Libro BCP 2023

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Acceda a la versión digital de Arte y Tesoros del Perú 50 años. Nuevas miradas, del Fondo Editorial del BCP,
a través del siguiente QR o de la web www.fondoeditorialBCP.com

© Copyright
Banco de Crédito del Perú
Lima, Perú

Hecho el depósito legal


en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2023-12213
Tiraje: 4,793 ejemplares
368 páginas
BANCO DE CRÉDITO DEL PERÚ
Calle Centenario 156, Urb. Santa Patricia
La Molina, Lima 12
Ramón Mujica Pinilla

Carolyn Dean

Ramón Gutiérrez

Ricardo Kusunoki

José María Lassalle

Natalia Majluf

Felipe Pereda

GABRIELA SIRACUSANO

Lisa Trever

Luis Eduardo Wuffarden


XV Presentación
XXI Agradecimientos

Parte I
XXVI NUEVAS MIRADAS para un debate sobre las Bellas Artes en el Perú
1 El fracaso de la pintura. Ensayo sobre una idea del siglo XX
Natalia Majluf
15 El espejo de Narciso: España, América y el Museo del Prado
José MarÍa LasSalle
49 ¿Copias u originales? La geografía de la exclusión en las dinámicas
culturales entre el grabado europeo y la pintura virreinal peruana
Ramón Mujica Pinilla
93 El giro material en clave andina
Gabriela Siracusano

Parte II
118 Herencias y confluencias en el arte peruano
121 El arte antiguo como proceso creativo
Lisa Trever
143 Las configuraciones incomparables de los incas
Carolyn Dean
169 Replanteando la historia de la arquitectura americana
Ramón Gutiérrez
195 La voz del decapitado. Juan Bautista en la imaginería y el imaginario
del virreinato del Perú
Felipe Pereda
219 Virreinatos en diálogo: artífices, obras e ideas artísticas de Nueva
España y Guatemala en el Perú
luis Eduardo Wuffarden
265 El neo-barroco peruano: el recliclaje contemporáneo de un imaginario
simbólico y cultural
Ramón Mujica Pinilla
281 El arte desde fuera del arte. Una historia de lo moderno en fragmentos
(Perú, 1900-1940)
Ricardo Kusunoki
305 Notas
319 Bibliografía
333 Registro de Autores
337 Créditos
XIII
l propósito de este libro es ofrecer un conjunto de nuevas aproximaciones al cono-
cimiento de las artes en el Perú. Son diez miradas que corresponden a destacados
historiadores que se mantienen atentos a los avances en las investigaciones de sus
respectivas especialidades. Con el rigor y la perspicacia intelectual que los distingue,
emprenden ahora una exhaustiva revisión de diversos aspectos de nuestro quehacer
artístico y nos ayudan a revalorar una herencia cultural que no cesa de sorprendernos.

Uno de los temas esenciales del volumen es el debate histórico sobre si es correcto
denominar “arte” al trabajo creativo de los antiguos americanos. No han faltado
quienes se han sentido incómodos, por decir lo menos, en cuanto al uso de dicho
término. Sin embargo, los progresos en los estudios en torno a esta controversia
han permitido ampliar la mirada y hoy se puede afirmar, sin ningún complejo, que
las obras de nuestro pasado precolombino tienen una indiscutible factura artística
y que sus cualidades no desmerecen al ser confrontadas con las que atribuimos a
las contemporáneas.

Es verdad que durante mucho tiempo persistieron ciertos prejuicios en relación con
los artistas nativos. No solo se les achacaba ingenuidad y simpleza, sino que su
producción a menudo era relegada a los museos arqueológicos y antropológicos, por
considerarse que no calificaban debidamente para ser exhibidos junto a las pinturas y
esculturas que se aprecian en los museos de bellas artes del mundo. Esa concepción
ha empezado a cambiar, como observan los autores de este libro, quienes resaltan
que aquellos creadores poseían una rica inventiva y una destreza innegable en el
ejercicio de sus oficios.

El problema para los americanos residía en que siempre se establecía una compara-
ción con los modelos europeos. Pero no hay que olvidar que éramos parte del imperio
español y que su influencia se dejaba sentir en varios niveles de la vida cotidiana,
incluido el artístico. Por ello, resultó inevitable que los artistas locales llegaran a copiar
las imágenes que provenían de Europa. Esto fue viable a través de los grabados que
se imprimían en la metrópoli y que eran enviados al territorio americano. Su icono-
grafía cumplió un rol clave en la gestación de la pintura virreinal peruana, así como

PRESENTACIÓN XV
en la escultura, la construcción de retablos para las iglesias y el diseño de fachadas
y ornamentos arquitectónicos.

Con todo, tal como explica el coordinador de nuestra edición, Ramón Mujica Pinilla,
aquellas representaciones que mostraban las estampas impresas que venían del
otro lado del Atlántico experimentaron una transformación al ser adaptadas según
los requerimientos culturales de una nueva sociedad conformada por una población
multiétnica. Los artistas de estas tierras no se limitaron, pues, a copiar los grabados
europeos, sino que incorporaron elementos de sus tradiciones nativas, lo que enrique-
ció sus creaciones y les dio un carácter único y no exento de originalidad.

En ese proceso, hubo un momento de quiebre cuando España debió renunciar a sus
posesiones americanas ante el éxito de la causa independentista. Como bien señala
uno de nuestros historiadores, el sentimiento de impotencia y frustración que se
apoderó de la península derivó en una actitud de desdén hacia aquellas manifesta-
ciones artísticas que procedían del territorio americano. En consecuencia, con motivo
de la apertura al público del Museo del Prado en Madrid, las autoridades decidieron
fortalecer la identidad española mostrando en sus salas de exposición lo mejor de su
tradición plástica, pero obviaron los aportes de aquellos artistas indígenas, criollos y
mestizos que habían forjado una expresión americana.

Para quienes no somos expertos en esta temática, los ensayos que presentamos nos
brindan la oportunidad de renovar nuestro aprendizaje de la historia admirando un
valiosísimo repertorio de obras de arte peruano, acompañado por los esclarecedores
análisis y comentarios de grandes conocedores nacionales y extranjeros. A su juicio,
el enfoque histórico ha variado sustancialmente en las últimas décadas, sobre todo
luego de que algunos estudiosos advirtieran que había una excesiva dependencia de
la visión impuesta por la cultura hispánica. Por tanto, era necesario replantear las
cosas e intentar “mirar desde aquí”, sin desconocer las influencias, pero buscando
entender lo que los americanos habíamos hecho en función de nuestras propias
circunstancias.

El panorama que cubren nuestros colaboradores es bastante amplio. Además de ras-


trear el legado de los antiguos peruanos y de ahondar en la fusión cultural que revela
el arte colonial, examinan la evolución del arte en la primera mitad del siglo XX. De
acuerdo con sus indagaciones, en aquella época la pintura apenas era obra de aficio-
nados y no tenía mayor demanda ni espacio de profesionalización. Tampoco hubo una
escuela de bellas artes hasta fines de los años veinte y no se instauró ningún museo
consagrado al arte hasta varios decenios después. De ahí que uno de los investiga-
dores concluya que había la sensación de que la pintura había fracasado en nuestro
medio, idea que asoma al pasar revista a las disputas entre artistas indigenistas y
modernistas, figurativos y abstractos, nacionalistas y cosmopolitas.

Más adelante, en 1951, un joven Fernando de Szyszlo avivó la polémica al declarar


“que en el Perú no hay pintores”, refiriéndose a la escena contemporánea, y que los
verdaderos artistas eran los que habían vivido en la época precolombina e incluso en
la colonia. En su opinión, el arte popular constituía la única tradición peruana válida.
Estas palabras extremas son un claro indicio de las dificultades que debían enfrentar
quienes pretendían hacer una carrera en el mundo de las artes entre nosotros. Desde
entonces, la situación ha dado un vuelco significativo. Hoy contamos con un canon
pictórico de primer orden y los historiadores y críticos de artes plásticas ha cambiado

XVI
de óptica. Y, por cierto, los artistas peruanos de las generaciones más recientes han
podido conciliar su voluntad de innovación con una revaloración del pasado, superando
discusiones estéticas que ya no tenían cabida en la realidad actual.

“Finalmente, queremos destacar que este libro es la entrega número 50 de la co-


lección Arte y Tesoros del Perú, que nació hace medio siglo y ha logrado mantener
una continuidad poco frecuente en nuestro ámbito gracias al apoyo incondicional de
Dionisio Romero Seminario quien desde 1979 con gran apertura y visión le ha dado a
esta serie una proyección internacional. En esa perspectiva, debemos reconocer que
si esta publicación se ha consolidado como única en su género, ello ha sido posible
gracias a la participación de un elenco multidisciplinario de notables especialistas, así
como al esfuerzo y cuidado de nuestro equipo editorial. Demás está decir que cada
año nos abocamos a este proyecto con sumo entusiasmo, en consonancia con el firme
compromiso de nuestra institución en pro del desarrollo cultural del país.”

Luis Romero Belismelis


Presidente del Directorio
Banco de Crédito del Perú

PRESENTACIÓN XVII
XVIII
XIX
l Banco de Crédito del Perú agradece a las autoridades civiles y religiosas,
a las instituciones, así como a las numerosas personas vinculadas con los
proyectos culturales por su generosa colaboración; algunas de ellas podrían,
involuntariamente, no figurar en esta relación.
Colaboración Institucional
En el Perú:
Ministerio de Cultura: Dra. Leslie Carol Urteaga Peña, Ministra; Museo Nacional de
Arqueología, Antropología e Historia del Perú: Dr. Rafael Varón Gabai, Director, Dra.
Carmen Thays Delgado, Encargada de la Colección Textil, Lic. Luis Ángel López Flores,
Encargado de la Colección de Cerámica; Dirección Desconcentrada del Cusco: Arqlga.
Maritza Rosa Candia, Directora; Universidad Nacional San Antonio Abad del Cusco -
Museo Inka: Dr. Mohenir Julinho Zapata Rodríguez, Director; Museo de Arte de Lima
– MALI: Sra. Sharon Lerner, Directora, Sra. Rosalyn Chavarry Aramburú, Coordinadora
de la Biblioteca y Archivo; Fundación Pedro y Angélica de Osma Gildemeister: Sr. Diego
La Rosa Injoque, Administrador General; Museo Larco: Sr. Andrés Álvarez Calderón,
Presidente, Sra. Ulla Holmquist, Directora; Asociación Peruana de Artistas Visuales:
Sra. Ylva Villavicencio Balvín, Directora general; La Ruta del Barroco Andino: Sra. Me-
ritxell Oms Arias, Directora.

En el extranjero:
Museo Nacional del Prado: Sr. Miguel Falomir Faus, Director, Sr. Andrés Úbeda de los
Cobos, Director Adjunto; Museo de América de Madrid: Sr. Andrés Gutiérrez Usillos,
Director; Ministerio de Hacienda y Función Pública, España: Sra. Marisa Martínez
Soro, Jefa de Servicio de la Biblioteca Central; Museo Nacional de Antropología de
Madrid: Sr. Fernando Saez Lara, Director; Biblioteca del Monasterio de Montserrat,
Barcelona; Dirección de Colecciones Reales, Patrimonio Nacional: Sra. Leticia Ruiz
Gómez; Biblioteca Nacional de España: Sra. Ana Santos Aramburo, Directora; Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando, España: Sr. Tomás Marco Aragón, Director;
Dumbarton Oaks Research Library and Collection: Dr. Thomas B. F. Cummins, Director;

AGRADECIMIENTO XXI
The Hispanic Society of America. Museum and Library: Sr. Guillaume Kientz. Director;
Thoma Foundation: Sr. Carl Thoma, Presidente; The Metropolitan Museum of Art: Sr.
Max Hollein, Director; Art Institute of Chicago: Sr. James Rondeau, Director; Smithso-
nian National Museum of Natural History: Sr. Kirk Johnson, Sant Director; Los Angeles
County Museum of Art: Sr. Michael Govan, Director; Wellcome Collection: Sra. Melanie
Keen, Directora; British Museum: Sir Mark Jones, Director; Museum Fünf Kontinente:
Sra. Uta Werlich, Directora; Museo Etnológico de Berlín: Sr. Mauricio Mengel, Jefe de
Departamento; Rijksmuseum: Sr. Taco Dibbits, Director general.

Iglesias, conventos y monasterios


Arzobispado de Lima: Excmo. Mons. Carlos Castillo Mattasoglio, Arzobispo de Lima y
Primado del Perú, Mons. Juan José Salaverry, Obispo Auxiliar; Basílica Catedral Me-
tropolitana de Lima y Primada del Perú: Sr. Ever Loja Alva, Administrador del Cabildo,
Sr. Wilfredo Torres Reyna, Director del Museo; Parroquia Nuestra Señora de Fátima
del Cercado: Pbro. Roy Cutire, Vicario.

Arzobispado del Cusco: Excmo. Mons. Richard Daniel Alarcón, Arzobispo, Sra. Emma
Montalvo Raurau, Jefa de Patrimonio; Templo de San Blas; Templo de Huanoquite;
Templo de Chincheros; Templo de Ollantaytambo.

Provincia Dominicana San Juan Bautista del Perú: Fr. Rómulo Vásquez Gavidia, OP,
Prior Provincial; Convento del Santísimo Rosario de Lima: Fr. Johan Leuridan Huys,
OP, Prior; Convento de Santa Rosa de Lima: Fr. Luis E. Ramírez Camacho, OP, Prior,
Ecónomo Provincial de la Orden y Promotor Provincial de la Red de Museos y Cultura;
Convento Santo Domingo de Cusco: Fr. Edgard Quispe Ramos, OP, Prior, Fr. Richard
Manrique, OP, Sub Prior; Museo Santo Domingo: Fr. Isaac Quispe Fonseca, OP, Director,
Sra. Carolina Castro Montalván, Secretaria Provincial.

Provincia Franciscana de los XII Apóstoles Del Perú: Fr. Nicolás Ojeda Nieves, Ministro
Provincial, OFM, Fr. Juan Apumayta Bautista, OFM; Convento de San Francisco de Asis,
Lima: R.P. Emilio Carpio, OFM, Prior, Fr. Ernesto Chambi Cruz, OFM, Director del Museo
y Ecónomo Provincial; Convento de San Francisco de Asis, Cusco: Fr. Jorge Huanca
Larota, OFM, Guardián, Fr. José Hidalgo Benavides, OFM, Director del Museo.

Provincia Misionera de San Francisco Solano del Perú: Fr. Marcos Saravia Orellana,
OFM, Ministro Provincial;

Convento de Nuestra Señora de los Ángeles (de los Descalzos): Fr. Daniel Dominguez,
OFM, Director del Museo; Convento Santa Rosa de Ocopa: Fr. Jorge Ñiquen, OFM,
Guardián.

Provincia Mercedaria del Perú: Convento de la Merced de Lima: R.P. Dionisio Silva
Amézquita, O.de.M., Superior Comendador; Convento de la Merced del Cusco: R.P.
Pablo Chicata Cárdenas, O.de.M., Superior Comendador.

Provincia Jesuita del Perú: R.P. Víctor Hugo Miranda Tarazona, SJ, Superior Provincial;
Comunidad Jesuita de Fátima: R.P. Fernando Roca Alcázar, SJ, Superior; Comunidad
Jesuita Cusco – Quispicanchis: R.P. Fabián Tejeda Tapia, SJ, Superior.

Monasterio de Nazarenas Carmelitas Descalzas: R.M. Elena de la Reina del Carmelo,


CD, Priora; Monasterio del Carmen: R.M. Ketty de Jesús, CD, Priora; Monasterio del
Prado: R.M. María Eleonora Cordova Huertas; Monasterio de Santa Clara, Cusco: R.M.
Lucila Adrianzén Berrios, OFM, Abadesa.

XXII
Colaboración personal
Carlos del Águila, Juan Ossio Acuña, Roberto Samanez, Silvia Stern de Barbosa, Aldo
Barbosa Stern, Gabriel Barbosa Stern, Gustavo Buntinx, José de la Puente Brunke, Juan
Pablo de la Puente Brunke, Jaime Cuadriello, Luis Fernando Herrera Valdéz, Gerardo
Zamora, David Gavilán, Raúl Montero, Mirza Rejas, Claudia Balarín Benavides, Ángel
Valdez, Héctor Rospigliosi, Yvonne Von Mollendorff, Marcel Velaochaga, Pedro Pablo
Alayza, Enrique Ghersi, Gerard Priet, Luis Alberto León, Sandra Gamarra Heshiki, Mi-
guel Matute, Kukuli Velarde, Carlos Runcie Tanaka, Manuela Rodríguez, Diego Paitan
Leonardo.

Pág. I. Vaso inca de oro. Valle de Ica. Pág. XIV. Tumi ( detalle). Artistas Pág XXIII. Figura felina Moche, Oro. Costa
1475-1525. Art Institute Chicago. Lambayeque (Sicán). 900- 1100 CE. norte del Perú, 250-550 aC.
CCO Dominio público. Oro con incrustaciones de turquesa. Referencia: 1970.420.
Jan Mitchell and Sons Collection, Art Institute Chicago. CCO Dominio público.
Págs. II, III. Diadema de oro con remate de Gift of Jan Mitchell, 1991.
plumas. Circa 900-1400 d.C.Tomado de Arte Metropolitan Museum of Art. Págs. XXIV, XXV. Colección Arte y tesoros del
y Tesoros del antiguo Perú © Banco del Sur, Número de acceso: 1991.419.58 Perú. Edición BCP, 50 años.
1994. Colección Particular Dominio público.
Págs. XXVI, XXVII. Anunciación. (Detalle).
Págs. VIII, IX. Pechera de oro chimú. Págs. XVIII, XIX. Pectoral chimú de oro Anónimo. Siglo XVIII. Cusco.
Circa 1000-1470. Art Institute of Chicago. Museo Larco. Lima. Museo Pedro de Osma, Lima.
CCO Dominio público.
Págs. XX. Brazalete de oro repujado.
Pág. X. Adorno de corona de oro en forma Muestra un guerrero mochica. Tomado de Arte
de media luna. Museo de Sicán, Ferreñafe. y Tesoros del antiguo Perú © Banco del Sur,
1994. Colección Particular.
Págs. XII, XIII. Tocado frontal Moche temprano.
Oro laminado, repujado y recortado.
Museo de La Nación, Lima.

AGRADECIMIENTO XXIII
1973 1974 1975 1976 1977

1983 1984 1985 1988 6 1 9 87

1 9 94 1 9 95 1 9 96 19 97 1998

2004 2 0 05 2006 200


07 2008

2 0 14 2 015 2 016 2 017 2 01 8


1978 1979 1980 1981 1982

1 9 8 8/8 9 1990 1 991 1 9 92 1 9 93

19 99 2000 2001 2 0 02 2003

2009 2 0 10 2 01 1 2 01 2 2 013

2 019 2 02 0 2 02 1 2022 2 023


XXVI
PARTE I

nuevaS miradaS para un debate


sobre las Bellas Artes en el Perú

XXVII
XXVIII
Natalia Majluf

El fracaso de la pintura
Ensayo sobre una idea del siglo XX

L
a historia del arte en el Perú es una disciplina sin centro fijo. O quizás sea más preciso
decir que su objeto es una categoría cuya forma no ha estado nunca del todo determi-
nada, porque ha sido permanentemente puesta bajo cuestión, antes incluso de que
alcanzara a formarse. Lo que nos deja con una historia del arte que, casi desde su
fundación como disciplina y como práctica, se fue definiendo en relación a un cuerpo de
obra que escapaba a la idea moderna de las bellas artes, o que incluso se enfrentaba
abiertamente a ella. La consecuencia es que, como su objeto de estudio, la curaduría
y la escritura sobre arte tuvieron en el Perú una deriva particular, que no llegaría a
calzar del todo con el curso que tomaría la disciplina en otros lugares.
Quizás lo más evidente, sobre lo que sin embargo casi no se ha reparado de forma
explícita, sea la falta de convicción que existió, casi desde siempre, con respecto del
campo moderno de las bellas artes. Algo que se hace evidente incluso ya en el siglo
XIX –basta recordar el desencanto visible en las reflexiones sobre arte de Francisco
Laso– y que persiste como un motivo recurrente en los discursos de la crítica y la his-
toria del arte a lo largo del siglo XX, e incluso, de muchas formas, hasta hoy.1 Si hay un
tópico central que presta algún tipo de unidad a la discusión acerca del arte moderno
es precisamente esa, la del del fracaso de la pintura, el género que, como sinónimo de
las bellas artes, orienta el curso de un fracaso mayor. En todas las aguerridas disputas
que opusieron a indigenistas y modernistas, a figurativos y abstractos, nacionalistas y
cosmopolitas, está presente esa idea, no como eje del debate, sino como fundamento
Fig. 1. Baldomero Pestana. Vista de una de la discusión misma, como único consenso. Sigo aquí el impresionante predominio
sección de las salas permanentes del Museo
de Arte de Lima, 1959. Archivo Museo de Arte y la monótona persistencia de esa idea, que marca no solo el curso del arte del siglo
de Lima. XX, sino la propia emergencia de la historia del arte en el Perú, que también construye

1
sus narrativas en contestación a la hegemonía de una concepción de las bellas artes
que, paradójicamente, se proclama como inexistente o fallida.
Me ocupo aquí sobre todo de aquellos textos que intentan proponer una perspectiva
histórica sobre el arte peruano, si bien gran parte fue producida por críticos y no por
historiadores, en los espacios de la prensa antes que en la academia. Sin pretensión
de exhaustividad, intento seguir una secuencia vagamente cronológica, aunque no
quisiera que la reiteración en el tiempo del tópico del fracaso sostenga una falsa idea
de continuidad. Pero tampoco puedo, en el breve espacio de este ensayo, ahondar en
los contextos precisos en que aparece cada iteración de este discurso, ni me es posi-
ble considerar sus particulares inflexiones o sus determinaciones históricas. Hacerlo
excedería en mucho las posibilidades de lo que no es sino el intento de descubrir uno
de los hilos que otorga consistencia al tejido de la historia del arte peruano del siglo
XX y que la determina hasta hoy.
Es un hecho que el campo moderno de las bellas artes no alcanza a consolidarse
plenamente, al menos no como ese espacio normativo que artistas e intelectuales
imaginaron desde el siglo XIX. La historia de las instituciones de formación artística
y de las colecciones nacionales es un buen indicio de un proceso que no llega a
despegar, o que se ve siempre interrumpido. Que el Perú no haya tenido una aca-
demia de bellas artes sino hasta el cierre de la segunda década del siglo XX, o que
no haya formado ningún museo dedicado al arte sino hasta varias decenas de años
después, anuncia desde ya una dificultad y un problema. De hecho, la accidentada
historia de la pinacoteca municipal, la primera colección pública de arte formada a
partir del legado de la obra de Ignacio Merino en 1876, siguió por décadas un curso
incierto, interrumpido por la Guerra del Pacífico y los estragos que dejó. El esfuerzo
realizado por Ricardo Palma permitió reunir las colecciones dispersas con la guerra
en una Galería de Pinturas, que desde 1884 tendría sede en la Biblioteca Nacional.
Ese conjunto cerrado pasaría luego al cuidado de la Municipalidad de Lima, que
lo exhibiría en el Palacio de la Exposición a partir de 1892. Y, aunque se pretendió
adquirir para la colección municipal la serie de retratos de los virreyes, estos que-
darían en la colección de un Museo Nacional que, por esos años, iba definiendo su
identidad como museo histórico.2 La pintura colonial e incluso la pintura republicana
de tradición local no calzaban con las expectativas impuestas por el ideal académico
que iba dando forma a la colección municipal.3 Por lo mismo, los retratos terminarían
pasando al Museo de Historia Nacional, instalado en la segunda planta del Palacio
de la Exposición en 1906. Por contraste, y en estricta simetría, los cuadros de Laso
que habían sido donados en vida por el propio pintor al Museo Nacional, pasaron en
1892 a la colección municipal. Así, silenciosamente a través del propio proceso de
formación de colecciones, se iba decantando una primera idea tangible del modelo
moderno de las bellas artes, de lo que encajaba dentro de ese paradigma, y lo que
quedaba excluido de él.
Es evidente que, desde el inicio, las bellas artes son sinónimo de pintura. La fun-
dación de la Galería Municipal de Pinturas por el Consejo Provincial en 1907 y su
posterior denominación como Pinacoteca Ignacio Merino en 1925, dan cuenta de
la formación de al menos el concepto de un canon moderno, aunque esa idea no
alcanzaría nunca plena hegemonía. Tras un breve momento de auge bajo la tutela
de Daniel Hernández, las colecciones municipales terminaron a la deriva, por largo
tiempo sin lugar fijo de exposición, aunque continuarían siendo el principal referente

2
público para las primeras narrativas de la historia del arte local.4 Más allá de los Fig. 2. Galería de pinturas en el Palacio de la
Exposición, ca. 1900-1904. Gelatino-bromuro
problemas institucionales que pudieran haber afectado el proyecto, lo que recortó
de plata sobre papel, 12 x 18 cm. Colección
las posibilidades de esa colección fue también un dramático cambio en la idea Ricardo Kusunoki. Cortesía de Ande, Fuentes
misma del arte peruano que emerge en los años veinte. Si el punto de partida es para la Historia Cultural del Perú.

el cuestionamiento a la pintura académica, luego seguirá la crítica a casi todas las


demás formas que tomarían las bellas artes.
Algunos de los primeros ataques aparecen en las narrativas del movimiento indigenista
liderado por José Sabogal, quien, dándole un giro a la retórica vanguardista, trazó una
genealogía artística informada por la lógica de la autenticidad que subyace a los na-
cionalismos culturales del siglo XX. Aludiendo indirectamente a los pintores peruanos
del siglo XIX, Sabogal cuestionaría a “los imitadores del arte foráneo”, a los “cultores
de un academismo sin patria” y, por lo mismo, tendría luego una opinión clara con
respecto a la Pinacoteca Municipal, que no coincidía con su idea de un gran museo
para el Perú que pudiera corresponder “a la obra artística de 400 años”.5 Desde esa
premisa de inautenticidad –que marca toda la discusión posterior–, pero sumando
una intención política, José Carlos Mariátegui señaló la insuficiencia de una tradición
de pintura que solo con Sabogal vendría a convertirse en una posibilidad. “Antes de
él”, escribía Mariátegui, “habíamos tenido algunos pintores, pero no habíamos tenido,
propiamente, ningún «pintor peruano»”, e, inaugurando un tópico que se reitera a lo
largo del siglo XX, sentenciaría que “Sabogal reivindicará probablemente este título
para algunos de los indios que, anónima, pero a veces genialmente, decoran mates
en la sierra”.6 Así, desde el inicio mismo del debate crítico, hubo un “arte popular” que
se erigía como referente de una buscada autenticidad local.

NATALIA MAJLUF 3
Fig. 3. Abraham Guillén. Exposición de keros Los cuestionamientos a la pintura peruana vendrían también de otros frentes. Ya desde
en el Museo Nacional de la Cultura Peruana,
los años veinte, las premisas racialistas que permitieron a Felipe Cossío del Pomar
junio de 1953. Archivo Guillén,
Museo Nacional de la Cultura Peruana. elogiar la pintura cuzqueña por su matriz indígena, lo llevarían a concluir que “el arte
peruano propiamente dicho ha desaparecido con la nacionalidad incaica”, y que el arte
moderno había terminado en “mala pintura o falsas interpretaciones de la vida actual
del indio”.7 Desde el eje más conservador imaginable, Alberto Jochamowitz diría luego,
respecto del arte de su tiempo, que “no he podido constatar arte, allí donde se dice que
hay pintura, ni pintura donde se quiere probar que hay arte”. Y, en toda consecuencia,
su tomo de crítica, significativamente titulado Pintores y pinturas, no cubrió la obra de
ningún artista estrictamente contemporáneo.8 En el otro extremo, Juan Ríos, poeta
modernista y uno de los principales detractores del indigenismo, podía sentenciar a
mediados de siglo que el “Academicismo no ha ofrecido nunca otra cosa que cadáve-
res; bellos cadáveres, a veces, pero cadáveres sin remedio, momias prematuras sin
sangre y sin espíritu”.9 Y mirando hacia el presente, su perspectiva intensamente crítica
sobre la pintura del siglo XX se reflejaba en su doble condena de un indigenismo de
“imperfecto oficio” y “total sometimiento al tema”, y de un modernismo independiente
que produce “una pintura de elite con no pocos gérmenes de decadencia, sin arraigo
en la tragedia del Perú y carente de verdadera fuerza vital y penetración humana”.10
Así, incluso en medio de los debates programáticos que enfrentaban a modernistas e
indigenistas, se impone un acuerdo de base acerca de la insuficiencia de la tradición
de pintura local que, sea por elitismo, alienación o ineptitud, quedaba reducida al
atisbo de una realización futura.11 Como había concluido algunos años antes, en tono
de promesa, incluso un radical defensor de la tradición europea como Raúl María
Pereira: “el Perú dará su expresión artística algún día”.12
La idea de la insuficiencia de la tradición local de bellas artes –resumida en el arte
de la pintura– marcó los proyectos institucionales al punto que por décadas no se
consolidó un esfuerzo sostenido para la creación de un museo de bellas artes. En
1945, respondiendo a una solicitud de Luis E. Valcárcel, quien venía de asumir el
cargo de ministro de educación, Sabogal anotaba en una libreta sus ideas acerca del
“impase” que vivía el arte peruano. Allí abogaría por la creación de un “Instituto de
Arte Peruano” que pudiera ejercer control absoluto sobre la educación artística y la

4
gestión del patrimonio, un proyecto que tenía como eje la creación de un gran museo
nacional en que se exhibieran, por etapas, “todos los ciclos de la cultura peruana”,13
lo que para Sabogal era el resultado de “la lucha de dos culturas, la mediterránea y la
incaica, cuya fusión interesantísima se expresa en el rico arte popular de esta tierra”.14
Ese proyecto no se concretaría, pero esa línea quedaría claramente trazada en lo que
debe considerarse la primera colección de arte formada con intención programática
por el Estado peruano en el siglo XX: la del Instituto de Arte Peruano, que se trans-
formaría en el Museo Nacional de la Cultura Peruana en 1946.15 Siguiendo el ideario
de Sabogal, esa colección estaría dedicada a un concepto del “arte popular peruano”
que excluía de partida todo aquello que pudiera asociarse con la tradición moderna
de las bellas artes, lo que abarcaba a la pintura y, paradójicamente, a la obra de los
propios pintores indigenistas.
La consistente negación de la tradición local de bellas artes alcanza un hito en la
famosa declaración de Fernando de Szyszlo de 1951, cuando sentencia, con eviden-
te intención polémica, “que en el Perú no hay pintores”. Se refería claramente a la
producción contemporánea, pues no dejaba de señalar que “los verdaderos artistas
plásticos han existido en la época Pre-Colombina y aún en la Colonia”. La omisión de los
pintores del siglo XIX se daba por descontada, y el arte del presente quedaba limitado
a “nada más que intentos”. Desde el campo opuesto al indigenismo, Szyszlo terminaba
coincidiendo con la idea de que “los mejores plásticos son los artistas populares, los
que hacen los toritos de Pukara”.16 En una entrevista posterior, el artista insistiría en
que “la pintura europea es casi la «Pintura»”, que todas las demás tradiciones habían
sido ya “completamente asimiladas al arte occidental, o si no, han salido de ella”.17
Quedaba así delineado el consenso que subyace a toda la discusión posterior: que la
única tradición válida y realmente existente de arte peruano era popular –y por eso
se entendía un universo preciso de objetos que había quedado definido por Sabogal–,
pero que el campo de la pintura era una categoría aparte e implícitamente superior,
aunque todavía inexistente.18 Fig. 4. José Sabogal, carátula de El toro en las
artes populares del Perú, 1949. Archivo de
Nuevos argumentos para afirmar el fracaso de la pintura emergen en la brevísima Arte Peruano, Museo de Arte de Lima.
indagación “sociológica” del arte peruano que Sebastián Salazar Bondy ensaya en
1955 bajo la premisa de un género artístico que busca infructuosamente su destino.
“Cómo la pintura ha buscado al Perú”, probablemente el juicio más despiadado que
dejó el siglo XX, es la historia de un género marcado por la represión colonial de toda
realidad: los pintores del virreinato primero, sometidos al dictamen de fórmulas aje-
nas, no pueden dejar un legado, pues reprimen “todo aquello que era nacional” (no
importa aquí el anacronismo); los pintores republicanos, huérfanos de tradición, se
proponen inútilmente “superar el complejo”, pero no se salva siquiera Pancho Fierro,
la única figura sobre la cual hubo algún consenso en casi todos los frentes de la crítica.
Los pintores “románticos”, claro, quedan detenidos en el pasatismo, la evasión y la
parodia, pero la generación “post-romántica” tiene peor suerte, al punto que podría
ser “borrada de la historia del arte peruano y el cuadro que esta ofrece quedaría idén-
tico”. Los primeros atisbos de cambio llegan solo en la segunda década del siglo XX,
con algunos “precursores” que “abren la compuerta de la censura” y avanzan hacia
la descripción. No hay realización plena, sino tan solo el anuncio de una posibilidad,
que emerge con los artistas contemporáneos, “que han emprendido la tarea sustantiva
de apostar por el sí, cuando ese sí es una luz auroral que se enciende en el fondo de
densas y seculares tinieblas”.19

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Fig. 5. Baldomero Pestana. Vista de las salas La falta de convicción frente a las bellas artes llega a afectar directamente las bases
permanentes del Museo de Arte de Lima,
institucionales y materiales que debían sostener su desarrollo. El problema concier-
1959. Archivo Museo de Arte de Lima.
ne específicamente a la pintura, pero se extiende también a un campo artístico e
intelectual que lamenta no ejercer la hegemonía que supuestamente tendría que
corresponderle. En su balance de la polémica suscitada por Fernando de Szyszlo en
1951, el poeta Juan Ríos lamentaba que, “salvo raras excepciones, ha existido siem-
pre, en el Perú oficial, un desprecio expreso por la Cultura”.20 La idea del abandono
de la cultura –en singular y con mayúsculas– como una esfera superior, pero a la vez
marginada por el “Perú oficial”, fue, de hecho, el motor argumental del proyecto para
la creación de un museo de arte –explícitamente formulado como un museo de bellas
artes– desarrollado a partir de 1954 por un patronato integrado por un grupo de figu-
ras de la alta sociedad limeña, de empresarios y de intelectuales.21 Los convocaba la
idea de crear “uno o más museos funcionales para albergar las colecciones propias
del Patronato”, aunque su misión era incluso más amplia. Proyectaban la creación
de museos regionales, la organización de bienales de artesanía, la difusión cultural
y se imponían la misión de “inventariar y catalogar científicamente el acervo artístico
que existe en el país, no alcanzado aún por la acción oficial”.22 En esa última frase
se resume un aspecto clave del Patronato de las Artes, su independencia frente al
Estado, precisamente en un momento en que el modelo norteamericano de gestión
no gubernamental prevalecía en todo el continente.23 Al mismo tiempo, no es difícil
imaginar a qué se refiere el estatuto al plantear como objetivo la promoción de todo
aquello de lo que el Estado no se ha ocupado, lo que solo puede entenderse como la

6
tradición moderna de las bellas artes.24 No es por casualidad que entre las primeras Fig. 6. Baldomero Pestana. Vista de las salas
permanentes del Museo de Arte de Lima,
acciones del nuevo museo estuvieran el gran esfuerzo realizado para la adquisición
1959. Archivo Museo de Arte de Lima.
y “repatriación” del legado del pintor académico Carlos Baca-Flor, la organización de
la exposición póstuma de José Sabogal y, poco después, la presentación del Primer
Salón de Arte Abstracto, una secuencia que sólo se hila a partir del privilegio que otor-
ga a la pintura, ese género hasta entonces asediado por la crítica y marginado por la
emergente museología peruana.
Así, la tardía fundación del Museo de Arte de Lima terminaría consolidando un viejo
discurso dividido sobre el arte peruano, que oponía el arte popular al de elite, lo nacio-
nal a lo foráneo, doble dicotomía que, a la vez, parcelaba a grandes rasgos la historia
del arte entre la acción estatal y la privada. El Estado no asumiría responsabilidad por
las bellas artes, un campo que deja casi por entero a la acción ciudadana, mientras
que las instituciones privadas no dejarían de atender al arte popular, aunque lo harían
otorgándole siempre un lugar aparte.25 En ese espacio tensamente partido se van con-
solidando a mediados de la década de 1950, acaso por primera vez, los contornos de
un verdadero sistema de arte: la fundación del museo coincide con el surgimiento de
las primeras galerías comerciales, la creación del Instituto de Arte Contemporáneo, la
expansión de la crítica y la profesionalización de los estudios de historia del arte, que
emerge por primera vez como disciplina autónoma.
Es necesario ver la estrecha relación que se establece por estos años entre la
crítica, la esfera institucional y la emergente disciplina. No es casual que Francis-
co Stastny, uno de los primeros historiadores profesionales de arte, se hubiera

NATALIA MAJLUF 7
formado en Europa entre 1957 y 1963, justamente como parte de
los esfuerzos de la Unesco para consolidar el proyecto del nuevo
Museo de Arte.26 Junto con Alfonso Castrillón, quien concluía por
entonces su doctorado en la Universidad Complutense de Madrid,
integraría la primera generación de historiadores profesionales de
arte en el Perú. Ellos se incorporarían a la docencia en la Universi-
dad de San Marcos, donde por entonces se consolidaba la carrera
de historia del arte.27 Al poco tiempo de su regreso, Stastny asumía
la gestión del taller de restauración establecido por la Unesco en
el Museo de Arte y, al año siguiente, la dirección de la institución,
que lideraría hasta 1969. El sólido programa de actividades y
exposiciones que diseñó, con un énfasis claro en la pintura y en
los artistas republicanos y contemporáneos, marcó un giro radical
para la escena cultural de Lima. Se organizaron entonces algunas
de las primeras retrospectivas sistemáticas en la historia curatorial
peruana, recuperando a figuras como Francisco Laso, Macedonio
de la Torre y Ricardo Grau, mientras se promovía también el arte de
las vanguardias locales, como el grupo Arte Nuevo.28 Ese programa
significaba la realización de la misión del museo, pero también la
formación de un primer espacio consolidado y de alta visibilidad
pública para las bellas artes en el Perú (aunque ese momento de
auge sería breve y pronto sufriría un nuevo revés).
Fig. 7. Croquis de las salas de la planta alta Como buscando afirmar las bellas artes, Stastny publica en 1967 su Breve historia
del Museo de Arte de Lima en 1961. Recorte
del arte en el Perú, un intento comprehensivo por narrar la historia del arte como
de La Prensa, 11 de marzo de 1961. Archivo
Museo de Arte de Lima. historia de la pintura, y como proceso orgánico, que se inicia en el periodo precolom-
bino y cierra en el presente. Ese pequeño libro de divulgación participa del impulso
pedagógico que acompañó la gestación del Museo de Arte como un faro que per-
mitiría ampliar el alcance de las bellas artes a públicos más amplios –la búsqueda
de un público es, de hecho, un motivo recurrente en el discurso de los directivos
del Patronato–, y no es casual que Stastny editara su texto en el momento en que
actuaba como director del museo. El propio arco temporal parece derivar de la misión
amplia fijada para crear una institución representativa que pudiera dar forma a la
continuidad histórica de un arte nacional. El de Stastny es acaso el primer esfuerzo
de síntesis que parte por incluir el arte precolombino –lo que es, desde ya, signi-
ficativo–, al proponer una definición más abarcadora de la pintura, que no se ciñe
estrictamente a la idea moderna de las bellas artes. Stastny lo explica con claridad
cuando insiste en que es necesario superar “la noción equivocada y estrecha”, pero
“generalizada en nuestros días de que la pintura consiste primariamente en obras
de caballete de función decorativa y accesoria”.29 Más allá de lo que esta aclaración
implica como toma de distancia de una idea esencialista de la pintura, la propuesta
no deja de imponer unidad a un conjunto de prácticas y tradiciones disímiles. En la
bajada del título de esa Breve historia, se hacía explícito el enfoque en la pintura y,
en el prólogo, la omisión de la escultura y la arquitectura se explicaba por falta de
espacio, lo cual obligaba a romper con “la trilogía clásica que conforma habitualmente
la historia de las artes plásticas”.30

Poco después, Juan Manuel Ugarte Eléspuru contribuía a completar la trilogía con Pin-
tura y escultura en el Perú contemporáneo, el primer intento sistemático y abarcador

8
de narrar la historia del arte contemporáneo, estrictamente desde la
perspectiva de las bellas artes. El sistema de valor determinado por
los etnonacionalismos del siglo XX no había cambiado, por lo cual
Ugarte Eléspuru también lamentaba la medianía de una producción
que era “prueba patente del precio que hemos tenido que pagar por
la pérdida de aquella unidad espiritual que se formó en el Virreynato
(sic) y se adulteró con la Emancipación”.31 El autor evocaba así el
famoso título de Jorge Basadre de 1931, para fijar el arte peruano
como problema y como posibilidad. El arte era pintura, y la pintura
seguía siendo un ideal no realizado.32
Escrito casi en su totalidad antes de 1968, el libro de Ugarte Ele-
spuru saldría de la imprenta dos años después, ya en pleno auge
del Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada. Su epílogo, escrito
al fragor de los cambios que el nuevo régimen imponía, anunciaba
el fin del “arte de salón burgués de especulaciones esteticistas” y
el surgimiento de “formas de arte colectivas”. Lo que Ugarte Elés-
puru imaginaba no era el arte pop que por entonces se imponía,
sino dos vertientes que, en efecto, empezaban a cobrar cada vez
más importancia en las esferas oficiales: un arte que buscaba ser
público –murales y afiches con “mensaje social”– y la promoción
de “las viejas artesanías, renovadas con nuevas maneras de sentir
e interpretar su mensaje”.33 Ugarte Elespuru había leído bien la
orientación que tomaría el Gobierno militar con respecto a las bellas artes. Fig. 8. Portada de Juan Manuel Ugarte
Elespuru. Pintura y escultura en el Perú
Sería precisamente uno de los creadores de esos afiches “con mensaje social” produ- contemporáneo. Lima: Editorial Universitaria,
cidos para la Dirección de Difusión de la Reforma Agraria, el pintor Jesús Ruiz Durand, 1970.

quien daría un nuevo giro a la crítica a las bellas artes al declarar con displicencia
en una entrevista lo absurdo que era “darle importancia a una cosa caduca”, a esas
“formas tradicionales de la producción creativa occidental”, que no eran sino canales
que “han ido convirtiéndose en acequias de lo más estrechas e incómodas”. El artista
admite la satisfacción que deriva de pintar, solo para terminar comparando el acto
con los placeres del onanismo, como algo personal, hedonista e improductivo.34 Sus
críticas se definen en medio de un cuestionamiento general al sistema del arte y, en
particular, a los nuevos espacios comerciales de circulación.
En efecto, una de las consecuencias, acaso imprevistas, del programa de gobierno
fue el aislamiento de lo que habían sido los principales espacios públicos para las
bellas artes en la capital. Guiado por la convicción del papel central que debía tener
el estado, el Gobierno de Velasco marginó los proyectos que habían surgido desde
la esfera privada. Esos años fueron particularmente duros para el Museo de Arte de
Lima y para el Instituto de Arte Contemporáneo, de los pocos espacios públicos –si
bien no gubernamentales– que por entonces se enfocaban en las bellas artes. En la
política cultural redactada por el Instituto Nacional de Cultura en 1975 no hay refe-
rencia alguna a esas colecciones o espacios de exhibición, como tampoco ninguna
propuesta precisa sobre las bellas artes.35 Pero mientras Ugarte Eléspuru anunciaba
la obsolescencia de la pintura de caballete, y el Estado daba la espalda a las bellas
artes, la pintura, desplazada a circuitos privados, cada vez más cerrados y reducidos,
se pondría al centro de un mercado en alza y de esfuerzos por afirmar su primacía,
aunque sin llegar a superar la idea de una tradición frustrada.

NATALIA MAJLUF 9
En ese contexto, entre 1975 y 1976 se publicaban, dentro de la colección
Arte y Tesoros del Banco de Crédito del Perú, los dos tomos de Pintura
contemporánea, un panorama ilustrado que partía del siglo XIX y concluía
con el XX y que, por el formato y la calidad de las reproducciones a color,
parecía afirmar sin reparos el lugar de la pintura. De hecho, esa selección de
imágenes, ampliamente reproducida a través de la prensa y de los medios
televisivos, es acaso el primer repertorio de pintura peruana en alcanzar
visibilidad masiva. Los textos del pintor Teodoro Núñez Ureta, sin embargo,
reiteraban los viejos cuestionamientos, si bien bajo nuevas premisas. Su
narrativa del arte del XIX alterna entre los tópicos del abandono y del viaje
a Europa, las oportunidades perdidas y la dependencia, el academicismo
“oficial”, la evasión de la realidad y el desarraigo.36 Siguiendo la pauta ya
plenamente establecida, su narrativa se aligera solo cuando se refiere a las
artes populares, ese “maravilloso mundo de personajes y de paisaje” que
considera “probablemente la contribución más pura y de más alta calidad
artística que ha producido el pueblo del Perú hasta hoy”.37 En el tomo de-
dicado al siglo XX, la pintura sigue anclada en el proceso de una búsqueda
inconclusa de la “afirmación de lo propio” que, al realizarse, siempre en
un futuro diferido, “cumplirá, finalmente, el destino del arte verdadero”.38
En tono prospectivo, Núñez Ureta había cerrado su narrativa sobre el arte
peruano sugiriendo el estudio de “la pintura anónima de provincias, que
todavía está en las iglesias de pueblo y en donde sin duda, se encontrarán
elementos originales y vigorosos que revelan la influencia del indígena
peruano”.39 El reto lo había tomado ya el historiador Pablo Macera, quien,
tras años de investigación, publicaba en paralelo un primer estudio de la
pintura mural del Cuzco como expresión de una “cultura andina colonial”.40
Algunos años después, aparecía Pintores populares andinos, un libro
que parece dar respuesta al reto de Núñez Ureta y que a la vez propone
nuevas formas de pensar el concepto de “arte popular”. La compilación
de Macera recuperaba un cuerpo de obras que se conciben, ya no como
una alternativa a las bellas artes desde fuera de la pintura, sino como una
alternativa a las bellas artes desde la pintura misma. Ese desplazamiento
tiene el efecto de producir un cambio crítico en la historiografía del arte
peruano, al articular una historia ya no de frentes separados y autocon-
tenidos (la pintura culta vs. la popular), sino de un campo imbricado y
tensionado por sutiles diferencias de etnicidad y, sobre todo, de clase.41
En un claro tránsito de la vieja idea del candor idealizado del arte popular
a una idea política de la plástica, el autor propone el arte colonial como un
arte de resistencia, e imagina la categoría de lo popular como un espacio
de agencia política, como “un arte reactivo paralelo y «contemporáneo»
Figs. 9-10. Portadas de los dos tomos de a los estilos principales oficializados”.42 “En la ciudad, casi todo es un eco europeo”,
Pintura contemporánea, Colección Arte y
escribe Macera, mientras sugiere que la pintura “andina” tiene un ideal expresivo y
Tesoros del Perú, del Banco de Crédito del
Perú, 1975-1976. una pertinencia social que la pintura académica no puede alcanzar. Por los mismos
años el autor exploraría la historia social del arte a través de otras narrativas escritas
bajo la tónica de un discurso que planteaba la cultura como un campo de batalla.43
En ese espacio de lucha, marcado por una retórica combativa, se da el intenso debate
que acompañó el otorgamiento del Premio Nacional de Cultura en la categoría de arte a

10
Joaquín López Antay, retablista ayacuchano, acaso la primera colisión abierta
entre el concepto del arte popular y la noción de las bellas artes, categorías
que hasta entonces habían coexistido en un equilibrio negociado, aunque no
exento de tensiones.44 Había varias cosas en juego, pero no precisamente el
reconocimiento al arte popular como tal, algo que, como hemos visto, había
sido una constante desde inicios del siglo XX, al punto que varios creadores
tradicionales habían adquirido un perfil público significativo, desligándose
del anonimato colectivo que todavía se perfilaba en las llamadas artesanías.
Lo que hay son nuevas tensiones, generadas por las políticas culturales del
gobierno de Velasco, que había ido desplazando a las bellas artes incluso
de su imaginario prestigio como destino del proceso artístico peruano. Los
pintores y escultores “cultos” (para usar un término que se popularizó por
esos años) resintieron ser marginados de uno de los pocos espacios es-
tatales en los que todavía podían operar.45 Finalmente se había intentado
cruzar la línea imaginaria que mantenía en campos paralelos pero siempre
separados el arte “culto” y el arte “popular”.46

Los ecos de esa polémica informan lo que sin duda es un hito en los
estudios de arte en el Perú –y a la vez, el más importante intento local
de formular una historia desde la teoría marxista–, la Introducción a la
pintura peruana del siglo XX de Mirko Lauer, publicada en diciembre de
1976. Lauer define de partida tres grandes “espacios autónomos de
formas plásticas en la cultura peruana: el arte preincaico, la artesanía
popular y la tradición pictórica republicana”, no como rubros aislados sino
complejamente articulados entre sí. El autor confirma así la importancia de las artes Fig. 11. Portada de Introducción a la pintura
peruana del siglo XX de Mirko Lauer,
populares en el imaginario nacional, mientras toma nota minuciosa del fracaso de la
publicado por Mosca Azul editores en 1976.
plástica. En las páginas preliminares de su libro, Lauer pone al frente la realidad algo Fotografía de Carlos Domínguez por encargo
desconcertante de enfrentarse a un campo que “que por ninguna parte encuentra los de Mirko Lauer.
recintos, las recopilaciones, la acumulación y el orden capaces de dar consistencia
en la imaginación al conocimiento de las formas desarrolladas por un pueblo creador
en tres mil años de silenciosa historia”. No puede dejar de advertir a sus lectores de
las dificultades que le impone ese campo informe, “la terrible dispersión” del museo
imaginario peruano, con “sus contradicciones, sus salas vacías y también aquellas
que aún no han sido realmente descubiertas”. Y mientras señala a la pintura “como
la menos pública de nuestras artes” y parte de un “diálogo cerrado al interior de la
cultura dominante”, al mismo tiempo se resiste a “minimizar la importancia de nues-
tra pintura en función del lugar que ocupa en el sistema cultural”, argumentando que
sería “un error casi tan serio como otorgarle el monopolio de la creatividad plástica
que algunos desean concederle ante el actual avance de otras facetas de la creativi-
dad visual más vinculadas a las clases medias y populares”.47 La distancia crítica que
Lauer asume al deconstruir con frialdad sociológica la historia de la pintura moderna
en el Perú revela una perspectiva que se identifica como externa y ajena al sistema
que describe. No son las obras de arte las que se convierten en su objeto de estudio,
sino el campo artístico propiamente.48
Desde ese afuera, la insólita portada del libro de Lauer nos deja la imagen más potente
que pudiera formularse de la vieja idea del fracaso de la pintura, partiendo del hecho
de que la fotografía que ilustra la tapa ni es una pintura ni nada que aluda directa-
mente a ella. Más bien, parece ser su radical negación. Aparece en primer plano una

NATALIA MAJLUF 11
“casa-buque” modernista, una tipología que deriva de cierta idea de la arquitectura
moderna, pero que no calza en la esfera de la alta arquitectura. La imagen de esa
construcción algo modesta es tan solo la concreción de un deseo de arquitectura, al
igual que la plástica del siglo XX había sido identificada como nada más que un deseo
de pintura, y no su realización. Esa casa no parece haber sido nunca habitada, pero
ya está abandonada. En términos de clase, evoca las aspiraciones y, sobre todo, las
frustraciones de una burguesía emergente. En su frente los jardines han desaparecido,
si acaso alguna vez existieron, y sus ventanas están tapiadas con ladrillo, cerradas
hacia el exterior. Si es el lugar que debe acoger la pintura, es entonces un espacio
privado, pero a la vez cancelado. No es menos significativo que la casa se vea desde
una posición externa, desde el espacio público y desde la distancia que permite fi-
gurarla como proyecto fallido, como ruina moderna. Incluso la propia fotografía da la
impresión de una instantánea tomada al paso, como si hubiera sido captada al vuelo
desde la ventana de un auto, desprovista de cualquier signo de lo estético.49 Es una
imagen que el autor nunca comenta, pero que queda como el gesto más preciso de
esa narrativa crítica que se cierne sobre toda la historia del arte del siglo XX.
Esa insistencia en el fracaso de las bellas artes ha quedado indeleblemente grabada
en los discursos del arte peruano. Sería posible ver la reaparición del argumento en
muchos textos producidos en las agitadas décadas que cerraron el siglo XX. Habría
que rescatar, por ejemplo, el panorama que Roberto Miró Quesada publica en 1984,
un intento por salir del discurso nacionalista para proponer una deuda de la pintura
peruana con algo que designa como marginalidad, pero que termina fijándose en
aquellos resquicios de donde emergen las “nacionalidades ancestrales” que pueden
prestarle validez al arte de la burguesía.50 Aunque las exigencias de autenticidad de
los etnonacionalismos conforman sin duda la base de gran parte de estos cuestiona-
mientos,51 hay otras premisas que mantienen viva la narrativa del fracaso. Se reiteran,
con variaciones, los ataques a la pintura por su falta de originalidad, por su desfase
temporal –es decir, por su atraso–, por su origen o su carácter colonial, por su ausencia
de compromiso, por su escasa calidad, por su poca pertinencia, por su alienación, por
su elitismo, o por su irrelevancia social.
Este permanente asedio a la pintura y el cuestionamiento de las bellas artes fue un
factor clave en la definición de la historiografía del arte peruano. Dice mucho que la
obra de mayor aliento de Stastny, historiador dedicado esencialmente al estudio del
arte colonial, haya sido un libro sobre Las artes populares del Perú, publicado en gran
formato en 1981; o que se hayan formado más –y más tempranamente– colecciones y
museos de arte “popular” antes que de pintura, o que entre las primeras monografías
dedicadas al arte peruano hayan figurado primero libros dedicados a tradiciones como
los mates o los toros de Pucará.52 La historia del fracaso de la pintura es, a la vez, la
de la primacía –plena de contradicciones– de todo lo que pudiera oponérsele como
“otro”: el “arte popular”, el “arte andino” o el “arte chicha”.
La fragilidad y la inestabilidad de la idea moderna de las “bellas artes” condujeron las
narrativas de la historia del arte en el Perú por otros cauces. Del cruce entre la excentri-
cidad disciplinar y la compleja naturaleza de sus objetos de estudio emergen perspec-
tivas que acaso no tengan un estricto paralelo en la práctica de la historia del arte en
otros lugares. De hecho, la disciplina derivó en un diálogo intenso con la etnohistoria, la
antropología y la historia social, por lo cual nunca fue verdaderamente autónoma.53 Su
distancia –su incredulidad también– frente a una idea normativa de las bellas artes le

12
procuró el filo crítico que la caracteriza hasta hoy. Esas historias del arte se enfocaron
en objetos que no se ajustaban a la idea de las bellas artes, en espacios de circulación
que no pasaban por las instituciones que el campo moderno del arte intentaba por en-
tonces infructuosamente establecer. Quienes han querido calzar la deriva de la historia
del arte producida en el Perú con un canon historiográfico norteamericano y europeo,
terminan mirándose en el espejo de su propia tradición o en la falacia de un hombre de
paja, que no refleja realmente la historiografía local. Se vuelve siempre sobre tópicos
que aluden a una historiografía que habría fijado un modelo del artista proveniente de
la tradición europea, cuando en realidad ocurrió todo lo contrario, al punto de que los
artistas permanecen por lo general anónimos y la idea de un arte o de problemáticas
colectivas determinan hasta hoy las narrativas sobre el arte local.54
Como consecuencia, durante largo tiempo la historia del arte peruano no produjo
biografías ni catálogos de artistas. A fines de la década de 1970, en ese momento
de extraño auge del mercado de arte bajo el Gobierno Revolucionario de la Fuerza
Armada, el Banco Popular del Perú publicó una breve serie de libros dedicada a pin-
tores peruanos que por entonces alcanzaban mayor éxito en el circuito de galerías de
arte.55 Sin embargo, la emergencia de ese tipo de estudio no se limitó a la pintura. En
paralelo, aparecían las primeras monografías dedicadas a los retablistas ayacuchanos
Joaquín López Antay y Florentino Jiménez Toma.56 Salvo por el breve estudio de Sabogal
sobre Pancho Fierro, o el tomo más sustancial que Manuel Cisneros Sánchez dedicó
a este pintor “popular” en 1975, no hubo casi ninguna monografía integral dedicada
a un pintor peruano hasta 1983, cuando se publica el catálogo razonado de Mario
Urteaga (uno de los pocos artistas del siglo XX sobre el cual existía pleno consenso),
un estudio pionero preparado por Gustavo Buntinx y Luis Eduardo Wuffarden con
ocasión de la Bienal de Trujillo.57 Mientras en otros países la historia del arte debió
enfrentarse a la solidez del modelo de las biografías de artistas, en el Perú tuvo que
superar su ausencia. La historiografía también dejó de lado cierta idea normativa de
las bellas artes. En el campo del arte colonial, quedaron sin estudiarse las artes más
cosmopolitas asociadas a los centros urbanos, un tema que solo ahora empieza a ser
explorado. La historiografía insistió más bien en el estudio de problemáticas y procesos
complejos, o abordó desde una perspectiva antropológica asuntos que conciernen a
contextos sociales y políticos más amplios.58 Y, siguiendo la pauta del debate artístico
del siglo XX, tras esta inclinación se esconde un claro juicio de valor –siempre en algo
negativo– acerca de la historia del arte como historia de las bellas artes.
De cierta forma, los críticos falsean el problema al reiterar la idea de que la vindicación
de las artes populares representa la subversión de un orden dominante en el que las
bellas artes mantienen la prerrogativa, cuando de hecho las artes “otras” estuvieron
siempre instaladas en un lugar compleja y contradictoriamente privilegiado en la crítica
y la historiografía peruanas. La realidad es que lo que se derribaba no era el prestigio
de una tradición precisa, sino la enorme potencia de una idea del arte que, desde
el siglo XIX, había sido un objetivo ideológicamente móvil pero siempre elusivo.59 Y
es también cierto que el desprestigio de las bellas artes realmente existentes frente
a un ideal que no llega a definirse plenamente deja un vacío. El asunto es que ese
vacío no puede tampoco ser llenado por el arte “popular” o por aquellas artes que se
definen por oposición o por vía de diálogo con las bellas artes. Lo que queda es un
no-lugar, un espacio clausurado que obliga a otros emplazamientos y abre el juego a
otras posibilidades.

NATALIA MAJLUF 13
JOSÉ MARÍA LASsALLE

El espejo de Narciso:
España, América y el Museo del Prado

E
s conocida la definición del narcisismo como un tipo de personalidad caracterizada por la
soberbia, la arrogancia y la altanería. Rasgos todos que expresan una sobrevaloración o
idealización del yo. Para Freud, el narcisismo es un estado de la personalidad en el que
toda la energía psíquica se inviste en el propio yo porque no se reconoce la existencia del
otro. Algo que ha dado pie a que la psicología política inaugurada por Gustave Le Bon a
principios del siglo XX utilice esta figura para interpretar los fenómenos nacionalistas en
la configuración de las identidades colectivas en Europa y América (Fig. 1).
Harold D. Lasswell fue quien ubicó el origen de los nacionalismos en el inconsciente
colectivo. Los describió como personalidades narcisistas del sujeto político que liberan
su agresividad reprimida mediante la negación del otro. Tesis que reitera en nuestros
días Michael Ignatieff al definir el nacionalismo como una forma de narcisismo que
hace que “los hechos neutrales de un pueblo (su lengua, hábitat, cultura, tradición
e historia)” sean una narrativa cuyo objetivo es iluminar de manera excluyente la
autoconciencia de un grupo. Hasta el punto de inventar tradiciones, embellecerlas y
reformular un glorioso pasado para consumo de un público ensimismado.
Un proceso semejante se vivió en España a lo largo del siglo XIX. Es verdad que no
alcanzó el nivel de otros países europeos, pero también experimentó una invención
nacionalista de su identidad colectiva. Lo hizo a través de una suerte de embelleci-
miento ensimismado de su conciencia nacional tras consumarse el proceso de las
emancipaciones americanas. Sucedió a lo largo del siglo XIX. No fue inmediato, sino
Fig. 1. Narciso. Jan Cossiers. 1636 - 1638.
Óleo sobre lienzo, 97 x 93 cm. que se produjo paulatinamente mediante un cambio en el paradigma psíquico de las
Museo del Prado. elites políticas e intelectuales de nuestro país.

15
Tampoco fue casual. Aceleró y exacerbó la nacionalización experimentada por la mo-
narquía hispánica tras la llegada al trono de los Borbones en el siglo XVIII. Fue entonces
cuando se trazó la hoja de ruta que, a pesar de su caída en desgracia, diseñó Melchor
de Macanaz en 1714 para el “buen gobierno y felicidad de la Monarquía”. Un programa
que hizo suyo Felipe V y que se tradujo en un infatigable reformismo nacionalizador
que operó tanto en España como en América. Una nacionalización reformista que solo
se vio interrumpida con el fallecimiento de Carlos III.
Esta circunstancia tensionó la relación de la metrópoli con América. Para Jaime E.
Rodríguez O., los Borbones “creían en un Estado absolutista y no en uno basado en
el consenso”. Además, “rechazaban la dependencia de los Habsburgo respecto de
la Iglesia y favorecían una administración secular integrada por burócratas civiles y
militares”. Esta tensión despertó un tira y afloja de susceptibilidades peninsulares y
americanas sobre dónde descansaba la autoridad que legitimaba el ejercicio del poder
en los gobiernos virreinales. Especialmente desde que la expulsión de los jesuitas
minó la lealtad a la Corona española debido, según Lynch, a una política centralizadora
que “invalidó la antigua distinción entre rey y gobierno e hizo a la Corona responsable
directa de quienes la servían”.
Estos recelos fueron en aumento con el tiempo. Profundizaron en fallas psíquicas
surgidas del impacto que supuso el cambio de registros políticos que llevaron los Bor-
bones a América y que supusieron desenhebrar los lazos sentimentales urdidos por los
Austrias a la hora de legitimar su poder sobre reinos conquistados que, sin embargo,
seguían siendo reinos provistos de su propia idiosincrasia. De ahí que, como apunta
Ramón Mujica, la “historia es un proceso continuo y las grandes revoluciones políticas
provienen de un periodo previo de gestación política”. La gestación de la independencia
americana tuvo lugar en el siglo XVIII y está asociada con la pretensión peninsular de
nacionalizar América y erosionar, así como simplificar, las singularidades que fundaban
la arquitectura compleja de la monarquía hispánica para sustituir reinos por colonias.
Algo que se aceleró a medida que el reinado de Carlos IV daba muestras de llevar a
España hacia una decadencia irreversible.
Entonces, desembocó en un conflicto abierto sobre la representación política del
pueblo en ausencia del rey. Que es lo sucedido cuando Carlos IV abdicó y Fernando
VII renunció al trono en favor del hermano de Napoleón, José Bonaparte. La ausencia
de un rey legítimo suscitó el proceso emancipatorio americano en 1810. Este dio sus
primeros pasos cuando se supo en América que había colapsado la institucionalidad
metropolitana tras fracasar la resistencia antifrancesa comenzada en 1808. Esta
noticia provocó que las juntas autonomistas de Venezuela, Río de la Plata, Nueva
Granada, Nueva España, Chile y Quito asumieran la representación local del pueblo
español frente al despotismo napoleónico.
Pronto adoptó, sin embargo, la forma de un pulso sobre quién era verdaderamente el
pueblo español tras la invasión de la península ibérica y la instauración por la fuerza
de un rey ilegítimo. Tal es así que, en el México insurrecto de Hidalgo, se extendió una
neurosis colectiva entre los criollos que, como recuerda Christon I. Archer, les llevó a
decir que “los españoles europeos, los gachupines” habían traicionado a Fernando VII
al aliarse con “los franceses ateos”. De ahí que decidieran arrogarse los mexicanos
el derecho a reclamar la identidad de la España derrotada, pues: “Nosotros somos
ahora los verdaderos españoles”.

16
Dejando de lado esta ida y vuelta de reproches mutuos sobre quién era más español
que otro, lo cierto es que debajo de la polémica subyace un pulso incipientemente
narcisista que evidencia el hilo argumental de la narración nacionalista que se
incubaba en España durante las Cortes gaditanas. No solo a raíz del choque en su
seno entre las diputaciones peninsular y americana, sino debido al conflicto sobre
la representación y el estatus político de América dentro de la nueva monarquía que
surge de la Constitución de 1812. Algo que, para Roberto Breña, supuso un acalorado
debate sobre quiénes eran ciudadanos. Máxime cuando la propuesta peninsular,
que acabaría plasmándose en el texto constitucional, “excluía a las castas (es decir,
a todos los americanos libres de ascendencia africana) y, por lo tanto, les impedía
votar”. Como señala el autor de El imperio de las circunstancias, esto suponía dar
ventaja a la metrópoli, pues se reconocía que “la población peninsular era superior
en número a la americana y, por lo tanto, que tendría más representantes en las
Cortes futuras”.
En cualquier caso, el clic que aceleró el proceso nacionalista que llevó a España a
desarrollar una personalidad narcisista fue la ruptura definitiva del vínculo transat-
lántico. Primero, porque constataba una amarga frustración de impotencia por la
pérdida del hemisferio americano de la monarquía. Y, segundo, porque supuso, como
apunta Isidro Sepúlveda, el comienzo de medio siglo de un sentimiento “de traición,
extraordinariamente ilógico y contraproducente”, que impidió llegar a “un mínimo en-
tendimiento entre ambas orillas atlánticas, imposibilitando la determinación de unas
bases comunes con las que operar”.
De ello resultó la percepción histórica de que España había sido víctima de una felonía
americana en dos actos. Primero, al traicionarse a la madre patria cuando en 1810
batallaba por su independencia contra Napoleón y la suerte bélica no estaba de su
lado. Después, al frustrarse la oportunidad de reconciliación y autonomía que supuso
el triunfo de los liberales en 1820 y la consiguiente restauración de la Constitución
gaditana que Fernando VII había abolido en 1814.
De ambos, este último episodio fue determinante para la hipótesis que manejamos
aquí. No olvidemos que el 11 de abril de 1820 el gobierno liberal dio instrucciones
desde Madrid a los virreyes y capitanes generales para que cesara el fuego en los
combates que tenían lugar al otro lado del Atlántico. Sobre todo, en Nueva Granada.
Además, se ordenaba el intercambio de prisioneros y que comenzasen conversaciones
de paz entre los contendientes al amparo de la convocatoria de elecciones a Cortes
llevada a cabo entre los españoles peninsulares y americanos.
Resultado de este segundo acto, que coincide con el nacimiento del Museo del Prado
en noviembre de 1819 y con sus primeros pasos como colección real abierta al pú-
blico, fueron no solo los acuerdos logrados en Trujillo entre el general Morillo y Simón
Bolívar, sino el comienzo de los debates sobre la “cuestión americana” que tuvieron
lugar en la Cortes españolas tras constituirse en julio de 1820. En ellos se vio, al poco
de empezar, que la brecha transatlántica iniciada una década atrás seguía abierta.
Tanto que sería muy difícil cerrarla. Primero, porque exigía convencer a Fernando VII
de que no se opusiera por principio a una salida negociada que descartase el uso de
la fuerza. Y, segundo, porque confiaba en la capacidad de la restaurada Constitución
de 1812 para arbitrar una solución pacífica que reconciliara a los todavía españoles
de ambos hemisferios. (Fig. 2).

JOSÉ MARÍA LASsALLE 17


Que los liberales creían posible la reconciliación lo demuestra que en septiembre de
1820 se aprobara un decreto de amnistía u “olvido general de lo sucedido en las pro-
vincias de Ultramar”. Convicción que fue diluyéndose a medida que fueron teniendo
lugar en la sede parlamentaria los debates sobre la autonomía americana. En ellos, se
fue viendo que sería ineficaz la solución negociadora debido al obstáculo de la voluntad
real, que se resistió a dar su consentimiento a pesar de los avances producidos con
la presencia en Madrid de comisionados de Bolívar y de Francisco Antonio Zea. Así,
del respaldo inicial que mostró la cámara a escuchar las pretensiones de autonomía
de los virreinatos, se pasó a una rencorosa hostilidad que acrecentó la oposición a
la misma. Un cambio de opinión que se produjo al conocerse en Madrid que México
se había independizado de España en febrero de 1821. Una iniciativa de Agustín de
Iturbide que adoptaba la forma de un movimiento secesionista de corte monárquico
que reservaba el trono mexicano a Fernando VII u otro miembro de la familia real.
Las conversaciones para favorecer un entendimiento que pasara por una independencia
pactada dentro de una gran confederación de virreinatos con el rey de España a su ca-
beza, fracasaron. Se debió, como acabamos de referir, al rechazo visceral de Fernando
VII y a la negativa regia de convocar Cortes extraordinarias para discutir nuevamente la
cuestión americana. Momento que coincidió con la ruptura del armisticio de Bolívar y
las derrotas que sufrieron en ultramar las armas españolas durante el verano de ese
mismo año. Desde entonces la posición de las partes fue irreconciliable. Especialmente
del lado peninsular. Los intentos de diputados mexicanos como Lucas Alamán, Juan
Gómez de Navarrete o José María Puchet para convencer a la mayoría parlamentaria
liberal de que entablara un diálogo pactado, no prosperaron. Entre otras razones, como
explica Gonzalo Butrón, por “el vértigo que la idea de la separación de América provo-
caba en la clase política liberal”. En este sentido, se cumplió la advertencia hecha por
Alamán de que si no se abordaba una negociación rauda y sincera, España perdería
sus reinos americanos. Cosa que sucedió porque los liberales, cuando tuvieron que
defender el llamado “plan de Cortes” a finales de junio de 1821, dieron marcha atrás
en su compromiso con él y con la idea de articular la monarquía española como una
confederación en torno a tres sedes que albergarían sendas secciones de Cortes y
delegaciones, también del poder ejecutivo y judicial. La Corona garantizaría su unidad
siendo común a través del rey de España y del envío de tres infantes de la familia real
a cada uno de los territorios confederados.
Desde el archivo del citado plan, las cosas no dejaron de empeorar. Los llamamientos
y apelaciones a la lealtad de América tensaron a una opinión pública que, empujada
por los entornos absolutistas que apoyaban incondicionalmente al rey, no entendía por
qué el Gobierno de España era conciliador con quienes lo traicionaban de facto. Los
debates fueron agrietando las filas liberales a medida que crecían las reclamaciones
de castigo frente a la sedición protagonizada por los americanos. Así las cosas, y tras
fracasada la proposición presentada en enero de 1822 por el diputado Fernández
Golfín, la opción de seguir debatiendo en el Congreso la búsqueda de una solución
pactada quedó en vía muerta. El 13 de febrero de 1822, las Cortes pospusieron el de-
bate hasta la siguiente convocatoria de sesiones ordinarias y, cuando un mes después
se retomó la actividad parlamentaria, no se dijo nada sobre la cuestión americana que
había quedado pendiente. Entre otras circunstancias, porque los diputados del otro
lado del Atlántico decidieron regresar a sus circunscripciones.
La consecuencia de todo ello fue que América se perdió para España sin remedio. La
reacción metropolitana no se hizo esperar y América fue invisibilizada del imaginario
colectivo. Al menos hasta la Exposición Universal de 1892, cuando quiso desandarse el
camino de un profundo desencuentro que llevó a España a perder su completitud tran-
satlántica y a encerrarse en sí misma. Parafraseando a Octavio Paz, entró dentro de un
laberinto de soledad del que tardó casi un siglo en salir. Entre otras razones porque, dentro
de sus paredes peninsulares, quedó seducida por una imagen narcisista de su rostro
que puso en valor su soledad europea como una muestra de superioridad congénita.
Mientras duró este viaje introspectivo que capitanearon las elites culturales y políticas
decimonónicas, se afrontó un proceso de aislamiento identitario que trató de devolver
a nuestro país su perdida autoestima a través del empleo de las Bellas Artes. Para
ello, fueron seleccionados tipos, acontecimientos y símbolos que reinventaron nuestra
tradición estética. A partir de ella se quiso visibilizar una imagen de España en la que

Fig. 2. Vista de la entrada al Real Museo por


el lado de San Jerónimo. Fernando Brambila.
Colección del Ministerio de Hacienda.
Reproducida en Visita Guiada a la Real Casa
de Aduana, 2019, p. 13. España.
estaba disminuida la aportación cultural que América había atribuido a la conformación
de nuestro imaginario colectivo desde 1492.
Un hecho que tuvo reflejo en los proyectos museísticos que se pusieron en marcha en
el siglo XIX. Todos estuvieron enmarcados dentro de una estrategia cultural basada en
la reparación del orgullo nacional, que estaba profundamente herido tras constatarse
que España había sido relegada de la primera fila de las naciones del mundo. Recor-
demos que en 1823 los franceses destruyeron de un plumazo la épica de la Guerra
de la Independencia con la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luís. Y que, dos años
después, la independencia americana triunfó irreversiblemente tras las derrotas de
Ayacucho y la capitulación de la isla de Chiloé.
Abatida en su orgullo, España afrontó la segunda década del siglo XIX consciente de
su fracaso nacional hacia dentro y hacia fuera. Para paliarlo desarrolló una política de
recuperación de la autoestima en la que jugó, como veremos a continuación, un papel
fundamental el proyecto del Museo del Prado como Museo Nacional.
Relacionada con ella, se dio la continuación de una política de negación psíquica y de
castigo hacia lo que se consideró una deslealtad de las elites criollas de origen español
que lideraron las emancipaciones. Fruto de todo ello fue el impulso de una política
dual: de fomento de la autoestima y de práctica recurrente del castigo. Esto propició
el desarrollo de una personalidad narcisista que condujo, por un lado, a sobrevalorar
el yo peninsular frente a la otredad francesa, nuevamente invasora, y, por otro, a me-
nospreciar la recién nacida otredad americana tras la emancipación.
En ambos casos, el motor conductual fue el orgullo español, que había sido herido y
requería una reparación. Hablamos de una reacción psíquica bien conocida por las
elites y por el pueblo español al ser uno de los rasgos más acendrados de nuestra
personalidad histórica. Sobre ella fue sustentada la recuperación del espíritu nacional,
aunque por el camino se obstaculizó la reconexión americana durante un siglo. Algo
que ha dañado desde entonces la completitud de nuestra identidad nacional porque
no se pudo impulsar, a pesar de la perduración de la soberanía española sobre Cuba y
Puerto Rico y el flujo constante de migrantes peninsulares hacia América, una relación
especial con ella a partir de la puesta en valor de tres siglos de herencia común. Lo
explicó con meridiana precisión Manuel Lorenzo de Vidaurre en sus Cartas americanas
de 1823. Escritas cuando el Perú estaba a punto de materializar su independencia,
afirmó en ellas que, aunque hubo una ventana de oportunidad para que España y
América se reconciliaran, “ahora, sin embargo, es imposible” porque España no podrá
desprenderse de sus prejuicios. “Su orgullo excede a su debilidad y forma su carácter”.
Precisamente, este orgullo que superaba su debilidad y daba forma a su carácter, actuó
como una palanca motivacional que desencalló la postración de España y motivó que
favoreciera un narcisismo nacionalista que, en una primera etapa, hizo que empren-
diera, incluso, expediciones de castigo militar que fueron todas fallidas. Luego, tras
constatar su impotencia armada para restaurar la relación perdida, inauguró una fase
de indiferencia diplomática que, en el caso que nos ocupa, se relacionó con una actitud
de desprecio cultural hacia las manifestaciones artísticas de procedencia americana.
Algo que se materializó con la invisibilidad del arte virreinal que había estado en las
colecciones reales, así como en el patrimonio nacional surgido con la desamortización
de los bienes eclesiásticos. A ello se añadió la práctica desaparición de la temática
pictórica y decorativa americanas, así como la interrupción del interés coleccionista
del Estado hacia las obras de origen americano.

20
Todos estos hechos se produjeron mientras nuestras elites culturales apostaban por una
invención nacionalista que pivotó alrededor, por un lado, de la exaltación de la pintura
que integró una Escuela española de arraigo territorial estrictamente peninsular y, por
otro, el ensalzamiento de una mirada de la pintura contemporánea que, sin embargo,
reconstruía el presente histórico español mirando hacia atrás. Esto es, utilizando, de
acuerdo con intereses ideológicos del siglo XIX, un pasado que tomaba sus imágenes
de hechos de la Reconquista, del reinado de los Reyes Católicos y de los sucesos de
la Guerra de la Independencia, entre otros. Un pasado en el que la referencias ameri-
canas eran escasísimas a pesar de que el Nuevo Mundo había sustentado la grandeza
universal de la monarquía hispánica y, sobre todo, había hecho posible tres siglos de
trasiego cultural de ida y vuelta entre la península y los virreinatos. Un tráfico de obras,
gustos, autores y sensibilidades artísticas que fue constante y caló en el coleccionismo
español, que lo apreció repetidamente a través de las adquisiciones regulares hechas
por la Corona, la nobleza y el clero de la metrópoli.
Este fenómeno de invisibilización artística de lo que ha significado América para la
historia de España llega hasta hoy en día. Lo refleja con nitidez el Museo del Prado
que, como estamos analizando, fue el proyecto en el que se pusieron las energías
políticas que restablecieron la autoestima perdida después de que España pasara
los amargos tragos históricos de ser nuevamente invadida en 1823 y expulsada del
continente americano en 1825.
El mérito y éxito de este proyecto de resignificación política nacional a través de la
cultura son indudables, como veremos a continuación. El Prado ha conseguido en
sus dos siglos de vida convertirse en el sanctasanctórum de lo que es y representa
España metafísicamente. Pero de una España exclusivamente peninsular, desco-
nectada sustancialmente de lo que América significó para la monarquía hispánica
y los Austrias que iniciaron la colección real que, desde 1819, constituye la base
permanente del museo.
Este ha llegado hasta aquí a través de un proceso de decantación política del arte que
empezó a contener cuando España, como hemos señalado, buscaba recuperar su
autoestima. Esta destilación no fue fácil porque se vio amenazada muchas veces por
los avatares de nuestra historia reciente. Sin embargo, perduró en sus pasos dentro
de un carril pictórico del que no nos salimos como país y que ha logrado retratarnos a
la perfección, pero en nuestro rostro peninsular y, por tanto, europeo y mediterráneo.
Que es lo que constató el mismísimo Azaña cuando las dos Españas peninsulares
de siempre, que nacieron, no lo olvidemos, en el siglo XIX, volvieron a darse en 1936
los garrotazos pintados por Goya en 1820. Entonces, Don Manuel afirmó en plena
Guerra Civil que el Prado era más importante “que la Monarquía y República juntas”.
Apostillando que, aunque hubiera más repúblicas y monarquías en el futuro, las obras
contenidas en el museo eran insustituibles. (Fig. 3).
La importancia de esta declaración no solo reside en que ubica la esencia de la iden-
tidad española en un locus sagrado de naturaleza artística que trasciende la forma
política, sino que sanciona su reconocimiento bajo la rúbrica trágica de un jefe de
Estado que, en medio del desgarro sanguinario de la Guerra Civil, advertía a su jefe
de Gobierno, Juan Negrín, que, de entre todas las responsabilidades que tenía a su
cargo, la más importante era conservar el Prado. De hecho, le llegó a decir: “Si estos
cuadros desaparecieran o se averiasen, tendría usted que pegarse un tiro”.

JOSÉ MARÍA LASsALLE 21


Fig. 3 Duelo a garrotazos. Lo interesante de la tesis de Azaña es lo que destila íntimamente. Que el Prado con-
Francisco de Goya. 1820 - 1823.
tiene esencias que no pueden traicionarse ni subestimarse entre los españoles so
Técnica mixta sobre revestimiento mural
trasladado a lienzo, 125 x 261 cm. pena de cometer un delito de lesa patria. Una percepción generalizada y extendida
Museo del Prado. como si fuera un axioma colectivo, pues encierra una experiencia de resignificación
estética de la identidad nacional tras los traumas que ya conocemos. Un fenómeno
único que reinventa una tradición en la línea de lo que plantean Hobsman y Ranger,
en tanto hablamos de un contenedor cultural que transmutó políticamente la función
social del arte promovida con museos enciclopédicos como el Británico o el Louvre.
En el Prado nos encontraríamos ante una decantación museística que es capaz de
condensar y estabilizar la esencia telúrica de una nación. O, si se prefiere, en palabras
de Tomás Ramón Fernández y Jesús Prieto, una “joya” a la que el país ha podido “asirse
en momentos de tribulación”. Un factor de cohesión simbólica de la unidad española
mediante una colección de arte que iniciaron los Austrias como un patrimonio privado
y que pasó a ser, por voluntad de Fernando VII, un museo que pronto sería nacional.
Algo que sucedió, además, cuando la memoria colectiva se lamía las heridas de la
guerra contra Napoleón, de la amputación americana y, al cabo de unos pocos años,
de una nueva invasión francesa, así como de las causadas por las guerras carlistas y
los conflictos protagonizados por moderados y progresistas.
Hablamos, por tanto, de un fenómeno de resignificación artística de las vicisitudes
históricas que acompañaron el desarrollo temprano del museo y que produjeron un
estrecho vínculo emocional entre el pueblo y la piezas de arte que exhibe tras su crea-
ción y apertura al público por iniciativa de la Corona. Un hecho reconocido por la ley
que regula la institución desde 2003 y que afirma, con solemnidad normativa, que sus
colecciones están “estrechamente vinculadas a la historia de España” y “constituyen
una de las más elevadas manifestaciones de expresión artística de reconocido valor

22
universal”. Reflexión que llevó más lejos quien fue uno de los patronos más relevantes
del museo, Sir John Elliott, al señalar que “la historia de España está íntimamente
ligada a la historia del Prado, iluminándose constantemente la una a la otra”.
El arraigo de esta conexión íntima es tan profundo que ha sobrevivido a guerras civiles,
revoluciones, golpes de Estado, litigios testamentarios, cambios dinásticos, expolios,
traslados y tentaciones de venta por distintos gobiernos que vieron en la colección un
activo patrimonial con el que saldar las deudas de la nación. El momento más dramá-
tico se vivió, como referíamos más arriba, durante la Guerra Civil española. Entonces
se pronunciaron las palabras de Azaña que mencionábamos y que precedieron al
traslado de la colección a Valencia para evitar que fuese dañada por los bombardeos
franquistas que sufría Madrid al convertirse en frente de batalla. Este riesgo se con-
sumó el 16 de noviembre de 1936, cuando varias bombas incendiarias impactaron
en el museo y su entorno. Dicha circunstancia llevó a que los cuadros abandonaran
su sede histórica para huir de los combates.
Primero, fueron trasladados a Valencia. Después, a Benicarló, Tortosa, Barcelona y Vi-
ladrau. Para, finalmente, ser depositados en los sótanos de los castillos de Perelada y
Figueres, así como en las galerías de la mina de talco de La Vajol, a pocos kilómetros de
la frontera catalana con Francia. Un viaje paralelo al desmoronamiento republicano que
reforzó el valor simbólico que encierra la colección. Recordemos que fue transportada en
aquellos difíciles momentos de nuestra historia como si se tratara del testimonio inma-
terial que atribuía a su poseedor la legitimidad más profunda del reconocimiento oficial
del Gobierno de España. Un bien extraordinario y único que acompañaba a la República
en su retirada frente a la junta militar de Burgos y que le atribuía la verdadera represen-
tación de España, a pesar de que los franquistas iban ganando la guerra y arrebatando
a los republicanos con su lenta victoria el reconocimiento oficial que finalmente obtuvo
la dictadura de Franco tras la capitulación de aquellos el 1 de abril de 1939.

JOSÉ MARÍA LASsALLE 23


Antes, Josep Maria Sert logró firmar un acuerdo con el comité museístico internacional
que permitió sacar la colección de España y evitar que fuese víctima del pillaje y la
destrucción a la que estuvo expuesta durante los momentos finales de la guerra. De
ahí que se estableciera temporalmente en Suiza y que se organizase la famosa expo-
sición que tuvo lugar en el Museo de Arte e Historia de Ginebra a partir del 1 de junio
de 1939. Unos meses después retornaría a Madrid, donde ha permanecido desde
entonces en su emplazamiento original.
Fue durante esta etapa de itinerancia causada por los avatares bélicos cuando se
constató definitivamente el valor inmaterial y metapolítico de la colección. La extraor-
dinaria vulnerabilidad a la que se vio sometida contribuyó a que se consolidara en el
imaginario colectivo la idea que analizamos. De esta manera, se completó y redondeó
el mito del Prado como el sanctasanctórum de la identidad española más irrenunciable
y básica. Aquella en la que todos los españoles nos reconocemos como parte de una
tradición de lealtad a una imagen de nosotros mismos. Una imagen que nos devuelve
el reflejo de lo que hemos querido ser desde que los Austrias comenzaron a seleccionar
obras de arte con las que rendir homenaje a la majestad de la que eran titulares, junto
al pueblo de un reino que estaba por encima de ambos, tal y como Francisco Suárez
proponía en De Legibus al aludir al carácter sagrado del pacto que existía entre el rey
y su reino. Por tanto, quienes traicionaran esa lealtad no merecían verse reflejados en
el espejo que definía quiénes eran los verdaderos españoles. Cosa que, como estamos
viendo, sucedió a partir de 1819.
El comienzo del mito del Prado hay que remontarlo a su nacimiento, que dio al “ser”
más profundo y metafísico de España un “estar” espacial que lo sacralizaba a los ojos
populares del reino. Una decisión regia que premiaba la lealtad de quienes eran fieles
a su contemplación. Nació, por tanto, como un espejo estético en donde la España de
1819 vigorizó su abatido espíritu a través de una imagen inventada e idealizada de sí
misma. Para ello se pertrechó, por iniciativa de la Corona, de 311 cuadros repartidos
en tres salas, dos dedicadas a la pintura española y otra a la italiana. A los lienzos
colgados en el Palacio de Villanueva había que añadir los depositados en el edificio
que no fueron expuestos. En total, 1.626 cuadros estaban en el museo el día de su
inauguración. La elección de los que se colgaron dependió de criterios relacionados
con el propósito de ser un espejo que hiciera grata la imagen que proyectaba sobre el
público la colección que los sucesivos reyes de España habían atesorado y seleccio-
nado para celebrar su poder.
La decisión de Fernando VII de “franquear al público” la colección real fue, por tanto,
un gesto político. Con él quiso congraciarse con un pueblo que le era esquivo y que,
desde la apertura del museo, podía ver los cuadros del rey una vez por semana. Esta
iniciativa, sumada a mantenerlo abierto cinco días más a los copistas, que pronto
difundieron por toda España y el extranjero reproducciones que confirmaban el ex-
traordinario valor de las pinturas expuestas, favoreció su popularización. Estas deci-
siones democratizaron el acceso a la colección, que dejó de ser algo exclusivo de los
cortesanos para disfrutarlo también el pueblo. Como advierte Eugenia Afinoguénova,
la elección del Palacio de Villanueva no fue casual. Estaba junto al paseo favorito de
los madrileños para su recreo y a escasos metros del Campo de la Lealtad, donde se
recordaba el levantamiento antifrancés de 1808. Precisamente en el tramo del paseo
del Prado que va de Cibeles a Neptuno fue donde se libró el 2 de mayo de 1808 uno de
los choques más encarnizados entre madrileños y soldados franceses. Circunstancia

24
que hizo que se enterrasen allí mismo los héroes que fallecieron en el combate y que,
desde entonces, se conocieron como los “mártires del Prado”.
Esta confluencia de significados activó el espacio del Prado como un icono simbólico
que hizo que el museo fuese desde sus orígenes algo más que una mera pinacoteca.
Pronto adquirió el estatus de conector espiritual, que integraba dentro de una narrativa
estética y patriótica, el homenaje público que la Corona dispensaba a la lealtad del
pueblo español con su patria cuando estuvo amenazada por los franceses en 1808.
No cabe duda de que la iniciativa política funcionó. Provocó que el emplazamiento del
museo entrecruzara experiencias épicas, culturales y de esparcimiento que liberaron
energías socializadoras que lo convirtieron en un condensador de la legitimidad na-
cional a través de los ideales de belleza que popularizaba.
Con el paso del tiempo se logró reconstruir la autoestima de España al transformar el
orgullo herido en amor propio. Se hizo gracias a un canon que la definió básicamente
como una nación europea y mediterránea que era leal a sí misma mediante la exaltación
de unos cimientos culturales que le otorgaban una originalidad que había sobrevivido a
la crisis histórica vivida desde 1808 hasta 1825. La oportunidad del gesto se confirmó
en poco tiempo, pero este proceso de resignificación de la nación a través del espejo
del Prado excluyó los anclajes transatlánticos que ligaban a la península ibérica con
el continente americano. De este modo, se adelgazó también y se simplificó nuestra
identidad histórica. Un hecho que nació, sin duda, de una decisión política consciente o
inconsciente, pues, tan solo siete años antes de crearse el museo, las Cortes de Cádiz
habían aprobado la primera constitución de la historia de España con la voluntad expre-
sa de gobernar a los españoles de ambos hemisferios. Circunstancia ratificada con la
presencia de diputados americanos durante sus debates y su aprobación final. Además,
hasta bien avanzada la década de los veinte, siguieron batallando americanos leales
junto a españoles peninsulares en los virreinatos. E incluso, mucho después, perduró la
llama de un españolismo escondido entre las elites criollas a pesar de la emancipación.
Por tanto, la exclusión de referencias a América en el Prado tuvo que ser deliberada.
Bien como consecuencia de una decisión meditada, bien como resultado de la amar-
ga coyuntura que la secesión americana producía en la opinión pública española. Es
lógico que, en esas circunstancias, el orgullo herido del que hablábamos llevase a ver
el momento como una afrenta desleal que debía ser reparada siguiendo los códigos
de honor de la España más ancestral. Baste recordar aquí la declaración del ministro
Cea Bermúdez en 1825 cuando, solicitada la apertura de negociaciones por las nuevas
repúblicas para determinar el statu quo que resultaba de la secesión, no dudase en
rechazarlas en nombre de la dignidad de España. Poco importaba la utilidad esgrimi-
da por el hecho de que fuesen muchos los que conservaban intereses económicos
y familiares en América. Un ministro de la Corona solo podía responder secundando
la vieja devotio ibérica y recordar que “el Rey no consentirá jamás en reconocer los
nuevos estados de la América española y no dejará de emplear la fuerza de las armas
contra sus súbditos rebeldes de aquella parte del Mundo”.
Por tanto, no debería extrañarnos que se priorizaran por las autoridades culturales
de la época imaginarios que ayudaran a diseñar un capital simbólico que activara el
amor propio del nuevo Estado liberal. Para ello, tenía sentido poner el foco en refundar
España dentro del corsé ideológico de un nacionalismo bendecido en el Congreso de
Viena desde 1823. Es cierto que empequeñecía el angular de nuestra historia universal

JOSÉ MARÍA LASsALLE 25


Fig. 4. La muerte de Viriato, y cercenaba la compleja sensibilidad transatlántica que estaba en la memoria colectiva,
jefe de los lusitanos. 1807.
pero, a cambio, daba la seguridad de encontrar un terreno firme sobre el cual echar a
Óleo sobre lienzo, 307 x 462 cm.
Museo del Prado. andar de nuevo un renovado orgullo nacional.
A ello contribuyó el Prado con su colección. Ofreció una baliza emocional a un país que
vivía en la zozobra del océano decimonónico después del naufragio imperial vivido en
apenas una década. Gracias a este salvavidas pudo recobrar parte de su confianza al
descubrirse a sí mismo como una realidad básicamente europea. Antes, incluso, de
escuchar a Ortega decir que Europa era la solución y España el problema, el museo
desarrolló una empresa simbólica de europeización de nuestra identidad nacional. Pero
no con el fin de reconocer en ella un problema, sino convirtiendo el antiguo solar metro-
politano en un activo con el que medirnos de nuevo con las grandes potencias europeas.
Esto es lo que llevó a nuestra elite cultural a enarbolar una tradición estética europea y
negarse a admitir que fuera periférica. Primero, se reclamó autónoma y propia, y, después,
central dentro de la tradición europea. Se inventó una Escuela española y se la desplegó
en las paredes del museo desde el principio, estableciéndose un diálogo entre ella y la
Escuela italiana. Una conversación estética mediterránea que, luego, fue haciéndose
polifónica al relacionarse con otras escuelas europeas. Pero dentro de un diseño que
dio tiempo para que la Escuela española fuera ganando presencia, protagonismo y cen-
tralidad al ampliarse el catálogo de la colección con incorporaciones procedentes de la

26
desamortización, con nuevas cesiones del
patrimonio real e, incluso, con compras
realizadas por el Estado.
En las salas del Prado decimonónico se
abordó una reflexión metapolítica que
canalizó sus esfuerzos sistematizadores
para demostrar que no solo existía una
pintura propiamente española, sino que
estaba a la altura de la pintura italiana.
Organizada inicialmente a través de tres
áreas expositivas, la pinacoteca se dedicó,
en palabras de Ainhoa Gilarranz, a una te-
mática nuclear enfocada en la historia del
arte español. Es más, su recorrido ofreció
“un imaginario nacional protagonizado
por el poder y la historia de la monarquía
española”. Algo que descansaba tanto en
la amplia colección patrocinada y man-
tenida durante siglos por el mecenazgo
de la Corona, como en la temática de
varias composiciones contemporáneas
españolas que fueron expuestas en uno
de los tres salones expositivos originales.
Concretamente, El año del hambre de Ma-
drid y el Rescate de cautivos en tiempos
de Carlos III de José Aparicio y La muerte
de Viriato, jefe de los Lusitanos de José de
Madrazo. Cuadros todos que apelaban a una contemporaneidad pictórica que desta-
caba la fuerza de la lealtad del pueblo hacia la idea de la nación. (Fig. 4).
Según Ana Gutiérrez Márquez, cada uno de estos lienzos funcionó como una estrategia
propagandística que exaltaba el papel del rey como líder indiscutible de la comunidad
nacional. Una narrativa sobre el liderazgo que entroncaba con la temática del caudillaje
y que ponía en valor la obra de pintores contemporáneos, en vida o recientemente
fallecidos, pero todos pertenecientes a la Escuela española. Una disposición escolástica
con claros tintes nacionalistas que seleccionaba qué se colgaba de las paredes de
acuerdo con los criterios de una elite cultural que encabezaba, junto a Vicente López,
el propio José de Madrazo.
La aparición de un concepto topográfico asociado a la pintura de nuestro país había
comenzado a cobrar visos de autoridad en el siglo XVIII de la mano de Jovellanos. Esto
sucedió en la Real Academia de San Fernando a raíz de que nuestro principal ilustrado
dictara en 1781 su Elogio de las Bellas Artes. Pero no fue hasta la creación del Museo
del Prado cuando, por fin, se levantó acta de un canon pictórico específicamente espa-
ñol. Según Javier Portus, este empeño se abordó desde los comienzos del museo. De
hecho, la institución nació con una voluntad decididamente nacionalista al respecto,
pues, “en 1819 la pintura española seguía siendo ‘periférica’; y seguía necesitada de
reivindicación”. Algo que se vio al reservarse la Galería Central a la pintura italiana que

JOSÉ MARÍA LASsALLE 27


pertenecía a la colección real, aunque dentro de una tensión narrativa con la pintura
española que, a partir de entonces, se vio inmersa en “un proceso en el que se fue
reivindicando un lugar principal para los pintores españoles”.
Se produjo un fenómeno expansivo de visibilidad de nuestra pintura al que contribuyó
la pronta admiración que causaron en Europa no solo la colección real, sino el conjunto
de nuestras obras pictóricas y, sobre todo, nuestro patrimonio cultural. Una estimación
estética que fue en aumento durante la siguiente década debido a las gestiones del
barón Taylor a favor de Luis Felipe de Orleans y que nutrieron al Louvre con una buena
colección de pintura española, a lo que ayudó el asesoramiento de los Madrazo y sus
redes de contactos políticos y comerciales, tal y como estudia Ainhoa Gilarranz a través de
las estancias pensionadas de Federico de Madrazo en Roma y París entre 1837 y 1842.
La creación en el Louvre de una galería española en 1838 fue decisiva en la exaltación
narcisista de la imagen de nuestro país. Supuso que quien había invadido el país en
1808 y 1823 reconocía, por fin, a España como un igual. La amenazante y enemiga
otredad que había hecho constatar a los españoles con sus humillaciones la decadencia
de su patria, unos años después mostraba su voluntad de deshacer la afrenta ensal-
zando al humillado. De este modo, el proceso de autoestima narcisista que comenzó en
1819 se cerró por todo lo alto. Los franceses abrieron para ello las puertas del Louvre
para gloriar el arte español. Un hecho extraordinario que reconocía internacionalmente
que la pintura española estaba entre las primeras de Europa. Desde entonces ya nadie
cuestionó la plena autonomía de los pintores españoles respecto de los italianos. Por
decisión del “rey de los franceses” se abrió un escaparate en la capital de la cultura
europea que permitió a la burguesía parisina disfrutar del Olimpo pictórico español.
Una seña de distinción que pronto familiarizó a las elites económicas y sociales de todo
el continente con la Escuela española gracias a casi doscientos cuadros de pintores
peninsulares, ya que la galería abrió sus puertas con 81 lienzos de Zurbarán, 39 de
Murillo, 26 de Ribera, 23 de Alonso Cano, 19 de Velázquez y 8 del Greco.
Este hecho reforzó la tesis de que nuestro país era, en palabras de George Borrow,
“la tierra del arte” y lo que motivó que Inglaterra propiciara numerosas operaciones
conducentes a lograr que los empréstitos suscritos por España para financiar la guerra
carlista, se hicieran bajo garantía del patrimonio artístico español. Quizá influyó tam-
bién en esta reiterada petición inglesa el deseo de recuperar la parte más espléndida
de la colección real de Carlos II Estuardo, que fue adquirida para España por Felipe IV
gracias a la intermediación de Rubens. Vendida por Cromwell para saldar las deudas
contraídas por Inglaterra durante su guerra civil, el entonces embajador español en
Londres, Alonso de Cárdenas, hizo las gestiones que trajeron las obras más preciadas
del patrimonio de Carlos II a Madrid, a la colección privada de los Austrias españoles.
Una operación de compra a través de lo que se llamó la Almoneda de la Common-
wealth y que se convirtió en una especie de Gibraltar artístico del que se benefició el
Museo del Prado. Afortunadamente, ninguno de los intentos británicos de recuperar
este Gibraltar pictórico prosperó. Pero el deseo de ampliar las obras que se tenían en
Inglaterra de la Escuela española creció intensamente. Entre otras razones, debido
al prestigio que tenía el regalo que hizo Fernando VII al duque de Wellington de las
obras que José Bonaparte, el llamado rey Felón, quiso llevarse consigo a Francia y que
fueron capturadas durante la batalla de Vitoria. Obras pertenecientes a la colección
Fig. 5. Sagrada Familia, llamada la Perla. real que hubieran ido a parar al Museo del Prado si Fernando VII no hubiera querido
Rafael de Sanzio. Hacia 1518.
Óleo sobre tabla, 147,4 x 116 cm. agradecer con su donación al duque de Wellington los servicios prestados durante la
Museo del Prado. Guerra de la Independencia. (Fig. 5).

28
Todas estas historias ayudaron a consolidar la idea de que los españoles depositába-
mos un intangible cultural que era único a nivel mundial y que el Prado resumía como
la manifestación más excelsa y preciosa del mismo. De este modo, la política cultural
que utilizó la palanca emocional del orgullo a través del espejo que era la colección
del Prado, logró desarrollar un intangible parecido y aun superior al que atesoraban
las grandes potencias europeas. Hasta el punto de que fue socializado e interioriza-
do por el pueblo español y sus gobernantes como una manifestación definitiva del
orgullo recobrado tras los desastres de 1823 y 1825. Ejemplo de ello lo protagonizó
José María Calatrava cuando, siendo ministro de Hacienda en 1837, respondió a la
propuesta del embajador inglés de comprar la colección del Prado con estas palabras:
“Antes vendería mi camisa que uno solo de los cuadros que la nación aprecia como
a las niñas de sus ojos”.
Con esta referencia bíblica de un ministro español a uno de los salmos del rey David,
se evidencia cómo el Museo del Prado había suscitado unos vínculos emocionales
insobornables entre sus obras y el sentimiento de afecto que el pueblo les dispensaba.
En apenas veinte años de historia, el Prado era portador de un legado inmaterial de
carácter ético y estético que lo transformaba en un contenedor sagrado irrepetible. Algo
a lo que contribuyó que su contenido no acogiera dudas sobre la legitimidad de sus
orígenes, pues, como señalan Fernández y Prieto, el patrimonio real no había surgido
de “expolios ni rapiñas”. A diferencia del Louvre, era una colección “limpia, honrosa,
en los modos y títulos jurídicos que la fundamentan”. Estas circunstancias, sumadas a
los aspectos épicos y a la lealtad sacrificial que, como hemos visto, se rendían home-
naje en el espacio físico que ocupaba el Palacio de Villanueva, fueron decisivas para
que la sociedad española creyera que el Prado recogía una excepcionalidad artística
que lo convertía, incluso, en un símbolo-tabú que debía transmitirse de generación
en generación. Esto hizo, en palabras de Afinoguénova, que cuando el museo se vio
amenazado, la nación toda apartase sus diferencias por miedo a pagar un precio
demasiado alto si las obras de arte que contenía se perdían o dañaban.
Este activo de concordia alrededor de su irremplazable valor metafísico ha llegado
intacto a nuestros días y adopta la superficie de una pantalla que espejea las grande-
zas de una España admirada a partir del núcleo artístico que aportó la invención de la
Escuela española. El perímetro de la misma define una trayectoria pictórica difícilmente
igualable por la continuidad de sus genios. De Velázquez a Goya, contamos con una
extensa nómina de pintores que engarzan una red de seguridad emocional que nos
ha distinguido y singularizado a pesar de nuestras crisis y dificultades históricas.
Esto hace que hablemos de una colección que desborda y supera los ámbitos concep-
tuales de otros museos europeos por fundarse en lo que hemos considerado como la
esencia más honorable y honrosa de nuestro país: aquella que define nuestro canon
artístico, fija nuestro esplendor identitario y configura la memoria de una mirada
histórica ancestral en la que todos los españoles debemos reconocernos porque nos
sabemos, con sus matices y diferencias, parte de ella.
Una colección, por tanto, que adoptó desde sus orígenes una vocación pedagógica que
pulió con constancia la superficie plástica de una identidad que mostraba idealizada
la imagen del país, el cual no solo quería parecerse a las naciones europeas de su
Fig. 6. Autorretrato. José de Madrazo.
Hacia 1840. Óleo sobre cartón, 73,5 x 56 cm.
tiempo, sino que acariciaba la vocación de superarlas cuando España atravesaba un
Museo del Prado. momento de tribulación histórica y de incertidumbre acerca de su futuro.

30
El énfasis que puso la política cultural que imaginó la
Escuela española a través de su colección dio tanto lustre
a nuestro espejo de Narciso que el país se vio muy pronto
reflejado con orgullo en él. Así, antes de que comenzara
la década de los cuarenta del siglo XIX, el objetivo de
autoestima se había cumplido con creces gracias al re-
conocimiento de su valía a manos de quien había sido,
precisamente, su enemigo ancestral. Sin embargo, esta
circunstancia no fue suficiente para curar la herida de la
independencia americana. Tampoco reparó el despecho
y la necesidad emocional de castigar su felonía. Lejos
de aplacar estos sentimientos negativos, los alimentó el
éxito cosechado.
No solo perduró el rencor simbólico hacia la temática
americana, que apenas tuvo reconocimiento oficial,
sino que se agravó el desprecio coleccionista hacia
el arte virreinal debido a la sobrevaloración europea
de la identidad española. Hasta el punto de conectar
nuestro relato artístico con las dinámicas imperialistas
y coloniales que Inglaterra y Francia favorecieron en la
segunda mitad del siglo XIX y que consideraban al arte
americano como un apéndice torpe y degradado de la
pintura española.
Todo ello motivó que la ampliación de los contenidos del
museo, tras el nombramiento como director de José de
Madrazo en 1837, no alterase el marco nacionalista que
había fundado el diseño de la pinacoteca alrededor de la
reivindicación de la Escuela española. A lo largo de los
veinte años que Madrazo estuvo al frente del museo, este
hilo conductor no solo se mantuvo inalterado sino que
engrosó su trazo con el tiempo. Durante ese periodo, el
director hizo patente el gusto academicista de quien había sido discípulo aventaja-
do de David, así como la indiferencia estética que sentía hacia las piezas artísticas
de procedencia virreinal que eran parte de las colecciones reales. Probablemente
porque, de acuerdo con su sentido de la belleza clásica, resultaba imposible para
su sensibilidad estética conectar con la intensa complejidad de que es portadora la
mirada que el arte novohispano o peruano proyectan sobre la realidad. Una visión
artística proveniente de los virreinatos americanos que, a partir de las mentalidades
indígenas o mestizas de sus portavoces pictóricos, chocaba abiertamente con los
gustos estéticos de un descendiente santanderino de linaje hidalgo que se había
educado en París y Roma. (Fig. 6).
Bajo estas coordenadas vitales e intelectuales era difícil que Madrazo pudiera interio-
rizar como propia y destacable una pintura tan extraña a los planteamientos formales
del neoclasicismo en los que se había formado a partir de las categorías propuestas
por Mengs. Si consideraba la pintura del Greco extravagante y le producía reparos
su exposición admirativa, no debería extrañarnos, por tanto, que la pintura virreinal
no le interesara ni quisiera exponerla. De esta manera, coincidía con la indiferencia

JOSÉ MARÍA LASsALLE 31


generalizada que mostraba hacia el arte
americano de la monarquía hispánica
todo el mundo académico de su época.
Como apunta Francisco Montes, hubo
que esperar hasta 1872 para que se
produjera la “publicación del Diálogo
sobre la historia de la pintura mexicana
de José Souto” dentro del Diccionario
Universal de Historia y Geografía (1853-
1856). Con esta iniciativa proveniente
de la academia se desarrolló por prime-
ra vez en nuestra historia bibliográfica
una “aportación fundamentada sobre
esta materia”, aunque no desató una
pasión continuista más allá de trabajos
puntuales que parecían producirse con
cuentagotas.
Una muestra significativa de estos repa-
ros estéticos hacia la pintura virreinal
que señalamos es el tratamiento dis-
pensado al famoso cuadro de Los tres
mulatos de Esmeralda, que forma parte
del patrimonio de la Corona desde su
llegada a España proveniente de Ecua-
dor. Pintado en 1599 por el ecuatoriano
Andrés Sánchez Galque, fue un encargo
del oidor Juan del Barrio Sepúlveda para
Felipe III y aparece mencionado como
obra expuesta en el Inventario del Alcá-
zar de 1666. Continuó colgado en estancias reales hasta que fue llevado al Prado
para su depósito, que no su exposición, en 1819. Desde entonces permaneció en
ese estado hasta ser trasladado a la colección del Museo de América, donde ahora
se expone. Durante el tiempo que permaneció en el Prado nunca fue colgado en sus
paredes, evidenciándose la incompatibilidad estética que se dio en el siglo XIX entre
el gusto de las elites pictóricas y culturales españolas y la pintura virreinal. (Fig. 7).
Alineada con este desdén estético, se encuentra la actitud de Pedro de Madrazo, hijo
de José de Madrazo y director del Museo de Arte Moderno de Madrid y de la Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando. En el libro que escribió en 1884, con
el título de Viaje artístico de tres siglos por las colecciones de cuadros de los reyes
de España, omitió cualquier referencia a las piezas de arte virreinal que constituían
parte del patrimonio privado de la Corona. Dato que no deja de ser significativo en
alguien como Pedro de Madrazo, quien, dada su formación y conocimiento de las
colecciones reales, era consciente de que todos los monarcas españoles habían
acumulado con singular celo estas obras porque a través de ellas podían mostrarse
como soberanos universales debido a su procedencia americana. Un gusto regio
repetido por los Austrias y los Borbones que los sucesivos inventarios referían, así
como la constatación de que las obras estaban expuestas para su contemplación
en los Reales Sitios y en Palacio. Un aprecio que no era exclusivo de la realeza,

32
sino que compartían la nobleza y el estamento religioso que nutrieron de virreyes Fig. 7. Los tres mulatos de Esmeraldas.
Andrés Sánchez Galque, Museo de América/
americanos durante siglos.
Depósito del Museo del Prado. 1599.
Óleo sobre lienzo, 92 x 175 cm.
En esta línea merece recordarse también que las adquisiciones de arte virreinal
hechas por el Estado a través del Museo Nacional de la Trinidad tampoco fueron Páginas siguientes:
visibles, a pesar de permanecer en depósito. Opacidad que se extendió a las que Fig. 8. Conquista y reducción de los indios
infieles de las montañas de Paraca y
estaban en las colecciones reales o expuestas en los Reales Sitios, tal y como
Pantasma. Anónimo, Museo de América/
sucedió con el referido cuadro de los mulatos de Sánchez Galque; al igual que Museo del Prado. 1675 - 1700.
con la Reducción de los indígenas de Paraca y Pantasma, mencionado en la testa- Óleo sobre lienzo, 140,2 x 203,2 cm.

mentaria de Carlos II en el Palacio del Buen Retiro de 1701, o con los veinticuatro
Enconchados de la serie de la conquista de México, expuestos en el Alcázar, luego
en el palacio de La Granja y, después, en el Real Gabinete de Historia Natural,
entre otras muchas obras que han permanecido en el depósito del Museo del
Prado o fueron cedidas al Museo de América o al de Museo de Antropología para
su exhibición. (Fig. 8).
A la vista de todo ello puede concluirse que nunca hubo una disposición favorable
en el Museo del Prado y en el resto de las instituciones culturales de la época a dar
oficialidad a un relato expositivo que ensalzara el legado cultural americano. Esta
actitud persistió y se extendió, incluso, hasta el momento en que el Prado recogió el

JOSÉ MARÍA LASsALLE 33


Fig. 9 La recuperación de Bahía. de Todos los testigo del Museo Nacional de la Trinidad que, abierto en 1838, se inauguró con el
Santos. Juan Bautista Maino. 1634 - 1635.
cometido de ser el “gran libro de nuestra historia”. Pues bien, ninguna de sus páginas
Óleo sobre lienzo, 309 x 381 cm.
Museo del Prado. reflejó las ruinas americanas de la monarquía hispánica durante los años de vida de
la Trinidad. Cosa que tampoco hizo quien heredó este legado historicista vinculado a
la consolidación oficial del Estado liberal. Algo que, como decimos, asumió el Prado
después de la Gloriosa de 1868, que extinguió jurídicamente el Real Patrimonio de
Isabel II y lo fusionó con las colecciones del desaparecido Museo de la Trinidad. Este
hecho se produjo en 1872 al rebautizarse la antigua colección real como el nuevo
Museo Nacional de Pintura y Escultura del Prado.

36
Subrayo esto porque cuando se alcanzó
la posibilidad de materializar la vocación
del Prado de ser un museo histórico que
evidenciase la sensibilidad estética de
nuestros reyes hacia la grandeza de sus
reinos, ello no se llevó a cabo porque la
conexión americana se había perdido por
el camino. Esta situación, que ya había
ocurrido en 1819, se confirmó en 1872,
dando la espalda definitivamente a una
conexión que había sido fundamental en
el diseño de la colección real que tuvo
lugar en tiempos de Felipe IV, cuando
adquirió un propósito político de calado.
El artífice de este propósito fue el conde-
duque de Olivares a través del Salón de Rei-
nos del Palacio del Buen Retiro de Madrid.
Tesis que sostienen Jonathan Brown y Sir
John Elliott en Un palacio para el rey. Para
estos autores, las grandezas que estaban
expuestas en el famoso Salón manifesta-
ban el poder que España atesoraba gracias
a unos reinos americanos que soportaban
el relato imperial de la monarquía hispá-
nica. Por eso, cuando se miraba hacia el
techo se veían los veinticuatro escudos de
los reinos sujetos a la Corona española,
destacándose los del Perú y Nueva España.
Una presencia americana resaltada por
las escenas pictóricas de las batallas que
defendían un imperio universal que iba
desde Flandes e Italia hasta Puerto Rico y
Brasil. De las doce victorias españolas que
se conmemoraban, cuatro eran america-
nas y reafirmaban el vínculo de América
con España frente a los intentos ingleses,
holandeses y franceses de arrebatar a la
monarquía hispánica el soporte principal
de su grandeza. (Fig. 9).
Esta idea de preservación del vínculo americano quedó olvidada cuando se puso en
marcha el Museo del Prado. Un dato que merece destacarse al analizar la estrategia
de renacionalización cultural iniciada en 1819 y clausurada definitivamente en 1872.
Sobre todo porque coincide con el desgajamiento definitivo de los dos hemisferios
sobre los que se fundó la monarquía hispánica desde 1492. Un hecho que impugna la
narrativa del Salón de Reinos, origen del relato patrimonial que acompañó el nacimiento
de la colección real y que, como sabemos también por Brown y Elliott, puso en valor
la figura de Felipe IV como un Hércules que entroncaba con Carlos V. De hecho, fue el
emperador quien introdujo en 1516 su lema personal Plus Ultra en el escudo español,

JOSÉ MARÍA LASsALLE 37


para atribuir la conquista de América como la hazaña de un nuevo Hércules que había
derribado las míticas columnas levantadas en el imaginario de la Antigüedad clásica.
Este olvido que mencionamos debe ponerse en relación con la conexión que, según
Tom Cummins, existía entre la colección real y las primeras manifestaciones de pintura
virreinal elaboradas por indígenas de acuerdo con los patrones pictóricos del retrato
europeo. Esta relación surgió del empeño narrativo de los Habsburgo de ver como
hercúleas las empresas de la dinastía frente a la Reforma protestante, la amenaza
otomana en el Mediterráneo y la propagación de la fe católica en América. Una con-
catenación de hazañas mostradas en la decoración pictórica del Alcázar madrileño,
que hizo que colgaran juntos los cuatro retratos sobre la estirpe de los reyes incas
pintados por indígenas del Cuzco que el virrey Francisco de Toledo regaló a Felipe II,
con los retratos de Carlos V en Mühlberg de Tiziano y el retrato alegórico que este
mismo artista concibió de Felipe II y Lepanto. Para Cummins, este tratamiento parejo
de cuadros peruanos y europeos mostraba sin reparos el propósito de los Austrias de
magnificar la vocación universal de la España que gobernaban. Algo que, además,
evidenciaba de forma explícita la compatibilidad del estilo andino con las convenciones
del gusto europeo. Como resalta dicho autor, “las pinturas encargadas y obsequiadas
por el virrey Toledo a Felipe II no eran curiosidades” ni tampoco “piezas exóticas”; tal
y como avala que Juan Pantoja de la Cruz, al inventariar la colección real a la muerte
de Felipe II, les atribuyera “valor equivalente al de varias otras pinturas de la sala y
sin añadir comentarios”.
Este gusto regio por piezas de procedencia virreinal siguió con los Borbones. Incluso
tras el incendio del Alcázar madrileño de 1734 y la consiguiente destrucción que
produjo de numerosas obras americanas. Prueba de ello fue la creación del Real Ga-
binete de Historia Natural de Carlos III en 1771. Es cierto que se hizo a partir de una
reflexión ilustrada que estimulaba el apetito científico provocado por el Nuevo Conti-
nente respecto a las ciencias naturales o la antropología. Sin embargo, la iniciativa
no se quedaba ahí. Iba más lejos, pues incluía numerosos testimonios artísticos de
procedencia americana, prehispanos y virreinales también.
A pesar del espíritu nacionalizador que acompañó al gobierno de los Borbones en
América, lo cierto es que no dudaron en destacar iconográficamente el peso que
tenía el continente dentro de la monarquía hispánica que administraban. Un fenóme-
no que se relaciona con el interés de representar oficialmente sucesos relativos al
descubrimiento de América y que comienza a mediados del siglo XVIII, como señala
María Luisa Tárraga. La prueba está en la alegoría que pintó Tiépolo en 1764 en el
Salón del Trono del Palacio Real y que tituló La grandeza de la monarquía española.
En el fresco, el pintor veneciano resalta el papel que tenía América para la grandeza
española, no solo a través de la difusión del catolicismo que trajo el descubrimiento
de Colón, sino por favorecer la abundancia comercial de la monarquía. Idea que fue
repetida a manos de Antonio González Velázquez en la bóveda central del cuarto de
la reina, hoy comedor de gala del palacio, bajo el título del Ofrecimiento del Nuevo
Mundo a los Reyes Católicos por Cristóbal Colón. (Fig. 10).
Esta tradición relacionada con la presencia inveterada de América en el coleccionismo
de nuestros reyes, al igual que con el relato inspirador de la monarquía española como Fig. 10. Carlos V en Mülhberg. Tiziano.
Carlos V en la batalla de Mühlberg. 1548.
imperio universal, fue interrumpida con el nacimiento del Prado. Se produjo dentro Óleo sobre lienzo, 335 x 283 cm.
de un proceso de amnesia histórica que se evidenció de manera concluyente cuando Museo del Prado.

JOSÉ MARÍA LASsALLE 39


el museo se transformó, oficialmente a partir de 1872, en el contenedor simbólico
de la identidad histórica de España. A ello se llegó como consecuencia de la política
cultural emprendida con la promoción nacionalista de la Escuela española dentro de
la colección real.
Esta circunstancia, como hemos visto, transformó la pintura seleccionada para ex-
hibirse en un espejo narcisista de nosotros mismos. Algo que se hizo para devolver-
nos la confianza perdida después de la sucesión de colapsos patrios sufridos entre
1823 y 1825 y que en la práctica minó nuestra completitud nacional. Fue entonces
que arrancó el cultivo narcisista de una identidad estrictamente europea en la de-
finición del relato del museo, que se ubicó dentro de una estrategia de reparación
del orgullo que conllevó una combinación de episodios de amnesia y castigo sobre
la otredad americana. Unos y otros guiados y justificados por el ansia de vengar y
castigar la felonía de los virreinatos emancipados. Para los españoles peninsulares
la traición americana merecía ser castigada. Aun a costa, como sucedió, de opacar
la parte más relevante de nuestra historia al despreciar los tres siglos de presencia
española en América.
No olvidemos que el museo se abrió el 19 de noviembre de 1819. En ese momento
se agrupaba en Andalucía el ejército peninsular que, a las órdenes de Félix Calleja,
iba a ser despachado camino de ultramar con el fin de combatir las independencias
y castigar a sus promotores. Este empeño de recuperación americana fue frustrado
poco después por el pronunciamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan el 1 de
enero de 1820. Los veinte mil soldados que iba a ser embarcados camino del virrei-
nato del Río de La Plata cambiaron de destino para forzar a Fernando VII a restaurar
la Constitución de 1812. Un hecho que coincidió con la estrategia de apaciguamiento
y perdón seguida por los liberales nada más llegar al Gobierno y que se tradujo en la
convocatoria de Cortes, y la presencia en ellas de congresistas americanos.
Sin embargo, esta actitud conciliadora duró poco forzada por las noticias de México
y el anuncio a principios de 1821 de su definitiva independencia. La guerra volvió en
ultramar y se agravó la tensión política dentro de España. Esto desató el rencor penin-
sular debido al sentimiento de frustración y vergüenza que provocó entre los liberales
el hecho de sentirse responsables históricos de propiciar una fallida conciliación
transatlántica y de haber sido receptivos a negociar una autonomía americana que no
obtuvo contrapartidas fiables que demostraran que la otra parte también lo deseaba.
Llevados por este fracaso estratégico, los liberales se pusieron del lado de Fernando
VII en su oposición visceral a las independencias. Una decisión que contribuyó al
encono receloso de las elites españolas y el malestar social, que aumentó la sed de
reparar, al menos simbólicamente, el desenlace desastroso que causó la reanudación
de la guerra en ultramar, así como el consiguiente aislamiento de las expectativas
realistas hasta su definitiva agotamiento el 22 de enero de 1826 con la caída de la
fortaleza del Real Felipe en el Callao. Esto sucedió tan solo unos días después de que
se depusiera la resistencia numantina que lideraba Antonio de Quintanilla en Chiloé
el 16 de enero de ese mismo año.
Estas circunstancias debieron pesar en la predisposición al castigo que acompañó
la conformación narcisista del Museo del Prado a la hora de abordar el despliegue y
acrecentamiento de su colección. Ante todo porque es evidente que se evitaron men-
ciones y guiños hacia los gustos estéticos americanos, pese a que España trató por la

40
fuerza de restaurar su poder en las antiguos virreinatos hasta, al menos, 1829. Este
silencio del Prado con respecto a América se hizo especialmente significativo a partir
de la segunda mitad del siglo XIX, cuando el coleccionismo privado reactivó su interés
por el arte americano. Momento que coincidió, precisamente, con un clima favorable
para un cambio de actitud hacia las repúblicas emancipadas, que se manifestó con
los primeros reconocimientos oficiales de los nuevos estados americanos. Algo que
certifican las donaciones de la época y la creación misma del Museo Arqueológico, que
depositó piezas de la colección real que habían permanecido sin exponer en el Prado,
así como las que formaron parte, como señala Paz Bello, de “colecciones y recuerdos
que estaban guardados” en los museos y colecciones privadas, y que afloraron cuando
las circunstancias históricas fueron propicias para ello.
A todo este proceso contribuyó también, como se adelantó más arriba, el gusto academi-
cista de la familia Madrazo, que dominó el Museo del Prado de la mano del patriarca y,
después, de su hijo Federico, que estuvo al frente del museo de 1860 a 1868 y de 1881
a 1894. También influyó el control que tenía la familia sobre una extensa red clientelar
que, desde la dirección del Prado y la influencia que ejercía sobre la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando y el resto de instituciones culturales en las que estaban pre-
sentes sus miembros, manejaba los hilos de la cultura de nuestro país. La extraordinaria
capilaridad de contactos y discípulos que tenían influyó, también, en la conformación de
una elite cultural afín a sus gustos y propicia a la exaltación de una imagen de España
volcada sobre Europa y en diálogo de tú a tú con las principales escuelas pictóricas del
continente. Una elite que estaba en relación estrecha con la del resto del continente y
que, desde los años veinte, favoreció activamente el hecho de que España recuperase
el orgullo nacional de la mano del cuidado de su particular espejo de Narciso.
Es difícil admitir que lo que estamos describiendo no se hubiera producido sin la partici-
pación de los Madrazo. No olvidemos que el éxito del reconocimiento internacional del
arte español en el siglo XIX fue gracias a ellos. Concretamente, a la intensa circulación
de proyectos comunes que urdieron y promovieron junto a las elites europeas. Estos
proyectos alfombraron el camino hacia el ensalzamiento de nuestros pintores, como
lo demuestra el caso francés, que es paradigmático en el poder relacional cosechado
por los Madrazo. En el país vecino, integraron e, incluso, impulsaron y dirigieron una
extensa y tupida ramificación de lo que Mark S. Granovetter denomina la fuerza de
los vínculos. A través de ella, se colocaron en el centro de una maraña de lazos con
intereses estéticos, políticos, académicos y económicos que permitió hegemonizar
durante décadas el desarrollo incipiente de un mercado del arte donde el prestigio
de los autores estaba relacionado subjetivamente con su reconocimiento oficial a
través de la visibilidad que les otorgaba estar expuestos en museos como el Louvre,
la National Gallery, los Uffici o el Prado.
Con lo dicho hasta aquí, no pretendo trasladar la responsabilidad de la decisión de que
América estuviera fuera del relato del Prado a sus dos principales directores decimonó-
nicos. Tan solo constato que la familia Madrazo fue al siglo XIX español lo que Malraux
para la segunda mitad del siglo XX francés. No olvidemos que estuvieron al frente de
una red clientelar de contactos que nutrieron al Estado liberal de las herramientas
estéticas que necesitaba para imaginar la nación después de su implosión definitiva
en 1823 y 1825. Algo a lo que tuvo que contribuir quienes dirigían el Prado, pues
seleccionaban qué obras se exponían y cuáles no. Esta selección abrillantó, revisión
tras revisión, el canon eurocentrista que fue saliendo de lo expuesto en el museo. Que

JOSÉ MARÍA LASsALLE 41


no estuviese nunca el arte virreinal y que
se escondieran las referencias america-
nas en las paredes de la pinacoteca, no
pudo ser casual. Como tampoco que sus
piezas se desviaran, cuando finalmente
emergieron a la superficie de su visibilidad
oficial, hacia museos, digamos secunda-
rios, que primaban relatos antropológicos
y científicos sobre otros estéticos o his-
tóricos. Como sucedía con los famosos
Enconchados de la conquista de México
que, después de estar en el Alcázar, el
palacio de La Granja de San Ildefonso y el
Real Gabinete de Historia Natural, fueron
depositados por el Prado en el Museo
Arqueológico en 1873. (Fig. 12).
Ello no se debe a un olvido o una simple
diferencia de gusto estético, especialmen-
te entre los políticos liberales. Máxime
cuando sabemos que la sombra del cas-
tigo hacia la otredad americana era real y
nacía de un despecho colectivo que seguía
supurando recelos y rencor. Hasta el punto
de que nadie discutió que se diera por
supuesta la minusvaloración artística de lo
que significaron los virreinatos dentro de la
conformación de la personalidad colectiva
de lo que había sido la monarquía hispáni-
ca durante tres siglos de historia. Aquellos,
precisamente, en los que España se vivió
a sí misma como un imperio universal y
cuando alcanzó sus cuotas más altas de
grandeza histórica.
Un ejemplo de esta contradicción es la
pintura de historia desarrollada en el siglo
XIX. Una contradicción que solo puede
explicarse si hacemos nuestra la lógica
narcisista que cultivó el nacionalismo
español al propulsar la Escuela española
que prestigiaría a nuestro país en los
salones de Europa. Aquí, sin embargo,
el proceso operó más hacia dentro de la
propia sociedad española. No hay que
olvidar que nuestro nacionalismo pictórico
dio forma, por medio de imágenes, a la
fuerza emotiva que el Estado desplegó en
aquellos años.

42
Así lo explica Tomás Pérez Vejo al resaltar la influencia que ejerció la vida artística
que promocionaban los agentes culturales del Estado. Estos elegían las obras que
se colgaban en los museos de referencia, las que se premiaban en las exposiciones
nacionales de Bellas Artes y las que se adquirían en nombre de un Gobierno que era
el único cliente de la pintura de historia de la época. Hecho este de enorme signifi-
cación clientelar, ya que seleccionaba la elite pictórica del país y controlaba cuáles
eran sus gustos. También hay que tener en cuenta que el Estado hegemonizaba con
premios, compras, temáticas y argumentos los ejes centrales del discurso nacional
que salía a la luz pública de acuerdo con sus intereses políticos. Por tanto, influía
en quién estaba dentro o fuera del circuito de agentes culturales que contribuían
con sus obras a ello.
La iconografía decimonónica desarrollada al servicio de la reinvención del imaginario
colectivo, a través de la temática de los cuadros oficializados, sintonizó con la hipótesis
que manejamos. El peso que tuvieron los temas de impronta americana se minusvaloró.
Más allá de los relacionados con el descubrimiento y, en particular, con la figura de
Colón, prevaleció la trascendencia histórica de la Antigüedad hispanorromana, la época
medieval, la España de los Reyes Católicos o las campañas en Italia o Flandes, por citar
algunos sucesos que fueron relevantes en la vertiente historicista que mencionamos.
Siguiendo a Pérez Vejo, el protagonismo estuvo en la Guerra de la Independencia, que
actuó como el mito fundacional de la nación decimonónica y que convivió, de igual a
igual, con el nacimiento original de España con los Reyes Católicos. La combinación
de ambos mitos favoreció una identificación genealógica de nuestros antepasados
en dichos nacimientos, lo que además permitió definir una trazabilidad basada en la
lealtad sobre quiénes eran los verdaderos españoles. De ello se desprendió una nómina
que incluía a aquellos que “lucharon contra Roma; los españoles romanos, gloria del
cristianismo y de la cultura clásica; y, por supuesto, los españoles de la Edad Media
que reconquistaron el territorio nacional a los invasores sarracenos”.
En este proceso de historización nacionalista se vivió también la gloria y decadencia es-
pañola bajo los Austrias, aunque, en relación con lo primero, destacaron aisladamente
las conquistas de México y el Perú, así como el descubrimiento del Pacífico. Sobre el
resto de los siglos de la presencia en América, nada, un tupido telón. Igual en lo que
concierne a los hechos vinculados a las emancipaciones americanas, omitidos de la
iconografía a pesar de que muchos de los peninsulares que combatieron en ellas fueron,
luego, importantes líderes políticos en España. Me refiero, en concreto, a los famosos
“ayacuchos” que constituyeron el círculo de confianza de Espartero. Todos eran altos
mandos militares que desarrollaron su carrera en la milicia durante las guerras de la
independencia americana y que mantuvieron entre ellos relaciones clientelares y de
lealtad liberal durante sus enfrentamientos con los carlistas y los moderados. Quizá
esta clave de fidelidad a códigos de honor basados en la lealtad entre excombatientes
realistas con puestos de responsabilidad en los gobiernos de la Regencia pudo haber
contribuido, discretamente, a esta sintomática omisión. Sobre todo porque, curiosa-
mente, fuera de la Guerra de la Independencia, “el siglo XIX se ve convertido en una
serie de episodios inconexos sin un discurso definido, campañas militares en África y
Filipinas, en las que se pueden ver vagas referencias a la tradición imperial”.
Fig. 12 Conquista de México. Visita de Hernán
Este silenciamiento americano fue de la mano de una representación indirecta de Cortés a Moctezuma. Juan y Miguel González.
1698. Enconchado, Óleo sobre lienzo sobre
América a través de sus aborígenes y nunca de los criollos dirigentes. Estos quedaron tabla, tabla, 97 x 53 cm, Museo de América/
excluidos de ella como si nunca hubieran sido tenidos por verdaderos españoles. Una Depósito del Museo del Prado

JOSÉ MARÍA LASsALLE 43


figuración que, por otro lado, dispensaba a los indígenas un tratamiento subordinado
que, en palabras de Carlos Reyero, les atribuía un estatus de pasividad y exotismo que
los mostraba siempre como “vencidos y víctimas”. Con todo, existen diferencias eviden-
tes con relación a lo que el judío o el musulmán significaron en la pintura histórica del
siglo XIX, pues, el primero fue omitido, sin más, y el segundo humillado. Según Pérez
Vejo, la otredad islámica solo es visible cuando se enfrenta “con los cristianos como
la no-España, el enemigo secular contra el que esta se ha construido”.
En esta labor de educación sentimental de la nación que analizamos está claro que
el arrinconamiento de la otredad criolla fue una forma de castigo que restó comple-
jidad y coherencia a la cultura española que se quería fomentar. Un castigo que se
tradujo en una ausencia significativa en la reconstrucción del imaginario nacional y
que coincidió con una sobrevaloración ortodoxa de la identidad española a partir de
la imagen que se desprendía del poder de la Corona y la Escuela española. Algo que,
como sabemos por Renan, es trascendental para configurar el capital simbólico sobre
el que se desarrollan los activos culturales de una sociedad, donde tan importante
es lo que se recuerda como lo que se quiere olvidar. Prueba de ello es, en nuestra
opinión, lo sucedido con América o lo que, más tarde, pasó también con Filipinas, cuya
huella pictórica fue deliberadamente purgada del Museo del Prado y del conjunto de
las colecciones españolas tras el desastre de 1898.
Tanto se esperó en reparar el desencuentro con el arte virreinal y el legado cultural
americano que tuvo que ser la dictadura franquista la que restableciera la conexión
perdida con América al incorporarla, por fin, a nuestra memoria oficializada, desde 1941.
Lo hizo a través de la creación del Museo de América, aunque a partir del proyecto
que había intentado la Segunda República en 1937. Sin embargo, fue el franquismo
el que promovió la construcción del museo y el que lo dotó de un relato neoimperial
y de propagación de la fe católica que, en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX,
sintonizaba con muchas de las manifestaciones artísticas que expresaban una resigni-
ficación de la imagen de España a través de sus glorias nacionales e imperiales. Entre
las primeras, el descubrimiento y, entre las segundas, la conquista y la evangelización
del continente americano.
La creación del Museo Arqueológico en 1867 logró aflorar tempranamente una par-
te ínfima de la huella americana, lo mismo que ocho años después llevó a cabo el
Museo Nacional de Antropología. Pero estos proyectos se afrontaron dentro de una
marginalidad discursiva que no reparaba la existencia, como apunta Gemma María
Muñoz, de “un paréntesis en lo relacionado con el coleccionismo americano” hasta la
Exposición del IV Centenario del Descubrimiento en 1892. Un fenómeno que también
tuvo episodios pintorescos, como el que puso en marcha el Duque de Montpensier,
quien, en medio de sus aspiraciones al trono español, reunió una colección de objetos
mexicanos en su palacio de Castilleja de la Cuesta, que había comprado y reedificado
en 1854, pues era el lugar donde había fallecido Hernán Cortés en 1547.
En cualquier caso, que en la segunda mitad del siglo XIX no se quisiera reparar la
marginación americana que hemos analizado, sigue siendo un obstáculo narrativo a
la hora de comprender las razones que llevaron a nuestras autoridades a manifestar
tamaña insensibilidad. Máxime cuando en 1872, al convertirse el Prado en museo
nacional, se dio la coyuntura propicia, como sabemos, para remediarlo. De hecho, uno
de los políticos más relevantes del momento, Emilio Castelar, lideraba entonces un

44
entendimiento profundo entre España y América, que provocó el interés y el apoyo de
importantes sectores de la intelectualidad latinoamericana. Además, la Real Academia
Española estaba promoviendo la americanización del español con medidas que querían
salvaguardar, tal y como había reclamado Andrés Bello, la unidad global del castellano.
Esta sensibilidad panamericana favoreció la creación de academias en Ecuador, México,
El Salvador, Venezuela, Chile y Perú, que fueron correspondientes de la española. Sin
embargo, el Prado se mantuvo ajeno a estas iniciativas y persistió en negar cualquier
rectificación dentro de la promoción de su canon europeísta. Probablemente porque la
institución se encontraba cómodamente instalada en su inercia, así como en el diseño
y los propósitos que la habían fundado dentro de un nacionalismo que simplificaba la
complejidad cultural del Estado y lo homogeneizaba alrededor del discurso hegemónico
de una Escuela española que no dejaba de prestigiarse día a día, tanto hacia dentro
como hacia fuera, gracias al éxito de su reconocimiento.
Hubo que esperar más de un siglo para que fuera apreciada en el Prado la existencia
de vínculos de ida y vuelta entre España y la pintura virreinal, certificándose que afec-
taba también a las raíces culturales de la Escuela española. Primero fue la exposición
“Pintura de los reinos. Identidades compartidas en el mundo hispánico”, que comisarió
Jonathan Brown en 2010-2011. Luego, “Tornaviaje. Arte iberoamericano en España”,
que impulsó Rafael López Guzmán con la asistencia de Jaime Cuadriello y Pablo F.
Amador, en 2021-2022. Ambas iniciativas sirvieron para constatar algo que estaba
ahí y sobre lo que nadie hablaba: el inexplicable vacío americano que aloja en su seno
el Museo del Prado. Un agujero que debe ser rellenado con aportaciones virreinales,
al tiempo que hemos de afrontar con detalle y profundidad los motivos históricos y
culturales que propiciaron el eurocentrismo que, según Francisco Montes o Felipe Solís,
se impuso en nuestra sociedad al relacionarnos con América. Una actitud desdeñosa
hacia algo que nos enriquece como cultura porque forma parte de lo que hemos sido
y, por tanto, somos al entrar en el siglo XXI.
Determinar si el Prado fue víctima o victimario es otra de las asignaturas pendientes
de estudio. Sobre todo si queremos sanar una aproximación peninsular al fenómeno
iberoamericano que lastra nuestra capacidad de comunicación política con él. Espe-
cialmente cuando la americanización cultural de España se hace más necesaria que
nunca debido a la presencia entre nosotros de una comunidad iberoamericana cada
vez más numerosa e influyente, que siente nuestro país como su casa. Si queremos
protegernos del provincianismo chovinista de discursos políticos que afloran alrededor
de la idea de hispanidad y que quieren retrotraernos a los imaginarios de la dictadura
franquista y su exaltación imperialista de la conquista y la evangelización, debemos
incorporar a nuestro capital simbólico la huella americana que está en nuestra cultura.
Este esfuerzo de americanización ha de romper con el legado del nacionalcatolicismo
y con las dinámicas supremacistas que siguen latentes de forma absurda en la men-
talidad identitaria de España.
Un propósito que debe comenzar, precisamente, dentro de las paredes del Prado, para
ayudarnos a superar la alicorta visión europea del tornaviaje iberoamericano. De esta
manera se reivindicaría estéticamente cómo España cambió América dentro de un
complejo fenómeno histórico que debe seguir siendo revisitado críticamente y cómo
América cambió España a través de un proceso muy parecido. Algo que sería bueno
que fuera asumido positivamente desde América también, pues, gracias a la incor-

JOSÉ MARÍA LASsALLE 45


46
poración de las miradas americanas que acompañaron el tornaviaje a la península,
España profundizó en sus raíces mediterráneas, desbordando a través de un proceso
de hibridación cultural transoceánico los significantes mestizos de nuestros orígenes
cristianos, judíos y musulmanes. Reflexión que supo hacer suya con nitidez ejemplar
el exilio intelectual republicano que encontró refugio en América.
La prueba de todo este extraño y fascinante trasiego de ida y vuelta que comentamos
fue la compleja e inaprensible naturaleza de lo que vino en llamarse la monarquía
hispánica. Un espacio de nuestra memoria colectiva compartida del que podría dar
testimonio el Prado como heredero directo de la colección real. Una empresa que
desde 1819 está todavía pendiente de emprender.
Urge, por tanto, revisitar estas miradas hibridadas, de ida y vuelta, resignificarlas
institucionalmente con una transformación paulatina del museo que evidencie colec-
tivamente cómo América nos enseñó a ver y pensar el mundo de otra manera. En este
sentido, americanizar el Museo del Prado habría de consistir en traer a sus salas de
forma permanente el aliento virreinal de los que fueron llamados “los Apeles india-
nos”. Una apuesta que mezclara el canon del Prado. Que le sacara de sus purismos
academicistas para sumar las texturas pictóricas de los autores indígenas, criollos y
mestizos que forjaron con sus pinceles un carácter americano en el que confluye una
percepción de lo bello surgida del cruce de sensibilidades europeas, africanas, indíge-
nas y asiáticas dentro de lo que fue la monarquía hispana. Una aproximación estética
desde otro lugar que nos ayude a romper el espejo de Narciso para ofrecer un prisma
globalizador que nos haga vibrar, intensificar y sacar de su sitio el canon europeo que
reverencia, todavía, el museo. En fin, una decisión que ha de ser tan política como la
que sacó a América de sus salas y que, en vez de basarse en el orgullo y el castigo, se
funda ahora en el amor y la admiración.
Solo así podremos mirarnos a nosotros mismos a través de Baltasar Echave Orio,
Cristóbal de Villalpando, Miguel de Santiago, Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos,
Melchor Pérez Holguín o Diego Quispe Tito, entre otros. Sería tan aleccionador como
necesario, pues, aunque el Prado siguiera pensando que puede prescindir del aliento
pictórico virreinal, los españoles, no. Bastaría para ello recordar lo que decía Luis Díez
del Corral cuando sugería que la extrañeza que a muchos europeos les produce la
manera de ser española, no se debe a que África comience en los Pirineos, sino a que
el aliento de América llega hasta nosotros. (Fig. 13).
Ojalá que este aliento vuelva a concienciarnos a los españoles de la importancia de la
memoria artística que tenemos al alcance y que muy pronto sea reconocida por la puerta
grande que se merece porque es, también, nuestra. Quizá a través de ella podríamos
salir del laberinto peninsular en el que seguimos encerrados y evitar, además, que
podamos quedarnos atrapado en otro aún más grande si Europa renuncia a ser lo que
ha sido hasta ahora. Si diéramos el paso de americanizarnos simbólicamente a través
del Prado, comprenderíamos que en América continúa estando nuestra completitud
y el espejo más idóneo en el que, a pesar de sus contradicciones y tensiones, mejor
podemos reflejarnos como nación.

Fig. 13 Nuestra Señora del Rosario de


Pomata. Anónimo. Monasterio de Santa Clara.
Ayacucho.

JOSÉ MARÍA LASsALLE 47


Ramón Mujica Pinilla

¿Copias u originales?
La geografía de la exclusión en las dinámicas culturales
entre el grabado europeo y la pintura
virreinal peruana

D
esde la década de 1950 se viene demostrando la indiscutible influencia que ejerció el
grabado europeo (flamenco, francés, alemán, italiano y español) en la pintura virrei-
nal peruana. La estampa sobre papel –impresa en un material liviano, económico y
transportable– fue el gran detonador cultural que logró transformar la cultura visual de
la América hispana. Devino en el instrumento fundamental mediante el cual se difun-
dieron los modelos visuales, las narrativas iconográficas y las convenciones artísticas
de la metrópolis. Sus composiciones sirvieron de base para innumerables pinturas,
esculturas e incluso para el diseño de fachadas, ornamentos arquitectónicos, retablos
y repertorios figurativos en azulejos de iglesias y conventos. En la serie dieciochesca
quiteña de Laureano Dávila dedicada a la vida de santa Rosa de Lima, figura la santa
criolla con su madre y María de Uzátegui en la sala de su casa y tras ellas, enmarcados
sobre la pared, diez grabados del burilador belga Cornelis Galle (1576-1650) (Fig. 1).
Pero, tal como ha puntualizado Jorge Alberto Manrique, la historia de la traslación de
la cultura occidental a América transmitida por intermedio de esta “portátil Europa”
–según la feliz metáfora del jesuita español Baltazar Gracián (1601-1658)– aún queda
por escribirse. Falta establecer ahora los matices y deslindes diferenciales entre los
modelos “originales” y sus “copias” americanas. Al pasar a un nuevo territorio habita-
Fig. 1. Santa Rosa ante los inquisidores, do por una población multiétnica y plurilingüística, los grabados europeos quedaron
circa 1750. Laureano Dávila. Óleo sobre
lienzo. Convento de las dominicas de Santa “transformados” al ser adaptados y asimilados a los nuevos entornos culturales de
Rosa de Lima, Santiago de Chile. una sociedad naciente y en formación.1

49
El historiador japonés Hiroshige Okada ha problematizado alguno de estos “matices”
andinos de interpretación con un estudio de caso (Figs. 2 y 3). En 1781, el curaca
Agustín Siñani mandó decorar con pinturas murales la iglesia de Carabuco, ubicada
en un pueblo indígena al borde del lago Titicaca. En clave comparativa, dos pinturas
establecían una analogía entre la conversión al cristianismo del emperador Constan-
tino el Grande y el bautismo del propio cacique Siñani en el Alto Perú. Para ratificar su
ortodoxia doctrinal, este último hizo pintar en el coro alto de la iglesia el emblema del
“compás de oro”, flanqueado por Hércules y Apolo, y con la inscripción Laborare et
Constancia. Se trataba de un diseño creado por Rubens como marca comercial para la
Officina Plantiniana en Amberes, la imprenta de grabados más importante de Europa.
En 1571, Felipe II había nombrado a Plantin como prototypographus regius, encargán-

50
dole el monopolio de la producción y venta de los misales, breviarios y libros de horas
dentro de los territorios de la monarquía española.2 Según Okada, para entender el
significado político-religioso que adquirió este símbolo en Carabuco, no es suficiente
tener identificado el logo de la imprenta Plantin. En la parte baja del mismo mural, están
pintadas dos figuras adicionales de santos, san Jorge y san Miguel Arcángel, ambos Fig. 2. Decoración pictórica del coro alto.
sometiendo con su lanza y espada al demonio o dragón infernal. Así, el “compás de Detalle del compás dorado entre Hércules
y Apolo, 1763-1781. Anónimo. Iglesia de
oro” de Rubens le sirvió al “inca” converso del Titicaca de bandera imperial católica Carabuco, La Paz.
en su lucha contra la idolatría indígena.3 Puesto de otro modo, mediante su bautismo,
el Inca quedó sometido a la autoridad superior de la Iglesia y de la Corona española, Fig. 3. Labore et constantia. Jan Christoffel
Jegher (1618-1667). Xilografía. British
pero no por ello dejó de ser un aristócrata nativo ni perdió su identidad o la memoria Museum. © The Trustees of the British
de su propio pasado histórico y dinástico. Museum.

Ramón MUJICA PINILLA 51


La lectura americana de la imagen visual
Aquí se aplica la crítica “postcolonialista” del teórico hindú Homi K. Bhabha relativa
a la “ambivalencia del discurso colonial”. Tras el triunfo avasallador de una cultura
dominante impuesta, el sujeto vencido negocia su identidad alterna mediante un “mi-
metismo” estratégico que se apropia y asume como propios los símbolos del poder
político y religioso del vencedor. Sin embargo, al autodefinirse como un sujeto subalter-
no, claramente diferenciado y no plenamente asimilado a la cultura del conquistador,
su alteridad étnica sirve para visibilizar una cultura nativa latente y potencialmente
amenazante.4
El cronista indígena Guaman Poma de
Ayala (circa, 1535-1615), por su parte,
utilizó convenciones iconográficas salidas
de grabados europeos del siglo XV en mu-
chos de sus dibujos realizados a finales
del siglo XVI. Ya sean sus representaciones
del Génesis, su autorretrato entregándole
su crónica al rey Felipe III o la captura del
Inca Túpac Amaru, o los castigos corpora-
les perpetrados por los españoles contra
los indígenas conversos, todos recogen
fórmulas visuales ya establecidas. El
cronista las modificaba para contextuali-
zar a Adán y Eva en las áridas montañas
andinas, para representar la captura del
Inca Túpac Amaru como si se tratara de
un Ecce Homo o Varón de los Dolores
–con soga al cuello incluida–, o el indio
injuriado como un nuevo mártir cristiano
injustamente flagelado (Figs. 4 y 5). Con el
fin de conmover a Su Majestad Católica y
convencerlo de la veracidad testimonial de
sus denuncias, Guaman Poma empleó en
sus dibujos un vocabulario visual narrativo
y moralizador cristiano.5
Durante el virreinato, las referencias
visuales tomadas de grabados europeos
se filtraron en los lugares más insos-
pechados. En 1985 los historiadores
bolivianos Teresa Gisbert y José de Mesa
descubrieron que la serie pictórica del
Corpus Christi, producida para la parro-
quia de Santa Ana del Cuzco entre 1675
y 1680, tenía elementos provenientes de
grabados. Esto debió parecerles inverosí-
mil, pues se trataba del testimonio visual
del Cuzco barroco más importante de la

52
pintura sur andina. Representa sobre carros alegóricos a
los santos patronos de las ocho parroquias de indios de
aquella ciudad. Cada uno de estos está presidido por incas
nobles ataviados con tocados imperiales y trajes festivos
híbridos o transculturados. El aparente “estatismo” arcai-
zante de las composiciones pictóricas se debía a que las
carrozas representadas –con ruedas, pero sin que nadie
las movilizara– eran copias extrapoladas e idénticas a las
que desfilaron en Valencia (España) para las fiestas de la
Inmaculada Concepción en 1662, adaptadas a una pro-
cesión imaginaria en la ciudad imperial de los incas. Esta
iconografía fue tomada de un libro de estampas publicado
por Juan Bautista Balda en 1663.6 Según la aguda histo-
riadora norteamericana Carolyn Dean, el carácter “ficticio”
de esta narrativa pictórica ponía en evidencia cómo el
“mimetismo” estético virreinal llevó a los pintores nativos
del Cuzco a “construir” narrativas visuales “originales”,
diseñadas para representar a la aristocracia inca como
la mediadora cultural entre las autoridades españolas del
Perú y su población indígena.7
En otras palabras, una cosa era el grabado europeo y otra,
muy distinta, su aplicación y uso americano. Esto se corro-
bora con el manual militar Ejercicio para las armas (1607)
de Jacob de Gheyn, que sirvió de base para tipificar las
posturas físicas que asumen los arcángeles arcabuceros
en la pintura virreinal sur andina. Un grabado didáctico
que instruye cómo manejar un arma de fuego –encender,
apuntar y disparar– no es lo mismo que el denso imagi-
nario barroco político-religioso que pinta a sus milicias
celestiales marianas ataviadas con lujosos uniformes de
gala para custodiar al reino del Perú, heredero del trono
de los incas. Aunque las pinturas andinas se apoyaban
en los grabados, sus referentes iconológicos estaban
matizados por otras tres fuentes no menos importantes
para su resignificación iconográfica: la fiesta, las crónicas
de Indias y el sermón. El personaje festivo del ángel militar
alado ya desfilaba por las calles de Sevilla y del Cuzco a finales del siglo XVII, pero Fig. 4. Ecce Homo, 1512. Grabado. Alberto
Durero. Rijksmuseum.
representarlo con un arcabuz análogo al de los conquistadores o viracochas españoles
le dio un tenor mesiánico y providencialista asociado con la lectura garcilacista de la Fig. 5. El triste Amaro/ Loiola. Fol. 50v.
conquista del Perú.8 Martín de Murúa. Historia del origen
y genaologia real de los reyes yngas del Piru
Lo mismo puede decirse sobre la iconografía de la genealogía de los incas. El virrey de sus hechos, costumbres, trajes y manera
Toledo fue el primero en hacer pintar una de estas series en 1572. Luego, a lo largo de gouierno, 1590. Colección Sean Galvin.
del siglo XVII, durante las fiestas públicas, se representaron en carros alegóricos a los
antiguos reyes incas del Perú, sentados junto a los reyes de España como sus únicos
sucesores dinásticos legítimos. Con ello la representación festiva se adelantaba a la ico-
nografía aparecida hacia 1725 del criollo limeño Alonso de la Cueva (1684-1754), que
fue difundida en otro grabado con el mismo tema del español Juan Bernabé Palomino

Ramón MUJICA PINILLA 53


Fig. 6. Virgen-cerro. Detalle. Siglo XVIII. (1692-1777). Igual sucede con la iconografía sui generis potosina de la Virgen-Cerro,
Anónimo potosíno. Óleo sobre lienzo.
emblema criollo por excelencia de riqueza material y espiritual. Esta “dialogaba” y formó
Museo Casa de la Moneda, Potosí.
parte de otras personificaciones del Cerro Rico que desfilaron en carros festivos por
Fig. 7. Nótese al Cerro Rico de Potosí sobre Lima y Potosí. Según la célebre pintura narrativa de Holguín realizada en 1716 para
un carro alegórico en el desfile. Va presidido
inmortalizar el ingreso del virrey Morcillo a esta última ciudad, el Cerro Rico desfiló sobre
por las Sibilas a caballo y seguido por un actor
ataviado de inca siendo trasladado sobre una un carro triunfal presidido por las sibilas a caballo (Fig. 6). A través de parlamentos
litera. Detalle. Entrada triunfal a Potosí del recitados por actores se le informaba al nuevo virrey cuál era su significado simbólico
virrey-arzobispo fray Diego Morcillo Rubio de
Auñón, 1716. Melchor Pérez de Holguín. Óleo
y la relación de Potosí con la metrópolis. En las pinturas alegóricas de la Virgen Cerro
sobre lienzo. Museo de América. de Potosi –coronada por la Santisima Trinidad y representada entre las columnas de
Hercules– se exalta al territorio y la geografía americana como sostén providencialista
de la monarquía hispana en Indias.
Otro gran tópico iconográfico virreinal es la “defensa de la eucaristía” asociada con las
festividades del Corpus Christi. Existen grabados europeos donde se muestra al rey
Felipe IV, espada en mano, haciendo el ademán de proteger a la eucaristía colocada
sobre una columna. Pero las variantes iconográficas virreinales donde aparece el “moro
infiel” intentando derribar la custodia con cintas de seda, más parecen el tópico de una
escultura efímera o una escenificación dramatizada realizada durante el Corpus Christi

54
andino que la copia fiel de una estampa. Es decir, los aportes visuales proporcionados
por la cultura festiva explican algunas de las diferencias entre el grabado europeo y
la pintura sur andina. (Fig. 7)
Hay otras fuentes referenciales menos explícitas. La iconografía política de santa Rosa
de Lima como “defensora de la eucaristía” –sosteniendo la custodia y en compañía
del rey de España– no deriva de sus hagiografías piadosas (Fig. 8). La fuente es el
Poema Heroyco (1711) a la santa limeña escrito por Luis Antonio de Oviedo y Herre-
ra, el conde de la Granja (1636-1717). Fue él quien hizo de santa Rosa el emblema
político criollo de la monarquía hispana en Indias. Al enterarse que el pirata holandés
Joris van Spilbergen había llegado al Callao en 1615 amenazando con destruir las
iglesias de Lima, santa Rosa profesó que ella daría su vida antes que permitir que los
herejes calvinistas se atreviesen a profanar el cuerpo de su Divino Esposo en el altar.
Por ello, el conde de la Granja la describe como una nueva santa Clara de Asís que
encabezaba heroicamente a un ejército de mujeres piadosas americanas contra los
enemigos del Imperio español: “Rosa en pie a la defensa se prepara/ de la Custodia,
a cuyo Culto exorta,/ […] al Femenil Exercito conforta:[…] piensa de la Custodia hazer
Sagrario,/ su invicta Diestra defendida en ella,/ hasta rendir el brazo en sangre tinto,/

Ramón MUJICA PINILLA 55


emulando el de Clara, y de Jacintho”. Rosa
era la santa que redimiría la “tempestad”
espiritual por la que atravesaba el sur y
norte de Europa, donde había “un hereje,
y otro en cada hoja”.9
Si a ello le sumamos que los predicadores
indianos reinterpretaron desde el púlpito la
abundante pintura religiosa reunida en los
templos, queda en claro que las imágenes
tenían contenidos y discursos cambiantes.
De esta interrelación entre los lugares y
las imágenes visuales nacían los cambios
iconográficos, o nuevas lecturas y conteni-
dos de los imaginarios virreinales. Gracias
a sus célebres sermones, el predicador
cuzqueño Juan de Espinosa Medrano (m.
1688) logró modificar el significado de la
sirena en el arte virreinal. Transformó a la
sirena pecaminosa y carnal que aparece
grabada en los Emblemas morales (Ma-
drid, 1610) de Sebastián de Covarrubias
en un icono de María la Virgen, la “sirena
de los serafines”. Después que el Verbo
Divino se encarnó en el vientre virginal
de María –decía Espinosa Medrano–, su
canto armónico permeó las profundidades
del cosmos e hizo girar las ruedas del
universo. Esta relectura de María en clave
cosmológica salida del Timeo de Platón
explica la presencia de sirenas en las cú-
pulas de algunas iglesias altoperuanas. Tal
fue el caso de la iglesia de San Lorenzo en
Potosí o el del púlpito de la iglesia jesuita
en San Miguel de Chiquitos, Santa Cruz,
Bolivia. A ello debe aludir también la perla
mariana en forma de sirena al pie de la
custodia, con piedras preciosas y en forma
de sol, conservada en el convento de la
Fig. 8. Santa Rosa de Lima y la defensa Merced del Cuzco (Fig. 9). El artífice andino hizo con la iconografía cristiana y clásica
de la Eucaristía, 1670-1700. Anónimo
lo que Garcilaso de la Vega logró en el campo de la literatura: se apropió de ella para
cuzqueño. Óleo sobre lienzo.
Colección Priet-Gaudibert. construir una “fábula renacentista” que reinventaba la memoria histórica y mítica de
los incas, adecuada al pensamiento neoplatónico de la cultura europea.10
Fig. 9. Custodia de oro donde figura
una perla en forma de sirena mariana.
Anónimo. Iglesia de la Merced. ¿Copias u originales?
S. Finales XVII. Cusco.
Esta “relectura” andina de la imagen grabada europea está ausente en la influyente
historiografía eurocéntrica del alemán Erwin Walter Palm (1910-1988). Para este
investigador el arte virreinal se movía dentro de un régimen de la réplica y de la cultura

56
de la copia. Su tendencia mimética expresaba la condición “colonial” y periférica de su
arte; era receptora y dependiente de los centros de influencia y creación metropolita-
nos. “Es provincia –aseguraba– todo lo que en la evolución de las ideas no marcha a
la cabeza de su tiempo”. Según Palm, los “artistas” del Perú en los lejanos territorios
hispanos de ultramar estaban condenados a repetir con retardo y deficiencia técnica
los modelos “originales” europeos, pues su cultura local era esencialmente pasiva.
No estaba solo en este parecer. Su contemporáneo, el español Martín Soria (1911-
1961), consideraba que el uso generalizado del grabado europeo convertía a la pintura
peruana en una “hija provinciana” –una versión popular indígena y rústica– de
la escuela de pintura barroca española. Así explicaba el anonimato de tantos
lienzos cuzqueños. Basados en la imitación servil de las estampas, su pintura
era un arte del “pueblo y para el pueblo”, eran lienzos de indios y mestizos para
las “clases populares”. Por ello le resultaba un tanto irónico que en 1666 el
pintor cuzqueño Marcos de Rivera firmara un cuadro de gran formato para
el convento de la Merced en Cuzco, cuando se trataba de la réplica pictórica
de una estampa del grabador francés Claude Mellan (1598-1688). La obra, que
representaba a san Pedro Nolasco trasladado a la gloria por un grupo de ánge-
les, era idéntica al grabado. Firmar un cuadro como este –afirmaba– solo podía
dignificar “el orgullo de los conquistadores y de sus descendientes, e irónicamente
[el nombre de Marcos de Rivera] es lo principal que estos cuadros tienen de rasgo
individual”.11 Para Soria el resto del cuadro era una mera réplica del original. Carecía
de valor y autenticidad real, pues se limitaba a reproducir una “invención” (inventio)
europea.
En este contexto, es importante distinguir entre una “copia” virreinal y una “falsificación”
moderna. La primera era una práctica barroca amparada en una teoría estética que
estimulaba la repetición continua de tópicos y modelos clásicos. La segunda noción

Raa mó
m ó n M U JICA PINILLA
món 57
–la falsificación– era un engaño premeditado ideado por un pintor embaucador que
tenía la intención expresa de suplantar una pieza única y original por otra falsa. Este
no fue el caso de los “copistas” barrocos. Aaron M. Hyman, en un trabajo reciente
sobre la “lógica de la copia”, argumenta que en el Cuzco cada copia podía ser con-
cebida como un “nuevo original”.12 Una vez globalizada la composición grabada, se
producía implícitamente la “muerte del inventor”, pues, al trasladarse la iconografía
de la estampa a la pintura, el lienzo terminaba siendo firmado por el pintor. La “copia”
americana –en otras palabras– incluía “posibilidades creativas” que ni Palm ni Soria
intuyeron. Las pinturas emulaban los grabados, se apropiaban de estos y los recons-
truían, llegando en algunos casos a una “negociación simbólica” que abiertamente
modificaba su sentido originario o que incluso lo subvertía.13 ¿Qué sucedía cuando
se alteraba el significado y la intención de una composición grabada? ¿Se trataba de
la misma obra o de una nueva y distinta? ¿Persistía tras ello la polarización que en-
frenta un “original” con su “copia”, o es que la “copia” terminaba transformada en un
“original” que ampliaba, intervenía y densificaba los alcances iconográficos, dejando
atrás la autoría monopolizadora de su creador primigenio? Además, en estos casos,
¿no tenían las “copias” su propia historia? ¿No eran estas pinturas las que difundían,
renovaban y alteraban el mensaje iconográfico del grabado llevándolo a otras latitudes
geográficas? La noción barroca de “copia” distaba mucho de la estética burguesa de
la mera emulación técnica que sería cultivada por el academicismo artístico francés
en el siglo XIX. El Dictionnaire de l’Académie des Beaux-Arts de 1858 la definía como
una pintura “idéntica a su original” y por ello criticaba las copias realizadas por Rubens
de Tiziano. Estas decían más de su intérprete que del maestro que pretendía emular.14
La noción misma de “originalidad” artística se consolidó con el movimiento romántico
a finales del siglo XVIII.15 Esta presuponía una concepción generalizada de “autor” y de
Fig. 10. Retorno de Egipto, 1620. Lucas
Vorsterman. Grabado. Biblioteca Nacional “artista” como sujeto “cartesiano” individualizado y subjetivo, que no había entrado
de España. en vigencia a inicios de la era moderna.

Fig. 11. Retorno de Egipto. Primera


del siglo XVII. Diego Quispe Tito. De artesano a pintor
Óleo sobre lienzo. Colección Mujica Gallo.
Los artistas europeos barrocos, al igual que los virreinales americanos, utilizaron
composiciones grabadas para elaborar sus cuadros. Un artífice indígena como Diego
Quispe Tito interpretó la Huida de Egipto de Rubens (Figs. 10 y 11) o los emblemas
astrológicos de Hans Bol (Emblemata evangelica, 1585) con la misma maestría técnica
que un Vicente Carducho (1576-1638) cuando, basado en una estampa de Antonio
Tempesta (1555-1630), representó la Victoria de Fleurus (1634), hoy en el Museo
del Prado. Si por “original” se entiende lo “totalmente nuevo” o una “marca patente”
intransferible, el referente conceptual resulta anacrónico e inaplicable a los artífices
renacentistas y barrocos.
No deja de ser revelador el motivo por el cual los pintores criollos de Lima decidieron
constituirse en 1649 como un gremio con ordenanzas y reglamentos iguales al de sus
pares, “fuera de este reino y en los de España y especialmente en la ciudad de Sevilla
donde se observa y guarda la dicha forma y tienen sus alcaldes y cofradía”. Hacía ya
más de un año que un acaudalado presbítero llamado Diego Calderón Riquelme se
había dedicado en Lima –con fines puramente comerciales– al negocio de la pintura
de pincel. Con la ayuda de cuatro “oficiales de pintura” y un carpintero a los que les
pagaba jornales mínimos, los hacía ingresar a las viviendas acomodadas de la ciudad
para “copiar” las “buenas pinturas” que estas poseían y luego venderlas. Según Emilio

58
Fig. 12. San Lucas como primer retratista Harth-terré y Alberto Márquez Abanto –quienes dan a conocer esta documentación–,
de la virgen María. Juan del Corral. Azulejos.
los pintores criollos decidieron agremiarse para proteger sus intereses, pues “la actitud
Claustro Mayor de Santo Domingo, Lima.
Siglo XVII. de Calderón dañaba la seriedad del arte del pincel cuanto al mismo tiempo perjudi-
caba la economía doméstica de los que se consideraban consumados maestros”. En
Fig. 13. Retrato de don Francisco de Arobe reacción a esta coyuntura, sus ordenanzas exigían que los pintores supiesen delinear
realizado por el pintor indio Andrés Sánchez
Gallque a solicitud del oidor Juan del Barrio un desnudo humano “de pie entero”, “de medio perfil” o de espaldas “con sus partes
Sepúlveda en 1599. Detalle del cuadro Los y tamaño conforme a la simetría y al arte”. Prohibieron que los maestros de pintura les
tres mulatos de Esmeraldas. Óleo sobre enseñaran su oficio a los artistas mulatos y zambos, ya que estos habían apoyado a
lienzo. Museo de América, depósito
del Museo Nacional del Prado. Calderón, aunque sus medidas draconianas fueron letra muerta. Para fines del segundo
tercio del siglo XVII, los pintores morenos continuaban colaborando y trabajando con
sus pares criollos. El debate de fondo para constituirse como gremio giró en torno a la
“jerarquía del oficio” y nada medular aportó sobre la “copia” de “originales”, en tanto
esta era una actividad lícita y estimada que no impidió que Calderón continuase con
sus actividades comerciales.16 Sí es significativo que para estas fechas ya se manejara
la noción renacentista del “disegno” basado en
la representación del cuerpo desnudo como la
forma perfecta del mundo natural y que el apóstol
san Lucas fuese el santo patrón de los pintores
(Fig. 12).17
Algo parecido aconteció en la Italia renacentista
cuando, en 1510, el grabador alemán Alberto Du-
rero (1471-1528) enjuició por “plagio” al impresor
italiano Marcantonio. Las autoridades judiciales
venecianas lo sancionaron por utilizar el mono-
grama personal de Durero, mas no por reproducir
sus estampas grabadas.18 El propio Tiziano (1490-
1576) copiaba obras ajenas siguiendo las conven-
ciones artísticas de su siglo, y se sometía a las di-
rectivas impuestas por sus mecenas y comitentes.
En algunos requerimientos se le imponía a Tiziano
la iconografía del cuadro que él interpretaba con
maestría. Il Padovanino (1588-1649) –un célebre
pintor y “copista” italiano de Tiziano codiciado en
su día por el “mercado de arte” seiscentista– hoy
no es valorado por ser considerado un “académico
ecléctico” y un forjador de pastiches y de “copias
afeminadas”.19 Antes que llegara la Ilustración
a Europa, el arte era “un oficio aprendido o una
ciencia exacta”. El “mimetismo” era una categoría
universal compartida por todos.
Es incuestionable que los gremios de artesanos
virreinales –sus pintores, doradores, escultores,
retablistas, entalladores y plateros, entre muchos
otros– procedían de las antiguas corporaciones
gremiales de la Edad Media y el Renacimiento
italiano. Su estructura vocacional básica era
hereditaria y sus miembros pertenecían a las

60
mismas cofradías religiosas vigentes en España y América
hasta finales del siglo XVIII.20 En sus talleres artesanales la
pintura, la escultura y la arquitectura no se diferenciaban de
las “artes aplicadas” o “mecánicas”. Solo tras el humanismo
italiano del Renacimiento se inició la batalla por diferenciar
a los oficios manuales de las “artes liberales”. En cuanto a
los primeros –como advierte el Diccionario de autoridades
(1726-1739)–, la expresión “se aplica regularmente a los
oficios bajos de la república” por estar vinculados con “gente
baja y soez”.21 Sin embargo, la pintura cambió de categoría
al definirse como una actividad creadora de la mente huma-
na y vinculada, según el filósofo neoplatónico Marsilio Ficino,
con la “melancolía poética” que inspiraba a los pensadores
de la Antigüedad y a los profetas.22 En un inicio muchos de
sus artífices, así como los fabricantes anónimos de iconos
bizantinos medievales, no siempre firmaban sus obras. El
artista florentino Giotto Di Bondone (m. 1337) estampaba su
nombre sobre el marco de sus pinturas para no contaminar
la integridad de una composición sagrada. Firmaba como
“autor”, aunque sus pinturas eran el trabajo colectivo de un
taller.23 Los pintores virreinales, por su lado, tenían distintos
motivos para firmar sus obras o mantener su “anonimato”.
Algunos artífices altamente calificados no habían alcanzado
el grado de “maestros” por su origen étnico y, formalmente,
no podían desempeñarse como oficiales examinados pese a su conocimiento técnico.
Tal como señala el cronista potosino Arzáns Orsúa y Vela (1676-1736) al referirse a los
artífices indígenas, estos poseían una gran “habilidad que muestran para todo, pues
todos los oficios mecánicos y aun las artes liberales las tienen ellos, llegando los más
a alcanzar con la razón natural […] esto es sin saber leer, escribir y contar, no, porque
hay muchos y muchísimos que saben y aprenden de todo”.24
Diego Quispe Tito –un pintor indígena de sangre real activo en el Cuzco entre 1611 y
1681– firmaba “Diego Inga” como un probable mecanismo de movilidad social. Tras cul-
minar la serie de la vida de san Francisco de Asís en Lima, junto con otros dos célebres
artífices criollos, el pintor negro limeño Andrés de Liébana –esclavo de don Francisco de
Liébana– cobró su pago como pintor, pero no sabía firmar su nombre y su propio amo
lo hacía por él.25 La historiadora Susan V. Webster ha documentado que, entre 1550
y 1560, solo en la ciudad de Quito –una de las audiencias españolas centrales para
la región norte del virreinato peruano– existían más de cincuenta pintores indígenas
que raramente firmaban sus obras. Sus nombres, sin embargo, estaban plenamente
identificados y registrados en los conciertos notariales donde aparecían sus firmas y se
pormenorizaban las importantes actividades artísticas que tenían a su cargo. En 1599,
el artífice indígena Andrés Sánchez Gallque pintó el “primer retrato firmado de Sud Amé-
rica” protagonizado por tres nobles “indios negros” o mulatos ladinos: don Francisco de
Arobe y sus dos hijos (Pedro y Domingo), todos residentes en la provincia costera de la
Esmeralda, hoy en el Ecuador (Fig. 13). Sánchez Gallque los retrata armados con lanzas,
ataviados con indumentarias híbridas - unku o túnica andina-, pero con cuello de lechugilla
europeo, capa y adornos faciales de oro (narigueras y aretes) de origen prehispánico.

Ramón MUJICA PINILLA 61


Tras un periodo de rebelión política y de ser
pacificados, Juan del Barrio –el juez de la
Audiencia de Quito– los mandó retratar en
un lienzo que envió como obsequio al rey
hispano Felipe III. Las sofisticadas inscrip-
ciones caligráficas que el pintor indígena
ladino plasmó sobre la tela evidenciaban
su total familiaridad con la cultura letrada
castellana y clásica.26
Todo ello apunta a que, durante el siglo
XVII, los pintores virreinales adquirieron
plena conciencia de que el arte de la pin-
tura ennoblecía al pintor. En las fiestas de
1659 realizadas en Lima por el nacimiento
del príncipe Felipe Andrés Próspero –hijo
de Felipe IV con su segunda esposa Ma-
riana de Austria–, el colegio agustino de
San Idelfonso se propuso representar las
diferencias entre las “artes mecánicas”
y el “arte liberal” de la pintura. Para ello,
hizo desfilar por la plaza Mayor de Lima un
carro alegórico diseñado por el arquitecto
y escultor español Ascencio de Salas. Ahí
se mostraba al príncipe cristiano acompa-
ñado por las Virtudes y las Artes, que le
ofrecían las cuatro partes del mundo. En
las cubiertas exteriores del carro, colga-
ban diez lienzos alegóricos dedicados a la
nobleza de la pintura como arte liberal. Es-
tas obras se basaron en los grabados que
ilustran los Diálogos de la pintura (1633)
de Vicente Carducho (Fig. 14 y 15).27 El
gremio de los pintores, escultores y carpin-
teros mostró en otros carros alegóricos a
Fig. 14. In vanum laboravervnt. Grabado los virreyes que habían gobernado al Perú, con ocho incas y detrás un Atlas cargando
de Francisco Lopéz. Vicente Carducho,
el orbe, seguidos por “todos los eminentes pintores que ha habido en el mundo”.28 Ya
Diálogos de la pintura, 1633.
Biblioteca Nacional de España. en su Memorial informativo referente al pleito de los pintores de 1627 contra el Real
Consejo de Hacienda en Madrid, intervino el historiador y jurista español Antonio de
León Pinelo (1595-1660), alumno sanmarquino y residente en el Perú hasta 1622.
Este los defendió argumentando que cobrarles alcabalas por la venta de sus “cuadros
de santos y figuras divinas” era un agravio a la nobleza de sus pintores.29

En el siglo XVIII, el pintor criollo Cristóbal Lozano (1705-1776) también se valió del
vocabulario alegórico de Carducho y del humanista flamenco Otto Vaenius (1556-
1629), autor de Quinti Horatii Flacci Emblemata (1607), entre otros referentes, para
exaltar a la pintura como la “reina de las artes”. Durante las celebraciones en Lima
por la coronación de Carlos III (1760), Lozano aprovechó que la cabalgata real pasa-

62
ría por la puerta de su casa para colocar
allí, en honor del nuevo rey, bajo un dosel
de terciopelo púrpura, un gran lienzo
alegórico. En este personificó a la Pintura
como una hermosa doncella ataviada
con ornatos reales, oprimiendo a la En-
vidia bajo sus pies. La asisten Mercurio
y Minerva sentada, tras ella, en un trono.
La doncella sostiene con una mano sus
pinceles y paleta, mientras que con la
otra coloca sobre un pedestal de oro el
retrato ovalado y cercado de laureles de
Carlos III, que acaba de finalizar. Una
inscripción explicaba el sentido de la
composición: “Yo la Reyna de las Artes
a vos el mayor de los Reyes, os ofresco
a vos mismo como el mayor presente”.30
Ricardo Kusunoki ha precisado que junto
a la imagen de la Envidia, Lozano insertó
otra filacteria latina para rematar su
mensaje a los “gremios mecánicos” de
la ciudad. Por estar subordinados a la
Pintura, los invitaba a que se sumasen
a ella para honrar al nuevo rey.31 Todas
estas referencias explícitas a la nobleza
de la pintura no evitaron que el gremio de
los pintores se dedicara en gran medida
a hacer un arte religioso al servicio de
la Iglesia. Después de todo, los artífices
italianos pudieron liberarse de su gremio
artesanal en 1585 cuando se fundó la
Academia della pittura de Roma y se pu-
blicó el tratado de la pintura de Romano
Alberti. En cambio, los pintores españoles
continuaron luchando por los derechos económicos de su gremio artesanal hasta Fig. 15. Vt ars natura ut pictura deus.
Grabado de Francisco Lopéz. Vicente
1677, cuando recién la pintura fue declarada un “arte liberal”.32
Carducho, Diálogos de la pintura, 1633.
Biblioteca Nacional de España.
El paradigma “vasariano” y su geografía de la exclusión
En la última década se ha cuestionado si el género historiográfico inaugurado por el
pintor y arquitecto italiano Giorgio Vasari (1511-1574) es aplicable o no a todas las
ciudades del Renacimiento italiano, a las de España y sus virreinatos de ultramar. En
la primera y segunda edición de Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y
escultores italianos –publicadas respectivamente en 1550 y 1568–, Vasari reconstruyó
las trayectorias individualizadas de los grandes artistas de Florencia, Roma y Venecia.
Según su visión, en estas ciudades los pintores retomaron las normas anatómicas
de la belleza idealizada clásica y este Renacimiento alcanzó su expresión culminante

Ramón MUJICA PINILLA 63


en la obra de los artistas italianos Rafael Sanzio (1483-1520) y Miguel Ángel (1475-
1564). Con ello, Vasari fundó una geografía de la exclusión que descartó al resto de
los artistas en otras ciudades o latitudes geográficas, considerándolos como cultural-
mente retrasados y “periféricos”. Vasari fue el primer historiador del arte que se valió
de la geografía para marginar toda forma de desarrollo artístico, estilístico o temático
independiente que perteneciese a un “tiempo artístico” ajeno al del “Renacimiento”.
Según las palabras del historiador irlandés Stephen J. Campbell, Vasari invisibilizó
el “pluralismo artístico” y estético de su día, y ocultó la “dinámica de movilidad y de
intercambio cultural regional” que caracterizó a la Italia del siglo XVI.33 Esta geografía
jerarquizada de las artes –promovida por los historiadores nacionalistas italianos del
siglo XIX– ejerció gran influencia en la historia de la plástica europea. Antonio Palomino
de Castro se quejaba en El museo pictórico (1715) que, desde tiempos de Felipe II, los
europeos no querían concederle el “laurel de la fama” a ningún pintor español que no
hubiese “pasado por las aduanas de Italia: sin advertir, que Italia se ha transferido a
España en las estatuas, pinturas eminentes, estampas y libros”.34
Este esquema de desvalorización ha sobrevivido hasta nuestros días. A inicios de
1960, el historiador del arte George Kubler (Estados Unidos, 1912-1996) comparó el
comportamiento de una provincia de ultramar alejada de su centro metropolitano con
un órgano doliente distante, pero dependiente de su “corazón”:
la ciudad provinciana es como un órgano que por lo general solo puede recibir y
transmitir mensajes provenientes de los centros nerviosos más altos; no puede
emitir muchos mensajes propios, a no ser de dolor o incomodidad, y sus elemen-
tos activos perennemente emigran a los verdaderos centros del acontecer, donde
se toman las decisiones centrales de todo grupo y donde la concentración del
poder reúne una clase de patrocinadores para los inventos y diseños del artista.
Estas son condiciones metropolitanas verdaderas.35
El arquitecto italiano Graziano Gasparini (1924-2019) fue más lejos. En su opinión,
el arte virreinal –por estar en una zona occidental “distinta o distante” a la europea–
era comparable a una “enfermedad” o “foco propagador” de “contagios” estilísticos
“barrocos” que ponían en riesgo la “salud” de una sociedad civilizadora ordenada con
los valores estéticos racionales de la cultura neoclásica.36 No deja de ser curioso que
en pleno siglo XX el “estilo barroco” continuara resultando “oscurantista” y contrario
a la “evolución” europea de las artes.
Por si fuera poco, en 1997, el influyente historiador norteamericano Jonathan Brown
(1939-2022) –una de las máximas autoridades en Velázquez– tildó de “provinciano”
al célebre pintor novohispano Cristóbal de Villalpando (1649-1714), comparándolo
con los pintores periféricos españoles de Valladolid, Salamanca o Murcia.37 Unos
años después, en la Cátedra del Museo del Prado, Brown reconoció con valentía que
su “hispanismo” a ultranza presuponía grandes prejuicios contra el arte virreinal
americano, aunque todo ello naciera de su mera ignorancia.38 El solo hecho de que
el Museo del Prado no incluya aún a la pintura hispanoamericana virreinal dentro
de su guion o relato museográfico delata la necesidad imperiosa de replantear una
nueva “geografía del arte” y de “americanizar” esta institución, por citar las propues-
tas de Thomas DaCosta Kaufmann y José María Lassalle.39 Solo un nuevo “mapeo”
del arte hispanoamericano podrá conciliar las “miradas” opuestas y heredadas del
conquistador español –que pensó el arte desde sus “centros y periferias”– con las

64
lecturas radicales americanas que durante el virreinato resemantizaron la iconografía
cristiana europea y que hoy reclaman “descolonizar” al museo más emblemático
de España.40 El Prado, no obstante sus recientes muestras temporales, mantiene
a América como un “continente sumergido” ajeno a su historia. Ha relegado la
producción artística virreinal de su propiedad al Museo de América en Madrid, una
institución asociada desde su fundación en 1941 con la obra misionera del Imperio
español en Indias y con las colecciones del Real Gabinete de Historia Natural creado
en 1771 por Carlos III.41
Para Javier Portús, el especialista en las cambiantes categorizaciones sobre el concep-
to de la “pintura” española, el Prado nació en 1819 como un proyecto “nacionalista”
“destinado a la difusión y reivindicación de las glorias de la pintura española”. Este
museo era el “depositario principal de la memoria histórica del arte español”. Y, sin
embargo, sus fondos artísticos más importantes provienen de las Colecciones Reales
instauradas por los reyes hispanos globalizados que dirigieron sus “ojos preferente-
mente a los grandes maestros europeos y solo excepcionalmente a los españoles”.42
El investigador norteamericano Tom Cummins de la Universidad de Harvard ha profun-
dizado en esta paradoja del Prado al señalar que Felipe II tenía colgadas, en el mismo
salón de la Casa del Tesoro –cerca del Alcázar–, obras del Bosco y de Tiziano (hoy en
el Prado), junto a cuadros cuzqueños pintados por indígenas. El virrey Francisco de
Toledo se los había enviado desde el Perú en 1572.43 Es decir, para la Casa de Austria
española todo ello formaba parte del arte de España y sus reinos.

La catequesis visual, la oración mental ignaciana y el pintor


cristiano
Pero ¿se aplicaban realmente las categorías vasarianas del Renacimiento italiano a las
condiciones históricas, sociales y culturales de los artífices del virreinato peruano?44
Lejos de crear un “arte por el arte” –centrado en la contemplación estética–, después
de la conquista del Nuevo Mundo la Corona española utilizó la pintura como una he-
rramienta de catequesis al servicio del dogma religioso. Lo tiene anotado el destacado
historiador peruano Luis Eduardo Wuffarden cuando asevera que, a principios del siglo
XVI, “el auge de la imprenta y la invención del grabado calcográfico […] permitieron
una interacción entre palabra e imagen que resultaba crucial para la transferencia de
representaciones e ideas religiosas al otro lado del océano”.45 El grabado y la pintura
permitieron superar los experimentos misioneros de la primera hora cuando, para suplir
las barreras infranqueables del lenguaje, los jesuitas que llegaron al Cuzco –por dar un
ejemplo– recurrieron a los indios sordomudos del tiempo de los incas y los emplearon
como catequistas auxiliares para transformar su lenguaje gestual de señas en una
supralengua de evangelización.46
Tras el Concilio de Trento (1545-1563), los tres grandes pintores italianos que arribaron
al Perú –el hermano jesuita Bernardo Bitti (1548-1610), Angelino Medoro (1567-1631)
y Mateo Pérez de Alesio (1547-1616)– fueron artistas contrarreformistas que difun-
dieron los nuevos programas iconográficos y las nuevas devociones de tenor doctrinal
promovidos por la monarquía hispana. En su lucha contra la iconoclasia protestante, la
herejía y la “idolatría” indiana, la pintura virreinal adquirió un carácter esencialmente
didáctico que explicaba, como se mencionó líneas arriba, el anonimato de muchas
piezas. Si la pintura era un instrumento de comunicación visual, lo importante residía

Ramón MUJICA PINILLA 65


en lo que decía y no en quién la hacía. En este
sentido, tenía razón la historiadora Carmen
Fernández-Salvador cuando señalaba que el
tratado de Vasari sí proporcionó, después de
todo, una clave crucial para entender a los
artífices americanos.47
Luego de Trento, según Vasari, los artistas y
teóricos del arte exaltaron a la pintura como
un camino de virtud y de santidad: la maniera
devota.48 Era desde este estatuto hagiográfico
trentino que las obras de pintores tales como
Bitti, Hernando de la Cruz –activo en Quito a
inicios del XVII– y Guaman Poma de Ayala, entre
tantos otros, cobraron sentido.49 Estrictamente
hablando el arte manierista –salido del Rena-
cimiento– se apartaba de los ideales estéticos
de Vasari en la medida en que ya no seguía
el canon anatómico perfecto. La propia obra
pictórica de Vasari, conocida y reproducida en
el Perú a través de estampas grabadas, tenía
un claro tenor teológico.
Una composición suya de 1541, difundida a
través de un grabado de Philippe Thomassin,
fue retomada por un autor anónimo en el siglo
XVII para la iglesia de San Blas en el Cuzco
(Fig. 16). Influido por las doctrinas proféticas
del Apocalypsis nova del beato Amadeo de
Portugal, Vasari reformuló la iconografía del
pecado original. Combinó de manera novedo-
sa la representación convencional del Árbol
de Jesé y la Parentela de María con la de
la Asunción de la Virgen para otorgarle una
lectura inmaculista a la historia cristiana de
salvación. En la pintura muestra los cuerpos
desnudos de Adán y Eva –los progenitores
de la humanidad–, atados y fusionados a las
raíces y ramas del Árbol de la Vida, que crece
en un movimiento ascendente porque sobre su
cima está María como la mujer del Apocalipsis,
vestida de sol, o la virga ou flos de la profecía
de Isaías.50 (Fig. 17)
Su visión providencialista de la historia tam-
bién se hizo presente en una pintura de 1572
dedicada al combate naval de Lepanto, con-
servada en la Sala Regia del Vaticano. Esta
iconografía se difundió mediante el grabado
de Giovanni Battista de Cavalieri (1525-1601)

66
y fue retomada por un pintor anónimo cuzqueño. La versión original de Vasari es-
cenifica la violenta batalla marítima de Lepanto con disparos artilleros desde las
naves y múltiples abordajes entre los barcos otomanos y la flota de la Liga Santa
compuesta por los soldados y marinos de la monarquía hispana, los Estados
Pontificios y la República de Venecia. Vasari da a entender que estas potencias
cristianas tenían su triunfo garantizado, pues muestra a Cristo lanzando fuego
desde el cielo, acompañado por san Pedro y san Pablo que, entre otros santos,
levantan sus espadas haciendo huir a la flota turca y a una legión de demonios. En Fig. 16. La Inmaculada triunfando sobre el
un primer plano, en la parte inferior izquierda, figura la Fe coronada por un ángel y demonio como corredentora de la humanidad;
una iconografía amadeista basada en una
“sentada sobre turcos cautivos”.51 La versión virreinal simplifica esta composición
composición de Giorgio Vasari. Siglo XVII
y modifica algunos detalles importantes. Sobre la confrontación naval ya no están Anónimo. Óleo sobre lienzo.
Cristo y los santos, sino una Virgen Inmaculada solitaria –sobredimensionada en Iglesia de San Blas, Cusco.
tamaño–, pero encarnando todo el poder auspicioso del cielo. Aquí, con mayor
Fig. 17. Grabado de 1612 de Philippe
nitidez, se distinguen las naves católicas y las turcas. Unas llevan por banderas a Thomassin con la composición de Giorgio
la Virgen con el Niño Jesús, otras las banderas rojas otomanas con las tres lunas Vasari.

Ramón MUJICA PINILLA 67


crecientes. En la pintura cuzqueña también aparece el pontífice Pio V en oración,
aislado y contemplando la escena bélica desde una balaustrada. (Fig. 18) El furor
inmaculista peruano que llegó a sustituir la figura de Cristo por la de la Virgen explica
que, a inicios del siglo XVIII, mientras en Europa se perfilaba ya un pensamiento
ilustrado, en la Universidad de San Marcos se creaba, a pedido del virrey Conde de
la Monclova, una cátedra de Prima centrada en las enseñanzas escolásticas del
campeón inmaculista Duns Escoto (1266-1308), el denominado “doctor Sutil”, un
teólogo franciscano de finales de la Edad Media.52 Este desfase temporal entre el
Perú y España demuestra la vigencia del pensamiento contrarreformista en el tardío
virreinato peruano. (Figs. 19 y 20)
Para la iglesia trentina la imagen visual funcionaba como un instrumento de persua-
sión. Al igual que el predicador cristiano, el pintor compendiaba las verdades de la fe
cristiana en imágenes como si fuesen “sermones para los ojos”. Lo decía Francisco
Pacheco en su Arte de la pintura:

68
No se puede cabalmente declarar el fruto que de las imágenes se recibe: amaes- Fig. 18. La Batalla de Lepanto. Siglo XVII.
Anónimo cuzqueño. Óleo sobre lienzo.
trando el entendimiento, moviendo la voluntad, refrescando la memoria de las
Convento de Santo Domingo, Cusco.
cosas divinas […] hay otro efecto derivado de las cristianas pinturas, importan-
tísimo, tocante al fin del pintor católico; el cual, a guisa del orador, se encamina
a persuadir al pueblo, y llevarlo, por medio de la pintura a abrazar alguna cosa
conveniente a la religión. […] mas, hablando de las imágenes cristianas, digo
que, el fin principal será persuadir a los hombres a la piedad y llevarlos a Dios,
porque siendo las imágenes cosa tocante a la religión, y conveniendo a esta virtud
que se rinda a Dios el debido culto, se sigue que el oficio de ellas sea mover a
los hombres a su obediencia y sujeccion.53
Un lienzo dieciochesco cuzqueño que recoge la iconografía de un grabado del taller de
Thomas de Leu (1571-1619) ilustra perfectamente el uso retórico de un arte figurativo
que entremezclaba un vocabulario narrativo con la palabra escrita. Alrededor de la cama
de un moribundo se muestra a un confesor dominico que está leyéndole la epístola de

Ramón MUJICA PINILLA 69


Fig. 19. Johannes Duns Scotus
y la Inmaculada Concepción. Siglo XVII.
Anónimo. Grabado. Archivo-Biblioteca
de la Real Academia de Bellas Artes
de San Fernando, Madrid.

Fig. 20. Duns Escoto ataviado como


seminarista del Colegio de San Antonio Abad
en el Cuzco, venciendo al dragón infernal
de la herejía con su doctrina inmaculista.
Siglo XVIII. Anónimo. Óleo sobre lienzo.
Convento de San Francisco, Cusco.

Santiago junto a algunos demonios (Fig. 21). En el cielo está la Virgen, que intercede por
el alma del pecador, mientras que santos, mártires y ángeles intercambian sus voces, visi-
bilizadas en numerosas filacterias con mensajes cruzados que atraviesan la composición
pictórica del cuadro. Con todo ello, el espectador tenía literalmente que “leer” el lienzo.
Recordemos que fueron los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, publicados
por primera vez en 1548, los que detonaron el uso barroco de la imaginación visual
como método de oración mental. Esto lo confirma la obra del jesuita mallorquín Je-
rónimo Nadal (1507-1580) titulada Evangelicae Historiae Imagines (1595), con sus

70
Adnotationes et meditationes in Evangelia (1595). Compuesta de 153 grabados de Fig. 21. Porta Coeli. Siglo XVIII. Anónimo.
Colección Barbosa-Stern.
Jerónimo, Antonio y Juan Wierix, Carlos van Mallery y Adriaen y Juan Collaert, cada
escena evangélica era una “composición de lugar”, marcada y dividida por letras que
señalan el itinerario visual encaminado a transformar los “lugares y eventos” de la
Pasión de Cristo en “objetos de contemplación”.54 Si bien Loyola elaboró esta técnica
de meditación basado en tradiciones conventuales tardío medievales preexistentes, sus
Ejercicios fueron cuestionados por los teólogos españoles del siglo XVI. Estos dejaban
atrás toda restricción normativa asociada con la clase social, género, estatus clerical y

Ramón MUJICA PINILLA 71


72
educación del practicante. Loyola pretendía con ello consolidar
una devotio moderna laica y universal que traería un impulso
innovador espiritual, pedagógico, psicológico y social.55 La
cantidad de pinturas cuzqueñas y ayacuchanas anónimas del
siglo XVIII que retoman los grabados flamencos publicados
por Nadal demuestra que esta práctica de recogimiento era
común en las clausuras conventuales, en las casas privadas
y en las zonas de evangelización misionera. El pintor anónimo
regional que realizó la serie pictórica de la vida de Cristo para
el convento de Santa Teresa en Ayacucho, se valió de dos a
cuatro grabados de Nadal para construir un solo itinerario
visual de meditación (Figs. 22, 23 y 24).56 El gran mural a la
entrada de la iglesia jesuita de Andahuaylillas – conformado
por el Camino al cielo y el Camino al infierno (circa, 1626)–,
atribuido a Luis de Riaño, empleó el mismo sistema mnemo-
técnico y combinatorio de letras e imágenes, siguiendo otro
grabado de Jerónimo Wierix. La Casa de Ejercicios en Lima,
fundada en 1752 por los jesuitas para las señoras criollas de
la ciudad, tenía más de ciento ochenta lienzos alegóricos y/o
emblemáticos (todos basados en grabados europeos) que eran
empleados como soportes para la oración mental.57
Los jesuitas también promovieron el uso del paisaje para sus Fig. 22. Cristo inicia su vida pública.
meditaciones espirituales. En 1988, Pamela Jones publicó Siglo XVIII. Serie de la Vida de Cristo.
Maestro de Santa Teresa. Óleo sobre lienzo.
en la revista Art Bulletin un revelador ensayo sobre Federico Monasterio de Santa Teresa, Ayacucho.
Borromeo, el célebre arzobispo de Milán que, hacia finales
del siglo XVI, había reunido una de las más impresionantes Fig. 23. El diablo tienta a Jesús, 1593.
Bernard Passer, dib., Hieronymus Wierix,
colecciones de pintura religiosa en Italia. Sorprende que
grab. Jerónimo Nadal, Evangelicae Historiae
dentro de su colección incluyera no menos de treinta y cinco Imagines. Biblioteca Nacional de España.
pinturas de paisajes, veintiún de ellas pintadas nada menos
que por Brueghel el Viejo.58 En algunos de estos lienzos se Fig. 24. La segunda y tercera tentación
de Cristo, 1593. Hieronymus Wierix, dib.
representan paisajes naturales sin figuras humanas, pues y grab. Jerónimo Nadal, Evangelicae Historiae
servían de escenarios utópicos para escenas bíblicas y vidas Imagines. Biblioteca Nacional de España.

Ramón MUJICA PINILLA 73


de ermitaños. El interés del arzobispo Fig. 25. Mártires franciscanos en el Japón,
1630. Lázaro Pardo Lagos. Óleo sobre lienzo.
Borromeo por el paisajismo y las natura-
Convento franciscano de la Recoleta, Cusco.
lezas muertas se articularía en la nueva
corriente de espiritualidad ignaciana y
carmelita que utilizaba la meditación en el
mundo natural como apoyo visual para la
oración y el ascenso espiritual. El paisajis-
mo era un género artístico que llegó con
el Renacimiento italiano, pero su noción
del mundo natural como santuario divino
del Creador provenía de los padres de la
Iglesia. Los lienzos de santos ermitaños
pintados por Brueghel estaban basados
en los mismos grabados de Jan y Rafael
Sadeler que inspiraron la serie anónima
de santos anacoretas pintada a fines del
siglo XVII para el convento de la Recoleta
del Cuzco.
El renovado culto a los monjes ermitaños,
anacoretas y santos mártires del cristianis-
mo temprano fue en el siglo XVII la punta
de lanza ejemplarizante para defender la
nueva santidad ascética contrarreformista,
opuesta a las reconfiguraciones protes-
tantes y burguesas de la vida devocional.
El ermitaño católico era un místico de la
naturaleza, los mártires eran imitadores
de Jesucristo y los campeones de su
doctrina de salvación. La noción hispana
de su imperio católico incluía el martirio
como “triunfo de la fe”. En una versión
magistral de Los mártires franciscanos
del Japón (1630) de Lázaro Pardo Lagos
ejecutada con virtuoso preciosismo, los
frailes asiáticos están caracterizados con
los mismos rasgos faciales y corte de pelo
propio de los indios y mestizos del Perú
de inicios del siglo XVII. El pintor emplea
un “naturalismo” diáfano para exaltar su
mirada providencialista de la monarquía
española y la misión apostólica de la
evangelización en el Oriente, interpretada
desde los Andes. (Fig. 25) Por otro lado, la
visión de san Eustaquio –un santo del siglo
II– servía de ejemplo contra el deporte de
la cacería; una práctica frecuente entre la
aristocracia española y criolla y prohibida

75
Fig. 26. La visión de San Eustaquio. al clero virreinal. Mientras cazaba en el bosque, san Eustaquio vio un venado que tenía un
Siglo XVIII. Anónimo. Óleo sobre lienzo.
crucifijo luminoso entre sus astas. En vez de matarlo, se convirtió al cristianismo. En este
Colección particular.
caso, según la leyenda, el propio Jesucristo tomó la forma de un venado para enseñarle
a Eustaquio el lenguaje simbólico y oculto detrás de las formas de la naturaleza. (Fig. 26)

Las experiencias extáticas de Magdalena no son representadas en el desierto


donde ella vivió, sino en un jardín edénico americanizado y habitado por aves
multicolores. En las celebraciones cuzqueñas del Corpus Christi los cuadros de
paisajes decoraban las paredes de las calles y los altares efímeros. En uno de
ellos, se ve al corregidor general don Alonso Pérez de Guzmán desfilando frente a
un altar efímero en el Cuzco, dedicado a Cristo crucificado, que tiene en la parte
superior dos grandes lienzos de paisajes flanqueados por ángeles, vistosamente
ataviados. El donante del cuadro está en un primer plano: es una mujer indígena
perteneciente a la aristocracia inca. (Fig. 27) Por la influencia de los grabados,
muchos paisajes virreinales eran “flamencos”, pero no con menos frecuencia la
flora y la fauna americanas fueron incorporadas a las escenas pictóricas bíblicas

76
–incluyendo el jardín del Edén–, para santificar al mundo andino asociado a la Fig. 27. Inicio de la procesión con el
corregidor Alonso Pérez de Guzmán,
geografía sagrada de las Santas Escrituras.
1675-1680. Detalle. Serie del Corpus Christi.
El pensamiento teocéntrico español que defendió la nobleza de la pintura y del artista Anónimo Cusqueño. Óleo sobre lienzo.
Museo Arzobispal, Cusco.
llegó a argumentar que el propio Dios había creado la naturaleza y el cosmos como
un pintor fabricando el universo con diversos colores: un Deus pictor.59 Los pintores
novohispanos se valieron de esta mistificación de la pintura para representar a la
Santísima Trinidad en su taller celestial retratando a la Virgen de Guadalupe como idea
arquetípica de María, concebida desde el origen de los tiempos y cuya imagen le fue
revelada al indio Juan Diego en Tepeyac, el nuevo Patmos del Apocalipsis.60 En 1649
el gremio de pintores de Lima tomó por santo patrón al apóstol san Lucas (el primer
retratista de la Virgen y el Niño; se trataba del discípulo de Jesús que en la Roma re-
nacentista sirvió de mito fundacional para abogar por el origen divino de la pintura).61
Sin embargo, conforme fue creciendo el comercio de la pintura con los envíos desde
Sevilla y Cádiz al Perú entre finales del XVI y mediados del XVII, se incrementaron tam-
bién las influencias estilísticas y temáticas en la pintura virreinal. Ya para el siglo XVIII,

Ramón MUJICA PINILLA 77


30a

Fig. 28. Detalle de la Profecia de la Venida los talleres de pintores del Cuzco realizaban lienzos por docenas y, siguiendo la lógica
de San Francisco y su retrato anticipado.
narrativa del grabado europeo, producían sus programas iconográficos religiosos en
Siglo XVII. Francisco de Escobar. Óleo sobre
lienzo. Convento de San Francisco, Lima. serie. Manufacturaban sus colecciones de ángeles, mártires, patriarcas, ermitaños,
apóstoles y santos, por no mencionar a las sibilas y héroes de la Antigüedad clásica,
Fig. 29. Detalle del Entierro de San Agustín, para el consumo interno del Perú y su exportación.62 Tal como ocurrió a fines de la Edad
1742-1746. Serie de la vida de San Agustín.
Basilio Pacheco. Óleo sobre lienzo. Media, en la coyuntura de un mercado de arte en expansión, el hacedor de imágenes
Convento de San Agustín, Lima. fue cobrando mayor conciencia de sí mismo como intermediario inspirado y de sus
creaciones artísticas como “obra de Dios”. Por ello, en su Divina comedia, Dante ubica
a los pintores en el purgatorio, para que estos redimieran ahí su pecado de soberbia.63
Se conocen pocos autorretratos de pintores virreinales, pero, en casi todos los casos,
estos figuran en el marco de las vidas de los santos o en escenas religiosas. No se
representan en el acto intimista y creativo de pintar, con el fin de destacar el carácter
esencialmente devocional de sus obras. Francisco de Escobar –activo entre 1645 y
1680– se autorretrató junto al profeta calabrés medieval Joaquín de Fiore (1135-1202).
Lo muestra de pie, dictándole el “retrato anticipado” de san Francisco de Asís, el santo

78
Figs. 30a. Autorretrato del pintor Juan
Espinosa de los Monteros en el Éxtasis de
Santa Catalina. Siglo XVIII. Detalle. Óleo sobre
lienzo. Museo de Santa Catalina, Cusco.
b. Éxtasis de Santa Catalina. Siglo XVIII.
Museo de Santa Catalina, Cusco.

Fig. 31. Catalina pide al Papa Gregorio XI


que regrese a Roma / Cristo se aparece
30b
a Catalina / Catalina se aparece a los
eruditos, 1597. Pieter de Jode I. Grabado.
mendigo que vendría al mundo para renovar espiritualmente a la Iglesia en su tránsito Rijksmuseum, Amsterdam.
de la segunda a la tercera y última edad del Espíritu Santo. (Fig. 28) Según el iconólogo
argentino Héctor Schenone, Escobar mira directamente al espectador fuera del cuadro
para dejar constancia que los pintores cristianos compartían con los santos el privilegio
de poder “visibilizar” con imágenes sacras el futuro profético de la historia de salvación.64

El pintor indígena Basilio Pacheco –activo en el periodo 1738-1752– también dirige


su mirada al espectador y aparece en un primer plano en los funerales de san Agustín.
Para escenificar este momento luctuoso en la plaza mayor del Cuzco, debió modificar
la iconografía del grabado de Schelte A. Bolswert (1624). Al fondo se divisa la fachada
de la catedral, la iglesia de Jesús María y la del Triunfo (Fig. 29).65

Juan Espinosa de los Monteros –activo entre 1639 y 1669– se autorretrata ante un Éxtasis
de santa Catalina de Siena, pese a que la composición del cuadro se basó íntegramente
en la quinta de doce estampas grabadas elaboradas por Peter de Jode (1565-1639).
(Figs. 30 y 31). Por su parte, el pintor altoperuano Melchor Pérez de Holguín (1660-1732)

Ramón MUJICA PINILLA 79


Fig. 32. Detalle del autorretrato del pintor se retrató entre los personajes del Juicio Final, en un lienzo de gran formato que pintó en
en El Juicio final, 1708. Melchor Pérez
1708 para la iglesia de San Lorenzo de Potosí. Holguín reposa el rostro en su mano en
de Holguín. Óleo sobre lienzo.
Iglesia de San Lorenzo, Potosí. actitud melancólica, mientras medita ensimismado entre un ángel y un demonio simiesco.
Tal como advierte Gabriela Siracusano, sostiene un compás sobre el libro de Lucas Gracián
titulado El Galateo español: el destierro de la ignorancia y cuaternario de avisos (Madrid,
1599), para exaltar la nobleza de la pintura y las costumbres del buen cristiano (Fig. 32).66

El icono sagrado como emblema regional y arte de resistencia


La teología contrarreformista del icono, pese a insistir en su función principalmente cate-
quética, vinculó la vida virtuosa de los pintores y escultores con la naturaleza milagrosa de
sus obras. Un caso emblemático fue el del inca Francisco Tito Yupanqui, quién en 1582 talló
la portentosa imagen de la Virgen de Copacabana en Charcas. El relato autobiográfico del
escultor indígena –único en su género–, publicado en 1621 por el fraile agustino Alonso
Ramos Gavilán, dejó constancia de ello. En un inicio “reyan mucho [a la talla], y no falto
quién ultrajándole aconsejó que dexasse aquel arte para los Españoles”.67 Fue solo tras
intensificar su piedad con “afectuosas oraciones” y prolongados “ayunos” que Dios instru-
mentalizó al artífice nativo para crear una “santa hechura” de María (“en su advocación a
La Candelaria”) con las facciones y el colorido característico de la población indígena del
reino del Perú. Con ello Dios sacralizaba parte de la geografía americana tornándola en
un territorio de prodigios. El milagro replanteaba, desde las Indias, una nueva geografía
divinal del imperio hispano.68 Así como las efigies milagrosas peninsulares viajaban grandes
distancias para trasladarse al Perú y fecundarlo de milagros, las devociones virreinales
americanas llegaban a España y fortalecían un “diálogo” de identidades regionales en su
imperio plural multiétnico. El traslado y circulación de estas “santas efigies” las convertía
–por emplear una categoría de estudio reciente– en objetos “nómadas”.69

80
Un caso particularmente significativo es el
de la Virgen de Montserrat, una devoción
emblemática catalana. En 1693 el pintor
indígena Francisco Chihuantito pintó un
gran lienzo para la iglesia parroquial de
Montserrat en Chinchero, Cuzco (Figs. 33
y 34). Ahí muestra a la Virgen entronizada
con el Niño, quien porta una sierra alusi-
va al nombre de su santuario: montaña
aserrada. En el lienzo, un rompimiento de
gloria permite ver a los coros de santos y
santas sobre las nubes, y a Dios Padre y a
la paloma del Espíritu Santo volando en el
cielo sobre la cabeza de María. Dos ángeles
coronan la santa efigie, mientras otros dos
portan cirios encendidos en su alabanza.
A sus pies y de hinojos, se encuentran
los monjes y abades benedictinos de su
santuario en Cataluña. Están elevándole
oraciones, mientras los escolans –atavia-
dos con sotanas– cantan acompañados de
instrumentos musicales. Para idear esta
composición, el artífice indígena se basó en
una estampa fechada en 1572 del grabador francés establecido en Roma Antonio Lafreri Fig. 33. Santa María de Monte Serrato.
1572. Antonio Láfrery. Grabado. Biblioteca
(1512-1577). La accidentada geografía montañosa de Montserrat es reminiscente de la
del Monasterio de Santa María de Montserrat,
andina a tal punto que, en el ángulo inferior derecho, el pintor insertó la plaza e iglesia del Barcelona.
pueblo de Chinchero, donde figura el alférez real don Pascual Amao –con su atuendo típico
de inca cristiano– asistiendo con su comitiva a un desfile o procesión religiosa.70 Es decir,
Chihuantito no solo reprodujo la milagrosa efigie catalana, sino que trasladó el paisaje de
Montserrat a las altas cumbres andinas donde dos ángeles, con sierra en mano, cortan
sus escarpadas montañas.71 Estos paisajes intercambiables y “nómadas” resignificaban
y respondían a la “geografía de la exclusión” de Vasari. Gracias a los imaginarios devocio-
nales transmitidos por vía de estampas grabadas, se reivindicaba el territorio americano
haciendo desaparecer toda jerarquía entre la efigie “original” y su “copia”.
En la Italia renacentista un icono sagrado transmitía todo su poder portentoso a sus
“copias” o “retratos verdaderos”. Así se explica que algunas autoridades eclesiásticas
prohibieran que se hiciesen copias de sus imágenes tutelares, a fin de controlar el
poder de estas en sus santuarios.72 Tal fue el caso del Cristo de Burgos en España. El
agustino Antonio de la Calancha relata que, ante la negativa de autorizar la realización
de una réplica de este “santo vulto” para su orden religiosa en el Perú, el padre maes-
tro limeño fray Rodrigo de Loayza –hijo del convento de Lima– viajó a la península y
contrató al escultor Gerónimo Escorceto –por “escrituras ocultas”– para que hiciera
en secreto una copia exacta que le sería entregada el 29 de octubre de 1590. Fray
Luis de León, en aquel entonces vicario provincial de Castilla, al enterarse de este
tremendo y sacrílego desacato, embargó la escultura y se la llevó a Salamanca, donde
permaneció hasta su muerte en 1591. El nuevo provincial autorizó después el traslado
de la pieza al Perú, pero, recién en 1593, luego de innumerables tropiezos, pudo ser
colocada en la iglesia limeña de San Agustín.73

Ramón MUJICA PINILLA 81


Un fenómeno muy distinto fue el de Nuestra Señora de la Merced, transformada y
americanizada en la “Peregrina de Quito”, estudiada últimamente por el investigador
Francisco Montes de la Universidad de Sevilla. Se trataba de una efigie escultórica
itinerante de procedencia peninsular (Cádiz), que viajaba por los pueblos indígenas
solicitando limosnas para la construcción de su santuario en Quito, tras el terremoto
de 1698. En sus viajes por Oruro, Piura, Huancavelica y Lima, mostró tales poderes
taumatúrgicos que detonó la proliferación de sus “verdaderos retratos” o copias
pictóricas, en su gran mayoría cuzqueñas. Estos ayudaron a expandir su culto a
otras geografías globales. Un lienzo perteneciente a la Thoma Collection muestra a
la Peregrina de Quito siendo trasladada sobre un burro y bajo un palio. (Fig. 35) La
conduce a pie el padre mercedario fray José de Yepes, quien sostiene las bridas del

82
animal. La Virgen va ricamente vestida y Fig. 34. Virgen de Monserrate, 1693.
Francisco Chihuantito. Óleo sobre lienzo.
enjoyada con collares de perlas. Entre- Iglesia de la Virgen de Monserrate, Chinchero.
mezclada la hagiografía devocional con
el relato factual, en la pintura se la re- Fig. 35. Nuestra Señora de la Merced,
llamada “la Peregrina de Quito”, ingresando
presenta rodeada de santos de diversas al Cusco, 1730-1735. Anónimo cusqueño.
órdenes religiosas y autoridades locales. Óleo sobre lienzo. Cortesía de la Fundación
Carl & Marilynn Thoma, fotografía de The
Al fondo se ven las casas engalanadas
Conservation Center.
con colgaduras multicolores preparadas
para celebrar el paso festivo de la Virgen.
Según Montes González, la escena de la
Virgen con el Niño sobre un burro sería
una referencia visual a la Huida de Egipto
basada en grabados europeos.74

La nueva política visual emprendida


por el obispo madrileño del Cuzco Ma-
nuel Mollinedo y Angulo en sus casi
veintiséis años de gobierno eclesiástico
(1673-1699) pretendió equiparar, bajo
su patrocinio, al centro metropolitano, es decir, la corte de Madrid, con el Cuzco,
antigua capital del Tawantinsuyo. Construyó más de cincuenta iglesias en su extensa
diócesis, a las que ornamentó con series pictóricas, púlpitos, custodias y frontales
de plata, entre otras alhajas artísticas.75 El esfuerzo de Mollinedo por promover su
propia imagen en todo el Cuzco ha sido comparado con la campaña por ganar auto-
ridad y poder emprendida en Nueva España por el prelado español Juan de Palafox
y Mendoza (1600-1659). En 1651 este piadoso obispo de Puebla fue investigado
por la Inquisición para que explicara la existencia de los numerosos retratos suyos
en su diócesis, que se estimaban entre cuatro y seis mil.76 La comparación de Molli-
nedo con Palafox no es arbitraria, pues le profesó gran admiración y emuló. En una
carta que dirigió en 1677 al conde de Madrigal, presidente del Consejo de Indias,

Ramón MUJICA PINILLA 83


Mollinedo le describe los duros enfrenta-
mientos que él tenía con el cabildo de la
catedral del Cuzco. En esta misiva citaba
a Palafox para asegurarle que en Indias
se era “mal obispo o martyr” y víctima de
mil maledicencias.77
Mollinedo –como ningún otro prelado
en todo el virreinato peruano– trasladó
a su obispado del Cuzco las devociones
religiosas emblemáticas de la metrópolis.
Su objetivo era lograr que esta ciudad al-
ternara en pie de igualdad con Madrid. En
la iglesia de Huanoquite, a las afueras del
Cuzco, mandó reproducir a partir de gra-
bados parte de la iconografía eucarística
triunfal que Rubens había realizado para
el monasterio de las Descalzas Reales en
Madrid (Fig. 36 y 37).78 En uno de estos
lienzos, Mollinedo figura retratado trasla-
dando el viático dentro de una carroza real
tirada por caballos blancos. Lo acompaña
a pie y con una vela encendida en la mano,
en señal de humildad y devoción, el rey
Carlos II. Está ataviado de negro y luce
sobre el pecho el cordero sacramental
del Toisón de Oro (Fig. 38). En un contexto
cuzqueño esta iconografía bien pudo tener

Fig, 36. Triunfo de la iglesia. Anónimo.


Serie Apoteosis de la Eucaristia. Anónimo.
Óleo sobre lienzo. Siglo XVII. Iglesia de Todos
los Santos, Huanoquite.

Fig. 37. Triunfo de la Eucaristía sobre


la Filosofía, la Ciencia y la Naturaleza.
Serie Apoteosis de la Eucaristia. Anónimo.
Óleo sobre lienzo. Siglo XVII. Iglesia de Todos
los Santos, Huanoquite.

Fig. 38. Conducción de la Eucaristía


por el obispo Manuel de Mollinedo, Carlos II
y dignidades locales. Serie Apoteosis
de la Eucaristia. Anónimo. Óleo sobre lienzo.
Siglo XVII. Iglesia de Todos los Santos,
Huanoquite.

84
un fin “propagandístico” para exaltar la autoridad episcopal y espiritual de Mollinedo.79
Pero, en realidad, dejaba entrever otro trasfondo político más amplio y relativo al futuro
profético de la Casa de Austria española. A ella se refirió Espinosa Medrano cuando,
en su sermón predicado en el Cuzco con motivo de las exequias al rey Felipe IV (1666),
mencionó que la “monarquía […] se perpetuará por la sangre de la uva”. Esta era una
alusión al vaticinio que recibió el conde Rodolfo de Austria (1218-1291) –fundador de
su casa real–, el cual auguraba que, si sus descendientes veneraban la Sagrada For-
ma, su dinastía dominaría el mundo entero hasta el Final de los Tiempos.80 La misma
iconografía del rey a pie con una vela encendida y el clérigo a caballo con la hostia

Ramón MUJICA PINILLA 85


Páginas anteriores: en la mano fue utilizada por Juan de Solórzano y Pereira en su edición de Emblemas
Figs. 39a, b, c. Virgen de Belén con el obispo
regio políticos (Madrid, 1647), para cifrar la relación inquebrantable y dependiente
Manuel de Mollinedo, 1698. Basilio de Santa
Cruz Pumacallao. Óleo sobre lienzo. Catedral entre la autoridad espiritual y el poder temporal encarnado en la monarquía católica.81
del Cusco.
En 1698, Mollinedo contrató al artífice indígena Basilio Santa Cruz Pumacallao (1635-
Fig. 40. Virgen de la Almudena con Carlos II 1710) para pintar dos “retratos de esculturas” milagrosas para la catedral del Cuzco
y la reina de España, 1698. Basilio de Santa
(Fig. 39). Uno era el de Nuestra Señora de Belén, ante la cual aparece Mollinedo como
Cruz Pumacallao. Óleo sobre lienzo.
Catedral del Cusco. un donante en oración. La talla escultórica –tal como lo pormenorizan la larga cartela
y las escenas narrativas dentro del cuadro– había llegado milagrosamente por mar
a Lima. Había sido embalada dentro de una caja de madera que fue recogida por los
pescadores del puerto de San Miguel del Callao. La efigie fue trasladada al Cuzco en
1596 y colocada en la iglesia de los Santos Reyes, que tomaría el nombre de esta
advocación. Tras el terremoto de 1650, el templo tuvo que ser reconstruido por Molli-
nedo, motivo por el cual aparece su escudo nobiliario en el centro del frontal de plata
situado en el altar de la Virgen.82 Otros detalles del cuadro aluden a que la Virgen de
Belén propició lluvias milagrosas en Cuzco y puso fin a la gran sequía que azotaba la

88
ciudad. En otra parte del lienzo se representa el trono de Jesús, al pie del cual figura Fig. 41. Retrato de Nuestra Señora La Real
del Almudena, circa 1680. Anónimo.
un par de demonios que denuncian a un acaudalado pecador cuzqueño llamado Se-
Grabado. Archivo-Biblioteca de la Real
lenque. La Virgen intercede por él, pues este había evitado que su efigie cayera de las Academia de Bellas Artes de San Fernando,
andas mientras era trasladada en procesión. Así, en una sola composición sintética, Madrid.

encontramos los imaginarios visionarios regionales creados en torno a una devoción


metropolitana auspiciada por el obispo madrileño del Cuzco.

En pendant, el segundo lienzo de Pumacallao probablemente está basado en un gra-


bado anónimo español de 1680 (Figs. 40, 41 y 42), ya que simula la reconstrucción del
retablo de la efigie de Santa María la Real de la Almudena en la corte de Madrid. Están
arrodillados ante ella el rey Carlos II y su segunda esposa Mariana de Neoburgo. En
las escenas narrativas del fondo se divisan las murallas de Madrid con sus sitiadores
moros y la aparición milagrosa de la Virgen, que salvó a la ciudad de una hambruna.
En una escena lateral aparece san Isidro Labrador, patrono de esta corte, ocupado
en oración, mientras los ángeles lo ayudan con sus actividades agrícolas. Un burro
ahuyenta a los lobos a patadas. Mollinedo había sido el párroco de la Almudena en

Ramón MUJICA PINILLA 89


Fig. 42. Virgen de la Almudena con Carlos II Madrid, donde se daba consuelo espiritual a la familia real española. En 1683, Andrés
y la reina de España, 1698. Basilio de Santa
Cruz Pumacallao. Óleo sobre lienzo.
de Mollinedo y Rada –su sobrino y colaborador, cura de la parroquia del Hospital de
Catedral del Cusco. Naturales del Cuzco y comisario del Santo Oficio de la Inquisición– fundó sobre un
terreno de su propiedad la iglesia dedicada a la Virgen de la Almudena en memoria
de su iglesia madrileña.83 En 1686, Manuel de Mollinedo contrató al escultor indígena
Juan Tomás Tayru Túpac para que hiciera una réplica de la imagen madrileña y fuese
venerada en su santuario cuzqueño, tomando la precaución de que se le insertase a la
“copia” una astilla de la pieza original para potenciar sus favores divinos.84 Con estos
esfuerzos por darle “decencia al culto divino”, el obispo promovió el florecimiento de
las artes en torno a las devociones hispanas, criollas e indígenas, pero no dudó en cen-
surar la devoción poco ortodoxa al Niño Jesús Inca, por ser un culto mesiánico incaísta
asociado con la temprana agenda teocrática de la Compañía de Jesús en el Perú.85

Aún no se ha precisado si el pleito ocurrido en 1688 dentro del gremio de los pintores
cuzqueños modificó o no el “estilo artístico” de su escuela de arte. Solo se sabe que
ocasionó la ruptura y separación definitiva de los pintores españoles de los indígenas, y
que, durante la primera mitad del siglo XVIII, los pintores nativos continuaron embelesados
pintando “trampantojos a lo divino”; es decir, realizando copias pictóricas de esculturas
milagrosas de vestir. Ignacio de Castro (1732-1792), rector ilustrado del Colegio de san
Bernardo del Cuzco, aseguraba que según un viajero inglés “los cuadros del Cuzco han

90
merecido alguna vez aprecio en Italia” y el
propio Castro no podía negar que “estos
pintores [indígenas] tienen algún fuego,
imaginativa, y tal qual gusto”. Sin embargo,
se lamentaba que ellos ignorasen “entera-
mente todo lo que es instrucción relativa a
este arte, no saben ennoblecer a la natu-
raleza, ni hacen la esfera de sus pinceles,
sino las Imágenes sagradas en que reluce
más la imitación que la invención”.86
Para Ignacio de Castro, la predilección
indígena por este género de “pintura
visionaria” se reducía a que mientras los
europeos eran “inventores” que enno-
blecían la naturaleza con sus pinceles,
los indios producían imágenes de imáge-
nes, pinturas de esculturas, porque solo
“imitaban” la producción artística de la
metrópolis. La supervivencia de esta tradición artística tendría una explicación más Fig. 43. Acllahuasi. Casa de las recogidas,
un portero, un pastor y las montañas
profunda. La atracción “indígena”, un tanto “anacrónica” y “arcaizante” por esta ico- Sausiray, Pitusiray y Urcosiray. Folio 94v.
nografía barroca, era un “síntoma” de resistencia cultural. Como se ha visto, el culto Historia del origen y genaologia real
contrarreformista a la imagen sagrada se fundamentó en una teología neoplatónica de los reyes yngas del Piru de sus hechos,
costumbres, trajes y manera de gouierno,
del icono que permitió desafiar, con sus devociones milagrosas regionales, todo siste- 1590. Colección Sean Galvin.
ma clasificatorio de exclusión geográfica. La circulación de grabados con los “retratos
verdaderos” de iconos milagrosos sirvió para “americanizar” las devociones hispanas Fig. 44. Según una “fábula” recogida por
Martín de Murua en los Andes, Chuquillanto
y multiplicar los “centros” y “periferias” político-religiosos del virreinato peruano. Ya –la hija del sol– tras enamorarse del pastor
en el siglo XVI las Relaciones geográficas del Perú pretendieron demostrar que el vi- Acoytapra y transgredir con su amor ilícito
las normas sociales de su tiempo, ambos
rreinato era una geografía conquistada y cristianizada. Para ello se invisibilizaron las se transformaron en las montañas tutelares
nomenclaturas quechuas de los pueblos indígenas, la plena vigencia de sus rutas y de sus pueblos. Folio 147v. Historia del origen
santuarios prehispánicos, la organización prehispánica de su espacio y la mitología y genaologia real de los reyes yngas del Piru
de sus hechos, costumbres, trajes y manera
nativa asociada al entorno natural andino.87 Los mitos de Huarochirí recogidos por el de gouierno, 1590. Colección Sean Galvin.
padre Francisco de Ávila o, incluso, algunas “fábulas” andinas dadas a conocer por
Martín de Murúa en el siglo XVII, corroboran la misma idea. Las comunidades indígenas
que moraban en las quebradas de las altas cordilleras veneraban a sus montañas
como si estas fueran los ancestros míticos de sus pueblos, durmientes y convertidos
en piedra 88. (Figs. 43 y 44) En los Andes, los santuarios marianos sirvieron –entre
otras cosas– para “extirpar” las antiguas idolatrías prehispánicas, y el florecimiento de
tantas advocaciones marianas en el Perú –con poderes taumatúrgicos– reconfiguró la
cambiante geografía sagrada del vasto territorio virreinal. Cuando en el siglo XVIII, la
Corona española cayó en la tentación de desechar la naturaleza plural de su monarquía
compuesta de muchos reinos, se implantó un nuevo pensamiento único, afrancesado
e ilustrado, que era contrario a las florecientes identidades étnicas y culturales del
Perú. Aferradas a la teología del icono propagada por los misioneros de la primera hora,
las poblaciones nativas –indígenas, mestizas y criollas– continuaron interpretando la
“copia” americana del icono mariano europeo como una pieza milagrosa original en
la que desaparecía toda “geografía de la exclusión”, mal planteada por Vasari desde
el Renacimiento italiano.

Ramón MUJICA PINILLA 91


GABRIELA SIRACUSANO

El giro material en clave andina

La lisura del mar se transformaba ante nuestros ojos en


arena árida, en árboles que iniciaban, desde la orilla del agua, una pers-
pectiva accidentada de barrancas, de colinas, de selvas; había pájaros,
bestias, toda la variedad mineral, vegetal y animal de la tierra excesiva y
generosa. Teníamos enfrente un suelo firme en el que nos parecía posible
plantar nuestro delirio.1
Juan José Saer

L
a experiencia que reinventa la prosa maravillosa de Saer habla de esa explosión de
sensaciones visuales y de materialidades que América –excesiva y generosa, como
bien señala– ofreció a quienes arribaron a sus tierras en busca de sueños, poder,
riquezas o almas. Entre ellos, pintores, escultores, doradores y grabadores, cuyos
baúles y petates venían repletos de pinceles, carbonillas y cinceles, papeles, lienzos
y estampas, algún manual de arte y cajitas de colores, con el fin de diseminar un
imaginario tan profuso como desconocido para los nuevos espectadores, quienes
en pocos años serían también protagonistas destacados en dicha producción. A ese
universo iconográfico, la América andina le sumaría sus propias fórmulas expresivas
y de sentido, así como un escenario material renovado que incluiría las bondades y
variedades de piedras y metales, viscosas resinas, fibras livianas y maleables, sutiles
iridiscencias plumarias, o traslúcidas lacas…2
Desde hace casi tres décadas los historiadores del arte interesados por la producción
visual colonial andina venimos siendo testigos y partícipes de cómo la renovación de
los discursos en torno a dicho imaginario ha permitido tanto trazar las líneas de nue-
vas perspectivas de análisis como también abrir nuevos horizontes en el paisaje de
sus significados.3 Dentro de los nuevos abordajes aparece aquel que durante mucho
tiempo funcionó paradójicamente casi como un parergon, como un aditamento lateral
en los relatos sobre el arte colonial, aun cuando representa una parte fundamental
Fig. 1. Anunciación. Detalle. Anónimo.
Siglo XVIII. Cusco. Óleo sobre tela. del quehacer artístico. Me refiero a la dimensión material de los objetos artísticos. Si
Museo Pedro de Osma, Lima. bien existieron algunos párrafos dedicados a estas cuestiones de la praxis artística, su

93
grado de relevancia, frente a los problemas que planteaban otros aspectos más ligados
al disegno, fue menor.4 Sin embargo, las investigaciones de estas últimas décadas
han demostrado con creces que prestar atención a la materialidad, particularmente a
partir de un abordaje interdisciplinar sostenido por el método de una arqueología del
hacer, es identificar no solo la presencia y elección de sus materiales y técnicas, sino
también reconstruir las tradiciones culturales en las que se inscriben y las estrategias
estéticas detrás de ellas, así como reconocer los usos y fines que mujeres y hombres
dieron a esas piezas. En esa clave se perfilan preguntas que han sido fundamentales
para la valoración del patrimonio artístico como lo son el lugar de la originalidad e
ingenio en la producción de obras y los recursos materiales que los pintores, esculto-
res, tallistas, arquitectos y grabadores utilizaron para lograr piezas que se alejaban de
sus modelos europeos mediante procesos de apropiación y reformulación genuina de
ideas y formas, potenciando su agencia creativa.
Otros problemas que este anclaje material ha permitido enfrentar es el referido a
las autorías, dataciones y procedencias en un universo de imágenes que, en su gran
mayoría, exhiben pocas firmas o documentación probatoria, y que participaron de un
escenario en el que las redes y rutas de circulación de piezas –entre la metrópolis y los
virreinatos americanos, entre ellos mismos o incluso en su vínculo con el oriente– fueron
muy frecuentes. Las huellas de sus derroteros nos han permitido delinear los rasgos de
su biografía objetual.5 Asimismo, y dado que la gran mayoría de las piezas coloniales
funcionaron como aliadas en la ejecución de prácticas y representaciones ligadas a las
labores de control político y evangelización, las formulaciones teóricas y metodológicas
ancladas en una antropología de la materia han contribuido a poner de manifiesto las
múltiples formas en que la materialidad de aquellos artefactos con una gran carga de
poder y sacralidad –a veces desde una lateralidad cuasi oculta– cooperó con tales fines.6
Presentar un estado de la cuestión sobre el tema ocuparía muchas páginas y, de
alguna forma, ya hay varias publicaciones que permiten ver ese panorama.7 Por ello
proponemos en los párrafos siguientes recorrer estos temas y problemas de la mate-
rialidad artística andina, deteniéndonos luego en algunos materiales que, por su uso
en dicho contexto, resumen de algún modo algunas de estas ideas.
“…andan abobados sin pensar en cosa”. Los estudios materiales como puerta
de entrada a la creatividad, la originalidad y el ingenio de los pintores andinos8
En 1653, tras varios años de recorrer tierras americanas, el padre jesuita Bernabé
Cobo hacía el siguiente comentario, al referirse a sus pesquisas etnográficas sobre
sus pobladores, a quienes llamaba Americos:
muestranse tan cortos de discurso e insensatos, que parece andan abobados
sin pensar en cosa. No pocas veces, por hacer yo experiencia desto, les suelo
preguntar en su lengua, cuando los veo parados o sentados, que es lo que estan
pensando. A lo cual responden ordinariamente que no piensan nada. Preguntan-
do una vez un amigo mio a un indio ladino y de razon que yo conocia, estando
trabajando en su oficio, que era sastre, en qué pensaba mientras cosia, le res-
pondio que como podia pensar en nada estando trabajando. A la verdad, esta,
pienso, es la causa de salir estos indios tan bien con cualquiera oficio mecánico
que se ponen a aprender: el no divertir y derramar la imaginación a otra cosa,
Fig. 2. Iglesia de Andahuaylillas con sino que todos los sentidos y potencias ocupan y emplean en solo aquello que
ornamentación de dorados. Cusco. tienen entre manos.9

94
Fig. 3. Virgen de Copacabana. Pensar en nada. Una conclusión que se sostenía sobre la convicción de que este tipo
Francisco Tito Yupanqui. Escultura en madera,
de parálisis, tanto de la razón como del sentimiento, era constitutivo de aquellos na-
maguey y tela encolada policromadas
y estofadas. 1583. tivos, convirtiéndolos en una suerte de autómatas que deambulaban sin una razón
Santuario de Copacabana. La Paz, Bolivia. aparente, que se paraban estáticos con sus grandes ojos abiertos como mirando
a ningún lado o simplemente movían sus manos de manera mecánica para pintar,
Fig. 4. Virgen del Rosario. Roque Balduque.
S. XVI. Iglesia de santo Domingo. Lima. tallar o sostener un objeto, mientras fijaban su mirada sobre este. La imaginación, la
invención, la creatividad y el ingenio eran cualidades que Cobo no podía identificar en
esas prácticas. ¡Mucho menos consideraba la posibilidad de concentración o incluso
de evasión mental de estos sujetos mientras desarrollaban actividades tan controladas
y dirigidas y las más de las veces obligadas! Si bien aceptaría que algunas naciones
estaban por delante de otras respecto
respe de la habilidad y el ingenio, el jesuita no dudaría
en atribuir la ignorancia y la corrupción
corrup de la moral a todos ellos, siendo la borrachera
uno de sus orígenes. Por otro lado,
lado él asociaba este ingenioso desempeño con la par-
ticular competencia que los indíge
indígenas tenían para con las artes mecánicas, mientras
que en el siglo XVII, en España, Sebastián
Se de Covarrubias concebiría el ingenio como
una fuerza natural del entendimiento
entendimie que podía aplicarse a cualquier práctica liberal
o mecánica desarrollada por la ra razón y el discurso.10
Por supuesto que la opinión de C
Cobo no fue la única sobre este tema. Muchos años
antes que él, José de Acosta mmostraba su admiración por el ingenio andino en la
creación de edificios o puentes:
puentes
Los edificios y fábricas que lo
los ingas hicieron en fortalezas , en templos, en cami-
nos, en casas de campo y otr otras, fueron muchos y de excesivo trabajo […] como se
ven el Cuzco, y en Tiaguanaco
Tiaguanac y en Tambo, y en otras partes, donde hay piedras
de inmensa grandeza que no n se puede pensar como se cortaron y trajeron, y
asentaron donde están. 11

Entre estas dos concepciones anantagónicas acerca de los nativos –por un lado, la va-
otro, la supresión de cualquier actividad intelectual–,
loración de su inventiva y, por el ot
existía otra “destreza” atribuida a los mismos. Una habilidad mencionada en muchas
fuentes escritas, particularmente llas relativas a la producción de imágenes. Me refiero
a su capacidad para copiar. Sin emembargo, esta habilidad también exhibía dos facetas.
Este “talento” concedido a aquellos
aquello que pintaban o tallaban cualquier imagen sería la
contraparte de la idea de adjudicar
adjudicarles una total falta de originalidad, junto con la presen-
negativas que serían entendidas como inherentes a la gente
cia de ciertas cualidades negativa
nativa, como ser rudos y torpes een su comprensión (cualidades también vinculadas
con la pereza y la embriaguez, en definitiva, con el mundo pagano, como se ha dicho
antes). Durante décadas, los discursos
discu acerca de la historia del arte hispanoamericano
se sostuvieron sobre la base de m muchos de estos parámetros.
Si bien actualmente es posible advertir
ad cómo nuevas aproximaciones teóricas y con-
ceptuales ancladas en la aceptación
acepta de la alteridad, de la diversidad de estéticas
divergentes y simultáneas, y de la iintraducibilidad de los regímenes visuales/textuales
de una permitido trazar una nueva cartografía crítico-estética sobre
una cultura a otra, han permitid
todas
toda
to producciones,
d s estas pr
prod muchos relatos escritos y visuales todavía arrastran estos
o ucciones, mucho
preconceptos,
precconceptoss, las más de las veces detrás de la asignación de cualidades tales
pr
como ingenuidad
comoo ingenui d d y simpleza en la belleza de sus formas, o simplemente escon-
ida
didos
did
di dos bajo extremadamente piadosa y compasiva, para otorgarles
jo una mirada extre
un espacio
espacio en los terrenos curatoriales
cu de los museos etnográficos y coloniales,

96
pero no tanto como para que compartan sala con los artefactos,
os, pinturas y esculturas
en los museos de bellas artes del mundo. Ahora bien, ¿es que e una arqueología de la
ptos, así como contribuir
dimensión material podría ayudar a desactivar estos preconceptos,
rgado a la creatividad e
a la superación de aquellos prejuicios respecto del lugar otorgado
e intervinieron diversos
ingenio intelectual en la factura de los artefactos en los que
actores sociales locales en la Sudamérica colonial?

El caso del proceso creativo de la imagen de Nuestra Señora de Copacabana (Fig. 3)


encarado por el indio Francisco Tito Yupanqui en 1583 permite te poner a prueba estas
conjeturas. Las fuentes lo presentan deambulando por todo el territorio, con la idea
12

de encontrar un buen modelo para la factura de la imagen. Después de muchos


días encontraría aquel que más se ajustaba a sus expectativas vas en la escultura
de la Virgen del Rosario (Fig. 4), una imagen española del sigloo XVI presente en
la iglesia de Santo Domingo. Es muy interesante ver cómo Ramos Gavilán, el
glo XVII, describe
cronista agustino que relata estos sucesos a principios del siglo
ión, deseando que
esta escena: “[…] él puso sus ojos en ella con extraña atención,
una idea de lo natural de esa imagen pudiera ser impresa en su mente, de
modo que después, y debido a su prototipo y mirada, él podría ía dar a luz a su
obra tan amada”. 13

La cita describe un momento muy preciso, el de la invenzione, one, el de la


creatividad, a partir del cual definiría el modelo conceptual dee la imagen
que quería crear. Una operación que implicaría habilidadess mecánicas
pero también intelectuales. En ese sentido, dicho párrafo habla acerca
eraciones mne-
de una actitud específica en relación con la atención y las operaciones
mónicas, con la intención del artífice de no hacer una copia cualquiera, sino de
producir una nueva imagen original mediante una apropiación ón activa de algunas
características del modelo, para luego contrastarlas con sus propias expectativas.
Incluso, todo el momento parece mostrar un instante físico o de inmovilidad, de
quietud, mientras Tito Yupanqui observaba el modelo: esa “extraña atención”,
minos de gestualidad
como la llamaba Ramos Gavilán. Una inmovilidad que, en términos
simbólica e iconográfica de raíz europea, era un atributo de e la representación
de la inspiración y la creatividad, tal como lo indicaban los manuales, pero que,
como decíamos antes, en el Nuevo Mundo esa misma inmovilidad ovilidad encarnaría
concepciones negativas respecto de los creadores locales, al adjudicarles que
pensaban en nada, que actuaban mecánicamente, negándoles les la posibilidad de
estar frente al momento de la creación. Un instante bastante íntimo y personal en
cualquier artista, que ponía en marcha saberes, creencias, sentimientos, y que
edores americanos
la historiografía del arte muchas veces obturó para los hacedores
en tanto sus producciones eran entendidas como meras copias as sin espacio para
la invención. Gracias a la renovación de los estudios en tornoo a la materialidad
eleccionó y aplicó
hoy sabemos no solo qué materiales y técnicas artísticas seleccionó
Tito Yupanqui para lograr esta talla tan venerada, sino también ién cómo cononju
jugó
conjugó
diferentes tradiciones culturales en su producción. Así, se puede afifirrmar
rma
m r qu ue la
que a
imagen está hecha de maguey local, pero también de tela encoladacolada y papelototte –
papelote –dedee
tradición europea–, con una policromía que conjugaba materiales es co
omo
m azuri
como rita
ri ta,
azurita,
cochinilla, esmalte, oro, yeso y calcita, la atacamita y el lapislázuli –e est
stos
o dos
–estos
últimos identificados por primera vez en el arte colonial hispanoamericano–, no–, d e
de

Gabriela Siracusano 97
procedencia tanto local como europea, mediante una técnica de estofado de clara
raigambre hispana. (Fig. 5)
Una práctica similar la encontramos en otros registros visuales del virreinato, como, por
ejemplo, en la pintura mural de muchas iglesias andinas. La policromía del retablo de
la iglesia de Ancoraimes, contemporáneo de la imagen de Copacabana, o el púlpito y el
primer retablo mayor pintado hacia inicios del siglo XVII en la iglesia de Curahuara de
Carangas (Bolivia), evidencian la misma lógica: uso de materiales locales con una larga
tradición prehispánica ligada a usos rituales –como lo son la atacamita y la antlerita–,
combinados con materiales de posible procedencia europea mediante técnicas de po-
licromía de origen europeo. (Figs. 6, 7 y 8) Es decir, una combinación estética producto
de la apropiación genuina y activa por parte de los actores locales –indígenas, mestizos,
criollos y europeos– de materialidades de diferentes orígenes. Algo no muy distinto de
lo que contemporáneamente sucedía en los obradores del otro lado del océano: experi-
mentación junto con usos de modelos y tradiciones diversas. En ese sentido, nos interesa
Fig. 5. Corte estratigráfico de micromuestra señalar que hablar de arte con características sincréticas en el caso americano es un error.
tomada de la túnica de la Virgen de
Si el término sincretismo no aplicó para el escenario europeo en el que se ejecutaban
Copacabana (Bolivia, 1583). En ella se
advierten los cristales de esmalte y un prácticas similares, en este tampoco parecería justificarse su uso para su valoración.
pigmento verde, mezclados con blanco de
plomo, con un fino baño de lapislázuli. Esta última observación nos introduce en otro problema que la historiografía del arte
Foto: Centro MATERIA-UNTREF. colonial transitó largamente desde sus inicios: el tema de la originalidad, en tanto
muchas de las obras producidas durante el periodo virreinal respondían a modelos
Fig.6. Corte estratigráfico de micromuestra
tomada de la policromía del retablo de iconográficos tomados de grabados o pinturas europeos. Más allá de que ya no se
Ancoraimes (Bolivia, ca. 1583). Aquí se puede discute que la copia fue una práctica generalizada para la época y no privativa de las
ver la técnica de estofado con el uso de yeso,
producciones americanas, los relatos locales de las últimas décadas también han
bol arménico, oro, cerusita y atacamita.
Foto: Centro MATERIA-UNTREF. procurado expresar cuánta innovación y singularidad puede encontrarse en ellas,
particularmente en materia iconográfica, estilística y compositiva.14 Lo mismo puede
decirse en lo referido a su dimensión matérica. No nos referiremos en esta ocasión
a todas aquellas sustancias americanas que contribuyeron con su cromática y sus
texturas en la creación de las más variadas y exquisitas formas, muchas de las cuales
eran parte del legado americano.15 Su descripción sería extensa e inagotable. Entre
todas ellas, proponemos transitar un sendero posible: aquel trazado por aquellos
minerales que acompañaron y construyeron la historia del territorio colonial andino.
Algunos de ellos, como el oro, la plata y el cobre, tuvieron un papel destacado en los
procesos políticos, sociales y económicos desarrollados en los reinos hispanos entre
sí y con el mundo entero, pero también permitieron crear un imaginario andino cuya
materialidad, plena de colores y contrastes, lo hace singular.

“El más precioso de los Metales, el más perfecto…”16


Así se expresaba Álvaro Alonso Barba al hablar del oro.17 Su pureza, brillo y maleabili-
dad –pero también su capacidad para promover los sueños y fantasías de la empresa
conquistadora– lo hacían distinguirse entre todos los metales que serían explorados
y explotados en tierras del Tawantinsuyu. Para la tradición judeocristiana, el oro había
funcionado –en los discursos textuales y visuales– como una metáfora material que
pivoteaba entre la sacralidad –recordemos los mosaicos bizantinos, los fondos dora-
dos de las tablas o el uso del oro en los objetos litúrgicos– y el peligro de caer en la
idolatría. Ya el texto veterotestamentario exhibía estas asociaciones entre la producción
de figuras, particularmente hechas de oro y plata, y el pecado idolátrico:

98
Desgraciados, en cambio, y con la esperanza puesta en seres sin vida, los que llamaron
dioses a obras hechas por mano de hombre, al oro, a la plata, trabajados con arte, a
representación de animales o a una piedra inútil, esculpida por mano antigua.18
[…]
Y el resto de la humanidad, los que no fueron muertos por estas plagas, no se
arrepintieron de las obras de sus manos ni dejaron de adorar a los demonios y Fig. 7. Anónimo. Retablo pintado de la iglesia
de Curahuara de Carangas (Oruro, Bolivia).
a los ídolos de oro, de plata, de bronce, de piedra y de madera, que no pueden
Óleo sobre muro. Detalle. Foto: Siracusano.
ver ni oír ni andar.19
Fig. 8. Corte estratigráfico de micromuestra
La falsedad, lo engañoso y lo malo estarían también presentes en los discursos ad- tomada del sector verde del altar del retablo
monitorios, como en la Guía de Pecadores de Fray Luis de Granada, que tanto circuló donde se identificó una mezcla de atacamita
en tierras americanas: y antlerita. Foto: Centro MATERIA-UNTREF.

Porque así como hay oro verdadero y oro falso, y piedras preciosas, verdaderas, Páginas siguientes:
Fig. 9.Virgen de la Nieve con bordadores de
y falsas, que parecen preciosas y no lo son, así también hay bienes verdaderos
hilos de oro y plata. Detalle. Anónimo. Siglo
y falsos (…)20 XVIII. Museo Pedro de Osma. Lima.

Paradójicamente, su brillo, riqueza y su perdurabilidad los vincularon con discursos


como los del pseudo Dionisio Areopagita por su capacidad reflectante, luego retomados
por las palabras del Abad Suger y Santo Tomás.

Gabriela Siracusano 99
Fig. 10. Anónimo cuzqueño. La Trinidad En la Sudamérica colonial estas mismas estrategias se replicaron dentro del escenario
entronizada como tres figuras iguales.
Ca. 1720-1740. Óleo sobre tela.
de la evangelización llevada a cabo en cientos de poblaciones nativas cuyas ideas,
152 x 214 cm. Museo de Arte de Lima. creencias y tradiciones eran ajenas a lo que la conquista española imponía. Mientras
Donación Anita Fernandini de Naranjo. que el oro aparecía como distintivo de la riqueza y de las bondades que estas tierras
Fig.11. Anónimo ecuatoriano. San Miguel
podían ofrecer (“El Reyno del Perú, Ilustre, y famoso, y muy grande, donde ay mucha
Arcángel. Ca. 1700-1750. Detalle. cantidad de Oro y Plata, y otros metales ricos, de cuya abundancia nasció el refran,
Madera policromada y estofada. que para decir, que un hombre es rico dicen posee el Perú”),21 contribuyendo a un
Colección Hispanic Society, Nueva York, USA.
Foto: Siracusano. imaginario que derivaría en la construcción de El Dorado, como materia sagrada este
metal participaba en muchos de los objetos producidos y venerados por las culturas
Fig. 12. Micromuestra sin incluir tomada de andinas.22 En los párrafos sobre el panteón incaico, fuentes famosas como Guamán
zona verde y dorada del púlpito donde se
puede apreciar la técnica de estofado. Poma de Ayala, el Inca Garcilaso, Polo de Ondegardo, Pablo José de Arriaga, entre
Foto: Centro MATERIA-UNTREF. muchos otros, insisten en la presencia del oro como partícipe tanto de los espacios y
objetos sagrados, como de las ofrendas que se hacían en sus rituales.23
Fig. 13. Anónimo. Púlpito de la iglesia de
Curahuara de Carangas. Ca. 1700. Madera ¿Cómo contrarrestar entonces esta asociación tan estrecha entre el oro y esos “lugares
y pasta de maguey policromada y estofada.
Detalle. Foto: Siracusano. de lo sagrado”, aquellas huacas del mundo andino, con las palabras, las imágenes
y los objetos que debían sustituirlos? La estrategia fue, precisamente, redoblar esta
asociación sol-oro-sacralidad, pero ahora sobre los protagonistas de la nueva religión:
Dios Padre, Cristo, María, la Santísima Trinidad, los santos y los objetos que acompa-
ñaban la liturgia. (Figs. 9, 10) De la misma forma, se dieron otras asociaciones: así,
Cristo fue asociado al sol, y María lo sería a la Luna –entre otras metáforas–. Madre
e hijo, siguiendo la tradición europea, fueron representados en unos cielos dentro de

102
una mandorla resplandeciente, o bien sobre un fondo dorado de Gloria que evocaba
a la vez la naturaleza divina de sus personas y el mundo celestial prometido a los
justos. En esta alianza con el oro, su cualidad de brillo, de elemento capaz de emitir
el reflejo de la luz, sería crucial. Las palabras que Guamán Poma expresaba acerca
de un sermón del Padre Cristóbal de Molina eran contundentes:
El oro reluciente, brillando y despidiendo luz. Un ramo de flores que brota y que florece.
¿Ramos que brotan, compuestos de begonias, azucenas, lilas y kantutas? Hay alguien,
llamado Jesús, como el sol y la luna, que resplandecen y arden. En él creemos que
es el Señor y poderoso y que está en el cielo. Los tres, todos juntos, son un solo dios
siendo personas individualmente. ¿Creen ustedes en el hecho de la Trinidad, brillante,
ardiente y resplandeciente? Mis hijos queridos, padres queridos, madres queridas,
óiganme, por Dios.24
El brillo del oro en múltiples objetos junto con sus destellos por efecto de las velas
en los altares y la luz solar filtrada por las ventanas de alabastro sobre la madera
áurea de los retablos, serían herramientas claves en esta dinámica. Las imágenes
producidas en centros como Cusco, Potosí, Charcas o Quito utilizarían al oro como
un material privilegiado mediante la aplicación de diferentes técnicas: estofado y
esgrafiado para las tallas, el sobredorado para las pinturas de caballete, o incluso
adherido en panes a los muros, como recurso decorativo. En el caso de las escul-
turas y los retablos de madera, las hojas de oro eran aplicadas sobre una base de
arcilla o bol rojo, para ser bañadas con pigmentos que serían retirados dejando al
descubierto esa base dorada, con líneas y dibujos decorativos. (Figs. 11, 12 y 13)
En cuanto a las pinturas, es ya famosa la aplicación que los talleres indígenas del
Cuzco y otras ciudades hicieron del oro en el siglo XVIII. La representación de nim-

Gabriela Siracusano 103


Fig. 14. Anónimo cuzqueño. El milagro de la
mujer fea. Detalle de aplicación de oro con
pincel. Foto: Siracusano.

Fig.15. Anónimo cuzqueño. El milagro de


la mujer fea. Segunda mitad del siglo XVIII.
Óleo sobre tela. 84,5 x 59 cm. Museo de Arte
Hispanoamericano “Isaac Fernández Blanco,
Buenos Aires, Argentina. Foto: Museo de Arte
Hispanoamericano “Isaac Fernández Blanco.

Fig. 16. Anónimo cuzqueño. Revelación a


san Pío V de la victoria de la Santa Liga en
Lepanto. Ca.1650?. Óleo sobre tela.
232 x 285 cm. Complejo Museográfico
Provincial “Enrique Udaondo”, Luján, Argentina.
Foto: Complejo Museográfico Provincial
“Enrique Udaondo”.

Figs. 17a y b. Anónimo cuzqueño. Revelación


a san Pío V de la victoria de la Santa Liga en
Lepanto. Detalles de aplicación de oro.
Foto: Centro MATERIA-UNTREF.

bos, aureolas, rayos, caligrafías y vestimentas, mayoritariamente en la iconografía


religiosa, fue realizada mediante uso de mezclas de polvo de oro y alguna resina o
goma. (Fig. 14, 15) En el caso de las caligrafías, las letras capitales o minúsculas
de los textos sagrados presentes en escenas como las del Juicio Final o represen-
taciones de hechos históricos, eran pintadas a punta de pincel con oro, como un
símbolo de autoritas y respeto. (Figs. 16 17a, b) En los otros temas, su aplicación
revela un amplio dominio técnico y estético que incluía el uso de plantillas, sellos y
pinceles, para lograr la imitación de los textiles brocateados que eran bordados con
hilos de oro. Este uso singular del dorado –con repeticiones decorativas y efectos
texturados– significó un sello de identidad de la pintura cuzqueña. (Fig. 14) Otro re-
curso decorativo del oro como fina lámina adherida a una arcilla formando guardas
lo encontramos en la pintura mural del siglo XVIII en el área cuzqueña, como, por
ejemplo, en los templos de Orurillo y Canincunca.25 Allí se lo combinó con pigmentos

104
Gabriela Siracusano 105
minerales y orgánicos como la cochinilla –de conocida raigambre americana–, para
los muros de la nave donde se representan decoraciones a la manera de cortinados
con motivos zoomorfos y fitomorfos. (Figs. 18, 19, 20 y 21).
Debido a su alto costo, no siempre era posible obtener este preciado metal para
su uso en las pinturas. Tal vez esto fue lo que motivó que muchos efectos dorados

106
Fig. 18. Capilla de la Virgen Purificada.
Canincunca, Perú, siglo XVII. Pintura al seco
sobre muro. Detalle de la pintura mural de la
nave principal. Foto: Siracusano.

Fig. 19. Capilla de la Virgen Purificada de


Canincunca. Detalle de aplicación de oro.
Foto: Siracusano

Fig. 20. Iglesia de la Santa Cruz de Nuestra


Señora del Rosario. Detalle de la aplicación
de oro. Foto: Siracusano.

Fig. 21. Iglesia de la Santa Cruz de Nuestra


Señora del Rosario. Orurillo, Perú. Pintura
al seco sobre muro. Foto: Siracusano.

fueran logrados mediante el uso de un pigmento de amplia circulación en América:


el oropimente. Uno de sus componentes, el azufre, provenía de minas andinas,
muchas de ellas cercanas a volcanes. Este sulfuro de arsénico, desaconsejado por
la manualística española por su extrema toxicidad, fue uno de los pigmentos más
utilizados por la pintura cuzqueña para lograr tonalidades amarillas resplandecientes.

Gabriela Siracusano 107


“Moneda con que se compra el cielo”26
Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, en su Historia de la Villa Imperial de Potosí, nos
introduce en todas las formas en las que la plata, según su criterio, intervino en
la historia local y mundial “para el alivio, para el bien, para el lucimiento y para la
felicidad universal”.27 Por supuesto, la presencia de este metal tan preciado como
base material de las monedas acu acuñadas en dicha villa, además de tantos
objetos ornamentales, litúrgic
litúrgicos y profanos –candelabros, cálices, vi-
cruces incensarios, coronas y rayeras, marcos
najeras, relicarios, cruces,
y espejos, todo tipo de vajilla, por mencionar solo algunos–, se
extre
contrasta con la extrema explotación que la Corona española
hizo de los recursos naturales y humanos del territorio. Ello
consecuen que la minería americana sostuviera
tuvo como consecuencia
la economía mundial durante siglos e impactara a su vez en los
s
procesos políticos y sociales atados a ella. La bibliografía sobre
el uso de la plata y la labor de los plateros a lo largo de siglos en
el virreinato del Perú es extensa.28 En esta ocasión queremos
señalar algunos usosuso de la plata ligados a la producción de
Pe virreinal que las nuevas metodologías
imágenes en el Perú
de análisis permiten identificar y estudiar.
Al igual que el oro, la plata fue utilizada en pin-
turas y esculturas no solo como materia prima
to
de todos aquellos ornamentos que acompa-
ñab a las imágenes religiosas –coronas,
ñaban
cruces, rayeras, lunas y estrellas, joyas,
etc.–, sino que también cumplió una
función fundamental para otorgar a
las imágenes tonalidades sutiles y, a
la vez, plenas de brillo, especialmente
en la representación de vestimentas.
L técnica se denomina corla y consistía
La
en utilizar los panes ded plata –láminas finísimas que proveían
a
los batihojas– para aplicarlas sobre las zonas en las que se
apar
deseaba dar la apariencia de tener oro –en tanto era mucho
más económico–, o para obtener coloraciones rojas, verdes
o azules de tono metálico. Una vez adheridas al soporte
de made
madera, yeso y bol, se las bruñía para luego
bañarla con algún barniz amarillo proveniente
bañarlas
res
de resinas naturales, en el caso de querer lograr
e
un efecto dorado, o se aplicaban finas capas
d lacas transparentes coloreadas. (Fig.
de
22) El problema muchas veces consistía
en que la plata se ennegrecía, motivo
por el cual se hacía necesaria la apli-
cación de un barniz protector. (Fig.
23) Este tipo de policromía se dio en
centros sudamericanos productores
de imaginería como Lima, Cuzco, Po-

108
tosí, las misiones y, muy particularmente, Quito. La plata, al igual que el oro, también Fig. 22. Manuel Chili (Capiscara) (atrib.).
El alma en el Paraíso. Serie Los destinos
se comercializaba en forma de polvo o molida. Aglutinados con algún aceite, estos del Hombre. Ca. 1775. Ecuador. Madera
polvos se aplicaban mezclados o por separado en determinados sectores, a fin de policromada, vidrio y metal. Cortesía: The
Hispanic Society of America, New York.
resaltar su brillo. Otra opción era la de usar el pan de plata en la técnica de estofado,
cuando el oro no estaba a la mano. Sobre ello comentaba Francisco Pacheco, en su Fig. 23. Anónimo. Ángel musiquero (remate de
Arte de la pintura: retablo o caja de órgano). Moxos y Chiquitos,
mediados del siglo XVIII. Madera tallada,
También es bien saber, de camino, que se puede estofar sobre plata bruñida dorada y estofada en plata. 54,5 x 52 x 29 cm.
Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac
haciendo que paresca oro; la cual, poniéndola al sol, se le darán dos, o más Fernández Blanco, Buenos Aires, Argentina.
manos de doradura, hasta que imite el color subido del oro; y después de seca Foto: Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac
Fernández Blanco”. Nótese como la pérdida
la pieza, con una brocha blanda se le dará una mano de orines, y estando seca. parcial del barniz de la corla ha favorecido
Se podrá estofar como sobre oro y raxar y grabar sin miedo de que salten los que la plata se ennegreciera.

Gabriela Siracusano 109


Fig. 24. Retrato de Capac Yupanqui, 5to. Inca.
Martín de Murúa. Historia General del Piru.
J. Paul Getty Museum Ms. Ludwig XIII 16
(83.MP.159), fol. 30v. Los Angeles, J. Paul
Getty Museum. Foto: J. Paul Getty Trust.

colores, y esto se hace en muchas partes de Castilla, o por ahorrar oro, o por
falta dél.29

Pero la plata no solo fue utilizada en la dimensión tridimensional. Un caso interesante


es el que surgió de los resultados de los estudios químicos no invasivos realizados
sobre la Historia General del Piru de Martín de Murúa (J. Paul Getty Museum Ms. Ludwig
XIII 16). La aplicación de la técnica de espectroscopía de fluorescencia de RX permitió
identificar la presencia de plata en numerosos folios en los que aparecen pintados –con
pincel, sin una preparación previa– escudos, armas y tupus de la familia real Inca.30
Esta elección del metal tan preciado pareciera estar en sintonía con la jerarquía de
quienes aparecían retratados. (Fig. 24)

Por último, no debemos olvidar que, en la América prehispánica, metales como la plata,
el oro o el cobre fueron muy utilizados en las prácticas textiles, siendo aplicados en la
superficie de los tejidos como pequeñas piezas, discos o placas colgantes, que otorgaban

110
brillo –y a veces hasta efectos sonoros– a los mismos. En el periodo colonial, tal como
señala Phipps, se incorporó el uso de hilos de metal tejidos como parte de la propia
tela, creando formas y texturas, como puede apreciarse en la indumentaria litúrgica de
la época. Esta técnica de origen europea consistía en el uso de tiras cortadas de hojas
de metal que se enrollaban alrededor de un hilo que podía ser de seda, lino o algodón.31

Cobres sagrados y piadosos


viendo el Vichama el mundo sin onbres, i las guacas i Sol sin quién los adorase, rogó
a su padre el Sol criase nuevos onbres, i él le enbió tres guevos, uno de oro, otro
de plata, i otro de cobre. Del guevo de oro salieron los Curacas, los Caziques, i los
nobles que llaman segundas personas i principales; del de la plata se engendraron
las mugeres destos, i del guevo de cobre la gente plebeya, que oy llaman Mitayos,
i sus mugeres i familias. Este principio creían como si fuera artículo de Fe […].32
Este párrafo de la Crónica de La Calancha refuerza la idea acerca de la dimensión
sagrada que muchos metales habrían tenido para las sociedades andinas. Dentro de
la tríada mayor se encontraba el cobre, que el agustino vinculaba con el origen de la
gente común o plebeya, aquellos que en la sociedad colonial estaban asociados al
trabajo forzoso en las minas. Por otra parte, y como veremos más adelante, el cobre
estuvo presente en prácticas rituales ligadas a ceremonias propiciatorias en relación
con las huacas, así como funerarias.
En cuanto a su denominación en tierras andinas, la Doctrina Cristiana publicada en
1584 mencionaba el término “yauri” usado por la lengua general para referirse a dicho
metal, mientras que Felipe Guamán Poma de Ayala hablaba de este como “anta” y “coyllo
uaroc” y atribuía el descubrimiento de las minas de cobre al Inca Capac Yupanqui. Las
fuentes históricas aluden a numerosas minas de cobre en las provincias de Paria y Lipes,
mientras que el cerro Sapo en el departamento de Cochabamba, y Cazpana en la puna
atacameña, tenían importantes vetas cuprosas.33 Nuevamente, es el padre Barba quien
ofrece gran información sobre este mineral, cuando advertía acerca de la riqueza de la
zona de Atacama “por las muchas maravillas de todo género de minerales y piedras de
precio, que en ella se hallan” y remarcaba la abundancia de minerales de cobre en la
región: “muchos minerales de cobre hay en todas estas provincias […]. Rodean a Potosí
lomas en que hay muchas de estas minas […]. En Atacama hay muy caudalosas vetas y
algunas descabezan en la mar en farellones grandes de este metal macizo”.34
En cuanto a sus usos dentro de la tradición prehispánica surandina, muchas de las pie-
zas ornamentales –placas, petos, cuchillos y hachas ceremoniales, orejeras, collares,
máscaras funerarias, etc.–, que fueran utilizadas por las élites que habían habitado el
territorio en diferentes épocas, estaban labradas en cobre y sus aleaciones, mediante
técnicas de martillado, fundido a la cera perdida, recortado y repujado. En la producción
artística colonial andina, esa tradición de usos previos, sumada a su gran disponibilidad
y a sus cualidades de maleabilidad y diversidad de coloraciones que eran bien conocidas
en la tradición europea, permitieron que cobrara protagonismo como base material de
muchas imágenes. Principalmente nos interesa en esta ocasión mencionar dos grupos:
aquel vinculado al empleo del cobre como base de pigmentos verdes y azules, y aquel otro
en el que el cobre fue utilizado como soporte de imágenes religiosas de uso devocional.
Gracias al diálogo interdisciplinario y a un abordaje centrado en una materialidad
entendida como aquella que desde su lateralidad –e incluso a veces desde su ocul-

Gabriela Siracusano 111


tamiento– contribuye y coopera con los sentidos y significaciones que los creadores
quisieron darles a sus artefactos, es que hemos podido caracterizar y analizar muchos
pigmentos a base de cobre como la azurita para los tonos azules, y malaquita, verdi-
gris, cardenillo, verde de Verona, verdacho y otras tierras para los verdes, presentes
en un conjunto sumamente amplio de pinturas coloniales sudamericanas –sobre
lienzo, papel, muros–, retablos y molduras, así como en esculturas policromadas.35
Por supuesto, muchos de ellos ya tenían una larga historia en la tradición artística
occidental. La literatura artística de la época da testimonio de ello. Sin embargo, es
precisamente en la apropiación genuina que de estos hicieron los pintores locales
o nativos donde radica parte de su interés para quienes reparamos en aquello que,
metafóricamente, llamamos la memoria de los materiales, la misma que teje una red
de nuevos y antiguos usos respecto a materias cuyos múltiples significados se fueron
sedimentando unos sobre otros, dejando huellas mínimas pero indelebles. En primer
lugar, si nos detenemos en las denominaciones y prácticas culturales que estuvieron
asociadas a pigmentos a base de cobre en territorio andino, estos son mencionados
por diferentes fuentes escritas coloniales como copaquiri o copaquira –en su mayoría
referidos al verdigris–, o llacsa. Según estas fuentes, en las culturas andinas muchos
colores –y sus correspondientes sustancias materiales– habrían tenido propiedades
curativas al mirarlos, ingerirlos, tocarlos o incluso besarlos y soplarlos hacia el arco
iris, en ceremonias propiciatorias ligadas al sol y a ese fenómeno óptico. Estos pig-
mentos cuprosos fueron utilizados para lograr diferentes tonalidades de verde y azul
mezclándolos con blanco de plomo o en calidad de resinatos para lograr veladuras
translúcidas sobre otros pigmentos (Fig. 25) o sobre bases doradas o plateadas como
corladuras, para generar el efecto cromático metalizado, como ya hemos comenta-

112
Fig. 25. Las penas del infierno y La Huida
a Egipto. Iglesia de San José de Soracachi,
Bolivia. Ca. 1750. Pintura al seco sobre muro.
Foto: Siracusano.

Fig. 26. Las penas del infierno. Iglesia de San


José de Soracachi, Bolivia. Ca. 1750. Pintura
al seco sobre muro. Detalle. Foto: Siracusano.

Fig. 27. Corte estratigráfico de micromuestra


tomada del cuadro de Mateo Pisarro (atrib.).
Coronación de la Virgen por la Santísima
Trinidad, Yavi, Jujuy, Argentina. Aplicación
de resinato de cobre sobre una capa de
malaquita para lograr un efecto traslúcido.
Foto: Centro MATERIA-UNTREF.

do.36 Entre estos pigmentos quisiéramos destacar algunos cuya procedencia es local.
Gracias a la aplicación de técnicas espectroscópicas como la microscopia electrónica
de barrido con espectroscopía de rayos X de dispersión de energía (SEM-EDS) y la mi-
croespectroscopía Raman, junto con métodos de mapeo espectral o imaging, ha sido
posible identificar la antlerita –un sulfato básico de cobre–, la brocantita –un mineral
asociado a la antlerita– y la atacamita –un cloruro básico de cobre- como pigmentos
verdes que, tanto de manera aislada como mezclados en la paleta, están presentes
en numerosos obras del periodo.37 ¿Es que acaso los pintores andinos encontraron
en estos materiales un recurso cromático nunca antes advertido? No. Investigaciones
arqueológicas han demostrado la presencia de algunos de ellos en forma de polvos
dentro de bolsas de cuero y calabazas de enterratorios prehispánicos incaicos en los
altiplanos chileno, boliviano y argentino, así como también formando parte de la poli-
cromía de algunas arquitecturas, como en el templo de Pachacamac. Desde los inicios
del virreinato su uso fue frecuente, como hemos podido corroborarlo en la policromía
de tallas como la Virgen de Copacabana, o en la pintura mural de los siglos XVII y XVIII
de templos como los de Pachama (Chile), Curahuara de Carangas (Fig. 7,8), Callapa,
Soracachi (Figs. 26, 27), Copacabana de Andamarca (Bolivia) y Marcapata (Perú).38

Gabriela Siracusano 113


Esta presencia constante en más de cuatro siglos estaría indicando una continuidad
de prácticas culturales desde tiempos prehispánicos en los que el cobre tuvo prota-
gonismo y una participación destacada en la apropiación y reformulación de técnicas
de pintura de tradición europea que tuvieron lugar en el ámbito andino.
Finalmente, quisiéramos señalar otro uso del cobre ya no como pigmento sino como
medio y soporte para la difusión y producción de imágenes, en tanto fue parte de unos
de los procesos más importantes en la cultura visual de la época. El tema de la función
que las planchas de cobre –y sus aleaciones– tuvieron en el proceso de creación de
estampas ha sido muy trabajado en los últimos años.39 Existen en las colecciones
Fig. 28. Mateo Pérez de Alesio. Virgen de la
públicas y privadas algunos ejemplares que todavía subsisten e, incluso, que fueron
Leche / Sagrada Familia del Roble, según
reutilizados para la producción de pinturas. (Figs. 28, 29) original de Giulio Romano. Ca. 1604 / 1583.
Óleo sobre plancha de cobre / Cobre grabado
No avanzaremos sobre este aspecto sino sobre aquel que vincula al cobre con la al buril. 48.3 x 38.2 cm. Museo de Arte de
producción pictórica ligada a las prácticas de devoción, una vertiente sumamente Lima. Donación Colección Petrus y Verónica
Fernandini en memoria de Héctor Velarde
importante en lo relativo a la vida cotidiana de las personas que transitaban y ha-
Bergmann.
bitaban estas tierras, particularmente en los siglos XVII y XVIII. De tamaño mediano
o pequeño, estas planchas de cobre o latón eran pintadas al óleo con motivos ico- Fig. 29. Reverso fig. 28.

Gabriela Siracusano 115


nográficos diversos, destacándose las figuras de la
virgen, las crucifixiones y los santos para ser llevadas
o colgadas en el ámbito doméstico como objetos
íntimos piadosos.

Ahora bien, dentro de estos objetos, en los últimos


años nos hemos dedicado a investigar un corpus
que, por su calidad y originalidad, lo hacen único
en Hispanoamérica.40 Se trata de un tipo de piezas
que, a partir de fines del siglo XVII, comenzaron a
circular por todo el virreinato del Perú. Estas plan-
chas pintadas tienen la particularidad de tener una
policromía muy cuidada y delicada, mientras que su
soporte de metal –generalmente cobre– presenta
diferentes planos en relieve sobre los que resaltan
figuras muy finamente pintadas con una decoración
mixtilínea, también en relieve, que las enmarca, con
roleos y medallones. (Figs. 30,31) Una técnica que,
según nuestras últimas investigaciones, combina
el aguafuerte con la punta seca y que, junto con la
pintura realizada con distintas clases de pinceles,
da como resultado una composición de extremo
preciosismo. Esto implica la participación de varios
oficios en su manufactura. Por otra parte, los análisis
realizados sobre el soporte mediante técnicas no
invasivas revelan que el cobre es de gran pureza, lo
que indicaría que proviene de algunos de los ingenios donde se procesaba dicho Fig. 30. Anónimo. Coronación de la Virgen del
Rosario de Pomata por la Santísima Trinidad
metal. Es decir que estamos en presencia de una producción en serie que tuvo una con San José y San Miguel Arcángel. Bolivia?
gran aceptación y que conjugó conocimientos ya provenientes de un uso prehispá- Perú? Primera mitad del siglo XVIII.
nico del metal, así como de la tradición europea. Óleo sobre cobre en altorelieve.
21,8 cm x 26,6 cm.
Esta mirada sobre el costado material de la producción artística andina que hemos Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac
Fernández Blanco”, Buenos Aires, Argentina.
propuesto en esta oportunidad es apenas una posible entre tantas otras y no se Foto: Daniel Merle, Centro MATERIA-UNTREF.
agota en los materiales seleccionados o los ejemplos presentados. Incluso cada La similitud con la fig. 31 en cuanto a
medidas, técnica y composición iconográfica
uno de estos esconde “mundos mínimos” de una praxis cargada de sentidos que
permite suponer que provienen de un mismo
reverberan sobre las ideas y los sentimientos que ellos mismos despertaban para taller.
quienes los consumían, toda vez que el espacio de la biblioteca y el archivo entran
Fig. 31. Anónimo. Coronación de la Virgen del
en diálogo con el del laboratorio. Son materias y técnicas autóctonas y foráneas que,
Rosario de Pomata por la Santísima Trinidad
mediante apropiaciones y reformulaciones, fueron manipuladas dentro del horizonte con Santo Domingo de Guzmán y Santa Rosa
de expectativas y saberes que los hacedores de imágenes manejaban, pero al que le de Lima. Imagen con luz rasante.
Foto: Daniel Merle, Centro MATERIA-UNTREF.
sumaron el desafío de la experimentación en sus búsquedas estéticas. Paralelamente
a la explotación del territorio y las personas –y todas sus consecuencias– que supuso Páginas siguientes:
la extracción de los minerales que hemos propuesto analizar, existió una dimensión Botella asa estribo escultórica de estilo
Mochica. El curaca se encuentra sentado
cromática, estética y simbólica que estos mismos metales brindaron al universo de en una tiana y luce como adornos un tocado,
las representaciones del Perú colonial. Hoy se hacen cada vez más necesarios estos orejeras y un pectoral. Museo Larco, Lima.
abordajes si queremos recuperar todas las voces, especialmente las que quedaron
ocultas tras viejos barnices.

Gabriela Siracusano 117


PARTE II

Herencias y confluencias
en el arte peruano
Lisa Trever

El arte antiguo como proceso creativo

Cómo aproximarse al arte antiguo: las lecciones de los huacos


retratos

P
ara varios coleccionistas y curadores de arte del siglo XX, no había duda de que los
objetos elaborados con destreza y sensibilidades complejas por los antiguos maestros
y maestras de comunidades de las tierras que hoy en día constituyen la República del
Perú eran obras de arte.1 Al inicio de esta historia del reconocimiento del arte antiguo
peruano como arte en sí, estos actores buscaron ejemplares del arte antiguo americano
que pudieran celebrar por su aparente conmensurabilidad con el arte europeo. Entre
los primeros candidatos de “arte” en este sentido estuvieron monumentos como los
monolitos tallados de Chavín de Húantar,2 los tejidos pintados de Chancay que podrían
exhibirse extendidos como cuadros en las paredes de las salas,3 la cerámica nasca
con su amplitud de colores y uso magistral de la línea de contorno,4 los finos dibujos
sobre las vasijas mochicas y los huacos retratos de esta cultura que pretenden cap-
turar en sus formas moldeadas rostros vivientes. En trazos gruesos, a fines del siglo
XIX había un turno intelectual hacia el secularismo humanístico que permitía a estu-
diosos europeos y americanos considerar explícitamente el valor estético de aquellos
objetos de la América antigua que en siglos anteriores habían sido abordados solo
bajo términos como “ídolos”, antigüedades o tesoros.5 Este capítulo explora debates
históricos y recientes en la historia del arte y la arqueología sobre el término “arte” y
Fig. 1. Artista o artistas mochica, botella
sus aplicaciones a la América antigua. En las tres partes de este ensayo, se conside-
“retrato” de asa estribo, ca. 500–800 d.C., ran las implicaciones para una amplia discusión del arte como proceso creativo, las
cerámica moldeada con engobe, innovaciones tecnológicas y las experimentaciones plásticas dentro de las sociedades
25.6 x 24.1 cm. Ex Colección Gaffron, Berlín.
Donación Kate S. Buckingham, Art Instituto antiguas, con énfasis en las obras de arte de la costa norte del Perú elaboradas desde
of Chicago, 1955.2338. la antigüedad hasta la actualidad.

121
Hace más de un siglo en Londres, el crítico de arte y miembro del grupo de Bloomsbury,
Roger Fry, escribió en un ensayo sobre la arqueología americana que “probablemente
las primeras obras en ser admitidas bajo este tipo de consideración [es decir, seria-
mente como obras de arte] fueron las vasijas peruanas que toman la forma de cabezas
y figuras humanas sumamente realistas”.6 Las botellas retratos –producidas por los
grandes maestros o maestras de alfarería de las sociedades mochicas en la costa
norte (Fig. 1)– fueron valoradas dentro de las primeras colecciones, tanto en el Perú
como en el extranjero, como “especímenes” científicos que supuestamente evidencia-
ban la fisonomía indígena antigua de modo racializado típico de la segunda mitad del
siglo XIX y, poco más tarde, como obras de arte. A menudo se pasó por alto su utilidad
como recipientes. En 1912, Charles Hercules Read, curador del Museo Británico, ar-
gumentó a favor del mérito artístico de un lote de unos 250 ceramios antiguos de la
costa norte del Perú recién adquirido por esa institución enciclopédica. Entre los más
escogidos, Read alabó el logro escultórico de una vasija por “la aguda observación
de los planos siempre cambiantes del rostro y la habilidad con que se destacan los
rasgos individuales del original”, y de otra botella (Fig. 2) como “un retrato magistral
y viril que impone nuestro respeto.”7 El curador británico comparó favorablemente
esta última pieza con un dibujo del rostro del regio Jean de France, duque de Berry,
realizado por el pintor alemán-suizo Hans Holbein. No fue un comentario casual, ni una
“comparación bastante extraña”,8 sino una conjetura argumental el hecho de alabar la
botella peruana como una verdadera obra de arte equivalente a la del retratista de la
Casa de los Tudor y posiblemente el más destacado en toda la historia de Inglaterra.
En el Perú, los huacos retratos también han sido considerados entre las obras de arte
antiguo más célebres. Para el historiador del arte Francisco Stastny, las formas tan
afectivas de estos objetos ratifican que “el rostro humano modelado con realismo, es un
libro abierto que toda persona con un poco de imaginación puede leer y comprender.”9
A fines de los años treinta, Rafael Larco Hoyle pudo demostrar –por medio de su amplia
labor como coleccionista y la de su padre, Rafael Larco Herrera– que habían imágenes
en cerámica que parecen ser de los mismos individuos halladas en sitios mochicas a
lo largo del trayecto entre los valles de Chicama, Moche, Virú y Santa. A partir de esta
observación, Larco propuso la hipótesis de que los retratos en arcilla representaban
a los jefes que gobernaron el Estado mochica y eran reconocidos en todo su territorio.
Según Larco, los rostros de jefes incluirían el del “cie-quich” o “autoridad política suprema
mochica”, así como de otros caciques representados en diferentes etapas de la vida, y
también de los “infantes herederos”, los niños que serían los futuros líderes del Estado.10
De esta manera, Larco imaginó una antigua forma del estado que era estratificada y
hereditaria, dentro de la cual solo los hombres importantes merecían ser los modelos
vivientes de los retratistas-alfareros. En verdad, los retratos femeninos mochicas son
muy escasos.11 Pero la evidencia arqueológica –ahora bien conocida– de los enterra-
mientos de personas femeninas poderosas como la Señora de Cao y las “sacerdotisas”
(mujeres de alto rango social; tal vez sacerdotisas o reinas, si no ambas) de San José
de Moro sugiere que la realidad del poder político de las sociedades mochicas no era
Fig. 2. Artista o artistas mochica, botella
de asa estribo, ca. 500–800 d.C., cerámica
tan homogéneamente masculina como le parecía a Larco y otros hace casi un siglo. Las
moldeada con engobe, 25 cm (alto). mujeres poderosas reales se hacen invisibles desde el punto de vista de este corpus de
Supuestamente procedente de Hacienda supuestos jefes en cerámica. De hecho, algunos especialistas en la imaginería mochica
Casa Grande, valle de Chicama, Perú.
The British Museum, Londres, persisten en proponer la singularidad de “la mujer o la sacerdotisa” (The Woman or
Am1909,1218.29. the Priestess),12 a pesar de la evidencia de que hubo múltiples mujeres notables en el

122
arte mochica, incluyendo aquellas escenas de pinturas murales descubiertas en Paña-
marca en 2023 por el proyecto de investigación arqueológica dirigido por Jessica Ortiz
Zevallos, con la colaboración de la autora y Michele Koons. Es muy posible que ideas
modernas patriarcales de gobierno y las expectativas de género en el liderazgo hayan
afectado a las aparentemente concluyentes interpretaciones de aquellas imágenes
en cerámica que muestran a los gobernantes –un enfoque, ante todo, típicamente
basado en sus semblantes de hermosos hombres estoicos–, aun cuando los tocados
que levantan esos personajes son notoriamente humildes.
Partiendo de la base del estudio de Larco, Christopher B. Donnan, al realizar su propia
investigación, interpretó estos “retratos verdaderos” como evidencia de la conmemo-
ración de las vidas de individuos históricos, a los que les puso apodos en función de
sus rasgos distintivos. El personaje más llamativo del estudio de Donnan es aquel de-
nominado “Labio Cortado”, vislumbrado como un líder que debió de ser muy celebrado
en su tiempo, tanto así que podía seguirse su recorrido a lo largo de varias décadas
de vida rastreando en las representaciones la aparición de una cicatriz en forma de
fúrcula (wishbone o clavículas de ave) encima del labio. Sobre este individuo, Donnan
comentó que los alfareros mochicas “captaron sus rasgos faciales con tanta precisión
que lo reconoceríamos inmediatamente si lo viéramos hoy paseando por las calles de
una ciudad peruana”.13
Pero no todos están de acuerdo sobre las identidades de los sujetos de los huacos
retratos. Janusz Wołoszyn comparó las formas de los tocados y otros atributos de los
huacos con otras representaciones de figuras humanas que aparecen en escenas
representadas en otros medios artísticos para concluir que los que llevan el tocado
simple de tela envuelta –incluyendo las imágenes del protagonista principal de Don-
nan– son sacerdotes mochicas.14 Para Wołoszyn, la cicatriz no era evidencia de herida
de combate, sino más bien la huella de una escarificación intencional. Para apoyar
su contraargumento, este investigador observa que la misma forma de cicatriz se en-
cuentra en distintos rostros en cerámica, mientras que se aprecian diversas cicatrices
en la que, de otro modo, podría parecer la cara del mismo individuo. Claramente, las
cicatrices fueron aspectos importantes para los artistas y sus patronos: pero ¿aspectos
de qué? Sin otra fuente que lo confirme, es muy difícil saber si estos hombres eran
sacerdotes o gobernantes, o incluso otros personajes.
Aunque las identidades de los representados en los huacos retratos han sido –y conti-
nuarán siendo– objeto de debate, otras preguntas se plantean menos a menudo. Entre
las más pertinentes: ¿es cierto que los huacos retratos son retratos? Seguramente hay
muchos ejemplos en la historia del arte mundial de naturalismo plástico –la fiel repro-
ducción fisiológica del modelo– que no son retratos per se de individuos históricos. La
cuestión de identidad se complica por el hecho de que en muchas partes del mundo
los artistas han pintado y esculpido los retratos de la realeza tal y como sus miembros
deseaban ser representados, a veces más humildemente como individuos devotos o
estudiosos. Del mismo modo, los artistas han recurrido durante mucho tiempo a amigos,
amantes y familiares como modelos vivos para figuras alegóricas. Al igual que hay un
sinnúmero de retratos, como los pintados por los cubistas, que son manifiestamente
abstracciones o estilizaciones de la semejanza del sujeto para revelar una esencia in-
terior. ¿Tienen que ser retratos para ser considerados obras de arte dignas de nuestra
atención estética e histórica? No se sabe cómo los antiguos mochicas conceptualizaban
la naturaleza del yo interior del individuo, ni cómo se correspondía con las singularida-

124
des de la apariencia física, aspectos de entendimiento esenciales del género artístico-
histórico del “retrato” en la definición occidental. ¿Por qué deberíamos suponer que la
filosofía mochica estaría más próxima a la de Sócrates o Kant y no a las enseñanzas
de otras religiones del mundo, como, por ejemplo, el hinduismo, que sostiene que el
ego es una ilusión que separa a la persona de la totalidad del ser?
Hay indicios contundentes de que los mochicas pensaban mucho en temas existencia-
les. Son abundantes las representaciones artísticas de transformación entre especies,
de la mortificación del cuerpo humano con vida y de las actividades dentro del mundo
de los muertos y los “muertos vivientes.” Como observó el historiador del arte George
Kubler, el arte mochica “es un arte conectado directamente con la sensación, basado
en percepciones instantáneas de las cambiantes apariciones de la realidad. Los hábi-
tos pictóricos de los mochicas manifiestan un interés por las situaciones particulares
en el instante del suceso.”15 La transitoriedad de la mortalidad parece ser una de los
temas más profundos del arte mochica.
El énfasis de los alfareros en las cicatrices y heridas en las caras es muy importante.
No se limitan al ejemplo clave de “Labio Cortado”, pues también aparecen alrededor
de la boca y en las mejillas de un gran número de rostros representados. Un ejemplo es
la botella en Londres que el curador británico apodó como el “doble peruano” de Jean,
duque de Berry (véase Fig. 2).16 Aunque parece que la superficie de la cara fue retocada
a principios del siglo XX, las hendiduras en las mejillas se mantienen visibles. En el marco
del individualismo occidental, tales marcas faciales indicarían una identidad personal.
Marcas en la piel y la carne del rostro figuran en este corpus con tal frecuencia que cabe
preguntarse por explicaciones alternativas. Es posible que las cicatrices no indiquen
identidades particulares, sino que manifiesten un interés especial de los artistas mo-
chicas en los procesos activos de observar la forma precisa del ser vivo (requisito para
el naturalismo), así como los procesos de pérdida del tejido blando por actos violentos,
enfermedades e incluso la descomposición orgánica anticipada después de la muerte.
Más allá de los “retratos”, existe en el arte cerámico mochica un espectro de imágenes
de rostros vivos, enfermos, mortificados, momificados y esqueléticos que hace pensar,
como paralelismo, en la contemplación del cadáver en descomposición como forma de
liberación espiritual propia del arte budista japonés.17 Lo que se ha visto en los huacos
retratos como un índice del individualismo podría ser, más bien, una indicación de la
amplia conciencia de la naturaleza existencial de la vida y la muerte.
También es importante recordar que los huacos retratos en forma de cabeza (véase
Fig. 1) no son “bustos escultóricos”, como los describió Larco,18 sino recipientes.
Como tales no fueron diseñados para ser colocados sobre un pedestal o dentro de
una vitrina como “objetos de arte.” Eran imágenes concebidas para ser movidas du-
rante las actividades sociales. En cuanto a cumplir su función de verter líquidos, las
botellas deberían estar invertidas. Dada la física de la circulación del flujo de líquidos
y el correspondiente desplazamiento del aire atendiendo a la forma del asa, el usuario
tendría que inclinar la botella según el eje anterior-posterior del “estribo” para echar el
contenido sin salpicar.19 La maniobra ideal para mantener el flujo constante de líquido
sería levantar la cara de la botella hacia atrás, haciéndola mirar al cielo, o inclinarla
hacia el suelo. Estas acciones apenas parecen los movimientos de gobernantes, ca-
ciques y jefes (sacerdotes, quizás).
Una última consideración para entender cómo el término “retrato” no es suficiente
para expresar la profundidad del significado de los huacos sería el hecho de que no

LISA TREVER 125


solo no son bustos escultóricos –es decir, esculturas de la cabeza y el cuello con
parte del pecho y los hombros de una figura que se entiende que existe, aunque no
sea representada completamente–, sino que las piezas cefálicas toman la forma de
la cabeza y el cuello separados del cuerpo. Así podrían hacer una referencia, aunque
fuera oblicua, a las formas de las cabezas cortadas, ya se tratara de “trofeos” o de
antepasados que podrían haber sido conceptualizados metafóricamente como semi-
llas ancestrales.20 Si insistimos en que estas piezas cerámicas se vean como retratos
documentarios –parecidos a las fotos del carné de identidad–, solo podemos ver el
aparente realismo escultórico como un hecho histórico. Desde una mirada más amplia
Fig. 3. Artista o artistas mochica, par
de orejeras con figuras de aves-corredores,
del arte plástico se hace posible comprenderlas como ámbitos de elecciones artísticas,
ca. 400–700 d.C., oro, turquesa, sodalita, de deseos patronales y de todo un conjunto de conceptualizaciones autóctonas de la
espondilo, diám. 8 cm. Donación y Legado vida, la identidad y el cuerpo. Aparte de la fina habilidad técnica de su fabricación y
de Alice K. Bache, 1966, 1977. The
Metropolitan Museum of Art, Nueva York, cualquier parecido coincidente con obras europeas, este es su efecto como arte: un
66.196.40-.41. atractivo que desarma y da paso a una complejidad profunda y resistente.21

126
El “arte” y sus descontentos: perspectivas de la lingüística y el
arte contemporáneo
Los logros técnicos que se aprecian en los antiguos objetos peruanos –como los
huacos retratos, así como la delicada nariguera salinar de oro (Fig. 4) y las orejeras
mochicas con vistosos mosaicos de corredores alados (Fig. 3)– son incuestionables,
al igual que sus propiedades afectivas y estéticas. Sin embargo, algunos arqueólogos
y antropólogos e incluso historiadores del arte expresan su incomodidad con el uso del
término “arte” para describirlos.22 Lo ven como una palabra que lleva demasiada carga
eurocéntrica, que hace énfasis en su valor económico y que fomenta así el saqueo
de sitios y la pérdida de datos científicos de valor incalculable. Algunos antropólogos
parecen haber trasladado a la palabra “arte” su preocupación acerca de la historia
de la problemática recepción de los “fetiches” de los no occidentales por parte de los
investigadores occidentales. En vez de “arte”, algunos autores utilizan otras palabras

LISA TREVER 127


Fig. 4. Artista o artistas salinar, narigüera
con arañas, ca. 100 a.C.–200 d.C., oro,
5.1 x 11.1 x 0.3 cm. Colección Memorial
Michael C. Rockefeller, Legado de Nelson A.
Rockefeller, 1979. The Metropolitan Museum
of Art, Nueva York, 1979.206.1172.
o expresiones descriptivas como “objetos estéticamente cargados”,23 “cultura material Fig. 5. Artista o artistas mochica,
botella de asa estribo pintada con el tema
afectiva” u “objetos poderosos”.24
de la “Rebelión de los artefactos,”
Como ha señalado la historiadora del arte Carolyn Dean, otros investigadores prefe- ca. 500–800 d.C., cerámica con engobe.
Supuestamente procedente del valle
rirían encontrar expresiones más afines a la idea de arte dentro de los vocabularios de Chicama. Museum Fünf Kontinente,
de las lenguas americanas originarias. Sin embargo, como explica Dean, términos Múnich. © Museum Fünf Kontinente
München. Fotografía de Nicolai Kästner.
como toltecayotl (la sensibilidad artística) en el náhuatl del México central, o quillca (la
superficie marcada) en quechua, solo ofrecen una equivalencia parcial.25 Una aproxi-
mación al estudio del arte (o de los objetos poderosos con sensibilidad estética) sería
profundizar en las voces de las lenguas originarias. Pero este método también tiene
sus límites. La búsqueda del “arte” en clave indígena –como supuesto requisito para
una historia del arte global– conlleva el riesgo del “esencialismo [que] efectivamente
reproduce, una vez más, un no Occidente homogéneo e intemporal”, como explican
los historiadores del arte Atreyee Gupta y Sugata Ray.26 Estos especialistas en el arte
de la India destacan “una necesidad de situar históricamente estos términos dentro
de sus usos temporales-contextuales”.27 Ello hace eco con el método interdisciplinario
que propuso Patricia Victorio Cánovas para el estudio del arte del Perú antiguo: un
método “histórico-crítico” con un análisis formal que vaya más allá de un enfoque en
la iconografía.28
Aparte del concepto de “arte” en sí mismo, se podría recurrir a otros conceptos de la
filosofía indígena americana para profundizar en la comprensión de la representación
visual. Por ejemplo, ixiptla en náhuatl denota significados encadenados de la semejan-
za, la imagen, el delegado, la sustitución y el “imitador” de una deidad.29 La palabra
baah de inscripciones antiguas mayas en Guatemala y México meridional significa otro
conjunto de ideas relativas al cuerpo, el yo, la imagen y el retrato.30 En muchik, una
de las lenguas autóctonas de la costa norte del Perú, la palabra c’häpmong quería
decir “imagen”, pero más específicamente imágenes tridimensionales, no planas.31 El
término podría haber conllevado dimensiones metafísicas similares de representación
artística,32 aunque es casi imposible recuperar una teoría estética antigua a partir
de la limitada documentación que existe actualmente sobre las lenguas norteñas.33
En el ámbito de los estudios mochicas es más frecuente que se haga referencias a
temas iconográficos pintados en las superficies de la cerámica fina, como la “Rebelión
de los artefactos” (Fig. 5), para aproximarse a un entendimiento de la vida y eficacia
social de objetos como los ornamentos y prendas de la élite, las armas de los guerreros
y las herramientas de las tejedoras, todos estos íntimamente vinculados a sus posee-
dores y fabricantes.34 Con este enfoque, la animacidad de los bienes se expresaría
en la pintura por la adición de cabezas, brazos, piernas y un comportamiento de tipo
humano. Es difícil distinguir entre las posibilidades que el artista eligió representar al
pintar la botella: la animación mágica de los objetos, o el sentido de la agencia/vida
invisible inherente a las cosas como actores no humanos, o una idea metafórica que
uniría la posesión de los objetos con las personas que los usaban o levantaban. Cabe
destacar que las propias botellas de asa estribo no parecen transformarse adoptando
aspectos humanos, como a veces lo hacen los cántaros y los platos. La fuerte presencia
de las botellas de asa estribo se expresa sin necesidad de la ayuda de este modo de
embellecimiento antropomórfico. Posiblemente, las vasijas más poderosas e icónicas
no requerían ser dibujadas con rasgos humanos para indicar su estatus especial.
Les bastaba con mantener su propia forma sin necesidad de apropiarse de la forma
humana. A veces lo que no se visualiza es tan importante como lo que sí se muestra.

LISA TREVER 131


Está claro que no había un mercado capitalista de artistas, galeristas y coleccionistas
en la América antigua. Es apenas probable que existiera una filosofía afín a las mo-
dernas teorías del reconocimiento estético “desinteresado”, ni una idea del “arte por
el arte”. Pero resulta interesante observar que las preocupaciones por la ahistoricidad
que afectan al uso de “arte” para referirse a objetos antiguos americanos no parecen
afectar los deseos contemporáneos de hablar de la música, la poesía, o la danza de la
América antigua como categorías eurocéntricas o ahistóricas. Apenas nadie miraría la
exquisita vasija Chimú de plata en forma de un músico con ojos de malaquita tocando
la antara (Fig. 6) y se negaría a aceptarla como una referencia a la “música”. El arte
inmaterial de la música elude los mismos problemas de clasificación que la propia
figura de plata tan finamente labrada. Si no es requisito extraer una teoría musical de
los chimús para apreciar la existencia antigua de música, tampoco se necesita una
palabra específica ni una teoría estética de las tradiciones antiguas para entender que
sí había “artisticidad” (artistry) en acción.
Parece que es el valor económico de objetos vistos como obras de arte (si no el retorno
histórico del “fetiche”) lo que causa la mayor preocupación entre algunos estudiosos.
Sin embargo, si nos remontamos más al tiempo europeo, veríamos que el objet d’art
es solo una categoría relativamente reciente. La palabra española “arte”, que significa
“capacidad, habilidad para hacer algo” entre otras definiciones, deriva del latín ars,
artis, que a su vez se remonta al griego téchnē (τέχνη).35 Antes de las teorías estéti-
cas europeas de los siglos XVIII y XIX, la palabra tenía un significado más amplio en
el Mediterráneo antiguo como destreza manual y refinamiento de la técnica. ¿Hay
objetos de la América antigua que se pueden ver como si fueran objetos de arte en
un sentido moderno y estético? Claro. Pero ¿hay también más obras –desde vasijas
hasta ornamentos, tejidos o figuras emplazadas en las superficies de la arquitectura
de templos y palacios– que demuestren la cuidadosa planificación, el trabajo experto
y las profundas motivaciones de sus creadores? Ciertamente, sí. Estas obras de arte
antiguo americano (o denominadas con cualquier otro nombre) son y habrían sido
entendidas como resultados de fabricación experta que llevaban los valores más
apreciados de sus creadores y usuarios. Para ellos, las palabras que ahora preferimos
para referirnos a sus obras no importaban para nada.
La búsqueda de términos y concepciones auténticas del arte en el pasado profundo, ya
sea mochica o mediterráneo, es una especie de arqueología conceptual. La excavación
lingüística o filosófica no constituye una apertura de la cuestión a la luz de la liberación
poscolonial. Más bien, relega la antigüedad estrictamente al pasado y no permite con-
templarla a la luz prometedora de un futuro. En ese aspecto, se podrían escuchar las
voces de artistas contemporáneos cuyas perspectivas sobre el arte antiguo peruano
no coinciden necesariamente con las convenciones de la investigación académica.
En un diálogo reciente sobre el arte precolombino, las disciplinas de arqueología e
historia del arte, y las posibilidades de descolonizar la valorización del arte antiguo pe-
ruano, moderado por Carolina Luna, la artista peruana Kukuli Velarde conversó con Ulla
Holmquist, directora del Museo Larco. Luna les planteó la pregunta: “¿En qué consiste
Fig. 6. Artista o artistas chimú, vasija en forma
de tocador de antara, ca. 1350–1470 d.C., una obra de arte? ¿Es legítimo hablar de un arte precolombino, considerando el origen
plata, malaquita, resina. Colección Memorial occidental del término ‘arte’?” Velarde respondió que considera “que toda producción
Michael C. Rockefeller, Legado de Nelson A.
Rockefeller, 1969. The Metropolitan Museum
o intención estética es artística. El arte no es un adjetivo donde uno esté tratando
of Art, Nueva York, 1978.412.219. de determinar cualidad. El arte es simplemente una acción de crear. [...] ¿Es legítimo

132
hablar de un arte precolombino? Es legítimo hablar de arte en
toda acción creativa”. Por su parte, Holmquist abundó sobre
el tema y afirmó: “He optado por utilizar el término ‘creación’
en su sentido amplio. Al hablar de creación, se incluye desde la
intención del proceso hasta el resultado, y se tiene implícito el
gesto del creador”.36
Velarde sostuvo que “personalmente, como trabajadora del arte,
yo me apropio de la palabra arte y de la palabra estética.
La estética occidental no es la única; debemos aceptar
e integrar la idea de un pluriverso donde existen
diferentes formas de sentir y ver”. Y Holmquist
señaló lo siguiente: “Retorno a la palabra creación,
a pesar de que está en español, porque considero que
tenemos responsabilidad en la búsqueda
de cuáles son esos procesos creativos
y de ver si en nuestras propias culturas
originarias se encuentran estas palabras,
nociones y procesos. El término creación
nos permite empezar a realizar el esfuerzo
de ir eliminando el bautizo taxonómico de
las cosas por procesos más dinámicos”.37
Desplazar así la definición de “arte”, tal
como Velarde propone respecto a la apro-
piación del término de la historia europea
para extenderlo al arte peruano antiguo y
contemporáneo, trasladando el enfoque
de “las cosas” hacia “procesos”, como
explica Holmquist, nos ofrece un modo
renovador para pensar en la problemática
del “arte” y sus críticos.
Aproximarse al estudio del arte antiguo
peruano con énfasis en los procesos
dinámicos y los gestos implícitos de los
creadores –en lugar de una atención ex-
clusiva a sus formas finales como cosas–
permite un diferente tipo de valoración
de los mismos objetos, obras de arte y
tesoros antes mencionados. Se puede
ver claramente la propuesta de los orfe-
bres salinar que elaboraron los delicados
eslabones de oro de una nariguera como
si fueran el producto de unas arañas teje-
doras, con lo que afirmaban que su propia
Fig. 7. Artista o artistas wari, túnica (uncu) obra en metal era tan fina y equivalente a la seda arácnida (Fig. 4). Las orejeras
con figuras zoomórficas abstractas,
mochicas revelan las acciones de sus creadores en la selección y corte de láminas
ca. 600–1000 d.C., fibra de camélido y algodón,
100 x 92 cm. Museo Nacional de Arqueología, delgadas de piedra y concha coloradas (Fig. 3), e incluso en el relleno de los agujeros
Antropología e Historia del Perú, Lima, centrales de algunas teselas con discos minúsculos de piedra del mismo tono (que
RT-1650. Fotografía de Daniel Giannoni.
quizás en su estado anterior eran cuentas ensartadas). Las figuras de mensajeros
Fig. 8. Kukuli Velarde, San Cristóbal, 2012, alados aparecen corriendo desde diferentes lugares. Sus dedos tocan ligeramente
Serie CORPUS, cerámica con esmalte, los marcos dorados de los ornamentos circulares, como si hicieran girar cada uno con
pintura de caseína y oro, 82 x 44 cm. el movimiento de sus veloces pies. También los grandes textiles –los unkus reales
Colección de la artista. © Kukuli Velarde.
de los Imperios wari e inca (Figs. 7, ver págs. 152-153 - figs. 8 y 10)– son magníficas
obras del arte, el diseño y la matemática. No se trata solamente de prendas finas, que
habrían sido usadas por portadores privilegiados, sino que también son el resultado
de una creatividad que excede la rigidez de una fórmula geométrica prescrita, dada
la asombrosa improvisación controlada de sus tejedores.38 A partir de la apropiación
por Velarde y Holmquist del “arte” como acciones de creación estética, se vuelve
evidente que obras así pueden ser consideradas no solo por su valor económico o
por su antigüedad, sino como manifestaciones concretas de grandes prácticas de
creación e innovación plástica en el antiguo Perú y que hoy se encuentran vivas en
la creatividad artística de sus descendientes (Fig. 8).

134
El arte como acción creativa en un contexto social: las lecciones
de Pañamarca
Las superficies pintadas de la arquitectura antigua de la costa norte del Perú brindan
muchas oportunidades para apreciar el arte en el sentido propuesto en la sección
previa: como un proceso creativo que incluye los gestos implícitos, así como explícitos,
de sus creadores. En esta tercera parte, ofrezco comentarios desde la perspectiva del
equipo de investigación dedicado al estudio, registro y conservación de las pinturas
murales mochicas encontradas en la zona monumental de Pañamarca ubicada en la
parte baja del valle de Nepeña, al norte de la ciudad de Casma.39 El centro situado
en la frontera sur de Moche monumental durante su fase tardía (ca. 550-800 d.C.) se
construyó sobre un promontorio rocoso y los cimientos de edificios más antiguos. A
diferencia de la construcción anterior, los arquitectos mochicas de Pañamarca prefirie-
ron el uso del adobe y el enlucido de tierra para construir sus templos, salas, patios y
plazas. No hay otro centro mochica de la misma escala ni en Nepeña ni en los valles al
sur. En la mayoría de las superficies de la arquitectura mochica del núcleo monumental
en Pañamarca, los pintores embellecieron los muros y paredes con escenas figurativas
de los cánones de la cultura visual mochica (Fig. 9).
La técnica de la pintura mural en Pañamarca no era como la de los frescos de Italia u
otras partes del mundo. Los muralistas preparaban las superficies con enlucido de tierra
y arcilla y, cuando aún estaban mojadas, se cubría todo el fondo con pintura blanca
y grandes movimientos radiales. Las huellas de estos actos de preparación todavía
pueden verse en las superficies acabadas. Después, cuando los muros estaban secos,40
los artistas trazaban los grupos de figuras humanas y no humanas, separados por
estrechas bandas de enmarcado. No parece que utilizaran cuerdas para guiar sus di-
seños como en otros sitios mochicas. Los bocetos se hacían rápido y libremente con un
objeto afilado que arañaba las paredes blancas, en una serie de gestos aparentemente
espontáneos, como si el artista compusiera las figuras improvisadamente. Luego, se
aplicaban los colores con pinceles. A veces
se acababan los diseños pintando líneas
de contorno, otras no. Como observó el
arqueólogo-pintor Pedro Neciosup Gómez
frente a un pilar que registró en 2023, la
inspección cuidadosa de las superficies
pintadas muestra que las incisiones, en
ciertas ocasiones, se retocaban, después
de la aplicación de los colores, como para
asegurarse de que las líneas hendidas
fueran claras y profundas.41
Esta atención a la claridad de las líneas
como incisiones es interesante y no solo
porque indexan los gestos creativos de los
diseñadores y creadores. La sombra de las
líneas rehundidas habría tenido el efecto
de formar una raya de contorno negra no
pintada. Tal vez fuera una decisión que
respondiese a una economía de materia-

136
les. Pero creo que es más probable que la reincisión de las líneas representara una Fig. 9. Artista o artistas mochicas, detalle
de figuras humanas en procesión en un pilar
elección de los artistas mochicas, quienes no pretendían lograr una superficie final
pintado en Pañamarca, ca. 650 d.C.,
completamente plana. La pintura mural era técnicamente un “relieve plano” pintado. pintura sobre enlucido de tierra.
Podemos comparar fragmentos de murales coetáneos de la Huaca del Sol recogidos Foto: Luis Sánchez para el proyecto
Pañamarca 2010.
por Max Uhle hace más de un siglo.42 Esos fragmentos revelan una técnica pictórica
en general similar a la que hemos observado en Pañamarca, salvo que en la Huaca Fig. 10. Réplica extendida de la pintura
del Sol los pintores retocaban las incisiones con un pincel cargado de pintura negra mural mochica estudiada por Duccio Bonavia
en Pañamarca en 1958, por José Velásquez
para oscurecer el interior de las líneas incisas y añadir profundidad. Los dos métodos
según la obra de Félix Caycho Quispe.
representan soluciones innovadoras desarrolladas en distintos talleres. Museo de Arqueología, Antropología e Historia
del Perú, Lima.
Para asegurar la preservación de estas frágiles superficies de tierra ante la intem-
perie y la afectación humana, y conforme con la legislación nacional y las normas
internacionales, los murales de Pañamarca han sido todos reenterrados después
de su estudio y conservación. Por necesidad, su estudio avanza lentamente y paso
a paso. Tomará mucho tiempo e inversión de recursos sacar completamente a la
luz los edificios enterrados y sus vívidas pinturas, así como concluir procesos para
poder acondicionarlos para visitas públicas. Hoy en día se puede apreciar el arte
de las pinturas murales de Pañamarca principalmente a través de la fotografía y
la ilustración.43 La más famosa imagen del corpus de Pañamarca tiene que ser la
réplica desarrollada de la pintura del personaje femenino sobrenatural (o “sacerdo-
tisa”) estudiada por Duccio Bonavia en 1958.44 El pintor Félix Caycho Quispe elaboró
la réplica a escala después de calcar el muro y registrar sus tonos exactos allí, en el
mismo sitio. Aunque la réplica original de Caycho hoy está en paradero desconocido,
en los años setenta el pintor José Velásquez realizó otra réplica muy fina que actual-
mente se encuentra en el laboratorio del Museo Nacional de Arqueología, Antropología
e Historia del Perú (Fig. 10). Las réplicas de Caycho y de Velásquez, la última pintada
bajo la supervisión del mismo Caycho, son registros gráficos invaluables de la pintura
antigua que se perdió por falta de intervenciones adecuadas de conservación en el
siglo XX, además de ser, por sus propios méritos, importantes obras de arte.
La pintura mural estudiada por Bonavia
se ha convertido en una de las imágenes
más reconocibles del arte mochica. Ha
sido publicada y republicada tantas veces
que ahora ocupa un lugar dentro del canon
más destacado del arte antiguo peruano.45
La apariencia de una mujer poderosa y
bien ataviada ha tenido una gran repercu-
sión en diversos estudios iconográficos.46
Ella ha sido identificada como integrante
esencial de una ceremonia clave para la
práctica religiosa mochica.47 Pese al realce
moderno del fragmento de muro deco-
rado, que ha alcanzado la categoría de
ícono celebrado, se advierte que algunos
aspectos menos canónicos de la pintura
se han vuelto casi invisibles. Es como si
nos hubiéramos acostumbrado tanto a ver
esta imagen del antiguo arte peruano que

LISA TREVER 137


ya no la vemos en su totalidad.48 En comparación con las conocidas versiones de este
tema pintadas en finas vasijas mochicas, la ausencia de sangre en la representación
del mural nos llama la atención. En la imagen que se apreciaba en 1958, la violencia
de los cautivos desnudos estaba contenida en una esquina interior. Allí estos figuraban
atados por el cuello, pero con las manos sueltas. De los hombros de los tres prisioneros
salían formas extrañas no vistas en otras versiones pictóricas.49 A mi ojo son “cuellos”
de jarras que surgen de los hombros, como si los artistas quisieran expresar metafó-
ricamente que los cuerpos de los cautivos equivalían a vasijas rituales, unos y otras
destinados a ser vaciados en sacrificio. La ausencia de violencia explícita distingue el
mural estudiado por Bonavia de otras versiones cerámicas en las que no se elude una
representación sangrienta.50 Esta observación depende de un cuidadoso análisis de la
forma. Su posible explicación requiere que apliquemos un método “histórico-crítico”,
como el que Victorio propugna para el estudio del arte antiguo peruano,51 para entender
Fig. 11. Ilustración compuesta de una pintura
mural mochica en Pañamarca, elaborada su aparición dentro de los escenarios sociales de su época.
por Pedro Neciosup Gómez, Jorge Gamboa
Velásquez y Lisa Trever para los proyectos Las excavaciones más recientes en Pañamarca siguen mostrándonos cosas que no
Pañamarca 2010 y 2022. esperábamos ver. Nos enseñan que el canon del arte mochica tardío en dicho sitio no

138
era rígido sino
dinámico. En 2022 el equipo logró
registrar una parte del muro noreste dentro
de una sala hipóstila. Esta parte del muro y
el del frente estaban en muy mal estado de
conservación y, en ese momento, no era posible
abrirlo por completo.52 Pero lo que sí se puede ver
ahora es la figura de un hombre vestido con una túnica
a rayas de estilo serrano que se acerca a otro personaje, el
cual encabeza una procesión de individuos que portan diversos
objetos, entre estos una botella escultórica (Fig. 11). Aquel personaje central se en-
frenta a un hombre del alto valle y levanta una porra o cetra. Aunque su cuerpo queda
mayormente tapado por adobes de relleno, se nota que lleva una orejera, un doble
collar, una cubierta de pelo y un tocado fino que incorpora las “plumas” del personaje
femenino poderoso que algunos estudiosos han descrito como la “sacerdotisa”.
En el otro lado de la brecha, entre los registros gráficos, asoman los nudillos de
su mano derecha, la misma que lleva otro implemento sin identificar. Debajo,
se distingue la cabeza de una serpiente a manera de cinturón y el extremo
de una trenza, los cuales corresponden casi perfectamente a los aspectos
del personaje femenino bien ataviado del mural comentado anteriormente
(Fig. 10). Aunque es muy probable que la figura parcialmente tapada tenga
atributos similares a los de la “sacerdotisa” mochica, ella no participa aquí
como asistente ceremonial. Más bien, es quien levanta la porra y lleva la coro-
na. Podría ser más adecuado referirse a ella como gobernante-guerrera en lugar
de sacerdotisa. En la escena del mural, la gran señora se encuentra cara a cara con
el hombre de las montañas, quien le tiende cuatro hilos de finas piedras azules, tal
vez como tributo u otra forma de intercambio económico de materiales preciosos,
como aquellos que los artistas lapidarios mochicas utilizarán para crear obras
exquisitas como las orejeras de mosaico (Fig. 3).
Este último hallazgo en Pañamarca desestabiliza ciertas verdades asumidas sobre
el arte y la autoridad mochicas. La evidencia que aportan los tejidos elaborados
en estilos serranos que se han descubierto en las mismas excavaciones53 confirma
la existencia de relaciones interregionales entre los mochicas y sus vecinos.54 Se
sabe que en el valle de Nepeña, las comunidades Moche y Recuay mantuvieron una
relación más próxima y, en ocasiones, posiblemente más fructífera que las vincula-
ciones interculturales que se establecieron en otras partes de la costa norte.55 Este
descubrimiento también abre una nueva posibilidad de pensar que el poder político
antiguo no era dominio exclusivo de los hombres. Finalmente, al estar ubicado en
la frontera sur de Moche monumental, en un contexto multicultural y multilingüe,

LISA TREVER 139


Pañamarca se encontraba estupendamente posicionado para convertirse en un crisol
de creatividad dinámica e innovación excepcional.

El Perú antiguo como cuna de la creatividad. El Perú futuro


como tesoro
El Perú antiguo fue una cuna de tradiciones milenarias de creatividad. Las pinturas
de Pañamarca nos ofrecen solo un corpus de obras que se alejan de las expectativas
estándar. Consideren, por ejemplo, otra pintura recién registrada en el sitio (Fig. 12).
En unos de los pilares pintados de la sala hipóstila ubicada en el extremo oeste del
área monumental, se descubrieron dos
figuras de un hombre con dos caras –una
mirando hacia delante y la otra hacia
atrás–, como si tuviera una suerte de
doble visión, o como si el pintor captara
su faz en dos momentos casi simultáneos.
La figura superior lleva en una mano un
penacho de plumas y, en la otra, una copa
con mango que toma la forma de cuatro
tallos, como una metáfora visual que aso-
cia el contenido de la copa con el dulce
néctar de las flores donde los colibríes
se zambullen para beber. De hecho, los
artistas de Pañamarca experimentaron no
solo con el contenido del arte mural, sino
también con sus reglas de representación,
para producir imágenes novedosas.
Los productos y el conocimiento de esos
procesos de creación continuaron y aún
continúan informando, inspirando y provo-
cando a las artes plásticas. La innovación
también se observa, por ejemplo, en las
botellas de asa estribo hechas con moldes
y pintadas durante la colonia con la figura
del Niño Jesús entronizado en la posición
de un señor de la costa norte.56 La “foto
cerámica” de César Vallejo concebida
por el artista Enzo Miguel Matute (Fig.
13), residente de Cascas, en La Libertad,
nos ofrece una variante muy original del
“huaco retrato” al imprimir la imagen del
poeta directamente sobre la superficie
de la vasija, en forma completamente
cuadrada, como si quisiera implicar la
apariencia de una toma con Polaroid.57
Naturalmente, este tratamiento del arte
como proceso creativo y gesto estético

140
concluye con la obra escultórica de Kukuli Velarde, cuyas palabras nos han guiado. Fig. 12. Artista o artistas mochicas,
pilar pintado con la figura de un personaje
En la pieza San Cristóbal de la serie CORPUS (Fig. 8), la artista peruana se apropia
con doble cara en Pañamarca, ca. 650 d.C.,
no solo de la forma del tambor nasca, adornándolo con peces dorados en la base, pintura sobre enlucido de tierra.
sino también de la manera cariñosa con que el santo lleva al Niño Jesús sobre aguas Foto: Lisa Trever para el proyecto Pañamarca
2022.
turbulentas, presentado aquí con una ternura de la mirada materna.58
Si el Perú antiguo fue una cuna de la creatividad, tal como lo demuestran los productos Fig. 13. Enzo Miguel Matute, César Vallejo,
2021, Foto cerámica - proceso a la goma
artísticos generados a través de milenios por las acciones creativas de su población, bicromatada directa sobre botella de asa
hoy este país es y será un tesoro. No invoco la palabra “tesoro” en su sentido común estribo. Fotografíada por el artista.
de algo precioso, ni en el sentido de la expresión popular que señala que algo “vale
un Perú” por ser extraordinariamente rico (como la plata de Potosí), ni en el sentido
quechua que destaca unos materiales (ylla) como las piedras bezoares que traen buena
suerte y fortuna.59 Más bien, tomo el sentido de “tesoro” del griego antiguo (thēsaurós,
θησαυρός), o sea, como un receptáculo o almacén para diversas cosas preciosas.60 El
Perú es y siempre será un lugar de creatividad profunda, una república multicultural
y multiétnica, un recipiente lleno de la invención e innovación de sus comunidades,
más valiosas que el oro o la plata.
Carolyn Dean

Las configuraciones incomparables


de los incas

C
uando se enfrenta a algo nuevo, la mente humana busca un punto de comparación
para comprender lo desconocido y asimilarlo más fácilmente. No es de extrañar, pues,
que los símiles y metáforas que comparan lo nuevo con lo ya conocido abunden en
los escritos de la época colonial: a los camélidos se les llamaba ovejas; las akllakuna
(“mujeres elegidas”, que servían a los incas asumiendo labores especializadas) eran
monjas; y la impresionante mampostería de piedra inca se comparaba con las mag-
níficas ruinas romanas de España. El contexto cultural e histórico es, por supuesto,
determinante para la eficacia de cualquier símil. A veces, los preceptos tácitos en los
que se basa una comparación parecen inocuos, pero otras veces quedan al descubierto
supuestos más profundos y preocupantes, como cuando los agresivos conquistadores
cristianos llamaron mezquitas a las edificaciones indígenas construidas para el culto.
Dado que las comparaciones son necesariamente ecuaciones imperfectas, pueden,
en realidad, aunque no sea intencionalmente, impedir el entendimiento.
Inicialmente, los españoles y otros europeos occidentales identificaron el khipu, un
dispositivo compuesto por cuerdas anudadas y codificadas por colores, como algo
parecido a la escritura (Fig. 2). Es importante señalar que ambos se consideraban
similares, pero no iguales. Uno de los primeros observadores de los incas expresó su
ambivalencia al escribir: “Aunque no tienen escrituras, por ciertas cuerdas y nudos
recuerdan a la memoria las cosas pasadas”.1 Desde los primeros años de contacto,
Fig. 1. Retrato de una ñusta con lliclla con
t’oqapu (detalle), período colonial. Museo la forma de entender el khipu y las maneras en que podría haber funcionado, espe-
InKa, Universidad San Antonio Abad, Cusco. cialmente para registrar narraciones, han sido controvertidas para los interesados

143
en la historia inca. No pasó mucho tiempo antes de que la discusión sobre el khipu
se extendiera a otra modalidad de la cultura visual y material inca llamada t’oqapu
(t’uqapu, tocapu), configuraciones geométricas tejidas en prendas incas de alto es-
tatus antes y durante la colonización española (Figs. 1, 4 y 5); también aparecían en
vasos de madera llamados qiru (kero, quero) (Fig. 3), en calabazas (véase Díaz Arriola
y Landa Cragg 2014: 161, fig. 15) y, posiblemente, en tablas o tablillas de madera. En
este ensayo, considero cómo la confusión del t’oqapu con la escritura ha desalentado
la búsqueda de sendas interpretativas promisorias, si es que en realidad no nos ha
conducido inexorablemente hacia la incomprensión.

Categorías inadecuadas
Hace más de una década, el historiador del arte Tom Cummins señaló la diferencia
fundamental entre khipu y t’oqapu.2 No obstante y especialmente desde la difusión
de los llamados documentos de Nápoles –un controvertido conjunto de manuscritos
y artefactos en los que diseños similares al t’oqapu se adjuntan a cuerdas anudadas
para formar qhapaqkhipu capaces de
registrar narraciones–, des-
vincular al t’oqapu del khipu
se ha vuelto más apremiante.3
Ciertamente, los esfuerzos para
discernir el interés de los incas en
lo que denominaré ‘no imaginería’
y en su uso generalizado requieren
una consideración de cómo el t’oqapu
transmite significado. Por ‘no imagine-
ría’ me refiero a la falta de imágenes,
es decir, a la ausencia de mímesis,
ilusionismo, figurativismo, naturalismo,
verismo u otros términos que aluden a los
intentos de representar objetos tal y como
los percibe ópticamente el ojo humano. A
menudo, estas configuraciones se etique-
tan como abstractas, pero si no se refieren
de hecho o necesariamente a algún prototipo
del mundo ‘real’, que es una posibilidad que
me gustaría explorar, entonces la abstracción
es un término engañoso.4
Debido a que la no imaginería inca, sobre todo
la conocida como t’oqapu, se ha visto impli-
cada en el debate del khipu como escritura,
la cuestión de si los t’oqapu son más apropia-
dos como arte visual o como escritura sigue
abierta. Otra forma de expresar este dilema es
preguntarse qué categorización occidental –la
del arte o la de la escritura– se ajusta mejor a
las configuraciones geométricas incas. Ambos
términos han sido objeto de un extenso debate

146
que no ha llegado a resolverse. La historiadora del arte Elizabeth Hill Boone (1994)
ofrece un excelente análisis de los numerosos intentos de definir la “escritura”,
especialmente en relación con las prácticas precolombinas.5 En un trabajo anterior,
opiné que el término ‘arte’, que es un concepto útil y muy significativo en la historia
de la civilización europea y sus ramificaciones, ha aportado poco constructivamente
a la reflexión sobre las culturas visuales que no emplearon ningún término verdade-
ramente equivalente.6 En el mejor de los casos, etiquetar aspectos de las culturas
indígenas como ‘escritura’ o ‘arte’ (o constatar su ausencia) revela los valores de
quienes realizan una clasificación sistemática, pero dice muy poco sobre la sociedad
que produjo lo que ha sido asimilado o ha desafiado la asimilación a cualquiera de
las dos categorías.
Además de khipu y t’oqapu, otro término inca se ha visto envuelto en el debate
escritura/arte: qilqa (quellca, qilca), expresión quechua utilizada para referirse a la
escritura alfabética europea en la época colonial. Según los primeros diccionarios,
además de escritura alfabética, el término qilca también describe la escultura y una
variedad de adornos, como cuando Diego de González Holguín traduce “vestido pin-
tado, bordado o labrado” como quellcasca ppacha (ppacha significa vestido).7 En un
ensayo previo, sugerí que se denominaba qilqa a una amplia gama de decoraciones
u ornamentos, y que cuando se introdujo la escritura en los Andes, se entendió no
tanto como un sistema de notación, sino como una forma de decoración.8 La palabra
qilqa no distinguía entre papel con escritura y textiles decorados o esculturas de
madera; más bien, indicaba que aquello a lo que se refería tenía algunas marcas
en la superficie. En otras palabras, los indígenas andinos, para quienes la escritura
carecía inicialmente de sentido como notación, la asimilaban a la pintura, la incisión,
el bordado y otros medios de ornamentación.9 Que hoy interpretemos las palabras
de González Holguín como indicación de la presencia de ‘escritura’ en la pintura,
el bordado y la talla andinos, es una huella de nuestros propios preceptos y sesgos
culturales, cuando no deseos.
El t’oqapu, como un tipo particular de adorno, era entendido como qilqa, pero no
necesariamente debía considerarse como escritura.10 Ludovico Bertonio une qilqa
y t’oqapu en su diccionario aymara-español de principios del siglo XVII cuando
define tocapu quellcata como una “cosa bien pintada, y assi de otras cosas”.11 Es
casi seguro que el término t’oqapu llegó al quechua desde el aymara, por lo que
las definiciones de Bertonio son especialmente pertinentes.12 Mientras que, según
él, quellca podría referirse a una cosa pintada, se añadía la palabra t’oqapu para
describir tal cosa como “bien pintada”. Bertonio traduce tokapu isi –isi significa
vestido o ropa– como “ropa del Inga hecha a las mil maravillas”; otra definición,
la de tocapu amaotta (amauta u “hombre sabio”), indica un “hombre de gran en-
tendimiento”. Quilqa es, pues, decoración, mientras que t’oqapu identifica cierta
decoración como altamente calificada.
A pesar de la falta de pruebas que equiparen qilqa o t’oqapu con la escritura, qilqa se
traduce generalmente como ‘escritura’ y t’oqapu se ha identificado como comunicación
glotográfica, pictográfica, logográfica o ideográfica en la que los diseños geométricos Páginas 144-145:
codifican significados específicos y fijos en términos de sonidos, palabras o conceptos. Fig. 2. Quipu inca, período prehispánico.
Museo Larco
El ‘alfabeto’ fonémico propuesto por William Burns Glynn13 ha sido el que más se ha
descartado, al igual que las ‘traducciones’ en las que el vínculo entre el signo t’oqapu Fig. 3. Quero inca, período colonial. Museo
y el sonido o palabra inferidos es igualmente arbitrario o, al menos, no está bien ex- Metropolitano de Nueva York.

Carolyn Dean 147


plicado.14 La identificación de los t’oqapu como
“signos parlantes” (segni parlanti) fue populari-
zada ampliamente por primera vez, aunque no
inventada, por Raimondo di Sangro, el séptimo
príncipe de Sansevero, que fue un inventor,
soldado y alquimista italiano. Si bien hoy en día Sangro apenas es tenido en cuenta
por los estudiosos de la cultura inca, su impacto en este campo –especialmente en
los estudios sobre el khipu y el t’oqapu– fue muy profundo. En 1750, en respuesta a
las críticas recibidas por una novela de la autora francesa Françoise de Graffigny, en la
que empleaba el khipu como recurso narrativo, Sangro escribió su Lettera apologetica
(1750-1751).15 Allí intentó demostrar cómo el khipu de los incas podría haber registrado
narraciones complejas identificando cuarenta “palabras maestras” quechuas (parole
maestre) que emparejó con “signos maestros” (segni maestri). Sangro afirma haber
sacado la mayoría de sus palabras maestras de los escritos de Garcilaso de la Vega,16
con algunas tomadas de un manuscrito inédito obtenido por Sangro del jesuita Pedro
Illanes, que había regresado recientemente de Chile.17
Inspirándose en el manuscrito adquirido, Sangro utilizó sus signos maestros para
transmitir los sonidos del habla. Algunos de sus signos están compuestos de nudos de
varios tipos con flecos, otros presentan configuraciones geométricas, algunos exhiben
motivos imagísticos y otros combinan todas estas cosas.18 Debido a que me interesa
específicamente la no imaginería inca, es relevante observar que solo tres de los
cuarenta signos maestros de Sangro son configuraciones geométricas netamente no
pictóricas (los de Pachacamac, Yllapa y Pinunsun). Sangro admitió haber considerado
arriesgado el uso de la no imaginería por parte de los incas, ya que la asociación de la
figura con el significado no resultaba evidente. Dada su preferencia por lo icónico, el
grabado del artista italiano Antonio Baldi que aparece en la primera página del libro
de Sangro es provocador. Baldi representa el escudo de armas personal del autor, que
incluye un dispositivo para ahorrar tiempo en la elaboración de pasta inventado por el
propio Sangro, así como su lema individual (Esercitar mi sole) y su nombre académico
(Esercitato) (Fig. 6).19 También aparecen libros, un compás, una regla y otros artilugios
que representan los logros intelectuales y tecnológicos europeos, sugiriendo que la
civilización europea fue posible gracias a los inventos y, por tanto, a los inventores,
entre los que se encontraba Sangro. A la derecha, cuatro putti indígenas americanos,
cuyo origen geográfico se refleja en sus tocados de plumas y taparrabos, muestran un
khipu. Los círculos representan a las deidades Pachacamac y Viracocha, así como al
sol, la luna, Venus y los eclipses; la estrella con borlas es un cometa; y los nudos, va-
gamente figurados, representan diversas aves y grupos de personas.20 El putto situado
más adelante gesticula orgulloso ante el artefacto de cuerdas creado como resultado
del ingenio y la artesanía indígenas. A la izquierda, unos putti italianos trabajan afa-
nosamente con un aparato para fabricar su propio khipu. Su producto, evidentemente
Fig. 4.Tejido mural transcisonial. Procedencia
carente de imagen, contrasta fuertemente con el khipu “inca” representado. Dada la
desconocida. Considerada pieza única por sus
dependencia de Sangro de la imaginería naturalista para hacer funcionar su khipu características, donde se mezclan elementos
inca silábico, la ausencia de todos los motivos reconocibles del khipu italianizante iconográficos (mariposas) y tecnológicos
(tapíz) inca y elemento cristiano (cruz).
exige una explicación. Casi al final de su Lettera, Sangro recompensa al lector perplejo. Museo Nacional de Arquéologia y Antropología
e Historia del Perú.
Después de “resolver”, al menos a su satisfacción, el problema de cómo el khipu inca
registraba la prosa mediante nudos y configuraciones, Sangro presenta un alfabeto Fig. 5. Cruz con tocapus, madera y mopa-
khipu de su propia invención, que según él mejora el sistema inca y ofrece a los mopa, siglo XVIII. Museo Etnológico de Berlin

Carolyn Dean 149


Fig. 6. Lettera apologetica Raimondo di europeos una forma alternativa de escritura. Su sistema “nuevo y mejorado” utiliza
Sangro. 1750. Grabado por Antonio Baldi,
combinaciones de nudos y colores para recrear en el cordaje los alfabetos empleados
principe de Sansevero (1750–51: 1).
por las lenguas europeas comunes, así como los signos de puntuación y diacríticos.21
Fig. 7. El Rey Alfonso X y su corte. Libro de Claramente encantado por su propia inventiva, Sangro explica que los europeos “po-
los juegos (1238: folio 3).
drían muy bien hacer uso del mencionado khipu en lugar de la escritura, y de hecho
[podrían hacerlo] más fácilmente que los peruanos”.22 Sangro también relata cómo
mostró su khipu a una mujer identificada como “La Signora Principessa di Striano”, que
respondió fabricándole un pequeño telar para ayudarle en la producción del khipu.23
Estas páginas finales explican el grabado anterior: los putti de estilo italiano utilizan
el aparato de Striano para producir el khipu alfabético de Sangro. Sangro se jacta de
haber depurado el supuesto sistema de registro de los “incas”; lo ha hecho separan-
do con éxito la “escritura” de la imaginería, adaptándose así mejor a las taxonomías
occidentales. Entonces, vemos con claridad que la supuesta prueba de Sangro de la
escritura incaica nos dice muy poco sobre los incas y mucho sobre Sangro, sus pre-
juicios y sus deseos. Los esfuerzos de Sangro deberían servir de advertencia para las
investigaciones actuales sobre la escritura incaica. Su tendencia a recrear las prácticas
incas en términos de categorías europeas crea auténticas barreras que dificultan la
comprensión. El sistema que propuso sirvió, en última instancia, para afirmar la supe-
rioridad intelectual europea, así como su mayor inventiva y uso propicio de la tecnología.
No hay duda de que tanto la “escritura” como el “arte” transmiten significados y re-
gistran conocimientos. Recientes reinterpretaciones de lo que constituye un “texto”
señalan acertadamente que la escritura alfabética no es el único modo de comunica-
ción “textual”.24 Tanto las imágenes como las configuraciones geométricas registran
y transmiten información, y puede decirse que las personas las “leen”. No hay nada
nuevo en esta observación; todo tipo de artefactos sin equivalentes directos en la
cultura occidental no solo registran conocimientos, sino que pueden promover nuevos
conocimientos. Sin embargo, aunque las discusiones sobre la escritura y el arte abren

150
vías para pensar de nuevo sobre las prácticas comunicativas incaicas (y otras), estas se
centran en las taxonomías occidentales. Esto no quiere decir que no valga la pena com-
parar y contrastar conceptos y prácticas incaicos y europeos, pero, en este caso, quiero
seguir otro curso de investigación. Reconociendo que, históricamente, la preocupación
por el tándem “escritura/arte” ha oscurecido con demasiada frecuencia las prioridades
indígenas, dejo a un lado esta rancia dualidad. Para que quede claro: como los pueblos
andinos no tenían un término equivalente ni para “escritura” ni para “arte”, la cuestión
de si podemos aplicar una u otra etiqueta a cualquier práctica o conjunto de objetos
no ayuda mucho para comprender mejor la producción de conocimiento indígena. En
retrospectiva, los supuestos conceptos “universales” a menudo han velado más de lo
que han revelado. Tanto el “arte” como la “escritura” han resultado ser términos oscuros.

Representación y presentación
La bibliografía sobre el t’oqapu como símbolo o icono es vasta, sin que ninguna hipótesis
reciba aceptación general.25 Quizás la interpretación más positiva hasta la fecha es la
identificación de David Vicente de Rojas Silva del t’oqapu como heráldico, basada en sus
estudios de qirukuna del periodo colonial, retratos de los descendientes de la realeza
inca, y la obra de Felipe Guaman Poma de Ayala (1615).26 Aunque hace hincapié en los
linajes, la “hipótesis de la heráldica” también se aplica fácilmente a las instituciones
sociales o políticas y a las regiones geográficas. La hipótesis de De Rojas Silva coincide
parcialmente con la conclusión de la historiadora del arte Rebecca Stone de que los
t’oqapu, al evocar motivos textiles distintivos, traen a la memoria diversas partes del
imperio inca o implican territorios futuros;27 asimismo, se alinea con la propuesta de
Cummins de que al menos algunos t’oqapu representan distintas provincias del imperio
inca, interpretación con la que el historiador del arte Andrew James Hamilton y otros
están de acuerdo mayoritariamente.28 El apoyo documental proviene de un inventario de
artículos andinos reunidos por el virrey Francisco de Toledo y enviados a España por Felipe
II (1515-1598), en el que figuraba una “camisa de yndios que dicen de cumbi, texida de
diversos colores y figuras, las quales figuras son señales de armas de provincias que el
ynga poseya, por donde las conocía”.29 No podemos saber si el autor estaba escribiendo
sobre el t’oqapu y, si fuera así, hasta qué punto el autor del inventario estaba familiarizado
con las configuraciones geométricas incas. Sí sabemos que la idea de los motivos texti-
les que representan heráldica formaba
parte de la tradición española. En su
conocido Libro de los juegos (1238), el
rey Alfonso X de Castilla, León y Galicia
aparece con vestimentas en las que se
representan las armas de Castilla y León
(Fig. 7).30 Es muy posible que el autor del
inventario hiciera una conjetura sobre
los motivos de la túnica basándose en
sus propias tradiciones culturales; es
decir, que encontrara una categoría
familiar que le permitiera asimilar las
exóticas ‘señales’ incas.
En el renombrado unku de los t’oqapu
de la colección de Dumbarton Oaks, hay

Carolyn Dean 151


Fig. 8. Inka, Unku con T’ocapus (delantero),
1450-1540 CE, 90.2 cm x 77.15 cm,
Dumbarton Oaks Research Library and
Collection, PC.B.518. Photo credit:
Neil Greentree.

Fig. 9. Aríbalo con llaves Inkas.


Museo Nacional de Arquéologia
y Antropología e Historia del Perú.

configuraciones
g no imagísticas que pueblan la parte delantera y trasera
de la prenda (Figs. 8 y 10). El hecho de que ninguna de las unidades
d diseño individuales de la túnica se haya asociado con ninguna
de
provincia o región imperial en particular debilita la hipótesis de la
heráldica. Tal vez en futuras investigaciones se puedan hacer estas
asoc
asociaciones. 31
Stone, preocupado por la falta de pruebas que relacionen
los t’oqap
t’oqapu de la túnica de Dumbarton Oaks con regiones específicas, plantea
que, a eexcepción de la túnica militar con cuadros blancos y negros fácilmente
recono
reconocible (Fig. 11) y también el llamado motivo de la llave inca (Fig. 9, 12
y 13)
13), las unidades de t’oqapu evocan “motivos extranjeros genéricos” que
posi
posiblemente se refieran a futuras regiones o pueblos por conquistar.32
Aun así, hasta la fecha, el mejor argumento a favor de la hipótesis de
la h
heráldica procede de la imaginería del periodo colonial, que sin duda
estu
estuvo influida por las prácticas españolas.
Una discusión y evaluación exhaustivas de las diversas interpretaciones
de
del t’oqapu y otras configuraciones geométricas de los incas nos des-
via
viaría mucho del tema que nos ocupa, por lo que me centraré aquí en
un único ejemplo relativamente sencillo: un diseño formado por cuatro

152
Fig. 10. Inka, Unku con T’ocapus
(parte trasera), 1450-1540 CE,
90.2 cm x 77.15 cm, Dumbarton Oaks
Research Library and Collection, PC.B.518.
Foto: Neil Greentree.

Páginas siguientes:
Fig. 15. Detalle de Fig. 10.

Fig. 11. Unku en miniatura, ajedrezada en Fig. 12. Unku en miniatura, con llave inca. Fig. 13. Dos variaciones del llave Inca.
blanco y negro. Museo Americano de Historia Museo Americano de Historia Natural. Representación gráfica por C. Dean.
Natural.
Fig. 14. Patrón de tablero de ajedrez
(detalle de Fig. 17).

Carolyn Dean 153


156
Fig. 16. Tejido provincial con t’oqapus,
Poroma, Nazca, 1438-1533, Museo de
Antropología “Phoebe Apperson Hearst”
(Berkeley, California), no. 4-8387b.

Fig. 17. Unku con t’oqapu cuadripartido,


Museo Nacional de Historia Natural,
Smithsonian, catalog number A307655

Fig. 18. Unku con t’oqapu cuadripartido


(detalle), Museo de Arqueología e Etnología
“Peabody,” no. 46-77-30/7684

Fig. 19. Dos variaciones del t’oqapu


cuadripartido. Representación gráfica
por C. Dean.

cuadrados pequeños de la misma dimensión que están espaciados por igual dentro de
un cuadrado mayor (Fig. 19). La composición de cuatro cuadrados constituye la base de
muchos ejemplos complejos de t’oqapu. El antropólogo Tom Zuidema aporta un modelo
prometedor relativo al uso de la imaginería colonial para interpretar esta configuración
en particular, pero su trabajo también expone algunas de las dificultades implícitas en
la “descodificación” de la no imaginería.33 Se basa en Guaman Poma para el contexto
de uso en el que aparece el motivo de los cuatro cuadrados en las túnicas de los hom-
bres incas. Debido a que este diseño no solo figura en la obra de Guaman Poma, sino
que también se encuentra en los unku o túnicas precolombinas (Figs. 17 y 18), difiere

Carolyn Dean 157


mucho de los otros diseños textiles de Guaman Poma, los cuales muestran vínculos
poco claros con textiles incas reales.34
En su retrato del cuarto gobernante de los incas, Guaman Poma nombra específicamen-
te el motivo de cuatro cuadrados como caxane (casana, cassana, kasana) (Fig. 20a).
Aunque ahora el término kasana ha sido ampliamente adoptado como el nombre para
este diseño en particular, kasana unku se define en los diccionarios coloniales como
una “camiseta axedrezada [ajedrezada] de cumbi”, una definición que sugiere que
kasana designa un patrón de cuadrados alternos de diferentes colores en columnas
o filas, lo que genera un patrón en el que no hay dos cuadrados contiguos del mismo

158
color.35 Esto es curioso, pues cada uno de los cuatro pequeños cuadrados del diseño Figs. 20 a-n. Felipe Guaman Poma de Ayala,
Primer nueva corónica y buen gobierno
llamado kasana es idéntico, por lo que la configuración no es realmente ajedrezada.36
(c. 1615), The Royal Library, Copenhagen.
Cabe señalar que Guaman Poma, particularmente en sus retratos de la realeza, no 20a. “El cuarto Ynga, Mayta Capac”, p. 98.
siempre describe lo que ilustran sus dibujos. Es probable que su texto se refiera a una 20b. “El tercer capitán, Cusi Uanan Chiri
Ynga”, p. 149.
fuente documental que contenga imágenes en color y diferentes prendas de vestir.37 No 20c. “El octavo capitán, Camac Inga”,
obstante, si Guaman Poma tenía la intención de describir cuatro cuadrados enmarcados p.159.
dentro de un cuadrado mayor, es posible que la palabra kasana se traduzca imperfec-
tamente como ‘ajedrezada’. En cualquier caso, para evitar confusiones con aquellas
túnicas en las que la palabra ajedrezada describe realmente lo que se ve en el diseño
(por ejemplo, Fig. 11), me referiré a esta configuración específica simplemente como
“cuatro cuadrados”.
Guaman Poma representa túnicas con cuatro cuadrados catorce veces: Figuras 20a-n.
Debido a que ningún significado vincula fácilmente a todos estos individuos, Zuidema
concentra su estudio en los dos contextos más prominentes: la guerra y los ritos
agrícolas. Los incas asociaban estas dos actividades y consideraban que el arado
y la siembra eran paralelos a la guerra. También equiparaban una cosecha exitosa
con una victoria militar.39 Al limitar su enfoque, Zuidema es capaz de argumentar
que el diseño de los cuatro cuadrados (su kasana) significa la agresión de género
que ejercían los hombres en el contexto de la batalla, al igual que en las actividades
agrícolas, como cuando abrían la tierra para sembrar semillas. Concluye que, pues-
to que varios de los hombres que visten túnicas similares son gobernantes y otros

Carolyn Dean 159


20d. “El primer grupo de edad de hombres, awqa kamayuq, 20e. “Agosto, Chacra Yapuy Killa, mes de romper tierras”, 21f. “Septiembre, Quya Raymi K
guerreo de 33 años”, p.196. p. 252. p. 254.

20i. “Pontífices, walla wisa, layqha, umu, hechicero”, p. 279. 20k. “Alguacil mayor, Hurin Cuzco Ynga”, p. 346. 20l. “Amojonadores de este Rein
Killa, mes del festejo de la reina”, 20g. “Noviembre; Aya Marq’ay Killa, mes de llevar difuntos”, 20h. “Agosto: cantos triunfales, tiempo de abrir las tierras”,
p. 258. p. 1163.

no”, p. 354. 20m. “Chunka kamachikuq, mandoncillo de diez indios 20n. “Pregonero o verdugo”, p. 818.
tributarios”, p. 767.
poderosos capitanes incas, el motivo identifica a los hombres que ocupan cargos
de autoridad política o militar. Sin embargo, no se explica por qué Guaman Poma
muestra el diseño de cuatro cuadrados en personas que no se dedican obviamente
a actividades “masculinas”, incluido un hombre “supersticioso” que cree en los
presagios (Fig. 20j). Por el uso que plantea Guaman Poma, parece que la confi-
guración de los cuatro cuadrados gozaba de una amplia aplicación, tan amplia
que su mensaje dependía en gran medida del contexto. Aparentemente, es poco
probable que existiera un significado único y fijo.
Estudios calificados sobre el diseño de los cuatro cuadrados se centran en la forma
de sus elementos constitutivos y su disposición espacial, comparando los cuatro
cuadrados con las cuatro partes (suyus) del Imperio inca, el Tawantinusyu (“cuatro
partes unidas”).40 De hecho, si se describiera una configuración consistente en cua-
tro pequeños cuadrados enmarcados dentro de un cuadrado mayor, podría decirse
que se trata de “cuatro partes juntas”. Esto puede explicar el uso que hace Guaman
Poma del diseño de cuatro cuadrados en las túnicas de hombres que actúan –a veces
agresivamente– con autoridad estatal (gobernantes, líderes militares, altos cargos
de las fuerzas del orden, funcionarios administrativos, sumos sacerdotes, etc.). El
artista indígena también emplea el motivo de los cuatro cuadrados para asociar la
actividad con la autorización estatal incluso después de la caída del imperio de los
incas, como cuando aparece en las vestimentas de los funcionarios que trabajan
bajo la autoridad del Estado colonial. Al menos en la mente de Guaman Poma,
el diseño mantuvo sus asociaciones con el poder político a pesar de la caída del
Tawantinsuyu. Para mí, la cuestión crítica no es si los cuatro cuadrados se refieren,
simbolizan o ilustran el Tawantinsuyu, sino si es ‘tawantinsuyu’. En otras palabras,
¿esta configuración es una representación o una presentación, o ambas cosas? Si
esta configuración indica el Tawantinsuyu, funciona como una representación, parte
de un sistema de notación codificado en el que los cuatro cuadrados se refieren al
Imperio inca por su nombre y, por extensión, a su reemplazo colonial. En cualquier
contexto en que aparezca, debe “leerse” como un nombre específico del Estado
inca. Si, por el contrario, es ‘tawantinsuyu’ (o sea, una unificación de cuatro partes
cualesquiera o mitades divididas por la mitad), entonces existe por sí misma. Esta
configuración manifiesta una relación, es decir, las formas y colores que la consti-
tuyen no apuntan necesariamente a nada fuera de la misma; por tanto, la relación
existente puede equivaler, en términos generales, a un concepto a través del cual se
transmiten varios significados. En este último caso, los cuatro cuadrados representan
una idea, pero solamente porque, ante todo, muestran una relación entre sus partes.
Por muy tentador que resulte fijar el significado de la configuración de los cuatro cua-
drados, entendiendo que se refiere siempre al Imperio inca, una descripción similar
–las cuatro partes juntas– podría decirse de todas las configuraciones cuatripartitas,
que se aprecian ampliamente en múltiples medios de la cultura visual inca. Aunque
el apelativo imperial podría ser una referencia, las cuatro partes juntas también po-
drían describir la estructura de las relaciones familiares, generacionales y también
intra e intercomunitarias, así como las organizaciones religiosas y políticas y las
situaciones espaciales en las que aparece la cuatripartición. Cuando Guamán Poma
incide en el diseño cuatripartito de la túnica de un hombre que cree en presagios,
subraya su afirmación textual de que, en los Andes, muchos indígenas de la época
colonial siguen creyendo en augurios y profecías (Fig. 20j).41 Juntos –mediante la

162
fuerza de sus supersticiones unificadas– han erigido una formidable barrera frente
a los esfuerzos de conversión cristiana. El hombre dibujado que cree en presagios
no es un individuo de alto rango dentro del Estado inca ni de ningún otro poder po-
lítico. Tampoco muestra agresividad masculina. Se trata más bien de una persona
supersticiosa cuyas creencias lo vinculan con una cultura panandina de presagios
que, en opinión de Guaman Poma, es poderosa (aunque se trate de una suerte de
poder negativo). Lo que presentan los cuatro cuadrados es una unión de partes; las
partes y los conjuntos que representan –producción agrícola, familia, comunidad,
región, imperio u otros– dependen de la condición y el contexto del espectador.
Los cuatro cuadrados demuestran un tipo específico de relación espacial, al igual
que todas las configuraciones geométricas. El pensamiento espacial se entrelaza con
muchos ámbitos del pensamiento y, en consecuencia, se pueden encontrar metáforas 20j. “Supersticiones y agüeros”, p. 283.

Carolyn Dean 163


Fig. 21. Tres ejemplos del t’oqapu espaciales en léxicos relativos al tiempo, el parentesco, la estructura social, los esta-
cuadripartido. Detalle de Fig. 8. Crédito
dos mentales, etc.42 Como ejemplo, pensemos en las formas en que hanan (arriba)
fotográfico: Katie Elizabeth Ligmond.
y urin (abajo) se aplican en múltiples ámbitos del pensamiento indígena andino. De
acuerdo con la historiadora del arte Mary Frame, como el diseño de cuatro cuadrados
presenta una simetría rotacional cuádruple, es capaz de expresar un ciclo temporal con
cuatro intervalos.43 Recurriendo a información etnográfica sobre Taquile, sugiere que
ese patrón podría tener un correlato con una rotación laboral cuádruple dentro de los
cuatro suyus del imperio. Por tanto, las configuraciones de cuatro partes pueden fun-
cionar como composiciones espaciales o temporales, aludiendo a relaciones sociales
o políticas, instituciones, periodos de tiempo y conceptos en los que existe (al menos
supuesta o idealmente) una cooperación entre todas las partes que da como resultado
algo que supera la suma de estas. Dónde y cuándo las partes superan la suma de sí
mismas (en la guerra, la agricultura, la construcción de las fronteras y quizá incluso en
la práctica de creencias y costumbres “supersticiosas”) depende del contexto.
El patrón de cuatro cuadrados es la versión más simple de un diseño cuatripartito
porque sus cuatro partes son iteraciones más pequeñas del cuadrado en el que
están inscritas. En otras unidades t’oqapu, las partes de las composiciones cua-
tripartitas están emparejadas, con dos partes iguales y que se presentan como
complementos diagonales de las otras dos partes, que también son iguales (Figs.
14 y 21). Tales diseños no solo evidencian la división en cuatro, sino la jerarquía
entre pares a través de la similitud diagonal (los cuadrados superiores concuerdan
con los inferiores en sentido diagonal). En conjunto, pueden describirse como aje-
drezados, ya que se alternan a derecha e izquierda, a menudo con diferenciación
de color (Fig. 13). El emparejamiento entre la complementariedad superior-inferior
y la complementariedad derecha-izquierda encarna la disposición ideal del espacio
andino, según la cual las comunidades se dividen en mitades y esas mitades se
dividen a su vez en otras mitades.
La flexibilidad del significado parece haber sido un aspecto crítico de la no imaginería
inca. Dado que las configuraciones geométricas son siempre presentaciones relacio-
nales, no se pueden inferir significados precisos de un contexto para luego aplicarlos
a la forma en otros contextos. ¿Cómo, entonces, se establecía una comunicación
entre las configuraciones geométricas y los espectadores, y cómo funcionaban para
expandir el imperialismo inca?

164
Decoración reflexiva
El consenso sobre el significado y la función de las configuraciones geométricas
de los incas, en la medida en que existe, parece haberse aglutinado en torno a la
idea de que el t’oqapu inca emplea un sistema semasiográfico de formas, colores
y motivos que hacen referencia a algún aspecto de la identidad (geográfica, étnica,
familiar, institucional, etc.). Las semasiografías, al igual que la escritura y las imá-
genes (semejanzas), funcionan representacionalmente. Pero, si las configuraciones
geométricas incas operan solo como signos, hay dos supuestos que pueden ser –y
han sido– formulados:
1. La composición de elementos dentro de un diseño concreto es básicamente
arbitraria, y las configuraciones funcionan como símbolos cuyo significado es
acordado mediante convenciones culturales compartidas.44 Los cronistas que
hacen referencia a significados cromáticos (el rojo es el color del gobernante, el
amarillo pertenece al heredero, etc.) podrían orientarnos sobre ciertos significa-
dos, pero nunca será posible acceder plenamente a las asociaciones simbólicas
incas porque el vínculo de la forma y el color con el significado es indirecto y
culturalmente específico.
2. Las configuraciones del t’oqapu se abstraen de algunas imágenes figurativas
originales. Por consiguiente, una vez identificado el prototipo pictórico, se pueden
investigar sus significados culturales. Esto es arriesgado, tanto porque rastrear la
abstracción hasta algún prototipo es muy subjetivo, como porque los significados
de esos prototipos son inestables y cambian con el tiempo.
Independientemente del camino que se siga, la premisa es que las configuraciones
incas funcionaban únicamente como representaciones, transmitiendo un significado
por referencia a algo que estaba más allá de la no imagen. Aquí me gustaría llamar
la atención sobre una operación adicional, una que se alinea con la presentación,
aquella de la demostración. Si las configuraciones geométricas incas funcionaban
como demostraciones, cada diseño manifiesta un significado en su propia estructura,
sin necesidad de prototipos ni referentes externos. Se ha dicho que las presentaciones
se signan a sí mismas, lo cual es cierto, pero no viene al caso. El significado de las
presentaciones no reside en aquello a lo que se refieren, sino en lo que experimentan
sus propias formas constitutivas. Al hacerlo, su significado como representaciones no
solo varía de un contexto a otro, sino que lo hace intencionadamente. Probablemente,
los incas recurrieron a la representación, las manifestaciones orales y los conceptos
culturales compartidos para influir en la interpretación en cualquier circunstancia
particular. También apelaron al trabajo intelectual de los espectadores, pidiéndoles
que pensaran a través del diseño, observando las relaciones entre las formas y los
colores constitutivos de las configuraciones, entendiendo que las formas mismas
entablan y experimentan relaciones. Experimentar desde la perspectiva de las for-
mas constitutivas de cualquier no imagen hace que la no imaginería esté cargada
de pensamiento en lugar de ser “meramente decorativa”, es decir, agradable a la
vista, pero ausente de contenido significativo.
Aunque en el futuro se profundizará en esta noción, por ahora podemos aprender
de los pueblos andinos contemporáneos que hoy ‘piensan a través del patrón’. Las
tejedoras de Chinchero han referido a la etnógrafa Christine Franquemont que, si bien

Carolyn Dean 165


los motivos textiles pueden tener nombres que corresponden a motivos particulares,
llamados pallay, su función no es principalmente –y, por cierto, no únicamente– de
representación.45 Más que representar cosas, los pallay evidencian las relaciones
particulares entre las partes. Franquemont proporciona varios ejemplos, uno de
los cuales es un motivo llamado raki-raki, que se refiere a áreas de color de forma
similar en el patrón que no se tocan, sino que se mantienen separadas por hilos
blancos intermedios (Fig. 22). Dado que raki-raki es la palabra del quechua sureño
que designa a los helechos –plantas con hojas pinnadas–, el motivo podría parecer
a primera vista la representación de helechos, los cuales no se ven en los tapices
incas, pero sí con frecuencia en las cerámicas incas (Fig. 23).46 Podríamos pasar
a denominar este motivo cerámico ‘raki-raki’, pero al hacerlo ignoraríamos a otro
de los informantes de Franquemont, un caballero que, aun cuando sabía poco de
tejidos, al observar el diseño raki-raki, lo comparó con una circunstancia en la que
un marido se encuentra en una tierra determinada y su mujer en otra, o cuando un
hijo vive, pero su madre ha muerto.47 Nombrar no es lo mismo que saber, aunque
el enfoque en el representacionalismo a menudo lo haga parecer así. Franquemont
explica que el motivo demuestra la relación entre dos cosas que van juntas, pero
están separadas. En la no imaginería andina, las relaciones se demuestran, y las
formas que constituyen la configuración experimentan la relacionalidad. Es la expe-
riencia de las formas y los colores en relación unos con otros lo que se traduce al
mundo más allá de la configuración, que es experimentar directamente en lugar de
indirectamente. La experiencia directa es característica de la presentación, mien-
tras que la representación es necesariamente indirecta. Esta es la diferencia entre
experimentar algo y que te cuenten –o leer– sobre ello.
Si tomamos en serio a las tejedoras de Chinchero, comprenderemos que en nuestro
afán por fijar significados –para decodificar– es muy posible que malinterpretemos
cómo funcionaban las configuraciones incas. Aunque Gail Silverman aboga enérgica-
mente por entender los motivos como poseedores de significados precisos y raíces
icónicas, su inestimable trabajo con los tejedores de Q’ero y otros lugares de la región
de Cusco respalda las observaciones de Franquemont.48 Por ejemplo, una parte de un
diseño que las mujeres denominan ‘corazón’ es identificado como ‘camino’ o ‘río’ por
los hombres, y un rombo es llamado ombligo, campo o río dependiendo del contex-
to.49 Al explicar estas diferentes identificaciones, la investigadora arguye que solo los
hombres sabios (yachachiq) pueden proporcionar el significado más amplio o real de
los motivos.50 Sin embargo, si asumimos que las configuraciones tienen deliberada-
mente múltiples significados derivados de la relación de sus elementos constitutivos
y que esos significados pueden no estar relacionados en gran medida o incluso en
su totalidad con el nombre con el que se conocen determinados motivos, entonces
entenderemos que tanto las tejedoras como los hombres sabios saben perfectamente
de qué están hablando.
En consonancia con las prácticas de presentación observadas en otras partes del
mundo, las tejedoras de Chinchero no suelen utilizar palabras para enseñar ninguna
técnica de tejido en particular; en su lugar, utilizan el propio tejido.51 Dicho brevemente,
tejer no es algo de lo que se pueda hablar, es algo que hay que hacer, que hay que
experimentar. El aprendizaje de este modo es vivencial, basado en la práctica, más
que en la descripción vicaria. Esto implica no solo llevar a cabo acciones concretas,
sino también desarrollar un sentido de los materiales y de cómo responden a esas

166
acciones. Dado el énfasis en la experiencia, puede darse el caso de que la notación o Fig. 22. Vajilla inca con el patrón “raki raki”
(helecho). Museo Nacional de Arquéologia y
registro preciso no solo no fuera la función principal de las configuraciones geométri-
Antropología e Historia del Perú.
cas, sino que la especificidad del significado podría haber sido contraria a la práctica
pedagógica inca, en la que se esperaba que los espectadores encontraran el significa- Fig. 23. Pallay se llama raki-raki según
Franquemont (1986: 337, Fig. 9),
do de los patrones geométricos mediante la identificación de las relaciones que eran
Representación gráfica por C. Dean.
relevantes. En otras palabras, se esperaba que experimentaran la no imaginería, en
lugar de limitarse a mirarla. Así, pues, las configuraciones geométricas de los incas
pueden registrar conocimientos, pero también invitan a crearlos. Los espectadores
eran (y son) inducidos a pensar a través de patrones. Las implicaciones de este tipo
de pensamiento, y lo que significan para la interpretación de la cultura visual inca,
señalan nuevas y prometedoras vías hermenéuticas para quienes admiran y esperan
comprender mejor el patrón y diseño de los incas.52

Carolyn Dean 167


Ramón Gutiérrez

Replanteando la historia
de la arquitectura americana

Desde dónde miramos:


reflexiones acerca de nuestra historiografía

U
na nueva perspectiva del arte colonial peruano exige puntualizar dos aspectos. Uno es
el territorial porque el virreinato peruano incluyó prácticamente la extensión hispana
de Sudamérica. Los virreinatos de Nueva Granada (1739) y del Río de la Plata (1776)
desmembraron las tutelas territoriales del Perú. Nuestra lectura se va a centrar en el
espacio de los límites de la República del Perú.
El segundo aspecto que posibilita una nueva perspectiva parte del lugar desde don-
de realizamos la lectura y el enfoque que de esta se deriva. Nuestra historiografía
americana en Sudamérica, se inicia con la conferencia del argentino Martín Noel que
“descubre” la arquitectura colonial de Bolivia y el Perú en 1914, y edita un libro en
1921 que premia la Real Academia de Bellas Artes de Madrid.1
La ilusión europeísta de la intelectualidad americana se desvanecía por la Primera
Guerra Mundial y afloraban los movimientos indigenistas de la Revolución mexicana
exigiendo la introspección. Se pedían “nuevos rumbos” culturales y el I Congreso
Panamericano de Arquitectos (Montevideo, 1920) indicaba la necesidad de estudiar
las arquitecturas del continente en las universidades. En 1922, el académico espa-
ñol Lampérez y Romea se sumaba ponderando la tarea de Noel que articulaba las
obras coloniales con las propuestas populares españolas y establecía así la idea del
“modelo” europeo como referencia. Otros investigadores lo ratificaron y ayudaron a
despejar la “leyenda negra” inglesa y a encarar un nuevo enfoque del fenómeno de
la transculturación.2
Fue Ángel Guido quien avanzó sobre la lectura de la existencia de una “fusión
Fig. 1. Portada del Templo de Lampa, Puno. hispano-indígena” (1925), mientras Noel redactaba por primera vez una “teoría” de

169
la arquitectura (1932), abriendo líneas
de investigación.3 En este escenario se
movieron casi todos los historiadores del
arte y arquitectos que, en el siguiente
medio siglo, aceptaron la óptica de
que se trataba de una arquitectura
europea con una potencial decoración
americana.
Bajo esta mirada se planteaban polémi-
cas entre los europeos y norteamericanos
que reducían la valoración del aporte
español (Kubler, Luks, Gasparini) y los
propios españoles, quienes la prioriza-
ban (Angulo Íñiguez, Marco Dorta).4 Los
americanos aceptaban esta dialéctica
de arquitectura y ornamentación (Bus-
chiazzo, Benavides, Harth-terré, Arbeláez
Camacho, Navarro). 5 El nominalismo
estancó la investigación, tras el debate
de la “fusión”, cuando Guido acuñó la
idea del “mestizaje”, que fue promovida
por Mesa y Gisbert a categoría de “estilo”
y parcialmente aceptada por Wethey y
Kelemen.6 Idea rechazada por Kubler y
Gasparini, quienes aducían que no era
arte de mestizos, apelando a una lectura
biológica que obviaba lo cultural. Durante
años, la batalla nominalista conllevó un
esfuerzo por acumular ejemplos, unos en
las “cabezas de serie” europeas y otros
en los rasgos locales.7 Sin aclarar la perti-
nencia del término, algunos lo aceptaron
para calificar manifestaciones en un área
reducida del entorno peruano-boliviano,
que luego se comprimiría a un circuito
menor que se extendería de Arequipa a
Potosí.8
En la historia del arte los investigadores
crean y aceptan nominaciones más
complejas y reducidas –por ejemplo, el
arte “mudéjar”– como convención válida
para ejemplificar temas de integración
cultural, sin exigir patentes biológicas o
de idioma propio, para facilitar una mejor interpretación. Es cierto que la circula-
ción de grabados procedentes de Europa aportó modelos para los imaginarios de
la evangelización en el horizonte histórico de América, pero el proceso no fue lineal
sino integrador.

170
Nuestro debate se llenó de improperios, donde lo americano era “menor”, “copista”, Fig. 2. San Lorenzo de Potosí, dibujo de 1775,
último año en que la ciudad dependió
“provinciano”, “carente de creatividad”, “tosco” y “anacrónico” al ser mirado desde la del Virreinato del Perú. Ex colección Noel.
cultura europea. Esta corriente descartaba no solamente la influencia española (que se
consideraba de segunda mano respecto a la italiana), sino también cualquier mirada Fig. 3. Plano de la iglesia de San Pedro,
hospital de indios, Cusco. Diseño
que se ubicara centralmente en lo que sucedía a partir de América.9 Nunca logramos de Juan Tomás Tuyru Tupac.
entender por qué tantos colegas dedicaban tanto tiempo a aquello que valía tan poco. Archivo General de Indias. Sevilla.

Este tema se complejizó también por las lecturas que se hacía de la arquitectura. En
general, los europeos y estadounidenses eran historiadores del arte, pero los americanos
eran predominantemente arquitectos. Los historiadores del arte tenían una mirada más
formalista construida sobre bases documentales, mientras que los arquitectos iban más
allá de la estética con temas funcionales, desde escalas que partían de la obra y se
extendían al conjunto y el urbanismo. Con la mera aplicación del esquema de dominante
y dominado, las relaciones siempre mantenían estas categorías. Por ejemplo, cuando
se colocaba un templo sobre una antigua huaca, se lo describía como expresión de la
religión dominante sobre la indígena. Nunca se ponderaba que esa elección suponía
aceptar una sacralidad previa y que la superposición indicaba su continuidad.

Los arquitectos aprobaban el movimiento “espacialista” de Bruno Zevi como método de


lectura de los valores arquitectónicos; en cambio, los textos de Hauser ampliaban este

Ramón Gutiérrez 171


análisis incidiendo en el ámbito de carácter cultural y social. En la historia del arte, la
iconografía de Panofsky abriría, junto con la semiología, nuevas líneas de estudio en la
segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, al optar por el análisis espacialista algunos
reiteraron el esquema excluyente, pues se menospreciaban los aspectos formales y
documentales como positivistas.10
El problema central para los americanos radicaba en que siempre debíamos partir y
reflexionar estableciendo una comparación con la “cabeza de serie” europea, bajo el
argumento de que fuimos parte del imperio hasta el siglo XIX. La realización de estu-
dios desde esta óptica implicaba una dependencia que soslayaba las propias razones
locales que explicaban cabalmente las opciones concretadas. Los debates de los
años sesenta y setenta llevaron a la exasperación a causa de esta descalificación y,
sin duda alguna, el Congreso del Barroco de Roma de 1980 fue el punto de inflexión.
La confrontación motivó una respuesta cuando el propio arquitecto Portoghesi, que
presidía el Congreso, manifestó a sus colegas que siempre que había querido analizar
el barroco americano con las pautas europeas le había sido imposible.11
Allí se ratificó la idea de muchos de nosotros de que había que “mirar desde aquí”, sin
desconocer las presencias e influencias, pero tratando de entender lo que se había
realizado a partir de nuestra propia circunstancia.

La transculturación en la cultura de conquista


Al analizar el período de la conquista del siglo XVI, Foster explicitó los procesos de
cambio cultural que debían valorarse para comprender los resultados, lo que implicaba
asuntos procedentes del centro emisor (España) y otros del receptor (América). Para
España se generaban dos situaciones importantes: la “selección” y la “síntesis”. La
selección significaba excluir del proceso aquellos componentes que no eran pertinentes
para su desarrollo en América o que, debido a su tamaño, no podían ser trasladados
por los buques. Pasaban cosas necesarias, pero se descartaban otras por la síntesis,
como acontecería con la elección del idioma castellano, al relegarse el catalán, el
gallego o el vascuence, en coincidencia con el predominio migrante de andaluces y
extremeños. Idioma, legislación y religión fueron los tres grandes elementos históricos
conformadores de la cultura americana.
La síntesis generaría nuevas expresiones americanas. Fernando Chueca Goitia afirmaba
que Hispanoamérica era más España que cualquier región porque sus arquitecturas
populares se habían integrado en las propuestas del nuevo continente. Así, la masía
catalana, la barraca valenciana o el caserío vasco habían contribuido junto a los cortijos
andaluces y extremeños a potenciar una nueva síntesis arquitectónica.12
También la cultura receptora americana frente a la conquista tiene distintas respuestas:
acepta la imposición, se fusiona o la rechaza. El conquistador se relaciona con las
poblaciones americanas que varían de la región caribeña a México y el Perú en virtud
del estadio cultural y social. En Santo Domingo los españoles hacen la obra de la ca-
tedral con trabajadores locales, pero deben traer de España canteros y herramientas
para su realización.13 Fig. 4. Iglesia de San Juan Bautista,
Vicahuaman. Construida sobre un antiguo
En esa perspectiva, el indígena es solo mano de obra sin capacitación técnica y, por templo inca. Vicahuaman, Ayacucho
tanto, tenemos una obra puramente española. Si nos quedamos con este razonamiento
–tal como ha sucedido– no podremos explicar cómo una catedral en América se hacía

172
Ramón Gutiérrez 173
Fig. 5. Vista del complejo Wari de Pikillacta. en menos de veinticinco años, cuando en España tardaban siglos. Tampoco dilucidar
Cusco, con calles de traza geométrica.
cómo, en un breve periodo, se hizo una catedral que es gótica en sus bóvedas y en
cuanto al sistema de financiamiento de capillas, con rasgos mudéjares en el presbiterio
y una portada plateresca; es decir, se progresaba del gótico al renacimiento en pocos
años. La cultura de conquista modificará el modelo español, aunque se controlarán
todos los elementos. Si esta arquitectura española es española pero distinta, pense-
mos que, en cualquier otro caso, en realidades de un mundo americano más complejo
como las de México y el Perú, la diferencia se acrecienta.
Dejando de lado el rechazo cosechado por algunas propuestas de conquista, existe otra
circunstancia: la resolución de problemas en los que los españoles no tenían experiencia.
Un tema fue la necesidad de fundar ciudades en un territorio inmenso y otro la integra-
ción del indígena en grandes espacios cubiertos a los que no estaban acostumbrados.
Las experiencias pobladoras peninsulares eran limitadas en lo referente a formación de
núcleos de nueva fundación, aunque se reconocían antecedentes en Canarias y Baleares.
Los procesos de las primeras décadas de la conquista mostraron alternativas de
trazados irregulares, parcialmente ordenados siguiendo antiguas experiencias. El

174
campamento de los reyes católicos en
Santa Fe de Granada, con los ejes de un
castro romano, articuló el tema militar
defensivo de los primeros intentos. La
multiplicidad de fundaciones llevaría a
Felipe II, en 1573, a sancionar ordenan-
zas de poblamiento atendiendo a un
modelo que integraba la tradición es-
pañola y las experiencias americanas.14
Allí la plaza es rectangular con recovas
en su contorno, llegando las calles al
centro de la plaza. Este modelo literario
no fue concretado en ninguna ciudad
americana. También nuestras plazas
serán el elemento generador de la ciudad
con funciones cívicas, religiosas, lúdicas
y comerciales. En esto y en las formas
cuadradas difiere de la española, donde
los templos tienen sus atrios separados
de la plaza.
En 1535, Lima es el primer núcleo ur-
bano que genera el modelo de la plaza
y las manzanas cuadradas con una dis-
tribución de solares con cuatro parcelas
iguales para los pobladores.15 Las funda-
ciones anteriores pueden tener algunas
calles rectas, aunque generalmente son
irregulares. Los investigadores america-
nos, mirando desde allá, hemos analiza-
do la cartografía el trazado en forma de
damero y ponderado la influencia ideal de Felipe II, pese a que ya se había creado
ese modelo en América varias décadas antes.
Tampoco percibimos que una ciudad española como Santa Fe de Granada entraba en
una plaza incaica o en dos o tres manzanas de una ciudad americana. El tema de la
escala de lo americano cambia decisivamente cualquier capacidad de análisis que se
derive de mirar la cartografía. La propia plaza incaica de Cusco obligó a los españoles a
formar manzanas internas para fragmentarla en tres espacios urbanos controlables.16
Si los americanos no tenían experiencias de espacios cerrados, los españoles carecían
del dominio de grandes espacios abiertos.
También podemos reflexionar si fueron los conquistadores los que incorporaron el orden
geométrico en el diseño de las ciudades; basta analizar el complejo arqueológico de
Pikillacta (Cusco), de la cultura wari, para ver la estructura de la traza rectilínea con
calles jerarquizadas, o las ciudadelas de Chan Chan, donde se constata que existían
propuestas regulares antes del periodo incaico. Asimismo, las líneas de Nazca tienen
algo que ver con la geometría y los ceques virtuales. Mirar desde aquí ayuda a plantear
nuevos enfoques.

Ramón Gutiérrez 175


Fig. 6. Plaza del pueblo de Accha, Cusco,
con las iglesias de las parcialidades
Hanan y Hurinsaya. CEDODAL. Al analizar los pueblos de indios reduccionales que creó el virrey Toledo en el valle
Fig. 7. Iglesia de Oropesa, Cusco, construida
del Colca arequipeño se puede vislumbrar cómo la traza modélica de Yanque sigue
sobre antigua huaca. Foto Ramón Gutiérrez. los patrones del damero español. Sin embargo, esta lectura física no repara en lo que
sucedía por encima de la tradicional óptica historiográfica. Porque, más de cuatro siglos
Fig. 8. Plaza de Paucartambo, Cusco,
después de la conquista, sobre una traza “española” persistía la división incaica del
Foto Juan Manuel Figueroa Aznar.
Hanan y el Hurin, las relaciones sociales continuaban fragmentadas, los accesos con
Fig. 9. Iglesia de Mamara, Apurimac arcos a la plaza estaban delimitados, el templo tenía una torre, con sus campanas y su
con jardín en el atrio, Foto Harold Wethey.
patrono para cada comunidad, además de un patrono para el pueblo en su conjunto.
Fig. 10. Santuario de Cocharcas, Ayacucho. Todo parecía igual, pero era distinto. Hemos visto poco de lo nuestro porque confiamos
Foto Horacio Ochoa. en una mirada que no partía de nosotros. Aprendamos a mirar desde aquí.17

176
Ramón Gutiérrez 177
178
Como ya dijéramos, la falta de experiencia indígena de permanecer en espacios cerra-
dos, llevó a los españoles a realizar las ceremonias a cielo abierto como en las épocas Fig. 11. Capilla abierta de Coporaque,
prehispánicas, acomodando los atrios junto a sus iglesias para ir paulatinamente Colca, Arequipa. Siglo XVI.

integrándose al culto interno. Los sistemas de las capillas abiertas en los frentes de Fig. 12. Atrio con capilla bajo la torre
los templos tenían algún antecedente en España, como la gran plaza de Medina del y Beaterio adjunto. Coporaque, Cusco.
Campo, sitio de la feria de un ganado que no podía quedar suelto. Una capilla abierta Siglo XVII.

en la fachada habilitaba al religioso para dar la misa, aunque las transacciones co- Fig. 13. Capilla abierta en balcón,
merciales carecían de validez hasta que concluía el oficio. Las innumerables capillas Paucartambo, Cusco. Siglo XVIII.
abiertas que existen con diversas soluciones y trazados en todo el continente, nos
Páginas siguientes:
permiten entender que aquella habitual aseveración de la falta de creatividad de los Fig. 14. Iglesia de Coporaque, Espinar, Cusco,
americanos era algo más que un equívoco.18 Capilla abierte con arquería.

Ramón Gutiérrez 179


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Ramón Gutiérrez 181
La modernidad del barroco americano
Desde fines del siglo XVII el barroco testimonió el espíritu americano en un contexto en que
España se replegaba territorialmente al perder Flandes y pasaba a los pactos de familia
con los franceses. El apogeo de vocaciones cortesanas, militares y religiosas presupuso
el abandono de los oficios y la decadencia obligó a los nuevos monarcas a señalar que
el trabajo con las manos no era deshonesto.19 Ya con anterioridad la capacidad de tra-
bajo artesanal del indígena venía reemplazando en estas tareas a los españoles, lo que
sucedía en la propia Lima y también en Arequipa con predominio europeo.20
La apertura de la iglesia a las nuevas modalidades del barroco, que potenciaban la
participación y la persuasión como métodos de evangelización mediante la integración
de nuevas particularidades culturales, resultó determinante. Fue la culminación de
una actividad que generó nuevos contenidos simbólicos y creó imaginarios con una
didáctica movilizadora de programas iconográficos que se compatibilizaron con rasgos
tradicionales de las comunidades indígenas. La sacralización del territorio, la valora-
ción del paisaje y el protagonismo de los más diversos sectores sociales impactarían
fuertemente en América. En el conjunto de las culturas indígenas la valorización de
lo sacral, que formaba parte indisoluble de la vida, se vio estimulada por la recupe-
ración tradicional de los rituales al aire libre. Los templos colocaban en sus fachadas
arquitecturas de sus retablos interiores y originaban a escala urbana el recorrido de
festividades civiles, religiosas y aun de cortejos fúnebres.21
La diversificación de los comitentes, con el carácter hegemónico de la Iglesia, significaría
también una apertura temática y flexibilizaría los campos de las interpretaciones sim-
bólicas. En la pintura, la presencia de retratos, “países”, series mitológicas o literarias y
hasta jeroglíficos, complementaba las demandas eclesiásticas, sin excluir el repertorio
de los antiguos incas, al que se añadía la sucesión de los monarcas hispanos que
así intentaban redoblar su legitimidad. En diversas pinturas la presencia de donantes
indígenas y criollos era demostrativa de un aval de poder y pertenencia social.
El recurso de la pintura mural en los templos como manera de control del espacio se Fig. 15. Altar de la Pasión, Santo Tomás
proyectó también en un sentido pedagógico de la evangelización, para una feligresía de Chumbivilcas. El Cristo está representado
en el rayo de luz que penetra en el muro.
que manejaba claves simbólicas.22 Ramón Mujica ha señalado cómo el recurso de la
alegoría se asociaba a las fábulas y mitologías clásicas traduciendo “ideas abstractas Fig. 16. Pintura mural de sirena en templo
en personificaciones literarias, imágenes poéticas y metáforas visuales”.23 Esta fue de Rapaz, Lima.
una herramienta que permitió persuadir
mezclando lo real con lo simbólico y que,
a la vez, se insertaba en una dimensión
histórica apuntalada por la iconología.
Quizás un ejemplo relevante puede ser
el del altar de piedra de la Pasión en el
templo de Santo Tomás de Chumbivilcas,
donde las figuras que intervienen en la
muerte de Jesús están caricaturizadas.24
El Cristo está metafóricamente represen-
tado por un agujero en el centro de la cruz,
por el que penetra un rayo de luz, lo que
constituye un sorprendente y conmovedor
rasgo de abstracción.

Ramón Gutiérrez 183


Fig. 17. Santiago matagodos de la El mundo del barroco americano también era sensible a la persuasión de los mensajes
independencia que vemos en la capilla
y de los sentidos jerárquicos de los retablos y portadas. En las regiones del sur del
del pueblo de indios de Santiago de Madrigal
en el valle del Colca (Arequipa). Perú también predominarían los indígenas en los trabajos de cantería, así como en la
carpintería de los retablos. Los rasgos de fuerte contenido emocional como el dolor y
la muerte eran sublimados en las esculturas con imágenes características de los esce-
narios barrocos.25 No faltarían también apropiaciones históricas comprometidas como
el Santiago Matamoros hispano, convertido en Santiago Mataindios en la conquista
y en el Santiago Matagodos de la independencia, que vemos en la capilla del pueblo
de indios de Santiago de Madrigal en el valle del Colca (Arequipa).
Ya desde el siglo XVI los cronistas destacaban las capacidades artesanales de las
parcialidades indígenas. El tradicional sistema de trabajo en la construcción y las artes
se formó en los núcleos familiares donde maestros, oficiales y aprendices vieron reva-
lorizada su participación en la sociedad. En el entorno indígena, la integración en el
ayllu marcaba una pertenencia que, además, se manifestaba con secular continuidad.
Según Garcilaso, el arquitecto de Sacsahuaman fue Huallpa-Rímac, y en el siglo XVIII
había maestros canteros de la familia Valgarimache en la parroquia de San Cristóbal,
al pie de la fortaleza cusqueña. Esto implicaba también la apropiación de todo aquello
transculturado que fuese pertinente en materiales, herramientas, formas o funciones
para la circunstancia en la cual se ejecutaba la obra. No se trata, pues, de acciones que
deben entenderse con lecturas desde el sesgo eurocéntrico o formulando una presunta
“resistencia” indigenista, sino un proceso integrador y superador de ambos aportes.

184
En esta recuperación del sentido de los oficios, las autoridades civiles de la Audiencia Fig. 18. Fiesta de Santiago apóstol,
el Madrigal, Caylloma en el valle del Colca
y los religiosos tuvieron que escuchar y acatar las opiniones de un maestro de obras
(Arequipa).
indígena (que no sabía firmar) sobre la manera de reparar la catedral de Charcas.
También hay que tomar en cuenta que la urdimbre social que adquiría fuerza en el
sistema colonial estaba integrando paulatinamente a criollos, a esclavos y a diversas
modalidades de la “mestización” racial de quienes encontraban espacio para manifes-
tarse. En el escenario limeño no faltaron personajes como el mulato Santiago Rosales,
quien poseía una notable biblioteca de tratados de arquitectura italianos, franceses y
españoles, lo que demostraba la permeabilidad de las nuevas formas de integración
de los artesanos locales y su conocimiento directo de las fuentes europeas.26 Otro ras-
go de la nueva gravitación social de estos artesanos se percibe cuando constatamos
que el maestro indígena Juan Tomás Tuyru Túpac tenía su taller en la propia plaza
Mayor del Cusco, epicentro social y cultural de la ciudad que habitualmente se había
reservado a los conquistadores.

Ramón Gutiérrez 185


Esto era claramente compatible con la promoción que daría el obispo Mollinedo a los
artesanos indígenas en la reconstrucción después del sismo de 1650. Pero también
se verifica en la apertura de los indígenas que integraban los escenarios de sus
paisajes de montañas y huacas con las referencias europeas de Flandes, España o
Italia, y con una escenografía cristiana. La síntesis de la pintura de la Virgen del Cerro
de Potosí muestra una apropiación simbólica de la naturaleza americana a través de
la religión, justamente en el emblema de la riqueza extractiva. A la vez cabe reparar,
como señalaba Cummins, en los aportes iconográficos de los queros o los textiles, que
rescataban antiguas tradiciones del imaginario indígena.27
La fuerza de los artesanos en las principales ciudades radicaba en la asociación de
los gremios, integrados al sistema de trabajo y reconocidos por los cabildos, que solían
otorgar a sus maestros mayores la condición de “alarifes”, lo que les permitía intervenir
en sus consejos y en pleitos judiciales. Los gremios pasaron a ser parte importante de
la vida urbana, tenían sus celebraciones propias y también engalanaban las festivida-
des públicas con sus altares, procesiones y desfiles. La urdimbre de esta nueva base
social de la vida americana urbana se completaba con el sistema de las cofradías.
Cada gremio contaba con un santo patrono vinculado al tradicional santoral de la
Iglesia: San Lucas para los pintores, San José para los carpinteros. La cofradía tenía
su sede en una capilla de un templo de la ciudad y allí se celebraban sus cultos par-

186
ticulares y elegían a las autoridades. La hermandad atendía en las galas de las festi- Fig. 19. Procesión Corpus Christi en el Cusco,
Anónimo. Circa 1750 - 1770. Óleo sobre tela
vidades públicas en el día del patrono y eventualmente se hacía cargo de alguna de
97x 246 cm. Museo de Arte de Lima.
las grandes fiestas ciudadanas. Los miembros de la cofradía actuaban como parte de Donación Annick Benavides.
la contención social de los artesanos, cumplimentando tareas contratadas por algún
miembro que había fallecido o auxiliando a su viuda en la venta de las herramientas
de su difunto marido.28
No faltarían, sin embargo, algunos conflictos entre los gremios de indios y los de
españoles criollos, como los que ocurrieron en el Cusco entre los carpinteros, donde
los indígenas señalaban su primacía con la presencia de su cofradía en la catedral,
mientras que los criollos eran relegados a otro gremio en Santo Domingo.29 También
los pintores tendrían, desde fines del siglo XVII, divididos sus gremios. Si bien los espa-
ñoles acataban ordenanzas similares a las limeñas, los indígenas -que prevalecieron
notoriamente en el XVIII- se manejaban con mayor libertad en su oficio, atentos a las
demandas de los comerciantes.
En ciudades con predominio indígena como el Cusco, la fiesta fue la expresión más
cabal de la vigencia del barroco a partir del siglo XVII. Las parcialidades de las parro-
quias de los naturales impulsaban los festejos con los desfiles de sus caciques, a los
cuales acompañaban diversos componentes sociales de autoridades civiles y religiosas
en el Corpus Christi y la Semana Santa.30 En Lima, tempranamente, como recogen los

Ramón Gutiérrez 187


cronistas de la ciudad, la movilización de
todos los sectores y el deleite por la fiesta
llevaban a celebraciones que superaban
la mitad de los días del año. La ritualiza-
ción en la vida urbana fue expresión de
las consecuencias de esta etapa, en la
que se integró el antiguo mundo de la
república de indios con el de la república
de españoles.31
En ese contexto, los viejos sectores mar-
ginados de las decisiones políticas y eco-
nómicas tenían una creciente gravitación,
ya que al rescatarse antiguas vivencias
festivas y de uso del espacio público, se
recuperaban tradiciones que habían sido
postergadas. Las apachetas de los indíge-
nas revivían en los oratorios que preanun-
ciaban el buen viaje a las salidas de los
pueblos o sobre las cimas de los cerros.
Todo adquiría una nueva dimensión con
las cruces en las esquinas, como encon-
tramos en Arequipa, o los recorridos de vía
crucis urbanos como el de San Sebastián
en el Cusco.32 Pero, a la par, no se negaba
su tradicional repertorio identificatorio, tal
como se ve en la portada del templo de
Chinchero, donde el cacique Pumacahua
(Puma) enfrenta y vence a Túpac Amaru,
el dragón-serpiente (Amaru), durante la
insurrección de 1780.
En el fervor religioso, las nuevas claves
de los valores simbólicos dieron lugar a
creativas propuestas, verificables en los
pueblos de indios de las regiones del
sur del Perú.33 Una de ellas fue la de las
llamadas capillas absidiales, que se for-
maban abriendo detrás del altar mayor
una ventana o una puerta que permitía
Fig. 20. Portada de la iglesia de Belén, el paso de la luz sobre la custodia o la imagen de Cristo. Tras la capilla se extendía un
Cajamarca expresión de las múltiples
espacio sacral que se denominaba “jardín del Santísimo”, una suerte de Huerto de los
manifestaciones del barroco peruano.
Olivos (a veces se prolongaban los jardines hasta los atrios de los propios templos).34

De “territorios ultramarinos” a colonias


Mientras esto sucedía en América, en España los borbones entraban en guerras ab-
surdas que perdían en Europa, pero que se resolvían pactando y entregando territorios
americanos. La monarquía española, reducida en su capacidad política y envidiando

188
los ecos de la Ilustración de sus vecinos, decidió emularla con la iniciativa de conso-
lidar económicamente su poderío e integrar procesos científicos europeos. América,
codiciada por sus riquezas extractivas y limitada a un carácter proveedor por parte de
España, era a la vez amenazada por la potencia de las flotas inglesas y holandesas,
que enfrentaban la decadencia naval de la artillería española.
En esa situación, los operativos ingleses en el Caribe –antiguo centro de los conflictos–
se incrementarían con los avances asociados de los portugueses hacia el sur, con lo
que se trasladaban los frentes beligerantes del Pacífico al Atlántico. A mediados del
siglo XVIII, surgiría una mirada más subalterna sobre el amenazado territorio del actual
Perú. Así, en 1776, se reforzarían las regiones del Río de la Plata con la creación de
un virreinato con sede en Buenos Aires, disposición que sería complementada con el
libre comercio dos años después. Parece increíble, pero lo cierto es que el conde de
Aranda planearía una suerte de “defensa por indefensión” ante la imposibilidad de
proteger las ciudades del Pacífico, desde Valdivia hasta Panamá (incluyendo Lima),
abandonando el sistema costoso de las fortificaciones. Si estas caían en manos del
enemigo, serían difíciles de recuperar. En consecuencia, es probable que se propu-
siera la destrucción de los propios bastiones fortificados, como ya había sucedido en
Venezuela con el castillo de Araya, para evitar que fuera tomado por los holandeses.
También Aranda propondría a Carlos IV, convencido de la inevitable pérdida de territo-
rios americanos, crear reinos independientes conducidos por príncipes familiares de
la Corona española, quienes los administrarían.35
Sin embargo, la opción de la monarquía borbónica, tutelada por Francia hasta 1789
y la invasión napoleónica, consistió en fortalecer su Real Hacienda concentrando el
poder de control y desarrollo económico de la metrópoli, considerando a los territorios
americanos como la fuente de los recursos que mantendrían su reducido imperio pe-
ninsular. Las medidas que fueron tomándose impactarían en la realidad americana,
aunque solo hemos de referirnos a aquello que se atenía a lo artístico y arquitectónico.
Uno de los primeros aspectos que desarrolló la Ilustración española fue la promo-
ción de la capacitación de los artesanos, sobre todo a través de la enseñanza de las
matemáticas y el dibujo. Los textos de Campomanes para los sectores populares y
la creación de las sociedades regionales de “amigos del país” se convirtieron en los
instrumentos adecuados para ello.36 Los ilustrados americanos formados en España
intentaron crear en América escuelas o academias de dibujo, matemáticas y artes,
financiadas por entidades propias como los consulados de comercio, los municipios
o las intendencias y gobernaciones. Varias de ellas serían directamente clausuradas
por orden del rey en el siglo XVIII, aduciendo un propósito de ahorro.37
Carlos III crearía, bajo el influjo de la familia Gálvez, que controlaba el Consejo de
Indias en Madrid y gobernaba el virreinato de Nueva España, la Real Academia de
Bellas Artes de San Carlos en México (1785).38 La resolución se tomaría obviando la
consulta a la Real Academia de San Fernando de Madrid, cuya respuesta –como se
verá– evidentemente sería contraria a tal emprendimiento. La Academia madrileña
se había planteado como objetivo central desterrar el barroco, fomentando la des-
trucción de sus retablos y la imposición de nuevos lenguajes. El academicismo, en su
supuesta expresión racional, no veía otra posibilidad de superar el ámbito barroco que
destruyéndolo e imponiendo un retorno al origen de la cabaña natural y los órdenes
grecorromanos que presuponían verdades eternas. El gobierno de Carlos III en Nápoles

Ramón Gutiérrez 189


y el descubrimiento de Pompeya habían impregnado su espíritu de la visión de signo
arqueológico que enarbolaba la Ilustración artística. El cortejo de los funcionarios ita-
lianos que acompañaron al soberano a Madrid impulsaría el nuevo horizonte cultural.
Las medidas de Carlos III perfilaron con claridad la centralización del poder mo-
nárquico frente a los antiguos espacios de otros sectores de la sociedad; de ahí la
expulsión de los jesuitas (1767) por razones que guardaba en su real pecho y que
trasladaba a su real bolsillo. El monarca decidió que los poblados de su reino que
tuviesen más de dos mil habitantes nominaran un arquitecto académico para el
control de las obras públicas y, finalmente, que toda obra de carácter civil o religioso
que se hiciese en América fuese aprobada previamente en la Academia madrileña
para asegurar la calidad de su diseño. Molesto por las acciones de los gremios de
artesanos y comerciantes resolvió suprimirlos, obligando a los maestros de artes y
arquitectura a que las academias los habilitaran para que ejercieran su oficio. Tam-
bién suprimiría las cofradías, desarticulando así unos sistemas laborales y sociales
que en España provenían del Medioevo.
Todo ello suponía un control centralizado y un ejercicio de creciente valoración cul-
tural y científica para España, quedando América relegada ante cualquier iniciativa
de mayor calidad y jerarquía. El aparato de la monarquía no solo era lento e ineficaz,
sino absolutamente incapaz de solucionar los problemas americanos que el rey y su
corte veían muy distantes. La expulsión de los jesuitas regaló a Portugal todo el sur del
Brasil, que había sido defendido por las misiones de los religiosos. Todos los proyectos
de arquitectura que fueron enviados a Madrid para su aprobación acabaron siendo
rechazados, incluyendo los de los arquitectos españoles que la misma Academia había
mandado a México. Las opiniones de Madrid sobre las pinturas de los americanos que
cursaban en la Academia de México fueron despectivas e injuriosas.39
Los escasos proyectos que llegaron a ser diseñados en España por los académicos
ilustrados para realizarse en América tardaron varios años en llegar y ninguno de
ellos fue ejecutado. A los arquitectos nos parece curioso que, en nombre de la razón,
se pueda elaborar un proyecto sin conocer el lugar, las dimensiones del terreno, el
programa de necesidades, los recursos económicos, los materiales y la mano de obra
para la construcción. Los ilustrados tendrían que haber sido también “iluminados”
para pensar que los proyectos de templos madrileños que concebían era lo que había
que hacer en América.
Un último intento desde la Academia de Madrid para instalar una institución similar
en Lima fue el de José Munárriz, en pleno retorno de Fernando VII al poder y lanzado
ya el proceso de la independencia en América; obviamente, no tuvo ningún respaldo.40
El mejor elenco de profesionales que desarrolló en América la Corona española, el Real
Cuerpo de Ingenieros creado en el siglo XVIII, pero que desde el siglo XVI venía realizando
todo el sistema de fortificaciones del continente para la protección contra las flotas de
galeones, tampoco encontró una voluntad de integración para el continente. Quizás
podría haber ayudado a los ilustrados a entender esta necesidad lo sucedido a finales
del XVII, cuando se trataba de realizar la fortificación de Lima. El jesuita Juan Ramón
Coninck trazó un plano de murallas que, al ser enviado a España, fue descalificado por
Figs. 21a, b. Iglesia de Taray, Cusco. el comandante de ingenieros de Barcelona, el francés Bournonville, quien alegó que
Portada con hornacinas y una capilla absidial
con pinturas murales al exterior había fallos en la distancia de murallas y número de baluartes, el grosor de los paños
de la capilla mayor. defensivos y otros aspectos del diseño.41 El jesuita le contestó desde Lima, con el aval

190
de una decena de tratados de arquitectura
italianos, franceses, alemanes y holan-
deses, demostrando la corrección del
proyecto. Además, le indicó que, dado el
clima de Lima y la humedad del ambiente,
la pólvora tenía mucho menos fuerza y los
arcabuces se herrumbraban con facilidad,
por lo que el diseño era el apropiado para
esas circunstancias. Aunque las murallas
no serían fortificadas, el peruano Peralta
Barnuevo hizo memoria de ellas en el libro
Lima inexpugnable (1740).42
Aun cuando las propuestas de creación
de academias de ingenieros militares
en América fueron rechazadas tajante-
mente, España instaló academias de
matemáticas en Orán y Ceuta, además de
Barcelona. De los 780 ingenieros militares
que revistaron hasta 1803, solo uno era
americano, nacido en Venezuela, pero
hubo una buena cantidad de franceses,
italianos, irlandeses y flamencos en el
plantel.43 En cuanto a los funcionarios
madrileños, tampoco hablaban ya de
territorios ultramarinos, sino de colonias.
El Perú actual no se vio fortalecido por el
aparato artístico y arquitectónico de las
academias, pues la madrileña solo verificó
el proyecto del ingeniero militar Molina
relativo a la reconstrucción de la torre de la
catedral de Lima, luego del sismo de 1746.44
El diseño no fue aprobado y, finalmente,
la obra sería ejecutada por el arquitecto
Martorell sin que en Madrid lo supieran. La
misma situación ocurriría con los ingenieros
militares cuando el epicentro del conflicto
se trasladó al Río de la Plata, donde se
localizaron profesionales dedicados a las
partidas demarcadoras de límites. En el
Perú y Chile el número de ingenieros en la
región se redujo a solo cuatro en 1778. Uno
de ellos, Ambrosio O’Higgins, procedente de Chile, llegaría a ser virrey del Perú. En Lima los
ingenieros Molina, Olaguer Feliú y León tendrían a su cargo el Callao y las fortificaciones,
se efectuarían intervenciones en minería y proyectos territoriales de defensa, como los
que llevaría a cabo en 1807 el ingeniero Mendizábal en la capital para el virrey Abascal.45
La arquitectura y las artes, en su mayoría, continuaron en manos de quienes tenían
alguna destreza o práctica arquitectónica, procedentes de sectores religiosos o de los

Ramón Gutiérrez 191


llamados “inteligentes en arquitectura” porque sabían dibujar. Pero, sobre todo, eran
los maestros de obra los que poseían un conocimiento específico de la construcción,
por lo que lograron mantener sus asociaciones gremiales y alcanzar una continuidad
en sus labores, amparados a veces por los virreyes que valoraban su conocimiento.46
Muchos de ellos no dominaban el dibujo, ya que se habían formado en la práctica de
la construcción, mientras que los del mundo académico eran diestros en la teoría y
el dibujo, pero con limitados conocimientos y experiencias en la materialización de
las obras. Es verdad que en América a menudo distorsionábamos las fuentes de los
tratados arquitectónicos que nos llegaban y convertíamos en adornos elementos
estructurales; no obstante, ello obedecía a las transferencias que se entendían como
de libre interpretación.
Las cronologías europeas no podían servirnos para fijar secuencias estilísticas. Las
ciudades costeras del Perú y la región andina sufrieron frecuentes terremotos, lo que
impedía todo intento de recorrido de estilos artísticos, ya que estos se fueron acumu-
lando como partes supérstites de aquellos sismos. Estas penurias llevaron a buscar
respuestas propias con recursos técnicos creativos como fueron en el XVII la quincha
en la costa, que era flexible a los cimbronazos, y los muros de adobe o piedra en la
sierra, con contrafuertes y bóvedas para ofrecer resistencias adecuadas. No hubo
anacronismo en esta arquitectura: siempre hubo sincronía con la propia realidad, que
no era la misma que la europea. Incluso, se rescataron antiguas sabidurías, como los
cortes de piedra incaicos, para soportar los temblores.
En Lima, en tiempos del virrey Amat, se apreciaron las modalidades del rococó afrance-
sado borbónico, aunque este tuvo más eco en el Brasil que en los territorios hispanos.47
Sin embargo, luego de la insurrección de Túpac Amaru, se impuso un mayor control
del poder con la creación de intendencias y audiencias. Se impulsó el nombramiento
de funcionarios civiles y religiosos peninsulares y se redujo el de los criollos, lo que
hizo posible las transferencias académicas del neoclasicismo, cuyas manifestaciones
más claras se perciben en Lima y Arequipa.48
En la región andina los grandes talleres de pintura y escultura abastecían ampliamente
el territorio y hubo centros diversos donde el arte peruano reconocía los ámbitos de
la escuela limeña y la cusqueña con desenvolvimientos regionales. Igual sucedió con
la arquitectura arequipeña, que se extendió hacia las tierras altas, el altiplano, hasta
Potosí, o con la cajamarquina en el norte.

Un espacio para nuestro espacio


Una nueva mirada exige replantear el barroco que focalizamos en las formas y espacios.
La forma va más allá de la columna salomónica o el estípite; el espacio no se reduce
a la caja muraria de los templos obviando la pintura mural, los colores y las texturas:
la función es esencial en la arquitectura.
El barroco está en la relación de formas y espacios con las gentes, configurado por
un mundo de creencias y emociones que se expresan en los vínculos sociales y cul-
turales donde se comparten afectos, valores, modos de vida y esperanzas. Es parte
de la identidad que requiere considerar estas pertenencias históricas, asegurar la
participación, reconocer el pluralismo y valorar la personalización social del indivi-
Fig. 22. Templo de Coya, Cusco. duo. Entendiendo esto, crearemos un espacio para nuestra arquitectura americana.
Fiesta de la virgen Asunta. Miremos desde aquí.

192
Felipe Pereda

La voz del decapitado.


Juan Bautista en la imaginería y el imaginario
del virreinato del Perú

d
esde el mismo momento de la fundación de la Ciudad de los Reyes, si no incluso antes,
el virreinato del Perú se convirtió en un mercado extraordinario para los artistas, pinto-
res e imagineros que trabajaban en la ciudad de Sevilla. El mercado americano ha sido
tradicionalmente considerado como parte de una expansión, una suerte de apéndice
de la escultura sevillana, la prueba del buen hacer, comercial y artístico, de los artistas
españoles. Una producción condenada inevitablemente a la periferia (geográfica tanto
como historiográfica) y sin ningún posible redentor tornaviaje1. En este modelo de inter-
pretación todavía vigente, el encuentro con el Nuevo Mundo no desempeñó otro papel
que el de un apetecible comercio, ignorante tanto de las condiciones de su recepción,
como ajeno a la cultura material procedente de América que, como ahora sabemos,
había empezado a llegar al puerto del Guadalquivir desde fecha temprana.
Las fuentes contemporáneas, sin embargo, encajan mal con este relato historiográfico.
El paisaje urbano de Ciudad de los Reyes que dibuja el padre Bernabé Cobo a mediados
del siglo XVII, por ejemplo, no es el de una ciudad en la periferia de la Corona sino el de
la capital del virreinato; tampoco el de un destino de su mercado, sino el de un joven
rival ávido de atraer sus mayores tesoros. Bernabé Cobo había llegado al Perú apenas
adolescente, dejando atrás su tierra tentado por el sueño de descubrir El Dorado que
algún marino de la armada había llevado hasta su pueblo de Lopera (Jaén). Medio
siglo más tarde, ya anciano, el jesuita escribía su descripción desde su retiro en Roma.
A la sombra de los monumentos de la Ciudad Eterna, el padre Cobo celebraba que la
Ciudad de los Reyes, en la que había transcurrido la mayor parte de su vida, estuviera
Fig. 1. Juan Martínez Montañés.
Retablo de San Juan Bautista. 1607-1622. orgullosa de que sus templos tuvieran imágenes, reliquias y ornamentos que podían
Catedral de Lima. Foto: Giannoni. medirse con cualquier ciudad del viejo continente:

195
…conviene advertir en este lugar que este crecimiento tan notable en que han
venido los conventos ha sido igualmente en el ornato y riqueza de las cosas del
culto divino, en el ejercicio de letras y aprovechamiento de todo género de virtud
propia de su profesión, que en el número de Religiosos; porque el rico adorno y
aparato magestuoso de sus Iglesias, solemnidad y devoción con que celebran
sus principales fiestas es tan superior, que los que de nuevo vienen de Europa
quedan admirados de verlos y confiesan llanamente no ser inferiores estos mo-
nasterios á los mas principales y ricos de ellos.2

Y son “prodigios del arte”: las imágenes de la Ciudad de los


Reyes
El párrafo del padre Cobo arriba citado no es solo un recurso epideíctico, también ilustra
la lógica que perseguían muchos de los encargos que se realizaban desde Lima, bien
en Sevilla o en talleres locales, pero siempre en diálogo, si no en competición, con
la metrópoli. Un sucinto repaso de las más importantes imágenes destacadas por el
padre Cobo en su descripción de la Ciudad de los Reyes así lo pone de manifiesto.3 La
lista debería comenzar con la imagen custodiada por los padres jesuitas en la capilla
de Nuestra Señora del convento de San Pablo, que “afirman muchas personas que
han andado toda España no haber visto allá en parte alguna capilla interior que llegue
a esta”.4 Como se apresta a señalar, el devoto crucifijo que la preside –realizado en
1622 por Juan de Mesa, como consta por su firma pintada en el mástil de la cruz–
había costado no menos de mil seiscientos pesos.5
Le sigue el devoto crucifijo “de Burgos”, en el monasterio de San Agustín, la copia
––o, mejor, habría que decir “el robo”– de la preciada reliquia del convento que los
agustinos consiguieron replicar de forma fraudulenta, según las crónicas, para hacerse
con un verdadero retrato de la imagen castellana y competir así por el caudal de sus
limosnas, trasladando figurativamente el santuario desde Castilla a las Américas.6 Es
interesante señalar que muchas de las más importantes imágenes que recibían culto
en la Lima del seiscientos estaban conectadas con episodios tempranos de criollis-
mo. Es el caso, por ejemplo, de la imagen santa que se custodiaba en el convento de
los predicadores, el Rosario, cuya riqueza, según Cobo, “excede a juicio de hombres
prácticos a todos los conventos que esta orden tiene en España”.7
La imagen del convento del Rosario era un crucifijo de tamaño natu-
ral que se encontraba en la capilla de los Aliaga (donde, entre
otras piezas, estaría proba-
blemente el retrato que
Roque Balduque había
realizado del célebre
San Jerónimo del ita-
liano Pietro Torrigia-
no.)8 Su descripción de-
tallada puede encontrarse
en la crónica de la orden que
escribió Juan Meléndez
Valdés. El dominico
describe las obras
como parte de la biografía del prior del convento Salvador Ramírez.9 El Cristo de la
capilla de los Aliaga, hoy conocido como Cristo de la Sangre, había sido encargado
por el padre Salvador Ramírez en uno de los momentos más convulsos de la orden, el
mismo año en que el vicario general llegado desde España, y quien había declarado
inválido el concilio provincial celebrado en el Cuzco (en el que había sido electo como
provincial un criollo), fuera invitado a retornar a España por considerarse que sus
métodos de persuasión eran “demasiado violentos”. 10 Ramírez, cuya defensa de la
autonomía de la provincia de San Juan Bautista del Perú le costaría la prisión algunos
años más tarde, había escondido un pergamino “secreto” en el pecho de la imagen.
Desvelada la cápsula del tiempo durante su reciente restauración (2015), el texto ha
confirmado la autoría de la imagen de Martín Alonso de Mesa, el maestro sevillano
que había arribado al Perú en 1602 buscando fortuna y que murió en la Ciudad de
los Reyes veinticinco años más tarde.11 Paradójicamente, aunque Martín Alonso de
Mesa hubiera presumido de que “como se sabe en este reyno no hay persona en el
que me haga ventaja en la dicha arte descultura [sic]”,12 la memoria no habría de ha-
cerle justicia: en su crónica de la orden de los predicadores, Juan Meléndez atribuía
la célebre imagen a otro escultor, más “famoso”, el sevillano Juan Martínez Montañés,
cuyas obras, como todo el mundo sabía, eran prodigios del arte.13
Los casos de los agustinos (el Cristo de Burgos), los dominicos (el Cristo de la Sangre)
y los jesuitas (el Cristo de la Buena Muerte, en la iglesia de San Pedro) representan
tres estrategias, entre otras posibles, para conseguir imágenes cuyo prestigio, devo-
cional y/o artístico, rivalizara con la metrópoli. El de Martínez Montañés representa
un cuestión muy particular en esta casuística, por su volumen, por su calidad y, como
veremos en unos momentos, también por la singularidad de la relación con sus pa-
tronos americanos.
La fama de las obras del sevillano en la Ciudad de los Reyes es recogida con orgullo
por el padre Cobo. En el convento de la Merced estaba aquel crucifijo “muy devoto
traído de España, de mano del mejor artífice que allí se conocía” y que costó dos mil
pesos, la misma cantidad que supone habría costado el no menos extraordinario que,
de la misma mano, presidía el retablo del monasterio de la Concepción.14 Martínez
Montañés había empezado a enviar obras al Perú al menos desde 1590. Eran envíos
importantes, en cuanto a su cantidad, imágenes seriadas, e incluso obras menores
como sagrarios. Se distribuían en Lima, pero también en los Andes, llegando a Santiago
de Chile en el sur, aunque algunas de ellas se quedaran en el camino, en lugares del
Caribe (La Española y Puerto Rico).15
Los encargos más ambiciosos, sin embargo, eran crucifijos del natural, imágenes
policromadas de extraordinario naturalismo con las que los artistas sevillanos habían
venido demostrando su capacidad de conceder la ilusión de la vida a la materia inerte.
El primero de los crucifijos de Martínez Montañés llegó a Lima en los primerísimos
años del nuevo siglo. Así constaba en el citadísimo contrato que Martínez Montañés
firmó el 5 de abril del año 1603 con el arcediano de Carmona, Vázquez de Leca, donde
se decía que el crucifijo habría de ser «mucho mejor que uno que los días pasados
hice para las provincias del Pirú de las Indias». (Fig. 2) La retórica del contrato deja
manifiesto hasta qué punto el comercio atlántico presumía de obtener las mejores
Fig. 2. Juan Martínez Montañés. Cristo
piezas de los maestros sevillanos. Como la bibliografía se ha encargado destacar de la Clemencia. 1603. Catedral de Sevilla.
en multitud de ocasiones, el crucifijo al que se refería en ese documento no podía Foto: autor.

Felipe Pereda 197


ser otro que el llamado Señor del Auxilio del convento de la Merced, (Fig. 3) modelo
para otros que se realizaron durante el virreinato, como el ya mencionado de Martín
Alonso de Mesa. Mientras que en uno de ellos, el limeño, Cristo aparece sin vida, en
el otro, el sevillano, se encuentra expirante. A ambos lados del Atlántico, los crucifijos
de Martínez Montañés exploraban los extremos de una paradoja que era al mismo
tiempo teológica y artística.
Como se ha advertido, el envío de imágenes a América atendía a una nueva demanda,
pero también tenía un sentido que iba más allá de lo puramente comercial, establecien-
do vínculos trasatlánticos que no se dejan encerrar por la lógica simple del mercado y

198
que, en nuestra opinión, tienden más hacia la lógica simbólica del “don”
o del intercambio.16 Es importante recordar que Sevilla no solo era un
productor de esculturas con destino a las Américas, sino un importante
destino de imágenes americanas. Desde mediados del siglo anterior ha-
bían empezado a llegar a la ciudad del Guadalquivir ejemplos significativos
de crucifijos de gran tamaño realizados en la Nueva España, de caña,
como aquel espectacular que se custodia en la clausura del convento de
Santa Paula,17 o de cedro americano. Realizados en 1549 por un cierto
Francisco Ortiz –el hijo de un cacique de Texcoco formado con fray Pedro
de Mur en el taller de San Pedro de los Naturales–, los crucifijos de este
imaxinero con fama de santidad habían llegado desde Nueva España
para ser distribuidos en distintas parroquias de la provincia de Sevilla,
uno de ellos en Carmona, donde el patrono del Cristo de la Clemencia
era arcediano.18 (Fig. 4) Aparte de la necesidad de proporcionar imágenes
para los templos americanos, el intercambio de las mismas a través del
Atlántico simbolizaba de manera elocuente la ambición universal de la
Iglesia católica, valga la redundancia.19
El segundo encargo conocido realizado por Martínez Montañés para ser
enviado a Lima nos permite ver de qué manera el mercado americano
no solo era una extensión comercial del sevillano, sino, al contrario, la
respuesta a una demanda y a un imaginario precisos que proporcionaba
a sus maestros la posibilidad de llevar a cabo nuevos desafíos artísticos.
Nos referimos al más ambicioso encargo que recibió su taller para ser
enviado a la Ciudad de los Reyes, el retablo del monasterio de la Con-
cepción. Dedicaremos a este extraordinario conjunto el resto de este
artículo. (Figs. 1, 5) Fig. 3. Juan Martínez Montañés. Crucificado.
Iglesia del Convento de la Merced, Lima.
Foto: Giannoni.
Montañés, la abadesa Isabel de Uceda y la decapitación del
Fig. 4. Francisco Ortiz. Crucificado. 1549.
Bautista Marchena. Foto: autor.
El más importante encargo que llegó desde los virreinatos le fue encomendado a
Páginas siguientes:
Martínez Montañés, en el año 1607, por Francisco Galiano, un conocido perulero que Fig. 5. Juan Martínez Montañés.
había embarcado por primera vez con destino al Perú cuando apenas era un joven Retablo de San Juan Bautista, parte inferior.
estudiante de la Compañía, vocación que acabaría cambiando en América por la 1607-1622.
Catedral de Lima. Foto: Giannoni.
más lucrativa del mercado.20 Galiano cruzó el Atlántico en no menos de trece ocasio-
nes, comerciando sobre todo con libros, incluidos los de literatura (del romancero a
Cervantes o Lope).21 En enero de 1607 llevaba, además, un encargo particular de la
abadesa del monasterio limeño de la Concepción, Isabel de Uceda.22 No es imposible
que Galiano mismo, u otras personas que ignoramos, hubieran podido intervenir en
la redacción del contrato, pero su contenido parece reflejar la voluntad precisa de la
abadesa de las concepcionistas.
El origen del encargo merece que nos detengamos en él un momento. Fundado en el
año 1575 por Inés Muñoz, la viuda de Francisco Martín de Alcántara, hermanastro
de Francisco Pizarro, después del asesinato de su marido y de haber sobrevivido a
su destierro, el monasterio de la Concepción se creó como una fundación celosa
de su autonomía femenina; en palabras de su escritura, “con condición que no se
pueda entremeter ni entremeta en ella el rey nuestro señor en proveer patronos”.
El retablo se encuentra hoy en la catedral de Lima, adonde fue trasladado por el

Felipe Pereda 199


estado en que se encontraba el tem-
plo que lo albergaba a causa de un
terremoto. Fue comisionado por la
ya citada Isabel de Uceda,23a la sa-
zón abadesa del monasterio, quien
impartió al escultor unas instruccio-
nes extraordinariamente precisas,
no solo en lo que respecta a las
historias que debían representarse
en cada una de sus relieves, sino
también en cuanto a su situación en
el retablo e incluso sobre el relieve
de sus tallas. Al decir del contrato,
Galiano llevaba consigo un dibujo
o “traza” que lamentablemente no
se ha conservado y que permitiría
interpretar mejor las condiciones
escritas.
El contrato del retablo indica con
exactitud las historias que debían
representarse en los diez relieves,
comenzando cronológicamente con
aquella que presenta a “san Juan
niño arrodillado ante sus padres
despidiéndose para ir al desierto y
los padres llorosos…” y terminando
con las vicisitudes de su martirio.
(Figs. 6a, b) En el banco, detrás del
altar, habrían de figurar otras tres
escenas destacadas, en relieve
más acusado que las restantes,
y que hoy continúan ocupando el
mismo lugar: el anuncio del ángel a
Zacarías de que tendría un hijo, la
entrega de su cabeza “en un plato”
y, finalmente, “la historia del entierro
de san Juan”, con los apóstoles a
ambos extremos (esta última ima-
gen de mayor relieve, como efectivamente se hizo).
Aunque estuviera dirigido fundamentalmente a una parroquia de españoles y criollos
no parece posible explicar la advocación del retablo al margen de la fascinación que
el Bautista había ejercido en el imaginario misionero de los virreinatos (empezando,
como ya vimos, por la titularidad de la orden de los dominicos en el Perú).24 (Fig. 7)
Felipe Guaman Poma de Ayala, cuya crónica había concluido en febrero de 1615,25
contrapone en dos ocasiones la imagen del santo ermitaño con la de los miembros
de las órdenes religiosas. En la primera, anota: “Juan pecador, y los santos ermitaños
que sirven a Dios en sus ermitas y desiertos, en penas [sic] y cuevas”.26 (Fig. 8). En
un segundo dibujo, uno de los más subversivos de toda la Nueva crónica, la figura de

202
otro ermitaño de la orden de san Pablo, una vez más caracterizado con la iconografía Figs. 6a, b. Juan Martínez Montañés.
Retablo de San Juan Bautista (detalles).
de Juan Bautista (con el cayado cruciforme en una mano y la calavera en la otra), se
Foto: Giannoni.
arrodilla delante de un nativo representado como noble, agradeciendo su limosna.27
Como ha escrito Sabine MacCormack, en la crónica de Guaman Poma la imagen del Fig. 7. Felipe Guaman Poma de Ayala,
Primer nueva corónica y buen gobierno.
ermitaño es la excepción que confirma la regla según la cual la “relación entre el clero
The Royal Library, Copenhagen, 1612/15.
y los Indios es una relación de opresión”.28 Resulta una elocuente coincidencia que 0484v.
uno y otro dibujo precedan sendos elogios, con sus correspondientes ilustraciones
(folios 482 y 633, respectivamente), de las religiosas de la orden de la Concepción, Fig. 8 Felipe Guaman Poma de Ayala,
Primer nueva corónica y buen gobierno
contrafiguras de las “señoras del mundo [que] son soberbias, avarientas, lujuria, The Royal Library, Copenhagen, 1612/15.
vanagloria, de poca caridad y poco amor de prójimo...”.29 0645v.

Felipe Pereda 203


La comparación entre el contrato y el retablo de-
muestran que el escultor siguió con cuidado las
instrucciones de la abadesa. Presidido por la imagen
de un crucifijo de tamaño natural (Figs. 9a, b), lo más
llamativo del conjunto, sin duda, es el protagonismo
de la “historia” del entierro del Bautista, una suerte
de tableaux-vivant, dispuesta con mayor relieve (“tan
relevada que se pueda”, reza el documento). Su ubi-
cación en el banco, inmediatamente detrás del altar
mayor, dota a la imagen de la cabeza del Bautista
sobre la bandeja de un inequívoco sentido eucarístico
(más sobre esto en unos instantes).30 (Fig. 10) Una
composición de tales características no admite compa-
ración con nada que se hubiera visto en Sevilla y debe
considerarse, en consecuencia, tanto el resultado de
la ambición del artista como de su patrona. El retablo,
al decir de un cronista, “puede competir sin recelo con
cualquier santuario del mundo”.31 ¿En qué manera?
En el retablo de la Concepción, Martínez Montañés lle-
vaba el naturalismo de los imagineros sevillanos hasta
sus límites. En una hoy famosa disputa que el escultor
sevillano mantuvo en 1622 con Francisco Pacheco en
relación a su colaboración en un altar en Sevilla, este
último había defendido la superioridad de la pintura
sobre la escultura en tanto aquella “está necesitada
de la mano del pintor, para tener vida [el énfasis es
mío]”.32 La declinación española del debate o parago-
ne de las artes –en otras palabras, la definición del
arte de la escultura como imaginería– fue articulada,
como es bien sabido, en los términos prometeicos de
cómo dotar a los materiales de la ilusión de la vida.33
Figs. 9a, b. Juan Martínez Montañés. El hecho de que los dos crucifijos que Montañés había enviado a Sevilla representa-
Retablo de San Juan Bautista (detalle del
ran un Cristo muerto no hacía sino acentuar esta paradoja. Aunque esto no ha sido
Cristo y Cristo crucificado). Foto: Giannoni.
todavía advertido,34 ello no hacía sino llevar hasta sus límites un principio intrínseco
de la teoría italiana de las artes. Giorgio Vasari –al que Pacheco por supuesto co-
nocía bien– había mostrado el principio que impulsaba, en forma y contenido, sus
Vidas de los artistas. El frontis de la edición Giuntina (1568) exhibía la imagen de la
resurrección de los muertos como una alegoría, tanto de la labor del historiador al
conservar la memoria del pasado, como de la capacidad de los artistas de la edad
moderna para convertir la imitación de la naturaleza en una forma virtual de vida.
La estampa de Vasari está enmarcada entre dos leyendas que señalan el poder del
arte para insuflarle vida a la materia muerta: Hac sospite nunquam hos perisse/
Viros, victos aut morte fatebor (“Mientras estos hombres no hayan muerto/ admitiré
la derrota o la muerte”).35
Otra frase de Vasari aún más célebre, Fare una cosa morta parer viva (“Hacer que algo
muerto parezca estar vivo”), resuena en el trabajo de los imagineros sevillanos del seiscien-
tos. Cuando el cronista dominico Juan Meléndez consideraba que las imágenes limeñas
podían “estimarse mucho en Europa, y aun en Roma, entre sus valientes estatuas de

204
mármol [el énfasis es mío]”,36 su afirmación no era solo retórica: también estaba formu-
lando un criterio estético. Creo que el análisis de las obras de Montañés nos permite verlo.
Como se ha dicho, el encargo que Montañés recibió de Lima el año 1607 era el más
ambicioso de cuantos hubiera recibido. El retablo habría de tener doce “historias”,
además de ocho esculturas, o estatuas, exentas, presididas por un crucifijo del natural
que se especificaba tenía que ser encarnado de encarnado mate, un antiguo término
Fig. 10. Juan Martínez Montañés. de inequívocas connotaciones cristológicas que todavía se utilizaba en España en el
Retablo de San Juan Bautista
(detalle del banco). seiscientos. La policromía sería subcontratada con Gaspar de Ragis, y de ello hemos
Foto: Giannoni. conservado también el contrato.37

206
Aunque una parte importante de las piezas del retablo se terminaron a tiempo (el
contrato daba un plazo de año y medio), no fue hasta 1622 que un segundo envío
desembarcó en el puerto del Callao llevando la pieza del “cuerpo de San Juan del
natural, degollado y la cabeza aparte en un tablero”, así como los “ángeles… en
que viene la cabeza del dicho santo”.38 El conjunto, es importante recordarlo, había
estado previsto desde un inicio. Con esta segunda entrega, Montañés completaba
un encargo en el que se daba cabida a dos géneros de representación diferentes
con los que los artistas andaluces habían estado experimentando largo tiempo: la
imagen y la historia.

Felipe Pereda 207


Imágenes del decapitado
La iconografía de la decapitación tenía una larga tradición en el imaginario sevillano
(basta pensar en los azulejos sevillanos de mártires dominicos en el claustro de Lima
o en los mártires del Japón de los franciscanos). (Fig. 11) Su desarrollo en el ámbito
de la escultura policromada, sin embargo, tenía una historia bastante específica que
se remonta, al menos, a los trabajos de ese tipo que se hacían en la baja Edad Media.
La tipología de la cabeza cortada del Bautista no era una invención de los artistas
sevillanos. Se había desarrollado al norte de los Alpes como género devocional desde
el siglo XV. Al parecer, había sido un escultor castellano el que la había traído a la
ciudad del Guadalquivir, Gaspar Núñez Delgado, un artista a veces considerado como
posible maestro de Martínez Montañés. (Fig. 13) La obra es un barro, una terracota,
y está firmada y fechada en 1591. Muestra el rostro pálido del Bautista, pero sus
ojos se encuentran todavía abiertos, lo mismo que su boca. Sus labios ligeramente
separados permiten que la mirada del espectador penetre dentro de la boca hasta
alcanzar su lengua todavía húmeda. La sección del cuello revela una extraordinaria
precisión anatómica. (Fig. 14)
La escultura de Núñez Delgado debió haber provocado una gran sensación en la ciudad,
ya que fue incorporada a las celebraciones del Corpus de 1594, donde nos consta que
despertó gran expectación. Una descripción manuscrita de las fiestas refiere con todo
lujo de detalles la decoración diseñada por ese motivo: las calles habían sido engala-
nadas con arquitecturas efímeras y en ellas se habían dispuesto imágenes que habían
sido prestadas por los templos para presidir sus altares. Otras decoraciones incluían
ingenios hidráulicos, como es el caso de una fuente coronada con un crucificado de
cuyas heridas brotaba sangre (probablemente agua teñida), que era luego recogida
por un cáliz a sus pies.39 (Fig. 12)
La obra de Núñez Delgado había sido colocada en el interior de un arco efímero en la
calle Lineros. El autor de la descripción sitúa la cabeza de Juan el Bautista entre dos
de aquellas fuentes. Una con un pelícano que picaba su propio pecho para alimentar
con su sangre a sus polluelos y otra donde se alzaba un crucifijo sobre un cáliz, se-
guramente similar al que acabamos de aludir líneas arriba. El testimonio de aquella
fiesta del Corpus destaca la obra del “virtuoso” Núñez Delgado, pues su escultura, en
opinión de ese autor, “merece título de reliquia”. Cabe poca duda de que el contexto
ritual en el que era mostrada habría acentuado el ilusionismo de la imagen, borrando
Fig. 11. San Pedro Mártir, Azulejo. Lima.
cualquier posible separación entre el mundo del artificio y la realidad de la vida.
Foto: autor.
La famosa escultura pronto sería replicada por otros maestros sevillanos (algunas de
Fig. 12. Messía de la Cerda, Discursos
las piezas llegarían al virreinato).40 Es el caso de aquella que está en el Museo de la
festivos, Sevilla, 1594. BNE, Ms. 598,
f. 162v-16313. Catedral de Sevilla, realizada por Juan de Mesa, discípulo de Montañés y autor él mis-
mo del crucifijo de los jesuitas de San Pedro en Lima, sobre el que hemos comentado
Fig. 13. Gaspar Núñez Delgado. Cabeza del
antes. Aunque en esta versión el material es madera, refleja igualmente el estilo de
Bautista. Museo de Bellas Artes de Sevilla.
Foto: autor. su modelo. (Fig. 15)
Los experimentos españoles con la cabeza del Bautista han sido tradicionalmente
Fig. 14. Gaspar Núñez Delgado. Cabeza del
Bautista. Museo de Bellas Artes de Sevilla. interpretados como expresiones de la torturada devoción de la Contrarreforma, pero
Foto: autor. las fuentes contemporáneas muestran que estas obras no eran vistas de forma inequí-
voca y unilateralmente religiosa. Un testimonio curioso lo constituye la “enciclopedia”
Fig. 15. Juan de Mesa (¿?). Cabeza del
Bautista. Catedral de Sevilla. Foto: autor. del padre Interián de Ayala, un tratado en dos volúmenes escrito para instruir a los
artistas sobre la forma correcta de pintar y esculpir la historia sagrada, y, al mismo

208
tiempo, para combatir los “errores” en los que caían con
frecuencia. Sorprendentemente, son los segundos los
que discute en la historia de la degollación del Bautista:
…quiero notar brevemente dos cosas acerca de la
misma cabeza del Bautista arrancada ya de sus
hombros, y puesta en un grande plato, que si bien
no perjudican nada a la historia, con todo parece
que está cayendo aquí de su peso el hablar de
ellas. Lo primero, que algunos para ostentar, o
exagerar su habilidad, pintan, o forman extraña-
mente disforme la cabeza del sagrado Bautista, lo
que lejos de representar la santidad, y constancia
que tuvo en su muerte el Gran Precursor [sic],
parece nos pone a la vista la ferocidad, y aun la
embriaguez de algún Holofernes; pintan, digo, la
cabeza del Bautista extrañamente disforme, esto
es, sin cerrar totalmente los ojos, abierta en gran
manera la boca, sacando ferozmente la lengua,
y otras cosas semejantes: lo que es muy ageno
de una cosa tan sagrada, como es la cabeza del
Divino Precursor.41
La censura de Interián de Ayala va dirigida a las inter-
pretaciones más exageradamente teatrales de artistas
posteriores, por ejemplo, la de Juan de Villabrille y Ron
(ca. 1663-1732);42 los términos de su crítica, sin embar-
go, arrojan luz sobre la singularidad de las esculturas
barrocas que los sevillanos venían realizando desde el
siglo anterior.
Según el padre Interián de Ayala, el error que cometían
los escultores empezaba cuando mostraban al santo
“sin cerrar totalmente los ojos, abierta en gran manera
la boca”. Como advierte con claridad, los artistas explo-
taban el tema de la cabeza del Bautista para forzar la
paradójica capacidad de la escultura para dotar de vida a
la materia inerte, un tema que, como ya hemos visto, era
fundamental en el discurso de la imaginería. El motivo,
empero, tenía raíces más profundas. La tipología de la
cabeza del primer profeta sobre una bandeja deriva de
la reliquia del cráneo de Juan Bautista que se conserva
en la catedral de Amiens y que la tradición pretendía que
había sido traído por los cruzados desde Constantinopla.
La unión de los dos motivos derivó en un tipo fundamen-
tal que la historiografía alemana bautizó con el término
de andachtsbilder, es decir, imágenes extraídas de la
historia sagrada para ser contempladas y restituidas
a la misma con ayuda de la imaginación. Los ejemplos
sevillanos que hemos visto anteriormente solo llevan a

Felipe Pereda 209


un extremo el impulso antinarrativo de sus predecesores
del norte de Europa. Al suprimir todo detalle histórico
(como la bandeja, pero también cualquier inscripción
que pudiera acompañarla), las esculturas sevillanas se
convertían en ejercicios puramente demostrativos de
la capacidad del medio de la escultura para sugerir la
ilusión de la vida.
Con todo, los artistas sevillanos no habían sido los pri-
meros, ni tampoco los únicos, en descubrir las posibili-
dades que la tipología de la cabeza del bautista ofrecía
para semejante experimentación. Debemos empezar
recordando que Juan Bautista, el primer profeta del
Nuevo Testamento, aparece caracterizado en los cuatro
evangelios como la “voz” que clama en el desierto, vox
clamantis in deserto (Marcos 1: 3; Mateo 3: 3 ; Lucas
3; 4; Juan 1: 22-23). Como ha expuesto recientemente
Barbara Baert en una serie de interesantes trabajos,
partiendo de esta singular identificación del profeta
con su palabra, las esculturas de la cabeza del Bautista
depositada sobre una bandeja, lo que se conoce en la
literatura como Johannesschüsseln, no iban dirigidas
Fig. 16. Cabeza del Bautista, Westfalia únicamente al sentido de la vista, sino también, simultáneamente, al oído, al espec-
(Münster?), 1450 ca. Schnügten Museum,
tador como destinatario de la voz del profeta.43 (Fig. 16) Al menos desde el siglo XV
Colonia. © Rheinisches Bildarchiv Köln /
Helmut Buchen los artistas habían articulado la calidad profética de estas esculturas, bien colocando
inscripciones a lo largo del borde de la bandeja o, lo que es más interesante para el
Fig. 17. Martínez Montañés, Retablo
caso que ahora nos ocupa, dramatizando el silenciamiento de la voz, no solo dejando
de San Juan Bautista. San Leandro, Sevilla.
Foto: Carmela Bahima Díaz. los ojos, sino también la boca del santo, ligeramente entreabiertos.
Inmediatamente antes de censurar la deformidad de las imágenes barrocas del Bau-
Fig. 18. Martínez Montañés, Retablo
de San Juan Bautista. San Leandro, Sevilla. tista, Interián de Ayala reconocía la conexión íntima entre la forma de su muerte y el
Foto: Carmela Bahima Díaz. don de la elocuencia profética:
Muy caro le costó al pregonero de la verdad… su libertad en el hablar [el énfasis
es mío]; pues lo pagó con su santísima cabeza, que le mandó cortar el injustísi-
mo Rey, no tanto por el odio que él le tuviese, como por el que le tenía su muger
[Herodías].44
No puede sorprendernos ya que fuera precisamente Juan Martínez Montañés –tal
vez formado con Gaspar Núñez Delgado, como se ha dicho antes– quien llevara
esta experimentación hasta sus mismos límites. El sevillano ejecutó al menos dos
retablos en los que desarrolló el motivo de la cabeza cortada. Una de ellos, el más
ambicioso, es el de las concepcionistas de Lima que le había sido encargado en
1607, aunque la ejecución de la escena principal no la llevó a cabo hasta 1622. El
otro lo realizaría en el retablo que comenzó a trabajar en 1620 para la iglesia de San
Leandro en Sevilla.45 En ambos, Montañés desarrolló el tropo de la predicación del
Bautista con la imagen de una estatua “parlante”. En el retablo sevillano, el primer
cuerpo encierra la imagen del profeta, vestido con la piel de camello y predicando
en el desierto. Su cabeza degollada encima de una bandeja está situada inmediata-
mente encima y, debajo, el propio santo apunta con su dedo índice al agnus dei que

210
flota sobre una nube. Entre estas figuras,
se extienden sus palabras escritas: Ecce
ille agnus (“He aquí el cordero”). (Figs. 17,
18) Pintadas sobre una filacteria, una vieja
fórmula de la cultura visual de la Edad Me-
dia, la composición subraya el carácter oral
de la palabra profética. En correspondencia
con ello, la obra del Bautista se encuentra
ostensiblemente abierta.
Encima del santo se encuentra suspendida
su propia cabeza sobre una bandeja circular,
alrededor de cuyo borde resbala la sangre
aún fresca que mana de su cuello (el escul-
tor juega aquí con la ficción teatral de que la
sangre podría desbordarse al gotear). Sus
ojos están cerrados, pero su boca se aprecia
claramente entreabierta. La superposición de
las dos imágenes del Bautista tiene un efecto
dramático. Mientras que la inferior abunda en
el tropo de la escultura “parlante” –el famoso
comentario de Vasari al Moisés de Miguel
Ángel viene a la memoria como uno de los
episodios más conocidos en el imaginario
moderno–, su cabeza amputada en el registro
superior plantea un argumento opuesto y al
mismo tiempo complementario: está muerto
y, por lo tanto, silente. La “elocuencia” de la
cabeza cercenada es específica de su medio;
en otras palabras, la fuerza de su persuasión
resulta puramente escultórica.
El retablo de San Leandro es solo el segundo
de los dos grandes retablos que Montañés
dedicó a la vida de Juan el Bautista y, en cierto
modo, supone el desarrollo de una idea en la
que había trabajado por vez primera debido al
encargo que la abadesa del monasterio de la
Concepción, Isabel de Uceda, le había hecho
a través del perulero Francisco Galiano en
1607. Como ya dijimos, recién en 1622 llegaría
a Lima la escena del entierro del profeta que
debía ocupar el banco del retablo. Las fuentes
que hemos venido citando prueban que la
obra causó una gran impresión en la Ciudad
de los Reyes. No obstante, para poder también
comprender sus consecuencias artísticas, es
preciso que nos detengamos primero en el
contexto geográfico y político de su recepción.

Felipe Pereda 211


El contexto de la recepción: entre la idolatría y la iconoclastia
En la segunda década del seiscientos el arte de la “imaginería” había sido ya asimila-
do en los Andes como un signo material de la identidad de la Iglesia española. No es
arriesgado imaginar la impresión que sus monumentales imágenes, particularmente
las del crucificado, pudieron tener en la población local. En un conocido dibujo de la
Nueva crónica de Guaman Poma de Ayala, dos hombres caracterizados como indios
ladinos, bautizados, se inclinan trabajando sobre la imagen de un gran crucifijo. (Fig.
19) Uno de ellos se arrodilla ante la misma al tiempo que extiende los pinceles sobre
el antebrazo de la escultura; el otro, de pie a su lado, sostiene para él un recipiente,
presumiblemente conteniendo los colores con los que está pintando.46 El título sobre
la imagen reza: “Pintor. Los artificios. Pintor”. E inmediatamente debajo, figura esta
inscripción: “escultor entallador bordador los servicios de dios y de la santa yglesia”,
que alude a dos oficios diferentes: el escultor de madera47 y el broslador o bordador.48
El dibujo de Guaman Poma ilustra la práctica de la imaginería como un género híbrido,
la combinación de la pintura y la talla, tal y como había tomado forma en la península
ibérica a lo largo del siglo XVI.
El dibujo es acompañado, además, por dos interesantísimos comentarios en los que
merece la pena detenerse. El escrito en la página opuesta recuerda la tradición de los
Fig. 19. Felipe Guaman Poma de Ayala, cristianos de realizar imágenes, su derecho a recibir un pago adecuado y su obligación
Primer nueva corónica y buen gobierno
The Royal Library, Copenhagen, 1612/15. de no comer coca, ni beber chicha y emborracharse, como hacen los caciques, ambas
0687v prácticas conectadas a ritos preincaicos. Guaman Poma hace notar que “ci [sic] fuere
borracho y coquero”, el escultor se convierte en “ydúlatra”.
El lenguaje utilizado para describir la fábrica de las imágenes no es menos pe-
culiar. Así como una actitud cristiana se convierte en una condición necesaria
para el artista, de manera similar se describe su trabajo equiparándolo con una
tarea sacra. Para el quechua, esto concede a dicha tarea una nobleza, digna de
ser practicada por príncipes e incluso reyes.49 Guaman Poma establece que los
cristianos están obligados a hacer la “hechura y semejanza de Dios”. Al sustituir
el término “imagen” con el de hechura, del verbo “hacer”, el autor de la Nueva
crónica modela estratégicamente el discurso del libro del Génesis –la creación
del hombre a “imagen y semejanza” (ad imaginem et similitudinem) de Dios (Gé-
nesis 1: 26)–. Mientras que el primer texto compara la fabricación de imágenes
con la “creación” del demiurgo, el párrafo siguiente elabora un argumento más
concreto al señalar que el objetivo de ese artefacto, o “hechura”, es el de ayu-
dar a recordar y, por tanto, servir a Dios: “nos acordamos del servicio de Dios”.
Semejante afirmación coincide con la doctrina emanada del Concilio de Trento
(1563), tal como la había glosado y expandido el III Concilio de Lima a instancias
del arzobispo Toribio de Mogrovejo. En el sermón XIX, publicado –como bien se
sabe– en español, quechua y aymara, el Concilio había determinado que, al
contrario que los nativos, los cristianos no rinden honor a las imágenes (“reve-
rencian” es el término que se utiliza, teniéndose el cuidado de no decir “adoran”).
Si los cristianos se arrodillan delante de ellas, si las besan o golpean el pecho
en su presencia, no lo hacen “por lo que en sí son”, sino por lo “representan”.
50
El citado sermón argumenta la diferencia fundamental que existe en la forma
en que indios y españoles consideran las imágenes recurriendo a un ejemplo:
“y asi vereis que aunque se quiebre un vulto, o se rompa una ymagen, no por
eso los Christianos lloran, ni piensan que Dios se les ha quebrado”.51

212
El segundo comentario de Guaman Poma, escrito debajo del dibujo, complica esta na-
rrativa al llevar la doctrina de las imágenes a su práctica social. Guaman Poma advierte
que nadie debiera osar “tocar”, mucho menos borrar una imagen, porque los infieles
que lo vieran sentirían socavada su fe (el autor no alcanza a explicar en qué dejarían
de creer, dejando abierta la posibilidad de identificarla con la fe depositada en sus
imágenes). A continuación, añade un ejemplo particular que data con precisión del
año 1613. La anécdota se refiere a la visita de un clérigo (a quien no se identifica) a
la iglesia de San Pedro de Huarochirí, en los alrededores de Lima. Por razones que no
llega a concretar, el sacerdote había borrado una imagen que había ordenado pintar
el arzobispo Mogrovejo. Aquello habría causado una gran conmoción: presas de un
miedo inmenso, al ver que se borraba la imagen ordenada por el “santo arzobispo”
(sic: no sería canonizado hasta 1726), las mujeres del pueblo ya no quisieron “pecar
ni fornicar con el sacerdote”.52
El episodio relatado por Guaman Poma conecta con la campaña para erradicar o ex-
tirpar la “idolatría” que había emprendido Francisco de Ávila unos pocos años antes
(1608) a raíz de su visita a Huarochirí.53 No sabemos qué se había representado en
aquella pintura mural, pero la lógica introducida por Ávila habría hecho sospechar que
la imagen ocultaba o reemplazaba alguna suerte de huaca o deidad prehispánica.54
Aunque no se mencione, es probable que la pintura mural hubiera sido realizada por
un pintor local. Juan Carlos Estenssoro ha argumentado que el artista pudo haber sido
un cierto Martín Caspariacu, pintor, el cual había acusado a la autoridad local por su
repetido abuso de poder.55 La pintura sería, pues, obra de un indígena.
El episodio denunciado por Guaman Poma tiene un doble interés para entender la
importación de esculturas desde la metrópoli. En primer lugar, nos advierte sobre el
rol que podría haber jugado en los encargos de escultura sevillana el prejuicio fuerte-
mente arraigado en la población española del riesgo de contaminación que entrañaban
las imágenes hechas por las manos de artífices locales (opinión que Guaman Poma
intentaba despejar, por supuesto que infructuosamente):56 “errores en la fe, mamados
en la leche,57 y herederos de los padres a hijos”, al decir de José de Arriaga.58 No debe
asombrar por ello que todos los ejemplos que hemos venido citando se encuentren
concentrados en el área metropolitana de Lima, donde la población, como ya dijimos,
era fundamentalmente de españoles (casi el otro 50% eran africanos, mayoritaria-
mente esclavos). Si nuestra hipótesis es correcta, la demanda de imaginería desde la
metrópoli, al menos en estos años, no estuvo entonces motivada exclusivamente por
criterios de calidad artística, sino probablemente también por otros de carácter racial.
En segundo lugar, y no menos importante, el relato de Guaman Poma nos ofrece un
contexto en el sentido más literal de este término: el contexto urbano. La cronología
es precisa. El contrato del retablo de las concepcionistas fue firmado entre el perulero
Francisco Galiano y el escultor Juan Martínez Montañés en Sevilla, en enero de 1607. El
primer envío de las esculturas desembarcó en el puerto de Callao el año siguiente, en
la misma época en que la campaña contra la idolatría de Francisco de Ávila culminaba
con un auto de fe en el que todas las “huacas”, las momias y cualquier otro objeto
contaminado por esa práctica que había sido requisado en la provincia de Huarochirí
fueron pasto del fuego.59 En diciembre de 1609, en presencia de un enorme público,
alrededor de seiscientos “ídolos” ardieron en una gran pira en el centro de la Ciudad
de los Reyes, a unas pocas cuadras de donde se guardaban las esculturas de Juan
Martínez Montañés enviadas desde Sevilla. Ávila predicó, primero en quechua y luego

Felipe Pereda 213


Fig. 20. Juan Martínez Montañés. en castellano, frente a un público de cientos de nativos que habían sido traídos con
Retablo de San Juan Bautista (detalle).
ese propósito desde las áreas circundantes:
Foto: Giannoni.
…en la plaça desta ciudad, entre palacio y cabildo [mandaron] se levantasse un
Fig. 21. Felipe Guaman Poma de Ayala,
Primer nueva corónica y buen gobierno
terrepleno, y aparte un tablado con passadiso, y que en el tablado asistiesse el
The Royal Library, Copenhagen 1612/15. dicho Doctor acompañado de los Alcaldes, Corregidor de Naturales, Cabildo y
0392v. Decapitación. Regimiento, y que se convocasse todos los Indios de quatro leguas alrededor, y
en el terrepleno donde se pusieron los ídolos se quemasen, predicando primero
allí el dicho Doctor, y dando a entender en ambas lenguas lo que era aquello.

“Juan” Atahualpa
Los recuerdos de Francisco de Ávila podrían tomarse como la última frontera del
desencuentro entre la población nativa y los españoles, entre colonizados y coloni-
zadores, pero la historia de la recepción de las imágenes de Martínez Montañés en
Lima es más compleja, como infinitamente complejos fueron ciertamente los efectos
de la conquista. El retablo de la Concepción no pudo ser completado hasta algunos
años más tarde, cuando las figuras exentas de los dos apóstoles, el cuerpo inerte del
Bautista, los ángeles y la cabeza del profeta llegaron hasta el Perú en un segundo y
definitivo envío desde Sevilla. Espero que un ejemplo final pueda mostrarlo.
La historia que presidía el banco del retablo de la Concepción no tenía precedente,
como tampoco tendría consecuencias en esa vertiente artística. Hemos visto que el
escultor español volvió sobre el tema pocos años después en el altar de San Leandro,
pero su retablo sevillano prescinde de la escenografía teatral que había ejecutado en
su obra inicial dedicada al Bautista. Desgraciadamente, el dibujo que acompañaba al
contrato de este encargo se ha perdido. Sin embargo, el texto por sí solo demuestra

214
que la abadesa de las concepcionistas había imaginado el conjunto con la escena de
la decapitación consumada del santo –el cuerpo inerte tendido horizontalmente a lo
largo del banco y su cabeza encima, superpuesta sobre aquel– en el banco del altar
y tallada en figuras exentas. En su composición definitiva –tal como se aprecia en la
actualidad–, figuraba, en los flancos, la historia de la profecía del nacimiento de Juan
a Zacarías, y, en el extremo opuesto, el momento en que el trofeo de su cabeza era
entregado a Salomé, cuyo deseo no correspondido había precipitado la ejecución del
profeta. (Fig. 20)
En el retablo de la Concepción el deseo y la muerte se daban así la mano, y lo hacían
inmediatamente delante de la mesa del altar,60 transformando de este modo la imagen
de la cabeza cortada en una ofrenda sacrificial: la escenificación de una ceremonia
eucarística con ecos de un rito ancestral. La imagen de la decapitación tenía su propia
historia en la cultura material y visual de los Andes y, con el tiempo, se convertiría en
uno de los motivos fundamentales del imaginario de la conquista al ser ejecutados sus
dos últimos Incas:61 Atahualpa por Francisco Pizarro, en 1533, y Túpac Amaru por el
virrey Toledo cuarenta años más tarde. Guaman Poma sería el primero en proporcionar
sendos dibujos de ambas escenas en su monumental denuncia de los efectos de la
conquista, la Nueva crónica.62 El autor quechua representó las dos muertes como una
decapitación: cada cuerpo aparece extendido sobre una mesa, con un soldado que
sujeta los pies del condenado, mientras otro le secciona limpiamente el cuello con
un alfanje y una suerte de martillo, una composición de la que no me consta ningún
antecedente en la cultura europea (ni por supuesto en la de los Andes). (Fig. 21)
La fuerza del mito acabaría por imponerse sobre la historia y las imágenes fueron
un instrumento fundamental de su victoria. Es importante recordar que Atahualpa

Felipe Pereda 215


Fig. 22. Muerte de Atahualpa. Siglo XVIII.
Museo Inka, Cuzco.

216
no murió decapitado, sino estrangulado,63 y que su muerte solo llegó después de
haber sido bautizado, tal vez precisamente porque el propio Atahualpa quiso así
evitar su decapitación (según cuenta Pedro Pizarro porque aquella muerte le hubiera
impedido ser resucitado por el Sol, su padre, aunque aquí es difícil –si no imposi-
ble– separar la historia de la leyenda).64 En otras palabras, el dibujo de Guaman
Poma de Ayala es una invención elaborada con la intención de fabricar para el Inca
una muerte heroica. Imaginada como la de Túpac Amaru, quien sí murió decapitado
en 1571, el descabezamiento de Atahualpa devendría con el tiempo el centro del
mito del Inkarrí,65 de acuerdo con el cual el Sapa Inka estaba destinado a regresar
a la tierra, reconstruir su cuerpo desmembrado y restaurar su imperio en los Andes
expulsando al pueblo invasor.66
La más famosa representación pictórica del mito de Inkarrí es una pintura, probable-
mente ya del siglo XVIII, hoy en el Museo Inka del Cuzco. (Fig. 22) La pintura muestra
en el medio la historia de su decapitación, cobijado bajo el signo de la fundación del
Cuzco: el arco iris. Debajo se encuentra la escena de la batalla de Cajamarca y, en
los cuatro ángulos, los ancestros (Mama Ocllo) y familiares (su padre, su madre y su
hermano Huáscar, cuya muerte ordenó él mismo desde su prisión). Sobre el arco iris
puede verse el trono vacío que Atahualpa habría de ocupar a su retorno.67
La escena de la muerte es muy singular e importante para nuestro argumento. Ata-
hualpa se encuentra sentado ante una mesa y la sangre brota a borbotones de su
cuello. Sobre la mesa reposa la mascaipacha, el tocado real del Inca (su corona) que
lo identifica como el monarca del imperio de los Andes. A su diestra está el padre
Valverde, quien habría de asistirle en su muerte, y, en el lado opuesto, un soldado
que sostiene su cabeza cogiéndola de sus cabellos y que se dispone a depositarla
sobre una bandeja que sujeta un segundo soldado arrodillado. La comparación con
el relieve de Martínez Montañés es suficiente para iluminar el proceso de contami-
nación figurativa que hizo que el pintor andino modelara la muerte de Atahualpa
sobre la tradición visual de la muerte del Bautista. Sin embargo, hay algo más que
la simple interferencia figurativa.
Como hemos dicho anteriormente, sabemos que Atahualpa fue bautizado pero tam-
bién sabemos el nombre cristiano que le fue dado, “Francisco”.68 Pero no es así como
aparece escrito en este cuadro. Al igual que en otras fuentes documentales, la pintura
del Cuzco lo ha “rebautizado”. Su nuevo nombre expresa con elocuencia su nueva
personalidad legendaria: “Dn Juan [sic] Ataguallpa”.
No es imposible que Guaman Poma hubiera visto los relieves de la decapitación del
Bautista en Lima cuando realizó el primer dibujo que conocemos de la muerte de
Atahualpa, pero ello no es ni muchísimo menos necesario para manifestar que fueron
imágenes como las que Martínez Montañés entalló por encargo de Isabel de Uceda,
a comienzos del seiscientos, las que permitieron imaginar la muerte del último em-
perador legítimo de los incas como la de un mártir cristiano. La convergencia entre el
mito del Inkarrí y la leyenda del Bautista es un episodio significativo de la historia de
la recepción de la cultura figurativa española en los Andes, una historia que espero
haber sabido ilustrar era mucho más compleja y violenta, menos lineal y más dialógica
que la que dictan las leyes del mercado.

Felipe Pereda 217


LUIS EDUARDO WUFFARDEN

Virreinatos en diálogo: artífices,


obras e ideas artísticas de Nueva España
y Guatemala en el Perú

E
n 1989, cuando Fernando Silva Santisteban daba a conocer una serie de pinturas
mexicanas existente en Cajamarca, dentro del tomo decimoctavo de Arte y tesoros
del Perú, las conexiones artísticas entre los virreinatos de Nueva España y el Perú
permanecían virtualmente ignoradas. 1 Más allá de referencias sueltas y de difícil in-
terpretación, recogidas ocasionalmente en algún corpus documental, no había mayor
consciencia de la magnitud del fenómeno, su continuidad en el tiempo y, menos aún,
acerca de sus repercusiones en los imaginarios locales.2 Semejante olvido guardaba
relación directa con un panorama historiográfico dominado todavía por las concepcio-
nes centro-periferia, que entendían la transferencia de formas artísticas en un sentido
unidireccional y jerárquico. A ello habría que sumar el escaso o nulo intercambio entre
los investigadores de ambos hemisferios, prácticamente desde el surgimiento de la
disciplina, lo que daría lugar a desarrollos paralelos e incomunicados entre sí.
Esa situación empezaría a revertirse a fines del siglo pasado, cuando la identificación
de obras y autores concretos permitió entrever por fin la fluidez de un constante diá-
logo entre la región andina y las tradiciones visuales novohispanas. 3 Asimismo, las
visiones comparativas entre la historiografía cultural de los distintos países del con-
tinente se iban abriendo paso de manera progresiva. 4 Todo ello permitía vislumbrar
la consolidación de un sugerente campo de interés para la disciplina, potenciado por
el auge de los estudios acerca de los procesos de globalización, el papel clave de los
Fig. 1 Virgen de Guadalupe con las cuatro denominados passeurs o mediadores culturales, así como una renovada concepción
apariciones y una vista del Tepeyac. de los mecanismos de transferencia artística. Surgía así la necesidad de reconfigurar
Anónimo novohispano. Óleo sobre lienzo,
segunda mitad del siglo XVIII. Monasterio el mapa cultural de los virreinatos americanos, sobre la base de una mayor atención
de Nuestra Señora del Prado, Lima. a la iniciativa de los actores locales y a los nexos interregionales. 5

219
Sin perder de vista ese contexto, el presente ensayo intenta abordar diversos momentos,
personajes y problemas relacionados con la circulación en el Perú de obras e ideas
artísticas tanto de Nueva España como de la vecina capitanía general de Guatemala.
Es necesario recordar que ambos territorios conformaron un área cultural común, con
tradiciones compartidas, cuyos bienes artísticos y suntuarios circulaban en Sudamérica
conjuntamente o a través de canales de distribución similares. Por ello aun hoy resulta
difícil al investigador, en muchos casos, distinguir la cultura material producida en una
u otra zona. En ese sentido deben entenderse las frecuentes confusiones registradas
Fig. 2. Tercero Cathecismo y Exposición
de la Doctrina Christiana por sermones. por los documentos de época con relación a México y Guatemala, incluso entre quie-
Lima: Imprenta de Antonio Ricardo, 1585. nes tenían cierto conocimiento de lo que se producía en esas regiones, como podrá
constatarse en más de una ocasión.
Fig. 3. Doctrina Christiana y Catecismo para
instrucción de los indios. Cada vez resulta más claro que el flujo de obras artísticas desde el virreinato norte-
Lima: Imprenta de Antonio Ricardo, 1583.
ño hacia el Perú, a lo largo de casi tres siglos, obedeció a circunstancias distintas y
transcurrió por diferentes vías. Habría que mencionar entre estas últimas el trasiego
de autoridades civiles y eclesiásticas de un virreinato a otro; las rutas comerciales
transpacíficas, asociadas con el galeón de Manila, en las cuales el variado espectro
de productos suntuarios enviado desde el Extremo Oriente se incrementaba por la
adición de mercaderías novohispanas antes de enviarse al sur; las vías de Guatemala
y Panamá, utilizadas para evadir la prohibición de comerciar con México; y, finalmente
–pero no menos importante–. el intenso tráfico informal que conectaba los puertos
de Acapulco y el Callao, transportando cantidades masivas de contrabando, lo que
en la práctica consiguió neutralizar las reiteradas disposiciones reales que buscaban
impedir el comercio directo entre los virreinatos de Nueva España y el Perú.6 Debe
sumarse a ello la presencia, más bien excepcional, de algunos artífices inmigrantes
que se trasladaron al Perú en épocas distintas, y constituyen casos singulares de
mediación cultural.

Entre la corte de México y la de Lima


Si se considera la brecha temporal de poco más de una década entre la conquista
de México y la del Perú, parece lógico que la corona española buscase aprovechar la
experiencia acumulada en territorio novohispano por funcionarios y evangelizadores,
con miras a replicarla en territorio andino. Directa consecuencia de esa política real
fue que, entre 1549 y 1689, nueve virreyes de la Nueva España fueran promovidos
al gobierno del Perú, plaza ciertamente atractiva a causa del auge argentífero en los
Andes.7 Algo parecido ocurría en el caso de obispos, misioneros y superiores de las
órdenes religiosas. Al trasladarse a sus nuevas sedes, ellos solían portar testimonios
de su paso por un virreinato que, pocos años después de haber abandonado su pasado
“pagano”, daba muestras de hallarse plenamente incorporado a la cultura europea
de su tiempo.
Obviamente, la instalación en México de la primera imprenta de América ayudaría a
consolidar esa imagen. La iniciativa había surgido en 1539, cuando el obispo Zumá-
rraga promovió el establecimiento de un taller gráfico al servicio de la Iglesia Estuvo a
cargo del alemán Juan Cromberger, a quien años después siguieron otros impresores
europeos, como el piamontés Antonio Ricardo (1532-1605), quien obtuvo la protección
del colegio jesuita a partir de 1577 y ese año imprimía el Vocabulario de la lengua
mexicana, asociado con el francés Pedro de Ocharte. Quizá alentado por los jesuitas

220
y atraído por las riquezas del Perú, Ricardo se trasladará a Lima en 1581 para insta-
lar la primera imprenta del país, tras una larga peripecia burocrática en busca de la
autorización real. Otra vez con el auxilio decidido la Compañía, en 1584 saldrá de sus
prensas limeñas el primer Catecismo y doctrina cristiana, traducido al quechua y el
aimara. Además de tipos y aparejos, llevaba consigo un vasto repertorio de planchas
xilográficas, trabajadas por grabadores anónimos, al parecer en Sevilla, que serían
reutilizadas varias veces en sus ediciones limeñas, mucho antes de que la estampa
calcográfica llegase a la ciudad.8
Entre tanto, abundantes noticias impresas daban cuenta de la primera generación
de artífices indígenas surgida en la Nueva España. Sus habilidades no dejaban de
ser elogiadas en tono admirativo por los cronistas religiosos. Así, por ejemplo, en un
pasaje de su Historia de los indios de la Nueva España, el franciscano fray Toribio
Benavente, “Motolinía”, argumentaba que ese aprendizaje era consecuencia directa
de la evangelización y se debía a los obradores montados por las comunidades de
frailes, quienes, además de catequizar a los pobladores nativos, los adiestraban en
diversos oficios. En ese sentido, la decoración de las iglesias erigidas en ciudades y
misiones habría sido posible gracias a que, en el poco tiempo transcurrido desde la
conquista, los indios que poseían dotes artesanales “se han perfeccionado mucho;
porque han salido grandes pintores después que vinieron las muestras e imágenes
de Flandes y de Italia que los españoles han traído”. 9
De ese modo iba cristalizando un recurrente tópico acerca de la disposición de los
nativos para la copia y la imitación. Será una idea reiterada una y otra vez por escrito-
res y tratadistas, tanto en Nueva España como en el Perú. Se remarcaba así la pericia
ante todo artesanal o mecánica de la mano de obra indígena, distante por tanto de la
inventio, considerada privativa de los maestros europeos. En los años siguientes, al
hacer un primer balance de la evangelización novohispana, fray Jerónimo de Mendieta
hará suyo el discurso del padre Motolinía, afirmando que “después que (los indios)
fueron cristianos y vieron nuestras imágenes de Flandes y de Italia, no hay retablo ni
imagen, por prima que sea, que no la retraten y contrahagan”. 10
Desde luego, el aprecio por los plateros indígenas se fundaba en parecidas considera-
ciones. Muchos eran diestros desde antes en el trabajo de los metales, pero tuvieron
que adaptar su oficio a los patrones funcionales y estéticos de la emergente sociedad
colonial. Precisamente esa capacidad de emulación cimentó la fama de un platero
mexicano que llegaría a ser uno de los más tempranos mediadores culturales en el
Perú. Había llegado a Lima en 1551, integrando el séquito de Antonio de Mendoza,
quien pasó desde México al ser designado segundo virrey del Perú. 11 Si bien la docu-
mentación de época suele aludir a él solo como “indio mexicano”, Harth-terré daría a
conocer que su nombre hispanizado era Alonso Hernández.12 Al momento de elegirlo
como acompañante hacia su nueva sede, el virrey debió valorar su utilidad para el
servicio de la incipiente corte. Sin embargo, es probable que lo percibiera a la vez
como una suerte de ejemplo vivo del grado de “civilización” alcanzado por la población
indígena en el virreinato del norte bajo su prolongado gobierno.
Por coincidencia, el arte de la platería iba alcanzando en Lima una importancia difícil-
mente comparable con la de cualquier otro oficio. Ello no solo se debía a la abundancia
del metal mismo, a consecuencia del auge de Potosí y su paso obligado por la ciudad
de los Reyes, sino que era impulsado por la constante migración de maestros nórdicos,

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 221


principalmente flamencos y alemanes, de sólida formación, al punto de generar preo-
cupación entre los funcionarios de la corona.13 Su inusitada concentración en la joven
capital da cuenta del afán de la emergente sociedad criolla por replicar localmente el
refinamiento cosmopolita dominante en la corte española del momento. El inmigrante
mexicano parece haber respondido con creces a ese alto nivel de exigencia, pues su
renombre lograría mantenerse en ascenso incluso después de que muriese su protector.
En efecto, tras el deceso del virrey Mendoza, repentinamente ocurrido en 1552, fray
Jerónimo de Loayza, primer arzobispo de Lima, será quien lo tome a su servicio. De
inmediato lo pondría en contacto con maestros y talleres locales, a fin de que perfec-
cionase ciertos aspectos técnicos. Al cabo de catorce años, cuando presentó su caso
en carta a la reina Isabel de Portugal, esposa de Felipe II, Loayza daría testimonio de
la evolución experimentada por el “indio mexicano”, durante su larga estancia en Lima.
Entre otros avances, habría “mejorado mucho en su oficio y labrado de oro, que no
sabía antes hazello”. Tras encomiar sus méritos en el manejo de los metales preciosos,
añadía sin embargo que “si no beviese tanto, que lo más del tiempo está borracho [
…] se pudiera embiar para servir a S.M. en su oficio”. 14 Loayza hacía referencia a uno
de los “vicios” que ya se atribuían a los indígenas americanos en general y que, con
el paso del tiempo, sustentarían un arraigado prejuicio con relación a los artesanos
en particular.
En prueba de los méritos de su protegido, el prelado remitía varias piezas suyas, pre-
cisando que “no a puesto mano en ellas oficial español sino el indio y yo, que mirava
siempre lo que hazía”. Dentro del conjunto descrito, llama la atención una “copa con
sobre copa”, tipología renacentista quizá relacionada con el influyente núcleo de pla-
teros nórdicos activo en la ciudad. El envío incluía también una “garrafilla de plata” y
un portapaz de oro con engaste de esmeraldas. Además de las predecibles figuras de
varios santos, la segunda pieza mostraba algunas “cosas desta tierra”, añadidas por
el artífice al parecer como señas identitarias de su trabajo en el Perú y de cara a una
audiencia europea atraída por el exotismo americano.
Es de lamentar que ninguna de aquellas piezas haya llegado al presente, por lo que
ciertas obras peruanas contemporáneas permitirían formarse una idea de su proba-
ble aspecto. Me refiero sobre todo a un breve núcleo de platos o bandejas circulares
labrado en Lima, cuya decoración muestra “grutescos” en relieve: un abigarrado re-
pertorio ornamental renacentista tardío o manierista –denominado “romano” o “a la
romana”– que gozaba de amplia difusión entre los plateros europeos. En alternancia
con una profusa hojarasca se observa en ellos figuras “monstruosas” y medallones
con cabezas masculinas de perfil “a la romana”, en alusión a los héroes clásicos. El
ejemplo más conocido es un plato labrado actualmente en la congregación de San
Nicolás de Siegen (Westfalia), cuya sorprendente secuencia de relieves comprende
“motivos de la tierra”, como llamas y mujeres andinas, presumiblemente similares a
los que integraron el repertorio decorativo adoptado en Lima por el celebrado “indio
mexicano”.
Entre tanto, el mercado limeño ya estaba familiarizado con una diversidad de productos
de la Nueva España: desde petates y tibores de cerámica vidriada hasta frontales de
cuero repujado, tejidos de plumería, joyas litúrgicas, muebles, imágenes de bulto y
pinturas. En 1572, por ejemplo, comerciantes locales consignaban la adquisición de
“quinze ymágenes de México en tabla”, entre otras manufacturas.15 El interés temprano

222
por una tradición pictórica aún incipiente obedecía a que los obradores
del norte llevaban clara ventaja temporal a la producción peruana
en ese campo, todavía intermitente y anclada en las viejas fórmulas
hispano—flamencas. Pero hoy es posible afirmar con certeza que la
rápida expansión de la imaginería novohispana, en los años siguientes
a la conquista, fue uno de los factores decisivos en la formación de
una religiosidad andina durante las campañas de evangelización.

Los “cristos ligeros de caña”: invención y expansión


En efecto, hacia mediados del siglo XVI se iba afianzando en la Nueva
España una producción colectiva –y anónima en su mayoría- de gran-
des proyecciones. Se trataba de imágenes religiosas elaboradas con
materiales ligeros propios de la tierra, entre las que sobresalían, con
gran ventaja, los denominados “cristos de caña de maíz”. Su merecida
fama lograría trascender los límites del virreinato y se vería reflejada
en un ciclo exportador de vastos alcances, como vienen revelando
estudios recientes.16 Eran crucificados escultóricos de tamaño natu-
ral o mayor, huecos por dentro, que ofrecían la apariencia de bultos
redondos de madera labrada y policromada; en realidad se hacían
recurriendo a moldes y a materiales oriundos, como caña de maíz,
pasta de lo mismo, papel de amate, madera de colorín y pigmentos
nativos. De esa ingeniosa mixtura técnica resultaban crucificados
que, además de adecuarse a los cultos procesionales, podían ser
fácilmente transportados a grandes distancias, pues “fuera de ser
tan propios y con tan lindos primores”, –a decir del cronista francis-
cano Alonso de la Rea– eran “tan ligeros que siendo de dos varas,
al respecto pesan lo que pesaran siendo de pluma”.17 Ello sin duda
facilitó el envío continuo de esas imágenes hacia el virreinato del
Perú durante las cruciales campañas de evangelización, en lo que
configura un capítulo fundamental, aunque virtualmente olvidado,
de nuestra historia artística.
De la información disponible se infiere que los cristos eran produci-
dos en grandes talleres a cargo de frailes misioneros, concentrados
principalmente en Michoacán y en la ciudad de México. Es sabido
que el célebre obispo Vasco de Quiroga, titular de la diócesis michoa-
cana, fue el promotor inicial de un género ideado en principio para
apoyar las labores misionales. A ese propósito se buscó potenciar
las habilidades artesanales de un número importante de indígenas
cristianizados, a quienes los frailes enseñaron el oficio, además de proporcionarles Fig. 4. Señor de los Temblores
(detalle del rostro). Catedral del Cusco.
modelos iconográficos. Así, la destreza en el manejo de la caña de maíz y el aprove-
chamiento de la mano de obra indígena –principalmente de la etnia conocido como Fig. 5. Señor del Consuelo (detalle del rostro).
tarascos– favorecieron las interpretaciones de quienes percibían en los cristos ligeros Monasterio de Santa Clara, Cusco.
la adaptación de técnicas anteriores a la conquista.
Parece claro, sin embargo, que ese tipo escultórico enlaza con tradiciones peninsulares
como la del “papelón”, vigente en la España del siglo XVI, que permitía multicopiar
imágenes religiosas con cierta rapidez. De ahí que la originalidad de esa innovación

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 223


americana residiera, por una parte, en la adaptación de una técnica europea a la
materia prima local; y, por otra, en el surgimiento de una peculiar tipología por obra
de los artífices indígenas, quienes parecían recrear en clave local la carga expresiva
de ciertos cristos medievales de gran devoción, como el Señor de Burgos. Al margen
de toda pretensión naturalista en sentido estricto, asumían un aspecto arcaizante o
“primitivo”, patente en el tratamiento sintético de los rasgos faciales y de la anatomía
exangüe de Jesús. En más de un sentido, este género americano retomaba la idea
tradicional del crucificado escultórico como vera effigies, que cobrará renovada vigencia
al calor de la contrarreforma.
Esas características formales debieron influir para que los cristos novohispanos ganaran
en poco tiempo un aprecio extendido en los territorios de la Monarquía Hispánica. Se
tiene constancia de que viajaron en cantidades considerables a la península ibérica
y a las islas Canarias, bien sea como obsequios votivos o como parte del ajuar de tor-
naviaje llevado por autoridades civiles y eclesiásticas. Dada su relación directa con la
conversión del Nuevo Mundo, esas imágenes tenderían a considerarse potencialmente
más milagrosos. Aun entrado el siglo XVIII, fray Matías de Escobar aludía a ello en su
America Thebaida, señalando que “se paga tanto el Señor de ver consagradas aque-
llas cañas en imágenes suyas, que quiere obrar por ellas las mayores maravillas en
prueba de lo mucho que le gustan aquellos soberanos bultos fabricados con cañas.”18
Para entonces, muchos de aquellos crucificados eran el centro de arraigados cultos en
templos de Europa y América –como el Cristo de Telde en Canarias o el de Esquipulas
en Guatemala– aunque no siempre se recordara su origen preciso. Sería este el caso
del Señor de los Temblores, patrono del Cuzco, cuya procedencia permanecía en la
nebulosa de la leyenda, hasta que estudiosos como Pablo Amador o Tom Cummins
han logrado situarlo, con bastante certeza, en el área de expansión de la escultura
novohispana. 19
Por mucho tiempo, el ingreso de aquella venerada escultura a la catedral del Cuzco
era explicado apelando a dos relatos legendarios y excluyentes. De acuerdo con el
primero, la imagen se habría enviado desde Cádiz en 1559, como parte de un obse-
quio del emperador Carlos V a la joven diócesis, junto con otros dos bultos perdidos
en el camino; esta versión, ciertamente, implicaría una autoría española. En cambio,
el segundo relato sostenía que la imagen era obra de un anónimo escultor indígena
cuzqueño, quien habría recurrido a procedimientos y materiales utilizados desde antes
de la conquista para la elaboración de “ídolos”. Parecerían corroborar esta hipótesis
algunos estudios técnicos, asociados a antiguos procesos de restauración, que seña-
laban en su compleja estructura la supuesta presencia de elementos como maguey,
paja y tela encolada, considerados componentes característicos de la imaginería ligera
andina en el periodo virreinal.20
A contrapelo de ambas versiones, estudios últimos han permitido concluir que el Señor
de los Temblores sería en realidad el más afamado de los cristos de caña novohispa-
nos que pasaron a Sudamérica en el último cuarto del siglo XVI. La prueba material
más concluyente en ese sentido ha sido aportada por Pablo Amador: el hallazgo de
papel de amate, un elemento desconocido en el ámbito andino, como parte de su
Fig. 6. Señor de los Temblores. estructura interna.21 Por añadidura, sus rasgos formales lo relacionan claramente con
Anónimo novohispano, circa 1575.
Escultura ligera de caña de maíz. piezas similares repartidas en un vasto territorio. Esas características van desde el
Catedral del Cusco. rostro y la disposición de la barba, hasta la postura de los brazos y sobre todo la con-

224
formación de los pies, cruzados en forma de
“x”. Su colorido oscuro lo relaciona con otra
pieza novohispana, el famoso Cristo negro
de Esquipulas, en Guatemala. Es también
típica la disposición del paño de pureza, con
sus sencillos pliegues paralelos, aunque por
lo general el crucificado cuzqueño aparece
cubierto por una suerte de faldón largo de
encaje, a la manera del Cristo de Burgos,
que terminaría moldeando su silueta más
conocida. Por añadidura, la identificación his-
tórica de la población cuzqueña con su culto
y las diferencias formales de esta escultura
respecto de sus pares españolas favorecie-
ron la tesis “andinista” y la incorporación de
la figura del famoso Cristo, al menos desde
fines del siglo XVII, a una iconografía política
e identitaria de largo desarrollo.
Como es sabido, el reconocimiento del Cristo
como protector de la ciudad es posterior al
gran terremoto de 1650 y se vio reforzado
durante la gran peste de 1719. Su imagen
se multiplicó a partir de entonces, a modo de
“verdaderos retratos” o dobles afectivos, en
los talleres locales de pintura. Basándose en
esa amplia familiaridad, ciertas composicio-
nes alegóricas incorporaron la silueta emble-
mática del crucificado como personificación
de la ciudad imperial. Su figura aparece, por
ejemplo, al centro del Jardín Antoniano o
Huerto Universitario de San Antonio Abad, co-
ronando su fuente, para subrayar los vínculos
entre esa casa de estudios y la urbe incaica.22
A su vez, una pintura alusiva a la fundación
del monasterio cuzqueño de Santa Catalina,
recuerda el traslado de las fundadoras desde
Arequipa en 1604. Veinticuatro monjas son
representadas por igual número de palomas
en vuelo que ingresan al pecho del Señor de
los Temblores a través de su herida abierta,
para simbolizar su instalación en la nueva
sede. Este detalle deja entrever la conscien-
cia, extendida entre los cuzqueños, de que
aquella abertura sangrante en el tórax del
Cristo comunicaba con su interior. De ahí la
antigua costumbre de introducir en la parte
hueca de la imagen cartas y peticiones de

226
los devotos, en busca de una
comunicación más directa con
el venerado Taytacha Temblores.23
Es posible pensar, a estas alturas, que el patrono del Cuzco no
debió ser un caso aislado. De hecho, la existencia de otras piezas de
similares características y de tradicional devoción sugiere que varios cristos
ligeros se habrían enviado desde la Nueva España, considerando la importancia
de la ciudad como antiguo centro del poder incaico y “cabeza de los reinos del
Perú.”24 Sus cultos pudieron verse favorecidos por la memoria de la conquista y
la primera cristianización, a título de imágenes “fundadoras”, aunque a la pos-
tre ese recuerdo se haya perdido. Son piezas de gran antigüedad y parecida
complejidad estructural, como el Señor del Consuelo conservado por la comu-
nidad de Santa Clara, uno de los monasterios más antiguos de la ciudad. Se
caracteriza por una anatomía enjuta y macilenta en extremo, así como por la
crispación de sus manos. A su vez, el popular Cristo Teqe o Cristo de trapo, que
ocupa un altar lateral del templo del Triunfo, podría asociarse a primera vista
con la tipología novohispana, aunque los estudiosos locales consideran que está
hecho a base de tela y pasta con armazón de maguey. De ser así, ello prestaría un
interés adicional a esta pieza que, según la tradición, data de los primeros años de
la fundación española. 25
Por contraste, Lima no conserva mayor evidencia de tales piezas en sus recintos
religiosos. Si bien se veneran algunas imágenes “fundadoras”, como la Virgen del
Rosario en Santo Domingo o la Virgen de la Evangelización en la catedral, el origen
sevillano de todas ellas resulta indudable. De haber llegado cristos ligeros novohis-
panos a la capital, es presumible que fueran desplazados al tiempo de generalizarse
el gusto por la imaginería barroca andaluza, principalmente montañesina, a partir del
segundo tercio del siglo XVII. Por ello mismo resulta excepcional el denominado Señor
de los Favores, imagen predilecta de santa Rosa de Lima, que replica en maguey
y pasta la apariencia de los cristos novohispanos, según concluye Amador. No sería
aventurado suponer que su autor se basó en un modelo de origen mexicano existen-
te en la ciudad hacia fines del siglo XVI. Si esta pieza logró sobrevivir a los cambios
fue, sin duda, gracias a su condición de reliquia asociada directamente con el relato
hagiográfico de la santa limeña.

Dos mediadores culturales: Juan García Salguero y Cristóbal


Daza
Fig. 7. Señor de los Temblores recibiendo
A diferencia de la fluidez con que circulaban los bienes artísticos novohispanos, el a las fundadoras del monasterio de Santa
paso de artífices de esa procedencia al Perú fue bastante menos frecuente. Abor- Catalina Anónimo cusqueño. Óleo sobre
lienzo, circa 1720/1740. Museo del
daremos brevemente aquí dos casos singulares, registrados a lo largo del siglo XVII. monasterio de Santa Catalina, Cusco.
El primero corresponde al escultor Juan García Salguero, “criollo mexicano”, cuya
actividad en el país se halla documentada entre 1627 y 1649. 26 Al parecer, cuando Fig. 8. Señor del Consuelo. Anónimo
novohispano, circa 1570/1590. Escultura
se trasladó ya había recibido formación artística en algún obrador de México.27 Su ligera de caña de maíz. Monasterio de Santa
trabajo en Lima sugiere que logró adaptarse al gusto andaluz ya instalado en la Clara, Cusco.
ciudad. Así lo confirmaría que se encargase de culminar el retablo mayor de la igle-
Fig. 9. Señor de los Favores. Anónimo limeño,
sia de la Concepción (hoy en el Museo de la Catedral de Lima), entre 1627 y 1629. circa 1590/1600. Escultura de maguey.
Iniciada por el afamado sevillano Martín Alonso de Mesa en 1618, la obra había Santuario de Santa Rosa de Lima.

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 227


quedado inconclusa tras la muerte de este y posteriormente debido a la ausencia del
encargado de continuarla, Gaspar de la Cueva, otro entallador andaluz. De la lectura
del contrato es posible inferir que García Salguero trabajó los relieves pendientes:
Asunción y Coronación de la Virgen, además de un Santo Domingo de bulto redondo,
complementando así el último proyecto de gran aliento emprendido en Lima por el
difunto Mesa junto con su principal colaborador, el esclavo Juan Simón, discípulo
directo de Juan Martínez Montañés.28
Pocos meses atrás, García Salguero intervenía en un proyecto no menos importante: la
sillería coral del convento de San Agustín. Concertada por el maestro Pedro de Noguera
en 1620, la obra daría origen a un largo pleito judicial, puesto que Noguera reclamaba
a los agustinos un pago adicional por los relieves de escultura destinados a adornar
los respaldos, ya que estos no se hallaban contemplados en el contrato original. 29
En 1625 Noguera llegaría a un acuerdo con los frailes, quienes convocaron por su
parte a García Salguero y a Luis de Espíndola, para que colaborasen en los trabajos
de escultura y acelerasen la terminación del coro. El primero parece haberse ceñido
al diseño y el estilo de Noguera, al punto que aún resulta difícil a los estudiosos de-

228
terminar cuáles fueron los paneles labrados por el mexicano, ante la aparente unidad
formal que presentan las tallas más antiguas del conjunto.30
Dentro de un panorama donde la competencia crecía, mientras los maestros españo-
les y criollos empezaban a esbozar un discurso acerca de la dignidad de las artes, el
escultor mexicano se inserta en Lima con un perfil profesional afín a esas inquietudes.
Al dictar su testamento, suscrito en Lima el año 1628, se ufanaba de contar con carta
de hidalguía, por lo que podría deducirse que ejercía su oficio con pretensiones de
liberalidad, situándose así junto a otros artífices de primera línea. Si bien aún vivió en
la ciudad al menos hasta 1649, la intermitencia que se advierte en su documentación
Fig. 10. Coronación de la Virgen.
peruana sugiere que, durante esos años de madurez, García Salguero alternaba la Juan García Salguero, circa 1625/1627.
escultura por encargo con actividades quizá más lucrativas, como la explotación agrí- Relieve de madera dorada y policromada.
Museo de Arte Religioso, Catedral de Lima.
cola y probablemente el comercio, una situación por lo demás bastante usual entre
sus colegas del periodo. 31 Fig. 11. Asunción de la Virgen.
Juan García Salguero, circa 1625/1627.
Corresponde a Cristóbal Daza el segundo caso presentado aquí una personalidad tan Relieve de madera dorada y policromada.
esquiva hoy como famosa en su tiempo. Al parecer español de nacimiento, trabajó Museo de Arte Religioso, Catedral de Lima.
durante varios años en la ciudad de Mé-
xico y finalmente optó por establecerse
Lima, donde parece haberse integrado
de lleno a la sociedad criolla. Se trataría,
por tanto, de un itinerario geográfico y vital
difícilmente comparable con cualquier
otro artista virreinal de su tiempo. Sin em-
bargo, Daza carece hasta ahora de obra
conocida y solo hay referencias sueltas
sobre su actividad pictórica en España y
en los dos grandes virreinatos de América.
Por todo ello, y pese a la fama que alcanzó
en el Perú, su trayectoria biográfica, la
evolución de su obra y la contribución de
Daza al desarrollo de la pintura virreinal
americana siguen siendo un auténtico
enigma, bastante arduo de descifrar, para
los historiadores del arte a uno y otro lado
del mundo.
Sobre sus comienzos solo es sabido que
había obra del joven Daza en Madrid,
donde era tenido como como “pintor
de países”, un género en proceso de
consolidación desde fines del siglo XVI.32
Tampoco hay noticia cierta sobre su paso a
México, que pudo producirse en la década
de 1640, y allí ganó cierta fama bajo el
nombre de Cristóbal Daza y Bracamonte,
con el antepuesto de “don”, lo que indica
cierta preeminencia social. Consta que
en México trabó amistad con su colega

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 229


sevillano Sebastián López de Arteaga,
principal introductor del tenebrismo en
la pintura novohispana.33 También debió
frecuentar a Baltasar de Echave Orio –
vasco de nacimiento y el primero de una
dinastía clave para la pintura de Nueva
España–, además de otros maestros de
su generación. A falta de obra suya en
México, queda el testimonio del escritor
criollo Carlos de Sigüenza y Góngora. Al
redactar su Triunpho Partenico (1683).
Sigüenza no dudaría en incluirlo entre los
mejores artistas virreinales, al referirse
elogiosamente a “los ingenios de Daza y
Angulo” –este último, otro español olvida-
do–, “cuyos países no tienen oposición”. 34
Se desconoce cuándo se trasladó al
Perú, aunque consta que Daza ya se
encontraba en el país por la década de
1660, cuando era nombrado corregidor
del puerto y presidio del Callao. Esa
circunstancia apuntaría a alguien que
aspiraba a encarnar en términos locales la
figura del pintor-hidalgo. De la ausencia de
contratos de obra suscritos por él podría
deducirse que el ejercicio de la pintura
tal vez no haya sido su medio principal
de subsistencia sino una actividad noble
y, por tanto, un mecanismo para obtener
reconocimiento social. En cierto modo,
sería una imagen profesional parecida a
la quiso proyectar de sí mismo el maestro
limeño Francisco de Escobar en 1671, al
incluir su autorretrato ante el caballete
Fig. 12. Purísima. ¿Cristóbal Daza?, y elegantemente vestido, al inicio de la serie conventual de San Francisco, como un
circa 1660/1670. Óleo sobre tela.
vecino hidalgo que estaba aportando lustre a su ciudad natal gracias al sesgo erudito
Convento de San Pedro, Lima.
de su talento artístico.
Fig. 13. Purísima. ¿Cristóbal Daza?,
Entre las obras de Daza en Lima se menciona repetidamente una Purísima en la iglesia
circa 1660/1670. Óleo sobre tela.
Catedral de Lima. limeña del Milagro, anexa a San Francisco, que se habría perdido en el incendio que
devastó su interior en 1835.35 Por razones cronológicas, tal vez se relacione con una
serie de inmaculadas barrocas, de indudable factura limeña, que permanece hasta
ahora como anónima. Abona a favor de una eventual intervención de Daza el que esos
lienzos retomen un tipo iconográfico generado en México por artistas como Baltasar de
Echave Ibía o el Maestro de San Ildefonso, precisamente por los años en que el artista
se hallaba en esa ciudad. Estas versiones limeñas retoman el vuelo arremolinado del
manto agitado al viento, formando su silueta una suerte de elipse, además de reiterar
la corona imperial que le otorgaba un obvio sentido político. Esa corona no era otra que

230
la del Sacro Imperio Romano Germánico y buscaba reafirmar el papel protagónico de
la Casa de Austria como defensora de la devoción mariana en un momento decisivo
para la doctrina concepcionista en España y América.
De ahí que esas pinturas deberían datarse después de 1654, año en que las autorida-
des del virreinato juraron defender el misterio de la Inmaculada Concepción, acatando
una disposición dada por el papa Alejandro VII, mediante la cual se declaraba el pa-
trocinio de María sobre la Monarquía Hispánica. Además de la catedral, el modelo se
debió difundir con rapidez, principalmente en establecimientos jesuitas y franciscanos,
como el Colegio Máximo de San Pablo, la Tercera Orden Franciscana y el monasterio
capuchino de Jesús María. Será replicado luego en la Recoleta del Cuzco por un maestro
andino europeizante y, aún avanzado el siglo XVIII, los pintores limeños ilustrados del
círculo de Lozano recreaban esa composición, seguramente por considerarla parte de
las más acendradas tradiciones locales. 36

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 231


En todos los casos, María se yergue en
primer plano como Tota Pulchra sobre
una peana de nubes y querubines,
rodeada de los símbolos lauretanos y
venciendo al demonio, de rostro seduc-
tor y cuerpo de serpiente, caído a sus
pies. En el paisaje de abajo se divisa en
lejanía un bajel a la deriva en medio del
mar agitado, buscando refugio en un
puerto amurallado. Alude a la Stella Ma-
ris (“Estrella del Mar”), título que señala
a María como intercesora frente a los
peligros del mundo, pues sería la luz que
conduce al creyente hacia puerto seguro.
Al lado opuesto, Adán y Eva al momento
de cometer el pecado original señalan a
la madre de Jesús –contrariamente a lo
que sostenían las doctrinas protestan-
tes– como corredentora y segunda Eva.
Ambos episodios proféticos sirven de
pretexto al desarrollo de vastos escena-
rios naturales con lejanías azuladas y,
por tanto, evidencian la destreza propia
de un “pintor de países”. A falta de docu-
mentación que acredite su autoría, habría
que dejar abierta la probable relación de
estos lienzos con la esquiva personalidad
artística de Daza.
Parece claro que la carrera de este pin-
tor alcanzó un momento culminante en
noviembre de 1680, durante las celebra-
ciones por la beatificación de Toribio de
Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima. En
esa ocasión, la catedral exhibía un lienzo
suyo de la Huida a Egipto, elogiosamente
descrito por Francisco de Echave y Assu
en su Estrella de Lima convertida en sol.
Se trataba de una pintura “de tres varas
en quadro” –hoy perdida–, colocada en el
frente exterior de la capilla de Santa Ana,
propiedad de los Ribera Dávalos, futuros
condes de Santa Ana de las Torres, tal
vez patronos de la obra. El tema debió elegirse en alusión a la infatigable capacidad
de desplazamiento demostrada por el santo arzobispo durante sus extensas visitas
pastorales.37 En palabras del cronista, esa alabada pintura “renovó la admiración que
siempre se ha merecido el pincel de nuestro D. Christoval Daza”. Se revela en esta
frase el tratamiento deferente de “don” dispensado a Daza, inusual entre los artífices

232
locales, y la creencia arraigada de que el personaje era criollo –“nuestro”–, es decir Fig. 14. Huida a Egipto. Francisco de Escobar
(atribuido aquí), circa 1680.
natural de Lima.
Colección particular, Lima.
En ese sentido, la figura de Daza sería incorporada sin más al discurso de exaltación
criollista. Afirmará Echave, con evidente orgullo, que “por él mira el Perú sin embidia
los más encarecidos primores de los Herreras y Murillos modernos, de los Protogenes

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 233


y Zeuzis antiguos”, colocándolo así en pie de igualdad con relación a sus mayores refe-
rentes europeos. A continuación, el detallado comentario acerca de la prolija y erudita
representación de ruinas, escenas de cacería y boscajes tupidos que enmarcaban ese
episodio de la infancia de Cristo corroboran su asentado prestigio como “pintor de
países”. tal vez al servicio de una clientela privada que gustaba del paisajismo como
uno de los elementos decorativos más apreciados de sus interiores domésticos. Sin
embargo, esos mismos panoramas bucólicos podían adquirir connotaciones religiosas
y significados simbólicos al trasladarse a un contexto eclesiástico, como lo demuestra
su constante presencia en las capillas catedralicias durante las citadas celebraciones.
Del apreciado lienzo de Daza solo ha llegado hasta nosotros el comentario hiperbólico
de Echave, citado reiteradamente por la historiografía posterior. Si nos atenemos a
esa descripción, que incluye en la escena “alados cupidos” –angelillos volantes– “que
divierten la fatiga y descubren la senda”, podría pensarse en el uso de un modelo com-
positivo del barroco flamenco. Quizá sea la estampa grabada por Cornelis Galle I según
idea original de Peter Paul Rubens, la misma que fue empleada contemporáneamente
por Gregorio Vásquez de Arce y Cevallos en Bogotá como fuente principal para plasmar
sus versiones del tema en ambientación nocturna.38 Precisamente ese detalle de los
angelillos descarta la posibilidad de identificar como la obra perdida una composición
limeña de alta calidad con el mismo tema y bastante cercana en el tiempo.
Es posible suponer, en cambio, que haya sido una pieza de emulación, producida
al calor del intenso ambiente competitivo predominante entre los pintores limeños
durante el último cuarto del siglo XVII. De hecho, la ecléctica destreza de su autor
para acometer el tema permite asociarlo con un maestro tan notable e influyente
en su tiempo como Francisco de Escobar, quien dirigió en 1671 la serie sobre la
vida del santo fundador en el convento franciscano de Lima. Su parentesco en el
tratamiento del paisaje con la escena franciscana del Sueño de las armas resulta
evidente y habla de una probable rivalidad entre el maestro llegado de México y el
afiatado núcleo de pintores locales. Paradójicamente, Daza se encontraba entonces
agobiado por graves problemas económicos que, a fines del mismo año, lo obligarían
a solicitar “una limosna” o una plaza como la que había tenido años antes en el
presidio del Callao.39

“Lujo indiano”: mobiliario enconchado


Durante las fiestas en honor de Toribio de Mogrovejo, que movilizaron el fervor de la
sociedad limeña en 1680, la catedral de Lima acogió un llamativo despliegue de piezas
importadas, que incluía escritorios y bufetes de lujo. En su mayoría provenían de Ná-
poles y estaban confeccionados a base de carey y marfil, además de guarniciones de
bronce dorado o filigrana de oro. Se veían junto a láminas de pintura romana, espejos
con grandes marcos dorados o embutidos, así como finos cristales de Venecia, además
de una gran variedad de colgaduras europeas y asiáticas. En los años siguientes, esas
importaciones serían desplazadas progresivamente por manufacturas americanas
tan refinadas en materiales y factura que podían competir con aquellas. Ese radical
giro era, en gran medida, consecuencia a largo plazo de los efectos producidos por la
Fig. 15. Frontal “enconchado” en la capilla de ruta comercial conocida como galeón de Manila o nao de la China. Iniciada en 1568,
la Virgen del Carmen. Anónimo guatemalteco,
circa 1735. Madera, carey y nácar. esa ruta marítima atravesaba el océano Pacífico entre Manila y el puerto mexicano de
Convento de los Descalzos, Lima, Acapulco, transportando una gran diversidad de mercancías orientales.

234
De hecho, aquella inmensa movilización de mate-
rias primas y objetos manufacturados por aquel
medio ejercería a la postre un impacto determinante
sobre los obradores de Nueva España y Guatemala.
Por una circunstancia geográfica del todo favorable,
los artesanos de esas regiones tuvieron acceso
privilegiado a una variedad de maderas finas pro-
ducidas en Mesoamérica, así como a ciertas mer-
cancías asiáticas, lo que hizo posible la confección
de muebles de lujo y otros artículos suntuarios que
requerían la ocupación especializada de barrios y
pueblos enteros. Esos objetos se incorporaron a
las valijas de tornaviaje de los indianos enrique-
cidos, en testimonio de su aventura americana, y
contribuyeron a difundir en Europa el gusto por un
preciosismo artesanal que no era difícil asociar con
la opulencia del Nuevo Mundo.
Por similares razones, durante mucho tiempo se
atribuyó origen filipino a ese género de objetos,
bajo el supuesto de que formaban parte del flujo
de piezas artísticas transportado a través de la
ruta transpacífica.40 Posteriormente se ha llegado
a reconocer su factura virreinal americana, pero
aún no hay acuerdo sobre su procedencia precisa
ni sus probables modelos e influencias. Algunos
especialistas los relacionan con las lacas del Extre-
mo Oriente –Japón o Corea–, pero al mismo tiempo
constatan su afinidad con ciertas tradiciones de
taracea desarrolladas en el ámbito mudéjar o
islámico.41 En los últimos años, los enconchados
representativos del mobiliario virreinal de Lima
tendieron a ser catalogados sin más como de
factura peruana o limeña. Sin embargo, una lectura detenida de la documentación
42

permite concluir, con alto grado de certeza, que esas piezas procedían de México y,
sobre todo, de la ciudad de Guatemala. Pero además, resulta del todo probable que
al llegar al m
mercado peruano ambos topónimos se confundieran debido a la vecindad
de ambos tterritorios y a la dependencia administrativa de una respecto del otro.43 Sea
como fuere
fuere, las manufacturas de aquella parte del continente se incorporaron de una
manera definitiva al mobiliario limeño de lujo.
En mámás de un sentido, los enconchados respondían al concepto extendido de
boat
boato desarrollado por la sociedad virreinal. “Lujo indiano” es la expresión
ac
acuñada por José Durand Flórez para referirse al despliegue hiperbólico de
riq
riqueza entre los sectores ennoblecidos y acaudalados del virreinato, tanto
en el aparato ceremonial como en la vida cotidiana, con el fin de marcar
dista
distancias frente al resto de la sociedad y también con respecto a sus pares
metr
metropolitanos.44 Sobre todo en Lima, tal ostentación quedaba manifiesta en
ajua de las casas principales, donde confluían objetos procedentes de muy
el ajuar

236
alejadas regiones. Esos variopintos corpus domésticos daban cuenta
de una cultura cosmopolita, directamente relacionada con la posición
de la ciudad como emporio comercial en contacto permanente con el
resto del mundo.

Debido a su valor simbólico dentro del mundo hispánico, los escritorios,


papeleras o bufetillos se erigieron entre los primeros y principales rubros
de exportación para los ebanistas mesoamericanos. Ello implicaba una
difícil competencia, pues ese mobiliario solía importarse, como se ha
visto, desde lugares con larga tradición en su fábrica, como Nápoles y
Alemania. Jugaron a favor de las manufacturas novohispanas ciertas
condiciones materiales que marcaban la diferencia para los usuarios
americanos. Por ejemplo, el que los escritorios mexicanos tuvieran
sólidas estructuras de cedro significaba una ventaja comparativa, te-
niendo en cuenta las condiciones climáticas de ciudades como Lima.
Seguramente se sumaría a ello la diferencia de precios y, ya a comienzos
del siglo XVII, los muebles de factura novohispana empezarán a verse
mencionados, alternando con sus pares europeos y asiáticos. Así, por
ejemplo, una relación de bienes de 1613 consignaba “un escritorio de
México con cubierta de cuero negro”; y en 1629 otro vecino de la ciudad
declaraba como parte de sus enseres de casa “un bufetillo pequeño
cubierto de hoja de plata de México”. 45
Sería difícil identificar el aspecto de aquellas piezas, seguramente más
cercanas a sus modelos europeos. Algunas pudieron ser de marquetería
adaptada a los materiales autóctonos –una modalidad que permanecerá
vigente por mucho tiempo en Oaxaca–, pero es presumible que desa-
rrollaran una temática figurativa derivada del repertorio renacentista,
incluyendo temas mitológicos y grutescos.46 Al parecer, las grandes
innovaciones locales llegaron junto con el cambio de siglo, cuando se
introdujeron materiales como carey, nácar y plata, junto con maderas
finas, para producir una línea original de mobiliario que obtuvo inmediata
aceptación. Se trata de los llamados “embutidos”, conocidos posterior-
mente como “enconchados”, en referencia a sus ricas cubiertas e incrustaciones con Fig. 16. Gabinete de tres cuerpos con mesa.
Anónimo guatemalteco. circa 1750. Madera,
fragmentos de nácar o “concha de perla”.
carey y nácar. Museo Pedro de Osma, Lima.
Es posible distinguir dos modalidades principales de muebles embutidos. Una primera
Fig. 17. Cajuela con emblema franciscano.
consistía en la aplicación de pequeñas placas de nácar sobre una superficie de madera, Anónimo guatemalteco, circa 1750. Madera,
por lo general caoba. Las delgadas láminas se engarzaban entre sí a manera de un carey y nácar. Museo de Arte de Lima.
complejo rompecabezas, por medio de filamentos de plata, lo que producía una suerte
Fig. 18. Escritorio de dos cuerpos. Anónimo
de trama escamada, blanca e iridiscente. La segunda modalidad empleaba incrusta- guatemalteco, circa 1750. Madera, nácar y
ciones de nácar sobre piezas de carey, casi siempre adoptando motivos geométricos plata. Palacio de Torre-Tagle, Lima.

o vegetales muy estilizados, cuyos diseños se definían gracias al contraste cromático


entre dichos materiales. En algunas ocasiones, y en un obvio alarde de virtuosismo,
los artífices combinaban ambos procedimientos en un mismo objeto, para generar así
áreas diferenciadas y remarcar lo esencial de sus líneas y formas.

Desde luego, el atrayente brillo de esos materiales y sus patrones decorativos abs-
tractos o florales contribuyeron a reforzar aquella atmósfera de exotismo o de “lujo

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 237


oriental” –asociado por lo general con las tradiciones hispano-arábigas o “moriscas”–,
que solían percibir los viajeros en las mansiones limeñas. Como era de esperarse, la
posesión de tales muebles era señalado signo de estatus y motivo de emulación entre
los sectores más pudientes. Su apogeo como piezas de ostentación coincidía con la
madurez del barroco local, por lo que llegaron a trascender el ámbito estrictamente
doméstico y era frecuente verlos desplegados con motivo de las grandes festividades
públicas, en reemplazo de las piezas europeas y asiáticas. Ello ya se podía constatar,
por ejemplo, en las celebraciones por la reciente canonización de san Francisco Solano,
desarrolladas en julio de 1729.
En esas jornadas de fervor y júbilo colectivos, tanto el templo franciscano como
varios de los altares efímeros erigidos en calles principales exhibían una cantidad
innumerable de muebles enconchados, calificados de “exquisitos”, muchos de los
cuales lucían cerraduras y guarniciones de plata. Se sumaban así a la parafernalia
demostrativa de las riquezas de la ciudad, habitualmente compuesta por joyas de
plata y oro, colgaduras de telas costosas e imágenes ricamente vestidas y alhajadas.
Según anota fray Pedro Rodríguez Guillén, el presbiterio de San Francisco lucía un
gran lienzo donde estaba representado el nacimiento del santo, a cuyo pie se veían
“dos mexicanos escritorios, uno sobre otro, sobre mesas de la misma fábrica”. A su
vez, la decoración del coro incluía varios “niños en peañas mexicanas”. Y al describir
el altar erigido por la comunidad agustina en los portales de la plaza mayor, el cronista
mencionará “costosissimos escritorios mexicanos” junto con unas “curiosas mesas
con caxuelas embutidas de nácar”.47
Prueba de la predilección de los franciscanos por los enconchados de Guatemala es
una de las piezas religiosas más notables de la ciudad, trabajada seguramente por
encargo expreso de la comunidad recoleta de Nuestra Señora de los
Ángeles. Se trata de un extraordinario frontal, embutido con
labores de carey y nácar, que cubre por completo la mesa del
altar en la capilla del Carmen, construida en el interior del
claustro de los Descalzos en 1733. Su llamativa presencia
rompía con la preferencia tradicional por los frontales de plata
labrada, cordobán policromado o textiles finos. En este caso
resulta interesante el diálogo que se establece entre el barroco
dorado y salomónico del retablo, representativo de la ensambla-
dura limeña del momento, y el ornamentado frontal importado desde Centroamérica
con un repertorio decorativo similar al que triunfaba en en los ajuares domésticos de
lujo. Su encargo y colocación parecen estar relacionados con las solemnidades por
la canonización de Francisco Solano, antiguo superior de la recolección franciscana y
una suerte de versión americana del poverello de Asís.
Sobre todo en el siglo XVIII tardío, la mayoría de las menciones documentales conocidas
sobre estas piezas señalan a Guatemala como el lugar donde eran elaborados tales
muebles. Así, por ejemplo, en abril de 1767 el acreditado maestro carpintero lime-
ño José de Zúñiga avaluaba entre los bienes del primer conde de Monteblanco
“las papeleras, escriptorios y otras piezas curiosas que se hallan en la casa de
su morada, trabajadas en la ciudad de Guattemala”. Más adelante reitera
que había tasado “una mesita de estrado redonda”, además de “cajitas” y
“dos escriptorios con sus mesas en campo de carei, embutidas en concha
de perla, cantoneadas de latón, su fábrica en dicho Guattemala”. 48 Se trata

238
del ajuar más lujoso de su tiempo en la ciudad y sin duda obedecía a la necesidad de
afirmar el prestigio de su mayorazgo y de su investidura condal, otorgada por el rey
Fernando VI en 1755.
Entre las “piezas curiosas” que poseía Monteblanco destaca la “mesa redonda de
estrado”, que da cuenta del auge de esa tipología doméstica. El estrado era un
tabladillo erigido en la cuadra, donde las mujeres, sentadas sobre cojines, solían
reunirse a beber la infusión de hierba-mate del Paraguay, al tiempo que se dedi-
caban a las labores de costura o bordado. Según todos los indicios, servía para
colocar los materiales de costura en uso, los cuales se guardaban dentro de cajas
o arquetas igualmente trabajadas, que en la época solían denominarse “caxuelas”.
Asociadas con un mundo recogido y femenino, las cajuelas y sus mesitas tenían una
contraparte más visible en los grandes escritorios y bufetes situados en las áreas de
recibo, donde la familia propietaria guardaba sus papeles de nobleza e hidalguía. En
ambos casos, la destacada presencia del enconchado o embutido contribuía –quizá
como ningún otro elemento– a marcar el tono de la vida cotidiana en los interiores
domésticos de la élite limeña, al punto de ser calificado tempranamente como “el
mueble característico del Perú”. 49

Construyendo una tradición pictórica: el seiscientos


novohispano
Pese a la abundancia de testimonios escritos sobre la recepción de pinturas novohis-
panas en territorio peruano durante los siglos XVI y XVII, es muy poco o nada lo que
Fig. 19. Mesa de estrado. Anónimo
se ha logrado identificar de aquella primera época. Se hallará un ejemplo elocuente guatemalteco, circa 1750. Madera, nácar
de esa profusión importadora en la declaración de una remesa registrada por el y plata. Palacio de Torre-Tagle, Lima.

comercio de Lima en 1672. Varios mercaderes de la ciudad daban cuenta del arribo
Fig. 20. Verónica de la Virgen. Anónimo
de sendos cajones con una cantidad no precisada de “pinturas entrefinas”, “pintura novohispano, circa 1650. Óleo sobre madera.
ordinaria de países” y “biombos de México”.50 Diversas causas, desde los cambios Colección BBVA, Lima.
de gusto o la acción destructiva de los terremotos, hasta tradiciones pictóricas no
demasiado diferenciadas, explicarían la aparente pérdida de aquellos testimonios
materiales. Apenas podría señalarse la identificación segura de unas cuantas pin-
turas, fechables a fines del siglo XVII y ocasionalmente firmadas por maestros que
ya empezaban a ser enarbolados con orgullo por los voceros del patriotismo criollo.
Esas obras corresponden, en su mayoría, a un exitoso género de exportación, estre-
chamente relacionado con la tradición piadosa de la vera efigies, que proporcionó
justa fama al fraile español Alonso López de Herrera (1579-ca. 1654), sintomática-
mente apodado “el Divino”. Por lo general se trataba de piezas en formatos breves,
que conectaban fácilmente con la predilección por las imágenes de piedad, arraiga-
da entre los sectores limeños ilustrados. Una anónima Verónica de la Virgen sobre
tabla, de cuidada factura, es uno de los pocos ejemplos de ese tipo que conserva
la ciudad. El rostro de la María, emplazado en primer plano, y su toca enteramente
blanca, remiten a la conocida tradición iconográfica valenciana, originada en una
pintura medieval que se atribuía al evangelista san Lucas y obtuvo renovada vigencia
gracias a las recreaciones de Juan de Juanes. Si bien su estilo recuerda las versiones
realizadas por Juan Correa, parece ser obra de otro pintor novohispano de la misma
generación, que añadió los resplandores dorados afines al gusto americano. En una
línea más naturalista se sitúa un Ecce Homo, firmado por Juan Rodríguez Juárez,

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 239


Fig. 21. Santa Rosa de Lima con el Niño. hoy en el Museo Regional del Cuzco. 51 Se trataría de una obra juvenil, pues deja
José de Ibarra (atribuido), circa 1740.
entrever la persistencia de tales motivos, incluso entre quienes –como el menor de
Óleo sobre lienzo. Museo Nacional
de Arqueología, Antropología e Historia, Lima. los Rodríguez Juárez– lideraron la transición hacia la característica manera novo-
hispana del siglo siguiente.
Fig. 22. Santa Rosa de Lima con el Niño.
Miguel Cabrera (firmado). Óleo sobre tela. No parece casual que la consolidación de los grandes cultos americanos, en tanto
Santuario de Santa Rosa de Lima. fenómenos identitarios, haya sido un factor determinante para el reconocimiento
mutuo entre las culturas visuales de ambos virreinatos. Es sabido, por ejemplo, que
Fig. 23. Santa Rosa de Lima. Anónimo
poblano. Óleo sobre lienzo, circa 1720. fue el virrey Luis Enríquez de Guzmán, IX conde de Alba de Liste, quien se trasladó en
Colección Barbosa-Stern, Lima. 1655 desde su antigua sede mexicana hacia la corte de Lima, portando consigo una
copia de la Virgen de Guadalupe. Según el relato de Cayetano Cabrera y Quintero en su
Escudo de Armas.., al embarcarse el virrey electo en el puerto de Acapulco, la pintura
fue homenajeada por salvas reales.52 Tres años después, Enríquez tuvo que enfrentar
a una flota inglesa que amenazaba el Callao, enarbolando en ese trance su imagen,
no sin antes mandar que se oficiase misa solemne y cantada, en reconocimiento de
la Virgen de Guadalupe como patrona y socia belli de la escuadra de la Mar del Sur.
Es posible que aquella pintura, hoy perdida, fuera la más antigua de las copias gua-
dalupanas que llegó al país, antes de que su devoción extendida hiciera multiplicar
entre los mejores artistas mexicanos las copias “tocadas del original”, a las que se
atribuían los poderes milagrosos del prototipo.

240
Por su parte, la sociedad mexicana siguió expectante los rápidos procesos de beatifica-
ción y canonización de Isabel Flores de Oliva o Rosa de Lima. Por ser la primera figura
americana elevada a los altares, su reconocimiento oficial desencadenó una intensa
oleada de fervor criollista. Desde que fue conocida la noticia de su canonización, en
1671, la élite novohispana apeló constantemente a la imagen de Rosa como argumento
persuasivo en apoyo de sus aspiraciones políticas, insertas en el esquema de la mo-
narquía compuesta propio de la Casa de Austria. De hecho, la santa peruana se erigía
en México como un vigoroso culto de alcance americano casi al mismo tiempo que
su figura adquiría un sentido emblemático para los distintos sectores de la sociedad
peruana. Prueba de la importancia concedida a la santa limeña es el lienzo de cuerpo
entero que Juan Correa pintaba en México pocos meses después de la ceremonia de

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 241


Fig. 24. Alegoría del Monte Carmelo. Anónimo canonización. Se trataba quizá de la primera representación novohispana de la santa
poblano. Óleo sobre lienzo, circa 1700.
limeña y el inicio de una verdadera eclosión rosista de la que participaron los más
Monasterio del Carmen, Lima.
acreditados maestros de México y Puebla.
Fig. 25. Muerte y milagros de san Ignacio Pertenece a un obrador poblano de fines del siglo XVII una Santa Rosa de Lima que
de Loyola, Juan González, 1697.
Pintura enconchada sobre madera. acredita ya una tradición pictórica con perfiles propios, sobre todo si se compara con
Museo Pedro de Osma, Lima. las versiones mexicanas del mismo tema. La obra debió integrar una serie de santos

242
de medio cuerpo, enmarcados dentro de orlas a manera de “cueros recortados” típi-
cas del barroco temprano; existe en otra colección limeña un San Francisco de Paula
en idéntico formato, que confirmaría esa hipótesis. También procede de Puebla una
ambiciosa Alegoría del Monte Carmelo, que guarda el monasterio limeño del Carmen,
fundado en 1643. Bajo una Virgen del Carmen de aire triunfante, posada sobre un
trono de nubes y querubines, la composición reúne en la parte baja al profeta Elías,
fundador legendario de la orden, y a su gran reformadora, santa Teresa de Ávila.
Ambos aparecen en primer plano, de rodillas y orantes ante el Monte Carmelo. Sus
laderas se ven pobladas por modestas ermitas y celdas, para recordar los orígenes
del monacato carmelita y el retorno a esa estricta observancia propugnado por las
descalzas reformadas. Estamos ante una pieza de exaltación institucional, como lo
confirman los angelillos que, sosteniendo sendos escudos carmelitas, ofrecen palmas
a sus máximas figuras, junto con la espada simbólica de la lucha contra el mal y un
libro con la regla que regía la vida comunitaria.
Desde un punto de vista material, el aporte más singular de la pintura novohispana
son los enconchados, una técnica que encontró rápida aceptación por el exotismo de
su apariencia y el refinamiento de sus acabados. En este tipo de obras se conjugaban
Páginas siguientes:
los colores y la superposición de finas lacas y barnices con la aplicación de trozos Fig. 26. Virgen de Guadalupe.
de nácar que introducían un brillo similar al de ciertos objetos preciosos de Oriente. Anónimo novohispano, siglo XVIII.
Una vez más, los jesuitas promovieron esta modalidad, que parecía sintonizar con Pintura enconchada sobre madera.
Museo Pedro de Osma, Lima.
la aspiración universalista de la Compañía de Jesús y con su destacada presencia
en las misiones asiáticas. Por ello es frecuente que esas piezas representen pasajes Fig. 27. Virgen de Guadalupe.
de la historia jesuítica. Es el caso de una serie dispersa sobre la vida de San Ignacio Anónimo novohispano, siglo XVIII.
Pintura enconchada sobre madera.
de Loyola, realizada por Juan González en 1697, de la que el Museo Pedro de Osma Monasterio de Nuestra Señora del Prado,
conserva el último, relativo a la Muerte y milagros póstumos del santo, donde el pin- Lima.

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 243


246
tor dividió la superficie pictórica en tres
compartimentos para mostrar episodios
distintos. Otro tema recurrente sería la
Virgen de Guadalupe, representada en
el monasterio limeño del Prado por una
versión del siglo XVIII, que evidencia una
vez más cómo ese género permitía una
mayor libertad, incluso para interpretar
un motivo religioso considerado “canó-
nico”. En uno y otro caso, estas piezas
forman parte de una tradición pictórica
paralela, cuyas peculiaridades técnicas
suscitaban obvio interés entre los colec-
cionistas europeos.

Pinxit Mexici: el triunfo de la


pintura mexicana
Como lo confirma la historiografía más
reciente, solo será a partir del cambio
de siglo cuando se abra para la pintura
novohispana una época de intensa reno-
vación, que suscitó un aprecio creciente
más allá de las fronteras virreinales. 53
A lo largo del siglo XVIII, en efecto, sur-
gieron innovaciones técnicas y formales,
en sintonía con ciertas corrientes de
carácter internacional, pero al mismo
tiempo se creaban ingeniosos programas
iconográfi cos, originales formatos y a
menudo los pintores abordaron temas
relacionados con su propio entorno
urbano y social. Obvia consecuencia
de esos cambios fue el incremento del
trabajo organizado en los talleres y su
proyección hacia un amplio mercado
de exportación, al punto de configurar
un caso único en el contexto de la pin-
tura virreinal americana. 54 De ahí que
los principales pintores novohispanos
firmaran sus obras, indicando además,
con obvio orgullo localista, su ciudad de
procedencia: “Pinxit Mexici”. Esa forma
latinizada ayudaba a remarcar el carác-
ter culto e ilustrado de sus maestros y de
la propia corte novohispana, que se iba Fig. 28. Virgen de Passau o Pasaviense.
Nicolás Rodríguez Juárez (atribuido),
erigiendo sin discusión como el centro circa 1720. Óleo sobre tela.
artístico más afamado del Nuevo Mundo. Santuario de Santa Rosa de Lima.

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 247


Fig. 29. San Pedro (serie del Apostolado). De ese periodo de florecimiento creativo y expansión comercial data la mayor parte de
Anónimo novohispano, circa 1750. Óleo sobre
las pinturas novohispanas que conserva el Perú. En más de un sentido, las órdenes
tela. Convento de San Francisco, Lima.
religiosas y sus benefactores contribuyeron a difundir esa sensibilidad nueva, identi-
Fig. 30. Buen Pastor. Círculo de Miguel ficada con la defensa del “buen gusto”. Así, los frailes dominicos colocaron algunos
Cabrera, circa 1760. Óleo sobre tela.
lienzos representativos de la novedosa factura novohispana en el santuario de Santa
Convento de los Descalzos, Lima.
Rosa de Lima, quizá haciéndose eco de la eclosión iconográfica rosista en el norte.
Fig. 31. Cristo camino del Calvario. Sobre el crucero del templo cuelga una Virgen de Passau o Passaviense , advocación
Francisco Martínez, 1741. Óleo sobre tela.
alemana que arraigó en México como protectora contra el hambre y la peste. Por la
Monasterio de Santa Clara, Trujillo.
intensidad de su colorido y la idealización de los tipos humanos, esta versión parece
Fig. 32. San Bartolomé. Francisco Martínez, relacionarse con la manera de Nicolás Rodríguez Juárez. De época posterior parece
circa 1740/1750. Óleo sobre tela.
Museo Nacional de Arqueología, Antropología
ser una Santa Rosa de Lima con el Niño, firmada por Miguel Cabrera (ca. 1715-1768),
e Historia del Perú, Lima. figura capital del arte novohispano a mediados del siglo XVIII. 55 Es una composición
adscrita a la tónica amable e intimista propia de la iconografía sacra desarrollada por
el artista, cuya versatilidad y capacidad de trabajo le valieron el apelativo de “Miguel
Ángel americano”.56
Por su parte, los franciscanos adquirieron un apostolado mexicano, el tercero
que ingresaba a su iglesia, después de la serie zurbaranesca y de otro conjunto
derivado de modelos de Rubens y Ribera. El tema revestía especial interés para la
comunidad, por ser cabeza de la provincia de los Doce Apóstoles. Destinado al coro
del templo, el flamante apostolado asumía el gusto ecléctico de la pintura religiosa
dieciochesca, asociado en Lima con un impreciso concepto de lo “romano”.57 En
época cercana, la recolección de los Descalzos recibía un Buen Pastor de correcta

248
factura que podría asociarse con el círculo de influencia cabreriana. Pero
la serie más importante firmada por Cabrera es la dedicada a la Pasión
de Cristo, que el clérigo Matías Maestro donaba en 1808 a la Tercera
Orden Franciscana, de la cual era miembro.58 Sorprende, en este caso, la
manifiesta admiración de Maestro por tales obras, basadas en estampas
flamencas del círculo de Rubens, dada su definida postura a favor de la
preceptiva clasicista, y por tanto contraria a los desbordes expresivos
de las tradiciones barrocas.59

A una generación inmediatamente anterior pertenecía Francisco Martínez (1687-1758),


pintor novohispano que exportó obras al Perú con cierta frecuencia.60 Quizá por ello mis-
mo, ha mantenido una presencia equívoca dentro de la historiografía del arte peruano.
Desde los escritos de Emilio Gutiérrez de Quintanilla hasta las últimas investigaciones
de Francisco Stastny, el mexicano Martínez aparece, errónea y reiteradamente, incluido
en la nómina de los pintores limeños dieciochescos.61 Esa confusión pudo ser inducida
por su homonimia con algún artífice peruano carente de obra conocida, pero también
a causa de sus relativas afinidades estilísticas con la pintura limeña contemporánea,
que compartía sus modelos derivados de Flandes y Sevilla.62 Páginas siguientes:
Fig. 33. Virgen de Guadalupe. Anónimo
Entre las piezas más logradas de Martínez se hallan las efigies de cuerpo entero de novohispano, siglo XVIII. Óleo sobre tela.
San Pedro Nolasco y San Ramón Nonato, en el monasterio limeño de las Merceda- Iglesia de Ollantaytambo, Urubamba, Cuzco.
rias. Seguramente debido a la sobria volumetría de sus hábitos blancos, por mucho
Fig. 34. Virgen de Guadalupe. Anónimo
tiempo fueron percibidas como obras “zurbaranescas” de probable factura limeña.63 novohispano, siglo XVIII. Óleo sobre tela.
Posteriormente, al descubrirse un lienzo del Camino al Calvario (1741) firmado por Museo de Arte de Lima.

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 249


Martínez, en el monasterio trujillano de Santa Clara, se asumió también como obra
limeña.64 Similar confusión ha ocasionado el San Bartolomé que conserva el Museo
Nacional de Antropología, Arqueología e Historia del Perú. 65 Tal vez se relacione con
un San Onofre del propio Martínez que guardaba la colección Ortiz de Zevallos en los
años 20 del siglo pasado, considerado entonces de “escuela hispano-peruana”. 66 Se
hace preciso, por tanto, restituir el verdadero lugar del mexicano Martínez dentro de
un ambiente limeño claramente permeado por las corrientes artísticas internacionales.
Desde mediados de siglo, numerosas copias fieles o “verdaderos retratos” de la Vir-
gen de Guadalupe recibían culto en lugares de importancia dentro de los principales
templos del país. En 1754 el papa la había consagrado solemnemente como patrona
de la Nueva España y a partir de entonces los principales maestros mexicanos se en-
cargaron de copiarla con la mayor fidelidad posible para difundir su devoción y la fama
de sus milagros. Pintores como los Rodríguez Juárez añadieron las escenas narrativas
de sus cuatro apariciones milagrosas en el Tepeyac que se hicieron canónicas a partir
de entonces. Se sabe que sendas versiones antiguas de la guadalupana se instalaron
a la veneración pública en las catedrales de Lima, Trujillo y Arequipa. Otro tanto ocurría
en monasterios, conventos e iglesias de todo el país, adonde iban llegando las réplicas
por distintas circunstancias. El templo cuzqueño de Ollantaytambo guardaba una de las
primeras versiones en su género, quizá llevada por un obispo o clérigo de alto rango.
Tampoco tardarían en producirse réplicas locales, principalmente a cargo de pintores
cuzqueños, algunas de las cuales incluyen retratos de donantes, a menudo para evi-
denciar los vínculos familiares o profesionales del comitente con la Nueva España.
Por lo general no se basan en originales pictóricos sino en estampas que circularon
masivamente hacia fines del siglo XVIII, lo que explicaría la libertad formal y cromática
con que los artistas cuzqueños reinterpretaron el prototipo.
En el campo del retrato, resulta explicable su casi total ausencia. Hay, sin embargo,
una notable excepción: la serie de ocho prefectos betlemitas realizada en 1768 por
José de Páez (1721-ca. 1790). Sorprendería que esta completa serie se haya desti-
nado al hospital cajamarquino de Belén y no a Lima. Tal vez ello obedeciera a que el
segundo prefecto de la orden, fray Bartolomé de la Cruz, era precisamente natural
de Cajamarca. A fin de facilitar su envío a tanta distancia, Páez empleó un lienzo
de seis metros, previendo que las efigies fueran separadas en destino, pero se han
mantenido unidas. No es difícil suponer que el encargo respondiera a la necesidad
de limar asperezas entre las provincias de Lima y México, enfrentadas durante el
decenio que va de 1757 a 1767. Motivo principal de conflicto era el nombramiento
de procuradores, quienes viajaban a Roma para impulsar la causa de beatificación
de su fundador. Poco después de su elección, el mexicano Francisco Javier de Santa
Teresa comisionaba los retratos, con el propósito de reafirmar su autoridad ante
la comunidad peruana y asegurarse un lugar prominente dentro de la historia de
una orden que buscaba homologarse con sus pares europeas. Páez trazará en esa
ocasión un agudo retrato del flamante prefecto, incisivamente captado del natural,
a diferencia de los demás cuadros de la serie, de calidad pareja pero obviamente
basados en efigies preexistentes.67
Esas austeras fisonomías frailunas no dejan de contrastar con la apariencia vaporosa y
diáfana de los personajes sagrados que caracteriza a las piezas de exportación salidas
Fig. 35. Virgen de Guadalupe con donante.
Anónimo cusqueño, circa 1750. del taller de Páez. Entre sus seguidores prosperó el tema de la Inmaculada Concepción
Óleo sobre tela. Museo Pedro de Osma, Lima. con la Santísima Trinidad antropomorfa, en la que cada una de las personas divinas,

252
LUIS EDUARDO WUFFARDEN 253
idénticas e íntegramente vestidas de blanco, resulta identificable por sus atributos.
Obviamente, la relación entre las personas divinas y la Inmaculada potenciaba ese
culto mariano. El modelo para la Trinidad debió ser un grabado de Juan Sotomayor,
inserto en el libro El devoto de la Santísima Trinidad. por el jesuita Antonio de Oviedo,
que aparecía en México el año 1736.68 A su vez, la estampa representaba un altar
de la Casa Profesa de México, dedicado al misterio trinitario, donde Oviedo ayudó a
difundir la devoción. Una pequeña pintura de esmerada ejecución, actualmente en el
Palacio Arzobispal de Lima, ejemplifica el éxito de esa iconografía durante la segunda
mitad del siglo –por encima de los eventuales cuestionamientos teológicos–, al punto
de erigirse entre los más singulares motivos religiosos ideados en la Nueva España.
Entre tanto, los cambios introducidos en Lima por las nuevas corrientes estéticas
favorecieron el ingreso de la pintura novohispana de exportación en los principales

254
edificios religiosos. No debe sorprender, por tanto, que en las obras de renovación Fig. 36. Santísima Trinidad con la Inmaculada
Concepción. Círculo de José de Páez,
del convento de la Merced, donde triunfaba el repertorio rococó, la comunidad ad-
circa 1770. Palacio Arzobispal, Lima.
quiriese una serie de lienzos en armonía con el proyecto decorativo. Al inaugurarse
la nueva sacristía, en 1776, colgaban de sus muros diecisiete cuadros con sendas Fig. 37. Ángel con el escudo de la orden
escenas de la vida de la Virgen, consignados en un inventario de época como “pin- betlemita. José de Páez, 1768.
Óleo sobre lienzo.
tura fina de México”. El documento indica que se compraron a Nicolasa Manrique, Hospital de Belén, Cajamarca.
vecina de Lima, quien rebajó su precio, estimado en seis mil pesos, a solo mil, a fin
de que la diferencia fuese considerada como contribución al “ ornato y decencia” Fig. 38. Fray Rodrigo de la Cruz,
prefecto betlemita. José de Páez, 1768.
del convento, bajo la condición expresa de que dichas pinturas no se movieran de
Óleo sobre lienzo.
la sacristía.69 Según anotación del clérigo José Manuel Bermúdez, en su traducción Hospital de Belén, Cajamarca,
del Pintor cristiano y erudito por el escritor mercedario Juan Interián de Ayala, la
cabecera de la sacristía mercedaria estaba presidida por una pintura del afamado
limeño Cristóbal Lozano que representaba la Aparición de la Virgen de la Merced a
los fundadores de la orden. 70 Desde luego, aquella alternancia sugería una valoración
parecida entre las obras limeñas de primer nivel y las importadas, en un espacio
emblemático de lo “moderno”.
Sin embargo, un estudio reciente ha revelado que aquellas pinturas documentadas no
eran mexicanas en sentido estricto. Provenían, en realidad, de un taller de Guatemala y
su estilo ha permitido atribuirlas, con alto grado de certeza, a Tomás de Merlo.71 No debe
sorprender esa confusión, pues la pintura guatemalteca era tributaria de las tradiciones
novohispanas y en este caso resultan claras las conexiones de la producción de Merlo
con la modalidad iniciada por los Rodríguez Juárez. Por una reveladora coincidencia, las

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 255


pinturas de Merlo alternan en la sacristía mercedaria con dos gabinetes enconchados,
también de factura guatemalteca. Por lo demás, Merlo no era un desconocido para la
audiencia limeña. Su firma aparece en un cuadro de los Desposorios místicos de Santa
Rosa de Lima en el beaterio del Patrocinio, lo que denota su dedicación al rubro expor-
tador, seguramente a la sombra del auge alcanzado por los obradores novohispanos.

“Láminas devotas”
En paralelo con las grandes comisiones eclesiásticas, muchos obradores novohis-
panos lograban captar en paralelo la demanda privada de imágenes devotas, hasta
desplazar el mercado tradicional de láminas romanas y flamencas.72 Por medio de
pequeñas pinturas, ejecutadas con esmero sobre cobre –y a veces sobre lienzo–,
sus autores actuaron como eficaces transmisores de las advocaciones favoritas de la

256
Fig. 39. San Juan Nepomuceno.
Francisco Antonio Vallejo, 1778. Óleo sobre
cobre. Colección Barbosa-Stern, Lima.

Fig. 40. Santa Rosalía de Palermo. Anónimo


novohispano, circa 1770. Óleo sobre tela.
Colección Barbosa-Stern, Lima.

Fig. 41. Virgen de Loreto. Anónimo


novohispano, circa 1770. Óleo sobre cobre.
Colección Barbosa-Stern, Lima.

Nueva España. Así llegaron al Perú representaciones de Santa Rosalía de Palermo,


mártir anacoreta de la Edad Media, invocada contra la peste y los terremotos. Su culto
fue promovido por jesuitas sicilianos establecidos en México a principios del siglo XVIII,
llegando a presentarla como una figura femenina identificada con la orden que podía
competir con santa Rosa de Lima o santa Rosa de Viterbo.73 Un extenso poema lírico
en su homenaje, publicado por Juan José de Arriola, deja traslucir que su devoción
resultó reavivada tras la expulsión de la Compañía en 1767, e incluso podría suponerse
que la producción de tales imágenes encerraba una subliminal intención vindicatoria.

Otra figura impulsada con decisión por los jesuitas mexicanos fue san Juan Nepo-
muceno, sacerdote martirizado por orden del monarca de Bohemia, tras negarse a
revelar el secreto de confesión. Al producirse la orden de expulsión, Nepomuceno se
convertiría de hecho en símbolo de las penurias acarreadas por el extrañamiento de

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 257


los ignacianos. Es incluso probable que la representación de este santo, emplazado
en un rompimiento de gloria y recibiendo el premio divino mediante un ángel que le en-
trega palma y corona, se sumase a la campaña de protesta en sordina orquestada por
la élite limeña para dar a entender, siempre de forma implícita, su descontento frente a
esa controvertida disposición real. Sea como fuere, el cobre de la Apoteosis de san Juan
Nepomuceno, firmado por Francisco Antonio Vallejo (1722-1785) en 1778, ofrece una
visión triunfalista del santo bohemio, trasladando al pequeño formato el clima de exalta-
ción espiritual propio de las grandes composiciones religiosas que alimentaron su fama.
Quizá la ausencia forzada de la Compañía de Jesús también esté detrás de una pieza
como la Virgen de Loreto, perteneciente al popular género de las “esculturas pintadas.”
Ella reproduce con prolijidad una imagen lauretana de vestir, tal como se veía en el
contexto de su capilla, quizá la erigida por los jesuitas en Tepotzotlán. Lujosamente
ataviada y coronada con una tiara, la efigie sigue de cerca el prototipo italiano, a
diferencia de las representaciones peruanas, que suelen preferir la escena del tras-
lado milagroso de la casa de la Virgen en Nazaret, por un grupo de ángeles, hasta la
ciudad italiana de Loreto. Su tipología recuerda las fórmulas establecidas dentro de
esa temática por maestros como Cristóbal de Villalpando, y a la vez se distancia de
la planimetría y el marcado decorativismo característico de sus homólogos andinos.
San José, padre adoptivo de Jesús y patrono del virreinato de Nueva España desde 1555,
fue objeto de un extenso desarrollo iconográfico por los pintores dieciochescos. Por lo ge-
neral lleva corona real, como puede verse en una preciosista pintura devota que representa
a San Jose con el Niño, venerada por la comunidad de las Nazarenas. Su autor sigue un
modelo murillesco, que enfatiza la conexión emocional del patriarca con el futuro Mesías,
y realza ambas figuras por medio de una orla de flores alrededor, retomando una fórmula
del barroco flamenco. Es interesante constatar cómo en Lima, a comienzos del siglo XIX,
le fue colocado un rico marco neoclásico de notable diseño, presidido por el escudo car-
melita bajo palio, para recordar el patrocinio josefino sobre la rama descalza de la orden. 74
No es difícil imaginar el impacto que esa oleada importadora ejerció entre los pintores
limeños, sobre todo en un periodo de resurgimiento para la tradición local, esta vez
inspirado por los ideales estéticos de la Ilustración. En 1770, cuando Cristóbal Lozano
pintó la única serie peruana dedicada al mestizaje, por encargo del virrey Amat, dio
muestras de conocer bien el género pictórico de las castas, surgido décadas atrás en
la Nueva España. Pero, a diferencia de sus colegas mexicanos, no representó tipos
genéricos ni escenas de costumbres sino grupos familiares captados del natural,
apelando a su acreditada destreza como retratista. Tanto el verismo patente en los
rostros como la minuciosa descripción de las vestimentas y sus diferentes texturas
destacan sobre fondos ambientales neutros. Seguramente siguiendo un programa
preestablecido, esta secuencia “genealógica” plantea una visión del mestizaje que
despertó malestar entre la élite criolla. De ahí que un calificado vocero de la nobleza
local como el marqués de Sotoflorido, en su ácido Drama de dos palanganas, hiciera
que uno de los personajes protestase en tono airado contra el virrey saliente por enviar
a la corte de Madrid “una mala pintura”. “sacándolos a todos de indios o de negros
y poniendo los blancos al cabo de cuatro o cinco mezclas, que embió a España para
descargo de su noblesa ”. 75
Fig. 42. San José con el Niño.
Por su parte Pedro Díaz, el discípulo más reconocido de Lozano, pintaba contempo- Anónimo novohispano, circa 1730.
ráneamente una Santa Cecilia para el renovado coro de la iglesia de la Merced. Su Monasterio de Nazarenas, Lima.

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 259


Fig. 43. “Mestizo con india producen versión de la santa patrona de los músicos pudo inspirarse no solo en una estampa
cholo”(serie del mestizaje).
europea sino en la mujer tocando el clavicordio incluida en una pintura de género
Cristóbal Lozano y taller, 1770.
Óleo sobre tela. Museo Antropológico, Madrid. novohispana. Se trata de la escenificación de una fiesta campestre plasmada sobre
un biombo de diez paneles, que adornaba una de las mansiones principales de la
Fig. 44. Santa Cecilia. Pedro Díaz, 1770.
ciudad. Atribuida a Miguel Cabrera, la obra recoge el modo de vida secularizado que
Óleo sobre tela. Convento de la Merced, Lima.
iba adoptando la sociedad criolla en el contexto de las reformas borbónicas. Tanto este
Fig. 45. Fiesta campestre (detalle). caso como el anterior dan cuenta del acceso de los pintores limeños a una diversidad
Miguel Cabrera (atribuido). Biombo pintado. de fuentes, entre ellas la celebrada pintura novohispana más reciente, pero al mismo
Colección particular, México.
tiempo revela la capacidad de estos para incorporarlas a un discurso pictórico que se
reconocía como propio.

Ecos de la Academia: diseño y grabado


Entre 1774 y 1780, el paso por Lima del pintor español Francisco Clapera, como parte
del séquito del virrey Manuel de Guirior, quien venía de ejercer similar cargo en Bogotá,
era probablemente el primer contacto de la ciudad con un exponente de la preceptiva

260
académica en el campo de la pintura. Al terminar el retrato oficial comisionado por el
nuevo gobernante, Clapera firmará la obra ostentando de manera expresa su condición
de miembro de la Academia de San Fernando, que en principio lo colocaba en clara
ventaja frente a sus colegas locales. No obstante, los pintores limeños, sólidamente
nucleados alrededor de la figura de Cristóbal Lozano, no parecen haberse dejado influir
por el recién llegado y se mantuvieron fieles a esa suerte de academicismo endógeno
que regía tradicionalmente su trabajo. Ante ese panorama, resulta sintomático que
Clapera finalmente optara por no instalarse definitivamente en la ciudad y terminara
emprendiendo viaje a México, para incorporarse de inmediato a la Academia de San
Carlos, fundada en 1783.
Sin lugar a dudas, San Carlos era el más ambicioso proyecto de su tipo emprendido
por la corona española en el Nuevo Mundo. Aquel complejo marco institucional seña-
laba un contraste dramático frente a las condiciones en las que se desenvolvían las
artes en el país. Pero aquella carencia quedaría suplida, en la práctica, por el trabajo
de algunos artífices españoles, como Matías Maestro, sacerdote vasco aficionado a

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 261


la arquitectura, o el pintor sevillano José del Pozo, llegado a Lima como ilustrador de
la expedición científica de Alejandro Malaspina. Ambos eran portadores de lenguajes
artísticos más bien híbridos, pero que resultaron eficaces para impulsar la transición
hacia una normativa “clasicista”. De hecho, la influencia directa de la academia no-
vohispana en la escena local no se llegó a plantear en los campos de la pintura o la
escultura, sino que terminaría manifestándose en otro tipo de espacios.
Esas nuevas conexiones quedaron plasmadas, por tanto, en soportes distintos. Así lo
sugiere, por ejemplo, la aparición reciente en Lima de una matriz de grabado trabajada
en México por José María Montes de Oca, alumno de Jerónimo Antonio Gil en la Aca-
demia San Carlos. La pieza forma parte de un homenaje tributado por el Tribunal del
Consulado de Lima a Domingo de Orue, uno de sus miembros. Durante la guerra con
Inglaterra (1796-1802), que desencadenó varias acciones en los distintos dominios de
la corona española, Orué había logrado capturar dos navíos ingleses en 1800, frente a
las actuales costas ecuatorianas, cuando participaba en las operaciones de patrullaje
marítimo organizadas por el virrey Ambrosio O’Higgins, marqués de Osorno. Parece
sintomático que en una ocasión así el Consulado limeño no recurriese a un artífice local
para burilar la plancha. Pese a la calidad alcanzada en ese terreno por las prensas
limeñas, debió pesar más el prestigio de los talleres regidos por la academia mexicana,
que habían precedido a la propia institución antes de que terminase convertida en el
espacio oficial por excelencia para el ejercicio de las bellas artes. Pero la comisión a
México también debió ser considerada clave para proyectar de manera mucho más
amplia las hazañas de Orué, al estar enmarcadas en un conflicto compartido por todos
los territorios hispánicos.
Similares coordenadas debieron hacerse presentes apenas unos años después, cuan-
do se comisionó al propio Montes de Oca una gran vista de la Plaza Mayor de Lima,
destinada a insertarse en el libro Fama Póstuma, publicado con motivo de las exequias
del arzobispo Juan Antonio de la Reguera, principal protector de Matías Maestro para
la difusión de un nuevo lenguaje clasicista en la ciudad. Sin duda esa estampa fue
pensada como réplica peruana de la famosa vista del Zócalo realizada en 1797 por
Joaquín Fabregat, profesor de grabado al buril en la Academia de San Carlos. Además
de su formato y composición análogos, ambas vistas inciden en el riguroso clasicismo
asumido por los templos mayores de México y Lima. Se sugería así la pertenencia a un
horizonte global de civilización, el cual no se irradiaba significativamente de un solo
punto, lo que en cierto modo contribuía a reafirmar, aunque con acentos distintos, las
redes preexistentes de intercambios artísticos.
Detrás de esos proyectos se encontraba el énfasis de los pensadores ilustrados en la
importancia del dibujo y en las aplicaciones prácticas del diseño, que debían verse re-
flejadas en todos los aspectos de la vida social. Al respecto cabría recordar una curiosa
circunstancia que patentiza el papel modélico asignado a México, incluso en materias
aparentemente secundarias. En 1804, el regidor limeño Diego Miguel Bravo de Rivero
trasmitía al cabildo un informe enviado por Tomás Calderón, oidor de México, acerca
de los uniformes usados por los miembros del cabildo en la capital novohispana. Por
su parte, Bravo de Rivero comisionó unos dibujos acuarelados que muestran las bor-
daduras en las mangas, con flores y frutos de nopal, además de un diseño alternativo
que adapta esa idea a la heráldica cívica de Lima76 Se dispuso entonces aceptar la
propuesta del regidor, “cambiando la hoja de nopal en la de lima que tiene este diseño
y tiene por una de sus orlas nuestra ciudad” y “el nombre de ella en el mote del botón

262
Fig. 46. Homenaje al capitán Domingo de
Orué por la captura de tres naves inglesas.
José María Montes de Oca, circa 1800,
Plancha calcográfica de cobre.
Museo de Arte de Lima.

Fig. 47. Vista de la Plaza Mayor de Lima.


José María Montes de Oca, 1805.
Grabado calcográfico inserto en el libro de
José Manuel Bermúdez. Fama Póstuma del
Excelentísimo Señor Doctor Juan Domingo
González de la Reguera.
Lima: Imprenta de los Huérfanos, 1805.

Fig. 48. Diseños de bordaduras de los


uniformes de regidores de México y Lima.
Anónimo limeño, 1804. Tinta y acuarela sobre
papel. Libro XXVII de Cédulas
y Provisiones de Lima.
Archivo Histórico Municipal de Lima.

de metal, en lugar de la palabra México”.77 Esas confluencias e intercambios reafirman


el valor instrumental otorgado a los símbolos, en el contexto de las intensas luchas
ideológicas que precedieron a la Independencia. Sugieren también la consciencia
temprana de que México y el Perú poseían imaginarios compartidos, los mismos que
abrirían paso a la construcción de nuestras respectivas culturas visuales republicanas.

LUIS EDUARDO WUFFARDEN 263


RAMÓN MUJICA PINILLA

El neo-barroco peruano
el recliclaje contemporáneo de un imaginario
simbólico y cultural

E
l pintor abstracto peruano Fernando de Szyszlo (1925-2017) solía asegurar que el
“verdadero” arte colonial peruano fue la pintura académica del siglo XIX, no el arte
“indígena” que floreció durante el periodo de dominación española. La primera era
para él una extensión del canon realista europeo –sobre todo el francés–, mientras
que el segundo “intervenía” y hacía caso omiso de las regulaciones estéticas y
técnicas metropolitanas.1 Este pronunciamiento concede un señalamiento incisivo:
el barroco peruano fue distinto al barroco español. Algo de ello intuyó el pintor
tacneño Francisco Laso (1823-1869), formado en Francia pero sensible al arte
prehispánico, a la cultura visual andina y a la precaria situación económica de los
artesanos y artistas de Lima.2 Cuando, a mediados del siglo XIX, denunció el “estado
de desolación” en el que se encontraban las “Bellas Artes” en el Perú, exclamó:
¡Felices indios que tuvisteis tiranos que os llamasen a sus templos para que
depositaseis en los muros vuestro genio! ¡Felices mil veces porque no nacisteis,
como nosotros en tiempo de opulencia y libertad! Vosotros siquiera pudisteis
dejar impreso en los claustros el genio con que Dios os hizo nacer; mientras que
nosotros pobres diablos artistas de la Libertad, tenemos que morir de hambre,
y lo que es más cruel, con nuestras ideas […].3
El interés de Laso por el arte virreinal indígena no era generalizado. Ni siquiera el
político ilustrado peruano José Dávila Condemarín (1799-1882), rescatado del olvido
Fig. 1. Alex Ángeles, Carlos Lamas y Ángel
Valdez - Las cuatro partes del mundo. Acrílico recientemente por David Vargas Torreblanca, parece haberlo tomado muy en serio.
y serigrafía sobre lienzo. Colección ICPNA. Cuando el 28 de julio de 1862 inauguró en Lima el primer museo privado del país

265
abierto al público, no incluyó las copias virreinales de Rubens
o de otros maestros europeos. Condemarín buscó promover
la integración social y educar a los obreros y artesanos de la
ciudad por intermedio del estudio de la pintura y de las Bellas
Artes.4 Su museo republicano prolongaba la cultura virreinal
de la “réplica”, pero sin los aditamentos barrocos indígenas
o criollos que modificaban las composiciones originales eu-
ropeas. De los setenta y dos lienzos exhibidos por él en su
museo, salvo las pinturas firmadas localmente por José del
Pozo, Ignacio Merino y Eusebio de Paz, todos eran réplicas
o “buenas copias” –algunas “atrevidas”– de las obras de
Rafael, Guido Reni, Carlo Dolci, Baldassare Franceschini y
Murillo, entre otras piezas flamencas, de estilo Renaissance,
barroco o neoclásico en exhibición.5
En un discurso de 1853, don Francisco Gómez de la Torre –el
presidente de la Escuela Democrática Miguel de Santiago de
Quito– explicaba su desdén frente a la pintura virreinal, pese
a que dicha institución llevaba el nombre de un reputado
pintor quiteño virreinal:
[…] hasta ahora la pintura se ha contraído solo a representar
imágenes melancólicas y meditabundas. El pincel ha tenido
por único elemento el aspecto sombrío del claustro y jamás
ha propendido a entregarse en brazos de la naturaleza para
ser fecundo como ella en presentar imágenes grandiosas, ni
menos seguir impulsos de los fanáticos caprichos de la ima-
Fig. 2. Marcel Velaochaga, Resurrección ginación; pudiéndose decir de nuestra pintura lo que un viajero decía respecto de
de Túpac Amaru. 2002. Acrílico sobre lienzo.
los españoles, que todas las paredes estaban adornadas con magníficas pinturas,
Colección del artista.
pero que todas incitaban a la piedad y el cilicio. Aun hay más: la pintura entre no-
sotros se ha mantenido campeando en el teatro servil de la imitación. Pero ahora
ella se lanza a la invención y a la originalidad para tomar un carácter nacional.6

Para los pintores republicanos del siglo XIX, el arte virreinal había sido “prisionero” del
claustro y su temática religiosa –dependiente del “teatro servil de la imitación”– se
limitaba a reproducir grabados. Como lo tiene anotado Fernando Villegas, fue recién
a finales del siglo XIX e inicios del XX, con la llegada de Carlos Baca Flor (1867-1941),
Daniel Hernández (1856-1932) y Teófilo Castillo (1857-1922), que surge en el Perú una
pintura de corriente nacionalista criolla, centralizada en Lima y excluyente del indígena.
Estos pintores evocaron al periodo virreinal como un nostálgico “pasado glorioso”, tal
como lo fue para Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas.7 A ellos se sumarán
Francisco González Gamarra (1890-1972) y José Alcántara La Torre (1893-1978), con
sus lienzos dedicados a los momentos históricos épicos y fundacionales de la nación.

El florecimiento del movimiento “indigenista”, inaugurado por José Carlos Mariáte-


gui con la revista Amauta en 1926, consolida otro movimiento artístico contrario a
la estética “criolla”. Encabezado por José Sabogal (1888-1956) y seguido por Julia
Codesido (1883-1979) y Enrique Camino Brent (1909-1960), entre otros, inicia una
reivindicación de la cultura andina e incluso de las artes populares. José de la Riva
Agüero y Osma (1885-1944), Víctor Andrés Belaunde (1883-1966) y Raúl Porras

266
Barrenechea (1897-1960), por su lado, combatirán los efectos de la “leyenda negra”
antiespañola con un “hispanismo” dotado de una “leyenda dorada”, defensora de la
naturaleza épica, mestiza y evangelizadora de la monarquía hispana en Indias. Estas
trincheras ideológicas contrapuestas polarizarán al mundo académico peruano de la
primera mitad del siglo XX, impidiendo que se detectasen las “lecturas” americanistas
indígenas, mestizas y criollas del arte y su geografía reivindicada virreinal.
El neobarroco peruano –la variante local de un fenómeno internacional– se gesta
de forma incipiente dentro de las canteras “indigenistas” que sustentaron la dicta-
dura militar (1968-1975) de Juan Velasco Alvarado. En este periodo se reinventó
la iconografía política del inca Túpac Amaru II y con ello –por primera vez desde la
independencia– se retomó la voz de un inca mestizo de sangre real, pese a que el
discurso político del cacique fue tergiversado y ficcionalizado, haciéndolo pasar como
un precursor marxista de la “lucha de clases” en el país.8 En el ámbito de las artes,
sin embargo, el genial artista peruano Jesús Ruiz Durand (Huancavelica, 1940) fue
el primero en inaugurar una nueva estética artística híbrida que, años después, él
mismo denominaría como “pop achorado”; un estilo que combinaba los procedimien-
tos y colores vivos de las vanguardias cosmopolitas del pop art para presentar las
grandes temáticas nacionales. Así, el pasado histórico virreinal fue replanteado con
códigos estéticos vanguardistas para anunciar el nacimiento de una nueva realidad
política y social en el país. Este ethos simbólico e indigenista quedó impreso en el
inconsciente colectivo de toda una generación. Lo vemos reaparecer con la llegada del
presidente “incaísta” Alejandro Toledo en un sugerente lienzo de Marcel Velaochaga
(n. 1969) titulado “Resurrección de Túpac Amaru”. Se basa en una obra virreinal
donde figura la Virgen de la Merced como protectora de la familia del inca subleva-
do. En la versión neobarroca se retoman los colores planos del pop art introducidos
por Ruiz Durand y, bajo el manto de la Virgen, figura la imagen propagandística de
Túpac Amaru II creada por Etna Velarde durante el gobierno de la Junta Militar. Allí
aparecen también el general Velasco Alvarado, los subversivos tupamaros y, en un
primer plano, la terrorista Edith Lagos –quien murió a los 19 años– con una aureola
de santa y los indios afligidos sollozantes que fueron dibujados por Guamán Poma
de Ayala a inicios del siglo XVII. El autorretrato del pintor se encuentra debajo del
brazo izquierdo del inca rebelde ficcionalizado. (Fig. 2)
En 1976, la Junta Militar conformó una alta comisión evaluadora integrada por artistas
y académicos de renombre para otorgar el Premio Nacional de Cultura.9 Se seleccionó
como ganador al retablista e imaginero popular ayacuchano don Joaquín López Antay
(1897-1981). En su momento, destacados artistas plásticos alzaron su voz de protesta
por este fallo argumentando que la obra de López Antay, no obstante su entrañable
preciosismo, era una derivación imitativa directa del arte religioso “colonial”. Por lo
tanto, no merecía un galardón consagratorio que había sido creado para las Bellas
Artes o el “arte culto”.10 Según el comunicado publicado en el diario La Prensa:
no puede justificarse semejante fallo en la pretensión de oponer un arte popular
y auténticamente peruano a un arte llamado “culto” y arteramente motejado de
“dependiente”. Pues, en efecto, no se podría haber escogido para tal propósito
ningún ejemplo más torpemente desafortunado que el de los “retablos”, cuyo
indiscutible encanto no les quita el carácter de una expresión artesanal que no
logra superar su primigenia inspiración colonial.11

Ramón MUJICA PINILLA 267


La decisión unánime de esta elección fue histórica. Con ella se rompió la antigua
distinción socio-económica –inventada durante el Renacimiento Italiano– entre el “ar-
tista” y el “artesano”, y se abrió la posibilidad de un diálogo inédito entre el arte rural
campesino y el arte urbano capitalino; un “encuentro” que coincidió, además, con la
creciente “desacralización” del mundo andino. En opinión de José María Arguedas, a
mediados de 1950, la así llamada “cultura industrial moderna” había irrumpido con
fuerza en el Cuzco, Ayacucho y Cajamarca –“los más antiguos y castizos centros de
cultura colonial”–, a tal punto que desencadenó un proceso acelerado e irreversible
de desintegración social. Los indios y mestizos, por no mencionar a la propia clase
señorial castiza provinciana, entraron en “una grave crisis religiosa, crisis que es el
resultado de la transición violenta, de un proceso de autodespojo de creencias, no de
la reflexión”.12 Las casas señoriales y las costumbres rituales andinas empezaron a
ser abandonadas por considerárselas como los “signos exteriores” y vergonzantes de
su “atraso”. Esta ola de “secularización” modernista contribuyó decisivamente a
cambiar la apariencia y el significado del “retablo” tradicional andino. La desapa-
rición paulatina de una clientela campesina y ganadera tradicional obligó a
los retablistas ayacuchanos a buscar nuevos comitentes para
sus obras. Y, según Arguedas, en un “delirium tremens de la
espectacularidad” los artesanos transformaron el Cajón de San
Marcos en un objeto meramente decorativo creado expresamente
para la nueva clientela urbana y
el turismo receptivo. Así, el
altar portátil original usado
por indios y mestizos en
la fiesta tradicional de la
marcación del ganado, se
transformó en un “retablo
mercantil” o comercial
con temáticas profanas y
costumbristas. Fue este
nuevo retablo artístico ya
secularizado (e inaugu-
rado por López Antay) el
que resultó premiado por
la Junta Militar.13

Como movimiento local,


las primeras manifesta-
ciones del “neobarroco”
peruano datan de finales
de 1980 e inicios de 1990.
Coincide con la profunda
crisis económica y social
del país, a la que se sumó
el “choque de culturas”
entre una Lima criolla y un
mundo andino convulso,

268
dividido por ideologías totalitarias, amenazado de muerte y portador de una cultura Fig. 3. Este retablo alegórico fue realizado
a pedido de su propietario y le permitió
ancestral barroca agrietada por una modernidad inconclusa. Frente a ello, los “imagi- al destacado retablista ayacuchano
neros populares” utilizaron el antiguo formato del “retablo” ayacuchano” como “teatros Maximiano Ochante Lozano construir una
de la memoria” andina. Unos, como en el caso del retablista Jesús Urbano Rojas, alegoría con categorías culturales andinas
sobre la injusticia en el Perú. Dentro de la
discípulo predilecto de López Antay, migraron del campo a la ciudad y recurrieron a cosmovisión andina, en el Hanan Pacha
aquel formato artístico para representar mitos y rituales andinos en extinción. Otros –o el mundo de arriba– se encuentra Cristo
ajusticiado o el Señor de la Sentencia,
retablistas se dedicaron a graficar el drama violento de un campesinado tradicional en el Kay Pacha –el mundo terrestre– están
atrapado en medio del fuego cruzado entre el Ejército y los terroristas. Con gran sofisti- los jueces, abogados, fiscales y reos y, en el
cación conceptual, otras obras representaron escenas alegóricas de tenor moralizador Ucchu Pacha –o mundo subterráneo– están
los presos acusados de terrorismo. Nótese
para denunciar al Poder Judicial peruano arbitrario o ausente (Fig. 3). En todos estos la iconografía barroca de ángeles y demonios
casos, los retablos mnemotécnicos andinos se valieron del carácter narrativo del ima- en diferentes partes de la composición
para dar a entender que la aplicación
ginario barroco para expresar la “mirada” marginal de los artistas populares andinos. de la justicia o injusticia es parte de una
Pero no todos los “diálogos” interculturales artísticos funcionaron del mismo modo. batalla cosmológica entre el bien y el mal.
Ayacucho, 2007. Estudio Ghersi. Lima.
En 2014, la escultora peruana Rocío Rodrigo Prado (n. 1960) buscó un encuentro con
los imagineros ayacuchanos especializados en piedra de Huamanga para retomar sus
antiguos repertorios perdidos. Estos le expresaron su interés de realizar “arte abstrac-
to” y terminaron produciendo una instalación que friccionaba la contradicción interna
de convertir objetos devocionales andinos salidos de una cultura religiosa viviente en
piezas de museo fosilizadas en piedra.14

Durante y después del conflicto armado interno del Perú (1980-1992), aparecieron
también las variantes neobarrocas posmodernas capitalinas. Estas enfatizaron la
“débil institucionalidad local” y el “desmoronamiento del Estado ante la densa at-
mósfera de violencia atravesada por premoniciones apocalípticas”.15 Con diversos
vocabularios simbólicos –que incluyeron la alegoría, el montaje y la recreación crítica
de piezas virreinales y precolombinas recicladas–, se buscó trazar las continuida-
des y los paralelos entre el régimen vertical virreinal y la sociedad “poscolonial”
peruana, democrática en teoría, pero cristalizada en estructuras monolíticas de
dominación y poder socioeconómico. La noción misma de raza (la idea del “indio”
americano) fue una invención europea aparecida en el siglo XVI, que se concretó en
un sistema de castas raciales que quedó registrado en los así llamados “cuadros del
mestizaje”. Una de estas series fue mandada pintar por el virrey Manuel de Amat y
Junyent en 1770 para el rey Carlos III de España. En principio, esta serie pictórica
peruana, como tantas otras pintadas en Nueva España, se limitaba a describir las
clasificaciones cientificistas raciales que resultaban del entrecruce del español, el
indio y el negro y que formaban parte de los gabinetes reales de historia natural en
España. En la práctica, las pinturas difundían un paradigma social que diferenciaba
entre la raza blanca y las de color para establecer una jerarquía y gradación entre
lo superior y lo inferior. De este trasfondo ideológico deriva la propuesta pictórica
de Sandra Gamarra –artista de ascendencia japonesa– que retoma ese sistema
clasificatorio de castas para problematizar su propio origen étnico. En el año 2012
presentó “Autorretrato: historia natural” y, en el 2020, “Producción/Reproducción”.
Esta última fue la réplica exacta de la mencionada serie pictórica que mandó pintar
el virrey Amat, pero con leyendas añadidas que recogen los textos de las teóricas
feministas Silvia Federici y Claudia Mazzei. Con ello denunciaba “no solo la ra-
cialización de la explotación, sino también la división sexual del trabajo sobre las
cuales se ha sostenido históricamente el capitalismo”, según la curadora Pamela

Ramón MUJICA PINILLA 269


Fig. 4. “Copia” contemporánea de la “pintura
de castas” virreinal intervenida por Gamarra
con una larga leyenda que modifica
críticamente su iconografía. Sandra Gamarra,
N° 3. Producto: Mestizo. 2020. Óleo sobre
tela. Museo de Arte de Lima.

Desjardins (Fig. 4).16 Es decir, Gamarra usa la iconografía virreinal de “trampantojo”


o simulacro visual para interpelarla con nuevos significados.17
El curador Gustavo Buntinx –acusioso investigador en estas lides interpretativas del
neo-barroco peruano– puntualiza que, a finales de los años ochenta, brota de esta
coyuntura histórica y cultural peruana una nueva corriente artística que busca “la
recuperación trastocada de ciertas representaciones marcantes en el arte colonial
de la Escuela Cuzqueña”. Su mayor logro fue desarrollar “una portentosa creación
iconográfica, articulada desde la acumulación subvertida de los despojos visuales
de nuestros muchos pasados, truncos todos, pero ninguno cancelado”.18 Nada más
barroco que la coexistencia simultánea de vocabularios simbólicos superpuestos
donde se entremezclan y conviven temporalidades y estéticas culturales paralelas
o híbridas y, en el caso peruano, ajenas a la tradición occidental cristiana. El ba-
rroco peruano contemporáneo –repitiendo quizás su historia pasada– expresa las
“identidades rotas” de una “modernidad” en proceso de “precaria construcción”.
Buntinx las compara con
aquellas barriadas que en las afueras de Lima emergen entre restos coloniales
erigidos encima de monumentos prehispánicos, sus antenas televisivas armoni-
zando con cruces de camino, esos iconos paradigmáticos del sincretismo andino.
Cada estructura recicla los materiales de las anteriores, las canibaliza sin llegar
a destruirlas del todo, sin cancelar su condición de vestigio. Sus latencias. ¿Lo
residual o lo emergente?19

270
Este proceso analítico “barroco” de recreación artística señalado por Buntinx coinci-
de con la naturaleza del arte “posmoderno” y “poshistórico” estudiado por el crítico
de arte norteamericano Arthur C. Danto. Fue precisamente en la década de 1980
cuando varios críticos internacionales anunciaron la “muerte del arte” en Occidente.
Los nuevos relatos y propuestas vanguardistas parecían haber llegado a su fase
terminal, pues en ellos desaparecía toda noción de arte y de belleza. La expresión
estética había “explosionado” borrando toda estructura de valor y delimitación en sus
medios de expresión. Ahora que todo se permitía la obra de arte era exclusivamente
autorreferencial y uno de sus emblemas más dramáticos fueron las pinturas blancas
de Robert Ryman. No había nada más que decir. Fue en este momento culminante
que emerge –según palabras de Danto– la nueva autoconciencia histórica del artista
“conceptual”, quien pasa de la “modernidad” a la “posmodernidad” tras descubrir
que tenía a su disposición “toda la herencia de la historia del arte, incluida la historia
de la vanguardia”. En esta nueva situación, renunció a la aspiración modernista de
“originalidad” y se tornó “apropiacionista”. A partir de ahí copió y reinterpretó obras
del pasado para intervenirlas y darles una nueva significación e identidad. Después
de eso, ya no “quedaban imperativos a priori sobre el aspecto de las obras de arte,
sino que pueden parecer cualquier cosa. Ese único factor terminó con el proyecto
modernista, pero también hizo estragos en esa institución central del mundo del
arte llamada el museo de las bellas artes”.20
En esta coyuntura los artistas urbanos de vanguardia empezaron a rescatar la icono-
grafía virreinal para sus composiciones. Ello coincide con las publicaciones semina-
les de Juan M. Ossio (Ideología mesiánica del Mundo Andino, 1973), Teresa Gisbert
(Iconografía y mitos indígenas en el arte, 1980) y Alberto Flores Galindo (Buscando
un inca, 1986), donde se evidencia que el pensamiento mesiánico incaísta virreinal
tiene su propia iconografía política y religiosa. Incluso la obra Ángeles apócrifos en
la América virreinal (1992) ayudará a dar a conocer el pensamiento escatológico y
providencialista de la Compañía de Jesús asociado con el culto andino a los ángeles
arcabuceros y al Niño Jesús inca. Respecto a ello, Aníbal Quijano (1928-2018) –el
precursor peruano en los estudios poscoloniales– argumentó en 1990 que había una
relación directa entre la estética y la construcción de imaginarios políticos y sociales
utópicos. Según el investigador, existía
un sentido estético en toda utopía, sin el cual no sería posible tensar las ante-
nas del imaginario de la sociedad hacia otro sentido histórico [...]. Toda utopía
de subversión del poder implica también, por eso, una subversión estética
[…]. De su lado, toda rebelión estética implica igualmente una subversión
del imaginario del mundo, una liberación de ese imaginario respecto de los
patrones que lo estructuran y al mismo tiempo lo aprisionan. Toda estética
nueva tiene, en consecuencia, carácter utópico. […] estamos inmersos […] en
un proceso de reconstitución del imaginario cuyos nuevos datos pugnan por
hacerse presentes, salir de prisiones previas, cobrar formas, ser imágenes y
sistemas de imágenes.21
Las celebraciones del V Centenario del Descubrimiento del Nuevo Mundo (1492-1992)
sirvieron para intensificar las relecturas del arte virreinal en clave americanista. Una
exhibición realizada en el Royal Museum of Fine Arts de Amberes, en Bélgica, titulada
“America: Bride of the Sun”, instaló en una misma sala obras vanguardistas de arte

Ramón MUJICA PINILLA 271


Fig. 5. Moiko Yaker – Tres cholos durmiendo. contemporáneo latinoamericano, piezas virreinales y pinturas flamencas de los siglos
1990. Óleo sobre tejido. Colección Carlos
XVII y XVIII. Su objetivo era evidenciar que el artífice americano de ayer y el de hoy tenían
Runcie Tanaka.
la misma mirada increpante, contestataria y continental frente al arte metropolitano.22
Fig. 6. Rafael Hastings, Orden - V Centenario Por esos mismos años, el pintor peruano Rafael Hastings (1945-2020) –quien en
(Autorretrato). 1992-93. Colección particular. 1970 se enfrentó al crítico de arte Juan Acha (1916-1995) para cuestionar su noción
Fina atención de Yvonne von Mollendorff.
de la vanguardia artística– optó por una estética pictórica “premoderna” y solitaria,
fuera del mainstream. Rescató el arte prehispánico –su arquitectura y ceramios sagra-
dos– y lo insertó en sus composiciones, mientras trabajaba la imagen coreografiada
del cuerpo humano en movimiento, utilizando reminiscencias del claroscuro barroco,
además de combinar sobre el lienzo la escritura y la imagen. Por las “celebraciones”
del V Centenario Hastings se autorretrató posando sentado, con rostro severo, ataviado
con ropajes antiguos de mujer y con zapatillas deportivas. Con gran solemnidad, se
exhibía atravesándose el cuello con una espada de conquistador español; un home-
naje luctuoso y de “humor negro” a la conquista española del Nuevo Mundo. El pintor

272
identificaba la violencia perpetrada por el español contra el nativo americano como
un acto suicida que desembocó en la independencia política de sus pueblos (Fig. 6).
Otros artistas reformularon la misma inquietud americanista en términos distintos,
como reciclar un grabado alegórico en loor del rey Carlos II que aparece en el libro de
Girolamo Basilico titulado Las felicidades de España y del mundo christiano (Madrid,
1666) para mostrar una momia prehispánica wari coronada por las cuatro partes del
mundo (Fig. 1).
En la década del año 2000, tras constituirse la Comisión de la Verdad y Reconciliación
del Perú (CVR), el neobarroco peruano adquiere una densidad política inusitada. Ya
hacia 1990 el pintor arequipeño Moiko Yaker (n. 1949) incursionaba precursoramente
en el ideario bélico virreinal: quemas inquisitoriales de herejes en Lima, vírgenes dolo-
rosas como exvotos de promesas incumplidas, incas durmientes bajo los cerros donde
transcurren las guerras de la independencia (Fig. 5), entre otros temas. Su Santiago

Ramón MUJICA PINILLA 273


Mataterroristas es una versión actualizada del Santiago Matamoros de la España me-
dieval, del Santiago Mataindios del virreinato e incluso de aquellas representaciones
ecuestres descritas por cronistas o en un grabado de inicios de la República, donde se
presenta a Túpac Amaru II y a Simón Bolívar, como una suerte de Santiago Mataespa-
ñoles, con sus enemigos realistas vencidos bajo las patas de sus caballos. El Santiago
mataterroristas de Yaker cabalga sobre los subversivos caídos en un corcel que tiene
el pelaje rayado de una zebra -análogo a los trajes rayados de los convictos por estos
crímenes de lesa humanidad-, a fin de camuflar y ocultar su identidad justiciera. En
Fig. 7. Moiko Yaker – Santiago. 1994. Óleo el escudo de Santiago figura el árbol sefirótico de la cábala hebrea -el árbol de la
sobre tela. Colección Felipe Ortiz de Zevallos. vida- del que emanan los diez nombres sagrados de Dios. En el escudo de Santiago
figura el árbol sefirótico de la cábala hebrea –el árbol de la vida– del que emanan los
Fig. 8. Alex Ángeles – Entre el dolor y la
culpa. Acrílico y serigrafía sobre lienzo. diez nombres sagrados de Dios.23 (Fig. 7)
Colaboradores Carlos Lamas, Mambill
Saavedra y Ángel Valdés. Colección
Muy distinto es el Santiago Mataterroristas titulado Sobre el dolor y la culpa (2002),
MICROMUSEO (al fondo hay sitio). de Alex Ángeles y sus colaboradores. En su composición se entremezclan realidades

274
históricas provenientes de diferentes geografías y temporalidades con el fin de trazar
los paralelos entre el pasado virreinal y la actualidad peruana. Siguiendo a su referente
andino, Santiago porta un sombrero de peregrino y alza su espada flamígera para vencer
al enemigo (en este caso, se alude a las ejecuciones extrajudiciales de Canto Grande).
Monta un caballo con la cabeza erguida y una mirada de dolor. Este es una réplica del
corcel pintado por el maestro malagueño Pablo Picasso (1881-1973) para personificar
al pueblo de Guernica, bombardeado en 1937 durante la guerra civil española. El
Guernica de Picasso fue el manifiesto visual de protesta más importante del siglo XX
y el artista lo diseñó basándose en una pintura alegórica de Rubens denominada Los
horrores de la guerra. Tres pinturas –las de Rubens, Picasso y Alex Ángeles–, desde
sus diversas realidades, se conectan para expresar el mismo espanto ante los estragos
de la guerra. Como si fuera el desfile del Corpus Christi en el Cuzco, detrás de Santiago
marchan los incas virreinales, los jesuitas y un miembro de la Policía Nacional que
señala con su dedo increpante al espectador del cuadro. Todos están iluminados bajo
otro símbolo del Guernica de Picasso: el
ojo justiciero –en forma de un foco de luz
eléctrica– que todo lo ve y no perdona.
En la parte central inferior del cuadro
figura, en blanco y negro, El grito, obra
del célebre pintor noruego Edvard Munch
(1863-1944), quien usó como referente
visual la expresión desencajada de una
momia de Chachapoyas que vio en 1878
en el Museo Etnográfico del Trocadero en
París (Fig. 8).

A este periodo histórico, desgarrado por el


terrorismo, pertenece Caja negra (2001) de
Ángel Valdez y Alfredo Márquez. El lienzo
retoma la iconografía antropomórfica y
heterodoxa virreinal de la Trinidad cristia-
na. Representa a una poderosa deidad
trina entronizada y con tiaras papales (el
senderista, el sinchi y el emerretista) que
ha perdido legitimidad y poder, pese a ser
protagonista de diversas formas de violen-
cia simbolizada en los emblemas que cada
uno de los personajes lleva en las manos.
No se reformula con esto ningún misterio
teológico. Esta iconografía se presenta
como una “caja negra” del Perú en imá-
genes, previa a una supuesta e inminente
destrucción. Sin embargo, en la parte alta
de la composición hay una cinta roja donde
figuran los iconos de herramientas de la
computadora. Con ello se sugiere que todo
el cuadro es un mero trampantojo visual o

Ramón MUJICA PINILLA 275


simulación barroca. En realidad, la pintura conforma la pantalla de un ordenador, pues
un “virus informático” –simbolizado gráficamente por letras, números y signos des-
configurados diminutos en la parte alta de la composición– ha “congelado” la imagen
amenazante de esta deidad inoperativa y caduca.24 (Fig. 9)
La plena vigencia de la estética y de la cultura visual barroca lo demuestran otras re-
formulaciones artísticas de antiguos dilemas metafísicos planteados durante el Siglo
de Oro español. El pintor peruano Manuel Moncloa (n. 1955) recoge la iconografía de
la Verónica del maestro barroco español Francisco de Zurbarán para evidenciar que
la vera icona milagrosa con el verdadero rostro de Cristo ha desaparecido (Figs. 10 y
11). Su Verónica –a diferencia de la de Zurbarán– no tiene rostro y con ello cifra la
búsqueda de un Dios que se ha escondido (Deus absconditus), haciendo desaparecer

276
Fig. 9. Angel Valdés y Alfredo Márquez –
Caja Negra. 2001. Acrílico y serigrafía sobre
lienzo. Colección MICROMUSEO (al fondo hay
sitio).

Fig. 10. Manuel Moncloa - Verónica


(San Antelmo) (d’ apres Zurbarán), 1997.
Colección particular.

Fig. 11. Manuel Moncloa - Verónica (d’ apres


Zurbarán), 1997. Colección MICROMUSEO
(al fondo hay sitio).

sus referentes visuales para reconocerlo y llegar a él.25 Con desbordante agudeza inte-
lectual y profundidad espiritual, el pintor y dramaturgo peruano Luis Alberto León Baci-
galupo (n. 1971) se vale del método barroco de presentar misterios “sagrados” bajo la
apariencia de escenas “profanas”. Así evidencia la presencia del mundo trascendente

Ramón MUJICA PINILLA 277


en las actividades del día a día (“Dios se mueve entre los cacharros” de la cocina,
escribía Teresa de Jesús (1515-1582) en su Libro de las fundaciones [1567-1582]).
En su pintura titulada Desayuno (2007) –una relectura magistral del San Hugo en
el refectorio con los monjes cartujos de Zurbarán– retrata a una mujer pedestre
con los ojos cerrados que ingiere pan y leche (Fig. 12). A su espalda cuelga un paño
blanco con marcas de dobleces, reminiscente del mantel y los paños litúrgicos de lino
almidonado que reposan sobre el altar y que son utilizados durante el sacramento
de la eucaristía. De la frente y del corazón de la mujer brota leche o ambrosia, lo que
manifiesta su estado de perfección interior. La mesa es un vanitas –una naturaleza
muerta– que incluye una calavera cercenada por la mitad. El desayuno también es un
memento mori y la figurita oriental sobre la mesa es una oferente que ha descubierto
que aquella mesa santa es un paisaje o una “tierra pura” de gigantes.26
En otro lienzo de Luis Alberto León, pintado en el año 2007, se representa el sueño
de un amigo suyo en el que aparece el rostro de santa Rosa de Lima, la patrona del
Nuevo Mundo, como la vera icona o efigie viviente de Jesucristo en Indias (Fig. 13).
Con este prodigio sobrenatural se daba una respuesta onírica perulera al milagro de
la imprimación de la figura de la Virgen de Guadalupe sobre el ayate del indio Juan
Diego en Tepeyac, México. Recientemente, Rafael Pascuale Zamora, en turbadoras
recreaciones barrocas, emplea obras clásicas para mostrar al cuerpo humano como
un envoltorio físico efímero y mortal, sin identidad propia. En su versión neobarroca,
el “yo” forma parte indivisible del envoltorio corporal concebido como un mero “resto”
existencial. En el arte cristiano del Renacimiento italiano se contrasta la “desnudez
resplandeciente” de Adán y Eva –hechos a imagen y semejanza de Dios en el paraí-
so– con los cuerpos envejecidos, afeados y mortales del Adán caído, expulsado del

278
Edén tras el “pecado original”. Incluso los
réprobos tienen rostros y rasgos indivi-
dualizados, pues son los “signos de iden-
tidad” del cuerpo mortal y del “cuerpo
eterno” que resucitará durante el Juicio
Final.27 En la pintura de Pascuale sus per-
sonajes mitológicos, bíblicos e históricos
tienen múltiples extremidades (brazos
y piernas), pero carecen de rostros y
cabezas. Estos cuerpos son literalmente
“masas de piel” humana (dermatinos
onkos), por citar la antigua expresión de
Filón de Alejandría (20 a. C.-45 d. C.). El
lienzo titulado Madre retoma la figura
alegórica de la Caridad del pintor italiano
Guido Reni (1575-1642) para presentarla
como una silueta de mujer sin cara y con
un cuerpo indiferenciado del de sus hijos.
Todos conforman un solo cuerpo cubierto
por la misma piel (Fig. 14).
Con todo ello, queda claro que el arte
barroco contrarreformista que sirvió ini-
cialmente de instrumento de conquista y
evangelización fue “americanizado” en el Perú, a tal punto que se convirtió en una
herramienta de resistencia cultural. Esto explica por qué la cultura barroca rebasa
toda cronología histórica, ya que erosionó, infiltró e incluso interrumpió el proyecto
inconcluso de la modernidad. El imaginario barroco de poder y sus categorías de
percepción siguen plenamente vigentes, tanto así que el neobarroco –por citar a
José Lezama Lima– se ha transformado en un “discurso de contraconquista” y,
hoy por hoy, forma parte de la literatura y de la crítica poscolonial posmodernista
latinoamericana.28 Según Manuel J. Borja-Villel, quien fuera el director del Museo
Nacional Centro de Arte Reina Sofía en Madrid, las relecturas andinas virreinales del
arte europeo inauguraron una “modernidad alternativa”. En su polémica exhibición
titulada “Principio Potosí”, realizada en 2010, planteó que la “otredad” americana
surgió precisamente de la “relación de dominación” conflictiva entre el “centro”
metropolitano y la “periferia colonial”.29 En este contexto, la mímesis –la imitación y
la copia del modelo visual occidental–sirvió de recurso para allanar y simplificar las
diferencias culturales y étnicas entre el conquistador y el conquistado. Sin embargo,
mientras Occidente apostó –desde su mirada lineal y eurocéntrica de la historia– por Fig. 12. Luis Alberto León, Desayuno, 2007
Colección particular, Lima.
una modernidad homogénea y universal para todos, el “indígena” americano quedó
atrapado en su pasado virreinal, entrelazado a su realidad actual. No se alineó a la Fig. 13. Luis Alberto León – Santa Rosa como
retórica dominante de la modernidad, pues con ella se negaba, excluía y silenciaba la vera ícono americana de Cristo, 2017.
Óleo sobre lienzo. Colección particular.
la propia historia diferenciada del indio como actor subalterno, invisibilizado tras la
independencia criolla. Más bien, rechazó con desconfianza la narrativa “totalitaria” Fig. 14. Rafael Pascuale. Madre, 2022
de una “modernidad” impuesta desde afuera de su propia cultura, ya que encontraba Colección particular
en aquella la misma “lógica de la colonialidad” introducida en el Nuevo Mundo con
la conquista española.30

Ramón MUJICA PINILLA 279


Ricardo Kusunoki

El arte desde fuera del arte


Una historia de lo moderno en fragmentos
(Perú, 1900-1940)

C
uando se inició el siglo XX en el Perú, lo “artístico” ya constituía un término de signi-
ficados tan borrosos como prestigiosos y extendidos, una noción inaprensible pero
capaz de transformar el sentido más profundo de objetos y prácticas antiguas, aun
cuando estos parecieran mantener el aspecto de siempre. Lejos de ser el resultado de
un ejercicio vertical del poder, su potente influjo se había consolidado décadas atrás a
través de una multiplicidad de impresos destinados al consumo masivo.1 Así, personas
de diverso origen o formación, desde pintores que estudiaron en Europa hasta otros
que nunca habían salido del país, además de fotógrafos, dibujantes y aficionados de
todo tipo, no sólo consideraban el “arte” como una actividad de excepcional relevancia
(Fig. 1). También la convirtieron en el norte que guiaba sus múltiples y muchas veces
contradictorias expectativas personales. Todos ellos configuraban un amplio hori-
zonte, compuesto por múltiples espacios creativos que conformaban constelaciones
carentes de un centro articulador, y cuya distinta valoración social no sólo respondía
a consideraciones estéticas. En evidente alusión a lo anterior, Luis Eduardo Wuffar-
den remarcaba la necesidad de estudiar el periodo a partir de “tiempos y desarrollos
paralelos, cuya dinámica estuvo definida por expectativas diversas”.2 Sin un lugar que
permitiera su desarrollo autónomo, el “arte” terminaba siendo entendido como una
cualidad y no como una esencia, reconocible tanto en gradaciones diversas como en
objetos dispares. Todo aquel panorama se redefinió simbólicamente a medida que
emergían y se consolidaban ámbitos especializados para el cultivo de las artes, en
Fig. 1. Sebastián Rodríguez. Julia Pastor, un proceso tan exitoso que borró de la memoria el espacio discontinuo de lo “artís-
María Encarna Porras Cosme y mujer no
identificada, ca. 1935-1940. Museo de Arte tico” que había existido antes. Pero tratar de acercarse a aquella discontinuidad no
de Lima. sólo constituye un ejercicio de reconstrucción histórica cuyo resultado inevitable es

281
un relato fragmentado. Al contrastarlas con el protagonismo posterior de la pintura,
las formas que había tomado lo “artístico” antes del surgimiento de un lugar para su
desarrollo permiten entender aspectos claves de la modernidad local. Revelan, sobre
todo, la construcción de un campo artístico que no surgía para apoyar un horizonte
articulado previamente, sino para trastocarlo reubicando tradiciones ya consolidadas
en los márgenes de aquel nuevo “lugar para las artes”.

La imagen moderna como múltiple


Consolidar el protagonismo de la pintura en la escena local requirió construir en torno
a ella los relatos de ruptura que determinan las narrativas habituales de la modernidad
artística internacional. Eso explica la dimensión casi mítica que terminaría adquiriendo
la primera exposición que José Sabogal realizó en Lima, en junio de 1919, tras un largo
viaje formativo fuera del país. Allí exhibió una serie de cuadros que representaban tipos
y vistas del Cuzco tradicional. Aunque en su momento fue elogiada por distintos sectores
de la escena local, la muestra sería descrita como una suerte de acto disruptivo mucho
tiempo después, según lo han advertido Natalia Majluf y Luis Eduardo Wuffarden en
una rápida mirada a los anales oficiales del indigenismo.3 Por lo demás, considerar
la exposición de la Casa Brandes como un punto de quiebre radical solo sería viable
luego de que Sabogal se relacionara con los movimientos de vanguardia. Es decir, tras
la participación del artista en Amauta (1927-1930) –una de las revistas claves de la
intelectualidad latinoamericana más combativa– y su conversión en el “primer pintor
peruano”, términos con los que lo describió José Carlos Mariátegui.4
Lo sintomático es que el propio Sabogal fue quien empezó a construir aquella narra-
tiva de escisión tajante cuando, paradójicamente, ocupaba la dirección interina de
la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA) en pleno gobierno filofascista del general
Luis Sánchez Cerro.5 En 1932, Daniel Hernández había resaltado que el programa
nacionalista asumido por la institución era parte de un gran horizonte surgido tras la
Primera Guerra Mundial, cuando los discursos nacionalistas –y las búsquedas artísticas
en torno a ellos– arraigaron en distintos puntos del globo. Un año después, al poco
tiempo de haber iniciado su interinato, Sabogal convirtió la mención a la coyuntura
global hecha por Hernández en un discurso de ruptura al referirse al “movimiento de
ardiente reencuentro que prendiera en América” y, además, extendió la alusión genérica
al fin de la Gran Guerra a una fecha precisa, 1919, el año de su famosa exposición.6
Si es posible imaginar un punto de arranque para el arte del siglo XX más allá de esa
fractura entre pasado y presente concebida por los indigenistas, quizá sea la autén-
tica multiplicación de papel impreso lo que, a través de una nueva concepción de la
prensa, cambió las formas de producción cultural letrada y comenzó a configurar una
cultura de masas local. Como afirma Carmen Mc Evoy, lo anterior puede entenderse
como una auténtica “eclosión de la palabra escrita”, que entre 1904 y 1919 suplió “la
falta de participación de la intelectualidad mesocrática en la esfera de la economía y
de la política con una actividad intensa en el mundo de las letras”.7 Parte esencial de
aquel proceso, las imágenes adquirieron un nivel de reproductibilidad inédito hasta
ese momento gracias a los avances técnicos y a su inserción en una naciente industria
Fig. 2. Estudio Vargas Hermanos. Retrato editorial concentrada, sobre todo, en Lima. Así, el alarde visual que habían represen-
de grupo, ca. 1920-1930. Museo de Arte
de Lima. tado revistas como El Perú Ilustrado o El Perú Artístico –con su profuso despliegue de
Fotógrafo: Daniel Giannoni. litografías–8 se transformó en cosa del pasado con la introducción del fotograbado,

282
utilizado sistemáticamente por primera vez en 1903 con la aparición de Actualidades.
Esta última publicación también sería un hito en la prensa local al normalizar el pago
a los colaboradores, paso decisivo para la creación de un verdadero mercado de pro-
ducción y consumo cultural.9
Al margen del fracaso o de la corta vida de la mayoría de revistas ilustradas, el espa-
cio creativo que estas habían creado contaba con un entramado empresarial y una
vasta audiencia inexistente para las llamadas Bellas Artes. De ahí que la fotografía y
la “caricatura”, componentes esenciales de aquel formato editorial, se erigiesen como
las principales expresiones artísticas en los distintos niveles de la cultura urbana del
país. La sofisticación que alcanzaron ambos géneros –cuyo desarrollo se sostenía
en su carácter artístico y a la vez comercial– apenas tenía un tímido correlato en la
escultura local, que gozaba de un breve auge gracias al soporte institucional de la
Escuela de Artes y Oficios y a la producción de monumentos públicos.10 El contraste
era mucho mayor en el ámbito de la pintura, por lo general obra de aficionados y tan
carente de espacios de profesionalización como de una demanda verdaderamente
significativa. Todo ello daba forma a una idea de lo “artístico” de límites muy difusos,
lo que se materializaba en un variado espectro de objetos que no solo superaba,
sino también trastocaba el marco tradicional de las Bellas Artes. Como Mirko Lauer
señala, “es una época en que es más fácil hablar de arte en términos genéricos, que
propiamente de pintura”.11
Debido a su naturaleza, la prensa ilustrada reservaba un lugar clave para los fotógrafos,
quienes se encargaban de procurar el atractivo visual a las publica-
ciones e incluso de conducir todo el proceso editorial. Su nuevo papel
actualizaba la figura usual del fotógrafo empresario, cuya capacidad
de conciliar la visión comercial con las aspiraciones artísticas y la in-
novación técnica había permitido el surgimiento de grandes estudios
en varias ciudades del país. La mejor demostración de lo anterior fue
Manuel Moral (Faro, Portugal, 1865-Lima, 1913), dueño de una de las
casas fotográficas más prestigiosas de Lima, quien apostaría decidida-
mente por el formato de la revista ilustrada a través de publicaciones
icónicas como Prisma (1905-1907) y Variedades, esta última fundada
en 1908 y activa hasta 1931.12 Los emprendimientos editoriales de
Moral constituirían una plataforma decisiva para validar la condición
artística de los retratos realizados en su estudio fotográfico. Así, estas
imágenes adquirían el estatuto indiscutido de arte para un público
amplio a través de su multiplicación, en una dinámica que resultaba
inseparable de la pura publicidad comercial.13
Al incluir en sus páginas imágenes que provenían tanto de los grandes
estudios limeños como de corresponsales de todo el país, las revistas
consolidaron la importancia que empezaba a tener la fotografía como
práctica artística en la cultura urbana local. De hecho, como afirma Ma-
jluf, sería fuera de la capital donde la fotografía llegaría a “a apropiarse
plenamente del espacio de lo artístico”.14 En ese panorama destacó
Arequipa, cuya importancia comercial se veía reflejada en la apertura
de grandes estudios fotográficos como el de Max T. Vargas, el de Pedro
Díaz y el de los hermanos Carlos y Miguel Vargas (Fig. 2). Ante el vacío
dejado por la ausencia de profesionalización entre pintores y esculto-

284
res, pero también por la carencia de industrias editoriales
comparables a las de Lima, el binomio autosostenible de
empresa y arte que daba sentido a las casas fotográficas se
convertiría en el soporte crucial para la dinámica cultural de
varias ciudades del país.15 Como si fuese un correlato am-
plificado de las oficinas de redacción de la prensa limeña,
el Estudio Vargas Hermanos reunía a altas personalidades,
escritores y artistas de todo tipo. Todos ellos alternaban en
medio de una calculada puesta en escena donde las foto-
grafías eran exhibidas como objetos rodeados por el aura
de lo artístico, al tiempo que se producían como múltiples
destinados a un consumo cada vez más extendido. Los
grandes estudios también fueron lugar privilegiado para la
formación de jóvenes de distinto origen, quienes aprendie-
ron allí tanto la técnica como una particular comprensión del
arte fotográfico, un bagaje que desplegaron al trasladarse
por pequeños pueblos y ciudades del país.

Mientras los fotógrafos asumían el protagonismo de la


actividad artística urbana fuera de Lima, en la capital
este papel estaría asignado al llamado “caricaturista”,
el tipo de artista que podía convocar las miradas de
una audiencia casi masiva, integrada por los lectores de
todo el país.16 La designación se debía a que una de las
principales funciones de los dibujantes de las revistas
era elaborar imágenes burlescas sobre temas de ac-
tualidad (Figs. 3 y 4). Esta labor convirtió a algunos de
ellos en influyentes comentaristas de la vida política o social. Según anota Osmar Fig. 3. Julio Málaga Grenet. El consejo de
Sancho, 1908. Colección particular, Lima.
González, fueron parte destacada de una prensa que empezaba a configurarse
como “espacio de formación de una opinión pública deliberante”.17 Pero su trabajo Fig. 4. Portada de Variedades, n. 25. Lima,
rebasaba largamente ese registro, pues se desplegaba en portadas decorativas, en 22 de agosto de 1908.
la publicidad, o tomaba la forma de viñetas o ilustraciones para textos literarios o
para las secciones de entretenimiento. La propia idea de “caricatura” se asociaba
con todas estas modalidades de ilustración e implicaba un afán de deformación
distinto del que caracterizaba a los dibujantes de la prensa satírica de fines del
siglo XIX.18 En contraste con estos últimos, cuyo virtuosismo pretendía imitar las
calidades miméticas de la fotografía, el dibujo de prensa “moderno” se ubicaba en
el polo opuesto, ya que perseguía la estilización de las formas. Así, incluso cuando
la aspiración de síntesis de los caricaturistas respondía a la necesidad de crear
imágenes grotescas o humorísticas, encerraba también una sofisticada búsqueda
formal. A ello apuntaba Abraham Valdelomar –la figura emblemática de una joven
intelectualidad forjada en las prensas limeñas– desde su condición de escritor y,
a la vez, dibujante de revistas. En su “Ensayo sobre la caricatura”, publicado en
julio de 1916, describía este género como un “arte nobilísimo, tal vez el más sutil,
el más metafísico, el que eleva más el espíritu, el que más hace pensar. Su misma
simplicidad técnica, su sencillez plástica, la pureza y modestia de sus líneas, la
austeridad de sus colores, convencen que en ella más que una delectación objetiva,
hay una simple y gran tendencia sugerente”.19

Ricardo Kusunoki 285


La ubicuidad de lo “artístico”
La intensidad con que numerosos lectores se sentían cercanos a los dibujantes de las
revistas se vio agudizada por la sensación de que la “caricatura” vindicaba la práctica
del aficionado. Resultado final de un proceso creativo destinado a la impresión, las
caricaturas que aparecían en las páginas de las revistas se ofrecían como un arte de
fácil aprendizaje en la intimidad cotidiana. En ese sentido, pese a los entornos precarios
o las carencias formativas, cualquier persona podía desarrollar una vocación artística
y escoger a sus maestros a través de la copia o imitación de los dibujos impresos. Ese
fue el inicio de la carrera artística de figuras como Jorge Vinatea Reinoso o Alejandro
González Trujillo, conocidos hoy como pintores. Incluso la gran estrella de la caricatura
local, Julio Málaga Grenet, apenas había llevado algunos cursos libres de dibujo antes
de acceder al mundo de la prensa limeña.20 Su posterior éxito internacional corrobo-
raría, además, que las revistas ilustradas no eran un espacio creativo cerrado. Ellas
participaban de un horizonte de circulación de imágenes tan global como el de las
Fig. 5. Jorge Vinatea Reinoso. Autorretrato,
posibilidades laborales de quienes trabajaban en él.
ca 1918-1919. Museo de Arte de Lima.
Aunque en aquel momento fueran parte importante de las exhibiciones locales de
Comité de Formación de Colecciones 2019.
Donación Cristina Ferreyros. arte, tanto la fotografía como la caricatura estaban firmemente emplazadas en las
dos esferas principales de sociabilidad urbana, sin necesitar de un espacio inter-
Fig. 6. Reynaldo Luza. Autorretrato, medio definido únicamente por la noción de “arte”. El destino final de los revelados
ca. 1917-1919. Colección Luis Eduardo
Wuffarden, Lima. en papel de gelatina o de los dibujos –especialmente los elaborados en la intimidad
Fotógrafo: Daniel Giannoni. del aficionado– era la contemplación privada. Pero también podían abandonar esta
condición para convertirse solamente y sin contradicción alguna
en el paso previo a una imagen impresa, a diferencia de la pin-
tura, cuya categoría de original resultaba incuestionable pese a
su reproducción.
La excesiva formalidad que caracterizaba a la pintura de retratos
también explica que la fotografía y la “caricatura” fueran el principal
terreno visual en el que una intelectualidad con ánimos renovado-
res buscara fijar su identidad. Su notoriedad pública no dependía
necesariamente de un origen social o económico privilegiado o
de la pertenencia a alguna institución oficial.21 Así lo evidencian
los autorretratos de Jorge Vinatea Reinoso (Fig. 5) y Reynaldo
Luza (Fig. 6). Aunque entre estos artistas existían diferencias
de distinto orden, sus imágenes giran en torno al mismo ideal:
el del dandy, personaje bohemio y de extremo refinamiento que
poblaba las redacciones de la prensa limeña, mientras fascinaba
a los lectores de las revistas con llamativas apariciones públicas
en cafés o lugares de entretenimiento. Forjados como intelectua-
les en el propio quehacer de la prensa, los mejores escritores y
caricaturistas configuraban una “aristocracia del talento”, erigida
y validada, sobre todo, por el gran público consumidor de una
naciente industria cultural.
Más emblemático aún es el retrato de Valdelomar tomado por
un estudio fotográfico cuzqueño –probablemente el de Manuel
Figueroa Aznar– en 1919. El escritor hizo circular dicha imagen
en pequeñas postales hasta su repentino fallecimiento, acaecido

286
ese mismo año. (Fig. 7) Tanto las prendas que luce –un poncho y un chullo–, como la
pose artificiosa que asume, revelan que su retrato constituye una calculada esceni-
ficación, descrita acertadamente por Gustavo Buntinx como una “suerte de escena
primaria para el indigenismo pictórico”.22 Pero toda aquella teatralidad adquiere
resonancias paralelas al asociarla directamente con “La arcilla del alfarero”, cuento
Fig. 7. Atribuido a Manuel Figueroa Aznar.
Abraham Valdelomar, 1919. Colección que Valdelomar había publicado en Variedades apenas dos años antes.23 El relato
Natalia Majluf, Lima. trata acerca de un ceramista inca que, obsesionado por la necesidad de expresar un
ideal, termina ofreciendo su propia vida para conseguirlo. Autorretrato desplazado
Fig. 8. Estudio Vargas Hermanos. Mario
Chabes, ca. 1922-1925. Museo de Arte del propio Valdelomar, el protagonista de esta narración presenta a los lectores
de Lima. una imagen del artista moderno definida por su condición liminar. Eso explica que
Fotógrafo: Daniel Giannoni.
tanto la historia sobre el ceramista inca –transformada en “El alfarero”– como la
Fig. 9. Anónimo. Ulises Alvinagorta, 1922. fotografía captada en el Cuzco fueran incluidas en Los hijos del Sol, compilación de
Museo de Arte de Lima. cuentos de Valdelomar que se publicó en 1921, dos años después de su muerte.24

288
Al aparecer juntos en aquel libro, la imagen y el relato plantean un juego de espejos
en el que se difuminan las fronteras entre la teatralidad y la introspección.
En su retrato cuzqueño, Valdelomar despliega estrategias similares a las que Mónica
Bernabé identifica en el formato literario de la carta, desarrollado precisamente por
el mismo escritor, en unas prácticas que “al mismo tiempo que simulan un encuentro
privado, se dirigen al público masivo25. En sintonía con lo anterior, aquella imagen
adquiere toda su complejidad dentro de un marco muy preciso, trazado por un pres-
tigioso soporte narrativo y la gran notoriedad pública del retratado, así como por un
despliegue escenográfico tan explícito que no permite dudar de su emplazamiento en
el terreno del “Arte”.
Con todo, el juego de coordenadas era muy distinto para quienes empezaban a labrarse
un lugar en la escena. Aunque de manera tan calculada como la de Valdelomar, ellos
debieron apelar a un registro expresivo bastante diferente para fijar una imagen que
diera cuenta de su condición de intelectuales. Un ejemplo elocuente son cinco retratos
de estudio del poeta Mario Chabes26 que se conservaron en su archivo, realizados
entre 1922 y 1925 en Chincha y Arequipa. Como si fuera un registro estrictamente
documental del giro dado por la intelectualidad en la década de 1920, las imágenes
establecen una secuencia temporal que arranca marcada por el esteticismo decadente
de inicios de siglo, para culminar con una profesión de fe indigenista que recuerda
la de Valdelomar en el Cuzco (Fig. 8). Si bien solo una de ellas llegó a publicarse en

Ricardo Kusunoki 289


una revista, el conjunto debió haber sido pensado por Chabes como una herramienta Figs. 10. Anónimo. Serie de retratos de
Nicanor Rivera Cáceres, ca. 1920-1925.
clave para construir su propia comunidad intelectual obsequiando retratos a amigos y
Museo de Arte de Lima.
contactos, gracias a la relativa facilidad de obtener varios positivos en tamaño postal.27
Pero la composición y el revelado de algunas de esas fotografías también evidencian
una plena conciencia de las posibilidades expresivas inherentes a un formato tan co-
mercial. La intensidad con que la imagen de Chabes interpela al espectador responde
tanto a una composición concentrada en el rostro como a las pequeñas dimensiones
que el retrato alcanza en el proceso final. A su vez, mientras el fotógrafo difumina
sutilmente los perfiles de la imagen, le otorga una consistencia casi táctil a través del
grano del revelado, con lo que genera una aguda sensación de intimidad basada en
la tensión entre lejanía e inmediatez.
Apelar a la idea de una cercanía extrema que, al mismo tiempo, está potencialmente diri-
gida a una amplia audiencia, es una estrategia que se despliega con mayor complejidad
en los retratos de dos jóvenes que, significativamente, estaban muy interesados en la
fotografía, al punto que sus imágenes podrían constituir verdaderos autorretratos. Uno
de ellos es el jaujino Ulises Alvinagorta, quien tiempo después trabajó como fotógrafo
(Fig. 9). Tomado hacia 1922, su retrato resulta de una excepcionalidad probablemente
asociada con las pretensiones artísticas de Alvinagorta, quien, el año siguiente, se
inscribió en el curso de dibujo de una institución nueva: la Escuela Nacional de Bellas
Artes, que había comenzado a funcionar en 1919.28 Con la inusual decisión de lucir el
torso desnudo, este joven parece querer corporizar, en sí mismo, el aura de lo artístico,
pero a través de los ideales andróginos de belleza provenientes de la cultura masiva
del cine. Por lo demás, en su capacidad para combinar intimismo y reproductibilidad,
la postal se convierte en un terreno fértil para la mirada autorreflexiva, como también
lo sugieren las copias de un mismo retrato de Nicanor Rivera Cáceres, todas conser-
vadas entre los papeles de este pedagogo arequipeño (Fig. 10). El conjunto parece
canalizar una exploración introspectiva que, aprovechando la facilidad de multiplicar
una misma imagen, quiere capturar distintos registros de la personalidad del retratado
por medio de la aplicación final de color.

El nuevo centro de las artes


Los pequeños formatos suelen hacer olvidar la trascendencia que tienen muchas
fotografías de tamaño postal, caricaturas e ilustraciones. Estos objetos y otros de una
fragilidad similar son las creaciones estéticas de una cultura urbana redefinida por la
multiplicación cada vez mayor de las imágenes. De hecho, es imposible pensar en la
construcción de un campo artístico en el siglo XX alrededor de la pintura sin tener en
cuenta sus relaciones con el surgimiento de una cultura masificada, ya sea en térmi-
nos de diálogo, paralelismo o abierta oposición. A mediados de la década de 1910,
Teófilo Castillo, el crítico más influyente del periodo, lamentaba que toda una joven
generación iniciase sus escarceos artísticos a través de la caricatura política. Al aludir
a la trayectoria de Julio Málaga Grenet, afirmó que “si en vez de concretarse, aquí, a
la traducción deformada de la máscara física […] hubiera tomado la paleta y ejercitá-
dose en ella, evidentemente a estas horas él sería algo más que un caricaturista”.29
Un malestar similar le generaba el interés creciente por la fotografía iluminada al óleo,
que a veces era exhibida en alternancia directa con la pintura. Al no mediar ninguna
separación entre ellas, se terminaba de diluir la frontera que el comentarista buscaba
trazar para defender el “verdadero” arte.30

Ricardo Kusunoki 291


Pero el propio Castillo había librado sus principales batallas en el mismo terreno
que los caricaturistas y los fotógrafos. El artista llegó a Lima hacia 1905 y, casi
de inmediato, se encargó de realizar foto-óleos para la Casa Courret, así como de
la edición artística y de la ilustración de la revista Actualidades, propiedad de su
hermano Julio Alberto.31 Una década después, Castillo ya había redefinido su figura
pública al convertirse en el crítico de arte más acreditado de la prensa local, en cuyas
páginas también aparecían sus pinturas de formato menor. Incluso, sus ambiciosas
composiciones de tema colonial, que por lo general no reprodujo en medios impresos,
podían asumir audaces formatos que recordaban los recursos gráficos de las revistas
(Fig. 11). Con un colorido que parecía pensado para su reproducción mecánica en
tricromía, estos cuadros tampoco constituían auténticos ejercicios de reconstrucción
histórica destinados a especialistas. En realidad, su potencia visual descansaba en
la capacidad de Castillo para apelar creativamente a los lugares comunes sobre
el pasado de la ciudad compartidos por el gran público32. Así, aunque el artista
reclamaba el prestigio de las “bellas artes” para sus cuadros, su verdadera hazaña
fue crear, de forma convincente, un universo visual sobre la Lima colonial dentro de
las coordenadas fijadas por una naciente cultura masificada.33 La ausencia de un
campo artístico diferenciado no hacía más que llevar al extremo un proceso también
presente en Europa, donde la pintura académica alimentaba constantemente a la
gráfica comercial (Fig. 12).
Con sus evocaciones históricas, Castillo planteaba una respuesta muy personal a lo
que consideraba como dos necesidades acuciantes del país: instaurar una concepción
jerárquica de las bellas artes y promover la búsqueda de un “arte nacional”. De ahí que
elogiara efusivamente la exposición de tipos y vistas del Cuzco presentada por José
Sabogal en la Casa Brandes de Lima, en junio de 1919. El crítico quedó impresionado
con la factura de los cuadros, cuyo lenguaje resultaba novedoso para la provinciana
escena local. Pero juzgó aún más importante que este despliegue formal estuviera
dirigido a la plasmación de un carácter “absolutamente nacional, racial, en paisajes
y figuras”.34 Como señalan Majluf y Wuffarden, aunque varias de las obras exhibidas
mostraban tipos “indígenas”, la concepción de país que enarbolaba Sabogal en aquel
momento coincidía con el hispanismo imperante en la escena local.35 Un anónimo
intelectual cuzqueño resumía ese ideal identitario en 1923, al defender la primacía
cultural de su ciudad, “donde la sangre que circula por nuestras venas es la sangre
legendaria que nos legaron los hijos de Iberia i los del Sol, sin mezcla de otras”.36 Por
tanto, la principal novedad que ofreció Sabogal fue el hecho de convertir a los tipos
y vistas del Cuzco en algo más que asuntos locales pintorescos. En sus cuadros, el
pintor omitía representar aspectos de la vida moderna de la ciudad, como si aquella
se hubiera mantenido casi inalterada durante siglos, en una inamovilidad que –su-
puestamente- preservaba en toda su “pureza” las “esencias” de lo nacional. De este
modo, las imágenes cuzqueñas terminaban transfiguradas en símbolos del ideal de
“raza” que poblaban la imaginación de Castillo y sus coetáneos, uno en el que –como
ha subrayado Majluf– lo “nacional” se concibe como una esencia cultural atemporal
y permanente.37
Los elogios de Castillo y de otras figuras de la escena limeña sugieren que el principal
aporte de la exposición de la Casa Brandes fue mostrar las posibilidades discursivas
de la pintura para insertarse con autoridad (la de la concepción tradicional de las
Bellas Artes) en el centro del debate intelectual. Pero esta participación se vería con-

292
dicionada por dos acontecimientos que
ocurrieron casi paralelamente a aquella
famosa exhibición. El primero fue la
apertura del primer centro de formación
artística profesional instaurado en el país,
la Escuela Nacional de Bellas Artes, que
había sido fundada apenas unos meses
antes, en setiembre de 1918. El otro, el
inicio del segundo gobierno de Augusto B.
Leguía, quien se mantendría once años en
el poder de manera autoritaria, aunque
gracias a una habilidad política excepcio-
nal, capaz de ganarle una ancha base de
respaldo público.
La agenda modernizadora de Leguía
contribuyó a crear, decisivamente, un
vasto horizonte nacionalista en el que
también se desplegaron las expectativas
de la intelectualidad local. Revelando una
plena conciencia de lo que sucedía a su
alrededor, el pintor Daniel Hernández –di-
rector de la ENBA– incorporó rápidamente
a Sabogal en el equipo docente de la
institución.38 Este sería uno de los varios
factores que hicieron de la ENBA un espa-
cio clave de interacción entre el Gobierno
y una joven generación renovadora, lo
que a su vez garantizaba “el estableci-
miento de una jerarquía escalafonaria en
el medio artístico”.39 En esa perspectiva,
lejos de oponerse a ella, Hernández debió pensar que la actitud de Sabogal estaba Fig. 11. Teófilo Castillo. La muerte del conde
de Nieva, 1918. Museo Central, Lima.
estrechamente relacionada con una práctica académica tradicional, ya que producir
imágenes de lo “nacional” remitía a las funciones oficiales que las Bellas Artes –con Fig. 12. Daniel Hernández. Afiche del papel de
mayúscula– debían cumplir en el marco de un sólido proyecto estatal. fumar Job, ca. 1900. Museo de Arte de Lima.
Comité de Formación de Colecciones 2020.
En 1925, el poeta Alberto Guillén resumía las transformaciones sufridas por la es- Fotografía: Daniel Giannoni.
cena limeña en los seis años previos comentando que “hasta la llegada de Sabogal
hubo entre nosotros epidemia de malagrenetismo”.40 Apuntaba así a un relevo que
no guarda relación con los lugares comunes en torno a la superación de un lenguaje
académico por otro “moderno”. Guillén se refería al impulso crucial que la presencia
de Sabogal había dado para la búsqueda de un arte nacional, un papel que –aunque
no se mencionara explícitamente– hubiera sido inconcebible sin el respaldo institu-
cional que le proporcionaba la ENBA. De ahí que el comentario pueda entenderse
en un sentido más amplio, al implicar –de forma sutil, pero explícita– que las artes
locales habían desplazado su foco de atención desde la caricatura –asociada con la
cultura del aficionado, la reproductibilidad y la demanda comercial– hacia la pintura,
una actividad que requería de profesionalización, defendía el valor de la obra única y
se apoyaba en la protección estatal.

Ricardo Kusunoki 293


Las paradojas de un “arte nacional”
Los discursos de ruptura articulados por el indigenis-
mo omiten señalar que Hernández sería una figura
tan determinante como Sabogal en la consolidación
de un horizonte artístico nacionalista. Como señala
Wuffarden, el director de la ENBA no solo permitió,
“sino que promovió explícitamente el surgimiento de
un arte de carácter ‘nacional’”.41 Sus enseñanzas del
oficio, respetuosas de la individualidad de cada alum-
no, también serían fundamentales para que la pintura
local adquiriese verdadera relevancia estética. A ello
se sumaba su destreza para crear un calculado equi-
librio de poderes entre él y los otros dos profesores
más importantes de la institución: Sabogal y Manuel
Piqueras Cotolí, español encargado de la sección de
escultura. Pero, junto con su capacidad para promo-
ver consensos, Hernández logró convertir a la ENBA
en un lugar donde podían confluir las necesidades
del Estado y las aspiraciones de una intelectualidad
combativa, dos instancias con frecuencia enfrenta-
das. El director lo consiguió apelando precisamente
a su formación tradicional, auspiciando un ideal del
“justo medio”, tanto en lo que respecta a los lenguajes
artísticos como a los temas que se abordaban en la
escuela. Estas reglas de juego crearon un espacio
cuya autonomía descansaba en la omisión de todo
aquello que supusiera entrar en conflicto con el Go-
bierno, proceso en el que la búsqueda de un “arte
nacional” tomó el cariz de una práctica académica
orientada a la conformación de prototipos ideales
(Figs. 13, 14 y 15).42 Al mismo tiempo, renunciar a la
representación de las contingencias locales permitió
que los pintores movieran sus fichas hacia un terreno
considerado, incluso en términos políticos, como más
trascendente: la definición de una identidad para la
“nación”.
Pese a su exitoso posicionamiento inicial, la pintura
“peruana” desarrollada al interior de la ENBA encerra-
ba una contradicción más profunda. Aun en términos
artísticos, una coherente formulación de lo “nacional”
requería, paradójicamente, trascender el ámbito
especializado de la institución o el propio debate
intelectual para instalarse como un sentido común
en un espacio masivo. Es muy difícil saber cuál fue
el alcance público real de las imágenes creadas por
los pintores vinculados a la escuela. Sin duda, este
Fig. 13. José Sabogal. La Santusa, 1928. Fig. 15. Julia Codesido. Vendedora
Museo de Arte de Lima. Donación Manuel ayacuchana, ca. 1927. Museo de Arte de Lima.
Cisneros Sánchez y Teresa Blondet de Cisneros. Comité de Formación de Colecciones 2017.
Fotógrafo: Daniel Giannoni. Fotógrafo: Daniel Giannoni.

Fig. 14. Justina Velarde. Estudio de mujer,


ca. 1927. Museo de Arte de Lima. Comité de
Formación de Colecciones 2021. Donación
Muriel Clémens.
Fotógrafo: Daniel Giannoni.

Ricardo Kusunoki 295


Fig 16. Diego Goyzueta. Las dos ñustas.
Portada de Mundial, n. 326.
Lima, 10 de septiembre de 1926.

Fig. 17. Anónimo ayacuchano. Unión


eclesiástica de Cuzco y Huamanga, ca. 1943.
Colección Barbosa Stern, Lima.

Fig. 18. Elena Izcue. Bocetos para el Salón


de arte incaico, en el Museo Nacional, 1921.
Museo de Arte de Lima. Donación
Elba de Izcue Jordán.

Fig. 19. Antonino Espinosa Saldaña /


Litografía y Tip. Carlos Fabbri.
Afiche de los Juegos florales, 1924.
Museo de Arte de Lima. Donación Colección
Petrus y Verónica Fernandini.
Fotógrafo: Daniel Giannoni.

fue mucho menor que el del trabajo de fotógrafos como Martín Chambi, que aparecían
en los órganos de prensa de mayor circulación, o, incluso, el de aquellas formas más
convencionales adoptadas por el nacionalismo artístico, ensayadas en las portadas
de las revistas por figuras como Diego Goyzueta, cuyas Dos ñustas dejaron ecos en
distintos puntos del país (Fig. 16 y 17)43. Asimismo, por muy atemporal e inmutable
que se concibiese la identidad de la nación, esta debía constituir una herramienta
pragmática para atender a las necesidades coyunturales de una colectividad grande
y diversa. De ahí que la ENBA también asumiera un papel destacado en la redefini-
ción de la gráfica local, sin importar que su curricula oficial no incluyera ningún curso
especializado sobre este género. Para ello sería esencial el estudio y utilización del

296
diseño precolombino, un campo que había empezado a ser explorado por creadores
de distinta procedencia desde la década de 1910, pero que solo alcanzaría verdadero
protagonismo público con la labor de los profesores y alumnos de la ENBA (Fig. 18a,
b).44 Gracias a su capacidad para aludir, mediante un simple ícono, a un pasado inme-
morial a través de lenguajes que podían considerarse de signo moderno, los motivos
precolombinos configuraban símbolos perfectos para una nación que se imaginaba
arraigada en un tiempo milenario, a la par que buscaba proyectarse hacia una era
futura de progreso. Por lo demás, la singularidad de las formas prehispánicas también
parecía simbolizar la propia idea de lo nacional como una identidad cultural cerrada
y plenamente diferenciable (Fig. 19).
Implicados en la afirmación del nuevo “lugar para las artes” y conscientes de las limita-
ciones de ese mismo espacio, varios artistas se esforzaron por que la ENBA ejerciese
una influencia significativamente mayor mediante el cumplimiento de una función

Ricardo Kusunoki 297


Fig. 20. Nicanor Rivera Cáceres. Trabajos paralela: la de la pedagogía artística escolar. La posición jerárquica que debía ocupar
del Centro Escolar 961 de Mollendo,
ca. 1928-1931. Colección particular, Lima.
la pintura de temas peruanos no solo exigía construir sentidos comunes en la escuela
acerca de lo “verdaderamente” nacional; la enseñanza en los centros educativos tam-
Fig. 21. Anónimo. Trabajadores en asiento bién se vislumbraba como el único destino apropiado para los numerosos alumnos
minero de la sierra central peruana,
ca. 1905-1915. Museo de Arte de Lima.
de la institución que, por las propias limitaciones del campo artístico, no pudieran
desarrollar una carrera como pintores o escultores. Además –lo que era aún más im-
Fig. 22. Mariano Inés Flores. Mate azucarero portante–, se trataba de la única forma en que, sin abandonar la aparente neutralidad
dedicado a José Sabogal, 1930.
Museo de Arte de Lima. Donación Natalia
de las idealizadas imágenes de lo “nacional”, la búsqueda de un arte “peruano” podía
Majluf en reconocimiento a Luis Eduardo adquirir un rol social efectivo al generar un movimiento artístico realmente colectivo.
Wuffarden. Como afirmaba Sabogal ya en 1934, dos años después de su nombramiento como
director de la ENBA:

“Para lograrlo amplio y fuerte, como lo presentimos, es necesario que la Escuela


de Bellas Artes irradie en las escuelas infantiles y en los colegios de segunda
enseñanza de la República, con sus huestes de artistas egresados, y los que
irán egresando”.45

Pese a sus intenciones, Sabogal jamás llegó a proyectar orgánicamente la sombra de


la ENBA sobre la enseñanza escolar. Convertir el arte en una herramienta de transfor-
mación social a través de la escuela solo sería objeto de iniciativas individuales, como
la emprendida a fines de la década de 1920 por el normalista Nicanor Rivera Cáceres.
Instalado en Mollendo, Cáceres trabajaría con sus alumnos apelando a un universo
visual formulado apenas unos años antes, que incluía desde el Arte peruano en la
escuela de Elena Izcue hasta la xilografía de la vanguardia indigenista surandina (Fig.
20). No obstante, sin la capacidad para articular “un vigoroso florecimiento artístico” a
partir de las redes educativas del Estado, la idea de un arte colectivo quedaría ligada

298
al “arte popular”, concepto que Sabogal había contribuido a definir. A lo largo de ese
proceso, emprendido de forma sostenida desde los años treinta, numerosas tradiciones
artísticas de alcance esencialmente regional –como los mates de la sierra central, los
retablos de pasta de Huamanga o los toros de cerámica de Pupuja– se transformaron
en símbolos de lo “nacional”, insertándose en un espacio nuevo y paralelo al del “lugar
de las artes” presidido por la pintura.46
Aunque emplazadas en un ámbito creativo distinto –el “popular”–, aquellas produccio-
nes regionales fueron asumidas como arte en la medida en que sustentaban ficciones
equivalentes a las que daban forma al campo artístico oficial en el horizonte naciona-
lista. Es significativo que el término no se utilizara para designar prácticas que, como
la fotografía o el dibujo, podían ser ejercidas por un público más amplio. Entender lo
“popular” como la expresión de una autenticidad colectiva que superaba toda contin-
gencia resultaba similar a las pretensiones de un arte “culto” que intentaba expresar,
sobre todo, las esencias atemporales de la nación. Así, aunque Sabogal replicaría, en
su trabajo gráfico, varios motivos tomados de mates burilados, omitió todos aquellos
que aludían a las transformaciones tecnológicas que se producían en los contextos
rurales de la sierra central (Fig. 22). Tampoco le interesó dar cuenta sistemática de los
radicales procesos de modernización a los que se enfrentaba aquella misma región
como consecuencia de la actividad minera (Fig. 21). Su idea de “pueblo” asociada al
término “arte popular” poseía una acepción esencialmente cultural, tan desligada de
significados políticos explícitos como su búsqueda paralela de un arte moderno capaz
de expresar una identidad “peruana”.
Al iniciarse la década de 1940, cuando las pretensiones nacionalistas de la pintura
que había sido formulada al interior de la ENBA sufrían un radical cuestiona-
miento, las llamadas “artes populares” serían asumidas como la única
expresión indiscutible de un arte peruano “auténtico”. Muchos
artífices regionales consolidaban este objetivo creando un
idealizado mundo rural que parecía cada vez más real
al ser descrito repetitivamente, como si se tratase
de la demostración colectiva de una verdad.
Aunque estas imágenes podían reiterar
fórmulas antiguas, se instalaban de lleno
en la modernidad por omitir, de forma
calculada, toda referencia a un presen-
te lleno de transformaciones. Igual de
importante era la recreación constan-
te de tipologías como el llamado toro
de Pucará, cuyas formas icónicas le
permitían simbolizar el ideal de una
cultura propia e inconfundible, en la
que se juntan pasado y presente. Más
aún, mientras su aspecto reivindicaba
un saber considerado como premoder-
no, se convertía en emblema comunitario
gracias a una multiplicación masiva, ya sea
como objetos destinados al mercado urbano
o como íconos de una cultura de masas local.

Ricardo Kusunoki 299


El lugar de lo experimental
En su consolidación, el campo artístico
no solo terminaría configurando un es-
pacio paralelo alrededor de la noción
de “arte popular”. También estableció
una dicotomía similar entre las preten-
siones de trascendencia concedidas a la
pintura y las tentativas más audaces de
experimentación, pese a que la idea de
ruptura constante articulaba los relatos
sobre la modernidad local. Este proceso
fue gatillado, en gran medida, por la inte-
racción entre la ENBA como nuevo centro
de las artes y las expresiones artísticas
que habían quedado en sus márgenes.
Entre 1919 y 1923 pasaron por sus aulas
artistas de distintas generaciones que
habían trabajado como dibujantes (entre
ellos, Manuel Alcántara La Torre, Alejandro
González Trujillo, Emilio Goyburu, Carlos
Quízpez Asín, Juan Marcos Sarrín, Manuel
Seoane y Jorge Vinatea Reinoso), algunos
de los cuales entraron allí para dedicarse
a la pintura.47 Pero, para quienes decidie-
ron proseguir su carrera de dibujantes, la
ENBA ofrecía algo más que complementar
una formación autodidacta. Su ingreso a
la institución los confrontaba con dinámi-
cas nuevas para la creación artística, las
cuales contrastaban radicalmente con un
tipo de producción expuesto a situaciones
de contingencia y caducidad como las
que suelen suscitarse en el ámbito de la
Fig. 23. Emilio Goyburu. Sin título, 1928. prensa. Ante esas circunstancias, germinó un ideal de trascendencia cuya importan-
Museo de Arte de Lima. Donación Luis
cia sería mayor para los dibujantes, toda vez que la caricatura había dejado de ser
Eduardo Wuffarden en memoria de Francisco
Stastny. una herramienta clave en el debate político tras el clima represivo instaurado por el
gobierno de Leguía. Así, en 1928, el ilustrador Víctor Morey quería contrarrestar el
carácter efímero del trabajo de los ilustradores con una Feria Nacional de Dibujan-
tes.48 Su intención era que los dibujos se convirtiesen en objeto de un coleccionismo
artístico mayor apelando a su condición de “originales”, una lógica que contrastaba
con lo ocurrido en las dos primeras décadas del siglo, cuando la reproductibilidad
había prevalecido como el principal sustento del protagonismo artístico que habían
adquirido algunos ilustradores.
Aunque apenas transcurrió una veintena de años desde que irrumpiera como parte de
la circulación globalizada de imágenes, el dibujo de prensa constituía una verdadera
tradición local. En una dinámica que negaba la oposición usual entre lo “propio” y lo
“cosmopolita”, sus artistas se reconocían como integrantes de una misma genealogía

300
desarrollada en las revistas limeñas, aun cuando mantuvieran un diálogo constante
con referencias visuales que provenían de la prensa internacional. Se explica así
que Julio Málaga Grenet fuera homenajeado tanto por la novecentista Stylo49 (1920)
–revista editada por los más talentosos dibujantes jóvenes del periodo– como en
las páginas de Presente: periódico inactual50 (1931), que difundía un sector de la
vanguardia local. A lo largo de los once años que mediaban entre ambas publicacio-
nes, los dibujantes habían explorado distintas posibilidades de un horizonte creativo
que consideraban exclusivamente suyo (sobre todo luego de que este quedara fuera
del marco de la ENBA) y que consistía en expresar lo “moderno”. Un objetivo que, a
los ojos de un creciente público lector, tomaba formas siempre cambiantes a través
del desfile de transformaciones tecnológicas, sociales y culturales que registraba la
prensa. De ahí que la caricatura y la vanguardia acabaran conformando los desa-
rrollos extremos de un espacio creativo común, lo que Morey resaltaba al proponer
que en la Feria Nacional de Dibujantes alternasen las arriesgadas composiciones de
Emilio Goyburu o Carlos Raygada con las caricaturas de Alcántara La Torre y Jorge
Holguín Lavalle.51
Aunque una parte significativa de las obras en clave vanguardista realizadas por
dibujantes locales fuera concebida como piezas definitivas y no como pasos previos
para una impresión, se siguió recurriendo a las revistas como principal soporte para
emplazarse frente un público. Al no contar con un espacio que no fuera el de la prensa,
casi todas ellas desaparecieron y dejaron su reproducción impresa como único rastro.
Su propia materialidad –tinta, gouache o acuarela sobre papel– también daba cuenta
del ámbito en el que habían surgido. Pero la relación con el dibujo gráfico resultaba
aún más profunda, ya que señalaba una particular manera de entender la modernidad
artística. En 1927, el dibujante Emilio Goyburu enarbolaba una clara comprensión de
la autonomía del concepto plástico por sobre la representación mimética de la realidad
al defender la propuesta que el escultor español José de Creeft presentó para el monu-
mento a Jorge Chávez.52 En su trayectoria artística esta posición programática tomaba
la forma de un intercambio entre el bagaje de un ilustrador local y la comprensión de
la vanguardia internacional como un espacio donde, simultáneamente, circulaban
lenguajes modernos muy diferentes entre sí (Fig. 23). El diálogo con aquellos modelos
era más creativo en la medida en que, sin ninguna contradicción o jerarquía previa,
se entremezclaba una vanguardia hoy considerada canónica con las expresiones más
innovadoras de la gráfica comercial.
Tras la caída de Leguía, en medio de un clima convulso que solo se iría acrecentando,
Goyburu colaboró con Presente, aquel “periódico inactual” convertido en uno de los
últimos reductos de una combativa intelectualidad joven. Es probable que los dibujos
que reprodujo allí, hoy desaparecidos, fueran las últimas composiciones de vanguardia
que realizara.53 Aquellos alternaban con pinturas y grabados de Sabogal y sus seguido-
res, pero también con las obras de un colectivo de aficionados al dibujo compuesto por
poetas, escritores y artistas, entre los que destacaban José María Eguren, Isajara, José
Jiménez Borja y Antonino Espinosa Saldaña.54 La primera y única exhibición pública de
aquel grupo, presentada en junio de 1931, asumió el elocuente título de Exposición de
Independientes Peruanos.55 A diferencia del movimiento que surgió tiempo después
para atacar el liderazgo de Sabogal en la ENBA, estos “independientes” no reclamaban
ninguna participación en el entramado institucional de las artes locales.56 Reivindica-
ban la autonomía que, ya lejos del meollo de lo artístico, había determinado el trabajo

Ricardo Kusunoki 301


de los dibujantes locales menos conven-
cionales. Pero su ideal de independencia
no era el de la militante vanguardia a la
que pertenecía Goyburu, sino otro, muy
distinto, estrictamente relacionado con
la expresión intimista de la individualidad.
Como inadvertido y efímero espacio de
relevo entre dos concepciones dispares de
lo moderno, Presente también evidencia-
ba que la búsqueda de experimentación
vehiculada a través del dibujo dejaba de
articularse en un ámbito propiamente
dicho como el del periodismo. A la desa-
parición de las principales revistas locales,
debido a la represión ordenada por Luis
Sánchez Cerro, se sumó un cambio más
profundo en la visualidad de la prensa.57
Ante la ausencia de aquel soporte clave,
la posibilidad de imaginar una explícita
genealogía local de indagaciones visuales
cedió paso a la acumulación de experien-
cias individuales y aisladas, aunque sobre
ellas se advertía la sombra de un horizonte
común formulado previamente. En 1933,
como parte de su segunda exposición
individual, Antonino Espinosa Saldaña
–antiguo alumno de dibujo de la ENBA–
presentó una serie de “interpretaciones
Fig. 24. Antonino Espinosa Saldaña. plásticas” de piezas musicales. Casi todas adoptaban la forma de paisajes simbólicos,
“Boléro” de Maurice Ravel (interpretación
plástica), 1933. Museo de Arte de Lima.
salvo la dedicada al Bolero de Maurice Ravel (Fig. 24). Resuelta como una composición
Donación Colección Petrus y Verónica puramente geométrica que sugiere el ritmo repetitivo de su fuente de inspiración, lleva
Fernandini. al extremo una de las modalidades creativas de la ilustración gráfica: componer un
Fotógrafo: Daniel Giannoni.
correlato visual para un referente de orden distinto. Aquella operación aparentemente
Fig. 25. Fernando de Szyszlo. Niño robando sencilla adquiere la complejidad de un lenguaje no figurativo, un “arte expresionista”
fruta, 1948. Colección Vicente de Szyszlo,
que, en palabras de Espinosa, “gusta de intelectualizar plásticamente, las ideas, los
Lima.
Fotógrafo: Alicia Benavides. sentimientos y las emociones innúmeras que crea la realidad en nosotros”.58

Más de una década después de la exposición de Espinosa, incluso cuando la propia


ENBA empezaba a acusar la irrupción de nuevos lenguajes internacionales, el joven
poeta Jorge Eduardo Eielson obvió la pintura local al buscar motivos de inspiración
para sus primeros ensayos artísticos. Prefirió volver la mirada sobre las inquietantes
imágenes producidas por la escritora Helena Aramburú Lecaros, quien –como Eielson
en aquel momento– era una dibujante aficionada59. En tanto había participado en
la Exposición de Independientes Peruanos de 1931, Aramburú permitía establecer
una desconcertante línea de continuidad con una comprensión muy local de lo que
constituía un arte experimental, definido tanto por su lenguaje y su técnica como por
su propia consistencia material.

302
El arte fuera del arte
En julio de 1949, Fernando de Szyszlo se enfrentó a los
límites que demarcaban la configuración del campo artís-
tico cuando inauguró su segunda muestra individual en la
Galería de Lima. Carente de entrenamiento profesional,
pero con una amplia cultura humanista, Szyszlo manifes-
taba en aquella exhibición una firme voluntad de dialogar
con prestigiosos referentes del arte moderno internacional
que, en ese momento, solamente conocía a través de
publicaciones (Fig. 25). Carlos Raygada, el crítico más
reputado de entonces, calificó la exposición como “una
suerte de glosa de cuanto se ha producido en las afanosas
persecuciones de originalidad a todo trance a la que los
pintores de vanguardia aplicaron su maestría”.60 Pero no
puso en duda el evidente talento del joven pintor ni la idea
de “destruir lo establecido para crear nuevos modos de
expresión plástica”. Dirigió su atención a las dimensiones
de los cuadros expuestos, afirmando que “un deseo de ex-
perimentar formas raras y composiciones abstractas sería
mucho más cauto iniciarlo con los medios modestos del
cartón a la gouache o de la acuarela en breves dimensio-
nes”.61 Dibujante de avanzada en los años veinte y crítico
promotor de la obra de Sabogal y de sus discípulos en la
década siguiente, Raygada defendía una comprensión de
lo moderno que él mismo había contribuido a articular.
Aunque a fines de los años 40 el indigenismo ya había
sido desplazado de la propia ENBA, la pintura de caballete
seguía siendo considerada como un punto de llegada y no
como un espacio de ruptura. No se trataba de una voluntad
formalista basada en la mera asimilación de los desarro-
llos más académicos del modernismo internacional. Aquella particular aspiración de
“trascendencia” se había consolidado por medio de dinámicas esencialmente locales,
de modo que la búsqueda radical de ruptura no era concebida como algo inherente
a la modernidad artística, sino como una actividad paralela cuya fragilidad material
parecía condenarla a dejar un rastro casi imperceptible. En un proceso similar, también
quedaban fuera del Arte –con mayúsculas- aquellas fotos, dibujos e imágenes impresas
que habían anclado en la vida cotidiana un ideal difuso, pero ampliamente extendido,
de lo artístico. En un consenso compartido durante varias décadas por indigenistas y
modernistas, imaginar un arte “popular” significó la búsqueda de una autenticidad que,
como todo arte trascendente, debía eludir cualquier diálogo explícito con las contin-
gencias de una esfera pública. Tan excluyente como pretendidamente atemporal, esta
lógica terminó dando lugar a un inacabable juego de oposiciones. Tiempo después,
llegaría al extremo de intentar marcar fronteras precisas en un terreno aparentemente
inclusivo, diferenciando entre lo “puramente” artesanal y lo que debía considerarse
como un “verdadero” arte popular. Así, aun cuando se imaginase permeable a todo
lo que lo rodeaba, el espacio moderno de las artes había de ser siempre un lugar con
límites, una posibilidad y una trampa62.

Ricardo Kusunoki 303


El fracaso de la pintura 19. Salazar Bondy, 1955.
Ensayo sobre una idea del siglo XX 20. Ríos, 1951: [17-18].21 En los primeros tiempos de for-
Natalia Majluf mación del Patronato la institución que proyecta no
1. Laso, 1859: 75-82. Agradezco a José Carlos de la Puen- tiene nombre preciso, pero los directivos y la prensa se
te, Ricardo Kusunoki y Mijail Mitrovic por sus diversos refieren constantemente a la necesaria creación de un
aportes para la conclusión de este texto. museo de “bellas artes”. Véase, por ejemplo, “Empeza-
2. Buntinx y Wuffarden, 2005: 22. rán a organizar Museo de Bellas Artes”, El Comercio,
3. Sobre las distinciones que forman las colecciones de Lima, 14 de octubre de 1956.
bellas artes véase Malosetti, 2014. Véase también la 22 Contrato constitutivo y estatutos del Patronato de las
evaluación que hace Daniel Hernández de las obras de Artes, Lima, 3 de junio de 1954, 8-9. Museo de Arte de
la colección municipal en 1925, resumida en Buntinx y Lima, Archivo institucional, A101.04.01.
Wuffarden, 2005: 27. 23. Majluf, 2021.
4. Buntinx y Wuffarden, 2005: 31. 24. La prensa de la época se refiere al nuevo museo in-
5. En entrevista con César Francisco Macera en Macera distintamente como “museo de las artes”, “museo
1941, [8–9]. de bellas artes” y “museo de arte”, que es el nombre
6. Mariátegui, 1928, s. p. que quedaría. En una encuesta realizada por el diario
7. Cossío del Pomar, 1928: 243-245. El Comercio en 1956, Javier Prado Heudebert proyec-
taba que el museo debería dar prioridad a la pintura,
8. Jochamowitz, 1949, viii. El tomo se centró, sobre todo,
“pues teniendo un largo y suntuoso periodo colonial,
en los pintores del siglo XIX, aunque abarcó, entre los
la extraordinaria Escuela Cuzqueña de gran originali-
pintores del XX, a Daniel Hernández y a su discípulo,
dad, belleza y cultura en la primera época Republica-
Jorge Vinatea Reinoso, todos artistas con producción
na y posteriormente en gran vigor, con Lazo, Merino,
anterior a 1930.
Hernández, Baca Flor, etc. Tenemos muestras valiosí-
9. Ríos, 1946: 22.
simas de tallas, muebles y platería que completarían
10. Ríos, 1946: 38, 72. la presentación del Museo”. Véase “Urgente necesidad
11. Es interesante recoger la perspectiva de Ríos unos cultural: un Museo de Bellas Artes”, El Dominical, su-
años más tarde, en el contexto de la polémica con Fer- plemento de El Comercio, Lima, 26 de agosto de 1956.
nando de Szyszlo, donde afirma que “en el Perú Con- 25. Borea, 2017. Véase también Kusunoki y Majluf, 2019.
temporáneo todavía no se ha llegado a crear un arte Esa dicotomía ha persistido en el tiempo, al punto que
propio… Hay pintores pero no se puede decir que exista la única institución estatal que se ha ocupado seria-
una Escuela Peruana”. Véase Ríos, 1951a, 8. mente de la formación de colecciones en el campo del
12. Pereira, 1942. arte –o casi en cualquier campo– es el Museo Central
13. Cuaderno manuscrito, octubre de 1945, Fondo José Sa- del Banco Central de Reserva, que es autónomo y no
bogal, Archivo de Arte Peruano, ES59. En la primera pági- depende del Ministerio de Cultura.
na, el encabezado reza: “Apuntes para resolver el impase 26. En 1956 un joven Stastny, recién egresado de la Uni-
sobre asunto de arte en el Perú. Octubre de 1945”. versidad de San Marcos, conoció a Alfred Westholm,
14. Sabogal, en entrevista con César Francisco Macera, en director del Museo de Gotemburgo, llegado a Lima con
Macera 1941, [8–9]. el equipo encargado por la Unesco de asesorar en la
15. El Museo Nacional, tal como estaba definido a me- creación del nuevo museo de arte. Dada la necesidad
diados de siglo, estaba dedicado a la arqueología y de formar profesionales para el museo, Stastny recibe
la historia. Hay que precisar, además, que las colec- apoyo, aparentemente para estudiar conservación en
ciones arqueológicas del Estado se consolidaron solo Europa. Realizó una estancia en Suecia en 1957, para
en 1924 con la adquisición de la colección de Víctor pasar luego a l’École du Louvre y concluir su recorri-
Larco Herrera. do en el Warburg Institute, donde estudia entre 1962
16. Szyszlo, 1951: 3. Sobre este y otros debates modernis- y 1963. Los datos biográficos son tomados de Rose
tas, véase Kusunoki, 2011. Véanse también, del mismo 2013, 13-16. Sobre su trabajo en conservación y su pa-
autor, las fichas que documentan detalladamente el de- pel en la creación del primer taller de conservación del
bate en el sitio web “Documents of Latin American and Perú, véase “Laboratorio de restauración obsequiado a
Latino Art” del International Center for the Arts of the Museo de Arte será dirigido por especialista”, El Comer-
Americas, Museum of Fine Arts, Houston. cio, Lima, 18 de julio de 1963.
17. Moll y Szyszlo, 1952: 28-29. 27. Allí obtendría también Stastny sus títulos de licenciado
18. La narrativa de Szyszlo implícitamente sugiere que su y de doctor en 1969. Para una minuciosa historia insti-
obra vendría a materializar la pintura en el Perú, de la tucional, véase Ramos Chang 2007.
Atril. Detalle. Marcos del Carpio. misma forma en que Sabogal se había imaginado a sí 28. Hay que regresar a la década de 1930 para encontrar
1740-1750. Colección particular. Arequipa. mismo como culminación de la tradición local. un antecedente comparable en la exposición retrospec-

305
tiva de Francisco Laso organizada por José Flores Aráoz 57. Cisneros Sánchez, 1975; Buntinx y Wuffarden, 1987. 9. Antonio de Oviedo y Herrera, Vida de la Esclarecida
en la Sociedad Entre Nous. 58. El interés por la plástica del sur andino y por los crea- Virgen Santa Rosa de Santa María, Natural de Lima, Y
29. Stastny, 1967: 10. dores o tipologías de origen indígena ha dominado el Patrona del Perú. Poema Heroyco. En la Imprenta Real
30. Stastny, 1967: [7]. trabajo de autores como José de Mesa y Teresa Gisbert, de el Superior Gobierno, de los Herederos de la Viuda
31. Ugarte Eléspuru, 1970: 18. Pablo Macera y Tom Cummins. Mientras que el estudio de Miguel de Rivera Calderón, 1729. Canto Duodézimo,
del arte limeño, por ejemplo, solo ha merecido atención XXXVII- XCI.
32. Evoca a Basadre en su prólogo al libro, tomado de un
en años recientes. 10. Efraín Kristal, “Fábulas clásicas y neoplatónicas en los
texto de 1962, así como en su conclusión. Véase Ugar-
59. Véase el texto de Ricardo Kusunoki en este tomo. Comentarios reales de los Incas”, en Homenaje a José
te Eléspuru, 1970,:13, 153.
Durand. Luis Cortés (ed.). Verbum, Madrid, 1993: 7-59.
33. Ugarte Eléspuru, 1970: 206-207.
11. Graziano Gasparini, “La arquitectura barroca latinoa-
34. Barrig, 1975: 53-56. Sobre los proyectos gráficos del ¿Copias u originales? mericana: una persuasiva retórica provincial”, en Sim-
Gobierno militar véase Cant 2012; Mitrovic, 2019: 69- La geografía de la exclusión en las dinámicas posio Internazionale sul Barroco Latino Americano,
75. culturales entre el grabado europeo y la pintura Roma 21/24, Aprile, 1980: 389. Para Palm, incluso
35. Instituto Nacional de Cultura 1977. La política fue re- virreinal peruana si los artistas nacidos en la metrópolis se alejaban de
dactada en 1975 por el Consejo General de Cultura, in- Ramón Mujica Pinilla esta y perdían contacto con su “tradición cultural viva”,
tegrado por José B. Adolph, Jorge Díaz Herrera, Alberto 1. Jorge Alberto Manrique, “La estampa como fuente del terminarían por sufrir las “consecuencias” de este “ais-
Escobar, Carlos Jiménez, Luis Alberto Ratto, José Rivero arte en la Nueva España”, en Anales, 50 (1982): 55-60. lamiento provincial”. Erwin Walter Palm, “Introducción
y José Tola Pasquel. Quiero agradecer muy especialmente a Diego Paitán al arte colonial”, en Cuadernos Americanos, 16/92: 2
36. Para demostrar el desarraigo, Núñez Ureta incluye Leonardo por ayudarme a ubicar muchas de las fuentes (México, 1957): 158-167.
como anexo a su introducción una nómina de artistas bibliográficas que le solicité para este estudio. 12. Aaron M. Hyman, Rubens in Repeat. The Logic of the
peruanos del XIX con el número de años en que estuvie- 2. Véase Werner Thomas y Eddy Stolls (eds.), Un mundo Copy in Colonial Latin America. Getty Research Institu-
ron ausentes del país. Véase Ñúñez Ureta, 1975: 25. sobre papel. Libros y grabados flamencos en el imperio te, Los Angeles, 2021.
37. Ñúñez Ureta, 1975: 21. hispanoportugués (siglos XVI-XVIII). Acco Lovaina/La 13. Véase Maria H. Loh, “New and Improved: Repetition as
38. Núñez Ureta, 1976: 17-18. Haya, 2009. Originality in Italian Baroque Practice and Theory”, en
39. Ñúñez Ureta, 1975: 21. 3. Hiroshige Okada, “«Golden Compasses»” on the Shores The Art Bulletin, vol. 86, 3 (Sep. 2004): 477-504.
40. Macera, 1975. Es necesario aclarar que el texto, resul- of Lake Titicaca: The Appropiation of European Visual 14. Véase Roger Benjamin, “Recovering Authors: The Mo-
tado de una serie de viajes de estudio realizados entre Culture and the Patronage of Art by an Indigenous Ca- dern Copy, Copy Exhibitions and Matisse”, en Art His-
1965 y 1972, precede al texto de Núñez Ureta. cique in the Colonial Andes”, en Memoirs of the Gra- tory, vol. 12, 2 (June 1989): 176-201.
duated School of Letters, Osaka University, 51 (2011):
41. Acaso sea posible ver en este argumento acerca de 15. Véase Didier Coste, “Romanticismo y universalización
87-111.
la articulación la influencia de la propuesta teórica de de la originalidad”. Conferencia pública. Escuela de
Lauer, 1976.42 Macera, 1979. 4. Homi K. Bhabha, The Location of Culture. London and Graduados, Universitat Pompeu Fabra, Barcelona (8 de
New York, 2008: 121-131. mayo de 1995): 1-11.
43. La idea queda claramente graficada en el título de su
texto sobre “Arte y lucha social. Los murales de Ambaná 5. Ramón Mujica Pinilla, “De centros y periferias: del gra- 16. Emilio Harth-terré y Alberto Márquez Abanto, “Pinturas
bado europeo al lienzo virreinal peruano”, en De Am- y pintores en Lima virreinal”, en Revista del Archivo Na-
(Bolivia)”. Véase Macera 1981a.
beres al Cuzco. El grabado europeo como fuente del cional del Perú, tomo XXVII, entregas I y II (Lima, 1963):
44. Mitrovic Pease, 2019: 85-88.
arte virreinal. Cécile Michaud y José Torres Della Pina 38-46. Para un análisis sobre esta polémica en el gre-
45. Majluf, 2004: 56. (eds.). Centro Cultural de la Pontificia Universidad Cató- mio de los pintores, véase Gabriela Siracusano, “Para
46. La bibliografía sobre la problemática del “arte popular” lica del Perú, Lima, 2009: 71-82. Maarten Van de Gu- copiar las «buenas pinturas». Problemas gremiales en
es extensa. Entre algunos estudios recientes véanse: chte, “Invention and Assimilation. European Engravings un estudio de caso a mediados del siglo XVII en Lima”,
Borea, 2017; Borea y Germaná [2008], 2017; Kusuno- as Models for the Drawings of Felipe Guaman Poma de en Manierismo y transición al Barroco. Memoria del III
ki y Majluf, 2019; Lauer [1982], 2023; Mitrovic, 2019. Ayala”, en Guaman Poma de Ayala. The Colonial Art of Encuentro Internacional sobre Barroco. Unión Latina,
Para las fuentes primarias véase la selección comenta- an Andean Author, Americas Society, New York. 1992: La Paz, 2005: 131-139.
da de Gabriela Germaná en el sitio web “Documents of 92-109. Véase Beatriz Carolina Peña Núñez, Los incas
17. Harth-terré y Márquez Abanto, op. Cit: 49.
Latin American and Latino Art” del International Center alzados de Vilcabamba en la Primera Historia (1590)
for the Arts of the Americas, Museum of Fine Arts, Hous- 18. Christopher L. C. E. Witcombe, Copyright in the Renais-
de Martín de Murúa. Eunsa (Ediciones Universidad de
ton. sance. Prints and the Privilegio in the Sixteenth-Century
Navarra S. A.), Pamplona, 2018: 223-245.
Venice and Rome. Brill, Boston, 2004: 81-85.
47. Lauer, 1976: 13-15. 6. Véase Teresa Gisbert y José de Mesa, Arquitectura an-
19. Véase el agudo ensayo de María H. Loh, Titian Remade.
48. Véase Lauer, 1976: 28 y Mitrovic, 2023: 17. Para una dina. Historia y análisis. Colección Arzáns y Vela. La Paz,
Repetition and the Transformation of Early Modern Ita-
lectura de esa idea en el trabajo conjunto de Lauer y 1985: 234-243.
lian Art. Getty Research Institute, Los Angeles, 2007.
Rita Eder véase también Mitrovic, 2023: 35-37. 7. Véase Carolyn S. Dean, “Copied Carts: Spanish Prints
20. Ramón Gutiérrez, “Los gremios y academias en la pro-
49. Aunque el autor encargaría la toma a un fotógrafo pro- and Colonial Peruvian Paintings”, en The Art Bulletin,
ducción del arte colonial”, en Pintura, escultura y artes
fesional, Carlos “Chino” Domínguez. La casa, que ya vol. 78, 1 (Mar. 1996): 98-110. Para un análisis pre-
útiles en Iberoamérica, 1500-1825. Ramón Gutiérrez
no existe, se ubicaba en la avenida Prescott, entre 2 cursor y determinante de esta serie pictórica cuzqueña
(coord.). Cátedra, Madrid, 1995: 25-50.
de Mayo y la avenida Javier Prado, en el límite de San véase, de la misma autora, Inca Bodies and The Body
Isidro. Información proporcionada por Mirko Lauer en of Christ. Corpus Christi in Colonial Cuzco, Peru. Duke 21. Daniel L. Heiple, Mechanical Imagery In Spanish Gol-
conversación telefónica, 10 de noviembre de 2023. University Press, Durham and London, 1999. También, den Age Poetry. Studia Humanitatis, Maryland, 1983:
Luis Eduardo Wuffarden, “Piadoso Cuzco. El Corpus 6-8.
50. Miró Quesada, 1984: 203.
de Santa Ana”, en Franco María Ricci, 32, octubre de 22. Raymond Klibansky, Erwin Panofsky, Fritz Saxl, Saturno
51. Majluf, 2022.
1996: 69-108. y la melancolía. Estudios de historia de la filosofía de la
52. Stastny, 1981. naturaleza, la religión y el arte. Alianza, Madrid, 2012:
8. Para una discusión sobre los ángeles arcabuceros véa-
53. Los recuentos historiográficos son todavía escasos. 239-267.
se Ramón Mujica Pinilla, Ángeles apócrifos en la Amé-
Véase, entre otros, Cohen-Aponte, 2016-2017; Mitrovic, 23. Rona Goffen, “Signatures: inscribing identity in Italian
rica virreinal. Segunda edición, corregida y ampliada.
2023. Renaissance Art”, en Viator, 32, 2001: 303-370.
Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1996.
54. Véase, por ejemplo, Mundy y Hyman, 2015. Del mismo autor, “El Renacimiento inca virreinal: su 24. Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, Historia de la Villa
55. El Banco Popular alcanzó a publicar cuatro tomos de arte, emblemas imperiales y teología política”, en Arte Imperial de Potosí. Lewis Hanke y Gunnar Mendoza
su serie “Pintores peruanos”, dedicados a Fernando de imperial inca. Sus orígenes y transformaciones. Desde (eds.). Tomo III. Brown University Press, Providence,
Szyszlo (1979), Sérvulo Gutiérrez (1980), Tilsa Tsuchiya la conquista hasta la independencia. Ramón Mujica Pi- 1965: 430. Según el Planctus indorum christianorum
(1981) y Gerardo Chávez (1982). nilla (coord.). Colección Arte y Tesoros del Perú. Banco in America peruntina (1751) –una relación apocalíptica
56. Macera, 1981; Razzeto, 1982. de Crédito del Perú, Lima, 2020: 197-237. atribuida al mestizo de sangre real fray Calixto de San

306
José Túpac Inca y al indio visionario Antonio Garro–, inferior. Tampoco son suficientes los términos “centro” de donde recibe el ser de verdadera nobleza”. Vicente
no para todos los indios era tarea sencilla ejercer el y “periferia”, que implican una jerarquía. También tie- Carducho, Diálogos de la pintura. Edición dirigida por
arte de la pintura, pese a sus habilidades manuales. ne sus inconvenientes “híbrido”, pues implícitamente D. G. Cruzada Villaamil. Madrid, 1865: 93. En su obra
Las autoridades borbónicas del Perú solo los contrata- se opone a lo puro y no adulterado”; véase Jonathan póstuma Arte de la pintura (1649), Francisco Pacheco
ban para los “oficios mecánicos” (sastres, zapateros, Brown, Reflexiones de un hispanista a la sombra de Vé- (1564-1644) declara que el fin supremo de la pintura
carpinteros, herreros y leñadores) y los que llegaban lazquez. Cátedra Museo del Prado. Museo Nacional del era alcanzar la “bienaventuranza”, porque el pintor
a ser pintores y plateros seguían siendo tratados so- Prado, Madrid, 2015: 165-171. cristiano debía usar su arte para apartar a los hombres
cialmente como parte de la “plebe ínfima”; véase José 39. Véase Thomas DaCosta Kaufmann, Towards a Geogra- de los vicios y moverlos a la “obediencia y sujeción de
María Navarro, Una denuncia profética desde el Perú phy of Art. Chicago University Press, Chicago, 2004 y Dios”. Francisco Pacheco, Arte de la pintura. Edición, in-
a mediados del siglo XVIII. El Planctus indorum chris- José María Lassalle, “Americanizar el Prado y España”, troducción y notas de Bonaventura Bassegoda i Hugas.
tianorum in America peruntina. Fondo Editorial de la en Letras Libres, 244 (enero de 2022): 31-35. Cátedra, Madrid, 1990: 249-253.
Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima, 2001: 40. Javier Portús, El concepto de pintura española. Histo- 49. De hecho, al referirse a los pintores “al servicio de
199-200. ria de un problema. II Premio Juan Andrés de Ensayo Dios [y de su majestad] en este reyno”, Guaman Poma
25. Harth-terré y Márquez Abanto, op. cit.: 49. e Investigación en Ciencias Humanas (2011). Verbum, alegaba –citando a los tratadistas europeos de la pin-
26. Susan Verdi Webster, Lettered Artists and The Lan- Madrid, 2012: 131-134. tura– que este arte liberal era un arte practicado por
guage of Empire. Painters and the Profession in Early príncipes y emperadores. Por ello, no podía caer en
41. Juan Pimentel, “América, el continente sumergido”, dia-
Colonial Quito. The University of Texas Press, Austin, manos de pintores o “buenos oficiales” que mascaran
rio El País, 14 de enero del 2022. Iván Panduro Sáez,
2017. Los artífices americanos no eran mera mano de coca o incurrieran en borracheras. Las “santas hechu-
“El culto al significado del arte en el Perú, en Quiroga,
obra (“masas [anónimas] de indios obreros”). Muchos ras” –que incluían los retratos de santos e imágenes
15 (enero-junio, 2019): 96-113.
de ellos ostentaban títulos profesionales, diseñaban del Juicio Final y de las penas del infierno– tenían por
42. Javier Portús, El concepto de Pintura Española. Historia objetivo dirigir las conciencias a la piedad, mientras
y dirigían la construcción de iglesias y retablos; véase
de un problema. Editorial Verbum, Madrid 2012: 133. que la embriaguez –así el pintor fuera español– era la
también Susan V. Webster, Quito, ciudad de maestros:
arquitectos, edificios y urbanismo en el largo siglo XVII. 43. Tom Cummins, “Desde el arte inca hasta el arte colo- puerta de entrada a la idolatría. Felipe Guaman Poma
Universidad Central del Ecuador, Quito, 2012. nial: de lo abstracto a lo figurativo”, en Arte imperial de Ayala, El Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno.
inca. Sus orígenes y transformaciones desde la con- Edición crítica de John V. Murra y Rolena Adorno. Siglo
27. Véase Rafael Ramos Sosa, Arte festivo en Lima virreinal
quista a la independencia. Colección Arte y Tesoros del Veintiuno editores, Ciudad de México, 1992: 636. No es
(siglos XVI-XVII). Junta de Andalucía, España, 1992: 98-
Perú. Banco de Crédito del Perú, Lima, 2020: 95. accidental que este dibujante indígena, siguiendo las
106.
44. Barbara E. Mundy y Aaron M. Hyman, “Out of The Sha- convenciones iconográficas europeas, se autorretrata-
28. Josephe de Mugaburu y Francisco de Mugaburu, Diario
dow of Vasari: Towards a New Model of the «Artist» in se ofreciéndole su carta-crónica ilustrada al rey Felipe
de Lima (1640-1694). Tomo II. Lima, 1935: 34.
Colonial Latin America”, en Colonial Latin American Re- III. Le escribe como “autor” cristiano y “príncipe” empa-
29. Véase Siete memoriales españoles en defensa del arte view, vol. 24, 3 (2015): 283-317. rentado con la dinastía inca. Se dice “testigo de vista”
de la pintura. Antonio Sánchez Jiménez y Adrián J. Sáez y un legítimo portavoz andino que alterna con la aristo-
45. Luis Eduardo Wuffarden, “Imágenes en defensa del
(eds.). Iberoamericana Vervuert, Madrid-Frankfurt, cracia inca. Hijo de padres indígenas conversos, tiene
dogma: el grabado religioso, entre la Contrarreforma y
2018. un hermano mestizo llamado don Martín de Ayala –un
la Ilustración”, en De Amberes al Cusco. El grabado eu-
30. Francisco Ruiz Cano y Saenz Galeano, Lima Gozosa: “cacique principal”– que a los doce años abrazó la vida
ropeo como fuente del arte virreinal. Cécile Michaud y
descripción de las festibas demonstraciones, con que de “santo hermitaño”. Este último es quien lo inspira
José Torres Della Pina (eds.). Colección Barbosa-Stern.
esta ciudad, capital de la América Meridional celebró a escribir su crónica moralizadora (o “espejo de prínci-
Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del
la Real Proclamación de el Nombre Augusto del Católi- pes”) “al servicio de Dios y de su majestad”. Véase Ro-
Perú, Lima, 2009: 23-35.
co Monarcha el Señor Don Carlos III. Lima, 1760, fols. cío Quispe-Agnoli, “Yo y el Otro: identidad y alteridad en
133-137. 46. Baron de Henrion, Historia general de las misiones des-
la Nueva Corónica y Buen Gobierno”, en MLN (Hispanic
de el siglo XIII hasta nuestros días. Barcelona, 1863,
31. Véase Ricardo Kusunoki Rodríguez, “«La reina de las Issue), vol. 119, 2 (March 2004): 226-251.
vol. 2: 108.
artes»: pintura y cultura letrada en Lima (1750-1800)”, 50. Gwladys Le Cuff, “Le Péché originel de Marco
en Illapa, 7 (diciembre de 2010): 56-57. 47. Carmen Fernández-Salvador, “Uses of Tridentine Artis-
d’Oggiono et la réécriture immaculiste de la Genése par
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versity. Harvard University Press, Cambridge, 1979: 27. 48. Ya en De la pintura antigua (1548), el tratadista Fran- burgo y el imaginario artístico de Lepanto (1430-1700).
cisco de Holanda aseveraba que Dios fue el primer Segunda edición. Biblioteca Postestas. Universitat Jau-
33. Stephen J. Campbell, The Endless Periphery: Towards a
pintor que ideó y materializó el cosmos, creando el me I, Castelló de la Plana, 2018: 379-380.
Geopolitics of Art in Lorenzo Lotto´s Italy. The University
mundo en el gran lienzo del universo. Por ello, al pintor
of Chicago Press, Chicago and London, 2019. 52. Luis Antonio Eguiguren, Diccionario histórico-cronológi-
cristiano –como mediador entre el mundo humano y el
34. Antonio Palomino de Castro y Velasco, El museo pictóri- co de la Real y Pontificia Universidad de San Marcos
divino– le tocaba visibilizar con sus pinturas el ámbito
co y escala óptica. Aguilar, Madrid, 1947: 1032. y sus colegios. Tomo III. Imprenta Torres Aguirre 1951,
transcendente de las imágenes celestes. Es así que in-
35. George Kubler, The Shape of Time. Yale University Lima: 250.
vitaba a los artistas a que leyeran su tratado y a que,
Press, New Haven, 1962: 115. antes de pintar imágenes sagradas, hicieran “grande 53. Francisco Pacheco, op. cit.: 252-258.
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la retórica”, en Armitano Arte, 3 (abril de 1983): 22-48. gracia y privilegio diere, que él con grande reverencia y on the Gospels. Volume I: The Infancy Narratives. Trans-
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et. al. Fomento Cultural Banamex, A. C., México, 1997: y no se descuide, y también se conozca a si que es de Exercises and their Contribution to Modern Introspecti-
23-27. tierra, porque entre los otros hombres no se levante en ve Subjetivity”, en Catholic Historical Review , vol. 99, 4
38. Brown señaló: “Como hispanista, tenía en el subcons- soberbia”. Véase Francisco de Holanda, De la pintura (October 2013): 649-674.
ciente la idea de que la pintura colonial era muy inferior antigua y El diálogo de la pintura. Versión castellana de 56. María Concepción García Sáiz, “Las «imágenes de la
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deos: yo era entonces un ignorante […]. Colonial impli- 93-96. Vicente Carducho, en sus Diálogos de la pintura en Ayacucho (Perú)”, en Cuadernos de Arte Colonial, 4
ca la dominación y subordinación de un territorio y sus (1633), es del mismo parecer. Cita al obispo de Albano (1988): 43-65.
habitantes, que son así dependientes de sus conquis- (italiano) Gabriel Paleoto (m. 1597), para sostener que 57. Ramón Mujica Pinilla, “El arte y los sermones”, en El
tadores. Una vez que se acepta ese camino, el resto la “pintura cristiana es un género de oblación, y con- Barroco peruano. Tomo I. Colección Arte y Tesoros del
viene dado: el destino final es “derivado” y por lo tanto secuentemente mira y tiene por objeto al mismo Dios Perú. Banco de Crédito del Perú, Lima, 2002: 219-313.

NOTAS 307
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resultó fundamental para tejer una red incipiente de
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terial a lo simbólico en las prácticas culturales andinas. 77. Pedro Guibovich Pérez, “«Mal obispo o mártir» . El obis-
consumo de aquellos, así como para identificar los ras-
Siglos XVI-XVIII. Fondo de Cultura Económica, Buenos po Mollinedo y el Cabildo eclesiástico del Cuzco, 1673-
gos de una identidad nacional en términos artísticos. A
Aires, 2005: 166. 1699”, en La Venida del Reino. Religión, evangelización
partir de la década del cuarenta, a estos interrogantes
y cultura en América. Siglos XVI-XX. Gabriela Ramos
67. Tito Yupanqui le había prometido a Dios “dar a su pue- se sumó la pregunta por el significado y los posibles
(comp.). Centro de Estudios Regionales Andinos Barto-
blo una Imagen de la Virgen que fuese de su mano” lazos entre las imágenes producidas en el virreinato del
lomé de Las Casas, Cuzco, 1994: 163-164.
y cuando “trató de dorarla, después de muchos des- Perú y los sentidos de aquellas que habían conformado
78. Véase Carmen Ruiz de Pardo, Joya del arte colonial cuz- el universo visual prehispánico. Figuras como Francisco
precios y pesares, que españoles, e indios le decían,
queño. Catálogo iconográfico de la iglesia de Huanoqui- Stastny, Héctor Schenone, José de Mesa, Teresa Gis-
juzgando, que era locura, querer ser maestro escultor,
te. Lima, 2004. bert y Santiago Sebastián se destacaron en esa pers-
quien no había sido aprendiz; ignorando, que era sobe-
rano impulso el que movía su afecto; pues […] formó 79. Ibid.: 172. pectiva. En las últimas décadas, los aportes de trabajos
Dios, artífice divino, con su mano y buril lo que al indio 80. Ramón Mujica Pinilla, “El arte y los sermones”, en El Ba- como los de Tom Cummins, Ramón Mujica Pinilla, Luisa
le faltó en el arte; pues para acabar el mismo Dios la rroco peruano. Colección Arte y Tesoros del Perú. Banco Elena Alcalá, entre tantos otros, han otorgado espesura
obra escogió escultor ignorante, no sin misterio: porque de Crédito del Perú, Lima, 2002: 284. a la valoración de las producciones de este periodo. Si-
si saliera de las manos del indio, admirable el retrato 81. Jesús María González de Zárate, Emblemas regio-polí- racusano, Gabriela y Agustina Rodríguez Romero (eds.).
de esta esclarecida Virgen, si en su hechura hubiera ticos de Juan de Solórzano. Ediciones Tuero, Madrid, Materia americana. El cuerpo de las imágenes hispa-
empleado el resto el mayor artífice, pensara el mundo 1987: 49-50. Véase también Ramón Mujica Pinilla, “Es- noamericanas (siglos XVI a mediados del XIX). Buenos
que lo humano negociaba las devociones de su madre, paña eucarística y sus reinos: el Santísimo Sacramento Aires: EDUNTREF, 2020: 9-16.
y quiso su divina sabiduría, que lo milagroso llevaba como culto y tópico iconográfico de la monarquía”, en 4. Siracusano, Gabriela. Héctor Schenone. Szir, Sandra
las almas, y lo prodigioso solicitase repetidas aclama- Pintura de los reinos. Identidades compartidas. Territo- y Amalia García (eds.). Entre la academia y la crítica:
ciones de cultos, y veneraciones; véase Alonso Ramos rios del mundo hispánico, siglos XVI-XVIII. Juana Gutié- la construcción discursiva y disciplinar de la historia
Gavilán, Historia del Santuario de Nuestra Señora de rrez Haces (coord.). Fomento Cultural Banamex, Ciudad del arte. Argentina-siglo XX. Buenos Aires: EDUNTREF,
Copacabana. Transcripción, nota del editor e índices de de México, 2009: 1098-1167. 2017. (ISBN 9789874151223)
Ignacio Prado Pastor. Lima, 1988: 217-233. 82. Héctor Schenone, Santa María. Iconografia del arte 5. Kopytoff, Igor. La biografía cultural de las cosas: la mer-
68. “El rostro muy de doncella, y agraciado, y con la sin- colonial. Fondo de la Universidad Católica Argentina, cantilización como proceso. Appadurai, A. (ed.). La vida
gular hermosura que la perfeccionó el Cielo: su color Buenos Aires, 2008: 311. social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercan-
ordinario entre trigueño, y pardo, casi como el de los 83. Horacio Villanueva Urteaga, “Los Mollinedo y el arte del cías. México: Editorial Grijalbo, 1991. Gosden, Chris
indios, pero más claro, y blanco. En él se halla una con- Cuzco colonial”, en Boletín del Instituto Riva Agüero, 16 and Yvonne Marshall. The cultural biography of objects.
tinuada maravilla, que no sé de cual retrato de María se (1989): 214. World Archaeology, vol. 31, n.o 2 (1999): 169-178.
refiera en toda la cristiandad: nadie la mira que acabe 84. Schenone, op. cit.: 283. Ver también Suzanne L. 6. Ver Siracusano, Gabriela. Mundos mínimos. Navegando
de penetrar la grandeza, que en sí encierra aquel ros- Stratton-Pruitt, “The King in Cuzco. Bishop Mollinedo`s por los meandros de la materialidad. El giro material.
tro sobrenatural”, en Antonio de la Calancha, Crónica Portraits of Charles II”, en Art in Spain and the Hispa- Actas del XLIV Coloquio del Instituto de Investigaciones
moralizada [1638]. Transcripción, estudio crítico, notas nic World. Essays in Honor of Jonathan Brown. Sarah Estéticas. México: UNAM, 2021. En prensa.
bibliográficas e índices de Ignacio Prado Pastor. Lima, Schroth (ed.). Center for Spain in America, Paul Holber- 7. Ver Siracusano, Gabriela y Agustina Rodríguez Romero
1974. ton Publishing, 2010: 305-321. (eds.), op. cit.

308
8. Existe una versión inglesa sobre algunos de los temas 22. Ver Pillsbury, Joanne; Potts, Timothy and Kim Richter 34. Barba, Álvaro Alonso. El arte de los metales. Madrid:
de este apartado. Ver Siracusano, Gabriela. Materiality (eds.). Golden Kingdoms. Luxury Arts in the Ancient s/d, 1640. Libro I, cap. XXIX: 50.
between mind and hands: some approaches to native Americas. Los Angeles: J. Paul Getty Museum and The 35. Rúa Landa, C; Sepúlveda, M.; Gutiérrez, S.; Cárcamo-
creativity in Colonial South American. Jorge Rivas Pé- Getty Research Institute, 2017. Vega, J. J.; Surco-Luque, J.; Campos-Vallette, M.; Guz-
rez (ed.). Materiality. Making Spanish America. Mayer 23. Entre los relatos sobre lo que encontraron en el tem- mán, F.; Conti, P. & Pereira, M. Raman identification of
Center Symposium XVIII. Readings in Latin American plo del sol, con su jardín de oro y plata, se destaca pigments in wall paintings of the Colonial period from
Studies. Denver: Denver Art Museum, 2020: 105-118. la mirada teológica y providencialista de Santa Cruz Bolivian churches in the Ruta de La Plata. Conservation
9. Cobo, Bernabé. Historia del Nuevo Mundo. [1653]. Se- Pachacuti, quien no solo describió su interior, todo cu- Science Cultural Heritage. Vol. 17 (2017): 117–135.
villa: Sociedad de Bibliófilos Andaluces, 1892. Tomo III, bierto de oro, sino también lo dibujó. Guaman Poma Tomasini, Eugenia; Costantini, Ilaria; Careaga, Valeria;
libro XI, cap. V: 29. de Ayala también refiere lo mismo: “todas las paredes Rúa Landa, C; Castro, K.; Madariaga, J. M.; Maier, M. &
10. “vulgarmente llamamos ingenio una fuerza natural de alto y bajo estana uarnecida de oro finicimo” (folio Siracusano, G. Identification of pigments and binders of
entendimiento investigadora de lo que por razón y dis- 262). a 17th century mural painting (Bolivia). New report on
curso se puede alcanzar en todo género de ciencias, 24. Guaman Poma de Ayala. El primer nueva corónica y pigments associated with Andean minerals. Journal of
disciplinas, artes liberales, y mecánica, sutilezas, inven- buen gobierno [1615]. John V. Murra y Rolena Adorno Cultural Heritage. Vol. 62 (July-August 2023): 206-216.
ciones y engaños […]”. Covarrubias y Orozco, Sebastián. (eds.). México: Siglo XXI, 1980, p. 611 [625] y 612 https://doi.org/10.1016/j.culher.2023.05.030. Ver
Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid: Luis [626]). también Siracusano, G. y Rodríguez Romero, A. (eds.),
Sánchez, 1611, folio 78r. 25. Careaga, V. P.; Blanco Guerrero, A.; Siracusano, G. and op. cit.: 261-271. Siracusano, Gabriela: “(…) all of it
11. Acosta, José de. Historia natural y moral de las Indias. Maier, M. S. High performance liquid chromatography green, which is pleasure to look at it”. The uses of green
Sevilla: Juan de León (impr.), 1590. Libro VI, cap. 14: as a micro-destructive technique for the identification pigments in South American artistic practices. Fowler,
419 of anthraquinone red dyestuffs in cultural heritage ob- Caroline and Ittai Weinryb (eds.). Pigment. Princeton:
jects. Chemical Teaching International (2023). https:// Princeton University Press. En prensa.
12. Sobre este caso ver Siracusano, Gabriela. Mary´s
Green Brilliance: the case of the Virgin of Copacaba- doi.org/10.1515/cti-2022-0018 Careaga, V. P.; Frecia 36. Los pintores indígenas y mestizos de obradores como
na. Álvarez, Mari-Tere and Charlene Black Villaseñor. Maudet, G.; Castellanos Rodríguez, Diana M.; Siracusa- los de Cuzco o Potosí supieron aplicar con mucho in-
Art and Trade in the Age of Global Encounters, 1492- no, G. y Maier, M. S. La técnica pictórica en la pintura genio estos pigmentos, conociendo sus virtudes, pero
1800. The Journal of interdisciplinary history, 2014; mural de la iglesia colonial de Orurillo (Perú). Bibliogra- también sus riesgos de degradación si se los sometía
Eugenia P. Tomasini, Fernando Marte, Valeria P. Care- phica Americana 17: 17-24. Buenos Aires (ISSN 1668- a medios ácidos. Estos conocimientos fueron adquiri-
aga, Carlos Rúa Landa, Gabriela Siracusano and Mar- 3684). Ver también nota 32. dos, con el tiempo, por todos aquellos dedicados a la
ta S. Maier. Virtuous colors for Mary. Identification of 26 Arzáns de Orsúa y Vela, Bartolomé. Historia de la Villa práctica de producción de imágenes y demás objetos
lapis lazuli, smalt and cochineal in the Andean colonial Imperial de Potosí. Lewis Hanke y Gunnar Mendoza pintados en el virreinato. También merece la pena se-
image of Our Lady of Copacabana (Bolivia). Philosophi- (eds.). Providence; Brown University Press, 1965. 3 ñalar que lo mismo puede aplicarse a todos los otros
cal Transactions of the Royal Society of London 374 vols. Libro I, cap. 1: 3. pigmentos, colorantes, aceites y resinas que conforma-
(20160047). London: The Royal Society Publishing, ban la paleta andina que, en esta oportunidad, hemos
27 Ibidem. Libro II, cap. 1: 33.
2016: 1-11. Gabriela Siracusano, Marta S. Maier, Eu- decidido no abordar por una cuestión de espacio. Ver
28 Los trabajos de Cristina Esteras son, al respecto, una Siracusano, G. El poder de los colores. Buenos Aires:
genia Tomasini y Carlos Rúa Landa. “Si lo quereys ser guía. Ver Esteras Martín, Cristina. Platería hispanoa-
pentor, pintaldo la mona con so mico”. Nuevos estu- Fondo de Cultura Económica, 2005, cap.1; La dimen-
mericana: siglos XVI-XIX. Badajoz: Caja de Ahorros de sión material de la pintura virreinal andina. Wuffarden,
dios sobre la imagen de Nuestra Señora de Copacaba-
Badajoz, 1984; Marcas de platería hispanoamericana; Luis E. y Ricardo Kusunoki (eds.). Pintura cuzqueña.
na. Siracusano, Gabriela y Agustina Rodríguez Romero
siglos XVI-XX. Madrid: Tuero, 1992; Singular platería Lima: MALI, 2016: 93-104.
(eds.), op. cit.: 385-397.
civil del Perú virreinal. Anales del Museo de América 37. Estas investigaciones están siendo llevadas a cabo
13. Ramos Gavilán, Alonso. [1621] Historia del Santuario 22 (2014), pp. 7-20. (ISSN 1133-8741, ISSN-e 2340-
de Nuestra Señora de Copacabana. Lima: Ignacio Pra- por la Dra. Eugenia Tomasini en el marco de diferen-
5724). Phipps, E., Hecht, J. and Esteras Martín, C. tes proyectos radicados en el Centro MATERIA (IIAC-
do Pastor, 1988: 219. (eds.). The Colonial Andes. Tapestries and Silverwork, UNTREF), bajo la dirección de quien suscribe y de la
14. Ver Ramón Mujica et al. El barroco peruano. Lima: Ban- 1530-1830. New York, New Haven and London: The Dra. Tomasini.
co de Crédito, 2002-2003. Tomos I y II. Metropolitan Museum of Art-Yale University Press,
38. Tomasini, E.; Castellano Rodríguez, D.; Gómez, B.; Fa-
15. Para tener una mirada amplia sobre este tema ver Sira- 2004. Esteras Martín, C. y Gutiérrez, R. La cofradía de
ria, D. de; Rúa Landa, C.; Siracusano, G. and Maier,
cusano, Gabriela y Agustina Rodríguez Romero, op. cit. San Eloy de los plateros de Lima. Atrio. Revista de His-
M. A multi-analytical investigation of the materials and
16. Barba, Álvaro Alonso. El arte de los metales. Madrid, toria del Arte 10-11 (2005). (ISSN 0214-8293, ISSN-e
painting technique of a wall painting from the church
1640. Libro I, cap. 26: 44. 2659-5230).
of Copacabana de Andamarca (Bolivia). Microchemical
17. Una mirada interesante sobre este tema se puede ver 29. Pacheco, Francisco. El arte de la pintura (1649). Ma- Journal 128 (2016): 172–180
en Rodríguez Nóbrega, Janeth. El oro en la pintura de drid: Cátedra, 1990. Libro III, cap. VII: 508. Sobre este
39. Michaud, Cécile y José Torres de la Pina (eds.).
los reinos de la monarquía española. Gutiérrez, Juana tema ver también Bruquetas Galán, Rocío. Técnicas y
(2009) De Amberes al Cusco. El grabado europeo
(ed.). La pintura de los reinos: identidades comparti- materiales de la pintura española en los Siglos de Oro.
como fuente del arte virreinal. Lima: Colección Bar-
das. México: Fomento Cultura Banamex, 2009: 1315- Madrid: Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispá-
bosa-Stern, 2009. Estabridis, Ricardo. El grabado en
1375. Sobre la materia del oro en la producción colo- nico, 2007: 436.
Lima virreinal: documento histórico y artístico (siglos
nial andina he publicado recientemente un artículo que 30. Phipps, Elena, Nancy Turner and Karen Trentelman. Co- XVI al XIX). Lima: UNMSM, 2002. Rodríguez Romero,
sirvió como base para algunas de las actuales reflexio- lors, Textiles and Artistic Production in Murúa´s Historia Agustina. De París a Cuzco: los caminos del grabado
nes. Se trata del catálogo de la exhibición El Dorado. General del Piru. Cummins, Thomas B. F and Barbara francés en los siglos XVII y XVIII. Goya: Revista de arte
Un territorio, presentada por la Fundación Proa desde Anderson (eds.). The Getty Murúa: Essays on the Ma- 327 (2009): 132-143. (ISSN 0017-2715). Hyman, Aa-
abril hasta agosto de 2023. Ver Siracusano, Gabriela. king of Martín de Murúa´s Historia General del Piru, ron. Rubens in repeat: The logic of the copy in Co-
Destellos ambiguos. Las metáforas del oro en el arte J. Paul Getty Museum Ms. Ludwig XIII 16. Los Angeles: lonial Latin America. Los Angeles: Getty Research
colonial sudamericano. AA. VV. El Dorado. Un territorio. Getty Research Institute, 2008: 125-145. Institute, 2021.
Buenos Aires: Proa, 2023: 138-145. 31. Phipps, Elena. Matices, brillo y lustre: cualidades del 40. Estos resultados preliminares corresponden al proyec-
18. Sabiduría 13, 10-16. color en los textiles del mundo andino. Siracusano, G. y to de investigación «Metales piadosos: una “arqueo-
19. Apocalipsis 9, 20. Agustina Rodríguez Romero (eds.), op. cit.: 21-33. logía del hacer” para la pintura sobre metal de uso
20. Fray Luis de Granada. Guía de pecadores. Madrid: Im- 32. La Calancha, Antonio de. Crónica moralizada del Orden devocional en el virreinato del Perú (fines del siglo XVI-
prenta Real Rodríguez de Escobar, 1711. Tomo II: 344. de San Agustín. Barcelona: Pedro Lacavalleria, 1638: principios del XIX)» (PICT2020-0748), subsidiado por la
21. Garcilaso de la Vega, Inca. Comentarios reales de los 413-414. Agencia Nacional de Promoción Científica de Argentina
incas. [1609]. México: Fondo de Cultura Económica, 33. Ver Siracusano, Gabriela. El poder de los colores. Bue- y radicado en el Centro MATERIA de la Universidad Na-
1995. Tomo I, libro I, cap. VI: 20. nos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2005: 52. cional de Tres de Febrero.

NOTAS 309
El arte antiguo como proceso creativo Moche captured his facial features so accurately that 32. Lisa Trever, Image Encounters: Moche Murals and
Lisa Trever we would recognize him immediately if we saw him wal- Archaeo Art History, University of Texas Press, Austin,
1. La autora desea expresar sus agradecimientos a las king down the street of a Peruvian city today”]. 2022: 29.
siguientes personas: a Ramón Mujica Pinilla por la 14. Janusz Wołoszyn, Los rostros silenciosos: Los huacos 33. Cfr. Emilio Harth-Terré, El vocabulario estético de los
oportunidad de participar en este volumen; a Jessica retrato de la cultura Moche, Colección Estudios Andi- mochicas: Una lengua muerta que vive en su arte, J.
Ortiz Zevallos, Michele L. Koons, J. Antonio Ochatoma nos, PUCP, Lima, 2008: 192–206. Mejía Baca, Lima, 1976.
Cabrera, Pedro Neciosup Gómez, Árabel Fernández y 15. George Kubler, The Art and Architecture of Ancient 34. Patricia J. Lyon, “Arqueología y mitología: La escena de
todo el equipo del PIA Paisajes Arqueológicos de Paña- America: The Mexican, Maya, and Andean Peoples, ‘los objetos animados’ y el tema de ‘el alzamiento de
marca por su continua colaboración; a Ulla Holmquist, Penguin, Baltimore, 1962: 262. [“it is an art directly los objetos,’”Scripta Ethnológica, vol. 6 (1981): 105–
Kukuli Velarde y Carolina Luna por sus sabias palabras; connected with sensation, based upon instantaneous 108; Jeffrey Quilter, “The Moche Revolt of the Objects”,
a Miguel Matute y Danny Zborover por su generosidad; perceptions of the changing appearances of reality. Latin American Antiquity, vol. 1, núm. 1 (1990): 42–65.
a Joanne Pillsbury, Hugo Ikehara, Alicia Boswell y Sa- Mochica pictorial habits betray an interest in particular 35. REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Diccionario de la lengua
rahh Scher por su amable apoyo y colegialidad; y, en situations at the instant of happening”]. española, 23.a ed., [versión 23.6 en línea]. https://dle.
especial, a Stephen Trever por su cariño y paciencia 16. Read 1912, op. cit., 26. rae.es/arte. Consultado 28 de octubre del 2023.
constantes.
17. Fusae Kanda, “Behind the Sensationalism: Images of a 36. Ulla Holmquist, Kukuli Velarde y Carolina Luna, “Encon-
2. George F. Lau, “La sierra de Ancash y los inicios del Decaying Corpse in Japanese Buddhist Art”. In, The Art trar nuestra propia estética: Una conversación acerca
estudio del arte precolombino”. En, El arte antes de Bulletin, vol. 87, núm. 1 (2005): 24–49. de los límites de las disciplinas y las posibilidades de lo
la historia: para una historia del arte andino antiguo,
18. Larco, 1939, op. cit., 136. ‘precolombino’”. En, 21: Inquiries into Art, History, and
editado por Marco Curatola Petrocchi, Cécile Michaud,
19. Hemos experimentado con una pieza contemporánea the Visual - Beiträge zur Kunstgeschichte und visuellen
Joanne Pillsbury y Lisa Trever, Colección Estudios Andi-
elaborada por Erick Valdivieso Maceda. Kultur vol. 4, núm. 2 (2023): 305.
nos, PUCP, Lima, 2020: 155–187.
20. Lisa Trever, “A Moche Riddle in Clay: Object Knowledge 37. Ibid., 308.
3. Cecilia Pardo Grau, “Objeto ritual, ofrenda funeraria,
obra de arte: el lugar del pasado precolombino en la and Art Work in Ancient Peru”. In, The Art Bulletin, vol. 38. En Sonqo, la antropóloga Catherine Allen relata cómo,
historia del arte en el Perú”. En, El arte antes de la his- 101, núm. 4 (2019): 32. dentro de la estructura de las urdimbres, el arte de te-
toria, op. cit.: 217. 21. En el último aspecto me inspiro en el artículo de Al- jer es una actividad de “jugar con los colores, improvi-
fred Gell, “Vogel’s Net: Traps as Artworks and Artworks sar con la alternancia rítmica de la oscuridad y la luz.”
4. Cecilia Pardo y Peter Fux, “Nasca. Introducción”. En,
as Traps”, Journal of Material Culture, vol. 1, núm. 1 Allen, Foxboy: Intimacy and Aesthetics in Andean Sto-
Nasca, Museo de Arte de Lima, Lima; Museo Rietberg,
(1996): 15–38. ries, con ilustraciones de Julia Meyerson, University of
Zúrich, 2017: 30.
22. Por ejemplo: Steve Bourget, “But is it Art? The Complex Texas Press, Austin, 2001: 18. [“to play with colors, to
5. Esther Pasztory, “Aesthetics and Pre-Columbian Art”. improvise with rhythmic alternation of dark and light”].
En, RES: Anthropology and Aesthetics, vol. 29/30 Role of Images in Moche Culture, An Ancient Society of
the Peruvian North Coast”. En, Anthropologies of Art, 39. La autora ha participado en calidad de “asesora científi-
(1996): 318–325.
editado por Mariët Westermann, Clark Art Institute, Wi- ca” en el PIA “Proyecto Arqueológico de Pañamarca-Área
6. Roger Fry, “American Archaeology”. En, The Burlington
lliamstown, Mass., 2005: 164–177. Monumental” dirigido por Ricardo Toribio Rodríguez
Magazine for Connoisseurs, vol. 33, núm. 188 (1918):
23. Rebecca Stone, Art of the Andes: From Chavín to Inca, (2010), con la colaboración de Jorge Gamboa Velás-
155–156. [“Indeed, it is only in this century that, af-
Thames & Hudson, London, 2012: 23. quez y Ricardo Morales Gamarra, y en el PIA “Paisajes
ter contemplating them from every other point of view,
24. John Robb, “‘Art’. In, Archaeology and Anthropology: An Arqueológicos de Pañamarca” dirigido por Jessica Ortiz
we have begun to look at them seriously works of art.
Overview of the Concept”, Cambridge Archaeological Zevallos (2022–actualidad) y Hugo Ikehara Tsukayama
Probably the first works to be admitted to this kind of
Journal, vol. 27, núm. 4 (2017): 587–597. (2018–2019), con la colaboración de Michele L. Koons,
consideration were the Peruvian pots in the form of
J. Antonio Ochatoma Cabrera y un equipo de profesiona-
highly realistic human heads and figures”]. Todas las 25. Carolyn Dean, “The Trouble with (the Term) Art”. In, Art
les peruanos y estadounidenses especializados en la
traducciones son de la autora salvo que se indique lo Journal, vol. 65, núm. 2 (2006): 32–33.
arqueología y la conservación. Los resultados del 2010
contrario. 26. Atreyee Gupta y Sugata Ray, “Responding from the proyecto se publicaron por completo en Lisa Trever, The
7. C. H. Read, “Ancient Peruvian Ceramics”. In, The Bur- Margins”. En, Is Art History Global?, editado por James Archaeology of Mural Painting at Pañamarca, Peru, con
lington Magazine for Connoisseurs, vol. 17, núm. 85 Elkins, Routledge, Nueva York y Londres, 2007: 357.
aportes de Jorge Gamboa, Ricardo Toribio y Ricardo
(1910): 26. [“The keen observation of the ever-chan- [“This essentialism effectively reproduces, yet again, a
Morales, Dumbarton Oaks, Washington, D. C., 2017;
ging planes in the face, and the skill with which the in- homogenous, timeless non-West”].
publicaciones en el Perú incluyen: Lisa Trever, “Cómo
dividual traits of the original are emphasized”; “a mas- 27. Ibid. [“a need to historicize these terms within their escribir una historia del arte para el ‘Nuevo Mundo anti-
terly and virile portrait that commands our respect”]. temporal-contextual usages”]. guo’: perspectivas desde una superficie pintada”, en El
8. Colin Rhodes, “Burlington Primitive: Non-European 28. Patricia Victorio Cánovas, “Reflexiones en torno al es- arte antes de la historia, op. cit., 101–129; Lisa Trever,
Art in the Burlington Magazine before 1930”. In, The tudio del arte del Perú antiguo”. En, Revista del Museo “Las pinturas del centro olvidado de Pañamarca”, en
Burlington Magazine, vol. 146, núm. 1211 (2004): 99. Nacional, vol. 50 (2010): 47–64. El top anual de los grandes descubrimientos del Perú,
[“rather bizarre comparison”]. 29. Arild Hvidtfeldt, Teotl and Ixiptlatli: Some Central Con- editado por Jorge Sánchez, Perú Explorer, Lima, 2017:
9. Francisco Stastny, Breve historia del arte en el Perú, ceptions in Ancient Mexican Religion, Munksgaard, Co- 422–431; y Lisa Trever, “La pintura mural mochica y la
Universo, Lima, 1967: 20. penhague, 1958. ortodoxia pictórica en Pañamarca”, en Moche y sus ve-
10. Rafael Larco Hoyle, Los mochicas, tom. II, Rimac, Lima, 30. Stephen Houston, David Stuart, and Karl Taube, The cinos. Reconstruyendo identidades, editado por Cecilia
1939: 131–138. Memory of Bones: Body, Being, and Experience among Pardo y Julio Rucabado, Museo de Arte de Lima, Lima,
11. Anne Marie Hocquenghem, “Un ‘vase portrait’ de fem- the Classic Maya, University of Texas Press, Austin, 2016: 160–163. Los resultados del proyecto actual,
me mochica”. En, Ñawpa Pacha, vol. 15 (1977): 117– 2006: 67. que ha sido financiado por National Geographic Socie-
121. 31. Middendorf registró el significado del vocablo como ty, The Denver Museum of Nature & Science y Columbia
12. Jeffrey Quilter and Alexis Hartford, “Nose Ornaments: Bildnis, Bildsäule (retrato-efigie, columna-efigie). Ernst University en la Ciudad de Nueva York, se difundirán
A General Typology and Moche Case Study”. En, RES: W. Middendorf, Das Muchik oder die Chimu-Sprache, bilingüemente en el sitio web del proyecto, www.pana-
Anthropology and Aesthetics, vol. 77–78 (2022): 290. Brockhaus, Leipzig, 1892: 61. Décadas después, Isido- marca.org y en una serie de artículos colaborativos en
Estos autores expresan dudas de que las cuarenta ra Isique de Eten le informó a Lehmann que el signifi- desarrollo que incluye: Jessica Ortiz Zevallos, Lisa Tre-
y cuatro narigueras colocadas dentro del entierro en- cado de la palabra (siaeg mon) era “imagen.” Gertrud ver, J. Antonio Ochatoma Cabrera y Michele L. Koons,
vuelto de la Señora de Cao fueran sus propias joyas, Schumacher de Peña, ed., El vocabulario mochica de “Redescubrimiento de una sala hipóstila moche con
aunque no se plantean tales dudas para los entierros Walter Lehmann (1929) comparado con otras fuentes pintura mural en Pañamarca, valle de Nepeña, Perú”.
reales identificados como masculinos. Ibid., 298. léxicas, Instituto de Investigación de Lingüística Aplica- En, Arqueológicas, vol. 32, (2023): 107-123.
13. Christopher B. Donnan, Moche Portraits from Ancient da, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, 40. Esto contrasta con las técnicas preferidas de Huacas
Peru, University of Texas Press, Austin, 2004: 1. [“the 1991: 22. de Moche. Véronique Wright, Étude de la polychromie

310
des reliefs sur terre crue de la Huaca de la Luna, Truji- tomada por Juan Domingo Córdoba en 1929 en el par- véase Altman, 1989a, 1989b, 1991; O’Neal, 1994;
llo, Pérou, Archaeopress, Oxford, 2008. que de Versalles. Showalter, 1978, 2004; Simon, 2003; y Smith, 1990.
41. Comunicación a la autora, agosto de 2023. 58. Kukuli Velarde: CORPUS, catálogo de exposición, Hal- 16. Garcilaso, 1609: Lib. 6, cap. IX, hace una vaga refe-
42. Phoebe A. Hearst Museum of Anthropology, University sey Institute of Contemporary Art, Charleston, 2022: rencia a las “señales” que usaban los incas para com-
of California, Berkeley, 4-2616a, 4-2616b, 4-2616c. 29–36. pensar las palabras que el khipu no podía expresar. Su
43. Se puede acceder más recientemente también a través 59. Frank Salomon, “Andean Opulence: Indigenous Ideas aproximación a las obras de Blas Valera pudo haberle
de modelos tridimensionales y la realidad aumentada. about Wealth in Colonial Peru”. En, The Colonial Andes: dado esta idea, que no llegó a comprender del todo.
Unos de esto modelos se puede acceder por los códi- Tapestries and Silverwork, 1530–1830, editado por 17. Sangro, 1750-1751: 233-241. El manuscrito adquirido
gos QR que aparecen en el póster bilingüe presentado Elena Phipps, Johanna Hecht y Cristina Estera Martín, por Sangro constituye la primera parte de una compila-
por el equipo del PIA “Paisajes Arqueológicos de Paña- Metropolitan Museum of Art, Nueva York, 2004: 115. ción más amplia de documentos que ahora se conoce
marca” en el congreso virtual del Institute of Andean 60. Christoph (Kissing) Höcker, “Thesauros”. En, Brill’s como la Historia et Rudimenta Linguae Piruanorum
Studies en 2022. El póster se mantiene archivado en el New Pauly, http://dx.doi.org/10.1163/1574-9347_ (HR). La HR propiamente dicha forma parte de los “do-
sitio web del PIA: https://www.panamarca.org/pintan- bnp_e1210690. Consultado 28 de octubre del 2023. cumentos de Nápoles”. Para un análisis del manuscrito
do-creatividad. utilizado por Sangro específicamente, véase Domeni-
44. Duccio Bonavia, “Una pintura mural de Pañamarca, ci, 2007a, 2007b, 2015; Domenici y Domenici, 1996;
valle de Nepeña”. En, Arqueológicas, vol. 5 (1959):
Las configuraciones incomparables Miccinelli y Animato, 1998 (1989); y Trivero, 2021. El
21–54.; Idem., Ricchata Quellcanni: Pinturas murales
de los incas manuscrito de Sangro ilustra un khipu que incorpora
Carolyn Dean elementos similares al t’oqapu, que se “leen” como
prehispánicas, Fondo del Libro del Banco Industrial del
Perú, Lima, 1974. 1. Estete, 1918 (1535): 331 (folio 11r). signos de palabras concretas. Basándose en pruebas
45. Trever, 2022, op. cit., 71–89. 2. Cummins, 1994, 2011. Véase también Cummins, demasiado complicadas para recapitularlas aquí, Do-
2014. menici (2015) data el manuscrito utilizado por Sangro
46. Anne Marie Hocquenghem y Patricia J. Lyon, “A Class of
3. Se han planteado serias dudas sobre la autenticidad entre 1609 y 1750. La HR, a la que pertenece, muestra
Anthropomorphic Supernatural Females in Moche Ico-
de algunos de los documentos de Nápoles; para di- claros signos de manipulación y parte de aquel puede
nography”. En, Ñawpa Pacha, vol. 18 (1980): 27–48;
versas opiniones sobre la colección, véase: Adorno, haber sido falsificado; véase Estenssoro, 1997. Trive-
Ulla Sarela Holmquist Pachas, “El personaje mítico fe-
1998, 2002; Albó, 1997; Andrien, 2008; Boserup, ro (2021) concluye que la HR fue falsificada en gran
menino de la iconografía mochica”. En, Tesis de Bachi-
2015; Boserup y Krabbe Meyer, 2012, 2015; Can- medida por el jesuita Illanes, de quien Sangro obtuvo
ller, PUCP, Lima, 1992.
tù, 2001; Domenici y Domenici, 2003; Estenssoro su manuscrito, pero que la sección de la HR escrita en
47. Christopher B. Donnan, “The Thematic Approach to Mo- latín es legítima.
Fuchs, 1997; Guibovich Pérez, 2003; Hyland, 2003;
che Iconography”. In, Journal of Latin American Lore,
Laurencich, 2009, 2016a, 2016b; Numhauser, 2019. 18. Diez de los símbolos de Sangro (Amaru, Runa, Yanriñuy,
vol. 1, núm. 2 (1975): 147–162; Walter Alva y Christo-
En los documentos se ilustran varios qhapaqkhipu y Coyllur, Ututuncu, Tuta, Pachacamac y Suri) son casi
pher B. Donnan, Tumbas reales de Sipán, Fowler Mu-
también se incluyen ejemplos tejidos. Debido a que idénticos a los del manuscrito que compró. Véase Trive-
seum of Cultural History, UCLA, Los Ángeles, 1993.
la arqueología no ha producido ningún khipu que ro, 2021.
48. Para una crítica importante de la canonización de imá-
coincida con la estructura de esta combinación 19. Capecelatro, 2010: 54; Donato, 2016: 211.
genes claves en el arte mochica, véase: Sarahh Scher,
t’oqapu-khipu, es probable que fueran invenciones 20. Sangro empleó colores para distinguir entre formas si-
“Destituir a los sacerdotes: La iconografía moche, la
de la época colonial concebidas por quienes –entre milares en su tabla de signos maestros, por ejemplo,
falsa ubicuidad y la creación de un canon”. En, El arte
los cuales se cuenta el mestizo jesuita Blas Valera– el círculo solar amarillo frente a la luna circular blanca
antes de la historia, op. cit., 237–257.
trataban de elevar el estatus inca en las mentes de (1750-1751: lámina después de la p. 262). El grabado
49. “Llevan estos personajes algo raro—ya descrito—a la al- los europeos, mostrando que en efecto poseían la en blanco y negro de Baldi, junto con su falta de deta-
tura del hombro derecho. Nunca habíamos visto nada escritura (Trivero, 2021). lles, no permite identificar con precisión los ornamen-
parecido, pero pudiera ser un recipiente”. En, Bonavia
4. Al utilizar el término ‘no imaginería’, me atengo a la eti- tos como palabras concretas. Es probable que Baldi
1959, op. cit., 37.
mología de la palabra ‘imagen’, que desciende del latín represente el tipo de khipu inca que Sangro imaginó,
50. Trever 2022, op. cit., 141. imago, que significa ‘semejanza’. Aunque ‘anicónico’ pero no pretendía retratar uno de estos instrumentos
51. Victorio 2010, op. cit. parecería una alternativa ideal, su uso y significados en funcionamiento.
52. Jessica Ortiz Zevallos, “Informe final de Proyecto de In- actuales en los estudios sobre religión y arte religioso 21. Sangro, ibid.: lámina después de la p. 312.
vestigación Arqueológica con fines de conservación y confunden la cuestión. 22. Sangro escribe: “potremmo benissimo valerci de’
puesta en valor – ‘Paisajes Arqueológicos de Pañamar- 5. Boone, 1994. suddetti quipu in vece di scrittura, ed anzi con molto
ca – 2022’”, entregado al Ministerio de Cultura, Lima, 6. Dean, 2006. maggior facilità de’ Peruani” (ibid., 288).
2023.
7. Diego de González Holguín, 1608: Lib. 1, 299. Véase 23. Ibid., 312-314.
53. Árabel Fernández, comunicación a la autora, agosto de también Domingo de Santo Tomás, que define quillcani 24. Véase, por ejemplo, Arnold y Yapita, 2006; Mignolo,
2022. como “esculpir, cauar en duro”, quillcani como “pintar”, 1994; Uzendoski, 2012; Viveiros de Castro, 1998.
54. Cecilia Pardo y Julio Rucabado, eds., Moche y sus ve- y quillcasca como “cosa esculpida” (1951 [1560]: 131, 25. Para un resumen y análisis concisos de los intentos de
cinos. Reconstruyendo identidades, Museo de Arte de 188, 357). interpretar el t’oqapu, véase Arellano, 1999: 254-257
Lima, Lima, 2016; Julio Rucabado Yong, “Los otros, los 8. Dean, 2010: 4. y Clados, 2018. Además de los estudios citados en el
‘no-moche’: Reflexiones en torno a la formación y repre-
9. Para una interpretación alternativa, véase Quispe-Agno- texto, ver los siguientes: Clados, 2007; Frame, 2014;
sentación de identidades colectivas”. En, El arte antes
li, 2005. Gentile, 2008; Silverman, 2011, 2013; Timberlake,
de la historia, op. cit., 259–290.
10. Mientras que Cummins (2011) distingue entre quilqa 2001, 2008; y Ziółkowski, 2009.
55. George Lau, “Intercultural Relations in Northern Peru:
y t’oqapu, argumentando que son tradiciones distintas 26. De Rojas Silva, 1979, 1981, 2008. Véase también Eec-
The North Central Highlands during the Middle Hori-
y separadas, Moscovich (2017) sostiene que para los khout y Danis, 2004.
zon”, Boletín de Arqueología PUCP, vol., 16 (2012):
incas eran esencialmente sinónimos. 27. Stone, 2007.
23–52; idem, “Culturas en contacto: La interacción
entre Recuay y Moche en el norte del Perú”. In, Moche 11. Bertonio, 1879 (1612): 357. 28. Cummins, 2007; Andrew James Hamilton, 2018: 209-
y sus vecinos, op. cit.,: 56–67; Donald A. Proulx, “Te- 12. Cerrón-Palomino, 2005. 210.
rritoriality in the Early Intermediate Period: The Case 13. Burns Glynn, 1981, 2002. 29. Julien, 1999: 89, 2001: 202.
of Moche and Recuay”, Ñawpa Pacha, vol. 20 (1982): 14. Barthel, 1971; De la Jara 1972, 1975. 30. Este libro también se conoce como Libro de Ajedrez,
83–96. 15. Para la biografía de Graffigny y una visión general de su Dados, y Tablas.
56. Museo de América, Madrid, 07702, 07704. obra, véase la introducción de Joan De Jean y Nancy K. 31. Frame, basándose en las ilustraciones de Guaman
57. La imagen reproducida por Matute se extrae del famo- Miller en Graffigny, 1993: ix-xxiii. Para más información Poma, identifica motivos que ella sugiere correspon-
so retrato fotográfico del poeta con Georgette Philippart sobre la importancia de la obra literaria de Graffigny, den a los cuatro sectores principales del Tawantinsuyu:

NOTAS 311
para el Chinchaysuyu, un sol radiante; para el Antisuyu, hacían analogías entre la guerra y la cosecha, véase ricano en Investigaciones Estéticas, n° 19 (Buenos Ai-
una luna; para el Condesuyu, una estrella con rayos; Bauer 1996. res), 1966.
y para el Collasuyu, una montaña. Aunque reconoce 40. Margarita E. Gentile Lafaille (2010) lo denomina el “to- 7. Gutiérrez, Ramón. “La historia del arte hispanoameri-
que Guaman Poma no era inca y que nació después capu cuatripartito” y lo data en el reinado de Pachacuti, cano, la formación de las redes y los cambios historio-
de la colonización española, Frame sostiene que habría el gobernante a menudo identificado con la expansión gráficos en las décadas del 60 y 70 del siglo XX”, en
“conocido los principales tukapu del imperio y las pro- imperial inicial. Aunque Frame (2004) identifica una Una empresa memorable de España hacia América: la
vincias” (2010: 48). Cabe señalar que ninguna de las configuración diferente como la que se refiere especí- edición de Angulo Íñiguez, Marco Dorta y Buschiazzo
cuatro configuraciones de Guaman Poma aparece en el ficamente al Imperio inca (la de un diamante concéntri- sobre el arte americano (1945-1956), Kalam, Madrid.
unku de los t’oqapu de Dumbarton Oaks. co), reconoce que el diseño de cuatro cuadrados alude 2015. Gutiérrez, Ramón. “Origen historiográfico de la
32. Stone, 2007: 398. a los cuatro suyus del imperio. polémica Noel-Buschiazzo (1948-1950)”, en Documen-
33. Zuidema, 1991. 41. Guamán Poma, 2004 (1615): 281-282 [283-284]. tos de arquitectura nacional y americana, n° 31-32
34. En cuanto a los intentos para equiparar las representa- 42. Levinson, 1992 (Buenos Aires), 1992.
ciones de t’oqapu de Guaman Poma con tejidos reales 43. Frame, 2004: 252-255. 8. Mesa, José de; Gisbert, Teresa. “Renacimiento y ma-
con t’oqapu, véase Frame, 2010. nierismo en la arquitectura mestiza”, en Boletín del
44. El octógono rojo que significa ‘stop’ es un ejemplo fami-
35. González Holguín, 1608: Lib. 1, 130. Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas, n° 3
liar de símbolo en la semiótica peirciana. Véase Peirce
(Caracas), 1965. Gisbert, Teresa y José de Mesa. “De-
36. La falta de color en los dibujos de Guaman Poma no 1960 (1933): Vol. 3, 210-211.
terminantes del llamado estilo mestizo. Breves consi-
explica la ausencia de “ajedrezado”, ya que ilustra 45. C. Franquemont, 1986. deraciones sobre el término”, en Boletín del Centro de
patrones ajedrezados con perfecta claridad en nu- 46. Rakiy significa separar o distribuir; véase Cerrón-Palo- Investigaciones Históricas y Estéticas, n°10 (Caracas),
merosos dibujos de túnicas masculinas en los que a mino, 1994: 68. 1970. Buschiazzo, Mario. “El problema del arte mesti-
veces indica colores alternos y, otras veces, motivos 47. C. Franquemont, 1986: 332. zo”, en Anales del Instituto de Arte Americano en Inves-
alternos. También combina la alternancia de colores tigaciones Estéticas, n °22 (Buenos Aires), 1969.
48. Silverman, 2014-2015.
con la alternancia de motivos. Para ejemplos de pa-
49. Silverman, 1994: 68, 2014-2015, vol. 1: 37-38, 63. 9. Gutiérrez, Ramón. Arquitectura y urbanismo en Ibe-
trones ajedrezados en Guaman Poma, 2004 (1615),
50. Silverman, 2014-2015, vol. 1: 63-64. roamérica. (Siglos XVI al XX), Cátedra, Madrid, 1984.
véanse las páginas 112 [112],115 [115], 151 [151],
155 [157], 252 [254], 318 [320] y 342 [344]; asi- 51. Franquemont y Franquemont, 1987: 68. 10. Gutiérrez, Ramón. “Reflexiones para una historia propia
mismo, Guaman Poma muestra a mujeres que llevan de la arquitectura americana”, en Trama, números 58
52. Me ocupo de estas cuestiones en mi actual proyecto de
prendas con patrones ajedrezados. Zuidema (1991), y 60 (Quito), 1992-1993. Gasparini, Graziano. “Análisis
libro, Absence of Images: Beyond Inka Abstraction.
crítico de la historiografía arquitectónica del barroco en
sin inmutarse ante la incongruencia entre la definición
América”, en Boletín del Centro de Investigaciones His-
de kasana y el diseño cuadriculado no ajedrezado,
Replanteando la historia tóricas y Estéticas, n° 7 (Caracas), 1967.
pero confrontando el hecho de que las túnicas incas
con frecuencia presentan un patrón de tablero de de la arquitectura americana 11. Portoghesi, Paolo. “La contribución americana al desa-
ajedrez, denominó al diseño ajedrezado “collcapata”, Ramón Gutiérrez rrollo de la arquitectura barroca”, en Boletín del Centro
sugiriendo que representa abstractamente hileras de 1. Noel, Martín. Historia de la arquitectura hispanoameri- de Investigaciones Históricas y Estéticas, n° 9 (Cara-
almacenes de piedra (collca o colca), un nombre que cana, Peuser, Buenos Aires, 1921. Gutiérrez, Ramón. cas), 1968. AA.VV. Actas del Simposio sobre el barro-
derivó de otra fuente indígena: Joan de Santa Cruz Historiografía iberoamericana. Arte y arquitectura (XVI- co en América, Instituto Ítalo-Latinoamericano, Roma,
Pachacuti Yamqui Salcamaygua, cuya representación XVIII). Dos lecturas, Fundación Carolina-CEDODAL, Bue- 1981.
de “collca-pata” no es ajedrezada, sino cuadriculada; nos Aires, 2004. 12. Chueca Goitia, Fernando. “Invariantes en la arquitectu-
véase Pachacuti Yamqui Salcamaygua, 1993 (1613): 2. Lampérez y Romea, Vicente. “La arquitectura hispanoa- ra hispanoamericana”, en Revista de Occidente, n° 38
208 (f.13v). mericana”, en Raza española, Madrid, 1922. (Madrid), 1966.
37. Ossio, 2015: 296. Aunque el dibujo de Guaman Poma 3. Guido, Ángel. Fusión hispano-indígena de la arquitec- 13. Palm, Erwin Walter. Los monumentos arquitectónicos
es en blanco y negro, su texto identifica la parte inferior tura colonial, Universidad Nacional del Litoral, Rosario, de La Española, Universidad de Santo Domingo, Ciudad
de la túnica del gobernante como blanca, verde y roja; 1925. Noel, Martín. Teoría de la arquitectura virreinal, Trujillo, 1955.
estos colores coinciden con los de la parte inferior del Peuser, Buenos Aires, 1932. 14. Gutiérrez, Ramón (coordinador). Estudios sobre urba-
retrato en acuarela del mismo gobernante en el manus- 4. Kubler, George. “Indianismo y mestizaje como tradi- nismo iberoamericano, Consejería de Cultura. Junta de
crito de Murúa de 1613, ahora en la colección del Mu- ciones americanas medievales y clásicas”, en Boletín Andalucía, Sevilla, 1990.
seo J. Paul Getty; sin embargo, la descripción de Gua- del Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas, 15. Bromley, Juan y José Barbagelata. Evolución urbana de
man Poma de la parte superior de la túnica no concuer- n° 4 (Caracas), 1966. Gasparini, Graziano. América, la ciudad de Lima, Concejo Provincial de Lima, 1945.
da con la que se muestra en el Murúa del Getty (Murúa barroco y arquitectura, Armitano, Caracas, 1972. Luks, 16. Hardoy, Jorge Enrique. El modelo clásico de la ciudad
2008 [1613]: 28v). En general, no hay mucha corres- Ilmar. “Tipología de la escultura decorativa hispánica colonial hispanoamericana. Actas y memorias del 38
pondencia entre los retratos de la realeza de Guaman en la arquitectura andina del siglo XVIII”, en Boletín del Congreso Internacional de Americanistas, Munich,
Poma y aquellos del Murúa; a la inversa, mientras que Centro de Investigaciones Históricas y Estéticas, n° 17 1972. Tedeschi, Enrico. La plaza de Armas del Cuzco,
hay una correlación bastante estrecha entre Guaman (Caracas), 1976. Angulo Íñiguez, Diego; Marco Dorta, Universidad Nacional de Tucumán, Tucumán, 1961.
Poma y una versión anterior de la obra de Murúa cono- Enrique; Buchiazzo, Mario, Historia del arte hispanoa- 17. Gutiérrez, Ramón; Esteras, Cristina; Málaga, Alejandro.
cida como el manuscrito Galvin, esta última carece de mericano, Salvat, Barcelona, 1945-1956. Tres tomos. El valle del Colca. Arequipa. Cinco siglos de arquitec-
un retrato del cuarto gobernante (Murúa, 2004 [1596]; 5. Buschiazzo, Mario. Historia de la arquitectura colonial tura y urbanismo, Libros de Hispanoamérica, Buenos
Ossio, 2015: 293). en Iberoamérica, Emecé, Buenos Aires, 1961. Harthe- Aires, 1986.
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[1163]); el tercero en el festival de septiembre de lim- no”, en XXXVI Congreso Internacinal de Americanistas, rreinato del Perú”, en Archivo español de arte (Madrid),
pieza ritual (252 [254]); y el cuarto en el festival de no- tomo IV, Sevilla, 1966. Benavides, Alfredo. La arquitec- 1941. Mesa, José de; Gisbert, Teresa. “La exterioriza-
viembre de los muertos 256 [258]). tura en el virreinato del Perú y la Capitanía General de ción del culto. Capillas abiertas y atrios en el Perú”, en
39. González de Holguín define el haylli como un “canto Chile, Ercilla, Santiago, 1941. Anuario de estudios hispanoamericanos, Sevilla, 1976.
regozijado en guerra, o chacras bien acabadas y ven- 6. Mesa, José de; Gisbert, Teresa. “Determinantes del 19. Gutiérrez, Ramón. Arquitectura colonial. Teoría y praxis,
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ciertas canciones incas llamadas haylli (que significa el término”, en Boletín del Centro de Investigaciones la Arquitectura y del Urbanismo (IAIHAU), Resistencia,
“triumpho”) se entonaban en el momento de arar; los Históricas y Estéticas, n° 10 (Caracas), 1968. Wethey, 1980. Gutiérrez, Ramón. “Participación de los sectores
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en Revista del Archivo Nacional del Perú, tomo XXVI, n° arquitectos, Universidad Nacional de Ingeniería, Lima. y ensamblador”. En, Anales del Museo de América 8
2 (Lima), 1962. 2000. (2000): 45-63. Idem, “El Crucificado de la Sangre,” La-
27. Cummins, Thomas. “Imitación e invención en el barroco 46. Marco Dorta, Enrique. La arquitectura barroca en el boratorio de Arte 29 (2017): 811-818.
peruano”, en El barroco peruano, Banco de Crédito del Perú, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 12. Citado en Jesús Porres, “Escultores españoles del siglo
Perú, Lima. 2003. Madrid, 1957. XVII”: 142.
28. Gutiérrez, Ramón (coordinador). Barroco iberoamerica- 47 García Bryce, José. “La arquitectura en el virreinato y la 13. Juan Meléndez, Tesoros verdaderos de las Yndias: 136.
no. De los Andes a las pampas, Lunwerg, Barcelona, República”, en Historia del Perú, tomo IX, Mejía Baca, 14. Bernabé Cobo, op. cit., 258 y 283, respectivamente.
1997. Lima, 1980. 15. El tema es bien conocido y documentado, pero los in-
29. Gutiérrez, Ramón. “Notas sobre la organización artesa- 48. Gutiérrez, Ramón y Graciela María Viñuales. Arquitectu- tentos de identificar estas obras han resultado por el
nal en el Cusco durante la colonia”, en Revista Históri- ra de Arequipa, 1540-1900, Universidad Católica Santa momento infructuosos. Véase Hernández Díaz, Juan
ca, volumen 3, n° 1, Pontificia Universidad Católica del María, Arequipa, 2022. Martínez Montañés (1568-1649). Sevilla, Guadalquivir,
Perú (Lima), julio de 1979. 1987: 96-99. Una aproximación reciente se encuentra
30. Viñuales, Graciela María. El espacio urbano en el Cusco en Rafael Ramos Sosa, “La fama de Montañés y su
La voz del decapitado. escuela en Hispanoamérica”. En, Ignacio Cano, Igna-
colonial, Epígrafe-CEDODAL, Lima, 2004.
Juan Bautista en la imaginería y el imaginario cio Hermoso y María del Valme Muñoz (eds.), Martínez
31. Mugaburu, Josephe y Francisco. Diario de Lima (1640- del virreinato del Perú
1694). Crónica de la época colonial, Imprenta Vásquez, Montañés, maestro de maestros. Museo de Bellas Ar-
Felipe Pereda tes de Sevilla, Sevilla, 2020: 47-62. Ayudan a recons-
Lima, 1935.
1. Para una crítica de la lógica colonial que subyace en truir su forma las obras documentadas, por ejemplo, en
32. Gutiérrez, Ramón. Arquitectura virreinal del Cuzco y su este término y el proyecto al que le da título, véase el inventario post mortem de Juan López Vozmediano
región, Universidad Mayor de San Antonio Abad del Cus- Thomas Cummins, “Why are we revising the history of (m. 1632). Ver Luis Eduardo Wuffarden, “El clérigo Juan
co, Cusco, 1987. Spain in America and questioning Hispanicity 500 years López de Vozmediano, comitente de Martínez Monta-
33. Viñuales, Graciela María y Ramón Gutiérrez. Historia de later, or ‘el indigenismo es el nuevo comunismo’ ” (en ñés en Lima”. En, el Boletín del Instituto Riva-Agüero 17
los pueblos de indios de Cusco y Apurímac, Universidad prensa). (1990), 419-430.
de Lima, Lima, 2014. 2. Bernabé Cobo, Historia de la fundación de Lima. M. 16. Cfr. Marcel Mauss, Essai sur le don: forme et raison de
34. Gutiérrez, Ramón. “Participación de los sectores po- González de la Rosa, ed., Lima, 1882: 255. l’échange dans les sociétés archaïques (1925). Hay tra-
pulares en la caracterización del barroco americano”, 3. Véase sobre la imaginería virreinal los trabajos funda- ducción española, Marcel Maus en su Ensayo sobre el
en AA. VV., Barroco, mestizajes en diálogo, Fundación mentales de Héctor Schenone, “Esculturas españolas don. Forma y función del intercambio en las sociedades
Visión Cultural, La Paz. 2017. en el Perú”. En, Anales del Instituto de Arte Americano arcaicas. Katz, Buenos Aires, 2009.
35. Ferrer Benimeli, José A. “El conde de Aranda y la inde- e Investigaciones Estéticas 14 (1961): 58-72; Emilio 17. Para la circulación de Cristos de caña, véase Pablo
pendencia de América”, en AA. VV., Homenaje a Noel Harth-terré, Escultores españoles en el virreinato del Amador Marrero, Imaginería ligera novohispana en el
Salomón. Ilustración española e independencia en Perú, Lima, 1977; Jorge Bernales Ballesteros, “Esculto- arte español de los siglos XVI-XVII. Catalogación, histo-
América, Universidad Autónoma de Barcelona, Barce- res y esculturas en el virreinato del Perú. Siglo XVI”. En, ria, análisis y restauración, Las Palmas de Gran Cana-
lona, 1979. Archivo Hispalense LXXII (1989), 261-281; idem, “La ria, 2012; idem, “Imaginería ligera en Oaxaca. El taller
36. Rodríguez de Campomanes, Pedro. Discurso sobre el escultura en Lima, siglos XVI al XVIII”. En, Escultura en de los grandes Cristos”. En, Boletín de Monumentos
fomento de la industria popular [1774] y Discurso sobre el Perú. Banco de Crédito del Perú, Lima, 1991: 1-133; Históricos 15 (2009): 45-60; Pablo Amador Marrero y
la educación popular de los artesanos y su fomento, Jesús Porres Benavides, “Escultores españoles del si- Ramón Pérez Castro, “Recepción de la imaginería ligera
Antonio Sancha, Madrid, 1775. glo XVII en el virreinato del Perú”. En, Quiroga. Revista novohispana entre los reinados de Felipe II y Felipe III.

NOTAS 313
Mutaciones y resignificaciones de un patrimonio escul- 29. Felipe Guaman Poma de Ayala, op. cit., 2: 512. por ser seruicio de Dios y de su Magestad y bien de las
tórico en clave cortesana” (en prensa). 30. El contrato fue publicado en los Documentos para la ánimas y salud del cuerpo. Pues que uiendo las san-
18. La documentación de los cuatro Cristos fabricados en historia del arte en Andalucía. Sevilla, 1930, vol. 2: tas hechuras, nos acordamos del seruicio de Dios. Este
México para ser enviados a Sevilla se debe a la investi- 227-232. arte aprienda enperadores, rreys, prínsepes, duques,
gación de Fernando Vila Nogales y el estudio de su ma- 31. Fray Antonio de Espinosa, Compendio y descripción de condes, marqueses, caualleros en el mundo.
terial a la de Juan Carlos Castro Jiménez, con quienes las Indias Occidentales. Lib. IV, cap. 25, 1263. Charles Y ancí en las yglecias y tenplos de Dios ayga curiucidad
colaboró en el proyecto “La importación de crucifijos Upson Clark (ed). Smithsonian Miscellaneous, Collec- y muchas pinturas de los santos. Y en cada yglecia ayga
americanos en la era del catolicismo global”. Agradez- tions, Washington, 1948. un juycio pintado. Allí muestre la uenida del señor al
co a Fernando Vila que me permita dar este adelanto 32. Francisco Pacheco, “A los profesores del arte de la pin- juycio, el cielo y el mundo y las penas del ynfierno, para
de esa investigación en curso. La autoría mexicana del tura”. En, Francisco Calvo Serraller (ed.), Teoría de la que sea testigo del cristiano pecador. Y ancí se lo pague
Cristo de Carmona ha sido citada sin referencia al autor pintura del Siglo de Oro. Cátedra, Madrid, 1991, 188. al dicho oficial la limosna de la fábrica o de la limosna
de su hallazgo en Rafael López Guzmán (ed.), Tornavia- Para los términos del debate, véase fundamentalmente que cayre o de los bienes de la yglecia. Y que le cirua y
je. Arte iberoamericano en España. Museo del Prado, Karin Hellwig, “El parangón entre pintura y escultura”. le dé de comer y no le ucope los caciques en sus borra-
Madrid, 2022. En, La literatura artística española del siglo XVII. Visor, cherías.
19. Felipe Pereda, “‘Twin Brothers’…”. Madrid, 1999: 175-252. Y ci fuere borracho y coquero, el dicho pintor no le tenga
20. Expediente de Información y Licencia de Pasajero de 33. Esta es la tesis de Felipe Pereda en The Man who Broke lisencia de la dicha obra, aunque sea buen oficial ni lo
Indias, Sevilla, 30 de diciembre de 1587/24 enero de Michelangelo’s Nose, Penn State University Press, concienta a ello. Y sea castigado por la justicia porque
1591. AGI, Contratación 5234B, N.2. R.48 (accedido en 2024 (en prensa). estando borracho no haga eregías con las santas he-
PARES). churas ymágenes porque deue ser cristiano, aunque
34. Esta idea fue presentada públicamente en “Talking
21. Pedro Rueda Ramírez, “Las redes comerciales del libro pecador. Que un borracho, aunque sea español, es ydú-
Heads. The Trope of the Severed Head in Spanish Po-
en la colonia: ‘peruleros’ y libreros en la Carrera de In- latra. Aunque no [e]stá borracho no [e]stá en su juycio,
lychrome Sculpture”. En, RSA (Renaissance Society of
dias (1590-1620)”. En, Anuario de Estudios America- que los demonios anda con ellos. No saue la ora que a
America), Dublín, 30 de marzo de 2022.
nos 71.2 (2014): 447-478. de murir el crístiano”. (f. 674).
35. Para la imagen vasariana, véase Stephen Campbell,
22. Rubén Vargas Ugarte, El monasterio de la Concepción 49. Este aspecto ha sido subrayado por Luis Eduardo
“Fare una cosa morta parer viva: Michelangelo, Rosso
Wuffarden, “From Apprentices to ‘Famous Brushes:’
de Ciudad de los Reyes (Lima, 1942), libro escrito an- and the (Un) divinity of Art”. En, Art Bulletin 84 (2002):
Native Artists in Colonial Perú”. En, Ilona Katzew (ed.),
tes de tener conocimiento de la identidad del autor del 596–620. Para el tópico, Frank Fehrenbach, Quasi vivo.
Contested Visions in the Spanish Colonial World. Los
retablo. Una vez esclarecida esta, el autor difundió “El Lebendigkeit in der Italienischen Kunst der Frühen Neu-
Angeles County Museum of Art/Yale University Press,
monasterio de la Concepción de Ciudad de los Reyes”. zeit. De Gruyter, Berlín, 2021.
2012: 251-253.
En, Revista de Indias 1 (1945): 419-444, y Un monaste- 36. Juan Meléndez, Tesoros verdaderos de las Yndias, 131.
rio limeño (Lima, 1960). 50. Para la política de las imágenes en III Concilio de Lima,
37. Documentos para la historia del arte en Andalucía. Se- véase Thomas Cummins, “El lenguaje del arte colonial:
23. José Hernández Díaz, “Martínez Montañés en Lima”. villa, 1930, vol. 2: 230-231. imagen, ékfrasis e idolatría”. En, Encuentro Interna-
En, Anales de la Universidad Hispalense 1 (1965): 99- 38. Celestino López Martínez, Desde Martínez Montañés a cional de Peruanistas (Lima, 1998), 2: 23-44, y Juan
108. Gilman Proske, Juan Martínez Montañés, Sevillian Pedro Roldán. Sevilla, 1932: 256. Carlos Estenssoro Fuchs, Del paganismo a la Santidad.
Sculptor, Hispanic Society of America, New York, 1967.
39. Messía de la Cerda, Discursos festivos, Sevilla, 1594. La incorporación de los indios del Perú al catolicismo,
Rafael Ramos Sosa, “La grandeza de lo que hay dentro:
BNE, Ms. 598, f. 162v-163. Véase Vicente Lleó Cañal, 1532-1750. Instituto Francés de Estudios Andinos,
escultura y artes de madera”. En, Guillermo Lohmann
Fiesta grande: El Corpus Christi en la historia de Sevilla. Lima, 2003, 179-210. Para su reflejo en la obra de Gua-
Villena (ed.), La Basílica Catedral de Lima. Banco de
Sevilla, 1980. man Poma, Mercedes López-Baralt, “La Contrarreforma
Crédito del Perú, Lima, 2004 (115-171): 127-129.
40. Un notable ejemplo del siglo XVII se conserva en el Mu- y el arte de Guaman Poma: notas sobre una política de
24. Más de la mitad de la población de Lima a principios del comunicación visual”. En, Histórica 3-1 (Lima, 1979):
seo Pedro de Osma, en Lima.
seiscientos; la otra mitad, esclavos africanos, siendo la 81-95.
población indígena inferior al 10%: Bernabé Cobo, His- 41. Juan Interián de Ayala, El pintor Christiano, y erudito o
tratado de los errores que suelen cometerse freqüente- 51. Tercer Cathecismo y Exposición de la Doctrina Christia-
toria de la fundación de Lima (Lima, 1639): 49-50. Con
mente en pintar, y esculpir las Imágenes Sagradas. 2 na (Lima, 1585): 116.
similar proporción, pero una cifra absoluta muy inferior,
aproximadamente 25 000 habitantes, se encuentra en vols. Madrid, 1782, vol. 2: 367. 52. “[Ni]ngunna persona cristiano pueda tocar ninguna
Karen B. Graubart, “Taxation, Obligation, and Corporate 42. Museo Nacional de Escultura, Valladolid. y[ma]gen ni borrala porque uiendo aquello no cre[e]n
Identity in 16th-Century Lima”, en Emily A. Engel (ed.), A 43. Barbara Baert, Caput Ioannis in Disco. Essay on a los ynfie[les], no hazen caso. En el año de 1613 beci-
Companion to Early Modern Lima. Brill, Leiden-Boston, Man’s Head (Visualizing the Middle Ages, 8). Brill, tador de la ygl[e]cia man[dó] [...]rrar en el pueblo de
2019: 82-102. Leiden-Boston, 2012. Idem, “The Johannesschüssel as San Pedro de Uarochiri pintado pecado sacre[mento];
Andachtsbild: the Gaze, the Medium and the Senses”. por ello las mugeres dieron tanto miedo grandícimo
25. Para la datación del manuscrito, véase Rolena Adorno,
En, Disembodied Heads in Medieval and Early Modern que/688/ no quiciero[n] pecar ni fornicar con saser-
“Guaman Poma and His Illustrated Chronicle from Colo-
Culture, Catrien Santing, Barbara Baert & Anita Tranin- dote ci mandó borrar lo que dejó pintado el santo ar-
nial Peru: From a Century of Scholarship to a New Era
ger (eds.). Brill, Leiden-Boston, 2013: 117-151. zobispo Mogrovejo. Este dicho becitador juntó el dicho
of Reading. A new introduction to the web publication
pueblo de San Pedro, San Lorenso [...] dos hijos cholos
of The Nueva corónica y buen gobierno”. (May 2002) 44. Juan Interián de Ayala, El pintor Christiano, 2: 366.
en dos yndias y comensaron a uellaquear. [...] no lo bo-
En, la edición digital de la Royal Library de Copenhagen: 45. Véase una descripción detallada después de su recien- rran”. Ibidem.
https://poma.kb.dk/permalink/2006/poma/info/en/ te restauración en Montañés. Maestro de Maestros (fi-
53. “Relación que yo el Dr. Francisco de Avila… hize …
frontpage.htm. Idem, “A witness unto itself. The integri- chas de José Luis Romero Torres), 140-159.
acerca de los pueblos de indios de este aróbispado
ty of the Autograph Manuscript of Felipe Guaman Poma 46. El manuscrito digitalizado, hoy en Royal Danish Library, donde se ha descubierto la idolatría …”, en Dioses y
de Ayala’s el Primer Nueva Corónica y Buen Gobierno se encuentra accesible en https://www.kb.dk/find- hombres de Huarochirí, José María Arguedas (trad.) y
(1615/1616)”. En, Fund of Forskning i Det Konelige Bi- materiale/samlinger/haandskriftsamlingen/guaman- Pierre Duviols (ed.). Lima, 1966: 255-259. Véanse las
blioteks Samlinger, 41 (2002): 7-106. pomas-kroenike. Transcripción de Rolena Adorno, John reconstrucciones de Rubén Vargas Ugarte, Historia de
26. Felipe Guaman Poma de Ayala, Nueva Corónica y Buen V. Murra y Jorge L. Urioste. la Iglesia del Perú. Vol. II (1570-1640). Burgos, 1959:
Gobierno, Franklin Pease G. Y. (ed.). Fondo de Cultura 47. “Entallador. El que hace figuras de bulto, que cortando 305-317. Pierre Duviols, La destrucción de las religio-
Económica, Lima, 1993, 2: 368. la madera va formando la figura y la obra que haze se nes andinas (durante la conquista y la colonia). UNAM,
27. Idem, 631 [645]. llama talla”. En, Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la México, 1977). Juan Carlos Estenssoro Fuchs, Del paga-
28. Sabine MacCormack, “Pachacuti: Miracles, Punish- lengua castellana, o española. Luis Sánchez, Madrid, nismo a la santidad, cap. 4, 230 ss. Otros iluminadores
ments, and Last Judgment: Visionary Past and Prophe- 1611: 354. análisis son los de Kenneth Mills, Idolatry and Its Ene-
tic Future in Early Colonial Perú”. En, The American His- 48. “Que los cristianos se concierten para la hechura y mies. Colonial Andean Religion and Extirpation, 1640-
torical Review 93 (1988): 960-1006. semesanja [sic] de Dios. Todo el mundo acuda a ello 1750. Princeton University Press, 1997: 16-25, 191-

314
198. Iris Gareis, “Extirpación de idolatrías e identidad La conquista del Perú en dos obras dramáticas olvida- General de la Nación. Protocolos notariales. Siglo XVI.
cultural en las sociedades andinas del Perú virreinal das”. En, El teatro en la Hispanoamérica colonial, Ig- Escribano Alonso Hernández Nº 85, ff. 1331-1335 v.
(siglo XVII)”, en Boletín de Antropología, Departamen- nacio Arellano Ayuso y José Antonio Rodríguez Garrido Debo esta referencia a la gentileza de Pedro Guibo-
to de Antropología, Universidad de Antioquia, Medellín, (eds.). Vervuert, Frankfurt, 2008: 353-367. Mercedes vich Pérez, colega y amigo. El documento es citado en
2004: 262-282. Thomas Cummins, “The Golden Calf in López-Baralt, “El retorno del Inca en la memoria colecti- Wuffarden, 2008: 162-163.
America”, en Michael W. Cole y Rebecca Zorach (eds.), va andina: del ciclo de Inkarrí a la poesía quechua urba- 16. Véase especialmente Amador, 2012 y 2020; Pérez de
The Idol in the Age of Art. Routledge, 2009: 77-104. na de hoy”. En, Cahiers de CRICCAL 31 (2004): 19-26. Castro y Amador, 2020; Cummins, 2016; y López Guz-
Más recientemente, Claudia Brosseder, The Power of 67. Federico Navarrete, “Beheading and massacres. An- mán (ed.), 2022.
Huacas. Change and Resistance in the Andean World dean and Mesoamerican representations of the Spa- 17. Rea, 1996: 81.
of Colonial Perú. University of Texas Press, 2014 (en es- nish Conquest”. En, Res. Anthropology and Aesthetics, 18. Escobar, 2008: 104.
pecial, 104-135). 53-54 (2008): 59-78. 19. Amador, 2020: 219-239.
54. Francisco de Ávila, “Relación… acerca de los pueblos 68. La discusión más detallada que he visto sobre este
indios… donde se ha descubierto la idolatría”. En, José 20. Por ejemplo, Querejazu, 1978: 137-151.
particular es la de Adám Szásdi Nagy, “Algo más sobre
Toribio Medina, La imprenta en Lima (1584-1824), vol. 21. Amador, 2020: 227.
la fecha de la muerte de Atahualpa”, Historiografía y
1 (Santiago de Chile, 1904): 386-389. Bibliografía Americanistas 30 (1986): 69-76. 22. Stastny, 1982: 158, fig. 5.
55. Juan Carlos Estenssoro Fuchs, Del paganismo a la san- 23. Véase, por ejemplo, la carta datada en 1782 que se en-
tidad, 244-247. La acusación y el juicio de Francisco de contró en un reciente proceso de restauración. Ugarte,
Ávila fueron publicados por Antonio Acosta Rodríguez, Virreinatos en diálogo: artífices, 2013: 114.
“El pleito de los indios de San Damián contra Francisco obras e ideas artísticas de Nueva España 24. Por mucho tiempo hubo una tensa controversia entre
de Ávila. 1607”. En, Historiografía y bibliografía ameri- y Guatemala en el Perú el Cusco y Lima por el título de “cabeza de los reinos
canista 23 (1979): 3-33. Luis Eduardo Wuffarden del Perú” que reclamaba la antigua capital incaica, in-
56. El ejemplo mejor documentado es, por supuesto, el de 1. Silva Santisteban, 1989: 314-319. La nota de Berlín vocando una real cédula otorgada por Felipe II. Véase
la Virgen de Copacabana de Francisco Tito Yupanqui, 1963 no trascendió entre los estudiosos peruanos. Domínguez, 2010: 15-19, 48, 151, 272.
ca. 1582. La bibliografía es ya muy amplia. Véase aho- 2. Ejemplo de ello son las referencias recogidas por Var- 25. Samanez, 2013: 89.
ra una reconstrucción de la historia de esta imagen en gas Ugarte en su clásico diccionario de artífices. Vargas 26. Harth-terré, 1961: 69-90.
Verónica Salles-Reese, From Viracocha to the Virgin of Ugarte, 1947 y 1968. 27. Ramos, 2011: 21-50.
Copacabana. Representation of the Sacred at Lake Titi- 3. Véanse, por ejemplo, las contribuciones de Mariazza, 28. Ramos, 2014: 37-45.
caca. University of Texas Press, Austin, 1997. 1982; Estabridis, 1983 y Wuffarden, 2008. Una tesis
29. San Cristóbal, 2011: 183-186.
57. Sobre la fuerza simbólica de la leche en la construcción reciente, presentada en México por Paulina Hernández
del discurso de la raza, ver Mercedes García Arenal y 30. San Cristóbal, 2011: 184; Ramos, 2011; Chuquiray,
Vargas, incorpora esos y otros aportes. Hernández,
Felipe Pereda (eds.), De sangre y leche. Raza y religión 2015: 89-90.
2017.
en el mundo ibérico moderno. Marcial Pons, Madrid, 31. Ramos, 2014: 40-41.
4. El XVIII Coloquio Internacional de Historia del Arte, ce-
2021. lebrado en Zacatecas, 1993, constituyó un paso im- 32. Agulló, 1981.
58. Joseph de Arriaga, Extirpación de la idolatría del Pirú portante en ese sentido. Véase: Eder (relatora), 1993. 33. Poco antes de morir Arteaga, Daza declaraba a su favor
(Lima, 1621): 8. Asimismo, la exposición celebrada el año 2011 en el en un expediente abierto contra el primero por injurias
59. Francisco de Ávila en el Tratado de los Evangelios Museo de Los Ángeles (LACMA), cuyo catálogo contiene en medio de violentas pendencias que dejaron malheri-
(Lima, 1648). un conjunto de ensayos sobre temas clave en la histo- do al pintor sevillano y desencadenaron su fallecimien-
60. Cfr. Julia Kristeva, The Severed Head. Capital Visions. riografía del arte virreinal. Katzew (ed.), 2011. to Véase Moyssén, 1988: 23-24.
Columbia University Press, New York, 2012: 12 y ss. 5. Véanse, por ejemplo: O’Phelan y Salazar, 2002; DaCos- 34. Sigüenza y Góngora, 1683:
61. Elizabeth N. Arkush, War, Spectacle and Politics in the ta Kauffman, 1999 y 2008; Gutiérrez (coord.), 2008; 35. Vargas Ugarte, 1947: 156.
Ancient Andes. Cambridge University Press, Cambrid- López Guzmán (coord.), 2023. También pueden consul- 36. En el Museo de la Catedral de Lima se encuentra una
ge, 2022, especialmente el segundo capítulo (19-69). tarse Donna Pierce (ed.), 2010 y Rivas (ed.), 2020. de esas versiones dieciochescas. Wuffarden, 2004:
Sobre su pervivencia en el periodo colonial, ver Olaya 6. Mariano Bonialian quizá sea quien más ha explorado 284-290.
Sanfuentes Echeverría, “En torno a la fabricación de recientemente el comercio transpacífico, con una pro- 37. Es sabido, en efecto, que el prelado emprendió numero-
una figura simbólica: la cabeza del inca en las repre- ducción bibliográfica bastante extensa. Véanse, por sas visitas pastorales a lo largo de su vasta diócesis; la
sentaciones coloniales”. En, Diálogo Andino 27 (2011): ejemplo, Bonialian, 2019, 2020, 2021 y 2022. Tam- muerte lo sorprendía en marzo de 1606, precisamente
21-34. bién pueden consultarse Donna Pierce (ed.) y Rivas en medio de uno de esos recorridos, cuando acababa
62. Folios 390 y 451, respectivamente. (ed.). de llegar a la villa norteña de Zaña.
63. Bernard Lavallé, “El fin de Atahualpa”. En, Francisco 7. Hernández, 2023: 11-52. Los virreyes trasladados de 38. Véase la correspondencia 2012 A/2012 B en la página
Pizarro: biografía de una conquista [online]. Institu- México al Perú fueron Antonio de Mendoza, Martín En- web PESSCA. Existe otra versión de este tema por Vás-
to Francés de Estudios Andinos, Lima, 2004. http:// ríquez de Almansa, Luis de Velasco y Castilla, Gaspar quez de Arce, siguiendo la misma fuente, en el Museo
books.openedition.org/ifea/936, 123-139. de Zúñiga Acevedo y Velasco, Juan de Mendoza y Luna, Nacional de Bogotá.
64. Sabine MacCormack, “Pachacuti: Miracles, Punish- Diego Fernández de Córdoba, García Sarmiento de So- 39. Archivo Arzobispal de Lima. Sección Papeles importan-
ments, and Last Judgment”, 962. tomayor, Luis Enríquez de Guzmán y Melchor Portoca- tes. 29 de noviembre de 1680. Carta de Cristóbal Daza
65. Mercedes López-Baralt, “El milenarismo como limina- rrero Lasso de la Vega. en que solicita una limosna o una plaza que dice tuvo
lidad: una interpretación del mito andino de Inkarrí”. 8. Ojeda, 2022 (en prensa). Véase también las correspon- en el presidio del Callao.
En, El retorno del Inca Rey. Mito y profecía en el mundo dencias en la página web PESSCA. 40. Así lo afirmaba el estudio pionero de Taullard sobre la
andino. Editorial Playor, Madrid, 1987: 15-53. 9. Benavente, 2014: 227-228. historia del mobiliario colonial en la región. Taullard,
66. La literatura es extraordinariamente extensa. Véase, 10. Mendieta, 1993: 66. 1947: 73 y 284. Poco antes, una hipótesis parecida era
más recientemente, sobre la controvertida tradición esbozada por Alberto Santibáñez Salcedo, Santibáñez,
11. Solo como “indio mexicano” lo menciona Vargas Ugar-
textual: Pierre Duviols, “Las representaciones andinas 1945-1946: s. p. Ambos coinciden en señalar que los
te, 1947: 78-79, al igual que Lisson, 1944: 319.
de la muerte de Atahualpa. Sus orígenes culturales y muebles más antiguos de este tipo eran filipinos y que
12. Harth-terré, 1967; Este nombre es recogido por Here- posteriormente habrían servido de modelo a los artífi-
sus fuentes”. En, La formación de la cultura virreinal.
dia, 1989: 47; y Vetter, 2016: 144. ces locales.
Vervuert, Frankfurt, 2000, 1: 213-248. César Itier, “¿Vi-
sión de los vencidos o falsificación? Datación y autoría 13. Wuffarden, 2016: 41. Jorge Rivas relaciona la técnica de los enconchados
de la Tragedia de la muerte de Atahuallpa”, en Bulletin 14. Lisson, 1944: 319. con ciertas lacas coreanas, aunque reconoce en su
de l’Institut Français d’Études Andines 30, 1 (2001): 15. Carta de pago de Juan de Alvarado y Hernán Mexía a diseño influencias mudéjares y sitúa su ejecución en
103-121. Carlos García-Bedoya, “Pasados imaginados. Luis de Anaya. Lima, 9 de octubre de 1572. Archivo obradores limeños. Véase su ficha de un escritorio

NOTAS 315
“enconchado” en: Rishell y Stratton-Pruitt, 2007: 498- 66. Jeckel, 1899. propaganda visual durante el gobierno de Juan Velasco
499. Por su parte, María Campos los relaciona con la 67. Hernández, 2015: Alvarado (1968-1975). Instituto Francés de Estudios
tradición japonesa de laca Namban y sitúa su ejecución 68. Oviedo, 1736. Andinos y Biblioteca Nacional del Perú, Lima, 2016.
en el virreinato del Perú. Campos, 2014: 247-287. Más 9. La Comisión Técnica del Arte estaba integrada por los
69. Libro de sacristía de la iglesia de la Merced. Colección
recientemente, Anthony Holguín sugiere procedencia artistas plásticos Leslie Lee, Cristina Gálvez y Carlos
Bingham. Universidad de Yale. Cit. en Wuffarden, 2008:
novohispana. Holguín, 2023: 149-268. Bernasconi, el arquitecto Juan Günther, la coreógrafa
168 nota 14.
42. Esta hipótesis se basa en un recibo de pago hecho en Vera Stastny, el historiador del arte Alfonso Castrillón y
70. José Manuel Bermúdez (traductor). El pintor cristiano y
1750 por el convento limeño de la Buena Muerte a un el musicólogo Enrique Pinilla.
erudito por Juan Interian de Ayala (manuscrito inédito).
personaje llamado Francisco Aldunsi por unos “atriles 10. Véase “Tópicos sobre arte popular; 40 años del pre-
Agradezco a su propietaria las facilidades para su con-
de ébano y concha”, pero no aparece documentado en- mio López Antay”, en Alfonso Castrillón Vizcarra, Las
sulta.
tre los artífices de su tiempo. Lo más probable es que buenas intenciones. Universidad Ricardo Palma, Lima,
71. Wuffarden, 2022: 150-155.
Aldunsi fuera un comerciante y no el autor de la pieza. 2018: 189-205.
Véase: Santibáñez, 1945-1946, s. p.; y Francisco Stast- 72. Sobre la circulación de pintura sobre cobre en Europa y
América, véase Bargellini 11. “Comunicado” de ASPAP. Diario La Prensa, Lima, 14 de
ny. “Arte colonial”: 125.
enero de 1976.
43. Cit, en Swayne y Mendoza, 1951: 531. El que tales obje- 73. Véase la ficha de Jaime Cuadriello sobre Santa Rosalía,
en: Katzew (ed.), 2017. 12. Ya a mediados de la década de los años de 1950,
tos fueran destinados al mercado limeño explicaría las
74. Cuadriello, 1989: 5-33. cuando los comerciantes de Lima le solicitaron a don
evidentes diferencias con el mobiliario colonial guate-
Joaquín una gran cantidad de retablos para la venta por
malteco señaladas por Pedro Gjiurinovic, 2001: 206. 75. La alusión del Drama de dos palanganas a las pintu-
docenas, el artesano respondió con indignación: “Yo no
44. Durand, 1956: 59-74. ras de castas fue anotada inicialmente por Kusunoki,
soy fábrica, señor, soy escultor”. La regla de oro de su
45. Crespo, 2003: 354; Baena, 2017, nota 344. 2006: 118; y desarrollada después por Barbón, 2016:
oficio tradicional era: “Paciencia, la curiosidad, la hon-
320.
46. Sobre los escritorios producidos en Oaxaca, véase Cu- radez y la tranquilidad”; véase José María Arguedas, El
riel 2023. 76. Archivo Histórico Municipal de Lima. Libro XXVII de Cé- arte popular religioso y la cultura mestiza. Lima, 1958:
dulas y Provisiones.
47. Rodríguez Guillén, 1735: 121. 151-159.
77. Bromley, 1949: 68.
48. Swayne y Mendoza, 1951:531; Baena, 2017: nota 345. 13. No es cierto –aunque lo dijera Arguedas– que el gran
49. La frase corresponde a uno de los primeros coleccionis- retablista ayacuchano Jesús Urbano Rojas, discípulo
tas y estudiosos modernos del arte colonial peruano. El neo-barroco peruano de López Antay, fuera el primero en crear un “retablo”
Véase Peña Prado et. al, 1938: 111. el recliclaje contemporáneo de un imaginario mercantil moderno (José María Arguedas, “Del retablo
50. Hernández, 2017: 179. simbólico y cultural mágico al retablo mercantil”, en El Dominical, suple-
51. Vargas Ugarte y Benavente lo confunden con su herma- Ramón Mujica Pinilla mento del diario El Comercio, Lima, 30 de diciembre
no y colega Nicolás Rodríguez Juárez, pese a estar cla- 1. Comunicación personal. de 1962). Según declaraciones del propio Urbano Ro-
ramente firmado. Vargas Ugarte, 1947: 259. Benaven- 2. Véase “De alfarero civilizador a artesano insurgente: jas, fue López Antay quien le enseñó a “secularizar” el
te, 1995: 26. el trasfondo político de un lienzo de Francisco Laso”, “retablo mágico” (comunicación personal), que él más
en Ramón Mujica Pinilla, La imagen transgredida. Es- adelante utilizaría como “teatros de la memoria” para
52. Cabrera y Quintero, 1746: 366.
tudios de iconografía peruana y sus políticas de repre- escenificar ahí los mitos y ritos andinos en proceso de
53. El voluminoso catálogo de la exposición organizada por
sentación simbólica. Fondo Editorial del Congreso del extinción. Véase Jesús Urbano Rojas y Pablo Macera,
el LACMA lleva precisamente el título de Pinxit Mexici
Perú, Lima, 2016: 653-699. Santero y caminante: Santoruraj-Ñampurej. Editorial
(Katzew), al igual que la muestra. Se trata de la publi-
Apoyo, Lima, 1992.
cación más actualizada sobre la pintura novohispana 3. Francisco Laso, “Algo sobre Bellas Artes”, en Revista de
del siglo XVIII. Ha sido fuente obligada y constante para Lima, vol. 1, 15 de octubre de 1859: 79. 14. El proyecto de Rocío Rodrigo era recuperar los antiguos
esta sección. Sus co-curadores –Luisa Elena Alcalá, repertorios iconográficos de arte religioso –ya olvida-
4. David Vargas Torreblanca, El coleccionismo de José Dá-
Jaime Cuadriello, Ilona Katzew y Paula Mues Orts– con- dos o perdidos– y tomó un giro inesperado cuando los
vila Condemarín en su Pinacoteca y museo de 1862:
tribuyeron con sendos ensayos y fichas de catálogo de gusto y programa iconográfico. Tesis para optar el gra- imagineros aceptaron su propuesta, siempre y cuando
enorme utilidad para el investigador. do académico de Maestro en Museología. Universidad ellos pudieran hacer “arte abstracto”. Al final, optaron
Ricardo Palma, Lima, 2022: 167. por construir una “instalación” museística que se tituló
54. Sobre la aceptación de esta pintura en Europa, véase
“La ofrenda rota”. Se labraron en piedra de Huamanga
López Guzmán (coord.), 2022, que reúne contribucio- 5. Véase Pinacoteca y Museo del S. D. D. José Davila Con-
todos los elementos “rituales” necesarios para instalar
nes de Luisa Elena Alcalá, Pablo Amador, Adrián Con- demarín, director general de Correos de la República.
una “mesa shamánica” andina y ofrecer un “pago a
treras y Jaime Cuadriello. Imprenta de la Época por J. E. del Campo, Lima, 1862:
la tierra”: bebidas, comida, fetos de llamas, hojas de
55. Estabridis, 1986: 21. Sobre la vasta iconografía de san- 1-28.
coca, entre otros elementos. Los objetos, cual bodegón
ta Rosa de Lima, véase la importante contribución de 6. Citado por José María Vargas en Los pintores quiteños barroco, constituían un memento mori de la cultura an-
Mujica et al. 1995. del siglo XIX. Editorial Santo Domingo, Quito, 1971: 14-
dina. Al convertirse en “obras de arte” museables, las
56. Cuadriello, 1994: 405-418. 15.
piedras de Huamanga tenían un valor comercial en la
57. Se explicaría así que fuese catalogada erróneamente 7. Véase Fernando Villegas Torres, Vínculos artísticos medida en que eran la memoria fosilizada de un bien
como pintura napolitana o como obra del español José entre España y Perú (1892-1929). Elementos para la perdido.
del Pozo. construcción del imaginario nacional peruano. Fondo
15. Véase Post-ilusiones. Nuevas visiones. Arte crítico en
58. Mariazza, 1982. Editorial del Congreso del Perú, Lima, 2015.
Lima (1980-2006). Fundación Wiese, Lima, 2006: 58-
59. Ibid. 8. La iconografía velasquista que muestra a Túpac Ama- 59.
60. Sobre la trayectoria de Martínez en México, véase Al- ru rompiendo “las cadenas de la esclavitud” era una
16. El orden de los factores. Sandra Gamarra Heshiki. Mu-
calá, 1999 y Fernández, 2017. Esta última tesis ya in- apropiación de la misma iconografía difundida por
seo Amparo, Puebla (México), 2022: 30.
corpora algunas piezas de Martínez en el Perú, como Núñez Ureta del mariscal Ramón Castilla, quien abolió
en 1854 el tributo indígena y la esclavitud del negro. 17. Luis Eduardo Wuffarden, “Sandra Gamarra: metapin-
el San Bernabé de Lima y el Camino del Calvario en tura, simulacro, mestizaje”, en Sandra Gamarra, Pro-
Trujillo. En 1956 la Coalición Nacional utilizó a Castilla como
emblema y punta de lanza para denunciar y derribar la ducción/Reproducción. Museo de Arte de Lima, Lima,
61. Gutiérrez de Quintanilla, 1920: 221; Stastny, 2013: 34 2021: 45-82.
dictadura militar de Manuel A. Odría; véase Ramón Mu-
y 90. 18. Véase el catálogo Perú: arte contemporáneo. Curador:
jica Pinilla, “Manuel Mujica Gallo contra Manuel Mujica
62. Vargas Ugarte, 1947: 200 y 323. Gallo: el Perú como espada y cabeza de un continente”, Gustavo Buntinx. Santiago de Chile, 2015.
63. Peña Prado et. al, 1938: 147. en Manuel Mujica Gallo. Volumen 2. Escritos escogi- 19. Gustavo Buntinx, “Un pasado incompleto. Moiko Yaker.
64. Bernales Ballesteros (coord.), 1989: 86. dos. Primum Mobile Colección Editorial, Lima, 2022: Pinturas (1986-1994)”. Museo de Arte Contemporáneo
65. Mariazza, 2004: 179. 140-142. Véase también Christabelle Roca-Rey, La de Monterrey, Monterrey, 1996.

316
20. Arthur C. Danto, Después del fin del arte. Paidós, Barce- El arte desde fuera del arte 33. Véase una aproximación algo más extensa sobre este
lona, 1999: 37-38. Una historia de lo moderno en fragmentos tema en Ricardo Kusunoki, “Aesthetics of Excess:
21. “Estética de la Utopía”, en Aníbal Quijano, Cuestiones (Perú, 1900-1940) Lima’s Neocolonial Imaginary (1870-1950)”, Museo de
y horizontes. Antología esencial. De la dependencia Ricardo Kusunoki Arte de Denver (en prensa).
histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad 1. Véase Kusunoki, 2011b. 34. Castillo, 1919: 588.
del poder. Selección y prólogo de Danilo Assis Clímaco. 2. Wuffarden, 2014: 2. 35. Majluf y Wuffarden, 2015: 26-27.
Clacso, Buenos Aires, 2014: 733-741. 3. Majluf y Wuffarden, 2013: 24-25. 36. Anónimo, 1923: 5.
22. America. Bride of the Sun. 500 years of Latin America 4. Mariátegui, 1928. Sobre la participación de Sabogal en 37. Para una amplia discusión sobre los discursos artísti-
and the Low Countries. Royal Museum of Fine Arts. Ant- Amauta véase Majluf, 2019. cos nacionalistas, véase Majluf 2022.
werp, Imschoot Books, 1992. 38. Wuffarden, 2018: 54.
5. Véase el ensayo, aún en prensa, de Ricardo Kusunoki
23. Véase Gustavo Buntinx, “Entre la tierra y el mundo. Moi- y Natalia Majluf, “Otro lugar para la plástica. Gráfica y 39. Lauer ,1976: 75.
ko Yaker 1986-1994”, en Un pasado incompleto. Moiko política en los años veinte”. 40. Guillén, 1925.
Yaker. Pinturas 1986-1994. Museo de Arte Contempo-
6. Kusunoki, 2018: 100-101. 41. Wuffarden, 2018: 65.
ráneo de Monterrey, Monterrey, 1996: 17-45.
7. Mc Evoy, 1999: 288. 42. Véase Majluf y Wuffarden, 2015: 80-83.
24. Ramón Mujica Pinilla, “Barroco y nuevo milenio: po-
8. Para una aproximación al papel de la litografía en la cul- 43. A la figura en piedra de Huamanga perteneciente a la
líticas de la representación”, en Hueso Húmero, 42
tura visual limeña de fines del siglo XIX, véase Victorio, colección Barbosa Stern debe sumarse una escenifica-
(2003): 54-61.
2020. ción fotográfica realizada en Ayabaca por Ruben Queve-
25. Gustavo Buntinx, “El Dios escondido”, en Deus abscon-
9. Sobre Actualidades puede consultarse Mendoza Michi- do, la cual fue incluida por Andrés Garay en la muestra
ditus. Retrospectiva de Manuel Moncloa 1980-2011.
lot, 2016: 319. El retrato como refugio, que dedicó a este fotógrafo en
Curaduría y textos: Gustavo Buntinx. Instituto Cultural
10. Para el desarrollo de la escultura en Lima a inicios del 2012.
Peruano Norteamericano, Lima, 2012.
siglo XX alrededor de la Escuela de Artes y Oficios, véa- 44. Véase Majluf y Wuffarden, 1999: 63-71.
26. Comunicación personal del pintor.
se Villegas, 2010. 45. Anónimo, 1934. Citado también en Kusunoki, 2018:
27. Victor I. Stoichita, En torno al cuerpo. Anatomías, de-
11. Lauer, 1976: 49. 114, aunque con referencia equivocada.
fensas, fantasmas. Cátedra, Madrid, 2022; véase el
capítulo 5, “La piel de Miguel Ángel” (pp. 59-70). 12. Para la biografía de Moral, véase Cerpa Moral, 2016. 46. Para las dicotomías entre arte culto y arte popular véa-
13. A su vez, la exploración de las posibilidades abiertas se Borea, 2017; Kusunoki y Majluf, 2019.
28. Vease Lois Parkinson Zamora, La mirada exuberante.
Barroco novomundista y literatura latinoamericana. por el fotograbado adquirió un cariz paralelo con La 47. Escuela Nacional de Bellas Artes, 1923: 31-41.
Iberoamericana, Vervuert, Madrid, 2011. Los “metatex- Crónica, fundada por Moral en 1912, cuya aparición 48. Anónimo, 1928.
tos” laberínticos de las nuevas tecnologías digitales y formalizaría “la noción y práctica del reportero gráfico 49. Valle, 1920.
las nuevas escenografías con efectos especiales “vir- en el Perú”. Garay, 2016: 112. 50. Anónimo, 1928.
tuales” tridimensionales también han sido estudiados 14. Majluf, 2006: 12. 51. Raygada, 1931a.
como parte de la cultura neobarroca contemporánea; 15. Garay y Villacorta, 2007: 35-37. 52. Goyburu, 1927.
Angela Ndalianis, Neo-baroque Aesthetics and Contem- 16. Kusunoki, 2019: 121-123. Para un panorama más am- 53. Véase Presente, n.° 2 (Lima, enero de 1931): 4; Pre-
porary Entertainment. The MIT Press, Cambridge (Mas- plio sobre el género y sus principales representantes en sente, n.° 3 (Lima, segundo semestre de 1931): 8.
sachusetts), and London, 2004. aquel periodo, véase Rivera Serna, 2006. 54. Véase Presente, n.° 2 (Lima, enero de 1931): 13; Pre-
29. Manuel J. Borja- Villel presentaba la exhibición de arte 17. Véase González, 2015. sente, n.° 3 (Lima, segundo semestre de 1931): 4, 13 y
virreinal en el Reina Sofía de Madrid del siguiente 18. Para acercarse a los lenguajes formales de la caricatu- 15.
modo: “Sorprende la obcecación con que hemos ig- ra de aquel periodo a partir de una selección de obras, 55. Véase Raygada, 1931b.
norado que desde el siglo XVI la historia de Europa véase Mujica, 2014.
es inseparable de la de sus colonias, más aún, el he- 56. Sobre el más conocido movimiento de los “indepen-
19. Valdelomar, 1988: II, 68. dientes”, véase Castrillón, 2001.
cho constatable de que no existe modernidad sin las
20. Para los inicios de la carrera de Málaga Grenet en el 57. Kusunoki, 2019: 135.
relaciones centro-periferia que se inauguran con los
ámbito de la caricatura, véase Llosa Málaga, 2016 y Ro- 58. Espinosa, 1934: 13.
procesos coloniales. ¿Qué sucedería si sustituyése-
dríguez Díaz, 2017. Su éxito internacional sería amplia-
mos el ego cogito de Descartes por el ego conquiro de 59. Anónimo, 1948. Sobre Helena Aramburú véase Rojas,
mente publicitado en vida del autor. Sirvan de ejemplo
Hernán Cortes, o el principio de la razón pura de Kant 2004.
Valle, 1920 y Raygada, 1931.
por lo que Marx denominó principio de acumulación 60. Raygada, 1949.
originaria? ¿Qué pasaría si, en lugar de empezar el re- 21. Véase Bernabé, 2006: 82-86.
61. Ibid. Para las otras connotaciones del comentario de
lato moderno en la Inglaterra de la Revolución Indus- 22. Buntinx, 2003: 55.
Raygada puede consultarse Kusunoki, 2011a: 63-67.
trial o en la Francia de Napoleón III, lo iniciáramos en 23. Valdelomar, 1917.
62. Véase el ensayo de Natalia Majluf incluido en este mis-
la América de los virreinatos? […] No existe un único 24. Valdelomar, 1921. La imagen aparece en la p. [4]; la mo volumen.
origen de la modernidad desde el momento en que la narración entre las pp. [5]-12.
modernidad misma implica procesos de diseminación, 25. Bernabé, 2006: 89.
contaminación y permeabilidad que desestabilizan la 26. Para algunas notas sobre la vida de Chabes, cuya bio-
misma noción de origen. Esta comprensión de la mo- grafía en gran medida aún resulta desconocida, véase
dernidad invalida cualquier interpretación lineal y evo- Di Benedetto, 2019.
lucionista de las artes: a pesar de lo que sostuvieron
27. Chabes, 1923.
los profetas del modernismo, el arte ya no puede in-
terpretarse como una progresiva sucesión de intentos 28. Escuela Nacional de Bellas Artes 1924: [5].
en pos de la obtención de la pureza de las especies 29. Castillo, 1915: [2090].
estéticas”; véase Principio Potosí. ¿Cómo podemos 30. Véase Villegas y Torres, 2005: 53; Villegas 2020.
cantar el canto del Señor en tierra ajena? Alice Creis- 31. Para una completa cronología de la actividad de Casti-
cher, Max Jorge Hinderer y Andreas Siekmann (eds.). llo, véase Villegas, 2006: 161-164.
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, 32. Esta capacidad para cristalizar visualmente los tópicos so-
2010. bre la Lima colonial una explica la frecuente asociación de
30. Véase Javier Sanjinés C., Rescoldos del pasado. Con- las evocaciones coloniales de Castillo con las Tradiciones
flictos culturales en sociedades postcoloniales. Pro- Peruanas de Ricardo Palma, libro que –como señala Fer-
grama de Investigación Estratégica en Bolivia, La Paz, nando Villegas- sólo ocasionalmente proporcionó temas
2009: 38. explícitos al pintor. Véase Villegas, 2006: 114-117.

NOTAS 317
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Bibliografía 331
CAROLYN DEAN
Historiadora del arte, se doctoró en la Universidad de California, Los Ángeles. Es
Distinguished Professor de Historia del Arte y Cultura Visual en la Universidad de
California, Santa Cruz, donde imparte cursos sobre arte precolombino y virreinal. Sus
publicaciones incluyen Inka Bodies and the Body of Christ: Corpus Christi in Colonial
Cuzco, Peru (1999), cuya versión en español apareció en 2003 como Los cuerpos
de los Incas y el cuerpo de Cristo: el Corpus Christi en el Cuzco colonial (traducción
de Javier Flores Espinoza e introducción de Manuel Burga), y A Culture of Stone: Inka
Perspectives on Rock (2010), que recibió el premio internacional anual ALAA-Arvey
Foundation Book Award.
Varias de las investigaciones que ha realizado han merecido becas de distintas
instituciones, entre las cuales se encuentran el Center for Advanced Study in Visual
Arts, Pew Charitable Trust, American Council of Learned Societies y Getty Research
Institute. Recientemente, ha escrito ensayos sobre rocas talladas por los incas que
han sido difundidos a través de las revistas World Art (2019) y Res: Anthropology and
Aesthetics (2020).

RAMÓN GUTIÉRREZ
Arquitecto graduado en la Universidad de Buenos Aires, se especializó en la historia
de esa disciplina. Miembro de número de la Academia Nacional de la Historia y de
la Academia de Bellas Artes de Argentina. También es miembro de las Academias de
Historia de España, Perú, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Brasil, Puerto Rico, Guatemala y
Colombia. Además de impartir sus conocimientos en varias universidades argentinas,
ha sido profesor en universidades de Uruguay, Chile, Paraguay, Ecuador, Bolivia, Perú,
Venezuela, Colombia, Brasil, México, Estados Unidos, España e Italia.
Ha sido distinguido como Doctor Honoris Causa por las universidades de Tucumán
y Concepción (Argentina), Ricardo Palma en Lima, Andina en el Cusco, Católica en
Arequipa (Perú) y Pablo de Olavide en Sevilla (España).
Entre sus libros se cuentan Notas para una bibliografía hispanoamericana de arqui-
tectura (1526-1875) (1972), Arquitectura del altiplano peruano (1985), Arquitectura
y urbanismo en Iberoamérica (siglos XVI al XX) (2006), Evolución urbana y arquitec-
tónica de la ciudad de Corrientes. Tomo I (1588-1850) y tomo II (1850-1988) (1988),
Juan José de las Casas (Activo en Lima,
1711-1717). Inmaculada Concepción con Arquitectura y planeamiento en las islas Malvinas. 1764-1833 (2020) y Arquitectura
Letanías. Lima, 1711. Colección particular. de Arequipa. 1540-1900 (2022), escrito junto con Graciela María Viñuales.

333
RICARDO KUSUNOKI RODRÍGUEZ del Centro para Estudios Avanzados de Artes Visuales de la Na-
Egresado de Historia del Arte de la Universidad Nacional Ma- tional Gallery de Washington, D. C., de la Fundación Getty y de
yor de San Marcos. Curador de arte colonial y republicano del la John Simon Guggenheim Memorial Foundation. También ha
Museo de Arte de Lima. Integró el equipo peruano del proyecto sido Simón Bolívar Chair en la Universidad de Cambridge, Tinker
Documents of 20th-century Latin American and Latino Art del Visiting Professor en la Universidad de Chicago e investigadora
International Center for the Arts of the Americas – Museum of invitada en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM.
Fine Arts, Houston. También ha participado en el proyecto José Gil Fue curadora en jefe del Museo de Arte de Lima, institución que
de Castro. Cultura visual y representación, del antiguo régimen pasó a dirigir entre 2002 y 2018. Entre 2020 y 2023 dirigió la
a las repúblicas sudamericanas, llevado a cabo con el apoyo de página “Historias. Arte y cultura del Perú” desarrollada para el
la Fundación Getty. MALI y Fundación Telefónica. Su más reciente libro, La invención
Entre sus publicaciones recientes están “An Opulence Unknown del indio. Francisco Laso y la imagen del Perú moderno (2022),
in Europe: Playful Appearances in Lima Portraiture, 1740–1800”, obtuvo el premio ALAA-Arvey Foundation Book Award.
en Painted Cloth: Fashion and Ritual in Colonial Latin America, Editora de los volúmenes Francisco Laso. Aguinaldo para las
Rosario Granados, ed. (2022); “Pintar los afectos: el retrato señoras del Perú y otros ensayos (2003), Los incas, reyes del
de Ramón Martínez de Luco y su hijo José Fabián (1816)”, en Perú (2005), Luis Montero: ‘Los funerales de Atahualpa’ (2011)
Una nueva mirada a las independencias, Scarlett O’Phelan, ed. y José Gil de Castro, pintor de libertadores (2014). Asimismo,
(2021) e “Imaginarios de papel. Dibujo de prensa y vanguardia ha coeditado La recuperación de la memoria: el primer siglo de
en Amauta”, en Redes de vanguardia. Amauta y América Latina la fotografía, Perú, 1842-1942 (2001), Tipos del Perú. La Lima
1926-1930, Beverly Adams y Natalia Majluf, eds. (2019). criolla de Pancho Fierro (2008), Sabogal (2013), Chambi (2015)
y Redes de vanguardia. Amauta y América Latina, 1926-1930
(2019), entre otros estudios y catálogos de exposición.
JOSÉ MARÍA LASSALLE
Doctor en Derecho por la Universidad de Cantabria, donde ha
sido profesor e investigador. Luego ejerció la docencia en la
RAMÓN MUJICA PINILLA
Universidad Carlos III de Madrid. Actualmente es profesor de Graduado en Antropología Histórica en el New College (Saraso-
ta, Florida), realizó sus estudios de maestría y doctorado en la
Filosofía del Derecho en ICADE y de Gestión de la Complejidad
Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Miembro de número
en el Instituto de Empresa, también en dicha ciudad. Se ha
de la Academia Nacional de Historia del Perú y miembro corres-
especializado en pensamiento político anglosajón y en política
pondiente de la Academia Nacional de Bellas Artes de Argentina.
cultural. Ha ocupado los cargos de secretario de Estado de
También es miembro honorario del Instituto de Investigaciones
Cultura (2011-2016) y de Agenda Digital (2016-2018) en el
Museológicas y Artísticas de la Universidad Ricardo Palma y en
Gobierno de España. Antes fue diputado a Cortes y director de
el año 2019 fue elegido como miembro del Consejo Asesor del
la Fundación Carolina del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es
equipo editorial del Archivo Español de Arte del Consejo Superior
patrono de la Biblioteca Nacional de España. Además de sus
de Investigaciones Científicas de Madrid. Ha sido director de la
actividades académicas, colabora habitualmente con diversos
Biblioteca Nacional del Perú entre 2010 y 2016. En 2022 fue
medios de comunicación.
invitado como profesor visitante por la Universidad de Harvard
Ha publicado John Locke y los fundamentos modernos de la pro-
para dirigir un seminario sobre arte, profecía y teología política
piedad (2001), Locke, liberalismo y propiedad (2003), Liberales.
en el virreinato del Perú.
Compromiso cívico con la virtud (2010), Contra el populismo.
Se ha especializado en iconografía virreinal y los procesos ar-
Cartografía de un totalitarismo postmoderno (2017), Ciberlevia-
tísticos del sincretismo religioso del sur andino. Autor de varios
tán. El colapso de la democracia liberal frente a la revolución
libros, entre los que destacan Ángeles apócrifos en la América
digital (2019) y El liberalismo herido. Reivindicación de la libertad
virreinal (1992) y Rosa limensis. Mística, política e iconografía
frente a la nostalgia del autoritarismo (2021).
en torno a la patrona de América (2001). Ha sido el coordinador
de varios títulos de la colección Arte y Tesoros del Perú del Banco
NATALIA MAJLUF de Crédito del Perú, entre estos los dos volúmenes destinados
Historiadora y curadora, su trabajo se ha concentrado en el a conmemorar el bicentenario de la independencia del Perú y
arte y la cultura visual del siglo XIX en América Latina. Becaria que se publicaron en 2020 y 2021.

334
FELIPE PEREDA LISA TREVER
Historiador del arte, estudió en la Universidad Complutense Doctora en Historia del Arte y Arquitectura por la Universidad de
de Madrid y en la Universidad Autónoma de Madrid, donde se Harvard. Actualmente, es profesora asociada de la Universidad
doctoró en 1996 y fue profesor. También ha ejercido la docencia de Columbia en la ciudad de Nueva York, donde ocupa la cáte-
en Johns Hopkins University y en el Instituto de Investigaciones dra Selz en Historia del Arte y Arqueología Precolombina desde
Estéticas de la Universidad Autónoma de México. Desde 2015, 2018. También ha sido profesora asistente en Historia del Arte
enseña en Harvard University. Allí ocupa la cátedra Fernando de la Universidad de California en Berkeley. Sus investigaciones
Zóbel de Ayala como profesor de arte español, en el departa- interdisciplinarias de campo en el sitio monumental mochica
mento de Historia del Arte y Arquitectura. Trabaja sobre el arte de Pañamarca han sido apoyadas por la National Geographic
hispánico de la Baja Edad Media y de la Edad Moderna y sobre Society, entre otras instituciones.
teoría del arte, teoría de la imagen e historia de la arquitectura, Autora de The Archaeology of Mural Painting at Pañamarca,
además de haberse centrado en pintores como Sebastiano del Peru, con aportes de Jorge Gamboa, Ricardo Toribio y Ricardo
Piombo, Luis de Morales, Ribera o Zurbarán. Morales (2017) y Image Encounters: Moche Murals and Archaeo
Sus libros incluyen La arquitectura elocuente (1999), El atlas del Art History (2022). En 2023, esta última publicación recibió el
Rey Planeta. La “Descripción de España y de las costas y puertos Premio Horowitz del Bard Graduate Center para “el mejor libro
de sus reinos” de Pedro Texeira (1634) (2002), Las imágenes sobre las artes decorativas, historia del diseño o cultura mate-
de la discordia: política y poética de la imagen sagrada en la rial de las Américas publicado en 2022”. Con Marco Curatola
España del 400 (2007) y Crimen e ilusión: el arte de la verdad Petrocchi, Cécile Michaud y Joanne Pillsbury ha coeditado el
en la Edad de Oro española (2017). Su nuevo estudio, Torrigiano. volumen El arte antes de la historia. Para una historia del arte
The Man Who Broke Michelangelo’s Nose, será próximamente andino antiguo (2020).
publicado por Penn State University.
LUIS EDUARDO WUFFARDEN
GABRIELA SIRACUSANO Historiador y crítico de arte, estudió en la Pontificia Universidad
Historiadora del arte, se doctoró en la Universidad de Buenos Católica del Perú. Ha sido jefe del Archivo Histórico Municipal
Aires. Investigadora principal del Consejo Nacional de Investi- de Lima. En 1989 se le otorgó la beca del Convenio Instituto de
gaciones Científicas y Técnicas (CONICET) de Argentina. Ha sido Cooperación Iberoamericana-Instituto Riva-Agüero (1989) para
distinguida como Getty Postdoctoral Fellow (2003-2004), John investigar en archivos de España. En 1990 fue galardonado con
Simon Guggenheim Fellow (2006-2007) y Getty Scholar (2016). el premio Concytec a la investigación sobre pintura peruana. Ha
También ha sido galardonada con el Premio Gratia Artis (2022) sido corresponsal en el Perú del Allgemeines Künstler Lexikon,
de la Academia Nacional de Bellas Artes por sus aportes a los publicado en Munich, y ha integrado el comité científico del pro-
estudios sobre la materialidad de la obra de arte. Es directora yecto “Pintura de los reinos”, auspiciado por Fomento Cultural
del Centro de Investigación en Arte, Materia y Cultura (MATERIA) Banamex. Es miembro del Instituto Riva-Agüero y del Comité
de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF) y ejerce Cultural del Museo de Arte de Lima, y miembro honorario del
la docencia en esta casa de estudios, así como en la Universidad Instituto de Investigaciones Museológicas y Artísticas de la Uni-
de Buenos Aires. versidad Ricardo Palma. En la actualidad se desempeña como
Ha dirigido y desarrolla actualmente diversos proyectos de in- investigador y curador independiente.
vestigación interdisciplinaria sobre la dimensión material de las Coautor de los libros Szyszlo (2011), Contested Visions in the
producciones artísticas coloniales del área andina. Su libro El Spanish Colonial World (2012), Sabogal (2013), Laske (2014),
poder de los colores (2005) fue reconocido con el Association El arte de Torre Tagle (2016) y Pintura cuzqueña (2016). Tam-
for Latin American Art Book Award. También ha publicado La bién ha aportado sus conocimientos sobre pintura virreinal
paleta del espanto (2010) y Materia americana. El cuerpo de peruana a la realización de una obra de referencia esencial
las imágenes hispanoamericanas (2020), coeditado con Agus- como Pintura en Hispanoamérica, 1550-1820, publicada por
tina Rodríguez Romero. Este último volumen obtuvo sendas Ediciones El Viso en Madrid. Ha sido el coordinador científico
menciones honrosas del ALAA-Arvey Foundation Book Award y de Los claustros y la ciudad (2022), volumen de la colección
el Eleanor Tufts Award. Arte y Tesoros del Perú.

registro de autores 335


TÍTULO FOTOGRAFÍAS: Museo de Arte Hispanoamericano
ARTE Y TESOROS DEL PERÚ Daniel Giannoni: 10, 46, 48, 50, 57, 59, “Isaac Fernández Blanco”: 109.
50 AÑOS 60, 68, 69, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 76, Daniel Merle: 117, Fig. 30, 31.
Nuevas miradas 77, 78, 80, 81, 82, 83, 84, 85, 86, 87, The British Museum: 123.
88, 89, 97, 102, 106, 118, 135, 168, Metropolitan Museum of Art, Nueva
EDICIÓN 179, 182, 183, 188, 194, 198, 200, York: 126, 127, 128, 129, 132, 146.
Banco de Crédito del Perú 201, 202, 203, 204, 205, 206, 207, © Museum Fünf Kontinente München.
Calle Centenario 156, Urb. Santa Patricia 214, 304, 318, 332, 336. Fotografía de Nicolai Kästner: 130, 131.
Lima 12, Perú Art Institute of Chicago, Museo Nacional de Arqueología,
CCO Dominio público: I, XVIII- XIX, XXIII, Antropología e Historia del Perú: 134,
COMITÉ EDITORIAL XIII, Tomado de Arte y Tesoros del Fig. 7, 137, Fig. 10, 148, 152, Fig. 9, 167.
Dionisio Romero Seminario antiguo Perú © Banco del Sur, 1994. Proyecto Pañamarca 2010
Alvaro Carulla Marchena Colección Particular: II, III, XX, 120. Foto: Luis Sánchez, 136.
Museo Nacional de Sicán, Ferreñafe: X. Lisa Trever: 138, 140.
División de Asuntos Corporativos
Museo Ethnológico de Berlín: XIV, 149. Enzo Miguel Matute, César Vallejo: 141.
Enrique Pasquel Rodríguez Museo Larco: XII, XXIII, 118, 119, 144, 145. Museo InKa: 142, 216.
Jessica García Casana Museos Oro del Perú-Armas del Mundo, Dumbarton Oaks Research Library and
Fundación Miguel Mujica Gallo, Lima: XIV. Collection. Foto: Neil Greentree, 152,
Primera edición, noviembre de 2023.
Museo de La Nación: XVIII, XIX. 153, 154, 155, 164.
COORDINACIÓN CIENTÍFICA Museo Pedro de Osma: XXVI, XXVII, 93, Museo Americano de Historia Natural:
Ramón Mujica Pinilla 100, 101, 118, 119. 153, Figs. 11, 12.
Colección Ricardo Kusunoki: 3.
DISEÑO GRÁFICO Museo de Antropología “Phoebe
Museo Nacional de la Cultura Peruana: 4.
Marianella Romero Guzmán Apperson Hearst”: 156, Fig. 16.
Museo de Arte de Lima: 5, 6, 7, 8, 114,
COORDINACIÓN EDITORIAL Museo Nacional de Historia Natural,
115, 186, 187, 236, Fig. 15, 237,
Pilar Marín Smithsonian: 158, Fig. 17.
Fig. 17, 251, 262, Fig. 48, 270, 280,
Museo de Arqueología e Etnología
CORRECCIÓN DE ESTILO 283, 287, 289, 290, 293, 294, 295,
“Peabody”: 158, Fig. 18.
Guillermo Niño de Guzmán 297, Figs. 18, 19, 298, Fig. 21, 299,
300, 302. Ramón Gutiérrez: 170, 176, Fig. 7.
Compilación bibliográfica Marianella Romero: 172, 173.
Carlos Domínguez: 11.
Jesús Tupac Terbullino CEDODAL: 176, Fig. 6.
Museo del Prado. (Cortesía): 15, 22, 23,
PRODUCCIÓN 24, 25, 28, 29, 30, 33, 34, 35, 36, 37, Juan Manuel Figueroa Aznar: 176, Fig. 8.
Ausonia S.A. 38, 42, 61. Harold Wethey: 176, Fig. 9.
Colección del Ministerio de Hacienda, Horacio Ochoa: 176, Fig. 10.
Sandro Peroni
España: 18, 19. Adrian Sisa: 178, Fig. 11, 184, 185.
Supervisión: Pilar Marín
Monasterio de Santa Clara. Ayacucho: 46. Felipe Pereda: 196, 199, 208, 209.
Preprensa: © Rheinisches Bildarchiv Köln / Helmut
Juan Ossio Acuña: 53, 91, 110.
Retoque fotográfico: Henry Carrión. Buchen: 210.
Museo de América: 54.
Darío Corihuamán, Rosalía Pineda. Carmela Bahima Díaz: 209, 211.
Colección Priet-Gaudibert: 56, Fig. 8.
Encuadernación: Nicolás Robles, Biblioteca Nacional de España: 62, 63. Museo Antropológico, Madrid: 260, Fig. 46.
Ofelia Navarro. Raúl Montero: 66, 178, Fig. 12, 180, Yvonne von Mollendorff (fina cortesía):
Impresión: Ausonia S.A. 181, 191, 192, 193. 273.
Francisco Lazo 1700, Lima 14, Perú Diego Nishiyama: 95, 174, 175. Marcel Velaochaga: 266.
Gabriela Siracusano: 98, 99, 103, 104, Carlos Rojas: 273.
105, 107, 112, 113. Museo Central, Banco Central de
The Hispanic Society of America, Reserva del Perú: 292.
New York. (Cortesía): 108. Alicia Benavides: 303.

Pelícano eucarístico. S. XVIII.


Monasterio de Nuestra Señora del Prado.
Barrios Altos. Lima.

337
ESTE LIBRO
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EL 27 DE NOVIEMBRE DEL 2023
ANIVERSARIO DE LA GLORIOSA
BATALLA DE TARAPACA.
EN AUSONIA S.A.
LIMA-PERÚ

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