15 LEYENDAS, 15 Poemas, 15 Cuentos
15 LEYENDAS, 15 Poemas, 15 Cuentos
15 LEYENDAS, 15 Poemas, 15 Cuentos
Cuenta la leyenda que, antes de la llegada del Dios Quetzalcóatl, los aztecas solo se alimentaban
de raíces y algún que otro animal que podían cazar.
El maíz era un alimento inaccesible porque estaba oculto en un recóndito lugar situado más allá de
las montañas.
Los antiguos dioses intentaron por todos los modos acceder quitando las montañas del lugar, pero
no pudieron conseguirlo. Entonces, los aztecas recurrieron a Quetzalcóatl, quien prometió traer
maíz. A diferencia de los dioses, este utilizó su poder para convertirse en una hormiga negra y,
acompañado de una hormiga roja, se marchó por las montañas en busca del cereal.
El proceso no fue nada fácil y las hormigas tuvieron que esquivar toda clase de obstáculos que
lograron superar con valentía. Cuando llegaron a la planta del maíz, tomaron un grano y
regresaron al pueblo. Pronto, los aztecas sembraron el maíz y obtuvieron grandes cosechas y, con
ellas, aumentaron sus riquezas. Con todos los beneficios, se cuenta, que construyeron grandes
ciudades y palacios.
Desde aquel momento, el pueblo azteca adora al Dios Quetzalcóatl, quien les trajo el maíz y, con
ello, la dicha.
Cuenta una antigua leyenda que, hace muchos años, un emperador invitó a una poderosa bruja
que tenía la capacidad para ver el hilo rojo del destino.
Cuando la hechicera llegó a palacio, el emperador le pidió que siguiera el hilo rojo de su destino y
lo condujera hacia la que sería su esposa. La bruja accedió y siguió el hilo, desde el dedo meñique
del emperador, que la llevó hacia un mercado. Allí se detuvo frente a una campesina en cuyos
brazos sostenía a un bebé. El emperador, enojado, pensó que se trataba de una burla de la bruja e
hizo caer a la joven al suelo, provocando que la recién nacida se hiriera la frente. Luego, ordenó
que los guardias se llevaran a la bruja y pidió su cabeza.
Años después, el emperador decidió casarse con la hija de un poderoso terrateniente a la que no
conocía. Durante la ceremonia, al ver por primera vez el rostro de su futura esposa, el emperador
observó una cicatriz peculiar en su frente.
3. Kamshout y el otoño
En Tierra de Fuego hubo un tiempo en que las hojas de los árboles eran siempre verdes. Un joven
que vivía allí, Kamshout, partió a un lugar lejano a hacer un rito de iniciación al llegar a la madurez.
Tardó mucho tiempo en volver y el resto de habitantes lo habían dado por muerto.
Un día, Kamshout apareció y contó a sus paisanos que venía de un lugar donde los árboles perdían
sus hojas en otoño y, en primavera, surgían hojas verdosas. Nadie creyó sus palabras y sus
paisanos se burlaron de él.
Kamshout, enfadado, se marchó al bosque y desapareció durante un tiempo. Pronto, reapareció
convertido en un loro vestido con plumas verdes y rojas.
Llegó el otoño y Kamshout tiñó las hojas con sus plumas rojas, estas cayeron al suelo. Los
habitantes pensaron que los árboles estaban enfermos y morirían. Kamshout no pudo contener la
risa.
En primavera surgieron hojas verdosas. Desde entonces, los loros se ríen de los humanos para
vengarse de la burla hacia Kamshout, su antepasado
En las montañas de Euskal Herria vivía un hada de pelo rubio y largo que siempre iba acompañada
de sus duendecillos de pantalones rojos, los prakagorri.
Un día, cerca de un riachuelo, el hada se acercó y vio a un bebé abandonado. Entonces esta le dijo:
“Tu nombre será Olentzero, porque es una maravilla haberte encontrado. Te daré los regalos de
fuerza, coraje y amor durante tu vida”.
Después, el hada llevó al bebé a casa de un matrimonio que no tenía hijos. El Olentzero vivió feliz y
aprendió el oficio de su padre: cortador de leña.
En la edad adulta, luego de la muerte de sus padres, el Olentzero vivía solo en su casa de las
montañas. Los niños del pueblo lo miraban extrañados mientras lo veían recolectar leña.
Pasó el tiempo y llegó el invierno más frío hasta entonces. Los habitantes tenían mucho frío, pues
no tenían carbón para la chimenea. Entonces, el Olentzero, que no paró de recolectar leña, dejó
un saco cargado de leña en cada casa. Al día siguiente, todos los habitantes estaban emocionados.
Jamás volvieron a olvidarse de recolectar suficiente leña.
Desde entonces, el Olentzero decidió repartir juguetes para niños en lugar de carbón. Así, cada 25
de diciembre, el Olentzero sale de los bosques y reparte la magia por los pueblos de Euskal Herria.
5. La mariposa azul
Una antigua leyenda oriental cuenta que, hace mucho tiempo en Japón, vivía un hombre viudo con
sus dos hijas. Las muchachas eran muy curiosas e inteligentes y siempre estaban dispuestas a
aprender. Continuamente le hacían preguntas a su padre y este trataba siempre de darles
respuesta.
A medida que pasaba el tiempo, las niñas tenían cada vez más dudas y hacían preguntas más
complejas. Incapaz de responder, el padre decidió mandar a sus hijas una temporada con un sabio,
un antiguo maestro que vivía en la colina.
Enseguida, las niñas quisieron hacerle todo tipo de preguntas. El sabio siempre respondía todas las
cuestiones.
Pronto, las niñas decidieron buscar una pregunta para la que el maestro no tuviera respuesta. Así,
la mayor decidió salir al campo y atrapó una mariposa, después, le explicó a su hermana el plan:
“Mañana, mientras sostengo la mariposa azul en mis manos, le preguntarás al sabio si está viva o
muerta. Si dice que está viva, la aplastaré y la mataré. En cambio, si responde que está muerta, la
liberaré. De esta forma, sea cual sea su respuesta, siempre será incorrecta”.
Al día siguiente, cuando le preguntaron al sabio si la mariposa estaba viva o muerta, deseando que
cayera en su trampa, este les respondió calmado: “Depende de ti, ella está en tus manos”.
Cuenta una antigua leyenda guaraní que, desde hace mucho tiempo, la Luna Yasí pasea desde
siempre por los cielos nocturnos, observando curiosa los árboles, ríos y lagos. Yasí solo conocía la
tierra desde el cielo aunque deseaba bajar y poder ver las maravillas de las que le hablaba Araí, su
amiga la nube.
Un día Yasí y Araí se animaron a descender a la tierra transformadas en niñas de largos cabellos,
dispuestas a descubrir las maravillas de la selva.
De pronto, entre los árboles, apareció un yaguareté que se acercaba para atacarlas. Pronto, un
viejo cazador apuntó con una flecha al animal y este escapó veloz del lugar. Yasí y Araí, que
estaban muy asustadas, volvieron rápido al cielo y no pudieron agradecer al señor.
Yasí decidió que esa misma noche le daría las gracias al anciano y, mientras este descansaba, le
habló desde el cielo y le dijo: “Soy Yasí, la niña que hoy salvaste quiero agradecer tu valentía, por
eso, voy a darte un regalo que encontrarás frente a tu casa: una nueva planta cuyas hojas tostadas
y molidas darán como resultado una bebida que acercará los corazones y ahuyenta la soledad”.
Al día siguiente, el anciano descubrió la planta y elaboró la bebida tal y como le había indicado la
luna. Así fue como nació el mate.
7. El Caleuche
Cuenta la leyenda que un buque conocido por el nombre de Caleuche navega por las aguas de
Chiloé, en el país de Chile.
Al mando del barco se encuentran brujos poderosos y por las noches ilumina las aguas.
El Caleuche solo aparece por las noches y en su interior se escucha música que atrae a náufragos o
tripulantes de otras embarcaciones.
En cambio, si una persona que no es bruja lo mira se convierte en un madero flotante o se hace
invisible. Sus tripulantes se convierten entonces en lobos marinos o aves acuáticas.
Los tripulantes del barco tienen ciertas particularidades, como una pierna para andar y son
desmemoriados. Por eso, el secreto de esta embarcación siempre se mantiene a bordo.
Dice la leyenda que no hay que mirar al Caleuche porque, a los que lo hacen, reciben un castigo de
los tripulantes, quienes les tuercen la boca o les giran la cabeza hacia la espalda. Quien mira el
barco debe tratar que los tripulantes no se den cuenta.
Cuando el Caleuche navega cerca de la costa y se apodera de una persona, la lleva a las
profundidades del mar y le descubre inmensos tesoros, con la condición de no contar lo que ha
visto, si lo hace, su vida corre peligro.
Una de las buenas acciones del Caleuche es la de recoger a los náufragos que se encuentran en las
profundidades del mar y los acoge para siempre.
Dice una antigua leyenda que, antes de que existiese el sol y la luna, en la tierra reinaba la
oscuridad. Para crear a estos dos astros que hoy iluminan el planeta, los dioses se reunieron en
Teotihuacán, ciudad situada en el cielo. Como un reflejo, se encontraba en la tierra la ciudad
mexicana del mismo nombre.
En la ciudad, encendieron una hoguera sagrada y, sobre ella, debía saltar aquel poderoso que
quisiera convertirse en sol. Al evento, se presentaron dos candidatos. El primero, Tecciztécatl,
destacaba por ser grande, fuerte y, además, poseía grandes riquezas. El segundo, Nanahuatzin, era
pobre y de aspecto desmejorado.
Víspera de la noche de San Juan llegó a Granada y, en uno de sus paseos, se encontró con un
soldado equipado con una antigua armadura y una lanza. El joven estudiante le preguntó al
soldado quién era. Este respondió que una maldición le obligaba a custodiar un tesoro desde hacía
500 años. El soldado solo salía de su escondite durante la noche de San Juan.
El joven se ofreció a ayudarle y el soldado le ofreció la mitad del tesoro a cambio de que rompiera
el hechizo. Para ello necesitaban a una joven cristiana y a un sacerdote en ayunas.
A la joven no fue difícil encontrarla, pero el único sacerdote al que localizaron tenía debilidad por
la comida. Entonces, el estudiante prometió al párroco parte de las ganancias si accedía a ayunar.
Cuenta la leyenda que, al principio de los tiempos, vivía Caribay, hija del sol y la luna, quien tenía el
don de comunicarse con los animales. La muchacha iba siempre por el bosque oliendo las flores e
imitando el canto de las aves.
Un día, mientras estaba a la orilla de un río, vio sobrevolar cinco grandes águilas blancas, hasta
entonces, no había visto nada tan hermoso. Entonces, quiso alcanzarlas y las persiguió
ascendiendo montañas y atravesando valles. Pronto, al anochecer, perdió la pista de las aves.
Al no poder alcanzarlas, Caribay se lamentó para invocar a su madre, la luna. Su triste canto llamó
la atención de todos los que habitaban en el bosque.
Pronto, al escuchar el canto de la joven, las cinco águilas descendieron. Cada una de ellas, en una
de las cimas de las cinco montañas. Cuando Caribay se acercó a la cima de una de las montañas,
vio que las águilas estaban petrificadas. La muchacha se sintió culpable, pero pronto se dio cuenta
de que las águilas despertaron y comenzaron a aletear, dejando un hermoso manto de nieve.
Desde entonces, las cumbres de estas cinco montañas permanecen siempre cubiertas de nieve.
Un joven pescador llamado Urashima Taro fue testigo de como unos niños golpeaban a una
tortuga en la orilla de la playa. Entonces, liberó al animal para que regresara al mar.
Al día siguiente, mientras pescaba, una tortuga lo llamó por su nombre. Esta le contó que vivía en
el Palacio del Dragón, ya que era hija del emperador del mar. Después lo invitó a su residencia
para agradecerle que la salvara.
Una vez allí, la tortuga se convirtió en una bella princesa. Urashima Taro estuvo durante tres días
en palacio. Después, el joven se marchó para cuidar de su madre enferma. Antes de partir, la
princesa le dio una caja y le dijo que jamás debía abrirla, solo de esta forma podría ser feliz para
siempre.
Una vez en la superficie, Urashima fue a su casa. Allí ya no estaba su madre. En su lugar, vivía un
joven que le habló de un pescador que regresó del océano hace más de 300 años. Urashima abrió
la caja y se convirtió en un anciano. Después, escuchó una voz que salía de la caja que le decía: “Te
dije que no debías abrir la caja. En ella residía tu edad”.
12. La Llorona
Cuenta la leyenda que, hace muchos años, los vecinos de Xochimilco en México escuchaban por
las noches los temibles gritos de una mujer que lamentaba: “¡Ay Mis hijos!"
Los habitantes del pueblo se aguardaban en sus casas y no se atrevían a salir, asustados por los
lamentos de aquella misteriosa mujer.
Se dice que tiempo atrás una mujer se casó con un hombre con el que tuvo tres hijos. Un tiempo
después, este hombre los abandonó.
Al suceder esto, la mujer, llena de ira, se llevó a sus hijos y los introdujo en el río. Cuando se dio
cuenta de su acto, ya era demasiado tarde para salvarlos. Desde entonces, su alma en pena vaga
por las calles del pueblo, vestida de blanco, llorando y lamentando el acto que había cometido.
Dice la leyenda que, hace muchos años, el baobab era el árbol más alto y bonito de todos los de la
tierra.
Todos estaban cautivados por su belleza, desde los más pequeños animales hasta los dioses. Su
tronco era muy fuerte, tenía ramas muy largas y un color que hipnotizaba. Un día los dioses
decidieron hacerle un regalo: convertirlo en uno de los seres vivos más longevos.
Con esta nueva condición, el baobab no paró de crecer durante años y quiso tocar el cielo y ser
como los dioses. Esto impedía que el resto de árboles recibieran la suficiente cantidad de luz del
sol. Con gran orgullo, el baobab anunció que pronto alcanzaría a los dioses y se pondría a su altura.
Cuando sus ramas estuvieron a punto de alcanzar a los dioses que habitaban en el cielo, éstos se
enojaron tanto que le arrebataron su bendición para darle una lección de humildad. También, le
condenaron a crecer al revés y así vivir con las flores en la tierra y sus raíces en el aire, dándole el
aspecto que hoy presenta.
Se desconoce si el baobab aprendió o no la lección, pero lo que si se sabe es que desde entonces
presentan el aspecto extraño que tienen hoy en día.
Dice la leyenda que, hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo de México, vivía una niña muy
humilde a la que le encantaba la Navidad.
El día de Nochebuena la joven acudió a misa junto a sus padres. En el camino, vio que todos
llevaban ofrendas y juguetes al niño, pero ellos eran tan pobres que no podían regalarle nada a
Jesús. La niña se sintió muy triste y apenada por ir con las manos vacías, así que corrió a los
arbustos y se puso a llorar.
—No llores. Toma esas plantas verdes de ahí y llévalas al altar de Jesús.
La muchacha hizo caso y agarró una parte de aquellos arbustos. Después, entró a la iglesia y
caminó hacia el altar. El rostro de los presentes cambió de repente cuando el color de las hojas
cambió de forma repentina. Ahora, el manojo había tomado un color rojo intenso.
La niña se alegró al ver el regalo tan hermoso que le hacía al niño Jesús.
Desde aquel día, creció la flor de nochebuena en todos los lugares de México.
Hace mucho tiempo, en Mayab, existió un hombre que curaba toda enfermedad. Cuando alguien
le pedía ayuda para sanar, él tomaba una piedra verde entre sus manos y murmuraba unas
palabras. Después, esa persona se curaba rápidamente.
Un día, el curandero salió a pasear y empezó a llover tanto que echó a correr para llegar a casa. En
el camino, la piedra se resbaló de su bolsillo y se cayó.
Al llegar a casa, un niño esperaba para ser curado. El curandero buscó la piedra, pero no la
encontró. Entonces pidió ayuda a Cocay (luciérnaga), un insecto muy pequeño que conocía el
bosque a la perfección.
Cocay se recorrió cada rincón, rastreo, hojas, árboles. Pero la noche llegó y la oscuridad le impedía
ver. El insecto estaba muy apenado y se puso a llorar. De repente, su pequeño cuerpo empezó a
emitir una luz. Cocay siguió buscando hasta que dio con la piedra.
—Has encontrado la piedra gracias a tu esfuerzo y perseverancia. Por eso, tienes luz propia Cocay.
.
15 POEMAS
El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con
perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras,
anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada
uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden
que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja
indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora,
debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue
automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y
representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para
fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los
innumerables artefactos que invaden ahora los hogares.
De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni
siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una
fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro
horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de
tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica.
El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no
cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que
contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu,
puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas
recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se
recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras
más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el
contador eléctrico.
Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo
lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo,
de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía.
Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente
que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe
decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P.
atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre
todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos
explicativos que se obsequian en cada aparato.
El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y
precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus
coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P.
Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.
Al fin, alguna gente de la villa vecina, viendo que el caballero daba a la larga o
descuidaba el asunto, comenzó a preguntarse si el buen hombre les permitiría
excavar, porque sin duda había allí dinero escondido. Pues, si él consentía en que
ellos lo cogieran si lo encontraban, excavarían y lo encontrarían aunque tuvieran
que excavar toda la casa y tirarla abajo.
El caballero replicó que no era justo que excavaran y tiraran la casa abajo, y que por
eso obtuvieran todo lo que encontraran. ¡Eso era muy duro de tragar! Pero que él
autorizaba esto: que ellos acarrearían todos los escombros y los materiales que
excavaran y aparecían los ladrillos y las maderas en el terreno vecino a la casa, y
que a él le correspondería la mitad de lo que encontraran.
En una palabra, este mordisco en su ambición hizo trabajar a los campesinos como
burros y meterse más en el engaño. Pero lo que más los alentó fue que en realidad
encontraron varias cosas de valor al excavar en la casa, las que tal vez habían
estado escondidas desde el tiempo en que se había construido el edificio, por ser
una casa religiosa. Algún otro dinero fue encontrado también, de modo que la
continua expectación y esperanza de encontrar más de tal manera animó a los
campesinos, que muy pronto tiraron la casa abajo. Sí, puede decirse que la
demolieron hasta sus mismas raíces, porque excavaron los cimientos, que era lo
que deseaba el caballero, y que hubiérale llevado mucho dinero hacer.
Estaban tan persuadidos -a raíz de la aparición que caminaba por la casa- de que
había dinero escondido ahí, que nada podía detener la ansiedad de los campesinos
por trabajar. De hecho, sí encontraron algunos objetos de valor del antiguo
monasterio, algo que los espoleó aún más. Al final, la casa fue derruida por entero y
los escombros retirados, cumpliendo el caballero con su deseo y empleando para
ello apenas un poco de ingenio.
-¿Divino?… ¿Me negarás que adora sus cabellos blondos, sus ojos profundos, su
sangre real, su saber misterioso, su dominio sobre las gentes; su belleza, en fin?
-No cabe duda; pero lo ama sin esperanza, y por esto es divino su amor.
La ausencia de raíces les confiere un aire particular, impreciso; por eso resultan
incómodos en todas partes y no se los invita a las fiestas ni a las casas, porque
resultan sospechosos. Es cierto que en apariencia realizan los mismos actos que el
resto de los seres humanos: comen, duermen, caminan y hasta mueren, pero quizás
el observador atento podría descubrir que en su manera de comer, de dormir,
caminar y morir hay una leve y casi imperceptible diferencia. Comen
hamburguesas McDonald's o emparedados de pollo Pokins, ya sea en Berlín,
Barcelona o Montevideo. Y lo que es mucho peor todavía: encargan un menú
estrafalario, compuesto por gazpacho, puchero y crema inglesa. Duermen por la
noche, como todo el mundo, pero cuando despiertan en la oscuridad de una
miserable habitación de hotel tienen un momento de incertidumbre: no recuerdan
dónde están, ni qué día es, ni el nombre de la ciudad en que viven.
Aunque algunos al nacer poseían unos filamentos nudosos que sin duda con el
tiempo se convertirían en sólidas raíces, por alguna razón u otra las perdieron, les
fueron sustraídas o amputadas, y este desgraciado hecho los convierte en una
especie de apestados. Pero en lugar de suscitar la conmiseración ajena, suelen
despertar animadversión: se sospecha que son culpables de alguna oscura falta, el
despojo (si lo hubo, porque podría tratarse de una carencia de nacimiento) los
vuelve culpables.
Una vez que se han perdido, las raíces son irrecuperables. En vano el desarraigado
permanece varias horas parado en una esquina, junto a un árbol, contemplando de
soslayo esos largos apéndices que unen la planta con la tierra: las raíces no son
contagiosas ni se adhieren a un cuerpo extraño. Otros piensan que permaneciendo
mucho tiempo en la misma ciudad o país es posible que alguna vez le sean
concedidas unas raíces postizas, unas raíces de plástico, por ejemplo, pero ninguna
ciudad es tan generosa.
Sin embargo, hay desarraigados optimistas. Son los que procuran ver el lado bueno
de las cosas y afirman que carecer de raíces proporciona gran libertad de
movimientos, evita las dependencias incómodas y favorece los desplazamientos. En
medio de su discurso, sopla un viento fuerte y desaparecen, tragados por el aire.
Para encontrar esa respuesta habrá que retroceder hasta una tribu de Neanderthal,
una noche en especial. Los hombres y mujeres están alrededor del fuego, buscan
calor y celebran el fin de otra jornada. A la mañana de ese mismo día, los hombres
habían partido de caza en busca de alimentos. Las mujeres, en tanto, cuidaban a
sus críos. Ahora que el sol ya se fue, es tiempo de descanso y de contar las
experiencias del día. Cada hombre dice cómo atrapó a la presa que perseguía. No
sabe mentir.
Pero para uno de estos hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su
turno, no tiene proezas para contar. Entonces decide inventarlas. Miente una
cacería imposible. Lo hace con tal perfección que transforma esa mentira en una
historia bella y apasionante. Todos piden que la repita. Aquella noche, sin saberlo,
ese anónimo hombre de Neanderthal acababa de inventar la literatura.
A la vuelta contó. Dijo que había contemplado desde arriba, la vida humana.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos
iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente
de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire
de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros
arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se
acerca se enciende.
Hoy es 4 de agosto de 2026, dijo una segunda voz desde el cielo raso de la cocina,
en la ciudad de Allendale, California. Repitió la fecha tres veces para que todos la
recordaran. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de
casamiento de Tilita. Hay que pagar el seguro, y también las cuentas de agua, gas y
electricidad.
En algún lugar dentro de las paredes, los transmisores cambiaban, las cintas de
memorias se deslizaban bajo los ojos eléctricos.
Ocho y uno, tictac, ocho y uno, a la escuela, al trabajo, corran, corran, ¡ocho y uno!
Pero no se oyeron portazos, ni las suaves pisadas de las zapatillas sobre las
alfombras. Afuera llovía. La caja meteorológica en la puerta de entrada recitó
suavemente: Lluvia, lluvia, gotas, impermeables para hoy… Y la lluvia caía sobre la
casa vacía, despertando ecos.
Afuera, la puerta del garaje se levantó, sonó un timbre y reveló el auto preparado.
Después de una larga espera la puerta volvió a bajar.
A las ocho y treinta los huevos estaban secos y las tostadas duras como una piedra.
Una pala de aluminio los llevó a la pileta, donde recibieron un chorro de agua
caliente y cayeron en una garganta de metal que los digirió y los llevó hasta el
distante mar. Los platos sucios cayeron en una lavadora caliente y salieron
perfectamente secos.
Las diez. Salió el sol después de la lluvia. La casa estaba sola en una ciudad de
escombros y cenizas. Era la única casa que había quedado en pie. Durante la noche,
la ciudad en ruinas producía un resplandor radiactivo que se veía desde kilómetros
de distancia.
Las diez y quince. Los rociadores del jardín se convirtieron en fuentes doradas,
llenando el aire suave de la mañana de ondas brillantes. El agua golpeaba contra
los vidrios de las ventanas, corría por la pared del lado oeste, chamuscado, donde la
casa se había quemado en forma pareja y había desaparecido la pintura blanca.
Todo el lado occidental de la casa estaba negro, excepto en cinco lugares. Allí la
silueta pintada de un hombre cortando el césped. Allá, como en una fotografía, una
mujer inclinada, recogiendo flores. Un poco más adelante, sus imágenes quemadas
en la madera, en un instante titánico, un niñito con las manos alzadas; un poco más
arriba, la imagen de una pelota arrojada, y frente a él una niña, con las manos
levantadas como para recibir esa pelota que nunca bajó.
Quedaban las cinco zonas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El
resto era una delgada capa de carbón.
Hasta ese día, cuánta reserva había guardado la casa. Con cuánto cuidado había
preguntado: «¿Quién anda? ¿Contraseña?», y, al no recibir respuesta de los zorros
solitarios y los gatos que gemían, había cerrado sus ventanas y bajado las persianas
con una preocupación de solterona por la autoprotección, casi lindante con la
paranoia mecánica.
La casa era un altar con diez mil asistentes, grandes y pequeños, que reparaban y
atendían, en grupos. Pero los dioses se habían marchado, y el ritual de la religión
continuaba, sin sentido, inútil.
La puerta del frente reconoció la voz del perro y abrió. El perro, antes enorme y
fornido, en ese momento flaco hasta los huesos y cubierto de llagas, entró en la casa
y la recorrió, dejando huellas de barro. Detrás de él se escurrían furiosos ratones,
enojados por tener que recoger barro, alterados por el inconveniente.
Porque ni un fragmento de hoja seca pasaba bajo la puerta sin que se abrieran de
inmediato los paneles de las paredes y los ratones de limpieza, de cobre, saltaran
rápidamente para hacer su tarea. El polvo, los pelos, los papeles, eran capturados
de inmediato por sus diminutas mandíbulas de acero, y llevados a sus madrigueras.
De allí, pasaban por tubos hasta el sótano, donde caían en un incinerador.
El perro echó espuma por la boca, tendido en el suelo, husmeando, con los ojos
enrojecidos. Echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, lanzado a un
frenesí, y cayó muerto. Estuvo una hora en el living.
De las paredes del patio brotaron mesas de bridge. Cayeron naipes sobre la felpa,
en una lluvia de piques, diamantes, tréboles y corazones. Apareció una exposición
de Martinis en una mesa de roble, y saladitos. Se oía música.
A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a entrar en
los paneles de la pared.
Cuatro y treinta.
La seis, la siete, las ocho. La vajilla de la cena se colocó en su lugar como por arte de
magia, y en el estudio hubo un click. En la mesa de metal frente a la chimenea,
donde en ese momento chisporroteaban las llamas, saltó un cigarro, con un
centímetro de ceniza gris en la punta, esperando.
Las nueve. Las camas calentaron sus circuitos ocultos, porque las noches eran frías
en esa zona.
Las nueve y cinco. Habló una voz desde el cielo raso del estudio: Señora Mc Clellan,
¿qué poema desea esta noche?
¡Fuego! gritó una voz. Se encendieron las luces de la casa, las bombas de agua de
los cielos rasos comenzaron a funcionar. Pero el solvente se extendió sobre el
linóleo, lamiendo, devorando, bajo la puerta de la cocina, mientras las voces
continuaban gritando al unísono: ¡Fuego, fuego, fuego!
Pero demasiado tarde. En alguna parte, con un suspiro, una bomba se detuvo. La
lluvia bienhechora cesó. La reserva de agua que había llenado los baños y había
lavado los platos durante muchos días silenciosos se había terminado.
¡El fuego ya llegaba a las camas, a las ventanas, cambiaba los colores de los
cortinados!
Desde las puertas trampa del altillo, los rostros ciegos de los robots miraban con
sus bocas abiertas de donde salía una sustancia química verde.
Pero el fuego era inteligente. Había lanzado llamas fuera de la casa, que subieron al
altillo donde estaban las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del altillo que dirigía
las bombas quedó destrozado.
El calor quebraba los espejos como si fueran el primer hielo delgado del invierno. Y
las voces gemían, fuego, fuego, corran, corran, como una trágica canción infantil.
Y las voces morían mientras los cables saltaban de sus envolturas como castañas
calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron y ya no se oyó ninguna.
En el cuarto de los niños ardió la jungla. Rugieron los leones azules, saltaron las
jirafas púrpuras. Las panteras corrían en círculos, cambiando de color, y diez
millones de animales, corriendo frente al fuego, se desvanecieron en un lejano río
humeante…
Murieron diez voces más. En el último instante, bajo la avalancha de fuego, se oían
otros coros, indiferentes, que anunciaban la hora, tocaban música, cortaban el
pasto con una máquina a control remoto, o abrían y cerraban frenéticamente una
sombrilla, cerraban y abrían la puerta del frente, sucedían mil cosas, como en una
relojería donde cada reloj da locamente la hora antes o después que otro. Era una
escena de confusión maníaca, pero sin embargo una unidad; cantos, gritos, los
últimos ratones de la limpieza que se abalanzaban valientemente a llevarse las feas
cenizas… y una voz, con sublime indiferencia ante la situación, leía poemas en voz
alta en el estudio en llamas, hasta que se quemaron todos los rollos de películas,
hasta que todos los cables se achicharraron y saltaron los circuitos.
El fuego hizo estallar la casa que se derrumbó de golpe, en medio de las olas de
chispas y humo.
La explosión. El altillo que caía sobre la cocina y la sala. La sala sobre el subsuelo,
el subsuelo sobre el segundo subsuelo. El freezer, un sillón, rollos de películas,
circuitos, camas, todo convertido en esqueletos en un montón de escombros, muy
abajo.