Santiago Nasar y Cristo Bedoya

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 13

REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA

Año XXXV, No. 69. Lima-Hanover, 1º Semestre de 2009, pp. 329-341

SANTIAGO NASAR Y CRISTO BEDOYA:


LOS NOMBRES QUE ANUNCIAN LA MUERTE

Ángel Esteban
Universidad de Granada

Poco después de publicar la Crónica de una muerte anunciada y


de recibir el Premio Nobel, García Márquez publicó un artículo, “El
cuento después del cuento”, donde afirmaba, acerca de su última
obra: “mi trabajo mayor fue descubrir y revelar la serie casi infinita de
coincidencias minúsculas y encadenadas que dentro de una socie-
dad como la nuestra hicieron posible un crimen absurdo” (1991,
324). Lo que ya se sabe desde la primera línea del relato esconde
una multitud de problemas de imposible resolución, porque esos de-
talles están genialmente ensombrecidos por continuas pistas falsas
o ambiguas. De ese modo, la novela más complicada de escribir del
autor colombiano asume una perplejidad que la hace excelsa e in-
tensamente atractiva: el yo que narra (por primera vez el narrador es
una primera persona que además se identifica con el autor) lo sabe
todo porque lo vivió y lo ha investigado posteriormente, pero a la vez
aparece como ahogado por las incógnitas, y no sabemos si es por-
que no conoce los pormenores o no los quiere reconocer. La novela
bien podría ser una acumulación de excusas para aliviar el peso de
la responsabilidad, o una catarsis, si él fuese realmente, como han
apuntado algunos, el autor del agravio que desencadena la tragedia.
En efecto, Gonzalo Díaz-Migoyo ha sugerido que el narrador es el
que ha quitado la virginidad a Ángela (1988, 74-86), basándose en el
comentario que el propio Gabo hace a su amigo Plinio Apuleyo
Mendoza cuando, al hablar sobre Edipo Rey, afirma que es la histo-
ria detectivesca ideal porque el investigador descubre que él mismo
es el asesino. Algo similar cuenta Santiago Gamboa en el prólogo
que hace a la obra en la edición de El Mundo. Cuando el joven escri-
tor le pregunta al Nobel si alguna vez había tenido la tentación de
escribir una novela negra, éste le responde que ya la hizo: es Cróni-
ca de una muerte anunciada, y al hacerle un panegírico del género,
expresa su predilección por la tragedia de Sófocles “porque al final
330 ÁNGEL ESTEBAN

uno descubre que el detective y el asesino son la misma persona”


(Gamboa 1999, 2).
Armando Estrada, reflexionando sobre el sentido del poder en la
obra, sugiere que la insistencia en la exculpación de Santiago lleva a
una serie de preguntas. Es curioso que la mayoría de ellas tienen
que ver con la posición del narrador, es decir, si él realmente conoc-
ía o no la inocencia de Santiago, si no quiso o no pudo el narrador
llegara a saber la verdad sobre el culpable, si el narrador oculta deli-
beradamente el nombre del desflorador, etc. (Estrada 2006, 311).
Pero este investigador nunca llega, aunque está muy cerca, a sos-
pechar del propio narrador. Es un lugar común de la novela policial
que el que cuenta o investiga el crimen está involucrado en él. Por
ejemplo, en la novela de Sábato El túnel, cuando Juan Pablo Castel
llega a la estancia de María Iribarne y Hunter le atiende, éstos em-
piezan a hablar de literatura y arte y en un momento dado Hunter le
cuenta a Juan Pablo un posible argumento para una novela policía-
ca, en la que ocurre exactamente eso:

Fíjate: un hombre tiene madre, mujer y un chico. Una noche matan miste-
riosamente a la madre. Las investigaciones de la policía no llegan a ningún
resultado. Un tiempo después matan a la mujer; la misma cosa. Finalmen-
te matan al chico. El hombre está enloquecido, pues quiere a todos, sobre
todo al hijo. Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta.
Con los habituales métodos inductivos, deductivos, analíticos, sintéticos,
etcétera, de esos genios de la novela policial, llega a la conclusión de que
el asesino deberá matarlo ahora a él. En el día y hora calculados, el hom-
bre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al ase-
sino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podría haber cal-
culado mal el lugar: no, el lugar está bien; podría haber calculado mal la
hora: no, la hora está bien. La conclusión es horrorosa: el asesino debe es-
tar ya en el lugar. En otras palabras: el asesino es él mismo, que ha come-
tido los otros crímenes en estado de inconsciencia. El detective y el asesi-
no son la misma persona (Sábato 1993, 131-132).

En Crónica de una muerte anunciada es posible que suceda algo


parecido pero, como tantas otras cosas, es algo que nunca se
sabrá, porque el narrador se las arregla para componer un tejido de
pistas y contrapistas, que son al final el punto central de la novela y
lo que la hace tan atractiva. Queremos saber quién fue y mientras
leemos, cuando vamos intuyendo que Santiago es una pobre vícti-
ma, empezamos a sospechar de todos. Y eso es posible porque la
novela se construye como un Panóptico. Michel Foucault, en Vigilar
y castigar, explica que las construcciones panópticas, ideadas por
Benjamín Bentham en el siglo XVIII, empezaron a ponerse en prácti-
ca a principios del siglo XIX, y con ellas se pretendía que un solo vi-
gilante en una torre central de una prisión pudiese saber dónde se
LOS NOMBRES QUE ANUNCIAN LA MUERTE 331

encuentran exactamente los reclusos, uno por uno, sin necesidad de


verlos en su totalidad, sino a través de un efecto de contraluz ema-
nado de las siluetas de sus cuerpos (Foucault 1981, 203). Este efec-
to, estudiado en profundidad y con mucho acierto por Aleida Rodrí-
guez para la novela de García Márquez (1985, 261-269), nos permite
analizar la perspectiva desde la cual el narrador, que es el propio
García Márquez, orienta los datos que distribuye sabia y ordenada-
mente desde la primera línea hasta que Santiago Nasar se desploma
definitivamente.
Pero en esta obra topamos con un escollo aún mayor, y es la
carga de “intención de veracidad” del autor, que es además el na-
rrador. Si el narrador fuese homodiegético, como es, pero no se
identificase con el autor, no habría ningún problema en deslindar la
realidad de la ficción, porque un texto basado en un hecho real, en el
momento en que se convierte en novela, deja de ser un documento
histórico y pasa a ser un material ficticio, autónomo, independiente.
Sin embargo, en Crónica… hay un deseo de acercarse peligrosa-
mente al campo de la realidad real, empezando por el título, siguien-
do por el tema y terminando por los personajes acomodaticios. A
nadie se le escapa que “yo soy yo” porque se trata de un periodista
(García Márquez lo es) que escribe crónicas, su mujer se llama Mer-
cedes Barcha (“Muchos sabían –dice– que en la inconsciencia de la
parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo”)
(2003, 42-43), sus hermanos son Jaime, Margot, Luis Enrique, la
monja, el doctor se llama Iguarán y es primo de su madre (42), Geri-
neldo Márquez también hace aparición (32), así como su tía Wenefri-
da Márquez (117), su padre toca el violín (42), su hermano Luis Enri-
que la guitarra (65), etc. Para colmo, cuando se le pregunta al autor
sobre el proceso de creación de esa obra, no duda en afirmar que
“la mejor fórmula literaria es siempre la verdad” (Mendoza 1982, 28),
sentencia que supone una “síntesis paradójica” de la dialéctica de
opuestos entre realidad y ficción (Ruffinelli 1985, 277). Pero, si aten-
demos a la revelación de Roland Barthes, según la cual “ninguna es-
critura es más artificial que la que pretendió pintar a la Naturaleza
más de cerca” (1992, 70), tenemos que abrigar sospechas y descon-
fiar del propósito realista. En Las Meninas, entendemos que lo que
allí aparece es absolutamente realista y verosímil: la infanta y sus
damas de compañía existen, el estudio del pintor en la corte de Feli-
pe IV también, de igual forma los reyes reflejados en el espejo del
fondo, a quienes Velázquez está retratando y, por supuesto, el pro-
pio pintor trabajando. Nos podemos imaginar cuántas veces esa es-
cena o similares pudieron repetirse a lo largo de la vida de Veláz-
quez. Ahora bien, desde el momento en que esa estampa se arranca
332 ÁNGEL ESTEBAN

a la realidad y se convierte en obra de arte deja de ser vida y deviene


ficción, con su absoluta autonomía.
Paradójicamente, los elementos realistas se han convertido en
ficción y, sin embargo, la obra traduce la realidad, la corrobora o la
niega, toma partido con respecto a ella. En el caso de la novela de
García Márquez, los elementos reales se han convertido igualmente
en obra de ficción y han adquirido autonomía, pero hay una serie de
estrategias, de artificios, que dicen de la realidad más que la propia
copia de ella. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los nombres de los
personajes principales. El autor comenta en Vivir para contarla que,
como el hecho real había acontecido en el pueblo donde vivía su fa-
milia y los afectados eran amigos cercanos, su madre le pidió que
esperara a que muriera la madre del muerto o cambiara los nombres
de los protagonistas (Cremades y Esteban 2002, 265). Y es muy inte-
resante, para corroborar la tesis que vamos defendiendo, observar
cómo los personajes que responden a los nombres exactos de sus
familiares son verdaderos personajes de ficción, pero los que tienen
nombres simbólicos, como Santiago Nasar, traducen realidades que
se cumplen directa o irónicamente.
Santiago Nasar y Cristóbal (o Cristo) Bedoya trasponen en su ac-
tividad la misma connotación teleológica de su nominación. En un
nivel superficial, Santiago le debe el nombre a la madre de García
Márquez, Luisa Santiaga, que es el nombre también de la madre de
Nasar en la novela, como dice el mismo autor en Vivir para contarla,
pero en un ámbito ¿casualmente? simbólico la relación con el após-
tol Santiago es clara. La palabra en español proviene del grito de
guerra de los españoles Sancte Jacobe (¡Oh, San Jacobo!), que en el
siglo XIII se había vuelto Santi Yagüe (Tibón 1986, 213). San Jacobo
o Santiago el Mayor, uno de los doce apóstoles de Jesucristo, viene
del hebreo Yeagob, Yago, que significa “el suplantador”, el que se
coloca en lugar del otro. Del mismo modo, Santiago Nasar sufre la
muerte en lugar del que realmente arrebató la virginidad a Ángela.
Santiago es, según la tradición, el primer apóstol mártir, el prime-
ro en seguir las huellas de Jesucristo y ponerse en el lugar de Él.
Santiago Nasar cargó con las culpas de otro, y fue ajusticiado erró-
neamente (como Jesucristo) en una muerte cruenta y ligado a un
madero (la puerta de la casa), para liberar a otros de su ignominia.
En el Nuevo Testamento, Santiago es considerado como hermano
de Jesucristo, y su identificación con él es bastante pertinente. Pero
en la novela de García Márquez la comunión entre uno y otro es to-
davía mayor, porque su apellido es Nasar, es decir, el nazareno, que
es el calificativo con que se nombra a Jesucristo en el momento del
juicio que le va a llevar a la muerte, y que aparece claramente en la
LOS NOMBRES QUE ANUNCIAN LA MUERTE 333

parte alta de la cruz, ya que las iniciales I.N.R.I. significan “Iesu Na-
zarenus Rex Iudeorum”. Jaime Concha en 1982 se acercaba a este
paralelismo: “entre Nasar y nazareno percibimos un eco que nos
comunica en profundidad con un paradigma, con el arquetipo del
sacrificio por antonomasia” (6). En ello han abundado más tarde Ruf-
finelli (1985, 281) y Penuel (1985, 758).
Por lo demás, ciertas expresiones en la novela corroboran este
paralelismo. Por ejemplo, unas cuantas que tienen que ver con las
comparaciones con sacrificios de animales. Jesucristo fue compara-
do a un “cordero llevado al matadero” o a una “oveja muda ante los
trasquiladores” (Isaías 53, 7) y es, a la vez, el “Cordero de Dios que
quita los pecados del mundo” (Juan 1, 29-30-35-36). Santiago Nasar
fue “destazado como un cerdo” (García Márquez 2003, 4); poco an-
tes, cuando Cristo Bedoya le da los datos sobre los animales sacrifi-
cados en la boda de la noche anterior, Santiago dice “Así será mi
matrimonio”: irónicamente, Santiago se une eternamente a la muer-
te, mediante un sacrificio, una hora más tarde, de la misma manera
que en el matrimonio de Ángela se sacrifican “cuarenta pavos”, “on-
ce cerdos” y “cuatro terneras”, los cuales, además, para mayor co-
incidencia, son puestos a asar “en la plaza pública” (18), lugar donde
Santiago será asesinado poco más tarde, ante la mirada de todo el
pueblo, del mismo modo que Jesucristo fue crucificado ante la vista
de todos los lugareños. Cuando el narrador explica el sitio de donde
los hermanos sacan los cuchillos para matar a Santiago, expone que
“en el fondo del patio, los gemelos tenían un criadero de cerdos, con
su piedra de sacrificios, y su mesa de destazar” (39). Ahora bien, el
pasaje más claro en el que esta comparación se lleva a efecto es
cuando los hermanos Vicario van a la carnicería a afilar los cuchillos
para matar a Santiago. Y es aquí donde el narrador panóptico, cons-
cientemente, provoca el comentario:

Yo había de preguntarles alguna vez a los carniceros si el oficio de matari-


fe no revelaba un alma predispuesta para matar un ser humano. Protesta-
ron: “Cuando uno sacrifica una res no se atreve a mirarle a los ojos.” Uno
de ellos me dijo que no podía comer la carne del animal que degollaba.
Otro me dijo que no sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera cono-
cido antes, y menos si había tomado su leche. Les recordé que los herma-
nos Vicario sacrificaban los mismos cerdos que criaban, y les eran tan fa-
miliares que los distinguían por sus nombres. “Es cierto –me replicó uno–,
pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores.” (51)

Es cierto que en muchas ocasiones aquellos que están acostum-


brados a matar hombres no son capaces de sacrificar animales. En
la novela del colombiano Fernando Vallejo, La Virgen de los sicarios,
el muchacho protagonista, Alexis, se siente incapaz de disparar con-
334 ÁNGEL ESTEBAN

tra un perro malherido, para evitarle dolor, y es Fernando, el narra-


dor, quien tiene que hacerlo. Alexis es un sicario acostumbrado a
disparar contra otros muchachos y adultos sin el menor cargo de
conciencia. Sin embargo, con los animales avalora restricciones de
conciencia. En el caso de los hermanos Vicario/sicario, no hay res-
tricción a la inversa, porque en el fondo Santiago es un ser no asesi-
nado, sino sacrificado, como los animales, ya que su mismo nombre
responde a la idea de sacrificio. Santiago, el que reemplaza a otro,
es el sujeto adecuado al concepto de lo sacrificial, porque en él está
siempre presente la idea de inmolar algo o alguien, ofrecerlo en
holocausto, no en virtud de su comportamiento o su propio ser, sino
para obtener realidades ajenas a lo que el sacrificado representa,
pero las cuales van a ser conseguidas en función de ese holocausto.
Es decir, se puede sacrificar a alguien o algo para aplacar a los dio-
ses, para evitar una plaga, para recuperar el honor, etc. Por eso, el
concepto de sacrificio es diferente al de puro homicidio o asesinato.
En el Antiguo Testamento hay una relación inversa a la de la novela,
y que puede argumentarse como contrapunto, entre el sacrificio de
un hombre y el de un animal. Se trata del episodio en el que Yahvé
prueba la fe de Abraham y le sugiere que mate a su hijo Isaac y se lo
ofrezca como sacrificio. Cuando el profeta levanta el arma para ma-
tar al hijo, entonces escucha la voz del cielo, recupera a su hijo, y ve
un carnero “a sus espaldas trabado en un zarzal por los cuernos: y
fue Abraham y tomó el carnero y ofrecióle en holocausto en lugar de
su hijo” (Génesis 22, 13).
Dentro del contexto zoológico, los gallos tienen particular impor-
tancia, porque están ligados a la vida del pueblo de Santiago y a la
traición de la que es objeto Jesucristo, que desencadenará su Pa-
sión y Muerte. La relevancia en el contexto cultural colombiano está
fuera de duda, y el mismo García Márquez ha comentado en más de
una ocasión que las peleas de gallos son todo un acontecimiento en
su país y en otros puntos de Hispanoamérica. Por eso, no dudó un
momento cuando a principios de los sesenta le sugirieron que hicie-
ra un guión para una película, tomado del relato de Juan Rulfo El Ga-
llo de oro, en el que el preciado animal se convierte en protagonista,
y convierte en protagonista a su dueño, precisamente al enfrentarse
contra otros gallos. Pero es que, además, el gallo es una de las
prendas más preciadas que el pueblo puede hacer. A un médico, un
abogado, etc., se le recompensa popularmente con un gallo, y mu-
chas veces es la única forma de pagar un servicio de calidad.
Además, cuando el narrador hace recuento de lo que han sido los
años posteriores a la muerte de Santiago en el pueblo, no duda en
afirmar que eran “los gallos del amanecer” los que “sorprendían” a
LOS NOMBRES QUE ANUNCIAN LA MUERTE 335

todos tratando de ordenar las casualidades que habían provocado el


absurdo, y que además lo hacían porque no podían “seguir viviendo
sin saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había asig-
nado la fatalidad” a cada uno (García Márquez 2003, 94).
Por eso, el pueblo estaba preparado, la mañana en que iban a
matar a Santiago, en el muelle del puerto, con incontables gallos,
que iban a ser ofrecidos al obispo. Y en el entorno de la Pasión, el
gallo es el que canta dos veces cuando Pedro ha negado a Cristo
tres (Mateo 26, 73-75; Marcos 14, 70-72; Lucas 22, 59-60 y Juan 18,
26-27), algo que el mismo Nazareno anunció al apóstol cuando éste
le dijo que daría su vida por Él (Marcos 14, 30). Ese canto del gallo,
que puede considerarse como símbolo del comienzo del proceso de
sufrimiento del Nazareno, en la obra del colombiano es también el
anuncio de lo que le va a acontecer a Santiago, pues él es testigo
del enorme escándalo desatado por los animales momentos antes
de su muerte. Cuando Divina Flor explica qué pasó desde el último
momento en que vio a Santiago hasta su muerte, expone: “Entonces
se acabó el pito del buque y empezaron a cantar los gallos. Era un
alboroto tan grande, que no podía creerse que hubiera tantos gallos
en el pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo” (García
Márquez 2003, 13). La magnitud del alboroto remeda por ironía e
hipérbole el sencillo canto del gallo de la Pasión. Varias páginas ade-
lante, el narrador abunda: “por todas partes se veían los huacales de
gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo, porque la
sopa de crestas era su plato predilecto. (…) Pero no se detuvo. Apa-
reció en la vuelta del río, rezongando como un dragón, y entonces la
banda de músicos empezó a tocar el himno del obispo, y los gallos
se pusieron a cantar en los huacales y alborotaron a los otros gallos
del pueblo” (16). Aquí el efecto carnavalesco es tan desmesurado,
que excede el simple significado de contrapunto hacia el mal gesto
del obispo, que ni siquiera se para y baja del barco pero que, sin
embargo, cuando está enfrente de la muchedumbre, Santiago entre
ellos, hace “la señal de la cruz en el aire” (17). Además, Santiago Na-
sar también se relaciona directamente con el suceso que anuncia su
muerte, porque “había contribuido con varias cargas de leña a las
solicitudes públicas del padre Carmen Amador, y además había es-
cogido él mismo los gallos de crestas más apetitosas” (17). Esos ga-
llos escogidos por Santiago ya no se sacrificarán para agasajar el
paladar del obispo, pero en su lugar un sacrificio muy diferente está
a punto de ocurrir, en cuanto el alboroto de los gallos se calme.
Todavía hay un matiz más que relaciona los animales con la anti-
cipación de la muerte, y en este caso se trata de una especie de re-
velación que Santiago, cual Cristo omnisciente, hace de un modo
336 ÁNGEL ESTEBAN

inconsciente. Son varios los lugares del Evangelio donde Jesucristo


anuncia que va a morir (Juan 3, 13-17; Lucas 9, 21-22; Marcos 8, 27-
35). Santiago lo hace indirectamente, la misma mañana de su muer-
te, cuando Victoria Guzmán está en la cocina arrancando de cuajo
las entrañas a un conejo, y las tira acto seguido a los perros. Santia-
go ve la escena y le dice: “No seas bárbara. Imagínate que fuera un
ser humano” (García Márquez 2003, 10). Hasta aquí no dejaría de ser
una irónica coincidencia con lo que luego iba a pasar. Pero nueva-
mente el narrador panóptico toma partido para que la figura de San-
tiago evoque lo que es (el que se pone en el lugar de otro), a través
del siguiente comentario, justo después de las palabras del protago-
nista:

Victoria Guzmán necesitó casi veinte años para entender que un hombre
acostumbrado a matar animales inermes expresara de pronto semejante
horror. “¡Dios Santo –exclamó asustada–, de modo que todo aquello fue
una revelación!” (10).

Pero las semejanzas de Santiago con el Nazareno van más allá


de la simbología animal. El día en que lo iban a matar, Santiago Na-
sar se levantó y se puso “un pantalón y una camisa de lino blanco”
(5), y es importante que, el día en que se pareció a Jesús, por el tipo
de muerte, iba vestido como Él, de blanco, porque “de no haber sido
por la llegada del obispo se habría puesto el vestido de caqui y las
botas de montar”, para ir a la hacienda El Divino Rostro (5). Ni siquie-
ra el detalle del nombre de la finca heredada es banal. Cualquier alu-
sión religiosa o bíblica se podría haber explicado sencillamente por
el sustrato católico de la sociedad colombiana, pero en este caso, la
alusión al “Divino Rostro” se mueve claramente en los aledaños de la
Pasión y Muerte de Cristo. Esa denominación exacta para la faz de
Jesucristo no se refiere a la dulzura de la Resurrección, la inocencia
del Jesús Niño, la ira expulsando a los vendedores del Templo, la
inteligencia que irradiada en sus discursos, sino al sufrimiento duran-
te la Pasión y la Muerte. La iconografía es vasta y contundente en
este aspecto.
Antes de la Pasión y Muerte, el Nazareno que se va a convertir en
el Divino Rostro celebra una fiesta con sus discípulos. Un eco de ello
es la parranda que Santiago Nasar hace con sus amigos en el “rega-
zo apostólico de María Alejandrina Cervantes” (4)1, en otro lado lla-
mada la “casa de misericordias” (44). Allí se reúnen el narrador, su
hermano Luis Enrique y Cristo Bedoya, los hermanos Pedro y Pablo
Vicario, etc. Es decir, todos los “apóstoles” con el nazareno, bebien-
do y cantando “cinco horas antes de matarlo” (44). Pero centrémo-
nos por fin en el momento exacto de la muerte. La plaza se empieza
LOS NOMBRES QUE ANUNCIAN LA MUERTE 337

a poblar de gente. Algunos han visto a Santiago acercarse, y no le


ayudan, como Indalecio Pardo, que “no se atrevió a prevenirlo”,
cuando iba con Cristo Bedoya: “Le dio una palmada en el hombro a
cada uno y los dejó seguir” (100). Y la razón por la que no lo hizo se
la cuenta al narrador años más tarde, en la misma página del libro:
“Se me aflojó la pasta”, como ocurre con la mayoría de los apóstoles
y discípulos de Jesús: desaparecen, por miedo o vergüenza, a partir
del momento del juicio y el camino del Calvario. Es más, el narrador
dice seguidamente que los que pasaban junto a él “no se atrevían a
tocarlo”. Después de todos estos desencuentros y traiciones de los
cercanos, todo el pueblo acude a la plaza para ver al que va a ser
sacrificado: “La gente que regresaba del puerto, alertada por los gri-
tos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el cri-
men” (107), como en un improvisado Gólgota. Y cuando los homici-
das hacen su trabajo, nadie se lo impide: es la misma estampa que
en la historia bíblica, apuntalada además por las comparaciones que
aparecen en la obra y que están inevitablemente unidas al sacrificio
en la Cruz de Cristo: en primer lugar la puerta hace las veces del le-
ño. Cuando ya lo están matando, dice el narrador:

Se apoyó de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resisten-


cia, como si solo quisiera ayudar a que acabaran de matarlo por partes
iguales (…). Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta,
con golpes alternos y fáciles (115)

Esa imagen, claramente cristológica, del que se deja clavar en la


madera sin ofrecer resistencia, es la culminación simbólica del moti-
vo intensificador de la puerta en toda la novela, elemento al que se le
está dando vueltas, estratégicamente, en diversas partes del texto.
En el primer capítulo, cuando el narrador describe el proceso de
construcción de la casa –en el que por cierto descubrimos una nue-
va coincidencia con la vida de Cristo: las dotes del padre de Santia-
go como carpintero–, se le dedica mucho espacio a la posición y uso
de las dos puertas de entrada a la casa: la del frente y la posterior.
Eso es importante porque la puerta de delante, finalmente, será la
“culpable” de la muerte de Santiago, al cerrase justo cuando los
hermanos Vicario alcanzan a la víctima impidiendo que entre. Como
una coincidencia macabra, premonitoria y desgraciada, es llamada
desde antiguo “La puerta fatal” (12). Y en la mitad de la obra, en la
reconstrucción de los hechos, una exageración típica del estilo del
colombiano nos revela nuevamente el protagonismo de la puerta
como madero en el que Santiago fue clavado, al asegurar el narrador
que “fue necesario reparar con fondos públicos la puerta principal de
338 ÁNGEL ESTEBAN

la casa de Plácida Linero, que quedó desportillada a punta de cuchi-


llo” (48).
Asimismo, los datos relativos al estado del cuerpo de Santiago
tras el homicidio contraen nuevas deudas con el nazareno. Al co-
mienzo del cuarto capítulo se describe por extenso el resultado de la
autopsia y se llega a la conclusión de que lo que ocurrió con ese
cuerpo “fue una masacre” (72) y que, al igual que Cristo, no había en
él “nada sano” (Isaías 1, 6; Salmos 22, 17). De las dos páginas que
narran este suceso, tres datos son altamente significativos: las siete
heridas mortales, la lesión del costado y los estigmas de la mano de-
recha. El investigador refiere que “Siete de las numerosas heridas
eran mortales” (García Márquez 2003, 73). En la tradición bíblica se
habla constantemente de las Siete Heridas de Cristo en la Cruz, de
las Siete Palabras que pronuncia antes de morir, recogidas en el re-
zo del Via Crucis, el cual tiene catorce estaciones, es decir, siete
más siete, las Siete Heridas abiertas en el Corazón de María, los Sie-
te Dolores de María, y todas esas heridas, tanto las de Cristo como
las de María, se reflejan constantemente en la iconografía católica
como siete puñales. También, Simeón le dice a María, a colación del
Niño que es presentado en el Templo, que “una espada de siete filos
traspasará tu corazón” (Lucas 2, 33-35). De esas siete heridas, en el
caso de Santiago Nasar, una se especifica “en el segundo espacio
intercostal derecho que le alcanzó a interesar el pulmón” (García
Márquez 2003, 73), recordando la lanzada al costado de Cristo, de
donde salió sangre y agua (Juan 19, 34). Finalmente, el momento es-
telar de la comparación es aquel en el que el narrador no puede re-
sistir la similitud: "Tenía una punzada profunda en la palma de la
mano derecha. El informe decía: 'Parecía un estigma del Crucifica-
do'” (García Márquez 2003, 73-74).
Hemos visto cómo, en las coincidencias de la historia de Santia-
go con la de Cristo crucificado interviene también la figura carismáti-
ca de la Virgen María. Pues bien, de una manera irónica, la figura de
María, al pie de la Cruz, frente a Jesús, se invierte en el caso de San-
tiago, porque la madre, deseando salvar a su hijo, cierra la puerta, es
decir, “prepara” el madero para que los homicidas maten a placer a
su hijo, clavándolo sin piedad en esa puerta fatal.
Junto con Santiago, un alter ego completa la imagen de Jesús, y
es Cristóbal Bedoya, también llamado en el texto Cristo. Esta acep-
ción, más que una sugerencia, es una denominación directa. Pero es
que “Cristóbal” cumple exactamente en la novela la función que im-
plica su nombre. El término viene del griego Cristóforo, es decir, por-
tador de Cristo, “el que lleva a Cristo” (Tibón 1986, 68). La tradición,
que data del siglo VI, refiere a San Cristóbal como un gigante que se
LOS NOMBRES QUE ANUNCIAN LA MUERTE 339

encuentra a Jesús en figura de niño y, tomándolo en sus brazos, le


hace pasar un río. En efecto, en la novela es su amigo íntimo, que lo
acompaña a ver al obispo, también en la vuelta, y luego va a buscar-
lo a la plaza, a su casa y por todas partes cuando sabe que lo van a
matar. Hay quienes han pensado que tanta preocupación por salvar
al amigo lleva escondida el peso de la conciencia, y que bien podría
ser Cristóbal el que acarrea las culpas de la acusación por la que se
va a matar a Santiago. Pero es una hipótesis poco probable. En la
versión cinematográfica de la obra que Francesco Rosi dirigió en
1987, y en la que actuaron Rupert Everett, Ornella Mutti, Irene Pa-
pas, Lucía Bosé y Anthony Delon, la teoría tiene más sentido porque
el narrador es el mismo Cristo Bedoya, que vuelve al pueblo casi
treinta años después para desenterrar los fantasmas del pasado.
Más bien hay que aludir, en la novela, a la profunda amistad entre
los dos, por la que lógicamente uno desea salvar al otro de la muer-
te. Momentos antes de la tragedia, Cristóbal va a la casa de Santia-
go a preguntar por él, y el narrador ofrece algunos detalles de esa
identificación del uno con el otro: “Cristo Bedoya no sólo conocía la
casa tan bien como la suya, sino que tenía tanta confianza con la
familia que empujó la puerta de Plácida Linero para pasar desde allí
al dormitorio contiguo” (García Márquez 2003, 103-104). Algunos
han visto en ello no sólo “a double of Santiago Nasar, who is clearly
marked as a Christ figure in the text” (Rahona y Sieburth 1996, 441),
sino también una cierta conexión incestuosa, porque Cristóbal,
cuando ve a la madre durmiendo “is transfixed by the beauty of
Plácida, so much so that he spends precious time watching her sle-
ep rather than saving Santiago’s life” (Boschetto 1986, 126-127),
atendiendo a las palabras del narrador:

Un haz de sol polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer


dormida en la hamaca, de costado, con la mano de novia en la mejilla, ten-
ía un aspecto irreal. “Fue como una aparición”, me dijo Cristo Bedoya. La
contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego atravesó el dor-
mitorio en silencio, pasó de largo frente al baño, y entró en el dormitorio
de Santiago Nasar (García Márquez 2003, 104).

Aunque la interpretación es a todas luces excesiva y muy propia


de ciertos críticos norteamericanos, para los que cualquier palabra
tiene un doble sentido freudiano, psicoanalítico y sexualmente des-
viado, es cierto que la interconexión entre los dos es patente. En
primer lugar, no pasa tanto tiempo observándola, sino sólo “un ins-
tante”, y en segundo lugar qué tiene que ver con el incesto la con-
templación de la belleza de la madre de un amigo. Ahora bien, se
entiende esto sólo en un contexto en el que los dos personajes se
identifican absolutamente. Pero es más lógico aludir a esa unión a
340 ÁNGEL ESTEBAN

través de elementos culturales que se pueden reconocer mejor en un


colombiano como García Márquez, como los que estamos propo-
niendo sobre la base de iconos religiosos, alrededor del simbolismo
de los nombres. Cristóbal es el que lleva a Santiago, y lo hace hasta
el último momento, justo antes de enterarse de que lo van a matar,
cuando vuelven del puerto. Lo lleva del brazo (García Márquez 2003,
100) y los que están alrededor, que ya saben qué va a pasar, los ob-
servan de un modo extraño:

La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era


una multitud apretada, pero Escolástica Cisneros creyó observar que los
dos amigos caminaban en el centro sin dificultad, dentro de un círculo
vacío, porque la gente sabía que Santiago Nasar iba a morir, y no se atrev-
ían a tocarlo. También Cristo Bedoya recordaba una actitud distinta hacia
ellos. “Nos miraban como si lleváramos la cara pintada”, me dijo (100).

De algún modo, el oprobio de Santiago recae también en su do-


ble, su otro yo, que es el único que se atreve a tocarlo. La ironía final
estriba en que, a pesar de todos los esfuerzos que hace Cristo por
salvar a Santiago desde el momento en que se entera, su labor es
infructuosa. Es, además, la única persona que se propone seriamen-
te arañar las fauces del destino y clausurar el imperio de las conven-
ciones sociales que rigen acerca del honor. Pero eso no se puede
hacer, pues lo mismo le ocurrió a Jesucristo en su lucha particular
contra lo que ya estaba escrito, cuando dijo “Padre, si es posible,
pase de mí este cáliz” (Mateo 26, 39). En definitiva, tanto Santiago
Nasar como Cristóbal significan, desde la misma realidad de sus
nombres, lo que la simbología les confiere directa o irónicamente, y
su destino va ligado oscuramente al sello que, desde la pila bautis-
mal, sus mismos padres les confirieron de un modo involuntario.

NOTA:
1. La cursiva es mía. El adjetivo apostólico tiene un claro sentido irónico, porque
en esa casa, los que se reúnen, no tiene las mismas intenciones que los após-
toles cuando están juntos. Sin embargo, a su manera, María Alejandrina Cer-
vantes realiza un “apostolado” del cuerpo, y atrae a muchos a su regazo, para
unirlos en una “causa común” y, en cierto modo, reconfortante y salvífica.

BIBLIOGRAFÍA CITADA:
Barthes, Roland (1992), El grado cero de la escritura, México, Siglo XXI.
Boschetto, Sandra María (1986), “The Demythification of Matriarchy and the Image
of Women in Chronicle of a Death Foretold”, en Shaw, Bradley A. (ed.) (1986),
LOS NOMBRES QUE ANUNCIAN LA MUERTE 341

Critical Perspectives on Gabriel García Márquez, Lincoln, Society of Spanish


and Spanish-American Studies.
Concha, Jaime (1982), “García Márquez, entre Kafka y el Evangelio”, Sábado, 259,
pág. 6.
Cremades, Raúl y Esteban, Ángel (2002), Cuando llegan las musas. Cómo trabajan
los grandes maestros de la literatura, Madrid, Espasa Calpe.
Díaz-Migoyo, Gonzalo (1988), “Truth Disguised: Chronicle of a Death (Ambiguous-
ly) Foretold”, en Ortega, Julio (ed.) (1988), op. cit., págs 74-86.
Estrada Villa, Armando (2006), El poder político en la narrativa de García Márquez,
Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana.
Foucault, Michel (1981), Vigilar y castigar, nacimiento de la prisión, México, Siglo
XXI.
Gamboa, Santiago (1999), “Prólogo”, en García Márquez, Gabriel (1999), Crónica
de una muerte anunciada, Madrid, El Mundo, Colección Millenium.
García Márquez, Gabriel (1991), Notas de prensa (1980-1984), Madrid, Mondadori.
García Márquez, Gabriel (1999), Crónica de una muerte anunciada, Madrid, El
Mundo, Colección Millenium. (Primera edición de 1981).
García Márquez, Gabriel (2003), Crónica de una muerte anunciada, Nueva York,
Vintage Books. (Primera edición de 1981).
Mendoza, Plinio Apuleyo (1982), El olor de la guayaba (Conversaciones con Ga-
briel García Márquez), Bogotá, La Oveja Negra.
Penuel, Arnold M. (1985), “The Sleep of Vital Reason in García Márquez’s Crónica
de una muerte anunciada”, Hispania, 68, 4, págs. 753-766.
Rahona, Elena y Sieburth, Stephanie (1996), “Keeping a Crime Unsolved: Charac-
ters’ and Critics’ Responses to Incest in García Márquez’s Crónica de una
muerte anunciada”, Revista de Estudios Hispánicos, 30, 3, págs 433-459.
Rodríguez, Aleida Anselma (1985), “La construcción panóptica en Crónica de una
muerte anunciada”, en Hernández, Ana María (ed.) (1985), op. cit., págs. 261-
269.
Ruffinelli, Jorge (1985), “Crónica de una muerte anunciada: historia o ficción”, en
Hernández, Ana María (ed.) (1985), op. cit., págs. 271-283.
Sábato, Ernesto (1993), El túnel, Madrid, Cátedra (Primera edición de 1948).
Tibón, Gutierre (1986), Diccionario etimológico comparado de nombres propios de
persona, México, FCE.

También podría gustarte