En El Torbellino - Marc Gastoine
En El Torbellino - Marc Gastoine
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las ciudades demolidas, desde todos los sectores destruidos de Ilium, para
reunirse en aquel páramo desértico que en otra época había sido el centro
de control de la guarnición imperial. La arena había sido calcinada y fundida
en un último acto de inútil desafío: la detonación del resto de las armas
nucleares del Imperio».
De Infierno embotellado por Simon Jowett.
En el futuro de pesadilla de WARHAMMER 40000, la humanidad se
encuentra al borde de la extinción. En el Torbellino es una colección de doce
relatos repletos de acción, ambientados en ese universo tenebroso.
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Marc Gastoine y Andy Jones (rec)
En el torbellino
Warhammer 40000
ePub r1.1
epublector 03.10.14
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Título original: Into the Maelstrom
Marc Gastoine y Andy Jones (rec), 1997
Traducción: Diana Falcón
Salvamento
Título original: Salvation
Jonathan Green, 1997
En el torbellino
Título original: Into the Maelstrom
Chris Pramas, 1998
La perla negra
Título original: The Black Pearl
Chris Pramas, 1997
Pérdidas aceptables
Título original: Acceptable Losses
Gav Thorpe, 1998
Tenebrae
Título original: Tenebrae
Mark Brendan, 1997
Lanzas antiguas
Título original: Ancient Lances
Alex Hammond, 1999
Infierno embotellado
Título original: Hell in a Bottle
Simon Jowett, 1998
Justicia irreflexiva
Título original: Unthinking Justice
Andras Millward, 1998
En el vientre de la bestia
Título original: In the Belly of the Beast
William King, 1999
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SALVAMENTO
JONATHAN CREEN
Mientras el rugido de sus bólters de asalto ahogaba sus gritos de batalla, los veteranos
de la Primera Compañía de Ultramar daban rienda suelta a su furia justiciera contra la
abominación que era la raza tiránida. Ante el hermano Rius apareció, entre alaridos,
la monstruosa cabeza alargada de un hormagante, de cuyos colmillos caían hilos de
saliva. Con una reacción instintiva, Rius volvió su arma hacia la criatura y observó a
través del visor, con ceñuda satisfacción, cómo se desintegraba el grotesco rostro.
Cuando el bólter de asalto se estremeció en su mano, la parte posterior del cráneo de
la criatura estalló hacia afuera, a modo de surtidor de sangre purpúrea y fragmentos
óseos.
Mientras otro de una larga lista de enemigos vencidos caía ante él, Rius se quedó
mirando la totalidad del vasto campo de batalla. El rocoso llano estaba cubierto por
una palpitante masa de carne y guerreros revestidos de armadura, acompañados por
una hueste de armas y vehículos de apoyo. A izquierda y derecha, la árida llanura se
alzaba para transformarse en abruptos despeñaderos, sobre los cuales la tierra se
encontraba cubierta por una profusión de plantas apiñadas en selvas primitivas. El sol
amarillo bañaba las prehistóricas estepas desde un cielo límpido, y en cualquier otra
circunstancia aquellas condiciones podrían haberse descrito casi como placenteras.
Con una reacción automática, Rius volvió su bólter de asalto hacia un grupo de
termagantes de piel roja que avanzaban, y disparó varias andanadas de minimisiles
perforantes antes de que la manada lograse coronar el montículo. A pesar del fuego
con que los rechazaba la escuadra, varias de aquellas astutas criaturas lograron ganar
la posición de los exterminadores.
Con una oleada electroquímica, el perforacarne lanzó su carga de munición
viviente hacia el objetivo. El marine espacial veterano defendía su posición contra la
masa de termagantes que se acercaban cada vez más a las líneas de Ultramarines. Los
escarabajos perforacarnes impactaron contra la armadura del exterminador. Aunque
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muchos se reventaron contra las placas de ceramita, unos pocos sobrevivieron y
dedicaron la energía vital que les restaba a roer la armadura con sus dientes que
rechinaban malignamente; sin embargo, ninguno de los voraces insectos logró llegar
hasta el guerrero protegido por la coraza de plastiacero. La respuesta del marine fue
lanzar su mano derecha, libre y protegida por el puño de combate, hacia el cuerpo del
termagante, cuya caja torácica se hizo añicos a causa del impacto mientras el campo
disruptor del puño licuaba sus órganos internos.
Con un espasmo, el rifle de dardos que sujetaba otro de los soldados de asalto de
la Mente Enjambre lanzó un proyectil como el de un arpón. El dardo dentado hendió
el aire con un silbido, antes de clavarse profundamente en la armadura de energía de
otro de los hermanos de batalla de Rius. El marine exterminador respondió con una
detonación de fuego de su cañón de asalto; la andanada de proyectiles destrozó al
termagante, cuyo cadáver desgarrado cayó de espaldas hacia la horda genocida.
A despecho de la valiente resistencia de los exterminadores, Rius comprendió que
pronto se verían abrumados por aquella fuerza superior. Por cada uno de los asesinos
alienígenas que caía, parecía que había otros dos que estaban más que dispuestos a
ocupar el lugar del anterior. Puesto que no les afectaban las muertes de sus
compañeros ni sentían remordimiento alguno por las acciones que ejecutaban, los
inescrutables miembros de la Mente Enjambre eran un enemigo en verdad aterrador.
Cuando el Guantelete de Macragge había salido del espacio disforme, los
poderosos sensores de la nave estelar habían captado las reveladoras señales de una
masiva presencia alienígena. Los escáners confirmaron de inmediato la presencia de
una flota enjambre que se encontraba en órbita alrededor del cuarto planeta del
sistema solar de Dakor. Los primeros escáneres del planeta, realizados a larga
distancia, indicaban que el planeta se encontraba en un estado de evolución muy
similar al de la Vieja Tierra millones de años antes de la aparición del hombre. Unos
tibios mares ecuatotropicales separaban tres grandes continentes, en los que había
diversidad de hábitats: enormes desiertos ardientes, selvas costeras y brumosos
pantanos, boscosas tierras altas y cadenas montañosas que se extendían por todo el
globo.
Una búsqueda en los bancos de memoria de la biblioteca del Guantelete de
Macragge les dijo que aquél era el mundo perdido de Jaroth. Según los archivos
imperiales, el planeta había sido colonizado milenios antes por aislacionistas, y
después había quedado incomunicado del resto de la galaxia por tormentas
disformadoras particularmente violentas, que sólo habían amainado en los últimos
cien años. Así pues, fue en una patrulla rutinaria por la frontera oriental del Ultima
Segmentum, que la nave capitana de la Flota de Ultramarines había redescubierto
Jaroth. Los primeros pensamientos del comandante del Capítulo fueron que, si aún
existía población humana, habría involucionado hacia un estado de primitivismo
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supersticioso. Los secretos de la tecnomagia del Imperio no habrían llegado hasta
ellos, y Jaroth sería un mundo salvaje poblado por gente salvaje.
La presencia de la flota tiránida decidió la situación, ya que, cualquiera que fuese
el estado de la población, Jaroth era precisamente el tipo de mundo que al Gran
Devorador le encantaría despojar de toda vida, humana o de cualquier otra clase. La
raza tiránida, aquella entidad que se extendía por toda la galaxia, tenía un apetito
voraz. Ya había arrasado la totalidad de la vida de docenas de mundos imperiales con
el fin de proporcionarle a aquel horror alienígena las materias primas que le permitían
perpetuarse. ¿Quién sabía cuántos centenares de mundos habrían sido infestados por
los insidiosos cultos de los genestealers, los blasfemos monstruos alienígenas que
trabajaban en colaboración con sus corruptos hermanos humanos de progenie? El
Capítulo Ultramarines no permitiría que otro planeta cayese en manos del Gran
Devorador. Su deber sagrado era defender las leyes del Emperador, defender el
Imperio contra la miríada de peligros que amenazaban con tragárselo por todas
partes. El frenesí devorador de los hijos de la Mente Enjambre era tan eficaz en la
tarea de borrar la vida de la faz de un planeta como lo era el proceso de limpieza del
Exterminatus, del que habían sido testigos una veintena de planetas.
La Escuadra Bellator luchaba en lo alto de una escarpa situada en el centro del
árido valle, junto a la veterana Escuadra Orpheus. Allí y allá afloraban formaciones
de granito del lecho de un río seco, y cada uno de esos afloramientos era el escenario
de un conflicto u otro; los más valientes guerreros del Imperio luchaban
desesperadamente para rechazar a la horda alienígena invasora.
A Rius, que era un veterano de Ichar IV, no le resultaban desconocidos los
horrores de la Mente Enjambre, pero, con independencia de las muchas veces que
presenciara aquellas repulsivas abominaciones, nada lograría endurecerlo contra
ellas. Sólo podía encarar cada batalla con la resolución y el valor de los Ultramarines,
según se establecía en las ordenanzas del Codex Astartes, redactado por el mismísimo
primarca de los Ultramarines, Roboute Guilliman, siglos antes.
Una unidad de guerreros tiránidos emergió de entre los salivosos enjambres de
devoradores para enfrentarse a los Ultramarines. Mientras Rius observaba, una
espada ósea cayó sobre el hombro de un marine espacial y hendió la placa de
ceramita de su armadura de energía, cortándole la piel y los tendones situados debajo.
En cuanto el borde dentado entró en contacto con la carne, las fibras nerviosas del
interior de la espada ósea transmitieron una potente descarga psíquica al cuerpo del
guerrero. El aturdimiento sería sólo pasajero, pero bastó para que el tiránido, aullando
de triunfo, cercenara la cabeza del hombre con una segunda arma.
Detrás de los guerreros tiránidos que cargaban, apareció avanzando el consorte de
la reina del enjambre, que estaba al mando de la progenie. El tirano de enjambre era
una figura realmente aterrorizadora de contemplar. El monstruo tenía más de dos
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metros de altura, y su presencia transmitía una maligna inteligencia que colmaba de
terror a los Ultramarines.
El tirano de enjambre fue atacado con rápidos disparos de energía láser, que no
surtieron efecto alguno: el endurecido caparazón de la monstruosidad absorbió los
letales impactos y, con rugidos ininteligibles —y, sin duda, señales telepáticas—, el
señor del enjambre dirigió a la progenie para que buscase a los humanos y los
destruyera, a la vez que consumía toda la biomasa disponible en el proceso. ¡El tirano
tenía que morir!
***
A kilómetros en lo alto, los cohetes propulsores se encendieron y maniobraron
desesperadamente la enorme nave espacial para hacer que girara sobre su eje, pero ya
era demasiado tarde y el Guantelete de Macragge colisionó violentamente con la
espora micética del tamaño de un asteroide lanzada por la nave enjambre. La
gigantesca mina de esporas detonó con la fuerza de una explosión termonuclear, y la
onda expansiva resultante sacudió la nave espacial.
Trozos de la mina como huesos y gruesos como las murallas de una fortaleza
bombardearon la nave. Algunos se desintegraron al chocar contra los campos de
energía; sin embargo, éstos habían quedado dañados por la explosión inicial y
proporcionaban sólo una protección intermitente. Otros fragmentos impactaron contra
el enorme casco como si fuesen meteoros; destrozaron las antenas de comunicaciones
y abrieron agujeros por los que entró en el interior de la nave una lluvia de ácidos,
algas y partículas portadoras de virus.
Los navegadores imperiales reaccionaron con celeridad y lograron controlar la
nave de dieciséis kilómetros de largo. Con los propulsores de fusión encendidos, el
Guantelete de Macragge salió en persecución de la bionave.
El mundo prehistórico que se encontraba a ciento sesenta kilómetros debajo de
ellos tenía la apariencia de un acogedor paraíso verdiazul con la atmósfera listada por
jirones de nubes blancas, en franco contraste con los planetas contaminados de humo
que a menudo eran refugio de la humanidad. La luna sin atmósfera de Jaroth —no
más que un planetoide atrapado por la fuerza gravitatoria superior del cuerpo astral de
mayor tamaño— ascendió sobre el relumbrante nimbo del planeta, y entonces
apareció a la vista la bionave herida.
Desde el puente de la nave insignia de los Ultramarines, el comandante Darius
observaba a través de la pared visora la maniobra de acercamiento del Guantelete de
Macragge a la nave tiránida. El gigantesco cuerpo en forma de tirabuzón de la nave
orgánica estaba inclinado en un ángulo extraño y parecía ir a la deriva. No obstante,
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mientras la gigantesca nave gótica acortaba distancias con la tiránida, Darius pudo
ver que, de la ancha boca abierta del hangar de la bionave, salían más minas de
esporas y otras criaturas pulidas provistas de aletas.
—¡Cuando dé la orden, disparen contra esa abominación con todo lo que
tenemos! —les dijo el comandante a los soldados que se encontraban ante las
consolas de control. Tras regresar a su asiento de mando, Darius se sentó sin apartar
en ningún momento la ceñuda mirada de la monstruosidad que aparecía ante él en la
pantalla. Su entrecejo se frunció—. ¡Fuego!
Un centenar de turboláseres despertaron a la vida y grandes rayos de energía
lumínica intensamente concentrada impactaron contra la ya debilitada nave madre
tiránida. Tras una llamarada de fuego abrasador, la concha de nautilo del enorme
organismo interestelar se hizo trizas y salieron volando esquirlas grandes como
montañas al mismo tiempo que sus órganos internos estallaban al despresurizarse el
cuerpo. Con las entrañas de ciento cincuenta metros de largo dispersas por el espacio,
la criatura se alejó del crucero espacial, atrapada por el campo gravitatorio de Jaroth.
La bionave se precipitó hacia la superficie del planeta a través de la atmósfera; al
entrar en contacto con ésta, su destrozada concha ardió al rojo vivo. Darius observó
cómo el cuerpo comenzaba a quemarse y la carne rosácea se asaba camino de la
superficie.
***
La escuadra de exterminadores avanzaba con cautela a través de la maleza, y el
canoso sargento Bellator iba en cabeza. Los marines espaciales barrían con sus armas
el sector de selva que tenían delante y a los lados, al mismo tiempo que consultaban
los sensores de movimiento en busca de algún signo de vida potencialmente hostil.
Los árboles circundantes estaban animados por sonidos de insectos desconocidos, que
zumbaban y chasqueaban, mientras otros bichos parecidos a mosquitos, y tan largos
como la mano de un hombre, revoloteaban en torno a los guerreros acorazados.
Con la derrota del tirano de enjambre, las hordas tiránidas habían caído en el
desorden, y los guerreros de elite del Imperio aprovecharon al máximo la ventaja que
eso les proporcionó para vencer al asqueroso ejército alienígena. Los termagantes y
hormagantes, menos decididos, habían huido de inmediato, pero los desenfrenados y
bestiales carnifexes continuaron golpeando las filas de marines espaciales.
Incluso cuando sus compañeros yacían muertos en torno a él, uno de los asesinos
aullantes cargó, implacable, contra un Razorback. Estrellándose contra el tanque, el
horror alienígena hendió el blindaje de plastiacero mientras agitaba sus brazos
asesinos afilados como navajas. El carnifex, máquina viviente de destrucción, abrió el
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vientre del vehículo y mató a sus tripulantes antes de ser derribado por el bombardeo
de misiles de un Whirlwind de los Ultramarines.
Se oyó un grito agudo procedente de los árboles que se hallaban a la derecha del
camino que seguían los exterminadores, y el sargento Bellator disparó varias
andanadas de su bólter de asalto hacia el follaje; después todo volvió a quedar en
calma.
—Disparos de precaución —resonó la gruñente voz del sargento Bellator a través
de las unidades de comunicación de los exterminadores—. Podría haber sido un
tiránido.
«¿Ha sido un tiránido?», se preguntó Rius. Lo mismo podría haberse tratado de
una de las formas de vida autóctonas de Jaroth. No había forma de saberlo. Cuando la
principal fuerza tiránida fue barrida de la faz del planeta, los exterminadores habían
sido enviados al interior de la selva para realizar una operación de limpieza. Al morir
el tirano de enjambre, muchos de los soldados tiránidos se habían vuelto locos y
habían atacado a los marines espaciales, que los superaban mucho en número, o
habían huido al interior de las selvas vírgenes, donde a los Ultramarines les resultaba
más difícil seguirlos.
Aunque los tiránidos habían sido vencidos, la escuadra de veteranos continuaba
tensa y a la expectativa. Las líneas de Ultramarines se encontraban a kilómetros de
distancia, y allí, en las profundidades de la selva, ellos eran tan alienígenas como los
tiránidos.
—Hay algo ahí delante —dijo el hermano Julius, rompiendo el silencio. Los otros
comprobaron sus sensores de movimiento, en cuyas pequeñas pantallas habían
aparecido varios puntos rojos en el límite exterior.
—Preparaos, hermanos —siseó el sargento de la escuadra.
Las frondas cedieron paso a un claro. Al otro lado del calvero vieron el abollado
fuselaje de una Thunderhawk, una cañonera de los Ultramarines.
De inmediato, a los veteranos les resultó obvio lo que había sucedido. Había un
enorme agujero en un flanco del blindaje de un reactor. Los bordes aparecían
corroídos por una sustancia viscosa ácida, y en el fuselaje de plastiacero que lo
rodeaba se veían clavadas esquirlas de hueso. El mortal cañón de un biovoro había
cumplido con su propósito, y la nave, fatalmente alcanzada por la mina de esporas, se
había precipitado hacia la boscosa meseta. La tripulación había sido incapaz de
gobernarla.
Un sendero chamuscado que recorría la selva mostraba por dónde se había
deslizado la Thunderhawk con los motores en llamas. Había aplastado todo lo que
había encontrado a su paso hasta llegar al calvero, donde la tierra blanda que se había
levantado a consecuencia del impacto había apagado las llamas de los reactores. Pero
¿qué había sucedido con los tripulantes?
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—¡Dispersaos! —ordenó Bellator, y los exterminadores comenzaron de
inmediato a ocupar posiciones apropiadas en torno a la nave estrellada.
Las señales continuaban presentes en los sensores de movimiento, y por las
lecturas del suyo, Rius se dio cuenta de que casi todos los organismos detectados se
hallaban dentro de la Thunderhawk derribada. De momento, sin embargo, los
exterminadores no habían establecido contacto visual con ellos. ¿Se trataba acaso de
los tripulantes heridos, de tiránidos o de moradores autóctonos del planeta? ¿Serían
hostiles o por completo inofensivos?
Como en respuesta a esas preguntas, Rius volvió a oír la voz de su sargento a
través de la unidad de comunicación.
—Preparaos para lo peor.
Con cautela, la escuadra atravesó el calvero y se acercó a la Thunderhawk; podía
oírse el zumbido de la servoasistencia de los pesados trajes. Cuando el vehículo aéreo
fue derribado, probablemente se dio por supuesto que la tripulación había perecido;
aunque también cabía la posibilidad de que la caída pasara inadvertida para los
mandos Ultramarines, dado que sobre el campo de batalla se arremolinaban montones
de esporas micéticas. Fuera cual fuera la razón, el caso era que no se había ordenado
llevar a cabo una misión de rescate.
Según el sensor de movimiento de Rius, daba la impresión de que las criaturas del
interior de la Thunderhawk habían dejado de moverse. ¿Acaso se habían dado cuenta
de que los exterminadores se les aproximaban? «Hay demasiadas señales para que se
trate de los miembros supervivientes de la tripulación», se dijo el marine; pero…
¿eran tiránidos?
El hermano Hastus fue el primero en llegar hasta el abollado fuselaje, y avanzó
con gran lentitud hacia la escotilla de la cubierta de carga, que estaba abierta; los
demás lo cubrían. Pasaron varios segundos mientras Hastus inspeccionaba el interior
de la cubierta de carga. Después, les hizo una señal con su puño de combate, y el
resto de la escuadra avanzó.
Rius siguió al hermano Sericus hacia el interior en penumbra de la Thunderhawk
derribada. Los sensores ópticos del casco se ajustaron de modo instantáneo al pasar
de la brillante luz del calvero a la oscuridad que reinaba dentro de la cañonera. Con
las cuchillas relámpago en alto, Sericus avanzó con lentitud por dentro del vehículo al
mismo tiempo que apartaba de su camino tuberías rotas que se mecían goteando
fluido oleoso sobre la cubierta.
Rius bajó los ojos hacia el sensor de movimiento, y de inmediato los alzó en
dirección al techo con expresión de alarma. El insectoide de seis patas cayó desde la
oscuridad, y el ultramarine, cuyos reflejos funcionaron con mayor celeridad que el
pensamiento consciente, alzó de forma automática el puño de combate para
protegerse. La criatura, al entrar en contacto con el crepitante campo de distorsión,
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profirió un chillido cuando el caparazón se hizo pedazos, y cayó retorciéndose sobre
la cubierta detrás de Rius. Julius pasó por encima a la vez que le golpeaba la cara con
un puño sierra, pero al instante notó sobre su espalda otra de aquellas
monstruosidades de piel purpúrea.
¡Genestealers! Sus peores miedos finalmente se habían confirmado. Antes de que
pudiera apuntar al tiránido con el arma para hacer que saltara en pedazos el vil
caparazón, el monstruo clavó una zarpa provista de garras en la espalda acorazada de
Julius. Cuando la retiró, aferraba la sanguinolenta columna vertebral del ultramarine.
Una descarga de minimisiles perforantes del bólter de Rius atravesó el
exoesqueleto del genestealer, y el cadáver del alienígena se unió al del hermano
Julius sobre la cubierta de carga.
Algo pesado se estrelló contra Rius, y el impacto derribó su cuerpo acorazado
sobre el piso metálico con un sonoro entrechocar. Tras aferrarle el brazo izquierdo
entre las fauces fuertes como una prensa, otro siseante genestealer intentó atravesar la
coraza de ceramita para llegar a la carne. La criatura fue rápidamente eliminada de un
disparo en una sien, pero incluso muerto las mandíbulas del genestealer se negaban a
soltar la presa. Varios disparos más hicieron pedazos el cráneo de la criatura y
permitieron que Rius liberara su brazo.
A su izquierda, el hermano Sericus luchaba con dos de las criaturas tiránidas, una
aferrada en cada puño. Un chorro de llama anaranjada iluminó la cubierta de carga
cuando el hermano Hastus hizo retroceder a otras de aquellas criaturas para que no se
acercasen a sus ya abrumados compañeros.
Rius se puso trabajosamente en pie al mismo tiempo que intentaba limpiarse la
sangre del genestealer que tenía sobre el traje. El hermano Bellator se encontraba en
la escotilla abierta, asediado por todas partes por el resto de la progenie genestealer;
se defendía lo mejor posible en aquel reducido espacio con su espada de energía. El
salvajismo y la ferocidad de los genestealers resultaban aterrorizadores. A la vez que
disparaba el bólter de asalto, Rius corrió a auxiliar al sargento.
Otra llamarada del lanzallamas del hermano Hastus alcanzó al frenético
apiñamiento de cuerpos purpúreos que rodeaba a Bellator, y el olor a carne alienígena
quemada llenó la bodega de carga. Un charco aceitoso se encendió con un crepitante
destello, y las llamas corrieron a gran velocidad bodega adentro hasta el lugar en que
el negro líquido caía en cascada desde un tubo de combustible roto. La mirada
horrorizada de Sericus siguió el avance del fuego, mientras el puño sierra estaba aún
alojado en la pared metálica a través del cráneo de un genestealer que se estremecía.
Rius llegó hasta la escotilla donde se encontraba el abrumado sargento en el
momento en que los tanques de combustible de la Thunderhawk estallaron en una
conflagración de metal fundido y humo oleoso. La fuerza de la explosión lanzó al
ultramarine fuera de la cubierta de carga y lo arrojó al otro lado del calvero, donde su
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cuerpo se estrelló contra un grueso tronco de árbol. El exterminador cayó al suelo ya
sin sentido, y el peso de la armadura hundió su cuerpo en la blanda superficie
mientras las llamas envolvían el vehículo aéreo derribado.
***
Rius abrió los ojos con lentitud, y su visión necesitó varios segundos para enfocarse.
Encima tenía vigas de madera y la parte interior de un tejado de paja. Con cuidado,
volvió la cabeza a un lado.
—Hola —le dijo una vocecilla.
Sentada a poca distancia de él, había una niña humana cuyos penetrantes ojos
azules lo contemplaban con fascinación. Llevaba una blusa sencilla y su cabello
castaño rojizo y largo hasta la cintura pendía en una trenza sobre uno de sus hombros.
—Ho…, hola —murmuró Rius a modo de respuesta. Tenía la lengua seca y un
sabor a saliva rancia en la boca.
—Me llamo Melina —dijo la niña—. ¿Y tú?
Rius, consciente sólo a medias, intentó concentrarse en la pregunta de la niña para
responderle, pero no pudo. Una bruma nebulosa le ocultaba esa parte de su propia
memoria.
—No lo sé —murmuró, perplejo—. ¿Dónde estoy?
—Estás en casa, en nuestra casa. ¿Por qué no sabes cómo te llamas?
Sin hacer caso de la pregunta de la niña, Rius recorrió la habitación con los ojos.
Era pequeña y espartana, y el único mobiliario que en ella había, aparte de la cama,
era una silla y una mesa pequeña sobre la cual descansaba una jofaina. Se encontraba
tendido de espaldas sobre una cama rústica de madera y debajo podía sentir el
colchón de paja.
—Pero tienes un nombre, ¿verdad? —insistió la niña.
—Haz el favor de salir de aquí, Melina. Deja descansar a nuestro huésped.
Rius giró sobre sí mismo en busca de la fuente de esa segunda voz, y vio a un
hombre que acababa de entrar en la habitación. También iba ataviado con sencillas
ropas de campesino y, aunque sólo tenía poco más de treinta años, según calculó
Rius, ya había comenzado a perder el cabello.
—Debe estar usted cansado —añadió el hombre, que entonces le habló a Rius—.
Lo dejaremos tranquilo.
—¡No! —A Rius, su tono le resultó exigente, como si a su voz hubiese vuelto
algo de la antigua autoridad que en ella había habido—. ¿Qué me ha sucedido?
—¿No lo sabe? —preguntó el hombre, incrédulo—. ¿No es usted un guerrero del
Emperador, caído de las estrellas?
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Rius miró fijamente al hombre, sin comprender.
—¿Lo soy? ¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Vimos que las estrellas caían a la tierra, y supimos que era un presagio. Los
hombres se encaminaron hacia las tierras indómitas como ordenaron nuestros
ancianos, y lo encontramos a usted en el bosque; estaba sin conocimiento y herido de
gravedad —explicó el hombre, paciente—. Lo trajimos a mi granja e hicimos todo lo
posible por usted. Al principio no estábamos seguros de que sobreviviera, pero su
armadura sagrada ha contribuido a mantenerlo con vida. Ha estado durmiendo
durante casi una semana.
Desesperado, Rius intentó dispersar la niebla que le cubría la mente y reunir sus
destrozados recuerdos. No podía recordar con claridad nada anterior al momento en
que había despertado. Sólo tenía imágenes residuales de terribles monstruos
fantásticos y el lejano sonido de la batalla, como si fuesen los últimos rastros de una
pesadilla que se olvida con la llegada del alba.
—¿Quién soy? ¿Qué soy? —La voz de Rius ya no era ni agresiva ni exigente; se
parecía más a la de un niño lastimero.
El hombre y su hija lo miraron con tristeza.
—Lo lamento —dijo el hombre con melancolía—. Podemos curar su cuerpo lo
mejor posible, pero nos es imposible sanar su mente. No podemos ayudarlo a
recordar. Eso es algo que, poco a poco, tendrá que hacer por usted mismo.
Un triste silencio cayó sobre la habitación durante varios minutos, y nadie se
movió.
—Ustedes me salvaron —dijo Rius, al fin, con tono humilde. El hombre sonrió
—. En ese caso, ya sé qué debo hacer —prosiguió Rius—. Les debo mi vida, así que
ahora tengo que pagar esa deuda. Me pongo a su servicio, y haré cualquier cosa que
usted desee.
Rius intentó sentarse, y de inmediato su cuerpo fue recorrido por vivas punzadas
de dolor. Con el rostro transformado en una máscara de agonía, se desplomó otra vez
sobre el lecho.
—Debe descansar —lo regañó el hombre con suavidad—. Mañana será otro día.
Nos veremos entonces.
***
Cada día, Jeren, el granjero, y su familia atendían las necesidades de Rius; le traían
las comidas y curaban sus heridas. La niña, Melina, constituía para él una compañera
constante. El tiempo que Rius pasaba con ella escuchando sus aventuras infantiles o
ayudándola a escribir cartas lo llenaba de júbilo y le daba nuevas fuerzas para
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enfrentarse con el largo período de recuperación que tenía ante sí.
No obstante, la convalecencia no estaba destinada a ser tan larga como suponía.
Al cabo de pocos días, las heridas habían cicatrizado como si jamás hubiesen
existido, y él pudo abandonar el lecho y caminar otra vez. Entonces comenzó a
ayudar en la granja en todo lo que podía. Jeren y su familia, junto con otros
habitantes del poblado, se sentían pasmados ante el poder de recuperación de Rius.
Un hombre mortal habría necesitado meses para recobrarse de las heridas que él
había sufrido, en el caso de que hubiera sobrevivido.
—No cabe duda de que es un guerrero de las estrellas —decía la gente, y cubría al
Emperador de bendiciones por enviarles un salvador semejante.
Sin embargo, pasaban los días y Rius no lograba acercarse ni un ápice a la
resolución de su propia lucha interior, ni estaba más cerca de recordar quién era o de
dónde procedía.
Apenas dos semanas después de su llegada a la granja, Rius ya fue capaz de
trabajar en los campos. Jeren y su familia eran propietarios de unos pocos acres de
tierras bien cuidadas, situadas en la periferia del poblado, que sólo consistía en unas
cuantas granjas y molinos y en una taberna. Durante los meses que siguieron,
aprendió muchas cosas acerca de los habitantes del pueblo y sus costumbres. Pasaban
la mayor parte del día afanándose en los campos para lograr una cosecha de aquellas
tierras implacables. Al parecer, los seres humanos libraban una batalla constante con
la selva que los rodeaba; las «tierras indómitas» la llamaban los granjeros. Siempre
que se desforestaba una zona para disponer de más tierra para el cultivo o las pasturas
del ganado, los bosques primitivos reclamaban un acre dejado en barbecho en el
límite de la granja. Las malas hierbas crecían con mayor rapidez que el trigo, y los
habitantes del pueblo dedicaban una gran parte de su tiempo a arrancarlas de los
cultivos. Daba la impresión de que el bosque no quería que los humanos estuviesen
allí, e intentaba expulsar a aquellos habitantes indeseados.
Rius se unió a Jeren y su familia en su lucha particular contra la selva. Era el
primero en levantarse al amanecer para emprenderla a hachazos con los troncos
retorcidos, y el último en regresar a la casa cuando anochecía. Los demás habitantes
del pueblo se maravillaban ante el hombre de las estrellas, pues su fuerza era diez
veces superior a la de los demás humanos. Al cabo de poco tiempo, ayudaba también
a los otros granjeros; él solo reparaba las carretas rotas y construía graneros para el
grano cosechado. No había ni una sola persona entre los habitantes que no recibiera
de buen grado la ayuda de Rius.
Pero por mucho que aprendía acerca de los residentes, la gente magnánima y
perseverante que lo había acogido, continuaba sin saber nada más sobre sus propios
orígenes. «Tal vez —comenzó a pensar—, los habitantes del pueblo tengan razón al
decir que he sido enviado desde las estrellas para ayudar a mis congéneres en
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apuros». Esa creciente convicción se vio reforzada por las noticias que le llegaron a
Jeren en una gélida mañana.
Un pequeño grupo de granjeros apareció ante su puerta, sin aliento y en estado de
agitación. Jeren y los granjeros conferenciaron ansiosamente durante algunos minutos
antes de volverse hacia Rius.
—¿Qué sucede? —preguntó éste, preocupado.
—Anoche fue atacada la casa del viejo Hosk por algo que salió del bosque. Hosk
murió mientras intentaba defender su hogar, pero la esposa y los hijos escaparon. —
Jeren hizo una pausa, como si apenas pudiese creer él mismo lo que estaba a punto de
decir—. Dicen que era un monstruo grande como una casa y con la fuerza de un
gigante. Y luego hubo lo de los terrible gritos espeluznantes que se oyeron fuera de la
granja de Kilm durante la noche. Esta mañana, Kilm se encontró con que habían
matado todo su ganado en los campos y que su granero gigante había sido arrasado
hasta los cimientos. Todos los del pueblo están demasiado aterrorizados para ir tras la
bestia, y quieren que tú la persigas y la mates.
—Tú eres el único que puede matar al aullante, hombre de las estrellas —añadió
uno de los que acababan de llegar—. Nos ayudarás, ¿verdad?
El aullante… Aquel nombre inquietó a Rius. Estaba seguro de haberlo oído
antes…, y de que significaba peligro. No obstante, a pesar de la inquietud, se
encontraba ante la oportunidad de agradecerle a aquella gente su bondad y cumplir
con el propósito que tenía.
—Por supuesto que sí.
Tras coger su hacha, Rius salió de la granja con Jeren y los otros hombres, y se
encaminó hacia lo que quedaba de la casa de Hosk. Desde la entrada del valle donde
se encontraba la granja destrozada, vio que la descripción hecha por los granjeros no
era nada exagerada. La mayor parte del edificio estaba demolido, como si algo
enorme se hubiese lanzado directamente a través de las paredes de zarzo.
De repente, la inquieta calma de la mañana se vio interrumpida por un
espeluznante grito bestial, un grito agudo que atravesó a Rius como si fuese un
cuchillo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó al mismo tiempo que se volvía a mirar a los
granjeros que se apiñaban detrás de él.
—Eso ha sido el aullante —replicó uno de ellos con tono nervioso.
La bestia emergió de la línea de árboles que cerraba el otro extremo del valle.
Aunque se encontraba aún a más de un kilómetro y medio de distancia, la aguda
visión de Rius logró distinguir al monstruo con toda claridad. Vio la cúpula
blanqueada, como de hueso, de su cabeza; los enormes brazos curvos; los
demoledores cascos de sus patas; el pelaje grueso y quitinoso.
Al instante, la mente de Rius se inundó de imágenes aterrorizadoras y rememoró
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sensaciones: fauces babeantes, muerte por ácido corrosivo, tentáculos urticantes,
garras empapadas de sangre, aliento fétido cargado de putrefacción; una pesadilla en
colores púrpura y carmesí. Fue como si alguien hubiese abierto las compuertas que
habían estado conteniendo sus recuerdos. Momentáneamente aturdido por el
impetuoso torrente que regresaba a su mente, lo único que pudo hacer Rius fue
quedarse petrificado y contemplar la bestia que había acabado con su amnesia.
—¿Qué es eso, hombre de las estrellas? —preguntó Jeren.
—No. Rius; me llamo Rius —masculló el marine espacial al mismo tiempo que
sacudía la cabeza como si regresara de una pesadilla—. Ya sé quién soy; sé qué soy.
—Sus pensamientos y palabras se hicieron más precisos y decididos—. Sé cuáles son
mi destino y mi deber. ¿Dónde están mi armadura y mis armas?
***
Tras arrojar a un lado las balas de paja, Jeren descubrió una trampilla que había en el
piso del granero.
—Siempre pensé que un día pedirías que te las devolviéramos. Cuando te
encontramos, la armadura estaba sucia de sangre seca y en unas condiciones que no
eran decorosas para un guerrero del Emperador. La limpié y la lustré, y luego la
guardé aquí, junto con tus poderosas armas, para que estuviesen a salvo. —El
granjero alzó la trampilla y dejó a la vista la brillante armadura azul que se
encontraba debajo.
El marine espacial alzó el casco, y un rayo de sol lleno de partículas de polvo se
reflejó en su blancura. Con gestos reverentes, Rius retiró cada pieza de la armadura
de exterminador, que tenía siglos de antigüedad, del sitio en que descansaba.
Mientras lo hacía, su vista apenas se demoró en las condecoraciones ganadas a lo
largo de las décadas de conflictos en un centenar de mundos. Sólo los más destacados
de los veteranos del Emperador lucían la Crux Terminatus.
La calavera alada que había tallada en el peto de la armadura daba fe de otra
victoria justa contra los enemigos de la humanidad. El Sello de Pureza que le habían
concedido los capellanes del Capítulo también estaba aún intacto. Su bendición, sin
duda, había sido la salvación de Rius: lo había mantenido con vida mientras el resto
de su escuadra era condenada a muerte como resultado de la intervención de los
malditos tiránidos dentro de la Thunderhawk. El orgullo se tornó tristeza al lamentar
la desaparición de sus hermanos de batalla. Ya no volvería a luchar a su lado nunca
más. El desafío al que iba a enfrentarse iría a buscarlo tanto por ellos como por el
Emperador y los pobladores de aquel planeta implacable.
—Ahora me gustaría quedarme solo —dijo el marine espacial al mismo tiempo
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que se volvía a mirar a Jeren—. Debo prepararme para la batalla.
***
Cuando Rius salió del granero, no se parecía en nada al hombre que había entrado en
él. Su cuerpo mortal estaba encerrado dentro del cuerpo metálico de un exterminador,
y tenía un aspecto en verdad poderoso. Se había puesto la armadura de sus ancestros
y había entonado las letanías de guerra. En ese momento, estaba preparado para
enfrentarse con su enemigo, y les dirigió la palabra a los atemorizados granjeros
reunidos en el exterior.
—En este día voy a enfrentarme con mi destino.
—¿Volverás? —preguntó Jeren.
Rius giró hacia el horizonte la cabeza cubierta por el casco. Aquella gente lo
había tratado con compasión, hospitalidad y amistad, y entonces podría por fin
pagarles la deuda que había contraído con ellos.
—Si el Emperador quiere. Si no, mi muerte servirá para el mayor de los bienes.
—¿Cómo te llamas, guerrero?
—Soy el hermano Rius de la Primera Compañía del Capítulo Ultramarines del
Imperio; ¡que nunca deje de existir!
—En ese caso, buena suerte, hermano Rius. ¡Que el espíritu del Emperador te
acompañe, como lo hacen nuestras bendiciones!
Rius le hizo un saludo militar al hombre que tanto había hecho por él, y luego se
detuvo un instante antes de marcharse.
—Jeren, ¿querrás hacer algo por mí?
—Por supuesto, amigo mío. Lo que quieras.
—Recuérdame.
Dicho eso, el ultramarine le volvió la espalda a la humanidad y se alejó por la
pista que lo conduciría desde la granja hasta la selva primitiva donde encontraría su
destino.
***
El hermano Rius se quedó inmóvil. Allí estaba otra vez el susurro entre la maleza
delante de él. Miró el sensor de movimiento. Sin duda, había algo allí, pero ¿sería su
presa u otro zorro arborícola? Hacía tres días enteros que perseguía a la bestia sin
descansar, siguiendo sus huellas desde la arrasada granja que entonces se encontraba
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a muchos kilómetros a sus espaldas.
Con gritos aullantes, el carnifex atravesó corriendo la maraña de frondas situada
ante Rius, hendiendo salvajemente la vegetación con sus cuatro brazos asesinos,
afilados como navajas. Por instinto, Rius lanzó a un lado su cuerpo recubierto por la
pesada coraza para apartarlo del camino de la criatura, y se hundió en la maleza.
Antes de chocar contra el suelo, su bólter de asalto ya vomitaba una andanada tras
otra de devastador fuego en dirección al enloquecido tiránido.
Sin dejar de gritar, el carnifex derrapó hasta detenerse y se volvió, dispuesto a
cargar contra Rius una segunda vez. El asesino aullante tenía bien merecido tanto su
nombre como la reputación que éste conllevaba. El penetrante grito del carnifex
bastaba para descorazonar al más resuelto de los hombres, mientras que sus brazos en
forma de hoz y duros como el diamante podían destrozar la armadura de ceramita de
Rius con la misma facilidad que su carne. El pelaje quitinoso era virtualmente
impenetrable para las armas normales, y la gran masa de su cuerpo redondo lo hacía
imparable cuando avanzaba pesadamente por cualquier campo de batalla.
«Éste debe de ser el último de su repugnante especie que queda en el planeta»,
pensó Rius. Lo habrían abandonado en aquel mundo, como le había sucedido a él,
tras la derrota de las fuerzas de la Mente Enjambre.
Cuando el marine espacial luchaba para ponerse de pie, casi maldiciendo al
abultado traje en que iba metido, el monstruo cargó otra vez. El carnifex se estrelló
contra el exterminador con la fuerza de un proyectil de mortero, le vació los
pulmones de aire y lo lanzó por el aire. Al descender, Rius partió las ramas de un
árbol y aterrizó en lo alto de una elevación abrupta y densamente poblada de bosque.
El ímpetu de la carga y el impulso subsiguiente de su propio cuerpo lo hicieron rodar
hasta caer por el borde y continuar a través de la maleza.
Se detuvo, por fin, al pie de la ladera, aturdido y gritando de dolor. ¡Aquello era
como luchar cuerpo a cuerpo con un tanque! Mientras hacía todo lo posible por
suprimir mentalmente el dolor, Rius se levantó. El impacto había averiado una
servoasistencia de la pierna izquierda del traje, así que caminaba con una marcada
cojera, que, además, lo enlentecía.
Se encontraba de pie en un claro situado al borde de una gran meseta y, al mirar
más allá del límite del despeñadero, vio el prehistórico territorio amortajado en el
humo que salía de lejanos volcanes tronantes. Abajo, en el amplio valle, y
parcialmente sepultados por una capa de cenizas, se distinguían los contornos
imprecisos de esqueletos alienígenas y cascos metálicos retorcidos. Allí era donde se
había ganado la batalla de Jaroth…, y donde tendría lugar el conflicto definitivo de
esa guerra.
Un alarido agudo acompañó el sonido de un cuerpo enorme que se abría paso
entre la vegetación hacia el marine espacial. El carnifex salió de entre los árboles
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como una exhalación…, y se detuvo. Un repugnante fluido color púrpura goteaba de
varios agujeros que tenía en el pecho, donde habían sido perforados el hueso y el
cartílago extremadamente duros. ¡Alabado fuese el Emperador: había logrado herir a
la bestia! No obstante, su entusiasmo se transformó en decepción casi al instante. La
hemorragia de sangre alienígena cesó, y ante sus propios ojos las heridas comenzaron
a cerrarse. ¡El carnifex estaba regenerándose!
Los hombros de la enorme criatura subían y bajaban como si el tiránido jadease, y
los ensordecedores gritos continuaron mientras el carnifex rascaba el suelo con sus
demoledores cascos óseos. Un crepitante campo de energía bioeléctrica onduló
alrededor de sus cortantes brazos y, mientras Rius la observaba, hipnotizado, la
criatura sufrió una violenta convulsión y una bola de plasma color verde brillante
emergió de sus fauces bordeadas de colmillos. Mientras el misil incandescente
permanecía atrapado en el campo energético de sus zarpas, el carnifex pudo
determinar en qué dirección lo lanzaría.
Rius se agachó cuando la abrasadora bola de plasma salió disparada hacia él. Sin
embargo, chocó contra la espalda del exterminador y bañó su armadura con verdes
llamas que la lamían. Al instante, la ceramita comenzó a crepitar y a disolverse. Aún
a salvo dentro del traje, Rius alzó su bólter, apuntó con cuidado y disparó. Fueron
tantos los proyectiles que rebotaron en el reforzado caparazón como aquellos que lo
atravesaron, y los que sí hirieron a la criatura no parecieron afectar en nada la
vitalidad sobrenatural del tiránido, cuyo decidido deseo de matar lo impulsaba a
continuar hacia adelante. Un nuevo dolor recorrió el sistema nervioso del ultramarine
cuando el bioplasma le llegó a la piel tras haber corroído la armadura. Rius se dio
cuenta de que había una sola cosa que podía hacer, y se preparó para ello. Cuando el
enloquecido monstruo corrió hacia él, se dispuso a recibir el impacto sin retroceder ni
un ápice. La distancia que los separaba mermaba con rapidez.
En el instante en que el monstruo se estrelló de cabeza contra él, Rius lo aferró
por la cintura. Pero no pudo contener el dolor y gritó cuando un dentado brazo curvo
le hendió la armadura y se le clavó en un flanco. En ese momento, el ultramarine se
encontraba cara a cara con el tiránido. Sorprendida ante la reacción de su enemigo, la
criatura perdió el control y tropezó; el impulso que traía los hizo rodar a ambos hacia
el precipicio que caía desde el borde de la meseta.
El enorme monstruo se encumbraba sobre Rius, que sufría náuseas a causa del
hediondo aliento del carnifex, cuyo rostro se encontraba a pocos centímetros de la
placa visora del casco. El marine podía sentir que la vida se le escapaba del cuerpo
con la sangre que perdía. Era entonces o nunca.
Con los últimos restos de las fuerzas que perdía, alzó el arma y metió el cañón
dentro de las fauces de la bestia; luego apretó el gatillo y vació el resto del cargador
dentro de la boca del carnifex. Algunas balas salieron por la parte posterior de la
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cabeza malformada de la criatura; otras rebotaron dentro del endurecido cráneo y
licuaron el diminuto cerebro.
Rius sabía que estaba a punto de morir, pero eso ya no importaba. Había
reclamado su honor e identidad, y había saldado la deuda que tenía contraída con
aquellas gentes que lo habían salvado de la ignominia. Gracias a esas personas, podía
morir como debía hacerlo un ultramarine. Atrapado en la presa del carnifex, no pudo
evitar que el enorme cuerpo de la bestia lo arrastrase consigo al caer por el borde del
precipicio. Trabado en aquel ineludible abrazo de muerte, el hermano Rius y el
tiránido cayeron al vacío. La batalla de Jaroth había concluido al fin.
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EN EL TORBELLINO
CHRIS PRAMAS
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de conversaciones semejantes—, ¿por qué estás aquí, en nombre del Emperador?
—¡Si fueras un verdadero marine espacial —tronó la voz de Arghun—, no
tendrías que preguntarlo siquiera! Estoy aquí porque me lo han ordenado. Es cuanto
necesito saber.
—Arghun, estoy cansado de pelearme contigo —replicó Sartak con un suspiro—.
Lo que te he dicho es la verdad. Hurón Blackheart está planeando un ataque a gran
escala contra un mundo imperial indemne. Si puedo encontrar a mi amigo Lothar en
la nave insignia de Blackheart, él podrá decirnos dónde tendrá lugar el ataque. —
Sartak había contado eso docenas de veces, pero por la expresión del rostro de
Arghun resultaba evidente que él no creía una sola palabra de sus afirmaciones. A
pesar de ello, Sartak se sentía impelido a pronunciar aquellas palabras con la sincera
esperanza de que fuesen verdad—. Entonces —concluyó el Garra Astral—, podremos
enviar una señal al resto de tu Capítulo y sepultar a Blackheart para siempre. —Hizo
una pausa, y después continuó—. Es decir, si alguna vez me quitas este inhibidor. —
De modo casi inconsciente, Sartak pasó los dedos por el pesado collar que le rodeaba
el cuello y, como siempre, no logró palpar juntura alguna. El Cicatriz Blanca, que lo
observaba con aire divertido, se echó a reír.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta ser el perro de Arghun, corsario? Es la única manera
de enseñarte disciplina y obediencia. —La sonrisa abandonó los labios de Arghun
con tanta rapidez como había aparecido—. Además, no puedo arriesgarme a que
alertes a todos tus amigos de los corsarios rojos antes de que lleguemos.
»En cualquier caso, ya estamos casi en el Torbellino —prosiguió Arghun—.
Recobrarás tus preciosos poderes muy pronto. —El Cicatriz Blanca se colgó el bólter
con renuencia, pero no apartó los ojos de Sartak—. Sólo intenta recordar lo que
significa ser un marine espacial y un codiciario.
—Juro ante el Emperador —declaró Sartak al mismo tiempo que fijaba sus ojos
en los de Arghun— demostrar la verdad que hay en mis palabras y restaurar el honor
de los Garras Astrales.
—En ese caso, que el Emperador sea misericordioso con tu alma, corsario.
***
Arghun y Sartak se encontraban de pie en el enorme y hediondo vientre metálico de
la gran nave de guerra de Hurón Blackheart. Rodeados por los corsarios rojos,
marines espaciales renegados de una docena de Capítulos, aguardaban a Blackheart.
Arghun se erguía con orgullo y fijaba una mirada desafiante en sus hermanos caídos
en desgracia, en tanto que Sartak se movía con incomodidad mientras buscaba un
rostro amistoso entre los presentes. Una niebla de humo de antorchas e incienso
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flotaba sobre la bodega, pero no podía ocultar las burlonas gárgolas que adornaban
las paredes. Desde allí, en medio de retorcidos candelabros de hierro y altares
salpicados de sangre, Hurón Blackheart lideraba a los corsarios rojos en su depravada
adoración de los repugnantes dioses del Caos. Sartak había oído los alaridos de
incontables víctimas en aquel oscuro templo, y esos recuerdos aún lo perseguían.
Los hombres de Blackheart eran exactamente como Sartak los recordaba. Esos
marines que en otra época pertenecieron a la elite del Emperador habían traicionado
sus juramentos y seguido a Hurón en la herejía. Los que en otro tiempo habían usado
su fuerza para proteger a los ciudadanos del Imperio, entonces usaban los mismos
salvajes poderes con el fin de ofrecerles víctimas a sus crueles dioses. En ese
momento, sus señores eran la sangre, el pillaje y el terror, y a Sartak le resultaba cada
vez más imposible creer que había sido uno de ellos. Al bajar los ojos para posarlos
sobre las marcas de los Garras Astrales que se desvanecían sobre su servoarmadura
—entonces no eran más que un débil recuerdo de su antigua gloria—, Sartak se
preguntó si aún quedaría algún honor que restaurar.
Reacio a mirar a los ojos a cualquiera de sus antiguos camaradas, Sartak recorrió
con la vista la gran bodega, y sus ojos fueron a posarse sobre las formas postradas de
los dreadnoughts de Hurón. Aquellas enormes máquinas de destrucción se hallaban
encadenadas entre las columnas rotas del templo central, como si sus cáscaras sin
vida pudiesen ser reanimadas en cualquier momento. No obstante, era tan sólo una
ilusión, ya que los sarcófagos que albergaban a los pilotos que daban vida a las
pesadas bestias se encontraban muy lejos de los dreadnoughts. Sartak sabía que se
hallaban alojados detrás del Gran Sello, bien encerrados dentro del templo de templos
de Hurón. Aunque los corsarios rojos entregaban a los desequilibrados y locos a una
existencia de tormento viviente dentro de sarcófagos metálicos, aún trataban a los
pilotos de los dreadnoughts con respeto reverente, tal vez porque el irracional poder
de éstos les recordaba a los corsarios sus propios dioses inhumanos.
Un silencio cayó sobre los marines del Caos reunidos, y Sartak oyó que se
acercaba Hurón Blackheart. Mientras viviera jamás olvidaría el ritmo particular del
pesado andar de Hurón, producto del disparo del rifle de fusión que había destruido la
mitad del cuerpo de aquel hombre. Los corsarios rojos se separaron ante su señor
cuando éste apareció a la vista. Blackheart era una figura enorme, mitad hombre y
mitad máquina. Su enorme armadura, corrupta burla de la coraza de un marine
espacial, estaba erizada de cuchillas y sierras. En lugar del brazo izquierdo, tenía una
enorme garra biónica, que se abría y cerraba de modo espasmódico, ansiosa por
desgarrar la carne de los vivos. El rostro destruido de Hurón irradiaba pura amenaza,
y sus ojos ardían con fuego atroz. El Sanguinario detuvo su atronador avance a pocos
pasos de los dos marines espaciales, y los midió con la mirada como un carnicero
podría estudiar a las reses preparadas para el sacrificio.
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—¡Sartak! —tronó la voz de Hurón—. La última vez que te vi estabas muerto en
el puente del crucero de los Cicatrices Blancas, y sin embargo te encuentro aquí.
Dime, ¿cómo estás aún vivo?
—Gran tirano —comenzó Sartak—, durante aquella salvaje contienda sólo perdí
el conocimiento a causa de un golpe. Los Cicatrices Blancas me hicieron prisionero,
pero no les dije nada. —El marine podía sentir cómo se le secaba la boca mientras las
mentiras bien preparadas acudían a sus labios. Continuó con premura, intentando
acabar antes de que la voz lo traicionase—. Este que está aquí, Arghun, me ayudó a
escapar y contratamos a un contrabandista para que nos trajese de vuelta al
Torbellino. Le dije a Arghun que tú siempre estás buscando hombres como él.
El deformado rostro de Hurón no evidenció emoción ninguna mientras su mirada
recorría al Cicatriz Blanca, y Sartak se sintió aliviado por no ser objeto de aquel
escrutinio. Sólo esperaba que el orgulloso Arghun pudiese fingir la humildad
necesaria para ganarse la confianza del tirano.
—Y tú, leal Cicatriz Blanca —dijo Hurón—, tú traicionaste a tus camaradas para
ayudar a Sartak a escapar. ¿Por qué te arriesgaste a acabar muerto para ayudar a este
humilde hechicero?
—Este miserable no me importa nada —le espetó Arghun con tono desafiante—.
Lo utilicé porque sabía que podía conducirme a tu presencia. —El Cicatriz Blanca
apenas inclinó la cabeza, gesto mediante el cual reconoció por primera vez el poder
del Sanguinario—. Y tú, señor, eres el único que puede ofrecerme refugio ante la
cólera de mis cobardes hermanos.
—Éste tiene arrestos —declaró Blackheart con una carcajada. Después avanzó
dos pasos hacia Arghun y lo aferró por el cuello con la malvada garra. Mientras la
sangre goteaba con gran lentitud desde la hambrienta pinza, el Sanguinario continuó
—. Dime, Cicatriz Blanca, ¿qué hiciste para merecer la cólera de tu Capítulo?
Arghun permaneció completamente inmóvil por temor a que un movimiento
repentino hiciera que la garra se cerrase.
—Gran tirano —respondió con voz estrangulada—, maté a mi sargento en batalla
porque ordenó la retirada. Los cobardes como él sólo merecen la muerte.
Blackheart guardó silencio durante un largo momento, y el único sonido que se
oyó en la sala fue la respiración cada vez más trabajosa de Arghun a medida que la
garra se cerraba poco a poco. Luego, ésta se abrió de golpe, y el Sanguinario
retrocedió, mientras Arghun suspiraba de alivio e inhalaba grandes bocanadas de aire.
También Sartak se relajó, ya que lo peor había pasado. Sabía lo despiadado que
podía ser Hurón con los reclutas potenciales, pero al parecer Arghun había superado
la prueba.
Hurón avanzó hasta Sartak y posó la mano que le quedaba sobre el hombro del
Garra Astral.
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—Hermano, has hecho bien. Ya sabes que tengo bajo mi mando muy pocos
hechiceros, y hemos lamentado tu pérdida. —Sartak, alerta ante cualquier engaño, no
detectó falsedad ninguna en las palabras del tirano—. Quiero que sepas que eres
bienvenido de nuevo entre los corsarios rojos. —La voz de Blackheart se hizo más
profunda al continuar—. Pero antes debes hacer algo por mí.
—¡Cualquier cosa, gran tirano! —exclamó Sartak al mismo tiempo que asentía
con un gesto de cabeza.
Blackheart apartó la mano del hombro de Sartak, desenfundó su pistola bólter y
se la tendió al Garra Astral.
—Mata al Cicatriz Blanca.
—Pero, gran tirano —tartamudeó Sartak—, él, bueno, él me ayudó a escapar.
—Te ayudó a escapar para que lo trajeras hasta aquí —respondió Hurón con tono
flemático—. Es un infiltrado que los Cicatrices Blancas han enviado para matarme,
sin duda. ¡Ahora coge esto y ejecútalo!
El tono de voz del Sanguinario no admitía discusión, al menos no si Sartak
deseaba conservar la vida. El marine tomó la pistola y avanzó con lentitud hasta
Arghun. El intransigente Cicatriz Blanca no le inspiraba ningún afecto, pero tampoco
quería ser su verdugo. Alzó la pistola y apuntó a la sien de Arghun. Al menos, su
muerte sería rápida.
—¿A qué estás esperando? —rugió el Sanguinario—. ¡Mátalo!
—¡Mata al traidor! —gritaron los corsarios rojos al unísono.
Arghun miró al Garra Astral y éste no vio ni rastro de miedo en su semblante.
—Adelante, corsario —dijo Arghun con calma—. Siempre supe que al final me
matarías.
Sartak apretó dos veces el gatillo. El Cicatriz Blanca murió sin emitir sonido ni
queja, y cayó con un resonante golpe sordo sobre el piso metálico de la gran bodega.
No sería la última vez que la sangre inocente manchaba el atroz suelo del templo de
Blackheart.
La sonrisa de Hurón Blackheart y su demente alegría fueron casi tan terribles
como su ira.
—Bienvenido a casa, Sartak. Has estado lejos durante demasiado tiempo.
***
Sartak avanzaba con rapidez entre los retorcidos corredores de la nave de guerra de
Hurón. Habían pasado dos días desde su regreso, y al menos parecía que podía
moverse libremente sin peligro. La pequeña flota del Sanguinario atravesaba en esos
momentos el Torbellino hacia un destino desconocido. Reinaba una gran emoción
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entre los corsarios rojos, ya que Hurón Blackheart había prometido botín y sangre en
abundancia. Sartak procuraba aparentar serenidad mientras recorría la nave en busca
de Lothar. A esas alturas, su amigo ya debía haber descubierto dónde tendría lugar el
ataque, ya que se había ganado un puesto dentro del círculo más íntimo de Hurón. Sin
embargo, el hombre no se hallaba en sus dependencias, ni tampoco estaba en la
cocina, por lo que Sartak se veía obligado a vagar por la enorme nave casi al azar,
con la esperanza de encontrar a su amigo antes de que fuese demasiado tarde.
El Garra Astral se encontró adentrándose cada vez más profundamente en las
entrañas de la laberíntica nave. Los corredores olían a sangre rancia, y comenzó a ver
huesos y calaveras que sembraban los pisos de rejilla. Aquélla era la parte de la nave
que estaba en manos de los seguidores de Khorne, y Sartak solía tomarse grandes
molestias para evitarla. No obstante, entonces tenía que encontrar a Lothar, y ése era
uno de los pocos lugares donde no había buscado.
Hacía casi una hora que Sartak no veía a nadie, y eso sólo contribuía a aumentar
su agitación; podía sentir que estaba sucediendo algo. De pronto, oyó alaridos lejanos
procedentes de algún lugar situado ante él, y el corazón le dio un vuelco. A medida
que avanzaba, podía oír los rugidos de una multitud que gritaba: «¡Sangre para el
Dios de la Sangre!». Al fin, Sartak salió a la amplia bodega de carga y se detuvo,
alarmado. Todos los seguidores de Khorne se habían reunido en un círculo de colores
carmesí y dorado en torno a dos combatientes. Incluso por encima de los alaridos que
pedían sangre, Sartak pudo oír el zumbido característico de un hacha sierra, y supo
con absoluta certeza que aquél no era un combate corriente.
Tras abrirse paso entre los frenéticos guerreros, Sartak llegó por fin hasta los
combatientes y se confirmaron sus peores temores. En el centro del círculo se
encontraba Lothar, desnudo de cintura hacia arriba y armado con una espada sierra.
Su oponente era Crassus, un ultramarine renegado, que era el campeón escogido por
Khorne entre los corsarios rojos. Moreno y nervudo, Lothar era un luchador
experimentado sin duda, pero Crassus, una cabeza más alto que su oponente, era un
psicópata que tenía las manos tintas en sangre; había pocos que lo igualaran en el
combate cuerpo a cuerpo.
«Esto no es ningún duelo», pensó Sartak, ceñudo. Se trataba de un asesinato sin
más.
—¡Khorne exige un sacrificio! —entonaban los bersekers con voz salvaje—.
¡Sangre! ¡Sangre para Khorne!
—¡Lothar! —gritó Sartak, e intentó abrirse paso a través del anillo de bersekers
sedientos de sangre; pero media docena de brazos lo sujetaron.
Lothar lo vio, sin embargo tenía toda su atención concentrada en mantener a
Crassus a distancia. El hacha sierra del demente guerrero golpeaba la espada sierra de
Lothar y hacía retroceder al cansado guerrero con cada impacto. Sartak observó que
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Lothar sangraba por numerosas heridas. Cada vez que paraba un golpe, el marine lo
hacía con un poco más de lentitud, mientras que parecía que Crassus se hacía más
fuerte con cada acometida. Cuando los alaridos que reclamaban sangre llegaron a un
tono frenético, Crassus rugió y arrancó de un golpe la espada sierra de las manos de
su oponente; con el mismo movimiento ininterrumpido, clavó el hacha sierra en el
pecho de Lothar. Las girantes cuchillas del hacha sierra abrieron el pecho de Lothar,
que profirió alaridos de dolor mientras su sangre caliente salpicaba al berseker
enloquecido.
—¡Sangre para el Dios de la Sangre! —rugió la multitud, que luego levantó en
vilo al escogido de Khorne y continuó rugiendo—: ¡Crassus! ¡Crassus!
—¡No! —gritó Sartak, que corrió hasta donde yacía, olvidado, su amigo
agonizante.
Lothar estaba tendido de espaldas con el pecho destrozado, pero aún vivía, y
Sartak se arrodilló junto a él.
—Perdóname, Lothar —le dijo—. No pude encontrarte.
—Me han… descubierto —jadeó Lothar con los labios cubiertos de espuma
sanguinolenta—. Pero el ataque…, el ataque será contra Razzia. Que el Emperador
nos redima…
Su cuerpo destrozado sufrió una última convulsión y quedó inmóvil. En torno a
Sartak, los bersekers de Khorne aullaban en su salvaje celebración. Al cabo de poco
rato, se pusieron a luchar furiosamente entre ellos mismos, enloquecidos por la vista
y el olor de la sangre recién derramada. Sartak aprovechó la carnicería para deslizarse
de vuelta a la acogedora oscuridad.
***
Sartak se encontraba sentado a solas en sus dependencias, aún manchado por la
sangre de su único amigo. Tanto Lothar como Arghun habían muerto, y sabía que
acabar con Hurón Blackheart dependía de él solo. El Garra Astral se estremeció de
furia apenas contenida al pensar en el cuerpo sin vida de Lothar y en su propia caída
en desgracia ante el Emperador.
La sangre de Sartak ardía en deseos de venganza contra Blackheart, pero una
vocecilla interna le susurraba que esperase. Reliquia de sus tiempos de bandido o
claro signo de locura inminente, la voz tentaba a su alma y la regañaba. «¡Sería tan
fácil —le decía—, permanecer con Blackheart y continuar siéndole leal!»
«¡Sí, sería tan fácil!», reflexionó Sartak. Pero había seguido el sendero más
sencillo durante demasiados años. Sartak recordaba aquellos oscuros días en Badab,
cuando Hurón había envenenado el alma de los Garras Astrales contra el Emperador.
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Sartak, leal al Señor de su Capítulo, como debía serlo un marine espacial, lo siguió en
la herejía. No obstante, los años de bandidaje habían tenido su efecto sobre el
guerrero en otros tiempos idealista. Como un hombre dormido al que despiertan de
una sacudida, Sartak había abierto los ojos y había visto la depravación y corrupción
del hombre que en otra época fue conocido como el Tirano de Badab. Con aquel
despertar repentino, Sartak se dio cuenta de que había un solo camino para reparar su
traición al Emperador.
—Si tengo que añadir mi propia sangre a las de Lothar y Arghun —gruñó en voz
alta—, que ésa sea mi penitencia. —Inspiró profundamente y aquietó los latidos de su
acelerado corazón. Había llegado el momento de acabar con lo que había empezado.
El Garra Astral se arrodilló en el piso y sacó una bolsa de tela de entre los
pliegues de su camastro. Metió la mano dentro y extrajo el tarot imperial. La
parafernalia mágica que atestaba su camarote era sólo para cubrir las apariencias,
simples trastos supersticiosos. Hurón se sentía extrañamente orgulloso de sus
hechiceros, y Sartak se vio obligado a representar ese papel. Varas rúnicas, cráneos
talismán e iconos ancestrales yacían esparcidos al azar, herramientas de su obsceno
oficio.
Entonces, lo único que necesitaba Sartak era la pureza del tarot para comunicarse
con la nave del Capítulo Cicatrices Blancas, que describía círculos en torno al
Torbellino en ansiosa espera de su mensaje. Había llegado el momento de que
volviera a asumir el manto de marine espacial, bibliotecario y Garra Astral.
Sartak mezcló el tarot. Se concentró y sacó tres cartas de la parte superior de la
baraja, que depositó boca abajo. Con la respiración contenida, las volvió una a una.
¡Horror! Ante él se encontraban invertidos el Emperador y el Eclesiarca; también
estaba la Torre.
Sartak reprimió la conmoción de un augurio tan nefasto como aquél, y se recordó
a sí mismo que no estaba adivinando, sino forjando nuevamente las líneas de
comunicación interrumpidas mucho tiempo antes. Mientras intentaba olvidar los
horribles portentos así revelados, Sartak se concentró en la Torre. Mientras entonaba
palabras en voz baja, visionó la Torre a lo lejos, al otro lado de una gran ola de
disformidad. Entonces, proyectó su mente hacia el exterior y cayó en un profundo
trance.
Mantuvo en todo momento la Torre en primer término mental mientras buscaba al
espíritu del bibliotecario de los Cicatrices Blancas, que sabía que estaba esperando.
El espacio disforme lo abrazó como hacía siempre, consolándolo como una madre
mientras intentaba absorberlo hacia su seno. Él llegó más y más lejos, allende las
farfullantes hordas de demoníacas criaturas que imploraban por poseer su alma, y
luego, por fin, la sacudida del contacto. A través del espacio disforme sus mentes se
unieron, y en un instante todo concluyó.
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—Razzia —entonó—. El ataque caerá sobre Razzia.
Una vez transmitida la información, Sartak interrumpió el contacto y voló a través
del vacío hasta la seguridad de su propio cuerpo. Había terminado.
Antes de que Sartak pudiese siquiera levantarse, se oyó un impacto demoledor, y
la puerta de su camarote se hundió hacia el interior. De pie, en la entrada, apareció
Hurón Blackheart, flanqueado por la alta figura cadavérica de Garlón Comealmas, el
más poderoso hechicero del tirano.
Sartak se levantó de un salto, y el tarot imperial se desparramó por el piso.
—Gran tirano, no te esperaba —tartamudeó con premura, sabedor de que el tarot
le había revelado el futuro, a pesar de todo.
—No, supongo que no me esperabas —respondió Hurón entre carcajadas. El
Señor del Caos se encogió de hombros mirando al hechicero corrupto—. Garlón me
dijo que has estado comunicándote con los Cicatrices Blancas…, y quise venir a darte
las gracias personalmente.
—¿Dar…, darme las gracias, mi señor? —Sartak dejó que su mano se posase
sobre el puño de la espada de energía, aunque mantuvo la misma fingida actitud de
servilismo durante unos instantes más.
—Sí, Garra Astral, ya lo creo que sí. —El gran tirano le sonrió con aire malicioso
—. Quiero darte las gracias por decirles a los Cicatrices Blancas que atacaría Razzia
—continuó Hurón, cuyas palabras destilaban ironía—. Ha sido una conmovedora
demostración de lealtad mal dirigida. —La voz del corsario rojo se elevó hasta ser un
gruñido atronador, y señaló a Sartak con su garra de combate—. ¡En especial si
consideras que he cambiado de opinión!
—¿Cambiado de opinión? —jadeó Sartak, desconcertado—. ¿Qué…?
—Bueno —respondió Hurón mientras agitaba una mano con gesto indiferente—,
no; la verdad es que he mentido. En realidad, no cambié de opinión en ningún
momento… Jamás pensé en atacar Razzia.
Sartak comprendió que le habían tendido una trampa, y aferró con fuerza la
espada de energía.
—Corrupto, malvado… ¿Qué quieres decir?
El tirano se echó a reír como un demente ante aquella demostración de valentía y,
junto a él, Garlón aplaudió a modo de burla cortés.
—En realidad, nos dirigimos hacia Santiago. —Blackheart hizo una pausa para
permitir que el otro comprendiera la espantosa realidad—. Gracias a ti, sin embargo,
los Cicatrices Blancas se encontrarán muy lejos cuando los corsarios rojos caigan
sobre el indefenso planeta. —El tirano volvió a sonreír, obviamente deleitado por la
expresión de terror del Garra Astral.
Sartak retrocedió dando un traspié, abrumado por la enormidad de lo que había
hecho.
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—¿Santiago? Pero ¿por qué? —susurró, horrorizado—. Allí no hay nada que
robar; es un mundo agrario que carece por completo de importancia militar.
Garlón se frotó las huesudas manos con gesto anhelante, y su húmeda lengua
lamió los finos labios, un ademán de expectación ante algún placer futuro.
—¡Ah!, pero en eso estás equivocado. Hay una cosa que Santiago posee —
declaró Hurón con deleite mientras palmeaba la espalda de Garlón—. Santiago tiene
millones y más millones de ciudadanos indefensos.
Garlón rio con incontenible placer; los ojos se le pusieron en blanco y formó
silenciosamente con los labios las palabras sangre y calaveras.
Hurón rio con tono burlón, y Sartak sintió que una furia fría le consumía el alma.
—¿Y qué crees tú —continuó el tirano— que sucedería en el espacio disforme,
mi leal hechicero, si yo ofreciera la sangre de mil millones de víctimas en una sola
noche?
—¡Carnicero! —gritó Sartak—. ¡Te he seguido, he confiado en ti, y me has
conducido directamente al infierno! —Mentalmente, encomendó su alma al
Emperador, pues sabía qué debía hacer—. ¡En nombre de todo lo sagrado, esto
acabará aquí! —bramó, al mismo tiempo que desenvainaba la espada de energía y
cargaba contraf el Sanguinario, aullando de furia.
Hurón Blackheart recibió la carga de Sartak con un alarido de deleite, y paró la
espada de energía con su enorme garra metálica. La espada, que latía con energía
psíquica, desprendía chispas y chirriaba al luchar para partir en dos la garra, pero la
tecnología prohibida que alimentaba la garra del tirano demostró que era demasiado
poderosa y, tras largos momentos de forzar al máximo tendones y músculos, Sartak se
vio obligado a apartar la espada.
Sartak retrocedió tanto como pudo en los limitados confines del camarote, y
entonó una rápida plegaria tranquilizadora antes de concentrar su mente para lanzar
una andanada psíquica contra la conciencia enferma de Blackheart. La energía
justiciera rugió dentro de él, y el rayo salió disparado, claro y certero.
Pero Garlón Comealmas, impregnado de las negras energías del Caos, rechazó el
ataque con una sacudida indiferente de una muñeca esqueléticamente flaca, mientras
reía por lo bajo con perverso placer.
—De eso nada, Sartak. —Su voz rezumaba burla dentro de la mente del marine
—. Adiós, querido traidor nuestro.
El Sanguinario se aproximó a Sartak mientras la retorcida risa de Garlón
continuaba sonando dentro de su cráneo. Ya no quedaba tiempo para trucos psíquicos.
Cuando el tirano atacó con todo el poder de que disponía, el Garra Astral apenas
pudo contener la girante hacha de energía y la despiadada garra. Sartak sujetó la
espada de energía con ambas manos en un intento de mantener alejado a Hurón
mediante grandes mandobles de la mortal hoja.
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Hurón no estaba dispuesto a que le negasen la sangre. Con un grito de furia y
amarga satisfacción, el tirano lanzó la espada de Sartak contra la pared y la mantuvo
inmovilizada con su hacha. La espada permaneció quieta durante apenas unos
segundos mientras Sartak intentaba en vano liberar la destellante arma; pero ese
tiempo bastó para que Blackheart cerrase su enorme garra sobre las muñecas
desprotegidas de Sartak.
Con una sonrisa malévola, el Sanguinario cerró la garra, lo que produjo un
espantoso crujido. Aullando de dolor, Sartak cayó de rodillas mientras se
contemplaba con horror los muñones sangrantes.
Hurón se erguía sobre Sartak y observaba con desdén al desdichado que se
encontraba a sus pies.
—Ahora te gustaría morir, ¿no es cierto, tú, el último de los Garras Astrales?
Sartak se negó a responderle. Contemplaba la sangre que se le escapaba con cada
latido del corazón, sabedor de que había fracasado por completo.
Blackheart caminó alrededor de la figura postrada de Sartak, pisoteando las cartas
del tarot que aún estaban sobre el piso.
—Pero la muerte de un héroe no es la que te corresponde —se mofó mientras se
inclinaba hasta que su rostro de impúdica sonrisa quedó ante el semblante
ensangrentado de Sartak. Éste gimió en voz alta, pero no logró mirar a los ojos al
tirano—. No, no habrá redención para ti, Sartak. —El tirano profirió un aullido de
regocijo—. En cambio, te haremos el regalo más grande que pueda desear un Garra
Astral.
Mientras reía de deleite, Hurón Blackheart se volvió a mirar al hechicero que
hacía cabriolas.
—Llévatelo, Garlón, y haz de este desgraciado un héroe del que se pueda uno
enorgullecer.
La mente de Garlón salió al exterior y atravesó las debilitadas defensas de Sartak,
y éste se precipitó en las tinieblas.
***
Sartak despertó en medio de una oscuridad absoluta, indecible. Sorprendido de estar
con vida, intentó levantarse, moverse, pero descubrió que no podía. Al forzar las
extremidades, lentamente se dio cuenta de que su cuerpo estaba invadido por agujas,
y unos alambres desconocidos se entretejían en torno a sus miembros. Una especie de
máscara le cubría el rostro. Sartak intentó hablar, pero se atragantó con los numerosos
tubos que le habían metido a través de la garganta. Presa del pánico, quiso proyectar
su mente hacia el espacio disforme; sin embargo, sus poderes habían sido suprimidos.
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Tras lo que parecieron largas y desesperadas horas de lucha ciega en la oscuridad,
Sartak se quedó tendido en las tinieblas a la espera de que Hurón llegase muy pronto
para burlarse de él. Sartak aguardó y aguardó, aislado de las sensaciones y tal vez del
tiempo mismo. «¿Cuánto hace que estoy en estas condiciones? —se preguntó—.
¿Horas? ¿Días?». El tiempo había perdido su significado.
Pero Hurón continuaba sin aparecer. «¿Qué me habéis hecho? —gritó en silencio
el aterrorizado bibliotecario—. ¿He sido lanzado al vacío del espacio dentro de una
cápsula de salvamento? ¿Caeré eternamente a través de la nada? ¿Cómo puede eso
convertirme en un héroe?»
Su mente rebuscaba por todas partes en un intento de hallar alguna respuesta,
pero no servía de nada. Nada tenía el más mínimo sentido.
En un destello de lucidez, toda la situación se aclaró. Sartak recordó la única vez
en que atravesó el Gran Sello. Recordó haber visto a los miembros dementes de los
corsarios rojos encerrados para siempre en ataúdes de Adamantium, sellados dentro
del Gran Templo hasta el momento de la batalla.
Sartak sabía que el sistema de soporte vital de un dreadnought podía mantener
vivo a un hombre por tiempo indefinido, pero ¿y si el sarcófago no era nunca
conectado al interior de un dreadnought? ¿Y si encerraban allí al hombre y lo dejaban
para que se pudriera durante toda la eternidad? ¿Qué, entonces?
Sartak intentó con desesperación pensar en otra posible explicación para la
situación en que se hallaba, pero la lógica era fría e ineluctable. La conmoción de
horror estalló en su conciencia con una fuerza imparable. Ni siquiera pudo gritar
cuando la cordura lo abandonó.
En la gélida oscuridad del Torbellino, la flota de Hurón Blackheart surcó el
espacio con destino al condenado Santiago. El Sanguinario iba camino de ofrecerles
mil millones de almas a los dioses oscuros del Caos.
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LA GRACIA DEL EMPERADOR
ALEX HAMMOND
Las ardientes llamas saltaban hacia las alturas, formando largas sombras sobre la
bóveda. El frío suelo en el que se posaban sus pies no resultaba reconfortante. Ropas
ligeras adornaban su cuerpo, o más bien pendían de él, y le aportaban poco abrigo.
Streck miró hacia la oscuridad y sus ojos se esforzaron por penetrar las tinieblas. Por
encima y alrededor de él, un pesado silencio sofocaba cualquier cosa que se atreviese
a alterar la quietud.
Oyó un ruido. Streck se volvió, mientras sus ojos cargados de sueño todavía
intentaban enfocar un blanco entre las danzantes sombras.
Las llamas se avivaron y adquirieron una vida monstruosa; la oscuridad de los
rincones mermó hasta revelar la forma de la estancia. Altos soportes arqueados
sostenían un techo de alturas inimaginables. Lustrosas tuberías de acero canalizaron
las llamas hasta el corredor y su luz dejó a la vista a un hombre ataviado de negro,
cuyo abrigo estaba salpicado de condecoraciones militares. Se hizo audible un
zumbido suave, algo que había estado presente durante todo el tiempo y que resonaba
a través de los pasillos.
El hombre de ojos oscuros y envuelto por el abrigo y la sacra insignia del Culto al
Emperador se acercó. Las llamas aumentaron y arrojaron luz sobre el enorme lexicón
que tenía el sello imperial grabado a fuego sobre la cubierta. El hombre moreno
avanzó un paso y abrió el libro; las páginas reflejaron la danzante luz sobre su rostro,
y Streck se miró a sí mismo. Los corredores estallaron en llamas. El zumbido se
volvió penetrante y lanzó a Streck a la aullante conciencia de una zona de guerra.
Ululantes sirenas de ataque. Una estrecha camilla. Pistola bólter en la mano.
Streck se levantó, se alisó el uniforme de comisario, se puso la gorra de visera en la
cabeza y subió la escalera corriendo hacia su puesto de mando.
Quietud. El cri-cri de los grandes insectos cornudos había cesado al comenzar el
bombardeo. El teniente Lownes aún podía ver las alas multicolores como vitrales que
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se agitaban mientras las criaturas volaban a velocidad desesperada entre los espesos
grupos de mangles.
—Tienen la inteligencia de un gato —le susurró Lownes al joven guardia que se
encontraba a su lado.
—¿Señor?
—Esos insectos tienen la inteligencia de un gato, soldado. —Un par de
caleidoscópicas alas pasó muy cerca sobre la cabeza del hombre, y éste alzó su rifle
láser.
—Tranquilo, hijo; sólo está echándote una mirada.
Olstar Prime era una reciente colonia imperial situada en una zona del espacio sin
reclamar; un planeta selvático, rico en profundos yacimientos minerales y petroéteres.
El teniente Lownes y su escuadra habían sido llevados especialmente hasta allí desde
Catachán. El clima y el terreno eran similares, por lo que los altos mandos se
figuraron que serían perfectos para contribuir a la defensa de la principal instalación
de la colonia. El problema radicaba en que lo perfecto necesitaba apoyo de tierra,
fuego de cobertura y granadas eficaces, pertrechos que los últimos elementos
funcionales de la Quinta Guardia de Valis y la guarnición local de Olstar Prime se
vieron en apuros para proporcionarles cuando la palabra eldar crepitó a través de las
ondas de radio.
—Las órdenes son claras. Estamos aquí para destruir a su comandante y debilitar
su posición. La guarnición local y los colonos intentarán mantener a raya al grueso de
sus fuerzas —les susurró Lownes a los miembros de su escuadra que se encontraban
apiñados en las menguantes sombras de los mangles. El calor y la niebla habían
cubierto los fornidos brazos y los cuchillos de combate con una húmeda película
lustrosa.
—¿Así que los rumores son ciertos? —dijo el sargento Stern, mientras apartaba a
un insecto de su mochila con el revés de una de sus voluminosas manos.
—Sí, nos enfrentamos a los eldar. Nadie ha entrado aún en contacto con ellos, tal
vez debido a algo relacionado con su tecnología, pero no cabe duda de que están ahí
afuera. Esos diablos alienígenas tienen aterrorizados a los colonos mientras que las
fuerzas de defensa local no sienten ningún gusto por la batalla… Aunque el hecho de
encararme con esas armas de hechicería tampoco a mí me resulta atractivo.
—Catapultas Shuriken, señor.
—¿Cómo? —Lownes alzó los ojos y recorrió a sus hombres con la mirada.
—Señor. —Era el guardia imperial nuevo, un joven obstinado, con el pelo muy
corto—. Catapultas Shuriken; usan impulsos magnéticos y disparan discos giratorios.
Con horror burlón, Lownes trazó un signo mágico en el aire.
—No sabía que teníamos entre nosotros a un experto en los eldar. ¿Qué clase de
hereje es usted? —Se echó a reír, y una nube de insectos se elevó de los helechos que
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lo rodeaban—. Me alegro de tenerlo aquí. —No se oyó ni siquiera una risa contenida
entre los miembros de la escuadra. Sentían aprensión, y Lownes lo sabía—. Hagan un
buen trabajo y saldremos con bien de ésta, si el Emperador quiere. Los veré a todos
en el campamento base.
Los soldados de jungla aferraron cada uno el antebrazo del compañero que tenían
más cerca, en una breve manifestación silenciosa de camaradería.
—Muy bien —declaró Lownes tras soltar el brazo del joven soldado—.
Pongámonos en movimiento.
***
Los bulbosos mangles permanecían inmóviles, ya que eran las únicas cosas con la
suficiente sensatez para no hacer el intento de moverse en aquel cenagal. Lownes
condujo a su escuadra hasta ponerse a cubierto tras un grupo de árboles envueltos en
enredaderas. Los troncos espinosos arañaban la piel descubierta de los soldados. Un
cóctel de medicamentos de combate restañaba todas las heridas que no fuesen las más
extremas. Muchos soldados habían vivido para ver cómo amanecía otro día gracias a
la potencia de las pociones de los químicos imperiales.
Un chapoteo en el agua procedente del flanco izquierdo de la escuadra despertó
los aguzados reflejos y los dispuso para la acción. Con movimientos tan silenciosos
como el caer de la noche, Stern alzó su rifle láser. Lownes cogió la mira infrarroja, y
a través de ésta vio un eldar con una larga arma estriada, parecida a una pistola, sujeta
a la armadura de acero que cubría su delgado cuerpo. Se movía con gracilidad por el
agua; parecía que los pantanos tenían poca repercusión sobre sus movimientos. Del
respirador del alienígena salían suaves sonidos discordantes, como los de un viento
espectral. Dos, tres…, cuatro en total. Dado que su escuadra era más numerosa y no
los habían visto, Lownes tenía ventaja sobre ellos. Sin embargo, sus hombres se
estremecieron cuando los seres aparecieron a la vista.
Tres bruscos gestos de su comandante, y la escuadra entró en acción. Lownes
quitó el seguro a dos granadas y programó el temporizador para que detonaran con
retardo. Cayeron al agua junto a los dos eldar que iban en cabeza, y uno de ellos se
aproximó a las ondas que se habían originado en el agua y alzó la vista para calcular
de dónde procedían. Perdió un segundo que fue decisivo. Las granadas de
fragmentación estallaron ruidosamente sobre el pantano, y las ardientes armaduras
corporales con la carne pegada al metal cayeron salpicando agua en torno a la
escuadra de Lownes. Las olas recorrieron el manglar y los soldados de jungla saltaron
hacia el espeso humo mientras los eldar que restaban arrojaban al aire zumbante
muerte desde sus catapultas Shuriken.
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Corteza de árboles y follaje quemado caían al silencioso mundo del pantano
cuando Lownes nadaba entre las sombras hacia los desprevenidos eldar. Lo seguía la
mitad de la escuadra, y las burbujas de su respiración que ascendían a la superficie
eran el único rastro de su avance. Con la espada sierra girando, Lownes rompió la
superficie; la escuadra lo siguió al mismo tiempo que efectuaba disparos controlados
con los rifles láser contra la masa de guerreros acorazados que los rodeaban. Los
dientes afilados como agujas de la espada mecánica de Lownes alcanzaron a un eldar
y le cercenaron la muñeca y el arma en un solo movimiento continuo.
Los alienígenas retrocedieron ante la superioridad numérica de los soldados de
jungla y se situaron detrás del más alto de los suyos, vestido de modo diferente, con
flotantes ropones y un casco extrañamente alargado. En su rostro relumbraban un par
de ojos verdes. La figura alzó una mano, y un rocío de fuego láser procedente de los
restantes eldar se canalizó en un único rayo que barrió a los soldados de jungla. Stern
y otros cuatro hombres cayeron ante él, con las placas de identificación y la carne
fundidas en una sola masa. El resto de la escuadra se lanzó fuera de la línea de fuego
y halló un precario refugio tras los mangles que quedaban en pie. Sobre el campo de
batalla cayó la quietud.
—Su jefe es…, es un psíquico —tartamudeó el guardia imperial nuevo,
dirigiéndose a Lownes.
—Eso creo, hijo. —Con expresión ceñuda, Lownes luchó para reprimir el efecto
de las drogas que corrían por su sangre y lo impelían a una acción mortal contra los
eldar—. No tiene importancia; son todos iguales cuando están muertos.
«Por la pureza del Imperio, de obra y de pensamiento, permite que mi cuerpo sea
una máquina de guerra. Que la valentía sea mi compañera y que nunca me abandone,
ni siquiera en la hora más oscura. La sangre derramada en nombre del Emperador es
gloria; el miedo es la muerte del valor y la muerte para mí».
El comisario Streck rezaba mientras miraba desde la base de combate hacia la
jungla que se extendía a sus pies. En las aguas someras, flotaba brea, que
resplandecía con la deslumbrante luz de los disparos de láser para mostrar la muerte
de más guardias imperiales. Los alaridos de los agonizantes resonaban en las colinas
bajas. Muchos miembros de la Quinta Guardia de Valis morirían ese día en la batalla
y lo harían por el Emperador. Los muertos se encontraban ya en su propio reino y
tenían sus propios jueces. No correspondía a Streck juzgar a los difuntos, sino
comandar a los vivos y ocuparse de que se comportaran con valentía. Su cometido era
breve y concreto: guiar espiritualmente, instilar valor y condenar el miedo. La
victoria era improbable.
Un cohete hendió sonoramente el aire y colisionó con la plataforma de acero
sobre la que se encontraba Streck. El comisario se aferró a la barandilla, pero ésta se
soltó por tener las sujeciones oxidadas. Streck cayó hacia atrás y rodó hasta el borde
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de la plataforma. Debajo de sí pudo ver cómo los viles eldar se aproximaban. La línea
de bases que actuaba como primera defensa, por encima de la enmarañada selva,
estaba cayendo. Los nervudos brazos de Streck se esforzaron al máximo y sus
músculos se estremecieron mientras volvía a izarse hasta la plataforma.
El comisario dio traspiés entre los humeantes escombros de los niveles inferiores
de la base para echar un vistazo a los cuerpos y administrar la gracia del Emperador a
aquellos que no podían salvarse. Se encaminó hacia los soldados restantes, que se
encontraban apiñados debajo de los soportes principales de la base de combate. En
sus ojos se evidenciaba un terror que les contraía las pupilas hasta convertirlas en
meros puntos; manos temblorosas dejaron caer al suelo los rifles láser. Debido al
humo, aún no lo habían visto.
Uno de los guardias imperiales se puso de pie y salió, tambaleante, del bunker.
Streck rezó para que volviese atrás, pues el miedo era el enemigo del hombre; detenía
su arma en medio de la cólera y diluía su potencia.
—Declare su nombre y rango, soldado.
El soldado, con paso inseguro, se volvió en el momento en que Streck salía de los
humeantes escombros.
—Yo…, eh…, necesito un médico. —El guardia imperial parpadeó con ojos
turbios cuando el abrigo y la gorra negra del comisario imperial aparecieron ante sus
ojos.
—¿Nombre y rango?
—Retner Ganch, guardia imperial, de la Quinta Guardia de Valis. —Las palabras
cayeron como gotas de los labios de la silueta de hombros caídos.
—¿Sabe cuál es el castigo por deserción?
—No puedo luchar…; he perdido el rifle, he perdido los dedos. —Ganch se
apretaba con fuerza el extremo de un muñón ensangrentado.
—Y cada uno que le haya vuelto la espalda a la batalla tendrá la muerte, porque
ya están muertos como armas del Emperador y ya no podrán ingresar en sus salones
de gloria. —Mientras Streck pronunciaba esas palabras, el guardia imperial cayó de
rodillas y las lágrimas manaron como ríos de sus ojos inyectados en sangre—. Aún
peores son aquellos que demuestran miedo ante el juicio, porque ellos en la muerte no
tendrán ni orgullo ni gloria.
El comisario Streck alzó su pistola hacia la cabeza del guardia y se apartó de
modo que la sangre del desertor no le manchara la ropa.
—Si tenemos que morir, moriremos con valor. —Streck se volvió y les gritó a los
hombres restantes. Un nuevo cohete impactó contra la base destrozando tanto el
plastocemento como las placas de blindaje; pero él no retrocedió—. El Emperador
recompensa a quienes demuestran valentía. Se reunirán con él en los salones y sus
nombres serán inscritos para toda la eternidad en los anales de nuestros héroes.
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Streck dirigió los ojos hacia los rostros de los hombres que se encontraban ante él.
Eran todos jóvenes, ninguno tenía más de dos décadas de edad, y le devolvían una
mirada fija. Los cascos producidos en serie quedaban holgados sobre sus cabezas;
casi siempre se ajustaban de modo imperfecto y era necesario sujetarlos firmemente
con las correas para que proporcionasen alguna protección. Con ojos de mareo y en
silencio, los guardias permanecían sentados sobre el fango sin hacer nada. Streck
estaba enfermo de rabia. Aquellos hombres ni siquiera habían atisbado a los
alienígenas que los atacaban, y sin embargo estaban aterrorizados.
—¿Acaso no temen la muerte de los cobardes? No hay lugar para ellos. Serán
desdeñados y odiados por los demás hombres, por no haber luchado por el bien de la
humanidad. ¡Permanecen echados con las rodillas flojas y estupefactos mientras las
armas demoníacas de los eldar se acercan con cada segundo que pasa, transformando
los últimos momentos de su vida en los de un cobarde!
Streck disparó su pistola hacia uno de los temblorosos guardias imperiales. Un
breve alarido fue cuanto pudo emitir antes de desplomarse de cara al suelo, donde el
casco cayó al fango cubierto de sangre.
Entonces, las manos temblorosas prepararon las armas y comenzaron a disparar
rápidas descargas de fuego láser a través de las troneras de las partes del búnker que
quedaban en pie. Streck, complacido, se instaló contra una viga de soporte y se puso
a disparar hacia la maleza al mismo tiempo que rezaba para que sus disparos fuesen
certeros. Sabía que los estaban rodeando, pues podía percibir a los atroces seres que
se reunían en los pantanos en torno a ellos. Se aproximaba el ocaso y renovarían el
ataque al llegar la noche, dado que sus ojos alienígenas les permitían ver en la
oscuridad.
***
Lownes, metido hasta las rodillas en las aguas del pantano, jugaba con su última
granada entre los dedos.
—No pueden prestarnos apoyo ninguno. Los Basilisk están ocupados buscando a
su principal fuerza de choque —dijo el guardia imperial nuevo mientras cerraba la
consola de comunicación.
—Necesito cobertura, muchachos, y que sea buena. —Lownes se quitó la mochila
y preparó su rifle láser—. Atentos a mí.
»Uno. —Lownes hizo girar el seguro de la granada—. Dos. —La escuadra alzó
los rifles—. Tres.
Removiendo el agua como una bestia lanzada a la carga, Lownes corrió hacia un
terraplén próximo a la posición eldar. La escuadra disparaba al unísono y los rayos
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láser cercenaban las enredaderas selváticas y prendían fuego a las pequeñas bolsas de
gas. La furia de su renovado ataque segó la vida de los alienígenas, que cayeron
todos, excepto el eldar ataviado con la túnica. Las armaduras corporales de los
muertos se partieron para dejar a la vista pieles pálidas que brillaban como las ostras
al abrirse el caparazón.
Un inmenso géiser de agua de pantano se encumbró hacia el cielo. Lownes había
estado a punto de volar junto con su propia granada. En el momento en que saltó el
agua a causa de la explosión, salió del lugar en que se había puesto a cubierto y
comenzó a disparar contra el eldar ataviado con ropón. El fuego láser crepitaba a su
alrededor. Lownes se lanzó hacia el psíquico eldar mientras la espada sierra producía
rápidas palpitaciones que le recorrían el brazo. El ser ancestral alzó su fino báculo
para parar el golpe, y las chispas danzaron en torno a la crepitante energía. Lownes se
tambaleó dentro del vórtice eléctrico. Con la muerte a apenas un suspiro de distancia,
el templado soldado de jungla dejó caer el rifle láser y cogió su cuchillo de combate.
De rodillas, Lownes clavó aquella arma sencilla en un flanco del eldar, y el campo de
energía desapareció. La espada sierra hizo pedazos joyas y armadura de malla, y
como una ráfaga de aire que escapara de una cámara de vacío sellada, el psíquico
expiró.
***
El pantano se agitaba con el sonido de las criaturas nocturnas cuyas voces agudas en
staccato golpeaban el aire como diminutos martillos sobre campanillas discordantes.
Streck halló cierto consuelo en aquellos ruidos. Había oído decir que los eldar
poseían sentidos agudos y que su oído no tenía igual. Aquellas llamadas nocturnas los
pondrían nerviosos. Como en respuesta a ese pensamiento, en la oscuridad sonó un
disparo, y los habitantes del pantano callaron, aunque volvieron a comenzar pocos
segundos después. Streck rio entre dientes. Hacía ya mucho tiempo que había
aprendido a hallar placer en el dolor de sus enemigos.
Los hombres que quedaban se encontraban dispersos entre los escombros del
búnker. Con los ojos bajos, los soldados permanecían sentados contemplando su
destino. Algunos se dedicaban a mirar los objetos personales que llevaban consigo:
pañuelos distintivos de bandas de su mundo natal, regalos de despedida de amantes,
baratijas y recuerdos de toda índole. Otros se limitaban a fijar los ojos en el fango o
temblaban en las aguas pantanosas. Sólo unos pocos caminaban. En un instante, a
Streck se le ocurrió pensar de qué remotos rincones habían sido llevados aquellos
hombres para defender ese planeta selvático. Cómo cada uno de ellos había acudido
del lejano planeta de Valis para morir allí, juntos, en defensa de la más grande causa.
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El poder del Emperador era enorme. Rezó para que el Grande les sonriera a todos esa
noche.
Streck les había ordenado a los hombres que no malgastaran sus reservas de
energía. Hasta que alguien no tuviese un blanco limpio sobre un eldar, nadie debía
disparar. Tan silencioso como la guadaña de la muerte, un disco giratorio, rápido
como el rayo, se deslizó hasta el interior de la construcción blindada e hirió en la
cabeza al hombre que se encontraba más cerca de Streck. Con el rostro cubierto de
sangre, murió antes de que pudiera gritar.
Los guardias imperiales se pusieron a disparar como locos hacia la oscuridad, y el
fuego láser iluminó el búnker durante unos segundos.
—¡No! Cuando yo dispare —gritó Streck—. ¡Disparad cuando yo lo ordene!
Los hombres continuaron disparando en todas direcciones. Una andanada de
proyectiles enemigos barrió el búnker y derribó a más guardias, cercenando
extremidades. Los gritos cesaron. Aquellos disparos a ciegas servían sólo para delatar
su posición. Un destello permitió ver a dos eldar que avanzaban a la carrera, saliendo
de la oscuridad que los cobijaba entre los mangles. Sus pies apenas si chapoteaban en
las aguas someras, y se movían con una gracilidad aterrorizadora; los largos cabellos
ondulaban desde las duras armaduras fabricadas con materiales de hechicería. Con las
espadas sierra girando, cayeron sobre los guardias, cuya posición habían identificado;
hendieron la carne y los huesos como si fuesen de agua.
Streck giró sobre sí mismo y apuntó a la escena de la carnicería con su pistola
bólter. Los hombres caían de dos en dos, y sus dúos de alaridos ponían en fuga a los
demás.
—¡Mantened vuestras posiciones! ¡Por el Emperador!
Streck derribó a uno de los eldar con tres disparos que atravesaron limpiamente el
casco cárdeno del degenerado alienígena. La carnicería cesó durante un segundo. El
eldar que quedaba cogió las hojas giratorias del cadáver de un hombre muerto y dejó
que los relumbrantes ojos verdes de su casco mirasen al comisario de arriba abajo.
—¡Quiera el Emperador que sea mío! —Streck escupió saliva sanguinolenta
cuando las balas explosivas salieron de su pistola, le sacudieron con fuerza las manos
y lo lanzaron de espaldas.
El alienígena saltó muy por encima de los disparos del comisario. Los minimisiles
chocaron contra el techo del búnker, aunque cada uno se acercaba más al eldar veloz
como el rayo que se desplazaba por el aire. Streck andaba a tropezones por el lodo;
sus flojas piernas golpeaban, insensibles, el suelo, mientras el eldar se lanzaba tras él,
con las espadas gemelas en alto por encima de la cabeza como si fuese un matador.
Streck pateó a un tembloroso guardia para situarlo en el paso del eldar, y éste lo
derribó sin aminorar la marcha. Los disparos rebotaron sobre el caparazón del
atacante, y Streck elevó una apremiante plegaria al Emperador.
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El eldar, que desprendía vapor a causa del sulfúreo calor, se lanzó contra Streck.
El comisario se preparó para el dolor y parpadeó. Y ese parpadeo duró el tiempo
necesario. Cuando volvió a abrir los ojos, Streck alzó la mirada y contempló los
temblorosos espasmos agónicos de su atacante, que se encontraba en el extremo de
una enorme y tosca espada sierra. Las palabras grabadas a lo largo de la hoja decían:
«IV de Catachán».
***
El teniente Lownes, con el severo rostro recubierto por una película de sudor, miró al
comisario desde lo alto.
—Parece ser que están rodeados.
Necesitaron algunos minutos para cubrir los cadáveres y reagruparse bajo el
goteante búnker de acero. La mitad de la fortificación estaba derrumbada por un
flanco, y Lownes puso a dos soldados de jungla para que bloquearan, con todos los
escombros que pudiesen encontrar, el espacio abierto sin ser derribados de un
disparo.
—¿Por qué los han dejado pasar, teniente? —preguntó el comisario, mientras
observaba al comandante del IV de Catachán.
—Falsa esperanza. Conseguimos abrirnos paso hasta aquí…, pensando que
ustedes estarían a salvo. —Lownes continuó vendando el brazo de un guardia—.
Somos sólo cinco. No bastamos ni de lejos para sacarlos de ésta.
—¿Estamos condenados? ¿Eso piensa, teniente? —Streck miró fijamente los ojos
del otro.
Lownes se puso de pie e hizo un gesto para abarcar a las apiñadas figuras
abandonadas.
—No; es lo que piensan ellos. —Y sonrió al comisario—. Yo me he encontrado
en situaciones peores que ésta.
—¿De verdad?
—Bueno, lo que tenemos aquí no son tiránidos, y eso ya es un buen comienzo.
Streck le volvió la espalda al teniente de los de Catachán y miró a través del
oscuro agujero que había sido una pared de búnker.
—Esperaré hasta que rompa el día y ordenaré a los hombres que ataquen.
Estableceremos aquí nuestra posición. La gloria del Emperador nos ayudará en la
lucha.
—No nos dejarán llegar al alba. Harán volar este búnker en pedazos antes que
permitir que veamos sus posiciones. Es necesario que preparemos una trampa para
atraer a algunos aquí dentro y que nos larguemos —replicó Lownes, y el comisario se
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volvió a mirarlo.
—Cuando el Grande estaba luchando contra el repugnante Horus, ¿cree que se
puso a preparar una trampa para darle muerte? Sólo con la fuerza de voluntad derrotó
al enemigo; no, con simples trucos. ¿Acaso no era…?
Lownes sacudió la cabeza.
—Comisario, señor, no estoy cuestionando la doctrina, sino intentando sacar a
mis hombres y a usted con vida de esta situación. La gloria puede esperar hasta otro
día.
—La gloria debe ser la única meta en la vida de cada hombre, cada día. Su mente
un templo, su cuerpo un arma al servicio del Emperador.
Lownes alzó los ojos al techo, y luego clavó en Streck una feroz mirada acerada.
—Detesto decir esto, señor, pero este templo en particular está condenado…, y
todas las armas del Emperador están quedándose sin municiones.
***
Los preparativos sólo requirieron unos pocos momentos. Lownes y sus hombres se
escabullían fuera y dentro del búnker, pegados a la tierra como cangrejos. Otros
tendían a lo largo del suelo el cable del detonador que habían rescatado de la
quemada base de combate. El comisario Streck los contemplaba con el rostro
fruncido en una ceñuda expresión. Mentalmente, consideraba las diferentes posturas
que podía adoptar. De unas profundidades en las que hacía algunos años que no
penetraba, extrajo fragmentos de doctrina, enseñanzas y precedentes: la rebelión de
Ultar III, represión sanguinaria y despiadada, la gracia del Emperador para aquellos
cuyas mentes estaban mortalmente fatigadas. Streck formuló, estipuló y preparó su
juicio; los oscuros ojos eran impenetrables para los que se atrevían a mirar al
comisario a la cara. Sólo uno lo hizo.
—Comisario, estamos preparados, gracias al Emperador —lo llamó Lownes
desde la precaria posición que ocupaba en lo alto del búnker.
Streck se encontraba bien apartado de ellos. Los soldados del IV de Catachán
habían aparejado varias granadas en puntos débiles entre los escombros esparcidos en
torno a los muros exteriores del búnker.
—En aquel extremo hay un blindaje de doble grosor —declaró Lownes al mismo
tiempo que señalaba con un dedo—. Todos ahí arriba.
—¿Qué sugiere que hagamos exactamente, teniente? —preguntó Streck con tono
de desprecio.
—Hemos sembrado el exterior con explosivos. Este búnker es ahora una granada
gigantesca. —Incluso Streck se estremeció un poco al oír aquello—. Lo único que
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tenemos que hacer es atraerlos al interior y esperar a que las cosas estén en su punto.
—¿Y cómo propone que hagamos eso?
—Rindiéndonos. —Lownes sonrió.
—Los herejes alienígenas no son conocidos por hacer prisioneros.
—Exacto.
—No veo que se acerquen. —La jungla estaba sumida en la quietud a la brillante
luz del alba.
—Ni los verás hasta que se encuentren lo bastante cerca como para disparar a
matar —replicó Lownes, en voz baja. Continuó espiando el exterior del búnker, con
la mira del rifle láser fija en el guardia joven. La figura menuda avanzaba con
dificultad hacia el borde del claro y miraba a su alrededor con nerviosismo.
—Son rápidos, señor.
—Ya lo sé, hijo. Por eso te he enviado a ti. Tienes unos reflejos que harán que el
Departamento Munitorium considere darte un entrenamiento especial. —También
Lownes estaba nervioso, ya que no podía detectar movimiento alguno en la suave luz
del día que comenzaba.
—¿Eso cree, señor? —El guardia bajó la bandera blanca durante un momento al
mirar por encima del hombro.
—Mantén los ojos abiertos, soldado.
—¿Y bien? —La voz de Streck sonó desde el otro lado del búnker.
—Todavía nada, comisario. —Lownes sacudió la cabeza. El sudor había saturado
el pañuelo de hierbas que le rodeaba la frente, y comenzaba a metérsele en los ojos—.
La espera es tensa, ¿verdad?
—Usted asegúrese de que sus hombres estén preparados, y yo me encargaré de
los míos. —Streck le volvió la espalda y recorrió a grandes zancadas la pared contra
la que estaban apostados sus soldados.
Lownes hizo un gesto con una mano, y los tres restantes soldados de jungla
avanzaron con la cabeza baja.
—Contamos con el elemento sorpresa a nuestro favor —les susurró Lownes a sus
hombres—. Puede ser que nos superen en número, pero hemos pasado por
situaciones mucho peores y hemos sobrevivido. Logren esto, y me encargaré de que
nos envíen a Segmentum Solar, más cerca de casa.
La voz de Streck resonaba por todo el búnker mientras él caminaba a lo largo de
la línea de guardias imperiales.
—El miedo es el territorio de los débiles y los indignos. No hay gloria para los
que huyen de la batalla o no levantan sus armas con ira. Otros que vengan después de
ustedes recordarán este día si luchan con valor. Nos superan en número, y este
planeta está destinado a ser tomado por el enemigo. Hay demasiados de esos
obscenos enemigos del Emperador y pocos de sus servidores. —Streck sacó de su
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abrigo un ejemplar de las Escrituras Imperiales—. Soy un hombre duro, pero les doy
mi bendición por lo que vale. Por cada hombre perdido…
—¡Teniente! ¡Ahí vienen! —gritó el guardia desde el exterior, y echó a correr
hacia el búnker como si lo persiguiera el diablo.
—¡Continúe agitando esa bandera! —bramó Lownes al mismo tiempo que les
hacía una señal a sus hombres para que entraran en acción. Una figura alta y delgada
que avanzaba con rapidez entre los árboles apuntó al joven guardia. Lownes extendió
los brazos hacia el exterior y cogió por las solapas al soldado que corría, para ponerlo
a salvo. Una docena de catapultas shuriken le arrancaron al joven la bandera blanca
de la mano y la hicieron pedazos contra la gruesa pared de cemento.
Los aguzados reflejos de uno de los soldados de jungla entraron en acción, y éste
alzó su rifle láser y derribó al alienígena con un solo disparo. La abrasada armadura
corporal relumbró débilmente en la luz del alba al caer al pantano como una caña de
bambú cortada. Los soldados de la Tropa de Jungla de Catachán se retiraron de la
abertura del búnker a la vez que disparaban contra los eldar que cargaban a través del
claro.
—Todos atrás…, y rezad para que esto funcione.
Lownes recogió un pequeño panel de control que tenía veinte cables conectados
improvisadamente. La primera figura inhumana aparecía ya silueteada en la puerta
del búnker.
—¡Todos al suelo!
—¡Que el Emperador nos proteja! —gritó Streck cuando Lownes golpeaba el
panel con una mano.
Una ráfaga de aire como la que sale disparada al abrir un compartimento estanco
de espacio profundo casi arrastró a los guardias imperiales apiñados dentro del
búnker. Los hombres gritaban y les salía sangre de los tímpanos mientras la explosión
bramaba dentro del estrecho espacio. Las llamas pasaron a gran velocidad en torno a
los soldados y algunos se incendiaron. Lownes aferró al valiente guardia joven y
lanzó su cuerpo contra el suelo, donde lo sujetó para apagar las llamas. El comisario
Streck chillaba plegarias al Emperador mientras el fuego se hacía más denso.
Luego reinó el silencio.
Streck fue el primero en abrir los ojos. A través de las hendiduras abiertas en el
techo entraban rayos de luz hasta las tinieblas colmadas de polvo. Las páginas de su
libro yacían desparramadas y ardían en torno a los cuerpos caídos.
El comisario se puso trabajosamente de pie y salió con paso tambaleante, a través
de un agujero abierto en la pared, a la cálida luz del amanecer. El aire, que estaba
cargado de olor a acero quemado y era áspero asaltó sus fosas nasales. Una docena de
eldar yacían sobre el suelo; algunos se movían, pero otros permanecían quietos.
Streck avanzó dando traspiés hasta uno de los alienígenas que tenía las piernas
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inmovilizadas contra el suelo por una viga de acero. El eldar golpeaba la viga con
impotencia mientras su sangre manaba en abundancia sobre el suelo; contaba los
minutos de vida que le restaban. Streck se dejó caer de rodillas y forcejeó con el
casco de la criatura, desplazándolo de un lado a otro para aflojar las ligaduras que lo
sujetaban. El eldar le lanzó golpes a Streck en un intento laxo e infantil de derribarlo.
Streck retrocedió con paso tambaleante cuando el casco se soltó y dejó a la vista la
pálida piel blanquecina del alienígena.
—Escoria hereje —jadeó Streck—. ¡Mira el rostro de un hombre! —Streck alzó
su pistola bólter y apuntó a la frente del eldar. El alienígena cerró los ojos y se quedó
quieto; entonces, Streck enfundó el arma y se puso de pie, apoyándose en la viga que
inmovilizaba al eldar. La criatura profirió un alarido, un ruido vacuo y sin alma—. No
habrá misericordia para ti, renegado.
—¡Al suelo, comisario! —El teniente Lownes salió del búnker como una tromba,
con un rifle láser debajo de cada brazo.
Streck volvió la cabeza con rapidez y vio que varios eldar más salían corriendo de
las sombras de la jungla y lo apuntaban con sus armas estriadas.
El comisario cayó hacia atrás y se echó encima el cuerpo de un eldar justo en el
momento en que una andanada de discos giratorios colisionaba donde él había estado
de pie. Lownes disparó una descarga de abrasador fuego láser con cada arma; el
impacto quemó las armaduras eldar y penetró profundamente en la suave carne que
había debajo. Una zumbante Shuriken rozó un brazo de Lownes y el templado
guerrero, reaccionando ante el doloroso escozor, se lanzó boca abajo para ponerse a
cubierto.
—¡Por el Emperador! —gritó Lownes desde aquella postura, al mismo tiempo
que agitaba una mano en alto.
Los guardias imperiales abrieron fuego, parapetados tras la precaria cobertura que
les proporcionaba el búnker destruido. Sus disparos destellaron a través del aire
sobrecalentado e impactaron tanto en los eldar como en el lodo del pantano. Los
soldados disparaban con todo lo que tenían. Streck no los había visto moverse entre
los mangles para cortarles la retirada a los eldar. Las granadas hacían saltar por el aire
grandes cantidades de repugnante agua de pantano y derribaban a los alienígenas.
Lownes se lanzó hacia adelante mientras se colgaba del hombro uno de los rifles
láser para soltar las correas que sujetaban su espada sierra. Un eldar herido se arrojó
hacia Lownes desde el pantano, y su espada sierra giró cerca de la cabeza del
teniente, cuyo rostro quedó salpicado por el fango que había en los dientes del arma.
Lownes atacó con su propia espada sierra al eldar, que asestó una rápida sucesión de
golpes contra el de Catachán, quien logró pararlos por poco. Contuvo el último golpe
del eldar con la espada sierra, apoyó el rifle láser contra el pecho del guerrero
alienígena y disparó. La fuerza del impacto lanzó al eldar de espaldas al agua
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fangosa, donde su sierra continuó girando mientras él se estremecía en espasmos de
agonía.
***
Lownes atisbo el enlodado uniforme del comisario entre los eldar muertos.
—¿Aún está vivo, comisario? —preguntó a la vez que retiraba el cadáver de un
eldar de encima de Streck.
—Yo no huiré. Ayúdeme a ponerme de pie y lucharé por mi gloria.
—Está conmocionado a causa de la explosión. Tal vez sólo sea algo pasajero.
—Déjeme luchar —farfulló Streck, a quien le goteaba sangre de los oídos y la
boca.
—Apenas es capaz de tenerse en pie. Le será de más ayuda al Emperador si sale
de ésta con vida, señor. Debemos retirarnos.
Lownes se echó al comisario sobre un hombro, comenzó a andar con paso
vacilante a través del pantano y se alejó de la batalla. Streck disparó inútilmente su
pistola en dirección a las restantes fuerzas eldar.
—¡Retiraos a la instalación principal! —gritó Lownes por encima del fragor de la
lucha.
—¡No! —chilló Streck—. ¡Defenderemos nuestra posición y lucharemos hasta el
último aliento!
El maltrecho grupo se alejaba con lentitud del búnker; algunos soldados daban
apoyo a otros sobre sus hombros. Cada pocos pasos, los hombres tenían que ponerse
a cubierto y responder a los disparos de los eldar que avanzaban. Lownes se mantenía
a la misma velocidad que los hombres y cortaba cualquier enredadera o fronda
abundante que enlenteciera su avance. Tras una hora de marcha forzada, con los rifles
alzados a cada paso por temor a que apareciesen más eldar, los guardias llegaron a la
instalación central, la posición clave de la defensa imperial de aquel sector de Olstar
Prime. Lownes avanzó dando traspiés y con el comisario forcejeando sobre su
espalda hasta traspasar las puertas del sólido complejo; entonces, cayó de rodillas.
—¡Cómo se atreve a desobedecer a un comisario! —le chilló Streck a Lownes
cuando éste se arrodilló jadeante sobre el suelo, con el rostro enrojecido. El comisario
se puso de pie, se tambaleó unas cuantas veces y luego se irguió del todo—. ¿Cuánto
tiempo hemos permanecido fuera de la batalla?
—Se ha acabado, Streck.
—¿Acabado?
—Los miembros supervivientes de la Quinta Guardia de Valis están regresando;
mis hombres los guían a través de la jungla mientras nosotros hablamos.
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—¡Ellos conocen el camino de regreso! —le espetó Streck.
—Siguen una ruta alternativa.
—¡Arrastrándose como perros sobre el vientre!
—Del mismo modo que nosotros hemos regresado con vida.
—Lownes, hoy ha puesto en peligro mi inmortalidad. He luchado gloriosamente
en cada batalla en la que he participado. ¡He sufrido incontables heridas y he
conservado la vida para luchar otra vez por la santidad del hombre y el honor del
Emperador!
—Con la diferencia de sus plegarias —le respondió el teniente al mismo tiempo
que agitaba la cabeza—, yo sirvo al Emperador igual que usted; pero prefiero luchar a
morir en un estúpido ataque solitario contra un centenar de enemigos. Si puedo
encontrar una manera de cambiar las cosas, lo haré; sin embargo, no pienso morir en
un pantano perdido en medio de la nada sólo por la gloria.
—La gloria se halla mediante la muerte.
—Gloria es el provecho que yo le saque a mi muerte.
El comisario Streck miró de hito en hito al soldado de jungla. Los dos hombres
permanecieron inmóviles, Lownes con los ojos fijos en el suelo.
—Voy a buscar a mis hombres. —Lownes le volvió la espalda al otro y salió del
complejo.
***
Se distinguía por su elevada estatura entre los guardias imperiales que regresaban.
Acabada la batalla, pocos caminaban erguidos, pues habían agotado sus energías.
Incluso los que estaban ilesos caminaban como hombres condenados a muerte, con
los ojos bajos y fijos en el suelo, y los cuerpos casi paralizados con espantosa
resolución. Entre escasos vítores, llegaron los soldados de la Tropa de Jungla de
Catachán, que conducían a los guardias imperiales a través de las enormes puertas
defendidas por barricadas. Catachán era un planeta de habitantes marginados, cuyas
almas habían juramentado al Emperador a pesar de las vidas dedicadas a
esparcimientos obscenos. Luchaban sin mantener ninguna clase de formación, no
llevaban uniforme, usaban las armas de modo incorrecto y no demostraban ningún
honor en la batalla. No se hacían fuertes y luchaban, sino que mordisqueaban los
talones del enemigo como si fuesen perros.
Lownes se encontraba a la cabeza de los hombres que regresaban, con expresión
severa en el rostro, a despecho de las heroicidades efectuadas en el campo de batalla.
Ni un solo vítor escapó de sus labios, ni una sonrisa animó su rostro. Los muertos y
los vivos traspasaron las puertas. Los cuerpos tendidos en camillas y cubiertos por
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mortajas quedaron pronto separados de las filas de hombres; como los pecios
arrojados a la costa por las olas marinas, se les condujo hacia la morgue y la sala de
cremación. Por encima de todo aquello, flotaba el persistente rugido de las naves
mercantes —a las que no conducían hasta allí las ilusorias nociones del deber y el
honor—; se elevaban hacia el espacio procedentes de las estaciones orbitales
abarrotadas de refugiados, cada una cargada con aquellos que podían permitirse pagar
el precio del momento.
Streck siguió a los soldados de jungla a través del complejo. Aquellos hombres
correteaban de un lado a otro como hormigas, cargados con montones de equipos y
raciones de campaña. Muchos edificios civiles habían sido despojados, y los guardias
imperiales protegían las instalaciones militares. Streck no se sorprendió al ver cuál
era el destino de los de Catachán, cuando por fin abrieron las toscas puertas metálicas
de la última taberna que quedaba. En la mortecina luz, la mujer que se despojaba de
las ropas delataba sus intenciones.
«¡Tan pronto después de la gloria de la batalla!». Streck se sentía asqueado ante el
pensamiento de cómo eran en realidad aquellos hombres. Apenas sus cuerpos habían
ejecutado la obra del Emperador, sus débiles espíritus los conducían hacia las garras
de la carne y el alcohol.
Sin pensar realmente lo que hacía, el comisario entró por la parte posterior de la
taberna. El rostro picado de viruela del tabernero se contorsionó al ver que entraba el
agente de la ley del Emperador. Streck se sentó en medio del alboroto y el humo, y se
puso a observar. Nunca antes había entrado en una taberna; los asuntos militares
jamás le habían dado motivo para hacerlo.
La mujer se movía lánguidamente. Streck supuso que estaba aislándose de las
expresiones desesperadas, condenadas, de aquellos que la rodeaban, y que constituían
un recordatorio de la suerte que ella misma correría. Los soldados de jungla se
mostraban más hoscos que antes. Bebían y contemplaban a la mujer que bailaba con
ojos vacíos de afecto. Streck recorrió sus rostros con la mirada. Aquellos rostros con
cicatrices, ceñudos, clavaban sus ojos oscuros dentro de los vasos. Los labios se
movían con gestos toscos, formando las palabras con tal esfuerzo que Streck podía
leerles los labios a través del aire cargado de inmundicia.
Los vasos. Hasta ese momento, Streck no se había dado cuenta de que todos los
soldados estaban bebiendo; menos uno. El teniente Lownes se limitaba a fijar la vista
en la mesa, en la oscuridad. Streck estudió al hombre. Había hecho caer en desgracia
a muchos al conducirlos en una retirada de la batalla. Tal vez había comprendido la
verdad de sus actos y se sentía lleno de la culpabilidad del cobarde. Streck volvió a
considerar la posibilidad de someterlo a un consejo de guerra. Sentaría precedente,
claro estaba; pero los hombres que tenían rangos tan altos como el de Lownes no
estaban exentos de ejecución.
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Lownes se puso de pie, se despidió de sus hombres y salió de la taberna. A la
deriva tras él, Streck describió varias curvas para atravesar la abarrotada sala donde
todos los ojos se apartaban con incomodidad momentos antes de que él pasara. Streck
sabía que aquel comportamiento delataba vergüenza, porque aquellos que servían
bien al Emperador sabían que sus actos eran leales y sólo recibían alabanzas por
ellos.
El calor tropical bañaba Olstar Prime y absorbía el fluido de todos los poros.
Streck siguió con disimulo a Lownes mientras éste atravesaba el complejo. Lownes
avanzaba a zancadas como una gigantesca central eléctrica, cabalgando sobre las olas
de las drogas de combate que aún le hormigueaban en las extremidades. Streck,
delgado y alto, lo seguía a la misma velocidad. Lownes volvió junto a la regular
afluencia de muertos a través de las puertas de la colonia, y caminó entre ellos
retirando cada una de las sábanas que los cubrían.
Streck se quedó atrás y lo observó en un intento de dilucidar los motivos que
movían a aquel hombre. Los informes que tenía de él lo describían como un bala
perdida, aunque honrado numerosas veces y con no menos de treinta triunfos en
batalla sobre sus espaldas. Él mismo había visto cómo el soldado de jungla había
dirigido a sus hombres y a aquellos que el destino había reunido con ellos. Hablaba
con las palabras del fiel y no mostraba signos de herejía…; pero había desafiado a un
oficial superior y se había negado a cumplir la orden de un comisario, dos ofensas
que se castigaban con la muerte. Y sin embargo Streck continuaba indeciso.
Lownes recorrió la «Calle de los Muertos», como la llamaban los colonos porque
conducía a las instalaciones del tanatorio, un edificio que algún día podría acoger su
cadáver, y si no ése, sin duda algún otro tanatorio de cualquier oscuro lugar de la
galaxia. Hacía mucho tiempo que Lownes había reparado en que las cápsulas de
desembarco de la Guardia Imperial solían contener tanatorios, como si la muerte no
fuese más que otro elemento de la batalla que era necesario tener en cuenta. Lownes
entró en el edificio y se acercó a la hilera de cuerpos que eran gradualmente llevados
hacia el horno crematorio.
Streck observaba mientras Lownes continuaba su lúgubre búsqueda. El resultado
fueron cinco siluetas amortajadas con pañuelos rojos. Lownes permaneció de pie
junto a ellos en el húmedo helor de la cámara. Tras desenvainar su cuchillo de
combate, Lownes extendió el brazo izquierdo; los acerados músculos se
estremecieron cuando él los marcó con cinco largos tajos de través. Tras meter cada
uno de los cadáveres en el horno crematorio, Lownes los encendió. Una vez
consumidos, frotó sobre las heridas un poco de las mezcladas cenizas. «Un ritual de
sacrificio, tosco, aunque no carente de honor», pensó Streck.
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***
Una camilla de acero situada en el bloque de barracas fue la siguiente parada de
Lownes. El extremo de la barraca ocupado por los de Catachán estaba cubierto por
una colección de trofeos de guerra y estandartes de colores. Se hallaba muy lejos de
la pulcritud espartana que Streck exigía en sus propias inspecciones de las
dependencias de la Guardia Imperial. La aversión que Streck sentía hacia la Tropa de
Jungla de Catachán había impedido que pasara por aquella zona del complejo de
barracas, y entonces espió a través de una ventana como un ladrón.
En el silencioso anochecer, Lownes sacó su fusil láser y comenzó a desmontarlo
con rápidos movimientos precisos; cada mano realizaba su propia tarea. Streck
observó cómo Lownes repetía el ritual una y otra vez, hipnotizado por la sinfonía del
montaje y el desmontaje. Las heridas del soldado continuaban sangrando, pero él
hacía caso omiso del dolor.
Streck pensó durante unos momentos. Sabía que un molde debía ser flexible para
crear versatilidad en aquello a lo que diese forma. En los pasados días de juicio, el
Emperador conformó y reformó sus acciones, cada una diferente, cada una suficiente
para contener a los traidores y herejes que amenazaban la pureza de la humanidad. De
no haberlo hecho así, se habrían evidenciado sus pautas de pensamiento, y sus
estrategias de batalla habrían resultado inútiles. Eran unos dones que Streck pensaba
que aún debía perfeccionar. Tal vez debería aprender a ser un poco más flexible tanto
en la estrategia como en el juicio: que Lownes fuese el hombre que tenía que ser, que
saliera del molde con los bordes un poco ásperos. Tal vez aquel hombre era una
prueba que le ponía el Emperador, una prueba para su capacidad de razonar con la fe,
de tener la valentía de comprometerse plenamente con las Escrituras, no sólo con el
Conocimiento del Castigo y la Retribución. Al fin y al cabo, ¿acaso Lownes no había
servido bien al Emperador? Tal vez el de Catachán no debía ser tan duramente
condenado por sus acciones.
Hacía mucho tiempo que Streck había aprendido a no bajar la guardia. Dos años
antes, tres guardias imperiales habían intentado amotinarse mientras él estaba trabado
en combate con un marine espacial renegado. La huida de aquéllos había quedado
para siempre grabada a fuego en su memoria.
El susurro en los arbustos que se encontraban junto a las barracas fue muy
evidente. Streck atisbo una figura que entraba a gran velocidad en las barracas. ¿Un
ataque sorpresa? Con la pistola bólter preparada, miró una vez más hacia el interior
de la dependencia. En la oscuridad vio dos siluetas, la de Lownes y una segunda, la
de una mujer. Streck se esforzó por ver algo más, pero sólo podía distinguir los
contornos. Un destello de luz que se produjo en el interior permitió que Streck lo
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viese todo con claridad por un instante. El torso de Lownes estaba desnudo y
presentaba cortes y heridas profundas empapados en sangre. Los destellos de color
anaranjado profundo emanaban de un aparato cauterizador que le aplicaba la mujer.
Cuando las heridas estuvieron tratadas, Lownes se inclinó para sacar un paquete
de debajo de la camilla. Lo había llevado consigo durante toda la batalla, pero Streck
no le había prestado ninguna atención ya que imaginaba que contenía raciones de
campaña o equipos de reparaciones: conocía los relatos de la autosuficiencia de los de
Catachán.
El soldado de jungla abrió el saco y le enseñó el interior a la mujer. Streck pudo
verla con claridad cuando miró con interés el contenido del saco. Resultaba
impresionante; llevaba el pelo muy corto, al estilo de los nativos de Catachán, y tenía
una larga cicatriz que le recorría una mejilla hasta el extremo de la barbilla aguzada.
El mono y la chaqueta que vestía demostraban que no se trataba de un soldado; una
insignia del gremio de mercaderes que pendía de su pecho era lo único que la
identificaba.
La mujer metió una mano dentro del saco y comenzó a examinar el contenido,
que el sólido cuerpo de Lownes ocultaba a los ojos de Streck. El comisario se
apresuró a asomarse silenciosamente por la puerta semiabierta, y se encontró con que
tenía una visibilidad total del interior de la estancia.
—¿Me ayudarás a sacar a mis hombres de este lugar? —estaba diciendo Lownes.
—Lownes, ¿cuánto tiempo hace que me conoces? —replicó la mercader mientras
rebuscaba en el saco.
—Mucho…, desde que éramos jóvenes. Pero sé que esto no será más que un
negocio. ¿Servirá para hacer el pago final?
—Dado que no tengo tiempo suficiente como para regatear contigo, acepto…;
pero sólo porque te conozco, Lownes.
—El pasaje para todos ellos.
—Tenemos el espacio suficiente. —La mercader dio media vuelta.
Al fin, Streck vio con qué estaba negociando Lownes: ¡armas eldar!
—¡Teniente! —El comisario irrumpió en la barraca con la pistola bólter
desenfundada.
—¡Streck! —El riñe láser a medio desmontar yacía sobre la mesita de noche de
Lownes. Intentó cogerlo, pero las piezas chocaron contra el piso de acero y se
perdieron entre la rejilla.
—¡Teniente Lownes, se le acusa de intento de deserción y posesión de armas
herejes!
—¿Qué?
—Este subterfugio, estos planes para huir no son propios de los actos de un
guerrero. Ha mancillado su cuerpo como máquina del Emperador. El Emperador le
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entrega su vida, y usted, a cambio, le entrega la suya. Ésta es una zona de guerra, y
usted se ha manchado con esta transacción ilícita. —Streck espetó las palabras en un
barboteo frenético—. Como campeón del Emperador, nos ha traicionado a todos.
Lownes se situó entre Streck y la mercader.
—Estoy haciendo lo que es mejor para mis hombres, como siempre.
—Sus hombres son servidores del Emperador. Usted es un servidor del
Emperador. La posesión de armas semejantes constituye una herejía que se castiga
con la muerte… El intento de huida de una guerra justa significa además que su
nombre sea despojado de todo honor después de la muerte. Su espíritu se ha echado a
perder. A usted no puede rehacérsele. ¡Confíe en el Emperador, no en los abrazos de
una mujer! —Streck alzó la pistola.
—Ahórrese el esfuerzo, Streck —dijo Lownes, entonces algo más calmado—. No
está cargada. Le quité el cargador antes, cuando usted estaba inconsciente.
Streck apretó el gatillo, pero no sucedió nada. Los dos hombres saltaron a un
tiempo. Streck dejó caer el cargador vacío al suelo, cogió uno nuevo del cinturón y lo
encajó dentro del arma. Simultáneamente, Lownes vació el contenido del saco sobre
la cama y cogió una pistola eldar con la que apuntó al comisario.
—¡Esto es una locura! —gritó la mercader, que luchaba para situarse entre los dos
hombres mientras un brazo de Lownes se lo impedía—. Mire, comisario, puedo
llevarlo a bordo sin cobrarle. Lo sacaré de aquí antes de que todo esto se venga abajo.
Es el negocio de su vida.
—Deje que se marchen mis hombres, Streck. Nunca más sabrá de nosotros —
imploró Lownes.
—Usted será condenado a muerte —declaró Streck con los dientes apretados.
—Tengo el dedo en el gatillo y dispararé al mismo tiempo que usted.
—Tengo buena puntería. —El comisario niveló la pistola.
—Yo también. Mire, esto es una locura. Los dos podemos vivir.
—Y para cada uno que le haya vuelto la espalda a la batalla, será la muerte.
Porque ya están muertos…
—¡Cohete entrante! —gritó una voz en el exterior.
Las planchas metálicas se rasgaron y el suelo se agrietó cuando una explosión
descomunal sacudió el complejo. Dentro de la barraca, sin embargo, ninguno de los
dos hombres se movió a pesar del temblor del suelo.
—¡Los eldar! ¡Los tenemos aquí! —gritó una voz diferente desde el exterior de
las puertas del complejo.
Streck hizo una pausa momentánea. Lownes lo miraba fijamente a los ojos, y la
mujer los observaba con terror. De pronto, uno de los hombres de Lownes apareció
en la puerta.
—Señor, es el gran ataque. Han atravesado la… ¿Teniente?
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Otros soldados de la Tropa de Jungla llegaron tras el primero, desarmados y
ensangrentados. Ni Streck ni Lownes se movieron.
—Porque ya están muertos… —volvió a comenzar Streck.
—Tenemos tiempo suficiente para escapar. ¡No vamos a ganar, comisario! —
insistió Lownes—. ¡Este planeta está perdido, pero nosotros podemos vivir! ¡Seremos
criminales, tal vez; pero estaremos vivos! ¡Vamos!
Streck interrumpió su letanía y contempló a Lownes con ojos acerados.
—¡Oh, sí!, podemos escapar —gruñó—. Entonces caerá otro planeta, invadido
por degenerados alienígenas resueltos a destruir a la humanidad. Criaturas impulsadas
por una venganza tan desesperada que continuarán luchando hasta que el último de
nosotros sea destruido, a menos que continuemos desafiándolos, luchando a pesar de
esta locura. Enfréntese con la tarea que tiene ante sí y cambie las cosas. Por cada
enemigo muerto en esta última batalla, será un enemigo menos con el que habrá que
luchar en el futuro. Cada hombre puede marcar la diferencia: ¡«… muertos como
armas del Emperador y ya no podrán ingresar en sus salones de gloria»! —concluyó
la letanía Streck, cuyo nivel de voz mostraba una fe inquebrantable.
Lownes contemplaba la resuelta expresión del comisario, mientras su mente
trabajaba a toda velocidad, en medio de la confusión.
Se oyó un rugido ensordecedor, y una onda expansiva chocó contra las barracas e
hizo volar por el aire hombres y equipos. La escayola y los ladrillos se desplomaron
hacia el interior de la habitación y dejaron varios agujeros en las paredes.
—Están dentro de… —gritó alguien, y su voz se interrumpió en el momento en
que una andanada de proyectiles hendió el aire de la sala como una guadaña. La
mujer fue lanzada contra un rincón. Tras levantarse del suelo, Lownes comenzó a
avanzar hacia ella, aunque ya sabía que estaba muerta.
Miró a Streck, que se las había arreglado para permanecer de pie durante el
bombardeo, y luego posó los ojos sobre la pistola eldar que tenía en las manos. La
dejó caer como si estuviese apestada, y volvió la vista hacia el comisario con
expresión resuelta.
—Muy bien. Hagámoslo. Marquemos la diferencia. Déme un rifle láser.
—Gracias, teniente Lownes —respondió Streck con serenidad al mismo tiempo
que le entregaba el arma—. ¡Por el Emperador!
—¡Por el Emperador!
Momentos después, la destrozada puerta de la barraca se encontraba ocupada por
las contrastadas siluetas del teniente de Catachán y el comisario. Y luego ambos se
lanzaron, con las armas en la mano, al aire colmado de metal de la noche al rojo
blanco.
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LA GARRA DEL CUERVO
JONATHAN CURRAN
—Mi señor gobernador, veo sombras ante nosotros. Veo cuervos girando en el aire;
pero allende las sombras sólo hay oscuridad. —El hombre estaba nervioso y se
mostraba desconfiado.
—Entonces, ¿estamos en peligro, Rosarius? ¿Es que todos nuestros planes
quedarán en nada? Mira otra vez. ¡Mira otra vez! —insistió su señor.
—Mi señor, yo…, yo no puedo decir… Espera, allí hay algo; la oscuridad está
aclarándose… Veo fuego. No… Es una estrella que cae en la noche…, cae del cielo.
¿Qué significa? No, no, espera… Ha desaparecido, no puedo ver nada más.
—Entonces, inténtalo con más fuerza. No debemos fracasar. Aquí hay demasiadas
cosas en juego. Tienes que protegerme hasta que esto haya acabado. Este lugar está
lleno de traidores y no confío en nadie. Si alguien llega siquiera a tener un mal
pensamiento sobre mí, quiero saberlo. Estamos apostando demasiado, y deseo estar
seguro de que dará beneficios. Y no te preocupes, que cuando eso suceda, recordaré
quiénes son mis leales servidores. Sigue mirando…; cuando la victoria esté cerca,
debo saberlo.
El gobernador Torlin giró sobre los talones y avanzó a grandes zancadas hasta las
ventanas. Era un hombre de estatura baja, pero sus andares resultaban
impresionantes, casi fanfarrones. Se detuvo con ambas manos posadas suavemente
sobre el alféizar y contempló la capital desde lo alto. A lo lejos, podía ver destellos de
luz donde las tropas de defensa luchaban para retener el perímetro de la ciudad. El
cristal de triple aislamiento ahogaba los sonidos, pero incluso desde esa distancia
percibía distorsiones en su visión cuando las detonaciones de artillería hacían vibrar
los cristales de plexiglass. No podía determinar si las explosiones se aproximaban,
pero sabía que no podría pasar mucho tiempo antes de que las murallas fuesen
rebasadas y la ciudad puesta de rodillas. Comenzó a acariciar las hileras de medallas
prendidas al pecho de su vistoso uniforme, como hacía siempre que estaba sumido en
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sus pensamientos.
Rosarius, un hombre delgado y cetrino, ataviado con un ropón oscuro, mantenía
la mirada clavada en su espalda. Sus ojos de color blanco lechoso, ciegos desde los
tiempos pasados en el Adeptus Astra Telepática, contemplaban el vacío sin verlo.
Podía oír la respiración del gobernador, percibir su suave olor a tensión y miedo, y
sentir la actividad eléctrica de su cerebro. Casi podía decir qué aspecto tenía —tan
bien conocía su aura—, pero hacía caso omiso de aquellas falsas pistas de la realidad
para concentrarse, en cambio, en las imágenes que podía ver con su ojo interior.
Desde mucho más allá de la ventana, le llegaba la desesperación de los guardias que
defendían las murallas, percibía la determinación de los atacantes, su demente sed de
batalla mientras se lanzaban contra los defensores. Extendió dedos de pensamiento en
busca de un sendero que lo condujese al futuro, como tentáculos que serpenteaban
hacia lo posible. Buscó pistas que le indicaran los resultados potenciales, el camino
más fácil hacia la victoria, la conclusión de los planes trazados. Sacudió la cabeza
con aire de frustración: dondequiera que mirase, sólo podía ver oscuridad y estrellas
que caían del cielo.
A lo lejos, en lo más alto del cielo, un destello de luz, que apareció en medio de
las detonaciones de colores naranja y rojo del plasma y los potentes explosivos, captó
la atención del gobernador. Era luz solar reflejada en algo de metal que se movía a
gran velocidad. Siguió al objeto en su descenso, hasta que desapareció de la vista;
tras de sí dejó una fina estela de aire abrasado por sus escudos de entrada al rojo
blanco.
***
La nave de desembarco cayó del cielo como un cometa en llamas. Dentro de la
bodega, un centenar de hombres se esforzaban por mantenerse de pie, aferrados a los
cables de acero que los sujetaban con fuerza contra la pared. La nave se tambaleó
cuando los disparos antiaéreos estallaron como mortales flores anaranjadas a su
alrededor, y los servomotores lucharon para mantener el vehículo equilibrado en
medio del vendaval de explosiones y ondas expansivas.
—Altitud diez mil pies y contando. —La voz era metálica y áspera.
Vero permanecía inmóvil, con los pies separados y pegado contra la pared,
mientras intentaba que su mente aminorase el ritmo y se calmara. En torno a él, los
hombres gemían a causa de que el rápido descenso les hacía sangrar los oídos y
confundía sus sentidos en un torbellino. Le dolía la cabeza y estaba mareado debido a
los cambios de presión provocados por la caída. Reinaba la oscuridad, y un
resplandor rojo sucio procedente de la sala de energía constituía la única luz. El calor
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era casi tropical y el aire estaba cargado de vapores sulfúreos procedentes de los
motores mal regulados.
—Altitud cinco mil pies y contando.
Como un gigantesco puño, una explosión golpeó el revestimiento exterior de la
nave y la hizo girar con violencia como un corcho en un remolino. Vero oyó que se
partían huesos cuando los cuerpos se sacudían contra los cables que los sujetaban a
las paredes. La mortecina luz roja parpadeó dos veces, y luego pareció estabilizarse.
—Altitud dos mil pies y…
La nave golpeó el accidentado terreno con un impacto que hizo que los
amortiguadores neumáticos gimieran y jadearan como un anciano asmático. Vero se
sintió como si estuviesen empujándole la columna vertebral hacia la parte superior
del cráneo. Sus músculos reaccionaron automáticamente ante la repentina sensación
de pesadez cuando la gravedad del planeta reemplazó de modo brusco la ingravidez
de la caída libre.
Movió un brazo, y los cables que lo sujetaban contra la pared aumentaron
automáticamente su resistencia alrededor de la muñeca para limitar sus movimientos;
a causa del roce, la piel se quedó en carne viva donde los apretados cables de acero le
penetraron en la carne. Le dolía el cuerpo por haber permanecido sentado e inmóvil
mientras era lanzado de un lado a otro por el violento descenso de la nave.
Le parecía que habían transcurrido horas desde que había despertado; una
eternidad pasada en las tinieblas, oyendo el ruido sordo de los motores. Dentro de su
cabeza, el tiempo había perdido significado y nitidez; se sentía confuso y
desorientado. Le pesaba la cabeza, que estaba llena de imágenes que aparecían de
modo inesperado en la casi oscuridad. Su memoria se mostraba intranquila, ya que no
recordaba haber sido capturado, y no se le ocurría ninguna otra razón por la que
tuviese que estar atado de aquel modo. Luchó para recordar cómo había llegado hasta
allí, encadenado dentro de una nave que se precipitaba hacia un lugar que sólo el
Emperador debía conocer.
El primer recuerdo que tenía era que se había despertado confuso e incapaz de
recordar siquiera cómo se llamaba; pero había visto una sola palabra tatuada en uno
de sus antebrazos, Vero, y había supuesto que era su nombre. Entonces miró a su
alrededor y vio hombres con tatuajes similares, y pensó que esa conjetura era
correcta. Parecía que algunos se conocían y, al despertar, se saludaban con sonrisas
tristes y sacudidas de cabeza. En algunas zonas de la bodega comenzó a oírse el
rumor de conversaciones; no obstante, otras áreas permanecían en silencio. Había
interrogado a un par de hombres, pero no sabían quién era él. No reconocía la
indumentaria que llevaba —un indefinido traje militar color caqui—, e incluso su
propio cuerpo tenía un aspecto extraño, desconocido. Las manos, de constitución
ancha, presentaban cicatrices en los nudillos, pero sus piernas parecían fuertes y
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robustas debajo de la tela tosca; sin embargo, no las reconocía como propias.
La pared opuesta se abrió y una cruda luz blanca bañó a los hombres. Una sombra
se proyectó ante la puerta, y apareció una silueta. El recién llegado, fornido y canoso,
tenía rasgado el uniforme color marrón apagado de la Guardia Imperial, y una venda
sucia le cubría la mayor parte de la cabeza. Pulsó un botón que había en la unidad de
su cinturón, y las ligaduras de acero que sujetaban a los prisioneros contra la pared se
aflojaron al mismo tiempo que se abrían las esposas y les permitían frotarse las
extremidades para devolver la circulación a la normalidad. El hombre entró en la
bodega y apuntó con su porra antidisturbios al cautivo más cercano, que yacía
reclinado en el piso; aunque el cuerpo respondió con una sacudida cuando el
electrodo le tocó el torso, el hombre no se levantó. Cualquiera que fuese la suerte que
les aguardaba en aquel planeta, algunos, al menos, habían sido misericordiosamente
salvados.
—¡Vamos, cerdos, moveos! ¡Fuera, fuera, fuera! —les gritó el fornido hombre
con acento áspero.
Aparecieron otros guardias y blandieron armas contra los hombres. Con lentitud,
comenzó a formarse una maltrecha fila. Vero luchó para levantarse, pese a que las
entumecidas piernas le ardían, y se encontró al lado de un hombre enorme como un
oso, con el torso desnudo y tatuajes fluorescentes que le brillaban en el cuello y los
musculados brazos. Vero dio un traspié al aproximarse a la rampa de la nave, y el
hombre lo cogió por un brazo e impidió que cayera a la vez que le sonreía, aunque la
mayor parte de su boca quedaba escondida tras una barba muy poblada y de color
pardo jengibre. Casi oculta por el vello de los brazos, Vero logró leer la palabra
Whelan, y asintió con la cabeza para darle las gracias.
—Es por los sedantes que te han dado para el viaje —le murmuró Whelan con
rapidez. Su voz era grave, casi un gruñido—. Hacen que pierdas un poco el
equilibrio, y es probable que sean la causa de que no recordemos nada. Créeme, ya lo
he visto antes. Ahora no puedes acordarte de nada, pero más tarde recuperarás la
memoria.
Vero no tuvo tiempo para preguntar dónde Whelan había visto antes aquello.
Parecía que el hombretón sabía mucho más que Vero sobre lo que estaba sucediendo.
La suave luz se hizo mucho más brillante, y Vero tuvo que protegerse los ojos. Se
dio cuenta de que sólo era una débil luz solar, pero a él le pareció muy potente
después de pasar tanto tiempo encerrado en la oscuridad de la bodega. El cielo era de
un tono gris acuoso y caía una llovizna fina que empapó en poco tiempo el espeso
cabello de Vero. Por un momento reinó la quietud. Soplaba una brisa leve que le
pareció el aliento del paraíso. Vero se desperezó y flexionó los músculos donde las
crueles ligaduras le habían herido la carne. Dio un respingo cuando las lesiones en
carne viva volvieron a abrirse, heridas lívidas sobre su piel olivácea. A despecho de la
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inactividad del viaje, continuaba sintiéndose fuerte y en forma. Detrás de él, la nave
de desembarco reposaba sobre el suelo accidentado como un gran escarabajo negro;
se encumbraba sobre las personas que se encontraban junto a ella y su caparazón
blindado las cobijaba de la lluvia. Luego, volvió a comenzar el bombardeo.
Todos los hombres salieron corriendo del amparo que les proporcionaba la nave
de desembarco, mientras el impacto de los proyectiles ahogaba el sonido de sus
pasos. Vero se sentía como si estuviese corriendo en el vacío; apenas se notaba las
piernas entumecidas a causa del viaje y tenía los oídos ensordecidos debido al
estruendo de las bombas que caían. Los guardias los condujeron hacia un edificio
bajo, construido con cemento tosco. Vero, Whelan y el resto de los prisioneros se
detuvieron delante mientras movían los pies para intentar el restablecimiento de la
circulación.
—Whelan —comenzó Vero al mismo tiempo que recorría con la mirada el
abigarrado surtido de soldados—, ¿en qué infierno estamos? ¿Y qué estoy haciendo
yo aquí? ¿Me conoces?
El corpulento hombre miró con atención el tatuaje que había en el antebrazo de
Vero.
—Vero, ¿no? Bueno, yo no te conozco, pero tú has respondido a tu propia
pregunta. —Su expresión era ceñuda—. Estamos en el infierno. No importa en qué
planeta nos encontremos; lo único que necesitas saber es que formas parte del XIV
Batallón Penal de Esine, «el XIV Sagrado», como nos llaman, aunque sólo el
Emperador sabe por qué. ¿Me estás diciendo que de verdad no recuerdas nada en
absoluto? ¿Ni siquiera recuerdas cómo fuiste a parar a la nave penal?
Vero sacudió la cabeza. Otros dos hombres avanzaron hasta donde ellos estaban
hablando. Whelan sonrió, y la sonrisa con dientes de menos dividió en dos su rostro
de poblada barba.
—¡Vaya, mira a quiénes tenemos aquí! ¿De debajo de qué miserable roca os
habéis arrastrado? No os vi en la nave cuando me despertaron cruelmente de mi
primer sueño. —Whelan saludó a los recién llegados golpeando sus nudillos con los
de ellos.
»Vero —continuó Whelan, que no dejaba de sonreír—, quiero presentarte a un
par de los sacos de estiércol más estúpidos que hay por aquí. Éste es Oban. En sus
tiempos lo condenaron por atacar a un oficial superior; traición de segundo grado,
herejía… ¡Ah! —añadió ante el entrecejo fruncido de Oban—, digamos que herejía
reformada… Este tipo ahora se ha enderezado; es un catequista consumado.
—Así es —afirmó Oban al mismo tiempo que asentía con un firme movimiento
de cabeza.
Era un hombre de rasgos angulosos, cuya nariz partida parecía casi tan grande
como su rostro. Oban tendió el puño cerrado hacia Vero y lo mantuvo a la altura del
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pecho. Pasado un segundo, Vero golpeó los nudillos del hombre con los suyos
propios. Oban sonrió, y dio la impresión de que iba a decir algo, pero Whelan lo
interrumpió.
—Oban y yo somos los más antiguos aquí. ¿Cuántos viajes hemos hecho ya,
Oban? Creo que seis en total, contando éste.
—Digamos que cinco, Whelan —lo contradijo Oban tras inspirar—. Serán seis
cuando hayamos salido, de una pieza, de este cuenco de polvo; si el Emperador
quiere.
—Y éste es Creid. —Whelan señaló al segundo hombre, un personaje alto,
delgado y patilargo, vestido con un gastado uniforme de campaña, que sonrió a Vero
desde detrás de unas maltrechas gafas—. Ni siquiera sé por dónde empezar, con este
tipo. Nombra el delito que quieras, que él lo ha cometido. La ley de probabilidades
dice que debería estar muerto por el número de viajes que ha tenido que hacer. Pero
supongo que hay gente que nace con suerte, ¿eh, Creid?
—Tú lo has dicho, hermano. —Creid se alzó las gafas hasta la frente y miró a
Vero con los párpados entrecerrados. A Creid le faltaba el ojo derecho, y en la cuenca
brillaba un tosco bioimplante. Reparó en la expresión algo sobresaltada de Vero, pero
no pareció ofenderse por eso—. Algún contrabandista loco me arrancó el ojo durante
la batalla de Sonitan VI, un disparo perdido —explicó Creid—·. Los médicos me
dijeron que había tenido suerte de que no hubiese sido toda la cabeza la que saliera
volando. Pero me remendaron bien; dijeron que era la recompensa debida por la
valentía que había mostrado. —Sacudió la cabeza al recordar aquello.
—¡Silencio!
De pronto, se abrió un pasillo entre el grupo de hombres para que pudiera avanzar
el que había hablado. Se pavoneó entre ellos mientras una voluminosa pistola de
plasma le golpeaba el magro muslo al caminar. Se hizo el silencio entre los hombres,
que se volvieron a mirarlo.
—Soy el comandante Bartok, y aquí tengo el rango de oficial superior. Seré
vuestro comandante en esta pequeña gresca.
El oficial era joven —posiblemente tenía menos de veinte años—; era probable
que aquél fuese su primer destino de mando. A pesar de sus palabras duras y el
cuidadoso pavoneo de su andar, parecía inexperto y nervioso. Era alto y delgado, casi
como un adolescente. Un pulcro cabello color arena le caía con elegancia sobre la
ancha frente.
Whelan masculló entre dientes algo así como «¡malditos bisoños!», y Vero supo
con total exactitud qué estaba pensando.
—Muy bien, vosotros, éste es el final de vuestro viaje —continuó Bartok, cuya
voz, claramente, no estaba habituada a hablar en alto—. Dónde estáis carece de
importancia, pero os diré por qué estáis aquí. Este puesto imperial avanzado es objeto
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de un ataque, y todavía esperamos a que lleguen los refuerzos. Entretanto, el Imperio
ha creído conveniente enviaros a vosotros para ayudarnos, y al mismo tiempo vaciar
su nave prisión. —Mientras hablaba se acariciaba la insignia de oficial, como para
tranquilizarse respecto a su autoridad sobre aquellos hombres—. Hablaré sin rodeos.
No me gustan los batallones penales. Por lo que a mí respecta, sois todos escoria;
pero en este caso no tengo alternativa. Estáis aquí y vais a luchar.
Vero miró a su alrededor. Había más hombres de los que podía contar con
facilidad; muchos de ellos eran prisioneros como él, pero había un número aún mayor
de guardias imperiales vestidos con uniformes grises que lucían el símbolo del guante
púrpura en los brazaletes que les rodeaban los brazos. Un guante color púrpura…
para Vero no significaba nada; no tenía ni idea de cuál era el planeta en que se
encontraba, así que mucho menos sabía con qué unidades debía luchar. El oficial
continuó.
—¡Escuchad! Nuestra misión es defender el perímetro, y no penséis siquiera en
escapar porque no hay adonde ir. Si el enemigo os atrapa, os matará…, y si os atrapo
yo, desearéis que os hubieran matado ellos. El psíquico del propio gobernador ha
previsto la victoria para nosotros, y es el mejor telépata de este sistema; no se le
escapa absolutamente nada, así que no tenemos de qué preocuparnos.
Entre el grupo pasaron hombres para distribuir rifles láser y cuchillos de combate.
Vero miró las armas que le habían entregado e hizo girar las extrañas formas entre las
manos. El metal y el plástico del rifle láser tenían un tacto extraño, pero cuando cogió
la culata, sus manos se deslizaron a la posición que les correspondía, al parecer por
propia voluntad, y su dedo acarició el gatillo. De alguna forma, la sensación era
correcta. Vero hizo rotar su cuerpo con lentitud sobre las puntas de los pies, hasta que
se sintió completamente cómodo con el arma en las manos. Comprobó lo que, de
algún modo, sabía que era el medidor de energía, y quitó y volvió a poner el
dispositivo de seguridad al mismo tiempo que tomaba nota de todo. Whelan lo miró
con curiosidad.
—¿Ya has usado antes uno de éstos? —preguntó.
—No lo sé… Creo que no.
—Pues, al parecer, sabes lo que debes hacer —respondió el otro con un
encogimiento de hombros.
Vero se miró las manos. Sintió que los músculos se le tensaban, y al mirarse el
puño vio que los tendones se estiraban y endurecían. Los nudillos, cuando se los tocó,
estaban duros como el acero, y percibió una ola de adrenalina que recorría su interior
a la vez que la fuerza inundaba su cuerpo. Unos pensamientos extraños colmaron su
mente: corredores de mármol, cielos cuajados de estrellas, un zumbido bajo de
maquinaria. Se quedó totalmente quieto en un intento de comprender aquellos
pensamientos, pero se alejaron de él, oscuros como alas de cuervo.
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—¡Bueno, banda de desgraciados, cargad y amartillad, y vayamos a buscar un
poco de acción! —Bartok estaba chillando—. Vosotros cuatro —concluyó en tanto
señalaba al pequeño grupo de Whelan—, vendréis conmigo. Tú —le dijo a Oban—,
estás a cargo de las comunicaciones. ¡En marcha!
Uno de los guardias imperiales le entregó a Oban una unidad de comunicación, y
él se la cargó a la espalda sin protestar. Whelan se rascó la barba con aire pensativo, y
miró a Vero.
—Vamos, será mejor que movamos el culo, o nos meterán un minimisil en la
nuca por falta de celo. Calculo que ese crío que nos manda está deseando disparar
contra alguien, y si estamos en medio tenemos tantas probabilidades como cualquiera
de recibir el disparo. Esta clase de gente es famosa por cargarse a los de su propio
bando tan a menudo como a los enemigos. No te separes de nosotros. Como ya te he
dicho, ésta es la sexta misión penal en que participo. Hasta el momento he
sobrevivido, e incluso en una ocasión recibí un encomio por valor. Quédate cerca de
mí y saldrás sin problemas de ésta.
Vero no se sentía demasiado seguro, pero, al menos, el tacto del arma en las
manos resultaba tranquilizador. Partieron tras Bartok y pasaron a paso ligero junto a
los demás prisioneros de la nave de desembarco, en dirección hacia donde los sonidos
de batalla eran más potentes.
***
—Rosarius, estúpido, ¿eres un telépata o no lo eres? ¿Me has servido tan fielmente
durante tanto tiempo para que se desvanezcan tus poderes ahora, cuando más los
necesito? ¡¿De qué sirven las imágenes de sombras cuando lo que preciso son
hechos?! —La voz de Torlin no podía ocultar la furiosa cólera que lo dominaba. Le
dio un manotazo a una pila de papeles que había sobre su enorme escritorio, y las
hojas salieron revoloteando por toda la estancia.
—Mi señor, por un segundo vi algo, pero luego desapareció. Esa oscuridad me
inquieta más de lo que soy capaz de expresar. Vi otra vez al cuervo, luego estrellas,
salones de mármol, y ahora nada. Estoy tan ciego en el éter como lo estoy en tu
mundo.
—Rosarius, estúpido, no hay nada que ver porque mi victoria está asegurada.
Ahora no me hace falta que empieces a ponerte nervioso. Eres un viejo; tal vez
deberías dejarme a mí las predicciones de guerra. Continuaremos.
—Mi señor, te lo ruego…
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***
La unidad de Vero llegó a las defensas del perímetro y se encontró en medio de una
feroz lluvia de disparos. Centenares de hombres se hallaban apiñados tras almenas
improvisadas, hechas de cemento, y bajo el techo de los búnkeres. Detrás de esas
posiciones, Vero vio un mar de escombros; las semanas de bombardeo habían
destrozado la periferia de la ciudad. El aire zumbaba con disparos de láser y rugía con
el sonido de las armas pesadas. El ruido de la batalla bramaba en sus oídos. Se sentía
fuerte.
Por primera vez pudo ver de cerca al enemigo, y por lo que distinguió se trataba
de seres humanos como él; considerando el número de muertos que había a ese lado
de la muralla, iban bien armados. Cuando tomaban posiciones, un hombre al que no
conocía y que se encontraba de pie junto a Oban fue derribado por un disparo de
cañón automático del enemigo. En un momento estaba disparando a lo lejos, y al
siguiente se oyó un rugido y los cubrieron jirones de carne de aquel hombre. Vero se
limpió la cara al mismo tiempo que percibía en la lengua el sabor metálico de la
sangre, y luego siguió el ejemplo de Whelan y se lanzó al suelo tras las murallas
almenadas, desde donde ambos se pusieron a disparar hacia el otro lado de las ruinas.
Allende aquel paisaje de pesadilla, Vero podía ver centenares de cuerpos
esparcidos y mutilados, cuyas extremidades habían sido cercenadas por disparos
láser, o que estaban destrozados por la implacable artillería. El suelo se estremecía
cada vez que caía una bomba, y daba la impresión de que los cadáveres danzaban
sobre la tierra, agitando brazos y piernas al ritmo de las detonaciones.
Las piedras que estaban delante de ellos se sacudieron y, al bajar la mirada, Vero
vio unos dedos enguantados que se aferraban a la piedra del parapeto que tenía ante
sí. Antes de que pudiese reaccionar, el hombre más enorme que había visto en toda su
vida saltó por encima de la muralla. Cubierto de pies a cabeza por una armadura de
batalla de color gris apagado, blandió una enorme hacha sierra hacia la desprotegida
cabeza de Vero; éste oyó el restallido de los dientes del hacha hendiendo el aire en
dirección a él. Actuando por puro instinto, saltó hacia atrás y a un lado para poner
distancia entre su persona y el atacante. El hacha erró la cabeza de Vero, pero la
girante hoja destrozó el cañón del rifle láser y las esquirlas de metal caliente volaron
en todas direcciones. Una golpeó la frente de Vero y la sangre que manó de la herida
se le metió en un ojo y lo cegó. Vero soltó el arma inutilizada y sacó el cuchillo de
combate de la vaina de la bota. Cayó en postura acuclillada y equilibró el peso sobre
las puntas de los pies; en algún rincón del interior de su mente, Vero descubrió que
estaba observándose a sí mismo con una mezcla de admiración y alarma.
Al mismo tiempo que intentaba concentrarse, se agachó para esquivar el siguiente
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ataque y se lanzó hacia el enemigo por dentro del arco descrito por el hacha sierra.
Llegó a percibir el hedor a sudor y sangre del otro, pero en el momento en que el
atacante retrocedía con paso inseguro, Vero impulsó la punta de acero del cuchillo
hacia el pecho del hombre y empujó con fuerza, astillando costillas y hendiendo
músculos.
Al clavar la templada hoja en las profundidades del pecho del hombre, Vero sintió
que algo se apoderaba de él. Un espíritu salvaje lo poseyó, y retorció la hoja del
cuchillo a la vez que sentía cómo destrozaba los tejidos blandos; a continuación, alzó
una rodilla para darse impulso y separarse del cuerpo que caía en tanto arrancaba el
cuchillo. El hombre, tras proferir un grito entrecortado, murió ante él sobre el
accidentado suelo, y sus ojos fijos y dementes se enturbiaron mientras la sangre
escapaba a borbotones por la herida de la destrozada caja torácica.
Vero retrocedió dando traspiés mientras las sensaciones lo inundaban. Ni siquiera
recordaba haber aprendido a usar un cuchillo de combate, y sin embargo en el preciso
momento en que aquel hombre enloquecido le saltó encima, había sentido que algo se
apoderaba de él, algún instinto, algún entrenamiento olvidado que le había permitido
sacar el cuchillo de la bota, hacerlo girar en la mano y clavarlo de modo letal en el
pecho de su oponente.
Abrió la boca y profirió un gutural alarido de triunfo, y entonces sintió que un
repentino destello de memoria le iluminaba la mente. Luchó para retenerlo, pero se le
escapó como una anguila de pantano, resbalando de la presa de su voluntad
consciente y dejándolo tan ignorante como antes. Sin embargo, por un momento
había visto la imagen de estrellas que ardían tras una enorme ventana de cristal, había
oído el sonido de pies que susurraban sobre piedra pulida y había percibido un olor
como…, como de algo que no lograba determinar. Luego se evaporó la imagen y el
momento pasó.
Captó un movimiento a su izquierda y rotó sobre sí mientras recogía con rapidez
el hacha sierra de su atacante. Un soldado había saltado por encima del parapeto;
sujetaba un cuchillo entre los dientes rotos al mismo tiempo que se valía de una mano
para izarse y pasar sobre la muralla de cemento. Con la otra mano agitaba una
gastada pistola bólter. El hombre estaba cubierto de cicatrices y tenía el pelo erizado
en penachos por toda la cabeza. Se miraron el uno al otro durante menos de un
segundo…, y luego Vero apretó la palanca del asa del hacha sierra y ésta despertó a la
vida. Se lanzó al ataque, y se oyó un alarido ensordecedor cuando su oponente cayó
boqueando sobre fango con un brazo cercenado a la altura del hombro.
De pronto, como obedeciendo a una señal, las murallas que tenían delante fueron
escaladas por decenas de guerreros, que pasaron en masa por encima del parapeto.
Conmocionado, Vero saltó atrás y miró a su alrededor en busca de sus compañeros.
Vio que Whelan disparaba una abrasadora cortina de fuego láser, mientras Creid y
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Oban arrojaban las granadas de fragmentación que les lanzaba el comandante Bartok
desde el pie de la muralla, formando así una cadena humana de destrucción.
Luego Vero se encontró luchando por su vida, abrumado por los atacantes y
arrastrado por la presión de cuerpos enemigos. Perdió de vista a sus camaradas
durante unos momentos mientras blandía el hacha sierra robada en girante forma de
ocho y se la arrojaba al enemigo más cercano, al que le partió la cabeza en dos.
Después cogió la pistola láser de un guardia muerto, comprobó con rapidez la célula
de energía y despejó un poco de espacio para moverse.
—¿Dónde está Bartok? —gritó por encima del estruendo al mismo tiempo que
aferraba a Whelan por un hombro.
—¡Desaparecido! —le gruñó el otro a modo de respuesta.
—¿Muerto?
—¡Qué va! ¡Ha huido! —Whelan estaba pálido, obviamente convencido de que
su sexta misión sería la última.
Vero evaluó la situación.
—¡Retroceded! —les gritó a los otros, los cuales alzaron de pronto los ojos hacia
él, que se sintió momentáneamente confuso al no saber de dónde había salido aquella
súbita nota de mando que acababa de sonar en su voz.
Comenzaron a retirarse, a cubierto de las destrozadas murallas. Los proyectiles de
la artillería enemiga pasaban por encima de sus cabezas en dirección a la ciudad, y su
horripilante silbido hacía estremecer a los hombres. Vero aferró a Creid por un
hombro cuando éste arrojaba las últimas granadas que le quedaban.
—¡Vamos! —le gritó a la vez que tiraba de él—. Retrocede, sígueme.
Así lo hicieron, y se encontraron repentinamente rodeados por guardias que
corrían para ponerse a cubierto dentro de los edificios mientras los ardientes disparos
de láser hendían las tinieblas detrás de ellos. Vero perdió de vista a Creid en medio de
la confusión, arrastrado por la desbandada general, y rezó en silencio para que
escapara con vida.
Se oyó un estruendo cerca de ellos, y Oban se tambaleó como si las piernas
cediesen bajo su peso.
—¡Whelan, ayúdame! —gritó Vero, resbalando en el suelo cubierto de sangre.
El corpulento hombre cogió a Oban por los brazos y ayudó a Vero a arrastrarlo
hasta un cercano edificio en ruinas. Tal vez serían todos hombres muertos sin nadie
para enterrarlos cuando acabase el desastre, pero Oban era un camarada de armas;
además, tenía la unidad de comunicación, y no había manera de que ninguno de ellos
saliese de aquel lío con vida si perdían el contacto con el mando.
Atravesaron una puerta quemada que conducía a una especie de almacén. Del
techo caía plástico fundido en goterones de lluvia letal. Whelan y Vero depositaron a
Oban en el suelo y se recostaron contra la pared, jadeando tanto a causa del miedo
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como del agotamiento.
Vero se pasó una mano entre los cabellos, y Whelan se arrodilló para examinar a
Oban. Cuando el hombretón volvió a levantarse tenía sangre en las manos y una
expresión preocupada se había apoderado de su rostro.
—¿Qué hay? —preguntó Vero con voz cansada.
—Aún sigue ahí dentro, pero no creo que vaya a durar mucho más. Tiene las dos
piernas partidas y está perdiendo mucha sangre. Me sorprende que todavía esté vivo.
—Whelan miró a su alrededor con ojos llenos de pánico—. ¿Qué diablos vamos a
hacer ahora?
Vero sacudió la cabeza. Levantó la unidad de comunicación, pero el aparato, de
mala calidad y fabricado en serie, estaba averiado y tenía la cubierta rajada y
quemada por la explosión. La arrojó al suelo con gesto asqueado y se sentó entre los
escombros. El ruido de las explosiones aún resonaba en sus oídos. Se frotó los ojos
irritados y sintió que le escocían al metérsele dentro el humo acre que le rodeaba la
piel del rostro. Una botella de agua, que sin duda había dejado caer un soldado que
huía, estaba medio oculta entre los escombros. Vero olió el contenido con cuidado y
luego tomó un sorbo del agua salobre que había dentro. Intentó rememorar el
recuerdo que había pasado por su cabeza al matar al soldado enemigo, pero había
desaparecido sin remedio, y entonces imprecó. Su memoria era clara desde el
momento en que había llegado a aquel planeta, pero por lo que respectaba a lo
sucedido antes… nada. Cerró los ojos e intentó retroceder sobre sus pasos desde el
instante de la llegada, en busca de una pista que le dijese quién era él y qué estaba
haciendo.
Con su ojo mental, vio movimiento: hacia ellos avanzaba un vehículo provisto de
orugas. ¿Sería de ellos o pertenecería al enemigo? No lo sabía, pues la imagen no era
clara. Tenía la sensación de que estaba sucediendo algo justo fuera de su alcance.
—¿Qué ocurre? —preguntó Whelan, con expresión preocupada—. ¿Oyes algo?
¿Qué pasa?
En el rincón de la estancia, Oban gimió y la sangre manó como un río por su boca
y fosas nasales, pero Vero apenas si se dio cuenta. Podía oír el graznido de un cuervo.
Vio una cara que flotaba ante sus ojos: cabello gris canoso, ojos arrogantes,
aristocráticos, vestido con uniforme y medallas. Recordó cómo había recobrado las
fuerzas con tremenda rapidez tras el aterrizaje en el planeta, a pesar de la debilidad
que había experimentado dentro de la nave. Recordó cómo había dominado el manejo
de las armas, su lucha instintiva cuando lo atacaron sobre la muralla. Recordó el
endurecimiento de los tendones de sus manos y la contracción de sus dedos…, y
luego nada. La mente se le quedó en blanco y lo único que pudo ver fue el edificio en
ruinas dentro del que se ocultaban, y a Whelan arrodillado junto a Oban.
—Whelan —dijo con una voz espesa e implorante—, está sucediéndome algo.
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***
—Mi señor gobernador, la situación está volviéndose demasiado peligrosa. Por un
momento casi vi algo, pero ahora no puedo ver otro resultado de nuestra estrategia
que no sea destrucción. Debemos escapar, y pronto.
—Pero si los rebeldes están tan cerca, ¿cómo podemos fracasar? Todo está
sucediendo tal y como lo planeamos. ¿Qué puede salir mal ahora?
—Mi señor, incluso en la oscuridad psíquica habitualmente puedo ver algo, algún
vislumbre de intención, algún atisbo del futuro. Ahora no puedo ver nada. —La voz
de Rosarius se quebró a causa de la tensión—. Es verdad que mis poderes no pueden
ver el peligro que nos aguarda, pero es eso lo que me causa preocupación. Jamás mi
segunda visión había estado tan ciega. Veo futuros que se ciernen en la periferia, pero
una nube, como la tinta en el agua, lo confunde y oculta todo. Si pudiera ver nuestra
perdición, eso, al menos, me permitiría trazar un camino que nos alejara de tal
resultado. Sin embargo, no hay nada.
—En ese caso, nos marcharemos al búnker. Allí estaremos a salvo. Tal vez fue
una tontería regresar a la ciudad, pero quería estar presente para ver cómo caía.
Rosarius sacudió la cabeza ante el egocentrismo de su señor. El gobernador, tras
pulsar un botón situado sobre su escritorio vacío, habló por el comunicador.
—Sargento, prepare el transporte personal del gobernador. Estaremos allí dentro
de unos minutos.
Cuando ambos giraban para salir, Rosarius reflexionaba, no por primera vez,
acerca de las limitaciones de sus poderes psíquicos, que no lo habían prevenido de lo
desafortunado que iba a ser su nombramiento como consejero personal de Torlin.
Tras dejar abierta la ornamentada puerta doble, ambos bajaron por la grandiosa
escalera, dado que no se fiaban del ascensor. Las luces parpadeaban a causa del
generador, que luchaba para cubrir las exigencias de las pantallas de energía que
protegían la residencia oficial del gobernador.
Debajo del palacio, el tanque de batalla Leman Russ despedía humo negro, y
Rosarius resolló. Torlin rezó para que las ineficacias de su gobierno no hubiesen
alcanzado a su propio tanque, y para que los mecánicos hubiesen añadido el blindaje
lateral adicional que les había ordenado. Los treinta soldados escogidos y de
impecable lealtad que formaban su escolta se pusieron firmes cuando él apareció; les
dedicó un breve asentimiento de cabeza y un vago saludo militar. Mientras el
gobernador y Rosarius subían al Leman Russ y se ajustaban los cinturones de
seguridad, los miembros de la escolta se amontonaron dentro de dos Rhinos. El
conductor cerró la escotilla tras ellos, y a Rosarius el sonido le pareció el de un ataúd
al que estuvieran sellando.
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El conductor activó el motor y salieron despedidos hacia adelante con tal fuerza
que el impulso casi le arranca la cabeza al gobernador.
—Por compasión —le gruñó al conductor—, ten más cuidado. Quiero salir vivo
de aquí.
El Leman Russ, con su escolta de Rhinos, atravesó con lentitud la ciudad en
llamas; aminoraba la marcha con frecuencia para maniobrar alrededor de los edificios
en ruinas y para esquivar los agujeros dejados en las calles por las bombas. La luz del
exterior tenía un aspecto sobrenatural a causa de las bengalas de magnesio que
lanzaban los ojeadores, pero el sonido de las armas de fuego pequeñas había cesado.
El gobernador no sabía si eso era o no una buena señal. A pesar de los filtros del
vehículo, podía oler el humo de los edificios que ardían, el hedor de los corrosivos
químicos, del plástico quemado y, apenas perceptible, el de la carne chamuscada de
las piras de celebración que encendían los rebeldes victoriosos. La ciudad estaba
desierta, pues los habitantes habían huido hacía mucho. Torlin escuchaba a medias
los sonidos procedentes del comunicador que lo conectaba con su escolta, y se
mordía las uñas con aire pensativo. Rosarius se había derrumbado en el asiento, al
parecer perdido dentro de sus ropajes.
—Furia uno, tenemos francotiradores en punto-dos-cero-cero. Cambio.
—Furia dos, ya los veo.
Oyeron las balas que rebotaban sobre la coraza del transporte blindado de tropas,
y luego el traqueteo de los disparos de respuesta efectuados con pistolas bólter.
—Francotiradores neutralizados.
—Base Furia, estamos de camino, tiempo estimado de llegada trece minutos y
contando. Cambio.
—Recibido. Esperamos su llegada. Manténgannos al corriente. Cambio y corto.
De repente, Rosarius se puso en pie de un salto, con los ojos enloquecidos de
miedo.
—¡Mi señor! —exclamó—. ¡Veo fuego, fuego que viene del cielo!
A través del comunicador del Rhino que iba en cabeza, les llegó un grito.
—¡Entrando, entr…!
El estallido ahogó el resto de la voz.
***
La explosión sacudió el edificio en ruinas donde se habían refugiado los dos
supervivientes, e hizo que cayeran grandes fragmentos de escayola y escombros del
techo. Vero gateó hasta la destrozada ventana, con cuidado de mantener la cabeza
apartada por temor a los disparos de los francotiradores. Al mirar a hurtadillas hacia
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el otro lado del destrozado bulevar, vio los humeantes restos de un vehículo blindado
cuyo motor se encontraba en llamas. Frente a éste, otro vehículo similar había
quedado completamente sepultado entre los escombros de un edificio que había
recibido el impacto de un misil. Entre ambos había un tanque de batalla cuya rueda
delantera aún giraba con la oruga hecha pedazos. El enorme cañón láser del tanque se
inclinaba, por completo inutilizado, en un ángulo que no admitía reparación. Debajo
del casco metálico danzaban chispas, y un oleoso líquido negro goteaba por las
grietas del armazón.
El líquido avanzaba lentamente hacia el chisporroteante vientre del vehículo, y
Vero supo que quienquiera que estuviese dentro contaba con apenas unos momentos
antes de que el transporte quedase envuelto por las llamas.
—Cúbreme —gritó Vero, para sorpresa suya y sobresalto de Whelan. Tras saltar
por la ventana, corrió por el terreno abierto seguido por los disparos de rifle láser de
los francotiradores, los cuales hacían saltar esquirlas de roca bajo sus pies. El
estrépito de los disparos de respuesta de Whelan resonaba en sus oídos.
Saltó sobre el tanque en movimiento, cuyo avance aprovechó para desplazarse
hacia adelante con impulso y ponerse a cubierto. Plantándose con firmeza sobre la
tierra mojada, sacó su cuchillo y encajó la punta en la hendidura que había entre la
parte superior del vehículo y su escotilla de acceso. Se apoyó en la hoja al mismo
tiempo que rezaba para que no se rompiese; pero la punta de adamantina se mantuvo
firme. Con un rechinar metálico, la escotilla se abrió y eructó una nube de humo
caliente al aire de la noche. Vero parpadeó a causa del humo mientras se asomaba al
destrozado interior.
El conductor se encontraba desplomado contra los controles, y de inmediato
comprendió que ya nadie podría ayudarlo: un puntal de soporte del chasis se le había
clavado profundamente en el pecho. El artillero gemía suavemente, pero la sangre
que le manaba por la boca era de color rojo arterial, sangre de brillante color
oxigenado; apenas le quedaban unos pocos minutos de vida.
En la oscuridad entrevió una figura inmovilizada contra el suelo por un puntal
metálico roto de las paredes acorazadas del vehículo. Lo miró con más atención:
cabello gris, ojos aristocráticos, las medallas que lucía en el pecho… Ya había visto
antes a ese hombre.
De repente, la memoria estalló dentro de su cabeza como el corazón de una
estrella colapsada bajo su propio peso.
Se encontraba sentado en el extremo de una camilla baja dentro de un salón de
mármol muy pulido. Ante él, un hombre ataviado con ropón negro leía un libro
grande, encuadernado en piel. En torno a ambos había paneles de máquinas que
zumbaban y pantallas de color verde mortecino en las que se sucedían las imágenes.
Podía oír el tenue rumor de las zapatillas de piel contra la piedra pulimentada. Los
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tecnosacerdotes se desplazaban con suavidad por las naves entre hileras de antiguas
máquinas, ajustando, tomando datos, recitando plegarias.
El zumbido se hizo más sonoro. Unas manos suaves se posaron sobre sus
hombros y lo hicieron echarse hacia atrás, de modo que quedó tendido de espaldas
sobre un sillón cálido y mullido. Sobre él había un gran monitor en el que podía ver
el rostro de un hombre ataviado con ropón; la cara era la de un viejo, pero no
presentaba arrugas. El hombre habló con una voz calma y medida, que parecía pasar
de largo de sus oídos y hablarle directamente a su cerebro.
—Averius, asesino Callidus, relájate. Quédate quieto y relajado. —Le fue
explicado el proceso con todo cuidado.
—Es bastante sencillo, te lo aseguro. La mente de un hombre está compuesta por
dos partes. La primera incluye la memoria, tu personalidad, los pensamientos que son
sólo tuyos. Luego está la parte que controla las funciones cotidianas, todo lo que te
permite funcionar como asesino, así como tus instintos animales del tipo ataque o
huida, tus poderosos instintos de supervivencia. Lo único que vamos a hacer es borrar
temporalmente esa primera parte con el fin de permitir que pases a través del filtro
psíquico normal del que se rodea el eternamente paranoico gobernador Torlin. No
tendrás ningún recuerdo de quién eres ni de cuál es tu misión, de modo que su
psíquico oficial no tendrá ninguna premonición de ti hasta que sea ya demasiado
tarde. Tú eres Averius, así que la misión tiene el nombre clave de Vero.
Un casco que zumbaba de energía descendió sobre su cabeza y le cubrió también
los ojos. Vio caras, escenas de batalla, carnicería, el fragor de las armas, y luego un
rostro enmarcado en cabellos grises, con ojos llenos de ambición y palpable sed de
poder. Su presa: el gobernador Torlin. Las imágenes de su propia vida —
exterminaciones anteriores, estertores de muerte— pasaron ante sus ojos a medida
que retrocedían, y luego sólo hubo oscuridad.
Lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue que se encontraba dentro de un cometa
metálico que caía a la tierra, con los brazos atados a la espalda con firmeza. Entonces
todo estaba claro. Era Averius, asesino Callidus…, y había encontrado a su presa.
Junto al gobernador, un anciano de aspecto aterrorizado, ataviado con ropón
oscuro, lo contemplaba al mismo tiempo que murmuraba para sí con voz queda.
Averius inclinó la cabeza para oírlo mejor.
—¿Tú…, tú eres el cuervo? —preguntó el psíquico con voz quebrada—. ¿Por qué
no te vi? ¿Por qué no pude leer tu mente? ¿Por qué no pude predecir tu llegada?
Le manaba un hilillo de sangre de la nariz y su respiración era jadeante. El
asesino alzó el puño.
—Guarda silencio, psíquico —le espetó, y sus manos acallaron las preguntas del
anciano.
Averius tiró con brutalidad de Torlin, e hizo caso omiso de los gemidos del
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hombre cuando el metal roto que lo inmovilizaba contra el piso le desgarró la carne.
Lo sacó del interior del vehículo y lo arrastró hasta el edificio. Sintió una hola de
calor que llegaba hasta él cuando el combustible alcanzó uno de los circuitos que
chisporroteaban, y el tanque estalló en una bola de metal y plástico fundidos.
Whelan lo esperaba dentro del edificio en ruinas para cubrir su regreso desde el
cobijo que le proporcionaba la ventana destrozada.
—Vero, ¿quién es éste? —preguntó cuando el asesino se escabulló de vuelta al
interior del improvisado refugio y arrojó su presa con brutalidad sobre el suelo. Al no
obtener respuesta, Whelan aferró un brazo de su compañero y lo hizo girar para
encararse con él.
—Vero, ¿qué es esto? —preguntó, pero el asesino lo contempló con rostro
inexpresivo. Todos los anteriores pensamientos de camaradería habían sido borrados
de la mente del asesino por el conocimiento de su misión.
—Te interpones en mi camino —dijo simplemente, y le lanzó un puñetazo con
gesto casi perezoso. Whelan voló por el aire, inconsciente a causa del golpe. El
asesino contempló desapasionadamente el cuerpo tendido de su camarada, cuyo
rostro tenía grabada una expresión de sorpresa.
Los dedos del asesino comenzaron a contraerse y estremecerse de manera
dolorosa, y se miró las puntas con alarma. De pronto, se sintió desgarrado por el
dolor, y pareció que todo su cuerpo se elevaba y sacudía desde lo más profundo.
Averius podía sentir que la polimorfina corría por su sistema circulatorio, y el cuerpo
se le contorsionó como si intentara despojarse de la piel. Sintió que crecía, se
ensanchaba, y experimentó unas punzadas en las puntas de los dedos cuando de
debajo de las uñas se le deslizaron unas agujas de acero afiladas como navajas y
briliantes de fluidos tóxicos. Al fin, estaba completo; ya tenía las herramientas de su
oficio: sus garras de cuervo habían sido ocultadas para evitar que la misión quedase
al descubierto hasta que encontrara a su presa.
El gobernador, cuando volvió en sí, profirió un gemido ronco detrás de él. El
asesino recogió la botella de agua del lugar en que yacía entre los escombros del piso
y, tras levantar la cabeza del hombre, le permitió beber un sorbo. Averius quería que
la presa fuese capaz de responder ante su acusador.
—Mi señor —comenzó el asesino, como siempre hacía—, he venido por orden
expresa del Oficio Asesinorum.
El gobernador despertó por completo a causa del sobresalto, y sus ojos lo
enfocaron, llenos de pánico.
—El cuervo —gimió con voz quebrada y ronca, enloquecida, delirante, y Averius
le golpeó suavemente, con la mano abierta, una de las mejillas grises como la ceniza.
—Despierte. Concéntrese. Vengo a darle la absolución del Emperador.
—¿Qué quiere decir? Yo no he hecho nada, no tengo ninguna necesidad de
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absolución —le espetó Torlin. Pero el asesino hizo caso omiso de sus palabras.
—He venido a traer la justicia a este planeta. Lo han estado observando. ¿Pensaba
que su telépata faldero podría protegerlo de la justicia? Él conocía los pensamientos
de usted, y ese conocimiento brillaba como un faro para la Adeptus Astra Telepática.
¿Pensaba que podía ocultarse una traición como la suya?
El gobernador comenzaba a perderse en el pánico más absoluto. El asesino pudo
ver que la cenicienta frente del hombre comenzaba a perlarse de sudor. Sabía que era
hombre muerto, pero la confesión, al menos, le proporcionaría una muerte limpia. La
absolución podía ser rápida. El asesino presionó las sienes del gobernador con los
dedos y concentró sus pensamientos.
—Usted pensaba que podía alentar a los rebeldes y posibilitar que ellos
destruyeran a las fuerzas del Emperador estacionadas en este pequeño mundo. —
Averius apenas podía impedir que el desprecio aflorase a su voz—. Creía que, una
vez obtenida la victoria, podría ocupar un lugar como jefe. Su ambición lo condujo a
pensar en la posibilidad de liderar su propio ejército a través de la galaxia, labrar su
propio imperio.
El gobernador miró al asesino a los ojos, y en ellos vio arder los fuegos de su
propia traición. Su imaginación se adentró, girando, en las vastas distancias del
espacio, y se le llenó la mente de impertérritas imágenes: su Emperador y antiguo
señor sentado en el Trono Eterno de la Tierra. Le dolía el corazón mientras el asesino
lo obligaba a enfrentarse con su traición.
—Pero ¿por qué no debería ser usted aniquilado junto con el resto de su rebelión?
—continuó Averius—. La muerte es la parte fácil. Cualquiera puede morir…; cada
día mueren incontables millares en incontables millares de mundos. Como ser
humano, es usted menos que nada. Podríamos haber lanzado un ataque desde el
espacio, haber bombardeado su palacio y haber acabado con usted en un instante.
Habría muerto sin saber jamás por qué. Pero como hereje jamás nos ha pasado
inadvertido, y cada hereje que muere sin arrepentirse constituye un fracaso de la
ortodoxia. Estoy aquí para aceptar su arrepentimiento.
En los ojos del asesino, Torlin vio que el Emperador le tendía la mano y que ésta
se hacía cada vez más y más grande, hasta que le pareció que iba a envolverlo.
Mientras la observaba, ésta se marchitó hasta convertirse en una garra, una garra de
cuervo, y luego se deshizo en cenizas.
—Ha pecado de la manera más dolorosa contra el Emperador, y yo estoy aquí
como su juez y ejecutor. Morirá usted, pero debe morir arrepentido de sus culpas.
El gobernador comenzó a llorar. Las grandes lágrimas fluían en abundancia.
—Me arrepiento, me arrepiento —sollozaba una y otra vez. Al fin, su voz
descendió hasta ser un susurro—. Perdóneme.
El asesino flexionó los dedos y sintió que las afiladas agujas se llenaban de
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toxinas procedentes de las bombas de bioingeniería implantadas dentro de sus manos.
Luego, volvió a mirar al cobarde gobernador.
—Torlin, gobernador imperial del mundo de Tadema, ha pecado contra el
Emperador. Acepto su arrepentimiento y le concedo la misericordia del Emperador.
Con una mano mantuvo inmóvil la cabeza del gobernador, alojada en la palma
como lo haría con un niño, al mismo tiempo que presionaba los dedos de la otra
contra el rostro del hombre. Las agujas se deslizaron a través del tejido blando de los
ojos del gobernador, y atravesaron los nervios y los globos oculares hasta el cerebro,
donde inyectaron el veneno mortal. Pasado un rato, la mano que sujetaba la cabeza se
abrió, y el gobernador Torlin cayó sin vida al piso.
«Absuelto».
El asesino pasó una mano sobre el tatuaje de penal que tenía en el antebrazo. Las
letras cambiaron suavemente de forma para convertirse en runas arcanas, y supo que
transmitirían una señal a través del éter hasta el templo Callidus. En el espacio lejano,
los refuerzos imperiales allí retenidos hasta que hubiese concluido su crucial misión
entrarían en acción, y los marines espaciales del Capítulo Cicatrices Blancas
comenzarían a desembarcar en el planeta. Su misión había terminado y, por tanto,
podía regresar y presentar su informe.
Tras presionar un dedo pulgar sobre la frente del gobernador, activó un
bioimplante que llevaba en lo profundo de la mano. Sintió una breve ola de calor,
como si pasara la palma sobre una vela encendida. Al retirar el pulgar, quedó una
marca grabada en la fría piel de la frente del hombre. Era el dibujo estilizado de un
ave.
Un cuervo.
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HIJOS DEL EMPERADOR
BARRINGTON J. BAYLEY
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bruñidas costillas metálicas que se arqueaban en el techo de los pasillos brillaban.
Efigies y eficaces runas grabadas en diferentes épocas por mecánicos y sacerdotes
adornaban las paredes. Pero en ese preciso momento, Floscan no prestaba atención a
nada de eso. Mientras los alaridos de agonía se desvanecían a sus espaldas, se
tambaleó hasta una portilla ovalada, rodeada de latón, y miró hacia el exterior con
ojos ciegos.
Observó la negrura del espacio sembrado de estrellas. A una cantidad imprecisa
de millas de distancia eran visibles los contornos nítidos de las naves atacantes;
incluso desde aquella gran distancia constituían una visión extraordinaria: un
conjunto variopinto de naves mestizas y desvencijadas, con todo el aspecto de haber
sido construidas con dos o tres naves toscamente soldadas entre sí. Habían acometido
a la flotilla de transportes de tropas —gabarras pesadas y lentas, apenas armadas— en
cuanto salió del espacio disforme para orientarse. El resultado fue una absoluta
carnicería. El carácter improvisado de las naves identificaba a sus tripulantes como
orkos, ya que éstos no construían naves propias, sino que usaban cualquier cosa que
pudiesen capturar o recoger de otras razas. ¡Cómo debieron rugir de salvaje deleite al
ver aquellas unidades de la Armada imperial materializarse de modo inesperado ante
ellos!
En ese momento, apareció a la vista el crucero de batalla escolta, el Glorioso
Redimidor, una estructura enorme con barrocos espirales incrustados de gárgolas y
torretas de armas que goteaban plasma en un intento de defender las naves de
transporte de tropas. Media docena de naves de los orkos lo habían rodeado, y su
armamento lo estaba haciendo pedazos; grandes trozos almenados se alejaban
describiendo espirales en el espacio.
De otra de las naves de los orkos, salió hacia ellos algo llameante, que fue seguido
por una onda de temblor intenso que recorrió las partes vitales de la Venganza
Imperial con un gran estruendo. El pasillo se curvó, y de todas partes llegó el retumbo
de una nave que se partía. ¡Los había alcanzado de lleno un torpedo de plasma!
—¡Abandonen la nave! ¡Abandonen la nave!
La orden crepitó a través de los antiguos altavoces del techo. El guardia Hartoum,
sin embargo, no necesitaba que se lo dijeran, pues ya corría a toda velocidad hacia las
cápsulas de salvamento más cercanas, saltando por encima de los plegamientos y
agujeros recién aparecidos en el piso.
—¡No hagas caso de esa orden, guardia! ¡Lucha hasta el fin contra los viles
enemigos del Emperador!
Floscan se detuvo en seco. Una figura atemorizadora que llevaba un abrigo negro
de hombros cuadrados se encontraba de pie, rígida, en medio del pasillo cuando giró
en el siguiente recodo. Era el comisario Leminkanen. La expresión severa, coronada
por la gorra con visera, no era nada nuevo, ya que jamás abandonaba su rostro; en
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especial, durante las fanáticas conferencias de moral a las que Floscan había tenido
que asistir.
La orden de abandonar la nave procedía del capitán. Floscan no tenía ni idea de
quién poseía el rango más alto en aquella situación, si el capitán o el comisario, pero sí
sabía que si obedecía al segundo probablemente no conservaría la vida un minuto
más tarde. Por instinto, avanzó hacia la cápsula más próxima.
—No huirás ante el enemigo, guardia. ¿Dónde está tu rifle láser?
Las últimas palabras fueron ahogadas por un chirrido de metal que se rasgaba, al
que siguió el aterrorizador suspiro de aire que escapaba a través del casco roto. De
pronto, apareció un rifle láser en las manos del comisario Leminkanen, y su rayo letal
pasó zumbando junto a un oído de Hartoum en el preciso instante en que éste se
lanzaba dentro de la cápsula de salvamento y, en un mismo movimiento, golpeaba el
botón grabado con runas que la cerraba herméticamente. Con las manos temblando
de pánico, tiró de la palanca de eyección.
Contra la cápsula golpetearon fragmentos cuando salió disparada de la nave de
transporte de tropas que se desintegraba. La tremenda aceleración dejó sin sangre el
cerebro de Floscan, que se desvaneció.
***
Al recobrar el conocimiento, el total silencio de los estrechos confines de la cápsula en
la que apenas había espacio para moverse le resultó atemorizador a Floscan. Incluso el
sonido de su propia respiración parecía antinaturalmente alto. Se arrastró hasta la
portilla y miró al exterior.
Si algo había para ver, consistía en pecios dispersos, que, de vez en cuando,
pasaban flotando entre él y las estrellas, haciéndolas parpadear. La flotilla había sido
destruida, y con ella el IX Regimiento de Aurelia. De las naves de los orkos, ni rastro.
El guardia Hartoum se dejó caer sobre la litera de la cápsula, incapaz de soportar
aquella visión.
Aurelia, donde había crecido Floscan, era un mundo rural. Se había enrolado
voluntariamente en el regimiento de la Guardia Imperial cuando estaba en fundación,
con la esperanza de hallar retos y aventuras. Entonces que los había encontrado,
anhelaba la tranquila vida de la granja natal. Creía con total firmeza en el Emperador,
por supuesto; pero en ese momento estaba incluso fuera del alcance de su socorro. Se
hallaba solo y perdido. El rescate era imposible. La armada ni siquiera sabría dónde
había emergido la flotilla al salir del espacio disforme. La cápsula lo mantendría con
vida durante unos pocos días, y luego…
Habría sido mejor que hubiese muerto junto con sus camaradas. Abrumado por la
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desesperación, e incluso por la vergüenza de haber huido, Floscan hundió el rostro
entre las manos y sollozó durante un rato. Luego, sin embargo, se dominó. «Soy un
guardia imperial —se dijo—, y el Emperador espera de mí que conserve la valentía
con independencia de lo mal que se pongan las cosas». Se preparó para enfrentarse a
la muerte con serenidad. Al fin, una curiosidad mezclada con pavor lo arrastró de
vuelta a la portilla. Se sentía impulsado a mirar otra vez hacia el vacío que sería su
sepultura. Al hacerlo, se quedó boquiabierto.
Debajo de él había un planeta.
El corazón de Floscan Hartoum latía como loco y un torrente de pensamientos se
agolpaba en su mente. El planeta podría tener una atmósfera tóxica, podría albergar
horrores mortales…, o podría ofrecer una oportunidad de supervivencia, aunque tal
vez se quedaría allí abandonado toda la vida. Era un planeta hermoso, con océanos de
deslumbrante color azul y nubes blancas brillantes.
Tal vez la cápsula estuviese ya cayendo hacia el planeta o quizá se encontraba en
órbita alrededor de él, pero lo más probable era que discurriese en un curso que lo
llevara fuera del campo gravitatorio e imposibilitara su llegada al brillante mundo.
Hartoum tenía que actuar con rapidez. Estudió los sencillos controles. Las cápsulas de
salvamento eran de manufactura barata; se las fabricaba en enormes cantidades, y la
mejor forma de describirlas era como toscas. El entrenamiento que Floscan recibió
cuando le enseñaron a gobernarlas no superó los veinte minutos, y apenas sabía qué
hacer. Por suerte, había poco que entender. No tenía ninguna de las relumbrantes
reliquias o brillantes runas que habrían adornado un equipo más sofisticado que
aquél. Por el contrario, incluido en la moldura del panel de control, había sólo una
simple plegaria dirigida al Emperador.
¡Fotens Terribilitas, adjuva me in extremis! (¡Terribilitas Poderoso, ayúdame en mi
congoja!)
Mientras murmuraba fervorosamente la plegaria, aferró las palancas de control. El
eje giroscópico rechinó e hizo rotar a la cápsula para dirigir su morro hacia el
luminoso mundo. El pequeño motor de propulsión volvió a encenderse,
consumiendo las escasas reservas de combustible, y Floscan salió disparado hacia la
atmósfera del planeta.
A pesar de que constituía su único medio de ver el exterior, Floscan cerró con
firmeza la cubierta de la portilla en cuanto comenzaron las sacudidas. No estaba
seguro de que la vidrita pudiera soportar el calor que generaría la fricción de la
atmósfera.
El motor de propulsión se había quedado sin combustible al cabo de poco rato, y
entonces estaba en silencio. Se suponía que las cápsulas de salvamento debían ser
capaces de aterrizar de manera automática en un planeta, pero como todas sus otras
características, aquellos dispositivos automáticos eran rudimentarios en el mejor de
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los casos, ya que el salvamento de los guardias derrotados no ocupaba un lugar muy
alto en la lista de prioridades del Imperio. Floscan comenzó a tener la sensación de
que algo no iba bien. Atado al asiento de aceleración, giraba vertiginosamente y era
zarandeado de arriba abajo y de un lado a otro. Además, el calor empezaba a ser tan
excesivo que deseó haber apagado antes el motor de propulsión, ya que había llegado
a la atmósfera a una velocidad demasiado elevada. Se suponía que la capa exterior de
la cápsula debía absorber el calor y luego deshacerse de él por el sistema de
desprenderse en fragmentos, pero ¿qué grosor tenía?
Cuando se hubiese desprendido del todo, él ya se habría asado vivo. Tan violento
se hizo el descenso que Floscan perdió el sentido de nuevo.
Cuando volvió a abrir los ojos —no sabía cuánto tiempo después—, reinaba la
quietud, una brisa le acariciaba el rostro y oía una especie de gorjeo lejano, como el
canto de un animal desconocido.
Había aterrizado. El asiento de aceleración había sido arrancado de sus sujeciones,
y el rostro de Hartoum había chocado contra el panel de control. Se despojó de las
resistentes correas y sintió dolor en una mejilla que le sangraba. De modo automático,
consultó el medidor de supervivencia situado debajo del destrozado panel. Según el
instrumento, el planeta tenía una atmósfera respirable, aunque eso ya lo sabía porque
estaba en contacto con el aire. Resultaba evidente que la cápsula se había partido al
impactar contra la superficie, y a través de la enorme rajadura podía Ver la luz diurna.
Sus extremidades le parecieron de plomo y le resultaba difícil moverse, por lo que
temió que tuviera alguna lesión interna. Pulsó varias veces el botón grabado con
runas que debería haber abierto la escotilla, pero estaba atascado. Entonces, intentó
abrirla manualmente; sin embargo, el marco se había torcido y le resultó imposible
moverla.
Por último, jadeando a causa del esfuerzo realizado, atacó la grieta abierta en un
lateral de la cápsula, apoyando los pies en un borde y la espalda contra un puntal. El
fuselaje sorprendentemente fino de la cápsula cedió, y la grieta se ensanchó lo
suficiente como para que él pasase apretadamente por ella.
Intentó ponerse de pie, y descubrió que no podía hacerlo. No se debía a ninguna
lesión interna, sino a que su cuerpo pesaba tres o cuatro veces más de lo normal. Se
hallaba en un planeta de alta gravedad. ¿Cómo podría sobrevivir si ni siquiera lograba
ponerse de pie? El guardia Hartoum se esforzó por incorporarse y, valiéndose de los
brazos, consiguió acuclillarse. A continuación, luchó con toda la fuerza que logró
reunir en sus piernas, hasta que pensó que los vasos sanguíneos le iban a estallar.
—¡Dios-Emperador, ayúdame!
Con el rostro contorsionado a causa del esfuerzo, Floscan se incorporó,
temblando. Tenía la sensación de que la gravedad le drenaba la fuerza muscular e
intentaba arrastrarlo hacia abajo. ¿Durante cuánto tiempo lograría mantenerse así?
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Recorrió el entorno con los ojos. El cielo brillaba con un color azul metálico que
bañaba el paisaje en un resplandor siniestro. El terreno consistía en peñascos rocosos
y colinas bajas, a las que se aferraban arbustos y cañas rojas. En general, era un
entorno sombrío y deprimente, sobre el que parecía flotar una sensación de amenaza.
La cápsula de salvamento se había rajado al chocar contra un afloramiento rocoso.
Las gruesas cuerdas blancas del paracaídas yacían en desorden sujetas a la pequeña
nave, pero el paracaídas en sí había sido arrancado en algún momento del descenso,
aunque era de suponer que no muy lejos de la superficie, ya que en caso contrario se
habría matado.
Estaba soplando un viento gélido, que hacía que Floscan temblara de frío. En lo
alto corrían nubes grises. Se sentía mareado, ya fuese a causa del golpe recibido en la
cabeza o porque la alta gravedad dificultaba la afluencia de sangre al cerebro. Y sentía
miedo; estaba colmado de presagios. Resultaba difícil de creer que apenas un día antes
hubiese estado surcando la monotonía del espacio con destino a otro planeta
igualmente carente de emoción.
Estaba a punto de sentarse otra vez para descansar, cuando un grito ronco hizo
que se volviera en redondo. Se hallaba de pie en un extremo de un valle somero, a lo
largo del cual cargaba un grupo de unos veinte hombres. Tenían músculos enormes,
obviamente bien adaptados a la gravedad del planeta, y unas abundantes cabelleras
flotaban tras ellos al viento. Unos blandían lanzas; otros levantaban arcos y lanzaban
flechas que llevaban en aljabas sujetas a la espalda. Se dirigían directamente hacia él.
La muerte parecía entonces tan segura como violenta, y todo abatimiento e
incertidumbre desaparecieron de la mente del guardia Hartoum. Se encontraba
indefenso, ya que las cápsulas de salvamento no llevaban rifles láser; resultaban
demasiado costosos para desperdiciarlos en hombres con pocas, o ninguna,
probabilidades de supervivencia. Dudaba que pudiera correr en absoluto, y mucho
menos superar la velocidad de sus perseguidores, y si se refugiaba dentro de la cápsula
sólo lograría hallarse atrapado como un animal.
Inspiró profundamente. Sería mejor que se encarara con aquello como un soldado
del IX Regimiento de Aurelia. Caería luchando con las manos desnudas, aunque tal
vez podría hacer algo mejor que eso. Una lanza repiqueteó sobre la piedra, a su
izquierda. Logró desplazarse unos pocos pasos, agacharse y recoger la gruesa arma de
madera. Era increíblemente pesada, pero de alguna forma consiguió erguirse otra vez
y volverse para enfrentarse al enemigo con la punta de la lanza por delante. Si podía
llevarse a uno de los atacantes consigo, moriría con honor.
Otra lanza pasó volando por su lado, junto con una lluvia de flechas, pero los
enemigos tenían mala puntería y todas erraron por una buena distancia. Parecía
haber algo extraño en los andares de los nativos que se aproximaban. Al acercarse lo
bastante para que pudiese distinguirlos con claridad, vio que se había equivocado
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respecto a su naturaleza.
¡No se trataba en absoluto de hombres, sino de alienígenas de cuatro piernas!
Vistos de frente parecían bastante humanos, ataviados como iban con blusas cortas de
tela tosca sujetas con un cinturón; pero desde los flancos o desde la parte posterior,
resultaban por completo diferentes. La parte inferior de la espalda y las ancas eran
inclinadas y alargadas, y les daban soporte un par de piernas adicionales, iguales que
las delanteras aunque más cortas, casi en exceso. Ambos pares parecían funcionar al
unísono, de modo que las criaturas corrían con paso rápido pero bamboleante.
Aquel extraño espectáculo sorprendió a Floscan. El discurso de inducción que
había oído en la fundación de su regimiento pasó como un destello por su mente:
«¡Lucharéis contra alienígenas, mutantes, monstruos, herejes, todos abominables para
el Emperador!». ¡Entonces moriría en el cumplimiento de esas palabras!
Pero en lugar de lanzarse directamente hacia él, el grupo pasó a su lado,
atronador. No cargaban contra Floscan, sino contra alguna otra cosa. El guardia se
volvió para mirar… y dejó caer la lanza, presa de una conmoción.
Los alienígenas cuadrúpedos le habían gritado advertencias, no amenazas. El valle
estaba rematado por una colina rocosa, parecida a las muchas que sembraban el
accidentado paisaje; por encima de la cumbre, emergía un monstruo que era una
combinación de langosta marina, cangrejo y ciempiés acorazado, aun que de tamaño
descomunal. Cubría casi por completo la colina a la que estaba trepando, cuya roca
raspaba con el caparazón erizado de protuberancias mientras unos sonidos siseantes
escapaban por su oscilante órgano bucal. Al descender, una gigantesca pinza avanzó
para apoderarse de la cápsula de salvamento, la cual aplastó como si fuese una cáscara
de huevo antes de dejar que cayera otra vez.
La misma pinza se tendió hacia Floscan, quien retrocedió con paso tambaleante al
mismo tiempo que luchaba para mantenerse de pie. Entre gritos de guerra, los nativos
arrojaron lanzas y flechas que repiquetearon contra el lustroso caparazón del
monstruo. Apuntaban a las partes blandas: las oscilantes antenas oculares y la ancha,
babeante boca que podría haberlos devorado a todos de un solo bocado. Hachas de
piedra atacaron a la pinza que estaba a punto de atrapar a Floscan; saltaron esquirlas
quitinosas, manó icor de color púrpura, y la pinza, cercenada, cayó al suelo y se
contrajo.
A Floscan le parecía increíble que los nativos pudiesen matar a aquella bestia
gigantesca y espantosa con unas armas tan primitivas, y sin embargo estaban
venciéndola. Dos de los fijos ojos dorados fueron atravesados por flechas, y un tercero
por una lanza. Siseando y chillando, el monstruo se batió en retirada y volvió a trepar
por encima de la colina acompañado de los gritos de victoria de los guerreros
cuadrúpedos.
Entonces, su atención se volvió hacia Floscan. El jefe, un individuo de aspecto
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feroz y con cabello y barba de color rojo intenso, lo señaló y bramó una orden en un
idioma gutural e ininteligible. Un segundo cuadrúpedo corrió hacia Floscan, lo cogió,
se lo echó con violencia sobre la bien musculada espalda cubierta por la blusa, y lo
sujetó allí con la fuerza de una prensa. La totalidad del grupo dio media vuelta y
regresó a la carrera por donde había venido; cada paso que daban dejaba sin aliento a
Floscan.
Una vez más había sido arrebatado de las fauces de la muerte; una vez más, muy
probablemente, para enfrentarse con algo peor. Estaba en manos de alienígenas.
***
Al salir del valle, Floscan logró alzar la cabeza y ver lo extraño y peligroso que era el
planeta al que había llegado. Se trataba de un mundo de pesadilla, con un cielo
deslumbrante, suelo accidentado y formas de vida gigantescas. Al parecer, las
monstruosidades cangrejo-ciempiés estaban por todas partes; deambulaban de un
lado a otro en busca de alimento. Los cuadrúpedos lograban evitarlas; sin embargo,
existían amenazas más aterrorizadoras para la existencia de éstos. Aminoraron la
marcha al cabo de poco rato, se dispersaron y comenzaron a brincar con nerviosismo.
Floscan distinguió lo que al principio pensó que era la chimenea de una fábrica
que se encumbraba en el aire a lo lejos, como las que podían verse en la zona
industrial de Aurelia. Incluso despedía humo, o tal vez fuese vapor, y de ella salían
sonidos que se parecían vagamente a los de una sirena. Pero no se trataba de la
chimenea de una fábrica, sino de algo vivo, flexible, que se inclinaba y cuya boca
humeante se lanzaba a ras de suelo hacia el grupo de cuadrúpedos. Éstos se
dispersaron para refugiarse en las grietas del terreno, desde donde Floscan observó,
fascinado. Por un breve instante distinguió un anillo de ojos en torno al borde
circular de la «chimenea» cuando ésta atrapó a un cangrejo-ciempiés. El monstruo
pataleante fue absorbido al interior del tubo mientras éste recobraba con brusquedad
la posición erecta, supuestamente para arrastrarlo hasta su enorme estómago.
Con cautela, los cuadrúpedos se pusieron otra vez en marcha. Una vez fuera del
alcance de la bestia-chimenea, se encaminaron hacia tierras altas. A Floscan lo
intrigaba la razón por la que se exponían de aquel modo, pero al llegar a un punto
aventajado de un saliente rocoso obtuvo la respuesta. Las tierras bajas estaban
salpicadas por una especie aterrorizadora de animales de tipo vegetal: un bulbo del
tamaño de una casa, que se parecía vagamente a un cacto, del que irradiaban docenas
de tentáculos que se retorcían y exploraban los alrededores en todas direcciones.
Cualquier animal comestible que encontraban, lo atrapaban y lo atraían hacia el
cuerpo principal para devorarlo.
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Un cuadrúpedo o cualquier otra cosa del tamaño aproximado de un hombre no
habría tenido la más mínima posibilidad de sobrevivir de haber atravesado aquella
red mortal. Floscan sintió vértigo. ¿Cuántos horrores alienígenas más encerraba aquel
mundo? De repente, los cuadrúpedos le parecieron fuera de lugar, como si en realidad
no perteneciesen a aquel planeta. Eran como desgraciados insectos, listos para ser
devorados por una hueste de criaturas más grandes.
Pero no pudo pensar nada más, sino sólo concentrarse en el duro viaje sobre la
espalda del nativo. Aunque temía lo que pudiese aguardarle, se sintió casi aliviado
cuando el pueblo de los cuadrúpedos apareció a la vista. Estaba fortificado con un
seto vivo de siete metros y medio, erizado de espinas y estacas afiladas. Cuando
gritaron el santo y seña, una sección del seto fue arrastrado hacia adentro para
permitirles la entrada.
La escena del interior era tumultuosa: una muchedumbre de alienígenas de cuatro
patas afluía entre chozas techadas con cañas color carmesí. Una enorme hoguera
ardía en el centro del complejo, y sobre ella se asaba algún tipo de animal ensartado
en un espetón. El portador de Floscan se lo quitó de encima con rudeza y lo dejó de
pie en el suelo, donde él luchó para mantenerse erguido en contra de la gravedad que
lo arrastraba hacia abajo.
Su llegada fue causa de gran expectación. Los nativos se empujaban unos a otros,
se alzaban sobre las patas traseras y proferían gritos exultantes. Unas manos aferraron
a Floscan y lo arrastraron hacia el fuego; él se encogió de miedo y se quedó
boquiabierto cuando el terror le recorrió cada uno de sus nervios. ¡Estaba destinado a
que lo asaran ensartado en un espetón! Perdió el control de sí mismo y comenzó a
luchar desesperadamente mientras las llamas le abrasaban el rostro.
De pronto, lo soltaron y le pusieron en las manos un trozo de humeante carne
asada que acababan de arrancar del animal que estaba sobre el fuego. A pesar del
éxtasis de alivio que experimentó, el guardia Floscan Hartoum descubrió que tenía
hambre. Olió la carne y lo que percibió le resultó apetitoso. Mordió, masticó, y luego
comenzó a comer con voracidad. Los alienígenas profirieron gritos de júbilo.
Mientras satisfacía su apetito, Floscan miraba de un lado a otro. ¿Qué estarían
pensando? ¿Acaso estaban jugando con él, tratándolo con amabilidad antes de
matarlo? Había oído decir que las tribus primitivas hacían eso.
¡Qué extrañamente humanos parecían aquellos alienígenas cuando uno no miraba
por debajo de su cintura! Sin duda, tenían una apariencia muy feroz y una
constitución muy ancha. Floscan, que se tenía por un joven robusto, se sentía delgado
al lado de ellos. Y, por supuesto, era tan débil como un niño comparado con sus
cuerpos de bien torneados músculos.
Cuando hubo tragado el último trozo de carne, los nativos guardaron un
repentino silencio. El grupo se dividió para permitir que lo atravesara uno de ellos
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que acababa de salir de una choza cercana. Caminaba con lentitud y dignidad sobre
sus cuatro patas; tenía el rostro arrugado por la edad y por el cabello y la barba
blancos.
Se detuvo ante Floscan y lo contempló con ojos fijos. A continuación, para
absoluta sorpresa del guardia, habló, pero no en el ininteligible idioma local que había
oído antes, sino en una versión gutural de gótico imperial, tanto que tuvo que repetir
dos veces la pregunta antes de hacerse entender.
—¿Has venido a nosotros de parte del Emperador?
Floscan parpadeó. ¿Cómo era posible que aquellos primitivos seres de un planeta
apartado hablaran gótico imperial y tuviesen noticia de la existencia del Dios-
Emperador? Consciente de que su vida podría muy bien depender de la respuesta que
diese, pensó durante un momento y luego replicó con voz clara.
—¡Sí! ¡Soy un guerrero del Emperador!
Resultó evidente que el anciano no se sintió impresionado por esas palabras. Miró
a Floscan de arriba abajo.
—¿Tú? ¿Guerrero? Guerrero tiene armas. ¿Dónde están tus armas?
Demasiado tarde; Floscan se dio cuenta de que difícilmente podría contar como
luchador según las pautas de aquellos nativos. Agitó los brazos con gesto desafiante y
adoptó un aire teatral.
—El Emperador me envió a través de los cielos para luchar contra sus enemigos.
Fui arrojado hacia estas tierras…, pero perdí mis armas.
—En ese caso, has sido derrotado —gruñó el cuadrúpedo anciano, y lo llamó con
un gesto—. Sígueme.
Dio media vuelta y echó a andar, con paso lento, de regreso a la choza. Floscan
intentó seguirlo, pero tras unos pocos pasos necesitó que lo ayudara otro cuadrúpedo
que tendió una carnosa mano para prestarle apoyo. Dentro de la choza, el anciano le
indicó con un gesto un jergón de cañas que había sobre el suelo.
—Te resultará más cómodo estar tendido.
Agradecido, Floscan se sentó, y el viejo alienígena hizo lo mismo, plegando ambos
pares de patas debajo de sí.
—Soy Ochtar, el Guardián de la Memoria de nuestra tribu. Mi deber es recordar
las historias antiguas, asegurarme de que no sean olvidadas. —Entonces, Floscan
pudo comprender un poco mejor su fuerte acento; pero las siguientes palabras lo
dejaron sin habla—. ¿Nos traes un mensaje del Emperador? ¿Va a aceptarnos en su
Imperio y hacer de nosotros sus hijos?
Para el guardia Hartoum, una idea semejante no sólo era grotesca y siniestra, sino
también imposible. Lo habían criado dentro del Culto al Emperador, y sus creencias
de infancia habían sido alimentadas por un fuego adicional durante el corto período
vivido en la Guardia Imperial. El IX Regimiento de Aurelia ya había contribuido al
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exterminio de una raza alienígena que durante un tiempo había compartido su
mundo con colonos humanos. No podía esperarse que los seres humanos viviesen por
un tiempo indefinido en un planeta contaminado. Les estaba agradecido a los
alienígenas por haberle salvado la vida, pero eran alienígenas.
—¿Es el Imperio del hombre, no? —insistió Ochtar cuando Floscan no respondió
—. Nosotros somos hombres.
Floscan miró el aspecto animal de la parte inferior del cuerpo de Ochtar.
—¡Los hombres tienen dos piernas! —le espetó sin pensarlo—. ¡Vosotros tenéis
cuatro!
Ochtar se puso en pie de un salto, y le dirigió una feroz mirada de cólera.
—¡Somos humanos con cuatro piernas! —Al ver que había atemorizado a
Floscan, se calmó y volvió a sentarse—. Perdóname por mi enojo, emisario. Es
correcto que me sondees e interrogues. Permíteme explicártelo. Nuestros ancestros
eran como tú; tenían dos piernas. Como tú, viajaban por los cielos en busca de nuevos
mundos donde vivir. Pero se estrellaron aquí y quedaron varados. Eso sucedió hace
muchos, muchos años.
»Ya has visto qué clase de mundo es éste. En el lugar del que procedes, los objetos
no pesan mucho y uno sólo precisa dos piernas para mantenerse de pie. Aquí, todo es
pesado. No sólo eso, sino que nuestro mundo es hostil para la vida humana. Los
ancestros que cayeron aquí se dieron cuenta de que no sobrevivirían durante mucho
tiempo, pero disponían de una poderosa magia y la usaron para darles a sus hijos
cuatro piernas con el fin de que pudieran valerse en este mundo. Por este medio,
nuestro pueblo ha vencido la adversidad y ha vivido durante incontables
generaciones, a pesar de haber perdido la antigua magia. Seguramente el Emperador
se sentirá complacido con nosotros y nos acogerá en su familia, ¿verdad?
Floscan se concentró. Si había algo de verdad en el relato que acababa de oír, los
ancestros de los cuadrúpedos debían proceder de Marte, cuyos tecnosacerdotes
habían enviado incontables naves a recorrer la galaxia durante la Era Siniestra. Y sí,
habrían tenido la capacidad de alterar los genes de la forma que Ochtar describía
como «magia». Sin embargo, aquella historia era demasiado improbable.
—¿Cómo aprendiste el idioma imperial? —preguntó Floscan—. ¿Cómo habéis
llegado a tener noticia de la existencia del Emperador?
—No eres el único bípedo que ha venido recientemente por aquí. Nos visitó
Magson. Quería gemas, y a cambio nos dio esto. Pruébatelo; verás como te ayuda.
Ochtar se puso de pie y descorrió una cortina; de detrás sacó algo hecho con un
material parecido a la goma. Los ojos de Floscan se abrieron de par en par al verlo,
porque se trataba de un traje para alta gravedad diseñado para hacer la vida tolerable
precisamente en un planeta como aquél.
—Magson permaneció entre nosotros el tiempo suficiente para que yo aprendiera
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su idioma —prosiguió Ochtar—. Nos habló del Imperio y del Emperador que es
nuestro Dios. ¡Todas nuestras leyendas se vieron confirmadas! Le confiamos una
petición para el Emperador, en la que le pedíamos su gobierno y guía. Eso sucedió
hace años, y desde entonces hemos estado esperándote.
Por lo que explicaba Ochtar, Magson era un comerciante libre. Resultaba poco
probable que hubiese informado siquiera de la existencia de los cuadrúpedos a las
autoridades, y mucho menos que hubiese presentado la petición al Administratum de
la Tierra. Por lo general, tales comerciantes únicamente se cuidaban de ellos mismos.
Floscan también pensaba que había encontrado la explicación de por qué Ochtar
se definía como humano. Resultaba obvio que era muy inteligente, ya que haber
aprendido el gótico imperial de un visitante de paso no era una hazaña desdeñable.
Pero debía haber inventado aquel mito al oír hablar de las maravillas del Imperio, tal
vez confundiendo el Culto al Emperador con algunas creencias tribales, y así
creyéndolas él mismo.
—Puedo demostrar lo que digo —añadió entonces Ochtar, como si leyese los
pensamientos de su interlocutor—. Te llevaré al sagrado santuario de nuestros
ancestros. Viajaremos de noche, cuando es menos peligroso. Ponte la ropa que quita
peso.
Floscan aceptó el traje que le entregó Ochtar y, tras inspeccionar los símbolos
rúnicos que había en las lengüetas del hombro, comprendió por qué el comerciante
Magson se había mostrado tan dispuesto a trocarlo. La carga energética del traje
estaba baja. Además parecía averiado, a punto de dejar de funcionar en cualquier
momento. A pesar de todo, se lo puso y, de inmediato, se sintió aliviado de la
agobiante gravedad. Se levantó, se desperezó y sonrió.
La sonrisa se desvaneció de sus labios al recordar que iba a tener que pasar el resto
de su vida en aquel lugar.
Ochtar lo dejó solo para que pudiera descansar, y Floscan pasó las horas que
precedieron a la oscuridad sumido en sus pensamientos. Durante una hora se sintió
muy deprimido al darse cuenta de que nunca más volvería a ver a otro ser humano. El
tiempo de vida que le quedara debería pasarlo entre aquellos seres de cuatro patas. Sin
ellos, no tendría la más mínima probabilidad de supervivencia.
Pero luego, una vez más, se decidió a ver más allá de lo inmediato. Algunos decían
que el Emperador velaba por todos los que creía que eran dignos del título de guardia
imperial. Él demostraría su temple.
De momento, tendría que seguirle la corriente a Ochtar. Era esencial que lograse
que los cuadrúpedos lo aceptaran. Apagó el traje para alta gravedad con el fin de
ahorrar carga energética; además, debía fortalecer y aumentar su musculatura, ya que,
antes o después, tendría que ser capaz de soportar aquella espantosa gravedad.
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***
La noche cayó de modo tan abrupto como una cortina. Ochtar regresó al cabo de
poco y le explicó el viaje que estaban a punto de emprender.
—Vamos a visitar el templo de las Reliquias Ancestrales —dijo—. Ahora está
abandonado, y tendremos que viajar con precaución porque se encuentra en el
territorio del enemigo.
—¿Tenéis enemigos? —preguntó Floscan, curioso.
Ochtar asintió con brusquedad.
—Los adoradores del maligno Dios de la Sangre. En otra época fueron nuestros
amigos, pero ahora…
No dijo nada más, y Floscan activó el traje. Los guardias tiraron de la puerta del
seto para abrirla, y ambos se deslizaron al exterior mientras Ochtar miraba a derecha
e izquierda.
Dentro del círculo defensivo del seto vivo, la hoguera se mantenía encendida día y
noche con el fin de que, incluso en las horas de oscuridad, el pueblo tuviera un
aspecto alegre. En el exterior reinaba una oscuridad espectral, suavizada por una
mortecina luz plateada procedente de grandes grupos de estrellas, aunque el cielo no
lucía ningún satélite como la luna. Floscan comprendió con rapidez que la afirmación
hecha por Ochtar de que era «menos peligroso» por la noche no significaba que fuese
«seguro» cuando un manojo de ganchos y lengüetas vivientes del tamaño de un
pequeño vehículo acorazado se lanzó hacia ellos. Ochtar demostró ser un lancero
magistral, a pesar de su edad. En lugar de hacer el intento de esquivar el manojo de
lengüetas, se lanzó directamente hacia él y dio en el blanco. La agitada masa se
sacudió brutalmente de un lado a otro y luego se desplomó. El anciano había
atravesado el pequeño cerebro de la criatura.
Ochtar se quitó una docena de agudos ganchos de la piel e hizo caso omiso de la
sangre que manaba de las heridas que le habían causado.
—Esperan en los alrededores de los poblados con la esperanza de atrapar niños
perdidos —explicó—. No hay mucho por lo que preocuparse.
Ochtar conocía bien su mundo. Llevó a Floscan por un rumbo errabundo en
apariencia, pero que en realidad evitaba los territorios de caza de los predadores
nocturnos, aunque el guardia se estremecía al oír el caos de gruñidos, siseos y
claqueos que los rodeaban. Pasado un rato, se hizo evidente que el anciano no se
sentía satisfecho con la velocidad de avance de su acompañante, porque lo invitó a
montar sobre su lomo. Con Floscan aferrado a él, partió a un incansable galope con la
enorme asta de la espada apoyada sobre un hombro. Por fin, aminoró la velocidad y
dejó a Floscan de pie en el suelo. A partir de ese momento, continuó con cautela,
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escabulléndose de un escondite a otro y mirando a su alrededor con mucha atención a
medida que avanzaba.
Pasado un rato, llegaron a un anfiteatro natural. En el fondo había un templo de
piedra en ruinas que brillaba suavemente a la luz de las estrellas. Resultaba difícil
determinar su forma, ya que se trataba de un círculo de columnas rotas, en cuyo
interior se encontraban los restos de un edificio redondo que tal vez en otros tiempos
había estado rematado por una cúpula. Debía tener milenios de antigüedad.
Alerta ante la posibilidad de que alguna bestia salvaje hubiese podido ocupar el
templo como cubil, Ochtar se aproximó con cuidado; pero todo estaba en calma, y se
adentraron entre paredes cubiertas de liquenes. El techo había desaparecido hacía
mucho tiempo, y la luz de las nubes de estrellas bañaba el claustro circular y dejaba a
la vista un espectáculo asombroso.
¡Máquinas extrañas! Ochtar permaneció en silencio para permitir que Floscan
contemplara aquella maravilla. ¡Sin duda, aquél era un lugar sagrado! Floscan se
sintió como si lo hubieran transportado a un pasado muy, muy remoto, a la Era
Siniestra de la Tecnología y del Culto a la Mecánica. Estaba claro que en algún
momento las máquinas habían sido dispuestas con reverencia para que pudiesen ser
adoradas como reliquias sagradas, aunque entonces se hallaban dispersas por la
cámara en ruinas; algunas estaban hechas trizas mientras que otras sencillamente se
habían caído a pedazos. Unas pocas, no obstante, parecían intactas; tenían las
superficies de color negro mate brillantes, y las pantallas rectangulares se habían
convertido en espejo de las estrellas. No se parecían a ninguna máquina que Floscan
conociera y su finalidad constituía un misterio para él, pero en la forma de los
tableros, botones y palancas había signos claros de que las habían diseñado para que
las manejasen seres humanos.
—Los ancestrales del cielo llegaron a nuestro mundo con estos objetos sagrados
—le explicó Ochtar en voz baja—. Mediante ellos podían obrar magia, aunque
nosotros no sabemos cómo.
Era de suponer que los cuadrúpedos habían pensado que sería mejor no revelarle
al comerciante Magson la existencia del santuario, ya que sin duda habría querido
llevarse los aparatos. Representaban ciencias arcanas superiores incluso a las del
presente Imperio. ¡Las máquinas reliquia podrían incluso contener ejemplos de
plantillas de construcción estándar, buscadas por todo el espacio habitado!
Y todo eso significaba que las afirmaciones de Ochtar eran ciertas. ¡Los
cuadrúpedos eran de estirpe humana! Durante las dos campañas en las que Floscan
había servido, había visto subhumanos. Se trataba de ogretes y hombres bestia, formas
degeneradas de humanos de escasa inteligencia, e inevitablemente los comparaba con
el noble Ochtar. De no ser por aquellas extrañas extremidades inferiores, resultaba
mucho más humano que aquéllos. Más aún, la diferencia física había sido dispuesta
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por las artes de los antiguos tecnosacerdotes, no dejada en manos de los caprichos de
la evolución. Entonces, ¿no merecían acaso el reconocimiento del Emperador? ¡Sí, lo
merecían!
Mientras estos pensamientos giraban en su cabeza, el sonido de un tambor llegó a
oídos de Floscan. Ochtar también lo oyó, y giró con una cabriola de sus cuatro patas;
tenía una mirada feroz en los ojos y la lanza preparada.
—¡Adoradores del Dios de la Sangre! ¡Nos han visto, emisario! ¡Escóndete!
Alrededor de ellos se alzó un clamor salvaje, y por la ladera del anfiteatro
comenzó a bajar una multitud de cuadrúpedos que portaban lanzas y blandían
hachas, ataviados con pieles de animales y armaduras hechas a partir de caparazones
de monstruos cangrejo-ciempiés. Sobre la cabeza llevaban cascos que consistían en el
caparazón vaciado de criaturas más pequeñas; los habían adornado con pinzas o, en
algunos casos, ¡con lo que parecían ser cráneos humanos!
A la plateada luz de las estrellas, Floscan vio todo eso con claridad a través de las
grietas de la pared del templo. Cuando los cuadrúpedos se aproximaron más, aún
pudo ver mejor por qué no podían pertenecer a la tribu de Ochtar. Sus rostros estaban
tatuados de tal modo que se habían transformado en máscaras monstruosas. La
ferocidad de buen natural del pueblo de Ochtar estaba por completo ausente, y había
sido reemplazada por gruñidos bestiales, muecas llenas de odio y alaridos que helaban
la sangre y eran propios de aquellos que se complacían en el asesinato y la
destrucción. Al principio, Floscan se encogió dentro del templo con la idea de
esconderse como le habían dicho, pero cuando vio al anciano Guardián de la
Memoria salir corriendo del templo, aparentemente decidido a defender al emisario
del Emperador hasta las últimas consecuencias, no pudo permanecer allí y buscó a su
alrededor algo que le sirviese de arma.
Los atacantes se encontraban ya dentro del círculo de columnas, y Ochtar clavó la
lanza en el pecho del primero, al que derribó. Floscan recogió un trozo de cantería
caída, lo levantó a despecho de su peso y corrió a ayudarlo. Ochtar estaba de espaldas
contra las columnas, rodeado y acosado por todas partes. Floscan no podía arrojar la
roca porque se habría limitado a caer de sus manos, así que avanzó a la carrera y
golpeó con todas sus fuerzas una cabeza protegida por el casco de caparazón,
apuntando al pómulo descubierto. El cuadrúpedo se limitó a tambalearse un poco y se
volvió para echarle a Floscan una mirada de indignación. Un aliento de olor agrio,
que procedía de la boca gruñente de aquel rostro tatuado y cubierto de cicatrices,
bañó a Floscan. El guardia atisbo un hacha de piedra que descendía a la velocidad del
rayo hacia su cabeza.
Entonces, el hacha fue detenida milagrosamente por otro guerrero que desvió el
golpe, y unas manos rudas lo aferraron. En el mismo momento, el puro peso de la
superioridad numérica abrumó a Ochtar, en cuyo cuerpo se clavaron tres lanzas a la
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vez al mismo tiempo que corcoveaba, de modo que cayó como un magnífico animal
derribado por una jauría de perros que ladraban. El noble anciano dirigió sus ojos
lastimeros hacia Floscan, que se debatía.
—Dile al Emperador… que somos humanos…
A continuación, Floscan, sujeto por una presa firme como el acero, fue obligado a
observar con horror cómo, con chillidos de júbilo, los asesinos continuaban cortando
con las hachas y pinchando con las lanzas al Guardián de la Memoria hasta dejarlo
reducido a una masa sanguinolenta.
Finalmente, abandonaron su horripilante tarea y se volvieron a mirar a Floscan
con ojos inquisitivos. Además de los elaborados tatuajes, cada rostro lucía intrincadas
cicatrices tribales, por lo que resultaba difícil discernir algo de los rasgos humanos.
Floscan clavó una mirada firme en las diabólicas máscaras, con los puños apretados.
Por un momento, la cólera consumió todo el miedo de su interior. Aquellos salvajes
ignorantes habían asesinado a un valiente devoto del Emperador. ¡Ojalá pudiese
imponerles toda la venganza de la Guardia Imperial!
Entre los cuadrúpedos se alzaron carcajadas burlonas. ¿Acaso lo consideraban
como un tullido de dos patas, un objeto de risa?
Mientras esto sucedía, se estaba gestando otra cosa. Un grupo de rugientes
guerreros cargó hacia el interior del templo y comenzó a destrozar las preciosas
reliquias antiguas. Otros recogieron brazadas de vegetación musgosa seca que crecía
en las inmediaciones, y la apilaron sobre las misteriosas máquinas. Una chispa saltó al
golpear dos piedras la una contra la otra, y prendió fuego al musgo. Al cabo de poco
rato, las máquinas ardían con abrasadora llama blanco brillante, lo que obligó a todos
los presentes a abandonar el templo. De repente, se produjeron una sonora explosión
y un destello cegador que derrumbaron el resto de las ruinas y arrojaron fragmentos
de piedra hacia la multitud. Algo entre los aparatos, tal vez unas células de
combustible inactivas desde hacía mucho tiempo, se habían encendido.
Ese giro de los acontecimientos pareció asustar a los cuadrúpedos. Floscan fue
subido con rudeza al lomo de uno de ellos; después, toda la manada partió con
bramidos de alarma, subió la ladera para salir del anfiteatro y corrió como un río
hacia la oscuridad.
***
La cabalgata no fue muy larga, y el sol alienígena estaba saliendo cuando apareció a la
vista el poblado de los cuadrúpedos tatuados. Al igual que el pueblo de Ochtar, estaba
protegido por un alto seto vivo espinoso; una sección fue arrastrada hacia el interior
para permitirles la entrada.
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Una vez de pie en el suelo, Floscan miró a su alrededor con fascinación. Parecía
haber una pauta común en los asentamientos de los cuadrúpedos. Dentro del
complejo había el mismo círculo de chozas techadas con cañas y un fuego central,
pero la atmósfera de ése vibraba de salvajismo y violencia. La lucha era una forma de
vida, y daba la impresión de que permanentemente tenían lugar varias peleas.
Excepto las hembras y los jóvenes, todos los rostros estaban tatuados. Los ojos de
Floscan se vieron atraídos hacia un enorme tótem que se encumbraba por encima de
las chocas cercanas a la hoguera central. Tallado en el poste había un enorme rostro
color carmesí que miraba con saltones ojos de maniático y dientes desnudos, y
parecía irradiar la embriaguez de la muerte y la batalla. Era el Dios de la Sangre.
Floscan fue arrastrado hasta una choza cercana y luego lo ataron a un tosco poste
de madera. Después de marcharse sus captores y cuando sus ojos se habituaron a la
oscuridad reinante, se dio cuenta de que no estaba solo. Un segundo prisionero se
sentaba, encorvado, sobre el suelo, atado a un poste de madera y ataviado con un
grueso abrigo de color negro. ¡Era el comisario Leminkanen!
A pesar de su aspecto encorvado y desaliñado, aplastado por la excesiva gravedad
del planeta, el comisario Leminkanen continuaba siendo una figura formidable. Su
destellante mirada acerada se dirigía hacia Floscan desde debajo de la gorra de visera,
y Floscan se dio cuenta de que el traje de alta gravedad ocultaba su uniforme.
—Soy el guardia Hartoum, comisario, de la Venganza Imperial —se apresuró a
informar.
—¿Has desertado de tu puesto, guardia? —lo acusó Leminkanen con voz ronca.
Luego, sin esperar respuesta, añadió—: También yo estaba en la nave. Lo último que
recuerdo es el momento en que nos alcanzó el torpedo. Alguien debió meterme en
una cápsula de salvamento. Ya estaba cayendo a través de la atmósfera cuando
recobré el sentido… ¡y la pistola láser había desaparecido de mi funda! ¿Tienes tú la
tuya, guardia?
Para Floscan fue un alivio que el comisario no recordara haber intentado
«absolver» a un soldado mediante la ejecución en los últimos momentos de existencia
del transporte de tropas.
—No, comisario. Estoy desarmado.
Leminkanen profirió un gruñido. Parecía ansioso por explicar su presencia en el
planeta, y Floscan se preguntó si habría podido lanzarse dentro de una cápsula de
salvamento impulsado por el instinto de conservación, como había hecho él mismo.
Pero en ese caso, aún tendría la pistola láser…, a menos que los cuadrúpedos se la
hubiesen quitado… Pero, siendo así, también habrían registrado a Floscan para ver si
él tenía una. Por lo tanto, el comisario seguramente decía la verdad, y Floscan se
sintió avergonzado por haber dudado de él.
Leminkanen lo contemplaba con el entrecejo fruncido, tal vez intrigado al ver que
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llevaba un traje para alta gravedad.
—¿Alguien más ha logrado escapar de la batalla, además de nosotros? —preguntó
con sequedad, y Floscan sacudió la cabeza.
—No, que yo sepa. Fue destruida toda la flotilla. ¡El IX Regimiento de Aurelia ha
desaparecido! —A su voz afloró un sollozo—. ¡Yo podría ser el único que quedara! Y
nadie sabe en qué punto del espacio salimos de la disformidad…
—Eres un estúpido joven ignorante. ¡Estamos en las profundidades de un sistema
planetario! Las naves no pueden emerger del espacio disforme a tan poca distancia de
una estrella, como no sea a través de un portal de disformidad conocido y
cartografiado. Cuando vean que la flotilla no llega a su destino, la Armada acudirá
aquí a investigar, aunque ni tú ni yo vayamos a beneficiarnos de ese hecho. Nos
encontramos en manos de alienígenas del tipo más salvaje y perverso. Dentro de las
próximas horas nos torturarán hasta la muerte. Tienes suerte de que yo esté contigo.
Te ayudaré a enfrentarte a la muerte con fortaleza y manteniendo la fe en el
Emperador.
Floscan tragó con dificultad, a pesar de que estaba impresionado por la resolución
de Leminkanen.
—¿Está seguro, comisario? —susurró.
—¡Por supuesto que estoy seguro! ¿Has visto el tótem que hay ahí afuera? He visto
esa misma imagen en media docena de mundos. Es el emblema de un dios del Caos,
el dios del asesinato y la destrucción. Estos alienígenas son adoradores suyos.
—El Dios de la Sangre —murmuró Floscan—. Así lo llaman.
—Veo que también tú has oído hablar de él. ¡Sí, el Dios de la Sangre! Así lo llaman
en toda la galaxia.
—Pero, sin duda, el Emperador es el único dios verdadero, ¿no? —En Aurelia,
Floscan había oído contar historias acerca de los dioses del Caos, pero las había
tomado por supersticiones fantasiosas. Las palabras del comisario le parecían
extrañas.
—El Emperador es el único dios verdadero, pero los dioses del Caos también son
reales —le aseguró Leminkanen—. Se oponen al Emperador y son responsables de
todo mal y depravación. Aquí tenemos a dos enemigos del Emperador juntos:
¡alienígenas y un dios del Caos!
Al oír aquello, Floscan no pudo contenerse.
—Estas gentes no son alienígenas, comisario… ¡Son humanos! —gritó—. ¡Y
algunos de ellos adoran al Emperador!
En un torrente de palabras relató todo lo sucedido desde que fue depositado en el
planeta: su rescate del ataque del monstruo cangrejo-ciempiés, el traje para alta
gravedad que le habían regalado, cómo Ochtar había demostrado su afirmación de
que eran humanos. El comisario lo escuchaba con atención, cada vez más atónito.
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—¿Plantillas de construcción estándar? —jadeó con emoción—. ¿Está seguro de
que todo eso ha sido destruido?
—No puede haber quedado nada después del incendio y la explosión.
—Ya lo veremos.
Floscan no estaba realmente preocupado por eso.
—¿Las tribus buenas como la de Ochtar serían aceptadas dentro del Imperio? —
preguntó con tono ansioso—. Al fin de cuentas, hay muchos otros que son
subhumanos.
La voz de Leminkanen se alzó con apasionada furia.
—¿Cuántas veces tendré que decirte que eres un estúpido, guardia? Los ogretes y
los otros de su clase son tipos humanos naturales. ¡Un ser humano con cuatro piernas
es una abominación! ¡Un mutante! ¡Y un mutante es un hijo del Caos! ¡No puede
permitirse que viva! —Su voz descendió hasta un murmullo agotado—. Es bueno que
hayas descubierto esto. Debemos hacer el intento de dejar un informe para los
investigadores. Aquí no hay nada más que retorcidas mutaciones humanas y estigma
del Caos. Mi informe recomendará la limpieza de todo este planeta.
Floscan se sumió en un silencio de espanto. Si los cuadrúpedos hubiesen sido
listados como alienígenas, los habrían dejado en paz… El Imperio no podía
exterminar a todas las razas alienígenas de la galaxia, por meritorio que fuese ese
ideal. ¡Pero entonces él los había condenado a la extinción!
Resultaba claro que la alta gravedad era excesiva para Leminkanen, y parecía que
el frenético discurso pronunciado había agotado las fuerzas que le quedaban. Cayó en
una duermevela inquieta, y Floscan casi sintió lástima por no tener la posibilidad de
prestarle el traje para alta gravedad durante un rato.
***
Los adoradores del Dios de la Sangre no demostraban tener prisa ninguna. Tras varias
horas, las toscas puertas se abrieron y entró un cuadrúpedo barbudo y tatuado, que
olía a cabra y vestía una blusa hecha con una piel erizada de púas como la de un
puerco espín; acercó un cuenco de agua a los labios de Floscan. Tras mirar al
comisario dormido, se limitó a gruñir y salió.
La siguiente vez que se abrió la puerta, una muchedumbre de rostros sonrientes y
burlones se apiñó en torno a la entrada, y luego se apartó para dejar a la vista el
resultado del trabajo de toda la mañana. Se trataba de un gran contenedor ovalado,
hecho de arcilla, que Floscan reconoció fácilmente como lo que era: un horno con
capacidad para dos hombres. Debajo, había una pila de leña preparada para encender
una hoguera. Estallaron carcajadas de escarnio ante la expresión que apareció en el
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rostro de Floscan cuando contempló aquella cosa con mirada fija. Él y el comisario
serían asados vivos.
Al cerrarse, la puerta ocultó los horribles rostros que hacían muecas, y al cabo de
poco rato comenzó a oscurecer una vez más. El breve día estaba concluyendo, y en el
exterior aumentaba la quietud a medida que los adoradores del Dios de la Sangre se
retiraban a sus chozas. Floscan adivinó que el espantoso ritual de sacrificio, sin duda
ofrecido al repugnante Dios de la Sangre, estaba programado para el día siguiente.
Tras recostarse, tembloroso, contra el poste al que estaba atado, comenzó a pensar
con terror en la muerte atroz que pronto le sobrevendría. Luego se puso a pensar en
sus camaradas del IX Regimiento de Aurelia, que habían sufrido una muerte apenas
menos dolorosa a bordo de la Venganza Imperial. Algunos tenían amigos personales
en el distrito donde él vivía en Aurelia.
Dejó de temblar, y la resolución se hizo fuerte en su interior, listaba obligado a sus
camaradas, a su oficial superior, el comisario Leminkanen, y tenía una deuda de
gratitud con Ochtar y su pueblo. Debía cambiar la opinión de Leminkanen respecto a
ellos. Y, por encima de todo, deseaba evitar aquel horno de arcilla.
Durante todo el día, Floscan había estado forcejeando con las ligaduras, aunque
con pocos resultados, pero en ese momento tuvo una idea. El traje para alta gravedad
tenía costillas metálicas con los bordes suavizados. Acercó la cuerda trenzada a una de
ellas y comenzó a frotarla.
Fue un proceso lento, pero al fin su paciencia se vio recompensada. La choza se
encontraba casi por completo a oscuras cuando logró desgastar la cuerda lo bastante
para romperla. Por último, se puso en pie sin ningún impedimento y miró al dormido
comisario Leminkanen. Por un breve instante consideró la posibilidad de llevarse al
comisario consigo, pero se dio cuenta de que sería imposible. La única esperanza que
le restaba al oficial, y era una muy débil, consistía en que Floscan fuese a buscar
ayuda.
Se deslizó fuera de la choza, moviéndose con el sigilo de una sombra. Tal y como
había esperado, el pueblo estaba dormido, y los centinelas se encontraban apostados
sobre la fortificación de seto vivo, aunque sólo vio a dos y no miraban en su dirección.
Floscan se escabulló hasta el seto cuyas púas de treinta centímetros de largo eran
perfectas para escalar, y al cabo de pocos instantes había pasado por encima y había
descendido por el exterior. Tras agacharse, estudió el entorno. Esa noche, el cielo
estaba nublado y había pocas estrellas en el cielo. Del terreno, sólo vagas lomas
resultaban visibles, pero a pesar de ello creía recordar qué dirección debía seguir.
Tiró de una de las estacas que erizaban el seto, que se desprendió con facilidad.
Teniendo un arma, el guardia imperial Hartoum echó a correr en silencio a media
carrera y se adentró en la incierta oscuridad, decidido a rescatar el honor del IX
Regimiento de Aurelia.
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Floscan viajó durante toda esa noche, intentando no desviarse de la dirección
escogida y reprimir el miedo que sentía. Lo rodeaban zumbidos y golpeteos. Con
demasiada frecuencia creía sentir un contacto escalofriante —una garra, un tentáculo,
algo áspero y leve como una pluma—, lo que hacía que barriera el aire con la estaca en
un golpe lateral o estocara con la punta; a menudo, el gesto era seguido por el sonido
de algo que se escabullía corriendo. La aurora lo halló agotado. Y también le salió al
encuentro.
Primero se dio cuenta de su presencia por el olor penetrante y acre, y luego cargó
desde detrás de una roca para atacarlo. Su tamaño era de aproximadamente el doble
de un caballo, pero se parecía a una cucaracha cuya cabeza fuese una masa de espadas
afiladas como navajas; se deslizaban adentro y afuera con el sonido de guadañas,
frotándose las unas contra las otras. Cuando se extendían completamente, eran tan
grandes como la estaca que él blandía.
Aplicó una lección que le había enseñado Ochtar con sus actos: retroceder
significaba la muerte… «¡Por tanto, ataca!». Corrió hacia el animal, que, a su vez,
avanzaba hacia él, deseoso de cortarlo en pedacitos con su batería de afiladas hojas.
«Apunta al cerebro». Eso también se lo había enseñado Ochtar. Un sonido
burbujeante y sibilante escapó de la criatura cuando él empujó la estaca con todas sus
fuerzas, y luego cayó de espaldas y su docena de patas cortas se agitaron en la agonía.
Al retirar la estaca de la que goteaba una sangre de color púrpura, se apoderó de él
una sensación de peso irresistible. Miró los iconos del traje y gimió: acababa de
quedarse sin energía.
Floscan cayó de rodillas. ¿Dónde estaba el poblado? La criatura era el primero y
más pequeño de los monstruos que tenían probabilidad de encontrarlo. Otros serían
gigantescos, imposibles de vencer incluso con un traje que funcionara debidamente.
Tras abandonar la estaca, se vio reducido a tener que gatear cuando la totalidad de su
propio peso se descargó sobre él y lo arrastró a un abismo de desesperación. Al cabo
de poco tiempo, incluso eso fue demasiado y tuvo que tenderse y cerrar los ojos a
causa del agotamiento.
El sonido de una voz humana lo despertó, sobresaltado. Ante él se encontraba un
cuadrúpedo ataviado con una blusa de tela, sin cicatrices ni tatuajes faciales, sin casco
provisto de pinzas. ¡Un miembro del pueblo de Ochtar! Floscan luchó para sentarse.
¿Habría logrado salir del territorio del Dios de la Sangre? ¿O acaso los miembros de la
tribu del Guardián de la Memoria estaban buscándolo al comprobar que no había
regresado?
—¡Ochtar está muerto! ¡Dios de la Sangre! ¡Tienen a un mensajero del
Emperador! ¡Van a matarlo! —imploró Floscan. ¿Era Ochtar el único que entendía el
gótico imperial? ¿Se lo habría enseñado a alguno de los otros? El cuadrúpedo lo miró
con el ceño fruncido.
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—¿Dios de la Sangre? ¿Emperador? ¿Dios de la Sangre matar Emperador?
—¡Sí! ¡Salvad Emperador!
Por primera vez reparó en un gran cuerno curvo que pendía del cuello del
cuadrúpedo. Éste se lo llevó a los labios y tocó una larga nota oscilante.
De las grietas salieron más guerreros que se encaminaron hacia ellos. Al parecer,
la conjetura de Floscan era correcta: estaban buscando a Ochtar y ya debían haber
estado en el templo destruido. El cuadrúpedo que tenía el cuerno comenzó a bramar
órdenes al mismo tiempo que agitaba los brazos en la dirección indicada por Floscan.
Al cabo de un momento, una pequeña horda corría hacia el poblado del Dios de la
Sangre. Una mano se tendió hacia el guardia, lo alzó y lo sentó sobre un lomo
vigoroso. Con el corazón exultante, se aferró con toda su alma y se dio cuenta de que
sus extremidades ya no le parecían tan pesadas. Al mirar los iconos del traje, sonrió.
Las cintas fotoeléctricas habían estado absorbiendo energía solar. ¡El traje para alta
gravedad había vuelto a activarse!
Por su ferocidad, el asalto contra el pueblo habría sido digno de la Guardia
Imperial. Cogidos por sorpresa, los devotos del Dios de la Sangre salieron por la
puerta en un principio con la intención de defender su asentamiento fuera de sus
propios límites, pero al cabo de poco rato los hicieron batirse en retirada. Los
guerreros atacantes treparon por encima del seto y entraron en el complejo, del
mismo modo que lo había hecho Floscan. También él lo escaló, y desde arriba
observó cómo las hachas subían y bajaban, las lanzas ensartaban y corría la sangre.
Los seguidores del Dios de la Sangre luchaban para defender sus hogares,
luchaban por sus vidas, luchaban por su salvaje dios, y se debatían como dementes
mientras sus bestiales rugidos colmaban el aire. Pero el pueblo de Ochtar también
luchaba por un dios: ¡el Emperador! En esa etapa de la lucha resultaba difícil saber
quién sería el vencedor; era como si la carnicería fuese a continuar hasta que no
quedara casi nadie vivo. Floscan escogió ese momento para saltar al interior del
complejo y esquivar golpes mientras avanzaba hacia la choza prisión, cercana al
horno recién construido; se alegró al ver que no había sido utilizado.
En el interior penumbroso, Leminkanen alzó hacia él una mirada llena de
asombro. Ni siquiera habló mientras el guardia lo desataba y lo ayudaba a ponerse de
pie, soportando su peso.
—¡Han venido a rescatarnos, comisario! —gritó Floscan—. ¡Unos cuadrúpedos
que son leales al Emperador! ¿No se lo había dicho?
La respuesta de Leminkanen fue una mirada de amarga incredulidad y una
enfática sacudida de cabeza. A pesar de todo, dejó que Floscan lo guiara
delicadamente hacia la puerta.
Allí, un espectáculo extraordinario apareció ante sus ojos. La lucha no había
cesado en absoluto, y algo había envuelto al poblado. Era como un ciempiés de mil
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patas y varios metros de largo que se había enroscado en torno a la muralla circular de
seto vivo, a pesar de que la superaba en casi la mitad de su altura. De cada uno de sus
incontables segmentos nacían un par de tentáculos rematados por ojos, que salían
disparados hacia el interior del complejo para apresar a defensores y atacantes por
igual, y sacarlos fuera del complejo con el fin de devorarlos.
Tal vez el olor de la sangre de la batalla había atraído a la criatura. Pareció que
aquel espectáculo había provocado un ataque de frenesí en Leminkanen, que apartó a
Floscan de un empujón y atravesó la puerta con paso tambaleante mientras se
esforzaba por permanecer erguido.
—¡Debo hacer mi informe! ¡Ordenar el Exterminatus! ¡Guardia, si yo muero
como un mártir, debes depositar el informe en las manos correctas!
De dentro del abrigo negro, sacó una placa plana de color gris con un teclado. Era
su diario personal. Comenzó a teclear con delirio furioso; obviamente escribía acerca
de lo que sucedía en torno a él.
—¡Cuidado, comisario!
Floscan se lanzó para empujar al comisario a un lado, pero ya era demasiado
tarde, pues un culebreante tentáculo lo había atrapado y le había inmovilizado sus
brazos contra el cuerpo. Con un gorgoteo apenas audible, Leminkanen desapareció.
Floscan atrapó la placa hololítica cuando ésta caía al polvoriento suelo, al mismo
tiempo que esquivaba con agilidad un tentáculo que se lanzó hacia él cuando se
agachó. A aquellas alturas los cuadrúpedos luchaban contra la criatura según su
propio estilo. Le habían prendido fuego al seto, pero tan concentrado estaba el
monstruo en alimentarse que hizo caso omiso de las llamas hasta que ya fue
demasiado tarde. También él se incendió y comenzó a retorcerse en silencio y a
aplastar chozas en su agonía, mientras un humo de olor indescriptiblemente
nauseabundo colmaba el aire.
En ese momento, ardía todo el poblado; el monstruo en llamas lo aplastaba todo a
medida que se flexionaba y rodaba, lo que obligaba a los habitantes y a los invasores a
olvidar la batalla y correr como uno solo hacia la salida o a abrirse paso a través de las
candentes cenizas del seto que se desplomaba. También Floscan se vio atrapado en la
estampida.
Una vez en terreno abierto, ambos bandos se separaron y se miraron el uno al
otro con ferocidad. Cabía dudar acerca de si recordaban siquiera por qué estaban
luchando, pero parecían dispuestos a comenzar otra vez.
Entonces, un movimiento destellante que se produjo en lo alto del cielo hizo que
Floscan alzase la mirada. Su plegaria al Emperador había sido oída. En torno a
Floscan, los hombres cuadrúpedos cayeron de rodillas. Una gran silueta de brillante
metal descendió desde el cielo. Era un transbordador imperial.
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***
—El único superviviente del IX Regimiento de Aurelia ha entregado esto, señor. Al
parecer, el comisario Leminkanen estaba escribiendo su último informe cuando
resultó muerto.
En el camarote con decoraciones de latón, el capitán Gurtlieder, comandante de la
nave de guerra Vengadora, cogió la placa hololítica del comisario que le tendía el
oficial. Advirtió que la entrada no estaba cerrada. Leminkanen ni siquiera había
tenido tiempo de concluir el informe o de entrar su código.
Pulsó una tecla y comenzó a leer.
***
Abajo, en las dependencias de la tripulación de la Vengadora, el guardia Floscan
Hartoum se sentía de verdad muy nervioso. Una vez a bordo de la nave de guerra,
había logrado quedarse a solas durante un rato. No podía resistir la tentación de
echarle un vistazo al diario aún abierto del comisario Leminkanen.
Leminkanen había abierto el diario usando su código personal, pero no había
escrito más que el encabezamiento, donde especificaba fecha y lugar. La criatura
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multípeda se lo había comido en ese momento.
Así pues, Floscan, pasmado ante su propia audacia, había hecho una entrada
propia. No podía cerrarla, por supuesto, dado que no conocía el código de
Leminkanen, así que dejó el escrito en medio de una frase con la esperanza de que eso
lo hiciese parecer más auténtico.
Le infundía pavor pensar lo que sería de él si alguna vez llegaba a descubrirse que
había hecho una entrada falsa en el diario del comisario, pero se había dado cuenta de
que ni Leminkanen ni ningún otro agente del Administratum miraría jamás con ojos
favorables a los cuadrúpedos, una vez que se tuviera conocimiento de sus ancestros
humanos.
«Un mutante es un mutante». Se habían alterado a sí mismos en demasía. De ese
modo, quedarían registrados como alienígenas y los dejarían en paz. Floscan ya había
oído decir que el portal de disformidad 492 debía ser señalado como inutilizable en
las cartas, dado que era una trampa mortal después de haber sido descubierto por los
orkos, que debían haber estado acechando por las inmediaciones en espera de que
emergiesen naves imperiales. El planeta ya no recibiría más visitantes.
Por centésima vez, se preguntó si sería verdad que el Emperador lo veía todo.
¿Sabía Él lo que Floscan había hecho? ¿Y lo aprobaba o aborrecía a Floscan por ello?
Floscan interpretó como buena señal el hecho de que nadie preguntara cómo era que
llevaba puesto un traje para alta gravedad.
En el planeta de los cuadrúpedos estaba tomando forma una guerra entre el bien y
el mal. El guardia esperaba, por supuesto, que el Dios de la Sangre fuese derrotado,
pero cualquiera que fuese el resultado, sería determinado por los propios
cuadrúpedos, aunque, lamentablemente, lo sería al margen de la familia del hombre.
***
No hacía mucho tiempo que Uzziel, acabado de ascender a la posición de capellán-
interrogador después de su inspirado liderazgo en la campaña de Bylini, había
entrado en los salones de la Roca, la gigantesca fortaleza espacial que era hogar de
los ángeles oscuros. Recordaba las expresiones de envidia de los rostros de sus
camaradas cuando llevó a su primer ángel caído para interrogarlo. No podían creer
que alguien tan joven hubiese tenido éxito donde ellos habían fracasado. Muchos lo
habían calificado de pura suerte, pero Uzziel sabía que no era así y, para demostrarlo,
juró arrancarle la debida confesión al propio renegado.
No era el primer juramento que hacía Uzziel, pero había resultado el más difícil
de cumplir. El traidor se había mofado de modo rotundo de Uzziel, de los ángeles
oscuros y del Emperador. Contó alegres historias de sus centenares de campañas
como mercenario, un interminable catálogo de violaciones, asesinatos y torturas.
Uzziel no era un hombre que se acobardase ante la violencia, pero pensaba que la
misma debía servir para propósitos más grandiosos y probos. Los caprichosos
asesinatos de los que hablaba el ángel caído lo asqueaban, y tuvo que reprimir el
poderoso impulso de destrozar miembro a miembro al desgraciado que tenía delante
para hacer que pagara por cada uno de aquellos hechos.
Uzziel luchó contra su deseo de venganza inmediata; primero, la confesión. El
ángel caído había visto el odio en los ojos de Uzziel, y se había echado a reír.
—¿Qué sucede, cachorro? ¿Te asustan mis historias? ¿No puedes soportar que te
cuenten cómo va a la guerra un verdadero marine? Puedes guardarte tus cogullas y
tus cuentas de plegaria, monje. Un verdadero guerrero va a la batalla con sed de
sangre en el corazón, con el deseo irrefrenable de verter la sangre roja de la victoria y
saborear la gloria de la guerra. ¡Es de eso de lo que carecéis, y por eso perderéis
siempre!
Aquellas obsesionantes palabras acompañaban a Uzziel incluso entonces, y
***
Ailean se encontraba de pie junto a la Tumba de los Mártires, con un puño cerrado en
torno a las runas que colgaban de su cuello. Incluso entonces, días después de haber
tenido aquel sueño, las runas de adivinación no le proporcionaban ningún indicio
sobre su significado. Había soñado con un ave de presa, una espada de poder y un
hombre sin alma. Buscaba una pauta en todo ello, pero sólo veía sangre. Abría los
sentidos, pero sólo sentía un viento frío que lo atravesaba como si un gran mal
estuviese a punto de despertar.
Desde el este llegó el Señor Dragonero Martainn de Seana. Alto, flaco y ataviado
con ropón negro, Martainn parecía un fantasma sobre su enorme cabalgadura. Desde
el oeste llegó el Señor Dragonero Barra de Eamann. Con sus largos cabellos flotando
al viento y su brillante armadura bruñida relumbrando al sol, Barra parecía
extáticamente despreocupado. Entre risas y bromas con sus guerreros, el líder de
Eamann hizo una señal para indicar el alto. Su rival hizo lo mismo y, tras dejar a sus
séquitos atrás, ambos jefes avanzaron sobre sus enormes cabalgaduras de pesados
andares. Los dragones se sisearon y escupieron el uno al otro, al mismo tiempo que
removían la tierra con las zarpas y sacudían la cola debido a la ansiosa expectación de
la batalla. Ambos jefes desmontaron, pero no hicieron nada para tranquilizar a sus
bestias.
Ailean podía ver que sus gélidos exteriores desmentían la furiosa cólera del
interior. «Que fluya su odio —se dijo—. Hoy van a necesitarlo».
Barra, tan vocinglero entre sus hombres entonces ahora gélidamente atento, fue el
primero en hablar.
—Brujo, ¿por qué nos has convocado en este lugar maldito? ¿Acaso los vivos ya
no son un problema lo bastante grande? —preguntó a la vez que le lanzaba una
***
Uzziel permanecía de pie en lo alto de la rampa de desembarco, sin hacer caso de las
catapultas shuriken que siseaban a su alrededor, y estudiaba el campo de batalla. La
Escuadra Beatus iba en vanguardia y había hallado cobertura tras una pared de piedra
situada a unos treinta pasos más adelante. A la derecha de la pared había un pequeño
soto de árboles, y la Escuadra Strages estaba ocupada en transportar sus armas
pesadas bajo la cobertura que ése prometía. Allende la improvisada línea de marines,
se encontraba el objetivo del ataque: el antiguo templo eldar.
Uzziel contempló con atención las antiguas ruinas, pero no pudo ver ninguna
defensa. «Bien». El capellán echó a correr a paso ligero por la rampa de desembarco,
sin que el retrorreactor que llevaba a la espalda lo estorbase en lo más mínimo. La
Escuadra Beatus ya estaba recibiendo una intensa lluvia de disparos de los guerreros
eldar, que parecían decididos a mantener a los marines espaciales inmovilizados tras
la pared de piedra. A lo lejos, Uzziel pudo ver a los exiliados jinetes de dragones que
***
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—¡Por la sangre del Emperador! ¡Ésa es una visión para hacer temblar el corazón de
un hombre! —exclamó el almirante Veniston.
Cuando llevaba apenas ocho semanas de patrulla, el Justicia Divina se había
topado con serios problemas. Ampliada en la pantalla principal del puente de la nave,
se veía una escena de absoluta destrucción, del tipo que el ya maduro oficial no había
visto en muchos años. El terrible pecio de un crucero de la Armada —lo que quedaba
de él— giraba con lentitud entre las estrellas. A lo lejos, apenas podía distinguirse la
oscura silueta de un pecio orko, origen de aquella carnicería. Uno de los miembros de
la tripulación de mando alzó los ojos de las resplandecientes lecturas verdes que tenía
ante sí.
—Los supervivientes lo identifican como el Castigo Imperial, almirante. Tiene el
ochenta por ciento de la estructura dañada… Ha recibido un vapuleo infernal —
informó el tripulante, y Veniston asintió.
—Ya lo creo que sí, y la pregunta es: ¿cómo evitaremos nosotros correr una
suerte similar?
El capitán Kaurl avanzó un paso, con los ojos brillantes.
—Supongo que volver al espacio disforme y olvidarnos de que lo hemos
encontrado queda fuera de discusión.
Mientras la tripulación del puente reía con disimulo, Veniston le indicó a Kaurl,
con un gesto brusco de cabeza, que entrara en la sala de conferencias. Dentro de la
pequeña habitación recubierta con paneles de madera, ambos podían hablar con
mayor libertad.
—En serio, Jacob —dijo Veniston, que fue el primero en hablar—. ¿Cómo
diablos vamos a acabar con ese maldito pecio?
—Los tecnosacerdotes han hecho un ensayo de largo alcance. —El capitán activó
la pantalla de comunicación donde apareció un esquema de la nave orka—. Los
sistemas de armamento del pecio están situados cerca de la parte frontal. Si podemos
atacarla desde la parte posterior, es probable que consigamos darle una buena paliza
al mismo tiempo que limitamos su capacidad de devolver el ataque. —Mientras
hablaba, Kaurl pasó los dedos sobre la pantalla en un amplio círculo, para acabar
señalando el principal bloque de motores del pecio.
El almirante frunció el entrecejo.
—Sólo estamos nosotros y las fragatas. No podemos atacarlo desde más de una
dirección sin que nos haga pedazos. Si pueden apuntar sus cañones, ni siquiera el
Justicia Divina sobrevivirá durante mucho tiempo. ¿Cómo sugiere que logremos que
la escoria de piel verde de ese pecio se quede quieta durante el tiempo suficiente
como para que nosotros los destrocemos con nuestros torpedos y baterías, Jacob?
Kaurl se frotó la corta barba y, después de pulsar una runa, hizo aparecer una serie
de flechas y notaciones sobre el diagrama del pecio.
***
La orden de prepararse para el lanzamiento había llegado una hora antes. En ese
momento, las tripulaciones se apresuraban a concluir sus últimas tareas. El segundo
al mando de Jaeger, Phrao, dirigía a la tripulación en sus plegarias mientras los
miembros restantes permanecían arrodillados y con la cabeza inclinada debajo del
fuselaje de sus Marauder, entonando los himnos con admirable concentración. Jaeger
alzó los ojos hacia donde Arick, uno de los artilleros de torreta, estaba gateando sobre
el fuselaje del Marauder.
—¿Qué les sucede? —preguntó Jaeger.
Arick bajó los ojos desde donde estaba lustrando los cañones gemelos del cañón
automático situado sobre el dorso del Marauder.
—Hago esto cada vez que salimos. Se supone que atrae la bendición del
Emperador —respondió el artillero.
—Supongo que sí, ¿pero por qué debajo del Marauder? ¿No sería más práctico
hacerlo en un espacio abierto?
Arick se encogió de hombros, aunque el movimiento apenas pudo ser apreciado
dentro de los gruesos pliegues del traje de vacío que llevaba.
—Es para hacer que el poder del Emperador entre en el avión. Ya sabe de qué va;
tiene que haber visto a otras tripulaciones hacer algo parecido a esto antes de cada
vuelo. Se trata de un rito especial, como eso de que Jerryll lea en voz alta los
Artículos de Guerra y yo lustre mi maldito cañón, aunque sé que los de
mantenimiento lo han aceitado de sobra desde que recibimos las órdenes. Me
sorprende que usted no haga nada por el estilo.
—Sí… Tiene razón; hay algo que he estado a punto de olvidar —replicó Jaeger
con tono distraído.
Tras situarse ante su enorme Marauder, Jaeger llamó a sus tripulantes para que se
colocaran delante de él, preparados para recibir instrucciones. Su mirada se desvió
hacia el morro de la nave y la dorada águila rampante que brillaba sobre éste. Tal
emblema estaba reproducido en los guantes de su uniforme e impreso en todos los
cascos. Se trataba del emblema del Escuadrón Raptor. Era un buen nombre, pero ¿la
tripulación era buena?
Mientras los tripulantes se reunían, los miró a cada uno por turno. Durante los dos
meses pasados desde que salieron del muelle de Bakka, había llegado a conocer
***
Jaeger sonrió al mirar a través de la cúpula de la carlinga y ver al resto del escuadrón
que volaba a lo largo del casco de la nave, cada uno impulsado por cuádruples estelas
de plasma. Más allá, vio que las troneras de la cubierta de cañones del Justicia Divina
se abrían con lentitud para dejar a la vista baterías y más baterías de enormes cañones
láser, aceleradores de masas y proyectores de plasma; era un poder de ataque
descomunal, que bastaba para destruir una ciudad. El comunicador del casco de
Jaeger crepitó al activarse.
—Cazas Thunderbolt de los escuadrones Flecha y Tormenta, preparados para
encuentro. —La conocida voz del comandante de vuelo Dextra tenía un tono metálico
a través del comunicador de larga distancia.
Jaeger pulsó la runa de latón que abría las transmisiones, situada sobre el panel de
comunicación a su izquierda.
—Me alegro de oírlo, Jaze. Sitúense en formación de diamante de diez a popa.
—Afirmativo, oficial del Raptor.
Mientras los cazas, de tamaño más pequeño, tomaban posiciones de escolta en
torno al escuadrón de bombarderos, Jaeger incrementó la velocidad y llevó su avión a
la parte frontal, con el fin de adoptar una formación de vuelo en forma de y cuyo
vértice lo ocupaba su Marauder. Al pasar sobre la proa del crucero, los bombarderos
parecían diminutos destellos contra el telón de fondo de los inmensos tubos
torpederos.
—Puente, aquí el oficial del Raptor. En formación y preparados para atacar;
esperamos datos del objetivo, por el Emperador —informó Jaeger.
***
Lamentablemente, la escolta de Thunderbolts se había separado de ellos pocos
minutos antes, y entonces los Marauder se encontraban librados a su propia suerte. A
medida que el Escuadrón Raptor hendía el espacio hacia el pecio, eran visibles más
detalles de la batalla que tenía lugar ante ellos. Un enjambre de naves de ataque orkas
se encontraba trabada en duelo con las fragatas que escoltaban al Justicia Divina. Las
naves del Imperio maniobraban justo fuera del alcance de las primitivas armas orkas,
y les causaban numerosas bajas; al menos cinco pecios de naves orkas flotaban sin
vida, a la deriva, por el campo de batalla. Estando ya más cercano, el pecio parecía en
verdad inmenso. En torno a él flotaba un cúmulo de asteroides de defensa, bases
flotantes tripuladas por los orkos y erizadas de cohetes, y baterías de cañones.
Algunos eran tan sólo trozos del pecio que se habían roto, aunque no habían escapado
de su campo gravitatorio. Otros, según le habían enseñado a Jaeger durante el curso
para oficiales, habían sido deliberadamente capturados por los orkos, que usaban una
rara tecnología de campo gravitatorio para apoderarse de asteroides y pecios con el
fin de crear un remolino de obstáculos que los protegiera contra sus atacantes.
Cualquiera que fuese la causa de que se encontraran en órbita, y tanto si eran trozos
de roca y metal o si habían sido equipados con lanzacohetes y baterías de cañones, en
la Armada se los conocía simplemente como rocas.
Mientras Jaeger meditaba sobre aquel glorioso ejemplo de subestimación
lingüística, se produjo un repentino silbido de escape de gas y la palanca de mando
que tenía en la mano izquierda comenzó a sacudirse de modo incontrolable.
—¡Ferix! —gritó Jaeger a través del comunicador interno—. Estos condenados
controles nos la están jugando. Necesito estabilidad ahora mismo, si no le importa.
El menudo tecnoadepto entró gateando en la carlinga y se quitó el cinturón de
herramientas que lo ceñía. Sacó de un bolsillo un resplandeciente dispositivo grabado
en oro y se puso a soltar el panel situado bajo las piernas de Jaeger. Mientras Ferix
desatornillaba el compartimento situado bajo la barra de control, comenzó a entonar
una oración en voz baja.
—Ver el espíritu de la máquina; eso es ser Mecánicus. Administrar el Rito de
Reparación; eso es ser Mecánicus.
Jaeger dejó de prestar atención al hombre para mirar a través del vidrio blindado
de la carlinga. Las fragatas habían hecho un buen trabajo y habían abierto una brecha
a través del grupo de naves de ataque orkas, lo cual dejaba vía libre para que
penetraran los Marauder. Sin embargo, había algo que no iba bien. Jaeger sintió un
***
El capitán Kaurl tosió discretamente para atraer la atención del almirante. El oficial
superior apartó la vista del puesto de control y se volvió en redondo con una ceja
alzada de modo interrogativo.
—Nos encontramos en posición para iniciar la segunda ola de ataque, lord
Veniston.
El almirante se frotó una macilenta mejilla; tenía la mirada fija, aunque en nada
concreto.
—¿Señor? ¿Debemos proceder? —insistió Kaurl.
—Muy bien, Jacob —replicó Veniston con ojos de pedernal—. Lance el
Escuadrón Diablo. Proceda con el ataque sobre los propios motores.
***
Con los restos de la Roca dispersándose con lentitud detrás de ellos, los Marauder
continuaron hacia el pecio. Jaeger presionó una serie de runas situadas por encima de
su cabeza para activar una pantalla pequeña que se encontraba justo encima de la
cúpula de cristal delantera, y en la que apareció una imagen con interferencias de lo
que podía verse detrás del bombardero. El comandante de vuelo observó cómo el
Justicia Divina avanzaba hacia el pecio y sus pasmosos motores de plasma la
impulsaban sobre estelas de fuego de treinta kilómetros de largo. Las dos fragatas
supervivientes formaban ante el crucero, preparadas para defender su nave principal
contra las pocas naves orkas atacantes que quedaban.
Jaeger podía imaginar la conmoción reinante a bordo de la enorme nave de
***
Cuando las bombas y misiles del Escuadrón Diablo estallaron sobre los enormes
motores del pecio, los dos Marauder supervivientes del Escuadrón Raptor pasaron en
vuelo rasante y dispararon con los cañones láser contra los puntos débiles del
blindaje; perforaron los escudos abollados y las planchas torcidas. Al cabo de poco
rato, ardían una docena de incendios, y los motores se rasgaron con una arremolinada
nube de materia recalentada. Las explosiones florecían, sobre toda en aquella sección
del pecio, y uno a uno los gigantescos motores estelares perdieron potencia y se
apagaron, lo que dejó al pecio flotando a la deriva y sin control. Cuando los Marauder
regresaban a toda velocidad hacia el Justicia Divina, el crucero se lanzaba
victoriosamente a completar la matanza. Una ola tras otra de torpedos atravesaron el
espacio, y Jaeger ajustó la pantalla de visión trasera para ver cómo las cabezas de
plasma abrían enormes agujeros en el casco acorazado del pecio. Las baterías de
cañones explotaban por toda la nave orka como brillantes puntos de luz. Comenzaron
a arder incendios en la sección media de la nave orka, y se convirtieron en
abrasadores infiernos cuando la atmósfera del interior comenzó a salir cada vez con
mayor presión.
Mientras se preparaba para aterrizar, Jaeger le echó una última mirada al pecio.
Incapaz de maniobrar sin los motores principales, e impotente para resistir ante el
crucero imperial que lo atacaba por detrás, el pecio se deterioraba con lentitud. Una
salva tras otra de la artillería del Justicia Divina hacían impacto contra el pecio, y le
Las líneas de resplandor gris rojizo que se filtraban entre los remolinos formados en
la capa de desechos atmosféricos anunciaban el inicio del alba sobre la capital de
Tenebrae. La ciudad, conocida como Wormwood, se había erguido durante los
últimos cincuenta años del siglo septingentésimo del milenio cuadragésimo primero.
En ese momento, Wormwood estaba agonizando. Los gritos de los hombres se
mezclaban con el galimatías de los demonios y el atronar de las armas. Perturbadas
por la disformadora influencia de los portales del Caos que se abrían para dar acceso
a criaturas que no tenían lugar legítimo en el mundo material, las nubes que se
formaban sobre la ciudad descargaban periódicas lluvias de sangre, y a veces de
sapos, sobre las calles sembradas de muerte.
El anciano caminaba con prisa nada propia de él a través de los salones de altas
cúpulas y senderos de la fortaleza del Adeptus Arbites, situada en la plaza central de
Wormwood, devastada por la guerra. El gobernador Dañe Cortez pensaba que el
pandemóniun que reinaba dentro de la construcción era casi tan angustiante como el
caos del exterior. A pesar de ser un hombre viejo, se movía con autoridad. Sus rasgos
aguileños, unidos al resplandeciente ropón de su cargo, que ondulaba tras de él, le
conferían un aire poderoso y místico. Aquélla era una actitud que había practicado
mucho, le proporcionaba una fachada de fortaleza a un hombre cuyo interior estaba
quebrantado y era presa de enormes turbaciones.
En torno a Cortez, los súbditos de su planeta, sus protegidos, caían presas del
pánico y huían ante los impíos invasores. Incluso en ese preciso momento, dentro de
aquel edificio, los arbites luchaban para organizar la evacuación de civiles desde una
pista de aterrizaje muy bien defendida, situada sobre el terrado del enorme edificio.
Aquel capítulo final de su catástrofe personal era casi excesivo para que pudiese
soportarlo el envejecido corazón de Cortez, pero sabía que debía presentar una
apariencia fuerte ante la adversidad si quería que los supervivientes contasen con
Un calor seco bañó el estéril desierto al salir el sol. Mientras la luz empujaba los
bordes de las tinieblas, las sombras retrocedieron para dejar a la vista a los muchos
centenares de muertos. La ciudad de Dakat no era más que escombros y cadáveres.
Los trozos de acero y cemento yacían dispersos sobre la arena caliente. Sólo los
insectos de la carroña se movían por aquella devastación para mordisquear la carne y
precipitarse sobre los ojos muertos.
Al’Kahan contempló aquel mar de carnicería, y sus ojos ni siquiera parpadearon.
La ciudad debía haber sido bombardeada por artillería pesada durante horas. Los
refugios antibombardeo tenían brechas abiertas, y la red de colmenas situada debajo
de la ciudad estaría inundada de sangre, que se empozaría en los lugares más bajos y
su olor perduraría por siempre más.
La yegua se removió debajo. Tenía un corazón de hierro, pero el asesinato de
inocentes le gustaba tan poco como a él. Al’Kahan se volvió para encararse con sus
hombres. Veteranos, y pertenecientes todos a las tribus, eran los mejores hijos que su
mundo podía ofrecer. Cada uno debía conocer a su corcel tan bien como a su acero.
Era la filosofía de su pueblo. El caballo era su pariente, su compañero. Sin él, jamás
podrían prevalecer.
El batallón le devolvió la mirada a Al’Kahan, con los ojos oscuros y los duros
corazones conmovidos por la escena que tenían ante sí. Llevaban los distintivos de
sus tribus sobre las capas, tallados en hueso y cosidos en las pieles de grandes
bisontes. De sus barbas, pendían cuentas de honor que mantenían en su sitio las
complejas trenzas. Al’Kahan habló, y su voz rompió el silencio del abandonado
campo de batalla.
—Éste es nuestro primer y último día: último, porque ya no estaremos
comprometidos con la espada del Imperio; primero, porque moriremos o venceremos.
Morir es pasar a las llanuras de nuestros ancestros para unirnos a ellos en la gran
***
Tras coronar un terraplén, los jinetes se encontraron mirando el Gran Lago. Una
columna oscura ondulaba como una serpiente por las llanuras de sal y se encaminaba
de modo inexorable hacia un punto mucho más pequeño. Al’Kahan se detuvo por un
instante, y sus hombres se le aproximaron por detrás mientras él miraba a través de
unos binoculares las fuerzas que se encontraban enfrente.
—La artillería es la clave del enemigo. Como un puño todopoderoso, ha aplastado
todos los asentamientos por los que hemos pasado. Tenemos que adelantarlos por un
***
***
—Una semana, comandante —gritó el comisario Streck desde el otro lado de una de
las muchas bodegas de carga de la nave espacial.
Al’Kahan no se volvió para acusar recibo y, en cambio, avanzó por aquel aire
cargado de combustible hacia las enormes puertas de la bodega. Anhelaba sentir la
blanda tierra de su mundo natal bajo los pies, no acero sin vida.
Las pieles de Al’Kahan formaban un bulto sobre la espalda que era muy pesado.
Se trataba de regalos y trofeos concedidos por el Emperador, y constituían objetos
extraños para el suelo de Attila. Un serpenteante sendero de conductos y raíles
abarrotaba el piso y enlentecía su avance. La nave del Emperador, llena de sus
repulsivos vapores y rechinantes sonidos, intentaba, en ese mismo momento,
mantenerlo alejado de su tierra natal, la tierra a la que su alma estaría unida para
siempre.
Al’Kahan llegó a las enormes puertas exteriores de la bodega. Dos miembros del
XII de Prakash —apenas muchachos— se encontraban en posición de firmes junto a
una puerta más pequeña, del tamaño de un hombre. Uno avanzó para situarse ante él,
y Al’Kahan sacó sus papeles del interior del abrigo y los empujó con fuerza contra la
frente del joven guardia, que retrocedió con paso tambaleante. Con un firme barrido
de una pierna, Al’Kahan lo derribó, para luego girar sobre sí, con el fin de que el
pesado fardo de pieles golpeara al otro en el cuello. El segundo cayó al suelo apenas
unos segundos después que su compañero, y los papeles cargados de sellos
***
Los ojos de los ancestros comenzaban a aparecer en la bóveda celeste. Él aún
recordaba cada forma, cada constelación, desde aquel día de hacía muchos años en
que, con las estúpidas nociones juveniles de gloria de guerra, partió hacia aquellas
estrellas para luchar por el Dios-Emperador. Sus ancestros lo guiarían, guiarían sus
ojos hasta los territorios de caza de su pueblo. Al’Kahan imaginaba lo que estarían
haciendo: tal vez, celebrando un banquete después de una gran cacería, reunidos en
torno a las hogueras. Él se desplazaría entre las luces de los fuegos para encontrarse
con viejos amigos y guerreros nuevos, jóvenes deseosos de ganar sus primeras
cicatrices en el campo de batalla. ¡Sería tan agradable estar de vuelta!
Las noches habían pasado con lentitud. Al’Kahan dormía junto a la vieja yegua
que le había comprado a un comerciante del puesto avanzado. El animal tenía tantas
cicatrices y arrugas como el propio Al’Kahan, y su respiración somera cuando dormía
era un constante recordatorio para él de su propia mortalidad. Descubrió que, de
***
—Bienvenidas, las en otro tiempo orgullosas tribus del valle Kapak. —Al’Kahan
estaba de pie sobre el lomo de su caballo y miraba a la chusma de hombres heridos,
muchachos y mujeres que habían vuelto la espalda a las tradiciones—. Soy
Al’Kahan. He servido al Emperador del Cielo y he regresado para reunirme con mi
pueblo. Aquí no he hallado más que tristeza y lágrimas. El Señor de la Guerra
rechaza las costumbres de nuestro pueblo al saquear y robar los bisontes, y al clavar
piedra y roca en la tierra para hacer su fortaleza. Estas llanuras nos pertenecen a
todos. Nuestros ancestros las dividieron de manera igualitaria para que todos
pudiéramos ser libres de cabalgar por las tierras y alimentarnos de lo que nos ofrecen.
Talthar es enemigo de todos nosotros, enemigo de nuestras tradiciones, de nuestros
ancestros.
Los pocos guerreros presentes se removieron sobre las sillas de sus monturas.
Muchos escupieron, y sus dientes afilados destellaron en la dura luz.
—He vuelto a casa en busca de las tradiciones que durante mucho tiempo guardé
en el lugar de máximo honor dentro de mi corazón. Los attilanos luchan en otros
mundos, unidos por el amor que sienten hacia su tierra natal, hacia su hermano
caballo y hacia la libertad a la que aspiramos. Yo digo que ese Señor de la Guerra,
Talthar, es poco más que un bandido. Digo que cabalguemos contra él. Digo que lo
ensartemos en las puertas de su maldita fortaleza y dejemos que los carroñeros se
alimenten de sus entrañas. Mediante la batalla conoceremos la verdad. En la batalla
hallaremos la victoria. ¡Mediante la batalla salvaremos el alma de Attila y les
***
Habían acudido en número más reducido que la vez anterior. Al’Kahan observó los
rostros reunidos, ceñudos y nada impresionados. Miró hacia el saliente bajo que
estaba sobre él, donde se encontraba Ke’Than sentado, esperando sus instrucciones.
Luego se volvió hacia la multitud.
—Ni siquiera la piedra es impenetrable.
Blandió el sable en el aire, y Ke’Than espoleó su corcel. La bestia echó a correr
por el saliente, atronando con los cascos y haciendo volar la tierra en torno a ellos.
Ke’Than aferró con fuerza las riendas y bajó la lanza de caza que sujetaba debajo del
brazo herido, apuntándola hacia una gran roca que tenía ante sí. El guerrero se
preparó para la gran explosión. La roca se partió en dos, y esquirlas de piedra volaron
como hojas de árbol para caer en torno a los jinetes reunidos. La multitud profirió
gritos entrecortados, y Al’Kahan alzó su propia lanza de caza.
—Tengo veinte de estas puntas explosivas. Las astas de vuestras lanzas no son tan
fuertes como las de acero, así que habrá que reforzarlas, pero con ellas podremos
abrir una brecha en la fortaleza. Podemos derrotar al Señor de la Guerra.
***
Una gran hoguera de altas llamas ardió aquella noche. El espeso olor a carne de
bisonte colmaba el aire de varios kilómetros a la redonda. Las quebrantadas tribus
estaban unidas, agrupadas para cantar sobre sangre y gloria. Nadie quiso irse a dormir
sin tomar antes un trago de cerveza. Sólo un alma no estaba presente, la más grande
del Clan Sombra de Halcón. Una vez que la mujer sabia hizo su trabajo, el viejo
comandante de guerra se marchó en silencio del campamento durante los primeros
momentos de la celebración, con la pierna entablillada. Al’Kahan salió de su antigua
choza y desapareció en la oscuridad nocturna de Attila.
Al caer la noche del día siguiente, Al’Kahan se encontraba en la nave espacial,
cuyo aire estaba cargado de nocivas emanaciones. Junto a una de las puertas de
entrada se erguía una figura solitaria. Al’Kahan desmontó y se acercó.
—Ya me lo imaginaba —dijo el comisario Streck—. Pude verlo en sus ojos el día
en que nos dejó.
—Les debo mucho. Sin las armas del Emperador, no habríamos vencido.
—¡Ah, sí! Han derrotado al tirano. Me alegro por ustedes. —Streck se movió
apenas y su abrigo negro crujió—. ¿Por qué no se queda aquí y se convierte en el jefe
de ellos?
—Ya no conozco este lugar.
—¿Es uno de nosotros, entonces?
—No. —Al’Kahan pasó a grandes zancadas ante Streck, camino de la nave
***
***
La emboscada la habían preparado bien. Los miembros del equipo de Tydaeus no
detectaron ni una sola señal de la proximidad de su presa hasta que las fauces de la
trampa se cerraron.
—¡Resistid y luchad, marines! —gritó el jefe de la compañía antes de que dos
tiros de fuego cruzado lo librara de la lucha.
—¡Por el Emperador! —gritó Tydaeus en un intento de reagrupar a la compañía,
que ya había perdido alrededor de la mitad de sus miembros. Disparó bala tras bala
hacia el follaje de la jungla que los circundaba, entre cuyos árboles de gruesos
troncos se movían sombras.
—¡Tydaeus! ¡A tierra! —El grito procedía de atrás, y fue seguido por un
tremendo impacto.
Una carga detonó por encima de su cabeza, en el espacio que había ocupado
momentos antes. Medio rodando y medio deslizándose por el barro al que se había
lanzado, se volvió para encararse con su salvador.
—¡Parece que te debo una, Christus! —reconoció Tydaeus. Su compañero le
dedicó una de las familiares sonrisas de dientes separados—. ¿Aún tienes el bólter?
—¡Siempre, por el Emperador! —replicó Christus al mismo tiempo que le daba
unos golpecitos al arma.
—Bien —dijo Tydaeus mientras recogía las piernas debajo del cuerpo. Unos
lascivos sonidos de succión sonaron en el fango en el momento en que él se libraba
del abrazo del mismo—. ¡Porque hay una sola manera de salir de ésta!
***
De pie junto al inactivo portal del Caos, Kargon sintió la ola de sorpresa que recorrió
las filas de sus seguidores antes de que le llegaran las imágenes, debido a la vil,
animal conexión existente entre ellos. A través de sus ojos vio a Tydaeus. Primero,
observó una figura que fluctuaba, avistada entre los hombros de otros demonios: la
visión, no obstante, quedó obstruida cuando la lucha se convirtió en un confuso
apiñamiento. Luego la figura se transformó en una acorazada imagen de muerte: una
espada sierra descendía y un bólter escupía explosiva aniquilación.
—¡Esssto no puede ssser! —siseó Kargon.
***
La mente de Tydaeus estaba encendida de furia justiciera. Detrás de él, la llanura se
veía cubierta por las pilas de los cadáveres de sus víctimas. Si todos los demonios
eran presas tan fáciles, se preguntaba por qué no habían sido ya borrados de la faz del
cosmos. Si un solo hombre podía enviar a tantos gritando de vuelta al vacío que los
había engendrado, ¿por qué habían caído tantos planetas ante ellos, y tantos guerreros
Y aquellos dedicados a la obra del Emperador serán acosados por todas partes por los
enemigos. Manteneos vigilantes, porque ellos…
Sonó la señal de la puerta. El Codiciario Levi, bibliotecario de la Orden Imperial
de los Cónsules Negros, suspiró y se pasó una mano por los oscuros cabellos muy
cortos. Con reverencia cerró el ejemplar del Codex Astartes encuadernado en cuero,
se puso de pie y avanzó hasta la ventana de sus espartanas dependencias. Las luces de
aterrizaje de uno de los transbordadores del Capitulo iluminó por un breve momento
su anguloso rostro bien afeitado.
—Adelante. —Levi continuó mirando por la ventana, contemplando el vasto
telón de fondo estrellado que tenía ante sí y pensando en el poco auspicioso versículo
del Codex que acababa de leer—. Un buen día para la obra del Emperador,
portaestandarte.
Detrás de él sonó una risa breve.
—Como siempre, Levi, tus poderes te hacen justicia. Pero, sin duda, todos los
días son adecuados para su bendita obra, hermano bibliotecario. ¿O acaso tu fe está
mermando últimamente?
Levi se volvió para encararse con su visitante. El hermano Aeorum,
portaestandarte de la Tercera Compañía de los Cónsules Negros, estaba de pie,
sonriente, en la entrada. Hombre de poderosa constitución, vestía, como Levi, una
túnica negra de bordes amarillos. Levi le dedicó una de sus raras sonrisas.
—Aeorum, es agradable verte en un día sobre el que pesan tan malos presagios
como hoy. Entra.
Levi agradeció la inesperada aparición del juvenil portaestandarte. Estudió el
rostro ancho, la cicatriz que recorría el pómulo y el puente de la nariz de Aeorum.
Podía ser que la profunda marca dejada allí hacía mucho tiempo por la zarpa de un
genestealer, se hubiese suavizado con el tiempo, pero el portaestandarte había
***
Levi percibió que el capitán Estrus luchaba para reprimir la irritación que le inspiraba
el recién llegado. Menos de una hora después de que los cónsules negros hubiesen
desembarcado en Suracto, otra nave salió del espacio disforme y se dirigió al punto
de desembarco de los marines espaciales, al norte de la ciudad colmena de Thuram.
La nave llevaba los distintivos de la Inquisición y, en cuanto aterrizó, un inquisidor,
acompañado por un pequeño grupo de subordinados de rostro pétreo, se presentó ante
el capitán para exigir que todas las fuerzas leales se reagrupasen con los cónsules
negros a fin de reevaluar la situación.
—Inquisidor Parax, sencillamente no me interesa —estaba diciendo el capitán
Estrus, cuya irritación parecía hacer más profundo cada pliegue de su rostro
bronceado y lleno de arrugas—. Hemos desembarcado en el planeta, pero sesenta
minutos más tarde aún no nos hemos desplegado del todo.
Estrus se esforzaba para hacerse oír por encima del retronar de los motores de los
Rhinos que aceleraban detrás de él, y del ruido que hacía una escuadra cercana de
tecnomarines y su personal de mantenimiento de rostro ennegrecido que descargaban
misiles sobre los Whirlwind de la compañía.
El flaco rostro del inquisidor Parax no expresó ninguna emoción. Hombre de
constitución ligera, ataviado sólo con el oscuro ropón oficial, intentaba mantener
alguna apariencia de autoridad al lado del acorazado capitán de los marines
espaciales que se encumbraba sobre él.
—Aunque aprecio los puntos más sutiles del Codex, capitán, de todas formas…
—comenzó, pero el resto de la frase fue ahogada por el penetrante ruido de una
escuadra Land Speeder que pasó atronando por el aire.
Una vez que los aviones pasaron, Estrus habló de inmediato.
—Con todo el respeto, inquisidor, el sagrado Codex no es lo que se cuestiona
aquí, sino su solicitud de reagruparnos. Debemos desplegarnos y acudir lo antes
posible en auxilio de las fuerzas leales de Suracto. El administrador Niall, ayudante
de Koln, gobernador del planeta, se encontrará con nosotros dentro de quince
minutos, y estoy seguro de que nos informará ampliamente a todos. Me complace
muchísimo que… —Estrus hizo una pausa para escoger la frase adecuada—, que su
Eminencia haya decidido responder también a la llamada de socorro, pero no
***
Con el rostro transformado en una máscara de odio, el rebelde apuntó a Levi con su
rifle láser. Levi reaccionó con celeridad preternatural, avanzó hacia él y descargó su
espada sierra. El zumbido de la espada aumentó hasta un alarido corto y el torso del
hombre quedó abierto y regó de sangre a Levi.
Sintió una tenue sensación en la nuca. Levi se volvió con gracilidad y efectuó dos
descargas de bólter. Los dos rebeldes que habían estado detrás de él fueron arrojados
contra un flanco del Rhino y dejaron un par de manchas oscuras sobre la gran flecha
táctica blanca cuando sus cuerpos sin vida se deslizaron al suelo. Al atisbar el
estandarte de los cónsules, se volvió para ver a Aeorum, hundido hasta las rodillas en
cadáveres de rebeldes, que apuntaba y disparaba serenamente su pistola bólter,
derribando a un oponente con cada tiro. «Como en los viejos tiempos», pensó Levi
antes de apuntar con su propio bólter.
La emboscada de los rebeldes había caído sobre la vanguardia de los cónsules
negros cuando éstos iniciaron el recorrido hacia el punto de encuentro a través de los
terrenos suburbanos devastados por la batalla, en la periferia de la ciudad de Thuram.
Al principio, la ferocidad de los rebeldes había pillado a los marines espaciales con la
guardia baja, pero muy pronto el ataque quedó desbaratado ante la defensa tenaz y
disciplinada de los cónsules negros.
Al cabo de pocos minutos, todo había terminado, y sin bajas por parte de los
***
El administrador Niall era un hombre imponente, apenas pocos centímetros más bajo
***
Los cónsules negros se encontraron pronto donde les gustaba estar: en lo más reñido
de la batalla, derramando la sangre de los herejes. Las compañías segunda y tercera
habían avanzado cada una en torno a un flanco de la ciudad, mientras que la cuarta
acudía a reforzar a las sitiadas fuerzas leales dentro de la propia urbe. Acosados por
ambos lados por los marines espaciales, el cerco de los rebeldes comenzaba a
desmoronarse.
Una espesa capa de humo flotaba sobre la periferia meridional de Thuram. El aire
estaba cargado de una confusión de disparos de bólter y rifle láser, explosiones de
andanadas de artillería y gritos de heridos y agonizantes. Desde un desconocido punto
de la cortina de humo, salieron cuatro ráfagas de rifle láser que impactaron contra
Levi en rápida sucesión, arañando las placas de ceramita de su armadura y
chamuscando la túnica que la cubría, pero sin penetrar más allá. Comprobó su
escáner IR, descubrió la procedencia de los disparos y apuntó su bólter hacia la
flotante capa de humo. Oyó el sonido de dos minimisiles bólter que detonaban al
mismo tiempo que la imagen infrarroja le mostró que habían dado en el blanco…, y
que otros rebeldes se acercaban a él por la derecha.
Tres figuras emergieron del humo: hombres con armadura ligera, los pálidos
rostros macilentos y fatigados. El primero no era oponente para las reacciones de
Levi y apenas tuvo oportunidad de reparar en la espada sierra de éste antes de que le
***
Levi oyó que se partía un hueso cuando el dedo del inquisidor pinchó el pecho de uno
de los prisioneros. Atado a una chamuscada silla de madera, el rebelde hizo una
mueca de dolor, pero continuó con la mirada fija en Parax. Con la voz ronca tras casi
una hora de interrogatorio, el joven luchaba por hablarle en tono sereno al inquisidor.
—Y yo le digo que nosotros luchamos por el Emperador, inquisidor. Somos leales
al Imperio. Estamos de su lado. No puedo decírselo más claramente.
Los hombres que estaban acurrucados detrás de él en las sombras murmuraron
una frase de asentimiento. Una mirada del cónsul negro que se encontraba junto a
ellos los silenció.
Parax se volvió para encararse con los otros en la habitación quemada, donde
habían reunido a media docena de prisioneros hechos en el primer enfrentamiento.
Ojerosos y cansados como estaban, todos los rebeldes habían dicho lo mismo: ellos
luchaban por el Emperador, y el Caos se había apoderado del palacio del gobernador
Koln. La impaciencia del inquisidor Parax hacía ya rato que se había agotado, y una
cólera apenas contenida afloró a su voz al hablar.
—Hermanos marines espaciales, administrador, aquí podemos ver con toda
claridad cómo el Caos disforma las mentes y ensucia las almas. Son impulsados, tal
vez contra su propia voluntad, a pronunciar estas blasfemias y herejías, incluso
cuando la verdad del asunto es evidente por sí misma. El peligro en que se encuentra
Suracto es realmente grave. —Hizo una pausa y bajó la cabeza para fijar los ojos en
el piso.
Por mucho que le desagradase la espectacular extravagancia y el melodramatismo
de aquel hombre, Levi no tuvo más remedio que estar de acuerdo con el inquisidor. El
Caos había disformado hasta tal punto las mentes de aquellos rebeldes que tal vez ya
no les quedase ni rastro de capacidad de comprensión. «Un peligro muy grave, en
verdad».
Antes de que Parax pudiese decir nada más, uno de los rebeldes que estaban
atados volvió a hablar.
***
Una andanada de misiles Whirlwind pasaron rugiendo por el aire cuando los
Speeders de la décima escuadra de la segunda compañía pasaron atronando hacia el
corazón de las fuerzas rebeldes, las cuales habían aparecido inesperadamente desde el
sur y avanzaban en masa hacia una brecha abierta en las murallas de la ciudad. Los
misiles se perdieron a lo lejos; una serie de explosiones iluminó el horizonte, y
Estrus, satisfecho de que se hubiese acabado con la capacidad de artillería de los
rebeldes, le ordenó a la tercera compañía que avanzara.
Aeorum, con el estandarte aferrado en una mano y el bólter en la otra, condujo a
las escuadras primera y segunda hacia el corazón del contraataque rebelde. Poseídos
por una cólera casi demoníaca, los rebeldes se lanzaban en peso contra los cónsules
negros, pero su ataque era en vano dado que los puños acorazados de negro les
partían el cráneo, los minimisiles bólter les destrozaban músculos y tendones, los
lanzallamas y los rifles de fusión les incineraban piel y huesos. Muy pronto, ambas
escuadras comenzaron a luchar para abrirse paso, pues su avance se veía impedido
por las olas de rebeldes muertos que yacían a sus pies.
Levi arrancó la espada sierra del cuerpo de un rebelde muerto, y con un solo
movimiento ininterrumpido se volvió para estrellar el mango en el rostro de un
compatriota de éste. El golpe partió la frente del hombre con un crujido audible y lo
mató antes de que su cuerpo laxo comenzara a caer al suelo. Tras patear el cadáver a
un lado, Levi siguió a los hombres de las escuadras tercera y cuarta hacia las murallas
rotas de Thuram. ¡Cómo deseaba quitarse el casco con el fin de escupir el creciente
sentimiento de odio hacia los rebeldes que se había transformado en un sabor vil
dentro de su boca! El mortal siseo de los rifles de fusión hizo que se alegrara de
conservar la armadura entera. Una ola de angustia recorrió al bibliotecario cuando el
cónsul negro que estaba junto a él fue reducido a polvo. Levi observó las líneas
enemigas en busca del arma… Estaban allí, a menos de veinte pasos de distancia,
pero había demasiados de sus propios hermanos en medio. El rifle de fusión volvió a
disparar y otro cónsul estalló en una recalentada bola de llamas. «Es hora de
responder al fuego con fuego», pensó Levi, ceñudo.
—¡Hermanos cónsules, mantengan sus posiciones, mantengan sus posiciones!
Los marines espaciales obedecieron la orden del bibliotecario sin cuestionarla, y
se detuvieron en seco. Tras murmurar una corta plegaria al Emperador, Levi enfocó
sus energías mentales hacia el suelo sobre el que se apoyaba el rebelde que tenía el
fusil de fusión. Sin previo aviso, una bola de llamas al rojo blanco se alzó del suelo y
***
—¡Esto es traición!
Levi y Estrus se volvieron para ver al administrador Niall que avanzaba a grandes
zancadas hacia ellos. El administrador sacudió una mano hacia las pasmadas fuerzas
rebeldes.
—Deben ser ejecutados, cada hombre y cada mujer. Ya oyó lo que dijo el
inquisidor. —La voz se le quebró debido a que chillaba las palabras.
La cabeza de Estrus, cubierta por el casco, se había vuelto con suavidad hacia el
administrador.
—¿Ha visto por usted mismo lo que acaba de suceder aquí, administrador Niall?
—Niall vaciló y luego asintió brevemente con la cabeza—. En ese caso sabe que el
azote del Caos está en su planeta…
—Pero ¿es que no puede ver lo que está sucediendo? —lo interrumpió Niall,
exasperado—. Los rebeldes han conspirado con la Legión Alpha…
—Pero esa escoria del Caos luchaba contra rebeldes y marines por igual —lo
interrumpió Levi.
—Sí, a eso me refiero; yo… —Se pasó una mano por la cara. «De algún modo —
pensó Levi—, parece haber envejecido de pronto».
—Ya conoce el Codex, marine espacial —dijo Niall—. A todos aquellos que se
alzan del lado del Caos debe enseñárseles la misericordia del Emperador.
—A todos aquellos que se alzan del lado del Caos debe dárseles la oportunidad de
buscar la luz del Emperador o recibir la justa y rápida misericordia de aquellos que
llevan a cabo Su obra. Eso dice el Codex. —Dicho esto, Levi se acercó más al
administrador, que, visiblemente conmocionado, retrocedió unos pasos—.
Administrador, ¿cómo es que usted tiene conocimientos acerca de nuestro libro
sagrado?
—Es sólo algo que he oído… —Niall retrocedió aún más, y la voz le falló—. Su
deber está claro. Ustedes, ustedes deben… —El lado izquierdo de la cabeza de Niall
estalló hacia afuera en una lluvia de sangre y tejidos.
El rebelde enfundó la pistola automática y escupió sobre el cuerpo del
administrador, que aún sufría espasmos.
—Yo soy Mitago —dijo, con los ojos hundidos ardiendo en su semblante
ceniciento y sin afeitar—. Soy el jefe de este destacamento de mi pueblo. Ya he oído
suficientes mentiras y enredos de esta alimaña servidora del Caos.
***
Cuando la tercera compañía se aproximó a las murallas de la ciudad, una
determinación severa y fría se había apoderado de los cónsules negros. La cuarta
escuadra se había perdido, y de la sexta, quedaban sólo dos hombres. Las bajas
pesaban enormemente sobre los hermanos cónsules supervivientes. Mitago, cuyos
hombres cubrían entonces la retaguardia detrás de los Rhinos de la compañía, les
había revelado la impensable verdad.
—Ya hemos aguantado bastante —le explicó a Estrus—. Lo único que sucedió es
que Koln nos pidió demasiado. Trabajábamos duro, llenos de alegre amor por el
Emperador; pero Koln daba discursos para exigir más y nos decía que el Imperio se
enfadaría si no aumentábamos el diezmo planetario.
Luego, explicó, comenzaron las purgas. Desaparecían ciudadanos leales mientras
los jueces de Koln aterrorizaban al planeta.
Los delincuentes eran ejecutados por cualquier delito, a veces el mero capricho de
un juez. Se hallaban «herejías» por todas partes; los herejes eran arrancados de
cualquier casa.
—Y nosotros sabíamos que eso estaba mal —continuó Mitago—. La ley del
Emperador es dura, pero su dureza es justa. En Suracto no quedaba nada de justicia, y
en nuestro corazón sabíamos que Koln no estaba ejecutando la obra del Emperador.
Eso no nos dejó otra alternativa. —Señaló a los legionarios muertos—. No sabíamos
que la mancha de su alma fuese tan abominable.
Las palabras de Mitago habían dejado tan pasmados a los cónsules negros que lo
escuchaban que los redujo al silencio. Cada uno conocía la trascendencia de todo
aquello, pero Levi sabía que cada marine espacial sería fiel a su entrenamiento y las
órdenes que le dieran: no habría pesares, ni acusaciones ni culpabilidades. Ellos no
habían hecho otra cosa que obedecer al Codex, por mal conducidos que hubiesen
estado. Con su habitual disciplina y autocontrol, desplazarían su atención al
verdadero enemigo, y el sagrado libro los guiaría con paso seguro por la senda de la
probidad.
Todos los pensamientos de ese tipo se desvanecieron con rapidez cuando la
tercera compañía se aproximó a la ciudad de Thuram. La segunda había perdido más
***
Cuando la puerta del camarote que tenía a bordo de la nave de la Inquisición se cerró
silenciosamente detrás de él, Parax comenzó a quitarse la armadura con gestos
cansados. Esa vez había logrado por muy poco realizar la obra de su señor, aunque
estaba habituado desde hacía mucho a la ardua naturaleza de su santa tarea. Pero si
llegaba a saberse de un modo más generalizado hasta qué punto el Caos había
impregnado Suracto… Suspiró mientras guardaba la armadura. Tal vez el
Exterminatus habría sido su única opción.
Cogió su ropón. Por el momento, los cónsules negros habían desempeñado su
papel y el orden se había restablecido. Los demás planetas del sistema estaban a
salvo. Con gesto ausente se frotó el tatuaje de Tzeentch que llevaba en la parte
interior del antebrazo. Aún no les había llegado su hora.
La atmósfera de la capilla de mando del Spiritus Sancti era tensa cuando los
exploradores atravesaron el arco cubierto por la cortina de brocado y entraron en la
fresca plaza fuerte del centro de mando. Los tecnoadeptos recitaban la cuenta atrás.
El galimatías de lenguaje mecánico de los controladores de cabeza afeitada zumbaba
como telón de fondo, un balbuceo constante e incomprensible. Por encima de ellos,
sobre los pasos colgantes, figuras ataviadas con oscuros ropones se desplazaban de un
icono de control a otro para comprobar los sellos de pureza de los sistemas
principales al mismo tiempo que mecían incensarios que despedían humo. La capilla
bullía con un pánico controlado que Sven Pederson jamás había presenciado antes.
Los jóvenes marines espaciales no necesitaban los rojos globos de alarma que
flotaban a ambos lados del foso holográfico para saber que la nave estelar estaba en
situación de «a sus puestos de combate».
—¡Ah, caballeros!, al fin han llegado. Me complace mucho que puedan reunirse
con nosotros. —El tono mesurado de Karl Hauptman, comandante de la nave,
atravesó con facilidad el ruido circundante.
—Nos ha convocado, Karl. Somos siervos y obedecemos.
El sargento Hakon habló con tono suave, pero Sven se dio cuenta de que la burla
del comerciante ilegal le había tocado un punto delicado. Hakon era un viejo guerrero
orgulloso, que había superado la edad límite para servir como exterminador, y le
afligía tener que servir a las órdenes de aquel afectado aristócrata supervisando a un
grupo de exploradores en su primera misión de entrenamiento. A pesar de todo, era
un lobo espacial hasta los huesos, y tenía que obedecer.
Hauptman estaba cómodamente repantigado tras el atril de director, desde donde
proyectaba autoridad sin ningún esfuerzo. Las runas de control parpadeaban en color
esmeralda sobre el atril y, al iluminar su rostro desde abajo, le conferían un aspecto
casi demoníaco, con los ojos y las mejillas hundidos.
***
Con los cascos preparados y los sistemas de soporte vital en óptimas condiciones, los
marines espaciales se sentaron dentro del frío, oscuro fuselaje del torpedo. Sven
estudió a cada uno de sus compañeros por turno; les echó un último vistazo antes de
que se pusieran las máscaras de respiración, parecidas a cabezas de insecto, e intentó
fijar sus rostros en la mente. Cada áspero semblante estaba desfigurado por la pintura
de guerra. De repente, con gran dolor, se dio cuenta de que aquélla podría ser la
última ocasión en que viera con vida a sus camaradas.
El sargento Hakon permanecía sentado e inmóvil, con el cuerpo tenso y la pistola
bólter sujeta con firmeza contra el pecho. Sus rasgos de piel tensa y labios finos
tenían una expresión decidida, y sus fríos ojos azules miraban desde debajo del
cabello gris plata pegado al cráneo. A diferencia de los cadetes, Hakon no se afeitaba
la cabeza, excepto una sola tira de pelo. Era un marine espacial hecho y derecho.
Njal se encontraba sentado enfrente de Sven, debajo de una ventanilla de cristal