Campesino Ponencia

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¿EL DRAMA SIN AUDIENCIA O EL SISTEMA DEL COMODÍN?

AVATARES DE LA
PEDAGOGÍA TEATRAL EN IBEROAMÉRICA

Juan Campesino
Centro Nacional de Investigación, Documentación
e Información Teatral Rodolfo Usigli

Me queda claro que, cuando en el ocaso del siglo XX acuñó el concepto drama sin audiencia

para referirse a una línea de trabajo escolar que emplea el drama como herramienta educativa

en el aula, el británico Gavin Bolton poco reparó en las verdaderas implicaciones

epistemológicas de semejante definición. Y no porque careciera de certeza, que ya en su

mentora Dorothy Heathcote se halla un exitoso método, denominado manto de experticia, que

omite por completo la presencia y, por lo mismo, la función del público teatral. Exitoso, claro,

en el sentido de que resulta muy apto para la adquisición y el desarrollo de competencias

sociales: los niños y niñas aprenden a trabajar en equipo para resolver desafíos, se familiarizan

con las estructuras jerárquicas y ponen en juego el cruce de valores en el inofensivo marco de

un simulador. No poca cosa, pero tampoco suficiente en los términos no ya del teatro, sino de

la teatralidad misma en tanto que género de representación. Nadie con dos dedos de frente

osaría poner en entredicho las funciones sociales del drama, siendo que la misma fuente del

drama se sitúa en la interacción de unas personas con otras. Pero la teatralidad no termina ahí.

Ahí comienza, más bien, porque aún está llamada a desempeñar una función política en el

sentido más llano del término. Debe hacerse pública, vaya, de ahí que el espacio que le

corresponde sea el de la escena, donde el desempeño, la performanza, se sujeta

irremediablemente a la sanción de los espectadores. Y lo hace, ojo, en dos sentidos: el de la

presentación, donde, al margen de su carácter profesional o bien amateur, se evalúa la calidad

actoral, y el de la representación, cuando se califica la calidad de los personajes.


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Quiero decir que separar el drama de su contraparte escénica conlleva el riesgo de

privatizar la experiencia teatral y, con ella, el acontecimiento que le da sentido. Poco me

sorprende viniendo de un contexto como el anglosajón, con su ética protestante y su espíritu

capitalista, y menos aún cuando el modelo educativo que lo acoge es el de las competencias, el

cual se las ha visto tan negras con el tema de la evaluación que, para no comprometerse de

más, ha llegado a desarrollar instrumentos de autoevaluación (de ese modo nadie se entera,

¿cierto? Las susceptibilidades quedan a resguardo). Me sorprende, sin embargo, que

Iberoamérica haya adoptado el llamado process drama sin percatarse de ese déficit, en

especial tratándose de un territorio poscolonial en el que la vida privada siempre ha estado

bajo el escrutinio público. Así han hecho los españoles Fernando Motos y Francisco Tejedo y

la chilena Verónica García Huidobro, aquéllos con su concepto de dramatización, acuñado en

equipo y más tarde desarrollado por vías propias, y ésta con sus sesiones de expresión

dramática, probablemente, en ambos casos, las herramientas teatrales más difundidas y

aceptadas en las escuelas de habla hispana. No cabe duda de que se trata de instrumentos

valiosísimos a la hora de trabajar en el salón de clases. Al margen de que resultan altamente

propicios para ocuparse de las materias escolares ―todas ellas―, fomentan la participación, el

orden, la inventiva y la autoestima, por mencionar solamente unas cuantas de las virtudes que

el propio Bolton ha esgrimido en su muy loable propósito de incorporar el drama a los

currículos escolares. Más todavía, los pequeños se divierten mientras aprenden, de manera

que, ya lo sabía Platón ―y, con él, Erasmo, Vives, Rousseau, Decroly y un largo etcétera―,

aprenden más, puesto que lo hacen en acción, de donde el famoso, y manido, concepto escuela

activa de Dewey, Claparède, Ferrière y compañía.


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Ahora que, si los procesos de dominación diluyen ―no podría ser de otro modo― la

vida privada en el solvente de la vigilancia pública, consecuentemente los procesos de

emancipación no pueden darse si no es en la misma esfera pública. De ahí el insoslayable

carácter político de la educación que transita de la escuela del trabajo de Kerschensteiner a la

del sentido común de Freinet y que, en nuestro continente, habría de resultar fundamental para

las ulteriores pedagogías de un Almendros, de un Redondo y un Freire. Bien se la considere un

semillero de futuros ciudadanos o una réplica perfeccionada de la vida pública, la escuela

progresista asume, en cualquier caso, el compromiso de integrar a la comunidad y a las

instituciones que la representan. Este espíritu atraviesa, por cierto, el trabajo del brasileño

Augusto Boal desde sus inicios, a mediados de los cincuenta del siglo pasado, en el Teatro de

Arena, al que se incorpora casi al mismo tiempo que los integrantes del Teatro Paulista de

Estudiantes, pero más aún su participación en el programa de teatro popular llevado a efecto

en el marco de las campañas de alfabetización del Perú de los años setenta.

Desde luego que originalmente el teatro del oprimido no fue diseñado para los más

pequeños, lo que, sin embargo, no quita que el carácter auténticamente pedagógico de su

principal instrumento, el sistema del comodín, se preste como ninguno para trabajar con

grupos e individuos de todas las edades, donde los niños y niñas no solamente no marcan la

regla, sino que se adhieren a ella con una mayor naturalidad debido precisamente a la

naturaleza del instrumento. ¿Y cuál es esta naturaleza? Pues, justamente, la participación del

público en la representación, su integración a ella por conducto de una instancia mediadora: el

comodín, en un marco de convenciones bien definido: teatro periodístico, teatro invisible,

teatro-mito, teatro-juicio… No es, por otra parte, un secreto que la fuente pedagógica del

proyecto de Boal se halla en el propio Freire, cuyas propuestas se sustentan, más que nada, en
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el trabajo con escolares, como tampoco que estas últimas aspiran al cobro de conciencia que le

permite al individuo integrarse a su comunidad, al cobro de conciencia política, pues.

No obstante, al igual que con todo lo que ocurre en el seno de la teatralidad, más que

una relación armónica, entre la función social y su contraparte política se manifiesta una suerte

de choque toda vez que, indefectiblemente, la acción política amenaza el orden social, lo que,

dicho llanamente, se debe a que el carácter económico de la primera está dispuesto a arrasar

con el sustento moral de la segunda. ¿De qué otro modo se comprende, si no, que hasta bien

entrado el siglo XX y, ojo, en una cultura profundamente influida por las enseñanzas del bardo

de Avon, las autoridades educativas del Reino Unido hayan limitado las prácticas teatrales en

las escuelas a las clases de oratoria, llegando incluso a la tentativa de prohibir expresamente

un método escolar como el de Henry Caldwell Cook? Cierto, ni Harriet Finlay-Johnson ni

Caldwell Cook ―en quienes cabe situar los inicios de la pedagogía teatral tal como la

conocemos en la actualidad― hacen hincapié en las funciones del público que atestigua el

hecho teatral, pero es precisamente porque sus sendos métodos se basan en la representación

de obras de teatro, al grado de que el segundo llegó a construir con sus estudiantes un corral de

comedias en la escuela, que el Buró de Educación decidió enterrarlos. De otro modo, insisto,

poco se comprende que ya en Peter Slade el concepto de drama se desligue de lo teatral para

concentrarse únicamente en sus aspectos lúdicos, lo que asimismo ha de decirse de Heathcote,

del propio Bolton y de sus epígonos en Iberoamérica. Ocurre que el juego de roles constituye,

vuelvo a insistir, un asunto sociológico, cuando que el teatro comunitario ―y la escuela, antes

que cualquier otra cosa, es una comunidad― toca a la politología.

De otro modo: en tanto que acción política, todo acontecimiento auténticamente teatral

acarrea su grado de peligro. El mismo Boal lo sufrió en carne propia, viéndose obligado a
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exiliarse en el viejo continente, donde desde luego su método viró hacia lo terapéutico en

detrimento de lo político, de lo genuinamente comunitario. Pese a ello, su sistema participativo

ha sido empleado con éxito por compañías de teatro aplicado para atender problemáticas

específicas en comunidades escolares de unas latitudes y otras, si bien, como demuestra la

evidencia recabada por Waters y sus colaboradores, las iniciativas en este sentido

desafortunadamente no han cubierto de manera satisfactoria los territorios de nuestro

continente. Más todavía, los pedagogos teatrales más prominentes de Iberoamérica, inclusive

aquellos que, así Carlos Herans, Alfredo Mantovani y Débora Astrosky, han defendido la

teatralidad ante la proliferación del drama en el aula, han obviado, si no por completo, sí en lo

fundamental, las aportaciones del brasileño, perdiendo de vista que hasta en el espectador más

emancipado, y sobre todo en ése, pervive el niño, la niña a la que, ansiosa, le anda por

participar en la representación que acontece ante su vista.

La clave de todo esto se halla, justamente, en la representación, porque en última

instancia a ella se reduce todo lo que tiene que ver con la política. De más está explicar en qué

sentido la política es y será siempre representativa, ya que, sobra la aclaración, toda acción

política la emprenden unos en representación de otros. Me interesa aquí subrayar que la

representación y sus funciones cognitivas desempeñan un papel fundamental en el proceso que

conduce a la toma de conciencia del sujeto. No se equivocan, por cierto, los evolucionistas

cuando atribuyen a la fase mimética de la representación la clave del desarrollo de la

conciencia de sí, misma que, así en lo que toca a lo ontogenético como a lo epigenético, el

sujeto construye en el marco de sus relaciones con los demás. A diferencia de la primera

conciencia del objeto, cuyos estímulos provienen del mundo exterior y por lo tanto se reflejan

en la corteza cerebral, el sujeto se refleja en el mundo que lo rodea, en especial en sus


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semejantes, para extraer de sí una segunda clase de conciencia que, al tiempo que lo provee de

identidad, le permite integrarse a la comunidad a la que pertenece. Ahí donde, en un primer

momento, el objeto se le presenta, al momento siguiente el sujeto se representa y, más aún,

representa. Mientras que, de un lado, el movimiento transita, con cierta sutileza, de lo poiético

a lo mimético (cuando el palo de escoba no se parece ya a un caballo y el mantel deja, sin más,

de ser una capa), del otro se atestigua el tránsito de lo social a lo político, un movimiento

altamente problemático desde que apunta a la construcción de la civitas. Aquí es donde,

literalmente, entra en juego la teatralidad, toda ella y no, como algunos pretenden, en partes,

ya que si, en el marco de lo cívico, su desempeño no es sancionado por sus semejantes, el

sujeto tiene pocas probabilidades de cobrar conciencia de sí mismo y menos aún de formarse

como ciudadano. Hace tiempo que, en efecto, nuestras escuelas han ido desembarazándose de

esta cuestión. No se las puede culpar; se las ha sojuzgado como a ninguna otra institución.

Urge, sin embargo, hallar un modo no autoritario de revertir el déficit, uno en el que el teatro,

estoy seguro, será de gran ayuda, en especial en un continente que, como el nuestro, y por la

misma juventud de su horizonte cívico, de su ethos, vaya, se encuentra aún en el proceso de

construir sus ciudadanías.

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