Campesino Ponencia
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AVATARES DE LA
PEDAGOGÍA TEATRAL EN IBEROAMÉRICA
Juan Campesino
Centro Nacional de Investigación, Documentación
e Información Teatral Rodolfo Usigli
Me queda claro que, cuando en el ocaso del siglo XX acuñó el concepto drama sin audiencia
para referirse a una línea de trabajo escolar que emplea el drama como herramienta educativa
mentora Dorothy Heathcote se halla un exitoso método, denominado manto de experticia, que
omite por completo la presencia y, por lo mismo, la función del público teatral. Exitoso, claro,
sociales: los niños y niñas aprenden a trabajar en equipo para resolver desafíos, se familiarizan
con las estructuras jerárquicas y ponen en juego el cruce de valores en el inofensivo marco de
un simulador. No poca cosa, pero tampoco suficiente en los términos no ya del teatro, sino de
la teatralidad misma en tanto que género de representación. Nadie con dos dedos de frente
osaría poner en entredicho las funciones sociales del drama, siendo que la misma fuente del
drama se sitúa en la interacción de unas personas con otras. Pero la teatralidad no termina ahí.
Ahí comienza, más bien, porque aún está llamada a desempeñar una función política en el
sentido más llano del término. Debe hacerse pública, vaya, de ahí que el espacio que le
capitalista, y menos aún cuando el modelo educativo que lo acoge es el de las competencias, el
cual se las ha visto tan negras con el tema de la evaluación que, para no comprometerse de
más, ha llegado a desarrollar instrumentos de autoevaluación (de ese modo nadie se entera,
Iberoamérica haya adoptado el llamado process drama sin percatarse de ese déficit, en
bajo el escrutinio público. Así han hecho los españoles Fernando Motos y Francisco Tejedo y
equipo y más tarde desarrollado por vías propias, y ésta con sus sesiones de expresión
aceptadas en las escuelas de habla hispana. No cabe duda de que se trata de instrumentos
propicios para ocuparse de las materias escolares ―todas ellas―, fomentan la participación, el
orden, la inventiva y la autoestima, por mencionar solamente unas cuantas de las virtudes que
currículos escolares. Más todavía, los pequeños se divierten mientras aprenden, de manera
que, ya lo sabía Platón ―y, con él, Erasmo, Vives, Rousseau, Decroly y un largo etcétera―,
aprenden más, puesto que lo hacen en acción, de donde el famoso, y manido, concepto escuela
Ahora que, si los procesos de dominación diluyen ―no podría ser de otro modo― la
del sentido común de Freinet y que, en nuestro continente, habría de resultar fundamental para
instituciones que la representan. Este espíritu atraviesa, por cierto, el trabajo del brasileño
Augusto Boal desde sus inicios, a mediados de los cincuenta del siglo pasado, en el Teatro de
Arena, al que se incorpora casi al mismo tiempo que los integrantes del Teatro Paulista de
Estudiantes, pero más aún su participación en el programa de teatro popular llevado a efecto
Desde luego que originalmente el teatro del oprimido no fue diseñado para los más
principal instrumento, el sistema del comodín, se preste como ninguno para trabajar con
grupos e individuos de todas las edades, donde los niños y niñas no solamente no marcan la
regla, sino que se adhieren a ella con una mayor naturalidad debido precisamente a la
naturaleza del instrumento. ¿Y cuál es esta naturaleza? Pues, justamente, la participación del
teatro-mito, teatro-juicio… No es, por otra parte, un secreto que la fuente pedagógica del
proyecto de Boal se halla en el propio Freire, cuyas propuestas se sustentan, más que nada, en
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el trabajo con escolares, como tampoco que estas últimas aspiran al cobro de conciencia que le
No obstante, al igual que con todo lo que ocurre en el seno de la teatralidad, más que
una relación armónica, entre la función social y su contraparte política se manifiesta una suerte
de choque toda vez que, indefectiblemente, la acción política amenaza el orden social, lo que,
dicho llanamente, se debe a que el carácter económico de la primera está dispuesto a arrasar
con el sustento moral de la segunda. ¿De qué otro modo se comprende, si no, que hasta bien
entrado el siglo XX y, ojo, en una cultura profundamente influida por las enseñanzas del bardo
de Avon, las autoridades educativas del Reino Unido hayan limitado las prácticas teatrales en
las escuelas a las clases de oratoria, llegando incluso a la tentativa de prohibir expresamente
Caldwell Cook ―en quienes cabe situar los inicios de la pedagogía teatral tal como la
conocemos en la actualidad― hacen hincapié en las funciones del público que atestigua el
hecho teatral, pero es precisamente porque sus sendos métodos se basan en la representación
de obras de teatro, al grado de que el segundo llegó a construir con sus estudiantes un corral de
comedias en la escuela, que el Buró de Educación decidió enterrarlos. De otro modo, insisto,
poco se comprende que ya en Peter Slade el concepto de drama se desligue de lo teatral para
del propio Bolton y de sus epígonos en Iberoamérica. Ocurre que el juego de roles constituye,
vuelvo a insistir, un asunto sociológico, cuando que el teatro comunitario ―y la escuela, antes
De otro modo: en tanto que acción política, todo acontecimiento auténticamente teatral
acarrea su grado de peligro. El mismo Boal lo sufrió en carne propia, viéndose obligado a
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exiliarse en el viejo continente, donde desde luego su método viró hacia lo terapéutico en
ha sido empleado con éxito por compañías de teatro aplicado para atender problemáticas
evidencia recabada por Waters y sus colaboradores, las iniciativas en este sentido
continente. Más todavía, los pedagogos teatrales más prominentes de Iberoamérica, inclusive
aquellos que, así Carlos Herans, Alfredo Mantovani y Débora Astrosky, han defendido la
teatralidad ante la proliferación del drama en el aula, han obviado, si no por completo, sí en lo
fundamental, las aportaciones del brasileño, perdiendo de vista que hasta en el espectador más
emancipado, y sobre todo en ése, pervive el niño, la niña a la que, ansiosa, le anda por
instancia a ella se reduce todo lo que tiene que ver con la política. De más está explicar en qué
sentido la política es y será siempre representativa, ya que, sobra la aclaración, toda acción
conduce a la toma de conciencia del sujeto. No se equivocan, por cierto, los evolucionistas
conciencia de sí, misma que, así en lo que toca a lo ontogenético como a lo epigenético, el
sujeto construye en el marco de sus relaciones con los demás. A diferencia de la primera
conciencia del objeto, cuyos estímulos provienen del mundo exterior y por lo tanto se reflejan
semejantes, para extraer de sí una segunda clase de conciencia que, al tiempo que lo provee de
representa. Mientras que, de un lado, el movimiento transita, con cierta sutileza, de lo poiético
a lo mimético (cuando el palo de escoba no se parece ya a un caballo y el mantel deja, sin más,
de ser una capa), del otro se atestigua el tránsito de lo social a lo político, un movimiento
literalmente, entra en juego la teatralidad, toda ella y no, como algunos pretenden, en partes,
sujeto tiene pocas probabilidades de cobrar conciencia de sí mismo y menos aún de formarse
como ciudadano. Hace tiempo que, en efecto, nuestras escuelas han ido desembarazándose de
esta cuestión. No se las puede culpar; se las ha sojuzgado como a ninguna otra institución.
Urge, sin embargo, hallar un modo no autoritario de revertir el déficit, uno en el que el teatro,
estoy seguro, será de gran ayuda, en especial en un continente que, como el nuestro, y por la