Las Relaciones en El Pasado
Las Relaciones en El Pasado
Las Relaciones en El Pasado
Historia y ficción
Entre historia y ficción, la distinción parece clara y zanjada si se acepta
que, en todas sus formas (míticas, literarias, metafóricas), la ficción es «un
discurso que “informa” de lo real, pero no pretende representarlo ni
acreditarse en él», mientras que la historia pretende dar una
representación adecuada de la realidad que fue y ya no es. En ese
sentido, lo real es a la vez el objeto y el garante del discurso de la historia.
Sin embargo, hoy en día muchas razones difuminan esa distinción tan
clara. La primera es la evidenciación de la fuerza de las representaciones
del pasado propuestas por la literatura.
La noción de <<energía», que tiene un papel esencial en la perspectiva
analítica del New Historicism, puede ayudar a comprender cómo algunas
obras literarias han moldeado más poderosamente que los escritos de los
historiadores las representaciones colectivas del pasado. El teatro, en los
siglos XVI y XVII, y la novela, en el siglo XIX, se apoderaron del pasado,
desplazando al registro de la ficción literaria hechos y personajes
históricos, y poniendo en el escenario o en la página situaciones que
fueron reales o que son presentadas como tales. Cuando las obras están
habitadas por una fuerza en concreto, adquieren la capacidad de
«producir, moldear y organizar la experiencia colectiva mental y física> y
entre esas experiencias se cuenta el encuentro con el pasado. A título de
ejemplo, veamos las histories o piezas históricas de Shakespeare. En el
folio de 1623, que reúne por primera vez, siete años después de la muerte
de Shakespeare, treinta y seis de sus obras, la categoría de histories,
ubicada entre las comedies y las tragedies, reúne diez obras que,
siguiendo el orden cronológico de los reinados, cuenta la historia de
Inglaterra desde el rey Juan hasta Enrique VIII, lo que excluía de la
categoría otras histories, las de los héroes romanos o príncipes daneses o
escoceses, ubicadas en la categoría de las tragedies. Los editores de 1623
transformaron en una historia dramática y continua de la monarquía
inglesa obras escritas en un orden que no era el de los reinados, sino que
se cuentan entre las obras más representadas y más publicadas antes del
folio de 1623. De modo que es seguro que, como declara Hamlet (Hamlet,
II, 2), los actores «son el compendio y la crónica del mundo>>> y que las
obras históricas moldearon, para sus espectadores y lectores,
representaciones del pasado más vivaces y más efectivas que la historia
escrita en las crónicas que utilizaban los dramaturgos. Esta historia
representada en los escenarios de los teatros es una historia recompuesta,
sometida a las exigencias de la censura, como demuestra la ausencia de
la escena de la abdicación de Ricardo II en las tres primeras ediciones de
la obra, y está muy abierta a los anacronismos. Así, en su puesta en
escena de La revuelta de Jack Cade y sus artesanos de Kent en 1450,
como aparece en la segunda parte de Enrique VI, Shakespeare
reinterpreta el hecho atribuyendo a los rebeldes de 1450 un lenguajes
milenarista e igualitario y acciones violentas, destructivas de todas las
formas de la cultura escrita y de todos los que la encarnan, que los
cronistas asociaban, con una menor radicalidad, por lo demás, con la
revuelta de Tyler y Straw de 1381. El resultado es una representación
ambivalente o contradictoria de la revuelta de 1450 que recapitula las
fórmulas y los gestos de las revueltas populares, al mismo tiempo que deja
ver la figura carnavalesca, grotesca y cruel de una imposible edad de oro:
la de un mundo al revés, sin escritura, sin moneda, sin diferencias. De
modo que la historia de las histories se basa en la distorsión de las
realidades históricas narradas por los cronistas y propone a los
espectadores una representación ambigua del pasado, habitada por la
confusión, la incertidumbre y la contradicción. Una segunda razón que
hace vacilar la distinción entre historia y ficción reside en el hecho de que
la literatura se apodera no sólo del pasado, sino también de los
documentos y de las técnicas encargados de manifestar la condición de
conocimiento de la disciplina histórica. Entre los dispositivos de la ficción
que socavan la intención o la pretensión de verdad de la historia,
capturando sus técnicas de prueba, se debe hacer lugar al «efecto de
realidad» definido por Roland Barthes como una de las principales
modalidades de la «ilusión referencial». En la estética clásica, la categoría
de lo «verosímil>> aseguraba el parentesco entre el relato histórico y las
historias fingidas ya que, según la definición del Dictionnaire de Furetière,
en 1690 la historia es «descripción, narración de las cosas, o de las
acciones como han ocurrido o como podían ocurrir». De modo que el
tiempo designa, en conjunto, «la narración continua y encadenada de
varios hechos memorables que sucedieron En una o en varias naciones, o
en uno o en varios siglos>> y «las narraciones fabuladas pero verosímiles,
que son fingidas por un autor». De manera que la división no es entre la
historia y la fábula, sino entre los relatos verosímiles, así se refieran a lo
real o no, y los que no lo son. Así entendida, la historia está radicalmente
separada de las exigencias críticas propias de la erudición y despegada de
la referencia a la realidad como garante de su discurso. Al abandonar lo
verosímil, la fábula fortaleció más su relación con la historia, multiplicando
las notaciones concretas destinadas a cargar a la ficción de un peso de
realidad y a producir una ilusión referencial Para contrastar ese efecto
literario, necesario para toda forma de estética realista, con la historia,
Barthes dice que, para ésta, «el haber estado ahí de de las cosas es un
principio suficiente de la palabra». Sin embargo, ese «haber estado ahí»,
ese «real concreto», que es el garante de la verdad de la historia, debe ser
introducido en el discurso mismo para acreditarlo como conocimiento
auténtico. Ése es el papel, como observaba Certeau, de las citas, las
referencias, los documentos que convocan el pasado en la escritura del
historiador, demostrando también su autoridad. De ahí la apropiación, por
algunas ficciones, de Las técnicas de la prueba propias de la historia, a fin
de producir, no «efectos de realidad», sino más bien La ilusión de un
discurso histórico. Junto con las bioGrafías imaginarias de Marcel Schwob
o los textos Apócrifos de Borges, como aparecen en el apéndice
«Etcétera>> de la Historia universal de la infamia o en La sección
<<Museo» de El Hacedor, se puede ubicar el Jusep Torres Campalans
publicado por Max Aub en la Ciudad de México, en 1958.29 El libro pone al
servicio de la biografía de un pintor imaginario todas las Técnicas de la
acreditación moderna del discurso histórico: las fotografías que dejan ver a
los padres del Artista y a éste en compañía de su amigo Picasso, las
Reproducciones de sus obras (expuestas, por cierto, En Nueva York, en
1962, con ocasión de la presentación de la traducción inglesa del libro), los
recortes de la prensa donde se menciona, las entrevistas Que Aub tuvo
con él y algunos de sus contemporáneos, el Cuaderno verde redactado por
Campalans Entre 1906 y 1914, etcétera. La obra apunta a los géneros y
las categorías que privilegia la crítica de arte: la explicación de la obra por
la biografía, las nociones contradictorias y sin embargo asociadas de
influencia y de precursor, las técnicas de la atribución, el desciframiento de
intenciones secretas, etcétera. Hoy en día, esa obra tal vez se lea de otra
manera. Al movilizar los «efectos de realidad que comparten el saber
histórico y la invención literaria, muestra los parentescos que los vinculan.
Pero, al multiplicar las advertencias irónicas (en particular, las numerosas
referencias al Don Quijote o el epígrafe «¿Cómo puede haber verdad sin
mentira?»), recuerda a sus lectores la distancia que separa a la fábula del
discurso de conocimiento, la realidad que fue y los referentes imaginarios.
Por esa vía acompaña, de un modo paródico, la historia de las
falsificaciones históricas, siempre posibles, siempre más sutiles, pero
también desenmascaradas por el trabajo crítico. Hay una última razón de
la proximidad, seductora pero peligrosa, entre la historia como ejercicio de
conocimiento y la ficción, sea literatura o mito. En el mundo
contemporáneo, la necesidad de afirmación o de justificación de
identidades construidas, o reconstruidas, y que no son todas nacionales,
suele inspirar una reescritura del pasado que deforma, olvida u oculta las
aportaciones del saber histórico controlado. Esa deriva, impulsada por
reivindicaciones con frecuencia muy legítimas, justifica totalmente la
reflexión epistemológica en torno a criterios de validación aplicables a la
«operación historiográfica» en sus diferentes momentos. La capacidad
crítica de la historia no se limita, en efecto, a la negación de las
falsificaciones o las imposturas. Puede y debe someter a criterios objetivos
de validación o de negación las construcciones interpretativas. Si se
asigna esa función a la historia, necesariamente se plantea la pregunta
sobre los criterios de ese juicio. ¿Se los debe vincular a la coherencia
interna de la demostración? ¿A su compatibilidad con los resultados
logrados? Y, por otra parte, ¿es legítimo postular una pluralidad de
regímenes de prueba de la historia que sería exigida por los diversos
objetos y métodos históricos? ¿O debemos esforzarnos por elaborar una
teoría de la objetividad que establezca criterios generales que permitan
distinguir entre interpretaciones aceptables o inaceptables? Estas
cuestiones, que algunos historiadores consideran inútiles, conllevan un
reto esencial. En una época en que nuestra relación con el pasado está
amenazada por la fuerte tentación de crear historias imaginadas o
imaginarías, la reflexión sobre las condiciones que permiten sostener un
discurso histórico como una representación y una explicación adecuadas
de la realidad que fue, es fundamental y urgente. Suponiendo en su
principio la distancia entre saber crítico y reconocimiento inmediato, esa
reflexión participa en el largo proceso de emancipación de la historia con
respecto a la memoria y con respecto a la fábula, incluso verosímil.