En El Torbellino - Marc Gastoine

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«El ejército del Caos había viajado desde todos los continentes, desde todas

las ciudades demolidas, desde todos los sectores destruidos de Ilium, para
reunirse en aquel páramo desértico que en otra época había sido el centro
de control de la guarnición imperial. La arena había sido calcinada y fundida
en un último acto de inútil desafío: la detonación del resto de las armas
nucleares del Imperio».
De Infierno embotellado por Simon Jowett.
En el futuro de pesadilla de WARHAMMER 40000, la humanidad se
encuentra al borde de la extinción. En el Torbellino es una colección de doce
relatos repletos de acción, ambientados en ese universo tenebroso.

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Marc Gastoine y Andy Jones (rec)

En el torbellino
Warhammer 40000

ePub r1.1
epublector 03.10.14

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Título original: Into the Maelstrom
Marc Gastoine y Andy Jones (rec), 1997
Traducción: Diana Falcón

Salvamento
Título original: Salvation
Jonathan Green, 1997

En el torbellino
Título original: Into the Maelstrom
Chris Pramas, 1998

La gracia del emperador


Título original: Emperor's Grace
Alex Hammond, 1997

La garra del cuervo


Título original: The Raven’s Claw
Jonathan Curran, 1998

Hijos del emperador


Título original: Children of the Emperor
Barrington J. Bayley, 1998

La perla negra
Título original: The Black Pearl
Chris Pramas, 1997

Pérdidas aceptables
Título original: Acceptable Losses
Gav Thorpe, 1998

Tenebrae
Título original: Tenebrae
Mark Brendan, 1997

Lanzas antiguas
Título original: Ancient Lances
Alex Hammond, 1999

Infierno embotellado
Título original: Hell in a Bottle
Simon Jowett, 1998

Justicia irreflexiva
Título original: Unthinking Justice
Andras Millward, 1998

En el vientre de la bestia
Título original: In the Belly of the Beast
William King, 1999

Editor digital: epublector


ePub base r1.1

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SALVAMENTO
JONATHAN CREEN

Mientras el rugido de sus bólters de asalto ahogaba sus gritos de batalla, los veteranos
de la Primera Compañía de Ultramar daban rienda suelta a su furia justiciera contra la
abominación que era la raza tiránida. Ante el hermano Rius apareció, entre alaridos,
la monstruosa cabeza alargada de un hormagante, de cuyos colmillos caían hilos de
saliva. Con una reacción instintiva, Rius volvió su arma hacia la criatura y observó a
través del visor, con ceñuda satisfacción, cómo se desintegraba el grotesco rostro.
Cuando el bólter de asalto se estremeció en su mano, la parte posterior del cráneo de
la criatura estalló hacia afuera, a modo de surtidor de sangre purpúrea y fragmentos
óseos.
Mientras otro de una larga lista de enemigos vencidos caía ante él, Rius se quedó
mirando la totalidad del vasto campo de batalla. El rocoso llano estaba cubierto por
una palpitante masa de carne y guerreros revestidos de armadura, acompañados por
una hueste de armas y vehículos de apoyo. A izquierda y derecha, la árida llanura se
alzaba para transformarse en abruptos despeñaderos, sobre los cuales la tierra se
encontraba cubierta por una profusión de plantas apiñadas en selvas primitivas. El sol
amarillo bañaba las prehistóricas estepas desde un cielo límpido, y en cualquier otra
circunstancia aquellas condiciones podrían haberse descrito casi como placenteras.
Con una reacción automática, Rius volvió su bólter de asalto hacia un grupo de
termagantes de piel roja que avanzaban, y disparó varias andanadas de minimisiles
perforantes antes de que la manada lograse coronar el montículo. A pesar del fuego
con que los rechazaba la escuadra, varias de aquellas astutas criaturas lograron ganar
la posición de los exterminadores.
Con una oleada electroquímica, el perforacarne lanzó su carga de munición
viviente hacia el objetivo. El marine espacial veterano defendía su posición contra la
masa de termagantes que se acercaban cada vez más a las líneas de Ultramarines. Los
escarabajos perforacarnes impactaron contra la armadura del exterminador. Aunque

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muchos se reventaron contra las placas de ceramita, unos pocos sobrevivieron y
dedicaron la energía vital que les restaba a roer la armadura con sus dientes que
rechinaban malignamente; sin embargo, ninguno de los voraces insectos logró llegar
hasta el guerrero protegido por la coraza de plastiacero. La respuesta del marine fue
lanzar su mano derecha, libre y protegida por el puño de combate, hacia el cuerpo del
termagante, cuya caja torácica se hizo añicos a causa del impacto mientras el campo
disruptor del puño licuaba sus órganos internos.
Con un espasmo, el rifle de dardos que sujetaba otro de los soldados de asalto de
la Mente Enjambre lanzó un proyectil como el de un arpón. El dardo dentado hendió
el aire con un silbido, antes de clavarse profundamente en la armadura de energía de
otro de los hermanos de batalla de Rius. El marine exterminador respondió con una
detonación de fuego de su cañón de asalto; la andanada de proyectiles destrozó al
termagante, cuyo cadáver desgarrado cayó de espaldas hacia la horda genocida.
A despecho de la valiente resistencia de los exterminadores, Rius comprendió que
pronto se verían abrumados por aquella fuerza superior. Por cada uno de los asesinos
alienígenas que caía, parecía que había otros dos que estaban más que dispuestos a
ocupar el lugar del anterior. Puesto que no les afectaban las muertes de sus
compañeros ni sentían remordimiento alguno por las acciones que ejecutaban, los
inescrutables miembros de la Mente Enjambre eran un enemigo en verdad aterrador.
Cuando el Guantelete de Macragge había salido del espacio disforme, los
poderosos sensores de la nave estelar habían captado las reveladoras señales de una
masiva presencia alienígena. Los escáners confirmaron de inmediato la presencia de
una flota enjambre que se encontraba en órbita alrededor del cuarto planeta del
sistema solar de Dakor. Los primeros escáneres del planeta, realizados a larga
distancia, indicaban que el planeta se encontraba en un estado de evolución muy
similar al de la Vieja Tierra millones de años antes de la aparición del hombre. Unos
tibios mares ecuatotropicales separaban tres grandes continentes, en los que había
diversidad de hábitats: enormes desiertos ardientes, selvas costeras y brumosos
pantanos, boscosas tierras altas y cadenas montañosas que se extendían por todo el
globo.
Una búsqueda en los bancos de memoria de la biblioteca del Guantelete de
Macragge les dijo que aquél era el mundo perdido de Jaroth. Según los archivos
imperiales, el planeta había sido colonizado milenios antes por aislacionistas, y
después había quedado incomunicado del resto de la galaxia por tormentas
disformadoras particularmente violentas, que sólo habían amainado en los últimos
cien años. Así pues, fue en una patrulla rutinaria por la frontera oriental del Ultima
Segmentum, que la nave capitana de la Flota de Ultramarines había redescubierto
Jaroth. Los primeros pensamientos del comandante del Capítulo fueron que, si aún
existía población humana, habría involucionado hacia un estado de primitivismo

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supersticioso. Los secretos de la tecnomagia del Imperio no habrían llegado hasta
ellos, y Jaroth sería un mundo salvaje poblado por gente salvaje.
La presencia de la flota tiránida decidió la situación, ya que, cualquiera que fuese
el estado de la población, Jaroth era precisamente el tipo de mundo que al Gran
Devorador le encantaría despojar de toda vida, humana o de cualquier otra clase. La
raza tiránida, aquella entidad que se extendía por toda la galaxia, tenía un apetito
voraz. Ya había arrasado la totalidad de la vida de docenas de mundos imperiales con
el fin de proporcionarle a aquel horror alienígena las materias primas que le permitían
perpetuarse. ¿Quién sabía cuántos centenares de mundos habrían sido infestados por
los insidiosos cultos de los genestealers, los blasfemos monstruos alienígenas que
trabajaban en colaboración con sus corruptos hermanos humanos de progenie? El
Capítulo Ultramarines no permitiría que otro planeta cayese en manos del Gran
Devorador. Su deber sagrado era defender las leyes del Emperador, defender el
Imperio contra la miríada de peligros que amenazaban con tragárselo por todas
partes. El frenesí devorador de los hijos de la Mente Enjambre era tan eficaz en la
tarea de borrar la vida de la faz de un planeta como lo era el proceso de limpieza del
Exterminatus, del que habían sido testigos una veintena de planetas.
La Escuadra Bellator luchaba en lo alto de una escarpa situada en el centro del
árido valle, junto a la veterana Escuadra Orpheus. Allí y allá afloraban formaciones
de granito del lecho de un río seco, y cada uno de esos afloramientos era el escenario
de un conflicto u otro; los más valientes guerreros del Imperio luchaban
desesperadamente para rechazar a la horda alienígena invasora.
A Rius, que era un veterano de Ichar IV, no le resultaban desconocidos los
horrores de la Mente Enjambre, pero, con independencia de las muchas veces que
presenciara aquellas repulsivas abominaciones, nada lograría endurecerlo contra
ellas. Sólo podía encarar cada batalla con la resolución y el valor de los Ultramarines,
según se establecía en las ordenanzas del Codex Astartes, redactado por el mismísimo
primarca de los Ultramarines, Roboute Guilliman, siglos antes.
Una unidad de guerreros tiránidos emergió de entre los salivosos enjambres de
devoradores para enfrentarse a los Ultramarines. Mientras Rius observaba, una
espada ósea cayó sobre el hombro de un marine espacial y hendió la placa de
ceramita de su armadura de energía, cortándole la piel y los tendones situados debajo.
En cuanto el borde dentado entró en contacto con la carne, las fibras nerviosas del
interior de la espada ósea transmitieron una potente descarga psíquica al cuerpo del
guerrero. El aturdimiento sería sólo pasajero, pero bastó para que el tiránido, aullando
de triunfo, cercenara la cabeza del hombre con una segunda arma.
Detrás de los guerreros tiránidos que cargaban, apareció avanzando el consorte de
la reina del enjambre, que estaba al mando de la progenie. El tirano de enjambre era
una figura realmente aterrorizadora de contemplar. El monstruo tenía más de dos

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metros de altura, y su presencia transmitía una maligna inteligencia que colmaba de
terror a los Ultramarines.
El tirano de enjambre fue atacado con rápidos disparos de energía láser, que no
surtieron efecto alguno: el endurecido caparazón de la monstruosidad absorbió los
letales impactos y, con rugidos ininteligibles —y, sin duda, señales telepáticas—, el
señor del enjambre dirigió a la progenie para que buscase a los humanos y los
destruyera, a la vez que consumía toda la biomasa disponible en el proceso. ¡El tirano
tenía que morir!

***
A kilómetros en lo alto, los cohetes propulsores se encendieron y maniobraron
desesperadamente la enorme nave espacial para hacer que girara sobre su eje, pero ya
era demasiado tarde y el Guantelete de Macragge colisionó violentamente con la
espora micética del tamaño de un asteroide lanzada por la nave enjambre. La
gigantesca mina de esporas detonó con la fuerza de una explosión termonuclear, y la
onda expansiva resultante sacudió la nave espacial.
Trozos de la mina como huesos y gruesos como las murallas de una fortaleza
bombardearon la nave. Algunos se desintegraron al chocar contra los campos de
energía; sin embargo, éstos habían quedado dañados por la explosión inicial y
proporcionaban sólo una protección intermitente. Otros fragmentos impactaron contra
el enorme casco como si fuesen meteoros; destrozaron las antenas de comunicaciones
y abrieron agujeros por los que entró en el interior de la nave una lluvia de ácidos,
algas y partículas portadoras de virus.
Los navegadores imperiales reaccionaron con celeridad y lograron controlar la
nave de dieciséis kilómetros de largo. Con los propulsores de fusión encendidos, el
Guantelete de Macragge salió en persecución de la bionave.
El mundo prehistórico que se encontraba a ciento sesenta kilómetros debajo de
ellos tenía la apariencia de un acogedor paraíso verdiazul con la atmósfera listada por
jirones de nubes blancas, en franco contraste con los planetas contaminados de humo
que a menudo eran refugio de la humanidad. La luna sin atmósfera de Jaroth —no
más que un planetoide atrapado por la fuerza gravitatoria superior del cuerpo astral de
mayor tamaño— ascendió sobre el relumbrante nimbo del planeta, y entonces
apareció a la vista la bionave herida.
Desde el puente de la nave insignia de los Ultramarines, el comandante Darius
observaba a través de la pared visora la maniobra de acercamiento del Guantelete de
Macragge a la nave tiránida. El gigantesco cuerpo en forma de tirabuzón de la nave
orgánica estaba inclinado en un ángulo extraño y parecía ir a la deriva. No obstante,

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mientras la gigantesca nave gótica acortaba distancias con la tiránida, Darius pudo
ver que, de la ancha boca abierta del hangar de la bionave, salían más minas de
esporas y otras criaturas pulidas provistas de aletas.
—¡Cuando dé la orden, disparen contra esa abominación con todo lo que
tenemos! —les dijo el comandante a los soldados que se encontraban ante las
consolas de control. Tras regresar a su asiento de mando, Darius se sentó sin apartar
en ningún momento la ceñuda mirada de la monstruosidad que aparecía ante él en la
pantalla. Su entrecejo se frunció—. ¡Fuego!
Un centenar de turboláseres despertaron a la vida y grandes rayos de energía
lumínica intensamente concentrada impactaron contra la ya debilitada nave madre
tiránida. Tras una llamarada de fuego abrasador, la concha de nautilo del enorme
organismo interestelar se hizo trizas y salieron volando esquirlas grandes como
montañas al mismo tiempo que sus órganos internos estallaban al despresurizarse el
cuerpo. Con las entrañas de ciento cincuenta metros de largo dispersas por el espacio,
la criatura se alejó del crucero espacial, atrapada por el campo gravitatorio de Jaroth.
La bionave se precipitó hacia la superficie del planeta a través de la atmósfera; al
entrar en contacto con ésta, su destrozada concha ardió al rojo vivo. Darius observó
cómo el cuerpo comenzaba a quemarse y la carne rosácea se asaba camino de la
superficie.

***
La escuadra de exterminadores avanzaba con cautela a través de la maleza, y el
canoso sargento Bellator iba en cabeza. Los marines espaciales barrían con sus armas
el sector de selva que tenían delante y a los lados, al mismo tiempo que consultaban
los sensores de movimiento en busca de algún signo de vida potencialmente hostil.
Los árboles circundantes estaban animados por sonidos de insectos desconocidos, que
zumbaban y chasqueaban, mientras otros bichos parecidos a mosquitos, y tan largos
como la mano de un hombre, revoloteaban en torno a los guerreros acorazados.
Con la derrota del tirano de enjambre, las hordas tiránidas habían caído en el
desorden, y los guerreros de elite del Imperio aprovecharon al máximo la ventaja que
eso les proporcionó para vencer al asqueroso ejército alienígena. Los termagantes y
hormagantes, menos decididos, habían huido de inmediato, pero los desenfrenados y
bestiales carnifexes continuaron golpeando las filas de marines espaciales.
Incluso cuando sus compañeros yacían muertos en torno a él, uno de los asesinos
aullantes cargó, implacable, contra un Razorback. Estrellándose contra el tanque, el
horror alienígena hendió el blindaje de plastiacero mientras agitaba sus brazos
asesinos afilados como navajas. El carnifex, máquina viviente de destrucción, abrió el

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vientre del vehículo y mató a sus tripulantes antes de ser derribado por el bombardeo
de misiles de un Whirlwind de los Ultramarines.
Se oyó un grito agudo procedente de los árboles que se hallaban a la derecha del
camino que seguían los exterminadores, y el sargento Bellator disparó varias
andanadas de su bólter de asalto hacia el follaje; después todo volvió a quedar en
calma.
—Disparos de precaución —resonó la gruñente voz del sargento Bellator a través
de las unidades de comunicación de los exterminadores—. Podría haber sido un
tiránido.
«¿Ha sido un tiránido?», se preguntó Rius. Lo mismo podría haberse tratado de
una de las formas de vida autóctonas de Jaroth. No había forma de saberlo. Cuando la
principal fuerza tiránida fue barrida de la faz del planeta, los exterminadores habían
sido enviados al interior de la selva para realizar una operación de limpieza. Al morir
el tirano de enjambre, muchos de los soldados tiránidos se habían vuelto locos y
habían atacado a los marines espaciales, que los superaban mucho en número, o
habían huido al interior de las selvas vírgenes, donde a los Ultramarines les resultaba
más difícil seguirlos.
Aunque los tiránidos habían sido vencidos, la escuadra de veteranos continuaba
tensa y a la expectativa. Las líneas de Ultramarines se encontraban a kilómetros de
distancia, y allí, en las profundidades de la selva, ellos eran tan alienígenas como los
tiránidos.
—Hay algo ahí delante —dijo el hermano Julius, rompiendo el silencio. Los otros
comprobaron sus sensores de movimiento, en cuyas pequeñas pantallas habían
aparecido varios puntos rojos en el límite exterior.
—Preparaos, hermanos —siseó el sargento de la escuadra.
Las frondas cedieron paso a un claro. Al otro lado del calvero vieron el abollado
fuselaje de una Thunderhawk, una cañonera de los Ultramarines.
De inmediato, a los veteranos les resultó obvio lo que había sucedido. Había un
enorme agujero en un flanco del blindaje de un reactor. Los bordes aparecían
corroídos por una sustancia viscosa ácida, y en el fuselaje de plastiacero que lo
rodeaba se veían clavadas esquirlas de hueso. El mortal cañón de un biovoro había
cumplido con su propósito, y la nave, fatalmente alcanzada por la mina de esporas, se
había precipitado hacia la boscosa meseta. La tripulación había sido incapaz de
gobernarla.
Un sendero chamuscado que recorría la selva mostraba por dónde se había
deslizado la Thunderhawk con los motores en llamas. Había aplastado todo lo que
había encontrado a su paso hasta llegar al calvero, donde la tierra blanda que se había
levantado a consecuencia del impacto había apagado las llamas de los reactores. Pero
¿qué había sucedido con los tripulantes?

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—¡Dispersaos! —ordenó Bellator, y los exterminadores comenzaron de
inmediato a ocupar posiciones apropiadas en torno a la nave estrellada.
Las señales continuaban presentes en los sensores de movimiento, y por las
lecturas del suyo, Rius se dio cuenta de que casi todos los organismos detectados se
hallaban dentro de la Thunderhawk derribada. De momento, sin embargo, los
exterminadores no habían establecido contacto visual con ellos. ¿Se trataba acaso de
los tripulantes heridos, de tiránidos o de moradores autóctonos del planeta? ¿Serían
hostiles o por completo inofensivos?
Como en respuesta a esas preguntas, Rius volvió a oír la voz de su sargento a
través de la unidad de comunicación.
—Preparaos para lo peor.
Con cautela, la escuadra atravesó el calvero y se acercó a la Thunderhawk; podía
oírse el zumbido de la servoasistencia de los pesados trajes. Cuando el vehículo aéreo
fue derribado, probablemente se dio por supuesto que la tripulación había perecido;
aunque también cabía la posibilidad de que la caída pasara inadvertida para los
mandos Ultramarines, dado que sobre el campo de batalla se arremolinaban montones
de esporas micéticas. Fuera cual fuera la razón, el caso era que no se había ordenado
llevar a cabo una misión de rescate.
Según el sensor de movimiento de Rius, daba la impresión de que las criaturas del
interior de la Thunderhawk habían dejado de moverse. ¿Acaso se habían dado cuenta
de que los exterminadores se les aproximaban? «Hay demasiadas señales para que se
trate de los miembros supervivientes de la tripulación», se dijo el marine; pero…
¿eran tiránidos?
El hermano Hastus fue el primero en llegar hasta el abollado fuselaje, y avanzó
con gran lentitud hacia la escotilla de la cubierta de carga, que estaba abierta; los
demás lo cubrían. Pasaron varios segundos mientras Hastus inspeccionaba el interior
de la cubierta de carga. Después, les hizo una señal con su puño de combate, y el
resto de la escuadra avanzó.
Rius siguió al hermano Sericus hacia el interior en penumbra de la Thunderhawk
derribada. Los sensores ópticos del casco se ajustaron de modo instantáneo al pasar
de la brillante luz del calvero a la oscuridad que reinaba dentro de la cañonera. Con
las cuchillas relámpago en alto, Sericus avanzó con lentitud por dentro del vehículo al
mismo tiempo que apartaba de su camino tuberías rotas que se mecían goteando
fluido oleoso sobre la cubierta.
Rius bajó los ojos hacia el sensor de movimiento, y de inmediato los alzó en
dirección al techo con expresión de alarma. El insectoide de seis patas cayó desde la
oscuridad, y el ultramarine, cuyos reflejos funcionaron con mayor celeridad que el
pensamiento consciente, alzó de forma automática el puño de combate para
protegerse. La criatura, al entrar en contacto con el crepitante campo de distorsión,

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profirió un chillido cuando el caparazón se hizo pedazos, y cayó retorciéndose sobre
la cubierta detrás de Rius. Julius pasó por encima a la vez que le golpeaba la cara con
un puño sierra, pero al instante notó sobre su espalda otra de aquellas
monstruosidades de piel purpúrea.
¡Genestealers! Sus peores miedos finalmente se habían confirmado. Antes de que
pudiera apuntar al tiránido con el arma para hacer que saltara en pedazos el vil
caparazón, el monstruo clavó una zarpa provista de garras en la espalda acorazada de
Julius. Cuando la retiró, aferraba la sanguinolenta columna vertebral del ultramarine.
Una descarga de minimisiles perforantes del bólter de Rius atravesó el
exoesqueleto del genestealer, y el cadáver del alienígena se unió al del hermano
Julius sobre la cubierta de carga.
Algo pesado se estrelló contra Rius, y el impacto derribó su cuerpo acorazado
sobre el piso metálico con un sonoro entrechocar. Tras aferrarle el brazo izquierdo
entre las fauces fuertes como una prensa, otro siseante genestealer intentó atravesar la
coraza de ceramita para llegar a la carne. La criatura fue rápidamente eliminada de un
disparo en una sien, pero incluso muerto las mandíbulas del genestealer se negaban a
soltar la presa. Varios disparos más hicieron pedazos el cráneo de la criatura y
permitieron que Rius liberara su brazo.
A su izquierda, el hermano Sericus luchaba con dos de las criaturas tiránidas, una
aferrada en cada puño. Un chorro de llama anaranjada iluminó la cubierta de carga
cuando el hermano Hastus hizo retroceder a otras de aquellas criaturas para que no se
acercasen a sus ya abrumados compañeros.
Rius se puso trabajosamente en pie al mismo tiempo que intentaba limpiarse la
sangre del genestealer que tenía sobre el traje. El hermano Bellator se encontraba en
la escotilla abierta, asediado por todas partes por el resto de la progenie genestealer;
se defendía lo mejor posible en aquel reducido espacio con su espada de energía. El
salvajismo y la ferocidad de los genestealers resultaban aterrorizadores. A la vez que
disparaba el bólter de asalto, Rius corrió a auxiliar al sargento.
Otra llamarada del lanzallamas del hermano Hastus alcanzó al frenético
apiñamiento de cuerpos purpúreos que rodeaba a Bellator, y el olor a carne alienígena
quemada llenó la bodega de carga. Un charco aceitoso se encendió con un crepitante
destello, y las llamas corrieron a gran velocidad bodega adentro hasta el lugar en que
el negro líquido caía en cascada desde un tubo de combustible roto. La mirada
horrorizada de Sericus siguió el avance del fuego, mientras el puño sierra estaba aún
alojado en la pared metálica a través del cráneo de un genestealer que se estremecía.
Rius llegó hasta la escotilla donde se encontraba el abrumado sargento en el
momento en que los tanques de combustible de la Thunderhawk estallaron en una
conflagración de metal fundido y humo oleoso. La fuerza de la explosión lanzó al
ultramarine fuera de la cubierta de carga y lo arrojó al otro lado del calvero, donde su

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cuerpo se estrelló contra un grueso tronco de árbol. El exterminador cayó al suelo ya
sin sentido, y el peso de la armadura hundió su cuerpo en la blanda superficie
mientras las llamas envolvían el vehículo aéreo derribado.

***
Rius abrió los ojos con lentitud, y su visión necesitó varios segundos para enfocarse.
Encima tenía vigas de madera y la parte interior de un tejado de paja. Con cuidado,
volvió la cabeza a un lado.
—Hola —le dijo una vocecilla.
Sentada a poca distancia de él, había una niña humana cuyos penetrantes ojos
azules lo contemplaban con fascinación. Llevaba una blusa sencilla y su cabello
castaño rojizo y largo hasta la cintura pendía en una trenza sobre uno de sus hombros.
—Ho…, hola —murmuró Rius a modo de respuesta. Tenía la lengua seca y un
sabor a saliva rancia en la boca.
—Me llamo Melina —dijo la niña—. ¿Y tú?
Rius, consciente sólo a medias, intentó concentrarse en la pregunta de la niña para
responderle, pero no pudo. Una bruma nebulosa le ocultaba esa parte de su propia
memoria.
—No lo sé —murmuró, perplejo—. ¿Dónde estoy?
—Estás en casa, en nuestra casa. ¿Por qué no sabes cómo te llamas?
Sin hacer caso de la pregunta de la niña, Rius recorrió la habitación con los ojos.
Era pequeña y espartana, y el único mobiliario que en ella había, aparte de la cama,
era una silla y una mesa pequeña sobre la cual descansaba una jofaina. Se encontraba
tendido de espaldas sobre una cama rústica de madera y debajo podía sentir el
colchón de paja.
—Pero tienes un nombre, ¿verdad? —insistió la niña.
—Haz el favor de salir de aquí, Melina. Deja descansar a nuestro huésped.
Rius giró sobre sí mismo en busca de la fuente de esa segunda voz, y vio a un
hombre que acababa de entrar en la habitación. También iba ataviado con sencillas
ropas de campesino y, aunque sólo tenía poco más de treinta años, según calculó
Rius, ya había comenzado a perder el cabello.
—Debe estar usted cansado —añadió el hombre, que entonces le habló a Rius—.
Lo dejaremos tranquilo.
—¡No! —A Rius, su tono le resultó exigente, como si a su voz hubiese vuelto
algo de la antigua autoridad que en ella había habido—. ¿Qué me ha sucedido?
—¿No lo sabe? —preguntó el hombre, incrédulo—. ¿No es usted un guerrero del
Emperador, caído de las estrellas?

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Rius miró fijamente al hombre, sin comprender.
—¿Lo soy? ¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Vimos que las estrellas caían a la tierra, y supimos que era un presagio. Los
hombres se encaminaron hacia las tierras indómitas como ordenaron nuestros
ancianos, y lo encontramos a usted en el bosque; estaba sin conocimiento y herido de
gravedad —explicó el hombre, paciente—. Lo trajimos a mi granja e hicimos todo lo
posible por usted. Al principio no estábamos seguros de que sobreviviera, pero su
armadura sagrada ha contribuido a mantenerlo con vida. Ha estado durmiendo
durante casi una semana.
Desesperado, Rius intentó dispersar la niebla que le cubría la mente y reunir sus
destrozados recuerdos. No podía recordar con claridad nada anterior al momento en
que había despertado. Sólo tenía imágenes residuales de terribles monstruos
fantásticos y el lejano sonido de la batalla, como si fuesen los últimos rastros de una
pesadilla que se olvida con la llegada del alba.
—¿Quién soy? ¿Qué soy? —La voz de Rius ya no era ni agresiva ni exigente; se
parecía más a la de un niño lastimero.
El hombre y su hija lo miraron con tristeza.
—Lo lamento —dijo el hombre con melancolía—. Podemos curar su cuerpo lo
mejor posible, pero nos es imposible sanar su mente. No podemos ayudarlo a
recordar. Eso es algo que, poco a poco, tendrá que hacer por usted mismo.
Un triste silencio cayó sobre la habitación durante varios minutos, y nadie se
movió.
—Ustedes me salvaron —dijo Rius, al fin, con tono humilde. El hombre sonrió
—. En ese caso, ya sé qué debo hacer —prosiguió Rius—. Les debo mi vida, así que
ahora tengo que pagar esa deuda. Me pongo a su servicio, y haré cualquier cosa que
usted desee.
Rius intentó sentarse, y de inmediato su cuerpo fue recorrido por vivas punzadas
de dolor. Con el rostro transformado en una máscara de agonía, se desplomó otra vez
sobre el lecho.
—Debe descansar —lo regañó el hombre con suavidad—. Mañana será otro día.
Nos veremos entonces.

***
Cada día, Jeren, el granjero, y su familia atendían las necesidades de Rius; le traían
las comidas y curaban sus heridas. La niña, Melina, constituía para él una compañera
constante. El tiempo que Rius pasaba con ella escuchando sus aventuras infantiles o
ayudándola a escribir cartas lo llenaba de júbilo y le daba nuevas fuerzas para

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enfrentarse con el largo período de recuperación que tenía ante sí.
No obstante, la convalecencia no estaba destinada a ser tan larga como suponía.
Al cabo de pocos días, las heridas habían cicatrizado como si jamás hubiesen
existido, y él pudo abandonar el lecho y caminar otra vez. Entonces comenzó a
ayudar en la granja en todo lo que podía. Jeren y su familia, junto con otros
habitantes del poblado, se sentían pasmados ante el poder de recuperación de Rius.
Un hombre mortal habría necesitado meses para recobrarse de las heridas que él
había sufrido, en el caso de que hubiera sobrevivido.
—No cabe duda de que es un guerrero de las estrellas —decía la gente, y cubría al
Emperador de bendiciones por enviarles un salvador semejante.
Sin embargo, pasaban los días y Rius no lograba acercarse ni un ápice a la
resolución de su propia lucha interior, ni estaba más cerca de recordar quién era o de
dónde procedía.
Apenas dos semanas después de su llegada a la granja, Rius ya fue capaz de
trabajar en los campos. Jeren y su familia eran propietarios de unos pocos acres de
tierras bien cuidadas, situadas en la periferia del poblado, que sólo consistía en unas
cuantas granjas y molinos y en una taberna. Durante los meses que siguieron,
aprendió muchas cosas acerca de los habitantes del pueblo y sus costumbres. Pasaban
la mayor parte del día afanándose en los campos para lograr una cosecha de aquellas
tierras implacables. Al parecer, los seres humanos libraban una batalla constante con
la selva que los rodeaba; las «tierras indómitas» la llamaban los granjeros. Siempre
que se desforestaba una zona para disponer de más tierra para el cultivo o las pasturas
del ganado, los bosques primitivos reclamaban un acre dejado en barbecho en el
límite de la granja. Las malas hierbas crecían con mayor rapidez que el trigo, y los
habitantes del pueblo dedicaban una gran parte de su tiempo a arrancarlas de los
cultivos. Daba la impresión de que el bosque no quería que los humanos estuviesen
allí, e intentaba expulsar a aquellos habitantes indeseados.
Rius se unió a Jeren y su familia en su lucha particular contra la selva. Era el
primero en levantarse al amanecer para emprenderla a hachazos con los troncos
retorcidos, y el último en regresar a la casa cuando anochecía. Los demás habitantes
del pueblo se maravillaban ante el hombre de las estrellas, pues su fuerza era diez
veces superior a la de los demás humanos. Al cabo de poco tiempo, ayudaba también
a los otros granjeros; él solo reparaba las carretas rotas y construía graneros para el
grano cosechado. No había ni una sola persona entre los habitantes que no recibiera
de buen grado la ayuda de Rius.
Pero por mucho que aprendía acerca de los residentes, la gente magnánima y
perseverante que lo había acogido, continuaba sin saber nada más sobre sus propios
orígenes. «Tal vez —comenzó a pensar—, los habitantes del pueblo tengan razón al
decir que he sido enviado desde las estrellas para ayudar a mis congéneres en

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apuros». Esa creciente convicción se vio reforzada por las noticias que le llegaron a
Jeren en una gélida mañana.
Un pequeño grupo de granjeros apareció ante su puerta, sin aliento y en estado de
agitación. Jeren y los granjeros conferenciaron ansiosamente durante algunos minutos
antes de volverse hacia Rius.
—¿Qué sucede? —preguntó éste, preocupado.
—Anoche fue atacada la casa del viejo Hosk por algo que salió del bosque. Hosk
murió mientras intentaba defender su hogar, pero la esposa y los hijos escaparon. —
Jeren hizo una pausa, como si apenas pudiese creer él mismo lo que estaba a punto de
decir—. Dicen que era un monstruo grande como una casa y con la fuerza de un
gigante. Y luego hubo lo de los terrible gritos espeluznantes que se oyeron fuera de la
granja de Kilm durante la noche. Esta mañana, Kilm se encontró con que habían
matado todo su ganado en los campos y que su granero gigante había sido arrasado
hasta los cimientos. Todos los del pueblo están demasiado aterrorizados para ir tras la
bestia, y quieren que tú la persigas y la mates.
—Tú eres el único que puede matar al aullante, hombre de las estrellas —añadió
uno de los que acababan de llegar—. Nos ayudarás, ¿verdad?
El aullante… Aquel nombre inquietó a Rius. Estaba seguro de haberlo oído
antes…, y de que significaba peligro. No obstante, a pesar de la inquietud, se
encontraba ante la oportunidad de agradecerle a aquella gente su bondad y cumplir
con el propósito que tenía.
—Por supuesto que sí.
Tras coger su hacha, Rius salió de la granja con Jeren y los otros hombres, y se
encaminó hacia lo que quedaba de la casa de Hosk. Desde la entrada del valle donde
se encontraba la granja destrozada, vio que la descripción hecha por los granjeros no
era nada exagerada. La mayor parte del edificio estaba demolido, como si algo
enorme se hubiese lanzado directamente a través de las paredes de zarzo.
De repente, la inquieta calma de la mañana se vio interrumpida por un
espeluznante grito bestial, un grito agudo que atravesó a Rius como si fuese un
cuchillo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó al mismo tiempo que se volvía a mirar a los
granjeros que se apiñaban detrás de él.
—Eso ha sido el aullante —replicó uno de ellos con tono nervioso.
La bestia emergió de la línea de árboles que cerraba el otro extremo del valle.
Aunque se encontraba aún a más de un kilómetro y medio de distancia, la aguda
visión de Rius logró distinguir al monstruo con toda claridad. Vio la cúpula
blanqueada, como de hueso, de su cabeza; los enormes brazos curvos; los
demoledores cascos de sus patas; el pelaje grueso y quitinoso.
Al instante, la mente de Rius se inundó de imágenes aterrorizadoras y rememoró

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sensaciones: fauces babeantes, muerte por ácido corrosivo, tentáculos urticantes,
garras empapadas de sangre, aliento fétido cargado de putrefacción; una pesadilla en
colores púrpura y carmesí. Fue como si alguien hubiese abierto las compuertas que
habían estado conteniendo sus recuerdos. Momentáneamente aturdido por el
impetuoso torrente que regresaba a su mente, lo único que pudo hacer Rius fue
quedarse petrificado y contemplar la bestia que había acabado con su amnesia.
—¿Qué es eso, hombre de las estrellas? —preguntó Jeren.
—No. Rius; me llamo Rius —masculló el marine espacial al mismo tiempo que
sacudía la cabeza como si regresara de una pesadilla—. Ya sé quién soy; sé qué soy.
—Sus pensamientos y palabras se hicieron más precisos y decididos—. Sé cuáles son
mi destino y mi deber. ¿Dónde están mi armadura y mis armas?

***
Tras arrojar a un lado las balas de paja, Jeren descubrió una trampilla que había en el
piso del granero.
—Siempre pensé que un día pedirías que te las devolviéramos. Cuando te
encontramos, la armadura estaba sucia de sangre seca y en unas condiciones que no
eran decorosas para un guerrero del Emperador. La limpié y la lustré, y luego la
guardé aquí, junto con tus poderosas armas, para que estuviesen a salvo. —El
granjero alzó la trampilla y dejó a la vista la brillante armadura azul que se
encontraba debajo.
El marine espacial alzó el casco, y un rayo de sol lleno de partículas de polvo se
reflejó en su blancura. Con gestos reverentes, Rius retiró cada pieza de la armadura
de exterminador, que tenía siglos de antigüedad, del sitio en que descansaba.
Mientras lo hacía, su vista apenas se demoró en las condecoraciones ganadas a lo
largo de las décadas de conflictos en un centenar de mundos. Sólo los más destacados
de los veteranos del Emperador lucían la Crux Terminatus.
La calavera alada que había tallada en el peto de la armadura daba fe de otra
victoria justa contra los enemigos de la humanidad. El Sello de Pureza que le habían
concedido los capellanes del Capítulo también estaba aún intacto. Su bendición, sin
duda, había sido la salvación de Rius: lo había mantenido con vida mientras el resto
de su escuadra era condenada a muerte como resultado de la intervención de los
malditos tiránidos dentro de la Thunderhawk. El orgullo se tornó tristeza al lamentar
la desaparición de sus hermanos de batalla. Ya no volvería a luchar a su lado nunca
más. El desafío al que iba a enfrentarse iría a buscarlo tanto por ellos como por el
Emperador y los pobladores de aquel planeta implacable.
—Ahora me gustaría quedarme solo —dijo el marine espacial al mismo tiempo

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que se volvía a mirar a Jeren—. Debo prepararme para la batalla.

***
Cuando Rius salió del granero, no se parecía en nada al hombre que había entrado en
él. Su cuerpo mortal estaba encerrado dentro del cuerpo metálico de un exterminador,
y tenía un aspecto en verdad poderoso. Se había puesto la armadura de sus ancestros
y había entonado las letanías de guerra. En ese momento, estaba preparado para
enfrentarse con su enemigo, y les dirigió la palabra a los atemorizados granjeros
reunidos en el exterior.
—En este día voy a enfrentarme con mi destino.
—¿Volverás? —preguntó Jeren.
Rius giró hacia el horizonte la cabeza cubierta por el casco. Aquella gente lo
había tratado con compasión, hospitalidad y amistad, y entonces podría por fin
pagarles la deuda que había contraído con ellos.
—Si el Emperador quiere. Si no, mi muerte servirá para el mayor de los bienes.
—¿Cómo te llamas, guerrero?
—Soy el hermano Rius de la Primera Compañía del Capítulo Ultramarines del
Imperio; ¡que nunca deje de existir!
—En ese caso, buena suerte, hermano Rius. ¡Que el espíritu del Emperador te
acompañe, como lo hacen nuestras bendiciones!
Rius le hizo un saludo militar al hombre que tanto había hecho por él, y luego se
detuvo un instante antes de marcharse.
—Jeren, ¿querrás hacer algo por mí?
—Por supuesto, amigo mío. Lo que quieras.
—Recuérdame.
Dicho eso, el ultramarine le volvió la espalda a la humanidad y se alejó por la
pista que lo conduciría desde la granja hasta la selva primitiva donde encontraría su
destino.

***
El hermano Rius se quedó inmóvil. Allí estaba otra vez el susurro entre la maleza
delante de él. Miró el sensor de movimiento. Sin duda, había algo allí, pero ¿sería su
presa u otro zorro arborícola? Hacía tres días enteros que perseguía a la bestia sin
descansar, siguiendo sus huellas desde la arrasada granja que entonces se encontraba

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a muchos kilómetros a sus espaldas.
Con gritos aullantes, el carnifex atravesó corriendo la maraña de frondas situada
ante Rius, hendiendo salvajemente la vegetación con sus cuatro brazos asesinos,
afilados como navajas. Por instinto, Rius lanzó a un lado su cuerpo recubierto por la
pesada coraza para apartarlo del camino de la criatura, y se hundió en la maleza.
Antes de chocar contra el suelo, su bólter de asalto ya vomitaba una andanada tras
otra de devastador fuego en dirección al enloquecido tiránido.
Sin dejar de gritar, el carnifex derrapó hasta detenerse y se volvió, dispuesto a
cargar contra Rius una segunda vez. El asesino aullante tenía bien merecido tanto su
nombre como la reputación que éste conllevaba. El penetrante grito del carnifex
bastaba para descorazonar al más resuelto de los hombres, mientras que sus brazos en
forma de hoz y duros como el diamante podían destrozar la armadura de ceramita de
Rius con la misma facilidad que su carne. El pelaje quitinoso era virtualmente
impenetrable para las armas normales, y la gran masa de su cuerpo redondo lo hacía
imparable cuando avanzaba pesadamente por cualquier campo de batalla.
«Éste debe de ser el último de su repugnante especie que queda en el planeta»,
pensó Rius. Lo habrían abandonado en aquel mundo, como le había sucedido a él,
tras la derrota de las fuerzas de la Mente Enjambre.
Cuando el marine espacial luchaba para ponerse de pie, casi maldiciendo al
abultado traje en que iba metido, el monstruo cargó otra vez. El carnifex se estrelló
contra el exterminador con la fuerza de un proyectil de mortero, le vació los
pulmones de aire y lo lanzó por el aire. Al descender, Rius partió las ramas de un
árbol y aterrizó en lo alto de una elevación abrupta y densamente poblada de bosque.
El ímpetu de la carga y el impulso subsiguiente de su propio cuerpo lo hicieron rodar
hasta caer por el borde y continuar a través de la maleza.
Se detuvo, por fin, al pie de la ladera, aturdido y gritando de dolor. ¡Aquello era
como luchar cuerpo a cuerpo con un tanque! Mientras hacía todo lo posible por
suprimir mentalmente el dolor, Rius se levantó. El impacto había averiado una
servoasistencia de la pierna izquierda del traje, así que caminaba con una marcada
cojera, que, además, lo enlentecía.
Se encontraba de pie en un claro situado al borde de una gran meseta y, al mirar
más allá del límite del despeñadero, vio el prehistórico territorio amortajado en el
humo que salía de lejanos volcanes tronantes. Abajo, en el amplio valle, y
parcialmente sepultados por una capa de cenizas, se distinguían los contornos
imprecisos de esqueletos alienígenas y cascos metálicos retorcidos. Allí era donde se
había ganado la batalla de Jaroth…, y donde tendría lugar el conflicto definitivo de
esa guerra.
Un alarido agudo acompañó el sonido de un cuerpo enorme que se abría paso
entre la vegetación hacia el marine espacial. El carnifex salió de entre los árboles

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como una exhalación…, y se detuvo. Un repugnante fluido color púrpura goteaba de
varios agujeros que tenía en el pecho, donde habían sido perforados el hueso y el
cartílago extremadamente duros. ¡Alabado fuese el Emperador: había logrado herir a
la bestia! No obstante, su entusiasmo se transformó en decepción casi al instante. La
hemorragia de sangre alienígena cesó, y ante sus propios ojos las heridas comenzaron
a cerrarse. ¡El carnifex estaba regenerándose!
Los hombros de la enorme criatura subían y bajaban como si el tiránido jadease, y
los ensordecedores gritos continuaron mientras el carnifex rascaba el suelo con sus
demoledores cascos óseos. Un crepitante campo de energía bioeléctrica onduló
alrededor de sus cortantes brazos y, mientras Rius la observaba, hipnotizado, la
criatura sufrió una violenta convulsión y una bola de plasma color verde brillante
emergió de sus fauces bordeadas de colmillos. Mientras el misil incandescente
permanecía atrapado en el campo energético de sus zarpas, el carnifex pudo
determinar en qué dirección lo lanzaría.
Rius se agachó cuando la abrasadora bola de plasma salió disparada hacia él. Sin
embargo, chocó contra la espalda del exterminador y bañó su armadura con verdes
llamas que la lamían. Al instante, la ceramita comenzó a crepitar y a disolverse. Aún
a salvo dentro del traje, Rius alzó su bólter, apuntó con cuidado y disparó. Fueron
tantos los proyectiles que rebotaron en el reforzado caparazón como aquellos que lo
atravesaron, y los que sí hirieron a la criatura no parecieron afectar en nada la
vitalidad sobrenatural del tiránido, cuyo decidido deseo de matar lo impulsaba a
continuar hacia adelante. Un nuevo dolor recorrió el sistema nervioso del ultramarine
cuando el bioplasma le llegó a la piel tras haber corroído la armadura. Rius se dio
cuenta de que había una sola cosa que podía hacer, y se preparó para ello. Cuando el
enloquecido monstruo corrió hacia él, se dispuso a recibir el impacto sin retroceder ni
un ápice. La distancia que los separaba mermaba con rapidez.
En el instante en que el monstruo se estrelló de cabeza contra él, Rius lo aferró
por la cintura. Pero no pudo contener el dolor y gritó cuando un dentado brazo curvo
le hendió la armadura y se le clavó en un flanco. En ese momento, el ultramarine se
encontraba cara a cara con el tiránido. Sorprendida ante la reacción de su enemigo, la
criatura perdió el control y tropezó; el impulso que traía los hizo rodar a ambos hacia
el precipicio que caía desde el borde de la meseta.
El enorme monstruo se encumbraba sobre Rius, que sufría náuseas a causa del
hediondo aliento del carnifex, cuyo rostro se encontraba a pocos centímetros de la
placa visora del casco. El marine podía sentir que la vida se le escapaba del cuerpo
con la sangre que perdía. Era entonces o nunca.
Con los últimos restos de las fuerzas que perdía, alzó el arma y metió el cañón
dentro de las fauces de la bestia; luego apretó el gatillo y vació el resto del cargador
dentro de la boca del carnifex. Algunas balas salieron por la parte posterior de la

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cabeza malformada de la criatura; otras rebotaron dentro del endurecido cráneo y
licuaron el diminuto cerebro.
Rius sabía que estaba a punto de morir, pero eso ya no importaba. Había
reclamado su honor e identidad, y había saldado la deuda que tenía contraída con
aquellas gentes que lo habían salvado de la ignominia. Gracias a esas personas, podía
morir como debía hacerlo un ultramarine. Atrapado en la presa del carnifex, no pudo
evitar que el enorme cuerpo de la bestia lo arrastrase consigo al caer por el borde del
precipicio. Trabado en aquel ineludible abrazo de muerte, el hermano Rius y el
tiránido cayeron al vacío. La batalla de Jaroth había concluido al fin.

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EN EL TORBELLINO
CHRIS PRAMAS

—¡Despierta, corsario! Ya casi hemos llegado.


Sartak despertó de inmediato y se encontró mirando a lo largo del cañón de un
bólter, al otro lado del cual se encontraba el desaprobador rostro de Arghun, un
marine espacial del Capítulo Cicatrices Blancas. Aunque hacía días que Arghun no
dormía, sus ojos estaban alerta y sujetaba el bólter con firmeza.
—No soy un corsario —replicó Sartak con dignidad—. Soy como tú, un marine
espacial del Capítulo Garras Astrales.
Arghun tendió la mano izquierda, aferró un hombro de Sartak y lo puso
brutalmente de pie.
—Inmundicia —le espetó con asco el marine de los Cicatrices Blancas, tras
apoyar el bólter contra un lado de la cabeza de Sartak—. ¡Los Garras Astrales
traicionaron al Emperador! Hace mucho que perdisteis el derecho a llamaros marines
espaciales. No eres más que un bandido y un pirata.
Sartak sintió el fresco metal del bólter contra la piel, pero a pesar de ello conservó
la serenidad. Sabía que el marine de los Cicatrices Blancas no iba a matarlo, pues
había demasiado en juego.
—Estoy aquí para restaurar el honor del Capítulo Garras Astrales —respondió
con voz calma—. Mis días de bandidaje han acabado.
Arghun soltó a Sartak, pero mantuvo el bólter a mano.
—Sí —gruñó el Cicatriz Blanca—, eso dijiste en el conmovedor discurso que
pronunciaste ante Subatai Khan. Después de ser un perro asesino durante años,
despertaste una mañana y te diste cuenta de que aún amabas al Emperador. —La voz
de Arghun destilaba desprecio—. Y ahora vas a ayudarnos a matar a Hurón
Blackheart… —Las carcajadas del Cicatriz Blanca llenaron el estrecho espacio de la
nave del contrabandista—. He oído mentiras más convincentes en boca de ogretes.
—Si no me crees —replicó Sartak, lisa y llanamente exasperado después de días

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de conversaciones semejantes—, ¿por qué estás aquí, en nombre del Emperador?
—¡Si fueras un verdadero marine espacial —tronó la voz de Arghun—, no
tendrías que preguntarlo siquiera! Estoy aquí porque me lo han ordenado. Es cuanto
necesito saber.
—Arghun, estoy cansado de pelearme contigo —replicó Sartak con un suspiro—.
Lo que te he dicho es la verdad. Hurón Blackheart está planeando un ataque a gran
escala contra un mundo imperial indemne. Si puedo encontrar a mi amigo Lothar en
la nave insignia de Blackheart, él podrá decirnos dónde tendrá lugar el ataque. —
Sartak había contado eso docenas de veces, pero por la expresión del rostro de
Arghun resultaba evidente que él no creía una sola palabra de sus afirmaciones. A
pesar de ello, Sartak se sentía impelido a pronunciar aquellas palabras con la sincera
esperanza de que fuesen verdad—. Entonces —concluyó el Garra Astral—, podremos
enviar una señal al resto de tu Capítulo y sepultar a Blackheart para siempre. —Hizo
una pausa, y después continuó—. Es decir, si alguna vez me quitas este inhibidor. —
De modo casi inconsciente, Sartak pasó los dedos por el pesado collar que le rodeaba
el cuello y, como siempre, no logró palpar juntura alguna. El Cicatriz Blanca, que lo
observaba con aire divertido, se echó a reír.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta ser el perro de Arghun, corsario? Es la única manera
de enseñarte disciplina y obediencia. —La sonrisa abandonó los labios de Arghun
con tanta rapidez como había aparecido—. Además, no puedo arriesgarme a que
alertes a todos tus amigos de los corsarios rojos antes de que lleguemos.
»En cualquier caso, ya estamos casi en el Torbellino —prosiguió Arghun—.
Recobrarás tus preciosos poderes muy pronto. —El Cicatriz Blanca se colgó el bólter
con renuencia, pero no apartó los ojos de Sartak—. Sólo intenta recordar lo que
significa ser un marine espacial y un codiciario.
—Juro ante el Emperador —declaró Sartak al mismo tiempo que fijaba sus ojos
en los de Arghun— demostrar la verdad que hay en mis palabras y restaurar el honor
de los Garras Astrales.
—En ese caso, que el Emperador sea misericordioso con tu alma, corsario.

***
Arghun y Sartak se encontraban de pie en el enorme y hediondo vientre metálico de
la gran nave de guerra de Hurón Blackheart. Rodeados por los corsarios rojos,
marines espaciales renegados de una docena de Capítulos, aguardaban a Blackheart.
Arghun se erguía con orgullo y fijaba una mirada desafiante en sus hermanos caídos
en desgracia, en tanto que Sartak se movía con incomodidad mientras buscaba un
rostro amistoso entre los presentes. Una niebla de humo de antorchas e incienso

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flotaba sobre la bodega, pero no podía ocultar las burlonas gárgolas que adornaban
las paredes. Desde allí, en medio de retorcidos candelabros de hierro y altares
salpicados de sangre, Hurón Blackheart lideraba a los corsarios rojos en su depravada
adoración de los repugnantes dioses del Caos. Sartak había oído los alaridos de
incontables víctimas en aquel oscuro templo, y esos recuerdos aún lo perseguían.
Los hombres de Blackheart eran exactamente como Sartak los recordaba. Esos
marines que en otra época pertenecieron a la elite del Emperador habían traicionado
sus juramentos y seguido a Hurón en la herejía. Los que en otro tiempo habían usado
su fuerza para proteger a los ciudadanos del Imperio, entonces usaban los mismos
salvajes poderes con el fin de ofrecerles víctimas a sus crueles dioses. En ese
momento, sus señores eran la sangre, el pillaje y el terror, y a Sartak le resultaba cada
vez más imposible creer que había sido uno de ellos. Al bajar los ojos para posarlos
sobre las marcas de los Garras Astrales que se desvanecían sobre su servoarmadura
—entonces no eran más que un débil recuerdo de su antigua gloria—, Sartak se
preguntó si aún quedaría algún honor que restaurar.
Reacio a mirar a los ojos a cualquiera de sus antiguos camaradas, Sartak recorrió
con la vista la gran bodega, y sus ojos fueron a posarse sobre las formas postradas de
los dreadnoughts de Hurón. Aquellas enormes máquinas de destrucción se hallaban
encadenadas entre las columnas rotas del templo central, como si sus cáscaras sin
vida pudiesen ser reanimadas en cualquier momento. No obstante, era tan sólo una
ilusión, ya que los sarcófagos que albergaban a los pilotos que daban vida a las
pesadas bestias se encontraban muy lejos de los dreadnoughts. Sartak sabía que se
hallaban alojados detrás del Gran Sello, bien encerrados dentro del templo de templos
de Hurón. Aunque los corsarios rojos entregaban a los desequilibrados y locos a una
existencia de tormento viviente dentro de sarcófagos metálicos, aún trataban a los
pilotos de los dreadnoughts con respeto reverente, tal vez porque el irracional poder
de éstos les recordaba a los corsarios sus propios dioses inhumanos.
Un silencio cayó sobre los marines del Caos reunidos, y Sartak oyó que se
acercaba Hurón Blackheart. Mientras viviera jamás olvidaría el ritmo particular del
pesado andar de Hurón, producto del disparo del rifle de fusión que había destruido la
mitad del cuerpo de aquel hombre. Los corsarios rojos se separaron ante su señor
cuando éste apareció a la vista. Blackheart era una figura enorme, mitad hombre y
mitad máquina. Su enorme armadura, corrupta burla de la coraza de un marine
espacial, estaba erizada de cuchillas y sierras. En lugar del brazo izquierdo, tenía una
enorme garra biónica, que se abría y cerraba de modo espasmódico, ansiosa por
desgarrar la carne de los vivos. El rostro destruido de Hurón irradiaba pura amenaza,
y sus ojos ardían con fuego atroz. El Sanguinario detuvo su atronador avance a pocos
pasos de los dos marines espaciales, y los midió con la mirada como un carnicero
podría estudiar a las reses preparadas para el sacrificio.

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—¡Sartak! —tronó la voz de Hurón—. La última vez que te vi estabas muerto en
el puente del crucero de los Cicatrices Blancas, y sin embargo te encuentro aquí.
Dime, ¿cómo estás aún vivo?
—Gran tirano —comenzó Sartak—, durante aquella salvaje contienda sólo perdí
el conocimiento a causa de un golpe. Los Cicatrices Blancas me hicieron prisionero,
pero no les dije nada. —El marine podía sentir cómo se le secaba la boca mientras las
mentiras bien preparadas acudían a sus labios. Continuó con premura, intentando
acabar antes de que la voz lo traicionase—. Este que está aquí, Arghun, me ayudó a
escapar y contratamos a un contrabandista para que nos trajese de vuelta al
Torbellino. Le dije a Arghun que tú siempre estás buscando hombres como él.
El deformado rostro de Hurón no evidenció emoción ninguna mientras su mirada
recorría al Cicatriz Blanca, y Sartak se sintió aliviado por no ser objeto de aquel
escrutinio. Sólo esperaba que el orgulloso Arghun pudiese fingir la humildad
necesaria para ganarse la confianza del tirano.
—Y tú, leal Cicatriz Blanca —dijo Hurón—, tú traicionaste a tus camaradas para
ayudar a Sartak a escapar. ¿Por qué te arriesgaste a acabar muerto para ayudar a este
humilde hechicero?
—Este miserable no me importa nada —le espetó Arghun con tono desafiante—.
Lo utilicé porque sabía que podía conducirme a tu presencia. —El Cicatriz Blanca
apenas inclinó la cabeza, gesto mediante el cual reconoció por primera vez el poder
del Sanguinario—. Y tú, señor, eres el único que puede ofrecerme refugio ante la
cólera de mis cobardes hermanos.
—Éste tiene arrestos —declaró Blackheart con una carcajada. Después avanzó
dos pasos hacia Arghun y lo aferró por el cuello con la malvada garra. Mientras la
sangre goteaba con gran lentitud desde la hambrienta pinza, el Sanguinario continuó
—. Dime, Cicatriz Blanca, ¿qué hiciste para merecer la cólera de tu Capítulo?
Arghun permaneció completamente inmóvil por temor a que un movimiento
repentino hiciera que la garra se cerrase.
—Gran tirano —respondió con voz estrangulada—, maté a mi sargento en batalla
porque ordenó la retirada. Los cobardes como él sólo merecen la muerte.
Blackheart guardó silencio durante un largo momento, y el único sonido que se
oyó en la sala fue la respiración cada vez más trabajosa de Arghun a medida que la
garra se cerraba poco a poco. Luego, ésta se abrió de golpe, y el Sanguinario
retrocedió, mientras Arghun suspiraba de alivio e inhalaba grandes bocanadas de aire.
También Sartak se relajó, ya que lo peor había pasado. Sabía lo despiadado que
podía ser Hurón con los reclutas potenciales, pero al parecer Arghun había superado
la prueba.
Hurón avanzó hasta Sartak y posó la mano que le quedaba sobre el hombro del
Garra Astral.

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—Hermano, has hecho bien. Ya sabes que tengo bajo mi mando muy pocos
hechiceros, y hemos lamentado tu pérdida. —Sartak, alerta ante cualquier engaño, no
detectó falsedad ninguna en las palabras del tirano—. Quiero que sepas que eres
bienvenido de nuevo entre los corsarios rojos. —La voz de Blackheart se hizo más
profunda al continuar—. Pero antes debes hacer algo por mí.
—¡Cualquier cosa, gran tirano! —exclamó Sartak al mismo tiempo que asentía
con un gesto de cabeza.
Blackheart apartó la mano del hombro de Sartak, desenfundó su pistola bólter y
se la tendió al Garra Astral.
—Mata al Cicatriz Blanca.
—Pero, gran tirano —tartamudeó Sartak—, él, bueno, él me ayudó a escapar.
—Te ayudó a escapar para que lo trajeras hasta aquí —respondió Hurón con tono
flemático—. Es un infiltrado que los Cicatrices Blancas han enviado para matarme,
sin duda. ¡Ahora coge esto y ejecútalo!
El tono de voz del Sanguinario no admitía discusión, al menos no si Sartak
deseaba conservar la vida. El marine tomó la pistola y avanzó con lentitud hasta
Arghun. El intransigente Cicatriz Blanca no le inspiraba ningún afecto, pero tampoco
quería ser su verdugo. Alzó la pistola y apuntó a la sien de Arghun. Al menos, su
muerte sería rápida.
—¿A qué estás esperando? —rugió el Sanguinario—. ¡Mátalo!
—¡Mata al traidor! —gritaron los corsarios rojos al unísono.
Arghun miró al Garra Astral y éste no vio ni rastro de miedo en su semblante.
—Adelante, corsario —dijo Arghun con calma—. Siempre supe que al final me
matarías.
Sartak apretó dos veces el gatillo. El Cicatriz Blanca murió sin emitir sonido ni
queja, y cayó con un resonante golpe sordo sobre el piso metálico de la gran bodega.
No sería la última vez que la sangre inocente manchaba el atroz suelo del templo de
Blackheart.
La sonrisa de Hurón Blackheart y su demente alegría fueron casi tan terribles
como su ira.
—Bienvenido a casa, Sartak. Has estado lejos durante demasiado tiempo.

***
Sartak avanzaba con rapidez entre los retorcidos corredores de la nave de guerra de
Hurón. Habían pasado dos días desde su regreso, y al menos parecía que podía
moverse libremente sin peligro. La pequeña flota del Sanguinario atravesaba en esos
momentos el Torbellino hacia un destino desconocido. Reinaba una gran emoción

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entre los corsarios rojos, ya que Hurón Blackheart había prometido botín y sangre en
abundancia. Sartak procuraba aparentar serenidad mientras recorría la nave en busca
de Lothar. A esas alturas, su amigo ya debía haber descubierto dónde tendría lugar el
ataque, ya que se había ganado un puesto dentro del círculo más íntimo de Hurón. Sin
embargo, el hombre no se hallaba en sus dependencias, ni tampoco estaba en la
cocina, por lo que Sartak se veía obligado a vagar por la enorme nave casi al azar,
con la esperanza de encontrar a su amigo antes de que fuese demasiado tarde.
El Garra Astral se encontró adentrándose cada vez más profundamente en las
entrañas de la laberíntica nave. Los corredores olían a sangre rancia, y comenzó a ver
huesos y calaveras que sembraban los pisos de rejilla. Aquélla era la parte de la nave
que estaba en manos de los seguidores de Khorne, y Sartak solía tomarse grandes
molestias para evitarla. No obstante, entonces tenía que encontrar a Lothar, y ése era
uno de los pocos lugares donde no había buscado.
Hacía casi una hora que Sartak no veía a nadie, y eso sólo contribuía a aumentar
su agitación; podía sentir que estaba sucediendo algo. De pronto, oyó alaridos lejanos
procedentes de algún lugar situado ante él, y el corazón le dio un vuelco. A medida
que avanzaba, podía oír los rugidos de una multitud que gritaba: «¡Sangre para el
Dios de la Sangre!». Al fin, Sartak salió a la amplia bodega de carga y se detuvo,
alarmado. Todos los seguidores de Khorne se habían reunido en un círculo de colores
carmesí y dorado en torno a dos combatientes. Incluso por encima de los alaridos que
pedían sangre, Sartak pudo oír el zumbido característico de un hacha sierra, y supo
con absoluta certeza que aquél no era un combate corriente.
Tras abrirse paso entre los frenéticos guerreros, Sartak llegó por fin hasta los
combatientes y se confirmaron sus peores temores. En el centro del círculo se
encontraba Lothar, desnudo de cintura hacia arriba y armado con una espada sierra.
Su oponente era Crassus, un ultramarine renegado, que era el campeón escogido por
Khorne entre los corsarios rojos. Moreno y nervudo, Lothar era un luchador
experimentado sin duda, pero Crassus, una cabeza más alto que su oponente, era un
psicópata que tenía las manos tintas en sangre; había pocos que lo igualaran en el
combate cuerpo a cuerpo.
«Esto no es ningún duelo», pensó Sartak, ceñudo. Se trataba de un asesinato sin
más.
—¡Khorne exige un sacrificio! —entonaban los bersekers con voz salvaje—.
¡Sangre! ¡Sangre para Khorne!
—¡Lothar! —gritó Sartak, e intentó abrirse paso a través del anillo de bersekers
sedientos de sangre; pero media docena de brazos lo sujetaron.
Lothar lo vio, sin embargo tenía toda su atención concentrada en mantener a
Crassus a distancia. El hacha sierra del demente guerrero golpeaba la espada sierra de
Lothar y hacía retroceder al cansado guerrero con cada impacto. Sartak observó que

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Lothar sangraba por numerosas heridas. Cada vez que paraba un golpe, el marine lo
hacía con un poco más de lentitud, mientras que parecía que Crassus se hacía más
fuerte con cada acometida. Cuando los alaridos que reclamaban sangre llegaron a un
tono frenético, Crassus rugió y arrancó de un golpe la espada sierra de las manos de
su oponente; con el mismo movimiento ininterrumpido, clavó el hacha sierra en el
pecho de Lothar. Las girantes cuchillas del hacha sierra abrieron el pecho de Lothar,
que profirió alaridos de dolor mientras su sangre caliente salpicaba al berseker
enloquecido.
—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —rugió la multitud, que luego levantó en
vilo al escogido de Khorne y continuó rugiendo—: ¡Crassus! ¡Crassus!
—¡No! —gritó Sartak, que corrió hasta donde yacía, olvidado, su amigo
agonizante.
Lothar estaba tendido de espaldas con el pecho destrozado, pero aún vivía, y
Sartak se arrodilló junto a él.
—Perdóname, Lothar —le dijo—. No pude encontrarte.
—Me han… descubierto —jadeó Lothar con los labios cubiertos de espuma
sanguinolenta—. Pero el ataque…, el ataque será contra Razzia. Que el Emperador
nos redima…
Su cuerpo destrozado sufrió una última convulsión y quedó inmóvil. En torno a
Sartak, los bersekers de Khorne aullaban en su salvaje celebración. Al cabo de poco
rato, se pusieron a luchar furiosamente entre ellos mismos, enloquecidos por la vista
y el olor de la sangre recién derramada. Sartak aprovechó la carnicería para deslizarse
de vuelta a la acogedora oscuridad.

***
Sartak se encontraba sentado a solas en sus dependencias, aún manchado por la
sangre de su único amigo. Tanto Lothar como Arghun habían muerto, y sabía que
acabar con Hurón Blackheart dependía de él solo. El Garra Astral se estremeció de
furia apenas contenida al pensar en el cuerpo sin vida de Lothar y en su propia caída
en desgracia ante el Emperador.
La sangre de Sartak ardía en deseos de venganza contra Blackheart, pero una
vocecilla interna le susurraba que esperase. Reliquia de sus tiempos de bandido o
claro signo de locura inminente, la voz tentaba a su alma y la regañaba. «¡Sería tan
fácil —le decía—, permanecer con Blackheart y continuar siéndole leal!»
«¡Sí, sería tan fácil!», reflexionó Sartak. Pero había seguido el sendero más
sencillo durante demasiados años. Sartak recordaba aquellos oscuros días en Badab,
cuando Hurón había envenenado el alma de los Garras Astrales contra el Emperador.

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Sartak, leal al Señor de su Capítulo, como debía serlo un marine espacial, lo siguió en
la herejía. No obstante, los años de bandidaje habían tenido su efecto sobre el
guerrero en otros tiempos idealista. Como un hombre dormido al que despiertan de
una sacudida, Sartak había abierto los ojos y había visto la depravación y corrupción
del hombre que en otra época fue conocido como el Tirano de Badab. Con aquel
despertar repentino, Sartak se dio cuenta de que había un solo camino para reparar su
traición al Emperador.
—Si tengo que añadir mi propia sangre a las de Lothar y Arghun —gruñó en voz
alta—, que ésa sea mi penitencia. —Inspiró profundamente y aquietó los latidos de su
acelerado corazón. Había llegado el momento de acabar con lo que había empezado.
El Garra Astral se arrodilló en el piso y sacó una bolsa de tela de entre los
pliegues de su camastro. Metió la mano dentro y extrajo el tarot imperial. La
parafernalia mágica que atestaba su camarote era sólo para cubrir las apariencias,
simples trastos supersticiosos. Hurón se sentía extrañamente orgulloso de sus
hechiceros, y Sartak se vio obligado a representar ese papel. Varas rúnicas, cráneos
talismán e iconos ancestrales yacían esparcidos al azar, herramientas de su obsceno
oficio.
Entonces, lo único que necesitaba Sartak era la pureza del tarot para comunicarse
con la nave del Capítulo Cicatrices Blancas, que describía círculos en torno al
Torbellino en ansiosa espera de su mensaje. Había llegado el momento de que
volviera a asumir el manto de marine espacial, bibliotecario y Garra Astral.
Sartak mezcló el tarot. Se concentró y sacó tres cartas de la parte superior de la
baraja, que depositó boca abajo. Con la respiración contenida, las volvió una a una.
¡Horror! Ante él se encontraban invertidos el Emperador y el Eclesiarca; también
estaba la Torre.
Sartak reprimió la conmoción de un augurio tan nefasto como aquél, y se recordó
a sí mismo que no estaba adivinando, sino forjando nuevamente las líneas de
comunicación interrumpidas mucho tiempo antes. Mientras intentaba olvidar los
horribles portentos así revelados, Sartak se concentró en la Torre. Mientras entonaba
palabras en voz baja, visionó la Torre a lo lejos, al otro lado de una gran ola de
disformidad. Entonces, proyectó su mente hacia el exterior y cayó en un profundo
trance.
Mantuvo en todo momento la Torre en primer término mental mientras buscaba al
espíritu del bibliotecario de los Cicatrices Blancas, que sabía que estaba esperando.
El espacio disforme lo abrazó como hacía siempre, consolándolo como una madre
mientras intentaba absorberlo hacia su seno. Él llegó más y más lejos, allende las
farfullantes hordas de demoníacas criaturas que imploraban por poseer su alma, y
luego, por fin, la sacudida del contacto. A través del espacio disforme sus mentes se
unieron, y en un instante todo concluyó.

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—Razzia —entonó—. El ataque caerá sobre Razzia.
Una vez transmitida la información, Sartak interrumpió el contacto y voló a través
del vacío hasta la seguridad de su propio cuerpo. Había terminado.
Antes de que Sartak pudiese siquiera levantarse, se oyó un impacto demoledor, y
la puerta de su camarote se hundió hacia el interior. De pie, en la entrada, apareció
Hurón Blackheart, flanqueado por la alta figura cadavérica de Garlón Comealmas, el
más poderoso hechicero del tirano.
Sartak se levantó de un salto, y el tarot imperial se desparramó por el piso.
—Gran tirano, no te esperaba —tartamudeó con premura, sabedor de que el tarot
le había revelado el futuro, a pesar de todo.
—No, supongo que no me esperabas —respondió Hurón entre carcajadas. El
Señor del Caos se encogió de hombros mirando al hechicero corrupto—. Garlón me
dijo que has estado comunicándote con los Cicatrices Blancas…, y quise venir a darte
las gracias personalmente.
—¿Dar…, darme las gracias, mi señor? —Sartak dejó que su mano se posase
sobre el puño de la espada de energía, aunque mantuvo la misma fingida actitud de
servilismo durante unos instantes más.
—Sí, Garra Astral, ya lo creo que sí. —El gran tirano le sonrió con aire malicioso
—. Quiero darte las gracias por decirles a los Cicatrices Blancas que atacaría Razzia
—continuó Hurón, cuyas palabras destilaban ironía—. Ha sido una conmovedora
demostración de lealtad mal dirigida. —La voz del corsario rojo se elevó hasta ser un
gruñido atronador, y señaló a Sartak con su garra de combate—. ¡En especial si
consideras que he cambiado de opinión!
—¿Cambiado de opinión? —jadeó Sartak, desconcertado—. ¿Qué…?
—Bueno —respondió Hurón mientras agitaba una mano con gesto indiferente—,
no; la verdad es que he mentido. En realidad, no cambié de opinión en ningún
momento… Jamás pensé en atacar Razzia.
Sartak comprendió que le habían tendido una trampa, y aferró con fuerza la
espada de energía.
—Corrupto, malvado… ¿Qué quieres decir?
El tirano se echó a reír como un demente ante aquella demostración de valentía y,
junto a él, Garlón aplaudió a modo de burla cortés.
—En realidad, nos dirigimos hacia Santiago. —Blackheart hizo una pausa para
permitir que el otro comprendiera la espantosa realidad—. Gracias a ti, sin embargo,
los Cicatrices Blancas se encontrarán muy lejos cuando los corsarios rojos caigan
sobre el indefenso planeta. —El tirano volvió a sonreír, obviamente deleitado por la
expresión de terror del Garra Astral.
Sartak retrocedió dando un traspié, abrumado por la enormidad de lo que había
hecho.

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—¿Santiago? Pero ¿por qué? —susurró, horrorizado—. Allí no hay nada que
robar; es un mundo agrario que carece por completo de importancia militar.
Garlón se frotó las huesudas manos con gesto anhelante, y su húmeda lengua
lamió los finos labios, un ademán de expectación ante algún placer futuro.
—¡Ah!, pero en eso estás equivocado. Hay una cosa que Santiago posee —
declaró Hurón con deleite mientras palmeaba la espalda de Garlón—. Santiago tiene
millones y más millones de ciudadanos indefensos.
Garlón rio con incontenible placer; los ojos se le pusieron en blanco y formó
silenciosamente con los labios las palabras sangre y calaveras.
Hurón rio con tono burlón, y Sartak sintió que una furia fría le consumía el alma.
—¿Y qué crees tú —continuó el tirano— que sucedería en el espacio disforme,
mi leal hechicero, si yo ofreciera la sangre de mil millones de víctimas en una sola
noche?
—¡Carnicero! —gritó Sartak—. ¡Te he seguido, he confiado en ti, y me has
conducido directamente al infierno! —Mentalmente, encomendó su alma al
Emperador, pues sabía qué debía hacer—. ¡En nombre de todo lo sagrado, esto
acabará aquí! —bramó, al mismo tiempo que desenvainaba la espada de energía y
cargaba contraf el Sanguinario, aullando de furia.
Hurón Blackheart recibió la carga de Sartak con un alarido de deleite, y paró la
espada de energía con su enorme garra metálica. La espada, que latía con energía
psíquica, desprendía chispas y chirriaba al luchar para partir en dos la garra, pero la
tecnología prohibida que alimentaba la garra del tirano demostró que era demasiado
poderosa y, tras largos momentos de forzar al máximo tendones y músculos, Sartak se
vio obligado a apartar la espada.
Sartak retrocedió tanto como pudo en los limitados confines del camarote, y
entonó una rápida plegaria tranquilizadora antes de concentrar su mente para lanzar
una andanada psíquica contra la conciencia enferma de Blackheart. La energía
justiciera rugió dentro de él, y el rayo salió disparado, claro y certero.
Pero Garlón Comealmas, impregnado de las negras energías del Caos, rechazó el
ataque con una sacudida indiferente de una muñeca esqueléticamente flaca, mientras
reía por lo bajo con perverso placer.
—De eso nada, Sartak. —Su voz rezumaba burla dentro de la mente del marine
—. Adiós, querido traidor nuestro.
El Sanguinario se aproximó a Sartak mientras la retorcida risa de Garlón
continuaba sonando dentro de su cráneo. Ya no quedaba tiempo para trucos psíquicos.
Cuando el tirano atacó con todo el poder de que disponía, el Garra Astral apenas
pudo contener la girante hacha de energía y la despiadada garra. Sartak sujetó la
espada de energía con ambas manos en un intento de mantener alejado a Hurón
mediante grandes mandobles de la mortal hoja.

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Hurón no estaba dispuesto a que le negasen la sangre. Con un grito de furia y
amarga satisfacción, el tirano lanzó la espada de Sartak contra la pared y la mantuvo
inmovilizada con su hacha. La espada permaneció quieta durante apenas unos
segundos mientras Sartak intentaba en vano liberar la destellante arma; pero ese
tiempo bastó para que Blackheart cerrase su enorme garra sobre las muñecas
desprotegidas de Sartak.
Con una sonrisa malévola, el Sanguinario cerró la garra, lo que produjo un
espantoso crujido. Aullando de dolor, Sartak cayó de rodillas mientras se
contemplaba con horror los muñones sangrantes.
Hurón se erguía sobre Sartak y observaba con desdén al desdichado que se
encontraba a sus pies.
—Ahora te gustaría morir, ¿no es cierto, tú, el último de los Garras Astrales?
Sartak se negó a responderle. Contemplaba la sangre que se le escapaba con cada
latido del corazón, sabedor de que había fracasado por completo.
Blackheart caminó alrededor de la figura postrada de Sartak, pisoteando las cartas
del tarot que aún estaban sobre el piso.
—Pero la muerte de un héroe no es la que te corresponde —se mofó mientras se
inclinaba hasta que su rostro de impúdica sonrisa quedó ante el semblante
ensangrentado de Sartak. Éste gimió en voz alta, pero no logró mirar a los ojos al
tirano—. No, no habrá redención para ti, Sartak. —El tirano profirió un aullido de
regocijo—. En cambio, te haremos el regalo más grande que pueda desear un Garra
Astral.
Mientras reía de deleite, Hurón Blackheart se volvió a mirar al hechicero que
hacía cabriolas.
—Llévatelo, Garlón, y haz de este desgraciado un héroe del que se pueda uno
enorgullecer.
La mente de Garlón salió al exterior y atravesó las debilitadas defensas de Sartak,
y éste se precipitó en las tinieblas.

***
Sartak despertó en medio de una oscuridad absoluta, indecible. Sorprendido de estar
con vida, intentó levantarse, moverse, pero descubrió que no podía. Al forzar las
extremidades, lentamente se dio cuenta de que su cuerpo estaba invadido por agujas,
y unos alambres desconocidos se entretejían en torno a sus miembros. Una especie de
máscara le cubría el rostro. Sartak intentó hablar, pero se atragantó con los numerosos
tubos que le habían metido a través de la garganta. Presa del pánico, quiso proyectar
su mente hacia el espacio disforme; sin embargo, sus poderes habían sido suprimidos.

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Tras lo que parecieron largas y desesperadas horas de lucha ciega en la oscuridad,
Sartak se quedó tendido en las tinieblas a la espera de que Hurón llegase muy pronto
para burlarse de él. Sartak aguardó y aguardó, aislado de las sensaciones y tal vez del
tiempo mismo. «¿Cuánto hace que estoy en estas condiciones? —se preguntó—.
¿Horas? ¿Días?». El tiempo había perdido su significado.
Pero Hurón continuaba sin aparecer. «¿Qué me habéis hecho? —gritó en silencio
el aterrorizado bibliotecario—. ¿He sido lanzado al vacío del espacio dentro de una
cápsula de salvamento? ¿Caeré eternamente a través de la nada? ¿Cómo puede eso
convertirme en un héroe?»
Su mente rebuscaba por todas partes en un intento de hallar alguna respuesta,
pero no servía de nada. Nada tenía el más mínimo sentido.
En un destello de lucidez, toda la situación se aclaró. Sartak recordó la única vez
en que atravesó el Gran Sello. Recordó haber visto a los miembros dementes de los
corsarios rojos encerrados para siempre en ataúdes de Adamantium, sellados dentro
del Gran Templo hasta el momento de la batalla.
Sartak sabía que el sistema de soporte vital de un dreadnought podía mantener
vivo a un hombre por tiempo indefinido, pero ¿y si el sarcófago no era nunca
conectado al interior de un dreadnought? ¿Y si encerraban allí al hombre y lo dejaban
para que se pudriera durante toda la eternidad? ¿Qué, entonces?
Sartak intentó con desesperación pensar en otra posible explicación para la
situación en que se hallaba, pero la lógica era fría e ineluctable. La conmoción de
horror estalló en su conciencia con una fuerza imparable. Ni siquiera pudo gritar
cuando la cordura lo abandonó.
En la gélida oscuridad del Torbellino, la flota de Hurón Blackheart surcó el
espacio con destino al condenado Santiago. El Sanguinario iba camino de ofrecerles
mil millones de almas a los dioses oscuros del Caos.

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LA GRACIA DEL EMPERADOR
ALEX HAMMOND

Las ardientes llamas saltaban hacia las alturas, formando largas sombras sobre la
bóveda. El frío suelo en el que se posaban sus pies no resultaba reconfortante. Ropas
ligeras adornaban su cuerpo, o más bien pendían de él, y le aportaban poco abrigo.
Streck miró hacia la oscuridad y sus ojos se esforzaron por penetrar las tinieblas. Por
encima y alrededor de él, un pesado silencio sofocaba cualquier cosa que se atreviese
a alterar la quietud.
Oyó un ruido. Streck se volvió, mientras sus ojos cargados de sueño todavía
intentaban enfocar un blanco entre las danzantes sombras.
Las llamas se avivaron y adquirieron una vida monstruosa; la oscuridad de los
rincones mermó hasta revelar la forma de la estancia. Altos soportes arqueados
sostenían un techo de alturas inimaginables. Lustrosas tuberías de acero canalizaron
las llamas hasta el corredor y su luz dejó a la vista a un hombre ataviado de negro,
cuyo abrigo estaba salpicado de condecoraciones militares. Se hizo audible un
zumbido suave, algo que había estado presente durante todo el tiempo y que resonaba
a través de los pasillos.
El hombre de ojos oscuros y envuelto por el abrigo y la sacra insignia del Culto al
Emperador se acercó. Las llamas aumentaron y arrojaron luz sobre el enorme lexicón
que tenía el sello imperial grabado a fuego sobre la cubierta. El hombre moreno
avanzó un paso y abrió el libro; las páginas reflejaron la danzante luz sobre su rostro,
y Streck se miró a sí mismo. Los corredores estallaron en llamas. El zumbido se
volvió penetrante y lanzó a Streck a la aullante conciencia de una zona de guerra.
Ululantes sirenas de ataque. Una estrecha camilla. Pistola bólter en la mano.
Streck se levantó, se alisó el uniforme de comisario, se puso la gorra de visera en la
cabeza y subió la escalera corriendo hacia su puesto de mando.
Quietud. El cri-cri de los grandes insectos cornudos había cesado al comenzar el
bombardeo. El teniente Lownes aún podía ver las alas multicolores como vitrales que

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se agitaban mientras las criaturas volaban a velocidad desesperada entre los espesos
grupos de mangles.
—Tienen la inteligencia de un gato —le susurró Lownes al joven guardia que se
encontraba a su lado.
—¿Señor?
—Esos insectos tienen la inteligencia de un gato, soldado. —Un par de
caleidoscópicas alas pasó muy cerca sobre la cabeza del hombre, y éste alzó su rifle
láser.
—Tranquilo, hijo; sólo está echándote una mirada.
Olstar Prime era una reciente colonia imperial situada en una zona del espacio sin
reclamar; un planeta selvático, rico en profundos yacimientos minerales y petroéteres.
El teniente Lownes y su escuadra habían sido llevados especialmente hasta allí desde
Catachán. El clima y el terreno eran similares, por lo que los altos mandos se
figuraron que serían perfectos para contribuir a la defensa de la principal instalación
de la colonia. El problema radicaba en que lo perfecto necesitaba apoyo de tierra,
fuego de cobertura y granadas eficaces, pertrechos que los últimos elementos
funcionales de la Quinta Guardia de Valis y la guarnición local de Olstar Prime se
vieron en apuros para proporcionarles cuando la palabra eldar crepitó a través de las
ondas de radio.
—Las órdenes son claras. Estamos aquí para destruir a su comandante y debilitar
su posición. La guarnición local y los colonos intentarán mantener a raya al grueso de
sus fuerzas —les susurró Lownes a los miembros de su escuadra que se encontraban
apiñados en las menguantes sombras de los mangles. El calor y la niebla habían
cubierto los fornidos brazos y los cuchillos de combate con una húmeda película
lustrosa.
—¿Así que los rumores son ciertos? —dijo el sargento Stern, mientras apartaba a
un insecto de su mochila con el revés de una de sus voluminosas manos.
—Sí, nos enfrentamos a los eldar. Nadie ha entrado aún en contacto con ellos, tal
vez debido a algo relacionado con su tecnología, pero no cabe duda de que están ahí
afuera. Esos diablos alienígenas tienen aterrorizados a los colonos mientras que las
fuerzas de defensa local no sienten ningún gusto por la batalla… Aunque el hecho de
encararme con esas armas de hechicería tampoco a mí me resulta atractivo.
—Catapultas Shuriken, señor.
—¿Cómo? —Lownes alzó los ojos y recorrió a sus hombres con la mirada.
—Señor. —Era el guardia imperial nuevo, un joven obstinado, con el pelo muy
corto—. Catapultas Shuriken; usan impulsos magnéticos y disparan discos giratorios.
Con horror burlón, Lownes trazó un signo mágico en el aire.
—No sabía que teníamos entre nosotros a un experto en los eldar. ¿Qué clase de
hereje es usted? —Se echó a reír, y una nube de insectos se elevó de los helechos que

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lo rodeaban—. Me alegro de tenerlo aquí. —No se oyó ni siquiera una risa contenida
entre los miembros de la escuadra. Sentían aprensión, y Lownes lo sabía—. Hagan un
buen trabajo y saldremos con bien de ésta, si el Emperador quiere. Los veré a todos
en el campamento base.
Los soldados de jungla aferraron cada uno el antebrazo del compañero que tenían
más cerca, en una breve manifestación silenciosa de camaradería.
—Muy bien —declaró Lownes tras soltar el brazo del joven soldado—.
Pongámonos en movimiento.

***
Los bulbosos mangles permanecían inmóviles, ya que eran las únicas cosas con la
suficiente sensatez para no hacer el intento de moverse en aquel cenagal. Lownes
condujo a su escuadra hasta ponerse a cubierto tras un grupo de árboles envueltos en
enredaderas. Los troncos espinosos arañaban la piel descubierta de los soldados. Un
cóctel de medicamentos de combate restañaba todas las heridas que no fuesen las más
extremas. Muchos soldados habían vivido para ver cómo amanecía otro día gracias a
la potencia de las pociones de los químicos imperiales.
Un chapoteo en el agua procedente del flanco izquierdo de la escuadra despertó
los aguzados reflejos y los dispuso para la acción. Con movimientos tan silenciosos
como el caer de la noche, Stern alzó su rifle láser. Lownes cogió la mira infrarroja, y
a través de ésta vio un eldar con una larga arma estriada, parecida a una pistola, sujeta
a la armadura de acero que cubría su delgado cuerpo. Se movía con gracilidad por el
agua; parecía que los pantanos tenían poca repercusión sobre sus movimientos. Del
respirador del alienígena salían suaves sonidos discordantes, como los de un viento
espectral. Dos, tres…, cuatro en total. Dado que su escuadra era más numerosa y no
los habían visto, Lownes tenía ventaja sobre ellos. Sin embargo, sus hombres se
estremecieron cuando los seres aparecieron a la vista.
Tres bruscos gestos de su comandante, y la escuadra entró en acción. Lownes
quitó el seguro a dos granadas y programó el temporizador para que detonaran con
retardo. Cayeron al agua junto a los dos eldar que iban en cabeza, y uno de ellos se
aproximó a las ondas que se habían originado en el agua y alzó la vista para calcular
de dónde procedían. Perdió un segundo que fue decisivo. Las granadas de
fragmentación estallaron ruidosamente sobre el pantano, y las ardientes armaduras
corporales con la carne pegada al metal cayeron salpicando agua en torno a la
escuadra de Lownes. Las olas recorrieron el manglar y los soldados de jungla saltaron
hacia el espeso humo mientras los eldar que restaban arrojaban al aire zumbante
muerte desde sus catapultas Shuriken.

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Corteza de árboles y follaje quemado caían al silencioso mundo del pantano
cuando Lownes nadaba entre las sombras hacia los desprevenidos eldar. Lo seguía la
mitad de la escuadra, y las burbujas de su respiración que ascendían a la superficie
eran el único rastro de su avance. Con la espada sierra girando, Lownes rompió la
superficie; la escuadra lo siguió al mismo tiempo que efectuaba disparos controlados
con los rifles láser contra la masa de guerreros acorazados que los rodeaban. Los
dientes afilados como agujas de la espada mecánica de Lownes alcanzaron a un eldar
y le cercenaron la muñeca y el arma en un solo movimiento continuo.
Los alienígenas retrocedieron ante la superioridad numérica de los soldados de
jungla y se situaron detrás del más alto de los suyos, vestido de modo diferente, con
flotantes ropones y un casco extrañamente alargado. En su rostro relumbraban un par
de ojos verdes. La figura alzó una mano, y un rocío de fuego láser procedente de los
restantes eldar se canalizó en un único rayo que barrió a los soldados de jungla. Stern
y otros cuatro hombres cayeron ante él, con las placas de identificación y la carne
fundidas en una sola masa. El resto de la escuadra se lanzó fuera de la línea de fuego
y halló un precario refugio tras los mangles que quedaban en pie. Sobre el campo de
batalla cayó la quietud.
—Su jefe es…, es un psíquico —tartamudeó el guardia imperial nuevo,
dirigiéndose a Lownes.
—Eso creo, hijo. —Con expresión ceñuda, Lownes luchó para reprimir el efecto
de las drogas que corrían por su sangre y lo impelían a una acción mortal contra los
eldar—. No tiene importancia; son todos iguales cuando están muertos.
«Por la pureza del Imperio, de obra y de pensamiento, permite que mi cuerpo sea
una máquina de guerra. Que la valentía sea mi compañera y que nunca me abandone,
ni siquiera en la hora más oscura. La sangre derramada en nombre del Emperador es
gloria; el miedo es la muerte del valor y la muerte para mí».
El comisario Streck rezaba mientras miraba desde la base de combate hacia la
jungla que se extendía a sus pies. En las aguas someras, flotaba brea, que
resplandecía con la deslumbrante luz de los disparos de láser para mostrar la muerte
de más guardias imperiales. Los alaridos de los agonizantes resonaban en las colinas
bajas. Muchos miembros de la Quinta Guardia de Valis morirían ese día en la batalla
y lo harían por el Emperador. Los muertos se encontraban ya en su propio reino y
tenían sus propios jueces. No correspondía a Streck juzgar a los difuntos, sino
comandar a los vivos y ocuparse de que se comportaran con valentía. Su cometido era
breve y concreto: guiar espiritualmente, instilar valor y condenar el miedo. La
victoria era improbable.
Un cohete hendió sonoramente el aire y colisionó con la plataforma de acero
sobre la que se encontraba Streck. El comisario se aferró a la barandilla, pero ésta se
soltó por tener las sujeciones oxidadas. Streck cayó hacia atrás y rodó hasta el borde

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de la plataforma. Debajo de sí pudo ver cómo los viles eldar se aproximaban. La línea
de bases que actuaba como primera defensa, por encima de la enmarañada selva,
estaba cayendo. Los nervudos brazos de Streck se esforzaron al máximo y sus
músculos se estremecieron mientras volvía a izarse hasta la plataforma.
El comisario dio traspiés entre los humeantes escombros de los niveles inferiores
de la base para echar un vistazo a los cuerpos y administrar la gracia del Emperador a
aquellos que no podían salvarse. Se encaminó hacia los soldados restantes, que se
encontraban apiñados debajo de los soportes principales de la base de combate. En
sus ojos se evidenciaba un terror que les contraía las pupilas hasta convertirlas en
meros puntos; manos temblorosas dejaron caer al suelo los rifles láser. Debido al
humo, aún no lo habían visto.
Uno de los guardias imperiales se puso de pie y salió, tambaleante, del bunker.
Streck rezó para que volviese atrás, pues el miedo era el enemigo del hombre; detenía
su arma en medio de la cólera y diluía su potencia.
—Declare su nombre y rango, soldado.
El soldado, con paso inseguro, se volvió en el momento en que Streck salía de los
humeantes escombros.
—Yo…, eh…, necesito un médico. —El guardia imperial parpadeó con ojos
turbios cuando el abrigo y la gorra negra del comisario imperial aparecieron ante sus
ojos.
—¿Nombre y rango?
—Retner Ganch, guardia imperial, de la Quinta Guardia de Valis. —Las palabras
cayeron como gotas de los labios de la silueta de hombros caídos.
—¿Sabe cuál es el castigo por deserción?
—No puedo luchar…; he perdido el rifle, he perdido los dedos. —Ganch se
apretaba con fuerza el extremo de un muñón ensangrentado.
—Y cada uno que le haya vuelto la espalda a la batalla tendrá la muerte, porque
ya están muertos como armas del Emperador y ya no podrán ingresar en sus salones
de gloria. —Mientras Streck pronunciaba esas palabras, el guardia imperial cayó de
rodillas y las lágrimas manaron como ríos de sus ojos inyectados en sangre—. Aún
peores son aquellos que demuestran miedo ante el juicio, porque ellos en la muerte no
tendrán ni orgullo ni gloria.
El comisario Streck alzó su pistola hacia la cabeza del guardia y se apartó de
modo que la sangre del desertor no le manchara la ropa.
—Si tenemos que morir, moriremos con valor. —Streck se volvió y les gritó a los
hombres restantes. Un nuevo cohete impactó contra la base destrozando tanto el
plastocemento como las placas de blindaje; pero él no retrocedió—. El Emperador
recompensa a quienes demuestran valentía. Se reunirán con él en los salones y sus
nombres serán inscritos para toda la eternidad en los anales de nuestros héroes.

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Streck dirigió los ojos hacia los rostros de los hombres que se encontraban ante él.
Eran todos jóvenes, ninguno tenía más de dos décadas de edad, y le devolvían una
mirada fija. Los cascos producidos en serie quedaban holgados sobre sus cabezas;
casi siempre se ajustaban de modo imperfecto y era necesario sujetarlos firmemente
con las correas para que proporcionasen alguna protección. Con ojos de mareo y en
silencio, los guardias permanecían sentados sobre el fango sin hacer nada. Streck
estaba enfermo de rabia. Aquellos hombres ni siquiera habían atisbado a los
alienígenas que los atacaban, y sin embargo estaban aterrorizados.
—¿Acaso no temen la muerte de los cobardes? No hay lugar para ellos. Serán
desdeñados y odiados por los demás hombres, por no haber luchado por el bien de la
humanidad. ¡Permanecen echados con las rodillas flojas y estupefactos mientras las
armas demoníacas de los eldar se acercan con cada segundo que pasa, transformando
los últimos momentos de su vida en los de un cobarde!
Streck disparó su pistola hacia uno de los temblorosos guardias imperiales. Un
breve alarido fue cuanto pudo emitir antes de desplomarse de cara al suelo, donde el
casco cayó al fango cubierto de sangre.
Entonces, las manos temblorosas prepararon las armas y comenzaron a disparar
rápidas descargas de fuego láser a través de las troneras de las partes del búnker que
quedaban en pie. Streck, complacido, se instaló contra una viga de soporte y se puso
a disparar hacia la maleza al mismo tiempo que rezaba para que sus disparos fuesen
certeros. Sabía que los estaban rodeando, pues podía percibir a los atroces seres que
se reunían en los pantanos en torno a ellos. Se aproximaba el ocaso y renovarían el
ataque al llegar la noche, dado que sus ojos alienígenas les permitían ver en la
oscuridad.

***
Lownes, metido hasta las rodillas en las aguas del pantano, jugaba con su última
granada entre los dedos.
—No pueden prestarnos apoyo ninguno. Los Basilisk están ocupados buscando a
su principal fuerza de choque —dijo el guardia imperial nuevo mientras cerraba la
consola de comunicación.
—Necesito cobertura, muchachos, y que sea buena. —Lownes se quitó la mochila
y preparó su rifle láser—. Atentos a mí.
»Uno. —Lownes hizo girar el seguro de la granada—. Dos. —La escuadra alzó
los rifles—. Tres.
Removiendo el agua como una bestia lanzada a la carga, Lownes corrió hacia un
terraplén próximo a la posición eldar. La escuadra disparaba al unísono y los rayos

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láser cercenaban las enredaderas selváticas y prendían fuego a las pequeñas bolsas de
gas. La furia de su renovado ataque segó la vida de los alienígenas, que cayeron
todos, excepto el eldar ataviado con la túnica. Las armaduras corporales de los
muertos se partieron para dejar a la vista pieles pálidas que brillaban como las ostras
al abrirse el caparazón.
Un inmenso géiser de agua de pantano se encumbró hacia el cielo. Lownes había
estado a punto de volar junto con su propia granada. En el momento en que saltó el
agua a causa de la explosión, salió del lugar en que se había puesto a cubierto y
comenzó a disparar contra el eldar ataviado con ropón. El fuego láser crepitaba a su
alrededor. Lownes se lanzó hacia el psíquico eldar mientras la espada sierra producía
rápidas palpitaciones que le recorrían el brazo. El ser ancestral alzó su fino báculo
para parar el golpe, y las chispas danzaron en torno a la crepitante energía. Lownes se
tambaleó dentro del vórtice eléctrico. Con la muerte a apenas un suspiro de distancia,
el templado soldado de jungla dejó caer el rifle láser y cogió su cuchillo de combate.
De rodillas, Lownes clavó aquella arma sencilla en un flanco del eldar, y el campo de
energía desapareció. La espada sierra hizo pedazos joyas y armadura de malla, y
como una ráfaga de aire que escapara de una cámara de vacío sellada, el psíquico
expiró.

***
El pantano se agitaba con el sonido de las criaturas nocturnas cuyas voces agudas en
staccato golpeaban el aire como diminutos martillos sobre campanillas discordantes.
Streck halló cierto consuelo en aquellos ruidos. Había oído decir que los eldar
poseían sentidos agudos y que su oído no tenía igual. Aquellas llamadas nocturnas los
pondrían nerviosos. Como en respuesta a ese pensamiento, en la oscuridad sonó un
disparo, y los habitantes del pantano callaron, aunque volvieron a comenzar pocos
segundos después. Streck rio entre dientes. Hacía ya mucho tiempo que había
aprendido a hallar placer en el dolor de sus enemigos.
Los hombres que quedaban se encontraban dispersos entre los escombros del
búnker. Con los ojos bajos, los soldados permanecían sentados contemplando su
destino. Algunos se dedicaban a mirar los objetos personales que llevaban consigo:
pañuelos distintivos de bandas de su mundo natal, regalos de despedida de amantes,
baratijas y recuerdos de toda índole. Otros se limitaban a fijar los ojos en el fango o
temblaban en las aguas pantanosas. Sólo unos pocos caminaban. En un instante, a
Streck se le ocurrió pensar de qué remotos rincones habían sido llevados aquellos
hombres para defender ese planeta selvático. Cómo cada uno de ellos había acudido
del lejano planeta de Valis para morir allí, juntos, en defensa de la más grande causa.

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El poder del Emperador era enorme. Rezó para que el Grande les sonriera a todos esa
noche.
Streck les había ordenado a los hombres que no malgastaran sus reservas de
energía. Hasta que alguien no tuviese un blanco limpio sobre un eldar, nadie debía
disparar. Tan silencioso como la guadaña de la muerte, un disco giratorio, rápido
como el rayo, se deslizó hasta el interior de la construcción blindada e hirió en la
cabeza al hombre que se encontraba más cerca de Streck. Con el rostro cubierto de
sangre, murió antes de que pudiera gritar.
Los guardias imperiales se pusieron a disparar como locos hacia la oscuridad, y el
fuego láser iluminó el búnker durante unos segundos.
—¡No! Cuando yo dispare —gritó Streck—. ¡Disparad cuando yo lo ordene!
Los hombres continuaron disparando en todas direcciones. Una andanada de
proyectiles enemigos barrió el búnker y derribó a más guardias, cercenando
extremidades. Los gritos cesaron. Aquellos disparos a ciegas servían sólo para delatar
su posición. Un destello permitió ver a dos eldar que avanzaban a la carrera, saliendo
de la oscuridad que los cobijaba entre los mangles. Sus pies apenas si chapoteaban en
las aguas someras, y se movían con una gracilidad aterrorizadora; los largos cabellos
ondulaban desde las duras armaduras fabricadas con materiales de hechicería. Con las
espadas sierra girando, cayeron sobre los guardias, cuya posición habían identificado;
hendieron la carne y los huesos como si fuesen de agua.
Streck giró sobre sí mismo y apuntó a la escena de la carnicería con su pistola
bólter. Los hombres caían de dos en dos, y sus dúos de alaridos ponían en fuga a los
demás.
—¡Mantened vuestras posiciones! ¡Por el Emperador!
Streck derribó a uno de los eldar con tres disparos que atravesaron limpiamente el
casco cárdeno del degenerado alienígena. La carnicería cesó durante un segundo. El
eldar que quedaba cogió las hojas giratorias del cadáver de un hombre muerto y dejó
que los relumbrantes ojos verdes de su casco mirasen al comisario de arriba abajo.
—¡Quiera el Emperador que sea mío! —Streck escupió saliva sanguinolenta
cuando las balas explosivas salieron de su pistola, le sacudieron con fuerza las manos
y lo lanzaron de espaldas.
El alienígena saltó muy por encima de los disparos del comisario. Los minimisiles
chocaron contra el techo del búnker, aunque cada uno se acercaba más al eldar veloz
como el rayo que se desplazaba por el aire. Streck andaba a tropezones por el lodo;
sus flojas piernas golpeaban, insensibles, el suelo, mientras el eldar se lanzaba tras él,
con las espadas gemelas en alto por encima de la cabeza como si fuese un matador.
Streck pateó a un tembloroso guardia para situarlo en el paso del eldar, y éste lo
derribó sin aminorar la marcha. Los disparos rebotaron sobre el caparazón del
atacante, y Streck elevó una apremiante plegaria al Emperador.

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El eldar, que desprendía vapor a causa del sulfúreo calor, se lanzó contra Streck.
El comisario se preparó para el dolor y parpadeó. Y ese parpadeo duró el tiempo
necesario. Cuando volvió a abrir los ojos, Streck alzó la mirada y contempló los
temblorosos espasmos agónicos de su atacante, que se encontraba en el extremo de
una enorme y tosca espada sierra. Las palabras grabadas a lo largo de la hoja decían:
«IV de Catachán».

***
El teniente Lownes, con el severo rostro recubierto por una película de sudor, miró al
comisario desde lo alto.
—Parece ser que están rodeados.
Necesitaron algunos minutos para cubrir los cadáveres y reagruparse bajo el
goteante búnker de acero. La mitad de la fortificación estaba derrumbada por un
flanco, y Lownes puso a dos soldados de jungla para que bloquearan, con todos los
escombros que pudiesen encontrar, el espacio abierto sin ser derribados de un
disparo.
—¿Por qué los han dejado pasar, teniente? —preguntó el comisario, mientras
observaba al comandante del IV de Catachán.
—Falsa esperanza. Conseguimos abrirnos paso hasta aquí…, pensando que
ustedes estarían a salvo. —Lownes continuó vendando el brazo de un guardia—.
Somos sólo cinco. No bastamos ni de lejos para sacarlos de ésta.
—¿Estamos condenados? ¿Eso piensa, teniente? —Streck miró fijamente los ojos
del otro.
Lownes se puso de pie e hizo un gesto para abarcar a las apiñadas figuras
abandonadas.
—No; es lo que piensan ellos. —Y sonrió al comisario—. Yo me he encontrado
en situaciones peores que ésta.
—¿De verdad?
—Bueno, lo que tenemos aquí no son tiránidos, y eso ya es un buen comienzo.
Streck le volvió la espalda al teniente de los de Catachán y miró a través del
oscuro agujero que había sido una pared de búnker.
—Esperaré hasta que rompa el día y ordenaré a los hombres que ataquen.
Estableceremos aquí nuestra posición. La gloria del Emperador nos ayudará en la
lucha.
—No nos dejarán llegar al alba. Harán volar este búnker en pedazos antes que
permitir que veamos sus posiciones. Es necesario que preparemos una trampa para
atraer a algunos aquí dentro y que nos larguemos —replicó Lownes, y el comisario se

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volvió a mirarlo.
—Cuando el Grande estaba luchando contra el repugnante Horus, ¿cree que se
puso a preparar una trampa para darle muerte? Sólo con la fuerza de voluntad derrotó
al enemigo; no, con simples trucos. ¿Acaso no era…?
Lownes sacudió la cabeza.
—Comisario, señor, no estoy cuestionando la doctrina, sino intentando sacar a
mis hombres y a usted con vida de esta situación. La gloria puede esperar hasta otro
día.
—La gloria debe ser la única meta en la vida de cada hombre, cada día. Su mente
un templo, su cuerpo un arma al servicio del Emperador.
Lownes alzó los ojos al techo, y luego clavó en Streck una feroz mirada acerada.
—Detesto decir esto, señor, pero este templo en particular está condenado…, y
todas las armas del Emperador están quedándose sin municiones.

***
Los preparativos sólo requirieron unos pocos momentos. Lownes y sus hombres se
escabullían fuera y dentro del búnker, pegados a la tierra como cangrejos. Otros
tendían a lo largo del suelo el cable del detonador que habían rescatado de la
quemada base de combate. El comisario Streck los contemplaba con el rostro
fruncido en una ceñuda expresión. Mentalmente, consideraba las diferentes posturas
que podía adoptar. De unas profundidades en las que hacía algunos años que no
penetraba, extrajo fragmentos de doctrina, enseñanzas y precedentes: la rebelión de
Ultar III, represión sanguinaria y despiadada, la gracia del Emperador para aquellos
cuyas mentes estaban mortalmente fatigadas. Streck formuló, estipuló y preparó su
juicio; los oscuros ojos eran impenetrables para los que se atrevían a mirar al
comisario a la cara. Sólo uno lo hizo.
—Comisario, estamos preparados, gracias al Emperador —lo llamó Lownes
desde la precaria posición que ocupaba en lo alto del búnker.
Streck se encontraba bien apartado de ellos. Los soldados del IV de Catachán
habían aparejado varias granadas en puntos débiles entre los escombros esparcidos en
torno a los muros exteriores del búnker.
—En aquel extremo hay un blindaje de doble grosor —declaró Lownes al mismo
tiempo que señalaba con un dedo—. Todos ahí arriba.
—¿Qué sugiere que hagamos exactamente, teniente? —preguntó Streck con tono
de desprecio.
—Hemos sembrado el exterior con explosivos. Este búnker es ahora una granada
gigantesca. —Incluso Streck se estremeció un poco al oír aquello—. Lo único que

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tenemos que hacer es atraerlos al interior y esperar a que las cosas estén en su punto.
—¿Y cómo propone que hagamos eso?
—Rindiéndonos. —Lownes sonrió.
—Los herejes alienígenas no son conocidos por hacer prisioneros.
—Exacto.
—No veo que se acerquen. —La jungla estaba sumida en la quietud a la brillante
luz del alba.
—Ni los verás hasta que se encuentren lo bastante cerca como para disparar a
matar —replicó Lownes, en voz baja. Continuó espiando el exterior del búnker, con
la mira del rifle láser fija en el guardia joven. La figura menuda avanzaba con
dificultad hacia el borde del claro y miraba a su alrededor con nerviosismo.
—Son rápidos, señor.
—Ya lo sé, hijo. Por eso te he enviado a ti. Tienes unos reflejos que harán que el
Departamento Munitorium considere darte un entrenamiento especial. —También
Lownes estaba nervioso, ya que no podía detectar movimiento alguno en la suave luz
del día que comenzaba.
—¿Eso cree, señor? —El guardia bajó la bandera blanca durante un momento al
mirar por encima del hombro.
—Mantén los ojos abiertos, soldado.
—¿Y bien? —La voz de Streck sonó desde el otro lado del búnker.
—Todavía nada, comisario. —Lownes sacudió la cabeza. El sudor había saturado
el pañuelo de hierbas que le rodeaba la frente, y comenzaba a metérsele en los ojos—.
La espera es tensa, ¿verdad?
—Usted asegúrese de que sus hombres estén preparados, y yo me encargaré de
los míos. —Streck le volvió la espalda y recorrió a grandes zancadas la pared contra
la que estaban apostados sus soldados.
Lownes hizo un gesto con una mano, y los tres restantes soldados de jungla
avanzaron con la cabeza baja.
—Contamos con el elemento sorpresa a nuestro favor —les susurró Lownes a sus
hombres—. Puede ser que nos superen en número, pero hemos pasado por
situaciones mucho peores y hemos sobrevivido. Logren esto, y me encargaré de que
nos envíen a Segmentum Solar, más cerca de casa.
La voz de Streck resonaba por todo el búnker mientras él caminaba a lo largo de
la línea de guardias imperiales.
—El miedo es el territorio de los débiles y los indignos. No hay gloria para los
que huyen de la batalla o no levantan sus armas con ira. Otros que vengan después de
ustedes recordarán este día si luchan con valor. Nos superan en número, y este
planeta está destinado a ser tomado por el enemigo. Hay demasiados de esos
obscenos enemigos del Emperador y pocos de sus servidores. —Streck sacó de su

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abrigo un ejemplar de las Escrituras Imperiales—. Soy un hombre duro, pero les doy
mi bendición por lo que vale. Por cada hombre perdido…
—¡Teniente! ¡Ahí vienen! —gritó el guardia desde el exterior, y echó a correr
hacia el búnker como si lo persiguiera el diablo.
—¡Continúe agitando esa bandera! —bramó Lownes al mismo tiempo que les
hacía una señal a sus hombres para que entraran en acción. Una figura alta y delgada
que avanzaba con rapidez entre los árboles apuntó al joven guardia. Lownes extendió
los brazos hacia el exterior y cogió por las solapas al soldado que corría, para ponerlo
a salvo. Una docena de catapultas shuriken le arrancaron al joven la bandera blanca
de la mano y la hicieron pedazos contra la gruesa pared de cemento.
Los aguzados reflejos de uno de los soldados de jungla entraron en acción, y éste
alzó su rifle láser y derribó al alienígena con un solo disparo. La abrasada armadura
corporal relumbró débilmente en la luz del alba al caer al pantano como una caña de
bambú cortada. Los soldados de la Tropa de Jungla de Catachán se retiraron de la
abertura del búnker a la vez que disparaban contra los eldar que cargaban a través del
claro.
—Todos atrás…, y rezad para que esto funcione.
Lownes recogió un pequeño panel de control que tenía veinte cables conectados
improvisadamente. La primera figura inhumana aparecía ya silueteada en la puerta
del búnker.
—¡Todos al suelo!
—¡Que el Emperador nos proteja! —gritó Streck cuando Lownes golpeaba el
panel con una mano.
Una ráfaga de aire como la que sale disparada al abrir un compartimento estanco
de espacio profundo casi arrastró a los guardias imperiales apiñados dentro del
búnker. Los hombres gritaban y les salía sangre de los tímpanos mientras la explosión
bramaba dentro del estrecho espacio. Las llamas pasaron a gran velocidad en torno a
los soldados y algunos se incendiaron. Lownes aferró al valiente guardia joven y
lanzó su cuerpo contra el suelo, donde lo sujetó para apagar las llamas. El comisario
Streck chillaba plegarias al Emperador mientras el fuego se hacía más denso.
Luego reinó el silencio.
Streck fue el primero en abrir los ojos. A través de las hendiduras abiertas en el
techo entraban rayos de luz hasta las tinieblas colmadas de polvo. Las páginas de su
libro yacían desparramadas y ardían en torno a los cuerpos caídos.
El comisario se puso trabajosamente de pie y salió con paso tambaleante, a través
de un agujero abierto en la pared, a la cálida luz del amanecer. El aire, que estaba
cargado de olor a acero quemado y era áspero asaltó sus fosas nasales. Una docena de
eldar yacían sobre el suelo; algunos se movían, pero otros permanecían quietos.
Streck avanzó dando traspiés hasta uno de los alienígenas que tenía las piernas

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inmovilizadas contra el suelo por una viga de acero. El eldar golpeaba la viga con
impotencia mientras su sangre manaba en abundancia sobre el suelo; contaba los
minutos de vida que le restaban. Streck se dejó caer de rodillas y forcejeó con el
casco de la criatura, desplazándolo de un lado a otro para aflojar las ligaduras que lo
sujetaban. El eldar le lanzó golpes a Streck en un intento laxo e infantil de derribarlo.
Streck retrocedió con paso tambaleante cuando el casco se soltó y dejó a la vista la
pálida piel blanquecina del alienígena.
—Escoria hereje —jadeó Streck—. ¡Mira el rostro de un hombre! —Streck alzó
su pistola bólter y apuntó a la frente del eldar. El alienígena cerró los ojos y se quedó
quieto; entonces, Streck enfundó el arma y se puso de pie, apoyándose en la viga que
inmovilizaba al eldar. La criatura profirió un alarido, un ruido vacuo y sin alma—. No
habrá misericordia para ti, renegado.
—¡Al suelo, comisario! —El teniente Lownes salió del búnker como una tromba,
con un rifle láser debajo de cada brazo.
Streck volvió la cabeza con rapidez y vio que varios eldar más salían corriendo de
las sombras de la jungla y lo apuntaban con sus armas estriadas.
El comisario cayó hacia atrás y se echó encima el cuerpo de un eldar justo en el
momento en que una andanada de discos giratorios colisionaba donde él había estado
de pie. Lownes disparó una descarga de abrasador fuego láser con cada arma; el
impacto quemó las armaduras eldar y penetró profundamente en la suave carne que
había debajo. Una zumbante Shuriken rozó un brazo de Lownes y el templado
guerrero, reaccionando ante el doloroso escozor, se lanzó boca abajo para ponerse a
cubierto.
—¡Por el Emperador! —gritó Lownes desde aquella postura, al mismo tiempo
que agitaba una mano en alto.
Los guardias imperiales abrieron fuego, parapetados tras la precaria cobertura que
les proporcionaba el búnker destruido. Sus disparos destellaron a través del aire
sobrecalentado e impactaron tanto en los eldar como en el lodo del pantano. Los
soldados disparaban con todo lo que tenían. Streck no los había visto moverse entre
los mangles para cortarles la retirada a los eldar. Las granadas hacían saltar por el aire
grandes cantidades de repugnante agua de pantano y derribaban a los alienígenas.
Lownes se lanzó hacia adelante mientras se colgaba del hombro uno de los rifles
láser para soltar las correas que sujetaban su espada sierra. Un eldar herido se arrojó
hacia Lownes desde el pantano, y su espada sierra giró cerca de la cabeza del
teniente, cuyo rostro quedó salpicado por el fango que había en los dientes del arma.
Lownes atacó con su propia espada sierra al eldar, que asestó una rápida sucesión de
golpes contra el de Catachán, quien logró pararlos por poco. Contuvo el último golpe
del eldar con la espada sierra, apoyó el rifle láser contra el pecho del guerrero
alienígena y disparó. La fuerza del impacto lanzó al eldar de espaldas al agua

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fangosa, donde su sierra continuó girando mientras él se estremecía en espasmos de
agonía.

***
Lownes atisbo el enlodado uniforme del comisario entre los eldar muertos.
—¿Aún está vivo, comisario? —preguntó a la vez que retiraba el cadáver de un
eldar de encima de Streck.
—Yo no huiré. Ayúdeme a ponerme de pie y lucharé por mi gloria.
—Está conmocionado a causa de la explosión. Tal vez sólo sea algo pasajero.
—Déjeme luchar —farfulló Streck, a quien le goteaba sangre de los oídos y la
boca.
—Apenas es capaz de tenerse en pie. Le será de más ayuda al Emperador si sale
de ésta con vida, señor. Debemos retirarnos.
Lownes se echó al comisario sobre un hombro, comenzó a andar con paso
vacilante a través del pantano y se alejó de la batalla. Streck disparó inútilmente su
pistola en dirección a las restantes fuerzas eldar.
—¡Retiraos a la instalación principal! —gritó Lownes por encima del fragor de la
lucha.
—¡No! —chilló Streck—. ¡Defenderemos nuestra posición y lucharemos hasta el
último aliento!
El maltrecho grupo se alejaba con lentitud del búnker; algunos soldados daban
apoyo a otros sobre sus hombros. Cada pocos pasos, los hombres tenían que ponerse
a cubierto y responder a los disparos de los eldar que avanzaban. Lownes se mantenía
a la misma velocidad que los hombres y cortaba cualquier enredadera o fronda
abundante que enlenteciera su avance. Tras una hora de marcha forzada, con los rifles
alzados a cada paso por temor a que apareciesen más eldar, los guardias llegaron a la
instalación central, la posición clave de la defensa imperial de aquel sector de Olstar
Prime. Lownes avanzó dando traspiés y con el comisario forcejeando sobre su
espalda hasta traspasar las puertas del sólido complejo; entonces, cayó de rodillas.
—¡Cómo se atreve a desobedecer a un comisario! —le chilló Streck a Lownes
cuando éste se arrodilló jadeante sobre el suelo, con el rostro enrojecido. El comisario
se puso de pie, se tambaleó unas cuantas veces y luego se irguió del todo—. ¿Cuánto
tiempo hemos permanecido fuera de la batalla?
—Se ha acabado, Streck.
—¿Acabado?
—Los miembros supervivientes de la Quinta Guardia de Valis están regresando;
mis hombres los guían a través de la jungla mientras nosotros hablamos.

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—¡Ellos conocen el camino de regreso! —le espetó Streck.
—Siguen una ruta alternativa.
—¡Arrastrándose como perros sobre el vientre!
—Del mismo modo que nosotros hemos regresado con vida.
—Lownes, hoy ha puesto en peligro mi inmortalidad. He luchado gloriosamente
en cada batalla en la que he participado. ¡He sufrido incontables heridas y he
conservado la vida para luchar otra vez por la santidad del hombre y el honor del
Emperador!
—Con la diferencia de sus plegarias —le respondió el teniente al mismo tiempo
que agitaba la cabeza—, yo sirvo al Emperador igual que usted; pero prefiero luchar a
morir en un estúpido ataque solitario contra un centenar de enemigos. Si puedo
encontrar una manera de cambiar las cosas, lo haré; sin embargo, no pienso morir en
un pantano perdido en medio de la nada sólo por la gloria.
—La gloria se halla mediante la muerte.
—Gloria es el provecho que yo le saque a mi muerte.
El comisario Streck miró de hito en hito al soldado de jungla. Los dos hombres
permanecieron inmóviles, Lownes con los ojos fijos en el suelo.
—Voy a buscar a mis hombres. —Lownes le volvió la espalda al otro y salió del
complejo.

***
Se distinguía por su elevada estatura entre los guardias imperiales que regresaban.
Acabada la batalla, pocos caminaban erguidos, pues habían agotado sus energías.
Incluso los que estaban ilesos caminaban como hombres condenados a muerte, con
los ojos bajos y fijos en el suelo, y los cuerpos casi paralizados con espantosa
resolución. Entre escasos vítores, llegaron los soldados de la Tropa de Jungla de
Catachán, que conducían a los guardias imperiales a través de las enormes puertas
defendidas por barricadas. Catachán era un planeta de habitantes marginados, cuyas
almas habían juramentado al Emperador a pesar de las vidas dedicadas a
esparcimientos obscenos. Luchaban sin mantener ninguna clase de formación, no
llevaban uniforme, usaban las armas de modo incorrecto y no demostraban ningún
honor en la batalla. No se hacían fuertes y luchaban, sino que mordisqueaban los
talones del enemigo como si fuesen perros.
Lownes se encontraba a la cabeza de los hombres que regresaban, con expresión
severa en el rostro, a despecho de las heroicidades efectuadas en el campo de batalla.
Ni un solo vítor escapó de sus labios, ni una sonrisa animó su rostro. Los muertos y
los vivos traspasaron las puertas. Los cuerpos tendidos en camillas y cubiertos por

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mortajas quedaron pronto separados de las filas de hombres; como los pecios
arrojados a la costa por las olas marinas, se les condujo hacia la morgue y la sala de
cremación. Por encima de todo aquello, flotaba el persistente rugido de las naves
mercantes —a las que no conducían hasta allí las ilusorias nociones del deber y el
honor—; se elevaban hacia el espacio procedentes de las estaciones orbitales
abarrotadas de refugiados, cada una cargada con aquellos que podían permitirse pagar
el precio del momento.
Streck siguió a los soldados de jungla a través del complejo. Aquellos hombres
correteaban de un lado a otro como hormigas, cargados con montones de equipos y
raciones de campaña. Muchos edificios civiles habían sido despojados, y los guardias
imperiales protegían las instalaciones militares. Streck no se sorprendió al ver cuál
era el destino de los de Catachán, cuando por fin abrieron las toscas puertas metálicas
de la última taberna que quedaba. En la mortecina luz, la mujer que se despojaba de
las ropas delataba sus intenciones.
«¡Tan pronto después de la gloria de la batalla!». Streck se sentía asqueado ante el
pensamiento de cómo eran en realidad aquellos hombres. Apenas sus cuerpos habían
ejecutado la obra del Emperador, sus débiles espíritus los conducían hacia las garras
de la carne y el alcohol.
Sin pensar realmente lo que hacía, el comisario entró por la parte posterior de la
taberna. El rostro picado de viruela del tabernero se contorsionó al ver que entraba el
agente de la ley del Emperador. Streck se sentó en medio del alboroto y el humo, y se
puso a observar. Nunca antes había entrado en una taberna; los asuntos militares
jamás le habían dado motivo para hacerlo.
La mujer se movía lánguidamente. Streck supuso que estaba aislándose de las
expresiones desesperadas, condenadas, de aquellos que la rodeaban, y que constituían
un recordatorio de la suerte que ella misma correría. Los soldados de jungla se
mostraban más hoscos que antes. Bebían y contemplaban a la mujer que bailaba con
ojos vacíos de afecto. Streck recorrió sus rostros con la mirada. Aquellos rostros con
cicatrices, ceñudos, clavaban sus ojos oscuros dentro de los vasos. Los labios se
movían con gestos toscos, formando las palabras con tal esfuerzo que Streck podía
leerles los labios a través del aire cargado de inmundicia.
Los vasos. Hasta ese momento, Streck no se había dado cuenta de que todos los
soldados estaban bebiendo; menos uno. El teniente Lownes se limitaba a fijar la vista
en la mesa, en la oscuridad. Streck estudió al hombre. Había hecho caer en desgracia
a muchos al conducirlos en una retirada de la batalla. Tal vez había comprendido la
verdad de sus actos y se sentía lleno de la culpabilidad del cobarde. Streck volvió a
considerar la posibilidad de someterlo a un consejo de guerra. Sentaría precedente,
claro estaba; pero los hombres que tenían rangos tan altos como el de Lownes no
estaban exentos de ejecución.

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Lownes se puso de pie, se despidió de sus hombres y salió de la taberna. A la
deriva tras él, Streck describió varias curvas para atravesar la abarrotada sala donde
todos los ojos se apartaban con incomodidad momentos antes de que él pasara. Streck
sabía que aquel comportamiento delataba vergüenza, porque aquellos que servían
bien al Emperador sabían que sus actos eran leales y sólo recibían alabanzas por
ellos.
El calor tropical bañaba Olstar Prime y absorbía el fluido de todos los poros.
Streck siguió con disimulo a Lownes mientras éste atravesaba el complejo. Lownes
avanzaba a zancadas como una gigantesca central eléctrica, cabalgando sobre las olas
de las drogas de combate que aún le hormigueaban en las extremidades. Streck,
delgado y alto, lo seguía a la misma velocidad. Lownes volvió junto a la regular
afluencia de muertos a través de las puertas de la colonia, y caminó entre ellos
retirando cada una de las sábanas que los cubrían.
Streck se quedó atrás y lo observó en un intento de dilucidar los motivos que
movían a aquel hombre. Los informes que tenía de él lo describían como un bala
perdida, aunque honrado numerosas veces y con no menos de treinta triunfos en
batalla sobre sus espaldas. Él mismo había visto cómo el soldado de jungla había
dirigido a sus hombres y a aquellos que el destino había reunido con ellos. Hablaba
con las palabras del fiel y no mostraba signos de herejía…; pero había desafiado a un
oficial superior y se había negado a cumplir la orden de un comisario, dos ofensas
que se castigaban con la muerte. Y sin embargo Streck continuaba indeciso.
Lownes recorrió la «Calle de los Muertos», como la llamaban los colonos porque
conducía a las instalaciones del tanatorio, un edificio que algún día podría acoger su
cadáver, y si no ése, sin duda algún otro tanatorio de cualquier oscuro lugar de la
galaxia. Hacía mucho tiempo que Lownes había reparado en que las cápsulas de
desembarco de la Guardia Imperial solían contener tanatorios, como si la muerte no
fuese más que otro elemento de la batalla que era necesario tener en cuenta. Lownes
entró en el edificio y se acercó a la hilera de cuerpos que eran gradualmente llevados
hacia el horno crematorio.
Streck observaba mientras Lownes continuaba su lúgubre búsqueda. El resultado
fueron cinco siluetas amortajadas con pañuelos rojos. Lownes permaneció de pie
junto a ellos en el húmedo helor de la cámara. Tras desenvainar su cuchillo de
combate, Lownes extendió el brazo izquierdo; los acerados músculos se
estremecieron cuando él los marcó con cinco largos tajos de través. Tras meter cada
uno de los cadáveres en el horno crematorio, Lownes los encendió. Una vez
consumidos, frotó sobre las heridas un poco de las mezcladas cenizas. «Un ritual de
sacrificio, tosco, aunque no carente de honor», pensó Streck.

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***
Una camilla de acero situada en el bloque de barracas fue la siguiente parada de
Lownes. El extremo de la barraca ocupado por los de Catachán estaba cubierto por
una colección de trofeos de guerra y estandartes de colores. Se hallaba muy lejos de
la pulcritud espartana que Streck exigía en sus propias inspecciones de las
dependencias de la Guardia Imperial. La aversión que Streck sentía hacia la Tropa de
Jungla de Catachán había impedido que pasara por aquella zona del complejo de
barracas, y entonces espió a través de una ventana como un ladrón.
En el silencioso anochecer, Lownes sacó su fusil láser y comenzó a desmontarlo
con rápidos movimientos precisos; cada mano realizaba su propia tarea. Streck
observó cómo Lownes repetía el ritual una y otra vez, hipnotizado por la sinfonía del
montaje y el desmontaje. Las heridas del soldado continuaban sangrando, pero él
hacía caso omiso del dolor.
Streck pensó durante unos momentos. Sabía que un molde debía ser flexible para
crear versatilidad en aquello a lo que diese forma. En los pasados días de juicio, el
Emperador conformó y reformó sus acciones, cada una diferente, cada una suficiente
para contener a los traidores y herejes que amenazaban la pureza de la humanidad. De
no haberlo hecho así, se habrían evidenciado sus pautas de pensamiento, y sus
estrategias de batalla habrían resultado inútiles. Eran unos dones que Streck pensaba
que aún debía perfeccionar. Tal vez debería aprender a ser un poco más flexible tanto
en la estrategia como en el juicio: que Lownes fuese el hombre que tenía que ser, que
saliera del molde con los bordes un poco ásperos. Tal vez aquel hombre era una
prueba que le ponía el Emperador, una prueba para su capacidad de razonar con la fe,
de tener la valentía de comprometerse plenamente con las Escrituras, no sólo con el
Conocimiento del Castigo y la Retribución. Al fin y al cabo, ¿acaso Lownes no había
servido bien al Emperador? Tal vez el de Catachán no debía ser tan duramente
condenado por sus acciones.
Hacía mucho tiempo que Streck había aprendido a no bajar la guardia. Dos años
antes, tres guardias imperiales habían intentado amotinarse mientras él estaba trabado
en combate con un marine espacial renegado. La huida de aquéllos había quedado
para siempre grabada a fuego en su memoria.
El susurro en los arbustos que se encontraban junto a las barracas fue muy
evidente. Streck atisbo una figura que entraba a gran velocidad en las barracas. ¿Un
ataque sorpresa? Con la pistola bólter preparada, miró una vez más hacia el interior
de la dependencia. En la oscuridad vio dos siluetas, la de Lownes y una segunda, la
de una mujer. Streck se esforzó por ver algo más, pero sólo podía distinguir los
contornos. Un destello de luz que se produjo en el interior permitió que Streck lo

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viese todo con claridad por un instante. El torso de Lownes estaba desnudo y
presentaba cortes y heridas profundas empapados en sangre. Los destellos de color
anaranjado profundo emanaban de un aparato cauterizador que le aplicaba la mujer.
Cuando las heridas estuvieron tratadas, Lownes se inclinó para sacar un paquete
de debajo de la camilla. Lo había llevado consigo durante toda la batalla, pero Streck
no le había prestado ninguna atención ya que imaginaba que contenía raciones de
campaña o equipos de reparaciones: conocía los relatos de la autosuficiencia de los de
Catachán.
El soldado de jungla abrió el saco y le enseñó el interior a la mujer. Streck pudo
verla con claridad cuando miró con interés el contenido del saco. Resultaba
impresionante; llevaba el pelo muy corto, al estilo de los nativos de Catachán, y tenía
una larga cicatriz que le recorría una mejilla hasta el extremo de la barbilla aguzada.
El mono y la chaqueta que vestía demostraban que no se trataba de un soldado; una
insignia del gremio de mercaderes que pendía de su pecho era lo único que la
identificaba.
La mujer metió una mano dentro del saco y comenzó a examinar el contenido,
que el sólido cuerpo de Lownes ocultaba a los ojos de Streck. El comisario se
apresuró a asomarse silenciosamente por la puerta semiabierta, y se encontró con que
tenía una visibilidad total del interior de la estancia.
—¿Me ayudarás a sacar a mis hombres de este lugar? —estaba diciendo Lownes.
—Lownes, ¿cuánto tiempo hace que me conoces? —replicó la mercader mientras
rebuscaba en el saco.
—Mucho…, desde que éramos jóvenes. Pero sé que esto no será más que un
negocio. ¿Servirá para hacer el pago final?
—Dado que no tengo tiempo suficiente como para regatear contigo, acepto…;
pero sólo porque te conozco, Lownes.
—El pasaje para todos ellos.
—Tenemos el espacio suficiente. —La mercader dio media vuelta.
Al fin, Streck vio con qué estaba negociando Lownes: ¡armas eldar!
—¡Teniente! —El comisario irrumpió en la barraca con la pistola bólter
desenfundada.
—¡Streck! —El riñe láser a medio desmontar yacía sobre la mesita de noche de
Lownes. Intentó cogerlo, pero las piezas chocaron contra el piso de acero y se
perdieron entre la rejilla.
—¡Teniente Lownes, se le acusa de intento de deserción y posesión de armas
herejes!
—¿Qué?
—Este subterfugio, estos planes para huir no son propios de los actos de un
guerrero. Ha mancillado su cuerpo como máquina del Emperador. El Emperador le

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entrega su vida, y usted, a cambio, le entrega la suya. Ésta es una zona de guerra, y
usted se ha manchado con esta transacción ilícita. —Streck espetó las palabras en un
barboteo frenético—. Como campeón del Emperador, nos ha traicionado a todos.
Lownes se situó entre Streck y la mercader.
—Estoy haciendo lo que es mejor para mis hombres, como siempre.
—Sus hombres son servidores del Emperador. Usted es un servidor del
Emperador. La posesión de armas semejantes constituye una herejía que se castiga
con la muerte… El intento de huida de una guerra justa significa además que su
nombre sea despojado de todo honor después de la muerte. Su espíritu se ha echado a
perder. A usted no puede rehacérsele. ¡Confíe en el Emperador, no en los abrazos de
una mujer! —Streck alzó la pistola.
—Ahórrese el esfuerzo, Streck —dijo Lownes, entonces algo más calmado—. No
está cargada. Le quité el cargador antes, cuando usted estaba inconsciente.
Streck apretó el gatillo, pero no sucedió nada. Los dos hombres saltaron a un
tiempo. Streck dejó caer el cargador vacío al suelo, cogió uno nuevo del cinturón y lo
encajó dentro del arma. Simultáneamente, Lownes vació el contenido del saco sobre
la cama y cogió una pistola eldar con la que apuntó al comisario.
—¡Esto es una locura! —gritó la mercader, que luchaba para situarse entre los dos
hombres mientras un brazo de Lownes se lo impedía—. Mire, comisario, puedo
llevarlo a bordo sin cobrarle. Lo sacaré de aquí antes de que todo esto se venga abajo.
Es el negocio de su vida.
—Deje que se marchen mis hombres, Streck. Nunca más sabrá de nosotros —
imploró Lownes.
—Usted será condenado a muerte —declaró Streck con los dientes apretados.
—Tengo el dedo en el gatillo y dispararé al mismo tiempo que usted.
—Tengo buena puntería. —El comisario niveló la pistola.
—Yo también. Mire, esto es una locura. Los dos podemos vivir.
—Y para cada uno que le haya vuelto la espalda a la batalla, será la muerte.
Porque ya están muertos…
—¡Cohete entrante! —gritó una voz en el exterior.
Las planchas metálicas se rasgaron y el suelo se agrietó cuando una explosión
descomunal sacudió el complejo. Dentro de la barraca, sin embargo, ninguno de los
dos hombres se movió a pesar del temblor del suelo.
—¡Los eldar! ¡Los tenemos aquí! —gritó una voz diferente desde el exterior de
las puertas del complejo.
Streck hizo una pausa momentánea. Lownes lo miraba fijamente a los ojos, y la
mujer los observaba con terror. De pronto, uno de los hombres de Lownes apareció
en la puerta.
—Señor, es el gran ataque. Han atravesado la… ¿Teniente?

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Otros soldados de la Tropa de Jungla llegaron tras el primero, desarmados y
ensangrentados. Ni Streck ni Lownes se movieron.
—Porque ya están muertos… —volvió a comenzar Streck.
—Tenemos tiempo suficiente para escapar. ¡No vamos a ganar, comisario! —
insistió Lownes—. ¡Este planeta está perdido, pero nosotros podemos vivir! ¡Seremos
criminales, tal vez; pero estaremos vivos! ¡Vamos!
Streck interrumpió su letanía y contempló a Lownes con ojos acerados.
—¡Oh, sí!, podemos escapar —gruñó—. Entonces caerá otro planeta, invadido
por degenerados alienígenas resueltos a destruir a la humanidad. Criaturas impulsadas
por una venganza tan desesperada que continuarán luchando hasta que el último de
nosotros sea destruido, a menos que continuemos desafiándolos, luchando a pesar de
esta locura. Enfréntese con la tarea que tiene ante sí y cambie las cosas. Por cada
enemigo muerto en esta última batalla, será un enemigo menos con el que habrá que
luchar en el futuro. Cada hombre puede marcar la diferencia: ¡«… muertos como
armas del Emperador y ya no podrán ingresar en sus salones de gloria»! —concluyó
la letanía Streck, cuyo nivel de voz mostraba una fe inquebrantable.
Lownes contemplaba la resuelta expresión del comisario, mientras su mente
trabajaba a toda velocidad, en medio de la confusión.
Se oyó un rugido ensordecedor, y una onda expansiva chocó contra las barracas e
hizo volar por el aire hombres y equipos. La escayola y los ladrillos se desplomaron
hacia el interior de la habitación y dejaron varios agujeros en las paredes.
—Están dentro de… —gritó alguien, y su voz se interrumpió en el momento en
que una andanada de proyectiles hendió el aire de la sala como una guadaña. La
mujer fue lanzada contra un rincón. Tras levantarse del suelo, Lownes comenzó a
avanzar hacia ella, aunque ya sabía que estaba muerta.
Miró a Streck, que se las había arreglado para permanecer de pie durante el
bombardeo, y luego posó los ojos sobre la pistola eldar que tenía en las manos. La
dejó caer como si estuviese apestada, y volvió la vista hacia el comisario con
expresión resuelta.
—Muy bien. Hagámoslo. Marquemos la diferencia. Déme un rifle láser.
—Gracias, teniente Lownes —respondió Streck con serenidad al mismo tiempo
que le entregaba el arma—. ¡Por el Emperador!
—¡Por el Emperador!
Momentos después, la destrozada puerta de la barraca se encontraba ocupada por
las contrastadas siluetas del teniente de Catachán y el comisario. Y luego ambos se
lanzaron, con las armas en la mano, al aire colmado de metal de la noche al rojo
blanco.

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LA GARRA DEL CUERVO
JONATHAN CURRAN

—Mi señor gobernador, veo sombras ante nosotros. Veo cuervos girando en el aire;
pero allende las sombras sólo hay oscuridad. —El hombre estaba nervioso y se
mostraba desconfiado.
—Entonces, ¿estamos en peligro, Rosarius? ¿Es que todos nuestros planes
quedarán en nada? Mira otra vez. ¡Mira otra vez! —insistió su señor.
—Mi señor, yo…, yo no puedo decir… Espera, allí hay algo; la oscuridad está
aclarándose… Veo fuego. No… Es una estrella que cae en la noche…, cae del cielo.
¿Qué significa? No, no, espera… Ha desaparecido, no puedo ver nada más.
—Entonces, inténtalo con más fuerza. No debemos fracasar. Aquí hay demasiadas
cosas en juego. Tienes que protegerme hasta que esto haya acabado. Este lugar está
lleno de traidores y no confío en nadie. Si alguien llega siquiera a tener un mal
pensamiento sobre mí, quiero saberlo. Estamos apostando demasiado, y deseo estar
seguro de que dará beneficios. Y no te preocupes, que cuando eso suceda, recordaré
quiénes son mis leales servidores. Sigue mirando…; cuando la victoria esté cerca,
debo saberlo.
El gobernador Torlin giró sobre los talones y avanzó a grandes zancadas hasta las
ventanas. Era un hombre de estatura baja, pero sus andares resultaban
impresionantes, casi fanfarrones. Se detuvo con ambas manos posadas suavemente
sobre el alféizar y contempló la capital desde lo alto. A lo lejos, podía ver destellos de
luz donde las tropas de defensa luchaban para retener el perímetro de la ciudad. El
cristal de triple aislamiento ahogaba los sonidos, pero incluso desde esa distancia
percibía distorsiones en su visión cuando las detonaciones de artillería hacían vibrar
los cristales de plexiglass. No podía determinar si las explosiones se aproximaban,
pero sabía que no podría pasar mucho tiempo antes de que las murallas fuesen
rebasadas y la ciudad puesta de rodillas. Comenzó a acariciar las hileras de medallas
prendidas al pecho de su vistoso uniforme, como hacía siempre que estaba sumido en

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sus pensamientos.
Rosarius, un hombre delgado y cetrino, ataviado con un ropón oscuro, mantenía
la mirada clavada en su espalda. Sus ojos de color blanco lechoso, ciegos desde los
tiempos pasados en el Adeptus Astra Telepática, contemplaban el vacío sin verlo.
Podía oír la respiración del gobernador, percibir su suave olor a tensión y miedo, y
sentir la actividad eléctrica de su cerebro. Casi podía decir qué aspecto tenía —tan
bien conocía su aura—, pero hacía caso omiso de aquellas falsas pistas de la realidad
para concentrarse, en cambio, en las imágenes que podía ver con su ojo interior.
Desde mucho más allá de la ventana, le llegaba la desesperación de los guardias que
defendían las murallas, percibía la determinación de los atacantes, su demente sed de
batalla mientras se lanzaban contra los defensores. Extendió dedos de pensamiento en
busca de un sendero que lo condujese al futuro, como tentáculos que serpenteaban
hacia lo posible. Buscó pistas que le indicaran los resultados potenciales, el camino
más fácil hacia la victoria, la conclusión de los planes trazados. Sacudió la cabeza
con aire de frustración: dondequiera que mirase, sólo podía ver oscuridad y estrellas
que caían del cielo.
A lo lejos, en lo más alto del cielo, un destello de luz, que apareció en medio de
las detonaciones de colores naranja y rojo del plasma y los potentes explosivos, captó
la atención del gobernador. Era luz solar reflejada en algo de metal que se movía a
gran velocidad. Siguió al objeto en su descenso, hasta que desapareció de la vista;
tras de sí dejó una fina estela de aire abrasado por sus escudos de entrada al rojo
blanco.

***
La nave de desembarco cayó del cielo como un cometa en llamas. Dentro de la
bodega, un centenar de hombres se esforzaban por mantenerse de pie, aferrados a los
cables de acero que los sujetaban con fuerza contra la pared. La nave se tambaleó
cuando los disparos antiaéreos estallaron como mortales flores anaranjadas a su
alrededor, y los servomotores lucharon para mantener el vehículo equilibrado en
medio del vendaval de explosiones y ondas expansivas.
—Altitud diez mil pies y contando. —La voz era metálica y áspera.
Vero permanecía inmóvil, con los pies separados y pegado contra la pared,
mientras intentaba que su mente aminorase el ritmo y se calmara. En torno a él, los
hombres gemían a causa de que el rápido descenso les hacía sangrar los oídos y
confundía sus sentidos en un torbellino. Le dolía la cabeza y estaba mareado debido a
los cambios de presión provocados por la caída. Reinaba la oscuridad, y un
resplandor rojo sucio procedente de la sala de energía constituía la única luz. El calor

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era casi tropical y el aire estaba cargado de vapores sulfúreos procedentes de los
motores mal regulados.
—Altitud cinco mil pies y contando.
Como un gigantesco puño, una explosión golpeó el revestimiento exterior de la
nave y la hizo girar con violencia como un corcho en un remolino. Vero oyó que se
partían huesos cuando los cuerpos se sacudían contra los cables que los sujetaban a
las paredes. La mortecina luz roja parpadeó dos veces, y luego pareció estabilizarse.
—Altitud dos mil pies y…
La nave golpeó el accidentado terreno con un impacto que hizo que los
amortiguadores neumáticos gimieran y jadearan como un anciano asmático. Vero se
sintió como si estuviesen empujándole la columna vertebral hacia la parte superior
del cráneo. Sus músculos reaccionaron automáticamente ante la repentina sensación
de pesadez cuando la gravedad del planeta reemplazó de modo brusco la ingravidez
de la caída libre.
Movió un brazo, y los cables que lo sujetaban contra la pared aumentaron
automáticamente su resistencia alrededor de la muñeca para limitar sus movimientos;
a causa del roce, la piel se quedó en carne viva donde los apretados cables de acero le
penetraron en la carne. Le dolía el cuerpo por haber permanecido sentado e inmóvil
mientras era lanzado de un lado a otro por el violento descenso de la nave.
Le parecía que habían transcurrido horas desde que había despertado; una
eternidad pasada en las tinieblas, oyendo el ruido sordo de los motores. Dentro de su
cabeza, el tiempo había perdido significado y nitidez; se sentía confuso y
desorientado. Le pesaba la cabeza, que estaba llena de imágenes que aparecían de
modo inesperado en la casi oscuridad. Su memoria se mostraba intranquila, ya que no
recordaba haber sido capturado, y no se le ocurría ninguna otra razón por la que
tuviese que estar atado de aquel modo. Luchó para recordar cómo había llegado hasta
allí, encadenado dentro de una nave que se precipitaba hacia un lugar que sólo el
Emperador debía conocer.
El primer recuerdo que tenía era que se había despertado confuso e incapaz de
recordar siquiera cómo se llamaba; pero había visto una sola palabra tatuada en uno
de sus antebrazos, Vero, y había supuesto que era su nombre. Entonces miró a su
alrededor y vio hombres con tatuajes similares, y pensó que esa conjetura era
correcta. Parecía que algunos se conocían y, al despertar, se saludaban con sonrisas
tristes y sacudidas de cabeza. En algunas zonas de la bodega comenzó a oírse el
rumor de conversaciones; no obstante, otras áreas permanecían en silencio. Había
interrogado a un par de hombres, pero no sabían quién era él. No reconocía la
indumentaria que llevaba —un indefinido traje militar color caqui—, e incluso su
propio cuerpo tenía un aspecto extraño, desconocido. Las manos, de constitución
ancha, presentaban cicatrices en los nudillos, pero sus piernas parecían fuertes y

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robustas debajo de la tela tosca; sin embargo, no las reconocía como propias.
La pared opuesta se abrió y una cruda luz blanca bañó a los hombres. Una sombra
se proyectó ante la puerta, y apareció una silueta. El recién llegado, fornido y canoso,
tenía rasgado el uniforme color marrón apagado de la Guardia Imperial, y una venda
sucia le cubría la mayor parte de la cabeza. Pulsó un botón que había en la unidad de
su cinturón, y las ligaduras de acero que sujetaban a los prisioneros contra la pared se
aflojaron al mismo tiempo que se abrían las esposas y les permitían frotarse las
extremidades para devolver la circulación a la normalidad. El hombre entró en la
bodega y apuntó con su porra antidisturbios al cautivo más cercano, que yacía
reclinado en el piso; aunque el cuerpo respondió con una sacudida cuando el
electrodo le tocó el torso, el hombre no se levantó. Cualquiera que fuese la suerte que
les aguardaba en aquel planeta, algunos, al menos, habían sido misericordiosamente
salvados.
—¡Vamos, cerdos, moveos! ¡Fuera, fuera, fuera! —les gritó el fornido hombre
con acento áspero.
Aparecieron otros guardias y blandieron armas contra los hombres. Con lentitud,
comenzó a formarse una maltrecha fila. Vero luchó para levantarse, pese a que las
entumecidas piernas le ardían, y se encontró al lado de un hombre enorme como un
oso, con el torso desnudo y tatuajes fluorescentes que le brillaban en el cuello y los
musculados brazos. Vero dio un traspié al aproximarse a la rampa de la nave, y el
hombre lo cogió por un brazo e impidió que cayera a la vez que le sonreía, aunque la
mayor parte de su boca quedaba escondida tras una barba muy poblada y de color
pardo jengibre. Casi oculta por el vello de los brazos, Vero logró leer la palabra
Whelan, y asintió con la cabeza para darle las gracias.
—Es por los sedantes que te han dado para el viaje —le murmuró Whelan con
rapidez. Su voz era grave, casi un gruñido—. Hacen que pierdas un poco el
equilibrio, y es probable que sean la causa de que no recordemos nada. Créeme, ya lo
he visto antes. Ahora no puedes acordarte de nada, pero más tarde recuperarás la
memoria.
Vero no tuvo tiempo para preguntar dónde Whelan había visto antes aquello.
Parecía que el hombretón sabía mucho más que Vero sobre lo que estaba sucediendo.
La suave luz se hizo mucho más brillante, y Vero tuvo que protegerse los ojos. Se
dio cuenta de que sólo era una débil luz solar, pero a él le pareció muy potente
después de pasar tanto tiempo encerrado en la oscuridad de la bodega. El cielo era de
un tono gris acuoso y caía una llovizna fina que empapó en poco tiempo el espeso
cabello de Vero. Por un momento reinó la quietud. Soplaba una brisa leve que le
pareció el aliento del paraíso. Vero se desperezó y flexionó los músculos donde las
crueles ligaduras le habían herido la carne. Dio un respingo cuando las lesiones en
carne viva volvieron a abrirse, heridas lívidas sobre su piel olivácea. A despecho de la

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inactividad del viaje, continuaba sintiéndose fuerte y en forma. Detrás de él, la nave
de desembarco reposaba sobre el suelo accidentado como un gran escarabajo negro;
se encumbraba sobre las personas que se encontraban junto a ella y su caparazón
blindado las cobijaba de la lluvia. Luego, volvió a comenzar el bombardeo.
Todos los hombres salieron corriendo del amparo que les proporcionaba la nave
de desembarco, mientras el impacto de los proyectiles ahogaba el sonido de sus
pasos. Vero se sentía como si estuviese corriendo en el vacío; apenas se notaba las
piernas entumecidas a causa del viaje y tenía los oídos ensordecidos debido al
estruendo de las bombas que caían. Los guardias los condujeron hacia un edificio
bajo, construido con cemento tosco. Vero, Whelan y el resto de los prisioneros se
detuvieron delante mientras movían los pies para intentar el restablecimiento de la
circulación.
—Whelan —comenzó Vero al mismo tiempo que recorría con la mirada el
abigarrado surtido de soldados—, ¿en qué infierno estamos? ¿Y qué estoy haciendo
yo aquí? ¿Me conoces?
El corpulento hombre miró con atención el tatuaje que había en el antebrazo de
Vero.
—Vero, ¿no? Bueno, yo no te conozco, pero tú has respondido a tu propia
pregunta. —Su expresión era ceñuda—. Estamos en el infierno. No importa en qué
planeta nos encontremos; lo único que necesitas saber es que formas parte del XIV
Batallón Penal de Esine, «el XIV Sagrado», como nos llaman, aunque sólo el
Emperador sabe por qué. ¿Me estás diciendo que de verdad no recuerdas nada en
absoluto? ¿Ni siquiera recuerdas cómo fuiste a parar a la nave penal?
Vero sacudió la cabeza. Otros dos hombres avanzaron hasta donde ellos estaban
hablando. Whelan sonrió, y la sonrisa con dientes de menos dividió en dos su rostro
de poblada barba.
—¡Vaya, mira a quiénes tenemos aquí! ¿De debajo de qué miserable roca os
habéis arrastrado? No os vi en la nave cuando me despertaron cruelmente de mi
primer sueño. —Whelan saludó a los recién llegados golpeando sus nudillos con los
de ellos.
»Vero —continuó Whelan, que no dejaba de sonreír—, quiero presentarte a un
par de los sacos de estiércol más estúpidos que hay por aquí. Éste es Oban. En sus
tiempos lo condenaron por atacar a un oficial superior; traición de segundo grado,
herejía… ¡Ah! —añadió ante el entrecejo fruncido de Oban—, digamos que herejía
reformada… Este tipo ahora se ha enderezado; es un catequista consumado.
—Así es —afirmó Oban al mismo tiempo que asentía con un firme movimiento
de cabeza.
Era un hombre de rasgos angulosos, cuya nariz partida parecía casi tan grande
como su rostro. Oban tendió el puño cerrado hacia Vero y lo mantuvo a la altura del

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pecho. Pasado un segundo, Vero golpeó los nudillos del hombre con los suyos
propios. Oban sonrió, y dio la impresión de que iba a decir algo, pero Whelan lo
interrumpió.
—Oban y yo somos los más antiguos aquí. ¿Cuántos viajes hemos hecho ya,
Oban? Creo que seis en total, contando éste.
—Digamos que cinco, Whelan —lo contradijo Oban tras inspirar—. Serán seis
cuando hayamos salido, de una pieza, de este cuenco de polvo; si el Emperador
quiere.
—Y éste es Creid. —Whelan señaló al segundo hombre, un personaje alto,
delgado y patilargo, vestido con un gastado uniforme de campaña, que sonrió a Vero
desde detrás de unas maltrechas gafas—. Ni siquiera sé por dónde empezar, con este
tipo. Nombra el delito que quieras, que él lo ha cometido. La ley de probabilidades
dice que debería estar muerto por el número de viajes que ha tenido que hacer. Pero
supongo que hay gente que nace con suerte, ¿eh, Creid?
—Tú lo has dicho, hermano. —Creid se alzó las gafas hasta la frente y miró a
Vero con los párpados entrecerrados. A Creid le faltaba el ojo derecho, y en la cuenca
brillaba un tosco bioimplante. Reparó en la expresión algo sobresaltada de Vero, pero
no pareció ofenderse por eso—. Algún contrabandista loco me arrancó el ojo durante
la batalla de Sonitan VI, un disparo perdido —explicó Creid—·. Los médicos me
dijeron que había tenido suerte de que no hubiese sido toda la cabeza la que saliera
volando. Pero me remendaron bien; dijeron que era la recompensa debida por la
valentía que había mostrado. —Sacudió la cabeza al recordar aquello.
—¡Silencio!
De pronto, se abrió un pasillo entre el grupo de hombres para que pudiera avanzar
el que había hablado. Se pavoneó entre ellos mientras una voluminosa pistola de
plasma le golpeaba el magro muslo al caminar. Se hizo el silencio entre los hombres,
que se volvieron a mirarlo.
—Soy el comandante Bartok, y aquí tengo el rango de oficial superior. Seré
vuestro comandante en esta pequeña gresca.
El oficial era joven —posiblemente tenía menos de veinte años—; era probable
que aquél fuese su primer destino de mando. A pesar de sus palabras duras y el
cuidadoso pavoneo de su andar, parecía inexperto y nervioso. Era alto y delgado, casi
como un adolescente. Un pulcro cabello color arena le caía con elegancia sobre la
ancha frente.
Whelan masculló entre dientes algo así como «¡malditos bisoños!», y Vero supo
con total exactitud qué estaba pensando.
—Muy bien, vosotros, éste es el final de vuestro viaje —continuó Bartok, cuya
voz, claramente, no estaba habituada a hablar en alto—. Dónde estáis carece de
importancia, pero os diré por qué estáis aquí. Este puesto imperial avanzado es objeto

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de un ataque, y todavía esperamos a que lleguen los refuerzos. Entretanto, el Imperio
ha creído conveniente enviaros a vosotros para ayudarnos, y al mismo tiempo vaciar
su nave prisión. —Mientras hablaba se acariciaba la insignia de oficial, como para
tranquilizarse respecto a su autoridad sobre aquellos hombres—. Hablaré sin rodeos.
No me gustan los batallones penales. Por lo que a mí respecta, sois todos escoria;
pero en este caso no tengo alternativa. Estáis aquí y vais a luchar.
Vero miró a su alrededor. Había más hombres de los que podía contar con
facilidad; muchos de ellos eran prisioneros como él, pero había un número aún mayor
de guardias imperiales vestidos con uniformes grises que lucían el símbolo del guante
púrpura en los brazaletes que les rodeaban los brazos. Un guante color púrpura…
para Vero no significaba nada; no tenía ni idea de cuál era el planeta en que se
encontraba, así que mucho menos sabía con qué unidades debía luchar. El oficial
continuó.
—¡Escuchad! Nuestra misión es defender el perímetro, y no penséis siquiera en
escapar porque no hay adonde ir. Si el enemigo os atrapa, os matará…, y si os atrapo
yo, desearéis que os hubieran matado ellos. El psíquico del propio gobernador ha
previsto la victoria para nosotros, y es el mejor telépata de este sistema; no se le
escapa absolutamente nada, así que no tenemos de qué preocuparnos.
Entre el grupo pasaron hombres para distribuir rifles láser y cuchillos de combate.
Vero miró las armas que le habían entregado e hizo girar las extrañas formas entre las
manos. El metal y el plástico del rifle láser tenían un tacto extraño, pero cuando cogió
la culata, sus manos se deslizaron a la posición que les correspondía, al parecer por
propia voluntad, y su dedo acarició el gatillo. De alguna forma, la sensación era
correcta. Vero hizo rotar su cuerpo con lentitud sobre las puntas de los pies, hasta que
se sintió completamente cómodo con el arma en las manos. Comprobó lo que, de
algún modo, sabía que era el medidor de energía, y quitó y volvió a poner el
dispositivo de seguridad al mismo tiempo que tomaba nota de todo. Whelan lo miró
con curiosidad.
—¿Ya has usado antes uno de éstos? —preguntó.
—No lo sé… Creo que no.
—Pues, al parecer, sabes lo que debes hacer —respondió el otro con un
encogimiento de hombros.
Vero se miró las manos. Sintió que los músculos se le tensaban, y al mirarse el
puño vio que los tendones se estiraban y endurecían. Los nudillos, cuando se los tocó,
estaban duros como el acero, y percibió una ola de adrenalina que recorría su interior
a la vez que la fuerza inundaba su cuerpo. Unos pensamientos extraños colmaron su
mente: corredores de mármol, cielos cuajados de estrellas, un zumbido bajo de
maquinaria. Se quedó totalmente quieto en un intento de comprender aquellos
pensamientos, pero se alejaron de él, oscuros como alas de cuervo.

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—¡Bueno, banda de desgraciados, cargad y amartillad, y vayamos a buscar un
poco de acción! —Bartok estaba chillando—. Vosotros cuatro —concluyó en tanto
señalaba al pequeño grupo de Whelan—, vendréis conmigo. Tú —le dijo a Oban—,
estás a cargo de las comunicaciones. ¡En marcha!
Uno de los guardias imperiales le entregó a Oban una unidad de comunicación, y
él se la cargó a la espalda sin protestar. Whelan se rascó la barba con aire pensativo, y
miró a Vero.
—Vamos, será mejor que movamos el culo, o nos meterán un minimisil en la
nuca por falta de celo. Calculo que ese crío que nos manda está deseando disparar
contra alguien, y si estamos en medio tenemos tantas probabilidades como cualquiera
de recibir el disparo. Esta clase de gente es famosa por cargarse a los de su propio
bando tan a menudo como a los enemigos. No te separes de nosotros. Como ya te he
dicho, ésta es la sexta misión penal en que participo. Hasta el momento he
sobrevivido, e incluso en una ocasión recibí un encomio por valor. Quédate cerca de
mí y saldrás sin problemas de ésta.
Vero no se sentía demasiado seguro, pero, al menos, el tacto del arma en las
manos resultaba tranquilizador. Partieron tras Bartok y pasaron a paso ligero junto a
los demás prisioneros de la nave de desembarco, en dirección hacia donde los sonidos
de batalla eran más potentes.

***
—Rosarius, estúpido, ¿eres un telépata o no lo eres? ¿Me has servido tan fielmente
durante tanto tiempo para que se desvanezcan tus poderes ahora, cuando más los
necesito? ¡¿De qué sirven las imágenes de sombras cuando lo que preciso son
hechos?! —La voz de Torlin no podía ocultar la furiosa cólera que lo dominaba. Le
dio un manotazo a una pila de papeles que había sobre su enorme escritorio, y las
hojas salieron revoloteando por toda la estancia.
—Mi señor, por un segundo vi algo, pero luego desapareció. Esa oscuridad me
inquieta más de lo que soy capaz de expresar. Vi otra vez al cuervo, luego estrellas,
salones de mármol, y ahora nada. Estoy tan ciego en el éter como lo estoy en tu
mundo.
—Rosarius, estúpido, no hay nada que ver porque mi victoria está asegurada.
Ahora no me hace falta que empieces a ponerte nervioso. Eres un viejo; tal vez
deberías dejarme a mí las predicciones de guerra. Continuaremos.
—Mi señor, te lo ruego…

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***
La unidad de Vero llegó a las defensas del perímetro y se encontró en medio de una
feroz lluvia de disparos. Centenares de hombres se hallaban apiñados tras almenas
improvisadas, hechas de cemento, y bajo el techo de los búnkeres. Detrás de esas
posiciones, Vero vio un mar de escombros; las semanas de bombardeo habían
destrozado la periferia de la ciudad. El aire zumbaba con disparos de láser y rugía con
el sonido de las armas pesadas. El ruido de la batalla bramaba en sus oídos. Se sentía
fuerte.
Por primera vez pudo ver de cerca al enemigo, y por lo que distinguió se trataba
de seres humanos como él; considerando el número de muertos que había a ese lado
de la muralla, iban bien armados. Cuando tomaban posiciones, un hombre al que no
conocía y que se encontraba de pie junto a Oban fue derribado por un disparo de
cañón automático del enemigo. En un momento estaba disparando a lo lejos, y al
siguiente se oyó un rugido y los cubrieron jirones de carne de aquel hombre. Vero se
limpió la cara al mismo tiempo que percibía en la lengua el sabor metálico de la
sangre, y luego siguió el ejemplo de Whelan y se lanzó al suelo tras las murallas
almenadas, desde donde ambos se pusieron a disparar hacia el otro lado de las ruinas.
Allende aquel paisaje de pesadilla, Vero podía ver centenares de cuerpos
esparcidos y mutilados, cuyas extremidades habían sido cercenadas por disparos
láser, o que estaban destrozados por la implacable artillería. El suelo se estremecía
cada vez que caía una bomba, y daba la impresión de que los cadáveres danzaban
sobre la tierra, agitando brazos y piernas al ritmo de las detonaciones.
Las piedras que estaban delante de ellos se sacudieron y, al bajar la mirada, Vero
vio unos dedos enguantados que se aferraban a la piedra del parapeto que tenía ante
sí. Antes de que pudiese reaccionar, el hombre más enorme que había visto en toda su
vida saltó por encima de la muralla. Cubierto de pies a cabeza por una armadura de
batalla de color gris apagado, blandió una enorme hacha sierra hacia la desprotegida
cabeza de Vero; éste oyó el restallido de los dientes del hacha hendiendo el aire en
dirección a él. Actuando por puro instinto, saltó hacia atrás y a un lado para poner
distancia entre su persona y el atacante. El hacha erró la cabeza de Vero, pero la
girante hoja destrozó el cañón del rifle láser y las esquirlas de metal caliente volaron
en todas direcciones. Una golpeó la frente de Vero y la sangre que manó de la herida
se le metió en un ojo y lo cegó. Vero soltó el arma inutilizada y sacó el cuchillo de
combate de la vaina de la bota. Cayó en postura acuclillada y equilibró el peso sobre
las puntas de los pies; en algún rincón del interior de su mente, Vero descubrió que
estaba observándose a sí mismo con una mezcla de admiración y alarma.
Al mismo tiempo que intentaba concentrarse, se agachó para esquivar el siguiente

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ataque y se lanzó hacia el enemigo por dentro del arco descrito por el hacha sierra.
Llegó a percibir el hedor a sudor y sangre del otro, pero en el momento en que el
atacante retrocedía con paso inseguro, Vero impulsó la punta de acero del cuchillo
hacia el pecho del hombre y empujó con fuerza, astillando costillas y hendiendo
músculos.
Al clavar la templada hoja en las profundidades del pecho del hombre, Vero sintió
que algo se apoderaba de él. Un espíritu salvaje lo poseyó, y retorció la hoja del
cuchillo a la vez que sentía cómo destrozaba los tejidos blandos; a continuación, alzó
una rodilla para darse impulso y separarse del cuerpo que caía en tanto arrancaba el
cuchillo. El hombre, tras proferir un grito entrecortado, murió ante él sobre el
accidentado suelo, y sus ojos fijos y dementes se enturbiaron mientras la sangre
escapaba a borbotones por la herida de la destrozada caja torácica.
Vero retrocedió dando traspiés mientras las sensaciones lo inundaban. Ni siquiera
recordaba haber aprendido a usar un cuchillo de combate, y sin embargo en el preciso
momento en que aquel hombre enloquecido le saltó encima, había sentido que algo se
apoderaba de él, algún instinto, algún entrenamiento olvidado que le había permitido
sacar el cuchillo de la bota, hacerlo girar en la mano y clavarlo de modo letal en el
pecho de su oponente.
Abrió la boca y profirió un gutural alarido de triunfo, y entonces sintió que un
repentino destello de memoria le iluminaba la mente. Luchó para retenerlo, pero se le
escapó como una anguila de pantano, resbalando de la presa de su voluntad
consciente y dejándolo tan ignorante como antes. Sin embargo, por un momento
había visto la imagen de estrellas que ardían tras una enorme ventana de cristal, había
oído el sonido de pies que susurraban sobre piedra pulida y había percibido un olor
como…, como de algo que no lograba determinar. Luego se evaporó la imagen y el
momento pasó.
Captó un movimiento a su izquierda y rotó sobre sí mientras recogía con rapidez
el hacha sierra de su atacante. Un soldado había saltado por encima del parapeto;
sujetaba un cuchillo entre los dientes rotos al mismo tiempo que se valía de una mano
para izarse y pasar sobre la muralla de cemento. Con la otra mano agitaba una
gastada pistola bólter. El hombre estaba cubierto de cicatrices y tenía el pelo erizado
en penachos por toda la cabeza. Se miraron el uno al otro durante menos de un
segundo…, y luego Vero apretó la palanca del asa del hacha sierra y ésta despertó a la
vida. Se lanzó al ataque, y se oyó un alarido ensordecedor cuando su oponente cayó
boqueando sobre fango con un brazo cercenado a la altura del hombro.
De pronto, como obedeciendo a una señal, las murallas que tenían delante fueron
escaladas por decenas de guerreros, que pasaron en masa por encima del parapeto.
Conmocionado, Vero saltó atrás y miró a su alrededor en busca de sus compañeros.
Vio que Whelan disparaba una abrasadora cortina de fuego láser, mientras Creid y

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Oban arrojaban las granadas de fragmentación que les lanzaba el comandante Bartok
desde el pie de la muralla, formando así una cadena humana de destrucción.
Luego Vero se encontró luchando por su vida, abrumado por los atacantes y
arrastrado por la presión de cuerpos enemigos. Perdió de vista a sus camaradas
durante unos momentos mientras blandía el hacha sierra robada en girante forma de
ocho y se la arrojaba al enemigo más cercano, al que le partió la cabeza en dos.
Después cogió la pistola láser de un guardia muerto, comprobó con rapidez la célula
de energía y despejó un poco de espacio para moverse.
—¿Dónde está Bartok? —gritó por encima del estruendo al mismo tiempo que
aferraba a Whelan por un hombro.
—¡Desaparecido! —le gruñó el otro a modo de respuesta.
—¿Muerto?
—¡Qué va! ¡Ha huido! —Whelan estaba pálido, obviamente convencido de que
su sexta misión sería la última.
Vero evaluó la situación.
—¡Retroceded! —les gritó a los otros, los cuales alzaron de pronto los ojos hacia
él, que se sintió momentáneamente confuso al no saber de dónde había salido aquella
súbita nota de mando que acababa de sonar en su voz.
Comenzaron a retirarse, a cubierto de las destrozadas murallas. Los proyectiles de
la artillería enemiga pasaban por encima de sus cabezas en dirección a la ciudad, y su
horripilante silbido hacía estremecer a los hombres. Vero aferró a Creid por un
hombro cuando éste arrojaba las últimas granadas que le quedaban.
—¡Vamos! —le gritó a la vez que tiraba de él—. Retrocede, sígueme.
Así lo hicieron, y se encontraron repentinamente rodeados por guardias que
corrían para ponerse a cubierto dentro de los edificios mientras los ardientes disparos
de láser hendían las tinieblas detrás de ellos. Vero perdió de vista a Creid en medio de
la confusión, arrastrado por la desbandada general, y rezó en silencio para que
escapara con vida.
Se oyó un estruendo cerca de ellos, y Oban se tambaleó como si las piernas
cediesen bajo su peso.
—¡Whelan, ayúdame! —gritó Vero, resbalando en el suelo cubierto de sangre.
El corpulento hombre cogió a Oban por los brazos y ayudó a Vero a arrastrarlo
hasta un cercano edificio en ruinas. Tal vez serían todos hombres muertos sin nadie
para enterrarlos cuando acabase el desastre, pero Oban era un camarada de armas;
además, tenía la unidad de comunicación, y no había manera de que ninguno de ellos
saliese de aquel lío con vida si perdían el contacto con el mando.
Atravesaron una puerta quemada que conducía a una especie de almacén. Del
techo caía plástico fundido en goterones de lluvia letal. Whelan y Vero depositaron a
Oban en el suelo y se recostaron contra la pared, jadeando tanto a causa del miedo

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como del agotamiento.
Vero se pasó una mano entre los cabellos, y Whelan se arrodilló para examinar a
Oban. Cuando el hombretón volvió a levantarse tenía sangre en las manos y una
expresión preocupada se había apoderado de su rostro.
—¿Qué hay? —preguntó Vero con voz cansada.
—Aún sigue ahí dentro, pero no creo que vaya a durar mucho más. Tiene las dos
piernas partidas y está perdiendo mucha sangre. Me sorprende que todavía esté vivo.
—Whelan miró a su alrededor con ojos llenos de pánico—. ¿Qué diablos vamos a
hacer ahora?
Vero sacudió la cabeza. Levantó la unidad de comunicación, pero el aparato, de
mala calidad y fabricado en serie, estaba averiado y tenía la cubierta rajada y
quemada por la explosión. La arrojó al suelo con gesto asqueado y se sentó entre los
escombros. El ruido de las explosiones aún resonaba en sus oídos. Se frotó los ojos
irritados y sintió que le escocían al metérsele dentro el humo acre que le rodeaba la
piel del rostro. Una botella de agua, que sin duda había dejado caer un soldado que
huía, estaba medio oculta entre los escombros. Vero olió el contenido con cuidado y
luego tomó un sorbo del agua salobre que había dentro. Intentó rememorar el
recuerdo que había pasado por su cabeza al matar al soldado enemigo, pero había
desaparecido sin remedio, y entonces imprecó. Su memoria era clara desde el
momento en que había llegado a aquel planeta, pero por lo que respectaba a lo
sucedido antes… nada. Cerró los ojos e intentó retroceder sobre sus pasos desde el
instante de la llegada, en busca de una pista que le dijese quién era él y qué estaba
haciendo.
Con su ojo mental, vio movimiento: hacia ellos avanzaba un vehículo provisto de
orugas. ¿Sería de ellos o pertenecería al enemigo? No lo sabía, pues la imagen no era
clara. Tenía la sensación de que estaba sucediendo algo justo fuera de su alcance.
—¿Qué ocurre? —preguntó Whelan, con expresión preocupada—. ¿Oyes algo?
¿Qué pasa?
En el rincón de la estancia, Oban gimió y la sangre manó como un río por su boca
y fosas nasales, pero Vero apenas si se dio cuenta. Podía oír el graznido de un cuervo.
Vio una cara que flotaba ante sus ojos: cabello gris canoso, ojos arrogantes,
aristocráticos, vestido con uniforme y medallas. Recordó cómo había recobrado las
fuerzas con tremenda rapidez tras el aterrizaje en el planeta, a pesar de la debilidad
que había experimentado dentro de la nave. Recordó cómo había dominado el manejo
de las armas, su lucha instintiva cuando lo atacaron sobre la muralla. Recordó el
endurecimiento de los tendones de sus manos y la contracción de sus dedos…, y
luego nada. La mente se le quedó en blanco y lo único que pudo ver fue el edificio en
ruinas dentro del que se ocultaban, y a Whelan arrodillado junto a Oban.
—Whelan —dijo con una voz espesa e implorante—, está sucediéndome algo.

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***
—Mi señor gobernador, la situación está volviéndose demasiado peligrosa. Por un
momento casi vi algo, pero ahora no puedo ver otro resultado de nuestra estrategia
que no sea destrucción. Debemos escapar, y pronto.
—Pero si los rebeldes están tan cerca, ¿cómo podemos fracasar? Todo está
sucediendo tal y como lo planeamos. ¿Qué puede salir mal ahora?
—Mi señor, incluso en la oscuridad psíquica habitualmente puedo ver algo, algún
vislumbre de intención, algún atisbo del futuro. Ahora no puedo ver nada. —La voz
de Rosarius se quebró a causa de la tensión—. Es verdad que mis poderes no pueden
ver el peligro que nos aguarda, pero es eso lo que me causa preocupación. Jamás mi
segunda visión había estado tan ciega. Veo futuros que se ciernen en la periferia, pero
una nube, como la tinta en el agua, lo confunde y oculta todo. Si pudiera ver nuestra
perdición, eso, al menos, me permitiría trazar un camino que nos alejara de tal
resultado. Sin embargo, no hay nada.
—En ese caso, nos marcharemos al búnker. Allí estaremos a salvo. Tal vez fue
una tontería regresar a la ciudad, pero quería estar presente para ver cómo caía.
Rosarius sacudió la cabeza ante el egocentrismo de su señor. El gobernador, tras
pulsar un botón situado sobre su escritorio vacío, habló por el comunicador.
—Sargento, prepare el transporte personal del gobernador. Estaremos allí dentro
de unos minutos.
Cuando ambos giraban para salir, Rosarius reflexionaba, no por primera vez,
acerca de las limitaciones de sus poderes psíquicos, que no lo habían prevenido de lo
desafortunado que iba a ser su nombramiento como consejero personal de Torlin.
Tras dejar abierta la ornamentada puerta doble, ambos bajaron por la grandiosa
escalera, dado que no se fiaban del ascensor. Las luces parpadeaban a causa del
generador, que luchaba para cubrir las exigencias de las pantallas de energía que
protegían la residencia oficial del gobernador.
Debajo del palacio, el tanque de batalla Leman Russ despedía humo negro, y
Rosarius resolló. Torlin rezó para que las ineficacias de su gobierno no hubiesen
alcanzado a su propio tanque, y para que los mecánicos hubiesen añadido el blindaje
lateral adicional que les había ordenado. Los treinta soldados escogidos y de
impecable lealtad que formaban su escolta se pusieron firmes cuando él apareció; les
dedicó un breve asentimiento de cabeza y un vago saludo militar. Mientras el
gobernador y Rosarius subían al Leman Russ y se ajustaban los cinturones de
seguridad, los miembros de la escolta se amontonaron dentro de dos Rhinos. El
conductor cerró la escotilla tras ellos, y a Rosarius el sonido le pareció el de un ataúd
al que estuvieran sellando.

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El conductor activó el motor y salieron despedidos hacia adelante con tal fuerza
que el impulso casi le arranca la cabeza al gobernador.
—Por compasión —le gruñó al conductor—, ten más cuidado. Quiero salir vivo
de aquí.
El Leman Russ, con su escolta de Rhinos, atravesó con lentitud la ciudad en
llamas; aminoraba la marcha con frecuencia para maniobrar alrededor de los edificios
en ruinas y para esquivar los agujeros dejados en las calles por las bombas. La luz del
exterior tenía un aspecto sobrenatural a causa de las bengalas de magnesio que
lanzaban los ojeadores, pero el sonido de las armas de fuego pequeñas había cesado.
El gobernador no sabía si eso era o no una buena señal. A pesar de los filtros del
vehículo, podía oler el humo de los edificios que ardían, el hedor de los corrosivos
químicos, del plástico quemado y, apenas perceptible, el de la carne chamuscada de
las piras de celebración que encendían los rebeldes victoriosos. La ciudad estaba
desierta, pues los habitantes habían huido hacía mucho. Torlin escuchaba a medias
los sonidos procedentes del comunicador que lo conectaba con su escolta, y se
mordía las uñas con aire pensativo. Rosarius se había derrumbado en el asiento, al
parecer perdido dentro de sus ropajes.
—Furia uno, tenemos francotiradores en punto-dos-cero-cero. Cambio.
—Furia dos, ya los veo.
Oyeron las balas que rebotaban sobre la coraza del transporte blindado de tropas,
y luego el traqueteo de los disparos de respuesta efectuados con pistolas bólter.
—Francotiradores neutralizados.
—Base Furia, estamos de camino, tiempo estimado de llegada trece minutos y
contando. Cambio.
—Recibido. Esperamos su llegada. Manténgannos al corriente. Cambio y corto.
De repente, Rosarius se puso en pie de un salto, con los ojos enloquecidos de
miedo.
—¡Mi señor! —exclamó—. ¡Veo fuego, fuego que viene del cielo!
A través del comunicador del Rhino que iba en cabeza, les llegó un grito.
—¡Entrando, entr…!
El estallido ahogó el resto de la voz.

***
La explosión sacudió el edificio en ruinas donde se habían refugiado los dos
supervivientes, e hizo que cayeran grandes fragmentos de escayola y escombros del
techo. Vero gateó hasta la destrozada ventana, con cuidado de mantener la cabeza
apartada por temor a los disparos de los francotiradores. Al mirar a hurtadillas hacia

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el otro lado del destrozado bulevar, vio los humeantes restos de un vehículo blindado
cuyo motor se encontraba en llamas. Frente a éste, otro vehículo similar había
quedado completamente sepultado entre los escombros de un edificio que había
recibido el impacto de un misil. Entre ambos había un tanque de batalla cuya rueda
delantera aún giraba con la oruga hecha pedazos. El enorme cañón láser del tanque se
inclinaba, por completo inutilizado, en un ángulo que no admitía reparación. Debajo
del casco metálico danzaban chispas, y un oleoso líquido negro goteaba por las
grietas del armazón.
El líquido avanzaba lentamente hacia el chisporroteante vientre del vehículo, y
Vero supo que quienquiera que estuviese dentro contaba con apenas unos momentos
antes de que el transporte quedase envuelto por las llamas.
—Cúbreme —gritó Vero, para sorpresa suya y sobresalto de Whelan. Tras saltar
por la ventana, corrió por el terreno abierto seguido por los disparos de rifle láser de
los francotiradores, los cuales hacían saltar esquirlas de roca bajo sus pies. El
estrépito de los disparos de respuesta de Whelan resonaba en sus oídos.
Saltó sobre el tanque en movimiento, cuyo avance aprovechó para desplazarse
hacia adelante con impulso y ponerse a cubierto. Plantándose con firmeza sobre la
tierra mojada, sacó su cuchillo y encajó la punta en la hendidura que había entre la
parte superior del vehículo y su escotilla de acceso. Se apoyó en la hoja al mismo
tiempo que rezaba para que no se rompiese; pero la punta de adamantina se mantuvo
firme. Con un rechinar metálico, la escotilla se abrió y eructó una nube de humo
caliente al aire de la noche. Vero parpadeó a causa del humo mientras se asomaba al
destrozado interior.
El conductor se encontraba desplomado contra los controles, y de inmediato
comprendió que ya nadie podría ayudarlo: un puntal de soporte del chasis se le había
clavado profundamente en el pecho. El artillero gemía suavemente, pero la sangre
que le manaba por la boca era de color rojo arterial, sangre de brillante color
oxigenado; apenas le quedaban unos pocos minutos de vida.
En la oscuridad entrevió una figura inmovilizada contra el suelo por un puntal
metálico roto de las paredes acorazadas del vehículo. Lo miró con más atención:
cabello gris, ojos aristocráticos, las medallas que lucía en el pecho… Ya había visto
antes a ese hombre.
De repente, la memoria estalló dentro de su cabeza como el corazón de una
estrella colapsada bajo su propio peso.
Se encontraba sentado en el extremo de una camilla baja dentro de un salón de
mármol muy pulido. Ante él, un hombre ataviado con ropón negro leía un libro
grande, encuadernado en piel. En torno a ambos había paneles de máquinas que
zumbaban y pantallas de color verde mortecino en las que se sucedían las imágenes.
Podía oír el tenue rumor de las zapatillas de piel contra la piedra pulimentada. Los

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tecnosacerdotes se desplazaban con suavidad por las naves entre hileras de antiguas
máquinas, ajustando, tomando datos, recitando plegarias.
El zumbido se hizo más sonoro. Unas manos suaves se posaron sobre sus
hombros y lo hicieron echarse hacia atrás, de modo que quedó tendido de espaldas
sobre un sillón cálido y mullido. Sobre él había un gran monitor en el que podía ver
el rostro de un hombre ataviado con ropón; la cara era la de un viejo, pero no
presentaba arrugas. El hombre habló con una voz calma y medida, que parecía pasar
de largo de sus oídos y hablarle directamente a su cerebro.
—Averius, asesino Callidus, relájate. Quédate quieto y relajado. —Le fue
explicado el proceso con todo cuidado.
—Es bastante sencillo, te lo aseguro. La mente de un hombre está compuesta por
dos partes. La primera incluye la memoria, tu personalidad, los pensamientos que son
sólo tuyos. Luego está la parte que controla las funciones cotidianas, todo lo que te
permite funcionar como asesino, así como tus instintos animales del tipo ataque o
huida, tus poderosos instintos de supervivencia. Lo único que vamos a hacer es borrar
temporalmente esa primera parte con el fin de permitir que pases a través del filtro
psíquico normal del que se rodea el eternamente paranoico gobernador Torlin. No
tendrás ningún recuerdo de quién eres ni de cuál es tu misión, de modo que su
psíquico oficial no tendrá ninguna premonición de ti hasta que sea ya demasiado
tarde. Tú eres Averius, así que la misión tiene el nombre clave de Vero.
Un casco que zumbaba de energía descendió sobre su cabeza y le cubrió también
los ojos. Vio caras, escenas de batalla, carnicería, el fragor de las armas, y luego un
rostro enmarcado en cabellos grises, con ojos llenos de ambición y palpable sed de
poder. Su presa: el gobernador Torlin. Las imágenes de su propia vida —
exterminaciones anteriores, estertores de muerte— pasaron ante sus ojos a medida
que retrocedían, y luego sólo hubo oscuridad.
Lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue que se encontraba dentro de un cometa
metálico que caía a la tierra, con los brazos atados a la espalda con firmeza. Entonces
todo estaba claro. Era Averius, asesino Callidus…, y había encontrado a su presa.
Junto al gobernador, un anciano de aspecto aterrorizado, ataviado con ropón
oscuro, lo contemplaba al mismo tiempo que murmuraba para sí con voz queda.
Averius inclinó la cabeza para oírlo mejor.
—¿Tú…, tú eres el cuervo? —preguntó el psíquico con voz quebrada—. ¿Por qué
no te vi? ¿Por qué no pude leer tu mente? ¿Por qué no pude predecir tu llegada?
Le manaba un hilillo de sangre de la nariz y su respiración era jadeante. El
asesino alzó el puño.
—Guarda silencio, psíquico —le espetó, y sus manos acallaron las preguntas del
anciano.
Averius tiró con brutalidad de Torlin, e hizo caso omiso de los gemidos del

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hombre cuando el metal roto que lo inmovilizaba contra el piso le desgarró la carne.
Lo sacó del interior del vehículo y lo arrastró hasta el edificio. Sintió una hola de
calor que llegaba hasta él cuando el combustible alcanzó uno de los circuitos que
chisporroteaban, y el tanque estalló en una bola de metal y plástico fundidos.
Whelan lo esperaba dentro del edificio en ruinas para cubrir su regreso desde el
cobijo que le proporcionaba la ventana destrozada.
—Vero, ¿quién es éste? —preguntó cuando el asesino se escabulló de vuelta al
interior del improvisado refugio y arrojó su presa con brutalidad sobre el suelo. Al no
obtener respuesta, Whelan aferró un brazo de su compañero y lo hizo girar para
encararse con él.
—Vero, ¿qué es esto? —preguntó, pero el asesino lo contempló con rostro
inexpresivo. Todos los anteriores pensamientos de camaradería habían sido borrados
de la mente del asesino por el conocimiento de su misión.
—Te interpones en mi camino —dijo simplemente, y le lanzó un puñetazo con
gesto casi perezoso. Whelan voló por el aire, inconsciente a causa del golpe. El
asesino contempló desapasionadamente el cuerpo tendido de su camarada, cuyo
rostro tenía grabada una expresión de sorpresa.
Los dedos del asesino comenzaron a contraerse y estremecerse de manera
dolorosa, y se miró las puntas con alarma. De pronto, se sintió desgarrado por el
dolor, y pareció que todo su cuerpo se elevaba y sacudía desde lo más profundo.
Averius podía sentir que la polimorfina corría por su sistema circulatorio, y el cuerpo
se le contorsionó como si intentara despojarse de la piel. Sintió que crecía, se
ensanchaba, y experimentó unas punzadas en las puntas de los dedos cuando de
debajo de las uñas se le deslizaron unas agujas de acero afiladas como navajas y
briliantes de fluidos tóxicos. Al fin, estaba completo; ya tenía las herramientas de su
oficio: sus garras de cuervo habían sido ocultadas para evitar que la misión quedase
al descubierto hasta que encontrara a su presa.
El gobernador, cuando volvió en sí, profirió un gemido ronco detrás de él. El
asesino recogió la botella de agua del lugar en que yacía entre los escombros del piso
y, tras levantar la cabeza del hombre, le permitió beber un sorbo. Averius quería que
la presa fuese capaz de responder ante su acusador.
—Mi señor —comenzó el asesino, como siempre hacía—, he venido por orden
expresa del Oficio Asesinorum.
El gobernador despertó por completo a causa del sobresalto, y sus ojos lo
enfocaron, llenos de pánico.
—El cuervo —gimió con voz quebrada y ronca, enloquecida, delirante, y Averius
le golpeó suavemente, con la mano abierta, una de las mejillas grises como la ceniza.
—Despierte. Concéntrese. Vengo a darle la absolución del Emperador.
—¿Qué quiere decir? Yo no he hecho nada, no tengo ninguna necesidad de

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absolución —le espetó Torlin. Pero el asesino hizo caso omiso de sus palabras.
—He venido a traer la justicia a este planeta. Lo han estado observando. ¿Pensaba
que su telépata faldero podría protegerlo de la justicia? Él conocía los pensamientos
de usted, y ese conocimiento brillaba como un faro para la Adeptus Astra Telepática.
¿Pensaba que podía ocultarse una traición como la suya?
El gobernador comenzaba a perderse en el pánico más absoluto. El asesino pudo
ver que la cenicienta frente del hombre comenzaba a perlarse de sudor. Sabía que era
hombre muerto, pero la confesión, al menos, le proporcionaría una muerte limpia. La
absolución podía ser rápida. El asesino presionó las sienes del gobernador con los
dedos y concentró sus pensamientos.
—Usted pensaba que podía alentar a los rebeldes y posibilitar que ellos
destruyeran a las fuerzas del Emperador estacionadas en este pequeño mundo. —
Averius apenas podía impedir que el desprecio aflorase a su voz—. Creía que, una
vez obtenida la victoria, podría ocupar un lugar como jefe. Su ambición lo condujo a
pensar en la posibilidad de liderar su propio ejército a través de la galaxia, labrar su
propio imperio.
El gobernador miró al asesino a los ojos, y en ellos vio arder los fuegos de su
propia traición. Su imaginación se adentró, girando, en las vastas distancias del
espacio, y se le llenó la mente de impertérritas imágenes: su Emperador y antiguo
señor sentado en el Trono Eterno de la Tierra. Le dolía el corazón mientras el asesino
lo obligaba a enfrentarse con su traición.
—Pero ¿por qué no debería ser usted aniquilado junto con el resto de su rebelión?
—continuó Averius—. La muerte es la parte fácil. Cualquiera puede morir…; cada
día mueren incontables millares en incontables millares de mundos. Como ser
humano, es usted menos que nada. Podríamos haber lanzado un ataque desde el
espacio, haber bombardeado su palacio y haber acabado con usted en un instante.
Habría muerto sin saber jamás por qué. Pero como hereje jamás nos ha pasado
inadvertido, y cada hereje que muere sin arrepentirse constituye un fracaso de la
ortodoxia. Estoy aquí para aceptar su arrepentimiento.
En los ojos del asesino, Torlin vio que el Emperador le tendía la mano y que ésta
se hacía cada vez más y más grande, hasta que le pareció que iba a envolverlo.
Mientras la observaba, ésta se marchitó hasta convertirse en una garra, una garra de
cuervo, y luego se deshizo en cenizas.
—Ha pecado de la manera más dolorosa contra el Emperador, y yo estoy aquí
como su juez y ejecutor. Morirá usted, pero debe morir arrepentido de sus culpas.
El gobernador comenzó a llorar. Las grandes lágrimas fluían en abundancia.
—Me arrepiento, me arrepiento —sollozaba una y otra vez. Al fin, su voz
descendió hasta ser un susurro—. Perdóneme.
El asesino flexionó los dedos y sintió que las afiladas agujas se llenaban de

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toxinas procedentes de las bombas de bioingeniería implantadas dentro de sus manos.
Luego, volvió a mirar al cobarde gobernador.
—Torlin, gobernador imperial del mundo de Tadema, ha pecado contra el
Emperador. Acepto su arrepentimiento y le concedo la misericordia del Emperador.
Con una mano mantuvo inmóvil la cabeza del gobernador, alojada en la palma
como lo haría con un niño, al mismo tiempo que presionaba los dedos de la otra
contra el rostro del hombre. Las agujas se deslizaron a través del tejido blando de los
ojos del gobernador, y atravesaron los nervios y los globos oculares hasta el cerebro,
donde inyectaron el veneno mortal. Pasado un rato, la mano que sujetaba la cabeza se
abrió, y el gobernador Torlin cayó sin vida al piso.
«Absuelto».
El asesino pasó una mano sobre el tatuaje de penal que tenía en el antebrazo. Las
letras cambiaron suavemente de forma para convertirse en runas arcanas, y supo que
transmitirían una señal a través del éter hasta el templo Callidus. En el espacio lejano,
los refuerzos imperiales allí retenidos hasta que hubiese concluido su crucial misión
entrarían en acción, y los marines espaciales del Capítulo Cicatrices Blancas
comenzarían a desembarcar en el planeta. Su misión había terminado y, por tanto,
podía regresar y presentar su informe.
Tras presionar un dedo pulgar sobre la frente del gobernador, activó un
bioimplante que llevaba en lo profundo de la mano. Sintió una breve ola de calor,
como si pasara la palma sobre una vela encendida. Al retirar el pulgar, quedó una
marca grabada en la fría piel de la frente del hombre. Era el dibujo estilizado de un
ave.
Un cuervo.

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HIJOS DEL EMPERADOR
BARRINGTON J. BAYLEY

Alaridos roncos y crujido de torturado metal caliente colmaban el aire. Gigantescos


disparos de láser golpeaban la nave espacial, recalentaban el aire que respiraban los
hombres, le prendían fuego a todo lo que podía arder y enviaban bolas de fuego que
estallaban dentro de los pasillos abarrotados de gente.
El guardia imperial Floscan Hartoum se encontró en medio de una multitud de
hombres que se empujaban, presas del pánico. Minutos antes, los miembros del IX
Regimiento de Aurelia habían recibido la orden de acudir al arsenal para recoger sus
rifles láser y sus espadas cortas por si el enemigo conseguía teletransportarse a bordo.
Sin embargo, ya no lograrían llegar al arsenal. La mutilada nave de transporte de
tropas Venganza Imperial se hallaba en un estado de caos absoluto. De pronto, se
levantó un clamor de terror colectivo. En el fondo del corredor, había aparecido una
relumbrante masa roja, que se contorsionaba mientras rodaba por el suelo hacia ellos.
Al igual que los otros, Floscan dio media vuelta y echó a correr. Dado que antes se
hallaba en la parte trasera del grupo, en ese momento lo encabezaba. Al empujarlo los
otros por detrás, cayó, pero luego logró apoyar los pies en el piso y saltar. Detrás de sí,
oyó que la compuerta automática de emergencia descendía con un golpe sordo.
Cuando se puso de pie con paso tambaleante, se encontró con que estaba solo en
una sección vacía del corredor. Había sido el único que había logrado deslizarse por
debajo de la compuerta antes de que ésta descendiera, y todos los demás se
encontraban atrapados al otro lado. Floscan, ya de pie y tembloroso, oyó cómo la bola
de fuego se estrellaba contra la división de acero con un sonoro choque, al que
acompañaron los alaridos de agonía de sus camaradas, que estaban siendo
incinerados. Se llevó las manos a los oídos para no escuchar los gritos.
La Venganza Imperial era vieja; tenía siglos de edad. El guardia Hartoum creía con
firmeza que sólo los rituales sagrados celebrados diariamente por los sacerdotes de la
nave la mantenían de una pieza. No obstante, era meticulosamente atendida. Las

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bruñidas costillas metálicas que se arqueaban en el techo de los pasillos brillaban.
Efigies y eficaces runas grabadas en diferentes épocas por mecánicos y sacerdotes
adornaban las paredes. Pero en ese preciso momento, Floscan no prestaba atención a
nada de eso. Mientras los alaridos de agonía se desvanecían a sus espaldas, se
tambaleó hasta una portilla ovalada, rodeada de latón, y miró hacia el exterior con
ojos ciegos.
Observó la negrura del espacio sembrado de estrellas. A una cantidad imprecisa
de millas de distancia eran visibles los contornos nítidos de las naves atacantes;
incluso desde aquella gran distancia constituían una visión extraordinaria: un
conjunto variopinto de naves mestizas y desvencijadas, con todo el aspecto de haber
sido construidas con dos o tres naves toscamente soldadas entre sí. Habían acometido
a la flotilla de transportes de tropas —gabarras pesadas y lentas, apenas armadas— en
cuanto salió del espacio disforme para orientarse. El resultado fue una absoluta
carnicería. El carácter improvisado de las naves identificaba a sus tripulantes como
orkos, ya que éstos no construían naves propias, sino que usaban cualquier cosa que
pudiesen capturar o recoger de otras razas. ¡Cómo debieron rugir de salvaje deleite al
ver aquellas unidades de la Armada imperial materializarse de modo inesperado ante
ellos!
En ese momento, apareció a la vista el crucero de batalla escolta, el Glorioso
Redimidor, una estructura enorme con barrocos espirales incrustados de gárgolas y
torretas de armas que goteaban plasma en un intento de defender las naves de
transporte de tropas. Media docena de naves de los orkos lo habían rodeado, y su
armamento lo estaba haciendo pedazos; grandes trozos almenados se alejaban
describiendo espirales en el espacio.
De otra de las naves de los orkos, salió hacia ellos algo llameante, que fue seguido
por una onda de temblor intenso que recorrió las partes vitales de la Venganza
Imperial con un gran estruendo. El pasillo se curvó, y de todas partes llegó el retumbo
de una nave que se partía. ¡Los había alcanzado de lleno un torpedo de plasma!
—¡Abandonen la nave! ¡Abandonen la nave!
La orden crepitó a través de los antiguos altavoces del techo. El guardia Hartoum,
sin embargo, no necesitaba que se lo dijeran, pues ya corría a toda velocidad hacia las
cápsulas de salvamento más cercanas, saltando por encima de los plegamientos y
agujeros recién aparecidos en el piso.
—¡No hagas caso de esa orden, guardia! ¡Lucha hasta el fin contra los viles
enemigos del Emperador!
Floscan se detuvo en seco. Una figura atemorizadora que llevaba un abrigo negro
de hombros cuadrados se encontraba de pie, rígida, en medio del pasillo cuando giró
en el siguiente recodo. Era el comisario Leminkanen. La expresión severa, coronada
por la gorra con visera, no era nada nuevo, ya que jamás abandonaba su rostro; en

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especial, durante las fanáticas conferencias de moral a las que Floscan había tenido
que asistir.
La orden de abandonar la nave procedía del capitán. Floscan no tenía ni idea de
quién poseía el rango más alto en aquella situación, si el capitán o el comisario, pero sí
sabía que si obedecía al segundo probablemente no conservaría la vida un minuto
más tarde. Por instinto, avanzó hacia la cápsula más próxima.
—No huirás ante el enemigo, guardia. ¿Dónde está tu rifle láser?
Las últimas palabras fueron ahogadas por un chirrido de metal que se rasgaba, al
que siguió el aterrorizador suspiro de aire que escapaba a través del casco roto. De
pronto, apareció un rifle láser en las manos del comisario Leminkanen, y su rayo letal
pasó zumbando junto a un oído de Hartoum en el preciso instante en que éste se
lanzaba dentro de la cápsula de salvamento y, en un mismo movimiento, golpeaba el
botón grabado con runas que la cerraba herméticamente. Con las manos temblando
de pánico, tiró de la palanca de eyección.
Contra la cápsula golpetearon fragmentos cuando salió disparada de la nave de
transporte de tropas que se desintegraba. La tremenda aceleración dejó sin sangre el
cerebro de Floscan, que se desvaneció.

***
Al recobrar el conocimiento, el total silencio de los estrechos confines de la cápsula en
la que apenas había espacio para moverse le resultó atemorizador a Floscan. Incluso el
sonido de su propia respiración parecía antinaturalmente alto. Se arrastró hasta la
portilla y miró al exterior.
Si algo había para ver, consistía en pecios dispersos, que, de vez en cuando,
pasaban flotando entre él y las estrellas, haciéndolas parpadear. La flotilla había sido
destruida, y con ella el IX Regimiento de Aurelia. De las naves de los orkos, ni rastro.
El guardia Hartoum se dejó caer sobre la litera de la cápsula, incapaz de soportar
aquella visión.
Aurelia, donde había crecido Floscan, era un mundo rural. Se había enrolado
voluntariamente en el regimiento de la Guardia Imperial cuando estaba en fundación,
con la esperanza de hallar retos y aventuras. Entonces que los había encontrado,
anhelaba la tranquila vida de la granja natal. Creía con total firmeza en el Emperador,
por supuesto; pero en ese momento estaba incluso fuera del alcance de su socorro. Se
hallaba solo y perdido. El rescate era imposible. La armada ni siquiera sabría dónde
había emergido la flotilla al salir del espacio disforme. La cápsula lo mantendría con
vida durante unos pocos días, y luego…
Habría sido mejor que hubiese muerto junto con sus camaradas. Abrumado por la

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desesperación, e incluso por la vergüenza de haber huido, Floscan hundió el rostro
entre las manos y sollozó durante un rato. Luego, sin embargo, se dominó. «Soy un
guardia imperial —se dijo—, y el Emperador espera de mí que conserve la valentía
con independencia de lo mal que se pongan las cosas». Se preparó para enfrentarse a
la muerte con serenidad. Al fin, una curiosidad mezclada con pavor lo arrastró de
vuelta a la portilla. Se sentía impulsado a mirar otra vez hacia el vacío que sería su
sepultura. Al hacerlo, se quedó boquiabierto.
Debajo de él había un planeta.
El corazón de Floscan Hartoum latía como loco y un torrente de pensamientos se
agolpaba en su mente. El planeta podría tener una atmósfera tóxica, podría albergar
horrores mortales…, o podría ofrecer una oportunidad de supervivencia, aunque tal
vez se quedaría allí abandonado toda la vida. Era un planeta hermoso, con océanos de
deslumbrante color azul y nubes blancas brillantes.
Tal vez la cápsula estuviese ya cayendo hacia el planeta o quizá se encontraba en
órbita alrededor de él, pero lo más probable era que discurriese en un curso que lo
llevara fuera del campo gravitatorio e imposibilitara su llegada al brillante mundo.
Hartoum tenía que actuar con rapidez. Estudió los sencillos controles. Las cápsulas de
salvamento eran de manufactura barata; se las fabricaba en enormes cantidades, y la
mejor forma de describirlas era como toscas. El entrenamiento que Floscan recibió
cuando le enseñaron a gobernarlas no superó los veinte minutos, y apenas sabía qué
hacer. Por suerte, había poco que entender. No tenía ninguna de las relumbrantes
reliquias o brillantes runas que habrían adornado un equipo más sofisticado que
aquél. Por el contrario, incluido en la moldura del panel de control, había sólo una
simple plegaria dirigida al Emperador.
¡Fotens Terribilitas, adjuva me in extremis! (¡Terribilitas Poderoso, ayúdame en mi
congoja!)
Mientras murmuraba fervorosamente la plegaria, aferró las palancas de control. El
eje giroscópico rechinó e hizo rotar a la cápsula para dirigir su morro hacia el
luminoso mundo. El pequeño motor de propulsión volvió a encenderse,
consumiendo las escasas reservas de combustible, y Floscan salió disparado hacia la
atmósfera del planeta.
A pesar de que constituía su único medio de ver el exterior, Floscan cerró con
firmeza la cubierta de la portilla en cuanto comenzaron las sacudidas. No estaba
seguro de que la vidrita pudiera soportar el calor que generaría la fricción de la
atmósfera.
El motor de propulsión se había quedado sin combustible al cabo de poco rato, y
entonces estaba en silencio. Se suponía que las cápsulas de salvamento debían ser
capaces de aterrizar de manera automática en un planeta, pero como todas sus otras
características, aquellos dispositivos automáticos eran rudimentarios en el mejor de

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los casos, ya que el salvamento de los guardias derrotados no ocupaba un lugar muy
alto en la lista de prioridades del Imperio. Floscan comenzó a tener la sensación de
que algo no iba bien. Atado al asiento de aceleración, giraba vertiginosamente y era
zarandeado de arriba abajo y de un lado a otro. Además, el calor empezaba a ser tan
excesivo que deseó haber apagado antes el motor de propulsión, ya que había llegado
a la atmósfera a una velocidad demasiado elevada. Se suponía que la capa exterior de
la cápsula debía absorber el calor y luego deshacerse de él por el sistema de
desprenderse en fragmentos, pero ¿qué grosor tenía?
Cuando se hubiese desprendido del todo, él ya se habría asado vivo. Tan violento
se hizo el descenso que Floscan perdió el sentido de nuevo.
Cuando volvió a abrir los ojos —no sabía cuánto tiempo después—, reinaba la
quietud, una brisa le acariciaba el rostro y oía una especie de gorjeo lejano, como el
canto de un animal desconocido.
Había aterrizado. El asiento de aceleración había sido arrancado de sus sujeciones,
y el rostro de Hartoum había chocado contra el panel de control. Se despojó de las
resistentes correas y sintió dolor en una mejilla que le sangraba. De modo automático,
consultó el medidor de supervivencia situado debajo del destrozado panel. Según el
instrumento, el planeta tenía una atmósfera respirable, aunque eso ya lo sabía porque
estaba en contacto con el aire. Resultaba evidente que la cápsula se había partido al
impactar contra la superficie, y a través de la enorme rajadura podía Ver la luz diurna.
Sus extremidades le parecieron de plomo y le resultaba difícil moverse, por lo que
temió que tuviera alguna lesión interna. Pulsó varias veces el botón grabado con
runas que debería haber abierto la escotilla, pero estaba atascado. Entonces, intentó
abrirla manualmente; sin embargo, el marco se había torcido y le resultó imposible
moverla.
Por último, jadeando a causa del esfuerzo realizado, atacó la grieta abierta en un
lateral de la cápsula, apoyando los pies en un borde y la espalda contra un puntal. El
fuselaje sorprendentemente fino de la cápsula cedió, y la grieta se ensanchó lo
suficiente como para que él pasase apretadamente por ella.
Intentó ponerse de pie, y descubrió que no podía hacerlo. No se debía a ninguna
lesión interna, sino a que su cuerpo pesaba tres o cuatro veces más de lo normal. Se
hallaba en un planeta de alta gravedad. ¿Cómo podría sobrevivir si ni siquiera lograba
ponerse de pie? El guardia Hartoum se esforzó por incorporarse y, valiéndose de los
brazos, consiguió acuclillarse. A continuación, luchó con toda la fuerza que logró
reunir en sus piernas, hasta que pensó que los vasos sanguíneos le iban a estallar.
—¡Dios-Emperador, ayúdame!
Con el rostro contorsionado a causa del esfuerzo, Floscan se incorporó,
temblando. Tenía la sensación de que la gravedad le drenaba la fuerza muscular e
intentaba arrastrarlo hacia abajo. ¿Durante cuánto tiempo lograría mantenerse así?

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Recorrió el entorno con los ojos. El cielo brillaba con un color azul metálico que
bañaba el paisaje en un resplandor siniestro. El terreno consistía en peñascos rocosos
y colinas bajas, a las que se aferraban arbustos y cañas rojas. En general, era un
entorno sombrío y deprimente, sobre el que parecía flotar una sensación de amenaza.
La cápsula de salvamento se había rajado al chocar contra un afloramiento rocoso.
Las gruesas cuerdas blancas del paracaídas yacían en desorden sujetas a la pequeña
nave, pero el paracaídas en sí había sido arrancado en algún momento del descenso,
aunque era de suponer que no muy lejos de la superficie, ya que en caso contrario se
habría matado.
Estaba soplando un viento gélido, que hacía que Floscan temblara de frío. En lo
alto corrían nubes grises. Se sentía mareado, ya fuese a causa del golpe recibido en la
cabeza o porque la alta gravedad dificultaba la afluencia de sangre al cerebro. Y sentía
miedo; estaba colmado de presagios. Resultaba difícil de creer que apenas un día antes
hubiese estado surcando la monotonía del espacio con destino a otro planeta
igualmente carente de emoción.
Estaba a punto de sentarse otra vez para descansar, cuando un grito ronco hizo
que se volviera en redondo. Se hallaba de pie en un extremo de un valle somero, a lo
largo del cual cargaba un grupo de unos veinte hombres. Tenían músculos enormes,
obviamente bien adaptados a la gravedad del planeta, y unas abundantes cabelleras
flotaban tras ellos al viento. Unos blandían lanzas; otros levantaban arcos y lanzaban
flechas que llevaban en aljabas sujetas a la espalda. Se dirigían directamente hacia él.
La muerte parecía entonces tan segura como violenta, y todo abatimiento e
incertidumbre desaparecieron de la mente del guardia Hartoum. Se encontraba
indefenso, ya que las cápsulas de salvamento no llevaban rifles láser; resultaban
demasiado costosos para desperdiciarlos en hombres con pocas, o ninguna,
probabilidades de supervivencia. Dudaba que pudiera correr en absoluto, y mucho
menos superar la velocidad de sus perseguidores, y si se refugiaba dentro de la cápsula
sólo lograría hallarse atrapado como un animal.
Inspiró profundamente. Sería mejor que se encarara con aquello como un soldado
del IX Regimiento de Aurelia. Caería luchando con las manos desnudas, aunque tal
vez podría hacer algo mejor que eso. Una lanza repiqueteó sobre la piedra, a su
izquierda. Logró desplazarse unos pocos pasos, agacharse y recoger la gruesa arma de
madera. Era increíblemente pesada, pero de alguna forma consiguió erguirse otra vez
y volverse para enfrentarse al enemigo con la punta de la lanza por delante. Si podía
llevarse a uno de los atacantes consigo, moriría con honor.
Otra lanza pasó volando por su lado, junto con una lluvia de flechas, pero los
enemigos tenían mala puntería y todas erraron por una buena distancia. Parecía
haber algo extraño en los andares de los nativos que se aproximaban. Al acercarse lo
bastante para que pudiese distinguirlos con claridad, vio que se había equivocado

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respecto a su naturaleza.
¡No se trataba en absoluto de hombres, sino de alienígenas de cuatro piernas!
Vistos de frente parecían bastante humanos, ataviados como iban con blusas cortas de
tela tosca sujetas con un cinturón; pero desde los flancos o desde la parte posterior,
resultaban por completo diferentes. La parte inferior de la espalda y las ancas eran
inclinadas y alargadas, y les daban soporte un par de piernas adicionales, iguales que
las delanteras aunque más cortas, casi en exceso. Ambos pares parecían funcionar al
unísono, de modo que las criaturas corrían con paso rápido pero bamboleante.
Aquel extraño espectáculo sorprendió a Floscan. El discurso de inducción que
había oído en la fundación de su regimiento pasó como un destello por su mente:
«¡Lucharéis contra alienígenas, mutantes, monstruos, herejes, todos abominables para
el Emperador!». ¡Entonces moriría en el cumplimiento de esas palabras!
Pero en lugar de lanzarse directamente hacia él, el grupo pasó a su lado,
atronador. No cargaban contra Floscan, sino contra alguna otra cosa. El guardia se
volvió para mirar… y dejó caer la lanza, presa de una conmoción.
Los alienígenas cuadrúpedos le habían gritado advertencias, no amenazas. El valle
estaba rematado por una colina rocosa, parecida a las muchas que sembraban el
accidentado paisaje; por encima de la cumbre, emergía un monstruo que era una
combinación de langosta marina, cangrejo y ciempiés acorazado, aun que de tamaño
descomunal. Cubría casi por completo la colina a la que estaba trepando, cuya roca
raspaba con el caparazón erizado de protuberancias mientras unos sonidos siseantes
escapaban por su oscilante órgano bucal. Al descender, una gigantesca pinza avanzó
para apoderarse de la cápsula de salvamento, la cual aplastó como si fuese una cáscara
de huevo antes de dejar que cayera otra vez.
La misma pinza se tendió hacia Floscan, quien retrocedió con paso tambaleante al
mismo tiempo que luchaba para mantenerse de pie. Entre gritos de guerra, los nativos
arrojaron lanzas y flechas que repiquetearon contra el lustroso caparazón del
monstruo. Apuntaban a las partes blandas: las oscilantes antenas oculares y la ancha,
babeante boca que podría haberlos devorado a todos de un solo bocado. Hachas de
piedra atacaron a la pinza que estaba a punto de atrapar a Floscan; saltaron esquirlas
quitinosas, manó icor de color púrpura, y la pinza, cercenada, cayó al suelo y se
contrajo.
A Floscan le parecía increíble que los nativos pudiesen matar a aquella bestia
gigantesca y espantosa con unas armas tan primitivas, y sin embargo estaban
venciéndola. Dos de los fijos ojos dorados fueron atravesados por flechas, y un tercero
por una lanza. Siseando y chillando, el monstruo se batió en retirada y volvió a trepar
por encima de la colina acompañado de los gritos de victoria de los guerreros
cuadrúpedos.
Entonces, su atención se volvió hacia Floscan. El jefe, un individuo de aspecto

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feroz y con cabello y barba de color rojo intenso, lo señaló y bramó una orden en un
idioma gutural e ininteligible. Un segundo cuadrúpedo corrió hacia Floscan, lo cogió,
se lo echó con violencia sobre la bien musculada espalda cubierta por la blusa, y lo
sujetó allí con la fuerza de una prensa. La totalidad del grupo dio media vuelta y
regresó a la carrera por donde había venido; cada paso que daban dejaba sin aliento a
Floscan.
Una vez más había sido arrebatado de las fauces de la muerte; una vez más, muy
probablemente, para enfrentarse con algo peor. Estaba en manos de alienígenas.

***
Al salir del valle, Floscan logró alzar la cabeza y ver lo extraño y peligroso que era el
planeta al que había llegado. Se trataba de un mundo de pesadilla, con un cielo
deslumbrante, suelo accidentado y formas de vida gigantescas. Al parecer, las
monstruosidades cangrejo-ciempiés estaban por todas partes; deambulaban de un
lado a otro en busca de alimento. Los cuadrúpedos lograban evitarlas; sin embargo,
existían amenazas más aterrorizadoras para la existencia de éstos. Aminoraron la
marcha al cabo de poco rato, se dispersaron y comenzaron a brincar con nerviosismo.
Floscan distinguió lo que al principio pensó que era la chimenea de una fábrica
que se encumbraba en el aire a lo lejos, como las que podían verse en la zona
industrial de Aurelia. Incluso despedía humo, o tal vez fuese vapor, y de ella salían
sonidos que se parecían vagamente a los de una sirena. Pero no se trataba de la
chimenea de una fábrica, sino de algo vivo, flexible, que se inclinaba y cuya boca
humeante se lanzaba a ras de suelo hacia el grupo de cuadrúpedos. Éstos se
dispersaron para refugiarse en las grietas del terreno, desde donde Floscan observó,
fascinado. Por un breve instante distinguió un anillo de ojos en torno al borde
circular de la «chimenea» cuando ésta atrapó a un cangrejo-ciempiés. El monstruo
pataleante fue absorbido al interior del tubo mientras éste recobraba con brusquedad
la posición erecta, supuestamente para arrastrarlo hasta su enorme estómago.
Con cautela, los cuadrúpedos se pusieron otra vez en marcha. Una vez fuera del
alcance de la bestia-chimenea, se encaminaron hacia tierras altas. A Floscan lo
intrigaba la razón por la que se exponían de aquel modo, pero al llegar a un punto
aventajado de un saliente rocoso obtuvo la respuesta. Las tierras bajas estaban
salpicadas por una especie aterrorizadora de animales de tipo vegetal: un bulbo del
tamaño de una casa, que se parecía vagamente a un cacto, del que irradiaban docenas
de tentáculos que se retorcían y exploraban los alrededores en todas direcciones.
Cualquier animal comestible que encontraban, lo atrapaban y lo atraían hacia el
cuerpo principal para devorarlo.

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Un cuadrúpedo o cualquier otra cosa del tamaño aproximado de un hombre no
habría tenido la más mínima posibilidad de sobrevivir de haber atravesado aquella
red mortal. Floscan sintió vértigo. ¿Cuántos horrores alienígenas más encerraba aquel
mundo? De repente, los cuadrúpedos le parecieron fuera de lugar, como si en realidad
no perteneciesen a aquel planeta. Eran como desgraciados insectos, listos para ser
devorados por una hueste de criaturas más grandes.
Pero no pudo pensar nada más, sino sólo concentrarse en el duro viaje sobre la
espalda del nativo. Aunque temía lo que pudiese aguardarle, se sintió casi aliviado
cuando el pueblo de los cuadrúpedos apareció a la vista. Estaba fortificado con un
seto vivo de siete metros y medio, erizado de espinas y estacas afiladas. Cuando
gritaron el santo y seña, una sección del seto fue arrastrado hacia adentro para
permitirles la entrada.
La escena del interior era tumultuosa: una muchedumbre de alienígenas de cuatro
patas afluía entre chozas techadas con cañas color carmesí. Una enorme hoguera
ardía en el centro del complejo, y sobre ella se asaba algún tipo de animal ensartado
en un espetón. El portador de Floscan se lo quitó de encima con rudeza y lo dejó de
pie en el suelo, donde él luchó para mantenerse erguido en contra de la gravedad que
lo arrastraba hacia abajo.
Su llegada fue causa de gran expectación. Los nativos se empujaban unos a otros,
se alzaban sobre las patas traseras y proferían gritos exultantes. Unas manos aferraron
a Floscan y lo arrastraron hacia el fuego; él se encogió de miedo y se quedó
boquiabierto cuando el terror le recorrió cada uno de sus nervios. ¡Estaba destinado a
que lo asaran ensartado en un espetón! Perdió el control de sí mismo y comenzó a
luchar desesperadamente mientras las llamas le abrasaban el rostro.
De pronto, lo soltaron y le pusieron en las manos un trozo de humeante carne
asada que acababan de arrancar del animal que estaba sobre el fuego. A pesar del
éxtasis de alivio que experimentó, el guardia Floscan Hartoum descubrió que tenía
hambre. Olió la carne y lo que percibió le resultó apetitoso. Mordió, masticó, y luego
comenzó a comer con voracidad. Los alienígenas profirieron gritos de júbilo.
Mientras satisfacía su apetito, Floscan miraba de un lado a otro. ¿Qué estarían
pensando? ¿Acaso estaban jugando con él, tratándolo con amabilidad antes de
matarlo? Había oído decir que las tribus primitivas hacían eso.
¡Qué extrañamente humanos parecían aquellos alienígenas cuando uno no miraba
por debajo de su cintura! Sin duda, tenían una apariencia muy feroz y una
constitución muy ancha. Floscan, que se tenía por un joven robusto, se sentía delgado
al lado de ellos. Y, por supuesto, era tan débil como un niño comparado con sus
cuerpos de bien torneados músculos.
Cuando hubo tragado el último trozo de carne, los nativos guardaron un
repentino silencio. El grupo se dividió para permitir que lo atravesara uno de ellos

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que acababa de salir de una choza cercana. Caminaba con lentitud y dignidad sobre
sus cuatro patas; tenía el rostro arrugado por la edad y por el cabello y la barba
blancos.
Se detuvo ante Floscan y lo contempló con ojos fijos. A continuación, para
absoluta sorpresa del guardia, habló, pero no en el ininteligible idioma local que había
oído antes, sino en una versión gutural de gótico imperial, tanto que tuvo que repetir
dos veces la pregunta antes de hacerse entender.
—¿Has venido a nosotros de parte del Emperador?
Floscan parpadeó. ¿Cómo era posible que aquellos primitivos seres de un planeta
apartado hablaran gótico imperial y tuviesen noticia de la existencia del Dios-
Emperador? Consciente de que su vida podría muy bien depender de la respuesta que
diese, pensó durante un momento y luego replicó con voz clara.
—¡Sí! ¡Soy un guerrero del Emperador!
Resultó evidente que el anciano no se sintió impresionado por esas palabras. Miró
a Floscan de arriba abajo.
—¿Tú? ¿Guerrero? Guerrero tiene armas. ¿Dónde están tus armas?
Demasiado tarde; Floscan se dio cuenta de que difícilmente podría contar como
luchador según las pautas de aquellos nativos. Agitó los brazos con gesto desafiante y
adoptó un aire teatral.
—El Emperador me envió a través de los cielos para luchar contra sus enemigos.
Fui arrojado hacia estas tierras…, pero perdí mis armas.
—En ese caso, has sido derrotado —gruñó el cuadrúpedo anciano, y lo llamó con
un gesto—. Sígueme.
Dio media vuelta y echó a andar, con paso lento, de regreso a la choza. Floscan
intentó seguirlo, pero tras unos pocos pasos necesitó que lo ayudara otro cuadrúpedo
que tendió una carnosa mano para prestarle apoyo. Dentro de la choza, el anciano le
indicó con un gesto un jergón de cañas que había sobre el suelo.
—Te resultará más cómodo estar tendido.
Agradecido, Floscan se sentó, y el viejo alienígena hizo lo mismo, plegando ambos
pares de patas debajo de sí.
—Soy Ochtar, el Guardián de la Memoria de nuestra tribu. Mi deber es recordar
las historias antiguas, asegurarme de que no sean olvidadas. —Entonces, Floscan
pudo comprender un poco mejor su fuerte acento; pero las siguientes palabras lo
dejaron sin habla—. ¿Nos traes un mensaje del Emperador? ¿Va a aceptarnos en su
Imperio y hacer de nosotros sus hijos?
Para el guardia Hartoum, una idea semejante no sólo era grotesca y siniestra, sino
también imposible. Lo habían criado dentro del Culto al Emperador, y sus creencias
de infancia habían sido alimentadas por un fuego adicional durante el corto período
vivido en la Guardia Imperial. El IX Regimiento de Aurelia ya había contribuido al

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exterminio de una raza alienígena que durante un tiempo había compartido su
mundo con colonos humanos. No podía esperarse que los seres humanos viviesen por
un tiempo indefinido en un planeta contaminado. Les estaba agradecido a los
alienígenas por haberle salvado la vida, pero eran alienígenas.
—¿Es el Imperio del hombre, no? —insistió Ochtar cuando Floscan no respondió
—. Nosotros somos hombres.
Floscan miró el aspecto animal de la parte inferior del cuerpo de Ochtar.
—¡Los hombres tienen dos piernas! —le espetó sin pensarlo—. ¡Vosotros tenéis
cuatro!
Ochtar se puso en pie de un salto, y le dirigió una feroz mirada de cólera.
—¡Somos humanos con cuatro piernas! —Al ver que había atemorizado a
Floscan, se calmó y volvió a sentarse—. Perdóname por mi enojo, emisario. Es
correcto que me sondees e interrogues. Permíteme explicártelo. Nuestros ancestros
eran como tú; tenían dos piernas. Como tú, viajaban por los cielos en busca de nuevos
mundos donde vivir. Pero se estrellaron aquí y quedaron varados. Eso sucedió hace
muchos, muchos años.
»Ya has visto qué clase de mundo es éste. En el lugar del que procedes, los objetos
no pesan mucho y uno sólo precisa dos piernas para mantenerse de pie. Aquí, todo es
pesado. No sólo eso, sino que nuestro mundo es hostil para la vida humana. Los
ancestros que cayeron aquí se dieron cuenta de que no sobrevivirían durante mucho
tiempo, pero disponían de una poderosa magia y la usaron para darles a sus hijos
cuatro piernas con el fin de que pudieran valerse en este mundo. Por este medio,
nuestro pueblo ha vencido la adversidad y ha vivido durante incontables
generaciones, a pesar de haber perdido la antigua magia. Seguramente el Emperador
se sentirá complacido con nosotros y nos acogerá en su familia, ¿verdad?
Floscan se concentró. Si había algo de verdad en el relato que acababa de oír, los
ancestros de los cuadrúpedos debían proceder de Marte, cuyos tecnosacerdotes
habían enviado incontables naves a recorrer la galaxia durante la Era Siniestra. Y sí,
habrían tenido la capacidad de alterar los genes de la forma que Ochtar describía
como «magia». Sin embargo, aquella historia era demasiado improbable.
—¿Cómo aprendiste el idioma imperial? —preguntó Floscan—. ¿Cómo habéis
llegado a tener noticia de la existencia del Emperador?
—No eres el único bípedo que ha venido recientemente por aquí. Nos visitó
Magson. Quería gemas, y a cambio nos dio esto. Pruébatelo; verás como te ayuda.
Ochtar se puso de pie y descorrió una cortina; de detrás sacó algo hecho con un
material parecido a la goma. Los ojos de Floscan se abrieron de par en par al verlo,
porque se trataba de un traje para alta gravedad diseñado para hacer la vida tolerable
precisamente en un planeta como aquél.
—Magson permaneció entre nosotros el tiempo suficiente para que yo aprendiera

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su idioma —prosiguió Ochtar—. Nos habló del Imperio y del Emperador que es
nuestro Dios. ¡Todas nuestras leyendas se vieron confirmadas! Le confiamos una
petición para el Emperador, en la que le pedíamos su gobierno y guía. Eso sucedió
hace años, y desde entonces hemos estado esperándote.
Por lo que explicaba Ochtar, Magson era un comerciante libre. Resultaba poco
probable que hubiese informado siquiera de la existencia de los cuadrúpedos a las
autoridades, y mucho menos que hubiese presentado la petición al Administratum de
la Tierra. Por lo general, tales comerciantes únicamente se cuidaban de ellos mismos.
Floscan también pensaba que había encontrado la explicación de por qué Ochtar
se definía como humano. Resultaba obvio que era muy inteligente, ya que haber
aprendido el gótico imperial de un visitante de paso no era una hazaña desdeñable.
Pero debía haber inventado aquel mito al oír hablar de las maravillas del Imperio, tal
vez confundiendo el Culto al Emperador con algunas creencias tribales, y así
creyéndolas él mismo.
—Puedo demostrar lo que digo —añadió entonces Ochtar, como si leyese los
pensamientos de su interlocutor—. Te llevaré al sagrado santuario de nuestros
ancestros. Viajaremos de noche, cuando es menos peligroso. Ponte la ropa que quita
peso.
Floscan aceptó el traje que le entregó Ochtar y, tras inspeccionar los símbolos
rúnicos que había en las lengüetas del hombro, comprendió por qué el comerciante
Magson se había mostrado tan dispuesto a trocarlo. La carga energética del traje
estaba baja. Además parecía averiado, a punto de dejar de funcionar en cualquier
momento. A pesar de todo, se lo puso y, de inmediato, se sintió aliviado de la
agobiante gravedad. Se levantó, se desperezó y sonrió.
La sonrisa se desvaneció de sus labios al recordar que iba a tener que pasar el resto
de su vida en aquel lugar.
Ochtar lo dejó solo para que pudiera descansar, y Floscan pasó las horas que
precedieron a la oscuridad sumido en sus pensamientos. Durante una hora se sintió
muy deprimido al darse cuenta de que nunca más volvería a ver a otro ser humano. El
tiempo de vida que le quedara debería pasarlo entre aquellos seres de cuatro patas. Sin
ellos, no tendría la más mínima probabilidad de supervivencia.
Pero luego, una vez más, se decidió a ver más allá de lo inmediato. Algunos decían
que el Emperador velaba por todos los que creía que eran dignos del título de guardia
imperial. Él demostraría su temple.
De momento, tendría que seguirle la corriente a Ochtar. Era esencial que lograse
que los cuadrúpedos lo aceptaran. Apagó el traje para alta gravedad con el fin de
ahorrar carga energética; además, debía fortalecer y aumentar su musculatura, ya que,
antes o después, tendría que ser capaz de soportar aquella espantosa gravedad.

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***
La noche cayó de modo tan abrupto como una cortina. Ochtar regresó al cabo de
poco y le explicó el viaje que estaban a punto de emprender.
—Vamos a visitar el templo de las Reliquias Ancestrales —dijo—. Ahora está
abandonado, y tendremos que viajar con precaución porque se encuentra en el
territorio del enemigo.
—¿Tenéis enemigos? —preguntó Floscan, curioso.
Ochtar asintió con brusquedad.
—Los adoradores del maligno Dios de la Sangre. En otra época fueron nuestros
amigos, pero ahora…
No dijo nada más, y Floscan activó el traje. Los guardias tiraron de la puerta del
seto para abrirla, y ambos se deslizaron al exterior mientras Ochtar miraba a derecha
e izquierda.
Dentro del círculo defensivo del seto vivo, la hoguera se mantenía encendida día y
noche con el fin de que, incluso en las horas de oscuridad, el pueblo tuviera un
aspecto alegre. En el exterior reinaba una oscuridad espectral, suavizada por una
mortecina luz plateada procedente de grandes grupos de estrellas, aunque el cielo no
lucía ningún satélite como la luna. Floscan comprendió con rapidez que la afirmación
hecha por Ochtar de que era «menos peligroso» por la noche no significaba que fuese
«seguro» cuando un manojo de ganchos y lengüetas vivientes del tamaño de un
pequeño vehículo acorazado se lanzó hacia ellos. Ochtar demostró ser un lancero
magistral, a pesar de su edad. En lugar de hacer el intento de esquivar el manojo de
lengüetas, se lanzó directamente hacia él y dio en el blanco. La agitada masa se
sacudió brutalmente de un lado a otro y luego se desplomó. El anciano había
atravesado el pequeño cerebro de la criatura.
Ochtar se quitó una docena de agudos ganchos de la piel e hizo caso omiso de la
sangre que manaba de las heridas que le habían causado.
—Esperan en los alrededores de los poblados con la esperanza de atrapar niños
perdidos —explicó—. No hay mucho por lo que preocuparse.
Ochtar conocía bien su mundo. Llevó a Floscan por un rumbo errabundo en
apariencia, pero que en realidad evitaba los territorios de caza de los predadores
nocturnos, aunque el guardia se estremecía al oír el caos de gruñidos, siseos y
claqueos que los rodeaban. Pasado un rato, se hizo evidente que el anciano no se
sentía satisfecho con la velocidad de avance de su acompañante, porque lo invitó a
montar sobre su lomo. Con Floscan aferrado a él, partió a un incansable galope con la
enorme asta de la espada apoyada sobre un hombro. Por fin, aminoró la velocidad y
dejó a Floscan de pie en el suelo. A partir de ese momento, continuó con cautela,

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escabulléndose de un escondite a otro y mirando a su alrededor con mucha atención a
medida que avanzaba.
Pasado un rato, llegaron a un anfiteatro natural. En el fondo había un templo de
piedra en ruinas que brillaba suavemente a la luz de las estrellas. Resultaba difícil
determinar su forma, ya que se trataba de un círculo de columnas rotas, en cuyo
interior se encontraban los restos de un edificio redondo que tal vez en otros tiempos
había estado rematado por una cúpula. Debía tener milenios de antigüedad.
Alerta ante la posibilidad de que alguna bestia salvaje hubiese podido ocupar el
templo como cubil, Ochtar se aproximó con cuidado; pero todo estaba en calma, y se
adentraron entre paredes cubiertas de liquenes. El techo había desaparecido hacía
mucho tiempo, y la luz de las nubes de estrellas bañaba el claustro circular y dejaba a
la vista un espectáculo asombroso.
¡Máquinas extrañas! Ochtar permaneció en silencio para permitir que Floscan
contemplara aquella maravilla. ¡Sin duda, aquél era un lugar sagrado! Floscan se
sintió como si lo hubieran transportado a un pasado muy, muy remoto, a la Era
Siniestra de la Tecnología y del Culto a la Mecánica. Estaba claro que en algún
momento las máquinas habían sido dispuestas con reverencia para que pudiesen ser
adoradas como reliquias sagradas, aunque entonces se hallaban dispersas por la
cámara en ruinas; algunas estaban hechas trizas mientras que otras sencillamente se
habían caído a pedazos. Unas pocas, no obstante, parecían intactas; tenían las
superficies de color negro mate brillantes, y las pantallas rectangulares se habían
convertido en espejo de las estrellas. No se parecían a ninguna máquina que Floscan
conociera y su finalidad constituía un misterio para él, pero en la forma de los
tableros, botones y palancas había signos claros de que las habían diseñado para que
las manejasen seres humanos.
—Los ancestrales del cielo llegaron a nuestro mundo con estos objetos sagrados
—le explicó Ochtar en voz baja—. Mediante ellos podían obrar magia, aunque
nosotros no sabemos cómo.
Era de suponer que los cuadrúpedos habían pensado que sería mejor no revelarle
al comerciante Magson la existencia del santuario, ya que sin duda habría querido
llevarse los aparatos. Representaban ciencias arcanas superiores incluso a las del
presente Imperio. ¡Las máquinas reliquia podrían incluso contener ejemplos de
plantillas de construcción estándar, buscadas por todo el espacio habitado!
Y todo eso significaba que las afirmaciones de Ochtar eran ciertas. ¡Los
cuadrúpedos eran de estirpe humana! Durante las dos campañas en las que Floscan
había servido, había visto subhumanos. Se trataba de ogretes y hombres bestia, formas
degeneradas de humanos de escasa inteligencia, e inevitablemente los comparaba con
el noble Ochtar. De no ser por aquellas extrañas extremidades inferiores, resultaba
mucho más humano que aquéllos. Más aún, la diferencia física había sido dispuesta

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por las artes de los antiguos tecnosacerdotes, no dejada en manos de los caprichos de
la evolución. Entonces, ¿no merecían acaso el reconocimiento del Emperador? ¡Sí, lo
merecían!
Mientras estos pensamientos giraban en su cabeza, el sonido de un tambor llegó a
oídos de Floscan. Ochtar también lo oyó, y giró con una cabriola de sus cuatro patas;
tenía una mirada feroz en los ojos y la lanza preparada.
—¡Adoradores del Dios de la Sangre! ¡Nos han visto, emisario! ¡Escóndete!
Alrededor de ellos se alzó un clamor salvaje, y por la ladera del anfiteatro
comenzó a bajar una multitud de cuadrúpedos que portaban lanzas y blandían
hachas, ataviados con pieles de animales y armaduras hechas a partir de caparazones
de monstruos cangrejo-ciempiés. Sobre la cabeza llevaban cascos que consistían en el
caparazón vaciado de criaturas más pequeñas; los habían adornado con pinzas o, en
algunos casos, ¡con lo que parecían ser cráneos humanos!
A la plateada luz de las estrellas, Floscan vio todo eso con claridad a través de las
grietas de la pared del templo. Cuando los cuadrúpedos se aproximaron más, aún
pudo ver mejor por qué no podían pertenecer a la tribu de Ochtar. Sus rostros estaban
tatuados de tal modo que se habían transformado en máscaras monstruosas. La
ferocidad de buen natural del pueblo de Ochtar estaba por completo ausente, y había
sido reemplazada por gruñidos bestiales, muecas llenas de odio y alaridos que helaban
la sangre y eran propios de aquellos que se complacían en el asesinato y la
destrucción. Al principio, Floscan se encogió dentro del templo con la idea de
esconderse como le habían dicho, pero cuando vio al anciano Guardián de la
Memoria salir corriendo del templo, aparentemente decidido a defender al emisario
del Emperador hasta las últimas consecuencias, no pudo permanecer allí y buscó a su
alrededor algo que le sirviese de arma.
Los atacantes se encontraban ya dentro del círculo de columnas, y Ochtar clavó la
lanza en el pecho del primero, al que derribó. Floscan recogió un trozo de cantería
caída, lo levantó a despecho de su peso y corrió a ayudarlo. Ochtar estaba de espaldas
contra las columnas, rodeado y acosado por todas partes. Floscan no podía arrojar la
roca porque se habría limitado a caer de sus manos, así que avanzó a la carrera y
golpeó con todas sus fuerzas una cabeza protegida por el casco de caparazón,
apuntando al pómulo descubierto. El cuadrúpedo se limitó a tambalearse un poco y se
volvió para echarle a Floscan una mirada de indignación. Un aliento de olor agrio,
que procedía de la boca gruñente de aquel rostro tatuado y cubierto de cicatrices,
bañó a Floscan. El guardia atisbo un hacha de piedra que descendía a la velocidad del
rayo hacia su cabeza.
Entonces, el hacha fue detenida milagrosamente por otro guerrero que desvió el
golpe, y unas manos rudas lo aferraron. En el mismo momento, el puro peso de la
superioridad numérica abrumó a Ochtar, en cuyo cuerpo se clavaron tres lanzas a la

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vez al mismo tiempo que corcoveaba, de modo que cayó como un magnífico animal
derribado por una jauría de perros que ladraban. El noble anciano dirigió sus ojos
lastimeros hacia Floscan, que se debatía.
—Dile al Emperador… que somos humanos…
A continuación, Floscan, sujeto por una presa firme como el acero, fue obligado a
observar con horror cómo, con chillidos de júbilo, los asesinos continuaban cortando
con las hachas y pinchando con las lanzas al Guardián de la Memoria hasta dejarlo
reducido a una masa sanguinolenta.
Finalmente, abandonaron su horripilante tarea y se volvieron a mirar a Floscan
con ojos inquisitivos. Además de los elaborados tatuajes, cada rostro lucía intrincadas
cicatrices tribales, por lo que resultaba difícil discernir algo de los rasgos humanos.
Floscan clavó una mirada firme en las diabólicas máscaras, con los puños apretados.
Por un momento, la cólera consumió todo el miedo de su interior. Aquellos salvajes
ignorantes habían asesinado a un valiente devoto del Emperador. ¡Ojalá pudiese
imponerles toda la venganza de la Guardia Imperial!
Entre los cuadrúpedos se alzaron carcajadas burlonas. ¿Acaso lo consideraban
como un tullido de dos patas, un objeto de risa?
Mientras esto sucedía, se estaba gestando otra cosa. Un grupo de rugientes
guerreros cargó hacia el interior del templo y comenzó a destrozar las preciosas
reliquias antiguas. Otros recogieron brazadas de vegetación musgosa seca que crecía
en las inmediaciones, y la apilaron sobre las misteriosas máquinas. Una chispa saltó al
golpear dos piedras la una contra la otra, y prendió fuego al musgo. Al cabo de poco
rato, las máquinas ardían con abrasadora llama blanco brillante, lo que obligó a todos
los presentes a abandonar el templo. De repente, se produjeron una sonora explosión
y un destello cegador que derrumbaron el resto de las ruinas y arrojaron fragmentos
de piedra hacia la multitud. Algo entre los aparatos, tal vez unas células de
combustible inactivas desde hacía mucho tiempo, se habían encendido.
Ese giro de los acontecimientos pareció asustar a los cuadrúpedos. Floscan fue
subido con rudeza al lomo de uno de ellos; después, toda la manada partió con
bramidos de alarma, subió la ladera para salir del anfiteatro y corrió como un río
hacia la oscuridad.

***
La cabalgata no fue muy larga, y el sol alienígena estaba saliendo cuando apareció a la
vista el poblado de los cuadrúpedos tatuados. Al igual que el pueblo de Ochtar, estaba
protegido por un alto seto vivo espinoso; una sección fue arrastrada hacia el interior
para permitirles la entrada.

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Una vez de pie en el suelo, Floscan miró a su alrededor con fascinación. Parecía
haber una pauta común en los asentamientos de los cuadrúpedos. Dentro del
complejo había el mismo círculo de chozas techadas con cañas y un fuego central,
pero la atmósfera de ése vibraba de salvajismo y violencia. La lucha era una forma de
vida, y daba la impresión de que permanentemente tenían lugar varias peleas.
Excepto las hembras y los jóvenes, todos los rostros estaban tatuados. Los ojos de
Floscan se vieron atraídos hacia un enorme tótem que se encumbraba por encima de
las chocas cercanas a la hoguera central. Tallado en el poste había un enorme rostro
color carmesí que miraba con saltones ojos de maniático y dientes desnudos, y
parecía irradiar la embriaguez de la muerte y la batalla. Era el Dios de la Sangre.
Floscan fue arrastrado hasta una choza cercana y luego lo ataron a un tosco poste
de madera. Después de marcharse sus captores y cuando sus ojos se habituaron a la
oscuridad reinante, se dio cuenta de que no estaba solo. Un segundo prisionero se
sentaba, encorvado, sobre el suelo, atado a un poste de madera y ataviado con un
grueso abrigo de color negro. ¡Era el comisario Leminkanen!
A pesar de su aspecto encorvado y desaliñado, aplastado por la excesiva gravedad
del planeta, el comisario Leminkanen continuaba siendo una figura formidable. Su
destellante mirada acerada se dirigía hacia Floscan desde debajo de la gorra de visera,
y Floscan se dio cuenta de que el traje de alta gravedad ocultaba su uniforme.
—Soy el guardia Hartoum, comisario, de la Venganza Imperial —se apresuró a
informar.
—¿Has desertado de tu puesto, guardia? —lo acusó Leminkanen con voz ronca.
Luego, sin esperar respuesta, añadió—: También yo estaba en la nave. Lo último que
recuerdo es el momento en que nos alcanzó el torpedo. Alguien debió meterme en
una cápsula de salvamento. Ya estaba cayendo a través de la atmósfera cuando
recobré el sentido… ¡y la pistola láser había desaparecido de mi funda! ¿Tienes tú la
tuya, guardia?
Para Floscan fue un alivio que el comisario no recordara haber intentado
«absolver» a un soldado mediante la ejecución en los últimos momentos de existencia
del transporte de tropas.
—No, comisario. Estoy desarmado.
Leminkanen profirió un gruñido. Parecía ansioso por explicar su presencia en el
planeta, y Floscan se preguntó si habría podido lanzarse dentro de una cápsula de
salvamento impulsado por el instinto de conservación, como había hecho él mismo.
Pero en ese caso, aún tendría la pistola láser…, a menos que los cuadrúpedos se la
hubiesen quitado… Pero, siendo así, también habrían registrado a Floscan para ver si
él tenía una. Por lo tanto, el comisario seguramente decía la verdad, y Floscan se
sintió avergonzado por haber dudado de él.
Leminkanen lo contemplaba con el entrecejo fruncido, tal vez intrigado al ver que

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llevaba un traje para alta gravedad.
—¿Alguien más ha logrado escapar de la batalla, además de nosotros? —preguntó
con sequedad, y Floscan sacudió la cabeza.
—No, que yo sepa. Fue destruida toda la flotilla. ¡El IX Regimiento de Aurelia ha
desaparecido! —A su voz afloró un sollozo—. ¡Yo podría ser el único que quedara! Y
nadie sabe en qué punto del espacio salimos de la disformidad…
—Eres un estúpido joven ignorante. ¡Estamos en las profundidades de un sistema
planetario! Las naves no pueden emerger del espacio disforme a tan poca distancia de
una estrella, como no sea a través de un portal de disformidad conocido y
cartografiado. Cuando vean que la flotilla no llega a su destino, la Armada acudirá
aquí a investigar, aunque ni tú ni yo vayamos a beneficiarnos de ese hecho. Nos
encontramos en manos de alienígenas del tipo más salvaje y perverso. Dentro de las
próximas horas nos torturarán hasta la muerte. Tienes suerte de que yo esté contigo.
Te ayudaré a enfrentarte a la muerte con fortaleza y manteniendo la fe en el
Emperador.
Floscan tragó con dificultad, a pesar de que estaba impresionado por la resolución
de Leminkanen.
—¿Está seguro, comisario? —susurró.
—¡Por supuesto que estoy seguro! ¿Has visto el tótem que hay ahí afuera? He visto
esa misma imagen en media docena de mundos. Es el emblema de un dios del Caos,
el dios del asesinato y la destrucción. Estos alienígenas son adoradores suyos.
—El Dios de la Sangre —murmuró Floscan—. Así lo llaman.
—Veo que también tú has oído hablar de él. ¡Sí, el Dios de la Sangre! Así lo llaman
en toda la galaxia.
—Pero, sin duda, el Emperador es el único dios verdadero, ¿no? —En Aurelia,
Floscan había oído contar historias acerca de los dioses del Caos, pero las había
tomado por supersticiones fantasiosas. Las palabras del comisario le parecían
extrañas.
—El Emperador es el único dios verdadero, pero los dioses del Caos también son
reales —le aseguró Leminkanen—. Se oponen al Emperador y son responsables de
todo mal y depravación. Aquí tenemos a dos enemigos del Emperador juntos:
¡alienígenas y un dios del Caos!
Al oír aquello, Floscan no pudo contenerse.
—Estas gentes no son alienígenas, comisario… ¡Son humanos! —gritó—. ¡Y
algunos de ellos adoran al Emperador!
En un torrente de palabras relató todo lo sucedido desde que fue depositado en el
planeta: su rescate del ataque del monstruo cangrejo-ciempiés, el traje para alta
gravedad que le habían regalado, cómo Ochtar había demostrado su afirmación de
que eran humanos. El comisario lo escuchaba con atención, cada vez más atónito.

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—¿Plantillas de construcción estándar? —jadeó con emoción—. ¿Está seguro de
que todo eso ha sido destruido?
—No puede haber quedado nada después del incendio y la explosión.
—Ya lo veremos.
Floscan no estaba realmente preocupado por eso.
—¿Las tribus buenas como la de Ochtar serían aceptadas dentro del Imperio? —
preguntó con tono ansioso—. Al fin de cuentas, hay muchos otros que son
subhumanos.
La voz de Leminkanen se alzó con apasionada furia.
—¿Cuántas veces tendré que decirte que eres un estúpido, guardia? Los ogretes y
los otros de su clase son tipos humanos naturales. ¡Un ser humano con cuatro piernas
es una abominación! ¡Un mutante! ¡Y un mutante es un hijo del Caos! ¡No puede
permitirse que viva! —Su voz descendió hasta un murmullo agotado—. Es bueno que
hayas descubierto esto. Debemos hacer el intento de dejar un informe para los
investigadores. Aquí no hay nada más que retorcidas mutaciones humanas y estigma
del Caos. Mi informe recomendará la limpieza de todo este planeta.
Floscan se sumió en un silencio de espanto. Si los cuadrúpedos hubiesen sido
listados como alienígenas, los habrían dejado en paz… El Imperio no podía
exterminar a todas las razas alienígenas de la galaxia, por meritorio que fuese ese
ideal. ¡Pero entonces él los había condenado a la extinción!
Resultaba claro que la alta gravedad era excesiva para Leminkanen, y parecía que
el frenético discurso pronunciado había agotado las fuerzas que le quedaban. Cayó en
una duermevela inquieta, y Floscan casi sintió lástima por no tener la posibilidad de
prestarle el traje para alta gravedad durante un rato.

***
Los adoradores del Dios de la Sangre no demostraban tener prisa ninguna. Tras varias
horas, las toscas puertas se abrieron y entró un cuadrúpedo barbudo y tatuado, que
olía a cabra y vestía una blusa hecha con una piel erizada de púas como la de un
puerco espín; acercó un cuenco de agua a los labios de Floscan. Tras mirar al
comisario dormido, se limitó a gruñir y salió.
La siguiente vez que se abrió la puerta, una muchedumbre de rostros sonrientes y
burlones se apiñó en torno a la entrada, y luego se apartó para dejar a la vista el
resultado del trabajo de toda la mañana. Se trataba de un gran contenedor ovalado,
hecho de arcilla, que Floscan reconoció fácilmente como lo que era: un horno con
capacidad para dos hombres. Debajo, había una pila de leña preparada para encender
una hoguera. Estallaron carcajadas de escarnio ante la expresión que apareció en el

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rostro de Floscan cuando contempló aquella cosa con mirada fija. Él y el comisario
serían asados vivos.
Al cerrarse, la puerta ocultó los horribles rostros que hacían muecas, y al cabo de
poco rato comenzó a oscurecer una vez más. El breve día estaba concluyendo, y en el
exterior aumentaba la quietud a medida que los adoradores del Dios de la Sangre se
retiraban a sus chozas. Floscan adivinó que el espantoso ritual de sacrificio, sin duda
ofrecido al repugnante Dios de la Sangre, estaba programado para el día siguiente.
Tras recostarse, tembloroso, contra el poste al que estaba atado, comenzó a pensar
con terror en la muerte atroz que pronto le sobrevendría. Luego se puso a pensar en
sus camaradas del IX Regimiento de Aurelia, que habían sufrido una muerte apenas
menos dolorosa a bordo de la Venganza Imperial. Algunos tenían amigos personales
en el distrito donde él vivía en Aurelia.
Dejó de temblar, y la resolución se hizo fuerte en su interior, listaba obligado a sus
camaradas, a su oficial superior, el comisario Leminkanen, y tenía una deuda de
gratitud con Ochtar y su pueblo. Debía cambiar la opinión de Leminkanen respecto a
ellos. Y, por encima de todo, deseaba evitar aquel horno de arcilla.
Durante todo el día, Floscan había estado forcejeando con las ligaduras, aunque
con pocos resultados, pero en ese momento tuvo una idea. El traje para alta gravedad
tenía costillas metálicas con los bordes suavizados. Acercó la cuerda trenzada a una de
ellas y comenzó a frotarla.
Fue un proceso lento, pero al fin su paciencia se vio recompensada. La choza se
encontraba casi por completo a oscuras cuando logró desgastar la cuerda lo bastante
para romperla. Por último, se puso en pie sin ningún impedimento y miró al dormido
comisario Leminkanen. Por un breve instante consideró la posibilidad de llevarse al
comisario consigo, pero se dio cuenta de que sería imposible. La única esperanza que
le restaba al oficial, y era una muy débil, consistía en que Floscan fuese a buscar
ayuda.
Se deslizó fuera de la choza, moviéndose con el sigilo de una sombra. Tal y como
había esperado, el pueblo estaba dormido, y los centinelas se encontraban apostados
sobre la fortificación de seto vivo, aunque sólo vio a dos y no miraban en su dirección.
Floscan se escabulló hasta el seto cuyas púas de treinta centímetros de largo eran
perfectas para escalar, y al cabo de pocos instantes había pasado por encima y había
descendido por el exterior. Tras agacharse, estudió el entorno. Esa noche, el cielo
estaba nublado y había pocas estrellas en el cielo. Del terreno, sólo vagas lomas
resultaban visibles, pero a pesar de ello creía recordar qué dirección debía seguir.
Tiró de una de las estacas que erizaban el seto, que se desprendió con facilidad.
Teniendo un arma, el guardia imperial Hartoum echó a correr en silencio a media
carrera y se adentró en la incierta oscuridad, decidido a rescatar el honor del IX
Regimiento de Aurelia.

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Floscan viajó durante toda esa noche, intentando no desviarse de la dirección
escogida y reprimir el miedo que sentía. Lo rodeaban zumbidos y golpeteos. Con
demasiada frecuencia creía sentir un contacto escalofriante —una garra, un tentáculo,
algo áspero y leve como una pluma—, lo que hacía que barriera el aire con la estaca en
un golpe lateral o estocara con la punta; a menudo, el gesto era seguido por el sonido
de algo que se escabullía corriendo. La aurora lo halló agotado. Y también le salió al
encuentro.
Primero se dio cuenta de su presencia por el olor penetrante y acre, y luego cargó
desde detrás de una roca para atacarlo. Su tamaño era de aproximadamente el doble
de un caballo, pero se parecía a una cucaracha cuya cabeza fuese una masa de espadas
afiladas como navajas; se deslizaban adentro y afuera con el sonido de guadañas,
frotándose las unas contra las otras. Cuando se extendían completamente, eran tan
grandes como la estaca que él blandía.
Aplicó una lección que le había enseñado Ochtar con sus actos: retroceder
significaba la muerte… «¡Por tanto, ataca!». Corrió hacia el animal, que, a su vez,
avanzaba hacia él, deseoso de cortarlo en pedacitos con su batería de afiladas hojas.
«Apunta al cerebro». Eso también se lo había enseñado Ochtar. Un sonido
burbujeante y sibilante escapó de la criatura cuando él empujó la estaca con todas sus
fuerzas, y luego cayó de espaldas y su docena de patas cortas se agitaron en la agonía.
Al retirar la estaca de la que goteaba una sangre de color púrpura, se apoderó de él
una sensación de peso irresistible. Miró los iconos del traje y gimió: acababa de
quedarse sin energía.
Floscan cayó de rodillas. ¿Dónde estaba el poblado? La criatura era el primero y
más pequeño de los monstruos que tenían probabilidad de encontrarlo. Otros serían
gigantescos, imposibles de vencer incluso con un traje que funcionara debidamente.
Tras abandonar la estaca, se vio reducido a tener que gatear cuando la totalidad de su
propio peso se descargó sobre él y lo arrastró a un abismo de desesperación. Al cabo
de poco tiempo, incluso eso fue demasiado y tuvo que tenderse y cerrar los ojos a
causa del agotamiento.
El sonido de una voz humana lo despertó, sobresaltado. Ante él se encontraba un
cuadrúpedo ataviado con una blusa de tela, sin cicatrices ni tatuajes faciales, sin casco
provisto de pinzas. ¡Un miembro del pueblo de Ochtar! Floscan luchó para sentarse.
¿Habría logrado salir del territorio del Dios de la Sangre? ¿O acaso los miembros de la
tribu del Guardián de la Memoria estaban buscándolo al comprobar que no había
regresado?
—¡Ochtar está muerto! ¡Dios de la Sangre! ¡Tienen a un mensajero del
Emperador! ¡Van a matarlo! —imploró Floscan. ¿Era Ochtar el único que entendía el
gótico imperial? ¿Se lo habría enseñado a alguno de los otros? El cuadrúpedo lo miró
con el ceño fruncido.

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—¿Dios de la Sangre? ¿Emperador? ¿Dios de la Sangre matar Emperador?
—¡Sí! ¡Salvad Emperador!
Por primera vez reparó en un gran cuerno curvo que pendía del cuello del
cuadrúpedo. Éste se lo llevó a los labios y tocó una larga nota oscilante.
De las grietas salieron más guerreros que se encaminaron hacia ellos. Al parecer,
la conjetura de Floscan era correcta: estaban buscando a Ochtar y ya debían haber
estado en el templo destruido. El cuadrúpedo que tenía el cuerno comenzó a bramar
órdenes al mismo tiempo que agitaba los brazos en la dirección indicada por Floscan.
Al cabo de un momento, una pequeña horda corría hacia el poblado del Dios de la
Sangre. Una mano se tendió hacia el guardia, lo alzó y lo sentó sobre un lomo
vigoroso. Con el corazón exultante, se aferró con toda su alma y se dio cuenta de que
sus extremidades ya no le parecían tan pesadas. Al mirar los iconos del traje, sonrió.
Las cintas fotoeléctricas habían estado absorbiendo energía solar. ¡El traje para alta
gravedad había vuelto a activarse!
Por su ferocidad, el asalto contra el pueblo habría sido digno de la Guardia
Imperial. Cogidos por sorpresa, los devotos del Dios de la Sangre salieron por la
puerta en un principio con la intención de defender su asentamiento fuera de sus
propios límites, pero al cabo de poco rato los hicieron batirse en retirada. Los
guerreros atacantes treparon por encima del seto y entraron en el complejo, del
mismo modo que lo había hecho Floscan. También él lo escaló, y desde arriba
observó cómo las hachas subían y bajaban, las lanzas ensartaban y corría la sangre.
Los seguidores del Dios de la Sangre luchaban para defender sus hogares,
luchaban por sus vidas, luchaban por su salvaje dios, y se debatían como dementes
mientras sus bestiales rugidos colmaban el aire. Pero el pueblo de Ochtar también
luchaba por un dios: ¡el Emperador! En esa etapa de la lucha resultaba difícil saber
quién sería el vencedor; era como si la carnicería fuese a continuar hasta que no
quedara casi nadie vivo. Floscan escogió ese momento para saltar al interior del
complejo y esquivar golpes mientras avanzaba hacia la choza prisión, cercana al
horno recién construido; se alegró al ver que no había sido utilizado.
En el interior penumbroso, Leminkanen alzó hacia él una mirada llena de
asombro. Ni siquiera habló mientras el guardia lo desataba y lo ayudaba a ponerse de
pie, soportando su peso.
—¡Han venido a rescatarnos, comisario! —gritó Floscan—. ¡Unos cuadrúpedos
que son leales al Emperador! ¿No se lo había dicho?
La respuesta de Leminkanen fue una mirada de amarga incredulidad y una
enfática sacudida de cabeza. A pesar de todo, dejó que Floscan lo guiara
delicadamente hacia la puerta.
Allí, un espectáculo extraordinario apareció ante sus ojos. La lucha no había
cesado en absoluto, y algo había envuelto al poblado. Era como un ciempiés de mil

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patas y varios metros de largo que se había enroscado en torno a la muralla circular de
seto vivo, a pesar de que la superaba en casi la mitad de su altura. De cada uno de sus
incontables segmentos nacían un par de tentáculos rematados por ojos, que salían
disparados hacia el interior del complejo para apresar a defensores y atacantes por
igual, y sacarlos fuera del complejo con el fin de devorarlos.
Tal vez el olor de la sangre de la batalla había atraído a la criatura. Pareció que
aquel espectáculo había provocado un ataque de frenesí en Leminkanen, que apartó a
Floscan de un empujón y atravesó la puerta con paso tambaleante mientras se
esforzaba por permanecer erguido.
—¡Debo hacer mi informe! ¡Ordenar el Exterminatus! ¡Guardia, si yo muero
como un mártir, debes depositar el informe en las manos correctas!
De dentro del abrigo negro, sacó una placa plana de color gris con un teclado. Era
su diario personal. Comenzó a teclear con delirio furioso; obviamente escribía acerca
de lo que sucedía en torno a él.
—¡Cuidado, comisario!
Floscan se lanzó para empujar al comisario a un lado, pero ya era demasiado
tarde, pues un culebreante tentáculo lo había atrapado y le había inmovilizado sus
brazos contra el cuerpo. Con un gorgoteo apenas audible, Leminkanen desapareció.
Floscan atrapó la placa hololítica cuando ésta caía al polvoriento suelo, al mismo
tiempo que esquivaba con agilidad un tentáculo que se lanzó hacia él cuando se
agachó. A aquellas alturas los cuadrúpedos luchaban contra la criatura según su
propio estilo. Le habían prendido fuego al seto, pero tan concentrado estaba el
monstruo en alimentarse que hizo caso omiso de las llamas hasta que ya fue
demasiado tarde. También él se incendió y comenzó a retorcerse en silencio y a
aplastar chozas en su agonía, mientras un humo de olor indescriptiblemente
nauseabundo colmaba el aire.
En ese momento, ardía todo el poblado; el monstruo en llamas lo aplastaba todo a
medida que se flexionaba y rodaba, lo que obligaba a los habitantes y a los invasores a
olvidar la batalla y correr como uno solo hacia la salida o a abrirse paso a través de las
candentes cenizas del seto que se desplomaba. También Floscan se vio atrapado en la
estampida.
Una vez en terreno abierto, ambos bandos se separaron y se miraron el uno al
otro con ferocidad. Cabía dudar acerca de si recordaban siquiera por qué estaban
luchando, pero parecían dispuestos a comenzar otra vez.
Entonces, un movimiento destellante que se produjo en lo alto del cielo hizo que
Floscan alzase la mirada. Su plegaria al Emperador había sido oída. En torno a
Floscan, los hombres cuadrúpedos cayeron de rodillas. Una gran silueta de brillante
metal descendió desde el cielo. Era un transbordador imperial.

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***
—El único superviviente del IX Regimiento de Aurelia ha entregado esto, señor. Al
parecer, el comisario Leminkanen estaba escribiendo su último informe cuando
resultó muerto.
En el camarote con decoraciones de latón, el capitán Gurtlieder, comandante de la
nave de guerra Vengadora, cogió la placa hololítica del comisario que le tendía el
oficial. Advirtió que la entrada no estaba cerrada. Leminkanen ni siquiera había
tenido tiempo de concluir el informe o de entrar su código.
Pulsó una tecla y comenzó a leer.

Informe de emergencia del Comisario Lemuel Leminkanen LX/38974B


en planeta sin nombre del Grupo FR/7891, vecino al portal de
disformidad 492
Este planeta carece de valor para el Imperio. Se trata de un mundo
salvaje de la más extrema violencia, y sería muy difícil de colonizar.
Contiene una especie primitiva semiinteligente que no es probable que
progrese. Recomiendo que no se emprenda acción ninguna,
particularmente teniendo en cuenta que…

Allí acababa el informe.


—¿Quién es ese superviviente?
—Sólo un guardia corriente, señor. Estuvo con el comisario Leminkanen hasta el
final. Parece que ha cumplido bien con su deber en circunstancias difíciles. Yo lo
recomendaría para un ascenso cuando le den su nuevo destino.
El capitán le devolvió la placa hololítica.
—Muy bien, encárguese de que esto llegue al Administratum.

***
Abajo, en las dependencias de la tripulación de la Vengadora, el guardia Floscan
Hartoum se sentía de verdad muy nervioso. Una vez a bordo de la nave de guerra,
había logrado quedarse a solas durante un rato. No podía resistir la tentación de
echarle un vistazo al diario aún abierto del comisario Leminkanen.
Leminkanen había abierto el diario usando su código personal, pero no había
escrito más que el encabezamiento, donde especificaba fecha y lugar. La criatura

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multípeda se lo había comido en ese momento.
Así pues, Floscan, pasmado ante su propia audacia, había hecho una entrada
propia. No podía cerrarla, por supuesto, dado que no conocía el código de
Leminkanen, así que dejó el escrito en medio de una frase con la esperanza de que eso
lo hiciese parecer más auténtico.
Le infundía pavor pensar lo que sería de él si alguna vez llegaba a descubrirse que
había hecho una entrada falsa en el diario del comisario, pero se había dado cuenta de
que ni Leminkanen ni ningún otro agente del Administratum miraría jamás con ojos
favorables a los cuadrúpedos, una vez que se tuviera conocimiento de sus ancestros
humanos.
«Un mutante es un mutante». Se habían alterado a sí mismos en demasía. De ese
modo, quedarían registrados como alienígenas y los dejarían en paz. Floscan ya había
oído decir que el portal de disformidad 492 debía ser señalado como inutilizable en
las cartas, dado que era una trampa mortal después de haber sido descubierto por los
orkos, que debían haber estado acechando por las inmediaciones en espera de que
emergiesen naves imperiales. El planeta ya no recibiría más visitantes.
Por centésima vez, se preguntó si sería verdad que el Emperador lo veía todo.
¿Sabía Él lo que Floscan había hecho? ¿Y lo aprobaba o aborrecía a Floscan por ello?
Floscan interpretó como buena señal el hecho de que nadie preguntara cómo era que
llevaba puesto un traje para alta gravedad.
En el planeta de los cuadrúpedos estaba tomando forma una guerra entre el bien y
el mal. El guardia esperaba, por supuesto, que el Dios de la Sangre fuese derrotado,
pero cualquiera que fuese el resultado, sería determinado por los propios
cuadrúpedos, aunque, lamentablemente, lo sería al margen de la familia del hombre.

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LA PERLA NEGRA
CHRIS PRAMAS

Los motores de la cañonera rugieron cuando la Thunderhawk hendió la atmósfera.


Dentro de la misma, el capellán-interrogador Uzziel, del Capítulo Ángeles Oscuros,
dirigía a cuatro escuadras de marines espaciales en la Letanía de la Batalla. Mientras
entonaba las palabras sacras con el fin de prepararlos para el combate, Uzziel pasaba
los dedos por el rosarius. Sin embargo, ese día no rezaba según la manera prescrita
del Imperio, ya que sus dedos regresaban una y otra vez a la única perla negra de la
sarta, la única que tenía verdadera importancia. La había ganado cuando logró
convencer a uno de los ángeles caídos de que se arrepintiera y recibiese la
misericordia del Emperador.
Aquel desgraciado estaba muy presente en sus pensamientos cuando concluyó la
plegaria, momento en que las entusiásticas voces de veinte marines se unieron a la
suya para entonar la última estrofa. Colmado de su fe en el Emperador, se lanzó a
pronunciar el sermón.
—Hermanos —comenzó—, hemos hecho un largo viaje y ahora, al fin, la batalla
es inminente. Antes de enfrentarnos con el enemigo, quiero deciros algo a todos
vosotros. Ésta no es en nada una misión corriente. —Hizo una pausa para darles
tiempo a asimilar la última frase—. Hermanos míos, esto es una búsqueda, una
búsqueda de las más sagradas que tiene por finalidad llevar de vuelta a la Roca…, un
artefacto sagrado perdido hace mucho tiempo.
Uzziel les dirigió a los marines una intensa mirada. Vio a hombres de diversos
orígenes, aunque todos unidos por su ardiente fe en el Emperador, en su juramento
como ángeles oscuros y en el Sacrificio de Lion. Deseaba que pudieran comprender
el pleno significado de su misión, pero sabía que una revelación semejante podría
hacer que tambaleara su fe, y ese día la necesitaban.
—En caso de que tengamos éxito —prosiguió—, vuestros nombres y hechos
serán alabados durante largo tiempo en los salones de la Roca. Nos sentaremos en

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compañía de los grandes héroes del Capítulo. ¡Así pues, llenad vuestros corazones
con la gracia del Emperador, recordad el sacrificio de nuestro bendito primarca Lion
El’Jonson, y ceñíos la probidad de la fe! —Uzziel se puso en pie de un salto, poseído
por una furia sagrada, y se golpeó el pecho con un puño—. ¡Por Jonson y por el
Emperador! ¡Victoria o muerte!
—¡Victoria o muerte! —respondieron los ángeles oscuros con un salvajismo
apenas contenido.
Uzziel sonrió. Con unos hombres semejantes a sus espaldas, ¿cómo podía
fracasar?

***
No hacía mucho tiempo que Uzziel, acabado de ascender a la posición de capellán-
interrogador después de su inspirado liderazgo en la campaña de Bylini, había
entrado en los salones de la Roca, la gigantesca fortaleza espacial que era hogar de
los ángeles oscuros. Recordaba las expresiones de envidia de los rostros de sus
camaradas cuando llevó a su primer ángel caído para interrogarlo. No podían creer
que alguien tan joven hubiese tenido éxito donde ellos habían fracasado. Muchos lo
habían calificado de pura suerte, pero Uzziel sabía que no era así y, para demostrarlo,
juró arrancarle la debida confesión al propio renegado.
No era el primer juramento que hacía Uzziel, pero había resultado el más difícil
de cumplir. El traidor se había mofado de modo rotundo de Uzziel, de los ángeles
oscuros y del Emperador. Contó alegres historias de sus centenares de campañas
como mercenario, un interminable catálogo de violaciones, asesinatos y torturas.
Uzziel no era un hombre que se acobardase ante la violencia, pero pensaba que la
misma debía servir para propósitos más grandiosos y probos. Los caprichosos
asesinatos de los que hablaba el ángel caído lo asqueaban, y tuvo que reprimir el
poderoso impulso de destrozar miembro a miembro al desgraciado que tenía delante
para hacer que pagara por cada uno de aquellos hechos.
Uzziel luchó contra su deseo de venganza inmediata; primero, la confesión. El
ángel caído había visto el odio en los ojos de Uzziel, y se había echado a reír.
—¿Qué sucede, cachorro? ¿Te asustan mis historias? ¿No puedes soportar que te
cuenten cómo va a la guerra un verdadero marine? Puedes guardarte tus cogullas y
tus cuentas de plegaria, monje. Un verdadero guerrero va a la batalla con sed de
sangre en el corazón, con el deseo irrefrenable de verter la sangre roja de la victoria y
saborear la gloria de la guerra. ¡Es de eso de lo que carecéis, y por eso perderéis
siempre!
Aquellas obsesionantes palabras acompañaban a Uzziel incluso entonces, y

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resonaban, insoportables, dentro de su mente mientras la Thunderhawk atravesaba la
atmósfera con estruendo. A despecho del paso del tiempo, la revulsión que
experimentaba el capellán al recordar aquel momento era inmediata y real. Revivía la
cólera que sintió ante la insolencia del renegado, y el deseo de hacer que pagara por
esa insolencia.
En aquel entonces, dentro de la celda de interrogatorio, había permitido que sus
emociones se adueñaran de él durante apenas un momento. Uzziel le había dado un
revés al traidor, para luego cogerlo por el cabello y estrellarle la cabeza con todas sus
fuerzas contra la pared de piedra.
—¡Pareces haber olvidado quién de nosotros está cargado de cadenas, basura! —
había gritado—. Yo ya he ganado. ¡Lo único que necesitamos determinar es si el
Emperador tendrá misericordia de tu alma!
—¡Tú no entiendes nada! —le espetó el ángel caído—. Después de todo lo que
has oído, aún no sabes por qué lucho, ¿verdad?
Uzziel se había acercado al prisionero, y ambos habían clavado los ojos en los del
otro, donde la fe y la falta de fe habían colisionado con una furia inigualable.
—Luchas porque estás corrompido por el Caos —había comenzado Uzziel—.
Tuviste tu oportunidad de servir al Emperador y le fallaste de la manera más absoluta.
¡Tú, y Luther, y toda vuestra desgraciada cohorte escogida para traicionar a quien os
dio la vida!
El ángel caído se había mantenido firme ante aquellas acusaciones y había mirado
con fijeza a Uzziel; sus facciones habían manifestado desafío a gritos. Tras gruñir
como un animal, el traidor le había contestado a su atormentador con befa venenosa.
—¡En otra época yo era como tú, monje! ¡Leal, probo, respetuoso! —Hizo una
pausa para escupir, como si esas palabras fuesen venenosas—. A pesar de mis
virtudes, Jonson me dejó en Caliban mientras él recorría la galaxia, luchando. —Al
continuar, la voz ronca del renegado se tensó con emociones largo tiempo soterradas
—. ¡Mientras mis hermanos libraban batalla tras batalla, yo fui dejado en casa con los
inválidos, las mujeres y los niños! ¿Qué hice yo para merecer una suerte semejante?
Yo había nacido para ir a la guerra, pero Lion y el Emperador nos volvieron la
espalda a mí y a los otros. —Su voz se elevó hasta un grito de odio puro—. Por eso
me abrí camino mediante la lucha y la muerte por encima de más mundos de los que
jamás podrías nombrar. ¡Y ahora tú crees que tienes el derecho de juzgarme!
El ángel oscuro no había dicho nada al principio, de tan conmocionado que estaba
por la monstruosidad de las respuestas del traidor. «¡Cómo deforma el ángel caído la
verdad con el fin de ocultar su propio fracaso! Sería trágico si el odio del traidor no lo
hubiese llevado a una vida de absurda carnicería».
Con tristeza, el capellán-interrogador le había vuelto la espalda y había avanzado
hacia la pesada puerta de hierro que cerraba la habitación. Los oxidados goznes

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habían proferido un torturado gemido al abrirse, pero él se detuvo antes de dejar al
prisionero a solas para que meditara sobre sus pecados…
—Hereje —había entonado—, esperaba más de ti. Había rezado para que quedara
en tu alma algún rastro de Lion, pero ahora veo que estaba equivocado. Debido a tus
actos impenitentes me obligas a usar cualquier método para salvar tu alma, así que
acabemos de una vez con esto.
La puerta, cerrándose de golpe, había sepultado al ángel caído en las entrañas de
la Roca. Durante los días siguientes, Uzziel había desplegado su destreza para
quebrantar el ángel caído. Los débiles lo habían llamado tortura; para Uzziel, había
sido justicia. Por fin, cuando sus instrumentos estuvieron pegajosos con la sangre del
traidor y los gritos hubieron cesado, el ángel caído se quebrantó. Entonces, había
admitido su culpa y la de los otros ángeles caídos, y se había arrepentido plenamente
de sus crímenes. El final constituyó un espectáculo lastimoso cuando el hombre
quebrantado que en otros tiempos había pertenecido a la elite del Emperador entonó
la letanía de sus malignos hechos.
Mientras Uzziel se preparaba para darle al hombre la muerte rápida que merecía
su arrepentimiento, el ángel caído había hablado por última vez.
—Confesor —había susurrado a través de los dientes rotos y los labios hinchados
—, aún queda una cosa que tengo que decirte. —Su cuerpo fue violentamente
sacudido por un ataque de tos tan largo e intenso que Uzziel pensó que el traidor
arrepentido podría morir en ese momento. Tosiendo y resollando para llenar sus
pulmones con más aire viciado, finalmente el ángel caído fue capaz de hablar—. Lo
lamento, confesor, pero este hecho me llena de pesar más que ningún otro.
—Adelante, hermano —lo había instado Uzziel—. Tu arrepentimiento no estará
completo hasta que lo cuentes todo.
El ángel caído había asentido con un movimiento lento de la cabeza.
—Confesor, hace tres años me encontraba en los Mundos de los Caballeros,
donde servía como mercenario. Mi unidad hacía incursiones regulares a los mundos
de exiliados eldar, y se regocijaba con la oportunidad de derramar la sangre de una
raza tan cobarde y decadente como ésa. Realizamos incontables ataques para
perseguir a esos cobardes y los asesinamos como merecían. —En ese punto, la voz
del ángel caído había vuelto a animarse, ya que hablar de sangre derramada parecía
aliviarlo del dolor—. En una de esas incursiones, una banda eldar se refugió en un
antiguo lugar de poder. Llamaron a sus dioses, pero los dioses no escucharon sus
patéticos gritos. Tomamos el lugar por asalto y no dejamos vivo a ninguno de ellos.
El ángel caído había hecho una pausa, sumido en el recuerdo. El obvio placer que
se evidenciaba en su rostro había hecho aflorar la amarga hiel a los labios del
capellán.
—Fue mientras saqueábamos el lugar que lo encontré, confesor… Un artefacto de

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poder perdido desde la separación de Caliban. —El ángel caído se había detenido
bruscamente de nuevo, dominado por otro espasmo. El ataque de tos no cesó hasta
que hubo expulsado un borbollón de su propia sangre.
Uzziel había comenzado a preocuparse, ya que conocía demasiado bien los
síntomas. Incluso el cuerpo de un marine podía soportar el castigo hasta cierto punto,
y el capellán había forzado a aquél más allá del punto crítico.
—¿Qué encontraste, maldito seas? —había gritado Uzziel, consumido por la
impaciencia—. ¡Dímelo!
El prisionero se había incorporado. La sangre que le manaba en abundancia por la
boca confería un tono maléfico a su sonrisa.
—No temas, confesor, que no es tan fácil acabar conmigo. —El dolor había
vuelto a recorrerlo, pero en esa ocasión, luchando contra él, había obligado a las
palabras a salir de su boca por pura fuerza de voluntad—. En el templo, confesor,
entre los cuerpos de los muertos… encontré la Espada de Lion.
Uzziel se había quedado pasmado. ¿La espada de Jonson, perdida durante diez
mil años? No podía ser.
El ángel caído había visto la incredulidad en el rostro de Uzziel, pero se había
mostrado decidido a que lo escuchara.
—Sé que parece fantástico, confesor, pero juro que es verdad. Jamás podría
olvidar la espada de Lion El’Jonson. —Hecha la confesión, el cuerpo del ángel caído
había quedado laxo.
La mente de Uzziel sentía vértigo a causa de esa última confesión. ¿Cómo podía
confiar en uno de los ángeles caídos? Pero si no lo hacía, la confesión no serviría para
nada. Aún indeciso, el capellán había levantado la cabeza del prisionero, había
enjugado la sangre de su boca y le había hablado con dulzura.
—Hermano, ¿qué hiciste con la Espada de Lion?
La vida del ángel caído se aproximaba a su fin; éste luchó para hablar, y un
susurro ronco, apenas audible, escapó de sus labios.
—Tenía miedo… de enfrentarme con lo que había hecho…, así que dejé la espada
donde estaba. —Su cuerpo había sufrido una convulsión y la sangre le manaba por la
boca y la nariz. Tras atragantarse y escupir, las palabras habían salido de una sola vez
—. Lamento no haberla cogido. Podría haberla devuelto… a donde le corresponde
estar, pero… fallé otra vez. Perdóname, confesor.
En ese momento, Uzziel había estado a punto de perder el control. No podía
negar el poder ni la dignidad de la confesión, pero tampoco podía olvidar los hechos
que habían llevado a aquel prisionero a las mazmorras de la Roca. Tras sujetar la
cabeza del ángel caído, había usado la daga para darle la absolución.
—Hermano, estás perdonado.
Las intensas vibraciones de la Thunderhawk arrancaron a Uzziel de sus

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ensoñaciones, y sacudió la cabeza para aclararse la mente debido a lo nítidas y
vividas que eran las imágenes que lo inundaban. Tras endurecer la expresión, apartó
la mano del rosarius y devolvió la atención a la tarea que tenía entre manos. Debían
librar una batalla, y no se permitiría distracciones cuando la vida de sus hombres
estaba en juego. Tras recorrer todo el largo de la sala de mando, Uzziel les pidió a los
sargentos que repasaran una vez más el plan de asalto antes de comprobar las armas
por última vez. Momentos más tarde, la Thunderhawk se levantó repentinamente de
morro al mismo tiempo que sus motores sonaban como el chillido de un ave de presa,
antes de posarse sobre el suelo con un impacto demoledor. Las puertas se abrieron y
la primera escuadra salió corriendo con los bólters entonando una canción de muerte.
La sinfonía de la batalla había comenzado.

***
Ailean se encontraba de pie junto a la Tumba de los Mártires, con un puño cerrado en
torno a las runas que colgaban de su cuello. Incluso entonces, días después de haber
tenido aquel sueño, las runas de adivinación no le proporcionaban ningún indicio
sobre su significado. Había soñado con un ave de presa, una espada de poder y un
hombre sin alma. Buscaba una pauta en todo ello, pero sólo veía sangre. Abría los
sentidos, pero sólo sentía un viento frío que lo atravesaba como si un gran mal
estuviese a punto de despertar.
Desde el este llegó el Señor Dragonero Martainn de Seana. Alto, flaco y ataviado
con ropón negro, Martainn parecía un fantasma sobre su enorme cabalgadura. Desde
el oeste llegó el Señor Dragonero Barra de Eamann. Con sus largos cabellos flotando
al viento y su brillante armadura bruñida relumbrando al sol, Barra parecía
extáticamente despreocupado. Entre risas y bromas con sus guerreros, el líder de
Eamann hizo una señal para indicar el alto. Su rival hizo lo mismo y, tras dejar a sus
séquitos atrás, ambos jefes avanzaron sobre sus enormes cabalgaduras de pesados
andares. Los dragones se sisearon y escupieron el uno al otro, al mismo tiempo que
removían la tierra con las zarpas y sacudían la cola debido a la ansiosa expectación de
la batalla. Ambos jefes desmontaron, pero no hicieron nada para tranquilizar a sus
bestias.
Ailean podía ver que sus gélidos exteriores desmentían la furiosa cólera del
interior. «Que fluya su odio —se dijo—. Hoy van a necesitarlo».
Barra, tan vocinglero entre sus hombres entonces ahora gélidamente atento, fue el
primero en hablar.
—Brujo, ¿por qué nos has convocado en este lugar maldito? ¿Acaso los vivos ya
no son un problema lo bastante grande? —preguntó a la vez que le lanzaba una

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malévola mirada a Martainn. ¿Por qué molestar a los muertos?
—Nos encontramos aquí porque así lo exigen las runas espirituales —declaró
Ailean.
—No tengo tiempo para escuchar tus crípticos comentarios, brujo —gruñó
Martainn—. No temo ni a los vivos ni a los muertos. —Les lanzó una mirada
significativa a Barra y a las ruinas del templo antiguo—. Sólo he venido aquí porque
nos has convocado, y por respeto a nuestro rey, pero, Ailean, ten en cuenta esto: los
llamados caballeros de este cobarde asesinaron a mi hijo a sangre fría, y no habrá paz
entre nosotros hasta que ese asunto quede liquidado. —Le dirigió a Ailean una
mirada penetrante—. ¡Se ha derramado sangre, brujo, y volverá a derramarse sangre
antes de que yo quede satisfecho!
—Tu hijo murió porque era débil, y eso no es culpa mía —le espetó Barra con
repugnancia.
Martainn montó en cólera al oír aquel insulto, y aferró la espada con tanta fuerza
que le crujieron los nudillos. Dio un paso hacia adelante y entonces sacó la espada
hasta la mitad de la ornada vaina. Antes de que los señores de la guerra pudiesen
emprender cualquier otra acción, Ailean se había interpuesto entre ellos.
—¡Martainn! —gritó el brujo con enfado—, desenfunda ahora la espada y te
desterraré de Lughnasa. —Apuntó al Señor Dragonero de Seana con la lanza, e
invocó los poderes de su cargo—. Nadie deberá perturbar la Paz del Rey hasta que se
haya celebrado el juicio. Ahora envaina la espada y escuchad mi dictamen.
El brujo y el Señor Dragonero de Seana se encararon el uno con el otro mientras
Barra los observaba con perversa diversión. Martainn volvió a meter la espada en la
vaina con lentitud y apartó la mano de la empuñadura.
—Mi disputa no tiene nada que ver contigo —dijo—. Haz tu dictamen.
Ailean permaneció entre los dos Señores Dragoneros y meditó durante un
momento antes de hablar.
—Me duele ver a dos señores eldar consumidos por el odio —declaró—, pero a
veces nuestras locuras pueden servir a un propósito más alto. Hallo que el motivo de
queja del Señor Dragonero Martainn de Seana es legítimo y decreto que sea
satisfecho en el campo de batalla.
Ambos Señores Dragoneros sonrieron. Martainn miró más allá del brujo y le
habló a su rival.
—Barra, me has arrebatado a mi único hijo y te haré pagar por ello. —Dicho esto,
avanzó con paso majestuoso hacia su dragón. La poderosa bestia alzó las patas
delanteras y profirió un rugido de desafío mientras Martainn soltaba su lanza láser de
la alta silla de montar y apuntaba con ella a Barra—. ¡Prepárate para morir, escoria de
Eamann!
—El ajuste de cuentas es en verdad inminente, Señor de Seana —le espetó Barra

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al mismo tiempo que subía a su propia cabalgadura—. ¡Tu compañera llorará las
lágrimas de Isha antes de que caiga la noche!
—¡Dejad de parlotear los dos! —ordenó Ailean—. Los señores de Seana y de
Eamann no lucharán hoy entre sí.
—¿Qué? —gritó Martainn—. ¡Me has prometido venganza, traidor!
—No he hecho tal cosa —replicó Ailean con tono gélido—. He dicho que
arreglaríais cuentas en el campo de batalla, y así será, pero no lucharéis el uno contra
el otro.
—¿De qué estás hablando, en nombre de Khaine? —inquirió el desconcertado
Barra—. ¿Con quién vamos a luchar, si no el uno con el otro?
Un ensordecedor estampido pasó sobre el templo y, al mirar hacia arriba, todos
pudieron ver a la cañonera Thunderhawk que calaba sobre ellos. Ailean fue olvidado
de inmediato cuando los dos Señores Dragoneros hicieron girar a las cabalgaduras
para regresar junto a sus hombres. Resonaron gritos de guerra por todo el campo
mientras los dos guerreros veteranos preparaban a los exiliados para la batalla.
Ailean, a solas en la Tumba de los Mártires, devolvió su atención a las runas, y no
oyó la colérica voz de Martainn atravesando el campo de batalla.
—¡Barra, esto no quedará así! —proclamó el señor de Seana.
Las runas estaban hablándole otra vez al brujo, y el momento crítico cayó sobre
él. Cogió las runas de invocación y despejó su mente.
—El halcón —susurró—; luchamos contra el halcón. —En la Tumba de los
Mártires sólo los muertos pudieron oírlo.

***
Uzziel permanecía de pie en lo alto de la rampa de desembarco, sin hacer caso de las
catapultas shuriken que siseaban a su alrededor, y estudiaba el campo de batalla. La
Escuadra Beatus iba en vanguardia y había hallado cobertura tras una pared de piedra
situada a unos treinta pasos más adelante. A la derecha de la pared había un pequeño
soto de árboles, y la Escuadra Strages estaba ocupada en transportar sus armas
pesadas bajo la cobertura que ése prometía. Allende la improvisada línea de marines,
se encontraba el objetivo del ataque: el antiguo templo eldar.
Uzziel contempló con atención las antiguas ruinas, pero no pudo ver ninguna
defensa. «Bien». El capellán echó a correr a paso ligero por la rampa de desembarco,
sin que el retrorreactor que llevaba a la espalda lo estorbase en lo más mínimo. La
Escuadra Beatus ya estaba recibiendo una intensa lluvia de disparos de los guerreros
eldar, que parecían decididos a mantener a los marines espaciales inmovilizados tras
la pared de piedra. A lo lejos, Uzziel pudo ver a los exiliados jinetes de dragones que

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montaban sobre sus bestias y se preparaban para la batalla. Al parecer, su ataque
sorpresa apenas había sido una sorpresa. Era evidente que los eldar estaban
preparados para recibirlos, y Uzziel sólo podía preguntarse cómo había sido posible
eso. De todas formas, tanto si le gustaba como si no, había comenzado la batalla y su
violencia aumentaba con rapidez. Ya analizaría aquello más tarde; en ese momento,
tenía que tomar decisiones.
—Escuadra Beatus, manténganse a cubierto. Atentos al contraataque —comenzó
Uzziel—. Escuadra Strages, cuando dé la señal, lancen fuego de supresión con su
armamento pesado. Escuadra Redemptor, al flanco izquierdo para cubrir a la
Escuadra Beatus. ¡Escuadra Ferus, vengan conmigo!
Comenzó a avanzar seguido por los miembros de la Escuadra Ferus, a quienes
había escogido especialmente para la misión. Armados con espadas sierra y pistolas
de plasma, tenían una bien ganada reputación de salvajismo. Uzziel se daba cuenta de
que sólo la rienda corta de la autoridad les impedía saltar hacia el enemigo y trabarse
en inmediato combate.
«Pronto, hermanos míos, pronto».
Detrás de ellos, la Thunderhawk encendió los cohetes propulsores y se encumbró
de vuelta hacia el cielo. Uzziel volvió a activar su comunicador.
—Cañonera Cetus, adopten pauta de bombardeo primus hasta que hayamos
trabado batalla con el enemigo. Luego disparen a los blancos disponibles y estén
preparados para recogernos.
—Por el Emperador, que eso está hecho —respondió el comandante de la
cañonera, sin esperar un segundo.
Uzziel se volvió a mirar al codiciario Ahiezar, el bibliotecario que los
acompañaba en aquella misión. Uzziel nunca había luchado junto a Ahiezar, aunque
lo conocía bien por su reputación. La falta de familiaridad en el calor de la batalla
siempre preocupaba a Uzziel, pero rezó para que las vacilaciones de su fe fuesen
infundadas.
—Ahiezar, ¿detecta alguna actividad psíquica? —preguntó Uzziel.
—No; nada de momento, capellán-interrogador. —La voy del bibliotecario era
fría, como si no estuviese habituado a que le formularan preguntas.
—¡En ese caso, permanezca alerta, hermano —le ordenó Uzziel—, y protéjanos
de la brujería de los condenados eldar! —Al devolver la atención al enemigo, el
capellán vio que los caballeros de dragones estaban reuniéndose en dos
impresionantes formaciones.
Cuando los guerreros alienígenas fustigaban frenéticamente a sus bestias para
lanzarlas a la acción, la Thunderhawk volvió a caer desde las nubes. Con un
estruendo bajo, sobrevoló el campo de batalla, hizo girar sus multiláseres hacia los
dos grupos de jinetes eldar, y disparos mortalmente precisos de energía al rojo blanco

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barrieron a los caballeros exoditas, abrieron agujeros en sus elaboradas armaduras e
hirieron a sus bestias furibundas. La Thunderhawk pasó de largo de los diezmados
grupos de batalla eldar, y sus poderosos motores levantaron nubes de polvo y
cascotes cuando dio media vuelta para atacar de nuevo.
Incluso ante el abrasador fuego que caía desde lo alto, los eldar se reagruparon
con admirable disciplina. La tierra se estremeció cuando las dos formaciones eldar
cargaron contra la línea de marines espaciales. Llenando el aire con el estruendo de
sus gritos de batalla, los guerreros alienígenas sujetaron sus armas en alto mientras
las extremidades provistas de garras de sus bestias los impulsaban con violencia hacia
los ángeles oscuros que aguardaban.
Sereno, Uzziel advirtió que el templo en ruinas, claramente visible detrás de los
flameantes pendones y lanzas láser de los exiliados, parecía haber quedado casi sin
defensas. ¡Si Uzziel lograba desbaratar aquella carga, la Espada de Lion sería suya!
—Escuadras Beatus y Redemptor, manténganse firmes y concentren el fuego en
el grupo de la izquierda. Escuadra Strages, ustedes ocúpense del de la derecha. ¡En
nombre del Emperador, luego!
Las armas dispararon desde toda la línea de los ángeles oscuros. Erguidos con
firmeza, los marines espaciales descargaron una lluvia destructora sobre los
caballeros que cargaban. A la izquierda, granada tras granada, impactaban contra las
apretadas filas eldar, hacían caer a los caballeros de las sillas y acribillaban a los
dragones. Al mismo tiempo, las armas pesadas de la Escuadra Strages abrían agujeros
en el otro grupo de batalla eldar, con misiles y plasma.
A despecho de aquella lluvia de destrucción, unos pocos dragones de la izquierda
acabaron la carrera y, al salvaje grito de «¡Seana!», se lanzaron contra la línea de
marines espaciales. Los bólters, tan eficaces segundos antes, resultaban inservibles en
la lucha a corta distancia. Los eldar atacaban con las lanzas láser y, con sus estallidos,
abrían las armaduras de los ángeles oscuros, que salían volando hacia atrás o
acababan ensartados en las malignas puntas. Otros eran pisoteados por los dragones y
desgarrados bajo sus patas provistas de zarpas. Uzziel no perdió tiempo.
—¡Escuadra Ferus, por Jonson y por el Emperador, ataquen! —Activó de
inmediato su retrorreactor y dejó que lo propulsara hacia la confusa refriega. El
codiciario Ahiezar y el resto de la escuadra corrían casi pegados a él y proferían
bramidos de deleite entonces que por fin los habían dejado en libertad de caer sobre
el enemigo. Cuando los ángeles oscuros atravesaron el campo de batalla, los soldados
de infantería eldar que aún quedaban vivos los apuntaron con sus catapultas shuriken.
El aire volvió a llenarse de inmediato con peligrosos discos metálicos afilados
como navajas, y Uzziel imprecó en voz alta cuando el hermano Alexius cayó del
cielo con la armadura perforada en una docena de puntos. El capellán encomendó el
alma del caído al Emperador, y añadió una plegaria de agradecimiento por la sólida

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armadura que lo había protegido de la andanada de fuego eldar.
Momentos más tarde aterrizó, con la espada de energía en la mano derecha y la
pistola bólter en la izquierda, a escasa distancia de los caballeros exoditas que
bramaban. Uzziel observó, horrorizado, cuando un enfurecido guerrero eldar clavó la
lanza láser a través del visor del hermano Caleb y lo mató al instante. Al ver a Uzziel,
el caballero intentó arrancar la lanza, pero ya era demasiado tarde. Lleno de cólera
justiciera, Uzziel alzó su pistola bólter y descargó media docena de minimisiles en el
cuerpo del eldar, que cayó derribado de la silla. El dragón abrió las fauces y bramó un
grito de desamparo por la pérdida de su señor, pero Uzziel describió un arco con la
espada de energía y silenció a la bestia mediante el filo de metal. El cuerpo del
dragón se desplomó sobre el suelo, donde quedó bombeando sangre humeante en la
tierra pisoteada. Uzziel bajó los ojos hacia el cuerpo sin vida del hermano Caleb.
—Descanse en paz, hermano. Su muerte ha sido vengada —susurró.
Al mirar a su alrededor en busca de nuevos oponentes, Uzziel vio que su escuadra
de asalto había acabado con la carga de los caballeros exoditas. Con mortales espadas
sierra y plasma al rojo blanco, la Escuadra Ferus había aplastado a los orgullosos
eldar y continuaba haciendo caer sobre ellos una lluvia de muerte mientras huían. El
codiciario Ahiezar se erguía orgullosamente sobre los esqueletos humeantes de dos
caballeros a los que había aniquilado con crepitantes rayos de energía psíquica.
Los eldar muertos y agonizantes yacían por todas partes. Las armaduras
amorosamente grabadas estaban entonces destrozadas e inservibles; sus leales
dragones se estremecían en los estertores de la muerte y colmaban el aire de olor a
carne chamuscada, y sus pendones se encontraban pisoteados y rotos sobre la hierba
manchada de sangre. Los lastimosos supervivientes habían hecho girar a sus
monturas y huían en desbandada del campo de batalla, incapaces de defenderse de la
Thunderhawk, que continuaba persiguiéndolos y acosándolos desde lo alto.
El capellán se rehízo con rapidez. Al darse cuenta de que entonces el templo eldar
no estaba defendido, se volvió a mirar al bibliotecario.
—¡Ahiezar! —gritó—. ¡Sígame!
Los propulsores de su retrorreactor volvieron a llevarlo por el aire a través del
campo de batalla. Mientras volaba en dirección al templo eldar, se dio cuenta de que
se encontraba misteriosamente velado por una densa niebla ondulante que cubría el
área donde sabía que se hallaba. Maldiciendo, el capellán desactivó en seco el
retrorreactor y luego aterrizó justo fuera de la niebla.
El codiciario se detuvo detrás de él, con la espada de energía preparada.
—¿Qué brujería es ésta? —preguntó Uzziel con enojo, y el bibliotecario se lamió
los labios.
—No estoy seguro, capellán-interrogador. Tal vez haya un brujo en el área.
Percibo algo —respondió en voz baja—, pero nunca antes había captado nada

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parecido.
Uzziel volvió a mirar la niebla. No necesitaba que Ahiezar le dijera que podría
haber un brujo eldar dentro del templo.
—Si hay un brujo aquí dentro —gruñó el capellán—, probará el acero del
Emperador.
Mientras entonaba el Himno de Lion en voz baja y para sí, Uzziel entró a grandes
zancadas en la niebla, donde lo envolvió de inmediato una quietud espectral que lo
desorientó con rapidez. El capellán no podía oírse a sí mismo rezar, ni siquiera podía
oírse respirar. Rodeado por ondulantes tinieblas, el ángel oscuro apenas podía ver a
un metro y medio por delante de su mano. Se sentía como flotando en el limbo.
Tras apretar los dientes ante aquella manifestación de brujería, Uzziel intentó
tenazmente continuar caminando hacia adelante, pero resultaba difícil mantener
cualquier tipo de dirección concreta. En su mente se escabullían pensamientos
extraños y perdía la concentración. Vio el Trono Dorado del Emperador, pero el
cuerpo que lo ocupaba era un cuerpo en estado de putrefacción. Doce figuras
encapuchadas que rodeaban el trono reían mientras trinchaban el cadáver del
Emperador con crueles cuchillos y promulgaban edictos en su nombre. Casi
abrumado por la fuerza de esa visión, Uzziel se paró y sacudió la cabeza con
violencia para detener aquellos pensamientos malevolentes. ¡Era un ángel oscuro y
un capellán, y nada liaría tambalear su fe!
Un repentino destello de color carmesí se encendió delante e iluminó una enorme
boca de reptil que descendía hacia él. Uzziel apenas tuvo tiempo de lanzarse a un
lado cuando hileras y más hileras de dientes afilados como navajas salieron
disparadas hacia su cabeza. La bestia se encumbraba sobre él, y su cuerpo gigantesco
era una sombra indefinible en medio de la niebla. Cuando intentaba huir, una larga
cola salió ondulando de las tinieblas y lo derribó de un golpe. El ángel oscuro pudo
ver que la boca de la bestia se abría como si bramara de furia, pero en aquella niebla
de sueños que todo lo envolvía no pudo oír nada. Sólo pudo percibir el espantoso
temblor de la tierra cuando el dragón desplazó su peso hacia adelante sobre
monstruosas patas.
La espantosa cabeza volvió a descender, pero esa vez Uzziel estaba preparado.
Cuando las fauces abiertas se lanzaron a tragarse al capellán, éste rodó por debajo de
la salivosa boca de la bestia y clavó su espada de energía en la parte inferior de las
cavernosas fauces. De la bestia herida brotó sangre negra cuando la espada atravesó
las escamas y ambas mandíbulas, cerrándole la boca. La bestia retrocedió de dolor,
dando zarpazos y coletazos de furia. Uzziel intentó arrancarle la espada, pero se había
atascado profundamente en los tendones y los huesos del dragón.
Desesperado pero decidido, Uzziel se negó a soltar la espada de energía y se
encontró levantado en peso del suelo por el enfurecido monstruo. Suspendido a seis

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metros de altura, Uzziel luchaba para usar la pistola bólter contra la enloquecida
bestia que se debatía en su agónica lucha. Forzando los músculos casi hasta el punto
de desgarrarlos, se izó y apoyó la pistola contra el cráneo de la monstruosidad. Hizo
caso omiso del lacerante dolor de su hombro torturado, y apretó el gatillo una y otra
vez, hasta que vació el cargador. El poderoso dragón cayó al suelo con un impacto
silencioso; la parte superior de la cabeza se había convertido en un amasijo
sanguinolento. Utilizando sus últimas reservas de fuerza, Uzziel logró apartar el
cuerpo mientras caía el dragón; de ese modo, evitó que el peso muerto del monstruo
lo aplastara.
Con el corazón cantando el júbilo de la victoria, Uzziel se puso de pie con piernas
inseguras. Luego, apoyó un pie sobre lo que quedaba de la cabeza del monstruo y
arrancó la espada. ¡Estaba vivo!
Mientras aún permanecía allí, jadeante, el cuerpo se desvaneció en la niebla y
desapareció.
El capellán sentía un dolor lacerante en el brazo con que había blandido la espada,
pero no enlenteció su avance. Semejantes defensas de brujería sólo significaban que
el premio estaba al alcance de su mano.
—¡La Espada de Lion! —Las palabras sonaban dulces sobre sus labios cuando las
susurraba.
Uzziel comenzó a entonar una vez más el Himno de Lion al mismo tiempo que
nuevamente avanzaba. No permitiría que lo detuviesen. De repente, una pared
emergió de las tinieblas ante él: ¡el templo, al fin! Tras pasar por encima de los restos
de la pared del santuario, Uzziel entró en la Tumba de los Mártires. Allí la niebla era
menos espesa, sobre todo se arremolinaba contra el suelo y las paredes, y una
palpitante luz roja iluminaba el lugar. Uzziel puso un pie dentro del templo, y de
inmediato su bota se hundió en una capa profunda de lodo. Intrigado, se inclinó y
metió la mano en aquella sustancia, con el fin de acercársela a la cara para ver cuál
era su naturaleza. Con revulsión, se dio cuenta de que tenía el guantelete cubierto de
sangre coagulada. Profirió una exclamación ahogada. ¿Qué clase de lugar maldito era
aquél? Como para responderle, unas figuras indistintas salieron de la niebla con paso
tambaleante.
Uzziel alzó la espada, dispuesto a defenderse, hasta que las vio con más nitidez.
Se le acercaban desde todas partes; hombres, mujeres y niños eldar avanzaban hacia
él con terribles heridas en el cuerpo. Allí había un hombre sin piernas que se
arrastraba por el suelo, allá se tambaleaba una mujer con el cerebro destrozado a la
vista. Los ojos de Uzziel, acostumbrados a la batalla, podían reconocer las
horripilantes heridas de las espadas sierra, los enormes agujeros que sólo los
minimisiles de bólter podían hacer, la carne quemada por el hirviente plasma. Eran
incontables víctimas con heridas incontables; los muertos eldar caminaban hacia él.

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No dijeron nada, sino que se limitaron a mirarlo fijamente con silenciosa condena.
Con espantosa claridad, Uzziel se dio cuenta de qué estaba contemplando.
Aquéllas eran las víctimas del ángel caído y sus cohortes, brutalmente asesinadas
hacía años. Pasmado, el capellán no podía hacer otra cosa que devolver la mirada fija
a los rostros acusadores. Al aproximarse los muertos, Uzziel luchó contra un
impresionante impulso de huir. Los fantasmas asaltaban su mente y amenazaban con
volverlo loco. Llamó a gritos al Emperador; sin embargo, la plegaria fue tragada por
el silencio devorador.
«Sin duda, nada vale la pena de que te enfrentes con esto —decía un seductor
susurro que se deslizaba por su mente—. Tus heridas justifican una retirada
honorable».
Uzziel estuvo a punto de obedecer a la voz que sonaba dentro de su cabeza.
¡Estuvo a punto! Pero luego pensó en sus hermanos, que incluso en ese momento
luchaban y morían valientemente en nombre del Emperador. ¿Podía abandonar la
búsqueda después de que sus hombres lo hubiesen servido tan bien y hubiesen
entregado sus propias vidas para que él pudiese llevar la Espada de Lion de vuelta a
la Roca? ¡Por supuesto que no! Se sintió impulsado por la lealtad al Emperador, por
su juramento como ángel oscuro y por el sacrificio de los muertos. Por el hermano
Caleb y todos sus hermanos caídos, sabía que debía continuar luchando.
—¡La Espada de Lion será mía, no importa lo que cueste!, —rugió con furia.
Impulsado por la pura fuerza de voluntad, Uzziel alzó la espada y atacó al muerto
más cercano, que se desvaneció hasta desaparecer ante el arma. El alivio inundó su
mente al ver que había logrado acabar con la aparición. Como capellán, reconocía
con total claridad que el miedo era el arma de los muertos, y se había demostrado a sí
mismo que era capaz de dominarlo.
Con creciente confianza, Uzziel pasó entre los muertos mientras las imágenes
desaparecían ante él, y avanzó con decisión hacia la losa de roca baja que conformaba
el antiguo altar. Allí se detuvo un momento antes de alzar en alto la espada de energía
y descargarla sobre la piedra desgastada por el tiempo, a la que partió en dos. Algo
metálico destelló debajo de la piedra partida, y Uzziel la apartó a un lado y dejó al
descubierto una antigua caja eldar con intrincadas decoraciones. Sobre la superficie,
relumbraban sellos con luz fría. Tenía el aspecto de ser el estuche de algún tipo de
arma, y crepitaba con energías arcanas. Tal vez aquél era el generador de campo de
estasis que contenía la Espada de Lion.
Las manos temblorosas de Uzziel tocaron la caja y, al hacerlo, oyó un zumbido
sobrenatural. El sonido había vuelto al mundo. Uzziel miró a su alrededor para
localizar la fuente, pero pudo ver poco a pesar de que la niebla estaba aclarándose.
Mientras buscaba en torno de sí con la mirada, el sonido se hizo más agudo, hasta que
se transformó en un penetrante lamento, al que siguió un grito gorgoteante. Se volvió

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en redondo y vio al codiciario Ahiezar enmarcado en una entrada que emergía de la
niebla; una afilada punta metálica le sobresalía del pecho. El metal se retiró con
lentitud, y Ahiezar se desplomó en el fango de sangre.
Al caer, el cuerpo del bibliotecario asesinado dejó a la vista a un eldar alto,
ataviado con una armadura grabada con runas y que llevaba una lanza plateada. El
arma estaba viva en la mano del brujo, y ronroneaba de placer después de haber
saboreado la sangre del bibliotecario. El exiliado hizo girar la lanza y la sujetó unte
sí.
—Soy Ailean, brujo del rey de Lughnasa. Sé por qué has venido y estoy aquí para
negarte lo que quieres. Tú, humano, no tienes ningún derecho de perturbar este sitio,
y no puedes llevarte lo que contiene ese cofre de estasis.
Uzziel se estremeció de cólera.
—¿Así hablas de la espada? ¿No tengo ningún derecho? ¡Tengo todos los
derechos! Esa espada es el derecho de nacimiento de mi Capítulo y se la ha
mantenido lejos de nosotros durante diez mil años. Se la llevaré de vuelta a mis
hermanos o moriré en el intento. Lo juro.
El capellán apartó la mano del cofre de estasis y empuñó la espada de energía con
ambas manos, al mismo tiempo que hacía una mueca al sentir las lacerantes punzadas
de dolor que bajaron desde su hombro lesionado. Estaba dispuesto a enfrentarse con
el entrometido brujo.
—Los humanos sois extraños —dijo Ailean, al parecer sin darse cuenta de la
enorme cólera que colmaba al ángel oscuro—. Deberíais estarnos agradecidos por
haber conservado una espada en condiciones tan seguras y durante tanto tiempo como
lo hemos hecho. En cambio, venís a mi mundo, matáis a mi pueblo y perturbáis a los
muertos. ¿La espada es, en verdad, digna de todo eso? Sería mejor que estuviera
encerrada y escondida por toda la eternidad, antes de que volviese a quedar suelta por
el mundo.
—Hereje —gritó Uzziel—. ¡Sentirás la ira del Emperador por tu insolencia!
Uzziel cargó a la vez que describía un arco mortal con la espada de energía.
Ailean, que al parecer estaba preparado para una maniobra semejante, paró el golpe
con presteza. Intentó lanzar un rayo de energía psíquica contra el ángel oscuro, pero
se encontró con que su poder era neutralizado por la armadura del marine espacial.
Uzziel sonrió desde el interior del casco y musitó una silenciosa plegaria de
agradecimiento por llevar aquella armadura Aegis. No caería a causa de la brujería
del eldar.
Ailean lo intentó con otro rayo psíquico, pero también éste fue anulado. El brujo,
que comenzaba a tomarse el duelo con mayor seriedad, giró el arma hasta una
posición ofensiva y atacó al ángel oscuro con mortales intenciones. Uzziel respondió
golpe por golpe al ataque de la lanza, que aullaba al ser detenida una y otra vez.

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Ambos oponentes eran similares en destreza; Ailean luchaba con grácil elegancia,
mientras Uzziel respondía con frenético fervor.
Por último, la tremenda fuerza de los golpes de Uzziel comenzó a imponerse, e
hizo retroceder al brujo contra una pared cubierta de liquenes. Ailean continuó
intentando atravesar a Uzziel con su voraz lanza, pero el ángel oscuro aferró el asta
del arma con la mano del brazo lesionado y la sujetó con firmeza.
El capellán, aunque ansiaba hundir la hoja de su arma en el cuerpo del eldar, no
podía hacerlo desde tan corta distancia. En cambio, le dio un golpe de pleno en el
rostro con el puño de la espada de energía. El golpe lanzó la cabeza de Ailean contra
la pared, donde se estrelló con un crujido audible, y el brujo se reunió con Ahiezar en
el lodo de sangre.
Sin perder un segundo más, Uzziel envainó la espada de energía y avanzó con
paso tambaleante hacia el cofre de estasis. Jadeaba y sangraba por varias heridas de
lanza. Sin más ceremonia, el capellán recogió la caja alargada y casi la partió en dos.
Pudo sentir cómo se disipaba la energía al romperse el aparato alienígena y
desaparecer el campo de estasis.
Metió la mano dentro del cofre y sacó una espada que estaba dentro de una
adornada vaina. La conmoción estuvo a punto de vencerlo, y se apoyó en su propia
arma para no caer. Hasta ese momento, había estado preparado para la decepción y
las mentiras. Nunca había que creer realmente las palabras de un ángel caído. Pero
¿cómo podría haber dejado pasar cualquier oportunidad de recuperar la Espada de
Lion por remota que fuese?
¡Y entonces él, Uzziel, se encontraba dentro de aquel templo alienígena con la
mismísima espada en la mano! ¡Qué momento tan trascendente!
Uzziel comenzó a orar con fervor para agradecerles al Emperador y a Lion
El’Jonson que lo hubiesen escogido a él para vivir ese instante. La espada se soltó de
la vaina y brilló con luz cegadora. La niebla que aún quedaba se consumió en
cuestión de segundos y dejó a la vista los alrededores por primera vez. Uzziel se
encontraba a solas en el templo, excepto por los cadáveres de Ahiezar y Ailean. En
ese momento, podía ver que el templo que en otros tiempos había sido elegante, era
entonces casi una ruina. Las torres que en otro tiempo lo flanquearon habían caído, y
una parte del techo se había desplomado. Los liquenes cubrían las paredes que, de
algún modo, brillaban con luz interior.
Ya un poco más tranquilo, el capellán examinó la espada. El puño estaba labrado
en oro con la forma de un ángel cuyas alas desplegadas formaban la guarda.
Sobrecogido por su belleza, Uzziel llevó la espada a un lugar al que llegaban los
rayos del sol, donde destelló por primera vez en diez mil años. Uzziel la sopesó y
comprobó su equilibrio. Era la perfección. Aquélla era una espada de reyes, de
conquistadores. Como en una visión, pudo verse a la cabeza de ejércitos, blandiendo

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aquella espada sin igual y derrotando a los enemigos del Emperador.
Su mente se agitaba con embriagadoras visiones de poder y conquista. En
posesión de aquella espada, nadie podría resistirle. ¡Sin duda, era el elegido! Un arma
aún más poderosa que la blandida por Azrael, Señor Supremo del Capítulo Ángeles
Oscuros. ¡Entonces Uzziel sabía que su hora caería sobre todos ellos! Ésa era la
evidencia y el poder para silenciar a todos sus más celosos hermanos de la Roca.
¡Uzziel profirió un involuntario grito entrecortado y se echó a reír a carcajadas
ante el hecho de que el destino lo hubiese llevado hasta aquel lugar! ¡Pronto lo
aclamarían como el más grandioso capellán-interrogador de la historia del Capítulo,
más grandioso aún que el legendario Molocia! Todos caerían ante él, todos se
inclinarían ante él, y no sólo los de su propio Capítulo.
No, ése era el momento de dejar a un lado las insignificantes diferencias de
Capítulo y credo. El Imperio sería suyo. Poseedor de la espada, conquistador, el
primero de una nueva estirpe de primarcas. Embriagado de júbilo y poder, Uzziel vio
el universo indemne ante sus legiones, a punto para tomarlo. Eso estaba decretado.
Tenía que ser así.
Mientras continuaba mirando la relumbrante arma, Uzziel reparó en una
inscripción que había en la hoja. «Esto no es digno de tu atención, Señor Uzziel», le
susurró una voz interior, y tan persuasivo fue su tono que estuvo a punto de hacer
caso omiso de la inscripción desgastada por las batallas. Pero la pequeña presencia
fría de su conciencia atrajo su mente. Tras acercarse el arma al rostro, entrecerró los
ojos para leer las letras antiguas, y cada palabra se le clavó en el corazón como una
daga: «PARA LUTHER, AMIGO Y CAMARADA DE ARMAS. QUE TU FE SEA TU ESCUDO, LEJ».
Uzziel retrocedió con paso tambaleante y dejó caer el arma, cuyo traicionero
poder se interrumpió de inmediato, y él comprendió la plena extensión de su locura.
Aquélla no era la Espada de Lion, sino la Espada de Luther, architraidor y el más
odiado de los ángeles caídos. Arma en otros tiempos noble, había sido deformada por
el poder del Caos cuando Luther condujo a los ángeles caídos por el sendero de su
perdición.
¿Y acaso Uzziel no había sentido su poder, no había escuchado sus mentiras y no
había estado dispuesto a hacerla suya? ¿Cómo podía haber sido tan ciego? ¡Tentado
por la mismísima espada que había matado a Lion! El capellán se estremeció de
horror al pensar en el noble sacrificio de Lion. ¡Qué locura! ¡Y tantos nobles eldar
muertos!
Asqueado hasta la médula, sumido en la repugnancia ante sí mismo, Uzziel
envainó con cuidado la espada maldita. No volvería a tentarlo. No escucharía la voz
que entonces estaba furiosa. ¡Debía negarla y la negaría!
Dentro del casco, el comunicador despertó a la vida con un sonido crepitante.
—Capellán-interrogador, aquí la Cetus. Numerosos refuerzos eldar se dirigen

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hacia nosotros desde el norte. ¿Cuáles son sus órdenes?
Uzziel guardó silencio durante un momento, mientras consideraba la posibilidad
de ordenarles a sus hombres que se marcharan y quedarse para morir a manos de los
eldar.
—¡No merezco nada mejor que eso! —bramó, presa del tormento, hacia el cielo.
Pero no podía hacerlo. Como capellán y como ángel oscuro, tenía que enfrentarse
con sus acciones. Tras proferir un pesado suspiro y activar el comunicador, replicó al
fin.
—Dígales a los soldados que se replieguen hacia el punto de encuentro secundus,
y se reúnan allí.
—Sí, señor. Por el Emperador, que eso está hecho.
Uzziel avanzó hasta la entrada de piedra donde yacía boca abajo el cadáver del
bibliotecario. Dirigió la mirada hacia el campo de batalla, donde se veían cadáveres
por todas partes. Ese día habían caído muchos de sus hermanos; habían perdido la
vida por culpa de él y de su orgullo. Tanto había deseado encontrar la Espada de
Lion, que se había dejado engañar por uno de los mismísimos traidores que habían
dividido a los ángeles oscuros. ¡E incluso le había dado a aquel hereje una muerte
misericordiosa!
Habría consecuencias; de eso, estaba seguro. Consideró la posibilidad de dejar la
espada en el templo, pero habían muerto demasiados para que regresase con las
manos vacías. Aquello formaba parte de la historia del Capítulo, y como tal
pertenecía a la Roca. Tal vez Asmodai sabría qué hacer con la espada.
Asmodai. No podía pensar en el anciano marine espacial, el más grandioso de los
capellanes-interrogadores vivos, sin tocar su rosarius. El rosarius de Asmodai tenía
sólo dos perlas negras, y representaban el trabajo de centenares de años. Uzziel miró
su propia perla negra, fuente de tanto orgullo apenas unas horas antes. En ese
momento, su alma se sentía llena de revulsión al contemplarla.
Con lentitud, Uzziel abrió el broche de su rosarius y quitó de él la gema negra,
que depositó con cuidado sobre la dura roca del piso del templo antes de descargar
sobre ella la pesada bota de la armadura de energía. La perla negra se hizo añicos, y
Uzziel la molió hasta convertirla en amargo polvo bajo la bota.
La próxima vez, no habría ninguna duda.

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PÉRDIDAS ACEPTABLES
GAV THORPE

—¡El capitán entra en la cubierta de vuelo!


Las tripulaciones del crucero imperial Justicia Divina allí reunidas se movieron
como un solo hombre. El capitán Kaurl entró con largas zancadas en el hangar,
acompañado por el resonante golpeteo de un centenar de botas que pisaban con
fuerza la cubierta de rejilla de acero de manera casi unísona. A dos pasos detrás del
rechoncho oficial superior de la nave insignia, el comandante de vuelo Jaeger recorría
con los ojos a sus nuevos camaradas.
La mayoría iban vestidos con el traje de faena reglamentario, y se erguían con
elegancia donde habían estado trabajando o haraganeando antes de la llegada de su
oficial superior. Los ojos de Jaeger se vieron atraídos hacia un grupo en particular,
que se había reunido a un lado, hacia la parte de atrás de la cubierta de vuelo. Había
algo hosco en su porte: sus uniformes no eran tan elegantes ni su postura tan rígida
como en el caso de las otras tripulaciones, y su atención no estaba del todo
concentrada en el recién llegado capitán. Por instinto, Jaeger supo que eran los
miembros del Escuadrón Raptor, sus nuevos subordinados.
Eso explicaba un par de cosas, al menos: la mirada levemente divertida de Kaurl
cuando había recibido a Jaeger momentos antes, y las miradas que le lanzaron los
otros comandantes de vuelo durante las presentaciones. ¿Así que los miembros del
Raptor tenían necesidad de un poco de disciplina? Bueno, pues Jaeger los metería
pronto en cintura.
Jaeger se dio cuenta de que el capitán Kaurl estaba dirigiéndoles la palabra a las
tripulaciones, y centró su atención en lo que estaba diciendo su nuevo oficial superior.
—… Y espero que el comandante Jaeger cuente con el mismo respeto y
colaboración que su predecesor, el comandante Glade, por parte de cada uno de
ustedes. Continúen con sus deberes; nos separaremos del muelle a las cinco cero cero.
Tras asentir con la cabeza, el capitán envió a los hombres de vuelta al trabajo y se

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giró a mirar a Jaeger.
—Por su expresión, veo que ya ha identificado al Escuadrón Raptor —dijo sin
más.
Jaeger apenas asintió e intentó conservar una expresión totalmente neutral.
—No son tan malos como puede parecer al principio —continuó Kaurl—. Entre
ellos hay algunos pilotos condenadamente buenos, y con el hombre correcto al mando
harán un trabajo excelente. Yo creo que usted es ese hombre, Jaeger, y seguiré con
interés sus progresos.
—Gracias, señor —replicó Jaeger, complacido por la confianza que le tenía el
capitán—. No creo que el Escuadrón Raptor vaya a darle ningún motivo de
preocupación.
—En ese caso, vaya a conocer a sus hombres. Lo veré más tarde. Deles una
oportunidad, y demostrarán que son dignos de la Armada del Emperador.
Ambos oficiales intercambiaron respetuosas reverencias antes de que Kaurl girara
sobre los talones y saliera del hangar a grandes zancadas. Jaeger prestó atención a
todas las vistas, sonidos y olores de su nuevo hogar. A pesar de que todas las
cubiertas de vuelo guardaban semejanzas, cada una tenía siempre un olor único, un
matiz de luz diferente, variaciones en la disposición general y centenares de otros
detalles que la hacían especial. La cubierta de vuelo del Justicia Divina contaba con
espacio para transportar, preparar y lanzar diez enormes bombarderos Marauder,
junto con un complemento de diez cazas Thunderbolt. Todas las naves se encontraban
en esos momentos en sus puntos de amarre, cada una protegida dentro de su nicho
abovedado situado a lo largo de los flancos de la cubierta de vuelo. Por encima de la
cabeza del comandante de vuelo, había, suspendido, un laberíntico entramado de
guías y pasarelas entre las sombras; todo se centraba en torno a un par de enormes
grúas capaces de levantar los aviones y desplazarlos hasta las pistas de lanzamiento.
La conversación de las tripulaciones llenaba el cavernoso compartimento con un
murmullo constante, y las fragancias de los ungüentos y el incienso de los
tecnosacerdotes saturaban el aire y se mezclaban con olores más mundanos, como el
metal aceitado y el sudor humano. Tras inspirar profundamente, Jaeger se encaminó
hacia su nueva tripulación.
Mientras atravesaba la cubierta de vuelo, Jaeger inspeccionó con rapidez y
atención a sus nuevos hombres. A pesar de las palabras de despedida de Kaurl, no se
sintió impresionado por lo que vio. Estaban sentados en medio de un montón de
cajones y mataban el tiempo de manera ociosa, discutiendo acaloradamente, jugando
a dados o tumbados sin más. Excepto unos pocos, todos llevaban trajes de faena
holgados, de color gris claro, y ofrecían un aspecto monótono y poco inspirador.
Algunos se volvieron a mirar al comandante de vuelo que se les acercaba con paso
enérgico, y un par de ellos consiguieron ponerse de pie. Uno, un artillero del propio

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avión de Jaeger si juzgaba por la insignia, se irguió y le hizo un brusco saludo militar.
—¡Buenos días! —declaró el artillero de aspecto macilento—. ¿Puedo darle la
bienvenida al puesto de buen augurio de comandante del Escuadrón Raptor?
Otro, un artillero de aspecto fornido, le lanzó al hombre una mirada asesina.
—Corta el rollo, Saile. ¡El nuevo comandante no quiere ver cómo te arrastras! —
le advirtió, con la frente perlada de sudor y fruncida en un profundo ceño.
—¡Ya basta, los dos! —les espetó Jaeger, irritado por aquella indisciplina—.
Dejemos algo bien claro desde el principio: ustedes no me gustan, ninguno de
ustedes. —Jaeger se tomó unos instantes para mirarlos de arriba abajo con mucha
lentitud—. Por lo que he visto hasta ahora, son un puñado de vagos vulgares,
indisciplinados y desesperantes. ¡Bueno, pues eso se acabó!
»Se dirigirán a mí como comandante Jaeger. A menos que yo les dirija la palabra
directamente, en las situaciones que no sean de combate me hablarán sólo después de
recibir permiso para hacerlo, con la frase: «¿Permiso para hablar, comandante
Jaeger?». ¿Quedan esos dos simples hechos bien claros?
Los hombres miraron a Jaeger con perpleja incredulidad.
—Creo que las palabras que están buscando son: «Sí, comandante Jaeger» —les
apuntó, con las cejas alzadas. La réplica fue dada con voz queda, titubeante, pero era
un comienzo.
—¡Ah!… ¿Permiso para hablar, comandante Jaeger? —preguntó la voz queda de
uno de los hombres que lo rodeaban.
Jaeger miró al tripulante que avanzaba con levedad entre los otros para
adelantarse hasta la primera fila. Iba ataviado con el ropón voluminoso que lo
señalaba como uno de los tecnoadeptos responsables del bienestar mecánico y
espiritual de los aviones, así como de la O misma. El cuello del hombre era un
entramado de cables y tejido cicatricial; un interconector colgaba del reverso de su
mano derecha. En la batalla, el tecnoadepto se conectaba literalmente al bombardero
Marauder para detectar cualquier daño y activar los mecanismos de reparación del
mismo.
—Concedido —respondió Jaeger al mismo tiempo que asentía con la cabeza.
—Dado que yo soy principalmente miembro de los Adeptus Mecánicus y sólo me
encuentro alineado en las actividades de la Armada imperial como cosa secundaria,
considero con mucha seriedad el hecho de que me trate a mí y a otros tecnoadeptos
como si fuésemos subordinados —declaró el hombre con el mentón orgullosamente
levantado para mirar a la cara al alto comandante de vuelo.
Jaeger cogió al hombre por el ropón y lo levantó hasta que quedó sobre las puntas
de los pies. La capucha del tecnoadepto cayó hacia atrás y dejó a la vista más
cableados. Los bucles de finos cables nacían de su cabeza afeitada como cabello
metálico injertado en su cuero cabelludo mediante un centenar de escabrosas

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incisiones cutáneas. Algunos de los otros avanzaron un paso, pero fueron detenidos
en seco por una mirada asesina de su nuevo comandante.
—¡Mientras esté en mis aviones, yo soy su oficial superior! —le gruñó Jaeger—.
Me importa un bledo el rango que tenga en el taller del Dios-Máquina… ¡En esta
cubierta de vuelo y en el aire, responde ante mí! No se equivoque, tengo la intención
de convertir este escuadrón en una unidad de combate respetable. Colaboren en ello,
y podrán superar esto con sus vidas y rangos. Pónganse contra mí, y los masticaré
para luego escupir sus trozos.
Jaeger soltó al tecnoadepto y se alejó a grandes zancadas, mientras se maldecía
por haber perdido la paciencia; pero si había algo que Jaeger detestaba era la dejadez.
Había visto morir a demasiados buenos hombres debido al descuido de otro, y no iba
a permitir que volviese a suceder.
Jaeger les ordenó a los hombres que se retiraran, complacido con su actuación
durante la sesión de entrenamiento. Mientras éstos se escabullían hacia los
dormitorios comunes, Jaeger se encaminó de vuelta al camarote que compartía con
otros tres oficiales de vuelo. Se enjugó el sudor de la cara con la palma de una mano,
y se alegró de haber salido del calor de la cubierta de vuelo, recalentada más de lo
tolerable por los motores de los bombarderos. Mientras avanzaba por el corredor
hacia las dependencias de oficiales, oyó el repiquetear de unas botas sobre la cubierta
metálica y se volvió. Marte, uno de los artilleros y veterano con muchos años de
servicio, avanzaba a paso ligero y lo saludó mientras se acercaba.
—¿Permiso para hablar, comandante Jaeger? —preguntó el hombre, cauteloso.
—¿Qué tiene en mente, artillero?
—Perdóneme que se lo diga, pero no creo que sea usted tan duro como aparenta,
señor. —El artillero se observaba con humildad los reversos de las manos y evitaba la
mirada de Jaeger—. Nosotros…, es decir, los otros muchachos y yo… nos
preguntábamos cómo es que ha acabado como nuestro comandante de vuelo. Quiero
decir que ¿qué error cometió?
—¿Adonde quiere llegar, artillero? —Jaeger se llevó las manos a las caderas—. Y
míreme cuando le hablo —añadió, irritado por tener que hablar a la coronilla de la
cabeza calva del artillero.
Marte alzó la vista, reacio, y lo miró a los ojos. Resultaba obvio que los demás
miembros de la tripulación lo habían metido en aquello.
—Bueno, eso de que lo hayan arrinconado en el Escuadrón Raptor… —se
apresuró a explicar el artillero—. Quiero decir que parece que usted sabe lo que hace,
así que ¿por qué ha acabado en este destino que es como un callejón sin salida?
—¿Un callejón sin salida? Puede ser que el Escuadrón Raptor no sea
espectacular, pero ustedes son todos hombres competentes y dedicados a su trabajo.
¿Por qué debería ser tan malo este puesto de mando? —inquirió Jaeger,

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genuinamente desconcertado.
—¿Así que no ha oído las historias que se cuentan, señor? —El rostro del artillero
era la viva imagen de la incredulidad.
—No presto oídos a los rumores; sólo me baso en hechos y en mi propia
experiencia —le espetó Jaeger, irritado porque el artillero considerase que él era del
tipo de personas que hacen caso de cotilleos.
—Muy prudente, señor —se apresuró a decir el viejo artillero—. Mire, el
Escuadrón Raptor recibe la peor parte, es así de sencillo. Si hay un trabajo sucio que
hacer, nos lo encargan a nosotros. Tiene que haber visto usted los expedientes;
tuvimos el porcentaje más alto de bajas en las últimas tres misiones. Y el idiota de
Glade tampoco era de ayuda; que el Emperador lo condene.
Para Jaeger, el artillero no estaba hablando con cordura alguna.
—¿Y qué me dice de los otros Marauder? —preguntó—. ¿Los del Escuadrón
Diablo?
—¿Los del Escuadrón Diablo? —El artillero profirió una carcajada, un sonido
corto y amargo—. Ésos no saben lo que es el trabajo duro. El comandante de vuelo
Raf es sobrino del almirante Veniston; ¿comprende lo que quiero decir?
El artillero veterano estaba sacudiendo la cabeza, como si su sorpresa ante la
ignorancia del comandante de vuelo hubiese alcanzado nuevas alturas. Jaeger se
había hartado de que lo trataran como a un joven Cándido que acababa de obtener su
nombramiento.
—Ustedes y todos esos cotilleos difamatorios pueden tener la seguridad de que,
para cuando yo acabe, los del Escuadrón Diablo estarán lustrándonos las botas —
prometió con voz dura al mismo tiempo que clavaba la mirada en los ojos del artillero
—. Recuerde, una tripulación sólo es tan buena como cree serlo. El capitán Kaurl me
respalda en esto: lo único que necesitan es que les levanten la moral, y todo encajará
en su sitio. ¡Ahora retírese a descansar un poco!
El viejo artillero vaciló por un momento y le dirigió a su comandante una mirada
de duda, antes de alejarse con rapidez por el corredor y dejar a Jaeger a solas con sus
pensamientos.
»El Escuadrón Raptor no es inherentemente malo», reflexionó el comandante de
vuelo. Lo único que sucedía era que aquellos hombres habían empezado a creerse lo
que se decía de ellos. Si era cierto que el favoritismo del almirante por su sobrino
estaba costando vidas, tendría algunas cosas que decir al respecto.
De momento, todo cuanto podía hacer era observar y aguardar…, y abrigar la
esperanza de que las cosas no estuviesen tan mal como parecía.

***
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—¡Por la sangre del Emperador! ¡Ésa es una visión para hacer temblar el corazón de
un hombre! —exclamó el almirante Veniston.
Cuando llevaba apenas ocho semanas de patrulla, el Justicia Divina se había
topado con serios problemas. Ampliada en la pantalla principal del puente de la nave,
se veía una escena de absoluta destrucción, del tipo que el ya maduro oficial no había
visto en muchos años. El terrible pecio de un crucero de la Armada —lo que quedaba
de él— giraba con lentitud entre las estrellas. A lo lejos, apenas podía distinguirse la
oscura silueta de un pecio orko, origen de aquella carnicería. Uno de los miembros de
la tripulación de mando alzó los ojos de las resplandecientes lecturas verdes que tenía
ante sí.
—Los supervivientes lo identifican como el Castigo Imperial, almirante. Tiene el
ochenta por ciento de la estructura dañada… Ha recibido un vapuleo infernal —
informó el tripulante, y Veniston asintió.
—Ya lo creo que sí, y la pregunta es: ¿cómo evitaremos nosotros correr una
suerte similar?
El capitán Kaurl avanzó un paso, con los ojos brillantes.
—Supongo que volver al espacio disforme y olvidarnos de que lo hemos
encontrado queda fuera de discusión.
Mientras la tripulación del puente reía con disimulo, Veniston le indicó a Kaurl,
con un gesto brusco de cabeza, que entrara en la sala de conferencias. Dentro de la
pequeña habitación recubierta con paneles de madera, ambos podían hablar con
mayor libertad.
—En serio, Jacob —dijo Veniston, que fue el primero en hablar—. ¿Cómo
diablos vamos a acabar con ese maldito pecio?
—Los tecnosacerdotes han hecho un ensayo de largo alcance. —El capitán activó
la pantalla de comunicación donde apareció un esquema de la nave orka—. Los
sistemas de armamento del pecio están situados cerca de la parte frontal. Si podemos
atacarla desde la parte posterior, es probable que consigamos darle una buena paliza
al mismo tiempo que limitamos su capacidad de devolver el ataque. —Mientras
hablaba, Kaurl pasó los dedos sobre la pantalla en un amplio círculo, para acabar
señalando el principal bloque de motores del pecio.
El almirante frunció el entrecejo.
—Sólo estamos nosotros y las fragatas. No podemos atacarlo desde más de una
dirección sin que nos haga pedazos. Si pueden apuntar sus cañones, ni siquiera el
Justicia Divina sobrevivirá durante mucho tiempo. ¿Cómo sugiere que logremos que
la escoria de piel verde de ese pecio se quede quieta durante el tiempo suficiente
como para que nosotros los destrocemos con nuestros torpedos y baterías, Jacob?
Kaurl se frotó la corta barba y, después de pulsar una runa, hizo aparecer una serie
de flechas y notaciones sobre el diagrama del pecio.

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—Bueno, ahora que lo menciona —dijo—, se me ha ocurrido una idea. Los orkos
no tendrán ningún problema para acertarle a algo del tamaño del Justicia Divina, pero
eso no significa que sean invulnerables…

***
La orden de prepararse para el lanzamiento había llegado una hora antes. En ese
momento, las tripulaciones se apresuraban a concluir sus últimas tareas. El segundo
al mando de Jaeger, Phrao, dirigía a la tripulación en sus plegarias mientras los
miembros restantes permanecían arrodillados y con la cabeza inclinada debajo del
fuselaje de sus Marauder, entonando los himnos con admirable concentración. Jaeger
alzó los ojos hacia donde Arick, uno de los artilleros de torreta, estaba gateando sobre
el fuselaje del Marauder.
—¿Qué les sucede? —preguntó Jaeger.
Arick bajó los ojos desde donde estaba lustrando los cañones gemelos del cañón
automático situado sobre el dorso del Marauder.
—Hago esto cada vez que salimos. Se supone que atrae la bendición del
Emperador —respondió el artillero.
—Supongo que sí, ¿pero por qué debajo del Marauder? ¿No sería más práctico
hacerlo en un espacio abierto?
Arick se encogió de hombros, aunque el movimiento apenas pudo ser apreciado
dentro de los gruesos pliegues del traje de vacío que llevaba.
—Es para hacer que el poder del Emperador entre en el avión. Ya sabe de qué va;
tiene que haber visto a otras tripulaciones hacer algo parecido a esto antes de cada
vuelo. Se trata de un rito especial, como eso de que Jerryll lea en voz alta los
Artículos de Guerra y yo lustre mi maldito cañón, aunque sé que los de
mantenimiento lo han aceitado de sobra desde que recibimos las órdenes. Me
sorprende que usted no haga nada por el estilo.
—Sí… Tiene razón; hay algo que he estado a punto de olvidar —replicó Jaeger
con tono distraído.
Tras situarse ante su enorme Marauder, Jaeger llamó a sus tripulantes para que se
colocaran delante de él, preparados para recibir instrucciones. Su mirada se desvió
hacia el morro de la nave y la dorada águila rampante que brillaba sobre éste. Tal
emblema estaba reproducido en los guantes de su uniforme e impreso en todos los
cascos. Se trataba del emblema del Escuadrón Raptor. Era un buen nombre, pero ¿la
tripulación era buena?
Mientras los tripulantes se reunían, los miró a cada uno por turno. Durante los dos
meses pasados desde que salieron del muelle de Bakka, había llegado a conocer

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mejor a los hombres, aunque sólo el combate real le demostraría su verdadero temple.
Allí estaban los artilleros —Arick, Marte y Saile—; todos habían demostrado
precisión al disparar dentro del radio de acción del simulador, pero se decía que Arick
perdía la serenidad en el fragor de la batalla y que Saile era básicamente cobarde. A
pesar de ello, «no confíes en los rumores», le había enseñado a Jaeger el viejo capitán
de la Invencible.
El tecnoadepto Ferix no había dado ningún problema desde el duro tratamiento al
que había sometido Jaeger a su colega del Adeptus Mecánicus en el primer
encuentro. No obstante, Ferix tenía el ceño fruncido al bajar del motor del Marauder,
obviamente fastidiado porque su intento de consagrar el avión al DiosMáquina se
hubiese visto interrumpido. Jaeger le daría tiempo de acabar el ritual antes del
lanzamiento; ya había suficientes variables de las que preocuparse para que encima se
ofreciera el espíritu del Marauder con ceremonias apresuradas y plegarias a la ligera.
El último en llegar fue Berhandt, el fornido y musculoso artillero. A pesar de su
acento tosco y de su enorme constitución, el artillero poseía una mente astuta. De
todas formas, Jaeger había decidido que era necesario vigilarlo, ya que, de una forma
u otra, una gran parte del pesimismo del escuadrón parecía originarse en él.
Una vez que estuvieron presentes los cinco tripulantes, Jaeger se subió a un cajón
de municiones vacío que los de mantenimiento aún no habían retirado. Tras aclararse
la garganta, habló con voz fuerte y segura, con la intención de infundir a los
tripulantes la confianza que necesitaban. Si no le creían en ese momento, su
vacilación o duda podría significar la muerte para todos durante la batalla.
—Como ya saben, las tripulaciones de mis bombarderos tienen ciertas costumbres
destinadas a asegurarse la gracia del Emperador y a alejar la mala suerte. Bien, esto
es algo así como una tradición para mí, una pequeña ceremonia que celebro antes de
mi primer vuelo de combate con un escuadrón nuevo, sólo para asegurarme de que no
le suceda nada malo… a ninguno de nosotros. No se preocupen, no tardaremos
mucho —les aseguró Jaeger al ver las miradas distraídas. Querían que acabase con su
pequeña arenga lo antes posible, y los comprendía.
—Se trata de una fábula de mi planeta natal. Procedo de Extu, por si aún no lo
sabían, un lugar un poco atrasado según muchas de las pautas de ustedes; pero allí
tenemos un poderoso sentido del honor y de la valentía, por lo que yo no huiré de
ninguna lucha.
Jaeger vio que Marte y Arick asentían con la cabeza. Los demás removieron los
pies con inquietud, incómodos por el hecho de que les contasen una fábula. Jaeger
sabía que no todas las culturas eran como la de Extu; en algunas sociedades, las
fábulas eran consideradas como algo de niños, en lugar de como importantes
enseñanzas para adultos y pequeños por igual. A pesar de que a veces maldecía a los
demás por sus ridículos hábitos o costumbres, en los años que llevaba de servicio en

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la Armada imperial, había aprendido a aceptar toda clase de puntos de vista y
perspectivas de la vida.
—En fin, volvamos a mi fábula, según me la contó el Narrador de la Fe Gunthe.
Habla de la Gran Águila Emperador, cuyas garras están cubiertas de fuego y cuyos
ojos todo lo ven, y de cómo desterró a la Serpiente Caos de nuestro reino. Un día, la
Serpiente Caos, eterna enemiga de la Gran Águila Emperador robó uno de los
sagrados huevos del nido de ésta mientras se encontraba fuera, cazando. La Serpiente
Caos se llevó el huevo a su madriguera, lo envolvió con su cuerpo para mantenerlo
tibio y asegurarse de que se incubara. Cuando la Gran Águila Emperador regresó, su
consternación fue enorme al descubrir que faltaba uno de los huevos sagrados. Buscó
por todas partes, pero no pudo encontrar al huevo sagrado desaparecido.
»Entretanto, el huevo se rompió y la Serpiente Caos le dio a la joven Águila la
bienvenida al mundo. «Te saludo —dijo la Serpiente Caos—. Soy tu madre, y
aprenderás lo que te enseñe y escucharás cada una de mis palabras». Y el águila
aprendió las repugnantes y deformes costumbres de la Serpiente Caos.
Jaeger recorrió a sus hombres con la mirada, complacido al ver que entonces
todos le prestaban atención, incluso Ferix, cuyas propias creencias religiosas le
enseñaban a reverenciar a las máquinas por encima de los seres humanos.
—Las doradas plumas radiantes de la joven águila se deslustraron a causa del
rencor. —La boca de Jaeger se torció con desagrado al imaginar al águila caída—.
Sus destellantes ojos se nublaron de falsas esperanzas, y sus garras se embotaron a
causa de la desobediencia. Durante todo ese tiempo, la Gran Águila Emperador
continuó su búsqueda, llegando aún más lejos por ver si hallaba el huevo sagrado
perdido. Al fin, un día, se encontró con el águila, ya plenamente desarrollada, y al
principio la Gran Águila Emperador se alegró. Pero a medida que hablaba con el
águila perdida y veía en qué se había convertido, la Gran Águila Emperador se sintió
muy disgustada. Le ordenó a la joven águila que permaneciera donde estaba y salió
en busca de la Serpiente Caos. Encontró a la traicionera y falsa criatura escondida
entre las sombras, cerca de allí; los agudos ojos de la Gran Águila Emperador
lograron detectarla.
Jaeger entrecerró los párpados al recordar la primera vez que había oído aquella
fábula cuando era un niño. La parte siguiente era su preferida, y había contribuido a
inspirarlo a lo largo de su educación en la Escuela Progenium y durante su
entrenamiento de vuelo en Bakka. Había sido aquella historia la que por primera vez
había despertado en él la ambición de ser piloto, y cuando había pasado tiempos
difíciles se había contado mentalmente dicha fábula. Y cada vez le había
proporcionado la fuerza necesaria para perseverar en medio del infortunio.
A medida que las demás tripulaciones habían ido concluyendo con los rituales
previos a la partida, se habían acercado a escuchar el discurso del comandante de

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vuelo. Entonces la totalidad de los veintinueve se encontraba de pie ante él, absorta
en sus palabras. Después de respirar profundamente, Jaeger continuó explicando la
fábula.
—Tras calar flotando sobre sus enormes alas, la Gran Águila Emperador atrapó a
la Serpiente Caos entre sus garras envueltas en llamas y la llevó muy arriba en el aire.
Volaron durante largo tiempo.
»«¿Por qué me atacas así?», preguntó la Serpiente Caos, con fingidas ignorancia e
inocencia.
»«Me has arrebatado a uno de los míos —respondió la Gran Águila Emperador
—, y lo has deformado con tus oscuras costumbres, de tal forma que ya no es alto,
orgulloso ni cumple con el destino que le pertenece por derecho. Ése es un crimen
para el que no puede haber misericordia alguna». Y la Gran Águila Emperador dejó
caer a la Serpiente Caos en el agujero sin fondo que es el Ojo del Terror, condenando
así a la Serpiente a la prisión, la agonía y el tormento eternos por lo que le había
hecho a la joven águila.
Al hacer una pausa para lograr un efecto dramático, vio que la fábula estaba
surtiendo el efecto deseado en los tripulantes. Los hombres lo escuchaban con la
atención fija, y por el momento escucharían y, más importante aún, creerían cualquier
cosa que les contara. Su propio orgullo les resultaba inspirador y les proporcionaba la
confianza necesaria para seguirlo a cualquier parte que los llevase.
—La Gran Águila Emperador regresó junto a su joven descendiente —continuó
Jaeger al mismo tiempo que su intensa mirada se fijaba en cada hombre por turno—.
«Has hecho un gran mal», dijo la Gran Águila Emperador, «empeorado aún más
porque no puedo corregirlo sino sólo castigar la culpa. No puede enmendarse; eres mi
hijo y sin embargo no puedo tolerar que vivas, deformado y maligno como eres». La
joven águila miró a la Gran Águila Emperador, y la nobleza de su nacimiento se alzó
a través de la inmundicia de las enseñanzas de la Serpiente Caos. «Lo comprendo,
¡oh, Gran Águila Emperador!», y la joven águila echó atrás la cabeza para enseñarle
el pecho a la Gran Águila Emperador. Con un solo zarpazo de sus garras envueltas en
llamas, la Gran Águila Emperador arrancó el corazón de la joven águila y lo convirtió
en cenizas… porque no puede vivir nadie que haya sido tocado por la Serpiente Caos,
ni siquiera los hijos de la Gran Águila Emperador.
El adulador artillero Saile aplaudió con entusiasmo; unos pocos sonrieron con
severo aprecio, mientras que el resto aguardó la explicación con respetuoso silencio.
—¡Porque nosotros somos las garras del Emperador! —declaró Jaeger con voz
profunda y llena de convicción, al mismo tiempo que su mano derecha dibujaba de
modo inconsciente la forma de una garra curvada sobre su pecho—. De la misma
forma que esta nave lleva el nombre de Justicia Divina, nosotros debemos ser el
instrumento de la venganza del Emperador. ¡Sin misericordia, sin perdón; sólo la

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seguridad de una justicia sumaria y una muerte inevitable!
»Justicia sumaria, muerte inevitable» era el lema del escuadrón, y el hecho de
oírlo pronunciar con tanta confianza y emoción surtió un efecto asombroso en la
tripulación. Jaeger podía ver la expectación de los hombres, ansiosos por luchar como
nunca antes lo habían hecho. Por primera vez en años, se sentían orgullosos de sí
mismos.
—Así pues, ¿qué somos nosotros? —gritó Jaeger, con un puño en alto.
—¡Justicia sumaria, muerte inevitable! —fue el grito de respuesta que salió de las
veintinueve gargantas y resonó por toda la cubierta de vuelo haciendo volver la
cabeza a los tripulantes de los otros escuadrones. Jaeger sonrió; se le aceleraron los
latidos del corazón.
—¡Condenadamente cierto! Hagamos que el enemigo pruebe las garras del
Emperador.

***
Jaeger sonrió al mirar a través de la cúpula de la carlinga y ver al resto del escuadrón
que volaba a lo largo del casco de la nave, cada uno impulsado por cuádruples estelas
de plasma. Más allá, vio que las troneras de la cubierta de cañones del Justicia Divina
se abrían con lentitud para dejar a la vista baterías y más baterías de enormes cañones
láser, aceleradores de masas y proyectores de plasma; era un poder de ataque
descomunal, que bastaba para destruir una ciudad. El comunicador del casco de
Jaeger crepitó al activarse.
—Cazas Thunderbolt de los escuadrones Flecha y Tormenta, preparados para
encuentro. —La conocida voz del comandante de vuelo Dextra tenía un tono metálico
a través del comunicador de larga distancia.
Jaeger pulsó la runa de latón que abría las transmisiones, situada sobre el panel de
comunicación a su izquierda.
—Me alegro de oírlo, Jaze. Sitúense en formación de diamante de diez a popa.
—Afirmativo, oficial del Raptor.
Mientras los cazas, de tamaño más pequeño, tomaban posiciones de escolta en
torno al escuadrón de bombarderos, Jaeger incrementó la velocidad y llevó su avión a
la parte frontal, con el fin de adoptar una formación de vuelo en forma de y cuyo
vértice lo ocupaba su Marauder. Al pasar sobre la proa del crucero, los bombarderos
parecían diminutos destellos contra el telón de fondo de los inmensos tubos
torpederos.
—Puente, aquí el oficial del Raptor. En formación y preparados para atacar;
esperamos datos del objetivo, por el Emperador —informó Jaeger.

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Berhandt le hizo una señal con el pulgar hacia arriba cuando les transmitieron la
información desde el Justicia Divina, y la voz ronca del artillero le dio a Jaeger los
detalles a través del comunicador interno.
—Es un punto de la zona posterior del pecio, en alguna parte de los motores. No
puedo decir exactamente qué es desde tan lejos.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Jaeger.
—Exactamente lo que acabo de decir, señor. Sólo nos han dado unas
coordenadas, sin detalles acerca del tipo de objetivo, con una nota que dice que la
trayectoria del ataque queda a su discreción.
—Muy bien. Infórmeme en cuanto tengamos más detalles —replicó Jaeger, antes
de hablarle al resto del escuadrón—. Escuchen, Escuadrón Raptor, esto es una batalla
real. Nada de discutir, ni de gimotear, ni de dar largas. No voy a permitir que hagan
que nos maten a mí y a sus camaradas de vuelo. ¡Estamos aquí para bombardear en
nombre del Emperador, y eso es lo que vamos a hacer!
Jaeger sonrió al oír las carcajadas de los demás miembros del escuadrón que le
llegaban a través de los auriculares. Se repantigó en el asiento del piloto y comenzó a
relajarse. Pasaría un rato antes de que se encontraran relativamente cerca del radio de
alcance de las considerables defensas del pecio, y permanecer en tensión durante dos
horas, sin duda, no le haría ningún bien a su capacidad de reacción, y mucho menos a
los nervios de los demás tripulantes del bombardero. Para mantener la mente
ocupada, Jaeger volvió a repasar las comprobaciones previas a la batalla. Paseó los
ojos por el interior de la carlinga para examinarlo todo visualmente. No había ni
grietas ni arañazos en la coloreada protección acorazada de la carlinga del Marauder.
Las sinuosas tuberías gruesas como sus muñecas que partían del panel de control en
todas direcciones estaban intactas, sin roturas ni abolladuras en el aislamiento. Las
agujas de los indicadores de presión de los motores señalaban tranquilizadoramente
los cuadrantes verdes, y las otras numerosas esferas, medidores y contadores
indicaban que nada funcionaba mal. Jaeger comprobó los controles de vuelo,
preocupado por la rigidez que percibía en la barra de control. Unos pocos giros a los
lados y sobre el eje, y todo pareció estar bien, lo que calmó las sospechas de Jaeger.
Berhandt le había dicho que ese Marauder había sido casi cortado en dos por un
láser eldar durante la misión anterior. En ese percance, el predecesor de Jaeger,
Glade, había sido absorbido por el vacío y nunca habían vuelto a verlo. Jaeger se
maldijo por aquellos malsanos pensamientos, y para calmarse se puso a pensar en su
planeta de origen. Tras soltar un par de cierres, se echó el casco hacia la parte de atrás
de la cabeza y cerró los ojos. Con los labios sumidos, comenzó a silbar una canción
de caza de su mundo natal.

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***
Veniston se paseaba de un lado a otro del área de mando del puente, mientras
observaba las diferentes pantallas en las que aparecían los datos actualizados del
progreso de la batalla. A medida que el Justicia Divina se aproximaba con lentitud al
pecio, las naves orkas más pequeñas intentaban atravesar el cordón de fragatas para
atacar el crucero. Tenían poco éxito, y una o dos que lograron entrar dentro del radio
de alcance fueron pronto desintegradas por la abrumadora potencia de fuego del
Justicia Divina. La cubierta se estremecía con vibraciones regulares mientras los
inmensos motores de plasma impulsaban la nave hacia su lejano enemigo, lo que
aproximaba a los de a bordo cada vez más a la muerte o la gloria. Uno de los oficiales
de comunicaciones le hablaba con rapidez al capitán Kaurl en tanto miraba por
encima del hombro de su subordinado hacia una parpadeante pantalla, e intentaba
dirigir las acciones de la escolta y los cazas.
—¿Hay algún problema, señor Kaurl? —inquirió Veniston al mismo tiempo que
se aproximaba al capitán e intentaba que la tensión no aflorase a su voz.
—En realidad, no, señor —replicó Kaurl, que se irguió para mirar al almirante a
los ojos. Veniston alzó una ceja con aire inquisitivo—. Hay una formación de
cazabombarderos que han logrado atravesar el bloqueo. Interceptarán dentro de poco
a los Marauder del Escuadrón Raptor, pero los cazas deberían ser capaces de proteger
a nuestros bombarderos —le aseguró Kaurl al almirante a la vez que se frotaba los
cansados ojos y se pasaba una mano de gruesos dedos entre los oscuros cabellos.
—Envíe a los Thunderbolt en un curso de interceptación —decidió Veniston
mientras miraba la pantalla—. Si los orkos se les aproximan demasiado, los
bombarderos tendrán que aminorar la velocidad, y el momento del ataque es de gran
importancia. Si el Escuadrón Raptor no ataca a tiempo, la totalidad del plan quedará
desbaratado, y el pecio contará con toda su movilidad cuando lo tengamos dentro del
radio de alcance. No podemos permitir que eso suceda, Jacob. —Los ojos del
almirante se estrecharon y su mandíbula se apretó con fuerza durante un momento
mientras consideraba la perspectiva de que el Justicia Divina corriera la misma suerte
que el Castigo Imperial.
—¿Y si ataca una segunda formación de cazas? Estarán desprotegidos… —
protestó el capitán con la voz repentinamente enronquecida ante la perspectiva.
—Si eso sucede —contestó Veniston con frialdad—, esperemos que el Emperador
nos guarde a todos.
El almirante se volvió otra vez hacia la pantalla principal para indicar que la
conversación había concluido. Kaurl reprimió una mueca y miró al oficial de
comunicaciones que aguardaba.

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—Nuevas órdenes para los escuadrones Flecha y Tormenta —comenzó el capitán.

***
Lamentablemente, la escolta de Thunderbolts se había separado de ellos pocos
minutos antes, y entonces los Marauder se encontraban librados a su propia suerte. A
medida que el Escuadrón Raptor hendía el espacio hacia el pecio, eran visibles más
detalles de la batalla que tenía lugar ante ellos. Un enjambre de naves de ataque orkas
se encontraba trabada en duelo con las fragatas que escoltaban al Justicia Divina. Las
naves del Imperio maniobraban justo fuera del alcance de las primitivas armas orkas,
y les causaban numerosas bajas; al menos cinco pecios de naves orkas flotaban sin
vida, a la deriva, por el campo de batalla. Estando ya más cercano, el pecio parecía en
verdad inmenso. En torno a él flotaba un cúmulo de asteroides de defensa, bases
flotantes tripuladas por los orkos y erizadas de cohetes, y baterías de cañones.
Algunos eran tan sólo trozos del pecio que se habían roto, aunque no habían escapado
de su campo gravitatorio. Otros, según le habían enseñado a Jaeger durante el curso
para oficiales, habían sido deliberadamente capturados por los orkos, que usaban una
rara tecnología de campo gravitatorio para apoderarse de asteroides y pecios con el
fin de crear un remolino de obstáculos que los protegiera contra sus atacantes.
Cualquiera que fuese la causa de que se encontraran en órbita, y tanto si eran trozos
de roca y metal o si habían sido equipados con lanzacohetes y baterías de cañones, en
la Armada se los conocía simplemente como rocas.
Mientras Jaeger meditaba sobre aquel glorioso ejemplo de subestimación
lingüística, se produjo un repentino silbido de escape de gas y la palanca de mando
que tenía en la mano izquierda comenzó a sacudirse de modo incontrolable.
—¡Ferix! —gritó Jaeger a través del comunicador interno—. Estos condenados
controles nos la están jugando. Necesito estabilidad ahora mismo, si no le importa.
El menudo tecnoadepto entró gateando en la carlinga y se quitó el cinturón de
herramientas que lo ceñía. Sacó de un bolsillo un resplandeciente dispositivo grabado
en oro y se puso a soltar el panel situado bajo las piernas de Jaeger. Mientras Ferix
desatornillaba el compartimento situado bajo la barra de control, comenzó a entonar
una oración en voz baja.
—Ver el espíritu de la máquina; eso es ser Mecánicus. Administrar el Rito de
Reparación; eso es ser Mecánicus.
Jaeger dejó de prestar atención al hombre para mirar a través del vidrio blindado
de la carlinga. Las fragatas habían hecho un buen trabajo y habían abierto una brecha
a través del grupo de naves de ataque orkas, lo cual dejaba vía libre para que
penetraran los Marauder. Sin embargo, había algo que no iba bien. Jaeger sintió un

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cosquilleo en la columna vertebral que indicaba un presagio. Al mirar al pecio, que
cada vez se encontraba más cerca, una sospecha siniestra comenzó a formarse en el
fondo de su mente.
—Berhandt, ¿puede fijar esa roca que está a las cinco en punto, a unos doce por
treinta y cinco?
—La tengo —replicó el artillero con un tono interrogante en la voz.
—Trace una predicción de trayectoria y sobrepóngala con nuestro rumbo.
—De acuerdo, comandante Jaeger. Metriculador procesando. A punto…
¡Maldición! ¡Ha hecho bien en preguntarlo, señor! ¡Nos dirigimos directamente hacia
esa maldita cosa! —exclamó Berhandt.
—¿Curso de evitación? —Incluso en el momento de preguntarlo, Jaeger sabía que
no iba a haberlo.
—No, señor; no con el tiempo que nos han dado. Por la misericordia del
Emperador, vamos a tener que enfrentarnos con esa condenada cosa… —La voz del
artillero era apenas un susurro. Jaeger activó el comunicador de larga distancia.
—Puente, aquí el oficial del Escuadrón Raptor —anunció—. Tenemos problemas.
El escuadrón de bombarderos realizó un deslizamiento de ala para hacer un giro
lento, sacudido por la ráfaga de propulsión de los enormes cohetes que pasaban a
gran velocidad. Cada uno de los misiles orkos que salían rugiendo de la roca era más
grande que un Marauder, estaban hechos para destrozar una enorme nave espacial,
pero igualmente eran capaces de hacer pedazos a la totalidad del escuadrón con una
explosión poco afortunada. En el morro de los monstruosos cohetes habían pintado
rostros toscos con sonrisas malignas y diablos de afilados dientes, que parecían saltar
de la oscuridad sobre columnas de fuego abrasador. Jaeger escuchaba la red de
comunicaciones, con humor torvo.
—Aquí el Apolo, ahora no podemos abandonar el combate.
—Aquí el Glorioso, incapaz de llegar a tiempo a su posición.
Y así continuaban los mensajes, cada fragata de la flota estaba demasiado
ocupada o demasiado lejos para atacar a la roca que se aproximaba a toda velocidad.
En la plataforma de defensa que se encontraba enfrente de los Marauder, se produjo
otro destello, y otros seis cohetes salieron disparados hacia los bombarderos que se
acercaban. Jaeger cambió al comunicador interno.
—Dispersión uno-cuatro, cuando dé la orden —dijo con voz baja y brusca—.
Sólo tendremos tiempo para hacer una pasada. Quiero que la aprovechen bien.
Cuando la luz verde de un icono parpadeó sobre el panel que tenía a su lado,
Jaeger cambió de frecuencia para oír el mensaje entrante.
—Aquí el tecnosacerdote Adramaz, del Excelente —informó una vocecilla que no
le resultaba familiar—. Hemos explorado su objetivo y hemos determinado un punto
primario de detonación. Transmitiendo información. Parece ser algún tipo de fuente

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de energía, que podría destruir el objetivo si aciertan. De todas formas, si yo fuera
ustedes me alejaría a máxima velocidad, porque no estamos seguros de lo fuerte que
será la detonación resultante.
—Gracias, Adramaz —replicó Jaeger al mismo tiempo que se volvía para ver si
Berhandt había recibido la información.
El artillero asintió con la cabeza cuando recibió los datos de la situación del
reactor de la roca, y tras hacer que girara un botón y pulsar un interruptor, les
transmitió los datos a los demás Marauder. Berhandt hizo girar su asiento para coger
la palanca bifurcada de control que guiaba y disparaba los cañones láser montados en
el morro del Marauder. Un disparo podía perforar un codo o más de blindaje
reforzado y hacer pedazos la roca con igual facilidad.
—Los datos sugieren que no están protegidos contra fuego láser —dijo el artillero
a la vez que sonreía, ceñudo—. Un par de buenos disparos debería acabar con ellos.
—Jaeger volvió a abrir las comunicaciones con el resto del escuadrón.
—Usen sólo los cañones láser; guarden los misiles y bombas para el objetivo
principal.
—¿Qué quiere decir con «objetivo principal»? —preguntó la voz de Phrao antes
que nadie—. ¿No hemos venido a destruir esto?
—¡Esto no es más que algo accidental! —le espetó Jaeger—. Nuestro principal
objetivo está en el propio pecio.
—¿Está de broma? ¡Cinco Marauders van a causarle a esa bestia el mismo efecto
que un tábano cuando pica a un grox en el culo! —intervino Drake.
Jaeger apenas pudo reprimir un gruñido antes de abrir el canal de comunicación.
—Nosotros no damos las órdenes, sólo las obedecemos. Si tienes problemas con
eso, podemos solucionarlos cuando regresemos a la cubierta de vuelo. Tenemos
trabajo que hacer, así que conservemos la calma. Acabaremos con la Roca y luego
continuaremos hacia nuestro objetivo principal.
—¡Si llegamos tan lejos! —La voz de Phrao, incluso si se tomaba en cuenta el
siseo de la red de comunicación, era rasposa y amarga—. ¡Condenada suerte la del
Escuadrón Raptor!
—¡Silencio, todos ustedes! —les espetó Jaeger tras pulsar la runa de transmisión
—. Ahora escúchenme todos. Conocen su misión y todos han volado en misiones de
combate antes de ahora; así que no quiero oír más eso de «suerte del Escuadrón
Raptor». ¿Entendido?
Una serie de afirmaciones llegó a los oídos de Jaeger, y éste asintió para sí con un
gesto de cabeza. «La duda siembra la semilla del miedo —le había enseñado el abad
de la Escuela Progenium de Extu cuando él era joven—. Aplástala desde su
nacimiento o sufrirás el crecimiento de la herejía».
Al pasear la vista sobre los paneles de control, Jaeger vio que todos los sistemas

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estaban funcionando dentro de niveles aceptables. Todo estaba a punto. Inspiró en
profundidad con la mano posada sobre el comunicador. Tras expeler el aire, pulsó la
runa.
—Escuadrón Raptor, aquí el comandante de vuelo. —Jaeger hablaba con voz
deliberadamente serena, aunque en su interior el corazón le latía a toda velocidad y
podía sentir que la emoción del combate comenzaba a adueñarse de él. ¡Evasión y
ataque! ¡Evasión y ataque!
Una docena de pequeñas torretas giraron hasta la posición de disparo y lanzaron
un torrente de proyectiles en dirección a los Marauder que calaban hacia la Roca, con
los motores a plena potencia. Mientras maniobraba para esquivar aquella lluvia
mortal, cada piloto tuvo ocasión de demostrar su valía. Jerryll ocupaba la delantera,
seguido por Jaeger; detrás volaban los demás bombarderos. Desde su posición, Jaeger
tuvo la oportunidad de ver en acción al magnífico bombardero Marauder.
Eran enormes bestias metálicas que pesaban cada una más que tres tanques de
combate de gran envergadura juntos. Diseñados tanto para el combate espacial de
corta distancia como para las misiones dentro de la atmósfera, los Marauder
maniobraban con pequeñas turbinas vectoriales montadas sobre el fuselaje y las alas
cuando estaban en el espacio, y con un estatorreactor cuádruple cuando entraban en la
atmósfera de un planeta. Bautizados como «Grandes Bestias» por las tripulaciones de
vuelo, cada Marauder era una fortaleza volante. Los dos cañones automáticos
dorsales eran capaces de disparar una lluvia de fuego que podía perforar el blindaje
de los aviones enemigos y destrozar tripulación y motores, mientras que los pesados
bólters de cola podían disparar una docena de minimisiles por segundo a los
enemigos que los interceptaran, o alcanzar objetivos terrestres. En el morro estaban
situados los cañones láser para realizar disparos de precisión, y seis misiles Flail
colgaban de las alas, cada uno con una cabeza de plasma capaz de abrir un cráter de
quince metros de diámetro y rajar el casco blindado de una nave espacial. Para que
pudiera infligir una devastación aún mayor, el fuselaje del Marauder tenía también
incorporado un espacioso compartimento de bombas, que podía arrojar una carga
completa de explosivos y bombas incendiarias.
Mientras contemplaba el absoluto potencial destructivo de un solo Marauder,
Jaeger se encontró con que su fe en el Imperio se fortalecía. Los Adeptus Mecánicus
habían diseñado aquella pasmosa máquina de combate. La Escuela Progenium del
Ministorum le había dado una ferviente fe para servir al Emperador. La Armada
imperial le había enseñado cómo controlar aquella sanguinaria criatura de metal. Y
entonces estaba allí, una vez más, a punto de lanzar la ardiente justicia sobre las
cabezas de los enemigos del Emperador. Para Jaeger, no existía una sensación mejor.
A medida que el Escuadrón Raptor se acercaba a la Roca, la respuesta del
enemigo aumentó en ferocidad. Con una brusquedad que daba la vuelta al estómago,

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Jaeger sacó el avión del picado con que se lanzaba hacia la Roca y situó el morro del
Marauder a la altura del horizonte del pequeño asteroide. Un segundo antes había
estado volando en el espacio abierto, pero entonces tenía suelo debajo. Como
siempre, necesitó un par de segundos para vencer la desorientación, y mientras
realizaba varias inspiraciones profundas hizo que el Marauder entrara en una serie de
ascensos, picados y deslizamientos de ala para impedir que los artilleros enemigos
pudiesen hacer blanco en él. Proyectiles que los golpeaban de soslayo rebotaban
sobre el fuselaje blindado y llenaban el aire de tamborileos esporádicos. Un disparo
que les dio de pleno hizo que el avión se sacudiera, y las runas de alarma destellaron
en los tres paneles de control que cubrían todas las superficies de la carlinga. La voz
de Ferix sonó, alarmada, a través del comunicador.
—¡Rotura del blindaje! Comprobad los sellos de vacío y entonad el Tercer
Cántico de Protección, bendito sea Su nombre.
Jaeger realizó el proceso de comprobación y ajuste de su casco.
—Líbrame del vacío. Protégeme del éter. Guarda bien mi alma —murmuraba
para sí.
Los bombarderos ya casi tenían la Roca dentro de su radio de alcance; el fuego
había disminuido al quedar algunas de las torretas de cañones de la Roca lateralmente
cegadas por la masa de asteroides. Un sorpresivo estallido de fuego envolvió el avión
de Jerryll y le arrancó grandes fragmentos de metal. El avión de Phrao pasó a baja
altura mientras sus cañones láser hacían pedazos la torreta orka, tomando instantánea
venganza. Jaeger podía ver el enorme agujero abierto en el ala de estribor del
Marauder de Jerryll, que dejaba una estela de chispas al descargar su energía en el
vacío los cables cercenados.
—Raptor Tres, ¿cuál es su estado? —preguntó Jaeger con tono de urgencia.
—Perdidos controles de estribor, dominio inseguro. No creo que pueda continuar.
¿Permiso para abandonar?
—De acuerdo, Jerryll; sepárese y regrese a casa —respondió Jaeger con los
dientes apretados.
De pronto, los iconos de la red de comunicación destellaron indicando la entrada
de un mensaje prioritario.
—Aquí el almirante Veniston. No abandone, Raptor Tres: pase a retaguardia y
forme para atacar objetivo primario.
La respuesta de Jerryll llegó a través de un crepitar estático.
—¿Qué de…? Malditos controles… Orden recibida.
Jaeger observó cómo el Marauder que iba en cabeza ascendía y se apartaba de la
incursión de ataque. Moviendo la columna de control a derecha e izquierda, Jaeger
condujo su avión entre los proyectiles que volaban hacia él. Tras guiar al Marauder
por encima del borde de un empinado cráter, Jaeger vio por primera vez la

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construcción que albergaba al reactor: una tosca combinación de retorcidas tuberías y
relés de potencia. Berhandt profirió un gruñido cuando el generador de energía orko
quedó dentro del radio de alcance de su cañón láser, y los rayos de energía salieron
hacia la superficie de la Roca, de la que hicieron levantarse penachos de humo y
polvo. El cañón láser de Berhandt escupió otra andanada de fuego, que destrozó
metal y roca.
—¡Por la sangre del Emperador, he fallado! —imprecó Berhandt a la vez que les
propinaba un puñetazo a los controles del cañón láser.
Jaeger volvió la cabeza mientras hacía que el Marauder se alejase, y vio que el
bombardero de Phrao hacía su pasada. Cuando el avión descendía hacia el objetivo y
dejaba una estela de girantes pecios tras de sí, dos rayos de luz impactaron de pleno
en el reactor, convirtieron el blindaje del generador en una masa de metal fundido y
perforaron la cámara de plasma altamente inestable de su interior.
—¡Le hemos dado! —gritó Phrao con alegría—. ¡Aléjense!
A Jaeger le dolió el brazo izquierdo al tirar de la barra de control hacia atrás y a
derecha para hacer entrar al Marauder en un ascenso y giro. A través de las pantallas
laterales, Jaeger vio que en la Roca estallaban pequeñas erupciones cuando una
reacción en cadena se propagó desde el reactor hasta las torretas y las baterías de
cohetes. Tridentes de energía eléctrica comenzaron a elevarse por el espacio y el
reactor entró en fase de sobrecarga crítica. Una nube de gas estalló por toda la
superficie de la Roca, procedente de un tanque subterráneo, y lanzó esquirlas rocosas
que giraban peligrosamente cerca de los Marauder que venían detrás, antes de que el
gas fuese consumido por una columna de llamas azules. De los fundidos restos del
generador salió despedido plasma puro que sacó a la Roca de su trayectoria y la alejó,
girando, del pecio. Con una explosión que cegó momentáneamente al comandante de
vuelo, la Roca estalló en pedazos que salieron disparados en todas direcciones. Los
gritos victoriosos de la tripulación de Jaeger y los otros pilotos resonaron en sus
oídos.
—Con calma, Escuadrón Raptor; eso fue sólo el precalentamiento —los regañó
Jaeger—. Ahora vayamos por el verdadero objetivo. Entren en formación; Jerryll,
ocupe la retaguardia.
—Afirmativo —respondió Jerryl—. ¿Hacia dónde, ahora, señor?
—No estoy seguro —replicó Jaeger con lentitud al mismo tiempo que hacía una
mueca para sí—. Aún no hemos recibido toda la información del objetivo.
«Maldición —pensó—, todo el plan de esta misión es vago». Aquello comenzaba
a apestar, aunque aún no sabía bien a qué apestaba.
—Vamos a dejar una cosa en claro. —La voz de Phrao estaba cargada de
sarcasmo—. No sabemos qué vamos a atacar; sólo tenemos una hora límite para
llegar allí. ¿Es eso? ¿Simplemente nos metemos ahí, con toda tranquilidad, dejamos

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caer unas cuantas bombas, hacemos unos cuantos disparos y volvemos a casa? Por
alguna razón, no creo que vaya a ser tan fácil.
—¡Basta de charlas! —ordenó Jaeger, de humor torvo. Estaba de acuerdo con los
otros pilotos, pero que lo condenaran si iba a sembrar la duda acerca de las
capacidades de mando de Kaurl y Veniston cuando se encontraban en medio de una
misión.
Los Marauder continuaron adelante mientras el pecio iba haciéndose cada vez
más grande a través de las ventanillas de las carlingas. Su enorme silueta tapaba toda
una extensión de estrellas y parecía una sombra acechante que esperara para tragarse
a los Marauder, atrayéndolos hacia su perdición.

***
El capitán Kaurl tosió discretamente para atraer la atención del almirante. El oficial
superior apartó la vista del puesto de control y se volvió en redondo con una ceja
alzada de modo interrogativo.
—Nos encontramos en posición para iniciar la segunda ola de ataque, lord
Veniston.
El almirante se frotó una macilenta mejilla; tenía la mirada fija, aunque en nada
concreto.
—¿Señor? ¿Debemos proceder? —insistió Kaurl.
—Muy bien, Jacob —replicó Veniston con ojos de pedernal—. Lance el
Escuadrón Diablo. Proceda con el ataque sobre los propios motores.

***
Con los restos de la Roca dispersándose con lentitud detrás de ellos, los Marauder
continuaron hacia el pecio. Jaeger presionó una serie de runas situadas por encima de
su cabeza para activar una pantalla pequeña que se encontraba justo encima de la
cúpula de cristal delantera, y en la que apareció una imagen con interferencias de lo
que podía verse detrás del bombardero. El comandante de vuelo observó cómo el
Justicia Divina avanzaba hacia el pecio y sus pasmosos motores de plasma la
impulsaban sobre estelas de fuego de treinta kilómetros de largo. Las dos fragatas
supervivientes formaban ante el crucero, preparadas para defender su nave principal
contra las pocas naves orkas atacantes que quedaban.
Jaeger podía imaginar la conmoción reinante a bordo de la enorme nave de

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guerra, mientras las tripulaciones de artillería y torpedos corrían de un lado a otro
preparando sus armas para la acción. Imaginó las cubiertas de armamento bañadas de
rojo por la iluminación de combate, los artilleros que sudaban e imprecaban al
colocar las pesadas células de energía en su sitio o cargar bombas del tamaño de
bombarderos dentro de las toberas. En los compartimentos de torpedos, centenares de
hombres doblarían la espalda trabajando con las cadenas para desplazar gigantescos
proyectiles diez veces más grandes que un Marauder a lo largo de los carriles de
carga. En la sala de motores, los hombres sudarían abundantemente a causa del calor
de treinta reactores de plasma, tan intenso que traspasaba incluso sus escudos
térmicos y los trajes protectores de los tripulantes. No les envidiaba su profesión: era
un trabajo duro, que realizaban en condiciones de gran estrechez, a cambio de pocos
reconocimientos o recompensas. Además, los pilotos eran todos voluntarios, mientras
que muchos de los millares de hombres que se afanaban en las profundidades de las
naves de guerra eran delincuentes que cumplían condena al servicio del Emperador, o
simplemente hombres desafortunados, a los que habían pillado desprevenidos los
grupos de reclutamiento forzoso. «Y sin embargo —pensó—, todos sirven al
Emperador; cada uno a su manera». Recibirían los honores debidos cuando llegara el
momento, ya fuese en esa vida o en la otra.
Algo que sucedió en la periferia de su campo visual atrajo la atención de Jaeger;
pero antes de que tuviese tiempo de mirarlo directamente, Arafa estaba gritándole por
los auriculares.
—¡Entrando cazabombarderos orkos en vector de interceptación! Se acercan con
rapidez. ¿Dónde está nuestra condenada escolta de cazas?
Jaeger se puso a transmitir antes incluso de que Arafa hubiese acabado de hablar.
—¡Oficial del Tormenta! ¡Oficial del Flecha! —dijo con voz ronca por la
garganta repentinamente seca de miedo—. ¡Aquí el oficial del Raptor! ¡Necesitamos
cobertura; deprisa! ¡Tenemos… —Jaeger miró la pantalla que tenía ante sí— ocho
cazabombarderos entrantes!
—Bien, Jaeger —respondió de inmediato en comandante de los cazas—. Vamos
de camino. Oficial del Flecha fuera.
—¡Manténganse todos alerta! —ordenó Jaeger a través del comunicador del
escuadrón—. Artilleros, apunten a sus objetivos; cuidado con el fuego cruzado.
Formación cerrada. No los dejen meterse entre nosotros. Drake, usted es el que está
más alto; cubra los flancos ciegos.
Jaeger se obligó a serenarse, y aflojó la presión de las manos que ya tenían los
nudillos blancos sobre la barra de control. Mantuvo los ojos fijos en las líneas de luz
que señalaban la aproximación de los orkos. Había llegado el momento de confiar en
los artilleros.
Los orkos volaban describiendo giros y saltos mientras se acercaban al Escuadrón

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Raptor, rodeados por una nube de munición trazadora y destellos de rayos láser de las
armas de los Marauder que habían abierto fuego. Cada uno de los aviones enemigos
era diferente; habían sido construidos de cualquier manera con planchas metálicas
toscamente cortadas y curvadas, y eran impulsados entre las estrellas por motores de
tamaño excesivo, que dejaban tras de sí estelas multicolores. Cada uno estaba
decorado de manera distinta: algunos habían sido pintados a rayas de vivos colores
rojo y negro, o rojo y amarillo; otros estaban adornados por símbolos orkos que a
Jaeger le resultaban indescifrables; incluso los había que no eran más que un enredo
de dibujos dentados y colores vivos. Del morro de cada aparato sobresalían cañones
que disparaban, y de las alas, colgaban bombas y misiles.
Los Marauder volaban muy próximos entre sí, confiando en el fuego cerrado para
repeler el ataque, en lugar de esquivar a los aviones orkos, que eran mucho más
maniobrables. Los artilleros cubrían los puntos ciegos de los otros bombarderos e
intentaban mantener la muralla de fuego casi impermeable que necesitaban para
impedir que los cazabombarderos se les acercaran antes de que pudiesen llegar los
cazas del Justicia Divina.
—¡Le he dado a uno! —gritó Arick desde detrás de Jaeger en el momento en que
un cazabombardero orko estallaba en una ondulante nube de metralla y combustible
que se consumió con rapidez. Luego, los cazabombarderos los tuvieron dentro de su
radio de alcance, disparando contra el largo del avión de Drake y haciendo volar
esquirlas metálicas. Unas pocas ráfagas perdidas rebotaron contra el escudo que había
frente a Jaeger e hicieron que diera un respingo, pero el vidrio blindado resistió los
impactos. Cuando los enemigos pasaron por encima, los cañones dorsales del
Marauder giraron para seguirlos al mismo tiempo que disparaban salva tras salva
hacia la formación orka. A través del vidrio blindado de la izquierda, Jaeger vio que
uno de los cazabombarderos quedaba atrapado en un fuego cruzado de los artilleros
de Phrao y Drake. La carlinga del enemigo se partió, y esto hizo que saliera girando
descontroladamente hacia el Marauder averiado de Jerryll. Cuando el bombardero se
esforzaba por ponerse fuera de la trayectoria del orko derribado, su ala dañada se
torció hasta desprenderse del todo. Lanzándose fuera de la formación, el Marauder
comenzó a dar vueltas incontroladas y se halló, de pronto, en medio de un devastador
fuego cruzado de los orkos. Jaeger apartó la mirada, pero mentalmente podía
imaginar los cuerpos sin vida de los tripulantes que se alejaban flotando hacia las
estrellas.
Al haber perdido el fuego de cobertura de Jerryll, los cazabombarderos orkos
pudieron aproximarse al Escuadrón Raptor por retaguardia, describiendo ágiles
piruetas entre las andanadas de disparos de los artilleros de cola. La situación pintaba
muy mal: los orkos podían limitarse a derribarlos uno a uno, puesto que la formación
estaba desbaratada. Si los Marauder continuaban volando en línea recta hacia su

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objetivo, serían como blancos inmóviles y no sobrevivirían más de un par de minutos.
—¡Rompan formación y traben combate! —ordenó Jaeger—. Frake, Arafa,
describan un círculo y…
La orden de Jaeger fue interrumpida por un mensaje procedente del Justicia
Divina.
—Mantengan formación y continúen hacia objetivo principal sin dilación.
Jaeger se aferró a la barra de control para aquietar su creciente furia. ¿Acaso
Veniston estaba intentando deliberadamente que los mataran? Volvió a pulsar el botón
de comunicaciones.
—Aquí Jaeger. ¡Repito, rompan formación y derriben a esos malditos orkos, o ya
podemos olvidarnos de nuestro objetivo!
Cuando los Marauder se apartaban los unos de los otros, Jaeger hizo que su avión
describiese un círculo cerrado; la barra de control daba sacudidas entre sus manos.
Berhandt estaba inclinado sobre los controles de los cañones láser y clavaba los ojos
con atención a través del visor de disparo en busca de un blanco. Jaeger vio a un
cazabombardero que seguía de forma experta al Marauder de Drake, que volaba en
zigzag, e hizo descender su propio avión para situarlo sobre el cazabombardero orko
al mismo tiempo que echaba una mirada hacia Berhandt para ver si estaba preparado.
A los penetrantes rayos de los cañones láser del artillero, se les unieron los disparos
del de Arick, situado sobre ellos. Le cortaron la cola al cazabombardero, lo que lo
lanzó por el espacio, inutilizado, mientras de su fuselaje roto salían chispas.
Un repiqueteo de balas sobre el fuselaje atrajo la atención de Jaeger hacia la
izquierda, desde donde se le aproximaba otro cazabombardero enemigo que disparaba
sus cañones. Algo perforó el fuselaje justo detrás del comandante de vuelo, y éste oyó
un grito amortiguado a través del comunicador interno.
—¿Qué está pasando ahí atrás? ¿Saile? ¿Marte? —preguntó, y le respondió la voz
profunda de Marte.
—Un disparo directo a la cabeza, comandante. Saile está muerto.
Todo se sumió en el caos. Jaeger observaba cómo los Marauder describían rizos y
curvas para hacer el intento de quitarse de encima a los aviones orkos, mucho más
rápidos que ellos. El enemigo estaba por todas partes; los cazabombarderos hacían
rizos alrededor del escuadrón mientras les disparaban andanada tras andanada de
fuego de sus cañones. La voz de Arick llegó por el comunicador interno.
—¡Vamos, escoria! Eso, un poco más cerca… ¡Eso es! ¡Maldición, sólo le he
tocado un ala! ¡Ah!, ¿también tú quieres un poco? ¡Por el Emperador, que son
resbaladizas estas escorias…!
Jaeger hizo entrar a su Marauder en un picado de cabeza, y la masa del pecio orko
se deslizó por su campo de visión a través de la cúpula. Vio que el Marauder de
Drake era perseguido por un trío de cazabombarderos y comprendió que la primera

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ola de ataque había sido reforzada por nuevos aviones orkos. Al mirar el escáner de a
bordo, se dio cuenta de que los sensores del bombardero estaban dañados y no habían
detectado la llegada de los nuevos enemigos. El parpadeo de lucecitas de color ámbar
o rojas que se veían por todo el panel indicaba que casi todos los sistemas del avión
necesitaban ser reparados. Al mirar por encima del hombro, Jaeger vio que Ferix
andaba gateando de un lado a otro, rehaciendo cableados, sellando tuberías averiadas
y murmurando plegarias durante todo el tiempo.
Tras devolver su atención al exterior, observó con impotencia cómo una andanada
de fuego orko destrozaba la cola del Marauder de Drake, pero entonces, sin previo
aviso, el cazabombardero que estaba pegado a la cola de Drake estalló en
detonaciones de metal retorcido. Un momento más tarde, tres Thunderbolt imperiales
atravesaron la nube de gas ardiente con los motores a plena potencia. El comunicador
crepitó al activarse.
—Aquí el oficial del Flecha. Ya los tenemos. Continúen hacia su objetivo.
Con un bramido de alivio, Jaeger puso los motores a la máxima potencia y pulsó
la runa de transmisión del panel de comunicaciones.
—¡Justo a tiempo, Dextra! Que la suerte los acompañe y nos veremos a bordo.
Los cazas habían abierto una brecha en el escuadrón de cazabombarderos orkos,
con lo que dejaron la ruta despejada para que los bombarderos continuaran hacia su
destino. Jaeger realizó un deslizamiento de ala y giró para dirigirse hacia esa brecha;
tenía los ojos fijos en la enorme nave orka situada ante él.
—Escuadrón Raptor, aquí el oficial del Raptor —anunció Jaeger a través de la
frecuencia del escuadrón mientras intentaba mantener serena la voz a pesar de su
agitación y de que el corazón le latía con fuerza—. Síganme.
—Compruebe las conexiones de bombas y misiles —anunció Jaeger. Detrás de él,
Berhandt tocó un par de runas y frunció el entrecejo cuando éstas no se encendieron.
Con un gruñido, el artillero descargó un fuerte puñetazo sobre el panel y sonrió
alegremente cuando su rostro se bañó de luz verde. Miró a Jaeger y le hizo una señal
con el pulgar hacia arriba.
—Aquí el oficial del Raptor —transmitió Jaeger al escuadrón—. Prepárense para
bombardear objetivo primario.
Al llegarle una serie de afirmaciones a través del canal de comunicaciones, Jaeger
sonrió brevemente para sí. Habían salido adelante. No todos ellos, debía reconocerlo,
pero esperaba que tuviesen la esperanza de vengar las muertes de Saile, Jerryll y los
demás.
—Fíjense en el tamaño de esa bestia —dijo la pasmada voz de Arafa a través del
éter.
—Menos charla, hombres, permanezcan alerta —lo interrumpió Jaeger—. Hemos
llegado demasiado lejos para estropearlo ahora.

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A despecho de aquellas severas palabras, Jaeger podía comprender los
sentimientos del otro piloto. El pecio era realmente descomunal, e incluso
empequeñecía el mayestático tamaño del Justicia Divina. A medida que el escuadrón
se acercaba cada vez más y más al objetivo y el pecio aumentaba de tamaño ante sus
ojos, Jaeger pudo distinguir más detalles. Identificó dónde tres o quizá cuatro naves
estelares diferentes habían sido unidas formando excrecencias de metal retorcido, que
salían en ángulos grotescos; otros innumerables aparatos y asteroides habían sido
comprimidos en un conjunto por el espacio disforme para formar la masa central del
pecio que flotaba a la deriva. Parecía una gigantesca cuña de metal y roca, del tamaño
de una ciudad que pesara una incalculable cantidad de toneladas. Sólo el Emperador
sabía cómo se las arreglaban los orkos para poblar uno de aquellos colosos que
vagaban al azar por el espacio. El hecho de que pudieran hacerlo ya era bastante
malo, pero cuando los de piel verde conseguían activar motores dormidos o construir
sus propios e inmensos motores, convertían una amenaza incontrolable y errática en
una amenaza horrenda. El bulto de la nave orka rielaba a causa de las partículas
congeladas que estaban incrustadas en el casco. Ondulantes gases que escapaban por
portillas invisibles creaban una corona de niebla que se movía con lentitud en torno a
la circunferencia del enorme pecio. Tenía una especie de belleza salvaje: una
escultura ruinosa de metal torturado que, de algún modo, parecía hender el espacio
con elegancia.
Los pensamientos de Jaeger se endurecieron. Dentro de aquella cubierta grotesca
y enorme había millares, probablemente cientos de millares de orkos que esperaban
para devastar algún planeta; para asolar continentes en una ola de caprichosa
destrucción y asesinato. Recordó lo que le había sucedido al Castigo Imperial, e
imaginó el cuerpo de Saile dentro de la torreta sellada que se encontraba detrás de él.
De inmediato, desaparecieron de su mente todos los pensamientos de belleza. El
pecio constituía una amenaza para los dominios del Emperador; una mancha en la
galaxia. Su deber era destruirlo.
Tras comprobar los datos del objetivo que pasaban por una pequeña pantalla de
color amarillo mortecino situada justo por encima de su cabeza, Jaeger ladeó el
Marauder en dirección al pecio con el fin de situarse en la mejor trayectoria de
ataque.
—Escuadrón Raptor, aquí el oficial del Raptor —gruñó Jaeger mientras repasaba
mentalmente el plan de ataque—. Alabado sea el Emperador; ha llegado el momento.
Los Marauder volaron a toda velocidad sobre el caótico casco del pecio orko,
calando para pasar por debajo de grúas inutilizadas y girando en torno a columnas
retorcidas. Con los Marauder a tan poca distancia, las torretas de defensa tenían poco
tiempo para reaccionar ante su presencia, y lanzaban hacia lo alto inofensivas
descargas de energía y proyectiles que llegaban con algunos segundos de retraso.

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Jaeger comenzó a entonar el mantra que uniría su mente con el aparato que
controlaba. Confiaría sólo en el instinto en lugar de hacerlo en el pensamiento, para
que él y el avión actuaran y reaccionaran como una entidad única. Al sentir que su
mente se deslizaba hacia el estado de semiinconsciencia que necesitaba para estar
totalmente concentrado, Jaeger volvió la cabeza para ver a Berhandt inclinado sobre
la pantalla del sistema de puntería mientras sus dedos hacían girar de modo
inconsciente la hilera de botones situados debajo para corregir el foco y el aumento.
Mientras guiaba con una sola mano al Marauder que sobrevolaba la superficie del
pecio, Jaeger activó una serie de runas, y la cúpula que tenía delante se oscureció
ligeramente al interconectarse con los ojos y oídos artificiales del Marauder. Una
falsa imagen de contornos y siluetas se sobrepuso sobre el campo de visión a través
del escudo, y realzó obstáculos concretos, resaltando con marcado contraste los
retorcidos contornos y ángulos de la superficie de la nave para facilitar la navegación.
Allí y allá aparecían zonas de parásitos estáticos, o negras, donde los sensores del
Marauder estaban dañados o donde fluctuaba dentro de la propia nave alguna fuente
de energía que interfería con ellos.
Con Berhandt concentrado en las bombas y misiles, le correspondía a Jaeger
hacerse cargo del cañón láser. El comandante de vuelo alzó una mano y tiró de una
palanca. Con un repentino escape de vapor que se disipó rápidamente, los controles
del cañón láser se deslizaron hacia adelante desde el panel de control que estaba
situado junto a Berhandt, y cuatro abrazaderas los fijaron en su nueva posición junto
a Jaeger. El comandante de vuelo pulsó un par de botones en el panel de control con
la mano derecha para activar el cañón láser, mientras con la izquierda continuaba
guiando al Marauder en torno a los obstáculos que se alzaban ante él. La imagen de la
cúpula que tenía delante se llenó al instante de parásitos estáticos. Jaeger ajustó, de
inmediato, la batería de sensores del arma y sintonizó los falsos ojos del cañón láser;
en ese momento, una nube de puntos aleatorios se reunieron para formar iconos
móviles y realzar los posibles objetivos. La runa rojo sangre del objetivo primario
destacaba como un faro guía junto al que pasaba con rapidez una procesión de datos
de ángulos, blindaje estimado, trayectorias y otras informaciones.
—Escuadrón Raptor, informen de su estado actual —ordenó el comandante de
vuelo.
—Raptor Dos, cañón láser inutilizado, misiles y bombas a punto, y preparados
para disparar.
—Raptor Cuatro, todos los sistemas aceptables, por el Emperador.
—Raptor Cinco, todo con luz verde excepto los retros de cola. Cuesta pilotarlo,
pero estaremos bien.
—Bien, asuman vector de ataque primus, diamante estándar —ordenó Jaeger—.
No desperdiciemos esta oportunidad.

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Jaeger enlenteció la respiración al darse cuenta de que, a pesar de las oraciones,
comenzaba a sentirse agitado. Dentro de poco, pasarían sobre el dentado bulto de una
nave de carga estrellada, y tendrían a la vista el hasta entonces desconocido objetivo.
Comenzó a sonar un zumbido en los oídos de Jaeger a través del comunicador interno
cuando Berhandt despertó a los espíritus de los misiles autodirigidos y éstos se
pusieron a buscar su objetivo. En el momento en que el bombardero se aproximó más
al objetivo y los supervisores de los misiles fijaron su blanco, el zumbido se hizo aún
más agudo. Tras inclinar el morro del Marauder, Jaeger condujo al escuadrón por
encima del pecio del transporte de carga, y el objetivo sin identificar quedó
plenamente a la vista.
Como un rayo de cólera atroz, una bola de plasma de cien metros de diámetro
atravesó el Escuadrón Raptor y envolvió al Marauder de Arafa, del que sólo quedó
una nube de gas y glóbulos de plastiacero fundido. Al instante, Drake habló por el
comunicador.
—¡Por la sangre del Emperador! ¡Es una condenada batería de cañones! ¿Por qué
no nos dijeron que era un maldito cañón? ¿En qué diablos están pensando? ¿No
teníamos que atacar los motores?
Jaeger vio que era verdad: un inmenso par de armas, cada una con un cañón lo
bastante grande como para tragarse un Marauder, apuntaba directamente a los
bombarderos atacantes. Jaeger se estremeció de pavor al ver que las lecturas del
escáner mostraban un aumento de la energía que indicaba que iba a efectuarse otro
disparo.
—¡Asciendan! —gritó Jaeger a través de la frecuencia del escuadrón—. ¡Rompan
formación! ¡Dispárenle desde el otro lado!
Mientras hacía que su propio avión ascendiera en una línea casi vertical, rezó para
que los otros hubiesen reaccionado a tiempo, como si mediante su pura fuerza de
voluntad pudiese hacer que sus aviones se movieran con mayor rapidez, actuaran con
más presteza.
Cuando los Marauder se dispersaban, otra explosión volcánica de energía salió
despedida de los cañones, calcinando el segmento del espacio donde los bombarderos
habían estado segundos antes. Jaeger dio gracias al Emperador por guiarlo con tal
celeridad, pero en su interior maldecía a Veniston y a Kaurl con todas sus fuerzas.
¿Por qué no le habían dicho a Jaeger que el objetivo era una batería de cañones?
¿Cómo diablos pensaban que iba a planificar un ataque de manera apropiada si no
ponían en su conocimiento todos los peligros existentes? Tras ahogar su furia, Jaeger
le ordenó al escuadrón que volviera a iniciar la aproximación de ataque, y rezó en voz
baja para que la torreta no dispusiera de tiempo suficiente para desplazarse
lateralmente y efectuar otro disparo contra ellos. A aquella distancia, difícilmente
podría errar.

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Con agónica lentitud, la torreta comenzó a girar hacia los Marauder que se
acercaban. El mensaje «Infrahumanos detectados» destelló en color escarlata sobre la
ventanilla izquierda de la cúpula, y el zumbido de los misiles se transformó en un
chillido insoportable.
—¡Vuela, dulce venganza! —dijo Berhandt, citando las palabras que él mismo
escribía en cada misil cuando lo cargaban.
Una salva de fuego de los otros bombarderos se unió a la andanada de Berhandt,
una encrespada ola de muerte que voló hacia el objetivo dejando tras de sí estelas de
llamas que se transformaron con rapidez en lejanas chispas mientras los misiles
hendían el espacio hacia la torreta de cañones. Hicieron impacto con una mortal flor
de explosiones, y la pantalla mostró retorcidos trozos de metal que salían volando en
todas direcciones. Los escapes de gas se encendieron brevemente en actínicas fuentes
de luz cegadora.
La runa roja del objetivo continuaba activa en la pantalla de la cúpula, donde
brillaba con intensidad justo delante de los ojos de Jaeger. Con terror paralizante
comprendió que la torreta no había sido destruida y que estaba a punto de abrir fuego
una vez más.
—¡Cañones láser y bombas! —ordenó Jaeger mientras pulsaba el botón de
disparo de las armas de su propio avión, que escupieron una salva de rayos de
energía. Escombros y vapores encendidos estallaron por la superficie del pecio
mientras los rayos láser avanzaban hacia su objetivo, hasta que la torreta se convirtió
en el centro de una tormenta de rayos convergentes que procedían de los cuatro
Marauder. Un signo de advertencia comenzó a flotar ante Jaeger: la torreta estaba en
posición para disparar otra vez. Mentalmente, Jaeger podía imaginarse los enormes
cañones resplandecientes, con la energía contenida en su interior, esperando para
escupir destrucción y condenación.
Con un estallido que lanzó a Jaeger contra el respaldo del asiento, la torreta
explotó en una gigantesca niebla abrasadora de plasma blanco y ondulantes nubes de
vapor brillante de magnesio. Jaeger tiró hacia atrás de los controles para sacar al
Marauder del picado que lo llevaba hacia la superficie de la nave. De repente, la voz
de Drake asaltó sus oídos.
—He perdido el control, oficial del Raptor. No puedo ascender.
Jaeger observó cómo el Marauder de Drake se precipitaba debajo de él; giraba
hacia el casco de la nave orka mientras dejaba tras de sí una estela de chispas y
combustible en llamas, que salían de su cola dañada.
—Salgan —imploró Jaeger—. Corran a la cápsula de salvamento.
Profirió un suspiro de gran alivio al ver que la sección media del Marauder era
disparada hacia lo alto por los cohetes de emergencia; quedó lejos del pecio, girando
por el espacio.

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—Hemos perdido a Barnus y Cord. —La voz de Drake estaba ronca a causa de la
tristeza—. Tenían bloqueado el camino hacia la cápsula.
—Escuadrón Raptor, aquí Veniston. —La voz suave del almirante interrumpió la
charla—. Excelente trabajo, muchachos. Ya pueden regresar.
Jaeger frunció el entrecejo para sí, confuso. ¿Cómo diablos podía ayudar al
Justicia Divina la destrucción de una sola torreta en el enfrentamiento con aquel
monstruo? Mientras se enfurecía, la respuesta apareció en la pantalla, mucho más
lejos, al otro lado de la parte posterior del pecio. Otro grupo de Marauder avanzaba
hacia los motores del monstruo: los bombarderos del Escuadrón Diablo. La voz de
Phrao siseó con amargura a través del comunicador.
Ya puede apostar por esos condenados del Escuadrón Diablo. Nosotros somos los
que sangramos, y ellos los que se llevan la gloria.
—Esta vez no, Phrao —respondió Jaeger—. Forme junto a mi ala. Echémosles
una mano a los del Escuadrón Diablo.
—Recibido, oficial del Raptor —replicó alegremente Phrao.

***
Cuando las bombas y misiles del Escuadrón Diablo estallaron sobre los enormes
motores del pecio, los dos Marauder supervivientes del Escuadrón Raptor pasaron en
vuelo rasante y dispararon con los cañones láser contra los puntos débiles del
blindaje; perforaron los escudos abollados y las planchas torcidas. Al cabo de poco
rato, ardían una docena de incendios, y los motores se rasgaron con una arremolinada
nube de materia recalentada. Las explosiones florecían, sobre toda en aquella sección
del pecio, y uno a uno los gigantescos motores estelares perdieron potencia y se
apagaron, lo que dejó al pecio flotando a la deriva y sin control. Cuando los Marauder
regresaban a toda velocidad hacia el Justicia Divina, el crucero se lanzaba
victoriosamente a completar la matanza. Una ola tras otra de torpedos atravesaron el
espacio, y Jaeger ajustó la pantalla de visión trasera para ver cómo las cabezas de
plasma abrían enormes agujeros en el casco acorazado del pecio. Las baterías de
cañones explotaban por toda la nave orka como brillantes puntos de luz. Comenzaron
a arder incendios en la sección media de la nave orka, y se convirtieron en
abrasadores infiernos cuando la atmósfera del interior comenzó a salir cada vez con
mayor presión.
Mientras se preparaba para aterrizar, Jaeger le echó una última mirada al pecio.
Incapaz de maniobrar sin los motores principales, e impotente para resistir ante el
crucero imperial que lo atacaba por detrás, el pecio se deterioraba con lentitud. Una
salva tras otra de la artillería del Justicia Divina hacían impacto contra el pecio, y le

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arrancaban grandes trozos de cada flanco. Los obsoletos reactores de las
profundidades de la nave orka comenzaron a sobrecargarse y abrir con sus
detonaciones enormes agujeros desde el interior. Luego el bombardero entró en las
sombras del Justicia Divina, y el pecio quedó fuera de la vista.
Ya limpio y con su uniforme de paseo, Jaeger se apresuró a llegar a la sala de
reuniones. Al entrar, el almirante estaba escuchando el informe de los miembros del
Escuadrón Diablo. Kaurl también se encontraba presente, de pie y en silencio, detrás
del almirante, con el rostro tan inexpresivo como una máscara. Jaeger escuchó las
alabanzas de Veniston por la participación del Escuadrón Diablo en la victoria del
día, y lo que oyó le dio dentera.
—Y puedo decir, sin lugar a dudas, que la totalidad de la misión ha sido un éxito
—declaró el almirante—, y que estoy contento de que se haya logrado con unas
pérdidas aceptables.
Aquello era demasiado. Jaeger avanzó hasta el centro de la sala de reuniones;
ardía de furia. Ya había pasado por demasiadas cosas sin necesidad de estar ahí
escuchando mientras el almirante elogiaba la conducta del Escuadrón Diablo y decía
que las bajas del Raptor sencillamente carecían de importancia.
—¿Pérdidas aceptables? —preguntó Jaeger con los ojos en llamas—. ¿Qué
demonios quiere decir con «pérdidas aceptables»? ¡He perdido a quince buenos
hombres en esta misión, mientras esos niños voladores estaban sentaditos sobre sus
traseros bien cuidados esperando las órdenes! Si nos hubiese enviado ahí afuera a
todos juntos, podríamos habernos defendido mejor. Condenación; ni siquiera nos dijo
cuál era el objetivo, ¿verdad?
Veniston y Kaurl contemplaron a Jaeger con la incredulidad propia de oficiales
superiores, lo que alimentó aún más la furia del comandante de vuelo.
—Por supuesto —le espetó con una voz que descendió hasta un susurro ronco—,
nosotros no somos más que el Escuadrón Raptor; en realidad, no contamos para nada,
¿verdad? ¡Bueno, pues lamento que no estemos emparentados, almirante, pero mi
vida vale para el Emperador tanto como la de sus propios parientes!
—¿Qué significa todo esto, comandante de vuelo? —le espetó el capitán, fuera de
sí, con el rostro torvo—. ¡Cómo se atreve a hablarle así a un oficial superior! ¡Hagan
llamar al oficial de guardia! ¡Que lleve al comandante Jaeger, de inmediato, a un
calabozo!
Jaeger apretó la boca con un gruñido, y se encolerizó con impotente furia. Sin una
sola palabra o mirada, Veniston salió de la sala al mismo tiempo que hacía caso
omiso de la gélida mirada que le lanzó Jaeger al pasar. Jaeger sintió que lo cogían por
un brazo justo debajo del codo, y entonces se volvió con brusquedad. El teniente
Strand se encontraba junto a él, flanqueado por dos guardias.
—Tenemos orden de llevarlo abajo, señor Jaeger —dijo con expresión impasible.

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Jaeger asintió con aturdimiento y los siguió fuera de la sala de reuniones. Pasado
un momento, el capitán Kaurl le dio alcance al grupo y despidió a los guardias con un
gesto de la mano.
—Ha ido demasiado lejos, Jacques —comenzó Kaurl con voz suave a la vez que
miraba al comandante de vuelo a los ojos—. Si no tiene respeto, no tiene nada.
Kaurl condujo al piloto al interior de uno de los hangares secundarios. Dentro
estaban los ataúdes de los muertos que aguardaban para ser lanzados al espacio
durante la ceremonia fúnebre que se celebraría esa noche. Sobre cada uno había una
placa grabada con el nombre, incluso en el caso de aquellos que no tenían un cadáver
dentro: artillero Saile, Escuadrón Raptor; artillero Barnus, Escuadrón Raptor; artillero
Cord, Escuadrón Raptor. La hilera continuaba y continuaba.
Había veintiún ataúdes en total. Cuando Jaeger leyó la placa del número dieciséis,
retrocedió con paso tambaleante a causa de la conmoción. Decía: «comandante de
vuelo Raf, Escuadrón Diablo». Se volvió a mirar a Kaurl con el entrecejo fruncido
por la confusión.
—Yo…, yo no… —tartamudeó Jaeger, y no pudo decir nada más. Se le había
pasado el enojo y se sentía vacío.
—El ataque del Escuadrón Diablo no fue la misión sencilla que usted cree —
explicó el capitán con voz tensa—. Tuvieron que abrirse paso entre varias naves de
ataque orkas y los cazabombarderos que andaban por ahí. Raf resultó muerto cuando
guiaba su avión hacia los motores de una de las naves de ataque orkas que impedían
la aproximación del Justicia Divina. Se sacrificó a sabiendas por la conclusión de
esta misión, y usted hará bien en recordarlo con orgullo.
Kaurl se interpuso entre Jaeger y el ataúd, y obligó al comandante de vuelo a
mirarlo.
—Fui yo quien trazó el plan de ataque contra los motores, no el almirante —
continuó el capitán, implacable—. Fui yo quien decidió que eran necesarios dos
frentes: primero el del Escuadrón Raptor, para silenciar los cañones de defensa de los
motores detectados por el escáner de los Mecánicus, y luego el Escuadrón Diablo,
para rematar la misión. Si hubiesen ido todos juntos, ¿habrían tenido más
probabilidades de éxito? ¿Diez Marauder habrían tenido una oportunidad mejor de
destruir esa batería? No, no conteste. Sabe que lo que digo es verdad.
»Había dos objetivos diferentes que requerían dos misiones. No podíamos
arriesgarnos a que los orkos repararan la torreta de cañones mientras los Marauder
regresaban a bordo para repostar y rearmarse. Había que hacerlo como se hizo. Y
permítame que le asegure que ninguno de los dos escuadrones lo tuvo
particularmente fácil. Y la razón por la que no le dije que era una batería fue para
asegurarme de que no se preocupara. Vamos, sea honrado: si hubiese sabido que era
una gigantesca batería de cañones, ¿habría actuado con tanta seguridad?

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Jaeger consideró los argumentos del capitán, y halló lógica en ellos, pero eso no
cambiaba el hecho de que los hubiesen enviado a una situación cuyos riesgos no
conocían plenamente.
—Acabar con una batería de cañones gigantes no es tan sencillo como atacar las
defensas de un motor, señor —protestó Jaeger.
—Yo sabía que sería difícil y que algunos hombres morirían —le dijo el capitán a
Jaeger, y sus ojos demostraban que comprendía los sentimientos del comandante de
vuelo. Mientras hablaba, Kaurl condujo a Jaeger al exterior del hangar, y ambos
continuaron caminando hacia los calabozos—. ¿Cree que cada vez que ordeno un
ataque no tomo en consideración las vidas de mis hombres? Contaron ustedes con el
apoyo de los Thunderbolt para ese segundo ataque de los cazabombarderos. ¿Por qué
cree que tardaron tanto en llegar? Se suponía que debían escoltar al Escuadrón
Diablo. Yo no firmé sentencias de muerte para su tripulación; le di una oportunidad
de ponerse a prueba, de demostrar lo que realmente es capaz de hacer el Escuadrón
Raptor. Lord Veniston tuvo la posibilidad de anular mis órdenes cuando supo que su
sobrino iba hacia una misión tan peligrosa como la de ustedes, pero no lo hizo.
—¿Y por qué demonios no lo hizo? —preguntó Jaeger al mismo tiempo que
sacudía una mano—. ¿Qué diablos significa para él el Escuadrón Raptor? Raf estaba
en el Diablo, así que seguramente había depositado su lealtad en ellos.
—Yo no soy quién para responder a eso. Dejando ese asunto a un lado, sé que el
almirante tenía tantas ganas como yo de ofrecerle a su escuadrón una posibilidad de
obtener gloria. Sin el esfuerzo de ustedes, el Escuadrón Diablo habría sido aniquilado
por los cañones orkos, y después de eso el Justicia Divina se habría encontrado ante
un enemigo en perfectas condiciones operacionales, en lugar de ante un blanco
inutilizado. Todos se dan cuenta de eso…, incluido lord Veniston.
Mientras hablaban, Kaurl condujo a Jaeger al interior de la zona de detención,
donde aguardaba lord Veniston en silencio. Jaeger miró al almirante, y por primera
vez se dio cuenta del dolor y la angustia que debía sentir.
—Ahora puede dejar al prisionero a mi cuidado, capitán —dijo el almirante
mirando a Jaeger a los ojos por primera vez. A primera vista, Veniston parecía tan
calmo y sosegado como siempre, y sólo la contracción esporádica de un párpado o un
labio delataba las emociones que podría estar experimentando por la muerte de su
sobrino.
Cuando Kaurl inclinó la cabeza y salió, Veniston se acercó a Jaeger y posó una
mano amable sobre uno de sus hombros.
—Mientras esté aquí dentro, piense en lo que ha sucedido hoy. —La voz del
almirante era queda, pero firme. Hablaba con años de autoridad, y por primera vez
desde su llegada al Justicia Divina, Jaeger pudo oír lo que tenía que decir el
almirante.

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—Su entusiasmo y dedicación son encomiables —estaba diciendo el oficial
superior—. Pero debe usted ampliar su perspectiva y confiar en sus superiores.
Siempre recuerde esto: la causa justifica el sacrificio. Ninguna de las misiones en las
que he volado o que he comandado en nombre del Emperador fue jamás inútil, y
mientras yo retenga mis facultades mentales, las cosas continuarán siendo así.
Jaeger no sabía qué decir. Tenía la mente enturbiada por el agotamiento posterior
a la batalla, y sus pensamientos giraban intentando extraer algún sentido de la
inesperada secuencia de acontecimientos que había seguido a su explosión
temperamental en la sala de reuniones.
—Pensaré en eso, señor —consiguió murmurar.
—Asegúrese de que así sea, muchacho —dijo el almirante.
Con un apresurado gesto de una mano, Veniston les indicó a los dos centinelas
presentes que condujeran a Jaeger al interior de una celda pequeña y desnuda.
Cuando la gruesa puerta de acero se cerraba tras él con un resonante golpe
metálico, los pensamientos de Jaeger estaban agitados. Se sentó sobre el pequeño
camastro y apoyó la cabeza en las manos. ¿Qué había querido decir Veniston con
aquello de «ninguna de las misiones en las que he volado»?
Su mente no lograba apartarse de un detalle apenas atisbado en el momento en
que el almirante le quitaba la mano del hombro. Jaeger había mirado los guanteletes
negros, parte del uniforme de comandante de vuelo que exigía el reglamento.
Veniston también llevaba guantes negros, cada uno con una pequeña insignia.
Resaltada en delicado hilo de oro sobre los guantes de Veniston, había un águila
rampante, inconfundible símbolo del Escuadrón Raptor.

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TENEBRAE
MARK BRENDAN

Las líneas de resplandor gris rojizo que se filtraban entre los remolinos formados en
la capa de desechos atmosféricos anunciaban el inicio del alba sobre la capital de
Tenebrae. La ciudad, conocida como Wormwood, se había erguido durante los
últimos cincuenta años del siglo septingentésimo del milenio cuadragésimo primero.
En ese momento, Wormwood estaba agonizando. Los gritos de los hombres se
mezclaban con el galimatías de los demonios y el atronar de las armas. Perturbadas
por la disformadora influencia de los portales del Caos que se abrían para dar acceso
a criaturas que no tenían lugar legítimo en el mundo material, las nubes que se
formaban sobre la ciudad descargaban periódicas lluvias de sangre, y a veces de
sapos, sobre las calles sembradas de muerte.
El anciano caminaba con prisa nada propia de él a través de los salones de altas
cúpulas y senderos de la fortaleza del Adeptus Arbites, situada en la plaza central de
Wormwood, devastada por la guerra. El gobernador Dañe Cortez pensaba que el
pandemóniun que reinaba dentro de la construcción era casi tan angustiante como el
caos del exterior. A pesar de ser un hombre viejo, se movía con autoridad. Sus rasgos
aguileños, unidos al resplandeciente ropón de su cargo, que ondulaba tras de él, le
conferían un aire poderoso y místico. Aquélla era una actitud que había practicado
mucho, le proporcionaba una fachada de fortaleza a un hombre cuyo interior estaba
quebrantado y era presa de enormes turbaciones.
En torno a Cortez, los súbditos de su planeta, sus protegidos, caían presas del
pánico y huían ante los impíos invasores. Incluso en ese preciso momento, dentro de
aquel edificio, los arbites luchaban para organizar la evacuación de civiles desde una
pista de aterrizaje muy bien defendida, situada sobre el terrado del enorme edificio.
Aquel capítulo final de su catástrofe personal era casi excesivo para que pudiese
soportarlo el envejecido corazón de Cortez, pero sabía que debía presentar una
apariencia fuerte ante la adversidad si quería que los supervivientes contasen con

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alguna esperanza.
Al atravesar el salón en el que había asumido el cargo, los agitados ciudadanos de
Tenebrae abrieron un pasillo para que pasase el gobernador Cortez.
«Asombroso —pensó—. Incluso en el momento de mi mayor fracaso, ellos
continúan tratándome con deferencia».
Detrás de él, siempre a dos pasos de distancia, avanzaba su vulpino consejero
Frane. El llorón desgraciado balbuceaba un continuo torrente de adulaciones y
untuosas tonterías de las que el gobernador había aprendido a hacer un cortés caso
omiso desde hacía mucho tiempo. Cuando pasaban bajo otro arco ciclópeo en su
recorrido hacia el ascensor que llevaba directamente a la fortificada sala de mando,
una conmoción atrajo la atención de Cortez en el ornamentado pasillo. Un joven se
las había arreglado para arrebatar una pistola bólter de la funda de uno de los arbites
de rostro severo, y antes de que los guardias de seguridad pudiesen detenerlo, disparó
contra su esposa y el hijo bebé de ambos, derribándolos donde estaban, con el
semblante blanco de terror. Cuando los hombres de la ley caían sobre el desdichado
con las porras de energía, él aprovechó el espacio que había quedado libre a su
alrededor para volver el arma contra sí mismo. El pecho del hombre estalló en una
fina niebla de color rojo cuando disparó los minimisiles explosivos dentro de su
propio torso.
Cortez cerró las puertas del ascensor ante aquella escena de carnicería, y sintió
que su chispa interior se amortecía un poco más. El ascensor antiguo se estremeció y
comenzó el rápido ascenso.
—Otra estirpe de herejes exterminada, alabado sea el Emperador —observó Frane
con lo que él obviamente consideraba su estilo de máxima superioridad.
Los dos guardias pesadamente armados del interior del ascensor mantuvieron su
estoicismo de estatua. Cortez contempló a Frane con abierta aversión, a la vez que
esperaba con total sinceridad que aquel insidioso hombre no confundiera su expresión
con una muestra de desprecio hacia aquellas pobres personas que en ese momento
yacían muertas; muertas a causa de la autocomplacencia de sus superiores. «Debido a
su propia autocomplacencia», se corrigió mentalmente Cortez.
Al llegar a la seguridad relativa de la sala de mando, Cortez les ordenó a Frane y
a los guardias que se unieran a la evacuación del resto de ciudadanos. Él se quedaría
allí para poner en orden sus asuntos. Frane protestó —«justo lo suficiente para
librarse de futuras reclamaciones», advirtió Cortez—, pero su superior lo hizo callar
de modo sumario. Así pues, también él se unió, ansioso, a la evacuación de la
acobardada Administración de Wormwood, y por fin dejó al gobernador librado a sus
propios consejos.
La sala de mando era espaciosa, y Cortez reparó, de modo abstracto, en que los
generadores estaban funcionando; de momento, al menos. Unas brillantes listas de

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iluminación proyectaban resplandor artificial y estéril desde la pulidas superficies
blancas de los apliques de las paredes. Dañe Cortez avanzó con lentitud hacia la
amplia ventana para observar el horror que se desplegaba afuera. El Caos y la herejía
se tragaba su hogar ante sus propios ojos. Cortez se dio cuenta de que debía presentar
un aspecto desamparado, observando pensativamente desde su aguilera, e intentó con
desesperación mantener su porte alto y digno a pesar de los terribles acontecimientos
que le habían sobrevenido.
Había hecho el servicio militar y había alcanzado el elevado rango de
comandante; había luchado en un centenar de planetas de una docena de sistemas
solares. Pero con el tiempo se había hartado de la guerra, y en los últimos años de su
carrera militar, había comprendido que necesitaba un poco de paz con el fin de
descubrirse a sí mismo. Para entonces, su influencia no era precisamente
despreciable, así que había tirado de algunos hilos, y surgió el nombre de Tenebrae.
¡Tenebrae! El planeta, en aquel momento, le había parecido ideal, y Cortez había
pensado que, si se aseguraba el puesto de gobernador, resolvería todos sus problemas.
De pie ante la impresionante ventana, se echó a reír con ironía de sí mismo. A fin de
cuentas, no había nadie que pudiese oírlo.
En las calles de allá abajo, el horrible siseo y crepitar de los cuerpos asados por el
plasma se mezclaba con los alaridos de los heridos para enseñarle al hombre de lo
alto cuál era el significado de la palabra miedo. Muy por encima de las calles, una
fría e insana cadena de pensamientos inundó, con incómoda claridad, la mente del
gobernador de Tenebrae.
»Tal vez no hay escapatoria —pensó mientras tironeaba con gesto ausente del
rico brocado de su ropón—. La vida misma es miedo, el universo es miedo, y la
vitalidad misma no es más que una energía enfermiza, alimentada por el jubiloso
alivio de que sea el otro quien haya muerto y no uno mismo». Las lágrimas rodaron
por las mejillas arrasadas por el dolor de un hombre viejo y quebrantado. «¿Acaso el
miedo a la muerte es el único júbilo de la vida?»
Conmocionado por sus propios pensamientos, Cortez se sintió extrañamente
avergonzado ante esas oscuras revelaciones, puesto que aún era un hombre con
antecedentes militares y todavía le resultaba difícil rendirse al miedo.
—¡Ahora soy de verdad un hombre solo, ya lo creo, y asustado! —murmuró, y el
terror se agitó dentro de su corazón.
Mientras las explosiones estremecían el edificio y los alaridos de muertos y
agonizantes atravesaban, incluso, las ventanas reforzadas de la sala, el gobernador
permanecía inmóvil. Los ojos de Cortez continuaban mirando, pero su angustiada
mente estaba perdida en pensamientos distantes, intentando extraer algún consuelo de
los recuerdos.
Su mente se remontó a través de los años, hasta sus primeros tratos con Tenebrae.

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«Una señora cruel, y dada a la traición como mínimo», susurró mientras su mente
continuaba retrocediendo. Evocó aquellos primeros documentos impresionantes,
aquellos expedientes que estudió con ahínco en preparación de su nombramiento
como gobernador y jefe supremo. Incluso entonces, aún podía recitar el texto que
para él se había transformado en una letanía frívola, vacía de cualquier significado
que no fuese el consuelo aportado por la repetición de palabras familiares.
«Tenebrae: a cuarenta y cinco años luz de Fenris, antiguo baluarte del Capítulo
Lobos Espaciales. Tenebrae: en el sistema solar Prometeo Tenebrae: el planeta de la
oscuridad eterna».
Cortez se aferró a la barandilla quitamiedos de la ventana cuando el terror lo
invadió hasta producirle vértigo. En verdad, él sabía que Tenebrae no era nada más
que un mundo que jamás debería haber albergado vida alguna. Tal vez con el
mismísimo acto de colonizar aquel planeta, el Imperio había violado áreas que
hubiese sido mejor dejar intactas. Sin desearlo, las palabras fluyeron de sus labios
cómo un murmullo sibilante.
—Tenebrae: mundo situado a doscientos noventa millones de kilómetros de
Prometeo, supergigante de clase A que arde con una brillantez diez mil veces superior
a la del Sol, la estrella que generó la vida en la propia Tierra.
»Tenebrae: en algún momento de su pasado perdido en los eones, un milagro
aconteció sobre las calcinadas rocas del planeta. Un meteoro se estrelló contra ellas y
levantó una gruesa capa de cenizas y vapor que quedó suspendida en la fina
atmósfera de Tenebrae.
»Tenebrae: protegida por una delicado manto de espesas nubes de ceniza de las
peores radiaciones destructivas de Prometeo.
»Tenebrae: quedaron establecidas las condiciones para que se formaran océanos y
el teatro de la vida ofreciese sus primeras funciones.
Cortez se pasó una mano temblorosa por la frente pálida cubierta de sudor.
Aquellas palabras no le proporcionaban consuelo alguno; ninguno, en absoluto.
—Tal vez fue siempre una trampa y la mano del Caos guio incluso a aquel
meteorito casual.
El anciano gobernador se apartó de la ventana con paso tambaleante y la mente
sumida en un torbellino. Por instinto, buscó solaz en su enorme escritorio y las manos
se pusieron a remover de modo automático la mescolanza de papeles que había en los
cajones, mientras su mente giraba a través de planos incontrolables. En sus labios
apareció una pálida sonrisa ante la abundancia de datos de agricultura que tenía ante
sí: diez años de investigaciones, entonces por completo irrelevantes; sólo recuerdos
de tiempos mejores.
Cortez rebuscó entre los expedientes de los científicos colonos, y leyó como si
fuese por primera vez los escritos acerca de los gusanos parecidos a las babosas, sin

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ojos, que se arrastraban por las inmundicias anaeróbicas de las costas de Tenebrae;
criaturas que constituían el máximo escalón evolutivo del planeta en ausencia de la
luz solar.
Mientras el plasma lamía vorazmente las paredes de su bastión, Cortez recorría
con ojos ausentes los largos informes sobre árboles de algas sulfurosas que crecían en
charcos de marea, bañadas por su propia luz leprosa.
El jefe supremo del planeta jugaba con su ornado abrecartas. Consideraba que, en
verdad, para ser un mundo tan monótono y deslucido, la señora Tenebrae había
demostrado albergar peligros terribles para los incautos. Se preguntó, y no por
primera vez, si la proximidad del Ojo del Terror, abominable portal que conducía al
corazón del Caos, habría sellado la suerte del planeta. ¿Era eso lo que le habían
susurrado las numerosas tentaciones y terrores en sus sueños? ¿Y habrían estado
aquellas pesadillas establecidas desde hacía mucho tiempo en los corazones de los
abatidos habitantes del planeta de eterna oscuridad, cuando él asumió el puesto de
gobernador?
Una explosión sacudió el palacio, y un ornamento de vidrio que en otros tiempos
había sido valioso cayó del plinto donde se erguía y se deshizo en incontables
fragmentos. Cortez apenas si se encogió de hombros cuando la andanada de esquirlas
afiladas como navajas hizo que aparecieran gotitas color escarlata en su frente.
—Sí —murmuró—, ya había vendido su alma mucho antes de que yo llegara.
En el exterior se inició un golpeteo colosal y rítmico contra el suelo. La atención
del gobernador se vio apartada de sus evocaciones, y el hombre regresó con rapidez a
la ventana para ver qué nuevo horror tenía lugar en las calles de allá abajo. El titán
clase Emperador de Tenebrae pasó caminando pesadamente ante la ventana del
refugio de Cortez, con pasos largos que pasaban fácilmente por encima de los
edificios más pequeños.
—¡Prosperitus Lux! —bufó Cortez con tono irónico.
Era típico bautizar así a semejantes máquinas de guerra en un mundo recién
colonizado, pues las esperanzas e ilusiones del pueblo al que debía defender se
reflejaban en su nombre. El Prosperitus Lux no había sido sacado a la calle con la
rapidez suficiente como para resultar eficaz contra la invasión, y consecuentemente
había fracasado en su capacidad defensiva. Entonces, sin duda, debería caer junto con
el resto del planeta.
—¡Como sucede con todo lo demás en esta penosa situación —gimió Cortez—,
es a mí y a mi propia indecisión a quien hay que culpar!
Mientras el problema aún era un asunto civil de herejes y descontentos que
alborotaban por las calles de Wormwood, Corte/ se mostró reacio a hacer que
interviniera la guardia. Prefería, en cambio, dejar ese tipo de asuntos en manos de los
arbites.

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—¡Idiota! ¡Ciego, estúpido idiota!
Mientras se maldecía por imbécil, Cortez llegó a la más amarga conclusión: su
ineficaz gobierno era la causa primera de aquella derrota.
Con ojos abiertos de par en par a causa de la desesperación, contempló cómo la
forma grande y pesada se alejaba ante él, a la vez que intentaba negar las evidencias
que veía. El titán estaba en mal estado y de su casco salían llamas. También
escapaban esporádicas nubes verdosas de plasma, y Cortez sabía que eso indicaba
una catastrófica ruptura del reactor. Desde su ventana fortificada, el gobernador pudo
ver las diminutas caras de los orgullosos tripulantes que pasaban ante él y cuyos
labios se movían al recitar parte de una plegaria: «… líbranos del miedo y de la
angustia». Sabía que la máquina estaba condenada junto con todas las almas que se
encontraban a bordo.
—¡Condenada como mi planeta! —gimió en voz alta.
Al menos reconocía que aquella situación era culpa suya, del gran gobernador
Dañe Cortez, y al final la responsabilidad había resultado excesiva.
Incluso entonces, ante la más absoluta derrota a manos de criaturas disformes
procedentes del mismísimo abismo, Cortez no pudo contener el torrente de odiosos
recuerdos que asaltaba su mente. En medio de los papeles que cubrían su escritorio,
los tristes ojos de Cortez se posaron sobre el informe del Adeptus Arbites; no le había
hecho caso en mucho tiempo, pero versaba sobre actividades de culto. Los increíbles
informes sobre adoradores del Caos que con tanta presteza habían pasado de ser un
par de incidentes aislados en las tierras desérticas a convertirse en una rebelión hereje
generalizada lo contemplaban desde el papel como innegable prueba de su inacción.
—¡Las señales estaban todas aquí, todas aquí! —gimoteó, desparramando por el
suelo los informes que había sobre el escritorio, con un amplio gesto de la mano.
En lo más secreto de su corazón, Cortez sabía desde hacía mucho que Tenebrae
engendraba una cierta disolución de los sentidos. Había percibido la lasitud del
espíritu dejada por formas de vida tan sofisticadas como la búsqueda de sensaciones
de los seres humanos. «Tal vez —suponía Cortez—, un entorno biológicamente tan
primitivo como éste resulta en un clima espiritual correspondientemente
subdesarrollado».
Cualquiera que fuese la razón, el paso de los años como gobernador de Tenebrae
había visto cómo su adoración del Emperador caía cada vez más y más en una
abstracción carente de significado, y cómo los susurros del Ojo del Terror se volvían
cada vez más estridentes. Entonces se avecinaba su fin, y Cortez podía ver con total
claridad por qué había sucedido todo aquello. Le proporcionaba un cierto consuelo
saber que no podría haber hecho nada para evitarlo; pero eso no lo excusaba de sus
responsabilidades.
Cortez estaba seguro de que, a los ojos de la humanidad, se lo consideraría

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culpable, tal vez incluso cómplice, del desastre que había caído sobre el planeta.
—Ellos fabricarán sus propias excusas —gimió Cortez, que no ignoraba que en
todos los rincones de la galaxia los poderes del Imperio crearían, sin duda, sus
propias notas desfavorables que explicaran por qué él no había emprendido el curso
de acción obvio y legítimo. Es decir, por qué no había llamado a la Inquisición.
»¡Hereje Cortez! —gimoteó—. ¡Cortez, esclavo del Caos!
Se torturaba con semejantes pensamientos acerca de cómo lo consideraría la
historia, porque aún era un mero ser humano y estaba sujeto al orgullo humano.
Perder Tenebrae era una cosa; perder su vida era otra. Pero ¿perder también nombre y
dignidad?
Al mismo tiempo que se dejaba caer en el enorme, acolchado sillón de su cargo,
Cortez recordó el día en que enormes y barrocas gabarras de batalla habían aparecido
procedentes del espacio disforme para flotar en silencio sobre la atmósfera de
Tenebrae. Habían dejado caer flotas de dentadas naves de desembarco sobre la
atmósfera del planeta, y en ese momento el cargamento de aquellas portadoras de
muerte recorría las calles de Wormwood; eran retorcidos y malevolentes seres y
máquinas, que dejaban tragedia, ruina y terror tras de sí.
—¿Por qué? ¿Dime por qué? —le imploró Cortez al aire vacío—. ¡Puede ser que
este atrasado planeta no signifique mucho…, pero es mi hogar! —Lo abrumó la
desesperación y unos sollozos angustiados estremecieron su anciano cuerpo—. ¿Por
qué se me ocurriría venir aquí? ¿Por qué?
Cuando le habían ofrecido el puesto de gobernador de aquel mundo, hacía
muchos años, lo había aceptado con alegría. Se trataba de un pequeño planeta
atrasado, de poca importancia; un lugar para ser feliz y no sufrir molestias, un lugar
que le ayudaría a dejar atrás sus recuerdos del servicio militar y de los horrores que
había visto. Pero se había transformado en un paraje de miedo y muerte.
—¿Por qué?
Cortez seleccionó al azar uno de los muchos funestos informes que se apilaban
encima de su escritorio, y que versaban sobre las actividades heréticas de Tenebrae,
un informe más que él se aseguró personalmente de que no llegara nunca a manos de
la Inquisición.
«¿La Inquisición?», pensó Cortez con resentimiento. Si hubiese solicitado su
ayuda, y en verdad sabía que representaba la única fuerza de la galaxia capaz de
impedir acontecimientos de semejante enormidad, de todas formas estaría de pie ante
aquella ventana, sumido en la desesperación.
¿La cura? ¡En todo tan letal como el desastre! La ironía hizo que sus labios
manchados por las lágrimas se contorsionaran en un amargo rictus, y Cortez sacudió
la cabeza.
—¡La única diferencia reside en la suerte que corren las almas de las víctimas! —

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gritó a pleno pulmón, como si se estuviera dirigiendo a una reunión de súbditos
dubitativos—. Si hubiera llamado a la Inquisición —bramó—, ahora veríamos a los
terribles soldados del Imperio asolando nuestras calles para administrar la
«absolución».
Había abandonado el ejército tras verse involucrado en semejantes operaciones de
purificación, porque había llegado a darles otro nombre: asesinato, genocidio.
—¿Qué sentido tiene todo eso? —sollozó, mientras arrugaba los informes hasta
cerrar los puños. Cortez se puso a rasgar y romper; se dedicó a la destrucción
sistemática de todo aquel papeleo inútil, que lo había mantenido atado al escritorio
cuando debería haber estado gobernando a su pueblo.
Sus desvaríos se vieron interrumpidos otra vez, en esa ocasión por un golpeteo
apremiante en la puerta del despacho.
—¿Quién es? —preguntó Cortez con irritación.
—¡Jezrael, el capitán Jezrael, señor!
Era un buen hombre, uno de los mejores, y leal. La sensatez reclamaba a Cortez
con insistencia. Dejó de manotear los restantes documentos y se compuso el ropón.
—Puede entrar.
El capitán de arbites entró con brusquedad y se puso firme. Era un hombre alto y
sólido, vestido para la batalla y que blandía un bólter.
—¡Señor! ¡Ya estamos evacuando a los últimos civiles, señor! ¡Debe marcharse
ahora, señor, si queremos tener alguna probabilidad de sobrevivir!
Cortez le dedicó una débil sonrisa al soldado, y luego señaló la puerta con un
dedo consumido.
—Márchese usted, Jezrael. Ha servido bien a Tenebrae. Encárguese de que su
pueblo continúe prosperando en otra parte —dijo con voz cansada, pero amable.
—¿Señor? —preguntó el capitán, cuyo rostro transparentaba incomprensión.
—Yo me quedaré aquí. Es mi deber.
El gobernador se obligó a ponerse de pie y mirar al soldado con ojos acerados.
—Ahora márchese, capitán. ¡Es una orden! —le gritó con una voz que había
recobrado algo de ardor.
Al oír eso, Jezrael se golpeó el peto a modo de saludo, giró bruscamente sobre los
talones y salió. Las puertas se desplazaron detrás de él y se cerraron con un chasquido
quedo.
Al acercarse una vez más a la ventana, Cortez se sintió como si estuviese
viviendo un sueño extraño. Su atención fue una vez más atraída por las ruinosas
calles de Wormwood. Treinta pisos más abajo, las fanfarronas bandas de marines
contaminados por el Caos se paseaban entre los escombros. Sus botas crujían sobre
los cristales de colores rotos que anteriormente adornaban los orgullosos edificios de
Wormwood, y cualquier superviviente que encontraban escondido lo exterminaban

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con una vaga andanada de proyectiles, como si aplastaran bichos.
Detrás del cordón de marines traidores, Cortez vio que una procesión de toda
clase de cosas avanzaba hacia la plaza. Era un desfile de incongruente regocijo y
celebración, en el que había andrajosos herejes y demonios que hacían cabriolas, lo
que para el gobernador tenía un aspecto casi medieval. Allí, un portador de peste,
repugnante servidor demoníaco de Nurgle, hundía un dedo infectado en las heridas de
un hombre agonizante; allá, un hereje grababa dibujos en su propia carne en nombre
de Slaanesh.
En el centro de la procesión, una guardia de honor de traidores formaba la Legión
Portadores de la Palabra de los Marines del Caos, cuatro en total; llevaban con
reverencia un cilindro metálico en posición vertical, de aproximadamente tres metros
y medio de largo por dos de diámetro. Los desconcertados ojos de Cortez repararon
en la decoración del cilindro: bajorrelieves de criaturas repugnantes engendradas por
el Caos, talladas en una oleosa piedra verde que adornaba con filigranas la superficie
plateada brillante. Unos jirones de vapores efímeros emanaban a través de
respiraderos situados en la parte superior del objeto.
Perplejo, Cortez observó que la procesión llegaba al exterior del edificio del
Adeptus Administratum, sede del gobierno y centro del servicio civil de Tenebrae.
Los traidores se detuvieron, y la plaza comenzó a llenarse con los aduladores del
Caos. Los portadores de la palabra ascendieron con su carga la larga y ancha escalera
del patio delantero del edificio. Entre las regias columnas de la entrada, entonces
desfiguradas por grafitos y acribilladas de agujeros y abrasiones causados por
pequeñas armas de fuego, fue depositado el largo cilindro.
Cortez observaba los acontecimientos que se desarrollaban debajo de él con una
mezcla de intriga e inquietud. Allí se estaba tramando algo que él no entendía, y era
un enigma que lo atraía, lo fascinaba. El credo del Dios-Emperador siempre había
enseñado servidumbre incuestionable, y eso había sido suficiente para Cortez. Pero
allí, donde la sombra de su propia mortalidad se hacía cada vez más enorme, quería al
menos entender algo de la naturaleza de aquel enemigo prohibido, de su destructor,
de su condena.
El gobernador vio que la muchedumbre que colmaba la plaza comenzaba a
moverse, a agitarse, y supo, por instinto, que eso tenía algo que ver con el contenido
de aquel terrible cilindro.
—¿Qué es eso? —Cortez apenas era consciente del pavor que se alzaba como un
coloso para unirse a su curiosidad.
Allá abajo, la inquieta muchedumbre del Caos aguardaba con impaciencia la
aparición de la cosa que Cortez no podía ver.
—¡Vog! ¡Vog! ¡Vog! ¡Vog! ¡Castigo! ¡Castigo! ¡Castigo!
Cortez se sentía a la vez atemorizado y reverentemente fascinado por lo que

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podría estar acechando debajo de los sellos del cilindro.
—¿Vog, Vog? —murmuró, hipnotizado por la creciente sensación de ritmo.
Vacilante, nervioso, no sabía si en realidad quería conocer la verdad. Tal vez fuese
adecuado que una zambullida en lo desconocido corriese la cortina final sobre su
vida. Inspiró profundamente. Observó. Se sentía preparado.
En el cilindro idolatrado se abrió apenas una puerta, y una ondulante alfombra de
vapor escapó por ella para rodar escalera abajo en pesadas ondas fétidas. Cortez
cogió con rapidez los prismáticos para ver mejor el espectáculo.
—¡Exterminador! —exclamó con un grito entrecortado al mismo tiempo que se le
helaba la sangre.
Una figura acorazada salió por la puerta del cilindro con pasos pesados y lentos.
El gobernador vio que los ojos de la criatura estaban cerrados, como si se hallara
sumida en un trance.
—Letargo de estasis —murmuró, con la esperanza de que hubiese una
explicación lógica menos siniestra.
El reconocimiento lo sacudió como si fuese un golpe físico, y retrocedió con paso
tambaleante de la odiada ventana. En una repentina revelación, Cortez supo qué era
lo que había allá abajo.
—¡Vog! —susurró, apenas capaz de pronunciar el nombre.
Cortez recordó entonces dónde había oído aquel nombre por primera vez. Aquél
era Vog, el Castigador de Mundos. También conocido como el Apóstata de Carybdis,
Vog era una famosa criatura del Caos que habitaba al otro lado del Ojo del Terror.
Vog era un sacerdote de la legión Portadores de la Palabra, una retorcida parodia de
los capellanes de los marines espaciales del Imperio. También se rumoreaba que era
un mutante, un ser cuya voz podía descorrer el velo que separaba la realidad de la
disformidad.
—¡Portador de Demonios! —jadeó Cortez, horrorizado ante el hecho de que una
entidad semejante buscase ejercer su ministerio en Tenebrae.
Con el terror llegó un cierto embotamiento de los sentidos, y entonces Cortez se
encontró con que sentía más curiosidad que nunca porque sabía, más allá de toda
duda, que la presencia de Vog sólo podía significar una cosa: la derrota absoluta de
Tenebrae. El Castigador de Mundos estaba allí para celebrar la misa de la victoria del
Caos.
El gobernador se estremeció involuntariamente mientras observaba a Vog como
hipnotizado. Por encima del cuello de su armadura de exterminador, salió
culebreando un delgado tentáculo lustroso. La cabeza de Vog se inclinó hacia atrás
cuando él inhaló con brusquedad, y a través de las rendijas de los ojos cerrados se le
vio la blanca esclerótica, mientras el viscoso tentáculo rosáceo se retorcía y agitaba
por propia e insalubre voluntad.

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Una apertura de un flanco del cuello del exterminador se dilató para segregar un
fluido traslúcido y glutinoso. La punta del tentáculo se metió en el agujero y comenzó
a deslizar todo su largo dentro del cuello del Apóstata de Carybdis. La piel de la
garganta se le abultó de manera obscena, y su humedad reflejó destellos de la débil
luz. Vog despertó del todo cuando el órgano se alojó en su sitio dentro de la laringe.
Lord Vog avanzó hacia la crepuscular luz de Tenebrae. Todos los ojos estaban
fijos en él, y Cortez estuvo a punto de unirse al coro de sus dementes acólitos cuando
los grandes vítores se alzaron entre la muchedumbre de adoradores. Vog recorrió a la
congregación con ojos imperiosos, al mismo tiempo que mantenía el mentón
levantado. Lord Vog irradiaba arrogancia, orgullo y, según le pareció a Cortez, una
extraña nobleza en todo tan impresionante como la de los oficiales de los marines
espaciales que había conocido durante su remoto servicio militar.
Cuando Vog comenzó su discurso para sellar la victoria del Caos, el gobernador
se maravilló ante la forma en que la voz del Apóstata de Carybdis se hacía oír por
toda la amplia plaza. De inmediato, sus palabras fueron perfectamente claras para
Cortez, aunque de algún modo quedaron soterradas en una lobreguez que era en
verdad inhumana. El estruendo que salía por la boca del Castigador de Mundos
cubría un amplio espectro sonoro, cuyo contrapunto era un canturreo sobrenatural.
Ese sonido, que podría haber emanado del mismísimo abismo del infierno, cargado
con el tormento de un millón de almas condenadas, salía todo por la boca de un solo
hombre. Porque aquél era el Encomio de Pandemónium, el coro corrupto de los
sacerdotes de la Legión Portadores de la Palabra.
—Esos estúpidos crédulos que cada día soportan la adoración de ese monolito
podrido, el Emperador, harían bien en prestar oídos a la palabra de Lorgar. —La voz
de Vog aferró, burlona, el corazón de Cortez—. Nosotros ofrecemos nuestra
adoración a dioses verdaderos, que gobiernan los asuntos de los mortales, no a un
mortal cuyos asuntos son gobernados por el engaño de que él es una deidad.
La discordancia del discurso y el terrible significado de sus palabras
estremecieron el alma del gobernador con sus viles reverberaciones atonales. Cortez
se dobló por la mitad, jadeando, e intentó bloquear aquel sonido impío presionando
sus temblorosas manos blancas contra los oídos. Arrodillado sobre el desnudo piso de
su despacho, muy por encima de las ruinas de la ciudad, Dañe Cortez se estremeció
con largos y convulsivos sollozos de negación. Se había acabado y no habría
expiación para él.
El tono del discurso había cambiado. Atraído por el ruido zumbante y monótono
de las prédicas del Castigador de Mundos, Cortez se vio arrastrado, casi como un
hipnotizado, de vuelta a la ventana.
Su atención fue atraída y retenida por la visión de un cadáver que se encontraba
allá abajo. Estaba desplomado en una esquina del patio frontal, donde Vog

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pronunciaba su discurso; un nuevo testigo mudo del fracaso de un viejo cansado y
asustado. El cuerpo pertenecía a un soldado imperial que había muerto en su intento
de defender el edificio del Administratum.
Rigel Kremer. El nombre pasó por su memoria, pero no había espacio para que
Cortez llorase a un amigo en medio de semejante atrocidad. El nombre parecía una…
inconsecuencia. Mientras su conciencia se mecía al ritmo de la letanía, Cortez
descubrió que podía encontrar espacio para maravillarse ante el juego de luz que se
producía en los labios húmedos de las heridas de Rigel.
—¿Belleza u horror?
El anciano profirió una brusca risa aguda al ver que la cálida, roja profanación de
la carne casi podía tener un aspecto hermoso si se la miraba desde cierto punto de
vista.
—¿Rigel? —preguntó Cortez con voz quejumbrosa, como si esperara que el
cadáver de allá abajo le respondiese—. Rigel, ¿cuánto tardará tu carmínea belleza en
ceder paso a los lívidos tonos de la putrefacción? ¿Cuánto tardarán tus atractivos
líquidos rojos en infectarse y convertirse en malolientes fluidos negros necróticos?
Los ojos húmedos de Cortez se pusieron vidriosos, y se agotó su vitalidad y
voluntad cuando los grotescos pensamientos alienígenas se sobrepusieron a las capas
de su conciencia, hundiendo afiladas garras en su ser esencial.
—Y entonces, ¿qué, Rigel? ¡Respóndeme! ¡Soy tu señor, maldito seas! —Los
dedos de Cortez manoseaban fútilmente la ventana mientras la voz del Castigador de
Mundos continuaba zumbando—. Después de que la putrefacción se haya apoderado
del saco de carne que eras tú, Rigel, entonces, ¿qué? —Sacudió un dedo amonestador
hacia el lejano cadáver—. ¡Deja que yo te lo diga, joven Kremer, deja que yo te lo
diga! —Sin que él lo quisiera, unas gotas de saliva salieron volando de la boca
contorsionada y ensuciaron la ventana—. Tu cadáver tres veces maldito generará
nueva vida. ¡Oh, sí!, Rigel. Los gusanos saldrán de los huevos puestos alrededor de
tus ojos y tu boca, y las bacterias y los mohos te desharán en nutrientes para que las
humildes plantas crezcan sobre ti.
De modo brusco, Cortez se apartó de un salto de la ventana y profirió un grito de
angustia, terror y horror. Estaba espantado ante el curso histérico que habían tomado
sus pensamientos, y se dio cuenta de que, de algún modo, la monótona voz del falso
sacerdote de allá abajo se había deslizado dentro de la corriente de su conciencia para
tentarlo. Y había sucumbido con gran facilidad. Las lágrimas de vergüenza y pérdida
bajaban ardientes por sus arrugadas y curtidas mejillas.
—¿Todo para nada? —gritó, cuando la cólera comenzó a arder en lo más hondo
de su ser—. ¿Todo esto para no llegar a ninguna parte, excepto al Caos? —
Angustiado, lo asaltó un torrente de recuerdos. Lo abrumaron, como si estuviesen
ansiosos por escapar de su mente corrupta.

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Había hecho un largo y pesado camino a través de la vida; había habido
decepciones y nuevas esperanzas. Pero lo más cruel de todo había sucedido cuando se
le abrieron los ojos a los excesos de la tiranía durante el servicio militar. Había
abandonado el ejército imperial para convertirse en gobernador planetario y usar su
nueva comprensión con el fin de hacer que la vida fuese mejor para la gente.
—¡Una vida mejor! ¡Todo lo que yo quería era una vida mejor! —sollozó, con el
pecho estremecido por una desdicha apenas controlable—. ¿Y así es cómo me lo paga
el poderoso Imperio? Con este callejón sin salida. Este fin inevitable.
Cortez profirió un potente bramido. En un ataque de violencia, el anciano volcó
su escritorio, y quedaron desparramados preciosos artefactos y adornos, que pisoteó
sin verlos.
—¡Oh, Emperador!, ¿dónde estás ahora? ¿Me has abandonado?
El pesar, la decepción, el terror y la congoja desaparecieron todos en un estallido
de cólera inarticulada que todo lo consumía, ante ésa, la más sutil de las tentaciones,
y ante la forma tan terrible en que había sido traicionado por la indiferente fortuna.
Bramando como una bestia enloquecida, Cortez se puso a golpear la ventana con
puños manchados de cloasmas.
—¿Dónde está mi Emperador? —bramaba, mofándose de sí mismo.
»¿Y qué socorro puede ofrecerle ahora el Emperador a esta pobre alma
torturada?», pensó con amargura y el rostro enrojecido de desesperanzada ira. Avanzó
hasta los ordenados estantes del despacho y los vació con un barrido de los brazos.
Las medallas obtenidas en las varias campañas en las que había servido y los diversos
objetos propios de su cargo los arrojó al otro lado de la habitación con un bramido
inarticulado.
—¡Lo que el traidor ha afirmado, eso eres! —chilló al mismo tiempo que
señalaba hacia el cielo con un dedo acusador—. ¡Un… un… engañado monolito
podrido!
Las últimas medallas cayeron de sus dedos y repiquetearon de un modo tan
determinante que comprendió que ya no tenía lealtades.
—¡Ahora sólo soy leal a mí mismo!
En aquel momento de la más profunda traición, de la más profunda soledad y
desesperación, Dañe Cortez odiaba con una pureza e inmensidad que podría cambiar
mundos.
—¿Por qué razón me has abandonado? —gritó, desafiante—. ¿Por qué razón?
Una calina roja y cambiante comenzó a aparecer en el interior de la habitación.
Cortez observó espantado, y aun así fascinado, mientras el tejido del espacio y el
tiempo se dislocaba. Olores de osario asaltaron su olfato mientras unos dedos
móviles, cambiantes, adquirían apariencia sólida dentro del miasma.
—¡No! —gritó, y su voz aguda fue un ruego a los indiferentes dioses, tanto del

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Caos como de los hombres.
Estaba abriéndose un portal de disformidad. Demasiado tarde, Cortez se dio
cuenta de qué había hecho. Mediante el mismísimo acto de resistir la tentación a la
que había estado sometido, la violencia de sus dementes pensamientos les había
abierto el camino a los enloquecidos servidores de Khorne, el señor de la sangre y la
guerra. La única facción que había faltado en el ataque de Tenebrae acababa de llegar
en toda su gloria.
La luz carmesí relumbraba de manera espectral a medida que el portal se
ensanchaba y permitía que criaturas humanoides de piel lustrosa accediesen a la
dimensión en que se encontraba Cortez. Muy musculosos y de aspecto atemorizador,
entraban en la sala con incertidumbre; al principio, como si no estuviesen
familiarizados con los sonidos y texturas de aquel territorio.
Cortez retrocedió, boquiabierto, ahogado por el terror más puro. Las crueles
bocas estaban armadas de hileras de lustrosos colmillos de carnívoro. Las fosas
nasales se dilataban con malevolencia al olfatear la mortalidad del gobernador. Los
resplandecientes ojos demoníacos se fijaron en él con feroz mirada predadora. No
habría manera de escapar de aquella inteligencia maligna ni de la sed de sangre a la
que impulsaban. Los desangradores blandían dentadas espadas negras que estaban
encantadas con el poder de la muerte, adecuadas para obtener una cosecha de almas
para su señor.
El anciano se manoseó el cinturón en busca de la pistola láser en el momento en
que los gruñentes enemigos se libraban del portal de disformidad, que estaba
desvaneciéndose. Sonriendo con terrible expectación, saltaron hacia el pesado
escritorio de madera, mientras las largas lenguas salían para lamer hasta la base de los
mentones en previsión del asesinato del alma. Cortez supo, sin el menor asomo de
duda, que estaba a punto de morir.
—¿Y por qué? —se lamentó, farfullando, casi reducido a la estupidez a causa del
terror.
La muerte se le aproximó aún más, y llegó hasta él un vaho sulfuroso: el hedor
infernal del Hades.
¿Morir por el Imperio…, pesado e indiferente monstruo, que lo habría hecho
pasar rápidamente por la espada en caso de que hubiese recurrido a él en busca de
ayuda?
—¡No! —gritó, y los desangradores profirieron siseos apreciativos. ¡El sabor del
miedo era un bocado tan dulce!
Entonces, ¿por las asquerosas abominaciones que había desatado su propia
debilidad?
—¡No! ¡Eso nunca! —chilló Cortez al mismo tiempo que retrocedía hasta pegarse
a la pared más lejana de la habitación.

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A medida que los demonios se acercaban blandiendo su condena en las crueles
armas, comenzó a tomar forma una solución en la angustiada mente de Cortez. En
contra de toda posibilidad, el gobernador encontró nuevas reservas de decisión dentro
de sí.
Concluyó que no sería por ninguno de los dos: ni por el Imperio ni por el Caos.
La respuesta era obvia, tan obvia que sonrió al desabrochar la solapa de la funda del
arma; muy obvia.
Los demonios se detuvieron por un momento, confundidos ante aquel inesperado
cambio de emoción. El miedo lo conocían; el terror les complacía; la confianza la
despreciaban. Y con esa demora, bastó.
—Por mí —susurró el gobernador.
Antes de que los demonios pudiesen atacar, Dañe se metió el cañón de la
ornamentada pistola dentro de la boca y apretó el gatillo.
En contra de toda previsión, había logrado escapar. Por fin, estaba en paz.

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LANZAS ANTIGUAS
ALEX HAMMOND

Un calor seco bañó el estéril desierto al salir el sol. Mientras la luz empujaba los
bordes de las tinieblas, las sombras retrocedieron para dejar a la vista a los muchos
centenares de muertos. La ciudad de Dakat no era más que escombros y cadáveres.
Los trozos de acero y cemento yacían dispersos sobre la arena caliente. Sólo los
insectos de la carroña se movían por aquella devastación para mordisquear la carne y
precipitarse sobre los ojos muertos.
Al’Kahan contempló aquel mar de carnicería, y sus ojos ni siquiera parpadearon.
La ciudad debía haber sido bombardeada por artillería pesada durante horas. Los
refugios antibombardeo tenían brechas abiertas, y la red de colmenas situada debajo
de la ciudad estaría inundada de sangre, que se empozaría en los lugares más bajos y
su olor perduraría por siempre más.
La yegua se removió debajo. Tenía un corazón de hierro, pero el asesinato de
inocentes le gustaba tan poco como a él. Al’Kahan se volvió para encararse con sus
hombres. Veteranos, y pertenecientes todos a las tribus, eran los mejores hijos que su
mundo podía ofrecer. Cada uno debía conocer a su corcel tan bien como a su acero.
Era la filosofía de su pueblo. El caballo era su pariente, su compañero. Sin él, jamás
podrían prevalecer.
El batallón le devolvió la mirada a Al’Kahan, con los ojos oscuros y los duros
corazones conmovidos por la escena que tenían ante sí. Llevaban los distintivos de
sus tribus sobre las capas, tallados en hueso y cosidos en las pieles de grandes
bisontes. De sus barbas, pendían cuentas de honor que mantenían en su sitio las
complejas trenzas. Al’Kahan habló, y su voz rompió el silencio del abandonado
campo de batalla.
—Éste es nuestro primer y último día: último, porque ya no estaremos
comprometidos con la espada del Imperio; primero, porque moriremos o venceremos.
Morir es pasar a las llanuras de nuestros ancestros para unirnos a ellos en la gran

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cacería. Vencer es obtener un mundo para hacerlo nuestro.
Al’Kahan se puso de pie sobre el lomo de su caballo para ver a todos los
hombres. Tras alzarse el parche del ojo, volvió a hablar.
—Hemos ganado cada batalla. Nos ha costado a todos, al hermano hombre y al
hermano caballo. Somos los hijos de Attila. Nuestro destino aguarda ante nosotros.
Al’Kahan se dejó caer sobre la silla y tiró con fuerza de las riendas. Su yegua se
alzó sobre las patas traseras y pateó el aire con las delanteras. Al cabo de un segundo,
el silencio fue roto por última vez ese día, cuando doscientos cascos golpearon el
suelo al unísono, haciendo que huyeran los escarabajos carroñeros y que volaran los
proyectiles usados. Los Rough Riders de Attila, comandados por Al’Kahan, volvían a
ponerse en movimiento.
Atravesaron las tierras accidentadas para rodear los campos de batalla. A medida
que avanzaban, encontraban sólo muertos, pero las huellas de sus enemigos eran muy
claras. Tanques pesados y muchos soldados de infantería: se trataba de un enemigo
que no se preocupaba por los subterfugios, un ejército de hierro y fuego.
—¿Honorable Al’Kahan? —Un hombre gigantesco, Tulk, situó su caballo junto
al de él; en su rostro, las cárdenas cicatrices indicaban muchas batallas.
—Habla, hermano.
—Los que comandan el XII de Prakash han establecido contacto. Los están
rodeando. Se encuentran aislados en las llanuras de sal. Resistirán allí. —Tulk gruñó
con desdén.
—Caerán si están rodeados.
—Si el espíritu del halcón nos acompaña, podríamos tener la suficiente velocidad
para auxiliarlos —dijo el hombre a la vez que miraba hacia el cielo.
—En efecto, si luchamos con nuestros ancestros junto a nosotros, podríamos
romper las líneas enemigas, podríamos crear un punto débil a través del que ellos
pudiesen pasar. Usa el comunicador: hazles saber que los hijos de Attila les salvarán
una vez más las espaldas sin pieles.

***
Tras coronar un terraplén, los jinetes se encontraron mirando el Gran Lago. Una
columna oscura ondulaba como una serpiente por las llanuras de sal y se encaminaba
de modo inexorable hacia un punto mucho más pequeño. Al’Kahan se detuvo por un
instante, y sus hombres se le aproximaron por detrás mientras él miraba a través de
unos binoculares las fuerzas que se encontraban enfrente.
—La artillería es la clave del enemigo. Como un puño todopoderoso, ha aplastado
todos los asentamientos por los que hemos pasado. Tenemos que adelantarlos por un

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flanco y destruirla. Nuestros ancestros están hoy con nosotros; eso lo sé porque un
viento ha viajado a nuestro lado a través de esta tierra desértica. Sentidlo en los
talones cuando acometáis el corazón del enemigo. —Al’Kahan alzó la lanza y la
colocó en ristre dentro del arnés de la silla—. Dejad las lanzas para su artillería. No
os trabéis en combate con la fuerza principal. Cabalgad como el viento, hermanos
míos.
Al’Kahan profirió un profundo grito inarticulado, y su voz se mantuvo firme
hasta el final. Los jinetes lo imitaron, y sus voces se elevaron mucho en el espeso
calor. Al’Kahan sintió que un estremecimiento, eléctrico como la emoción de una
cacería, le recorría los huesos. La lanza tenía un tacto agradable en su mano, como si
siempre hubiese estado allí. Fue el primero en proferir el grito de guerra y espolear su
corcel hacia la batalla. El golpeteo de los cascos resonaba a través de una gran
extensión de terreno. Tulk gritó su posición a través de la unidad de comunicación
que llevaba a la espalda. Un destello procedente del XII de Prakash se alzó en el aire.
Era una señal de respuesta; estaban preparados.
El corazón de Al’Kahan latía como si llevara el paso de los caballos lanzados al
galope. Cuanto más cerca estaban del enemigo, con más fuerza aferraba las riendas.
La capa giraba y se retorcía en al aire alrededor de él, y los ojos le lloraban a causa
del escozor provocado por la sal que se levantaba de los llanos, y por el viento.
Una granada cayó cerca de ellos, y un jinete y su caballo describieron espirales
por el aire; la yegua relinchó hasta chocar contra el suelo, y murió a causa del
impacto. El jinete cayó bajo un centenar de cascos. Los hombres, avezados a las artes
de la batalla, se abrieron en amplia formación. En medio de ellos fue a parar otra
granada, cuya metralla atravesó carne y pieles de animales, pero la artillería no podía
competir con la velocidad de los jinetes.
Se aproximaban a su más grande amenaza. Ante ellos, los inmundos marines del
Caos, con sus antiguas armaduras disformes y corrompidas, corrían como cucarachas
gigantescas para situarse detrás de sus máquinas. Allí se refugiaron, parloteando,
gritando y chillando en un idioma que le taladraba el cráneo a Al’Kahan, como si
intentara devorarlo. En torno a ellos, las hordas de adoradores del Caos bramaban
himnos dementes dedicados a sus disformes señores.
El corazón de guerrero de Al’Kahan se estremeció al mirarlos. Aferró con más
fuerza las tachonadas riendas y dejó que las puntas de hierro se hicieran sentir en su
mano. El dolor contribuyó a distraerlo de las abominaciones que lo aguardaban. Unas
motocicletas de reacción hendieron el aire, volando hacia ellos; procedían de la
columna enemiga. Sobre los jinetes cayeron luego láser y minimisiles. Los hombres
eran derribados de sus caballos, y las bestias continuaban cargando sin jinete.
Al’Kahan saltó por encima del cadáver de un caballo que tenía el cráneo abierto, y
cuyo jinete había quedado atrapado debajo de él.

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Los primeros jinetes habían llegado a la línea enemiga. Lucharon bien, y sus
monturas se abrieron paso a través de los adoradores del Caos. Algunos fueron
derribados, y los chorros de su sangre hendieron el aire como escapes de vapor.
Tulk comandaba la segunda oleada. Sus hombres guardaron las lanzas para usar
los rifles láser. Cada disparo daba en el blanco, pero pocos penetraban. Como
respuesta, ardientes granadas metálicas fueron lanzadas en medio de su unidad. Los
caballos caían y chocaban unos contra otros camino del suelo. Unos pocos jinetes
lograron saltar de las sillas; sin embargo, la mayoría de ellos recibieron impactos o
fueron aplastados por sus monturas. Los cuerpos caían como cubos de juguete
derribados por un niño. Su impulso había cesado, y los hombres tuvieron que ponerse
a cubierto detrás de los muertos o agonizantes. A las hordas del Caos sólo les
interesaba el derramamiento de sangre, así que disparaban contra muertos y vivos por
igual.
Al’Kahan describió un giro y condujo su unidad al galope hacia los camaradas
caídos. Permanecer quieto en la batalla equivalía a ofrecerle la victoria al enemigo.
Saltando por encima de los muertos apilados, Al’Kahan cabalgó a lo largo de la línea
del Caos. Blandía la lanza como si fuese un báculo, impidiendo que la punta
explosiva entrase en contacto. Los jinetes caídos comprendieron el mensaje y
cargaron contra el enemigo. Los de Attila acometieron a los acorazados marines del
Caos; las pieles que los cubrían estaban empapadas en sangre. Muchos salieron
volando por el aire debido a la tremenda fuerza de las armaduras de energía
enemigas, pero unos pocos golpes dieron en el blanco.
—¡Estamos flaqueando! —gritó Al’Kahan al mismo tiempo que describía un
círculo en torno a la refriega y reunía a los jinetes que aún permanecían montados. El
suelo se estremeció, y por un momento tanto los adoradores del Caos como los
Rough Riders estuvieron a punto de detenerse. Tanques erizados de armas y
equipados con espantosas guadañas y arados, comenzaron a avanzar hacia la Guardia
Imperial.
—¡Retiraos! ¡Moveos, maldición! —gritó Al’Kahan, a la vez que se inclinaba
desde la silla para atrapar una mano que tendía hacia él un jinete caído.
—Gracias, hermano.
Tulk, el teniente de Al’Kahan, le sonrió con los afilados dientes manchados de su
propia sangre, que manaba desde un tajo abierto en su rostro tatuado, un nuevo
recuerdo de esa batalla al que sin duda Tulk le tendría aprecio.
—¡No son tan duros una vez que consigues abrirlos! —dijo, y sonrió.
Los tanques enemigos ya estaban casi encima de ellos. Los hombres aún
intentaban salir de la refriega sobre los caballos sin jinete y la espalda de sus colegas.
—Necesitamos tiempo —dijo Al’Kahan, tras imprecar. Espoleó con fuerza su
montura y saltó por encima de los muertos que se iban amontonando para cargar

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directamente contra el primero de los tanques. Con los flancos chorreando sudor y
sangre, la yegua de Al’Kahan luchaba por continuar adelante, pero el paso irregular
del corcel le advirtió a Al’Kahan que las fuerzas estaban fallándole.
—Sólo una carga más, hija de Attila —le gritó Al’Kahan.
Tulk iba de pie sobre el lomo de la yegua, y se apoyaba en Al’Kahan con los
brazos para conservar el equilibrio. Al’Kahan pasó junto al tanque cuyas crueles
cuchillas giraban a apenas un brazo de distancia. Tulk esperó un momento, y luego el
gigantesco hombre se lanzó sobre el demoledor vehículo. Al’Kahan espoleó la
montura, y partieron a toda velocidad; la sal volaba por el aire mientras galopaban en
torno a la parte posterior de la máquina. Tulk gateó hasta colocarse encima del tanque
y se lanzó hacia atrás cuando una escotilla se abrió bruscamente. Al’Kahan cogió un
disco arrojadizo de su cinturón, y lo lanzó con descuido, sin preocuparse de si mataría
al marine del Caos o le proporcionaría a Tulk una muerte indolora. El disco rebotó en
el blindaje del tanque y se clavó en el rostro del adorador del Caos. El hombre volvió
a caer en el interior del tanque, a la vez que su arma se disparaba. Entre alaridos, el
tanque describió un giro descontrolado y se desplazó con brusquedad a la derecha.
Tulk sacó una granada del zurrón y le quitó el seguro. La arrojó a las profundidades
de la máquina y miró a su alrededor con loco frenesí en los ojos.
Al’Kahan espoleó la montura, y Tulk se lanzó al suelo un poco más adelante de
donde estaba su camarada. Una explosión abrió una brecha en el tanque y lanzó a
Tulk contra el flanco del corcel de Al’Kahan, lo que hizo que los tres cayesen al
suelo. Continuaban avanzando otros dos tanques. Aturdido, Al’Kahan se volvió para
intentar avistar a sus hombres; en ese momento, un dolor sordo en la base de la
columna vertebral atrajo su atención hacia las piernas, atrapadas debajo del caballo.
—¿Tulk?
El hombre no se movió. Los tanques continuaban avanzando, atronadores, hacia
el comandante de Attila. Al’Kahan intentó con desesperación apoderarse del zurrón
de Tulk, pero estaba fuera de su alcance. Cogió su lanza y, con ella, comenzó a
desplazar con suavidad el zurrón mientras rezaba para que la punta de la misma no
explotara e hiciese detonar las granadas. La superficie de sal se desprendía en grandes
placas a medida que el zurrón se arrastraba con lentitud hacia él. El ruido de los
tanques le estremecía todo el cuerpo. Lentamente, Al’Kahan atrajo el zurrón hacia sí
lo bastante como para abrirlo.
La sombra del tanque se proyectó sobre él. Las guadañas y las hojas de arado
hicieron pedazos el cadáver de Tulk y cosecharon su carne. Al’Kahan metió la mano
en lo más profundo del zurrón y quitó un seguro. En el mismo momento, apoyó la
lanza con fuerza contra la insignia grabada en el peto de la armadura.
Al’Kahan lanzó el zurrón debajo del tanque que iba en cabeza y dejó que el arado
del vehículo pillara la punta de su lanza. Las llamas y el azufre lo envolvieron por un

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instante, cuando detonó la punta de la lanza; al ser arrojado hacia atrás, se alejó de los
tanques que estallaban.
Al’Kahan salió disparado, dando volteretas por los llanos de sal, incapaz de
enlentecer el impulso que llevaba, y se preparó para sentir el demoledor y doloroso
pisotón de los cascos de los caballos; pero, en cambio, se halló envuelto en algo
suave. El olor del hogar: bisonte frito y pan de maíz. ¿Acaso estaba en el más allá?
Al abrir los ojos se encontró con que lo envolvía una gruesa capa de pieles, que,
como una red, lo había recogido del suelo. Dos jinetes jóvenes la sujetaban,
extendida, entre sus caballos.
—Ya te tenemos, honorable comandante —dijo uno de los jóvenes.
—¡Un corcel! Necesito una yegua veloz. Tenemos que destruir su artillería —
resolló Al’Kahan.
—Gran comandante…
—Ya sé que estoy herido. Tengo el pecho perforado, y mi sangre cae a la tierra. Si
no luchamos perderemos esta batalla, y mi nombre quedará deshonrado. Es mejor
morir que vivir con deshonor.
Llegaron diez jinetes más para reagruparse; algunos traían hombres adicionales.
—¡Reunid las lanzas y conseguidme un caballo! —gritó Al’Kahan.
Un attilano desmontó mientras los otros describían círculos y se inclinaban desde
las sillas para recoger las lanzas de los jinetes muertos. Éstas yacían dispersas como
si se tratara de leña fina por el campo de batalla y desafiaban a los incautos a pisar
sus puntas explosivas.
Al’Kahan trepó a una cabalgadura. La palpitante herida de su pecho era como un
respiradero del que goteasen sangre y dolor.
—Hijo de Attila —le dijo Al’Kahan al jinete que había desmontado—. Sube
detrás de mí. Coge las borlas de tu clan y sujétalas con fuerza contra mi herida.
El jinete aferró a Al’Kahan con fuerza, y la presión contuvo la hemorragia.
—Tienes mi vieja vida en tus manos. —Al’Kahan tosió, y sintió una gran
debilidad a causa de la sangre perdida.
No se profirió ni un solo grito. En aquel momento, los actos hablaban con más
fuerza que cualquier toque de cuerno. Al’Kahan espoleó a su nuevo corcel, mientras
el joven guerrero que iba a su espalda apretaba la herida y sujetaba varias lanzas. Los
restantes jinetes los siguieron de inmediato y sus cabalgaduras dieron alcance a la del
viejo comandante. La formación se abrió con una sincronía tácita, situándose uno al
lado del otro. Una hilera de jinetes, treinta en total, batieron la tierra al lanzarse con
todas sus fuerzas contra el enemigo.
—¡Lanzas preparadas! —ordenó Al’Kahan.
La artillería estaba cada vez más cerca. Era más grande de lo que él había
esperado. Los gigantescos cañones apuntaban al cielo como si quisieran disparar

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contra el vientre de las nubes. Morteros con bocas tan oscuras como el espacio
disforme sonreían como demonios. Plataformas con orugas removían el suelo y
excavaban profundas zanjas. Aquellas máquinas estaban ansiosas por escupir sus
mortales proyectiles sobre los buenos hombres del Emperador.
Mientras cabalgaban, los attilanos se pasaban las lanzas de una a otra mano con la
gracilidad de una araña. Iban equipados con el doble de armas que normalmente.
Cuando los marines del Caos y sus fuerzas de adoradores vieron a los Rough Riders,
corrieron agachados por el suelo y se lanzaron detrás de los raros elementos de
cobertura que sobresalían de la tierra a modo de cráteres.
—¡Esperad! —gritó Al’Kahan, mientras el aire escapaba tanto por su boca como
por la herida. La cabeza le daba vueltas a causa de la falta de oxígeno.
Una barrera de láser y plomo azotó a los jinetes, mientras las explosiones de
mortero y granadas desgarraban el suelo.
—¡Ahora! —gritó Al’Kahan.
Al oír su orden, todos los hombres se deslizaron sin esfuerzo hacia el lado
derecho de los caballos y apretaron los cuerpos contra el flanco de los corceles.
Algunos caballos resultaron heridos, otros cayeron, pero fueron más los que
continuaron hacia adelante.
—¡Por Attila! —gritó un guerrero cuando la caballería saltó con ímpetu, muy en
lo alto, por encima de las líneas enemigas.
Los jinetes hicieron caso omiso de sus atacantes y redoblaron la velocidad. El
pataleo de los cascos resonaba en las profundidades de la tierra. El sudor y la sangre
salían volando de hombres y caballos, y dejaban finas estelas rojas en el calor
rielante. Los jinetes bajaron las lanzas mientras los artilleros, que aún se esforzaban
por cargar sus cañones, corrían en busca de las armas de mano. Los attilanos
profirieron un solo grito de guerra, y las voces de los veinte sonaron como si
hubiesen sido cien.
Las lanzas de punta explosiva dieron en el blanco. Gruesas planchas de hierro
fueron arrancadas de las máquinas, de cuyos cascos destripados quedaron colgando
cables. Una explosión tras otra, como una cadena de fuegos artificiales, hizo erupción
en el campo de batalla. Andanadas de munición, como una lluvia del cielo, llenaron
el aire. Al’Kahan lanzaba granada tras granada hacia las pilas de munición. La
retaguardia del ejército del Caos quedó envuelta en purificadoras llamas. Aún caían
llantas de orugas incendiadas y fragmentos de metal cuando los attilanos echaron a
correr para acabar con los fugitivos.

***

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Al’Kahan se pasó las manos por el pecho. La herida había cicatrizado bien. La
cicatriz era impresionante, la más grande de su torso desgastado por las batallas. Los
suaves sonidos del crucero de batalla llenaban el aire. Las ventanas de plastiacero
transparente, como las cuencas vacías de los ojos de un muerto, miraban hacia las
estrellas. Al’Kahan tenía los ojos fijos en una nebulosa de color azul eléctrico que
crepitaba con luz y llama. El arrullante zumbar de los motores de la nave y la gloriosa
escena que tenía ante sí hicieron que Al’Kahan casi desease permanecer en el espacio
profundo; casi.
Bajó los ojos hacia la gran águila imperial que pendía sobre su pecho, sujeta por
una cadena de oro. Podía sentir su peso a través de las capas de pieles y el basto
tejido de cáñamo que lo cubrían. En su capa, había aún más trofeos y medallas; el
metal brillaba como extrañas garrapatas entre el pelaje. Al’Kahan estudió su reflejo
en la ventana: ancho sombrero de hombre de las llanuras, guarnición de pieles, un
solo ojo de guerrero temerario, largo cabello trenzado. Apenas podía distinguir sus
rizos oscuros de la melena de leopardo de las nieves que llevaba alrededor del cuello
de la capa. Ambos estaban desgastados por la edad y ampliamente manchados de
sangre.
—Comandante —llamó una voz, detrás de él.
Al’Kahan se volvió con lentitud. Era un comisario: abrigo de cuero oscuro, negra
gorra de visera pulcra y adornada por calaveras de plata, ojos como pedernal.
—Comandante, confío en que se haya curado bien.
—En efecto, comisario Streck.
—El Sello Imperial le sienta bien. —El comisario se volvió hacia la ventana.
—Es agradable tenerlo alrededor del cuello.
—Como debe ser. Ha servido bien al Emperador. —El comisario hizo girar una
manivela que cubrió la ventana con un escudo e inundó la habitación con brillante luz
de neón.
—Cien batallas.
—Ha llegado el momento de que ocupe su puesto como señor de su propia
provincia de Dagnar II.
—Aguardo con impaciencia un honor semejante.
—¿De verdad?
—No podría estar más seguro.
—Interesante. Pensaba que su pueblo añoraba el mundo natal más que cualquier
otro. Los guerreros árticos de Valhalla anhelan el sol; las tropas de choque de Aldcria
odian su mundo de muerte; los centinelas de fuego de Gorchak sienten sed. Pero los
de Attila nunca se cansan de cazar bisontes, guerrear contra los otros clanes…, o al
menos es lo que ha sostenido siempre el Adeptus Ministorum.
—Estoy seguro de que tienen sus razones.

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—Sin lugar a dudas. —El comisario Streck se volvió y caminó hacia la salida de
la habitación; pero luego se detuvo—. Sin embargo…, se le ofrecerá una alternativa
extraordinaria. Dentro de tres días atracaremos en su mundo natal. Es una
oportunidad única. Necesitamos recoger nuevos corceles y otros suministros para la
fundación de su provincia, y después nos dirigiremos a Dagnar II, desde donde
iremos a Olstar Prime. Si deseara quedarse, no supondría ninguna deshonra. Podría
regresar a sus territorios de caza.
—¿Porqué?
—Permítame decir simplemente que hace tiempo que sostengo que, con el
tiempo, un guerrero del Emperador llega a conocer sólo la batalla. Deseo demostrarlo
en un informe para el Ministorum; un… caso de estudio, si quiere.
—Ya veo. —Al’Kahan bajó los ojos hacia el Sello Imperial que pendía sobre su
pecho.
—La nave sólo permanecerá atracada durante una semana —informó Streck—.
Tiene la bendición de su Emperador.

***
—Una semana, comandante —gritó el comisario Streck desde el otro lado de una de
las muchas bodegas de carga de la nave espacial.
Al’Kahan no se volvió para acusar recibo y, en cambio, avanzó por aquel aire
cargado de combustible hacia las enormes puertas de la bodega. Anhelaba sentir la
blanda tierra de su mundo natal bajo los pies, no acero sin vida.
Las pieles de Al’Kahan formaban un bulto sobre la espalda que era muy pesado.
Se trataba de regalos y trofeos concedidos por el Emperador, y constituían objetos
extraños para el suelo de Attila. Un serpenteante sendero de conductos y raíles
abarrotaba el piso y enlentecía su avance. La nave del Emperador, llena de sus
repulsivos vapores y rechinantes sonidos, intentaba, en ese mismo momento,
mantenerlo alejado de su tierra natal, la tierra a la que su alma estaría unida para
siempre.
Al’Kahan llegó a las enormes puertas exteriores de la bodega. Dos miembros del
XII de Prakash —apenas muchachos— se encontraban en posición de firmes junto a
una puerta más pequeña, del tamaño de un hombre. Uno avanzó para situarse ante él,
y Al’Kahan sacó sus papeles del interior del abrigo y los empujó con fuerza contra la
frente del joven guardia, que retrocedió con paso tambaleante. Con un firme barrido
de una pierna, Al’Kahan lo derribó, para luego girar sobre sí, con el fin de que el
pesado fardo de pieles golpeara al otro en el cuello. El segundo cayó al suelo apenas
unos segundos después que su compañero, y los papeles cargados de sellos

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revolotearon por al aire hasta quedar esparcidos por el piso, entre ambos. Cuando
Al’Kahan atravesó la puerta, lo recibió el viento del hogar. Contuvo el aliento y
avanzó hacia el sendero empinado, para luego saltar a los pastos, altos hasta la
rodilla, de las abiertas llanuras de Attila.
La enorme nave espacial que se encumbraba sobre las praderas taparía el sol en
una gran zona cuando éste saliera, y su sombra giraría por el campo como un
gigantesco reloj solar. Las altas pasturas ondulaban y formaban crestas en la cálida
brisa vespertina; se movían alrededor de Al’Kahan y le acariciaban los muslos al
caminar. La nave había descendido junto a un pequeño puesto imperial avanzado, que
se agrupaba en un amplio claro de tierra árida. Era más una colección de dispersos
edificios administrativos que una base organizada, y las construcciones parecían
achatadas pilas de estiércol.
Como zumbantes moscas, los attilanos se encontraban reunidos en grupos
alrededor de los edificios. Al acercarse, Al’Kahan vio que eran más de los que había
creído en un principio. Muchos yacían apiñados en medio de charcos de biliosos
vómitos de borracho y porquería. Otros temblaban en torno a pequeñas hogueras. Al
acercarse más, Al’Kahan observó que no cocinaban gallinas del desierto ni costillares
de bisonte, sino otra cosa, algo más apropiado para roedores.
Perros mestizos y mendigos se apartaron apresuradamente del camino de
Al’Kahan cuando éste pasó por el lugar. Cuanto más se adentraba en el tremedal de
tierra calcinada y refugios erigidos con prisa, más le preocupaba a Al’Kahan no
escapar nunca de allí. Era como si entrase en el corazón de los llanos oscuros, el
horrendo lugar al que iban a parar los muertos deshonrados. Allí también habían
aterrizado naves espaciales más pequeñas, que no llevaban la gloriosa águila del
Imperio. ¿Comerciantes ilegales? ¿Mercenarios? ¿Piratas? Al’Kahan no estaba
seguro. Lo único que podía asegurar era que aquellos hombres se ganaban la vida
aprovechándose de su pueblo. En el lateral de una de aquellas naves, había un
prestamista que estaba trabajando. Mendigos y heridos hacían cola en el exterior de la
nave. Un hombre moreno y de constitución robusta entregaba comida en cuencos de
latón abollados.
—Hermana, ¿qué estás haciendo? —Al’Kahan se inclinó para hablarle a una
mujer de la cola.
—Tengo hambre, hermano.
—¿Dónde está tu clan, tu esposo?
—Él se marchó para luchar por el Emperador del Cielo. Yo he venido aquí en
busca de paz.
—Yo no veo ninguna paz.
—¿Puedo ayudarte? —Un comerciante vestido con largo ropón de cota de malla
avanzó para encararse con Al’Kahan.

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—Habéis convertido a mi gente en mendigos —dijo Al’Kahan con desprecio.
—Les ofrecemos comida a cambio de que realicen pequeñas tareas en la nave que
tenemos en órbita —respondió el comerciante al mismo tiempo que se apartaba el
abrigo a un lado—. Ponte en la cola o márchate. —Dejó a la vista la culata de una
pistola láser que llevaba bajo sus atuendos.
—Yo sé lo que es esto —les dijo Al’Kahan a los miembros de las tribus allí
reunidos—. Es una artimaña. ¡Estos hombres son esclavistas, os llevarán a su nave
para encerrar a los más fuertes de vosotros y asesinar a los otros!
—¿Qué? ¡Eso no es verdad! —El comerciante se volvió para encararse con la
multitud a la vez que tendía las manos ante sí en un gesto carente de significado.
Al’Kahan aferró al comerciante por la parte trasera del cuello y lo lanzó hacia
adelante contra el suelo. Tras apartar el abrigo del hombre, dejó a la vista unas
esposas que llevaba al cinturón.
—¡Mirad! —le gritó a la multitud—. ¿Qué comerciante tiene necesidad de esto?
Al’Kahan empujó el rostro del hombre contra el suelo mientras otros se
acercaban, y le quitó la pistola láser que llevaba debajo del abrigo.
—¡Retiraos! —gruñó Al’Kahan, que tenía el arma apoyada contra la nuca del
esclavista caído—. ¡Regresad a vuestras tribus! —les gritó a los mendigos—. ¡Ésta
no es forma de vivir para los attilanos!
Al’Kahan escupió al suelo y se internó a grandes zancadas en la noche. Los
inexpresivos rostros observaron cómo se alejaba, en silencio. Nadie se movió, nadie
se marchó.

***
Los ojos de los ancestros comenzaban a aparecer en la bóveda celeste. Él aún
recordaba cada forma, cada constelación, desde aquel día de hacía muchos años en
que, con las estúpidas nociones juveniles de gloria de guerra, partió hacia aquellas
estrellas para luchar por el Dios-Emperador. Sus ancestros lo guiarían, guiarían sus
ojos hasta los territorios de caza de su pueblo. Al’Kahan imaginaba lo que estarían
haciendo: tal vez, celebrando un banquete después de una gran cacería, reunidos en
torno a las hogueras. Él se desplazaría entre las luces de los fuegos para encontrarse
con viejos amigos y guerreros nuevos, jóvenes deseosos de ganar sus primeras
cicatrices en el campo de batalla. ¡Sería tan agradable estar de vuelta!
Las noches habían pasado con lentitud. Al’Kahan dormía junto a la vieja yegua
que le había comprado a un comerciante del puesto avanzado. El animal tenía tantas
cicatrices y arrugas como el propio Al’Kahan, y su respiración somera cuando dormía
era un constante recordatorio para él de su propia mortalidad. Descubrió que, de

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alguna forma, había perdido la destreza para encender fuego, y tuvo que usar
bengalas de la Guardia Imperial para calentarse.
En las llanuras había pocos signos de la presencia de su clan: las huellas dejadas
por los rebaños eran antiguas, y tampoco se veían huellas recientes de caballos. En la
tercera noche, sin embargo, se encontró con un viejo campamento; las tiendas estaban
quemadas hasta el suelo y los estandartes enterrados en el polvo. No había cadáveres.
Entre los calcinados restos, Al’Kahan encontró un rifle láser con la carga agotada. No
tenía ninguna marca. ¿Acaso su pueblo había comenzado a usar armas del Imperio?
En la cuarta noche, Al’Kahan avanzó por los enormes salientes del cañón Kapak.
Formaba un amplio abismo, como si el dedo de un dios hubiese arrancado la tierra
para mostrar su composición interior. En el valle había canales como arterias, rocas y
afloramientos como cánceres, y antiguas cuevas que parecían cuencas de ojos vacías.
Si su clan hubiese sido atacado, aquél sería el lugar al que habrían acudido a
refugiarse. Así lo habían hecho durante centenares de años, ya que sólo el Clan
Sombra de Halcón tenía conocimiento de sus túneles y salientes y podía ocultarse allí
durante días. En un valle escondido al que se accedía a través del disimulado arco de
un afloramiento rocoso, vio, al fin, las conocidas tiendas de su clan. Eran más
pequeñas de lo que recordaba, y estaban más deslucidas. Unos pocos perros mestizos
peleaban por un hueso a la luz de la luna. No vio guardia alguno.
Al’Kahan apretó los dientes y desmontó. Echó a andar con los brazos ceñidos en
torno al paquete de pieles que había llevado consigo al salir de la nave. Al verlo
acercarse, un perro huyó noche adentro, ladrando. Un joven attilano, que tenía las
cicatrices faciales aún frescas, salió de entre las sombras con el sable desenvainado.
—Retrocede —murmuró Al’Kahan.
—Estás en el territorio del Clan Sombra de Halcón. —El muchacho avanzó un
paso más y se puso en guardia con el sable—. Serás tú quien retroceda.
—Yo soy Al’Kahan. Pertenezco a la Sombra de Halcón.
—Entre los de nuestro clan no hay nadie con ese nombre.
—Eres demasiado joven para conocerme. —Al’Kahan dio un paso con la
intención de pasar junto al muchacho.
—Deja caer eso que llevas o mi espada beberá tu sangre —le gruñó el joven.
—No. Soy Al’Kahan.
El muchacho le lanzó una estocada. El viejo guerrero se apartó a un lado, aferró el
brazo del joven y, con movimientos vivos, alzó la mano. El muchacho profirió un
potente grito, dejó caer el sable y se cogió la articulación del hombro.
—Volverá a encajarse —le aseguró Al’Kahan, con desdén.
Tras recoger la espada caída, Al’Kahan avanzó hasta la tienda más cercana. La
gente de la tribu había salido corriendo al oír el grito del muchacho. El guerrero cortó
de un tajo la cortina tendida ante la entrada de la tienda.

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—¡Alyshfa! —llamó a su esposa.
Un vapuleado hombre de la tribu se puso de pie tras apartar las pieles que lo
cubrían. Su rostro y su cuerpo macilentos estaban cubiertos de cicatrices.
Al’Kahan rajó otra tienda. Ella tampoco estaba allí. Dentro había una mujer
rodeada por muchos niños; tenía el rostro consumido y los ojos rojos de llorar. Los
niños estaban flacos y comenzaron a llorar y chillar.
Al’Kahan entró en otras tiendas. Con cada tajo de sable, se le reveló la tragedia de
su tribu. Había intrusas durmiendo con los hombres de su tribu; cadáveres hediondos,
de varios días, que se usaban para comer; caballos lisiados.
—¡Alyshfa! —llamó Al’Kahan al mismo tiempo que abría de un tajo otra de
aquellas pobres tiendas. Un hombre que estaba metido debajo de una montaña de
pieles, se sentó de golpe con expresión aterrorizada en los ojos. A su lado vio la
silueta de una mujer que le resultó familiar.
—¡Alyshfa! ¡Tu esposo ha regresado! —bramó Al’Kahan cuando el hombre se
ponía en pie de un salto y cogía una larga lanza de caza que se apoyaba casi cerca del
techo.
Al’Kahan descargó el sable sobre la mano tendida del hombre, y ésta cayó al
suelo. El hombre profirió un alarido, y Al’Kahan lo aferró por las trenzas y lo arrojó,
desnudo como estaba, por la puerta.
—¡Al’Kahan! —le gritó una mujer de ojos sombríos y cabellos entrecanos. Su
piel era como un mapa de su vida, mapa que él apenas podía interpretar. La reconoció
a medias cuando ella le cogió una mano.
Al’Kahan se volvió velozmente para encararse con los hombres de la tribu que
entraban por la puerta, y empujó a Alyshfa de vuelta a la cama. Uno de los hombres
que avanzaba le lanzó un fuerte golpe a la cabeza, pero Al’Kahan se agachó para
esquivarlo y tiró de la alfombra de piel; el hombre cayó y se estrelló contra un gran
recipiente de agua. El suelo se inundó, y otro hombre corrió hacia Al’Kahan, que le
salió al paso y le golpeó la cara con el puño del sable.
—¡Vamos, cachorros! —gritó Al’Kahan hacia el exterior de la tienda—. ¡A ver a
cuántos tendré que derribar antes de que me presentéis vuestros respetos!
De pronto, sintió un agudo dolor en la nuca y, al volverse con paso tambaleante y
caer, vio a Alyshfa sobre él con una pesada cacerola de hierro en la mano, cuya dura
base estaba manchada por su sangre.
Al’Kahan abrió los ojos. En lo alto vio mantas colgadas de las vigas que daban
soporte a la tienda de cuero. Le latía la cabeza. Se encontraba tendido en el suelo
sobre pieles mojadas, y Alyshfa estaba sentada junto a él y le apoyaba un sable contra
el cuello: el sable que él le había regalado el día en que se marchó.
Ella había envejecido más que su esposo. Sus ojos parecían haber visto el horror
del espacio disforme, y sus cabellos estaban canosos y llenos de nudos. Aún tenía un

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porte noble, pero daba la impresión de que luchaba para mantenerlo con el fin de
salvar las apariencias ante él.
—Me has golpeado. —Al’Kahan se llevó una mano a la coronilla.
—Estabas destruyendo mi tienda.
—Eres mi esposa —masculló Al’Kahan. Podía saborear la sangre de su labio
partido.
—¡Lo fui! Fui tu esposa. —Alyshfa depositó el sable a su lado—. Cuando el
esposo de una mujer se marcha en una nave del cielo, ella se convierte en viuda.
Puede escoger un esposo nuevo después del período de duelo.
—Ya no eres viuda. He regresado.
—Lloré tu desaparición. Como un estúpido, partiste hacia las estrellas. Luchaste
por el Emperador del Cielo. Te marchaste. ¿Qué más hay que decir?
—He regresado junto a mi pueblo. Veo que me necesitáis. —Al’Kahan se sentó
con lentitud, y se dio cuenta de que estaba discutiendo con ella como si se hubiesen
separado apenas el día anterior. Alyshfa conservaba el temperamento, al igual que él
conservaba el suyo. Algunas cosas no habían cambiado en Attila.
—Estamos bien sin ti, Al’Kahan. Tu lugar ya no está entre nosotros.
—Todas las tradiciones han sido olvidadas. Fui atacado por un muchacho
demasiado estúpido para conocer las reglas de la hospitalidad. ¿Quién es el jefe,
ahora?
—Po’Thar ha muerto. Como te he dicho, ha pasado una vida desde que partiste.
Nuestra tribu ya no es gloriosa. Nos morimos de hambre, y nuestros hombres no son
más que muchachos. Las tradiciones son lo último que nos preocupa.
—Eso me entristece. —Al’Kahan se puso en pie, aturdido—. Es una lástima.
Nuestras tradiciones son lo que nos convierte en attilanos.
—Hay nuevas tradiciones. Las cosas están cambiando. —Alyshfa le dio a
Al’Kahan un trapo mojado, y él se lo aplicó sobre la cabeza.
—Ya han cambiado demasiado. ¿Dónde se encuentran todos los hombres?
—Cabalgaron contra el Señor de la Guerra Talthar. Nuestro rebaño fue robado e
intentaron recuperarlo.
Al’Kahan se puso a caminar en torno al perímetro de la tienda con el fin de
aclarar su confusa mente. Se asomó por la solapa que cubría la puerta. En el exterior,
había reunida una multitud que retrocedió al ver a Al’Kahan. Había entre ellos muy
pocos guerreros capaces, diez a lo sumo.
—¿Nuestros guerreros fueron derrotados? —le preguntó a Alyshfa al regresar al
interior.
—Los supervivientes hablaron de una fortaleza, de armas compradas a los
comerciantes del cielo. Cabalgaron contra ella e intentaron atacarla, pero no lograron
escalar las murallas ni vencer contra sus fusiles.

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—¿Dónde está tu… esposo?
—Con la mujer sabia. Ella está curándole la herida.
—Puedo pagarle una mano nueva.
—Es orgulloso. Ni aceptará tu dinero ni permitirá que una máquina reemplace su
carne.
Al’Kahan contempló a la mujer a quien sólo había conocido cuando era
muchacha. Llevaba la aflicción de su tribu como un velo, pero debajo él aún podía
ver un atisbo de orgullo.
Salió de la tienda y la multitud del exterior retrocedió con paso tambaleante al
mismo tiempo que algunos hombres llevaban las manos a los sables. Al’Kahan alzó
las manos, y ellos se quedaron mirando atentamente a aquel hombre que había
llegado como un demente frenético.
—Venid al alba —dijo Al’Kahan—. Venid al alba y haremos planes para renovar
nuestra tribu.

***
—Bienvenidas, las en otro tiempo orgullosas tribus del valle Kapak. —Al’Kahan
estaba de pie sobre el lomo de su caballo y miraba a la chusma de hombres heridos,
muchachos y mujeres que habían vuelto la espalda a las tradiciones—. Soy
Al’Kahan. He servido al Emperador del Cielo y he regresado para reunirme con mi
pueblo. Aquí no he hallado más que tristeza y lágrimas. El Señor de la Guerra
rechaza las costumbres de nuestro pueblo al saquear y robar los bisontes, y al clavar
piedra y roca en la tierra para hacer su fortaleza. Estas llanuras nos pertenecen a
todos. Nuestros ancestros las dividieron de manera igualitaria para que todos
pudiéramos ser libres de cabalgar por las tierras y alimentarnos de lo que nos ofrecen.
Talthar es enemigo de todos nosotros, enemigo de nuestras tradiciones, de nuestros
ancestros.
Los pocos guerreros presentes se removieron sobre las sillas de sus monturas.
Muchos escupieron, y sus dientes afilados destellaron en la dura luz.
—He vuelto a casa en busca de las tradiciones que durante mucho tiempo guardé
en el lugar de máximo honor dentro de mi corazón. Los attilanos luchan en otros
mundos, unidos por el amor que sienten hacia su tierra natal, hacia su hermano
caballo y hacia la libertad a la que aspiramos. Yo digo que ese Señor de la Guerra,
Talthar, es poco más que un bandido. Digo que cabalguemos contra él. Digo que lo
ensartemos en las puertas de su maldita fortaleza y dejemos que los carroñeros se
alimenten de sus entrañas. Mediante la batalla conoceremos la verdad. En la batalla
hallaremos la victoria. ¡Mediante la batalla salvaremos el alma de Attila y les

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devolveremos la gloria a nuestras tribus!
Los rostros miraron hacia otro lado y las cabezas bajaron. El suelo fue removido
por desanimados cascos que se arrastraban por la tierra.
—¡No apartéis la mirada! Debéis confiar en los caminos de los ancestros.
Venceremos a ese hombre. No es ningún demonio. Su fortaleza no es más que tierra,
y nuestros corceles desgarran la tierra cuando cabalgan.
—No servirá de nada, Al’Kahan. —El esposo de Alyshfa, Ke’Than, se volvió en
la silla para mirarlo. Las oscuras trenzas y el rostro sin cicatrices denunciaban su
juventud. Tenía ojos penetrantes y duros como perlas negras. Ke’Than señaló con el
muñón a la multitud que se marchaba—. Su ánimo está quebrantado.
—Ya no tienen corazón de verdaderos attilanos.
—Las cosas han cambiado.
—Han cambiado para peor, Ke’Than.
—Tal vez, pero nada perdura siempre.
Al’Kahan saltó al suelo, se agachó y recogió un puñado de rica tierra negra.
—He viajado por muchos mundos, y hay una cosa que nunca cambia: siempre
hay guerra. —Al’Kahan se irguió a la vez que arrojaba la tierra a un lado—. Si lo que
Attila quiere es un cambio, un cambio es lo que tendrá. Ve a hablar con ellos. Diles
que sé cómo abrir esa fortaleza.

***
Habían acudido en número más reducido que la vez anterior. Al’Kahan observó los
rostros reunidos, ceñudos y nada impresionados. Miró hacia el saliente bajo que
estaba sobre él, donde se encontraba Ke’Than sentado, esperando sus instrucciones.
Luego se volvió hacia la multitud.
—Ni siquiera la piedra es impenetrable.
Blandió el sable en el aire, y Ke’Than espoleó su corcel. La bestia echó a correr
por el saliente, atronando con los cascos y haciendo volar la tierra en torno a ellos.
Ke’Than aferró con fuerza las riendas y bajó la lanza de caza que sujetaba debajo del
brazo herido, apuntándola hacia una gran roca que tenía ante sí. El guerrero se
preparó para la gran explosión. La roca se partió en dos, y esquirlas de piedra volaron
como hojas de árbol para caer en torno a los jinetes reunidos. La multitud profirió
gritos entrecortados, y Al’Kahan alzó su propia lanza de caza.
—Tengo veinte de estas puntas explosivas. Las astas de vuestras lanzas no son tan
fuertes como las de acero, así que habrá que reforzarlas, pero con ellas podremos
abrir una brecha en la fortaleza. Podemos derrotar al Señor de la Guerra.

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***
El viento gélido del amanecer soplaba a través del cabello de Al’Kahan y agitaba los
altos pastos que crecían en las zonas más elevadas de cada colina. Debajo de él,
comenzaba a levantarse una niebla matinal. En torno a Al’Kahan, había reunidos
cincuenta jinetes procedentes de los quebrantados clanes del valle Kapak, jinetes de
diversas edades, cuyos rostros mostraban una severa determinación; iban montados
en una lamentable mezcla de yeguas y caballos castrados. Eran pocos, y, entre ellos,
los muchachos jamás habían visto una batalla, ni siquiera habían matado a un
hombre.
Al’Kahan se volvió para encararse con ellos, y el semental que montaba se agitó.
Sus ojos recorrieron la hilera de jinetes que tenía ante sí.
—No voy a mentiros. Hoy cabalgaremos contra un enemigo que nos supera en
número. Hoy lucharemos contra una fuerza superior, que se encuentra detrás de
murallas de piedra. Hoy podemos perder la vida. —Al’Kahan cogió de detrás de sí el
atado de pieles que había llevado consigo desde la nave espacial.
»Sin embargo, ésas son cosas que todos sabemos. —Comenzó a desenvolver el
voluminoso paquete—. Yo os prometo esto: aunque tal vez hoy no luchemos a la
manera tradicional, no deshonraremos a nuestros ancestros. Nos mirarán con gran
alegría, porque lucharemos para liberar a sus hijos, a los hijos del fundador, a
nuestros hermanos, que se encuentran en las entrañas de la fortaleza.
»Dejadme que también os prometa esto. —Al’Kahan sacó un rifle de plasma y
varias granadas del hato de pieles; tenían la insignia de la Guardia Imperial
claramente visible—. ¡Con estas armas venceremos! Cabalgaremos con la fuerza de
un millar y romperemos las murallas de esa fortaleza como lo haría un rayo del ciclo.
¡Les partiremos la cabeza y descargaremos sobre ellos toda la furia de los clanes!
Los jinetes dieron vítores, y Al’Kahan hizo girar su caballo y se lanzó por la
ladera, niebla adentro, hacia las llanuras en las que se asentaba la fortaleza. Jirones
blancos lo envolvieron con rapidez mientras descendía a gran velocidad, casi a
ciegas, por la empinada pendiente que conducía hacia la fortaleza de Talthar. Los
jinetes lo siguieron al interior de la niebla, y el sonido de los corceles y los latientes
corazones constituía el único signo de que no cabalgaba cada uno de ellos en
solitario.
Tras lo que parecieron varias horas, el suelo se niveló y la niebla comenzó a
hacerse más fina. La fortaleza, del tamaño de un crucero estelar pequeño, se
encumbraba ante ellos. Era dentada y siniestra, y trozos de chatarra soldados a estacas
de hierro se alzaban en peligrosos ángulos del suelo que la rodeaba. Aquello
enlentecería el avance de la caballería. Al parecer, podían escalarse las murallas, ya

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que los bloques de piedra eran de talla tosca; aunque salpicadas como estaban por
troneras y torres de vigilancia, sería prácticamente imposible conseguirlo. Los
hombres de Al’Kahan aminoraron el paso; pasmados por la aprensión, algunos
comenzaron a desfallecer. Era necesaria una acción enérgica.
Al’Kahan, con el rifle de plasma en la mano, disparó una andanada de abrasadora
energía, que desgarró las estacas de hierro e iluminó todo el valle con una luz blanca.
El tenso aire se llenó de electricidad estática, y los hombres se reunieron y echaron a
galopar como locos, confiados en que la destreza del experto guerrero en el manejo
del rifle destruiría las estacas que amenazaban su carga. Al’Kahan intentaba con
desesperación arrasar cada barricada antes de que sus hombres colisionaran con ellas,
aunque algunos se hirieron con las puntas. No obstante, continuó disparando; si la
carga aminoraba la velocidad, quedarían metidos en un cuello de botella y los harían
trizas con las armas de la fortaleza.
Los jinetes continuaron hacia adelante por encima de los restos de las barricadas,
que entonces eran meras cenizas. Aparecieron hombres en lo alto de las murallas, y
nuevas escopetas y rifles se sumaron con monótonos staccatos al silbido agudo del
rifle de plasma de Al’Kahan.
—¡Apartaos! —gritó Al’Kahan cuando se acercaban a la fortaleza.
Las granadas relámpago de la Guardia Imperial salieron disparadas hacia arriba y
detonaron a intervalos espaciados como fuegos de artificio. Los hombres que se
encontraban en las murallas gritaron cegados por el destello, y los jinetes reanudaron
la carga.
—¡Lanzas! —gritó Al’Kahan por encima del ruido que hacían las armas.
Los jinetes obedecieron y cogieron en ristre las lanzas de punta explosiva para
atacar la muralla de piedra.
—¡Formad un solo frente!
Los jinetes se situaron uno junto al otro, y formaron una línea bastante regular.
Los cascos resonaban como el trueno que precedía a los rayos del arma de Al’Kahan,
una tormenta de justo castigo en plena actividad.
Demasiado tarde, las puertas de la fortaleza se abrieron para que salieran los
jinetes del Señor de la Guerra. Los hombres de Al’Kahan se sujetaron bien cuando las
lanzas impactaron contra la muralla. Las puntas explotaron y abrieron grandes
agujeros en la piedra, al mismo tiempo que afilados fragmentos les hacían cortes en el
rostro y les rasgaban las pieles que los cubrían. Un jinete cayó bajo un alud de
cascotes, pero su yegua continuó corriendo. Los jinetes del Señor de la Guerra
describieron un giro para seguir a los hombres de Al’Kahan.
—¡Sombra de Halcón y Espina del Desierto, tomad la fortaleza! ¡Los demás
clanes seguidme! —gritó Al’Kahan por encima del estruendo, y los jinetes se
dividieron.

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Las fuerzas de Al’Kahan dieron media vuelta y se prepararon para cargar. Los
jinetes enemigos corrían a mayor velocidad.
—¡Adelante! —gritó Al’Kahan a la vez que quitaba el seguro de cuatro granadas
y las lanzaba, bajas y con fuerza, hacia los jinetes que iban a su encuentro. Los
rostros asombrados rompieron a gritar de miedo cuando las granadas chocaron contra
el suelo y estallaron, destrozando tierra y carne. La carga enemiga se detuvo, y
entonces los jinetes de Al’Kahan contaron con la ventaja del impulso. Los caballos se
encontraron con los caballos, los jinetes cayeron sobre los jinetes, y comenzó una
batalla desesperada.
Al’Kahan blandió el rifle de plasma como si fuera una porra y derribó de un golpe
a un jinete que fue pisoteado por los cascos de los caballos. Los sables destellaban
mientras los hombres de Al’Kahan luchaban con los del Señor de la Guerra. La lenta
presión de los cuerpos de los caballos era como una pitón gigantesca que apretase de
modo gradual el campo de batalla. Los hombres se aferraban con desesperación a sus
corceles, ya que caer significaba morir aplastado. Uno de los hombres del Señor de la
Guerra se lanzó hacia Al’Kahan, corriendo sobre los lomos de varios caballos muy
apretados entre sí. Al’Kahan se volvió y disparó una descarga con el rifle de plasma,
pero erró y apenas logró enlentecer al atacante.
El jinete saltó sobre Al’Kahan, y ambos se cayeron al suelo. El atacante apuñaló
una vez y otra con un cuchillo corto, y Al’Kahan sintió que la hoja penetraba en su
costado. Sin pensarlo, con la frente, le asestó al atacante un golpe tremendo en la
cara, para luego rodar a un lado y dejar que el hombre que chillaba fuese a parar bajo
los cascos de su enfurecida montura.
Tras subir de nuevo a su corcel, Al’Kahan vio que sus hombres habían ganado
ventaja; ya casi habían acabado con la caballería del Señor de la Guerra. Al’Kahan se
arrancó la daga que aún tenía clavada en un flanco.
Los hombres de los clanes Sombra de Halcón y Espina del Desierto saltaron a
través de los agujeros abiertos en la muralla y entraron en la fortaleza del Señor de la
Guerra, con Ke’Than a la cabeza. El lugar estaba lleno de botines de guerra; vieron
extrañas máquinas adquiridas a los comerciantes piratas dispersas por el fuerte, donde
tuberías negras como el carbón, como entrañas derramadas, dificultaban el paso de
los caballos. Las mujeres y los niños corrían hacia las chozas de barro y las casas de
piedra que se alineaban contra las murallas, y una masa de guerreros armados con
pistolas y sables salió, a la carrera, de detrás de las barricadas. Parecían sufrir
neurosis de guerra y estar desesperados.
Ke’Than cogió el sable de la silla de montar y lo blandió en alto por encima de la
cabeza. De un tajo limpio, decapitó a un guerrero que llegaba hasta él antes de que el
hombre tuviese la oportunidad de reaccionar. Otro lo apuntó con una escopeta, se oyó
una detonación y el proyectil golpeó a Ke’Than en un hombro. Sin apenas darse

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cuenta, Ke’Than descargó su sable con fuerza, y el guerrero alzó la escopeta con el
fin de parar el golpe. Asestado desde el lomo del caballo, el golpe fue tan descomunal
que la muñeca del guerrero se rompió y la mano soltó el arma. Tanto el guerrero
como la escopeta cayeron al suelo, el arma se disparó al colisionar con él, y un
reguero de tejido blando salpicó el rostro de Ke’Than cuando se volvía. En torno a él,
su clan había obtenido la ventaja sobre los guerreros enemigos. A lo lejos, una silueta
oscura apareció en el lado opuesto de la batalla.
—¿Quién es ése? —preguntó Al’Kahan al llegar al lado de Ke’Than.
—Talthar, el Señor de la Guerra —respondió el otro con desprecio.
Cubierto por pieles oscuras y por un entrecruzado de correas negras y arneses de
cuero, Talthar cargó sobre el lomo de un gigantesco semental negro con una espada
sierra girando en una mano. Al’Kahan profirió un sonoro gemido cuando el arma
extranjera comenzó a cercenar sables y extremidades por igual. El rostro del Señor de
la Guerra tenía una expresión demente, y sus cicatrices y boca desdentada brillaban
con la sangre de los hombres de Al’Kahan. Con velocísima precisión, derribó a cinco
hombres en cuestión de pocos segundos.
—¡Aquí! —gritó Al’Kahan para atraer la atención del Señor de la Guerra, que
cargó hacia él.
Al’Kahan espoleó su caballo hacia el enemigo, y atravesaron la distancia que los
separaba sin aminorar la marcha y con los ojos encendidos. Al’Kahan se inclinó para
susurrarle algo a su montura.
—Hermano caballo, te doy las gracias por tu espíritu y tu sangre.
El Señor de la Guerra ya estaba sobre él con la espada sierra salpicando sangre.
Al’Kahan tiró con fuerza de las riendas, y la inexperta criatura se inclinó y cayó al
suelo. El impulso de la carga hizo que resbalara con fuerza y la lanzó contra el corcel
de Talthar. El semental negro tropezó con Al’Kahan, que a su vez resbalaba; en ese
instante, el attilano apoyó el rifle de plasma sobre el animal y disparó. La luz de color
blanco azulado, brillante como luz de mercurio, atravesó al caballo y a su jinete, y
Talthar profirió un alarido cuando un dolor espantoso le envolvió la pierna. El
monstruoso semental se desplomó sobre Al’Kahan.
El viejo guerrero sintió un dolor lacerante en una de sus piernas. Se había roto
algo y tenía el pie doblado en un ángulo extraño. Cerca de él, Talthar prorrumpió en
un bramido. Aún estaba vivo, cubierto por la sangre de su corcel, y la espada sierra
cortaba la carne del caballo que cubría a Al’Kahan. Este último rodó a un lado en el
momento en que la terrible arma abría un tajo en su capa, y se arrastró por el suelo,
forzando a los cansados músculos de sus brazos a desplazar su pesado cuerpo.
—¡Yo… tendré… tu cabeza! —gimoteó Talthar, al mismo tiempo que se
arrastraba tras él.
—¡Has ofendido a nuestros ancestros! ¡Morirás! —le gritó Al’Kahan por encima

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del hombro mientras buscaba un arma.
—Tú no eres diferente de mí —chilló el Señor de la Guerra blandiendo la espada
sierra enloquecido—. Tú ofendes a nuestros ancestros con tus armas alienígenas.
—¡Jamás! —gritó Al’Kahan, y llegó hasta el rifle de plasma y lo cogió.
El Señor de la Guerra lanzó un golpe con las hojas de la espada sierra girando
furiosamente hacia Al’Kahan. El attilano comprobó el rifle y vio que aún no se había
recargado del todo. Lo alzó con el fin de parar la espada sierra y esperando sentir el
lacerante dolor de sus dientes serrados; pero la espada se hundió profundamente en la
célula de energía del rifle y un destello de llama color blanco azulado ascendió por el
arma y atravesó el cuerpo del Señor de la Guerra, que profirió un breve grito y se
desplomó, calcinado.
Tras sacudir la cabeza para librarse del aturdimiento provocado por el ruido,
Al’Kahan alzó los ojos a través de la sangre y vio que un grupo de jinetes se había
reunido en torno a él. Ke’Than le sonrió.
—Somos los vencedores, poderoso Al’Kahan. ¡Nos has devuelto la gloria!

***
Una gran hoguera de altas llamas ardió aquella noche. El espeso olor a carne de
bisonte colmaba el aire de varios kilómetros a la redonda. Las quebrantadas tribus
estaban unidas, agrupadas para cantar sobre sangre y gloria. Nadie quiso irse a dormir
sin tomar antes un trago de cerveza. Sólo un alma no estaba presente, la más grande
del Clan Sombra de Halcón. Una vez que la mujer sabia hizo su trabajo, el viejo
comandante de guerra se marchó en silencio del campamento durante los primeros
momentos de la celebración, con la pierna entablillada. Al’Kahan salió de su antigua
choza y desapareció en la oscuridad nocturna de Attila.
Al caer la noche del día siguiente, Al’Kahan se encontraba en la nave espacial,
cuyo aire estaba cargado de nocivas emanaciones. Junto a una de las puertas de
entrada se erguía una figura solitaria. Al’Kahan desmontó y se acercó.
—Ya me lo imaginaba —dijo el comisario Streck—. Pude verlo en sus ojos el día
en que nos dejó.
—Les debo mucho. Sin las armas del Emperador, no habríamos vencido.
—¡Ah, sí! Han derrotado al tirano. Me alegro por ustedes. —Streck se movió
apenas y su abrigo negro crujió—. ¿Por qué no se queda aquí y se convierte en el jefe
de ellos?
—Ya no conozco este lugar.
—¿Es uno de nosotros, entonces?
—No. —Al’Kahan pasó a grandes zancadas ante Streck, camino de la nave

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espacial—. Soy un attilano.

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INFIERNO EMBOTELLADO
SIMÓN JOWETT

—¡Que reine el Caosss!


El grito de guerra de Kargon se impuso a los sonidos de la carnicería, y se grabó a
fuego en la mente de asesinos y víctimas por igual. A continentes de distancia, los
desangradores se detuvieron para proferir un agudo grito de respuesta antes de volver
a su tarea concreta: acabar la profanación de otro de los brillantes mundos del
Imperio. Las torres de Ilium se derrumbaban.
Las detonaciones llenaban el aire cuando un escuadrón de bombarderos Marauder
hendió la capa de humo que flotaba sobre la capital. Los misiles aire-tierra modelo
Martillo del Caos se soltaron de sus cunas aladas y volaron, silbando, hacia la tierra.
Las agujas como joyas del complejo del Administratum se hicieron pedazos y
cayeron, mientras oscuros penachos de escombros saltaban a muchos kilómetros de
altura por los aires. La preocupación de la guarnición imperial por los civiles se había
desvanecido. Sólo se mantenía en pie una estrategia: la destrucción de los invasores a
cualquier coste.
A una señal de Kargon, varios de los desangradores más cercanos volvieron su
atención hacia los aviones atacantes, y cada uno apuntó con su arma al cielo. Espada,
hacha o lanza, aquellas armas eran principalmente conductores para el sobrenatural
poder del Caos, que, enfocado por las rudimentarias voluntades de quienes las
blandían, saltó en dirección al cielo hacia los aviones atacantes del Imperio.
La materia orgánica primero: la carne de cada piloto humano corrió, se reunió y
luego volvió a adquirir forma. En la piel, se formaron tumores que se retorcieron con
vida nacida del vacío. Todos los huesos zumbaron a punto de destruirse cuando el
Caos invadió su tuétano oscuro de sangre. En cuestión de segundos, el asiento
basculante de cada piloto quedó ocupado por una grotesca malformación de células
que vibraban a una frecuencia cada vez más alta.
A medida que los apagados estampidos de la carne pintaban de rojo y negro las

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carlingas, los generadores de los Marauder se sobrecargaron a causa del desequilibrio
de la perfecta matemática de sus operaciones debido al asalto del Caos. Los aviones
comenzaron a girar fuera de control; algunos describieron espirales por el cielo y
otros se precipitaron hacia la corteza planetaria, envueltos todos, finalmente, en bolas
de fuego de aniquilación pirotécnica.
Cuando los desangradores volvieron a la tarea de desmantelar la capital ladrillo a
ladrillo, alma a alma, Kargon contempló la locura y vio que era buena. Bautizado
como «Portador de la Semilla» por aquellos que querían invocar su presencia, Kargon
se había regalado con las entrañas de un millar de mundos. Atraído hacia las roturas
de la membrana que separaba el espacio disforme del universo material como un
tiburón es atraído hacia la sangre, Kargon sólo tenía un propósito: golpear, violar,
continuar adelante. Pronto Ilium quedaría a sus espaldas, olvidado como tantos otros
mundos antes.
—¿Ilium ess nuesssstro?
La horda reunida —una monstruosa confederación de demonios menores,
engendros mutantes, desangradores, guerreros del Caos e híbridos de todas las formas
de vida que habían sido infectados por el contagio de la Corrupción— bajó la cabeza
en señal de asentimiento. La pregunta era innecesaria. Los sonidos de lucha habían
sido reemplazados por un silencio absoluto, que sólo indicaba una cosa: victoria. El
olor a carne quemada flotaba, espeso, en el aire, al igual que sucedía en todas las
otras ciudades de Ilium. La pira ante la que se encontraban de pie Kargon y su cuadro
de oficiales se alzaba tan alta como la más alta de las antiguamente orgullosas torres
y teñía el cielo con un sinuoso humo negro. La pestilencia de la humanidad había
sido borrada del planeta, y Kargon con sus seguidores habían saciado la sed bebiendo
sus almas. Sólo quedaba un ritual que llevar a cabo: el ritual de la Siembra.
—¡Que dé comienzo! —ordenó Kargon.
Con el ruido que producían el arrastre de pies y el crujido de armaduras, cuatro
poderosos demonios del Caos se separaron de la multitud y avanzaron hasta detenerse
en el espacio libre que quedaba ante Kargon y la pira. Criaturas de indecible
violencia, quedaron de pie con las alas plegadas y su sed de sangre reprimida por el
oscuro carisma del jefe. Un reverente silencio descendió sobre sus compañeros. En
las mentes semiconscientes de los engendros del Caos, no había lugar para las
sutilezas del sentimiento religioso, pero sabían cuándo estaban en presencia de uno de
los Misterios Supremos del Caos.
Con un siseo sibilante y un chasquido, el peto de latón del primero de los
demonios escogidos se deslizó sobre junturas ocultas y dejó a la vista una carne
pálida, de color blanco grisáceo, bajo cuya superficie semitransparente latían gruesas
venas oscuras. El latido se hizo más rápido y fuerte al mismo tiempo que las venas
comenzaban a hincharse y presionar contra la carne que las constreñía. Un gemido

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bajo y borboteante salió de la garganta de la criatura, acompañado por los sonidos de
otros tres petos que se abrían.
Un bajo murmullo animal se alzó entre la multitud que observaba mientras los
cuatro candidatos al sacrificio comenzaban a temblar y la carne expuesta se
estremecía y distendía en la garra de una oscura parálisis extática.
El pecho del primer demonio, que entonces abultaba tanto que sobresalía de la
armadura, se abrió con una explosión que lanzó las venas apretadamente enroscadas
sobre varios metros de suelo. La tierra quedó empapada de icor negro purpúreo,
mientras las venas continuaban latiendo y serpenteando por voluntad propia. Con un
suspiro de satisfacción casi carnal, el demonio cayó primero de rodillas y luego de
cara sobre la tierra.
Uno a uno, los otros tres se desplomaron con los signos vitales extinguidos,
excepto por la masa de palpitantes venas que continuaban enroscándose y
desenroscándose en el suelo, ante ellos; se hacían más gruesas con cada latido,
frotándose con fuerza las unas contra las otras a medida que se acercaban a su propia
apoteosis.
Las venas, en ese momento tan gruesas como los pechos de tonel de los demonios
de los que habían salido, estallaron en un cañonazo de fluido viscoso. La horda
reunida retrocedió, pero Kargon avanzó con el peto abierto y dejó a la vista unas
mojadas fauces, de las que salieron disparados pálidos tentáculos para saborear las
gotas que caían.
Desde las profundidades del pecho de Kargon se desenroscó un solo tentáculo,
más grueso que los otros; haciendo caso omiso del icor que salpicaba la ornada
armadura, el tentáculo se hundió en un charco de icor que había a los pies de Kargon
y penetró en la tierra que estaba debajo como si buscase el núcleo del propio planeta.
Kargon permaneció rígido mientras el tentáculo latía una vez, dos, y luego se retiraba
y volvía a retroceder hasta las profundidades del pecho del Portador de la Semilla.
Los tentáculos menores que bordeaban las fauces de Kargon lamieron con avidez los
límites de la boca para limpiar todo resto de icor.
—La ceremonia ha acabado. ¡La sssemilla del Caosss crece aquí! —anunció
Kargon, cuya armadura se había cerrado, con voz endulzada por la satisfacción.
Bien limpio de vida humana, Ilium era entonces la cuna de la semilla del Caos y,
con el tiempo, allí crecería vida nueva: retorcida, monstruosa, dócil ante la voluntad
de los señores de Kargon, una infección que esperaba para extenderse.
—¡Nuesstra tarea aquí ha terminado!
Las palabras de Kargon resonaron por el vítreo llano donde se encontraban todos
sus ejércitos. Habían viajado desde todos los continentes, desde todas las ciudades
demolidas, desde todos los sectores destruidos de Ilium, para reunirse en aquel
páramo desértico que en otra época había sido el centro de control de la guarnición

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imperial. La arena que tenían bajo los pies había sido calcinada y fundida en un
último acto de inútil desafío: la detonación del resto de las armas nucleares del
Imperio. Aquí y allá había fragmentos de edificios de la guarnición que sobresalían
de la rajada superficie como antiguas piedras verticales, con sus orígenes y propósito
borrados por la plaga del Caos y ya olvidados por los victoriosos invasores.
—¡Pero hay otrosss mundosss que desssean alojar la dura sssemilla del Caosss!
¡Viajaremosss a esssosss mundosss, atormentaremosss ssssusss almasss y losss
pondremosss en condicionesss de recibir la sssemilla del Caosss!
Kargon hizo un gesto hacia el portal del Caos que se había erigido en la llanura.
Aunque estaba inactivo, su diseño habría mareado a cualquier observador humano.
Los sellos grabados en su superficie relumbraban con amenazadora radiación
oscilante en espera de la orden de Kargon.
—¡La orden esss dada!
Al hablar, Kargon reparó en la atmósfera insólitamente inquieta que dominaba a
sus soldados. Tras una victoria tan completa como aquélla, lo normal hubiese sido
que mostrasen una estoica complacencia. Tras haberse alimentado del tesoro de almas
del planeta, deberían estar satisfechos y dispuestos a continuar. En cambio, Kargon
percibía algo que, por lo general, acompañaba a la llegada del ejército a un mundo
nuevo, uno que prometía una rica cosecha de dolor: hambre.
—¡La orden esss dada! —repitió Kargon.
El portal ya debería haber entrado en actividad, y las partes que componían su
múltiple estructura de rejilla tendrían que haber girado de tal forma que violaran
todas las leyes del movimiento al abrir un nuevo agujero en el espacio material. Pero
la rejilla continuaba tercamente inmóvil y las mareas del espacio disforme
permanecían fuera del alcance de Kargon.
Un desconcertado arrastrar de pies recorrió las filas de demonios. También ellos
sentían que algo no iba bien. Kargon hizo caso omiso de ellos. Dentro de su casco
antiguo, lentes supradimensionales se realinearon sobre los ojos multifacetados,
enfocando tanto el interior, el fluido filamento del Caos que ardía en su corazón,
como el exterior, allende Ilium, donde encontró…
Nada. Había una barrera más allá de la cual no podía pasar; detrás, sus sentidos
inhumanos no detectaban nada, ni una sola pista que explicara aquel confuso giro de
los acontecimientos.
—¡Tiene que haber una razón! —murmuró Kargon, mientras comenzaba a notar
una sensación insólita en la periferia de su conciencia: hambre.

***

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La razón se encontraba sentada, parpadeando para quitarse el sudor de unos ojos que
le escocían como si se hubiesen quemado por mirar los mismísimos fuegos del
infierno. Ante él, una mira periscópica colgaba de un soporte articulado. Cada giro de
las asas de operación le proporcionaba un ángulo de visión diferente de Kargon y sus
soldados, o le ofrecía espantosas imágenes de la devastación que cubría todo el
planeta. A lo largo de la pared del pequeño anexo en que se encontraba, una hilera de
impresoras repiqueteaban al escribir valoraciones estadísticas de la velocidad y
eficacia de la victoria de Kargon. Se llamaba Tydaeus, sargento instructor del
Capítulo Corazones de Hierro. Lo habían designado como supervisor de la Máquina
de Mimesis, y durante la última hora había estado luchando para comprender lo que
había visto.
Tras apartar los ojos del visor binocular, Tydaeus arrancó un trozo de pergamino
de la impresora más próxima. Los símbolos arcanos del Adeptus Mecánicus le dieron
la misma respuesta a la pregunta que había formulado por séptima vez en siete
minutos: Ilium estaba asegurado, aislado de todos los demás sistemas del puesto
avanzado. La única manera de hacerlo más seguro era comenzar a arrancar
engranajes y bielas de las mismísimas entrañas de la Máquina de Mimesis. Tydaeus
era un técnico, no un tecnosacerdote, así que tendría que dejar las cosas como
estaban.
Se retrepó en el asiento, cerró los ojos e intentó aquietar el huracán de imágenes
que rugía dentro de los confines de su cráneo; imágenes de invasión, de ataque
despiadado, de muerte y profanación, de un vil acto de humillación planetaria que
ningún ser humano había visto antes ni había vivido para contarlo: nada de lo que se
pudiera decir que había sucedido de verdad.
Ilium era una ficción, uno de los terrenos de entrenamiento que podía generar la
extraña maquinaria instalada en las profundidades de un puesto avanzado de
entrenamiento, ignorado por casi todos, incluido el Capítulo al que pertenecía. Una
tecnología antigua, que ya era vieja antes de que el Emperador ascendiera al trono,
había sido desenterrada y usada para crear un sistema de entrenamiento adicional
para los marines espaciales iniciados: mundos donde podían luchar, morir y volver a
luchar, aprender de sus errores sin pagar el precio habitual de las estrategias fallidas:
su propia muerte o la muerte de sus compañeros.
Lexmecánicos, artesanos y logistas habían dedicado décadas a la construcción de
la Máquina de Mimesis. No sólo creaba a Ilium, sino a un millar de mundos irreales,
amalgamas de todos los planetas en los cuales los marines espaciales luchaban y
morían. Surgieron dudas sobre la santidad de algo semejante, la pureza de cualquier
tecnología destinada a recrear el universo. Muchos recordaron el repugnante deseo de
los adoradores del Caos y los dioses oscuros a los que rendían culto de hacer
exactamente eso.

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Al final, las preocupaciones ecuménicas tuvieron poco que ver con el desprecio
hacia la Máquina de Mimesis. Ningún marine espacial que se preciara le dedicaría
más que una sonrisa de desprecio. «¡Un marine espacial reza por una sola
oportunidad: la de morir al servicio del Emperador!», opinó el primarca Rubinek al
enterarse de la finalización del proyecto. Ante una oposición semejante, los
partidarios propusieron que la Máquina de Mimesis les fuese asignada a los
Corazones de Hierro para usarla en las primeras etapas del entrenamiento de los
iniciados. Los lexmecánicos controlarían la actuación en combate de tales iniciados, y
así evaluarían la utilidad de aquella maquinaria.
Durante décadas, los iniciados habían ido y venido, y se habían metido en trajes
de batalla de varillas conectados a cables, que les permitían interactuar con los
mundos generados por la Máquina de Mimesis. Cada ejercicio era precedido por
invocaciones rituales para pedir la protección del Emperador ante cualquier posible
contaminación del Caos que pudiese surgir del contacto con la maquinaria, y concluía
con un servicio de absolución en la capilla de Mártires de los Corazones de Hierro. A
lo largo del tiempo había menguado el interés por la Máquina de Mimesis. Cada vez
eran menos los iniciados enviados a batallar con las simulaciones de demonios,
genestealers, orkos y eldar, y el equipo de mantenimiento fue reducido hasta quedar
sólo Tydaeus y un hombre llamado Barek.
—Se limitan a esperar a que se averíe —se había quejado Tydaeus al hablar con
Barek, en más de una ocasión—. Luego, sencillamente se olvidarán de repararla.
Barek asentía con la cabeza o respondía con un gruñido, y luego se dedicaba a su
trabajo de gatear y arrastrarse entre los engranajes y ruedecillas de la Máquina de
Mimesis para aplicarles ungüentos lubricantes a los componentes que giraban con
gran rapidez. Durante las largas horas que pasaban el uno en compañía del otro,
Tydaeus era el único que hablaba. Una hora tras otra hora interminable, miraba cómo
la Máquina de Mimesis proyectaba los programas, se hundía más en el asiento y
soñaba con la gloria que debería haber sido suya.
Ese día había comenzado como todos los otros. Argos, Belladonna, Celadon…, el
interminable ciclo de mundos transcurrió ante Tydaeus, que, sin prestarles mucha
atención a las escenas que pasaban ante el visor, meditaba acerca de las
oportunidades de combate real en nombre del Emperador que le había negado el
mismísimo Imperio al que tan deseoso estaba de servir.
Evangelion, Fortelius, Galatea, Hyperious.
Ilium.
La invasión ya había comenzado. Tydaeus miraba con ojos fijos de perplejidad las
cifras que había en la cinta que salía de una de las calculadoras tutoriales: estaba en
marcha la derrota de un mundo básicamente utilizado para instruir a los iniciados en
los elementos básicos de la defensa planetaria. El escenario por defecto de Ilium era

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uno de los más aburridos de todo el catálogo. Tras enderezarse de golpe, posó los
ojos sobre el visor y manipuló todas las asas y botones. Sin que pudiera creerlo,
observó cómo una marea de demonios corría por aquel mundo imaginario, pasando
por la espada, el hacha y la garra a los ciudadanos ingeniosamente simulados.
—Tal vez ésta es la avería que estábamos esperando —murmuró Tydaeus
mientras arrancaba el informe de diagnóstico más reciente.
«Simulación en curso: Ilium. Estado de simulación: estándar. Estado operacional:
nominal».
—Tienes los días contados —le dijo Tydaeus a la Máquina de Mimesis.
Sentía una cierta satisfacción ante la perspectiva de que la arrinconaran y a él le
dieran otro destino… Pero ¿qué destino? ¿Mantenimiento de armas? ¿Subtécnico en
la sala de mapas? Todas las posibilidades no prometían otra cosa que más
humillaciones para un marine espacial al que habían considerado como indigno hacía
tantos años.

***
La emboscada la habían preparado bien. Los miembros del equipo de Tydaeus no
detectaron ni una sola señal de la proximidad de su presa hasta que las fauces de la
trampa se cerraron.
—¡Resistid y luchad, marines! —gritó el jefe de la compañía antes de que dos
tiros de fuego cruzado lo librara de la lucha.
—¡Por el Emperador! —gritó Tydaeus en un intento de reagrupar a la compañía,
que ya había perdido alrededor de la mitad de sus miembros. Disparó bala tras bala
hacia el follaje de la jungla que los circundaba, entre cuyos árboles de gruesos
troncos se movían sombras.
—¡Tydaeus! ¡A tierra! —El grito procedía de atrás, y fue seguido por un
tremendo impacto.
Una carga detonó por encima de su cabeza, en el espacio que había ocupado
momentos antes. Medio rodando y medio deslizándose por el barro al que se había
lanzado, se volvió para encararse con su salvador.
—¡Parece que te debo una, Christus! —reconoció Tydaeus. Su compañero le
dedicó una de las familiares sonrisas de dientes separados—. ¿Aún tienes el bólter?
—¡Siempre, por el Emperador! —replicó Christus al mismo tiempo que le daba
unos golpecitos al arma.
—Bien —dijo Tydaeus mientras recogía las piernas debajo del cuerpo. Unos
lascivos sonidos de succión sonaron en el fango en el momento en que él se libraba
del abrazo del mismo—. ¡Porque hay una sola manera de salir de ésta!

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Tydaeus saltó hacia adelante con el bólter oscilando en su mano mientras
disparaba una descarga tras otra hacia el follaje. Se oyó el sordo golpe de un impacto,
muy probablemente sobre un peto, y un cuerpo cayó al suelo con estrépito. Escuchó
un segundo impacto, y un segundo cuerpo.
—¡Justo detrás de ti, hermano! —bramó Christus, que corría detrás de Tydaeus
disparando con su bólter.
Al atravesar la muralla de plantas tras la cual sus enemigos se habían tendido a
esperar, Tydaeus se detuvo. Dos rifles bólter se encontraban tirados, abandonados en
el fango. Con un grito y ruido de ramas partidas, Christus se unió a él.
—¡Estos árboles son lo bastante gruesos como para que se esconda todo un
batallón tras ellos! —comentó Christus mientras observaban el área inmediata. La
poca luz que se filtraba a través del denso dosel del bosque, servía sólo para proyectar
sombras impenetrables sobre los espacios que había entre los inmensos troncos.
—¡Allí! —Tydaeus señaló con un dedo enguantado hacia la brecha que había
entre dos árboles—. ¡Movimiento!
Christus disparó una andanada, y Tydaeus estaba a punto de imitarlo para someter
a las sombras cuando un repentino cosquilleo en la nuca hizo que se volviera.
La figura cargó desde detrás de un árbol situado a la derecha de Tydaeus. Era
rápida, y su espada dentada ya descendía. Estaba demasiado cerca para apuntarla con
el bólter.
Un paso corto a la izquierda y un giro del cuerpo sacaron a Tydaeus del camino
de la espada. Dio otro paso corto, esa vez hacia el atacante, y asestó un golpe con el
brazo rígido en pleno rostro del enemigo.
Tydaeus estaba bien preparado para el impacto, pero el oponente no; así, las botas
le resbalaron en el fango y cayó de espaldas. El casco, que salió disparado a causa de
la fuerza y el ángulo del puñetazo de Tydaeus, voló girando hacia las sombras.
—¡Por el Trono Dorado, eso duele! —protestó el iniciado Caius al mismo tiempo
que sacudía la cabeza y luego se tocaba con delicadeza la sien, en la que ya estaba
formándose un cardenal—. Me he quedado sin municiones, así que la lucha cuerpo a
cuerpo era la única opción que tenía. ¡Debería haberlo pensado mejor al ver que era
usted!
Tydaeus, de pie junto al iniciado caído, alzó el bólter y apuntó con descuido al
rostro de expresión triste de Caius.
—¡Pum! —dijo, en el momento en que la sirena que indicaba el final del ejercicio
acallaba los sonidos de combate en el claro situado detrás de ellos—. ¡Está muerto!
La mano de Tydaeus quedó suspendida sobre el intercomunicador, mientras las
imágenes de triunfos pasados desfilaban por su mente. Caius, siempre demasiado
descuidado, nunca lo bastante concentrado en lo que hacía, había caído durante su
primera misión con los exploradores. Christus, un guerrero nato, comandaba, con

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éxito en ese momento, una compañía en la más reciente de una larga lista de
expediciones de búsqueda y destrucción. Cada uno de los iniciados con los que había
entrenado, había ganado el derecho de recibir el gen-semilla de marine espacial, y
había ido a servir al Emperador en la primera línea de la cruzada contra las fuerzas
del Caos. Muchos habían perecido y se habían ganado un lugar en el Libro de
Mártires del Capítulo Corazones de Hierro. Los otros continuaban obteniendo gloria
para sí mismos y para el Capítulo.
¿Y qué sucedía con Tydaeus? Tydaeus, iniciado de honor. Tydaeus, del que
muchos habían hablado como un potencial comandante de compañía, tal vez un
Señor del Capítulo con el tiempo.
¡Ah, sí!, Tydaeus. ¿Qué había sido de él?
—Su cuerpo ha rechazado el gen-semilla.
El médico del Capítulo, Hippocratus, fue brutalmente franco. Los años pasados
en el campo de batalla enfrentándose con las más espantosas heridas de guerra y
extirpando las valiosas glándulas progenoides del cuerpo de marines espaciales
caídos habían acabado con cualquier pretensión de modales compasivos. Tydaeus se
encontraba sentado delante de él, con la espalda rígida, preparado para oír aquella
noticia, pero aun así incapaz de dominar el furor de sus emociones o la parálisis de
tipo gripal que se apoderó de él desde el tercer y más reciente intento de introducir el
gen-semilla en su cuerpo.
—Por lo que podemos ver, su cuerpo tiene problemas de asimilación del ADN de
la semilla. Reacciona ante él como lo haría ante un organismo invasor. Ya no
podemos hacer nada más. Cualquier otro intento de introducir la semilla podría
provocar mutaciones intolerables. Preséntese ante el ayudante del Capítulo para que
le dé un nuevo destino. Eso es todo.
Con esas palabras y un gesto de la nudosa mano derecha, el médico de cabello
gris puso fin a la vida de Tydaeus.
—Un nuevo destino…
Las palabras sorprendieron a Tydaeus incluso en el momento de pronunciarlas. Su
mano continuaba suspendida sobre el intercomunicador. Debería ponerse en contacto
con el tecnosacerdote Borus, informarle del comportamiento aberrante de la Máquina
de Mimesis y aceptar lo inevitable: la desactivación de la misma y su nuevo destino.
Ante él se abría un futuro que pasaría observando cómo los iniciados se preparaban
para su propio momento de gloria: la asimilación del gen-semilla y su aceptación en
la Hermandad de los Marines.
Aún no. Con los ojos todavía apoyados contra el visor, Tydaeus volvió a enfocar a
Ilium con la mirada. Había algo en los invasores, en la forma de moverse mientras
acumulaban una atrocidad tras otra sobre la superficie del planeta irreal… La
Máquina de Mimesis era capaz de generar la forma y el comportamiento aparente de

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una vasta serie de formas de vida, pero, a lo largo de los años que había pasado
mirando a través del visor, Tydaeus había llegado a reconocer pequeñas deficiencias,
aparentemente insignificantes, en sus creaciones.
Del mismo modo que el retrato de un hombre podía captar su apariencia, insinuar
su tipo de movimiento, pero fracasar a la hora de registrar las particularidades de su
personalidad, la Máquina de Mimesis tampoco podía, en opinión de Tydaeus,
producir simulaciones por completo convincentes. Cada orko, genestealer o
desangrador con los que se encontraba un iniciado en uno de los mundos generados
era sólo una aproximación a la verdad, inevitable y, tal vez, fatalmente incompleta.
Mientras continuaba observando cómo las hordas del Caos lo destruían todo a su
paso, Tydaeus vio precisamente las inconsistencias de modales y acción que no
esperaría ver en los enemigos artificiales de uno de los ejercicios prescritos. En su
mente comenzó a tomar forma la certidumbre —¡la imposibilidad!— de que aquellos
enemigos eran reales.
Lo inaudito de aquella idea guerreaba con su comprensión de la relación existente
entre el espacio disforme y el universo material. La Máquina de Mimesis formaba
parte del universo material y, por tanto, lo mismo sucedía con los mundos por ella
generados. ¿Tan poco razonable era suponer que una confluencia de corrientes en las
mareas de disformidad pudiese permitir a un ejército de demonios acceder a uno de
esos mundos? Cuanto más pensaba en el asunto, cuanto más observaba a Ilium
anegarse en la sangre de sus habitantes irreales, más seguro se sentía de la respuesta.
Ilium había estado sometido a incontables ataques imaginarios por parte de
alienígenas y demonios, pero esa vez los demonios eran reales.
Por un momento, apareció una figura, pero desapareció cuando Tydaeus
programó una visión panorámica de otra escena de carnicería absoluta. No era un
desangrador: más alto y ancho, ataviado con una armadura de incrustaciones más
personales… Tydaeus ajustó los controles del visor para volver atrás, hasta que…
¡Allí! Medio cuerpo más alto que el marine espacial de mayor estatura, llevaba
una armadura de obsidiana con fisuras, de la cual colgaban trofeos de una campaña
de horrores indecibles. Por sus gestos, parecía estar dirigiendo las acciones de los
otros demonios. A través de la coronilla de la somera cúpula de su casco salía un
manojo de tentáculos vivos. Una mano enguantada provista de una garra sujetaba un
hacha cuyo mango era más largo que la estatura de cualquier marine.
Tras apartar las manos de los controles del visor, Tydaeus pulsó botones en los
que había grabados símbolos, y desplazó interruptores de palanca. Un retronar bajo
estremeció el piso del anexo cuando la totalidad del sistema de engranajes invirtió su
marcha y conectó bielas retiradas y realineadas. Era algo que lindaba con lo
blasfemo, pero, si lograba atrapar a los demonios dentro de la simulación de Ilium,
podría…

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¿Podría qué? La respuesta ya estaba allí, en la sombra proyectada por los largos
años de frustración, pero no logró reconocerla; todavía no.
El carrete de una impresora comenzó a funcionar. Tydaeus pidió la impresión de
más datos, y luego otra vez. En el tiempo que la impresora necesitó para acabar cada
nueva impresión continentes enteros se ennegrecieron, infestados por los demonios
invasores.
Tydaeus volvió la mirada hacia el repugnante comandante de la horda, atraído por
su inhumana eficacia en el avance a través de Ilium, aparentemente inconsciente aún
de la calidad irreal de aquel mundo, de la trampa que ya se había cerrado en torno a
él.
Mientras miraba cómo la horda se reunía en la llanura desértica, una nueva
certidumbre tomó forma en la mente de Tydaeus. Allí había una provincia del
infierno atrapada dentro de una máquina convertida en jaula de irrealidad. Allí estaba
su oportunidad de gloria.
Todo pensamiento de gloria desapareció de su cabeza ante el espectáculo del
ritual de la Siembra. ¿Todos los mundos que habían caído ante aquella criatura
habrían sido sometidos a ese último acto de violación? Vencerla sería imponerle
sagrada venganza en nombre de todos esos planetas. Tal fue el fuego justiciero que
floreció en el pecho de Tydaeus que sólo podría apagarlo la aniquilación de aquella
abominación demoníaca.
La figura recubierta de negro hizo un gesto hacia el portal del Caos, y la llama de
indignación de Tydaeus fue apagada por el miedo. Si los demonios llegaban a
escapar…
La impresora acabó con el último informe: Ilium era seguro. Confinado dentro de
los parámetros operacionales realineados de la Máquina de Mimesis, el portal del
Caos permanecía inactivo. Tydaeus advirtió un cambio en la actitud de la horda
reunida. ¿Era aprensión? ¿Acaso las criaturas engendradas al otro lado del Ojo del
Terror eran capaces de sentir miedo?
—Es hora de averiguarlo —murmuró Tydaeus, al mismo tiempo que se apartaba
del visor y hacía girar el asiento suspendido sobre el piso mediante su propio
armazón articulado hacia una hilera de paneles de control instalados contra la pared
opuesta a las impresoras. Mediante otros interruptores y palancas grabados con runas,
activó una sección de la Máquina de Mimesis que había permanecido dormida desde
que el último grupo de iniciados acabó sus ejercicios de entrenamiento en otro de los
mundos del aparato. Un nuevo retumbar hizo vibrar el anexo y, antes de que pudiera
reconsiderar lo que estaba haciendo, había bajado del asiento y había traspasado la
puerta que se había abierto al pulsar el último interruptor.
—Señor del Trono Dorado, acompáñame en mi hora de peligro. Hazme inmune a
la corrupción del Caos contra la que empeño mi vida en tu servicio…

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Mientras se ponía uno de los trajes de batalla que colgaban en hilera dentro de la
gran sala adyacente al anexo, Tydaeus entonaba la Liturgia antes de la Batalla que
había aprendido cuando era un iniciado. Su larga práctica con el diseño del traje le
permitió cerrarlo en torno a su cuerpo y conectar los últimos cables de movimiento y
sensación sin la ayuda que precisaban la mayoría de los iniciados.
El traje de batalla tenía un aspecto absurdo —un caparazón liso, que colgaba laxo
de cables y arneses—, pero Tydaeus sabía que, una vez conectado a la Máquina de
Mimesis, se encontraría enfundado en una copia exacta del traje de batalla de un
exterminador. El corazón le latía con fuerza contra el pecho y una voz susurraba
desde el fondo de su mente para informarlo de la locura que estaba a punto de
cometer. Hizo caso omiso de ambos, descolgó el casco sin visor situado sobre el traje
que había escogido y se lo puso.
Ciego dentro del casco, Tydaeus respiró profundamente para calmar los latidos de
su corazón y silenciar la vocecilla susurrante. Lo único que entonces importaba era lo
que él podría lograr. Sabía que, en el anexo, los cuadrantes estaban contando los
segundos restantes del tiempo que se había concedido para entrar en la cámara
interior, ponerse el traje y ajustarse el casco. Había seleccionado toda una variedad de
armas. Había visto al enemigo. Sabía lo que tenía que hacer.
¿Acaso el tiempo se alargaba de aquella manera para todos los marines
espaciales? ¿Acaso el último segundo antes de la batalla parecía prolongarse de
manera indefinida? ¿Les sudarían las manos, les latiría con fuerza el corazón y la
respiración se les transformaría en un jadeo somero? Tydaeus ya se sentía más
cercano a la hermandad que le había sido negada.
Continuaba ciego; continuaba esperando. La tentación de quitarse el casco y
regresar al anexo se había vuelto intolerable cuando Tydaeus fue cegado por el
repentino regreso de la luz. Tras parpadear con rapidez, miró al otro lado de la llanura
vidriada.
¡Demonios, centenares de ellos! Tydaeus se encontraba de pie a pocos metros de
la retaguardia de la muchedumbre. Había visto a los de su clase millares de veces
cuando proyectaba las misiones de los iniciados. Había observado ese ejército desde
que llegó a Ilium, pero nada podría haberlo preparado para aquello. El caleidoscopio
de tamaños y tipos físicos asaltó su noción de lo que debería haber sido un ser vivo. A
algunos los reconoció como seres que en otra época habían sido humanos: los
marines espaciales del Caos, en otros tiempos orgullosos hermanos que habían
vendido su alma a los Dioses Oscuros. El horror individual de cada demonio adquiría
un poder mucho mayor a causa del número. La ola de odio destructivo e irracional
que emanaba de ellos resultaba palpable.
Tydaeus luchó por recordarse que, a pesar de todo su poder, habían quedado
atrapados sin saberlo en aquel lugar, un mundo del que apenas podía decirse que

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existiera. Incluso en ese momento, Tydaeus podría limitarse a tirar del enchufe, y
todos serían entregados al olvido, incapaces de comprender cómo los habían
derrotado.
Pero no era por eso que Tydaeus se encontraba allí. ¡Había ido a luchar, a poner al
jefe de rodillas y demostrar así que era digno del destino de un marine espacial, del
respeto de un marine espacial!
Con esa determinación, disparó una andanada hacia la muchedumbre de seres
grandes y pesados; tenía la intención de sacar el máximo provecho del elemento
sorpresa. Alertados por la explosiva muerte de sus compañeros y aullando de
asombro, los apiñados desangradores y otras atrocidades contrarias a la naturaleza
comenzaron a correr para enfrentarse con su atacante, y Tydaeus avanzó para
plantarles cara.
Tras agacharse para esquivar un violento tajo de una espada serrada, Tydaeus
respondió con un golpe de la suya propia. Su espada sierra mordió la carne del
demonio, abrió un bostezante surco y dejó al desangrador pataleando su agonía sobre
el suelo accidentado. ¡Su primer muerto! La mente de Tydaeus cantó al matar, con
disparos de su pistola, a otros dos engendros del vacío que se le echaban encima. Otra
espada chocó contra su armadura, pero el traje de batalla desvió el golpe y permitió
que su portador matara a un cuarto demonio.
—¡Por el Emperador! —gritó Tydaeus cuando un disforme híbrido orko-demonio
se disolvió ante su ataque. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que profirió ese grito
por última vez?
Tras soltarse de una patada de la presa desesperada de un marine del Caos
destripado que le aferraba la bota con tenacidad, continuó avanzando hacia la
multitud.
—¡Ya he llegado, demonios! —bramó Tydaeus, furioso—. ¡Soy Tydaeus, del
Capítulo Corazones de Hierro, y soy vuestra perdición!

***
De pie junto al inactivo portal del Caos, Kargon sintió la ola de sorpresa que recorrió
las filas de sus seguidores antes de que le llegaran las imágenes, debido a la vil,
animal conexión existente entre ellos. A través de sus ojos vio a Tydaeus. Primero,
observó una figura que fluctuaba, avistada entre los hombros de otros demonios: la
visión, no obstante, quedó obstruida cuando la lucha se convirtió en un confuso
apiñamiento. Luego la figura se transformó en una acorazada imagen de muerte: una
espada sierra descendía y un bólter escupía explosiva aniquilación.
—¡Esssto no puede ssser! —siseó Kargon.

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La población humana de Ilium había sido barrida del planeta; además, un solo
marine espacial no debería ser capaz de causar tales estragos entre sus tropas. Por
primera vez en su larga existencia, el Portador de la Semilla conoció la torpe
confusión del que se defendía ante un enemigo abrumador.
Tydaeus continuaba avanzando. El pensamiento consciente se había convertido en
un recuerdo lejano, y asomaban las pautas de combate que le habían enseñado
durante los años de iniciación. Sin ninguna estrategia concreta, los demonios corrían
hacia él. El apiñamiento jugaba en contra de ellos, pues al entrechocar sus armas le
proporcionaban a Tydaeus el blanco más grande posible para su bólter y su espada
sierra.
Tras girar para evitar el tajo de una lanza rematada por crueles garfios, Tydaeus se
sorprendió al ver que el desangrador que la blandía era derribado a un lado por otro
de los de su clase. El segundo desangrador pisoteó con descuido la cabeza del
compañero para atacar él. Una cadena negra, incrustada con la sangre seca de un
millar de muertos, serpenteó hacia Tydaeus y se enrolló en torno al brazo que había
alzado para defenderse. Se dejó arrastrar de un tirón hacia adelante y su peto chocó
con un golpe sordo contra las escamas carmíneas que cubrían el pecho del
desangrador; después disparó la pistola a quemarropa contra el rostro del demonio. El
desangrador cayó de espaldas, con la cabeza convertida en un despojo humeante.
Tydaeus continuó avanzando, y advirtió con sorpresa que por todas partes habían
estallado escaramuzas intestinas similares a la primera.
Kargon comprendió. La sorpresa había sido reemplazada en las mentes de sus
legiones por otra emoción: el deseo de satisfacer el hambre que les roía desde que
desembarcaron en Ilium, hambre que Kargon también experimentaba. Las almas de
aquellos de quienes se habían alimentado habían resultado insuficientes; sentían las
extremidades pesadas, agotadas por la fatiga de la inanición, como si las almas de los
habitantes de Ilium hubiesen sido meras ilusiones. La repentina aparición de otro
humano ofrecía una nueva posibilidad de nutrición, y para alcanzar aquella nutrición
cualquier criatura nacida del Caos estaba dispuesta a pisotear a sus compañeros.
Ilusión: eso también lo entendía Kargon. Alterando la alineación de sus órganos
sensoriales, el Portador de la Semilla sondeó el paisaje donde se encontraba y donde
sus soldados estaban siendo cortados como si fuesen tallos. Pasando más allá de las
apariencias buscó algún rastro de principio organizador. Los planos de color fueron
apartados por su mirada, y una matriz de metal torneado apareció ante su vista:
engranajes, diferenciales, ruedas y bielas giraban con perfecta suavidad mecánica
para crear una pauta que era compleja, aunque irreal. Real, aunque irreal…
—¡Un invento! —jadeó Kargon.
De pronto, comprendió la verdad. La ilusión, tan a menudo el medio por el cual
las fuerzas del Caos habían nublado las mentes de los hombres, era el fundamento del

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mundo que había conquistado, de las almas de las que él y sus soldados se habían
alimentado. Concentrados en la conquista, habían estado hambrientos desde su
llegada. Esta nueva amenaza, el intruso procedente del mundo exterior a la ilusión,
había acudido a aprovecharse de su estado de debilidad, había ido a reclamar el alma
del Portador de la Semilla como premio.
—¡Essso no ssserá! —dijo Kargon con voz ronca.
Avanzó hasta la fila más cercana de desangradores que a esas alturas se habían
unido a la avalancha hambrienta. Una falange de demonios menores alzaron el vuelo
y se lanzaron como flechas hacia el aún lejano atacante. Varios desangradores se
volvieron, distraídos del frenesí sanguinario por la presencia de su señor. El hacha de
Kargon, la Segadora de Almas, según la designaban los archiveros imperiales, ya
estaba descendiendo.
Una estúpida sorpresa apareció en la mente de un desangrador cuando el hacha de
Kargon se le clavó en el pecho. Un seudópodo salió entre dos placas del guante
blindado de Kargon, se deslizó por su superficie y serpenteó hacia el interior de una
grieta similar situada en el mango del hacha. La vida del desangrador abandonó su
cuerpo arrastrada a lo largo del hacha por la brillante conexión gelatinosa del
seudópodo para alimentar a las primeras de las encogidas y hambrientas células de
Kargon.
No era suficiente. Aquel primer bocado de verdadero alimento desde la llegada a
Ilium sólo sirvió para despertar el hambre de Kargon hasta un grado más agudo y
exquisito. Tras alzar el hacha, Kargon volvió a golpear, y cayó un segundo
desangrador con la Segadora de Almas clavada en la conjunción del cuello con un
hombro. El cuerpo del demonio se estremeció de modo espasmódico cuando su
agotada vitalidad fue absorbida para reponer las fuerzas del dios oscuro al que servía.
No bastaba. Kargon golpeó una y otra vez, avanzando entre los soldados; los
mataba sin dedicarles un solo pensamiento y se alimentaba de ellos impulsado por el
conocimiento de que el marine espacial sin nombre se acercaba hacia él de manera
similar. Cuando el último frente de sus tropas cayera y él se encarase con su némesis,
el Portador de la Semilla estaría preparado.

***
La mente de Tydaeus estaba encendida de furia justiciera. Detrás de él, la llanura se
veía cubierta por las pilas de los cadáveres de sus víctimas. Si todos los demonios
eran presas tan fáciles, se preguntaba por qué no habían sido ya borrados de la faz del
cosmos. Si un solo hombre podía enviar a tantos gritando de vuelta al vacío que los
había engendrado, ¿por qué habían caído tantos planetas ante ellos, y tantos guerreros

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no habían regresado a sus hogares durante los largos siglos de conflicto?
¿Era posible que el Emperador, o aquellos que ejecutaban su voluntad entre la
humanidad, estuviesen equivocados? ¿Era posible que el gen-semilla de los marines
espaciales no constituyera el medio por el cual las fuerzas del Caos serían repelidas,
sino que ese medio fuese la fuerza interior de hombres como él? Ésa sería la lección
que le daría al Imperio: los verdaderos guerreros nacían, no se los criaba como a
estúpido ganado. ¡Arrojaría la cabeza del profanador de planetas de negra armadura
ante el altar principal de los corazones de hierro, y entonces tendrían que escucharlo!
Los ancianos del Adeptus Terra podrían gritar que aquello era una blasfemia, pero no
podrían negar la verdad de lo que él había hecho.
Hacía rato que había agotado el bólter derribando repugnantes demonios del
cielo. Con la espada sierra en la mano y mientras el mecanismo de autolimpieza
gemía a modo de protesta, Tydaeus continuó abriéndose paso entre los desangradores,
cortando extremidades y hendiendo pechos con un corte tras otro. En lugar de correr
hacia su perdición, los demonios empezaron a retroceder ante su avance, hasta que el
demonio al que buscaba se encontró ante él: el señor de aquel oscuro ejército, su
comandante y su dios.
—¡Abominación! —jadeó Tydaeus, consciente por primera vez de que jadeaba y
le dolía el pecho a causa del esfuerzo sobrehumano realizado para abrirse camino
hasta ese punto. No obstante, detrás del visor sus ojos ardían con fuego sagrado. La
fatiga no era nada. Se hallaba en el umbral de la inmortalidad.
El hacha de Kargon hendió el aire y paró la espada de Tydaeus con un impacto
impresionante. Tydaeus retrocedió dando traspiés y resbaló con las vísceras de una de
sus últimas víctimas; cayó sobre una rodilla para evitar el salvaje golpe de retorno del
demonio, y lanzó un tajo a las piernas de Kargon. La girante hoja se clavó, se
mantuvo allí por un momento y luego se soltó. La armadura del Portador de la
Semilla era resistente, y Kargon avanzó obligando a Tydaeus a retroceder y a parar un
golpe tras otro.
¿Durante cuánto tiempo había danzado de aquel modo por la llanura, cercado por
los desangradores que lo rodeaban y sus hermanos? ¿Durante cuánto tiempo habían
resonado los gritos de los demonios alrededor de su cabeza? El tiempo había perdido
todo significado para Tydaeus casi desde el momento en que cargó contra la
monolítica figura negra decidido a acabar la lucha con un solo golpe. El señor
demonio luchaba sin rastro alguno del imperioso desdén con que había comandado la
invasión de Ilium, pero su poder continuaba siendo espantoso. La cólera con que
asestaba golpe tras golpe contra Tydaeus amenazaba con despojar al futuro marine
espacial de su voluntad de combate.
Un grito como un crujido de la tierra salió del abovedado casco del Portador de la
Semilla. Había aparecido una fisura en el guantelete de obsidiana, y el icor venoso

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manó por la herida y salpicó el casco y el peto de Tydaeus. La esperanza volvió a
encenderse dentro de él, y avanzó una vez más.
Entonces le tocó a Kargon retroceder. Tydaeus descargó una lluvia de golpes
contra él, ansioso por hender la armadura que cubría el centro vital del demonio:
aquella fauce voraz, babeante órgano de profanación. Parecía que la defensa de
Kargon había degenerado en un debatirse descoordinado del hacha y la mano libre.
Tydaeus se aproximó más a él. Estaba seguro de que el final se encontraba próximo.
Algo fuerte como una prensa se cerró en torno al brazo con que Tydaeus blandía
la espada, otra prensa le aferró un hombro, y las botas de Tydaeus patalearon en el
aire cuando Kargon lo levantó del suelo. ¡Demasiado cerca! En su deseo de acabar la
lucha, se había puesto al alcance del demonio. A pesar de las heridas, la fuerza física
de Kargon era incalculable. La Segadora de Almas pendía, olvidada, de la muñeca de
Kargon y éste acercó aún más a Tydaeus hacia sí.
Mientras luchaba para soltarse de la presa de Kargon, Tydaeus todavía tuvo
tiempo de advertir que las fisuras de la armadura del Portador de la Semilla eran algo
más que meras marcas de combate. Latían con vida, como si el caparazón de aspecto
pétreo estuviese orgánicamente conectado al cuerpo que contenía. Mientras lo
observaba, los latidos se aceleraron.
Con una lentitud casi geológica, el peto de Kargon crujió y se abrió con
movimiento perezoso.
—¡No!
Parecía que Tydaeus colgaba sobre un insondable abismo, una fisura que
conducía hasta su propio corazón, hasta las profundidades de su propia ambición…,
hacia su condena y la del puesto avanzado de entrenamiento donde aún se encontraba
de pie su cuerpo paralizado por el terror.
En las profundidades del abismo, algo se movió y comenzó a serpentear hacia la
luz.
Tydaeus apenas sintió el impacto cuando el tentáculo perforó su peto, se fijó en
algo dentro de él y comenzó a alimentarse. Podía aceptar la muerte como precio por
su propio fracaso, ya que, a fin de cuentas, era el código del guerrero. Fue el
conocimiento que inundó su mente, incluso mientras Kargon lo despojaba del alma,
lo que hizo que gritase de angustia. El Portador de la Semilla no estaba interesado en
su alma, por nutritiva que pudiese ser después del insatisfactorio banquete de los
espíritus de los irreales habitantes de Ilium y de las magras almas que movían a sus
seguidores. Kargon quería de Tydaeus aquello que sólo él era capaz de
proporcionarle: el paso al universo real, la verdad que residía tras el mundo ilusorio
de Ilium.
—¡Que el Emperador me perdone!
Esas palabras, el último pensamiento humano de Tydaeus, emergieron al silencio

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de la cámara interior antes de que, con una explosión de su cuerpo, Kargon arrancara
la barrera que separaba la ilusión de la realidad. El cadáver de Tydaeus flotaba en el
aire como una contorsionada blasfemia de sangre y huesos mientras la hendidura
abierta en el tejido del espacio material se ensanchaba y disparaba las alarmas de
incursión por todo el puesto avanzado.
Kargon avanzó hacia la puerta que comunicaba con el anexo que se encontraba al
otro lado y, más allá, con el puesto avanzado, cuyos habitantes ya corrían en
respuesta a las alarmas. Detrás de él, sus seguidores atravesaron el portal con un
hambre que viciaba el aire.
—¡Almasss! —siseó Kargon, Señor Demonio del Caos—. ¡Almasss de marinesss
essspacialesss!
Sus dedos se apretaron en torno al mango del hacha, y se cerró la fisura con la
que había engañado a Tydaeus para que se le acercara.
—¡Esss hora de comer!

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JUSTICIA IRREFLEXIVA
ANDRAS MILLWARD

Y aquellos dedicados a la obra del Emperador serán acosados por todas partes por los
enemigos. Manteneos vigilantes, porque ellos…
Sonó la señal de la puerta. El Codiciario Levi, bibliotecario de la Orden Imperial
de los Cónsules Negros, suspiró y se pasó una mano por los oscuros cabellos muy
cortos. Con reverencia cerró el ejemplar del Codex Astartes encuadernado en cuero,
se puso de pie y avanzó hasta la ventana de sus espartanas dependencias. Las luces de
aterrizaje de uno de los transbordadores del Capitulo iluminó por un breve momento
su anguloso rostro bien afeitado.
—Adelante. —Levi continuó mirando por la ventana, contemplando el vasto
telón de fondo estrellado que tenía ante sí y pensando en el poco auspicioso versículo
del Codex que acababa de leer—. Un buen día para la obra del Emperador,
portaestandarte.
Detrás de él sonó una risa breve.
—Como siempre, Levi, tus poderes te hacen justicia. Pero, sin duda, todos los
días son adecuados para su bendita obra, hermano bibliotecario. ¿O acaso tu fe está
mermando últimamente?
Levi se volvió para encararse con su visitante. El hermano Aeorum,
portaestandarte de la Tercera Compañía de los Cónsules Negros, estaba de pie,
sonriente, en la entrada. Hombre de poderosa constitución, vestía, como Levi, una
túnica negra de bordes amarillos. Levi le dedicó una de sus raras sonrisas.
—Aeorum, es agradable verte en un día sobre el que pesan tan malos presagios
como hoy. Entra.
Levi agradeció la inesperada aparición del juvenil portaestandarte. Estudió el
rostro ancho, la cicatriz que recorría el pómulo y el puente de la nariz de Aeorum.
Podía ser que la profunda marca dejada allí hacía mucho tiempo por la zarpa de un
genestealer, se hubiese suavizado con el tiempo, pero el portaestandarte había

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cambiado poco desde que se habían visto por última vez. Décadas antes, Levi y
Aeorum habían servido juntos en la Compañía de Exploradores de los Cónsules
Negros, y su amistad se había forjado con sangre tiránida durante la sangrienta y
costosa batalla de Manalar. Mientras los poderes psíquicos de Levi lo habían
convertido en bibliotecario, la terrible destreza de combate de Aeorum lo había
conducido a ser el portaestandarte más joven de la historia del Capítulo. En esa época
se encontraban con poca frecuencia, pero los terrores inhumanos a los que habían
hecho frente juntos garantizaban que la unión entre ellos continuara siendo tan fuerte
como siempre.
Aeorum se sentó ante Levi, y su musculoso cuerpo empequeñeció la sencilla silla
de madera.
—¿Malos presagios? ¿Así que has oído las noticias?
—¿Si he oído qué? —preguntó Levi.
Durante los preparativos del día anterior había captado bastantes vibraciones de
advertencia, pero nada había oído decir sobre los objetivos actuales. Las compañías
segunda, tercera y cuarta habían sido movilizadas, lo cual sugería que el Imperio
respondía a la más grave de las amenazas.
—Los cónsules negros han captado una llamada de socorro de Suracto. Casi la
mitad del planeta se ha rebelado, hermano. El dominio del Emperador sobre el
planeta se ve amenazado, y nos vamos hacia allí para responder a la llamada. El
capitán Estrus nos informará esta mañana.
—Eso tenía entendido —dijo Levi al mismo tiempo que asentía con la cabeza—.
Esa es una noticia grave, y explica la rapidez con que nos han despachado. Suracto ha
sido un brillante faro contra la oscuridad invasora con que nos enfrenamos en toda la
galaxia. Es un planeta ordenado y productivo, y, por lo que recuerdo,
incuestionablemente leal al Emperador. No podemos permitir que planetas como ése
escapen de las manos del Emperador.
—Veo que no estás ocioso en la biblioteca —comentó Aeorum, aunque había
poco humor en el tono de su voz—. Durante los cinco últimos años, Suracto ha dado
voluntariamente un diezmo que supera en un tercio a los de otros planetas vecinos del
sistema. Ver que un planeta semejante se sume en el desorden y el alboroto es casi
una catástrofe para el Imperio.
—¿Qué clase de herejía amenaza al planeta? —preguntó Levi, tras asentir con la
cabeza una vez más.
—Los rebeldes rechazan el orden y la disciplina del Emperador. Dicen que su
manera de hacer las cosas es demasiado dura, demasiado exigente. Buscan una
«forma de vida más equitativa y justa». —Aeorum pronunció esas palabras con
desprecio—. Las ideas heréticas amenazan con apagar tu brillante faro, hermano
Levi.

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—No será así, Aeorum. Debe erradicarse una amenaza semejante para el orden
verdadero. —Sus palabras quedaron flotando en el aire y, bruscamente, el codiciario
se puso de pie y le tendió la mano a Aeorum—. A despecho de las circunstancias, me
alegro de verte, hermano. Como siempre, será un gran honor luchar a tu lado.

***
Levi percibió que el capitán Estrus luchaba para reprimir la irritación que le inspiraba
el recién llegado. Menos de una hora después de que los cónsules negros hubiesen
desembarcado en Suracto, otra nave salió del espacio disforme y se dirigió al punto
de desembarco de los marines espaciales, al norte de la ciudad colmena de Thuram.
La nave llevaba los distintivos de la Inquisición y, en cuanto aterrizó, un inquisidor,
acompañado por un pequeño grupo de subordinados de rostro pétreo, se presentó ante
el capitán para exigir que todas las fuerzas leales se reagrupasen con los cónsules
negros a fin de reevaluar la situación.
—Inquisidor Parax, sencillamente no me interesa —estaba diciendo el capitán
Estrus, cuya irritación parecía hacer más profundo cada pliegue de su rostro
bronceado y lleno de arrugas—. Hemos desembarcado en el planeta, pero sesenta
minutos más tarde aún no nos hemos desplegado del todo.
Estrus se esforzaba para hacerse oír por encima del retronar de los motores de los
Rhinos que aceleraban detrás de él, y del ruido que hacía una escuadra cercana de
tecnomarines y su personal de mantenimiento de rostro ennegrecido que descargaban
misiles sobre los Whirlwind de la compañía.
El flaco rostro del inquisidor Parax no expresó ninguna emoción. Hombre de
constitución ligera, ataviado sólo con el oscuro ropón oficial, intentaba mantener
alguna apariencia de autoridad al lado del acorazado capitán de los marines
espaciales que se encumbraba sobre él.
—Aunque aprecio los puntos más sutiles del Codex, capitán, de todas formas…
—comenzó, pero el resto de la frase fue ahogada por el penetrante ruido de una
escuadra Land Speeder que pasó atronando por el aire.
Una vez que los aviones pasaron, Estrus habló de inmediato.
—Con todo el respeto, inquisidor, el sagrado Codex no es lo que se cuestiona
aquí, sino su solicitud de reagruparnos. Debemos desplegarnos y acudir lo antes
posible en auxilio de las fuerzas leales de Suracto. El administrador Niall, ayudante
de Koln, gobernador del planeta, se encontrará con nosotros dentro de quince
minutos, y estoy seguro de que nos informará ampliamente a todos. Me complace
muchísimo que… —Estrus hizo una pausa para escoger la frase adecuada—, que su
Eminencia haya decidido responder también a la llamada de socorro, pero no

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podemos permitirnos esperar y darles a los rebeldes una oportunidad de sacarnos
ventaja.
Parax miró los inexpresivos rostros de la media docena de miembros de su
séquito que permanecían detrás de él, y sus ojos se entrecerraron hasta ser dos
rendijas. Se concedió un momento para pensar, y luego se volvió.
—Muy bien, capitán Estrus. Accedo. Pero le advierto que la Inquisición no mirará
con buenos ojos cualquier decisión precipitada que usted pueda tomar.
—Inquisidor —respondió Estrus con una expresión que anunciaba tormenta—,
puedo asegurarle que los Cónsules Negros jamás han tomado una decisión
precipitada. Sargentos de la compañía, prepárense para el despliegue. —Cogió el
casco que sujetaba un cónsul que estaba cerca de él, y se alejó hacia los Whirlwind.
Levi observó al inquisidor y su séquito mientras regresaban al transbordador. «Un
día de malos augurios, en efecto», pensó. La llegada del inquisidor había hecho poco
para aliviar la sensación de presagio que pendía pesadamente sobre él. Sopesó su
espada sierra, comprobó las lecturas de diagnóstico de su armadura en el visor, y
luego giró para seguir al capitán.

***
Con el rostro transformado en una máscara de odio, el rebelde apuntó a Levi con su
rifle láser. Levi reaccionó con celeridad preternatural, avanzó hacia él y descargó su
espada sierra. El zumbido de la espada aumentó hasta un alarido corto y el torso del
hombre quedó abierto y regó de sangre a Levi.
Sintió una tenue sensación en la nuca. Levi se volvió con gracilidad y efectuó dos
descargas de bólter. Los dos rebeldes que habían estado detrás de él fueron arrojados
contra un flanco del Rhino y dejaron un par de manchas oscuras sobre la gran flecha
táctica blanca cuando sus cuerpos sin vida se deslizaron al suelo. Al atisbar el
estandarte de los cónsules, se volvió para ver a Aeorum, hundido hasta las rodillas en
cadáveres de rebeldes, que apuntaba y disparaba serenamente su pistola bólter,
derribando a un oponente con cada tiro. «Como en los viejos tiempos», pensó Levi
antes de apuntar con su propio bólter.
La emboscada de los rebeldes había caído sobre la vanguardia de los cónsules
negros cuando éstos iniciaron el recorrido hacia el punto de encuentro a través de los
terrenos suburbanos devastados por la batalla, en la periferia de la ciudad de Thuram.
Al principio, la ferocidad de los rebeldes había pillado a los marines espaciales con la
guardia baja, pero muy pronto el ataque quedó desbaratado ante la defensa tenaz y
disciplinada de los cónsules negros.
Al cabo de pocos minutos, todo había terminado, y sin bajas por parte de los

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cónsules. Mientras se reagrupaban y preparaban para continuar adelante, Levi estudió
los cadáveres que yacían a sus pies. Resultaba extraño el hecho de que no pudiera
sentir ningún odio hacia ellos, el tipo de herejes traidores que había llegado a
abominar durante las décadas en que sirvió como marine espacial. Había esperado
sentimientos de cólera justificada al enfrentarse con semejantes alimañas, pero
entonces esos sentimientos estaban extrañamente ausentes. Distraído, se encaminó
hacia el Rhino de mando.
El capitán Estrus estaba, una vez más, reprimiendo la irritación que le causaba la
persona que se encontraba al otro lado de la línea de comunicación.
—No me importa lo que usted diga, comandante, tenemos cincuenta rebeldes
muertos a nuestros pies. Necesitará hacer una reevaluación de los avances
territoriales de las fuerzas insurgentes. No, esto no afectará a nuestra hora estimada
de llegada. El encuentro se producirá dentro de siete minutos. —Estrus se quitó el
casco al aproximarse Levi, y cogió un pergamino de órdenes que tenía el sargento
que se encontraba a su lado.
—Hermano Codiciario ha demostrado muy bien su valía. Me alegra ver que el
tiempo que ha dedicado a perfeccionar sus capacidades psíquicas no ha ablandado su
destreza de combate. —Miró el rollo de pergamino que tenía en la mano y arqueó una
oscura ceja—. No obstante, me temo que esta rebelión ha reblandecido las mentes de
los comandantes leales.
Levi ladeó el casco para acusar recibo de la observación del capitán.
—Yo sólo cumplo con mi deber como debe hacerlo un cónsul negro, capitán. —
Con aire distraído, miró a un grupo de cónsules negros que hablaban con Aeorum—.
Sin embargo, hay algo que me inquieta.
Estrus bajó el rollo de pergamino y le dedicó a Levi la totalidad de su atención.
—¿De qué se trata, bibliotecario? ¿Seremos acosados por más enemigos antes de
encontrarnos con el administrador Nial 1?
—Le pido disculpas por inquietarlo; no puedo determinar la fuente de mi
inquietud.
—Muy bien, bibliotecario; pero manténgame informado. Este alborotado planeta
también me inquieta enormemente, y no deseo más sorpresas. Quédese a mi lado. —
El comunicador del casco de Estrus volvió a crepitar al activarse, y él encendió el
receptor con un dedo acorazado y escuchó la voz del inquisidor Parax. Luego suspiró
—. Sí, inquisidor, continuamos. No, permanezca en su vehículo…

***
El administrador Niall era un hombre imponente, apenas pocos centímetros más bajo

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que los acorazados cónsules negros que estaban cerca de él. Su capa carmesí ondeaba
en la brisa que soplaba a través de la ciudad en ruinas, y el brillante color de la misma
contrastaba con los sobrios negro y amarillo de la armadura de los marines
espaciales. Con la misma brisa llegaban los sonidos distantes de pequeñas armas de
fuego y el atronar más regular de los cañones de batalla. Levi estudió el rostro de
Niall mientras éste hablaba seriamente con el inquisidor Parax y el capitán Estrus; el
joven rostro del administrador parecía una incongruencia bajo el largo cabello y la
barba recortada con pulcritud, prematuramente canosos.
—Hay que matarlos a todos, absolutamente a todos. Suracto se ha enorgullecido
durante décadas de su lealtad al Imperio, y debemos erradicar hasta el último vestigio
de la mancha con que ellos han ensuciado nuestro buen nombre. No descansaré hasta
que haya supervisado personalmente la ejecución del último de los herejes. —Señaló
las ruinas que lo rodeaban—. Hasta la última alma de esta ciudad fue condenada a
muerte cuando descubrimos la corrupción de herejía que se ocultaba tras sus puertas
cerradas.
En el rostro de Parax apareció una severa sonrisa y a su expresión afloró tan poca
emoción como podía permitir una acción semejante.
—Admirables sentimientos y nobles acciones, administrador Niall, con los cuales
estoy incondicionalmente de acuerdo. La Inquisición alaba su celo e intentará
ayudarlo en todo lo posible.
—Y por encomiables que sean estos conmovedores discursos, tenemos que
ejecutar la obra del Emperador —dijo Levi con voz queda—. Que nuestras acciones
sean las que hablen primero; podrán entregarse luego a las felicitaciones.
Los otros tres hombres se volvieron a mirarlo, y Levi vio que por los rostros de
Niall y Parax pasaba un destello de fastidio. Los ojos del capitán Estrus relumbraron,
animados por la disciplina y dedicación de su compañero marine espacial.
—El codiciario Levi tiene razón —dijo Estrus—. Nuestro lema debe ser el
pragmatismo. Debemos actuar ahora, antes de que los rebeldes puedan reagruparse,
administrador. ¿Cuál es la situación actual?
Niall continuó mirando a Levi de hito en hito durante un momento más, antes de
volverse para hablarle a Estrus.
—La principal fuerza rebelde se encuentra al otro lado de la ciudad de Thuram.
Han hecho algunas incursiones en la ciudad, pero en general las murallas resisten.
Son muchos, con armamento ligero, excepto por unos pocos cañones de batalla. No
obstante, su vigor herético los convierte en oponentes formidables.
—Eso ya lo juzgaremos nosotros —respondió Estrus—. Vamos…
—Usemos la máxima fuerza con la que podamos aplastarlos —lo interrumpió el
inquisidor—. El administrador Niall tiene razón; no puede quedar ni uno solo de ellos
en pie.

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—Inquisidor —dijo Estrus con el entrecejo fruncido—, le he advertido…
—¿Se atreve a advertir a la Inquisición?
—Le he advertido que no toleraré ninguna interferencia. Tenemos ante nosotros
la obra del Emperador, y por Guilliman, que nadie nos impedirá llevarla a cabo.
Vamos, administrador, hay mucho que hacer. —Estrus alejó a Niall hacia el Rhino de
mando.
El inquisidor Parax volvió su flaco rostro hacia Levi, y sus oscuros ojos ardieron
de furia durante un instante; después recobró la compostura. Pareció que quería
hablar, pero luego se lo pensó mejor; dio media vuelta y avanzó hacia su séquito al
mismo tiempo que pedía su armadura.
Levi giró sobre sí y vio a Aeorum que, sin el casco, estaba limpiando su bólter. El
estandarte flameaba en la brisa a la distancia de un brazo de su portador, plantado en
un pequeño montículo de escombros. Aeorum alzó la vista, captó la mirada de Levi y
levantó las cejas. El otro asintió con lentitud mirando al portaestandarte a los ojos.
Luego, como si los controlara un solo pensamiento, ambos marines espaciales
apartaron la mirada con brusquedad y se dedicaron a sus tareas particulares.

***
Los cónsules negros se encontraron pronto donde les gustaba estar: en lo más reñido
de la batalla, derramando la sangre de los herejes. Las compañías segunda y tercera
habían avanzado cada una en torno a un flanco de la ciudad, mientras que la cuarta
acudía a reforzar a las sitiadas fuerzas leales dentro de la propia urbe. Acosados por
ambos lados por los marines espaciales, el cerco de los rebeldes comenzaba a
desmoronarse.
Una espesa capa de humo flotaba sobre la periferia meridional de Thuram. El aire
estaba cargado de una confusión de disparos de bólter y rifle láser, explosiones de
andanadas de artillería y gritos de heridos y agonizantes. Desde un desconocido punto
de la cortina de humo, salieron cuatro ráfagas de rifle láser que impactaron contra
Levi en rápida sucesión, arañando las placas de ceramita de su armadura y
chamuscando la túnica que la cubría, pero sin penetrar más allá. Comprobó su
escáner IR, descubrió la procedencia de los disparos y apuntó su bólter hacia la
flotante capa de humo. Oyó el sonido de dos minimisiles bólter que detonaban al
mismo tiempo que la imagen infrarroja le mostró que habían dado en el blanco…, y
que otros rebeldes se acercaban a él por la derecha.
Tres figuras emergieron del humo: hombres con armadura ligera, los pálidos
rostros macilentos y fatigados. El primero no era oponente para las reacciones de
Levi y apenas tuvo oportunidad de reparar en la espada sierra de éste antes de que le

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separara la cabeza de los hombros. El segundo, petrificado de horror ante la repentina
muerte de su camarada, fue hecho pedazos por una descarga de bólter. El tercer
hombre se detuvo con el rifle láser colgando a un lado y se quedó contemplando su
propio reflejo en el casco de Levi. El bibliotecario también se detuvo, apenas
consciente del zumbido de la espada sierra en su mano. Una parte remota de su mente
admiraba la valentía de aquel rebelde que se encaraba, impertérrito, con un marine
espacial del Imperio. Su espada comenzó a describir un arco en dirección al hombre.
—En el nombre del Emperador, hermano.
El brazo con que Levi sujetaba la espada, quedó petrificado. El hombre no había
abierto la boca, y sin embargo Levi había oído las palabras con tanta claridad como
los sonidos de la espada sierra y de la batalla que tenía lugar a su alrededor. Sondeó
su propia mente. ¡Un psíquico! Sintió que la mente del hombre se enroscaba y que
tomaba impulso para la descarga mental. Por instinto, Levi lanzó un demoledor
ataque mental y las neuronas del hombre estallaron; por la nariz comenzó a manar un
pequeño hilo de sangre antes de que cayera de rodillas ante el marine espacial, con la
mente destruida. Levi lo despachó con una sola estocada y después aminoró la
velocidad de la espada sierra.
Al acercarse al cadáver, Levi se dio cuenta de la quietud que reinaba en torno a él.
Muy a lo lejos, hacia las posiciones de la segunda compañía, aún se batallaba, pero la
calma había descendido sobre la vecindad inmediata. Del humo salieron hermanos
cónsules que se quitaban los cascos o recargaban sus armas. A una cierta distancia
sonó un grito, y momentos después pasó corriendo un apotecario acorazado hacia el
lugar de procedencia del grito. Sonó un solo disparo de pistola.
El capitán Estrus apareció al lado de Levi, acompañado por el sargento que era su
ayudante de campo.
—Este maldito humo nos impide evaluar la situación, hermano bibliotecario.
Hemos perdido a tres de nuestros hermanos de batalla, y otros tres están heridos. Era
algo de esperar ante un enemigo que nos supera tanto en número, pero los informes
son fragmentarios y no puedo ver el cuadro general. ¿Qué puede ver usted?
Levi se llevó las manos al casco, y se oyó un siseo seco al soltarse los sellos del
mismo. El sargento avanzó y se hizo cargo del casco antiguo, mientras Levi respiraba
profundamente y tendía la mente al exterior para sondear de modo tentativo primero
y alejarse más después, recogiendo impresiones, visualizando escenas, percibiendo
sonidos y olores. Satisfecho, desplazó su capacidad de percepción a la ciudad.
—¡… otecario! ¡Hermano bibliotecario! ¿Qué sucede?
De modo gradual, Levi volvió a tener conciencia de la voz del capitán. Incluso
con la armadura puesta, el bibliotecario tenía frío, y se apoyó en la espada sierra al
apoderarse de su cuerpo una debilidad pasajera.
—¿Codiciario? ¿Cómo les va a nuestros hermanos de batalla?

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—Bastante bien, capitán. La segunda compañía sufre, pero está sacándole ventaja
al enemigo. Por ahora, la cuarta defiende su posición, aunque temo que hemos
subestimado a los rebeldes, capitán. La ciudad…
—¿Qué pasa con la ciudad, codiciario? —inquirió Estrus, que logró mantener la
voz calma.
—Se encuentra en una sombra oscura, hermano capitán; la inconfundible sombra
del Caos.

***
Levi oyó que se partía un hueso cuando el dedo del inquisidor pinchó el pecho de uno
de los prisioneros. Atado a una chamuscada silla de madera, el rebelde hizo una
mueca de dolor, pero continuó con la mirada fija en Parax. Con la voz ronca tras casi
una hora de interrogatorio, el joven luchaba por hablarle en tono sereno al inquisidor.
—Y yo le digo que nosotros luchamos por el Emperador, inquisidor. Somos leales
al Imperio. Estamos de su lado. No puedo decírselo más claramente.
Los hombres que estaban acurrucados detrás de él en las sombras murmuraron
una frase de asentimiento. Una mirada del cónsul negro que se encontraba junto a
ellos los silenció.
Parax se volvió para encararse con los otros en la habitación quemada, donde
habían reunido a media docena de prisioneros hechos en el primer enfrentamiento.
Ojerosos y cansados como estaban, todos los rebeldes habían dicho lo mismo: ellos
luchaban por el Emperador, y el Caos se había apoderado del palacio del gobernador
Koln. La impaciencia del inquisidor Parax hacía ya rato que se había agotado, y una
cólera apenas contenida afloró a su voz al hablar.
—Hermanos marines espaciales, administrador, aquí podemos ver con toda
claridad cómo el Caos disforma las mentes y ensucia las almas. Son impulsados, tal
vez contra su propia voluntad, a pronunciar estas blasfemias y herejías, incluso
cuando la verdad del asunto es evidente por sí misma. El peligro en que se encuentra
Suracto es realmente grave. —Hizo una pausa y bajó la cabeza para fijar los ojos en
el piso.
Por mucho que le desagradase la espectacular extravagancia y el melodramatismo
de aquel hombre, Levi no tuvo más remedio que estar de acuerdo con el inquisidor. El
Caos había disformado hasta tal punto las mentes de aquellos rebeldes que tal vez ya
no les quedase ni rastro de capacidad de comprensión. «Un peligro muy grave, en
verdad».
Antes de que Parax pudiese decir nada más, uno de los rebeldes que estaban
atados volvió a hablar.

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—La blasfemia más grande es que el Caos camine por Suracto ataviado con ropas
imperiales y…
Antes de que el sonido de la pistola automática se hubiese extinguido del todo,
una docena de servomotores despertaron a la vida cuando los cónsules negros
apuntaron por instinto al administrador Niall. El administrador bajó su pistola y, a una
señal de Estrus, Levi, Aeorum y los otros marines espaciales bajaron sus propias
armas. La fuerza del disparo, que impactó contra la garganta del prisionero, había
empujado la silla hacia atrás, y el hombre había muerto ya antes de caer a los pies de
sus horrorizados camaradas.
—¡Qué herejía tan espantosa! Casi me ha sido insoportable oírla —declaró Niall
al mismo tiempo que volvía a guardar el arma entre los pliegues de su capa—. He
dedicado demasiado tiempo a construir esta Administración para mayor gloria del
Emperador, para después oír algo tan repugnante y dicho con ese descaro.
—Cuenta con mi simpatía, administrador —dijo Parax a la vez que hacía un gesto
discreto. Dos de los miembros de su séquito, de rostro pétreo, aparecieron en la
destrozada puerta—. Llévense a esas alimañas y acaben con ellas.
Los dos soldados se valieron de la punta de los rifles láser para empujar a los
rebeldes, y comenzaron a hacer que salieran de la habitación.
—Esperen un momento. —Levi avanzó, mientras una indeseada sensación de
intranquilidad le daba vueltas por la mente—. No debemos precipitarnos…
Parax se enfrentó con el bibliotecario.
—¿Suplica usted por esta escoria traidora? ¿Dónde están sus lealtades, cónsul?
Usted no…
—¡Sus lealtades siguen siendo verdaderas, inquisidor! —Parax retrocedió
involuntariamente ante Levi, al interrumpirlo la voz acerada de Estrus—. No lo dude.
Pero mi hermano bibliotecario tiene razón. Podríamos perder una oportunidad de
averiguar algo más acerca del despliegue de las fuerzas rebeldes si… —En el exterior
sonaron una serie de disparos de rifle láser, y Estrus gimió—. Inquisidor, estamos del
mismo lado, y sin embargo su comportamiento impulsivo amenaza con desbaratar
nuestras operaciones aquí.
—¿Está seguro de que estamos del mismo lado, capitán? ¿O acaso lo ha afectado
esta astuta herejía?
Cuando la mano del capitán se desplazaba hacia el bólter, Levi sintió que una
poderosa presencia psíquica se aproximaba a las ruinas. Oyó el crepitar del Crozius
Arcanum del capellán Mortem momentos antes de que el bastón de batalla y la figura
completamente acorazada de su sagrado hermano empequeñeciese la puerta de
entrada.
—Hermanos, tenemos que salir —dijo Mortem, sin aliento—. La segunda
compañía está siendo abrumada. Un contraataque, hermano capitán…, y parece que

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la totalidad del planeta está contra nosotros.

***
Una andanada de misiles Whirlwind pasaron rugiendo por el aire cuando los
Speeders de la décima escuadra de la segunda compañía pasaron atronando hacia el
corazón de las fuerzas rebeldes, las cuales habían aparecido inesperadamente desde el
sur y avanzaban en masa hacia una brecha abierta en las murallas de la ciudad. Los
misiles se perdieron a lo lejos; una serie de explosiones iluminó el horizonte, y
Estrus, satisfecho de que se hubiese acabado con la capacidad de artillería de los
rebeldes, le ordenó a la tercera compañía que avanzara.
Aeorum, con el estandarte aferrado en una mano y el bólter en la otra, condujo a
las escuadras primera y segunda hacia el corazón del contraataque rebelde. Poseídos
por una cólera casi demoníaca, los rebeldes se lanzaban en peso contra los cónsules
negros, pero su ataque era en vano dado que los puños acorazados de negro les
partían el cráneo, los minimisiles bólter les destrozaban músculos y tendones, los
lanzallamas y los rifles de fusión les incineraban piel y huesos. Muy pronto, ambas
escuadras comenzaron a luchar para abrirse paso, pues su avance se veía impedido
por las olas de rebeldes muertos que yacían a sus pies.
Levi arrancó la espada sierra del cuerpo de un rebelde muerto, y con un solo
movimiento ininterrumpido se volvió para estrellar el mango en el rostro de un
compatriota de éste. El golpe partió la frente del hombre con un crujido audible y lo
mató antes de que su cuerpo laxo comenzara a caer al suelo. Tras patear el cadáver a
un lado, Levi siguió a los hombres de las escuadras tercera y cuarta hacia las murallas
rotas de Thuram. ¡Cómo deseaba quitarse el casco con el fin de escupir el creciente
sentimiento de odio hacia los rebeldes que se había transformado en un sabor vil
dentro de su boca! El mortal siseo de los rifles de fusión hizo que se alegrara de
conservar la armadura entera. Una ola de angustia recorrió al bibliotecario cuando el
cónsul negro que estaba junto a él fue reducido a polvo. Levi observó las líneas
enemigas en busca del arma… Estaban allí, a menos de veinte pasos de distancia,
pero había demasiados de sus propios hermanos en medio. El rifle de fusión volvió a
disparar y otro cónsul estalló en una recalentada bola de llamas. «Es hora de
responder al fuego con fuego», pensó Levi, ceñudo.
—¡Hermanos cónsules, mantengan sus posiciones, mantengan sus posiciones!
Los marines espaciales obedecieron la orden del bibliotecario sin cuestionarla, y
se detuvieron en seco. Tras murmurar una corta plegaria al Emperador, Levi enfocó
sus energías mentales hacia el suelo sobre el que se apoyaba el rebelde que tenía el
fusil de fusión. Sin previo aviso, una bola de llamas al rojo blanco se alzó del suelo y

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estalló hacia afuera, envolviendo al rebelde del rifle de fusión y a una docena de los
hombres que lo rodeaban.
Aparentemente impertérritos ante la inesperada pérdida de sus compañeros, los
restantes cincuenta rebeldes se reagruparon y cargaron contra ambas escuadras. Una
mujer apuntó a Levi con su rifle automático, pero dudó antes de disparar.
—¡Púdrete en el infierno, engendro del Caos! —gritó la mujer, y abrió fuego
disparando en modo automático y rociando a Levi con balas. Levi avanzó contra la
granizada de proyectiles que rebotaban, inofensivos, sobre su armadura. Ya sin
municiones, la rebelde golpeó el pecho del bibliotecario con la culata del rifle—.
¡Muere, hereje! ¡M… —La palabra se cortó en seco cuando la espada sierra le
atravesó la cintura.
Levi miró con ojos fijos el sangriento torso cercenado. Eso no estaba bien. Se
habían sentido muy, muy mal al matarla. Con gesto ausente disparó el bólter contra
dos hombres que cargaban hacia él, y los derribó a ambos. Algo explotó a pocos
metros de distancia y lanzó a Levi de espaldas; el bibliotecario aterrizó con un fuerte
impacto. Un torrente de datos de daños corrieron por la pantalla del casco, pero lo
único que Levi pudo ver fue el rostro de la mujer, distorsionado por la cólera y el
odio.
—¿Hermano, puede oírme?
Levi intentó concentrarse en la voz distante mientras un par de brazos acorazados
lo levantaban y lo sentaban. El apotecario Mordinian accionó los sellos del casco de
Levi y se lo quitó; en ese momento, su arrugado rostro dibujó una sonrisa muy breve.
—¡Ah, gracias Guilliman!; está vivo, hermano bibliotecario. Pensé que su
silencio significaba que estaba muerto. Una granada de fragmentación…
—¿Qué? No; estoy vivo, como puede ver. —Levi aún se sentía aturdido, aunque
no sabía si era debido a la onda de choque de la granada o a alguna otra cosa—.
¿Cómo va la batalla?
—Bien, bibliotecario, bien. Debemos haber dado buena cuenta de unos
trescientos rebeldes. —Examinaba a Levi mientras hablaba—. La segunda se ha
reagrupado por allí y estamos esperando la orden para… ¡Ah, está herido!
Levi tuvo vaga conciencia de una incomodidad en la pierna derecha cuando el
apotecario le vendó la herida, pero apartó el dolor de su mente con la misma facilidad
con que lo haría con cualquier otra emoción, y el apotecario lo ayudó a ponerse de
pie.
—Unos pocos minutos, y el vendaje comenzará a… ¡Ah, tengo que atender a
otro! Que le vaya bien, hermano.
Mientras el apotecario se alejaba a toda velocidad, Levi volvió a ponerse el casco
antes de recorrer con los ojos, por primera vez, la escena que lo rodeaba. Los
cónsules negros de las escuadras de la tercera compañía estaban reuniéndose a unos

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cien metros de las murallas de la ciudad; una masa acorazada de colores negro y
amarillo en un mar de muertos rebeldes ensangrentados y desgarrados. Entonces, vio
a Aeorum. El portaestandarte avanzaba hacia él, y se detenía de vez en cuando para
intercambiar unas pocas palabras con otros miembros de las escuadras. Levi
comprobó las lecturas que aparecían en la pantalla y luego observó cómo el sargento
de la quinta escuadra tocaba con reverencia el borde del estandarte antes de reunir a
sus hombres.
—Hermano Aeorum, tu inspiración nos da valor a todos. La segunda compañía
mantiene su posición, pero la cuarta está sitiada.
—Sí, ya he visto los informes. —Aeorum miró por encima del hombro—. Pronto
avanzaremos para defender la brecha. El hermano Estrus espera un mensaje del
capitán Vanem de la cuarta. Pero tú pareces… distraído, hermano.
—El Caos ha retorcido tanto a estos rebeldes que nos acusan de herejía a
nosotros, de ser servidores de la Oscuridad. —Algo se acercaba. El pensamiento se
inmiscuyó de modo brusco.
—También yo he oído esas blasfemias. —Aeorum se encogió de hombros—.
Pero debemos mantenernos firmes y no dejar que nos desvíen.
Cerca. La voz de Aeorum se desvaneció cuando Levi sintió una presencia enorme
que asomaba. Se esforzó por identificarla; era el clamor de mentes humanas allende
la elevación cercana a las murallas de la ciudad. Abrió un canal en el comunicador de
su casco.
—Hermano capitán, vamos a sufrir un ataque; seiscientos pasos hacia el noroeste.
Una fuerza numerosa; repito, una fuerza numerosa.
—Recibido, hermano.
El resto de la réplica del capitán Estrus fue ahogada por una atronadora andanada
de disparos de bólter cuando los cónsules negros abrieron fuego contra la hirviente
masa de rebeldes que aparecían sobre la elevación. Aeorum fue a unirse a la primera
escuadra y comenzó a disparar con mortal precisión a medida que se acercaba a los
atacantes. Cuando el estandarte avanzó entre los cónsules negros, desde sus filas se
alzó un tremendo rugido. Levi, tras encender su espada sierra, comenzó a seguirlos.
El aire se cargó repentinamente de capas de electricidad, y los visores del casco de
Levi se oscurecieron al instante. ¡Teletransportación! Descargas de energía pura
crepitaron sin control cuando una nueva presencia se materializó entre los rebeldes.
A Levi le pareció que en Suracto se había abierto un portal que conducía a sus
peores pesadillas. Una escuadra de marines espaciales se había materializado en
medio de las fuerzas rebeldes, pero darles ese nombre habría constituido una
blasfemia. Su arcaica armadura lucía toda clase de adornos horripilantes y mórbidos,
nacidos de imaginaciones contaminadas por el Caos y de impulsos depravados:
cinturones hechos con calaveras rodeaban la cintura de uno; un cráneo en estado de

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putrefacción y con cabello largo adornaba el casco de otro; la mayoría de las
hombreras tenían incrustadas púas afiladísimas. Pero en cada uno de los trajes de las
ancestrales armaduras había un símbolo común: la detestable hidra de muchas
cabezas de la Legión Alpha. Era todavía peor de lo que había sospechado el
inquisidor. Los rebeldes estaban bajo el dominio de aquellos repugnantes guerreros
de Tzeentch.
Levi y sus hermanos, los cónsules negros, captaron todo eso con una mirada antes
de volver sus armas contra los recién llegados, y una mortal lluvia de minimisiles
cayó sobre los legionarios; sin embargo, aunque los humanos que los rodeaban fueron
hechos pedazos, sólo dos marines espaciales del Caos cayeron antes de abrir fuego
con sus propias armas. La cresta de la elevación se consumió en un salvajismo
primitivo cuando los cónsules negros descargaron la furia largamente reprimida
contra las retorcidas representaciones de los guerreros del Emperador que tenían
delante.
Levi se abrió camino con la espada sierra hacia la escuadra de la Legión Alpha,
mientras un odio frío le recorría las venas. Apenas les dedicaba un segundo
pensamiento a los rebeldes que enviaba a la misericordia del Emperador…, hasta que
la lenta, terrible comprensión, se abrió paso hasta el interior de su mente. Los
rebeldes estaban dejando de atacar a los cónsules negros y también apuntaban a los
legionarios con sus armas. Al cabo de poco, cónsules negros y rebeldes por igual
luchaban contra un enemigo común: la Legión Alpha. Levi intentó hacer caso omiso
de su confusión mientras luchaba para abrirse paso hasta el centro de la refriega, pero
de repente la lucha cesó. Sólo quedaban en pie los rebeldes y los cónsules negros.
Estrus se erguía en medio de la carnicería con un legionario agonizante a sus pies.
El peto del repulsivo guerrero se había desgarrado y, abierto, dejaba a la vista una
enredada confusión de carne chamuscada y maquinaria rota. Sus manos se movían
espasmódicamente, y Estrus apuntó con calma a la cabeza acorazada con su pistola
bólter. En el momento de sonar el disparo, Levi llegaba junto a su capitán. Contempló
los horribles restos de la cabeza del legionario, destrozada por el minimisil.
—Capitán, nos han engañado. —Levi miró a su alrededor y vio los rostros
demacrados y cetrinos de los rebeldes, y a los cónsules negros, que ya comenzaban a
rodear a las harapientas bandas cuya furia se había consumido. Los ásperos ruidos de
batalla sonaban al otro lado de las murallas de la ciudad—. Hermano capitán, los
prisioneros rebeldes…
—Le he oído, bibliotecario —declaró Estrus al mismo tiempo que alzaba una
mano—. Y lo entiendo. Sin nosotros saberlo, nos han convertido en peones de un
juego oscuro e inquietante. Debo enviar una señal a la cuarta. Me temo que las
fuerzas del gobernador Koln sean un peligro mucho mayor que las de los rebeldes. —
Llamó con un gesto a un marine espacial que estaba cerca—. Hermano sargento,

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deme un informe de bajas y busque a un representante de los rebeldes con quien
pueda hablar.

***
—¡Esto es traición!
Levi y Estrus se volvieron para ver al administrador Niall que avanzaba a grandes
zancadas hacia ellos. El administrador sacudió una mano hacia las pasmadas fuerzas
rebeldes.
—Deben ser ejecutados, cada hombre y cada mujer. Ya oyó lo que dijo el
inquisidor. —La voz se le quebró debido a que chillaba las palabras.
La cabeza de Estrus, cubierta por el casco, se había vuelto con suavidad hacia el
administrador.
—¿Ha visto por usted mismo lo que acaba de suceder aquí, administrador Niall?
—Niall vaciló y luego asintió brevemente con la cabeza—. En ese caso sabe que el
azote del Caos está en su planeta…
—Pero ¿es que no puede ver lo que está sucediendo? —lo interrumpió Niall,
exasperado—. Los rebeldes han conspirado con la Legión Alpha…
—Pero esa escoria del Caos luchaba contra rebeldes y marines por igual —lo
interrumpió Levi.
—Sí, a eso me refiero; yo… —Se pasó una mano por la cara. «De algún modo —
pensó Levi—, parece haber envejecido de pronto».
—Ya conoce el Codex, marine espacial —dijo Niall—. A todos aquellos que se
alzan del lado del Caos debe enseñárseles la misericordia del Emperador.
—A todos aquellos que se alzan del lado del Caos debe dárseles la oportunidad de
buscar la luz del Emperador o recibir la justa y rápida misericordia de aquellos que
llevan a cabo Su obra. Eso dice el Codex. —Dicho esto, Levi se acercó más al
administrador, que, visiblemente conmocionado, retrocedió unos pasos—.
Administrador, ¿cómo es que usted tiene conocimientos acerca de nuestro libro
sagrado?
—Es sólo algo que he oído… —Niall retrocedió aún más, y la voz le falló—. Su
deber está claro. Ustedes, ustedes deben… —El lado izquierdo de la cabeza de Niall
estalló hacia afuera en una lluvia de sangre y tejidos.
El rebelde enfundó la pistola automática y escupió sobre el cuerpo del
administrador, que aún sufría espasmos.
—Yo soy Mitago —dijo, con los ojos hundidos ardiendo en su semblante
ceniciento y sin afeitar—. Soy el jefe de este destacamento de mi pueblo. Ya he oído
suficientes mentiras y enredos de esta alimaña servidora del Caos.

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Mientras el jefe de los rebeldes avanzaba para continuar hablando con Estrus,
Levi bajó los ojos hacia el cadáver del administrador Niall y meditó sobre otro
versículo del Codex: «La justicia precipitada e irreflexiva en nada te beneficia. Sólo
provocará desdicha y las lágrimas de los injustamente tratados». Luego se marchó en
busca de Aeorum.

***
Cuando la tercera compañía se aproximó a las murallas de la ciudad, una
determinación severa y fría se había apoderado de los cónsules negros. La cuarta
escuadra se había perdido, y de la sexta, quedaban sólo dos hombres. Las bajas
pesaban enormemente sobre los hermanos cónsules supervivientes. Mitago, cuyos
hombres cubrían entonces la retaguardia detrás de los Rhinos de la compañía, les
había revelado la impensable verdad.
—Ya hemos aguantado bastante —le explicó a Estrus—. Lo único que sucedió es
que Koln nos pidió demasiado. Trabajábamos duro, llenos de alegre amor por el
Emperador; pero Koln daba discursos para exigir más y nos decía que el Imperio se
enfadaría si no aumentábamos el diezmo planetario.
Luego, explicó, comenzaron las purgas. Desaparecían ciudadanos leales mientras
los jueces de Koln aterrorizaban al planeta.
Los delincuentes eran ejecutados por cualquier delito, a veces el mero capricho de
un juez. Se hallaban «herejías» por todas partes; los herejes eran arrancados de
cualquier casa.
—Y nosotros sabíamos que eso estaba mal —continuó Mitago—. La ley del
Emperador es dura, pero su dureza es justa. En Suracto no quedaba nada de justicia, y
en nuestro corazón sabíamos que Koln no estaba ejecutando la obra del Emperador.
Eso no nos dejó otra alternativa. —Señaló a los legionarios muertos—. No sabíamos
que la mancha de su alma fuese tan abominable.
Las palabras de Mitago habían dejado tan pasmados a los cónsules negros que lo
escuchaban que los redujo al silencio. Cada uno conocía la trascendencia de todo
aquello, pero Levi sabía que cada marine espacial sería fiel a su entrenamiento y las
órdenes que le dieran: no habría pesares, ni acusaciones ni culpabilidades. Ellos no
habían hecho otra cosa que obedecer al Codex, por mal conducidos que hubiesen
estado. Con su habitual disciplina y autocontrol, desplazarían su atención al
verdadero enemigo, y el sagrado libro los guiaría con paso seguro por la senda de la
probidad.
Todos los pensamientos de ese tipo se desvanecieron con rapidez cuando la
tercera compañía se aproximó a la ciudad de Thuram. La segunda había perdido más

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de treinta hombres, y sus vehículos blindados habían recibido quemaduras de la
artillería rebelde antes de que sus Whirlwind eliminaran la amenaza. Ambos
capitanes habían acordado que la segunda debía permanecer donde estaba para
proteger la ciudad de cualquier amenaza del exterior.
Levi se había unido a Aeorum y a la primera escuadra cuando éstos atravesaban
un campo de escombros que señalaba el lugar donde se había alzado la muralla de la
ciudad. Los meses de lucha habían convertido en mellados esqueletos calcinados las
bellas construcciones urbanas. Centenares de cuerpos yacían dispersos, ennegrecidos,
ensangrentados y olvidados por las calles llenas de cráteres.
—Han hecho su propio bonito infierno aquí —murmuró Aeorum mientras
avanzaban por la avenida central de Thuram, el fondo del valle de un cañón de
cemento volado en pedazos que se extendía en línea ascendente hasta una plateada
línea de horizonte situada a aproximadamente un kilómetro y medio más arriba.
Levi se limitó a asentir en silencio mientras escuchaba el torrente de informes
entrantes. Las cosas cambiaban de modo espectacular a cada minuto que pasaba. El
capitán Estrus le había enviado un mensaje al capitán Vanem de la cuarta compañía, y
éste se había esforzado para ponerse en contacto con los jefes rebeldes. A su vez,
éstos habían hablado con Vanem y habían recibido con alegría el nuevo
entendimiento entre ambas fuerzas…, aunque no había sucedido lo mismo con las
hasta entonces leales fuerzas opuestas a la rebelión. En cuanto se enteraron de lo que
sucedía, se habían vuelto contra la cuarta compañía.
Mientras Levi escuchaba con calma todos los acontecimientos, se dio cuenta de
que no había visto al inquisidor Parax desde el interrogatorio de los prisioneros. El
excesivo celo fanático de Parax significaba que él había tomado parte en las
maquinaciones de los de Tzeentch que los habían enredado a todos ellos. De no haber
sido por el Sello de la Inquisición, Levi habría sospechado que había un motivo más
oscuro que explicaba los actos de Parax; que el Sagrado Trono le perdonara ese
pensamiento…
Aquella cadena de pensamientos de Levi se interrumpió cuando se aproximaron a
una escena de horrible carnicería. Centenares de rebeldes y de fuerzas leales de
Suracto habían chocado en una extensa escaramuza callejera; la cuarta compañía,
presencia incómoda entre ambos bandos, luchaba estoicamente contra los suractanos
de uniforme rojo, aunque estorbada por el enloquecido celo de los rebeldes. Rebeldes
desarmados saltaban por encima de sus camaradas muertos para desgarrar el rostro de
los soldados con las manos desnudas.
—¡Que el Codex nos proteja! —gritó Estrus—. ¡Aquí hay que restablecer un
poco de orden! —bramó algunas órdenes y sus escuadras entraron en acción de
manera ordenada.
La primera y la segunda se separaron para atacar a un destacamento de soldados

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de Suracto armados con rifles automáticos. Docenas de uniformados de rojo fueron
segados cuando los bólters de los cónsules causaron numerosas bajas. Levi derribó a
dos hombres con un solo tajo de su espada sierra, mientras, en torno de él, sus
compañeros cónsules negros luchaban con espíritu renovado y vigoroso. Aquello era
más que una batalla; era un ajuste de cuentas.
—¡Bibliotecario, retroceden!
Al oír el grito de Aeorum, Levi miró por encima del hombro y vio que varias
docenas de suractanos huían.
—¡Segunda escuadra, quédense aquí! —ordenó Levi—. ¡Primera escuadra,
portaestandarte, conmigo!
La primera escuadra salió en persecución de los fugitivos. Una forma oscura
apareció ante su ojo mental. La visión desapareció, pero para Levi su significado era
muy claro.
—Primera escuadra, aminoren el paso. Debemos estar alerta.
Los cónsules, obedientes, enlentecieron el avance, y los suractanos continuaron
retrocediendo hasta desaparecer de la vista. Mientras caminaba por las calles a la luz
del crepúsculo, Levi advirtió un cambio en la arquitectura que los rodeaba. Se volvió
a mirar al sargento.
—Hermano, ¿dónde estamos?
Esperó unos instantes mientras el sargento buscaba la información solicitada.
—En el complejo palaciego del gobernador Koln, hermano bibliotecario.
—En ese caso, nuestro propósito aquí es otro —dijo Levi—. ¡Escuadra, alto!
Aeorum se le acercó.
—Hemos perdido a los leales. ¿Qué plan tienes, hermano?
Levi no respondió, sino que inclinó la cabeza, extendió su mente al exterior y la
dirigió hacia los oscuros edificios que se alzaban más allá. Una oscura presencia
cancerosa permanecía en el lugar. No se habían marchado.
—La Legión Alpha sigue aquí.
Un murmullo recorrió a los marines espaciales cuando oyeron las palabras del
bibliotecario, y las manos se cerraron instintivamente con más fuerza sobre las armas.
Levi se concentró en la presencia y determinó la dirección.
—Por aquí, hermanos míos.
Los cónsules se encaminaron en silencio, excepto por el girar de los servomotores
y el eco de sus pasos, hacia el laberinto de pasillos que discurrían por el interior del
palacio de Koln, dejándose guiar por los poderes psíquicos de Levi. Éste sintió que
una gélida furia crecía dentro de su ser, la furia que había experimentado al ver a los
legionarios. Luchó para controlar sus sentimientos, aunque sabía que sus hermanos
cónsules estarían sintiendo lo mismo. Percibía que la presencia del Caos estaba en ese
momento más cercana: nada, entonces, debía socavar su decisión.

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—¡Bibliotecario! Llega a tiempo.
Les hizo a sus hermanos marines una señal para que bajaran las armas cuando el
inquisidor Parax salió de las sombras acompañado por su omnipresente séquito.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Levi, incómodo por no haber percibido la
presencia del inquisidor.
—Me temo que la Legión Alpha ha tomado al gobernador Koln como rehén.
—¿Rehén? —inquirió Levi—. Pero si el propio Koln es un servidor del Caos.
—No es así, bibliotecario…
—Hermano bibliotecario, un transbordador ha encendido los motores. —El
sargento comprobó los escáneres—. ¡A seiscientos metros al noreste!
Levi miró sus propias lecturas.
—Lo tengo. Primera escuadra, portaestandarte, conmigo. Inquisidor, nos impide
usted el paso.
Parax asintió lentamente con la cabeza y permitió que los cónsules negros
pasaran. Los marines espaciales echaron a correr, y sus pies acorazados golpeaban
con estruendo el suelo al luchar por cubrir a tiempo aquella distancia. Levi volvió a
comprobar sus escáneres: «Transbordador preparándose para despegar a veinte
metros y acercándose».
Los túneles desembocaron sobre una pista de aterrizaje. El agudo zumbido de los
motores del transbordador, que llevaba el estandarte de Suracto, llenaba la cavernosa
estancia. Al pie de la rampa de entrada del transbordador, una figura ataviada con
capa roja discutía vehementemente con los dos legionarios que se encumbraban sobre
ella. Cuando Levi apuntó con el bólter, uno de los legionarios alzó una mano y apoyó
una pistola grande contra la cabeza del humano. La pistola de plasma disparó, y el
humano fue desgarrado por una resplandeciente bola de llamas hipercalientes.
Pareció que el legionario miraba a los cónsules negros durante un tiempo infinito.
«Has fracasado, cónsul».
Levi oyó las palabras con claridad por encima del clamor de los disparos de la
escuadra. Aeorum había cubierto la mitad de la distancia que separaba la entrada del
transbordador, pero los legionarios se volvieron y huyeron rampa arriba cuando el
transbordador ya se elevaba con los motores forzados al máximo.
—¡Al suelo!
El hombro de Levi golpeó al portaestandarte para derribarlo, y lo sujetó allí
mientras una corriente de plasma candente de los motores del transbordador
incineraba el aire donde Aeorum había estado un segundo antes. Los visores de los
cascos se oscurecieron cuando la pista de aterrizaje quedó bañada por una luz
brillante. Con un trueno monstruoso, el transbordador despegó. Levi se puso de pie.
—Hermano sargento, póngase en contacto con la nave del Capítulo. ¡Ese
transbordador debe ser interceptado! —Miró la débil silueta humana quemada sobre

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la pista de aterrizaje, y en ese momento apareció Parax. La incomodidad física de
Levi estaba llegando al nivel del dolor—. ¿El gobernador Koln? —le preguntó al
inquisidor. El inquisidor asintió.
—Sí; otra víctima del engaño de Tzeentch. —Hizo una pausa mientras
contemplaba la silueta del gobernador planetario—. Éste es un asunto grave, cónsul.
Cuando la herejía llega a tales profundidades, debe quedar en manos de la
Inquisición.
—Pero ¿y si esto ha sucedido en otros planetas, en otros sistemas? —preguntó
Aeorum al mismo tiempo que se quitaba el casco—. El Codex nos obliga; debemos
buscar y encontrar herejías semejantes.
—No podemos eliminarlos demasiado pronto —replicó Parax—. La justicia
precipitada e irreflexiva en nada le beneficiará, cónsul.
—¿Demasiado…, demasiado pronto? —preguntó Levi, inquieto por el hecho de
que el inquisidor hubiese citado precisamente ese versículo del Codex. Se concedió
un momento para ordenar sus pensamientos y comprobar un informe. El
transbordador había superado en velocidad a la nave de los cónsules y había saltado
al espacio disforme desde el lado oscuro de Suracto—. ¿Tiene pruebas de otros
complots como éste?
Parax le dirigió una mirada feroz.
—Como ya he dicho, bibliotecario, éste es un asunto de la Inquisición. Si se
interpone en mi camino, no lo hará sin riesgo.
Parax giró sobre los talones y se alejó. Levi había comenzado a seguirlo cuando
una mano acorazada se posó sobre su hombro, y al volverse el bibliotecario se
encontró con Aeorum. Se quitó el casco y miró a sus compañeros cónsules negros
que estaban comprobando y asegurando metódicamente la pista de despegue.
—Hermano Levi, hemos hecho todo lo posible; por ahora. —Aeorum señaló el
último lugar de resistencia de Koln—. La verdad es que probablemente Koln fue
engañado, como lo fuimos nosotros. Puede ser que haya llegado la hora de que dejes
que la Inquisición haga lo que sabe hacer mejor. Nosotros hemos liberado Suracto,
que ya es un premio bastante grande. Y el capitán Estrus querrá que le presentemos
un informe completo. —Aeorum le dedicó una sonrisa desganada.
—El Codex nos dice que nos mantengamos vigilantes, que busquemos de manera
activa todas las manifestaciones del Caos, dondequiera que puedan estar. Como
codiciario de la Orden Imperial de los Cónsules Negros, es mi deber solemne. —Levi
alzó los ojos hacia el estandarte que su hermano sujetaba con una mano—. No me
siento del todo complacido con esta decisión, pero puede ser que tengas razón.
Hemos hecho todo lo posible, por el momento.
Mientras se preparaba para enviarle un mensaje al capitán Estrus, el codiciario
Levi recordó el versículo que había leído aquella mañana.

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«Y aquellos dedicados a la obra del Emperador serán acosados por todas partes
por los enemigos. Manteneos vigilantes, porque ellos están en cualquier lado y no
deberíais confiar en nadie más que en vuestros hermanos de armas para llevar a cabo
Su sagrada obra».
Levi le envió el mensaje al capitán.

***
Cuando la puerta del camarote que tenía a bordo de la nave de la Inquisición se cerró
silenciosamente detrás de él, Parax comenzó a quitarse la armadura con gestos
cansados. Esa vez había logrado por muy poco realizar la obra de su señor, aunque
estaba habituado desde hacía mucho a la ardua naturaleza de su santa tarea. Pero si
llegaba a saberse de un modo más generalizado hasta qué punto el Caos había
impregnado Suracto… Suspiró mientras guardaba la armadura. Tal vez el
Exterminatus habría sido su única opción.
Cogió su ropón. Por el momento, los cónsules negros habían desempeñado su
papel y el orden se había restablecido. Los demás planetas del sistema estaban a
salvo. Con gesto ausente se frotó el tatuaje de Tzeentch que llevaba en la parte
interior del antebrazo. Aún no les había llegado su hora.

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EN EL VIENTRE DE LA BESTIA
WILLIAM KING

La atmósfera de la capilla de mando del Spiritus Sancti era tensa cuando los
exploradores atravesaron el arco cubierto por la cortina de brocado y entraron en la
fresca plaza fuerte del centro de mando. Los tecnoadeptos recitaban la cuenta atrás.
El galimatías de lenguaje mecánico de los controladores de cabeza afeitada zumbaba
como telón de fondo, un balbuceo constante e incomprensible. Por encima de ellos,
sobre los pasos colgantes, figuras ataviadas con oscuros ropones se desplazaban de un
icono de control a otro para comprobar los sellos de pureza de los sistemas
principales al mismo tiempo que mecían incensarios que despedían humo. La capilla
bullía con un pánico controlado que Sven Pederson jamás había presenciado antes.
Los jóvenes marines espaciales no necesitaban los rojos globos de alarma que
flotaban a ambos lados del foso holográfico para saber que la nave estelar estaba en
situación de «a sus puestos de combate».
—¡Ah, caballeros!, al fin han llegado. Me complace mucho que puedan reunirse
con nosotros. —El tono mesurado de Karl Hauptman, comandante de la nave,
atravesó con facilidad el ruido circundante.
—Nos ha convocado, Karl. Somos siervos y obedecemos.
El sargento Hakon habló con tono suave, pero Sven se dio cuenta de que la burla
del comerciante ilegal le había tocado un punto delicado. Hakon era un viejo guerrero
orgulloso, que había superado la edad límite para servir como exterminador, y le
afligía tener que servir a las órdenes de aquel afectado aristócrata supervisando a un
grupo de exploradores en su primera misión de entrenamiento. A pesar de todo, era
un lobo espacial hasta los huesos, y tenía que obedecer.
Hauptman estaba cómodamente repantigado tras el atril de director, desde donde
proyectaba autoridad sin ningún esfuerzo. Las runas de control parpadeaban en color
esmeralda sobre el atril y, al iluminar su rostro desde abajo, le conferían un aspecto
casi demoníaco, con los ojos y las mejillas hundidos.

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—Concédanos el don de su sabiduría, hermano sargento Hakon. ¿Qué conclusión
saca de todo eso?
Uno de los controladores cerró sus ojos-cámara y entonó un mantra. Sven tenía
una visión clara de los enlaces cibernéticos que conectaban al hombre con su consola
de trabajo. Cada diminuta fibra palpitaba con luz, y el ritmo de los latidos se
enlenteció hasta coincidir con el del cántico. Luego el controlador volvió a abrir los
ojos y sus espejados lentes reflejaron la luz y ardieron en la penumbra como
diminutos soles rojos.
Un objeto apareció en el foso: era grisáceo y redondo, y parecía un asteroide
pequeño. Hauptman hizo otro gesto, y el canto llano de los tecnosacerdotes aumentó
de tono y resonó bajo el aristado techo de la capilla. El olor a incienso alucinógeno se
hizo más dulce y espeso. Sven experimentó una ligera náusea mientras su cuerpo se
adaptaba a la droga, para luego neutralizarla. El aire rieló, las luces parpadearon, el
objeto se expandió y después adquirió mejor resolución.
Sin que hubiese una razón que él pudiese identificar, la visión llenó a Sven de
miedo, y miró al hermano cadete Njal Bergstrom, su amigo más íntimo entre los
lobos espaciales. La luz roja de los globos de alarma manchaba su pálido semblante y
hacía que el ambiente de horror pareciese más intenso. Njal había dado positivo en
las pruebas de capacidades psíquicas y, si sobrevivía a la época de cadete, tal vez
recibiese entrenamiento como bibliotecario, al igual que Sven sería entrenado como
sacerdote lobo. En cualquier caso, Sven había aprendido a respetar la intuición de su
camarada.
—Extremadamente insólito. ¿Lo que hay en el flanco de esa cosa son puertas?
¿Es algún tipo de base? —resultaba evidente que Hakon estaba perplejo. Hauptman
se acarició la barba y ladeó la cabeza.
—El astrópata Chandara asegura que está vivo. La adivinación de los sensores
parece confirmarlo.
El hombre al que había mencionado se hallaba de pie junto al trono del
comandante, aferrado al posabrazos como si fuese lo único que pudiera mantenerlo
erguido. El sudor le perlaba el oscuro rostro rechoncho y formaba grandes círculos en
las axilas de su ropón blanco. Chandara parecía conmocionado, como un hombre en
las últimas fases de una fiebre fatal. Sus ojos tenían la expresión delirante, obsesiva,
que Sven había visto en chamanes cazadores de ballenas cuando les sobrevenía la
locura de la muerte.
—Se lo imploro, señor de la nave, destruya esa abominación. Sólo mal puede
venirnos de preservarla un minuto más. —La voz ronca de Chandara tenía una
extraña resonancia: la certidumbre de la profecía.
Hauptman le habló con voz tranquilizadora.
—No se preocupe, amigo mío. Si resulta necesario, la destruiré al instante. Sin

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embargo, cabe la posibilidad de que este artefacto inhumano contenga algo que sea
de utilidad para el Imperio. Debemos investigar, aunque sólo sea para enriquecer el
conocimiento de los eruditos del Adeptus Terra.
Sven se dio cuenta de que Chandara no estaba de acuerdo, pero no podía poner en
tela de juicio la autoridad del señor. El astrópata se encogió de hombros con aire
resignado. Como muchos de los miembros de la tripulación, se había habituado
completamente a obedecer órdenes. El sargento Hakon comprendía adonde llevaría
todo aquello.
—Quiere que mis hombres investiguen ese nido inhumano.
Hauptman sonrió como si Hakon fuera un niño rápido que cogiese las cosas al
vuelo.
—Sí, sargento. Estoy seguro de que son ustedes lo bastante competentes como
para manejar este asunto.
Sven vio que esa declaración había dejado a Hakon atrapado, ya que rehusar
habría sido poner en cuestión su capacidad. El otro sólo logró manipularlo por un
momento, pero fue un momento suficientemente largo.
—Por supuesto —fue la respuesta instantánea y orgullosa de Hakon.
A Sven le habría gustado que formulase más preguntas, y vio que una vez que
esas palabras hubieron salido de su boca, el propio Hakon también deseó haberlo
hecho. Entonces ya era demasiado tarde. Estaban comprometidos.
—Preparen el torpedo de abordaje —dijo Hauptman—. Su escuadra puede
comenzar de inmediato las investigaciones.

***
Con los cascos preparados y los sistemas de soporte vital en óptimas condiciones, los
marines espaciales se sentaron dentro del frío, oscuro fuselaje del torpedo. Sven
estudió a cada uno de sus compañeros por turno; les echó un último vistazo antes de
que se pusieran las máscaras de respiración, parecidas a cabezas de insecto, e intentó
fijar sus rostros en la mente. Cada áspero semblante estaba desfigurado por la pintura
de guerra. De repente, con gran dolor, se dio cuenta de que aquélla podría ser la
última ocasión en que viera con vida a sus camaradas.
El sargento Hakon permanecía sentado e inmóvil, con el cuerpo tenso y la pistola
bólter sujeta con firmeza contra el pecho. Sus rasgos de piel tensa y labios finos
tenían una expresión decidida, y sus fríos ojos azules miraban desde debajo del
cabello gris plata pegado al cráneo. A diferencia de los cadetes, Hakon no se afeitaba
la cabeza, excepto una sola tira de pelo. Era un marine espacial hecho y derecho.
Njal se encontraba sentado enfrente de Sven, debajo de una ventanilla de cristal

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coloreado, que mostraba estrellas a través de un retrato de la apoteosis del Emperador
en su Trono de Vida Eterna. Njal tenía las manos unidas como si rezara, y sus finos
rasgos ascéticos estaban compuestos y en calma. Sven supuso que estaba
subvocalizando la Letanía contra el Miedo.
—¿Por qué Hauptman no ha enviado a los soldados de su familia? —preguntó
Egil, en cuyo rostro de bulldog aparecía su característica y permanente sonrisa
burlona.
De todos los cadetes de los lobos espaciales, Egil era el más imperfecto. Sus ojos
tenían la fría locura petrificada tan característica de los bersekers con sangre troll. En
Fenris le había roto dos costillas a Sven durante un combate de práctica sin armas, y
había sonreído con frialdad cuando el joven explorador era llevado al Apotecarion.
Sven había oído por casualidad al sargento Hakon cuando le decía el hermano capitán
Thorsen que mantendría especialmente vigilado a Egil. Sven no llegó a decidir si eso
era bueno o malo.
—Es probable que los guardias estuviesen demasiado asustados para viajar en
este cubo oxidado que llaman torpedo de abordaje. Por el espíritu de Leman Russ, no
puedo reprochárselo.
Eso lo dijo Gunnar, el hombre de apoyo de la escuadra, que sonrió cordialmente
al hablar. La sonrisa dejó a la vista los incisivos especialmente largos, que eran la
marca del gen-semilla de los lobos espaciales. «Hay algo tranquilizador en la nariz
rota de Gunnar, en su rostro picado de viruela», pensó Sven.
Hakon profirió un corto ladrido de risa carente de alegría.
—Cuando hayan visto tantos combates al servicio del Emperador como esos
guardias, entonces serán verdaderos marines espaciales. Hasta entonces, no se burlen
de ellos. Simplemente den gracias al Emperador por proporcionarles esta oportunidad
de demostrar su valentía.
—Espero que esa cosa esté llena de inhumanos —dijo Egil, deleitado—. Muy
pronto demostraré mi valentía.
—No se preocupe, Njal —dijo Gunnar al mismo tiempo que encajaba un cargador
dentro de su arma—. Nos encargaremos de que esté a salvo.
Sven sabía que Gunnar estaba bromeando, pero la expresión preocupada del
rostro de Njal le dejó claro que éste no lo sabía.
—Puedo cuidar de mí mismo —respondió con tono seco, y Gunnar le dio un
golpecito en el hombro de la armadura a la vez que se echaba a reír.
—Ya sé que puede hacerlo, hermanito; ya sé que puede hacerlo.
—Últimas comprobaciones —dijo el sargento Hakon.
Los marines guardaron silencio y se concentraron en las plegarias necesarias para
activar la armadura.
Sven sabía que su traje estaba bien cuidado, ya que él mismo había realizado

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todos los rituales de mantenimiento, como el lavado de la armadura con aceites
perfumados mientras entonaba la Letanía contra la Corrosión, el engrasado de las
articulaciones con ungüentos bendecidos y la comprobación de los tubos de
respirador con humo coloreado de un incensario automático. Creía con firmeza en el
viejo dicho de los marines espaciales: «Si cuidas de tu equipo, te cuidas a ti mismo».
No obstante, era algo más profundo que eso. Sabia que la armadura que le habían
dado era sólo un préstamo, y experimentaba una sensación de reverencia hacia el
ancestral artefacto. La habían llevado puesta cien generaciones de lobos espaciales
antes de que él naciera, y se la pondría otro centenar después de que él muriese. Él
formaba parte de una familia de lobos que se extendía hacia el insondable futuro.
Cuando tocaba la armadura, tocaba la historia viviente de su Capítulo.
Entonces, al pulsar cada runa de control por turno, intentó imaginarse a los que la
habían llevado antes. Cada uno, al igual que él, había sido escogido entre los clanes
de marineros de rubio cabello de la cadena de islas de Nordheim. Cada uno, al igual
que él, había sido sometido a varios años de entrenamiento básico para marines
espaciales. Cada uno, al igual que él, había sido sometido a la implantación de varios
biosistemas que lo habían transformado en un superhombre mucho más fuerte, rápido
y resistente que los mortales corrientes. Algunos habían continuado hacia la gloria;
otros habían muerto dentro de esa misma armadura. A menudo, Sven se había
preguntado a qué grupo pertenecería él cuando llegara el momento. Entonces volvió a
experimentar la misma sensación de mal presagio que había sentido al ver el artefacto
alienígena.
Se dio cuenta de cuánto confiaba en la armadura para que le proporcionase
protección; en su caparazón de ceramita, para que lo protegiese del calor, el frío y el
fuego enemigo; en su sistema de sensores automáticos para permitirle ver en la
oscuridad; en sus mecanismos de reciclaje, para que le permitieran respirar en el
vacío absoluto y sobrevivir durante semanas de sus propios excrementos
reconstituidos. Cuando estos pensamientos se deslizaron al interior de su mente, las
plegarias pasaron de ser el recitado vacío de una letanía muy gastada, a convertirse en
algo genuino y sincero. No quería morir, y tal vez el traje podría salvarlo.
Encajó el auricular de comunicación en su sitio y comprobó la posición del la
gargantilla del micrófono sobre la laringe. Bajó la cabeza y rogó para que los
tecnoadeptos de la nave hubiesen sido tan cuidadosos con el equipo como lo habrían
sido los hermanos freiles de su propia orden. Una vez dentro del artefacto alienígena,
podría constituir su único medio de comunicación con sus compañeros exploradores.
Unió las manos a modo de plegaria y sintió que la amplificación muscular del
exoesqueleto de su traje le confería la fuerza de una docena de hombres. Cerró los
ojos y dejó que el rastro de feromonas de sus compañeros fuese captado por los
receptores de su traje. Sabía que si el artefacto alienígena estaba presurizado, podría

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identificar a sus compañeros mediante su solo aroma, aunque fuese en la oscuridad
más absoluta. Mediante un acto de voluntad, cambió su sentido auditivo de la
percepción normal al receptor del sistema de comunicaciones. Las letanías de
activación subvocalizadas por sus compañeros sonaron en sus oídos, entremezcladas
con la charla de los tripulantes de la nave a través de los comunicadores.
—Pónganse los cascos —dijo el sargento.
Por turnos, cada marine espacial se puso el casco que le protegería la cabeza, y
uno a uno hicieron un gesto con el pulgar hacia arriba para indicar que todo iba bien.
Cuando llegó su turno, Sven hizo lo mismo. Sintió el chasquido del cierre del casco al
deslizarse en su sitio, y en su visor aparecieron símbolos de puntería debajo de la
inscripción gótica de la pantalla superior. Todas las lecturas eran correctas, así que
repitió el mismo gesto que los demás. El sargento fue el último en ponerse el casco.
—Todo a punto. El Emperador está servido —dijo Hakon en nombre de todos
ellos.
—Que la bendición del Sagrado los acompañe —respondió el controlador de la
nave.
Se oyó un siseo, y una fina niebla llenó la cabina cuando se despresurizó. La
temperatura exterior descendió de manera brusca, y un símbolo azul escarcha destelló
con la advertencia apropiada, además de emitir chasquidos durante tres segundos para
indicar la falta de presión de aire. Sven oyó otro chasquido en el collar de su
armadura, y supo que el casco se había sellado; ya no podría quitárselo hasta que el
traje no hubiese comprobado la atmósfera y hubiese verificado que era respirable.
Percibieron una suave sacudida de aceleración, y por un momento Sven se sintió
ingrávido cuando el torpedo de abordaje abandonó el campo de gravedad artificial del
Spiritus Sancti, y luego recobró una fracción de su peso normal al acelerar el torpedo.
En los monitores de visión exterior, la nave estelar apareció primero como una
enorme muralla metálica, pero, al alejarse, las torretas que tachonaban su exterior se
hicieron visibles; luego pudo verse toda la nave, desde la alada popa hasta la proa de
pico de dragón. Su descomunal tamaño se hacía obvio por los centenares de enormes
ventanas arqueadas; Sven sabía que cada una tenía el largo de un ballenero y era más
alta que su mástil. La nave antigua del comerciante ilegal fue empequeñeciéndose
hasta quedar casi perdida entre las estrellas, apenas un punto de luz más entre
muchos. En las oscilantes pantallas verdes frontales, el objeto alienígena aumentaba
ominosamente de tamaño.
—Ahora ya no hay vuelta atrás —oyó que murmuraba Njal.
—Bien —dijo Egil.
Con una sacudida violenta y estremecedora, el torpedo de abordaje se ancló a la
pared del artefacto alienígena. Sven abrió los ojos y dejó de rezar. Pulsó el amuleto de
liberación rápida de las correas de seguridad, y flotó por un momento antes de que

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volviera a activarse la gravedad artificial del torpedo.
Los miembros de la escuadra se habían desplazado a posiciones de alerta y
cubrían las puertas del mamparo de proa con las armas. Las vibraciones golpetearon
las suelas de las botas de Sven cuando el morro cónico del torpedo de abordaje
taladró la pared de la otra nave. Pasado un momento, la vibración cesó.
—Escuadra, prepárense para dispersarse. —La voz de Hakon llegó clara a través
del sistema de comunicación.
—Opus Dei —respondió la escuadra.
Las puertas del mamparo se abrieron y los exploradores cubrieron el área con sus
armas, como habían practicado un millar de veces durante el entrenamiento. Sven se
preparó en el momento en que el aire entró con fuerza en el torpedo y formó una
niebla al encontrarse con el helor de dentro del vehículo.
—¡Por el espíritu de Russ! —jadeó alguien—. No puedo creerlo.
Las luces de los cascos revelaron un espectáculo pasmoso. Se encontraban
mirando hacia el fondo de un vasto corredor, tan alto como el techo de la capilla del
Spiritus Sancti y del color de la carne fresca. Las paredes no eran lisas y regulares;
parecían ásperas y estaban cubiertas por innumerables pliegues, como la superficie
descubierta del cerebro que los médicos le habían enseñado durante su noviciado. Las
paredes brillaban de mucosidad rosácea.
De cada pliegue de la pared sobresalían cilios multicolores de varios metros de
largo y tan finos como hilos de titanio, que se mecían como helechos en la brisa.
Aquí y allá latían varios sacos parecidos a músculos. En las paredes, al ritmo de los
latidos, se abrían y cerraban orificios, que hacían un ruido como de respiración
trabajosa. Sven supuso que hacían circular aire. Por unos tubos transparentes que
corrían contra las paredes como grandes venas, se desplazaban gorgoteantes líquidos.
—Parece ser que este sitio está habitado —comentó Gunnar, y su voz sonó
demasiado fuerte a través del sistema de comunicaciones.
En el aire danzaban y destellaban esporas que reflejaban la luz y brillaban como
las estrellas en el vacío del espacio. Al reaccionar a las luces de los cascos, parecían
encenderse con fosforescencia como las luciérnagas, y su brillo se volvía
deslumbrante. Sven parpadeó y su segundo párpado translúcido se cerró para filtrar la
luz de modo que pudiera mirarla. Las luces de posición de su armadura se
amortecieron de manera automática al aumentar la luz ambiental.
Mientras Gunnar los cubría, Egil y Njal avanzaron siguiendo una pauta estándar y
bien ensayada. Al salir del torpedo los pies se les hundieron en el piso esponjoso de la
nave alienígena, sobre el que caminaron como por encima de una alfombra gruesa al
mismo tiempo que rozaban a los cilios. Sven se preguntó si aquellas frondas serían un
dispositivo de alarma temprana o si incluso podrían ser venenosos.
El símbolo de atmósfera de su pantalla destelló en color verde tres veces, y luego

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quedó estable. Se oyó un chasquido y se soltó el cierre del collar de la armadura.
Sven avanzó hacia el interior de la nave alienígena a la vez que flexionaba las rodillas
para compensar el cambio de fuerza de gravedad. Parecía que la nave generaba su
propia gravedad interna con la fuerza centrípeta de su rotación, pero, a pesar de ello,
Sven se sentía como si pesase la mitad de lo normal.
El sargento Hakon ya se había quitado el casco, y se detuvo para realizar varias
inspiraciones profundas. Hizo una mueca cuando su sistema de bioingeniería se
adaptó a las condiciones locales, y Sven supo que pronto se habría aclimatado a tales
condiciones y sería inmune a cualquier toxina presente en la atmósfera. Pasado un
largo y tenso momento, Hakon les hizo un gesto a todos para indicarles que se
quitaran los cascos.
Lo primero que sorprendió a Sven fue la alta temperatura. El aire parecía casi tan
caliente como la sangre. Empezó a sudar, y su cuerpo compensó la temperatura y la
humedad. Tosió cuando la membrana que tenía dentro del esófago filtró las esporas
del aire. Los chispeantes colores que lo rodeaban llenaron su campo visual, ya que el
interior de la nave era un alboroto de matices que brillaban con fuego fosforescente
en el cálido interior en sombras de la nave.
Aquello le recordó los arrecifes de coral que rodeaban el ecuador de Nordheim,
donde los lobos espaciales tenían sus instalaciones de verano, lejos de las heladas
montañas y glaciares de Fenris. A menudo había salido a nadar por los arrecifes
después de los ejercicios de batalla llevados a cabo en las más cálidas islas tropicales.
Las paredes le recordaban ciertas formaciones de coral duro, y se preguntó si aquella
nave no habría sido creada por criaturas similares, colonias de organismos
microscópicos unidos para formar una vasta estructura. Todo parecía tranquilo,
seguro y relajante.
De pronto, algo pasó a gran velocidad ante él y le picó la cara. Él dio un respingo
y, por reflejo, alzó su pistola y disparó; el arma se le sacudió en la mano al lanzar su
minimisil, y en el breve segundo transcurrido entre que apretó el gatillo y observó
cómo aquella cosa explotaba, atisbo lo que parecía una medusa de un metro de
diámetro que flotaba como si fuese un paracaídas en las corrientes de aire. El rostro
se le tornó insensible cuando sus biosistemas se movilizaron para hacer frente a la
toxina.
—Cuidado —dijo el sargento Hakon—. No sabemos qué vamos a encontrar aquí.
Avanzó hasta Sven y le pasó un amuleto médico por encima de la herida; pero el
pequeño talismán en forma de cabeza de gárgola no parpadeó ni emitió ningún pitido
de advertencia.
—Al parecer, se defiende bien —comentó Hakon con calma.
Al oír el sonido del disparo, todos los lobos espaciales habían tomado posiciones
de cara hacia afuera para cubrir todas las líneas de fuego. Nada obvio los amenazó, ni

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aparecieron a la vista más medusas flotantes.
El techo había comenzado a resplandecer; largas venas de paredes
bioluminiscentes habían despertado a la vida como en respuesta a la presencia de los
exploradores, e iluminaban el corredor, que se curvaba hacia abajo hasta desaparecer
de la vista. A Sven le recordó el interior de una concha de caracol.
Sven experimentó una ligera náusea mientras los anticuerpos hechos a medida de
su torrente sanguíneo se enfrentaban a los invasores que le había inyectado la criatura
alienígena, y entonces lo sorprendió una comparación: tal vez aquella cosa parecida a
una medusa era un anticuerpo que reaccionaba ante la aparición de los exploradores.
Intentó descartar el pensamiento como mera fantasía, pero no podía dejar de
pensar que quizá la nave alienígena tenía otros medios para enfrentarse con los
intrusos.
Avanzaron con cautela a través de la palpitante Oscuridad; sus ojos gatunos se
habían adaptado a la falta de luz, y mantenían las armas a punto para repartir muerte.
En cada giro y conjunción dejaban repetidores de comunicación, que los mantenían
en contacto con el Spiritus Sancti y además les servían como faros de navegación.
—¡Por el espíritu de Russ! —imprecó Sven al resbalar y caer sobre el piso
recubierto de mucosa.
La superficie esponjosa absorbió el impacto, y él rodó hasta quedar acuclillado.
Njal se acercó a ver si se encontraba bien, y Sven pudo ver que en su rostro había una
expresión preocupada. Le hizo un gesto a su amigo para que se apartara, casi
incómodo por haberse caído.
—Estamos en el vientre de Leviatán —dijo Njal mientras estudiaba paredes del
color de la carne amoratada. Sven hizo una mueca, ya que el olor a carne podrida del
entorno le producía náuseas. Miró los alrededores.
En la penumbra, los otros marines espaciales eran figuras espectrales,
fantasmagóricas. Gunnar iba a la cabeza, y el resto de los exploradores avanzaba,
trabajosamente tras él en una larga fila que cerraba el sargento. Los sacos
respiratorios se aplanaron, y una corriente de niebla y esporas salió disparada al aire,
donde refractó la luz de las armaduras de los exploradores y la convirtió en arco iris.
—Esa historia nunca me ha gustado mucho, hermano —dijo Sven con voz queda
al mismo tiempo que se limpiaba la sustancia viscosa de la armadura.
A su padre le encantaba contarle aquella antigua fábula: la del pescador Tor que
fue tragado por el gigantesco monstruo marino llamado Leviatán, y que vivió en su
enorme vientre durante cincuenta días antes de ser rescatado por el primer
exterminador de los lobos espaciales, que le pidió que se uniese a la orden. El padre
solía usar esa historia para asustar a Sven y su hermano, con el fin de que no se
marchasen furtivamente hacia el mar con las balsas que construían. Al menos lo
hacía, hasta el día en que se hizo a la mar en un dragonero y no regresó nunca más.

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De niño, Sven siempre había sospechado que se lo había tragado aquel Leviatán.
Cuando por fin ingresó como cadete, se había reído de semejantes historias
infantiles. Había consultado el Archivum de la orden y había descubierto que la
fábula de Tor y el Leviatán era un relato realmente antiguo, que se remontaba a una
época anterior al Imperio, a los lejanas épocas de la Tierra primordial, perdidas en el
tiempo. Existía, en una u otra forma, en muchos mundos del Imperio como rastro
distante en la historia de una época anterior a la colonización de la galaxia por parte
de la humanidad. Entonces no pensó que jamás volvería a sentirse inquieto por esa
fábula.
En ese momento, dentro de las entrañas de aquella nave alienígena, descubrió que
el horror de esa historia antigua regresaba. Podía oír la ronca voz de su padre
hablando en la oscuridad de la casa comunal mientras los vendavales de invierno
aullaban en el exterior. Recordaba el escalofrío que se apoderaba de él cuando el
anciano se detenía en detalladas descripciones de las cosas nauseabundas encontradas
en el vientre del monstruo marino.
Recordaba también que miraba hacia el mar en las noches tempestuosas cuando
las olas impulsadas por el vendaval se estrellaban contra las negras rocas, e
imaginaba enormes monstruos, más grandes que su isla natal, acechando bajo la
superficie del mar. Era el recuerdo de su más tremendo miedo de niño, y en ese
momento había regresado para perseguirlo. Se sentía exactamente igual; a su
alrededor, percibía la presencia de un enorme monstruo que aguardaba.
En la oscuridad que lo rodeaba sentía presencias por todas partes. En lo alto creyó
oír un batir de alas, y cuando alzó la vista se sobresaltó al ver formas oscuras, como
un cardumen de mantas raya que aleteaban cerca del techo. Mientras observaba,
desaparecieron a través de los orificios de la pared de carne.
Por las venas-tubería que lo rodeaban gorgoteaban fluidos. Entonces sabía con
total seguridad que se encontraba dentro de algo vivo, y estaba convencido de que ese
algo vivo era consciente de su presencia de algún modo difuso e instintivo, que lo
sentía y no acogía bien su intrusión. Había una sensación de inteligencia maligna en
torno a aquella nave. Era una presencia contraria a la humanidad y cualquier otra
forma de vida.
Sven sentía un terror casi claustrofóbico. Los latidos de su corazón le resonaban
como en trueno en los oídos, y su respiración parecía más ruidosa que la de las
válvulas respiratorias de la nave. Inquieto, tocó con los dedos la empuñadura del
cuchillo monomolecular y recitó para sí las consoladoras palabras de la letanía
imperial. En aquel lugar y momento, las palabras sonaron huecas, vacuas. Miró a Njal
a los ojos, y también en ellos vio el miedo no expresado en palabras. Ninguno de
ellos había esperado que su primera misión fuese así.
—Muévanse, hermanos. —La voz de Hakon pareció llegar desde lejos, y Sven se

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obligó a internarse aún más en la oscuridad.
Desde el mismo momento en que puso los pies en aquella nave alienígena, Njal
supo que estaba condenado a morir. Más que ninguno de sus compañeros, era
consciente de lo extraña que resultaba la nave y del hecho de que estaba viva. Sabía
que en ese momento estaba aletargada, pero se requeriría la más mínima acción para
despertarla. Sólo era cuestión de tiempo, lo sentía en los huesos.
Desde que era niño, esa sensación de pavor invencible había resultado siempre
correcta. Njal jamás se había equivocado. Había observado cómo el barco del padre
de Sven, el Waverider, se hacía a la mar aquella fatal mañana, y supo que no
regresaría jamás. Había deseado advertirles, pero sabía que era inútil. Todos los
hombres de a bordo estaban marcados por la muerte y era algo inevitable, y eso fue lo
que sucedió.
Había observado la partida de cazadores encabezada por Ketil Strongar antes que
desaparecieran en las montañas que dominaban Orm’s Fjord. El hedor de la muerte
los acompañaba. Había deseado advertirles para que no se marcharan, pero sabía, sin
ser capaz de explicar por qué, que nunca regresarían. Dos días después llegó la
noticia de que Ketil y sus hermanos habían muerto a causa de una avalancha.
La noche en que había muerto su madre, Njal había percibido la presencia de la
muerte que calaba como un halcón negro como la medianoche y se llevaba a la
anciana. El chamán cazador de ballenas le había asegurado al padre que la fiebre
había sido vencida. Njal sabía que no y en la fría mañana cargada de niebla se
demostró que tenía razón. No lloró cuando llamaron a los portaféretros. Ya se había
despedido mucho antes, en la oscuridad.
Le preocupaba su incapacidad para hablar, le preocupaba lo que le había sellado
los labios. Había sido incapaz de expresar sus presagios incluso a sus tutores de la
ciudadela de los lobos espaciales. En los años posteriores le preocupó que fuese a
causa de su orgullo. Su don lo había diferenciado de los demás y, si les hubiese
advertido, habría demostrado que no era verdad. Tal vez el futuro estaba fijado y no
había nada que un hombre pudiese hacer al respecto; o quizás él deseaba tener razón,
necesitaba el secreto conocimiento, casi orgulloso, de su propia calidad única. Sonrió
con frialdad para sí. Muchas y sutiles eran las trampas de los demonios.
Era un sensitivo; los bibliotecarios de los lobos espaciales lo habían confirmado
en la Fortaleza entre los Glaciares. Dijeron que en su momento aquel talento
maduraría, y que entonces le enseñarían a canalizarlo. Todo cuanto tenía que hacer
era guardarse de pensamientos impuros. Pero su tiempo se había acabado, y él lo
sabía. No quería morir tan pronto, y todo el entrenamiento recibido no podía alterar
ese hecho. Estaba más asustado que nunca en su vida.
Escandalizado por su propia blasfemia, maldijo a los viejos bibliotecarios. ¿Qué
podían saber aquellos viejos estúpidos que gobernaban Fenris como dioses desde su

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ciudadela rodeada de nubes acerca de cómo se sentía él? Un solo joven sensitivo
aislado entre personas que podrían quemarlo por creerlo un monstruo engendro de
demonios. Desde los tiempos de las guerras antiguas, el Pueblo del Mar había
desconfiado de cualquier cosa que oliese a preternatural. Njal se sintió invadido por
el enojo y el resentimiento.
Se sentía más solo que nunca rodeado por sus compañeros cadetes; todos se reían
de él, excepto Sven. Le recordaban a los muchachos de más edad de su antigua aldea
de Ormscrag, que se burlaron de él hasta el día en que creció lo bastante como para
darles una buena zurra. Allí, caminando por las tinieblas alienígenas, Njal sintió que
regresaba su resentimiento de toda la vida contra los otros, los mortales inferiores, los
que carecían de dones.
La intensidad de aquel sentimiento lo sorprendió. ¿Por qué estaba tan lleno de
amargura hacia los camaradas con los que había pasado por el entrenamiento básico?
¿Por qué odiaba a los paternalistas tutores de la orden que no le habían hecho nada
más que bien? ¿Sería acaso porque habían circunscrito sus alternativas y lo habían
forzado a seguir la oscura senda que lo había conducido a ese terrible lugar de
muerte?
Njal intentó calmarse. «Todas las sendas acaban por conducir antes o después a la
muerte —se dijo—. Lo que importa es la manera como recorres la senda». De alguna
forma, en ese momento, el noble sentimiento del viejo refrán del Capítulo parecía
barato y ordinario.
Por un breve instante, consideró que el pensamiento podría no ser suyo, que
podría estar siendo proyectado en su mente por alguna fuente externa. Luego, con
rapidez anormal, rechazó la idea y decidió que sencillamente eran sus sentimientos de
toda la vida que emergían ante la muerte. Se sentía inquieto por lo extraño del
entorno y por sus propios presagios.
A su alrededor, todas las cosas que dormían comenzaron a moverse hacia la
vigilia.
Sven miró al fondo del largo corredor. Parecía que la composición de las paredes
había cambiado al internarse más los exploradores en las entrañas de la nave. Eran
más lisas, suaves, y producían una mayor impresión de vida. Parecían más oscuras y
vivas. Aquí y allá, las venas-tuberías se desvanecieron bajo la carne de las paredes y
sólo dejaron bultos suaves.
—Da la impresión de que se vuelve más activa cuanto más nos internamos —dijo
por el comunicador—. La paredes parecen congestionadas de sangre.
—Creo que la bestia despierta —comentó Njal.
Sven le clavó una mirada fría. Lo último que quería que le recordaran era que se
encontraban dentro de una enorme criatura viviente.
—Espero que Hauptman esté tomando buenas imágenes de esto —dijo Gunnar

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con tono alegre—. Si van a tragarme vivo, quiero que sea por una buena causa.
—Ya basta —ordenó Hakon.
Su voz era tensa. Resultaba obvio que había detectado una subcorriente de miedo
en la nerviosa charla de los exploradores, y había decidido ponerle punto final. Los
cadetes guardaron silencio durante un rato. El corredor acababa en una enorme
válvula esfínter carnosa.
—Parece la escotilla de un compartimento estanco —dijo Sven mientras la
observaba. La entrada ondulaba, húmeda, y el explorador observaba con desconfianza
los pliegues de carne que rodeaban la válvula.
—Yo la abriré —decidió Egil.
Hizo un disparo con la pistola bólter. Los minimisiles se hundieron en la blanda
masa de carne. La puerta-válvula sufrió un espasmo como de dolor, y el suelo se
sacudió bajo sus pies cuando los músculos se unieron a los espasmos. Los
exploradores cayeron cuan largos eran, incapaces de tenerse en pie sobre el piso en
movimiento. La cabeza de Sven golpeó contra algo duro, y su visión se llenó de
estrellitas durante un momento.
—¿Están todos bien? —preguntó Hakon cuando el piso volvió a quedarse quieto.
Todos asintieron con la cabeza o murmuraron, y Hakon le lanzó una mirada feroz a
Egil—. No vuelva a hacer eso nunca más. ¡No vuelva siquiera a pensar en hacer algo
así nunca más, a menos que yo se lo ordene de manera específica! —Una amenaza
fría colmaba la voz del sargento. Egil apartó la mirada y se encogió de hombros.
Sven inspeccionó la puerta. Le habían sido arrancados grandes trozos de carne,
pero continuaba cerrándoles el paso. Otro disparo acabaría por romper el músculo
desgarrado, aunque no sabía si debían arriesgarse a provocar otro pequeño terremoto.
Se detuvo a pensar. Cuanto más avanzaban, más se parecía la nave alienígena a
dos cosas: a un gigantesco cuerpo vivo y a la obra de alguna tecnología alienígena.
Resultaba obvio que había alguna planificación en el trazado. Podía ser que esa
planificación resultase incomprensible para la mente humana, pero estaba allí. Las
válvulas-esfínter eran obviamente cierres herméticos de alguna clase, y se
encontraban demasiado internadas en la nave estelar como para abrirse hacia el vacío.
Tal vez eran una medida de seguridad, como los mamparos del Spiritus Sancti,
diseñados para aislar un área en caso de descompresión. O quizá se trataba de
sistemas de seguridad que impedían el acceso a determinadas áreas.
En cualquiera de los dos casos, debía existir algún medio para abrirlas. De
repente, Sven se dio cuenta de que estaba pensando desde una perspectiva puramente
humana. No tenía que ser necesariamente cierto. Tal vez las puertas percibían la
presencia del personal autorizado y se abrían de modo automático, o quizá
reaccionaban ante registros olorosos que los exploradores no podían duplicar. Si
cualquiera de esas dos teorías era cierta, cabía la posibilidad de que la acción de Egil

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hubiese sido la única que les habría permitido continuar adelante.
Sven reparó en un pequeño nódulo carnoso cercano a la válvula y, movido por un
impulso, tendió una mano y lo acarició. La puerta desgarrada en parte se abrió con un
suave suspiro casi animal. Sven se miró los dedos del guantelete y vio que estaban
cubiertos por una sustancia rosada viscosa, que tenía aroma a almizcle. Se limpió los
dedos contra el peto, al mismo tiempo que ponía buen cuidado de no tocar el águila
imperial de dos cabezas que lucía sobre el mismo.
El sargento Hakon le dedicó un asentimiento aprobatorio, y luego les hizo un
gesto a todos los demás para que continuaran adelante mientras Sven entraba en la
carnosa oscuridad.
Egil clavaba ansiosos ojos en las sombras, con el corazón ardiendo de sed asesina.
Experimentaba la misma cálida emoción que había sentido la noche anterior a su
primera gran batalla. Lo colmaba la expectación. Allí podía percibir el peligro, la
amenaza de lo desconocido. Lo saboreaba, confiado en su capacidad para vencer a
cualquier cosa que le saliera al paso.
Miró con desprecio a Sven y Njal, y sonrió para sí. «Que tengan miedo esos
cobardes sin agallas», pensó. Eran indignos de ser verdaderos marines espaciales, y
en esta prueba los descalificarían por insuficientes. Un lobo espacial nato no conocía
el miedo. Sólo vivía para matar a los enemigos del Emperador y morir como un
guerrero con el fin de sentarse a la derecha de su Dios en el Salón de los Héroes
Eternos.
Al ver la expresión preocupada del rostro de Sven, tuvo ganas de reír. El cachorro
estaba asustado; ¡la perspectiva de la muerte lo inquietaba! Egil sabía en su corazón
que la muerte era la verdad de un guerrero, y su compañera constante; así lo había
hecho desde que le desgarró la garganta con los dientes a un guerrero de Ormscrag,
durante su primera incursión nocturna. La muerte no era algo para inspirar miedo,
sino más bien la auténtica medida de un hombre: cuánta muerte podía infligir y cómo
se enfrentaba con la suya propia.
No esperaba nada mejor de Njal o Sven. Siempre lo había asombrado que los
lobos espaciales reclutaran entre los isleños. Era gente insignificante, apenas dignos
de ser llamados guerreros. Permanecían acobardados en sus islas y sólo navegaban
junto a la línea costera de sus diminutos dominios. Su propio pueblo era mucho más
afín a los Dioses del Glaciar.
Los jinetes de tormenta llevaban sus barcos hasta los cuatro rincones del mundo,
navegaban hasta donde querían y seguían a los rebaños de leviatanes que surcaban los
océanos. «Sí, son mucho más dignos». Hacía falta ser un hombre para mirar
fijamente a los ojos de un Leviatán y a pesar de ello lanzar el arpón con puntería
certera. Había que ser un hombre para navegar por el mar abierto donde la única
compañía era el tiburón mamut, el Leviatán y el más poderoso de todos, el kraken.

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Casi sentía lástima por los isleños. ¿Cómo podían comprender las grandes verdades
de su pueblo?
Miró el enorme corredor con sus arcos de costillas blancas óseas visibles a través
del muy tenso techo de carne color putrefacto. Miró las excrecencias cancerosas que
maculaban el suelo y las paredes, las extrañas vainas de membrana translúcida que se
expandían y contraían como el globo de un niño. Miró los charcos de fluido
maloliente, parecido a bilis, que cubrían el piso. Se enjugó las gotas de sudor de la
cara y volvió a llenarse los pulmones de ácido aire de olor acre.
Egil sabía que para un verdadero guerrero carecía de importancia si moría allí,
entre excrecencias alienígenas, o en el mar, donde los vientos tempestuosos le
revolvían el cabello y el rocío de agua salada le azotaba el rostro. Al igual que los
otros, percibía la presencia de un enemigo oculto, pero, a diferencia de ellos, estaba
ansioso por enfrentarse con él, por sentir la fría sobrecarga del frenesí de la batalla y
la dulce satisfacción de su sed de matar.
Sabía que era un asesino, lo sabía desde que mató a su primer cachorro de
Leviatán. Egil había disfrutado del sonido que había hecho el arpón al clavarse en la
carne. El aroma de la sangre tibia había sido como perfume para su olfato. Sí, era un
asesino y se sentía orgulloso de serlo. Para él carecía de importancia si su presa era
un animal sin mente, otro hombre o una monstruosidad alienígena. Recibía de muy
buen grado la oportunidad de librar combate. Sabía que se enfrentaría como un
auténtico guerrero con cualquier cosa que surgiese y, si era necesario, moriría como
un verdadero hombre.
Sopesó su cuchillo al mismo tiempo que admiraba su buen equilibrio, y tocó la
runa que activaba el elemento monofilamentoso. Egil sabía que podría cortar las
uniones entre los mismísimos átomos, si él quisiera que lo hiciese. En lo más
recóndito del corazón, deseaba tener una oportunidad para usarlo. Pensaba que la
verdadera valía de un hombre se medía en el combate cuerpo a cuerpo, cuando la
acción era cercana y mortal. Cualquier estúpido podía matar desde lejos con una
pistola bólter. A Egil le gustaba mirar a los ojos del enemigo cuando lo mataba; le
gustaba observar cómo los abandonaba la luz.
Egil miraba con ferocidad hacia la cálida oscuridad, para desafiar a los enemigos
a que se hiciesen visibles. A lo lejos, sintió que algo respondía al reto.
Sven vio la extraña sonrisa burlona que aparecía en el joven rostro de Egil, y se
estremeció, preguntándose qué sucedía. Todos sus compañeros parecían comportarse
de una manera un poco rara. Se preguntaba si sólo sería debido a lo extraño de aquel
lugar, en combinación con la sensación de peligro, que sacaba al exterior facetas
ocultas de la personalidad de cada uno, o si había alguna fuerza extraña operando en
ellos.
Podía comprenderlo en el caso de que se debiese a la inquietante naturaleza del

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lugar. Cuanto más se internaban, más siniestro se volvía. El aire parecía cargado de
hedores acres. Largas columnas de carne brillante se alzaban del suelo al techo.
Sustancias viscosas goteaban del techo y formaban charcos fosforescentes en las
depresiones del piso. El sonido de las lentas gotas llevaba el ritmo de los latidos del
corazón y se mezclaba con los gorgoteos de las venas-tubería y el trabajoso jadeo de
las válvulas de aire.
De vez en cuando, por el rabillo del ojo, Sven percibía cosas pequeñas que
correteaban con la velocidad de una araña entre zonas de sombra. Cuanto más
avanzaban los marines espaciales, más evidente se hacía que habían perturbado algo.
Daba la impresión de que todo aquel lugar estaba despertando de un largo período de
hibernación.
Hakon les hizo un gesto para que se detuvieran, y todos se quedaron petrificados
en el sitio. El sargento avanzó con cautela hacia una zona oscura. Sven sacó la pistola
bólter para cubrirlo, y tomó puntería con la mira. Cuando el sargento atravesaba la
cruz de la mira, a Sven se le ocurrió lo fácil que sería matarlo. ¡Una vida era tan fácil
de eliminar! Lo único que tendría que hacer sería apretar el gatillo…
Sven sacudió la cabeza y se preguntó de dónde habría salido aquel pensamiento.
¿Era algo externo que había intentado influir en él, o se trataba de un defecto de su
propia personalidad, largamente oculto, que había salido a la luz? Apartó el
pensamiento a un lado y se concentró en su deber de cubrir a Hakon.
El sargento se encontraba de pie ante algo que yacía en el piso, y lo miraba. Le
dio una patada con la bota, y una calavera salió rodando a la luz. Sven reconoció la
frente inclinada y los colmillos sobresalientes por las clases de anatomía comparada.
—Un orko —dijo.
Egil profirió una carcajada seca, que pareció áspera y frívola en aquel lugar
alienígena.
—Este sitio no pertenece a los orkos —contestó el lobo espacial con tono de
burla.
—No…, pero tal vez ellos estuvieron aquí antes que nosotros —respondió Hakon
con expresión grave al considerar las posibilidades de una nueva amenaza procedente
de aquel hecho inesperado.
—Hace mucho tiempo que murió —señaló Njal—. Tal vez no haya más por los
alrededores.
Sven se inclinó para examinar el cráneo, y reparó en la columna de vértebras
quebradas que colgaban del cuello.
—En ese caso, la pregunta es: ¿qué lo mató? —Los exploradores intercambiaron
miradas de preocupación.
—Tal vez deberíamos regresar a la nave —sugirió Njal—. Es seguro que ya
hemos visto suficiente.

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—No —respondió Hakon con firmeza—. Debemos realizar una exploración
completa.
—Hemos llegado demasiado lejos para retroceder —añadió Egil con ferocidad.
—Sin duda, usted no está asustado, hermanito —comentó Gunnar, con un rastro
de miedo en su propia voz.
—Ya basta —intervino Hakon, y continuó guiándolos corredor abajo. Su paso era
decidido, y Sven sabía que el sargento iba a ver aquella cosa hasta su amargo final,
cualquiera que éste fuese.
El chiste se congeló en los labios de Gunnar al mirar corredor abajo. Cuando era
niño, había visto el cuerpo de un Leviatán arrojado a la playa por el mar. Los siervos
de su padre habían rodeado al enorme mamífero y abierto en canal a la criatura para
sacar grandes tiras de grasa de su costillar. El hedor de los grandes calderos donde la
derretían, se mezclaba con el hedor a corrupción de las entrañas del animal, y se
alzaba desde la playa para asaltar su olfato incluso sobre el acantilado donde se
encontraba.
Había mirado el interior del vientre de aquella bestia y había visto, desnudos y al
descubierto, los pulposos recovecos de sus entrañas. Un siervo se había metido dentro
y se abría paso con un cuchillo entre las enormes cuerdas de intestinos. Sus manos,
rostro y barba estaban embadurnados de sangre y porquería.
Al mirar hacia abajo desde el saliente carnoso parecido a una fauce, aquel
momento regresó a su memoria con fuerza inusitada. Se sintió a la vez como cuando
era niño y como el viejo pescador que se abría paso entre las repugnantes entrañas. El
pleno horror de la situación en que se encontraban entró en su mente con una
embestida. Estaban en el vientre de la bestia. Habían sido tragados como el antiguo
navegante, Tor, y en su caso no habría ningún exterminador que los rescatase.
Frotó la viscosidad que entonces recubría su armadura, y reprimió las ganas de
vomitar. No por primera vez, deseó estar de vuelta en el hogar, en la casa comunal de
su padre, a salvo bajo su protección y señorío sobre los aldeanos.
Sabía que eso era imposible, que no había vuelta atrás. Su padre lo había exiliado
por matar al joven Strybjorn Grimson en aquella pelea. No importaba que la muerte
hubiese sido un accidente. Realmente no había querido arrojar al muchacho desde el
acantilado; sólo había deseado asustarlo. Tampoco importaba que su padre
únicamente lo hubiese enviado al oeste allende el mar para evitar la venganza a
manos de los parientes de Strybjorn, que rechazaron la indemnización por su muerte.
Gunnar aún sentía amargura por aquello, aunque ocultaba ese sentimiento del mismo
modo que ocultaba la intranquilidad, detrás de una sonrisa y un chiste sarcástico.
Dejó que la respiración saliera silbando entre los dientes; al menos, la evocación
lo había distraído de la difícil situación en que se encontraban, atrapados dentro de
aquel monstruo alienígena. Vio que Njal lo miraba y reprimió una pulla. ¡Le resultaba

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tan fácil a él, hijo de un jarl de las tierras altas, mostrarse paternalista con Sven y
Njal, que habían nacido pescadores! Se sentía culpable por ello, dado que eran
hermanos de batalla, todos iguales a los ojos del Emperador. Si los lobos espaciales
no lo hubiesen elegido a él después del gran torneo de armas de Skaggafjord, no
habría sido más que un hombre sin tierras, aún menos que un siervo. Se prometió que
en el futuro haría todo lo posible por contener su sentimiento de superioridad, si el
Emperador quería protegerlo en aquella ocasión.
Y entonces estaba intentando negociar con su Señor y Emperador, un acto
degradante tanto para la deidad como para un noble de Fenris. Intentó aclararse la
mente y rezar la más devota plegaria de expiación, pero al hacerlo lo único que surgió
en su mente fue la imagen de la bestia muerta tendida en la playa, con el anciano
manchado de sangre que se internaba entre sus repulsivas entrañas.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Sven con un apresurado susurro de pánico, al
mismo tiempo que alzaba la pistola bólter a la altura de los ojos y la preparaba para
disparar.
—¿Qué ha sido qué? —inquirió Hakon. El aspecto del sargento era cansado y
macilento, como si todo el peso del mando se hubiese descargado repentinamente
sobre él. Tenía la expresión abstraída de un hombre que se enfrentaba a un problema
insoluble.
—Creí haber oído algo. —El sargento se detuvo durante un momento y luego
sacudió la cabeza.
—Sven tiene razón. Ha oído algo —intervino Njal—. Yo oí… ¡Ahí está otra vez!
Todos se esforzaron para escuchar. Era como si a lo lejos se hubiese puesto en
marcha una gran bomba. El sonido se transmitía a larga distancia y parecía resonar en
los arcos como costillas del corredor, procedente de muy lejos. Era como el lento,
medido batir de un tambor gigante, y Sven se estremeció y, de pronto, sintió mucho
frío dentro de su ancestral armadura.
Los exploradores permanecían inmóviles. Las válvulas respiratorias se movían al
ritmo del tamborileo, y el gorgoteo de líquido dentro de las tuberías aumentó hasta
ser un torrente. Una cascada de fluido viscoso caía con lentitud desde unos salientes
situados más adelante por el corredor, y de los hediondos charcos que formaba se
alzaba vapor. Dentro de la carne de las paredes, parecían contorsionarse formas que a
Sven le recordaron el movimiento de los gusanos en el interior de la carne podrida.
—Está despertando —dijo Njal con voz queda y temblorosa—. Deberíamos
volver.
—¿Eres un marine o una niña de piel suave? —se burló Egil—. ¿Por qué debería
asustarnos un poco de ruido?
Sven giró sobre sí para enfrentarse con el berseker.
—¿Acaso no ves los cambios que están produciéndose? ¿Quién sabe lo que va a

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suceder a continuación?
—¿Por qué está sucediendo esto? —preguntó Hakon—. ¿Es porque nosotros
estamos aquí?
Sven pensó la respuesta.
—Sí, creo que sí. Es probable que esté reaccionando ante nuestra presencia. La
nave parece estar viva. Ha estado despertando desde que subimos a bordo. Piense en
los cambios que hemos observado a medida que nos adentrábamos en sus
profundidades. Las paredes exteriores eran duras como la roca, y éstas parecen ser de
carne viva. Tal vez deberíamos volver atrás y esperar refuerzos.
—No —dijo Hakon—. Exploremos un poco más. Tenemos que encontrar algo de
verdadero interés.
Tomó la delantera y avanzó saltando con ligereza por encima de los charcos de
bilis. Procedente de la distancia, Sven creyó oír un sonido más parecido a correteos, o
al cerrarse de unas pinzas gigantescas, un sonido que le trajo a la mente la incómoda
imagen de escorpiones. Al mirar a su alrededor, supo que los demás también lo
habían oído. El sonido desapareció, ahogado por el lento golpeteo de aquel
monstruoso latido cardíaco.
Sven trazó el signo del águila sobre su pecho e intentó con todas sus fuerzas no
pensar en el pescador Tor y en su permanencia dentro de las entrañas de Leviatán.
Njal podía percibir la mente de la Bestia. Era una lenta presión constante en su
cabeza, tan perceptible como el latido cardíaco de la nave o la respiración de fuelle de
los sistemas de soporte vital. Sentía que su opresivo peso lo aplastaba y aumentaba la
sensación de claustrofobia que le provocaban los largos corredores intestinales con su
horrible piso amarillo y diminutos nodulos digestivos, cuyo ácido dejaba marcas en
sus botas acorazadas. Percibía el ancestral poder del ser y su absoluta e
incomprensible calidad alienígena.
Se hallaba atrapado en las corrientes cruzadas de sus pensamientos y dentro de las
circunvoluciones de su cuerpo. A veces, apetencias y anhelos extraños pasaban por la
mente de Njal, y se sentía impelido por deseos y sedes que le eran ajenos: destellos de
grotescos recuerdos inhumanos, escenas vistas a través de una miríada de receptores
infrarrojos, sonidos captados por antenas de radio orgánicas, la incomunicable visión-
olfato del análisis de las feromonas.
La náusea se había apoderado de él. Había momentos en los que se sentía
humano, largos minutos en los que dudaba de su propia cordura. Luego, las
exposiciones de microsegundos a las impresiones alienígenas lo conmocionaban
hasta la médula.
Lo más extraño era que los pensamientos parecían proceder de todo el entorno.
No daba la impresión de que hubiese ninguna fuente fija de conciencia, ningún faro
psíquico que radiara a través de la noche eterna, de la forma en que se decía que era

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visible la voluntad del Emperador como un destello del Astronomicon.
No; lo que captaba procedía de todas direcciones, de miríadas de puntos de
conciencia. Era como el parloteo de muchas personas a través del sistema de
comunicación. Y, sin embargo, existía una pauta, una estructura organizadora. Podía
percibirla, pero no comprenderla del todo. Los pensamientos parecían pertenecer
simultáneamente a una mente y a muchas, como si lo rodearan millares de nodulos
telepáticos de conciencia que conformasen una sola mente gigantesca.
Captó una visión de lo que súbitamente supo que era él mismo visto a través de
un diminuto globo ocular situado en lo alto del techo del corredor. Se escabullía a lo
largo del saliente y se miraba desde lo alto. Al mismo tiempo, era consciente de que
miraba hacia arriba para ver las cosas que se escabullían en las sombras. Abrió la
boca para gritar una advertencia, y se vio a sí mismo con los ojos alzados hacia la
oscuridad alienígena, petrificado de terror…
Varias cosas sucedieron de manera casi simultánea. La entidad que había estado
inundando su mente se dio cuenta de pronto de que la estaban espiando, y cesó todo
contacto. Volvió a ser él mismo. La advertencia abandonó sus labios y salió como un
largo chillido incoherente de palabras alienígenas.
Y las cosas que se movían furtivamente por las paredes saltaron al ataque.
Cuando Njal gritó, Sven reaccionó de inmediato arrojándose al suelo; rodó por el
piso esponjoso al mismo tiempo que sondeaba los alrededores con rápidos
movimientos de la cabeza. Captó un atisbo de los negros objetos segmentados que
descendían del techo, y cuya caída parecía extrañamente lenta en la baja gravedad.
Quedó tendido de espaldas, aferró la pistola bólter con ambas manos y disparó
contra la cosa que se lanzaba sobre él. Le recordó a un cruce entre un escorpión y una
termita gigante. Tenía un cuerpo acorazado y segmentado, y grandes pinzas, con ocho
ojos malignos que relumbraban en la oscuridad. De las mandíbulas que chasqueaban,
goteaba veneno.
La pistola rugió y se sacudió en su mano, y el monstruo explotó ante él cuando el
minimisil chocó con su cuerpo. Una luz de color amarillo fosforescente iluminó su
cadáver cuando los trozos de carne fueron lanzados en todas direcciones por el
estallido. Sintió humedad en la parte trasera del cuello. Al principio pensó que era la
sangre de su objetivo, pero luego se dio cuenta de que era fluido que bombeaban unos
diminutos capilares del piso carnoso que se habían roto. Se puso de pie y buscó un
nuevo objetivo.
El sargento permanecía quieto como una estatua, y todo su cuerpo parpadeaba
con la luz de la pistola al dispararla. Con cada disparo, un monstruo alienígena era
destruido.
—Disparen a discreción —gritó Hakon—. Escojan con cuidado los objetivos. No
dejen que se acerquen demasiado.

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Sven vio una cosa que se movía por el piso, como una gran manta raya, y cuyo
cuerpo ondulaba con cada protuberancia o depresión de la alfombra de carne. Tenía la
mente paralizada de miedo, pero su organismo pareció reaccionar como un autómata
mecánico. Las largas horas de entrenamiento en las que repetía cada acción de
combate hasta que quedaban grabadas como un hábito en él rindieron sus beneficios.
Sin pensarlo, apretó el gatillo, y cuando su objetivo estalló en pedazos apuntó otra
vez y volvió a disparar, y apuntó y disparó. El aullido de las pistolas bólter llenó el
aire; sus compañeros hacían lo mismo.
Cerca de él, Egil se encontraba acuclillado sobre la viscosidad del suelo; una
mueca feroz en el rostro dejaba a la vista sus alargados incisivos. Las estelas de luz
de los minimisiles de su bólter destellaban hacia los objetivos, los bichos volaban
partidos por la mitad con el caparazón roto, y la carne quemada salía del interior. Egil
tenía el cuchillo preparado en la mano izquierda por si alguno lograba acercársele
demasiado; estaría a punto para hacerlo pedazos.
Gunnar rotaba el torso desde la cintura, y su pesado bólter giraba con él mientras
la mano apretaba furiosamente el mecanismo de disparo. Cortas ráfagas controladas
hendían la marea de bichos y los partían en dos.
Sólo Njal permanecía inmóvil con una expresión de horror en la cara. Mientras
Sven miraba, uno de los alienígenas alcanzó su rostro con una pinza extendida,
preparado para cortarle el cuello. Con rapidez y el corazón latiéndole a toda
velocidad, Sven cargó un minimisil y disparó. La pinza del bicho fue cercenada y la
sangre negra salpicó el rostro de Njal. El cadete sacudió el pálido semblante y se
movió como un hombre en trance. Sven sintió que un centenar de patitas le hacían
cosquillas en el cuello y un peso descendía sobre su espalda. Se volvió en redondo y
se encontró mirando a los diminutos ojos de uno de los monstruos.
Lleno de pánico y horror, lo empujó lejos de sí a la distancia de un brazo y le
propinó un golpe en la cabeza con el cañón de la pistola. Se oyó un espantoso crujido
al romperse el caparazón, y un líquido repulsivo lo roció y le escoció la piel.
El recuerdo de aquellas patitas sobre su piel, tan parecidas a las de un ciempiés, lo
hizo estremecer. Sacó el cuchillo, lo activó y, cuando la criatura se lanzaba hacia él y
se echaba atrás para usar las pinzas, le abrió un tajo de través en el pecho. Luego, con
un corte de revés, la abrió en canal. Las tibias entrañas salieron incontrolablemente al
exterior y lo empaparon.
Sven miró a su alrededor. Parecía que la ola de atacantes se había roto contra la
defensa de los marines espaciales. Todos los exploradores se mantenían en pie,
aparentemente ilesos.
—¿Algún herido? —preguntó el sargento Hakon, y todos sacudieron la cabeza.
Con inquietud, Sven reparó en la fija sonrisa voraz del rostro de Egil… y en el horror
que hacía palidecer a Njal.

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—Muy bien. Ya hemos visto bastante. Es hora de regresar. —Agradecidos, los
exploradores manifestaron su acuerdo. Detrás de ellos se movieron cosas en la
oscuridad.
Egil avanzaba con grandes zancadas confiadas. ¡Esto era más como debía! Se
había acabado eso de moverse furtivamente por las tinieblas. Basta de esperar a que
cayera el martillo. Entonces tenía un enemigo al que hacer frente y, ¿qué más podía
pedir un verdadero lobo espacial? El único fallo era que se encaminaban en la
dirección incorrecta. Hakon debería estar conduciéndolos más hacia el interior de la
nave alienígena, en dirección al mal que la contaminaba.
Se detuvo en el cruce al advertir que unos objetos insólitos, casi redondos, se
desplazaban por las venas-tuberías del interior de la pared. Se parecían en todo a
huevos que hubiesen sido tragados por una serpiente. Cualquiera que fuese la nueva
amenaza que representaban, Egil la agradecía. Había llegado la oportunidad de
demostrar su valentía, de dejar claro que era digno de los lobos espaciales.
La furia del berseker ardía en su interior, como un carbón al rojo listo para alzarse
en brillante llama. Aferró con tal fuerza el cuchillo que palpaba las runas incrustadas
en él incluso a través del grueso material del guantelete. Anhelaba clavarlo en el
pecho de un enemigo, ya que matar a los bichos no había hecho más que agudizar su
deseo de derramar sangre. Entonces quería un enemigo más digno para que su
cuchillo lo probara.
A la derecha, más abajo del corredor de pálidas paredes carnosas, Egil percibió un
sonido. Parecía el debatirse de algo que estaba atrapado. Avanzó para investigar, con
el deseo de tener prácticamente encima a un nuevo enemigo. Al pasar, cortó las
diminutas arterias que recorrían la pared y se echó a reír cuando el fluido negro
descendió por el canal central del cuchillo. Lo colmaba la emoción. En ese momento,
estaba vivo de verdad, de pie sobre el filo de la navaja que separaba la vida de la
muerte. Aquél era el sitio adecuado para un auténtico guerrero.
—¿Egil, adonde vas? ¡No estás siguiendo el sendero de los faros! —El tono de
Hakon era de preocupación, y se notaba a pesar de la distorsión del comunicador.
—Aquí abajo hay algo que se mueve. Voy a asegurar el flanco.
—Mantén la posición. Enviaremos a alguien para que te cubra.
Egil sonrió…, y le dio un golpe a la gargantilla del comunicador con la palma del
guantelete.
—Repita. No puedo oírlo. Parece que hay algún tipo de distorsión de
comunicaciones.
Hizo caso omiso de las órdenes del sargento, al igual que prescindió de la enorme
puerta-esfínter que se cerraba tras él. Se encontraba dentro de una gran cámara, cuyo
techo era tan alto como el de la gran catedral de la fortaleza entre los glaciares. Le
daban soporte inmensos arcos como costillas que se unían en lo alto, donde el hueso

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de cada costilla emergía de la carne rosada. Grandes venas-tubería corrían alrededor,
entrecruzadas en enormes trenzas. En el otro extremo de la cámara había una enorme
masa de carne que parecía un riñón gigantesco suspendido por docenas de tuberías
como venas que palpitaban, cada una más gruesa que una pierna de Egil.
Grandes vejigas —dos veces más grandes que un hombre— cubrían las paredes, y
la piel que las rodeaba era casi translúcida, como la piel de muda de una serpiente.
Dentro de cada una, una enorme figura parecía luchar y debatirse. Se oyó un sonido
de desgarro, y lo que estaba dentro comenzó a romper las ataduras.
Mientras Egil observaba con ojos como platos, una de las enormes vejigas se
partió y algo salió de dentro como si fuese un pollito que saliera del huevo. Se
desenroscó y se alzó con equilibrio inseguro en toda su altura; al proferir un grito
triunfante, lanzó por el aire el moco que tenía en la garganta.
Casi se parecía a un dinosaurio, uno de los primitivos dragones marinos que
habitaban en los mares más cálidos en torno al ecuador de Fenris. Tenía una cabeza
grande y abultada por la parte posterior, y un cornudo caparazón protegía una caja
craneana pesada. Parecía tener las costillas por fuera, como el exoesqueleto de los
insectos, y los órganos internos resultaban claramente visibles. Egil podía ver cómo
los pulmones se hinchaban cuando respiraba, y el corazón latía debajo de éstos.
Tenía cuatro brazos musculosos. Dos estaban rematados por largas garras; el otro
par aferraba un arma larga que parecía un rifle extraño. Las largas patas acababan en
cascos y lo alzaban hasta el doble de la estatura de Egil. Un largo aguijón permanecía
enroscado entre las patas. La forma del cuerpo de la criatura le recordó a la nave; era
toda curvas y entrañas visibles. Se acordó de las fotografías que había visto de
genestealers; pero por el recuerdo que guardaba de aquellas imágenes del Archivum,
la reconoció como algo aún peor.
—Un tiránido —jadeó, apenas atreviéndose a pronunciar la palabra—. Estamos
en una nave tiránida.
Mientras decía las palabras por el comunicador, el ser lo apuntó con el rifle
alienígena. Por todas partes se oyó el sonido de otras vejigas que se rasgaban.
Las palabras de Egil le provocaron a Sven un escalofrío paralizador. Recordaba
haber estudiado a aquellos alienígenas en los archivos de la orden. Los lobos
espaciales habían entrado tarde en la campaña contra la Flota Enjambre Behemoth, y
los informes de acción habían sido escasos.
Una compañía de tropas de asalto había participado en la acción de tierra en Calth
IV, y se habían enfrentado con los gigantescos monstruos y sus legiones de
bioasesinos. Después de eso, los tiránidos se habían descompuesto con rapidez al ser
devorados sus cuerpos por microorganismos mortuorios, lo que había impedido el
análisis forense.
La mayor parte de lo que contenían los archivos era poco más que

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especulaciones. La teoría consistía en que los tiránidos eran una raza extragaláctica
inconmensurablemente antigua; viajaban de uno a otro sistema a través de una red de
portales de disformidad. Buscaban nuevas razas que conquistar y consumir,
separando sus genorrunas para crear sus horrores de bioingeniería.
Los tiránidos usaban la biotecnología para todos los propósitos concebibles.
Tenían carros vivientes movidos por músculos que los llevaban al combate. Sus
fusiles parecían consistir en agrupaciones de organismos simbióticos, que disparaban
balas orgánicas de caparazón duro o ácidos. Sus naves estelares eran enormes
criaturas vivientes, auténticos leviatanes que surcaban el espacio nadando en
desconocidas corrientes de disformidad.
Tenían una poderosa sociedad organizada, que funcionaba según principios
incomprensibles o indescifrables para los eruditos Imperiales. La Flota Enjambre
Behemoth había sido totalmente enemiga de la humanidad, y devastó todo un sector a
su paso por la galaxia. Había destrozado mundos. Las legiones de sus criaturas habían
caído sobre planetas debilitados por las plagas para llevar a la totalidad de su
población a las fauces de las naves madres; desde ese momento, nadie había vuelto a
verlas. Habían lanzado asteroides en algunos mundos, y puesto a muchos otros de
rodillas con mortales contaminaciones biológicas.
Algunos de los pueblos más supersticiosos le habían vuelto la espalda al Culto del
Emperador y se habían humillado ante la imagen de Behemoth. En la época de
anarquía que la Flota Enjambre Behemoth trajo consigo, habían adquirido poder los
cultos del Caos que prometían la salvación ante una amenaza contra la cual el
Imperio parecía impotente. El comercio había quedado desbaratado; se habían
descubierto nidos de genestealers. Parecía a punto de dar comienzo una nueva Era
Siniestra.
Se había necesitado una movilización militar total del Imperio para detener a la
Flota Enjambre Behemoth. Más que los orkos, más que los eldar, los tiránidos
constituían la amenaza más peligrosa con que se había enfrentado la humanidad fuera
del Ojo del Terror. E incluso así, especulaba Sven, otra Behemoth podría equipararse
incluso a la amenaza del Caos. Se preguntó si aquella nave no sería tal vez un resto
de la Behemoth; una rezagada, que separada de la Flota Enjambre principal, había ido
a la deriva por el espacio, sin energía, durante siglos, hasta que la tripulación del
Spiritus Sancti la perturbó. Rogó al Emperador para que fuese así. La alternativa —
que fuese la avanzada de una nueva Flota Enjambre, una sucesora de la Behemoth—
era demasiado terrible para considerarla.
Al mismo tiempo que se lanzaba a un lado, Egil disparó contra el tiránido recién
salido del huevo. El bólter funcionó, pero el minimisil erró el blanco. El rifle que el
tiránido tenía entre las garras hizo un monstruoso sonido rasposo. Los sacos de su
base latieron, y por la boca salió un torrente de metralla y ácido humeante, a la vez

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que un hedor acre colmaba el aire. Algo le quemó una mejilla a Egil cuando éste se
apartó a un lado. Apretó los dientes al sentir el lacerante dolor, y rodó hasta situarse
tras uno de los nodulos de cartílago que sobresalían del piso.
La runa de advertencia de munición que había en la pistola destellaba en rojo.
Buscó en la bolsa del cinturón para coger otra carga, y mientras lo hacía, el monstruo
avanzó pesadamente hacia él. Podía oír el golpeteo de sus cascos y la respiración
lenta y trabajosa que se le acercaban cada vez más. Concentrado en sus esfuerzos,
hizo caso omiso de la charla de sus compañeros lobos espaciales a través del
comunicador.
Tenía los dedos cubiertos de moco de los capilares rotos del piso, y el cargador se
le resbaló y cayó. Lo cogió al vuelo antes de que llegara al piso e intentó encajarlo en
su sitio. La sombra del tiránido se proyectó sobre él, y percibió su cálida respiración
en el cuello. Frenético, giró para apuntarlo con el bólter, y alzó la mirada hacia los
ojos en blanco, carentes de pupilas. La cabeza de dinosaurio de aquella cosa parecía
sonreír mientras lo apuntaba con el arma. Egil miró el rostro de la muerte y le
devolvió la sonrisa.
Los exploradores corrieron por el pasillo hacia la última posición conocida de
Egil. A Sven le golpeaba el pulso en los oídos; más por el miedo que por el esfuerzo.
Saltó por encima de un charco de sustancia viscosa y vio la puerta esfínter ante sí. Le
inspiraba pavor pensar lo que había tras ella. Todas sus pesadillas de infancia
relacionadas con monstruos parecían estar transformándose en realidad. Tenía la
sensación de que si recibía una sola conmoción más probablemente se volvería
completamente loco.
—¡Hermano Egil, informe! ¡Informe, maldito sea! —bramaba el sargento Hakon
—. ¿Cuál es su situación? ¡Adelante!
Sven se esforzaba para oír cualquier respuesta, pero no llegaba ninguna. Los
marines espaciales se encontraban entonces junto a la puerta, y estaban preparados
para entrar.
—¡Njal, vigile el camino por el que hemos venido, por si algo llega detrás de
nosotros! ¡Gunnar, cúbranos! ¡Sven, nosotros vamos a entrar! Prepárese. ¡Cuando dé
la orden, abra la puerta! —Las órdenes de Hakon eran crispadas y claras, y Sven
asintió para demostrar que había entendido. Tragó una y otra vez; tenía la boca tan
seca que pensó que podría atragantarse en cualquier momento.
—¡Adelante! —gritó Hakon, y Sven acarició la protuberancia bulbosa que
abrirían la puerta.
La escena con que se encontraron era una visión del infierno. Docenas de
monstruos gigantescos estaban saliendo de unas vejigas que había en las paredes de la
vasta cámara carnosa; cada uno llevaba un arma de aspecto obsceno entre las garras
delanteras. Algunos acarreaban dos espadas de hueso, y otros sujetaban largos rifles

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alienígenas. Los tiránidos en sí no tenían aspecto de necesitar armas, ya que eran
enormes y sus zarpas parecían mortales.
Egil yacía tras un montículo de carne del piso. Su cara había sido horriblemente
quemada por el ácido, y habían quedado a la vista zonas abrasadas de hueso y
músculo. Cerca de él había un tiránido muerto cuya caja torácica estaba desgarrada y
abierta por el disparo explosivo de un minimisil. Egil los miró y les hizo un gesto con
el dedo pulgar hacia arriba.
—¡Por el espíritu de Russ! —jadeó Gunnar.
—Disparen a discreción —gritó Hakon.
Sven apuntó a una monstruosidad que acababa de salir del huevo y se encontraba
de pie, sacudiéndose el moco que recubría su brillante caparazón. Apuntó con
cuidado y le metió un minimisil en la cabeza; el ser se derrumbó como un árbol
talado. Sven oyó que Gunnar hacía funcionar el mecanismo de disparo de su arma
pesada, y detrás de él toda la vasta cámara quedó iluminada por el estallido de una
granada antiabominación que hizo danzar sombras en torno a los rebordes óseos. Dos
tiránidos se incendiaron y parecieron ejecutar una horrible danza de muerte en su
agonía final.
Gunnar hizo funcionar con rapidez el mecanismo lanzagranadas, y tendió una
alfombra de fuego entre los tiránidos y Egil.
—¡Vamos a cogerlo! —ordenó Hakon, y echó a correr para atravesar la cámara al
mismo tiempo que disparaba con la pistola bólter a su alrededor. Sven corrió tras él y,
cuando lo alcanzó, el sargento ya había puesto a Egil de pie y le prestaba apoyo. Egil
se lo quitó de encima.
—¡Déjeme solo! Cuando no pueda sostenerme sobre mis pies, será hora de
ponerme en la pira funeraria. —En los ojos del berseker había una mirada de
enajenado. Parecía medio enloquecido por el dolor y la sed de sangre. Se balanceó,
pero se mantuvo erguido—. Estoy bien. Hará falta algo más que un poco de ácido
para acabar conmigo.
A través de las agonizantes llamas de la cortina de fuego antiabominación, se
vislumbraba la poderosa silueta de un guerrero tiránido, con una bioespada sujeta en
cada garra. Las hojas de éstas estaban rodeadas por una luz verdosa enfermiza, que a
Sven le recordó una herida enconada. Alzó las espadas como si fuesen guadañas para
cortar a la presa escogida.
—¡Cuidado! —gritó Sven al mismo tiempo que saltaba hacia adelante y blandía
el cuchillo con la mano izquierda. La hoja abrió un profundo tajo en el cuerpo del
tiránido, atravesando hueso y piel. Sven sintió que la mano y el cuchillo se hundían
en la carne alienígena del tiránido, y percibió la suave presión mojada de las entrañas
sobre la mano. Al arrancar el cuchillo, se produjo un horrible sonido de succión.
—¡Retírense! —Sven tiró de Egil, y por un momento el hombre con el rostro

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quemado por el ácido se quedó de pie mirando la escena de la batalla. Sven pensó que
no iba a acompañarlo, pero luego Egil dio media vuelta y saltó hacia la puerta.
Se oyó un siseo cuando el esfínter se cerró tras ellos, y Egil profirió una carcajada
horrible, cuyo sonido parecía salir entre burbujeos a través de la mejilla destrozada.
—Les hemos enseñado quién manda aquí —graznó.
Sven guardó silencio mientras se preguntaba cuántas pesadillas más como aquélla
se criarían dentro de la nave.
Mientras se libraba la batalla, Njal luchaba contra una creciente sensación de
pánico. La sensación de la presencia alienígena había vuelto a su mente; era una
presión tan constante y minadora de la moral como el incesante pulso regular, como
un metrónomo del lejano corazón. Esa vez percibió que el alienígena era más sutil.
Intentaba minar su resolución, ya que lo veía como un eslabón débil de la escuadra. Y
él temía que tuviese razón.
Percibió la corriente de la poderosa mente alienígena a su alrededor. Cada
pensamiento emanaba de una sola criatura, un pequeño cerebro que albergaba un
componente de la mente colectiva.
Era inútil, lo sabía. ¿Para qué luchar contra ella? Sus premoniciones se harían
realidad, como sucedía siempre. ¿No sería más fácil entregarse, sencillamente? Al
menos eso acabaría con la espera y el miedo. ¿Por qué no se limitaba a dejar las
armas y acoger lo inevitable? Era inútil; él y sus hermanos jamás podrían escapar del
interior de la bestia. Era un mundo viviente y todo lo que había en él estaba aliado
contra ellos. Nada podía escapar de allí.
Incluso cuando Njal intentaba descartar esos pensamientos como procedentes de
una fuente externa y antagónica, otra idea se filtró en su confundido cerebro. Tal vez
la mente colectiva podría perdonarles la vida, acogerlos como raza esclava, dejarlos
vivir y adaptarlos para que pudiesen morar dentro del pecho de la Flota Enjambre.
Entonces, estaría a salvo, cómodo, y sería bien recibido.
¿Acaso no se había sentido solo durante toda la vida? ¿Separado de la gente que
lo rodeaba, incomprendido, aislado? Si se unía a la mente colectiva, ya no tendría que
volver a estar solo nunca más. Formaría parte de una gran totalidad; sería un
componente nuevo y esencial para enviarlo a negociar con los humanos. La Flota
Enjambre lo nutriría y protegería, lo acogería como un miembro propio. La época de
la humanidad había acabado, y un nuevo orden nacía en el Universo. Él podía formar
parte del mismo, si lo deseaba.
Al principio, Njal intentó descartar esos pensamientos como fantasías creadas por
su mente enloquecida por el miedo, pero cuando continuaron se dio cuenta de que no
eran un engaño. Estaba en contacto con la Mente Enjambre y la oferta era
perfectamente sincera.
Se sintió tentado. Era verdad que se sentía aislado y solo, y que se había sentido

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así durante toda su vida. No quería morir, aunque sabía que eso era una blasfemia
contraria a la fe. Un verdadero marine escogería la muerte antes que el deshonor o la
traición, y sin pensárselo. La Mente Enjambre no sólo le estaba ofreciendo una
oportunidad de vivir y formar parte de su comunidad, sino tal vez una forma de
inmortalidad en sí misma.
Por un momento, se permitió el lujo de sucumbir a la tentación…, y luego
retrocedió cuando estaba justo al borde.
Se dio cuenta de que quería permanecer separado, ser él mismo. La soledad que
conllevaba su don era como un don: hacía de él lo que era. Lo hacía único, y él quería
eso más que nada. Su sentido de unicidad lo hacía humano, hacía que se sintiese vivo.
Si se sumergía dentro de otra cosa, él, aquel ser único, dejaría de existir con tanta
seguridad como si hubiese muerto.
Más aún, ser un marine espacial también formaba parte de esa identidad. Ellos
habían hecho de él lo que era. Se sorprendió al descubrir que aceptaba su manera de
hacer las cosas. Había pasado demasiado tiempo con sus compañeros para
traicionarlos. Las penurias y peligros compartidos habían forjado entre ellos unos
lazos que, a veces, cuando él lo quería, le permitían ser él mismo al mismo tiempo
que formar parte de algo mucho más grandioso.
Por un segundo, sin embargo, vio un paralelo entre la Flota Enjambre y su
Capítulo. El Capítulo era, a su manera, un ser vivo. Su carne eran los hombres que
servían en él. Sus tradiciones y obligaciones las formaban los recuerdos de su mente
colectiva, y también exigía lealtad y sumisión del yo…, aunque era una sumisión de
orden diferente a la que quería el tiránido. Con la otra, podía vivir.
Como si percibiera el rechazo de Njal, éste sintió que la presencia de la Mente
Enjambre se retiraba. Se quedó a solas en un corredor ominosamente vacío, mientras
a sus espaldas resonaban los ruidos de la batalla.
Sven acabó de rociar la cara de Egil con una loción, e inspiró profundamente,
deleitado con el fresco olor a desinfectante de aquella sustancia, un alivio
momentáneo del nauseabundo hedor de aquel lugar. Esperaba que la carne sintética
antiséptica bastase para mantener vivo al berseker hasta que pudieran llevarlo al
Apotecarion.
Desde luego, Egil parecía pensar que sí, ya que se puso en pie de un salto y se
golpeó el amplio pecho con un puño.
—¡Listo! —dijo.
—Será suficiente —asintió Hakon tras examinar el trabajo con ojo crítico.
Sven miró a Njal. Estaba preocupado por su amigo, ya que, desde el comienzo de
la expedición, parecía cada vez más distraído. Sven esperaba que no se hubiese
derrumbado bajo la tensión del combate.
Gunnar acabó de repasar su arma e hizo que funcionara el mecanismo cargador,

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que emitió un sonoro chasquido. Él sonrió de oreja a oreja, con júbilo poco natural.
—Todavía estamos vivos. Les hemos demostrado lo que podemos hacer los lobos
espaciales, y creo que bastante bien.
—Aún no estamos libres de este lugar, muchacho —dijo Hakon con serenidad—.
Todavía tenemos que seguir los faros de regreso a casa.
—Si nos encontramos con algún otro, probarán mi cuchillo —se burló Egil, y
Gunnar asintió con fuerza y volvió a sonreír. «El alivio de haber sobrevivido a su
primer combate real, obviamente se le está subiendo a la cabeza», pensó Sven.
—No sean tan engreídos —les advirtió Hakon—. Hemos acabado con media
docena de monstruos medio dormidos que habían permanecido en estado de
animación suspendida durante sabe Russ cuánto tiempo. La siguiente carnada estará
preparada para recibirnos. Será mejor que nos movamos con rapidez.
Su tono calmo e imponente tranquilizó los ánimos de todos los exploradores,
excepto el de Egil, que continuaba sonriendo como un maníaco.
—Que me los traigan —murmuraba con tono alegre—. Que me los traigan.
Gunnar se sentía feliz, más feliz de lo que recordaba haber sido jamás, y su
respiración cantaba con él. Cada latido de su corazón era un golpe del tambor del
triunfo. Aún estaba vivo.
El arma le producía una buena sensación en las manos, y tenía ganas de besarla.
Había sentido un miedo enorme al ver a los monstruos, pero se había sobrepuesto al
miedo. No había dejado de disparar, y los había matado antes de que ellos pudiesen
matarlo a él o a sus compañeros.
Por primera vez conocía la emoción del triunfo en el combate real. No había
habido nada accidental en las muertes que había infligido, ya que su intención había
sido matar a las monstruosidades alienígenas. Era la vida de ellas o la suya propia. No
experimentaba culpabilidad alguna por ello, sino una sensación de liberación y alivio.
La espera había terminado. Ésa había sido la parte peor: moverse furtivamente por
repugnantes corredores hediondos sin saber qué había tras el siguiente recodo. No se
había dado cuenta de hasta qué punto la tensión le había afectado a los nervios, tanto
a él como a todos los demás.
Entonces sabía con qué se enfrentaban, y era algo horrible, pero podía darle una
imagen a ese horror. No era tan aterrorizadora como los espectros con que su
imaginación había poblado el lugar, ni volvería a serlo jamás. Eran mortales; podían
morir al igual que cualquier ser vivo.
Se sentía justificado, pues sabía que sus actos habían salvado las vidas de sus
camaradas. Su fuego de cobertura había permitido que el sargento y Sven salvasen a
Egil. Era lo más importante que había hecho en toda su vida: salvar las vidas de sus
amigos. Todos los sentimientos ambivalentes que tenía hacia ellos se habían
desvanecido. Sabía que eran verdaderos hermanos, que confiaban sus propias vidas a

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los demás en aquel lugar infernal. Ante la espantosa amenaza de los tiránidos, todos
los hombres eran hermanos. Las irrelevantes diferencias de raza, clase o color no
significaban nada.
Sonrió con felicidad. Tras haberse encarado con la muerte, se sentía
auténticamente vivo. Le hacía feliz el simple hecho de inspirar una vez más, ver otro
tramo de corredor, sentir que la distancia que los separaba de su nave menguaba bajo
las largas zancadas de sus botas. Nunca había apreciado de verdad lo maravilloso que
era el simple existir.
Ni siquiera el ominoso cambio en el latir del lejano corazón o los sonidos de
carreras furtivas que procedían desde lejos pudo alterar su estado de alegría.
Sven se preparó para otro ataque. Algo se les aproximaba. Podía oír pasos
regulares de patas acolchadas sobre el piso carnoso detrás de sí. Se volvió a mirar, y
vio que algo se agachaba con lentitud y se ponía a cubierto detrás de él.
Efectuó un disparo instantáneo, pero el minimisil se hundió en la pared y estalló,
lanzando trozos de carne en todas direcciones, al mismo tiempo que el icor manaba
de los pequeños vasos sanguíneos rotos. La cosa volvió a salir a la vista. Sven vio que
era pequeña y de piel oscura, con seis patas: un termagante. Alzó con lentitud sus
armas biológicas hacia él, y Sven apuntó con cuidado y disparó un minimisil al pecho
del ser, que retrocedió, tambaleante, chillando.
Sven se preguntó si también pertenecería a un grupo de criaturas acabadas de
despertar, llamadas para que se enfrentasen con los invasores. Apartó el pensamiento
de sí con un encogimiento de hombros y volvió a disparar. El minimisil atravesó la
cabeza de su objetivo y salió por la parte posterior; trozos de cerebro gelatinoso
volaron en todas direcciones.
Más termagantes salieron con lentitud de las sombras, y se hicieron visibles. De
detrás de Sven, estalló el fuego de sus hermanos de batalla contra el grupo que
avanzaba. Sven volvió a disparar, pero destelló la runa roja de advertencia de
«vacío», y se dio cuenta de que se había quedado sin munición. Atrapado en el fuego
cruzado entre su propio bando y los termagantes que se acercaban, se lanzó al piso
para recargar.
Los proyectiles silbaban a su alrededor e iluminaban la oscuridad con sus rastros
de fuegos artificiales. El rugido de las armas pequeñas resonaba por el corredor y
reverberaba en aquel reducido espacio hasta resultar ensordecedor. Mientras
deslizaba con suavidad un nuevo cargador en su sitio, Sven se preguntó cómo habrían
llegado los termagantes hasta allí. ¿Serían cautivos tomados como esclavos de algún
mundo alienígena, o se trataría de algún producto recientemente evolucionado de
aquella maligna nave? Pensó que lo segundo era lo más probable, pero ¿cómo
explicaba eso la calavera de orko que habían encontrado antes?
Abrió fuego una vez más, y con una especie de terrible satisfacción sintió el

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retroceso de la pesada pistola bólter en la mano. El fuego arrasador de los marines
espaciales pronto hizo retroceder a los termagantes hasta ponerse a cubierto; pero
Sven sabía que iban a volver y se preguntó cuántas sorpresas espantosas más les
reservaría la nave alienígena.
Njal ocupó la vanguardia. Le hacía feliz dirigir el camino de regreso. Tras haber
resistido a la tentación de sucumbir a la mente enjambre, se sentía mucho más fuerte.
La premonición de fatalidad había mermado. Tal vez, por esa única vez, se había
equivocado.
Avanzaba con cuidado y lentitud por los suelos cubiertos de viscosidad, evitando
las extrañas válvulas circulares que tenía a los pies, y señaló al piso para indicarles a
sus compañeros exploradores que debían hacer lo mismo. Los oyó desplazarse a un
lado en respuesta a su indicación, y se sintió contento. Ya estaban a medio camino del
torpedo de abordaje. Pronto podrían descansar una vez más en el Spiritus Sancti y
dejar que Hauptman hiciera volar aquel nido alienígena y lo borrara de la galaxia para
siempre.
El alivio lo volvió descuidado, resbaló sobre el viscoso suelo y cayó hacia
adelante sobre uno de los círculos. Apoyó una mano para estabilizarse, y todo el piso
pareció ceder. Se precipitó hacia la oscuridad mientras sentía que las paredes se
cerraban apretándose a su alrededor. Estiró un brazo hacia el exterior de la válvula
para agarrarse al borde, y al sentir que lo aferraba la mano fuerte del sargento Hakon,
lo invadió el alivio. El sargento podría sacarlo de vuelta a la luz.
La paredes que lo rodeaban comenzaron a contraerse y luego expandirse, y sintió
cómo sus superficies viscosas lo presionaban. Le recordó a la garganta de un hombre
al tragar…, y él era el sabroso bocado. Al apoderarse de él un pánico enloquecido,
realizó un frenético intento de izarse, al mismo tiempo que el sargento Hakon trataba
de ayudarlo. Njal lo sentía luchar contra la fuerza que lo arrastraba hacia abajo por el
túnel garganta. Por un momento sintió que ascendía…, y luego que la presa del
sargento resbalaba sobre su guantelete cubierto de viscosidad.
—No —gritó al ser absorbido hacia la oscuridad de abajo.
Cuando el movimiento cesó, se encontraba sumergido en líquido corrosivo. Podía
sentir cómo iba carcomiendo la ceramita de su armadura. Una a una, se encendieron
las señales rojas de emergencia de la manga. Bañado por la espectral luz de sus
inútiles advertencias, sintió que los tibios ácidos digestivos comenzaban a corroerle la
carne y los huesos. Cuando su vida se extinguía, le pareció oír los deleitados
pensamientos de la Mente Enjambre. «De una u otra manera, formarás parte de mí»,
decía.
—No, ha desaparecido. ¡No podemos hacer nada! —Sven sintió una mano del
sargento Hakon sobre su hombro que lo apartaba de la válvula. Dejó de golpearla
fútilmente con el puño y se dispuso a dispararle.

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—El hermano sargento Hakon tiene razón —oyó que decía Gunnar—. No
podemos hacer nada; nada. Njal ha desaparecido y nos reuniremos con él si no nos
ponemos en marcha.
Con lentitud, la cordura comenzó a infiltrar la mente de Sven. Su amigo había
desaparecido y no regresaría jamás. Estaba muerto. El pensamiento resultaba tan
terriblemente terminante… Sven cerró los ojos y profirió el terrible aullido de muerte
de su orden. El salvaje grito del lobo resonó por el corredor y fue tragado. El lejano
latido del corazón de la nave continuó sin alterarse.
—Ya habrá tiempo para el duelo más tarde —le dijo Hakon con suavidad—.
Ahora debemos regresar a la nave.
—No te preocupes —intervino Egil, con ojos brillantes de sed asesina—. Será
vengado. Te lo juro.
Sven asintió con la cabeza y se puso de pie. Aferró la pistola con firmeza en una
mano y el cuchillo en la otra. Los cruzó sobre el pecho en la posición ritual y elevó
una breve plegaria al Emperador por el alma de su hermano de batalla. Luego siguió
a los otros a lo largo del sendero que los llevaría de vuelta al torpedo de abordaje.
El sargento Hakon fue el siguiente en morir. La cosa que se desenroscó desde un
respiradero acabó con su vida. Un horror de cuatro brazos, provisto de colmillos y
garras, y con ojos hipnóticos, le arrancó la cabeza antes de que lograse siquiera
blandir la espada sierra.
Egil no esperó a que le llegara el turno, sino que se lanzó hacia el monstruo con el
cuchillo dirigido directamente a la espalda del mismo. El ser se volvió con una
velocidad vertiginosa y lo apartó de un golpe, sin esfuerzo, con una poderosa mano.
Egil sintió que se le partían algunas costillas bajo la fuerza del golpe del que ni
siquiera lo había protegido el peto de ceramita. Si lo hubiese cortado con las pinzas,
Egil sabía que habría muerto. Una niebla roja se posó sobre él. Hizo caso omiso del
dolor y recogió las piernas bajo el cuerpo y se preparó para saltar otra vez.
—Un genestealer —oyó que murmuraba Sven—. ¡Por Russ!, ¿es que no tendrán
fin los horrores de este lugar?
Una niebla roja nubló la visión de Egil, que aulló el grito de guerra y saltó. Supo
que había cometido un error cuando la pinza del monstruo se lanzó hacia él como una
guadaña. Estaba a punto de recibir un tajo que lo destriparía, y lo aguardó con los
ojos abiertos, pero el tajo no llegó a su cuerpo.
Sven le disparó dos veces al genestealer en la cabeza, y éste retrocedió, con paso
tambaleante, bajo los impactos. Chillando de sed de sangre frustrada, Egil lo hizo
pedazos con el cuchillo.
—Han caído dos. Quedamos tres en pie —oyó que murmuraba Sven a sus
espaldas.
—No puedo creer que el sargento haya muerto —dijo Gunnar. Lanzaba y cogía

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una granada antiabominación, casi con negligencia—. Quiero decir, él y Njal, los dos
muertos. Es…, yo…
—Créelo —le respondió Sven con firmeza.
Sentía una creciente frialdad en el corazón. Estaba insensibilizado. Parecía haber
traspasado la barrera del dolor, la barrera de cualquier clase de sentimiento. Lo único
que sentía era un creciente odio hacia los enemigos y una fría determinación de
sobrevivir para presentar su informe ante el Imperio. Era lo único que se le ocurría
para darles algún sentido a las muertes de sus compañeros.
Estudió a los otros dos e intentó determinar lo útiles que resultarían. Egil tenía
aspecto macilento y malvado; había una luz extraña en sus ojos y su medio galope
hacía pensar en una bestia enloquecida por la sangre. En el berseker había una
ferocidad enroscada que aguardaba para dispararse. Sven sabía que podía contar con
él para luchar, pero… ¿podía confiar en él para que tomase decisiones prudentes?
El estado anímico de Gunnar parecía haber pasado de la casi demente alegría a la
lobreguez depresiva. Daba la impresión de estar aturdido por las repentinas muertes
de sus camaradas, incapaz de aceptar el hecho de que hubiesen muerto de modo tan
súbito.
Sven evaluó con frialdad las posibilidades que tenían, y supo que dependían de
que él se hiciese cargo del mando. Era el único que parecía capaz de tomar decisiones
racionales.
—Bien. Será mejor que nos pongamos en marcha.
—Pero ¿qué hacemos con el cuerpo de Hakon? No podemos dejarlo aquí tirado.
—Está muerto, Gunnar. No tiene sentido que carguemos con el cadáver. Le
extirparé el gen-semilla, para su sucesor. No se marchará sin que se lo recuerde. Te lo
juro.
Actuando según sus propias palabras, se puso a la tarea de recuperar el gen-
semilla del sargento, el mecanismo de control que lo transformaba en un marine
espacial. Era un trabajo sucio y, al cabo de poco rato, la sangre de Hakon se mezcló
con la del enemigo en el cuchillo de Sven.
Casi lo lograron. El tiránido los emboscó desde detrás de las ramas de un árbol de
carcinoma. Sven saltó atrás, y el ácido roció el piso donde él había tenido los pies. La
metralla de la vil arma viviente del monstruo le rozó una mejilla de la que manó
sangre. Él hizo caso omiso del trozo de oreja que le había arrancado, y apuntó al
monstruo, que se lanzó con rapidez para ponerse a cubierto mientras los proyectiles
de Sven se hundían en su escondite.
—¡Gunnar, quema esa cosa! —chilló. Pero Gunnar estaba quieto como una
estatua sin cargar el arma ni hacer nada.
—Vienen más por detrás de nosotros —rugió Egil.
Sven imprecó. Pensó en arengar a Gunnar, pero no estaba seguro de que fuese a

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servir de mucho. En cambio, le quitó el seguro a una granada y se la lanzó al tiránido,
que salió dando traspiés del escondite a causa de la explosión. Gunnar despertó de su
inmovilidad y disparó una andanada de disparos hacia el pecho del monstruo. La
mitad superior se separó de repente de las piernas, y el tiránido se desplomó entre
chillidos.
Sven se arriesgó a echar una mirada atrás. Una fila de tiránidos avanzaba a saltos
hacia ellos por el corredor. Su paso parecía lento y torpe, pero acortaban distancias a
una velocidad tremenda. Sven sabía que ellos tres solos no podrían vencer a los
monstruos, pero de todas formas avanzó hacia ellos. Tal vez podrían resistir por
última vez tras el árbol de carcinoma.
—Seguidme —gritó y saltó para ponerse a cubierto.
Gunnar y Egil lo siguieron de inmediato. El lejano latir del corazón de la nave era
entonces tan sonoro como el trueno, y el aire estaba cargado del olor acre de la sangre
de tiránido muerto. Sven apuntó al monstruo que avanzaba en cabeza, y disparó. Le
dolía haber estado tan a punto de escapar, y fracasar en el último momento. El
disparo rebotó sobre el pelaje acorazado, y entonces apuntó a la cabeza.
—¡Gunnar, usa municiones antiabominación! —gritó.
—¡No puedo…! ¡El mecanismo se ha atascado! —le chilló Gunnar.
Sven imprecó. Una lluvia de disparos del arma del tiránido lo obligó a ponerse
otra vez a cubierto, mientras el recuerdo de las monstruosidades armadas de garras
que saltaban hacia ellos le quemaba la mente. Eran demasiados. Los exploradores
estaban condenados.
—¡Ustedes dos… salgan de aquí! —chilló Egil—. Yo los mantendré a distancia.
—Es una muerte segura, hombre.
—¡No discutan! ¡Háganlo!
La mente acelerada de Sven sopesó la situación con rapidez. Podía quedarse allí y
morir…, o podía salvar el gen-semilla del sargento, su propia vida y la de otro marine
espacial. El equilibrio ya se había decantado contra ellos, y no había otra alternativa.
—Adiós —dijo al mismo tiempo que corría hacia el último faro, el que pertenecía
al torpedo de abordaje.
—Adiós, hombre de tierra adentro —oyó que decía Egil—. Yo te demostraré lo
que hace a un verdadero lobo espacial.
Egil profirió una risa aullante y volvió a disparar. Se puso en pie de un salto y
apretó repetidas veces el gatillo de la pistola, lanzando minimisiles como un loco
contra los tiránidos, cuyo avance se detuvo ante aquella andanada devastadora. El
explorador de los lobos espaciales le quitó el seguro a una granada y la arrojó hacia
los enemigos, que se agacharon tras una puerta-esfínter contra la que estalló la
granada. La puerta se curvó, pero no cedió.
De pronto, todo quedó en silencio. Egil se arriesgó a echar una mirada hacia atrás,

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por donde habían desaparecido Sven y Gunnar. Por un instante pensó en seguirlos,
pero no podía garantizar que los tiránidos no fuesen a perseguirlo y darle alcance. Era
mejor mantenerlos inmovilizados donde estaban.
Por el rabillo del ojo, captó un movimiento. Los tiránidos habían dado un rodeo y
habían entrado en la cámara por el otro lado. «Bien —pensó Egil, mientras sentía que
la furia asesina crecía dentro de él—. Más enemigos que llevarme al infierno
conmigo».
Los tiránidos se lanzaron hacia él, que giró en redondo con la pistola, pero una
andanada de rifle orgánico le hirió el brazo, le arrancó el arma de la mano y le
destrozó la carne hasta el hueso. Luchó para no perder el conocimiento a causa del
insoportable dolor que lo atenazaba, aferró el cuchillo con fuerza y aulló, colérico. Se
puso en pie de un salto y corrió hacia los tiránidos.
—¡Os mataré! ¡Os mataré! —gritaba, mientras una espuma punteada de sangre le
manchaba los labios. Lo último que vio fue a un monstruo que lo apuntaba directa y
cuidadosamente. Echó atrás el cuchillo para lanzarlo.
El sonido de lucha cesó. Sven empujó a Gunnar hacia el interior del torpedo,
cerró la escotilla de golpe y pulsó el icono de control.
Mientras la nave alienígena menguaba de tamaño en la parpadeante pantalla
verde, Sven le encomendó el alma de Egil al Emperador. Advirtió que Gunnar estaba
llorando, aunque no sabía si era de tristeza o de alivio.
Hauptman observó cómo las bombas de plasma destrozaban la nave tiránida de
un extremo a otro. Al cabo de pocos instantes, la nave orgánica quedó destruida por
completo. Mientras Hauptman contemplaba con fascinación, las alas solares tan
recientemente desplegadas se desprendieron y se alejaron flotando a la deriva por el
espacio; los hombres de las torretas del Spiritus Sancti las usaban para practicar su
puntería. Vio la expresión satisfecha del rostro de Sven cuando la nave alienígena
desapareció del espacio.
—Bueno —dijo—, creo que esto pone punto final.
—No lo creo —dijo Chandara, el astrópata, que se encontraba junto a ellos dos,
con el semblante pálido y demacrado—. Antes de morir envió una señal de enorme
poder psíquico, muy concentrada en la dirección de la Nube de Magallanes; pero era
tan potente que capté su energía dispersa.
»Era una señal, señor. Estaba llamando a algo; algo grande.
Un silencio de espanto cayó sobre la capilla de mando del Spiritus Sancti.
Sven bajó los ojos hacia el gen-semilla que tenía en la mano. Juró ser digno de la
muerte de sus camaradas. Si se avecinaba una guerra contra los tiránidos, estaba
dispuesto a luchar.

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