LECTURA DOMICILIARIA - Cuentos Latinoamericanos

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Liceo Bicentenario Óscar Castro Zúñiga

Departamento de Lengua y Literatura


2º medio

SELECCIÓN DE
CUENTOS
LATINOAMERICANOS

1
ÍNDICE

ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO ……………………………………… 3

EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO ………………………………………………… 5

CASA TOMADA ……………………………………………………………………………………... 8

A LA DERIVA ……………………………………………………………………………….……….... 11

LA MANCHA INDELEBLE …………………………………………………………………………. 13

ES QUE SOMOS MUY POBRES ………………………………………………………………….. 15

Y VENDIMOS LA LLUVIA …………………………………………………………………... 17

CHUFA …………………….…………………………………………………………………………. 20

LA MIA ERA UNA PUERTA FÁCIL DE ABRIR …………………….…………………...…………. 23

LUGARES …………………….………………………………………………………………………. 25

LA MACHI DE HUALQUI …………………….……………………………………………………... 26

2
ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO
Gabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija
de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa
y ella les responde:

-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al
billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una
carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo
grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en
fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.

-¿Y por qué es un tonto?

-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció
hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque
andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:

-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y
comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne,
mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el
pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor
como siempre. Alguien dice:

-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre
a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

3
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no
tienen el valor de hacerlo.

-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el
pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:

-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian
también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que
tuvo el presagio, clamando:

-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

4
EL AHOGADO MÁS HERMOSO DEL MUNDO
Gabriel García Márquez

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la
ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que
fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos
de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y solo entonces descubrieron que
era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por
casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron
que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había
estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron
en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa,
pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de
ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y solo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano,
porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte
casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra
era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los
muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo,
y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse
los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los
pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto,
le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar
pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas,
y que sus ropas estaban en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron
también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados
del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando
acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento.
No solo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía
cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.

No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa bastante sólida para
velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más
corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres
decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de
novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando
el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había
estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto.
Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más
anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con
pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera
sacado los peces del mar con solo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que
hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los
acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer
en toda una vida lo que aquel era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de
sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos
de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con
menos pasión que compasión, suspiró:

—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las
más porfiadas, que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido
entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó

5
escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón
hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el
mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo
habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron
reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos.
Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta
después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a
descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y
rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta
de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe
señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en
todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, solo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y
acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva
el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto
hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le
taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan
indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue
una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los
lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo
cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso
y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no
era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.

—¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las
tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes
de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de
trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta
los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin
tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de
manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos.
Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban
como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían
ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de
orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer
sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué
objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara
encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y
trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres
terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de
nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver
el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.

Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás,
hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz
de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo,
sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que solo podían cortarse a cuchillo.
Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía
la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría
buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón
en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora
estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería
de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los
hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres
se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta esos, y otros más duros, se estremecieron
en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

6
Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito.
Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo
que les contaban, y estas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que
hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano
a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y
primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos
marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo
amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo
en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por
primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al
esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera,
y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No
tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni
volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a
tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban
pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro
ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de
colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales
en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los
pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera
que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de
guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá,
donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto
que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.

7
CASA TOMADA
Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más
ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno,
nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho
personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo
le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre
puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando
en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer
que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió
María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea
de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se
quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros
mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día
tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han
encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo
destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana
encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana;
Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba
esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura
francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto
qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no
se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de
pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para
preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba
plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una
destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y
viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres
dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un
pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina,
nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa
por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría
la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que
conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá
empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir
por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno
que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas
para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta
de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será
una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas
sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se
deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su
dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el
pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando
escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla

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sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo
después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes
de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de
nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía
un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que
queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una
botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y
media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo
a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el
almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto
tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el
dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los
libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió
para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio
de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún
sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin
pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua
o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de
noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que
conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las
agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era
maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta
o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros
sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los
dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no

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molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba
en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que
iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina;
tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención
mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos,
notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo
donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos
hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel
y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se
perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde
ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene
(yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta
de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera
en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

10
A LA DERIVA
Horacio Quiroga

El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un
juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó
el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral;
pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor
agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo
con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres
fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla.
Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un
nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían
ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa.
Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió
nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda
ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad
de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un
fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó
a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis
millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos
dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al
sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre
cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas
lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se
decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se
arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

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-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de
la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola
de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan
fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro
también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se
precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte.
Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de
pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed
disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la
mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en
Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el
vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald,
y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también.
Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en
penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia
el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón
de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo
que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses?
Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración…

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes
santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves…

Y cesó de respirar.

12
LA MANCHA INDELEBLE
Juan Bosch

Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en
una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no
entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas,
aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo
súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado
para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría
evitarme esa macabra experiencia.

La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del
otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal
vez de cuatro.

Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en términos
humanos.

-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.

-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.

-Claro -¿Cuál va a ser?

A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían
con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía estaba
hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran
mesa del recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de
mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía
a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor sonido.

Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.

-¿Y cómo me la quito?

-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la quijada; tire hacia arriba
y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.

Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla.
Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un
lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado
en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.

-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.

Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír
la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de
esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que decía.

Al fin logré hablar.

-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Deme algún tiempo
para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida.
Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?

La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció
que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona.

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-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos más: va a
empezar una nueva vida.

-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? -pregunté.

Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos
del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.

El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido en una
gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente.

Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse con un ser de carne y
hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome
desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento.

-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.

No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría
más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de la
gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura
de la puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la
que todavía no ha cerrado.

En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que
entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron que
había robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los
ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me
importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.

Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía en todas partes los millares de
ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me
arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la
mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me
miró con intensidad y luego dijo al otro:

-Ese fue el que huyó después que estaba…

Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia que un poco de la
bebida se me derramó en la camisa.

Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer
desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:

-Después que ya estaba inscrito.

El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré ante cualquier
desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.

Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón, cepillo y un producto químico
especial que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a cada
esfuerzo por borrarla se destaca más.

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ES QUE SOMOS MUY POBRES
Juan Rulfo

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos
enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje,
porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes
olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer,
todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo
quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le
regaló para el día de su santo se la había llevado el río.

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el
estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi
cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me
volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra
vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se
notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor
a podrido del agua revuelta.

A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real,
y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía
al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que
era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no
les llegara la corriente.

Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el
tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único
que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más
grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.

Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más
espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas
sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que
decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y solo se ven las bocas de muchos que se abren y
se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde
también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se
había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el
día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.

No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo
río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber
venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le
abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados,
bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.

Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada
le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró
entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo
que le ayudaran. Bramó como solo Dios sabe cómo.

Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba
con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Solo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba
muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas
ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy
ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.

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Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios
los ampare a los dos.

La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha
se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una
vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como
lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.

Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy
retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de
lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando
las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces,
cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada
una con un hombre trepado encima.

Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo
aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de
pirujas.

Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras
dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con
qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para
siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el
ánimo de casarse con ella, solo por llevarse también aquella vaca tan bonita.

La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río
detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá
no quiere.

Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia,
desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy
obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría
a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve
claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se
acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”

Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que como
palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus
hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.

-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que
acabará mal.

Esa es la mortificación de mi papá.

Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido
color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia
como si el río se hubiera metido dentro de ella.

Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido
semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la
creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos
pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para
empezar a trabajar por su perdición.

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Y VENDIMOS LA LLUVIA
Carmen Naranjo

¡Qué jodida está la cosa!, eso fue lo único que declaró el ministro de hacienda, hace unos cuantos días, cuando
se bajaba de un jeep después de setenta kilómetros en caminos llenos de polvo y de humedad. Su asesor
agregó que no había un centavo en caja, la cola de las divisas le daba cuatro vueltas al perímetro de la ciudad.
El Fondo, tercamente, estaba afirmando: no más préstamos hasta que paguen intereses, recorten el gasto
público, congelen los salarios, aumenten los productos disminuyan las tasas de importación, además quiten
tanto subsidio y las instituciones de beneficios sociales.

Y el pobre pueblo exclamaba: ya ni frijoles podemos comprar, ya nos tienen a hojas de rábano, a plátanos y a
basura, aumentan el agua y el agua no llega a la casa a pesar de que llueve diariamente, han subido la tarifa y
te cobran excedentes de consumo de un año atrás cuando tampoco había servicio en las cañerías.

¿Es que a nadie se le ocurre en este país alguna idea que solucione tanto problema?, preguntó el presidente
de la república que poco antes de las elecciones proclamaba que era el mejor, el del pensamiento universitario,
con doctorado para el logro del desarrollo, rodeado de su meritocracia sonriente y complacida, vestida a la
última moda. Alguien le propuso rezar y pedir a La Negrita, lo hizo y nada. Alguien le propuso restituir a la
Virgen de Ujarrás, pero después de tantos años de abandono la bella virgencita se había vuelto sorda y no oyó
nada, a pesar de que el gabinete en pleno pidió a gritos que iluminara un mejor porvenir, una vía hacia el
mañana.

El hambre y la pobreza ya no se podían esconder: gente sin casa, sin un centavo en el bolsillo, acampaba en el
parque central, en el parque nacional, en la plaza de la cultura, en la avenida central y en la avenida segunda,
un campamento de tugurios fue creciendo en La Sabana y los grupos de precaristas amenazaban con invadir
el Teatro Nacional, el Banco Central y toda sede de la banca nacionalizada. El Seguro Social introdujo raciones
de arroz y frijoles en el recetario. Un robo cada segundo por el mercado, un asalto a las residencias cada media
hora. Los negocios sucios inundaron a la empresa privada y a la pública, la droga se liberó de controles y
pesquisas, el juego de ruletas, naipes y dados se institucionalizó para lavar dólares y atraer turistas. Lo más
curioso es que las únicas rebajas de precio se dieron en el whisky, el caviar y varios otros artículos de lujo.

El mar de pobreza creciente que se vio en ciudades y aldeas, en carreteras y sendas, contrastaba con más
Mercedes Benz, beemedobleú, Civic y el abecedario de las marcas en sus despampanantes últimos modelos.

El ministro declaró a la prensa que el país se encontraba al borde de la quiebra: las compañías aéreas ya no
daban pasajes porque se les debía mucho y por lo tanto era imposible viajar, además la partida de viáticos se
agotó, ¿se imaginan lo que estamos sufriendo los servidores públicos?, aquí encerrados, sin tener oportunidad
de salir por lo menos una vez al mes a las grandes ciudades. Un presupuesto extraordinario podía ser la
solución, pero los impuestos para los ingresos no se encontraban, a menos que el pueblo fuera comprensivo
y aceptara una idea genial del presidente de ponerle impuesto al aire, un impuesto mínimo, además el aire
era parte del patrimonio gubernamental, por cada respiro diez colones.

Llegó julio y una tarde un ministro sin cartera y sin paraguas vio llover, vio gente correr. Sí, aquí llueve como
en Comala, como en Macondo, llueve noche y día, lluvia tras lluvia como en un cine con la misma cartelera,
telones de aguacero y la pobre gente sin sombrilla, sin cambio de ropas para el empape, como esas casas tan
precarias, sin otros zapatos para el naufragio, los pobres colegas resfriados, los pobres diputados afónicos, esa
tos del presidente que me preocupa tanto, además lo que es la catástrofe en sí: ninguna televisora transmite,
todas están inundadas, lo mismo que los periódicos y las radioemisoras, un pueblo sin noticias es un pueblo
perdido porque ignora que en otras partes, en casi todas, las cosas están peores. Si se pudiera exportar la
lluvia, pensó el ministro.

La gente, mientras tanto, con la abundancia de la lluvia, la humedad, la falta de noticias, el frío, el desconsuelo
y hambre, sin series ni telenovelas, empezó a llover por dentro y a aumentar la población infantil, o sea la
lucha porque alguno de los múltiples suyos pudiera sobrevivir. Una masa de niños, desnuda y hambrienta,
empezó a gritar incansablemente al ritmo de un nuevo aguacero.

Como se reparó una radioemisora, el presidente pudo transmitir un mensaje, heredó un país endeudado hasta
el extremo que no encontraba más crédito, él halló la verdad de que no podía pagar ni intereses ni
amortización, tuvo que despedir burócratas, se vio obligado a paralizar obras y servicios, cerrar oficinas, abrir

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de algún modo las piernas a las transnacionales y a las maquilas, pero aquellas vacas flacas estaban agonizando
y las gordas venían en camino, las alentaba el Fondo, la AID, el BID y a lo mejor también el Mercado Común
Europeo, sin embargo el gran peligro estaba en que debían atravesar el país vecino y ahí era posible que se las
comieran, aunque venían por el espacio, a nueve mil metros de distancia, en establo de primera clase y cabina
acondicionada, pero esos vecinos eran y son tan peligrosos.

La verdad es que el gobierno se había desteñido en la memoria del pueblo, ya nadie recordaba el nombre del
presidente y de sus ministros, la gente los distinguía con el de aquél que se cree la mamá de Tarzán y usa
anteojos o el que se parece al cerdito que me regalaron en los buenos tiempos, pero un poco más feo.

Y la solución salió de lo que menos se esperaba. El país organizó el concurso tercermundista de la “Señorita
Subdesarrollo”, ya usted sabe de flaquitas, oscuritas, encogidas de hombros, piernas cortas, medio calvas,
sonrisas cariadas, con amebas y otras calamidades. El próspero Emirato de los Emires envió a su designada,
quien de puro asombro de cómo llovía y llovía al estilo de Leonardo Fabio, abrió unos ojos enormes de
competencias de harén y de cielos en el Corán. Ganó por unanimidad, reina absoluta del subdesarrollo, lo
merecía, por cierto, no le faltaban colmillos ni muelas, y regreso más rápido que rapidísimo al Emirato de los
Emires, había adquirido más veloz que corriendo algunos hongos que se acomodaron en las uñas de los pies y
las manos, detrás de las orejas y en la mejilla izquierda.

Oh padre Sultán, señor mío, de las munas y del sol, si su Alteza Arábiga pudiera ver cómo llueve y llueves en
ese país, le juro que no creería. Llueve noche y día, todo está verde, hasta la gente, son gente verde, inocente,
ingenua, que ni siquiera ha pensado en vender su primer recurso, la lluvia, pobrecitos piensan en café, en
arroz, en caña, en verduras, en madera y tienen el tesoro de Alí Babá en sus manos y no lo ven. ¿Qué no
daríamos por algo semejante?

El Sultán Abun dal Tol la dejó hablar, la hizo repetir lo de esas lluvias que amanecía y anochecía, volvía a
amanecer y anochecer por meses iguales, no se cansaba de las historias, verde en el tránsito de reverdecer
más, le gustó incluso lo de un tal Leonardo Fabio en eso de llovía y llovía.

Una llamada telefónica de larga distancia entró al despacho del ministro de exportaciones procedente del
Emirato de los Emires, pero el ministro no estaba. El ministro de relaciones comerciales casi se ilumino cuando
el Sultán Abun dal Tol se llenó de luces internas y le ordenó comprar lluvia y lluvia y construir un acueducto
desde allá hasta aquí para fertilizar el desierto. Otra llamada. Aló, hablo con el país de la lluvia, no la lluvia de
mariguana y de cocaína, no la de los dólares lavados, la lluvia que natural cae del cielo y pone verde lo arenoso.
Sí, sí, habla con el ministro de exportaciones de ese país y estamos dispuestos a vender la lluvia, no faltaba
más, su producción no nos cuesta nada, es un recurso natural como su petróleo, haremos un trato bueno y
justo.

La noticia ocupó cinco columnas en la época seca, en que se pudieron vencer obstáculos de inundaciones y de
humedades, el propio presidente la dio: vendemos lluvia a diez dólares el centímetro cúbico, los precios se
revisarán cada diez años y la compra será ilimitada, con las ganancias pagaremos los préstamos, los intereses
y recobraremos nuestra independencia y nuestra dignidad.

El pueblo sonrió, un poco menos de lluvia agradable a todos, además se evitaban las siete vacas gordas, un
tanto pesadas.

Ya no las debía empujar el Fondo, el Banco Mundial, la AID, la Embajada, el BID y quizás el Mercado Común
Europeo, a nueve mil metros de altura, dado el peligro de que las robaran en el país vecino, con cabina
acondicionada y establo de primera clase. Además de las tales vacas, no se tenía seguridad alguna de que
fueran gordas, porque su recibo obligaba a aumentar todo tipo de impuestos, especialmente lo de consumo
básico, a exonerar completamente las importaciones, a abrir las piernas por entero a las transnacionales, a
pagar los intereses que se han elevado un tanto y a amortizar la deuda que está creciendo a un ritmo sólo
comparado con las plagas. Y si fuera poco hay que estructurar el gabinete porque a algunos ministros la gente
de las cámaras los ve como peligrosos y extremistas.

Agregó el presidente con una alegría estúpida que se mostraba en excesos de sonrisas alegremente tontas,
los técnicos franceses, garantía de la meritocracia europea, construirán los embudos para captar la lluvia y el
acueducto, lo que es un aval muy seguro de honestidad, eficiencia y transferencia de tecnología.

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Para este entonces ya habíamos vendido muy mal el atún, los delfines y el domo térmico, también los bosques
y los tesoros indígenas. Además, el talento, la dignidad, la soberanía y el derecho al tráfico de cuanto fuere
ilícito.

El primer embudo se colocó en el Atlántico y en cosa de meses quedó peor que el Pacífico Seco. Llegó el primer
pago del Emirato de los Emires, ¡en dólares!, se celebró con una semana de vacaciones. Era necesario un poco
más de esfuerzo. Se puso en embudo en el norte y otro en el sur. Amabas zonas muy pronto quedaron como
una pasa. No llegaban los cheques, ¿qué pasa?, el Fondo los embargó para pagarse intereses.

Otro esfuerzo: se colocó el embudo en el centro, donde antes llovía y llovía, para dejar de llover por siempre,
lo que obstruyó cerebros, despojó de hábitos, alteró el clima, deshojó el maíz, destruyó el café, envenenó
aromas, asoló cañales, disecó palmeras, arruinó frutales, arrasó hortalizas, cambió facciones y la gente empezó
a actuar con rasgos de ratas, hormigas y cucarachas, los únicos animales que abundaban.

Pero recordar que habíamos sido, circulaban de mano en mano fotografías de un oasis enorme con grandes
plantaciones, jardines, zoológicos por donde volaban mariposas y una gran variedad de pájaros, al pie se leía:
venga y visítenos, este Emirato de los Emires es un paraíso.

El primero que se aventuró fue un tipo buen nadador, quien tomó las previsiones de llevar alimentos y algunas
medicinas. Después toda su familia entera se fue, más tarde pueblos pequeños y grandes. La población
disminuyó considerablemente, un buen día no amaneció nadie, con excepción del presidente y su gabinete.
Todos los otros, hasta los diputados, siguieron la ruta de abrir la tapa del acueducto y así dejarse ir hasta el
encuentro con la otra tapa ya en el Emirato de los Emires.

Fuimos en ese país ciudadanos de segunda categoría, ya estábamos acostumbrados, vivimos en un ghetto,
conseguimos trabajo porque sabíamos de café, caña, algodón, frutales y hortalizas. Al poco tiempo andábamos
felices y como sintiendo que aquello también era nuestro, por lo menos la lluvia nos pertenecía.

Pasaron algunos años, el precio del petróleo empezó a caer y caer. El Emirato pidió un préstamo, luego otro y
muchos, pedía y pide para pagar lo que debe. La historia nos suena harto conocida. Ahora el Fondo se ha
apoderado del acueducto, nos cortó el agua por falta de pago y porque el Sultán Abun dal Tol se le ocurrió
recibir como huésped de honor a un representante de aquel país vecino nuestro.

19
CHUFA
Alejandra Costamagna

Se llama Roberto Soto pero, nadie sabe muy bien por qué, le dicen Chufa. No llega a los veinte años, tiene el
pelo liso y muy grueso y unos pómulos abusivamente hundidos. Una cara filuda tiene. Una cara, se diría,
chupada por el propio filo de sus hendiduras. Chufa nació en el sur y ahora, a las ocho de una noche de
diciembre, está en la capital. Después de la muerte de sus padres no le quedó otra salida. O sí: podría haber
azotado calles en el sur. Prefirió azotarlas en el centro, en la latitud 33 o por ahí, y entonces subió a un bus
provincial, llegó a la capital de la región, subió a un bus nacional, llegó a la capital del país y aquí está: en el
rodoviario, como llama la gente ahora al terminal de buses, con un par de billetes y algunas monedas sueltas
en el bolsillo, y la intuición de hallarse en la mitad de un hormiguero, de ser él mismo una hormiga cualquiera.
Peor: una hormiga cualquiera y sin trayectoria definida.

Chufa mira a un perro amarillo y piensa que los perros del sur tienen el pelo más liso que los del centro. El
perro que él mira, sin embargo, es excepcionalmente crespo. No es que todos los perros capitalinos luzcan
rulos de mulato. Pero eso el muchacho aún no lo sabe. A Chufa le gustan los perros. Si ahora mismo se sacara
el suéter, uno podría ver que su polera tiene estampado el dibujo de un perro. Es un perro siberiano, y lo
curioso de la ilustración es que el perro lleva a un hombre amarrado de una correa. Lo lleva de paseo.

Chufa está cansado y se sienta en un banquito de la estación a comer un pan que ha traído del sur. Al frente
se instala un viejo pascuero. Saca una radiocasete de un bolso y aprieta play. Pascua feliz para todos: el
estribillo retumba en la estación de buses mientras el viejo hace karaoke con una sonrisa inestable. Sus labios,
en esa postura, parecen un trocito de bistec mal cortado. Chufa lo mira y siente ganas de cantar. Pero no
canta: en realidad le carga cantar. Las siguientes son horas de espera. ¿De espera de qué? Chufa no lo sabe,
pero su actitud es la de alguien que espera con paciencia, con infinita y tranquila y casi zen paciencia. Una
actitud más propia de Séneca o de algún griego arcaico que de un muchacho de provincias estacionado de
súbito en la gran capital. En algún minuto de la tarde decide que ya es hora de moverse y saca del bolsillo del
pantalón un papel arrugado, una hojita de bloc roñosa o quizás una servilleta, y se dirige hacia un teléfono
público. Mira el número anotado en el papelito, echa una moneda en el aparato y disca el número. Aló, tío. El
tío se muestra extrañado por la presencia del sobrino. ¿Dónde estás?, pregunta. Acá. ¿Acá en la capital? ¿Y
qué estás haciendo acá? El hombre sabe de la muerte de los padres de Chufa, pero esto o se lo esperaba. Esto:
la llegada repentina de su sobrino a la capital, a su casa, puede que a su vida. Sin embargo, el tío no es ningún
demonio y al final le dice bueno, ya; vente, Chufita, vente. Desde el otro lado del teléfono le da las indicaciones
para llegar a su casa. Tienes que tomar la micro equis en la esquina equis y bajarte en la calle equis. Chufa
corta la llamada y trata de retener las últimas señas: el número de la casa, los nombres de las calles. La verdad
es que las indicaciones le parecen dificilísimas de seguir. No tiene la más remota idea de dónde está parado;
no sabe ni cuál es el norte siquiera. A la mierda con el tío, piensa. Pero qué va a hacer: el tío es su hormiga
más conocida en este hormiguero. En el teléfono que ocupó hace unos segundos ahora hay un hombre calvo
hablando sin mucho ánimo. Cada palabra sale de su boca como un soplo difuso. Lo último que oye Chufa es
"te vas a acostumbrar, Negro, te lo digo yo". Después corta. El muchacho se acerca al hombre y le pregunta
por la calle equis o por la micro equis o por la esquina equis. El hombre exhala lo que parece su último soplido
y dice: "Camina dos cuadras hacia allá, hijo, y ahí preguntas". Chufa no sabe por qué el desconocido lo ha
llamado hijo. No le gusta que lo llamen hijo. Su padre, de hecho, jamás lo llamó hijo. Chufa, Chufita, a lo más
Roberto en un par de ocasiones. Nunca hijo.
Chufa camina las dos cuadras y pregunta. Está, en efecto, en la calle equis. Se detiene en una esquina a esperar
que pase la micro equis. En el paradero hay un viejo pascuero sin barba. Puede que venga de regreso, se le
ocurre. O de la Pascua anterior. De cualquier manera, no está para la fiesta de esta noche, eso es seguro. La
micro equis pasa a los pocos minutos. El muchacho sube y camina haciendo equilibrio por el pasillo. El
pavimento está roto y la micro da saltos de coctelera. Hacia el final del pasillo cree ver a otro viejo pascuero.
Pero no está seguro. A lo mejor, piensa, la barba blanca y el traje rojo son casualidades. Chufa mira por la
ventana con entusiasmo o con algo parecido al entusiasmo, acaso tratando de atrapar a otro repentino
pascuero en su minuto de acción. Se le ocurre que la ciudad es un festival de viejos pascueros. Viejos y en su
mayoría tristes (y se diría también miserables) pascueros. Ya es de noche. No lleva mucho rato de viaje
(pongamos, veinte minutos) cuando la mujer joven que va sentada enfrente se acerca y le habla.

Es raro lo que dice. A Chufa le parece raro. Esto es lo que dice: oye, ¿tú estás muy apurado por llegar? Desde
luego, Chufa no tiene ni un apuro. A la mujer se le aproxima ahora un hombre y juntos comienzan a
interrogarlo. No, no está apurado; sí, claro que le gustaría ganarse unos pesitos; no, en principio no tiene
planes. No sabe a qué vienen las preguntas de la pareja, en verdad ignora si interrogatorios como éste son

20
comunes en esta ciudad, en este barrio al menos. O en estas micros nocturnas de la capital. Después de un
rato de divagaciones, al fin le explican lo que quieren de él. A estas alturas Chufa se ha dado cuenta –o cree
haberse dado cuenta– de que los desconocidos no son traficantes de órganos ni asaltantes de bancos ni
cafiches desvelados que pretendan meterlo en su negocio de Navidad. No. Es todo mucho más simple y raro
a la vez: el hombre y la mujer quieren pasar la Nochebuena en un pueblo de la costa y van en esta micro
camino de la estación de trenes. Hasta ahí todo bien. El problema es que les ha entrado una duda: ¿han
apagado o no el fuego de uno de los quemadores de la cocina de su departamento? Después de tostar un pan,
ella no recuerda haber cortado el gas. Pero a lo mejor lo hizo y fue un acto mecánico. Puede que sí, puede que
no. El caso es que la duda no les permite seguir viajando tranquilos. Lo que quieren, lo que le ofrecen a Chufa,
es que vaya al departamento, vea si el fuego está prendido y lo corte si es necesario. Y si no, nada: que se vaya
y buenas noches los pastores. Por supuesto, le ofrecen dinero como recompensa. Mientras Chufa lo piensa, la
mujer le hace una confesión. Dice: ¿sabes qué? Nos morimos de ganas de comer mirando el mar.
¿Y cómo entro?, pregunta el muchacho de improviso. Te pasamos una copia de las llaves y se las das después
a la vecina. Chufa sabe que debe decir sí, es obvio que tiene que aceptar ya la repentina y acaso milagrosa
oferta que le han hecho. Pero algo, un instinto de indecisión muy primario, le hace vacilar. Y se pone a inventar,
como un perfecto fabulador. Inventa el muchacho en la micro que tiene una familia y que debe llegar a cenar
con ellos esta noche de Navidad. La pareja le cree y asegura comprenderlo. Entonces aumentan la oferta. En
la cabeza de Chufa se aparece inesperadamente la imagen del tío.

A lo mejor, recapacita en silencio, puede pasar unos días en el departamentito y olvidarse del tío. A la mierda
un rato el tío. Quedarse en el departamento, que imagina con balcón y almohadas de pluma, y llamar al tío
desde la tina. Llevar el teléfono inalámbrico a la tina y llamarlo entre la espuma y las sales de baño,
chapoteando y bebiendo un trago con hielo. Tío, estoy muy bien acá, no necesito tus enredadas explicaciones
ni tu casa en la calle equis ni nada. En realidad, no necesito tu gentileza. Toma. El tío escuchará un tuuut y
luego vendrá una especie de culpa muy antigua. La culpa del miembro de una tribu que un día cualquiera ha
abandonado el clan, se le ocurre a Chufa en la micro, mientras la imagen de la tina, la espuma de la tina sobre
todo, se va alejando de su cabeza. El tío permanece ahí, sin embargo, como la esquina mal cortada de un
dibujo infantil. La mujer interrumpe sus divagaciones: ¿y? ¿Aceptas el trato o no? Y, sí, Chufa saca de su cabeza
al tío, abre los ojos y acepta. La mujer se pone muy alegre, al muchacho le da la impresión de que es una
adolescente rabiosamente feliz. El hombre la mira como se mira a una mascota, como orgulloso de las gracias
de su animalito. Chufa no puede evitar pensar en un perro cuando la mujer le pregunta qué hará con el dinero.

Un perro siberiano.

Eso hará con el dinero, dice: comprar un perro siberiano. Bonito regalo de Pascua, comenta él. Y después dice
ya, niño, en la otra esquina tienes que bajarte. Y ella: gracias, oh, muchas gracias. Lo que viene a continuación
es como una cinta acelerada. Es Chufa en el interior de su propia cinta acelerada y dichosa. Baja de la micro,
no le cuesta dar con la calle, encuentra el edificio, sube los cuatro pisos, introduce la llave en la cerradura,
abre, entra en el departamento. En el living hay un silencio con grillos. Enciende una lámpara: lo primero que
ve es la enciclopedia de perros. Después, la colección de autitos (todos escarabajos Volkswagen: qué cosa rara,
piensa) sobre una repisa. El gas no está abierto, y sobre el tostador hay una marraqueta que Chufa se lleva a
la boca como por instinto. Después ve un pedazo de chorizo y lo corta con un cuchillo carnicero. Pone el
embutido sobre el resto del pan y da un mordisco grande, se diría rabioso. El refrigerador no contiene muchas
provisiones, pero al revisar la parte de arriba da con un pollo congelado, que saca inmediatamente y guarda
en una bolsa plástica. Vuelve al living y acomoda la bolsa con el pollo junto a la enciclopedia de perros mientras
termina de masticar atropelladamente el pan con chorizo. Las primeras cortesías de su primera noche en la
capital, divaga. Sus pensamientos van de un lado a otro y él no hace nada por ordenarlos. Está feliz, el
muchacho. No sabe si sentarse a mirar el libro o seguir el paseo por la casa. Sin que él lo quiera, el tío vuelve
a su cabeza. Es obvio que debe llamarlo, se dice y comienza a buscar el teléfono.

Pero el teléfono no aparece por ningún lado. No hay teléfono en el departamento. Tampoco hay balcón ni
almohadas de pluma, pero qué importa: hay un libro de perros y hay una tina que ahora empieza a ser llenada
con agua tibia. No hay sales de baño pero sí espuma, y un capítulo dedicado a los siberianos. Es primera vez
que Chufa entra en una tina llena de agua espumosa, y ahora lo hace con la enciclopedia de perros en las
manos. Se mojan las páginas, pero qué importa. Quince minutos bastan para repasar la personalidad y los
cuidados básicos de un siberiano. Cuando termina el baño de tina, y una vez vestido con sus mismas y únicas
ropas, Chufa desprende de un tirón las hojas de la letra S de la enciclopedia, las dobla y las guarda en la bolsa
del pollo congelado que ha dejado en el living. Está en eso, decidiendo qué hacer, cuando oye la puerta y luego
unas voces y un hola en voz alta, como si fuera obvio que alguien va a responder; que él, Chufa, va a responder

21
con otro hola muy natural y casi festivo.

¿Qué es esto?, se pregunta. Y, como en un flechazo, piensa en correr a la cocina, agarrar el cuchillo carnicero
del mesón y enterrárselo al sujeto que repentinamente se atreve a interrumpir su prematura felicidad. Pero
lo que hace y lo que dice es otra cosa: hola, hola. Al frente tiene ahora a la mujer y al hombre del microbús,
que lo saludan nuevamente y le ofrecen una disculpa. Como si fueran allegados que vienen a romper su
solitario equilibrio. La mujer le explica que antes de llegar a la estación se dieron cuenta de que habían olvidado
los pasajes. Ya ves, dice el hombre que ahora abraza a la mujer por la espalda, tenemos pajaritos en la cabeza.
Y se ríe. Ella también se ríe. Al muchacho no le queda otra: se ríe, con una risa tan inestable como la del viejo
pascuero que ha visto hace unas horas en la estación de buses. En todo caso, yo ya me iba, miente Chufa. Si
quieres te quedas a cenar con nosotros, ofrece muy amable la mujer. No, no, muchísimas gracias. Ah, y el gas
no estaba abierto, les informa. Ellos vuelven a reírse. Se ríen de todo, piensa Chufa. Y repite, nervioso: yo ya
me iba, en serio. Mi familia me debe estar esperando. ¿Cómo te llamabas? Roberto, pero me dicen Chufa.

¿Por qué te dicen Chufa? Es una historia larga. Su voz ha sonado como la de un infeliz. Bonito en todo caso,
dice el hombre, solo por llenar un silencio minúsculo pero notorio que se les ha cruzado de golpe. Todo lo
hallan bonito, piensa Chufa en medio del silencio. Bueno, anda no más, si estás apurado, resuelve la mujer.
Y se despiden y chao, chao, Pascua feliz para todos. Antes de salir, el muchacho vuelve a pensar en el cuchillo
carnicero, pero es solo una imagen. Una imagen, en todo caso, que deja una estela como un hilito muy delgado
y que lo lleva a pensar en el sur y en eso de azotar calles, de azotarlas mejor en la capital. De azotar pollos
ajenos, de azotar desconocidos. Eso es la capital, se dice mientras camina hacia la avenida donde pasan los
microbuses. ¿Eso qué? No lo sabe: la frase ha sido arrojada al aire sin ningún razonamiento previo. Una vez
arriba de la máquina mira el pollo adentro de la bolsa y piensa que no está mal para ser su primera Navidad
en estas latitudes. Ahora tiene que encontrar un lugar donde prepararlo. Donde preparar el pollo. Pero la
verdad de las cosas es que no tiene muchas opciones. Chufa supone que el tío se alegrará de ver a su sobrino
en su casa y con un pollo en la mano.

22
LA MIA ERA UNA PUERTA FÁCIL DE ABRIR
Claudia Hernández

La mía era una puerta fácil de abrir. Ni siquiera se hacía necesario girar el picaporte. Así hubiera sido cerrada
con llave, bastaba con un empujoncito para tener el interior a disposición.
Cambiar la cerradura —estaba yo advertido desde el inicio— no tenía sentido: el conserje la había hecho
reemplazar no sé cuántas veces ya sin conseguir hacerla trancar del todo. Pude, pues, haber pasado del
apartamento y tomado el de la derecha —que era el que anunciaban—, pero me decidí por él debido a que la
renta era bajísima y la vista espléndida si a uno le gustan los atardeceres por en medio de los edificios. Además,
la condición de la puerta me convenía: soy de los que olvidan siempre las llaves dentro y detestan tener que
llamar al encargado cada que eso ocurre para que resuelva el problema. Me pareció conveniente porque me
facilitaba la entrada cuando regresaba de la calle triste de las manos o cargado con las bolsas de las compras.
No vi razón de peso para rechazarlo porque, aunque el elevador no se detenía en ese piso, el agua caliente y
la calefacción funcionaban de maravilla. Era agradable, iluminado como pocos y amplio. El único inconveniente
era que, dadas las facilidades para entrar, la gente pasaba adelante: hombres y mujeres de diferentes edades
irrumpían mañana y tarde usando la falta de baños públicos en esta zona como excusa y luego se quedaban
para descansar un rato, pasar el tiempo o esperar a alguien con quien habían acordado verse.

Como recién me había mudado a esta urbe y aún no había adoptado la costumbre local de estar solo, agradecí
las visitas y hasta lamenté que ni una se quedara a pasar la noche conmigo. Me parecían todas simpáticas
porque se trataba de gente educada que se cubría la boca al estornudar, respetaba mis silencios y jamás
desordenaba o ensuciaba la alfombra. Saludaban siempre, conversaban sólo si yo lo deseaba y no me
interrumpían con preguntas ni respiraciones cerca del cuello mientras me estaba afeitando.

Las visitas eran más bien cortas y en horarios de supermercado. Si alguna llegaba después de la medianoche,
era de manera sigilosa, sin perturbarme y avisando siempre al desconfiado conserje, quien apuntaba nombres
y horas de entrada y salida por si llegaba a faltarme alguna de mis pertenencias y bosquejaba en un cuadernito
sus rostros y apariencias por si llegaba a haber necesidad de que la policía interviniera.

Nunca la hubo. Fuera de llevarse algo, los visitantes dejaban una suerte de objetos que me resultaban
agradables (mitades de bocadillos para la cena, ginebra, botellas de vino para postres, abrigos, dibujos
infantiles pegados en las paredes, joyería, guantes de baño, peines, atlas en ediciones de lujo, ropa interior,
camiones de juguete, palillos de dientes con figuras de chinitos en uno de los extremos, adornos de porcelana
con algunos desperfectos, gafas con la graduación suficiente para trabajar en mis hernandez-1.jpgminiaturas
y hasta muebles en condiciones aceptables), cosas para las que el dinero que ganaba entonces no me
alcanzaba. Por eso, aunque el conserje insistiera en que se trataba de basura, yo me las quedaba si después
de tres o cuatro días nadie las reclamaba.

A veces eran tantas que yo mismo las desechaba o se las daba al conserje, quien sólo las aceptaba si había
pruebas fehacientes de que se trataba de objetos nunca estrenados. Él no concibe la idea de utilizar algo que
otro haya desechado, así se trate de una antigüedad. No es su estilo. A él hay que darle sólo objetos nuevos.
Y nada de cosillas baratas: no quiere convertir su hogar en una bodega. Tampoco yo. Para evitarlo entonces,
limpiaba a diario y, si tenía ánimo, incluso preparaba algo de comer para los visitantes del día con el dinero de
las propinas que ganaba en la lavandería. Por eso quizás era que todo era elogios para mí. De acuerdo con el
conserje, era el inquilino del siete izquierda más popular que alguna vez había tenido el edificio. Aseguraba
que le era agradable incluso al gato de la tienda del frente, que entraba siempre tras mis pasos y se iba media
hora después, a menos que yo le pidiera lo contrario, que sucedía por lo general los miércoles por la tarde. El
resto de los días podía prescindir de él pues conseguía una buena conversación sin ayuda suya.

Casi siempre que lo necesité estuve acompañado. No padecí de tristezas mientras moré en el siete izquierda.
No me habría mudado de no haber sido porque una vez encontré hurgando en mis cajones a una niña —amiga
de la del piso cuatro— a la que había visto antes jugando con mis figuras a escala con la misma brutalidad con
la que sacudía sus muñecas.

Como yo aún no hablaba bien el idioma de esta ciudad, no entendió mis regaños y, en lugar de someterse a
mis mandatos, me incluyó en su juego, cuya lógica no conseguí comprender. Desesperado, bajé a buscar la
ayuda de su amiguita, quien respondió que su madre no estaba en casa y no tenía ella permiso para subir sola
mientras estuviera yo en el apartamento porque no podía saberse qué clase de gente podría resultar puesto
que venía de un país que no sabían ellas ubicar en el mapa. Mientras, la otra niña continuaba tomando mis

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miniaturas y disponiendo de ellas tarde tras tarde a voluntad sin que la del cuarto piso interviniera a mi favor
debido a que su madre le había prohibido también continuar con esa amistad y no podía desobedecerle. Tenía
yo que ocuparme en vigilar a la pequeña de cinco a seis y media, cuidar de que no fuera a quebrar mis piezas
con sus deditos toscos, que no se le ocurriera hacerles algún retoque con mis pinceles y que las dejara siempre
en su sitio antes de marcharse.

Bien que mal, lo soporté. Mas no pude tolerar que internara sus ojos y sus manos en mis cajones: la tomé por
el brazo izquierdo y la obligué a acompañarme de inmediato a lo del conserje. A él le solicité que fuera más
cuidadoso en su labor y le entregué a la prisionera, quien fue puesta en libertad de inmediato y enviada de
regreso a su casa a pesar de mis protestas y de mis demandas por justicia.

El conserje me pidió que me comportara. Luego me explicó que no podía él estar pendiente de lo que mis
visitantes —que eran cada vez más numerosos— hacían una vez que entraban en mi apartamento. Lo que a
él le correspondía por contrato era vigilar la entrada y los pasillos. A los apartamentos sólo llegaba por llamado
de los inquilinos o cuando se perdía algo. Como todas mis pertenencias estaban ahí y ninguna de mis
miniaturas había sufrido daños, nada tenía él que hacer. No había delito que perseguir. No podía ayudarme,
salvo sugerirme que, si quería evitar las intrusiones, le pusiera cerrojo a los cajones —aunque eso nunca es
garantía suficiente de seguridad: más de uno sabe cómo violentarlos— o colocara un cartelito en el que
prohibiera el fisgoneo en mi propiedad —aunque eso tampoco podría asegurarme obediencia—. Su consejo
principal fue que me deshiciera de cualquier cosa íntima o muy personal que guardara en ellos, fuera cual
fuera, porque la gente era curiosa y gustaba de descifrar los misterios que esos objetos podrían contener.

Mi idea de cerrar la puerta por dentro y salir por las escaleras de emergencia le pareció pésima. Decía que sólo
empeoraría el asunto porque los visitantes se obsesionarían aún más, acabarían descubriéndolas y evadirían
el registro que llevaba él de quiénes entraban y quiénes salían, que lo mejor era que —si era cierto que no
tenía yo secreto alguno— actuara como los demás y dejara de vivir en un sitio al que todos tenían entrada. Él
podía, si yo así lo deseaba, contactarme con un amigo suyo que estaba buscando quién le ocupara un
apartamento. O, si lo prefería, podía mudarme al de la derecha. Ése jamás ha tenido problemas con la puerta.
Lo que sí es que la vista no es buena, la renta es bastante más alta y tengo que cuidar siempre de llevar conmigo
la llave. En caso de que la olvide, puedo pedirle a él que me abra con su copia. Si no lo encuentro o está
ocupado, siempre puedo entrar al de la izquierda, que se abre con un empujoncito. De paso, aprovecho para
saludar a los conocidos y para cambiarle el agua a las flores del baño: la tipa que vive ahora ahí siempre olvida
hacerlo.

24
LUGARES
Griselda Gambaro

Le gustaba el desierto. La casa disponía de dos dormitorios —uno para los huéspedes—, comedor, baño y
cocina, todo en buenas condiciones, incluyendo cañerías, instalación eléctrica y demás. La casa no tenía patio
porque se llenaría de arena y eso lo obligaría a barrer constantemente.
En cambio, como compensación, en la parte delantera contaba con una ancha galería que lo hubiera protegido
de las lluvias —de haber llovido— y bajo cuyo techo se amparaba durante las noches para contemplar las
infinitas estrellas del desierto.
Antes de recoger los víveres y mientras el helicóptero se mantenía casi inmóvil agitando el viento con las aspas,
corría hacia la casa y recogía los paracaídas de los envíos anteriores. Con los ojos entrecerrados por la arena y
alguna dificultad, los colocaba cuidadosamente plegados en un cesto de alambre que el copiloto arrojaba al
extremo de una cuerda. Agregaba un cuaderno de tapas duras (tenía dos), donde había anotado con letra
clara (cursiva) su pedido para la semana siguiente; en ocasiones solicitaba con carácter urgente un remedio
para un imprevisto dolor de muelas, para un ataque de ciática. Sin embargo, en estas circunstancias, sin
siquiera apelar a la paciencia, esperaba con una resignación tranquila; hasta el próximo miércoles, jueves a lo
sumo, resultaba impensable que atendieran su pedido: no se producían milagros si se le antojaba un alimento
en particular, si lo asaltaba el dolor de muelas o de ciática.
El copiloto izaba el cesto, le indicaba «todo bien» levantando el pulgar mientras en seguida, con un arranque
ruidoso, el helicóptero tomaba altura y desaparecía en el cielo de un azul resplandeciente.
En un solo montón, él reunía los víveres diseminados sobre la arena y en varios viajes los llevaba a la casa. Más
tarde, en el piso del comedor, sobre su superficie pareja, doblaba los paracaídas para devolverlos el miércoles,
jueves a lo sumo, en la forma prevista. Evitando demoras o pérdidas de tiempo, los dejaba a mano, junto a la
puerta.
Antes de concederse un descanso, controlaba las botellas de agua y luego disponía ordenadamente los víveres
en los estantes de la cocina. Aunque por escrito había solicitado especial atención con las botellas, el copiloto
las arrojaba de cualquier modo, apenas envueltas en papel de diario y a veces sin paracaídas. Por suerte, las
latas y verduras dispuestas en cajas de cartón grueso no sufrían en absoluto o, si sufrían, él pasaba por alto las
abolladuras, quitaba naturalmente las hojas inservibles y las colocaba aparte. Recogía en un recipiente el agua
que se escurría de las botellas rajadas.
De noche, se sentaba en la galería y contemplaba las estrellas; seguía extasiado el dibujo de las constelaciones.
Muchas noches oía nítidamente el aullido de un chacal, pero ninguno de ellos se acercaba lo suficiente como
para constituir una amenaza.
Cuando el cielo comenzaba a iluminarse se desperezaba, entumecido. Entraba en la casa, dormía unas horas,
las de sol más inclemente. Revisaba los víveres sabiendo que el helicóptero aparecería con puntualidad para
reponerlos. Se afeitaba día por medio, aguardaba la noche en la que contemplaría las estrellas.
Nunca modificó esa rutina que le resultaba placentera. Así, sin sobresaltos ni preocupaciones, sin pérdidas ni
olvidos, pasaron los meses y los años. Tardó en envejecer. No conoció los deseos que inquietan ni los miedos
que los perturban. Interiormente sonreía.
Si no hubiera tenido sed, su vida en el desierto habría sido perfecta.

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LA MACHI DE HUALQUI
Marta Brunet

Anunció su llegada el ruido de un guijarro rodando cuesta abajo hasta caer en el agua inmóvil del remanso.
Del punto que marcó al hundirse nació un anillo y de éste, otro, y de éste, otro más, hasta que el último se
perdió en la ribera entre los finos helechos temblorosos. La muchacha distrajo la atención del libro que leía y
se quedó mirando a la vieja que avanzaba despaciosamente, alta, escueta y bien plantada, desnudos los pies,
ceñida entera por el chamanto que se prendía al pecho con una rodela de plata labrada. Los pelos blancos le
caían por la espalda en dos trenzas peinadas a la moda indígena, sujetas por cintas rojas en que brillaban
escamas metálicas. Pero si en la vestimenta hacía recordar a las indias, el tipo era de chilena entroncada en
judíos, de los cuales heredara la nariz corvina y los ojos encajados muy adentro en las cuencas. Arrugas la
surcaban íntegra. Toda la piel era de greda trizada finamente. Llevaba un tarro en una mano, un tarro vacío
de parafina, al cual le habían puesto un asa de juncos trenzados. Y con la otra mano en la cadera caminaba
lenta, fijos los ojos frente a ella en un punto único, noble en el gesto, inusitada en ese paisaje de montaña
sureña, arisco y denso.

Así bajó hasta llegar junto al remanso. Medio oculta por unas quilas, la muchacha seguía mirándola. Un
momento la vieja se quedó al borde del agua, de pie, bien unidos los talones y los ojos en el mismo punto
frontero a ella, mirando no se sabía qué. Luego dejó el tarro en el suelo, se alzó y extendió las manos con las
palmas abiertas sobre el agua. Pasó un minuto. Entonces los labios salmodiaron una especie de melopea que
terminaba con un gemido cada vez más alto, cada vez más desgarrador. Las manos empezaron a trazar signos
extraños en el aire. El cuerpo seguía fijo, ceñido por el chamanto que desde los hombros le llegaba hasta los
pies desnudos, cruzados ahora uno sobre otro. La cara guardaba la misma inmovilidad de piedra que tenía el
cuerpo y sólo los brazos aspeaban cábalas en movimientos rápidos.

Sin haberla visto nunca, la muchacha reconoció en la vieja a la Machi de Hualqui, famosa por su leyenda de
maleficios y daños. Vivía montaña adentro, en una casa de piedra, refugio para caminantes ahora abandonado,
y desde allí repartía su saber diabólico, bien pagada por quienes requerían sus servicios. Se decía de ella esto
y lo otro y lo de más allá. Las veladas camperas estaban bajo la sombra medrosa de sus hazañas y en toda voz
una pinta de pavura ponía un trémulo de emoción.

La muchacha siguió mirando desde su atalaya. La Machi lentamente dobló las rodillas, hasta quedar sentada
en los talones. Parecía serle familiar esta postura en que se la sentía cómoda. No canturreaba y un largo rato
estuvo así, inmóvil en el silencio.

La primera noche avanzaba. Por los troncos de los árboles retazos de nieblas se enredaban esfumando los
perfiles. Pasaban cachañas, jotes, pidenes. Decían aquéllas sus interminables charlas de comadres volubles,
reidoras y chillonas. Tenían éstos un lento y bajo vuelo, esperanzados de carroñas. Auguraban lluvia los otros,
"pedían agua" con una testarudez cansadora. Una ráfaga sacudió las copas en que ya no había polvo de sol.

Y en el cielo que se empalidecía, una estrella asomó su ojo tierno y azul. Entonces una rana empezó a croar.

La muchacha la sintió tan cerca, que la creyó al otro lado de las quilas, junto a la Machi, que seguía sentada
sobre los talones, con las rodillas juntas y las manos rodeándolas, alta la cabeza y el perfil metido en
inmovilidad, como un bajo relieve en la medalla. La rana croó nuevamente y la muchacha tuvo un escalofrío
al ver que los labios de la vieja se movían y que era ella quien daba a la montaña el canto monocorde. El agua
del remanso se abrió junto a la orilla y una rana avanzó sobre las piedras lisas, deteniéndose a ratos para
contestar a la rana que hablaba por la boca de la Machi. Porque se hablaban, de eso estaba la muchacha
segura: la vieja entendía lo que decía la rana; ésta contestaba las preguntas de la vieja. Era un diálogo extraño,
sentadas una frente a otra, en una actitud que las hacía semejantes. Luego la Machi extendió las manos y
tomó al bicho asqueroso sin que éste hiciera movimiento de escapar. Algo buscó entre los ojos, pasando un
dedo suave sobre la piel, que ahí formaba una protuberancia. Pareció no encontrar lo que buscaba, porque la
puso de nuevo sobre las lajas, y tras de renovar brevemente el diálogo interrumpido, la rana dio un salto y se
hundió en el agua, produciendo un reflejo blanco-azul.

Por tres veces se repitió la escena. Croaba la vieja y una rana, aparecía como imanada sobre las piedras,
manteniendo el diálogo hasta el momento en que la Machi buscaba entre los ojos algo que por fin encontró,
porque se puso en pie con la rana entre las manos, rezumando júbilo por el tajo enorme de la boca. Medio

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lleno de agua el tarro, echó, dentro la rana, colocó aquél sobre su cabeza y andando a pasos lentos, erguida y
mayestática, subió la cuesta hasta desaparecer en lo alto, fundida a las sombras de la noche que se espesaba.
El día siguiente la muchacha la buscó en su guarida, entre los altos robles de la montaña. La llevaba una
curiosidad aguda, el deseo de ahondar en esa vida llena de ritos, de acercarse a esa alma solitaria que vivía
aislada por el pavor de los demás, sin otro contacto con los humanos que los breves momentos en que aquéllos
iban en busca de amuletos, de brebajes, de ensalmos. Y la llevaba, además...

La muchacha ató las riendas del caballo al tronco de un árbol y avanzo hasta la puerta de la casa, es decir,
hasta el vano en que debía estar la puerta. Se asomó adentro y preguntó:

--¿Se puede entrar?

No contestó nadie. Un gato avanzó silencioso en sus calcetas blancas, lustroso y negro todo él, verdes las
lentejuelas de los ojos indiferentes; se sentó en el umbral, arrolló la cola en torno a las patitas y se quedó muy
quieto haciendo de esfinge.

La muchacha volvió a preguntar:

--¿No hay nadie?

Y como de nuevo no contestaran dio un paso que la colocó dentro de la pieza única de que constaba la casa,
una habitación cuadrada de techo muy bajo, de paredes desnudas, con un camastro en un rincón y unos
cajones repartidos aquí y allá en un desorden en que había limpieza. En el centro se quemaban unos carbones
en el hogar, montón rojo entre poyos de piedras, con un trípode encima en que una olla de greda barbotaba
su hervor. En un extremo lucía un telar indígena con un choapino comenzado en colores chillones.

Como adentro no había nadie ni nada que atrajera su curiosidad, un poco desilusionada la muchacha salió de
la casa y frente a ella, se quedó pensando en qué haría, ya que probablemente la Machi no estaba por allí,
sino en tren de buscar animalejos o hierbas.

Cerca del río que iba por el fondo del tajo y junto al camino abandonado que otrora llevaba a la Argentina, la,
casa se alzaba solitaria, sin ningún otro edificio en torno, sin ninguna manifestación de estar habitada. Ni un
cobertizo ni una maceta, ni un animal, ni una chacrita. Nada. La casa con sus cuatro paredes de piedras
superpuestas, groseramente unidas, con el techo de quilas y totoras. Y la montaña por todos lados tocando
casi la casa, apretándola con su vegetación espesa, engarzándola con el verde de sus hojas, protegiéndola con
la guardia de los troncos rugosos. Sólo el gato con su actitud doméstica decía que sí era aquello un hogar.

De pronto, a espalda de la muchacha una voz preguntó:

--¿Qué busca?

La muchacha se volvió rápida. Allí estaba la Machi, alta y cenceña, saliendo de la negrura del chamanto que
esta vez la ceñía de pies a cabeza.

--¿Cómo está, señora?

--Me llamo la Machi de Hualqui y no quiero otro nombre.

--¿Cómo está, Machi? Venía... Venía...

Y no supo qué decir, porque los ojos de la vieja, brillando bajo la visera que le formaba el chamanto, tenían un
brillo metálico penetrante que parecía meterse muy hondo por los ojos hasta verle adentro el pensamiento
más recóndito.

La vieja dijo con su voz sorda, que parecía moler las palabras hasta dejarlas convertidas en harina de sílabas
que no tenían sentido:

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--Feo vicio el de la curiosidad. Ayer me vio junto al remanso en busca de ranas y de ahí que hoy venga a ver
cómo es la Machi de Hualqui. Y la Machi de Hualqui es una mujer como otra cualquiera, un poco más vieja y
un poco más triste que cualquiera, solamente. Eso es todo. Váyase ahora.

La muchacha protestó.

--Es que yo... Yo no tengo la culpa de haberla visto ayer... Es que quisiera... No he venido solamente por lo que
usted cree... Quisiera...

La vieja sonrió y una gran O negra se le marcó entre las arrugas de la cara. Dijo:

--Deme la mano.

Entre las manos cobrizas y duras de la Machi, la mano de la muchacha era blanca, suave, con uñas de concha
de perla lustrosa. Fue mirando las líneas que surcaban la palma y por fin otra O grande le manchó cara. Y dijo:

--Cordera buena como la mía... También tiene el abandono de un hombre que la hizo sufrir, que la dejó por
otra. ¡Pobrecita linda! Pero ya no habrá más alegría para ese hombre, no habrá más, no habrá... Entre.

Le indicaba la casa. Como sugestionada por el gesto la muchacha entró. Desde ese momento lo que fue
pasando, lo que fue haciendo, lo que fue diciendo, lo vivió como en un sueño, como en esas pesadillas en que
se obra a pesar nuestro, contra nuestra voluntad, forzada por poderes con los cuales no vale luchar.

--¡Siéntese! --Y le señaló una silla junto a la mesa en que acababa de extender un paño negro con una cruz
blanca en el centro.

La muchacha se sentó y esperó ansiosa, toda ojos anhelantes, clavada allí y sintiendo, sin embargo, el deseo
violento de huir.

--Dibuje aquí al hombre que la abandonó y que la hizo sufrir, tratando de que resulte lo más parecido posible.

El lápiz fue trazando los rasgos de la fisonomía, de la silueta. Era pintora y el retrato "del hombre que la
abandonó y que la hizo sufrir" era una pequeña maravilla de parecido.

Cuando terminó el dibujo se lo quedó mirando, y ante esa imagen que la observaba desde el papel con los
ojos profundos de terneza que ella le conociera, los suyos de agua clara se humedecieron de llanto. La vieja
dijo:

--No llore la cordera linda. Ya la Machi de Hualqui sabrá vengarla.

La muchacha preguntó:

--¿Qué va a hacer?

--Vengarla.

--No quiero daño para ese hombre.

En los ojos de la Machi se encendió una chispa de alegría borracha.

--¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

--No quiero daño --insistió.

--Cállese y haga lo que le digo --la voz se había vuelto de metal duro y los ojos imponían su voluntad a los ojos
claros que no podían hurtarse al mandato.

--Piense que este retrato no es el retrato, sino que es el hombre mismo. Piense. Piense. Piense.

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Sobre la mesa había colocada una palangana grande tapada por un lienzo blanco en que había una cruz negra.
Levantó el lienzo y apareció una rana sentada en el cuarto trasero, verde pintado de negro el lomo, blancas
las patas y la panza. Los ojos tenían un estrabismo que fijó la atención de la muchacha. En la frente le brillaba
algo, no supo qué, una especie de protuberancia que parecía una pupila ciega.

La Machi tomó el papel en que dibujara a "ese hombre" y lo plegó en varios dobleces triangulares, al par que
iba diciendo palabras molidas, entre las cuales intercalaba el canturreo de la tarde anterior. Colocó entonces
los pulgares sobre los ojos de la rana y el canturreo se desenvolvió en siete trozos, dichos en siete tonos. La
rana parecía hipnotizada. Entonces la vieja le abrió la bocaza y la hizo tragar el papel doblado. Luego --siempre
diciendo las palabras canturreadas en los siete cambiantes tonos-- tomó una aguja en que había un largo hilo
hecho con la tripa de un gato negro y fue cosiendo la boca de la rana con siete puntadas, a cada una de las
cuales correspondían siete nudos. La rana no parecía sufrir, no se debatía entre las manos que la martirizaban.
Cuando la Machi la abandonó sobre el lavatorio, se quedó inmóvil, sentada, con las patitas delanteras metidas
entre las traseras. La boca tenía un débil estremecimiento y los ojos cada vez más abiertos, más fijos, no se
separaban de los ojos de la Machi, que la miraba intensamente, aún con las palabras de la cábala en los labios.

Hubo un largo silencio. La muchacha sentía que la cabeza se le iba, que vacilaba todo a su alrededor, que
aquello que tomara como un motivo de curiosidad y de esperanzas de no sabía qué, se iba tornando en un
verdadero espanto. Seguía clavada en la silla, mirando a la rana y pensando en "ese hombre". Eso era lo que
hacía y pensaba con una voluntad que no era la suya. Porque en el fondo, con los restos de su voluntad quería
dar los pocos pasos que la sacarían de allí y los otros que la llevarían hasta el caballo para huir lejos de aquello.
Había que huir, sí, había que huir, quería huir, pero no podía. El cuerpo estaba inerte sobre la silla, los ojos no
se separaban de la rana, el pensamiento estaba fijo en una materialización de "ese hombre".

El vientre del animalejo empezaba a hincharse. La boca se festoneaba de baba. Las patitas pataleaban
débilmente. Por los ojos pasaban ráfagas de sufrimiento. Pero no se movía, siempre sentada. Seguía la
hinchazón. La baba se hacía espuma. Los ojos se salían de las órbitas. Iba a reventar. La Machi empezó de
nuevo su canturria. Las manos hacían signos en torno a la cabeza del animalejo. Iba a reventar. Iba a reventar.
Los ojos se desorbitaban. La piel se rajaba. Entonces, en la protuberancia que había entre los dos ojos de la
rana y que cada vez se hacia más transparente, que cada vez tomaba mayor apariencia de una tercera pupila,
en el preciso momento en que la rana reventaba, la Machi clavó siete veces un alfiler de cabeza negra.

Luego se volvió a la muchacha y dijo con su risa horrible:

--Váyase tranquila. Ya está vengada. Ya ese hombre no podrá hacerla sufrir más.

--¿Qué ha hecho? ¿Por qué ha hecho esto? --preguntó la muchacha, que empezaba a tomar dominio de sí
misma.

--¿Qué he hecho? Vengarla. ¿Por qué? Porque les tengo lástima a las corderas blancas como usted, que penan
por el olvido de un hombre. Cordera blanca la mía, zarca como usted, hija de caballero, con corazón de panal,
y me la mató un hombre con sus desdenes, luego de haberla embelesado con palabras de amor... Pero la
vengué... La vengué como pude... Aprendí años de años este arte mío de los ensalmos. Me llaman bruja... Me
llaman la Machi de Hualqui... No importa, no quiero otro nombre... Aprendí en las islas, allá lejos, en los canales
de Ancud, toda la ciencia que da el poder del Bien y del Mal. Condenada estoy, lo sé... pero con el goce que
tuve de vengar a mi cordera linda, ya tengo para endulzar todas las penas venideras, así sean las del infierno...
Nunca he hecho el mal sino para vengar a corderas como la mía y como usted... Váyase tranquila... No me
debe nada... Estamos en paz...

La muchacha no supo cómo salió de la casa de piedra, cómo llego hasta el caballo y montó en él. Tomó éste a
buen paso, a montaña traviesa, camino de la querencia con ese instinto maravilloso de los equinos, cuidando
de dirigir él mismo la marcha, ya que las riendas iban sueltas sobre su cuello. La muchacha sentía una especie
de mareo, un girar de la montaña en torno suyo, una superposición de imágenes en que estaban los ojos del
gato, los ojos de la Machi, los ojos de la rana. Luego se veía a ella misma, como si se mirara desde fuera,
desdoblada, y se veía cerca de la mesa, mirando aquel tercer ojo que le brotaba a la rana en media de la frente.
Giraba la montaña. Los árboles pasaban rápidos a su derecha, doblaban su espalda y venían a colocarse a su
izquierda, formando una especie de semicírculo que se abría solamente en el estrecho sendero. Y le daba
angustia el prever que de pronto los árboles la cercaran, cerrando el círculo en torno suyo, dejándola ahí
prisionera, ahogada por los troncos que se hacían compactos para mejor encerrarla, por las hojas que

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formaban una maraña espesa y consistente. Pero el sendero, de montaña desembocaba en el camino que
llevaba a las casas del fundo. El caballo tomó un galope corto que luego detuvo para seguir a paso largo, ya
que las riendas siempre sueltas sobre su cuello le advertían que algo insólito pasaba al jinete.

Un mozo ayudó a la muchacha a bajarse en el patio de la casa. Vacilando pudo llegar hasta una de las sillas
largas que se extendían en los corredores coloniales y allí descansar de su extraña aventura. Tenía la impresión
de estar viviendo dos verdades, dos vidas paralelas: La suya habitual en la placidez de la casa, entre los suyos
burgueses, realizando los gestos de siempre y diciendo las palabras de cada minuto, y otra vida que había
empezado allá en la casa de piedra de la Machi, una vida dependiente de un alma de pavura, llena de
sobresaltos, inquieta de presagios, agobiada por no sabía qué remordimientos.

En la mañana siguiente, la prensa de la capital trajo la noticia: "Ayer ha dejado de existir repentinamente de
un ataque al corazón el señor..." Un hombre ilustre en las letras, frases de condolencia, la biografía del extinto,
un retrato en que asomaba la cara filuda con la gran frente pensativa y los ojos perdidos en las sombras de las
cuencas hondas, con la boca sensual y dura y la barbilla cuadrada de voluntarioso.

La muchacha se quedó mirándolo, mirándolo. Las letras empezaron a bailarle ante los ojos. El retrato giró y
quedó al revés, cabeza abajo. Dio vuelta maquinalmente al diario. Las letras seguían bailando. Sintió que
dentro de ella se derrumbaba algo y dio un grito. Se caía algo, sí, se caía algo dentro de ella. Se caía su
personalidad, la de la muchacha en la casa de campo, entre los suyos serenamente burgueses. Y quedaba en
pie la otra muchacha que naciera en la casa de piedra, con el alma tenebrosa y llena de espanto. Dio otro grito.
Las letras bailaban, bailaban. En el centro de cada letra un ojo brillaba persistente. ¿El de la Machi? ¿El del
gato? ¿El de la rana? No. No. Lo que ahora veía eran los anillos del agua rota por el guijarro. El agua. Las letras
volvían a bailar, cada una con un ojo en el centro. ¿Quién hablaba? ¿Había que pensar en "ese hombre"?
¡Pobre hombre muerto repentinamente de un ataque al corazón! ¿Cómo decía el diario? ¡Qué difícil es leer
cuando las letras se mueven bailando! La cordera blanca... La cordera blanca ya estaba vengada... ¿Quién decía
eso? ¿Quién? ¿La Machi de Hualqui? Hay que mostrarle a la Machi la venganza cumplida. Hay que leerle el
diario. ¿Cómo se lee cuando las letras danzan y en el centro de cada cual un ojo reluce inmóvil? ¿Cómo? La
rana... La rana... Hay que buscar el tercer ojo de la rana. Una voz canturrea y le manda buscar el tercer ojo de
la rana. El tercer ojo de la rana... ¿Dónde está el tercer ojo de la rana? ¿Dónde? ¡Ha muerto, ha muerto, ya no
es más! ...

Desde entonces, en la casa del fundo en que la muchacha vivía tan plácidamente con los suyos-- el sentimiento
hecho trizas se disimula muy bien en la indiferencia de los demás--, hay una pobre loca de claras pupilas
visionarias, tranquila y acogedora, que se pasa los días vagando por los corredores, por las habitaciones y por
el parque, seguida de una enfermera que la cuida, y cuya inocente manía es acercarse a todo animal y buscarle
algo entre los ojos. No habla. Suele canturrear una especie de melopea, y a veces, en los atardeceres en que
la luna decora el crepúsculo, gusta de bajar el ribazo del río y cerca del agua croa a la par que las ranas, sentada
en una extraña pose que la hace semejante a ellas.

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