Mauriac Francois Nudo de Viboras
Mauriac Francois Nudo de Viboras
Mauriac Francois Nudo de Viboras
VIBORAS
FRANCOIS MAURIAC
NUDO DE
VIBORAS
PRIMERA PARTE
Capítulo primero
muerto tenga más poder sobre ti que en vida. Por lo menos, en los
primeros días. Por algunas semanas ocuparé de nuevo un lugar en tu
existencia. Por deber leerás estas páginas hasta el fin. Tengo
necesidad de creerlo. Lo creo.
Capítulo segundo
madre las heredó, eran terrenos estériles donde mi abuelo, niño, había
llevado personalmente a pastar al ganado. Pero ignoraba que el primer
cuidado de mis padres había sido sembrarlos, y, a los veintiún años,
me encontré poseedor de dos mil hectáreas de bosque en pleno
crecimiento y que ya abastecían de postes las minas. Mi madre,
ahorraba así sobre sus modestas rentas. Ya en vida de mi padre,
sacrificándose, habían comprado en cuarenta mil francos Cálese, ese
viñedo que yo no cedería por un millón. Nosotros habitábamos, en la
calle de Santa Catalina, un tercer piso de una casa de nuestra
propiedad. Mi madre había aportado como dote los terrenos sin edificar.
Dos veces por semana llegaba a nuestra casa un cesto procedente del
campo. Mamá iba lo menos posible "al carnicero". En cuanto a mí, vivía
con la idea fija en la Escuela Normal, donde quería ingresar. Era
necesario luchar jueves y domingos para hacerme tomar el aire. No
parecía en nada a esos niños que son siempre los primeros sin
aparentar afanarse. Yo era un "trabajador" y me gustaba serlo; un
trabajador y nada más. No recuerdo haber hallado en el liceo el menor
placer estudiando a Virgilio o a Racine, aquello no era más que una
asignatura. En cuanto a las obras humanas, consideraba aparte todas
las que figuraban en el programa, las únicas que hubiesen tenido
importancia a mis ojos, y escribía con respecto a ellas todo lo que hay
que escribir para complacer a los examinadores, es decir, lo que ya se
ha dicho y escrito a través de generaciones de normalistas. He aquí la
clase de idiota que yo era, y la que hubiese continuado siendo, quizá, si
la hemoptisis que aterrorizó a mi madre, dos meses antes de los
exámenes en la Normal, no me hubiese obligado a abandonarlo todo.
Este era el precio puesto a una infancia demasiado estudiosa, a una
adolescencia malsana. Un muchacho, en pleno crecimiento, no vive
volver del liceo subía por la calle de Santa Catalina, corriendo por la
calzada, entre los coches, porque el hacinamiento de peatones hubiera
entorpecido mi marcha. Subía los escalones de cuatro en cuatro. Mi
madre repasaba la ropa blanca cerca de la ventana. La fotografía de mi
padre estaba colgada en el mismo sitio, a la derecha de la cama. Me
dejaba abrazar por mi madre sin contestarle apenas, y, ya entonces,
abría los libros.
Al día siguiente de esa hemoptisis que transformó mi destino
comenzaron a transcurrir lúgubres meses en el hotelito de Arcachon,
donde la ruina de mi salud consumía el naufragio de mis ambiciones
universitarias. Mi pobre madre me irritaba, porque para ella esto no
tenía ninguna importancia, y me parecía que se cuidaba muy poco de
mi porvenir. Cada día vivía aguardando la "hora del termómetro". De mi
peso diario dependía todo su dolor o toda su alegría. Yo, que tanto
había de sufrir más tarde sin que mi enfermedad interesara a nadie,
reconozco que he sido justamente castigado por mi dureza, por mi
intolerancia de niño demasiado amado.
Desde los primeros días empecé a reponerme, como decía mi
madre. Literalmente, resucitaba. Engordaba, me fortalecía. Este cuerpo
que había sufrido tanto a consecuencia del régimen que yo le había
impuesto, florecía en aquel bosque seco, lleno de retama y arbustos en
los tiempos en que Arcachon no era más que una aldea.
Al mismo tiempo, supe por mi madre que no tenía por qué
preocuparme el porvenir, puesto que poseíamos una saneada fortuna
que crecía de año en año. Nada me forzaba a nada, y, sin duda, en el
servicio militar me darían por inútil. Yo poseía una gran facilidad de
palabra que había asombrado a todos mis profesores. Mi madre quería
que estudiara Derecho y no dudaba de que, sin exceso de fatiga, podría
Ella, a quien había visto economizar tanto, por no decir que era una
avara, me daba más dinero del que necesitaba, me obligaba a gastar y
me traía de Burdeos corbatas ridiculas que me negaba a ponerme.
Manteníamos relaciones de amistad con unos vecinos a cuya hija
cortejaba, aun cuando no era de mi gusto; pero como ella pasaba el
invierno en Arcachon para cuidarse, mi madre enloquecía a la idea de
un contagio posible, o temía que la comprometiera y me viese obligado
a ella. Hoy estoy seguro de que me entregué a esa conquista, aunque,
por otra parte, en vano, con objeto de imponer a mi madre una nueva
angustia.
Volvimos a Burdeos después de un año de ausencia. Habíamos
levantado la casa. Mi madre había comprado un hotelito en los
bulevares, pero no me había dicho nada con el deseo de darme una
sorpresa. Me quedé estupefacto cuando un mayordomo nos abrió la
puerta. Me había destinado el primer piso. Todo parecía nuevo.
Secretamente deslumbrado por un lujo que hoy imagino había de ser
horrible, tuve la crueldad de no hacer más que críticas y me preocupé
por el dinero invertido.
Entonces, mi madre, alardeando, me dio cuentas que, por otra parte,
no debía haberme dado, puesto que la mayor parte de nuestra fortuna
procedía de su familia. Cincuenta mil francos de renta, sin contar la tala
de bosques, constituían en aquella época, y sobre todo en provincias,
una "bonita" fortuna, de la que otro muchacho cualquiera hubiese
echado mano para subir, para elevarse hasta la primera sociedad de la
capital. No era ambición lo que me faltaba; pero me hubiera costado
trabajo disimular mis sentimientos hostiles a mis camaradas de la
Facultad de Derecho.
Entre aquellos hijos de buena familia, educados en los jesuítas, yo,
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
esta verdad. ¡Si sus asuntos fueran mal, sin embargo...! Un agente de
Bolsa que da tales dividendos juega y arriesga mucho... El día en que
el honor de la familia se pusiera en juego... ¡El honor de la familia! He
aquí un ídolo ante el cual yo no he de sacrificar nada. Mi decisión ya ha
sido tomada. Será necesario aguantar el golpe, no enternecerse.
Mientras quede todavía el viejo tío Fondaudége que pare los golpes, si
yo no los paro...; Pero divago, desatino... o, más que nada, me evado
del recuerdo de aquella noche en que tú, sin saberlo, destruiste nuestra
felicidad.
Es extraño pensar que tal vez no hayas conservado el recuerdo.
Aquellas horas, entre tibias tinieblas, transcurridas en esta alcoba,
decidieron nuestros destinos. Cada palabra que pronunciabas los
separaba un poco más, y tú no te dabas cuenta de nada. Tu memoria,
saturada por mil recuerdos fútiles, no ha retenido nada de este
desastre. Pienso que tú, que profesas la creencia en la vida eterna,
empeñaste y comprometiste la mía aquella noche. Porque nuestro
primer amor me había hecho sensible a la atmósfera de fe y adoración
que bañaba tu vida. Yo te amaba y amaba a los elementos espirituales
de tu ser. Me enternecía cuando te arrodillabas con tu largo camisón de
colegiala...
Ocupábamos esta alcoba donde escribo estas líneas. ¿Por qué
fuimos a Cálese, a casa de mi madre, después de nuestro viaje de
bodas? Yo no había aceptado la donación de Cálese, porque era obra
suya y estaba enamorada de ella. Recordé más tarde, para alimentar
mi rencor, las circunstancias que no advertí en un principio o ante las
cuales había vuelto los ojos. En primer lugar, tu familia había
pretextado la muerte de un tío a fin de que, siguiendo las costumbres
de Bretaña, se suprimiesen las fiestas nupciales. Evidentemente, los
sobre ti.
Y cuando volvía a abrirlos, adivinábamos su presencia. Yo no quería
sufrir, tenía miedo de sufrir. También el instinto de conservación se
manifiesta en la felicidad. Sabía que no era necesario interrogarte.
Dejaba que ese nombre estallase como una burbuja en la superficie de
nuestra vida. No hice nada por arrancar del cieno lo que dormía bajo
las aguas mansas, ese principio de corrupción, ese pútrido secreto.
Pero tú, miserable, tenías necesidad de liberar con palabras tu pasión
desilusionada y hambrienta. Bastó que se me escapara una sola
pregunta:
En fin, ¿quién era ese Rodolfo?
Hay muchas cosas que hubiese debido decirte... ¡Oh! Nada grave,
tranquilízate.
Hablabas con voz baja y precipitada. Tu cabeza no reposaba en el
hueco de mi hombro. El ínfimo espacio que separaba nuestros cuerpos
yacentes se había convertido en infranqueable.
El hijo de una austríaca y de un gran industrial del Norte... Lo
conociste en Aix, donde acompañaste a tu abuela el año anterior al de
nuestro encuentro en Luchon. Llegaba de Cambridge. No me lo
describiste, pero le atribuí, de pronto, todas las gracias de que yo me
sabía desprovisto. El claro de luna iluminaba sobre nuestras sábanas
mi gran mano nudosa de campesino, de cortas uñas. Según decías, no
habíais hecho nada realmente malo, aunque él fuera y se mostrara
menos respetuoso que yo. Mi memoria no ha retenido nada concreto de
tus confesiones. ¿Qué me importaban? No se trataba de esto.
Si no le hubieses amado, me hubiera consolado de una de esas
breves derrotas en las que, de un solo golpe, zozobra la pureza de un
niño. Pero me preguntaba ya:
Capítulo quinto
impulsaba el instinto paterno. Me dio celos muy pronto esa pasión que
habían despertado en ti. Sí, he intentado quitártelos para castigarte.
Eché mano de importantes razones; ponía por delante la exigencia del
deber. Yo no quería que una santurrona falsease el espíritu de mis
hijos. Tales eran las razones que yo daba. Pero precisamente se
trataba de esto.
¿Saldré alguna vez de esta historia? La he comenzado para ti, y ya
me parece inverosímil que puedas seguirme mucho tiempo. En el
fondo, escribo para mí mismo. Como viejo abogado, ordeno los autos,
clasifico las piezas de mi vida, de este proceso perdido. Esas
campanas... Mañana empieza la Pascua. Te he prometido bajar en
honor del santo día.
—Los niños se quejan de que no te ven —me dijiste esta mañana.
Nuestra hija Genoveva estaba a tu lado, de pie, cerca de mi lecho.
Saliste para que nos quedásemos solos ella y yo. Tenía algo que
pedirme. Os había oído murmurar en el pasillo:
—Es mejor que seas tú la que hable primero —decías a Genoveva.
Con seguridad que se trata de su yerno, del guapo Phili. Me he
vuelto muy práctico en cambiar de conversación para impedir que la
cuestión se plantee. Genoveva salió sin que pudiera decirme nada. Yo
sabía ya lo que ella quería. Lo oí días atrás, cuando la ventana del
salón estaba abierta bajo la mía; no hice más que inclinarme un poco.
Se trataba de adelantar las cantidades que necesitaba Phili para
intervenir en un negocio de cambio y bolsa. Sin duda, una inversión
como otra... Como si yo no supiera nada de esto, como si ahora no
fuera necesario guardar el dinero bajo llave... Si supieran todo lo que
hice el mes pasado, presintiendo la baja...
Todos han salido para asistir a vísperas. Las Pascuas han vaciado
cualidad en los negocios. Creyó que me burlaba, aun cuando ésta fuera
una idea arraigada en mí; en mí, que guardo dinero bajo llave y que no
correría ni siquiera el riesgo de la Caja de Ahorros.
Volvimos hacia la casa. Genoveva no se atrevía a decir nada más.
Yo no me apoyaba ya en su brazo. La familia, sentada en corro, nos vio
llegar y, sin duda alguna, interpretó los signos nefastos. Evidentemente,
nuestro regreso interrumpió una discusión entre la familia de Huberto y
la de Genoveva. ¡Oh, la magnífica batalla en torno a mi dinero
escondido, mientras no consintiera en abrir la mano! Sólo Phili estaba
de pie. El viento agitaba sus rebeldes cabellos. Su camisa de mangas
cortas estaba desabrochada. Me horrorizan estos muchachos de ahora,
estas chicas atléticas. Sus mejillas de niño enrojecieron cuando a la
estúpida pregunta de Janine:
"Bien. ¿Habéis chismorreado?", yo contesté dulcemente: Hemos
hablado de un viejo cocodrilo...
Una vez más: no es esta injuria el motivo de mi odio. Ellos no saben
lo que es la vejez. Vosotros no podéis imaginar este suplicio: no haber
tenido nada de la vida y no esperar nada de la muerte. Que no haya
nada al otro lado del mundo, que no exista explicación alguna, que la
palabra del enigma no nos sea revelada jamás... Pero tú, tú no has
sufrido lo que he sufrido yo; no sufrirás lo que yo sufro. Los hijos no
esperan tu muerte. Te quieren a su manera; te tienen cariño.
Inmediatamente se han puesto de tu parte. Yo los amaba. Genoveva,
esa gruesa mujer de cuarenta años, que quería arrancarme en seguida
cuatrocientos billetes de mil para su lindo yerno, me hace recordar a
aquella muchacha que saltaba sobre mis rodillas. En cuanto la veías en
mis brazos, la llamabas... Pero no llegaré nunca al final de esta
confesión si continúo mezclando lo presente con lo pasado. Quiero
Capítulo sexto
los cuatro muros de una celda, a aquella mujer que se sacrificaba, más
que por salvar a su propio hijo, para salvar al hijo de su marido, al
heredero de su nombre. Era él, la víctima, quien le había suplicado:
—Acúsate.
Y ella había llevado su amor hasta el extremo de hacer creer al
mundo que era una criminal, que ella era la asesina del único ser a
quien amaba. La había impulsado el amor conyugal, no el amor
materno... (Y los hechos lo han demostrado: se ha separado de su hijo
y bajo diversos pretextos ha vivido siempre alejada de él). Yo hubiera
podido ser un hombre amado como Villenave. También a él le vi
muchas veces durante el proceso. ¿Qué poseía más que yo? Era muy
bello, de buena familia, sin duda, pero no debía de ser muy inteligente.
Su actitud hostil hacia mí, después del proceso, lo ha demostrado
sobradamente. Y yo, yo poseía una especie de genio. Si en aquel
momento hubiese tenido a una mujer que me hubiera amado, ¿hasta
dónde hubiese podido llegar? Uno solo no puede conservar la fe en sí
mismo. Es necesario que poseamos un testigo de nuestra fuerza;
alguien que señale los golpes, que lleve la cuenta de los puntos, que
nos corone en el día de la recompensa, como en otro tiempo, cuando
en la distribución de premios, cargado de libros, buscaba entre la gente
los ojos de mi madre y, al son de una música militar, depositaba ella los
laureles de oro sobre mi tierna cabeza pelada.
En la época del asunto Villenave, mi madre comenzó a apagarse. Me
di cuenta poco a poco. El interés que tenía por un gozque negro, que
ladraba furiosamente en cuanto yo me acercaba, fue el primer signo de
su decadencia. Apenas se hablaba en cada visita de otra cosa que de
este animal. Y ella no escuchaba lo que yo le contaba de mí.
Por otra parte, mi madre no hubiera podido reemplazar el amor que
Capítulo séptimo
puras esta tonada de Lulli: ¡Ah, estos bosques, estas rosas, estas
fuentes...! Tranquila felicidad de la que me sabía excluido, zona de
pureza y de sueño que me había sido prohibida. Apacible amor, ola
adormecida que moría a algunos pasos de mi roca.
Cuando entraba en el salón se callaban las voces. Toda
conversación se interrumpía al acercarme. Genoveva se alejaba con un
libro. Solamente María no me tenía miedo. La llamaba y acudía a mi
lado. La estrechaba a la fuerza entre mis brazos, pero la niña se
refugiaba en ellos con gusto. Oía latir su corazón de pájaro; Apenas la
soltaba, volaba hasta el jardín... ¡María!
No tardó en preocuparles a los niños mi ausencia a la mesa y mi
chuleta de los viernes. Pero la lucha entre nosotros dos, bajo sus
miradas, conoció tan sólo muy pocos resplandores terribles, en los que
yo era frecuentemente derrotado. Cada derrota era seguida de una
lucha subterránea. Cálese fue el escenario, porque yo no estaba nunca
en la ciudad. Pero las vacaciones del Palacio de Justicia coincidían con
las del colegio. Agosto y septiembre nos reunían aquí.
Recuerdo el día en que chocamos de frente, a propósito de una
tontería que había dicho yo cuando Genoveva recitaba su lección de
Historia Sagrada. Reclamé mi derecho de defender el espíritu de mis
hijos y tú me opusiste el deber de proteger sus almas. Había sido ya
derrotado una vez, cuando acepté que Huberto estudiara en los
Jesuítas y las niñas en el Sagrado Corazón. Había cedido al prestigio
que han guardado siempre a mis ojos las tradiciones de la familia
Fondaudége. Pero tenía la sed del desquite; y lo que más me
importaba aquel día era tocar lo que podía sacarte de quicio, obligarte a
salir de tu indiferencia y prestarme tu atención, aun cuando fuera a
pesar de tu odio. Había encontrado al cabo un lugar donde
celestial."
Confiesa, pobre Isa, que yo te he hecho mucho bien a mi manera, y
que si hoy día piensas en los cancerosos me lo debes en parte. En esa
época, tu amor por los niños acaparaba toda tu atención. Devoraban
tus reservas de bondad, de sacrificio. Te impedían ver a los demás
hombres. No solamente te habías apartado de mí, sino de todo el
mundo. Ni siquiera a Dios podías hablarle de otras cosas que no fueran
su salud y su porvenir. En esto tenía yo mi punto fuerte. Te preguntaba
si no sería necesario, desde el punto de vista cristiano, desear para
ellos todas las cruces, la pobreza y la enfermedad. Me interrumpías
inmediatamente:
—No quiero contestarte. Hablas de lo que no sabes.
Pero, para tu desgracia, estaba el preceptor de los niños, un
seminarista de veintitrés años, el abate Ardouin, cuyo testimonio yo
invocaba implacablemente y a quien intimidaba mucho, porque no le
hacía intervenir más que cuando estaba seguro de tener razón, y él era
incapaz, en aquella especie de discusiones, de no descubrirme todo su
pensamiento. A medida que se desarrollaba el proceso Dreyfus, hallé
mil motivos para oponerte al pobre abate:
—Desorganizar el ejército por un miserable judío... —decías.
Esta sola frase desencadenaba mi simulada indignación, y no cejaba
hasta haber obligado al abate Ardouin a confesar que un cristiano no
puede suscribir la condena de un inocente, aun cuando fuera en
beneficio de un país.
Además, no intenté convenceros ni a ti ni a los niños, que no
conocíais el asunto más que por las caricaturas de los periódicos.
Vosotros constituíais un bloque inquebrantable. Incluso cuando yo tenía
razón, no dudabais de que era a fuerza de argucias. Guardabais
Capítulo octavo
Capítulo noveno
Capítulo diez
has podido creer que me iba a complicar las cosas con todo ese
dinero? Al primer avance me vería obligado a dejarlo colgado de una
rama...
—Pero, criatura, al principio, todos los que iban a la guerra llevaban
oro.
—Porque no sabían lo que les esperaba, tío.
Estaba de pie en el centro de la habitación y yo había lanzado sobre
un diván el cinturón lleno de oro. Aquel muchacho fuerte, ¡qué frágil
parecía con su uniforme, demasiado grande para él! Del cuello abierto
salía su cuello de niño soldado. Su pelo cortado al rape daba a su
figura un carácter particular. Estaba preparado para morir, estaba ya
"engalanado". Igual que los demás, indistinto, ya anónimo, ya
desaparecido. Su mirada se detuvo un momento en el cinturón;
después me miró con una expresión de burla y de desprecio. No
obstante, me abrazó. Bajé con él hasta la puerta de la calle. Se volvió
para decirme:
—Manda todo eso al Banco de Francia. Yo no veía nada. Oí que tú
decías, riendo:
—¡No lo esperes! ¡Es pedirle mucho! Una vez cerrada la puerta,
habiéndome quedado inmóvil en el vestíbulo, me dijiste:
—Confiesa que sabías que no había de aceptar tu oro. Era un rasgo
enteramente sin riesgo.
Recordé que el cinturón había quedado sobre el diván. Un criado
hubiera podido descubrirlo allí. Subí apresuradamente; de nuevo me lo
eché sobre los hombros y lo vacié en la cabeza de Demóstenes.
Apenas me di cuenta de la muerte de mi madre, que ocurrió pocos
días después. Desde hacía varios años estaba completamente
inconsciente y no vivía con nosotros. Ahora, cada día, cuando pienso
Capítulo once
secreta, aquella que hacía vibrar María con sólo acurrucarse en mis
brazos, y también el pequeño Lucas, los domingos, cuando, de regreso
de misa, se sentaba en el banco que hay frente a la casa y
contemplaba la pradera.
¡Oh! No creas, sobre todo, que tengo de mí una idea demasiado
elevada. Conozco mi corazón, este corazón, este nudo de víboras.
Ahogado por ellas, saturado de su veneno, continúa latiendo por
encima de ese hervidero. Nudo de víboras imposible de desanudar, que
será necesario romper de un navajazo, de una cuchillada: "Yo no he
venido a traer la paz, sino la guerra”1.
Es posible que mañana reniegue de lo que te confío ahora, como he
renegado esta noche de mis últimas voluntades de hace treinta años.
Parece que he odiado, con un aborrecimiento que puede ser expiado,
todo lo que tú profesabas, y no puedo menos de odiar a todos aquellos
que se declaran cristianos; pero, ¿no es cierto que muchos aminoran
una esperanza, desfiguran un rostro, ese Rostro, esa Faz? ¿Con qué
derecho, me preguntarás, puedo juzgarlos yo, que soy abominable?
Isa, ¿no hay en mi ignominia algo que se parece, aunque no
comprenda su virtud, al Signo que tú adoras? Esto que escribo es, sin
duda, a tus ojos, una horrible blasfemia. Tendrías que probármelo. ¿Por
qué no me hablas? ¿Por qué no me has hablado jamás? ¿No habrá, tal
vez, una palabra tuya capaz de partirme el corazón? Me parece que
esta noche no es demasiado tarde para volver a empezar nuestra vida.
¿Y si no esperara a morir para entregarte estas páginas? ¿Y si te
conjurara, en nombre de Dios, para que las leyeras hasta el final? ¿Y si
yo acechara el momento en que hubieras acabado su lectura? ¿Y si te
viera entrar en mi alcoba con el rostro bañado en lágrimas? ¿Y si me
1
Equívoco literalmente intraducible. Glaive significa cuchillo, machete, y también guerra. (Nota del
traductor.)
SEGUNDA PARTE
Capítulo doce
lavabo, que está situado al norte, sobre la puerta de entrada. Allí, contra
su costumbre, se había rezagado la familia. Dado lo avanzado de la
hora, no desconfiaban de nadie. Sólo las ventanas del lavabo y del
pasillo daban a aquel lado.
La noche era tibia y apacible. En los intervalos oía claramente la
respiración un poco entrecortada de Isa, el leve ruido de una cerilla al
encenderse. Ni un soplo movía los negros olmos. No me atreví a
asomarme, pero reconocí a cada enemigo por su voz, por su risa. No
discutían. Una reflexión de Isa o de Genoveva era seguida de un largo
silencio. Después, de pronto, a una palabra de Huberto, replicaba Phili
y hablaban los dos a la vez.
—Mamá, ¿estás segura de que la caja de caudales de su despacho
no guarda más que papeles sin valor? Un avaro es siempre
imprudente. Recuerda el oro que quiso darle a Lucas... ¿Dónde lo
escondía?
—No, él sabe que conozco la clave de la caja: María. No la abre más
que cuando tiene que consultar una póliza de seguro o una hoja de
impuestos.
—Pero tal vez pudiera revelarnos cantidades que él ha ocultado,
mamá.
—No hay más que papeles referentes a los bienes inmuebles. Me he
asegurado bien de ello.
—Esto es terriblemente significativo, ¿no os parece? Diríase que ha
tomado todas sus precauciones. Y Phili murmuró con un bostezo:
—¡No! Pero, ¡vaya un cocodrilo! ¡Y qué suerte haber topado con un
cocodrilo semejante!
—Y si queréis creerme —dijo Genoveva—, tampoco encontraréis
nada en la caja del Lyonnais... ¿Qué dices a esto, Janine?
para nosotros?
—No, no lo creo... Es decir, una vez, Bourru, ese pequeño
procurador de San Vicente a quien mi marido debe de tener sujeto de
una forma u otra, lloriqueando (es un canalla y un hipócrita), me dijo:
"¡Ah, señora, ha sido usted muy imprudente escribiéndole!"...
—¿Qué es lo que le decías? Supongo que no le insultarías,
¿verdad?
—Una vez, cuando la muerte de María, le dirigí unos reproches tal
vez demasiado violentos. Y en otra ocasión, en 1909. Se trataba de un
asunto más serio que los demás.
Huberto gruñó:
—Esto es muy grave, excesivamente grave.
Y ella creyó tranquilizarle diciéndole que había arreglado
inmediatamente las cosas, que se había arrepentido y reconocido su
error.
—¡Ah, ya! Algo así como un ramillete...
Entonces no hay que temer en un pleito de divorcio.
—Pero, después de todo, ¿quién os prueba? que sus intenciones
sean tan negras?
—¡Vamos! Es necesario estar ciego. El misterio impenetrable de sus
operaciones financieras, sus alusiones, las palabras que se le
escaparon a Bourru, ante testigos: "Cuando muera el viejo, pondrán el
grito en el cielo..."
Discutían aún como si la anciana no estuviera presente. Se levantó
de su butaca gimiendo. Según decía, no podía permanecer sentada
afuera, por la noche, a causa de su reuma. Sus hijos ni siquiera le
contestaron. Oí un vago "buenas noches" que le dirigieron sin
interrumpir su conversación. Fue ella quien tuvo que besarlos uno a
todos reían, como ocurría siempre que Olimpia hablaba. Yo recogía los
fragmentos de la conversación:
—Hace cinco años que no actúa como abogado, que no puede
actuar.
—¿A causa de su corazón?
—Ahora, sí. Pero cuando dejó de hacerlo no estaba aún enfermo. Lo
cierto es que disputaba con sus colegas. Tuvo algunas escenas en los
pasillos de la Audiencia. He tenido referencias de ello...
Agucé en vano el oído. Phili y Huberto habían acercado sus sillas.
No oí más que un murmullo indistinto, y poco después esta
exclamación de Olimpia:
—¡Vamos, vamos! El único hombre con quien podía hablar aquí de
mis lecturas, cambiar ideas generales..., y queréis...
Lo único que pude oír de la respuesta de Phili fue la palabra
"chiflada". Un yerno de Huberto, ese que no habla casi nunca, dijo con
voz entrecortada:
—Os ruego que seáis corteses con mi suegra.
Phili dijo que bromeaba. Los dos, ¿no eran acaso víctimas en este
asunto? Como el yerno de Huberto aseguraba con voz temblorosa que
él no se consideraba una víctima y que se había casado con su mujer
por amor, dijeron todos a coro:
—¡Yo también! ¡Yo también! ¡Yo también! Irónicamente, Genoveva
dijo a su marido:
—¡Ah! ¿Tú también? ¿Te vanaglorias de haberte casado conmigo
sin haber sabido antes a cuánto ascendía la fortuna de mi padre?
Recuerda la noche de nuestra boda, en que me dijiste: "¿Qué se
propone con no querer decirnos nada, si sabemos que es enorme?"
Rieron todos. Huberto habló nuevamente; habló sólo algunos
Capítulo trece
Capítulo catorce
Capítulo quince
Cálese
—Partes iguales...
Se creía el más fuerte. Pero el imbécil se había entregado a ellos en
el momento de conocerlos y tendría que pasar por donde ellos
quisieran. Y yo, testigo de aquella lucha, que era el único en saber lo
inútil y vana que era, me sentí como un dios, dispuesto a exterminar a
aquellos débiles insectos con mi poderosa mano, a aplastar con el pie
a aquellas víboras enroscadas. Y reía.
Apenas habían transcurrido diez minutos cuando Roberto guardó
silencio. Huberto hablaba copiosamente, sin duda dictando órdenes, y
el otro asentía con pequeños movimientos de cabeza. Vi redondearse
sus sumisos hombros. Alfredo, recostado en la silla de anea como en
una butaca, tenía el pie derecho cruzado sobre la rodilla izquierda y se
balanceaba con la cabeza vuelta. Y yo veía su gruesa cara
desvanecida, biliosa, negra a causa de la barba.
Por fin se levantaron. Los seguí subrepticiamente. Caminaban
despacio; Roberto iba en medio, con la cabeza baja, como si anduviera
esposado. Tras sus espaldas, sus gruesas y rojas manos apretujaban
un sombrero flexible de un color gris sucio y descolorido. Yo creía que
nada podría asombrarme más. Me engañé: mientras Alfredo y Roberto
se dirigían a la puerta. Huberto sumergió su mano en la pila del agua
bendita y, vuelto al altar mayor, se santiguó.
Nada me apremiaba ya; podría permanecer tranquilo. ¿Para qué
seguirlos? Sabía que aquella misma noche o al día siguiente Roberto
me daría prisa para llevar a cabo mis proyectos. ¿Qué le diría? Había
tiempo de reflexionar. Comencé a sentir fatiga. Me senté. De momento,
lo que dominaba mis pensamientos hasta ocultar todos los demás era
la irritación que me había producido el piadoso ademán de Huberto.
Una muchacha de modesto aspecto y cara vulgar dejó a su lado una
Capítulo dieciséis
pregunté bruscamente:
—¿Cuánto te han ofrecido los otros?
Mi familiaridad, quisiera o no, era más despreciativa que amistosa.
Balbuceó:
—¿Quiénes?
Y su voz tenía un terror casi religioso.
—Los dos señores —le dije—; el gordo y el delgado... Sí, ¡el delgado
y el gordo!
Sentía deseos de terminar de una vez. Me horrorizaba prolongar
aquella escena, como cuando no se atreve uno a aplastar con el tacón
a un ciempiés.
—Vete —le dije—; te perdono.
—Yo no quería... Fue...
Le tapé la boca con la mano. No hubiese podido soportar que
culpara a su madre.
—¡Calla! No nombres a nadie... Veamos, ¿cuánto te han ofrecido?
¿Un millón? ¿Quinientos mil? ¿Menos? ¡No es posible! ¿Trescientos?
¿Doscientos?
Sacudía la cabeza lastimosamente.
—No, una renta —dijo en voz baja—. Esto es lo que nos ha tentado.
Era más seguro. Doce mil francos anuales.
—¿A partir de hoy?
—No, en cuanto hubieran entrado en posesión de la herencia... No
habían previsto que usted quisiera hacerlo rápidamente... Pero, ¿es
demasiado tarde?... Cierto es que ellos hubieran podido perseguirnos
judicialmente..., a menos de engañarlos... ¡Ah, qué bestia he sido! He
sido bien castigado...
Lloraba desagradablemente, sentado sobre la cama. Colgaba una de
intermediario.
—La recibirá usted, y es bastante —le dije secamente—. Cumplo
siempre lo que prometo. Lo demás no le importa a usted nada.
Con la mano en el picaporte, vaciló aún.
—Me gustaría más que fuese un seguro de vida, una renta vitalicia...,
algo parecido, en una sociedad seria... Me sentiría más tranquilo; no
estaría preocupado...
Abrí violentamente la puerta que él había entreabierto y lo empujé al
pasillo.
Capítulo diecisiete
Soy lo que soy; sería necesario convertirme en otro... ¡Oh, Dios, Dios,
si Tú existieras!...
Al anochecer entró una muchacha para arreglarme la cama. No cerró
los postigos y me acosté en la sombra. Los ruidos de la calle y la luz de
los faroles no me impedían dormitar. Me despertaba brevemente, como
cuando, de viaje, se detiene el tren, pero volvía a adormecerme. A
pesar de que no me sentía enfermo, me parecía que debía permanecer
asi y esperar pacientemente a que mi sueño se hiciera eterno.
Tenía aún que disponer lo de la renta de Roberto, y quería también
pasar por el apartado, puesto que ya nadie me entregaba mi
correspondencia. Desde hacía tres días no había leído mi correo. Esta
espera de la carta desconocida y que sobrevive a todo, ¡qué signo es
de que la esperanza no se ha perdido y de que queda siempre en
nosotros esa semilla!
La preocupación por el correo me dio fuerzas para levantarme al día
siguiente, a mediodía, y marchar al apartado. Llovía; como no tenía
paraguas, caminaba pegado a las paredes. Mi proceder despertaba la
curiosidad y la gente se volvía. Yo sentía deseos de gritarles:
—¿Qué tengo de extraordinario? ¿Creéis que estoy loco? No hay
que decir que mis hijos se aprovecharían de esto. No me miréis así.
Soy como los demás, salvo que mis hijos me odian y que tengo que
defenderme de ellos. Pero esto no es estar loco. Algunas veces estoy
bajo los efectos de todas las drogas que me obliga a ingerir mi angina
de pecho. Si hablo solo es porque siempre estoy solo. Al hombre le es
necesario el diálogo. ¿Qué hay de particular en los ademanes y en las
palabras de un hombre solo?
El paquete que recogí contenía impresos, algunas cartas de Bancos
y tres telegramas. Sin duda se trataba de alguna orden bursátil que no
mía, se hizo enorme; después me desmayé. Supe más tarde que aquel
desvanecimiento no había durado ni tres minutos. Volví en mí en una
pequeña habitación que había sido la sala de espera antes de
renunciar al Foro. Las sales me escocían en las mucosas. Reconocí la
voz de Genoveva:
—Ya se reanima.
Mis ojos se abrieron. Todos se habían inclinado sobre mí. Sus caras
me parecían diferentes, rojas, alteradas y algunas verduscas. Janine,
más fuerte que su madre, parecía tener la misma edad. Las lágrimas
corrían por la cara de Huberto. Tenía esa expresión fea y conmovedora
a la vez de cuando era niño, de la época en que Isa lo cogía sobre sus
rodillas y le decía:
—Este chiquillo mío es un picarón.
Sólo Phili, con el traje que había paseado por todas las boites de
París y Berlín, volvía hacia mí su bello rostro indiferente y enojado, tal
como debía de mostrarlo cuando iba a una fiesta o, sobre todo, cuando
volvía de ella desaliñado y ebrio, porque aun no se había anudado la
corbata. Tras él distinguí a unas mujeres con manto que debían ser
Olimpia y sus hijas. Otras pecheras blancas lucían en la penumbra.
Genoveva acercó a mí un vaso del que bebí unos cuantos sorbos. Le
dije que me sentía mejor. Me preguntó con voz dulce y amable si quería
acostarme en seguida. Y pronuncié la primera frase que acudió a mi
mente:
—Hubiese querido acompañarla hasta el final, puesto que no he
podido despedirme de ella. —Y repetí como un actor que busca el tono
preciso:— Puesto que no he podido despedirme de ella.
Y estas triviales palabras, que querían cubrir las apariencias y que se
me habían ocurrido porque formaban parte de mi papel en la fúnebre
bruscamente de tono.
—Estarás demasiado ocupado, Huberto; las particiones serán
difíciles. Tengo depósitos en todas partes, aquí, en París, en el
extranjero. Las propiedades, los inmuebles...
A cada palabra mía se agrandaban sus ojos, pero no querían
creerme. Vi abrirse y volver a cerrarse las finas manos de Huberto.
—Es necesario que se liquide todo antes de mi muerte, mientras os
partís lo que procede de vuestra madre. Me reservo el usufructo de
Cálese: la casa y el jardín. Correrán a vuestro cargo el cuidado y las
reparaciones. Que no se me hable de los viñedos. Se me concederá
por medio de notario una renta mensual, cuya suma se fijará
previamente... Traedme mi cartera... Sí, en el bolsillo izquierdo de mi
chaqueta.
Huberto me la entregó con mano temblorosa. Saqué de ella un
sobre.
Encontrarás aquí algunas indicaciones referentes a la totalidad de mi
fortuna. Puedes entregársela al notario Arcam... O, mejor, telefonéale
que venga; yo mismo se la entregaré y confirmaré en tu presencia mi
voluntad.
Huberto recogió el sobre y me preguntó con ansiedad:
—Te burlas de nosotros, ¿verdad?
—Telefonea al notario; ya verás si me burlo... Se precipitó hacia la
puerta, pero se volvió.
—No —dijo—. Hoy sería inconveniente. Debemos esperar una
semana.
Se pasó una mano por los ojos. Sin duda estaba avergonzado y se
esforzaba en pensar en su madre. Se acercó y me devolvió el sobre.
—Bien —dije—. Abre y lee. Te autorizo.
Capítulo dieciocho
incidente, que debo señalar aquí, me los aclaró sin duda. Pero ya
estaban en mí aquella noche, cuando volvía a mi casa, con el corazón
embargado por la paz que envolvía la tierra. Las sombras se extendían;
el mundo entero era sólo aceptación. A lo lejos, las perdidas cuestas
parecían espaldas curvadas. Aguardaban la niebla y la noche para
yacer quizá, para tenderse, para dormir con un sueño humano.
Esperé hallar a Genoveva y a Huberto en la casa. Me habían
prometido cenar conmigo. Era la primera vez en mi vida que ansiaba su
llegada, que ésta me producía alegría. Estaba impaciente por
mostrarles mi nuevo corazón. No se podía perder ni un minuto para
conocerlos, para hacerme conocer de ellos. ¿Hubiera tenido tiempo,
antes de morir, de poner a prueba mi descubrimiento? Vencería
rápidamente las etapas que me conducirían hacia el corazón de mis
hijos, pasaría a través de todo lo que nos separaba. Se había roto, por
fin, el nudo de víboras. Avanzaría tan rápidamente en su amor que
llorarían cuando me cerraran los ojos.
No habían llegado aún. Me senté en el banco cerca del camino,
atento al ruido de los motores. Cuanto más tardaban, más deseaba su
llegada. Tenía momentos en que volvía mi antigua cólera: ¡les daba lo
mismo hacerme esperar! Les importaba muy poco que sufriera a causa
de ellos; lo hacían adrede... Me contuve. La demora podía obedecer a
una misma causa que yo ignoraba, y no había ninguna probabilidad de
que fuese precisamente aquella en que, por costumbre, alimentaba mi
rencor. La campana anunciaba la cena. Me dirigí a la cocina para
advertir a Amelia que era preciso esperar todavía un poco. Era muy
extraño verme bajo aquellas vigas negras de donde pendían los
jamones. Me senté cerca del fuego en una silla de anea. Amelia, su
marido y Cazau, el hombre de negocios cuyas risas había oído de lejos,
Capítulo diecinueve
moriría de tristeza".
En el rellano, hasta donde ella me siguió, Genoveva me dirigió vivos
reproches, porque había alentado la pasión de Janine.
—Si llegara a separarse de ese individuo sería para todos un alivio
extraordinario. No sería difícil conseguir la anulación, y, con su fortuna,
Janine podría efectuar un matrimonio magnífico. Pero primero es
necesario que se libre de él. Y tú, que detestas a Phili, te pones ahora a
elogiarlo ante ella... ¡Ah, no! Sobre todo, que no vaya a Cálese. ¡En qué
estado nos la devolverás! Aquí podremos distraerla. Olvidará...
Si es que no se muere, pensaba yo; o no vive miserablemente, con
un dolor siempre igual y que superará al tiempo. Tal vez pertenezca
Janine a esa raza que tan bien conoce un viejo abogado: a esas
mujeres en quienes la esperanza es una enfermedad, que no dejan
nunca de esperar y que, al cabo de veinte años, miran aún la puerta
con la mirada de un perro fiel.
Volví a la habitación donde Janine continuaba sentada, y le dije:
—Cuando quieras, querida...; serás bien recibida siempre.
No dio señal de haberme comprendido. Genoveva volvió y me
preguntó recelosa:
—¿Qué le decías?
Supe después que me había acusado de haber cambiado a Janine
durante aquellos instantes y de haberme divertido "metiéndole un
montón de ideas en la cabeza". Pero yo bajé la escalera recordando
que la joven me había dicho: "Llévame"... Me había pedido que me la
llevara. Instintivamente, había pronunciado acerca de Phili las palabras
que ella tenía necesidad de oír. Tal vez fuera yo el primero que no la
había herido.
Caminé por un Burdeos iluminado como en un día solemne. Las
Capítulo veinte
—¿Tienes fe?
Contestó distraídamente:
—¿Fe? —como si no me hubiese comprendido.
—Sí —repliqué—. Dios...
Levantó hacia mí su cara ardiente, me miró desconfiada y me dijo, al
fin, "que no sabía qué tenía que ver con eso"... Y como insistiera,
añadió:
—Claro, soy religiosa. Cumplo con mis deberes. ¿Por qué me
pregunta usted eso? ¿Se ríe de mí?
—¿Crees tú —le dije— que Phili esté a la altura de lo que tú le das?
Me miró con esa expresión desabrida e irritada de Genoveva cuando
no comprende lo que se le dice y, no sabiendo qué contestar, teme que
se le tienda un lazo. Por fin se arriesgó.
—Nada tiene que ver una cosa con otra.
No le gustaba mezclar la religión con esas cosas.
Era católica militante, pero le horrorizaban esas relaciones poco
correctas. Cumplía con sus deberes. Con el mismo tono hubiera dicho
que pagaba sus contribuciones. Lo que yo tanto había execrado
durante toda mi vida, era eso, nada más que eso: esa grosera
caricatura, esa carga mediocre de la vida cristiana, y yo había fingido
ver en ella una auténtica representación para tener el derecho de
odiarla. Es necesario mirar frente a frente a lo que se odia. Pero yo,
pensaba, pero yo... ¿No sabía ya que me engañaba a mí mismo
aquella noche de fin del último siglo, en la terraza de Cálese, cuando el
abate Ardouin me dijo: "Es usted muy bueno"? Más tarde me tapé los
oídos para no oír las palabras de María agonizante. Sin embargo, a su
cabecera se me había revelado el secreto de la muerte y de la vida...
Una niña moría por mí... Yo he querido olvidarlo. Incansablemente, he
Querida Genoveva:
Acabaré esta semana de clasificar los papeles que se desbordan de
todos los cajones. Pero mi deber es darte a conocer sin demora este
extraño documento. Ya sabes que nuestro padre murió ante su mesa
de trabajo y que Amelia lo encontró la mañana del 24 de noviembre
De Janine a Huberto
"Querido tío:
Quiero pedirte que sirvas de mediador entre mamá y yo. Se niega a
confiarme el Diario del abuelo. Según ella, mi culto por él no resistiría
una lectura semejante. Si tiene tanto interés en que aparte de mí este
querido recuerdo, ¿por qué me repite a diario: " No puedes suponer lo
que dice de ti. Ni tu rostro se salva..."? Me asombra más aún la prisa
con que me dio a leer la dura carta en que tú comentabas ese Diario...
Cansada de mi insistencia, mamá me ha dicho que me lo dejaría leer
si a ti te parecía bien, y que se limitaría a lo que tú dijeras. Acudo,
pues, a tu espíritu de justicia.
Permíteme que, en primer lugar, prescinda de la primera objeción
que a mí respecta. Por implacable que el abuelo se haya podido
mostrar en ese documento conmigo, estoy segura de que no me juzga
tan mal como lo hago yo misma. Estoy segura, sobre todo, de que su
severidad no atañe a la desgraciada que vivió todo un otoño a su lado,
hasta su muerte, en la casa de Cálese.
Perdóname, tío, que te contradiga en un punto esencial. Yo soy el
unico testigo de la transformación que experimentaron los sentimientos
del abuelo durante las últimas semanas de su vida. Denuncias su vaga
y malsana religiosidad, y yo te afirmo que tuvo tres entrevistas —una a
fines de octubre y dos en noviembre— con el señor cura párroco de
Cálese, cuyo testimonio, no sé por qué, has rehusado. Según mamá, el
Diario en que él anota los menores incidentes de su vida no hace
alusión a estas tres entrevistas, lo que no hubiera dejado de hacer si
hubiesen sido éstas el motivo de un cambio en su destino... Pero mamá
JANINE."
FIN
El autor y su obra.