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La Iglesia y Los Orígenes de La Ilustración Novohispana

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Iván Escamilla González

“La Iglesia y los orígenes


de la Ilustración novohispana”
p. 105-127

La Iglesia en Nueva España.


Problemas y perspectivas de investigación
María de Pilar Martínez López-Cano
(coordinadora)

México
Universidad Nacional Autónoma de México,
Instituto de Investigaciones Históricas
2010
416 p.
(Serie Historia Novohispana, 83)
ISBN 978-607-02-0936-9

Formato: PDF
Publicado: 8 de noviembre 2012
Disponible en:
http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros
/iglesiane/iglesiane.html
DR © 2015, Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de
Investigaciones Históricas. Se autoriza la reproducción sin fines lucrativos,
siempre y cuando no se mutile o altere; se debe citar la fuente completa
y su dirección electrónica. De otra forma, requiere permiso previo por
escrito de la institución. Dirección: Circuito Mario de la Cueva s/n,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, 04510, México, D. F.
LA IGLESIA Y LOS ORÍGENES
DE LA ILUSTRACIÓN NOVOHISPANA 

Iván Escamilla González


Instituto de Investigaciones Históricas
Universidad Nacional Autónoma de México

Ilustración temprana en el mundo hispánico:


un problema en discusión

En un congreso celebrado en 2004 en Madrid en honor al historiador


valenciano Antonio Mestre Sanchís, Pablo Fernández Albaladejo elo-
giaba la labor emérita del homenajeado como estudioso de la cultura
española de la primera mitad del siglo xviii, al “haber puesto rostro y
poblado de personajes un período de nuestro pasado [...] que, sencilla-
mente, no existía con anterioridad”. Diversos balances historiográficos
y un creciente número de coloquios y publicaciones dan cuenta del
enorme avance de los trabajos sobre la historia de la cultura y los ilus-
trados españoles durante los reinados de Felipe V y Fernando VI, des-
de la década de 1960 en que Mestre comenzó a publicar sus investi-
gaciones en torno a Gregorio Mayans y Siscar y sus contemporáneos.
Hasta entonces había sido común opinión que en España y sus domi-
nios americanos el fenómeno de la Ilustración era poco menos que
imposible debido a la persistencia fanática de la ortodoxia católica,
idea sólo matizada cuando Jean Sarrailh en 1956 retrató unas Luces
hispánicas, desprendidas de la Ilustración católica del sur de Europa,
en las que la permanencia de los supuestos fundamentales de la orto-

 
Una primera versión de este texto se presentó en el coloquio La Iglesia en Nueva España:
problemas y perspectivas de investigación con el título “Intelectualidad e Iglesia en los inicios de
la Ilustración mexicana”. Agradezco a Óscar Mazín, Antonio Rubial, Jaime Cuadriello y
Paula Mues sus opiniones, comentarios y sugerencias para este trabajo.
 
“Introducción”, en Fernández Albaladejo, Fénix de España…, p. 12.
 
Véanse los interesantes balances de Mestre, “La historiografía...”, y de Enciso, “La
Ilustración...”, en Coloquio..., v. i, p. 21-60 y 621-696.

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doxia religiosa podía convivir con un ejercicio particular de la crítica


y de la opinión modernas.
Ahora se sabe que un sector de las letras y de la incipiente opinión
pública española participó, incluso desde los últimos años del “tene-
broso” reinado de Carlos II, en muchas de las discusiones y debates
que guiaron el curso de la cultura europea hasta la víspera del ciclo
revolucionario iniciado en 1789. Ahora se conoce bien la trayectoria
del movimiento novator, desde sus principios como una corriente casi
subterránea en el ambiente intelectual español, hasta su “triunfo” a
mediados de la centuria, con la orden de Fernando VI que prohibió en
1750 imprimir ataques a la obra de Benito Jerónimo Feijoo. Ha revivi-
do así una serie de polémicas, de figuras, de libros, que retrotraen a
ese medio siglo el principio del debate entre vetusta y recentior philoso-
phia, entre peripatéticos y escépticos, entre partidarios e impugnadores
de la suficiencia del saber hispánico frente a los de las demás naciones
rivales de Europa, que habría de dividir los más diversos medios po-
líticos, eclesiásticos, burocráticos y literarios. Modificado así el panora-
ma historiográfico, y pasadas las conmemoraciones del bicentenario
de Carlos III en 1988, que volvieron a identificar ese reinado con el
apogeo de la Ilustración, actualmente se adelantan interpretaciones
radicales como la de Francisco Sánchez-Blanco, quien ha propuesto en
diversos trabajos que la España auténticamente ilustrada sucumbió
nada menos que ante las políticas del mismo absolutismo borbónico al
que durante mucho tiempo se le asoció.
Ahora bien, la reflexión arriba citada de Fernández Albaladejo no
podría aplicarse con la misma puntualidad al estado actual de nuestros
conocimientos sobre la cultura y los hombres de saber en la Nueva
España durante el mismo periodo. En México comenzamos apenas a
asomarnos a la vasta complejidad de un momento histórico cuya sig-
nificación ha sido, pese a importantes y brillantes antecedentes, gran-

 
Traducido prontamente al español, de donde resulta buena parte de su importante
presencia en la historiografía: Sarrailh, La España ilustrada...
 
La palabra novator (en latín, “renovador”) fue usada aparentemente por primera vez
por el escolástico Francisco Palanco en su Dialogus physico-theologicus contra philosphiae nova-
tores, sive thomista contra atomistas de 1714, en el curso de una polémica en contra de la teoría
atomista de la materia, que era lo mismo que decir que en contra de los partidarios del expe-
rimentalismo y de la independencia de los estudios de filosofía natural respecto de la meta-
física: véase Mestre, “La historiografía...”, p. 22.
 
Sobre la “autosuficiencia” de la cultura barroca hispánica, véanse los ensayos conte-
nidos en Flor, Barroco…

Véase Sánchez-Blanco, La mentalidad…, especialmente p. 7-11 para la enunciación de
esta tesis; igualmente, El Absolutismo..., passim. También su estudio a J. E. de Graef, Discursos
mercuriales…

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demente subestimada. En las historias de la cultura mexicana, el siglo


conocido como de las Luces se divide en una primera parte que pare-
ce iniciar promisoriamente con los últimos destellos de Carlos de Si-
güenza y Góngora y sor Juana Inés de la Cruz, para luego sumergirse
de nuevo en penumbra. A partir de 1750, volvemos a deslumbrarnos
con los célebres jesuitas “renovadores” (Abad, Clavijero, Alegre), para
continuar con la pléyade de grandes nombres criollos del último tercio
del siglo, como Antonio de León y Gama, José Ignacio Bartolache y
José Antonio Alzate, y peninsulares, como Fausto de Elhúyar en el
Seminario de Minería y Manuel Tolsá en la Academia de San Carlos.
Todo concluye en una suerte de gran final ilustrado, que prepara la
Independencia con el paso de Hidalgo por el Colegio de San Nicolás
de Valladolid y de Humboldt por las cordilleras mexicanas.
Las razones del descuido constante de la primera mitad del siglo
son diversas, aunque quizás una de las más importantes ha sido la
serie de apriorismos que han condicionado la mirada de los historia-
dores al asomarse a él. Para empezar, al igual que ocurrió en España
por la influencia de Sarrailh, la historiografía en general sobre el xviii
ha privilegiado durante mucho tiempo a su segunda mitad por haber
sido el escenario de las llamadas reformas borbónicas: el despliegue
de la Ilustración en México ha sido asociado con las transformaciones
políticas y económicas de los reinados de Carlos III y Carlos IV. El
interés en esta vinculación produjo desde 1970 trabajos de gran valor
y trascendencia como los de Roberto Moreno de los Arcos, a quien se
deben las primeras ediciones auténticamente modernas de textos de la
Ilustración mexicana, como los periódicos y obras científicas de Joaquín
Velázquez de León, Alzate y Bartolache.10
Por otra parte, una posición recurrente, cuyos buenos fundamentos
han producido aun mejores resultados, ha visto a la primera mitad del
siglo xviii no como un momento ilustrado, sino como parte en todos
los sentidos del prolongado “siglo barroco” novohispano, que según
diversas opiniones se extiende de 1630 a 1750, y cuyos inicios algunos
retrotraen aun hasta 1590 ó 1600. Su nota dominante se pone en el
acendrado “criollismo” mexicano, fenómeno que abordaron dentro y

  
Con poca diferencia es la postura que sigue apareciendo en síntesis recientes: cf. Tanck,
“Ilustración, educación…”
  
Todavía hace diez años una distinguida profesora, ya fallecida, mantenía ante quien
escribe que la Ilustración novohispana había sido escasa y tardía, y se había debido exclusi-
vamente a los influjos de la independencia de los Estados Unidos de América y de la Revo-
lución Francesa.
10
Para una revisión de los aportes de Moreno de los Arcos al conocimiento de la Ilus-
tración en Nueva España, véanse la bibliografía y trabajos reunidos en Yuste, La diversidad...

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fuera de México Edmundo O’Gorman, Francisco de la Maza, David


Brading y otros distinguidos historiadores.11 Esta visión permitió como
nunca antes un fructífero estudio de larga duración en torno a los ras-
gos dominantes de la cultura americana, en relación con la peculiar
formación social de la que surgió; pero frenó al menos en parte el aná-
lisis del momento iniciado alrededor de 1700, en el que diversos pro-
cesos de índole política, económica y social abrieron circunstancias
muy dignas de atención en la vida novohispana.
Los acercamientos expresos en nuestro medio a la cultura de la
primera mitad del siglo xviii datan ya de un buen tiempo atrás, con
la recuperación biográfica y bibliográfica y con el estudio, a partir de la
década de 1940, de la que se dio en llamar “generación preilustrada”.
Se dio así un paso importante: por primera vez, aunque fuera de forma
tímida, el calificativo “ilustrado” se aplicaba a parte de la producción
intelectual de un periodo que la historiografía había visto como com-
ponente del generalizado oscurantismo colonial.12 Se abordaron por
primera vez personalidades a las que se reconocieron los méritos y la
apertura ideológica necesarios para ser “precursores” de los ilustrados
propiamente dichos de la segunda mitad del siglo.
Con todo, aún no desaparecía en estos trabajos la influencia inte-
lectual, implícita o explícita, del evolucionismo positivista, que pauta
su visión del ineluctable “progreso” como motor histórico de las ideas:
esto es visible en el ensayo de Monelisa Pérez-Marchand, Dos etapas
ideológicas del siglo xviii en México a través de los papeles de la Inquisición,
de 1945,13 ambicioso en sus objetivos y pionero en su manejo de fuen-
tes, o, posteriormente, en la notable compilación de los trabajos de
Bernabé Navarro sobre la cultura mexicana del siglo xviii.14 En la pos-
tura de ambos autores es perceptible aún la visión de las ideas en
movimiento ascendente, desde el “predominio que ejercía la Iglesia y
el interés religioso que privaba en la vida del hombre”15 todavía en la
primera mitad del siglo a decir de Pérez-Marchand, hasta la modernidad

11
Como ejemplos de la postura de estos historiadores pueden citarse: De la Maza, El
guadalupanismo…, y O’Gorman, Meditaciones… Brading, por su parte, ha desarrollado su in-
terpretación, referida inicialmente sólo a México en Los orígenes…, hasta extenderla al resto
de Hispanoamérica en The First America...
12
No siendo el tema principal de este trabajo, sólo puedo apuntar como una de las
causas probables y evidentes de este giro historiográfico la serie de cursos y seminarios sobre
historia del pensamiento en lengua española que José Gaos impartió en esa época en El Co-
legio de México y en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma
de México (cf. Andrés Lira, “Prólogo”, en Pérez-Marchand, Dos etapas..., p. 13-19).
13
Pérez-Marchand, Dos etapas…
14
Navarro, Cultura mexicana moderna...
15
Pérez Marchand, Dos etapas..., p. 80.

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secularizante, ilustrada, que según Navarro se concreta a partir de Cla-


vijero y su grupo, como concreción de las Luces esbozadas décadas
atrás en un Sigüenza y Góngora.
Para mediados de la década de 1950, del medio académico de El
Colegio de México ya habían salido el citado libro de Pérez-Marchand,
o artículos como los dedicados por José Rogelio Álvarez al oidor Juan
Manuel de Oliván 16 y por Germán Posada Mejía al jesuita Juan Anto-
nio de Oviedo.17 Tocaría a Elías Trabulse continuar la empresa en sus
trabajos sobre historia de la ciencia novohispana. Influido por Thomas
Kuhn y su intepretación paradigmática de las revoluciones científicas,
Trabulse caracterizó en 1983 ya sin reparos la primera mitad del siglo
xviii como la época de la “primera ilustración mexicana”, viendo en él
un momento seminal para el florecimiento de las generaciones poste-
riores de la centuria.18
Lugar de honor en el desarrollo de este campo de estudios tiene
sin duda Ernesto de la Torre Villar. Por una parte coordinó el volumen
Juan José de Eguiara y Eguren y la cultura mexicana, primera y hasta aho-
ra única obra colectiva editada en nuestro medio dedicada a la cultura
de la primera mitad de nuestro siglo xviii, con la participación de él
mismo, Mauricio Beuchot, Roberto Balmori, Roberto Heredia y Tarsicio
Herrera.19 Por otro lado, y prosiguiendo donde se había detenido el
ilustre filólogo Agustín Millares Carlo,20 don Ernesto emprendía la
reedición de la Bibliotheca Mexicana, proyecto del que vieron la luz a
partir de 1986 el facsímil del único tomo publicado por Eguiara, la
traducción íntegra de su texto latino, un extenso estudio introductorio
y un volumen de documentos sobre el bibliógrafo y su familia;21 se-
guimos aguardando hasta hoy la conclusión de este gran proyecto con
la publicación de la parte inédita del manuscrito de la Bibliotheca eguia-
rense.22 Finalmente, también se debe a Ernesto de la Torre la reciente

16
Álvarez, “Ideas económicas…”
Posada, “El P. Oviedo…”
17 
18
Véase Trabulse, “Clavigero, historiador…”, p. 42-43. En muchos otros trabajos Tra-
bulse ha continuado desarrollando esta idea: por ejemplo, “La ciencia y los jesuitas…”
19
De la Torre (coordinación y presentación), Juan José de Eguiara... Los colaboradores
escribieron acerca de Eguiara como filósofo y teólogo, y sobre contemporáneos suyos como
Cayetano Cabrera Quintero y José Antonio Villaseñor y Sánchez. El volumen incluye también
traducciones y textos del bibliógrafo y su círculo.
20
Con su traducción de Eguiara, Prólogos...
21
Eguiara, Bibliotheca... El gran interés producido por la reedición de la Bibliotheca de
Eguiara se refleja en otras publicaciones, como la de López, Diálogo...
22
La parte inédita del manuscrito de Eguiara incluye las letras d a j de su catálogo
biobibliográfico. El original existe en la Benson Latin American Collection en la Universidad
de Texas en Austin; de éste se sacó en 1928 una copia fotostática que resguarda la Biblioteca
Nacional de México. Para la historia de estos manuscritos véase Rivas, Bibliografías..., p. 48-49.

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y más completa reedición de otro documento fundamental de nuestra


cultura dieciochesca: el Theatro americano de José Antonio de Villa-
señor y Sánchez, de 1746.23
Aun así, queda mucho por hacer en la recuperación de nuestra
bibliografía dieciochesca temprana. Sirva de modelo para la ejecución
de futuros proyectos lo hecho en este terreno en España, en donde se
han editado ya en formato electrónico las obras completas de algunos
de los pensadores fundamentales de ese momento histórico, como el
disco compacto y el sitio de internet Mayans Digital, de la Biblioteca
Valenciana y la Fundación Larramendi, que incluye además una parte
importante del epistolario mayansiano y una colección de estudios
acerca del gran polígrafo de Oliva,24 o el sitio de la Biblioteca Feijoniana
del Proyecto Filosofía en Español, de Oviedo, 25 donde además de los
textos completos del Teatro crítico y las Cartas eruditas de Feijóo se in-
cluyen los de las polémicas sostenidas entre el ilustre benedictino, sus
detractores y partidarios.26

¿Y dónde quedó nuestra Ilustración?

Con los elementos incluidos en la anterior y apretada reseña, y con los


aportados por trabajos recientes a los que he de referirme más adelan-
te, comienza a perfilarse que para el conocimiento de la cultura novo-
hispana de la primera mitad del siglo xviii es preciso resolver una
cuestión fundamental: ¿fue el carácter de ésta realmente “ilustrado”,
como parecen afirmar los estudiosos actualmente? Por sorprendente
que parezca, entre quienes han aceptado la presencia temprana de la
Ilustración en Nueva España no encontramos una explicación de las
razones para ello.

El que escribe ha visto en el archivo capitular de la catedral de Puebla una copia del siglo xviii
del manuscrito de la Bibliotheca.
23
Villaseñor, Theatro... El “Suplemento” fue publicado por primera vez por Ramón
María Serrera en Villaseñor, Suplemento...
24
Biblioteca Valenciana, Gregorio Mayans...
25
Proyecto Filosofía en Español, Biblioteca Feijoniana...
26
Algo de lo que ya se ha logrado en este sentido en México se halla en el portal en línea
de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, http://www.cervantesvirtual.com, y dentro de
ella en los portales de la Biblioteca Nacional de México, http://www.cervantesvirtual.com/
portal/bnm/index.jsp, y de la Biblioteca Francisco Xavier Clavigero de la Universidad Ibe-
roamericana, Campus Santa Fe, http://www.cervantesvirtual.com/portal/uia/index.jsp,
que han incorporado la digitalización, entre otras muchas obras, de importantes títulos no-
vohispanos del siglo xviii.

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Así, desde 1950 en la historiografía se habla de la aceptación de


“ideas modernas, filosóficas, científicas e históricas”, pero sin explicar
suficientemente en qué consiste dicha modernidad, siempre apuntada,
pocas veces demostrada: ¿está presente desde que arriban aquí, por
ejemplo, los libros o al menos el conocimiento de autores a los que
infaliblemente se puede llamar ilustrados? Siguiendo a Pérez-Mar-
chand, ¿sirve como una especie de “termómetro” de modernidad la
virulencia explícita de la Inquisición en contra de ciertos textos, expre-
sada en sus edictos o en los índices de libros prohibidos? Entonces no
habría Ilustración hasta que alguien condene explícita y seriamente a
Rousseau o a Helvetius, lo que no harán unos pocos y muy cultos
censores novohispanos sino hasta el último cuarto del siglo; más dia-
tribas y de mayor irreverencia se lanzaron, en todo caso, en contra de
los jesuitas. Hablando de éstos últimos, ¿ha de caracterizarse como
generalmente ilustrada a la Compañía por las referencias a la filosofía
baconiana, cartesiana y gassendiana en los cursos escolares de unos
pocos maestros ignacianos a mediados del siglo? No se puede olvidar
que desde principios de la centuria los jesuitas habían recomendado
oficialmente el estudio y discusión de los pensadores modernos por su
utilidad en la defensa de la ortodoxia en contra del radicalismo filosó-
fico que cundía por Europa.27 Sin quitar ningún mérito al atrevimiento
epistemológico de las posturas de juventud de un Clavijero o un Ale-
gre, para valorar su impacto real dentro y fuera de su orden habría que
tomar en cuenta que estos entusiastas fueron llamados a la prudencia
y hasta cierto punto marginados por sus superiores, y que fueron víc-
timas, junto con sus demás hermanos de religión, del decreto de ex-
pulsión del “ilustrado” Carlos III.28
En algunos terrenos tal vez sea más “fácil” la determinación de
modernidad, como en el de las ciencias que en aquellos tiempos se
estudiaban como filosofía natural. De ese modo Elías Trabulse, en
su clásico trabajo sobre la observación de los cometas a fines del
siglo xvii,29 dio fe de la irrupción en la ciencia novohispana del me-
canicismo, persistente pese a que pudiera parecer agotada su fuerza
renovadora en las décadas siguientes en que, salvo excepciones, las
únicas obras sobre astronomía y meteorología que aparecían y si-

27 
En ese sentido se había manifestado la XV Congregación General de la Compañía en
Roma en 1706, según apunta Chiaramonte, “Prólogo”, en Pensamiento..., p. xv-xvi, apud Gui-
llermo Furlong, Nacimiento y desarrollo de la filosofía en el Río de la Plata, 1536-1810, Buenos
Aires, 1952.
28
Cf., además de las insustituibles Vidas de algunos mexicanos ilustres de Juan Luis Ma-
neiro, la documentación develada por Ronan, Francisco Javier Clavigero...
29
Trabulse, Ciencia y religión...

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guieron apareciendo con frecuencia —de hecho, todos los años— fue-
ron los almanaques. En cambio, en lo que se refiere a las otras ramas
del conocimiento, parece claro que si persistimos en buscar para 1700-
1750 las huellas de una modernidad por las vías en que tradicional-
mente se ha emprendido, nos toparemos a cada momento con grandes
dificultades; tal vez terminaríamos poniendo en duda incluso la con-
vención ya alcanzada respecto del carácter ilustrado para el siguien-
te medio siglo.
Quizás la solución a este problema aparentemente insalvable está
en la clase de fenómeno intelectual que estamos buscando y por la que
preguntamos. Buscamos lecturas ilustradas y muy concretas, cuando
quizás lo que debemos encontrar es una actitud ilustrada ante la lec-
tura y las lecturas; intentamos entresacar discursos ilustrados de los
testimonios de la época, cuando tal vez debamos primero indagar
acerca de la modificación de los discursos y las prácticas tradicionales;
imaginamos una modernidad autóctona, cuando tendríamos que en-
tenderla también como respuesta y reto a estímulos externos; quere-
mos centralizar la conciencia ilustrada en los centros tradicionales de
cultura y saber, como México y Puebla, cuando tal vez nos hallamos
ante múltiples partos locales de modernidad; influidos por una teleo-
logía histórica liberal, pretendemos encontrar una Ilustración secular
y secularizante, cuando quizás tengamos que enfrentarnos con una
Ilustración eclesiástica. Lo que a continuación se propone en este en-
sayo, a partir de una serie de reflexiones, interrogantes y propuestas
de investigación, es que al interior de la Iglesia novohispana, o mejor
dicho, de los diferentes grupos, corporaciones, élites e intereses que
la conformaban, existieron desde la primera mitad del siglo xviii con-
diciones favorables para un cambio cultural, y para el surgimiento y
desarrollo del pensamiento crítico que identificamos generalmente
con la Ilustración.

Vías para reconstruir una Ilustración eclesiástica

Bien sabida es la historia de cómo nació la Bibliotheca Mexicana de Juan


José de Eguiara y Eguren, luego de que el profesor universitario, bus-
cando solaz por allí de 1740 en las Epístolas latinas del poco ortodoxo
erudito Manuel Martí, se topó con aquel pasaje en que el Deán de
Alicante pintaba a un joven que deseaba hacer carrera académica allen-
de el Atlántico un desolador paisaje de la cultura indiana, en el que
entre otras se le hacía la siguiente advertencia: “¿Te será dado tratar
con alguien, no ya que sepa alguna cosa, sino que se muestre deseoso

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de saberla, o —para expresarme con mayor claridad— que no mire con


aversión el cultivo de las letras?”30 Igualmente conocida es la forma en
que la réplica de Eguiara a los desafortunados comentarios de Martí
dio forma acabada y consagró el patriotismo de escritores criollos,
acriollados y mestizos del siglo xvii como Torquemada, Ixtlilxóchitl,
Vetancurt o Sigüenza, al hacer el elogio de la cultura católica orgullo-
samente construida sobre el precedente de la gentilidad, del ingenio y
virtudes de los españoles americanos, y de los repositorios —archivos
y bibliotecas— que garantizaban la conservación y engrandecimiento
de la nueva civilización. Sin embargo, tan interesante como el elegan-
te texto de Eguiara o su realización tipográfica, y mucho menos comen-
tado, es el conjunto de circunstancias que permitieron al sabio poner
en práctica y llevar a término, así fuera parcialmente, una empresa de
semejante envergadura, no siendo la menor la extensa red de corres-
ponsales que le transmitieron noticias biobibliográficas desde los más
apartados rincones de Nueva España, lo que por sí mismo era un prác-
tico mentís a la calumnia de Martí.
De ese modo, Eguiara solicitó y encontró respuestas en Puebla,
Nueva Galicia, Oaxaca, Zacatecas y aun Guatemala y La Habana, en
figuras de tan diversa procedencia y formación como Diego Bermúdez
de Castro, Andrés de Arze y Miranda, fray Antonio de Arochena, fray
Juan González de Afonseca o fray José de Arlegui. Dos hechos destacan
en esta nómina, estudiada por primera vez por Efraín Castro:31 el pri-
mero es la existencia, hacia mediados del siglo xviii, de extensas y bien
consolidadas redes de trasmisión intelectual y de comunidades de
hombres de letras, formadas no por individuos aislados, sino en liga
con libreros, impresores, poderes políticos y eclesiásticos, mecenas y,
finalmente, lectores, en una réplica americana a las comunidades de
hombres de letras que se fortalecen en la Europa de la misma época.32
Puede suponerse que con sus noticias y correspondencia esas comuni-
dades sostuvieron no sólo el esfuerzo de Eguiara, sino también, prác-
ticamente al mismo tiempo, el de Juan Francisco Sahagún de Arévalo
durante casi quince años como editor de la Gazeta de México (1728-1742),
el de Lorenzo Boturini en su búsqueda de documentos históricos de la
gentilidad y de la tradición guadalupana (1736-1742), y el de José An-
tonio de Villaseñor en la redacción de su Theatro americano, entre 1742

30
Eguiara, Prólogos…, p. 56.
31
Castro, Las primeras... Lamentablemente el doctor Castro no ha publicado hasta ahora
los interesantes documentos por él localizados en que se basa este sugerente y muy breve
trabajo suyo, sobre lo que llama el “comercio literario”.
32
Lo que contrasta con los contactos literarios con el exterior, sin duda importantes pero
singulares, como los del jesuita Kircher con algunos mexicanos: véase Osorio, La luz...

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y 1746. El otro hecho a notar es que estas comunidades estaban forma-


das predominantemente por eclesiásticos.
Tradicionalmente las instituciones eclesiásticas habían formado en
las letras a los individuos talentosos sobre todo para incorporarlos al
servicio de sus propios intereses y necesidades corporativos en el caso
de los regulares, o a las filas del servicio burocrático real y diocesano.
¿Qué condujo entonces a que en esta época surgieran en el seno del
clero grupos de individuos permanentemente interesados en el cultivo
autónomo de disciplinas humanísticas y científicas?33 Una causa pudo
ser la transformación del perfil social del clero novohispano, tanto en
su rama secular como en la regular. Por lo que toca a los seculares, a
partir de mediados del siglo xvii prelados enérgicos como Juan de
Palafox y Manuel Fernández de Santa Cruz en Puebla, o Payo Enríquez
de Rivera y Francisco de Aguiar y Seijas en México, impulsan la con-
solidación definitiva de un proyecto de Iglesia diocesana en Nueva
España, con el apoyo de los cuerpos capitulares de las catedrales del
reino.34 Acciones que tradicionalmente han recibido mucha atención
por parte de la historiografía, como la lucha por la secularización de
las doctrinas indígenas, trascendieron en muchos otros sentidos pues-
to que obligaron a obispos y arzobispos a crear las condiciones sin las
que era impensable el reemplazo de los mendicantes en el liderazgo
eclesiástico. Entre las más importantes estuvo, naturalmente, la forma-
ción eficiente de un mayor número de clérigos que hubieron de encar-
garse del cuidado espiritual de la población en los nuevos curatos,
mediante la fundación o el fortalecimiento de seminarios y colegios
donde se impartiera una adecuada preparación moral e intelectual.35
Como han estudiado Rodolfo Aguirre, Margarita Menegus y otros,
el resultado fue una competencia más encarnizada por calificarse a las
mejores parroquias, los cabildos eclesiásticos y la administración dio-
cesana —o a su combinación—, a la vez que una mayor movilidad
de los clérigos en búsqueda de las mejores posiciones. Mucho antes de
que los prelados regalistas del último tercio del siglo (Lorenzana, Fa-
bián y Fuero) le dieran un papel capital en sus proyectos para la me-
jora del clero novohispano, la educación, reflejada en el dominio de
33
Entiéndase como comunidades múltiples, extendidas por el territorio del virreinato,
a diferencia de otras comunidades de saber anteriores, centradas en la capital y de breve
existencia, como la que giraba a mediados del siglo anterior en torno al religioso mercedario
y matemático fray Diego Rodríguez y que sucumbió en parte ante los embates inquisitoriales:
véase Trabulse, La ciencia...
34
Sobre este proceso, véase Rubial, “La mitra...”; Pérez Puente, Tiempos de crisis... Tam-
bién Carrillo, “El obispo Aguiar...”; Rubial, “El episcopado...”
35
La investigación más importante sobre los curas párrocos en el siglo xviii sigue sien-
do Taylor, Magistrates...

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lenguas indígenas y la posesión de grados, de preferencia mayores, ya


era instrumento fundamental de avance social en una carrera eclesiás-
tica que, por si fuera poco, reconocía la diversidad y peculiares nece-
sidades de la grey al abrirse al ingreso de individuos manifiestamente
mestizos e indígenas.36 La Universidad de México, y algunas de la
península como la de Ávila, experimentan así los frutos de esta deman-
da, en la que se percibe también un mayor protagonismo regional: un
creciente número de individuos acude, no sólo ya de las ciudades más
grandes, sino de muchas otras poblaciones de segundo y tercer orden
del interior del virreinato, a certificar conocimientos teológicos y canó-
nicos. El crecimiento cuantitativo y cualitativo del clero resultaba ser
así el medio propicio para el surgimiento de élites encumbradas sobre
sus méritos intelectuales, y afanadas en lograr a través de la excelencia
literaria el ascenso en el cursus honorum eclesiástico.
Los ecos de estas transformaciones no dejan de sentirse incluso
dentro del clero regular, y, si bien dentro de las órdenes mendicantes
y contemplativas no llega a concretarse un proyecto de renovación
semejante al de la Iglesia diocesana, persiste el caso siempre especial
de la Compañía de Jesús, que gracias a su política eficaz de vincula-
ción social y educativa con las élites del virreinato continúa acapa-
rando cuantiosos recursos, y a algunos de los mejores hombres, para
destinarlos a la formación de sus integrantes y de los alumnos exter-
nos de sus colegios y preservar su tradicional influencia sobre la so-
ciedad colonial. No es en balde que durante este periodo, en el que
el liderazgo cultural jesuita es ejercido por personajes como los padres
Juan Antonio de Oviedo, Francisco Xavier Lazcano o Juan Francisco
López, se eduquen también con ellos algunas de las más notorias fi-
guras de la generación inequívocamente ilustrada que alcanza la ma-
durez alrededor de 1750-1760, como Francisco Xavier Gamboa, An-
tonio Joaquín de Rivadeneira y Barrientos y los hermanos Cayetano
y Luis Antonio de Torres Tuñón. Es en todo caso en esta especie de
aguerrida “quinta columna” jesuítica —más que en el selecto grupo
de los seguidores de Campoy y Abad, que no florecerá realmente sino
en el destierro— en donde puede verse la receptividad de la Compa-
ñía hacia las novedades intelectuales del siglo.37
Es cierto que, en contraste con la nueva dinámica social del clero,
muchas de las formas, esto es, buen número de los usos y prácticas
36
Menegus y Aguirre, Los indios...; Aguirre, El mérito...; del mismo autor, “La deman-
da...”
37 
Sobre la carrera de estos exalumnos de los jesuitas, véanse estudios como los siguien-
tes: Trabulse, Francisco Xavier Gamboa...; Cuadriello, “Zodíaco...”, sobre los hermanos Torres;
Bernabéu, El criollo..., sobre Rivadeneira.

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tradicionales entre los hombres de cultura eclesiásticos, no se modi-


fican a lo largo de este periodo, lo que a algunos estudiosos les ha
parecido inclusive una señal de anquilosamiento. El régimen de los
estudios y el gobierno universitarios, el sistema colegial, el recurso
al mecenazgo individual de los oligarcas o al corporativo institucional
como forma de lograr la impresión y difusión de textos, la legitima-
ción del conocimiento mediante el paratexto (aprobaciones, pareceres,
censuras) en el texto impreso, las mismas formas literarias, se man-
tienen dentro de los modos consagrados y estabilizados durante la
centuria anterior.38
Pero no se pueden ignorar tampoco fenómenos interesantes y no-
vedosos, protagonizados por este clero intelectualizado e interesado
en nuevas formas de asociación con sus pares. El método tradicional
de estudio de los colegios de la Compañía de Jesús brindaba ya a los
estudiantes con intereses comunes la posibilidad de reunirse en acade-
mias donde se pudieran estudiar diversas disciplinas, y aun preparar
actos privados o públicos sobre las mismas. Es bien conocido que los
jesuitas del grupo aperturista aprovecharon el sistema de las academias
para difundir su credo filosófico, pero ya desde el principio del siglo
xviii es notoria la presencia del modelo académico en otros círculos
del clero, de los que saldrán promotores tan notorios de esta forma de
trabajo intelectual como Cayetano Cabrera Quintero, preceptor de los
pajes del arzobispo Juan Antonio de Vizarrón.39 La difusión temprana,
por lo menos desde 1720, del academicismo y la erudición, incluso
entre los practicantes de las artes (escultores, pintores, arquitectos),
puede dar una idea de la fuerza y el prestigio con que ya contaba esta
clase de sociabilidad del saber.40
La existencia de academias resulta importante también como puen-
te entre las formas antiguas de vida del hombre de letras, todavía iden-
tificadas con las modalidades cortesanas que tan hábilmente practica-
ron Carlos de Sigüenza y Góngora o sor Juana Inés de la Cruz, y las
modernas que a finales del siglo xviii ensaya José Antonio de Alzate,
un individualista que pretenderá dialogar en términos de igualdad con
el poder y con el público. La figura independiente del intelectual no
existe auténticamente en las Luces novohispanas —de hecho, ni siquie-
ra en Europa se había logrado entonces su afirmación, que no ocurrirá

38
Ejemplos de la fuerza de las tradiciones literarias (en temas y formas) durante la pri-
mera mitad del siglo xviii en los estudios de Osorio, El sueño...; Herrera, “La decadencia...”
39
Sobre la formación académica de Cabrera, véase la introducción de Claudia Parodi en
Cabrera, Obra... En relación con esto, cf. la trayectoria de algunos de los jóvenes peninsulares y
criollos que formaron el acompañamiento de este arzobispo en Aguirre, El mérito..., p. 186-195.
40
Véase infra, nota 47.

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hasta el siglo xix—,41 pero a cambio encontramos precedentes notables


en las iniciativas individuales que llevan en 1722 a Juan Ignacio de
Castorena a empeñar su prestigio como predicador y funcionario ecle-
siástico y a arriesgar su fortuna en la publicación de la primera Gazeta
de México; o de nuevo a Juan José de Eguiara, quien asociado a su her-
mano Manuel Joaquín, acreditado comerciante y miembro del Consu-
lado de México, rinde tributo a la cultura empresarial de sus antepa-
sados vascongados y adquiere por 1752 en Europa una imprenta para
la edición, no sólo de su Bibliotheca, sino de las obras de un buen nú-
mero de sus amigos y corresponsales intelectuales.42
Un aspecto fundamental, en el que se han centrado las opiniones
en torno al ingreso de la modernidad en la cultura novohispana, es el
de los libros y las lecturas. A este respecto, investigaciones recientes
han producido resultados sumamente interesantes en relación con las
instituciones encargadas del cuidado de la ortodoxia del conocimiento
y las ideas. Aún están por estudiarse las razones de la reducida activi-
dad calificadora de libros por el Tribunal del Santo Oficio de México,
manifiestamente baja en el primer tercio del siglo xviii según señala
Abel Ramos Soriano, aun cuando experimenta una recuperación en la
década de 1730-1740, para volverse febril en la segunda mitad de la cen-
turia.43 ¿Puede interpretarse como resultado de un interés local menor
en lecturas potencialmente amenazadoras o, por el contrario, pudiera
intuirse que la diversificación de los intereses de los lectores, evidente
en estudios recientes sobre comercio de libros en y hacia Nueva Espa-
ña,44 es lo que los aleja del ámbito tradicional de vigilancia de la Inqui-
sición? ¿Pudiera deberse a un fenómeno paralelo al advertido por
Marcelin Defourneaux para la Inquisición peninsular, pues, aunque el
Tribunal no baja la guardia, la entrada de un número creciente de libros
en lenguas extranjeras y de nuevas temáticas paraliza y desconcierta a
su lenta burocracia de censores y comisarios?45
Es cierto que, en cualquier caso, no debió ser la edición local, sino la
de importación, la que satisfizo las nuevas ansias de lecturas diversas
en Nueva España; y que al igual que en la península estas lecturas no

41
Sobre la condición del hombre de letras en el mundo colonial existen estudios referidos
al periodo anterior al aquí tratado, como el de Chocano, La fortaleza... Como punto de compa-
ración con la época anterior y con la situación americana véase Chartier, “El hombre...”
42
En Eguiara, Bibliotheca..., v. v, p. 247-445, Ernesto de la Torre incluye una lista de los
títulos salidos de la Imprenta de la Biblioteca Mexicana, desde el inicio de sus trabajos en 1753
hasta su desaparición en 1783. Los impresos aparecidos en vida de Eguiara (hasta 1763)
concluyen en la p. 366.
43
Ramos, “El ‘santo oficio’...”
44
Por ejemplo, Moreno, Historia...; Gómez Álvarez, “Las redes...”
45
Defourneaux, Inquisición...

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tenían tampoco que ser por fuerza en castellano parecen también mostrar-
lo las noticias con que se cuenta de traducciones completas o parciales de
textos extranjeros, tanto en francés como en italiano,46 algunas incluso
de tema distinto al devoto, debidas al interés de varios grupos al inte-
rior de la comunidad letrada.47 Lo que revelan todas estas nuevas eviden-
cias es que aún hay mucho trabajo por hacer, por ejemplo, reconstruyen-
do y estudiando las bibliotecas privadas de hombres de letras, a partir
de los datos proporcionados por los archivos y también por los libros
que, por fortuna, sobreviven físicamente en nuestros acervos antiguos
portando aún las marcas de sus antiguos poseedores, como ocurre con
los de Andrés de Arze y Miranda en la biblioteca Lafragua de Puebla.48
En cuanto a la que ha sido la mayor preocupación de muchos en
torno a nuestra Ilustración, la presencia de ideas nuevas, preferente-
mente venidas del exterior del mundo hispánico, es preciso insistir,
como lo ha demostrado la historiografía para el caso español, que, por
importante que pudiese ser el influjo exterior en la apertura intelectual,
no es posible ya entenderlo como causa única y fundamental;49 en otras
palabras, no esperemos a ver citado a Leibniz o a Newton en un texto
novohispano para poder presumir ansias de renovación ideológica o
nuevos intereses intelectuales en la academia novohispana. Ni siquiera
el tomismo pudo permanecer estático aquí durante el siglo xviii: si es
cierto que Juan José de Eguiara cobijó críticas a la actitud aperturista
del padre Feijoo al editar tan tarde como 1760 en su imprenta, desobe-
deciendo la prohibición real de una década atrás, una de las Cartas en
que el cubano Francisco Ignacio Cigala polemiza con el gran divulgador
benedictino, también lo es, como lo ha expuesto Mauricio Beuchot, que
46
El problema de la traducción de textos extranjeros apenas comienza a estudiarse para
la España de la primera mitad del siglo xviii. Un acercamiento al tema puede verse en Etien-
vre, “Traducción...”
47 
Así tenemos noticia a través de Beristáin, Biblioteca..., de la traducción del manual de
retórica Il cannochiale aristotelico de Emmanuele Tesauro, realizada hacia 1730 por Francisco
Ríos. En 1728 se editó en México la de Interets de l’Angleterre mal entendus dans la guerre pre-
sente (1703), texto polémico sobre política europea y comercio de Jean Baptiste Du Bos, de-
bida al jesuita Juan de Urtassum: véase Escamilla, “Juan Manuel de Oliván...”; Urtassum ya
había sido autor de la traducción de La gracia triunfante en la vida de Catharina Tegakovita,
india iroquesa..., publicada en 1724. Asimismo se conserva en la Biblioteca Nacional de Méxi-
co una traducción manuscrita de la parte relativa a la pintura del Prodromo overo saggio di
alcune inventioni premesso all’Arte Maestra (1670), del científico jesuita Francesco Lana-Terzi,
elaborada anónimamente quizás entre 1740-1750 y en la que pudieron haber colaborado en
una especie de academia el poeta Cayetano Cabrera Quintero y el pintor José de Ibarra,
además de otros artistas y aficionados a la pintura. Al respecto cf. Soto, El arte maestra...;
Mues, El arte maestra...
48
Véase el interesante ensayo reconstructivo de esta colección hecho por Salazar, Una
biblioteca...
49
Enciso, “La ilustración...”, p. 639-644.

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el propio Eguiara en sus Selectae disertationes mexicanae de 1746 mostró


su aprovechamiento de autores neoescolásticos modernos.50
En realidad, no se necesitaban ideas revolucionarias para detonar
cambios de gran alcance. Como se ha mencionado atrás, la crisis ideo-
lógica que abre el camino a la Ilustración en España tuvo lugar a fina-
les del siglo xvii y principios del xviii, cuando, justo al mismo tiempo
que los novatores al escolasticismo rancio, autores de prestigio como el
marqués de Mondéjar, Manuel Martí y Juan de Ferreras ponían en duda
tradiciones religiosas supuestamente intocables como la prédica apos-
tólica en España y la aparición de la Virgen del Pilar. Ahora sabemos
que en torno a la tradición de Nuestra Señora de Guadalupe, que para
Nueva España tenía un significado semejante o aun mayor, también
anidaban desde la década de 1730 dudas que probablemente fueron
espoleadas por la lectura de autores mesuradamente críticos como fray
Jacinto Segura y su Norte crítico con las normas más ciertas para la discre-
ción en la historia (1733), o el mismo Feijoo en el Teatro crítico;51 todos
ellos fueron leídos en México por hombres de letras de la influencia de
Cayetano Cabrera Quintero en fecha inmediata a su publicación. Al
sacudimiento provocado por estas lecturas debe agregarse sin duda la
aparente buena recepción que en algunos círculos intelectuales ecle-
siásticos parece haber tenido la propuesta del erudito viajero italiano
Lorenzo Boturini, desde sus días en Nueva España, de una historia de
la gentilidad indígena fundada en la erudición crítica y la filosofía del
jusnaturalismo.52
Del mismo modo, sería adecuado buscar las semillas de un cambio,
más que en la radicalización de un reducido grupo en el tradicional
centro del saber en la capital del virreinato, en la extensión del saber
por la multiplicación de “repúblicas literarias”, provocada por los in-
telectuales de provincias que acuden en gran número a formarse en la
capital y otros centros. Mientras que Puebla experimenta un breve avi-
vamiento intelectual producido quizás por la lucha en contra de su

50
Beuchot, “La ciencia...”; del mismo, “Introducción”, en Filósofos..., p. v-x.
51
Los nueve volúmenes de la primera edición del Teatro crítico de Feijoo se imprimieron
por primera vez entre 1726 y 1740. En los fondos antiguos de la Biblioteca Nacional de
México existen muchos ejemplares de esta primera impresión, con marcas de fuego de varios
conventos de la capital, y al autor se le cita en textos novohispanos por lo menos desde 1741
(véase Escamilla, “Máquinas...”), lo que se contrapone con lo referido por Pérez-Marchand,
Dos etapas..., p. 82, que basada en papeles inquisitoriales no encontraba referencias a la obra
de Feijoo antes de 1759. Para una caracterización de Ferreras, Segura y otros historiógrafos
españoles del periodo véase Sánchez-Blanco, La mentalidad..., y Mestre, Historia, fueros...,
capítulo i.
52
Aunque también suscitó rechazo y ataques por parte de otros grupos. Véase Escami-
lla, “Máquinas...”; del mismo, “Lorenzo Boturini...”

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120 la iglesia en nueva españa

declive económico, de lo que da testimonio la obra del padre fray


Juan de Villasánchez, nuevos centros surgen gracias a la pujanza emer-
gente de algunas regiones novohispanas: así se activan Querétaro, Mi-
choacán, Zacatecas y Guadalajara, en las que se observa durante este
periodo un interesante movimiento historiográfico localista actualmen-
te estudiado por Antonio Rubial.53 Aunque aún desprovistas de im-
prentas propias, conforme avance el siglo las comunidades letradas de
estas localidades, en circulación constante desde sus lugares de origen
hasta la capital, se servirán de las prensas de México y Puebla para dar
salida a su producción literaria.

Conclusión: enciclopédicos afanes

En 1751, cuatro años antes de que Juan José de Eguiara imprimiera en


sus talleres el primer tomo de la Bibliotheca Mexicana, había salido a la
luz el primero de la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert. Tan cercanas
en el tiempo, tan distantes en su origen geográfico, es indudable que
entre ambas obras existen diferencias abismales, aunque también se-
mejanzas interesantes. Como lo ha apuntado Ernesto de la Torre, en
su formato (entradas ordenadas alfabéticamente por nombre de pila y
no por apellido) y en su idioma (latín), el trabajo de Eguiara respondía
a tradiciones bibliográficas antiguas y a ejemplos como el de su cono-
cido y más cercano predecesor español, Nicolás Antonio. Sin duda el
erudito mexicano se hacía eco de la vieja búsqueda universalista de
Athanasius Kircher y otros compiladores barrocos de conocimientos
del siglo xvii. Su trabajo reflejaba la formación e inclinación eclesiásti-
ca y teológica del autor, en la selección de muchos de los personajes
que obtuvieron mención y reseña biobibliográfica en su tratado; y fi-
nalmente, dependía de una concepción epistemológica eminentemen-
te humanística y tradicional, frente al ambicioso proyecto de los enci-
clopedistas franceses de literalmente volver a sembrar, como estudiara
Robert Darnton, el árbol del conocimiento.54
Pero ambas obras eran hijas del deseo de las distintas vertientes de
la Ilustración de alcanzar síntesis acabadas del saber, reuniones que en
su estructura mostraran de alguna forma la unidad orgánica del cono-
cimiento, y el grado de avance de la civilización en sus respectivos
territorios, el novohispano y el europeo. Este último había sido rede-

53
Véase Rubial, “Los ángeles...”, donde el autor adelanta algunos resultados de una
amplia investigación de futura aparición.
54
Darnton, “Los filósofos...”

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finido en los cien años anteriores por la preponderancia francesa, pri-


mero político-militar, y luego cultural. El del virreinato se había cons-
truido durante dos siglos como frontera en expansión del occidente, y
para ese entonces era una tangible realidad geopolítica, creación de
una sociedad que había sido capaz de dilatar el limes novohispano,
como orgullosamente se proclamó en 1756 en los sermones de la con-
firmación pontificia del patronato guadalupano, desde los confines de
la California hasta los de Nicaragua y Honduras.55
Del mismo modo, si la Enciclopedia dejaba entrever los cambios
irreversibles en el conocimiento que hallarían eco en el derrumbe po-
lítico y social del Antiguo Régimen, para la Nueva España el movi-
miento de autoconciencia implícito en las obras de Eguiara y sus con-
temporáneos era también el reflejo de situaciones inéditas, que a la
larga contribuirían al colapso del orden colonial. No se olvide que
desde el inicio del siglo xviii la Nueva España vive la apertura sin
precedentes de los dominios españoles a las influencias e intereses del
exterior a raíz de la Paz de Utrecht de 1713. Los inversionistas y polí-
ticos europeos se obsesionan entonces con el desaprovechado potencial
económico del continente americano, y por obtener a través de sus
agentes en las Indias noticias verídicas sobre los puntos débiles del
imperio español, de su comercio y de la corrupción en el aparato de la
monarquía.56
Pero tanto o más interesante que las indagaciones europeas fue el
eco que las mismas hallaron entre los propios americanos. A lo largo de
la primera mitad del siglo xviii los vemos preguntarse con interés cre-
ciente por la realidad y posibilidades futuras del suelo que pisan, mien-
tras progresivamente el discurso apologético tradicional va siendo aban-
donado por el interés en el análisis objetivo y científico del país
novohispano. La conciencia acerca de la unidad orgánica del “mexicano
imperio” estructura la gran corografía virreinal del Theatro americano de
Villaseñor y Sánchez, y funda la tentativa de Eguiara de censar sistemá-
ticamente la producción intelectual de toda Nueva España, de formas
que nos ayudan a comprender los alcances y ambiciones intelectuales
de las primeras generaciones dieciochescas de hombres de saber.
Por último, los philosophes europeos y los eruditi vires novohispanos
caminan por el mismo rumbo en la transición intelectual de Occidente
en el siglo xviii en la forma de abordar y resolver las grandes empresas
culturales. Sus logros fueron resultados de asociaciones, formales e
informales, de sabios empeñados en trascender (más exitosamente en

55
Véase Cuadriello, “Zodíaco...”, p. 108-109.
56
He hecho algunas observaciones sobre este fenómeno en Escamilla, “La riqueza...”

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el caso europeo) los límites estrechos que la labor individual del inte-
lecto no había conseguido superar pese a las transformaciones en la
producción de conocimiento desencadenadas desde el advenimiento
de la imprenta. En este sentido, se puede concluir que la trascenden-
cia de los resultados de esta Ilustración americana de marcado carácter
eclesiástico, la de los cambios que se operan en la cultura novohispana
durante la primera mitad del siglo xviii, ha de medirse entonces, más
que por las ideas en sí, por las nuevas formas de difusión del conoci-
miento, por nuevas prácticas en torno al mismo, y por las nuevas cir-
cunstancias en que se produce el saber en estas tierras.
Si lo anterior es cierto, una revisión como la propuesta en estas
páginas podría no sólo acercarnos mejor a una época aún insuficiente-
mente conocida, sino también a anticipar e interpretar a través de ella
muchas de las inquietudes, logros y limitaciones de la Ilustración no-
vohispana que más nos enorgullece, la de finales del siglo y vísperas
de la Independencia; y finalmente, contribuir a cambiar nuestra com-
prensión general del proceso histórico de la Iglesia en Nueva España.

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