Jaque Mate en Dos Jugadas de Isaac Aisemberg
Jaque Mate en Dos Jugadas de Isaac Aisemberg
Jaque Mate en Dos Jugadas de Isaac Aisemberg
Yo lo envenené. En dos horas quedaba liberado. Dejé a mi tío Néstor a las veintidós. Lo hice con
alegría. Me ardían las mejillas. Me quemaban los labios. Luego me serené y eché a caminar
tranquilamente por la avenida en dirección al puerto. Me sentía contento. Liberado. Hasta Guillermo
saldría socio beneficiario en el asunto. ¡Pobre Guillermo! ¡Tan tímido, tan inocente! Era evidente
que yo debía pensar y trabajar por ambos. Siempre sucedió así. Desde el día en que nuestro tío nos
llevó a su casa. Nos encontramos perdidos en el palacio. Era un lugar seco, sin amor. Únicamente el
sonido metálico de las monedas. Tenéis que acostumbraros al ahorro, a no malgastar. Al fin y al
cabo, ¡algún día será vuestro! bramaba. Y nos acostumbramos a esperarlo. Pero ese famoso y
deseado día nunca llegó, pese a que tío sufría del corazón. Y si de pequeños nos tiranizó, cuando
crecimos se hizo cada vez más intolerable. Guillermo se enamoró un buen día. A nuestro tío no le
agradó la muchacha. No era lo que ambicionaba para su sobrino. Le falta clase..., ¡puaf! Es una
ordinaria sentenció. Inútil fue que Guillermo se prodigara en encontrarle méritos. El viejo era
testarudo y arbitrario. Conmigo tenía otra suerte de problemas. Era un carácter contra otro. Se
empeñó en doctorarme en bioquímica. ¿Resultado? Un perito en póquer y en carreras de caballos.
Mi tío para esos vicios no me daba ni un centavo. Tenía que emplear todo mi ingenio para quitarle
un peso. Uno de los recursos era aguantarle sus interminables partidas de ajedrez; entonces yo cedía
con aire de hombre magnánimo, pero él, en cambio, cuando estaba en posición favorable largaba el
final, sabiendo de mi prisa para el club. Gozaba con mi infortunio saboreando su coñac.
Un día me dijo con tono condescendiente: Observo que te aplicas en el ajedrez. Eso me demuestra
dos cosas: que eres inteligente y un perfecto holgazán. Sin embargo, tu dedicación tendrá su premio.
Soy justo. De hoy en adelante tendré de ti bonitas anotaciones de las partidas. Sí, muchacho, vamos
a guardar cada uno los apuntes de los juegos en libretas para compararlas. ¿Qué te parece? Aquello
podría resultar un par de cientos de pesos, y acepté. Desde entonces, todas las noches, la estadística.
Estaba tan arraigada la manía en él, que en mi ausencia comentaba las
partidas con Julio, el mayordomo. Ahora todo había concluido. Cuando uno se encuentra en un
callejón sin salida, el cerebro trabaja, busca, rebusca. Y encuentra. Siempre hay salida para todo. No
siempre es buena. Pero es salida.
Era una noche húmeda. En el cielo nublado, alguna chispa eléctrica. El calorcillo mojaba las manos,
resecaba la boca. En la esquina, un policía me paró el
corazón. El veneno, ¿cómo se llamaba? Aconitina. Varias gotitas en el coñac mientras
conversábamos. Mi tío esa noche estaba encantador. Me perdonó la partida. Haré un solitario dijo.
Despacharé a los sirvientes... ¡Hum! Quiero estar tranquilo. Después leeré un buen libro. Algo que
los jóvenes no entienden... Puedes irte. Gracias, tío. Hoy realmente es... sábado. Comprendo.
¡Demonios! El hombre comprendía. La clarividencia del condenado. El veneno producía un efecto
lento, a la hora, o más, según el sujeto. Hasta seis u ocho horas. Justamente durante el sueño. El
resultado: la apariencia de un pacífico ataque cardíaco, sin huellas comprometedoras. Lo que yo
necesitaba. ¿Y quién sospecharía? El doctor Vega no tendría inconveniente en suscribir el
certificado de defunción. ¿Y si me descubrían? Imposible. Pero, ¿y Guillermo? Sí. Guillermo era un
problema, Lo hallé en el hall después de preparar la encomienda para el infierno. Descendía la
escalera, preocupado. ¿Qué te pasa? le pregunté jovial, y le hubiera agregado de mil amores: Si
supieras, ¡hombre! ¡Estoy harto! me replicó. ¡Vamos! le palmoteé la espalda. Siempre está dispuesto
a la tragedia... Es que el viejo me enloquece.
Últimamente, desde que volviste a la Facultad y le llevas la corriente con el ajedrez, se la toma
conmigo. Y Matilde… ¿Qué sucede con Matilde? Matilde me lanzó un ultimátum: o ella, o tío. Opta
por ella. Es fácil elegir. Es lo que yo haría... ¿Y lo otro? Me miró desesperado. Con brillo
demoníaco en las pupilas; pero el pobre tonto jamás buscaría el medio de resolver su problema. Yo
lo haría siguió entre dientes; pero, ¿con qué viviríamos? Ya sabes cómo es el viejo... Duro,
implacable. Me cortaría
los víveres! Tal vez las cosas se arreglen de otra manera... insinué bromeando ¡Quién te dice!
Bah!... sus labios se curvaron con una mueca amarga No hay escapatoria. Pero yo hablaré con el
viejo tirano. ¿Dónde está ahora? Me asusté. Si el veneno resultaba rápido... Al notar los primeros
síntomas podría ser auxiliado. Está en la biblioteca exclamé; pero déjalo en paz. Acaba de jugar la
partida de ajedrez, y despachó a la servidumbre. ¡El lobo quiere estar solo en la madriguera!
Consuélate en un cine o en un bar. Guillermo se encogió de hombros. El lobo en la madriguera...
repitió. Pensó unos segundos y agregó, aliviado: Lo veré en otro momento. Después de todo, no te
animarías, ¿verdad? gruñí salvajemente. Me clavó la mirada. Sus ojos brillaron con una chispa
siniestra, pero fue un relámpago.
Miré el reloj: las once y diez de la noche. Ya comenzaría a producir efecto. Primero un leve
malestar, nada más. Después un dolorcillo agudo, pero nunca demasiado alarmante. Mi tío
refunfuñaba una maldición para la cocinera. El pescado indigesto. ¡Qué poca cosa es todo! Debía de
estar leyendo los diarios de la noche, los últimos. Y después, el libro, como gran epílogo. Sentía
frío. Decidí regresar, por temor a llamar la atención. Nuevamente por la avenida hasta Leandro N.
Alem. Por allí a Plaza de Mayo. El reloj me volvió a la realidad. Las once y treinta y seis. Si el
veneno era eficaz, ya estaría todo listo. Ya sería dueño de millones. Ya sería libre... ya sería ya sería
asesino. Por primera vez pensé en la palabra. Yo, ¡asesino! Las rodillas me flaquearon. Un rubor me
azotó el cuello, subió a las mejillas, me quemó las orejas, martilló mis sienes. Las manos
transpiraban. El frasquito de aconitina en el bolsillo llegó a pesarme una tonelada. Busqué en los
bolsillos rabiosamente hasta dar con él. Era un insignificante cuentagotas y contenía la muerte; lo
arrojé lejos. Choqué con varios transeúntes. Pensarían en un borracho. Pero en lugar de alcohol,
sangre. Yo, asesino. Esto sería un secreto entre mi tío Néstor y mi conciencia. Recordé la
descripción del efecto del veneno: En la lengua, sensación de hormigueo y embotamiento, que se
inicia en el punto de contacto para extenderse a toda la lengua, a la cara y a todo el cuerpo. Entré en
un bar. Un tocadiscos atronaba con viejo jazz… En el esófago y en el estómago, sensación de ardor
intenso. Millones. Billetes de mil, de quinientos, de cien. Póquer. Carreras. Viajes... sensación de
angustia, de muerte próxima, enfriamiento profundo generalizado, trastornos sensoriales, debilidad
muscular, contracturas, impotencia de los músculos. El tío habría quedado solo. En el palacio. Con
sus escaleras de mármol. Frente al tablero de ajedrez. Allí el rey, y la dama, y la torre negra. Jaque
mate. El mozo se acercó. ¿Señor? Un coñac. Un coñac... repitió el mozo. Bien, señor y se alejó. El
tictac del reloj, el latido de mi corazón. La una. Bebí el coñac de un trago. Como fenómeno
circulatorio, hay alteración del pulso e hipertensión que se derivan de la acción sobre el órgano
central, llegando, en su estado más avanzado, al síncope cardíaco... Eso es. El síncope cardíaco. La
válvula de escape.
A las dos y treinta de la mañana regresé a casa. Al principio no lo advertí. Hasta que me cerró el
paso. Era un agente de policía. Me asusté. ¿El señor Claudio Álvarez?
Sí, señor... respondí humildemente. Pase Usted... e indicó la entrada. ¿Qué hace usted aquí? me
animé a murmurar.
Dentro tendrá la explicación fue la respuesta. En el hall, cerca de la escalera, varios individuos de
uniforme se habían adueñado del palacio. ¿Guillermo? Guillermo no estaba presente. Julio, el
mayordomo, amarillo, espectral, trató de hablarme. Uno de los uniformados, el jefe del grupo por lo
visto, le selló los labios con un gesto. Avanzó hacia mí, y me inspeccionó como a un cobayo. Usted
es el mayor de los sobrinos, ¿verdad? Sí, señor... murmuré. Lamento decírselo, señor. Su tío ha
muerto... asesinado. La voz era calma, grave. Yo soy el inspector Villegas, y estoy a cargo de la
investigación. ¿Quiere acompañarme a la otra sala? ¡Dios mío! articulé anonadado. ¡Es inaudito!
Las palabras sonaron a huecas, a hipócritas. (¡Ese dichoso veneno dejaba huellas!) Pero cómo...
¿cómo?)
Puedo... ¿puedo verlo? pregunté Por el momento, no. Además, quiero que me conteste algunas
preguntas. Como usted disponga... accedí. Lo seguí a la biblioteca vecina. Tras él se deslizaron
suavemente dos asistentes. El inspector Villegas me indicó un sillón y se sentó en otro. Encendió
con parsimonia un cigarrillo y con evidente grosería no me ofreció ninguno. Usted es el sobrino...
Claudio. Pareció que repetía una lección aprendida de memoria. Sí, señor. Pues bien: explíquenos
que hizo esta noche. Yo también repetí una letanía. Cenamos los tres, juntos como siempre.
Guillermo se retiró a su habitación. Quedamos mi tío y yo charlando un rato; pasamos a la
biblioteca. Después jugamos nuestra habitual partida de ajedrez; me despedí de mi tío y salí. En el
vestíbulo me topé con Guillermo que descendía por las escaleras rumbo a la calle. Cambiamos unas
palabras y me fui. Y ahora regresa. Sí. ¿Y los criados? Mi tío deseaba quedarse solo. Los despachó
después de cenar. A veces le acometían esas y otras manías. Lo que usted manifiesta
concuerda en gran parte con la declaración del mayordomo. Cuando éste regresó, hizo un recorrido
por el edificio. Notó la puerta de la biblioteca entornada y luz adentro. Entró. Allí halló a su tío
frente a un tablero de ajedrez, muerto. La partida interrumpida... Algo dentro de mí comenzó a saltar
violentamente. Una sensación de angustia, me recorría con la velocidad de un pebete. En cualquier
momento estallaría la pólvora. Sí, señor... admití. No podía desdecirme. Eso también se lo había
dicho a Guillermo. Y probablemente Guillermo al inspector Villegas. Porque mi hermano debía
estar en alguna parte. El sistema de la policía: aislarnos, dejarnos solos, indefensos, para pillarnos.
Tengo entendido que ustedes llevaban un registro de las jugadas. Para establecer los detalles en su
orden, quiere mostrarme su libreta de apuntes, señor ¿Álvarez? ¿Apuntes? Sí, hombre el policía era
implacable, deseo verla, como es de imaginar. Debo verificarlo todo, amigo; lo dicho y lo hecho por
Usted. Si jugaron como siempre Comencé a tartamudear. Es que... Y después de un
tirón: ¡Claro que jugamos como siempre! Las lágrimas comenzaron a quemarme los ojos. Miedo.
Un miedo espantoso. Como debió sentirlo tío Néstor cuando aquella sensación de angustia... de
muerte próxima..., enfriamiento profundo, generalizado... El silencio era absoluto. Los otros
también estaban callados. Dos ojos, seis ojos, ocho ojos, mil ojos. ¡Oh, que angustia! Me tenían...
me tenían... Jugaban con mi desesperación... Se divertían con mi culpa... De pronto el inspector
gruñó: ¿Y? Una sola letra, pero ¡tanto! ¿Y? repitió. Usted fue el último que lo vio con vida. Y,
además, muerto.
El señor Álvarez no hizo anotación alguna esta vez, señor mío. No sé por qué me puse de pie.
Tenso, erecto. Elevé mis brazos, los estiré. Me clavó las uñas, y al final chillé con voz que no era la
mía: ¡Basta! Si lo saben, ¿para qué lo preguntan? ¡Yo lo maté! ¡Yo lo maté! ¿Y qué hay? ¡Lo odiaba
con toda mi alma! ¡Estaba cansado de su despotismo! ¡Lo maté! ¡Lo maté!
El inspector no lo tomó tan a la tremenda. ¡Cielos! Dijo. Se produjo más pronto de lo que yo
esperaba. ¿Dónde está el revólver? ¿Qué revólver? El inspector Villegas no se cambió de expresión.
Respondió imperturbable. Vamos, ¡no se haga el tonto ahora! ¡El revólver! O ¿ha olvidado que lo
liquidó de un tiro? Un tiro en la mitad de la frente, ¡compañero! ¡Qué puntería!
https://es.wikipedia.org/wiki/Isaac_Aisemberg
Isaac Aisemberg (General Pico, 22 d
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