Si Me Dejas Quererte

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Si me dejas quererte. Quiéreme #2


©Victoria Vílchez
Primera edición: octubre 2016
Segunda edición: marzo 2024

Todos los derechos reservados. Prohibida cualquier reproducción, distribución, comunicación


pública o transformación de la obra sin la autorización expresa de los titulares del copyright.

Las nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta obra son producto de la imaginación
del autor y totalmente ficticios, así como las opiniones reflejadas en ella. No representan la
opinión real de ninguna persona o institución. Cualquier parecido con personas, eventos,
negocios, lugares o cualquier acontecimiento son mera coincidencia.
Contenido

Copyright
PRÓLOGO
¿Y AHORA QUÉ?
VERNE
MÁS TESSA, MENOS TERESA
LA CIUDAD A TUS PIES
PERDÓNAME
CUENTOS DE HADAS
PREJUICIOS
¿CELOSA?
LA MITAD DE LA HISTORIA
FRUSTRACIÓN
DEMASIADO ¿CONTENTO?
DE FORMA IRREMEDIABLE
VERDADES QUE DUELEN
ERRORES QUE MATAN
POR LAS BUENAS
CULPA
MIEDO DE MÍ
COSAS DE MADRE
TIEMPO DE CRISIS
QUIERO BESARTE
ANTES DE PARTIR
ESTO ES LA GUERRA
BESOS Y SURF
¿CUÁNTAS? ¿CUÁNTOS?
TE QUIERO
HERMANOS
MÁS
AMIGOS
FELIZ CUMPLEAÑOS
ABANDONADOS
MI CHICA
PASADO Y PRESENTE
MI PRIMER AMOR
EPÍLOGO
NOTA DE LA AUTORA (edición original).
AGRADECIMIENTOS
Libros de este autor
A todos los Zac de este mundo.
Y a todos los amigos que se sientan a llorar a tu lado.
Cuando te acaricié, me di cuenta de que había vivido toda mi vida con las manos vacías.
Alejandro Jodorowsky

Puede uno amar sin ser feliz, puede uno ser feliz sin amar; pero amar y ser feliz es algo
prodigioso.
Honoré de Balzac
PRÓLOGO

Playa Blanca (Lanzarote). Víspera de Nochebuena.


No sé si venir por sorpresa a Lanzarote ha sido una buena idea, pero necesitaba hablar con Zac
en persona.
Estoy parada al principio del paseo marítimo de Playa Blanca y desde aquí puedo verlo
sentado en el muro junto a Teo. Está inclinado hacia delante, con la vista fija en el mar, y sus
hombros forman una línea descendente. Su postura refleja con claridad la tristeza que siente. Me
pregunto de qué estará hablando con su hermano.
Teo estaba al tanto de mis planes. Le he mandado un mensaje para informarlo de mi visita al
que me ha respondido con una alusión jocosa a lo deprimente que ha sido estar con Zac durante
estos últimos días. Ni siquiera la inminente celebración de la Navidad ha conseguido animarlo, y
eso que es una de sus fiestas favoritas.
No debería haber esperado tanto para hacer esto, pero ni siquiera ahora sé muy bien qué voy
a decirle. Nunca he tenido problemas para hablar con Zac, nuestra relación siempre ha sido tan
natural y fluida que nos bastaba mirarnos para saber lo que el otro estaba pensando. Sin embargo,
ahora las cosas son muy distintas.
Saco el móvil del bolso y tecleo un escueto mensaje para avisar a Teo de mi llegada:
«Estoy aquí».
A lo lejos, lo veo echar un vistazo a su teléfono y, acto seguido, enseñárselo a Zac. Aunque
mis nervios aumentan, me obligo a caminar con decisión hacia ellos. Teo se pone en pie y me
señala, para luego dar un salto y bajarse del muro de piedra. Para cuando llego a su altura, aún no
he sido capaz de mirar a Zac a los ojos por miedo a lo que pueda encontrarme.
Teo me envuelve con sus brazos.
—Arregladlo —me susurra al oído, antes de dejarme ir, y luego añade en voz alta—. ¡Sed
buenos!
Se marcha paseo arriba y a mí no me queda más remedio que a enfrentarme a mi amigo.
Sigue sentado sobre la piedra y un libro descansa junto a él. Me basta una ojeada para darme
cuenta de que es el ejemplar de 20000 leguas de viaje submarino que le regalé no hace mucho.
—Hola —murmuro, aunque él ha vuelto la mirada hacia el mar.
—Hola —responde, toma el libro y lo acuna sobre su regazo, dejando libre el espacio a su
lado.
Suspiro antes de encaramarme al muro y sentarme con él. De inmediato, echo de menos el
característico beso en la sien que suele emplear para saludarme.
—¿Qué tal llevas la tesis? —pregunto, tratando de deshacer la tensión entre nosotros.
Nuestras piernas están separadas apenas por unos centímetros, pero ahora mismo esa mínima
distancia se me antoja insalvable.
—Bien.
Nos quedamos en silencio; él con la mirada perdida en el océano que se extiende a nuestros
pies, y yo con la humedad acumulándose en mis ojos. Entre nosotros se ha levantado un muro
tan sólido que no tengo ni idea de cómo empezar a derribarlo. Quiero decirle que lo siento. Sin
embargo, esas dos palabras han perdido el significado para mí, son tan solo una serie de letras sin
ningún valor, aunque puede que para él resulten adecuadas.
Opto por abordar la cuestión de otra forma.
—Te he echado mucho de menos —confieso, con total sinceridad.
Ahora es su turno para suspirar, pero dice nada más. Tal vez deba comenzar por el
principio…
—Quería que funcionara, lo deseaba de un modo en el que nunca he deseado nada hasta
ahora. Creía que podría ser de esas pocas personas que pasan toda la vida con su primer amor —
admito, cohibida, mirándome las manos temblorosas—. Que como en las novelas que a veces
leemos, tras muchas dificultades, Álex y yo tendríamos nuestro final feliz. Que podríamos dejar
todo lo malo atrás porque solo importaríamos nosotros.
Me detengo unos instantes para tomar aire. Zac se ha vuelto hacia mí y me está mirando
fijamente, pero me digo que tengo que seguir hablando. Que lo mínimo que se merece Zac es
que sea completamente sincera con él.
—En todas esas historias siempre existe algo que redime a sus protagonistas, un punto de
inflexión en el que ambos se dan cuenta de que se están perdiendo y eso lo cambia todo. Pero
con Álex… Con él nunca será posible. Una parte de mí lo querrá siempre. O quizás ya no sea él
lo que quiero, sino la idea que tenía de nosotros dos juntos.
Las lágrimas me llenan los ojos y se deslizan por mis mejillas, convirtiendo el mar y lo que
me rodea en una mancha borrosa, y me encuentro negando con la cabeza.
—Lo peor es saber que él seguirá teniendo esa imagen de mí —balbuceo—. Está convencido
de que lleva la razón en todo sin tener en cuenta que a veces tener la razón en el amor no vale de
nada. Aunque quizás… quizás él esté en lo cierto y sea esto lo que merezco.
—No, Tessa, jamás pienses eso. —Pasa un dedo bajo mi barbilla y me obliga a mirarlo—.
Hay alguien por ahí esperando por ti, tan solo tienes que darle la oportunidad de convertirse en tu
verdadero amor, dejarlo amarte sin… —Titubea unos segundos antes de continuar—. Lo
encontrarás cuando estés preparada, pequeña Tessa, y entonces todo tendrá sentido.
El silencio vuelve a acompañarnos tras su afirmación. Sé que le debo algo más que esta
burda justificación de por qué lo he alejado de mí. Antepuse a Álex a nuestra amistad y de eso sí
que soy la única culpable. También comprendería que ya no confíase en mí, aunque incluso
ahora se esté esforzando para hacerme sentir mejor, y yo mejor que nadie sé que la confianza es
la base de cualquier relación y que, cuando se pierde, pocas veces se recupera del todo.
Me pregunto si seremos capaces de volver a ser lo que éramos el uno para el otro o si,
también en esta ocasión, acabaré perdiéndolo todo de nuevo.
¿Y AHORA QUÉ?

Las fiestas navideñas transcurren con aparente calma, y mi principal objetivo es estudiar para los
exámenes. Hace años, cuando Álex y yo teníamos alguna pelea, siempre había uno de los dos
que iba en busca del otro. Aparecía en mi casa sin avisar o bien a la entrada del instituto, si venía
él, o de la facultad, cuando era yo la que tomaba la iniciativa. El efecto dramático de esos gestos
nos hacía olvidar lo que fuera que había provocado la discusión, pero los problemas seguían
estando ahí. Nunca nos dimos cuenta de que no arreglábamos nada; nos bastaba con suponer que
la aparición del otro le redimía de sus posibles errores, y eso nos daba cierta tranquilidad hasta
que volvíamos a pelearnos.
Mentiría si dijera que una parte de mí no ha estado esperando verlo aparecer durante estos
días, aunque haya otra que ha buscado eliminar cualquier posibilidad de que algo así sucediera.
Dicen que quien quita la tentación, quita el peligro; y yo sé que es demasiado pronto para que un
encuentro con Álex se salde sin añadir una nueva cicatriz a las que ya tengo. Es por eso por lo
que he pasado gran parte de las vacaciones en casa de mis padres, a pesar de la necesidad casi
asfixiante de permanecer sola para lidiar con el fantasma de mi relación con él.
Sea como sea, no he vuelto a saber de Álex.
Zac continúa en Lanzarote. Mi viaje exprés a la isla consiguió eliminar cierta tensión, aunque
la despedida fue algo fría. Soy consciente de que lo nuestro no se va a arreglar de la noche a la
mañana, al igual que tengo claro que superar lo de Álex me va a llevar mucho tiempo. Ni
siquiera sé si podré llegar a reconciliarme del todo con esta etapa de mi vida. El dolor que me ha
provocado, las humillaciones, las palabras hirientes que no sé si seré capaz de olvidar… No
tengo ni idea de cómo dejar atrás todo eso y empezar a ser yo misma de nuevo.
En estos días me he mantenido alejada de todos. Esta vez no es por miedo a enfrentarme a lo
sucedido, es solo que necesito pasar tiempo conmigo misma, llorar, sacarlo todo. Lo peor son las
noches, al irme a la cama. No puedo evitar pensar en él, en si podría haber actuado de una
manera distinta y en cómo es posible que hayamos añadidos tantos errores a los ya cometidos en
el pasado. Hemos tenido una segunda oportunidad y lo único que hemos conseguido es hacernos
más daño.
Al final, suelo caer rendida de madrugada; a veces con el rostro bañado en lágrimas, otras
con el corazón repleto de rabia e impotencia.
—¿No viene Zac? —pregunta mi madre la mañana de fin de año.
Desde que nos conocemos hemos recibido el nuevo año juntos, entre carcajadas y
atragantándonos con las uvas, y hemos tomado nuestro primer baño en el mar al día siguiente.
Pero este año no parece que vayamos a cumplir con la tradición.
—Está en Lanzarote.
Por la mirada que me lanza mi madre, está claro que sabe desde hace días que algo no va
bien.
—¿Os habéis peleado?
Descarto la pregunta con un gesto de la mano. No quiero preocuparla, y espero que Zac y yo
podamos retomar nuestra amistad aunque sea poco a poco. Lo necesito.
Mi madre no parece muy convencida con mi falta de respuesta, pero lo deja pasar. Supongo
que percibe que me estoy guardando algo. He estado más callada de lo habitual y reconozco que,
en ocasiones, mi mente divaga aunque esté charlando con ella o con mi padre. Es difícil no
perderse entre tanto dolor. Mis ausencias, al parecer, siguen estando a la orden del día.
Marta, por su parte, ha pasado las fiestas en su casa, al norte de la isla. Me ha enviado
mensajes todos los días para asegurarse de que no estaba revolcándome demasiado en mi
miseria. Me ha aconsejado que me dé tiempo para asumir la ruptura con Álex, y sé que eso es
justo lo que necesito: tiempo y tranquilidad. Pero además estoy segura de que no pararé hasta
comprender el porqué de esto.
Lo malo es que no sé si hay una explicación lógica.
—¿Va todo bien?
Ahora es mi padre quien me pilla absorta en mis pensamientos.
—Los exámenes, ya sabes —me excuso. Y así transcurre la mayor parte de la jornada.
La celebración de fin de año pasa sin pena ni gloria. Quedan algunos días para que
comiencen las clases, pero decidido volver a La Laguna en año nuevo, argumentando que allí me
concentraré mejor para estudiar. Mi padre asiente y me da un beso de despedida que viene
seguido de un abrazo de mi madre. Al final, casi me veo en la obligación de salir corriendo para
no romper a llorar.
Al llegar al piso que comparto con Zac, la inquietud que he ido acumulando no desaparece.
Su ausencia es otro de los motivos de mi tristeza. Me paso las horas sentada en el sillón, mirando
las paredes. Prestar atención a los apuntes se convierte en un auténtica proeza. Al final, dos días
antes de la noche de Reyes, Marta acude a salvarme de la soledad y de mí misma.
—¿Por qué no te vienes a mi piso? —propone, preocupada por mi lamentable estado.
Sin esperar respuesta, comienza a lanzar ropa dentro de una de mis maletas. Lleva la larga
melena rubia recogida en una coleta alta que oscila al ritmo de sus movimientos, y el balanceo se
vuelve hipnótico.
—¡Ey! —me llama, chasqueando los dedos frente a mis ojos—. Regresa de donde quieras
que estés.
Esbozo una mueca que no se parece en nada a una sonrisa. En estos días me cuesta mucho
sonreír. Marta resopla y toma asiento en la cama, a mi lado.
—Sé que necesitas pasar tu periodo de duelo —comenta con cautela—, pero vas a tener que
ir deshaciéndote de esa cara de amargada.
Fin de la cautela. Marta siempre tan directa.
—Lo sé —admito, porque comprendo que dejarme llevar por la nostalgia no me va a ayudar
en nada.
Ella pasa una mano sobre mis ondas y aparta varios mechones para verme bien la cara.
—¿Puedo serte sincera?
Que no haya soltado sin más lo que piensa es preocupante, pero asiento de todas formas. Su
opinión es importante para mí; tal vez si la hubiera escuchado antes, ahora no estaría así. O
puede que sí, quizás necesitaba cometer mis propios errores.
—Me da la sensación de que, además de estar tocada por haber terminado con Álex —
comenta, titubeante—, te estás castigando porque crees que esto es lo que en realidad te mereces.
Compone una mueca de dolor, como si esperase que sus palabras provocaran en mí algún
tipo de reacción desmedida. Sin embargo, procuro valorar con objetividad lo que ha dicho. Al
ver que no contesto, prosigue:
—Más allá de los errores que cometieras hace años, lo has dado todo por él, Tessa. Has
luchado hasta el límite de tus fuerzas. Pero no se puede salvar a quién no quiere ser salvado. Y, si
me lo preguntas a mí, no creo que nadie se merezca lo que ese tipo te ha hecho pasar.
Suspiro y agacho la cabeza. Los recuerdos me golpean una vez más.
—Tessa —murmura Marta, estrechándome la mano—. ¿Sabes? Es curioso que seas la
persona menos rencorosa que conozco. Eres incapaz de odiar a nadie, incluso ahora, sé que te
resulta difícil odiar a Alex. Lo perdonaste hace años y, con el tiempo, volverás a perdonarlo. —
Estira el otro brazo y pasa un dedo bajo mi barbilla para obligarme a mirarla—. ¡Ni siquiera estás
enfadada con Zac por largarse y dejarte sola!
—Fui yo quien lo apartó —señalo, pero Marta niega.
—Tienes excusas para todo el mundo menos para ti. ¿Es que no te das cuenta? Tienes que
perdonarte a ti misma de una vez. No le debes nada a Alex.
En el fondo sé que lleva razón. Hay una parte de mí que piensa que estoy en deuda con Alex
por lo que pasó, que no he luchado lo suficiente, que podría haberlo intentado una vez más. Y tal
vez así…
Sacudo la cabeza.
—No le debo nada —replico, más para convencerme a mí misma que a Marta.
—Pues olvídalo, Tessa. No saldrá nada bueno de lo vuestro.
Lo sé, e intento no pensar en los «quizás» y en los «y si» que me han torturado durante años
y siguen haciéndolo. Es probable que Marta esté en lo cierto y sea yo la única que puede
concederme el perdón que necesito.
—Vente a casa conmigo —ruega, con una sonrisa triste en los labios, y yo acepto, esperando
que todo esto pase de una vez, pero sabiendo que, en realidad, no va a ser tan fácil.
Termino de meter algo de ropa en la mochila y me marcho con mi amiga, aunque antes de
cerrar la puerta lanzo un último vistazo al salón y no puedo evitar pensar en lo mucho que ha
cambiado todo en los últimos meses y lo perdida que me encuentro.
—¿Y ahora qué? —murmuro para mí misma, y el nudo de mi estómago se aprieta un poco
más.
VERNE

—Te estás pillando por Teo.


Marta me fulmina con la mirada. Creo que está en modo negación y no me extraña; que se
haya colado por un tío como Teo resulta toda una ironía, aunque me da la sensación de que no
quiere hablar de ello para no hacerme sentir mal.
Su atención regresa al despliegue de apuntes que tiene frente a ella. Llevamos varias horas
sentadas en la mesa de su salón, aprovechando que Vicky, su compañera de piso, no ha
regresado aún de las vacaciones de Navidad.
—Venga, suéltalo ya —la animo.
Al margen de mi estado, quiero estar ahí para ella. No voy a dejar que lo que ha pasado
interfiera más en mi amistad con Marta, y verla feliz siempre será motivo de alegría para mí.
—Es Teo, ¡por el amor de Dios!
Sonrío porque sé perfectamente a lo que se refiere. Nunca he visto al hermano de Zac tener
una relación que dure más de unos pocos días. Le encanta flirtear y dejarse querer por todas, sin
permitirse amar a ninguna.
—Nadie dice que tengas que jurarle amor eterno y tú tampoco eres un angelito.
Esboza una sonrisa enorme. Marta nunca ha tenido problemas en admitir que es alérgica al
compromiso, aunque más de una vez he sospechado que es por miedo a que le rompan el corazón
y no por albergar unas excesivas ansias de libertad.
—No tengo planeado enrollarme con él y luego ver cómo me da la patada.
El comentario tiene un matiz de amargura que me hace fruncir el ceño. Normalmente mi
amiga no es de las que se preocupan por lo que pasará al día siguiente; lo de Carpe Diem se le
queda pequeño. No sé si empezar a preocuparme.
—¿No te habrás enamo…?
—¡Ni se te ocurra terminar esa frase! —me interrumpe, con un grito muy similar a un
graznido, y niega con la cabeza—. No es nada de eso. Está muy bueno, ¿vale? Pero es solo eso,
un tío bueno más. Uno muy irritante, todo hay que decirlo.
—¿Así que no piensas tener nada con él?
Me mira de reojo y niega, aparentemente muy segura de sí misma. Y yo no insisto, resignada,
aunque está claro que hay más de lo que me está contando.
Estiro los brazos por encima de la cabeza. No he estado durmiendo demasiado bien y además
me duele la espalda. Estudiar para los exámenes está resultando más agotador que de costumbre.
—Vamos a dormir, anda —sugiere Marta, que tampoco tiene mejor aspecto que yo—. ¡Que
mañana vienen los Reyes!
Se me escapa una carcajada al verla tan emocionada. En su casa lo de los Reyes es más que
una tradición. Todos se reúnen la mañana del seis de enero para intercambiar regalos: padres,
tíos, primos, abuelos. Además, almuerzan también juntos y, como cada uno aporta varios platos a
la comida, terminan dándose un festín que ni el de Nochebuena. Me ha invitado a acompañarla,
pero no me siento preparada para estar rodeada de tanta gente. Aún necesito un poco más de
espacio.
Mis padres siguen de viaje. Hace años les pedí que no malgastaran la paga extra en regalos
para mí —tal y como solían hacer—, sino que la emplearan en cumplir su sueño de ver mundo.
Después de celebrar la entrada del año nuevo siempre se marchan al menos durante una semana.
En esta ocasión andan recorriendo las calles de Praga, por lo que preveo que mi día de Reyes
será bastante tranquilo: el sofá, alguna de mis series favoritas y el silencio como única compañía.
A la mañana siguiente, Marta madruga para llegar cuanto antes a casa de sus padres y yo me
quedo remoloneando un poco más en su habitación. Las noches aún siguen siendo un poco
difíciles para mí, es el momento en que los recuerdos —los buenos y los malos— resurgen del
fondo de mi mente y me resulta más complicado luchar contra lo sucedido. Venus parece brillar
con más fuerza en mi interior durante las horas posteriores al ocaso, y supongo que solo tengo
que conseguir que sea a mí a quien guíe.
Pero quedarme demasiado tiempo en la cama tampoco es una opción. En realidad, la
inactividad no resulta buena compañera y mi intención es luchar con todas mis fuerzas contra la
tristeza que parece haberse instalado en mi pecho. A veces lo consigo, otras… no.
Una vez más, al entrar en mi apartamento, me embarga una sensación de desazón que no soy
capaz de controlar. Es como si el que he considerado mi hogar durante los últimos años hubiera
perdido calidez y familiaridad. Sin embargo, no he llegado a dejar las llaves sobre el mueble de
la entrada cuando mis ojos tropiezan con una maleta: la de Zac.
Contengo la respiración y vuelvo la mirada en dirección al pasillo, esperando verlo aparecer
por él en cualquier momento. Percibo el ligero temblor que sacude mis manos y los nervios se
concentran en mi estómago.
«Se trata de Zac», me digo, confusa por la reacción de mi cuerpo aunque sepa que las cosas
han cambiado. De repente es como si nuestra relación hubiera vuelto al punto de partida. Pero,
en vez de mi mejor amigo, lo que asoma corriendo por el pasillo es una bolita de pelo blanca y
marrón que acaba resbalando y tropezando con mis pies. Me quedo mirándolo sorprendida
mientras el cachorrillo se dedica a lloriquear dando vueltas a mi alrededor. En cuanto me agacho
para tomarlo en brazos, se lanza a lamerme la cara y no puedo evitar reírme.
—¿Se puede saber de dónde has salido? —pregunto, acunándolo e intentando que deje de
babearme la cara.
—Se llama Verne.
La voz de Zac me obliga a levantar la vista. Durante unos segundos permanezco observando
a mi amigo sin decir nada. No nos hemos visto ni hablado desde que estuve en Lanzarote. Quiero
pensar que ambos necesitábamos tiempo a solas y no que esto es el principio del fin de nuestra
amistad. Me doy cuenta de que en otro momento hubiera corrido a sus brazos y él me hubiera
estrechado contra su pecho, alguno de los dos hubiera soltado una tontería y nos hubiéramos
reído juntos. Pero ahora…
—Es Verne —repite Zac, que tampoco ha hecho ademán de moverse, y luego añade—: Una
nueva locura de Teo.
—¿El nombre se lo has puesto tú?
Zac asiente.
El cachorrillo se revuelve entre mis brazos, reclamando la atención perdida, y mi amigo se
acerca para cogerlo. Pero Verne comienza a lloriquear y esconde el hocico en mi cuello,
resistiéndose a separarse de mí.
—Parece que le gustas más que yo —dice Zac, y por unos instantes su mirada se carga de la
misma ternura de siempre.
Sus manos continúan en torno al pequeño cuerpo del cachorro, rozando la parte interna de
mis brazos, y su calor se extiende por mi piel. No aparta la vista de mí y sus ojos parecen
rebuscar en el fondo de los míos; el tono azul de sus iris es más intenso aún de lo que recordaba.
Al final, su cercanía consigue que me ardan las mejillas.
—Espero que no te importe —murmura Zac, y sus labios articulan cada palabra a apenas
unos centímetros de los míos.
Abrumada, ni siquiera comprendo de qué me está hablando. Tenerlo de nuevo en casa resulta
mucho más extraño para mí de lo que había esperado.
—No te importa que se quede aquí, ¿verdad? —insiste ante mi silencio.
Da un paso atrás. Mis pulmones se vacían del aire que había estado conteniendo y muevo la
cabeza de un lado a otro, negando. Aprieto a Verne contra mí al tiempo que libero una de mis
manos para rascarle detrás de las orejas. Desvío la mirada al cachorro y recupero por fin mi voz.
—Es adorable —comento, dejándolo en el suelo.
Verne sale corriendo en dirección a los dormitorios. Lo escuchamos soltar varios ladridos,
tras los cuales, regresa el silencio de hace unos minutos.
Mi amigo permanece con los brazos a los lados y, en apariencia, no sabe qué más decir. Es
tan raro vernos así de distantes que me da por pensar que jamás volveremos a ser los mismos,
que lo he perdido de una forma absurda y nunca habrá más risas compartidas ni más besos en la
sien. La idea de que eso ocurra me obliga a soltar lo primero que se me pasa por la cabeza, pero,
cuando estoy a punto de abrir de la boca, Zac me sorprende eliminando la distancia entre ambos
y rodeándome con los brazos.
—Te he echado mucho de menos —susurra en mi oído, provocando que la humedad se
acumule en mis ojos y que mi pecho vibre con la confesión.
Su aroma a limpio, la seguridad con la que me estrecha contra su cuerpo, su respiración
acelerada… Es mi mejor amigo y a la vez no lo es, pero vernos de nuevo compartiendo un
instante de complicidad hace que no me pare a valorar las circunstancias. Solo disfruto de esos
segundos.
—Tessa, yo… —Su voz es ronca y titubeante.
Sus manos descienden por mi espalda hasta alcanzar la parte baja de esta y el gesto hace que
mi cuerpo responda tensándose. Los reproches de Álex sobre mi amistad con Zac acuden a mi
mente en tropel y, al cerrar los ojos, casi puedo ver su mirada acusadora en el fondo de mis
párpados. Sé que no hay nada de malo en que Zac me dé un abrazo y, sin embargo, doy un paso
atrás para recobrar parte del espacio personal perdido.
Maldigo mi actitud en cuanto veo el gesto herido de mi amigo y me pregunto cuánto daño
han hecho las insinuaciones de Álex, cómo de hondo han calado en mí y si seré capaz alguna vez
de dejar de regirme por su visión de lo que está bien y lo que está mal. No quiero ser como él ni
convertirme en una persona repleta de amargura y rencor, y tampoco vivir desconfiando de los
demás ni viendo la vida a través de sus ojos.
Sé que no conseguiré deshacerme de su influencia de un día para otro. Aún tendré que luchar
durante un tiempo con los prejuicios que sembró en mí y que yo permití que arraigaran y echaran
raíces. Y es por eso, porque si de algo estoy segura es de que no hay nada malo en mi amistad
con Zac, por lo que dejo salir mi necesidad de él y me lanzo en sus brazos de nuevo.
—Lo siento —murmuro, con la cara contra su pecho—. Lo siento mucho.
Él responde acariciando mi pelo mientras su boca busca mi sien. Y ese pequeño beso que
deposita sobre mi piel provoca que las lágrimas que he estado reteniendo fluyan sin control;
saladas al llegar mis labios y, sin embargo, repletas de dulzura por poder compartirlas con él.
—No vuelvas a irte —le ruego, sin dejar de sollozar—. No me dejes.
—Nunca.
MÁS TESSA, MENOS TERESA

—Es una auténtica preciosidad —me dice Marta, sujetando con delicadeza el regalo que me ha
hecho Zac por Reyes.
Es un reloj de bolsillo. La tapa es de color bronce y tiene el hermoso grabado de una libélula.
En un primer momento pensé que la elección de ese animal en concreto era una simple cuestión
estética, pero Zac no tardó en sacarme de mi error.
«Tiene innumerables significados. Son capaces de volar en todas direcciones, incluso hacia
atrás, lo que es símbolo de libertad, y viven casi más tiempo como ninfa que como adulto, por lo
que también se las asocia con la idea de centrarse en vivir el presente», me explicó, con los ojos
fijos en mí.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue que son considerados animales de luz y,
como tales, se les relaciona con la idea de la esperanza. «Algo así como ver la luz al final del
túnel», señaló Zac, y esta vez sí que apartó la mirada.
Nuestra amistad no se ha recuperado del todo. Supongo que tampoco nosotros somos los
mismos; al menos, está claro que yo no lo soy. Pero tengo la esperanza de que poco a poco las
cosas mejoren. Me doy cuenta de que, en realidad, lo he echado tanto de menos que me duele
incluso pensar en ello.
—Una maravilla —comenta Marta, sacándome de mis cavilaciones.
Me lo devuelve y yo repaso con el dedo sus líneas redondeadas una vez más.
—Sí que lo es —coincido, esbozando una sonrisa tímida, aunque esta desaparece al
contemplar el ceño fruncido de mi amiga—. ¿Qué pasa?
Cierra el libro que tiene delante y lo empuja con tanto ímpetu que resbala por el lateral de la
mesa y cae al suelo. Ahora es mi turno para enarcar las cejas. Llevamos apenas media hora
estudiando, pero, por su expresión hastiada, cualquiera diría que nos hemos sentado frente a los
apuntes hace media vida.
—No me concentro —suelta, y yo me quedo esperando a que añada algo más.
Su teléfono vibra con la entrada de un mensaje y observo cómo le echa un vistazo y vuelve a
dejarlo a un lado.
—¿Teo? —me aventuro a decir.
Empiezo a creer que lo que quiera que hay entre ellos está afectando a mi amiga de una
forma muy seria. Sinceramente, me preocupa. Teo es imprevisible en muchos aspectos, pero en
cuestión de relaciones tiene un proceder idéntico con todas las chicas. Y Marta… Bueno, ella no
acostumbra a implicarse demasiado con los tíos. Creo que nunca la había visto así.
Mi amiga niega.
—Marcos. Quiere que quedemos —replica, señalando el móvil.
—Y eso es… ¿Malo? ¿Bueno?
Ella resopla y se frota las sienes como si le hubiera preguntado por el origen del universo.
—No me apetece. ¡No me apetece quedar con ningún tío! —exclama, con un tono de alarma
que hace que se me escape una carcajada—. No es divertido —añade, y me esfuerzo por
contener la risa.
—Pero ¿es por Teo?
—Es un gilipollas —replica, sin responder a mi pregunta—. Debería tirármelo y acabar con
esto de una vez.
—Esas dos frases quedan bastante raras una detrás de la otra —señalo, aunque creo que es
totalmente consciente de la incongruencia que acaba de soltar—. ¿Te gusta o no?
—Olvídalo —me dice, mientras se inclina para recoger el libro del suelo.
Pero su expresión continúa reflejando la inquietud que siente. Dejo caer el bolígrafo que
tengo en la mano sobre la mesa y me levanto.
—Vamos, necesitamos despejarnos —le digo, tirando de ella para que me siga—, respirar
aire puro y cambiar de perspectiva.
—Estamos en plenos exámenes.
—De igual forma, no estamos avanzando nada.
La empujo en dirección a su dormitorio. La verdad es que no tengo ganas de ir a ningún lado.
Sin embargo, Marta necesita tomarse un descanso y a ambas nos vendrá bien reír y desconectar
durante unas horas. Y sé que con ella las risas están aseguradas.
—No te apetece una mierda salir, ¿verdad? —señala, una vez en su habitación, negando con
la cabeza—. Haces esto para que la loca de tu amiga no se vuelva más loca aún.
Sitúo la punta de los dedos en la comisura de sus labios y aprieto en dirección ascendente
para obligarla a sonreír.
—Adoro a la loca de mi amiga. Vamos a pasárnoslo bien y no quiero oír ni una sola protesta
más.
Entre gruñidos, me hace caso y comienza a cambiarse de ropa, aunque su mal humor no dura
demasiado y, cuando estamos a punto de cerrar la puerta de la calle, la escucho murmurar un
«gracias».
No le respondo. La agarro por la espalda y le doy un abrazo, pegando mi mejilla contra la
suya.
—No me des las gracias. Haría cualquier cosa por ti —comento, con cierto tono dramático, y
acto seguido me río para restarle solemnidad al momento.
Una vez en la calle, me cruzo la chaqueta sobre el pecho en un vano intento de resguardarme
del frío y la humedad de La Laguna. Tanto Marta como yo miramos a ambos lados de la acera
sin saber muy bien qué dirección tomar. Cuando le sugerí salir, no tenía ningún plan en mente, y
a estas horas de la noche no es que haya demasiadas alternativas. Aunque ahogar las penas en
alcohol pueda resultar atractivo, lo último que me apetece es meterme en un bar.
Me pongo a dar saltitos para entrar en calor a la espera de que se me ocurra un plan mejor.
—Necesitamos a Zac. —Marta se vuelve hacia mí.
Esboza una sonrisa pícara y saca el teléfono del bolso. Por un momento siento la tentación de
decirle que lo deje correr, pero la verdad es que Zac siempre ha formado parte de este tipo de
cosas: las excursiones sin rumbo, nuestras locuras, las salidas a la aventura que nunca se sabe
dónde terminarán. Y, en honor a la verdad, siempre resulta una parte muy importante de ellas.
Mi amiga se coloca a mi lado y alza el móvil hasta situarlo a la altura de nuestros rostros.
—Mandémosle una invitación —comenta, y acto seguido amaga un puchero frente a la
cámara.
Al disparar, me pilla poniendo los ojos en blanco.
—¡Dios, no le envíes eso! —me quejo, pero ella me ignora y se pone a teclear.
«Buscando plan».
«Te apuntas??? :p».

Me asomo por encima de su hombro para poder ver la respuesta de Zac, que apenas si tarda
en responder.

«Jajaja Dadme diez minutos».


«Tienes cinco! Nos estamos congelando!»

Mientras rezamos para que Zac se dé prisa, el frío nos cala los huesos y nos dedicamos a
movernos de un lado a otro de la acera para evitar que a su llegada nos encuentre tiritando.
—No te importa, ¿no? —me suelta Marta, en una de sus idas y venidas por el adoquinado de
la calle.
—Un poco tarde para preguntar —replico, aunque le regalo una sonrisa para que comprenda
que todo está bien.
Los tres hemos compartido muchos momentos, bueno y malos. Si quiero volver a ser yo
misma y recuperar a mi mejor amigo, no puedo seguir evitándolo.
Zac tarda exactamente catorce minutos en aparcar frente a la casa de Marta, lo que conlleva
una serie de protestas por parte de mi amiga además de una colleja al conductor del coche.
Mientras ella se introduce en la parte posterior del vehículo, yo ocupo el asiento del copiloto.
Zac, aún frotándose la nuca por el golpe recibido, desvía la mirada en mi dirección.
—Hola, peque.
El saludo no es más que un susurro que dudo que Marta haya llegado a oír. A continuación,
retira un mechón de mi pelo y lo coloca detrás de mi oreja, despejando mi frente para depositar
un beso rápido. Y ese simple gesto me hace pensar que tal vez todavía tenga un hogar al que
regresar si consigo encontrar el camino.
Marta, sin percatarse de nada, se asoma por el hueco entre los asientos, mucho más animada
que hace un rato.
—Bien, ¿a dónde vamos?
Las comisuras de Zac ascienden a la vez que entorna ligeramente los párpados. Sin decirnos
qué planes tiene, arranca el motor y nos ponemos en marcha. Mentiría si dijera que estar aquí,
con mis dos mejores amigos y rumbo a un destino desconocido, no hace que vuelva a sentirme
un poco más yo misma.
LA CIUDAD A TUS PIES

—¿En serio, Zac? —protesta Marta, sentada sobre el capó del coche—. Todo el mundo sabe que
esto es un picadero.
Los tres desviamos la mirada hacia la derecha, donde hay otro vehículo aparcado a apenas
veinte metros y con los cristales totalmente empañados.
El destino elegido por mi amigo es el mirador de Los Campitos y, tal y como ha señalado
Marta, todo el mundo sabe a qué viene la gente aquí por las noches. Pero de nada han valido las
quejas, hemos terminado subidos al capó y compartiendo una manta que Zac llevaba en el
maletero.
A pesar de todo, hay que concederle a mi amigo que las vistas nocturnas de Santa Cruz son
impresionantes desde aquí: las luces de la ciudad y del puerto, el auditorio alzándose junto al
mar, el reflejo de una media luna brillando sobre el agua, y las estrellas, titilando sobre nuestras
cabezas.
—¿Hay algo que nos quieras decir? —insiste Marta, esta vez con tono jocoso—. ¿No estarás
pensando en montarte un trío?
Zac suelta un carcajada mientras que yo respondo a la insinuación dándole un codazo.
—Porque no está el patio para proezas sexuales —añade ella, y yo no puedo evitar reírme.
Nos reclinamos sobre el cristal casi a la vez y Zac, situado en medio de las dos, no duda en
pasar un brazo en torno a nuestros hombros.
—Disfrutad de las vistas. Sentiros gigantes con la ciudad extendiéndose a vuestros pies y
esas diminutas casitas. ¿Veis como todo es relativo?
—No sé qué haces estudiando física, podías haberte metido en filosofía —bromeo, solo para
chincharlo, aunque en el silencio posterior los tres permanecemos recreándonos en el paisaje,
porque en cierta medida tiene razón.
¿Cómo puede cambiar algo tanto según la perspectiva? Desde aquí los edificios parecen
insignificantes, y las calles, trazos caóticos por las que apenas circulan unos pocos coches. Tal
vez sea eso lo que necesito, distanciarme de lo sucedido con Alex, dejar las emociones a un lado
y observarlo todo con ojos nuevos. Una visión diferente de la misma historia.
Bromeamos durante un rato. Nos olvidamos de los exámenes, de las largas sesiones de
estudio y biblioteca, las escasas horas de sueño y los litros de café. Hablamos de los meses que
están por venir, de las hogueras de San Juan que solemos disfrutar en El Médano y que siempre
se convierten en la excusa perfecta para dar la bienvenida al verano, e incluso de un posible viaje
con la mochila a cuestas. Soñamos juntos disfrutando de la noche y, para nosotros, el lugar se
convierte en nuestra particular cima del mundo.
Horas más tarde, Marta se atrinchera en el asiento trasero, alegando que está muerta de
sueño, aunque me da la sensación de que su intención es dejarnos solos. Tras su marcha, Zac
recoloca la manta sobre nuestros cuerpos y tira de mí hasta que acabo con la cabeza apoyada
sobre su pecho. Durante una fracción de segundo, justo en ese instante en el que su aroma me
rodea y aspiro para llevarlo hasta mis pulmones, mi mente es arrastrada al país de la culpabilidad
de nuevo, ese rincón de mi mente en el que las acusaciones de Alex son ciertas y el trato con mi
mejor amigo resulta inapropiado.
«No», me digo, rechazando la tensión de mis músculos y obligándolos a relajarse. Recupero
la maravillosa sensación de estar donde quiero estar, con alguien que se preocupa por mí y que
nunca me ha juzgado por mis errores. Tal vez, con el tiempo, tenga que dejar de repetirme que
no está mal querer a tu mejor amigo o permitir que te dé un abrazo; tal vez reír con alguien no
suponga un esfuerzo, ni sonreír por educación a un desconocido sea considerado un acto de alta
traición.
—¿En qué piensas? —me interroga Zac, y creo que es la primera vez que necesita hacerme
esa pregunta.
Desliza la mano por mi pelo y lo aparta para dejar al descubierto mi rostro. Sus dedos trazan
líneas imaginarias sobre mi mejilla, que se calienta de inmediato, y sus ojos buscan los míos,
cargados de otras muchas cuestiones. Le dedico una sonrisa como agradecimiento, porque no
tiene ni idea de lo curativo que resulta para mí estar aquí, a su lado, sin hacer nada en particular.
—Lo que pasó… —comienzo a decir, con intención de darle una explicación mejor de la que
ha recibido hasta ahora. Pero él me silencia colocando un dedo sobre mis labios.
—Deja de vivir en el pasado, pequeña Tessa. No le dejes ganar esa batalla. Lo único que
quiero es que estés bien.
Me pierdo en sus ojos, más oscuros debido a la escasa luz, y tardo unos segundos en
contestar:
—Lo estaré.
No sé cuánto tiempo me llevará recomponerme y hacerme a la idea de que tengo que dejar
atrás lo mío con Alex. Por mucho que sepa que tiene que ser así, no siempre es fácil asumirlo.
Zac sonríe, marcando hoyuelos, y la oscuridad que nos rodea parece disminuir.
—Y yo estaré esperando a que vuelvas.
Me aprieta contra su pecho, reclamando esa parte de mí que ahora mismo está rota, y me
maravilla su capacidad para hacerme sentir mejor con tan solo un abrazo. Quizás Marta tenga
razón y yo soy la única que no puede perdonarse a sí misma; tal vez sea hora de deshacerme de
la culpa y de avanzar.
—Solo una cosa más —le digo, con los ojos cerrados—: siento haberte obligado a irte.
Ni siquiera he terminado la frase cuando percibo con claridad sus músculos tensándose bajo
mi cuerpo. Sus manos abandonan mi piel y se incorpora hasta quedar sentado, alejándose de mí,
haciéndome sentir un poco más vacía.
—No es culpa tuya. Quería partirle la cara —confiesa, con la vista fija al frente— y lo
hubiera hecho con gusto, pero no me fui por eso.
Coloco una mano sobre su brazo y el contacto hace que pegue un respingo, pero no se
vuelve. Tiro de él y, aunque se resiste, al menos esta vez sí consigo que gire la cabeza.
—¿Por qué te fuiste, Zac?
De repente, la cuestión adquiere para mí más relevancia de la que ha tenido hasta ahora, y ni
siquiera sé muy bien por qué. Pero él no dice nada. Se limita a evitar mi mirada con los labios
entreabiertos y el pecho subiendo y bajando a un ritmo demasiado rápido teniendo en cuenta que
llevamos varias horas aquí sentados.
—¿Zac? ¿Zac? —insisto, hasta que alza la barbilla.
Es entonces cuando veo la inquietud en sus ojos, pero lo más llamativo no eso, sino el miedo,
el terror que se refleja en su expresión mientras me observa. Lo reconozco porque yo he visto
miles de veces esa emoción en mi rostro al mirarme al espejo.
—¿Qué pasa?
Él niega, y su expresión se suaviza un poco, pero no consigue esconder del todo lo que sea
que está sintiendo.
—No es nada.
Vuelve a tumbarse a mi lado. Introduce la mano bajo la manta y sus dedos se enlazan con los
míos. Respondo al gesto estrechándolos con fuerza. Apoyo la cabeza sobre su hombro y exhalo
un suspiro. Soy consciente de que no ha contestado a mi pregunta. Sin embargo, su reacción ha
sido tan desmesurada que por una vez quiero ser yo su consuelo; sin exigir, sin presionar. Puede
que me lo cuente cuando esté preparado.
Y así nos quedamos, con las manos entrelazadas, buscando bajo la manta el calor y el apoyo
del otro no sé por cuántas horas más. No es hasta que los párpados comienzan a pesarme y se me
escapa un bostezo que Zac sugiere volver a casa. Marta se ha quedado dormida en el asiento
trasero y solo recupera la consciencia cuando mi amigo detiene el vehículo frente a su casa.
Somnolienta, se despide con un gesto de la mano y se baja del coche. Tras esperar a que entre en
el portal del edificio, nos dirigimos a nuestro piso.
El cansancio ha hecho tanta mella en mí que, al entrar a oscuras y percibir algo chocar contra
mis pies, suelto un grito antes de comprender que se trata de Verne. El perrito se pone a
lloriquear de inmediato y, como Zac está quitándose la chaqueta, soy yo la que lo toma en brazos
para dedicarle algunas atenciones. Satisfecho por haber conseguido su objetivo, se restriega
contra mi blusa y no tarda en acomodarse y cerrar los ojos.
—Parece que alguien quiere dormir contigo esta noche —suelta Zac, encendiendo la luz para
admirar la escena, divertido.
—¿Así que es eso? —inquiero, dirigiéndome al cachorro—. ¿Quieres compartir mi cama?
Y puede que me lo haya imaginado, pero juraría que, tras desearme buenas noches y
marcharse en dirección a su dormitorio, Zac ha farfullado algo así como «¿Y quién no?».
PERDÓNAME

Mi despertar, a la mañana siguiente, es algo más agradable que de costumbre. Anoche me fui a la
cama tan cansada que no tuve tiempo siquiera de dejarme arrastrar por el silencio de estas cuatro
paredes. La presencia de Verne, acurrucado a mis pies, también ayudó, aunque al abrir los ojos
me lo haya encontrado lamiendo de nuevo mi cara para que lo bajara de la cama. Aún es tan
pequeño que no se atreve a saltar al suelo por sí mismo.
Mis pasos me llevan directa a la cafetera. Tomar un café en cuanto me levanto es una
costumbre inamovible, más que nada porque alguien podría resultar herido si intenta entablar
conversación conmigo antes de que consiga mi primera dosis del día. Verne se dedica a corretear
por el salón mientras yo me sirvo el café en la taza que Zac me regaló al poco de irnos a vivir
juntos, esa que reza No sin ti, por aquello de mi enfermiza necesidad de cafeína.
Mientras le doy pequeños sorbitos a la bebida, salgo de la cocina para vigilar al cachorro y
recuperar mi móvil, que ayer dejé sobre la mesa del salón y seguramente esté descargado. Echo
un vistazo a la pantalla y me encuentro con que he recibido un SMS. ¿De verdad hay gente que
usa aún los mensajes de texto?
Antes de abrirlo para comprobar su procedencia, pongo el aparato a cargar, ya que está a
punto de apagarse. La taza casi resbala de mis manos cuando por fin lo abro y mis ojos tropiezan
con el número del remitente. Aunque lo haya eliminado de mis contactos, lo reconozco de
inmediato. Es el número de Álex.
Durante varios segundos, mi respiración se detiene al mismo tiempo que mi corazón
comienza a bombear a un ritmo frenético. Me cuesta enfocar la vista y tengo que esforzarme para
descifrar cada letra.
Algo dentro dentro de mí me decía que esto ocurriría, que las cosas no resultarían tan
sencillas como mirar hacia otro lado y esperar que el discurrir de los días hiciera su trabajo.
Conozco tan bien a Álex que, en el fondo, era consciente de que aparecería más tarde o más
temprano.
—¿Qué pasa? —La presencia de Zac a pocos pasos de mí me pilla totalmente desprevenida.
Ni siquiera lo he oído llegar.
Incapaz de variar mi expresión, levanto la cabeza para mirarlo. Tiene el pelo mojado y,
aunque va descalzo, ya se ha puesto unos vaqueros y un jersey de punto fino de color azul. Es
probable que su intención sea marcharse cuanto antes a la facultad para aprovechar el día.
Verne me salva de contestar a la pregunta soltando un quejido lastimero.
—Ya lo saco yo.
Suelto el móvil sobre la mesa y me marcho en dirección a mi habitación. Cierro la puerta tras
de mí para apoyarme en ella en busca de estabilidad. Las manos me tiemblan y la única palabra
que contenía el mensaje se repite una y otra vez en mi mente.
Perdóname. Perdóname. Perdóname...
Aprieto los párpados e intento tranquilizarme. Lucho para recuperar el aliento mientras mi
mente se llena de imágenes de Álex y mías, de las peleas y los abrazos, de miradas de cariño y de
desconfianza, del amor y del odio que nos hemos profesado.
Un dolor sordo se extiende por mi pecho.
«Aguanta», me digo, sabiendo que ni quiero ni debo contestarle, que cualquier cosa que
dijera al respecto sería meterme de lleno en la misma espiral destructiva de la que apenas si he
empezado a salir.
Me lleva más de diez minutos reunir el ánimo suficiente para cambiarme de ropa, y solo lo
consigo gracias a que Verne, que se ha colado en el dormitorio conmigo y no deja de
importunarme para que le preste atención. Decido concentrarme en él. Esto solo es un pequeño
bache, algo que debería hacerme más fuerte, solo espero que Álex no siga insistiendo porque, en
realidad, ya no hay nada que se pueda perdonar. Creo que la redención, en nuestro caso, será
algo que tengamos que otorgarnos nosotros mismos. Con el resto tendremos que aprender a vivir.
Cuando regreso al salón no hay ni rastro de Zac. Me froto las sienes, tratando de calmar un
incipiente dolor de cabeza, y cuando el teléfono vibra de nuevo sobre la madera reprimo el
impulso de lanzarlo por la ventana, tan lejos como me sea posible. Me acerco despacio y veo el
icono de Whatsapp iluminado en la esquina de la pantalla. Se me escapa un suspiro de alivio,
sabiendo que es imposible que sea Alex, ya que lo tengo bloqueado.
Que mi madre domine lo de enviarme mensajitos como si de una adolescente se tratara —
emoticonos incluidos— me arranca una sonrisa. Parece que ya han regresado de la escapada a
Praga y están deseando que les haga una visita. La necesidad de volver a la casa de mi infancia
se convierte en la mejor de las excusas para huir.
Miro a Verne, que me observa con la boca abierta y la lengua colgando, y no me lo pienso
dos veces. Lo tomo en brazos y me digo que es hora de presentar a mis padres al que es probable
que se convierta en el amor de mi vida; Verne, claro está.
—¡Es adorable! —chilla mi madre, arrancándome el cachorro de las manos.
No ha hecho ninguna pregunta cuando, apenas una hora después de recibir su mensaje, he
aparecido en su puerta con una sonrisa triste en los labios y mi nuevo perrito.
—¡Hola, Snoopy! —le dice, con la misma voz con la que se dirigiría a un niño.
—Mamá, se llama Verne.
—¡Pero si es como Snoopy! —protesta, mientras le hace carantoñas a las que el cachorro
responde con varios de sus estridentes ladridos—. De pequeña te encantaba.
Aprovecho que mi madre está absorta en Verne para escabullirme en mi antiguo dormitorio.
Dejo que le dedique los mimos destinados a mí, porque la necesidad urgente de encontrarme en
la habitación de mi niñez se ha convertido en eso: un angustioso anhelo. Atravieso la puerta y
voy directa a la cama, en la que me siento. Mi mirada vaga por las paredes, los muebles, las
fotografías que decoran la parte baja del espejo y, aliviada, me reconozco en cada objeto.
Impregnada en este lugar hay una parte de la niña y de la adolescente que fui, algo muy alejado
de la visión dañina que Álex ha insistido en recordarme una y otra vez. Y, aunque no me gusta
volver al pasado, creo que hoy no me vendrá mal.
Poco después, me doy cuenta de que estoy sosteniendo el reloj que Zac me regaló entre las
manos. Desde que me lo entregó lo he llevado conmigo y, en algún momento, durante el rato que
he pasado observando mis cosas, mis dedos se han enredado en torno a la cadenita de la que
cuelga. Su tacto me relaja. Es curioso que Zac eligiera un reloj aunque sea un complemento del
que yo no suelo hacer uso. No sé bien si lo ha hecho porque él también es consciente de que
necesito tiempo para volver a encaminar mi vida o porque me está ofreciendo sus minutos, horas
y días.
Esa idea me arranca una sonrisa.
De repente, caigo en la cuenta de que ya hace un mes desde que lo dejé con Álex. La
sensación de pérdida es todavía muy intensa, quizás porque al fin estoy asumiendo que ya no
existe la persona de la que una vez estuve enamorada. Aun así, sigo teniendo días mejores y días
peores, pero no he derramado más lágrimas. Supongo que lloré lo necesario con cada golpe, con
cada despedida, y ahora lo único que quiero es aprender a sonreír de nuevo.
Todavía tengo ataques de culpabilidad de vez en cuando. Como hace un par de noches,
cuando Marta me animó a que nos fuéramos de juerga, y yo, de inmediato, me puse a pensar en
lo que diría Álex al respecto. Es curioso lo que cuesta deshacerse de comportamientos tan
nocivos a pesar de saber que nos hacen daño. Tuve que recordarme que no importaba lo que él
pensase al respecto, salir con una amiga nunca será nada malo.
—Desconecta de una vez, Tessa —dijo Marta, al ver mi expresión—. Haz lo que a ti te
apetezca. Ni siquiera tengas en cuenta lo que yo pienso.
Comienzo a comprender que la gente que realmente te quiere lo hace tal cual eres, y entiendo
quizás un poco mejor por qué Zac me animó a ir en busca de Álex aquella mañana que pasamos
en el Campus de Guajara. Me dejó elegir, y sí, puede que yo eligiera mal, pero él me dio la
opción de cometer mis propios errores. Me permitió volar.
Saco el móvil del bolso y hago la única llamada que quiero hacer en este momento.
—¿Zac? ¿Te apetece un baño en pleno enero? —le propongo, más nerviosa de lo habitual.
Quizás haya perdido la costumbre. El caso es que incluso invitarlo a casa de mis padres o a
cometer cualquier locura me hace sentir estúpida.
La risa de mi amigo me llega desde el otro lado de la línea y el sonido es... inigualable.
—¿Dónde estás? —me interroga, y puedo percibir la diversión en su tono.
—En El Médano. Me he traído a Verne.
—Dame una hora, peque —replica, y mi corazón se encoge al escucharlo.
No nos despedimos siquiera y eso hace que me sienta aún mejor. Nunca habíamos necesitado
decir adiós hasta hace poco.
—Viene Zac a comer —informo a mi madre, al regresar a la planta baja.
Ella me mira y sonríe sin más. No dice nada. Tan solo me observa como si estuviera viendo
algo en mí que no había visto antes. Tal vea sea así, tal vez estoy comenzando a ser yo... tal vez,
en futuro no muy lejano, pueda volver a brillar.
CUENTOS DE HADAS

—¡Joder! —exclama Zac, cuando el agua roza sus pies.


Se me escapa una carcajada al verlo retroceder.
—Mira que eres quejica —replico, avanzando con decisión—. No puede estar tan... ¡Dios!
Ahora es él quién se ríe, aunque yo trato de aguantar y no ceder a la tentación de dar media
vuelta.
En cuanto Zac ha llegado, hemos almorzado y luego hemos bajado a la playa. Estamos en
una zona más apartada en vez de en la playa principal, porque hemos decidido traernos a Verne
con nosotros. El cachorrillo anda corriendo de un lado a otro y lanzándose contra las olas que
rompen en la orilla. Parece ser que él no tiene frío.
—¿Qué decías? —se mofa mi amigo, con las manos en la cintura y los pies clavados en la
zona de arena seca.
Aun estando en invierno conserva la piel dorada. Estoy segura de que en Lanzarote no ha
dejado de ir a nadar ni un solo día. No sé de qué se queja tanto.
—No está tan fría —insisto, solo por llevarle la contraria.
—Pues lánzate.
Enarco una ceja. Lo de los retos entre nosotros siempre acaba mal y ambos lo sabemos.
Bueno, en realidad, suele terminar conmigo chillando y él estallando en carcajadas.
—Voy —afirmo, pero no doy un solo paso.
Se cruza de brazos y me dedica una sonrisa torcida.
—Claro que vas —dice, justo antes de echar a correr directo hacia mí.
En cuanto me doy cuenta de sus intenciones, yo también me lanzo a la carrera, alejándome
del mar y de él. Pero ¿a quién voy a engañar? No soy rival para Zac y sus horas de entrenamiento
trotando por el parque. Aunque lo fuera, creo que me dejaría atrapar igualmente. Mi instinto de
supervivencia hoy ha decidido perder la batalla por el bien de nuestra amistad. Sabía que echaba
de menos estos momentos estúpidos con Zac, pero hasta ahora no me había hecho una idea de
cuánto; muchísimo más de lo que imaginaba.
—¡Claro que vas! ¡Pero de cabeza! —se ríe, gritando, mientras carga conmigo sobre uno de
sus hombros.
Contesto a su risa con la mía, una sincera y profunda que hacía mucho que no me permitía
soltar. Una que sale de muy dentro, de ese lugar en el que solo somos Tessa y Zac. Él y yo. Sin
corazones rotos ni mentiras, sin traiciones ni heridas. En este momento, somos solo eso… risa.
Cómo no, me deja caer en el agua a lo bruto. Aunque me lo esperaba, me pilla con la boca
abierta. Apenas tardo un segundo en salir a la superficie, pero ese breve instante le vale a mi
mente para lanzarme uno de sus dolorosos recuerdos: otro día en otra playa, también con Zac y, a
lo lejos, un par de ojos castaños observándonos.
En un acto reflejo, repaso a los pocos bañistas que hay por la zona con la esperanza de
encontrar la misma mirada y también con miedo de hacerlo. Zac, que no se ha percatado de nada,
se sitúa a mi espalda y vuelve a alzarme en vilo.
—¿A qué ya no está tan fría? —dice aún riendo.
Yo niego. Ahora mismo, apenas si percibo el tacto de su piel contra la mía. Pero es justo esa
sensación, la de su pecho apretado contra mi espalda y sus brazos rodeándome, la que me
devuelve al presente.
Aunque parezca absurdo, no puedo evitar preguntarme si Alex también estará con alguien,
riendo y pasándolo bien, olvidándose de nosotros. Una parte de mí me dice que no puede o no
habría enviado ese mensaje esta mañana, otra insiste en recordarme que debería de darme igual.
—¿Tessa?
La nota de preocupación que tiñe la voz de Zac me obliga a darme la vuelta. Tiene el ceño
fruncido y la cautela brilla en sus ojos azules.
—Te has quedado...
No llega a completar la frase porque antes de que pueda continuar lo abrazo y escondo la
cara en su pecho. No lloro a pesar de que me escuecen los ojos. Solo quiero que me abrace, que
me diga que todo saldrá bien y que en algún momento dejará de doler. Y él lo hace, me mantiene
contra su cuerpo, sujetándome con fuerza y depositando pequeños besos sobre mi pelo, trazando
líneas imaginarias en mi espalda, reconfortándome.
—Todo va a estar bien, peque —susurra, y la tristeza envuelve cada una de sus palabras—.
Ya lo verás.
Nos quedamos un rato así, aunque estemos tiritando no sé si por la temperatura del agua o
por la angustia e impotencia que nos provoca la situación. Permanecemos abrazados hasta que,
no sé cuánto tiempo más tarde, me separa con cuidado de él y me obliga a alzar la barbilla para
mirarlo.
—Salgamos o te resfriarás.
«¿Hasta cuándo?», me pregunto. ¿Cuánto tiempo necesitaré para dejar de sentir cada pedazo
de mi corazón roto? Pero no formulo la cuestión en voz alta. Dejo que Zac me saque del agua y
me enrolle en una toalla.
No sé si él llega a comprender por qué estoy así o si le parecerá una locura. Si intento ver
todo esto desde una perspectiva objetiva, cosa extremadamente difícil, incluso a mí me parece
algo irracional. Le he dado tanto a Alex, he permitido tantas cosas que no debería haber dejado
que ocurrieran…
Agito la cabeza y Zac, que me observa con preocupación, posiblemente piense que estoy
tarada. Tal vez tenga razón.
Mi amigo espera pacientemente, sentado a mi lado. Creo que no sabe bien qué decir para
hacerme sentir mejor. No obstante, su sola presencia es suficiente para calmarme. Poco a poco,
recupero la compostura, mi respiración vuelve a ser normal y mi corazón ya ha dejado de latir
desbocado. Ladeo la cabeza y esbozo una pequeña sonrisa.
—Gracias —digo, aunque las lágrimas no derramadas sigan escociéndome en los ojos.
Él, con las rodillas dobladas y los brazos apoyados sobre ellas, curva los labios y me regala
un par de maravillosos hoyuelos. Aunque no haya arruguitas de felicidad en torno a sus ojos, su
expresión me relaja un poco más.
—Necesitas tiempo. No te agobies, Tessa.
Pasa un brazo por mi espalda y tira de mí. Permito que mi cabeza repose sobre su hombro y
mi mirada se pierde en el punto en el que el mar y el cielo se encuentran. Lo único bueno de todo
esto es tenerlo a mi lado de nuevo, saber que al menos parte de nuestra complicidad sigue
estando ahí, esperando el momento oportuno para salir a la luz.
Pasamos el rato en silencio, juntos, mientras el sol va cayendo y una leve brisa comienza a
levantarse. Zac sigue, como es su costumbre, desprendiendo calor. Mi particular manta eléctrica.
Y también la de Verne que, cansado de corretear y jugar con las olas, acude a su lado y reclama
su atención hasta que él lo coge y lo acomoda en su regazo.
Finalmente, cuando el atardecer se nos echa encima, emprendemos la marcha y nos dirigimos
hacia la playa principal. El paseo de madera que nos lleva de vuelta a la zona más céntrica del
pueblo no está muy transitado, aunque siempre se puede encontrar a algún windsurfista oteando
el horizonte en busca de ese viento que les permita lanzarse a navegar.
—Mira —me dice Zac, señalando la zona de arena que hay frente a la plaza.
Sigo la dirección de su dedo y observo a un grupo de gente en la playa, ataviados todos de
blanco, sillas y no sé cuánta parafernalia más. No tardo en darme cuenta de que es una boda. Nos
acercamos, como muchos otros curiosos, y contemplo la escena con una mezcla de ternura y
envidia. Los novios, una pareja que no se suelta de la mano y que no deja de recibir las
felicitaciones de los invitados, se sonríe todo el tiempo. Y sus miradas… Está claro lo que
sienten el uno por el otro.
Justo cuando Zac me invita a continuar nuestro camino, alguien conecta un equipo de música
y los primeros acordes de All of me, de John Legend, comienzan a sonar a través de varios
altavoces dispuestos sobre la arena. Mi mirada se ve atraída hasta la orilla, donde un chico
moreno acaba de ponerse de rodillas frente a la chica que lo acompaña. Incluso desde donde
estoy puedo ver la mirada de adoración que le dedica él y cómo le tiende algo con la misma
ceremonia que si le estuviera ofreciendo el mundo. Puede que sea eso lo que le ofrece: su
mundo, su vida y su amor.
Se me escapa un suspiro. ¿Me mirará alguna vez alguien así, como si representara lo mejor
de su vida?
—Va a decirle que sí —murmuro, porque sería imposible resistirse a esa clase de devoción.
A Zac, a mi lado, se le escapa otro suspiro no muy diferente al mío.
—¿Sigues creyendo en los finales felices? —me pregunta, sin rastro de reproche o burla.
—Para algunos los hay —replico, abarcando con mi mano a las dos parejas de la playa—. No
es solo por todo ese rollo de la boda. Míralos, es imposible no darse cuenta de que se quieren. Se
aman de verdad.
De verdad. La única clase de amor que debería existir.
Mi amigo tarda unos segundos en contestar.
—Ojalá tengas tú también tu cuento de hadas, pequeña Tessa —dice al fin, y aunque el
cariño impregna su voz, hay un deje de amargura que no consigue ocultar por completo.
«Mi cuento de hadas se convirtió en una historia de terror», pienso para mí, pero no lo digo
en alto. E igualmente, en silencio, les deseo a ambas parejas lo mejor, una vida larga y feliz con
la persona de la que están completamente enamoradas.
PREJUICIOS

A nuestro regreso a La Laguna, Zac se muestra ligeramente distante y pensativo. No tanto como
para creer que las cosas se han torcido de nuevo, pero sí lo suficiente. Supongo que
reconciliarnos con lo sucedido y volver a tener lo que teníamos nos llevará algo más que un baño
en el mar y dos o tres bromas. No estoy segura de que necesitemos sensatez para llevar esto a
buen puerto, quizás sea una cuestión de locura… Una locura tras otra, como antes.
—Voy a darme una ducha —me informa, mientras acaricia a Verne. Ni siquiera me mira a
los ojos—. He quedado con un amigo.
—Genial —replico, con un entusiasmo forzado, pero acto seguido no puedo evitar
preguntarle—: ¿Estás bien?
Se detiene al comienzo del pasillo y se gira con lentitud. Me regala una sonrisa que, de
nuevo, no consigue hacer brotar las arruguitas de felicidad que hace meses eran una constante.
Vuelve sobre sus pasos y me da un beso rápido sobre la sien.
—Claro que sí, no te preocupes.
—Pero ¿estamos bien? —insisto, porque no resistiría volver a perderlo.
Él me estrecha entre sus brazos y su aroma me rodea. Nunca había pensando en lo mucho
que me gusta su olor, siempre viene asociado a una sensación agradable.
—Perfectamente.
Con un último de sus castos besos desaparece en dirección al baño.
—Vale —acepto, ya a solas, aunque no las tengo todas conmigo.
Me refugio en mi habitación, dispuesta a enfrentarme a mi móvil. Lo tengo silenciado desde
que llamé a Zac para pedirle que bajara a El Médano y no lo he mirado ni una sola vez. No sé si
por miedo a encontrar otro mensaje de Álex o bien por temor a caer en la tentación de
contestarle. A veces siento el deseo de escribirle y hacerle saber todo el daño que me ha hecho,
lo que pienso de él, sacarme de dentro toda la mierda bajo la que me fue sepultando durante
meses. Pero luego me doy cuenta de que no serviría de nada, solo me metería de lleno otra vez
en el mismo círculo vicioso. Saberlo me produce tanta tristeza como rabia e impotencia.
Para mi tranquilidad, no hay más mensajes, no de Álex. Lo que sí tengo son unos cuantos
whatsapps de Marta:
Marta: Trabajas este fin de semana?
Marta: Contesta, petarda.
Marta: Fiesta? Dime que sí, dime que sí.
Marta: Te ha dicho Zac que viene Teo? :/
Marta: No puedo estudiarrrrrrr…
Hay más, pero dejo de leer y le doy al botón de llamada. Mi amiga coge el teléfono casi al
instante.
—¿Viene Teo? —pregunta, nada más descolgar.
No puedo evitar reírme. Que Marta se ponga tan nerviosa por la posibilidad de encontrarse
con un chico, y más con el hermano de Zac, es… raro. Pero me produce cierta felicidad verla
emocionarse de esa forma. Supongo que, aunque yo no pueda tenerlo, quiero un cuento de hadas
para ella.
—Zac no me ha dicho nada.
Casi puedo escuchar el sonido de su decepción al otro lado de la línea.
—Me insinuó que tal vez se diera un salto —comenta, ahora mucho menos entusiasmada.
—¿Y por qué no le preguntas directamente?
Sujeto el móvil entre la cabeza y el hombro para coger a Verne en brazos y me asomo al
pasillo. El sonido de la ducha indica que Zac no puede oírme, pero, aun así, decido entornar la
puerta antes de seguir hablando.
—Se lo tiene muy creído —comenta Marta—. No voy a darle munición para aumentar su
gran ego.
—Te creía más directa, ya sabes: ir a por lo que quieres, no dar rodeos… —enumero,
sabiendo que se pondrá a protestar de inmediato.
Y lo hace, tal y como esperaba.
—Es un gilipollas. Tú lo sabes y yo lo sé. Solo falta que él se entere.
Suspiro. No quiero hacer de abogada del diablo, pero estoy casi segura de que Teo también
tiene su corazoncito. Casi.
—Es tan solo un niño grande, Marta. No ha estado nunca enamorado.
—Nadie ha hablado de enamorarse.
Reprimo la risa.
—No, claro que no.
—A lo que íbamos. Necesito salir este fin de semana. Despejarme —tercia ella, y no se me
escapa que ha cambiado de tema.
—¿Y los exámenes?
—Siempre aprobamos, no pongas excusas —trata de convencerme—. Estamos en la
universidad. Si no nos divertimos ahora, ¿cuándo pretendes hacerlo?
Me dejo caer sobre la cama y fijo la vista en el techo. Verne lanza un ladrido para que lo
suelte y, cuando lo hago, se acurruca a mi lado sobre el edredón. Me entretengo acariciándolo
mientras pienso en si es realmente necesario salir de fiesta en plenos exámenes.
—Es por mi salud mental —afirma Marta, como si imaginara mis dudas.
—Trabajo el sábado —le digo, sabiendo que ya ha ganado la batalla.
—Bien, entonces ponte guapa el viernes. Quememos La Laguna.
El resto de estudiantes deben ser tan inconscientes como nosotras, porque el viernes, al llegar
a la zona de bares, hay bastante movimiento y los locales están prácticamente a rebosar. Marta se
ha empeñado en que luzcamos piernas a pesar de que estamos en pleno invierno. Pero mientras
que ella se ha enfundado un vestidito negro sobre el que se ha puesto un blazer, yo he optado por
un mono corto en tono azul y una chaqueta de cuero. Ella se ha subido a unos taconazos y yo la
miro cómodamente desde diez centímetros más abajo, calzada con una botas moteras; planas, por
supuesto.
—Se me está congelando el culo —me quejo, mientras decidimos a dónde ir.
Marta esboza una sonrisa traviesa antes de contestar.
—Ya te haré yo entrar en calor. O alguno de estos —añade, señalando a un grupo de tíos que
entran en uno de los bares.
Pongo los ojos en blanco. Nunca me ha apetecido menos liarme con alguien.
—Prefiero una copa, gracias.
Ella se encoge de hombros sin que la sonrisa abandone sus labios.
—Me vale.
Tira de mí para que comience a andar y terminamos en el mismo local al que ha entrado el
grupito de chicos de antes. Pura casualidad, según Marta. Yo ya no me creo nada.
Nos acercamos a la barra y pedimos dos copas, y me veo en la obligación de convencer al
camarero de que no las cargue demasiado, ignorando la afilada mirada de mi amiga.
Durante estos días apenas si me he cruzado con Zac, aunque no quiero creer que me está
evitando. No quiero pensar en nada. Pero al menos sí que me he enterado de la llegada de Teo,
hace unas horas, porque el susodicho se ha puesto a aporrear la puerta de entrada justo cuando
me disponía a salir hacia la casa de Marta. Por un momento he pensado que era otra persona la
que, con tanta insistencia, estaba golpeando la madera como si hubiera estallado el apocalipsis y
nadie salvo él se hubiera enterado. No puedo evitarlo, mi mente me traiciona más veces al día de
las que me gustaría.
—No lo hagas —me dice Marta—. Te lo veo en la cara. Deja de darle vueltas.
Cierro los ojos unos segundos y, cuando los abro, me prometo disfrutar de la compañía de mi
amiga. Sin más. No obstante, percibo la tensión que se ha adueñado de mi cuerpo, la sensación
de que Alex podría aparecer en cualquier momento y tirar abajo mis defensas. No me gusta
sentirme tan débil, y eso es lo que hace conmigo: convertirme en alguien débil, apropiarse de mi
voluntad.
Esa conclusión redobla mis ánimos. Aunque al principio tengo que esforzarme, consigo
desechar la amargura y reír con las locuras que Marta suelta cada dos segundos. No la puedo
querer más.
Mientras la convenzo para no pasarnos de la raya con el alcohol, charlamos, bailamos e
incluso tonteamos de forma inocente con varios chicos. Más ella que yo. Aunque cuando un
rubiales llamado Álvaro me dice que tengo una sonrisa preciosa procuro tomármelo como lo que
es: un cumplido, y no hacer un drama de ello o dejarme vencer por la culpabilidad. Lo mejor es
que lo consigo. Se lo agradezco con una sonrisa y vuelvo junto a Marta.
—Señoritas.
Nos giramos al mismo tiempo para encontrarnos de frente con Teo. Tengo que reconocer que
es casi tan guapo como su hermano, con ese pelo alborotado y esa sonrisa sugerente de la que
nunca se desprende. Cuando me quiero dar cuenta, Marta está comiéndoselo con la mirada, y no
es una forma de hablar. Mi amiga pasea la vista de arriba abajo por su cuerpo sin cortarse lo más
mínimo, para satisfacción de Teo, al que tampoco le pasa desapercibido su análisis.
—Te gusta lo que ves, ¿eh? —se burla él.
Da un paso hacia ella, la agarra por la cintura y le planta un beso en cada mejilla. ¿Eso que he
oído es un gemido?
Toso de forma educada para recordarles que sigo aquí.
—Menos lobos, caperucita —replica mi amiga, recomponiéndose con total naturalidad—. No
llegas ni al siete.
—Me ofendes. ¿Le pones nota a los tíos? —Teo se lleva la mano al pecho con gesto de
incredulidad, pero está claro que solo le sigue el juego—. ¿Ni siquiera alcanzo un notable? Eso
no puede ser.
Se inclina sobre ella con tanta decisión que me dispongo a observar como se repite la escena
de beso/bofetada de la última vez. Me alejo un paso para escabullirme y darles espacio, pero la
mano de Marta vuela hasta mi brazo y aborta la operación huida. Sin embargo, en contra de lo
que esperaba, Teo no la besa, se contenta con dejar los labios a escasos centímetros de su boca.
—Déjame que te muestre lo que es un diez —murmura, aunque no puedo evitar oírlo—.
Puede incluso que te decidas a darme una matrícula de honor.
Reprimo una carcajada y agito mi brazo con la intención de soltarme, pero mi amiga se
muestra firme. No aparta los ojos de Teo en ningún momento. Espero que no acaben
morreándose conmigo en medio.
—Vaya… —exclama ella—. Eso sí que no me lo esperaba.
La expresión de Teo se transforma de un modo casi cómico en cuanto se da cuenta de que ha
perdido la atención de Marta. Por curiosidad, me giro y sigo su mirada. Entre la gente que
abarrota el bar atisbo una sonrisa familiar y, aunque solo alcanzo a ver esa parte de su rostro,
podría reconocer los hoyuelos de mi mejor amigo en cualquier circunstancia.
—Es Zac —señalo, a pesar de que Marta ya debe de haberle visto.
—Y no está solo —añade Teo.
Dado que es más alto, es obvio que él sí alcanza a ver a su hermano y quién sea que lo
acompaña, pero yo ya estoy zigzagueando entre la gente para ir a saludarlo. Me detengo a apenas
unos metros de mi amigo, donde él no puede verme. No, no está solo. A su lado hay un chico
moreno y muy guapo que también sonríe. En ese instante, se inclina sobre Zac y le dice algo al
oído y a este se le escapa una carcajada.
Pero no he dejado de avanzar por eso. Mis ojos están fijos en sus manos. Los dedos de ambos
jugueteando sobre la mesa, enlazándose, acariciándose con descuido. El pulgar de Zac se
entretiene sobre el dorso de la mano del desconocido, que le sonríe. Aunque me suena su cara, no
tengo ni idea de quién es. ¿Un amigo? ¿Un ligue? ¿Algo más?
Doy un paso atrás.
Mi corazón ha empezado a latir sin control y, de repente, mis piernas han comenzado a
temblar, al igual que mis manos. Un ramalazo de algo desagradable se extiende desde mi
estómago y la boca se me llena de un sabor amargo. ¿Qué demonios está haciendo Zac?
«Tontea con ese chico», responde mi mente, y esa certeza hace que una sensación de
decepción se instale en mi pecho.
Zac está aquí, en mitad de toda esta gente, ligando con un tío.
—Uy, me sé de uno que esta noche va a pillar seguro —oigo decir a Teo, que debe haber
llegado hasta mí en algún momento—. ¡Dios, qué raro se me hace verlo con un tío!
—No seas gilipollas —replica Marta—. ¿Qué más da con quién se líe?
Rompo el contacto visual con la pareja. No puedo seguir mirando. Algo no está bien. Es...
—Tengo que salir de aquí.
Me lanzo en dirección a la puerta de entrada. El pulso me late en las sienes con fuerza y cada
vez estoy más enfadada.
¡Joder! ¿Qué coño está haciendo? ¿Qué estoy haciendo yo? ¿Por qué de pronto me parece tan
ofensivo ver a mi mejor amigo con otro tío? Me quedo sin aire al darme cuenta de que ese es
precisamente el problema, que Zac está en un bar cualquiera con un hombre y sus gestos dejan
claro que no es solo un amigo.
Cuando consigo llegar al exterior estoy sin aliento. Inhalo profundamente y el frío aire de La
Laguna se cuela en mis pulmones, expandiéndolos hasta que por fin consigo llenarlos. Marta
entra en mi campo visual pocos segundos más tarde.
—¿Qué te ha pasado?
Me quedo mirándola sin saber qué contestar. ¿Cómo voy a decirle que el comportamiento de
Zac me parece inapropiado? ¡Joder! El impacto de contemplar a mi amigo en actitud cariñosa
con alguien de su mismo sexo mantiene el latido de mi corazón desbocado. Pero mi enfado se
transforma rápidamente en otra cosa: vergüenza, pero no de Zac, sino de mí misma.
Marta me zarandea para atraer mi atención. Me he quedado mirando el suelo, inhalando y
exhalando sin control. Cuando sus dedos empujan mi barbilla e intenta verme la cara, aparto la
vista.
Ahora sí que me he convertido no solo en una pésima amiga, sino en un asco de persona.
¿CELOSA?

—¿Qué demonios te pasa, Tessa?


La humedad se acumula de una forma tan repentina en mis ojos que no me da tiempo a
detener las lágrimas que ruedan por mis mejillas.
—Me odio a mí misma —le digo, casi sin voz.
—Ey, ey. —Me envuelve con sus brazos y me lleva hasta un banco cercano—. Deja de decir
tonterías y explícame qué ha pasado.
Teo aparece en la puerta del bar, pero Marta le hace un gesto con la mano para que no nos
interrumpa. Se mantiene a una distancia prudencial, aunque no deja de mirarnos, claramente
preocupado.
—Yo… —comienzo a decir, pero no sé cómo seguir.
Mi amiga me aprieta contra su pecho sin decir nada. Me pregunto cuánto tiempo tardará en
cambiar su actitud conmigo después de que le haya explicado el motivo de mi huida.
La imagen de las manos de Zac entrelazadas con las de ese chico se repite en mi mente y me
avergüenza sentir el rechazo que estoy sintiendo.
—Vamos, cuéntamelo —me anima ella con un tono dulce.
Titubeo unos segundos. No puedo seguir guardándomelo todo dentro. Tengo la sensación de
que, si continúo apilando mis sentimientos en un rincón, terminaré por explotar.
Cojo aire antes de empezar a hablar.
—Zac está ahí dentro con un tío. Está con él —añado, clavando la vista en mi regazo.
—Lo he visto —señala Marta, sin entender qué es lo que trato de decirle—. El chico es muy
guapo.
Sí, es muy atractivo, y que mi amiga me haga notar ese hecho no sé por qué pero lo hace todo
aún peor. Comienzo a imaginarme cómo acabará la noche para ellos dos y tengo que apretar los
labios para no soltar un quejido. Zac nunca ha llevado a nadie a casa, pero ¿y si esta es la primera
vez? ¿Y si mañana, cuando despierte, me encuentro al chico moreno en mi cocina tomando café
y sonriéndole? La idea de que eso pase consigue estrechar aún más el nudo de mi estómago.
—Está ahí con él, ¡delante de todo el mundo! —exploto finalmente—. Zac está haciendo
manitas con un tío y ¡cualquiera puede verlo! ¿Cómo ha podido?
El desconcierto de Marta es obvio. No me replica, así que prosigo con mi discurso, incapaz
de parar.
—Es… frustrante —digo, aunque no sé si esa es la palabra adecuada—. ¡Dios! ¿Qué
demonios estoy diciendo? —añado, sintiéndome de nuevo culpable.
Un torbellino de emociones se acumula en mi pecho, impidiéndome pensar con coherencia.
Mi amiga se aclara la garganta antes de hablar y yo me preparo para oír los improperios que
estoy segura de que va a soltar. No obstante, su tono es bastante cauteloso.
—¿Te molesta que Zac salga con ese chico?
Contesto sin siquiera pararme a pensarlo:
—Sí.
Tras unos instantes en silencio, la arruga que cruza la frente de Marta se alisa hasta
desaparecer. Pasan algunos segundos más y estoy a punto de preguntarle si soy tan mala persona
como me siento, aunque ya sepa que la respuesta a esa cuestión es un rotundo sí. Pero antes de
que pueda abrir la boca Marta estalla en carcajadas. Se ríe con tanta fuerza que la gente que hay
por la zona se vuelve para mirarnos. La agarro del brazo y le pego un tirón, porque ahora Teo
tiene los ojos fijos en nosotras y parece dispuesto a acercarse para ver qué nos traemos entre
manos. Eso sin contar con que no comprendo qué es lo que le hace tanta gracia.
—Marta, no es en absoluto gracioso —farfullo entre dientes.
Pero ella sigue riéndose.
—Oh, sí, sí que lo es.
Se le están saltando las lágrimas, y cada vez entiendo menos por qué mis prejuicios de
mierda le resultan tan hilarantes.
—¡Joder, Marta!
La tomo de los hombros y la sacudo. Normalmente, la risa de mi amiga suele ser contagiosa.
Tiende a reír con tanta despreocupación que es inútil no dejarse vencer por su buen humor. Pero
en este caso lo único que consigue es que sienta deseos de echarme a llorar.
Ante mis exigencias, se esfuerza por controlarse. Pasa la yema de los dedos bajo sus ojos y se
muerde el labio para reprimir las carcajadas.
—¿No te das cuenta? —me dice, con la voz ronca debido a su arrebato.
—¿De qué soy lo peor?
Zac ha sido el mejor amigo que una podría desear, ha estado siempre para mí. Y ahora yo,
que he luchado de mil maneras contra los prejuicios de Álex y su forma de juzgarme, no puedo
evitar sentir rechazo al verlo con un tío.
Marta se rehace y niega.
—Siempre has sabido que Zac es bisexual, Tessa, y nunca te ha parecido mal.
Suspiro.
—Nunca hasta hoy lo había visto… así. —Trago saliva, porque incluso ahora me cuesta
evocar esa imagen sin sentir cierto malestar.
La sonrisa de Marta se amplía.
—Te molesta que esté en ese bar teniendo una cita —señala, y yo, muy a mi pesar, asiento—.
¡Eso es lo que te molesta en realidad! —chilla ella.
No tengo ni idea de por qué me dice algo que ya sé. Empieza a dolerme la cabeza y solo
quiero irme a casa. Esta noche las cosas no podrían empeorar. No sé cómo voy a mirar a Zac a
los ojos después de esto.
Mi amiga vuelve a reprimir la risa.
—Tessa, siento tener que ser yo la que te lo diga. Bueno, en verdad no lo siento. ¿Sabes por
qué? —pregunta, aunque no espera mi respuesta—. Porque lo sabía. ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!
Solo le falta ponerse en pie y comenzar a dar saltitos, lo cual sería muy típico de ella.
—TE. GUSTA. ZAC.
Me quedo mirándola como si me hubiera hablado en chino, hasta que mi mente analiza las
palabras que acaba de pronunciar y…
¡Qué demonios!
—Claro que me gusta, es mi mejor amigo —le digo, cuando aún no he terminado de asumir
lo que está insinuando—. Adoro a Zac.
Marta me dedica una de esas sonrisas que emplea cuando está pensando en cometer alguna
locura, de las que siempre terminan con nosotras dos metidas en problemas. No estoy segura de
que quiera saber lo que está pensando.
—Me refiero a que te gusta de un modo sexual —insiste, y su movimiento de cejas deja claro
lo que está diciendo, por si quedasen dudas. Algo poco probable cuando ha incluido el término
«sexual» y ha hecho especial hincapié en él.
Pero yo agito la cabeza de un lado a otro.
—Deja de decir chorradas. No me gusta Zac.
Marta resopla. Se levanta y se coloca ante de mí. A su espalda, varios metros más atrás, veo a
Teo con un vaso de plástico en la mano lleno de lo que debe ser ron y cola. En algún momento
debe haber regresado dentro para pedir una copa, solo espero que no le haya dicho a su hermano
que estamos aquí.
—No me gusta, Zac —insisto. A pesar de estar sentada, me sorprende que mi corazón esté
latiendo mucho más rápido d ello normal.
Me miro las manos y observo el temblor de estas.
«No me gusta. Es mi mejor amigo. Es Zac.», me digo, pero la vocecita mental que hace esas
afirmaciones va perdiendo fuerza con cada frase. Alzo la vista y clavo mis ojos en Marta.
—No —repito, tratando de controlar mi agitada respiración—. No, Marta, no puede
gustarme.
Y lo más curioso es que, mientras intento convencerla a ella, mi seguridad se va debilitando.
—Mírate, Tessa. Le echarías un polvo sin pensártelo.
Quiero recriminarle su obsesión por el sexo, pero no soy capaz de encontrar mi voz. He
regresado al día en que, tras regalarme las entradas para Guardianes de la galaxia, mi
agradecimiento terminó con Zac bajo mi cuerpo. Recuerdo la excitación de ese momento, mi
corazón golpeando contra mis costillas —con la misma intensidad que en este momento—, el
gemido que escapó de mis labios y… el deseo. ¿Era deseo? ¿Me atrae Zac?
Mi temperatura corporal se dispara al evocar otro detalle: la erección que se apretaba contra
mi muslo. Solo fue una reacción normal al roce, algo típico de un tío, ¿no?
«Por Dios, Tessa. Te restregabas contra su polla».
Mi memoria da un nuevo salto y me lleva al único beso que nos hemos dado, delante de Álex
e Iván, en la terraza de la Palmelita. Incluso así, con Álex observándonos, deseé profundizar en
ese beso. Las imágenes de más instantes de complicidad compartida con mi mejor amigo se van
sucediendo ante mis ojos mientras lo que está a mi alrededor desaparece. Incluso me olvido de la
presencia de Marta a mi lado. Todo en lo que puedo pensar es en Zac.
Mi mente emprende un verdadero viaje a través de nuestros años de amistad y, sin
proponérmelo, me veo contemplando con cierta ansiedad la evolución que ha sufrido el trato que
nos dispensamos, desde las tonterías iniciales hasta los arrumacos en la cama al final del día,
charlando sobre cosas sin importancia, pero tocándonos, dedicándonos sonrisas, mirándonos
siempre a los ojos.
—No te molesta que Zac esté ahí con un tío —dice Marta, y me obligo a volver al presente
—, lo que te jode es que esté con alguien y ese alguien no seas tú.
Su comentario es como un jarro de agua fría. Mi amiga no suele andarse por las ramas a la
hora de decir lo que piensa y, en este caso, no ha dudado en soltarlo a bocajarro.
—Te jode porque te gusta. Acéptalo.
Ladeo el cuello para mirarme en sus ojos, como si en ellos pudiera encontrar las respuestas a
las preguntas que han empezado a acosarme.
—Nunca me has juzgado por tener todo el sexo que me ha apetecido —continúa,
encogiéndose de hombros—, ni a Zac por su orientación sexual. ¡Si ni siquiera eres capaz de
juzgar al imbécil de tu ex!
Aparta un mechón de mi pelo para luego pasar el brazo por mi espalda y darme un apretón.
Aunque percibo el cariño que desprende mi amiga, mis músculos acumulan tanta tensión que mi
cuerpo se mantiene totalmente rígido.
A continuación, suelta lo que estoy segura de que ella considera una certeza inamovible y
que yo recibo como una bofetada en plena cara:
—No tienes prejuicios, Tessa. Lo único que te pasa es que estás celosa.
Continúo negando con tanta insistencia que empieza a molestarme el cuello. Pero todo
termina de irse a la mierda cuando Zac, seguido de Teo, se planta frente a nosotras.
—¿Estás bien, Tessa? ¿Ha pasado algo?
Nadie dice nada. Marta, tan habladora hace un momento, no abre la boca. Teo se mantiene
expectante varios pasos por detrás de su hermano y yo… yo soy incapaz de mirar a los ojos a mi
mejor amigo. De repente, los adoquines del suelo se han convertido en un espectáculo fascinante.
—Teo dice que estabas llorando —prosigue él, al ver que ninguno contesta, pero el silencio
sigue siendo el dueño de la conversación—. ¡¿Va a contarme alguien qué demonios está
pasando?! Decidme que no ha aparecido ese gilipollas otra vez, por favor.
La referencia a Álex me pilla desprevenida y, sin saber por qué, consigue que busque la
mirada celeste de mi mejor amigo. No solo eso, sino que de repente el rostro de Álex aparece
ante mí, su expresión acusadora, sus insinuaciones… Sus comentarios hirientes se transforman
en realidad en décimas de segundos, obligándome a plantearme cuánta razón tenía.
ZAC
LA MITAD DE LA HISTORIA

Tessa está sentada a tan solo unos pasos de mí. Sus ojos, húmedos y enrojecidos, están fijos en
mi rostro, pero me da la sensación de que ni siquiera me está viendo en realidad. Reconozco el
miedo en su mirada y también esa tristeza amarga que lleva arrastrando tras de sí los últimos
meses. Verla así me hace desear ir en busca de ese imbécil y partirle la cara. ¿Cómo puede
hacerle tanto daño a la persona que se supone que ama? Tessa se lo ha dado todo, absolutamente
todo, y él siempre ha querido más, y más, y más…
«Jodido cabrón».
Me acuclillo frente a ella para reclamar su atención, y el gesto por fin la trae de vuelta.
Parpadea un par de veces y se esfuerza por mostrarme una sonrisa que no tiene nada de sincera.
Conozco sus sonrisas como si se trataran de las mías. Me sé de memoria la forma en que sus
labios se curvan y sus ojos se iluminan cuando ríe de verdad. Como uno de sus párpados cae
ligeramente más que el otro y como, casi siempre, termina por morderse con suavidad el labio
inferior. No se parece en nada a lo que está haciendo ahora.
—Ey, ¿qué te pasa, peque?
Estoy seguro de que todo esto es por Álex, y empiezo a plantearme si no lo habrá visto en el
bar o la habrá llamado por teléfono. Cuando Teo me ha dicho que Tessa había salido del local a
la carrera, lo primero en lo que he pensado es que tenía que haberse encontrado con ese capullo.
Ella responde con un movimiento leve de cabeza, negando.
—No quiero estropearte la noche —murmura, con apenas un hilo de voz—. Vuelve dentro,
por favor.
Alzo la mano para llevar los dedos hasta su mejilla. En cuanto rozo su piel, se retira hacia
atrás, como si mi contacto le quemara. Mi brazo cae a un lado y suspiro, resignado. Creía que
todo estaba volviendo a la normalidad entre nosotros, que ya habíamos pasado esa fase en la que
se apartaba de mí y huía en cuanto yo entraba en una habitación. Pero parece ser que no es así y
su rechazo es como una jodida puñalada en el corazón.
La rabia contrae los músculos de mi mandíbula.
—Todo está bien —interviene Marta, más seria que de costumbre—, yo la llevaré a casa.
Marta y yo no tenemos una relación tan estrecha como la que me une a Tessa, pero aun así
reconozco sus mentiras. No es dada a adornar la verdad y tampoco suele esforzarse por suavizar
las palabras que salen por su boca. Sin embargo, hay una súplica velada en la mirada que me
dedica que no puedo ignorar.
Asiento y me incorporo, apartándome para que ellas también puedan ponerse en pie. Me
destroza ver a Tessa así, tan perdida, tan ausente, como si le hubieran arrancado una parte de sí
misma y no supiera cómo seguir adelante sin ella. Tal vez es eso lo que Álex le ha hecho, robarle
un trozo de corazón que ya nunca podrá recomponer. No obstante, pensaba que había empezado
a recuperarse, que ya estaba asumiendo el final de su historia.
Me obligo a no moverme cuando Tessa pasa por mi lado sin mirarme. No quiero que se vaya,
lo único que deseo es abrazarla, aspirar el aroma de su pelo, retenerla contra mi pecho y…
besarla. ¡Joder! No es el momento ni el lugar, y mucho menos la ocasión adecuada, pero sigo
teniendo que realizar un esfuerzo titánico para no lanzarme sobre sus labios cada vez que la
tengo frente a mí.
—¿Qué cojones ha sido eso? —suelta Teo, desconcertado, cuando las chicas ya se
encuentran a distancia suficiente.
Espero hasta que las pierdo de vista y, sin contestarle, me giro para regresar al bar. Estoy
frustrado y muy cabreado. La rabia que anida en mi pecho bulle sin control, más intensa que
nunca. Si encuentro a ese tipejo ahí dentro, no creo que sea capaz de contenerme.
—¿Y ahora a dónde vas? —se queja mi hermano, apresurándose para seguir mis pasos.
Me detengo en la puerta y dejo que mi vista vague por el local, escudriñando las caras de
todos los tíos que hay en la sala. Al no encontrar lo que busco, avanzo un poco más hasta que
llego a la zona de la barra.
—Tu amigo sigue en la mesa —señala Teo, recordándome que he dejado tirado a Jorge.
—¡Mierda! ¡Me había olvidado de él!
Mi hermano arquea las cejas y esboza una sonrisa de suficiencia.
—¿Qué? —pregunto, mientras continúo mirando a mi alrededor a la vez que pienso qué se
supone que voy a decirle a Jorge.
Me he largado murmurando una disculpa burda que ni siquiera estoy seguro de que haya
entendido.
Mi hermano pasa unos segundos en silencio antes de decir:
—No te va a funcionar.
Dios, odio cuando se hace el interesante. Dejo de buscar para centrarme en él. Se ha colocado
de espaldas a la barra y, con los codos apoyados sobre la madera, luce una amplia sonrisa.
—¿El qué no va a funcionar?
—Esto que estás haciendo —replica, evasivo, y mi frustración aumenta.
En otro momento le seguiría el juego, pero ahora mismo no tengo ánimo ni paciencia para
aguantar sus tonterías.
—Suéltalo de una vez o cállate, Teo —gruño, lo que parece divertirle aún más.
—Es que no entiendo qué haces con ese tío cuando lo que realmente quieres es liarte con
ella.
No menciona a Tessa, pero ambos sabemos que habla de ella. Sé lo que piensa al respecto. Si
fuera por él, yo ya debería estar metido en la cama de mi mejor amiga, y no precisamente
durmiendo.
—No espero que lo entiendas —replico, y justo cuando se propone contestarme cierra la
boca de golpe.
Alguien me da unos toquecitos en el hombro y, al girarme, me encuentro a Jorge. Está
cabreado y no lo culpo. Lo he plantado y ni siquiera he vuelto para darle una explicación. Sé que
me estoy comportando como un capullo, pero no puedo evitar que en este momento me preocupe
más ser capaz de dar con otro capullo aún mayor: Álex.
—Me marcho —me dice, muy serio.
Se me escapa un suspiro. Debería decirle que he ido en busca de una amiga que no se
encontraba bien, aunque ahora todo lo que él pueda ver es que estoy aquí con mi hermano y no
aparente preocuparme demasiado por haberme largado sin más. Sin embargo, no me apetece
hablarle de Tessa.
Jorge y yo nos conocimos en el primer año de carrera. Éramos compañeros de clase y
enseguida trabamos amistad, que más tarde derivó en una historia intermitente, un rollo sin
complicaciones. Luego él abandonó Física a final de curso y se fue a vivir a La Orotava, al norte
de la isla, para trabajar como administrativo en la empresa de su padre. Aun así, no perdimos el
contacto. Quedábamos de vez en cuando y, al llamarme hace unos días, me lancé de cabeza y
acepté salir a tomar algo con él. Cualquier cosa con tal de no pensar en Tessa y continuar
volviéndome loco.
—Jorge, yo…
Hace un gesto con la mano para dejar claro que no le importan una mierda mis explicaciones.
Nunca me las ha pedido y nunca las ha dado, aunque es obvio que en esta ocasión le cabrea mi
actitud. He metido la pata con él.
—Ya nos veremos por ahí —comenta a modo de despedida, y sé que va a hacer todo lo
posible porque eso no pase.
Teo, que lleva aguantando la risa durante nuestra breve conversación, exhala una carcajada.
—Está claro que hoy no follas —se regodea, sin dejar de reírse.
Lo fulmino con la mirada, lo cual solo consigue que se ría con más fuerza. A veces tiene la
madurez de un niño de cinco años; demasiadas veces. Es desesperante.
Me paso la mano por la cara y resoplo.
—En serio, tío. Tendrías que hacértelo mirar —digo, aunque sé que es como hablar con una
pared.
La filosofía de Teo incluye un manual exhaustivo sobre cómo no complicarse la vida.
Básicamente, es incapaz de tomarse nada en serio.
—Bah, da igual. —Se sitúa a mi lado e intenta adquirir una expresión interesada—. Dame
una explicación para tontos, porque sigo sin comprender por qué demonios no te has liado aún
con ese bombón que tienes por compañera de piso.
En su defensa tengo que decir que sé que está preocupado por mí. Durante las navidades, tras
la visita de Tessa, no dejó de darme el coñazo. Hizo mil planes a pesar de que le dije que tenía
trabajo pendiente de la tesis y se empeñó en mantenerme ocupado a toda costa. Algo que le
agradezco porque no me aguantaba ni yo.
—Está claro que Tessa te gusta y, sin embargo, te dedicas a quedar con ese tío. A ver, lo
entiendo, el maromo tiene un buen culo. —El comentario me arranca una sonrisa, que es lo que
pretende. Estoy seguro de que mi hermano no se ha fijado en el trasero de Jorge, entre otras
cosas, porque no ha dejado de mirarle las tetas a una de las camareras—. Pero, por Dios, Tessa
tiene…
Sus manos comienzan a trazar curvas en el aire. Le doy un manotazo y un gruñido reverbera
en mi pecho. Conozco muy bien a mi hermano y lo que debe estar imaginando me pone enfermo.
—Ni se te ocurra pensar en ella de esa forma —le suelto en voz baja.
La amenaza ha abandonado mis labios sin siquiera ser consciente de lo que decía, y Teo
recibe la advertencia con otra de sus sonrisas condescendientes.
—Explicación para tontos —repite, para que le aclare lo que pasa por mi mente.
En realidad, tampoco yo sé muy bien qué estoy haciendo.
—Sinceramente, cuando Tessa se mudó a mi casa, lo único en lo que pensaba era en meterme
en sus bragas —confieso, sorprendiéndolo. No es la clase de comentario que esperaría de mí,
pero estoy demasiado frustrado como para andarme con rodeos—. Pero me obligué a no intentar
nada con ella sabiendo que, si salía mal, la convivencia se convertiría en un infierno. Luego
empezamos a conocernos mejor, nos hicimos amigos y, cuando me quise dar cuenta,…
—Hacíais vida de pareja, pero sin follar.
Agito la cabeza. Esto me pasa por darle pie.
—Sutil, muy sutil, hermanito.
—No deja de ser verdad. —Con un guiño, atrae a la camarera a la que le ha echado el ojo y
pide una ronda para los dos—. Os he visto, Zac. Sois como una jodida pareja de anuncio pero sin
los beneficios adicionales.
Espero a que la chica termine de servirnos las bebidas y le doy un sorbo a mi ron. Contemplo
la expresión de Teo, que espera una respuesta muy pagado de sí mismo, y tomo un par de sorbos
más. Al final me bebo media copa antes de contestarle.
—Somos buenos amigos. —Y ahí va mi mierda de explicación.
Soy de los que piensa que un hombre y una mujer pueden ser amigos sin que haya nada
sexual entre ellos, pero también sé que mi afirmación anterior no se sostiene, al menos no por mi
parte. Deseo a Tessa, así de simple. No puedo evitar desearla. Lo he intentado, mucho y de las
formas más variadas.
Fui consciente de que estaba perdido el día que se me sentó encima y se me puso tan dura
que a punto estuve de perder el control. Esa mañana en el sofá, apenas si logré no lanzarme sobre
ella y arrancarle la ropa. ¡Joder, me sentí como un auténtico pervertido! Más duro de lo que he
estado en toda mi vida solo porque sus carcajadas hacían que su cuerpo se frotara contra el mío
de una forma excitante y deliciosa.
Para entonces, yo ya sabía que quería algo más de Tessa, pero por nada del mundo iba a
arriesgar la amistad que nos unía por un polvo, o dos, o los que fueran. —Dios, solo pensarlo se
me pone dura de nuevo—. Por mucho que la deseara. No estaba dispuesto a cagarla con ella.
Nunca he creído en que algo dure eternamente, eso es demasiado tiempo y la gente cambia,
los sentimientos se apagan, y no iba a ser yo el que arruinase la complicidad de nuestra relación
por una maldita atracción. ¿Lo malo? Que luego llegó Álex y me quedé igualmente sin mi amiga
y…¡Joder! Yo sabía que la vida amorosa de Tessa sufría una especie de parón involuntario antes
de que ese tipejo apareciera, pero Álex la ha destrozado. Se ha encargado de romperla de todas
las formas posibles, lo veo en sus ojos cada vez que la miro.
—Véndele eso a otro que te conozca menos —comenta Teo, interrumpiendo mis
divagaciones mentales—. Amigos o no, tú quieres tirártela.
Su última afirmación termina por sacarme de quicio.
—¡No es solo eso! ¿Vale?
Los ojos de mi hermano se abren de golpe por la sorpresa.
—¡Joder, te has... te has... enamorado! —proclama, y su alergia crónica al compromiso hace
que le cueste pronunciar la última palabra.
Le suelto un golpe en el hombro.
—¿Qué? ¡No! Quiero tirármela —agrego, bajando la voz, por mucho que sepa que esa es
solo la mitad de la historia.
Y ni siquiera es la mitad más importante.
ZAC
FRUSTRACIÓN

Para mi sorpresa, Teo se viene conmigo a casa en vez de quedarse acechando a alguna incauta, y
eso que diría que la camarera le estaba poniendo ojitos. En cuanto decido marcharme, suelta su
vaso sobre la barra y se pone la chaqueta. Sospecho de inmediato.
—¿Qué me dices de Marta? —dejo caer mientras caminamos por la Avenida Trinidad.
—Que está buenísima.
Se me escapa una carcajada; no era eso a lo que me refería.
—Estás enfermo, tío.
—Le dijo la sartén al cazo.
—Touché. —Hago un pequeña reverencia, admitiendo mi derrota—. Pero sabes que no te
estaba preguntando por eso.
Continuamos andando. Se mete las manos en los bolsillos y yo, que empiezo a acusar el
efecto de la humedad y el frío, me subo la cremallera del abrigo.
—Aunque seas gay tienes que admitir que Marta está cañón, hermanito.
Le doy un leve empujón con el costado del cuerpo.
—Puedes colgarme la etiqueta que quieras, pero tienes claro que además de los tíos también
me molan las tías, ¿no? —repongo. A veces no tengo ni idea de lo que pasa por la mente de mi
hermano.
—Te van los tíos y Tessa, que no es lo mismo —me corrige—. ¿O crees que no me he dado
cuenta de que no sales con tías?
La mayoría de las veces Teo se comporta como un vividor al que solo le preocupa una cosa:
follar; cuánto más, mejor. Sin embargo, en otras ocasiones, me doy cuenta de que es más
observador de lo que parece y de que, aunque no diga nada, hay muchas otras cosas a las que sí
que presta atención.
—Has cambiado de tema —señalo, porque no ha contestado a la cuestión inicial.
Ladea la cabeza y me guiña un ojo.
—Tú también.
Nos echamos a reír al mismo tiempo y proseguimos caminando en dirección a casa. Y no,
ninguno de los dos responde a la pregunta del otro.
Al llegar, nos encontramos a Marta en el salón. Se ha cambiado y viste un pantalón de pijama
holgado y una camiseta sin mangas con un amplio escote. Está inclinada sobre la mesa del salón,
rebuscando en su bolso, y la postura deja a la vista parte de su canalillo. La tela está plagada de
pequeños cupcakes de color rosa y azul que no le restan un ápice de sensualidad a la imagen.
Pero mientras mi hermano se la come con la mirada, yo me concentro en el hecho de que ese
pijama pertenece a Tessa. Recuerdo incluso el día que fuimos de compras y se lo trajo a casa,
junto con otro de Harry Potter.
Marta saca el móvil y un cargador del bolso y se nos queda mirando. Espero a que diga algo
sobre Tessa, pero todo lo que hace es apoyar la cadera en el borde de la mesa y quedarse ahí
plantada, observándonos.
—¿Qué tal está? —pregunto, al ver su escasa predisposición a ponernos al corriente—. ¿Qué
demonios ha pasado, Marta?
Se cruza de brazos y alterna la mirada entre mi hermano y yo. Se ha puesto a la defensiva y
no va a decirnos nada. Lo sé porque a estas alturas ya estaría hablando sin parar.
—Solo está cansada. Voy a quedarme en la habitación de invitados —añade, cambiando de
tema.
Hoy parece que nadie está dispuesto a hablar claro.
—Me encantará compartir la cama contigo —replica Teo, con una sonrisa de oreja a oreja.
Marta pone los ojos en blanco y señala el sofá. A continuación, comienza un intercambio de
pullas entre ellos en el que prefiero no participar. Me dirijo hacia los dormitorios. La puerta de
Tessa está cerrada. Golpeo la madera y acto seguido entro sin esperar respuesta. La penumbra en
la que se encuentra sumida la estancia apenas si me permite ver una silueta sobre la cama. Me
acerco en silencio y me arrodillo sobre la alfombra.
Tessa está tumbada de lado, con los ojos cerrados y la mejilla apoyada sobre una de sus
manos. Pero, a pesar de que parece estar dormida, la inquietud se refleja en su rostro. Antes de
que piense si es una buena idea tocarla, mis dedos se deslizan por la arruga de su entrecejo en un
vano intento de hacerla desaparecer.
Me sobresalto al notar un tirón en el bajo del pantalón. Verne se ha colado por la puerta
entreabierta y no duda en ponerse a lloriquear.
—Ey, ven aquí. —Lo alzo para acunarlo entre mis brazos y de inmediato empieza a lamerme
el mentón—. Quieres dormir con ella, ¿verdad?
Otro gemido en respuesta. Le rasco detrás de las orejas antes de colocarlo en la cama con
Tessa, justo en el hueco que dejan sus piernas encogidas. Parece satisfecho. Se acurruca sobre el
edredón, dejando que la cabeza repose en sus patas delanteras, y se queda mirándome.
Cuando Teo apareció el día de año de nuevo con Verne y me informó de que era mi regalo de
Reyes, me negué en rotundo a aceptarlo. Los animales no son juguetes que puedas desechar
cuando te cansas de ellos, son seres vivos que necesitan cuidados y cariño, y yo no estaba por la
labor de asumir más responsabilidades, menos aún teniendo en cuenta que paso mucho tiempo
fuera de casa. Pero en cuanto miré a los ojos a aquel cachorrillo, supe que no iba a poder
resistirme. No sé si es algo típico de su raza o solo un rasgo propio de Verne, pero sus ojos
marrones rebosaban tristeza. Lógico o no, no pude evitar que me recordara a mi mejor amiga.
Hacía semanas que la mirada de Tessa había perdido ese brillo de felicidad que la caracterizaba.
La cuestión es que, desde que lo traje a casa, ella cayó rendida al encanto del cachorro,
mientras que él… Bueno, yo también sería feliz si me pasara el día en brazos de Tessa. Sé que el
muy traidor la prefiere antes que a mí, pero no es algo que pueda echarle en cara.
—Perro listo —susurro, y Verne cierra las ojos.
Haciendo caso omiso a mi sentido común, aparto un mechón del rostro de Tessa y me
permito rozar su mejilla con los nudillos. Ella exhala un suspiro y me obligo a retirar la mano,
temiendo que se despierte, pero aun así no abandono la habitación. Permanezco aquí al menos
otros pocos minutos observándola y tratando de entender qué es lo que nos está pasando.
La única palabra que puede definir cómo me siento es frustración. No sé cómo llegar hasta
ella. Entre nosotros se ha levantado una barrera invisible que no puedo derribar ni rodear. Lo he
intentado todo. He probado a actuar como si no hubiera cambiado nada, cosa extremadamente
difícil porque Tessa sí ha cambiado, al igual que lo que sea que me hace sentir. También me
forcé a evitarla, incluso a salir con otras personas, pero me es imposible mantenerme alejado de
ella.
Esta noche, con Jorge, juro que quería que surgiera algo especial entre nosotros, lo que fuera,
quizás porque eso supondría que lo que está despertando en mí no tiene su origen en mi mejor
amiga. Pero ha sido escuchar su nombre de los labios de Teo y toda mi puesta en escena se ha
venido abajo.
Sea como sea, estoy bien jodido.
Mentí cuando le dije a mi hermano que solo quería tirármela. Eso es lo que no dejo de
repetirme, que todo se acabaría si la metiera en mi cama. Pero en el fondo sé que las cosas, esta
vez, no son tan sencillas. Tessa tiene el corazón destrozado. Me consume la ira cada vez que
pienso en que ha estado enamorada —y probablemente aún lo esté— de Álex. ¿Cómo cojones
consigues recomponer a una persona? ¿Cómo haces para que vuelva a sonreír? O, peor aún, ¿qué
vuelva a creer en las relaciones? Y todo eso sin que te permita acercarte a ella y obviando el
hecho de que se encoge cada vez la tocas. ¡Joder!
Abandono de forma apresurada el dormitorio y me encierro en el mío. Esta es una de las
causas que me empujó a marcharme a Lanzarote antes de Navidad. No puedo negar que en parte
resultó una salida cobarde, pero me siento impotente. No tengo claro qué es Tessa para mí ni yo
para ella y, lo más importante, qué demonios tengo que hacer para que vuelva a sonreír de
verdad. Daría lo que fuera por una de sus sonrisas sinceras. Lo que fuera.

A la mañana siguiente, al dirigirme al baño, me encuentro con una estampa digna de ser
inmortalizada. Regreso corriendo a mi habitación y cojo el móvil. Entre risas, no dudo en sacar
varias fotos de la habitación de invitados. Teo y Marta están metidos en la cama, juntos, pero lo
mejor de todo es que él la está abrazando por la cintura y ella tiene parte del cuerpo casi encima
suyo. Ambos conservan la ropa. Sospecho que más que haberse liado, han establecido un pacto
de no agresión.
—Eres un cabronazo —suelta Teo, abriendo un ojo.
Reprimo la risa para no despertar a Marta.
—Pensaba que nunca te quedabas a dormir —me burlo, sabiendo que es de los que huyen a
la mañana siguiente. Saco una última foto, solo por fastidiar—. Esto podría dar al traste con tu
reputación, hermanito.
Marta emite un pequeño gemido y, sin llegar a despertarse, se aprieta más contra el cuerpo de
Teo.
—¿Sabes qué? —murmura él en voz baja—. Estoy en la puta gloria.
Me echo a reír. Su cara de satisfacción suscribe totalmente sus palabras. Me da un poco de
envidia verlos así, a pesar de lo mucho que discuten cuando ambos están conscientes, porque no
deja de recordarme que hubo un tiempo en que Tessa y yo amanecíamos juntos, con las piernas
enredadas y una sonrisa en los labios; y sí, por desgracia, también con la ropa puesta.
—Te arrancará la cabeza en cuanto se despierte.
—Lo sé. Anoche colocó una manta entre nosotros para que no nos tocásemos y me hizo jurar
que no me aprovecharía de la situación.
Señala la ropa de cama que se amontona a sus pies.
—También te arrancará los huevos —añado, sabiendo que se liará gorda.
Pero mi hermano niega.
—Ha sido ella. A mitad de noche se echó sobre mí, y quién soy yo para rechazar a una dama.
Cabeceo, resignado, y me doy media vuelta para meterme en el baño. Marta ha empezado a
removerse y no quiero estar presente cuando se desate la tercera guerra mundial entre ellos.
Mientras me ducho, comienzo a escuchar los gritos provenientes de la habitación de al lado. Le
está bien empleado a Teo. En realidad, estoy convencido de que acabarán liados en algún
momento. Quizás sea eso lo que mi hermano necesita, alguien que lo mantenga a raya. Aunque,
siendo sincero, me cuesta imaginar a Teo enamorándose.
Un cojín vuela hasta el pasillo y pasa a centímetros de mi cabeza cuando me dispongo a
regresar a mi cuarto.
—Eres un pervertido —grita Marta, de pie sobre el colchón.
Teo, justo al lado de la puerta, no deja de reírse.
—Vamos, nena, eso ya lo sabías cuando te metiste conmigo en la cama. —Marta resopla,
desesperada—. Y has sido tú la que has enrollado esas deliciosas piernas en torno a mi cintura.
—¡Estaba dormida! —protesta ella, a voz en grito.
—Lo sé, y déjame decirte que estás mucho más guapa cuando mantienes cerrada esa preciosa
boca.
Marta agarra otro cojín y se la lanza directo a la cara, pero Teo reacciona y lo pilla antes de
que le golpee.
Decido intervenir antes de que mi hermano diga otra gilipollez y Marta sucumba a los
impulsos asesinos que estoy seguro de que está sintiendo.
—Chicos, despertaréis a Tessa, bajad la voz —les advierto, armándome de paciencia.
—Ya estoy despierta.
Me doy la vuelta al escuchar su voz, somnolienta y algo ronca. Tiene el pelo alborotado y
una leve marca de la almohada en la cara. Se frota uno de los ojos y esboza una pequeña sonrisa.
«Es jodidamente adorable».
Me quedo mirándola como un imbécil, incluso puede que tenga la boca abierta, y ahora ella
parece algo incómoda. Se balancea frente a mí, alternando el peso entre una pierna y otra, y el
movimiento hace que uno de los tirantes de su camiseta resbale por su hombro. Mis ojos se
deslizan por la curva de su cuello y, durante un instante, me imagino cómo sería recorrer ese
mismo camino con mis labios.
Un carraspeo a mi espalda me obliga a borrar la imagen de mi mente. Echo un vistazo al
interior del cuarto de invitados para darme cuenta de que Marta y Teo han dejado de discutir y
están los dos pendientes de mis movimientos.
¡Qué demonios! A la mierda con todo.
Avanzo hasta colocarme frente a Tessa y me alegra ver que ella no retrocede.
—Haré café. —Digo lo primero que se me ocurre.
Acto seguido, me inclino y le doy un beso en la sien. Dejo mis labios unos segundos más de
lo necesario sobre su piel, aprovechando para llenarme los pulmones con su olor. Lucho con la
enfermiza necesidad de rodearla con mis brazos y no dejar que los abandone jamás. Creo que me
estoy volviendo loco.
Salgo disparado hacia la cocina a riesgo de que, si permanezco junto a ella por más tiempo,
la agarraré de la nuca y estamparé mis labios contra los suyos.
Actúa normal, me digo una y otra vez, mientras pongo en marcha la cafetera y saco las tazas
de uno de los armarios superiores. Tessa no tarda en aparecer, seguida de Verne. Me concentro
en prepararle el café. Echo dos cucharadas de azúcar en su taza y lo remuevo de forma mecánica
mientras trato de recordar si quedan algunos de esos bollitos de chocolate que tanto le gustan.
Verne se ha sentado a sus pies, moviendo el rabo de forma incesante.
—Estoy loco por ti —comento de forma distraída, y casi se me resbala la taza de la mano al
darme cuenta de lo que he dicho—. ¡Verne! Está loco por ti. Eso es... lo que quería decir.
ZAC
DEMASIADO ¿CONTENTO?

Tessa se queda observándome con una expresión indescifrable en el rostro. ¡Dios, realmente soy
un gilipollas con la boca muy grande!
Me obligo a sonreír y coloco su bebida sobre la mesa. Nervioso, tomo asiento frente a ella,
algo que no sé si será buena idea porque acabo de darme cuenta de que no lleva sujetador y se le
marcan los pezones a través de la fina tela del pijama.
Bien, ahora sí que no puedo levantarme, ya hay otras partes de mi cuerpo que se han
levantado por mí. Arrastro la silla hacia delante para esconder mi entrepierna y que no se percate
de mi erección.
«¡Joder! Vas a volverme loco, Tessa», gimo para mí mismo.
—¿Cómo estás? —pregunto, con la mirada fija en su rostro para evitar tentaciones.
Ella frunce el ceño y suelta un suspiro antes de contestar.
—¿Te das cuenta de que llevas preguntándome lo mismo durante meses?
No suena a reproche, pero me sorprende que haga una alusión tan directa a su estado. No sé
cómo tomármelo. Me armo de valor y decido ser lo más sincero que puedo.
—Solo quiero que estés bien. Yo… necesito que estés bien. Echo de menos nuestras charlas
y leer contigo en el parque —admito, a pesar de que suene egoísta, porque si hay algo de lo que
estoy complemente seguro es de que la quiero de vuelta en mi vida—. Quiero verte sonreír,
quiero tus manos alrededor de mi cuello y tus carcajadas resonando en mis oídos. Quiero incluso
tus silencios, esos que jamás han sido incómodos porque eran nuestros silencios.
«Quiero tu pasado, tu presente y… es posible que también tu futuro, peque», pienso para mí,
pero no me atrevo a decirlo en voz alta. La idea de que ese pensamiento haya salido de mi cabeza
me aterra.
Contengo la respiración a la espera de su reacción. Quizás me haya pasado de la raya. No
creo que Tessa necesite que yo aumente la carga que lleva ya sobre sus hombros, pero no sé de
qué otra manera conseguir llegar hasta ella.
—Yo… lo siento, olvídalo —añado, temiendo haber empeorado la situación.
Sin embargo, Tessa hace algo para lo que no estoy preparado en modo alguno. Se levanta,
rodea la mesa y, tras empujar mi silla, se acomoda en mi regazo y enlaza los brazos en torno a mi
cuello.
—No me pidas perdón, por favor —susurra en mi oído—. No es culpa tuya.
Exhalo el aire que he estado conteniendo y la estrecho contra mi pecho. Estoy convencido de
que puede percibir el retumbar acelerado de mi corazón, pero me da igual. Hundo la cara en el
hueco de su cuello y, una vez más, inhalo el aroma a gel y ese olor tan increíble que siempre
desprende su cuerpo. Cuando sus hombros comienzan a temblar debido a la risa, no puedo hacer
otra cosa que acordarme de Teo.
«Yo sí que estoy en la puta gloria, hermanito.»
—¿Te has levantado contento? —me pregunta, y puedo sentir el dibujo de su sonrisa sobre
mi mejilla.
Tardo varios segundos en comprender a qué se refiere, los necesarios para que el roce de sus
muslos me recuerden lo cachondo que es capaz de ponerme mi mejor amiga aun cuando no sea
esa su intención.
¡Joder!
En un acto reflejo, la suelto y abro las piernas, provocando que se escurra y acabe dando con
el culo en el suelo.
Suelta un quejido.
—Yo… yo… —balbuceo. Por primera vez en mi vida creo que me estoy sonrojando.
Tessa alza la barbilla y sus ojos se iluminan al encontrarse con los míos. Lo siguiente que sé
es que se está riendo a carcajadas, y juro que jamás he escuchado un sonido más bonito.
Las cabezas de Teo y Marta asoman por detrás del marco de la puerta, y a mí, no sé si por los
nervios, me entra la risa floja. Estoy seguro de que han estado escondidos cotilleando nuestra
conversación. Sinceramente, me importa una mierda. Ahora mismo todo lo que me preocupa es
disfrutar de estos preciosos minutos en los que, por fin, tengo ante a mí a mi mejor amiga de
nuevo. El resto del mundo puede irse al infierno.
—¿Vais a contarnos el chiste? —pregunta Marta, ya desde el interior de la cocina.
Teo entra detrás ella.
Le tiendo una mano a Tessa para ayudarla a levantarse y, una vez en pie, se inclina sobre mi
oído.
—Guarda la pistola, vaquero —se burla en un susurro, y me da una palmadita en el hombro.
—¿Sabes que habrá venganza? —replico, sin molestarme en bajar la voz.
La observo servirse más café y, siendo sincero, casi diría que sus movimientos parecen más
ligeros. Se apoya en la encimera y me guiña un ojo.
—No esperaba menos de ti.
—¿Qué nos estamos perdiendo? —interviene Teo, tan desconcertado como divertido.
Creo que tanto Marta como él no saben muy bien cómo tomarse nuestra actitud. En realidad,
yo tampoco, pero bienvenido sea lo que sea que haya pasado.
Tessa se encoge de hombros entre sorbo y sorbo de café.
—¿Me acompañas a pasear a Verne? —pregunta, dejando la taza en el fregadero.
No sé quién de todos luce la sonrisa más bobalicona. Claro que, cuando Teo se emociona
tanto que agarra a Marta por la cintura y le estampa un beso en la mejilla, la expresión de esta se
transforma y le faltan manos para quitárselo de encima.
—Mira que eres sobón, tío —se queja, empujándolo sin mucho éxito.
Tessa vuelve a reír y no puedo evitar quedarme embobado contemplando su perfil risueño,
los párpados levemente entornados, la curva de su labio superior. Sin pararme a pensarlo, voy
hasta ella y la alzo en vilo, cargándola sobre el hombro.
—Vamos, peque. —Salgo al pasillo con ella pataleando y muerta de risa. Ahora mismo, el
corazón no me cabe en el pecho ni la sonrisa en la cara—. Dejemos que a estos dos que discutan
a solas.
Me la llevo hacia los dormitorios y, puede que resulte una estupidez, pero nunca me ha hecho
tan feliz hacer el imbécil como en este momento.
Bajamos al parque con Verne y mi ejemplar de 20.000 leguas de viaje submarino. Desde que
Tessa me lo regaló apenas si me he separado de él. Confieso que la obligo a sacarse varios selfies
conmigo solo para poder conservar fotos que me recuerden el día de hoy, aunque dudo que
pudiera olvidarlo aunque quisiera.
—Una más —insisto, acomodándola sobre mi pecho y levantando la mano con la que sujeto
el móvil.
Me deja hacer y saca la lengua justo cuando aprieto el disparador.
—Vale, esta se va directa a Instagram —aseguró, alejando el teléfono de ella.
—¡Zac! —protesta, estirándose para alcanzarlo.
La risa sacude mis hombros. Es tan fácil provocarla, o al menos lo es en este instante. De
repente es como si nada hubiera cambiado entre nosotros. Así que me convenzo de ello, tal vez
baste con eso, simplemente con creer, con desearlo con todas mi fuerzas y convertirlo en
realidad.
—Te quiero.
La risa de Tessa cesa de forma abrupta y se le abren los ojos como platos.
«Oh, mierda» No puedo haber dicho eso. ¿De dónde demonios han salido esas dos jodidas
palabras?
Durante un instante nos miramos el uno en los ojos del otro. Aunque su rostro permanece con
una expresión inmutable, su mirad está cargada de emociones. Me pregunto si ella verá lo mismo
en los míos.
No sé el tiempo que permanecemos así, solo que en un momento dado Tessa empieza a
incorporarse a cámara lenta —o eso es lo que me parece a mí, pero es probable que esté en shock
—. ¡No! ¡No! ¡No! Por favor, que no la haya cagado.
—Te quiero mucho, peque —me apresuro a decir, en algo a medio camino entre un balbuceo
y una risita ridícula—. Ya lo sabes. Eres… mi mejor amiga.
Acto seguido, y antes de que pueda poner más distancia entre nosotros, hago lo primero que
se me ocurre: plantar mi cara al lado de la suya, levantar el móvil y sacar una foto.
¡Santo Dios! Mi estupidez no conoce límites.
—Esta para Facebook —bromeo, aunque ahora mismo estoy acojonado. Tengo el puto
corazón a punto de salírseme por la boca—. ¿Seguimos leyendo?
Esto no puede acabar bien. Nada bien.
Le doy un beso rápido en la sien y me tumbo de nuevo sobre la hierba. No soy especialmente
creyente, perocomienzo a rezar. Lo que no sé es si lo hago para que ignore mi confesión o para
que conteste de idéntica forma.
¿Lo he dicho? ¿Acabo de decirle a Tessa que la quiero? Y, lo que es más importante, ¿de
verdad me he enamorado de mi mejor amiga?
ZAC
DE FORMA IRREMEDIABLE

—¡¿Que has hecho qué?!


Hundo la cabeza entre los hombros, apoyándola en ambas manos. No sé si ha sido buena idea
contarle a mi hermano mi pequeño momento de sinceridad con Tessa. Sigo sin creer que esas dos
palabras salieran de mi boca. La única vez que le he dicho a una chica que la quería fue hace
mucho, en el instituto, y ni siquiera lo sentía de verdad. Lo dije porque era lo que se suponía que
debía decir. Por aquel entonces simplemente me dejaba querer y la historia no acabó demasiado
bien. Desde entonces, nunca he vuelto a cometer ese error. Solo con Tessa, en alguna ocasión, he
sigo capaz de emplearlas de nuevo, pero ambos sabíamos que la quería; la quería como amiga.
Sin embargo, esta mañana en el parque, no estaba pensando en nuestra amistad. O sí. Tal vez
ese «te quiero», que con tanta facilidad abandonó mis labios, no era muy distinto de los
anteriores.
—Estoy muy jodido. No sé en qué cojones pensaba.
Espero la consiguiente carcajada que sé que Teo está deseando soltar, pero no llega. Levanto
la cabeza y me lo encuentro con los brazos cruzados sobre el pecho y una mueca seria que no va
con él. Ahora sí que empiezo a estar preocupado.
—¿En que la quieres? —señala, arqueando las cejas—. La quieres de verdad.
—Claro que la quiero, es… ¡Tessa!
Agito las manos frente a su cara, nervioso, para dar énfasis a mi comentario, como si con eso
aclarara la tormenta mental que se ha desatado en mi cabeza. Pero que sea precisamente ella, ¡no
aclara una mierda! Ni siquiera creo que Tessa me vea de esa manera.
—Tío, no serás el primero ni el último que se enamora de su mejor amiga —replica mi
hermano, encogiéndose de hombros.
Se deja caer en el sillón, a mi lado, y me da un par de palmaditas en la espalda. Que se esté
tomando esto tan en serio, sin soltar ninguna de sus pullas habituales, me sorprende a la vez que
me aterroriza.
—Y bien, ¿qué dijo ella?
—Nada. Eso es lo peor. Yo disimulé, restándole importancia, y ella fingió que no había
pasado nada.
Chasquea la lengua y me dedica una mirada compasiva. Sé lo que está pensando, porque yo
no he dejado de reflexionar sobre ello. O bien soy un actor consumado, o bien Tessa decidió no
darse cuenta. Y eso solo puede significar una cosa.
—Tiene lo de Álex muy reciente —comenta Teo, tratando de animarme.
—Lo sé.
Mi hermano permanece unos segundos en silencio antes de hacer la pregunta del millón, esa
que yo no he dejado de hacerme desde esta mañana.
—Pero ¿tú la quieres? De verdad, quiero decir. ¿Estás enamorado de ella?
Suspiro, incapaz de darle una respuesta. ¿Dónde termina la amistad y comienza el amor? Soy
perfectamente consciente de que he deseado a Tessa desde el mismo instante en que puso un pie
en esta casa con esa sonrisa preciosa brillando en su rostro, que mi cuerpo reacciona por sí solo
por el mero hecho de estar en la misma habitación que ella, que la desnudaría y pasaría horas
perdido en sus curvas, lamiendo y besando su piel y sus labios.
Tampoco puedo ignorar que sus momentos felices son mis momentos felices, que una sola de
sus sonrisas basta para conseguir que todo parezca muchísimo mejor. Que la necesito como
jamás he necesitado a nadie. Que…
—Sí, la quiero —acepto, comprendiendo que, en el fondo, ha sido algo que se ha ido
gestando poco a poco, día a día, minuto a minuto, de forma irremediable. A estas alturas ya no
hay marchas atrás—. Estoy enamorado de ella.
En esta ocasión, Teo sí que suelta una carcajada que resuena por toda la estancia, pero me
importa una mierda que se ría. Lo único que me preocupa ahora es que, por desgracia, no creo
que Tessa sienta lo mismo.

—¿Has estado espiándole el móvil?


Tessa y Marta han pasado la tarde fuera y no han regresado. Tessa trabaja esta noche, por lo
que no puedo saber si me está evitando o simplemente Marta y ella han hecho planes y luego se
ha ido directa al bar.
Mi hermano y yo, por nuestra parte, hemos pedido unas pizzas y nos habremos bebido ya al
menos media docena de cervezas.
—Fue sin querer —repongo, y me llevo la lata a los labios para apurar el contenido.
—Ya, sin querer.
Hace unos días, Tessa dejó el móvil en el salón, sobre la mesa. Yo acababa de levantarme y
tuve la maldita mala suerte de que, justo cuando pasaba por al lado, se iluminó por la llegada de
un mensaje. Un número apareció durante unos segundos en la pantalla antes de que esta se
apagara de nuevo. Y bueno, puede que, después del extraño comportamiento de Tessa esa misma
tarde en la playa de El Médano, yo hiciera una búsqueda en internet para comprobar si
correspondía a quién yo creía. Fue una pésima idea y no tenía porque haber obtenido ningún
resultado, pero dio la casualidad de que sí que di con su propietario: un informático de La
Laguna ofreciendo sus servicios como autónomo en una conocida red social. Álex, por supuesto.
Me sentí fatal por ello. No solo por comprender que el ex de Tessa se había vuelto a poner en
contacto con ella, sino porque no era quién para espiar sus llamadas o los mensajes que recibía.
—No debí hacerlo —concluyo, avergonzado.
—Ese tipo no sabe rendirse. ¿Crees que han vuelto a hablar?
Me pasa otra cerveza y coge una más para él. A este paso acabaremos borrachos antes de las
doce. Sin abrirla, me recuesto en el sillón y me quedo mirando al techo. Estoy convencido de que
lo que ha unido durante tiempo a Tessa y Álex sigue estando ahí, nadie olvida esa clase de amor
de un día para otro. La cuestión es si ella tiene claro lo tóxica que resulta esa relación. No
comprendo cómo ese tipejo ha sido capaz de tratarla tan mal, cómo ha podido aprovecharse de lo
que Tessa sentía por él, emplearlo contra ella y no parar hasta destrozarla. Lo que si sé es que mi
mejor amiga es la persona con la mayor capacidad para perdonar que he conocido nunca. Y eso
me aterra.
—No lo sé —suspiro, cerrando los ojos, como si el gesto pudiera hacer desaparecer esa
posibilidad—. A Tessa siempre le ha costado dejar cabos sueltos en lo que respecta a Álex. Ella
siempre ha querido perdonarle, creo que porque cree que eso hará que sus errores también sean
perdonados.
Me incorporo y abro la lata bajo la atenta mirada de mi hermano. Cuando no añado ninguna
explicación adicional, él alza las cejas. No conoce toda la historia y es obvio que siente
curiosidad, pero no me corresponde a mí contarle nada sobre el pasado de Tessa.
—Es una larga historia.
Se da por enterado y no pregunta nada más al respecto.
—¿Te vas a comer ese trozo? —inquiere, señalando la caja de pizza.
Niego y él no duda en dar buena cuenta del último pedazo.
—Por eso creías que la otra noche lo había visto en el bar —comenta con la boca llena.
—Tal vez la llamara —replico, porque no dejo de pensar en que la reacción de Tessa, sus
lágrimas, todo tiene que haber sido provocada por su ex—. O tal vez me estoy obsesionando con
esta jodida historia.
—Si no fueras por ahí cotilleando los móviles de la gente.
Le doy un codazo, aunque sé que lleva toda la razón. Pero no puedo pedirle disculpas a Tessa
por algo que no sabe que he hecho. También podría contárselo y decirle lo mucho que me
arrepiento de invadir su intimidad de esa forma. No obstante, me acojona la idea de que eso nos
distancie más. Por lo que, desde que ocurrió, no he dejado de torturarme con ello, sabiendo que
actué mal.
—No volveré a hacerlo —aseguro, aunque sepa que eso no enmienda mi error.
—Bien, porque no quiero verte convertido en otro Álex.
Mi pecho vibra con un gruñido. Que me compare con ese tipo me pone enfermo, aunque me
lo tengo merecido.
—No estás ayudando.
Me bebo la mitad de la cerveza de un solo trago. Él se reclina y coloca las piernas sobre la
mesa de centro, cruzándolas a la altura de los tobillos.
—Alguien tiene que ser la voz de la razón en todo este embrollo, hermanito. Y, por una vez,
ese alguien soy yo —se jacta—. Déjame que lo disfrute.
No puedo evitar pensar que, si Teo tiene que ejercer como mi conciencia, estoy más jodido
de lo que creía.

El tintineo de unas llaves en la cerradura me hace volver la vista hacia la puerta. Teo está tirado a
mi lado, profundamente dormido, mientras que yo no he sido capaz de cerrar los ojos a pesar de
la sensación de somnolencia que se ha apoderado de mí tras no sé cuántas cervezas. Me he visto
ya dos películas y luego he optado por continuar con capítulos antiguos de Juego de Tronos.
Tessa se sobresalta al encontrarme en el salón, a oscuras, con tan solo el brillo azulado de la
televisión reflejándose en mis ojos empañados por el alcohol. Su mirada va de la pantalla a Teo
para terminar encontrándose con la mía.
—Son las cinco de la mañana —susurra, para no despertar a mi hermano, aunque dudo
mucho que, aun hablando a gritos, lo sacásemos de su estado catatónico—. ¿Qué haces
despierto?
Esbozo una sonrisa amarga, sin contestar, y la observo desde abajo, hundido entre los
cojines. Tiene aspecto de estar muy cansada, probablemente ha sido una noche dura en el bar; los
sábados siempre lo son. Pero incluso así, con las señales del agotamiento marcando su rostro y el
pelo recogido de forma descuidada en un moño alto, con sus rasgos desdibujados por las
sombras, me sigue pareciendo lo más hermoso que he visto en mi vida.
Exhala un suspiro.
—Deberías irte a la cama —dice, al tiempo que se desabrocha la chaqueta de cuero y la deja
en el respaldo de una de las sillas.
Sigo sus idas y venidas por la estancia, hipnotizado, con la boca pastosa y sin atreverme a
abrirla, aunque más consciente que nunca de sus movimientos. Lleva una camisa holgada y, en
cuanto se ha deshecho del abrigo, una de las mangas ha resbalado, dejando al descubierto su
hombro y el tirante de un sujetador negro. Mis ojos se pierden en la zona de piel expuesta, en la
curva de su cuello, su clavícula, el tono dorado producto de nuestros días en la playa el verano
pasado…
—¿Zac? ¿Me has oído?
La oscuridad no me permite ver con claridad su expresión, o puede que sea el exceso de
cervezas el que me nubla la vista, pero he creído percibir un ligero temblor en su voz. Se acerca
al sofá y, de un manotazo, cierra la caja de pizza que hay sobre la mesa de centro junto a un
montón de latas vacías.
—Os habéis dado un buen festín —murmura entre dientes, aunque sé que no se refiere a la
comida.
—Sí.
Esa única palabra me raspa la garganta al salir. No dejo de pensar en lo que le dije y, de
repente, ya no siento alivio al comprobar que no ha habido una reacción por su parte. Este se ha
transformado en un dolor sordo que se extiende por mi pecho mientras nuestras miradas se
enredan más y más. La tengo delante de mí y, aun así, la echo de menos.
—Me voy a la cama y tú deberías hacer lo mismo.
—Duerme conmigo —le pido, le ruego más bien.
Lo he dicho sin pensar y, sin embargo, no hay otra cosa que desee más. No es que pasar la
noche juntos haya sido una constante en nuestra relación, pero a veces nos tumbábamos a leer o
simplemente a hablar y con la llegada de la noche ambos estábamos demasiado cansados —o
demasiado cómodos— para irnos a nuestra propia cama.
El silencio posterior a mi desesperada petición se me clava en el pecho y aumenta mi
malestar. Me impulso para ponerme en pie y me ataca tal mareo que casi consigue sentarme de
nuevo. Hago un esfuerzo para mantenerme erguido.
—Tessa —farfullo su nombre como una súplica.
Me estoy comportando como un gilipollas, lloriqueando un poco de atención de su parte y
pidiéndole algo que no tiene razón para darme, pero el anhelo de su cuerpo acurrucado contra el
mío es demasiado fuerte.
—Vete a la cama, Zac —replica ella, y parece... ¿nerviosa? ¿Enfadada? No estoy seguro.
Mi nombre se desliza por sus labios con un temblor y suena casi doloroso.
—Ya nunca dormimos juntos —insisto, e incluso yo me doy cuenta de lo patético que resulta
el balbuceante comentario.
Estoy borracho. Puede que sea eso, o puede que no, lo que me empuja a seguir hablando.
—Me evitas, y yo no…
«No quiero perderte. Te quiero», pienso para mí, pero la melodía de su móvil impide que lo
diga en voz alta.
Tessa atraviesa el salón para coger su teléfono del bolso, que ha dejado en la entrada. No me
mira en ningún momento. Fija su atención en él, pero no hace amago de contestar la llamada.
¿Quién demonios la llama a estas horas? ¿Quién...?
«Álex».
La respuesta aparece en mi mente a pesar de la escasa lucidez de la que estoy haciendo gala.
Analizo la crispación de su rostro, la tensión en sus hombros, su dedo oscilando sobre la pantalla,
indeciso. La rabia me ahoga. Tiene que ser Álex. Ese jodido loco es el único que podría
molestarla a estas horas.
La melodía cesa, pero ella continúa observando el aparato. Podría preguntarle y salir de
dudas. Sin embargo, me resulta inadecuado, aunque meses atrás no hubiera dudado en mostrar la
curiosidad típica de un amigo. Una sensación amarga me llena la boca, algo que nunca había
sentido hasta ahora, y que, incluso ebrio, sé lo que es: celos.
Son ellos los que hablan por mí cuando vuelvo a abrir la boca.
—¿Estás de nuevo con él? —pregunto, y mi tono es tan firme que nadie diría que he ingerido
ni una sola gota de alcohol—. ¿Estás con Álex?
ZAC
VERDADES QUE DUELEN

—¿Estás con él? —insisto al ver que no contesta.


Estoy furioso; celoso e increíblemente furioso. Más enfadado de lo que he podido estar
jamás. Estoy cabreado con ella y también conmigo. Fui yo quién la animé a luchar, el que la
lanzó en brazos de ese tío.
«Querías que fuera feliz», me recuerdo a mí mismo. No he dejado de quererlo. Si hay algo
que desee más que mi propia felicidad, es la suya. ¡Pero no con él, joder! ¡No con él!
Marta me contó la última conversación que Tessa mantuvo con Álex, me explicó cómo la
amenazó con ir a follarse a otra tía si no regresaba a él suplicando perdón. ¿Qué clase de
gilipollas hace eso? Ese tío es un puto enfermo.
—¡Joder! —exclamo, cuando ella alza la cabeza y veo una sombra culpable en sus ojos.
No consigo tragarme la rabia ni decir una palabra más. Hago amago de marcharme, pero
tropiezo con la mesa y las latas de cerveza salen disparadas en todas direcciones, provocando que
Teo dé un salto y se siente erguido de golpe.
—¿Qué…?
Las palabras mueren en sus labios en cuanto cruza la mirada conmigo. Mi hermano me
conoce muy bien, pero dudo que nunca me haya visto en un estado similar.
—¿Por qué, Tessa? ¿Por qué? —acierto a decir, pronunciando cada sílaba con desesperación.
—Zac, sé lo que piensas —asegura, y le lanza una mirada fugaz a Teo, que sigue sentado en
silencio—. No he vuelto con él, ¿vale?
No sé por qué, pero no me lo creo, y eso me duele más todavía. Nunca he dudado de ella,
hasta ahora.
—¿Sabes qué? —replico, cada vez más furioso. La rodeo y me dirijo al pasillo—. No me
importa. Haz lo que quieras, Teresa. Haz lo que te dé la puta gana.
Empleo su nombre completo a sabiendas de que le haré daño, aunque me arrepiento de
inmediato. Yo no soy así, por muy cabreado que esté, pero tampoco quiero seguir hablando con
ella. Recorro el pasillo apoyándome en las paredes y no sé si es la frustración, la rabia o el
alcohol lo que hace que me tambalee. Me encierro de un portazo en mi dormitorio, resoplando,
casi gruñendo.
El espejo que hay a los pies de la cama me devuelve mi reflejo. En la oscuridad, apenas si
veo una silueta y el brillo de mis ojos. Están húmedos. Estoy llorando.
Echo un vistazo a mi alrededor y luego a la puerta por la que acabo de entrar. ¿Qué demonios
estoy haciendo? Le he gritado. Esta misma mañana le he susurrado que la quería y ahora le acabo
de gritar. No soy mucho mejor que ese imbécil.
Inspiro profundamente, tratando de calmarme, cuando escucho el sonido de otra puerta
cerrarse. Ni siquiera lo dudo un segundo. Salgo al pasillo y me planto en la entrada de su
dormitorio, pongo la mano sobre la madera y vuelvo a inspirar. Acto seguido, apoyo la frente
junto a mis dedos.
—Lo siento, peque —farfullo, lo suficientemente alto como para que pueda escucharme—.
Puedes salir con quien quieras. No es asunto mío.
Quiero que lo sea, pero no lo es. La quiero, pero no voy a convertirme en una persona que no
soy solo para mantenerla alejada de él.
—¿Me oyes? Lo siento mucho, Tessa.
Por el rabillo del ojo percibo la presencia de mi hermano al final del pasillo. Ladeo la cabeza
hasta que es mi sien la que reposa sobre la madera. Teo no dice nada, se limita a observarme
mientras intento salir del charco en el que me he metido. Tras unos segundos intercambiando
miradas con mi hermano, mi apoyo cede y la puerta se abre. Giro la cabeza para quedar cara a
cara con Tessa y se me encoge el corazón al ver la expresión dolida en su rostro. Su labio inferior
tiembla. Está a punto de derrumbarse.
Me dejo llevar por mi instinto. La envuelvo entre mis brazos y la aprieto con fuerza contra mi
pecho, como si eso pudiera reparar lo que sea que se ha roto entre nosotros. Sus manos se aferran
a mi camiseta. De su garganta escapa un jadeo, o un sollozo, no estoy seguro. Reparto besos por
su pelo, el contorno de su cara, sus mejillas, y cuando me doy cuenta mi boca ha alcanzado la
comisura de sus labios. Soy incapaz de detenerme. No sé si es la rabia, el deseo o la
desesperación la que me guía, pero me es imposible resistirme al sonido entrecortado de su
respiración. Frustración, miedo, ansia,... y una determinación que no sé de dónde proviene, pero
que lo inunda todo.
Sin pensarlo dos veces, la beso. Cubro su boca con la mía y mi lengua irrumpe en ella de una
forma feroz, hambrienta, sin encontrar obstáculo alguno a su paso. Recorro cada rincón,
explorando, saboreándola, haciéndola mía. Enredo las manos en su melena y la atraigo más hacia
mí para eliminar cualquier pequeña distancia entre nosotros.
Tessa gime y mi cuerpo vibra en respuesta. Percibo con claridad el momento preciso en el
que sus músculos se aflojan, como si se rindiera a mi ataque, y esa es la única señal que necesito.
Mis manos descienden por su espalda hasta alcanzar su trasero y tiro de ella. Al comprender mis
intenciones, me permite alzarla y sus piernas se enlazan en torno a mis caderas. La sensación de
tenerla contra mí de esta forma es brutal, pero resulta insuficiente.
Quiero más. Lo quiero todo, absolutamente todo.
Atravieso el umbral de su habitación cargando con ella y, de una patada, cierro la puerta a mi
espalda. El deseo se ha adueñado de mí cuerpo, y de repente solo puedo pensar en hundirme en
ella, en escuchar sus gemidos, sus gritos, mi nombre deslizándose sobre su lengua. La dejo en el
suelo y una de mis manos busca la piel de su estómago, firme y suave. Con la otra sostengo su
rostro. Por primera vez desde que nos hemos besado, busco sus ojos. Gruño de placer al ver la
misma pasión salvaje latiendo en ellos.
—Zac... —La beso para impedir que diga nada más, como que esto no puede ser o alguna
mierda por el estilo.
Tiene que ser, por una vez tiene que ser nuestro momento.
Lo único que deseo es perderme en ella; perderme hasta que nadie sea capaz de encontrarme,
ni siquiera yo mismo. No quiero pensar en lo que vendrá después, en los dos años que hemos
compartido, en si esto está bien o está mal; en el daño que nos hará o en si estaremos
dinamitando los restos de algo que va más allá de una simple amistad. Hoy no.
La hago retroceder hasta que su espalda tropieza con la pared y clavo mis caderas contra las
suyas, haciéndole ver lo excitado que estoy. Ella se estremece, sus labios se entreabren y se frota
contra mí. Su roce es una puta locura de la que no creo que pueda escapar cuerdo.
Apenas tardo unos segundos en deshacerme de su blusa para encontrarme con un sujetador
negro de encaje. Apreso sus muñecas con una mano, sujetándolas por encima de su cabeza,
reacio a que haga el más mínimo movimiento, temeroso de que se aleje de mí.
—Te deseo, Tessa —gruño, fuera de control—. Te deseo tanto…
Mis labios se pierden en la curva de su cuello y van descendiendo, lamiendo y besando cada
centímetro de piel. Tiro de su sujetador hacia abajo y, sin ceremonia alguna, succiono uno de sus
pezones, sonrosados y endurecidos. Enredo mi lengua en torno a él, mordisquéandolo y
retirándome para torturarla hasta que la espalda de Tessa se arquea y busca más de mi boca.
Que demuestre esa necesidad de mí termina de volverme loco.
—Dime lo que quieres, Tessa —gruño en su oído.
Quiero oírselo decir. Quiero que me diga que no soy el único que lo desea. Con los labios
rodeando el lóbulo de su oreja, desabrocho su pantalón y mi mano se cuela dentro de sus bragas.
Deslizo un dedo entre sus pliegues, y se me pone aún más dura al comprobar que está totalmente
empapada.
—¿Lo quieres, verdad? Lo deseas tanto como yo.
Se pone de puntillas para alcanzar mi boca. Ahora es ella la que mordisquea mi labio inferior
para acto seguido trazar su contorno con la punta de la lengua. El gesto me lleva al mismísimo
infierno. Cada fibra de mi cuerpo arde, consumiéndose de deseo por ella, y es posible que sea en
el infierno donde acabe después de esto.
—Déjame… déjame tocarte —murmura sin aliento—. Quiero tocarte.
Disminuyo la presión sobre sus muñecas muy poco a poco hasta liberarlas por completo. Con
la misma lentitud, dejo que mis manos desciendan por la piel de sus brazos. Continúo bajando,
repasando la curva de sus costados y sus caderas, sin apartar la mirada de sus ojos color
chocolate. Mis dedos se clavan durante unos segundos en su carne antes de que deje caer las
manos a los lados de mi cuerpo y dé un paso atrás.
La observo con fijeza, aún con el sabor de sus besos sobre mi lengua, y contengo el aliento.
No hago amago de moverme y ella tampoco. Tan solo nos miramos en silencio y las dudas se
apoderan de nuestros ojos mientras lo hacemos.
—Dime lo que quieres —le ruego, una vez más.
Lucho por no moverme, por no sucumbir a sus labios, hinchados y entreabiertos; por no
arrancarle la ropa y poseerla aquí mismo, de pie contra la pared. Por no hacer caso de esa
vocecita que me empuja a devorarla sin pensar en las consecuencias. Y cuando, titubeante, abre
la boca para contestar, soy consciente de lo que va a decir incluso antes de que lo diga. Mi
corazón se hace pedazos en una décima de segundo. El músculo de mi mandíbula se contrae, mis
dientes rechinan y mis manos se cierran en dos puños tan apretados que los nudillos pierden todo
su color.
—No podemos hacer esto, Zac —susurra. Aunque lo esperaba, sus palabras arrancan hasta el
último átomo de oxígeno de mis pulmones—. No podemos.
—Es por él, ¿verdad?
Ya sé la respuesta. Trato de retroceder, de alejarme de ella porque estar tan cerca me hace
daño de una manera que ni siquiera puedo comprender. De repente, es como si de nuevo
estuviera borracho, pero esta vez creo que es la ira la que nubla mis sentidos. Ira por no ser capaz
de entenderla, por no ser yo al que no sepa decir «no», por saber que no puedo sacarla del círculo
vicioso en el que está metida.
—No es lo que crees —dice con un hilo de voz, mientras se frota las manos en actitud
nerviosa—. Solo quiere que le perdone, dejar las cosas bien. Ni siquiera le he contestado.
—No te merece —señalo, apoyándome en la puerta y temblando sin control—. Es un jodido
cabrón.
Lo que yo diga no tiene demasiada importancia, pero la rabia ha regresado con más
intensidad que nunca, colándose en mi interior sin remedio, y ya no tengo fuerzas para detenerla.
—¡Un cabrón! ¿Me oyes? —prosigo, escupiendo cada sílaba y sé que, en esta ocasión, no
voy a callarme nada—. ¿Es que no te das cuenta? ¡No merece que lo perdones! Y en realidad lo
haces una y otra vez solo porque crees que así te ganarás su perdón por lo que hiciste. Pero
¿sabes qué? ¡Eso no cambia nada! ¡Te diste un jodido beso con un tío cuando eras solo una cría
caprichosa! ¿Y qué? ¡Joder! —Ella agita la cabeza, negando, y veo el dolor que le provoca
recordar lo que sucedió. Sin embargo, he perdido la capacidad de pensar en si lo que digo tiene
algo de sentido—. Y luego te acostaste con otros, ¡por Dios! ¡No estabais saliendo! ¡No estabais
juntos porque él era incapaz de olvidar y de mostrarte un poco de respeto! ¿Por qué cojones ibas
a respetarlo tú a él? Todo cuanto desea es someterte. Que le ruegues y te arrastres ante él, y aun
así nunca estará contento. Seguirá haciéndote daño y tú seguirás permitiéndoselo hasta que
comprendas que toda esa mierda que tenéis no tiene nada que ver con querer a alguien. ¡Eso no
es amor!
El eco de mi última frase permanece en mis oídos incluso después de que el silencio inunde
la estancia. Los ojos de Tessa están húmedos y su mandíbula luce tan apretada como la mía.
—Ya lo sé —admite, mordiéndose el labio inferior y luego el superior, visiblemente afectada
por mi discurso.
Reprimo una carcajada cínica que amenaza con escapar de mi garganta. No tengo ni idea de
qué, de toda la mierda que he vomitado, es lo que está admitiendo. Y mucho menos puedo
entender entonces por qué demonios sigue permitiendo que ese tipo se meta en su vida y no le da
la patada en el culo que realmente se merece.
¡Joder!
No puedo seguir en esta habitación con ella, no puedo continuar contemplando la enfermiza
culpabilidad de su expresión o me volveré loco. No importa cuánto grite o lo que le diga porque
eso no cambiará el hecho de que la persona a la que amo está enamorada de otro tío.
Me doy cuenta de que mi mente ha transformado el «te quiero» del parque en un «te amo»,
pero ni siquiera me detengo a analizarlo. Abro la puerta y, a trompicones, salgo al pasillo sin
volver la vista atrás. Me encuentro con mi hermano de frente, que no duda en agarrarme cuando
doy un traspiés y a punto estoy de caerme al suelo en mi precipitada huida. A juzgar por su
expresión preocupada, debe haber escuchado gran parte de la conversación.
—¿Va todo bien? —me pregunta, aunque ambos sabemos la respuesta.
Busco su mirada y niego.
—Sácame de aquí, Teo —suplico—. Sácame de esta puta casa.
ZAC
ERRORES QUE MATAN

Cogemos los abrigos y apenas tardamos unos segundos en abandonar el piso. Echo a andar en
cuanto mis pies tocan la acera, aunque no tengo ni idea de hacia dónde voy. Enfilo la Avenidad
Trinidad y me dirijo por inercia a la zona de bares que quedan por debajo de ella. Teo se apresura
para mantener el ritmo de mis pasos rápidos. Aún no se ha atrevido a abrir la boca y no sé si
soportaré que lo haga. Mi mente es un torbellino de imágenes y emociones que ha arrasado con
cualquier pensamiento lúcido, y mi corazón no deja de golpear mis costillas como si en cualquier
momento fuera a destrozarlas y atravesarme el pecho.
Dejo atrás varios de los locales que solemos frecuentar, lo último que quiero es meterme en
un bar. Sigo adelante, tal vez si camino hasta el agotamiento pueda olvidar el rechazo de Tessa,
su mirada culpable y todo la mierda que ha salido por mi boca.
—¿Quieres hablar? —pregunta Teo, cuando ya hemos rodeado la Plaza de la Milagrosa y
casi estamos llegando a la Plaza del Adelantado—. ¿O estamos entrenando para un maratón de
marcha?
Lo fulmino con la mirada. No tiene culpa de nada y sé lo que intenta, pero si empiezo a
hablarle de lo sucedido sé que no seré capaz de parar y no quiero recordarlo, no quiero revivir la
sensación de impotencia, el dolor en el pecho. Solo quiero desaparecer.
—¿Qué coño os ha pasado, Zac? Nunca te había visto así.
—No... —Mi garganta se cierra y tengo que hacer un esfuerzo para contestar—. No quiero
hablar de ello.
Otros veinte minutos de silencio vagando sin rumbo, con las manos en los bolsillos y la vista
en el suelo. A este paso se me acabará la ciudad antes de que consiga serenarme, pero ahora
mismo lo único que consigue que no me derrumbe es mantener mi cuerpo en movimiento.
Teo suspira. Hace frío y el cielo empieza a clarear por el este. No sé cuánto tiempo llevamos
dando vueltas.
—Deberías volver —le digo.
Agradezco su presencia, aunque ni siquiera estemos hablando, pero apenas si habrá dormido
unas pocas horas y estoy seguro de que se mantiene en pie por pura fuerza de voluntad. Pero él
hace un gesto negativo. Ladea la cabeza y vuelve a suspirar.
—Os he oído —admite, en un tono bajo y apesadumbrado—. He escuchado lo que le decías.
—¿Todo? —pregunto, avergonzado.
Él se encoge de hombros y su andar se hace más lento. Bajo el ritmo para mantenerme a su
lado. ¡Dios, por muchos kilómetros que recorra lo sucedido no va a desaparecer! Me obligo a
respirar profundamente.
—Me perdí la primera parte —confiesa, enarcando las cejas—, pero diría que os estabais...
¿enrollando?
Mi mente vuela al momento justo en el que mis labios se han fundido con los de Tessa. Mis
manos hormiguean aún por la sensación de haber estado acariciándola, tocándola... tocándola de
verdad. No ha tenido nada que ver con las veces en las que bromeábamos o las miles de
ocasiones en las que la abrazaba sin motivo. Ha sido todo tan diferente. Su aliento entrecortado,
la suavidad de su piel, sus muslos rodeando mis caderas y ese increíble instante en el que se
aferraba a mí como si yo fuera su mundo, lo único que realmente importaba. Mi corazón
hinchándose, a punto de reventar de satisfacción, completo de una forma que ni siquiera yo había
podido imaginar que fuera posible. Y luego, de repente, quebrándose en miles de pedazos.
—Os habéis enrollado —repite, y esta vez no es una pregunta. Se pasa la mano por el pelo y
luego por la cara, sin ocultar su inquietud—. Y luego habéis pasado a gritaros porque... —
prosigue, con cautela, y deja la frase incompleta, esperando que sea yo el que le aclare cómo
demonios se nos ha ido todo de las manos en cuestión de minutos.
—Le ha pedido que le perdone. Ese tipejo —aclaro, apretando los dientes.
Se para en seco. Tardo unos instantes en reaccionar y volver sobre mis pasos.
—Pero ¿qué mierda estás diciendo? Oh, no —añade, agitando las manos—, por favor, dime
que Tessa no ha sido tan estúpida como para perdonarlo. ¡Ese tío es un gilipollas! ¡Hasta yo veo
eso!
Me froto el puente de la nariz. La opresión de mi pecho sigue ahí y pensar en ese capullo no
hace más que incrementarla.
—Pues no sabes ni la mitad de la historia —farfullo, a punto de explotar de nuevo.
Teo se queda mirándome, perplejo.
—Al menos sabe que la quieres —comenta, suspirando, y yo esbozo una mueca—. Porque tú
le has dicho que la quieres, ¿verdad? —Cuando no contesto, alza las manos y gira sobre sí
mismo—. Mierda, tío. Por una vez decides ser sincero y contarle lo que piensas y ¿te callas la
parte más importante? ¡Venga ya!
—No era el momento —me defiendo, y él me suelta un puñetazo en el hombro.
—¿Que no era el momento? ¡Era el mejor puto momento que tendrás jamás! ¡Joder! Mierda,
Zac.
—¿Tienes que decir un taco cada dos palabras? —señalo, porque no quiero pensar en si lleva
razón.
Él tuerce la boca mientras no deja de ir y venir de un lado a otro de la acera. Su nerviosismo
no me está ayudando en nada.
—Pues claro que sí, ¡joder! Le lanzas esa mierda de discurso a grito limpio y se te olvida
comentar que estás jodidamente enamorado de ella. Eres gilipollas, tío. —concluye,
deteniéndose frente a mí—. ¿Qué esperabas? ¿Que te dijera «Oh, sí, Zac, cariño… Llevas toda la
razón»?
Me paso la mano por la cara, frustrado, y también desconcertado porque Teo se esté tomando
esto como algo tan personal. Tengo muy claro que se preocupa por mí, pero, teniendo en cuenta
lo poco serio que se muestra siempre en cuestión de relaciones amorosas, cualquiera diría que es
a él al que acaban de arrancarle el corazón del pecho.
Cierro los ojos y alzo la barbilla, exhalando con lentitud todo el aire de mis pulmones.
—En realidad —murmuro—, ella me dio la razón.
—No entiendo nada, hermanito.
—Pues ya somos dos —admito, con los ojos aún cerrados.
Me siento exhausto. El cansancio acumulado se apodera de mí y me doy cuenta de lo absurdo
que resulta estar vagando por la ciudad, huyendo de algo de lo que en realidad no puedo escapar.
Abro los ojos para mirar a mi hermano. Se le va casi tan frustrado como a mí, lo cual hace
que me entren ganas de reír.
No dejo de preguntarme qué hubiera pasado si aquel día, después de volver de Las Teresitas,
me hubiera dejado llevar por mi instinto y hubiera besado a Tessa. Era eso lo que deseaba, ahora
lo tengo más claro que nunca; sin embargo, hice caso omiso a lo que sentía y la dejé ir,
lanzándola directamente a los brazos de su ex. ¿Estaría ahora aquí?
«No puedes competir con él», me dice una voz repleta de amargura.
Lo peor de todo es que sé que es verdad. Esta claro que, lo que sea que le ha dado Álex a
Tessa, ella no puede encontrarlo en mí. Aparto el pensamiento de mi mente porque esa certeza
duele demasiado.
—Vete a casa —le digo a Teo, y miro hacia atrás.
La ciudad comienza a despertar y, a nuestro lado, la calle por la que hemos venido empieza a
llenarse de coches.
—Vamos, hermanito —replica él, agarrándome del brazo—, necesitas descansar.
Pero yo niego. No puedo volver a casa. No sabría cómo enfrentarme a Tessa o qué decirle.
La sola idea de tenerla frente a mí hace que mi corazón se dispare de nuevo y mis manos
tiemblen.
—No. —Es todo cuanto digo.
Después de varios minutos discutiendo, Teo accede a regresar, no sin antes asegurarse de que
tengo algún tipo de plan. Tras una llamada, cede por fin cuando le informo de que he hablado
con Marcos y me ha ofrecido un lugar en el que quedarme sin hacer ni una sola pregunta. Aun
así, más tarde o más temprano tendré que darle alguna explicación.
—Me va a preguntar por ti. ¿Qué quieres que le diga? —dice Teo, a sabiendas de que él sí
será interrogado por Tessa.
Me froto los ojos, que me pican por la falta de sueño.
—Dile que estoy bien y que me quedaré unos días con un amigo.
Es probable que quiera saber más, pero ahora mismo no soy capaz de ofrecerle una respuesta
mejor. Teo no parece muy convencido.
—Sabes que esto hará de esta mierda algo mucho más grande, ¿no? Deberíais hablar, Zac.
Pero yo vuelvo a negar. Necesito tiempo. Tiempo para pensar, para descubrir hasta que punto
puedo soportar verla todos los días y saber que nunca será mía. Tiempo para recoger los pedazos
de mi corazón roto y poder fingir que no me importa haber probado el sabor de sus labios. Me
pregunto por qué correspondió ese beso, por qué dejó que pensara, durante un momento, que
podría haber algo entre nosotros, y sé que ella es la única que podría darme una respuesta. Pero
ni mucho menos estoy preparado para lo que pueda decirme, así que, por ahora, tendré que vivir
con la duda de si era deseo, despecho o, sencillamente, una interpretación equivocada del cariño
que siente por mí… por nuestra amistad.
«Amistad».
La palabra se repite en mi mente sin cesar, perdiendo todo su significado, y estoy convencido
de que no importa lo que hagamos, Tessa y yo no podremos recuperar lo que teníamos de
ninguna de las maneras.
Marcos me abre la puerta vistiendo tan solo unos calzoncillos y con aspecto de estar más
dormido que despierto.
—Siento haberte llamado a estas horas.
Hace un gesto con la cabeza y se aparta para dejarme entrar.
—No pasa nada, tío. —Bosteza y se rasca la nuca—. Acababa de meterme en la cama.
Conocí a Marcos hace un par de años en el bar en el que trabaja y sé que lleva una vida
nocturna, marcada por su horario laboral, por lo que no me extraña su afirmación.
—Estás en tu casa —comenta, mientras señala uno de los dormitorios—. ¿Todo bien?
Intercambiamos una mirada durante varios segundos. Somos buenos amigos y, por mi
aspecto, debe saber que algo va realmente mal; aparecer a las siete de la mañana en su puerta
tampoco ayuda mucho.
Pero yo me limito a asentir. Lo único que quiero es meterme en la cama y caer inconsciente,
como si eso fuese a llevarse los dolorosos recuerdos de lo que ha sucedido esta noche. Y Marcos
debe comprender que no tengo ganas de hablar porque no insiste.
—Descansa. —Me da una palmadita en el hombro y se mete en su dormitorio.
Yo entro en la otra habitación y me dejo caer sobre el colchón, sin siquiera desvestirme,
exhausto y roto. Y aquí, en una cama extraña, lejos de Tessa, maldigo en silencio al entender que
ningún lapso de tiempo será suficiente para eliminar el rastro que sus manos han dejado sobre mi
piel, la sensación de su boca contra la mía y, por desgracia, tampoco esa intensa necesidad de
ella que ya se ha apropiado de mis huesos y músculos. De mi alma.
Ceder a mis sentimientos ha sido un error y lo voy a pagar muy caro.
ZAC
POR LAS BUENAS

—¿Dónde está? —Los gritos de Marta me llegan desde la puerta de entrada.


Bien, al menos no es Tessa. Llevo dos días sin salir de la casa de Marcos, cuarenta y ocho
horas esperando que ella se presentara aquí en busca de una explicación, temiendo que lo hiciera.
En parte me siento decepcionado, pero supongo que tiene tanto miedo como yo de enfrentarse a
lo ocurrido. Ambos somos más cobardes de lo que queremos admitir, de eso no hay duda.
—Déjala entrar —le grito a Marcos desde la habitación.
Salto de la cama. Agarro una de las camisetas que mi amigo me ha prestado y me la pongo
para dirigirme al salón, pero Marta está plantada delante de mí antes de que llegue a abandonar el
dormitorio.
No sé qué esperar. Tal vez me suelte una bofetada —sería muy típico de ella— por acorralar
a su amiga de la forma en que lo hice. Pero, para mi sorpresa, Marta se lanza sobre mí y me
envuelve con sus brazos.
—Imbécil —murmura contra mi pecho, y no puedo evitar sonreír.
Acto seguido, se separa de mí y su mano se estampa contra mi mejilla.
—¡Joder, Marta! —Me froto la cara, sin rastro ya de sonrisa.
A Marcos, apoyado en el umbral, se le escapa una risita. Marta se gira y le da con la puerta
en las narices.
—Yo ya me iba —grita él desde el otro lado, y en su voz detecto la diversión que todo este
lío le produce.
Lo único que sabe es que la he cagado con mi compañera de piso y que por eso me he
instalado en su casa. Entrar en detalles, hablar de Álex, de Tessa, o de mí y de lo que siento, no
es una opción por ahora.
—¡Te has enrollado con Tessa! ¡Borracho! —sisea, con las manos en las caderas.
Tomo asiento. La cama está desecha y parte de las sábanas arrastran por el suelo. No he
estado durmiendo demasiado bien, apenas si he podido cerrar los ojos unas pocas horas. El resto
las he pasado dando vueltas de un lado a otro.
Marta acude junto a mí y casi podría decirse que se desploma sobre el colchón. Se pasa la
mano por su larga melena rubia y la retuerce, para luego dejarla caer sobre su hombro.
—¿Cómo está ella? —pregunto, escondiendo el rostro entre las manos.
—¿Cómo estás tú? —pregunta a su vez.
—Yo… —titubeo, ni siquiera se qué decir—. Bien, supongo —afirmo, poco convencido,
aunque eso sea lo que no he dejado de repetirme.
Marta suspira. Es obvio que no me cree, tampoco es que me esté esforzando demasiado en
fingir.
—Le gustas, Zac —suelta sin más. Cuando alzo la cabeza para mirarla, se apresura a añadir
—: Negaré haberte dicho esto.
Una sensación de calidez se desliza por mi pecho, expandiéndose, colándose por las grietas,
recubriendo arañazos: esperanza. Me obligo a no sentirla, a no permitir su avance.
—Bueno, me devolvió el beso, supongo que no le resulto desagradable —comento,
invocando un sarcasmo que se transforma muy pronto en amargura.
Ella esboza una pequeña sonrisa y me pasa la mano por la espalda.
—Estáis hecho el uno para el uno y no sois capaces de daros cuenta.
—No digas eso, Marta, por favor.
Durante estos dos días no ha habido ni un solo minuto en el que no haya pensado en Tessa,
en sus carcajadas, en su olor, en su voz leyéndome mientras mis manos juguetean sobre su piel
de forma inocente pero premeditada. Pero tampoco he olvidado su mirada cargada de
culpabilidad tras nuestro beso, la misma que decía a gritos: «¡Esto está mal!»
—Se arrepintió, Marta. Se arrepintió en el acto de lo que sucedió entre nosotros —señalo,
agachando la cabeza de nuevo, tragándome la rabia y el dolor a duras penas.
Marta suspira y me da un pequeño golpe con el hombro.
—No es por ti.
—Ya, es por él. Siempre es por él.
Entrelaza sus dedos con los míos y, con un apretón, le agradezco sus intentos por
reconfortarme.
—No ha vuelto con Álex si eso es lo que crees.
—Lo hará. Lo hará y yo no puedo hacer nada para evitarlo.
—Para estar enamorado de Tessa, confías muy poco en ella —repone, y en esta ocasión su
tono refleja cierta dureza.
Busco sus ojos, herido por sus palabras y desconcertado porque sepa lo que en realidad siento
por su amiga. Pero Marta rehuye mi mirada y se dedica a observar con curiosidad la habitación.
Marcos y ella han salido un par de veces, pero que yo sepa nunca había estado en su casa.
—¿Te lo ha dicho Teo?
Marta niega.
—Tu hermano no suelta prenda y está más huraño que de costumbre. Creo que ha perdido su
toque.
No, no lo ha perdido. A Teo lo que le pasa es que está casi tan acojonado como yo. Ha visto
la mierda en la que me he convertido y se va a asegurar de que eso no le pasa a él. La certeza de
que esa es la respuesta a su comportamiento de estos días me arranca una carcajada sin humor.
—¿Entonces? ¿Tan obvio es lo mío? —la interrogo, antes de que indague más acerca mi
hermano.
Se inclina hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas, y ladea la cabeza para
observarme.
—Lo llevas tatuado en la cara, Zac. Durante un tiempo tuve mis dudas, ¿sabes? Eso de que
no salieras con chicas me despistaba. Hasta que caí en la cuenta.
Arqueo las cejas, invitándola a continuar, porque no tengo ni idea de a qué se refiere. Suelen
interesarme más los tíos, eso es verdad, pero nunca le he buscado una explicación. Y ha habido
chicas…
—Las comparas con Tessa, ¿no es así? —señala, interrumpiendo mis pensamientos—. Y
todas salen perdiendo.
Permanezco en silencio el tiempo suficiente como para que Marta comprenda que está en lo
cierto, aunque lo haya descubierto incluso antes que yo mismo. Cada vez que me he sentido
atraído por una chica, apenas iba con ella más allá de una primera cita, y ahora lo veo, era así
porque no eran tan divertidas, tan cabezotas, tan risueñas, tan guapas, tan… Tessa. No eran ella.
Nunca nadie podrá ser ella.
—Llevas enamorado mucho más tiempo del que crees. Muy enamorado —resalta, sonriendo.
Me paso la mano por la nuca una y otra vez, ausente, reflexionando sobre lo que ha dicho.
—Ella de mí no.
Pero Marta alza un dedo para llamar mi atención. Duda durante un instante.
—A la mierda —exclama, y sus ojos brillan con una emoción extraña—. Se puso celosa,
Zac. Se moría de celos cuando te vio con Jorge. —Abro la boca, pero ella continúa hablando—.
Le gustas, eso lo sé. Es lo poco que me ha contado sobre sus sentimientos. Se ha vuelto a
encerrar en esa mierda de burbuja en la que cree que nada puede hacerle más daño —bufa, y es
obvio que no está de acuerdo con su actitud—. Tessa no está enamorada de Álex…
—Sabes que sí, Marta.
Me deslizo sobre el borde de la cama y me siento en el suelo. Estiro las piernas frente a mí.
Marta me sigue, pero se acomoda de lado, apoyando un hombro en el colchón.
—Ella cree que sí. Por Dios, ambos sabemos que eso que tienen no es amor —se queja, y
pensar en ese tipo con Tessa hace que me entren náuseas—. Se siente tan culpable por lo que
hizo que cree que es su obligación quererlo a pesar de todo. La conozco, y no solo eso, debe estar
convenciéndose de que enamorarse de ti es algo malo.
—Lo que dices es una locura.
—No va a volver con él —afirma, sin dudar, y la llama de la esperanza regresa. Quiero
creerla, de verdad que quiero—. No lo hará, pero tampoco permitirá que se le acerque nadie, y
mucho menos tú. Álex no dejó de machacarla con vuestra amistad y… bueno, debe ser en lo
único en lo que no se equivocaba.
—¿De verdad crees que Tessa…? ¿Crees que siente algo por mí?
Su encogimiento de hombros no resulta demasiado alentador, pero es demasiado tarde. El
pequeño atisbo de esperanza se ha convertido en algo mucho mayor, ayudado por ese insistente
anhelo que no he dejado de sentir en ningún momento. Con el corazón roto o no, la necesidad es
más fuerte que el miedo. No me puedo rendir, no cuando por fin he encontrado ese «jodidamente
bueno» del que le hablé a ella misma una vez. Lo nuestro lo era y puede serlo aún más. Lo sé. Mi
cuerpo lo sabe, mi corazón lo sabe. Jamás he estado tan seguro de nada como de esto.
—Si ella se enamorase de mí… —farfullo, sin darme cuenta de que lo hago en voz alta.
Se me escapa una sonrisa, una muy pequeña que termina por transformarse en otra mucho
más amplia y con hoyuelos, la preferida de Tessa.
—¿Qué? ¿Qué vas a hacer? —se interesa Marta, percibiendo el cambio en mi humor.
Me pongo en pie y la ayudo a levantarse.
—Hablar con ella. Ser su amigo.
No es capaz de esconder su decepción.
—Lo de ser amigos, con toda la confusión, los sentimientos y demás, a estas alturas no creo
que vaya a resultar.
—Tessa tiene que comprender que yo sigo aquí y que voy a seguir aquí. Si en realidad siente
un mínima parte de lo que yo siento por ella, va a tener que lidiar con eso —aseguro,
esforzándome por darle sentido a mis pensamientos—. Si no es por malas, será por las buenas.
—Em, creo que es al revés —señala, desconcertada.
—No —niego, dándole vuelta a una idea—. Esta vez no.
CULPA

Llevo alrededor de diez minutos con la vista fija en la pared de mi dormitorio, aunque en
realidad no la estoy viendo. No veo nada. Como si el interruptor que mantiene mi cerebro en
marcha se hubiera desconectado, dejando tan solo activas las funciones básicas que me permiten
seguir respirando, parpadear de vez en cuando, tragar saliva… Me da la sensación de que, en la
última semana, he ido dando botes de un lado a otro, metiéndome en situaciones para las que no
estoy preparada en absoluto. Mi vida… Mi vida está patas arribas. No sé en qué momento las
cosas se han vuelto del revés.
«Sí, sí que lo sabes», murmura una vocecita en mi mente.
Todo se torció aquella tarde de agosto en la que me encontré con Álex en la playa, o tal vez
fuera el día en el que Zac y yo tuvimos ese pequeño encontronazo que acabó con ambos tirados
por el suelo y albergando emociones que no deberíamos haber sentido. O quizás fue mucho
antes, al irme a vivir con mi mejor amigo.
¿Qué más da cuándo comenzará todo? Supongo que lo que debería importarme es cómo
acabará, qué será de mí y todos estos sentimientos que me están desbordando.
Verne suelta un ladrido y, acto seguido, empuja mi brazo con el hocico, tratando de llamar
mi atención. Lo alzo para acunarlo entre los brazos. Es un verdadero consuelo contar con él. Hay
algo reconfortante en la forma en que se aovilla a mi lado cada noche y en cómo me busca en
cuanto despierta.
—Eres un encanto, pequeñín —digo, rascándole detrás de las orejas.
Permanezco abrazada al cachorro, siendo consciente de que lo necesito más yo a él que él a
mí.
No puedo dejar de pensar en Zac, y pensar en él me lleva directamente a Álex, como un
círculo vicioso del que me resulta imposible salir. Coloco a Verne sobre la cama y me dejo caer
hacia atrás, abrumada. Lo que sucedió hace dos noches con Zac fue... revelador, y me aterra. No
solo porque me dejara llevar, sino porque yo quería que sucediera. Por primera vez desde que
conocí a mi mejor amigo, vi más allá de esa amistad. No quise escuchar a Marta cuando aseguró
que me gustaba Zac. Lo negué hasta la saciedad porque ¿cómo podría sentir algo por él tan
pronto? ¿Implica eso que ya me gustaba Zac cuando estaba con Álex?
Ese pensamiento hace que la culpabilidad retorne, aún más intensa en esta ocasión. Después
de haberlo besado, de haber sentido sus caricias sobre mi piel, de haber temblado con el roce de
sus dedos… Las sospechas que Álex albergaba, sus celos, se han vuelto más reales que nunca,
sumándose a mi larga cadenas de errores. No puedo evitar pensar en que tiene que haber algo
mal en mí, algo defectuoso que no me permite mantener una relación normal. Quizás Álex
llevara razón, o tal vez soy tan retorcida que he buscado aumentar su dolor haciendo
precisamente lo que él temía que hiciera.
«Para», me digo, porque sé que estoy convirtiendo esto en una nueva obsesión.
La cuestión es que he estado recibiendo mensajes de Álex pidiéndome que hablemos. Solo
desea que le perdone, o eso dice. Sin embargo, no me encuentro preparada para hacerle frente,
ahora menos que nunca, y tampoco estoy segura de que pueda perdonarlo o de que eso sirva de
algo.
Suspirando, me levanto y mantengo la puerta abierta. Verne la atraviesa a la carrera,
resbalando al tomar la curva en el pasillo para dirigirse al salón. Sonrío a pesar de todo, pero la
sonrisa se me congela en la cara cuando voy tras él y lo descubro alzando las patas delanteras
para subirse al sofá, justo el lugar que, en este instante, ocupa mi mejor amigo.
—Oh. —Es todo cuanto consigo articular.
Está sentado con las piernas estiradas frente a sí, apoyadas sobre la mesa de centro, y las
manos cruzadas detrás de la nuca. Esboza una sonrisa que deja a la vista sendos hoyuelos, a
juego con el brillo divertido de sus ojos. Es la viva imagen de la tranquilidad.
—Hola, peque —me saluda, palmeando a Verne para que se acomode en su regazo.
Lo observo sin saber muy bien qué decir. Supongo que lo normal sería responder a su saludo,
pero continúo paralizada por la sorpresa. No nos hemos visto desde la otra noche, aunque
durante estos dos días he estado tentada de ir a buscarlo. Si bien, después de lo que sucedió entre
nosotros y de las cosas que me dijo, no sé cómo debería actuar. Sus palabras contenían una parte
de verdad que no tengo ni idea de cómo encajar con el resto de mis emociones. He estado tanto
tiempo intentando que lo mío con Álex saliese bien que ya no tengo clara la razón de que lo
intentara tanto. Sí, lo he querido mucho y probablemente aún lo quiera, pero a estas alturas no sé
si en realidad seguía enamorada de él.
—¿Peque? —Me lanza una mirada interrogativa.
—¿Eh?
—Ven aquí —me pide, estirando la mano.
Cedo y acudo a su lado. La tensión de mis músculos se acentúa en cuanto Zac pasa un brazo
por detrás de mi hombro y me acomoda contra su pecho. De repente me siento desnuda, vestida
tan solo con un pijama de tirantes y pantaloncito corto que deja la mayor parte de mi piel
expuesta. Él, sin embargo, no parece afectado. Sus dedos comienzan a trazar círculos con
delicadeza sobre mi hombro.
—Deberíamos hablar sobre lo que pasó —afirma, sin titubeos.
Mi respiración se detiene durante varios segundos. No esperaba que abordara la cuestión de
una forma tan directa. En realidad, al encontrármelo tirado en el sofá, no creía que fuera a
referirse a ello de ninguna manera. Supuse que ignoraría que nos estuvimos besando y
magreando como dos adolescente en plena revolución hormonal. O tal vez fuera eso lo que yo
había planeado hacer.
—No sé qué decir —admito finalmente, sin mirarle a los ojos.
Su pecho sube y baja a un ritmo constante y relajado, muy al contrario que el mío.
—No tenemos que hablar de ello si no quieres, pero lo que ocurrió… —Pasa un dedo bajo mi
barbilla y empuja para obligarme a que lo mire—. No tuvo nada de malo. Ni te lo plantees
siquiera —concluye, con seriedad.
Exhalo el aire con lentitud, tomándome mi tiempo para ordenar mis pensamientos y el caos
de emociones que se amontonan en mi interior. Sin embargo, es en vano. No creo que pueda
hablar de nosotros en este instante, menos aún con su mirada fija en mí, intentando obtener sus
propias respuestas.
—Quiero que sepas que no me arrepiento —prosigue, y yo aprieto los párpados con fuerza
—. No estuvo bien que te gritara como lo hice, pero no pienso mentirte y decirte que no me
gustó besarte o acariciarte.
Sus palabras recorren mi cuerpo como si de un escalofrío se tratara, dejándome aturdida, y su
sabor me llena la boca de una forma tan real que parece que me estuviera besando de nuevo.
Mi primer impulso es retirarme, alejarme de él tanto como pueda, pero Zac mantiene con
firmeza su brazo en torno a mí.
—No me arrepiento —repite con un hilo de voz, y yo me encojo aún más.
Una parte de mí se alegra de escucharlo, saber que me besó porque era lo que quería y no por
cualquier otro estúpido motivo. Pero hay otra parte de mí que vive con el miedo de que eso
convierta todo lo que Álex pensaba de mí en realidad. No solo eso, sino que además ¿qué podría
ofrecerle yo a Zac si no soy más que alguien roto que no sabe cómo volver a querer? La sola idea
de darle ese poder sobre mí a otra persona hace que me eche a temblar.
—Sigo aquí —me dice, estrechándome más contra él—. Voy a seguir aquí, Tessa.
Me rindo y permito que me abrace. Durante varios minutos nos quedamos así, sin decir nada,
compartiendo el silencio.
—Y ahora que ya hemos hablado de eso —agrega poco después, aunque ambos sabemos que
solo ha hablado él— deberíamos empezar a planear mi cumpleaños.
Esboza una de sus sonrisas torcidas y no puedo evitar pensar en lo fácil que me está poniendo
las cosas.
—Eres demasiado bueno conmigo.
Él suspira y echa la cabeza hacia atrás, apoyándola en el respaldo del sofá.
—Hazme un favor, Tessa. Deja de pensar que no mereces que te traten bien. —Alza la
cabeza de nuevo para observarme—. Te mereces a alguien que haga lo imposible para que seas
feliz. Alguien que se derrita al mirarte y que nunca quiera dejar de hacerlo porque no haya otra
cosa más importante para él que tú. Y, sobre todo, te mereces a alguien que ame cada parte de ti,
siempre y a todas horas —concluye, con vehemencia.
Acto seguido, se pone en pie, coloca con cuidado a Verne en el suelo y se marcha por el
pasillo. En esta ocasión, y por raro que parezca, ninguno busca la mirada del otro. Creo que a
ambos nos da miedo lo que podríamos encontrar si lo hacemos.
MIEDO DE MÍ

—¿Y bien? —me pregunta Marta. Está tirada sobre mi cama, con los pies apoyados en la pared y
la cabeza colgando por fuera del colchón—. ¿Habéis hablado ya de vuestro intento de fornicio?
La fulmino con la mirada desde la alfombra, aunque no puedo evitar sonrojarme. Verne
aparece con una pelotita entre los dientes y, ni corta ni perezosa, la tomo de su boca y se la lanzo
a mi amiga, atinándole justo en la frente.
—¡Ey! —protesta, frotándose la zona con la mano.
—Mira que eres bruta.
—Sí, claro. Yo soy la bruta —se queja, devolviéndome la pelota con idéntica mala leche.
Verne observa el juguete ir y venir volando por la habitación hasta que, desesperado por
alcanzarlo, se pone a ladrar para llamar nuestra atención. Le permito que se salga con la suya y
corre en dirección al pasillo para ir a buscarla.
—Ahora en serio, ¿habéis hablado? —insiste, y sé que no servirá de nada cambiar de tema.
—Sí. Bueno, no. —Encojo las piernas contra el pecho y apoyo la barbilla sobre mis rodillas
—. En realidad, fue él quien habló.
—¿Y qué dijo?
Verne regresa moviendo el rabo y se pone a dar vueltas a mi alrededor. Le tiro la pelota de
nuevo.
—No demasiado, pero dejó claro que no se arrepentía de lo que pasó.
Marta esboza una media sonrisa, aparentemente complacida con mi respuesta.
—Y tanto que no se arrepiente —murmura, con tono pícaro.
Frunzo el ceño y ladeo la cabeza.
—¿Qué sabes tú que yo desconozco?
Tras la conversación de ayer con Zac no hemos vuelto a sacar el tema. Esta mañana nos
hemos cruzado durante el desayuno y se ha comportado como si no hubiera pasado nada. Por un
momento, ha sido una mañana cualquiera en nuestra convivencia, empezando el día juntos
mientras bromeábamos y charlábamos de cosas sin importancia.
—Sé que os gustáis, digáis lo que digáis. No sé dónde está el problema. Os liáis, y punto.
Me gustaría creer que las cosas son así de sencillas, pero no sé cómo hacerle entender a
Marta un sentimiento que ni siquiera sé cómo explicarme a mí misma. No puedo dejar de pensar
en que, al igual que mi infidelidad condenó lo mío con Álex, todo lo que pueda iniciar con Zac
en este momento quedará contaminado por la sombra de lo sucedido con Álex.
—Es complicado. —Es todo cuanto puedo decir.
—Ya, claro.
Su expresión deja claro que ella no lo ve complicado en absoluto.
—Tienes derecho a rehacer tu vida, Tessa. Mira, entiendo que te sientes culpable ahora que
has descubierto lo de Zac —señala, muy seria—, pero no puedes empeñar tu felicidad solo por
eso. Plantéatelo de otro modo: lo más seguro es que Álex y tú no estuvierais destinados a estar
juntos. ¿Has pensado alguna vez que quizás jamás le hubieras sido infiel si así fuera?
Agito la cabeza. Ya no sé, de todo lo que ha sucedido, qué provocó qué... cuál fue la causa y
cuál el efecto.
—Da igual. No puedo volver con él.
El comentario parece sorprender a Marta, que se desliza por el borde del colchón y se sienta a
mi lado.
—¿No puedes, no debes o no quieres?
—¿Hay diferencia?
Mi amiga parece reflexionar durante unos segundos antes de empezar a asentir con la cabeza.
—Aunque el resultado sea el mismo, la hay.
Esta vez soy yo la que permanezco en silencio. Recordar a Álex sigue resultando doloroso,
pero supongo que estoy aprendiendo a vivir con ese dolor.
Tras unos instante, alzo la mirada.
—No quiero volver a sufrir de ese modo —confieso, y la humedad me llena los ojos antes de
que pueda evitarlo—. No puedo, Marta. No lo soportaría.
Los sollozos sacuden mi pecho. Ella tira de mí y me rodea con los brazos, intentando
consolarme, prestándome su hombro una vez más.
—No tienes por qué. Déjalo ir, Tessa, y perdónate de una vez.
Me permite llorar mientras me sujeta contra su cuerpo y, durante un rato, ninguna de las dos
dice nada.
—Y ahora… Sabes que no hay nada malo en lo tuyo con Zac, ¿verdad? —Abro la boca pero
no me da tiempo a contestar—. Las cosas no fueron mal con Álex por Zac. Ten eso claro, Tessa.
Así que deja de sentirte culpable por ello y, sobre todo, no arriesgues tu felicidad por algo que,
de cualquier manera, no tiene ninguna posibilidad.
Me separo de ella y hago lo posible por recobrar la compostura.
—Haces que todo parezca tan fácil.
Me da un empujoncito con el hombro.
—Siempre se te dio mejor el drama que a mí. Además, Zac tiene que echar unos polvazos
salvajes, de esos que te hacen encadenar orgasmos.
—¡Marta! —la reprendo, aunque se me escapa una carcajada.
—Como si tú no lo hubieras pensando —replica ella, ufana—. ¿Se la tocaste? ¿La tiene
grande?
Pongo los ojos en blanco. Es imposible mantener una conversación seria con Marta que dure
más de dos minutos, aunque la verdad es que sus tonterías siempre consiguen que me relaje.
—No pienso contestar a eso.
—Eso es que sí —se ríe, y a mí no me queda más remedio que acompañarla en sus risas.
Está loca, pero su locura me encanta. No la cambiaría por nada.
Esa misma noche, me llega un nuevo mensaje de Álex. Me paso un buen rato con el móvil en
la mano, debatiendo conmigo misma, hasta que al final decido borrarlo sin siquiera leerlo. Me
cuesta mucho pulsar la tecla, pero sé que no puedo seguir echando sal en la herida y
regodeándome en mi dolor. Sobre todo porque ahora sé que, aunque lograra perdonarlo, no
podría volver con él. Al margen de lo que sea que Zac despierta en mí, creo que ya no estoy
enamorada de Álex.

Las siguientes semanas transcurren entre apuntes, exámenes, sesiones maratonianas de estudio,
idas y venidas a la facultad y un puñado de sonrisas extrañas que Zac me dedica cada vez que
nos cruzamos. Esta época siempre trae consigo cierta tensión y, a pesar de compartir piso,
solemos vernos mucho menos de lo que nos gustaría, aunque tal vez sea eso lo que necesitamos.
En una de las noches en las que coincidimos, me pilla golpeándome la cabeza con una de mis
carpetas repleta de apuntes.
—Deberías descansar —dice, apoyado en el vano de la puerta de mi dormitorio. Su sonrisa
está cargada de ternura.
Acaba de llegar de la calle y ni siquiera se ha desprendido de la cazadora. Supongo que debe
haber escuchado los golpes desde la entrada. Eso y mis quejidos. Creo que me va a explotar la
cabeza si trato de memorizar una sola frase más.
—¿Tienes tiempo para ver una peli conmigo? —pregunto, deseando pasar algo de tiempo
con él.
A pesar de que cuando estamos en la misma habitación se palpa cierta tensión entre nosotros,
le echo muchísimo de menos. Al verlo aquí, con las mejillas levemente enrojecidas por el frío, el
pelo cuidadosamente despeinado y su mirada fija en mí, algo vibra en el interior de mi pecho;
algo que resulta muy agradable.
—Para ti siempre tengo tiempo, peque —contesta, y la dulzura con la que pronuncia cada
palabra hace que se me encoja el corazón—. Voy a cambiarme.
Y sin más, desaparece por el pasillo.
No tarda demasiado en regresar vistiendo un pantalón de deporte holgado y una camiseta sin
mangas. Probablemente es lo primero que ha pillado. Aun así, mis ojos le hacen tal barrido que
debería sentirme avergonzada. Me lo estoy comiendo con la mirada, aunque él parece no darse
cuenta.
Hacemos palomitas y rebuscamos en los armarios de la cocina hasta conseguir una provisión
de chucherías, tras lo cual, nos atrincheramos en el sofá. Zac coloca varios cojines y se acomoda.
Acto seguido, tira de mí y no duda en hacerme un sitio para que me tumbe a su lado. El increíble
aroma que desprende siempre su piel me envuelve de inmediato. Hago todo lo posible por no
parecer afectada.
—¿El señor de los anillos? —digo, en cuanto las primeras imágenes aparecen en la pantalla.
Zac me envuelve entre sus brazos antes de contestar.
—Versión extendida —replica él, y me guiña un ojo.
Hemos visto toda la saga cientos de veces y ya nos sabemos hasta los diálogos, pero a ambos
nos encanta y no se me ocurre una forma mejor de distraerme de la intensa jornada de estudio.
Sin embargo, conforme la película avanza, me doy cuenta de que soy incapaz de relajarme,
algo normal teniendo en cuenta que no puedo ser más consciente de cada uno de los puntos en
los que nos estamos tocando, que son muchos. La calidez que desprende Zac de modo natural se
suma, en esta ocasión, al imparable aumento de temperatura que está sufriendo mi cuerpo. Por si
eso fuera poco, ha comenzado a trazar círculos con la punta de los dedos sobre mi hombro. La
compañía del anillo no ha salido de Rivendell y yo ya estoy deseando que tiren el anillo de una
vez en el monte del destino.
—¿Estás cómoda? —pregunta Zac, y se mete un puñado de palomitas en la boca.
«Cómoda» no es precisamente la palabra que yo emplearía, pero me limito a asentir y su
mirada se dirige de nuevo a la pantalla.
«No pienses en el beso, no pienses en el beso», me digo, pero ya es tarde.
Mi mente evoca su sabor con tanta precisión que mis labios se entreabren y apenas si atino a
contener un suspiro. Me estremezco al recordar el deseo que oscurecía su mirada la otra noche y
la desesperación con la que me acariciaba, y me descubro anhelando que vuelva a hacerlo.
Apenas tendría que moverme unos centímetros para aplastar mis labios contra los suyos.
La mano que tiene sobre mi hombro asciende por mi cuelo para apartar un mechón de mi
pelo, provocándome tal escalofrío que Zac ladea la cabeza para mirarme.
—¿Tienes frío? ¿Quieres que vaya a por una manta? —pregunta con expresión divertida,
como si supiera con exactitud cuáles son mis pensamientos.
Sin embargo, no consigo articular una respuesta; todo lo que veo son sus labios aún más
cerca que hace unos segundos.
Zac continúa observándome y nuestras miradas se enredan durante lo que me parece una
eternidad. La tensión existente entre nosotros estos últimos días se va transformando en otra
cosa, algo más profundo, más sensual, una llamada contra la que no sé si tendré fuerzas para
luchar.
—Tessa —susurra él, y su voz suena ahora mucho más ronca.
Me remuevo, tratando de interponer un poco de espacio entre nosotros, un espacio
inexistente. El sillón es cómodo y lo suficientemente amplio para que los dos podamos
tumbarnos, pero la cercanía es inevitable. Hemos hecho esto en multitud de ocasiones y, aun así,
hoy parece diferente, aunque en realidad no lo sea.
A pesar de mi inquietud, de repente comprendo algo que se me ha escapado hasta ahora: el
poder que Zac tiene sobre mí, la calma que me envuelve a su lado. Junto a él, nunca he tenido
ese miedo que latía en un rincón de mi mente cuando estaba con Álex, esa incertidumbre que me
acosaba, esa necesidad de ser y decir lo que él necesitaba oír porque se lo debía. El único miedo
que albergo en este instante proviene de mí, no de Zac. Miedo a no saber quién soy, a no poder
hacer feliz a nadie o a no ser suficiente... ni siquiera para mí misma.
Supongo que ese es el peor de todos los miedos.
COSAS DE MADRE

No sé en qué momento me he quedado dormida. La pantalla de la televisión está encendida, pero


en negro, y la respiración de Zac, tranquila y regular, es el único sonido que interrumpe el
silencio que reina en el salón.
Con cuidado de no despertarlo, me incorporo hasta quedar apoyada sobre el codo y paso los
siguientes minutos contemplando las líneas serenas de su rostro. Reprimo la tentación de pasar el
dedo sobre sus labios, aunque me sienta empujada a trazar la curva de su boca. No sé cuánto
tiempo permanezco inmóvil llenándome los ojos de él, pero la sensación es tan agradable y me
reporta tanta paz que no quiero apartar la mirada.
—Me estás acojonando —suelta de repente, sobresaltándome. Abre un ojo y luego otro—.
¿No puedes dormir? ¿O es que mi belleza te ha deslumbrado? —bromea, somnoliento.
Le enseño la lengua, respondiendo a su burla.
—Sí, eso es, bello durmiente —le sigo el juego—. Me has cegado con tu hermosura.
Titubea un instante y luego mira su reloj.
—Deberíamos irnos a la cama —dice, casi con pesar.
Asiento y me levanto para dejar que él haga lo mismo, y mis lumbares protestan en cuanto
me estiro. Se me escapa un quejido mezclado con un bostezo.
—Me duele todo.
Zac me pasa la mano por la espalda y, antes de que me dé cuenta, me alza entre los brazos.
No tarda en dejarme sobre mi cama con extremada delicadeza, inclinándose sobre mí para
depositar un beso fugaz en mi sien.
—Buenas noches, peque.
No ha llegado a la puerta y ya echo de menos su presencia.
—Duerme conmigo, Zac. —La petición sale de mi boca en un acto reflejo e incluso yo me
sorprendo de haber puesto voz al anhelo que siento.
Al volverse, la expresión de su rostro es tan tierna como pícara. Sin decir nada, regresa sobre
sus pasos y yo me muevo para hacerle hueco. Le brillan los ojos y, a su alrededor, se han
formado por fin esas arruguitas de felicidad que tanto he echado de menos. Tan pronto como se
tumba junto a mí, me acurruco contra su cuerpo y destierro cualquier atisbo de culpabilidad. Esta
noche solo quiero disfrutar de un poco de tranquilidad. De un poco de él y de mí juntos. De un
poco de nosotros.

Una insistente melodía me arranca del mundo de los sueños. Estiro la mano y tanteo la mesilla de
noche hasta dar con mi móvil.
—¿Sí?
—Hija mía, no te habré despertado, ¿verdad?
Separo el teléfono para echar un rápido vistazo a la pantalla. Son las ocho y media de la
mañana.
—En realidad, ya debería estar estudiando. Supongo que he apagado la alarma sin querer.
O lo ha hecho Zac, del que no hay ni rastro. Mi cama parece mucho más vacía sin él. Me
desperezo y pataleo hasta quitarme el edredón de encima.
—Tengo el último examen mañana —agrego, intentando reunir fuerzas para levantarme.
—¿Qué tal te ha ido con el resto?
Le cuento a grandes rasgos lo que espero de este cuatrimestre. No voy a obtener mis mejores
notas, eso seguro, pero creo que aprobaré casi todo. A pesar de los vaivenes que ha sufrido mi
vida en los últimos meses, he conseguido centrarme lo suficiente como para que no se convierta
en un absoluto desastre. Además, estudiar me ha ayudado a apartar a un lado otro tipo de
pensamientos.
—¿Eso quiere decir que vas a venir a hacernos una visita pronto? —pregunta con evidente
entusiasmo.
—Claro que sí, mamá.
Estas semanas no he logrado encontrar un hueco para ir a ver a mis padres, ya va siendo hora.
—Muy bien, hija. Tráete a mi futuro yerno —ríe, aludiendo a Zac.
A mí se me escapa un suspiro.
Cometo el error de hundir la cara en la almohada y me arrepiento al instante. El olor de Zac
está por todos lados.
—No sé si podrá. Tiene lío con la tesis —digo, sin saber muy bien por qué. Él estaría
encantado de acompañarme.
Mi madre se queda unos segundos en silencio, los suficientes para hacerme creer que la
llamada se ha cortado.
—¿Mamá?
—¿Qué es lo que pasa entre vosotros? —pregunta con un tono mucho más serio—. Ya
apenas si viene por aquí y antes no había visita en la que no te acompañase. Ni siquiera en fin de
año…
—No pasa nada.
—Ese chico está loco por ti, Teresa.
Ahora soy yo la que se ríe, sabiendo que es uno más de sus intentos de convertirnos en una
pareja. Aunque, pensándolo bien, quizás mi madre nunca haya estado equivocada y sea yo la que
no se da cuenta de nada.
Casi puedo sentir el ardor de sus caricias sobre mi piel y la necesidad que dejaban entrever
sus besos la otra noche. No consigo olvidar su mirada atormentada al comprender que iba a
echarme atrás. Ni siquiera sé de dónde saqué el valor para detenerme. Pensar en lo mucho que lo
deseaba me da miedo.
—Somos amigos, y además él se interesa más por los chicos —le recuerdo, y me suena a
frase ensayada incluso a mí.
Un escalofrío recorre mi espalda al evocar la imagen de Zac y Jorge juntos. Me pongo en pie
y salgo de la cama, ansiando liberarme de esa sensación. Me dirijo a la cocina en busca de la
primera dosis de cafeína del día.
—Ese muchacho es especial, hija —comenta, y sé que está sonriendo—. Un chico
encantador y educado como encontrarás pocos. Déjame que te diga algo desde la experiencia que
me da tener unos cuantos años más que tú. Zac es la clase de chico que se enamora de las
personas por lo que son, por su interior. Se la trae floja si es un hombre, una mujer o su mejor
amiga.
Los ojos se me abren como platos al escuchar a mi madre hablar de esa forma, y a punto
estoy de dejar caer al suelo la cafetera.
—No sé que os habrá pasado —continúa— y no espero que estés dispuesta a contármelo.
Pero, enamorado o no, nunca te he visto tan feliz como cuando estás con él.
No sé muy bien qué decir. La felicidad ahora mismo representa un concepto casi abstracto
para mí. No obstante, sé exactamente a lo que se refiere mi madre; Zac siempre ha sido mi
creador de sonrisas.
—Teresa, hay relaciones que se forjan a fuego lento, que suman día a día pequeños y
preciosos instantes de los que ni siquiera somos conscientes, pasiones que ni el tiempo desgasta,
pero que también hay que saber cuidar. —No soy capaz de articular una palabra por más rara que
me resulte la conversación, creo que jamás habíamos hablado así—. Y ¿sabes qué? Esas son las
mejores.
Durante unos segundos, todo lo que hago es sostener el móvil contra mi oreja.
—Mamá, esto es… complicado. —Atino a decir finalmente, repitiéndole la misma cantinela
que a Marta.
Una de sus alegres carcajadas me llega a través de la línea.
—No, no lo es —dice con serenidad, totalmente convencida—. El amor no es complicado,
Teresa. La gente se engaña pensando que el amor se encuentra en los grandes actos y en
elaboradas demostraciones de sentimientos. Yo siempre he creído que son las pequeñas cosas las
que nos hacen amar a una persona y, sobre todo, las sonrisas, hija mía; alguien que te quiera te
regalará multitud de sonrisas. Pensará siempre en ti y caminará a tu lado, no importa a dónde os
lleve el camino. Te he visto con Zac; ese muchacho te mira como si pudiera hallar cualquier cosa
que necesitase en el fondo de tus ojos.
—Mamá —articulo a duras penas, intentando procesar su intenso monólogo.
¿De verdad me mira Zac así?
—Eso no significa que estés obligada a corresponderle. Solo hazme un favor, mírate en un
espejo cuando estés en la misma habitación que él, tal vez te lleves una sorpresa y descubras que
tú lo miras igual.
Tras despedirme de mi madre y colgar, no sin antes prometerle de nuevo que iré a visitarlos
pronto, desayuno sin dejar de darle vueltas a todo lo que ha dicho. Mi madre normalmente no se
mete demasiado en mi vida y mucho menos tenemos por costumbre hablar de mis relaciones
amorosas. Si bien, recuerdo que cuando conoció a Álex hace ya años, todo cuanto me dijo fue:
«Ese chico no es para ti». Nunca le gustó, y su opinión empeoró al mismo ritmo que aumentaban
mis problemas con él. En esa época, y dado por lo que pasé, me peleaba con todo aquel que se
cruzara en mi camino, y mis padres fueron los peores parados. Mi actitud rebelde les costó más
de un disgusto.
Por eso me extraña tanto que haya sido capaz de soltarme un discurso tan elaborado.
Reconozco que puede que últimamente me hayan visto más triste y, sin duda, mucho menos
habladora, pero sigue sorprendiéndome que mi madre se haya posicionado de una forma tan
clara.
Al servirme mi segunda taza de café, me encuentro pensando en Zac. Evoco su mirada azul y
esa sonrisa repleta de hoyuelos que siempre consigue que me derrita, porque sé que es su sonrisa
más sincera, una que le es imposible fingir. Y me pregunto si yo puedo ser igual de sincera
conmigo misma, si puedo admitir de una vez por todas que Zac no solo me atrae, sino que siento
algo por él.
La voz de la razón —o tal vez la del miedo— lo niega, argumentando que es tan solo mi
mejor amigo. Pero hay otra voz, una dolida y a la vez cargada de valentía, que susurra que esa es
precisamente la mejor explicación a mis sentimientos; amante y amigo, murmura.
Y luego está mi voz, la de una chica demasiado herida que no sabe si será capaz de reunir los
pedazos de su corazón.
Pero por una vez decido sentirme egoísta. Por una vez no quiero sentirme culpable. Esta vez
solo quiero que alguien vuelva a hacerme reír.
TIEMPO DE CRISIS

Mi teléfono suena de nuevo apenas media hora más tarde. Me sorprendo al comprobar que es
Marta. En mi caso, madrugar requiere una enorme dosis de voluntad, pero mi amiga no suele
ponerse en marcha antes de las diez a no ser que tenga clase. Mientras que yo rindo mejor por las
mañanas, sus sesiones de estudio son casi siempre nocturnas.
—¿Se ha desatado el apocalipsis y yo no me he enterado? —bromeo, nada más descolgar.
—Pues mira sí, a lo mejor es eso lo que pasa —resopla, de mal humor.
Cuando me doy cuenta de que no piensa decir nada más, me obligo a preguntar:
—¿Qué ha pasado?
—Creo que estoy en crisis —responde, en tono dramático—. Ayer quedé con Marcos.
Se queda en silencio una vez más. Parece decidida a darme la información con cuentagotas.
—¿Y?
—Fuimos a cenar y a tomar algo.
—¿Y? —repito, mientras regreso a mi dormitorio.
La carpeta de apuntes con la que anoche me golpeaba la cabeza está esperándome. Lo mismo
hoy consigo hacer el último repaso sin gritar de desesperación.
—Luego fuimos a su casa.
—Marta, no estás con Teo, no pasa nada si Marcos y tú os habéis acostado —digo, creyendo
que se siente culpable.
Es irónico que sea precisamente yo la que diga eso.
—Lo gracioso es que no nos acostamos.
—Oh, vaya. Creí…
—Sí —me interrumpe—, yo también creía que a eso íbamos.
Tuerzo el gesto.
—¿Marcos no quiso? —me aventuro a decir.
—Oh, sí, sí que quería. La tenía tan dura que casi revienta los pantalones.
—Demasiada información —me quejo, pero no puedo evitar reírme.
Ella suelta un quejido lastimero.
—Espera, espera. ¿No quisiste tú? —grito, sin querer—. ¡Es por Teo! ¡Joder! ¡Te has colado
por él de verdad!
Su silencio es más clarificador que cualquier explicación que pueda darme.
—¿Estás bien? —pregunto entonces, al escuchar el murmullo agitado de su respiración.
—Esto es ridículo, Tessa.
Capto un sonido a través de la línea que termina de convencerme de que, tras la aparente
indignación de mi amiga, hay mucho más.
—Vale, dame veinte minutos —digo, mientras comienzo a cambiarme de ropa—. Voy para
allá.
No añado nada más. Cuelgo y echo un rápido vistazo a mis apuntes. Van a tener que esperar
hasta que descubra por qué demonios intenta ocultarme Marta que está llorando.
Antes de salir, en la puerta de entrada, me encuentro algo que, pese a mi preocupación, me
arranca una sonrisa. Zac me ha dejado un dibujo pegado en la madera. En él parecen dos torres y
una carita sonriente con un escueto mensaje: ¿Después de tu examen? No me cuesta entender su
invitación para ver mañana por la noche la segunda parte de El señor de los anillos.
Cojo un bolígrafo y, a la carrera, escribo mi respuesta: «Yo compro las palomitas ;)».
En el ascensor, soy incapaz de borrar la sonrisa de mi rostro.
La compañera de piso de mi amiga, Vicky, me abre la puerta bostezando y aún en pijama. En
cuestión de horarios, son tal para cual. Hace un gesto con la cabeza.
—Está en su cuarto.
Me encuentro a Marta tirada sobre el colchón. No aparta la mirada del techo ni siquiera
cuando me sitúo junto a la cama. No hay rastro de lágrimas en sus ojos, pero los tiene
enrojecidos. La insto a hacerme sitio y me tumbo a su lado. Durante varios minutos nos
dedicamos a observar el techo sin decir nada, sé que hablará cuando esté preparada.
—No tenías que haber venido —dice, finalmente, dándome un empujoncito con el hombro.
—Tranquila, me has salvado de abrirme la frente con una carpeta.
Mi comentario consigue que ladee la cabeza para mirarme.
—No sé si preguntar.
Niego, más interesada en por qué se está tomando tan mal lo suyo con Teo. Ambas sabemos
que el hermano de Zac no es lo que se dice el tipo ideal para una mantener una relación, pero
tengo la sensación de que no se trata solo de eso.
—¿Pregunto yo?
Dirige la vista al frente, apartándola de mí. Le doy tiempo para ordenar sus pensamientos.
Nunca me ha gustado presionar a nadie para que me cuente algo. Marta sabe que estoy aquí y
que escucharé todo lo que quiera decirme, pero no soy quién para obligarla. Yo mejor que nadie
sé que hay cosas que es necesario masticar antes de poder admitirlas en público. Su indecisión no
me resulta extraña ni me hace pensar que no confíe en mí.
Estiro la mano para agarrar mi bolso y lo arrastro hasta el borde de la cama. Saco de él mi
iPod y le tiendo uno de los cascos. Ella lo acepta con una pequeña sonrisa.
Durante la siguiente hora todo lo que hacemos es escuchar música tumbadas una junto a la
otra, sin intercambiar una sola palabra. La lista de reproducción que he elegido se trata de una
que Zac confeccionó para mí. Temas de Bon Jovi, U2, Gun's and Roses, Aerosmith y otros tantos
grupos más. No me pasa desapercibido que, mientras suena One, Marta parpadea con más
rapidez, como si tratara de contener las lágrimas. No obstante, cuando hago amago de saltar esa
pista, me lo impide.
—Me gusta esta canción —murmura, y yo le regalo una sonrisa, deseando poder
reconfortarla.
Espero pacientemente. No se anima a hablar hasta que suenan los últimos acordes.
—Jamás me había pasado esto. No me gusta —aclara, sin emoción—. Estoy demasiado
acostumbrada a ir y venir a mi antojo, Tessa, y no soporto sentirme débil.
Gira hasta situarse de lado y yo la imito para quedar frente a frente. Su aspecto es más
vulnerable que nunca. Apoya la cara sobre el dorso de su mano y esboza una mueca de fastidio.
—Pillarse por alguien —digo, para no mencionar la palabra «amor», ya que parece ponerla
nerviosa— no tiene por qué convertirte en alguien débil.
Tal vez yo no sea la más indicada para esta charla, pero quiero hacerle ver que tan malo es
lanzarse al vacío con los ojos cerrados como no ser capaz de asomarse al precipicio. A veces las
vistas merecen la pena.
—Sé que mi ejemplo no es el mejor, Marta, pero compartir tu vida con alguien que se
preocupa por ti y que solo quiere hacerte feliz en realidad nos hace más fuertes. No tienes por
qué tener miedo.
El temor que demuestra mi amiga me lleva a pensar si no habrá también algún esqueleto
escondido en su armario del que yo no sé nada. Todos tenemos nuestros propios demonios.
—No es solo eso. Es que no sé… —titubea—. ¡Por Dios, tengo un historial sexual más
extenso que muchos tíos!
Enarco las cejas, perpleja. Mi sorpresa aumenta cuando sus mejillas enrojecen. Creo que es la
primera vez que la veo sonrojarse.
—Si todo esto es por Teo —replico, sin comprender qué es exactamente lo que pasa por su
mente—, tampoco se queda atrás con su lista de conquistas. De todas formas, ¿qué más da? No
has hecho nada malo. ¿Te arrepientes?
Encoge ligeramente los hombros.
—Tú te arrepientes —señala, y no puedo evitar resoplar.
Agito la cabeza, negando.
—Yo estaba herida y mis motivos para actuar como actué eran fruto del dolor y de la
necesidad de sentirme querida. —Intento explicarme lo mejor que puedo—. No te compares
conmigo ni con nadie, cariño. Eres una tía increíble, guapa, divertida e inteligente, y te has
acostado con quién has querido. No tienes nada de lo que arrepentirte.
—Pero…
—No, no hay ningún pero, y esto también es válido para Teo. Es un mujeriego, sí, pero no
engaña a nadie ni hace falsas promesas.
Me tumbo boca arriba y paso mis manos bajo la cabeza.
—No hay una forma adecuada de vivir, Marta. No hay una ley que diga que todos debemos
ser felices de una determinada manera o que tengamos que actuar según unos estándares, y si la
hubiera resultaría absurdo. Si alguien te juzga por quién ha estado en tu cama, no te merece.
Se queda en silencio, rumiando mis palabras.
—¿Y qué hay de ti? ¿También te arrepentiste de lo que pasó con Zac?
Reflexiono al respecto tan solo unos segundos.
—No. Lo deseaba, y aún lo deseo —confieso, incluso ante mí misma—. Nunca podría
arrepentirme de besarlo. Zac es, probablemente, lo mejor que me ha pasado en la vida.
Conforme lo digo me doy cuenta de que es verdad, y eso me hace sonreír.
—Solo que en ese momento me parecía estar repitiendo los mismos errores que cometí en el
pasado, y lo último que deseaba era que Zac se convirtiera en un error para mí.
Marta parece algo más animada. Se incorpora sobre el codo para mirarme.
—¿Y ahora?
Se me escapa una carcajada nerviosa.
—Ahora creo que necesito tiempo, solo eso.
Me devuelve la sonrisa y se deja caer hacia atrás.
—¿Tú crees que entre Teo y yo puede haber...?
—¿Una relación? —termino por ella—. No lo sé, Marta, no es algo que ninguna pueda saber.
Pero si no te arriesgas, nunca lo sabrás.
—Aplícate el cuento —dice, dándome un codazo—. Oh, por Dios, míranos. Seguro que ellos
no andan por ahí lloriqueando por nosotras.
Nos reímos juntas, conscientes de que, aunque no hemos desentrañado los secretos del
universo, al menos nos tenemos la una a la otra. Tal vez solo necesitemos dejar que las cosas
pasen, dejar de analizarlas al detalle y de preocuparnos por lo que puede o no pasar.
—¿Qué tal si nos lo tomamos con calma? —propongo, y se me encoge el corazón al ver a
Marta asentir tímidamente, como si no tuviera más de seis años—. Está bien, iremos paso a paso.
Sin prisas.
A pesar de que se muestra más calmada, no puedo evitar preguntarme qué es lo que le da
tanto miedo.
QUIERO BESARTE

La tarde siguiente, tras finalizar por fin los exámenes del cuatrimestre, entro en casa como una
exhalación al grito de «¡Libre!». Al encontrarme el salón vacío, lanzo el abrigo y mi bolso sobre
el sofá, voy hasta mi portátil y lo enciendo para poner música. La euforia debe estar causando
serios estragos en mí, porque no dudo en seleccionar la que fue la canción del verano el año
anterior: Bailando, de Enrique Iglesias. No sé la de veces que Zac y yo renegamos de ella
durante nuestras salidas nocturnas.
Subo el volumen y me pongo a menear el trasero y a saltar como una energúmena alrededor
de la mesa, alzando los brazos y desgañitándome mientras destrozo la letra. El alivio de haber
terminado por fin la tortura que han resultado ser estos meses, y sobre todo las últimas semanas,
ha podido conmigo desde que puse un pie fuera del aula.
—Bailandoooo, bailandoooo —canturreo, sin dejar de moverme.
Agito las manos de un lado a otro, acompañándolas con un bamboleo de caderas que ni
Beyoncé. O al menos esa es la sensación que yo tengo, probablemente la realidad sea muy
diferente. Pero ahora mismo me da todo igual.
—Bailandoooo, bailandoooo —repito, a tal volumen que a Enriquito ni se le oye.
Unas carcajadas retumban a mi espalda.
Giro sobre mí misma, sin detener mi danza desbocada, y me encuentro a Zac en la entrada
del pasillo. Tiene el pelo chorreando, el cuerpo cubierto tan solo por una toalla y la piel que
queda expuesta salpicada de gotitas. El agua forma ya un pequeño charco a su alrededor.
—Bailaaaandooooo —prosigo, deshecha por la risa.
Es probable que haya quemado demasiadas neuronas en este examen.
Pongo morritos mientras me acerco a él y lo agarro del brazo, obligándole a acompañarme en
mi locura.
—Pensaba que odiabas esta canción —dice.
Alza nuestras manos enlazadas y me hace girar, alentándome. No quiero pensar en lo que
pasará si se le suelta la toalla.
—¡Libre! —ronroneo, con satisfacción—. ¡Por fin soy libre!
Vuelve a reírse, contagiado por mi entusiasmo infantil. Para completar la algarabía, Verne
aparece por el pasillo y comienza a ladrar.
—Estaba duchándome. Me has dado un susto de muerte —comenta, y me lanza de lado para
atraerme acto seguido contra su cuerpo. El contoneo de sus caderas resulta hipnótico, siempre ha
sabido cómo moverse—. Y estoy poniendo perdido el suelo.
Agita la cabeza a apenas unos centímetros de mí, salpicándome y dejando claro lo poco que
le importa en realidad todo eso.
Entre risas, me hace los coros mientras continuamos bailando, saltando y riendo como dos
locos hasta que la canción concluye.
Zac baja la vista y se mira el pecho, cuando su atención regresa a mí hay un brillo travieso en
sus ojos.
—Estoy sudando, voy a tener que ducharme de nuevo —señala, esbozando una sonrisita
torcida que conozco demasiado bien.
Doy un paso atrás. Y luego otro. Me agacho y cojo a Verne en brazos como rehén. Sea lo que
sea lo que está pensando Zac, se apiadará del pobre cachorro. Pero él se limita a enarcar las cejas.
Asegura la toalla en torno a sus caderas y, antes de que pueda darme cuenta, me alza en vilo.
Verne le ladra mientras nos lleva a ambos por el pasillo.
—¡Ni se te ocurra, Zac! —chillo, al comprender a dónde se dirige—. ¡Llevo el móvil en el
bolsillo!
Hace oídos sordos a mi burda mentira y me mete en la bañera. Intento escaparme pero me
bloquea el paso mientras se parte de risa.
—Te dejo que me frotes la espalda —se burla, abriendo el grifo a la vez que entra él también.
Me arranca a Verne de los brazos y lo deja ir.
—Ponte a cubierto —dice, y el cachorro se marcha sin mirar atrás. Traidor.
Zac me apunta con la alcachofa y me doy cuenta de que ni siquiera ha puesto el agua
caliente.
—¡Serás cabrón!
—Vaya boca que tienes.
El jersey que llevo está ya empapado y se me pega al cuerpo del mismo modo que los
vaqueros. Ni siquiera me he quitado las botas.
—¡Estás loco!
Luchamos por el control del chorro, poniendo todo el baño perdido, y el eco de nuestras
carcajadas no cesa en ningún momento. Las risas aumentan cuando Zac se ve obligado a ceder
para poder agarrar la toalla que lo cubre y que amenaza con soltarse.
Cierro el grifo, pero mantengo la mano sobre él, dispuesta a torturarlo si se mueve.
—Tiene derecho a permanecer en silencio —suelto, y apunto un poco más abajo, directo a su
entrepierna.
Él levanta las manos de inmediato en señal de rendición.
—No serás capaz.
Ladeo la cabeza y compongo una expresión malévola que no deja lugar a dudas.
—¿Tú que crees?
Nos quedamos mirando fijamente. Ninguno de los dos dice nada, pero el silencio no resulta
incómodo a pesar de que se alarga durante varios minutos.
Poco a poco, su semblante se relaja y el brillo divertido de sus ojos deja paso a otro tipo de
emoción, algo similar a la esperanza tal vez. Y de una forma casi mágica, se establece un
intercambio de sentimientos que no requiere de palabras, algo natural en nosotros aunque haga
demasiado tiempo que no tenía lugar.
—Sé que te crees perdida, Tessa. Pero estás ahí, en alguna parte —agrega, y alarga una de
sus manos para rozar mi mejilla con la punta de los dedos—, y yo voy a llegar hasta ti.
La caricia es sutil, y sus palabras, apenas un susurro. Pero el mensaje resulta tan claro e
intenso que mi cuerpo responde por sí solo. Me acerco despacio hasta él, me pongo de puntillas
y, sin titubear, hago lo único que se me ocurre: besarlo de la manera en la que estado deseando
hacerlo desde que entré por la puerta.
Sus labios, y el resto de su cuerpo, permanecen tensos tan solo unos segundos. En cuanto
comprende lo que está sucediendo, responde a la caricia de mi boca con idéntica devoción. El
beso es tierno y sosegado, pero mi lengua se interna ávida y anhelante. Recorro cada rincón,
absorbiendo su sabor y grabándolo a fuego en mi memoria, aunque sería incapaz de olvidarlo.
Lucho para no dejarme arrastrar por la necesidad acuciante que siento de él. Trazo la curva de su
labio superior con lentitud, empleando tan solo la punta de la lengua, y Zac me deja hacer.
Sus manos ascienden para acunar mi rostro y su pulgar se desliza por mi mejilla mientras
juega a seguir el ritmo de mis tentativas. Percibo con claridad el dibujo de su sonrisa bajo mi
boca cuando le doy un pequeño mordisco, y es entonces cuando lo que ha comenzado con una
calma extraña se torna en algo mucho más primitivo, más ansioso, hambriento. Los dedos de una
de sus manos se enredan en los mechones de mi nuca mientras la otra desciende por mi costado,
quemándolo todo a su paso a pesar de la tela empapada que se interpone entre él y mi piel.
Me empuja hasta que mi espalda reposa sobre las frías baldosas de la pared y cubre mi
cuerpo con el suyo. La calidez que desprende su pecho desnudo me envuelve y me ahogo en su
aroma. Aun así, resulta insuficiente. Quiero más. No importa que este sea el beso más
maravilloso que me hayan dado jamás, que nunca nadie haya conseguido transmitir tanto con tan
solo la caricia de unas bocas ansiosas y esos dos ojos celestes mirándome cada pocos segundos,
como si quisiese asegurarse de que sigo aquí.
Demasiado pronto, Zac da un paso atrás y se separa de mí, llevándose consigo incluso mi
aliento. Doy gracias por estar apoyada contra la pared, porque mis piernas apenas si me
sostienen. El espacio entre nosotros parece cargado de electricidad; no me sorprendería que
empezaran a saltar chispas de un momento a otro.
Mi garganta se niega a articular ningún sonido y, con cada segundo que pasa, la mirada de
Zac parece cobrar más y más intensidad. A mí me es imposible apartar la vista de él.
—¿Puedo…? —Duda antes de proseguir. Su timidez resulta adorable—. Quiero besarte otra
vez.
Me estremezco al comprender que me está pidiendo permiso, algo que nadie ha hecho nunca,
y la dulzura de ese gesto me desarma por completo.
Asiento, cohibida, contagiada de su timidez.
Lo curioso es que antes incluso de que sus labios vuelvan a rozar mi boca, antes de que sus
manos se enlacen en torno a mi cintura y me arrastre para acercarme a él, puedo percibir una
pequeña parte de mí soldarse en mi interior, rehaciéndose por sí sola, como si uno de los muchos
pedazos de mi corazón hubiera encontrado de nuevo su sitio.
Permanecería besándolo el resto de la tarde y toda la noche. Perdida en él. Más ligera que
nunca y sin ningún otro pensamiento que amenazara con apartarme de lo que me parece el jodido
paraíso. Pero el beso que Zac me ha pedido llega a su fin.
Me ofrece una toalla desde el exterior de la bañera.
—Deberías darte una ducha con agua caliente.
Me observa con cierta cautela. Sin embargo, en este instante, con la sensación fantasma de
sus labios sobre los míos y sus ardientes ojos clavados en mí, me siento como Katniss, la chica
en llamas.
«No me hace falta una ducha caliente. Te necesito a ti.», me lamento.
Lo dejo marchar a pesar de que también él parece reacio a alejarse de mí. Una vez a solas, me
desvisto sin prestar demasiada atención a mis movimientos, de una forma mecánica, sopesando
en silencio lo que acaba de suceder.
No es que no nos hubiéramos besado antes —hace menos de una semana, sin ir más lejos—,
pero esto ha sido algo más, mucho más de lo que esperaba o pudiera haber imaginado. Caigo en
la cuenta de que nuestros juegos en la ducha no distan mucho de otra escena muy parecida con
un protagonista muy diferente, pero ni siquiera eso consigue empañar la extraña sensación que
me consume. Por una vez la culpabilidad no acecha dispuesta a clavar sus garras en mí, ni
tampoco escucho los cáusticos comentarios de Álex bombardeándome desde un rincón de mi
mente.
Lo único en lo que puedo pensar ahora mismo es en atravesar la puerta por lo que acaba de
desaparecer Zac e ir en su busca.
Reúno valor para abandonar el baño, enrollada en la toalla, y marcho tras él. Me lo encuentro
en el salón, vestido con tan solo unos vaqueros que ni siquiera se ha abrochado y con el DVD de
Las Dos Torres entre las manos.
Sus ojos recorren mi cuerpo de pies a cabeza y esboza una sonrisa angelical.
—¿Una peli? —pregunta, alzando la caja.
Nunca, hasta ahora, había odiado tanto la obra de Tolkien.
ZAC
ANTES DE PARTIR

La relación entre Tessa y yo no puede haberse vuelto más disfuncional, o tal vez sea solo yo
quien lo ve así. Creo que las cosas no van a volver a ser más como antes. Sin embargo, por una
vez no me preocupa. De repente, la evolución que estamos sufriendo resulta estimulante;
inquietante e intrigante, un verdadero desafío.
Después de nuestra ducha improvisada, nos tragamos no solo la segunda parte de la saga,
sino que claudicó a mis ruegos y vimos también El retorno del rey. Al final, cuando Arwen y
Aragorn sellan su amor, no pude evitar desviar la vista hacia Tessa y observarla con anhelo, algo
que me acojonó hasta a mí.
Después de esa noche, me he comportado como todo un caballero, dándole el tiempo que
creo que necesita para hacerse a la idea de que entre nosotros hay algo más que amistad. No
quiero ser el clavo que saca a otro clavo, no cuando se trata de ella. Quiero mucho más. Quiero
que Tessa se rinda a sus sentimientos —si los tiene— y tenga tan claro como yo que esto es lo
que desea. Y, sobre todo, no quiero que lo nuestro sea motivo de arrepentimiento. Su tendencia a
asumir que es la causante de todos los males del mundo me saca de quicio, pero no hay nada que
pueda hacer contra eso salvo tener paciencia, por muy duro que esté resultando.
He procurado centrarme en avanzar con la tesis. En eso y en no quedarme mirándola como
un imbécil cada mañana cuando la veo aparecer por la cocina en busca de café, en pijama, con el
pelo alborotado y los ojos apenas abiertos; en no desear ir hasta ella y darle un beso de buenos
días, uno de verdad, y no el tímido roce de labios sobre su sien con el que me contento. Aunque
también tengo que confesar que el desconcierto con el que a veces recibe mis castas muestras de
afecto me produce una oscura satisfacción.
Teo me llama con regularidad para —palabras textuales— comprobar mis avances. Los
mensajes que me manda tampoco tienen desperdicio. Creo que lo mío con Tessa se ha convertido
en su particular cruzada. O eso, o se ha concentrado en amargarme la existencia para no admitir
que entre Marta y él pasa algo.
Mientras que yo decidí meterme en la carrera de Física, mi hermano no quiso continuar
estudiando. Se gana la vida como comercial en una tienda de motos, y muy bien he de decir. Le
fascinan los vehículos de dos ruedas y es capaz de venderle uno incluso a alguien que entre por
equivocación en el concesionario. Es tan bueno en lo que hace que, al poco de contratarle, no
dudó en negociar con su jefe pasar a convertirse en autónomo para trabajar solo cuando él
quisiera. Se toma días libres siempre que le viene en gana; si no trabaja, no vende, y si no vende,
no cobra. Así que se asegura de que los días que pasa en la tienda sean productivos. Y lo son.
De esta forma, con la tensión adueñándose de nuestro pequeño cuarteto de amigos, el
comienzo de un nuevo cuatrimestre tras los exámenes, miradas perdidas que se encuentran a
mitad de camino, besos en la sien, y noches en vela deseando a la chica que duerme al otro lado
de la pared, tal vez más perdidos que nunca, el equinoccio de primavera nos encuentra a todos
con la sangre ya alterada y la inminente celebración de mi cumpleaños.
Normalmente, solemos salir de fiesta u organizar algo en casa, pero este año quiero que sea
diferente. He hablado con Teo para que alquile una autocaravana en Lanzarote y pasaremos el fin
de semana de mi cumpleaños dando vueltas por la isla los cuatro: Tessa, Marta, mi hermano y
yo.
«Llegaremos tarde», tecleo en la pantalla del móvil.
Me guardo el teléfono en el bolsillo sin esperar respuesta, rezando para que las chicas se den
prisa y bajen de una vez. A este paso perderemos el avión que nos llevará a Lanzarote.
Teo ha quedado en recogernos en el aeropuerto ya con la autocaravana. La idea es tirar hacia
el norte de la isla y dormir en la zona de Órzola, pero nada de eso ocurrirá si no cogemos un taxi
en los próximos diez minutos.
—¡Listas!
Giro sobre mí mismo y me encuentro a Marta sosteniendo la puerta para dejar pasar a Tessa,
ambas cargando con sus respectivas bolsas. Esbozo una sonrisa de alivio.
Tessa avanza hasta mí mientras Marta se detiene para subirse la cremallera de la cazadora.
Son apenas las seis de la mañana y esta noche ha sido especialmente fría.
—¿Probamos en la parada o llamo para pedir un taxi? —pregunto, tras colocarme mi mochila
a la espalda.
Mis dedos se entretienen apartando un mechón de su rostro y ella me lo agradece con una
sonrisa.
—Tal vez…
Las siguientes palabras mueren en su garganta. La sorpresa transforma su expresión de una
manera tan drástica que no dudo en volverme para seguir su mirada. Hay un tipo plantado en la
otra acera, mirándonos. Durante unos instantes, no comprendo el interés de Tessa.
—¡Joder! —mascullo, al percatarme de que es el gilipollas de su ex.
No aparta la vista de nosotros y yo soy incapaz de apartarla de él. Cuando veo que se dispone
a cruzar, mi atención regresa a Tessa. Sigue inmóvil a mi lado, con la boca entreabierta y una
expresión que no logro descifrar, no sé si es inquietud, sorpresa o anhelo.
Ni siquiera atino a reaccionar. En los segundos que tarda Álex en llegar hasta nosotros, me
limito a contener el aliento y a odiar al jodido destino por colocar de nuevo a este tío en el
camino de Tessa.
—Hola, Teresa —saluda, ignorando al resto.
Mi cuerpo se desplaza en un acto reflejo, acercándose a ella, hasta que nuestros brazos se
rozan. Marta se ha colocado al otro lado de su amiga y no deja de observar al recién llegado
como si quisiera arrancarle los brazos y luego golpearle con ellos. No me extraña, yo estoy
pensando exactamente lo mismo.
—Álex. —Es lo único que contesta Tessa.
Aprieto los dientes al escuchar de nuevo ese nombre saliendo de sus labios. El tipo me lanza
una mirada rápida antes de preguntar:
—¿Podemos hablar un momento a solas?
Me muero de ganas de partirle la cara. Sin embargo, conocer la respuesta a esa pregunta se
convierte, de repente, en una cuestión de vida o muerte, como si de ello dependiera mi futuro con
Tessa, y es probable que así sea. Es como un puto déjà vu. Este imbécil aparece una y otra vez en
su vida rogando perdón para luego romperle el corazón y dejarla destrozada.
—No tienes que hablar con él si no quieres —digo, y no me molesto en esconder la rabia que
siento.
Álex ladea la cabeza y esboza una sonrisa que pretende ser amenazadora. Ojalá me dé un
motivo para darle las hostias que le tengo guardadas, que son unas cuantas. Doy un paso hacia él.
Su cercanía me basta para comprender de dónde viene este capullo a las seis de la mañana.
Apesta a alcohol.
—Lárgate, estás borracho.
—Esto no es de tu incumbencia —replica, sin molestarse en negar mi acusación.
La mano de Tessa se posa sobre mi antebrazo y, aunque su tacto me hubiera reconfortado en
cualquier otro momento, ahora mismo todo cuanto consigue es ponerme el vello de punta.
—Danos unos minutos —murmura, y su petición es como una patada en la boca del
estómago.
Marta lanza su bolsa a mis pies y se adelanta.
—¡Joder, Tessa, no! —le grita, fuera de sí—. Déjala en paz, cabrón —escupe, dirigiéndose
esta vez a Álex—. ¿Es que no la has jodido ya lo suficiente?
Tessa suspira y se muerde el labio inferior, reteniéndonos con una mano a cada uno. No
puedo creer que todavía piense que le debe algo a este tipejo. La impotencia hace que sienta
deseos de ponerme a gritar, o más bien de romperle algún hueso a Álex y que sea él quien grite
hasta que le revienten los pulmones o se le pare el corazón.
—Solo necesito un minuto —repone Tessa, y me duele escuchar el matiz suplicante que
emplea. No debería estar rogando por él—, luego nos iremos.
Mis dedos se cierran sobre sí mismos hasta que las uñas se me clavan en las palmas de las
manos. Marta, por su parte, se aleja hasta el portal, renegando y mascullando improperios a
partes iguales.
—Un minuto —repite, y me da un último apretón en el brazo.
No paso por alto el hecho de que no me mira a los ojos al hablar, y ese detalle me destroza
más que cualquier otra cosa.
—No tienes que pedirme permiso. Eres libre de hacer lo que quieras, Tessa.
—Lo es —interviene Álex, y esas dos simples palabras terminan de agotar mi paciencia.
Dejo que mi mochila resbale por mi espalda hasta caer al suelo y lo encaro.
—No estoy hablando contigo, así que no te atrevas a dirigirme la palabra —espeto, furioso,
conteniéndome para no convertir esto en una pelea callejera—. Tessa hablará contigo si es lo
quiere y no seré yo quien se lo impida. La diferencia entre tú y yo es que yo la respeto. Respeto
sus decisiones, la respeto como mujer y como persona, algo que tú no has hecho nunca. Pero no
me pongas a prueba, porque si se te ocurre hacerle daño de nuevo te juro que ni siquiera todo el
amor que le tengo será suficiente para evitar que te parta la cara. Ve, si es lo que quieres —
agrego, dirigiéndome a ella.
Los contemplo alejarse varios metros por la acera. Mi rabia aumenta con cada paso que dan.
Cada centímetro que se separa de mí —a su lado— es como una puñalada en el pecho.
—Odio a ese niñato —farfullo, más para mí que para Marta, que ahora tiene la vista clavada
en ellos.
Su cabeza oscila de un lado a otro en una negativa sin fin. Al menos no soy el único que cree
que esto es una pésima idea, aunque eso no me reporte ningún consuelo. Tessa ha estado
enamorada de Álex desde hace años. ¿por qué no iba a seguir enamorada de él? ¿Qué importa
que nos hayamos besado o lo que haya habido entre nosotros?
Les doy la espalda porque ni siquiera soy capaz de mirar. Los siguientes sesenta segundos
transcurren a cámara lenta mientras me dedico a contar los latidos que golpean mi pecho.
—Marta, ¿puedes adelantarte y ver si hay taxis en la parada? —Escucho que le pide Tessa a
su amiga después de lo que me parece una eternidad.
Me atrevo a volverme para contemplar cómo Marta echa a andar calle abajo sin contestarle.
Tessa cierra los ojos un instante e inhala aire con lentitud. Cuando los abre parece más triste que
nunca.
—Lo siento —dice, y se me cae el alma a los pies.
Álex sigue en el mismo sitio con las manos en los bolsillos y no pierde detalle. Es obvio que
la está esperando.
—No vas a venir, ¿no?
—¿Qué? ¡Sí, claro que sí! —exclama, perpleja.
Echa un vistazo por encima de su hombro. No dice una palabra ni hace gesto alguno, pero de
alguna manera consigue que él se largue. Tessa no vuelve la cabeza hasta que cruza la calle y lo
pierde de vista.
Por un momento, la sensación de alivio consigue desplazar mi enfado, pero no dura
demasiado.
—Vale. —Es todo cuanto consigo decir.
Comienzo a andar en la misma dirección en la que se ha ido Marta.
—Zac, espera.
No me detengo. Sé que no tengo derecho a pedirle que no hable con él. Lo que he dicho hace
un momento ha sido sincero, no un arranque irreflexivo. Siempre respetaré lo que Tessa decida
hacer con su vida, al margen de la opinión que me merezcan sus actos, pero no por eso duele
menos.
—Espera, por favor —repite, acelerando el paso para adaptarse a mi ritmo.
No sé si puedo hablar con ella. Estoy tan enfadado que acabaré por perder los papeles.
—No pasa nada —farfullo, sin detenerme.
Pero ella no se rinde. Sus dedos se cierran en torno a mi muñeca y tira de mí para hacerme
parar.
—Sí, sí que pasa. Quiero explicártelo.
—No tienes por qué. Además, vamos a perder el avión.
Me agarra la barbilla y empuja para obligarme a enfrentarla.
—Zac, mírame, por favor.
Cedo tan solo porque no me gusta oírla suplicar.
—Quiero que lo entiendas, ¿vale? Él quiere pedir perdón y yo no quiero negarle esa
oportunidad.
—No la merece —la interrumpo, porque me hierve la sangre solo de pensarlo.
Tessa aprieta los labios, y no tengo ni idea de si está de acuerdo conmigo o no. Ahora mismo
no comprendo qué es lo que le pasa por la cabeza.
—No voy a convertirme en él, Zac. No quiero vivir cargada de amargura o rencor —explica,
y la humedad comienza a acumularse en sus ojos—. Odiando para siempre a alguien que una vez
fue importante para mí. Yo no soy así y no quiero serlo nunca. Si desea intentar enmendarse —
prosigue, encogiéndose de hombros—, ¿quién soy yo para no permitírselo? Haría lo mismo por
ti, Zac.
—Yo jamás sería capaz de hacerte esa clase de daño —replico, odiando la posibilidad de que
se lo plantee siquiera.
La tensión de su rostro se suaviza. Si bien, una lágrima consigue escapar de sus ojos y rueda
por su mejilla.
—Lo sé.
La respuesta no consigue acabar con la frustración que me atormenta. Antes de que pueda
pararme a pensar, mi boca toma el control.
—Solo quieres perdonarle porque no te perdonas a ti misma. Es lo mismo que ocurrió la vez
anterior, solo que en esta ocasión los motivos son otros —señalo, sin poder detenerme—. Es por
nosotros, ¿verdad? Por lo que pasó. Te sientes culpable y piensas que sigues debiéndole algo.
Ella aparta la mirada, quizás porque sabe que tengo razón.
Tomo su cara entre las manos y la acuno con ternura, libre de la rabia al fin pero decidido a
llegar hasta el final.
—No necesitas esto, peque. No tienes que culparte ni hacerte más daño —aseguro, tan cerca
de sus labios que puedo percibir lo acelerado de su respiración. La estrecho contra mi pecho,
aferrándome a ella de una forma casi dolorosa, y busco su oído—. El amor puede curar las
heridas mil veces más rápido que el paso de los años. Pero para ello… para ello tienes que dejar
que te quieran. Si me dejas quererte…
No concluyo la frase. Solo espero que, a pesar de haber hablado entre susurros, mis palabras
hayan conseguido llegar hasta ella.
ZAC
ESTO ES LA GUERRA

Marta nos encuentra abrazados en mitad de la acera. Se acerca por detrás de Tessa y me hace un
gesto silencioso para recordarme que tenemos que irnos.
Con delicadeza, agarro a Tessa por los hombros y la separo de mí. Tiene los ojos húmedos.
—No me arrepiento —asegura, en un tono más firme del que cabría esperar.
La sinceridad de sus palabras evapora los restos de mi enfado.
Paso las yemas de los dedos por sus mejillas para eliminar el rastro que las lágrimas han
dejado sobre su piel y le regalo una sonrisa tranquilizadora. Tomo su mano, me la llevo a los
labios y deposito un beso sobre la palma. Segundos más tarde son sus labios los que acarician los
míos, brindándome el mejor consuelo que podría ofrecerme en este momento.
—Nunca serás un error para mí, Zac —murmura, y la confesión se pierde en el interior de
boca.
Dos palabras me queman en la punta de la lengua, dos sencillas palabras que muero por
decirle, pero que me aterra pronunciar.
Marta carraspea, haciéndose notar y dando al traste, sin querer, con la intimidad del
momento.
—Tenemos que irnos ya —señala, y si no tuviera razón juro que le exigiría que se largase por
donde ha venido.
Tessa se gira y le sonríe, aunque la alegría ni mucho menos le llega a los ojos.
Echamos a andar y, gracias a Marta, encontramos un taxi esperándonos. Más tarde, en el
aeropuerto, todo son prisas y carreras por la terminal para no perder el vuelo. La emoción del
viaje empieza a apoderarse del grupo. Supongo que todos procuramos apartar a un lado el
incidente con el que ha comenzado la celebración de mi cumpleaños.
Una vez que nos hemos subido al avión de Binter que nos llevará a mi tierra, permito que las
chicas se sienten juntas y yo lo hago al otro lado del pasillo. El cuchicheo entre ellas es constante
durante el vuelo. No obstante, prefiero evitar escuchar lo que dicen y me pongo los auriculares.
Cierro los ojos y me prometo a mí mismo que no solo vamos a pasarlo bien este fin de semana,
sino que, antes de que acabe, habré sido capaz de admitir ante Tessa lo que siento por ella.
Son solo dos palabras. Dos.

—¡Preciosas! —Oigo gritar a mi hermano en cuanto ponemos un pie fuera de la sala de recogida
de equipaje.
Está claro que no se refiere a mí.
Echo a correr y le lanzo la mochila directa al estómago. Reacciona a tiempo y la atrapa al
vuelo.
—¡Gracias, guapo! —exclamo, al llegar a su altura, ganándome una falsa mueca de
desagrado por su parte.
Nos damos un abrazo entre risas.
Teo saluda a Tessa con un beso en la mejilla y luego pasa a repetir el trámite con Marta.
—¿Qué coño miráis? —protesta, al percatarse de que tanto Tessa como yo nos hemos
quedado observándolos con atención.
Marta, a su vez, nos dedica una peineta.
El vuelo desde Tenerife, a pesar de haber sido breve, ha hecho maravillas con nuestro humor
y a los dos nos entra la risa floja.
—Nada —respondemos al unísono.
La autocaravana que mi hermano ha alquilado es casi una casa con ruedas. Tiene una
pequeña cocina, baño, un saloncito con dos sillones a ambos lados y un par de camas que
tendremos que compartir. Teo nos la muestra orgulloso mientras señala cada detalle.
—Me encantará dormir contigo de nuevo —le dice a Marta, haciendo que esta ponga los ojos
en blanco.
—Esta vez creo que irán los niños con los niños y las niñas con las niñas —intervengo. No
quiero obligar a Tessa a nada, aunque no seré yo el que se oponga si deciden lo contrario.
Teo chasquea la lengua.
—Aguafiestas.
Lo empujo en dirección a la parte delantera, deseoso de que nos pongamos en marcha de una
vez, mientras las chicas dejan sus bolsas y se acomodan.
Elegí Orzola como primera parada por dos motivos. El primero es que Tessa nunca ha estado
allí a pesar de haber visitado la isla en diversas ocasiones, y no tengo ni idea de por qué aún no
se lo he mostrado. En la zona existen varias calas casi vírgenes de aguas cristalinas, aunque con
toda seguridad Teo se dirija directamente a Caletón Blanco. El segundo motivo es que podemos
disfrutar del día en la playa y hacer noche en la playa de La Cantería —o playa de atrás, como la
conocen los locales— e incluso probar suerte con la tabla si hay tiempo sur. Según tengo
entendido, no habrá problemas para pernoctar allí con la autocaravana.
No nos lleva más de una hora llegar hasta el norte de la isla. Pasamos primero por el pueblo a
comprar agua, cervezas y algo de comida, lo cual genera casi una batalla campal en pleno
supermercado al tratar de decidir qué provisiones son necesarias. Cómo no, Marta y Teo se
enzarzan en una pelea acerca del tipo de patatas fritas.
—Es asqueroso —declara ella, aferrándose a una bolsa de sabor clásico.
Mi hermano alza en el aire otra con sabor a vinagreta. Cualquier diría que es Rafiki
mostrando a Simba en El Rey León. Algo de simio tiene, desde luego.
Cabeceo, resignado a tener que soportar durante setenta y dos horas sus pullas.
Que se las entiendan ellos solos.
Le paso un brazo a Tessa por los hombros y con la otra empujo el carrito para continuar con
la compra. Me alegra comprobar que no evita mi contacto, aunque en mi caso el costado contra
el que se aprieta su cuerpo comienza a hormiguearme de inmediato. ¡Por el amor de Dios! Me
siento como un quinceañero que no sabe cómo decirle a la chica de la que se ha enamorado lo
que siente por ella. No es que tenga pensado declararme en el departamento de congelados de un
supermercado, pero, ya puestos, que pase lo que tenga que pasar. Y que pase cuanto antes.
Continuamos avanzando por los pasillos mientras le señalo algunos productos y ella coge
otros por propia iniciativa.
—¿Sabes? He estado pensando en nosotros —me atrevo a decir finalmente.
Sus músculos adquieren de repente una rigidez preocupante. Obvio ese hecho y,
manteniéndola a mi lado, sigo caminando, decidido a comportarme con la mayor naturalidad
posible.
—Yo también —replica ella, con un tono que no revela nada al respecto.
Me inclino para agarrar un bote de Nutella y lo lanzo al interior del carrito. El gesto le
arranca una sonrisa; sabe que es para ella. La calidez que emana de sus ojos hace que pierda el
hilo de mis pensamientos.
Abro la boca para soltar cualquier cosa, tal vez incluso esas dos jodidas palabras, pero Marta,
hecha una furia, se planta frente a nosotros.
—Dile a tu hermano que no necesitamos tres botellas de ron.
Teo entra en escena cargado no con tres, sino con cuatro botellas de alcohol. Muy pagado de
sí mismo, las deja en el carro antes de volverse hacia ella.
—¿Tienes miedo de emborracharte y soltarte la melena, Martita? —repone, con expresión
socarrona.
Mi mirada va de uno a otro. ¿Cómo demonios consiguen siempre ser tan inoportunos? ¿Y
cómo puede ser que no se cansen de tirarse los trastos a la cabeza?
—¡Joder! —exploto, agotada mi paciencia—. ¡Queréis follar ya y dejarnos tranquilos de una
vez!
Mi exabrupto los hace callar de inmediato; a ellos y a la mitad del establecimiento. Una
señora se asoma al fondo del pasillo y nos lanza una mirada de desaprobación. El encargado de
la frutería lucha por no partirse de risa mientras pesa varias bolsas a una pareja que también nos
está mirando. Pero lo peor es la cara de Marta. Si fuera un dibujo animado, estaría echando humo
por las orejas.
La primera en estallar en carcajadas es Tessa, y el sonido es, sin duda, compensación
suficiente a la vergüenza que estoy pasando. Teo, en su línea, no tarda en unirse a ella y ponerse
a asentir como un loco.
—Esta me la guardo —dice, contradiciendo el ataque de risa que le ha dado.
Aun así, sé que no está para nada molesto conmigo.
Amago un puchero de disculpa que consigue aplacar a Marta. Me golpea en el brazo con
todas sus fuerzas.
—Eres un gilipollas.
—Y vosotros dos angelitos inocentes —replico, suspirando—. Venga, terminemos de una
vez y procurad no declararos otra guerra por la marca de la cerveza.
Sé que acabo de meter la pata en cuanto Teo palidece y se echa a correr por donde ha venido.
—¡Hostia puta! —exclama Marta, y se lanza tras él.
Me vuelvo hacia Tessa.
—Encima les doy ideas.
Tessa compone una expresión culpable.
—Esto… yo… —balbucea, antes de seguir sus pasos—. ¡Teo tiene un gusto pésimo para la
cerveza! —afirma, gritando, justo cuando gira para internarse en el siguiente pasillo.
No me queda más remedio que reírme.
BESOS Y SURF

Un buen tiempo después, conseguimos salir del establecimiento cargados con lo necesario y sin
tener que lamentar ninguna baja. Todo un logro por nuestra parte.
Al llegar a Caletón Blanco, apenas si encontramos gente en la playa a pesar de que el día ha
amanecido despejado y la temperatura es lo suficientemente agradable teniendo en cuenta que
estamos en Marzo. Nuestra pequeña expedición se apresura a ponerse en marcha en cuanto Teo
estaciona la autocaravana.
Me encuentro a pocos pasos de la orilla cuando Tessa llega hasta mí vistiendo tan solo su
sonrisa y un bikini verde esmeralda. La parte superior realza el contorno de sus pechos mientras
que la inferior se ajusta a sus caderas mediante dos lazos, acentuando cada una de sus curvas. La
boca se me hace agua con tan solo echarle un vistazo. No puede ser más perfecta.
Imagino mis dedos deshaciendo esos nudos con deliberada lentitud, tirando de los cordones
muy poco a poco, rozando su piel con las yemas y temblando de anticipación antes de bordear la
tela que cubre sus pechos. Ese pensamiento basta para que la sangre se acumule en mi
entrepierna.
Mis pies ponen rumbo al agua con rapidez para zambullirme y ocultar mi erección antes de
que alguno de mis amigos se dé cuenta. Sin embargo, eso no logra aliviarme ni contrarrestar mi
aturdimiento. Mis emociones son un caos y albergo sentimientos más intensos de lo que jamás
podría haber imaginado. Al mismo tiempo, mi cuerpo reacciona por sí solo cada vez que pienso
en Tessa o estoy en su presencia. He perdido el control de mí mismo tanto física como
mentalmente.
—¡Está muy fría! —se queja Marta desde la orilla.
—Pues yo no noto nada —farfullo, entre dientes.
Tessa pasa corriendo junto a ella, salpicándola con toda la intención, y se tira de cabeza. Su
amiga da un respingo y suelta un quejido mientras retrocede. La cabeza de Tessa asoma a la
superficie a pocos metros de mí. Las gotitas de agua relucen sobre su piel, al igual que sus ojos.
La estampa no puede resultar más atractiva. Mi mano asciende por su brazo hasta llegar a su
hombro, y la ya de por sí dolorosa erección palpita bajo el agua, reclamándome que la tome allí
mismo.
—Teo va a sacar las tablas —dice.
Acto seguido, cierra los ojos y levanta la barbilla, dejando que el sol acaricie su rostro. Se le
escapa un suspiro.
—Esto es el paraíso —agrega mientras yo la devoro con la mirada. «O el infierno», pienso
para mí, recreándome en el arco de sus labios entreabiertos—. Gracias por traerme, Zac.
—Gracias a ti por venir —replico, sabiendo que esa frase esconde mucho más que un mero
formalismo.
Mi mano continua sobre su hombro, sin importar la tortura que represente. Me es imposible
alejarme de ella o no ceder al impulso de tocarla.
«Me volverás loco, Tessa».
O tal vez ya lo esté. Completamente loco y jodidamente enamorado de mi mejor amiga.
Ahora entiendo en parte la fijación de Álex por ella, aunque no logro comprender como, si acaso
la quiere aunque solo sea la mitad de lo que yo lo hago, puede haberle hecho tanto daño.
Mi hermano nos llama desde la arena. Ha traído dos tablas de surf: la suya y otro algo mayor,
ideal para principiantes.
—¿Quieres volver a intentarlo, peque?
Quizás el ejercicio queme mi excesiva energía y consiga distraerme.
Tessa se encoge de hombros.
—Vas a necesitar una buena dosis de paciencia —repone, aludiendo a nuestra clase anterior.
Esbozo una sonrisa torcida y me muevo hasta situarme tras ella, aun a riesgo de que descubra
lo que esconde mi bañador. Mi pecho roza su espalda con el vaivén de las olas.
—Pues últimamente no es mi mayor virtud eso de sentarme a esperar.
—Ah, ¿no?
—No —confirmo, apartando su melena para besar con suavidad su nuca. A punto estoy de
dejarme llevar y lamer la sal de su piel—. Pero vamos, te mostraré mis mejores trucos. Me
muero por enseñarte un montón de cosas —concluyo, bajando la voz y rozando con mis labios el
lóbulo de su oreja.
Satisfecho por el ruidito que escapa de su garganta, la cojo de la mano para ir en busca de la
tabla.
Teo se emplea a fondo con la soltura que le da practicar el surf cada fin de semana, mientras
que Marta intercala los baños de sol con esporádicos chapuzones. Tessa y yo, en cambio,
pasamos las siguientes horas tragando agua, riendo con cada caída, siendo revolcados por las
olas y disfrutando como dos críos, pero también más relajados y felices de lo que hemos estado
en meses. Ella brilla con luz propia, no hay otra manera de describirlo. Ahora mismo se parece
más que nunca a esa chica risueña y alocada que apareció un día en mi puerta y a la que acepté
como compañera de piso tras compartir el desayuno. Creo que verse lejos de la rutina y de
nuestro entorno habitual está haciendo maravillas con su estado de ánimo, como si de repente
pudiera volver a respirar profundamente y llenar sus pulmones hasta el límite de su capacidad.
Se tumba boca arriba sobre la tabla para descansar y yo la observo apoyado en el borde.
—Eres un pésimo profesor —ríe, mientras nos dejamos llevar por las olas.
—Tú sí que eres una pésima alumna —me defiendo, con una indignación que en realidad no
siento.
Tuerce la cabeza y sus ojos me sonríen desde detrás de unas espesas pestañas mojadas.
—Lo estoy pasando genial, Zac. Necesitaba esto —confiesa, sin perder esa expresión de
serenidad que me hace adorarla más si cabe.
—La diversión no ha hecho más que empezar.
Mi movimiento insinuante de cejas amplía su sonrisa y mi pecho se llena de satisfacción.
Cuando quiero darme cuenta mi mirada está fija en sus labios, y el anhelo de sentirlos
nuevamente acariciando mi boca es tan fuerte que me inclino sin querer unos centímetros sobre
ella, como si un hilo invisible tirara de mí de forma irremediable.
—Lo que necesites, peque. Cualquier cosa —digo, distraído por su cercanía y sabiendo qué
ella es exactamente lo que yo necesito.
—¿Cualquier cosa? —inquiere, con picardía.
—Cualquier cosa.
Apenas he pronunciado la frase y su lengua ya se ha enredado con la mía. Un gemido
asciende por mi garganta cuando su sabor explota contra mi paladar. Es simplemente deliciosa.
Esta vez no me contengo, lo dejo salir todo. Me aferro a la tabla con una mano mientras que
la otra se cierra en torno a su nuca para anclarla a mí, y su aparente abandono no hace más que
incrementar el ansia que me consume. A la mierda la paciencia y el ir poco a poco. Nunca he
deseado tanto a nadie, nunca he sentido esta necesidad desgarradora de la forma en que ahora lo
hago.
—Joder, Tessa —gruño en su boca.
Hundo los dedos en su pelo y profundizo en el beso todo lo que mi precaria posición me
permite. Mordisqueo sus labios, los lamo, y mi lengua baila al ritmo que la suya le marca. Una
danza frenética que se ve interrumpida cuando una ola nos rompe encima y nos arrastra sin
compasión.
Las carcajadas de Tessa me llenan los oídos mientras escupo agua y un par de tacos, pero en
dos brazadas vuelvo a estar a su lado. Se ha agarrado a la tabla y no deja de reírse. Sin siquiera
pensarlo, la rodeo con mi cuerpo, haciéndole saber lo dura que me la ha puesto con un único
beso.
—Me vuelves loco de una manera que no alcanzo a comprender —confieso, demasiado
abrumado para sutilezas—. La próxima vez que me beses que sepas que no habrá tsunami que
me detenga.
Ella enrosca sus piernas en mi cintura sin pudor alguno, y solo espero que eso signifique lo
que yo creo.
—No dejes que me caiga, Zac —ruega, y su expresión rezuma vulnerabilidad.
Me dan ganas de estrecharla entre mis brazos con tanta fuerza que todos los pedazos de su
corazón se suelden para siempre. Ojalá fuera tan fácil.
—No lo haré, pero te lo dije una vez y te lo repito ahora: siempre estaré aquí para ayudarte a
ponerte en pie.
Las miraditas que Teo y Marta intercambian cuando salimos del agua cogidos de la mano no
tienen precio. Al pasar por su lado, se permiten incluso dedicarnos una ovación de aplausos
bastante bochornosa.
—¿Estáis, estáis? —pregunta Marta, y a pesar de la escasa claridad con la que se explica
comprendo al instante a qué se refiere.
De repente, me siento mucho más inquieto que hace unos pocos segundos.
Tessa ladea la cabeza para mirarme y frunce el ceño.
—¿Estamos, estamos? —repite ella, divertida, y dejo salir el aliento que he estado
conteniendo sin ser siquiera consciente de ello.
Suelto la tabla y la alzo en vilo para comerle la boca sin ningún tipo de miramientos.
—Estamos —sentencio, y luego vuelvo a besarla.
Dudo que a partir de este momento sea capaz de volver a separar mis labios de ella.

Órzola es un pueblo pesquero, así que no perdemos la ocasión de acercarnos a degustar pescado
en uno de sus restaurantes. Una vez hemos aparcado en una calle lo bastante ancha para que la
autocaravana no resulte una molestia, paseamos en busca de un lugar en el que mi hermano ya ha
estado otras veces. Las chicas caminan algo más retrasadas, supongo que buscando un poco de
intimidad. Puedo imaginarme el aluvión de preguntas que Tessa está recibiendo por parte de
Marta.
La idea me hace sonreír.
—Pareces un jodido adolescente antes de echar su primer polvo —suelta Teo, aprovechando
también que no pueden oírnos.
Ya estaba tardando demasiado.
—Hoy puedes burlarte todo lo que quieras, capullo. No me importa lo más mínimo.
Me da un par de palmaditas en la espalda.
—Me alegro mucho por ti —tercia él, con sinceridad.
Andamos algunos metros más hasta que se decide a hablar de nuevo.
—Marta me ha comentado lo que pasó esta mañana.
Por su expresión de desagrado sé que está hablando de Álex. Suspiro y me meto las manos en
los bolsillos. Yo tampoco he podido olvidar esa parte de nuestro viaje.
—Debería hablar con ella, ¿no? ¿Crees que hacemos bien?
—Déjalo estar, Zac —replica él, haciéndose cargo de mis dudas—. Por una vez sé feliz y no
te preocupes por lo demás. Tú también te lo mereces. Intenta ser el novio y no el amigo.
Pero yo niego. Echo un vistazo sobre mi hombro para ver cómo Marta le susurra algo a Tessa
y ambas rompen a reír.
—No entiendo una cosa sin la otra. Me he enamorado de ella precisamente por lo que
tenemos —le explico. Me paso la mano por la nuca y resoplo—. Tessa es algo más que un polvo
del que te despides a la mañana siguiente y en el que apenas vuelves a pensar. Quiero mucho
más de ella que eso.
—Lo sé, Zac. Ya lo sé. Pero no estropees el fin de semana. Permitíos disfrutar de este
momento, ya os golpeará la realidad cuando volváis a casa —replica, y sé que en parte lleva
razón—. Mírala, se la ve bien. Tessa es con toda probabilidad la persona que más se come el
coco de cuantas he conocido. Si ha tomado la decisión de estar contigo, es porque está segura de
ello.
Puede que sea el comentario con más sentido común que he escuchado salir de sus labios, así
que opto por hacer caso de su consejo.
—Eso espero, hermanito. Eso espero.
ZAC
¿CUÁNTAS? ¿CUÁNTOS?

—¿Una partidita al parchís? —sugiere Teo, tras la cena.


Hemos estacionado la autocaravana en el aparcamiento de la playa de atrás, justo frente a las
rocas que separan el aparcamiento de la arena, con la idea de pernoctar aquí. No hay más coches
en la zona, por lo que no tenemos que preocuparnos de molestar a nadie.
Marta, sentada en los escalones de entrada al vehículo, resopla al escuchar la proposición.
Creo que solo lo hace por llevarle la contraria a Teo.
—¿Qué? No querrás perderte tu única oportunidad de escucharme decir eso de «No, no me la
comas a mí, por favor. Cómesela a él» —se burla mi hermano.
Muy a su pesar, Marta se echa a reír, y el rostro de Teo se ilumina. No tardo en comprender
que su historia con ella es una batalla perdida de antemano. Solo es cuestión de tiempo que el tira
y afloja que se traen entre manos les explote en plena cara y terminen, o muy bien, o
condenadamente mal. Por el bien de ambos, espero que no sea esto último.
—Por mí vale —acepta Tessa.
Me apoyo en la autocaravana y la atraigo hacia mí. Se acomoda contra mi pecho con una
sonrisa de satisfacción. Pero mi hermano aún tiene más que aportar.
—Juguemos por equipos. Los que pierdan se bañan en bolas.
Le lanzo una mirada de advertencia que él ignora. A veces me da la sensación de que no
tiene límites, y es probable que así sea.
—No, Teo, no vas a ver a mi chica desnuda.
Una sonrisa bobalicona se dibuja en mi rostro.
«Mi chica», repito, para mí mismo. Me inclino para rozar la nariz contra su mejilla y ella
responde regalándome un pequeño beso en los labios.
—No pienso meterme en el mar de noche —interviene Marta, que no parece tener nada en
contra de hacerlo sin ropa.
Tessa debe estar pensando lo mismo que yo.
—¿De quitarte la ropa no dices nada? —señala, y su amiga se encoge de hombros.
—No te preocupes, preciosa —tercia Teo, de pie ante el grupo pero con la vista fija en Marta
—. Hay otras cosas que tú y yo podemos hacer desnudos si perdéis.
—Eso, hermanito, tú no te cortes. A pico y pala —me burlo.
No se puede decir que no sea persistente. Poco sutil pero muy muy persistente.
Finalmente, Teo se sale con la suya en lo que al juego se refiere, y acabamos echando una
partida a una versión poco convencional del parchís. Una en la que, si te sale un cinco, además
de sacar una ficha, tienes que beberte un chupito.
Como no, todos estallamos en carcajadas cuando mi hermano le suplica a Marta que no se la
coma. Pero ella no muestra ningún tipo de compasión y manda su ficha de vuelta a la salida al
menos en tres ocasiones.
Tessa y yo intercambiamos miradas cómplices durante toda la partida y los roces accidentales
son una constante. Creo que ambos tratamos de asimilar lo que está ocurriendo entre nosotros. Es
como si necesitásemos saber que el otro está ahí a cada minuto que pasa.
Mentiría si dijera que no se ha apoderado de mí cierta euforia y aprovecho la más mínima
ocasión para robarle pequeños besos. Su boca sabe a sal y a ron, y resulta más cálida que nunca.
A pesar de sus protestas anteriores, Marta se lanza con excesiva alegría a cumplir con el
destino reservado a los perdedores. Eso sí, sin desnudarse, al menos por completo. Para
satisfacción de mi hermano, va dejando un rastro de ropa sobre la arena antes de adentrarse en el
mar. Tessa sigue sus pasos con idéntica decisión, mientras Teo y yo las esperamos en la orilla.
—Con lo que yo he sido —se lamenta él, alzando la toalla que mantiene en su mano, lista
para cuando Marta entre en razón y salga del agua—, y aquí estoy, portándome como un niño
bueno.
—No exageres que de bueno tienes bastante poco.
Me observa de reojo, alzando ligeramente una ceja.
—Igual cuela y se mete en mi cama ahora que Tessa y tú…
Le doy un empujoncito que deja claro que yo de él no me haría muchas ilusiones.
—No tienes remedio.
—Con una chica así, quién quiere tenerlo.
Tessa regresa a la carrera y la envuelvo con la toalla, frotando sus brazos para hacerla entrar
en calor.
—¿Nosotros también éramos tan obvios? —dice, mientras observamos a Teo intentando
sacar a Marta fuera del agua antes de que se ahogue o le dé una hipotermia.
Sonrío contra su pelo y ella se acurruca más contra mí.
—Supongo que sí. ¿Quieres volver a la autocaravana?
Ella niega.
Me separo para quitarme mi sudadera y pasársela por la cabeza. Lo último que quiero es que
pille un resfriado. Estiro la toalla sobre la arena y me siento. Tessa no tarda en acomodarse entre
mis piernas con la espalda reposando en mi pecho. Nos mantenemos en silencio incluso rato
después de que Teo pase tirando de Marta en dirección al aparcamiento. Tessa no deja de sonreír
en ningún momento y eso es tan agradable como el hecho de sentir su pequeño cuerpo
refugiándose en el mío.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —pregunta con timidez, y yo asiento—. No tienes que
responder si no quieres. Nunca hemos hablado de esto.
Enredo un dedo en uno de sus mechones húmedos.
—Suéltalo, peque.
Titubea aún unos segundos antes de aventurarse a expresar lo que sea que le ronda la mente.
—¿Con cuántas chicas te has acostado?
No es lo que esperaba.
—Unas pocas.
Tampoco es que lleve la cuenta, y no creo que sea el número lo que le preocupa en realidad.
—¿Y chicos?
Enarco las cejas.
—Unos pocos.
Tras una pausa, agita la cabeza. Aún hay más.
—¿Cómo es ser bisexual? —pregunta, y parece arrepentirse de inmediato—. Ay, Dios. No
respondas a eso.
Esconde el rostro entre las manos y yo no puedo hacer otra cosa que reír. La estrecho con
más fuerza.
—No hay nada de lo que no pueda hablar contigo. No me importa contestarte.
Empiezo a comprender por dónde van los tiros. Me da la sensación que se siente insegura, y
puedo entenderlo porque a mí me pasa algo parecido, aunque por motivos diferentes.
—A pesar de lo que alguna gente cree, no somos más promiscuos que el resto. El doble de
posibilidades u opciones no supone el doble de encuentros sexuales ni una mayor facilidad para
mantenerlos.
Hace un gesto con la barbilla, dándome a entender que sabe a qué me refiero.
—No tienes de qué preocuparte, Tessa. Todo lo que veo ahora mismo es a ti. Solo a ti.
También yo albergo mis propias inquietudes, pero en mi caso me aterra la idea de no
despertar en ella la clase de deseo que la consumía por Álex. Nunca me ha gustado compararme
con nadie, pero con Tessa incluso eso es diferente. Quiero ser lo mejor para ella en todos los
sentidos. Quiero borrar sus heridas y cada una de las huellas que ese tipo le ha dejado. Quiero ser
lo único que desee aunque eso pueda convertirme en una persona egoísta.
—Soy estúpida.
Incluso con la escasa luz que nos procura la luna creciente puedo ver que se ha sonrojado.
—No, no lo eres. Nunca tengas miedo de preguntarme cualquier cosa. No tengas miedo de
mí, peque, nunca te haría daño.
Se revuelve bajo mis brazos hasta que su boca encuentra la curva de mi cuello y deja caer un
beso sobre mi piel, provocándome un escalofrío de placer. No quiero que esto acabe nunca. El
mundo podría venirse abajo en este momento y yo seguiría sonriéndole, amándola a pesar de sus
dudas y de su indecisión, o seguramente a causa de ellas. Sus imperfecciones la convierten en
alguien todavía más perfecto.
—Mi madre dice que te enamoras de las personas —comenta, alzando la barbilla para
mirarme a los ojos.
El hecho de que haya hablado con Celia de ese tema me sorprende. Me gustaría haber
participado de esa charla madre-hija, estoy seguro de que resultó de lo más interesante.
Sonrío y me inclino sobre sus labios hasta rozarlos.
—Tu madre se equivoca —susurro, acariciando su boca otra vez—. Yo solo me he
enamorado de ti.
ZAC
TE QUIERO

Lo que comienza como una serie de pequeños roces se convierte muy pronto en un beso
apasionado y voraz. Su sabor, su aroma y el calor que desprende hace que me dé vueltas la
cabeza. De repente estoy más ansioso, más desesperado y, sin duda, mucho más duro de lo que
he estado jamás.
Recorro la línea de su mandíbula con la boca, besando, lamiendo y mordisqueando hasta
llegar a su cuello, donde me entretengo jugueteando con el lóbulo de su oreja. Tessa exhala uno
de esos ruiditos que tanto me gustan y que solo consiguen ponerme aún más cachondo. Sus
manos se pierden bajo la tela de mi camiseta y trazan el contorno de mis músculos, mientras que
mis dedos ascienden con lentitud por sus piernas. La piel de sus muslos es suave y aterciopelada,
tan cálida como ella misma.
—No tiene que pasar nada esta noche —digo, obligándome a disminuir el ritmo, algo que
requiere toda mi voluntad.
Contemplo cómo abre los ojos y su mirada turbulenta me abrasa por dentro.
—Cállate y sigue besándome —replica, arrancándome una carcajada. No obstante, sus
siguientes palabras son casi un ruego—. Quiero esto, Zac. Te deseo.
—¿Estás segura? —insisto, porque temo que se sienta presionada.
Me contesta poniendo los ojos en blanco y tirando de mi camiseta. Atrapa mi labio inferior y
me da un mordisquito. Mi sangre hierve de nuevo.
—¿Y tú?
—No te haces una idea del tiempo que llevo esperando esto —confieso, sin pudor alguno.
Adelanto las caderas para suscribir mis palabras y a sus labios asoma una sonrisita perversa.
No titubea ni un instante cuando se deshace de mi sudadera y la lanza a un lado, descubriéndose
ante mí.
Me levanto con ella en el regazo para acto seguido tumbarla sobre la toalla. Su piel
resplandece bajo el brillo de la luna. Empleo los siguientes segundos en grabar cada detalle de su
cuerpo en mi memoria, en llenarme los ojos con la imagen que me está regalando, cubierta tan
solo por un sujetador y unas bragas negras que abrazan su figura con delicadeza. No podría ser
más perfecta.
Me acuclillo junto a sus pies, sin dejar de mirarla.
—No voy a apresurarme —digo, rodeando su tobillo con mis dedos y depositando un beso en
la cara interna de su rodilla—. Disfrutaré de cada instante, de cada gemido, de cada embestida.
—Deslizo la mano muslo arriba y mi boca no tarda en seguir el mismo camino—. Y quiero
asegurarme de que tú también lo haces.
El roce de mi pulgar sobre el triángulo de tela que cubre su entrepierna hace que se
estremezca, pero continúo ascendiendo y, por ahora, ignoro esa parte de su cuerpo. Beso la zona
que rodea su ombligo, dejando que mi lengua entre y salga de él varias veces, al tiempo que mis
manos avanzan por sus costados con lentitud. Prosigo besando cada rincón de piel, lamiéndola y
saboreando la sal que la cubre.
Poco después, regreso a su boca mientras mis dedos se afanan en abrir el cierre delantero de
su sujetador y ella jadea en cuanto cubro uno de sus pechos con la mano, ansiosa y excitada. Mi
propósito de ir poco a poco se tambalea al inclinarme y atrapar un pezón entre los labios; de su
garganta escapa un sensual gemido que a punto está de acabar con mis buenas intenciones. Todo
en lo que puedo pensar es en hundirme en ella y sentirla rodeándome. Sin embargo, lucho por
contenerme.
—Me estás matando, Zac —murmura, con la voz enronquecida.
Le dedico una sonrisa torcida y mis dedos se enredan en la única prenda que la cubre. Tiro de
sus bragas hasta sacárselas por los pies y dejarla totalmente expuesta. De repente me doy cuenta
de que tengo demasiada ropa encima, pero tal vez sea mejor así porque pienso conseguir que se
corra sin quitarme los pantalones.
—Voy a follarte con la boca —gruño contra su piel, provocando que todo su cuerpo vibre—,
y no imaginas lo que disfrutaré haciéndolo.
Sin esperar respuesta, deslizo un dedo entre sus pliegues y comienzo a trazar pequeños
círculos en torno al clítoris. La humedad de su sexo es como un ruego silencioso que reclama a
gritos que la pruebe. Mientras la saboreo a placer, su espalda se arquea y sus gemidos se
entremezclan con el sonido del mar. Se aferra a mi pelo y sus caderas salen a mi encuentro, y que
muestre tal necesidad me empuja un poco más cerca del precipicio. Mi erección palpita contra la
costura de los vaqueros ansiosa por liberarse, pero mi lengua prosigue su ataque sin compasión,
tan exigente que, al hundir un dedo en su interior, termina explotando de placer bajo mi boca. Ni
aun así me detengo, sino que acompaño su orgasmo con más caricias hasta que los
estremecimientos cesan por completo.
Satisfecho, asciendo hasta alcanzar su rostro, dejando tras de mí un reguero de besos.
—¿Sabes la de veces que he pensado en esto? ¿En tenerte así para mí, despeinada y jadeante
bajo mi cuerpo?
Sus ojos, turbios por el placer, me sonríen junto con su boca. Tiene las mejillas calientes y
los labios entreabiertos, y lucha por recuperar el control de su respiración.
—Eres increíble —me dice, y me atrae para reclamar otro beso, este mucho más largo y
profundo.
—Eres tú la que me hace así, la que consigue que anhele cosas que jamás me hubiera
atrevido a desear. Pero no he acabado contigo —repongo, empujando mis caderas con suavidad,
frotándome hasta que pronuncia mi nombre entre dientes—. Ahora, Tessa… Ahora voy a hacerte
el amor.
La mirada de adoración que recibo por su parte convierte mi sangre en lava, un fuego que me
quema por dentro y que consume los restos de mi cordura. Prácticamente, me arranco la ropa
hasta quedar desnudo, y no me refiero tan solo de forma física.
Tessa separa las piernas en una invitación que no precisa de palabras y que no estoy
dispuesto a rechazar. A mi alrededor, no queda nada salvo ella. No hay arena, luna, estrellas ni
mar, y la brisa fresca que sopla tierra adentro apenas si consigue entibiarnos la piel. Todo
desaparece, y tan solo queda la chica de la que me he enamorado más allá de cualquier límite
razonable.
Alcanzo mis pantalones para extraer el preservativo que Teo ha deslizado en un bolsillo solo
para tomarme el pelo. Por una vez sus burlas resultan útiles. Desgarro el envoltorio. Mis manos
tiemblan mientras me lo pongo. Ni siquiera ahora me creo del todo lo que está sucediendo. Si es
un sueño, no quiero despertar. Jamás.
Tessa no aparta la mirada de mí. Me siento sobre mis piernas y la arrastro hasta que sus
nalgas reposan en mis muslos. Lo que sucede a continuación es casi mágico. Nuestras manos se
enlazan y ella se incorpora con mi ayuda, aceptándome por fin en su interior. Un gruñido
reverbera en mi pecho conforme la lleno por completo.
—Creo que eres mi cielo y mi infierno —confieso, al sentirla rodeándome.
Encajamos con una percepción absoluta, como si hubiéramos sido modelados en una única
pieza y separados después. Durante unos segundos ninguno de los dos se mueve, tan solo nos
observamos y nos sentimos formando parte del otro. Pero cuando Tessa alza las caderas para
dejarse caer nuevamente sobre mí, tengo que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no
correrme. La sujeto hasta que estoy seguro de haber recuperado el control.
—No te detengas, Zac. Por favor.
Escuchar mi nombre abandonando sus labios es más de lo que puedo resistir, pero ella ni
siquiera me da opción. Comienza a balancear las caderas de una forma deliciosa, una tortura tan
placentera que no puedo evitar jadear. Mis caderas salen a su encuentro, cada vez más profundo,
cada vez más rápido.
A partir de ese momento, el acto se convierte en una danza coordinada y frenética. El sudor
nos cubre la piel y nuestras bocas se buscan con la misma necesidad que nuestros cuerpos. Me
esfuerzo por continuar respirando y retrasar todo lo posible el clímax. No quiero que esto se
acabe.
No obstante, cuando las uñas de Tessa se hunden en mis hombros, su espalda se arquea y su
cabeza cae hacia atrás, soy consciente de que no hay marcha atrás. Me aferro a sus caderas y
empujo con más fuerza. Las paredes de su sexo se tensan en torno a mí y su propio orgasmo me
lanza de cabeza al jodido paraíso.
Temblando, la estrecho contra mi pecho, quizás con demasiada fuerza.
—Te quiero —murmuro, y las dos palabras abandonan por fin mi boca con una facilidad
inquietante.
Ella acaricia mis labios con la punta de los dedos para depositar luego un único beso sobre
ellos. No me planteo siquiera que responda. No espero nada, ya me ha dado más de lo que
imagina. Sin embargo, tras un breve instante, su boca se mueve contra la mía para decir:
—Te quiero, Zac.
La suavidad de su voz me acaricia los oídos y la sensación de plenitud que me embarga es
aún más intensa que la de hace un momento. Me ha entregado su cuerpo, y ahora me está
entregando su alma.
ZAC
HERMANOS

Permanecemos uno en brazos del otro durante no sé cuánto tiempo; acurrucados y en silencio. El
eco de nuestras palabras parece reverberar en el aire, mientras que los latidos de mi corazón se
tornan regulares y la respiración de Tessa acaricia suavemente mi cuello.
No sé quién de los dos está más sorprendido por todo lo que acaba de suceder, y con «todo»
no me refiero solo al hecho de haber mantenido relaciones sexuales. Lo que ha pasado ha sido
mucho más que eso, y ambos lo sabemos.
—Dilo otra vez, por favor —suplico, tomando su cara entre las manos.
Ella esboza una pequeña sonrisa y la felicidad que asoma a sus ojos me acelera de nuevo el
pulso.
—Te quiero. Me aterra, pero te quiero, Zac. —Hace una pausa—. Eres demasiado
maravilloso para no hacerlo.
—No tienes nada que temer, peque.
Acto seguido, cubro su rostro de besos hasta que consigo hacerla reír. Quiero ese sonido
presente cada día de mi vida, y comprenderlo me impulsa a redoblar la deliciosa tortura. Ella se
resiste entre carcajadas, aunque no se esfuerza en exceso por evitarlo.
Nos vestimos y regresamos a la zona del aparcamiento dando un paseo; mi brazo rodea su
cintura y su cuerpo se aprieta contra mi costado. Yo sonrío como un imbécil. No puedo evitarlo.
Creo que voy a seguir sonriendo así durante semanas. Me siento como un crío que acaba de besar
a su primera novia, y lo gracioso es que en realidad Tessa es mi primera novia de verdad.
Al aproximarnos a la autocaravana, se encarama a una de las rocas que bordean el límite de
de la playa. Riendo, salta sobre mí, y apenas si tengo tiempo de extender los brazos para
recibirla. Enrosca sus piernas en torno a mis caderas y se cuelga de mi cuello, como un pequeño
monito juguetón. Verla tan feliz hace que todo por lo que hemos pasado para llegar a este
momento haya merecido la pena.
Nos besamos mientras la mantengo pegada a mí y rodeo la autocaravana en dirección a la
entrada. Solo el eco de una tos forzada consigue que aparte los labios de ella.
—¿Qué demonios haces ahí tirado?
Teo está sentado en la tierra con las piernas estiradas frente a sí y la espalda reposando en el
chasis del vehículo.
Tessa resbala por mi cuerpo y se coloca a mi lado. Su mano se cierra sobre la mía.
—Marta quería que me metiera en la cama con ella —explica él con desgana, aunque no nos
mira—. Me he negado.
Tanto Tessa como yo soltamos una exclamación de sorpresa.
—Te has negado —repito, perplejo—. Refréscame la memoria. ¿No era eso lo que querías?
—Está borracha. No voy a aprovecharme de ella.
Tessa me miran busca de una respuesta que no puedo darle. No entiendo muy bien de qué
está hablando mi hermano.
—No sería la primera tía borracha con la que te acuestas —señalo, no con intención de
juzgar si está bien o mal que lo haga, sino por mera curiosidad.
Él levanta la vista y me observa con desagrado.
—Marta no es cualquier tía —afirma, malhumorado—. Es... una amiga.
Tessa se acuclilla frente a él y, sonriendo, le da un par de palmaditas en la pierna.
—Míralo —me dice—. Nuestro chico se nos hace mayor.
Teo resopla, molesto con la broma.
—Iros a la mierda. Los dos.
—Es que no es propio de ti, hermanito. Desaprovechar esa clase de oferta…
—Estaba demasiado borracha para saber lo que decía —insiste, poniéndose en pie y
sacudiéndose los pantalones.
Observo a Tessa negar con la cabeza y sé que está pensando lo mismo que yo. Marta no
había bebido lo suficiente como para no saber lo que hacía. He salido de fiesta muchas veces con
ella, y son necesarios más que unos pocos chupitos para que alcance esa nivel de ebriedad. Tiene
un aguante mayor que muchos tíos que conozco y que le doblan el tamaño. Aquí hay algo más.
Le hago un gesto a Tessa para que nos deje a solas. Ella se acerca a Teo, le susurra algo al
oído y le da un beso en la mejilla. Tras guiñarme un ojo, se pierde en el interior de la
autocaravana.
—¿Qué te ha dicho?
Mi hermano ladea la cabeza. Su expresión recobra el tono pícaro y embaucador habitual.
—¿Celoso? También me ha besado. —Golpeo sin fuerza su hombro—. Aunque teniendo en
cuenta los gemidos de hace un rato supongo que esta noche tú ganas, hermanito.
Mi sonrisa se desvanece.
—¿Nos has oído?
—Yo y cualquier bicho viviente en kilómetros a la redonda —se burla, ufano—. ¿Se puede
hacer lo que le has hecho para…?
Mi mirada de advertencia le hace detenerse antes de concluir la pregunta.
—Tessa se morirá de la vergüenza si se entera.
—No parecía avergonzada.
—Teo.
—Zac —replica él, consiguiendo que ponga los ojos en blanco—. Venga, no te cabrees. No
eres tú el que se ha quedado a dos velas.
Me cruzo de brazos, cada vez le entiendo menos.
—Porque has querido. —Reflexiono unos segundos—. Estás acojonado, ¿no? Te da miedo lo
que esa chica hace contigo.
Teo se yergue y compone una pose chulesca que podría tragarme si no fuera porque es mi
hermano y lo conozco muy bien.
—Estás jodido porque no quieres simplemente tirártela —prosigo, echando más leña al fuego
—. Quieres más.
Sé de lo que hablo. Sin embargo, él niega, y la confusión que refleja su rostro me da que
pensar. Tal vez ni siquiera sea consciente del problema real que Marta le causa. Quizás no
entiende lo que está pasando con ella. Ambos han ido siempre por libre y ninguno de los dos está
acostumbrado a marear mucho la perdiz cuando se trata de sexo. Saben lo que quieren y no
dudan en ir a por ello. Son tan iguales que da cierto miedo pensar cómo podría resultar una
relación entre ellos. Pero la cuestión es que tanto ella como él son incapaces de dar un paso
adelante, y estoy seguro de que a Marta también le interesa él, y mucho.
—No te pongas en plan psicoanalista.
—Tú lo hiciste conmigo —le recuerdo—. Además, soy tu hermano, tengo mis derechos.
Da una patada a la tierra y una piedra sale volando en dirección a la oscuridad. Puede que
Tessa tenga razón y Teo esté madurando, o puede que solo tenga miedo de lo que Marta le hace
sentir.
Suspiro.
—¿Te has enamorado de ella?
Frunce el ceño.
—Yo no soy como tú, Zac —repone, con la vista aún fija en el suelo—. No soy amable,
cortés, cariñoso ni educado. No me desvivo por nadie y me gusta que sea así. A las tías les mola
mi cuerpo y lo que sé hacer con él. Solo eso.
—Esa es una descripción pobre y triste de ti mismo, y lo sabes.
Se encoge de hombros y, ahora sí, alza la cabeza para enfrentarme.
—Es lo que hay.
«Ni de coña, hermanito».
Sé que no conseguiré nada con palabras. De los dos, Teo siempre ha sido el más cabezota a
pesar de que nunca se ha preocupado demasiado por nada.
—Venga, vamos a dormir —digo, empujándolo hacia la entrada.
Pero él no parece tener ninguna intención de dar la noche por terminada. Se aparta un lado y
señala la puerta.
—Ve tú. Puedes dormir con Tessa —añade, con un gesto socarrón que no consigue ocultar
del todo su tristeza.
—¿Dónde pretendes hacerlo tú?
No me contesta. Se limita a señalar la puerta con la barbilla.
Me meto en la autocaravana, pero salgo tan solo unos segundos después. Le muestro la
botella de ron y él sonríe.
—Beber no sirve de nada —apunta, y, sin embargo, me la arrebata de las manos.
—No tienes un plan mejor.
—Eres un capullo.
—Pero soy tu hermano. —Y ambos sabemos que no voy a dejarle solo.
Da un sorbo a la botella. La mueca de asco que aparece en su rostro no tiene precio.
—Esto es vomitivo —se queja—. Trae la coca cola al menos.
Me echo a reír, pero cedo a su exigencia. Regreso al interior, si bien, en esta ocasión,
permanezco dentro lo suficiente como para que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Alcanzo
a ver a Tessa en una de las camas, enrollada en una manta y con mi sudadera aún puesta. Debe
de haberse quedado dormida tan pronto como su cabeza tocó la almohada.
Voy hasta ella y le aparto un mechón de la cara. Es sencillamente preciosa.
No puedo culpar a Teo por tener miedo. Incluso ahora, también a mí me aterra la posibilidad
de que lo que estoy viviendo solo sea producto del breve paréntesis que hemos hecho en nuestra
rutina. No quiero pensar en lo que pasará cuando regresemos.
Me hago con dos vasos de plástico y una botella de refresco. Es una pena que olvidásemos
comprar hielo.
—Aquí tienes.
Le entrego un vaso a mi hermano y nos servimos una copa.
—Esto está mucho mejor —afirma, satisfecho, y se acomoda en la misma posición en la que
Tessa y yo le encontramos.
Me dejo caer a su lado. Alzo mi propia bebida en su dirección y él no duda en imitarme.
—Por los imposibles que dejan de serlo —propongo, sin pensarlo siquiera.
Él esboza una sonrisa falsa.
—Eso lo dices tú porque esta noche has follado.
Apenas ha terminado de hablar y ambos estallamos en carcajadas.
MÁS

Percibo un movimiento a mi lado y una mano se desliza por mi cadera con suavidad. Ruedo
sobre mí misma, enredándome aún más en la manta, y me doy de bruces con Zac. El habitáculo
está tan iluminado que entorno los ojos para observarlo. Su semblante está relajado. Mechones
de pelo rubio le acarician la frente y sus labios entreabiertos parecen reclamarme. Cuando quiero
darme cuenta estoy sonriendo como una estúpida.
Me incorporo con lentitud y me deshago de todo lo que me cubre, sudadera incluida. Echo un
rápido vistazo hacia el otro lado del habitáculo y me aseguro de que Marta y Teo continúan
durmiendo. Dos pares de pies asomando por el borde del colchón me lo confirman. Supongo que,
finalmente, Teo decidió que sí quería meterse en la cama de mi amiga.
—Ven aquí. —El brazo que me rodeaba me arrastra y me hace caer de espaldas. Debería
haber sabido que ya estaba despierto. Él siempre ha sido el madrugador—. ¿No serás de esas que
huyen a la mañana siguiente?
Los recuerdos de la noche anterior desfilan por mi mente de forma imparable.
¡Me he acostado con Zac! ¡Estamos juntos! Las dos frases se repiten sin cesar y una parte de
mí no termina de creérselo. Los labios de mi mejor amigo se encuentran ahora mismo
explorando mi cuello y mi clavícula; un dulce y delicioso recordatorio. La culpabilidad hace
amago de clavar sus garras en mí, pero me deshago de ella, aunque no antes de que le dé al
menos un pequeño mordisco a mi conciencia.
Me sorprende seguir pensando en Zac como mi mejor amigo y, de inmediato, me doy cuenta
de que no quiero que nada cambie en ese aspecto. Traspasar la línea de la amistad con Zac solo
ha conseguido que me sienta más unida a él, que adore todas sus facetas, su enternecedora
lealtad, su apasionada manera de hacerme el amor.
—Mmm… Solo llevas las bragas —murmura contra mi piel, cuando su mano se aventura a
descender por mi cuerpo y tropieza con la única prenda de ropa que no me he quitado—. Eso me
simplifica el trabajo.
Con rapidez, me coloca de lado y se aprieta contra mí. Su boca regresa a mi cuello y sus
dedos se cuelan sin pudor en mi ropa interior. Se me escapa un gemido en cuanto encuentra lo
que está buscando.
—No deberíamos —farfullo, aturdida por la excitación.
Mis caderas se mueven en contra de mi voluntad, rogándole que no se detenga, y es ese
mismo balanceo el que hace que mis nalgas se froten contra su erección. Lo siento duro y más
que dispuesto.
—Para, Zac. Tu hermano… Marta —jadeo, a duras penas—. Nos van a oír.
Pero él solo se detiene para cubrirnos con la manta.
—Seré silencioso —susurra, e introduce un dedo en mi interior.
«Yo no», pienso para mí, porque el placer de sus caricias ya ni siquiera me permiten hablar.
Si continúa, acabaré gritando y pidiéndole más.
Me muerdo el labio para contener los jadeos que luchan por escapar de mi garganta, mientras
un nudo se aprieta más y más fuerte en la parte baja de mi abdomen.
—Quiero follarte ahora, Tessa —gruñe contra mi oído, y vuelve a frotarse contra mí—. Lo
necesito.
Me trago el gemido de placer que me provocan esas palabras, impregnadas de un deseo tan
feroz que soy incapaz de negarme. Que sea tan directo no hace más que incrementar mi anhelo
de él. Yo también quiero sentirlo en mi interior.
Ni siquiera nos quitamos la ropa interior. Zac aparta la tela de mis grabas y se baja un poco el
bóxer hasta liberar su erección. Escucho el envoltorio de un preservativo rasgarse, lo cual me
hace reír. ¿Los habrá dejado junto a la cama?
Mis risas cesas de golpe cuando, sin mediar una sola palabra, me penetra desde atrás de un
solo movimiento y me llena por completo. Todo mi cuerpo se estremece con la embestida y a
punto estoy de llegar al orgasmo. Aplasto la cara contra la almohada para ahogar los jadeos.
—Adoro estar dentro de ti —afirma, muy bajito y con la respiración entrecortada.
Comienza a moverse de nuevo, entrando y saliendo de mí con deliberada lentitud,
aferrándose a mis caderas para controlar ese ritmo torturador que parece haberse impuesto.
—Más —gimoteo, ansiosa.
Sin embargo, Zac sale de mí. La sensación de vacío es devastadora, pero luego se desliza
sobre mi cuerpo para colocarse entre mis piernas. No tarda en hundirse en mí y llevarme al
límite. Su cuerpo se balancea adelante y atrás y su boca se estrella contra la mía. Sus
movimientos son tan sensuales que resultan abrumadores.
—No voy a poder alargar esto tanto como me gustaría —susurra, echando un vistazo por
encima de su hombro y dejando luego que su frente repose en la mía—. Te compensaré.
Me gustaría decirle que no es necesario. Ya estoy rozando el cielo con la punta de los dedos.
No obstante, me concentro en ahogar los gemidos. Acaricio los músculos de su espalda, tan
duros como el acero, y bajo las manos para clavar las uñas en sus nalgas. El gesto acelera sus
embestidas. Sus ojos se mantienen fijos en mí todo el tiempo, y arden con el mismo fuego
abrasador que me consume por dentro. Me arqueo para recibirle tan dentro como sea posible y él
responde besándome para acallar sus gruñidos.
—Quiero que te corras para mí —gime en mi boca, con la voz ronca por el deseo—. Dámelo
todo.
El orgasmo me sacude con tanta intensidad que le muerdo el hombro para no ponerme a
gritar y despertar a nuestros amigos. Él aprieta los dientes mientras yo me retuerzo de placer y
me muero de la vergüenza, todo al mismo tiempo. No puedo creer que le haya dado un mordisco.
Una, dos, tres feroces embestidas más y sus párpados caen por fin cuando alcanza su propio
clímax. Sin salir de mi interior, se derrumba sobre mí y me besa hasta que se ve obligado a
separarse para recuperar el aliento.
—Me has mordido —comenta, divertido, frotándose el hombro.
Compongo una expresión cargada de inocencia.
—¿Lo siento?
Él ríe muy bajito. Me pasa el pulgar por los labios y me besa una vez más, aunque esta vez es
apenas un roce.
—Eres tan perfecta que duele mirarte.
Me derrito tanto por su comentario como por la delicadeza con la que me abraza y me acuna
contra su pecho. Emplea su nariz para trazar un línea ascendente en mi cuello, inspirando
levemente.
—Puedes morderme, lamerme y chuparme cuanto quieras. Es más —bromea—, exijo que lo
hagas.
Mi sonrojo se difumina y la vergüenza desaparece. Me siento capaz de todo a su lado. No
solo en cuestión de sexo, aunque descubrir que encajamos tan bien incluso en ese aspecto hace
de mis sentimientos algo aún más maravilloso.
—Tomo buena nota —replico, y le planto un lametón en mitad de la cara.
—¡Tessa! —se queja él.
Me sujeta la cabeza a una distancia prudencial para que no repita la hazaña y los dos nos
morimos de risa.
—Vaya escándalo montáis. —Me incorporo para mirar a Marta, que a su vez tiene la vista
fija en el cuerpo que yace a su lado—. ¿Y este qué hace aquí? —añade, con un tono de voz
monocorde.
No sé si está muy enfadada o muy confusa. O ambas cosas tal vez.
Zac se pone en pie y me lanza una de sus camisetas. Me apresuro a vestirme con ella antes de
que Teo también se despierte. Si estalla una nueva de sus guerras, me gustaría no tener que salir
a la batalla con tan solo unas bragas.
—Anoche bebimos un poco —dice Zac, mientras se enfunda unas bermudas—. Tranquila, va
a tener una buena resaca como pago a nuestros excesos.
Marta no parece muy satisfecha. Su mirada va de uno a otro. Pone los ojos en blanco y se
deja caer sobre el colchón con un suspiro. Zac se inclina sobre mí y me da un beso.
—Me estoy muriendo de calor. Voy a darme un baño.
Deposita otro beso en mi sien y me guiña un ojo. En cuanto se marcha, Marta viene
corriendo y se mete en la cama conmigo.
—Sois como los putos osos amorosos —gruñe, y a mí me da por reír.
Sé que no lo dice en serio y que se alegra por mí. Probablemente, si no acabáramos de
despertarnos y tuviésemos las reservas de cafeína tan bajas, estaría dando saltitos de alegría a mi
alrededor.
—Sí, y tú eres el osito gruñón.
Nos enseñamos la lengua al mismo tiempo, y no nos queda otro remedio que reír.
—¿Café? —sugiero, y ella asiente.
Me muevo de puntillas por la autocaravana para no despertar a Teo. Marta, por el contrario,
parece estar esforzándose para hacer todo el ruido posible.
—Que se joda —replica, cuando le llamo la atención sobre ello.
—Si seguís en ese plan, vais a acabar mal.
Ella se encoge de hombros como si no le importase lo más mínimo el chico que dormita a
pocos pasos de nosotras, pero yo sé que no es así. Le tiro de la lengua hasta que me cuenta por
encima lo que sucedió la noche anterior, aunque ya tengo la versión de Teo. Ella lo relata
bastante ofendida, pero su resumen es que el hermano de Zac la rechazó sin darle ningún tipo de
explicación. La reacción a la defensiva de Marta no se hizo esperar y acabaron gritándose cosas
que ella ni siquiera recuerda.
—No quiero saber nada más de él —concluye, sin titubeos—. Es un gilipollas. Cuando
regresemos a Tenerife, no quiero volver a verlo.
Abro la boca para intentar suavizar su opinión sobre él, pero es el propio Teo el que le
contesta:
—El sentimiento es mutuo, rubita.
Marta ni siquiera lo mira. Se lanza al exterior más cabreada que nunca y sale dando un
portazo.
Resoplo antes de volverme hacia él.
—Ya deberías saber que no le gusta que la llamen así.
Pero Teo desecha mi comentario con un gesto desganado.
—No es mi problema.
AMIGOS

A partir de ese momento, las minivacaciones parecen destinadas a convertirse en un completo


desastre. Marta y Teo se niegan a dirigirse la palabra. Ambos bromean y se divierten con Zac y
conmigo, pero entre ellos es como si ni siquiera se vieran.
Nos trasladamos hasta Órzola para tomar el barco que une Lanzarote y La Graciosa. Teo ya
se había encargado de reservarnos una inmersión a la que, por mucho que Zac y yo insistimos,
Marta prefiere no apuntarse. Nos asegura que estará bien y que tomará el sol y se dará un baño
mientras nosotros buceamos en Montaña Amarilla, al suroeste de la isla.
No me entusiasma dejarla sola, y al final cedo solo porque Teo ha pagado ya por los cuatro,
aunque él no emite una sola queja cuando se entera de que Marta no va a acompañarnos.
Zac cree que deberíamos dejar que se las arreglen entre ellos.
—Son mayorcitos, Tessa, y tal vez solo necesitan darse algo de tiempo. Tampoco podemos
obligarlos a que se lleven bien.
No, no podemos obligarlos. Deberían ser capaces de solucionar sus problemas por sí mismos,
pero eso no impide que no me guste ver a dos personas a las que quiero ignorarse con tanto
ahínco. Casi los prefería cuando no dejaban de tirarse los trastos a la cabeza.
—Encontrarán su propio camino —agrega Zac, haciendo a un lado mi larga melena castaña
para besar mi hombro—, tal y como hemos hecho nosotros.
Nosotros. Hace semanas me hubiera reído de que existiera dicha posibilidad a pesar de que
ahora me doy cuenta de que mis sentimientos por él no se han forjado de la noche a la mañana.
Es curioso lo diferente que me hace sentir. Diferente en el buen sentido. Siempre que me mira es
como si lo que nos rodea se desvaneciera, como si solo me viera a mí. No solo eso, sino que
además su expresión deja bien claro que le gusta lo que ve. Zac me conoce mejor que nadie, le
he contado cosas que muy poca gente conoce, incluidos los errores de los que tanto me he
avergonzado durante todos estos años. Y, aun así, sus ojos me observan con inocencia y
adoración. Hace que me sienta única y especial, al menos para él. Y con eso me basta.
No deja de ser extraño estar con alguien que lo único que espera de ti son tus besos y
caricias, que solo quiere mantenerse a tu lado para que formes parte de su felicidad y para formar
parte de la tuya. Me doy cuenta de que quizás es ahora cuando esté descubriendo qué significa
querer a alguien de verdad, y ese hecho me hace replantearme un montón de circunstancias y
hechos por los que he tenido que pasar.
—¿Peque? —Los nudillos de Zac se deslizan por mi mejilla, y la caricia hace que me
estremezca—. ¿Estás bien?
—Sí, solo estaba pensando.
Él arquea las cejas y salta a la vista que siente curiosidad, pero no me hace más preguntas.
El día transcurre a cámara rápida. La inmersión resulta ser una auténtica maravilla. Nos
desplazamos por un veril con abundantes especies marinas, incluidas algunas langostas canarias
de buen tamaño. El monitor que nos acompaña se esfuerza por mostrarnos cada pequeño detalle
de la zona. Tanto es así que, cuando nos indica que debemos comenzar el ascenso, apenas
parecen haber transcurrido unos pocos minutos. Fuera del agua todos le agradecemos su labor y
prometemos volver en algún momento con el tiempo necesario para disfrutar de otros rincones
de este increíble lugar.
Durante la travesía de regreso a Lanzarote, tenemos la oportunidad de contemplar el
atardecer desde el barco. Zac y yo lo hacemos abrazados, mirando al horizonte sin decir ni una
palabra, encogidos de emoción por los recuerdos que vamos a llevarnos de esta escapada. Me
entristece ver a Marta y Teo sentados separados, también en silencio, pero por motivos diferentes
a lo nuestros. Incluso al llegar a puerto, cuando nos planteamos nuestras alternativas para cenar,
ninguno duda en exponer sus opiniones, pero lo hacen de tal forma que no parece que se estén
escuchando entre ellos.
—Esto es ridículo —le digo a Zac, mientras caminamos hacia la zona en la que hemos
dejado aparcada la autocaravana.
Él suspira y agita la cabeza.
Me siento mal por mis amigos y por él. Al fin y al cabo, estamos aquí para celebrar su
cumpleaños, y Teo es su hermano y Marta una amiga a la que sé que quiere mucho. La situación
le gusta tan poco como a mí.
—Al menos se están mostrando civilizados.
—Demasiado. Ese estoicismo no puede durar mucho, y cuando exploten será mucho peor.
Zac me aprieta contra su costado. Dejo que su aroma me llene la nariz. Su olor me relaja y
me excita al mismo tiempo.
—Lo mejor será hacer noche en Famara —nos dice Teo, colocándose a nuestro lado—. He
pensado en conducir hasta allí y luego preparar yo mismo algo de comida mejicana.
—¿Sabes cocinar? —exclamo, sorprendida. Lo más que le he visto hacer durante sus visitas
ha sido calentar pizza en el microondas.
Adopta una pose ofendida que resulta cómica.
—Por supuesto. Soy un chef de primera.
—Me parece bien —dice Zac, sin molestarse en refutar su afirmación. Quiero suponer que
porque es cierta—. ¿Le has preguntado a Marta?
—No me apetece.
Reprimo las ganas de darle una colleja.
—Os estáis comportando como dos críos.
Teo me dedica una sonrisa de suficiencia.
—Cada uno es lo que es —señala, y el sarcasmo impregna sus palabras.
—Teo —le advierte Zac.
—Hermanito.
Enlazo mi brazo en torno al de Teo y me adelanto con él antes de que acaben discutiendo.
Zac no se esfuerza para alcanzarnos.
—Sabes lo mucho que te aprecio.
—Pues fúgate conmigo —me interrumpe en un intento de desviar el tema, consciente de que
se avecina un sermón.
No puedo evitar echarme a reír.
—De fugarme con alguien, lo haría con tu hermano.
—No sabes lo que dices.
Apoyo la cabeza sobre su hombro y suspiro, haciendo acopio de paciencia.
—Teo, me preocupo por ti y también por Marta.
La sola mención del nombre de mi amiga le arranca un suspiro. Se deshace de mi brazo y su
expresión risueña y pícara desaparece.
—Déjalo estar, Tessa. No hay nada de lo que hablar.
Sus pasos se vuelven enérgicos y me veo obligada a andar más deprisa para no quedarme
atrás.
—Está bien, me meteré en mis propios asuntos, pero estoy aquí si quieres hablar.
Él asiente con la mirada fija en el suelo.
—¿Te gustan las fajitas? —pregunta un instante después, y de nuevo vuelve a ser el Teo de
siempre.
Me siento tentada de presionarlo para que hable, pero luego me doy cuenta de que no tengo
ningún derecho a hacerlo. Yo mejor que nadie sé que existen ocasiones en las que no se puede
obligar a la gente a abrirse o a aceptar ayuda. Comprendo lo mucho que debieron sufrir mis
amigos cuando me encerré en mí misma y no quise compartir con nadie mi dolor ni mis
preocupaciones.
En silencio, me prometo no volver a hacerles pasar por algo así.
—Sí, me encantan —admito, sonriéndole.
Levanto la mirada. Marta camina unos metros por delante. Espero tener luego algo más de
suerte con ella. Quiero ayudarlos, pero no sé cómo.
«El amor puede curar las heridas mil veces más rápido que el paso de los años. Pero para
ello... para ello tienes que dejar que te quieran». Eso fue lo que Zac me había dicho tan solo un
día antes. Me he esforzado por recordar, no solo lo que dijo, sino la mezcla de ternura y
desesperación con la que pronunció esa sencilla declaración. Temblé al escucharlo y también
sentí su voz colarse muy profundo en mi interior y agitar todas y cada una de mis emociones.
Pero además me hizo aceptar otro tipo de verdad. Marta, Teo y él, mis padres, las personas que
me quieren, son los que conseguirían que siguiera adelante, que mi corazón continuara luchando
y no se rindiera a pesar de que lo hubieran roto en cientos de pedazos.
La adoración que emana de los ojos de Zac, el apoyo incondicional de Marta, las carcajadas
que Teo me provoca con sus salidas de tono, el amor paciente e infinito que solo pueden mostrar
unos padres… Es ese tipo de amor el que sana las heridas, pero para ello hay que dejar que te
quieran; tienes que dejarlos estar a tu lado.
Quizás solo pueda sentarme junto a mis amigos y esperar a que me necesiten. Tal vez de eso
trate también la amistad, de estar ahí.
Me detengo sobre la acera, dándole tiempo a Zac para que llegue hasta mí. Aunque está
serio, sus ojos me sonríen, brillantes. Me cuelgo de su cuello y a punto estoy de hacerlo caer.
—Te quiero —le digo, en voz muy bajita, como si fuera un secreto entre él y yo.
Sus labios se curvan, desprendiéndose de forma instantánea del rictus severo que lo
acompañaba. Me acaricia el pelo y roza su boca con la mía.
—Me encanta oírtelo decir.
Me separo para continuar caminando, pero él sujeta mi mano. Durante un instante, nuestras
miradas se enredan.
—Yo también te quiero, peque.
FELIZ CUMPLEAÑOS

Una vez en La Caleta de Famara, pido algunas indicaciones a Zac y arrastro a Marta fuera de la
autocaravana. Tampoco es que oponga mucha resistencia. Creo que se muere por perder a Teo de
vista. Mientras los chicos preparan la cena, nosotras vamos a dar una vuelta. Es sábado por la
noche y, a pesar de la hora, nos cruzamos con bastante gente paseando.
—No empieces —me reprocha mi amiga, y eso que no he abierto la boca todavía.
—Solo quiero asegurarme de que estás bien.
Marta es la loca optimista y alegre de las dos. Que esté tan seria y malhumorada resulta
doblemente preocupante.
Suspira y se toma su tiempo para contestar.
—Estoy bien, se me pasará —dice al fin—. Es obvio que Teo y yo no congeniamos. Cuando
regresemos él se quedará aquí y listo.
—¿Es eso lo que quieres?
No me mira. Tiene la vista fija al frente mientras caminamos sin un rumbo concreto,
siguiendo la calle principal para no perdernos. No hay manera de que sepa qué es lo que pasa por
su mente.
—Es lo mejor. Él es solo una complicación y yo huyo de los líos, ya lo sabes.
Me río.
—Tú adoras las complicaciones, Marta.
Mi comentario le arranca una pequeña sonrisa, aunque no le llega a los ojos. Hace un gesto
con la mano para desechar el tema, y me obligo a no insistir. En algún momento cederá y me
hará partícipe de sus pensamientos.
Tal y como hice con Teo, entrelazo el brazo con el suyo. Le doy un apretón cariñoso para
hacerle saber que estoy aquí.
—¿Cómo van las cosas con Zac? —pregunta ella entonces.
Decido darle un buen cotilleo a pesar de saber que va a torturarme con ello. Tal vez eso
consiga alegrarla.
—Nos hemos acostado.
Se le abren los ojos como platos y su mandíbula se descuelga.
—¡¿Qué?! ¿Cuándo? ¿Cómo? No, no me respondas a eso último; el «cómo» me lo imagino
—parlotea de forma atropellada—. ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¿Estuvo bien?
Compongo una mueca maliciosa que ella me devuelve como si de un espejo se tratara.
—Fue bien, ¿eh? ¡Lo sabía!
Rompo a reír. Solo le falta empezar a zarandearme para arrancarme más detalles.
—Fue… —tomo aire, dotando al momento de mayor dramatismo—. Fue salvaje pero
delicado, intenso, romántico pero exigente. Abrumador. Me acariciaba como si fuera a romperme
y al instante siguiente…
Me detengo, cohibida. Ni siquiera sé cómo explicárselo. El sexo con Zac es diferente a como
lo había imaginado, pero a la vez es justo como creía que sería. Es ardiente y, sin embargo, cada
uno de sus roces desprende ternura.
—Es Zac —concluyo, como si eso pudiera explicarlo todo.
—¿Sabes la de veces que has empleado esa frase para responderme a alguna pregunta?
Alzo los hombros.
—Es que es él.
Su mirada adquiere un matiz de comprensión.
—¿Es él? —pregunta, y ambas sabemos a qué se refiere.
—Tal vez yo no sea ella —contestó. Marta sacude la cabeza—. ¿Y si lo defraudo?
Pero ella sigue negando. Se sitúa frente a mí para cortarme el paso.
—Nunca podrás defraudarlo, Tessa —señala, con firmeza—, porque Zac te quiere por lo que
eres. No aspira a que actúes de forma diferente o que finjas ser otra persona. Te ha conocido en
tus momentos más bajos y aun así se ha quedado a tu lado. Tú solo tienes que ser tú, y él va a
seguir adorándote.
Se me humedecen los ojos al escucharla. Me resulta complicado luchar contra la insidiosa
emoción que Álex dejó tras de sí. No ser merecedora de alguien, no merecer ser feliz. No resultar
suficiente. A veces, aún tengo que recordarme que no tenía razón. Que los errores que cometí no
definen a la Tessa que soy ahora.
—Gracias —murmuro, conmovida.
Marta me estrecha con tanta fuerza que casi no puedo respirar.
—¿Te das cuenta de que ahora vais a poder retozar a lo bestia por toda la casa?
Caigo en la cuenta de algo en lo que no había pensado: voy a vivir con mi novio.
Se me escapa un risita nerviosa, no sé si por la parte en la que comparto piso con Zac o
porque no termino de acostumbrarme a referirme a él como tal.
La charla prosigue de manera animada, centrándose sobre todo en Zac y en mí. No
regresamos a la autocaravana hasta que recibo un mensaje en el móvil avisando de que la cena
está lista. Para mi sorpresa, resulta que Teo sí que sabe cocinar, o al menos preparar fajitas de
carne y un guacamole delicioso.
Tras la cena, desciendo del vehículo para estirar las piernas. Zac y Marta se han empeñado en
recoger ellos y Teo se ha escapado casi antes de que terminásemos. Deambula a pocos metros,
hablando por teléfono mientras va de un lado a otro de la calle. Parece nervioso.
A pesar de que no hemos aparcado enfrente de la playa, el sonido del oleaje ha llegado hasta
mí en cuanto he puesto un pie fuera. Me arrebujo dentro de la sudadera que le he robado a Zac y
su olor se entremezcla con el aroma a sal que flota en el ambiente. Me animo a atravesar la calle
y acercarme hasta un banco con vistas al mar. Tomo asiento en el respaldo.
Zac no tarda mucho en aparecer. Me abraza desde atrás, enroscando sus brazos en torno a mi
cintura y apoyando la barbilla sobre mi hombro. Permanecemos en silencio durante un rato,
mecidos por el murmullo de las olas y disfrutando de las estrellas que relucen sobre nuestras
cabezas.
Mis manos buscan las suyas y nuestros dedos se entrelazan. Me besa en la sien antes de
preguntar:
—¿Estás bien?
—Sí —contesto por inercia, y luego dejo escapar un suspiro—. No tengo ganas de regresar.
—Yo tampoco. Incluso con el desastre de esos dos —señala, refiriéndose a nuestros amigos
—, este cumpleaños está siendo, con diferencia, el mejor.
Me pregunto si debería decirle lo que he estado callando desde que salimos de Tenerife. No
es que vaya a mentirle al respecto, pero no quiero que se preocupe de nada, al menos hasta que
no quede más remedio y volvamos a casa, y menos aún sacar el tema de Álex. Supongo que no
hay diferencia entre contárselo ahora y esperar un día más.
—Mañana he quedado en que comeríamos todos en casa de mis padres antes de irnos al
aeropuerto —comenta él, soltándome para sentarse a mi lado—. Quieren verme y felicitarme por
mi cumpleaños.
Sabía que Zac había hablado con sus padres antes de venir y contaba con hacerles una visita.
No tienen una relación demasiado estrecha, pero, según me contó Teo, han comprado una tarta
para celebrar el día de su hijo mayor. Zac no suele hablar mucho de ellos y siempre que le he
preguntado me ha dicho que, en realidad, no hay nada que contar. Para mí es extraño, dado que
mis padres y yo estamos muy unidos, pero entiendo que no todas las familias son como la mía.
—Ya es más de medianoche —digo, sonriendo. Me traslado del banco a sus rodillas y él me
acomoda en su regazo—. Feliz cumpleaños.
Enredo los dedos en su pelo y cubro su boca con la mía. Lo saboreo con calma mientras
nuestras lenguas se acarician. Durante varios minutos nos entregamos al sencillo placer que
representan nuestros besos, a su calidez, al deseo impregnado en ellos. Yo gimo, él jadea.
Cuando queremos darnos cuenta, nos estamos devorando, empujados por una necesidad del otro
que no creo que llegue a saciarse nunca. No por mi parte.
—¿Va a ser siempre así? —pregunto, tras separarme para recuperar el aliento.
Su pecho se mueve arriba y abajo con idéntico frenesí, y sus labios se curvan de forma
seductora.
—Llevo casi dos años reprimiendo las ganas de besarte —murmura, con un tono tan sensual
que hace que me tiemblen las piernas—, y ni siquiera en ese tiempo he podido mantener las
manos apartadas de ti. No me culpes si a partir de ahora aprovecho cada jodida oportunidad que
tenga para tocarte.
Su vehemencia me arranca una carcajada y despierta mi excitación.
—Me parece bien —río, buscando la piel de su cuello.
Le doy un mordisco suave y casi me parece escucharlo ronronear.
—Me pones demasiado cachondo, Tessa —admite sin pudor, y eso solo consigue
incrementar el calor que ha empezado a abrasarme las entrañas.
Deslizo la mano bajo el borde de su camiseta y le acaricio el abdomen con la punta de los
dedos. Él vuelve a jadear.
—¿Te das cuenta de que estamos en plena calle?
—Mmm… —Es todo cuanto sale de su garganta.
Tiene los ojos cerrados y parece totalmente concentrado en el roce de nuestros cuerpos. No
los abre hasta que balanceo las caderas, frotándome contra una más que evidente erección.
—Eso es lo único que te salva —gruñe, agarrándome para detenerme—. Para o no respondo
de mis actos.
A punto estoy de sucumbir a la tentación y torturarlo un poco más.
—Está bien, me portaré bien.
Él gimotea.
Me obligo a ponerme en pie y tomar distancia, o acabarán deteniéndonos por escándalo
público. Él tarda algo más en seguirme y, juntos, regresamos al vehículo.
La tensión entre Marta y Teo reaparece cuando llega el momento de irnos a dormir. Una cosa
es que se ignoren de forma cortés y otra muy distinta que vayan a meterse en la misma cama.
—Dormiré contigo —le digo a Marta, antes de que nadie abra la boca al respecto.
Mi amiga hace un mueca de disgusto y mira de soslayo a Zac. Sé lo que piensa, pero no me
importa; tendré muchas noches para compartir con él a partir de ahora.
Por curioso que resulte, todos acceden al arreglo, pero nadie parece contento con ello, Teo y
Marta incluidos. Él pasa a mi lado farfullando en voz baja y mi amiga luce más apagada que
nunca, no hay rastro de su buen humor habitual.
Tal vez sea solo mi propia percepción, pero creo que nadie conseguirá dormir demasiado
bien esta noche.
ABANDONADOS

—Despierta, peque.
Abro un ojo y me encuentro a Zac inclinado sobre mí, despeinado y con una sonrisa
maravillosa bailando en sus labios. Sus ojos brillan de emoción. No entiendo cómo es posible
que tenga tan buen aspecto por la mañana.
Me tiende un taza de café humeante y yo lo adoro un poco más si cabe.
—Tienes que ver esto.
Apenas si me permite cambiarme la camiseta y, aún con los pantalones del pijama, me
arrastra al exterior sin compasión. Él tan solo viste un pantalón de deporte. Me apuesto una mano
a que lleva un buen rato en pie e incluso ha salido a correr.
Mientras camino tras él, mis ojos descienden por los músculos de su espalda hasta alcanzar la
curva de su magnífico trasero.
—¿A qué es bonito?
—Y tanto —farfullo, cuando se gira y mi vista tropieza con los cuadraditos de la tableta que
tiene por abdomen. Es muy posible que se me esté cayendo la baba.
Zac rompe a reír.
—¿Me estás mirando el paquete?
—¡No, por Dios! —exclamo, alzando la mirada—. Un poco más arriba tal vez —admito, con
una inmensa sonrisa.
Él agita la cabeza. Me toma de la barbilla y gira mi cabeza.
—No es que me importe que me mires, pero eso era lo que quería que vieras.
Mientras yo lo devoraba sin vergüenza alguna, Zac me ha traído hasta el mismo banco de
anoche. Desde el lugar, a plena luz del día, se puede contemplar la playa de Famara. La marea
está baja y el agua ha formado extensos charcos sobre la orilla que reflejan los rayos del sol y los
convierten prácticamente en espejos. Apenas si se alcanza a ver unos pocos bañistas repartidos a
lo largo de sus casi seis kilómetros de arena clara.
—Es precioso.
—Es una pena que no podamos quedarnos hoy —comenta Zac—, me encantaría que
pudieras contemplar el atardecer desde aquí. Es algo que todos deberían ver al menos una vez en
la vida.
Me cuelo bajo su brazo, buscando el contacto de su piel, anhelándolo incluso cuando está a
mi lado. Me encanta que sepa apreciar la belleza de cualquier lugar y que sea capaz de
maravillarse de esta forma. Si no estuviera enamorada ya de él, estoy segura de que caería
rendida a sus pies.
—Tendrás que volver a traerme.
Él sonríe.
—Dalo por hecho —promete, y el brillo de sus ojos parece hacerse aún más intenso—. Y
ahora vamos a desayunar y a ponernos el bañador, quiero que aprovechemos la mañana antes de
ir a Playa Blanca.
Retomamos mis clases de surf y esta vez también Marta se anima a probar suerte. Teo, por el
contrario, ni siquiera saca su tabla de la autocaravana. Pasa las horas en la arena, colgado del
móvil, y en un momento dado nos informa de que no podremos estar mucho tiempo en casa de
sus padres porque tiene que llevarnos algo más pronto al aeropuerto.
—¿Ha pasado algo? —le pregunto a Zac.
Él se encoge de hombros y frunce el ceño sin apartar la vista de su hermano.
—No tengo ni idea. Le he preguntado, pero dice que va todo bien. Que le ha surgido algo —
añade, y ni siquiera él parece creérselo.
Aunque Teo apenas esté presente, tratamos de pasarlo lo mejor posible. Marta y yo le
cantamos cumpleaños feliz a Zac a voz en grito, en plena playa, y él se sonroja por la vergüenza
de una forma adorable. Mi amiga y yo nos turnamos con la tabla. Él demuestra no poca paciencia
con ambas. Tampoco perdemos la oportunidad de hacer el tonto, lo cual provoca que, más de una
vez, acabemos siendo revolcadas por las olas.
Poco antes del mediodía, compramos unos bocadillos para comer de camino al pueblo donde
viven los padres de Zac y Teo. Es la primera vez que voy a encontrarme con su familia siendo
más que una amiga. Cuando lo interrogo acerca de si piensa contarles lo nuestro, no parece
albergar excesiva ilusión al respecto.
—No creo que les interese. —Es toda su respuesta.
Hay un matiz de tristeza en su voz. Zac no suele mostrarse triste a menudo, es una de las
personas más positivas y enérgicas que conozco, siempre dispuesto a ver el vaso a rebosar. Lo
abrazo y cambio de tema de inmediato. Paso el resto del trayecto intentando hacerlo reír con mis
payasadas. Poco a poco, él se va relajando y la pena es sustituida por carcajadas sinceras que
hacen que se me encoja el corazón de felicidad.
Una vez en el pueblo, nos dirigimos directamente a la casa de sus padres. Es una vivienda de
dos plantas pintada de blanco y con molduras de madera en puertas y ventanas, situada muy
cerca del paseo marítimo. Mientras que sus padres ocupan la planta baja, la superior tiene una
entrada individual y es la residencia actual de Teo.
Apenas si vamos a tener tiempo de saludar, comernos la tarta y salir corriendo hacia el
aeropuerto. Se supone que Teo los había avisado del cambio de planes, pero muy pronto nos
damos cuenta de que no es así.
—¿Cómo que ya habéis comido? —suelta su madre tras los saludos pertinentes.
Es una mujer de edad avanzada y con un rictus serio que mantiene su ceño fruncido de
manera perpetua. Su padre parece aún mayor y tampoco se queda atrás en cuanto a severidad.
Me saluda con un gesto de cabeza, tal y como ha hecho otras veces, y su madre me dedica un
sonrisa tensa. A Marta apenas la miran y eso que es la novedad del grupo.
—No he podido avisarte —suelta Teo, acercándose para darle un abrazo rápido.
Zac repite el gesto. El padre, por su lado, no muestra con sus hijos un cariño mayor del que
ha empleado conmigo. Ni siquiera tenemos oportunidad de cantar antes de que sople las velas.
La escena resulta tan deprimente que me enfado conmigo misma por no haber pensado que algo
así podía suceder.
—¿Estás cumpliendo con tus estudios? —pregunta su padre, y esa es su única muestra de
interés hacia la vida de su hijo en Tenerife.
Zac responde afirmativamente.
Nadie parece dispuesto a quedarse más de lo necesario. Apenas media hora después, Teo nos
urge para que nos despidamos y salgamos rumbo al aeropuerto. Quedan varias horas para nuestro
vuelo, pero él insiste en que luego no podrá llevarnos.
«Ha surgido algo», es lo único que repite.
Zac lo observa con una mezcla de curiosidad y preocupación. No me pasa desapercibido que,
de camino a la autocaravana, nos deja a Marta y a mí atrás para hablar con él. Tal vez sea capaz
de sacarle algo más.
—¿Está más imbécil de lo normal o me lo parece a mí? —comenta mi amiga, pero acto
seguido levanta las manos y niega—. Mira, no quiero saberlo.
—Sí que quieres —le reprocho, porque sé que es verdad—. Es tu amigo y te preocupas por
él.
Ella sigue agitando la cabeza en una negativa.
—Míralo, demasiado ocupado incluso para darle a su hermano el regalo que le hemos
comprado.
—Por cierto, ¿qué es?
Lo han mantenido en secreto y no me lo han contado ni siquiera a mí.
—Lo verás cuando ese mamarracho se decida a entregárselo.
Teo nos abandona en el aeropuerto. Apenas si nos da tiempo a coger nuestras cosas y
bajarnos de la autocaravana. Dice que aún debe devolverla antes de poder ir a dónde demonios
sea que se dirige. Marta, bastante cabreada y sin mostrar ningún remordimiento, se pone a
rebuscar en la mochila de Teo y saca un sobre blanco. Antes de descender, le lanza una mirada
tan afilada que él no abre la boca ni para decir «adiós».
—Eres un capullo egoísta y cabrón —grita desde el exterior, y se marcha muy digna en
dirección a la terminal.
No mira atrás ni una sola vez.
Yo, en cambio, trato de ser algo más comedida aunque también estoy enfadada.
—Si necesitas hablar… —digo, repitiendo mi oferta de escucharlo por si lo necesita.
—Estoy bien.
Desciendo para permitir que Zac se despida de él con cierta intimidad y, cuando se reúne con
nosotras, no menciona una sola palabra de lo que acaba de suceder, así que me obligo a
preguntar:
—¿Se puede saber qué le pasa? Esto no es solo por Marta, ¿verdad?
—No tengo ni la menor idea —replica, con evidente preocupación—. Y no, no creo que sea
por ella.
Nuestra pequeña escapada para celebrar su cumpleaños finaliza con una sensación agridulce.
Tal vez a eso se deba el silencio que nos acompaña las horas siguientes, durante el vuelo y en el
taxi de regreso a casa. En mi caso, además, no puedo dejar de pensar en cómo voy a decirle a
Zac que tengo que ver a Álex de nuevo.
Lo primero que hago al entrar en nuestro piso es tomar del mueble de la entrada el colgante
que Zac me regaló. No he querido llevarlo al viaje porque me daba pánico perderlo, y he notado
la ausencia de su peso en torno a mi cuello durante todo el fin de semana. Al contemplar el
grabado de la libélula y el movimiento de las manecillas del reloj, me pregunto si estaré
alcanzando la luz al final de mi particular túnel. Si las cosas comenzarán a marchar mejor a partir
de ahora, aunque aún haya ciertos temas pendientes que continúan lastrando mi corazón.
Zac deja caer la mochila en el suelo a pesar de que es un maniático del orden. Supongo que
estamos demasiado cansados. Creo que mis energías solo me permitirán darme una ducha rápida
y fundirme con el colchón de mi cama.
—Mañana iré a buscar a Verne —comenta Zac, rotando el cuello para desentumecer los
músculos.
Al plantearnos la escapada, pensamos en dejar a nuestro cachorrillo con mis padres, pero
finalmente Marcos nos dijo que no le suponía ningún problema cuidar de él y preferimos no
tener que llevarlo hasta el sur de la isla. Mañana Zac podrá ir a por él en un momento.
—Lo he echado de menos. La próxima vez podríamos llevarlo con nosotros.
—Hubiera preferido sus ladridos a los de Marta y Teo —comenta Zac.
Su rostro refleja una clara inquietud además de agotamiento. Me acerco a él y paso mis
brazos en torno a su cintura, y él me recibe con un suspiro y me estrecha contra su pecho. Su piel
mantiene ese olor tan característico del que ha pasado horas y horas en la playa. Cierro los ojos y
evoco las imágenes de un fin de semana que recordaré siempre.
Las manos de Zac descienden buscando el final de mi espalda y me empuja muy despacio
hasta que me acorrala contra la puerta de entrada.
—Al fin solos.
Me da un beso y luego otro, y otro, y otro. Cada vez más largos y más profundos. Mientras se
deshace de mi chaqueta, sus labios recorren mi mandíbula, mi cuello, la piel de mi hombro, y de
repente su cansancio desaparece y su mirada desprende tanta lujuria que no puedo evitar
estremecerme de anticipación. Sus dedos repasan cada centímetro de piel para luego ser
sustituidos por su boca. La sensación es deliciosa.
Tira del cuello de su camiseta y se la saca por la cabeza, dejando a la vista un torso
bronceado y sin vello. Se me hace la boca agua.
—Fuera —indica, agarrando el borde de mi blusa.
La prenda vuela en décimas de segundos.
Sus manos me acarician sin descanso, repasan el borde de mi sujetador y dos de sus dedos se
cuelan dentro de la copa. El simple roce de estos con mi pezón envía miles de descargas por todo
mi cuerpo, y la sensación de placer adquiere aún más intensidad cuando son sustituidos por la
punta de su lengua.
—¿Demasiado cansada para esto? —pregunta, apretándose contra mí.
Su dureza empuja contra la parte baja de mi abdomen y yo niego, excitada y tan preparada
para él que tengo que esforzarme para no arrancarle los pantalones en este mismo instante.
—¿Y tú?
Sonrió porque ya sé la respuesta.
—Nunca estaré demasiado cansado para ti —replica, con la voz rota por el deseo—. ¿Sabes
la de veces que te he visto con un vestido y he imaginado que hacía esto?
Sus manos pasan de mi pecho a mis muslos y ascienden milímetro a milímetro, colándose
bajo mi falda y abrasando la piel a su paso. Enrolla los dedos en el elástico de mis bragas y se
arrodilla frente a mí para tirar de ellas hacia abajo. La lentitud de sus movimientos es
exasperante, una auténtica tortura.
Su lengua me saborea con delicadeza, arrancándome gemidos hasta que el placer resulta casi
doloroso. La urgencia por fundirnos en uno es tan apremiante que no llegamos a la cama, ni tan
siquiera al sillón. Zac entreabre mis piernas y me posee aquí mismo, de pie y apoyándose en la
puerta. Embistiendo sin descanso mientras le clavo las uñas en la espalda para que no se detenga.
Sus jadeos se entremezclan con los míos y el aire se empapa de nosotros, de la sal y el sudor de
nuestras pieles, de la intensa necesidad de ser uno. Alcanzamos el clímax casi a la vez, sin dejar
de besarnos a pesar de que nos falta el aliento, y murmurando palabras de amor que apenas
alcanzamos a pronunciar.
Compartimos la ducha, bien merecida, y luego nos metemos en la cama sin haber probado
bocado, exhaustos pero satisfechos. Y mientras me invade la reconfortante placidez de
encontrarme a su lado bajo las mantas, me recuerdo que hay algo que debo decirle.
«Mañana», pienso para mí, justo antes de quedarme dormida.
MI CHICA

El viernes a la hora de la comida, Zac me sorprende apareciendo en el campus de Guajara. La


llovizna que lleva cayendo durante toda la mañana no nos permite tumbarnos en el césped, por lo
que tras el almuerzo optamos por continuar refugiados en la cafetería.
—¿No creerás que he olvidado tu regalo?
—Ya tengo mi regalo —asegura Zac, robándome un beso.
La semana ha transcurrido con una rapidez pasmosa. Marzo está a punto de terminar y el
final del curso académico se cierne implacable sobre nosotros.
—Me han llamado esta mañana para decirme que mi encargo estaba listo —digo, solo para
picarlo.
Hemos quedado en salir a celebrar su cumpleaños de nuevo esta noche, dado que lo de
Lanzarote no resultó como pensábamos. Marta también le dará el regalo que le compraron Teo y
ella, aunque Teo ha dicho que le era imposible venir.
—¿Se puede saber qué locura has cometido?
—La de estar contigo —me burlo, provocándolo.
El móvil vibra en mi bolso con la llegada de un mensaje, pero lo ignoro, concentrada en la
expresión risueña de Zac.
—No puedes llegar a casa antes de las… —hago una pausa para calcular mentalmente el
tiempo que necesito—. Sobre las ocho creo que va bien.
Entrecierra los párpados, pero sonríe. Alarga la mano sobre la mesa y se pone a juguetear con
mis dedos.
—Saldré a correr si no llueve, y de paso me llevaré a Verne.
—Perfecto.
Esa tarde, Zac aparece por casa a las ocho y media, sudoroso e impaciente. Sus labios se
deleitan con los míos durante unos instantes hasta que Verne se acerca a mí moviendo la cola y
exigiendo también parte de mi atención.
—Vas a tener que esperar un poco más por tu regalo —digo. Él amaga un puchero—. Lo
tendrás esta noche, prometido.
—No tenías que molestarte, peque. Tenerte ya es suficiente regalo para mí.
Lo dice con tanta sinceridad que no dudo de sus palabras, y no puedo evitar derretirme bajo
su atenta mirada.
Reclama una vez más mi boca, aunque mantiene su cuerpo a distancia.
—Voy a darme una ducha —comenta, deshaciéndose de la sudadera. Bajo ella, lleva una
camiseta sin mangas que deja a la vista sus magníficos bíceps y que es lo siguiente en
desaparecer—. He quedado con los demás sobre las diez.
—Hay que pasar a buscar a Marta —atino a recordarle, perdida en la observación de su torso.
—Si sigues mirándome así dudo que abandonemos el dormitorio para ir a ningún lado.
Suelto una carcajada, pero aun así tomo a Verne en brazos para evitar la tentación.
—Demasiada piel expuesta. ¡Tápate un poco anda! —me burlo, lanzándole su propia
camiseta.
Él la caza al vuelo. La curva de sus labios se vuelve más y más sensual, y sus hoyuelos se
acentúan. No me privo de echar un vistazo a la cinturilla del pantalón de deporte negro, baja más
allá de lo decente. La marcada V de su abdomen me llama a gritos, y tengo que realizar un
esfuerzo considerable para no sucumbir y trazar las líneas de sus músculos con los dedos. O,
mejor aún, con la boca.
—No te quejes —replica, satisfecho por el modo en que mis ojos lo están devorando—. Te
encanta que me pasee medio desnudo por la casa.
Le saco la lengua, aunque en realidad tiene razón.
—Mira que eres creído.
—Solo contigo. Me encanta ver ese deseo en tu mirada.
Avanza un par de pasos en mi dirección.
—Ni se te ocurra —le advierto.
«Sí, por favor», gime mi mente.
—Una ducha. Tú y yo. Piénsalo.
Me guiña un ojo antes de dar media vuelta y perderse por el pasillo.
Alzo a Verne y el cachorrillo me observa con esa particular expresión tristona que he
aprendido a adorar.
—Yo ya me he duchado —le digo a Verne, resistiéndome a ir tras Zac.
Él me contesta con dos agudos ladridos.
«Bah, a quién quiero engañar».
Coloco al cachorro sobre el sofá y me falta tiempo para aventurarme en dirección al baño. Mi
ropa va cayendo tras de mí y, para cuando abro la puerta, ya estoy tan desnuda como Zac. La
expresión divertida que me dedica se transforma en lujuria en décimas de segundo. Ambos
sabemos que llegaremos tarde.
Rato después, en mi teléfono se acumulan varias llamadas perdidas. Las reviso de un solo
vistazo y compruebo que dos de ellas son de Álex. Ha estado llamándome toda la semana. Le
hice una promesa que tengo que cumplir, ya no por él, sino por mí misma. No he sido capaz de
encontrar el momento para hablar con Zac de ello a pesar de saber que, si existe alguien capaz de
comprenderme, es precisamente él.
Tecleo a toda prisa.
«Hoy no».
Me dispongo a terminar de arreglarme mientras Zac hace lo mismo en su habitación. No
quiero pensar en Álex, pero tampoco quiero engañarme creyendo que no va a afectarme cuando
lo tenga de nuevo frente a mí. Puede que sea lo que me ha llevado a darle largas. La sola idea de
que sea así consigue enfurecerme conmigo misma.
—Estás realmente preciosa.
Giro para encontrarme a Zac apoyado en el marco de la puerta, observándome embelesado.
Su expresión trae a mi memoria lo que me dijo mi madre acerca de él: «Ese muchacho te mira
como si pudiera hallar cualquier cosa que necesitase en el fondo de tus ojos».
En este instante, no podría estar más de acuerdo.
—¿Lista para hacerlo oficial? —pregunta sin apartar sus ojos de mí.
La celebración será una sencilla reunión con algunos amigos y compañeros de facultad de
Zac, pero ya ha alardeado de que pensaba asistir con su chica, así que está va a ser nuestra
primera salida después de empezar a salir juntos.
Asiento, no sin antes fijarme en que se ha vestido de negro riguroso. Ha elegido unos
vaqueros y un sencillo jersey con el cuello en pico. Las prendas envuelven su cuerpo como si las
hubieran realizado pensando expresamente en él. Como únicos complementos luce su
maravillosa sonrisa y su clásico despeinado que le da un aire de chico travieso y encantador.
—Tú tampoco estás nada mal. —Ladeo la cabeza, pensativa—. ¿Sabes eso que me has hecho
antes en la ducha?
Suelta una carcajada y asiente.
—Quiero que repitamos a la vuelta.
Hace un gesto afirmativo y, como un auténtico caballero, me ofrece su brazo.
—¿Te he dicho ya lo jodidamente perfecta que eres?
Quizás no excesivamente cauto con las palabras, pero sin duda un caballero.

—Espera aquí con Marta.


Zac no tiene ni idea de lo que me traigo entre manos. Sin embargo, cede a mis exigencias y
permanece en el exterior del bar. Hago un rápido reconocimiento y doy con varios de sus
compañeros, pero no encuentro a Marcos por ningún lado. Se supone que tenía que estar ya aquí
con mi regalo para Zac. Ahora lo descubrirá en cuanto entre por la puerta.
—¿Has visto a Marcos? —pregunto a uno de los camareros.
—Esta noche no trabaja —replica, con sorna.
Por cómo me mira, debe creer que soy una clienta que se ha colado por su compañero de
trabajo o algo por el estilo. Ni siquiera me molesto en sacarlo de su error.
—Lo sé, pero habíamos quedado aquí.
El tipo tan solo se encoge de hombros. Echo un último vistazo, sin éxito, y me asomo a la
entrada.
—Venga, entrad ya.
Marta se apresura a internarse en el local. Las noches de La Laguna continúan siendo lo
suficientemente frías como para que los tres hayamos cargado con una chaqueta. Marta y yo
hemos descartado ir de corto y hemos optado por unos pitillos, cansadas de las bajas
temperaturas de estos últimos días, aunque hayamos arriesgado un poco más en la parte superior.
Marta lleva un palabra de honor del mismo tono rojo que sus labios y yo me he decantado por
una blusa semitransparente que deja al aire uno de mis hombros.
—Algunos de tus amigos ya han llegado —comento con Zac, señalando la mesa en la que los
he visto.
El grupo, de entre diez y doce personas, está formado únicamente por chicos.
—¿Qué pasa? —me dice Marta al oído, conforme nos vamos acercando—. ¿Que el único que
está bueno en Física es Zac?
A mis ojos, él es sin duda el más guapo de todos, pero hay al menos dos que están de muy
buen ver. Sospecho que el problema de Marta no son ellos, sino un atractivo y descarado rubiales
que se encuentra a varias islas de distancia.
A nuestro regreso de Lanzarote, mi amiga dio por zanjado el tema de Teo con un sencillo «se
acabó». No admitió discusión al respecto y tampoco quise presionarla. Por ahora me estoy
limitando a estar a su lado y observar. Si me necesita, ahí estaré.
—El moreno con la camisa gris no está mal.
Ella hace una mueca.
No hago más comentarios. Estamos ya demasiado cerca de la mesa. Zac hace las
presentaciones de rigor, mencionando en primer lugar los nombres de los chicos. Y yo, que no
soy capaz de recordar ni lo que he almorzado hace unas horas, los borro de mi mente en el acto.
Luego prosigue con los nuestros.
—Ella es Marta y esta es Tessa, mi chica.
Reprimo la risa por temor a quedar como una loca. Él me pasa un brazo por la cintura y se
inclina sobre mi oído.
—Llevo siglos esperando poder decir eso —susurra, con tanta dulzura que no puedo evitar
buscar sus labios.
Marcos tarda una hora más en llegar y, cuando lo hace, aparece vestido con un bañador,
chanclas y una camiseta que ha visto tiempos mejores. Pero lo más llamativo es la tabla de surf
adornada con un gran lazo con la que atraviesa todo el local para llegar hasta nosotros. ¡Viva la
discreción!
A Zac se le iluminan los ojos en cuanto la ve.
—¡Sorpresa! —grito, porque no hay manera de ocultárselo. Su amigo y yo llevamos
conspirando sobre ello durante semanas—. La han hecho a medida para ti. Marcos me dijo que
sabía exactamente cómo querías que fuera.
El aludido se coloca ante nosotros y planta la tabla frente a sus narices.
—¿Te has ido a probarla o qué? —le reprocho, mientras Zac observa su regalo fascinado,
recorriendo el contorno con la punta de dedos, como si no se atreviese a cogerla.
Marcos resopla y le obliga a sujetarla.
—Acaban de terminarla. Yo solo… me he entretenido mientras estaba lista y luego no he
tenido tiempo de cambiarme —explica, encogiéndose de hombros. Supongo que por eso no
respondía a mis mensajes, estaba cogiendo olas—. Gracias, oh, gran Marcos —añade, imitando
mi voz—. De nada, Teresita. Voy a por una copa.
Se larga sin darme opción a que le dé de verdad las gracias y, aunque hoy tiene la noche
libre, se cuela tras la barra para saludar a los demás camareros.
—¡Eres increíble! —exclama Zac, atrayendo mi atención.
—En realidad, el mérito lo tiene Marcos.
—Se lo decía a la tabla —se burla Zac, ganándose un codazo—. ¡Es broma!
Acto seguido, me muestra su agradecimiento en forma de un largo y excitante beso que
provoca más de un silbido por parte de sus amigos.
—Peque, tú siempre serás lo más increíble para mí.
PASADO Y PRESENTE

—Ven conmigo. ¡Ya! —Marta me sujeta del brazo y me lleva en dirección a los servicios.
Tiene el rostro desencajado. Cuando intento preguntarle qué sucede, se limita a empujarme
hacia adelante para que continúe avanzado.
Entra detrás de mí y cierra la puerta; prácticamente se derrumba contra la madera.
—Me estás asustando, Marta. ¿Qué ocurre?
Sus labios forman una fina y apretada línea.
—Álex —escupe al fin—. Eso es lo que pasa.
Enarca las cejas y se cruza de brazos. Yo me encojo al escuchar ese nombre.
—¿Qué pasa con él?
—Dímelo tú —replica, y ahora parece enfadada—. O mejor, pregúntale a él. Está en la calle
esperando a que salgas.
Es mi turno para buscar algo en lo que apoyarme. Me desplazo hasta el lavabo y me aferro a
él con manos temblorosas. Tenía que haber previsto que algo así podría suceder, Alex no es de
los que se sientan a esperar; la paciencia nunca se ha contado entre sus virtudes.
Dejo escapar un largo suspiro.
—Me lo he tropezado de camino a la barra —explica Marta—, iba directo hacia ti. No
imaginas lo que me ha costado convencerlo de que yo te avisaría. ¿Qué coño te pasa? ¿Le
prometiste quedar con él?
Me mordisqueo el labio por puro nerviosismo mientras mi amiga me acuchilla con la mirada.
—Tenía que haber hablado con Zac de esto hace días —repongo, sin contestar del todo a su
pregunta.
—Así que es verdad.
Agito la cabeza, no para negarlo, sino en un acto de reproche hacia mí misma.
Unos golpes resuenan en la puerta, haciéndome palidecer. Comienzo a rezar para que no sea
Álex. Pero Marta no titubea. Abre la puerta, ladra un ocupado y vuelve cerrarla.
No es él.
Explicarle a Marta el porqué de mi proceder va a resultar casi tan difícil como contárselo a
Zac. Aun así, con mi ex en el exterior y mi actual novio en el local, no me queda más remedio
que darle la versión resumida, no sea que Álex se canse y entre a buscarme.
—El otro día, antes de irnos a Lanzarote, Álex me dijo que necesitaba hablar conmigo —
explico de forma apresurada—. Quiere disculparse, y yo…
—Dime, por favor, que vas a mandarlo a la mierda.
—Quiero perdonarlo. No voy a volver con él —aclaro enseguida—, no se trata de eso.
Pero…
Marta frunce el ceño. Ambas sabemos que «pero» es una palabra que nunca trae nada bueno.
—Pero ¿qué?
Contemplo mi reflejo en el espejo, concentrándome en mis ojos. Hay tristeza en ellos, una
pena que he acumulado durante muchos años y que es probable que nunca desaparezca del todo.
Junto a ella, también está la alegría de saberme querida por Zac; mi mejor amigo, mi amante, mi
novio. Sin embargo, si hay algo que no quiero tener que ver jamás en mi mirada es odio y rencor.
Los he visto demasiadas veces en miradas ajenas. He observado lo que los años han hecho con
Álex, cómo ha germinado la semilla que yo misma planté al traicionarlo, y en lo que se ha
convertido. El odio destruye.
—Necesito perdonarlo. No quiero ninguna espina clavada que alargue el dolor y, además,
tengo que comprobar que soy capaz de ponerme delante de él y ser no ya la antigua Tessa, sino
alguien a la que le han hecho daño y aun así sigue pensando que el amor, el de verdad, bien
merece arriesgarlo todo —confieso, ante ella y ante mí misma—. Tengo que saber que ya no
tiene poder sobre mí.
Marta inspira profundamente. Su expresión se suaviza, aunque la arruga de preocupación en
su frente se mantiene intacta.
—¿Me estás diciendo que tienes dudas sobre lo tuyo con Zac? ¿Que necesitas ver de nuevo a
Álex para asegurarte que no sientes nada por él?
—Estoy enamorada de Zac —afirmo, sin titubear en lo más mínimo—. Lo que intento
explicarte es que tengo que estar segura de que Álex es solo parte de mi pasado y es ahí donde va
a quedarse. Que la sombra de lo nuestro no me influirá de ninguna de las maneras.
—Eres retorcida —señala, y no estoy segura de que me esté entendiendo.
Ni siquiera yo sé si me entiendo del todo. Lo único que sé es que tengo que hacer esto.
Debería haberlo hecho antes de que pasara nada entre Zac y yo, aunque tampoco esperaba que
nuestra escapada resultaría tan intensa, que iba a confesarme que me quería y que yo haría lo
mismo.
—Distrae a Zac, por favor. —No he acabado la frase y ella ya está negando—. No puedo
explicárselo ahora, no así. Se lo contaré después —aseguro, suplicante—. Sabes que lo haré,
Marta.
—En este momento me preocupas más tú que Zac —replica, acercándose hasta donde estoy
para tomarme de los brazos—. Te hará daño, Tessa. Es lo único en lo que nunca falla.
Más golpes en la puerta, seguido de varias protestas por la tardanza.
—Hazlo por mí.
Accede a regañadientes y ambas abandonamos el servicio para alivio de un grupo de chicas
desesperadas por entrar. Nos encaminados cada una en una dirección diferente. Ella en busca de
Zac, y yo directa a reencontrarme con el tío que más veces me ha roto el corazón. Pese a eso, el
golpeteo acelerado en mi pecho parece querer recordarme que todavía es capaz de seguir
latiendo.
A mitad de camino cambio de opinión. Me doy media vuelta y vuelvo sobre mis pasos.
Localizo a Zac, que está con Marta, y me acerco a él. No puedo hacer las cosas así. Si hago esto,
quiero hacerlo bien. Su mirada se ilumina y los hoyuelos reaparecen en su rostro en el mismo
momento en el que me ve. Mi amiga, en cambio, me observa como si estuviese dispuesta a
ponerme una camisa de fuerza.
No quiero que Álex regrese a por mí y tampoco hay una manera delicada de decirle esto, así
que opto por la sinceridad.
—Álex está fuera y tengo que hablar con él.
Marta ni siquiera parpadea, mientras que Zac parece desconcertado. Unos segundos más
tarde, la sorpresa es sustituida por una expresión dolida que me atraviesa el pecho. No me gusta
que sufra por mi culpa, él menos que nadie.
Me muerdo el labio inferior, indecisa.
—¿Por qué, Tessa? No puedo comprender porque tienes que hacerte esto.
Inspiro y busco dentro de mí la respuesta que sé que debería darle. No obstante, termino por
balbucear algo muy distinto.
—Necesito hacerlo, Zac. —Pongo la palma de la mano sobre su mejilla, evitando que desvíe
la mirada—. Podría tratar de explicarte algo que apenas yo alcanzo a comprender, pero en vez de
eso voy a pedirte que confíes en mí. Confía en mí, Zac, por favor.
Nuestras miradas se enredan, como en otras muchas ocasiones, y se mantienen la una en la
otra como si solo estuviéramos nosotros en el mundo. Puede que, de forma inconsciente, también
mi petición sea algo que necesito saber. Asegurarme de que de verdad confía en mí y en lo
nuestro.
Cuando pienso que no va a responder, Zac se inclina sobre mí y roza mi boca con suavidad.
—Ve —me dicen tanto sus labios como sus ojos, libres de duda.
No intercambiamos ni una palabra más. No parece que lo necesitemos.
Intercepto a Álex justo en la puerta. Sin decir una palabra, lo agarro del brazo y lo arrastro
fuera de nuevo. Una vez conseguido mi objetivo, lo suelto rápidamente como si su piel estuviera
en llamas.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, sin mirarlo a los ojos.
En realidad, miro a cualquier parte menos a él. Al igual que el viernes pasado, me resisto con
todas mis fuerzas a su presencia, aunque sepa que esta vez no tiene sentido. Es precisamente eso
lo que me propongo: exponerme a nuestra historia en común, a esa química que ha permanecido
intacta durante años, a la atracción obsesiva que ha resultado ser para mí desde el día en que nos
conocimos.
—Teníamos que hablar. Lo prometiste.
Su tono lastimero nada tiene que ver con la exigencia que suele demostrar. En todo caso, me
recuerda al que empleó hace meses cuando me aseguró que había cambiado, que esta vez sería
diferente.
—Tú también has hecho muchas promesas, Álex —repongo, alejándome de él y de la entrada
del bar. Sus pasos sigue los míos calle arriba—. Promesas que no has cumplido.
Me recuesto contra la fachada de un edificio cercano. Mi vista se clava en los adoquines del
suelo.
—Los dos nos hemos equivocado.
—Sí, los dos… De muchas y muy variadas maneras —comento, hasta comprender que estoy
divagando—. Pero eso se acabó. Lo nuestro se acabó.
Escucho el aire abandonando sus pulmones con un siseo. Sus zapatillas aparecen en mi
campo de visión, acompañadas del bajo de unos vaqueros. Los reconozco como sus favoritos.
—Teresa, sabes que te quiero.
Siento deseos de reírme y de llorar, todo al mismo tiempo, pero más aún siento la rabia
arremolinándose en mi estómago. A mi mente acuden decenas de reproches, incluso algunos
insultos. Quiero echarle en cara los destrozos que dejó a su paso, cómo arrasó con mi vida, cómo
ahondó y ahondó hasta conseguir romperme. Y, sin embargo, de mi boca solo sale una palabra:
—No.
—¿No qué? —Sus pies se adelantan un paso.
Cruzo los brazos sobre mi pecho y me dispongo a responder y a cumplir con lo que he venido
a hacer. Tengo que enfrentarme a Álex de una vez por todas.
—No me quieres… —contesto, aún sin levantar la cabeza—. No te quiero —agrego, tras un
momento, sin poder evitarlo.
Esa es la frase que puso fin a lo nuestro la primera vez y debería haber sido lo último que nos
dijéramos. Salvo que no lo fue.
—No sirvió entonces y no va a servir ahora —replica él, que tampoco lo ha olvidado—.
Podemos arreglarlo, Teresa. Podemos estar bien juntos. Lo sé, y tú también lo sabes.
La súplica empaña su voz, mezclada con desesperación, y soy consciente de que si levantara
la vista probablemente me encontraría esa mirada atormentada que conozco tan bien. Puedo
detectar la sinceridad con la que habla, sabiendo que realmente cree en lo que dice. Lo malo es
que ya solo lo cree él.
«Acaba con esto de una vez».
Me siento tentada de contarle que Zac y yo estamos juntos, pero me niego a enarbolar esa
bandera. No estoy con Zac para olvidarlo a él, y tampoco es el motivo por el que nosotros no
tenemos futuro. Eso es algo que por fin tengo claro.
Me armo de valor para enfrentarme a todo lo que Álex representa para mí. Respiro hondo y,
para bien o para mal, levanto la barbilla.
MI PRIMER AMOR

Lo veo. Lo veo tal vez como nunca lo había visto antes. Mi cuerpo se vuelve plenamente
consciente de la cercanía de su pecho, cubierto tan solo por una camiseta negra a pesar del frío.
De su rostro, tan familiar que casi duele mirarlo. Del aura irresistible y de la tinta que recubre su
piel, que lo convierten en alguien oscuro y sexy. Y, como no, también de la armonía de su rostro
y del pecado que esconden sus labios. Sigue siendo él, Álex, mi primer amor.
Reconozco esos ojos turbulentos porque me he mirado miles de veces en ellos, al igual que
estoy haciendo ahora.
—No —repito, aún a la espera de que mi cuerpo reaccione ante él. Sin embargo, no lo hace
—. No podemos arreglarlo.
Sigue siendo Álex, y continúa resultando tan atractivo como cuando le conocí, incluso más,
pero no es el amor de mi vida. He comprendido que a veces el daño es irreparable y que, como
mis amigos se han cansado de decirme, esto no es amor.
—Lo nuestro siempre estuvo roto, Álex —señalo, con tristeza—. Y ambos nos sentíamos tan
culpables que nos empeñamos en que tenía que ser un amor épico, algo memorable. No hemos
sido más que una insana obsesión.
Sus músculos se agarrotan por la tensión. No le gusta lo que digo, de eso estoy segura, pero
uno de los dos tiene que decirlo.
—El amor es algo muy diferente.
—Lo que teníamos… —murmura, agarrándose a algo que ya ni siquiera sé si sucedió tal y
como lo recordamos.
—Desconfianza, miedo a ser uno mismo, rencor. Un odio que fue arraigando día tras día.
Resentimiento —enumero, temiendo ser cruel, pero incapaz de parar—. Hubo buenos momentos,
pero comenzaron a escasear muy pronto y luego lo malo se convirtió en costumbre. Hemos
pasado más tiempo peleándonos que amándonos —señalo, y me doy cuenta de que es verdad—.
Nunca pudiste enamorarte de la verdadera Tessa porque no la llegaste a conocer, por eso
intentaste crear a la Teresa que pensabas que podrías amar.
Él niega de forma reiterada, confuso y herido, pero no me detengo.
—Solo que yo nunca será tan perfecta y tú jamás podrás amarme. Tenemos que terminar con
esto ahora, Álex. Algún día encontrarás a alguien que realmente te haga feliz. Yo… yo ya no
estoy enamorada de ti —confieso, y las palabras salen solas, con sinceridad y también con cierto
alivio.
Él se queda paralizado, totalmente inmóvil salvo por el movimiento rítmico y acelerado de su
pecho. Estoy segura de que, al igual que yo, ha sabido reconocer algo dicho desde lo más
profundo del corazón. Una realidad que no hay manera de cambiar, por mucho que nos
esforcemos. Mi intención no es hacerle daño, al contrario, lo único que quiero en este instante es
que pase página, que no siga revolcándose en el dolor y anclado en una historia que nunca debió
de alargarse tanto.
Cuando atina a reaccionar, lo hace abalanzándose sobre mí. Me toma de los brazos y me
arrastra hasta el portal del edificio frente al que nos encontramos. Yo apenas si comprendo lo que
está pasando y no alcanzo a protestar hasta que me acorrala contra la puerta y percibo sus dedos
clavándose en mi carne.
—Tú eres mía —gruñe, fuera de sí—. Siempre serás mía.
Por primera vez desde que nos conocemos siento miedo de él. Su rostro está desfigurado por
la rabia. Aprieta los dientes con tanta fuerza que el músculo de su mandíbula parece a punto de
atravesarle la piel.
—Suéltame, Álex —suplico, demasiado sorprendida para tratar siquiera de empujarlo o
defenderme.
—Lo nuestro no va a acabarse. Seguiremos intentándolo hasta que funcione. Tiene que
funcionar.
Niego con vehemencia. Su cara está casi sobre la mía, cada vez más cerca.
—Nunca funcionará, Álex. Y yo no quiero que funcione —replico, aún a riesgo de empeorar
la situación.
Aprieta su cuerpo contra el mío y tengo que girar la cabeza para que no llegue hasta mis
labios. Me es imposible reconciliar esta imagen con el Álex que conozco y, sin embargo, mi
mente empieza de pronto a sopesar los múltiples finales para esta grotesca escena.
Sus manos pasan de mis brazos a mis caderas y ascienden por mis costados. Sus caricias me
producen tal rechazo que me encuentro boqueando para llevar algo de aire a mis pulmones.
Jamás creí posible que algo así sucediera, pero la indiferencia de hace un momento se transforma
en una sensación de repugnancia brutal. Me da asco él y me da asco que me toque.
Ese pensamiento me hace reaccionar. Me revuelvo y lo empujo para intentar zafarme de su
agarre, aunque Álex se mantiene firme.
—¡Déjame ir! —grito, y me doy cuenta de que estoy llorando.
No me escucha. Parece ido.
Quiero continuar gritando, pero la voz se me rompe en cuanto trato de hacerlo, como si
tampoco mi cuerpo creyera que esto está pasando realmente.
—Mía. Eres mía —repite, como si se tratara de un mantra.
La presión sobre mí desaparece de forma repentina. Mis pulmones luchan por expandirse y
reclamar el aire que se les negaba. Apenas si soy capaz de ver entre las lágrimas.
—¡Hijo de puta!
La voz de Zac. Conforme la escucho me derrumbo sobre el suelo, acurrucándome en la
esquina del portal. Hasta que una nueva sombra se cierne sobre mí. No puedo evitar encogerme.
—¡Por Dios, Tessa! ¿Estás bien? —Es Marta.
Me lanzo sobre mi amiga y la abrazo con toda la fuerza que mi lamentable estado me
permite. Oigo ruidos y pasos a mi alrededor. No quiero mirar, pero, cuando mi visión se aclara,
no puedo evitar observar lo que está pasando. Hay mucha gente en la acera que no estaba ahí
hace un minuto, cuchicheos tensos y, un poco más allá, Zac mantiene a Álex agarrado por la
camiseta. Lo zarandea, fuera de control, mientras él intenta por todos los medios quitárselo de
encima.
Trato de incorporarme.
«Esto es por mi culpa», me lamento, pero otra voz se apresura a recordarme que no puedo
pagar siempre por las acciones de otras personas. Ya lo he hecho durante demasiado tiempo.
No. Yo no tengo la culpa. No esta vez. No por querer hacerle entender a Álex lo enfermizo
de nuestra relación, no por intentar que ambos sigamos adelante. Y, desde luego, no tengo la
culpa de que Álex se haya puesto violento conmigo.
—No te acerques —me pide Marta, pero me libero de su abrazo y avanzo para ir hasta ellos.
Marcos está ahora sujetando a Zac y algunos chicos hacen lo mismo con Álex. Ambos están
sangrando. El primero en el labio y el segundo a través de un corte en la mejilla. No soy capaz de
discernir quién de los dos está más furioso. Sin embargo, la expresión de Zac se transforma en
apenas un parpadeo, el tiempo que tarda en descubrirme a su lado. Parece olvidarse por completo
de la presencia del otro.
Se zafa del agarre de su amigo y se apresura a envolverme con sus brazos.
—Dime que estás bien. Que ese cabrón no te ha hecho nada.
Acuna mi rostro entre sus manos y sus ojos buscan ansiosos una respuesta en lo míos.
Yo niego con la cabeza. A pesar del susto, me doy cuenta de que Álex ya no volverá a
hacerme daño, porque hoy he elegido no dejarle hacérmelo.
—Voy a matarlo —afirma Zac, apretándome contra su pecho.
Su corazón late con tanta fuerza que percibo el retumbar de sus latidos contra mi piel.
Ladeo la cabeza para buscar a Álex. No por necesidad, sino porque ahora sé que puedo
observarlo sin que signifique nada para mí. No me molesto en odiarlo. Mientras contempla como
Zac me abraza, adivino tormento suficiente en su expresión. Será él quién tenga que lidiar con
las consecuencias de sus actos y, sobre todo, con la voz de su conciencia.
Los que sujetan a Álex deben decidir que no hay peligro porque lo liberan, permitiéndole
recobrar cierta dignidad. La gente comienza a dispersarse, salvo Marcos y el resto de amigos de
Zac, cuyas miradas van de unos a otros. Está claro que no saben qué pensar.
—Déjalo estar, Zac, por favor.
No quiero más guerras ni más luchas sin sentido. No quiero prestarle más atención a Álex y
tampoco que Zac le preste la suya. Debería haberse quedado en mi pasado, aunque ahora mejor
que nunca comprendo qué fue lo que me empujó a continuar intentándolo. Culpa, culpa, culpa. A
veces, puede llegar a ser una emoción tan poderosa como el amor, solo que, al contrario que este,
nunca suele terminar con un final feliz. La culpa solo obliga, y hay cosas que es inútil forzar.
—¡Puta! —grita Álex—. Te lo estás follando, ¿verdad?
El insulto desbarata el control de Zac. En cuestión de segundos está junto a Álex, y su
reacción es tan visceral que este ni siquiera hace amago de defenderse. El puñetazo que recibe lo
lanza contra el suelo. Aturdido, se lleva la mano a la nariz. Está sangrando.
—Me das asco. —Zac lo observa de pie a frente a él, con los puños apretados y la expresión
de alguien que está haciendo todo lo posible para contenerse—. Tenías a una chica increíble, una
que se desvivía por ti y que hubiera hecho lo que fuera por hacerte feliz, y tus únicos esfuerzos
han sido para hacerle daño. Una vez tras otra. Eres un desgraciado.
Se acuclilla para quedar a su altura, y por un instante pienso que va a golpearlo de nuevo. Sin
embargo, todo lo que hace es señalarlo con el índice.
—Si se te ocurre siquiera acercarte a ella, iré yo mismo a comisaría y te denunciaré, ¿me
oyes? —lo amenaza, y la fría calma de su voz resulta escalofriante—. Aunque tal vez te vuelva a
partir la cara antes. Mantente alejado de ella.
Lo abandona sobre la acera y regresa a mi lado. Justo entonces, advierto que Zac podría
haberle contado a Álex lo nuestro, provocándole probablemente más daño que el meramente
físico. Sin embargo, no lo ha hecho, y si lo conozco bien no ha sido algo casual. A pesar de que
ha estaba deseando proclamar frente a sus amigos su nueva relación, su intención era solo la de
compartir su felicidad con ellos. Pero con Álex ha preferido callarlo.
Él no hubiera tenido esa deferencia, Álex hubiera dejado claro que era suya solo para
contemplar su dolor. Y ese detalle me hace querer a Zac más todavía.
Cuando regresa a mi lado, no puedo evitar buscar su contacto. Él pasa un brazo en torno a mi
cintura y baja la cabeza para mirarme.
—Te amo —susurro.
No me importa si no es el lugar o el momento adecuado. Necesito que lo sepa.
Él me da un beso en la sien, con delicadeza, como si temiera que fuera a desvanecerme si
aprieta demasiado, y me basta contemplar la adoración en su mirada para saber que siente
exactamente lo mismo que yo.
Echo un último vistazo sobre su hombro. Álex se ha levantado, pero sigue ahí. Su rostro, que
antes me parecía tan atractivo, no es más que un reflejo del odio y la rabia que lo consumen.
Siento pena de él, aunque seguramente no debería. Solo espero que consiga encontrar su camino
y deshacerse de las sombras que habitan en su corazón. Tal vez algún día lo logre, pero yo no
estaré ahí para verlo.
A partir de ahora, Álex ha abandonado de forma definitiva mi vida y mis pensamientos.

—¿Estás enfadada?
La pregunta de Zac me hace fruncir el ceño. Hemos acompañado a Marta hasta su piso antes
de regresar al nuestro. El trayecto ha resultado más silencioso de lo que esperaba, dadas las
circunstancias. Al llegar a su portal, mi amiga se ha despedido con un abrazo y me ha hecho
prometer que mañana nos veríamos. Quiere asegurarse de que estoy bien de verdad.
Lo estoy, por raro que parezca.
—¿Enfadada por qué? —replico, tirando del edredón de la cama de Zac.
No veo el momento de deslizarme entre las sábanas y apretarme contra su cuerpo. No tengo
fuerzas para mucho más. Tengo que sujetarme las manos porque de nuevo estoy temblando.
Supongo que, ahora que todo ha pasado, mi mente empieza a asimilar la gravedad de lo
sucedido. No quiero pensar en qué hubiera pasado si Zac no hubiera aparecido cuando lo hizo.
Me siento el borde del colchón y lo observo mientras se desviste.
—Me pediste que confiara en ti. Lo hice, de verdad que lo hice —se apresura a asegurar—.
Pero Marta intentó explicarme tus motivos para acceder a hablar con Álex y comprendí que lo
que tenías que decirle no iba a gustarle. Que confíe en ti no implica que tuviera que confiar en su
reacción, así que salí a comprobar que todo estaba bien.
Le tiendo la mano. Él la agarra y viene a sentarse a mi lado.
—Me alegra que aparecieras —digo, apoyando la cabeza en su hombro—. ¿Cómo voy a
enfadarme por que te preocupes por mí?
Sus dedos delinean mi mandíbula. Ladeo la cabeza y él aprovecha para acariciarme la
mejilla. La dulzura que emana del gesto hace que me pregunte cómo he podido vivir tanto
tiempo al margen de sus sentimientos y de los míos.
«No hay más ciego que el que no quiere ver», me digo. Y yo he estado ciega en un montón
de aspectos. Ahora que la venda ha caído del todo, me asombra la magnitud de lo que Zac y yo
tenemos. Tan sencillo y a la vez tan hermoso.
—Vuelvo enseguida.
Desaparece por el pasillo y yo aprovecho para quitarme la ropa y meterme en la cama.
Cuando regresa, trae a Verne en brazos. El cachorrillo está totalmente dormido. Lo deposita en
un lado del colchón con sumo cuidado.
—Creo que esta noche nos vendrá bien dormir todos juntos —se justifica, antes de tumbarse
junto a mí.
—Eres demasiado adorable para ser de verdad.
Me dedica una sonrisa repleta de hoyuelos.
—¿En serio estás bien? ¿Él no… no te hizo… nada?
Me acurruco contra él, buscando el refugio que me brinda. Nuestras piernas se enredan y su
calor y su aroma actúan como el mejor relajante que pueda existir.
Inspiro antes de contestar. Deseo tranquilizarlo y, después de eso, no quiero hablar nunca
más de Álex.
—Intentó besarme, aunque no lo consiguió —digo, mientras extiendo mi mano sobre el lado
izquierdo pecho—. Estoy bien, Zac. No más Álex, por favor. Solo tú y yo. Para siempre.
—Tú y yo —repite, asintiendo—. Para siempre suena perfecto.
Me guiña un ojo y, acto seguido, me besa. La deliciosa sensación de su sabor sobre mi lengua
me sorprende una vez más, es posible que nunca deje de hacerlo. Me gusta que sea así.
—Hazme el amor, Zac —le pido, porque necesito sentirlo tan cerca como sea posible.
Y él no duda en concederme ese deseo. En esta ocasión, sus manos se muestran tiernas, sus
besos son más dulces que nunca, sus movimientos rítmicos y delicados, y yo dejo que me quiera,
que me ame, rindiéndome del todo a mi primer amor. El primero de verdad.
EPÍLOGO

—A la tercera va la vencida, ¿no?


Zac ríe, agitando la cabeza, mientras empuja nuestras maletas por la terminal del aeropuerto
de Tenerife Norte. Han transcurrido casi cuatro meses desde que intentamos celebrar su
cumpleaños por segunda vez y… pasó lo que pasó.
—No sé, con nuestra suerte terminamos tirados en cualquier aeropuerto a mitad de camino o
vete tú a saber.
Me cuelgo de su cuello y lo obligo a detenerse. Nos besamos como si en vez de irnos juntos
de viaje, uno de los dos acabase de regresar y llevásemos años sin vernos.
—Saldrá bien —murmuro contra su boca—. Si somos capaces de soportarlos.
Ambos miramos hacia atrás. Marta y Teo se han parado a pocos metros ante nuestro
repentino arrebato de pasión. Siguen comportándose como si el otro no existiera.
Me encojo de hombros.
—Siempre podemos abandonarlos en Roma.
Zac me sonríe y me da un pequeño beso antes de proseguir andando en dirección al
mostrador de facturación.
El regalo de Marta y Teo resultó ser un bono de cinco noches de hotel en Roma, y allí es a
dónde nos dirigimos. La idea es intentar, una vez más, celebrar en condiciones el cumpleaños de
Zac, y ya de paso hacer todo lo posible para que nuestro singular cuarteto vuelva a ser… un
cuarteto. No es que vayamos a forzarlos a tener una relación, pero haremos lo que esté en nuestra
mano para que sean de nuevo amigos.
—Tenías que haberme dicho que él iba a venir —gruñe Marta, situándose a mi lado.
Bien… Tal vez sí hayamos forzado un poco las cosas. A decir verdad, ninguno de los dos
tenía ni idea de que íbamos a ser cuatro y no se habían vuelto a ver desde lo de Lanzarote.
—No hubieras venido.
—Y con razón —resopla, mientras echa un rápido vistazo a Teo.
Este la pilla mirándolo y en su rostro se dibuja una pequeña sonrisa.
—Ya oíste a Zac. Es su cumpleaños y teníamos que estar todos —replico, sabiendo que en el
fondo no está tan enfadada como quiere aparentar.
—No sé, no le entendí bien. Tenía la lengua metida en tu garganta.
Esboza una mueca de lo más infantil, aunque consigue que me ría. Me es casi imposible
quitarle las manos de encima a mi novio. Las cosas entre nosotros no solo no han cambiado, sino
que parecen estar mejorando con el paso de los meses. Incluso aunque vivamos juntos y
compartamos tantos y tantos momentos juntos.
Tras la noche en que me despedí de Álex, no he sabido nada más de él. Espero que siga
siendo así, la verdad. Tal vez el destino se ponga esta vez de mi lado y no vuelva a cruzar
nuestros caminos. Aunque por si acaso, y como ayuda extra al hado que dirige nuestras vidas,
cambié de número de teléfono. De igual forma, si llega a pasar, tampoco albergo miedo a ello. Sé
que no habrá dudas, que no sentiré ese tirón que antes experimentaba a su lado.
Me alegra haber sido capaz de enfrentarme a él aquella noche a pesar de lo que sucedió.
—¡Rubita!
Me encojo al escuchar a Teo llamar a Marta. Esta se gira en su dirección con la expresión de
un asesino despiadado. A lo mejor hemos adelantado acontecimientos y ni siquiera somos
capaces de subir al avión sin que estalle la guerra entre estos dos.
—Diez pavos a que le cruza la cara —me dice Zac en voz baja, y tengo que esforzarme para
no romper a reír.
Sin embargo, antes de que Marta reaccione, Teo recorre su figura de arriba abajo y le suelta:
—Sigues siendo realmente preciosa.
NOTA DE LA AUTORA (edición original).

Todas mis novelas se llevan siempre algo de mí, todas. Pero la bilogía Quiéreme ha sido, sin
duda, en la que más emociones me he dejado. Tessa ha sido una protagonista muy especial, con
sus inseguridades, sus aciertos y sus errores. Sé que muchos la habréis comprendido, y otros tal
vez no. Las relaciones tóxicas, por desgracia, son más frecuentes de lo que pensamos, y es por
ello por lo que sentí la necesidad de darle voz a Tessa y dejar que nos narrara su historia al
completo, con lo bueno y con lo malo.
A las que como Tessa habéis pasado o estáis pasando algo similar: ¡creed en vosotras
mismas! Nunca permitáis que nadie os manipule ni os menosprecie. Desde aquí, todo mi ánimo
para vosotras. Os aseguro que sé cómo os sentís. Ojalá encontréis un Zac que os quiera de
verdad, alguien que no insista en cambiar lo que sois y ame cada parte de vosotras. No os
merecéis menos que eso.
AGRADECIMIENTOS

Este es siempre el momento más difícil cuando termino una novela. Es complicado no dejarse a
nadie de toda esa gente que, a lo largo del camino, te va ayudando para que no desfallezcas.
En este caso, quiero agradecer antes que nada el gran apoyo de mis lectores. Después de que
saliese publicada la primera parte de la bilogía Quiéreme, me empezaron a llegar emails y
mensajes de lectoras que habían pasado por una situación similar a la de Tessa. Muchas me
contaron incluso pequeños momentos de sus vidas. A todas ellas, gracias por vuestra confianza.
Quiero que sepáis que esos mensajes me emocionaron muchísimo.
A mis niñas, María Martínez, Nazareth Vargas, Yuliss M. Priego y Tamara Arteaga, sin
vosotras estaría perdida. Gracias por las risas compartidas y por vuestra amistad. Os quiero.
A Cristina Martín. Te conocí por casualidad y te has convertido en una amiga. Vuelve pronto
a verme. ¡El surf nos espera!
A los que día a día compartís comentarios conmigo a través de las redes sociales. Vuestros
ánimos, las sonrisas, las fotos… Hacéis que escribir resulte algo aún más maravilloso.
Como no, a mi familia, que aguanta a diario mis locuras y que hable de gente que solo existe
en mi cabeza. A mi pequeña, Daniela, que es y será siempre lo mejor de mi vida.
Y a ti, que tienes este libro entre las manos, ¡mil gracias! No dudes en hacerme llegar tu
opinión, me encanta descubrir lo que os provoca cualquiera de mis historias. Podéis contactar
conmigo a través de Facebook, Twitter, Instagram o bien en vickyvilchez@gmail.com
Libros de este autor

¿Y si de verdad te quiero?
Laura es la reina de los «¿Y si...?», y ahora está a punto de casarse. Pero ¿y si Sergio no fuera el
hombre de su vida?
Sus dudas no hacen más que aumentar cuando conoce a Leo, un encantador y sexy policía que la
hará enfrentarse de una vez por todas a su enfermiza indecisión. Ambos se irán descubriendo el
uno al otro y tendrán que luchar contra el deseo irrefrenable que los sacude cada vez que están
juntos.
A veces, cabeza y corazón no van de la mano, y Laura no tiene ni idea de a qué parte de ella
debería hacer caso.

Menos tú y yo y más nosotros


Candela es locura, aventura y pasión. Pero a veces su sonrisa no es más que una mueca que
adorna sus labios. Un falso «Estoy bien» aunque no sea así en realidad.
Javi y ella se conocen desde siempre; son amigos, mejores amigos. De los que ríen por todo y
pese a todo. De los que hablan y también de los que callan porque qué pueden decir que ya no
sepan. De los que se entienden con una mirada, aunque ahora se pierdan en los ojos del otro... De
esos que se adoran tanto que nunca darían un paso en falso en lo que respecta a su amistad. Pero
¿y si el destino se empeñara en que tiene que «ser»?
Una noche. Algunas copas de más. Un «¿Por qué estás tan triste, nena?». Y todo se complica
entre ellos.
Pero ¿qué pasa si la chispa que ha prendido ya no pudiera ser apagada? ¿Y si en vez de una
chispa fuera un puto incendio descontrolado? ¿Y si los besos quemaran, las caricias dejaran
huellas en la piel y no pudieran resistirse a la tentación?

Solo juntos
A veces el amor se convierte en un partido en el que lo tienes todo en contra, pero ¿aceptarías un
pase imposible aunque tu corazón estuviera en juego?

En cuanto Axel King se traslada a mi universidad se convierte en el quarterback estrella del


equipo. Todo el mundo parece adorarlo, a pesar de que se comporta como un idiota arrogante, y
yo me descubro buscándolo en cada habitación en la que entro, sintiéndome de una forma como
nunca antes lo había hecho.

Una noche, después de una fiesta, terminamos besándonos. A partir de ese momento, King
parece empeñado en torturarme con su presencia y yo… Yo solo trato de sobrevivir a sus
sonrisas oscuras y pecaminosas, a sus roces descuidados y al hecho de que no puedo dejar de
pensar en lo mucho que quiero volver a besarlo.

Sucumbir a Axel King parece una mala idea desde el principio, pero resistirse ha dejado de ser
una opción. Solo él ha conseguido meterse bajo mi piel y calarme hasta los huesos. Y lo que no
eran más que una serie de encuentros salvajes se ha convertido en algo mucho más profundo. Sin
embargo, cuando descubro que solo ha estado jugando conmigo, lo único que se me ocurre es
huir.

Pero no importa lo mucho que trate de alejarme. Escapar de él es, en realidad, lo único que Axel
King nunca me permitirá que haga.

No te enamores de Blake Anderson


Cuando Raylee le propone a Blake una noche de sexo sin ataduras, no se espera que sea tan
complicado no enamorarse de él.

Llega a Montena la bilogía Hermanos Anderson, la historia más sexy y divertida de la nueva
reina del new adult, Victoria Vílchez.

Blake, el mejor amigo de mi hermano, nunca me ha visto como otra cosa que una cría, casi como
a una hermana pequeña. Pero eso va a cambiar. Yo voy a hacerlo cambiar. Estoy más decidida
que nunca a tener una aventura apasionada con él; sin ataduras, sin emociones ni sentimientos.
Ahora, solo tengo que convencerlo para que acepte mi propuesta.

Una boda, una oferta indecente y una única regla que cumplir: No te enamores de Blake
Anderson.

Pero, a veces, los límites entre una emoción y otra se desvanecen, y comienzas a desear lo que
nunca te habías permitido.

Después de todo, las reglas están para romperlas...

Deseo y oscuridad
En un mundo en el que los cambiantes luchan por sobrevivir, se avecinan cambios...

Seena Graham se debate entre el deber, la venganza y una incontrolable atracción que apenas si
puede manejar. La ordenada existencia de Paxton Hart, alfa de la manada de Wolfcreak, se ha
vuelto de repente del revés. Gabriel Avery no puede evitar dar rienda suelta a sus más oscuros
deseos, mientras que los demonios de Jaden Edevane no son suficientes para impedir que
sucumba sin remedio a la tentación.

Sus vidas nunca volverán a ser las mismas.

Bienvenidos a la manada de Wolfcreak.


Apasionada y altamente adictiva. Muy pronto, todo lo que no sabías que deseabas podría
convertirse en realidad.

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