eso sea hablar.
—¿Le encontrasteis interesante?
—Cuzi e cuzi —repuso, alzándose de hombros.
—Creo que es el más cumplido caballero entre todos los invitados —
indicó Richard, que no podía menos que defender a Tromba.
—Puede que sí —replicó ella, indiferente.
—Por lo menos, me figuro que os gustaría su manera de bailar.
Maritza pareció considerar dichas palabras un momento.
—Sabe bailar, si eso es lo que queréis decir. Es un buen maestro di ballo.
Pero no me gustó su forma de moverse.
—¿Por qué?
—Lo sabríais si fuerais mujer. Me sentí como un pajarillo bailando con un
gato hambriento. Tiene una manera de mirar… No me gusta.
A pesar de su admiración por Tromba, Richard se dio cuenta de lo que la
muchacha quería significar.
—Perbacco! —exclamó—. Las otras señoras le encuentran agradable.
—Quizá estoy equivocada —repuso Maritza.
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—Y, además, también está Marín Sagredo. —Richard trató de que su voz
no pareciera alterada—. También hablasteis con él.
—Meschina me! —exclamó ruborizándose intensamente. Después rió—.
Fui muy grosera. Le llamé estúpido.
—¿Cómo? —El corazón de Richard dio un salto—. ¿Le llamasteis
estúpido?
—Sí. Fue terrible. Estaba muy amable después del baile, e incluso recordó
que los Sagredo y los Venier estamos emparentados. Me propuso pasear por
el jardín. Yo estaba acalorada y acepté. Estuvimos paseando y me contó una
historieta desagradable acerca de una pulga.
—¡No! —exclamó Richard, soltando una carcajada. Evidentemente la
pulga ocupaba el primer lugar en el repertorio de Sagredo, cuando se
encontraba a solas con una señora.
—Sí, una pulga, y no reiríais si la hubierais oído. Le dije claramente lo
que pensaba. Entonces se puso más impertinente; le llamé estúpido y le dejé.
Quizá también le llamara otras cosas que no recuerdo. No soy mojigata,
señor, pero…
Richard recordó el efecto que la misma historia había producido en la
condesa Des Landes. Gradualmente, la manera de ser de Maritza iba tomando
forma en su mente. No podía creerla orgullosa, pues, en tal caso, no estaría
sentada en el jardín con él. Aparentemente sentía ciertos escrúpulos que iban
contra la manera corriente de pensar. Cualquiera hubiera esperado que
admirara al galante caballero Tromba o se sintiera impresionada por Sagredo.
Y, además, quería convertirse en bailarina. Lo raro, sin embargo, era que
Richard estuviera conforme con su actitud, y que, a pesar de su falta de
convencionalismos, la encontraba adorable como la primavera.
—A lo mejor creéis que no me gusta la gente —prosiguió—.
Preguntadme la opinión que tengo del doctor Goldoni. Ese es un verdadero
hombre.
Este tema disparó a Richard. Conducía a los teatros, a su único mundo, a
sus sueños. Olvidó la singularidad de encontrarse a solas con Maritza Venier
y también en Villa Bagnoli. Su cara se animó y recobró su propio modo de
ser, quizá con demasiada celeridad. Su hablar se fue haciendo menos italiano
y más veneciano. A Maritza le sucedía lo mismo. Pronto estuvieron hablando
su amado dialecto. La forma educada de dirigirse a los demás, en tercera
persona, se mezcló primero con el más directo vu y acabó siendo totalmente
eliminada. Incluso tu fue pronunciado un par de veces. «¡Caro ti!», exclamó
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ella más de una vez. ¿Orgullosa? Domenedio! No había nada de orgullo en
aquella muchacha.
Tenía el gran encanto de saber escuchar. Pero también hablaba. Richard
podía imaginar el viejo y arruinado palazzo que ella habitaba con su padre (a
quien llamaba sior pa’re) y a una mentada ama de llaves de mediana edad,
llamada Anzoletta. Sior pa’re era poeta y hacía mucho tiempo que estaba
trabajando en un poema épico sobre Venecia. Era tan grande, declaró Maritza,
como el Jerusalem de Tasso, aunque no acababa de comprenderlo. También
había escrito varios libretos de Opera al estilo de Metastasio, aunque mejores,
pero nunca se había preocupado de venderlos. Al parecer, sior pare, aunque
sabio y adorable, carecía de sentido comercial. ¿Qué importaba? Era divertido
impedir que el lobo se acercara a la puerta. Una pequeña renta, reliquia de la
fortuna familiar, hacía el milagro, junto con una conspiración entre Anzoletta
y Maritza, ignorada por el padre, para efectuar labores de aguja que eran
después vendidas en una tienda de la Mercería. Los vestidos que Maritza
llevaba en su visita a Brenta costaron un gran sacrificio.
—¿Os gusta? —preguntó abriendo las faldas con las manos.
—E come! —exclamó Richard—. La xe un fior!
—Lo hicimos entre Anzoletta y yo. Creo que es bastante parisiense. —Le
alargo un dedo—. ¿Veis las puntadas de la aguja? Mientras tenga ésas —dijo
moviendo las manos— y buenas piernas, no temeré a Micer Lobo. Aguardad,
señor, y me veréis bailar en la ópera.
Hablaron entonces de sus ambiciones artísticas. Su madre le había
enseñado a bailar cuando terna siete años y nunca había dejado de practicar.
—Mi padre acostumbraba a tocar para que yo bailara —dijo con un
suspiro—. Pero el año pasado debimos vender el clavicordio y ahora tengo
que tararear la música. —El gran obstáculo para sus planes lo constituían su
padre y Anzoletta. No había podido ganarle todavía a la idea de permitirle
bailar en público, y lo que era más importante aún, no podía alejarse de ellos
—. ¿Cómo dejarles? Hace solamente dos días que estoy separada de ellos y
ya les añoro. —A pesar de todo prosiguió—: creo que si una persona quiere
algo y lo desea fervientemente y trabaja para ello, acaba por obtenerlo. Pero
hay que desearlo de todo corazón.
—¿Lo creéis realmente?
—Sí. Aquello por lo que uno vive, vendrá. Tomad vuestro propio caso,
sior. ¿No es escribir comedias, como el doctor Goldoni, lo que más deseáis?
Entonces… —Se interrumpió—. ¿O no es eso?
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—No estoy seguro de ello —dijo Richard, vacilando—. En un tiempo así
lo creí, pero hay otras cosas.
—¿Cuáles, por ejemplo?
—Vivir y no tener que limitarse a escribir sobre la vida. Desempeñar un
gran papel en el mundo. Ser poderoso y rico. —Sin darse cuenta, adoptaba un
tono teatral—. Quizá digáis que ello es imposible. Pero otros sin recursos,
pobres, han sabido convertirse en personajes.
—No, no es imposible si ello es lo que realmente queréis —dijo moviendo
la cabeza—. Sólo tenéis que decidiros.
—¿Comprendéis lo que quiero decir?
—No estoy muy segura de ello. ¿Consideráis al caballero Tromba como
un gran hombre de mundo?
—Sí.
—¿Y queréis ser como él?
Richard recordó la opinión que Maritza tenía de Tromba.
—Hasta cierto punto —contestó vacilante—. Sus maneras, su savoir
faire…
—No creo que sea difícil. —El brillo de sus ojos se apagó—. Sois actor y
también él lo es. —Hizo una ligera pausa y luego preguntó como con desgana
—: ¿Qué opináis de las mujeres de mundo, como, por ejemplo, la condesa
Des Landes?
—La encuentro atractiva —dijo, notando que entre ambas parecía existir
cierta diferencia—. Vos seguramente no tendréis la misma opinión.
—Caro vu! Naturalmente que la encuentro atractiva. —No podía caber
duda alguna de la sinceridad de Maritza—. Es la mujer más atractiva que
jamás haya visto; pero, es extraño, me hace sentir tristeza.
—¡Santo Dios! ¿Por qué?
—No lo sé.
Maritza se levantó y caminó hacia el reloj de sol. Richard la siguió.
—Son ya las once, sior —exclamó—, y yo debiera encontrarme
presentando mis respetos a prima Teresa. —Hizo una pequeña pausa para
fijarse en la inscripción latina—. Está en latín. ¿Sabéis lo que significa?
—Sólo cuento las horas sin nubes —tradujo.
—Yo siempre contaré esta hora —dijo ella—. Espero que volveremos a
conversar nuevamente. A rivederci.
Permaneció pensativo durante algún tiempo. El tono de su voz vibraba
todavía en su mente. Se dio cuenta de que sería duro esperar hasta verla otra
vez. Sí. Él también recordaría siempre la pasada hora. Y, sin embargo, no
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había estado totalmente sin nubes. Algo, no podía precisar exactamente lo que
era, le había dejado incomodado consigo mismo Y, por tanto, también con
ella. Era una nube muy pequeña, pero que realmente existía.
P ara sosiego del doctor Goldoni, cinco de los seis actores que teman
papeles en Il cavaliere di Spirito se presentaron a una hora razonable
para el ensayo preliminar fijado para aquella tarde. La dificultad en el ensayo
de comedias de aficionados en residencias campestres, como Villa Bagnoli,
consistía en sustraer a los actores a otros placeres. Marín Sagredo no había
aún hecho acto de presencia, pero se rumoreaba que estaba en algún lugar
cercano y que, con la condesa Des Landes actuando como imán, no dejaría de
concurrir. El fin de reunión era hablar de la comedia, distribuir los papeles,
que habían sido copiados en Zola, fijar las horas para los ensayos y señalar la
fecha de la representación. Afortunadamente, la comedia había sido escrita
para una ocasión y ambiente determinados y era más corta que de costumbre,
no precisando tramoya ni vestidos especiales. Con un número de actores tan
reducido, tres o cuatro días debieran bastar para los ensayos.
—Confío mayormente en vos, condesa —dijo Goldoni haciendo una
reverencia a la señora Des Landes—. Sois no solamente nuestra única actriz y
el adorable centro de la comedia —la voz del buen doctor, que sentía
debilidad por los encantos femeninos, era dulce—, sino también la sirena que
persuadirá al muy noble Marín Sagredo para que nos favorezca con su talento.
—Goldoni miró la hora en su reloj—. Me pregunto si nos ha olvidado.
El punto de reunión era el escenario del salón de baile, que servía también
de teatro. Tenía un telón, que en aquellos momentos estaba corrido, y
decorados apropiados. Para facilitar la entrada de luz y aire, el telón de fondo
fue levantado, dejando ver las ventanas que daban al jardín.
Amélie des Landes estaba encantadora con su vestido de tarde, a rayas
blancas y azules, su corpiño oscuro y su gorrito de encaje.
No era mujer a la que pudiera hacerse esperar.
—¡Que se vaya a paseo! —exclamó agriamente. Sus ojos azules se
posaron en Tromba, que estaba recostado contra una ventana y estudiaba su
papel. También sonrió a los otros dos caballeros que completaban los
personajes—. ¿Por qué no pedimos al querido signor Brunetti o al capitán
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Beccaria que acepten el papel reservado a Marín? Cualquiera de los dos lo
haría mil veces mejor que él Che bestia é quello!
—Pudieran presentarse complicaciones —dijo Goldoni sonriendo
tristemente—. No debemos ofender a su excelencia. Fio mio —dijo
volviéndose hacia Richard, que permanecía solo en el fondo del escenario—,
busca al illustrissimo y dile que estamos a sus órdenes.
El desagradable encargo no hubo de ser llevado a cabo, pues en aquel
momento se abrió la puerta del jardín y Sagredo apareció.
Iba vestido para montar, pues se acercaba ya la hora de la trottata. Sin
excusarse por su tardanza, se dirigió a la condesa Des Landes.
—Se me dice que iréis esta tarde a Villa Pisani, cara madonna mia.
Espero que me permitiréis escoltar vuestro carruaje.
—¡Malo! —exclamó ella amenazándole con un dedo—. ¿Cómo nos
habéis hecho esperar tanto?
—¡Ah! Pero ¿os hice esperar? —preguntó Sagredo, sin demostrar
preocupación alguna—. ¿Qué significa el tiempo en el campo?
—¿Me permitiréis escoltaros?
Miró nuevamente a Tromba, que no había levantado los ojos del papel que
estaba leyendo.
—Es muy grave hacerme esperar, caro Marin —dijo—. Si hubierais
venido antes… Hace sólo unos instantes que he invitado al caballero Tromba
a que me acompañe.
No había existido tal invitación, pero Tromba no era hombre que
demostrara sorpresa.
—Me he sentido muy honrado —dijo; volviéndose de espaldas a la
ventana.
—Creo tener anteriores derechos, señor —dijo Sagredo, ruborizándose.
—Es la señora Des Landes, señor, quien debe decidir sobre esto —replicó
Tromba sonriendo.
Los ojos de la condesa les miraron alternativamente.
—Querido Marin, si os retrasáis debéis aceptar las consecuencias. Pero
creo que en la comedia sois mi amante y que el caballero es vuestro rival.
Quizá entonces podréis hacer valer vuestros derechos. ¿No es eso suficiente
compensación?
—Depende del giro que tome el argumento —replicó de mal humor.
—Precisamente os hemos estado esperando para que el doctor Goldoni
nos lo dijera.
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Sagredo murmuró algo acerca del aburrimiento de tener que estudiar un
papel.
—Me sentiré muy dichoso si puedo representar el vuestro y la condesa me
acepta como su amante —interpuso Tromba—. Otro caballero podrá
representar el mío. —Su voz acarició a la señora, que abrió su abanico y
levantó una ceja, sorprendida.
—¡Ajá! —exclamó Sagredo—. Prefiero interpretar yo mismo el papel que
me ha sido asignado.
—Pues bien —replica con cara apenada y haciendo un guiño humorístico
a Goldoni—, quizá debiéramos ocuparnos ahora de la comedia. Pero
recordad, eccelenza, que si no soy el amante, por lo menos soy el rival.
Guardaos, pues.
Goldoni no desperdició la oportunidad.
—Os ruego que os sirváis sentaros en círculo. No será muy largo —dijo
frotándose las manos—. Os explicaré brevemente el argumento.
Richard permaneció de pie.
—Sentaos, señor Morando —dijo Tromba—. Hay una silla a mi lado.
—Sí, naturalmente —asintió Goldoni algo nervioso—. Después de todo,
eres nuestro actor principal. Siéntate.
Miró a los demás como pidiendo perdón. Todos asintieron, excepto
Sagredo, que encontraba altamente irregular el que un músico tomara asiento
en presencia de caballeros de la nobleza. Era como si se concediera tal honor
a un criado.
A punto de rechazar el ofrecimiento, la mirada de Richard se cruzó con la
fría de Sagredo y aceptó inmediatamente.
—Gracias.
—¡Por Dios! —murmuró Sagredo. La condesa le puso una mano en la
rodilla. Nadie más pareció haberle oído.
Goldoni se apresuró a romper el silencio.
—Con el permiso de vuestras señorías procederé a explicaros el
argumento en breves palabras.
La condesa sonrió.
—Donna Florida, cuyo papel interpretará nuestra adorable condesa, es
una joven y encantadora viuda que se ha prometido, antes de que empiece la
comedia, al hermoso y brillante don Flavio. —Goldoni se inclinó ante
Sagredo, quien carraspeó—. Al principiar la comedia, don Flavio, soldado
profesional, está en la guerra y su futura esposa aguarda su regreso en su
residencia campestre, situada, digamos, en Brenta.
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—Confío en no esperar sola —dijo la condesa—. Sería muy aburrido.
—No estáis sola, señora —replicó Goldoni—. Don Claudio, un antiguo
pretendiente que será personificado por el magnífico caballero, no desespera
de suplantar a don Flavio antes del regreso de este último.
—¿Veis, illustrissimo? —preguntó Tromba bromeando.
—¿Qué sucede después? —preguntó Sagredo.
—¡Ay, zelenza! —replicó Goldoni—. La dama de nuestra comedia no
tiene la constancia y firmeza de carácter de la adorable actriz que representa
ese papel. Es algo coqueta.
—¡Qué chocante! —exclamó la condesa—. No sé si podré representar ese
papel.
—Se siente grandemente atraída por un caballero que veranea en la
vecindad —prosiguió el dramaturgo—, un tal conde Roberto, que la visita por
cortesía y la invita a conocer sus jardines. Es un hombre de excelentes
modales y conducta, que, aunque no deja de apreciar los encantos de donna
Florida, respeta honorablemente su compromiso matrimonial con don Flavio
y se abstiene de cortejarla más allá de lo que la buena educación demanda.
—Un tipo algo aburrido —dijo la condesa.
—Quizá sí, madonna, pero es el caballero de buen sentido que inspira el
título de la comedia. Es un papel monótono, por lo que será interpretado por
sior Morandi.
—Cospetto! —exclamó Sagredo riendo—. ¡Un músico ascendido a
conde! ¿Y si durante la comedia me olvido de su título y le doy un puntapié
en salva sea la parte?
Richard se estremeció. La sangre le afluyó a la cabeza y sintiose mareado.
Como la noche anterior, se veía atado de pies y manos. Tales palabras,
viniendo de un noble patricio, serían aceptadas con una sonrisa por la mayor
parte de los cómicos de Venecia. Las dijo para que fueran comentadas
precisamente de esa manera. Pero Sagredo no podía ser culpable de la
acentuada sensibilidad de Richard.
Podía, sí, ser culpable de indelicadeza, y nadie sonrió. La condesa se miró
las uñas. Tromba aspiró un polvo de rapé. Afortunadamente, Richard
comprendió que su mejor respuesta era precisamente el silencio. Dándose
cuenta de la frialdad que sus palabras habían causado, Sagredo miró
extrañado de uno a otro. Su sonrisa se apagó.
Tosió y levantando la cabeza con su acostumbrado aire protector,
dirigiose a Goldoni.
—¿Qué sucede después, sior Cario? —preguntó.
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Las manos del doctor temblaban, pero la vida le había enseñado a ser
dócil.
—Como decía, el conde trata a donna Florida con extrema educación,
pero no responde a lo que ella siente por él. No puede, a pesar de su actitud,
escapar a los celos de don Claudio —Goldoni sonrió a Tromba—, quien,
dándose cuenta de los sentimientos de la señora, no cree en la autoimpuesta
cohibición del conde. En este punto, el valiente soldado prometido a donna
Florida regresa inesperadamente de la guerra. Por desgracia, la primera
persona con quien tropieza es el celoso y poco escrupuloso Claudio. Siento,
caballero, que debáis ser el villano de la comedia —se excusó el dramaturgo
—, pero es un papel de difícil interpretación y en el cual podréis lucir vuestro
talento.
—Ya lo he ojeado, signor dottore —repuso Tromba—. No necesitáis
excusaros. ¿No os habéis dado cuenta de que en la vida, como en el teatro, el
villano es siempre más interesante que el héroe, especialmente para las
señoras? —Sus ojos pasaron de Sagredo a la condesa—. Servíos continuar.
Imagino que don Flavio tiene más coraje que cerebro, que pelea mejor que
piensa y que, por tanto, es fácil víctima de mi astucia, es decir, de la de don
Claudio.
—Sí, señor —repuso Goldoni—. El muy noble Flavio cree que el valor lo
es todo y que la espada elimina cualquier obstáculo. Es celoso, colérico,
testarudo…
—Un momento —interrumpió Sagredo.
—… pero es hombre de la más alta distinción y dotado de las cualidades
que honran a un caballero, enamorado de donna Florida y amado por ella, a
pesar de la momentánea atracción que sobre la dama ejerce el conde Roberto.
Es el héroe romántico de la comedia —prosiguió Goldoni.
—Muy bien —aprobó Sagredo—. ¿Cómo acaba?
Goldoni esbozo rápidamente el resto del argumento. Claudio-Tromba, que
quiere ganar los favores de la dama a cualquier precio, la acusa de
inconsistencia y, fingiéndose amigo, convence Flavio-Sagredo, cuyo regreso
ella ignora, para que la someta a una prueba. Flavio deberá escribirle una
carta en la que le anunciará su próxima llegada, pero advirtiéndole que ha
sido terriblemente desfigurado por heridas recibidas en el campo de batalla.
Él no puede imaginar que tal desfiguramiento afectará al amor de donna
Florida, y sigue siendo su devoto amante. Claudio le advierte que la lealtad de
la dama no resistirá la prueba, ni los halagos del conde Roberto. Escribe la
carta, que es remitida a donna Florida.
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—¿Cuál hubiera sido vuestra reacción, contessina? —preguntó Goldoni
bromeando—. Recordad que estáis prometida a él.
—Affe di Dio, la pregunta me sorprende —repuso Amélie con una mirada
de asombro—. ¿Qué podría hacer con tan horrible nombre? Le mandaría a
paseo inmediatamente.
—¡Magnífico! —exclamó Tromba, riendo.
—¡Traidora! —murmuró Sagredo.
—Muy bien —dijo Goldoni—. Ahora veréis cuán bien he escogido los
actores y distribuido los papeles. Donna Florida toma la misma actitud que la
condesa Des Landes; Claudio se siente satisfecho y Flavio se enfurece. Ya
podéis imaginaros cómo prosigue la representación. Don Flavio se presenta
ante la dama sin sufrir desfiguración alguna y la acusa de pérfida. Quiere
batirse en duelo con el conde Roberto, que logra persuadirle de su inocencia.
Se bate con Claudio, cuya doblez descubre, y, a no ser por un accidente, le
hubiera matado. Nuevamente siente celos de Roberto. Entretanto, donna
Florida le acusa de conducta poco galante e indigna de un enamorado al
escribirle la carta llena de falsedades, y ofrece su mano a Roberto. Todos
andan de coronilla. El tacto y buen sentido del conde Roberto ofrecen la
solución.
—¿Qué solución? —gruñó Sagredo—. Seguramente se casa con el conde-
violinista. En tal caso…
—De ninguna manera, lustrissimo. Vuestra excelencia y la dama se
reconcilian y contraen matrimonio, asegurando su futura felicidad.
—¡Ajá! —exclamó Sagredo—. Eso cambia de aspecto y es como debiera
ser. El argumento es muy interesante, sior Cario. Os felicito.
—Agradezco las bondades de vuestra excelencia. —La ironía de las
palabras de Goldoni era demasiado sutil para el oído de Sagredo—. No queda
sino distribuir los papeles. Helos aquí… Tomad, señor… y vos… y vos… y
vos. El papel de Gandolfo, agente de la dama, es muy interesante, capitán
Beccaria. Siento que el papel del criado Merlino no sea a propósito para
desplegar vuestro talento, sior Brunetti. Os agradezco sinceramente que
queráis aceptarlo. ¿Os parece que ensayemos mañana a esta misma hora?
—Si habéis de ser mi amante, Marín —dijo la condesa—, debéis aprender
bien vuestro papel.
—Lo aprenderé, no os preocupéis —prometió Sagredo—. Supongo que
habrá un apuntador.
—Yo me encargaré de ello —dijo Goldoni.
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—Entonces nada más hay que decir. —Sagredo ofreció el brazo a la
condesa—. ¿No cambiaréis de opinión, señora, y me permitiréis escoltaros
hasta Villa Pisani? Recordad que Claudio es un gran bribón.
Amélie des Landes negó con la cabeza.
—Podéis acompañarme solamente hasta mi habitación, caro —repuso—.
Debo darme prisa en cambiarme de ropa.
Llevando a la condesa del brazo, Sagredo pasó ante Richard y se detuvo
un momento para burlarse.
—Soy vuestro servidor, conde Roberto. No estéis tan triste. ¿Cómo os
podéis enamorar de tal cara, madonna? No puedo comprender a Goldoni. Sin
embargo, creo que sí le comprendo. Será una comedia en sí misma ver cómo
el perro representa el papel de un noble. Animaos, conde. Aprended a sonreír.
Y aceptad un consejo: la noche de la representación usad perfume, mucho
perfume.
Dio un golpe suave a Richard en las costillas con la punta de la fusta y
siguió adelante, sin fijarse en el odio que apareció en la mirada del joven.
Exceptuando a Goldoni y a Tromba, los demás también abandonaron el
escenario.
—Lo siento, muchacho —dijo el doctor, poniendo una mano en el hombro
de Richard—. No debí haberte metido en este asunto, pero lo hice con buena
intención. No le conocía. Ahora sé que es un bruto insufrible. Si quieres
retirarte, no te lo reprocharé. Ofreceré tu papel al capitán Beccaria.
—No, sior dottore —dijo Richard sonriendo algo irónicamente—. No
quiero retirarme. Ya veremos qué sucede.
—No cometas ninguna tontería, Milor —repuso Goldoni riendo
forzadamente—. Recuerda que eres el Caballero del Buen Sentido.
Richard asintió. Estaba demasiado encolerizado para darse cuenta siquiera
de lo que pensaba, aunque su mente le decía que cierta gente merecía ser
ahorcada.
En contraste con el ardoroso silencio, la voz de Tromba sonó fresca. Sus
ojos negros parecían querer penetrar en Richard.
—Eso es, muchacho —dijo—. No cometas ninguna tontería. Demuestras
buen sentido no renunciando a tu papel en la comedia. Pero sé que estás
pensando que todo tiene un límite. Ese individuo irá un día demasiado lejos y
entonces… Vendetta! Nada hay más dulce que ella, ni siquiera una mujer. Por
lo menos, mientras dura. Pero, escucha…
Tromba había enrollado el papel y jugueteaba con él. Los brillantes de una
sortija despedían destellos.
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—La venganza es un placer que debe gustarse lentamente. ¿Apuñalar a
Sagredo? Eso no da sino una satisfacción momentánea. A él se le hace un
grandioso entierro y a ti te destrozan en la rueda. Esto no es ninguna vendetta.
En cambio, apuñala su orgullo, contempla cómo le ridiculizas y le conviertes
en el hazmerreír de la gente. Eso es lo que puedes hacer en la comedia, si
solamente procedes juiciosamente. Déjame que te ayude. Entre los dos
tramaremos algo elegante.
—¡Señor! —exclamó Goldoni—. Considerad mi situación si ofendéis a
un patricio. ¿Qué dirá el conde Widiman? ¿En qué lugar quedara mi comedia?
—Os prometo solemnemente que vuestra comedia tendrá un éxito
rotundo, que vuestro crédito no sufrirá menoscabo alguno y que el conde
Widiman se deleitará —dijo Tromba, llevándose las mano al corazón—.
Confiad en mí. —Hizo una ligera pausa—. Bien, Morandi, ¿quieres que
unamos nuestras fuerzas en el arte de la vendetta?
—No acierto a comprender exactamente lo que vuestra señoría quiere
hacer —repuso Richard.
—Dos cabezas piensan más que una —dijo Tromba, sonriendo—.
Tramaremos algo digno de nosotros. Pero, entretanto, debes dejar que facilite
un vestido apropiado al conde Roberto. Tú y yo somos de la misma estatura.
—Pero Zelenza… —dijo Richard sonrojándose.
—Debes, también, compartir mi habitación —prosiguió el caballero—. Es
muy importante. Si hemos de colaborar en este asunto, debemos estar juntos y
cambiar ideas. Quizá pueda sugerirte algo respecto a tu papel de conde
Roberto.
Ya no volvería a asarse por la noche en la buhardilla. Richard casi no
podía creer lo que estaba oyendo. Tendría la oportunidad de estar junto a un
caballero elegante como Tromba.
—¿Lo consentirá el conde Widiman?
—Yo lo arreglaré.
—¿Querrá vuestra excelencia por lo menos decirme a qué debo su favor y
protección?
—Claro que sí —Tromba se volvió hacia Goldoni—. Prometí al doctor
que haría cuanto pudiera por ti en la comedia. Me has sido simpático. Esa es
la verdad, caro Milor, si me permites que te llame así. Además, aunque quizá
no lo creas, soy supersticioso. Tengo el presentimiento de que nuestras dos
estrellas se juntarán para beneficio mutuo. —Tromba parecía mirar a lo lejos,
pero era dudoso que estuviera contemplando otra estrella como no fuera,
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mentalmente, la de brillantes que lord Marny llevaba en la casaca—. Además,
una de mis ocupaciones favoritas es cortarles los espolones a los gallos.
Se metió el rollo de papel en el bolsillo.
—Debo irme para escoltar a la condesa. —Soltó una carcajada—. Quizá
pueda lograr que eche un poco de pimienta a nuestro guiso.
VI
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Echando una mirada retrospectiva a los cuatro días pasados, no hubiera
sabido cómo expresarle su agradecimiento. Las bondades de Tromba le
mantenían continuamente en suspenso. No sólo había el caballero compartido
con él su habitación y su guardarropía, sino que le trataba como si fuera un
discípulo joven, y discutía con él algunos aspectos del papel del conde
Roberto, familiarizándole con gestos e inflexiones de voz adecuados, y
haciéndole copartícipe de su vasta experiencia en asuntos mundanos. Si, en
gran parte, esa experiencia era cínica, tenía también un tonillo picante y
agradable. Los preceptos que le enseñaba habían sido aprendidos del gran
mundo cosmopolita y poseían la atracción de ideas nuevas y exóticas.
—Mi querido muchacho —le dijo Tromba en una ocasión—, si te
concentras en un solo pensamiento hasta que lo hayas dominado por
completo, estarás en camino de tener el mundo en el puño y ése debe ser el fin
principal de todo hombre inteligente.
—¿Qué pensamiento es, señor?
—Simplemente, el de considerar a todo el mundo y todas las cosas como
una paparrucha hasta que te demuestren lo contrario, lo que sucede muy pocas
veces. Dejemos aparte la virtud y la piedad, que pocos, en privado, toman
seriamente. Tú has hablado, por ejemplo, del abismo que existe entre las
diversas capas sociales y que te impide elevarte en el mundo. ¡Eso es una
paparrucha! Dicho golfo solamente existe en la mente de los pobres de
espíritu y de quienes están interesados en que así lo crean los demás. En
cambio, no existe para un hombre de iniciativa. Recuerda, también, que sólo
hay dos clases sociales: la de los burlados y la de los burladores. Debes saber
encontrarte siempre entre los últimos.
Aunque tales palabras animaban la ambición de Richard, no podía aceptar
su pensamiento principal.
—Yo conozco mucha gente honrada, sior cavaliere.
—¿Ah, sí? No te hará ningún daño creerles honrados si no te cuesta
dinero.
—El doctor Goldoni, por ejemplo.
—No se puede personalizar —dijo Tromba, riendo—. Hablaba
filosóficamente y en confianza para tu provecho. Naturalmente, un hombre de
mundo no debe decir casi nunca lo que piensa. Espero que comprendas la
excepción que hago en tu caso.
Al recordar esas palabras, Richard no podía dejar de darles el valor que
tenían, por lo menos en cuanto a la cordialidad con que habían sido
pronunciadas. Representaba un gran honor ser tratado como un igual y recibir
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los consejos de un hombre tan brillante. Era como si se le admitiera en un
club exclusivo, al cual hubiera ansiado pertenecer. A pesar de lo
sorprendentes que resultaban, las máximas de Tromba arraigaron en su mente
de un modo más profundo de lo que imaginaba. Le conferían un sentido de
superioridad sobre la gente monótona y aburrida. Eran como un perfume raro.
El hombre era en Tromba más impresionante que las palabras. No había
nada afeminado o débil en él. No tema que alardear de hombría o insinuar que
podía ser un mal enemigo. Las cualidades masculinas de fuerza física y osadía
se hallaban bastante a la vista, incluso cuando actuaba del modo más amable
y cortés. Un joven como Richard, lleno de vida, no podía menos de admirarle.
—Espero que vuestra excelencia comprenderá cuán agradecido le estoy
—dijo, dejando de contemplarse al espejo.
Tromba cerró los impertinentes y los guardó en el bolsillo del chaleco.
—Me confundes. Cuanto yo hago tiene un objeto, aunque sólo sea
divertirme. El placer de ahora es variado. Por una parte, está nuestra
enemistad con Sagredo. Por Dios, que bien vale la pena bajarle los humos a
ese gallo. No creo que olvide fácilmente esta noche. Pero eso no es todo.
Existe un placer en educar a los demás, de acuerdo con nuestras ideas. Toma,
por ejemplo, un maestro de armas. Siente alegría enseñando sus tretas a un
discípulo inteligente. Mi campo de acción es el mundo. Tú tienes talento,
mucho talento. Ningún tonto será capaz de representar el papel de conde
Roberto como lo harás tú. Creo que llegarás muy lejos, si sabes jugar bien tus
cartas. —Tromba vaciló un instante; pareció a punto de ser más explícito,
pero dijo simplemente—: Quizá algún día te pida un favor a cambio de todo
esto.
—Me sentiría feliz de poder seros útil, Zelenza.
—¿Es ello cierto, amigo mío? Entretanto, creo que a tu vestido le falta el
toque de la cinta de una condecoración. No creo que Sagredo haya sido nunca
condecorado. Vamos a ver. ¿Qué color sería más apropiado? Lavanda, quizá.
Tromba se dirigió a una de sus maletas de equipaje, la abrió y sacó de ella
un cofrecillo que vació en la mesa. Richard vio estrellas, cruces y otros
emblemas heráldicos adornados con piedras en revuelto montón, con sus
cintas.
—Capperi! ¿Poseéis todas esas condecoraciones, señor?
—Naturalmente, puesto que las tengo en mi poder. Nada adorna tanto un
traje como ellas. Las cambio de acuerdo con la ropa que llevo. Contribuyen a
dar prestigio a uno. Las mujeres no pueden resistirlas.
—¿No teméis a los ladrones teniendo semejante fortuna en joyas?
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—No, amigo mío —repuso Tromba riendo—. Los ladrones son más
fáciles de engañar que la gente de mundo. Estas piedras son falsas, igual que
las que llevas… Aunque, naturalmente, te abstendrás de mencionarlo.
—¿Falsas? —Richard miró asombrado al enorme brillante de su sortija,
los botones del chaleco y las hebillas.
—Naturalmente —repuso Tromba—. Provienen de las cristalerías
Murano. ¿Crees acaso que soy un Creso? No te preocupes. Las piedras están
muy bien imitadas, mucho mejor que muchas de las que se lucirán aquí esta
noche. Lo importante es que brillen. Piénsalo bien; eso se suele referir
siempre a la mayor parte de las cosas: ¡Ah! Ecco, ésta es la que buscaba.
Eligió una ancha cinta de color lavanda, que pasó por la cabeza de
Richard y colocó debajo del cuello de la casaca, para que contrastara con el
satén bordado del chaleco. Un sol de amatistas, con centro de brillantes,
completó el arreglo del lazo izquierdo de la casaca.
—¡Ya está! Es impresionante, ¿verdad?
Mirándose nuevamente al espejo, Richard se dio cuenta de cómo la
condecoración añadía esplendor al vestido digno del rango del conde Roberto.
—¿Puedo preguntaros qué condecoración es ésta?
—Tengo tantas, que a veces las confundo —dijo Tromba, arrugando la
frente—. Creo que es la Real Orden del Lirio. Me fue conferida en Bagdad
por el sha de Persia, si es en Bagdad donde ese señor reside. Sí, creo que es
Bagdad. —Consultó la hora en el reloj—. Deberíamos dirigirnos al escenario.
¿Estás nervioso?
—Algo —asintió Richard.
—No te preocupes. Es el estado de ánimo perfecto. Madame Des Landes
sabe bien su papel. Si esta noche no te vengas cumplidamente de Sagredo, te
autorizo a que me llames idiota, lo que nadie ha hecho nunca.
El afán de venganza había llegado ya al máximo en Richard, que temblaba
de ira al recordar el ensayo del día anterior. Las burlas que Sagredo le hizo
hubieran resultado insoportables, de no ser por la mirada animosa de Tromba
y la sonrisa amable de la condesa. Su sumisión fue el cebo de la trampa en la
que caería Sagredo. El plan que Tromba y Richard habían preparado con
ayuda de la condesa era una comedia dentro de otra comedia, una broma
burlesca que no se llevaría a cabo hasta que fuera demasiado tarde para que el
joven patricio pudiera evitarla. Durante los ensayos, Richard había
representado el papel de conde Roberto empleando en ello una habilidad que
sólo sus compañeros en la conspiración sabían. Para desesperación de
Goldoni y burla de Sagredo, había dado una perfecta imitación de un
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destripaterrones encarnando un papel de noble. Sagredo esparció el rumor
que, si en la comedia de Goldoni no había nada risible, el auditorio podría
reírse a carcajadas observando la representación del violinista.
—¡Santo Dios, Richard! —exclamó Goldoni desesperado, después del
último ensayo—. Eres una pesadilla. Te alabé cuanto pude y te ofrecí una
gran oportunidad, y he aquí que te portas como si nunca hubieras trabajado en
el teatro. Pareces embrujado. Arrastras los pies, te comes la mitad de las
palabras y te rascas la cabeza. ¿Es que no tienes orgullo? Y Tromba, en quien
realmente confiaba, no demuestra más sentido que un poste. Sagredo no se ha
aprendido el papel. La condesa actúa bien, pero ella sola no puede hacer nada.
Quisiera que el conde Widiman no me hubiera pedido esta representación.
Estoy a punto de decirle…
—No, sior dottore —rogó Richard—. El caballero Tromba y yo nos
hemos beneficiado de amable crítica. Creo que la representación os satisfará
plenamente. Por lo menos, prometo no arrastrar los pies ni rascarme la
cabeza.
—¿De quién te estás burlando? —preguntó Goldoni, intrigado por la
expresión del rostro de Richard.
—No de vos, ciertamente, sior dottore. Estad tranquilo y no dudéis de que
os gustará la representación.
—Quisiera que ya se hubiera llevado a cabo —dijo pensativamente
Goldoni.
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VII
E l gran salón rococó con los frescos del techo que cantaban las glorias
de la Casa de Widiman y sus murales El rapto de Helena y El
sacrificio de Ifigenia, según la escuela de Tiépolo, contenía aquella noche
unos ciento cincuenta invitados. De las villas cercanas a lo largo del Brenta
habían llegado numerosos grupos, deseosos de presenciar la representación de
la nueva comedia de Goldoni. Además, la condesa Des Landes era muy
conocida; Sagredo estaba considerado como el más interesante de los solteros,
y todo el mundo conocía o había oído hablar del caballero napolitano que se
había abierto tan rápidamente camino entre la buena sociedad del Brenta.
A la luz de los candelabros, el salón, como una platea enjoyada, refulgía
con mil colores brillantes. El rumor de las voces aumentó momentáneamente.
El aire de la calurosa noche de verano se espesó con el aroma del perfume
movido permanentemente por los abanicos de las damas. Los asistentes se
saludaban haciendo reverencias, hablaban, con la vivacidad que precede al
levantamiento del telón. Y miraban frecuentemente al escenario. La flor y
nata de la buena sociedad de Venecia estaba presente, los diletantes del teatro,
tolerantes de las representaciones de aficionados, dispuestos a divertirse, pero
siempre listos para la crítica. Era un auditorio difícil.
Atisbando el auditorio desde el escenario, Cario Goldoni estaba más
nervioso que nunca. No podía esperar nada bueno de aquella noche. La
orquesta, en su palco, atacó los compases de un aire alegre, de una burletta de
Pergolesi. Los criados empezaron a apagar las velas para que resaltara la luz
de las candilejas. El murmullo de las voces se fue aquietando hasta acallarse
por completo. Con el corazón en un puño, Goldoni dio la señal para levantar
el telón y se metió en la caja del traspunte.
En el escenario apareció el salón de una residencia campestre. El agente,
Gandolfo, y don Claudio-Tromba estaban conversando. La representación
había principiado.
Goldoni se sintió agradablemente sorprendido a las primeras frases de
Tromba. No quedaba rastro del recitado monótono de los ensayos. La voz era
cálida, modulada, precisa, la clase de voz, con un deje de humor, que cautiva
al auditorio. Los pareados martelianos, que hubieran sonado monótonos en
boca de un actor pobre, eran recitados con las precisas inflexiones para
parecer como prosa ocasionalmente rimada. ¡Excelente! Pero la voz no lo era
todo. Tromba se movía con naturalidad y tenía el don de establecer una a
modo de relación confidencial con los espectadores, y de ganarse su favor. En
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otras palabras, era un actor consumado. «Perbacco! —pensó Goldoni—. Si
este hombre no ha pertenecido a una buena compañía, yo no he visto en mi
vida un solo actor».
Aun en su papel de villano se ganaba el favor del auditorio.
Insensiblemente, la comedia se desviaba a un ángulo distinto de original.
¿Qué más daba? Identificado con la reacción de los espectadores, Goldoni
estaba fascinado.
En las escenas que siguieron entre Claudio-Tromba y la condesa Des
Landes, en su papel de Florida, se dio nuevamente cuenta de ese curioso
cambio. El villano declaraba su amor a la heroína, que lo rechazaba en favor
del soldado ausente; pero la declaración hubiera derretido el corazón de una
estatua y el rechazo sonaba a consentimiento. Las palabras eran las mismas
que Goldoni había escrito, pero su sentido difería por completo. El argumento
se salía de sus cauces. Parecía como si los actores reformasen la comedia.
Nada de esto había ocurrido en los ensayos.
Completamente absorto, Goldoni olvidó pasar las páginas del libreto, y, al
terminar la escena, se dio cuenta, sorprendido, de que ni una sola vez había
tenido que apuntar. Se sintió agradablemente aliviado. La representación
transcurría mucho mejor que en Zola. Si al menos Richard estuviera a la
altura de los demás, el éxito sería rotundo. Pero recordando los últimos
ensayos, Goldoni no estaba muy esperanzado. El actor profesional que, según
él, era indispensable para el buen desarrollo de la comedia, se vería
desbordado por los aficionados. Oyendo que Merlino, el criado del conde,
anunciaba a donna Florida la llegada de su señor, Goldoni se preparaba para
lo peor.
El conde Roberto apareció en escena.
Hasta ese momento, el doctor no había visto el magnífico traje que
Richard lucía, y que había permanecido cubierto por la capa. Sabía solamente
que Tromba le había facilitado algunas ropas. Su sorpresa fue pareja al
murmullo de asombro de los espectadores. Si Richard a duras penas se había
reconocido al contemplarse en el espejo, Goldoni, en los primeros momentos,
no le reconoció en absoluto, y llegó a creer que alguien representaba su papel.
Además, el porte del conde estaba de acuerdo con el traje que llevaba. Los
ojos agudos de los críticos, siempre atentos para descubrir el menor fallo y
burlarse del pato que pretendiera lucir el plumaje ostentoso del pavo real, no
observaron ninguno; antes al contrario, encontraron impecable al personaje.
No era que a su juicio interpretara bien el papel de un noble, sino que
momentáneamente parecieron creer que no se trataba de una representación,
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sino que el personaje verdaderamente existía. Era el conde Roberto en una
escena real. Además, resultaba intrigante. Su personalidad aportaba una nota
de misterio, de dramático conflicto.
En aquel momento, cuando Goldoni se sentía satisfecho por la actuación
de Richard, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. El papel de conde
Roberto, según él lo había escrito, era de un hombre sencillo, virtuoso y
sensato, en contraste con la coqueta Florida, el maquiavélico Claudio, y don
Flavio, el soldado de carácter iracundo. Solamente una actuación perfecta
podía evitar que el papel del conde resultara monótono, aburrido. Sin
embargo, a pesar de que ni una sola palabra del texto había sido alterada, los
caracteres de los personajes habían cambiado completamente. Roberto
amenazaba convertirse en el conde Roberto el Diablo. Sus sentimientos
honorables dejaban traslucir un tono apasionado. Como si el personaje
estuviera en conflicto consigo mismo. Comparado con él, Claudio-Tromba, el
villano oficial, era el tipo convencional de villano. Cuando al terminar el acto
donna Florida acompañaba al conde a visitar los jardines, el auditorio se
sintió intrigado. Su imaginación les acompañó. Más de una hermosa abanicó
sus sofocadas mejillas y muchos galanes aspiraron pensativamente rapé.
Luego vinieron los aplausos.
—Canchero! —murmuró Goldoni.
Se sentía como en un sueño. Era su comedia, y, al mismo tiempo, no lo
era. No sabía cómo calificarla. Se había convertido en un espectador curioso
como los demás. Le causaba cierta pena, sin embargo, darse cuenta de que
aquella versión era mejor que la suya, más intensa, más profunda. Alcanzaría
un gran éxito e, irónicamente, se le daría crédito por ello. Pero ¿por qué se
había producido semejante cambio? Distraídamente volvió las páginas hasta
llegar a la primera escena del segundo acto, que se sucedía sin intervalo.
Al salir don Flavio-Sagredo a escena, la telaraña que tan sutilmente había
sido tejida para él se hizo a cada momento más peligrosa. Goldoni estaba
como sobre ascuas. Se había dado cuenta de lo que se pretendía con aquellas
variantes y, aun cuando admiraba la gracia con que el terreno había sido
preparado, no por ello temía menos sus consecuencias. Se ponía a Sagredo en
la picota del ridículo. ¿Y si éste culpaba de la travesura a Goldoni?
Si la comedia hubiera sido representada en la forma ideada por su autor, la
diferencia entre la actuación de Sagredo y la perfecta de los demás hubiera
sido ya suficientemente risible. En los ensayos, Sagredo no pudo darse cuenta
de que la actuación de Richard y Tromba iba a ser perfecta hasta el punto de
hacerle aparecer ridículo; pero, por lo menos, sabía la forma en la que se
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desarrollaba la trama. En aquellos momentos, el argumento parecía haber
cambiado por completo, a pesar de que las palabras eran las mismas; los
demás actores decían una cosa y parecían significar otra.
Solamente podía recitar dudosamente lo que se había aprendido a medias,
sin saber la reacción de los demás. Como resultado, en lugar del romántico
héroe de carácter vivo, el auditorio lo tomaba simplemente por un bufón. Los
espectadores reían a cualquier cosa que él hiciera. Si hubiera sido dúctil,
hubiera podido sacar gran partido del ambiente creado, pero mostraba tan
claramente su confusión que denotaba no esperar que el auditorio riera. La
burla se hizo personal: se reían de él, tanto si vacilaba como si recitaba bien
sus líneas. Empezó a darse cuenta de que era víctima de una broma pesada.
Su arrogancia le había creado muchos enemigos, que veían presentárseles la
ocasión de vengarse.
Naturalmente, el hecho de que el joven noble no se hubiera preocupado de
aprender su papel contribuía a hacerle más risible. Hacía continuas señales al
traspunte para que le diera la pauta, consistiendo la señal en el movimiento de
los dedos de la mano izquierda, que si bien pasó desapercibido las primeras
veces, fue prontamente captado por el auditorio. En el futuro los más burlones
venecianos harían aquel gesto a su espalda.
En resumen, Sagredo se encontró sin saber qué partido adoptar. Estaba
acostumbrado a la acción directa, pero no le era posible obrar a su antojo en
aquel momento. No podía enfrentarse con el auditorio, ni descargar su ira en
los demás actores, que mantenían una actitud correcta y recitaban
debidamente sus papeles, sin darse por apercibidos de que algo le irritaba.
Asombrado por el aspecto y la actuación de Richard, no podía burlarse de él
como en los ensayos. Las dos veces que intentó hacerlo, la compostura de
Richard y la repulsa del auditorio le impidieron repetirlo. No podía, tampoco,
negarse a seguir representando su papel, porque hubiera equivalido a admitir
su fracaso, haciéndole aparecer todavía más ridículo. La opinión pública y sus
iguales le obligaban a seguir desempeñándolo, y carecía de valor para
desafiarles.
A medida que proseguía la representación, siendo objeto de la coquetería
de la condesa, engañado por Tromba, sintiéndose inferior ante el conde-
violinista, su ira subía de punto. Y cuando en el cuarto acto debía batirse con
Tromba, decidió dar vuelta a la tortilla. Era una escena para la cual no
necesitaba apuntador y podría representarla con toda naturalidad. De acuerdo
con la trama, Claudio-Tromba y Flavio-Sagredo habían de desnudar sus
espadas y cambiar unas fintas. Luego Sagredo, para evitar un ataque a fondo
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de su adversario, debía tropezar con una silla y quedar a merced de su
enemigo. En aquel momento, donna Florida había de entrar en escena y coger
el brazo de Claudio, salvando así la vida del soldado. Era una escena corta de
la que podía sacarse gran partido. Ofrecía a Sagredo la oportunidad que había
estado esperando, pero no tenía intención de tropezar y caer. Si Tromba
resultaba herido en el intercambio de fintas, tanto peor para él. Sagredo no
podía evitar que ocurriese un accidente.
Afortunadamente para Tromba, el joven patricio no podía ocultar el odio
que brillaba en sus ojos, y los primeros pases fueron tan reales, que
advirtieron al caballero de las intenciones del otro.
—No os excitéis, excelencia —murmuró Tromba.
La contestación de Sagredo fue apretar los labios, amagar una finta y
lanzarse a fondo.
Goldoni estaba paralizado de terror. El auditorio, fascinado, contenía el
aliento. Si no era un duelo real, por lo menos terna todas las apariencias de
serlo.
Sagredo estaba orgulloso de su habilidad con la espada, pero pronto se dio
cuenta de que había tropezado con un maestro. Más de una vez Tromba
rompió su guardia, pero la punta de la espada no buscó el cuerpo de su
adversario.
—Seguid, illustrissimo, seguid —murmuró el napolitano—. Estáis dando
una magnífica exhibición. Haced más lentamente ese enlacement para que
todos puedan apreciarlo.
Sagredo, derrotado, tuvo el buen sentido de forzar una sonrisa.
Si no podía matar a Tromba, por lo menos fingiría que en ningún
momento había tenido tal intención. Respiraba aguadamente y dio un paso
atrás.
—¿Estáis cansado? —preguntó el napolitano—. Es ya hora de que
tropecéis con la silla.
Por desagradable que fuera, Sagredo se dio cuenta de que ello le ofrecía la
única salida digna, antes de que su inferioridad ante Tromba se hiciese
patente. Prosiguió la lucha con gran ardor, rodeó la silla, tropezó y cayó. El
episodio debía ser angustioso, excitante, pero no cómico, aunque el patricio
cayó demasiado fuerte y el auditorio rió.
—Os tengo en mi poder —recitó Claudio-Tromba.
Goldoni, sin esperar a que Sagredo le hiciera la señal, apuntó: «Ningún
caballero atacará a un hombre caído» palabras que fueron repetidas por el
patricio.
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—Pérfido —gritó Tromba—, hai da morire!
Donna Florida hizo su entrada en escena, exquisitamente vestida.
—¡Envainad esa espada! —exclamó, poniendo la mano en el brazo de
Tromba.
El yugo de la maldita comedia cayó nuevamente en el cuello de Sagredo.
Presa de ira, solamente pudo continuar hasta el final recitando su papel a
borbotones.
Quedaba la última escena que podía compensarle por todo cuanto había
pasado. La comedia presentaba a un soldado de temperamento vivo, pero
honrado, que, a despecho de su mal carácter, era digno de ser amado y que, al
final, gracias al buen tacto del conde Roberto, conquista a donna Florida, con
gran satisfacción del auditorio. Sagredo podía, por tanto, sacar provecho de
esa parte. Pero no se dio cuenta de la importancia de lo que había sucedido. El
héroe romántico no podía ser resucitado. A pesar de que no se cambió una
palabra de los diálogos, que el conde Roberto colocó la mano de Florida en la
suya y de que cada frase prometía felicidad en el futuro, la burbuja estalló
delante de los ojos de Sagredo.
¿Por qué aquellas miradas lánguidas entre Roberto y Florida durante toda
la escena? ¡Con qué diabólica sonrisa recitó el conde su sermón final! ¿A
quién arrojó Florida un beso al caer el telón? Si Florida y el conde hubiesen
colocado un par de cuernos en la frente de Sagredo, la implicación no hubiera
resultado más clara.
Dirigiéndose al auditorio con sus últimas palabras, Roberto Morandi
remachó el clavo:
¿Nos faltará a los amantes la bendición del amor?
Damas y caballeros, dignaos confestar. ¡No!
El telón cayó y los aplausos atronaban el salón. Se oían continuos bravos
y bravísimos, y llamadas a Goldoni. Fuera como fuere, la comedia había sido
un gran éxito.
Sagredo permanecía silencioso, mirando a la condesa Des Landes y a
Richard con los puños apretados y el cuello enrojecido, contrastando con el
blanco de la gorguera. Habría de transcurrir mucho tiempo hasta que olvidara
la humillación de aquella noche. Los murmuradores de Venecia la
mantendrían viva. No fue debido a la casualidad que Tromba apareciera
sonriendo viniendo de entre bastidores para aumentar su furia.
—Vos, señor —tartamudeó Sagredo—, vos y ese hijo de… —Su mirada
se posó en Richard.
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—Ah, Marín caro, estuvisteis perfecto —intervino la condesa con
perfecto tacto—. No tenía idea de que fuerais un genio.
—Señora…
—Ciertamente —dijo Goldoni con aprensión—. Permitid que os felicite,
señor.
—En cuanto a ti, cómico del diablo —dijo volviéndose a Richard—,
recuerda que tengo buena memoria y el brazo largo.
Los aplausos del auditorio, que el telón había amortiguado, sonaron más
fuertes. Mirando hacia atrás, Sagredo se dio cuenta de que el telón había sido
levantado y que el público le contemplaba en su rabioso estado de ánimo.
Goldoni avanzó hasta las candilejas y señaló a los actores para que se
acercaran a él. Cada uno de ellos fue aplaudido.
Sagredo no permaneció en el escenario.
Dando un paso atrás, la condesa Des Landes hizo ademán de coger de la
mano a alguien invisible y llevarle hacia delante. Hizo una profunda
reverencia a aquel no visto actor, al mismo tiempo que lo hacían también
Tromba y Richard.
Las risas atronaron el teatro.
VIII
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Todavía en su papel de conde Roberto, dio apretones de mano, hizo
reverencias y demostró su agradecimiento en diversas formas, diciéndose que
ningún cortesano de Versalles podría haberlo hecho mejor.
Entretanto, con una parte de la mente esperaba que Maritza Venier
estuviera entre quienes le felicitaban y quedó algo desilusionado al no verla.
Hubiera dado la admiración de veinte damas por una mirada suya.
Indudablemente debía estar esperándole junto al reloj de sol, donde habían
quedado citados después de la representación. La idea le hizo sonreír.
Encontrarse con ella allá, no llevando ya sus pobres vestiduras, sino el
elegante traje que lucía, con los aplausos todavía sonando en sus oídos,
constituiría el mejor premio a su actuación. Era como un cuento de hadas en
el que él fuese el príncipe.
Los espectadores abandonaban el teatrito en busca de las mesas de
refrescos, de los juegos de naipes o del aire fresco de los jardines. Los criados
estaban encendiendo nuevamente los candelabros y retirando las sillas a los
lados, para el baile que empezaría más tarde. No tardaría en poder
desaparecer, pensaba; pero no contaba con el conde Widiman.
—Mi querido joven amigo —dijo el conde—, espero que no nos dejaréis
tan pronto. Queremos que nos acompañéis. Consideraos mi invitado. Sé que
todos se sentirán satisfechos de verse en compañía del conde Roberto.
El grupo de damas y caballeros, entre los que se encontraban Goldoni y
los actores, murmuraron su asentimiento.
—No podéis desairarles —prosiguió Widiman—. Habéis estado tan
asediado por vuestros admiradores, que no he tenido oportunidad de
felicitaros por vuestra actuación y agradecer al doctor Goldoni que os hubiera
escogido para ese papel. Aceptad esto como prueba de gratitud. —Widiman
rechazó el gesto de Richard, que se resistía a tomar la bien repleta bolsa que
le ofrecía—. No habláis de ello, caballero —añadió, dirigiéndose a Tromba
—. ¿Querréis conservar a ese joven bajo vuestra protección algún tiempo
más? Creo que debierais presentarlo a los invitados.
—No, per’Dio —intervino la condesa Des Landes—. Yo le presentaré.
Olvidáis que estoy locamente enamorada de él. Debemos aprovecharnos
mientras mi esposo don Flavio está con su morriña. Vuestro brazo, señor
conde —dijo, dirigiéndose a Richard.
—¿Y mi brazo? —protestó Tromba—. ¿Me abandonáis? ¿Empezamos
nuevamente la comedia?
—No —repuso ella sonriendo—. La continuamos.
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Richard ofreció el brazo a la condesa. Se precisaba mayor savoir faire que
el que poseía para poder salir airosamente. En lugar de enorgullecerse del
honor que se le hacía, se sentía como preso en una trampa al caminar del
brazo de Amélie des Landes entre los grupos de invitados. ¿Y Maritza?
Seguramente se daría cuenta de que se le había retenido, y le aguardaría algo
más.
No fue fácil escaparse. Eran muchos los invitados a quienes debía saludar.
La condesa quiso una copa de champaña e insistió en que le acompañara. Al
beber, sus ojos le miraron intensamente. Fue una mirada velada, rara, medio
avergonzada, medio seductora, picante como el mismo vino. Su pulso se
aceleró. La condesa terna unos maravillosos ojos expresivos, de color azul
oscuro que, a la luz de las velas, parecían negros. Durante la representación,
observó una mirada igual en ella, pero la creyó formando parte de su papel.
Hubiera necesitado ser tonto para no ver en aquella mirada una invitación
personal.
—¡Ah! —dijo bajando su copa—. Podéis servirme otra. Me siento con
ganas esta noche. Quiero alegrarme, pero no excesivamente. Deseo estar
contenta. Alegrémonos juntos. Llenad vuestra copa, mio ben.
Una vez más el desafío de su mirada obligó a sus ojos a contestarle.
Era propio de ella, como de muchas mujeres, el que sus atributos físicos
resultaran sensualmente provocativos. Los finos dedos que ceñían el cristal de
la copa, la curva de su antebrazo, el pequeño lunar en la mejilla; todo ello
excitaba la sangre de los hombres. Esos mismos detalles quizá hubieran
pasado inadvertidos en otra mujer. La personalidad de la condesa era
electrizante. Incluso el tono de su voz provocaba excitación.
—¿Sabéis que sois bello, mio signore? —dijo—. Sí, lo sois. ¡Por favor!
Servidme más champaña y servíos vos también. Debo comer un almendrado
antes. Mirad, compartiremos éste. —Partió el almendrado en dos con los
dientes—. Abrid la boca. ¡Así! —Sus dedos le rozaron los labios—. ¡Qué
lástima que no habléis francés!
Richard le contestó en dicho idioma, que era el que hablaba
corrientemente con su madre.
—Tiens! ¿Lo habláis?
—Mais oui, madame.
La condesa habló rápidamente en francés y cambió algo su actitud,
tornándose más vívida.
—Ahora podremos hablar con más tranquilidad. El italiano es bonito,
pero demasiado sentimental. Y no me gusta el sentimentalismo. Prefiero la
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claridad, aun cuando sea picante. ¿Dónde aprendisteis francés?
Le explicó, sin que ella prestara mucha atención.
—Mi madre también era francesa, y mi padre irlandés. ¿Qué soy yo?
¿Qué sois vos? ¿Y qué importa lo que seamos? —Levantó la copa—.
¿Queréis que brindemos por la isla de Citerea y por un feliz viaje hasta ella?
—Sí, pero no sin que yo os acompañe —interrumpió una voz—. Es un
brindis y un viaje que no quiero dejarme perder, especialmente estando vos en
el puente, señora.
La cara de Tromba se inclinó hacia ellos en la mesa que ocupaban cerca
del «buffet». Acercó una silla y se sirvió vino.
—¿Quizá tres sean demasiados para ese viaje? —preguntó.
—No —repuso la condesa—. Estoy segura que sois un magnífico marino,
señor caballero.
Tocó con su copa las de los dos hombres, y dio a ambos la misma mirada.
Pero Richard se sintió eclipsado. A pesar de ello, se sintió aliviado. Su breve
experiencia como hombre de mundo no le permitía arriesgarse a navegar por
tales aguas, y unos momentos más tarde, cuando Tromba propuso una partida
de faraón antes de que empezara el baile, trató de excusarse.
El reloj de porcelana del comedor indicaba que por lo menos habían
transcurrido tres cuartos de hora desde que la representación acabara. No
osaba esperar que Maritza le hubiera aguardado tanto tiempo. Pero si, por lo
menos, se daba prisa en llegar hasta el lugar de la cita, habría tratado de
cumplir lo acordado.
—Con vuestro permiso, señora…
—No lo tenéis. Os necesito para que me traigáis suerte. Esta es vuestra
noche afortunada, monsieur le comte. Quiero vuestra compañía, a menos…
Ah, ya comprendo. —Llegó a una conclusión obvia y rió—. Le petit coin,
¿eh? En tal caso, id, pero no tardéis. No apostaré hasta que regreséis.
Andando por los caminos laterales del jardín, Richard esquivó algunas
parejas y llegó finalmente al alejado círculo de césped en que estaba el reloj
de sol. No había nadie. Sólo la ninfa de mármol, pálida a la luz de la luna. No
se oía otro ruido que el producido por las hojas de las adelfas al ser movidas
por el aire.
Permaneció unos instantes en aquel lugar, para recobrar el aliento y
despejar algo la cabeza en el aire fresco de la noche. La voz de Amélie des
Landes y su imagen se borraron gradualmente de su mente.
El oro que llevaba en el bolsillo, el éxito que había tenido y el prometido
contrato para el teatro San Luca le parecían carentes de importancia en
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aquellos momentos. ¡Quién sabe dónde le hubiera podido llevar el futuro si
hubiese podido acudir a tiempo a la cita con Maritza! El tiempo pasado con
Amélie des Landes transcurrió rápidamente y fue muy agradable. Pero
hubiera podido acudir a la cita con Maritza si se lo hubiera propuesto.
Regresó a la casa, se posesionó nuevamente de su papel y se unió a la
condesa y a Tromba en una de las mesas de faraón. Para beneficio de la
condesa, que copiaba sus puestas, la racha de suerte continuó siéndole
propicia. Casi siempre ganaba, incluso cuando jugaba contra Tromba,
actuando éste de banquero.
—Sois una mina de oro —dijo la condesa—. No necesito sino seguir
vuestras jugadas. ¿No os dije que me daríais suerte? Una puesta más y luego
bailaremos. ¡Oíd! Los violines. Estoy segura de que tocarán un minué.
Pero, aunque Richard se sentía lo suficientemente alegre como para que
nada le importara, la noche había perdido su atractivo anterior. Era como una
habitación en la que se hubieran apagado algunas de las velas. Se encontró de
pronto bailando un minué con la condesa. Luego otros caballeros la
reclamaron. Bailó una cuadrilla con dos damas nobles y el heredero de la
familia Renier, que no se hubiera dignado dirigirle una mirada antes de la
representación. Durante un descanso fue hasta el palco de la orquesta, habló
con sus amigos, comunicándoles el ofrecido contrato para el teatro San Luca,
y bebió demasiado vino tinto.
De pronto, se encontró bailando nuevamente con Amélie des Landes. Su
rango y el hecho de que ella tuviera quizá veintitrés años y él solamente
diecinueve, carecían de importancia. Si pudieran hacer una escapada hasta el
jardín. Estar a solas con ella…
Marcello Tromba entró en el salón y quedó mirándoles, aguardando el fin
de la danza. Sería difícil escapar de él.
Richard miró hacia el otro lado del salón y vio a Maritza Venier.
Estaba sentada en una silla dorada, junto a una señora de cierta edad,
posiblemente la dama de compañía de la condesa Widiman. Richard no sabía
cuánto tiempo llevaba allí. El estado nebuloso de su mente no le permitía
coordinar las ideas.
Amélie volvió la cabeza para seguir su mirada.
—Ah, la petite Venier. ¡Qué lástima que nadie la invite a bailar! ¿La
conocéis?
—Sí.
Los ojos de la condesa se entristecieron un instante y luego miraron en
otra dirección.
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—Me gustaría volver a esa edad —dijo sonriendo.
En el primer intervalo, cuando Tromba le sustituyó, Richard cruzó la
habitación y dirigiose a saludar a Maritza y a su acompañanta.
A pesar de lo que había bebido, no se sentía muy seguro de sí mismo.
—Siora Aurelia Benito. Sior Morandi —dijo Maritza, haciendo
formalmente las presentaciones.
El papel de conde Roberto, que tan bien había representado toda la noche,
le empezaba a fallar. Encontró difícil mantener la actitud aristocrática con
ella.
—Me permito esperar… —empezó a decir—. ¿Queréis hacerme el honor
de bailar conmigo, madonna?
—No, gracias —dijo meneando la cabeza—. No tengo ganas. A
propósito, permitid que os felicite por la comedia. Vuestra representación ha
sido excelente.
Su mirada era directa y clara como siempre. Hubiera sido difícil definir el
cambio que su actitud para con él había sufrido, pero no por ello resultaba
menos evidente. Se sintió despojado de sus galas y joyas fingidas.
En otra ocasión no se hubiera atrevido a mencionar la cita que habían
acordado en presencia de la signora Aurelia, que probablemente no sabía
nada de ella, pero en aquel momento no le importó hacerlo.
—Esperaba veros después de la representación, señora —dijo—. Me
retuvieron durante algún tiempo y después os busqué.
—¿Sí? Yo estuve aguardándoos, sior. Cuando vi que no veníais, me
imaginé que os… retenían.
—Os presento mis más sinceras excusas. No podría deciros…
—La bella cosa! —exclamó haciendo hincapié en el acento veneciano. Si
se hubiera mostrado humillada o vejada, no hubiera sido tan cruel como en
aquella indiferencia—. No tenéis por qué excusaros. No me importó esperar.
Además, he pasado un buen rato observándoos como hombre de mundo.
—No creo comprender —dijo Richard, que comprendió perfectamente.
—¿No? —preguntó ella—. No tiene importancia. —La música sonó de
nuevo—. No os detengáis más con nosotras. Buenas noches y, nuevamente,
mis felicitaciones.
La despedida no hubiera podido ser más rotunda si ante él hubieran
cerrado una puerta. Las dos señoras contestaron a su reverencia con una ligera
inclinación de cabeza. Trató de retirarse con dignidad, pero sus piernas no
estaban muy firmes.
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IX
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neblinoso de su cabeza. El viejo caballero tenía una botella de coñac a su lado
y barajaba unos naipes. Su rostro era color de cera y sus espesas cejas le
daban el aspecto de un murciélago. Al beber un sorbo de coñac se dio cuenta
de la presencia de Richard y se sobresaltó. Sus ojos grises se abrieron
asombrados, le miró fijamente y dejó la copa en la mesa. Parecía como si
hubiera visto un fantasma.
Sorprendido, Richard echose hacia atrás. En aquel momento, se dio
vagamente cuenta de que estaba en presencia del conde Hercule des Landes.
—Grand Dieu! —exclamó el conde finalmente—. ¡Mi querido amigo!
Estoy ciertamente contento de veros. —Trató de levantarse, pero se dejó caer
en la silla, pasándose una mano por la frente—. Ha transcurrido mucho
tiempo. Bienvenido, Milord, bienvenido.
En el estado en que se encontraba, Richard no podía descifrar aquel
enredo. No era amigo del conde y, a pesar de ello, éste conocía su apodo.
Meneó la cabeza. El viejo estaba embriagado. No había duda alguna.
Completamente embriagado. Ambos lo estaban.
—A votre Service, monseigneur —contestó en francés—. ¿Por qué me
llamáis Milor?
—¿No es así como os llaman generalmente?
—Sí.
—¿Por qué me llamáis monseigneur?
—¿No tenéis, acaso, derecho a ese tratamiento?
—¡Por Dios, querido amigo! —repuso el conde haciendo un gesto
ambiguo con la mano—. No nos embarullemos en palabras, lo cual es
siempre confuso. Me apercibo de que estáis ebrio. Yo también lo estoy. Es
nuestro estado natural cuando nos hallamos juntos. ¿Qué importa? Bebed una
copa.
Le alargó la botella y una copa a través de la mesa. Richard llenó la copa.
Se contemplaban sonrientes.
—Espero que os habréis conservado bien —dijo el conde.
—Muy bien. ¿Y vos?
—También. Algo de gota y de mal de piedra. Nada más, a force de
précautions. Pero hablemos de mujeres —dijo Des Landes levantando la copa
y con los ojos brillantes— á la chére petite Lulu, eh! Vuestra amiga y la mía,
la mujer más dulce de la tierra.
Aunque no comprendía de qué le hablaba, Richard acepó el brindis.
—Ese debe ser siempre nuestro primer brindis —dijo el conde secándose
la boca—. Nos hemos peleado por ella, y nos la hemos jugado a los dados.
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Una vez era vuestra y otra vez era mía. Un verdadero lazo de unión entre los
dos. ¿Os acordáis de aquella noche en la Opera? ¡Ja, ja! —Un ataque de hipo
le hizo callar—. Passe la bouteille.
Richard obedeció. Los cupidos se movían en arcos mayores. Fijó su
mirada en el conde, que a su vez también le miraba.
—Pero ¡maldición!, está muerta —murmuró Des Landes repentinamente
—. Hace mucho tiempo. Y, hablando de muertes…, vos también estáis
muerto. Me parece… —Calló durante unos instantes—. ¿Qué es eso? ¿Dónde
estoy? ¿Qué sido es éste?
—Villa Bagnoli.
—Nunca la oí mencionar. ¿No estáis muerto?
Richard sentía alguna dificultad en la lengua. Por fin pudo hablar.
—Si me decís quién creéis que soy, os podré decir si estoy muerto o no.
—No parecía muy claro, pero no había podido coordinar una frase mejor.
—Mi pobre Charles —dijo Des Landes—, estáis perfectamente borracho.
Cuando uno llega a olvidar su propio nombre, es que ha bebido demasiado.
Escuchadme —prosiguió—. Haced un esfuerzo. Sois Charles Hammond,
barón Marny, llamado también el Barón Negro a causa del condenado color
de vuestra piel. ¡Ajá! Cela te refráichit la boussole?
Richard sintió un súbito picor en la cabeza. Había algo de pesadilla en lo
que sucedía. Era poco lo que sabía de la familia Hammond, pero sí lo
suficiente para estar enterado de que su abuelo había sido Charles Hammond,
barón Marny, llamado también el Barón Negro. Estaba claro que Hercule des
Landes había sido amigo de su abuelo. Y también estaba claro que Richard
tenía un gran parecido a dicho noble. O quizá el conde estaba no solamente
ebrio, sino que también soñaba.
—Muerto hace mucho tiempo —murmuró Richard.
—A la bonheur! —exclamó Des Landes—. Es cuanto quería saber. No
tiene gran importancia, además. Debo admitir que es muy propio de vuestro
carácter. —Se pellizcaba la frente y meneaba la cabeza como si quisiera
aclararla—. Siempre habéis sido muy raro, Milor. Me gusta vuestra
compañía. Nos hemos divertido mucho juntos, ¿eh, pillastre? También os
llamaban los Siete Pecados Capitales, pero nunca he conocido diablo alguno
más agradable que vos. Quizá ello es debido a que sois un Estuardo. ¿Tengo
razón, Fitzroy?
—¿Estuardo? —murmuró Richard—. Creía que habíais dicho Hammond.
—Fi donc! —exclamó Des Landes enderezándose en la silla—. ¿Por qué
fingís conmigo? Todo el mundo sabe que milady, vuestra madre, tuvo un
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desliz con su majestad, que, además, fue provechoso para la fortuna familiar.
Pero, aunque no se supiera, ma foi, no hay más que mirar un retrato del rey
Carlos y compararlo con vos. Lástima que no viviera lo suficiente para
conoceros. Podíais haber sido duque. No es ninguna desgracia, sino una
suerte, ser un bastardo real.
—¡Brindo por los bastardos! —dijo Richard levantando su copa.
Des Landes bebió y asintió.
—Yo mismo puedo serlo —dijo—. El fallecido conde era de miras muy
amplias, así como el fallecido barón, vuestro padre legal. Y tenían razón. ¿Por
qué preocuparse? Si odio a alguien es al celoso pedante. Nunca podré ser
acusado de haberlo sido. A todas mis esposas les he dicho lo mismo:
«Madame, os he dado mi nombre y vos me habéis dado vuestra dote.
¡Magnífico! Ninguno de los dos tiene más derecho sobre el otro, siempre que
se guarden las apariencias. Divertíos, que yo haré lo mismo. Si Dios nos da
hijos bendiciendo nuestra unión, os estaré debidamente agradecido y os
ofreceré mis respetos. Adieu, donc, ma vie, hasta que nos encontremos de
nuevo». Esta, Milor, es la única filosofía sensata y propia de gentes educadas.
—¿Habéis estado casado más de una vez? —preguntó Milor.
—Sí, claro. Es raro que lo hayáis olvidado. —Des Landes empezó a
contar y apoyó el dedo pulgar en la mesa— Annette de Rochemartin, 100 000
libras. No estuvo mal, ¿verdad? Me dio dos hijos. Murió al nacer el último. —
Apoyó seguidamente el dedo índice—. Gabrielle de la Popeliniere, 200 000
libras. Ha sido mi mayor éxito. Roturiere, pero rica. —Unió el dedo corazón a
los demás— Marie des Charmettes, solamente 25 000 libras. Se la gané a su
padre, el marqués, a los naipes. Fue un gran error. Vivió mucho tiempo. Me
dio varias hijas, que están en un convento. No podía darles dote para casarlas.
Mis hijos se comieron mi fortuna antes de que les mataran en Fontenoy.
El conde calló, golpeando inciertamente con el dedo anular.
—Parbleu! —exclamó, vacilando—. Es extraño cómo se olvida uno a
veces de los nombres. La condesa actual, 50 000 libras. Muy hermosa. Une
fausse maigre. El rey hizo que Boucher la pintara desnuda para sus
habitaciones reservadas del Trianon. Confidencialmente… —Des Landes
guiñó un ojo—. Ya he dicho bastante. ¿Cómo se llama? Aymée…
Annabelle…
—Amélie —sugirió Richard.
—Exactamente. Amélie de Clancarthy. Es raro que recordéis el nombre
de mi esposa, después de haber olvidado el vuestro. Tened cuidado, mon
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vieux Charles. Aceptad mi advertencia. Es prima hermana del diablo y casi
tan mala como yo. Somos dos caracteres muy afines. ¿Conocéis a su padre?
Richard negó con la cabeza.
—Es un jacobino irlandés, partidario de vuestro pariente, el pretendiente
Estuardo. Pero inteligente. Cuidó de casarse con la heredera de De Bussy. Lo
único malo es que la dote ha sido ya casi completamente gastada. El dinero se
va muy deprisa.
Sin duda debían a una asociación de ideas, los ojos de Des Landes se
posaron en el sol de amatistas y brillantes que Richard lucía en la casaca.
—Magnífica condecoración lleváis, Milor. ¿Qué orden es?
A Richard se le hacía más difícil hablar.
—No lo recuerdo —murmuró.
—¿Quién os la dio?
—El sha de Persia.
—¡Qué bromista! ¿Son buenas las piedras?
—¿Qué os imagináis, pues? —Le hizo decir la lealtad que sentía por
Tromba.
—Cristal —dijo Des Landes sonriendo—. ¿Os acordáis de aquella sortija
con que me pagasteis vuestras pérdidas, Chantilly? Cré Dieu! Dos quilates de
cristal.
Aun en el estado en que se encontraba, Richard se dio cuenta de que tanto
su abuelo como el conde Des Landes debieron haber sido dos perfectos
bribones.
—No importa —prosiguió Des Landes—. En vuestro lugar yo hubiera
hecho lo mismo. Después de todo, lo arreglamos como dos caballeros en el
campo del honor. Un buen duelo, y lo pasado, pasado. —Sus ojos se posaron
nuevamente en la condecoración—. ¿En cuánto la valoráis?
—En mil libras —contestó Richard, diciendo la primera cantidad que se le
ocurrió.
—Es cara en cien —repuso el conde—. Sin embargo, si queréis os la
jugaré a los dados por esa cantidad.
—No quiero jugar —alegó Richard. Era demasiado difícil intentar
explicar la propiedad de la condecoración. Además, el aposento se había
convertido ya en un tiovivo y todo giraba a su alrededor: los cupidos, los
frescos, los espejos y el propio conde.
Richard se afirmó a la mesa con los codos para evitar caer.
—Naturalmente que jugaréis —repuso Des Landes—. Nunca os he visto
rechazar una partida. Poned cien libras en la mesa, si no queréis jugaros la
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condecoración. —El conde sacó un cubilete y dados de un bolsillo, y los agitó
tentadoramente, aun cuando al hacerlo iba resbalando hacia debajo de la
mesa, costándole un gran esfuerzo enderezarse—. Ya hemos perdido bastante
tiempo. O jugamos, o nos moriremos de aburrimiento.
Richard encontró algunas de las monedas que había ganado al faraón y las
puso encima de la mesa. Barón Negro o no, lo mejor que podía hacer era
jugar. La habitación se había ya convertido en un columpio, subiendo y
bajando.
—Veo que disponéis de fondos —dijo Des Landes—. Tant mieux. Tirad
primero —añadió alargándole el cubilete.
—¿Dónde está vuestro dinero? —preguntó Richard.
—¿Mi dinero? Veamos… —repuso el conde, buscando en los bolsillos y
encogiéndose de hombros—. Me parece que he acabado el que llevaba
encima. Tengo la bolsa en mis habitaciones. Podréis aceptar mi pagaré.
—No, gracias —contestó Richard, que no estaba tan embriagado como
eso.
—¡Diantre! —exclamó el francés—. ¿Me negáis crédito por cien
miserables libras? ¿Ponéis en duda mi honor? En tal caso…
—En tal caso, ¿qué…? —preguntó Richard airadamente. Sosteniendo la
mirada de Des Landes, recogió su dinero.
—Sobradamente lo sabéis. Estoy tentado de daros una lección de
urbanidad. Si preferís pistolas… —El amor del conde por el juego
sobrepasaba a su ira. Miró las monedas que desaparecían en el bolsillo de
Richard y forzó una sonrisa—. ¿Por qué hemos de pelear siempre, mon vieux
Charles? No se saca ningún provecho. Os digo que he acabado
momentáneamente el dinero. Recordad a mademoiselle Lulú, y la última vez
que nos la jugamos a los dados. —Describió detalladamente el recuerdo
evocado—. ¿Qué tal si nos jugáramos a Amélie? No siempre tendréis la
oportunidad de arriesgar cien libras para ganar a la amante de un rey.
Luchando contra las náuseas, Richard se separó de la mesa e intentó
vanamente levantarse.
—¿Qué os pasa, Milor?
—Sale maquereau! —Richard prorrumpió en una sarta de denuestos
propios de los estibadores del puerto.
—¡Ajá! —exclamó el conde.
Con la cara más pálida que nunca, se levantó de la silla, con la mano en la
empuñadura de la espada. Entonces se produjo un extraño cambio en él.
Como una marioneta cuyos hilos se sueltan, cayó otra vez y deslizose debajo
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de la mesa. El encaje de la gorguera pareció sostenerle un momento contra el
borde; luego desapareció súbitamente.
Richard permanecía sentado contemplando la silla vacía.
Entonces, un lacayo de anchas espaldas, que había indudablemente estado
aguardando en el pasillo, entró y apartó la mesa, y levantando a su amo en
una forma que denotaba larga práctica, salió con él de la habitación.
En algún lugar un reloj dio tres campanadas.
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untado de mantequilla en el chocolate, se lo llevó a la boca y preparó otro
pedazo.
—Muchacho —dijo el caballero señalándole una silla junto a su cama—,
tu actuación de anoche fue excelente y digna de elogio, pero hasta cierto
punto, solamente. Cierto punto que carece de importancia, por cuanto
solamente yo lo observé. Un hombre de mundo… —Calló al ver que Richard
cerraba los ojos y le preguntó qué le sucedía.
—No es nada, zelenza. Me duele la cabeza.
—Exactamente. Como decía, un hombre de mundo debe aprender a beber.
Quizá te cueste trabajo creerlo, pero no bebí más de tres copas en toda la
noche y así me fue posible acabar la velada con una hermosa dama. Si hubiera
bebido…
—¿La condesa…? —Richard se dio cuenta de que no debía haber
preguntado.
—No debes esperar que conteste a tu pregunta, figliolo mio —repuso
Tromba sonriendo—. Un hombre bien nacido nunca da el nombre de sus
conquistas hasta que es lo bastante viejo como para escribir sus memorias, y
entonces ya no tiene importancia alguna. Sin embargo, debo decirte, apenado,
que esta vez no fue la adorable Amélie, esa ninfa que gusta de enloquecer a
los hombres. Me pareció que se sentía más inclinada hacia ti. A pesar de ello,
no me doy por vencido, lo que me hace recordar otra cosa.
Tromba se sirvió una segunda taza y untó otro panecillo con mantequilla.
—Anoche, en el baile —prosiguió—, observé que te dirigiste a la Venier.
Cada uno tiene sus gustos y si ella es el tipo que prefieres, adelante y buena
suerte. También observé que ella te despidió fríamente. Luego saliste del
salón, bebiste más y no regresaste. No adivino el pensamiento, pero sé cuando
uno más uno es igual a dos.
—Dejad que os explique…
—En otra ocasión —dijo Tromba—. Solamente quería decirte que cuando
un hombre de mundo es rechazado, debe retirarse sonriendo, para reanudar el
ataque más tarde y repetirlo cuantas veces sea preciso. La fortaleza acaba
siempre por caer.
—No comprendo, lustrissimo. No estoy en situación de casarme con la
siora Maritza.
—¿Quién habla de casarse? ¿Quién, con dos dedos de sentido común, se
casaría con una muchacha tan pobre? Querido, hay momentos en que tu
inocencia me asombra —prosiguió Tromba meneando la cabeza—. Pero no te
preocupes. Te garantizo que algún día perderás tu inocencia. Quería decirte
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simplemente que, en cuanto se refiere al porte y modales de un caballero, has
aprendido mucho en pocos días. Dentro de poco tendrás la distinción debida.
Pero ahora debes preocuparte de algo más fundamental, de lo que se esconde
debajo de ese porte, de la filosofía del éxito.
Veinticuatro horas antes Richard se hubiera sentido impresionado por las
felicitaciones y por la posibilidad de seguir siendo instruido, pero en aquel
momento, con la cabeza doliente y la boca pastosa, se sentía indiferente a
todo. La idea de continuar viviendo en círculos que contenían a multitud de
condes Des Landes no le atraía. El pensamiento de permanecer en Villa
Bagnoli le daba náuseas. Pero el caballero Tromba había sido la bondad
personificada y no debía aparecer desagradecido. Por tanto, dijo que
habiéndosele permitido la noche anterior mezclarse con los invitados en plan
de igualdad, no podía volver a la orquesta.
—Claro que no —repuso Tromba—. No era esa mi intención. Por el
contrario, te nombro mi secretario, caro Milor. Seguirás compartiendo estas
habitaciones y te proveerás de mi guardarropía. Por amor de Dios, tira ese
asqueroso vestido que llevas y que no se adapta a tu nueva condición. Tendrás
una posición distinguida y cuando, dentro de algunos días, parta para Stra
para visitar al senador Grimani, me acompañarás. Regresaremos a Venecia en
octubre y nos alojaremos en el palacio Grimani.
—Pero mi contrato con el teatro San Luca…
—No pienses más en ello. Has sido ascendido de cómico a hombre de
negocios. Mi querido muchacho, he decidido hacerte mi socio. Es la primera
vez que tomo tal decisión. Tu actuación de anoche me ha decidido. Creo que
nos seremos mutuamente útiles.
—¿Vuestro socio en qué, zelenza?
Richard se había preguntado más de una vez cuáles serían los negocios a
que Tromba raramente se refería en forma velada. Cuáles los asuntos que le
tenían continuamente viajando por Europa, de capital en capital, siendo amigo
de ministros, generales y grandes señores, y sintiéndose en su casa en todas
partes. ¿Era, acaso, el agente de algún príncipe? ¿Cómo podía llevar tan
lujoso tren de vida?
—Mi socio en el placer —contestó Tromba—. ¿No es acaso una
agradable profesión? —Acabó de desayunar y apartó la bandeja—. Deja que
te explique. El placer es el objeto primordial de la vida y también mi negocio,
pero la clase de placer que me gusta cuesta dinero. Por tanto, hay que
procurarse ese dinero, lo cual es en sí bastante excitante, y la excitación
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también es placentera. Como socio mío compartirías tanto el fin como los
medios.
—¿Qué medios?
—¡Santo Dios! —exclamó Tromba—. Son tantos que sería demasiado
largo enumerarlos. El juego es uno de ellos. No hago trampas, pero sé jugar.
El establecimiento de loterías suele ser provechoso. El ocultismo también
produce buenos resultados.
—¿Qué es el ocultismo, señor?
—¿Cómo te lo definiré? —Tromba tosió—. He tenido la fortuna de viajar
mucho por el Este y he aprendido muchas de las artes secretas que dan
poderes sobrenaturales a los magos. Conozco la cábala. Puedo predecir el
futuro, hablar con los muertos, devolver la juventud, hacer que los diablos me
obedezcan, aumentar el tamaño de las joyas, y otras muchas cosas. Te
instruiré en estas artes, que requieren estudio y práctica.
Richard quizá albergaba algunas ilusiones todavía, pero no en vano había
crecido en el ambiente teatral. Había oído muchas veces los alegatos de varios
faquires para que las palabras de Tromba le impresionaran.
—Ya veo —asintió.
—No, muchacho, no ves nada. Estás acordándote de los vulgares
charlatanes que has conocido, del profesor tal o cual, en la feria. No puedes
imaginarte cuán distinto es eso a lo que el caballero Tromba puede revelar de
su ciencia a las personas apropiadas y en su debido momento y lugar. Pero
creo que el ocultismo se puede utilizar más ventajosamente en la forma que
ahora estoy preparando.
Tromba calló, colocó en su lugar el gorro de dormir que se había corrido a
un lado de su afeitada cabeza y miró a Richard.
—Se trata de algo confidencial. Si los inquisidores estatales…
—Podéis confiar en mí, zelenza. No temáis que pague todas vuestras
atenciones con una traición.
—No creo que lo hicieras —repuso Tromba—. Además, tienes mucho a
ganar si sabes aquietar la lengua. —Vaciló un instante y luego prosiguió—:
Estoy fundando escuelas de un ocultismo más antiguo que los faraones. Los
poderes místicos que se adquieren al pertenecer a ellas son de un valor
inapreciable. Soy el benefactor de todos los iniciados y su gratitud es
valuable. Hay diversos patricios muy interesados. Quizá estés empezando a
darte cuenta de lo que significa convertirse en mi socio.
Era imposible asegurar si Tromba creía o no en los poderes místicos de la
nueva secta. Su expresión era inescrutable; su voz agradable, pero Richard,
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con el dolor de cabeza que aún le martirizaba, no sentía atracción alguna
hacia el ocultismo. No importaba la forma en que se le presentara, no por ello
dejaba de parecer charlatanismo. El contrato con el teatro San Luca, el
pensamiento de escribir Il Finto Galante, parecían cosas mucho más sólidas
y, por el momento, más deseables. Además, era lo suficientemente inteligente
como para preguntarse por qué le hacía Tromba aquel ofrecimiento.
Recordando la filosofía del caballero, no creía que el altruismo fuera una de
sus debilidades.
—Me hacéis un gran honor, lustrissimo —dijo—. Pero ¿por qué me
habéis escogido a mí?
Tromba leyó su pensamiento y prefirió hablar con franqueza.
—Tu pregunta es muy natural, Milor —asintió—. Podría decirte que te
aprecio mucho, pero no creo que esas palabras te convencieran. Te estoy
haciendo esta proposición porque creo que puedes serme muy útil, no en
Venecia, donde deberás continuar tus estudios bajo mi dirección, sino en
Inglaterra.
—¿En Inglaterra? —exclamó Richard.
—Sí. Es un país rico que ofrece muchas posibilidades. Pienso dirigirme
allí cuando salga de Venecia, y espero que en tu compañía. El doctor Goldoni
me ha contado la historia de tu nacimiento y explicado que eres el hijo del
conde Marny, uno de los principales nobles de aquel país. Por cuanto he
podido averiguar, eres su único hijo. Mi intención es ponerte en buenas
relaciones con él. Tu fortuna estaría hecha y yo saldría al ser presentado a los
círculos más aristocráticos. Incluso quizá tuviera una recompensa más
tangible. Anoche todavía dudaba del éxito, pero ahora estoy seguro de él. Te
ofrezco una magnífica carrera y creo que merezco que me des las gracias.
Richard denegó, ante el asombro de Tromba.
—¿Por qué no quieres aceptar, en el nombre del cielo?
—Porque ni mi madre ni yo hemos recurrido nunca a lord Marny, y yo no
quiero hacerlo sin su consentimiento.
—Escúchame —dijo Tromba. Y pasó a describirle cuán brillante podía ser
el porvenir del hijo de lord Marny. La ilegitimidad no era cuestión
excesivamente importante. Un escaño comprado en el Parlamento lo
arreglaría todo. Estaban también el servicio diplomático, el ejército, la corte,
un matrimonio con una rica heredera. Riqueza, distinción, elegancia—. En
lugar de ser como la alfombrilla de la puerta, para gentes como Marín
Sagredo —prosiguió—, podrías codearte con cualquiera de ellos. No tendrías
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que afanarte en trabajar para comer, sino que nadarías en la abundancia.
¿Quieres decirme que rechazas todo eso a causa de un tonto sentimentalismo?
—No podéis llamar tonto sentimentalismo a todo lo que no esté
relacionado con el dinero.
—¿Y yo? —preguntó Tromba—. Anoche precisamente me dijiste cuán
grande era tu gratitud, y que el día que pudieras prestarme un servicio sería el
más feliz de tu vida. Afortunadamente sé el valor que tienen las palabras.
—Pero, señor, no se trata de mí solamente. Está también mi madre.
—Persuádela, pues. No creo que sea tonta.
—Hablaré con ella, zelenza.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
—Veo que estás dispuesto a regresar a Venecia. ¿Y el empleo que te he
ofrecido?
—Dadme tiempo para meditar sobre ello, señor.
—Muy bien —asintió Tromba.
El caballero cambió de expresión e incluso sonrió. Conocía la naturaleza
humana. Que regresara Milor a Venecia y notara el cambio de ambiente. No
podría olvidar el futuro brillante que le había prometido, pero sí dejaría de
recordar el dolor de cabeza que en aquel momento le atormentaba y su tonto
enamoramiento. Había también algo más que le inclinaría a la idea del viaje a
Inglaterra, algo que el caballero había previsto.
—Debes hacer lo que te parezca más conveniente. Piénsalo bien. No hay
prisa alguna. Permaneceré en Venecia hasta la Cuaresma y nos seguiremos
viendo. Recuerda que, no importa cual sea la decisión que tomes, me
considero tu amigo.
Richard, cuyo sentido de la gratitud se estaba inclinando a favor de su
protector, le dio las gracias calurosamente.
—Se me hace difícil creer que un joven de tus aptitudes se contente con
un vaso de mala cerveza, cuando puede beber borgoña. Si ésa es la decisión
que has tomado, recuerda que deberás beber la cerveza fuera de Venecia. ¿No
se te ha ocurrido pensar en ello?
—¿Fuera de Venecia?
Naturalmente —dijo el caballero, sonriendo—. A menos que permanezcas
escondido… y el escenario del teatro San Luca es casi tan público como la
Piazzetta. No creo que esperes que el muy noble Marin Sagredo olvide la
humillación de anoche. Nuestra vendetta fue demasiado completa. ¿O crees
que porque nos burlamos de él sentirá temor de ti? —Tromba prosiguió
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señalándole con el índice—. Cuando le encuentres nuevamente no será en una
función de aficionados. Las ventajas estarán todas de su parte, Milor. No
puedes tener ambas cosas a la vez; no puedes ser simultáneamente un pobre
cómico y el digno oponente de uno de los primeros ciudadanos de Venecia, si
decide vengarse de ti. Puedes tener la seguridad de lo que te digo.
Sagredo había casi desaparecido de la mente de Richard, después de su
victoria de la noche anterior. Su recuerdo, con la mente despejada, casi le
hacía temblar. Las noticias eran que después de la representación abandonó la
villa airadamente y se trasladó a una de las residencias de su familia, cerca de
Mestre, lejos del Brenta, pero indudablemente regresaría a Venecia el
próximo invierno. Tromba no exageraba los peligros inherentes a tal regreso:
eran verdaderos y debían ser tenidos en cuenta. El efecto que en aquel
momento produjeron en Richard, sin embargo, fue de desafío.
—No me dejaré intimidar por él.
—Suerte tendrás si conservas la vida —repuso Tromba encogiéndose de
hombros—. Es cuestión tuya. —Tiró del cordón de la campanilla llamando a
su criado, y separó la sábana que cubría sus musculosas piernas—. Es hora de
empezar el nuevo día. Puesto que quieres marcharte, adiós, y acepta mi
bendición en lo que pueda valer.
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del Giudecca, de Santa María de la Salvación, hasta la bahía de San Marcos,
atestada de barcos y banderas de todo el mundo. Instintivamente hizo la señal
de la cruz.
Le pareció que había estado soñando y que en aquel momento despertaba.
El recuerdo del Brenta no parecía sino una visión febril de una mascarada
insustancial.
XI
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—Si ahora no me explicas de dónde has sacado todas estas cosas que hay
encima de la mesa, creeré que las has robado —dijo molesta.
Por fin se lo contó. Pero había tanto que contar, tuvo que repetir tantas
cosas, que al acabar la cena no había terminado todavía.
Y cuando más tarde se sentaron en el balcón que daba a la pequeña plaza
de San Giangrisostomo, habían apenas empezado a hablar.
La cálida noche de verano, que olía a calles y muros antiguos, languidecía
entre las casas vecinas. A pesar de hallarse en el centro de Venecia, cerca del
Rialto y de la Mercería, aquella parte de la ciudad se colmaba al anochecer.
La silueta de una iglesia vecina, las chimeneas en los tejados y la lejana mole
del teatro San Giangrisostomo, que todavía no era llamado Malibrán, se
destacaban a la luz de la luna. El balcón en que se encontraban era lo
suficientemente ancho como para que no les vieran desde la calle, dos pisos
más abajo, ni desde los balcones vecinos.
—Quiero que me lo cuentes todo otra vez —dijo Jeanne, reclinada en una
chaise longue, teniendo a Richard sentado en una silla a su lado—. ¿Quién es
el caballero Tromba? Todavía no me lo has dicho.
Richard vaciló. Parecía raro que, después de la intimidad de los días
anteriores, no pudiera contestar satisfactoriamente a la pregunta.
—Es un caballero de Nápoles —dijo—. Trajo cartas de presentación del
cardenal Bernis y de monsieur Voltaire. El senador Grimani y otros
importantes caballeros le protegen en Venecia.
Richard hubiera querido estar tan convencido de la personalidad de
Tromba como aparentaba. La conversación que ambos habían sostenido
aquella mañana le había dejado inquieto. El caballero había tácitamente
admitido que era un aventurero. Sin embargo, mostrose completamente franco
con Richard y éste había prometido hablar del viaje a Inglaterra con su madre.
—A propósito. Cuando el caballero Tromba salga de Venecia se propone
dirigirse a Londres y me ha invitado a acompañarle.
—¿Por qué? —preguntó Jeanne con frialdad.
—Por el doctor Goldoni se enteró del nombre de mi padre. Parece ser que
lord Marny es un gran personaje en Inglaterra, y mucho más rico que hace
años. No tiene hijos, y el caballero Tromba quisiera relacionarnos.
—¿Por qué? —repitió su madre.
—Francamente, el caballero desea una entrée en Inglaterra. Dejando esto
aparte, cree que ello podría significar mi fortuna.
—¿Qué le contestaste? —preguntó Jeanne después de unos minutos de
tenso silencio.
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—Le dije que no haría nada sin contar previamente con vuestro
consentimiento, y que hablaría de ello con vos.
—No necesitas mi permiso, Richard —repuso ella, después de otra pausa
—. Eres mayor y puedes decidir por ti mismo.
Se inclinó hacia delante y cubrió la mano de su madre con la suya.
—Petite maman! Le contesté así porque sabía que me diríais que no, y así
no tendría que discutir con él. ¿Qué puedo yo hacer en Inglaterra? Vos y
cuantas personas quiero estáis en Venecia. Además, deseo escribir comedias y
ser actor en el teatro San Luca. El dinero no lo es todo. ¿Por qué tengo que
acercarme a lord Marny ahora cuando hemos pasado todos estos años sin él?
¡Sería ridículo!
La tensión desapareció. Los nervios de Jeanne Morandi se distendieron.
—¡Qué bromista eres! Me habías asustado. Naturalmente, digo que no.
Todo ello es ciertamente ridículo. Creo que deberías desconfiar de ese
hombre. —Dejó vagar sus pensamientos—. Así pues, monsieur Marny es rico
y poderoso y no tiene hijos. Escogió la riqueza y el poder. No se puede tener
todo en este mundo. Supongo que estará satisfecho. Pero cuéntame más del
Brenta.
Naturalmente, Richard habló de Marín Sagredo. Con gran alegría de
Jeanne, contó detalladamente la vendetta, y como sabía dramatizar sus
palabras, la narración se ajustó mucho a la realidad.
—Podría ser grave que el joven patricio quiera vengarse —dijo—. Pero
quizá se olvide de ello o sea demasiado orgulloso para fijarse en ti. Así lo
espero, pues de otra manera…
—De otra manera, ¿qué?
—Tendrías que ausentarte de Venecia durante algún tiempo —repuso su
madre. Richard se asombró de que ella compartiera la opinión de Tromba—.
Los patricios mandan aquí. No creo haberte dicho que Babbo ha recibido el
ofrecimiento de dirigir la ópera de Burdeos el año próximo. Si vamos, podrías
venir con nosotros. La comedia italiana está en París. Sagredo o no Sagredo,
ya es hora de que conozcas el mundo.
—No quiero huir de él.
—No ha llegado todavía el momento de cruzar los puentes —dijo Jeanne,
sin discutir las palabras de su hijo—. Los teatros no abrirán hasta dentro de
dos meses. Para entonces probablemente el señor Sagredo habrá olvidado que
existe Richard Morandi. —Hizo una ligera pausa y prosiguió—: ¿Conque
fuiste conde por una noche y bailaste con la encantadora madame Des
Landes? ¿Es muy hermosa? ¿Qué vestido llevaba?
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Al hablar, Richard se dio cuenta de que su disgusto con el gran mundo, así
como su dolor de cabeza, habían menguado mucho desde la mañana.
Comparándola con la vecindad de callejas estrechas y edificios hacinados,
Villa Bagnoli recobró su esplendor. Podía oler el perfume de jazmín de
Amélie des Landes; recordaba el encanto de sus ojos a la luz de los
candelabros, sobre la copa de champaña, y la imagen glorificada de sí mismo
que se reflejaba en el espejo de Tromba. Incluso su asombrosa conversación
con el conde Des Landes, en aquel aposento que daba vueltas, le parecía más
divertida que censurable. A pesar de ello, no se la contó a su madre. Después
de todo, quizá hizo mal en no permanecer con Tromba. Las próximas seis
semanas serían muy aburridas en Venecia.
Sus descripciones de la vida en el Brenta eran brillantes. Pero más tarde, y
con una despreocupación aparente que no pasó inadvertida para Jeanne,
preguntó:
—¿Qué sabéis de Antonio Venier, madre? Creo que casó con una
bailarina austríaca.
—Sí, es cierto —asintió—. Hace veinte años todos conocían a Helene
Venier. Era una gran bailarina. La conocí cuando llegó recién casada,
procedente de Viena. Creo que ha muerto ya. ¡Una mujer encantadora! ¿Por
qué me lo preguntas?
—He conocido a su hija Maritza Venier. Era una de las invitadas de
Widiman.
Jeanne no necesitaba ser muy perspicaz para darse cuenta de que algo
había tras de aquellas palabras. La voz de Richard sonaba demasiado
impersonal.
—¿Te gustó?
—Es muy atractiva y, además, baila muy bien. Quiere ser bailarina, como
su madre.
Jeanne fingió indiferencia.
Se produjo una pausa. Los ojos de Jeanne brillaron en la oscuridad,
cuando él prosiguió hablando.
—Es diferente de cuantas muchachas he conocido. Le importan muy poco
los convencionalismos.
—¿Se muestra petulante, quizá? Las muchachas modernas son muy
atrevidas.
—No quiero decir eso —repuso él, descubriéndose—. No hay nada
atrevido en ella, ni tampoco petulante. Es sincera; demuestra su verdadero
carácter. Y…
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—Veo que te has enamorado —le interrumpió hábilmente—. No es la
primera vez que te sucede. Siempre has estado enamorado de alguna
muchacha. Primero fue Annetta Bari, del teatro San Luca; después Maria
Fontanelli, de nuestra compañía, y Bettina…
—¡Por favor, madre! —exclamó Richard—. Lo de ahora es diferente. Las
muchachas que has mencionado son ordinarias. Ella… —buscó inútilmente la
palabra adecuada—. Por una parte es patricia.
Jeanne se había enterado de cuanto quería saber.
—¿Y quién eres tú? —preguntó seriamente—. ¿Has pensado en eso? ¿No
ves…?
—Ambos somos pobres —repuso Richard—. Su madre era bailarina y
ella también quiere serlo. No, madre, no veo. Y, además, en cuanto se refiere
a cuna… —Lo que averiguó la noche anterior de boca del conde Des Landes
era demasiado importante para no mencionarlo—. ¿Sabéis, madre, que mi
abuelo, el barón Marny, fue realmente hijo del rey Carlos de Inglaterra, y que
mi parecido con él es asombroso? —Sin mencionar la embriaguez, le contó
una parte de su conversación con el conde.
Se sorprendió al oír su respuesta.
—Sí, lo sabía —dijo ella fríamente—. En cierta ocasión, tu padre me
mostró una miniatura del Barón Negro. Tienes un gran parecido a él. Creo
que fue un gran pícaro. También estaba enterada del rumor de que era hijo del
rey. ¿Qué quieres decirme con ello?
—¿Qué quiero deciros? Si eso es cierto, mi sangre es tan buena como la
de los Venier. Habláis como si…
Ella le puso una mano en la rodilla.
—No he querido decir esto. Me refería a tu posición en el mundo. Dices
que ella es pobre. ¿Qué puedes ofrecerle tú? ¿Crees que siente algo por ti?
Esta pregunta hizo descender a Richard de las nubes. Había hablado
demasiado.
—Habéis puesto el dedo en la llaga, madre —dijo, sonriendo—. No, no
siente nada por mí sino todo lo contrario.
—¿Por qué?
Le contó lo de la cita a la que había acudido tarde, y el desplante que
Maritza le hizo objeto en el salón de baile.
—¿Sigues enamorado de ella a pesar de lo que me has contado?
—No os preocupéis, madre, que no soy ningún tonto —repuso,
encogiéndose de hombros—. No tengo nada que ofrecerle. Sin embargo, me
gustaría verla otra vez y explicarle… —Calló súbitamente.
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—Es preferible que no la veas —dijo Jeanne—. Sigue con tus Annettas y
tus Bettinas durante algún tiempo, mon cher. Mademoiselle Venier debe ser
una buena muchacha. Eres demasiado joven para pensar en casarte. Sigue mi
consejo antes de que sea demasiado tarde.
Abrió bruscamente su abanico. Durante un minuto permanecieron en
silencio.
Su pensamiento estaba alejado de Maritza Venier, cuando se dirigió a su
hijo.
—¿Quieres hacerme un favor? —preguntó, impulsivamente—. Es muy
importante.
—Naturalmente que sí, madre, si me es posible.
—Puedes y debes hacerlo. Tienes que olvidar esa conversación con el
conde Des Landes acerca del Barón Negro. Tienes otros antecesores más
dignos en quienes pensar. ¿Me prometes hacerlo?
—Bon Dieu! —exclamó riendo Richard, que esperaba otra cosa—. No le
tomé en serio.
—Eso espero. ¿Me lo prometes?
—Sí, os lo prometo —accedió él, contento de poder satisfacerla—. Pero
¿cómo pensaste en eso?
—Casi no lo sé —repuso vacilante—. Se me ocurrió que puede ser
peligroso hacer resucitar a los muertos.
XII
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mucho que ver con la compra de trajes y las vacaciones que estaba
disfrutando.
¿Qué importaba, sin embargo, que hubiera regresado o no? Estaba seguro
de que le despreciaba y de que, por lo tanto, debía seguir el consejo de su
madre y olvidarla. De todas formas, habría de hacerlo. Como le había dicho
su madre, no tenía nada que ofrecerle, aun en el caso de que la actitud de la
muchacha variara, y él fuera aceptado por su padre. Pero si prefería pasear por
la Mercería y otras calles principales y contemplar a los paseantes bajo las
arcadas, no era precisamente para fijarse en las tiendas. Tarde o temprano
todo veneciano transitaba por allí. ¿Qué mal había en verla unos instantes? Y
si una tarde, paseando, se encontró de pronto en el Rialto, no fue con
intención previa alguna que tomó la dirección de San Tomá y del canal
Frescada. Daba lo mismo pasear por allí que por otras partes, y fue simple
casualidad si pasó por delante de donde ella vivía. Pero aquella tarde se había
puesto su mejor traje.
Para llegar al distrito de San Tomá desde el Rialto, había que pasar el
Campo San Polo, luego el Frari y finalmente un pasaje estrecho, en dirección
sur. Richard no conocía muy bien aquella parte de la ciudad y tuvo que
preguntar muchas veces su camino hasta llegar a un puente sobre el Frescada.
En aquel lugar, un edificio de ladrillo, de tres pisos, formaba, a su izquierda,
ángulo con la calle y el canal. Estaba claro que era una residencia particular, a
pesar de su aspecto ruinoso, y como los demás edificios estaban ocupados por
tiendas y hospederías, tenía que ser forzosamente el palazzo Venier, que le
había sido descrito.
La fachada que daba a la callejuela era triste y en ella se abría solamente
la entrada del servicio. Sin embargo, la que daba al canal causaba una
impresión completamente distinta, en especial si se la contemplaba desde el
arco del puente. La puerta, ventanas y balcones de estilo gótico se reflejaban
en las aguas del canal. Desde aquella parte merecía ser llamado palacio. Pero
si el espectador se situaba al otro lado, tan sólo veía el muro de un almacén,
con las ventanas cerradas a cal y canto.
Richard se apoyó contra el parapeto del puente. Ante él estaba la casa en
el que vivía Maritza Venier, pero su contemplación no pareció aproximarle a
la joven. Antes al contrario, se le hizo difícil relacionarla con la antigüedad
medieval del palazzo, su destrozado aire de dignidad y el medio borrado
escudo de armas sobre el arco del portal. En aquel momento apenas podía
creer que estuviera habitado por alguien, tal era la impresión de soledad que
ocasionaba. No se oía ruido alguno que procediera de la casona. Las ventanas
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de la planta baja estaban tapadas con madera y las de los pisos parecían
desiertos. La pesada puerta principal, entre las airadas columnas, causaba la
impresión de no haber sido abierta durante mucho tiempo.
Quizá, después de todo, nadie viviera allí. ¿Se habría equivocado de calle?
El palazzo Venier podía estar más arriba o más abajo del canal. Trató de ver
los cuarteles del escudo de armas, pero le fue imposible hacerlo desde aquella
distancia. Dio la vuelta al puente y caminó a lo largo de la fondamenta, o
borde de piedra del canal que conducía al desembarcadero de mármol frente a
la entrada. Desde aquel punto, el casi borrado escudo era visible. No se había
equivocado. Las famosas barras de los Venier, que todo veneciano conocía,
podían verse con toda claridad a pesar del desgaste ocasionado por el
transcurso de los años.
Dejó de engañarse a sí mismo y admitió que se había vestido con sus
mejores ropas, no sólo para ir hasta el palazzo Venier, sino con la esperanza
de poder ver a Maritza de una forma u otra. Se sentía decepcionado porque
temió no se materializara la última parte de su sueño. Miraba vanamente a los
cerrados balcones y ventanas. Ni un solo ruido llegaba de la casa. Por un
instante, tuvo el insensato impulso de llamar con el pesado picaporte que
colgaba de la boca de un león. Pero se dio cuenta a tiempo de la locura que
iba a cometer. Por desdeñosos que fueran los Venier de los
convencionalismos, no lo serían tanto como para permitir que un casi
desconocido se permitiera preguntar por la hija de la casa, aun en el caso de
que Richard disfrutara de la benevolencia de Maritza. Debería desechar la
idea de verla, y regresar a su casa. No conducía a nada seguir esperando en
aquel lugar. Naturalmente, más tarde podría darle una serenata, alquilando
una góndola y contratando algunos músicos, pero sus relaciones con Maritza
no eran lo suficientemente cordiales para ello. Además, sería la negación de
su propósito de no volver a hacerle el amor. Sin embargo, mandó al diantre la
prudencia y las buenas intenciones, y admitió que estaba profundamente
enamorado de Maritza.
Al permanecer de pie con la espalda hacia el palazzo y mirar vagamente a
la orilla opuesta del canal, vio un pequeño objeto en el agua que le llamó la
atención. Demasiado grande para tratarse de una rata, se dio cuenta de que era
un perrito que, nadando débilmente, trataba de afirmarse en los cimientos de
piedra del almacén. Una cuerda que llevaba atada al cuello indicaba
claramente que se le había querido ahogar. La piedra que le sujetaba debió
haberse desprendido. Sin embargo, su fin había sido sólo momentáneamente
aplazado y la muerte se cernía ya sobre él.
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Richard contempló los esfuerzos del can con creciente interés. Le
gustaban los perros, y ya de niño había sostenido más de una lucha callejera
para defender a algún pobre perro caído en manos de otros muchachos. Sentía
por ellos un especial cariño, quizá reflejo de su propia falta de seguridad. Los
chiquillos venecianos se habían burlado de él; pero luego aprendieron a
respetarle. Le inquietaba la suerte que correría el perro. Si el animalito no era
rescatado, moriría sin duda alguna. Se agachó sobre el canal y silbó,
esperando que lo oyera y nadara hacia él, pero la bestezuela seguía arañando
vanamente la piedra. No podría salvarlo, a menos que se metiera en el agua o
se acercara alguna góndola. Pero llevaba un traje nuevo que le había costado
diez cequines. Miró rápidamente hacia arriba y hacia bajo del canal, pero no
apareció góndola alguna.
—Maladetto!
El perrito siguió arañando la piedra, resbaló y desapareció en el agua, y,
en un último esfuerzo, volvió a flotar.
—Coraggio, piccino! —gritó Richard. Se quitó el sombrero, la casaca, el
chaleco, la corbata y la camisa. Añadió los zapatos al montón de ropa, se
quitó las medias y se dejó caer en el agua. Si los calzones se le estropeaban, la
pérdida no sería muy grande.
La distancia que debía recorrer era inferior a diez varas, pero llegó
justamente a tiempo para coger al animal, que quiso oponer resistencia a su
mano. A continuación, debió enfrentarse con la forma de salir del canal. No
podía hacerlo por el lado en el que se encontraba, debido al muro del
almacén. Por otra parte, quizá fuera conveniente regresar al sitio donde se
había echado al agua. Había marea baja y no podría alcanzar con la mano el
borde de piedra. El mejor plan era nadar hasta el puente, donde había dos
escalones hasta la calle.
Al volverse en dicha dirección se dio cuenta de que no estaba solo. Los
silbidos, las llamadas al perro y el chapoteo en el agua habían hecho más
ruido del que imaginara. Ante su asombro, la puerta del palazzo estaba abierta
y nada menos que Maritza le contemplaba desde el desembarcadero de
mármol.
Era evidente que no había reconocido al medio desnudo nadador, con el
cabello pegado a la cabeza y un perrito en una mano.
—Bravo, sior! —exclamó—. Habéis hecho una buena acción. ¿Está bien
el perrito? Nadad hacia aquí y alargádmelo. Luego os ayudaré a subir.
La cara de Richard era inconfundible. La voz de Maritza se le heló en los
labios y le miró fijamente.
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—¿Vos, sior Morandi?
Richard hubiera querido que la tierra le tragara. Verla de nuevo
encontrándose casi desnudo, en el agua sucia del canal y llevando un perro
absurdo en la mano, era tan poco romántico y tan distinto al encuentro que
había imaginado, que lo vio todo borroso.
—Lo siento… no sabía… excusadme… —pudo decir dificultosamente
mientras se acercaba.
Ruborizada, Maritza se arrodilló en el desembarcadero y alargó el brazo
hasta alcanzar el perrito que Richard le daba. El animalito estaba empapado y
temblaba.
—Poveretto —dijo acariciándolo. Alargó nuevamente la mano hacia
Richard—. Ahora vos, sior. Agarraos.
—Gracias —dijo él, vacilando—. Nadaré hasta el puente.
—No seáis tonto —replicó—. Agarraos.
Ordinariamente nada hubiera sido más fácil. Un tirón por parte de ella y
un ligero esfuerzo por su parte y hubiera podido agarrarse al borde. Pero
ninguno de los dos contaba con lo resbaladizo del desembarcadero. El peso de
Richard la llevó hacia delante, sus rodillas resbalaron en el desgastado
mármol; oyose un desesperado ¡Santa María! y seguidamente Maritza cayó
encima de él.
Ambos se sumergieron, emergiendo después borboteando.
—No sé nadar —dijo Maritza, agarrándose del cuello de Richard.
—No os excitéis —le aconsejó él—. Ponedme la mano en el hombro.
Su brazo se relajó. Tenía el cabello pegado a la cara, pero trató de sonreír.
—La perdoni…
—Perdoni? —repuso él—. Fue culpa mía. —Se sentía humillado y se dijo
que aquello era ciertamente el fin de sus relaciones con Maritza. Encontrarse
medio desnudo y con un perro en la mano era ya bastante malo, pero
arrastrarla a ella al canal no tenía perdón de Dios—. Che gonzo! —Pronunció
algunas exclamaciones más en un veneciano no demasiado elegante.
—Sior! —exclamó ella en tono de reproche—. ¿Cómo saldremos? De la
puerta del palacio llegó un rumor de pasos. Una voz airada se dejó oír,
clamando a todos los santos. Al mirar, Richard vio una mujer de mediana
edad, de anchos hombros, con el gorro ladeado, que les contemplaba.
—¡Santo Dios! ¿Qué ha ocurrido? ¡Pobrecilla mía! ¿Está tratando de
asesinarte? ¡Bandido!
—Calla, Anzoletta —repuso Maritza—. No es ningún bandido. Calla y
danos la mano, pero procura no resbalar. Y ten cuidado con el perrito.
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—¿Qué perrito?
—El que tienes delante de ti.
Con una mirada de disgusto para el tembloroso animal, la mujer se inclinó
y asió la mano de Maritza. Tiró de ella, al tiempo que Richard la empujaba, y
en un santiamén estuvo fuera del agua.
—Gracias, Anzoletta. Lo has hecho mejor que yo. Ayuda ahora al sior
Morandi.
—¡Cómo! ¿Le conoces?
—Claro que sí. Es el sior Morandi de quien te he hablado. Estaba en Villa
Bagnoli. ¿Recuerdas? El conde Roberto.
—Conde Roberto, ¿eh? —Anzoletta vigilaba a Richard con la mirada—.
Más aspecto tiene de moro y de pirata. Con mis propios ojos le he visto tirar
de ti.
—No hizo tal cosa —protestó Maritza—. No fue sino un accidente. Date
prisa.
Aunque a regañadientes, Anzoletta obedeció y Richard se sentó en la
piedra del embarcadero. No osaba ponerse de pie. Los calzones de algodón,
que casi se transparentaban al mojarse, ofrecían poca protección. Su único
pensamiento era coger la ropa y alejarse de aquel lugar lo más rápidamente
posible.
Afortunadamente, Anzoletta, cuyo temor había cedido el puesto al enfado,
no tenía ojos sino para Maritza, y Richard había quedado en segundo plano.
El vestido estaba completamente estropeado. ¿Teman, acaso, tanto dinero
como para tirarlo al canal? Lo que había hecho era ya el colmo. ¡Que una
muchacha de buena familia, la hija de su excelencia Antonio Venier saliera a
la calle con la cabeza descubierta para echarse en brazos de un extraño que
estaba, además, casi desnudo, era un comportamiento que Anzoletta no había
visto jamás! Merecía una buena azotaina, y Maritza podía irse preparando
para ella.
El ama de llaves de los Venier hablaba el dialecto de Friuli y parecía
pertenecer a la clase de campesinos acomodados de tierra firme, pero, sin
duda alguna, llevaba la mayor parte de su vida al servicio de la casa. Su tono
autoritario indicaba claramente que de modo gradual se había convertido en la
encarnación de la familia, que era su jefe y su dictador. Terna los ojos
castaños y su cara cuadrada irradiaba energía, que, en aquel momento, se
había convertido en indignación. Richard se sintió apenado por Maritza. La
muchacha permanecía con la cabeza agachada, mientras Anzoletta la
sermoneaba implacable.
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—Y, lo que es peor, estás aquí parada, enfriándote.
Se acercaba una góndola, cuyo conductor no llevó su curiosidad más allá
de unas miradas inquisitivas. Anzoletta bajó el tono de su voz hasta que hubo
pasado.
—¡Y ahora entra! Fraschetta! Te prohíbo que toques ese asqueroso
animal.
Pero Maritza cogió el perro en brazos y lo acarició.
—Cara… —dijo dulcemente.
—Por lo menos, no permanezcas en la calle.
—¿Y el sior Morandi? No podemos dejarle aquí.
—No os preocupéis por mí, madonna —dijo Richard—. Una vez más
perdonad…
Anzoletta le interrumpió bruscamente. Richard se sorprendió del cambio
de su mirada.
—¡Claro que entraréis! Podréis secaros en la cocina. Si nos preocupamos
por un perro, también podemos hacerlo por un ser humano. No quiero tener
remordimientos de conciencia.
Empujó a Maritza hacia la puerta con muy poca delicadeza, pero la
muchacha volvió a sonreírle. Era igual a la sonrisa que le dio aquella noche en
la que le entregara las camelias.
—¿Vais a entrar? —preguntó Anzoletta desde la puerta—. No olvidéis
vuestras ropas.
Al oír estas palabras, Richard recogió sus vestidos y, consciente de su
desnudez, penetró rápidamente en la casona, dejando un reguero de agua tras
de sí. Si se la consideraba desde el punto de vista romántico, su entrada en el
palazzo Venier no pudo hacerse en peores circunstancias. Pero, fuera como
fuere, había penetrado en él.
La puerta se cerró con un fuerte golpe.
XIII
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En los tiempos de los príncipes mercaderes el palacio debió de haber sido
una magnífica residencia. Las espaciosas proporciones del patio, la deliciosa
arcada que daba entrada a las habitaciones del segundo piso y los exquisitos
labrados de las columnas y arquitrabe indicaban su anterior magnificencia;
pero la ruina del edificio, que tan visible era en el exterior, no lo era menos en
el interior. Algunas hierbas crecían en los espacios entre las losas del patio y
diversas ventanas de los pisos altos carecían de cristales y lucían diversos
aditamentos para impedir la entrada de aire. Era una ruina que denotaba
pobreza, al mismo tiempo que antigüedad.
Maritza se retiró para cambiarse de ropa, llevando al perro consigo.
Conducido por Anzoletta, Richard cruzó el patio en dirección a la cocina,
muy amplia, de ennegrecidas ventanas y un hogar inmenso en el que,
indudablemente, en otros tiempos se prepararon interminables banquetes. En
aquel momento, solamente las brasas de un pequeño fuego de carbón
destacaban contra la negrura.
—Dejad vuestras ropas allí —dijo Anzoletta, señalando una pesada mesa
de roble—. Haríais bien en bañaros en esa tina, también. Junto a ella
encontraréis varios baldes de agua limpia. El canal está bastante sucio durante
la marea baja. ¡Qué loco fuisteis al echaros al agua para sacar un perro! ¿Por
qué lo hicisteis?
Algo avergonzado, Richard se lo explicó.
—Más corazón que cabeza —observó Anzoletta—. Sin embargo, habéis
llevado a cabo una buena acción. —Richard vio que le era difícil mantener
sus buenos sentimientos escondidos bajo una capa de brusquedad—. Ahora
necesitaréis calzones —prosiguió—. Mientras os laváis, os traeré unos de su
excelencia.
Le entregó una limpia, pero remendada toalla y salió de la cocina.
El patio estaba frío y Richard se frotó vigorosamente para entrar en calor.
Afortunadamente, se había puesto ya la camisa y se estaba secando la cabeza
cuando Anzoletta regresó. El hecho de que todavía le quedara bastante parte
de su cuerpo por cubrir no pareció importar a Anzoletta.
—Tomad —dijo alargándole unos calzones—. Su excelencia insiste en
que os los pongáis. Son muy elegantes y han sido confeccionados con seda
negra de la mejor calidad. Su excelencia los ha llevado solamente en
ocasiones memorables. La última vez fue para el entierro de la señora.
Richard le dio las gracias y tomó la prenda con gran cuidado, pero
empezó a desconfiar a medida que se la ponía. Los calzones fueron
indudablemente elegantes en su tiempo; pero habían sido cortados para una
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persona de cuerpo más pequeño. Además, el transcurso de los años había
ajado la tela, que no parecía poder resistir tensión alguna. Hizo ver este punto
a Anzoletta, con gran tacto, pues no quería ser más tarde acusado de haber
dañado tal reliquia.
—No podemos remediarlo de otra manera —dijo Anzoletta—. Ponéoslos,
sin embargo. Dudo que su excelencia los vuelva a necesitar, y si los
vendiéramos, nadie daría dos cuartos por ellos. Os habría traído otros, pero la
verdad es que… —Dejó sin descubrir cuál era la verdad—. Incluso si se
rompen, espero que, por lo menos, cubran las partes más esenciales.
Richard lo esperaba así también. Los calzones no le llegaban a las
rodillas. Estiró las medias para que se juntaran con los calzones, pero el punto
de contacto era muy pequeño y precisaba ser vigilado constantemente. Por
fortuna, los largos faldones de su casaca cubrían buena parte de las
extremidades inferiores.
Las prendas que llevaba, la casaca con el chaleco bordado, la delicada
camisa y la inmaculada corbata blanca, las medias también blancas y los
zapatos con hebillas de plata le devolvieron su agradable aspecto. Solamente
el lazo de seda negro con que sujetaba sus cabellos habíase arrugado algo. Era
la única señal que quedaba de la aventura. Anzoletta, visiblemente
impresionada, se enderezó la cofia y se alisó el delantal.
—No sabía que fuerais tan gentil caballero —dijo—. No debéis
guardarme rencor por lo que dije en la calle. Debéis admitir que vuestro
aspecto no era muy agradable.
—Así lo creo —admitió Richard. En gran parte por vanidad, sacó una de
las tabaqueras que le fueron ofrecidas, e hizo una inclinación—. ¿Tomáis
rapé, sior’amia? —Aun cuando Anzoletta no hubiera sido el primer ministro
y mayordomo de los Venier, había algo en ella que requería fuera tratada con
buenos modales. Sin embargo, había sido algo atrevido llamarla amia.
—Siora solamente —corrigió y endulzó el reproche aceptando un polvo
de rapé—. Es excelente. Legítimo de Sevilla. Hacía mucho tiempo que no
había aspirado uno tan bueno. Os doy las gracias.
Richard aspiró a su vez, diciéndose que sus relaciones habían sido
establecidas con mucho tacto. Anzoletta parecía favorable a él, pero tampoco
había que apresurar la marcha de las cosas.
—Su excelencia os invitará a tomar café en el pabellón del tejado —dijo,
como si fuera el portavoz de un rey—. La señora Maritza también estará
presente. —Luego agregó, cual si tratara con ello de evitar que Richard se
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forjara ilusiones—: Aunque el señor no gusta de abandonar su trabajo, le
indicaré la conveniencia de que os invite.
—No quisiera molestar, siora.
—No hay tal molestia. Es lo que él llama las Musas, y que sabe Dios lo
que será. Hacedle descansar unos instantes y se sentirá feliz. Sin embargo, lo
difícil es lograr que acceda. Por tanto, si queréis por el momento sentaros en
ese banco o esperar en el patio…
Dejando a Richard sumido en sus pensamientos, agregó algunos carbones
al fuego, puso una cafetera en él y reunió diversas piezas de porcelana en una
bandeja. Richard la observaba con aire ausente. Estaba algo más nervioso ante
la próxima presentación al patricio Venier. ¿Qué saldría de la misma? ¿Podría
reanudar sus buenas relaciones con Maritza? ¿Qué clase de hombre era
Antonio Venier?
—¿Cómo acaeció que estuvierais frente a palacio? —preguntó el ama de
llaves súbitamente, con gran agudeza que no pasó inadvertida para Richard.
Éste improvisó una contestación que tenía algo de verdad. Iba a un recado
a la parroquia de San Tomé, y había cruzado el río Frescada, habiéndose
detenido para admirar el palacio Venier, con mayor atención cuanto que sabía
que la señora Maritza residía en él.
—¿Vestís siempre con tanta elegancia cuando salís a pasear por la ciudad?
—Tenía que hacer una visita. —La mirada de la mujer era algo incrédula.
Anzoletta sacó la cafetera del fuego y la colocó en la bandeja.
—¿Estáis seguro que madonna no terna noticia alguna de vuestra
vecindad? Ha hablado de vos varias veces. Todo eso me parece algo raro.
—No debe parecéroslo, siora.
Había algo que le satisfacía: Maritza había hablado de él y, al parecer, no
lo había hecho en forma despectiva, por cuanto Anzoletta sospechaba alguna
treta.
Anzoletta se ajustó la cofia nuevamente y tomó la bandeja.
—Permitid que la lleve —se ofreció Richard.
—¡De ninguna manera! Los huéspedes de este palacio no llevan bandejas.
Pero podéis abrirme la puerta.
Asumiendo ella las funciones de una cohorte de sirvientes largo tiempo
desconocida en aquella casona, Anzoletta salió rígidamente al patio, seguida
de Richard.
—Tened cuidado con los escalones —le advirtió al acercarse a las
escaleras—. Hay algunos rotos.
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No eran solamente los escalones los que estaban rotos. Bajo la arcada del
primer piso, Richard tropezó con algunas losetas despegadas del pavimento.
Al pasar, echó rápidas miradas a través de las ventanas de vacías
habitaciones, parecidas a tumbas, con las pinturas murales o los frescos del
techo destrozados por la humedad. No era difícil imaginar que los muebles
habían sido vendidos pieza a pieza para pagar deudas o sufragar los gastos del
palacio.
Anzoletta llamó a una puerta al pie de la escalera interior que conducía al
tercer piso.
—El café está servido, zelenza. —No obtuvo contestación—. ¡El café,
zelenza!
—Vete —dijo una voz apagada—. Déjame en paz. Va via…
—Tenemos un invitado, el sior Morandi. Está esperando a vuestra
excelencia —dijo, llamando nuevamente a la puerta. Se oyó un sonido
parecido a un gruñido.
—Bien, bien. Un momento. Presenta mis respetos a ese caballero… Un
momento.
—Ya lo veis —dijo Anzoletta encogiéndose de hombros—. Las Musas.
Subamos. No tardará en venir. Si tardara, bajaré nuevamente a buscarle.
Ascendió las escaleras seguida de Richard, quien pudo ver otra hilera de
habitaciones vacías, ocupadas en un tiempo por la servidumbre, y luego una
escalera más corta hasta el terrado.
Saliendo al brillo de la tarde después de la penumbra que reinaba en el
palacio, Richard quedó unos momentos deslumbrado, semiconsciente de la
ciudad que se extendía a su alrededor.
—¡Finalmente! —exclamó una voz cercana—. Necesitáis mucho tiempo
para vestiros, sior.
Una altana o pabellón abierto construido de azulejos se levantaba en el
terrado a corta distancia de él. Junto a la puerta estaba Maritza, con el cabello
húmedo cubierto con un pañuelo, y el perrito hecho una bola de pelo amarillo,
en el ángulo del brazo. Richard hizo su mejor reverencia.
—Soy vuestro más humilde servidor, señora.
Devolviéndole la reverencia hasta el punto que se lo permitía tener el
perrito en brazos, Maritza repuso:
—Soy vuestra más humilde servidora, sior Morandi.
Se ruborizó y su cuerpo se tornó rígido, recordando su burla en el salón de
baile de la villa. Parecían haber regresado a aquel punto, como si la aventura
del canal no hubiera sucedido.
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—¿Por qué estáis ofendida, madonna? ¿Qué os he hecho? —preguntó,
olvidando las buenas formas.
—Nada. Imagino que debe de ser difícil dejar de ser el conde Roberto.
—¿No os gustó el conde Roberto?
—Prefiero el sior Milor. No creo que el conde Roberto se hubiera echado
al agua para salvar un perrito de perecer ahogado. —Miró cariñosamente al
animal—. Y, además, estoy segura de que el conde Roberto se preocuparía
menos de ofenderme que de mantenerse las medias tirantes.
Richard miró sus piernas. Una parte de los muslos mostrábase entre el
final de la media y el calzón. Lo que era peor, su reverencia había distendido
tanto los calzones, que se habían abierto en gran parte. ¡Santo Dios!
¡Presentarse ante una dama de tal guisa! Muy elegante con su casaca, pero
más abajo… Con un gesto de disgusto, se inclinó y subió las medias. Parecía
que el destino le jugaba una jugarreta cada vez que se acercaba a Maritza.
Anzoletta, que no había comprendido nada de lo que había oído, aunque
lo escuchara desaprobadoramente, acudió en defensa de Richard y entró en
acción como un navío de línea.
—Espero, sior Morandi, que no haréis caso de esa vanerella que parece
estar decidida a ser la vergüenza de la familia. He tratado de inculcarle buenas
maneras, pero ya veis el resultado. —Se volvió hacia Maritza—. ¿No estáis
completamente avergonzada, povera gnocca? ¡Nunca un invitado ha sido
tratado en tal forma en el palacio Venier! El caballero te saluda cortésmente y
tú te burlas de él. Te pregunta en qué te ha ofendido y le llamas petimetre.
—No, Anzoletta, no le llamé petimetre.
—Prefiero creer a mis oídos. Y, para acabar, te burlas de su vestido. ¿Es,
acaso, culpa suya que los calzones de tu padre le queden pequeños? ¿Es ese
tema adecuado para la conversación de una muchacha de buena familia? Me
has dejado asombrada.
—No me he burlado —dijo Maritza, con la cara sonrojada—. Lo siento,
sior. Lo siento mucho. Yo…
Al cambiar el aspecto de las cosas, Richard se apiadó de Maritza.
—Por supuesto que no, madonna. Me satisface muchísimo que me
prefiráis al conde Roberto. En realidad, yo no quise… no trataba…, quiero
decir que haría cualquier cosa por vos. —Se produjo una ligera pausa—.
Temo que mis medias no quieran estirarse más.
—Puffeta! —exclamó Maritza—. ¡Como si ello importara! —Se dirigió a
Anzoletta—: No me has comprendido. El sior Morandi y yo tuvimos un
pequeño desacuerdo en la villa. Era tan famoso que pensé… Bueno, me
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enfadé y no fui muy gentil con él. Por tal causa, cuando me hizo esa profunda
reverencia y dijo que era mi humilde servidor, no pude menos que bromear.
Es todo algo confuso…
Richard se sintió como el marino que, después de sortear unos peligrosos
arrecifes, entra en aguas de la tranquila bahía. De ahora en adelante, evitaría
todo riesgo. No tema por qué aparecer ante Maritza como hombre de mundo.
—¡Algo confuso! —exclamó Anzoletta mirando alternativamente a uno y
a otra—. Eras demasiado joven para incurrir en desacuerdos con caballeros en
las residencias campestres, o para enfadarte con ellos. Debes aguardar a estar
casada. Ya sabes que nunca me gustó la idea de que fueras sola a Villa
Bagnoli. Y por lo que veo, tenía razón.
Maritza acarició el perrito, tratando de desviar la atención de Anzoletta.
—No dejes que ese animal te lama la cara —prosiguió la mujer—. ¿Qué
vas a hacer con él?
—¿Quieres decir con Bapi? ¿No os parece que Bapi es un bonito nombre
para un perro, sior Milor? —Richard asintió—. Necesitamos un perro
guardián, Anzoletta.
El ama de llaves no estaba dispuesta a someterse sin luchar.
—Puedes escoger entre el perro y yo —declaró—. Ya tengo bastante en
qué ocuparme.
—Yo me encargaré de cuidarle.
—¡Tonterías! He oído esas palabras muchas veces.
—Te lo prometo.
—¡Tus promesas! ¿Quién limpiará lo que Bapi ensucie? Yo, Anzoletta.
Mira, ya hay un charco en el piso, y eso trae pulgas. ¿No tenemos ya
bastantes pulgas en el palacio?
—Pero, querida, unas cuantas más…
—¿Quién le dará de comer? Yo, Anzoletta.
—No, vecchia. Yo lo haré.
—Eso es lo que tú dices.
—Cara ti…
El ruego era irresistible y Anzoletta cedió.
—Daos cuenta de cómo es —dijo dirigiéndose a Richard—. Ha sido
demasiado mimada.
—¡Exactamente! —exclamó una voz en la puerta—. Así es Maritza. —
Richard miró asombrado a una figura que entraba en el pabellón—. Vos sois
el sior Milor, sin duda —dijo el recién llegado con una sonrisa muy parecida
a la de Maritza—. He oído hablar mucho de vos desde que mi hija regresó de
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Villa Bagnoli. Es para mí un placer daros la bienvenida. Yo soy Antonio
Venier.
XIV
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—En realidad, sí —repuso Richard, dando por hecho lo que sólo estaba en
su imaginación—. Creo que la trama es bastante original. Se me ocurrió en
Villa Bagnoli.
—Contádnosla —pidió Venier.
—¡Por favor! —dijo Maritza, inclinándose hacia delante.
Con el debido cambio de nombres, Richard contó la historia de sí mismo
en el Brenta. Los personajes Maritza, Tromba, la condesa y Sagredo no
pudieron ser identificados por Venier y Anzoletta, pero Maritza le miró
fijamente, sonrió después y, finalmente, se mordió los labios. Como se trataba
de una ficción, podía decir cuantos requiebros quisiera a Maritza, bajo el
nombre de Rosaura la heroína de la comedia, y ella no podía hacer nada para
evitarlo. Por otro lado, al ridiculizarse a sí mismo, se defendía. Los detalles
del argumento habían sido bien estudiados y los describió con la propiedad
que como actor le correspondía. Venier estaba encantado. Anzoletta no podía
retener la risa. Maritza, vejada, contenta y molesta a la vez, no podía menos
que reír alegremente. Al fin, Richard, después de haber sido burlado y
ridiculizado en su papel, recibía el premio de manos de la heroína.
—¡Bravo! —exclamó Venier, mientras Anzoletta también le felicitaba—.
Es una comedia de la mejor tradición, sior Morandi.
Sólo Maritza, trazando imaginarias líneas con el dedo sobre la mesa,
permaneció silenciosa.
—¿Os ha gustado, señora? —preguntó Richard un momento después.
—Creo que sois muy inteligente, sior —repuso ella con una sonrisa que
tenía un significado peculiar—. La heroína no es de mi agrado. Me parece
demasiado activa en la forma de tratar al pobre Micer Arlequín. —Maritza
sonrió encantadoramente. Escribiérase o no, Il Finto Galante acababa de
cosechar su primer éxito.
Consciente de que Venier le había hecho durante demasiado tiempo el
centro de la conversación, Richard quiso pasar a segundo plano.
—¿Sería indiscreto, zelenza, preguntaros por vuestro propio trabajo? La
siora Maritza me dijo que estabais escribiendo un gran poema épico sobre
Venecia, pero no me contó lo suficiente de ello. Las comedias son muy poca
cosa comparadas con…
—De ninguna manera —dijo Venier apresuradamente—. De ninguna
manera. Me gustaría que me contarais la razón por la cual la Academia
Granellesca está tan decididamente opuesta a Goldoni.
—Su excelencia procede siempre así —manifestó Anzoletta—.
Preguntadle acerca de lo que está escribiendo, y cambia enseguida de
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conversación. ¿A quién le importa esa tal Academia?
—Es cierto, padre —intervino Maritza—. ¿Por qué os comportáis siempre
de ese modo?
—¿Cómo me comporto? —preguntó Venier.
—Le dije que escribíais un poema épico —insistió Maritza—. ¿Estuve en
lo cierto?
—No del todo —repuso Venier—. Es más bien filosófico. Pero el sior
Morandi…
—¿Parecido a los poemas de Lucrecio? —inquirió Richard.
—No. En realidad, es una filosofía de la historia. Las miras son muy
amplias, pero hablemos de otra cosa.
—¡No! —dijo Maritza—. ¿Qué queréis significar al decir filosofía de la
historia?
—El estudio de las causas que produjeron los efectos, picana —repuso
Venier con un suspiro—. Las fuerzas de la vida y la muerte de las naciones.
Nuestra república de Venecia tuvo su día, pero le ha llegado ya el fin. Nuestra
época perece. ¿Por qué? Ese es el tema.
Richard evitó sonreír, por su respeto hacia Venier, pero los términos con
los que se expresaba le parecían extravagantes. ¿A qué fin había llegado
Venecia? Su imperio habíase, ciertamente, reducido, pero todavía persistía en
tierra firme y en las costas del Adriático. Su flota de guerra era poderosa en el
Mediterráneo y sus barcos cruzaban los siete mares. No había más que fijarse
en el brillo de la ciudad para darse cuenta de la continuación de su vida
inmemorial. Los caballos sin brida esculpidos sobre el portal de San Marcos
seguían proclamando el espíritu de Venecia. El león seguía montando su
guardia sobre la columna de la Piazzetta. El día de la Ascensión, el dorado
Bucentauro llevaba al Dogo con toda su pompa al matrimonio anual del mar.
Richard recordó la riqueza que había visto en Brenta y en la ciudad, y el
despilfarro de los patricios todopoderosos. ¿El fin de Venecia? ¿Qué había
que decir, pues, de la poderosa Francia, las imperiales España y Austria y la
bulliciosa Inglaterra?
—¿El fin? —repitió Richard.
—Llamadlo como queráis, todo lo señala.
—¿A qué señales os referís, señor?
—¿Llamaríais, sin embargo, al cristianismo la verdadera religión de
Europa, es decir, la fe por la cual los hombres viven y por la que están
dispuestos a morir?
No acostumbrado a conversaciones de esta naturaleza, Richard parpadeó.
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—Considerémoslo de otra forma —dijo Venier—. ¿Creéis que la mayor
parte de la gente practica el cristianismo o la mundanalidad?
—Lo segundo, señor; pero ¿no ha sido ello siempre así?
—Sí, pero en diferente estilo. Se trata de una cuestión de grado.
El cristianismo no se convirtió en la religión oficial de Europa meramente
por palabras vanas. La caridad, el arrepentimiento y el honor teman un
significado. Eran el reflejo de una integridad, de una fuerza espiritual que ya
han desaparecido. Yo sostengo que el espíritu es más importante que la carne,
que el hombre y las naciones crecen y se fortalecen, o declinan y perecen, en
proporción a su contenido espiritual. Cuando desaparece lo espiritual, ¿qué
queda en el hombre sino el culto a la vanidad? Monseñor Vanidad rige
nuestro mundo… Estamos metiéndonos en aguas muy profundas.
Ciertamente profundas, pensó Richard, que no comprendía gran cosa de
las palabras de Venier.
—¿No recibisteis ayer una carta de monsieur Diderot, de París? —
preguntó Maritza, queriendo hacer resaltar la importancia de su padre—.
Debéis saber de quién se trata, ñor Milor. Monsieur Diderot está escribiendo
una «inclopedia».
—Enciclopedia, querida —corrigió Venier.
—Es un hombre muy instruido y está de acuerdo con vos. ¿No es así,
padre?
—En parte, sí. Profetiza el fin de Francia para la próxima generación.
—¿Cómo es posible? —preguntó Richard. El fin de Francia le parecía
todavía más increíble que el de Venecia. El poder y el prestigio de Francia se
hacían sentir en toda Europa—. Inglaterra y el rey de Prusia no conducen la
guerra actual en forma tal que puedan destruir Francia. Además, Francia está
aliada con el imperio. Y éste, a su vez, con Rusia.
—El fin de Francia no llegará por la guerra, afirma Diderot, sino por la
revolución —replicó Venier—. Hay demasiada miseria, demasiada
corrupción y demasiados demagogos en aquel país para que el actual estado
de cosas pueda continuar. No debemos olvidar que la revolución es
contagiosa y que no se limitará a Francia, sino que se extenderá al mundo
entero.
Se oía el ruido que producían las agujas de la calceta de Anzoletta.
—¿Creéis en la revolución, señor? —preguntó la mujer.
Venier tardó tanto en contestar, que ella levantó la vista de su trabajo.
—No —dijo finalmente—, porque se mezcla mucha falsedad con muy
poca verdad. Como la guerra, vende su alma por un espejismo. Pero también
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como la guerra y otras plagas prepara el terreno para un futuro que quizá sea
mejor. Siempre dudo de los malos medios para un buen fin.
Venier sonrió con aire de reminiscente.
—Cuando pienso en la revolución, la suelo identificar con un extraño
personaje que conocí en Venecia hace unos quince años. Era el secretario del
embajador de Francia, monsieur De Montaigu. Persona muy sensible,
renunció al cargo. Después ha obtenido bastante éxito en el campo literario y
creo que es un personaje en París. Se trata de un genovés llamado Rousseau.
—Creo haber oído hablar de él —dijo Richard—. Escribió un intermezzo
titulado Le devin du Village, que el doctor Goldoni admira grandemente.
—Sí —asintió Venier—, y también un ensayo sobre las artes y las
ciencias, del cual se ha hablado mucho. Ha escrito sobre la música, la
educación, el gobierno y qué sé yo cuantas cosas más. Es uno de los
enciclopedistas de Diderot. Si le he mencionado es porque alimenta la clase
de ideas que producen las revoluciones. —Venier movió la cabeza—. A mi
modo de ver, se trata de un individuo detestable. Pero ello no lo hace distinto.
Las ideas son como el fuego y pueden quemar una ciudad, no importa quién
sea el que las sustente. Sin embargo, algunas de ellas eran de mi agrado.
—¿Qué ideas Sior pa’re? —preguntó Maritza acercándose a la mesa.
—Unas cuantas, que creo excelentes. Confieso que monsieur Rousseau ha
tenido bastante que ver con tu educación, fia mia, o con tu falta de educación,
aunque quizá de todas formas hubiera sido igual, porque tanto tu madre como
yo fuimos siempre dos rebeldes. —Venier se volvió hacia Richard—. Habréis
sin duda notado que mi hija está en un perfecto estado de barbarie, según las
actuales formas de gentileza. Carece de savoir f’aire, de pulimento. ¡Miradla
ahora apoyada de codos en la mesa!
Maritza los retiró y aparentó estar compungida. Era el momento preciso
para un requiebro, pero antes de que Richard encontrara las palabras
adecuadas, Anzoletta expresó su opinión acerca de monsú Rousseau. No veía
la ventaja de ignorar los modales corteses. ¡Cuántas veces se lo había
manifestado a su excelencia y a la señora! ¡Cómo había ella procurado
inculcárselas a Maritza! Y todo ello sin resultado alguno, a causa del
mencionado monsú. Venier se sintió satisfecho al no girar ya la conversación
acerca de él. Pero su tranquilidad no duró mucho, por cuanto Maritza
apresurose a preguntar:
—¿Qué ideas eran ésas, padre, las que os gustaban?
—Por ejemplo —repuso el patricio—, acostumbraba a hablar
despreciativamente de la tontería de la mayor parte de los convencionalismos
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de nuestra sociedad, totalmente contrarios a la naturaleza, y decía cuánto
mejor y más honestamente viviríamos sin ellos. Yo estaba de acuerdo con tal
parecer. Sí, Anzoletta, aunque tú opines lo contrario. Además, cuando afinaba
que la emoción, el calor del corazón, no debía ser sofocado por la prudencia y
el razonamiento, también estaba de acuerdo con él. Poseía también una nueva
concepción de la belleza, que ha significado mucho para mí como poeta.
Encuentra belleza en la soledad de las montañas y desiertos, en aspectos de la
naturaleza que han parecido siempre prohibidos al hombre.
—¿Por qué, pues, le llamáis detestable? —preguntó Maritza.
—Ante todo, a causa de su propia personalidad orgullosa, enfermiza y
desequilibrada. Quiere aparecer siempre como un mártir. Es también hombre
de bajas pasiones. Todo eso carecería de importancia si no fuera tan
peligroso. Es muy persuasivo y el mundo está lleno de hombres que, como él,
se sienten agraviados. No les dice la verdad, sino lo que tanto él como ellos
gustan creer. Es por eso que hablo de la falsedad en la revolución. Por
ejemplo, predica la igualdad de los seres humanos.
—Recuerdo haber leído en alguna parte, señor —dijo Richard—, que las
leyes debieran ser las mismas para todos, sin consideración de rango o
posición. ¿No es esto lo que Rousseau quiere decir?
—En parte, sí, pero usa palabras impropias. Para los pobres, los
ignorantes, los envidiosos y los oprimidos, esa igualdad significa que un
hombre vale tanto como otro, que tiene derecho a lo mismo que los demás y
que no hay superiores ni inferiores, lo cual es una tontería. Pero la mentira es
tan halagüeña, tan prometedora, que las multitudes la aceptarán gustosas y
quizá ocupe el lugar de la religión que hemos perdido. Ese es el fuego que
consumirá nuestra era. Pero cuando lo ha destruido todo, el fuego se extingue
y con él se extingue también la mentira.
—¿Cree vuestra señoría que…?
—Os lo ruego —dijo Venier levantando la mano—. Ya os he hablado
bastante de mis opiniones. Se acerca la hora de la cena. Espero, sior Morandi,
que consentiréis en acompañarnos.
—Quedaos —insistió Maritza.
Richard estaba a punto de contestar aceptando la invitación, cuando un
carraspeo de Anzoletta les hizo callar.
—¿Qué sucede, Anzoletta? ¿No hay cena? —preguntó Venier riendo.
—No mucha, lustrissimo.
—¡La bela cossa! ¿Tenemos sopa?
—Sí, una poca.
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—Añádele agua. ¿Hay pan?
—Sí, gracias a Dios.
—¡Muy bien! —exclamó Venier satisfecho—. ¿Tenemos vino?
Anzoletta parecía a punto de llorar.
—Vuestra excelencia sabe sobradamente que nos queda la media botella
que sobró de la comida.
—Es suficiente. ¿Necesitamos, acaso, un barril? Podemos añadirle agua o
usar de la templanza.
—Os doy las gracias, señor, pero en realidad tengo un compromiso —dijo
Richard—. Debo…
Maritza le puso la mano en el brazo.
—¿Veis, señor Morandi? No os dejamos partir —dijo Venier sonriendo
—. No querréis que crea que despreciáis nuestro menú. Sopa, pan, vino y
amistad. Maritza ayuda a Anzoletta a subir los manjares. Comeremos bajo las
estrellas y mientras nos preparáis la cena enseñaré el palacio a nuestro
invitado.
XV
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A pesar de la penumbra, Richard pudo leer el título que aparecía escrito
con grandes caracteres en la cubierta: Teseo, ópera. Recordó entonces que
Maritza le había hablado de algunos libretos que su padre había escrito.
Richard sabía más de esas cosas que de poesía filosófica. Su interés se avivó.
Dando vuelta a las páginas, observó otro título: Oenone.
—Hace mucho tiempo que los escribí —dijo Venier— por deseo de mi
esposa. En realidad, los redactamos juntos. Creo que Maritza os habrá dicho
que la siora Venier era bailarina. Era muy bella y bailaba divinamente. —Su
voz tembló, y se detuvo unos instantes—. Se retiró del teatro cuando nos
casamos, pero siguió siempre interesándose por él.
Aparentó estar momentáneamente ocupado arreglando un montón de
libros.
—¿Me permitiréis leerlos? —preguntó Richard.
—Cuando tengáis tiempo para ello, me gustaría conocer vuestra opinión
—repuso Venier—. El estilo es romántico y quizá algo ampuloso, pero creo
que tienen, en parte, su mérito. Mi esposa escribió los ballets. Ella y Maritza
ensayaban los pasos, imaginándose encontrarse en el teatro San
Giangrisostomo. Era magnífico contemplarlas.
Aunque los libretos hubieran sido más voluminosos que el más grueso
libro de la biblioteca del patricio, Richard hubiese pedido gustosamente se le
permitiera leerlos, pues con ello tenía otra oportunidad de regresar al palacio
de los Venier. Agradeció la confianza que se le demostraba.
Venier había encontrado unas yescas y encendía la pipa cuando apareció
Maritza diciendo que la cena estaba servida.
—No, sior pa’re —dijo—, ya fumaréis después. La sopa está caliente, y
Anzoletta, irritada. Venid enseguida.
Venier hizo señal a Richard de que le precediese, y los tres ascendieron
nuevamente al pabellón del terrado.
La dulce noche veneciana lo envolvía todo. La luna no había salido aún,
pero ya las estrellas brillaban en el firmamento. Una fresca brisa marina
sustituía el pegajoso calor de la tarde. Las luces de la ciudad, una de las
glorias de Venecia en aquella época de calles oscuras, habían sido ya
encendidas. De los canales llegaban a intervalos música y canciones, guitarras
violines. Las tonadas se difuminaban, eran como una vibración muda,
delicada como el perfume de las flores. En la azotea del palazzo Venier,
Richard se sentía como remoto, pero no alejado de la ciudad, que despertaba
de la somnolencia del día para recibir a la noche.
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La cena, gracias a las habilidades culinarias de Anzoletta, no resultó
escasa. Al terminar, Richard, que no quería causar una impresión
desfavorable, hizo ademán de retirarse, y se dejó fácilmente persuadir para
que permaneciera algo más en el palacio. Estaban sentados en grupo frente a
la entrada del pabellón. Mirando a la oscuridad de la noche, mientras Venier
fumaba su pipa. Maritza, acomodada sobre un cojín, descansaba la cabeza
contra las rodillas de su padre. Bapi, el perrito, completamente familiarizado
con el nuevo ambiente, permanecía acurrucado a su lado, con sus ojuelos
somnolientos, fosforescentes en la noche.
—¿Os ha mostrado mi padre sus libretos? —preguntó Maritza, cuando la
conversación trató nuevamente temas teatrales—. Creo que son magníficos.
¡Y los ballets! Son deliciosos.
Richard dijo que había ojeado los libretos y que esperaba ansiosamente
poder leerlos. Preguntó si habían sido mostrados a algún director de orquesta
o compositor de ópera.
—No —repuso Venier, expeliendo una bocanada de humo—. Son
demasiado personales. No me gustaría que algunos extraños los examinaran
con aire demasiado crítico. Naturalmente, habrían de ser adaptados a la
música y sufrir algunos cortes y arreglos, lo cual me sería en extremo
desagradable. Además, no tengo contacto alguno con el teatro.
—¡No valen dinero los libretos de ópera, sior Morandi! —preguntó
Anzoletta.
—Sí —repuso Richard—. Quizá hasta cien cequines. Ésa es la suma que
se acostumbra a pagar a los autores famosos, como Metastasio o Goldini.
—¡Cien cequines! —exclamó Anzoletta—. Cospettonaccio! ¿Habéis
oído, zelenza? Podríamos vivir seis meses con cien cequines.
—También vivimos sin ellos. —La voz de Venier parecía brusca y, al
mismo tiempo, molesta, como quien sabe adónde le conducirá tal clase de
conversaciones—. No quiero poner en venta mi trabajo. No quiero dar por
dinero lo que es sagrado para mí.
—Pero, lustrissimo…
—Por favor, Anzoletta. Tenemos un invitado.
—No veo qué relación puede un invitado tener con ello —replicó la mujer
—. Nosotros no queremos aparentar que nadamos en la abundancia. La
verdad es que escasamente tenemos lo suficiente para subsistir. Eso puede ser
bastante para personas de nuestra edad, pero ¿y Maritza? ¿Y su futuro?
—Che roba! —exclamó la muchacha—. No os preocupéis por mí.
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—Debo preocuparme, y continuaré haciéndolo, ya que su excelencia
parece estar por encima de todas estas cosas. He ahí que se presenta la
oportunidad de allegar doscientos cequines, con cuya cantidad podríamos
vivir un año completo, además de la posibilidad de ganar más, y su excelencia
dice que no, que su trabajo no se pone en venta, que es sagrado. Prefiere
escribir poesía para él solo.
—¡Por favor! —exclamó Venier.
—No, zelenza. Permitidme que hable cuando la verdad está en mi boca.
Creo que os engañáis con esa santidad. Otros grandes poetas no han tenido
semejantes miramientos. Desde luego, resulta preferible vivir rodeado de
libros que sufrir los empujones de la gente; es más fácil escribir que vender y
más agradable tener grandes pensamientos que hacer trabajos pesados. Pero
llega el momento en que la bolsa está flaca y hay que «escupir dulce y tragar
amargo», como dice el refrán. Ya he expresado lo que pienso, y ahora podéis
llamarme impertinente.
La pausa que se produce cuando alguien ha hablado a destiempo, surgió.
Venier aclarose la garganta, chupó la pipa y cruzó y descruzó las piernas.
Richard se sentía apenado por él, pero también se daba cuenta de que
Anzoletta había dado en el blanco.
—Spuar dolce, e inghiotir amaro… —repitió Venier unos momentos
después—. Tienes razón, Anzoletta. ¿Cuánto tiempo hace que no te he
abonado tus salarios?
—Si vuestra excelencia cree que estaba pensando en el dinero… —estalló
Anzoletta, indignada.
—No quise decir tal cosa.
—… o que sirvo a la familia solamente por ganar un sueldo, más vale que
regrese a mi pueblo.
—No digas tonterías, ni seas tan susceptible. Es que mientras yo sueño en
mi gabinete, tú y Maritza lleváis a cabo los más pesados trabajos para evitar
que me convierta en un pobre barnaboto acogido a la caridad del Estado. Te
quejas y gruñes por nada…
—Excepto amor —replicó Anzoletta.
—Y yo lo permito —prosiguió Venier—. Lo permito. ¡Ahí tienes a la
nobleza! ¡Ahí tienes el orgullo!
—¡Dios mío! —exclamó la mujer—. No debí haber hablado. No quise
ofenderos, caro lustrissimo Benedetto. No penséis más en ello. No soy sino
una tonta.
—No. Hablabas con razón…
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Dándose cuenta de la presencia de Richard, Venier calló, jugueteando con
la pipa. Maritza volvió a recostar la cabeza en sus rodillas.
—Papà caro! ¡Cuánto ruido por tan poca cosa!
—Quizá pudiera encontrar algún director que consentiría en leer mis
libretos —dijo Venier acariciando la cabeza de su hija—. Pero ¿no veis que
no soy la clase de hombre capaz de vender algo? Tal vez sería mejor
desprenderse de esta casa. Algo quedará una vez pagada la hipoteca. Pero no
sé dónde podríamos vivir…
Entretanto, una idea había estado tomando forma en la mente de Richard.
Recordó que la última vez que viera a su padrastro Vico Morandi, éste estaba
preocupado por la próxima temporada. Tenía en cartel algunas óperas
favoritas del público, pero Venecia quería también obras nuevas, y el
compositor-director no había encontrado libretos adecuados. Richard podría
hablar a su padrastro y, si Morandi no deseaba adquirir los libretos, podría
ofrecerlos a otros teatros, en calidad de agente de Venier. Sabía desenvolverse
en el ambiente teatral y tenía facilidad de palabra para convencer a la gente.
Además, confiaba en la ayuda de Goldoni. Naturalmente, todo ello dependía
del valor literario de las composiciones de Venier, pero, por lo menos, y eso
le interesaba en gran manera, Maritza se daría cuenta de su afán por serles
útil.
Se mezcló en la conversación y expuso su idea. Consideraría como un
gran honor el que se le confiaran los libretos, aunque, naturalmente, no podía
asegurar que los vendiera a buen precio.
Se produjo un silencio expectante.
—¿Seríais capaz de hacer eso por nosotros? —dijo Venier, con voz
trémula—. ¿Llevaríais vuestra bondad a tal extremo? Lo considero como una
gran demostración de amistad.
—Siestu benedetto…! —suspiró Anzoletta—. ¡Doscientos cequines!
«Están vendiendo la piel del oso antes de matarlo», pensó Richard. Sabía
lo difícil que era sacar dinero a los directores, pero guardó esas reflexiones
para sí. Maritza se veía ya en el estreno de Teseo en el teatro San
Giangrisostomo, ocupando un palco. Anzoletta debería comprarse un vestido
nuevo. Venier, satisfecho de que se le dejara en paz en cuanto se refería a los
libretos, encendió una nueva pipa. Ya que todo el mundo soñaba, Richard
quiso tener también un sueño propio.
—¿Y el ballet? —preguntó—. Sería magnifico, madonna, que
consintierais en bailar. Constituiríais una gran atracción para el público.
Sabéis que vuestra señora madre lo practicó y estáis familiarizada con todos
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sus pasos. ¿No sería, acaso, la ocasión de que hicierais vuestro debut?
Suponed que tenga la buena fortuna de vender los libretos. ¿Podría sugerir al
comprador que considerara también este aspecto?
La contestación fue mejor de lo que se hubiera atrevido a esperar. Se
produjo un silencio expectante. Maritza se enderezó.
—Caro ti! ¡Sugerir que yo baile! —Se puso en pie de un salto, alargando
las manos hacia Venier—. Sior pa’re! Os lo ruego, Sior pa’re. No rehuséis…
—¡Tonterías! —exclamó Anzoletta, aunque no muy firmemente.
—Sí —repuso por fin Venier—. Tu madre lo hubiera querido. ¿Cómo
podría yo negarme?
Maritza se dejó caer de rodillas, echó los brazos al cuello de su padre y
apretó su cara contra la suya.
—Soy la muchacha más feliz de Venecia, papà carissimo. —Se levantó y
acarició también a Anzoletta—. Oh, vecchia! Me vestiréis para el ballet y
permanecerás entre bastidores mientras yo estaré en el escenario. Me verás
bailar en el teatro San Giangrisostomo.
Finalmente se volvió hacia Richard.
—Sior Milor, no puedo deciros… No sé cómo agradeceros…
Durante un instante pareció que estaban solos, frente a frente, con la
ciudad a sus pies. No necesitaba darle las gracias. Ni tan siquiera hubiera
tenido que hablar. Un contacto más íntimo que las palabras se estableció entre
ellos, algo que siempre recordarán y que se desvanecería en cuanto hablaran.
El temor que sigue a los sueños se apoderaba de Richard. ¿Y si no podía
vender los libretos? Después de todo, las oportunidades eran pocas. Pero no
fallaría; ni siquiera pensaba en que ello podía suceder. Removería cielo y
tierra con tal de poder dar una alegría a Maritza. Ningún caballero fue al
combate con mejores ánimos de luchar por su dama que Richard cuando
saliese a vender Teseo y Oenone.
Sin embargo, Anzoletta le fue de gran ayuda en este punto.
—Naturalmente, estamos muy agradecidos al sior Morandi, pero no
hagamos cuentas con lo que todavía no tenemos, Maritzetta. Aunque sé que
haréis cuanto esté de vuestra mano —dijo con mirada suplicante dirigiéndose
a Richard.
—Podéis estar segura de ello, siora.
—Sior Amia —le corrigió—. Siora es insuficiente…, ahora.
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XVI
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cantabiles. Morandi echó una ojeada al final, y gruñó. ¡Qué final! No se había
preocupado de hacer aparecer a todos los actores en escena; había recitados
en lugar de grandes arias; no se producía la reunión de adagio, allegro,
andante y amoroso con que debe terminar una ópera. Venier había seguido
las reglas lógicas dramáticas, que no debían ser tenidas en cuenta cuando de
lo que se trataba era de hacer resaltar las cualidades artísticas de un grupo de
cantantes. Considerada como ópera, Teseo no era utilizable. Ojeó Oenone y le
encontró los mismos defectos.
Morandi suspiró, aspirando un polvillo de rapé. Lo lamentaba. Había
musicalidad en los versos, las tramas eran interesantes y las arias frescas y
líricas. Venier era un poeta y el artista que había en Vico Morandi lo aceptaba
como tal. Indudablemente las obras gustarían al público, pero en aquellos
tiempos la ópera italiana no debía complacer al auditorio, ni al compositor o
dramaturgo, sino a los cantantes, cuyo prestigio, rivalidades y caprichos eran
de la mayor importancia.
Morandi lo sentía mucho. Permaneció meditando sobre su servilidad a tan
estúpidos convencionalismos hasta que, como de costumbre, se exaltó. ¿Por
qué había de haber nacido en aquellos tiempos? ¡Cuánto mejor hubiera sido
vivir los grandes días de Monteverdi y la música aristocrática! ¡Que el diablo
llevara a quienes habían vendido el arte a un puñado de elegantes petimetres,
cuya única ilusión era mostrar la potencia de su afeminada voz!
Nada podía hacer, pero, al menos, se estaba dando la satisfacción de leer
buena poesía. Los elogios que Richard hiciera del estilo de Venier quedaban
más que justificados. El propio Metastasio no hubiera escrito mejores versos.
Vico se sumergió nuevamente en el Teseo.
La lectura de buena poesía se transformaba fácilmente en música. Por
ejemplo, las palabras de Ariadna
Riposo do lee, pace innocente…
(«Dulce reposo, paz inocente,
Dichoso el corazón que os posee…»)
le conmovieron. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Inmediatamente, una
melodía, al principio esbozada y que luego se iba completando, se adaptaba
muy bien a las palabras. Las ventanillas de la nariz se le ensancharon. La
música pasó de la mente a la garganta. Tarareó un par de compases, asintió, se
puso de pie y, con el libreto en la mano, dirigiose al clavicordio.
Transfirió la melodía al instrumento, hizo algunas variaciones e inició el
acompañamiento. Vico estaba ya pensando en la orquesta y también en
Serafini, su principal soprano. ¡Era el aria ideal para él! Ensancharía los
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pulmones y el teatro se llenaría con su poderosa voz, sus altísimos agudos,
emocionantes y perfectos… Si Serafini escuchaba aquella música, exigiría
cantarla.
Sabiendo por experiencia que las melodías se esfumaban de la mente a
manos que se las escribiera, Vico tomó pluma y papel. El tintero estaba vacío.
Demasiado excitado, fue hasta su escritorio y tomó otro. Escribió las notas
rápidamente, rompiendo una pluma, luego otra, por fin una tercera. Estaba
dispuesto a no olvidar la tonada. Sintiéndose inspirado, buscó rápidamente en
el libreto otra aria que le había llamado la atención.
Había estado sufriendo de aridez imaginativa, pero súbitamente todo
obstáculo desapareció. La música se le ofrecía libremente. Podía volver a
crear. Algo en los libretos de Venier había dado rienda suelta a sus facultades
retenidas. Indudablemente se podría encontrar la forma de adaptar el libreto,
sin tener demasiado en consideración las reglas y costumbres.
Esos eran pensamientos de poca importancia. Estaba ocupado en trasladar
al papel las notas que fluían en su mente y en repetirlas en el clavicordio… Si
bemol; no, re bemol, una octava más baja… ta-ta-ta-ta… La diosa Minerva
descendía en una nube para corregir los errores cometidos por Ariadna, la
heroína, y devolverla a Teseo. Cantaba un aria di portamento de gran mérito.
Sería así. Vico tocó algunas notas y cantó: «Traigo del cielo la respuesta a tus
plegarias…». Ecco là!
—Espero que hayáis acertado, Babbo —dijo una voz pausada ante él—.
Que os hayáis dado cuenta de que Teseo y Oenone son las dos únicas óperas
para la próxima temporada.
Levantando la mirada sorprendida, Vico vio a Richard que, acodado en la
tapa del clavicordio, le miraba atentamente.
Enfureciose por la interrupción, pero su cariño por Richard pudo más que
el enfado. Apreciaba al muchacho y estaba satisfecho de su talento para el
teatro. Además, la inspiración de Vico se había acabado en aquel instante.
Sonrió y golpeó una tecla.
—Es desagradable, fio mio —dijo—, tener que enfrentarse a estos
mamotretos después de un día de trabajo.
Richard llenó un vaso de vino y se lo alargó.
—Bebed, Babbo, y os sentiréis mejor.
Morandi bebió el contenido de un trago, presentó el vaso para que fuera
llenado nuevamente y bebió con mayor lentitud.
—Los libretos no son malos —admitió. Pero recordando que Richard
pretendía vendérselos, apresurose a añadir—, aunque, naturalmente, no
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resultan aptos para ser llevados a escena. Ya lo sabes.
Richard miró las hojas de papel que Vico había llenado con su música.
—Debo admitir que los versos son buenos —intentó explicar Vico— y
que incluso me han sugerido algunos aires que he trasladado al papel
simplemente por el placer de hacerlo. En cuanto a representarlas en el San
Giangrisostomo —prosiguió, moviendo la cabeza y sonriendo—, no poseen
cualidades suficientes para ello.
Richard buscó un vaso para beber un sorbo de vino y, al no encontrarlo, se
llevó la botella a los labios y sentose después en una silla, aparentando estar
tan despreocupado como Vico. Se había dado cuenta de que los libretos eran
del agrado de su padrastro, que éste, después de algunos tanteos, ofrecería una
cantidad mínima por ellos. Pero Richard no estaba dispuesto a aceptarla.
Descuidadamente había mencionado la suma doscientos cequines a los
Venier, y era preciso obtener una cantidad lo más aproximada posible a esa
cifra, aunque el lograrlo significara un milagro de persuasión.
—¿Queréis decir que el muy honorable Antonio Venier no ha puesto
todos los puntos sobre las íes en los convencionalismos operísticos? Por
ejemplo… —Richard hábilmente mencionó la lista de defectos técnicos que
Morandi había encontrado—. ¿Y qué? Todo libreto debe ser adaptado. No
hay nada en estos dos que no pueda modificarse para acomodarlo a la forma
acostumbrada.
—No estoy muy seguro de ello —repuso Morandi—. Se requiere
considerable habilidad y no atino quién podría encargarse de efectuar este
trabajo.
—Yo, por ejemplo.
Morandi consideró el ofrecimiento y asintió. Richard tenía una pluma
fácil y estaba familiarizado con las óperas.
—Posiblemente, sí.
—¿Por qué no?
—Dime, fio mio, ¿qué participación te ha ofrecido Venier?
—El veinte por ciento —mintió Richard. Hubiera sido demasiado
laborioso explicar que lo hacía simplemente porque estaba enamorado.
Además, quizá no le hubiera creído.
Morandi se acarició la barbilla. Su expresión se ablandó.
—En realidad, no necesito estos libretos —dijo—. Pero te aprecio y
quisiera hacerte un favor. Además, quizá entre los dos los pudiéramos
convertir en algo aprovechable. —Vaciló unos instantes—. Por consideración
hacia ti y para que puedas ganarte algo, estoy dispuesto a pagar cincuenta
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cequines por los dos. Ello representará diez cequines para ti. Naturalmente, tu
trabajo de adaptación iría incluido en el precio. Diez cequines es una suma
bastante elevada. Será como si te los encontraras en la calle. Bien —añadió
frotándose las manos—, ¿qué me contestas?
La lucha había empezado. La cara de Richard terna una expresión
agradecida.
—Sois muy bueno, Babbo. Pero, desgraciadamente, no puedo aceptar. Me
es imposible. De todas formas, os doy las gracias.
—¿Imposible?
—Sí. El muy noble Antonio valora su trabajo en una cifra mucho más
alta, y creo, personalmente, que está justificado al hacerlo. Quiere doscientos
cequines por los manuscritos y me prohibió venderlos por una suma inferior.
—¿Doscientos cequines? —Morandi cerró los puños y bajó la cabeza—.
¿Has dicho doscientos cequines?
—Sí, el precio corriente de un buen libreto. Venier lo sabe; vos lo sabéis y
yo también lo sé.
—¡Lo que se paga a Metastasio! ¡Lo que cobra Goldoni! Venier es un
desconocido.
—No es ningún desconocido, Babbo. Estáis en un error. Antonio Venier
tiene más probabilidades de llenar el teatro que cualquiera de los dos que
habéis mencionado. Recordad el escándalo que produjo su matrimonio. Es un
patricio que lo ha perdido todo por amor. No costará mucho hacer hablar de él
a todo Venecia, antes del día del estreno.
Al recordar a Venier, Richard admitió interiormente que tales planes no
deberían llegar nunca a oídos del patricio. Afortunadamente, tomando ciertas
precauciones, podría lograrse. Además, los libretos habían de ser vendidos.
—¡Doscientos cequines! —exclamó nuevamente Vico.
—Hay otro aspecto que debemos también tener en cuenta —prosiguió
Richard—. No olvidéis los ballets, preparados por la propia siora Elena
Venier, la bailarina que conmovió a Venecia con su matrimonio con Venier.
Imaginad el interés que esto añadirá a la ópera cuando sea conocido del
público.
—Nada me habíais dicho de los ballets —repuso Morandi.
—¿Ah, no? Se me pasaría por alto. Pero me queda algo mejor para
comunicaros.
Hizo una pausa, sonriendo satisfecho, y la alargó tanto que Vico gruñó.
—¿Qué quieres decir?
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—Simplemente, que he encontrado una bailarina capaz de llenar el teatro
aun cuando la ópera no tuviera mérito alguno. Ha consentido en hacer su
debut con Teseo y Oenone. Os estoy hablando de Maritza Venier, hija de la
siora Elena y el muy noble Antonio. No creo que haya necesidad de haceros
ver el valor que ello tiene.
Morandi conocía lo suficientemente bien al público veneciano como para
imaginar su reacción. Sería revivir el antiguo escándalo. Con excepción de los
ultraconservadores, nadie protestaría. El asunto no era sedicioso y el Consejo
de los Diez no intervendría en él. Antonio Venier había pagado su locura. No
era ilegal que su hija, carente de la consideración de noble, quisiera
convertirse en bailarina. La familia Venier y algunos patricios se sentirían
vejados, pero posiblemente su curiosidad fuese superior a su indignación. Las
damas elegantes de Venecia, junto con sus amantes y pretendientes, se
sentirán emocionadas. La clase media, envidiosa de sus superiores, no faltaría
al teatro. Finalmente, Vico recordó que su patrono, Michele Grimmi, le había
hablado siempre muy bien de Venier. ¡Pero doscientos cequines!
—Nadie la ha visto bailar —gruñó el director.
—Yo la he visto, en Villa Bagnoli, y también los invitados. ¡Es magnífica,
espléndida! ¡Escuchad, Babbo! Sabéis que tengo buen ojo para los bailarines.
He visto a los mejores y podéis aceptar mi palabra que ni María Torelli ni
Ancilla Campioni son superiores a ella. Además… —Le explicó cómo la
madre de Maritza le había enseñado los pasos de los ballets—. Ya veis, pues,
cómo todo encaja perfectamente.
—Debo admitir que lo que dices es digno de considerarse —repuso
Morandi, cediendo algo de terreno—. Pero no puedo ni remotamente pagar
doscientos cequines. Te daré cien, ni uno más.
Había llegado el momento culminante. Richard sólo terna buenas
relaciones entre los directores en el teatro San Luca, especializado en
comedia. Si se negaba a vender en aquel momento, quizá no pudiera hacerlo
en ninguna otra parte, a pesar de cuantas gestiones realizara. Además, la
música que Vico acababa de escribir indicaba que tenía interés en los libretos.
Richard sabía por su madre que Grimani había provisto a su padrastro de
suficientes fondos para adquirir los que juzgara interesantes. No era que el
director careciera de dinero, sino que quería comprar barato para embolsarse
la diferencia. Pero ¡y la desilusión en el palazzo Venier si llegaba solamente
con la mitad de la suma esperada! Richard era jugador y decidió probar suerte
una vez más.
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—No puedo, Babbo. Tengo las manos atadas. El ilustre señor insistió en
el precio. Dijo que su dignidad no podía permitirle vender su trabajo a un
precio inferior al que generalmente se paga a Metastasio o a Goldoni. Lo
lamento. Esperaba que esas dos óperas fueran vuestras obras de mayor peso y
que, quizá también, podrían devolver al San Giangrisostomo su antiguo
esplendor. Os comprendo. Tenéis que economizar, especialmente ahora que el
teatro San Benedetto se lleva la mayor parte del público. Además, un éxito
resonante en Venecia os ayudaría mucho en vuestro trabajo en Burdeos.
Morandi arrugó el entrecejo. Era cierto que el teatro de Grimani había
perdido su preeminencia en los pasados dos años. Su labor como gerente no
había sido muy acertada. El contrato de Burdeos distaba mucho de ser un
ascenso. Representaba más bien alejarle de un ambiente que no parecía serle
ya muy favorable. Tenía talento, pero no era ningún gran compositor o
director, aunque él no quisiera admitirlo así. No había tenido suerte y
necesitaba un éxito cuanto antes mejor.
Richard apretó el cerco.
—Bien, ya veremos qué puedo hacer en el San Benedetto. Creo que
Galuppi estará interesado.
La mención del nombre del principal rival de Vico fue suficiente para
colmar la copa. Se puso en pie, apartó violentamente la silla y se quejó de que
todo lo musical de Venecia hubiera de ser llevado por Galuppi. ¡Galuppi!
¡Galuppi! ¿No había, acaso, otros compositores además de él?
—Pero, Babbo…
—¡Cállate!
Vico abrió la ventana y, recostándose contra el vano, permaneció
majestuosamente de pie, con los brazos cruzados desafiando la injusticia de la
vida.
Richard se levantó y ojeó la música que Vico había escrito para el aria de
Teseo. Se detuvo y tocó unos compases.
—Simplemente hermoso, caro —dijo—. ¡Encantador! Baldassare
Galuppi no es capaz de igualar esta música.
—¡Ah! —gruñó Morandi.
Con su voz agradable, Richard cantó:
Riposo dolce, pace innocente,
Felice il cuor…
—¡Pagaré lo que pides! —gritó Vico—. Es dinero bien empleado con tal
de evitar que esos versos puedan ser manoseados por un ignorante de Burano.
Hay dos óperas, por lo menos, que Galuppi no compondrá.
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—¡Bravo! —exclamó Richard. Cruzó la habitación para abrazar a su
padrastro—. Caro paregno! No podríais hacer nada mejor. Estas óperas
coronarán vuestra reputación. Os inmortalizarán. Quebrarán el corazón de
Galuppi. En el futuro, la gente hablará de vos y de Scarlatti, de vos y Porpora,
de vos y Monteverdi.
Fue un momento emocionante. Los ojos de Vico estaban empañados de
lágrimas. Se sonó la nariz.
—¿Cuándo podré cobrar? —preguntó Richard después de una adecuada
pausa.
—Cuando hayas acabado la adaptación. Naturalmente, dicho trabajo va
incluido en el precio. En verdad, vas a ganar cuarenta cequines con muy poco
esfuerzo. ¿Cuánto tiempo tardarás en adaptar los dos libretos?
Richard no se detuvo a pensar. Había obtenido un precio mejor del que
hubiera imaginado y le satisfacía dejar a Vico contento.
—Empezaré enseguida. Y tardaré unos cuatro o cinco días.
—Va bene. Utiliza mi escritorio. Ahora debo irme. Tengo una cita en el
café del Berizzi. —Vico se puso la peluca y la casaca y tomó el bastón. No
desconfiaba de Richard, pero consideró prudente añadir—: Naturalmente,
espero que Venier firme el recibo y acepte que la venta carece de valor si su
hija Maritza no aparece en el ballet.
—Desde luego —asintió Richard, tratando de mantener oculta su
satisfacción. Cuando la puerta se cerró, dejó escapar un fuerte suspiro que
hizo revolotear los papeles de música colocados sobre el clavicordio.
Había obtenido un éxito increíble. Se imaginaba ya su regreso al palazzo
Venier y el recibimiento que se le dispensaría. El contento le hizo perder algo
la cabeza, hasta el punto de dar algunos pasos de baile, ante el asombro de la
siora Binetti, que estaba a la ventana de su casa, al otro lado del patio.
XVII
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Al atardecer del decimosegundo día subsiguiente a su visita al palacio,
Richard hizo entrega a su padrastro de los libretos adaptados. Vico los revisó
y pidió solamente unos pequeños cambios adicionales. Encontrábase de buen
humor y pagó los doscientos cequines, preparó los papeles que debían firmar
Venier y Maritza e insistió en que Richard bebiera una botella de vino con él.
Los toques finales a Teseo y Oenone le ocuparon parte de la mañana
siguiente. Richard estaba trabajando en su habitación cuando Nana, la
sirvienta, abrió precipitadamente la puerta con una carta en la mano.
—Un gondolero la ha traído —dijo—. Está abajo esperando la
contestación. Es un hombre alto y viejo…
Los gondoleros llevaban corrientemente los mensajes en Venecia, pero
Richard no estaba acostumbrado a recibirlos. La desigual escritura de las
señas le era desconocida. El propio papel. Poco corriente, parecía una hoja
arrancada de algún libro y no muy hábilmente doblada. Intrigado, rompió el
sello de lacre con la uña y alisó el papel. Buscó la firma al pie del mensaje y
encontró las iniciales M. V. El momentáneo asombro le impidió identificarlas
rápidamente.
¡Una carta de Maritza!
No podía leerla en presencia de Nana.
—Dile al gondolero que no tardaré en salir —le indicó.
Su mirada se posó nuevamente en el papel. La letra era bastante desigual
y la ortografía dejaba mucho que desear. Sin embargo, escribía como si
estuviera hablando y podía notar la inflexión de la voz de Maritza en cada una
de las palabras.
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¡Ay de mí si lo supieran! Pero no podía esperar más tiempo. La vostra buon
amica, M. V.».
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—Benissimo! —dijo el hombre con los ojos brillantes—. Las buenas
noticias tendrán después mejor sabor. ¿Bailará la joven señora? Es todo
cuanto le interesa saber.
—Sí, en el teatro San Giangrisostomo, el próximo carnaval.
—Viva Dio! —exclamó Zorzi—. No me perdería esa ópera ni por cien
doppias. Su madre bajará del cielo para verla bailar. —El gondolero golpeó
cariñosamente a Richard en el hombro—. ¡Bravo! Mirad, ahí está la góndola
—dijo, señalando.
Podía verse la parte superior sobre el borde del canal junto al puente.
Zorzi se convirtió de nuevo en un gondolero impersonal, situándose un paso
detrás de Richard; luego saludó con una inclinación de cabeza al colega a
quien había pedido vigilara la barca durante su ausencia. Maritza quizá creía
estar corriendo una gran aventura; pero en realidad no dejó de ser protegida ni
un solo instante.
Las cortinas de la camareta estaban corridas cuando Richard subió a
bordo, pero Maritza las abrió y, contrariando las costumbres de la época, salió
a su encuentro. Llevaba la máscara habitual, así como la capa o bàuta, y un
pequeño sombrero de tres picos. En parecidas circunstancias, ninguna
muchacha o familia veneciana hubiera aparecido vestida de forma distinta. La
máscara era una de las pocas cosas que todavía se respetaban en Venecia,
pero una señora enmascarada no debía salir de la camareta de la góndola,
quedar a la vista de todo el mundo y recibir así al caballero que se le acercaba.
—Ecco là! Bondì, Milor. Temí que no estuvierais en casa… —dijo
Maritza al mismo tiempo que examinaba ansiosamente la expresión de
Richard. Al ver la cara contrita de éste, se calló. Le dio la mano, se retiró a la
camareta y se dejó caer en los cojines.
—Supongo… —dijo tartamudeando— que no tenéis buenas noticias…
—Madonna… —empezó a decir Richard, sentándose a su lado.
Permanecieron en silencio mientras Zorzi llevaba la góndola hacia el
centro del canal. Los labios de Maritza temblaban bajo la máscara.
—¿No le han gustado a vuestro padrastro?
—Hizo algunas objeciones.
El sol de la mañana caía de lleno en la camareta.
—Son muy molestos estos vestidos tan calurosos —dijo quitándose el
sombrero, la capa y la máscara. El desconsuelo de su mirada era más de lo
que Richard podía soportar. Se llevó la mano al bolsillo en que guardaba el
contrato.
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—Si la siora se quita la máscara, debe cerrar las cortinas —dijo Zorzi
desde la popa de la embarcación.
Richard hizo lo indicado. Fue un momento delicioso, junto a ella, en aquel
recinto tan breve.
—Habréis llevado los libretos a alguna otra persona —dijo Maritza.
—Todavía no. Quizá…
—Comprendo —dijo ella reclinando la cabeza y volviéndola ligeramente
a un lado—. Era un sueño demasiado bonito… Las cosas no suceden como en
los cuentos de hadas… Pero una no puede evitar soñar de vez en cuando…
¡Hubiera significado tanto para mí…! —Su voz se ensombreció—. Estoy
portándome como una niña tonta.
Enderezose de pronto con una sonrisa y miró asombrada los papeles que
Richard acababa de colocarle en las rodillas.
—¿Qué es eso, Milor?
—Debí habéroslos dado en el primer momento —repuso Richard contrito
—. No son momentos para bromas. Perdonadme.
Maritza leía los documentos. Sus labios formaban las palabras.
—Dio mio! —exclamó—. Dio mio!
Richard le dejó caer la bolsa de los cequines en la falda.
—Pero, Milor…
—Y esto también —dijo entregándole el documento que había de firmar
su padre.
—«Yo, Antonio Venier, por el presente documento declaro haber recibido
a mi entera satisfacción… —leyó Maritza—, comprometiéndome a que mi
hija… en el ballet… y aceptando que esta cláusula tenga carácter rescitorio de
no ser cumplida por las partes…». —Se pasó las manos por la frente—.
Pero… Pero… —tartamudeó.
¡Esto significa…! —Permaneció unos instantes sin poder hablar,
mirándole con los ojos dilatados—. ¡Sois la persona más cruel que he
conocido! ¡Oh, Milor, soy tan feliz! —Leyó nuevamente el contrato—. ¡Yo!
—exclamó—. ¿Yo bailaré en el San Giangrisostomo?
Se dio la vuelta, apartó las cortinillas posteriores y, sacando ligeramente el
cuerpo, interpeló al gondolero:
—¡Zorzi! ¡Zorzi! ¡Ha sucedido! ¡Todo! ¡Los libretos! ¡Bailaré! ¡Por fin,
Zorzi, bailaré, pero no debes decir nada de ello en casa! Aparentaré tanta
sorpresa como ellos. ¡Prométeme que no diréis nada!
El gondolero estuvo a la altura de las circunstancias. Dejó de remar, hizo
un gracioso ademán con la mano izquierda y demostró su alegría y sorpresa.
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—Llévanos a la laguna, hacia el Lido —dijo Maritza—. Tenemos mucho
que hablar.
—Ciertamente, pero póngase la máscara la señora o corra las cortinas.
Protegida de la curiosidad pública por las cortinas, Maritza se recostó en
su asiento.
—Contádmelo todo, Milor. Decidme cómo sucedió, pero sin bromear.
Todavía os tengo por persona cruel.
No puede afirmarse que el relato de las negociaciones con Vico Morandi
se ciñera estrictamente a la verdad. Richard dejó sin mencionar los móviles
por los que Vico pagó el precio pedido, ni tampoco habló de la campaña de
propaganda que se llevaría a cabo en los cafés, ni del recuerdo del escándalo
anterior. Por su relato, Maritza creyó que todo cuanto tuvo que hacer Milor
fue convencer a Morandi para que leyera los libretos y que lo demás había
llegado por sí solo. El joven mencionó muy ligeramente los trabajos de
adaptación que había debido hacer.
Una vez terminado el relato, discutieron los planes para aquella tarde.
Richard daría la buena noticia a Anzoletta; ésta llamaría entonces a Maritza y
luego los tres se dirigirían al estudio de Venier. Más tarde, quizá saldrían a
celebrar el éxito cenando en uno de los jardines semipúblicos del Giudecca o
en el Murano. Hablaron del menú. Al sior pa’re le gustaba mucho el
polpettinò; Anzoletta adoraba las salchichas asadas. ¡Qué agradable era ser
rico!
La góndola pasó por entre los engalanados barcos de la bahía, se deslizó
bajo los mascarones de proa de los navíos mercantes y junto a la popa de las
poderosas fragatas, cuya sombra oscurecía momentáneamente la camareta. El
aire estaba saturado de olor a alquitrán, especias y mercancías llegadas del
lejano Oriente. De vez en cuando llegaban hasta ellos palabras en extraños
idiomas. Finalmente alcanzaron la laguna, brillante al sol de la mañana. Las
quietas aguas batían suavemente contra los costados de la góndola, mientras
ésta se dejaba llevar por la corriente.
En aquellos momentos, con el contrato en las rodillas, Maritza sintió
miedo. ¿Cómo podría bailar ante la gente que ocuparía palcos y platea, ante
un público selecto y crítico? Sentía debilidad en las rodillas. ¿Cómo se
sentiría aquella noche, que seguramente no tardaría más de tres meses en
llegar? Richard, veterano en las lides teatrales, le dio ánimos. Sí, siempre se
estaba asustado antes de salir a escena, pero una vez junto a las candilejas,
todo cambiaba. Bailaría mucho mejor que en los ensayos. El maestro di bailo,
monsieur d’Aubry, se preocuparía de ello.
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Maritza hacía mil y mil preguntas acerca de monsieur d’Aubry y de la
compañía que trabajaría en el teatro. Era su primera experiencia escénica y le
hacían gracia las típicas expresiones de la jerga teatral.
Richard tuvo buen cuidado de no disminuir su entusiasmo y le describió la
compañía del San Giangrisostomo con los mejores colores. Sin embargo, al
examinar a sus componentes uno a uno, sintió algo de miedo. Se dio cuenta
de que, queriendo ayudar a Maritza, probablemente le acababa de infligir un
gran daño. No mencionó la vulgaridad, los celos, la amoralidad de las
cómicas y, especialmente, de las bailarinas; no habló del ambiente enrarecido
de los vestuarios, ni de los libidinosos petimetres que aguardaban a la salida.
Nada dijo de la necesidad y el alto precio que había que pagar por ser
protegida, ni de los sucios escándalos. Algo en su interior le iba mostrando los
detalles uno tras otro. Entretanto, Maritza, vestida con su sencilla ropa de
algodón, fresca e inocente como la primavera, soñaba con el teatro. ¿Qué
sucedería cuando el primer maldito roué…? Sintió frío al pensarlo.
—¿Qué os sucede? —preguntó Maritza—. Parecéis preocupado por algo.
Richard vaciló unos instantes.
—Los cómicos son gente distinta de las demás —dijo—. Entre bastidores
suceden cosas que nunca podríais imaginar y que no os gustarán. Nunca
habéis vivido ese ambiente, madonna. Es muy distinto de lo que suponéis y
allí pasaréis muchas horas. Quizá lo encontréis algo duro, desagradable. No
os imaginéis el teatro mejor de lo que en realidad es.
Richard vaciló unos instantes.
Impulsivamente, la mano de Maritza se cerró sobre la de Richard, cuyo
corazón empezó a latir furiosamente.
—Caro ti! —exclamó—. No os preocupéis —dijo riendo—. No estoy
hecha de porcelana. En realidad, la mayor parte de las muchachas no lo
estamos, sino que solamente lo aparentamos. Supongo que creéis que, por
haber vivido casi siempre sola, no conozco nada de la vida. Pues sé mucho.
Mamá fue bailarina y me contó muchas cosas. Anzoletta tampoco se muerde
la lengua. No temáis. No me sentiré demasiado ofendida. Además, sé
cuidarme muy bien. Recordad que Marín Sagredo pudo comprobarlo.
Solamente se enloda quien quiere enlodarse.
La mano de Richard todavía quemaba por el breve conflicto con la de
Maritza. Si se hubiera tratado de otra muchacha, lo sabía que en aquel caso
era completamente distinto.
—Además —prosiguió—, vos estaréis en el San Luca, que no se halla
muy lejos del San Giangrisostomo y nos veremos con frecuencia. Podréis
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aconsejarme. El San Luca tiene un cuerpo de baile. Quizá, incluso, alguna vez
estemos en el mismo teatro. ¡Oh, Milor! Caro! Sería magnífico.
Sí, también Richard había soñado con ello, aunque con un final mucho
más radiante.
Maritza no había tenido sino fugaces visiones del carnaval. ¿Y si alguna
noche, después de cerrar los teatros, hicieran una escapada, se mezclaran con
la gente de la piazza y fueran hasta el Ridotto? Se volvió en su asiento para
mirarle a la cara, con los ojos brillantes de excitación.
—Oh, magari! ¡Sería divertido! ¿Trato hecho?
—¡Trato hecho!
Y en aquel momento, sin razón alguna aparente, permanecieron
silenciosos. Ella se sonrojó y miró al suelo. Él se sintió divinamente feliz. Fue
solamente un instante. Cuando la joven levantó los ojos había una nueva luz
en sus pupilas y, probablemente, también en las de Richard.
Zorzi Rosso avisó desde la popa que la siora debería regresar si no quería
que en el palazzo sospecharan que el pretendido recado a una tienda de la
calle del Fabbri no había sido una treta. Dieron la vuelta y cruzaron
nuevamente la bahía. Cuando se separaron en el puente sobre el río
Crisòstomo, les embargaba el pensamiento del próximo encuentro aquella
tarde. Los preciosos documentos y la bolsa de cequines estaban nuevamente
en poder de Richard para producir la sorpresa más tarde. Maritza se puso
nuevamente la máscara, el sombrero y la capa.
—A rivederci —le dijo sonriendo, y dejando que se llevara su mano a los
labios y la retuviera más tiempo del que requiere una despedida normal.
Richard regresó a su casa como en un sueño. Fue el día más feliz de su
vida.
Para que la alegría resultara más completa, se recibió una carta del doctor
Goldoni, que estaba todavía con los Widiman. Sin duda, confirmaría el
contrato para actuar en el San Luca, o quizá incluso supiera qué papel iba a
desempeñar.
—Escuchad, petite maman —dijo, al tiempo que rompía el sello de lacre
—. Os la leeré.
Era un día perfecto. Sus ojos recorrieron la hoja de papel.
—¿Qué sucede, Richard? ¿Por qué no me lees la carta?
Richard permanecía con el semblante pálido, contemplando la carta.
—Tomad —dijo, alargándosela—. Leedla vos misma.
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En silencio, mientras su madre leía, las frases de la misiva se mezclaban
con sus propios pensamientos.
Era muy fácil alquilar unos cuantos matones para que escandalizaran en
los teatros. Ningún empresario se arriesgaría a que ello sucediera en su local.
¿Recurrir a la ley para proteger a un insignificante actor contra la casa de
Sagredo? ¡Absurdo!
XVIII
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No conocía aún a monsieur d’Aubry, ni a las decenas de personas que
iban a ser sus compañeros, ni había sido iniciada en la vida de la bailarina
profesional; tampoco se había enfrentado con la envidia de las otras
bailarinas, que pudieron observar cómo una recién llegada se llevaba la mejor
parte de los ballets de Teseo. Se sentía mucho más vieja, endurecida y con
mayor experiencia que la muchacha ingenua del pasado septiembre.
Sus primeros tiempos como bailarina demostraron que llevaba
considerable ventaja a las otras principiantes. Además de ser una muchacha
naturalmente dotada para el baile, había recibido lecciones de su madre. Era
poco lo que monsieur d’Aubry podía enseñarle de lo más fundamental. Una
muchacha emparentada con nobles patricios e hija de una celebridad como
Elena Klähr merecía mayor consideración que otra cualquiera. Además,
estaba Richard, quien, como hijastro de Vico Morandi, conocía a todos en el
mundo teatral y le evitaba muchas dificultades. Finalmente, debía contar
también con Anzoletta, apodada «Navío de Tres Puentes», fiel carabina y
guardaespaldas. Pero más importante que todo ello fuera quizá el propio
temperamento de Maritza, alegre, amistoso y desprovisto de afectación. No
tenía favoritismos, no coqueteaba y parecía indiferente a los hombres, excepto
a Richard. Naturalmente, corrió la voz de que estaban secretamente
comprometidos, lo cual, aunque prematuro, evitó muchas molestias.
Había empezado bien y monsieur d’Aubry le auguró un brillante porvenir.
—Si no ocurre nada que trunque su carrera, será una gran bailarina. No
me extrañaría que algún día se la viera —hizo una pausa para causar mayor
efecto— como première danseuse de la Ópera de París.
Entretanto, y debido a la rapidez con que se componía en aquellos
tiempos, Vico Morandi había acabado ya la música de Teseo. Giovanna
Casatti tendría el papel de Ariadna; naturalmente, Serafini interpretaría el
papel principal. Se había también compuesto la música para los ballets que un
día ideara la madre de Maritza Y se procedió a los ensayos. Las
murmuraciones, no del todo espontáneas, auguraron un gran éxito, revivieron
el romántico escándalo del matrimonio de Venier, ensalzaron a Maritza y
avivaron la curiosidad de las gentes.
Se imprimieron y distribuyeron sonetos anónimos alabando a Maritza. No
eran muy malos y parecían escritos por gente prominente. Las especulaciones
acerca del nombre de los autores iban desde los conocidos patricios a los no
menos famosos abates. Richard, que los preparaba en la quietud de la noche,
tuvo buen cuidado de no ser nunca identificado. Como propaganda anticipada
de Maritza, hubiera carecido de todo valor si no hubieran podido ser
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atribuidos a personajes famosos, entre los cuales se contaba el caballero
Tromba, elegantemente instalado en el palazzo Grimani. Se hicieron claras
alusiones a Villa Bagnoli, y como la gente recordó que había bailado allí con
ella y que más de una vez había presenciado los ensayos del ballet, no era
difícil suponerle autor de algún soneto. No importaba que él negara haberlo
hecho; la negativa se daba ya por descontada.
Naturalmente, los sonetos llegaron a manos de Maritza. Eran de buen
gusto, no insinuaban intimidad, sino simplemente expresaban admiración por
su manera de bailar y la llamaban la nueva Terpsícore de Venecia, protegida
de la Fama, de la Fortuna y de las Gracias. Al principio, se burló de ellos,
pero luego se sintió íntimamente complacida.
—¿Estáis dispuesto a jurar, Richard, que ignoráis el nombre del autor de
estos sonetos? —le preguntó en repetidas ocasiones.
—Naturalmente que sí.
—¿No sabéis quién los escribe? ¿Me dais vuestra palabra de honor?
Siempre creí que erais vos.
—¡Santo Dios! —exclamó, resistiendo la tentación de confesarle la
verdad—. Si yo fuera su autor, por lo menos trataría de parecer original. No
hablaría de dioses y ninfas ni de todas esas antiguallas.
Se ruborizó al ver la expresión de sus ojos y cambió de conversación.
—Lo que me preocupa es todo lo que se habla de mi padre y de mí.
Parece ser que en los cafés no se comenta otra cosa. ¿Sabéis por qué?
Richard le hubiera podido explicar las razones. El interés que se había ido
formando se convirtió en una ola de expectación que llenaría el teatro la
noche del estreno de Teseo.
—Es el orgullo de la ciudad —explicó—. El autor, el compositor y la
bailarina son venecianos. El apellido Venier tiene gran importancia. La gente
gusta de hablar, lo cual es muy importante para el éxito de la ópera.
—Supongo que tenéis razón —dijo ella suspirando—. Me estoy dando
cuenta de que el éxito del arte tiene en verdad muy poco que ver con el arte en
sí.
Todo esto sucedió antes de que oyera las habladurías que achacaban los
sonetos al caballero Tromba. Después de un ensayo habló de ello con
Richard. Se encontraban en el camerino, momentáneamente solos, pues
Anzoletta, que había tenido atrevidas discusiones con algunos atrevidos
caballeros, montaba guardia frente a la puerta.
—No quiero —Maritza—. No puedo permitir que mi nombre se vea
vinculado al de Tromba.
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Richard había visto diversas veces al caballero después de su regreso a
Venecia. Falto de empleo en el San Luca y sin ocupación alguna por el
momento, encontraba muy agradable su compañía y su protección. Tal
amistad le daba un sentido de seguridad contra la amenaza de Sagredo.
Además, estaba fascinado por las artes, como juegos de manos, ventriloquia y
magia, que Tromba, maestro en el engaño, le enseñaba. Richard gustaba de
mostrar en el palacio Venier las habilidades adquiridas.
—Os doy mi palabra de que su excelencia no ha escrito esos sonetos.
—¿Cómo lo sabéis?
—Se lo pregunté —repuso Richard, mintiendo—. No sacaría nada con
engañarme. No se puede evitar que la gente hable. Pero ¿por qué os quejáis?
No puedo imaginar un solo nombre en Venecia cuya asociación con el
vuestro resultara más complaciente. Es el personaje de la temporada. No hay
una sola dama de la aristocracia a quien no complaciese que él le escribiese
versos.
—Pues a mí no me gusta —dijo Maritza firmemente.
—¿Por qué?
—Lo sabéis muy bien. Conocéis perfectamente cual es su reputación: el
«Gran Galante». Oí hablar demasiado de él en Villa Bagnoli. Es la clase de
hombre que sólo piensa en la mujer bajo de terminado aspecto. Lo noté al
bailar con él y lo he vuelto a notar cada vez que ha venido con vos al teatro.
Nos examina a todas, mirándonos a través de sus ojos impertinentes, como si
fuéramos algo que intentara comprar. Mencionad el nombre de una muchacha
y el suyo al mismo tiempo y veréis cómo la gente sonríe maliciosamente. Esto
es lo que me molesta. ¿No podríamos evitarlo?
—¡Naturalmente! —repuso Richard, encogiéndose de hombros—. Pero
no hay nada ofensivo en los poemas. Son muy correctos. Después de todo, es
una suerte que la gente crea que Tromba los ha escrito. Os coloca en primer
plano. Es lo más deseable para una bailarina en su debut.
—¿Creéis deseable ser considerada la favorita de un calavera?
—Si no sois su favorita, ni intentáis serlo, ¿a qué preocuparos? —arguyó
Richard, sonrojándose—. Os hace interesante a los ojos del público e impulsa
a la gente al teatro.
—Creo que todo ello es poco digno —dijo Maritza mirándole a los ojos.
—Escuchadme, cara —dijo Richard, algo avergonzado—. Habéis elegido
la profesión de bailarina. Queréis tener éxito. Ello significa ganaros el favor
del público, haciendo que os quiera personalmente y no sólo por vuestra
manera de bailar. El público no ama a los engreídos. Lo mismo ocurre en la
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ópera que en el drama. El teatro es el teatro. Quizá lo destinado a la masa
deba siempre ser algo inconveniente. Es así como el mundo está hecho.
—Me parece oír hablar al conde Roberto —replicó Maritza—. Creí que
había quedado ya arrinconado, Milor, pero parece ser que se encuentra
nuevamente entre nosotros. No debe considerárseme engreída por no querer
ver mi nombre asociado al de Marcello Tromba. Es simplemente que odio el
fingimiento y que tengo escrúpulos. Naturalmente, una muchacha honesta no
debiera dedicarse al teatro si quiere conservar su reputación. Pero las
muchachas no han de ser tan complacientes como el vulgo se figura.
—Hasta cierto punto, sí —repuso Richard.
—¿Qué punto?
No encontró enseguida la respuesta adecuada. La discusión se iba
desviando, como sucede siempre.
—Si tengo éxito —prosiguió Maritza—, no será debido a hombres como
Marcello Tromba. Gustaré al público, sí, pero no quiero ningún protector.
¿Deseáis apostar algo?
—Será mejor que no. —Las palabras de Maritza le satisficieron. No
necesitaría protector alguno, porque se casaría con él. Una bailarina que
careciera de esposo o de amante influyente en el corrupto ambiente teatral de
aquellos tiempos, era simplemente absurdo. Su madre le podría contar
muchas cosas al respecto. Sin embargo, no pudo evitar añadir algo secamente
—: Mas al mismo tiempo, madonna, veréis que es difícil convivir con lobos
sin unirse a la manada.
Cesaron en la discusión, sintiéndose ambos ligeramente disgustados por
aquel oscuro antagonismo. Más tarde, se reconciliaron, por supuesto, o, mejor
dicho, al ser tan indefinible su disgusto, pretendieron ignorarlo. A pesar de
ello, el desacuerdo parecía ese grano de arena que entra en el zapato y que no
precisamente por ser pequeño deja de molestar.
Tales cosas carecían de importancia, comparándolas con el
acontecimiento que tendría lugar hacia fines de noviembre: el estreno de
Teseo en el teatro San Giangrisostomo. Para Maritza, todo guardaba relación
con ello: el verano que moría ya, las lluvias y el frescor del otoño, los fuegos
en el hogar, las ropas de mayor abrigo, las campanas de Todos los Santos, las
máscaras que, como preludio del carnaval, empezaban a verse… Todo la
acercaba a su noche culminante. Se sentía excitada y, al mismo tiempo,
atemorizada. Y el terror crecía al reducirse los días a una quincena, luego a
una semana y, finalmente, a uno solo.
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XIX
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abonado para descubrir en él nuevos talentos. Había oído hablar muy bien de
los cantantes de aquella noche, como Giovanna Casatti y Serafini. Quizá
tendría suerte.
De pie, examinaba el local. Era uno de los mayores que conocía, capaz
para unos mil quinientos espectadores. Cinco hileras de palcos llegaban desde
la platea hasta el techo. Estaba ricamente dorado y algunos medallones
colocados a determinados intervalos le daban un sentido de magnificencia.
Sin embargo, en conjunto el interior parecía pobre, debido a la escasa
iluminación propia de los teatros italianos. Los palcos particulares destacaban
en la penumbra, alumbrados por sus propios candelabros, con un grupo de
personas jugando a las cartas o tomando refrescos antes de que diera
comienzo la representación. Diseminados acá y acullá, tales palcos vivamente
alumbrados parecían imágenes reflejadas por alguna linterna mágica. Como,
según costumbre de la época, todos llevaban máscara y capa, las visiones
parecían algo irreales.
Habiendo visto bastante, Caretti se sentó, preparándose para la obertura.
Un criado encendió las candilejas. El director de la orquesta tomó asiento al
clavicordio, hizo una indicación a los músicos y dio principio al primer
movimiento.
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músicos teman tiempo sobrado para aspirar un polvillo de rapé. La voz
afeminada de Serafini, más sutil y poderosa que la de cualquier tenor del
futuro, apagaba las notas más altas de la signora Casatti, siendo ovacionado
por el público. Otros cantantes menos eminentes teman también oportunidad
de lucirse en las arias. Algunos dúos ocasionales, pero nunca música coral,
variaban el concierto. Entretanto, mil cosas sucedían en el escenario.
Centelleaban los relámpagos, sonaban los truenos, salían diablos de la tierra,
bajaban flotando los dioses del Olimpo… Medea causó una gran impresión en
su carroza dorada. Finalmente, mientras Teseo y Ariadna se sumergían en las
profundidades de la desesperación con la ayuda de arias, acabó el primer acto,
entre una atronadora salva de aplausos.
Hasta el momento, reflexionaba Caretti, aquella ópera podía considerarse
como un discreto éxito, que había merecido diversos encore sin considerarla
mejor que la mayor parte de las que se representaban. Morandi no podía
compararse a Hasse, ni Venier a Metastasio. En cuanto a los cantantes,
Caretti, no olvidando el encargo de su amigo Garrick, les juzgó más bien
mediocres y de ninguna manera merecedores de los grandes salarios que se
pagaban en Inglaterra, ni dignos de ser presentados a un público que todavía
recordaba a los sin par Faustina y Farinelli. No. Tendría que seguir buscando.
El ballet tendría el carácter de intermezzo entre los actos. Sin duda, sería
algo pesado y despreciable, sobre todo para quien hubiere presenciado los
ballets de París. Por grande que fuera el prejuicio que Caretti sentía por Italia,
había de admitir que los bailarines italianos no podían compararse con los
franceses. Por tanto, se reclinó en su asiento, para conversar con el caballero
que ocupaba la butaca vecina y, cuando se alzó el telón, se hurgó los dientes
con un palillo.
Los ballets, que habían de guardar relación con el argumento de la ópera,
presentaban unas danzas de ninfas y pastores, pero, naturalmente, las ninfas
eran hermosas jóvenes vestidas a la ronda y los pastores lucían trajes que
envidiarían los ocupantes de los palcos. Su objeto no era solamente
entretener, sino ofrecer unas danzas graciosas que pudieran ser imitadas,
cuando no superadas por los aficionados del público. Pasapiés, gavotas,
alemanas, minués, furlanas, tamborines y chacones se sucedían sin
interrupción. Los entrechats y piruetas introducidos al albur servían
solamente de adorno. Los vestidos de las bailarinas, confeccionados con seda
floreada, damasco o brocado, serían copiados por las damas. Las faldas eran
más cortas que las acostumbradas para los vestidos de baile o fiesta. Los ojos
de los caballeros se vieron recompensados por la contemplación de tobillos
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impecables y encantadores escotes y, de vez en cuando, por la fugaz visión de
unas bien torneadas pantorrillas.
Caretti se dio cuenta con sorpresa de que el ballet del San Giangrisostomo
había mejorado desde su visita anterior hacía dos años. Aún podía ser
considerado provinciano, pero se notaba la influencia francesa de d’Aubry.
Cuando las bailarinas se apartaron para dejar a la prima ballerina sola en
el centro del escenario para un pas seul, los ojos de Caretti se abrieron
asombrados y sus impertinentes permanecieron inmóviles frente a ellos
mientras duró el ballet.
Ante él acababa de producirse un acontecimiento memorable, pero estaba
demasiado absorto para darme cuenta cabal de su importancia. Encontró
simplemente deliciosa a Maritza y fue incapaz de mirar a cualquier otra
bailarina.
¡Parecía tan fresca, joven, vibrante, mientras se mantuvo en equilibrio
sobre sus puntillas, al principio de su baile! Quizá estaba algo asustada, pero
la expresión de temor contribuía a hacerla aún más agradable. Caretti se sintió
extasiado. Ella se dejó llevar por la música, como una golondrina por el aire,
y Caretti olvidó el aburrimiento que había esperado. Seis años antes había
tenido la oportunidad de ver bailar a la gran Camargo, antes de su retirada del
teatro. El recuerdo de la famosa bailarina volvió vivido a su mente. Ante él se
ofrecían el mismo brillo y ligereza, la misma proyección de la personalidad
más allá de las candilejas, para enamorar al auditorio y llenarle de emoción.
Pero Marie-Anne de Camargo era relativamente vieja cuando él la vio,
mientras que esta muchacha era joven y su juventud le prestaba una aureola
deslumbrante. Se sintió satisfecho al escuchar los vibrantes aplausos, como si
confirmaran su opinión, y al mismo tiempo celoso de que tuviera tantos
admiradores. Los bravos y benissimos se repetían incansablemente.
Acabó la tamborina, pero el director de la orquesta, sintiendo el deseo del
público, señaló un encore. Inflamada por los aplausos, bailó como si fuera el
propio espíritu del carnaval, mostrando su gratitud al público con una no
fingida felicidad que la hizo más querida, impartiendo su propia alegría a
todos. Los espectadores correspondieron con una oleada de admiración, se
enamoraron perdidamente de ella y contestaron a su profunda reverencia, al
acabar nuevamente la danza, con salvas de aplausos y un inmenso clamor de
evvivas. Desde aquel momento, aún cuando bailaba en conjunto con las ninfas
y pastores, los ojos del público no se apartaban de ella. Y, al terminar, como
una sola voz la hicieron salir varias veces a escena.
—Viva Maritza Venier! Siestu benedetta!
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—¡Magnífico! —exclamó el vecino de Caretti—. Es una gran bailarina.
No creo que ni la propia Campioni fuera jamás tan aplaudida. Ha sido una
suerte para nosotros, señor, haber estado presentes la noche de su debut. Se
hablará mucho de ella.
—Ciertamente —murmuró Caretti con aire ausente.
—Ha despojado a su padre de los laureles de que disfruta —prosiguió el
otro—, aunque no creo que a él le importe demasiado. Ahí le tenéis en aquel
palco. Su aspecto es de estar muy satisfecho, ¿verdad? La ópera es buena, sí,
muy buena. Pero el ballet, señor, el ballet es straordinarissimo,
aravigliosissimo… —dijo, prodigando superlativos—. ¿Os parece que tengo
razón?
—Completamente, señor —asintió Caretti.
No quería que hablando se le borrara la visión que guardaba en la mente.
Le hubiera gustado reclinarse en su butaca y, cerrando los ojos, seguir viendo
bailar a la figura vestida de rosa. ¡Qué embrujo tenían sus movimientos! ¡Qué
perfección! Su sonrisa era radiante y sus manos muy expresivas. Había
llevado una pequeña corona rosa pálido que hacía juego con su vestido… y
con su juventud.
Caretti frisaba ya los cuarenta años, era soltero, y diplomático muy
correcto. Su carrera y su pasión por las bellas artes le habían dejado poco
tiempo para dedicarlo a las damas. Pero en aquel momento, de algún lugar
desconocido surgió una nueva o por lo menos olvidada sensación. Le pareció
que volvía a tener veintiún años.
La ópera prosiguió. Los pulmones de la signora Casatti compitieron con
los de Pietro Serafini. Los reyes, reinas y héroes cantaban arias. Tramoyistas
invisibles tiraban de cuerdas. Pero todo ello pasaba inadvertido para el
diplomático de Turín, perdido en sus sueños. Volvió a encontrarse
nuevamente en Venecia, cuando la ópera concluyó con una gran final en
forma de ballet. Al contemplar Teseo y Ariadna, felizmente reunidos, el baile
de sus alegres y felices súbditos, un grácil minuet, una retozona alemana y
una alegre chacona, compartieron las salvas de aplausos con que fue acogido
el pas seul final de Maritza, y pudieron imaginarse, si así les plugo, que el
tributo se rendía a ellos.
—Questa! Questa! —clamaba el público al pedir una repetición cuando,
de acuerdo con la costumbre, se anunciaba el título de la ópera que
próximamente se representaría—. ¡La misma! ¡Viva Maritza Venier!
Mario Caretti no esperó. Abriose camino hacia la puerta del escenario. A
pesar de su prisa, otros habían llegado antes que él, y muchos lo hicieron
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después formando una cohorte de jóvenes petimetres que se quitaban la
máscara para rendir tributo a su nueva divinidad. Con paso firme, se dirigió
hacia el lugar en el que ella se encontraba, centro radiante de un jubiloso
grupo, que incluía a su padre y a una campesina de anchos hombros. Caretti
sabía que no tardaría en ser llevada a alguna parte para celebrar el triunfo,
pero no quería renunciar a hablarle.
Algo vergonzosa y abrumada, Maritza agradecía los cumplidos.
—Serva… —murmuraba—. Grazie, sior… serva… serva…
Los aplausos podían oírse a través del telón corrido. Por fin llegó su turno.
—Mario Caretti —se presentó haciendo una reverencia—, un embajador
de Londres, ante la más exquisita bailarina que jamás haya visto. El gran Mr.
Garrick, del teatro Drury Lane, rinde su más sincero homenaje a Maritza
Venier y se complace en ofrecerle un ventajoso contrato. Si pudiera visitaros
mañana…
—¿Londres…? ¿Mr. Garrick…? —Confundida, no comprendía las
palabras de Caretti—. Naturalmente… si queréis… mañana…
Un joven de tez cetrina, a quien ella recibió cordialmente llamándole
Milor, se colocó ante Caretti.
Pero al día siguiente…
«Sí —pensaba el caballero de Turín al salir del teatro—. Garrick podía
felicitarse. Un salario doble del más alto al que Maritza pudiera esperar
obtener en Italia, sería poca cosa considerando lo que Londres pagaba a los
buenos artistas. Ella, naturalmente, no rehusaría tamaño ofrecimiento, con el
consiguiente prestigio que el contrato le aportaba».
Pero, en realidad, Mario Caretti estaba pensando en sí mismo. Imaginaba
encontrarse ya en el año siguiente, con un Londres transformado. Agradables
escenas íntimas se perfilaban en su imaginación. Se veía considerado como su
benefactor, teniendo el privilegio de permanecer en el camerino de Maritza en
el teatro Drury Lane, y acompañando a la joven a Ranelagh o a Richmond,
junto al Támesis, cuando la primavera en Inglaterra hacía florecer los lirios y
el cielo era azul.
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de carnaval. Las salas de juego públicas del Ridotto aparecían atestadas de
gente y el oro se multiplicaba en sus mesas. Los casini particulares, esos
pequeños lugares de reunión de la moda y la elegancia, mucho menos
ceremoniosos que los palacios, rebosaban de invitados. Las calles estaban
llenas de disfraces, máscaras y saltimbanquis. Los doscientos cafés de la
ciudad no cerraban sus puertas; los teatros y las hospederías hacían su agosto;
los doscientos mil habitantes de Venecia parecían locos. Todo desatino estaba
permitido y, por tanto, bienvenidos eran quienes contribuyeran a los mismos.
Marcello Tromba supo aprovecharse, tanto en diversiones como en beneficio
propio.
Prosiguiendo su estancia en Venecia, tenía mil razones para estar
satisfecho. Había sido afortunado en los amores y en el juego; en el círculo de
sus amistades se contaban importantes personajes; dos sociedades ocultistas
se sumaron a las organizadas por él, con la consiguiente práctica de la Cábala,
llamadas a los difuntos y asombrosa exhibición de poderes sobrenaturales,
todo ello mediante el percibo de altos honorarios. Se convirtió en el consejero
confidencial y casi en hijo adoptivo del viejo y rico senador Grimani,
circunstancia que le daba preponderancia en el gran mundo. Residía en el
palacio Grimani, y tenía una góndola de su propiedad, un casino cerca de la
Piazza y la más hermosa amante de Venecia. Se le daba aún el título de
cavaliere, que indudablemente ocultaba el de un superior grado extranjero de
nobleza, uno de los más altos, indudablemente, que, por razones de honor y
de estado, había de permanecer desconocido. Se especulaba entre gran duque
y príncipe. Tromba alimentaba los rumores con un impresionante silencio.
Como resultado de todo ello, aunque sus gastos eran considerables, podía
ahorrar grandes cantidades, que invertía en cartas de crédito. Estaba
preparado para abandonar la ciudad en cualquier momento. La experiencia le
había enseñado que la suerte es inconstante y puede cambiar en un santiamén.
Estaba, además, convencido de que los espías del Estado conocerían en algún
momento sus actividades, a pesar de lo secretamente que actuaba. Los
herederos del senador Grimani estaban amargados y le vigilaban. Los
componentes del Consejo de los Diez no se preocupaban por títulos
misteriosos ni poderes místicos, pero consideraban con cierto interés la
proposición que Tromba les había hecho de una nueva lotería estatal, lo que
quizá hiciese que no se fijaran excesivamente en sus diversas actividades
durante algún tiempo.
Sin embargo, tenía buen olfato para el peligro. Hasta aquel momento,
aunque husmeaba el aire, no había olfateado nada peligroso. Con toda
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probabilidad podría permanecer en la ciudad durante el carnaval. Sus planes
para una rápida huida estaban cuidadosamente preparados. Se sabía al dedillo
todas las salidas, públicas y secretas, del palacio en que habitaba. Noche y
día, una góndola con dos fuertes remeros le esperaba en uno de los menos
frecuentados canales. En Mestre cuidaban por su cuenta de rápidos caballos.
En ese propio lugar había despachado algún tiempo ante sus más preciadas
pertenencias. Y más allá de Mestre y de la frontera de Austria estaba el
camino que le conduciría a Inglaterra.
Debido a tal proyectado viaje, pasaba grandes ratos con Richard, antes de
lo cual había establecido amistad con John Muray, el residente británico en
Venecia, obteniendo preciosa información acerca de lord Marny. Cuanto más
consideraba su proyectado viaje, pasaba grandes ratos con Richard,
convencido de que en cualquier momento picaría en el anzuelo, pero había de
hacerlo pronto.
¡Magnífico, muchacho! —exclamó cierto día en su alojamiento del
palacio Grimani, después de que Richard, por pura diversión, repitiera
algunos de los trucos que había aprendido de él.
Tromba se los había enseñado con dos objetos. Por una parte, divertían a
Richard, y la diversión favorece la inclinación. Sin embargo, Tromba, con una
perspicacia digna de mejor causa, sentía que con la enseñanza de aquellos
trucos, preparaba la mente de Richard para aprender otros de mayor provecho.
La vanidad del hombre se ve halagada si puede burlarse de sus semejantes, y
la vanidad tiene un apetito insaciable. Había de producirse la necesaria
transición, una vez eliminados ciertos pequeños escrúpulos, entre los simples
juegos de manos y el arte del engaño en gran escala. Ni durante el viaje a
Inglaterra, ni en la estancia en las islas, quería Tromba tener un compañero a
quien remordiese la conciencia.
—¡Magnífico, muchacho! Tu agilidad es asombrosa. Sé lo que estás
haciendo y, sin embargo, no puedo sorprenderte la trampa. En cuanto a la
mímica, ni que decir tiene que la considero insuperable. No en vano eres
actor. Practicando los juegos de manos combinados con el ventrilocuismo,
llevarías a tal grado el asombro del público que podrías quitarles las casacas
sin que se dieran cuenta. Estoy orgulloso de ti.
Orgulloso de sí mismo por el elogio que Tromba hacía de él, Richard tiró
al aire una moneda, que desapareció, y meneó la cabeza. Tenía razón de estar
satisfecho. Además de los juegos más corrientes con la baraja, dominaba los
que utilizaba relojes de bolsillo, dados, monedas y pañuelos. Había aprendido
a emplear tintas invisibles y podía practicar las ilusiones ópticas mediante el
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uso de espejos o linternas mágicas, con los cuales Tromba llevaba a cabo
algunos de sus «milagros». Demostraba grandes aptitudes para la
ventriloquia. Pero, sobre todo, y en ello residía su importancia, poseía el porte
del mago, la facilidad para dominar la atención del auditorio e incluso de
hipnotizarlo ligeramente.
—Me complacen vuestros elogios, maestro.
—Precisamente porque eres acreedor a ellos —repuso el caballero—, me
horroriza que un muchacho de tus condiciones e inteligencia tenga tan poco
sentido común.
—¿Por qué?
Richard esperaba a que le hablara de Inglaterra, pero Tromba atacó desde
un ángulo diferente.
—Por muchas cosas. Por ejemplo, porque todavía no has querido aceptar
mi consejo de tomar lecciones de esgrima de un maestro de armas. Con tu
agilidad y rapidez en poco tiempo serías un rival de importancia para muchos.
Pero te conformas con confiar en la suerte. ¿Crees que el noble Marin
Sagredo se contentará con expulsarte de los teatros de Venecia?
—Ha tenido tiempo más que suficiente para intentar perjudicarme en
otros aspectos, si es que en realidad intenta hacerlo. Le he encontrado un par
de veces en la calle y ha parecido no reconocerme.
—Espera —repuso Tromba sonriendo.
Una daga apareció en la mano de Richard tan súbitamente que pareció
haber salido del aire.
—Estoy esperando.
—No cometas tonterías —replicó el caballero—. Ahí tienes la prueba de
lo que quiero decir. Eres demasiado listo para comportarte tan estúpidamente.
Si supieras utilizar una espada podrías defenderte como un caballero. Si tu
contrario resultara herido, aún sería posible tu defensa. Pero si utilizas un
cuchillo no habrá defensa posible. Nadie podría interceder por ti. ¿Me
comprendes?
—¿Por qué esperar siempre lo peor, excelencia? —preguntó Richard
balanceando el arma en el dedo índice.
—¿Por qué? —exclamó Tromba—. Porque conozco la naturaleza
humana, que es mi bola de cristal favorita. Y puedo predecirte, tan
ciertamente como mañana seguirá existiendo el sol, lo que Marin Sagredo
hará contigo en cuanto yo salga de Venecia. Lo habría hecho ya si yo no
hubiera dejado difundir, como al descuido, que sería responsable ante mí de
cualquier cosa que te ocurra.
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—¿Qué creéis que hará? —preguntó Richard, todavía jugueteando con el
cuchillo.
—¡Oh! Es famoso por sus bromas, que no suelen resultar muy delicadas.
Quizá no sobrevivas a la que te gaste. Lleva siempre varios matones con él.
—¿Cómo podría defenderme mejor? ¿Con una espada que con un
cuchillo, siendo varios contra mí?
—Además de las razones que te he dado antes —replicó Tromba—
referentes a los tribunales, un buen espadachín puede mantener a sus
adversarios a cierta distancia con una espada en la mano, y así ganar un
tiempo que puede serle precioso, mientras que con un cuchillo la lucha es
cuerpo a cuerpo y tu desventaja puede resultar mortal en caso de que sean dos
o tres quienes te ataquen.
Richard guardó lentamente la daga en el interior de la casaca.
—Creo que estáis tratando de asustarme, zelenza.
—No hay necesidad de aparentar valentía —dijo Tromba con impaciencia
—. Sé que tienes valor. Pero yo hablo de sentido común. No considero a don
Quijote un héroe. ¿Qué harás cuando salga de Venecia? ¿Matar a Sagredo,
quizá? Y después, ¿qué? Si vienes conmigo tienes ante ti un brillante
porvenir, aunque he cometido el error de admitir que me interesa tu
compañía.
Y así volvieron a hablar de Inglaterra, con un argumento más en favor de
Tromba.
—Además —dijo el caballero, añadiendo otro cebo al anzuelo—, ¿no te
interesa Maritza Venier en Londres? Creo que ello sólo debiera ser lo
suficientemente importante para que te decidieras.
Tenía motivos para creer que ése era su mejor triunfo. Se sorprendió
cuando Richard meneó negativamente la cabeza.
—No va a Londres.
—¿Qué quieres decir?
—Que ha rechazado la oferta de Caretti y que tiene otro contrato para el
San Giangrisostomo. Su padre no quiere salir de Venecia y ella no accede a
irse sin su padre.
—¡Cielo santo! —exclamó Tromba sorprendido—. ¡Después del éxito
que obtuvo! ¿Es posible que rechace un salario tres veces mayor que el que
nunca pudiera soñar? Desprecia la mayor oportunidad de su vida. Su padre
está loco. Debieran ir juntos a Londres. Ella ganaría lo suficiente como para
que ambos vivieran con toda comodidad. En Venecia no tiene futuro de
ninguna clase. ¡Qué egoísta es su padre! En su lugar, yo…
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Se detuvo, meditando en una idea que se le acababa de ocurrir, mientras
que Richard prefería no hablar de los Venier. A pesar de su inteligencia,
Tromba no podía comprenderles.
—¿No tienes imaginación alguna, mi querido amigo? —preguntó—. ¿No
te das cuenta de la gran oportunidad que se te presenta?
—¿Oportunidad?
—Sí; la mejor para demostrar tu hombría y tu amor. ¿Permitirás que tan
excelente perspectiva sea desaprovechada simplemente porque su padre
prefiere pudrirse en ese destrozado palacio? ¡Claro que no! Está en el punto
culminante de su carrera. Su futuro depende de ello. Sólo tú puedes ayudarla.
—Honradamente, señor, debo admitir que no os comprendo —replicó
Richard.
La vivacidad napolitana que Tromba solía dominar fácilmente se exacerbó
en esta ocasión.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿No sabes siquiera dónde tienes la nariz? Que
venga con nosotros a Inglaterra y deje a su padre aquí. Créeme, no necesita,
sino que se le presione algo.
Richard se encogió de hombros. Era inútil intentar describir los colores
del arco iris a un ciego de nacimiento. Las cosas en las que Maritza y su padre
creían no eran comprendidas por Tromba.
Éste repitió burlonamente el encogimiento de hombros de Richard.
—Si ésta es toda tu contestación, que Dios se apiade de ti.
—¿Qué queréis decir por presionarla? —preguntó Richard, por hablar
algo.
—¿Qué quiero significar? ¿Cuántas veces tengo que decirte que tu actitud
romántica hacia una muchacha llena de vida y de imaginación como Maritza
Venier constituye un insulto para ella y una deshonra para ti? Las mujeres son
todas iguales. No pueden demostrar su pensamiento. Ya debieras tenerla en la
palma de la mano y hacer que fuera contigo a Inglaterra. Sin embargo, no
creo que sea demasiado tarde todavía. Creo que esta noche sales con ella a ver
el carnaval. Bien, pues; diviértete cuanto puedas. Eso es lo que quiero
significar al decir «presionarla».
—¿Seducirla? —preguntó Richard, asombrado.
—¡Qué palabra más desagradable! —exclamó el otro—. Llámalo, si
quieres, una excursión por el Paraíso. —Tromba sonrió—. Mi querido amigo,
espero no haberte ofendido.
Richard se sintió avergonzado. Después de todo, Tromba se limitaba a
expresar el punto de vista del gran mundo, como había hecho ya en otras
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ocasiones. Pero la calculadora frialdad con que hablaba esta vez, refiriéndose
a Maritza, le pareció una profanación.
Su cara se ensombreció.
—Siento mucho respeto por Maritza Venier y no quiero hablar de ella en
esos términos —replicó—. Ella y yo estamos en distintas condiciones. Existe
algo llamado honor.
—Creo que sí —dijo Tromba con voz fría—. Tampoco nadie ha osado
dudar del mío. No creo necesario que un muchacho me lo recuerde. —Dejó
transcurrir unos segundos. Después, su expresión cambió como la de un
médico ante un paciente difícil—. No nos pelearemos, Milor. Haz las cosas a
tu manera. Estoy, incluso, dispuesto a presentarte mis excusas, con una
condición.
—No tenéis necesidad alguna de hacerlo —replicó Richard—. Yo sólo
quería…
—Si involuntariamente te he ofendido —prosiguió el caballero—,
admítelo con toda franqueza. Dime sinceramente si lo que te acabo de
insinuar relacionado con tu futura dicha no se te ha ocurrido más de una vez.
Si ello no es así, te pido humildemente perdón. ¿De acuerdo?
Richard permaneció en silencio.
—¿Bien? —insistió Tromba.
—No soy ningún santo, si es eso lo que queréis saber —dijo Richard
sonrojándose—. A veces no se pueden controlar los pensamientos, zelenza,
pero media una gran diferencia entre pensar una cosa y hacerla.
—No, amigo mío —denegó Tromba—. Las más altas autoridades están en
contra de ti en este aspecto. Quizá hayas leído alguna vez que quien en el
fondo de su corazón anhela a una mujer ha cometido… ¿eh? Cuando me
limito a expresar tus propios pensamientos, te enfadas y me hablas de honor.
¡Psst! Sé hipócrita si ello te produce algún beneficio, pero nunca cometas el
error de ser hipócrita contigo mismo.
—No quise ser hipócrita. Solamente…
—Te comprendo. No hablemos más de ello.
Tromba buscó algo en un bolsillo de su chaleco y sacó un pequeño objeto
que arrojó sobre la mesa.
—Ahí tienes. Toma —dijo.
Era una llave de bronce. Richard la miró extrañado.
—Abre la puerta de mi casino —explicó Tromba—. Esta noche no lo
necesitaré. Ya sabes dónde está, en la calle Ridotto. Quizá puedas utilizarlo, si
tu dama desea descansar un rato, o quizá para un tête-à-tête cuando os hayáis
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fatigado de andar entre la multitud de la Piazza. El fuego estará encendido.
Hay vino en el «buffet» …
El ofrecimiento era tentador. Maritza y él habían acordado hacer una
pequeña escapada aquella noche para ver el carnaval, que hasta entonces
solamente pudo vislumbrar bajo la rígida vigilancia de Anzoletta. Irían al
Ridotto y visitarían los cafés frente a San Marcos, mezclándose después con
la muchedumbre de máscaras en la Piazza. Sus vestidos estaban ya
preparados. Incluso Anzoletta había consentido en dejarlos solos por aquella
vez, en gracia a la juventud y a la ocasión. Richard tenía planeado refrescar en
uno de los cafés. ¡Pero qué agradable sería, por el contrario, mostrar a Maritza
el interior de un elegante casino con sus dorados y sus cuadros! ¡Qué delicia
la de sentarse con ella junto al fuego! Su pensamiento corrió demasiado y
hubo de frenarlo. No daría aquella satisfacción a Tromba.
—Mil gracias, señor, pero no estaremos en la calle hasta muy tarde y no
tendremos tiempo de aprovecharnos de vuestra amabilidad.
Recordando las palabras de Tromba, prefirió no mencionar lo impropio
que sería llevar a Maritza a un casino en el cual no hubiera nadie más. No
quería seguir hablando del asunto.
—Guarda la llave, aunque así sea —repuso el napolitano—. Me la
devolverás mañana. Nunca se sabe cómo acabará la noche.
Se levantó con cierto aire ausente y, no por primera vez aquella mañana,
cruzó la habitación hasta uno de los balcones que daban al Gran Canal. Ante
él se veían los palacios de la margen opuesta, con sus góndolas y sus postes
de amarre.
Frente al palacio Tiépolo se hallaba una góndola sucia, que tenía las
cortinas de la camareta corridas. Hacía varias horas que estaba allí. Era una
góndola de alquiler, como tantas había en Venecia. A Tromba no le gustaron
las cortinas cerradas, tras de las cuales podía haber alguien escondido
vigilando la entrada del palacio Grimaní. El instinto le decía que precisaba
estar alerta.
La habitación en que se encontraba tenía ventanas que daban al estrecho
río San Luca. Acercándose a ella, miró hacia el exterior, en sentido oblicuo. A
unas cien varas de distancia había otra góndola parecida a la primera, que
quizá vigilaba la salida lateral del palacio.
Pronto se disiparían las dudas. Había de salir unos minutos más tarde. Si
una de las dos góndolas le seguía, su significado estaba claro. ¿Y después? No
era probable que le quisieran detener antes de la noche. Los inquisidores del
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Estado preferían actuar en la oscuridad. Sonrió débilmente. La policía secreta
era igual en todas partes. Parecía integrada por los mismos elementos.
—¿Qué veis en la calle que os haga reír? —preguntó Richard.
—Nada importante, Milor. —Tromba aspiró un polvillo de rapé y se
sacudió unas motas del chaleco—. A propósito. Quizá me vea obligado a salir
de Venecia antes del fin de las fiestas, por cuestiones de seguridad personal.
Hay algunas indicaciones de que no podré despedirme de ti, en cuyo caso…
—¡Pero excelencia!
No le cogió demasiado de sorpresa. Aunque alejado de las actividades de
Tromba, se imaginaba algo de lo que ocurriría, y que, sin duda alguna, había
sucedido también en otras partes en las que residiera el caballero. No se hacía
ilusiones acerca de su mentor.
Ello había constituido uno de los principales obstáculos en su proyectado
viaje a Inglaterra. A pesar de todo, se sintió sorprendido y disgustado.
—No tenía idea…
—Una pequeña vicisitud… —repuso Tromba, sonriendo—, si ocurriera.
Lo que no es del todo cierto. En caso afirmativo, durante los dos próximos
meses estaré en la hospedería del Águila Negra, en Múnich, de donde saldré
después para Inglaterra. Espero que tú me acompañes, y lo deseo en beneficio
mutuo.
Puso la mano en el hombro de Richard.
—Me crees un bribón, Milor. Pero esa palabra carece de significado para
mí. Soy un hombre que goza de lo que la vida le ofrece, mientras puede.
Cuando no pueda seguir haciéndolo, aceptaré mi destino sin quejarme. —
Apretó cariñosamente la mano—. ¡Por Dios, Richard! Despierta. Deja de
engañarte con tus sueños. Deja ya de pensar en cosas sin sentido. Decídete a
vivir. ¿Quieres amor? Alarga la mano y tómalo. ¿Quieres seguridad y placer?
Deja que Marny pague por ello. No es difícil. ¿Qué sucederá si sigues distinto
camino? Algún día despertarás, viejo y achacoso, con un pie en el sepulcro, y
te arrepentirás de no haber vivido. Este es mi último sermón, por lo menos
por ahora. Aprovéchalo… esta noche.
Richard hizo ademán de devolverle la llave.
—No —dijo, rechazándola—. Me la devolverás mañana. Si ya no
estuviera en Venecia, guárdala para que te recuerde una velada agradable y, si
has sido un tonto, para que no te deje olvidar que lo fuiste. Tú decidirás.
XXI
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N i el frío ni la amenaza de lluvia menguaron el deseo de divertirse de
los venecianos. Desde los más alejados suburbios hasta la plaza de
San Marcos, Venecia tenía el aspecto de un manicomio. A una hora en que en
el resto de Europa se apagaban las luces en las casas y las gentes se ponían los
gorros de dormir, las mil luces de la ciudad brillaban con mayor intensidad,
las muchedumbres engrosaban. Y el tumulto de la mascarada se iba
acrecentando.
Disfrazado con un traje de Arlequín, adornado con lentejuelas y llevando
del brazo a Maritza, cuyo sombrero de colombina rozaba su mejilla, Richard
abrió paso para los dos a través de la Mercería, en dirección a la Gran Piazza.
Las tiendas y los cafés permanecían abiertos. Las luces que se reflejaban en
las ventanas y las del alumbrado callejero iluminaban la moviente mezcla de
disfraces, formando un extraño arco iris de mil colores, con sus docenas de
arlequines y colombinas, de Pierrots y Pierrettes, de gitanas, bandidos,
guardias papales, payasos, turcos, moros, chinos… Sonaban los cuernos y
chirriaban las cornamusas; cascadas de confetti caían sobre las cabezas:
estallaban bombas de azúcar. El aroma de naranjas, las castañas asadas y las
frituras se mezclaba con el de las mercancías orientales que se exhibían en los
escaparates.
—¿Os divertís, Maritzetta? —preguntó Richard, deteniéndose junto a la
pared entre dos tiendas, para obtener así un breve respiro de los empujones.
—¡Qué maravilloso es todo! —exclamó, apretándole cariñosamente el
brazo y mirándole a los ojos a través de su máscara—. Nunca me he divertido
como hoy. Aunque después me será difícil sentarme. En mi vida me han
pellizcado tanto, pero también he calentado unas cuantas orejas.
—Las colombinas debieran llevar armadura —repuso él, apretándole a su
vez el brazo—. Gran Dio! ¡Sería divertido que llevarais algún objeto con
alfileres debajo de la falda, como si fuera un cardo! La próxima vez que
salgamos os traeré uno.
—¡Magnífico! Preparadlo para el martes de carnaval. Podemos empezar
ya a conquistar a Anzoletta. Dijo que nos dejaba solos únicamente esta vez.
Es una tirana.
—Ya veréis cómo la conquisto —presumió él.
—Milor —dijo señalando hacia una barraca en la que se vendía calabaza
asada—, me encanta la zucca baruca. Compradme un poco.
—A un beso por tajada —replicó él—. ¿Asentís al precio?
—Bien —repuso ella, vacilante—. Tengo mucho apetito y no llevo
alfileres en los labios. Prefiero cuatro grandes tajadas.
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Se cobró por anticipado, añadiendo un beso de propina. Llevándola
cogida de la cintura, se acercaron al tenderete, comieron golosamente trueca
caliente y después prosiguieron hacia la Piazza.
No pudieron caminar más allá de un escaparate frente al cual una
muchedumbre, compuesta principalmente por mujeres, contemplaba la
«Muñeca Francesa», la famosa Piavola de Franza, de tamaño natural,
importada de París, que exhibía la última moda de la rue Saint-Honoré. Las
exclamaciones admirativas se sucedían sin interrupción. Maniquíes parecidos
eran exhibidos anualmente en las diversas capitales de Europa, llevando a las
masas, especialmente a las mujeres que nunca verían París, una muestra de la
elegancia francesa.
—¡Es magnífica, Richard!
La «Muñeca Francesa» permanecía inclinada en una media reverencia.
—¿Por qué no vestirán las mujeres italianas de esa forma, Milor?
—Ellas visten así.
—¡Oh, no! Se limitan a copiar, pero no logran, como las francesas, que
cada vestido parezca personal como un soneto. Eso no puede copiarse. ¡Ah,
París! Mi madre me hablaba mucho de esa ciudad. Me gustaría saber si
alguna vez la visitaré.
—Naturalmente que sí —replicó él, recordando su conversación con
Tromba—. No está sino a muy corta distancia de Londres.
—¿Londres? —replicó ella, sonriendo y alzándose de hombros—. No
estropeemos la noche. Tuve que rechazar la oferta del señor Caretti. ¡Mirad a
esa muchacha en los hombros del sátiro! —dijo, cambiando de tema en la
conversación—. No le importa mostrar las piernas.
Se alejaron del escaparate y pronto se encontraron bajo el paso con
portillo de la Torre del Reloj que daba entrada a la Piazza. En aquellos
momentos, los gigantes de bronce daban once campanadas. Desde aquel
punto se observaba el mar de cabezas cerrado por las iluminadas arcadas y los
cafés. El ruido de la multitud subía y bajaba, pero siempre, como un forzado
acompañamiento, se oía el sordo rumor de las pisadas, un vasto murmullo que
se destacaba sobre el rugido de cincuenta mil voces.
Esquivando la parte más densa de la multitud, llegaron a los tenderetes de
la Piazzetta, frente al Palacio Ducal. Las antorchas ardían, los acróbatas se
contorsionaban, los gigantes irlandeses vencían a Hércules. En uno exhibían
marionetas, en otro un perro bailarín; acá el doctor Anónimo en persona
vendía elixires, pomadas y píldoras; acullá un mago hacía prodigios
asombrosos, la mayor parte de los cuales podía ejecutar Richard tan bien
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como él; más allá, una pitonisa predecía el futuro a Maritza a través de un
largo tubo acústico. Faunos, bufones, polichinelas, moros, ninfas y
scaramouches bailaban la furlana en una plataforma. Las linternas de las
góndolas amarradas al desembarcadero semejaban las candilejas de un
fantástico escenario, mientras que cerca y lejos, en la brumosa laguna, las
luces de los botes, las estelas de los cohetes, la música y los cantos llevaban el
carnaval a las quietas aguas.
En el Molo, el amplio desembarcadero que flanqueaba el palacio, se
exhibían las más divertidas y también las más salvajes bestias: monos
juguetones, dos elefantes, tigres y leones.
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—¿No queréis jugar una lira o dos? —preguntó él—. Quizá ganéis.
—No, gracias —repuso ella—. Jugad vos, si os place.
Arriesgó un ducado y rápidamente lo perdió.
—Vámonos ya —dijo Maritza—. Ninguno de los dos podemos
permitirnos arriesgar el dinero de esta forma.
Los fondos de Richard habían disminuido considerablemente desde su
llegada de Villa Bagnoli y aceptó la decisión sin rechistar, pero, al dirigirse
hacia la puerta, se detuvieron unos momentos junto a una de las mesas en la
que se jugaba fuerte.
Había montones de monedas de oro encima de la mesa y la gente se
apretujaba. La mayor parte de los jugadores no iban disfrazados, sino que
llevaban la máscara blanca habitual, larga capa y sombrero sobre el pañuelo
que les cubría la cabeza. El patricio que actuaba de banquero a un extremo de
la mesa apuntó diversas cifras en una tableta y levantó la cabeza preparándose
para distribuir los naipes.
Inesperadamente, Richard se encontró frente a Marín Sagredo.
La blanca peluca del noble resaltaba contra el negro terciopelo de su capa.
Sus arrogantes facciones dominaban la mesa. Un brillante destelló en su
mano.
—Hagan sus puestas, siora.
Durante la breve pausa, mientras las monedas eran distribuidas en el
tapete, le pareció a Richard que Sagredo le miraba fijamente. 1.a negra
máscara que llevaba evitaba que fuera reconocido, pero, a pesar de ello, tuvo
la impresión de que sus ojos le contemplaban con ira a través de ella. Sin
embargo, al darse ligeramente la vuelta, Richard advirtió que no era a él a
quien miraba fijamente, sino a alguien a su espalda. Mirando sobre el hombro,
descubrió la enharinada cara del Pierrot. Probablemente la mirada de Sagredo
careció de importancia, o había reconocido al Pierrot.
—Vámonos —dijo Maritza—. Estamos muy apretados aquí.
—¿Estáis cansada, cara? —preguntó al salir a la calle.
—Sí, un poco. Ese bruto de Sagredo… Sentémonos en alguna parte y
tomemos un refresco. ¿No dijisteis que iríamos al Regina del Mare en la
Piazza?
—Sí, o a cualquier otro café. Con tal de que encontremos una mesa
desocupada…
Un grupo de máscaras que estaba junto a la entrada dio el primer aviso de
una nueva complicación. A través de la puerta llegó una ráfaga de aire
húmedo.
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¡Lluvia!
No se trataba de una ligera llovizna, sino de un chaparrón que podía durar
largo rato. Lo único que cabía era esperar a que pasara, sin moverse del
Ridotto. Las máscaras que estaban en la puerta decidieron volver a entrar.
Maritza contemplaba la lluvia que caía torrencialmente.
—Nada podemos hacer, madonna —dijo Richard—. Tendremos que
sentarnos en el Salón de los Suspiros.
Maritza pasó su brazo por el de Richard y se apretujó contra él.
—No me importa mojarme —dijo—. Debe de haber algún café cerca. No
me gusta este lugar… y Marín Sagredo…
—No podríamos entrar en ningún café. Toda la gente se habrá refugiado
en ellos. O encontrar una góndola.
—Eso es todavía más difícil, pero mirad…
No era aceptar las insinuaciones de Tromba, puesto que estaba lloviendo y
debían refugiarse en alguna parte, o permanecer donde se encontraban.
Richard hizo la proposición con la conciencia limpia, añadiendo una ligera
alusión a lo poco convencional que ello era.
—¡Bah! —exclamó Maritza—. ¡Como si ello me importara! No será la
primera vez que me burle de los convencionalismos. Siempre he tenido
interés por conocer uno de estos casini. ¿No está lejos, decís?
—A cincuenta varas de distancia.
—¡Magnífico! Cubriremos la distancia en una carrera.
El Pierrot que vieron arriba, que estaba también examinando el tiempo, les
sonrió.
—¿No teméis mojaros?
—No, sior maschera —replicó Maritza.
—¡Buena suerte! Yo prefiero permanecer aquí.
Pero, aunque parezca extraño, y a pesar de la lluvia, siguió unos pasos tras
ellos hasta verles entrar en un portal. Luego volvió a la casa de juego y
ascendió las escaleras.
XXII
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palacios. Poseer uno era señal de elegancia, lujo y riqueza. Tales pieds-à-terre
eran de propiedad o alquilados por elegantes de ambos sexos. Eran algo tan
típico en Venecia como la música y las regattas.
El casino de Tromba ocupaba el segundo piso de una casa de la calle del
Ridotto, a cuya puerta Richard y Maritza, respirando fatigosamente, llamaron
luego, mencionando el nombre del caballero a un adormilado portero que les
examinaba a través de la mirilla.
El hombre abrió enseguida.
—Su excelencia advirtió que posiblemente vendrían algunas personas —
dijo el hombre abriendo la puerta—. He encendido las chimeneas.
Encontraréis una vela a la izquierda, al franquear la puerta. ¿O preferís, quizá,
que os acompañe?
Al ser rechazado su ofrecimiento, el portero les indicó las escaleras de
mármol con una reverencia, y volvió a su cama.
—¡Qué interesante! —suspiró Maritza mientras Richard abría la puerta—.
Tuvisteis una magnífica idea al proponer que viniéramos aquí. La gente
siempre habla de los casini. De ahora en adelante, cuando se refieran a ellos,
no deberé parecer tan ignorante.
Richard pensó que quizá ninguna muchacha de Venecia hubiera
reaccionado de tal modo en aquel momento. No podía acostumbrarse
totalmente a la naturalidad y franqueza Maritza.
Las habitaciones estaban caldeadas, en contraste con la humedad de la
escalera, lo que daba una promesa de bienestar. Por todas partes se notaba un
perfume mezcla de rosa y violeta, débil como si proviniera de pétalos secos.
Olía también la seda de las colgaduras y la cera del piso. Desde el pasillo
lateral que unía todas las habitaciones, se entraba primero a un espacioso
salón, amueblado al estilo francés, que ocupaba todo el ancho del edificio.
Visto a la luz de una sola vela y con el resplandor de las brasas del fuego en el
hogar, producía una sombría impresión de cristales y dorados, graciosos
muebles y vagos y espaciados cuadros. Los detalles de la habitación
resaltaban a medida que Richard encendía las velas de los candelabros
laterales: las lágrimas de cristal de las lámparas, el gran espejo de Murano, los
delicados tapices, las cortinas de Damasco de las ventanas, el exquisito
trabajo de talla en los paneles de madera de las paredes y la cornisa, y el brillo
de la plata en el «buffet». Las ninfas de varios cuadros aparecían
exuberantemente desnudas, y no se diferenciaban mucho de las pintadas por
Watteau y Boucher. Era nuevamente Villa Bagnoli, sólo que en pequeña
escala y con un más acertado estilo parisiense.
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Maritza, que se había ya quitado la máscara y el sombrero mojados,
permanecía en un extremo de la habitación, de espaldas al fuego, mientras
Richard encendía las velas.
—¡Es precioso! —exclamó—. ¡Es de un gusto exquisito! Fijaos en el
clavicordio con las rosas pintadas… Y el tapizado azul celeste de este sofá.
Ca de dia! Los apartamentos del Faubourg de Saint-Germain no deben ser
más lujosos. Me gustaría hablar francés… El casino no me recuerda en
absoluto al cavaliere Tromba. Es demasiado femenino para un hombre.
Supongo que los muebles no fueron adquiridos por él, ¿verdad?
—No. Creo que pertenecen a uno de los Dolfini, que permaneció mucho
tiempo en París y de quien lo tomó en arriendo. Después de todo, Maritzetta,
son las mujeres quienes establecen la moda y no los hombres.
—Sí —asintió ella—. Sior pa’re hace hincapié en ello en su poema. —Se
produjo una pequeña pausa—. ¡Querido sior pa’re! Quién sabe qué diría si
supiera donde estoy. No creo que le importara. ¡Pero Anzoletta! ¡Pobre de mí!
Sería terrible… Creo que ya habéis encendido bastantes velas, ¿no os parece?
Cuando hay pocas ardiendo es más bonito. ¿No os quitáis el antifaz?
—Perbacco! Lo había olvidado.
Desató las cintas que lo sujetaban y apareció su cara, pero el disfraz verde,
rojo y amarillo, con sus largos calzones, le hacía aparecer todavía como un
arlequín.
—Acercaos y os secaréis —dijo ella, haciéndole sitio junto al hogar—.
¿Sabéis a quién me recuerda este lugar? —preguntó cuando él estuvo a su
lado—. Desde el instante en que entramos… Me parece que hará su aparición
en cualquier momento.
—¿Quién, cara?
—La condesa Des Landes. Encajaría perfectamente en un lugar así.
¿Sabéis qué ha sido de ella?
—Regresó a París. Creo que el caballero Tromba tuvo noticias suyas en
una ocasión. Reside en el Faubourg Saint-Germain. —Sí. El elegante
aposento la recordaba, pero muy remota, medio borrosa ya por el tiempo
transcurrido—. ¡Qué lejano parece todo ello, cara ti! El verano pasado, Villa
Bagnoli…
—Sí —asintió ella—. ¡Parece tan distante! ¿Recordáis…?
—¿Recordáis…?
Los recuerdos pasaban de uno a otro. Gradualmente, sin darse cuenta,
quedaron en silencio, apercibiéndose solamente de su proximidad junto al
fuego mientras en la calle seguía cayendo la lluvia.
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En aquel momento, impulsivamente, sin casi darse cuenta de lo que hacía,
Richard la estrechó entre sus brazos y la besó.
—¡Maritzetta!
—¡Querido! —dijo ella, devolviéndole el beso.
El ruido de la lluvia parecía más intenso en el silencio que siguió.
—Casi no hemos examinado el casino —dijo la joven tratando de hablar
normalmente, pero sin poder evitar un ligero temblor—. ¿No queréis
mostrármelo?
—Sí, naturalmente.
Cogió un candelabro y abrió la puerta de la habitación contigua. Era un
gran «boudoir» con diversas colgaduras y espejos, deliciosamente caldeado
por un fuego de carbón en la parrilla del hogar de mármol. A un lado había un
gran tocador provisto de los estuches de plata y frascos de cristal que la moda
requería. Al otro lado, una alcoba con una ancha cama con doseles, cuyos
azules cortinajes partían de los pies de un cupido dorado. Una copia de
Mademoiselle O’Murphy, de Boucher, o, más exactamente, una variante de
ese cuadro, más osada que el original, recalcaba el tema de los medallones del
techo, con escenas de Ovidio. Echada en un lecho, la figura desnuda de la
hermosa amante del rey francés presidía la habitación, y era reflejada por los
espejos, proclamando claramente que aquel lugar era un templo dedicado a
Venus.
Acostumbrada a la falta de convencionalismos del arte, Maritza encontró
a mademoiselle O’Murphy bien pintada, pero algo divertida.
—Ecco la bella bionda! —dijo sonriendo, examinando el cuadro—. ¡Es
algo descocada! ¿No crees que está algo gorda? Ya sé que es la moda, pero no
me gusta.
—Tienes razón —dijo Richard, más turbado y menos objetivo que
Maritza.
—Unos pocos meses bajo la férula de monsieur d’Aubry harían su tipo
más hermoso. Se ve perfectamente que nunca ha sido bailarina…
Súbitamente sofocada, Maritza calló, se sonrojó y dio la vuelta. Ello no
hubiera sucedido unos momentos antes.
Eran los espejos quienes especialmente la fascinaban. Las paredes estaban
cubiertas de ellos, y como la habitación era octagonal, se veía el cuerpo desde
todos los ángulos.
—¡Cómo puede alguna gente ser tan vana, mirándose siempre! Mira,
Richard —dijo, acercándose a la alcoba—. Incluso los hay en lo alto de la
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cama. ¿Para que los queman? Es tontería. Cuando uno duerme no se puede
mirar la cara. O… O…
Turbada, calló. Su silencio indicó que había comprendido el objeto de los
espejos. Richard jugueteaba con una cajita de plata. La sangre le latía en las
sienes, pero, al mismo tiempo, presentía el demasiado claro aspecto de la
habitación.
—¡Mi pobre vestido! —exclamó ella. Richard se dio cuenta de que con
sus palabras intentaba cubrir la molesta pausa, a pesar de que el disfraz de
colombiana, impecable al empezar la noche, aparecía bastante ajado—. Estoy
llena de confetti y de harina. Tengo que lavarme las manos.
Richard abrió una puerta a la derecha y dejó al descubierto un gabinete
que contenía una jofaina y un jarro.
—Te aguardaré en el salón.
Se retiró con la certeza de haber ganado un tanto sobre Tromba. Al
encontrar otro cuarto de aseo en el pasillo, se lavó, regresó al salón y preparó
algunos refrescos en una mesita junto al fuego. Bien fuera ello debido a
instrucciones especiales de Tromba, bien por costumbre, encontró en la
vitrina una botella de malvasía, asados de aves y carne, junto con dulces, todo
ello cubierto con tapas de plata.
¡Cuán distinto era estar uno al lado del otro, junto al fuego, hablar, en
lugar de permanecer en la sobrecargada atmósfera del «boudoir»! En aquel
ambiente cómodo y amable, en el que ambos se sentían más a sus anchas.
También, y por vez primera, podrían hablar de sus nuevas relaciones. Pero,
acomodados en el pequeño sofá azul, interrumpían frecuentemente su charla.
Maritza aceptó el cambio de todo corazón.
—¿Es posible ser tan feliz? ¿Es posible, caro mío? Por lo menos, algo
queda decidido. No puedes salir de Italia e ir a Inglaterra.
—A menos que vengas conmigo.
—¿Ir contigo?
—Sí. Ya sabes que no puedo permanecer en Venecia, donde no tengo
futuro alguno. Pero creo que en Inglaterra mi padre me ayudaría. Tú tendrías
el contrato en el gran teatro del que habló el señor Caretti. Podríamos
casarnos. Escucha, cara. ¿No crees…?
—No —repuso ella, poniéndole un dedo en la boca—. Ni creo, ni
escucho.
—¿Por qué?
—Porque odio a lord Marny.
—No le conoces, Maritzetta.
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—Le conozco lo bastante por cuanto me has contado de él. Sé que
abandonó a tu madre y la razón por la cual lo hizo. Estoy contenta de haber
rechazado la oferta del señor Caretti, porque ello podría facilitarte una excusa
para trasladarte a Inglaterra.
—Claro que sí —repuso él—. Pero, después de todo, no alcanzo a
comprender…
—¡Qué ciego eres! ¿No comprendes el punto de vista de lord Marny?
¿Crees que me aceptaría después de lo que hizo con tu madre? No soy sino
una bailarina italiana sin importancia alguna. Sabes muy bien cuánto quiero a
mi padre y a Anzoletta. Estoy dispuesta a ir contigo a cualquier parte, pero no
a Inglaterra. Podríamos unirnos a alguna compañía. ¿Crees que no podríamos
ganarnos la vida honradamente? Claro que sí, pero no en Inglaterra. No
quiero tener relación alguna con Tromba, ni con lord Marny; ni deseo que
vuelvas a hablar del Barón Negro. ¿Está claro? ¿Para siempre?
—Para siempre —repitió él—. No sé por qué hablas de eso. Todo cuanto
tienes que hacer es levantar ese dedito —lo besó— y decir haz esto o aquello.
Nada más me importa.
—Lo levantaré solamente esta vez…
Del corredor llegó un ruido fuerte como un pistoletazo, que
momentáneamente no pudieron identificar. Aquel hermoso momento se
quebró como una burbuja de cristal. Se enderezaron y permanecieron tensos,
con el oído atento. El ruido se oyó otra vez. Llamaban a la puerta.
Richard cruzó la habitación.
—¿Quién es? —preguntó, al llegar a la puerta.
—Vengo de parte del cavaliere Marcello Tromba —repuso una voz al
otro lado—. Por favor, abrid. ¡Es urgente!
Los invisibles nudillos llamaron otra vez.
Richard pensó que la suposición de Tromba de que debería salir
precipitadamente de Venecia se había cumplido. Abrió la puerta, pero en
lugar de un solo mensajero, varios hombres se precipitaron adentro. Pudo
desasirse de ellos y llegar al salón. Eran seis en total, con antifaces blancos,
largas capas y sombreros ladeados. Richard se retiró hacia el hogar, donde
Maritza permanecía de pie. Pero ellos, como cuervos gigantescos, se abrieron
en semicírculo a unas tres o cuatro varas de distancia.
Pensando en Tromba, creyó que se trataba de un arresto. Le supondrían su
cómplice.
En aquel momento, el más alto de los hombres se quitó el antifaz.
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Las facciones de Marín Sagredo resaltaban contra el color negro de la
capucha de su bàuta.
—Bien, conde violinista —dijo sonriendo—; hemos llegado al último acto
de la comedia que empezó en Villa Bagnoli. ¿Debemos llamarlo epílogo,
quizá?
XXIII
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había debido simplemente a la casualidad. Otro de los hombres se quitó el
antifaz y la blanca cara del Pierrot dio contestación a la pregunta que se
formuló Richard.
—Parece que nuestros caminos se vuelven a cruzar —dijo el hombre,
dándose cuenta de la mirada del joven.
—¿Verdad que sí? —replica Richard en el mismo tono de voz—. Me
satisface veros sin vuestro disfraz, maese ratón.
Fue Maritza quien abrió fuego a continuación, de forma tan inesperada
que tomó a Sagredo por sorpresa.
—¡Cobarde! —exclamó—. ¡Aguardad a que lo cuente en Venecia! El
magnífico Marin, el hazmerreír del Brenta, quiere vengarse a los cinco meses,
cuando se cree seguro. Se ciñe la espada, contrata varios matones e irrumpe
en un apartamento particular.
¡Y así , per Dio, se contonea y fanfarronea! ¡Sois un héroe maravilloso,
admirable!
Las palabras le golpearon la cara como bofetadas. Sagredo estaba
convulso. Maritza dio un paso hacia él, con la cabeza erguida y la mirada
desafiante.
—¡Proseguid, don Flavio! ¿O habéis, quizá, olvidado vuestro papel?
Alargando la mano, Maritza hizo con los dedos aquel movimiento con el
que Sagredo pedía le fueran apuntadas sus palabras en la fatídica noche de la
representación, cuyo recuerdo no le había abandonado un solo momento.
Richard estaba asombrado y orgulloso. Maritza había aprendido algo más
que a bailar en la dura escuela del ballet. Ni la lengua más mordaz podía
haberse mostrado tan insultante como la suya.
—Vuestro brazo, sior Morandi —prosiguió—. Dejaremos que estos
salteadores se expliquen a la guardia.
Por un momento pareció como si su sangre fría hubiera triunfado. Los
asombrados rufianes no se movieron, excepto el que estaba delante de
Maritza, que se apartó para dejarle paso.
—¡Guardad las puertas! —gritó Sagredo, antes de que Maritza y Richard
hubieran dado dos pasos.
Dos de los hombres desenvainaron las espadas, obstruyendo la salida de la
habitación. El ambiente se había caldeado. Los jóvenes caballeros que
acompañaban a Sagredo no gustaron de ser llamados matones o salteadores.
No habían querido sino dar su merecido a un advenedizo que pretendía tomar
demasiadas alas, con lo que ciertamente rendirían un buen servicio a todo
caballero noble. No habían pensado en Maritza, pero decidieron no causarle
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ningún daño físico. Era una bailarina popular que llevaba el apellido Venier.
Pero, desde su punto de vista, se había rebajado al nivel de aquel lacayo, y no
merecía ninguna consideración especial.
—Madonna! —dijo Sagredo, inclinándose con fingida cortesía—. Os
agradezco vuestros cumplidos. Schiavo della siora! Permitid que corresponda
a vuestros elogios. Una pequeña mojigata que rechaza a un caballero y es
luego encontrada pasando la noche con un criado no es la persona más
apropiada para pregonar nada. Creo que seré yo quien explique ciertas cosas.
Vuestro venerable padre estará orgulloso de vos.
—Toco de carogna —le interrumpió ella—. Podéis ahorraros vuestras
palabras, pues seré yo misma quien se lo cuente. ¿Creéis que contendrá la
lengua por el solo hecho…?
—No —gruñó él—, quizá no. Una bailarina no tiene reputación alguna
que perder. A pesar de ello, no creo que os atreváis a decir una sola palabra
del tratamiento que daré a vuestro Arlequín. Haré con él lo que cierta vez vi
hacer a un perro dálmata de su calaña. No morirá, pero después ya no será el
mismo. Atizad el fuego, Lucio; lo necesitamos. ¿Lleváis el látigo y el
pequeño cuchillo? Bien. Ahora, amigos míos, hacedme la merced de
desnudarle. —Desenvainó su espada y se puso en guardia—. No creo que sea
tan tonto como para resistir.
Era desconcertante que Morandi no apareciera asustado. Sus seis pies de
altura igualaban a los de Sagredo. Su cara cetrina y de facciones irregulares y
sus anchos hombros, junto con el ceñido disfraz de Arlequín, que revelaba los
músculos de los brazos y los muslos, le daban un aspecto a la vez
extravagante y formidable.
Los «amigos» de Sagredo vacilaron.
Richard miró un instante la punta de la espada, que estaba a dos pies de su
cuerpo, y se volvió a Maritza.
—Habéis oído lo que este noble caballero ha dicho, madonna. Es
preferible que no veáis lo que va a suceder. Seguramente, vuestra excelencia
permitirá que la señora regrese a su casa —dijo mirando a Sagredo—. No
tenéis vendetta alguna contra ella.
—No estoy muy seguro —repuso Sagredo—. Pero, de todas formas,
evitaremos que se dé la alarma antes de que hayamos acabado contigo. Puede
quedarse al otro extremo de la habitación y taparse los oídos.
—Oíd, galioto. Habréis de contender con los dos —dijo Maritza con voz
airada. Se extrañó ante la docilidad de Richard y la alteración de su voz.
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—Ya veis, caballeros. Prefiere permanecer junto a su amante —dijo
Sagredo, sonriendo, pero hizo, al propio tiempo, una seña al Pierrot.
Éste, acercándosele por detrás, la agarró de los brazos. Ella luchó por
desprenderse.
—Aiuto! Aiuto! —gritó.
El Pierrot le tapó la boca con la mano. Otro la amordazó. Después,
amarrada de pies y manos, fue colocada en el sofá.
Richard se sintió aliviado. Podría actuar con mayor libertad.
—Un instante, señores —dijo al interceptar una mirada de Sagredo a sus
acompañantes—. Dejad que os muestre algo.
Su tono dramático les hizo detenerse.
—Señores —prosiguió actuando como si se encontrara en el escenario—.
Creo que os proponéis divertiros conmigo. Dejad que contribuya a vuestra
diversión. Entre mis habilidades se cuentan las de mago. Puede interesaros
ver…
—¿Qué juego es ése? —bramó Sagredo—. Os dije que lo desnudarais.
—Sólo un momento, excelencia. Dejad que os muestre cómo puedo hacer
aparecer cosas en el aire. Ecco! Mis manos están vacías; nada escondo en las
mangas. ¡Cuidado!
Se detuvieron a contemplarle, a pesar suyo. Maritza comprendió que algo
iba a suceder. Los gestos de Richard le eran familiares, pero no el tono de su
voz.
—¡Atención! Pero micer Pierrot sonríe y el gran Sagredo frunce el ceño.
A pesar de ello —se produjo una momentánea diversión—, he aquí un
cuchillo.
Se trataba de una daga de aguda punta, de empuñadura dorada, que
pareció tomar forma en la mano de Richard. Una mirada de atención se cruzó
entre los asaltantes.
—Deja caer el cuchillo —le ordenó Sagredo— o de lo contrario…
Si se veía obligado a ensartarle con la espada se habría perdido toda
diversión.
—Naturalmente, señor —prosiguió Richard—. ¿Qué podría un pequeño
cuchillo contra vuestra espada, cuya punta está tan cerca de mi vientre? No os
preocupéis. Ahora lo haré desaparecer o, mejor dicho, aparecer en otro lugar.
¿En el techo, quizá? Después podréis desnudarme y hacer conmigo lo que
queráis. Mirad.
Inevitablemente, inconscientemente, siguieron su mirada hacia el techo,
apercibidos de que su mano estaba vacía. No vieron el rapidísimo movimiento
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de la otra mano. Se oyó el ruido de una espada que cae al suelo y un grito de
asombro quebró el silencio. Las miradas convergieron en Sagredo, que
agarraba un objeto dorado que se le había clavado en el pecho.
—Ecco! —dijo Richard—. No fue en el techo donde apareció.
Se abalanzó sobre Sagredo para hacerse de nuevo con la daga, atacó luego
al hombre que más cerca de él estaba, derribándole, y se precipitó a cortar las
ligaduras que tenían amarrada a Maritza. La confusión le dio un pequeño
respiro. Maritza estaba ya de pie…
Dos hombres estaban inclinados sobre Sagredo. El caído se levantaba. Los
otros dos se lanzaron contra Richard, que paró una estocada con el brazo, y
replicó con un puñetazo, pudiendo evitar el ataque del otro solamente gracias
a que su adversario, al atacar de filo, no se fijó en la lámpara que pendía del
techo, enredándose con ella su espada. Una lluvia de cristal cayó sobre sus
cabezas. En aquel instante, Richard, arrastrando a Maritza tras de sí,
desapareció en el vestíbulo. Unos segundos después eran perseguidos, pero
habían llegado ya a la puerta de la calle. La abrió y se detuvo.
Ante él había un compacto grupo de hombres.
Alguien le golpeó la cabeza con la empuñadura de la espada. Cayó, pero
el golpe no le privó totalmente del sentido. Sin embargo, fue lo
suficientemente fuerte como para convertir los sucesos que a continuación se
produjeron en una fantasmagoría.
Se encontró nuevamente en el salón, apoyado contra la pared. Respiraba
fatigosamente. Sus manos estaban esposadas. La sangre que salía de una
herida en la frente casi le cegaba, aunque trataba de limpiársela con la manga.
La habitación parecía llena de hombres, de los cuales uno destacaba sobre los
demás. A pesar de sus vértigos, reconoció la larga casaca roja del hombre más
temido de Venecia, el capobargello o jefe supremo de la policía, que llevaba
el título de capitán Grande. Era él quien personalmente efectuaba las más
importantes detenciones, por orden de los inquisidores del Estado. Se llamaba
Mario Varutti. Pero ¿cómo se encontraba allí, en aquellos momentos? ¿Cómo
pudo enterarse con tanta rapidez de lo ocurrido en un aposento de un segundo
piso?
Por las conversaciones que a su alrededor se sostenían, Richard
comprendió lo sucedido. Tromba no había sido detenido aún. Al no
encontrársele en el palacio Grimani, supusieron que le hallarían en su casino.
Fue una simple casualidad la que llevó a los inquisidores hasta el lugar en el
que se hallaban.
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—A pesar de todo, tenemos suerte —dijo el capitán Grande—. Sus
excelencias están también interesados en este pájaro. Su amistad con Tromba
era demasiado íntima. ¡Tú! —exclamó Varutti agarrando a Richard por el
cuello—. ¿Dónde está tu amigo? Estuviste con él por la mañana. Es mejor que
hables, pues de lo contrario…
Richard pudo solamente mover la cabeza.
—Te sacaremos hasta la última palabra —gruñó el policía—. ¿Quieres
pasar toda la noche en el potro?
Calló al hacer su entrada un médico a medio vestir y sin peluca, a quien
habían ido a llamar apresuradamente.
La atención se concentraba en el sofá azul, en el que habían acostado a
Sagredo. Al apartarse los hombres para dejar paso al médico, Richard pudo
ver a Maritza, desvanecida en una silla. Tenía la cara blanca y los ojos
cerrados. Quiso ir a su lado, pero uno de los hombres que le vigilaban le dio
un empujón, echándole nuevamente contra la pared.
—Quédate donde estás y no te preocupes por la siora. Ya volverá en sí.
El médico se retiró del sofá.
La ira que había sentido unos momentos antes había desaparecido,
dejándole un sentimiento de debilidad y lasitud. Había matado a un hombre y
se encontraba en poder de la ley. Estaba perdido.
—Su excelencia todavía respira… Sólo Dios sabe… Debemos acostarle
aquí. No puede ser trasladado.
Richard se dio vagamente cuenta de que el cuerpo de Sagredo era
transportado a la habitación contigua. La incongruente imagen del herido
acostado en la cama doselada y con el cupido dorado, le apareció súbitamente
en la mente. Se sintió más débil y se apoyó contra la pared.
El capitán Grande se detuvo al lado de Maritza.
—Checo —ordenó a uno de sus hombres—. Cuando la señora recobre el
conocimiento, la acompañarás hasta su casa. Ten con ella toda clase de
consideraciones. Sé especialmente atento con el muy honorable Antonio
Venier. Demasiado pronto sabrá lo sucedido y no debemos convertirnos en
delatores de su hija. En cuanto a este individuo, le llevaremos a los Pozzi.
Se trataba de la famosa cárcel, llamada de los Pozos, en el palacio Ducal.
XXIV
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N o fue internado en una de las celdas inferiores que, por estar bajo el
nivel del suelo, se encontraban siempre anegadas por el agua del mar,
y en la que los presos vivían como ranas, guareciéndose en los camastros,
sino en una de las superiores, oscura, fétida y llena de alimañas. Tal
indulgencia era sin duda debida a que quería conservársele vivo para los
interrogatorios y el patíbulo.
Fue torturado dos veces la noche de su llegada, pero sin infligirle
demasiado daño. La justicia veneciana usaba del tormento con ciertas
limitaciones. Unos instantes en el potro, para dejarle dolorido durante varios
días, pero sin que hubiera necesidad de volver a colocarle los huesos en su
lugar. Una pequeña sesión de tornillos, aplicada a las manos solamente hasta
que las uñas de los pulgares quedaran completamente planas. Era esencial
averiguar inmediatamente si Tromba se hallaba todavía en Venecia y, de ser
así, dónde se escondía. Sin embargo, los expertos interrogadores se
convencieron pronto de que Richard no sabía nada. Mensajes recibidos al día
siguiente dieron cuenta de que el aventurero había cruzado la frontera
austríaca. Por otra parte, los conocimientos de Richard acerca de las
actividades ocultistas de Tromba eran inferiores a los de los propios
inquisidores. Admitió que el cavaliere sabía diversos trucos mágicos, que le
había enseñado, pero el conocimiento de juegos de manos no era materia
punible, a pesar de que empeoraban el caso.
Sin embargo, todos esos asuntos eran de importancia secundaria. Había
suficientes acusaciones contra él como para ahorcar a diez hombres. El ataque
de que Sagredo fue víctima era tan claro que no necesitó ser interrogado bajo
tormento. Permaneció desesperadamente solo en la oscuridad de su celda,
excepto en un par de ocasiones en que fue sacado de ella para comparecer
ante el tribunal.
El estado de Marín Sagredo era estacionario. Hasta su muerte o el
momento en que fuera declarado fuera de peligro, no podría determinarse el
destino final de Richard. Si Sagredo moría, su asesino perecería de un modo
horrible. Sin embargo, siempre existía la ligera esperanza de que si vivía el
tribunal fuera compasivo y no le condenara a muerte. La vida de Richard era,
por tanto, una continua pesadilla.
Sus amigos le fueron leales. Las costumbres carcelarias de aquellos
tiempos no sólo consentían, sino que de hecho solicitaban que los presos
fueran ayudados por deudos y amigos. El soborno de los carceleros para que
fueran mejor alimentados y tratados era una de las fuentes de ingreso más
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importantes de aquéllos. Si la cantidad era lo bastante crecida, incluso se
podía introducir una persona en la celda del preso para una breve entrevista.
Su madre gastaba en tales sobornos cuanto podía, al igual que Maritza,
cuyas visitas eran su único consuelo. Le aliviaba que Antonio Venier y
Anzoletta parecieran aceptar las nuevas relaciones entre él y Maritza. El
doctor Goldoni y Vico Morandi le visitaron diversas veces.
Por fin, cierto día, el padre Procolo, capellán de la prisión, le llevó
noticias decisivas. Al ver entrar al sacerdote en la celda, acompañado de un
carcelero con su linterna, Richard intuyó que se trataba de algo importante, y
se puso de pie, aguardando impacientemente a que hablara.
—Debes alegrarte de que su excelencia, el muy noble Marín Sagredo, ha
sido declarado fuera de peligro —dijo el sacerdote.
—Ciertamente —murmuró Richard.
—Tengo que comunicarte que su excelencia ha pedido al tribunal que te
haga gracia de la vida.
—¿Marín Sagredo? —exclamó, incrédulo, Richard.
—Sí, y lo que es de mayor importancia, su petición ha sido concedida.
Considerando la gravedad de tu crimen, perpetrado contra un patricio, lo más
que podías esperar era ser misericordiosamente ajusticiado en el garrote vil.
Sin embargo, se me comunica que mañana, cuando comparezcas ante el
tribunal, no serás condenado a muerte.
Richard no podía creer en su buena suerte. Los días y noches de inquietud
habían acabado.
El padre Procolo vaciló.
—El asesinato no llegará a consumarse, hijo mío. Seguirás viviendo…
Quisiera poder hablarte de perdón total, pero ello parece imposible. El
tribunal no puede dejar de considerar…
—Claro que no —dijo Richard, que esperaba ser condenado a uno o dos
años de cárcel—. ¿Sabéis la pena que sus excelencias piensan aplicarme?
El sacerdote se humedeció los labios con la lengua.
—A galeras —dijo—. Para toda la vida.
Richard permaneció rígido, con los puños apretados, dándose cuenta de la
terrible verdad. Peor que cualquier agonía a manos del verdugo. La
degradación infinita: la tortura prolongada hasta el fin de sus días. ¡Galeote de
por vida!
XXV
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R ichard fue destinado a la Generalizia, una galera del Estado anclada en
Malamocco, a cinco millas de la laguna, y así llamada por estar
destinada al servicio del proveedor general de Dalmacia, que tenía su cuartel
general en Zara, en la costa opuesta del Adriático. En aquellos momentos, se
la preparaba para el primer viaje del año, que acostumbraba ser a principios
de abril.
Medio inconsciente, Richard permanecía encadenado a otros galeotes bajo
la custodia de un vigilante, que en un bote les llevaba a su destino. Al igual
que los demás presos, parpadeaba por la intensidad de la luz. Se daba buena
cuenta de la vaciedad de la existencia a que iba a enfrentarse y temía lo
desconocido.
Atrás quedaban los adioses desesperados de los dos días anteriores,
después de la condena de los tribunales. Los condenados a galera de por vida
eran raramente indultados, y, en su caso, la influencia de la familia Sagredo
procuraría que sufriera el castigo hasta el fin. Tampoco dejaban nunca el
barco a que pertenecían, sino para ser trasladados a alojamientos adecuados
mientras la nave era carenada, o debían llevar a cabo trabajos especialmente
penosos en los muelles. Todo esto había quedado sobradamente entendido,
aunque en su mayor parte sin mencionar, en las despedidas en la cárcel.
Amarrada de popa al muelle de Malamocco, la Generalizia, de líneas
bajas, señalaba hacia la laguna, como un gigantesco escarabajo negro. Tenía
ciento cincuenta pies de eslora por cuarenta de manga y, como todas las
galeras, no poseía sino un solo puente. Sobre las bodegas de seis pies de
altura, y a cuatro pies uno de otro, estaban colocados los bancos de los
galeotes. Por tanto, a excepción del castillo de popa y el pequeño castillo de
proa, casi todo el puente quedaba destinado a los esclavos. Terna un largo
espolón de proa, para atacar a las naves adversarias, parecido al pico del pez
espada. Había sido ya carenada y calafateada, pero los tres mástiles que
sostenían las velas latinas, para descanso de los galeotes cuando el viento era
favorable, no habían sido colocados aún. Amarrada a cierta distancia en el
mismo muelle, la Conserva, galera de escolta de la nave del general, estaba
siendo también preparada para el viaje.
Los seiscientos esclavos de las dos galeras se ocupaban en devolver a las
bodegas el lastre de piedra que había sido sacado para ser lavado, cuando el
bote llegó al muelle. Utilizaban para ello cestas de mimbre que pasaban de
mano en mano, del muelle a la popa y de allí a las bodegas. Se les hacía
trabajar deprisa, pero las cestas eran pesadas y el sol caía de plano. No podía
interrumpirse el ritmo de la tarea, ni había excusa para el que dejaba caer la
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canasta o el que resbalaba. Los gruñidos y juramentos, el ruido de las
cadenas, el de las piedras al ser colocadas en la bodega y los gritos de los
vigilantes, se mezclaban hasta formar un estrépito ensordecedor.
El guardián, que permanecía en la proa del bote, largó una amarra a
alguien en el muelle.
—¡Salid! —gritó a los presos—. ¡Deprisa!
Richard y sus compañeros no estaban acostumbrados a los grilletes y
tropezaron al ascender al muelle En aquel momento, algo interrumpió la carga
del lastre. Una cesta se volcó sobre la pasarela, y una cascada de piedras cayó
al agua. Alguien había soltado una canasta. Entre una oleada de juramentos de
los capataces, el culpable se salió de la línea, que inmediatamente prosiguió
su trabajo, y se presentó al vigilante que le había llamado.
Era un hombre pequeño y delgado, sin otro vestido que los calzones de
lona. Su piel curtida estaba pegada a los huesos. Terna la cabeza afeitada, y
debido a su baja estatura su aspecto era el de un muchacho asustado, ante el
corpulento vigilante y el macizo galeote turco que parecía ayudante del
primero.
—No lo hice adrede, padron… No pude evitarlo… Os beso los pies… ¡No
más, por el amor de Cristo! No más… Os ruego… Os ruego…
—Azótale —dijo el guardián.
El turco agarró al galeote de las muñecas, lo levantó como si fuera un saco
y lo inclinó hacia delante para que las espaldas ofrecieran una superficie plana
al látigo. Al ver la espalda del hombre, Richard sintió náuseas, pues era
evidente que había sido azotado recientemente, y se podían observar
claramente unas huellas rojizas y abultadas que iban desde el cuello hasta la
cintura. Cualquier contacto con tal espalda sería extremadamente doloroso,
pero el aguzino se preparaba para azotarle con el gato de siete colas.
Los quejidos del galeote se elevaron sobre el ruido de la carga, mientras
se debatía entre los fuertes puños del turco.
Richard se volvió para no contemplar el espectáculo y al hacerlo
enfrentose a un individuo mal encarado que estaba detrás de él.
—¿No te gusta? —preguntó este último, midiéndole con ojo experto—.
¿Te hace temblar? Pues prepárate para probar la misma medicina si no
obedeces en todo cuanto se te manda.
Richard contempló a su interlocutor, hombre de mediana estatura y de
tórax tan fuerte que parecía deformado. El silbato de plata que le colgaba del
cuello denotaba su calidad de aguzino. Llevaba una gorra roja —el rojo era el
color de la galera— cubriéndole una mata de pelo negro.
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—Sí —prosiguió—. Soy Luca Buranello. Y tú eres Morandi, el canalla
que apuñaló al muy noble Marín Sagredo. Me alegro de tenerte conmigo —
añadió, mostrando sus amarillos dientes al sonreír—. Ahora vamos a los
alojamientos, donde se te dará el uniforme.
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Recibieron órdenes de ponerse los calzones y guardar la otra ropa en los
sacos individuales, para llevarla a bordo. Una vez hecho, les fueron
nuevamente colocados los grilletes en las muñecas y los tobillos. Los presos
estaban ya completamente acobardados. Encadenados y maltratados,
aguardaban su atroz destino. Se hizo inmediatamente patente que Richard
sería escogido para los trabajos más pesados y objeto de los peores tratos. Los
golpes, empujones y registros de los demás, fueron mucho más violentos en
él. La mirada de Luca decía claramente que aguardaba la más mínima
oportunidad para someterle a castigo.
—¡Ponle a este cerdo los grilletes pesados, Polo! —ordenó a uno de sus
ayudantes—. Necesita que le domemos.
Ante el asombro de Luca, Richard se contuvo. En aquellos momentos, la
impasibilidad era lo único que podía oponer a la fuerza.
—Al corpo de’Dio —gruñó Luca—. Sabes apretar los labios cuando te
conviene, cerdo. Sin embargo, conozco a las culebras tan pronto las veo y sé
cómo romperles el espinazo.
Los galeotes recibieron órdenes de subir a bordo. Recogieron los sacos
que contenían la ropa y, arrastrando las cadenas, se dirigieron al muelle. Los
grilletes de Richard, que pesaban cincuenta libras, le hacían andar con
dificultad. Las argollas de los tobillos le estaban desgarrando la piel. Se
retrasó, a pesar de sus esfuerzos, y sintió por ello el aguijón del látigo del
vigilante en sus espaldas, obligándole a forzar el paso para evitar sentirlo de
nuevo en su carne. El aguzino le seguía de cerca.
La carga de lastre había terminado y los presos fueron destinados a
diversas labores. Algunos trabajaban en las velas, otros remendaban la tienda
de lona que se levantaba en el puente por la noche y otros, por fin, enrollaban
los cabos. También se procedía a una limpieza general del castillo de popa,
que contenía el camarote del capitán y de los oficiales.
Al subir a bordo, después de atravesar un pasillo entre los camarotes y el
baluarte, Richard se encontró frente a los bancos que se extendían hasta el
rembate o parapeto del castillo de proa, ocupados no solamente en parte. La
corsia, nombre de la pasarela que cruzaba entre los remeros a cierta altura
sobre ellos, de un ancho de tres pies y medio, era el único paso para atravesar
el barco de proa a popa. Había veinticinco bancos a cada lado de dicha
pasarela, debajo de la cual se guardaban los sacos de la ropa de los presos.
Cuando el mar estaba picado, servía de protección contra el agua que
embarcaba la galera, para evitar que se precipitara en la bodega.
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A lo largo de la corsia, látigo en ristre, patrullaban tres aguzini, que teman
a los galeotes bajo ellos y a una distancia conveniente. El extremo interior de
los bancos de diez pies de largo en que se sentaban los remeros, encajaban en
los lados de roble de la corsia, mientras que el extremo exterior lo hacía a su
vez, en la gruesa madera del posticci, a la cual estaban fijados los remos y que
constituía la parte inferior de los baluartes, que, a su vez sostenía un a modo
de ancho banco ocupado por los marineros o soldados de la galera, que, en
caso contrario, no hubieran podido acomodarse en el puente.
Richard fue destinado al puesto número 2 en el banco número 6 y en
aquellos momentos bajaba de la corsia para ocupar el sitio designado, al que
fue encadenado con los hierros de los tobillos. El banco no era muy
incómodo; tenía un almohadillado cubierto con tela de harpillera, que a su vez
lo estaba con cuero, dándole el aspecto de un largo baúl de viaje. Debajo de
él, y a la distancia apropiada, estaba la pedagna o apoyo para los pies, que,
entre otros usos, servía para mantenerlos secos.
Tres de los seis condenados del banco número 6 habían sido destinados a
otros trabajos y Richard encontró solamente a dos de los que habían de ser sus
compañeros, ocupados en remendar la tienda de lona. No levantaron la mirada
mientras el nuevo galeote era encadenado a su sitio, bajo el ojo avizor del
aguzino.
—¡Tú, Zanetto! —gritó el guardián—. Ponle a trabajar.
Llevando grilletes muy pesados en las muñecas, poco era lo que Richard
podía hacer, excepto mantener la lona tirante mientras Zanetto cosía. Cuando
el guardián volvió la espalda, el interminable torrente de juramentos que
servía de comunicación a los galeotes se dejó oír. Era tan parecido al
ventrilocuismo, que Richard lo aprendió seguidamente. Los labios casi no se
movían, pero las palabras sonaban claras. Richard se identificó y supo quiénes
eran sus compañeros de banco: Asouf, el turco, llevaba el número 1; al otro
lado de Richard estaba Zanetto, el número 3, desertor naval; seguía luego
Bastian, un ladronzuelo, que tenía el número 4; el número 5 era Beppo,
condenado por bandidismo, y en el número 6, Tofolo, el preso recientemente
azotado. Richard se enteró de que había sido tirado en la bodega, hacia la proa
donde quizá muriera. En aquellos momentos, Zanetto y Bastian eran los
únicos presentes. Se enteró también de los nombres de los galeotes que
remaban en el banco anterior y en el posterior.
Zanetto sabía mucho de todo el mundo, desde el sopracomito o capitán, el
muy noble Anzolo Ruzzini, hasta los grumetes.
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—Tú eres el favorito del padron Luca —dijo, mirando los grilletes de
Richard.
—Por lo visto, sí.
—Tienes más suerte de la que imaginas —dijo el otro, sonriendo—.
Podría decirte algunas cosas…
Debió callar porque Luca gritaba detrás de ellos:
—¿Quién ha dejado a este canalla sin nada que hacer? Se necesitan brazos
a popa. Desencadenadle y que vaya allí.
Richard se unió al grupo de presos que limpiaban los camarotes de los
oficiales, encargándosele que vaciara los baldes de agua sucia y los entregara
henos de agua limpia a los que fregaban el piso.
Con un pesado balde en cada mano iba y venía entre los camarotes y el
baluarte, o los bajaba a quienes estaban aseando las habitaciones del capitán
debajo del puente. Hacía mucho calor en la atestada popa y el sudor le
cegaba. Su corazón empezó a latir violentamente. Se desmayó a la entrada de
la popa y el agua que llevaba se derramó por el puente.
Los azotes que el padron Luca le daba con el gato de siete colas le
hicieron recobrar el sentido y levantarse. Mareado, procuraba protegerse la
cara de los golpes que sobre él llovían. Se le revolvió el estómago.
Tropezando con los grilletes, pudo llegar hasta la borda y vomitó, pero no por
ello dejó ni un solo instante de ser azotado.
Como un animal rabioso, Richard se volvió contra Luca, atacándole con
sus brazos encadenados gritando juramentos, pero fue derribado sobre el
puente por un puñetazo del guardián.
Los azotes cesaron y se produjo un pesado silencio. Varios guardianes se
acercaron, en espera de la inevitable consecuencia. La falta que Richard
acababa de cometer era clarísima: había agredido y maldecido al
contramaestre. Tan graves ofensas se penaban con el más terrible castigo.
Luca dio con el silbato los toques de llamada. Cuantos estaban trabajando
a popa y a proa dejaron sus labores y se acercaron. El castigo era público y
todos debían extraer de él el necesario escarmiento. Galafas, el turco que
azotó al galeote al escurrírsele de las manos la cesta de piedras, presentose
para recibir órdenes. Sus fuertes músculos se marcaban claramente en el
torso. A una orden de Luca, levantó a Richard, que estaba más muerto que
vivo, y lo arrojó como un muñeco contra la corsia.
Galafas levantó nuevamente a Richard y le colocó después tendido con la
cara contra la tabla de la pasarela. Cuatro galeotes le agarraron de los tobillos
y las muñecas. El turco estaba de pie, sosteniendo un pedazo de cabo
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amarrado a un mango. Diez o doce golpes bastaban para hacer perder el
conocimiento, lo que no ponía término al castigo. Las faltas leves se
castigaban con treinta golpes. Las más graves, con cuarenta, cincuenta y hasta
cien. Pocos eran los que se restablecían después de tal castigo, la mayor parte
quedaban permanentemente tullidos. Los galeotes calculaban que, por la
gravedad de la falta, se le aplicaría el máximo castigo.
El padron Luca dirigió unas breves palabras a los presos, recordándoles
que Richard había sido condenado a galeras por homicidio frustrado, cuyo
crimen había nuevamente intentado cometer en su persona.
—Su! Avanti! —ordenó de pronto.
El primer golpe con el grueso cabo, aplicado con toda la fuerza de los
brazos del turco, parecía dado con un pesado y dúctil garrote. Era
increíblemente doloroso. Comprimía los pulmones y provocaba un doloroso
grito de agonía, al mismo tiempo que dejaba una ancha huella que se
inflamaba sin dilación. Parecía imposible poder resistir otro, pero el cabo caía
una y otra vez.
Los galeotes que sostenían a Richard por muñecas y tobillos necesitaron
de todas sus fuerzas. A pesar de ello, su cuerpo se arqueaba y saltaba en la
corsia. Unos relámpagos de dolor inconcebible le desgarraban las carnes. De
pronto, todo se volvió negro a su alrededor. Le parecía estar cayendo en un
pozo profundo. Los golpes ya no le dolían.
En aquel momento, el aguzino ordenó que cesara el castigo.
—Va bene —gruñó ante los ojos atónitos de los galeotes—. El resto lo
guardaremos para otra ocasión. No se irá tan tranquilamente al infierno. ¡Oye,
tú! —exclamó dirigiéndose al cirujano y barbero de la galera, que esperaba
órdenes en la pasarela—. Haz tu trabajo.
El trabajo en cuestión consistía en frotar la lacerada espalda con una
mezcla de sal y vinagre que evitaba la gangrena y, al mismo tiempo, hacía
volver en sí al preso con un nuevo tormento. Richard recobró el sentido en
forma delirante. Le parecía estar asándose a fuego lento, pero no se enteró
hasta varias horas más tarde de lo que se le había hecho.
Encontrose nuevamente encadenado a su puesto, sentado en el apoyo de
los pies y con la cabeza en el banco. Esta era la postura en que dormían los
galeotes en verano.
La noche había caído ya y la tienda de lona estaba levantada sobre el
puente, que recibía ventilación por los abiertos costados. Las camas de los
aguzini estaban montadas en los postes colocados en los bancos de los
remeros. No se habían acostado todavía y paseaban por el muelle, excepto
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uno de ellos, que montaba guardia en la pasarela. El silencio era absoluto. Se
había ordenado a los galeotes que durmieran y ninguno de ellos hubiera osado
quebrantar la orden recibida. Ocasionalmente se oía el ruido de los grilletes.
—Agua —murmuró Richard.
—Bebe esto —le dijo Zanetto al oído— a la salud del padron Luca.
Era una botella de vino agrio, de la que Richard bebió ávidamente.
—Te dije que habías tenido suerte —prosiguió Zanetto.
Richard gruñó.
—No, davvero —prosiguió el otro—. Es cierto. Se ha corrido la voz de
que el individuo a quien apuñalaste ha hecho un trato con Luca. Ha de
castigarte y hacerte la vida imposible, pero sin que mueras. ¿Comprendes?
Por esta razón no has recibido sino doce golpes hoy, cuando otro hubiera sido
castigado con ochenta. En el momento en que mueras, dejará de cobrar. Esto
me hace presumir que vivirás mucho tiempo —añadió acomodándose para
dormir.
XXVI
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galeotes. Los morlacos, formados junto a la borda, presentaron armas. Los
oficiales ocupaban sus respectivos puestos y saludaron. Los galeotes, vestidos
para la ocasión con sus largas capas y gorros rojos, y con las manos en los
remos, gritaron el Ho! de bienvenida. La bandera de San Marcos fue izada en
popa.
El capitán, un joven delgado y de mirada acerada, mandó largar amarras.
El silbato del primer contramaestre dio la orden: «¡Preparados!». Su mirada
amenazante recorrió los bancos de los remeros. El silbato sonó nuevamente.
Los cincuenta remos se movieron al unísono.
Los cañones de proa hicieron las salvas de ordenanza que fueron
contestadas por los navíos de guerra amarrados en las cercanías. La Conserva
siguió a popa de la Generalizia, luciendo todos sus gallardetes. La vista desde
el muelle debió de ser magnífica.
Pero los galeotes no pudieron gozar de ella. Con un pie en la pedagna y el
otro apoyado en el banco delantero, alargaban brazos y cuerpos para llevar los
remos a la espalda de los forzados que tenían delante. Luego levantaban el
extremo de los remos, de trece pies de largo y en los que se habían labrado
unas cavidades para las manos, y a un tiempo se echaban atrás en sus bancos,
poniendo toda su fuerza en el movimiento. El impulso combinado de
trescientos hombres en cincuenta remos hacía deslizar rápidamente la galera
sobre las quietas aguas de la laguna. Los movimientos debían ser
acompasados. Tres aguzini lo vigilaban desde la corsia.
Al tomar la galera rumbo sur, Richard pudo ver de reojo la ciudad de
Venecia bajo el sol de abril. No había tiempo para contemplaciones.
Adelante, atrás, adelante, atrás, sin descanso, como un péndulo. Adelante,
atrás. Con los dientes apretados y los músculos doloridos. La ropa, a la que no
estaban acostumbrados, se pegaba a la piel. Respiraban fatigosamente. Aquí y
allá algunos de los galeotes desfallecían. Los látigos de los guardianes caían
sobre ellos. Adelante, atrás…
Antes de cruzar el estrecho de Malamocco, que divide la lengua de tierra
que protege la laguna de Venecia y que conduce al mar, se hizo una pausa
para que los penados se desnudaran.
Desprovistos de toda ropa, reemprendieron su pesado trabajo, pero una
vez cruzado el estrecho de Malamocco y cuando las primeras olas levantaron
la galera y remar se hacía más laborioso, tuvieron algo de suerte. El viento era
favorable. Los remos fueron retirados y los marineros largaron el velamen.
Durante algunas horas, la máquina humana pudo descansar, hasta que la
calma requirió nuevamente su esfuerzo.
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Las galeras no se adentraban en el mar, sino que costeaban. Confinadas al
Mediterráneo, poco a poco dichas embarcaciones iban desapareciendo. Por
ello, aunque la distancia entre Venecia y Zara era inferior a doscientas millas
marinas, la Generalizia y la Conserva, que navegaban de día y anclaban por
la noche, tardaron doce días en el viaje.
Varios galeotes no pudieron resistir el esfuerzo y, al no reaccionar al ser
azotados, se confiaron al capellán. Casi cada noche se desembarcaba a algún
muerto, pues los venecianos no acostumbraban dar sepultura en el mar. Las
plazas vacantes eran llenadas por los remeros libres.
Al tercer día de viaje, el padron Luca se acercó al banco en que remaba
Richard y ordenó fuera desencadenado, le hizo ponerse la camisa y los
calzones y mandó que le siguiera.
—El capitán quiere verte —gruñó—. Dios sabrá para qué. Refrena la
lengua, si sabes lo que te conviene.
Consciente de las miradas que le seguían, Richard caminó detrás de Luca
y penetró en el camarote del capitán, la única persona a bordo que disponía de
uno individual.
Anzolo Ruzzini estaba sentado a una mesa, teniendo delante una taza de
café recién hecho.
El padron Luca saludó.
—El convicto Morandi, zelenza.
—Muy bien, podéis retiraros.
—Es un hombre violento, señor. ¿Creéis prudente…?
La inmensa distancia entre el patricio y el contramaestre se hizo patente
en el tono de la voz de Ruzzini.
—He dicho que os retiraseis. No me hagáis repetir una orden. Cerrad la
puerta al salir y volved a vuestro sitio en el puente.
—Schiao —murmuró Luca, y desapareció como si su corpachón fuera una
pluma llevada por la fría voz del capitán.
Durante largo tiempo, el capitán contempló a Richard, que permanecía
quieto, con los brazos colgando y las muñecas unidas por la pesada cadena.
—Nos encontramos de nuevo, conde Roberto —dijo, después de tomar un
sorbo de café.
Richard levantó la cabeza, asombrado. El rostro del patricio le parecía
vagamente familiar. Bajó la mirada al cruzarse con la del capitán.
—Tuve el placer de veros actuar en Villa Bagnoli —prosiguió—. Gozaba
de una corta licencia aquellos días. Vuestra representación fue magnífica y
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convertisteis a Sagredo en el hazmerreír de todos. Me imagino que éste es el
resultado de aquello, ¿verdad? —Al no contestar Richard, golpeó la mesa con
el puño—. Contestad a mi pregunta.
—Sí, zelenza. Éste es el resultado.
Las palabras que el capitán pronunció a continuación fueron todavía más
inesperadas.
—Creo que sois amigo de la bailarina Maritza Venier. Quizá incluso más
que amigo, a juzgar por sus palabras. —El efecto de lo que acababa de decir
fue tan asombroso que Ruzzini no aguardó a que Richard le contestara—.
Antes de salir de Venecia, me buscó. Sabía que se os había destinado a esta
galera. Me contó la verdad de lo ocurrido la noche que apuñalasteis a Sagredo
y me rogó hiciera por vos cuanto estuviera en mi mano.
Oír hablar de Maritza en aquel ambiente le sorprendió hasta tal extremo
que Richard perdió el control sobre sí mismo.
—Os repetiré lo que le dije —prosiguió el capitán al notar la turbación de
Richard—. No soy amigo de Marín Sagredo, ni gusto de emplear matones. No
tengo la menor duda de que actuasteis en defensa propia, pero lo hicisteis con
un arma poco adecuada. El cuchillo está bien solamente en manos de
bandidos y asesinos. Si hubierais empleado una espada, nada de esto
sucedería.
El capitán repetía la opinión de Tromba casi palabra por palabra.
¡Cuántas veces se había arrepentido Richard de no haber seguido sus
consejos!
—No tenía espada, zelenza —respondió—. Eran seis contra mí y me
defendí como pude.
—Creo que fue una buena pelea —prosiguió Ruzzini encogiéndose de
hombros—. Pero el tribunal os condenó. Ni ello me incumbe, ni siento el
menor deseo de criticar a sus excelencias. Se os condenó a galeras de por
vida, y así deberá cumplirse. Sin embargo, estoy dispuesto a hacer cuanto
pueda por vos. ¿Por qué lleváis estas pesadas cadenas? ¿Os fueron puestas
antes o después de atacar al aguzino?
—No le ataqué, señor. Mejor dicho, casi no supe…
—Contestad a mi pregunta. Ya he sido informado acerca del «ataque».
—Me fueron puestas antes, zelenza.
—Se me ha informado de distinta forma. —Evidentemente el capitán
había hecho algunas averiguaciones—. ¿Por qué os las pusieron?
—No lo sé, Vossioria.
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—Me parece adivinar la razón —repuso el capitán sonriendo—. Pero
mientras yo mande esta galera, se os protegerá. No quiero venganzas en mi
barco. Además, conozco al padron Luca. —Abrió el cajón de la mesa y sacó
de él diversas monedas de poco valor hasta totalizar aproximadamente un
cequin, anudándolas en un basto pañuelo—. Tomad ese dinero y compradle
algunas raciones extras. Se sentirá complacido. Yo procuraré que sepa de
dónde recibís el dinero.
Richard trató vanamente de darle las gracias.
—No me agradezcáis nada —dijo Ruzzini, con expresión seria—. Se lo
debéis todo a la siora Maritza. Yo me limito a cumplir la promesa que le hice.
Me preocuparé por vos dentro de lo que la disciplina y vuestra condena
permiten, pero no irá más allá.
Acabó su café, se limpió los labios y llamó al centinela que estaba de
guardia a la puerta de su camarote.
—Lleva al condenado a su sitio y que Luca venga a verme, una vez se le
haya encadenado.
De esta forma, en el periodo de una hora Richard ganó en categoría hasta
límites insospechados. Las pesadas cadenas fueron reemplazadas por las más
livianas que se encontraron a bordo. Aquella noche invitó a los galeotes que
remaban en su banco a vino y queso. Los aguzini ya no le escogían para
azotarle al menor pretexto. Unos días más tarde fue ascendido a spaliero o
remero principal, puesto de cierta importancia que traía consigo el suministro
de mejores raciones y algunos escudos a fin de mes.
Pero la noria seguía dando vueltas. Todavía había de afanarse en el banco,
con el cuerpo plagado de miseria y recibiendo latigazos, como los demás,
cuando se ordenaba remar más rápidamente.
Permanecieron poco tiempo en Zara. Una vez descargadas las provisiones
para el proveedor, entregados los despachos y llenadas las vacantes que la
enfermedad o la muerte habían producido en las filas de los galeotes, con
penados provenientes de las prisiones dálmatas, la Generalizia se hizo a la
mar, rumbo norte, hacia su puerto de origen.
Casi inmediatamente cambió la suerte del barco. Los vientos contrarios
obligaban a los galeotes a multiplicar sus esfuerzos. La galera fe alcanzada
por un temporal al navegar a la altura de las islas al sudeste de Pola, y recibió
tales daños en el casco que precisaría largas reparaciones en el arsenal de
Venecia. Como si todo ello fuera poco, la fiebre maligna hizo tales estragos a
bordo, que la tripulación quedó diezmada. El propio capitán fue atacado y
hubo necesidad de desembarcarle en Rovigno. El cambio de mando se hizo
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notar inmediatamente. Los ya debilitados galeotes fueron sometidos a peor
trato. El viaje de regreso duró veintiún días.
Al fin, después de una ausencia de dos meses, la Generalizia, con su
tripulación totalmente agotada y graves averías a bordo, hizo su entrada en el
Porto di Lido y ancló en el dique del arsenal.
Los galeotes fueron conducidos a unos viejos cuarteles en los que se
habían alojado prisioneros de guerra, para ser empleados en pesados trabajos
en los muelles mientras duraran las reparaciones en la nave.
Aquella noche, el padron Luca, entre cuyas obligaciones se incluía el
examen de los grilletes de los galeotes, se acercó a Richard.
—Bien, Moro. —El apodo le había sido dado por el color atezado de su
piel—. Es una lástima que el capitán Ruzzini ya no esté con nosotros. Creo
que cierto noble caballero de Venecia estará interesado en comprobar tu
estado físico. Debo prepararte para que le causes buena impresión.
XXVII
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en disquisiciones acerca de la importancia de ese ahora—. Explícamelo —
repitió.
—Es de esta manera…
Comparado con su compañero, Richard era rico en experiencia y fuerza
física. Polo, un muchacho de aspecto débil, estaba condenado a galeras por
algún delito de poca importancia y apenas podía decir que había vivido.
Nacido en algún cuchitril de Zara, su vida transcurrió a salto de mata hasta
que cayó en poder de la ley y fue condenado a galeras. Aparentaba tener unos
diecisiete años de edad. El viaje le había destrozado y no duraría mucho. No
era solamente la cadena lo que le mantenía unido a Richard, sino una
profunda devoción, mientras el veneciano sentía hacia él profunda lástima.
—Imagínate el Gran Canal. Ya te he hablado muchas veces de él: palacios
y más palacios, todos ellos mejores que el mejor de Zara. Los balcones,
atestados de nobles, lucen colgaduras de brocado y telas doradas. Hay
hermosas mujeres. Son tantas las góndolas que casi no se ve el agua. Después
vienen las regaifas, barca tras barca, a cual mejor engalanada, y cada patricio
queriendo presentar más lujo que los demás. Tableaux! Dioses y diosas. Los
Contarini quizá presenten a Apolo en el Parnaso, con el Caballo Alado, las
Nueve Musas y la Fama; los Correr exhiben el Triunfo del Valor; los
Mocenigo, el Jardín de las Hespérides; los Querini, la Carroza de Venus
tirada por palomas…
—No te comprendo, Moro; pero, no me importa. Me parece que estás
hablando del paraíso.
—El paraíso no puede ser mejor, fio mio. Después hay las procesiones en
la Piazza. Los gremios de la ciudad, las seis escuelas, las nueve
congregaciones, las muchachas de los cuatro Conservatorios, con sus voces
angelicales. Siguen los cañones de San Marcos y San Pedro, los senadores,
los patricios, el patriarca y el dogo en persona. Imagínate las antorchas, las
imágenes, las banderas y las lanzas, los estandartes de plata y oro, los pífanos
y las trompetas…
—¡Dios mío! —exclamó Polo.
—Y luego sigue el príncipe o embajador extranjero, en cuyo honor se
celebra todo ello.
—¡Pensar que tú has visto tantas cosas! —se maravilló Polo—. Supongo
que tu siora madre lo estará presenciando ahora —prosiguió después de una
ligera pausa.
—No —dijo Richard mirando hacia el techo—. Estoy seguro de que ha
salido ya para Francia con mi padrastro. No está en Venecia.
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—Pero la hermosa bailarina de quien me has hablado, Moro, ella sí lo
estará viendo. —Se produjo un silencio tan largo que el dálmata prosiguió—:
¿Estás enfadado conmigo por haber hablado de ella?
—No estoy enfadado. Solamente pensaba.
—Quizá sabe que estás aquí y venga al arsenal para verte —sugirió Polo.
—No digas tonterías —replicó agriamente Richard. Luego puso la mano
en el brazo de Polo—. No quise ofenderte. Vale más no hacerse ilusiones.
Polo contestó con un suspiro.
—¿Qué es el Jardín de la Hesper que dijiste? ¿Es así como se dice?
—Llámalo Paraíso, si quieres. ¿Sabes lo que es el paraíso?
—No muy bien.
A un extremo de la larga habitación atestada de cuerpos sudorosos se oyó
la voz de un guardián.
—¿Alguno de vosotros, perros, está hablando?
Después de aquellas palabras sólo se oyó el zumbido de los mosquitos, el
ruido de las cadenas al dar alguien la vuelta durmiendo y los remotos sonidos
del festival.
Mientras se efectuaban las reparaciones en la Generalizia los galeotes se
ocupaban en pesados trabajos que los arsenalotti, o trabajadores
especializados del arsenal, se negaban a llevar a cabo. Descargaban trozas,
partían piedra para ser utilizada como lastre, reparaban el muelle y llevaban a
cabo otros trabajos semejantes. Generalmente trabajaban de a dos, unidos con
una cadena por los tobillos. En el cinturón había un gancho en el cual
colgaban la supletoria, que de estar amarrada les hubiera impedido moverse
con facilidad.
Luca se encargaba personalmente de atormentar a Richard, bien
negándole agua cuando el calor era más sofocante o asignándole los trabajos
más pesados, todo ello entre latigazos y juramentos.
Su compañero de cadena había de compartir forzosamente las penalidades
de Richard. Era imposible asignar a éste una tarea, aunque el otro hubiera de
hacer lo propio. Polo no era lo suficientemente fuerte para ello, por lo que
Richard trataba de cargar siempre con la parte más pesada. Cierto día, cuando
entre los dos transportaban un pesado tablón, Polo cayó sin sentido.
Luca apareció inmediatamente tratando de hacerle levantar azotándolo
despiadadamente.
—Dejadlo padron —dijo Richard—. ¿No veis que no puede hacer el
menor movimiento?
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Luca se volvió airadamente hacia él, pero en aquel momento llegó
corriendo uno de los capataces del arsenal.
—¡Alinead a vuestros hombres! —gritó—. Dejad el trabajo. ¡Todo el
mundo firme! Han llegado sus excelencias, que acompañan al conde
extranjero para mostrarle el arsenal. Daos prisa —siguió corriendo, repitiendo
las órdenes.
—Cospetto del diavolo! —gruñó Luca. Dio órdenes a los otros
guardianes. Luego, asustado, soltó la cadena que unía a Richard y Polo, y,
agarrando a este último, le arrastró detrás de un montón de piedras. Debía
apresurarse, porque el distinguido cortejo estaba a la vista y caminaba ya por
el muelle—. Colócate en fila —ordenó a Richard—. Arregla la cadena como
si estuvieras amarrado a otro hombre.
Las diversas cuadrillas de penados permanecían formadas junto a los
lugares en los que habían estado trabajando.
—¡Unid las manos por delante! —susurraban los guardianes—. ¡No os
mováis!
Resultaba natural que el huésped extranjero fuera llevado a visitar los
arsenales, una de las glorias de Venecia, pero, al parecer, aquella visita había
sido improvisada. Las grandes instalaciones en las que otrora fueran botadas
naves y más naves, para la guerra o el comercio, reflejaban el aspecto
decadente de la República. Ciento cincuenta años atrás se encontraban en la
rada ciento cincuenta galeras dispuestas para hacerse a la mar. Ahora
solamente unas cuantas podían verse. Los millares de trabajadores que en los
días de Lepanto construían y botaban al agua los navíos, quedaban reducidos
a unos pocos centenares. Las bodegas que habían contenido todo cuanto era
necesario a un barco aparecían casi completamente vacías. Como el resto de
la República, el arsenal vivía asimismo de recuerdos.
Al mirar hacia el distante grupo de visitantes, Richard pudo ver el gran
almirante de los arsenalotti, como llamaban al regidor de su gremio, llamando
la atención de un caballero alto, vestido de negro, sobre diversas cosas,
mientras que el resto de los componentes de la escolta intervenían
ocasionalmente. Entre éstos se distinguió la larga toga roja del capitán grande,
símbolo de la justicia veneciana.
—¿Quién es el conde extranjero? —susurró Richard al galeote que estaba
a su lado.
La pregunta pasó a varios de ellos antes de que pudiera ser contestada.
—Dicen que se trata de un embajador especial de Inglaterra.
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Richard se sintió ligeramente interesado. De haber hecho caso a Tromba,
en aquellos momentos se hubiera encontrado en Inglaterra.
—¿Cómo se llama?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
El cortejo se acercaba. Estaba compuesto por importantes personajes,
algunos de los cuales pertenecían al Consejo de los Diez. Figuraba también en
él el procurador de San Marcos… Sin embargo, Richard no podía separar los
ojos del visitante inglés, alto, cetrino y con el porte de un gran señor. Usaba
un largo bastón de ébano, rematado con una empuñadura de oro y miraba con
los impertinentes los puntos de interés que le eran mostrados.
Pero la cara…
Richard la encontró vagamente familiar, aunque estaba seguro de no
haberla visto nunca anteriormente. Muy familiar. El corazón le latió
aceleradamente y en su mente se forjó una loca esperanza…
—¡Atención! —ordenó un guardián—. Sus excelencias… el conde
Marny…
Richard se dio cuenta solamente de una cosa: su padre a quien Venecia
honraba, estaba junto a él.
El inglés pasaba en aquellos momentos a la altura de los galeotes, a una
distancia de veinte pies. Hablaba un francés perfecto con voz agradablemente
modulada.
—Et ces gens, votre excellence? —preguntó, dirigiéndose al procurador.
—Son galeotes que están trabajando momentáneamente en el arsenal,
monseigneur.
Pasó rápidamente los ojos por ellos y miró hacia otra parte. Un momento
después habría desaparecido. O entonces, o nunca. La ocasión era
providencial, increíble…
Ante los ojos atónitos de los demás, un galeote medio desnudo, que
sostenía con las manos el grillete, salió corriendo de entre las filas de penados
y se arrojó a los pies del embajador extranjero. Fue algo tan repentino, tan
sorprendente, que los guardianes permanecieron inmóviles por un instante.
Richard pronunció rápidamente en francés las primeras palabras que
acudieron a sus labios.
—Monseigneur, soy el hijo que tuvisteis con Jeanne Dupré. Os ruego que
me salvéis.
No hubo tiempo para más. Luca le agarró por la garganta y le sacudió
violentamente. Otros guardianes se dirigían hacia él.
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Lord Marny era persona de gran sangre fría. Parecía tranquilo, si bien algo
molesto, y se retiró un paso hacia atrás.
—Este individuo debe de estar loco.
—Monseigneur… —Se desvivían por desagraviarle—. Pardon…
Los funcionarios miraban airadamente a los guardianes responsables de
que aquel insólito hecho hubiera podido suceder.
—Un momento, por favor —dijo Marny con voz aguda—. Detened a esos
hombres. Me permito señalaros algo que, indudablemente, la sagacidad de
vuestras señorías habrá ya comprendido.
Hizo una pausa, mientras sus ojos, con mirada ligeramente fría,
dominaban al grupo. Para Richard, cuyos guardianes se habían detenido a una
orden del capitán grande, las frases que Marny acababa de pronunciar en
francés tenían la incisión de una sentencia de muerte.
—El penado debió encontrarse bajo control —prosiguió Marny—. En
cuanto a mí se refiere, el hecho carece totalmente de importancia, pero no
puedo permitir que esa ofensa sea inferida a la majestad que represento.
Era cierto. Un embajador plenipotenciario, digna representación de su rey,
tema derecho a insistir sobre ello.
El procurador de San Marcos, cuya autoridad era superada únicamente por
el dogo, hizo una profunda reverencia.
—Monseigneur; estoy profundamente afligido por lo que acaba de
suceder. Que vuestra excelencia se digne decir en qué forma quiere ser
desagraviado, para cumplirla sin demora.
Marny sonrió y devolvió la reverencia.
—No deseo crear dificultad alguna sobre asunto tan trivial, monseigneur
de Saint-Marc. Vuestra exquisita amabilidad constituye un desagravio más
que suficiente. Sin embargo, si se me permitiera sugerir…
—Como vuestra excelencia ordene.
—Quizá este galeote debería ser llevado a la prisión ducal y juzgado por
el delito de lesa majestad, aplicándosele la pena correspondiente; y quizá
también el guardián merezca ser castigado por negligencia. Entonces
podríamos considerar el incidente terminado, con gran honor para Venecia.
El procurador se volvió hacia el capitán grande.
—Habéis oído los deseos de monseigneur Marny —dijo—. Procurad que
sean cumplimentados.
—Os doy las gracias, excelencia —repuso el inglés cortésmente—. A
propósito, os agradecería me facilitarais el nombre de ese penado, para mi
informe.
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Unos momentos después le fue otorgada la información pedida.
—¡Ah! Richard Morandi. Pero continuemos la inspección de vuestro
famoso arsenal. Para el representante de una nación marítima como la mía, su
solo nombre inspira reverencia.
Prosiguieron. El padron Luca, que por no conocer la lengua francesa no
se dio cuenta de los deseos de Marny referentes a su propia persona, apretó
fuertemente la presa sobre el brazo de Richard.
—Y ahora, tú… —dijo, pero se detuvo al ser golpeado en el hombro.
El capitán grande empleó la frase que, a través de los siglos, condujo a
tantos venecianos ante el Consejo y a su muerte.
—Sus excelencias quieren verte, Luca Buranello, y a ti, Richard Morandi.
—¡Soy inocente, señor! —exclamó el guardián—. Nada he hecho. No es
culpa mía si ese perro…
—Sus excelencias dictaminarán el grado de tu culpabilidad, Luca
Buranello.
XXVIII
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T ranscurrieron aquel día y el siguiente. El carcelero entró con la ración
diaria de pan y agua, examinó cuidadosamente los grilletes y salió.
Richard le preguntó si quería llevar un mensaje al padre Procolo, pero el
carcelero negose a ello.
—Tengo órdenes estrictas de no dejarte hablar ni ver a persona alguna.
Richard permaneció en completa oscuridad, algunas veces dormido, pero
las más soñando despierto un sueño deslavazado, sin pasión alguna, excepto
por un ligero temor de lo que ciertamente debía de aguardarle. Quizá no sería
llevado ante el tribunal. A veces la gente desaparecía en las cárceles. Era el
sistema más secretamente utilizado.
Al anochecer del segundo día, la puerta de la celda se abrió, aparecieron
linternas y el carcelero le soltó de las cadenas con que estaba amarrado. Había
llegado el momento. Richard se esforzó en mantenerse sereno.
—¿Al tribunal? —preguntó.
—No; tú no aparecerás ante sus excelencias.
—¿No podré ver a un sacerdote, no…?
—No.
Richard recorrió los retorcidos pasillos acompañado del carcelero y de dos
individuos a los que vagamente reconoció como auxiliares del verdugo que le
torturara a raíz de su detención. Caminaba mecánicamente, sintiendo frialdad
en el estómago. El camino se hacía interminable. Por fin el carcelero abrió
una puerta. Los temores de Richard se habían cumplido. La habitación estaba
llena de vapor. Vio el fuego que ardía debajo de una gran caldera de la cual
unas borrosas figuras sacaban agua, que echaban en un gran recipiente
parecido a una bañera, que revolvía un hombre aparentemente encargado de
las operaciones.
Por primera vez en varios meses le fueron quitadas las esposas y grilletes.
Le desnudaron.
—Os lo dejo, señor —dijo el carcelero, antes de salir de la habitación.
—Muy bien —dijo el hombre que estaba revolviendo el agua. Se volvió
hacia Richard y dijo con lo que parecía ser una broma de las galeras—: el
baño está listo.
En aquel momento, Richard creyó enloquecer. Había reconocido en aquel
hombre a un barbero muy conocido de la Piazza, llamado monsù Golimbert.
La fantasmagoría prosiguió. El agua estaba caliente, pero no hervía. Se le
frotaba con jabón y después con toallas. En la habitación contigua se le ayudó
a ponerse unos calzones de satén y medias blancas. Se le afeitó…
—¿Por qué me hacéis todo esto? —preguntó.
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—Me parece que la razón es evidente.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. Obedezco órdenes.
—¿Qué harán conmigo?
—Nada sé. Su excelencia no lo dijo.
—¿Qué excelencia?
—Un gran señor —repuso el otro, vacilando.
—Pero vos me conocéis, monsieur Golimbert. Yo soy…
—Nadie os conoce —repuso el francés, tapándole la boca con la mano.
Le pusieron una camisa de fina batista, una corbata con encaje y un lunar
en la mejilla, y le probaron varias pelucas, de las que finalmente eligieron
una.
Después le fue facilitado un espejo para que pudiera contemplarse.
Era la primera vez que veía reflejarse su imagen desde aquel día del mes
de enero. Había calculado su propio aspecto por el de los demás galeotes.
Pero nada había que recordara las galeras en aquel elegante caballero, vivo
retrato del conde Roberto, excepto en las manos, que ni los masajes ni la
manicura habían podido refinar. Aparecía mucho más viejo y tenía más
pronunciados los pómulos; la boca y los ojos mostraban una expresión más
dura. Al recordar su propio aspecto seis meses antes, se preguntó si su alma
habría cambiado también.
Golimbert le presentó una capa, un sombrero con encaje y un antifaz.
—Ahí tenéis —dijo—. Si la ropa hace al hombre, creo que lo que fuisteis
ha desaparecido.
Los absurdos sueños se habían convertido en una misteriosa realidad. ¿Por
qué todo aquello? ¿Qué sucedería después?
—Parece que voy a salir —dijo Richard, sonriendo, al mirar el sombrero.
Golimbert no era hombre a quien resultara fácil hacer hablar. Se limitó,
pues, a encogerse de hombros y llamó al carcelero que estaba aguardando
fuera de la habitación.
Richard acompañó una vez más al carcelero, en una dirección
desconocida. Le parecía soñar al no arrastrar las cadenas y se le hacía difícil
mantener el paso.
—¿Dónde me lleváis?
—A la puerta del oeste, Vossioria. —Su traje le hacía, por lo visto,
acreedor de un título.
—¿Quedaré en libertad?
—No, señor. Debo entregaros a alguien que estará esperando.
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Momentos después, Richard se encontró al aire libre y pudo ver el reflejo
de las luces de la Piazza.
—¿Es éste el caballero? —preguntó una voz procedente de las sombras.
Un hombre enmascarado se adelantó—. Podéis dejarlo conmigo. —Cuando el
carcelero hubo desaparecido, se dirigió en francés a Richard—. Vuestro
humilde servidor, monsieur Hammond.
Richard estaba asombrado por cuanto le sucedía, pero atisbo ligeramente
la verdad.
—Me llamo Morandi —replicó.
—No —repuso la voz—. Creo que estáis equivocado. Os ruego que os
pongáis el antifaz. Así está mejor —dijo, después de ajustárselo—. Morandi
no volverá a ser visto, mon cher monsieur. Ha muerto en la cárcel. Es mejor
olvidarlo.
—¿Puedo preguntar quién sois?
—Naturalmente. Jean Martin, secretario francés de milord Marny. Tengo
órdenes de llevaros inmediatamente a su presencia. Os está esperando.
XXIX
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—Ciertamente —asintió Marny—. Pero no permaneceremos ya muchos
días más aquí.
Cuando el lacayo salió, no leyó el libro que había pedido. Llenó un vaso
de vino y se puso a saborearlo mirando vagamente el retrato de un veneciano
colgado de la pared opuesta. Incluso en aquellos momentos, sus facciones
expresaban solamente una amable insouciance, muy contraria a la ansiedad
que ardía en su pecho. Había llegado desde mucho tiempo antes a un
completo divorcio entre la expresión y el sentimiento. Sin embargo, aquella
noche los impacientes movimientos de su pie derecho hacían refulgir el
brillante de la hebilla del zapato.
Al igual que Voltaire y otros de la misma escuela, lord Marny tenía una
distanciada y desagradable opinión de la naturaleza humana, sin exclusión de
la propia, considerándola un amasijo de frivolidades, vicios e inconsciencias.
Si se decidía a emplear su fuerza de voluntad y su razón, el hombre podía
ocultarlas bajo un agradable exterior, dominándolas y manteniéndolas
alejadas de la vista, pero no podía pensar en eliminarlas por completo. Por
ejemplo, ¿cuál de los amigos o enemigos de Marny pensaría que un hombre
tan metódico, disciplinado y valioso pudiera complacerse en recuerdos tan
débiles como absurdos, lamentando una perdida felicidad que, si hubiera sido
lo suficientemente tonto para perseguir, le hubiera arruinado por completo?
Sin embargo, así era. Se dio cuenta de lo que le sucedía, pero no pudo
impedirlo. En su larga y aburrida vida existió un radiante, fiemo e irracional
interludio, al cual su pensamiento regresaba en ocasiones, obligándole a
suspirar.
El hecho de que el galeote le implorara invocando el nombre de Jeanne
Dupré fue decisivo. Años atrás abandonó a Jeanne por lo que él consideró
razón de gran importancia, pero desde aquel momento la dama convirtiose en
el símbolo de su juventud. Se dio cuenta de que había sido la única mujer a la
que amó de verdad. Las demás mujeres, incluyendo a la opulenta heredera
con la que contrajera matrimonio, o las conquistas posteriores, no eran sino
formas de servir su ambición, su vanidad o su afán de placeres. Pero carecían
de todo valor espiritual. Jeanne no abandonaba nunca su memoria. Su
nombre, invocado después de un silencio que durara años, tuvo la fuerza de
una palabra mágica.
Pero no fue solamente su nombre lo que le emocionó, sino el repentino
conocimiento de que él, carente de descendencia en su matrimonio,
encontraba a un hijo producto de aquel inolvidable amor de su vida. Hasta
entonces se sintió incompleto y castigado, como si algo le faltara, envidiando
Página 194
a sus más afortunados amigos. Mas he aquí que, súbitamente, se convertía en
padre.
No más de la centésima parte de tales ideas se le ocurrieron en aquel
breve instante en el arsenal. Uno de los dones de Marny era su prodigiosa
memoria. Jeanne Dupré! Un hijo con ella. Posiblemente, pero no debía
comprometerse actuando con precipitación. Por el momento, lo más
importante era sustraer al muchacho al castigo, mientras él investigaba. Si el
galeote era un impostor, que le ahorcaran; si no lo era, Marny daría los pasos
apropiados.
Al mirar hacia atrás, se congratuló de haber jugado acertadamente sus
cartas. El inteligente y enérgico monsieur Martin había llevado a cabo las
averiguaciones pertinentes. Aunque los Morandi no se encontraban ya en
Venecia, el doctor Goldoni y el capellán de la prisión, el padre Procolo,
facilitaron importante información, no sólo en cuanto a la madre de Richard,
sino también al crimen por el que había sido condenado a galeras. Lo demás
fue tarea fácil. Como embajador británico encargado de concluir un tratado
comercial beneficioso para Venecia y otro de ayuda mutua contra los piratas
de Berbería, Marny se limitó a pedir un pequeño favor, que le fue concedido
inmediatamente. Todo permaneció en secreto entre él y las personas
interesadas. Nada podía haber sido más amigablemente arreglado. La justicia
veneciana se había cumplido ejecutando al galeote Richard Morandi en
prisión, con lo que Sagredo no podría sentirse desairado. Se preparó un
pasaporte para Richard Hammond, pariente cercano de su señoría. Marny
podía confiar en la futura discreción de sus excelencias; el pasado veneciano
de su hijo estaba borrado.
Sí; había jugado bien sus cartas. Le agradaba también que Jeanne
estuviera fuera de Venecia. A pesar de sus sentimientos para con ella, Marny
no se engañaba acerca de la opinión en que era tenido. Aquel silencio de
tantos años no roto ni para comunicar con él y darle noticias de su hijo,
hablaba por sí solo muy elocuentemente. Casi le hubiera atemorizado la idea
de comparecer ante Jeanne. Además, los años habían pasado y ambos eran ya
personas de mediana edad. Mejor sería dejar dormir los recuerdos…
Por fin oyó sonido de voces y de pasos que se acercaban. Su expresión no
cambió, pero su corazón latió más apresuradamente. Dejó el vaso en la mesa.
—Mr. Hammond, milord —dijo Martin desde la puerta, sin entrar, como
habían convenido previamente.
Lord Marny se levantó y miró al hombre alto y de tez cetrina que se le
acercaba.
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En aquel momento necesitó de toda su fuerza de voluntad para reprimirse.
Por un instante le pareció que su propio padre, vestido a la moda del día, pero
con idénticas facciones con que le conociera, había descendido del retrato en
Marny House para cruzar aquella habitación hacia él. El parecido era tan
grande que por un momento excluyó todo otro pensamiento. La breve mirada
que le diera en el arsenal no le había preparado para aquel instante.
—Monseigneur! —exclamó Richard, hincando una rodilla en tierra.
—Mon cher fils! —dijo Marny, sonriendo, alzándole en un abrazo,
mientras gozaba al pronunciar esa frase por primera vez en su vida—. Déjame
asegurarte que no necesitas documento alguno para probar que eres un
Hammond. Tu parecido con tu abuelo es asombroso. ¿Te ha hablado alguien
de ello?
—Sí, milord. Mi madre lo mencionó varias veces.
—Ciertamente —replicó como con desgana Marny, recordando haberle
mostrado la miniatura de su padre—. Bien, siéntate, muchacho —prosiguió
tomando asiento él también—. Espero que me perdonarás el frío recibimiento
que te hice anteayer en el arsenal. Debes admitir…
Siguió hablando, explicándole sus razones y los pasos que había dado. Era
hombre famoso por su encanto y Richard se sintió pronto subyugado. La
situación creada requería que la charla fuera ligera, para que Richard se
encontrara a sus anchas y también para evitar que Marny se comprometiera en
algo antes de averiguar qué clase de hijo era el suyo. No tenía la menor
intención de dejarse sorprender. Si Richard era un pillo, un calavera o un
tonto, se ocuparía de él en la forma apropiada. Hasta el momento, el
muchacho le parecía prometedor. El informe de Martin, que terna como base
las palabras de Goldoni, indicaba que se trataba de un joven de talento
superior a lo normal. Personalmente, le había causado buena impresión, con
sus maneras atractivas y su porte digno.
Ello hizo que en la mente del conde se forjaran planes. Habiendo
cumplido ya los cincuenta y cinco años, no tardaría en llegar a la vejez y
admitía que a veces se sentía solo. ¿Por qué no podía el muchacho convertirse
en su otro yo, su confidente y heredero, no de su título, pero sí de sus
ambiciones y su carrera?
La ilegitimidad no era ninguna barrera infranqueable para un hombre de
talento.
—En pocas palabras, querido Richard —decía—, como veneciano, has
muerto; como inglés, te deseo muchos y prósperos años de vida. ¿Cómo
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sienta morir y volver a nacer? Siempre me he sentido curioso acerca de
Lázaro.
—Quisiera poder decíroslo, milord —dijo Richard mirando al suelo—.
Quisiera poder daros las gracias… —Le era imposible expresarse claramente
—. Quizá algún día pueda lograrlo, monseñor.
Marny hizo un movimiento negligente con la mano.
—Si tus méritos corresponden a mis esperanzas, y no tengo la menor duda
de ello, seré yo quien deba estar agradecido. Puedes creer que no ha sido
debido a culpa mía el que no hayas tenido prueba alguna del afecto natural de
un padre. ¿Puedo preguntar por qué nunca me hiciste sabedor de tu
existencia?
Richard contestó la pregunta con cierta turbación.
—Supongo, señor, que no habéis visto a mi madre. Quizá no se encuentra
ya en Venecia. La galera acababa de llegar de Zara y no tengo noticias…
—Con gran pesar mío, no la he visto —le interrumpió Marny—. Salió
recientemente, creo que hacia Burdeos, con el digno hombre con quien se
casó. —Richard no dejó de notar el desdén de esta referencia—. ¿Fue ella la
que te impidió escribirme?
—Ella se oponía, monseñor. —Era difícil hablar con tacto—. No
quería…, mejor dicho, no creía que recibierais con agrado la noticia…
—¡Tonterías! —exclamó Marny sonriendo—. Ella sabía muy bien con
cuánto agrado hubiera yo recibido sus noticias. Di, por el contrario, que no
deseaba darme esta satisfacción. Tu madre, querido Richard, es mujer
singular, singular en su orgullo y en su resentimiento. No se lo reprocho —
añadió, graciosamente—. La culpa fue totalmente mía, pero ella debió ser
más caritativa conmigo. —A pesar de lo desagradable que ello resultaba,
Marny decidió hablar claramente. No podían seguir evitando referirse al
asunto—. Supongo que sólo conoces su versión.
—No, milord. Ella siempre habló comprensivamente de los motivos que
os impulsaron en aquel tiempo.
—Se me hace difícil creerlo —exclamó Marny sorprendido—. Ella no
dejaría de justificarse. Permite que te lo explique.
Lo hizo así, bien, y lógicamente con un toque de sentimentalismo y otro
de humor. ¿Por qué, después de todo, debía justificarse ante aquel muchacho?
¿Por qué, mientras hablaba, sentía una vaga impresión de futilidad? Empleó
repetidamente esta palabra, como si no supiera perfectamente que carecía
totalmente de valor, y que no probaba otra cosa sino la elección que él había
hecho entre el mundo y otros valores más perennes.
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—Siempre he sentido un profundo respeto hacia tu madre —concluyó el
conde—. Más respeto que por ninguna otra mujer. La única falta que puede
achacarme es que no renuncié al mundo por ella. Espero, por tanto, que te des
cuenta de que no merezco su inflexible severidad, por lo menos en cuanto a
dejarme saber que terna un hijo.
Una sortija brilló en la bien formada mano de Marny al asir la botella y
llenar los vasos.
—¿Puedo preguntaros cuál es mi posición en Venecia? —inquirió Richard
después de un par de sorbos—. Hay algunos amigos…
—Te agradezco que me lo hayas recordado —repuso Marny—. Tu
posición en Venecia depende de la palabra que he dado a los muy
complacientes inquisidores. Recuerda que has muerto y que los muertos no
suelen pasear ni visitar a sus amigos. He prometido que permanecerás
incomunicado en este alojamiento hasta que salgas de Venecia como uno de
mi séquito, de noche y con antifaz. Creo que es sólo cuestión de días. Entre
nosotros, me desagrada esta ciudad tonta.
—Sin embargo, el doctor Goldoni debe conocer la verdad acerca de mí,
de boca de monsieur Martin.
—No. Martin se hizo pasar por un francés recién llegado de Burdeos,
conocido de tu madre, que buscaba noticias tuyas. Ni el buen doctor ni el
capellán saben nada más. Martin es un hombre muy hábil.
—¿Quiere ello decir que no deberé nunca comunicar con persona alguna
que haya conocido, ni con mi madre, ni con…?
—Ello quizá fuera excesivamente riguroso —repuso Marny—, aunque
por mi gusto lo preferiría. —Se reclinó pensativamente en su asiento—. No
debes comunicarte con nadie durante algún tiempo, querido Richard, y
cuando lo hagas, habrá de ser en forma muy discreta. Deja que la niebla se
cierne sobre tu desconocida tumba en los Pozzi. Debes darte cuenta de que
ninguna buena influencia tendría en tu futuro, cualquiera que sea, el saberse
que Richard Hammond ha sido galeote. Al presentarte, diré que has sido
educado en Francia. Tu francés es excelente…
Richard sintió que algo se rebelaba en su interior. ¿Y Maritza? Ella estaba
en Venecia. ¿Habría de escapar sin hacerle llegar noticia alguna, porque
Marny había dado su palabra? Podía confiar absolutamente en su silencio.
—Hay una amiga, milord, una señora con quien debo comunicar.
—¡Ah, sí! —contestó Marny, ante el asombro de Richard—. La bailarina,
supongo. Goldoni habló de ella a Martin. Toujours la femme ¿eh?
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—Pertenece a una de las mejores familias de Venecia —dijo Richard con
calor—. Su padre es Antonio Venier.
—Las bailarinas carecen de familia —replicó Marny sin dar mayor
importancia a las palabras de Richard—; aunque algunas veces son muy
atractivas a los hombres jóvenes y a los tontos viejos. Pero no te preocupes,
hijo mío. No podrías comunicar con ella. Tengo entendido que salió de
Venecia acompañada de su padre.
La noticia cayó como un rayo para Richard.
—¿Que no está en Venecia?
—No, y creo que salió debido a las intrigas de tu amigo Sagredo. ¡Qué
extraño país con sus terrores y tiranías! Parece que Venier es aficionado a las
letras y que tontamente leyó alguna de sus poesías a cierto lejano familiar de
Sagredo, que le denunció al tribunal. Se incautaron del poema, que fue
calificado de subversivo. Lo exiliaron hace unos quince días. No tiene donde
caerse muerto y se ve obligado a vivir de las piernas de su hija, y perdóname
el equívoco.
Las mejillas de Richard ardían, pero supo contener la lengua.
—Goldoni dice que no tuvo más remedio que unirse a una compañía que
se dirigía a Florencia o Milán —prosiguió Marny—. No sé exactamente a
cuál de las dos ciudades.
Era fácil rellenar los huecos. Richard recordó que Venier le había
comunicado que su poema sobre Venecia no gustaría al gobierno.
Seguramente debió de haber sido Goldoni, con una gran influencia en los
círculos teatrales, quien consiguió una plaza para Maritza en una de las
compañías ambulantes. El dinero escaseaba y se necesitaría tiempo para
reanudar las relaciones con Caretti en Londres, si ello era posible.
—Pareces muy afectado —observó Marny, jugueteando con la copa.
—Estamos prometidos, monseñor.
—No lo sabía —replicó el conde, alzando las cejas—. ¡Mis felicitaciones!
Siento que mademoiselle deba sufrir las penalidades del exilio, pero nada
puede hacerse.
—Debo encontrarla, señor, con vuestra licencia.
El rostro lánguido y sonriente de Marny no mostró su desagrado.
Sorbió su vino, limpiose los labios con el pañuelo y miró indulgentemente
a Richard.
—Líbreme Dios de constreñirte en modo alguno —dijo, por fin—. Tienes
mi licencia para hacer lo que mejor te parezca. Cuenta, hasta cierto punto, con
mi ayuda. Me agrada que este asunto haya surgido ahora; así nos
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comprenderemos con mayor claridad. Hubiera podido resultar muy
desafortunado que más adelante tus esponsales y mademoiselle se interfirieran
con los planes que he forjado para ti, porque, con toda franqueza, ese
matrimonio es incompatible con cualquier brillante carrera.
Aspiró un polvo de rapé y sacudió ligeramente el que le había caído en la
camisa.
—Debes, por tanto, tomar una decisión de gran importancia que, en
cuanto a mí se refiere, será irrevocable —prosiguió—. Tendrás que escoger
entre dos sistemas de vida totalmente opuestos. Una vez te hayas embarcado
en uno, no podrás, por más que quieras, pasar al otro. ¿Comprendes lo que
quiero decir?
—Creo que sí, monseñor.
—Bien. Te lo voy a exponer con toda claridad. Una vez hayamos cruzado
las fronteras venecianas (viajo por Turín y los Cantones), nada te será más
fácil que convertirte nuevamente en Richard Morandi. En tal caso, te daré una
bolsa moderada y mis bendiciones, con lo que podrás seguir en pos de tu
dama. También te aconsejaré que, en el futuro, te mantengas a una distancia
prudencial de Venecia, por tu propio bien, y te haré notar que el estigma de
las galeras no se borra con facilidad, aunque quizá los encantos de
mademoiselle te resarzan de lo sufrido. Debes perdonarme que no crea que lo
hagan permanentemente. No creo en las lunas de miel eternas.
—En otras palabras, milord —intervino Richard—, que habréis acabado
conmigo.
—Después de todo —repuso Marny—, no podrías esperar que me tomara
mucho interés o que me sintiera orgulloso de tus negocios. —Reprimió un
bostezo—. Considera, ahora, la otra alternativa. Supón que decidas ser
Richard Hammond.
Prosiguió hablando con el mismo tono de voz, irónico y tranquilo,
jugando perfectamente sus cartas.
—En tal caso, me acompañarías a Inglaterra. Te comprometerías, no a
olvidar a mademoiselle Venier, sino a permanecer bajo mi guía durante cierto
tiempo y, durante el mismo, a considerar la idea de un futuro brillante y
ambicioso en lugar del matrimonio. Creo que hay objetivos más dignos para
un joven. No prometo nada. Quizá no puedas adaptarte al nuevo ambiente. Te
estudiaré con atención y daré el veredicto con toda justicia. Pero mucho me
engaño si no eres capaz de convertirte en algo más importante que en un
Arlequín dentro de una carrera teatral.
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Su expresión se tornó más severa y su voz adquirió un apropiado tono de
sentimentalismo.
—Querido —prosiguió, poniendo la mano en la rodilla de Richard—, es
agradable soñar, aunque procuro evitar aquellos sueños que no puedan
cumplirse. No es esto lo que me sucede al pensar en tu futuro. Soñemos, pues,
que eres capaz de grandes cosas. ¡Cuánto mejor resulta ser una notoriedad
entre hombres dominantes que un esclavo sometido a la tiranía y a la
injusticia! Es preferible gozar de la seguridad del poder que vivir indefenso y
sufriendo. Las galeras te deben de haber aclarado algo a este respecto. No
creo que desees volver a una vida en la que tales cosas pueden ocurrirte.
Mientras Marny hablaba, el pensamiento de Richard, más rápido que las
palabras, evocaba sus días en las galeras. Se había librado de ellas por un
milagro. ¿Había de arriesgarse a algo que hiciera posible su regreso a las
mismas? ¿Podía preferir formar parte de aquellos que se encontraban inermes
ante cualquier brutalidad, cuando podía, si así lo deseaba, colocarse fuera de
su alcance? ¿Iba a vivir como un actor vagabundo o un pobre comediógrafo
buscando siempre protección, y con el estigma, como Marny había dicho, de
haber sufrido condena?
—Par Dienseignu, moeur, tenéis razón.
—Naturalmente que sí —asintió Marny—. Haré cuanto pueda por ti y te
exigiré el máximo esfuerzo. Estoy seguro de que elegirás sabiamente.
—Ya he tomado mi decisión, milord. No me consideraréis desagradecido,
ni, así lo espero, incapaz.
Por una vez, Marny dejó traslucir sus sentimientos.
—Te creo, Richard. Estoy persuadido de que pensamos en forma
parecida, que algo más que la sangre nos une. Creo que nos comprenderemos
muy bien.
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SEGUNDA PARTE
BATH
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XXX
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especialmente aquella ciudad balneario, con la absurda rutina de los baños, la
sala de aguas, las tiendas, los interminables desayunos y el té de la tarde.
Odiaba los bailes que se celebraban dos veces a la semana en Assembly
Rooms, donde, hasta que empezaban las alegres danzas campesinas, una
apretujada muchedumbre permanecía durante dos interminables horas viendo
cómo pareja tras pareja iniciaba el mismo minué a los acordes de una música
tonta.
Naturalmente, Amélie estaba demasiado bien educada para hacer pública
su crítica. Por el contrario, aparentaba sentirse encantada con todo lo inglés.
Además, de vez en cuando encontraba gente verdaderamente agradable, que
habían recibido educación francesa, o aparecía algún aventurero recién
llegado del continente, lo bastante agradable para coquetear con él, o algún
hacendado rural a quien atormentar. Por otra parte, Inglaterra era rica, había
dinero en todas partes, en las mesas de juego en las que Amélie podía
contender dignamente con los profesionales, en las conferencias de un
ministro que daba buenas guineas de oro a cambio de secretos franceses.
Amélie estaba dispuesta a muchas cosas por dinero. Y mientras vendía
Francia a Pitt, recogía información que más tarde vendería al duque de
Choiseul, acerca de la expedición contra Quebec. No tenía conciencia ni
sentimiento nacional de ninguna clase. Tampoco era extraordinariamente
mercenaria. Pensaba únicamente en las extravagancias que podría adquirir
con dinero y este último justificaba aquellos dos meses de aburrimiento.
Tiró la cuerda de la campanilla para que le trajeran el chocolate, y buscó
una postura más cómoda mientras pensaba en las pobres mujeres que en
aquellos momentos se estarían asando en el King’s Bath. Sería todo lo
elegante que se quisiera, pero no estaba dispuesta a someterse a ello. Tenía un
exquisito desbabillé y, de vez en cuando, deslumbraba a sus admiradores
apareciendo en la sala de aguas antes del desayuno de las once de la mañana
para tomar unos sorbos.
Una vez terminado el chocolate, se sometió a la larga tortura del tocado, a
manos de sus dos doncellas, Stephanie y Babette. En París, tal operación
hubiera sido alegrada por la presencia de visitantes masculinos que le
hubieran contado los últimos escándalos y recitado los más nuevos epigramas.
Era la hora de la murmuración y del halago, la hora dedicada al delicado arte
de mostrar y esconder los encantos que la falda y el corpiño ocultaban
rápidamente. Pero se encontraba en la sobria Inglaterra y residía en la
hospedería de Mrs. Hodgkinson. El vistoso monsieur Coco, que afilaba su
pico en una piedra pómez y de vez en cuando comía una semilla, era la única
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criatura del género masculino presente en la habitación. Con su vocabulario
bastante picante, el pájaro daba una nota de galantería al ambiente. Un Oh-lá-
lá! admirativo dicho a tiempo alentaba la habilidad de Stephanie y Babette.
Con sus tiens-tiens! y Oh, la belle poule!, rendía homenaje a Amélie.
Arreglada por fin para la primera parte del día, la condesa penetró en el
budoior, en el que un fuego de brasas caldeaba la habitación contra el frescor
del tiempo, y se sentó junto al hogar. Al oírse un ruido de voces en la
habitación contigua, levantó inquisitivamente los ojos hacia Stephanie.
—Son míster Pickerly y milord Ferrers, como ya os he dicho antes,
señora.
—Bon Dieu! —exclamó, encogiéndose de hombros—. Me había olvidado
de ellos. —Miró a la ventana. El día estaba nublado y amenazaba lluvia—.
¡No, no! —se rebeló—. No quiero. No puedo. El tiempo no está para pasear.
Me fatigan con su pésimo francés. No me siento con ánimos. Deshazte de
ellos, chérie. Diles que estoy enferma y que lo siento mucho. Si viene alguien
más, avísame. Ahora dame las cartas que hayan llegado.
Eran las invitaciones acostumbradas las notitas amorosas y los
llamamientos a su caridad. Los abrió con poco interés, si bien el suficiente
para no oír los pasos de los caballeros al retirarse. Les había olvidado
nuevamente. Al ver un sobre escrito con trazos firmes y conocidos, sus ojos
se excitaron. Separó las demás cartas y la abrió.
La escribía lord Marny, desde Londres, y de debía haber llegado en uno
de los correos del gobierno. Se la hubieran debido entregar inmediatamente
después de su llegada, pues una carta de Marny era siempre importante.
Formaba parte del consejo privado y era muy amigo de Pitt. Gracias a él se
encontraba en Inglaterra, era muy bien pagada por su información política y
podía esperar futuras entregas de dinero a su regreso a Francia. Se habían
encontrado antes de la guerra en diversos salones de París, y Marny, entonces
embajador, la hizo objeto de sus galanterías, cambiaron después diversas
cartas y estaban en muy buenas relaciones. Marny tenía buen ojo para la gente
y sabía en qué forma podía utilizarla. El velado desprecio que Amélie sentía
por los ingleses no le afectaba personalmente. Estaba algo asustada de él, por
cuanto se había convertido en su pagador.
Al abrir la carta, se preparó para leer un gracioso estilo francés del que el
propio monsieur De Fontenelle se hubiera sentido orgulloso. Marny era
educado y divertido. Por regla general, siempre que le escribía era con algún
motivo que interesaba a Amélie.
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«Mon enchanteresse —leyó. Su nombre favorito para ella era condesa
Circe—. ¿Dónde os encuentro hoy? ¿Cuán ocupada y dispuesta? Si soy
intruso en alguno de vuestros juegos en los que los brillantes o los corazones
son los triunfos, dejadme de lado, pero os ruego que no por mucho tiempo,
pues de lo contrario mezclaría mis felicitaciones con los lamentos del
conquistado. Para quien como yo, madame, ha sido un esclavo de vuestros
encantos, resulta consolador el pensamiento de que tal esclavitud es
compartida por cuantos cruzan vuestro camino, no siendo ello consecuencia
de su debilidad, sino de vuestra fuerza. Las cadenas de una divinidad se llevan
con honor. Tan persuadido estoy de ello, que quiero pediros una gracia
especial: conferid la dignidad de vuestras cadenas a un nuevo servidor,
enroladle también en la feliz compañía de vuestros esclavos».
Era, por tanto, una carta de presentación para alguna amistad de lord
Marny que debía llegar a Bath. Sus amigos eran dignos de ser conocidos.
«Por lo menos, es joven —proseguía la carta—, y, por tanto, podrá ser
mejor servidor que yo, a quien la edad impide ofrecer el único fuego posible
en vuestro altar. A pesar de que le envidio su juventud, no me quejo por
haberla pasado. A seros franco, le considero como una nueva versión de mí
mismo. En pocas palabras, señora, solicito vuestro favor para mi hijo. Dejad
que explique…».
—Saprelotte! —murmuró la condesa—. ¡Su hijo! Mais, que diable, que
diable! —Era curioso que ella, que se enteraba siempre de todo, no supiera
nada acerca del hijo de Marny. Cabía imaginar que un hombre de mundo
hubiera engendrado algún hijo ocasionalmente, pero en el caso actual parecía
encontrarse ante un hijo a quien Marny reconocía formalmente. ¡Qué raro que
no hubiera oído hablar de ello!
Sus ojos recorrieron rápidamente el papel. Richard Hammond.
Educado en el continente. Su madre, hija de buena cuna. Algunas
elegantes frases acerca de… Llegado a Inglaterra en junio, desde cuya fecha
había residido en la casa campestre del conde en Kent, aprendiendo inglés y
preparándose para el servicio diplomático y un pequeño puesto que le había
sido prometido cerca de una de las cortes alemanas. Faltaba el paso crucial.
Debía ser bautizado socialmente, no como hijo de Marny, sino como un
lejano pariente a quien el conde se complacía en ayudar. Guiado por su padre,
haría su primera reverencia en Bath, que era menos formal que Londres.
La carta continuaba: «Debo admitir que quiero al muchacho, pero no
puede acusárseme de parcialidad. Nadie que le conozca puede poner en duda
que posee un encanto innato; es de buena estatura y de porte atractivo. Estoy
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muy satisfecho con él. Pero siento temor en un aspecto y por ello busco
especialmente vuestra ayuda. Parece ser que, antes de venir a Inglaterra, se
enamoró de una muchacha sin fortuna, de una bailarina, para hablar con toda
franqueza, y le prometió casarse con ella. ¿Sonreís? ¿Os encogéis
graciosamente de hombros, de aquella forma que tan bien recuerdo?
Naturalmente, hay que sonreír ante tal trivialidad. No me preocuparía mucho
si no fuera por la fuerte impresión que parece guardar de ello. Os aseguro que
le cuesta olvidar esa tontería. Dejad que el tiempo lo cure, me diréis. Yo era
de la misma opinión hasta que recientemente, y debido a la casualidad, me
enteré por monsieur Caretti, el residente sardo, que esa bailarina aparecerá de
pronto en el teatro Drury Lañe. Mi hijo todavía no lo sabe, pero se enterará
demasiado pronto.
»¿Me comprendéis, condesa Circe? ¿Querréis oír mi petición? Nadie
puede escapar a vuestros encantos cuando vos queréis desplegarlos. ¿Cuál de
vuestros esclavos podría recordar otro amor? En pocas palabras…».
Amélie se reclinó, sonriendo. El conde le proponía un amor con su hijo.
No se le ocurrió, ni podía ocurrírsele, que ya conocía a Richard Hammond.
Marny prosiguió explicando que el encuentro debía ser casual, para que el
muchacho no se diera cuenta de que todo estaba preparado de antemano. Ni
siquiera mencionaría a Richard que existiera la condesa Des Landes. Que él
creyera que los favores que le dispensara eran debidos a su atractivo personal.
Sus artes serían así más efectivas. Por lo visto, el conde daba por sentado que
contaba con su cooperación. Mas a pesar de los elogios y las bellas frases,
Amélie sabía perfectamente que aquella petición era una orden.
No se le ocurrió rehusar. No lo hubiera hecho ni aunque el conde no
hubiera agregado a su carta la alusión de que pagaría mil libras para ver a
Richard prendado de la condesa. Estaba demasiado comprometida con Marny.
Además, no pedía sino algo que ella estaba, por regla general, dispuesta a
conceder. En aquella aburrida ciudad sería agradable divertirse con un
jovenzuelo que hablaba francés, evitar que siguiera testarudamente pensando
en un amor absurdo, enseñarle buenos modales e introducirle en la alegre
ciencia de la galantería. Sonrió, sintiéndose algo excitada.
Estaba leyendo las galantes frases de conclusión de la misiva, según las
cuales lord Marny esperaba llegar a Bath tres días después, en cuya fecha
tendría el honor de declararle personalmente que seguía siendo su más
humilde servidor, cuando Stephanie anunció la llegada del marqués de
Corleone. ¿Quería madame recibirle o prefería excusarse?
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—Polissonne! —exclamó Amélie alegremente—. Sabes muy bien que
siempre recibo con mucho agrado a un viejo amigo como el marqués. —
Hablaba en voz lo bastante alta como para ser oída en la habitación contigua
—. Es la única persona a quien amo en Bath. Hazle pasar enseguida.
—¿Amor? —preguntó una voz desde la puerta—. ¿He oído hablar de
amor, señora? Así, pues, por fin…
—Amor, sí, monsieur, que es palabra que tiene diversos significados.
—Cuando pienso en vos, eccelenza, sólo tiene uno.
La persona que así hablaba tenía grandes ojos negros, nariz aguileña y tez
morena, era alto y vestía con gran elegancia. Tromba podía cambiar de título,
pero no de facciones. Cortésmente inclinado sobre la mano de la condesa, la
llevó a los labios, en donde la retuvo devotamente al tiempo que le dirigió una
mirada inflamada, antes de dar un paso atrás.
Era inevitable que Tromba, llegado a Inglaterra dos meses antes, acudiera
a Bath. Carecía de la cuidadosamente preparada acogida que había tenido en
otros países. Sus planes de acercarse a lord Marny por medio de Richard se
habían esfumado, debido a la condena del último a galeras y a su muerte, más
tarde, en la cárcel, según se le había dicho. De no haber ocurrido diversos
escándalos en Múnich que le obligaron a salir no sólo de la ciudad, sino
también del continente, hubiera aplazado su visita a Inglaterra para más
favorable ocasión. Pero una vez en el país, no podía encontrar mejor campo
que Bath, donde abundaban los tahúres más o menos elegantes. El juego era
la principal industria de la ciudad. La informalidad social, en la que tanto
insistía el Bello Nash, ofrecía a un hombre como Tromba la oportunidad de
abrirse camino hacia los ricos y los poderosos. Hasta aquellos momentos, se
había visto confinado, con gran provecho ciertamente, a los juegos de naipes,
pero esperaba alcanzar más amplios horizontes.
Su encuentro en Bath con la condesa fue afortunado para ambos. Podían
confiar uno en el otro. Él hablaba un francés perfecto y hacía el amor con
apasionamiento latino. Ella se entretenía rechazándole y, al propio tiempo,
alentando sus ilusiones.
—¿Cómo está hoy monsieur Corleone? —preguntó, bromeando—. Ese es
vuestro nombre actual, ¿no es cierto, mon cher Marquis? Tenéis una gran
variedad de títulos.
—No con vos, madame —replicó él sonriendo—. Dejad que sea
solamente vuestro Marcello.
Su mirada era tan ardiente, que ella dio la vuelta, se sentó y se alisó el
vestido.
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—Sentaos, pues, mio ben. ¿Qué hicisteis anoche?
—¡Oh! —repuso Tromba con indiferencia, dejando de mirar a la condesa
—. Jugué con unos zoquetes. Fue provechoso, pero aburrido. —Miró a la
ventana. Empezaba a lloviznar—. ¡Al diantre Bath y ese clima estúpido! En
mi vida he bostezado tanto. Los bostezos constituyen la enfermedad crónica
de Inglaterra. ¿No lo creéis así?
—Desde luego. Pero ¿por qué vinisteis a Inglaterra?
—Como expiación de mis pecados, supongo —repuso él suspirando—.
¿Y vos, eccelenza?
—Para expiar futuros pecados, monseñor —contestó la condesa
enigmáticamente. Luego prosiguió—: A propósito, lord Marny está al llegar.
Es muy agradable. ¿Le conocéis?
Los ojos de Tromba brillaron de interés, pero denegó con la cabeza.
—No, no le conozco.
—Viene con su hijo —siguió diciendo Amélie—, un hijo natural, desde
luego, pero que no por ello deja de ser su favorito. Me sorprende que haya
guardado tan bien el secreto. ¿Sabíais vos algo quizá?
Tromba se contuvo y aparentó indiferencia. ¡Si se hubiera presentado con
Richard y encontrado que otro muchacho, preferido del conde, gozaba ya de
la protección de éste! Después de todo, había sido afortunado, al fallarle sus
planes.
—No, señora —repuso.
—Sin embargo, tiene un hijo. Oficialmente es un primo lejano, educado
en el continente, llamado Richard Hammond.
—¿Richard? —repitió Tromba.
—Sí. ¿Le conocéis?
La discreción era un requisito indispensable en un hombre como Tromba.
Había oído hablar vagamente de la muerte de Richard en prisión. No había
que llegar a conclusiones prematuras, pero, sin embargo, la coincidencia era
asombrosa.
—¿Qué edad tiene Mr. Hammond?
—Alrededor de veinte años, según creo.
—¡Ejem! ¿Hace mucho que está en Inglaterra?
—Desde junio, solamente.
—Peste! ¿Y ha sido criado en el continente?
—Así parece. —Amélie, profundamente discreta, también prefirió no
mencionar la carta recibida—. Parecéis interesado.
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Esta palabra no alcanzaba a expresar la excitación de Tromba. No había
oído hablar de la embajada de Marny a Venecia. Era fantástico que aquel
Richard Hammond y el fenecido Richard Morandi fueran una misma persona.
—Me parece haber conocido un Richard Hammond en alguna parte —
dijo pensativamente—. Quizá esté equivocado. De todas formas, me gustaría
verle.
—También yo me siento curiosa —repuso Amélie, recordando su papel
de Circe.
XXXI
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en el momento oportuno. Mr. Stanton me asegura que tu esgrima es buena y
que montas pasablemente a caballo. Todo eso son banalidades necesarias. En
cuanto a los estudios serios para tu puesto en el continente, monsieur Martin
me informa que has estudiado con provecho a Puffendorf, el Ius Gentium y
otros libros. Creo sinceramente que has obtenido magníficos resultados en
cinco meses. ¿Qué queda, pues, por hacer?
Marny, que tenía fama de buen orador en la Cámara de los Lores, sacaba a
relucir en privado su estilo oratorio cuando el tema de que hablaba le
interesaba grandemente. Bajo aquellas palabras, Richard pudo notar el calor
de algo que el conde se hubiera avergonzado de admitir: cierto destello de
amor paternal. A pesar de la actitud poco emotiva, Richard se sintió atraído
por él. Amor con amor se paga.
—Ahora debes practicar lo que has aprendido —prosiguió el conde,
contestando a su propia pregunta—. Representar tu papel en público.
Monsieur Martin y Mr. Stanton desaparecerán, pero yo te vigilaré entre
bastidores, por así decirlo, y te aconsejaré cuando sea necesario. Cometerás
errores, pero aprenderás más con ellos que si tuvieras continuamente alguien
a tu lado. Pasado mañana saldremos para Bath, ciudad absurda en más de un
sentido, pero marco adecuado para tu presentación. Como sabes, lady Marny
está allí desde hace algún tiempo. Por cierto, que harías bien en llevarle algún
regalo, un abanico o una cajita de rapé. Estas cosas le encantan.
Fue para cumplimentar este encargo que Richard descendió los escalones
de la puerta principal de Marny House. Quería a lady Marny, una agradable y
sencilla anciana, que hablaba con fuerte acento alemán. Privada de todo
cariño de su esposo, excepto una impecable atención, aceptó contenta a
Richard, que llevaba algo de alegría a su aburrida existencia.
El día era agradable para los londinenses. Unos débiles rayos de sol se
filtraban entre la niebla y el aire no era demasiado frío. Las niñeras
aprovecharon la oportunidad para sacar a pasear a las criaturas que les estaban
confiadas, y caminaban lentamente por las aceras. Dos niños permanecían
sentados en un bote en el estanque del centro de la plaza, mientras un lacayo
remaba.
Richard suspiró. No había olvidado aún los colores y la animación de
Venecia. El pequeño bote del estanque y aquellos niños solemnes y pagados
de sí mismos le deprimieron. Un coche particular llegó corriendo desde
Charles Street, salpicándole con el lodo de la calle. Richard olvidó que se
encontraba en Londres y le maldijo copiosamente en furioso italiano. Mr.
Stanton no se hubiera complacido por su actitud.
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—¡Silla, señor! ¡Silla! —vocearon unos silleros desde la esquina, al darse
cuenta de lo sucedido. Naturalmente hubiera debido alquilar una silla. Iba
demasiado elegantemente vestido para pasear, pero odiaba aquellas cajas de
cuero y su desagradable olor.
Al llegar a Pall Mall, torció a la izquierda, desde la parte sur de la plaza.
Era la parte nueva y aristocrática de Londres, construida en gran parte a raíz
del gran incendio de 1660. En realidad, no parecía formar parte de la capital.
Era una ciudad de nobles, alrededor de la corte. Amplios distritos separaban
sus plazas de la congestión del centro. Comparada a las viejas ciudades
italianas, parecía muy moderna, por los jardines y los espacios abiertos a su
alrededor. Al acercarse Richard a Cockspur Street, el ruido y el tráfico se
hicieron más intensos. Cuando llegó al Strand, al sur del mercado de Covent
Garden, se encontraba en el centro de una multitud en nada inferior a la del
propio Cheapside.
A pesar de que en los últimos meses había hecho frecuentes viajes entre
Kent y Londres, encontraba muy molesto todavía el ajetreo de las calles de la
capital. Le parecía que sus habitantes no se preocupaban de otra cosa que de
hacer ruido. En la parte de la calle reservada para los peatones, separada del
resto de la calzada por postes colocados a intervalos regulares, una multitud
de buhoneros, hombres y mujeres, voceaban sus mercancías. Era un clamor
en que se anunciaban a voz en grito los más diversos artículos domésticos,
desde estropajos hasta carne para el gato. Los pregones estaban respaldados
por un furioso campanilleo. Los silleros, afiladores y traperos; los vendedores
de vestidos usados, de frutas y legumbres, de almanaques y tijeras, de escobas
y carbón, de hebillas y zapatos viejos, se anunciaban tumultuosamente. Los
deshollinadores desde los tejados, los limpiabotas en la calle y los aprendices
a la puerta de las tiendas contribuían al clamor general. Mientras tanto,
coches, carros, carretas y vehículos de todas clases, con las ruedas con llantas
de hierro rechinando contra el irregular empedrado de la calle, circulaban
ruidosamente por el centro de la calzada, salpicando de lodo a los transeúntes
y tropezando con los que venían en dirección contraria.
Al cruzar la calle sus zapatos se enlodaron y dejó que un limpiabotas los
limpiara. Una multitud de pilluelos circulaba por las calles de Londres con sus
taburetes para apoyar los pies, sus botes de lata y demás utensilios. Un peatón
podría necesitar sus servicios hasta diez veces al día. Mientras el muchacho le
limpiaba los zapatos, Richard miró hacia el norte, más allá del Strand, donde,
además del gran mercado, estaban los principales teatros. Ocasionalmente se
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veían anuncios del Coven Garden o del Drury Lane. Era en este último donde
Maritza hubiera actuado de haber aceptado la oferta de Mario Caretti.
Pensó en ella con una sensación de vergüenza y fracaso. Recordando el
pasado, admitió que debía haber hecho lo posible por comunicarse con la
joven, explicándole la forma en que había escapado de las galeras y la razón
por la cual aceptó acompañar a lord Marny a Inglaterra. No haberlo hecho
constituía simplemente una cobardía, a pesar del secreto que sobre todo ello
debiera que guardar. Era una carta difícil de escribir que había pospuesto una
y otra vez. Difícil porque, a pesar de cuantas sutilezas pudiera emplear, debía
explicarle los motivos de su elección. No encontró penoso hacerlo a su madre
en Burdeos, pero no podía decidirse con Maritza.
—¿Dónde se encontraría en aquellos momentos? Quizá en Parola, o en
Florencia.
—A vuestras órdenes, señor —dijo el limpiabotas—. Muchas gracias,
señor.
Richard siguió hacia la tienda que le había sido recomendada, cuyo
propietario, luciendo hebillas de plata, medias blancas y peluca, daba la
bienvenida a los clientes en la puerta. Al enterarse de quién era Richard,
insistió en servirle personalmente. Master Brooks se sentía honrado al gozar
del favor de lady Marny desde hacía ya varios años, y conocía bien sus
gustos. Puesto que el regalo era para ella, se atrevía a indicar que tenía
exactamente lo que Mr. Hammond buscaba. Finalmente, Richard eligió una
cajita de rapé de oro, con una miniatura en porcelana del rey de Prusia en la
tapa, recién llegada de Dresde.
—Casualmente sé que su señoría siente especial veneración por nuestro
bravo aliado el galante Federico —anunció Brooks—. Es una dama de
profundos sentimientos. Observad el gran parecido del retrato. No podríais
encontrar nada más adecuado, y es barato. Sólo diez guineas… Os doy las
gracias, señor.
Pensando en la caminata de regreso hasta su casa, Richard pidió se le
buscara una silla. Acompañado por el obsequioso Brooks, cuyos modales
indicaban a los transeúntes que no se trataba de un cliente cualquiera, se
dirigió a la silla.
—A Marny House —dijo Brooks a los silleros—. Mr. Hammond, soy
vuestro humilde servidor.
—¡Richard! —exclamó una voz cerca de él. ¿Richard? Parecía una
exclamación de asombro y no una interrogación.
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En el momento de entrar en la silla, se volvió, encontrándose cara a cara
con dos señoras que se habían detenido a unos pasos de distancia. Durante un
segundo no las reconoció, debido, en parte, a sus vestidos y también a su
propia estupefacción. Después pareció como si le hubiera alcanzado un rayo.
Eran Maritza Venier y Anzoletta.
Maritza le miraba boquiabierta.
—¡Richard! Caro mio! Ma non é possibile. E morto!
—¡Milor! —fue la única palabra que su acompañante pudo pronunciar.
Se dirigió hacia ellas mecánicamente, pero ya la alegría y felicidad
iniciales se convertían en confusión y turbado embarazo.
—¡Maritzetta!
Afortunadamente uno de los silleros le interrumpió:
—Decid, señor, ¿queréis la silla?
Richard le dio una moneda y se dirigió nuevamente a Maritza y Anzoletta.
—No lo comprendo —dijo Maritza—. Nos dijeron que habíais muerto. El
capitán Anzolo Ruzzini nos escribió que moristeis en los Pozzi. No puedo
creer que seáis vos… aquí… —Su voz se volvió algo fría—. Un gran señor.
¡Míster Hammond! No sabíamos nada de vos… ¿Cómo…?
Los transeúntes les zarandeaban. Era imposible hablar en el estrecho paso
de peatones. Afortunadamente la entrada de una posada, la «Fountain», bien
conocida en el Strand, no estaba sino a unas doce varas.
—Ya os contaré, madonna. ¡Qué alegría veros y también a la
Sior’Amia!… Che gioia!… Entremos aquí.
Tomó del brazo a Maritza y la guió a través del pórtico que conducía al
patio de la posada. Las miró de reojo y notó la firme expresión de la
muchacha y la pensativa Anzoletta, y, por ello, temió la conversación que
seguiría.
Una vez en la posada, pidió una habitación reservada y una botella de
vino. Por fin estuvieron sentados a una pequeña mesa.
—Pero, cara —dijo, tratando de ganar tiempo—, ¿cómo os encontráis en
Londres?
—Es muy natural —dijo ella, sin darle importancia—. Escribí al sior
Caretti, que habló de mí a míster Garrick. El próximo invierno bailaré en el
teatro Drury Lane.
—¿Su excelencia, vuestro señor padre, se encuentra también en Londres?
Ella asintió.
—Espero que esté bien.
—Está muy bien, gracias.
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Anzoletta la interrumpió bruscamente. Su dialecto veneciano evocó
felices recuerdos en Richard.
—No está bien y tú lo sabes. Tiene debilidad aquí —dijo, poniendo la
mano en el lado izquierdo del pecho—. Siente nostalgia del palazzo y de
Venecia. ¡Quién no la sentiría en esta horrible ciudad!
—¿Estáis confortablemente alojados?
—Sí —repuso Maritza.
Le llamó la atención que la curiosidad inicial de la muchacha se hubiera
desvanecido. No le apremiaba para que le contara lo sucedido, cuando él
hablaba vaciedades con elegantes frases, tratando de retardar la explicación de
lo inexplicable. Le pareció que estaba algo más madura, lo que no la hacía
ciertamente menos atractiva. Sin embargo, su rostro reflejaba las penalidades
sufridas.
—Os hubiera escrito. Pero no sabía adónde dirigir mi carta —empezó
diciendo—. Cuando la galera regresó de Dalmacia, ya habíais abandonado
Venecia. Ignoraba dónde os encontrabais.
—El doctor Goldoni lo sabía —murmuró ella.
—Quizá sí, pero no me era posible comunicar con él. Estaba oficialmente
muerto y no hubiera sido prudente…
—Contadnos lo sucedido —le interrumpió Anzoletta—. La última vez
que os vimos fue en la prisión antes de que os mandaran a galeras. Después
nada supimos de vos hasta que recibimos la carta del capitán Ruzzini, en
Bolonia. ¡A nuestras penalidades hubimos de añadir el sufrimiento que nos
produjo el anuncio de vuestra muerte! Pero, a pesar de ello, nos consolábamos
pensando que ésta era preferible a las galeras. Pudimos habernos ahorrado
muchas lágrimas, fio mio.
Richard inició su relato. Cuando acabó de hablar, estaba seguro de que no
hubiera sido posible contar su historia de mejor manera.
Le escucharon absortas. Desde luego, Maritza habría de comprender los
motivos que le impulsaron a actuar de aquel modo. Aliviado, apuró la copa de
vino y la dejó sobre la mesa.
—Ya veis, pues, que mi salvación fue ciertamente debida a un milagro.
Cada vez que recuerdo las galeras, doy gracias a Dios y a lord Marny por
haberme librado de ellas. Y encontraros en Londres no ha sido menor
milagro, cara mia.
No quería dejar de ser sincero, pero el calor con que se expresaba le
costaba cierto esfuerzo. ¿Y lord Marny? ¿Y sus propios planes? Resultaba
muy poco romántico sopesar el valor de tales cosas en aquellos instantes, pero
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no pudo menos que darse cuenta de ello. Quizá, inconscientemente, una
sombra de sus pensamientos afloró al dirigirse nuevamente a ella.
—Carissima mia!
—¡No finjáis! —exclamó la muchacha, mirándole con expresión firme y
sincera.
No; no le había comprendido a pesar del esfuerzo efectuado para
explicárselo. Su mirada era franca y veía en ella que la había desilusionado.
—¿Fingir…?
—Sí. —Su voz temblaba ligeramente—. Aquella noche en el casino nos
prometimos. Debíamos guardarnos fidelidad mutua, o, por lo menos, así lo
creí yo.
—Ma certo! — dijo Richard—. Claro que sí.
—Las galeras no significaron nada para mí, Richard. Os hubiera esperado
siempre. ¿No os contó el capitán Ruzzini cómo fui a visitarle?
—Sí. Nunca podré agradeceros…
—No necesito agradecimientos. Quiero que sepáis lo que sentía. Suponed
por un momento que yo hubiera sido liberada de la cárcel. ¿No hubiera acaso
tratado de encontraros antes que a nadie, de daros noticias mías?
—Ya os he explicado la razón por la cual no me fue posible, Maritzetta.
—No comprendo esa razón. Hace meses que residís en Inglaterra. Podíais
haber escrito… —Repentinamente el tono de su voz cambió—. Pero quizá
escribisteis. ¡Oh, Richard, cuánto lamento lo que os he dicho!
Estuvo tentado de mentir.
—No, no os escribí.
—¿Por qué?
—Por diversas razones. —Le enfadaba saber que no podía ser disculpado
y no quería someterse a un interrogatorio—. Pero no me comprenderíais.
—¿Eso creéis? —Se enfadó a la par que él—. Dejad que os demuestre que
comprendo. ¿Diversas razones, decís? Sólo hay una, y es que queréis lo que
lord Marny os ha dado; siempre lo habéis querido, desde el día que os conocí.
Queréis ser un gran caballero, representar un importante papel. Ahora lo
tenéis y nada debe interponerse en vuestro camino. Ésta es la razón.
—Sois muy dura para conmigo —dijo él, apartando su silla de la mesa.
—Sí, a veces la verdad es dura, pero no por ello es menos verdad. ¿Me
creéis ciega? Me doy cuenta de lo embarazado que os encontráis al ver que
Maritza Venier resurge ante vos. No encajo en vuestros planes. No soy
aceptable para lord Marny.
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Cada una de las palabras, al dar en el blanco, le irritaba más y más. Como
había dicho, la verdad no dejaba de ser verdad, pero le faltaba aquella
comprensión que él esperaba de ella.
—Si queréis considerarme un individuo complaciente e hipócrita, estáis
en vuestro derecho —repuso fríamente—. ¿Sugerís que intento evadir mi
compromiso con vos…?
—¿Sugerir? —le interrumpió Maritza—. Detesto las sugestiones. Claro
que queréis evadirlo. O quizá preferís olvidarlo.
—¿Me consideráis, pues, un villano?
Anzoletta puso la mano encima de la de Maritza.
—Eh, via, cara ti! No sientes ni la mitad de lo que estás diciendo.
Iba a replicarle mordazmente, pero se contuvo.
—No, Richard; no os creo un villano. Pero sedme franco. Admitid que
habéis cambiado de manera de pensar. Nada hay de deshonroso en ello.
—No he cambiado —repuso él.
Maritza se puso en pie y, tomando la capa que había colocado en el
respaldo de la silla, se la echó a los hombros.
—Pues yo sí. No quiero que hagáis sacrificio alguno por mi cuenta, ni que
seáis condescendiente conmigo. Lord Marny no debe preocuparse.
La miraba, también enfadado e inflexible.
—¿Quién ha hablado de sacrificios y condescendencias? —dijo él
airadamente—. Yo, no. Llegáis, sin fundamento alguno, a conclusiones
gratuitas y me culpáis por ellas. Si creéis que he cambiado, señora, considerad
vuestra propia actitud. Antes erais de otra manera. Espero que en el futuro…
—¿En el futuro? —le interrumpió—. ¿Qué futuro? Estáis libre de mí y yo
lo estoy de vos. Vamos, Anzoletta.
—¡Niños! —exclamó la mujer, mirando de uno a otro—. Fia mia…
—Tasé —replicó Maritza—. Ya hemos hablado bastante. Dejemos a Mr.
Hammond que piense en su futuro.
Richard se dio vagamente cuenta del porte altivo de Maritza al pasar ésta
por su lado.
XXXII
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hubiera ocurrido omitir aquellas demostraciones de opulencia y dignidad que
impresionan a la gente.
Viajaba como otros nobles eminentes. Seis caballos, con tres postillones,
arrastraban su magnífica carroza dorada, en cuyas puertas aparecía el escudo
de su casa. Dos lacayos permanecían de pie en la parte posterior del vehículo,
mientras otros varios, armados, le daban escolta. Esto no sólo hacía que fuera
tratado con la debida deferencia en el camino, sino que al propio tiempo le
servía de defensa. Dispondría de las mejores habitaciones en las posadas y no
debería temer a los salteadores.
Después de unos minutos de ajetreo en la fría mañana, cargando los
equipajes, todo estuvo listo para el viaje. Los cascos de los caballos
golpeaban el pavimento, rechinaba el cuero de los arneses y los mozos daban
los últimos toques. El estribo de la carroza fue bajado, y Marny, seguido de
Richard, montó, mientras los lacayos permanecían erguidos. Recogiose el
estribo, se cerró la puerta y los lacayos se colocaron en los puestos que debían
ocupar durante el viaje. La jornada empezó.
Desde Hyde Park Corner, que en aquellos tiempos constituía el límite
occidental de Londres, había ciento cinco millas hasta Bath. Para cubrir tal
distancia, se necesitaban dos días de viaje, a menos que a uno no le importara
llegar avanzada la noche. Marny recordaba cuando se precisaban tres días, por
fangosas carreteras, a un máximo de tres millas por hora. El arreglo de las
carreteras había hecho posible viajar en mucho menos tiempo. Incluso en
algunos puntos se podía correr a ocho y hasta diez millas.
Tal velocidad era imposible de obtener durante la primera parte del viaje
entre Hyde Park y los pueblos de Knightsbridge y Kensington. En dicho
trayecto, los coches saltaban de hoyo en hoyo en la encenagada carretera,
construida en lo que fueran las principales defensas de Londres. Los lacayos
permanecían alertos por cuanto aquel distrito casi igualaba a Hounslow Heath
como antro de ladrones. Los caballos se esforzaban y la carroza sin muelles,
suspendida en tiras de cuero, saltaba y oscilaba.
—No puedo reprocharte la solemnidad de tu expresión —dijo Marny a
Richard, observándole por el rabillo del ojo—. Pero, como el purgatorio, ese
ajetreo no es eterno. Al llegar a Hammersmith, la carretera es mejor. Espero
que hayas desayunado algo antes de salir. No es conveniente viajar con el
estómago vacío.
Richard aseguró a su padre que Briggs, su criado, se había preocupado de
prepararle el desayuno, tras lo cual hizo un esfuerzo para aparentar mejor
disposición de ánimo. No quería hurgar en la melancolía que le había
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invadido después de su discusión del día anterior con Maritza. La ira o, mejor
dicho, la autojustificación que encontraba en la ira le daba la razón en una
disputa que, naturalmente, no había comunicado a nadie. Pasó la mayor parte
de la noche argumentando en su propio favor.
El conde estaba muy animado aquella mañana, y no se fijó en la tristeza
de su hijo. La noche anterior había ganado una fuerte suma a un joven
virginiano de la familia Fairfax, jugando a las cartas en White’s,
enriqueciéndose en dos mil acres de tierra y cien negros en algún lugar a lo
largo del río James, cuya situación ignoraba.
Richard se asombró ante lo fuerte de las apuestas.
—Demasiado fuertes —asintió Marny—, pero no fuera de los límites
acostumbrados en White’s. He visto cómo más de una hacienda cambiaba de
manos. Mi oponente estaba excitado y no tuve más remedio que aceptar su
envite. En realidad, yo pude haber perdido veinte mil libras y dudo si la
propiedad que le gané tiene tal valor. Ahora debo o bien vender la finca o
administrarla. —Sonrió al proseguir—. ¿Y si te cediera las tierras y el
problema que me crean? Puede ser que lo haga si continúas complaciéndome.
Ya lo pensaré.
Richard murmuró algo, pero pensaba en Mr. Fairfax, y preguntó cuánto le
habría afectado la pérdida.
Los ojos oscuros del conde, que se habían ablandado por un instante,
recobraron su dureza.
—No lo sé, pero si un hombre arriesga más de lo que puede perder, ya sea
en la mesa de juego o en la vida, debe aceptar las consecuencias de sus
propios actos. Ha de demostrar ser hombre o saltarse la tapa de los sesos. Si
se decide por lo último, habrá un tonto menos. En este mundo hay que nadar o
ahogarse. No siento compasión por los cobardes.
Con un tirón final, los caballos arrastraron la carroza a la mejor
pavimentada carretera, en las afueras de Hammersmith, y cruzaron
gallardamente frente a la posada «Red Cow» con sus vastos establos. En
aquel lugar empezaba la animación del camino, pues la hospedería señalaba el
fin de la primera etapa y facilitaba caballos de refresco a las diligencias que se
dirigían a Bath, Bristol, Wells, Bridgewater y Exeter.
Lord Marny, que no perdía oportunidad de mejorar el conocimiento de
Richard acerca de las cosas de Inglaterra, empezó a hablarle de los lugares,
costumbres y gentes, que cruzaban en su viaje. Era ameno en su conversación
y Richard le escuchaba atento.
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Por ejemplo, aquel pueblo más allá de Hammersmith era Turnham Green,
donde las tropas del rey y las de Cromwell trabaron combate hacía ya más de
cien años, en cuya batalla el bisabuelo de Marny fue dejado por muerto. En
aquella hospedería, llamada «Old Pack Horsen», el Barón Negro en persona,
junto con sir George Barclay y otros jacobitas, planearon vanamente la
muerte de Guillermo III en 1696.
—Desde Francia, el rey exiliado, Jacobo Estuardo, les encargó de ello,
pero la mayor parte de los conspiradores fueron apresados y seis de ellos
murieron en la horca. Tu abuelo, que entonces era joven y todavía permanecía
soltero, se salvó gracias a su buena suerte y a su buen caballo pasó varios
años en el extranjero y no fue perdonado sino cuando la reina Ana ascendió al
trono en el año 1702. Es raro —prosiguió el conde— cómo unos príncipes tan
derrochadores como los Estuardo podían inspirar tal devoción. Los
Hammond, para no mencionar sino nuestra familia, les dieron sus vidas, sus
esposas y sus fortunas en este mundo, y sus almas inmortales en el otro, por
cuanto no tengo la menor duda de que les acompañaron al infierno.
Afortunadamente nací demasiado tarde para participar en tales locuras. —
Hizo una ligera pausa—. Sin embargo, puedo comprender perfectamente la
actitud de mi padre, que era un Estuardo en todo menos en el nombre. Es
curioso el gran parecido que con él tienes.
Éste era tema de candente interés para Richard.
—¿Qué clase de hombre era, milord, si me permitís preguntarlo?
—¿Por qué no? —replicó Marny sonriendo—. Pero a fe de caballero, que
casi no sé cómo contestarte. Poseía todas las cualidades que gustan a la
juventud: alegría, humor, osadía y cordialidad. Murió mientras yo era un niño
y guardo de él mejor recuerdo, que quizá se traduce en mi cariño por ti. Sin
embargo, tales sentimientos no deben nunca interferirse con nuestro buen
juicio. Contemplando fríamente el pasado, es imposible dejar de admitir que,
como todos los Estuardo, era bribón, infiel, voluble, lujurioso y sanguinario.
A pesar de sus buenas cualidades, espero que tu parecido sea únicamente
físico.
Infiel y voluble. Al examinar su propio modo de ser, especialmente
después del rompimiento con Maritza, Richard vio que tenía demasiadas
cosas en común con su abuelo, para no defraudar las esperanzas del conde.
—¿Creéis en la ley de la herencia, milord?
—Sí y no —replicó Marny, aspirando un polvo de rapé—. Creo en ella en
la misma forma que creo en una baraja, con la diferencia de que no hay sino
una de éstas, mientras nuestros antepasados son múltiples. Por ejemplo, yo he
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heredado la tez oscura de los Estuardo, pero en lo demás me parezco a mi
madre, que era fría, práctica y metódica. Como ves, la naturaleza distribuye
los naipes y de ello puede resultar cualquier combinación. —Hizo una pausa y
señaló por la ventanilla—. Ya hemos llegado a Hounslow Heath.
El hedor a carroña fue más explícito que las palabras de Marny. Cerca de
ellos, en la desolada campiña, se alzaba un cadalso del cual pendían los
ennegrecidos restos de un hombre. Más allá, destacándose contra el cielo, se
veía otra horca que sostenía un cuerpo tan delgado que el viento lo hacía
oscilar. A medida que la carroza avanzaba, otras horcas aparecieron, más
frecuentes que los mojones del camino. Richard no había visto jamás un
territorio más desolado que aquél, con tan terribles visiones en un nublado día
de otoño. Hasta donde la vista alcanzaba, no se divisaba otra cosa que matas
de tojo, juncos que sobresalían de los pantanos y feos montículos de tierra
cubiertos de lozana hierba.
En aquel lugar, a pesar de las horcas y los pelotones de gente armada, los
salteadores de caminos seguían ejerciendo sus malas artes, generación tras
generación. Moll Cutpurse había despojado de su dinero a los viandantes en
aquellos parajes. Cien años atrás, el gran Duval, al mando de su escuadrón,
detuvo a más de un famoso salteador. Más recientemente, Dick Turpin había
también operado allí. El doctor Shelton, al cambiar el escalpelo por la pistola,
encontró allí su adecuado campo de acción. Mientras ascendían el repecho,
lord Marny mencionó los nombres de Harry Simms «el caballero», John
Everett, Tom Lyrnpus y muchos otros, de los más conocidos bandidos del
país. Incluso abrigaba la sospecha de que su propio padre, el Barón Negro,
había actuado en aquellos caminos en su juventud, cuando las deudas
contraídas eran demasiado grandes.
Se detuvieron en Cranford para almorzar en la posada de «Berkeley
Arms». Richard, no acostumbrado todavía a las zalemas de los posaderos y
con el recuerdo de las galeras demasiado reciente, pudo darse cuenta otra vez
de las ventajas de la grandeza.
Uno de los lacayos se adelantó a la carroza para prevenir al mesonero de
la llegada de su amo. Todo estaba ya preparado, desde el posadero, que hacía
reverencias al descender los viajeros, a la mesa para dos personas en la mejor
habitación. Los demás viajeros podían esperar, incluso un «nabab» indio,
cuyo elegante coche quedó empequeñecido por la carroza del conde. Aquel
lugar pertenecía a Marny. Todos quedaron contemplando cómo él y Richard
penetraban en la hospedería, admirando su porte y los elegantes vestidos a la
moda de Londres.
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El camino no era para Richard aquel día una sucesión de pueblos, cada
uno con su posada y su cárcel, sus cepos y postes a los cuales se amarraba a
quienes iban a ser azotados, ni tampoco un capítulo del pasado y presente de
Inglaterra, sino más bien una interpretación de la vida por lord Marny, a la
que debía adaptarse.
Se detuvieron casi exactamente a mitad de camino entre Londres y Bath,
en la posada «Pelican», cerca de Newbury, para pasar la noche. Era una
excelente hospedería, cuyos precios estaban de acuerdo con su rango.
A pesar de encontrarse a cincuenta millas de su lugar de destino y de que
quedara aún por recorrer la peor parte de la ruta, uno podía ya darse cuenta de
la presencia de Bath. Lujosos coches que iban o regresaban de aquella ciudad,
se agrupaban en el patio de la posada.
Marny se detuvo en el salón para saludar calurosamente a un joven que
vestía el uniforme de brigadier y a quien inmediatamente invitó a cenar.
Richard no entendió claramente su nombre, pero adivinó que había regresado
recientemente de América, puesto que Marny le llamó «héroe de Luisburgo».
Sus facciones eran finas y llevaba el pelo sin empolvar. Aceptó la invitación
del conde, dispuesto a brindar a su salud, saludó a Richard y siguió su
camino.
—Es un gran favorito de Pitt —dijo Marny—, pero lo creo demasiado
joven para su rango. No creo que tenga más allá de treinta años.
—No entendí bien su nombre, milord.
—James Wolfe —aclaró Marny—. Se portó heroicamente en el Canadá el
verano pasado, como lugarteniente del general Amherst.
La cena fue muy interesante. Durante ella se pudo observar un mundo
muy distinto del de lord Marny. Al parecer, se preparaba algo más grande que
lo que los círculos de Saint-James imaginaban. Inglaterra se acercaba al
momento crucial de su imperio y desataba su fuerza en apartados océanos y
continentes, en la India y en América. Wolfe, imaginativo y consumido por
un casi romántico ardor militar, transmitía a sus oyentes algo de aquellas
lejanías y del futuro que se avecinaba. Era todavía lo bastante joven como
para soñar, y sus ardientes palabras encontraron un favorable eco en Richard.
Marny, con su habitual cortesía, cuidaba de que su vaso permaneciera
siempre lleno y le animaba a hablar. A medida que transcurría la velada,
Wolfe se apasionaba más y más. En cierto momento, dirigiose a Richard.
—Me maravilla, Hammond, que un hombre como vos, bien constituido y
con sangre en las venas, se contente con permanecer en Inglaterra diciendo
galanterías a las señoras, mientras en ultramar se escriben jirones de historia.
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¿Por qué no compráis un cargo en el ejército? Si queréis un puesto de
portaestandarte o de teniente a mis órdenes, haré que os sea concedido
inmediatamente. Por Dios, que no tardaríais en entrar en acción.
—Mr. Hammond no tiene la menor intención de mariposear en Inglaterra
—intervino Marny, con cierta frialdad en la voz—. Se le ofrece un puesto en
el extranjero. ¿Creéis, acaso, que es solamente en América donde se escribe la
historia? Si así pensáis, permitid que no esté de acuerdo con vos. ¿En qué
parte de la tierra, señor, no se escribe la historia?
—Vuestro reproche es justo, milord —repuso Wolfe sonrojándose—. Os
pido perdón, señor, como también a Mr. Hammond. Quizá hablé algo
apasionadamente, por la devoción que siento por mi cargo.
—Ello os honra —le interrumpió Marny, levantando su vaso—. Tal
devoción no es muy corriente, señor, y a la vuestra debe Inglaterra la victoria
de Luisburgo. Permitidme, pues, que con sincera admiración beba a vuestra
salud.
Una vez terminado el ponche y habiéndose retirado el general, Marny
bostezó.
—Es un hombre muy apasionado —comentó—. Quiero que conozcas a
gente de todas clases, Richard, para que aprendas a utilizar tanto sus talentos
como sus debilidades. Los hombres serán las herramientas de tu carrera. Sin
embargo, espero que sabrás evitar entusiasmarte demasiado. Es una
enfermedad fatal.
Lo que Marny decía era verdad, pero Richard contestó con un suspiro.
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XXXIII
N ada más casual que paseando al día siguiente con Richard por la
elegante North Parade y deteniéndose a saludar a algún amigo, Marny
se encontrara con la condesa Des Landes, que paseaba, a su vez, con lady
Mary Coke y Mr. George Selwyn. Naturalmente, nadie podría sospechar que
la noche antes el conde había visitado a Amélie para arreglar los detalles del
encuentro.
—Y permitid que os presente —dijo después de los cumplidos de
costumbre a mi joven amigo Mr. Hammond, que recientemente…
Se detuvo extrañado al ver la expresión de asombro de Richard y la
condesa.
—Gran’Dio! — exclamó ella, hablando en italiano—. ¿Estoy soñando?
¿Es posible? Il cavaliere di Spirito? ¿Villa Bagnoli? Ma, che roba é Questa!
—Vossioria! —exclamó Richard—. Contessina!
—Parecéis conoceros —dijo Marny, aclarándose la garganta. Le costó un
esfuerzo no dejar traslucir su alarma, por cuanto alarmante era en realidad que
en el momento en que se preparaba a presentar a su hijo a la buena sociedad,
tropezara de buenas a primeras con una persona que le hubiera conocido
cuando su pasado no era ciertamente muy brillante—. No tenía la menor idea
de que vuestra señoría…
La condesa no estaba menos sorprendida que el conde, aunque su sorpresa
fuera más agradable.
Parecía increíble que el aristócrata, a quien debía hechizar con sus
encantos, fuera nada menos que el atractivo actor con quien coqueteó en el
Brenta.
—¡Conocernos! —repuso ella, hablando ya en inglés—. Somos íntimos
amigos, milord. Tuve el placer de tomar parte en una función teatral con el
signor… con Mr. Hammond el año pasado en la residencia veraniega del
conde Widiman, cerca de Venecia. Creo recordar que vos interpretasteis el
papel de conde Roberto, y yo el de donna Florida. Pero explicadme cómo es
posible que… —a punto de cometer una indiscreción, su tacto la salvó—
tenga el placer de encontraros en Inglaterra.
Richard, recobrado ya de su sorpresa y dándose cuenta del peligro de una
palabra a destiempo, contestó significativamente:
—Mis planes acerca de Inglaterra no estaban formados todavía entonces,
señora. Además, me parece recordar que tampoco vos hablasteis de este país.
Amélie adivinó lo que él no decía claramente, y repuso con gran tacto:
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—De todas formas, sed bienvenido a Bath, señor. Lady Marny, debemos
tomar a Mr. Hammond bajo nuestra protección. Hemos de paseamos con él
por toda la ciudad. Es un galante caballero. Recuerdo que habla francés
perfectamente. Vuestro brazo, señor —dijo, dirigiéndose a Richard—. Nous
avons tant á nous dire.
Precediendo al resto del grupo, ella y Richard se mezclaron con los demás
paseantes de North Parade. El agradable sonido de su lengua materna se
destacó sobre las voces inglesas.
—Su francés es perfecto, milord —observó Mr. Selwyn, que seguía tras
ellos con Marny y lady Coke—. Me ha causado una magnífica impresión.
—Su madre era francesa, señor, y ha vivido muchos años en el continente.
Aunque algo desconcertado, Marny sintió cierto alivio. Como nunca había
animado a Richard a que le hablara de su vida en Venecia, que era mejor
olvidar, no había oído hablar de Villa Bagnoli ni sabía lo ocurrido allí. Pero, a
juzgar por las palabras de la condesa, Richard se había distinguido de alguna
forma. Reflexionó que ello hubo de ocurrir antes del degradante episodio de
las galeras y que Amélie des Landes, que pasó el año anterior en Francia,
debía ignorar tan desgraciado suceso. Richard no sería tan tonto como para
hablar de ello. La absurda coincidencia de su encuentro no causó tanto daño
que unas hábiles explicaciones dadas a Amélie no pudieran remediarlo.
Marny podía contar con su discreción y ella parecía muy bien dispuesta hacia
Richard.
Afortunadamente, el conde no podía oír las palabras de la condesa cuando
se reclinaba ligeramente en Richard.
—¿Sabéis, mon ami, quién se halla aquí y estará encantado de veros? Mon
Dieu, que c’est bizarre! ¡Los tres reunidos en Bath! Adivinad.
—No tengo la menor idea, madame —repuso Richard cautamente—. ¿De
quién habláis?
—De don Claudio, vuestro gran amigo monsieur Tromba. Pero, por el
amor de Dios, no le llaméis así. Ahora es el marqués de Corleone.
—Tema cierta noción.
Amélie recordó la charla que días antes sostuviera con Tromba y se
preguntó por qué había omitido hablar del joven que ambos conocieron en
Villa Bagnoli. Hubiera sido natural mencionarle. ¿Por qué daba lord Marny la
impresión de que Richard había sido educado en Francia a sus expensas y
bajo su dirección? ¿Educado? ¡Tonterías! Recordó entonces que Richard
formaba parte de la orquesta del conde Widiman y que trabajaba
ocasionalmente como actor, bajo la protección de Goldoni. Después recordó
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que Marny fue en embajada a Venecia durante la primavera pasada. ¡Eso lo
explicaba todo! El conde había decidido reconocer finalmente a su hijo y,
naturalmente, no quería que se conociera su pasado. Amélie se acercaba
intuitivamente a la verdad. Pero ¿por qué había callado Tromba?
—Mon cher —prosiguió Amélie—, pronto veréis al caballero, o, mejor
dicho, al marqués. —Apoyó su mano enguantada en el brazo de Richard—.
Uno de los encantos de las viejas amistades es que uno sabe tanto del otro que
no se encuentra nunca en inferioridad. Si le saludáis como Corleone, él sería
un tonto de olvidar que sois míster Hammond.
Richard entendió el significado de sus palabras.
—Sois adorable, señora. Tenéis razón. Pero ¿no se siente en inferioridad
ante vos?
—¡Oh! —exclamó la dama—. Si yo divulgara todo cuanto sé acerca de
mis amigos, me quedarían muy pocos. Es más entretenido ver trabajar a
Tromba que prevenir a la gente contra él. Sabe que me divierte y cuenta con
mi discreción. —Le miró coquetonamente con el rabillo del ojo—. También
vos podéis contar con ella, Mr. Hammond.
—Quisiera contar con algo más que con eso, condesa —repuso él,
inflamándose.
Estaba en un estado de ánimo favorable a la emoción, sobre todo después
de su rompimiento con Maritza. La naturaleza aborrece tanto un vacío en el
plano físico como en el emocional. Una mujer con la mitad del encanto y la
habilidad de Amélie des Landes le hubiera encontrado favorable en su actual
estado de ánimo. Si ello era así, ¡cómo había de responder a una belleza que
había hecho latir aceleradamente su corazón y a la cual no había podido nunca
olvidar!
—¿Con algo más, mon ami? —repitió ella.
—Sí; con vuestro favor.
—¿Por qué no? —replicó, prefiriendo hablar claramente—. ¿Habéis
olvidado a donna Florida, conde Roberto? Ella estaba perdidamente
enamorada de vos.
—Solamente en la comedia de Goldoni.
—Podríamos improvisar una continuación, Mr. Hammond. —Dejó que
sus ojos y su sonrisa le encantaran—. ¿Somos acaso tan sosos que
necesitamos que el doctor Goldoni escriba nuestros papeles?
La sangre le golpeaba las sienes, pero, en vista de que se encontraban en
North Parade, prefirió conservar un tono ligero.
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—Si vuestras palabras son sinceras, no puedo aguardar a que dé principio
el próximo acto.
—¿No ha empezado ya? —preguntó ella—. Claro que sí. Hablemos del
diablo y ahí tenéis a Claudio, vuestro rival. ¡Pero ved con quién está!
Tromba era indudablemente la figura más elegante entre los elegantes del
paseo. Así como antaño descollara entre los petimetres del Brenta, descollaba
en aquellos momentos entre los de Bath. Ningún sastre inglés podía imitar la
elegancia de sus vestidos confeccionados en París. Ningún sombrero era
llevado con una inclinación tan graciosa y nadie podía imitar su porte
señorial.
La gente dejaba paso para él y la anciana señora en la silla de ruedas que
empujaba un lacayo con librea. Sus atenciones estaban dedicadas enteramente
a la dama, y no había visto a la condesa ni a Richard. Amélie se asombró al
reconocer en la dama a la madrastra de Richard, a lady Marny, tan absorta
escuchando a Tromba, que hubiera pasado por su lado sin darse cuenta de
ello, de no haber Amélie cerrado el paso al hacer una reverencia.
—Buenos días, señora. Monsieur le marquis… ¿No saludáis ya a vuestros
amigos, señor? —dijo, con cierto énfasis—. Creo que conocéis a Mr.
Hammond.
Tromba le miró con ojos asombrados, pero inmediatamente, ante la
sorpresa de lady Marny y para edificación de los presentes, atrajo a Richard
contra su pecho y le abrazó fuertemente, besándole ambas mejillas.
—¡Qué alegría, mi querido amigo! —exclamó rápidamente en italiano—.
Espero que os acordéis de di Corleone. ¡Qué alegría!
Marny, alejado solamente unos pasos, pudo apenas mantener su habitual
impasibilidad. Una vez salvado el escollo de la condesa Des Landes, la nueva
aparición presentaba otro grave problema. Tener tan mala suerte en una sola
mañana constituía un ultraje.
—¡Qué diantres! —murmuró.
—Cosas de la vida —dijo George Selwyn—. Mr. Hammond debió de ser
muy popular en el continente. Todos los extranjeros están satisfechísimos de
volverle a ver.
—No creo conocer a ese caballero —repuso Marny, examinando
expertamente a Tromba.
—Creo que se trata de un amigo de la condesa Des Landes —intervino
lady Coke—. Les he visto juntos en los Assembly Rooms.
—Se llama Di Corleone y es un genio con la baraja —añadió Selwyn—.
Perdí cincuenta guineas jugando con él anteanoche, y ello en francés, por
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cuanto casi no habla inglés.
Marny le miró interrogativamente, pero Selwyn denegó con la cabeza.
—No creo que haga trampas. Por lo que veo, lady Marny quizá os pueda
informar acerca de él.
—Creo que tenéis razón —asintió el conde—. Voy a tener que
convertirme en un Otelo. Ese hombre es demasiado guapo. ¿Ha coqueteado
milady mientras yo estaba en Londres?
Puesto que la indiferencia de Marny por su esposa, que desde su
matrimonio no había sido otra cosa que una fuente de ingresos, era
sobradamente conocida, las palabras del lord provocaron la sonrisa deseada,
después de lo cual se unieron a las personas que estaban junto a la silla.
Se hicieron las presentaciones.
—Amor mío —dijo lady Marny con su fuerte acento germano—, quiero
presentarte al marqués de Corleone. Hemos empezado a hablar esta mañana
en la Sala de Aguas, cuando yo estaba tomando mi cuarto vaso. ¿Queréis
creer que me ha aconsejado que no siga bebiéndola? Me ha explicado una
cura de vapor que se estila en Egipto y de otros remedios y elixires de los que
nunca había oído hablar. Es un hombre muy sabio, señor. Casi me ha hecho
creer que puedo recobrar la salud.
Lady Marny no padecía de otra enfermedad que el aburrimiento, pero
hubiera sido cruel sugerírselo.
—Votre serviteur, monsieur le marquis —dijo Marny en francés,
haciendo una reverencia—. ¿Sois, acaso, médico?
—No, milord —replicó Tromba con divertida y admirada altivez—. No
he estudiado a Esculapio. En cierta ocasión, su majestad el rey de las Dos
Sicilias me mandó en embajada ante el sultán y a mi regreso me detuve en El
Cairo, donde permanecí algún tiempo. Como bien sabéis, las prácticas
médicas del Este son muy poco conocidas en Europa. Soy naturalmente
curioso y asimilé algo de la ciencia de un sabio hakim, que he utilizado con
buenos resultados en ciertas ocasiones.
—Muy interesante —dijo Marny.
—¿No os parece casual, milord, que el marqués conozca a Richard? —
preguntó su esposa.
—¿Por qué casual, señora? —observó Tromba rápidamente—. La
condesa Des Landes sabe tan bien como yo cuántas personas de la nobleza
conocieron a Mr. Hammond el verano del año pasado en el Brenta, y se
honraron con su amistad. Debo admitir que fuimos muy buenos amigos, y que
llegué a considerarle como un hermano menor, complaciéndome al
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presentarle a mis amigos venecianos. Incluso en cierta ocasión compartimos
unas habitaciones (¿recordáis, Richard?), tan grande era el número de
invitados en la residencia campestre del conde Widiman.
Aquellas palabras fueron un bálsamo para el alma del conde. Al presentar
a su hijo en Bath, no quería solamente dar la impresión de que Richard tenía
una gran experiencia en el continente, sino también que esa experiencia era la
apropiada para un Hammond y para el servicio diplomático. Las palabras
pronunciadas por Corleone y ratificadas por Amélie des Landes, en presencia
de una persona como George Selwyng, eran de gran valor para los planes de
Marny, y excedían a sus mejores esperanzas. Por la tarde se sabría por todas
partes que Richard era socialmente distinguido en el continente. Sin embargo,
no podía dejar de sentirse algo intranquilo, por cuanto sabía que la historia era
falsa a pesar de cuanto hubiera podido ocurrir en el Brenta. Podía comprender
que la condesa hablara de forma halagüeña, pero ¿qué motivos terna Corleone
para expresarse de tal manera? ¿Quién era Corleone? Lord Marny, experto
conocedor de la gente, sabía reconocer a un aventurero, a pesar de su vestido
y porte. Estaba francamente ansioso de poder hablar privadamente con
Richard. No le gustaba encontrarse en inferioridad con nadie.
Le impresionó agradablemente, sin embargo, que Richard estuviera a tono
con el marqués. Para lord Marny, la presencia de ánimo era la principal
virtud.
—Me sería imposible expresaros cuánta gratitud siento por vos,
excelencia —dijo Richard en francés—. Quien no haya merecido la
generosidad del marqués de Corleone, no puede concebir su grandeza. Milord
—agregó, dirigiéndose a Marny—, estoy en deuda con monseñor no sólo por
su condescendencia, que hizo muy agradable su estancia en el Brenta, sino
también por los favores que me siguió otorgando en Venecia. Incluso debo
agradecerles el uso de su casino para el último carnaval.
Fue un hermoso quid pro quo en correspondencia por las elogiosas frases
del marqués para con Mr. Hammond. Era incluso más que eso. Marny
empezó a comprender la intención de Richard al hablar de aquella manera.
Había sido informado acerca del episodio del casino, aunque permaneciera
ignorante acerca de la comedia representada en el teatro de la villa del conde
Widiman. La lucha causante de la condena de Richard a galeras fue sostenida
en el casino que alguien, cuyo nombre no era Corleone, le había prestado.
¡Por Dios, ya veía claro! Era un charlatán llamado Tromba, que se vio
obligado a huir de Venecia aquella misma noche. Quedaban todavía muchas
cosas por aclarar, pero Marny se encontraba en el buen camino.
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¿De modo que aquél era Tromba? Había que tratarle con gran cuidado.
Como le había sucedido a la condesa Des Landes, el conde se dio cuenta de
que Corleone tenía algo que esconder. Sin embargo, no podía
desenmascarársele sin perjudicar la futura carrera de Richard en el servicio
diplomático. Por tanto, habría de imaginar una forma de chantaje. No sabía
aún hasta qué punto habría de tolerarlo, por cuanto ello dependía de lo que
Tromba supiera acerca de la condena de Richard a galeras. Había una ligera
posibilidad de que lo ignorase.
Marny agradeció, sin que en su voz o modales apareciese reserva alguna,
las bondades que el marqués había dispensado a míster Hammond.
—Hemos de conocernos más íntimamente, señor —dijo—. Espero me
honraréis visitándome en mi casa de Pierrepont Street, para tener no sólo el
placer de dar la bienvenida al protector de mi joven pariente, sino también de
gustar de la conversación de tan distinguido viajero. Estoy seguro de que lady
Marny —pronunció el nombre de su esposa con una sonrisa— deseará
conocer los remedios ocultos que habéis tenido la bondad de recomendarle.
—Os aseguro, milord —repuso Tromba haciendo una reverencia y
sintiéndose aliviado por pisar finalmente terreno firme—, que no ansío mayor
distinción en Inglaterra que contarme entre los servidores de vuestra señoría y
de la condesa Marny.
Se pronunciaron otros cumplidos, mientras el grupo paseaba hasta el
extremo de la Parade, donde se detuvieron para considerar el programa del
día. Satisfizo mucho al conde el observar que Richard se sentía fascinado por
Amélie des Landes. Aquella parte, por lo menos, seguía un camino favorable.
Al parecer, ella y George Selwyn habían convenido con lady Huntingdon
asistir con diversos amigos a unos sermones del célebre predicador John
Wesley en una casa de Avon Street. Lady Huntingdon era persona demasiado
eminente para quedar desairada. Durante los pasados quince años había
instado a sus amigos a que acudieran a los sermones evangelistas y dado al
metodismo el poco brillo social que tenía. Mujer firme y exigente consigo
misma, estaba poseída del afán de salvar las almas ajenas, y su objetivo
principal eran los lores de Vanity Fair. De vez en cuando salvaba algún alma
del infierno. ¡Ay del pecador a quien ella hubiera arrancado la promesa de
asistir a uno de los servicios metodistas y osara quebrantar su promesa! Era
preferible aguantar el sermón que ser blanco de las iras de lady Huntingdon.
—¿Por qué no venís con nosotros? —insistió Amélie mirando
significativamente a Richard—. Cuantos más seamos, más seguros nos
sentiremos. Seguramente querréis estar con nosotros cuando Mr. Selwyn y yo
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ascendamos al cielo. Soy más susceptible a la religión que lo que podáis
creer. Hace algunos años estuve a punto de profesar en un convento. Además,
dicen que los sermones de míster Wesley no son muy largos. —Y añadió
casualmente—: Espero que después me acompañéis a mi casa, Mr.
Hammond.
Richard aceptó con una reverencia. Lady Coke declinó la invitación. Le
desagradaba lady Huntingdon y no quería tener nada que ver con sus manías.
Tromba se excusó alegando no comprender el inglés y tener apalabrada una
partida a los naipes. Lady Marny, sin embargo, se entusiasmó con la idea. Ella
adoraba a Mr. Wesley y a Mr. Whitefield. La confortaría escuchar sus
sermones. ¡Sus voces eran tan agradables y sus manos tan finas…! Prefería
una tal reunión a una representación de ópera.
—¿No nos acompañaréis, señor? —preguntó a su esposo—. El querido
Mr. Wesley y la querida lady Huntingdon se sentirían tan animados…
—¿Por qué no? —repuso Marny, con gran sorpresa de Richard—. Todo
vale la pena de ser visto o considerado por lo menos una vez. Ese individuo
está loco, naturalmente, pero su locura es muy útil. Enseña a las clases
inferiores a ser decentes y trabajadoras, y a sentirse satisfechas con lo que
tienen. No me gustan los que maldicen de la religión, pues las más de las
veces suelen ser simples fantoches. Creo que Francia podría salir ganando si
tuviera más Wesleys y menos Rousseaus. —Sonrió a Amélie con una
intención que ella comprendió bien—. Contad conmigo, señora, y yo contaré
con vos.
Una vez de regreso a su casa, Marny pidió a Richard que le hablara del
Brenta y de Tromba, lo que el joven hizo, sin dejar de mencionar nada,
excepto lo concerniente a Maritza.
—¿Dices que ese cavaliere o como se haga llamar sabía de tu parentesco
conmigo? —preguntó el conde.
—Sí. Lo supo por el doctor Goldoni.
—¿Y qué te instó a que vinieras con él a Inglaterra para explotar tal
parentesco?
—Sí.
—Te habría recibido bien. ¿Por qué no viniste?
—Por las razones que os dije en otra ocasión. Por una parte, mi madre se
oponía a ello…
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Como en cuantas ocasiones se mencionaba a Jeanne, Richard notó en su
padre cierta indecisión.
—Sí —murmuró el conde—, ciertamente. Bien… —Después de una
pausa prosiguió—: ¿Crees que Tromba sabe que fuiste condenado a galeras?
Esto es muy importante. Las palabras tienen mucha importancia para la gente
y el epíteto galeote no es muy agradable.
—Es muy probable que se enterara de ello por sus amigos en Venecia —
asintió Richard—. Quizá me había incluso considerado muerto.
—Si es así… —Marny permaneció pensativo. Unos instantes después
prosiguió—. Habremos de facilitarle una entrèe y que desplume a algunos
incautos. Quizá si le damos suficiente cuerda se ahorque a sí mismo y pudiera
ser que yo le ayudara. Entretanto, y sin ofenderle, procura no ser visto
demasiado con él. Ya que no le podemos destruir por ahora, abracémosle. Las
medias tintas son siempre perjudiciales.
—Quisiera que estuvierais libre de mí —exclamó Richard—. ¿Por qué
habéis de sentiros embarazado por mi causa? Sería más fácil…
La cara de Marny se alegró un instante.
—¡Psé! —exclamó—. Olvidas el lema de nuestra familia: Ut volo, como
yo quiero. Me arriesgaría a cualquier cosa por ti… —las palabras siguientes
fueron casi inaudibles—, hijo mío.
XXXIV
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hermana mayor de lord Chesterfield, aparecieron acompañadas de varios
pretendientes, cuya asistencia no fue muy difícil lograr, por cuanto aquella
noche no se celebraba baile alguno en la ciudad. Pero cuando lord y lady
Marny entraron, acompañados de aquel joven, vivo retrato de la impiedad del
conde, los ojos de pescado de lady Huntingdon brillaron, su pálida cara se
animó y apresurose a conducirles hasta unos asientos en la primera fila. Su
única pena era no poder presentar tal auditorio a George Whitefield, cuyos
puntos de vista teológicos consideraba más acertados que los de Wesley.
Entretanto, la parte humilde del auditorio, sentada en los bancos traseros,
se sentía halagada por la presencia de la nobleza, y daban gracias a Dios por
haber hecho a tales poderosos señores pecadores como ellos. Agudos ojos les
vigilarían durante el sermón y después habría un sinfín de comentarios y
especulaciones.
Richard pudo sentarse al lado de Amélie, que le miró como un mártir a
otro.
—¡Qué cena he tenido en casa de lady Huntingdon! —murmuró en
francés—. Religión con la sopa, religión con la carne y religión con el postre.
Mon cher, me voilà farcie de religion comme une oie de châtaignes! ¡La
pobre Amélie, que solía ser tan alegre! Ahora soy una santa. ¿Y el pobre Mr.
Selwyn? Ha perdido todo su brillante plumaje, así como yo. ¿Qué tal os gusto
en quakeresse?
Por deferencia a la ocasión, llevaba un vestido oscuro y cubría sus
cabellos con un gorro fruncido. La picante expresión de su cara pareció a
Richard más provocativa que nunca, sin colorete ni lunares. Exceptuando su
belleza, ninguna mujer tenía un aspecto más modesto en la sala. Bien fuera
por casualidad o por malicia, aquella noche llevaba un abanico que había de
ser cuidadosamente desplegado. Por un lado, representaba una tranquila
escena pastoril, pero en el reverso aparecía una damisela en un columpio,
mostrando algo más que los tobillos a un galante admirador que la impulsaba
cada vez más alto. Dejó ver dicho lado a Richard, mientras se abanicaba con
aire angelical.
—¡Burlona! —exclamó él—. ¡Hipócrita!
—¿Por qué? ¡Oh! ¿Por esto? —replica, mostrándole nuevamente la dama
del columpio—. No, mi querido Richard. De haber sido hipócrita hubiera
traído un abanico de luto con una tumba pintada. Eso hubiera sido hipocresía.
Lo de ahora no es sino un antídoto.
—¿Contra qué?
—Contra el fanatismo. ¡Callaos! Ya llega el verdugo.
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Un hombre bajo y delgado, vestido con una larga sotana negra y cuello
blanco se dirigió a la plataforma, caminando a lo largo de la habitación. Su
cabello grisáceo casi le llegaba a los hombros y terminaba en un ligero bucle.
Tomó asiento junto a un pupitre en el cual descansaba una Biblia, y aguardó
la señal para el primer himno, mientras miraba serenamente al auditorio.
—Es bastante atractivo —dijo Amélie—. ¿Os habéis fijado en sus ojos?
Richard sentía el poder penetrante de sus pupilas, claras como las de un
niño. No era fácil sostener su mirada.
Un chantre dio el tono y algunos muchachos y jovencitas entonaron un
himno con música de una popular balada escocesa, pegajoso y sentimental.
Las voces desafinaban mucho. Mirando a la izquierda, Richard observó que
su padre, sentado junto a lady Marny, escondía una sonrisa con el pañuelo, al
sonarse la nariz.
Terminó el himno. Después de una breve invocación, Wesley abrió la
Biblia. En aquel momento, la atmósfera cambió, no tanto por la penetrante
voz del predicador como por la emanación de su personalidad.
Leyó unas frases del Sermón de la Montaña. Richard las sabía solamente
en latín y, por ello, le pareció oírlas por vez primera.
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beau monde, un mundo contrario a aquello para lo cual vivían la mayor parte
de los hombres. Y segundo, y más importante, que Wesley le hablaba a él
directamente. ¿De qué trataba el sermón si no de las continuas vacilaciones de
Richard entre una cosa y otra, entre el sí y el no, entre el fin próximo y el
lejano? ¿No hablaba de su actual posición en casa de lord Marny, y de las
ambiciones a cuyo último peldaño quería llegar no importa a costa de qué?
Así lo parecía, aunque los demás asistentes se aplicarían el sermón a sí
mismos.
—… Si tu ojo no está fijo en Dios, «todo tu cuerpo está tenebroso». El
velo seguirá cubriendo tu corazón… Sí, si tu ojo no es sencillo, ni buscas las
cosas de la tierra, estará lleno de impiedad y perversidad…
Si buscas las cosas de la tierra… Amélie cerró el abanico y lo apretó tan
fuertemente que sus nudillos blanquearon, porque el predicador le hablaba
directamente. La buena lady Marny lloraba y se frotaba los ojos, consciente
de que se dirigía a ella. Y acá y acullá sonaban murmullos inarticulados.
Sin embargo, lady Huntingdon no lo creía así. Si alguien tenía ojos
sencillos era ella. Y al sentirse por encima de todo reproche, el sermón no la
afectaba sino como un tributo indirecto que se le rindiera. Tampoco se sentía
impresionado George Selwyn. El tedio le había dejado en tal estado de ánimo
que parecía un pez petrificado y se sentaba con los ojos fijos en un punto por
encima de la cabeza del predicador. Tampoco hacía la predicación mella en
lord Marny, a pesar de que pocos teman un aspecto más solemne.
Escuchaba, porque no toleraba la divagación ni en él ni en los demás, pero
las palabras de Wesley le confirmaban en su opinión de que se trataba de un
loco extravagante a quien no debió tomarse en serio.
—… Escuchad, vosotros, los que vivís en el mundo y amáis al mundo en
que vivís. Quizá seáis «muy estimados por los hombres», pero solamente sois
una «abominación a los ojos de Dios…».
Marny asintió: «Bien, bien».
—… ¿Cuánto tiempo se aferrarán vuestras almas al polvo terrenal?…
¿Cuándo aprenderéis a atesorar tesoros en el cielo, renunciando y rechazando
y aborreciendo todos los demás?
«Cuando los ríos no corran hacia el mar», pensó Marny.
—… ¿Quién impetrará a esa generación de víboras para que huyan de la
ira que se acerca? No serán ciertamente aquellos que cortejan sus favores o
teman su disgusto… Pero si hubiera un solo cristiano en la tierra, que avise,
que prevenga a esos honorables pecadores de la desesperada situación en que
se encuentran… Quizá uno entre mil tenga oídos y quiera escuchar…
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El conde no podía negar que Wesley poseía unas manos muy finas y que
sabía usarlas debidamente, cosa muy importante en un orador. Llamaría la
atención de Richard a ese respecto. Incluso él debería recordarlo cuando
pronunciara su próximo discurso en la Cámara de los Lores. Aquel gracioso y
vibrante gesto de imploración…
El sermón llegó a su punto culminante. El hombre era indudablemente
sincero y su pasión real. El auditorio respondió emocionado.
—… ¡Morirás! Volverás al polvo del cual saliste… El tiempo sigue su
curso y los años transcurren con su paso suave y silencioso… Sientes en ti
mismo tu propio decaimiento… ¿De qué te sirven en ese momento las
riquezas? ¿Harán, acaso, tu muerte más dulce? ¿Evitarán esa muerte o
retardarán el momento en que ha de producirse? ¿Pueden ellas salvar tu alma?
¿Te devuelven los años pasados? ¿Podrás llevarlas contigo al más allá? No…
El arrepentimiento se apoderaba del auditorio. Algunos sollozaban. Marny
sintió la dureza del banco en el que estaba sentado y cambió las piernas de
posición. Al mirar a Richard, se sintió vagamente intranquilo. El muchacho
permanecía con los puños apretados, absorto en el sermón. ¡Qué lástima! Era
demasiado emocional. Tal debilidad debía ser corregida. Hablaría de ello a su
aliada la condesa Des Landes. Una mujer de mundo…
Al ver el perfil de Amélie sentada al otro lado de Richard, no pudo dar
crédito a sus ojos. Unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas. ¿También
ella…? ¡Pero si no tenía más principios que una mariposa y se había siempre
vendido de una forma o de otra! En aquellos mementos vendía su patria a Pitt
sin sentir remordimiento alguno. Todo era comprensible en un plano racional,
pero no precisamente a la Wesley. Marny estaba francamente asombrado por
el cambio experimentado por la condesa. Había oído decir que la locura era
contagiosa, pero nunca hubiera creído que Amélie des Landes pudiera llorar
al oír las palabras de aquel loco.
Encogiose de hombros, volvió a mirar hacia la plataforma, y sus propios
pensamientos le consolaron. Las mujeres gustan de ser sentimentales, y están
siempre dispuestas a sollozar en la comedia o en la ópera. ¿Transformaba
quizá el llanto su naturaleza? Hasta que viera a su esposa despreciar sus joyas
no creería en la verdad de sus lágrimas acerca de los tesoros en el cielo. ¿Y
Amélie des Landes? Uno entre mil, había dicho Wesley. Marny consideraba
extravagante esta estimación. La emoción que sentía en aquellos momentos
era como la que daba el vino, que desaparecía al día siguiente.
—Por vuestra paciente labor en pro del bien encontraréis la gloria, el
honor y la inmortalidad. Por constante y celosa ejecución de buenas obras
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esperaréis la hora feliz en que el Rey diga: «Venid, benditos de mi Padre…».
Lord Marny fue el primero en felicitar al predicador.
—Ha sido un magnífico sermón, señor, que quienes lo hemos escuchado
no podremos olvidar. Vuestras palabras no podían ser más acertadas. Lo que
me gusta en vos, es que no andáis con medias tintas. Así es como se debe
hablar a las clases inferiores, en las que se me dice que vuestro trabajo está
empezando a dar fruto. Es muy agradable que ello suceda. Hay que hacerles
hincar las rodillas y enseñarles su deber para con Dios y los hombres. Rendís
un magnífico servicio al reino… ¿Aspiráis rapé?
Wesley declinó el ofrecimiento y sus ojos sostuvieron la mirada de
Marny.
—Preferiría, milord, que los trabajos de que habláis dieran mayor fruto
entre las clases elevadas.
—No dudéis que así será, señor —repuso Marny con una sonrisa—. No os
dejéis abatir. Vuestro trabajo es admirable. ¿Qué mejores frutos —añadió
haciendo una reverencia a las nobles señoras— podríais desear que tales
adornos para la Casa de la Fe? La calidad es siempre preferible a la cantidad.
—Miró a Amélie, que le volvió la espalda—. Madame —prosiguió
dirigiéndose a lady Huntingdon—, contadme entre los suscriptores para la
nueva capilla que pensáis erigir. Sin duda, también convenceréis a Mr.
Selwyn para que os dé una bonita suma, ¿verdad, Selwyn? —Se despidió de
todos—. Señoras… Mr. Wesley, soy vuestro servidor. —Ofreció el brazo a su
esposa—. Amor mío…
Pasó afable y benevolente entre los bancos de la gente humilde, que
esperaba respetuosamente de pie a que sus superiores salieran. El gran
Renacimiento proseguiría hasta regenerar a Inglaterra. A pesar de creer loca
la idea, deseó fuera fructífera, aunque hasta pensaba escribir una carta sobre
ello a su viejo amigo monsieur Voltaire.
—¡Qué buen señor! —dijo una vieja, al pasar Marny—. ¡Ojalá toda la
nobleza fuera cristiana como él! ¡Que Dios os bendiga, milord!
—Os doy las gracias, señora.
Y saliendo de la habitación, descendió las empinadas escaleras hasta la
calle, donde esperaban las sillas de mano. Aguardó unos momentos para
hablar con Richard, que seguía teniendo un aspecto muy solemne.
—¿Qué te sucede? —preguntó Marny sonriendo, una vez que Amélie des
Landes ocupó su silla—. Parece que vayas a un funeral. ¿No acompañas a una
hermosa dama hasta sus habitaciones?
—Iré pronto a casa, señor. Os desearé entonces las buenas noches.
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—No harás tal cosa —repuso el conde—. Aprovecharás esta ocasión en lo
que puedas. ¡Pronto a casa! ¡Qué tontería!
XXXV
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—¿La verdad de qué…?
—¡Oh! —repuso meneando la cabeza—. Lo que dice la Biblia, lo que
mencionó Wesley… Me hizo pensar en lo apartados que están el cielo y el
infierno.
—También a mí me hizo pensar. —Dio un paso hacia él—. Demasiado
apartados. Infinitamente alejados. Y así… —Guardó silencio durante unos
instantes—. ¿Qué ayuda…?
—Creo que habló con bastante claridad —contestó Richard.
Amélie permaneció callada y, después de una larga pausa, se sentó cerca
de él. Sus ojos, oscuros a la luz de las velas, parecían más grandes que antes.
Se sentó nerviosamente, acariciando la seda de los brazos del sillón.
Cuando habló Richard, estaba tan absorto en sus propios pensamientos
que, de momento, no pudo comprenderla.
—Corbleu! —exclamó ella amargamente—. ¡Yo no tengo la culpa de
haber sido la hija de un matrimonio que no me deseaba! ¡No me encerré
voluntariamente en un convento para rapazas de la nobleza que no sabían sino
pensar y hablar de hombres! Ni tampoco me entregué por mí misma a los
quince años a un viejo sátiro como Des Landes. ¿Pude evitar lo que sucedió
después? Contestadme a eso, monsieur Wesley. ¿Qué sería de los ojos
sencillos si solamente hubiesen conocido la corte de Versalles y sus nobles?
—Se detuvo unos instantes—. No… no quise hablar ligeramente y sin
respeto. Soy como una humilde polilla que quisiera reprochar al sol su luz.
Pero ¿por qué ha de rechazarme el sol a mí? ¿Es malo preguntar esto,
Richard?
—No lo sé. —Se alzó de hombros—. Habló como si uno pudiera cambiar,
volver a empezar…
—Sí, pero no le creo —repuso ella—. Yo sé lo que no soy capaz de hacer.
Esta noche me encuentro asustada. Es como si alguien despertara presa de
pánico, como si estuviera encerrada viva en un ataúd. Forcejearé para levantar
la tapa, pero mañana lo habré olvidado todo. Las palabras de Wesley dejarán
pronto de aturdirme. Espero ser como milord Marny, cuyo sueño no está
turbado por pesadillas. ¡Cómo se reiría de nosotros si nos oyera! —Prosiguió
hablando en otro tono—. Sois tan diferente. ¿Qué edad tenéis?
—Voy a cumplir veintiún años.
Se dio cuenta de la belleza de las manos de Amélie. Sin embargo, un
momento antes no había pensado en ella físicamente.
—Todavía sois un muchacho —exclamó la dama—. Os creía mayor.
Podéis cambiar y volver a empezar.
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—¿Tan vieja sois vos, señora?
—Prácticamente, sí. Tengo ya veinticuatro años y llevo nueve casada. La
mujer envejece pronto. Si mi hijita hubiera vivido —dijo suspirando—,
pronto sería abuela. Pero murió, creo que afortunadamente.
Sintió la ola de simpatía que la pena de una dama hermosa hace siempre
surgir en un joven de esa edad. Cubría con colores ideales algo mucho más
elemental. Amélie no era la bella y cosmopolita condesa, sino simplemente
una adorable mujer abandonada. Las emociones de aquella noche les
acercaron más íntimamente que varios meses de galantería, porque una
emoción, no importa en la forma en que sea inspirada, puede conducir
rápidamente a otra.
Pareció cerrar una puerta en su mente al hablar bruscamente a Richard.
—Decidme: ¿por qué no regresáis junto a aquella muchacha que queréis?
¿Qué importa que no encaje en los planes de lord Marny? ¿Consideráis tan
importante ocupar un puesto en ellos? Por lo menos sería un paso hacia
delante…
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó, asombrado por la referencia a Maritza—.
¿Qué muchacha?
Amélie estuvo a punto de traicionar la confianza de Marny, mencionando
la carta que había recibido, pero decidió no hacerlo.
—Aquella muchacha en la villa —repuso—; aquella que bailaba tan bien.
Me dijeron que quería dedicarse al teatro. Os gustaba mucho. ¿Cómo se
llamaba?
—Maritza Venier.
—Exactamente. ¿No la habéis vuelto a ver?
—Sí, varias veces. Nos prometimos, pero ya pasó.
—¿Por qué?
—Nos distanciamos.
Al parecer, los temores de lord Marny carecían de fundamento.
Aunque no se detuvo a pensar en ello, Amélie sintió cierta satisfacción
personal.
—¿Permanece todavía en Venecia?
—No. Se encuentra en Londres. Hace poco tiempo la vi. Ya no le
importo. —Un instante después añadió: Ni ella tampoco a mí.
Amélie supuso que el conde ignoraba dicho encuentro, pues de lo
contrario se lo hubiera indicado. Quizá se trataba sólo de una pelea de
enamorados, pero por alguna razón desconocida prefirió aceptar textualmente
las palabras de Richard.
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—¿Qué habéis querido decir con un paso hacia delante? —preguntó.
—Me refería a volver a empezar. Estábamos hablando de ello.
Richard permaneció silencioso durante unos momentos. Su conciencia,
que Wesley con su apasionada sinceridad había despertado, parecía volver a
dormirse. Las visiones evocadas por el sermón desaparecían. Para retenerlas,
había de hacerles frente y Richard encontraba demasiado grande el precio que
por ello había de pagar. No fue el primero que desechó esa especie de desafío
con un suspiro.
—Para hacer lo que Wesley dice —habló finalmente, como consigo
mismo—, ha de tenerse más fuerza de voluntad que la que yo poseo. Esta
noche comprendo lo que ha querido decir y admito que cualquier otra vida,
comparada con la que él predica, es tonta y absurda. Pero ¿qué queréis? Yo
no tengo madera de santo.
Amélie no pudo reprimir la emoción que sentía.
—Sí, nos comprendemos. ¡Cuán extraño parece! Nunca había hablado de
tal forma con nadie, ni siquiera conmigo misma. Ma foi, cuando pienso en los
demás… ¡La eterna vanidad! —Se detuvo y sonrió—. Vos todavía sois un
muchacho y podéis mostraros sincero.
No puedo deciros cuánto eso significa… —Se detuvo de nuevo, como si
hubiera hablado demasiado—. Hablabais de condenaros. ¿Por qué, Richard?
—Por vos —repuso. En el silencio que siguió levantose y se detuvo
delante del hogar, con las manos extendidas hacia el fuego—. ¡Sois tan
hermosa…!
—Me pregunto si sabéis lo que soy —dijo ella, sacudiendo la cabeza—.
Pronto lo averiguaréis, pero quizá sea ya demasiado tarde. Quiero ser sincera
con vos.
—Yo me sinceraré primero —repuso él—. ¿Sabéis lo que yo soy? ¿Dónde
creéis que me encontraba cuando lord Marny fue a Venecia? En las galeras.
¿Qué opinión tenéis de los galeotes?
—¿Las galeras? —preguntó la condesa, mirándole asombrada.
—Puedo ser un muchacho, como vos decís, pero nadie se conserva joven
en el infierno.
Ante su sorpresa, la confesión que tanto le había costado hacer, sabiendo
la infamia ligada a la palabra galérien, sólo la sorprendió. No hubo señal
alguna de repulsión.
—¡Pero, Richard! ¿Qué hicisteis para que os condenaran?
—Traté de matar a un hombre que vos conocéis: Marín Sagredo. ¡Ojalá le
hubiera matado!
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—Sentaos. —Le tomó de la mano y le llevó hasta un taburete acolchado
junto a sus pies—. Contadme lo que sucedió.
Las palabras de Wesley estaban ya muy alejadas. Los expresivos ojos de
Amélie, con su mirada intensa, dilatados por el interés que suscitaba su relato,
la curva de sus entreabiertos labios y el calor de su cuerpo que estaba tan
cerca, le teman subyugado. Ella también olvidó el sermón y la agitación
emocional que había producido buscó salida en otro sentido.
—Canaille! —exclamó refiriéndose a Sagredo. Sus ojos se llenaron de
lágrimas ante la descripción de las galeras e impulsivamente su mano se cerró
en el brazo de Richard cuando éste le contó la escena del arsenal. Preguntó
repetidamente por Maritza, indirectamente, con estudiada casualidad, pero
volviendo siempre al mismo punto. ¿Por qué no le había escrito? ¿Qué
hablaron en Londres? Él dijo que la culpable era solamente Maritza. Debía
tratarse de una muchacha fría, que terna en gran estima su propia vanidad y su
orgullo herido. Mientras que, aunque Amélie no insinuó siquiera la
comparación, en ella encontraba calor y comprensión.
Sentía celos casi sin darse cuenta. Se emocionó ante el conocimiento de
un nuevo deseo. Algo quedaba de la actitud emocional que Wesley provocara:
un sentido de soledad, un ansia de sinceridad, la insinuación de un amor
apasionado, aunque no totalmente sensual. Sus necesidades se completaban
con las de Richard.
—Ya lo sabéis todo —dijo él—, aunque ¿por qué os lo he contado?
Probablemente, Mr. Wesley es el responsable. Además, me cansa representar
el papel de Mr. Hammond. Me recuerda los viejos tiempos en Venecia,
cuando encarnaba a Arlequín, y deseaba siempre que llegara la hora de poder
quitarme la máscara. Debiera haber supuesto que la condesa Des Landes
conocería por fin a tal individuo.
—¿Queréis olvidar lo de condesa y llamarme Amélie? —repuso ella,
poniéndole nuevamente la mano en el brazo.
—Pero, señora…
—Amélie —insistió la dama.
—¿Me perdonáis, pues?
—¿Por qué?
—Por ser lo que soy.
—¡Vamos! —exclamó ella con cierto amable reproche—. Sabéis muy
bien que estáis diciendo tonterías. Debemos sernos mutuamente francos.
¡Pedir perdón! Mirad, Richard —prosiguió acercándosele—. Si vos habéis
estado en las galeras, yo estuve en el Parc aux Cerfs, la casita del rey en
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Versalles. No sé cuál de ambas esclavitudes es peor, aunque las amigas de
Luis XV son generosamente pagadas por sus servicios. Habláis también de
máscaras. ¿Qué os parece la que yo llevo entre esos respetables ingleses?
¡Lady Huntingdon! ¡Dios mío! Podría explicarle muchos horrores que ella ni
siquiera comprendería. Pero consolémonos al saber que la mayor parte de la
gente lleva máscara, incluso lady Huntingdon.
—Yo, por lo menos, me he quitado la mía ante vos —repuso Richard.
—Y yo también —admitió ella—. Seámonos mutuamente sinceros, a
pesar del papel que representemos con los demás. Comprendámonos,
lleguemos a un acuerdo. Sería algo tan nuevo y distinto… Estoy dispuesta, si
vos queréis.
—¿Dispuesta? —dijo él. Perdido en la fascinación de sus ojos y de su voz,
ansiándola con todos sus sentidos—. No sería difícil.
—Ni tampoco fácil —replicó Amélie—, por lo menos para mí. Quizá
algunas veces me avergüence de no llevar máscara. Soy muy traviesa,
Richard, o perversa, si preferís. Las almas perversas no cambian. Esto es lo
que quise decir antes. Pero prometo no mentiros nunca acerca de mí misma.
¿Estáis de acuerdo? Meditad antes de contestar.
Tomó las manos de ella entre las suyas.
—¿Qué creeríais de mí, condesa…?
—Amélie —corrigió.
—¿Qué pensaríais de mí si permaneciera sentado, meditando?
—Que sois muy sensato.
—Ya habéis dicho la primera mentirijilla.
—Sí —admitió ella—. Pero no me habéis contestado.
—¿Es necesario que lo haga? —Llevó sus manos a los labios—. ¡Sí! ¡Mil
veces sí!
—¿Y ello por mis manos? —murmuró—. El resto de mí está celoso. Pero,
esperad, esperad. Debemos brindar por nuestro acuerdo. —Richard estaba en
ascuas al levantarse ella y rozarle con los pliegues de la falda—. Eh bien,
voila! Ya no estoy agitada. ¿Recordáis la última vez que bebimos juntos?
Quisiera que este vino clarete se convirtiera en champaña.
—Será champaña —dijo él dirigiéndose hacia la mesa que Stephanie
había preparado— tan pronto toque vuestros labios.
—No os ha costado mucho averiguar mi secreto. Sí, soy una bruja, muy
cruel y artera. Quise ponerme en guardia, pero ya es demasiado tarde.
Guardaos de mis artificios.
—¿Por qué debo guardarme?
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—Monsieur Wesley podría contestaros —murmuró con voz baja y
apasionada—. Y tendría razón, mon amour perdu.
Richard la miró a través de la mesa. El sobrio vestido que tan bien le
sentara a principio de la noche, parecía en aquellos momentos un disfraz. Con
los ojos brillantes y algo sonrojada, parecía a punto de iniciar un paso de
baile.
—Olvidemos a monsieur Wesley —repuso Richard sonriendo.
—No —negó ella con la cabeza—. Le debemos el habernos conocido tal
como somos. Es el culpable de que seamos solamente Richard y Amélie.
Pauvre monsieur Wesley! Tomad parte en la suscripción, como lord Marny.
¡Deteneos! —exclamó—. Mi magia no surtió sus efectos si no bebemos en el
mismo vaso. Dádmelo… —Bebió un sorbo—. Tomad… Probadlo. No me
digáis que he fallado.
Bebió y levantó el vaso a la luz.
—¿Fallar? ¿Cómo podréis nunca fallar? Por mi palabra que parece un
champaña para los dioses. ¡Qué vino tan pobre temamos en Villa Bagnoli,
comparado a éste!
—Sí —asintió ella, siguiendo la broma—. En la ocasión presente he usado
mi más fuerte encantamiento, que no sólo convirtió el clarete en champaña,
sino a Richard Hammond en un conocedor de vinos. Quizá incluso podríais
decirme de qué viña procede.
Bebió nuevamente, como probándolo.
—No de Francia —dijo.
—¿No? ¿De dónde, pues?
—Creo que de vuestra viña en la isla de Citerea.
—¡Richard! Me estáis cortejando… ¡Richard!
La apretó contra su pecho y sus labios permanecieron unidos largo rato,
apasionadamente.
Después ella se reclinó en sus brazos, levantando la cabeza y mirándole.
—Es cierto —dijo—. Citerea. Aquella noche en la Villa brindamos por un
viaje a Citerea. Ah, mon bien aimé, las brujas somos profetisas. Pero te diré
un secreto. Es la primera vez que amo de veras…
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permanecían en la misma silla en la que los había colocado al llegar. Por lo
visto, se había equivocado en cuanto al estado de ánimo de madame y
monsieur. La noche terminaba en la rutina habitual. Apagó bostezando las
velas de la salita y del boudoir, y se encogió de hombros ante la puerta
cerrada del dormitorio, luego se detuvo un instante junto a la jaula de
«monsieur Coco» antes de apagar la última vela. Había olvidado cubrirle con
un paño como todas las noches.
El pájaro se agitó y mordió una semilla.
—¡Arpía! —dijo.
—¡Calla! —susurró Stéphanie—. En este mundo no se puede decir
siempre lo que se piensa, petit frère. Duerme.
XXXVI
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vulgares prejuicios sociales que se sienten contra los penados, aunque sean
inocentes, o sugerir que su majestad nunca nombraría a un antiguo galeote
representante suyo en el continente, además del resentimiento que podría
guardar contra Marny por habérselo propuesto.
Nada exigió Tromba en compensación por su silencio. Cabía presumir que
el conde estaría encantado al proteger a un noble del rango de Corleone, que
había sido el benefactor de Mr. Hammod. Un hombre de la exquisita
educación del marqués, tan agradable y distinguido, no avergonzaría a lord
Marny en su propia mesa, o en los aristocráticos círculos en que pudiera
presentarle. Por el contrario, tan brillante protégé honraría a su protector.
En cuanto a chantaje, nada más doloroso que tal insinuación. Tromba no
quería estafar a Marny. Limitábase a desplumar a los amigos de éste y
arrancar un par de plumas a su esposa. Una vez que el marqués desapareciera
de Inglaterra, como habría de ocurrir algún día, el conde podría señalar a la
propia lady Marny como víctima y admitir que, por una vez, alguien superó
su astucia.
Además, Tromba no era hombre de aviesas intenciones, excepto en casos
de celos o venganza. Sentía por Richard verdadera amistad, tanto como podía
esperarse en hombre de su clase. Naturalmente, si hubiera conocido las
relaciones entre Amélie des Landes y Richard, y que éste gozaba de los
favores que a él le habían sido negados, su benevolencia no hubiera sido,
quizá, tan grande.
Estaba en magníficas relaciones con todo el mundo y la fortuna le siguió
sonriendo durante un par de semanas, gracias a la influencia de Marny. Podía
dar rienda suelta a su genio. Mundus vult decipi. El mundo quiere ser
engañado, acostumbraba a decir. En el delicado arte de la impostura
cuidadosamente planeada, podía codearse con hombres como Saint-Germain
y Cagliostro.
Se convirtió en uno de los favoritos de Bath, especialmente entre las
señoras. Brillaba en los salones de Marny, era recibido por Pitt, y abrió el
baile de la Asamblea con la exquisita lady Coventry. Era el alma de las
fiestas.
—Querida —se decía a las damas que llegaban a Bath—. Debes conocer
al marqués de Corleone. Es el hombre de quien más se habla en la ciudad, y
un buen amigo de los Marny. Es deliciosamente amable y gentil. Lástima que
sólo hable francés. Pasear solas con él es poner la virtud a prueba. No comete
ninguna imprudencia, naturalmente, pero ¡qué sensibilidad tiene! Una se
siente tentada de desmayarse por el placer de ser recibida en sus brazos.
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Dicen que ha viajado por Oriente y que sabe mucho de magia, aunque él lo
niega con una sonrisa. De todas maneras, sé que lady Marny se encuentra
mucho mejor desde que toma ciertos remedios que él le aconsejó.
Como podía esperarse, los hombres, eclipsados por Tromba, eran menos
amables. Intolerantes con los extranjeros por principio, criticaban
acerbamente la parcialidad de las damas hacia un viajero italiano, por más
marqués que fuera. Era demasiado versátil y, por tanto, se hacía sospechoso.
No les gustaban ni sus condenadas gracias ni su insolente seguridad. No
querían soportar la muda comparación de que eran objeto por parte de sus
esposas o prometidas.
Otro agravio, además, iba tomando cuerpo. No podía negarse que
Corleone era sumamente inteligente. Empezó con algunos juegos de manos,
con los que bromeó como los demás, pero que nunca explicó. Esto, unido a
sus veladas referencias al Oriente, daba la impresión de que se trataba de un
hombre para quien tales detalles carecían de importancia, y que poseía ciertos
conocimientos sobre cosas ocultas que no estaban al alcance del común de las
gentes. Además, había que considerar los preciosos elixires que habían
rejuvenecido a lady Marny y por los cuales suspiraban otras doloridas damas.
Los buenos doctores Oliver y Peirce se burlaban de ellos, pero no podían
negar la cura de la condesa de Marny, que ya no precisaba de la silla de
ruedas, ni se quejaba de jaquecas, dolores de espalda ni desarreglos
intestinales. Incluso en un baile celebrado en Lower Rooms bailó un minué
con Corleone, ante el asombro y la envidia de las otras damas de su edad.
¿Por qué, pues, no hacía el marqués público sus magníficos remedios para
consuelo de los enfermos? La contestación era sencilla e inquietante a la vez:
por su coste.
—¿Qué coste, musher di Corleone? —preguntó la rica lady Cavendish en
su detestable francés—. El coste no me importa. ¿Qué importancia tiene el
dinero ante la salud? ¿Es bueno vuestro remedio para la migraña?
—Ciertamente, señora.
—Mandadme un frasco mañana, mi querido musher. No hablemos más
del coste, aunque deba pagar por él cincuenta guineas.
—¡Ay, señora, no puedo complaceros!
—¿Por qué, nom de Diù?
—Por su precio, señora. Si yo poseyera algo más que un pequeño frasco
reservado para mi uso, os pediría que hicierais el honor de aceptarlo sin que
ello os costara nada. Pero preparar la cantidad que pedís con los ingredientes
necesarios significaría veinte veces cincuenta guineas y ello está más allá de
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mis medios. No soy mercader, milady Cavendish, y no vendo los secretos que
me han sido confiados. Madame recordará mis íntimas relaciones con los
familiares de Hammond. No podía hacer menos que compartir con milady
Marny la pequeña cantidad de elixir que poseo.
—¿Qué ingredientes son, señor? —preguntó ávidamente lady Cavendish.
—Forman parte del secreto, señora, y prefiero no hablar de ellos, aunque
sí insinuar que Cleopatra, que compartía las ciencias egipcias, los conocía,
por cuanto algo de ello nos es revelado en su práctica de disolverlas para la
delectación de Antonio. Como bien sabéis, toda piedra preciosa tiene
determinadas propiedades.
—¿Queréis decir…?
—No, señora. Debo pediros que me excuséis.
Pero lady Cavendish sufría grandes torturas con aquella migraña que no la
dejaba en paz.
Lo sucedido no se supo nunca claramente. Durante algún tiempo, su
señoría se encontró asombrosamente bien. También es cierto que después de
su muerte, cuando se inventariaron sus bienes, no se encontró un collar de
perlas y diamantes que poseía.
Pero habían pasado los años y nada pudo averiguarse. Sin embargo, ella
había sugerido a algunas de sus amistades que convencieran al marqués para
que les facilitase algunas gotas del elixir que le había administrado en privado
durante algunos días. Tenía una encantadora manera de golpear ligeramente la
frente con los dedos y hacer extraños pases con las manos delante de los ojos,
después de lo cual se sentía muy aliviada y como si despertara de un sueño
profundo.
Se rumoreó que Corleone complugo igualmente a diversas otras señoras
con parecidos resultados. Nadie en Bath había oído hablar de Franz Mesmer,
que tenía solamente veintisiete años en aquellos tiempos. Pero ni el
mesmerismo ni las enfermedades nerviosas que explotaban los charlatanes
empezaron en él.
Si eso hubiera sido todo, los escépticos caballeros se hubieran sentido
menos preocupados. Pero existía algo más. ¿Hasta qué punto eran ciertas las
dotes de adivinación del marqués, que equivalían a clarividencia e indicaban
un demasiado íntimo conocimiento de secretos de familia y asuntos privados?
Desde luego no divulgó ninguno de ellos, pero estuvo tan cerca de hacerlo
que más de un pecador pasó varias noches en vela. Si Corleone fuera un
chantajista tenía una mina de oro ante sí. ¿Qué había de verdad en ciertos
informes según los cuales hablaba con los muertos en reuniones a las cuales
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admitía sólo a unos pocos afortunados? Un ambiente de secreto y de misterio,
aparente entre ciertas viudas ricas, convirtió la curiosidad en locura y originó
rumores de todas clases. Algunas personas sostenían que la agradable casa
que el marqués había alquilado en Orchad Street era escenario de orgías
parecidas a un aquelarre. Otros, encabezados por lord Bolton, que arrancó a
golpes la confesión a su esposa, hablaban de una sociedad para mujeres,
llamadas las Sacerdotisas de Isis, dedicadas a prácticas de ocultismo bajo la
guía de Corleone. Las sospechas eran más fuertes cada día.
Podría fácilmente creerse que, estando a un lado la sólida nobleza inglesa,
y, al otro, solamente un viajero italiano, el asunto hubiera podido arreglarse
con rapidez y en forma conveniente, pero no era tan fácil. Además de contar
con el apoyo de lord Marny y el musculado Richard Hammond, había algo en
Corleone que prevenía contra la rudeza. Sus maneras eran quietas y lánguidas,
pero daba la impresión de poseer la agilidad de un tigre. Resultaba inútil
hablar de látigos a quien tenía el aspecto de empuñarlos, ni de pistolas a quien
en cierta ocasión, sonriendo, hizo blanco en la figura de un as de corazón a
una distancia de veinte pasos, ni de espadas al mejor tirador en la salle
d’armes. Podía alquilarse algunos matones. Es más, cierta noche el marqués
fue asaltado por varios de ellos al regresar de una partida de naipes, pero
fueron tan maltratados, y los dos heridos que quedaron en terreno estaban tan
deshechos, que casi no valió la pena ahorcarles.
Por lo tanto, el marqués siguió floreciendo, admirado por las mujeres y
temido por los hombres.
—Simple preparación del terreno, amigo mío —dijo confidencialmente a
Richard—. Primero se ara, después se siembra y, por fin, se recoge. La
analogía es imperfecta porque incluso en estos momentos saco buen
provecho, pero mejor será después. La reputación es primordial y la mía es
cada día mejor. Después de Bath será Londres.
—¿Hasta qué punto puede vuestra reputación expansionarse sin estallar?
—preguntó Richard, consciente de los rumores esparcidos.
—Eso es cosa que deberé averiguar —repuso Tromba—. Admito que
vuestra metáfora es bastante acertada, por cuanto, como cierto poeta dijo, la
reputación no es sino una burbuja. He formado bastantes en mi vida, grandes
y pequeñas, pero, con algo de suerte, la actual será la mayor. —Encogió los
labios como si soplara y con las manos indicó el tamaño—. Más coloreada y
grandiosa. Lo importante es que las arrojo y no permito que me estallen en la
mano. —Hizo una ligera pausa y prosiguió—: ¡Cuán ruin es la gente! En
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lugar de considerarme como lo que en realidad soy, un benefactor, murmuran
de mí y me persiguen.
Debe admitirse, aunque ello redunde en descrédito de Richard, que
Tromba le divertía en lugar de repelerle. A pesar de sus culpas, la influencia
que sobre él ejercía en Venecia no había desaparecido.
—¡Benefactor! —murmuró Richard.
—¿Por qué no? —repuso Tromba—. ¿No curo las enfermedades, no doy
nueva vida a los viejos, consuelo a los afligidos y disipo el aburrimiento de
mil distintas maneras? ¿No es ello digno de encomio? Naturalmente que sí.
¿Y qué pago se me da por ello? Maldiciones, malevolencia y, al final, tiranía.
¡Es demasiado!
Se encontraban en la sala de billar de la casa de Orchard Street y el
marqués, tomando un taco, hizo una difícil carambola.
—Sí —asintió Richard—. Es una vergüenza que la gente no guste de
dejarse desplumar.
—Decid mejor. —Tromba estudió cuidadosamente la próxima jugada—
que no quiere pagar lo que se le da. ¿No merezco, acaso, recompensa alguna?
No sólo la espero, sino que la quiero.
Siguió jugando al billar.
Richard tenía una noción general de los desaprensivos métodos de su
amigo. Sabía que las visiones de los muertos, las voces de los espíritus y otras
cosas por el estilo en habitaciones oscuras y silenciosas no era sino el
resultado de una perfecta combinación de espejos, linternas mágicas y
ventrilocuismo, junto con una sabiamente dosificada superstición inculcada
previamente por Tromba. Se daba cuenta también de que el marqués obtenía
sus éxitos de adivinación y clarividencia mediante un hábil conocimiento del
carácter ajeno, mezclada con informaciones obtenidas de diversas maneras.
Pero las curas médicas, dejando aparte el elixir que Richard sabía que no era
otra cosa que un fuerte y perfumado licor, resultaban realmente intrigantes.
Tromba, muy comunicativo en los demás aspectos, guardaba en éste decidido
silencio.
—Mi querido Richard —decía—, en mi negocio existen trucos que
pueden hacerse sin que se adivine cómo han sido llevados a cabo, y otros que
ciertas personas pueden realizar también. Hace bastante tiempo descubrí que,
si miraba fija e intensamente a cierta muchacha a la que estaba cortejando, mi
mirada ejercía un efecto parecido al de la serpiente sobre el pajarillo. Estando
despierta, parecía dormida. Podía inculcarle ideas que después recordaba.
Desde entonces he utilizado este sistema con distintos fines. La mayor parte
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de nuestras enfermedades son imaginarías. Asegurad a una mujer en estado
hipnótico, que se encuentra bien, y cuando despierte nada le aquejará. —
Suspiró—. ¡Si esos poderes los pudiera utilizar en todas las cosas! Hace poco
los ensayé en la adorable condesa Des Landes y me preguntó si me sentía
enfermo. ¿Qué te parece?
Richard no alcanzaba a comprender las palabras de Tromba y creía natural
el deseo de éste al guardar para sí algunos de sus secretos.
Sin embargo, había algo respecto a lo cual el aventurero no podía ofrecer
explicación alguna y que parecía extrañarle tanto como a los demás. Salió a
relucir cierta noche en que el marqués y Richard acompañaron a la condesa
Des Landes desde los Assembly Rooms a su casa. Amélie, que era el
escepticismo personificado respecto a los poderes mágicos de Tromba,
bromeaba acerca ellos, cuando Tromba sacó un estuche de cuero del bolsillo y
se lo entregó con una reverencia.
—¿Qué os parece esto, bella señora?
El estuche, de unas seis pulgadas de lado, tenía algunos signos
cabalísticos grabados en él. De no haber sido par ellos, hubiera parecido el
estuche de un collar.
—¿Un regalo para mí? —preguntó, excitada—. ¡Querido Marcello!
—Si lo deseáis, señora.
—Seguramente se trata de algunos de vuestros falsos brillantes más
hermosos que los verdaderos.
—No, no son brillantes.
Abrió el estuche y su rostro no reveló emoción alguna. Contenía un disco
de metal.
—¡Un espejo! —exclamó desilusionada, alzándolo hasta la cara—. Y no
muy bueno, además. No puedo verme en él.
—Acercadlo a la luz, señora, y miradlo fijamente unos instantes. Quizá
veáis algo, quizá no. Con toda franqueza, yo nunca he visto nada, pero otros
sí. No comprendo sus propiedades. No sé lo que veréis. ¿Queréis probar?
—Naturalmente. Me encantan vuestros pequeños trucos, Marcello.
—Si es algún truco, puedo aseguraros por mi honor, señora que será tan
vuestro como mío.
—¡Mixtificador! —dijo ella, riendo, y, acercando el disco a una vela,
siguió las instrucciones de Tromba.
—No veo nada —dijo, encogiéndose de hombros—. Me molesta a la
vista.
—Por favor, mirad un momento más.
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—Nada… esperad… sí… sapristi! —Si fingía, lo hacía con gran
habilidad. La expresión de su cara se volvió más intensa. Dejó escapar un
gritito y el disco cayó al suelo—. Richard…
Medio desmayada, la condujo hasta un diván. Estaba pálida y parecía
hacer un violento esfuerzo para no perder el sentido.
—Mon flacon… —murmuró.
Tromba encontró el pequeño frasco de sales en la bolsa de su pañuelo y lo
sostuvo debajo de su nariz. Gradualmente recobró el color, abrió los ojos y se
pasó la mano por la frente.
—¡Qué tonta soy…! —La mirada de horror volvió a aparecer en sus ojos.
Señaló al disco de metal—. Lleváoslo y no dejéis que lo vuelva a ver. Sois el
diablo, Marcello. Decidme que fue uno de vuestros trucos. Explicadme cómo
lo hacéis…
—Os juro, señora —repuso Tromba, hincando una rodilla en tierra junto
al diván—, que no se trata de ningún truco. Antes me cortaría la mano que
hacer algo desagradable para vos. No es otra cosa que un disco de metal
pulido. Lo que visteis no es sino un pensamiento que tomó forma, como
sucede con los sueños.
—Por favor, por favor —le rogó—. Decidme que fue un truco y os
perdonaré. ¿Cómo puedo yo tener pensamientos tan terribles?
—¿Qué os asusto, señora? No os martiricéis pensando en ello.
Contádnoslo y nos reiremos de vuestra pesadilla.
—Una multitud de gente horrible —dijo débilmente—, y la cabeza de una
mujer vieja llevada en una pica… La cara era la mía…
Todos rieron, al fin. Era algo imposible y absurdo, pero no hubo modo de
hacer admitir a Tromba que se trataba de una de sus jugarretas.
XXXVII
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La nota decía que el marqués se encontraba indispuesto y deseaba la
presencia de su amigo. Sin embargo, su cara no denotaba señal alguna de
enfermedad, sino, simplemente, de enfado.
—Gran Dio! —exclamó Richard—. ¿Qué sucede? Esperaba encontraros
en la cama —prosiguió quitándose la capa y el sombrero.
—No estoy enfermo —replicó Tromba—, pero os ruego que hagáis
circular la noticia de que me hallo indispuesto, lo cual no debía de ser cierto.
¡Maldito Caretti!
—¿Quién decís? —preguntó Richard, para quien aquel nombre no
significó nada, de momento.
—Mario Caretti, el residente sardo en Londres. Debéis recordarle de
Venecia. Es el protector de vuestro antiguo amor.
Al oír ese nombre, Richard se inquietó. Aunque nunca había conocido a
Caretti, no le gustaba, como tampoco la palabra protector.
—Está en Bath y, por si esto os puede interesar, ha traído a la bailarina y a
su padre con él. Les vi en Stall Street, aunque afortunadamente ellos no me
vieron.
Las noticias que acababa de oír hubieran debido hacerle latir el corazón,
pero, al estar pasionalmente ligado a Amélie des Landes, las encontró
solamente molestas. Nada había de temer de los Venier, aunque supiesen el
episodio de las galeras. Serían las últimas personas del mundo capaces de
traicionarle, a pesar de su rompimiento con Maritza. Pero Bath era una ciudad
pequeña y en algún momento se encontrarían, habrían de saludarse, y ello
sería penoso para todos.
—No veo por qué os preocupáis por él —dijo Richard—. ¿Os conoce,
acaso?
—No.
—¿Qué teméis, pues? Quizá sea inocuo, pero se trata de un residente
extranjero, lo cual significa que probablemente está en comunicación con sus
colegas de otros países. Yo tuve un contratiempo con el residente sardo en
Múnich. Estaba relacionado con su esposa, pero esto no hace al caso. Se trata
de un hombre sumamente celoso, que no comprende la galantería y le hubiera
retado a un duelo de no haberse presentado otras circunstancias que me
obligaron a salir de la ciudad. ¡Es responsable de ello, maldito sea! Creo que
imaginó que quería trasladarme a Inglaterra, y por ello me convertí en
Corleone antes de embarcar en Holanda. Existe la probabilidad de que no
haya informado a Caretti, pero pudiera haberlo hecho.
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—Aunque así fuera —arguyo Richard—, ¿por qué habría de identificar a
Tromba con el marqués de Corleone? No sois el único italiano en Inglaterra.
En alguna ocasión me dijisteis que el marquesado existe y que vuestros
papeles están en regla.
—Claro que lo están —asintió Tromba—, a quienquiera que me
demuestre el menor fallo en ellos. Todo cuanto uno hace debe ser perfecto,
especialmente las falsificaciones. Pero, sin embargo… —Tromba meneó la
cabeza y se pellizcó el dedo pulgar— Caretti está acostumbrado a ver
documentos falsificados. Si su colega de Munich le ha facilitado mi
descripción, sospechará la verdad. Si vuestra amiga la bailarina me reconoce
como Tromba en la calle, todo se habrá estropeado. Por tanto, de momento he
de fingirme enfermo y permanecer en casa. Creo que no piensa permanecer
más de una semana en Bath.
—¿Cómo lo sabéis?
—¡Buen Dios! —exclamó—. ¿Habré de deciros otra vez que contrató
sirvientes inteligentes y les pagó bien? Al parecer, el viejo Venier está algo
delicado y los médicos le han ordenado que pase una temporada en Bath,
tomando las aguas. Su hija y su ama de llaves le cuidan. No hay lugar a dudas
de que Caretti paga las cuentas y que vino solamente acompañándoles, pero
debe regresar a Londres. Su amante, la bailarina, no se presentará en el teatro
Drury Lane hasta fines de diciembre. Una vez Caretti haya partido de la
ciudad, no me importa lo que ella haga. Nuestros caminos no se cruzarán.
—¿Amante? —estalló Richard—. ¿Con qué derecho la llamáis así?
—La cosa es evidente.
Richard, excitado, supo contenerse. Nada podía contestar a la observación
de Tromba, que parecía justificada, por lo menos en cuanto a las apariencias,
pero no podía pensar de aquella forma de Maritza.
—Me niego a creerlo, eso es todo —dijo.
—Como gustéis.
Richard volvió al motivo de su conversación.
—Cuando vayáis a Londres, Marcello, encontraréis a Caretti allí.
—Londres es una ciudad muy grande y puedo evitar encontrarme con él.
Se mueve en círculos artísticos y literarios, hacia los que no siento atracción
alguna. De todas maneras, he de arriesgarme. En Bath no puedo evitar
encontrarme con él, a menos que permanezca en casa. Podéis prestarme un
buen servicio. Poned atención a lo que se hable. Si sabe algo de mí,
probablemente lo dirá. Si lo hace, las noticias se extenderán rápidamente y
entonces sabré cómo debo obrar.
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—¿Qué será ello? —preguntó Richard, pensando al mismo tiempo que
lord Marny estaría satisfecho de que Caretti le librara a tan poco coste del
marqués.
—Puedo seguir dos caminos —dijo Tromba cerrando la mano y
levantando los dedos índice y medio—. Desaparecer, cosa que no quiero
hacer enseguida, porque tengo demasiados planes importantes. —Bajó al
dedo medio—. O puedo silenciarle —prosiguió, bajando el índice.
—¿Cómo?
La temperatura de la habitación pareció haber descendido súbitamente.
—Él podrá escoger entre dos maneras —continuó—. Puede ser sensato y
retirar públicamente cualquier manifestación deshonrosa que haya hecho, para
lo cual serviría una carta al Bath Journal convincente.
—¿Queréis decir…?
—Quiero decir, querido amigo —explicó Tromba con sus maneras suaves
—, que aunque soy hombre muy paciente y pacífico dispuesto siempre a
tolerar a los tontos cuando de negocios se trata, algunos tontos de otra
naturaleza murieron por querer meter sus narices en mis asuntos. La
represalia es un lujo que en algunas ocasiones me permito, sin importarme el
precio. —Sonrió—. Pero no os preocupéis. No creo verme obligado a llegar
tan lejos.
XXXVIII
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en un pie de igualdad. Lord Marny, que no había de preocuparse por su rango
sino cuando fuera directamente disputado, gustaba de las conversaciones
casuales. De esta manera podía conocer diversos aspectos de las artes, del
teatro o de la industria que no podía cultivar debido a sus actividades.
Aquella mañana, mientras ojeaba el Journal y el Advertiser, se sintió
atraído e intrigado por un caballero de aspecto distinguido, sentado a la mesa
vecina. Como experto conocedor de las personas, no tardó en llegar a
determinadas conclusiones. Sus facciones y el corte de sus gastados vestidos
le señalaban como extranjero. Estaba aquejado de una tos seca, tema aspecto
enfermizo y parecía pobre. Probablemente se trataría de un francés de calidad,
un philosophe exilado, a juzgar por su ceño fruncido y su mirada pensativa.
Era un tipo que atraía grandemente a Marny.
El caballero, absorto en la lectura de la última gaceta en francés llegada de
Holanda, no pareció darse cuenta del examen de que era objeto, pero, al
acabar la lectura, su mirada se cruzó con la de Marny y sonrió.
—Un día magnífico —dijo el conde rindiéndole el cumplimiento de creer
que hablaba el inglés, pero con el presentimiento de que no conocía esa
lengua—. Pero el tiempo es más fresco de lo que acostumbra en Somerset
antes del invierno.
El caballero sonrió nuevamente inclinando la cabeza, al tiempo que hacía
un gesto de desolación con las manos.
—Helas, monsieur; je suis navré…
—Je disais, monsieur… —Marny habló en francés y repitió su
observación, mientras los ojos del otro brillaban de placer al oírle hablar en
un idioma que le era familiar.
Siguieron unas palabras amables, excusas y cumplidos.
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sorprendió ante los conocimientos del italiano en tales asuntos y la justeza de
sus apreciaciones. Lo que más le impresionó fueron las profundas reflexiones
históricas de su interlocutor y su interpretación filosófica de la historia.
—Me parece, señor —dijo Marny incapaz ya de contener su curiosidad, y
llevando hábilmente la conversación al punto que le interesaba—, que vos,
como yo, sois ducho en negocios políticos y diplomáticos.
—No —denegó sonriendo el otro—. Puedo aseguraros que, excepto un
año o poco más que, en mi juventud, pasé en el servicio diplomático, mi vida
ha transcurrido entre libros y ha sido más bien recoleta. Vuestra extremada
bondad me atribuye una virtud que no poseo. —Dispuesto ya a partir, llamó al
camarero y dijo a Marny—: Ha sido un verdadero placer conversar con vos,
monsieur; máxime por cuanto mi desconocimiento de vuestra lengua me
obliga con gran frecuencia a guardar silencio. Seguramente en alguna otra
ocasión…
El conde no quiso separarse de tal forma de aquel extranjero.
—Confío en que nos encontremos —dijo—. Es con la esperanza de
reanudar pronto nuestra conversación, que me tomo libertad de presentarme.
Seguramente habréis oído hablar de mí. Me llamo Marny.
Se sorprendió ante la algo asombrada expresión del otro, no indicaba tanto
deferencia a un célebre estadista, como curiosidad personal. Pero el extranjero
se dominó inmediatamente.
—¿Quién no ha oído hablar de milord Marny? —dijo, inclinándose—.
Sucede, sin embargo, que sé de vos por razones más íntimas que de voz
pública. Creo que sois el padre de un joven a quien cuento entre mis más
queridos amigos. Con gran alegría supe hace pocos días por mi hija la forma
en que, gracias a vuestra ayuda, pudo escapar de Venecia. Richard os habrá
seguramente hablado de nosotros. Yo soy Antonio Venier.
—Mi hijo me ha hablado de vuestra excelencia y de mademoiselle de
Venier en los más cálidos términos de cariño y agradecimiento. Me siento
muy honrado de conoceros. No sabía que os encontrabais en Inglaterra.
—Hace tres semanas que llegamos. Gracias a los generosos oficios de
monsieur Caretti, mi hija bailará este invierno en el teatro Drury Lane. Me
sorprende que Richard, si se encuentra con vos, no os haya hablado de su
encuentro en Londres.
«¡Condenado perillán!», pensó Marny para sus adentros, mientras
meneaba la cabeza y sonreía.
—Aunque es bastante comprensible su silencio —prosiguió Venier—.
Disputaron y hablaron crudamente, como suele hacer la gente joven. Mi hija
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tiene en muy poca consideración las realidades de la vida y vuestro hijo quizá
las considera exageradas.
Marny se aseguró de que nadie en el café podía oír la conversación y
acercó su silla a la de Venier. Sentíase satisfecho de saber que Richard y la
bailarina habían reñido. La juventud tiene derecho a sus secretos. Podía
permanecer tranquilo, Richard estaba preso de los encantos de Amélie des
Landes. Pero aquellos Venier conocían demasiado bien el pasado de su hijo y
habrían de ser manejados con gran cuidado.
—¿Realidades?
—Sí, en el sentido mundano de las cosas materiales. Personalmente, y al
igual que mi hija, me inclino en la dirección opuesta. ¡Pero cuán fácil es
comprender que un joven, que ha sido librado del infierno de las galeras por
un verdadero milagro, acepte sin vacilar lo que vuestra señoría le ofrece! He
dicho a Maritza que no podemos esperar a que nuestros amigos sean
verdaderos Quijotes, pero que no por ello han de dejar de ser amigos.
—¡Exactamente, querido señor! —exclamó Marny entusiasmado—. No
creo que vuestra excelencia conozca los planes que he elaborado para
Richard, pero dejadme añadir que él está conforme con ellos. El duque de
Newcastle le ha prometido el cargo de residente en una de las Cortes
alemanas, para lo cual sólo falta el consentimiento pro forma de su majestad.
Esa es la carrera que quiero para él. Obtendrá aún mayores distinciones, irá al
Parlamento…
—Sin duda alguna, señor —le interrumpió Venier con un ligero tono de
impaciencia—. Me doy cuenta de que con vuestro apoyo y sus innegables
conocimientos, Richard llegará muy lejos. Permitidme que, con toda
humildad, diga lo que vuestra delicadeza encontraría penoso expresar. Su
matrimonio con una muchacha sin dote alguna, que tiene la profesión de
bailarina, sería ruinoso para su carrera. —Vaciló durante un instante—. Os
ruego que creáis, milord, que no carezco de sentido común ni, aunque parezca
raro, de cierto orgullo.
Marny asintió.
—Como vuestra excelencia tan caritativamente ha dicho, existen otras
consideraciones. —Aprovechando la oportunidad que se le ofrecía, prosiguió
—: Además, creo que en estos momentos está en muy buenos términos con
cierta dama muy conocida.
—¿Ah? —dijo Venier aparentando indiferencia.
—Puedo aseguraros, sin embargo —añadió Marny—, que siente
verdadero afecto por sus amigos, entre quienes vos ocuparéis siempre un
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primer lugar, así como también, si ella consiente en perdonarle, mademoiselle
de Venier.
—Espero que así ocurra —replicó Venier—. Me agradaría mucho volver
a verle y siempre le recibiré con los brazos abiertos. Os ruego que se lo
transmitáis. En cuanto a mi hija, aseguradle, señor, que es demasiado
generosa para guardarle rencor.
El conde le expresó su apreciación por tal actitud. Inquirió acerca de las
circunstancias que habían llevado a Venier a Bath, deploró que su salud fuera
algo delicada y notó con satisfacción que Caretti corría con los gastos del
viaje y estancia. Un hombre no se tomaba tanta molestia ni incurría en tales
desembolsos (ni aun como adelanto sobre el salario de Maritza en el teatro)
sin que algo lo justificara o esperara obtener determinados favores.
Seguramente la bailarina, a pesar de la naïveté de su padre, estaba felizmente
ocupada para sentir animosidad hacia un amante anterior. Después de haber
anotado cuidadosamente la dirección de Venier en Trim Street, Marny
prometió que Richard acudiría prestamente para ponerse a las órdenes de su
excelencia, para lo que gustase mandar.
Se hubiera sentido más satisfecho de su diplomacia si no hubiera
cometido un ligero error.
—No necesito deciros cuán desgraciada sería cualquier referencia pública
en cuanto a la condena de mi hijo a galeras en Venecia —observó—. Se han
dado los pasos necesarios para borrar toda traza de ello. Hasta que esté bien
establecido, cualquier mención del hecho podría serle altamente perjudicial.
—Vuestra advertencia es innecesaria, señor —repuso Venier fríamente—.
Los hombres de honor no hacen referencia a cuestiones secretas que puedan
afectar a sus amigos. No tenéis por qué temer que mi hija o yo hablemos de
ello bajo ninguna circunstancia.
El conde se apresuró a presentar excusas por su observación, que, dijo, no
era debida a que dudara de la discreción de Venier, sino a su constante
preocupación por Richard. Después, los dos caballeros se separaron
amistosamente.
—He de admitir —dijo Marny más tarde, tras haber contado la anterior
charla al asombrado Richard— que monsieur de Venier me ha causado una
muy grata impresión. Tienes, por tanto, mi permiso para visitarle. Mejor
dicho, espero que le visites. Hacerlo es buena política. Y no hay que desdeñar
tampoco la cortesía.
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—¿Buena política? —repitió Richard.
—Sí. Considera que tu futuro está, hasta cierto punto, en manos de esa
gente. Presumo que tu romántico enamoramiento de la bailarina ha cesado.
¿Estoy en lo cierto?
—Sí —asintió Richard—. Sin embargo, sería doloroso…
—¿Por qué? En estos momentos se preocupa tan poco por ti, como tú por
ella. Convierte a la muchacha en tu amiga y asegura su silencio. Para ello,
todo lo que has de hacer es mostrarte amable.
—Puedo confiar en Maritza en todo momento —dijo Richard.
—¿Lo crees así? —replicó el otro, sonriendo—. Por ello debes,
precisamente, estar en buenas relaciones con Maritza. Retiro lo dicho sobre
política, pero insisto en lo de la educación. Y deja que añada que la premura
es la esencia de las buenas formas. Cuanto antes les visites, mejor. Y no
aceptaré tu negativa.
Estaba claro que, por algún motivo, había de visitarles, aunque resultara
muy penoso para Richard. No sería fácil olvidar por completo las relaciones
pasadas e intentar establecer otras, ni pretender que no recordaba lo que entre
ellos había existido.
A pesar de que el joven había presentido que no podría evitar encontrarse
con los Venier en Bath, le pareció altamente irónico que fuera precisamente
lord Marny quien insistiera en que les visitara.
XXXIX
–
A nzoletta, cara, ¿cómo he de acceder a tal casa? Sior pa’re no debiera
obligarme a que le recibiera.
Maritza estaba ya preparada para la noche y apoyaba la cabeza contra la
doncella que le peinaba los cabellos. Tal acción era más bien un pretexto para
cariños y confidencias, puesto que Maritza había sido enseñada a arreglarse
por sí misma. Pero en ocasiones como aquélla, cuando su ánimo estaba
deprimido, se consolaba con las palabras de Anzoletta.
—Tiene razón cara —repuso la mujer—, en gracia al pasado. Y también
la tiene al pretender que aclares tu situación respecto a Milor. ¿Te hará algún
bien demostrarle que le odias si en realidad le amas?
—¡Pero sí le odio!
—¡Ajá! —dijo Anzoletta—. ¿Es así como eres sincera contigo misma,
piccina?
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—Lo soy.
Nada se sacaría con discutir en aquel momento.
—Pues entonces, tu orgullo no debe dejarle ver que te sientes herida por
su actitud.
El peine pasó varias veces por su cabello, antes de contestar:
—Habré salido cuando él llegue. Que hable con Sior pa’re.
—Tú debes decidirlo, naturalmente —repuso Anzoletta, sin dejar de
accionar con el peine—. Recíbelo por tu padre, alma mía. Sabes cuánto le
agradaría ello a su excelencia. ¿No crees que debieras hacerlo por dicha
razón, especialmente ahora?
—¿Papá está gravemente enfermo? Supones…
—Vamos, vamos —interrumpió la otra—. No se siente precisamente bien,
pero tú misma dices que los doctores abrigan esperanzas. Tales cosas están en
manos de Dios y de nada te servirá atormentarte.
—Es este terrible clima —dijo Maritza—, tan húmedo y frío. No me
extraña que haya enfermado. No debimos nunca haber salido de Italia. ¡Ojalá
hubiera continuado con la compañía de teatro de Bolonia! Por lo menos padre
podía hablar con la gente y obtener noticias de Venecia. En este país se
encuentra como un alma perdida. Y yo también —añadió, apasionadamente.
—Mo che! Espera hasta que empiece la temporada en Londres, dentro de
un mes. Entonces volverás a bailar. —Estas palabras no dejaban nunca de
consolarla—. Enseñarás a esos encarados ingleses lo que es el baile. Recuerda
las cosas bonitas que Mr. Barrick te dijo en los ensayos y cómo se mostró
agradecido con sior Caretti. Conseguirás un gran triunfo.
—Espero que tengas razón —asintió Maritza. El peine había sido
sustituido por el cepillo. Entornó los ojos—. Por lo menos podré pagar
nuestras deudas a Mario Caretti. Sé lo que la gente dice y debo aguantarlo por
sior pare, los médicos, y todo lo demás. También he de permitir…
—¿Qué…? —preguntó Anzoletta después de una pausa.
—Lo que sior Caretti piensa. Es inútil pretender lo contrario. He querido
ser sincera con él y persuadirle que no viniera con nosotros a Bath. Estuvo
muy amable, pero sé lo que espera… de una bailarina. Lo malo es… —Se
detuvo hasta que Anzoletta le animó a hablar—. Lo malo es que temo
abordarle demasiado francamente. No podía ofenderle a causa de padre.
Necesitábamos aquel anticipo, superior a cuanto podía pedir en el teatro. Por
tanto, debo fingir… y ello me avergüenza.
—Puffeta! —replicó Anzoletta—. Yo te diré lo que en realidad te pasa:
hilas demasiado delgado. Que tu conciencia esté limpia y todo lo demás no
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importa. No puedes viajar sin ensuciarte de polvo. Pagarás al sior Caretti
hasta la última moneda y serás con él tan educada como debes. Si un solterón
quiere languidecer e imaginar cosas (yo también me he dado cuenta de ello),
no es culpa tuya el que lo haga. Y en cuanto a la gente —Anzoletta dividió el
cabello antes de trenzarlo—, ya sabías lo que iba a ocurrir cuando decidiste
dedicarte al teatro.
—Sí —replicó Maritza, vacilando—. Pero quise decir gente, exactamente.
No me refería al público. Eso es inevitable. —Se encogió de hombros como
rindiéndose—. Quiero decir lo que Richard pueda pensar de mí.
—¿Por qué ha de preocuparte tal cosa si le odias? —replicó Anzoletta,
reprimiendo una sonrisa.
—No le odio. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Sabes que no le odio! Sabes
cuánto, cuánto…
Inclinándose, la mujer apoyó los labios en la cabeza de Maritza.
—Lo sé, lo sé. Precisamente por ello debes verle. El orgullo te podría
resultar caro.
Cuando al día siguiente el criado de Richard llevó a los Venier una nota
de su amo en la que solicitaba el honor de ser recibido por sus excelencias en
el momento que juzgaran más conveniente, la contestación fue cordial y
Maritza dejó transcurrir las horas hasta la tarde como en un sueño. Por regla
general se preocupaba muy poco de contemplarse en el espejo, pero aquella
tarde, a medida que se acercaban las cinco, acudía a él una y otra vez,
retocándose el vestido o el cabello. Sin embargo, al contemplarse no se veía a
sí misma, sino que a su mente se agolpaban rápidos vislumbres del pasado,
escenas que tenían como fondo a Venecia, hasta que olvidaba el espejo y se
alejaba otra vez.
Cuando la hora estaba a punto de sonar, se reunió con su padre en la
impersonal sala que le sería de alojamiento.
—Te agradezco que me hayas complacido —dijo Venier, dejando el libro
que estaba leyendo—. Sé que la visita de Richard te será penosa, pero la
indulgencia es una de las dignidades de la vida. Te hace honor y puede,
incluso, ayudarle. El resentimiento no lograría ni lo uno ni lo otro. Y él
necesita ayuda.
—¿Por qué lo decís? —preguntó—. Milord Marny le ha dado cuanto
necesita.
—Excepto un motivo, fia mia. Un hombre desprovisto de un fin
determinado está perdido. Cuando Richard se hallaba en Venecia sentía un
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afán creador, gracias a Goldoni, pero ello ya pasó. Algún día puede encontrar
otro para sustituirlo. Hasta que ese momento llegue…
—Pero, sior pa’re, vos mencionasteis el servicio diplomático, el
Parlamento. ¿No es ése un motivo, un fin determinado?
—Para un inglés como Marny, sí. Pero la verdad es que Richard todavía
carece de patria. Acepta los proyectos de Marny por falta de otros propios,
pero me pregunto si pone el corazón en ellos. Me imagino que está muy
solitario. Necesita de sus amigos.
—¿Después de haberles vuelto la espalda?
—Precisamente por esta razón. ¿Para qué sirven la amistad y el amor si no
son inalterables?
—Temo, caro, que se necesiten muchos años para aprender filosofía —
dijo ella, suspirando.
Una llamada a la puerta les interrumpió. Maritza sintió aquella
nerviosidad que precede a la primera aparición en escena. Alisó la falda de su
vestido y se sentó. Venier levantose, sonriendo y empezó a cruzar la
habitación. Podían oír a Anzoletta dirigiéndose apresuradamente a abrir, pero
la voz que la saludó, aunque muy familiar, no era la de Richard. Tuvieron
tiempo de dirigirse una mirada de contrariedad antes de que Mario Caretti
entrara en la sala.
En un instante, Maritza, mejor que su padre, se dio cuenta de lo que tal
mala suerte representaba, y sintió no haber hecho nada para evitarla. Absorta
en el pensamiento de la visita de Richard, no previno que Mario Caretti
podría visitarles a esa misma hora. Nada podía hacer para arreglar las cosas.
Si Caretti estaba allí cuando Richard llegara, sería imposible hablar con
intimidad, y, aún peor, la presencia de tal persona resultaría desfavorable al
no poder aclararle sus verdaderas relaciones con ella.
Evidentemente, Caretti intentaba permanecer largo rato y se sentó con
aquel sentido posesorio que Maritza tanto despreciaba. Era un hombre muy
correcto y pulido; a su edad, el papel de galán ya no le caía bien. Cuando se
encontraba entre personas de su misma edad, causaba inmejorable impresión
como persona de buen gusto, sensata, culta y educada, pero al cortejar a una
muchacha de veinte años más joven, su aspecto era bastante ridículo. Su
saludo a Venier fue aquella tarde más descuidado que de costumbre. Dirigiose
inmediatamente a Maritza, mientras el patricio, sintiéndose excluido, se
retiraba a su sillón al otro lado de la salita.
—¿Cómo está hoy nuestra bellissima ballerina? —dijo Caretti
inclinándose sobre la mano de Maritza, que retuvo demasiado tiempo en sus
Página 263
labios—. ¿Hemos hecho los ejercicios esta mañana? ¿Están nuestras
hermosas piernas preparadas para el estreno? Será mi mejor día, así como el
vuestro, madonna.
Maritza forzó una sonrisa y le indicó una silla, a la vez que se sentaba lo
más apartada posible de él.
Notando su retraimiento, la amenazó juguetonamente con un dedo.
—Tenemos un aspecto raro, como si estuviéramos ausentes. ¿No nos
encontramos bien, quizá?
—Algo de jaqueca —replicó ella, que lamentaba la tonta manera de
hablar de Caretti.
Pensaba que su actitud no era tan deferente como la que empleara en
Venecia. Le recordaba demasiado la forma de expresarse de los hombres con
las muchachas de teatro. Presentía, especialmente, el poco caso que hacía de
su padre. ¿Qué pensaría Richard de tal conducta cuando llegara? Quizá algo
había ocurrido que le impidiera acudir a la hora convenida, pensó
esperanzada.
—No será tan fuerte el dolor de cabeza que no pueda curarlo una taza de
café —dijo Caretti—. Espero que hoy lo tomaremos a la manera italiana, en
lugar del insípido té. —Hizo una pausa—. Parece que hay alguien en la
puerta. ¿Esperáis alguna visita?
La atmósfera de la habitación se recargó inmediatamente.
—Sí. Un joven inglés a quien conocimos en Venecia —repuso Venier—.
Un cierto Mr. Hammond.
—¿Hammond? —repitió Caretti, con aire molesto. Había esperado poder
conversar tranquilamente con Maritza y se sintió celoso. Se dio cuenta de que
Maritza le había olvidado y que miraba ansiosamente a la puerta—.
¿Emparentado quizá con los bien conocidos Hammond? —añadió lord
Marny…
—Sí —dijo Venier, levantándose, con una sonrisa de bienvenida—. El
mismo.
Una voz cordial llegó desde fuera, dirigida a Anzoletta.
—Sior’amia, cara! No me negaréis un beso.
«Muy íntimo —pensó Caretti—. Además, habla corrientemente el
dialecto veneciano». Le pareció que oía susurros. Anzoletta debía de estarle
previniendo de que había otra visita en la sala. Tales noticias parecieron
disgustar al alto y elegante joven que apareció en la puerta, mostrando en el
rostro un ligero tinte de disgusto.
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Caretti adivinó en él a un rival. Fijose en los fuertes abrazos entre el
recién llegado y Venier, y el placer que este último parecía sentir. Además,
llamando a Hammond por su nombre de pila, Maritza se sonrojó y la
expresión de sus ojos había cambiado. No se trataba de una amistad
cualquiera, sino de alguien muy querido de los Venier. El sardo se sintió
como un intruso. Diose cuenta también del embarazo que su presencia
producía, pero con celosa obstinación se negó a irse. Se sentía dueño del lugar
y permaneció sentado con aire protector.
¿Por qué ni Maritza ni su padre no le habían hablado nunca de tal
persona? ¿Un inglés que hablaba el veneciano como un nativo de la lejana
ciudad? ¿Un inglés que parecía español? Al recordar a lord Marny, Caretti se
dio cuenta del gran parecido entre ambos. ¡Conque de eso se trataba! Como
mucha gente, Caretti ignoraba que Marny hubiera reconocido a un hijo
bastardo. Tal conclusión no aminoró los celos de Caretti. De los zapatos a la
peluca, míster Hammond vestía impecablemente a la moda. A su lado, Caretti
se sentía passé.
—¿Cómo está Bapi? —preguntó el recién llegado a Maritza, aunque el
tono de su voz parecía algo embarazado—. Olvidé preguntaros por él cuando
os encontramos en Londres. Habrá crecido, supongo.
¡Se habían visto en Londres!
—Está enorme —repuso ella. Caretti no podía comprender los tonos de su
voz, convencional y al mismo tiempo sofocada—. Muy amarillo y muy feo,
con una verruga en la nariz. Sentí mucho tener que dejarlo en Bolonia, con
una amiga. Cuando regrese volverá conmigo.
—¿Quién es Bapi, querida mía? —preguntó Caretti, que no quería ser
excluido de la conversación—. ¿Se trata de alguien a quien debiera conocer?
—Es mi perro, señor. Mr. Hammond le salvó de perecer ahogado en el
canal frente a nuestra casa y me lo regaló. ¡Estabais tan mojado, Richard! —
añadió con voz cálida.
—¿Recordáis lo mojada que estabais vos también y cómo Anzoletta nos
riñó?
—Sí, y… —Se contuvo—. Sí.
Caretti observó la pausa y cómo evitaban mirarse a los ojos.
Quiso averiguar algunas cosas por sí mismo.
—Por vuestra manera de hablar parece que habéis permanecido mucho
tiempo en Venecia.
—Varios años —replicó el otro fríamente.
—Habláis italiano perfectamente.
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—Os agradezco el cumplido.
El hecho de que Hammond se resintiera de él tanto como él se resentía de
Hammond, le afirmó en sus sospechas de que se trataba de un rival. Un
simple amigo de los Venier no le trataría de una manera tan distanciada.
Caretti habló a Maritza con tono protector.
—Me sorprende, mi dulce amiga —nunca había usado esta expresión y
ella se sobresaltó al oírla—, que nunca me hayáis hablado de este buen amigo
vuestro en Inglaterra. Tengo el honor de conocer a su famoso pariente lord
Marny. ¿Por qué no me presentasteis a él en Londres? Me causa siempre un
gran placer el conocer a vuestros amigos. —La riñó juguetonamente con el
dedo—. ¡Ah, picara Marizetta! Baronzella!
La familiaridad de sus palabras, junto con lo que ellas parecían significar,
hicieron sonrojar a Maritza. Sus ojos despedían destellos.
—No sé, señor, que tenga que daros cuenta de mis amistades.
—¡Ah, ah! —insistió estúpidamente con el dedo—. Hoy parecemos estar
de mal genio piccina.
Maritza, a punto de estallar, pudo dominarse. Nada de lo que pudiera decir
corregiría la impresión que Richard debió de haber recibido de sus relaciones
con Caretti. Las palabras cariñosas y afectadas y el ligero tinte de celos que
dejaba al descubierto, debieron confirmarle en su opinión. Pudo darse cuenta
de los pensamientos de Richard en su mirada evasiva al volverse hacía
Venier.
Afortunadamente, en aquel momento entró Anzoletta con el café. Era una
buena oportunidad para cambiar de conversación, pero Caretti
obstinadamente insistió en su postura.
Maritza permanecía silenciosa y con los ojos enrojecidos. Los intentos de
Venier de hablar de distintas cosas provocaban largas disertaciones en Caretti.
Repentinamente, la charla pisó terreno peligroso.
—Hablando de Venecia —dijo Caretti—, ¿conocisteis por casualidad a un
cierto impostor que se hacía llamar el cavaliere Tromba?
Miraba a Venier, el cual asintió.
—Sí, le conocí. —Parecía dispuesto a añadir algo, pero preguntó a su vez
—: ¿Por qué queréis saberlo, sior Caretti?
—¿Le conocisteis? ¡Magnífico! Y vos, Mr. Hammond, ¿también le
conocisteis?
—Sí, le conocí. Conocí a un caballero Tromba —manifestó Richard con
cautela.
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—Benissimo! ¿Se trataba quizá de un pillo guapo, elegante, de facciones
llamativas y tez oscura?
—El caballero Tromba era ciertamente un hombre elegante —contestó
Richard encogiéndose de hombros—. ¿Por qué le llamáis pillo? ¿Le conocéis,
acaso?
—Gracias a Dios, no le conozco, pero he sabido muchas cosas de él por
medio de mi colega el signor Giovanni Luzio, residente en Múnich. ¿Por qué
le llamo pillo, me preguntáis? ¿No huyó de Véncela para evitar ser detenido?
—Muchos son los que han salido de Venecia por tal motivo —repuso
Richard, cambiando una mirada con Venier—, pero no por ello eran pillos.
Creo que la acusación que se formuló contra el signor Tromba era por
practicar el ocultismo. ¿Consideráis esto un crimen?
—¿Cómo puede calificársele si va contra la ley? —preguntó Caretti.
Venier sonrió.
—Luego consideráis igualmente un crimen escribir un poema sobre
Venecia que no sea del gusto del gobierno.
—Vuestra excelencia bromea —repuso el otro sonrojándose—. Sabéis
bien que no es eso lo que quiero decir. El caso de Tromba parece distinto. Es
también estafador, falsificador, charlatán…
Richard permaneció callado, esperando que aquel tema quedara
abandonado.
—No me habéis dicho todavía por qué motivo os interesáis por ese
hombre —replicó Venier.
—Porque —dijo Caretti— tengo motivos para creer que se encuentra en
Bath.
—¿En Bath? —repitió Venier.
—Sí. Mi colega me escribió que se dirigía a Inglaterra. Hoy, en el café, he
oído hablar de un marqués Di Corleone, cuya descripción coincide con la de
Tromba, así como también sus actividades. Si se trata de la misma persona, le
desenmascararé. Quizá vos, míster Hammond…
Sin importarle obrar con rudeza, Richard se puso en pie. Su habilidad de
actor le sirvió admirablemente. Nadie podía haber parecido más indiferente al
asunto de que se trataba, aunque en realidad se sentía como si estuviera
sentado sobre un barril de pólvora, con la mecha encendida y ya casi
completamente consumida. No contaba sino con un segundo de tiempo. Si
esperaba la inevitable pregunta, estaba perdido. Era improbable negar que
conocía a Corleone, o que éste y Tromba fueran la misma persona, porque la
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mentira no hubiera tardado en ser descubierta, lo cual empeoraría el caso. Por
otra parte, admitir la verdad sería traicionar a su amigo.
—Ruego me excuséis, señor —dijo con calma. Dirigiose a Venier
haciendo una reverencia que incluía a Maritza—. Espero que vuestras
excelencias sabrán perdonarme por que me retire en este momento. Debo
ejecutar algunos encargos de milord Marny… Con vuestro permiso, espero
poder visitaros nuevamente…
—Pero Mr. Hammond —insistió Caretti—, permitid que os pregunte…
—Lo siento, señor, pero habréis de hacerlo en otra ocasión. En este
momento, como veis. —Richard miró su reloj—, no tengo mucho tiempo. Un
gran placer. Servo umillissimo.
—¡Ajem! —dijo Caretti, antes de que la puerta se cerrara—. Nuestro
joven amigo parece bastante brusco.
Los celos fueron más poderosos que el caso Tromba, y quedó mudo de
asombro cuando Maritza, desdeñando los convencionalismos siguió a Richard
fuera de la habitación.
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Si hubiera podido tomarla en sus brazos en aquel momento, no hubiera
habido necesidad de más explicaciones. El milagro de hacer retroceder el
tiempo se habría producido.
—Eres muy buena, cara —se limitó a decir.
Al oír tales palabras, Maritza retiró la mano, retrocedió ligeramente y
sonrió.
—Entonces, somos amigos.
—Dios sabe que lo soy tuyo —dijo Richard— para siempre. Cualquier
cosa en la que pueda servirte… lo que quieras de mí…
—Gracias —repuso ella, abriendo la puerta—. Soy muy feliz… Siempre
recordaré…
Salió de la casa obsesionado por su mirada.
XL
Aquella noche estaba más elegante que nunca. Aunque había planeado
cenar solo, vestía con sus mejores ropas y lucía una de sus más brillantes
condecoraciones, cuyas piedras —falsas, naturalmente— brillaban a la luz de
los candelabros. Contó diversas historietas, principalmente sobre mujeres.
Comía con placer y hacía que sirvieran gran cantidad de alimentos a Richard.
—Servíos más capón, vecchio mio… Probad ahora este venado… ¡A
vuestra salud, querido!
—Estáis de buen humor esta noche —repuso Richard brindando a su vez.
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—Sí —replicó—, y os lo debo principalmente a vos. Por lo que decís,
parece que mi retiro toca a su fin. Me fastidia la inacción y llevo ya tres días
aburriéndome. Será agradable salir de nuevo, pero ya hablaremos más tarde
de ello.
No fue sino hasta que los postres hubieron sido servidos y que ambos
quedaron solos, cuando Tromba, retirando algo su silla de la mesa, habló del
candente asunto.
—Contadme ahora lo de Caretti. ¿Qué clase de hombre es? Únicamente le
vi una vez en Venecia y el otro día en la calle, aquí.
Richard describió al fatuo y preciso diplomático en términos nada
halagüeños.
—¿Celoso? —preguntó Tromba, sonriendo.
—No —contestó Richard—. Simplemente, no me gusta. Me hace el
efecto de un maestro de escuela pretencioso y de ojos saltones.
—¡Malo!
—¿Por qué?
—Los maestros suelen ser rígidos. No conocen mucho el mundo para
aceptar compromisos. —Tromba bebió un sorbo de vino—. Lo único que vos
y yo podemos hacer es coger el toro por los cuernos. Hemos de visitar al
signor Caretti en su casa esta noche.
—¿Visitarle?
—Sí. Eludisteis muy hábilmente su pregunta esta tarde, pero no podréis
seguir haciéndolo, y no quiero permanecer al margen mientras desparrama sus
noticias. —Tromba rió—. Debemos darle la oportunidad de callar. Quizá no
lleguemos tarde, si le visitamos esta misma noche.
—Pero ¿qué…?
—Mirad, Richard. Pienso en milord Marny y en vos tanto como en mí.
Ambos me respaldasteis y yo no soy desagradecido. El triunfo que Caretti
cree tener en sus manos consiste en saber que Corleone y Tromba son una
misma persona. Lo admitiré antes de que él mencione la cuestión, y
ciertamente antes de que pueda asegurarse de ello enfrentándome a Venier y a
la bailarina. Esto descargará tanto a vuestro padre como a vos, por cuanto el
marqués de Corleone estaba en su perfecto derecho al usar en Venecia
cualquier otro de sus títulos. No es nada fuera de lo corriente, ni lo prohíben
las leyes. ¿Me comprendéis?
—Creo que sí.
—Muy bien. La principal acusación que se hizo contra Tromba en
Venecia fue practicar el ocultismo, y esto tampoco constituye crimen alguno,
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por lo menos en Inglaterra. ¿Qué queda, por tanto, del triunfo que Caretti cree
obtener? Solamente la carta que su maldito colega de Munich le remitió, pero
Munich se halla muy lejos, especialmente en tiempos de guerra. Se
necesitarían muchos meses para probar las acusaciones de Luzio contra un
noble de mi rango, protegido por milord Marny. Quizá podamos inducir a
Caretti a que comprenda nuestro punto de vista.
—Sí —asintió Richard—. Pero el residente veneciano en Londres le
apoyará.
—No lo temo —repuso el otro—. Tiene una deuda con mi viejo amigo y
protector el senador Grimani, de Venecia, que me facilitó una carta de
presentación para él. Cuando estuve en Londres tuve la precaución de ganarle
quinientas libras a los naipes, por cuya suma le acepté un pagaré que será
solamente un papel sin valor alguno mientras su actitud para conmigo
permanezca amistosa.
—Ya veo.
Pero vio algo más. Se dio cuenta de la difícil posición en que les había
colocado su temor de que Corleone les engañara. Y ese temor derivaba del
pecado venial de haber querido esconder el pasado de Richard con vistas a la
carrera diplomática. Advirtió cuán prolífica y embarazosa puede ser una
mentira inocente, y cuán difícil de retener, a pesar de la habilidad y astucia de
su padre. Sin embargo, las mentiras de una u otra naturaleza eran moneda
corriente en el mundo elegante. Sintió un miedo repentino, como mosca
atrapada en la telaraña.
—¿Por qué queréis que os acompañe a visitar a Caretti?
—Haced como gustéis —repuso Tromba encogiéndose de hombros—. Lo
mencioné simplemente porque creí que desearíais venir. De todas maneras, le
visitaré y habré forzosamente de mencionar vuestro encuentro con él. ¿No
parecería más varonil que os limitarais a presentarnos y me dejarais obrar
después?
Aunque la cuestión le desagradaba, Richard hubo de admitir que Tromba
terna razón. No quería que Caretti le considerara un cobarde, precisamente
porque el individuo no le gustaba.
—Muy bien —asintió.
—Son las ocho y media —dijo Tromba, consultando su reloj—. Tenemos
tiempo de jugar una partida de billar. Vive cerca de los Venier, en Trim
Street. Mis criados me han informado que se retira pronto y creo que a las
diez será buena hora.
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—Espero que no usaréis la violencia, Marcello —dijo Richard, a quien el
tono de su voz había llamado la atención.
—Esta noche, no, Richard. Ni os preocupéis. Tendrá su oportunidad —
dijo el otro, levantándose de la mesa y estirándose como un gato.
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—Dejad de alzar las cejas —repuso Tromba—. Me molesta. Y enteraos
de que vuestros gustos nada tienen que ver con el asunto.
—¿No? —Caretti se dirigió hacia la puerta, pero Tromba le cogió del
brazo y hubo de detenerse, haciendo una mueca de dolor.
—¡Marcello! —dijo Richard.
—Che cosa? Estoy simplemente tratando de cambiar el estado de ánimo
del señor Caretti. Parece no haber comprendido el motivo de mi visita, y en
lugar de considerarla como una atención…
—Soltadme el brazo —dijo Caretti.
—… comete tonterías —prosiguió Tromba—. Quiere hacer de juez y se
imagina que estoy aquí para «contestar satisfactoriamente», o, quizá, para
llegar a una conciliación. Gran’Dio! ¡Qué equivocado está!
—¿Qué queréis, pues?
—Eso está mejor —asintió el aventurero—. ¿Hemos de permanecer de pie
como si fuéramos lacayos? Os sugiero que tomemos asiento.
—Como gustéis —dijo Caretti.
Los tres hombres se sentaron, Tromba cruzó las piernas, sacó la caja de
rapé y aspiró un polvillo.
—En primer lugar —dijo—, hoy habéis usado una expresión acerca de mí
que ningún hombre de honor puede dejar pasar. Habéis hablado de
desenmascárame. ¿Es así?
Caretti tragó saliva antes de hablar, pero no evadió la cuestión.
—Sí, en el supuesto de que seáis la misma persona que un infame
estafador napolitano conocido en Munich y en Venecia como Marcello
Tromba. Si no lo sois, no lo he dicho y os pido excusas.
—Claro que soy Marcello Tromba y también el marqués Di Corleone.
Uso ambos nombres. ¿Cómo sabéis que soy infame y estafador?
—Conozco vuestras actividades por medio de un hombre de indudable
honor y viejo amigo mío, Giovanni Luzio, residente de su majestad el rey de
las Dos Sicilias en Múnich.
—¿Y aceptáis su palabra sin prueba alguna contra un hombre de mi rango,
a quien lord Marny honra con sus favores y que ha sido admitido en los más
elevados círculos?
Caretti se había recobrado. ¿Por qué él, miembro del cuerpo diplomático y
nacido en buena cuna, representante oficial de la casa de Saboya en Londres,
había de dejarse maltratar por aquel pillo? Alzó nuevamente las cejas.
—He sido informado de que uno de vuestros principales talentos es
introduciros en los mejores círculos para poderles estafar mejor. No me
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extraña que hayáis tenido éxito en Bath. En cuanto a vuestra amistad con lord
Marny —prosiguió, mirando duramente a Richard—, supongo que Mr.
Hammond tiene bastante que ver con ello, y espero que en calidad de víctima,
porque sentiría creer que es vuestro cómplice.
—Ya lo veis, Richard —dijo Tromba, sonriendo—. También sois un
infame estafador.
Richard se dio cuenta de que su posición se iba haciendo más difícil. No
era ciertamente la víctima de Tromba. ¿Era, pues, su cómplice? La acusación
no se alejaba mucho de la verdad.
—No desfiguréis mis palabras —dijo Caretti—. No estoy interesado en
Mr. Hammond.
—¡Qué razón temáis, Richard, al describirle como un maestro! —admitió
Tromba, jugueteando con su tabaquera—. Lástima que no está tratando con
un escolar. ¿Queréis desenmascararme, señor profesor? ¿Me castigaréis con
un palmetazo?
—Quiero hacer pública la carta de mi colega —repuso Caretti,
temblándole la voz.
—¿Por qué? —preguntó Tromba, verdaderamente curioso.
—Porque soy hombre de honor y, como tal, es mi deber prevenir a gente
inocente, mucha de la cual se cuenta entre mis amistades, para que no caiga
en vuestras redes. Ellos podrán obrar luego como mejor les plazca. Mi
conciencia quedará limpia. Dejadme añadir que ya estáis pisando en falso, a
juzgar por lo que oí decir en el café esta mañana. Creo, maese Marcello, que
vuestra estancia en Inglaterra está ya tocando a su fin.
—Es posible que tengas razón —admitió Tromba, con gran sorpresa de
Richard—. ¿Y vuestra propia estancia en Inglaterra, señor residente? —
preguntó como al azar.
—No comprendo.
—Ya lo suponía —asintió Tromba—. Es extraño que un hombre de
vuestra edad e inteligencia sea tan duro de mollera. Verdaderamente extraño.
—La voz del napolitano continuó siendo suave, aunque adquiriendo un tono
cada vez más incisivo—. Ahora llegamos al objeto de mi visita. Quiero que
me comprendáis.
Había estado abriendo y cerrando la tapa de la tabaquera con el pulgar. La
cerró nuevamente y la guardó en el bolsillo. El «clic» sonó fuertemente en la
silenciosa habitación.
—Me pregunto —prosiguió Tromba— si vuestro estimado colega de
Múnich, al transmitiros mis actividades, como vos decís, os explicó qué clase
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de estafador soy —prosiguió imitando a Caretti—. Un hombre de honor
consideraría su deber prevenir a gente inocente, entre ella a vuestra
importante persona, de que había algo más que temer en mí, fuera de mis
trucos habituales, antes de animarles a una disputa conmigo. ¿Lo hizo?
Medio sugestionado por la voz suave y cálida, Caretti calló.
—No creo que se haya portado muy bien con vos, señor residente, aunque
aparentemente vuestra devoción es tal, que no dudáis en hacer vuestra su
vendetta. No os hagáis ilusiones. Ni vuestro «deber», ni vuestra devoción, ni
vuestra «conciencia», me obligarán a partir. Y os digo con toda franqueza que
si me molestan en alguna forma, sois hombre muerto.
El tono suave con que fueron pronunciadas estas palabras doblaron su
efecto. El tic-tac de un reloj colgado de la pared y los pasos de un transeúnte
parecieron prolongar la pausa. Richard miraba hacia el hogar.
—¡Me amenazáis! —pudo, por fin, exclamar Caretti.
—Me alegra observar que comprendéis mis palabras —dijo Tromba.
—Parecéis olvidar que existe una ley en Inglaterra.
—No. Incluso recuerdo que hay una contra la calumnia. Sois tan poco
comprensivo, señor residente, que me obligáis a pensar por vos. Al dar a
conocer la carta de Luzio, publicaréis, sin prueba alguna, la calumnia de una
persona desconocida contra un hombre que tiene cierta posición en Bath. No
me pondréis solamente a mí en evidencia, sino que también a lord Marny y a
Mr. Hammond. ¿Habéis pensado en ello? No debéis preocuparos. No tengo la
menor intención de recurrir a jueces y abogados. Yo también soy hombre de
honor y como tal se me considera aquí. Existe una ley no escrita que, en tales
casos, exige una satisfacción.
—¿Creéis que daría satisfacciones a un bandido como vos? —repuso
Caretti, sacando fuerzas de flaqueza.
—Quizá preferiríais ser azotado en público, con todo lo que ello
representaría para vuestra salud y vuestro honor —replicó Tromba, sonriendo
—. Vos debéis decidirlo.
—¡Azotado! —Las manos de Caretti temblaban. Tuvo que apoyarlas
contra los brazos del sillón—. Haré que os encierren por perturbar la paz.
—Haced lo que gustéis, pero ello no os salvará. —Miró a Richard—.
Imaginaos al maestro de escuela azotado. Será curioso oír los comentarios de
la gente, aquí y en Turín.
Caretti debió hacer un verdadero esfuerzo para dominar el temblor de su
voz.
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—¡Rufián! Me gustaría saber en qué os aprovecharía un ataque a mi
persona. Una vez que haya publicado la carta tendréis las alas cortadas.
—No lo niego —repuso Tromba—, pero existe el placer de la venganza,
señor residente, que es un placer nada despreciable.
Se levantó, encarándose con Caretti, que permanecía sentado.
—Os dejo para que lo penséis. Si tenéis sentido común, os convenceréis
de que olvidarme y no mezclaros en mis asuntos es un precio muy bajo por
vuestra vida. Si sois un tonto, como temo, dejad que el «deber» y la
«conciencia» caven vuestra fosa. Sólo os pido que no cometáis el error de
tomar a broma lo que os acabo de decir.
La contestación de Caretti pudo haber sido distinta de no haber estado
Richard presente. Pero el caballero no podía soportar ser vencido en presencia
de un posible rival, que podría llevar la noticia a Maritza. Tal pensamiento le
hizo adoptar uno de esos grandes gestos que, en el momento en que se hacen,
parecen justificar su alto coste. Quería ser él quien pronunciara la última
palabra. Levantándose a su vez, se encaró con Tromba.
—No necesito reflexionar. Rehúso ser amedrentado por un villano como
vos. La carta será publicada y haré cuanto esté en mis manos para
desenmascararos. Vuestras amenazas no podrán influir en mi determinación.
Y ahora debo pediros que vos y vuestro amigo salgáis de esta casa.
No pudo negarse que este repentino desafío cogió de sorpresa a Tromba.
No tenía motivo alguno para creer que se llegaría a una conclusión tan rápida.
Por un instante le contempló, admirado.
—Muy bien —dijo.
Algo en su voz, un ligero movimiento del cuerpo, alarmaron a Richard,
que se acercó. Pero la tensión desapareció enseguida.
Caretti no debió haber seguido hablando, pero, complacido por el efecto
que causaban sus palabras, quiso rematar la acción.
—Además, deseo comprobar si vuestras amenazas son ciertas —prosiguió
—. Habláis de satisfacción, como si merecierais el trato debido a un caballero.
Bien, pues. Accedo a daros satisfacción, si la queréis, cosa que dudo.
Tromba abrió los ojos, asombrado, y profirió una fuerte carcajada.
—¡Dios santo, Richard! —exclamó, cuando pudo dominar la risa—.
Cuanto más vive uno, más se asombra de los cambios de la naturaleza
humana. —Se dirigió a Caretti—. ¡Habláis como un hombre, mi pequeño
maestro! Os felicito. Por tanto, publicaréis la carta.
—Sí.
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—Entonces, para evitar demoras os pido una satisfacción ahora. Richard,
sed mi padrino. Quizá el señor Caretti nos indicará el nombre de alguno de
sus amigos con quien podáis arreglar los detalles del duelo.
Caretti se sintió sorprendido. No había esperado pagar su gesto tan pronto.
Una vez su excitación inicial se hubo desvanecido, se dio cuenta de su error.
A medida que pasaran las horas, podría meditar acerca de ello, pero mientras
estuviera bajo la mirada de Tromba sólo podía asentir.
—Sí —dijo, carraspeando—. El capitán Hugh Miles. Se hospeda en la
«Posada del Oso».
—Muy bien. Acepto al capitán Miles. Podéis escoger las armas. Haced lo
que gustéis, pero os aconsejo elijáis pistolas. Nada podríais contra mi espada.
Mi estatura es dos pulgadas superior a la vuestra.
Caretti permanecía impasible.
—Naturalmente, comprenderéis que no ha de darse indicación alguna del
duelo. Nuestro honor nos lo impide. Si se produjera alguna interferencia, sólo
podría ser debida a una cosa. Supongo que me entendéis.
Caretti no pronunció palabra alguna.
—¿Acaso estáis pensando en la manera de dar el aviso? —preguntó
Tromba.
—Ciertamente, no —repuso el otro.
—Entonces, hasta pasado mañana por la mañana, señor residente. Y
ahora, como tan finamente nos habéis indicado, nos retiraremos.
Tromba llevó la capa colgada del brazo y se puso el sombrero. Cuando él
y Richard llegaron a la puerta, se volvió sonriendo.
—Tened firme el pulso, maestro de escuela. Si vos falláis, yo no fallaré.
XLI
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—Si vivo.
Era deber del padrino animar a su apadrinado.
—No hay duda alguna a este respecto.
—Creo que no —repuso Tromba—. Pero trae mala suerte pensar que las
cosas saldrán siempre bien. Ayer mandé mis valijas, que ya deben de estar en
el barco.
—¿Embarcaréis en Bristol?
—No —repuso Tromba—. Y precisamente porque Bristol sería el puerto
más indicado. Puede producirse un gran escándalo, y por ello no quiero
deciros por dónde saldré del país. Así podréis afirmar honradamente que lo
ignoráis. Primero iré a Irlanda y de allí a París. Me he arreglado una entrée
con la condesa Des Landes. Esta vez será con una lotería. Partiremos los
beneficios.
Conociendo a Amélie, Richard no se sintió sorprendido. Las mujeres
elegantes también se mezclaban en negocios, en ciertas ocasiones.
Tromba miró a la casa que representaba sus éxitos en Bath.
—Bien —murmuró—. Fue agradable mientras duró. No me puedo quejar.
¡Dios sabe lo que hubiera podido lograr de no haber sido por este estúpido
turinés! Cacasangue! —Por un instante pareció el retrato de Satanás
rechinando los dientes. Cambió rápidamente su expresión y sonrió—. No
aceptaría diez mil libras por el instante de alegría que sentiré dentro de una
hora. ¿Traéis las pistolas? Bien. Vámonos ya.
Montaron en el coche de alquiler. El sirviente cabalgó en uno de los
caballos de silla, llevando al otro de la rienda. La distancia entre Orchard
Street y el campo abierto detrás de Milk Street, conocido por King’s Mead
Fields, era corta en línea recta, pero como no había ninguna calle transversal,
debieron dar un rodeo.
Las modestas fachadas de las casas quedaban atrás. A Richard, que sentía
frío a pesar de su capa, le parecían como el vago fondo de un sueño. No le era
posible eliminar el sentido de irrealidad que parecía haberse apoderado de
todo; de él en el húmedo coche y la caja de pistolas que sostenía en las
rodillas; del impasible Tromba a su lado, a quien no podía distinguir en la
oscuridad; del fin siniestro de su viaje, que se acercaba rápidamente. Nada
guardaba relación con la lógica. Deseaba ardientemente que saliera el sol.
Quizá entonces todo le pareciera menos fantástico.
—Parecéis deprimido —observó su acompañante—. ¡Sois un buen
padrino! En lugar de animarme y procurar calmar mis nervios, soy yo quien
debo levantar vuestro ánimo. —Su mano enguantada se posó en la rodilla de
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Richard—. No os preocupéis. Me siento feliz como un novio el día de sus
esponsales. Muchas veces he debido batirme a sangre fría. No es muy
divertido. Hoy, sin embargo… —Exhaló un largo suspiro—. Mi única pena es
que el duelo no sea a espada. Se puede alargar, jugando con la víctima.
—Vos mismo sugeristeis pistolas —replicó Richard para decir algo.
—Cuestión de honor, amigo mío. Tengo que darle todas las ventajas
posibles.
«No muchas ventajas», pensó Richard, recordando una competición que
pocos días antes había ganado Tromba a varios petimetres. Aparte de ello
estaban sus nervios de acero, su aplomo. Se imaginaba a Caretti acudiendo a
la cita en un estado de ánimo completamente diferente.
—Quizá se retracte, Marcello.
—Lo dudo —replicó Tromba—. La carta debe de haber sido dada ya a la
publicidad y todo el mundo la habrá leído en Bath esta mañana. Pero no creo
que él pueda hacerlo —añadió—. Tengo una idea. He estado pensando dónde
colocar la bala. Mirad. Os apuesto diez libras, pagaderas inmediatamente
después del duelo, a que le daré en uno de sus ojos de pescado. ¿Aceptáis?
—¡Por Dios! —exclamó Richard.
La mano enguantada se posó nuevamente en su rodilla.
—Calmaos. Debí haber tenido más sentido común. Recordé cómo me
hallaba antes de mi primer duelo. Nervioso como una damisela. Sentía el
estómago vacío. Ya os acostumbraréis a estas cosas. —Cambió de
conversación—. A propósito, presentad mis respetos a la condesa. Explicadle
por qué no me ha sido posible despedirme de ella. Podéis añadir —Richard
imaginó el guiño de ojos que acompañó a estas palabras— que espero que en
París tendré una entreé en todos los sentidos.
El coche salió de Milk Street y entró en la carretera que cruzaba King’s
Mead Fields.
—¡Parad! —ordenó Tromba, sacando la cabeza por la ventanilla minutos
después. Una vez hubieron bajado del coche, prosiguió dirigiéndose a Richard
—: Andaremos el resto del camino. Decid al cochero que os aguarde,
Richard. Temo que no entienda mi inglés. Decidle que voy a cabalgar un rato.
Richard transmitió estas instrucciones al cochero, que sonrió.
El día era ya más que claro. Seguidos de los caballos de sillas, caminaron
entre unos matorrales y llegaron finalmente a una pequeña pradera junto al
río.
—Todavía no está aquí —gruñó Tromba—. Si ese maldito me deja
plantado, le buscaré hasta cazarle, aunque me cueste la vida.
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Minutos después vieron llegar un pequeño grupo que avanzaba junto al
río. Los dos hombres que iban delante eran Caretti y su padrino, el capitán
Miles. Les seguía otro, evidentemente un médico, con un maletín, y un oficial
que lucía el uniforme del regimiento de Miles. La luz se hizo más intensa y
proyectó las largas sombras de aquellos hombres sobre la hierba.
Los caballeros se descubrieron e hicieron las reverencias de costumbre.
Richard miró a Caretti, notando la palidez de su rostro y sus ojos
preocupados. Seguramente no había dormido la noche anterior. Se movía
lentamente y mantenía las manos unidas detrás de la espalda. Era un
verdadero forcejeo de la voluntad contra el miedo. Si flaqueaba en aquel
momento, si era cobarde, no podría volver a levantar el rostro y sus
acusaciones contra Tromba quedarían anuladas. Miró al marqués, vio la fría
sonrisa que entreabría sus labios y volvió la cabeza.
El capitán Miles presentó al mayor Whitlock, quien, siguiendo el ritual,
preguntó a los dos caballeros si deseaban seguir adelante con el duelo y, al
asegurarle ambos que sí, procedió a dar lectura al breve acuerdo firmado por
ambos sobre las condiciones en las que se debía de celebrar. Examinó
expertamente las pistolas, tuvo palabras de elogio por lo bien equilibradas que
estaban y procedió a cargarlas, apretando la pólvora con ligeros pero firmes
golpes de baqueta.
Miles se dirigió a Richard.
—Nunca he visto a un hombre tan asombroso como Caretti —dijo en voz
baja—. Creí que se desmayaría antes de llegar. Le tuve que hacer beber varios
tragos de brandy. Espero que tendrá valor suficiente para proseguir y que
llegará hasta el final. Mirad a Corleone, en cambio. Frío como el hielo. Quizá
sea un pillo, pero no puede negarse que es un valiente.
Tromba cambiaba impresiones en francés con Whitlock acerca de las
pistolas. Caretti miraba al río.
—Cuando queráis, caballeros —dijo el mayor, sosteniendo en cada mano
por el cañón una pistola cargada.
Caretti cogió una y dejó caer rígidamente el brazo. Hasta sus labios
estaban pálidos.
—No os pongáis nervioso, señor —dijo su padrino.
Tromba entregó la capa y la casaca a Richard antes de tomar la pistola.
Tenía un aspecto muy elegante con la peluca empolvada y las negras botas de
montar.
—Os colocaréis espalda contra espalda —dijo Whitlock—. Luego, a
medida que yo vaya contando, adelantaréis diez pasos al frente, daréis media
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vuelta, levantaréis el gatillo y, una vez haya dado la voz, podréis disparar
cuando os plazca.
Con los nervios en tensión, Richard sintió que estaba a favor de Caretti, a
pesar de cuanto le desagradaba; personalmente había algo más significativo,
más humano en él que en el desenfado de Tromba. Era curioso que la carrera
del napolitano hubiera quedado cortada en Bath por una persona físicamente
inferior a él.
Quedaba una última esperanza. Quizá ambos fallaran el disparo o la
herida que se infligieran no fuese mortal. En ambos casos, el honor se hallaría
a salvo y Tromba habría perdido.
—Uno, dos, tres, cuatro… —contaba Whitlock.
Caretti caminaba como un autómata. Tromba, por el contrario, parecía
estar paseando.
—¡Diez!
Ambos dieron la vuelta. El ruido de los percutores al ser levantados
pareció terriblemente fuerte. Los brazos se alzaron.
Bien fuera por nerviosismo, confusión o intencionadamente, Caretti
disparó sin aguardar la voz de fuego.
Tromba retrocedió bajo el impacto de la bala, que le había herido en el
hombro derecho, pero no cayó. Una mancha de sangre se extendió por la
camisa. Llevó a ella su mano izquierda, haciendo una mueca.
—¡Vuestra acción no tiene excusa! —gritó Whitlock a Caretti.
El sardo, con la pistola baja, miraba atontado a Tromba. Éste gruñó
disgustado. Richard precipitose hacia delante, pero Tromba le indicó que
permaneciera en su sitio.
—No es nada, fio mio… Todavía no hemos acabado… —Pasó la pistola a
la otra mano—. Puedo disparar con la izquierda. Mayor Whitlock —dijo en
su defectuoso inglés—, no habéis dado la palabra todavía.
—¡Fuego! —exclamó el oficial, y añadió en voz más baja—: Espero que
agujereéis a ese pillo.
Tromba levantó lentamente el brazo izquierdo.
El valor de Caretti había desaparecido por completo. Dejó caer la pistola
al suelo, permaneció expectante unos instantes y luego extendió las manos
hacia la inmóvil pistola que le apuntaba.
—¡No! —gritó y dio la vuelta.
Sonó el disparo de Tromba.
Su adversario giró como una peonza y cayó hacia delante, moviéndose
durante unos momentos. La carne había prevalecido sobre el espíritu.
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Afortunadamente, no tendría que enfrentarse con el código del honor y su
propia vergüenza.
Whitlock se adelantó, mientras Miles y el cirujano se inclinaban sobre
Caretti.
—Os felicito, señor de Corleone. Sois todo un hombre. En mi vida he
visto a nadie portarse tan bravamente como vos. Espero que vuestra herida no
sea importante.
—No lo creo —repuso Tromba moviendo la cabeza—. Perdonadme que
hable en francés. —Movió el brazo derecho y apretó fuertemente los labios—.
No es grave. No tocó el hueso. —Miles se acercó y Tromba miró el cuerpo
caído en la hierba—. ¿Y él? —preguntó.
—Muerto —dijo el capitán—. La bala le ha atravesado el cerebro.
—Es un buen tiro, digno de ser recordado. Con la mano izquierda, el
blanco moviéndose… Mis respetos, señor. ¡Dios mío! ¡Qué fin tan triste!
Huyendo, casi. ¡Puah!
—Lástima que no aceptarais mi apuesta, Richard —dijo Tromba
sonriendo—. Ahora tendríais diez libras más. No esperaba disparar contra él
en esta forma. Pedid al cirujano que me dé un trago de brandy. Estoy
desangrándome.
Cuando le llevaron el licor, hizo una pausa antes de beber y luego levantó
la copa.
—¡Por el señor residente! Nuestras cuentas están saldadas. —Miró a
Richard—. El «deber» y la «conciencia» están satisfechos. No seáis muy
severos en vuestro informe, caballeros. Pensadlo bien. Quizá fue más bravo
que su rival. Grabad esta frase en su sepulcro.
Fue un bello gesto de Corleone, según comentaron más tarde Whitlock y
Miles. Aquella noche en la hospedería del Oso, junto a unos vasos de ponche,
harían un buen relato de lo sucedido. Si dejó un mal recuerdo en Bath, dejó
también un buen nombre por su valor, y eso era muy importante.
Habiéndose sometido a los cuidados del cirujano y con el brazo en
cabestrillo, rechazó las insinuaciones de que no debía montar.
Era preciso que alcanzara el barco en determinado puerto, y como prefería
cabalgar a tener que ingresar en la cárcel, prometió arreglárselas muy bien.
Como gesto final, regaló su caja de pistolas a Whitlock para que tuviera un
recuerdo de aquel día. Richard le ayudó a montar.
Cubierto con la larga capa de viaje, permaneció mirándoles un momento,
como un halcón negro a punto de emprender el vuelo.
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—A rivederci, caro vecchio. Espero que nos encontraremos nuevamente.
Presentad mis respetos a lord Marny. Decidle a la bailarina que le deseo
mejor suerte con su nuevo protector. —Hizo una reverencia final a los demás
caballeros—. Adieu, messieurs.
Espoleó a su caballo y partió al galope, seguido del sirviente.
Richard le vio desaparecer entre los matorrales, y después sólo oyó el
redoblar de los cascos.
—Un valiente —observó Miles.
Al regresar solo en el coche de alquiler, Richard pensó en Caretti, que
había tratado tan decididamente de ser valiente, aunque sin poder llegar hasta
el final. Nada tenía sentido. Pero ¿había algo que lo tuviera en aquel estúpido
mundo? Sí. El epitafio recomendado por Tromba: fue más bravo que su rival.
XLII
L ord Marny precisó de todo su prestigio para calmar las fuertes censuras
que las acusaciones de Caretti contra Corleone y la subsiguiente huida
de éste levantaron. Si Marny y su hijo no hubieran apoyado al falso marqués,
nadie se hubiera dejado estafar por él.
En público, el conde acomodaba su actitud a la categoría de sus criados.
Si se trataba de personas socialmente inferiores, las desdeñaba altivamente. Si
eran de su mismo rango, hablaba humorísticamente del asunto y admitía que
él y Richard habían también sido sus víctimas. Cuando estaban en privado,
meditaba con expresión sombría.
—En cuanto a mí se refiere —dijo a Richard—, me importa un ardite.
Que ladren. Su furia no es más duradera que su amor.
Cuando la Cámara de los Lores se reúna nuevamente en Londres vendrán
a mí meneando la cola. Es por ti por quien me preocupo. Nos han dado jaque
mate. —Prosiguió apesadumbrado—. ¡Si al menos no hubieras sido su
padrino! Esto lo acabó de descomponer todo.
Richard explicó una vez más los motivos que le obligaron a ello, y su
padre admitió que estaban perfectamente justificados.
—Ya sé que no podías hacer otra cosa. Tenía la sartén por el mango. Estás
socialmente acabado en Bath y en Londres.
Sacó una carta del bolsillo y se la alargó. Su anónimo firmante afirmaba
que una copia de tal carta sería publicada en la próxima edición del London
Public Advertiser. Escrita a modo de ensayo corto, se titulaba «El Barón
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Negro regresa» y, en una aguda sátira, comparaba a cierto Mr. H… d, de
quien se decía era hijo de un noble lord, con su libertino abuelo, cuya muerte
nadie lamentara. Después de señalar el asombroso parecido, tanto físico como
moral, con el distinguido difunto rufián, daba una detallada relación de su
amistad en Bath con un conocido estafador italiano, que se hacía llamar
marqués Di Corleone. Todo había acabado en un mal duelo y la trágica
muerte del signor Caretti, distinguido miembro del cuerpo diplomático.
«Se nos dice que el nefasto Mr. H… d —concluía el artículo— ha de
desempeñar un brillante puesto en una de las Cortes germanas, donde podría
impunemente desacreditar a Inglaterra y emplear sus talentos en pillerías. ¡Tal
es el hombre a quien se ha escogido para representar a su país en el
extranjero! Pero aún nos queda la esperanza de que si el duque de N… l, con
amplitud de miras, acepta a tal pillastre, su majestad, velando por su honor y
el de la nación, se negará a confirmarle en su puesto…».
Richard devolvió la carta a su padre. La forma en que había sido tratado
en Bath le dolía demasiado para preocuparle mucho.
—No sabía que fuese tan depravado —dijo.
—Creo conocer a quien ha escrito esto —comentó Marny—.
Naturalmente, quiere atacarme por mediación tuya. Nuestros planes para tu
entrada en el servicio diplomático se han esfumado. No quiero referirme a ese
anónimo, sino mejor a lo que representa. Mis enemigos en la corte se
apresurarán a llamar la atención del rey sobre el asunto. El duque de
Newcastle no osaría ni siquiera mencionar tu nombre. Bastante se hizo para
solventar el asunto de tu ilegitimidad, pero lo de ahora constituye un
verdadero impasse.
Tenía tan apenado aspecto, que Richard le colocó una mano sobre el
hombro.
—No os disgustéis por mí, milord. No me importa mucho.
—Pero me importa a mí —replicó Marny—. Quería revivir mi carrera en
tu persona y mejorarla. Ello me consolaba de mi vejez. —Se enderezó,
sonriendo débilmente—. No he fallado nunca en cuanto me he propuesto, ni
fallaré tampoco ahora. Vas a cumplir los veintiún años. Haré que vayas al
Parlamento. Ni el rey ni ministro alguno lo pueden impedir, por cuanto
domino el distrito de Ashford. Pero, entretanto…
Permaneció meditabundo y luego levantó la cabeza.
—¿Recuerdas la posesión en Virginia que gané al joven Fairfaix? Algo ha
de hacerse con ella, en un sentido o en otro. Podrías encargarte de ella en mi
nombre. Una ausencia de seis meses no estaría de más. Cuando regreses, el
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actual barullo habrá sido olvidado. Podrías hablar con conocimiento de causa
de los problemas coloniales, que adquieren cada día mayor importancia. ¿Qué
te parece?
—Dadme algún tiempo para pensarlo, señor —repuso Richard, vacilando.
—Muy bien —asintió Marny—. Lo peor de este mundo es carecer de
planes definidos.
Aquella noche, antes de acostarse, Richard paseaba nerviosamente por su
habitación. La idea de ir a Virginia no le seducía. ¿Qué sabía él ni qué le
podían importar el tabaco o los esclavos negros? Pocas eran las cosas que le
preocupaban en aquel momento, excepto la de dejar de ser una carga para lord
Marny y la de labrarse un porvenir por sí mismo. Pero ¿dónde y cómo? Lo
ignoraba. Acababa de fracasar en el papel que le asignara su padre y estaba ya
cansado de aquella vida. Antes que ir a Virginia, sería preferible regresar al
continente y practicar su antigua profesión. Pero eso también le parecía
imposible.
Después pensó en Maritza. La tarde del día en que se celebraba el duelo le
escribió una carta en la que intentaba explicar la parte que había desempeñado
en el triste suceso, rogándole que no pensara mal de él. La había escrito con el
corazón. Su criado, Briggs, la llevó personalmente, pero ella no le contestó.
Entonces sus pensamientos se dirigieron a Amélie des Landes.
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—Vuestra simplicidad me intriga —repuso la condesa—. Si es sincera,
debo apiadarme de vos. Pero como no creo que lo sea, servíos aceptar un
polvillo de rapé.
Más tarde reía al contarle la conversación a Richard, a quien apodó
«Garbanzo Negro» o Noiraud.
—Vamos, Noiraud. Cuéntame otra vez el duelo. Presencié uno en cierta
ocasión (escondida, naturalmente) que se libró por mí entre monsieur
De Lusignan y monsieur De Vrouvrières. Fue a espada. El pobre Jean-
François resultó muerto. Es algo fascinante. Monsieur Caretti disparó
primero. ¿Qué sucedió luego?
Richard sospechaba que su desenvoltura era debida a su afán por
animarle.
—No estés tan trágico —le rogó cuando le hubo explicado el duelo una
vez más—. Dices que ya había cumplido los cuarenta años. Un hombre de esa
edad ha vivido bastante, y una mujer, también. He hablado repetidas veces de
ello con monsieur Des Landes. No está de acuerdo conmigo, sino en cuanto se
refiere a las mujeres. ¡Piensa en los muchos duelos en que ha intervenido y en
mi mala suerte! ¡Imagina cuántos jóvenes ha matado! —Dejó caer la cabeza
—. Tengo sueño, Richard. Llévame a la cama y me desvelaré.
Poco tiempo le quedaba para estar junto a Amélie. La estancia en
Inglaterra de la dama tocaba a su fin. Mejor dicho, hubiera ya debido acabar,
pero le confesó que la había alargado por él. Richard se sentiría muy solo.
Ella se negaba a hablar de la pronta separación.
—Bastante penosa será cuando llegue el momento para que hayamos de
referirnos a ella ahora —decía—. Rehúso apenarme. «Todavía falta una
semana», me digo. «Quedan unas horas…, unos minutos». Y luego… y
luego… —Su voz se apagó—. Te amo, Richard.
—¡Si no fuera por la maldita guerra!
—Miséricorde! —exclamó ella—. No patees esa caja. Contiene mi mejor
sombrero. Sí la guerra. ¿Y después? No quiero hablar de ello, Noiraud. S’il te
plaít! Pero no olvides que debes acompañarme hasta Bristol. Eso nos da un
día más de la semana… y una noche más.
Poco tiempo después de sostener esta conversación, al regresar una tarde a
Pierrepont Street, Richard recibió una carta de Maritza. No tuvo prisa en
abrirla. El hecho de que hubiera tardado tanto tiempo en contestar a la suya
aseguraba que su contenido fuera agradable. Cuando, finalmente, rompió el
sello de lacre, al leer el formal signore, en lugar del íntimo sior de los buenos
días de Véncela, le previno de lo que habría de encontrar.
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«Después de todo —leyó—, es preferible contestaros para evitar cualquier
mal entendido. No acepto vuestras explicaciones de la participación que
tuvisteis en el asesinato de Caretti. Asesinato es la única palabra que califica
debidamente su muerte. La noche antes del llamado duelo, el signor Caretti
me escribió una larga carta en la que me daba cuenta detallada de su
entrevista con vos y vuestro amigo Tromba. No esperaba sobrevivir y quería
que supiera la verdad. La carta me fue entregada la mañana de su muerte. Es
perfectamente comprensible que un bandido como Tromba zarandee,
amenace y finalmente mate a un hombre. Pero no creía que vos mismo fuerais
un rufián o amigo de rufianes.
»Una palabra más. A pesar de lo que hayáis podido imaginar, mis
relaciones con el signor Caretti fueron siempre de simple amistad. No he
cambiado de manera de pensar ni pienso hacerlo. Espero que vuestro cinismo
no os impida creer en mis palabras.
Maritza Venier».
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Anzoletta le abrió la puerta, quedando anonadada al verle.
—Milor! Siento que…
—Ya lo sé, sior’amia, pero debo verles.
La apartó suavemente y abrió él mismo la puerta de la salita. La mujer le
siguió.
Al oír su voz, Maritza y su padre se habían levantado de sus asientos,
junto a la lámpara y permanecían de pie, mirándole.
—¿Por qué habéis venido? —preguntó ella.
—Tenía que venir, después de leer vuestra carta. No podéis pensar peor
de mí que lo que yo mismo pienso. Quería que lo supierais, madonna —hizo
una reverencia, incluyendo a Venier—, así como también vuestra excelencia.
—Richard… —empezó a decir ella, deteniéndose.
—Debo agradeceros que hayáis venido —dijo Venier—. Así habéis hecho
posible que podamos encontrarnos nuevamente como en aquellos pasados
tiempos. Pero éste no es el momento de hablar. Más tarde quizá sí. Mañana
regresamos a Londres. ¿Querréis visitarnos allá?.
—No sé si iré a Londres, señor. Es posible que ingrese en el ejército, en
cuyo caso…
—¿El ejército? —preguntó Maritza—. ¿Y vuestro nombramiento para el
continente? Yo creía…
—No existe ya tal cargo.
Ella dio un paso hacia delante.
—¿Qué queréis decir?
—Hay muy poco que contar. El mundo está de acuerdo con vos acerca de
mí, y el mundo tiene razón. Por tanto, no existe posibilidad alguna de que el
nombramiento sea cursado, y me alegro de ello. —Hizo una ligera pausa—.
¿Recordáis la comedia que escribí en Venecia, El capitán Arlequín? Pues
bien: voy a representar ese papel durante algún tiempo.
—¿Habéis siempre de portaros como un actor, Richard? —preguntó ella
juiciosamente—. ¿Es que todo no es sino teatro para vos?
Se dio cuenta durante un breve instante de que acababa de mencionar la
causa del fracaso de su vida.
—Quizá sí —repuso Richard—. Pero, ahora, no represento ningún papel.
—Lo sé —replicó ella, alargándole la mano—. Cuando nos encontremos
nuevamente —los ojos se le llenaron de lágrimas—, podremos ser… amigos.
Minutos más tarde, llamaba a la puerta del alojamiento de Wolfe y, al ser
informado de que se encontraba en casa, solicitó hablar con él.
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Aquella noche comunicó su decisión a lord Marny.
—Podía haberme consultado primero —dijo éste, pero permaneció
pensativo.
—Tenéis razón, señor, pero quise dar este paso yo solo.
—No puedo decir que me guste tu decisión —murmuró el conde—,
teniendo en cuenta el fracaso de los planes que había elaborado para ti.
¿Cómo reaccionó Wolfe? Sabe lo que se habla en la ciudad.
—Nos comprendimos perfectamente. En cuanto a mi participación en el
duelo, no le da mayor importancia. Dice que de haberse encontrado en mi
caso hubiera obrado de la misma manera. Además, milord —prosiguió
Richard con una sonrisa—, necesita oficiales. Hay varios nombramientos en
venta. Creo que servir en Canadá no goza del favor popular.
—No me extraña —repuso el otro, secamente—. Pero ¿y el coste? ¿Una
plaza de teniente, dices? Los nombramientos no son baratos.
—Habéis sido muy generoso con la asignación que me habéis hecho,
señor. He ahorrado mucho y…
—¡Tonterías! —exclamó Marny—. Si mi hijo ingresa en el ejército lo
hará en debida forma. Te morirías de hambre con la paga de teniente. —
Permaneció silencioso unos momentos y luego asintió con la cabeza—. Muy
bien. Después de todo, podías haber tomado una decisión menos favorable.
Creo que has obrado cuerdamente. Haz que tu nombre suene en esta campaña
y lo demás será olvidado. Después… —La vieja ambición le dominó de
nuevo—. Después, el Parlamento. Y ya veremos si el rey te niega un escaño
en él. ¿Cuándo ingresas en tu regimiento?
—Dentro de diez días, milord. Portsmouth es el punto de reunión. Ignoro
la fecha en que nos haremos a la mar.
—Cuanto más pienso en ello —prosiguió Marny de buen humor—, más
me gusta. Visitaré a Wolfe mañana. Que te hagan los mejores uniformes.
Desde este momento doblo la asignación que te otorgué.
XLIII
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blanco, bandolera de seda color carmesí, calzones grises, botas negras con
vueltas marrón y alto sombrero con galones dorados, que añadía una pulgada
a su estatura.
—Os sienta muy bien, señor —dijo Briggs—. Tenéis un aspecto muy
marcial.
—Así lo espero —repuso Richard, sonriendo—. Ni siquiera sé marcar el
paso y, mucho menos, la diferencia que hay entre apunten y presenten armas.
No he disparado nunca un mosquete. Como ves, soy un oficial muy
competente, Briggs.
—Ya os enseñarán todo lo que hayáis de saber, señor. Muy pocos son los
caballeros que ingresan en el ejército y saben algo de él. Vuestra señoría
aprenderá tan deprisa como el que más. ¿Llevaréis el sable esta noche, señor?
—Sí. Grande tenure, como dicen los franceses. He de lucir todos los
adornos.
La magnífica espada con empuñadura de oro fue regalo de lord Marny. El
cinturón ajustaba debidamente y Briggs necesitó unos instantes para hacer
pasar el vástago de la hebilla por su agujero.
Richard se contempló nuevamente en el espejo. ¡Magnífico! El uniforme
no dejaba nada que desear. Las ropas, sin embargo, no tenían excesiva
importancia. Antes de salir a escena debería aprenderse su papel.
—Tienes la noche libre, Briggs. Cenaré con madame Des Landes y no te
necesitaré más tarde.
—Muy bien, señor —murmuró el criado.
—Procura que todo esté preparado por la mañana: la silla de posta y el
equipaje. El barco de madame zarpa con la marea. Cuando regrese del puerto,
saldremos inmediatamente para Portsmouth.
Después de dar una mirada final al espejo, Richard salió y siguió por el
corredor hacia las habitaciones de Amélie.
Llegaba el gran momento. Para que la sorpresa fuera completa, ni él ni
lord Marny, a petición suya, habían hablado a la condesa del ingreso de
Richard en el ejército. Durante el viaje desde Bath había vestido de paisano.
Amélie le vería por primera vez de uniforme y él se imaginaba su sorpresa.
En contestación a su llamada, una voz remota le invitó a entrar. Cruzó la
salita y penetró en la otra habitación. La condesa estaba sentada de espaldas a
él, vestida solamente con una négligée. Stéphanie y Babette le empolvaban el
cabello. Un hálito perfumado flotaba en la habitación.
Como le esperaba, no se volvió a mirarle.
—Ah, te voilà, mon cher! — dijo—. Dentro de un instante estará lista.
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Una de las doncellas, viendo solamente la casaca roja, dio un grito.
Monsieur Coco le hizo coro. Amélie vio el reflejo del uniforme de Richard en
el espejo. Cerrando la bata, se puso súbitamente en pie y protestó, indignada.
Sólo una gran señora podía emplear su lengua con tal autoridad.
—¡Salid inmediatamente de esta habitación, señor! ¡Vuestra osadía no
tiene nombre! ¡Me veré obligada a…! —Calló, con la sorpresa reflejada en su
mirada—. ¡Richard! —exclamó—. Nom du ciel! ¿Por qué te has vestido así?
Me has dado un susto de muerte.
—No parecíais muy asustada —repuso él—. ¡Buen recibimiento me has
hecho!
—Pero ¿por qué este vestido, Richard?
—El teniente Hammond a vuestras órdenes, condesa.
—Trêve de plaisanteries!
—No se trata de ninguna broma. Estuvimos de acuerdo en que, mientras
durara la guerra, no podríamos vernos. Por tanto, he decidido darle fin,
destruyendo ejércitos y capturando ciudadelas, con el solo objeto de estar
nuevamente a tu lado. ¿No parezco un mariscal de campo? —Se volvió hacia
la doncella—. ¿Qué tal estoy, Stéphanie y Babette?
—Monsieur est superbe…
Los ojos de Amélie todavía reflejaban asombro.
—No comprendo… Eres tan bromista…
—Escúchame…
—No —le interrumpió ella—. Debo ponerme alguna ropa para recibir a
un oficial del rey. —Hizo una pequeña reverencia—. Servíos, monsieur,
retiraros a la habitación contigua. Je suis á vous dans quelques instants.
Richard sabía lo que «algunos instantes» significaban en boca de Amélie.
—No sueles tratarme así —objetó.
—No, pero no puedo admitir caballeros desconocidos en mi boudoir. No
conozco al teniente Hammond.
—Eres cruel. No tenemos tiempo que perder.
—Va’ten, maraud! —le suplicó con la mirada—. Me apresuraré.
Cumplió su palabra. No debió aguardar más de media hora antes de que se
abriera la puerta de la salita y apareciera vestida con una bata de terciopelo
negro, medio entreabierta en el corpiño.
Un diminuto gorro de encaje descansaba en su cabello. Lucía un hermoso
collar de perlas. El aroma de su perfume penetró en la salita, en la que un
criado de la hospedería preparaba la mesa para la cena.
—¡Divinamente exquisita! —dijo Richard, inclinándose.
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—Me niego a presentarme menos elegantemente vestida que vos,
monsieur le lieutenant. El rojo y el negro son colores que combinan bien.
Ahora quiero que me expliques a qué se debe todo esto.
Le contó las circunstancias que le llevaron a comprar el nombramiento y
ella le creyó.
—Claro que hace que te quiera más que nunca —declaró—. ¿Qué mujer
puede resistirse a un oficial? ¿Por qué es tan atractivo el uniforme? Se repite
la vieja historia de Venus y Marte, el único dios a quien ella amó. Cuídate
mucho, mon petit Noiraud… Por lo menos, que no te desfiguren. Quiero a mis
hombres completos, como donna Florida en la comedia. ¿Recuerdas?
—La recuerdo, ciertamente. Pero tenía muy poco corazón.
—Quizá no salgas de Inglaterra —prosiguió Amélie—. Espero que no.
¿Qué crees?
—Partiremos enseguida hacia Luisburgo. Y de allí a Quebec.
—Ciel! —murmuró—. ¡Tan lejos! ¡Pobrecito mío! ¿Te volveré a ver? —
Le puso la mano en el brazo y luego sonrió—. ¿Quebec? Tiens! Hay un
pariente mío, allí, primo de mi madre. El marqués de Montcalm. Ha estado
varias veces en nuestra residencia en París. Te daré una carta para él.
—No será muy fácil visitar al general francés —repuso Richard.
—Tienes razón —asintió ella—. ¡La guerra es tan tonta! Pero nunca se
sabe. Quizá lo encuentres. En tal caso, salúdale de mi parte y dile que te amo.
—La señora está servida —anunció el criado.
Tomaron asiento en la pequeña mesa junto al fuego.
Habían llegado al final, aquélla era su última cena juntos, su última noche.
La sombra de la partida apagaba incluso la alegría de Amélie. No importa lo
que hablara, sonaba vacío e inconsistente e, incluso, trémulo. Las pausas se
hacían más largas. Las frases quedaban incompletas. Estaban en el umbral del
mañana y no podían ignorarlo.
—¿Cuánto tiempo estarás en Irlanda? —preguntó él.
Debido a la guerra, las comunicaciones con Francia estaban cortadas, en
su viaje de regreso tendría que dar un gran rodeo. Como tenía parientes e
incluso una pequeña hacienda en Cork, prefirió seguir aquel camino, en lugar
de ir a Holanda.
—El menor posible —repuso—. Pasaré unos días con unos parientes en
Kinsale. Han localizado a un contrabandista que accede a desembarcarme en
la costa francesa, probablemente en Brest.
—Marcello Tromba se encuentra en Irlanda. ¿Esperas verle?
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—No —repuso ella, negando con la cabeza—. Pero más tarde iré a París.
¿Te contó algo acerca de la proyectada lotería?
—Sí, y, naturalmente, me siento celoso.
—¿Por qué? Seguramente nos dará buenos beneficios. Es terriblemente
inteligente. ¿Por qué estás celoso?
—Debieras saberlo.
Preocupada, miró a la lejanía un instante y luego sonrió.
—¡Oh, eso! ¿Por qué no? No estarás allí. C’est un tres bel homme. No
querrás que lleve la vida de una monja mientras tú estás en Canadá. Debo
divertirme.
—¡Amélie!
—Todos los hombres sois iguales —replicó ella, encogiéndose de
hombros—. ¿Prometí, acaso, serte fiel, Richard? La fidelidad y yo no
seguimos el mismo camino. Prometo amarte. El amor es distinto. No te
entristezcas. ¿Prefieres que rompa nuestro acuerdo y que te mienta? Lo haré si
sigues disgustado.
—No. Nuestro acuerdo ha de durar siempre —replicó él, sin poder evitar
sonreír—. Te amo tal como eres.
—Es preferible así, porque no puedo cambiar. —Se recostó contra el
respaldo de la silla—. Algunas veces me gustaría. ¿Recuerdas la noche en la
que asistimos al sermón de Wesley? Parece que hace mucho tiempo y
escasamente ha transcurrido un mes. Más quel mois, mon bien aimé! —Su
voz tembló—. ¿Lo cambiaría por algo? No. Deja que tenga un cielo «cuando
sea vieja y esté junto al fuego». ¿Cómo dicen los versos de Ronsard: Quand
vous serez bien veille, au soir, á la chandelle? No recuerdo bien. Terminan
así, poniendo tu nombre en lugar del suyo: Richard m’ámait du temps que
j’étais belle. —Repitió las últimas palabras— «… me amó cuando era bella».
Lo único malo…
Repentinamente estalló en sollozos.
Richard se levantó y fue a su lado. Ella apoyó la cabeza contra su casaca.
—Lo único malo es que ya ha pasado.
—No —repitió él—. Lo volveremos a tener, pronto, una vez haya
terminado la guerra. ¿No puedes acelerar el curso del tiempo con tu varita
mágica?
—Haré cuanto pueda. —Se enderezó y prosiguió con un esfuerzo—:
Además, no ha pasado aún. Quedan algunas horas. —Hizo una mueca a la
mesa—. Me he cansado de una cena tan mala. ¡Budines! ¡Dios santo, cómo
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odio los budines! Además, hacen engordar. Me marcho de este país a tiempo.
Mi figura ya empezaba a sufrir los efectos. Seguramente habrás notado…
Pasó de un tópico a otro.
Más tarde, cuando el criado hubo retirado el servicio y quedaron solos,
Richard abrió las cortinas de una ventana y permanecieron de pie, ciñéndole
él su talle con el brazo y mirando a la noche. La luna plateaba los tejados de
la ciudad medieval, todavía rodeada de muros. Más allá del amontonamiento
de casas, flotaba un bosque de mástiles en la ría. El olor de los barcos se
filtraba por la ventana. La campana de una iglesia tañó nueve veces.
—A propósito —dijo él—. He de pedirte un favor, que me abstendría de
solicitar si no fuera por nuestro perfecto entendimiento. Se refiere a Maritza
Venier.
—La odio —repuso Amélie—. ¿Qué he de hacer por ella?
—¿Tienes alguna influencia en la Ópera de París?
—Conozco a los directores, Rebel y Francoeur. ¡Claro que tengo
influencia!
—¿La suficiente para obtener una plaza para ella en la Ópera cuando
termine la temporada en Londres?
—Quizá sí. Una plaza pequeña. Mais, que diable! ¿Por qué lo pides?
¿Qué interés tienes por ella? Por Dios que si supiera…
—¡Amélie! —exclamó Richard, asombrado, ciñéndola más fuertemente
—. ¿Estás celosa?
—Los celos son privilegio de la mujer, Richard. Pero, prosigue. Revuelve
el cuchillo en la herida. ¿Por qué quieres esa plaza para ella?
—No creo que las cosas se le presenten demasiado fáciles en Londres sin
el apoyo de Caretti. No le gusta Inglaterra. París ha sido siempre su sueño. Su
madre bailó en la Ópera. Una invitación de sus directores para que acudiera
allí tendría un gran significado para ella, aunque se tratara de un puesto sin
mayor importancia. Me he portado bastante mal —prosiguió, vacilando—.
Quisiera hacer algo bueno para compensarlo.
—¿Deseas que sepa que la condesa Des Landes ha obtenido una
invitación para ella a petición tuya? —preguntó, sonriendo—. Creo que no.
—¡No, por dios santo! —exclamó Richard—. Es más orgullosa que
Lucifer.
—Lo guardaremos en secreto, pues.
—¿Lo harás por ella?
—Creo que no me será difícil.
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Se separó de él y le estuvo contemplando un momento, mitad amorosa,
mitad divertida. Dejó escapar una risita.
—¿Sabes por qué te quiero tanto, Richard? A pesar de tu estatura y la
casaca roja, no eres sino un muchacho. Ni lord Marny ni yo hemos podido
pervertirte. Prométeme algo. No sabes cuánto significa para mí. Prométeme
que nunca cambiarás, que no te volverás suave, delicado y falso. No he
conocido sino hombres de esta clase. ¡Hipócritas! Les pago con la misma
moneda. Pero tú… Prométemelo.
—Nunca cambiaré para ti, Amélie.
—¡Palabras y nada más que palabras! —Volvió a ser la mujer caprichosa
de siempre—. Quiero algo más que eso. No creas salir tan bien librado. ¡Qué
presuntuoso! La víspera de separarnos, no vacilas en pedirme a mí, a tu
amante, que ayude a mi propia rival, y no dudas de que sea capaz de hacerlo.
¡Muy bien! Pero, en compensación, á nou deux, mon ami.
Página 295
TERCERA PARTE
QUEBEC
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XLIV
Del mayor general Wolfe al muy honorable señor conde Marny
»
M ilord:
»Aprovecho el correo que lleva diversos despachos para Mr.
Pitt concernientes a la marcha de las armas de su majestad en la actual
campaña, para remitiros un breve informe de Mr. Hammond, en
cumplimiento de la promesa que en tal sentido os hice antes de salir de
Portsmouth el pasado mes de febrero. Los múltiples asuntos a mi cargo y mi
propio delicado estado de salud son culpables de que no haya hecho honor a
mi palabra con mayor premura. Por mediación de Mr. Pitt o de milord
Holdernesse, y también por el propio Mr. Hammond, vuestra señoría se
enterará de las dificultades con que hemos debido enfrentarnos y de las pocas
esperanzas de éxito que quedan. Sin embargo, nada dejará de hacerse por el
honor de su majestad y el interés de la nación. Pero permitid que pase a tratar
de nuestro asunto.
»Tengo gran satisfacción en hacer un elogio de Mr. Hammond como
hombre y como oficial. A pesar de que no ha tenido la oportunidad de
distinguirse sobre los demás caballeros de su propio rango, no por ello es
inferior a nadie y sí superior a muchos en el cumplimiento de sus deberes y en
su conducta personal. Prestando la debida atención a los oficiales más
antiguos que él; en poco tiempo ha aprendido no sólo todo lo concerniente a
la instrucción y normas militares, sino que posee el aire y porte que sólo se
adquieren después de varios años de milicia y goza del aprecio tanto de los
oficiales como de los soldados de su regimiento. El teniente coronel Hale que
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manda actualmente el 47, siente especial aprecio por Mr. Hammond, le honra
con su compañía y en diversas ocasiones le ha tenido como ayudante.
»Los talentos triviales, unidos a un verdadero mérito porte varonil, son
generalmente de gran valor a un joven oficial. Los conocimientos musicales
de Mr. Hammond, su habilidad en los juegos de manos, no inferiores
ciertamente a los de un juglar profesional, han aliviado muchas horas
aburridas y aumentado su popularidad. Por ejemplo, en los momentos en que
escribo esta carta se encuentra en el lazareto de St. Francis, en la cercana Ile
d’Orleans, para entretener a algunos de los soldados que resultaron heridos en
la reciente batalla de Montmorency. Recuerdo con placer que hace unos diez
días tuve el honor de sentar a mi mesa a varias damas francesas de la alta
sociedad que fueron temporalmente nuestras prisioneras. Mr. Hammond, por
su habilidad con el violín y su dominio de la lengua francesa, dio a la ocasión
el empaque que de otra manera le hubiera faltado. Su conocimiento del
idioma que, dicho sea de paso, habla mejor que el inglés, es de un valor
inapreciable en el Canadá y nos ha sido repetidamente útil en el interrogatorio
de prisioneros y desertores. Debido a tal conocimiento me propongo
emplearle en fecha próxima en una misión muy delicada que puede ser de
gran importancia para las armas de su majestad. Como el plan no está todavía
perfeccionado y, además, precisa del consentimiento de Mr. Hammond, no os
abrumaré con detalles del mismo y dejaré a vuestro protegido la satisfacción
de comunicar a vuestra señoría el resultado.
»No tengo, pues, sino buenos informes que comunicaros acerca de Mr.
Hammond. Sin embargo, me doy cuenta de que no es ésta la clase de noticias
que vuestra señoría desea y acerca de las cuales me hicisteis el honor de
solicitar mi opinión. ¿Debe míster Hammond seguir en los ejércitos de su
majestad una vez terminada la actual campaña? ¿Debe dedicar su vida a la
profesión de las armas? Estos, si no me equivoco, son los dos interrogantes
que vuestra señoría desea ver contestados.
»Todavía me parece demasiado pronto para contestar con conocimiento
de causa. En todo caso, no quiero parecer un profeta. Los sucesos del futuro
pueden muy fácilmente hacer cambiar mi estimación de Mr. Hammond. Pero
como vos, milord, queréis que os sea completamente franco, debo deciros
claramente que, a pesar de lo que antes he escrito, no creo que la milicia sea
la carrera apropiada para él. Me doy perfecta cuenta de que estas últimas
palabras han de parecer un non sequitur a vuestra señoría, en vista de las
muchas cosas excelentes que acerca de él he escrito. No puedo dar tampoco
una base razonable para esta opinión, que no es otra cosa que un sentimiento
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derivado de la mucha experiencia que poseo en cuestiones militares. Mr.
Hammond sobresale, como sobresaldría un actor, pero las pasiones y la trama
del drama no le afectan personalmente. En mi opinión, ni la causa de
Inglaterra, por la que luchamos, ni el arte de la guerra, ni el deseo de obtener
ascensos, tienen para él interés alguno. Parece como si quisiera que su
actuación gustara al auditorio, pero no se preocupa de que le guste a él
mismo. No creo que íntimamente se considere un soldado. En resumen, no me
parece que su corazón sienta aquello que hace la carrera de las armas
atractiva. Por tales circunstancias, soy de la opinión de que cometería un
craso error si optara por seguir en el ejército.
»Permitidme que añada que no creo que el propio Mr. Hammond se dé
cuenta de su estado de ánimo a este respecto. Supongo que sus superiores,
especialmente el teniente coronel Hale, serán de parecer totalmente opuesto al
mío. Quiero añadir también que siento personalmente gran afecto hacia Mr.
Hammond. Someto las anteriores reflexiones a vuestra consideración,
confiando en que me haréis el honor, señor, de creer que han sido dictadas por
el gran respeto con el que me honro suscribiéndome como vuestro humilde y
obediente servidor.
Jam. Wolfe».
XLV
–
Y ahora, caballeros y amigos —dijo Richard, dirigiéndose a su auditorio
—, como tenía mucho apetito, me he tomado seis huevos, sin
molestarme en quitarles la cáscara. Ya los tengo en el estómago. —Se frotó
con la mano la parte aludida—. Pero —prosiguió— ahora me arrepiento…,
siento algunos dolores… —Hizo diversas contorsiones tan cómicas que sus
espectadores, los soldados heridos, rieron—. Me siento muy mal. ¿Cómo
podré aliviarme? ¿Por arriba o por abajo? Ninguna de las dos maneras es
apropiada ante vosotros…
—Ya os he cogido, teniente —dijo uno de los granaderos, con la cara
cubierta de vendajes—. Tenéis un huevo en la mano izquierda. Os he visto la
trampa.
Richard había estado esperando semejante interrupción.
—Tales palabras no son dignas de un soldado, Tom. A vosotros apelo,
caballeros. Se me acusa de hacer trampa. Pues bien. ¡Mirad! —Enseñó ambas
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manos completamente vacías—. Este hombre se burla de mí. Caballeros, os
pido perdón. No puedo más. He de aliviarme de alguna manera.
La garganta de Richard se hinchó, así como sus mejillas. Sacó un huevo
de la boca, luego otro, y otro, y otro… Su actuación era tan real, que los
soldados le contemplaban atónitos. Algunos de los que no habían podido
arrastrarse hasta el círculo que rodeaba a Richard, se alzaron en sus petates en
el piso de la iglesia de Saint François, que había sido convertida en hospital, y
le contemplaban anhelantes, olvidando el tormento de las pulgas y el mal olor
del lugar. Un cirujano, que había estado inclinado sobre un herido en un
rincón de la iglesia, movió la cabeza, cubrió con una manta la cara del
soldado, se puso de pie y se quedó mirando a Richard.
—¡Ahhh! —suspiró Richard—. Ahora me siento mejor. Caballeros, por
hambrientos que os encontréis evitad tomar los huevos en la forma que yo lo
he hecho. Fijaos en lo livianos que son ahora, en comparación con lo pesados
que eran hace un instante.
Ante el asombro general, los arrojaba al aire uno tras otro, en un continuo
movimiento. Pero, de pronto, desaparecieron.
—¿Quién los tiene? ¡Después del trabajo que me costó adquirirlos en el
gallinero de madame Brunneau en Montmorency! Me parece que habrá sido
el pillo de Tom. —Y sacó uno del bolsillo del ganadero y otro de su oreja,
ante la risa de todos—. Sargento Wilkins, me sorprende que un hombre como
vos… —Dos huevos salieron de los bolsillos del admirado Wilkins.
De pronto, se oyó una inesperada voz de mujer.
—Siempre fue un sinvergüenza, señor. Por eso se enroló. ¡Esperad a que
le ponga la mano encima cuando regrese a casa!
—Pero ¿quién sois vos, señora? —tartamudeó Richard, mientras los ojos
de todos los presentes buscaban el origen de los gritos.
—¡Ya sabe bien quién soy, el muy pillo! Me llamo Bell Buckley y vivo en
Salem. Me engañó en la fiesta de despedida y después nacieron dos gemelos.
¡Esperad a que le coja! —dijo la voz con un gruñido final.
—Todo es mentira —refunfuñó Wilkins, que era oriundo de Nueva
Inglaterra y se alistó en los voluntarios americanos—. Ni he estado nunca en
Salem, ni conozco a esa…
—Quizá me haya equivocado, señor —replicó la voz—. Me han engañado
ya muchas veces, pero no hay duda de que es uno de los ladrones de huevos.
Todos reían a carcajadas. Los esfuerzos hechos por Richard para aquella
demostración de ventrilocuismo le hacían sudar copiosamente, y se secó la
cara.
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—Os apuesto un soberano —dijo un joven virginiano llamado Cárter,
alférez en el regimiento de Richard— a que esos huevos no son de verdad.
Nadie es capaz de hacer juegos de manos con huevos verdaderos.
—No quiero ganaros el dinero, señor —replicó Richard—. Sólo os pido
que os los comáis si os demuestro que son de gallina. ¿Aceptáis?
—Sí, señor.
El alférez, que había sido herido en la pierna, adelantó dos pasos
apoyándose en las muletas y estrechó la mano del teniente.
—Dejadme suficiente espacio libre, señores, y fijaos bien. —Richard
tomó el gorro en forma de mitra de un granadero y lo puso boca arriba,
dejándolo apoyado contra un taburete—. No me gustan las trampas, señores.
Observad. Rompo los huevos. —Eran huevos de verdad. Uno tras otro los
rompió, echándolos dentro del gorro.
—Me alegro de que no sea el mío —dijo una voz—. ¡Bueno quedará
después!
—Mirad, señor escéptico —dijo Richard dirigiéndose a Cárter.
—Ganáis, señor. Pero quisiera comérmelos cocidos.
—Muy bien —asintió—. Yo mismo os prepararé una hermosa tortilla. —
Removió rápidamente con su vara en el interior del gorro, murmurando al
mismo tiempo palabras ininteligibles—. Se cuecen, se cuecen. Ya casi está
lista. ¡Por fin! —Metió la mano dentro del gorro—. Pero ¿qué es esto?
Con una cómica expresión empezó a sacar varios objetos atados uno a
otro: una liga de mujer, el pendón de un barco, un ratón muerto, una pastilla
de tabaco, media docena de clavos, una pipa rota…
—¡Qué tortilla, señores! He debido equivocarme de palabras mágicas. El
pobre Mr. Cárter prometió comérselo… Pero… ¿qué es esto? —Sus manos
fueron tan rápidas que parecieron salir de dentro del gorro y no del faldón de
la casaca, sosteniendo una botella—. Por lo menos tendrá algo que beber con
ello. Me parece que se trata de un magnífico grog. Quizá lo quiera compartir
con vosotros.
Todos los ojos estaban fijos en la ansiada botella en las manos de Cárter y
no se dieron cuenta de la sustitución del gorro mágico por otro exactamente
igual.
—Gracias por vuestra paciencia —dijo Richard.
La voz de Bell Buckley se oyó por última vez.
—¡Aplaudidle y que se vaya al diablo después!
Richard se retiró entre una salva de aplausos, mientras uno de los
granaderos cogió el gorro y se asombró al encontrarle completamente vacío.
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No todos los heridos habían podido gozar del espectáculo. Algunos
permanecían quietos en sus petates, otros se quejaban o movían la cabeza de
un lado a otro. El hedor a excrementos, sangre, sudor y gangrena, el precio de
un ataque que había sido rechazado poco antes, llevó a su mente los recuerdos
de las galeras, sólo que, al menos físicamente, aquello era peor.
Luchando contra las náuseas, aspiró agradecido el aire fresco de los
bosques.
—Sois muy bueno, Hammond —dijo uno de los cirujanos que le siguió
afuera—, al hacer eso por ellos. Así pueden dejar de pensar en sí mismos por
algunos momentos. Esperan vuestras visitas con verdadera ansia.
—¿Cuántos hay? —preguntó. El acento de Richard parecía menos
extranjero desde que salió de Portsmouth—. Me parece que su número ha
aumentado.
El cirujano apretó con el pulgar el tabaco en la cazoleta de la pipa.
—Siguen llegando más, a causa de las escaramuzas. De vez en cuando
traen algunos heridos por las baterías francesas. Pero la mayor parte lo fueron
en el ataque de Montmorency. Hay unos cien amontonados en la iglesia,
como habéis podido ver. En otros lazaretos tenemos alrededor de ciento
cincuenta más. ¡Qué locura desembarcar frente a las principales
fortificaciones del ejército francés! Ningún oficial puede comprenderlo. En
mi opinión, aquel día Wolfe perdió toda la fama ganada en Luisburgo. Oí al
propio brigadier Townshend…
Prosiguió hablando del desastroso ataque del 31 de julio contra los
reductos franceses en la margen del Montmorency en que está enclavada
Beauport. Los granaderos de Luisburgo, las tropas de choque del ejército,
perdieron la cabeza y no esperaron a los batallones que avanzaban en su
auxilio desde el pie de las cascadas, lanzándose a un heroico pero loco ataque
que se deshizo bajo el fuego francés, costando cuatrocientas cincuenta bajas
entre muertos y heridos. Cierto era que un inesperado banco de arena en el río
retrasó la llegada de las barcas con los refuerzos y que el cambio de la marea
redujo el tiempo del ataque. Pero, a pesar de todo, la operación parecía tan
mal proyectada como llevada a cabo.
—Deberemos permanecer aquí una semana más —prosiguió el cirujano,
cuyas palabras revelaban el sentir general— y después nos retiraremos con el
rabo entre las piernas. Me dicen que al almirante Saunders se le acaba la
paciencia. El verano ya casi ha pasado. Amherst no llega. ¿Qué podemos
hacer con un puñado de tropas contra unas fuerzas tres veces superiores en
número y que, además, se aferran a sus trincheras? Permitidme que diga,
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señor, sin faltar el respeto a nuestros generales, que son simples escolares en
comparación con Montcalm. Eso es lo que pienso. —Nerviosamente aspiró
un polvo de rapé—. Quisiera disponer de más láudano para esos pobres
muchachos.
Richard se escuchaba a medias, todavía algo mareado por el hedor de
lazareto. Había roto cien veces ya aquellas mismas palabras desde la derrota
de Motmorency. Representaban la desmoralización de un ejército que empezó
la lucha con grandes esperanzas, frustradas luego durante el sido de la
inexpugnable Quebec. El espíritu de soldados y marinos era todavía excelente
y estaban dispuestos a intentar lo imposible. Pero cada día se acentuaba más
la impresión de que nada podía hacerse. Los riscos eran demasiado
escarpados, el enemigo demasiado fuerte y el invierno se aproximaba ya. Otra
futilidad en los largos anales de las guerras, con sus tesoros y vidas perdidos.
—Tenéis aspecto enfermizo —agregó el cirujano—. Un trago de aquel
grog os hubiera sentado bien.
—Tomaré el aire unos minutos. Los muchachos que remaron la barca en
la que vine salieron en busca de manzanas. Aquí tenéis más fruta que
nosotros. Todavía dispongo de una hora de tiempo. Vuestro servidor, señor.
Dirigió sus pasos hacia el extremo de la isla, a poca distancia de la iglesia.
Lavó el gorro de granadero dejándolo listo para la próxima vez, lo guardó en
un bolsillo interior, se quitó la casaca y, sentándose con la espalda apoyada en
un árbol, quedó contemplando el río.
Desde aquel lugar no se apreciaban huellas de la guerra: ni barcos, ni
fortificaciones, ni ruinas humeantes de los pueblos arrasados por la artillería
inglesa en Point Levi y Pointe-aux-Péres. Sobre todo, no se divisaban las
altivas torres de Quebec, la ciudad inconquistable. Sólo se veía la dorada
bruma de agosto en el agua y, hacia la izquierda, los montes Laurentinos. Era
uno de aquellos raros momentos de soledad que permitían al hombre
recobrarse a sí mismo.
Misterio, inmensidad. El Canadá. América. Otro planeta. ¡Cuán lejano en
tiempo y distancia y de la formalidad de la vida en la vieja Europa! Hacía
exactamente un año, pensaba Richard, se encontraba en Audley Court, la
posesión de lord Marny en Kent, estudiando a Grotius, Puffendorf y el Ius
Gentium y aprendiendo los más intrincados convencionalismos de la moda
Era un recién llegado a una clase social a la que no pertenecía. Dos años
antes, se encontraba en Brenta, moviéndose alrededor de esa misma clase sin
penetrar tampoco en ella. La inmensidad de América tenía, por lo menos, la
ventaja de que asimilaba tanto como uno quisiera.
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Podía decirse también, de aquella expedición, que el hombre elegante no
jugaba en ella papel alguno. Otras virtudes, y no el fingimiento, era lo que allí
se admiraba. El rango y la cuna tenían allí cierto valor, pero poca cosa
representaban, comparado con la entereza y el coraje. Algunos de los oficiales
eran petimetres, pero no se obtenían ascensos sin causa que los justificase.
Aunque en ciertas ocasiones el egoísmo y la vanidad se hacían ciertamente
patentes, con mucha frecuencia eran eclipsados por más altos sentimientos: la
camaradería, el espíritu de cuerpo, el interés del ejército, el amor a la patria…
Se hacía agradable descubrir ese otro aspecto de la humanidad, mezclarse con
él y darse cuenta de que uno iba cambiando en dicho sentido. Sólo que…
Algo no andaba bien. Tenía éxito como teniente Hammond. Podría
jurarlo. Hacía unos días que el teniente coronel Hale le prometiera la primera
capitanía que quedara vacante en el regimiento. ¿Por qué, pues, se resistía a
imaginar su porvenir en el ejército? ¿Por qué le importaba en realidad tan
poco que Inglaterra quitara Canadá a Francia o que esta última lo retuviera?
¿Por qué le parecía tan terrible la guerra en sí misma, con sus muertos y
heridos, la devastación del país, el sufrimiento de la población civil y las
destrucciones sin objeto alguno? Quizá porque Inglaterra, por lo menos
nominalmente, no era su patria. Carecía de ella. Pero tal excusa no le
satisfacía. No se necesitaba sentir la patria para ser un buen soldado
profesional. Su vida no tenía objetivo: en Goldoni, era el arte; el pensamiento,
en Venier; la religión, en Wesley; el placer, en Tromba; el ardor militar, en
Wolfe. Él parecía de un fin determinado. No era sino un intruso y un
oportunista. ¿Por qué? No encontraba la contestación adecuada.
Pensó en Wolfe, consciente de que su admiración por el joven general
constituía la base de cualquier éxito logrado, como también para la mayor
parte del ejército. Era un jefe del cual emanaba una espiritualidad
infinitamente poderosa. Él dio alma y objeto a la expedición. Pero Wolfe
estaba muriéndose, según decían. Las fiebres que le afectaron después del
ataque de Motmorency ayudaban a destruir una vida minada ya por las
privaciones. Era más de lo que su frágil cuerpo podía resistir. Se decía que él
mismo se daba cuenta de ello, pero que no lo tomaba muy en serio. Resistiría
hasta el final. ¿Y después? Sería probablemente el último acto del drama, que
terminaría posiblemente en derrota. Caería el telón y los actores seguirían su
camino. ¿Qué era el ejército para Richard? Sonrió ante su costumbre de
pensar siempre como si estuviera en el teatro. ¡Capitán Arlequín!
De recuerdo en recuerdo, su mente se perdió entre la dorada bruma del
río.
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Era curioso con cuánta frecuencia recordaba en aquellos días a Maritza
Venier, en lugar de la apasionadamente adorada Amélie. Debía ser, pensaba,
porque Maritza encajaba en las vastas distancias de América, mientras que la
condesa Des Landes se encontraría perdida en ellas. Maritza, con su
seguridad, su frescor y su coraje pertenecía esencialmente al Nuevo Mundo.
Amélie no podía salir del Viejo. La última carta de lord Marny decía así: «Se
me notifica que mademoiselle Venier ha sido llamada a la Opera de París, en
donde le deseo los mayores éxitos, especialmente en bien de su distinguido
padre…». Por lo tanto, Amélie había cumplido su palabra. Richard se
preguntaba qué haría Maritza en la meca de sus esperanzas.
El ruido de unos pasos que se acercaban entre los árboles le volvió a la
realidad. Era Cárter, el joven alférez virginiano, que llegaba apoyado en sus
muletas.
—¿Le importa que me siente a su lado, señor? —preguntó—. El aire de la
iglesia está demasiado viciado. Me place que sea éste mi último día aquí. Lo
mismo puedo andar con muletas en el campamento. ¿Intervine en el preciso
momento que queríais durante la exhibición?
—Sí —repuso Richard, ayudándole a sentarse—. Estas interrupciones son
de gran ayuda para los prestidigitadores. ¿Qué tal estaba el grog?
—Excelente —repuso Cárter—. Es decir, la parte que quedó cuando la
botella me hubo llegado después de que bebieron todos. Dejad que os felicite
por vuestros trucos, señor. Me gustaría poder ejecutar algunos de ellos. Me
imagino repitiéndolos en la taberna «King’s Arms» en Williamsburg y todo el
mundo mirándome embobado. ¿Querríais enseñarme algunos, señor?
Hablaba con voz dulzona y cantarina, muy distinta de la de los voluntarios
americanos, en su mayor parte provenientes de Nueva Inglaterra.
—Todos los trucos son fáciles cuando se saben ejecutar —dijo Richard—.
Pero se necesita tiempo para lograr que las manos sean más rápidas que la
mirada de la gente que le contempla a uno. Buscadme cuando estéis en
vuestro regimiento y os enseñaré algo.
—¿Dónde los aprendisteis, señor, si no es impertinente mi pregunta?
—En Italia. Me eduqué allí.
—De ahí vuestro acento. Pero Hammond es apellido inglés.
—Mi padre es inglés. —Richard cambió de conversación—. ¿Conocéis en
Virginia un río llamado James?
Cárter reprimió una sonrisa y retiró la pipa de la boca.
—Sí, señor. Nosotros tenemos una plantación junto a su orilla. Yo nací
allí.
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—Quizá hayáis, pues, oído hablar de Mr. Fairfax, Eustace Fairfax.
—Posee una magnífica finca llamada «Meriton» en el condado de Prince
George —asintió el otro—. La mayor parte del tiempo reside en Inglaterra.
No recuerdo haberle visto mucho. Nuestra plantación está bastante más abajo
a lo largo del río, en el condado de Norfolk.
Richard no creyó que fuese importante mencionar la pérdida que Fairfax
sufrió a los naipes y dijo solamente que había oído hablar de Fairfax en
Inglaterra.
—Creo que se considera británico —replicó Cárter—. En nuestra familia
no ocurre así. Cuantos más ingleses conozco, no os molestéis, señor, os lo
ruego, más satisfecho me siento de ser virginiano. Dejad que añada…
Lo que dijo era nuevo para Richard. Al parecer, las colonias querían
independizarse. Ya no se consideraban sujetas a Inglaterra. No deseaban ser
mandadas ni política ni socialmente. Se sentían más que nada americanas. Era
curioso. Carter siguió hablando apasionadamente de su Virginia natal, del
clima y de la fertilidad, de caballos y cacerías, de mujeres hermosas, de gente
hospitalaria y de los bailes de Williamsburg. Había, además, unas tierras
hacia el oeste, a las que Carter quería echar una ojeada.
—Me gustaría mostraros Virginia, Mr. Hammond, cuando la guerra haya
terminado. Quisiera que conocierais a mi familia y a mis amigos. Os darían
una cordial bienvenida. Pensadlo, señor, y recordad que no conoceréis
América hasta que hayáis visitado Virginia.
El sol se estaba acercando ya a su ocaso. Los hombres de su pelotón
aguardarían junto al esquife. Richard esperaba a que hubieran podido obtener
una gran cantidad de manzanas. Se despidió de Carter prometiéndole
considerar su ofrecimiento de mostrarle Virginia. Era una contestación
evasiva que no le comprometía a nada.
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ingleses. De vez en cuando, las baterías de Pointe-aux-Péres dejaban oír su
bramido y una columna de polvo se levantaba en la ciudad baja.
El bote escapó a los disparos aislados de las baterías flotantes francesas y
atracó en la punta este de las líneas británicas. En el momento en que Richard
entraba en la parte del campamento asignada a su regimiento, junto al río, un
mensajero del Cuartel General le comunicó:
—Hace media hora que os estoy buscando, Mr. Hammond. Se os esperaba
antes, señor. El general desea que os presentéis inmediatamente en su tienda.
Me permito insistir: inmediatamente, señor.
Era algo tan excepcional que el comandante en jefe mandara llamar a un
simple teniente, que Richard se asombró. Caminando al lado del mensajero,
cruzó por entre las tiendas.
XLVI
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—Acercaos, señor —le interrumpió Wolfe—. Hay algo que debo tratar
con vos.
Richard no había visto al general en jefe durante varios días. Quizá fuese
debido a la pálida luz del atardecer, pero le pareció que había sufrido un gran
cambio. Estaba terriblemente demacrado y el uniforme le venía ancho. La
nariz parecía más prominente que nunca y tema los ojos hundidos. Además
del reciente ataque de fiebres, padecía de mal de piedra, y unas dolorosas
arrugas se marcaban en las comisuras de sus labios. Parecía más un hombre a
punto de morir, o un espectro vestido de uniforme, que el jefe de un ejército.
Quizá su aspecto enfermizo se hiciera más patente por contraste con el rollizo
oficial sentado a la mesa con él… Se trataba del coronel Guy Carleton, íntimo
amigo de Wolfe, estricto ordenancista, pero muy popular, por cuanto era
profundamente humano y poseía gran sentido común. Tema treinta y cinco
años, tres más que Wolfe, pero parecía más joven que éste.
Richard saludó a los dos oficiales y expresó su deseo de que el general se
sintiera mejor.
—Me siento lo bastante bien como para ocuparme de mis negocios —
repuso Wolfe—. Hoy he escrito a lord Marny acerca de vos, Hammond, y me
complace deciros que le he dado un buen informe. Antes de salir de Inglaterra
me pidió que lo hiciera.
—Os estoy muy agradecido, señor.
—No os llamé solamente para deciros esto —prosiguió Wolfe—. Quizá
queráis escribirle vos mismo. El día 2 saldrán varios despachos en una
chalupa. Quiero hablaros de otro asunto. Acercad una silla y tomad asiento.
Ignorante de lo que el general quisiera hablar con él, Richard obedeció.
Durante un minuto el general le contempló en silencio con el aire de quien no
ha decidido del todo lo que ha de decir. Wolfe era un hombre tan reservado en
sus ideas y planes, que los brigadieres los ignoraban frecuentemente hasta el
momento en que habían de ser llevados a cabo. Se hablaba demasiado en
aquel pequeño ejército y diversas noticias llegaban al enemigo por conducto
de los prisioneros y desertores.
—El asunto del que voy a hablaros es altamente secreto —dijo,
finalmente—. Tanto si aceptáis lo que os voy a proponer como si no, debo
exigiros vuestra palabra de honor de que no hablaréis de ello a nadie mientras
os encontréis en Canadá.
Richard dio prontamente su palabra.
—Os he escogido por dos razones —prosiguió Wolfe—. Domináis
perfectamente la lengua francesa y os considero hombre inteligente e
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imaginativo. Ninguno de los otros oficiales jóvenes es apto para la misión, y
no puedo permitirme mandar a uno de mayor rango. Es un disparo al azar,
con muy pocas probabilidades de éxito. Si rehusáis, habremos de abandonar
el proyecto. Por el contrario, si aceptáis y tenemos suerte, otros planes que
tenga en perspectiva saldrán beneficiados.
—No tenéis más que mandarme, señor —dijo Richard.
—En esta ocasión no deseo mandar. Lo que os voy a pedir está más allá
de vuestro deber y, en todo caso, ha de ser llevado a cabo voluntariamente.
No me sentiré desairado si os negáis a ello. En breves palabras, se trata de que
os dejéis capturar por los franceses.
—¿Capturar? —repitió Richard.
—Sí. En vuestra calidad de oficial, seréis llevado a presencia del propio
marqués de Montcalm para ser interrogado. Y esto, a su vez, significa que
podréis hacerle llegar determinada información.
—Falsa, seguramente —dijo Richard.
—No puedo pedir a un caballero que mienta, ni siquiera a nuestros
enemigos. Será más bien errónea. Podríais decir: «He oído decir a persona
responsable», o «Se rumorea», o «Me siento inclinado a creer», lo cual no
sería faltar a la verdad, puesto que os mencionaré algunos planes que están
actualmente en consideración, y de los cuales uno quizá sea llevado a cabo. Si
dejo de mencionar otros, es cosa que a mí sólo concierne, y no a vos ni a
Montcalm. Prestad, pues, atención.
Una vez más, Wolfe vaciló como si escogiera las palabras.
—Siguiendo el consejo de los brigadieres Townshend, Moncton y Murray
—dijo—, se ha decidido levantar este campamento mañana y retirar nuestras
fuerzas a la isla de Orleans y a la orilla sur. Si el marqués de Montcalm decide
atacarnos durante dichas operaciones, quizá caiga en una trampa. Esta retirada
no significa que hayamos abandonado la idea de atacar a las fuerzas fuera de
la ciudad. Si Montcalm decidiera debilitar sus efectos entre los ríos
St. Charles y Montmorency, el lugar podría ser apropiado para intentar un
golpe de mano. Nuestros navíos permanecerán alerta para comprobar tal
debilitamiento. Debo admitir que los brigadieres me apremian para un ataque
a unas doce millas da la ciudad, en las cercanías de Cap Rouge. He accedido a
tal plan y lo comunico así al gobierno de su majestad. Tenemos doce navíos
anclados río arriba, y disponemos de la suficiente cantidad de botes de quilla
plana. Nuestras tropas no tienen, sino que marchar desde Pont Levi hacia el
oeste, a lo largo de la orilla sur y embarcar bajo la protección de la flota.
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—¿No guarda Cap Rouge monsieur de Bougainville? —preguntó Richard
—. Creo haberlo oído decir.
—Sí —asintió Wolfe—. Pero ¿cuál es el desembarcadero a lo largo de la
orilla norte que no está guardado por el enemigo? El marqués de Montcalm es
un soldado muy inteligente para dejar abierto cualquier resquicio. Nos
enfrentamos con mil dificultades. La verdad es que la actual compañía tiene
pocas probabilidades de éxito. Nuestras bajas se acercan al millar. Las
enfermedades se propagan. El verano toca ya a su fin y nada hemos obtenido.
Los oficiales y soldados se impacientan. Antes de un mes deberemos
retiramos del río San Lorenzo, pero una expedición de esta envergadura exige
que, antes de partir, intentemos por lo menos otro esfuerzo en honor del
ejército de su majestad. Tal es mi deber y quiero cumplirlo. Se me han de
exigir responsabilidades y debo estar en situación de contestar.
¡Responsabilidades! Richard podía imaginarse la tormenta que azotaría
Inglaterra si tan costosa campaña fracasaba. A Pitt también se le exigirían
responsabilidades. Había ascendido al joven general con preferencia a otros
que llevaban mayor tiempo en el servicio. Había arriesgado la flor y nata del
ejército inglés, respaldado con setenta buques. Tales fracasos derribaban
gobiernos. ¿Qué quedaría de Wolfe y de la gloria ganada en Luisburgo ante la
ira del pueblo, la crítica de sus propios oficiales, la derrota de Montmorency
y, finalmente, una retirada sin honor? Cabía esperar que la muerte le librara
de tal vergüenza. Pero incluso muriendo sabría que había fracasado.
—Cuanto os acabo de decir —prosiguió Wolfe— lo podríais insinuar al
marqués de Montcalm y a otros oficiales franceses, no como salido de mis
labios, sino oído de otros oficiales. Notad que todo ello es completamente
cierto. Además, no debierais dejar de mencionar mi delicado estado de salud,
y mis pocas probabilidades de recuperarla.
Richard quedó atónito. ¿Por qué quería el general hacer llegar a
conocimiento de Montcalm su propia debilidad? ¿Por qué enterarle del plan
de los brigadieres acerca de Cap Rouge y de la posibilidad de un nuevo
ataque a las fuerzas que defendían la ciudad? La idea parecía suicida, además
de insensata. Pero había algo en la actitud de Wolfe similar a la del jugador de
ajedrez que ejecuta un movimiento de piezas, incomprensible para todos,
excepto para él.
—Yo… Yo os comprendo, señor. Queréis que toda esa información
llegue a oídos del marqués.
—Sí —replica Wolfe sonriendo débilmente—, ¡y que le haga buen
provecho! Si meditáis un momento en lo que acabo de decir, observaréis,
Página 310
Hammond, que es poco más de lo que comunicarán sus escuchas y de lo que
él mismo averiguará dentro de poco. Pero si a pesar de todo optan por
sostenerse bajo la ciudad y reforzar a Bougainville en Cap Rouge, que se
cumpla la voluntad de Dios. —El general cambió una mirada con Carleton y
prosiguió—: ¿Aceptáis llevar a cabo esta misión?
—Naturalmente, señor, si me creéis apto para ella.
Richard se sintió grandemente excitado. Estaba cansado de la monotonía
de la vida en el campamento, de la instrucción y de las inspecciones, del
parloteo en el comedor de oficiales y del tedio que imponía el cerco. Se
alegraba de poder partir en una misión que Wolfe consideraba importante,
alejándose de todo aquello.
—No creo a nadie más apto —replicó Wolf—. Se me dice que sois tan
buen actor como juglar. Esta es la clase de papel que deberéis representar,
porque el valor de la información que facilitéis al marqués dependerá de la
forma en que se la comuniquéis. Es un zorro a quien no se engaña fácilmente.
Nada debe haber de extraño en vuestra captura. Vuestras respuestas a sus
preguntas han de parecer negligentes, como si fueran el resultado de la
simplicidad, y no intencionadas. Si sospecha el menor artificio, habréis
fracasado. En pocas palabras, deberéis representar vuestro papel hasta el final.
Dejo los detalles a vuestra discreción.
—¿He de darle mi palabra de honor de que no intentaré escapar?
—No. Quizá podáis huir y no debéis comprometeros a no hacerlo.
Tratándose de un oficial, os confinarán con menos rigor que a un simple
soldado. Se os encerrará, como a otros de nuestros hombres, en la cárcel, que
está detrás del palacio del intendente, fuera de los muros de la ciudad. Si
nuestro ataque falla y abandonamos el río San Lorenzo, podréis entonces dar
palabra de honor de no escapar. Ello ha de decidirse dentro de diez días como
máximo. Pero, naturalmente, no debe saberlo el marqués de Montcalm.
Si el ataque fallaba y no podía escapar, habría de permanecer todo el
invierno cautivo en Quebec. ¡Era preciso evitarlo por todos los medios!
—Informaré al teniente coronel Hale de que se os manda en comisión
especial de servicio —prosiguió Wolfe—, y le insinuaré de qué se trata.
Podéis consultar con él acerca de la mejor forma de dejaros capturar. No
perdáis tiempo. Mañana por la noche debierais estar ya en manos de los
franceses. Me gusta vuestro ánimo, Hammond. No olvidaré nunca lo que vais
a emprender. Buena suerte y que Dios os bendiga.
Richard se puso en pie y saludó. Luego dirigiose a la escalera a través del
oscuro ático. Su impresión de Wolfe era completamente distinta de la que
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recibiera al llegar. Quizá fuese un moribundo, pero invencible. Su último
esfuerzo en Quebec sería el despegue de aquella fuerza de la cual se afirmaba
que podía mover montañas. Richard no tenía la menor intención de estar
ausente en el momento en que ello sucediera, si escapar de los franceses era
cosa factible.
El dinero, reflexionó, abre todas las puertas, y a él le quedaba una
pequeña reserva de guineas de oro. Pero ¿cómo esconderlas en su persona?
Los indios y los canadienses registraban a los prisioneros y se apropiaban de
cuanto tenían. No era ni siquiera seguro que pudiera retener su cabellera.
Recordó entonces que Tromba le había mostrado en cierta ocasión un par
de botas preparadas para esconder joyas o dinero. A menos que uno supiera la
forma en qué debían moverse las piezas de cuero de los tacones, como si se
tratara de una caja para juegos de manos, era imposible encontrar el
escondite. Cualquier zapatero, debidamente asesorado, podía prepararlas.
Había uno excelente en el regimiento y Richard procedió a visitarle, como
resultado de lo cual el hombre trabajó casi toda la noche.
XLVII
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marqués de Vaudreuil, un paisano pretencioso, incompetente y vano, decidido
a hacerle fracasar. Técnicamente, mandaba sólo a los tres mil soldados
regulares de Nueva Francia, mientras más de las tres cuartas partes de su
ejército, las troupes de la marine y la milicia canadiense, dependían de
Vaudreuil. En influencia ocupaba también el segundo o el tercer lugar,
después del todopoderoso bribón François Bigot, intendente real, que
controlaba los fondos en Canadá y se enriquecía con ellos. No se recibía
ayuda alguna de Francia, a causa de la marina británica y de la absorbente
guerra en Europa; existía fuerte fricción entre los franceses y los canadienses
del ejército; sufría la oposición del gobernador general y se le negaban los
fondos necesarios.
Tenía la ventaja de la superioridad numérica, pero ¿qué era el número
comparado con la disciplina británica y su flota brillantemente mandada,
dispuesta a conquistar un imperio y respaldada por un gobierno inteligente y
una nación rica? Entre los franceses sólo existía una fuerza unificadora: el
odio al invasor, y en ella se basaba principalmente Montcalm para mantener
la unidad del ejército. Contaba también con un puñado de buenos
colaboradores, tales como Lévis, Bougainville, Bourlamaque y algunos otros.
Pero, sobre todo, estaba su experiencia en el mando, su sencillez de corazón,
su invencible coraje y su devoción al rey. Quizá todo reunido, y la buena
posición de su ejército, sería suficiente para derrotar por una vez a los
ingleses. Si ello era así, a Dios debería agradecerse. Habría de prepararse para
rechazar el nuevo ataque, porque los altivos y orgullosos barcos regresarían,
sin duda alguna. Bien que regresaran. Montcalm habría cumplido con su
deber al defender a Quebec y retenerlo.
Tales pensamientos cruzaban por su mente mientras se estaba él
calentando al fuego en la espaciosa sala de la confortable casona. El mes de
agosto había sido cálido, pero septiembre se presentaba húmedo y fresco y, al
acabar el día, era agradable reposar junto al hogar. Sus vestidos despedían
algo de vapor, y las gastadas botas estaban salpicadas de barro, por cuanto
había inspeccionado los atrincheramientos entre Quebec y el río
Montmorency, vigilando, al mismo tiempo, el campo y la flota británicos,
donde había observado una nueva y creciente actividad. Quizá hubiera de
salir nuevamente por la noche. Durante el mes anterior no se desnudó ni una
vez, siempre alerta esperando una llamada. De un antagonista como Wolfe
podía esperarse cualquier cosa. Multiplicó, por tanto, la vigilancia. Donde
quiera que el inglés atacara, allí estaría él dispuesto a rechazarle.
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Las largas horas de vigilia se retrataban claramente en su cara. Empezaba
ya a sentir el peso de sus cuarenta y siete años. Era un hombre robusto, con la
complexión del francés meridional y el fuego y la vivacidad propios de
aquellas regiones, y no temía a nada ni a nadie, pero, sin embargo, era ya
hombre de mediana edad…
Se dejó caer en la silla y acercó las manos al fuego, pensando en su propio
hogar. El verano sería aún cálido en el Languedoc, con sus olivares y viñedos.
En su castillo de Candiac, cerca de Nimes, se estarían preparando para la
vendimia. Esperaba que las cosechas hubieran sido buenas y que monsieur le
Curé de Vauvert, el pueblo contiguo, no se olvidara de celebrar una misa
semanal por él como le había prometido. Tenía necesidad de tales misas. Pero
sus pensamientos se centraban en el círculo familiar, su madre, su esposa y
sus hijos. Había recibido noticias de la muerte de una de sus hijas. Estaba
angustiado por ignorar todavía de cual de ellas se trataba. «Quizá haya sido la
pobre Mirète», pensaba, «tan parecida a mí y a quien tanto quería». Los
demás, gracias a Dios, seguían bien. Su hijo, el caballero de Montcalm, era ya
coronel; otra hija se había casado bien…
Una llamada a la puerta le hizo volver a la realidad.
—Mon Général —dijo un ayudante—, un teniente inglés ha sido hecho
prisionero fuera de sus líneas en la dirección del Ange-Gardien por una
partida de canadienses e indios. ¿Queréis interrogarle?
—¿Cómo fue apresado?
—Aparentemente había salido en reconocimiento al mando de un pelotón.
Los ingleses no pueden compararse a los canadienses para esas misiones.
Estaban ya casi rodeados cuando uno de los indios dejó oír su grito de guerra.
El destacamento huyó y el oficial demostró tener más valor que buen sentido,
cubrió la retirada, si así puede decirse, y quedó aislado de sus propios
hombres. Se defendió con valor contra un grupo de indios, hasta que el
canadiense Pierre Laurent llegó y le salvó la cabellera. Estuvo a punto de
perderla, según se me dice.
—¿Cómo se llama?
—Richard Hammond, señor, o algo parecido.
—¿Regimiento?
—El Cuadragésimo Séptimo de Lascelle.
—Es de regulares. Suelen usar a los batidores para tales misiones. ¿Dónde
está ahora?
—En esta casa, monseñor.
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—Llamad a un intérprete y haced entrar a Mr. Hammond para que nos
comunique algo de importancia, aunque lo dudo. Los ingleses no suelen ser
muy habladores.
—No necesitaréis intérprete, monseñor. Habla un francés perfecto y se le
podría confundir con uno de los nuestros. Da una agradable impresión.
Montcalm enarcó las cejas y sus facciones aquilinas se agudizaron.
—Siento curiosidad por verle. Espero que se le vendarían los ojos después
de cruzar nuestras líneas.
—Sí, mi general.
El marqués movió la silla para colocarla de frente a la puerta y esperó.
¿Oficial de un regimiento de soldados regulares? ¿Hablaba francés? ¿Podía
confundirse con uno de ellos? ¿Agradable impresión? ¡Hum! Montcalm no
era ningún niño. Conocía todos los trucos de la guerra.
—El prisionero, mi general.
—Dejadnos solos, Marcel, pero permaneced junto a la puerta.
Los agudos ojos de Montcalm no perdieron detalle del aspecto de
Richard, su altura y complexión, si bien cortado uniforme, sus manos
poderosas. Ciertamente no debía de ser inglés, pero tampoco era francés.
Quizá italiano o español.
—Acercaos, señor teniente —dijo—. Permitidme preguntaros si sois
inglés de nacimiento o si simplemente servís en su ejército. Vuestro aspecto
no es exactamente anglosajón.
—Quizá no —repuso Richard—. Pero… ¿Tengo el honor, señor, de
dirigirme al marqués de Montcalm?
—Yo soy Montcalm.
—¡Oh, monseñor! —La reverencia y el perfecto francés de Richard
fueron notables—. Permitidme que os presente los respetos de mi señor padre,
milord Marny, quien me informó, antes de salir para Canadá, de que había
tenido el gran placer de conoceros en París, siendo él embajador.
—¡Marny! —exclamó el otro—. ¿Sois su hijo?
—No su hijo legítimo, señor, pero ha tenido la bondad de reconocerme.
Las maneras del general, precisas y convencionales hasta aquel momento,
se convirtieron en más cálidas. Recordó que el apellido de Marny era
Hammond, y se apercibió del parecido entre él y el joven prisionero. Recordó
también las murmuraciones que ligaban a Marny con la casa de los Estuardo.
Para un noble francés, la sangre real, aunque ilegítima, era siempre respetable.
—La legitimidad, señor —dijo cordialmente—, tiene en mi opinión muy
poca importancia comparada con el carácter y las cualidades que
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indudablemente poseéis. A pesar de tratarse de un enemigo, siento verdadero
afecto por milord Marny. Nos conocimos… dejadme recordar… en los
salones de mi lejana familiar madame Des Landes.
Era ésta una entrée que Richard no había esperado, pero supo
aprovecharla al máximo.
—Lo que me recuerda que tengo otro agradable mensaje que transmitiros.
Madame Des Landes estuvo recientemente en Inglaterra, donde me honró con
su amistad. Muy graciosamente me pidió que os transmitiera sus saludos y
tendres amitiés, si se presentaba la ocasión de hacerlo.
Esto le hizo sospechar a Montcalm, a quien parecieron demasiadas
coincidencias. ¿Qué estaba haciendo Amélie en Inglaterra después de la
declaración de guerra? ¿Cómo era posible que un prisionero tuviera tantas
recomendaciones para él? Sospechó una añagaza. Un hombre inteligente
sabría aprovechar la referencia al salón de la condesa.
—Os doy las gracias por ello —replicó—. Es una mujer encantadora que
en otros tiempos fue muy hermosa. Desgraciadamente, las morenas dejan ver
más prontamente su edad verdadera que las rubias. Sus negros ojos son
ciertamente hermosos y conserva agradables maneras. Veinte años atrás era
una gran belleza. Espero que esté bien.
Sin darse cuenta de la trampa, Richard le miró fijamente.
—Sin duda, os referís a otra dama, monseñor. Veinte años atrás, madame
Des Landes jugaba todavía con sus muñecas. Además, tampoco puede
considerársela morena…
Montcalm, que era hombre honrado, se sintió algo inquieto.
—¿Cuál es el nombre de pila de la madame Des Landes a la que os
referís, señor?
—Amélie, esposa del conde Hercule des Landes, a quien también tuve el
placer de conocer hace dos años en Italia. Ella me dijo que su madre tenía
cierto parentesco con vuestra excelencia. Creo que su padre era un noble
irlandés.
No había duda en cuanto a la autenticidad de lo que Richard acababa de
manifestar. Montcalm se había enterado de la visita de los condes Des Landes
a Italia.
—Amélie, ciertamente —repuso Montcalm, riendo a desgana. Se levantó
de la silla—. Os ruego perdonéis la pequeña treta, monsieur. Puesto que sois
completamente desconocido para mí, quise cerciorarme de la realidad de
vuestro conocimiento de mi familiar. Hay muchos bribones sueltos por el
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mundo. Sentaos. No puede hablarse exactamente de bienvenida en tales
circunstancias, pero, por lo menos, contad con mi total consideración.
Richard expresó su agradecimiento, pero la cortesía de Montcalm le puso
sobre aviso. El francés no se dejaría engañar fácilmente.
—Contadme vuestra captura —prosiguió el marqués—. Espero que no
hayáis sido maltratado.
—No, monseñor. Como veis, conservo la cabellera y los vestidos.
Vuestros salvajes no fueron ciertamente muy amables conmigo, pero —se
miró los nudillos— tuvimos algunas palabras.
—Ce sont des sales messieurs —asintió el general, que no sentía aprecio
alguno por sus aliados indios—. Dios sabe cuántos disgustos me han dado.
Pero ¿cómo es posible que se utilizaran soldados regulares del Regimiento 47
en misión de reconocimiento? Por regla general usáis a los batidores o a la
infantería ligera.
Richard se dio cuenta de que daba principio a la comedia. Había de actuar
perfectamente. Montcalm estaba ya convencido acerca de Marny y madame
Des Landes, pero ello no significaba que pudiera tomarle desprevenido o
aceptara como buenas sus palabras. Su mirada parecía inocente, pero no por
ello era menos perspicaz. Hacerse el tonto sería tan peligroso como aparecer
demasiado listo. Había de improvisar un papel intermedio: un joven teniente,
hijo de un famoso noble, demasiado mimado, muy superficial, aburrido del
ejército, al cual pertenecía mientras esperaba entrar en el Parlamento. En
resumidas cuentas, aparentar como un presumido, como tantos oficiales
subalternos del ejército de Montcalm.
En cuanto a la misión de reconocimiento, declaró que sólo Dios sabía a
qué era debida, como no fuera por el afán del teniente coronel Hale a que sus
hombres se endurecieran en difíciles tareas. ¿Qué podía sacarse de caminar
entre húmedos bosques, como no fuera uniformes mojados y botas enlodadas?
No había necesidad de efectuar reconocimientos para saber que los
canadienses se encontraban allí. Además, le había parecido una misión
completamente inútil, por cuanto al día siguiente se daría principio a levantar
el campamento. Pero el ejército es así. Por lo menos, Richard se sentía
satisfecho de que sus hombres hubieran podido escapar y, excepto por el
placer de su conversación con monseñor, él mismo hubiera deseado poder
regresar a sus líneas.
¡Levantar el campamento! De ser verdad, la noticia era importante. Ello
justificaría la actividad que Montcalm pudo observar con su catalejo aquel
mismo día. Pero nada en su rostro demostró el interés que le dominaba, ni
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intentó llevar la conversación al punto inicial. Como buen anfitrión, animó a
Richard a que hablara de sí mismo, de sus planes en Inglaterra, de sus
gustos… Le interrumpió únicamente para pedir una botella de vino, que, dijo,
esperaba que monsieur Hammond encontraría de su gusto y después, con
exquisita cortesía, brindó por la salud del teniente y de lord Marny. Bajo tan
agradables influencias, la lengua del teniente se desató con más rapidez. Si los
ingleses eran, por regla general, poco habladores, el que tenía ante sí charlaba
por los codos diciendo bastantes tonterías, pero dejando caer, de vez en
cuando, alguna información interesante.
Resultaba probable, pensaba Montcalm, que los brigadieres de Wolfe
tascaran el freno. Si los ingleses levantaban el campamento en el
Montmorency, era porque desistían del cerco o se preparaban para un ataque
final. La concentración de navíos de línea y barcos de quilla plana en el río
daba pie a las inconscientes insinuaciones del teniente acerca de un gran
ataque en preparación contra Cap Rouge o Pointe-aux-Trembles. ¡Magnífico!
De Bougainville estaba alerta y tenía suficientes tropas y baterías para
rechazarles. Incluso si lograba efectuar un desembarco, con muchas pérdidas
de vidas, quedaba mucha distancia entre el lugar del ataque y los muros de
Quebec. Por otra parte, Montcalm no dejó de observar que esto podía ser tal
vez una finta para sorprenderle y el ataque principal llevarse a cabo en otra
parte, junto a la ciudad, si debilitaba sus defensas. Pero ¿por qué habla de
debilitarlas, a menos que De Bougainville fuera derrotado? Que los ingleses
atacaran río arriba en Cap Rouge o río abajo en Beauport, serían bien
recibidos.
Toda esta información fue extraída de la charla inconsistente de Richard,
que escuchó aburridamente, aunque obteniendo su merecida recompensa. De
ningún otro prisionero había podido obtener siquiera la décima parte de lo que
acababa de averiguar de éste.
—Siento, monsieur Hammond, que el general Wolfe esté tan delicado de
salud como decís. Es un brillante soldado y deseo vencerle, pero no me
gustaría que su enfermedad me restara tal placer. ¿Le admiráis vos también?
—Mucho, monseñor —repuso Richard—. ¡Quién podría dejar de hacerlo!
Pero es terrible verle tan enfermo. Nadie cree que pueda sobrevivir a sus
dolencias.
—¡Cuánto lo siento! —dijo Montcalm—. Pero no olvidéis mis palabras.
Un hombre como él no se apaga lentamente, sino que muere como herido por
el rayo.
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—C’est bien possible —murmuró Richard, que prosiguió hablando con
más animación—. A propósito, espero que las damas de Quebec a quien tuve
el placer de conocer se encuentren bien. Recuerdo a mesdames Duchesnay y
Magnan, entre otras. Son encantadoras. Os ruego, monseñor, que les hagáis
llegar mis sentimientos de consideración más distinguida.
—Freluquet! —pensó el marqués, pero sonrió—. ¿Así, pues, sois el
galante joven que las agasajó tan cumplidamente en la cena ofrecida por el
general Wolfe? Creo que tocasteis el violín.
—Sí —admitió Richard, aparentando embarazo—. Aunque ningún
caballero debe admitir tal gusto. Es algo tonto. Fue en Venecia donde aprendí
a tocarlo. Las señoras parecieron gustar de algunos aires de Scarlatti y
Galuppi. ¿Os agrada la música, monseñor?
—De vez en cuando —repuso Montcalm, reprimiendo un bostezo.
Estaba cansado de Hammond. El conocimiento de que el joven teniente
tocaba el violín agotó su paciencia. Además, le había sacado cuanta
información pudo.
Pero ¿y si no fuera lo estúpido que aparentaba ser? Algo en él, quizá sus
grandes manos, sus facciones irregulares, no encajaba con el resto. Si no era
un imbécil, ¡qué magnífico espía, con su conocimiento de la lengua francesa y
su aparente atolondramiento! En tal caso, no vacilaría en dar palabra de no
escapar y aprovecharía la primera oportunidad para quebrantarla.
—Desgraciadamente, señor, hemos de discutir ahora las condiciones de
vuestra detención —sugirió el marqués—. Me siento dispuesto a vuestro
favor y puedo hacer que vuestra permanencia entre nosotros sea lo más
agradable posible. Si me dais vuestra palabra de honor de no escapar ni de
llevar a cabo acto alguno de hostilidad contra Francia mientras dure la guerra,
podréis moveros libremente por Quebec. Entre los actos hostiles quedan
incluidas, naturalmente, las comunicaciones sin censura con el enemigo.
Asimismo, debéis conocer las leyes por las que la libertad bajo palabra y las
consecuencias de quebrantar la promesa dada —prosiguió Montcalm,
pensando, para su caletre, que tendría buen cuidado de tenerle sometido a
estricta vigilancia. Richard meneó la cabeza negativamente.
—Agradezco vuestra condescendencia, monseñor, pero no puedo daros
mi palabra por lo menos mientras nuestro ejército permanezca en Canadá.
Podéis comprender mis razones.
—Francamente, no las comprendo —repuso el general, aliviado por la
contestación de Richard—. No es deshonroso dar palabra de honor de no
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escapar. Yo mismo no dudé en dársela a los austríacos cuando fui capturado
en Piacenza.
—Sí, monseñor, pero a los demás oficiales británicos no se les ha
concedido este privilegio sino en contados casos, y siempre fue declinado.
Conozco a algunos de ellos, los capitanes Grow, Mayors, Holborn, Statford y
otros, todos dignos caballeros. ¿Cómo podría yo gozar de vuestra bondad
mientras ellos permanecen en prisión? Atentaría contra mi propio honor. Os
ruego me permitáis rechazar vuestro ofrecimiento.
—Como gustéis —repuso Montcalm, completamente aquietado—. Me
obligáis a ser severo. Seréis conducido a la cárcel común, puesto que
carecemos de otros alojamientos. Sin embargo, haré lo posible para que
gocéis de cuantas comodidades pueda ofreceros. Y ahora, con vuestro
permiso…
Llamó a su ayudante, que permanecía junto a la puerta:
—Monsieur Hammond rehúsa dar su palabra por varias razones que le
honran grandemente. Por tanto, Marcel, le conduciréis personalmente a la
prisión. Deseo, sin embargo, que se le facilite el mejor alojamiento posible y
que reciba el trato debido, tanto por su cuna como por sus merecimientos.
Encargaos de ello. Monsieur Hammond es hijo de milord Marny, que fue
embajador en Francia. Adiós, señor —dijo dirigiéndose a Richard—, o, mejor
dicho, hasta la vista, pues espero reanudar nuestra amable conversación en
otro momento.
Caminando al lado del ayudante, Richard dio un suspiro de alivio. Había
cumplido perfectamente la misión encomendada.
Una vez solo, Montcalm sopesó la información obtenida. Pronto sabría su
valor. Si el enemigo levantaba el campo en el Montmorency, las
indiscreciones de Hammond tendrían visos de realidad. Entonces despacharía
un aviso de Bougainville para que permaneciera alerta en Cap Rouge y en
Beauport. No era lógico que el ataque se produjera en otro sector, dado lo
escarpado de los riscos a lo largo del río. Iniciábase el acto final. Quebec no
sería tomado y la gloria de ello correspondería a Dios.
XLVIII
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por ocho. Una alta ventana daba al patio de la cárcel. Los demás prisioneros
británicos estaban alojados nueve en cada celda y dormían tres en cada cama.
Aunque la habitación tuviera un aspecto aseado, una moneda de oro ganó el
favor del carcelero, que tomó a su cargo su completa limpieza y le proveyó de
raciones suplementarias, libros y velas. De no haber sido por las rejas de la
ventana y la penumbra de la cárcel, habría parecido el aposento de una buena
posada.
Las noticias de la captura del hijo de un conocido estadista inglés se
divulgaron rápidamente. Se decía que era tres sympathique y de modales
distinguidos, y que hablaba perfectamente la lengua francesa. Además,
monsieur de Montcalm le había honrado con su consideración personal. El
gobernador De Vaudreuil no quiso ser menos que su subordinado y mandó
que fuera trasladado a palacio para interrogarle personalmente. El intendente,
monsieur Bigot, atraído por la fama de las grandes riquezas de Marny, le
visitó en la cárcel. Las damas de Québec, a quienes había agasajado durante la
cena ofrecida por Wolfe, también le visitaron y le llevaron pequeños
presentes culinarios. Todos quedaron encantados de las exquisitas maneras de
Richard, de su falta de reserva, habitual en los ingleses, y de su amena charla.
Les satisfizo también saber que el enemigo estaba ya desanimado y a punto de
levantar el sitio después de una mínima intentona en Cap Rouge o Beauport.
El médico de la cárcel, siempre dispuesto a entablar conversación con
alguien, le visitaba diariamente so pretexto de curarle algunas erosiones
sufridas durante su captura por los indios. El propio carcelero, impresionado
por la importancia de su custodio, iba a verle diversas veces al día.
Estos contactos eran no sólo entretenidos, sino también informativos. Le
daban cuenta de la miseria que reinaba en Quebec, semidestruida por las
baterías inglesas, escasa de alimentos y empobrecida para mucho tiempo, si
lograba resistir el asedio de los ingleses. Los miembros de la milicia
canadiense, reclutados en las haciendas, eran necesarios para recoger la
cosecha y estaban siempre dispuestos a desertar. Varios pueblos y aldeas
habían sido arrasados por orden de Montcalm en represalia por la hostilidad
de la población civil. La situación de mujeres y niños, refugiados en los
bosques con su ganado, era cada día más angustiosa. Richard apercibió
también de la ficción existente entre Vaudreuil y Montcalm, demostrativa del
antagonismo entre los soldados regulares franceses y la población colonial.
Pudo conocer la corrupción que permitía a Bigot dar suculentos banquetes
cuando el pueblo casi no podía comer. Se enteró también de la disposición de
las fuerzas militares en las afueras de la ciudad y río arriba, en Cap Rouge.
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Oyó hablar, además, de la probable guarnición de la meseta al oeste de
Quebec, por el Regimiento de Guienne, que no se llevó finalmente a cabo.
Los riscos eran garantía suficiente contra cualquier ataque en aquel sector.
Algunas de estas noticias podrán interesar a Wolfe si pudiera hacérselas
llegar, pero por más que pensaba no encontraba la manera de conseguirlo.
Tanto el médico como el carcelero eran personas honorables. De no tener
éxito, el menor intento de soborno haría que se intensificara su vigilancia,
anulando cualquier posibilidad de fuga. La prisión estaba bien construida y
mejor guardada. Los diversos sistemas de huida de que había oído hablar no
podían aplicarse en su caso. En aquellos casos, los prisioneros como, por
ejemplo, Giacomo Casanova, que huyó de la cárcel de lo Piombi en Venecia
tres años antes, habían dispuesto de mucho tiempo para preparar sus planes de
evasión. En cambio, Richard solamente podía disponer de diez días, que iban
transcurriendo rápidamente. Al final de la semana no estaba más cerca de
solucionar su problema que el lunes anterior.
Se enteró de diversos rumores acerca de las operaciones de las fuerzas
inglesas que, al parecer, seguían la pauta indicada por Wolfe. Se levantó el
campamento en el Montmorency y las tropas fueron trasladadas a la isla de
Orleans. Creíase que la mayor parte de ellas estaban todavía en la isla, aunque
fueron vistos varios destacamentos que marchaban río arriba, a lo largo de la
orilla sur, lo que parecía indicar la posibilidad de un ataque a Cap Rouge o a
la Pointe-aux-Trembles. Los navíos británicos se movían en dicha dirección a
favor de las mareas, como buscando un punto para desembarcar, mientras
De Bougainville, en todo momento alerta, mantenía en movimiento sus
propias tropas para evitar una sorpresa. Quizá se tratara solamente de una
finta para distraer la atención de otro ataque, probablemente en Beauport,
punto preferido desde el principio por Wolfe. La mayor flota permanecía
frente a Beauport, como probablemente también el grueso del ejército. Por
tanto, Montcalm estaba firmemente asentado en el este y el oeste.
Richard desesperaba ya de poder escapar. Si los ingleses atacaban, con
toda seguridad serían derrotados. No era aventurado creer que, en tal caso, el
ejército se embarcara de regreso a Inglaterra, dejándole indefinidamente en
Quebec. Tal perspectiva le ponía de muy mal humor y se paseaba
aguadamente por la celda, imaginando absurdos planes que, minutos después,
rechazaba por irrealizables. Tampoco comprendía la utilidad de su sacrificio.
Si su conversación con Montcalm hubiera reportado algún beneficio a las
fuerzas inglesas, se enfrentaría a la perspectiva de un largo cautiverio con
cierta conformidad. Pero ¿por qué se le mandó notificar a Montcalm de lo que
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el francés veía suceder ante sus propios ojos? Wolfe insinuó que la
información podía ser errónea y Richard recordó la enigmática mención por
parte del general de otros planes que no quiso detallar. ¿Qué planes podrían
ser ésos? Las posibilidades están limitadas por los pocos puntos donde era
posible intentar los desembarcos en la costa norte del río.
Tales reflexiones fueron turbadas cierta sombría tarde, ocho días después
de la captura de Richard, por unos pasos que, acompañados de ruido de
llaves, sonaron junto a la puerta de su celda. Cogió apresuradamente un libro
y se sentó, antes de que la puerta se abriera y penetrara monsieur Bigot,
seguido del obsequioso carcelero. Era la segunda vez que le visitaba y
Richard se mostró agradecido a tal honor.
Bigot era un hombre de facciones desagradables y llenas de granos.
Frisaba en los sesenta años, y poseía la astucia del zorro, escondida tras unos
modales amistosos. Su aguda inteligencia y energía eran asombrosas. En ello
se parecía a Tromba. El recuerdo del aventurero se fijó en la mente de
Richard mientras cambiaba cumplidos con su visitante.
—Quise ver cómo os sienta la vida de prisión y cerciorarme de que sois
debidamente atendido, monsieur Hammond —dijo Bigot.
—Gracias a maese Jules —Richard señaló al carcelero con la cabeza— y,
en mayor parte aún, a vuestro propio favor; más que bien tratado me siento
mimado.
—Veo que, por lo menos, tenéis libros —observó el otro, tornando en las
manos el volumen que Richard había depositado en la mesa—. Leo muy
poco. Mais, tiens! Éste lo conozco. La Rochefoucauld, ¿eh? Magnífico
escritor. Trata las cosas crudamente, única manera en la que deben ser
tratadas. —Ojeó unas páginas—. ¡Hum! Leed esto: Hay pocas mujeres castas
que no estén cansadas de serlo. ¡Ja, ja! —Dejó el libro sobre la mesa—. Me
place que no tengáis queja alguna que formular, monsieur Hammond.
—No tengo otra queja que el confinamiento.
—Eso, querido señor, es culpa vuestra —replicó Bigot—. Si hubierais
dado vuestra palabra podríais pasear libremente por Quebec —prosiguió
sonriendo—. Algunas damas lamentan que no la hayáis dado.
—Me aduláis, señor —repuso Richard—. Creo ya haber explicado…
—¡Bah! —exclamó el intendente—. Simples escrúpulos. Debéis ser
hombre rico. Los sentimientos son el único lujo que no he podido nunca
darme. —Miró al carcelero—. Podéis dejarnos, maître Jules. Ya os avisaré
cuando termine mi visita.
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—Como ordenéis, monseñor —repuso el carcelero, sometiéndose a la
autoridad del intendente.
Richard indicó a Bigot que se sentara en la única silla de la celda,
mientras él lo hacía en la cama, preguntándose a qué se debería aquella visita.
Naturalmente, había que deducir que se trataba de algo personal, sin relación
alguna con el bienestar del prisionero. El recuerdo de Tromba acudió
nuevamente a su mente, en la que nació una excitante idea.
—Me admira que haya algo que monsieur l’Intendent no pueda permitirse
—dijo Richard—, aunque ese algo sean los sentimientos. Pude ver vuestro
palacio el día en que fui llamado por monsieur de Vaudreuil. Es simplemente
espléndido. He oído también hablar de vuestra residencia campestre, de la que
se cuentan maravillas. El rey de Francia debe de ser amo generoso, monsieur
Bigot.
Había cierta ironía en las palabras de Richard, puesto que la generosidad
del rey había consistido en ser regularmente estafado por su intendente.
Complacido, Bigot aspiró rapé y se encogió de hombros.
—Muy generoso —dijo—. Además, algunas de mis inversiones
particulares han dado buenos resultados. No puedo quejarme, pero,
comparado con vuestro padre, no soy sino un pobretón. ¡Cuán grande debe de
ser su fortuna!
Richard recordó que Bigot había mencionado aquel tema en su primera
visita. Era algo que, evidentemente, no abandonaba el pensamiento del
francés. Quizá fuera útil averiguar la razón.
—Sí —replicó—. Es muy considerable, según creo.
—Algo más que considerable —dijo Bigot sonriendo—. He oído hablar
de él como uno de los más ricos pares de Inglaterra. Eso significa algo.
—Sí, claro que sí.
—¿Tenéis alguna idea de a cuanto ascienden los ingresos de lord Marny?
Había diversas maneras de contestar a tan indiscreta pregunta. Richard
podía alegar desconocimiento absoluto del tema o fingir que la fortuna de su
padre era inferior a la real. Sin embargo, si quería saber qué pretendía Bigot,
había de dar cifras altas.
—Creo que oscilan alrededor del millón de libras, o quizá más —dijo
multiplicando por diez la que quizá fuese la cifra exacta.
—Libras francesas, queréis decir —repuso Bigot, a quien tal cifra
impresionó visiblemente. La libra francesa y la inglesa teman distinto valor.
—No, señor. Libras inglesas. Libras esterlinas.
El intendente abrió los ojos, asombrado.
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—¡Un millón de libras esterlinas! ¡Veinticinco millones de francos! Es
algo fabuloso. Debéis de estar equivocado.
—No lo creo —replicó Richard decidido a aumentar los negocios de su
padre—. Además de grandes haciendas en Kent, posee minas de carbón
alrededor de Newcastle y propiedades en Londres que producen buenas
rentas, una gran participación en la East India Company y grandes
propiedades en Virginia, que dicho sea de paso, me ha ofrecido. Creo, por el
contrario, que sus rentas sobrepasan la cantidad que os he dicho, aunque,
naturalmente, no pueda afirmarlo con certeza.
—¡Veinticinco millones de francos al año! —repitió Bigot—.
¡Veinticinco millones! Una fortuna enorme.
Richard había casi olvidado la idea que se formara en su mente y empezó
a considerar su evasión en la forma en que lo hubiera hecho Tromba.
¿Perdería el caballero el tiempo rompiéndose la cabeza cuando podía lograr
una mejor solución con sus habilidades? Naturalmente que no. Bigot era un
tiburón hambriento. Pues bien, jugaría con su apetito.
—Mi padre —agregó Richard— tiene una filosofía que comparto
plenamente. Considera la vida en una forma muy parecida a la vuestra,
monsieur Bigot. No es avaro, pero sabe el valor del dinero y lo que éste le
puede proporcionar en cuanto a placer y poderío. ¡Cuántas veces me ha dicho:
Recuerda, hijo mío, que el dinero abre todas las puertas!
—Un pensamiento muy profundo —asintió Bigot.
—Sí —repuso Richard, sonrojándose mentalmente por la mentira—. La
primera sentencia latina que me enseñó fue Quaerenda pecunia primum est;
virtus post nummos.
—¿Qué significado tiene?
—«Hazte primero con el dinero; la virtud viene después». ¿Estáis de
acuerdo, monsieur Bigot?
—Completamente de acuerdo, dicho sea entre nosotros, mon cher
monsieur. Aunque no consentiría en decirlo en público, como tampoco
monsieur de Marny, supongo. ¡Qué hombre! ¡Veinticinco millones! Me
gustaría honrarme con su amistad.
Richard se inclinó hacia él.
—Él se honraría con la vuestra, os lo puedo asegurar. Y creo que ello
redundaría en beneficio mutuo. Mi padre está siempre a la busca de nuevas
inversiones. Suponed que le indicarais alguna en Canadá, como, por ejemplo,
el negocio de las pieles. Una asociación secreta, ¿eh, monsieur Bigot?
Vuestros conocimientos y su dinero. Por Dios, que entre ambos…
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Los ojos del intendente brillaron. Se le presentaban grandes posibilidades,
un ilimitado horizonte de trampas.
—Sí —repuso meditativo—, pero esa endiablada guerra…
Richard asintió.
—No durará eternamente. Sabéis muy bien que Inglaterra acabará
conquistando Canadá, si no este año, el que viene. Considerad su potencia
marítima y las colonias. Vosotros estáis aislados, mientras Inglaterra se
desarrolla de continuo. Cuando Canadá caiga, os será muy útil contar con un
amigo en mi país.
Bigot pudo haber pensado que el frívolo teniente estaba demostrando
poseer una gran inteligencia, pero se encontraba tan absorto en sus problemas
que no lo observó.
—¿Qué sugerís, monsieur Hammond?
—Simplemente, que un hombre de gran inteligencia y juicio, como vos,
ha de sentirse seguro en todo momento.
—¿Cómo?
—De la siguiente manera: cuando el próximo ataque inglés sea rechazado
y las tropas embarquen para el regreso, procurad que lleven un mensaje
vuestro a Inglaterra. Hacedle una proposición comercial. Ofrecedle una
inversión importante. Lo pensará dos veces antes de rechazarla. ¿Qué podéis
perder? Si Canadá sigue siendo francés, continuaréis siendo intendente, pero
dispondréis de nuevos fondos. Si, en cambio, Inglaterra se apodera de él,
contaréis con un socio secreto y un amigo poderoso en la corte, capaz de
sugerir que la gran experiencia de monsieur Bigot pueda ser de incalculable
beneficio para el nuevo gobierno.
—Sois hombre atrevido, señor —dijo el intendente, sonriendo—. En otras
palabras, me sugerís la traición.
—Llamadlo como queráis —repuso Richard—. En confianza creí que
ambos teníamos la misma opinión del dinero.
—¿Cómo se podría mandar el mensaje? —preguntó Bigot aparentando
divertirse con el juego—. ¿Accedería el almirante Saunders a llevar una carta
mía a vuestro ilustre padre, aun cuando fuera yo tan tonto como para firmarla
con mi nombre?
—Ahí está la dificultad —admitió Richard—. Me placería ponerme a
vuestras órdenes si no estuviera confinado en esta prisión, cuando la flota
zarpe. Pero no parece haber otra solución. Es una lástima. El negocio era
bueno.
Bigot cambió de tono.
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—¿Por qué os placería poneros a mis órdenes? —tanteó—. ¿Qué garantía
tendría yo…?
—Ninguna, señor, ninguna, excepto, a seros franco, mi propio provecho.
No necesito deciros que si tuviera la oportunidad de facilitar un buen negocio
a milord Marny, yo también saldría ganancioso. Me quiere mucho, y podría
esperar una clara muestra de su favor. Quizá me permitiera llevar el negocio
por él. Y vos y yo sabemos, monsieur l’Intendent, que el solo manejo de
dinero puede ser provechoso —prosiguió guiñando un ojo—. Pero ¿por qué
hablar de ello? Yo estoy encarcelado…
—Sois persona muy inteligente, señor. Raras veces he conocido otro igual
a vos.
—Je vous remercie, monsieur Bigot. ¿Puedo devolveros el cumplido?
Se produjo una pausa mientras monsieur Bigot ofrecía su tabaquera a
Richard y se servía él mismo. Su cara era un estudio de suavidad, con cierta
nota de astucia.
—Estoy de acuerdo con vos en que se trata de un asunto interesante —
dijo por fin—. Si milord Marny tuviera a bien colocar fondos en mi cuenta,
podría asegurarle un beneficio del cien por cien, porque gobierno el mercado
en Canadá. La transacción podría hacerse por medio de los Hope de
Amsterdam, que darían informes míos, y con quien podrían discutirse los
detalles. Por otra parte, si Canadá cayera en manos inglesas, habría de trabajar
de acuerdo con las circunstancias que se crearan. Soy internacionalista,
monsieur Hammond. He aprendido a querer Canadá y sé la manera de extraer
el mayor provecho de la colonia. Debéis indicárselo a vuestro padre.
—Podría hacerlo si no me encontrara prisionero. —Richard aparentaba
calma, pero tema los nervios excitados como nunca. El tiburón estaba
husmeando la carnada—. Desgraciadamente, Londres está a tres mil millas de
aquí. Pero ¿no sois también, además, ministro de Justicia de Canadá?
Bigot no pareció comprender.
—Sí. Ministro de la justicia civil. Vos, como prisionero militar, quedáis
fuera de mi jurisdicción. Sin que ello pueda ser tomado como menosprecio
hacia vuestra persona, no consideraría como acción de valor militar alguno la
devolución de un teniente, pero ello está fuera de mis atribuciones y no puedo
ni siquiera insinuarlo. Monsieur de Montcalm no es amigo mío.
Richard asintió descuidadamente. No había de aparentar impaciencia,
aunque estaba seguro de que Bigot terna al gobernador general en un puño y
podía hacer lo que quisiera.
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—Hemos llegado a un punto muerto, señor. Como mi padre me ha dicho
muchas veces, por experiencia propia, suele suceder que un plan importante
se ve estropeado por algún detalle sin importancia. Hablando de monsieur de
Montcalm, habréis de admitir que es un gran soldado.
—De ninguna manera. Debió haber caído sobre los ingleses cuando
levantaron el campamento en el Montmorency. Perdió una gran ocasión.
—Quizá el general Wolfe previo tal posibilidad —repuso Richard,
recordando una de sus «indiscreciones» cuando fue interrogado por el general
francés— y Montcalm temió caer en una trampa.
Bigot no estaba interesado en la estrategia. Volvió a hablar del tema que
le interesaba y miró firmemente a Richard.
—Todo depende del interés que tengáis en regresar a vuestro regimiento.
—¿Así lo creéis, señor?
—Sí. Vos poseéis dinero. Lo sé porque el carcelero me ha pagado con
moneda inglesa una pequeña deuda que tenía conmigo.
—Poseo algunas monedas que guardo en un bolsillo secreto. Vuestros
salvajes no las encontraron cuando fui capturado.
—Algunas monedas pueden llevar muy lejos en Canadá —dijo Bigot—.
Además, no dudo que tendréis coraje. Quizá se os presente la oportunidad.
¿He de añadir algo?
—¿Os referís, acaso, a maese Jules o al doctor Lambert?
—Ciertamente, no. —Bigot tosió y aparentó cambiar de conversación—.
Me parece que no debierais permanecer tanto tiempo encerrado. Un hombre
joven como vos necesita hacer ejercicio. Veré en qué puedo beneficiaros.
Quizá consiga que se os permita dar un paseo por los alrededores de la prisión
debidamente custodiado, por las tardes. Yo me encargaré de facilitar los
guardianes.
LI corazón de Richard dio un brinco. El tiburón había mordido el anzuelo.
—No sé cómo agradecéroslo, señor intendente.
—De rien, de rien. Permitid que os haga nuevamente presente mi estima.
¿Veinticinco millones al año, habéis dicho? Grand Dieu!
Bigot se puso de pie. Y cambió nuevos cumplidos con Richard, pero al
llegar a la puerta volviose hacia él.
—¿Recordáis el nombre de la persona de Amsterdam?
—Hope, según me parece.
—Exactamente. Thomas y Adrián Hope. El beneficio, el ciento por
ciento, como mínimo. Fijaos en que digo mínimo. Recordad también que si
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por algún motivo el ataque del general Wolfe no fallara, monsieur Bigot es un
hombre muy útil.
—No es cosa fácil de olvidar, señor.
La puerta se cerró. Richard pensó que Tromba se hubiera sentido
orgulloso de su actuación, pero ésta le había dejado cierto mal sabor de boca.
XLIX
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hombres, cuando, en realidad, solamente tiene cincuenta a sus órdenes, pues
ha autorizado a los restantes a que acudan a sus casas para recoger las
cosechas, a condición de que recojan la suya también.
Richard pensó que, realmente, Quebec no necesitaba guarnición alguna al
este de Cap Rouge.
Tal conversación con el doctor tuvo lugar en la tarde del 8 de septiembre.
Durante todo el día 9, Richard estuvo esperando la oportunidad de evasión
que Bigot intentaba facilitarle. Revisó mentalmente las diversas insinuaciones
del intendente, el cual podía conseguir su huida sin que recayera sospecha
alguna sobre él. Nombraría una guardia para acompañarle en su paseo, y sus
miembros serían sobornables. Richard habría de arreglárselas por sí mismo.
Pensó que el paseo habría de tener lugar a la caída de la noche. Una vez libre
de sus guardianes, debía rodear la ciudad por la izquierda y dirigirse al oeste
hasta llegar a algún lugar desde el cual pudiera alcanzar a nado los navíos
británicos que operaban en dirección a Cap Rouge. El camino,
indudablemente más corto, de la boca del río Saint-Charles a la orilla sur
estaba cortado por las tropas francesas.
A medida que transcurría la tarde, crecía su impaciencia. Pasó las
monedas de oro del zapato a sus bolsillos, para poder disponer de ellas
rápidamente, pero al llegar la noche el carcelero le llevó la cena y las
esperanzas de Richard se desvanecieron.
Quizá Bigot necesitara tiempo para escoger los guardianes apropiados, o
había estado ocupado en otros asuntos. También pudo haber cambiado de
opinión. No tenía motivo alguno para apresurarse. Sin embargo, el tiempo
apremiaba y Richard se movía nerviosamente en la cama, temiendo que el
momento propicio se retrasara. Al día siguiente terminaba el periodo de diez
días mencionado por Wolfe. El ataque inglés podía tener lugar entonces y
quizá Bigot esperaba que así sucediera, para que Richard pudiera unirse a las
tropas en retirada antes de que embarcasen. Pero algo le ayudó a mantener las
esperanzas; había llovido durante los dos días anteriores y el mal tiempo
podía retrasar las operaciones. El día siguiente, lunes, amaneció lluvioso. Las
horas transcurrieron lentamente. Pasó la tarde, llegó la noche y nada sucedió.
Los diez días acababan de expirar.
Maese Jules llegó con la cena y permaneció con él unos momentos
charlando. Para aumentar la desesperación de Richard, mencionó crecientes
actividades en Cap Rouge, donde los navíos ingleses subían y bajaban el río a
favor de la marea, manteniendo continuamente en movimiento a las tropas de
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monsieur de Bougainville. También se habían notado señales de que algo se
preparaba en los barcos anclados frente a Beauport.
—Que se diviertan navegando —dijo maese Jules—. El marqués de
Montcalm no se dejará engañar por sus tretas. Sabe dónde se encuentran las
principales fuerzas enemigas y aguarda impasible. Los ingleses le preocupan
menos en estos momentos que el problema de la alimentación de las tropas.
Tengo entendido que se espera que lleguen varias barcazas cargadas de grano
desde el campamento de monsieur de Bougainville durante la noche de
pasado mañana, si no se produce alguna batalla antes.
—Cualquiera creería que mandarían el grano por tierra, puesto que los
navíos ingleses están en el río —dijo Richard, sin darle importancia alguna a
la información.
Jules explicó que para ello se necesitarían demasiados caballos y carretas,
y que los botes de quilla plana no correrían peligro alguno si se mantenían
cerca de la orilla y se dejaban llevar por la marea baja de la noche.
—Nunca hemos perdido una sola barcaza en estas operaciones —agregó
—. Pero el señor parece no tener apetito —prosiguió cambiando de
conversación—. Estáis deprimido. Sin falta de aire fresco del que habló
recientemente el intendente durante su última visita. Desea facilitaros una
guardia para que podáis pasear al anochecer, puesto que, si lo hacéis durante
el día, ello puede prestarse a diversos comentarios.
Richard esperó a que su cara no le traicionara.
—El señor intendente fue muy amable conmigo —repuso con descuido—.
Espero que no se habrá olvidado de ello.
—De ninguna manera, pero no creo que hubierais querido pasear bajo la
lluvia. Espero que mañana…
¡El mal tiempo había tenido la culpa! Los paseos habían de parecer cosa
natural y nada más extraño que hacerlo mientras llovía a cántaros.
¡Condenación! Quizá al día siguiente fuese tarde.
—Tal como me siento, el poder respirar aire fresco sería agradable,
incluso aguantando un aguacero —replicó—. Estaré preparado para hacerlo
mañana, si es posible. —El carcelero expresó sus esperanzas acerca de ello y
despidiose.
El sueño de Richard fue intranquilo aquella noche. La lluvia seguía
cayendo inexorable.
El martes, decimoprimer día, amaneció también lluvioso, pero mediada la
tarde aclaró algo el tiempo, aunque flotaban negras nubes que parecían
prometer más lluvia en cualquier momento. Richard se paseó por su celda,
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temiendo continuamente que el aguacero se desatara de nuevo. Hacia las
cinco empezó a oscurecer. El tiempo seguía calmado. Por fin oyó unos pasos
que se acercaban.
Maese Jules tenía el placer de comunicar al señor que la guardia
prometida por monseñor el intendente le aguardaba en el patio. Como existía
la posibilidad de que lloviera de nuevo antes del regreso del señor, le ofreció
su propia capa y sombrero. Monsieur Bigot, además, había sugerido que sería
menos embarazoso para el señor teniente poder pasar inadvertido sin que se
viera su uniforme escarlata durante el paseo fuera de la prisión. Este fue un
detalle afortunado, por cuanto Richard hubiera debido improvisar algún
disfraz antes de lanzarse campo a traviesa.
Había confiado en que se le dada un solo guardián, pero encontró dos
esperándole, con la pipa en la boca, apoyados junto a la entrada del patio.
Eran dos típicos milicianos canadienses, campesinos de anchos hombros,
vestidos con lo que querían ser uniformes, y cuyas facciones denotaban la
mezcla de sangre india que corría por sus venas. Uno de ellos llevaba un viejo
sombrero de fieltro y el otro una gorra de pieles. Ambos tenían mosquetes y
cuchillos.
—Ya sabéis las órdenes de monsieur l’Intendent —les dijo el carcelero—.
Acompañaréis al caballero en su paseo, pero evitaréis penetrar en la ciudad y
no saldréis de este sector. Dentro de media hora deberéis estar de regreso.
Los hombres gruñeron su asentimiento y se echaron los mosquetes al
hombro. Richard se colocó entre ambos. Cruzaron el patio y pasaron ante el
centinela de la puerta, saliendo a la calle Saint-Nicholas en dirección a la
rada.
La noche había caído ya. La calle estaba casi desierta, debido al tiempo
que seguía amenazando lluvia y a la hora de la próxima cena. Detrás se alzaba
la ciudad con sus muros y casas. Frente a ellos se veía ocasionalmente alguna
luz en las chozas a lo largo del río.
Richard se dio cuenta de las dificultades con que había de enfrentarse. Era
fácil ensayar el papel en la celda, pero en aquellos momentos no sabía a
ciencia cierta qué hacer. ¿Había prometido Bigot algo a los guardianes? Si era
así, nada lo indicaba. Caminaban silenciosos a su lado. El idioma constituía
una dificultad más. Hablaban un dialecto casi ininteligible para Richard,
aunque comprendían el francés. Además, el tiempo apremiaba. Tenía
escasamente media hora para hacerles una proposición, sobornarles, si se
prestaban a ello, y partir. Pero no encontraba la manera adecuada de plantear
el asunto.
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Les preguntó de dónde eran y creyó averiguar que de alguna parte al este
de Ange-Gardien. Habló de la cosecha, y por los monosílabos con que le
contestaron supuso que se presentaba bien. ¿No estaban ya cansados de la
guerra y deseosos de regresar a sus hogares? Gruñeron y escupieron. Había
oído decir que muchos desertaban y que algunos oficiales, especialmente el
capitán Vergor, permitían a sus hombres regresar a sus tierras. ¿No les
gustaría pertenecer a la compañía de aquel capitán? Más gemidos.
Richard no encontró otra forma que hacerles la proposición directamente,
fuera cual fuese el resultado. Las nubes volvieron a descargar y hubieron de
arrimarse a la pared de una casa. Los disgustados guardianes creyeron que era
hora de emprender el regreso.
—Tengo una idea mejor, señores —Richard a la desesperada—. ¿No hay
alguna taberna cerca? Creo que un trago nos sentaría bien a todos. Quizá
dentro de unos minutos escampe y entonces podremos regresar. Si lo hacemos
ahora, nos calaremos hasta los huesos.
Los hombres parecieron animarse. Sí. La taberna de la Veuve Etienne
estaba al doblar la esquina.
Era un pequeño local junto al río, a unas cien varas de distancia.
Afortunadamente, en aquel momento había pocos clientes. Richard se dirigió
a una mesa apartada y pidió aguardiente de manzanas, que fue servido por
una muchacha en pequeños vasos.
—Dejad la botella —le dijo.
—Pagad primero, señor. Son dos francos.
Había cambiado una moneda de oro en la cárcel y le dio un escudo.
—Guardad el franco que sobra, m’amie.
La muchacha agradeció el regalo y él notó la favorable impresión que su
gesto causaba en los dos milicianos.
—A votre santé, monsieurs.
Vaciaron los vasos, que él llenó una y otra vez. El blanco licor parecía
hecho de fuego.
—Sienta bien, ¿eh? Y hace olvidar la lluvia.
—Vive Dios que tenéis razón, señor.
Los guardianes se estaban visiblemente ablandando. Uno de ellos llenó su
pipa y la encendió con una vela, reclinándose en la silla. El otro sonrió.
—El señor es rico. Paga dos francos por el aguardiente y da un franco a la
muchacha. Sainte Vierte! Es más de lo que yo gano en un mes. No me extraña
que monseñor Bigot sea amigo vuestro. Tiene buen olfato para el dinero.
Pierre y yo no podíamos comprender la razón de los favores con que se os
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distingue, pero ahora lo sabemos. Esperamos que monsieur tendrá algunos
sueldos para nosotros.
Esto era exactamente lo que Richard necesitaba. No podía andarse con
ambages. La media hora había casi transcurrido, aunque los guardianes, con
la botella casi llena ante ellos, olvidaran el tiempo. Afuera continuaba
lloviendo. Maese Jules creería que se habían refugiado en alguna parte y no se
preocuparía por el momento.
—Bebed —dijo Richard, llenando otra vez los vasos—. Si sois hombres
inteligentes os habréis dado cuenta de que ésta es vuestra noche de suerte. —
Dejó caer una moneda en la mesa—. ¿Sabéis qué es esto?
Ambos hombres alargaron la mano, pero el que había hablado el último la
cogió.
—¿Una moneda de un franco? —La frotó entre el pulgar y el índice—.
No. Es medio sueldo —gruñó.
—Acercadla a la luz.
El otro hizo lo que se le indicaba y abrió la boca, asombrado.
—¿Oro? ¿Es oro? —preguntó en un susurro.
—Déjamela ver, François —dijo el de la pipa, examinando también la
moneda junto a la luz y notando su brillo—. ¡Es oro! —repitió, con voz
emocionada—. Un luis de oro. Vi uno cierta vez en casa del señor cura.
¡Veinte francos de oro! ¿Cuántos sueldos representa, señor?
—Por lo menos cuatrocientos —dijo François, haciendo algunos cálculos
—. Quizá mucho más, porque es oro.
Richard cogió la moneda de las manos de Pierre.
—No, amigo mío. Una guinea inglesa vale por lo menos veintiséis francos
como mínimo, y muy probablemente treinta, lo que representa seiscientos
sueldos. —Una tras otra dejó caer tres guineas más encima de la mesa—. Ahí
tenéis. Dos mil cuatrocientos sueldos. Bonita suma, ¿eh?
—¡Una fortuna! —exclamó François.
Los hombres olvidaron la bebida. Parecían atontados por las monedas que
tenían ante los ojos.
Richard añadió cuatro guineas más. Quizá fuese innecesario, pero
consideraba preferible hacerlo con tal de poder escapar. Los guardianes casi
no respiraban.
—Tenéis cuatro mil ochocientos sueldos ante vosotros… Y también una
elección que hacer. Podréis regresar ricos junto a vuestras mujeres e hijos. En
tal caso, os diré adiós y me iré mientras apuráis la botella. Podéis también
acompañarme de nuevo a la cárcel y regresar a vuestros cuarteles con los
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bolsillos vacíos. En tal caso, permitid que os diga que monsieur Bigot creerá
que os habéis portado muy tontamente, y yo compartiré su opinión. Pero sois
vosotros quienes habéis de decidir.
No vacilaron un solo instante. Dos manos callosas se apoderaron del oro.
Cada uno de ellos examinó las monedas antes de guardarlas.
—Monsieur sabe que el regimiento de Guienne está acampado a lo largo
del río St. Charles —murmuró Pierre—. Podríamos guiaros, si os place.
Richard negó con la cabeza. A campo abierto debía temer más a tales
guías que a los soldados.
—No será necesario —repuso, levantando su vaso—. A vuestra salud,
señores, y buenas noches.
—A la vuestra, señor, y bon voyage.
Un instante después, cuidadosamente cubierto con la capa y el sombrero,
Richard penetraba en la oscuridad de la noche.
E n realidad, Quebec no era ninguna ciudad, sino una villa de algo más
de doce mil habitantes, unida por sus muros al borde este de la larga
meseta que termina en el río San Lorenzo. Richard podía, por tanto, rodearla
fácilmente caminando un buen rato hacia el noroeste y ascendiendo después
las faldas de la Cote Sainte-Geneviéve, que forman el lado norte de dicha
meseta. Esto le llevaría a la alta llanura al oeste de la población. De las dos
carreteras debía tomar la que, discurriendo cerca del río, conduce al pueblo de
Sillery. Después tendría que comportarse según las circunstancias. Si no
tropezaba con contratiempo alguno, una caminata de ocho millas le llevaría
cerca de los buques británicos río arriba. De lo contrario, cruzaría a nado el
San Lorenzo hasta la orilla sur, estableciendo contacto con alguno de los
destacamentos británicos vistos cerca de la desembocadura del Etchemin.
El camino se le presentaba, pues, bastante sencillo, pero debía permanecer
alerta por si era perseguido, viéndose obligado a caminar en plena oscuridad
por terrenos completamente desconocidos y, sobre todo, evitar los puestos o
partidas de franceses, canadienses o indios. No hablaba el dialecto del país y
su presencia en aquellos lugares le haría sospechoso inmediatamente. La
lluvia, a pesar de dificultar su marcha, le beneficiaba, por perjudicar
igualmente a sus perseguidores.
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Anduvo rápidamente un cuarto de milla, hasta que las casas fueron
desapareciendo, y se detuvo junto a un seto para quitarse el delator uniforme
rojo que llevaba debajo de la capa, quedando en camisa y calzones. Con
menores probabilidades de ser reconocido si se le perseguía, se puso de nuevo
la mojada capa de maese Jules y prosiguió caminando.
Poco rato después distinguió a su derecha los fuegos de un vivaque, que le
indicaron la situación del regimiento de Guienne a lo largo del St. Charles.
Prosiguió caminando junto al declive de la meseta para evitar el encuentro
con posibles centinelas, tropezando de vez en cuando con piedras y plantas.
Cuando creyó haber sobrepasado los muros de la ciudad a su derecha, torció a
la izquierda, ascendiendo por lo que parecía ser tierra de pastoreo.
Afortunadamente, encontró una senda y pudo caminar más deprisa. Hora y
media después de haber salido de la taberna de la Veuve Etienne observó, por
las luces de la ciudad, que la había rodeado por completo. A tal paso,
caminando en la más completa oscuridad, sorteando casas y haciendas, y
atravesando maizales y matorrales, necesitaría por lo menos cuatro horas más
para llegar cerca de Cap Rouge. Tenía los pies completamente embarrados y
la capa del carcelero pesaba como si fuera de plomo. A causa de los diez días
de encierro, se sentía cansado y falto de respiración.
Cruzando la meseta en dirección al río, debía tratar de encontrar la
carretera de Sillery, pero debido a la oscuridad era preciso tantear el camino,
puesto que las pocas luces visibles de la ciudad quedaban escondidas por un
pequeño promontorio. Conservó la línea recta en lo posible y llegó más tarde
a una carretera, que podía ser la que condujese a Sillery. En caso contrario,
era la de Saint-Foye, a considerable distancia del río San Lorenzo.
Afortunadamente no la siguió y después de andar media milla más,
completamente a ciegas, llegó a una segunda carretera. Presintiendo que el río
quedaba frente a él, torció a la derecha.
La primera parte de su fuga tema éxito. Debía seguir hacia delante,
evitando el pueblo de Sillery y el puesto militar, salir nuevamente a la
carretera y dirigirse hacia el río antes de llegar al campamento de monsieur de
Bougainville. Había perdido la noción del tiempo y creyó eran alrededor de
las ocho de la noche. La lluvia seguía cayendo. Si la suerte no le abandonaba,
cuatro horas más tarde habría de llegar cerca del lugar en que se encontraban
los barcos del almirante Holmes.
La carretera era mala, pero caminaba por ella con mayor facilidad que a
través de los campos. Se quitó el barro de las botas y pudo andar con mayor
rapidez. No esperaba ser perseguido; la lluvia y la oscuridad estaban a su
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favor. Confiaba también en los buenos oficios del intendente, aunque poco
pudiera hacer en el caso de la evasión de un militar. Aguzaba de vez en
cuando el oído, pero no descubría ruido alguno tras él. Todo marchaba bien.
Se veía ya presentándose al día siguiente al general Wolfe.
—Haite! —gritó de pronto una voz en la oscuridad.
Varios brazos le apresaron, y alguien le puso una linterna sorda ante la
cara.
—C’est bien lui, le fripon! — dijo la misma voz.
Absorto por el temor de ser perseguido, olvidó qué partidas armadas
podían cruzar la ciudad y cerrar las carreteras delante de él.
Impulsivamente dio un golpe a la linterna, haciéndola caer al suelo, y
pudo desasirse de las manos que le sujetaban. Golpeó una cara con el puño
cerrado y saltó a la izquierda, hacia lo que parecía un matorral, abriéndose
camino y ganando unas quince varas de distancia a sus asombrados
perseguidores, que corrieron detrás de él, gritando y mascullando juramentos.
El matorral resultó ser un maizal, cuyos largos tallos le golpeaban y se le
enredaban en las piernas. La capa le molestaba y se detuvo un instante para
quitársela. Luego prosiguió corriendo por la mojada tierra.
También sus perseguidores encontraban dificultades, por cuanto habían de
seguir sus huellas, confiando sólo en el oído para no perderle. Cuando hubo
atravesado el campo, había ganado otras quince varas. Encontrose en una
pradera y siguió corriendo a ciegas, sin saber adonde se dirigía, y como saltó
a la izquierda de la carretera, debía, por tanto, estar acercándose al río. La
partida de soldados seguía detrás de él, gritando. Quizá el blanco color de la
camisa fuera visible, pues oyó el disparo de una pistola y una bala silbó muy
cerca. Continuó su carrera, recordando que en aquella dirección estaban los
riscos de cien pies de altura. La posibilidad de caer desde su cima era más
amedrentadora que la misma captura. Corría con los brazos extendidos hacia
delante y pasó rozando un árbol. Pudo a tiempo, con un pie apoyado en lo que
parecía ser el borde de un precipicio. Había llegado a los riscos y sus
perseguidores se acercaban. Desesperadamente se deslizó por el borde,
descendió una vara o dos, se agarró a unas hierbas, apoyó un pie en unas
piedras y permaneció agachado en un ángulo espeluznante. Los soldados
pasaron cerca de él y veinte pasos más adelante se detuvieron.
—Qui vive? —gritó alguien—. ¡Alto o disparo!
Los perseguidores dieron el santo y seña. Sin duda preguntarían al
centinela si alguien había pasado cerca de él. Se oyeron las voces de otro
grupo que se acercaba. Richard agradeció a su buena estrella el haberse
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detenido a tiempo. Debía de tratarse del puesto del capitán Vergor en Anse du
Foulon. Un momento más y hubiera caído de lleno en él.
Su respiro fue corto. Se oían pasos junto al borde del precipicio.
—Os digo que le he visto —decía alguien—. Era una mancha blanca que
corría. Desapareció por aquí. Debe de estar escondido en alguna parte.
—Ahí traen una linterna —dijo otro soldado—. Le buscaremos.
Richard pudo ver, reflejándose contra los árboles encima de su cabeza, la
luz que era rápidamente traída desde el puesto de Vergor. No podía perder un
minuto. Quedaría a la vista de todos tan pronto miraran con la linterna por el
risco. Había de entregarse o seguir descendiendo. No cabía otra solución.
Con los nervios en tensión, se mantuvo agarrado a la hierba con una
mano, mientras con la otra se apoyaba en la piedra en la que sostenía el pie.
Dejose caer otras dos varas. La piedra se desprendió y rodó, pero se detuvo
contra otro hierbajo. El ruido levantó una tempestad de gritos.
—Le voilà… le voilà… scredieu… attends…
Los rayos de la linterna se proyectaron por el borde del risco.
Los hombres, aparentemente, le localizaron.
—Hah… salaud… le voilà!
Disparose un mosquete y después otro.
—¿Dónde está el camino que conduce al río? —gritó alguien.
—Allí —contestó otra voz—. Pero ten cuidado, la pendiente es muy
grande.
Un tercer tiro sonó.
Había un camino que bajaba hasta el río. Richard tenía que seguirlo antes
de que pudieran cortarle la huida. Descendió de nuevo, clavando las uñas y
los pies en la tierra, y agarrándose a las hierbas resbalaba y volvía a dominar
su descenso. Por un momento sus pies se balancearon en el vacío. Logró
asirse, y enderezando cuidadosamente los brazos encontró apoyo para los
pies. Pronto se halló nuevamente con las piernas oscilando al aire.
Luego se desplomó sin poder detenerse, en lo que creyó era ya el fin,
hasta dar con su cuerpo, tres pies más abajo, en un charco de agua.
Permaneció unos minutos asombrado. Sentíase como si se hubiera
restregado contra una gigantesca tabla de lavar y le dolían todos los huesos.
No podía detenerse. Los soldados bajaban por el camino hasta la caleta, bajo
el puesto de Vergor, y caerían sobre él si no se echaba pronto al agua.
Se levantó penosamente, quitándose la desgarrada camisa y las botas.
Vestido solamente con los calzones, en cuyos bolsillos guardaba el resto del
dinero, caminó por entre las piedras hasta la orilla.
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Del lado derecho llegaron hasta él gritos y el ruido de pasos apresurados.
Vio también el reflejo de una linterna. Alguien disparó en la oscuridad. Se
agachó, tropezó y cayó un poco más adelante, en un agua tan fría que casi le
cortó la respiración. La última vez que nadara lo hizo en las cálidas aguas de
Venecia. Pero se sintió con la cabeza despejada y mayores ánimos. En aquel
momento los soldados descubrieron sus ropas, pero hubieron de permanecer
junto la orilla, maldiciendo.
Encontrarse libre en el río no significaba que estuviera a salvo. Un
instante después comprobó que aún debía realizar un esfuerzo mayor que los
anteriores. En aquel punto no se encontraba ningún navío inglés. No terna ni
siquiera una vaga idea del lugar más cercano en que los hubiera. La distancia
a cubrir a nado era quizá de una milla, o de dos. La marea alta le impediría
cubrirla en línea recta. ¿A qué lugar de la orilla sur iría a parar? La oscuridad
era completa y braceaba a ciegas.
Llevaba un cuarto de hora nadando. La alegría inicial de la evasión había
ya desaparecido. Sentíase solo y sumido en las tinieblas, casi presa del pánico.
¡Si por lo menos supiera cuánto había avanzado, o lo que le quedaba por
recorrer! Estaba tan perdido como si nadara en pleno océano. El cansancio se
apoderaba de él, y no podría seguir indefinidamente. Trataba de descansar
flotando, pero el frío le entumecía los músculos. Temió hundirse en las frías y
hostiles aguas. Estaba perdido, a menos que alejara de su mente todo
pensamiento desagradable. ¿Qué hacía en aquel oscuro río al otro lado del
mundo? Estaba viviendo un sueño fantástico e irreal. Los hombres no eran
sino simples moléculas en un remolino de fuerzas locas, que carecía de todo
propósito y de todo fin.
¿Cuánto rato llevaba en el agua? ¿Una hora? ¿Dos? Se sintió desfallecer,
sumergiose en las aguas y, con un último esfuerzo, pudo bracear nuevamente.
En aquel momento, sus pies, milagrosamente, tropezaron con algo sólido.
Nunca supo cómo pudo arrastrarse hasta la orilla.
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—¿Dónde estoy?
—¡Es inglés! —exclamaron varias voces.
—Creía que se trataba de un «musiu».
—¿Dónde estás, quieres saber? A este río lo llaman el Etchemin y has
tenido la suerte de que decidiéramos acampar aquí, pues, de lo contrario, por
la mañana hubieras estado más frío que un carámbano. ¿Te has caído de algún
barco?
—No. Vine nadando. —Había reconocido la enseña del regimiento de
voluntarios americanos—. Soy el teniente Hammond, del Cuadragésimo
Séptimo —dijo, sentándose—. ¿Quién manda este pelotón?
Las polainas y casacas se pusieron firmes.
—Mr. Walker, señor.
—Presentad mis saludos a Mr. Walker y decidle que regreso de una
misión especial en Quebec por orden expresa del general Wolfe.
LI
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mangas eran demasiado cortas, la casaca boqueaba, la gorguera necesitaba un
lavado y de las polainas faltaban varios botones. Pero, sobre todo, la evasión
le había dejado cansado, molido. Se daba cuenta de las miradas burlonas con
que era observado. El capitán Smith, ayudante de Wolfe, le hizo una
indicación al respecto.
—Dejo a vuestra discreción, señor, si debéis presentaros ante el general
vestido de esta forma.
Richard se ruborizó.
—Creo, señor, que el general Wolfe prefiere que le dé conocimiento
inmediato de las noticias que traigo y no le importará la forma en que vaya
vestido. De no ser así, él mismo me llamará la atención.
—Como gustéis —replicó Smith fríamente. Luego, abriendo la puerta del
camarote de popa, anunció—: Se presenta el teniente Hammond del
Cuadragésimo Séptimo, señor.
La forma en que Richard fue recibido causó gran asombro en el capitán
Smith, quien, aparentemente, no se dio cuenta, en el tráfago de la mañana, de
la naturaleza especial del mensaje de Hammond. Wolfe, que estaba sentado
frente al semicírculo de lumbreras, se puso rápidamente en pie.
—¡Hammond! No esperaba veros tan pronto. —Se dirigió a su ayudante
—: No me informasteis que Mr. Hammond estaba esperando, sino tan sólo
que se trataba de un oficial del Cuadragésimo Séptimo. Habéis de ser más
claro. Procurad que no se me moleste durante la próxima media hora, a menos
que se trate de algo muy urgente. Debo hablar de asuntos de suma
importancia con este oficial. —Al cerrarse la puerta prosiguió—: ¡Si vierais el
aspecto que tenéis, Hammond! No creo que las elegantes damas de Bath os
hicieran mucho caso en este momento.
Richard se excusó, explicando la causa de ello.
—No perdamos tiempo en nimiedades —le apremió Wolfe—. Os habría
recibido, aunque os hubieseis presentado en taparrabos. Contadme lo
sucedido con todo detalle.
Richard notó con agrado que Wolfe tenía mejor aspecto que cuando le
viera la anterior vez. Estaba aún muy delgado, pero parecía más animoso, más
lleno de vida. Mirándole bien, sin embargo, no daba la impresión de haber
adquirido nuevas fuerzas, sino más bien la de someterse a un intenso
esfuerzo. Tratábase de algo espiritual, más bien que corporal, como la llama
de una bujía cuando se alarga antes de apagarse. Sin duda, la proximidad del
ataque le tenía en tal estado. Ya no era el hombre enfermo del Montmorency,
sino el eje y cerebro del esfuerzo británico, movía los barcos dispuestos a la
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batalla en el río San Lorenzo y los batallones concentrados en la orilla sur.
Casi parecía su propia emanación la que hacía ondear las rojas banderas en la
popa de los navíos. El uniforme nuevo le daba una nota de arrojo y elegancia.
—¿Visteis a Montcalm?
—Sí, señor, y creo haberle transmitido toda la información que deseabais
tuviera. Sin duda, me tomó por un estúpido.
—¡Bravo! —exclamó Wolfe—. Al ver que no nos atacaba en nuestra
retirada del Montmorency, imaginé que le habíais avisado. Tengo noticias,
además de que ha reforzado a De Bougainville en Cap Rouge. Me complace
en gran manera ver que habéis podido evadiros. Pero contadme lo que
averiguasteis del enemigo.
Richard había reflexionado varias veces en lo que habría de interesar al
general. Le describió, pues, someramente las condiciones en las que se
encontraba la población civil de Quebec, así como el propio ejército, escaso
de comida, minado por las deserciones y las rivalidades. Enumeró los
regimientos y sus posiciones. Los mejores estaban en Cap Rouge con
De Bougainville, que contaba también con artillería y aprovisionamientos.
Creyó que este detalle interesaría especialmente al general, en vista del
proyectado ataque en aquella dirección, pero Wolfe se limitó a asentir con la
cabeza.
—¿Qué defensas hay entre Quebec y Cap Rouge? ¿Habéis podido
averiguar algo?
—No existen fortificaciones en tal sector, señor —repuso Richard,
sonriendo—, o, de existir, son insignificantes. El regimiento de Guienne debía
vivaquear en las llanuras de Abraham, pero está todavía acampado a lo largo
del St. Charles.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Wolfe con voz tensa.
—Pasé por allí en mi huida.
El general parecía respirar más a gusto.
—Sin embargo —dijo—, parece que en Anse du Foulon hay establecido
algún puesto. Vi las tiendas con el catalejo.
Richard se felicitó por cuanto sabía a ese respecto.
—Se supone que hay cien hombres al mando del capitán Vergor, pero
dudo de que haya siquiera la mitad de esa cifra. Es un oficial de muy mala
reputación que, al parecer, permite a sus soldados ir a trabajar a sus tierras, a
condición de que labren también las suyas. Fue destinado a aquel puesto,
según se dice, por cuanto allí no puede causar daño alguno. Los riscos son
suficiente guardia.
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—¡Ah! —exclamó Wolfe—. ¿Y además de esto?
—Una batería cercana llamada Samos, algunos hombres y cañones en
Sillery y los puestos de Remigny y Douglas a lo largo de los riscos. Más allá
se encuentra De Bougainville.
—¡Vive Dios que habéis sido más útil de lo que cabía esperar!
Explicadme vuestra fuga.
Richard detalló sus negociaciones con Bigot.
—Creo que os habéis equivocado de carrera —dijo Wolfe, riendo—.
Debisteis ser actor. —Asombrado por la expresión embarazada que se
retrataba en la cara de Richard, prosiguió—: naturalmente, se trata de una
broma. En realidad, sois un excelente soldado. ¿Qué sucedió después?
Cuando Richard le explicó el cruce de la meseta al oeste de la ciudad,
Wolfe le detuvo.
—¿Qué clase de terreno es?
—Me pareció que se trataba de un terreno completamente abierto,
cubierto en alguna parte por maizales y maleza. Parece existir cierta elevación
no lejos de las puertas de la ciudad, por cuanto las luces desaparecieron de
improviso.
—Sí —asintió Wolfe—. En mis mapas aparece señalada como Buttes-à-
Neveu. En vuestra opinión, se trata, pues, de terreno abierto, con algunos
obstáculos ocasionales.
—Sí. Casi todo es pradera, señor.
—Magnífico. Luego seguiríais hasta algún punto más allá de Sillery.
—No, mi general —repuso Richard—. Fui detenido por una de las
partidas mandadas en mi persecución. Pude escapar de ella, llegar hasta Anse
du Foulon y descender por los riscos.
—¡Anse du Foulon! —repitió Wolfe con tan rara entonación que Richard
casi le contempló alarmado—. ¿Descendisteis por los riscos?
—Sí, señor, y luego crucé el río a nado.
Se produjo una larga pausa.
—Lo que me decís es de gran importancia —dijo Wolfe finalmente—.
Por favor, describidme esta parte con todo detalle.
Richard así lo hizo, admirándose de la atención con que le escuchaba el
general.
—¿A qué distancia del puesto se encontraba el centinela?
—Quizá a unos doscientos pasos.
—¿Y a qué distancia del lugar por donde descendisteis?
—Otros doscientos pasos, señor.
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—¿Creéis que el risco es lo bastante escarpado como para que veinticinco
hombres decididos no puedan ascender por él?
Richard, asombrado por la pregunta, tardó unos instantes en contestar.
—Creo que no, señor —dijo finalmente—. Ha de ser más fácil ascender
por ellos que descender. Hay muchas hierbas y piedras en que afianzarse.
El general estaba pensando seguramente en algún golpe de mano, pero no
podía imaginar la razón que le hiciera elegir Anse du Foulon para ello.
—Lo que voy a deciros —prosiguió Wolfe después de una pausa— no lo
saben sino media docena de oficiales, pero quisiera haceros recordar algún
otro detalle que pueda ser de importancia. Cuento con vuestra promesa de
mantener absoluto silencio hasta después de que se haya producido el suceso.
Richard lo prometió formalmente.
—Escuchad —dijo el general inclinándose hacia delante—. El ataque está
planeado para esta noche y tendrá lugar en Anse du Foulon. De Bougainville
será atraído río arriba por una finta en Pointe-aux-Trembles. Un ataque del
almirante Saunders retendrá a Montcalm en Beauport. Las barcazas con más
de tres mil hombres a bordo bajarán el río a favor de la corriente hasta Anse
du Foulon.
—¡Pero, señor! —Richard no pudo evitar interrumpirle. Tratábase de una
locura. Si difícil era para veinticinco hombres escalar los riscos, ¿qué habrían
de hacer tres mil?—. ¡Pero, señor…!
—Prestad atención. El éxito depende del primer destacamento. Si los
veinticinco hombres pueden ascender los riscos y mantener en jaque el puesto
que manda Vergor, serán inmediatamente seguidos por unidades de infantería
ligera. Una vez tomado el puesto y silenciada la batería Samos, el camino
quedará libre de obstrucciones y el resto será fácil. Nuestra ventaja consiste
en tomar desprevenido al enemigo. Lo que habéis contado del puesto que
manda Vergor es muy interesante. Pero si vos y yo estamos equivocados y los
riscos son defendidos por cien o, incluso, cincuenta hombres decididos, el
primer destacamento no los ascenderá. En tal caso, habremos de retirarnos.
No quiero arriesgar al ejército en un ataque condenado de antemano al
fracaso. Necesitamos mucha suerte para tener éxito, pero vale la pena
intentarlo.
Tal era, por lo visto, el otro plan del que hablaba Wolfe aquel día en el
Montmorency y que había motivado la arriesgada misión de Richard. En
aquellos momentos comprendió la estrategia de las dos últimas semanas para
mantener a Montcalm y a De Bougainville lo más separados posible, cada uno
a un extremo de las líneas francesas, para después atacar en el centro, en un
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punto casi sin defensas, por parecer inexpugnable. La brillantez de la idea
igualaba a su osadía. El éxito dependía de cien pequeños detalles, pero era
promesa de victoria completa.
—¡Maravilloso, señor! —exclamó Richard.
—Guardad esa palabra para mañana —repuso Wolfe fríamente—. Y
contestad a mi pregunta: ¿Existe algún otro detalle que pueda seros de
utilidad?
Richard hizo memoria. De improviso añadió:
—Sí, señor. Recuerdo algo más, que, de ser verdad, puede tener gran
importancia. En la prisión oí decir que esta noche debían llegar por el río
desde De Bougainville a Quebec varias barcazas cargadas de grano. Hay que
detenerlas, pues de lo contrario nuestros planes serán descubiertos.
—Me alegra que lo hayáis recordado —dijo Wolfe, en cuyo rostro se
reflejó una gran preocupación—. Hay que detenerlas. —Permaneció un
momento pensativo, y luego añadió—: Quizá tengamos suerte. Gracias a ello,
ningún centinela a lo largo de los riscos se asombrará esta noche al ver
barcazas en el río. Aparentaremos ser las de transporte de grano, y si se nos da
el alto… —Se detuvo, sonriente—. Habláis perfectamente el francés,
Hammond. ¿Estáis dispuesto a acompañarme en la primera barcaza?
—¿Dispuesto, decís? Sólo podéis hacerme un favor mayor que éste.
—¿Cuál?
El permitirme ascender los riscos con los primeros veinticinco hombres.
Yo conozco el terreno mejor que ellos.
—Habéis hecho ya vuestra parte —replicó Wolfe—. Además,
francamente, vuestro aspecto no es muy bueno. Esos hombres pueden verse
sacrificados.
—A pesar de todo, permitidme acompañarles.
—Si así lo deseáis, informaré al capitán Delaume, que manda el
destacamento. Quiero añadir, Hammond, que hoy mismo mandaré un informe
de los hechos al coronel Hale, recomendándole que os ascienda. Quizá no
viva para ocuparme de ello personalmente.
—Dios os protegerá, señor.
Las facciones angulares y juveniles de Wolfe permanecieron impasibles.
—El morir me es completamente indiferente, Mr. Hammond, con tal de
que haya podido servir a Inglaterra. Tal ha de ser el principal objetivo de
todos nosotros.
Se puso de pie, dando por finalizada la conversación.
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Mientras Richard permanecía en el puente, contemplando las barcazas, las
palabras de Montcalm volvieron a su mente, y con ellas cierto sentimiento de
temor y exaltación. Un hombre como él no se apaga lentamente, sino que
muere como herido por el rayo.
LII
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estricto silencio observado. Los cuerpos se comprimían de tal modo en los
botes que todo movimiento parecía imposible. Sentado entre los capitanes
Delaume y MacDonald, del regimiento de Highlanders. Richard inclinaba el
cuerpo hacia delante, moviendo los pies para evitar que se le durmieran.
Parecía una barca ocupada por espectros navegando por un río infernal;
espectros que habían perdido la voz y podían expresarse únicamente mediante
suspiros.
Transcurrieron dos horas hasta la medianoche, pues se necesitaba tiempo
para embarcar setecientos hombres y colocar las barcazas en orden,
regimiento tras regimiento. Comparado con aquella tensa espera, todo el
proceso de su evasión le pareció sin importancia, puesto que cuesta menos
realizar un esfuerzo que permanecer inactivo.
En algunos momentos el sentido de que todo era irreal volvía a apoderarse
de él como cuando cruzaba el río a nado. ¿Qué misteriosa conjunción de
causa y efecto le llevó a una guerra que no le preocupaba? Si ciertas cosas no
hubieran sucedido en su pasado y en el de otras personas, no se hubiera
encontrado allí en tales momentos. ¿Era resultado de la casualidad o de un
misterioso plan, tan vasto que la mente humana no podía comprenderlo? Sólo
pensar en ello le causaba vértigo. Luego meditó sobre otro problema. No era
cierto que la guerra no le concerniera. Se había identificado con Wolfe, que
estaba sentado cerca de él en la proa de la embarcación, cubierto con su capa
y esperando como los demás. ¿Cuál era el origen del extraño poder que
algunos hombres poseen para magnetizar a los demás? Quizá la unidad de
propósito o criterio.
MacDonald le golpeó en las costillas con el codo, y siguiendo la
indicación que con la cabeza le hizo el escocés, miró a la mole del
Sutherland. Una luz se mostró en los obenques del palo mayor.
—Ya falta poco —susurró el capitán.
Casi inmediatamente se oyó el rumor de los remos en movimiento a
medida que embarcación tras embarcación se deslizaban a lo largo de la línea
de navíos. Richard siguió mirando la luz de los obenques. Otra linterna se
elevó. Un cabo golpeó en alguna parte. El casco del barco alejose. A ambos
lados veíase solamente la vaciedad del río; detrás, la espectral columna seguía
su curso.
Wolfe, sentado junto a Delaume, hablaba a éste en un susurro.
Richard pensó que quizá le daba instrucciones de última hora o bien
quería asegurarse de que había comprendido debidamente las instrucciones de
desembarco. Pero, extrañado por la rara cadencia y escuchando más
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intensamente, observó asombrado que el general recitaba poesías. Incluso
pudo entender algunos versos…
Of Such as wandering near her secret bow’r…[9]
…………………………………………
The breezy call of incense-breathing morn…[10]
que le parecieron vagamente familiares. En efecto, su tutor mister Stanton, se
los había hecho aprender de memoria cuando estudiaba inglés. Eran de la
célebre Elegy de Mr. Gray. Conocedor ya de lo que el general decía, pudo
seguir sus palabras:
The boast of heraldry, the pomp of pow’r,
And all that beauty, all that wealth e’er gave,
Await alike th’inevitable hour:…
………………………………………
Can storied urn or animated bust
Back to its mansion call the fleeting breath?
Can Honour’s voice provoke the silent dust…[11]
Las palabras caían como gotas de plomo, expresaban la hora y la ocasión
en aquel río infernal con sus embarcaciones espectrales. ¡Santo Dios! ¡Si los
mil setecientos hombres supieran que su comandante en jefe les guiaba a
aquella loca expedición bajo la rima de unos versos! Pero no lo sabrían. Tales
eran las murmuraciones de sujo interno, aislado momentáneamente de su
conciencia del deber.
—Hubiera preferido escribir estos versos antes que tomar Quebec —
susurró.
Conducidas solamente por el timón, puesto que la marea y la corriente les
imprimían la adecuada velocidad, las barcazas abandonaron la protección de
la orilla sur y se dirigieron hacia el centro del río. Se guiaban por las luces de
la chalupa de guerra de Hunter; que había anclado previamente a cierta
distancia de la caleta. Cruzaron por la poca del barco y se adentraron en la
oscura región protegida por los riscos, que constituía la etapa crítica de la
aventura.
En aquella parte estaban los puestos de vigilancia mandados por el capitán
Douglas, cuyos centinelas podían fácilmente darse cuenta de la línea de
embarcaciones que cruzaba el río y se deslizaba cerca de ellos. Los hombres
permanecían inmóviles en las barcazas, casi sin respirar. Nadie les daba el
alto. Habían pasado el punto peligroso y disponían de un breve respiro. Los
franceses, cegados por su propia seguridad, no vieron nada. Entre aquel punto
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y Anse du Foulon no quedaba más que el puesto algo más abajo. Pero no
había razón para creer que sus centinelas…
—Qui vive?
Después de largas horas de silencio, el súbito grito resonó agudamente en
la noche, inmovilizando a cada hombre en el bate. Richard vio una figura
uniformada de blanco y oyó montar un mosquete. La embarcación se
acercaba. Todo dependía de aquel momento. Un disparo alertaría el puesto de
Vergor en Anse du Foulon; el elemento sorpresa que tanto significaba se
habría perdido y el ataque habría de ser abandonado.
—¡Hammond! —susurró Wolfe.
Richard recobró la voz.
—Arancel —exclamó.
—¿Qué regimiento?
—La Reine —Se sabía que ése era uno de los batallones de
De Bougainville.
Pero el hombre no pareció contentarse con tal contestación a pesar de
estar aguardando el paso de los botes cargados de grano.
Quizá algo extraño en la forma de las barcazas o el número de hombres
que las ocupaban le llamara la atención.
—¿Por qué no hablas más alto?
—Sacrebleu! —exclamó Richard—. Tais-toi! ¿No puedes callar?
¿Quieres que nos oigan desde aquel barco inglés?
El hombre bajó el mosquete. Si monsieur Bougainville, junto con el
grano, mandaba refuerzos a monsieur de Montcalm, ¿cómo un atrevido
centinela se arriesgaba con sus gritos a señalarlos a los ingleses? El reciente
bombardeo contra Beauport era clara indicación de que se necesitarían
refuerzos. Por lo tanto, el hombre permaneció silencioso y la historia siguió el
curso que le había designado.
Sin haber sido vistos, los botes que iban al frente de la columna se
acercaban a su objetivo. Navegaban ya en las quietas aguas de Anse du
Foulon y estaban casi junto a los aparentemente inaccesibles riscos.
Bordearon la caleta y la barcaza se detuvo junto a la roca de su extremo
este, puesto que la ascensión había de hacerse más abajo del puesto de Vergor
y fuera del alcance de la vigilancia del centinela apostado. Fue un verdadero
milagro que los hombres, entumecidos por las largas horas transcurridas
sentados en los bancos de la barcaza, pudieran desembarcar sin el menor
ruido. Entretanto, las demás embarcaciones con la infantería ligera se
detuvieron cerca de aquel lugar y permanecieron a la expectativa.
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Nunca como en aquel momento pareció tan imposible la tarea de una
ascensión. En la pequeña playa había escasamente sitio para los veinticinco
hombres que formaban la punta de lanza del ataque. Frío y determinado como
siempre, Wolfe contemplaba el muro vertical de hierba y piedra.
—No creo que nos sea posible ascender, pero, de todas maneras, hemos
de intentarlo —dijo al capitán Delaume. Luego se dirigió a los soldados—:
Haced cuanto podáis —les rogó.
Tenían la orden de señalar su llegada a la cima, antes de atacar el puesto.
Un destacamento de infantería ligera se precipitaría entonces por el sendero
que subía desde la caleta, para que los franceses tuvieran que defenderse en
dos frentes. Otras compañías de infantería ligera seguirían a los primeros
veinticinco hombres y escalarían los riscos. Wolfe permaneció temporalmente
atrás para dirigir el desembarco.
—¡Subid! ¡Subid!
La orden circuló con rapidez.
Richard quería ser el primero, pero pronto se vio adelantado por el capitán
Donald MacDonald. El escocés ascendió como una culebra. Detrás de él, los
demás trepaban con el mosquete a la espalda.
No era una carrera alocada. Cada individuo compartía la responsabilidad
de mantener silencio. Una piedra desprendida podía iniciar una avalancha y
llamar la atención del centinela. Si una mano o un pie fallaban, el ruido del
cuerpo al caer sería oído a gran distancia. Cerciorándose cuidadosamente
antes de proseguir, los hombres seguían ascendiendo.
Richard no se daba cuenta de otra cosa sino de la necesidad de mantener
silencio y el gran riesgo de ser descubiertos. El temor personal no contaba
para nada. No se le ocurrió, como tampoco probablemente a los demás, que
en lo alto del risco podían aparecer de improvisto las amenazadoras bocas de
los mosquetes y producirse una desesperada lucha antes de llegar arriba. A
cada momento esperaba oír el primer grito, o el primer disparo, mientras se
izaba de hierbajo en hierbajo.
Quizá hiciera ya veinte minutos que escalaban el muro, o tal vez menos.
La distancia no se medía sino en latidos del corazón, en tensión de músculos y
en ansiedad. Casi no podía creer que se agarraba ya a las raíces de uno de los
árboles que crecían encima del risco. Con un impulso postrero, dio fin a la
ascensión. MacDonald y cinco o seis hombres más habían llegado antes que
él. No se produjo ninguna señal de alarma. A cada segundo otras sombras
llegaban y se unían a ellos.
Por fin se oyó un ahogado Qui vive? a unas trescientas varas de distancia.
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—Aguardad —repuso MacDonald—. Ganemos tiempo, pero
preparémonos a disparar.
Acto seguido se dirigió hacia el centinela y Richard le oyó gritar France!
Había servido en el continente y sabía algo de francés. Sin lugar a dudas, y
protegido por las sombras, intentaría hacerse paso por alguien llegado de
Quebec con algún mensaje, pero su truco sólo podía tener éxito unos pocos
minutos.
No era mucho el tiempo que necesitaba ganar. El primer destacamento
había ya completado la ascensión y detrás llegaban soldados de infantería
ligera. De alguna forma ignorada por Richard, MacDonald ganó un minuto,
dos minutos. Luego un grito, un disparo y el ruido de un hombre al correr.
—¡Paso ligero! —Ordenó alguien, probablemente Delaume—. ¡Gritad!
Disparad cuando veáis las tiendas de campaña.
El silencio de la noche fue quebrado por un bramido. Gritos, carreras,
disparos de mosquetes. Richard tropezó con una cuerda y se encontró entre
las tiendas del puesto de Vergor, pero el adversario medio dormido sólo había
hecho unos disparos antes de emprender la huida. Vergor fue encontrado
herido y a sus hombres se les persiguió hasta los cercanos maizales. Después
de la penosa ascensión, lo demás transcurrió sin contratiempo.
El ruido y la confusión prosiguieron. Las baterías de Samos dejaron oír su
ronca voz al disparar contra las barcazas. Pero pronto quedaron silenciadas.
Pelotón tras pelotón, los regimientos iban llegando. De vez en cuando se oían
disparos al ser tomados los pequeños puestos franceses a lo largo del río. De
pronto, Richard vio las aguas del río iluminadas por las luces del escuadrón
del almirante Holmes que llevaban pertrechos para los desembarcos.
Pudo observar, de pronto, que ya era de día. Por todas partes se veían
casacas rojas, los tartanes de los Highlanders, los conocidos emblemas de los
regimientos, compañías que formaban, sargentos que proferían voces de
mando…
Una pesada mano se posó en su hombro. Al dar la vuelta encontrose con
el coronel Hale.
—Por fin os hallo, Hammond. Estoy muy contento de veros. He oído
hablar de vuestra hazaña. No permanezcáis parado. Vuestra compañía está
más adelante. Servíos presentaros al capitán Gardiner.
—¿Dónde está el general, señor?
—Se ha adelantado para reconocer el terreno. Hemos de partir dentro de
unos minutos. El regimiento de Kennedy ya está en marcha. ¿Oís los
tambores?
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En aquel instante Richard se sintió emocionado por lo transcurrido.
La larga noche de incertidumbre había pasado. Las alturas estaban
tomadas.
LIII
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menos rígidos franceses, le pesaba la inflexibilidad de la disciplina británica,
con su énfasis en los detalles. El hecho de que los soldados hubieran pasado
toda la noche anterior en las barcazas no constituía excusa para que se
apartaran de las ordenanzas. Una vez en las alturas, el sargento mayor y los
suboficiales impidieron todo desfallecimiento. El cabello debía estar
cuidadosamente recogido debajo de los morriones, las polainas abotonadas,
las faldas de las casacas recogidas en la forma prescrita para las marchas, las
bandoleras y bolsas, la vaina de la bayoneta, la mochila la cantimplora y la
caja de cartuchos, ajustados. El batallón marchaba por la carretera de Sainte-
Foye y los sargentos vigilaban que se marcara el paso, mientras el sargento
mayor cuidaba de que la distancia entre las filas fuera la reglamentaria y los
mosquetes se llevaran al hombro en el ángulo preciso. Gruñó algo,
quejumbroso, pero Richard no pudo notar diferencia alguna entre aquella
marcha y las de las maniobras celebradas en Portsmouth, antes de la partida.
El día prometía ser bueno. El sol había salido, el cielo estaba libre de
nubes y los colores de la mañana otoñal flameaban. Las rojas casacas de la
infantería, los tartanes de los Highlanders, las enseñas regimentales y el brillo
del acero en la formación constituían un maravilloso espectáculo. Pero mejor
que todo ello era el espíritu de las tropas, que dejaban atrás largos meses de
desilusión, la rutina de los campamentos y el reciente confinamiento en los
barcos. En aquel momento, se encontraban milagrosamente bajo los muros de
Quebec, no ya a una insoslayable distancia, sino a tiro de mosquete. Los
veteranos regimientos, flor y nata del ejército inglés, estaban orgullosos de
sus oficiales, de su bandera y especialmente de su joven general, que la noche
anterior consiguió lo que parecía imposible.
¿Aceptaría Montcalm el desafío? ¿Lucharía? ¿Se encerraría, quizá, en la
ciudad, aguardando a que De Bougainville, al enterarse del desembarco,
llegara con refuerzos, tomando a los ingleses entre dos fuegos? Nada podía
asegurarse. No había modo de averiguar lo que sucedía en la ciudad ni en el
campamento francés en Beauport.
—Lo único cierto que sabemos es que el marqués ha recibido la mayor
sorpresa de su vida —dijo el capitán Gardiner, mientras masticaba la galleta
de marinero que constituía el único almuerzo de las tropas—. Apostaría
cualquier cosa a que la colmena francesa está en plena agitación. Se me dice
que los muros de la ciudad no resistirán un bombardeo y pronto recibiremos
de la flota cuanta artillería necesitemos.
—No creo que nos llegue antes de que tengamos a De Bougainville a
nuestras espaldas —repuso Richard—. Cuenta con dos mil soldados
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regulares. Su vanguardia debiera llegar al mediodía a lo más tardar.
—No olvidéis que los franceses son muy impresionables —dijo Gardiner
—. Es más, estoy dispuesto a apostar diez guineas contra una a que ni siquiera
conocen el número de nuestras fuerzas. Muchos de nosotros quedamos
escondidos por las ondulaciones del terreno y es muy posible que consideren
esto sólo como una incursión. Su pensamiento será arrojarnos de los riscos
antes de que puedan desembarcar más tropas. ¡Mirad hacia allá!
Señaló hacia una pequeña colina al frente, detrás de cuya cima podía
adivinarse, más que verse, una concentración de tropas. De vez en cuando, el
extremo superior de la bandera aparecía o se veían bustos de soldados.
Pequeñas partidas miraban asombradas las líneas inglesas.
—¿Qué os dije? —preguntó Gardiner—. A pesar de ser francés, el
marqués es un bravo soldado y no dejará que le desafiemos impunemente.
Pronto se vio que Montcalm se disponía a luchar. Las escaramuzas fueron
más frecuentes en el flanco izquierdo de los ingleses, dominado por un
pequeño bosque lleno de tiradores que batían la posición del brigadier
Townshend en la carretera de Bamte-Foye. Pequeñas guerrillas, protegidas
por las ondulaciones del terreno y los matorrales, atacaron en el centro y en el
ala derecha, pero fueron rechazadas por algunos pelotones del Cuadragésimo
Séptimo. Un cañón de seis libras, izado hasta Anse du Foulon, disparaba
hacia la derecha contra las formaciones que aparecían en la cima de Buttes-à-
Neveu, y algún cañón francés devolvía el fuego.
Los disparos aislados iban en aumento y podía casi respirarse la tensión
que precedía al momento supremo del ataque. La infantería no había formado
el cuadro, ni los caballos se encabritaban. La artillería era escasa. Aquello no
terna nada teatral. El paisaje era amplio, compuesto de praderas, setos y
maizales. A la izquierda veíanse varias casas aisladas, en cuyas chimeneas
aparecían pequeños penachos de humo. De los flancos llegaba el nido de
disparos aislados y, de vez en cuando, fuertes gritos. La excitación se
mantenía bajo control gracias a una disciplinada sangre fría. En más de una
ocasión algunos hombres a poca distancia de Richard habían caído heridos.
Podía oír las impasibles órdenes de los sargentos. «Los números seis y siete
retirarán al número cuatro. ¡Cerrad tres pasos!».
Un herido se quejaba dolorosamente en alguna parte.
Una bala silbó cerca, pero sin alcanzar a nadie.
—Afortunadamente, somos pocos —dijo una voz— y se hace difícil dar
en el blanco.
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—¡Silencio en las filas! —gritó el capitán Gardiner—. Sargento Jones,
tomad el nombre de este hombre.
Varios pelotones de la compañía del capitán Smelt marcharon contra los
tiradores. Hubo un cambio de disparos y los franceses se retiraron. Los
heridos fueron recogidos, pero algunas manchas rojas quedaron en el suelo.
La tensa espera continuaba.
—¡Atención! —gritó una voz lejana, cuyo eco, transmitido de pelotón en
pelotón, hizo que los mosquetes permanecieran al hombro al ángulo preciso y
los oficiales se convirtieran en rígidas estatuas.
Wolfe, acompañado de dos ayudantes, se detuvo cerca del lugar en que se
encontraba Richard y enfrentose al batallón. Había recibido una pequeña
herida en la muñeca, que llevaba cubierta con un pañuelo ensangrentado. Su
serenidad de la noche anterior quedaba reemplazada por una casi
incandescente exaltación. Había ganado las alturas y el fin tanto tiempo
esperado estaba ya cercano. El sol hacía refulgir el color rojo de su uniforme
nuevo y el cuero de sus botas negras con vueltas color castaño. Cada detalle
quedó vívidamente grabado en la mente de Richard: la escarapela negra,
único adorno de su sombrero; la roja cabellera sin empolvar, atada a la nuca
en una coleta impecable; el cinturón sobre la casaca roja, del cual pendía una
bayoneta y ninguna espada; el mosquete ligero colgado del hombro. En el
brazo izquierdo llevaba una banda negra en señal de luto por su padre, muerto
después de salir él de Inglaterra. El rostro del general, que Richard veía de
perfil, expresaba toda la excitación de aquellos supremos momentos.
—¡Hombres del Cuadragésimo Séptimo! —dijo con voz clara y precisa
—. Hemos logrado que el enemigo acepte batalla. Podemos ser atacados en
cualquier momento. Quiero que cada uno cargue el mosquete con dos balas
para la primera descarga. Aguardaréis a que el enemigo esté a cuarenta pasos
antes de hacer juego, sin importaros las provocaciones. Es de gran
importancia que sigáis estrictamente mis órdenes. Los oficiales medirán la
distancia y ordenarán apuntar cuando el enemigo esté cerca. La voz de fuego
será dada únicamente cuando el adversario se encuentre exactamente a
cuarenta pasos. La descarga ha de ser cerrada. Cada hombre elegirá un
blanco. Luego, avanzad disparando. Cuando el enemigo se desbande,
cargaréis contra él. —Hizo una ligera pausa y luego prosiguió—: Oficiales y
soldados, habéis de recordar lo que Inglaterra espera de vosotros. Estaréis
atentos al mando y cumpliréis resueltamente con vuestro deber. ¡Buena suerte
y que Dios os bendiga! Coronel Hale, espero que el Cuadragésimo Séptimo
de Lascelles añada hoy mayor gloria a la ganada en Luisburgo.
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Miró a derecha e izquierda de la línea. Un ligero tinte rosado le cubría las
mejillas y sus ojos brillaban. Ninguna retórica pudo impresionar tanto al
batallón como aquellas palabras directas y sin florilegios. Hizo una
inclinación de cabeza y marchó a repetir las órdenes a la siguiente unidad.
Poco después, la cima de Buttes-à-Neveu se cubría de uniformes y
estandartes. La línea inglesa se adelantó hasta cierta distancia, hizo alto y
permaneció con los mosquetes al hombro.
El espectáculo en la colina, situada solamente a unos cientos de varas, era
completamente distinto. Blancas banderas flordelisadas y estandartes
regimentales ondeaban sobre las desordenadas columnas. Los destacamentos
canadienses parecían preceder a los soldados regulares y sus alborotadas filas
daban la impresión de un populacho armado más que de tropas disciplinadas.
El pequeño cañón de Wolfe en el flanco derecho disparaba furiosamente y su
metralla contribuía a aumentar la confusión.
A pesar de ello, los regimientos en la colina no eran enemigo
despreciable. Algunos se contaban entre los más antiguos del ejército francés.
No sólo estaban en proporción de tres a uno con relación a los ingleses, sino
que les habían batido en Oswego y en Ticonderoga. Richard podía distinguir
en el centro la famosa Cruz Blanca de Bearn con sus cuarteles naranja y rojo.
Era un regimiento veterano entre los veteranos. Estaban también el estandarte
verde del Regimiento de Guienne, el azul, rojo, amarillo y verde del Royal
Roussillon; el rojo y azul de La Sarre, el púrpura y rojo del Languedoc… Si
los ingleses deseaban la batalla, no menos la querían los franceses. De los
batallones adversarios llegaban voces irritadas que contrastaban con la
inmovilidad y el silencio británicos. Formaban en tres anchas columnas, de
unos seis pies de profundidad. Los disparos de los francotiradores de ambos
flancos de los dos ejércitos se hicieron más nutridos.
De pronto un oficial montado en un caballo negro recorrió la línea
francesa. Era Montcalm, que dirigía una arenga a sus hombres con la fiera
exuberancia que tan bien conocían. Les había conducido repetidamente a la
victoria, y así lo haría una vez más. Alzó el sable sobre su cabeza, e
indudablemente debió pronunciar las mágicas palabras Francia y rey, porque
los gritos y aclamaciones llegaron hasta las líneas británicas, en las cuales
nadie hubiera osado negar a Montcalm su calidad de gran soldado y noble
caballero.
—¡Cuadragésimo Séptimo! ¡Carguen con dos balas! —gritó el mayor
Hussey, en contestación a una señal del coronel Hale.
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Seiscientos mosquetes golpearon el suelo al unísono. Seiscientas
mandíbulas mordieron dos balas, seiscientas baquetas apretaron la pólvora y
seiscientas bocas escupieron las balas en el cañón de los mosquetes. Las
baquetas volvieron en un solo movimiento a su lugar.
—¡Armen!
El sol brilló en las hojas de acero de las bayonetas.
—¡Armas al hombro!
Seiscientos brazos se alargaron a la vez hasta seiscientos muslos. Se
midieron los cuarenta pasos y se colocaron las señales indicadoras.
—Ya falta poco, Mr. Hammond —dijo el alférez Dunlop con voz algo
temblorosa.
Era un muchacho de sólo dieciséis años con una ligera pelusilla rubia
cubriéndole la roja cara. Trataba de dar ejemplo de sangre fría, cual
corresponde a un oficial, pero terna en los ojos algo que hizo que Richard
recordara a Caretti en la mañana del duelo.
—¿Asustado, Dunlop?
—Un poco —repuso tragando saliva.
—¿Y quién no está? —dijo Richard, sonriendo—. Yo mismo me siento
tembloroso.
—No lo parece, señor.
—Porque finjo, Dunlop, como todos fingimos, incluso el coronel Hale.
Tenemos miedo, pero queremos representar bien nuestros papeles. Somos
actores y lo principal es que actuemos con elegancia. Pensad en ello de esta
manera.
—Gracias, señor —repuso Dunlop, mirándole extrañado, hasta que una
sonrisa afloró a sus labios.
El fuego en el flanco izquierdo adquiría ya el fragor de una batalla. Un
destacamento de infantería ligera, que atacó a una fuerza similar en el
bosquecillo, retrocedía en desorden, pero corrió la voz de que se trataba tan
sólo de una finta para atraer al enemigo. Si realmente era así, la treta fue
efectiva.
Un griterío ensordecedor llegó desde Buttes-à-Neveu. Las columnas
descendieron por la falda de la colina, primero despacio; luego avivaron su
marcha hasta paso de carga, pero pronto se produjo la confusión. Las
primeras filas de canadienses empezaron a disparar, a su manera, echándose
al suelo para cargar de nuevo. Los soldados regulares franceses, no
preparados para aquella táctica, vacilaron, perdieron el ímpetu inicial del
ataque y dispararon a su vez.
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Acá y acullá algún soldado británico cayó alcanzado por las balas
procedentes de tan larga distancia. Un cañón francés colocado en la colina
abrió varias brechas, pero ni un solo disparo fue devuelto. La línea roja
permanecía impasible, con los mosquetes al hombro. Un proyectil de cañón
cayó cerca de Richard, llenándole de tierra y convirtiendo al soldado Hill en
una masa sanguinolenta. Instintivamente Richard hizo un movimiento de
ayuda.
—Os agradeceré que permanezcáis en vuestro sitio, Mr. Hammond —dijo
el mayor Hussey—. No tenéis permiso para moveros.
—¡Cerrad tres pasos! —gritó un sargento—. ¡Alineación derecha!
La rígida línea se ajustó. Richard tomó nuevamente su puesto frente al
pelotón y miró hacia el frente.
Los franceses estaban mucho más cerca y desde sus filas desordenadas
disparaban a voluntad, casi sin apuntar. Se distinguían ya sus polainas
blancas, sus sombreros de tres picos y el brillo de las bayonetas. Su rápido
paso se convirtió en una carrera, pero los ingleses seguían impasibles.
El regimiento de Bearn estaba ya casi a cuarenta pasos de distancia.
—¡Cuadragésimo Séptimo! ¡Preparad!
Como un solo hombre, los soldados llevaron el mosquete a la posición
requerida, levantando al mismo tiempo el percutor.
—¡Apuntad!
Seiscientos mosquetes se nivelaron. Siguió una breve pausa. Fue en esa
fracción de segundo donde las interminables horas de instrucción y la estricta
disciplina dieron su fruto. A lo largo de la línea inglesa apuntaron los
mosquetes, pero ni un solo dedo apretó el disparador, a pesar de que la masa
enemiga se fraccionaba en individualidades, en caras, bocas, ojos… Pero el
coronel Hale no daba todavía la orden de disparar. De improviso, gritó:
—¡Fuego!
Los disparos sonaron como un cañonazo.
El humo de la pólvora lo ocultó todo. Diose la orden de volver a cargar.
Sumido en la niebla, Richard no se apercibió de que su baqueta apretaba
la pólvora al mismo tiempo que los demás hombres.
—¡Avanzad los del Cuadragésimo Séptimo!
—¡Izquierda…! ¡Izquierda…! —gritaban los sargentos.
—¡Alto!
—¡Apuntad!
—¡Fuego!
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El humo, que se había dispersado algo, volvió a espesar y aclaró
nuevamente. La escena era completamente distinta. No se veía ya la masa
atacante, sino cuerpos caídos y hombres asustados que retrocedían, casi
presos de pánico. Ningún ejército del mundo hubiera podido resistir aquellas
dos descargas cerradas a tan poca distancia, que hicieron variar el curso de la
historia.
—¡Atacad!
Los autómatas británicos se convirtieron en hombres. Podían ya olvidar la
instrucción y dar rienda suelta a su contenida furia. Pero cuando los hombres
ululantes cargaron contra ellos, los asombrados franceses no querían ya
luchar. Sólo pensaban en huir, escapar de alguna manera de las furiosas
bayonetas, de los mazazos dados con la culata de los mosquetes y de las
espadas de dos filos en manos de hombres vestidos con faldas y con las
velludas piernas al aire. Los Highlanders habían arrojado los mosquetes y
luchaban con arma blanca.
La locura se apoderó de Richard y también de los demás. Desarmó la
bayoneta y usaba el mosquete a modo de maza, cambió numerosos golpes con
los fugitivos. Tan pronto se encontraba entre los escoceses, como mezclado
con los demás regimientos.
La línea británica se dividió en grupos, algunos de los cuales disparaban,
mientras otros cargaban la bayoneta, pero todos llevando a los franceses hacia
los muros de la ciudad, o al borde norte de la meseta, por donde huían hacia el
St. Charles y el puente de pontones que llevaba a Beauport.
Richard perdió la noción del tiempo y del lugar en el que se encontraba.
Vio, de pronto, una de las puertas de la ciudad atascada por gran número de
uniformes blancos, en medio de los cuales accionaba un hombre descubierto
montado en un caballo negro, al parecer llevado por la corriente de los
fugitivos. El hombre, inclinado hacia delante era sostenido en la silla por dos
granaderos y de uno de sus costados manaba sangre. Richard pensó que
Montcalm estaba herido, quizá moribundo. Más allá en la puerta de St. Jean,
cerca del bosquecillo, algunos canadienses resistían, dando tiempo a los
franceses a llegar al valle. La batalla parecía indecisa en aquel sector, hasta
que por fin la resistencia quedó sofocada.
La victoria era completa y decisiva. Richard se apoyó, agotado, contra un
árbol, contemplando el campo de batalla, hormigueante de casacas rojas. Por
todas partes se veían cuerpos caídos y equipos abandonados. Al apagarse el
ruido de los disparos, los gritos de los heridos sonaban lastimeros. Cerca de él
estaba el cuerpo de un soldado francés, de aproximadamente la misma edad
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que Dunlop. La coleta de su cabello aparecía rígida debajo del pequeño
sombrero de tres picos. Richard miró su bayoneta e hizo una mueca…
Para reafirmar sus nervios, pensó en su héroe, en el general, que había
obtenido el triunfo de la fe sobre la desesperación, de la voluntad sobre las
dificultades, del espíritu sobre la carne. Tal era el sentido de la batalla. Se
imaginaba la alegría de Wolfe en aquel supremo momento y ansió verle
nuevamente.
Al distinguir el estandarte de su regimiento, dirigiose hacia él. En el
camino se unió a un grupo mandado por el capitán Smelt que llevaba la
misma dirección. Tenía aspecto sombrío y desanimado.
—Ha sido una gran victoria. El general estará satisfecho —dijo.
—¡Gran Dios, señor! ¿No sabéis acaso la noticia? —le preguntó Smelt,
mirándole, asombrado.
—¿Qué noticia? —inquirió Richard.
Smelt desvió la mirada y se aclaró la garganta.
—El general, señor… —empezó a decir—. El general resultó muerto
durante la primera carga. Una bala le atravesó el pecho. Uno de los hombres
que estaban a su lado me ha contado que murió conociendo la derrota
francesa.
Richard avanzó mecánicamente.
Un ayudante se acercó corriendo.
—El general Townshend os presenta sus saludos, señor. El Cuadragésimo
séptimo debe formar inmediatamente…
LIV
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Las tropas británicas acampaban en la meseta donde se libró la batalla,
ante la posibilidad de un ataque de las reagrupadas fuerzas francesas, al
mando de Vaudreuil o de Bougainville. Se enterraron los muertos y se
levantaron las tiendas de campaña construyéndose fortificaciones y
montándose baterías. Los generales Townshend y Murray vigilaban
ansiosamente, pero los franceses no daban señales de vida.
La noche de la capitulación de la ciudad, Richard, ascendido ya a capitán,
fue llamado a la tienda del mando de su regimiento. Se presentó
apresuradamente. Era sabido que el coronel Hale sería portador de la noticia a
Inglaterra y partiría al día siguiente, desapareciendo así el único eslabón que
mantenía unidos a Richard y al ejército. La muerte de Wolfe le había dejado
insensible y apático. Después de la batalla se dijo que no tenía alma de
soldado. La admiración que sintiera hacia el general, constituyó su único
incentivo. Hasta aquellos momentos se había portado dignamente como
oficial inglés, pero no sentía interés en continuar siéndolo. El coraje, la
camaradería y el espíritu de sacrificio eran virtudes que resultaba agradable
poseer, pero el salvajismo de la guerra y la monotonía de la vida castrense le
parecieron marco poco adecuado para ellas. Una vez el coronel Hale hubiera
partido, habría perdido a su mejor amigo y protector, y no podía esperar sino
un largo invierno de guarnición en Quebec y otra campaña en primavera.
¿Para qué? ¿Para la conquista final de Canadá? ¡Qué le importaba a él
Canadá!
—Sentaos, Dick. Tengo algo que comunicaros. —Levantó la cabeza de
unos papeles extendidos sobre la mesa de campaña y señaló un taburete a
Richard. El joven coronel, que contaba solamente diez años más que él,
prosiguió—: ¿Os habéis enterado de mi partida?
—Sí, señor, y no puedo deciros cuánto lo lamento.
—De ello quería hablaros. En primer lugar, el día 12 el general Wolfe me
remitió un despacho en el que describía y alababa vuestros recientes servicios.
Deseaba que fuerais ascendido y este deseo suyo ha sido ya cumplido.
También me encargaba que me interesara por vos, pero ello no necesita serme
recomendado.
Richard murmuró su agradecimiento, pero Hale le interrumpió.
—En segundo lugar, hago el viaje en compañía del capitán Douglas, de la
Marina, digno caballero, pero persona muy aburrida. Me gustaría que la
travesía fuera algo divertida. Nunca me habéis enseñado los juegos de manos
que sois capaz de hacer con la baraja. En pocas palabras, ¿os gustaría
acompañarme?
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—¿Acompañaros? —repitió Richard, asombrado—. ¡Santo Dios, señor…!
—Sí. Creo, además, que podríais contar mejor que nadie a los políticos de
Londres algunos aspectos de la campaña desde el punto de vista francés. No
necesito deciros que sacaríais provecho de ello y que lord Marny se sentiría
extremadamente complacido.
Richard miraba boquiabierto al militar.
—Vamos, señor —dijo Hale—. Espero no tener que persuadiros.
Townshend ha dado su consentimiento.
—¡Señor! —exclamó Richard—. Quisiera encontrar palabras para
expresaros…
—No lo hagáis. Ocupaos de vuestro equipaje. Partiremos con la marea de
la madrugada.
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CUARTA PARTE
PARÍS
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LV
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La recompensa que lord Marny deseaba para Richard no había de
proceder del palacio real, sino del número 10 de St. James Square, frente a
Marny House, residencia oficial de Mr. Pitt. El primer ministro pidió al
capitán Hammond que le hiciera un relato detallado no sólo de las
operaciones militares, sino también de su propia misión secreta y su evasión
de la prisión de Quebec. El coronel Hale, a fe de buen amigo, había tenido
buen cuidado de que el memorando del general Wolfe acerca de los servicios
de Richard llegara a manos de Pitt. Este ánimo lo tenía en lugar preferente de
su escritorio.
—Os considero afortunado, señor, por merecer el elogio de tal hombre.
Vuestras hazañas serán siempre recordadas. Se me dice que no deseáis
continuar en el ejército. ¿Por qué?
Nunca se había sentido Richard tan empequeñecido ante la presencia de
un ser humano, como al encontrarse frente a aquel ministro de arrogante
mirada. Wolfe fue el alma de la expedición de Quebec; Pitt lo era de
Inglaterra, el arquitecto del imperio y quizá el más grande hombre de su
época. Aunque de expresión benévola, el efecto que producía en el joven
capitán era asombrosamente profundo.
Richard le explicó que no sentía la vocación militar y que su padre quería
que pasara al Parlamento y obtuviese algún empleo público, de preferencia en
el continente. Esperaba que su decisión fuera favorablemente recibida y
consideraría un honor recibir las órdenes que en cuanto a futuros planes
quisiera darle Mr. Pitt.
—Muy bien dicho —repuso el ministro, visiblemente complacido—.
Quizá tengáis razón en no querer proseguir en el ejército. Los servicios que
habéis rendido al general Wolfe hacen patentes ciertas habilidades vuestras
que pueden ser más ventajosamente utilizadas fuera de aquél, aunque vuestra
conducta como oficial es digna de todo encomio. Tal vez pueda
proporcionaros ocupación más de acuerdo con vuestras aptitudes y que, al
mismo tiempo, os reserve un mejor futuro. Lord Marny y yo hablaremos de
ello. Entretanto, no causéis baja en el ejército. El rango de capitán, cuando ha
sido heroicamente ganado, confiere gran prestigio.
Pensando en el futuro de Richard, lord Marny le acompañó a Leicester
House, donde presentó sus respetos y describió la reciente batalla al príncipe
de Gales, que pronto se convertiría en Jorge III, y a lord Bute, favorito del
príncipe.
Visitaron también al duque de Newcastle, a lord Holdernesse, a lord
Hardwicke y otros notables. Asistieron a fiestas en su honor en las residencias
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de diversas personalidades, y en todas partes el capitán Hammond fue
recibido como una persona a quien el rey, el príncipe y Mr. Pitt honraban con
sus favores. ¿Quién podía reprocharle su asociación con Corleone y su
intervención en el escándalo de Bath? Las damas y caballeros, antes
ofendidos por los desgraciados sucesos, fueron los primeros en reanudar sus
relaciones. En pocas palabras, era el hombre de moda que jugaba en White’s,
bailaba en Carlisle House y acompañaba a las más elegantes damas en los
teatros de Drury Lane o Covent Garden.
Lord Marny pareció haber rejuvenecido diez años; había tomado un nuevo
interés hacia la vida y se deleitaba dejándose ver en público con Richard,
gozoso de que la gente hablara del gran parecido físico de ambos. Sobre todo,
había llegado el momento de dar rienda suelta a los ambiciosos planes que se
forjara para su hijo. En cierto sentido, ya no era viejo. Su personalidad se
proyectaba en Richard y la fe que sentía por los valores del mundo había
adquirido nuevo ímpetu.
En Navidad hizo presente a Richard de la escritura de propiedad de la
hacienda de Virginia, regida por un administrador, y que rentaba más de dos
mil libras al año. Como si ello fuera poco, añadió dos mil más a la asignación
que le destinaba.
—El dinero —declaró— es indispensable cuando uno desea ser
debidamente considerado en el mundo. No quiero que un hijo mío se sienta
inferior a nadie a este respecto. Cuando las palabras han sido pronunciadas,
queda todavía el brillo del oro.
A finales del mes de noviembre, los almirantes Hawke y Saunders
aplastaron a la flota francesa en la bahía de Quiberon. En diciembre Richard
Hammond se sentía hombre rico e importante. Tanto para él como para
Inglaterra, el año que iba a empezar auguraba grandes acontecimientos.
Hubiera debido ser un tonto o un gran sabio para que tan buena suerte no
le impresionara. Se le hacía difícil identificar al capitán Hammond de
St. James Square con el violinista de la orquesta de Marco Letts, o el
comediante de Venecia. Sabía que estaba representando un papel, pero se
trataba de uno que podía interpretar magníficamente. No le costaba ningún
esfuerzo, y una vez hubo gustado las mieles del éxito, no podría ya olvidar su
sabor.
Cierta noche del mes de enero, al regresar a su casa, encontró a lord
Marny sentado pensativo frente al hogar de la biblioteca con las piernas
extendidas y apoyando la barbilla en una mano. La habitación estaba
alumbrada solamente por un candelabro colocado en la mesa del centro, a
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espaldas de Marny, cuya cara aparecía sombreada por la vacilante llama de
los troncos que ardían en la chimenea.
—Estaba pensando en ti, Richard —dijo el conde levantando la cabeza.
Richard colocó una silla en el lado opuesto de la chimenea, tomó asiento y
alargó las manos hacia el fuego.
—Los caballeros de White’s os mandan sus saludos, señor, y lamentan
vuestra ausencia.
—¿Has tenido suerte? —preguntó Marny.
—He ganado cincuenta guineas, señor.
—Naturalmente —repuso su padre sonriendo—. En estos tiempos no
puedes perder en nada. —Hizo una ligera pausa—. Hoy he hablado otra vez
de ti con Mr. Pitt. Tiene algo que creo te gustará. Estaba pensando en ello
cuando has llegado.
Richard se dio cuenta de que se avecinaba una importante conversación.
—Me alegro, señor. Me aburre la inactividad.
—¡Tonterías! —exclamó Marny—. Mereces un largo descanso después
de la batalla de Quebec. Convertirse en alguien conocido en Londres no es
permanecer inactivo; pero comprendo que quieras ocuparte en algo. ¿Te
gustaría ir a París?
¡París! La sugestión era asombrosa. Inglaterra y Francia estaban todavía
en guerra.
—¿París, señor?
—Sí. Creo que es indispensable para tu carrera que contraigas
determinadas amistades. París sigue siendo, en ciertos aspectos, el centro del
mundo, y, tu estancia allí podría ser beneficiosa para el ministro. Mr. Pitt está
realmente admirado por la forma en que cumpliste la misión tras las líneas
enemigas en Quebec y te hace el honor de proponerte otra parecida, aunque
de mucha mayor importancia. Debes sentirte halagado por haber sido elegido
para ello. —El conde miró sonriendo—. Por Dios, que nada pudo haberme
complacido más que la decisión del ministro. Incluso si fracasas, lo cual no
deja de ser posible, habrás ganado en experiencia. Si triunfas, tu suerte está
hecha.
—Pero ¿y la guerra? —preguntó Richard—. ¿Cómo puede un inglés
presentarse en tales circunstancias en París y qué misión…?
—Ya hablaremos de ello —le interrumpió Marny—. En cuanto a la
primera parte de tu pregunta, el duque de Choiseul y el conde de Saint-
Florentin son viejos amigos míos, les he hecho diversos favores y puedo
esperar a que, a su vez, me hagan uno. Se sentirán halagados al saber que uno
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de mis parientes (se les informará de tu parentesco conmigo) termina su
educación en París, sede de la cortesanía y los buenos modales; naturalmente
no habrás de aparecer en público como Richard Hammond, sino que serás
monsieur d’Amond, caballero de ascendencia francesa procedente de La
Haya. Tendrás la documentación adecuada. Si, además, insinúo a Choiseul la
consideración en que te tiene Pitt y añades que cualquier indicación que
pudiera hacerte sobre la paz no caería en saco roto, indudablemente te honrará
con sus confidencias. Francia, en los momentos actuales, necesita paz a
cualquier precio y no desdeñará la mejor oportunidad de tratar de ella.
—Es decir, milord, que sería, a la vez, agente secreto y representante
acreditado.
—Exactamente —asintió Marny—. Los franceses tienen varios agentes de
esta naturaleza en Inglaterra, cosa corriente tanto en la paz como en la guerra,
pues, de lo contrario, ninguna nación podría tratar debidamente sus asuntos
internacionales.
—Mi misión consistiría, pues, en averiguar las posibles condiciones para
firmar la paz. ¿Estoy en lo cierto, señor?
—Exteriormente, sí; en realidad, no. Francia, derrotada en la mar y en la
tierra, ansia la paz. Pero quienes gozamos de la confianza de Mr. Pitt sabemos
que Inglaterra sólo puede cosechar los frutos de sus victorias en una guerra
decisiva. ¿Cuáles son esos frutos? La eliminación total de Francia como
potencia colonial y el indiscutible dominio de los mares y, por tanto, del
comercio mundial por parte de Inglaterra. Estos son, en resumen, los
objetivos que persigue Pitt.
—¿Por qué, señor, hemos de hacer en tal caso proposiciones indirectas
para la paz?
Antes de contestar, Marny aspiró polvo de rapé.
—Porque la guerra es cara —dijo finalmente—, y, por tanto, a la larga se
hace impopular. Considera, además, las cada vez mayores sumas que para
proseguirla se necesitan. Para cubrirlas, han de hacerse empréstitos por un
total de veintidós millones de libras. El pueblo es impaciente. Las penalidades
actuales le importan más que el imperio futuro, que quizá no alcance a ver. En
estos momentos, Pitt disfruta de la popularidad de las victorias del año
pasado, pero el ansia de paz es cada vez mayor y los políticos de la oposición
sabrán explotarla. Omitir un último esfuerzo puede reducir a la nada todo lo
ganado hasta este momento. Tu misión consistirá en encontrar un pretexto
convincente para proseguir la guerra.
—¿Cuál ha de ser ese pretexto, señor?
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—La duplicidad de Francia, Richard. Supón que mientras busca la paz se
está secretamente preparando para reemprender la guerra en otro momento y
con mayores medios. Supón también que tenemos pruebas indudables de ello.
De esta forma, obligaríamos a callar a los pacifistas. ¿Quién si no un idiota
consentiría en que perdiéramos las posiciones de que disfrutamos ahora para
ser más adelante cogidos de sorpresa?
—Os comprendo, señor —murmuró Richard—. ¿Existe alguna razón para
creer en la duplicidad de Francia?
—¡Santo Dios! —exclamó el conde—. La duplicidad es el factor esencial
de las relaciones internacionales. ¿Por qué, si no, existen los estadistas,
excepto para engañarse mutuamente en beneficio de sus propios países?
Toma Choiseul, por ejemplo. Es uno de los hombres más hábiles de Europa.
En la actualidad está en mala posición, pero si se le da la oportunidad, la
enmendará. Si no supiéramos que cuenta con un triunfo escondido, seríamos
tontos de no imaginarlo.
—¿Un triunfo, señor?
—Sí —repuso Marny— España, que hace tiempo está adormecida.
Choiseul quiere despertarla. Carlos III, el nuevo rey, no olvida que es un
Borbón y siente como suyas las heridas infligidas a su primo francés. Teme
también por las colonias españolas de América si Francia perdiera las suyas
en aquel continente. Ve acertadamente a Inglaterra como el enemigo común
de España y Francia. Los agentes de Pitt son múltiples y se mantienen bien
informados. Creemos que París y Madrid están en conversaciones para llegar
a una alianza completa, pero debemos cerciorarnos de ello a tiempo para no
firmar una paz prematura. Tu misión consiste en facilitarnos esta prueba.
«¡Nada más sencillo!», pensó Richard sarcástico. ¿Se habían vuelto locos
su padre y Pitt? ¿Qué sabía él de las infinitas complejidades de la política
europea, de sus maniobras y de las personalidades que la integraban? ¿Cómo
podía un extranjero en París penetrar en los secretos de Choiseul?
—¿No te sientes halagado? —preguntó Marny.
—En efecto. Pero temo que vos y Mr. Pitt confiéis demasiado en mí.
Nada sé acerca de los negocios extranjeros. ¿Cómo he de portarme en París?
¿Dónde debo…? —Acabó la pregunta con un encogimiento de hombros—.
Habéis de admitir que existen grandes dificultades.
Aunque Marny consideraba la risa como de mala educación, por una vez
rió también.
—Imaginas las cosas más difíciles de lo que en realidad son. No debes
preocuparte por las dificultades. Presta atención. Irás primero a La Haya,
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donde pasarás algún tiempo con el general Yorke, ministro británico, que
conoce como el que más la situación real de la política exterior. Y mantiene
relaciones con el embajador francés monsieur d’Affry, a quien te presentará.
Entre los dos te instruirán antes de tu viaje a París. Una vez allí, no actuarás
solo. Otro agente se encargará de introducirte en los lugares adecuados.
Las cosas aparecían ya más claras. El solo pensamiento de París le
causaba excitación. Amélie estaba allí. Y Maritza también. Bailaba en la
Opera.
—Os comprendo, señor. Y os estoy muy agradecido, así como también a
Mr. Pitt. Procuraré desempeñar la misión que se me confía lo más
acertadamente posible. ¿Sería indiscreto, señor, preguntaros el nombre del
agente del que me habéis hablado?
Marny rió nuevamente.
—De ninguna manera. En realidad, han sido tus buenas relaciones con él
las que han influido grandemente en tu elección.
—¿Mis relaciones con él? —Richard le miró asombrado—. ¿Conozco al
caballero?
—La dama —le corrigió Marny. Y mirándole burlonamente, prosiguió—:
Quisiera conocer a madame Des Landes tan bien como tú.
—¿Madame Des Landes? —exclamó Richard estupefacto.
—Sí —repuso el conde—. La divina Amélie hace ya bastante tiempo que
está al servicio del gobierno de su majestad. Por ella nos enteramos del
tamaño de la flota de Conflans cuando se hizo a la mar. El almirante Hawke
consiguió lo demás. Supongo que está igualmente a sueldo de Choiseul, pero
permanecemos alerta. Ahora comprenderás por qué has sido elegido para esa
misión.
—Temo no comprenderlo del todo —musitó Richard.
Se le hacía duro aceptar aquel nuevo aspecto de Amélie. Sabía que carecía
de moral, en el sentido estricto de la palabra, pero ello era muy distinto a
convertirse en traidora por dinero.
—¿No te parece —preguntó el conde— que es menos probable que te
traicione a ti que a otra persona? ¿No es, por el contrario, posible que haga
cuanto esté en su mano para ayudarte? Pesas mucho en su estima. La mujer
considera al sentimiento por encima de todas las cosas. En estos momentos,
debemos aprovechamos de su inclinación hacia ti. Tiene gran influencia y
está muy bien relacionada.
«Inteligente trama», pensó Richard, sin entusiasmo. Comprendió por qué
él, entre muchos, era el elegido para aquella misión. El favoritismo no había
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contado para nada. Su padre y Mr. Pitt, grandes artistas de la intriga, debían
enfrentarse a otros artistas igualmente astutos. Permaneció silencioso tanto
tiempo que Marny hubo de preguntarle el motivo de ello.
—Estaba pensando, señor, en la sutileza que se necesita para estas
misiones extranjeras. Y también en la nueva faceta que debo conocer de la
condesa Des Landes.
—No le reprocho nada —repuso Marny—. Si fuera francesa de
nacimiento, su conducta resultaría en extremo reprobable, pero nació en
Irlanda, fue educada en Italia y más tarde contrajo matrimonio con un
libertino que triplicaba su edad. Tal es el único eslabón que la une a Francia.
¿Qué puedes esperar de una mujer de su rango? ¿Principios espartanos? Tales
mujeres viven para complacer y ser complacidas. Y ello requiere dinero. —Le
miró sonriendo y prosiguió—: Conserva cuantos escrúpulos quieras, pero, por
el amor de Dios, no exijas que las mujeres también los tengan. Sus únicos
fines son el amor y la vanidad. Aprovéchate de ellos, úsalos hábilmente y casi
siempre llegarás al fin que te propongas. Es más, si no tomas a las mujeres en
serio, nunca tendrás ocasión de sentirte engañado. No lo olvides.
—Lo recordaré, milord. A propósito, ¿sabe la condesa mi llegada?
—Naturalmente, y apostaría a que te espera con impaciencia. Eres hombre
de suerte. Quisiera volver a ser joven. —Suspiró Marny—. Espero que habrás
pensado en que el viejo conde Des Landes no vivirá siempre, sobre todo a
causa de sus vicios. ¿Lo has hecho?
—No, señor.
—Pues hazlo. La condesa Des Landes sería tan buen partido como el
mejor para ti. A causa de tu nacimiento, debes descartar contraer matrimonio
en Inglaterra con alguna dama de la buena sociedad. En cuanto a ella, poco
debe quedarle de su fortuna, lo que significa que tendrá muy pocos
pretendientes en Francia. Sin embargo, su rango y experiencia del mundo
darían lustre a tu nombre. Yo me haré cargo de su dote y, cuando el tiempo
llegue, te daré mi bendición. ¿Qué opinas?
Richard repuso simplemente que tanto la sugestión como el generoso
interés que el conde se tomaba por él, le hacían gran honor y que si la ocasión
se presentaba…
—Perdóname —le interrumpió Marny—, creí que la idea te complacería.
—Me complace grandemente, señor.
No hablaron más de ello.
—Por lo menos, espero —prosiguió Marny— que aceptarás gustoso el
empleo que Mr. Pitt te ofrece.
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—Me es imposible expresar mi gratitud tanto a vuestra señoría o a su
excelencia.
LVI
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dirigían todos los ojos y de donde Europa aprendía el arte de vivir. Al día
siguiente, a aquella misma hora, pensó Richard, estaría ya en París.
Se volvió hacia la ventana y permaneció un rato aspirando el fresco aire
de la primavera. Sentíase absorto.
Sí; una telaraña vibrante. Pronto sería uno más entre un millón de presas
que se debatían en sus filamentos, dejándose llevar extáticamente por la
corriente de su vida intensa. El amor y la aventura le llevaban a París. Y sobre
todo era joven.
A primera hora de la tarde del día siguiente su silla de postas que se había
abierto camino entre la riada de vehículos que llenaban las calles de la Rive
Droite, cruzó el Sena, siguió por el Quai Malaquais y torciendo hacia la
derecha la Rue des Petits-Augustina, le dejó en el famoso hotel de
Luxembourg.
Como correspondía a un joven caballero de Holanda, que viajaba por
placer, se le habían reservado las mejores habitaciones, a un coste de
cuatrocientas libras por mes, por encargo de la embajada holandesa. El propio
embajador, monsieur Van Berkenroode, visitó el hôtel-garnis para cerciorarse
de que monsieur d’Amond estaría debidamente alojado. A su llegada, el
propietario y su esposa rindieron honores al nuevo huésped y le llevaron a sus
habitaciones, poniéndose enteramente a su servicio. ¿Deseaba monsieur tener
su propio criado? Al día siguiente se le presentarían varios para que eligiera
entre ellos. ¿Necesitaba monsieur un coche privado durante su estancia en
París? Personalmente el propietario iría a la remise para elegir el más elegante
y contratar cochero y lacayos. Esperaba que monsieur d’Amond consintiera el
ser atendido aquel día por la servidumbre del hotel, que estaba a sus órdenes.
Inmediatamente se llamaría a un barbero para que atendiera a su tocado.
Todavía impresionado por su llegada a la ciudad y contento de haber dado
fin al largo viaje, Richard se puso en manos del barbero, mientras sus baúles
eran abiertos y un criado le preparaba las ropas para aquella noche. Era
agradable recostarse en el sillón y aspirar el aroma del perfumado jabón en la
cara. El dormitorio tenía una ventana que daba al jardín situado en la parte
trasera de la casa. Hasta él llegaba el punzante y excitante olor de la ciudad.
El barbero le hablaba atentamente. Sí, monsieur; tenía razón; la Rue de
Varenne estaba cerca de allí. Debía seguir la Rue Jacob hasta la Rue des
Saints-Pères, torcer luego a la izquierda hasta el Chemin de la Justice y luego
a la derecha hasta la Rue de la Chaice, después a la izquierda a la Rue de la
Planche, y siguiendo a la derecha… Pero, monsieur; naturalmente, tomara un
fiacre. Ningún caballero querría mancharse con el lodo de las calles… ¿El
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hotel Des Landes? Naturalmente, todo el mundo sabía donde estaba.
Tratábase de una residencia principesca, una de las más hermosas del distrito
nuevo, frente al hotel de Bilon, cerca del convento de las Recoletes.
¿Monsieur iría al hotel Des Landes? El tono de las palabras del barbero
aumentó en reverencia. Sólo la haute noblesse residía en la Rue de Varenne.
Una vez afeitado, empolvado y perfumado, Richard vistió la ropa
apropiada para tal visita, una casaca marrón adornada con finos encajes,
chaleco de brocado y peluca blanca. La faltriquera y las hebillas de los
calzones despedían brillantes reflejos. El bastón tenía puño de oro.
Finalmente, el lacayo del hotel le dió el sombrero adornado con blancas
plumas y le ayudó a ponerse la larga capa. Richard era en aquellos momentos
monsieur le chevalier d’Amond. En un país como Francia en el que
abundaban tanto los títulos, hubiera sido ridículo no adoptar uno.
Su vestido recordaba vagamente el uniforme escarlata del teniente
Hammond en Bristol y las joyas de imitación del conde Roberto en el Brenta.
Una caracterización más. ¿Qué era el mundo, después de todo, o la vida de un
hombre, sino una secuencia de caracterizaciones? Quizá algún día escribiera
sus memorias en dicho sentido. La idea le divirtió. Mientras esperaba el
fiacre, aspiró un polvo de rapé.
Al encontrarse en el vehículo no pensaba sino en Amélie. Si en Canadá le
había parecido desplazada, en La Haya mil triviales detalles diarios se la
habían recordado. ¿Cómo le recibiría? ¿Se habría desvanecido la pasión de un
año y medio antes? Le sorprendió que ningún billete le aguardara en la
hospedería, dándole la bienvenida. Quizá la embajada holandesa no le hubiera
advertido su llegada para el 3 de mayo, o bien prefiriese ser discreta a causa
de la misión que le llevaba a París. Existía también la posibilidad de que
Amélie estuviera ausente. Debió haberse informado de antemano.
En el Faubourg Saint-Germain las calles eran más anchas y rectas. Las
residencias de la nobleza, llamadas botéis para distinguirlas de las demás
casas, estaban apartadas unas de otras, orgullosas y macizas con pequeños
patios en el frente y grandes jardines detrás. Como en muchas otras partes de
París, había también conventos y establecimientos religiosos. Las
construcciones eran de fecha reciente y representaban el curso de la moda
arquitectónica en los últimos sesenta años. Se cruzó con doradas carrozas
conducidas por arrogantes y orgullosos cocheros. A través de sus ventanas,
Richard vio los engreídos rostros de sus ocupantes. Acá y acullá, en la puerta
de alguna noble mansión los criados chismorreaban. La campana de un
convento dio el toque de Ángelus.
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Sin previo aviso, el fiacre entró en el patio de una elegante residencia y el
corazón de Richard latió más aceleradamente. El lugar estaba lleno de coches,
y otros esperaban en la calle. No había duda de que madame estaba en casa,
pero para mucha gente. Debía ser su jour de salón. La idea tanto tiempo
acariciada de verla a solas debía ser abandonada por el momento.
No había tomado decisión alguna cuando el fiacre paró frente a la puerta y
un criado de librea esperó a que saliera.
—¿Desea monsieur que aguarde? —preguntó el cochero.
—Sí… No… No estoy seguro…
—Como el señor desee.
—Mejor dicho, sí. Espera…
El fiacre dejó el paso libre a una gran carroza que llegaba
apresuradamente. Los lacayos saltaron sin demora al suelo. El criado de librea
se apresuró a inclinarse ante el escudo de armas pintado en las puertas.
Todavía confundido, Richard entró en la casa, donde otro criado se hizo
cargo de la capa y del sombrero, y un tercer lacayo le indicó la gran escalera
que conducía al segundo piso.
El hotel Des Landes, como las demás residencias de aquel distrito,
constaba de dos alas, frente a frente, a través del patio y unidas por un cuerpo
central. Constaba de tres pisos incluyendo la buhardilla. En un ménage como
el de los Des Landes cabía esperar que el señor conde ocupara un ala del
edificio y madame la condesa la otra.
Richard había recobrado ya el dominio sobre sí mismo al ascender la
escalinata. No era la magnificencia de la mansión lo que le desconcertaba,
sino la perdida de un tête-à-tête con Amélie. Se resignó a lo que no terna ya
arreglo. Después de todo, se trataba de un suceso de importancia que había
ansiado largamente. Sería su iniciación en aquellos salones parisienses donde
moldeaban el pensamiento y las maneras de Europa. Debía considerar
también su misión y ocuparse plenamente de ella desde aquel momento.
El ruido de voces le indicó el camino a seguir y dio su nombre a un alto
lacayo parado junto a una puerta abierta. El hombre hizo una reverencia.
—Monsieur le chevalier d’Amond! —anunció.
LVII
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L a primera impresión de Richard fue de vibrante colorido. Los vestidos
de damas y caballeros formaban vivas manchas escarlata, azul y verde
contra las pálidas paredes del largo salón, adornado con molduras y paneles
sobre los marcos de las puertas, y contra las altas ventanas de colgaduras
rosadas. Grandes espejos añadían espacio y multiplicaban la concurrencia. Se
hallaban presentes unas treinta personas, divididas en pequeños grupos: uno
en una mesa donde se servía thé à l’anglaise, otros, conversando de pie o
sentados, y uno más rodeando el clavicordio. Una pareja jugaba a los naipes.
El salón era tan grande que no daba sensación de hacinamiento, aunque
tampoco los diversos grupos se sintieran aislados. Richard observó las rojas
mejillas de las damas que contrastaban con la blancura de sus cabelleras. Vio
las cintas, estrellas y cruces de los caballeros y notó el tono suave de las voces
francesas…
Casi inmediatamente distinguió a Amélie que, al oír su nombre, se excusó
ante algunos huéspedes y dirigiose hacia él. Notó la completa diferencia entre
aquel momento y dieciocho meses antes. La condesa le sonrió; su reverencia
fue algo informal, pero, a pesar de todo, comprendió que no era ya para ella
sino una amistad a la que se recordaba con agrado.
—Monsieur d’Amond! ¡Qué alegría veros por fin en París! Os agradezco
mucho vuestra visita y espero que vuestro viaje desde La Haya no haya sido
demasiado fatigoso. ¡Cómo vuela el tiempo! Nos conocimos, creo, hace dos
años, o quizá tres.
Richard pudo haber aceptado esta bienvenida como parte del papel que
Amélie debía representar, pero al inclinarse sobre su mano, una suave presión
de los dedos hubiera podido hacer el saludo más cálido. También esperó
vanamente una señal cualquiera en sus sonrientes ojos.
—No, madame —dijo copiando sus maneras—. No ha transcurrido sino
un año y medio desde que tuve tal honor.
Ella le hizo un cumplido.
—Debierais sentiros halagado porque me pareciera mayor el tiempo.
—Y vos, señora, porque yo lo recuerde tan exactamente.
Un caballero se les acercó. Amélie hizo las presentaciones.
Monsieur de Sartines, permitid que os presente al chevalier d’Amond, de
Holanda. —Dirigiéndose a Richard prosiguió—: Creo que una persona recién
llegada a París no podría conocer a nadie más adecuado. Monsieur de Sartines
es nuestro teniente general de Policía. Puede resolver cualquier dificultad. Os
encomiendo su protección.
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Richard se dijo que quizá fuera aquélla la causa del comportamiento de
Amélie. De Sartines debía de haberles estado vigilando. ¿Qué sabía de
Amélie o qué temía ella que supiera? Esta incertidumbre fue un bálsamo para
el que se puso inmediatamente en guardia. En La Haya, el general Yorke le
había indicado que Sartines constituiría el principal peligro; contaba con un
sinnúmero de informadores y que sospecharía que Richard se dedicaba al
espionaje. El menor fallo representaría no sólo el fracaso de su misión, sino
también, con seguridad, el ser conducido a la Bastilla. El ministro de Policía
no pretendió esconder las garras.
—He oído hablar de monsieur d’Amond —dijo cortésmente—, que viene
muy bien recomendado. Precisamente ayer el duque de Choiseul habló de vos
en mi presencia y me pidió extremara mis amabilidades. Espero tener el
placer de recibiros en el Palais Bourbon.
—Me apresuraré a presentar mis respetos al duque —repuso Richard—,
como ahora tengo el placer de hacerlo con vuestra excelencia.
—Sois extremadamente amable, señor —replicó Sartines sonriendo—.
Espero que encontréis el hotel de Luxembourg más confortable que la posada
de Beauvais. Hasta mí llegó la noticia de que tuvisteis alguna dificultad para
cambiar los caballos de la posta.
—No fue sino un ligero desacuerdo —repuso Richard inocentemente,
aunque tomando buena nota de la insinuación—. ¿Es que lo sabéis todo?
—¡Oh, no, señor! Pero estoy bien informado.
Amélie intervino con el tacto de una perfecta anfitriona.
—El mundo es pequeño, monsieur le chevalier. Hay aquí un caballero
que, como yo, necesita ser presentado.
Embebido con de Sartines, Richard se había dado cuenta vagamente de
que alguien se acercaba a él. Miró hacia la condesa y, a su lado, vio,
asombrado, a Marcello Tromba.
—Mon cher monsieur d’Amond —dijo Tromba, haciendo una reverencia,
con la expresión de un hombre que no sabe si será recordado—. Tuve el
placer de conoceros en Bath, cuando vos, la condesa Des Landes y yo
visitábamos Inglaterra.
Tales palabras estaban destinadas al atento oído de Sartines, quien,
seguramente, sabía ya que tanto Amélie como Tromba habían estado en Bath,
aunque quizá sus conocimientos no llegaran más allá.
—Mon cher marquis —repuso Richard—, no podría haber olvidado que
tuve el honor de conoceros allí.
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El criado de la puerta estaba a punto de anunciar a un personaje que
acababa de llegar, y Amélie se excusó.
—Os confío, señores, al caballero d’Amond. ¿Querréis encargaros de
presentarle?
—Monseigneur le Maréchal de Richelieu —anunció el criado.
La reverencia de Amélie al alto y delgado caballero fue casi tan profunda
como si se tratara de un príncipe de la sangre. Era biznieto del famoso
cardenal, distinguido galanteador y uno de los más importantes militares.
Devolvió el saludo a Amélie.
—Corre a informar al conde Des Landes de la llegada de su excelencia —
dijo al criado—. Ah, monsieur le duc, se necesita vuestra presencia para que
el conde abandone su partida.
Todo ello era para Richard tan irreal como una comedia. Considerándola
así, se sentía a sus anchas. Exquisita amabilidad y maneras encantadoras.
Nada recordaba la frialdad y el orgullo británicos. Las conversaciones,
salpicadas de ingenio, eran sutiles como una toccata. El artificio se había
convertido en lo natural.
Era un salón mixto, principalmente aristocrático y político, con algo de
intelectual. Richard fue presentado a todo el mundo. Gracias a la preparación
a que le sometiera el conde, sabía algo de cada persona. Por ejemplo, madame
de Boufflers era la encantadora y adorada amante del príncipe de Conti; la
igualmente celebrada madame du Deffand, antaño amante del regente, y cuya
edad oscilaba ya alrededor de los sesenta años, mostrábase tan hábil que nadie
hubiera creído que era ciega; la vivaracha madame de Luxembourg, algo más
joven que la anterior, esposa del mariscal; la todavía encantadora madame de
la Vallière; la alegre recién casada madame de Broglie; madame de Crussol,
de Cambis, de Caraman… Algunas viejas, otras jóvenes, pero todas grandes
señoras y adeptas del savoir vivre, que daba el tono y servía de modelo a la
Europa social. Ellas y los caballeros que las rodeaban eran los defensores del
último ideal de la aristocracia y de las buenas formas. Todas las puertas se
abrían a quienes admitieran y se cerraban para quienes rechazaran.
Por el momento consideraron a Richard uno más entre ellos. Observó que
la ficción del caballero d’Amond era ya considerada como un picante secreto.
Todos habían conocido a lord Marny y se sentían bien dispuestos hacia su
hijo, aceptando al mismo tiempo el incógnito. Marny había escrito a uno de
los caballeros, al conde De Saint-Florentin, quien recibió cordialmente a
Richard, hizo referencia con un guiño de ojos a su ilustre padre, el conde
d’Amond, e inquirió noticias de La Haya. También cierto monsieur
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Prud’homme, secretario confidencial del duque de Choiseul, parecía estar no
menos bien informado. Se hicieron diversas alusiones de doble sentido, con la
intervención de las damas. Richard sintió que su iniciación había tenido éxito.
Oyó las palabras que madame de Boufflers pronunciara, quizá para sus oídos:
Ce jeune homme là me plait.
Entretanto, bien guiado por Tromba, que parecía gozar del favor general,
iba de grupo en grupo. El caballero que le recibió tan cálidamente era nada
menos que el renombrado D’Alambert, y aquel viejo caprichoso, el dilettante
Pont de Veyle… A un extremo del salón vio a su viejo conocido, si así podía
llamarle, el conde Des Landes, que hablaba con el mariscal de Richelieu.
—Tiens! —exclamó un joven cerca de él—. Algo nuevo hay hoy. ¡El
propio señor de la casa! No recuerdo haberle visto antes en este salón.
—Ciertamente, no —repuso otro—. No le interesan las reuniones.
Además —el que hablaba miró hacia Tromba—, creo que detesta al amant en
titre.
—¿Está celoso? Es increíble.
—No seáis absurdo. No son celos, sino antipatía, mon cher.
Los dos caballeros se alejaron, dejando a Richard sumido en la duda.
Lo que acababa de oír justificaba la sonriente indiferencia de Amélie. No
había sido fingimiento para engañar a Sartines. Se dio cuenta, luego, de haber
observado algo posesivo en la forma en que Tromba se conducía en el salón.
Naturalmente, si era su amante oficial… Repentinamente, Richard aborreció
París. Pero tenía una misión que cumplir. No podía perder el tiempo en
cavilaciones. Observando la mirada especulativa de Sartines, se unió a él.
—¿Puede vuestra excelencia informarme —preguntó— de si el marqués
de Tromba-Corleone se ocupa de algo en París? Cuando le conocí parecía ser
hombre ocioso.
—¿Ah, sí? —repuso de Sartines—. Se me hace difícil imaginar que un
hombre tan activo como monsieur de Tromba pueda ser calificado como un
hombre ocioso. Siempre he creído que tiene varios importantes asuntos que le
ocupan simultáneamente. Contestando a vuestra pregunta, ostenta el cargo de
director de la lotería del Estado, establecida hace varios años para subvenir a
los gastos de la Escuela Militar. También se dedica a organizar loterías
privadas.
—¿Con algún éxito?
—Creo que sí —repuso Sartines, encogiéndose de hombros—. Nada sé de
economía, monsieur. ¿Le conocisteis bien en Inglaterra?
—Únicamente en sociedad —contestó Richard.
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—Creo que dejó algún mal recuerdo —insinuó Sartines, tratando de
averiguar algo—. Algo acerca de un duelo.
Richard asintió. Se preguntaba cuán bien informado estaría el teniente
general de la Policía.
—Al mencionarlo vuestra excelencia, me parece recordar algo de un
duelo.
—¿Qué lo causó?
—En cuanto a esto…
—Podéis confiar en mí, monsieur d’Amond.
—Vuestra excelencia inspira ciertamente confianza, pero nadie mejor que
el propio marqués podría contestar vuestra pregunta. Sin duda debió tratarse
de algo relativo al honor. Creo que monsieur de Tromba es muy escrupuloso
en esos asuntos.
—Escrupuloso es, sin duda, la palabra que mejor le describe —repuso
Sartines sonriendo—. Sois muy discreto, señor, y yo admiro la discreción.
Ambos sonreían. Ninguno de los dos había sido capaz de penetrar la
guardia del otro.
Los dos jóvenes que habían hablado de Des Landes se le acercaron.
—Ahora consultaremos al oráculo en persona —dijo uno de ellos, el
conde de Coigny—. Monsieur de Sartines sabe todo cuanto es digno de
saberse acerca de las bailarinas de la Opera.
—Sí, pero dudo que quiera comprometerse. Los oráculos son siempre
evasivos —repuso su acompañante.
—Esta vez lo hará. ¿No es cierto, monsieur de Sartines, que cada día
escribís un informe acerca de las hermosas bailarinas de la Opera para
delectación de su majestad y madame de Pompadour?
—¿Es esto lo que estáis discutiendo? —preguntó a su vez de Sartines.
—No. La pregunta trata solamente de indicar que conocéis perfectamente
cuanto se refiere a las adorables criaturas y de convencer a monsieur de Tessé
de que los oráculos también hablan con firmeza.
—Me halagáis con tal título, caballeros. ¿Qué queréis que os conteste? Es
cierto que su majestad es siempre informado acerca de todos sus súbditos por
algún medio.
—¿Veis? —dijo Tessé.
—Pero, decidme, ¿cuál es el asunto que deseáis aclarar?
—Esperad —dijo el conde—. ¿Conocéis el cuadro de La Tour, Venus
recibiendo la mangana? Hay copias de él en todas partes. ¡Es magnífico!
—Sí, es soberbio.
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—La cuestión es la siguiente: yo digo que es un retrato de la bailarina
mademoiselle Allard. De Tessé lo niega. Según él, la cara no guarda ningún
parecido…
—Ah, ça, messieurs! —le interrumpió de Sartines—. En tal cuadro no es
la cara precisamente lo que se contempla.
—¡Exactamente! —exclamó triunfal de Coigny—. Así se lo dije. No
puede tratarse de otra cara que la de Allard. ¡Y sugirió que se trataba de la
Venier!
Los oídos de Richard zumbaban. Trató de mirar indiferentemente al salón.
—Tienen el mismo tipo —dijo Tessé—. Pero la Venier es más atractiva.
—¿Quién de los dos lleva razón, monsieur D’Oracle?
De Sartines no vio razón alguna para no hablar francamente.
—Vos, señor de Coigny. Además de las bien conocidas formas que habéis
mencionado, yo hablé con La Tour. Es el retrato de mademoiselle Allard,
hecho por encargo de su protector, el duque de Mazarino. Está colocado en su
dormitorio.
—Voilá! —exclamó de Coigny—. Me debéis veinticinco luises, de Tessé.
Podéis quedaros con vuestra Venier.
—¿Os referís, caballeros, a mademoiselle Maritza de Venier? —preguntó
Richard, aparentando indiferencia.
—Sí. ¿La conocéis?
—Ciertamente. ¿Qué tal se la considera en la Opera?
Los demás cambiaron miradas. Evidentemente, se trataba de un asunto
plenamente debatido.
—Yo la encuentro detestable —dijo de Coigny.
—Y yo, encantadora —replicó Tessé.
—Y yo —intervino de Sartines— la considero una artista exquisita. Pero
eso no es todo, monsieur d’Amond. Tiene una malísima reputación, y, por
tanto, carece de futuro.
—No puedo creeros —dijo Richard, olvidando las buenas formas—. ¿A
qué reputación os referís?
—A la de castidad —repuso de Sartines, moviendo la cabeza. Al ver el
cambio de expresión de Richard, añadió—: Os hablo seriamente, aunque ello
sea una vergüenza en nuestra época. En su profesión y en un lugar de
galanteos como la Opera, a la que llamamos el magazin donde uno va en
busca de muchachas, ser considerada casta es de mal gusto y, peor todavía,
grotesco. Un vicio imperdonable.
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—Pero no olvidéis que mademoiselle Sallé tenía parecida reputación —
intervino de Tessé— y que, a pesar de todo, fue una de las principales
bailarinas de su tiempo.
—Cierto —asintió Sartines—. No lo niego. Puedo añadir que su mayor
éxito lo obtuvo en Inglaterra y que dejó el teatro a edad muy temprana. Pero,
amigo mío, no se trató sino de una excepción, y ya sabéis que las excepciones
confirman la regla. ¿A quién más podéis mencionar?
De Tessé permaneció silencioso.
—Admito que la Venier baila muy bien —prosiguió de Sartines—. Pero
¿qué importa? ¿Es, acaso, protegida del duque de Mazarino? ¿La pinta La
Tour? ¿Habla todo París de ella? ¿Queréis decirme qué futuro puede tener?
—Quizá no sea todavía demasiado tarde —se burló de Coigny—.
Monsieur de Tessé alcanzó a convertirla a tiempo para que monsieur de
Sartines pueda añadir un picante párrafo en sus informes y alegrar la mirada
de su majestad.
—Su carrera depende de ello —alegó Sartines, riendo, a su vez—.
Mientras hay vida, hay esperanza.
Richard se excusó. Había saludado a todo el mundo. Además, se sentía
incómodo.
Encontró a Amélie y despidiose de ella, que estuvo encantadora, pero
impersonal.
Caminaba rígidamente hacia la puerta y, al pasar junto al conde Des
Landes, que seguía hablando con el mariscal de Richelieu, hizo una
inclinación de cabeza.
El viejo caballero, que iba a servirse brandy de un frasco colocado en una
mesita a su lado, carraspeó y le llamó.
Al volverse Richard, el conde le miró con una expresión rara. También el
mariscal parecía igualmente turbado.
—¿Señor…? —dijo Richard.
Des Landes aclaró la garganta.
—¿Recordáis, mon ami, el sueño que os dije tuve en Italia y que os conté?
Ahora no estoy ebrio. ¿Veis lo mismo que veo yo?
—Diable! —exclamó el mariscal. Parecía un galgo viejo y hablaba con
voz sombría—. Es milord en persona. Y yo tampoco estoy ebrio. —Se dirigió
a Richard—: Perdonad, señor, ¿queréis decirnos vuestro nombre?
Richard se dio cuenta de que se le confundía nuevamente con su abuelo y
sonrió.
—D’Amond, monseñor.
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—Sí…, sí… naturalmente —murmuró el duque— D’Amond, de Marny.
Es lo mismo.
—Yo no creo en fantasmas —dijo Des Landes—. ¿Queréis explicaros,
señor?
—Poco hay que explicar —repuso Richard, fingiendo sorpresa—. Soy
Richard d’Amond, de La Haya, y paso algún tiempo en París. —Dirigiose al
mariscal—. Vuestra excelencia ha hablado de Marny. En realidad, mi abuelo
era el barón de Marny. Se dice que guardo algún parecido con él.
—¡Ésa es la explicación! —exclamó el duque—. ¿Parecido, decís? Me
asustasteis. Si alguien ha de permanecer inquieto en su tumba, es vuestro
venerable abuelo. El conde Des Landes y yo, señor, fuimos íntimos amigos de
Charles de Marny en los buenos tiempos del rey. Cuando éramos jóvenes…
—Chasqueó la lengua al recordar—. ¡Si también os parecéis a él en el
carácter, os divertiréis mucho en París!
—¡Por Dios! —intervino Des Landes, que, aunque visiblemente aliviado,
estaba todavía algo confuso—. Ya se está divirtiendo. Siempre tuvo cierta
inclinación hacia las esposas de sus amigos. Vos le conocéis en el salón de la
mía. ¡Querido Charles! —Hizo un esfuerzo—. ¿Dónde os alojáis?
—En el hotel de Luxembourg.
El conde asintió.
—Sí; recuerdo que siempre os alojabais allí. Mañana os visitaré,
milord…, quiero decir, monsieur d’Amond. El cielo os envía. Haréis que me
vuelva a sentir joven. Jugaremos a los naipes. En cuanto a muchachas, os
pondré al corriente, es decir, os presentaré a lo mejor de París.
—Respecto a esto —le interrumpió el mariscal—, creo saber más que vos,
mon vieux Hercule. Contad conmigo. Necesito también rejuvenecer. Me
divertiré mucho volver a los buenos tiempos. Monsieur d’Amond, servíos
considerarme a vuestro servicio. Nunca tuve un amigo más querido que
vuestro abuelo.
Monsieur de Sartines, que les contemplaba desde cierta distancia, hubiera
dado cualquier cosa por enterarse de su conversación. ¿Cómo podía un inglés
recién llegado estar en tan buenas relaciones con dos viejos calaveras de París
como Des Landes y el duque? Pero antes de que el ministro de Policía pudiera
acercarse a ellos, Richard saludó y partió.
Un lacayo llamó al coche de monsieur d’Amond, le acompañó
reverentemente hasta él y preguntó el punto de destino.
Richard decidió no dirigirse a la hospedería. Después de lo sucedido
durante la hora precedente, sentía grandes deseos de ver nuevamente a
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Maritza.
—A la Ópera —dijo.
LVIII
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Se dirigió hacia la puerta del escenario y entró en él resueltamente, hasta
que fue detenido por un sargento de los Gardes Françaises. Richard poseía
gran experiencia en tales asuntos. Aunque muchos teatros tuvieran
reglamentos que prohibían el acceso al escenario, raramente resistían la
tentación de una propina y unas maneras señoriales. Richard usó ambos en
una forma que daba por sentado que la entrada no le sería prohibida, y pidió
que le indicara el camerino de mademoiselle de Venier.
—¿Ha dicho el señor mademoiselle de Venier? —preguntó el hombre,
incrédulo.
—Sí.
—Con los debidos respetos, señor —dijo el sargento—, permitid que os
dé un consejo. No vayáis. Evitad otro incidente. Es inhumana, señor. La
semana pasada un oficial de los guardias suizos, que quería presentarle sus
respetos, fue mordido en una pierna.
—¡Vamos! —exclamó Richard—. ¿Qué queréis decir?
—Es la verdad, señor. Tiene un perro feroz. Y si podéis evitarlo, os
encontraréis con un dragón en forma de mujer que cuida de ella. Si pasáis el
dragón, os enfrentaréis al propio diablo. ¿Vale la pena?, me pregunto. Varias
muchachas acogerían gustosas las atenciones del señor. Por ejemplo, no hay
nadie ahora en el camerino de mademoiselle Damiré…
—No —insistió Richard—. Quiero ver a mademoiselle de Venier. —Y
añadió—: He apostado cincuenta luises a que llegaría hasta ella. No querréis
que los pierda sin hacer intento alguno por evitarlo.
—Es mi deber preveniros —repuso el sargento—. Recordad que la ley la
protege. Esas señoras de la Académie Royale tienen derecho a permanecer
solas si así lo desean. Bien sabe Dios que muchas no lo quieren, pero…
I Jamó a uno de los soldados que estaban de guardia en la Ópera y le
indicó que acompañara al señor al camerino de mademoiselle de Venier.
Tales palabras, al ser oídas por algunos, levantaron cierto murmullo. Al
acompañar Richard a su guía, dos o tres caballeros siguieron a distancia.
Como en todos los teatros, los lugares situados junto al escenario tenían
poca luz. Todo estaba en movimiento, como sucede siempre antes de levantar
el telón; diversas personas corrían en todas direcciones, y se escuchaban
órdenes y el sonido de los violines al ser afinados. Richard imaginó que el
sargento debió de haber obtenido abundantes propinas aquella tarde. Varios
petimetres esperaban a la puerta de los vestuarios y voces varoniles se
mezclaban a las risitas femeninas, especialmente en los cuartos ocupados por
las primeras figuras.
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Al parecer, las noticias de lo que Richard se proponía se esparcieron
rápidamente, por cuanto, al ascender los primeros escalones y recorrer
algunos pasillos, un considerable número de personas le seguían, excitados
por el espectáculo en perspectiva.
—Dos a uno —murmuró una voz.
—¡De acuerdo!
—Ah, le pauvre benêt! Qu’il fait pitié celui-là!
—Courage, mon héros —le dijo otro.
—¡Callaos! —ordenó alguien—. Ya hemos llegado. Dadle alguna
oportunidad.
—Ya hemos llegado, señor —repitió el soldado—. Si monsieur se
propone entregarme alguna gratificación, más vale que lo haga ahora.
Richard le entregó una moneda. El ruido de pasos y voces fue
seguramente oído en el camerino, pues un gruñido contestó a su llamada. El
grupo de seguidores dio unos pasos hacia atrás.
—¿A quién anunciaré? —preguntó el soldado, vacilando.
—Yo mismo voy a hacerlo.
Richard llamó a la puerta. El gruñido aumentó.
—Coss’e? — gritó la fuerte voz de Anzoletta.
—Un amigo, sior’amía —contestó en veneciano.
—Va al Tuco! ¿Qué amigo?
—Richard, a quien vos… —se detuvo a tiempo—, a quien conocisteis en
Bath.
Se produjo un momento de silencio, y luego se oyó ruido de pasos
apresurados.
—¿Richard? ¿Milor? —preguntó otra voz.
—Ma certo.
Ante el asombro de los espectadores, la puerta se abrió de par en par. La
inasequible bailarina, medio vestida, echó los brazos al cuello del visitante, le
besó en ambas mejillas y le volvió a besar.
—Caro ti! Caro ti!
El dragón también le abrazó mientras el gran perro amarillo meneaba la
cola, aunque sin abandonar su mirada suspicaz.
Anzoletta dirigió una catarata de palabras en dialecto veneciano a los
espectadores, que se disolvieron rápidamente.
Lo que habían visto era algo tremendo, algo mucho más interesante que lo
que esperaban ver. ¡Una sensación! Algo que haría conmover la Opera y
aparecería en las gacetas. Grand Dieu! ¡La Venier tenía un amante! Después
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de todo, la bailarina no era ningún monstruo de castidad, sino que se había
limitado a un desconocido adorador, aquel Milor o quienquiera que fuese.
Une vraie affaire de coeur. Une grande passion. ¿Sería, quizá, su esposo?
Absurdo. ¿Su hermano, pues? Ridículo. No; aquellos besos no eran ni de
esposa, ni de hermana. Había dejado de constituir una afrenta para la Opera.
Pero ¿y él? La gente podría murmurar a su gusto.
Entretanto, en el camerino que Anzoletta no había tenido tiempo de
arreglar, las preguntas y las exclamaciones se sucedían. La tirantez de su
encuentro en Bath había ya desaparecido.
—Pero, Richard… Dime… ¿Cómo es que…? Gran’Dio…
Maritza se puso rápidamente el vestido que Anzoletta sostenía sobre su
cabeza.
—¿Es éste nuestro «Bapi»? ¡Qué enorme bestia! —dijo Richard,
alargando la mano al perro, que la olió, agitó la cola y se dejó acariciar.
—¿Bestia? De ninguna manera —repuso ella—. Un verdadero ángel. Ya
no lo podríais sostener con una sola mano, Richard. Sior Rubini, del Teatro
Italiano, me lo trajo desde Turín. Desde entonces ha sido mi protector. Pero
tienes mucho que contarme… de Canadá… de la guerra… ¿Cuánto tiempo
hace que estás en París? ¿Qué haces?
—Aguarda, Maritzetta. No me has hablado de ti misma, ni de tu padre.
¿Cómo está su excelencia?
Su mirada y la de Anzoletta fueron elocuentes.
—Naturalmente, no podías saberlo —dijo ella después de un momento—.
Sior pa’re murió hace seis meses…
Anzoletta volvió la cabeza.
—No —repuso Richard, profundamente emocionado—. No lo sabía.
—Estuvo enfermo durante mucho tiempo —prosiguió Maritza—. Hablaba
de ti frecuentemente… Creo que cuando el fin se acercaba, creía que se
encontraba en nuestra casa en Venecia. Quería que leyeras sus poemas.
—¿Lo acabó?
—No… no del todo… —Los apagados sones de la obertura llegaron hasta
ellos. Se sentó frente al espejo con aire ausente—. Esta noche no trabajo —
dijo—. Pero quieren que estemos siempre preparadas.
—Maritza, cara, quisiera poder decirte… poder hablarte…
—Lo sé —repuso ella, asintiendo al reflejo de Richard que se proyectaba
en el espejo—. Nada hay que decir. No digas nada. —Se volvió y le alargó la
mano—. ¡Estoy tan contenta de que te encuentres aquí! Al principio,
Anzoletta y yo… Pero ya puedes imaginarte…
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Sí. Podía imaginarlo.
—Hay que hacer frente a las cosas —dijo Anzoletta poniéndose en jarras
—. Hay que mirar a la vida cara a cara y, generalmente, solo. Pero nos
arreglamos. Ahora contadnos…
Más tarde los tres cenaron en el café Foy, que daba a los jardines del
Palais Royal y a la Rue de Richelieu. Los teatros cerraban a las nueve y en
aquella agradable noche de mayo todas las mesas estaban ocupadas. La gente
paseaba por los jardines del Palacio y por los de las Tullerías, formando una
caravana multicolor a la luz de los faroles, entre el vasto murmullo de las
voces, el sonido de los carruajes que rodaban por las calles y la magia de la
noche primaveral.
Habían hablado ya de Canadá, de la temporada de Maritza en Londres, de
los meses en París. Encontraban fácil comentarlo todo o casi todo. Habían
sutilmente alterado sus relaciones, aunque Richard no hubiera podido definir
exactamente cuáles eran. Una amistad con tintes de amor hubiera sido quizá
la manera más fácil de describirlas, pero una amistad de la cual no podía
apartarse el recuerdo de lo que había existido entre ellos.
—¿No quieres, pues, decirnos por qué eres ahora monsieur d’Amond de
La Haya? —preguntó ella sonriendo.
—Me gustaría poder hacerlo, madonna, pero el secreto no es mío. Se trata
de negocios de Estado. No hay en ello ningún misterio. Los franceses saben
sobradamente quién soy.
—No quiero ser indiscreta —repuso ella, asintiendo—. Lo único que
importa es que estés aquí. Puedo adivinar, sin duda, que lord Marny se siente
complacido. Hay algunos italianos y venecianos en el Thêátre des Italiens,
amigos míos. ¿Deseas conocerles? —preguntó.
—Es preferible que no lo hagas —repuso, después de lo sucedido en
Venecia.
—Cuando mi padre murió, tuve noticias de tu madre, desde Burdeos —
prosiguió—. ¿Sabe ella algo de ti?
—Sí, y lo desaprueba a causa de lord Marny. —Una sombra de su antigua
pena se proyectó en el tono de su voz—. Lo siento, Maritzetta, pero no estaba
en situación de elegir.
—Lo sé —replicó ella, evocando aquellos momentos.
Se sintió aliviado al saber que ella y Anzoletta no atravesaban
dificultades. Era considerada como una de las bailarinas más prometedoras de
la Opera y tenía un salario de mil quinientas libras. Además, algo había
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quedado después de vender el hipotecado palacio de Venecia. Vivían
modestamente, pero no pasaban necesidades.
—¿Estás todavía contenta de haberte dedicado al baile? —preguntó
Richard.
—Más que nunca. Piensa, Richard, caro, en lo que está sucediendo en la
actualidad. El arte cambia, crece. Hay que ser actriz al mismo tiempo que
bailarina, en las pantomimas, naturalmente. Pero el ballet se está convirtiendo
en parte integrante de la ópera y no en algo para distraer al público durante los
entreactos. —Habló del gran bailarín Noverre y sus innovaciones—. Se trata
del principio de un nuevo ballet. No puedo explicarte cuán excitante es…
Anzoletta, siempre realista, intervino.
—Todo está muy bien —dijo—, pero no es suficiente para una mujer.
¿Crees que puedes reemplazar a un marido y a unos hijos? Cuando se es
joven, quizá sí, pero no a la vejez. Tu madre era una gran bailarina, pero se
casó. Tú te muestras demasiado exigente.
—¡Por favor! —dijo Maritza, sonrojándose.
—No quiero —repuso Anzoletta—. ¿Sabéis, Milor, que el conde de Tessé
le hizo por escrito promesa de matrimonio? No era ningún mal partido. Ahora
sería una contessina.
—¡Oye! —exclamó Maritza firmemente—. Quiero llegar a première
danseuse en la Ópera. Quizá no sea gran cosa, pero he trabajado mucho para
conseguirlo. No me importa el conde de Tessé. Y ahora hablemos de otra
cosa.
—Pero mira a mademoiselle Allard y al duque de Mazarino —dijo
Richard, medio en broma.
—Siempre te dije, Milor, que el público sería mi único protector —repuso
ella, alegre—. Alguna noche se me presentará la gran oportunidad y entonces
verás. Además, tengo un protector o, por lo menos, una protectora.
¿Recuerdas a la condesa Des Landes en Villa Bagnoli? La admirabas mucho.
—Sí —repuso Richard, sintiéndose incómodo. Pensó que Maritza, al no
haber visto a Amélie en Bath, quizá no supiera que había estado en aquella
ciudad—. Sí, naturalmente. —No quiso fingir sino en lo absolutamente
necesario, y añadió—: Casualmente, he estado hoy en sus salones. Es amiga
de lord Marny.
—¿De veras? Bien, cuando fui invitada a venir a París por messieurs
Rebel y Francoeur, que habían oído hablar de mis actuaciones en Londres,
madame Des Landes me visitó. Dijo que recordaba haberme visto en la Villa.
Ha sido muy amable conmigo y me ha invitado varias veces a su casa. Estoy
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segura de que me ha ayudado mucho en la Ópera. Habló de ti una vez.
Naturalmente, le conté lo sucedido en Venecia y que desapareciste… —
Maritza se interrumpió—. ¡Qué extraño! Si es amiga de lord Marny, debía
saberlo todo. Quizá estaba probándome…
—Quizá —asintió Richard—. En realidad, sabía de mi desaparición, pero
no tanto como tú. La vi en Inglaterra.
—Entonces me pregunto por qué… —empezó a decir Maritza, en cuya
voz había un tinte de sospecha.
—Ella sabe que Venecia debe ser olvidada —explicó Richard—.
Seguramente estaba tratando de averiguar…
—Sí —repuso Maritza, vacilando—. Ya comprendo.
Evitaron el escollo. Richard había de preocuparse de sí mismo. ¿No había
Amélie favorecido a Maritza por recomendación suya? Así, pues, ¿qué
relación había entre ello y la frialdad con que le acogió? ¡Rara, variable
Amélie!
Una vez terminada la cena, acompañó a Maritza y Anzoletta hasta su
alojamiento en la cercana calle de Richelieu. Le invitaron insistentemente a
que fuera a comer con ellas el jueves, día en que no había representación en la
Opera. Prometieron darle verdadera minestra veneciana y salchicha asada y
después irían a pasear al campo. Esperarían ansiosamente. Por lo tanto, a
rivederti! A rivederti, caro! E grazie! Mille, mille granel.
Eran ya más de las diez, y la ciudad, a causa de la oscuridad y de las
ordenanzas de la policía, se hallaba ya recogida. Al no encontrar ningún fiacre
en la calle, contrató un falot o linternero para que le alumbrara el camino
hasta el hotel. La medida era prudente, pues, además de guía y luz, tenía
compañía para el caso de que algunos rateros, atraídos por sus finos vestidos,
quisieran saquearle. Ciertamente, de no haber sido por su seguridad personal,
podía haber prescindido del hombre en aquel sector de París, por cuanto los
faroles, aunque colocados a considerable distancia unos de otros, alumbraban
las calles con su luz mortecina. A pesar de ello, tuvo la vaga impresión de ser
seguido a lo largo de la estrecha Rue de Saint-Nicaise, que en aquellos
tiempos daba al río, y durante el resto de su camino hasta el Pont Royal. Oyó
ruido de pasos y vio fugazmente una figura humana a la incierta luz de la
calle. Cuando, finalmente, se detuvo junto a la entrada de su hotel, los pasos
dejaron de sonar, como si la oscuridad los hubiera borrado.
—El individuo parece curioso —observó, mientras pagaba al falot.
—¡Ah! —dijo el hombre, encogiéndose de hombros—. Monsieur es un
extraño. Monsieur averiguará que París es una ciudad curiosa.
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Cierta clase de gente se gana la vida averiguando cuanto pueden de los
extranjeros.
—La tela de araña, ¿eh? —dijo Richard, sonriendo.
—No os comprendo.
El portero abrió la puerta. El falot se alejó. No era improbable, pensó
Richard, que el hombre informara a alguien escondido en las sombras.
—Hay una visita esperando a monsieur —dijo el criado, cerrando la
puerta—. Insistió en que es buen amigo vuestro y quiso esperaros. Hace diez
minutos me tomé la libertad de hacerle aguardar en vuestras habitaciones.
Richard pensó inmediatamente en Tromba.
—¿Es alto, de piel cetrina y facciones pronunciadas?
—No, señor. Bajo y de hermosa figura. Diría que se trata de algún militar,
pues lleva bigote y calza botas. Es indudablemente un perfecto caballero,
pues, de lo contrario, yo no hubiera osado…
Richard ascendió las escaleras hasta su habitación. Quizá se trataba de un
emisario de Choiseul. Desde las derrotas del año anterior, la paz con
Inglaterra era la principal preocupación del gobierno francés.
Una figura vestida con larga capa se levantó al entrar él. La luz del
candelabro mostraba a un joven que tema puesto todavía el sombrero. Richard
no le había visto nunca antes. Una abultada cartera de documentos descansaba
encima de la mesa.
—No creo haber tenido el placer… —dijo Richard—. Siento que
monsieur haya debido esperar… Mis excusas.
—No las acepto —repuso el oficial en voz baja—. Debíais estar en
vuestras habitaciones cuando llegué. Cerrad la puerta.
—Pero señor… —dijo Richard.
—Os he pedido que cerréis la puerta —repitió.
Richard, iracundo, volviose para obedecer. Al dar de nuevo la vuelta,
quedó asombrado. El sombrero y el bigote de su visitante habían
desaparecido. La familiaridad de aquella cara le confundió.
—¡Amélie!
—Mon petit Noiraud! Enfin! —exclamó la dama.
Un momento después estaba en sus brazos.
LIX
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–¡
C ómo compadezco a los hombres! —dijo ella unos minutos después.
—¿Por qué?
—¡Qué terribles vestidos! Mon Dieu! Las botas, los calzones, el absurdo
chaleco, una corbata que parece le vaya a asfixiar a una. Y botones, botones y
más botones. ¡Qué inconveniencia! ¡Cuánta demora! Mientras que las
mujeres… Ma foi, c’est vite fait. No comprendo cómo podéis resistir tantos
botones. Piensa en la Edad de Oro, cuando el hombre vestía únicamente
túnicas y togas. —Le miró con ojos cariñosos—. Ya ves cuánto te quiero,
Richard. No haría esto por nadie más.
—Pero no me has explicado…
—No he tenido oportunidad de hacerlo. Habrás de admitir que esta tarde
he representado bien mi papel.
—Horriblemente bien. Pero todavía no alcanzo a comprender la razón.
Durante largo tiempo he estado contando ansiosamente los días que faltaban
para volverte a ver.
—Te lo probaré…
—No, por favor, Noirnaud… todavía no… Tenemos poco tiempo y es
mucho lo que tengo que decirte.
—Sin embargo, pudiste haberme insinuado algo esta tarde.
—Sí, mon cher, pero tal insinuación hubiera podido destruir nuestros
planes. Me vi obligada a forzarte a interpretar también tu papel. Había quien
nos observaba cuidadosamente.
—Sí, pero después de todo…
—Después de todo —prosiguió ella— no creo que comprendieras el caso
de Marcello Tromba, lo cual es muy importante.
Se había ya olvidado de Tromba. La observación que aquella tarde oyera
volvió a su mente.
—Creo que no estoy al corriente de muchas cosas —repuso con frialdad
—. Al parecer, los demás lo están.
—¿Qué quieres decir?
—Oí que hablaban de él como tu amant en titre.
—Sí, lo es —asintió ella alegremente—. Por ello está celoso y, por tanto,
sus ojos son doblemente agudos que los de monsieur de Sartines. Ya ves,
pues, cuán necesario era… ¿Qué te sucede? —Se mordió el labio y estalló
después en una carcajada—. Te quiero más cuando te veo enojado. Resultaba
agradable hacerte rabiar. Comprendo perfectamente por qué los franceses
huyeron en Quebec. No debes, sin embargo, olvidar el acuerdo que
convinimos acerca de decir siempre la verdad. No prometí serte siempre fiel.
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—No te acuso de nada —repuso él.
—No, pero estás enfadado y no tienes motivo para ello. En dieciocho
meses solamente he tenido dos amoríos, quizá tres. Son pequeñeces que no
vale la pena mencionar. Yo mismo me extraño de lo virtuosa que me he
vuelto. ¡Y todavía te enfadas! ¿Qué te prometí en Bristol?
Richard se sentía todavía molesto y meneó la cabeza.
—Prometí amarte, es cierto. Y te quiero. Los terribles vestidos que llevo
lo prueban. Divertirse no es amar, mon Noiraud. Por tanto, no me mires de
esa manera.
—Pero no puedo permanecer impasible. ¿Y Tromba? ¿Es el tercero o el
cuarto?
—Oh, Marcello… —dijo ella sonriendo—. En realidad, no es ni el uno ni
el otro.
—¡Me gusta! ¡Tu amant en titre! Tu amante reconocido!
—No me interrumpas. No es ningún amorío, sino una inversión. Aunque
no debo negar que resulta atractivo. Le he prestado dinero para organizar una
lotería privada. No quiero pensar cuánto. Está enamorado de mí y,
naturalmente, quiere ser correspondido. Pero ¿qué sucedería después? He de
animarle a seguir el juego, manteniéndome, sin embargo, fuera de su alcance.
De esta manera no pierde la confianza y se esfuerza cuanto puede en obtener
buen éxito en la lotería. Dejo que disfrute del título de amante, pero, puedes
creerme, no alcanzará nada más por ahora. Algunas veces sé ser práctica. —
Sus ojos le miraban burlones—. ¿Estás satisfecho, Otelo? Dame un beso.
—¡Pilluela! ¿Y si en vez del beso te diera una zurra?
—¡No!… No, mon adoré…! ¡Por favor! No he acabado de hablarte de
Tromba, y debemos preparar nuestros planes…
—¿Debemos, realmente? —gruñó, soltándola.
—Eres muy rudo. ¿De qué hablábamos?
—De Tromba.
—No me he disfrazado por el placer de hacerlo. Pero retrocedamos. En mi
salón estaba, naturalmente, de Sartines, que no debe sospechar de nuestra
intimidad en Bath. Si lo hiciera, tu misión en favor de Mr. Pitt fracasaría. No
olvides cuán difícil es, pero nuestro principal peligro reside en Marcello
Tromba, que me vigila como un perro de presa. No tolera rivales. Estoy
convencida de que ha sobornado a toda mi servidumbre. Peste! Cree ser muy
inteligente. —Amélie sonrió—. Y tenerme ya en su poder. ¡Pobre Marcello!
Los hombres sois a veces tan tontos… pero debo cuidar de ti. Si por un solo
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momento sospechara que te quiero y que somos amantes… Puedes imaginarte
lo que sucedería.
—Vagamente —sonrió Richard.
—Por otra parte —prosiguió ella—, eres de su agrado y podría sernos de
gran utilidad en tu misión, especialmente si ello le ha de beneficiar. Digamos
diez mil libras. Esta suma sería bien recibida.
—Quieres decir…
—Por ello es por lo que me he tomado tantas molestias esta noche. He
buscado este viejo vestido, y escapado por la puerta del jardín, después de
dejar libre a mi doncella. Afortunadamente, he encontrado un fiacre en el
Chemin de la Justice. Supongo que Tromba se enterará, pero no podrá
averiguar el motivo.
—¿Y de Sartines? Este hotel debe de estar vigilado.
—Naturalmente —asintió—. Lo sabía antes de venir.
—Pero cuando salgas…
—No seas tonto, mon pauvre Noiraud —repuso ella riendo—. Esperarán
la salida de un hombre y no prestarán atención a una mujer —prosiguió
señalando a la cartera de documentos—. Contiene un vestido. Por cierto que
me ayudarás a ponerlo. Pero sigamos con nuestro negocio. No debemos
olvidar a Mr. Pitt y a lord Marny.
Se sentó en el extremo del sofá.
—Naturalmente, he recibido instrucciones de Londres. Serás presentado
al duque de Choiseul y transmitirás a La Haya cuanto te diga acerca de la paz.
Le sugerirás que vas a hacerlo, insinuándole que Mr. Pitt no tardará en
conocer sus palabras. Por otra parte, tu misión real es obtener pruebas
concretas de que el duque, al mismo tiempo que pretende hacer la paz con
Inglaterra, intriga en España para firmar una alianza y reanudar la guerra en el
momento propicio. ¿Estoy en lo cierto?
—Sí.
—No será fácil. No tengo la menor duda de que el duque escribe cartas
muy interesantes a monsieur d’Ossun, embajador francés en Madrid, pero
encontrarás muy difícil, por no decir imposible, hacerte con copias de ellas.
No puedo imaginar mejor prueba. Sin embargo, hay un camino a seguir:
monsieur Prud’homme, secretario del duque, a quien has conocido hoy en mis
salones. He cultivado su amistad pensando en ti. Podrías hacer lo mismo.
—No —repuso Richard, recordando la sombra que le había seguido desde
la Rue Richelieu—. No creo que a monsieur de Sartines le gustara. Por el
contrario, quizá sea Marcello Tromba quien deba convertirse en amigo suyo y
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así ganar la suma que has sugerido. ¡Quién sabe si Prud’homme siente
debilidad por el juego, o tiene una amante…! —Calló al ver la rara expresión
de la cara de Amélie—. ¿No te gusta la idea?
—Sí. Creo haber oído de una tal mademoiselle d’Argencourt, por quien
Prud’homme siente una gran pasión.
—¡Magnífico! Quizá tenga deudas y necesite dinero. Da la impresión de
ser persona ostentosa. Pero, chérie, me parece que hay algo en mi plan que no
te gusta.
—No. Estaba maravillándome de tus progresos. No había pensado en de
Sartines ni en la forma de sobornar a Prud’homme. Has aprendido mucho y
eres ya casi uno de nosotros.
—¿No te complace?
Amélie se encogió de hombros.
—Debes contarme todo cuanto sucedió en Canadá. Lord Marny escribió
diciendo que eres muy inteligente. Mais pour revenir á nos moutons, tienes
razón en cuanto a Marcello. Es el rey de los sobornadores. Si Prud’homme
tiene alguna debilidad, sabrá cómo explotarla. Naturalmente, habrás de ser
paciente. Se necesitará algún tiempo.
—Mr. Pitt se da cuenta de ello —asintió Richard—. Pero, dime, ¿cómo
nos comunicaremos con Londres? En La Haya se me dijo que me instruirías
al respecto.
—Iba a hacerlo —repuso ella—. Las cartas que quieras sean leídas y su
contenido trasladado al duque de Choiseul, deben ser mandadas o recibidas
por medio de la embajada holandesa. Tanto el duque como Mr. Pitt tienen
medios más que suficientes para interceptarlas.
—Sí —asintió Richard—, pero creo que tú usas otro conducto.
—Algunas veces. Ello ha de depender de lo que el duque de Choiseul
crea. No debes olvidarlo. Pero para contestar a tu pregunta…
De un bolsillo del chaleco sacó una tabaquera finamente labrada.
—Acepta este pequeño regalo. Acércate. —Prosiguió hablando en un
susurro—. Mira. Aprietas aquí… luego aquí, después deslizas la tapa del
fondo. Como ves, hay espacio suficiente para dos hojas de papel fino entre el
fondo falso y el verdadero. Reto a cualquiera que no conozca los muelles
secretos a que vea en ella algo más que una tabaquera. La mandó construir a
un relojero de Ginebra. Como todos los elegantes de París, te la harás llenar
en la «Civette», en el Palais Royal. Entrégala simplemente a la mademoiselle
que está en el mostrador. Se llama Lenoir. Si ha llegado de Inglaterra algún
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mensaje para ti, lo colocará en el escondrijo; si, por el contrario, quieres
mandar alguno, ella lo retirará. Es de absoluta confianza.
—¿Estás segura? —preguntó Richard, haciendo funcionar los resortes de
la tabaquera.
—Qu’est-ce que tu penses! —ex clamó la dama—. No me arriesgaría si no
confiara plenamente en ella. ¿Sabes cómo se ajusticia en este país a los reos
de traición? Es horrible y yo no soy ninguna mártir. No dudes de
mademoiselle Lenoir. Se la paga muy bien. Además, odia a Francia. Su padre
murió en la rueda.
—¿Qué hace con los mensajes? ¿Cómo los recibe?
—Hay hombres de negocios, de absoluta confianza, que viajan entre París
y Holanda. —Le miró inquisitivamente—. ¿Qué pensaste de mí, Richard, al
enterarte de que era espía inglesa?
Le tomó la mano y jugueteó con ella antes de contestar.
—No me gustó.
—¿No? —Parecía complacida—. ¿Por qué?
—Porque era algo simple, creo, y tenía ideas algo raras.
—Te quiero más cuando te creo tonto. ¿Qué dirías si supieras que también
soy espía francesa, por la misma razón?
—¿Qué razón?
—El dinero. Hay que vivir, por lo menos la vida que me gusta. Es
preferible cobrar de dos personas y no de una sola. ¿Te asombras?
—Eres muy cruel, Amélie.
—¿Y cómo puedes estar seguro de que no me interesa traicionaros a
Choiseul? —preguntó ella—. ¿Cómo lo estuvo lord Marny? No es ningún
tonto. Sospecha que, si bien avisé a Pitt que monsieur Conflans se hizo a la
mar, a la vez previne al duque de la proyectada expedición contra Quebec. En
realidad, así lo hice, comunicando el número de regimientos, tamaño de la
flota y varios otros datos. Sin duda, Marny cree que, al fin y a la postre,
Inglaterra sale beneficiada. Pero ¿por qué no habría de tratar de beneficiarme
también de ti? Te encuentras aquí en una peligrosa misión y nadie podría
culparme si desaparecieras. Bien sabe Dios que necesito dinero. Y con la
bendición de lord Marny, pones tu vida en mis manos. ¿No estás
atemorizado?
Richard llevó su mano a los labios, más absorto en su perfume y suavidad
que en la pregunta que le acababa de hacer.
—No —repuso.
—¿Por qué?
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—¿Debo contestarte?
—No. Dirías alguna galantería. No temes porque lord Marny y tú creéis
que te amo. Naturalmente, tiene razón. Lord Marny es muy inteligente y supo
elegir bien la persona adecuada para esta misión. —Retiró su mano de entre
las de Richard, fingiendo enfado—. Te sientes muy seguro y me gustaría
poder darte una lección. Pero es imposible. He de seguir amándote mientras
tú me desprecias por ser una espía mercenaria.
—¿Cómo me calificarías a mí? —preguntó él a su vez.
—No podría llamarte espía. Eres un enviado, y se espera que recojas
cuanta información llegue a tu conocimiento. No lo haces por dinero. Vamos,
sé sincero. Di que me desprecias.
—Sabes que te adoro.
—Entonces, debieras avergonzarte de ti mismo. Te has convertido en uno
de los nuestros.
—¿Porque te quiero?
Ella le miró sin sonreír.
—Se trata de un juego muy peligroso —repuso—. Pero no quieres
creerme, y ¿qué importaría si lo hicieras? La vida sería muy aburrida si no
existiera el diablo. Esto es lo que el ratón dijo refiriéndose al gato. —Se
acercó a él—. Hablando del diablo, ¿qué le has hecho a monsieur Des
Landes?
—Nada. ¿Por qué?
—Está encantado contigo y tan ilusionado como un muchacho. —Se llevó
el dedo a la sien y prosiguió—: Parece que te confunde con algún viejo amigo
suyo y de Richelieu. Me dijo que le complacería sobremanera que fueras mi
amante. ¿Quién supone que eres?
—Mi abuelo, el barón de Marny. Se dice que tengo gran parecido con él.
—¿El Barón Negro? —preguntó, extrañada—. He oído hablar de él. Era
objeto de burla en París. Espero que tu parecido con él sea solamente físico.
Pero el saberlo me hace sentir mejor.
—¿Qué quieres decir?
—No corrompo a ningún inocente. Ello me da una idea. Monsieur Des
Landes es lo más parecido al diablo que pueda encontrarse. Era amigo de
Bernis, a quien Choiseul suplantó. Por tanto, odia a este último.
Aparentemente siente gran aprecio por ti. Quizá puedas utilizarle. Según he
oído decir, la amante de Prud’homme es la clase de mujer que él sabe
manejar, incluso mejor que Marcello. Es, en realidad, una fresca. Veremos lo
que podemos hacer.
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—Muy bien —asintió él con aire ausente—. ¿No hemos hablado ya
bastante de nuestros negocios? Dijiste que teníamos poco tiempo y soy un
experto en botones. A propósito, ¿cómo hemos de vernos en el futuro, puesto
que, según dices, Marcello te vigila tanto?
—Oh —repuso ella, sonriendo—. Hago cuestión de honor el burlarme de
él. Poseo una pequeña casa en Passy, que él ignora. Nos encontraremos allí.
—¿No lo sabe de Sartines?
—Ne ten fais pas. —Sus ojos brillaban—. Dentro de poco se le ocurrirá
una idea luminosa sin saber de dónde proviene. ¿Qué mejor agente que tu
amante para vigilarte? No olvides que estoy a sueldo suyo. Cree que le
pertenezco. Recordará que tengo una casita en Passy y tratará de persuadirme.
No tendré otro remedio que acceder. C’est tout simple.
Richard se levantó e hizo una profunda reverencia.
—Eres un genio, madame de Medid. ¿Te parece que nos ocupemos ahora
de los botones?
LX
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Inglaterra y los despachos que, a su vez, mandaba, debidamente interceptados
y copiados por los agentes de Sartines, no eran otra cosa que una rutinaria
correspondencia. Revelaban la arrogancia de Pitt y el tacto del joven enviado,
pero no contenían nada importante. Ciertamente no había en ellos indicación
alguna de espionaje. En el aspecto social, d’Amond era igualmente correcto.
Frecuentaba diversos salones, era invitado a comer por ciertos miembros de la
aristocracia, se le reputaba como hombre encantador y de buenos modales,
que ganaba o perdía sin inmutarse a los naipes, terna un palco en la Opera y
quizá cierta intimidad con la bailarina Maritza Venier, iba a las carreras,
pasaba algunas noches (con la bendición de Sartines) en cierta elegante casita
de Passy y gozaba de los favores del duque de Richelieu y del conde Des
Landes. Tales mentores, sin duda, no le llevarían por muy buen camino, pero
este pensamiento no perturbaba al ministro de Policía. En resumidas cuentas,
su dossier era el de un joven amigo de divertirse.
Cierta lluviosa mañana de principios de noviembre, el ministro de Policía,
sentado a su escritorio en el Châtelet, intranquilo y escéptico se sintió
inclinado a tirar la carpeta al cesto de los papeles. Desconfiaba de la aparente
inocencia de su contenido. Su instinto, más digno de confianza que los
informes, parecía burlarse de él.
Mandó llamar a monsieur Marais, uno de sus principales inspectores,
encargado del caso Hammond. Necesitaba consultar con alguien de confianza.
Mientras esperaba, tamborileó con los dedos en el escritorio. Había algo,
además de su innata desconfianza de las apariencias, que le preocupaba en
aquellos momentos. Su pensamiento se centraba en el suicidio de monsieur
Prud’homme, secretario confidencial del duque de Choiseul, ocurrido dos días
antes. Aparentemente no había motivo alguno para que aquel hombre tomara
tan trágica determinación. El asunto se presentaba muy oscuro. Nada señalaba
a d’Amond. Pero Prud’homme tenía una posición clave. Si alguien le había
sobornado…
Sartines examinaba los pocos detalles que se conocían del caso. A causa
de la posición que ocupaba junto al duque de Choiseul, Prud’homme había
permanecido bajo la vigilancia de la policía secreta. El sábado anterior, dos
días antes, salió del Palais Bourbon hacia las cuatro de la tarde y dirigiose al
domicilio de su amante, mademoiselle d’Argencourt, en la Rue des Fossés-
Montmartre, donde pasó la noche. Al día siguiente volvió a su alojamiento en
la Rue Gaillon. Alguien, que no pudo ser identificado por el agente que
vigilaba la casa, le visitó. Cuando esa persona se fue, Prud’homme mandó a
su criado a un encargo al otro lado de la ciudad y, mientras el hombre estaba
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ausente, se ahorcó. Eso era cuanto se sabía acerca del asunto. Prud’homme
parecía gozar de buena posición. Estaba en buena armonía con su amante; los
papeles del duque aparecían intactos, lo que nada significaba, porque era fácil
sacar copias de ellos…
—Ah, Marais…
—A vuestras órdenes, monseñor.
De Sartines indicó a su subordinado que tomara asiento en una silla, a su
lado. Marais era un hombre de aspecto ordinario y cuyas facciones eran
difíciles de recordar, lo que le beneficiaba en su trabajo; pero poseía la
agudeza, el olfato y la astucia de una vieja rata de ciudad. La forma de su
nariz, manchada por el rapé, y las largas uñas de sus dedos recordaban a aquel
roedor.
—¿Os satisface todo esto, Marais? —preguntó de Sartines, señalando con
la mano aquellos papeles tan conocidos.
El inspector acentuó la mancha que aparecía sobre el labio superior con el
rapé que tomó de su tabaquera.
—Francamente, no, excelencia. Nunca me ha satisfecho.
De Sartines asintió con la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque, por una parte, me parece muy superficial y, en mi opinión,
monsieur d’Amond es un hombre muy profundo. Voyez monseigneur? No
encaja con su manera de comportarse.
—¿Qué significado dais a la palabra «profundo»?
Marais contestó esta pregunta con otra:
—¿Cree vuestra excelencia que ese caballero no tiene más
correspondencia con Inglaterra que las cartas que interceptamos? ¿No os
parece que se trata de misivas cuyo contenido ha sido escrito precisamente
para que nos enteremos de él?
—¿Suponéis, pues, que tiene un contacto secreto? —inquirió de Sartines.
—Naturalmente. Mucho más sabríamos de todo ello si conociéramos la
identidad de la persona que le visitó hace seis meses, la misma noche de su
llegada a París. —Marais sonrió y, al hacerlo, dejó ver sus dientes—. Si
alguien más inteligente que el estúpido La Mouche hubiera estado
vigilando…
El rostro de Sartines permaneció impasible.
—Ya hemos hablado bastante de este aspecto del asunto —dijo—. A
menos que hayáis averiguado algo más, habremos de olvidarnos de ello.
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—No he averiguado nada adicional —gruñó Marais—. Se trata,
simplemente, de algo que se me ha ocurrido. ¿Habéis pensado, señor, alguna
vez en madame Des Landes? Debo pediros perdón por insinuarlo.
De Sartines arrugó el ceño, pero en su cara no apareció el disgusto que
Marais temía.
—Ya sé que monseñor tiene toda su confianza depositada en ella…
—¡Bah! —le interrumpió Sartines—. No sabía nada. No confío mucho en
nadie, mon vieux Marais; ni siquiera en vos ni en mí mismo. ¿Qué pretendéis
insinuar?
—Con vuestro permiso, monseñor, podría sugerir que la condesa Des
Landes y el chevalier d’Amond se conocieron en Inglaterra, que él es hijo de
milord Marny y que ella y este último son viejos amigos. He podido averiguar
que la noche en cuestión, contrariamente a su costumbre, despidió a sus
doncellas a hora temprana. Pudo haber salido del hotel Des Lander por la
puerta del jardín.
—¿Algo más?
—Nada —dijo Marais negando con la cabeza—. Naturalmente, estoy
enterado de que madame Des Landes, que no pertenece a mi departamento,
sirvió a Francia en Inglaterra y que, con vuestro conocimiento y aprobación,
pretende servir a Inglaterra en Francia. Nos ha sido de gran utilidad para
descubrir a varios agentes ingleses, pero… —Marais hizo un gesto ambiguo
con las manos.
—¿Sugerís que, en lugar de traicionar a d’Amond, colabora con él? ¿Por
qué?
—La mujer no procede siempre lógicamente, excelencia. Me permito
repetir que él es el hijo de milord Marny.
—No creo que pueda tener mucha importancia para ella —repuso de
Sartines algo desdeñosamente.
—¿Una gran suma de dinero, quizá…?
—No. Es demasiado peligroso y ella lo sabe. En este aspecto, tenemos el
as del triunfo en la mano.
—¿Qué triunfo, monseñor?
—Su propia vida. Es demasiado inteligente para arriesgarse a perderla.
—Une affaire de coeur? —murmuró el inspector.
—Vertudieu! —exclamó el ministro—. Amigo mío, eso es más de lo que,
en mi opinión, creo capaz a madame Des Landes. Se divierte, sí; pero no
siente. ¿Habéis conocido alguna vez a una mujer más emocionalmente
superficial, más decidida a beneficiarse, que la condesa? Negadlo, si podéis,
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vos que os preciáis de conocer a la gente. Es encantadora, pero bajo ese
encanto… Peste! Tema mejor opinión de vos.
—Tenéis razón, señor —admitió Marais—. Pero la casita de Passy… de
que fuisteis vos mismo quien lo propuso, pero…
—Pero no sabéis cuánto me costó vencer su indiferencia hasta que,
francamente, hice que ello te resultara beneficioso. Me abstengo de
mencionar la suma.
Marais expresó su admiración.
—Es realmente encantadora. —Su teoría acerca de madame Des Landes
le había parecido plausible, pero no vaciló en claudicar—. Sin embargo, me
gustaría saber más acerca de sus relaciones con d’Amond en Bath —dijo
suspirando—. Cuando ella salió de París, llevó consigo dos doncellas.
Supongo que monseñor las habrá interrogado.
—No fue posible hacerlo. Quedaron al servicio de sus parientes en
Irlanda.
El interés de Marais se avivó.
—Comment diable! ¿No os parece muy raro, monseñor? ¿No lo
consideráis una clara indicación de que sabían demasiado?
Ante su sorpresa, de Sartines soltó una carcajada.
—Naturalmente, sabían demasiado. Escuchad, Marais. Hasta cierto punto,
gozo de la confianza de madame Des Landes. No creo que comprendáis su
problema con Tromba, que no puede ser menos sentimental, ni más cínico. —
Explicó a Marais el negocio de la lotería—. Amigo mío, ella le lleva de la
nariz y no puede permitirse tener servidores que la conozcan demasiado bien.
Es una de las personas más inteligentes con quien he tropezado. A pesar de
todo, pretendéis ver un asunto amoroso que va no sólo contra su interés, sino
también contra su seguridad. No, amigo mío. Vuestra teoría es interesante,
pero tiene muy poca consistencia. Madame Des Landes no es el eslabón que
une al caballero d’Amond con Inglaterra. No quiere ello decir, sin embargo,
que no tenga algún medio secreto de comunicación. ¿Habéis pensado en
mademoiselle Venier? Me parece más probable.
—No me extraña que opinéis así, monseñor, a causa de su temporada en
Londres. Me he quebrado la cabeza reflexionando sobre ello. Ha permanecido
continuamente sujeta a vigilancia. ¿Y con qué resultado? —Marais unió los
dedos índice y pulgar para formar un cero—. Los lacayos de d’Amond nos
han comunicado sus conversaciones cuando han ido al campo o a las carreras.
He procurado que los camareros de los diversos cafés permanecieran
continuamente alerta. El alojamiento de la bailarina ha sido registrado
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repetidas veces. Nuestros agentes han escuchado todo cuanto se ha dicho en
su camerino de la Ópera. Puedo aseguraros, monseñor, que tanto la bailarina
como la mujer que la acompaña han sido continuamente vigiladas, pero sin
resultado alguno.
—¿Alguna aventura galante, supongo? —preguntó de Sartines.
—No, excelencia; ni siquiera eso. Parece increíble. Tanto vos como yo
sabemos que algo debe haber entre ellos, pero nada existe que lo indique.
Toman grandes precauciones. El chevalier d’Amond es demasiado profundo
para mí.
—Pero ¿qué hacen, pues? Pasan muchas horas juntos.
—Solamente hablan —gruñó Marais—. Parece ser que d’Amond ha sido
criado en Italia. Y que fue allí donde ambos se conocieron. Hablan de los
tiempos pasados, de su baile y de su futuro en la Ópera, de sus experiencias
en Canadá, según informó madame Des Landes. Incluso leen poesía juntos,
algunos versos escritos por su padre…
—¡Basta! —exclamó de Sartines alzando los brazos—. Examinemos otra
posibilidad: el marqués de Tromba. D’Amond y él pasan juntos mucho
tiempo. No me fío de ese charlatán. Si no fuera por los servicios que presta al
Estado con la lotería, hubiera debido ser deportado hace ya tiempo. No tiene
igual como aventurero.
Marais asintió, permaneciendo silencioso unos momentos. Luego arrugó
la larga y aquilina nariz.
—Creo que no andamos muy alejados de la verdad —dijo finalmente—.
Se le vigila con cuidado. Monsieur de Tromba es uno de mis favoritos.
Además, tengo otros dos: el mariscal de Richelieu y el conde Des lindes.
—Muy bien —asintió Sartines—. Es otro aspecto extraño de la cuestión.
¿Por qué deben esos dos viejos calaveras ocuparse de un joven como
d’Amond? Yo sé que eran amigos de su abuelo, pero, a pesar de ello, no le
veo el sentido.
—Lo veréis si os detenéis a pensar que ambos son enemigos del duque de
Choiseul. Pero eso no lo es todo. —Hizo una ligera pausa—. Como sin duda
sabéis, los informes indican que, cuando d’Amond se encuentra con ellos,
parece otra persona. Quizá esté representando una comedia, pero no lo sé con
seguridad. De todos modos le tratan a cuerpo de rey, y le llevan a sus cenas à
la Satan, Es en este aspecto que se hace interesante. Ahora seguimos la pista
de la amante de Prud’homme, la demoiselle d’Argencourt.
—¿Qué queréis decir? —inquirió prestamente de Sartines.
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—Acabo de enterarme de que la noche siguiente al suicidio —prosiguió
Marais— ella bailó, ya podéis imaginaros cómo, para el mariscal y Des
Landes en una maison close que frecuentan en la Rue du Mail. D’Amond no
estaba presente. Creo que ella no se había enterado todavía de la muerte de su
amante. Y, aunque lo hubiera sabido, no habría significado nada; es una
ramera de la peor especie. Observad, señor, la secuencia: Prud’homme, su
amante, el mariscal y Des Landes y después d’Amond.
—Es posible —asintió de Sartines—. Me alegra que habléis del asunto
Prud’homme. Me preocupa mucho. Últimamente parecía tener una situación
muy desahogada. Renovó por completo el mobiliario del domicilio de la
d’Argencourt. Nada más fácil para él que vender copias de documentos
secretos a quien estuviera interesado en los mismos. Terna, sin embargo,
reputación de hombre honrado. Monsieur de Choiseul deplora profundamente
su trágico fin. Creo que si podéis averiguar la razón de su suicidio, cerraremos
la red alrededor de d’Amond. Los gastos en que Prud’homme incurrió
recientemente… He comprobado que regaló unas joyas a su amante. ¿Nos da
ello alguna pista?
—Sí —replicó Marais—. Una lista que conduce a un billete de lotería
premiado, a un soplo en las carreras o a una noche afortunada a los naipes.
—Nada raro, pues.
—Excepto esto, monseñor. El billete era de la lotería del marqués de
Tromba, que también ganó apostando al mismo caballo. Además, el marqués
es socio de las casas de juego en que Prud’homme jugó. La coincidencia es
digna de ser considerada.
—Muy difícil de probar —repuso de Sartines, que, sin embargo, tomó
debida nota de ello.
—En cuanto al motivo del suicidio —prosiguió Marais—, creo que fue el
miedo. Ninguna otra cosa lo justifica. Prud’homme debió de averiguar que
estaba sujeto a vigilancia. Suponed que creyó haber sido descubierto. En tal
caso, su suicidio no sería raro.
Tal suposición era paralela a los propios pensamientos de Sartines.
—¿Se busca al individuo que le visitó aquella noche?
—No soy ningún novato, monseñor, pero quizá resulte muy difícil
encontrar al hombre. Después de lo sucedido, se esconderá. Poseemos una
buena descripción de él… —Hizo una ligera pausa, y luego prosiguió—: Si lo
permitís, quisiera haceros dos preguntas.
—Hacedlas, Marais, pero quizá no las conteste.
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—Gracias, señor. La primera es ésta: ¿por qué se permite al chevalier
d’Amond que siga en París, puesto que os causa tanta preocupación? Podría
ser deportado. Monsieur Pitt no tiene necesidad alguna de sostener un enviado
en París. No hace concesiones de ninguna clase. Desprecia tanto a España
como a Francia y quiere sacar el mejor provecho de la privilegiada situación
de Inglaterra. ¿Por qué hemos de transigir con un espía?
El ministro se encogió de hombros.
—Porque no tenemos la menor evidencia contra él, y su conducta es
intachable. Monsieur de Choiseul le encuentra simpático. Tampoco podemos
permitirnos ofender a monsieur Pitt por una mera sospecha. Eso, en primer
lugar. La otra razón es que Jorge II murió el mes pasado. Tenemos noticia de
que monsieur Pitt no goza del mismo favor con el nuevo rey, y que un partido
a favor de la paz, dirigido por milord Bute, está ganando terreno. En tal caso,
quizá el chevalier d’Amond tenga mejores noticias que comunicar. ¿Cuál es
la otra pregunta?
—Tromba.
—Ah mon vieux Marais! ¿Por qué se tolera a los aventureros en todas
partes? A causa de nuestros pecados y vicios, que ellos halagan. Vivimos en
una casa carcomida, amigo mío. Eliminad la carcoma y correréis el riesgo de
que el edificio os caiga encima. Tromba es muy inteligente en asuntos
financieros; por tanto, le utilizamos en beneficio propio. Mientras,
sobornando a uno y alcahueteando a otro, obtiene influencia y es protegido
por madame de Pompadour.
Marais se inclinó ante la realidad. La entrevista tocaba ya a su fin, y se
puso en pie.
—Hay algo que me preocupa en todo este asunto, monseñor. Quizá
d’Amond no actúe sino como figurón y el verdadero agente sea otro. Quizá
Tromba, el mariscal o Des Landes.
—Más bien se trata de los cuatro juntos —repuso de Sartines, pesimista
—. Seguid vigilándoles. Confío en vos, Marais.
El inspector saludó y se retiró, pero casi inmediatamente volvió a penetrar
en la habitación.
—Una persona menos de quien debemos preocuparnos, monseñor —
exclamó—. Acaba de llegar la noticia de la muerte del conde Des Landes,
ocurrida esta mañana. Parece que se trata de un ataque al corazón. Su última
cena con el diablo diríase haber sido demasiado difícil de digerir.
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—Ah, monsieur le marquis —prosiguió el criado—. ¿Creéis propio que
un criado revele la confidencia de su dueño en su lecho de muerte?
—Dos luises harían que no haya mal alguno en ello —repuso Tromba,
riendo, a la vez que añadía una segunda moneda a la primera—. Pero
entiéndelo bien: lo que me cuentes ha de valer este dinero.
—Naturalmente, señor, Julien espera algo…
—Comparte el dinero con él, si así te place. —Como el criado todavía
vacilara, Tromba prosiguió con tono amenazador—: ¡Habla ya de una vez!
La Fleche cedió.
—Julien oyó muy poco. Parece que monsieur le comte dio un papel a la
condesa para que lo transmitiera al chevalier d’Amond. Dijo que provenía de
Prud’homme.
—Tiens! —exclamó Tromba, sorprendido.
—Parecía estar confuso, y algunas veces llamaba barón y otras Charles a
monsieur d’Amond. Madame le corrigió, pero dijo que se trataba del mismo
diablo y que le dejara tranquilo con los nombres. Al parecer, el papel
cancelaba alguna deuda. Julien no pudo entender bien esta última parte.
—¿Y después?
—Monsieur le comte pidió brandy, a pesar de que los médicos se lo
habían prohibido. Al negárselo madame, la obligó a que le diera la botella.
—¿Qué más?
—Julien dice que el señor conde desvariaba y hablaba de viejos
recuerdos, assez grossiers. Julien se sintió ofendido por la manera cómo
insultó a madame.
—¿Sobre qué?
—Acerca de su conducta. Le dijo que, excepto en cuanto a la edad de
ambos, constituían una pareja ideal.
—¿Mencionó mi nombre?
La Fleche se sintió embarazado.
—Habla tranquilamente.
—En tal caso… Creo que murió lamentando no haberos asesinado.
—¿Habló de alguien más?
—No. Pidió que le llevaran al loro, a «monsieur Coco». Madame hizo que
trajeran el pájaro y salió de la habitación. Monseñor acabó la botella. Luego
madame hizo llamar a un sacerdote.
—Voilá —dijo Tromba, entregando las monedas a La Flèche—. Si oyes
alguna otra cosa de interés, comunícamelo enseguida. Esta tarde dejaré mi
tarjeta en el hotel Des Landes. Supongo que madame no recibirá hoy.
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—No, monseñor. Ha dado instrucciones al portero para que presente sus
excusas a quienes fueren a visitarla. Os doy nuevamente las gracias,
monseñor…
Tromba no se ocupó de la rutina diaria, después de la partida del criado.
En lugar de ello, quedó pensando en el brillante futuro que la noticia recibida
le prometía. Amélie había enviudado y seguramente pensaría en volver a
casarse. Y después de todo…
¿Por qué no? El tiempo pasaba y se estaba volviendo más sensato, menos
inclinado al placer. Pronto sería un hombre de mediana edad. Amélie podría
ser una esposa ideal. Ninguna mujer coqueteara con él tanto tiempo,
haciéndose sentir siempre deseable. Además, la lotería resultó ser un buen
negocio. Podría entregarle unos magníficos beneficios, hacerse acreedor a su
gratitud y recobrar el dinero con el matrimonio.
Era casual, pensó mientras aspiraba un polvo de rapé, cómo en ciertas
ocasiones todo se combina para salir bien. El suicidio de Prud’homme le
había tenido sobre ascuas. Después de las noticias que La Flèche acababa de
traerle, podía ya respirar tranquilo. El asunto por el cual le pagara Richard
Hammond terminó inesperadamente.
El suicidio de Prud’homme no presentaba ningún misterio para él,
contrariamente a lo que sucedía a Sartines. Ambrose, su hombre de confianza,
había comprado a Prud’homme copias de las cartas que Choiseul dirigía a su
embajador en Madrid, durante los anteriores seis meses. Si bien dichas cartas
indicaban un acercamiento entre Francia y España, contra Inglaterra, no había
nada en ellas que pudiera servir a Mr. Pitt para probar la perfidia francesa.
Prud’homme había insinuado que una misiva con tal indicación se escribiría
algún día, y finalmente dijo que podría facilitar copia de la misma. Con dicho
motivo Ambrose, dos días antes, se dirigió al domicilio de Prud’homme en la
Rue Gallion, donde, en lugar de la carta que esperaba, encontró al secretario
desesperado.
El informe de Ambrose fue ciertamente aterrador. Al buscar la carta,
Prud’homme vio espantado que no estaba en su cartera, de donde debió de ser
sacada desde el momento en que saliera el día anterior del Palais Bourbon
hasta aquel instante. Prud’homme temió, al igual que Tromba y Ambrose, que
hubiera sido sustraída por algún agente de la policía puesto sobre su pista.
Quizá su amante, mademoiselle d’Argencourt, se había vendido a monsieur
de Sartines, o la desaparición fuera obra de otra persona. Ambrose huyó de
París apresuradamente antes de que se conociera la noticia del suicidio.
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Tromba, no muy confiado, había decidido esperar el curso de los
acontecimientos.
Estaba ya completamente tranquilo. Su ágil mente pronto estableció
relación entre Prud’homme, Argencourt, Des Landes y el papel entregado a
Amélie, para que lo transmitiera a Richard. Estaba claro que el viejo conde
trabajó independientemente. Después de todo, el documento estaba seguro y
el negocio había terminado. Ni la más refinada tortura lograría hacer hablar a
un cadáver.
Las personas que visitaron a Tromba aquel día le encontraron
extraordinariamente amable.
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Joseph permaneció inmutable, sin dejar traslucir lo que pensaba del
descuidado lacayo que había dejado tal evidencia a la vista.
—Sí, monseñor. Madame mandó llamar al chevalier d’Amond para tratar
de un asunto muy urgente. Es la única persona a quien ha recibido.
Tromba adivinó fácilmente que el asunto urgente se refería a la entrega de
la copia de la carta de Choiseul a Richard, sin demora alguna. Como él
estuviera mezclado en tal asunto de espionaje, sonrió benévolamente y echó
hacia atrás su capa.
—¡Ah, d’Amond! —dijo—. Tengo la seguridad de que si supieran que me
encuentro aquí, tanto madame como él querrían que me uniese a ellos.
Conozco la naturaleza de su asunto y seguramente podré serles útil.
—Pero, monseñor, mis órdenes…
—Si no se aplicaron a monsieur d’Amond, tampoco me conciernen. No te
preocupes, amigo Joseph.
Inclinándose bajo la mirada de Tromba, el criado tomó el sombrero, la
capa y el bastón que le alargaba. Eran muchas las propinas que recibiera del
marqués y conocía demasiado bien sus relaciones con madame para ofenderle
a sabiendas.
—Debo permanecer junto a la puerta. Permitid que llame a alguien para
que os anuncie, monseñor.
—Conozco bien el camino. Seguramente madame se encontrará en el
saloncito.
Sonriendo, Tromba ascendió al piso superior. Sería agradable comunicar
en aquel momento las buenas noticias acerca de la lotería a Amélie. Estaba
seguro de que las recibiría con agrado. A menos que ella o Richard hablaran
de haber recuperado la carta perdida, él no insinuaría siquiera que estaba
enterado por La Flèche. Pero seguramente se haría mención y, después de
felicitarse todos, el joven Hammond se despediría. Tromba decidió apurar
hasta el máximo la suerte de aquella jornada.
Siguió por el pasillo hasta la puerta del aposento que comunicaba con el
salón y llamó sin recibir contestación alguna. Después de llamar nuevamente,
abrió la puerta…
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A mélie y Richard no podían fingir entre ambos que deploraban la muerte
del conde Des Landes, pero la sombra de la muerte proyecta severidad
en la casa a la que llama y era imposible tomar el infausto suceso con
ligereza.
—Por lo menos, monsieur Des Landes murió tal como vivió. Era de una
sola pieza, y no como tú y yo. —Sacó el papel que el conde le entregara—.
Esta es la razón por la cual te he mandado llamar. Creo que hará tu fortuna,
mon cher. Mr. Pitt se sentirá complacido. Debiera estarlo. Ha costado varias
traiciones y un suicidio.
Al ver la conocida letra de Prud’homme, Richard comprendió
inmediatamente el valor de la carta. Significaba el rotundo éxito de su misión.
Era prueba definitiva de que, a la par que pedía la paz, Choiseul firmaba una
alianza de guerra con España, ya que en ella se contenían ofertas concretas al
rey de dicho país. Pitt podría ahora combatir con éxito a quienes querían la
paz a toda costa.
—Sí; Mr. Pitt se sentirá complacido —repuso Richard guardándose la
carta—. Estoy muy satisfecho, aunque deploro las complicaciones que se han
presentado.
—¿Sabes —preguntó Amélie— la recompensa que monsieur Des Landes
ofreció a la Argencourt por la sustracción de la carta? Todo ha sido arreglado
a través del duque de Richelieu. Bailará en el Pare aux Cerfs, privadamente
para el rey. ¡Y pensar que llaman a míster Pitt el conquistador de Francia!
¿Crees que ha tenido mucho que ver en este asunto? Pero supongo que pronto
partirás de París para recoger tus laureles en St. Jame’s Square.
—Demoraré mi partida cuanto me sea posible —repuso él—. Deberías
saberlo. Naturalmente, he de aguardar instrucciones, y no espero que lleguen
antes de un mes. —Hizo una ligera pausa y miró admirativamente a Amélie
—. Parbleu, estás adorable vestida de negro y con el cabello sin empolvar.
¿Cuánto tiempo llevarás luto?
—La regla es llevarlo un año y seis semanas —contestó ella—. Durante
cuatro meses y medio, vestidos de etamina; cuatro meses y medio más,
crespón y lana; tres meses de gasa y seda, y seis semanas de medio luto. Pero
ya sabes cuánto me importan las reglas, por lo menos en privado. —Movió
coquetonamente la falda dejando ver durante un instante una liga roja con
hebilla de diamantes—. No tengo tus sencillos gustos. Adoro el color. ¿Y qué
haré cuando hayas partido?
—Estamos de acuerdo acerca de ello —replicó—. Ya me lo has
prometido. ¿Quieres, acaso, que vuelva a rogarte?
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—No… Creo que no. —Estaban junto a la ventana abierta en el grueso
muro, que daba al jardín. Richard la enlazaba por la cintura y ella se apoyaba
en él—. ¿Te acuerdas? Estábamos en este mismo sitio cuando me lo pediste.
Pero esto era en agosto y todo había florecido. Ya he olvidado lo que dije.
—Alguna tontería —repuso él, ciñéndola más fuertemente—. Lo cierto es
que me aceptaste.
—No —replicó ella—; no lo he olvidado. Te dije que cometería una
estupidez si no me casaba contigo, pero que tú la cometerías mayor al
aceptarme. No bromeo, Richard. ¿No ves cuán cierto es?
—¿No ves cuán tonto es lo que dices? —arguyó él.
—No. Es la verdad, pero te niegas a aceptarlo. Yo contraería matrimonio
con el honorable Richard Hammond, a quien amo, favorito de Mr. Pitt,
señalado para el servicio diplomático, hijo del rico lord Marny, que me ofrece
una dote de veinte mil libras. Pero tú te unirías a tu amante, a la que conoces
mejor que a tus propios guantes, mujer sin escrúpulos que no tiene la menor
intención de corregirse y que ni siquiera podría prometer guardarte fidelidad.
No me digas que todo ello no es cierto.
—Falta una cosa —replicó él—. Que te amo.
—Quizá monsieur Des Landes tenía razón al confundirte con su viejo
amigo —prosiguió la dama, mirándole a los ojos—. En ciertas ocasiones
poseía una gran agudeza. Dijo varias veces que tú y yo habíamos nacido el
uno para el otro. Entonces no quise creerlo. Pero has cambiado, Richard.
Estoy contenta porque, de esa manera, quizá soy la esposa indicada para ti.
Richard la besó.
—Ahora hablas sensatamente, amor mío. Nos casaremos en Holanda la
próxima primavera, lord Marny…
Quizá fue un ligero ruido, o acaso su instinto, lo que le hizo mirar hacia la
puerta. Al volverse, vieron ante ellos a Marcello Tromba.
Estaba a unos dos pasos de distancia, mirándoles con ojos afilados como
dagas, y con una mano en el puño de la espada. Tenía tan amenazador
aspecto, que Richard, sin tiempo para sorprenderse, dio un paso hacia delante.
El frío silencio duró solamente un instante. Tromba sonrió. Aflojó la
mano y sus ojos se hicieron más humanos, aunque sin ocultar su expresión de
ira. Hizo una inclinación de cabeza quizá más profunda que de costumbre.
—Al parecer… —empezó.
Amélie quiso quitarle la ventaja de poder ser el primero en hablar.
—Al parecer habéis olvidado la costumbre de llamar a las puertas,
Marcello —exclamó airada.
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—De ninguna manera, madonna —repuso él gentilmente. Richard le
había oído hablar en otra ocasión en el mismo tono de voz—. En realidad,
llamó dos veces. ¿No os parece natural que, al comprobar que no me habíais
oído, quisiera reunirme con dos viejos amigos? Pido humildemente perdón
por haberos asustado, madonna.
La reiteración de la palabra italiana dio un extraño ritmo felino a la voz.
Amélie, acostumbrada a leer en la cara de los hombres, leyó en la de
Tromba lo que se proponía. Ni la astucia ni la coquetería iban a servir de
nada. Se habían roto las hostilidades.
—Nada importa. Sois siempre bienvenido, incluso cuando doy órdenes de
no admitir a nadie, o cuando tengo asuntos que tratar que no os conciernen.
Tromba no aceptó la defensiva.
—Os doy las gracias, madonna. Me habéis animado siempre a creer ser
bien recibido. En cuanto a las órdenes de que habláis, cuando me enteré de
que el joven Richard —dio cierta inflexión a su voz al pronunciar la palabra
«joven»— estaba con vos, se me ocurrió pensar que los asuntos que
seguramente estaríais tratando también podían concernirme. Hemos
colaborado todos en cierto delicado asunto. ¿Estoy equivocado, Richard?
Hasta aquel momento había jugado sus cartas fríamente. ¡Lástima que la
pasión se hubiera apoderado de él durante un momento y hubiera dejado ver
su juego!
—Me ha llegado la noticia de que la virtuosa mademoiselle d’Argencourt
y vuestro llorado esposo, madonna, estuvieron juntos la noche siguiente al
suicidio de monsieur Prud’homme. Cierto papel de gran importancia se perdió
y no pude dejar de preguntarme si había sido encontrado. Pensé detenerme un
instante para averiguar algo acerca de ello.
Richard conocía demasiado bien a Tromba para subestimar el peligro.
Pero los tiempos habían cambiado, no era ya el novato de dos años antes y
podía hacer frente a cualquier desafío con absoluta igualdad de condiciones.
—Está bien, Marcello —dijo—. Sólo que, como habéis podido observar,
tratábamos de algo muy distinto. Me complace anunciaros lo que quizá no
oísteis bien. Madame Des Landes ha consentido en casarse conmigo. Siento
verdadero placer en que, como viejo amigo nuestro, seáis el primero en
conocer la noticia.
—Y quiero ser también el primero en felicitaros —replicó Tromba,
inclinándose, más meloso que nunca—. No puede haber mejor manera de
reparar la pérdida de un esposo, aunque el entierro de aquél no se haya
todavía celebrado. ¡Sutil madonna! ¡Inteligente Richard! Imagino que este
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encantador anuncio ha tenido un largo e íntimo preludio. ¡El diablo me lleve!
Y, entretanto, me mantenía de esperanzas. Si hace un instante no he podido
contener la sorpresa, ello es muestra de mi simpleza y de vuestra finura. Ma
foi, no puedo expresar adecuadamente mi admiración.
Sonrió a uno y a otro. El tigre que en él había ignoraba aún la forma de
atacar. Su orgullo herido era capaz de obligarle a cualquier cosa.
—Viniendo de persona de gran experiencia como vos —dijo Richard, con
tacto—, tal elogio es admirable. Tenéis tantos triunfos en vuestro haber, que
podéis permitiros ser generoso. Estoy seguro de que madame Des Landes
aprecia vuestras felicitaciones tanto como yo.
—Por lo menos tienen el mérito de ser sinceras, muchacho —repuso
Tromba, arqueando las cejas—. Nos conocemos muy bien. Me satisface haber
tomado parte en vuestra educación. Por ello vuestro triunfo sobre mí ha de
halagarme doblemente. Permitidme predeciros una brillante carrera si vivís lo
suficiente como para ejercitar vuestros talentos. La incertidumbre de la vida
es lo único que debe preocuparos.
Si esas palabras insinuaban un duelo, pensó Richard, sería preferible
hablar claro. En la salle d’armes que frecuentaban se había demostrado que
existía poca diferencia en la habilidad de ambos.
—Sí —asintió—. No debe olvidarse ese interesante aspecto de la
cuestión. Sin embargo, la línea de la vida en mi mano aparece muy larga. ¿Y
la vuestra, Marcello?
—La mía es corta —repuso el otro, abriendo la palma—. No me importa
mucho. Pero, puesto que hemos cambiado ya los cumplidos de rigor, ¿puedo
insistir acerca del documento perdido? ¿Acerté al suponer que el papel ha
sido encontrado? Creo, Richard, que lo mucho que he intervenido en vuestro
asunto me permite esperar una contestación.
Amélie no aguardó a que Richard respondiera.
—Claro que tenéis derecho a saberlo, Marcello. Si el documento de que
habláis hubiera sido encontrado, nos hubiéramos apresurado a ponerlo en
vuestro conocimiento. Sin embargo, no alcanzo a comprender por qué creéis
que ha ocurrido así.
—Hice la pregunta a Richard, madonna. Me será más fácil obtener la
verdad de él. Es muy discreto, pero carece de vuestro savoir faire.
—¿Pretendéis insultarme?
—Al contrario, señora. Mis palabras constituyen un elogio. ¿Queréis
contestarme, querido amigo?
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Si Tromba esperaba averiguar algo por la expresión de Richard, se sintió
defraudado.
El joven tenía aspecto de profundo asombro.
—No puedo contestaros otra cosa que lo que os ha dicho madame Des
Landes, Marcello. ¿Sugerís que el conde Des Landes robó el documento?
Por un instante, la pasión reprimida de Tromba sacudió a éste. Luego
encogiose de hombros.
—No, pero sugiero que quizá se encuentre en malas manos. Se trata de un
documento muy peligroso. Quería cerciorarme de ello para mi propia
tranquilidad. Cada uno de por sí. Esa ha sido siempre mi costumbre. Por
tanto, mes chers amis, os dejo para que habléis tranquilamente de vuestro
futuro. Mis más sinceras excusas por la interrupción.
—Aguardad un instante —dijo Amélie, con su habitual tranquilidad—.
Espero que me deis buenas noticias de la lotería, Marcello.
Dispuesto ya a partir, Tromba se volvió.
—Es cierto; lo había olvidado. Hablaremos de ello en otra ocasión. Quizá
se presenten algunas dificultades, cara madonna.
La puerta se cerró tras él. Oyeron sus pasos alejándose por el pasillo.
La cara no maquillada de Amélie se ruborizó y su mirada tornose airada.
—¡Bandido! —exclamó—. Nos tiene en sus manos sin necesidad de
admitir nada. Está enterado del hallazgo del documento y no es difícil
imaginar cómo lo consiguió. Nous verrons, monsieur Tromba! Creo conocer
vuestro juego. Ya veremos quién gana la última partida. No perdamos un
momento, Richard. Entrégame la carta.
—¿Para qué? —preguntó él abriendo la cartera y entregándosela—. ¿A
qué partida te refieres? No puede hacer otra cosa que retarme a un duelo, y no
le tengo miedo alguno.
—No es tonto —repuso Amélie con voz fría. Atravesó la habitación
dirigiéndose a un escritorio, escogió una pluma de ave, y probó la punta en el
dedo—. No se contentará con arriesgar su propia vida. Nos denunciará a la
policía.
—Olvidas que tengo en mi poder sus recibos por el dinero que le he
entregado.
—De nada nos servirán si se convierte en testigo del rey. Monsieur de
Sartines nos considera mejor presa que Tromba. Hemos de llegar al Châtelet
antes que él.
Copiaba apresuradamente la carta.
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—Me alegrará que puedas leer mi letra. De todas maneras, hubieras
debido copiar el documento en papel más fino… ¡Ya está! —Echó arenilla
apresuradamente para secarlo y se lo entregó—. Toma. Yo me quedaré con el
original.
—No comprendo…
—Debes de ser algo tonto, mon cher Noiraud. Olvidas que soy también
espía francesa y que tengo la confianza del gobierno de dicho país. Debo ver
inmediatamente a monsieur de Sartines y entregarle este documento. Una vez
lo haya hecho, deja que Tromba nos denuncie. Reiremos más que él. Aunque
no se trata solamente de reír, porque entregaré aún otra carta a monsieur de
Sartines.
Abrió el escritorio, quitó un cajón y, evidentemente, debió de tocar algún
resorte escondido, porque al retirar la mano tenía en ella una hoja de papel.
—Esta es una de las ventajas de haber complacido al rey.
Tratábase de una lettre de cachet en blanco, firmada Louis R, y en la que
se ordenaba el arresto inmediato y el confinamiento en la Bastilla; a
disposición del rey, de la persona cuyo nombre no se indicaba.
Mojó la pluma en el tintero y escribió claramente Marcello Tromba.
—Su majestad tiene cierto sentido del humor —le explicó—. Logré que
me entregara esta orden para usarla contra monsieur Des Landes, pero decidí
no hacerlo. Nuestro furioso amigo tendrá sobrado para apaciguar su
acaloramiento. —Le miró radiantemente encantadora—. Esta es la última
partida, Richard. Ya sabéis qué clase de esposa tendréis. Y ahora, al Châtelet.
A bientôt, mon coeur!
Tiró del cordón de la campanilla y ordenó fuera inmediatamente
preparado el coche.
LXIII
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aquellos momentos se habían adueñado de él hubieran podido ser vistas, se
habría originado una gran conmoción en las tranquilas calles del Faubourg
Saint-Germain.
Al llegar a su domicilio, ordenó al cochero que aguardara y subió las
escaleras hasta su alojamiento. Una vez cerrada la puerta de su escritorio,
paseó aguadamente arriba y abajo, haciendo algunas pausas para contemplar,
al parecer, los dibujos de las alfombras o para tocar algún objeto de la mesa.
Se detuvo un momento para abrir una caja que contenía dos pequeñas pistolas
y, escogiendo una, empleó un minuto en cargarla. Cuando hubo terminado
dicha operación, dejó el arma encima de la mesa y prosiguió sus
meditaciones.
Finalmente, asintió con la cabeza, como si tomara una decisión y guardó
la pistola en un bolsillo. Se puso la capa y el sombrero, y, descendiendo las
escaleras, se dirigió nuevamente a su coche. Estaba tan obcecado que no se le
ocurrió dar una dirección cualquiera y rectificarla después. Un al parecer
paseante oyó las palabras: «Hôtel de Louxembourg, Rue des Petfts-
Augustins» y, cuando el coche hubo partido, se dirigió apresuradamente al
sitio indicado a través de estrechas callejuelas que acortaban el camino.
Después de una acelerada carrera, el hombre llegó a una librería frente al
hotel, y cuando el coche llegó examinaba los títulos de los libros expuestos en
el escaparate. Tromba apeose y despidió al vehículo. Unos momentos
después, l’Esprit, criado del chevalier d’Amond, salió del hotel con el
sombrero puesto y dirigiose hacia el Quai Malaquais, donde el hombre que
contemplaba los títulos de los libros se le unió.
—¿Qué sucede, l’Esprit?
—Monsieur d’Amond no ha regresado todavía —repuso el interpelado
encogiéndose de hombros—, pero el marqués de Tromba me ha traído un
mensaje suyo para que recoja una casaca que encargó en casa André, en la
Rue Saint-Honoré. Tromba ha quedado esperándole.
—¿Así, pues, vas allí?
—Claro. No pude negarme a salir, a pesar de que mi trabajo es vigilar al
chevalier d’Amond y no cumplir recados tontos. Está claro que monsieur de
Tromba quiere hablarle en privado. Debo saber en qué momento regresa el
maître y cuánto tiempo permanecen juntos.
El otro se rascó la barbilla. Ocupaba un puesto más alto en el servicio
secreto y podía dar órdenes a l’Esprit.
—Yo me encargaré de ello. Informa inmediatamente al jefe y regresa.
Desde esta mañana, monsieur de Marais tiene tanto interés en monsieur de
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Tromba como en el caballero. Quiere saber en todo momento dónde
encontrarle. A monsieur de Marais le interesa la noticia de que en estos
momentos se encuentra en el alojamiento de d’Amond.
Después el agente volvió a la librería, entró en ella y examinó varios
volúmenes, aun cuando frecuentemente miraba a través de la ventana.
Entretanto, Tromba, escuchando para saber el momento en que el coche
de d’Amond llegaría al hotel, registró rápida y minuciosamente las
habitaciones. Un punto débil en su caso lo constituían los recibos que había
firmado por el dinero con el que se sobornó a Prud’homme. Tromba había de
recobrar tales recibos fuera como fuere. No esperaba encontrarlos, por cuanto
Richard no ignoraba que los hombres de monsieur Sartines registraban
periódicamente su alojamiento. Era natural que los tuviera bien escondidos.
Pero no descartaba la posibilidad de hallar algo importante y quiso aprovechar
la ocasión.
En realidad, disponía de mucho tiempo, demasiado quizá. Se sintió
inquieto ante el posible retorno de l’Esprit del falso recado a que le mandara.
Había pensado, acertadamente, que Richard no regresaría a su alojamiento
inmediatamente después de dejar a Amélie. Tal cosa hubiera extrañado a los
agentes que Richard sabía le vigilaban. Su visita al hotel Des Landes había de
parecer casual, como una más de las acostumbradas visitas diarias. Pero no
tardaría demasiado en regresar. Tendría prisa por dar curso al papel que
Amélie le habría entregado. Empezó a dudar de la bondad de su retroceder y
se dio cuenta de haber obrado demasiado impulsivamente. Al llegar estaba
dispuesto a todo menos a dejar de ver a Richard. Ahora debería buscar otro
sistema.
El registro no dio resultado alguno. Quizá fuera mejor retirarme y dar el
golpe por la noche. Pero muchas cosas dependían de ver a Richard
inmediatamente, antes de que…
Un coche se detuvo ante el hotel. Al mirar por la ventana, vio a Richard
apearse. Sonriendo satisfecho, se escondió detrás de una puerta abierta que
daba a la habitación contigua. Si la puerta le escondía, tanto mejor; de lo
contrario, estaba preparado. Sacó la pistola del bolsillo y esperó.
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Choiseul en el fino papel que utilizaba en su correspondencia secreta con
Inglaterra y, tras esconderlo en la tabaquera, dirigirse hacia la «Civette» y
hacer que la llenaran de rapé. Después podría descansar. Su trabajo en París
habría terminado. En cuanto al incidente en el hotel Des Landes, hubíerase
sentido apenado por Tromba, de haber sido este último persona de quien
pudiera uno compadecerse.
No le sorprendió encontrar sus habitaciones vacías y que l’Esprit estuviera
ausente. Se trataba de un buen criado, pero acostumbraba a desaparecer de
improviso. Richard atribuía tales ausencias al servicio de monsieur de
Sartines. En tal ocasión le complugo que así fuera, por cuanto, de lo contrario,
hubiera debido buscar alguna excusa para alejarle. Después de echar una
rápida ojeada a las habitaciones, cerró con llave la puerta de entrada, se sentó
al escritorio y estudió la copia que Amélie hiciera de la carta, examinándola
frase por frase.
Ciertamente, Mr. Pitt tendría lo que necesitaba. Como de costumbre, iba
dirigida al marqués d’Ossun, en Madrid. Un fragmento decía: «La situación
es extremadamente grave y sólo puede ser remediada con medidas violentas.
La que voy a proponer sería un fuerte golpe para Inglaterra: atacar Portugal.
Tal reino puede ser considerado como una colonia inglesa y, por tanto,
enemigo de Francia. Además, nuestro rey tiene graves motivos para sentirse
disgustado con el rey de Portugal.
»Considerando esto y también la necesidad de atacar los intereses de
Inglaterra en otras partes, proponemos con gran secreto a su católica majestad
que nos comunique si desea ayudarnos en la conquista de Portugal y el Brasil,
hasta llegar a la destrucción de dicho poder político y su completa absorción
por España. De aprobar su católica majestad esta idea, nada más fácil que
llevarla a la práctica, si los planes son mantenidos en secreto. El rey de
Francia facilitaría quince mil hombres, que cruzarían España para atacar
Portugal, además de los navíos de guerra que su católica majestad juzgara
necesarios para la rápida conquista de Brasil…
»Otra proposición podría ser invitar a Holanda a que se uniera a Francia y
España…».
Una voz inesperada se dejó oír al otro lado del escritorio.
—Es un documento muy interesante, por lo visto.
Richard levantó la cabeza, viendo a Tromba inclinado sobre él.
El rostro del napolitano se contrajo burlonamente y en sus labios apareció
una ligera sonrisa. Solamente la fijeza de su mirada revelaba la agitación que
sentía.
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—Ciertas habilidades son en ocasiones muy útiles —prosiguió—. Por
ejemplo, la capacidad de leer la escritura al revés. Además, me parece
conocer ese carácter de letra. Por Dios que no esperaba tener tanta suerte. El
documento es en verdad importante, tanto que podría costar la cabeza de
vuestra futura esposa, amigo mío.
—Parece que poseéis el poder de los fantasmas, Marcello —Richard,
tratando de ganar tiempo—. Nunca me enseñasteis a cruzar una puerta
cerrada.
Tromba seguía sonriendo.
—No es muy difícil deshacerse de vuestro criado y aguardar vuestra
llegada. Dadme ese papel. También quiero los recibos que os entregué. No
tenemos mucho tiempo antes de que regrese vuestro criado. Apresuraos.
Estaba completamente claro para Richard que, si bien hubiera sido un
grave contratiempo entregar a Tromba la carta original de Prud’homme,
infinitamente peor sería darle la copia escrita por Amélie. Si la policía se
apoderaba de ello, significaba nada menos que la condena a muerte de la
dama. Apresuradamente la metió en el bolsillo.
—Ni el documento ni los recibos, Marcello. ¿Cómo os proponéis
obtenerlos?
—Permaneced sentado —dijo Tromba, mostrando los dientes—. No os
mováis. Me propongo obtenerlos de esta manera. —De forma misteriosa una
pistola apareció en su mano. Al mismo tiempo levantó el percutor—. Pensad
con rapidez. No vacilaré en volaros la tapa de los sesos, sin que me importe lo
que después pueda sucederme. No imagináis que vuestra muerte pudiera
beneficiar a Amélie. La carta seguiría escrita por su mano.
—¿Puedo preguntaros qué pensáis hacer con tales documentos? —
preguntó Richard, sin separar los ojos de la pistola que le encañonaba.
—Sí. Pretendo obtener un buen precio por ellos.
—¿Cuál?
—En primer lugar, madame Des Landes, y, en segundo lugar, tanto dinero
como se me antoje pediros. Os he dicho que pensarais rápidamente. No tenéis
sino una vida. En el mundo hay otras mujeres; tenéis, por ejemplo, la pequeña
Venier. Sois rico. Ahora, entregadme la carta.
La mano permanecía inmóvil. En el estado de ánimo en que se
encontraba, Tromba no vacilaría. Sin saberlo, acababa de inutilizar la lettre de
cachet.
—Sed razonable, Marcello. Podemos llegar a un acuerdo acerca del
dinero. En cuanto a madame Des Landes, es ella quien debe decidir.
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—Lo hará rápidamente.
—Pero, escuchad…
—Cuento hasta diez y ya he empezado a hacerlo —repuso Tromba.
Richard miraba fijamente la boca de la pistola a tres pies de distancia, con
las manos apoyadas en el borde del escritorio.
—Nueve —dijo Tromba.
Quizá fuera instinto, o acaso Richard leyó el pensamiento de su
adversario, pero agachándose rápidamente, levantó la mesa y la puso a modo
de escudo protector, coincidiendo con el movimiento que hizo el dedo de
Tromba al apretar el gatillo. La bala astilló el borde de la mesa, a una pulgada
de distancia de la cabeza de Richard. El ruido del disparo atronó la habitación.
Tromba cogió la pistola por el cañón y trató de golpear a la figura escondida
detrás de la mesa. Richard pudo esquivar el golpe, así como otro que
rápidamente siguió al primero. Richard se levantó y quedó fuera del alcance
de Tromba.
—A menos que tengáis otra pistola, Marcell… —dijo.
Tromba soltó una imprecación y rodeó la mesa tratando de golpear a su
adversario, pero Richard le cogió de la muñeca, apretándole fuertemente a la
vez la cintura. Sin embargo, el ímpetu del ataque de Tromba llevó a ambos
hombres tambaleando contra la pared. Por un instante, permanecieron
inmóviles, las igualadas fuerzas contrarrestándose, mientras el más joven
luchaba por su vida y el aventurero buscaba solamente satisfacer su venganza.
En tal clase de lucha, era posible que la experiencia de Tromba resultara
triunfante.
Dejó caer la ya inútil pistola y, con un rápido movimiento, logró desasirse.
Luego, mientras Richard trataba nuevamente de cogerle, disparó el puño
contra su mandíbula.
La pared evitó que Richard cayera. Entonces Tromba desenvainó la
espada.
—Acabaré con vos, aunque sea la última cosa que haga —dijo, rabioso.
De haberle sido posible, Richard no hubiera tenido tiempo de desenvainar
a su vez. La fuerza del golpe le había atontado momentáneamente y sólo veía
en forma vaga a Tromba amenazándole con la espada.
Y en aquel momento sucedió lo increíble.
Alguien, por detrás, inmovilizó los brazos de Tromba. Dos personas más
y el criado l’Esprit se unieron al primero. Los recién llegados se enfrentaban a
un tigre y, por un momento, pareció como si Tromba pudiera deshacerse de
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ellos. Por fin, quedó desarmado, permaneciendo sujeto por dos hombres. Ni
siquiera la repetición de la orden ¡En nombre del rey! logró aquietarle.
Mientras Richard y Tromba luchaban, la puerta había sido abierta con una
llave maestra, sin que ninguno de los dos contendientes se apercibiera.
Tromba pudo, finalmente, calmarse algo.
—¿En el nombre del rey, decís? ¿Qué significa esto? —gritó.
—Significa —repuso un hombre de aspecto vulgar— que os encontráis
arrestado, señor marqués.
—¿Quién diantre sois vos?
—Jean Marais, inspector del Ministerio de Policía, a vuestro servicio,
señor.
La suave contestación fue más sarcástica que atenta.
—Entonces, por amor del cielo, soltadme y detened, en cambio, a ese
individuo —repuso Tromba, mirando a Richard, que había recobrado ya su
compostura—. ¡Es un espía inglés y yo vine a detenerle!
—Y el detenido habéis resultado vos —dijo Marais—. ¡Qué curioso!
—No lo encontraréis tan curioso cuando informe a su majestad de vuestra
estupidez.
—Servíos hacerlo —replicó Marais—, si os es posible, desde una celda en
la Bastilla. Podéis indicarle a su majestad que mi estupidez ha consistido en
cumplimentar sus órdenes personales.
—¿Las órdenes del rey? ¡Estáis loco!
—Si yo lo estoy, también debe de estarlo monsieur de Sartines, que nene
una lettre de cachet con vuestro nombre, firmada por su majestad.
—Pero… ¡que el diablo me lleve! ¿Por qué motivos?
—El rey no tiene por qué explicaros sus razones. —Marais contempló la
desordenada habitación, olió el acre olor de la pólvora y vio la desenvainada
espada de Tromba en mano de uno de los guardias—. Creo que a su majestad
no le gustan los asesinos celosos y que quiere prevenir sus crímenes, habiendo
llegado a conocer su identidad por cierta noble dama a su servicio. Mis
palabras no son sino una sugerencia. Quizá haya tenido otras razones.
Conociendo a Amélie, Richard reconstruyó perfectamente su entrevista
con de Sartines. Gozaría más que nunca de la confianza del ministro tras
haberle entregado la copia de la carta de Choiseul. Habría dicho que la
recuperó después de la muerte de su esposo. Quizá insinuara el antagonismo
del difunto para con el duque. Después debió haber presentado la lettre de
cacheta alegando que Tromba había descubierto sus citas con d’Amond en
Passy y que estaba locamente celoso. Quizá hizo algunas otras insinuaciones.
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Tromba no mejoraría su caso demostrando saber demasiado acerca de
documentos robados.
—Ya veis, Marcello, que la dama ha decidido por sí misma —dijo
Richard sonriendo.
—¡Pido justicia! —gritó Tromba—. ¡Registrad a ese individuo! Os
digo…
Calló a tiempo. Un resto de prudencia le hizo cerrar la boca. De la Bastilla
podía salirse, pero ningún espía podía escapar a la muerte. La venganza era
muy dulce, pero no vaha la pena arriesgar la propia vida.
—¿Por qué hemos de registrarle? —preguntó Marais.
Tromba permaneció callado. Luego miró a Richard cuando éste habló.
—A vuestras órdenes, monsieur Marais. —La carta estaba en un bolsillo
secreto en la parte trasera de la casaca y no era fácil fuera encontrada—. Si
tenéis alguna duda…
—Ninguna, monsieur le chevalier —repuso, inclinándose—, a menos que
el preso quiera hablar más claramente. Ignoro si sabrá algo de cierta misiva
robada al fallecido monsieur Prud’homme, que se encuentra ya en manos de
monsieur de Sartines.
El golpe que Richard recibiera en la mandíbula no fue menos fuerte que el
efecto que las palabras de Marais causaron en Tromba. Miró asombrado a
Richard y a Marais.
—¡Diantre! —murmuró admirativamente.
—¿Eh? —dijo el inspector—. ¿Sabéis algo de ello?
Tromba negó con la cabeza.
—¿Por qué había de saber acerca de una carta robada?
—Muy bien, monsieur le marquis —dijo el policía sonriendo al
pronunciar el título—. Servíos venir.
La máscara cubrió nuevamente las facciones de Tromba.
—Adiós, amigo mío —dijo—. Estoy convencido de que la Bastilla me
libra de un fin mucho peor. Os lo cedo. Comunicádselo así a la dama.
Gran’Dio! ¡Qué mujer!
Al quedar solo con l’Esprit, Richard pensó que la ocasión bien merecía un
polvo de rapé y lo aspiró con gusto. Pero al ver la tabaquera recordó su
inacabado negocio. Quizá Tromba decidiera hablar; no había tiempo que
perder.
Mandó al criado a una farmacia en busca de ungüento para curarse la
barbilla y aprovechó la ausencia de l’Esprit para copiar y destruir el papel
escrito por Amélie, añadiendo unas frases personales para lord Marny.
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Aquella noche acudió a la Opera y dejó la tabaquera en la «Civette» para que
se la llenaran.
LXIV
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—De tu regreso como hombre de mundo, mon cher. Además, de cierta
conversación reciente que tuve con el marqués de Chabrillan…
Aunque oficialmente retirada del mundo mientras durara el luto por la
muerte de su esposo, Amélie no había sacrificado el placer a la aflicción.
Ciertamente no recibía en el enlutado salón, pero agasajaba a algunos íntimos
amigos en cenas discretas u organizaba pequeñas partidas de juego en los
saloncitos familiares del hotel. Ciertos admiradores estaban presentes durante
su tocado mañanero y le llevaban los últimos chismes de París. Hubiera sido
escandaloso dejarse ver en los palcos de los teatros, pero siempre se
encontraban disponibles algunos provistos de una discreta reja. En realidad,
se divertía demasiado para tranquilidad de Richard, que empezaba ya a mirar
con disgusto al joven marqués de Chabrillan.
—¿Acerca de qué? —preguntó, tratando de parecer indiferente.
—Con toda franqueza, Noiraud, creo que monsieur de Chabrillan se me
habría declarado a no ser por las ventajas materiales propuestas por lord
Marny.
—Supongo que no le habrás informado de nuestras relaciones —prosiguió
Richard con el mismo tono casual.
—Naturalmente que no. Nada podría ser más peligroso hasta que cruce la
frontera y me reúna contigo en Holanda la próxima primavera. Estábamos de
acuerdo…
—No me refiero a esto, sino a nuestras relaciones como amantes. Lo que
sabe monsieur de Sartine, quizá también lo sepa Chabrillan, o el conde de
Coigny, el conde de Tessè, el marqués de Monteynard y los demás adoradores
que han dejado de temer las garras de Tromba.
—Vamos, Richard —dijo ella—. Te has portado muy bien hasta ahora.
No importa lo que sientas, Richard, sonríe siempre. Es la esencia de la buena
educación. Si quieres proclamarte mi amante preferido, hazlo; no te
contradiré. Pero no quisiera que lo hicieras. Dentro de pocos días partirás.
¿Qué será de mí durante los largos meses que faltan hasta la primavera? Los
caballeros a quienes has mencionado son muy galantes. Yo no puedo resistir
la soledad.
Sus ojos se contrajeron en burlón enfado, pero enseguida volvieron a su
adorable color azul. Sonrió arrugando ligeramente la nariz. Richard la
encontró, como siempre, irresistible. Había que aceptarla tal como era. El
joven no pudo evitar un suspiro.
—Bromeáis, m’amour.
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—Claro que bromeo —replicó ella—, pero tú me obligas a ello. Quisiera
que alejara a los hombres, excepto tú, que serías la pièce de résistance. Es por
ello que el matrimonio puede llegar a ser tan desagradable. Un gourmet como
yo no puede aceptarlo así. Necesito mis hors d’oeuvres, mis enfríes, salades
et desserts. Quisiera que dejaras de confundir tales tonterías con el amor.
—Estoy tratando de hacerlo —repuso él, sonriendo.
—Lo lograrás —aseguró la dama—. Después de todo, me enamoré de ti
precisamente por ser como eres. ¡A veces me contradigo!
Había adquirido un perrito faldero parecido a una bola perfumada, al que
levantó para dar un beso.
—Pas vrai, Tonton? Que ta petite maman est drôle! Ah, salaud.
El perrito, al ser dejado en el suelo, correteó por el piso y miró bostezando
a «monsieur Coco», que le dejó caer una semilla.
—No te he dicho que tengo noticias de Marcello desde la Bastilla —dijo
Amélie—. Le mandé varios libros junto con una carta en la cual le insinuaba
que cuanto antes pagara lo que me debía de la lotería, antes recobraría la
libertad. Al parecer, mi parte asciende a treinta mil libras francesas. Pero me
contestó: primero la libertad y después el dinero. Me parece que no confía
mucho en mí. Dicen que está bastante calmado y que escribe sus memorias.
Creo que han de ser muy interesantes.
—¿Cómo te las arreglarás para obtener su libertad?
—Es muy fácil. Una vez hayas partido la pediré al rey. Antes veré a
Marcello y llegaremos a un acuerdo. Habrás de dejarme los recibos que firmó
por el dinero recibido. Es bueno tener siempre alguna ventaja sobre él. Si no
me da mis treinta mil libras, dejaré que se pudra en la cárcel. —Se volvió
hacia un criado que apareció a la puerta—: ¿Qué quieres?
—La joven de la Opera, mademoiselle Venier, a quien madame ha
recibido en varias ocasiones, ha llegado. ¿Deseáis verla, señora?
—Naturalmente —dijo Amélie sonriendo a Richard.
—Va acompañada de un perro enorme. Quizá sería conveniente abajo, a
causa de «monsieur Tonton» —prosiguió el criado.
—De ninguna manera. No podemos rechazar a los perros de las personas
que nos visitan. «Tonton» debe adquirir savoir-faire.
—Como la señora desee.
Amélie se puso rápidamente un vestido negro y se cubrió el cabello con
un pañuelo de crespón.
—Hay que guardar las apariencias —dijo— y procurar no causar una
mala impresión a la muchacha. ¿Qué la inducirá a visitarme?
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Richard también se lo preguntó. Durante los últimos meses Amélie
continuó favoreciendo a Maritza con pequeños favores, dejando caer alguna
que otra palabra en los oídos de los directores Rebel y Francoeur o hablando a
personas influyentes. Ella y Richard habían, en algunas ocasiones, hablado
del futuro de Maritza en la Ópera, en cuyo futuro Amélie no confiaba mucho
a causa de mademoiselle Allard. La visita de Maritza significaba que algo
fuera de lo corriente debía suceder.
Pensando en ello, Richard no estaba preparado para la impresión que
Maritza le causaría al penetrar en el salón azul y oro.
Estaba evidentemente del mejor humor. Aunque hablaba algo de francés,
prefería siempre utilizar el italiano con Amélie.
—Contessina cara —dijo, después de hacer una apresurada reverencia—,
no podía esperar… —Vio a Richard—. ¡Vos! —exclamó—. Acabo de pasar
por vuestro alojamiento y el criado me dijo que seguramente estaríais aquí. —
Miró nuevamente a Amélie—. Storia, no pude esperar a daros la buena
noticia. Pensad. Mañana por la noche… «¡Bapi!» —exclamó dirigiéndose al
perro—. Ah, madeletto!
La reacción de «monsieur Tonton» al ver a «Bapi» no fue favorable. Le
disgustó el mal olor del intruso y su pobre aspecto. Los lánguidos ojos del
faldero se animaron. Estaba acostumbrado al olor jazmín y violeta y
encontraba insufrible al vulgar can. Por su parte, «Bapi» se preguntaba qué
podría ser aquella bola animada y se acercó curiosamente. No olía ni a perro,
ni a gato. Le pareció percibir finalmente cierto lejano olor a lo primero. Pero
cuando le aplicó la nariz, la bola perfumada ya no pudo aguantar más. Un
aristócrata podía sentirse obligado a tolerar el hedor de un plebeyo, pero
nunca su honor le permitiría condescender a ciertas familiaridades. «Tonton»,
sin fijarse en nada más, desenvainó su espada, pero inmediatamente se
encontró bajo una de las patas de «Bapi».
Fue en aquel momento cuando Maritza gritó: «Maledetto!» Amélie cogió
al bravo «Tonton» en el refugio de sus brazos y lo llevó a su cesta en la
habitación contigua, mientras el cínico «monsieur Coco» desde su jaula
soltaba diversas interjecciones. Era un filósofo social y apreciaba las
consecuencias del episodio sucedido a sus pies.
—¿Qué noticias? —preguntó Amélie, sonriendo, al regresar al saloncito.
—Cara madonna, os pido nuevamente perdón por el perro. En cuanto a
mis noticias —Maritza parecía transfigurada—, mañana por la noche seré
première danseuse en la Ópera. ¡Por fin! Parece demasiado bello. Bailaré Les
Indes galantes. Casi no puedo creerlo.
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—Cospettonaccio! —exclamó Richard. Bravissima! Pero creí que me
habías dicho que habían elegido a Allard para ese papel.
—Sí. El duque de Mazarino insistió mucho, pero ella se ha dislocado un
tobillo y monsieur Rebel me asignó el papel. Hs lo que siempre he querido: la
oportunidad de bailar sola. Yo sé que puedo satisfacer al público. Después
seré première danseuse junto con María Allard. Cabemos las dos en el mismo
teatro. El público pedirá…
—Claro que sí —asintió Richard.
—Mis más sinceras felicitaciones —dijo Amélie—. Pediré me reserven
un palco enrejado.
—Oh, cara zelenza! —exclamó Maritza—. No osaba esperarlo en vista de
vuestro luto.
—Por nada del mundo quisiera perderme esa oportunidad —replicóle
Amélie—. Richard y yo seremos los primeros en aplaudiros.
—¡Qué largas se harán las horas hasta mañana! —dijo él—. Teníais
razón, Maritza cara. Habéis ganado la batalla sola.
—Mi única pena es que Sior pa’re no pueda verlo. ¡Habría estado tan
contento! —Reprimió un sollozo—. ¿Vendréis a mi alojamiento después de la
función, Richard? Siento mucho que debido a las circunstancias la contessina
no pueda venir también. He invitado a algunos amigos. Anzoletta está muy
excitada. Celebraremos una fiesta netamente veneciana.
—Contad conmigo —dijo él, inclinándose— para brindar por la nueva
prima ballerina. Habrá que preparar algún soneto. Creo que no he olvidado
cómo escribirlos. ¿Recordáis aquéllos de Venecia?
Se arrepintió inmediatamente de haber pronunciado tales palabras. Ella
miró en otra dirección.
—Sí, los recuerdo.
LXV
L a tarde del siguiente día fue bastante cálida, a pesar de hallarse en pleno
mes de diciembre y de que una ligera niebla cubriera la ciudad. Hacia
las cinco y media de la tarde, la campana de la Ópera empezó a sonar
indicando que faltaba media hora para la representación. Coches y fiacres se
detenían frente al pasaje que conducía a la Real Academia de Música, de los
cuales descendían elegantes damas con el rostro cubierto por un antifaz,
acompañadas de sus galantes caballeros. Bastante antes de la hora de levantar
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el telón, el coche del chevalier d’Amond llegó, conducido por tres pasajeros.
La alta figura del caballero era ya conocida de los habituales de la Ópera,
quienes identificaron a la dama que le acompañaba, con el rostro cubierto por
negro antifaz, como la condesa Amélie des Landes, a quien el luto le impedía
utilizar su propio carruaje. Le seguía una doncella personal, que llevaba un
calientapiés para su comodidad en el palco carente de calefacción.
—Estás muy excitado —dijo a Richard, mientras caminaban por el pasaje.
—Sí. Aunque puede decirse que he nacido en un teatro —repuso él—,
siempre me siento excitado antes de una representación. Hay algo
emocionante en ello, especialmente esta noche.
—¿Tanto te preocupa el éxito de la muchacha?
—Naturalmente que sí. Yo fui el causante de su debut en Venecia.
¡Cuánto tiempo parece ya haber transcurrido! Solíamos hablar de París en
aquellos tiempos como quien habla de las Islas Encantadas. Y ahora se
encuentra en París, en la cúspide, sin ayuda de nadie, sin haberse sometido a
nada. Es magnífico. Además…
—Además, ¿qué? —dijo Amélie, al detenerse él.
—Oh, todo. Yo he tenido suerte. Querría que la suya fuera mayor todavía.
Se mezclaron con la gente en el foyer y ascendieron después hasta su
palco, donde se les unieron el marqués de Chabrillan y el conde de Tessé, que
Amélie había invitado. Richard se hubiera sentido complacido sin ellos, pero
Amélie no podía aparecer en público acompañada de un solo caballero.
Mientras esperaban a que se levantara el telón, ordenó fueran encendidas las
velas y se puso a jugar una partida de picquet con Chabrillan, mientras Tessé
miraba. Richard se sentía interesado por la clase de auditorio que examinaba a
través de los impertinentes.
Aunque pequeño, el interior de la Opera, de gran importancia nacional,
daba una fuerte impresión de riqueza, con el anfiteatro, las hileras de palcos
dorados y los palcos reales adornados con grades colgaduras de terciopelo
azul con flores de lis a derecha e izquierda del escenario. Sus majestades, que
tenían un teatro en Versalles, raramente acudían a la Opera, pero los palcos
les representaban simbólicamente y daban al teatro un carácter real, del que
no disfrutaban los demás lugares de esparcimiento.
Richard vio inmediatamente que el teatro se llenaría de bote en bote. Era
viernes, día de moda. Mucha gente, a quien la música no importaba en
absoluto estaría presente solamente para ver y ser vista. Se representaba Les
índes galantes, del eminente compositor francés Rameau, obra que había sido
puesta en escena repetidamente desde su estreno, veinticinco años antes. El
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público asociaba con las famosas bailarinas Sallé y Lyonnois. Por tanto,
Maritza tema una gran oportunidad y, al mismo tiempo, una enorme
responsabilidad.
La platea estaba ya completamente llena. Los palcos se iban ocupando.
Las súbitas aclamaciones de los ocupantes de la primera llamó la atención de
Richard hacia uno de los palcos inferiores, en el que acababa de hacer su
entrada la rival de Maritza, Marie Allard, acompañada de su protector el
duque de Mazarino; se sabía sobradamente que hubiera representado el
principal papel aquella noche, de no haber sufrido el accidente. Su belleza y
los escándalos la habían convertido en una favorita del público y nada podía
parecer más natural que se le rindiera un homenaje de admiración y simpatía.
Sin embargo, Richard, acostumbrado a las demostraciones populares, notó
algo raro. La ovación estaba organizada, se había producido bajo una orden
precisa. Parecía una claque. Mademoiselle Allard, de pie en el palco, luciendo
sus mejores joyas, agradeció los aplausos del público y se sentó, después, con
aire de agradable expectación.
—¿Qué sucede? —preguntó Amélie, levantando los ojos de los naipes.
Richard se lo explicó.
—He oído hablar de ello —dijo, con aire ausente, de Chabrillan—. La
Allard no gusta de ser reemplazada. Monsieur de Mazarino haría cualquier
cosa para complacerla… Vuestra mano, señora.
Richard se sintió intranquilo. Y miró nuevamente hacia el público. Quizá
no pasara nada. El duque de Mazarino seguramente se limitó a dejar caer en
los oídos apropiados que mademoiselle Allard agradecería los aplausos del
público al entrar en su palco. Pero también pudo haber organizado al público
de la platea contra Maritza. En tal caso, la tarea de la muchacha sería
doblemente difícil, por no decir imposible. ¿Qué le importaban al duque las
esperanzas de la bailarina, con tal de complacer a su amante? Pero tal
maniobra no parecía probable. Marie Allard no tenía razón alguna para temer
la competencia. Como Maritza había dicho, en la Opera cabían holgadamente
ambas.
Sin embargo, le pareció notar entre el público algunas señales de peligro,
cambio de sonrisas y guiños entre ciertos grupos, miradas de mutuo
entendimiento, como de muchachos que se disponen a llevar a cabo alguna
travesura. Parecía haber dirigentes, a quienes todos prestaban atención. La
ansiedad de Richard se convirtió en temor, mayormente por cuanto nada
podía hacer. Se imaginaba a Maritza en su camerino, preparándose para la
gran oportunidad.
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La orquesta atacó los primeros compases de la obertura, el murmullo de la
gente disminuyó y Richard tomó asiento.
—Habéis ganado, monsieur de Chabrillan —dijo Amélie, moviendo la
silla para mirar mejor al escenario—. Pero más tarde me tomaré la revancha.
Prefiero ganaros el dinero a escuchar la música. ¿No os parece que las óperas
son siempre muy largas?
—Tienen ese defecto, señora.
—No olvidéis que seré mano para el próximo juego. De vez en cuando
miraremos al ballet. Monsieur d’Amond, estáis muy poco sociable esta noche.
Richard contestó con evasivas.
—Si mademoiselle de Venier me hubiera otorgado sus favores como lo ha
hecho con d’Amond —dijo de Tessé—, también yo estaría distraído. ¿Quién
llamó a la ópera un espectáculo gravemente cómico y ridículamente serio?
Confieso…
El telón se levantó y el público dejó oír un murmullo de admiración. El
decorador había estado a la altura de su fama. La escena representaba los
jardines del palacio de Hebe, la diosa de la juventud. La famosa Sophie
Arnould empezó la dramática declaración que en el teatro francés pasaba por
canto, pero que Richard, conocedor de la música italiana, calificaba de simple
recitación. Pero ni Sophie Arnould, ni la trama, ni los magníficos decorados le
causaron impresión alguna. Invitados por Hebe, los amantes de cuatro
naciones, Francia. España, Italia y Polonia, lujosamente ataviados, se reunían
para jaranear en los jardines. FU escenario se llenó con el cuerpo de baile, el
cual, después de una polonesa, se dividió en dos grupos, en el centro de los
cuales apareció Maritza.
Nunca la había visto tan encantadora como aquella noche, vistiendo un
hermoso traje italiano, toda ligereza y gracia. Nunca se había evidenciado
tanto el talento que poseía para interpretar el sentimiento de un baile.
Encamaba a la juventud y al placer y daba al formal y algo rígido minué unos
tonos encantadores. Como se trataba de un baile de conjunto y el humor del
público para con ella no podía ser aún determinado, Richard permaneció
expectante hasta el primer pas seul.
Belona, diosa de la guerra, molesta por el jolgorio de los amantes, hizo un
feroz llamamiento a la Gloria, mientras Amor, descendiendo en una carroza
alada, instaba a los amantes para que abandonaran la turbulenta Europa y se
dirigieran a los países de ensueño del Este, dedicados a la belleza y al amor.
Así terminaba el prólogo, y Maritza apareció un instante en el baile final.
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Los pocos pasos que bailó sola no eran suficientes para que el público
diera su veredicto en un sentido u otro, pero, a pesar de ello, la platea protestó
tan pronto como Maritza se hubo mezclado a las demás bailarinas.
Richard sintiose enfermo. La intención de la claque se evidenciaba con
toda claridad. A medida que prosiguiera la representación, los gritos y
protestas aumentarían de volumen. Nada podría evitarlo. Habían sido pagados
para ello. El duque, sentado en el palco al lado de su orgullosa amante, estaba
presente para cerciorarse de que su dinero era bien empleado. La gran noche
de Maritza estaba condenada de antemano al fracaso. Se había convertido en
la noche de su ejecución.
—¡Por Dios! —exclamó Richard, poniéndose en pie—. He de verla. No
debe seguir bailando.
Amélie meneó la cabeza. Richard se dio cuenta de que se sentía más
preocupada por él que por Maritza.
—¡Es una lástima! Decidle que no baile. No tiene necesidad de exponerse
a tal humillación.
Ofuscado, Richard salió del palco y cruzó la puerta del escenario,
ascendiendo la conocida escalera hasta el camerino de Maritza. Apartó a
Anzoletta y encontró al signor Collalto, del Teatro Italiano, discutiendo con
Maritza.
—No, fia mia —estaba diciendo—. ¡Mil veces no! Veré al director y le
explicaré. Estoy seguro que comprenderá. Vuestra sustituía, cualquier
sustituía, saldrá a escena. No sigáis. Es imposible…
—Niente! —Permanecía rígida en el centro de la habitación, con los ojos
endurecidos por el dolor y la cabeza erguida—. Niente! Seguiré hasta el fin.
Veréis…
—Maritzetta, cara —exclamó Richard—. No les deis esa satisfacción.
Nada podéis hacer contra un hatajo de matones. Si no salís nuevamente a
escena, Mazarino habrá perdido su dinero. Ya tendréis otra oportunidad más
adelante. Si aparecéis ahora, será el fin. Os ruego…
—Niente! —repitió—. No me someteré a ellos, ni dejaré que me echen
del teatro. No soy cobarde. Son muy pocos. El resto del público estará de mi
parte al fin. Veréis…
—Se va a levantar el telón, mademoiselle —dijo una voz junto a la puerta.
—Ya voy —dijo ella, saliendo sonriente y con la cabeza alta.
Richard regresó taciturno al palco.
—¿Bien? —preguntó Amélie.
—Seguirá bailando.
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—Tant pis pour elle —dijo de Chabrillan, aspirando rapé.
—Sí —asintió Amélie—. Creo que presenciaremos una crucifixión.
Tiens! ¡Es una rara idea! No creo que me guste presenciarla. ¿Cartas, señor
marqués?
Empleó la palabra adecuada para describir lo que sucedió a continuación.
Los entreactos eran cortos en la Ópera. Una escena seguía a otra, una isla en
el océano índico, los Andes peruanos, el jardín persa o una selva americana,
representados con maravillosos efectos de color y música. Maritza se puso en
manos de la claque, trató de ganar el favor del público, bailó como nunca
había bailado, consiguiendo tan sólo ser objeto de las burlas de unos cuantos
desalmados que hacían parecer absurdos sus esfuerzos.
La protesta estaba muy bien organizada. Aplaudían la mise en scène, los
cantores y las partes del ballet en que no aparecía Maritza. Se evitaba irritar al
público estropeándole la diversión. Los ataques se dirigían exclusivamente
contra ella. El público reía los chistes. Y, finalmente, alcanzó a tomar parte en
tales burlas. Después de todo, ¿por qué había de mostrarse considerado con
una bailarina italiana de quien era tan divertido burlarse? ¿Quién podía
esperar buen baile de una italiana si se la comparaba con un producto de la
escuela francesa, como la gloriosa Marie Allard? Así aprenderían los
directores a no confiar los principales papeles a tales parvenus.
A pesar del espacio que les separaba, Richard se daba cuenta del aumento
del dolor en el corazón de Maritza. No se inmutaba ante los ataques
personales. Él adivinaba claramente el creciente esfuerzo que le costaba cada
nueva entrée. Su baile se iba volviendo mecánico. De acto en acto, su
animación decaía, y era solamente su fuerza de voluntad y su entrenamiento
profesional los que lograban sostenerla.
Richard la contemplaba apenado y absorto a la vez. Por fortuna, sus
actuaciones eran espaciadas. No se daba cuenta de ellas. Gradualmente se
encontró absorto en sus pensamientos acerca de Maritza y del problema de
Richard Hammond.
No pensaba, lógicamente, ni tampoco en abstracto. Era más bien como
una sucesión de recuerdos.
Maritza en el jardín de la villa, en el palazzo o junto a él en la laguna,
dentro de la dulzura y el frescor de aquellos días. La veía abatida, pero no
vencida. ¡Cómo pudo haber imaginado que amaba a otra mujer!
Acudían a su mente otros recuerdos al parecer desconectados de ella, pero
extrañamente apropiados al momento. Canadá, Wolfe, el olor de los bosques
en otoño, la inmensidad de América…
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Como contrapartida, se le presentaba la frígida indiferencia de las grandes
casas de Londres, las escalinatas, el perfume de los salones y boudoirs de
París; él mismo con el mariscal de Richelieu en el esplendor de Versalles,
mientras Luis XV, el aburrido Apolo, pasaba entre filas de respetuosos
cortesanos; nuevamente él, servil ante la amante del rey, la gran Pompadour,
que tenía a Francia en las manos. Luego se vio corriendo de un lado para otro,
en interés de su gobierno, jugando, adulando, sobornando, siempre alerta a la
menor oportunidad.
Las caras de la gente eran todas iguales, teman los mismos rasgos que
aparecían en los retratos del barón de Marny en Marny House, y que Richard
podía ver reflejados en el espejo al mirarse en él.
¿Por qué todo había de engañarse con una supuesta oportunidad? Estaba
comprometido en matrimonio a Amélie. Era ya demasiado tarde. No podía
quebrantar la palabra dada. La voz de Amélie le hizo volver a la realidad.
—Quelle veine! He ganado, monsieur de Chabrillan. Diez luises no están
mal.
—Madame siempre gana…
El público aplaudía la mise en scène del último acto. Richard vio los
florecidos emparrados, alumbrados con candelabros de cristal que parecían
perderse en la distancia. Partían de una fuente en el centro del escenario y se
encontraban en dos niveles distintos, en el más bajo aparecía el cuerpo de
baile vestido como odaliscas persas, y en el superior, los cantores. Era el
punto culminante de la ópera. En aquel acto la gran Sallé alcanzó uno de sus
mayores triunfos, cuando un rosal al abrirse la mostró vestida de rosa y
rodeada de otras flores animadas. Maritza había esperado el momento con
gran ansiedad. No era difícil imaginar lo que la claque haría.
—Messieurs —dijo Amélie, levantándose—, creo que ya no puedo resistir
más. La crueldad me aburre, como también el valor inútil. ¡Viva monsieur de
Mazarino con su canalla! ¡Muera mademoiselle Venier y su corazón valiente!
Vayámonos. Estoy segura de que el chevalier d’Amond lo hubiera propuesto
de no haber perdido el uso de la lengua. Dame la capa y la máscara, Lisette.
Al parecer, la claque reservaba su último esfuerzo para aquella escena.
Como dijeron las gacetas más tarde, Maritza no fue objeto de ataque personal
alguno. Prácticamente, toda la platea le volvió la espalda, mientras aclamaba
a su rival.
Al salir de la Ópera antes que el público, Amélie y sus acompañantes
pudieron oír las apagadas voces que gritaban:
—¡Marie Allard!
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LXVI
–¿
C uántas veces he de decirte, Noiraud —observó Amélie después de
un momento de silencio, mientras se dirigían hacia el Faubourg
Saint-Germain—, que en ningún momento has de dejar traslucir públicamente
tus sentimientos, fueren cuales fueren? Debes sonreír, aunque te ataque un
dolor de muelas.
—Sin duda —repuso con aire ausente.
—No me prestas atención. Esta noche parecías atontado como una
lechuza. ¿No te dabas cuenta de que nuestros amigos se burlaban de ti?
Mañana todo el mundo sabrá que el chevalier d’Amond gimoteaba. Mazarino
se reirá cuando en realidad debiste haber bromeado, con la sonrisa en los
labios, y, más tarde, con cualquier pretexto y una broma final, atravesarle con
tu espada. Has hecho un mal papel.
—Sí, claro —asintió—. ¿Te extraña que no me importe?
—¿De veras? —preguntó ella, sonriendo—. Allons, gai, monsieur le
philosophe! No olvides que, a pesar del triunfo de Allard y la derrota de
Venier, el mundo seguirá dando vueltas durante mucho tiempo.
—Sí —repuso él—. Tal es su costumbre…
—Pícara Amélie, permanece quieta —murmuró la dama, encogiéndose en
el asiento.
Llegaron a la puerta del hotel Des Landes.
—Supongo que te dirigirás a la Rue de Richelieu —dijo ella—. En tales
circunstancias mademoiselle cancelará la fiesta.
—Naturalmente —asintió él—. Pero debo ir aunque no la pueda ver.
Hablaré con Anzoletta. Quiero que sepa que me preocupo.
—Sí. Pero dale tiempo a que regrese de la Ópera y concédeme algunos
minutos. Haz que tu coche espere. Debo animarte un poco, mon ami, o, de lo
contrario, mal podrás consolar a los demás.
Los candelabros del saloncito dorado estaban encendidos y en el hogar
chisporroteaban algunos leños. Un criado llevó vino y dulces. Amélie se quitó
las pieles y tomó asiento a un lado del fuego, indicando a Richard que lo
hiciera al otro lado.
—¿Sabes qué me recuerda esto, mon cher? Adivínalo.
—No sé. Quizá Bath…
—Exactamente. Bath. Tienes el mismo aspecto que aquella noche cuando
salimos de oír el sermón de Wesley. No te había vuelto a ver de tal manera
desde entonces. ¿Recuerdas cuán emocionados estábamos los dos? Bon Dieu!
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Y después pasamos una noche magnífica. Quelles délices! Sin embargo,
monsieur Wesley no ha predicado esta noche. ¿Por que ofreces, pues, este
aspecto?
—Quizá tengo los mismos pensamientos que aquella noche.
—¿Qué pensamientos?
Hizo un esfuerzo.
—¡Oh! Acerca de la vida en general. Admite que lo que acabamos de
presenciar no ha sido muy agradable. Si tengo aspecto serio, a ello es debido.
Pero ¿por qué hablar de este tema? Has prometido animarme.
—Y lo haré. —Miró las sortijas que brillaban en sus manos—. Cuéntame
lo que te sucede.
—No —repuso él—. Prefiero olvidarlo. Recuerdo que aquella magnífica
noche dijiste que sería la última vez que sentirías tales cosas. Eso me ocurre a
mí ahora. Seré siempre un buen compañero. No tendrás que volver a
reprenderme.
—Sí —replicó ella—. Es cierto que lo dije, pero no soy persona de
convicciones firmes. De vez en cuando siento algunos escrúpulos. Es muy
raro que suceda, pero, sin embargo, los tengo. Ya ves, pues, que puedo
comprender tu estado de ánimo, y saber, incluso, lo que te entristeció en la
Ópera.
—¿Lees el pensamiento? —Richard sonrió—. ¿Qué podía pensar
cualquier persona con algo de corazón?
—No me refería a Maritza —repuso ella, moviendo la cabeza—. Has
dicho «la vida en general». Tus pensamientos iban más allá, se rebelaban,
ansiaban y desesperaban, como en cierta ocasión en las galeras. ¿Estoy en lo
cierto?
Tanto lo estaba que él no pudo contestarle y permaneció mirando
fijamente el fuego.
—Tus pensamientos también me incluían —prosiguió—. Pero no quiero
causarte embarazo diciendo cuáles eran. Lo importante es que pudiste escapar
de las galeras, pero no de mí.
La agudeza de la mente de Amélie le hizo negar.
—No es eso.
—Sí lo es, Richard chéri. —Se sirvió de la botella que tema a su lado,
probó el contenido y contempló la copa llena de licor ambarino a la luz—.
Deja que te recuerde que el aspecto de nuestras relaciones que más quiero ha
sido la franqueza. Si la hemos perdido… —Se encogió de hombros—. ¡Te
conozco tan bien, Richard…!
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—¿Por qué forzarme a hablar, en tal caso? —repuso él—. Muy raramente
las palabras expresan lo que uno quiere decir. Significan mucho más, o
mucho menos.
Bebió otro sorbo.
—Te encuentras en un dilema, mon pauvre ami. A pesar de cuanto he
dicho, insististe en querer casarte conmigo. Yo te aceptaré gustosamente. Eres
hombre de honor y, por lo tanto, no quebrantas tu palabra.
—Amélie…
—No. Aguarda. Las palabras dicen mucho o poco. Quizá te pueda ayudar.
Ante todo…
—Escucha —le interrumpió él—. También creo conocerte. Sé que me
comprenderás a pesar de las palabras. No se trata de ti, sino de tu sistema de
vida; de lo que hemos visto esta noche, de lo que hay detrás de ello, de lo que
significa… De la estúpida falta de corazón y de un código no menos estúpido,
y de la maldita carrera a que estoy amarrado. De la falsedad de todo ello. Año
tras año, hasta que… —Calló—. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Dejó la copa en la mesa y se volvió hacia él.
—¿Hasta qué, Richard?
—Hasta que todo parezca natural; hasta olvidar que existe otra clase de
vida.
—¿Dónde? —preguntó la dama—. ¿Qué harías?
—Creo que cruzaría de nuevo el mar —prosiguió él—. No se trata del
paraíso, ni se parece a ninguna de las tonterías que Rousseau escribe. Pero se
trata de algo tan grande y nuevo que parece como si allí tenga uno la
oportunidad de recobrar su propio ser.
—¿El Canadá?
—No, Virginia. Por alguna razón me atrae. Naturalmente, no podría
conservar la hacienda que lord Marny me regaló, pero hay tierras libres al
oeste. Tengo un amigo allí, que estaba en el regimiento de voluntarios
americanos. Vente conmigo, Amélie.
Terna la boca entreabierta y la mirada distante. Le dedicó una sonrisa que
más parecía una mueca y se reclinó en su asiento.
—¡Eso sí que son tonterías! ¡Y hablas de monsieur Rousseau! —Rió
abiertamente—. ¡Amélie des Landes regresa a la naturaleza! ¡Qué
pensamiento! No; prefiero este mundo pequeño y viejo, con sus comodidades
y su maldad. No me siento heroica. Eres absurdo, querido Richard.
Parecía tan divertida que resintió su actitud.
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—No quise decir tal cosa —prosiguió, poniéndose seria—. No eres
absurdo, sino formal. Prometiste casarte conmigo y quieres mantener tu
palabra. Sé cómo te sientes. Pero yo soy una parte de esa vida de la que estás
cansado. Una mujer de mundo no transplantable. En cambio, si fuera Maritza
Venier…
Calló bruscamente. Richard vio cómo se le agrandaban los ojos y se
alteraba su expresión. Levantándose, le miró con fijeza.
—Eres un farsante y yo una tonta —dijo en voz baja.
Amélie cambió tan bruscamente que él se levantó a su vez.
—¿Quieres explicarme tus palabras, Amélie?
—Me refería a tu manera de hablar de cierto modo de vivir —prosiguió
con voz apagada—. Debí haber comprendido que un hombre sensato no está
dispuesto a abandonar riquezas, posición, carrera y matrimonio más que por
una sola razón. Estás enamorado de Maritza Venier. Y fui lo suficientemente
tonta como para creer que te habías olvidado de ella.
Richard permaneció callado.
—¿Deseas esconder este hecho bajo otras elegantes excusas? —prosiguió.
—No me di cuenta de que mi papel no correspondía a la realidad —
admitió él—. Hasta esta noche pensé como tú. Ahora me doy cuenta de que
siempre la he querido. Ello no hace que te sea infiel. Quizá lo soy hacia
aquello de lo que dices formar parte. Maritza cree en lo que yo también creía,
pero a lo que volví la espalda. Eso es todo. Estoy cansado de la buena
compañía, como tú dices.
—Es ya bastante tarde para ello, Richard.
—Hazme la merced de recordar que yo mismo he admitido antes lo que
dices ahora —prosiguió él—. Es ciertamente demasiado tarde. Pero recuerda
también que fuiste tú quien quiso que habláramos de este asunto.
Amélie prosiguió, como si no hubiera oído sus palabras:
—Y, naturalmente, supones que ella también te ama. Tendrás buenas
razones para creerlo.
—¿Qué quieres decir? —repuso él, fríamente—. No supongo nada. No
tengo ninguna razón para ello.
—Bon Dieu! —exclamó la condesa—. Creo realmente que has perdido la
cabeza. ¿Por qué esa locura?
—Creí que comprenderías. Pensé que nos conocíamos bastante para que
ello fuera posible.
Richard no estaba preparado para su repentina volte-face.
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—Sí; comprendo —dijo mirando al suelo, y un momento después
prosiguió—: ¿Y tú a mí? —Se acercó algo más—. ¿Puedes comprender que
estoy verdaderamente satisfecha de ti… que te amo y que siempre te amaré,
cuando quizá no volvamos a vernos? Yo misma no lo comprendo, pero, sin
embargo, es verdad. Mon bien aimé, supongo que es porque me vuelves a dar
lo que quiero de ti y que ambos perderíamos. Mon bien aimé…
Le echó los brazos al cuello y apoyó sus labios en los de él.
—Siéntete orgulloso de mí por una vez, como yo lo estoy de ti.
Se apartó y prosiguió, después de una pausa:
—No te retendré más. Será mejor para ambos que no nos volvamos a ver.
Tanto tú como yo somos humanos. En estos momentos me doy cuenta de lo
terrible que sería si, en lugar de separarnos de esta manera, permaneciéramos
juntos hasta que nada quedara de la vida. Pero mañana… El deseo es tan
plausible… Sí, y el sentido común también. ¿Estás de acuerdo?
Sintió como un vago vacío. La rebelión que naciera en él le parecía ya
algo irreal y fantástico.
—Creo que sí —repuso.
—No creas nada, Richard —replicó la dama, notando la vacilación de su
voz—. No compares una cosa con otra. Haz lo que tu corazón te dicte y no lo
que la cabeza te aconseja. El primero suele siempre tener razón.
Volvió a hablar con su tono habitual.
—Supongo que ahora regresarás a Inglaterra.
—Sí. He de informar a Mr. Pitt e intentar explicar la situación a lord
Marny, si es que puedo hacerlo.
—No será agradable.
—No —repuso, encogiéndose de hombros—. ¿Y tú, Amélie? ¿Qué…?
—Ah, mon cher —le interrumpió ella—. Soy lo último en el mundo que
debe preocuparte. En el momento que quiera tendré esposo. También puedo
divertirme con Marcello Tromba. En realidad, somos dos caracteres muy
parecidos. Le debo alguna reparación por la Bastilla.
Cogió la copa que dejara en la mesita y la apuró.
—Naturalmente, quiero que me comuniques la fecha de tu boda con
Maritza. Escríbeme de vez en cuando y yo te explicaré los últimos chismes de
París, avivando tu sed por el nuevo mundo. Francamente, a veces me
pregunto cuánto tiempo durará ese viejo mundo nuestro. Dicen que su
majestad habla de ello como de un fin que se acerca, un diluvio. ¡Imagínate a
Amélie, «Coco» y «Tontón» en un diluvio!
Llenó dos copas.
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—¿Recuerdas el brindis que hicimos hace dos años en Bath? Bebimos por
Citerea. Ahora, que el viaje ya ha acabado, debiéramos brindar por la
despedida. ¿Por qué beberemos? ¿Por el futuro? —Su voz tembló—. No
tenemos futuro alguno. ¿Por el pasado? No. No debemos mirar hacia atrás.
¿Por qué podemos brindar, Noiraud?
Se sintió como aquella fría y brumosa mañana en Bristol, cuando ella
salió de Inglaterra.
—Solamente por una cosa —dijo él—. ¡Por este momento!
—Sí —repuso ella—. No pertenece al tiempo. Puedo brindar por él.
LXVII
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—No —repuso Anzoletta, vacilando—. Pero aguardad. Quizá le haga
bien oírnos hablar. —Puso un dedo en los labios y, cruzando la habitación,
con cuidado dio vuelta al pomo de la puerta, dejándola entreabierta. Maritza
creería haberla cerrado mal. Regresó junto a Richard y prosiguió—: Estabais
diciendo, caro ti…
Richard habló claramente.
—Quería darle las gracias por lo que esta noche ha representado para mí,
sior’amia. Me hizo ver cuán ciego he estado y lo que he perdido. He
comprendido que la amo más que a nada en este mundo. Decídselo sior’amia.
Decidle… Decidle que no he de representar ya papel alguno, que dejo el
teatro.
No podía saber si Maritza le oía o no. Miraba fijamente a la puerta.
Mientras no se cerrara podía tener esperanzas.
Anzoletta, asombrada, le miraba desde el otro lado de la mesa a la cual se
habían sentado.
—No os comprendo, Richard mío. ¿Qué queréis decir?
—Maritza lo sabe —dijo él—. Después de lo ocurrido esta noche, he
terminado con París, con Europa. Quiero empezar una nueva vida en América
y me pregunto si Maritza… —no pudo encontrar las palabras adecuadas e
hizo una pausa—… si sería posible todavía que sintiera algo por mí… si
podría perdonar… es todo cuanto quiero en la vida. Decídselo, sior’amia.
—Pero qué… —tartamudeó la mujer—. No os comprendo. ¿Y la
contessina? Creíamos que…
—No. Le he dicho que lo siento. Ha estado muy amable y no volveremos
a vernos.
—¿Y milord Marny? ¿Y el gran Pitt? Nos dijisteis… ¿Qué ha sucedido,
fio mio?
Habló para Anzoletta y para Maritza al otro lado de la puerta. Le explicó
qué había sentido en la ópera y lo que en aquellos momentos había recordado.
Y, sobre todo, la mayor de todas las revelaciones.
—Acordaos de decírselo, sior’amia. Siempre habéis sido muy buena
conmigo. Cuento con vuestra ayuda. Decidle cuánto la adoro…
Observó que la cara de Anzoletta, preocupada cuando él llegara, estaba en
aquellos momentos radiante. Pero su contestación y el tono en el que habló la
contradecían.
—¡Ay, caro ti! Quisiera ayudaros y haré cuanto pueda. Pero ya conocéis a
Maritzetta y sabéis cuán orgullosa es. Dirá que no quiere que la compadezcáis
por lo sucedido esta noche…
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—Gran’Dio! —exclamó él—. ¿Compadecerla? Cara Anzoletta! ¡No
puedo expresar lo magnífica que ha estado! Pongo mi vida en sus manos.
Seguramente…
Anzoletta le miró profundamente desde el otro lado de la mesa. No era un
guiño, pero sí su equivalente.
—Además —prosiguió—, no creo que sienta ya nada por vos. Os aprecia
solamente como un amigo. Ahora será más testaruda que nunca. Están
Dresde, Viena y San Petersburgo. Me temo que se haya vuelto muy dura y
ambiciosa. No haría bien si os diera algunas esperanzas.
—Ya comprendo —dijo él, sin saber exactamente qué clase de
contestación debía darle—. Naturalmente, el tiempo no puede retroceder.
Estaba pensando en mí y en cuánto la amo. Si se casara conmigo no podría
ofrecerle sino inseguridades. La vida en América no es como en Europa. No
debí haberlo mencionado.
Anzoletta parecía más contenta que nunca.
—Efectivamente, creo que no debisteis haberlo hecho. Estoy segura de
que Maritzetta no se detendría ni un solo instante a considerarlo. Después de
todo…
—¡Anzoletta! —exclamó una voz desde la puerta—. ¿Cómo puedes ser
tan mala? Sabes bien cuánto le amo. Nunca esperé oír tales palabras de ti.
Maritza no se había cambiado y llevaba todavía el vestido de calle. Su
cara parecía más animada que nunca. Su pensamiento voló a Venecia como si
el tiempo no hubiere transcurrido.
—¿Has oído lo que hablábamos? —preguntó aparentando horrorizarse.
—Sí… Pero… no estoy segura. Quiero oírlo todo nuevamente, excepto
tus palabras. No creo, Richard… Caro ti!
La cogió en sus brazos.
—Reina mia! Piccina mia!
Maritza miró después a Anzoletta.
—Nunca podré perdonarte, serpente. Conque soy orgullosa, ¿eh? ¡Como
si me importara algo si me compadece o no, con tal de que me quiera! Dura,
ambiciosa… ¡Gracias a Dios, he bailado la última chacona! Doy gracias a
Dios por lo ocurrido esta noche. Quiero ser una mujer y no simplemente una
bailarina. Quiero ir al Nuevo Mundo. Y tú has tenido la audacia de decir…
Anzoletta no era buena actriz. Terna un aspecto demasiado contento.
Maritza calló súbitamente y sonrió.
—Debí haberme dado cuenta… —dijo—. Sólo por esto, Richard, haré que
te declares otra vez, y no con una puerta de por medio. Que me pidas que me
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case contigo dos veces al día hasta que llegue el de la boda.
—¿Cada día?
—Sí, cada día.
—Pero, Maritzetta, ¿cuántos faltan aún hasta mañana?
LXVIII
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—Dice, Martin, que su salud es buena y que se ha casado. Va a
presentarse pronto ante mí con su esposa y espera mi paternal bendición.
—Pero, señor, creía que su boda con la condesa Des Landes no se
celebraría hasta el mes de mayo.
—Su esposa no es la condesa Des Landes. Se ha casado con la bailarina
Maritza Venier. Sí, es increíble.
—¡Por Dios, señor! —exclamó, espantado, Martin—. No puedo
expresaros… Yo calificaría tal acción en otros términos. Nunca hubiera
creído a Mr. Hammond capaz de tal ingratitud.
Marny permaneció silencioso durante unos minutos. Después prosiguió
con voz incolora:
—No. Su acción equivale verdaderamente a un suicidio. Renuncia a su
empleo en el ejército y no quiere ni siquiera pensar en la carrera diplomática.
Insiste en devolverme los títulos de propiedad de la hacienda de Virginia. De
su carta se desprende que desea sumergirse en las selvas americanas y
empezar lo que llama una nueva vida. Es simplemente ridículo.
—Más bien parece locura, milord.
El conde quedó momentáneamente absorto en sus pensamientos.
—Sí —asintió—. En realidad, parece una locura. Pero su carta es la de un
hombre cuerdo, bien escrita, sin vacilaciones, tratando directamente y con
toda franqueza el asunto que le interesa. No veo en ella más locura que la que
representa la decisión que ha tomado.
—Quizá haya reñido con madame Des Landes y se haya casado
despechado —sugirió Martin—. Los jóvenes tienen a veces reacciones muy
raras.
—No. Al parecer, se separaron amistosamente. Nadie hubiera imaginado
que Amélie des Landes dejaría escapar veinte mil libras, pero ¿quién puede
confiar en una mujer? Me recuerda que esa… esa mademoiselle Venier fue su
primer amor. ¡Como si ello tuviera alguna importancia!
—Pero debe de existir algún motivo para que renuncie a su carrera y
posición.
—Existen muchos —dijo Marny, encogiéndose de hombros—, si es que
se pueden llamar así. Dice que toda su vida ha sido una pugna entre ser y
parecer, creer y fingir. Y que ahora debe escoger entre honradez y farsa y
vivir de acuerdo con ello. Alega que la carrera que ha seguido le impide vivir
así. Éstas son sus razones. Él y su esposa han visitado a su madre en Burdeos,
con gran contento de esta última, supongo. Piensa igual que su hijo. Pero leed
la carta vos mismo.
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Calló, quedando absorto, meditando.
Martin leyó gravemente.
—Es un caso muy triste, milord —dijo al acabar—. Pero, quizá…
—Suponed que yo hubiera hecho como él en cierta ocasión —le
interrumpió Marny—. Era muy hermosa y nunca he querido a ninguna mujer
tanto como a ella. Suponed, pues, que nos hubiéramos casado… —
Permaneció silencioso un momento—. Pero supe abandonar aquellos locos
pensamientos, aunque la elección me pareciera muy dura. Hice bien. Escogí
realidades, Martin. ¿Con qué resultado? —El ademán de su mano incluyó la
hermosa habitación y todo el esplendor de Marny House—. Esto, con todo lo
que en ello hay, se contiene: fama, poder y, en cierto modo, también placeres.
¿Qué más puede esperarse en este estúpido mundo? Esperaba que Richard
tuviera mi misma opinión y no se dejara dominar por el sentimiento. —Lanzó
una carcajada—. Dije que abandoné aquellos locos pensamientos y se me
presentan nuevamente en la figura de mi hijo. Jeanne gana, después de todo, y
yo pierdo. Ésta es la moral de la historia.
—Quizá vuestra señoría considera el asunto desde su más negra
perspectiva —insistió Martin—. Lo ocurrido es verdaderamente molesto, pero
no irreparable. La esposa de Mr. Hammond es de noble cuna. Quizá quiera él
considerar…
—No —le interrumpió Marny—. El hecho es totalmente irreparable.
Contestad la carta, Martin. Yo no podría hacerlo. Decidle que, aunque lo
sucedido me ha afectado grandemente, les recibiré a ambos cuando vengan a
Londres, si quieren visitarme; que aprecio su corrección al devolverme los
títulos de propiedad de la hacienda de Virginia, y que puede remitirlos cuando
guste. No habéis de añadir que me lavo las manos en cuanto a él se refiere,
pero podéis insinuarlo.
—¿Queréis que escriba enseguida, milord?
—Sí.
Mientras el secretario se ocupaba en el trabajo ordenado, su amo paseó
por la habitación y se detuvo frente a la ventana que daba a St. James’s
Square. La neblina velaba, pero sin ocultarlas totalmente, las arrogantes
fachadas de las casas del lado opuesto de la plaza. El pequeño jardín en el
centro parecía desolado y frío. Marny miró distraídamente por la ventana
durante unos minutos.
Luego se dirigió hacia el hogar y alargó las manos en dirección al fuego.
—¿Queréis leer la carta, señor? —preguntó el secretario, dejando la
pluma.
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—Sí.
Marny posó brevemente sus ojos en el papel, lo dejó caer al fuego y
observó cómo las llamas lo convertían en cenizas.
—¿No la he escrito a vuestro gusto, milord? He tratado de expresar
vuestros sentimientos en la forma que me habéis indicado.
—Los habéis expresado tal como os dije. Pero la carta no me gusta. La
escribiré yo mismo. —El conde siguió calentándose las manos—. Les daré la
bienvenida a los dos en Marny House y no aceptaré la devolución de la
propiedad de Virginia. Richard puede ser un tonto, pero no tiene por qué
humillar nuestro apellido en América apareciendo como un mendigo. Creo
que comprenderá mis razones.
—Me satisface ver que vuestra señoría esté mejor dispuesto —dijo Martin
—. Después de todo, Mr. Hammond es joven.
—No, señor —replicó el otro en voz baja—. Después de todo, es mi hijo y
no puedo dejar de quererle, sea o no sea un insensato. Creo que él también me
quiere, a su manera. Quizá el amor no sea una ilusión, como creí en otros
tiempos. —Medio se volvió hacia su secretario—. Hacedme la merced de
llamar a uno de los criados. El fuego se apaga. Hay que avivarlo.
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FIN
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JODEE ANDERSON (Shawnee, Kansas, USA, 1967). Obtuvo la licenciatura
y un master en Literatura española e hispanoamericana en la Universidad de
Kansas.
Posteriormente, realizó la tesis doctoral dentro del programa de Lingüística y
Retórica del Discurso Oral en la Universidad de La Coruñaa.
Actualmente es profesora del Departamento de Inglés de la Universidad de
Santiago de Compostela.
Página 448
SAMUEL SHELLABARGER (Washington DC, USA, 18 de mayo de 1888 -
Princeton, Nueva Jersey, USA, 21 de Marzo de 1954). Escritor
norteamericano. Estudió en Princeton y en la Universidad de Munich,
doctorándose en Harvard en 1917.
Por su estilo narrativo ha sido considerado el Alejandro Dumas del siglo XX.
Sus obras Captain from Castile, 1944 y Prince of Foxes, 1947 fueron llevadas
al cine, con mucho éxito, en los años cuarenta.
También publicó: The Chevalier Bayard, 1928; Lord Chesterfield, 1935; The
Black Gale, 1929; The King’s Cavalier, 1950; Lord Vanity, 1953; The Token,
1955; Tolbecken, 1956.
Con el seudónimo de Peter Loring publicó: Grief Before Night, 1938, y Miss
Rolling Stone, 1939.
Y con el seudónimo John Estaven: Door of Death, 1928; Voodoo, 1930;
While Murder Waits, 1936; Graveyard Watch, 1938, y Blind Man’s Night,
1938.
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Notas
Página 450
[1]Traducción mía de una cita recogida por Jesse Knight (texto original). «My
grandfather was born in 1817 and my grandmother in 1828, so that, during
my boyhood, I was especially under the influence of that generation with its
traditional standards and with its memories which extended to the early days
of the Republic. I consider this influence paramount in my life». <<
Página 451
[2]Traducción mía de una cita recogida por Jesse Knight (texto original) «…
the impressions of London, Paris, and Rome at the turn of the century became
indelible in my mind and have left a nostalgia for the past which has colored
my historical writing». <<
Página 452
[3]
Traducción mía del título original, A Thesaurus of Figures of Speech in
Anglo-Saxon and Old Norse. <<
Página 453
[4](Traducción mía de este texto original. «Shellabarger’s talent for evoking
the atmosphere of bygone splendor was never more clearly manifest than in
this sensitive account of a truly heroic figure…». <<
Página 454
[5]
(Traducción mía de este texto original). «Many will praise this biography, I
cannot». «Muchos alabarán esta biografía, pero yo no» (1937: 451). <<
Página 455
[6]
(Traducción mía de este texto original). «The result is a happy and unusual
combination of honest scholarship and human prose… There is no doubt of
Dr. Shellabarger’s passionate interest in his subject». <<
Página 456
[7] Como ejemplo, véase el artículo de Porras Arboledas. <<
Página 457
[8] Práctica supersticiosa que se supone aleja la mala suerte. (N. del T.) <<
Página 458
[9] Como la que vaga cerca de su secreta morada… <<
Página 459
[10] La rumorosa llamada de la fragante mañana… <<
Página 460
[11]El alarde de la heráldica, la pompa del poder y cuanto belleza y opulencia
ofrecieron, aguarda la hora inevitable…
………………………………
¿Puede la historia urna o el busto animado devolver al cuerpo su desvanecido
aliento?
¿Puede la voz del honor incitar al silencioso polvo… <<
Página 461