Nancy Kress - Mendigos en España
Nancy Kress - Mendigos en España
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Nancy Kress
Mendigos en España
Saga de los Insomnes / 1
ePUB r1.0
Batera 19.12.12
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Título original: Beggars in Spain
Nancy Kress, 1993
Traducción: Elsa Mateo
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PRESENTACIÓN
Los lectores asiduos de NOVA ciencia ficción ya conocen a Nancy Kress. En
abril de 1991 publicamos UNA LUZ EXTRAÑA, su primera novela de ciencia
ficción (aparecida originalmente en 1988), una interesante especulación de raíces
antropológicas sobre el significado de ser humano.
Como era de prever, Kress ha seguido con su temática socio-antropológica
abordando ahora un curioso experimento intelectual: ¿qué ocurriría si, por medio de
la ingeniería genética, los seres humanos dejaran de estar sometidos a la necesidad
diaria de dormir?
Ése es el detonante de una de las más inteligentes y emotivas especulaciones que
la ciencia ficción ha abordado sobre las relaciones del Homo Sapiens con sus
sucesores. Escrita en la senda marcada por MUTANTE de Henry Kuttner, o MÁS
QUE HUMANO de Theodore Sturgeon, MENDIGOS EN ESPAÑA se ocupa de unos
posibles sucesores creados, esta vez, por el mismísimo Homo Sapiens.
Una hipótesis, encarnada por los Insomnes, que recupera el sentido de ese
clásico «¿qué sucedería si…?», característico de la buena ciencia ficción.
Lo interesante es que el tema, en manos de Nancy Kress, se convierte en una
curiosa especulación que no rehúye las consecuencias políticas, e incluye un emotivo
debate de indudables raíces éticas y una apología, realmente muy poco habitual, de
la solidaridad.
Kress, que se confiesa más a gusto escribiendo relatos y novelas cortas, inició
este trabajo partiendo de una vieja idea en torno a gentes que no necesitan dormir,
que había desarrollado por primera vez unos veinte años atrás. La obra, una de sus
primeras narraciones, fue rechazada, como también lo fue la reescritura que realizó
cinco años después.
Tras un largo paréntesis que incluye tres exitosas novelas de fantasía, un premio
Nebula por el relato «Entre tantas estrellas brillantes» y su primera novela de ciencia
ficción, UNA LUZ EXTRAÑA (1988, NOVA ciencia ficción, número 35), Kress,
poseedora ya de una envidiable técnica narrativa, volvió a pensar en el tema de la
gente insomne. Leisha, un personaje que acabará resultando central en la obra, fue
el catalizador final. El dominio obtenido por la autora en el manejo de los
personajes, su particular sensibilidad y la riqueza especulativa de la idea,
convirtieron MENDIGOS EN ESPAÑA en un éxito indiscutible.
Publicada inicialmente como novela corta en el Isaac Asimov's Science Fiction
Magazine y seleccionada por Gardner Dozois en su antología para «Lo mejor del
año 1991», MENDIGOS EN ESPAÑA, la novela corta, se alzó con los premios
Nebula de 1991 y el Hugo de 1992. Kress siguió desarrollando la idea a partir de esa
novela corta que ahora forma la primera parte del presente libro y le da nombre.
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MENDIGOS EN ESPAÑA fue finalista del Premio Nebula de 1993 y, también, del
Premio Hugo de 1994. Todo ese impulso especulativo encuentra un digno colofón en
MENDIGOS y OPULENTOS, una continuación de lectura independiente que fue
también finalista del Premio Hugo en 1995, y que aparecerá próximamente en
NOVA ciencia ficción.
En contra de lo que sucede en otros casos, el presente libro no es una simple
ampliación de una novela corta con éxito. Aquí, Kress ha incluido la novela corta
original como primera parte del libro en toda su integridad. Ahora se subtitula
«Leisha» y narra cómo, en el año 2019, aparecen unos nuevos seres humanos, los
INSOMNES, quienes modificados por la ingeniería genética para no tener que
dormir, disponen de mayor conocimiento y poder, pues cuentan con más horas de
actividad. La manipulación genética produce en los Insomnes un efecto secundario:
la longevidad. El recelo y el enfrentamiento con los Durmientes es inevitable.
Algunos Insomnes son partidarios de protegerse y piensan que, en el fondo, nada
deben a los Durmientes, a los que consideran como los nuevos mendigos del futuro
cercano. Otros Insomnes, como Leisha, no están de acuerdo y luchan por la
integración de Durmientes e Insomnes.
El libro continúa con «Sanctuary», narración acerca de las incidencias de un
juicio, después de los incidentes descritos en «Leisha», que permite plantear el
sentido de la justicia y del ordenamiento legal como herramienta para desentrañar
misterios, pero también para regular enfrentamientos. La tercera y la cuarta partes,
«Soñadores» y «Mendigos», contemplan el modo en que nuevas generaciones
abordan los nuevos problemas surgidos entre grupos sociales: los Superinsomnes del
santuario orbital de los Insomnes, o la división de los Durmientes en «auxiliares»,
que gestionan el sistema, y «vividores», que, como los Eloi de H. G. Wells, viven
ociosos.
A menudo me he preguntado por qué hay tan pocas novelas con trasfondo
político y económico en la ciencia ficción. MENDIGOS EN ESPAÑA tiene
precisamente a la especulación político-social como eje central. Se une así, por
ejemplo, a una obra imprescindible como LAS TORRES DEL OLVIDO, del
australiano George Turner; en ese interés por lo económico y lo político-social.
Curiosamente, Kress coincide con Turner en imaginar una sociedad dual escindida
entre quienes trabajan (los «auxiliares») y quienes no deben trabajar y viven del
subsidio que proporciona un curioso Estado del Bienestar (el que mantiene a los
«vividores»). Un posible futuro que algunos economistas no dudan en vaticinar para
nuestra propia realidad más inmediata.
Hay en MENDIGOS DE ESPAÑA más elementos de especulación económica y,
en cierta forma, el enfrentamiento entre Durmientes e Insomnes se plantea como una
nueva forma de la lucha de clases a la que no resulta ajeno el comportamiento de los
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propios Insomnes. Es indudable que, en ese Sanctuary del orbital que se desarrolla a
partir de la segunda parte del libro, los Insomnes crean una comunidad con rasgos
que muestran la más exacerbada crueldad del capitalismo más salvaje: «sólo vale
quien produce» es un lema que rezuma economicismo y, todo hay que decirlo,
inhumanidad.
Porque, en definitiva, la disponibilidad y potencialidad de la ubicua energía Y, y
los principios Yagaístas en torno al individualismo y a las excelencias de los
contratos plantean el eje especulativo central de la novela. Tal como dice Faren
Miller en LOCUS:
Uso la metáfora de los que duermen y los que no duermen para aludir al
grupo más amplio de «los que tienen» y «los que no tienen», en un sentido
personal. Eso no va a desaparecer. Incluso aunque no hubiera algo parecido a
la riqueza heredada, o haber ido o no a la escuela, o lo que sea, siempre
existirán diferencias entre los seres humanos que «tienen» o «no tienen» en
términos de habilidades y de adaptabilidad para ir tirando por la vida. No hay
forma de retroceder y hacernos a todos igualmente brillantes, inteligentes,
bellos y con talento. Y aunque pudiéramos hacerlo, todavía seguiríamos
creciendo con diferentes historias personales y con el sentimiento de ser
distintos. No serviría.
¿Qué deben los que tienen a los que no tienen? Los dos extremos que me
interesan son: Any Rand en ATLAS SHRUGGED, por una parte, y Le Guin
en Los DESPOSEÍDOS, por la otra. La solución de Rand es que no debemos
nada a los que no tienen. La de Le Guin es que todos formamos parte de una
comunidad integrada: lo que le ocurre a uno nos ocurre a todos, y uno no
debería tener más que otro, en términos económicos. Pero ninguno de esos
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dos ejemplos resulta práctico o factible, y ninguno describe lo que veo cuando
miro más allá de la ventana. La hipótesis de Rand era que los más dotados
intelectualmente, artísticamente o en términos de hacer negocios, también
dispondrán de una moral más correcta; y que los menos dotados se sentirán
celosos e intentarán destruirles. Le Guin, por quien siento un mayor respeto
pero iguales reservas, cree que sólo con eliminar la propiedad bastaría para
que las personas vivieran juntas y en paz. Me parece que muchas de las
dificultades del mundo no giran en torno a la propiedad. Hay otro tipo de
envidias que dependen de hechos personales. Le Guin asume un mayor grado
de fe en la bondad natural humana del que yo tengo.
Creo que con esa larga cita queda clara la voluntad de la autora y la
preocupación que la mueve. Y queda claro también que el problema posiblemente no
tenga solución. La misma Kress reconoce que lo que ha hecho en este libro es pelear
unos cuantos rounds con el problema. Al igual que hace en la interesantísima
continuación MENDIGOS y OPULENTOS a cuya presentación les remito.
Resulta imprescindible una nota final terminológica. Kress pone a España como
ejemplo de país pobre en el que los mendigos callejeros incordian a los turistas
adinerados. Utiliza, simplemente, la imagen que en otros lugares se tiene de la
riqueza de España, que no es tanta como claman nuestros políticos, ni tan poca como
imagina Kress. Tal vez referirse a mendigos en los propios Estados Unidos, donde la
pobreza y la mendicidad afectan a grandes grupos sociales, no sería una buena
opción pensando en el mercado estadounidense, tan decisivo en la ciencia ficción. En
cualquier caso, no me ha parecido oportuno cambiar el título o eliminar la referencia
a España. Mal que nos pese, así es como se nos ve todavía en gran parte del mundo
desarrollado. De nosotros depende que tal imagen cambie en un futuro próximo.
La traductora, Elsa Mateo, se ha encontrado también con un dilema que creo
conveniente señalar. A partir de la tercera parte del libro, el original habla de los
«auxiliares», una clase social del futuro imaginado por Kress, una clase que suele
estar formada por los políticos y los gestores sociales. En el original inglés se utiliza
«donkey», que tiene como traducción literal «burros», pero también significa
«auxiliares», que es la opción que se ha utilizado, ya que «burros» parecía un poco
tosca. En cualquier caso, no quiero dejar de recordar el doble significado del
término elegido por Kress en inglés, ya que conlleva una evidente ironía crítica al
etiquetar como «burros» a los únicos (los políticos, precisamente) que trabajan en un
mundo repleto de «vividores».
Y nada más, tan sólo recordar que, con libros como éste, sigue aumentando mi
aprecio por las obras de ciencia ficción escritas por mujeres. Parecen ser las que con
mayor facilidad abordan temas de gran importancia social, antropológica y, en
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definitiva, política. Posiblemente los más interesantes. Tal como dice la misma Nancy
Kress:
MIQUEL BARCELÓ
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Para Marcos… otra vez
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LIBRO I
LEISHA
2008
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1
E querían estar donde estaban, o una persona que no quería y otra que sentía
rencor ante el disgusto de aquélla. El doctor Ong ya había visto situaciones
similares en otras ocasiones. Dos minutos después estuvo seguro: la mujer era la que
se resistía, con una ira muda. Iba a perder. El hombre pagaría por ello más tarde, en
pequeños detalles, durante mucho tiempo.
—Supongo que ya habrá realizado las comprobaciones de créditos necesarias —
le comentó Roger Camden en tono amable—. Así que ahora pasemos directamente a
los detalles, ¿no le parece, doctor?
—Por supuesto —repuso Ong—. ¿Por qué, para empezar, no me aclaran ustedes
las modificaciones genéticas que les interesan para el bebé?
La mujer se agitó repentinamente en la silla. Tendría poco menos de treinta años
—evidentemente era una segunda esposa— pero ya mostraba un aspecto apagado,
como si la convivencia con Roger Camden la estuviera agotando. A Ong no le
pareció raro. El pelo de la señora Camden era castaño, sus ojos marrones y su piel
tenía un matiz moreno que habría sido bonito si hubiera tenido algo de color en las
mejillas. Llevaba puesto un abrigo marrón, ni elegante ni barato, y unos zapatos que
parecían vagamente ortopédicos. Ong echó un vistazo a sus archivos para averiguar
su nombre: Elizabeth. Habría apostado a que la gente lo olvidaba con frecuencia.
Junto a ella, Roger Camden irradiaba una nerviosa vitalidad. Tendría alrededor de
cincuenta años, su cabeza en forma de bala no armonizaba con el pulcro corte de pelo
y el traje de seda italiana. Ong no tuvo que consultar su archivo para recordar quién
era Camden. Una caricatura de la cabeza en forma de bala había sido la principal
ilustración de la edición del día anterior del Wall Street Journal: Camden había
encabezado un golpe importante en la inversión del atolón de información de la
frontera opuesta. Ong no sabía con certeza qué era la inversión del atolón de
información de la frontera opuesta.
—Una niña —dijo Elizabeth Camden. A Ong no se le había ocurrido pensar que
ella hablaría primero. Su voz fue otra sorpresa: parecía corresponder a una británica
de clase alta—. Rubia. Ojos verdes. Alta. Esbelta.
Ong sonrió.
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—Los factores relacionados con el aspecto son los más fáciles de conseguir,
como sin duda ya saben. Pero lo único que podemos hacer con respecto a la esbeltez
es predisponerla genéticamente en ese sentido. Naturalmente, la forma en que usted
alimente a la criatura…
—Sí, sí —intervino Roger Camden—, eso es evidente. Ahora bien: la
inteligencia. Inteligencia elevada. Y una dosis de osadía.
—Lo lamento, señor Camden, pero los factores de la personalidad aún no están
bastante comprendidos para permitir que la genét…
—Simplemente pruebe —aclaró Camden con una sonrisa que Ong consideró
despreocupada.
Elizabeth Camden añadió:
—Habilidades musicales.
—Señora Camden, le digo lo mismo: lo único que podemos garantizar es una
disposición a la música.
—Está bien —intervino Camden—. Toda la gama de correcciones para cualquier
posible problema de salud relacionado con los genes.
—Por supuesto —respondió Ong. Ninguno de los dos clientes dijo nada. Hasta el
momento la suya era una lista bastante modesta, teniendo en cuenta el dinero de
Camden; en la mayoría de los casos había que disuadir a los clientes de ciertas
tendencias genéticas contradictorias en las que incurrían, del exceso de
modificaciones que pedían, de las expectativas irreales que se creaban. Ong esperó.
La tensión crecía en la habitación como la temperatura.
—Además —añadió Camden—, que no tenga necesidad de dormir.
Elizabeth Camden giró la cabeza y miró por la ventana.
Ong cogió un trozo de papel magnético de su escritorio. Dijo en tono cordial:
—Permítanme preguntarles cómo saben si ese programa de modificación genética
existe.
Camden sonrió.
—Usted no está negando que exista. Le atribuyo a usted todo el mérito, doctor.
Ong se contuvo.
—Permítanme preguntarles cómo saben si ese programa de modificación genética
existe.
Camden metió la mano en el bolsillo interior del traje. La seda se arrugó y se
estiró; cuerpo y traje pertenecían a clases diferentes. Según recordaba Ong, Carnden
era un yagaísta, amigo personal del propio Kenzo Yagai. Camden le entregó una
copia en limpio: especificaciones del programa.
—No se moleste en buscar el fallo de seguridad en sus bancos de datos, doctor.
No lo encontrará. Pero si le sirve de consuelo, nadie más podrá encontrarlo. —De
pronto se inclinó hacia delante. Su tono de voz cambió—-. Sé que ha creado veinte
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niños que nunca necesitan dormir, que hasta ahora diecinueve de ellos son saludables,
inteligentes y psicológicamente normales. De hecho, son mejores de lo normal; son
inusualmente precoces. El mayor tiene ya cuatro años y sabe leer en dos idiomas. Sé
que usted está pensando en comercializar esta modificación genética dentro de unos
años. Lo único que yo quiero es poder comprarla para mi hija ahora. Al precio que
usted fije.
Ong se puso de pie.
—No puedo discutir de esto con usted de forma unilateral, señor Camden. Ni el
ladrón de nuestros datos…
—Que no era un ladrón… Su sistema produjo una burbuja espontánea en una
entrada pública. Lo pasaría mal demostrando lo contrario…
—… ni la oferta de adquirir esta modificación genética particular es competencia
exclusivamente mía. Ambos temas deben ser discutidos con la junta de directores del
Instituto.
—Naturalmente, naturalmente. ¿Cuándo puedo hablar con ellos?
—¿Usted?
Camden, que seguía sentado, levantó la vista para mirarlo. A Ong se le ocurrió
pensar que había pocos hombres que pudieran parecer tan confiados cuarenta y cinco
centímetros por debajo del nivel de los ojos.
—Sin duda, me gustaría tener la posibilidad de presentar mi oferta a quien tenga
autoridad real para aceptarla. Sólo se trata de un negocio.
—No se trata únicamente de una transacción comercial, señor Camden.
—Tampoco es sólo pura investigación científica —replicó Camden—. Ésta es una
sociedad lucrativa, aunque con ciertas ventajas fiscales disponibles sólo para
empresas que cumplan con ciertas leyes de práctica honesta.
Durante un instante, Ong no supo a qué se refería Camden.
—Las leyes de práctica honesta…
—… están destinadas a proteger a las minorías que son proveedoras. Sé que
jamás se ha probado en el caso de los clientes, salvo para delimitar las instalaciones
de energía Y. Pero podría probarse, doctor Ong. Las minorías tienen derecho a la
misma oferta de productos que las no minorías. Sé que el Instituto no recibiría de
buen grado una demanda judicial, doctor. Ninguna de sus veinte familias de prueba
beta genética es negra ni judía.
—Una demanda… ¡Pero usted no es negro ni judío!
—Yo pertenezco a una minoría diferente. Polaco-americano. Mi apellido era
Kaminsky. —Finalmente, Camden se puso de pie. Mostró una cálida sonrisa—. Mire,
esto es ridículo. Usted lo sabe, y yo lo sé. Ambos sabemos el follón que organizarían
los periodistas con esto. Usted sabe que yo no quiero demandarlo por un asunto
ridículo sólo para usar la amenaza de publicidad prematura y adversa para conseguir
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lo que quiero. No quiero hacer ninguna amenaza, créame que no quiero. Sólo deseo
para mi hija este maravilloso avance que usted ha conseguido. —Su rostro adoptó
una expresión que Ong no habría creído posible que pudiera ver en esos rasgos
determinados: melancolía—. Doctor, ¿sabe cuántas cosas más habría logrado yo si no
hubiera tenido que dormir toda mi vida?
Elizabeth Camden dijo en tono áspero:
—Ahora apenas duermes.
Camden bajó la vista y la miró como si se hubiera olvidado de que ella estaba allí.
—Bueno, no, cariño, no hablo de ahora. Pero cuando era joven… la universidad,
podría haber terminado la universidad y sin embargo mantener… Bueno. Nada de eso
importa ahora. Lo que importa, doctor, es que usted, yo y su junta lleguemos a un
acuerdo.
—Señor Camden, por favor salga de mi oficina ahora mismo.
—¿Quiere decir antes de que usted pierda la paciencia por mi atrevimiento? No
sería el primero. Espero tener concertada una reunión a finales de la semana próxima,
cuando y donde usted disponga, por supuesto. Simplemente hágale saber los detalles
a mi secretaria personal, Diane Clavers. Cuando a usted le convenga.
Ong no los acompañó a la puerta. Sintió una fuerte presión en las sienes. Al llegar
a la puerta, Elizabeth Camden se volvió.
—¿Qué ocurrió con el número veinte?
—¿Qué?
—El bebé número veinte. Mi esposo dijo que diecinueve de ellos son saludables y
normales. ¿Qué ocurrió con el número veinte?
La presión se hizo más fuerte, más ardiente. Ong sabía que no debía responder;
que Camden probablemente ya conocía la respuesta aunque su esposa la ignorara;
que él, Ong, iba a responder igualmente; que más tarde lamentaría amargamente su
falta de autodominio.
—El bebé número veinte está muerto. Sus padres resultaron ser unas personas
inestables. Se separaron durante el embarazo, y la madre no soportó el llanto de
veinticuatro horas de un bebé que nunca duerme.
Elizabeth Camden abrió los ojos desorbitadamente.
—¿Ella lo mató?
—Por error —dijo Camden en tono cortante—. Sacudió al pequeño con
demasiada fuerza. —Miró a Ong con el entrecejo fruncido—. Enfermeras, médicos.
Por turnos. Usted debería haber elegido únicamente padres lo suficientemente
adinerados para permitirse tener enfermeras por turnos.
—¡Eso es horrible! —exclamó la señora Camden, y Ong no supo si se refería a la
muerte del niño, a la falta de enfermeras, o a la negligencia del Instituto. El doctor
cerró los ojos.
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Cuando se marcharon, se tomó diez miligramos de ciclobenzaprine-III. Para la
espalda, sólo era para la espalda. La antigua herida volvía a dolerle. Después se
quedó un largo rato junto a la ventana sujetando el papel magnético. Sentía cómo la
presión de las sienes se aliviaba, notaba cómo se calmaba. Más abajo, el lago
Michigan bañaba plácidamente la orilla; la noche anterior, la policía se había llevado
a los vagabundos durante otra redada, y aún no habían tenido tiempo de regresar.
Sólo quedaban sus desperdicios, desparramados entre los arbustos del parque que se
extendía por la orilla del lago: mantas hechas jirones, periódicos y bolsas de plástico
como patéticos estandartes pisoteados. Era ilegal dormir en el parque, entrar en él sin
permiso de residente, ser un vagabundo sin residencia. Mientras Ong observaba, los
cuidadores uniformados del parque empezaron a ensartar metódicamente los
periódicos y a arrojarlos en receptáculos limpios autopropulsados.
Ong cogió el teléfono para llamar al presidente de la junta de directores del
Biotech Institute.
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puntos legales de interés para ambas partes…
—Olvídese de los contratos durante un rato —lo interrumpió Camden—.
Hablemos del tema del sueño. Me gustaría hacer un par de preguntas.
—¿Qué quiere saber? —le preguntó Susan. Los ojos azules de Camden brillaron
en su rostro de rasgos definidos; él no era lo que ella había imaginado. La señora
Camden, que al parecer carecía de nombre de pila y de abogado, ya que Jaworski
había sido presentado como abogado de su esposo pero no de ella, tenía una
expresión taciturna o asustada, era difícil de adivinar.
Ong comentó en tono agrio:
—Entonces tal vez deberíamos empezar con una breve introducción de la doctora
Melling.
Susan habría preferido un intercambio de preguntas y respuestas, para saber qué
quería averiguar Camden. Pero ya había fastidiado bastante a Ong. Se levantó
obedientemente.
—Permítame comenzar con una breve descripción del sueño. Hace mucho tiempo
que los investigadores saben que existen en realidad tres clases de sueño. Uno es el
«sueño de onda lenta», que en un electroencefalograma aparece representado por las
ondas delta. Otro es el sueño REM, o «sueño del movimiento rápido de los ojos», que
es mucho más ligero y contiene la mayor parte de los sueños. Ambos conforman el
«núcleo del sueño». La tercera clase de sueño es el «sueño optativo», llamado así
porque al parecer la gente prescinde de él sin sufrir efectos secundarios, y algunas
personas que duermen poco no lo tienen en absoluto y duermen sólo tres o cuatro
horas por noche.
—Ése es mi caso —comentó Camden—. Me entrené yo solo para lograrlo. ¿No
podría hacerlo todo el mundo?
Evidentemente, después de todo, aquello iba a ser un intercambio de preguntas y
respuestas.
—No. El verdadero mecanismo del sueño tiene cierta flexibilidad, pero no se
presenta en la misma dosis para todo el mundo. Los núcleos rafe del cerebro…
—No creo que tengamos que entrar en ese nivel de detalles, Susan. Ciñámonos a
lo básico —sugirió Ong.
—Los núcleos rafe regulan el equilibrio entre los neurotransmisores y los
péptidos, que da como resultado una presión con respecto al sueño, ¿verdad? —dijo
Camden.
Susan no pudo evitarlo; sonrió. El implacable financiero penetrante como el láser
intentó parecer solemne, como un alumno de tercer grado que espera oír los elogios a
su tarea. Ong mostró una expresión amarga. La señora Camden apartó la vista y se
dedicó a mirar por la ventana.
—Sí, es correcto, señor Camden. Veo que ha investigado.
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—Se trata de mi hija —repuso él, y Susan contuvo la respiración. ¿Cuál había
sido la última vez que había oído ese tono de reverencia? No obstante nadie más
pareció reparar en ello.
—Bien, entonces —prosiguió Susan—, ya sabe que la razón por la que la gente
duerme es que la presión para dormir se acumula en el cerebro. En los veinte últimos
años, las investigaciones han demostrado que ésa es la única razón que existe. Ni el
sueño de onda lenta ni el sueño REM cumplen funciones que no puedan llevarse a
cabo mientras el organismo y el cerebro están despiertos. Muchas se cumplen durante
el sueño, pero pueden realizarse también durante la vigilia si se efectúan algunos
ajustes hormonales.
»El sueño cumplió una importante función evolutiva. Una vez creado el Clem
Pre-Mamífero llenando su estómago y salpicando su esperma, el sueño lo mantuvo
inmóvil y alejado de los depredadores. El sueño fue una ayuda para sobrevivir. Pero
ahora es un mecanismo sobrante, un vestigio, como el apéndice. Se pone en marcha
todas las noches, pero la necesidad ya no existe. Por eso anulamos la puesta en
marcha en su origen, en los genes.
Ong hizo una mueca. Detestaba que ella simplificara las cosas de esa manera. Tal
vez lo que detestaba era la despreocupación con la que exponía el tema. Si esta
presentación la hubiera hecho Marsteiner, no habría hablado del Clem Pre-Mamífero.
Camden preguntó:
—¿Y la necesidad de soñar?
—No es una necesidad. Se trata de un bombardeo sobrante de la corteza cerebral
para mantenerla en estado de semi alerta, por si un depredador ataca durante el sueño.
La vigilia lo hace mejor.
—Entonces, ¿por qué no somos insomnes desde el principio de la evolución?
La estaba probando. Susan le dedicó una amplia sonrisa; disfrutaba del descaro de
Camden.
—Ya se lo dije. Para protegernos de los depredadores. Pero cuando ataca un
depredador moderno… por ejemplo un inversionista del atolón de información… es
más seguro estar despierto.
—¿Qué me dice del elevado porcentaje de sueño REM en fetos y bebés? —
preguntó Camden en tono brusco.
—También es un resto evolutivo. El cerebro se desarrolla perfectamente bien si
él.
—¿Y de la reparación neural durante el sueño de onda lenta?
—Eso aún existe, pero puede efectuarse durante la vigilia si el ADN está
programado para hacerlo. Por lo que sabemos, no hay pérdida de eficiencia neural.
—¿Qué me dice de la liberación de enzimas del crecimiento humano en esas
enormes concentraciones durante el sueño de onda lenta?
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Susan lo observó con admiración.
—Se produce sin el sueño. Las adaptaciones genéticas la vinculan a otros
cambios de la glándula pineal.
—¿Y en cuanto a…?
—¿… los efectos secundarios? —preguntó la señora Camden. Su boca se curvó
hacia abajo—. ¿Qué me dice de los malditos efectos secundarios?
Susan se volvió hacia Elizabeth Camden. Había olvidado que estaba allí. La
mujer más joven observó a Susan.
—Me alegra que me haga esa pregunta, señora Camden. Porque existen efectos
secundarios. —Susan hizo una pausa; estaba disfrutando—. Comparados con los de
su misma edad, los niños que no duermen, aquellos a los que no se ha efectuado una
manipulación genética de su cociente intelectual, son más inteligentes, resuelven
mejor los problemas y son más dichosos.
Camden cogió un cigarrillo. El arcaico y repugnante hábito sorprendió a Susan.
Luego vio que era algo deliberado: Roger Camden llamaba la atención hacia una
ostentosa exhibición para que no se notara lo que sentía en ese momento. Su
encendedor de oro llevaba grabadas sus iniciales y tenía un aspecto inocentemente
llamativo.
—Permítame que le explique —prosiguió Susan—. El sueño REM bombardea la
corteza cerebral con disparos neurales hechos al azar desde el tronco del cerebro; la
actividad onírica se produce porque la pobre corteza asediada hace todo lo posible
por encontrar sentido a las imágenes activadas y a los recuerdos, y consume gran
cantidad de energía al hacerlo. Sin ese gasto de energía, los cerebros que no duermen
se ahorran el desgaste y logran una mejor coordinación de la energía de la vida real.
Y con ello, mayor inteligencia y capacidad de resolución de problemas.
»Además, hace sesenta años que los médicos saben que los antidepresivos, que
levantan el ánimo de los pacientes deprimidos, también suprimen totalmente el sueño
REM. Lo que han demostrado en los diez últimos años es que lo contrario es
igualmente cierto: al suprimir el sueño REM, la gente no se deprime. Los niños que
no duermen son alegres, sociables… dichosos. No hay otra palabra para describirlos.
—¿A costa de qué? —preguntó la señora Camden. Mantuvo el cuello inmóvil,
pero tenía la mandíbula tensa.
—A costa de nada. No existe ningún efecto secundario.
—Hasta ahora —replicó la señora Camden.
Susan se encogió de hombros.
—Hasta ahora.
—¡Sólo tienen cuatro años! ¡Como máximo!
Ong y Krenshaw la observaron atentamente. Susan vio que la señora Camden se
daba cuenta; se hundió en su silla, se cerró el abrigo de piel y pareció desconcertada.
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Camden no miró a su esposa. Lanzó una nube de humo de cigarrillo.
—Todo tiene un precio, doctora Melling.
A ella le gustó la forma en que pronunció su nombre.
—Normalmente, sí. Sobre todo cuando se trata de modificaciones genéticas. Pero
sinceramente no hemos podido encontrar nada aquí, a pesar de lo que hemos
investigado. —Miró a Camden a los ojos y sonrió—. ¿Es una exageración creer que
por una vez el universo nos ha dado algo totalmente bueno, algo que significa un
avance, algo totalmente beneficioso? ¿Sin ocultar ningún castigo?
—El universo, no. La inteligencia de personas como usted —la corrigió Camden;
el comentario sorprendió a Susan más que todo lo ocurrido hasta entonces. Él la
miraba fijamente a los ojos. Ella sintió que se le encogía el corazón.
—Creo —dijo el doctor Ong en tono seco— que la filosofía del universo está más
allá de las cuestiones que hoy nos preocupan. Señor Camden, si no tiene más
preguntas médicas que plantear, tal vez podríamos volver a ocuparnos de los asuntos
legales que la señora Sullivan y el señor Jaworski han planteado. Gracias, doctora
Melling.
Susan asintió. No volvió a mirar a Camden. Pero sabía lo que él decía, la
expresión que tenía, y que él estaba allí.
Su domicilio era más o menos como ella había imaginado: una casa enorme que
imitaba el estilo Tudor y se alzaba sobre el lago Michigan, al norte de Chicago. Entre
la puerta y la casa, el terreno era muy arbolado, y despejado entre la casa y las
agitadas aguas. El césped estaba salpicado de manchas de nieve. El Instituto Biotech
había estado trabajando con los Camden durante cuatro meses, pero ésta era la
primera vez que Susan iba a visitarlos.
Mientras caminaba hacia la casa, un coche se acercaba a ella. No era un coche
sino un camión, y siguió por el curvado sendero hasta una entrada de servicio que
había junto a la casa. Un hombre tocó el timbre; otro empezó a descargar de la parte
posterior del camión un parque infantil envuelto en plástico. Era blanco, con
conejitos rosados y amarillos. Susan cerró brevemente los ojos.
Abrió la puerta el propio Camden. Susan vio el esfuerzo que él hacía por
disimular su preocupación.
—No tenía por qué venir hasta aquí, Susan. ¡Yo podría haber ido a la ciudad!
—No, no quería que hiciera eso, Roger. ¿La señora Camden está en casa?
—En la sala. —Camden la condujo hasta una sala enorme en la que había una
chimenea de piedra. Muebles ingleses de campo y cuadros de perros o barcos, todos
colgados cuarenta y cinco centímetros más altos de lo normal; de la decoración
seguramente se había ocupado Elizabeth Camden. Cuando Susan entró, la señora
Camden no se movió de su sillón de orejas.
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—Seré breve y clara —anunció Susan—. No quiero que esto se prolongue más de
lo necesario. Tenemos los resultados de la amniocentesis, del ultrasonido y de las
pruebas Langston. El feto está en perfectas condiciones, muestra un desarrollo normal
para sus dos semanas y no se presentan problemas con el implante en la pared
uterina. Pero ha surgido una complicación.
—¿De qué se trata? —preguntó Camden. Cogió un cigarrillo, miró a su esposa y
volvió a guardarlo sin encender.
—Señora Camden —dijo Susan en tono sereno—, por pura casualidad, durante el
último mes sus dos ovarios produjeron óvulos. Quitamos uno para realizar la cirugía
de los genes. Y también por casualidad, el segundo fue fertilizado e implantado.
Lleva dos fetos en su vientre.
Elizabeth Camden se quedó inmóvil.
—¿Gemelos?
—No —respondió Susan. Enseguida se dio cuenta de lo que había dicho—.
Mejor dicho, sí. Son gemelos, pero no idénticos. Sólo uno ha sido genéticamente
modificado. No se parecerán más que otros dos hermanos cualesquiera. El segundo es
lo que se llama un bebé normal, y sé que ustedes no querían un bebé normal.
—No, yo no —dijo él.
—Yo sí —aclaró Elizabeth Camden.
Él le lanzó una feroz mirada que Susan no supo interpretar. Volvió a coger el
cigarrillo y lo encendió. Susan veía su rostro de perfil y notó que estaba concentrado,
pensando; dudaba de que él supiera que había sacado el cigarrillo, o que lo había
encendido.
—¿El bebé está afectado por la presencia del otro?
—No —respondió Susan—. Claro que no. Simplemente… coexisten.
—¿Es posible abortarlo?
—No sin abortar a ambos. Extirpar el feto no modificado podría originar cambios
en el revestimiento uterino que probablemente provocarían un aborto espontáneo del
otro. —Susan respiró profundamente—. Existe esa posibilidad, por supuesto.
Podemos comenzar todo el proceso nuevamente. Pero como les dije en su momento,
fueron muy afortunados de que la fertilización in vitro pudiera efectuarse al segundo
intento. Algunas parejas deben hacer ocho o diez intentos. Si empezáramos todo de
nuevo, el proceso podría hacerse muy largo.
—¿La presencia del segundo feto está perjudicando a mi hija? ¿Quitándole
alimento, o algo así? ¿Cambiará algo para ella en los meses posteriores del
embarazo?
—No. Salvo que existe la posibilidad de un parto prematuro. Dos fetos ocupan
muchísimo más lugar en el útero, y si falta espacio, el alumbramiento puede ser
prematuro. Pero el…
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—¿Hasta qué punto prematuro? ¿Hasta el punto de amenazar su supervivencia?
—Lo más probable es que no.
Camden siguió fumando. En la puerta apareció un hombre.
—Señor, una llamada de Londres. James Kendall, para el señor Yagai.
—Yo lo atenderé. —Camden se puso de pie. Susan lo vio estudiar el rostro de su
esposa—. De acuerdo, Elizabeth. De acuerdo —dijo por fin y salió.
Las dos mujeres permanecieron en silencio durante un largo rato. Susan advirtió
la decepción; éste no era el Camden que ella esperaba ver. Elizabeth Camden la
observaba con expresión divertida.
—Oh, sí, doctora. Él es así.
Susan no dijo nada.
—Absolutamente autoritario. Aunque no esta vez. —Lanzó una suave risita de
excitación—. Dos. ¿Sabe… sabe de qué sexo es el otro?
—Ambos fetos son de sexo femenino.
—Yo quería una nena, ya sabe. Ahora la tendré.
—Entonces seguirá adelante con el embarazo.
—Oh, sí. Gracias por venir, doctora.
Debía retirarse. Nadie la vio salir. Pero cuando estaba subiendo a su coche,
Camden salió corriendo de la casa, sin abrigo.
—¡Susan! Quería darle las gracias. Por venir hasta aquí y decírnoslo
personalmente.
—Ya me dio las gracias.
—Sí. Bueno, ¿está segura de que el segundo feto no supone una amenaza para mi
hija?
—Y el feto genéticamente modificado tampoco supone una amenaza para el que
fue concebido naturalmente —respondió Susan deliberadamente.
Camden sonrió y dijo en voz baja y melancólica:
—Usted piensa que eso debería preocuparme en la misma medida. Pero no es así.
¿Por qué habría de disimular lo que siento, sobre todo con usted?
Susan abrió la puerta del coche. No estaba preparada para esto, o había cambiado
de idea, o algo así. Pero entonces Camden se inclinó para cerrar la puerta y su actitud
no mostró el menor coqueteo, la más mínima zalamería.
—Será mejor que encargue un segundo parque.
—Sí.
—Y un segundo asiento para el coche.
—Sí.
—Pero no una segunda niñera para la noche.
—Eso depende de usted.
—Y de usted. —Se inclinó bruscamente y la besó; fue un beso tan cortés y
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respetuoso que Susan se quedó aturdida. La lascivia y la actitud conquistadora no la
habrían conmovido, pero esto sí. Camden no le dio la posibilidad de reaccionar; cerró
la puerta del coche y se volvió en dirección a la casa. Susan condujo hasta la puerta;
las manos le temblaban sobre el volante hasta que la diversión reemplazó a la
conmoción: había sido un beso deliberadamente distante y respetuoso, un enigma
elaborado. Nada habría garantizado tan bien que existiría otro.
Se preguntó qué nombres pondrían los Camden a sus hijas.
El doctor Ong avanzó dando grandes zancadas por el pasillo del hospital, que se
encontraba en penumbras. De la enfermería de la Maternidad salió una enfermera que
parecía decidida a impedirle el paso —era de noche y el horario de visitas ya había
terminado—, lo miró a la cara y volvió a desaparecer en la enfermería. Al girar en la
esquina vio el cristal que daba a la sala de los recién nacidos. Ong vio con fastidio
que Susan Melling tenía la cara apretada contra el cristal. Su fastidio aumentó al ver
que ella lloraba.
Ong se dio cuenta de que aquella mujer nunca le había gustado. Tal vez no le
gustaba ninguna mujer. Ni siquiera las que poseían una mente superior podían evitar
el ridículo a que las sometían sus emociones.
—Mire —dijo Susan riendo débilmente y secándose el rostro—. Doctor, mire.
Detrás del cristal, Roger Camden, con bata y máscara, sostenía en brazos a un
bebé con una camiseta blanca y envuelto en una manta rosada. A Camden le brillaron
los ojos, unos ojos teatralmente azules: realmente, un hombre no podía tener unos
ojos tan llamativos. El bebé tenía la cabeza cubierta de pelusa rubia, ojos enormes y
piel rosada. Por encima de la máscara, los ojos de Camden decían que ninguna otra
criatura había tenido jamás aquellos atributos.
—¿Un parto sin complicaciones? —preguntó Ong.
—Sí —respondió Susan Melling sollozando—. Absolutamente fácil. Elizabeth
está muy bien. Ahora duerme. ¿No es fantástica? Él tiene el espíritu más aventurero
que conozco. —Se secó la nariz en la manga; Ong se dio cuenta de que estaba
borracha—. ¿Alguna vez le conté que estuve prometida? Hace quince años, cuando
estaba en la facultad de medicina. Rompí el compromiso porque él resultó un hombre
corriente, muy aburrido. Oh, Dios, no tendría que estar contándole todo esto. Lo
siento. Lo siento.
Ong se apartó de ella. Detrás del cristal, Roger Camden dejó al bebé en la
pequeña cuna con ruedas. En la placa destinada al nombre se leía: BEBÉ CAMDEN
Nº 1. 2,676 KG. La enfermera de la noche lo observaba con expresión indulgente.
Ong no esperó a que Camden saliera de la sala de los bebés, ni que Susan Melling
le dijera lo que iba a decirle. Fue a informar a la junta. Dadas las circunstancias, el
informe de Melling no era fiable. Era una posibilidad perfecta y sin precedentes para
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registrar cualquier detalle de modificación genética con un control no modificado,
pero Melling estaba más interesada en sus propias emociones sensibleras.
Evidentemente, Ong tendría que ocuparse de redactar el informe, después de hablar
con la junta. Estaba ansioso por conocer todos los detalles. Y no sólo con respecto al
bebé de mejillas rosadas que Camden tenía en brazos. También quería conocer todos
los detalles del nacimiento de la criatura que se encontraba en la otra cuna: BEBÉ
CAMDEN Nº 2. 2,313 KG. El bebé de pelo oscuro y facciones rojas y manchadas,
acurrucado en su manta rosada, dormía.
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l primer recuerdo de Leisha eran las líneas sueltas que no estaban. Sabía que
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canciones, escribir todas las letras del abecedario y contar hasta cincuenta. Cuando
terminaba las lecciones, volvía a aparecer la luz, y era la hora del desayuno.
La hora del desayuno era el único momento que a Leisha no le gustaba. Papá
tenía que ir a la oficina y Leisha y Alice desayunaban con mamá en el comedor
grande. Mamá llevaba puesta su bata roja, que a Leisha le gustaba, y no tenía olor
raro ni decía cosas raras como durante el día; sin embargo el desayuno no era
divertido. Mamá siempre empezaba con La Pregunta.
—Alice, cariño, ¿cómo has dormido?
—Muy bien, mami.
—¿Tuviste sueños bonitos?
Durante mucho tiempo Alice respondió que no. Pero un día dijo: «Soñé con un
caballo. Yo lo montaba», y mamá aplaudió, besó a Alice y le dio un panecillo extra.
Después de aquella vez, Alice siempre tenía un sueño que contarle a mamá.
Una vez Leisha dijo:
—Yo también tuve un sueño. Soñé que la luz entraba por la ventana y me
envolvía como una manta y después me besaba los ojos.
Mamá apoyó la taza de café con tanta fuerza que el café se derramó.
—No me mientas, Leisha. No tuviste ningún sueño.
—Sí, lo tuve —insistió Leisha.
—Sólo los niños que duermen pueden tener sueños. No me mientas. No tuviste
un sueño.
—¡Sí, lo tuve! ¡Lo tuve! —gritó Leisha. Casi podía verlo: la luz que entraba a
raudales por la ventana y la envolvía como una manta dorada.
—¡No tolero a las criaturas mentirosas! ¿Me oyes, Leisha? ¡No las tolero!
—¡Tú eres la mentirosa! —gritó Leisha; sabía que aquello no era verdad y se odió
porque no lo era, pero odió más aún a mamá, y eso también estaba mal; Alice se
quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, estaba asustada y era culpa de ella.
Mamá gritó en tono áspero:
—¡Nanny! ¡Nanny! Llévese a Leisha a su habitación ahora mismo. Si no puede
dejar de decir mentiras, no puede estar con la gente civilizada.
Leisha se echó a llorar. Nanny se la llevó. Leisha ni siquiera había tomado el
desayuno, pero eso no le importó; lo único que veía mientras lloraba eran los ojos de
Alice, asustados, que reflejaban fragmentos de luz.
Leisha no lloró demasiado. Nanny le leyó un cuento y luego jugó con ella al Data
Jump, y luego apareció Alice, y Nanny las llevó a ambas a Chicago a visitar el zoo,
donde se podían ver animales maravillosos, animales con los que Leisha no podía
haber soñado… y Alice tampoco. Cuando regresaron mamá ya se había ido a su
habitación y Leisha sabía que se quedaría allí con sus vasos de bebida de olor raro
durante el resto del día, y ella no tendría que verla.
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Pero esa noche fue hasta la habitación de su madre.
—Tengo que ir al lavabo —le dijo a Mamselle.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó ella, tal vez porque Alice todavía necesitaba
que la ayudaran en el lavabo. Pero Leisha no, y le dio las gracias a Mamselle. Luego
se sentó en el váter durante un minuto aunque no le salió nada, sólo para que lo que le
había dicho a Mamselle no fuera mentira.
Leisha caminó de puntillas por el pasillo. Primero entró en el dormitorio de Alice.
En el enchufe de la pared, cerca de la cuna, había una pequeña luz encendida. En la
habitación de Leisha no había cuna. Leisha miró a su hermana a través de los
barrotes. Alice estaba tendida de costado, con los ojos cerrados. Los párpados se le
movían a toda velocidad, como cortinas agitadas por el viento. La barbilla y el cuello
de Alice parecían flácidos.
Leisha cerró la puerta con cuidado y fue al dormitorio de sus padres.
Ellos no dormían en una cuna, sino en una cama enorme, con espacio suficiente
entre ambos para acomodar a más personas. A mamá no se le movían los párpados;
estaba tendida de espaldas y la nariz le hacía un ruido ronco. El olor raro era fuerte.
Leisha retrocedió y se acercó de puntillas a donde estaba papá. Él tenía el mismo
aspecto que Alice, sólo que su cuello y su barbilla parecían aún más flojos, los
pliegues de piel le caían como la tienda que se había derrumbado en el patio de atrás.
Leisha se asustó al verlo así. Entonces papá abrió los ojos tan repentinamente que
Leisha gritó.
Papá bajó de la cama y la cogió en brazos; enseguida miró a mamá, pero ella no
se movió. Papá sólo llevaba puestos los calzoncillos. Llevó a Leisha al pasillo y
Mamselle apareció corriendo y dijo:
—Oh, señor, lo siento, ella me dijo que iba al lavabo…
—Está bien —dijo papá—. La llevaré conmigo.
—¡No! —gritó Leisha, porque papá sólo llevaba puestos los calzoncillos y su
cuello le había parecido tan raro y el dormitorio olía mal por mamá. Pero papá la
llevó al invernadero, la sentó en un banco, se envolvió en un trozo de plástico verde
que usaba para tapar las plantas y se sentó junto a ella.
—Veamos, Leisha, ¿qué ha ocurrido? ¿Qué estabas haciendo?
Leisha no respondió.
—Estabas mirando cómo dormíamos, ¿verdad? —preguntó papá.
Como su tono de voz fue más suave, Leisha murmuró:
—Sí. —Y enseguida se sintió mejor; hacía bien no mentir.
—Estabas mirando cómo dormíamos porque tú no duermes y sentías curiosidad,
¿no es así? Como el Curioso George de tu libro.
—Sí —repitió Leisha—. ¡Pensé que habías dicho que hacías dinero en tu estudio
toda la noche!
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Papá sonrió.
—Toda la noche no. Parte de la noche. Después duermo, aunque no demasiado.
—Acomodó a Leisha en sus rodillas—. No necesito dormir mucho, por eso de noche
hago muchas más cosas que la mayoría de la gente. Las personas diferentes necesitan
diferentes horas de sueño. Y algunas, muy pocas, son como tú. Tú no necesitas nada
de sueño.
—¿Por qué no?
—Porque eres especial. Mejor que otras personas. Antes de que nacieras, hice que
unos médicos me ayudaran a hacerte así.
—¿Por qué?
—Para que tú pudieras hacer lo que quisieras y manifestaras tu individualidad.
Leisha se agitó entre los brazos de papá para mirarlo; aquellas palabras no
significaban nada. Papá se estiró y tocó una flor que crecía solitaria en un árbol alto
plantado en un tiesto. La flor tenía pétalos blancos como la crema que él ponía en el
café, y el centro era de color rosa claro.
—Mira, Leisha. Este árbol creó esta flor. Porque puede. Sólo este árbol puede
hacer esta clase de flor maravillosa. Esa planta que cuelga allí no puede, y aquéllas
tampoco. Sólo este árbol puede hacerlo. Por eso, lo más importante que este árbol
puede hacer en el mundo es desarrollar esta flor. La flor es la individualidad del árbol,
que significa eso y nada más, puesta de manifiesto. No importa nada más.
—No lo entiendo, papi.
—Algún día lo entenderás.
—Pero yo quiero entenderlo ahora —protestó Leisha y papá se rió de puro deleite
y la abrazó. El abrazo le hizo bien, pero Leisha aún sentía deseos de entenderlo.
—Cuando haces dinero, ¿eso es tu indiv… esa cosa?
—Sí —respondió papá encantado.
—¿Entonces nadie más puede hacer dinero? ¿Como sólo ese árbol puede hacer
esa flor?
—Nadie más puede hacerlo del modo en que yo lo hago.
—¿Qué haces con el dinero?
—Compro cosas para ti. Esta casa, tus vestidos, las clases de Mamselle, el coche
para pasear…
—¿Qué hace el árbol con la flor?
—Se enorgullece de ella —dijo papá, y la frase no tenía sentido—. Lo que cuenta
es la excelencia, Leisha. La excelencia sustentada por el esfuerzo individual. Eso es
lo único que importa.
—Tengo frío, papi.
—Entonces será mejor que te lleve con Mamselle.
Leisha no se movió. Tocó la flor con un dedo.
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—Quiero dormir, papi.
—No, tú no duermes, cariño. Dormir es perder el tiempo, desperdiciar la vida. Es
una pequeña muerte.
—Alice duerme.
—Alice no es como tú.
—¿Alice no es especial?
—No. Tú eres especial.
—¿Por qué no la hiciste especial a Alice también?
—Alice se hizo sola. No tuve oportunidad de hacerla especial.
Aquello era muy complicado. Leisha dejó de acariciar la flor y se bajó de las
rodillas de papá. Él le sonrió.
—Mi pequeña preguntona. Cuando crezcas, encontrarás tu propia excelencia, y
será algo nuevo, una cosa especial que el mundo nunca habrá visto. Incluso podrías
ser como Kenzo Yagai. Él creó el generador Yagai que impulsa el mundo.
—Papi, estás divertido así envuelto con el plástico de las flores. —Leisha se echó
a reír. Papá también rió; pero entonces ella dijo—: Cuando yo crezca, con mi cosa
especial encontraré una forma de hacer que Alice también sea especial. —Papá dejó
de reír.
La llevó junto a Mamselle, que le enseñó a escribir su nombre; le pareció tan
excitante que se olvidó de la desconcertante conversación que había tenido con papá.
Había seis letras, todas diferentes, y juntas formaban su nombre. Leisha lo escribió
una y otra vez, riendo, y Mamselle también rió. Pero más tarde, por la mañana,
Leisha volvió a pensar en su conversación con papá. Pensó en ella una y otra vez,
haciendo girar las palabras desconocidas una y otra vez en su mente como si fueran
canicas; pero la parte en la que más pensaba no era una palabra. Era la expresión
ceñuda que papá había puesto cuando ella le dijo que usaría su cosa especial para
hacer que Alice también fuera especial.
Todas las semanas la doctora Melling iba a ver a Leisha y a Alice, a veces sola, a
veces con otras personas. A las dos les gustaba la doctora Melling, que se reía mucho
y tenía los ojos brillantes y cálidos. Muchas veces papá también estaba presente. La
doctora Melling jugaba con ellas, primero con Alice y con Leisha por separado, y
luego con ambas al mismo tiempo. Les hacía fotos y las pesaba. Las hacía acostarse
sobre una mesa y les adhería cositas de metal a las sienes, que parecía algo horrible
pero no lo era porque había muchos aparatos para mirar, y todos hacían ruidos
interesantes mientras ellas estaban allí tendidas. La doctora Melling era tan buena
como papá para responder preguntas. Una vez Leisha preguntó:
—¿La doctora Melling es una persona especial? ¿Como Kenzo Yagai?
Papá se echó a reír, miró a la doctora Melling y dijo:
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—Oh, sí, ya lo creo.
Cuando Leisha cumplió cinco años, ella y Alice empezaron a ir a la escuela. El
chófer de papá las llevaba todos los días a Chicago. Estaban en diferentes aulas, y eso
decepcionó a Leisha. Los chicos del aula de Leisha eran mayores. Pero desde el
primer día a ella le encantó la escuela, con su fascinante equipo científico y sus
cajones electrónicos llenos de enigmas matemáticos, y otros chicos con los que
encontrar países en el mapa. Al cabo de medio año había sido trasladada a otra aula
en la que los chicos eran aún mayores, pero sin embargo eran encantadores con ella.
Leisha empezó a aprender japonés. Le encantaba dibujar los bellos caracteres sobre el
grueso papel blanco.
—La Sauley School fue una buena elección —comentó papá.
Pero a Alice no le gustaba esa escuela. Ella quería ir a la escuela con el mismo
autobús amarillo que la hija de Cook. En la Sauley School lloraba y tiraba sus
pinturas al suelo. Entonces mamá salió de su habitación —Leisha llevaba algunas
semanas sin verla, aunque sabía que Alice la veía— y tiró al suelo unos candelabros
que había con la repisa de la chimenea. Eran de porcelana y se rompieron. Leisha
corrió a recoger los trozos mientras mamá y papá se gritaban en el pasillo, junto a la
enorme escalera.
—¡También es hija mía! ¡Y yo digo que puede ir!
—¡No tienes derecho a decir nada sobre eso! Borracha llorona, el modelo más
lamentable para ellas dos… ¡y yo pensaba que tenía a mi lado a una fantástica
aristócrata inglesa!
—¡Tienes aquello por lo que pagas! ¡Nada! ¡Tú nunca has necesitado algo de mí
o de otra persona!
—¡Basta! —gritó Leisha—. ¡Basta! —Se produjo un gran silencio. Leisha se
cortó los dedos con la porcelana; la sangre cayó sobre la alfombra. Papá corrió hacia
ella y la cogió en brazos—. Basta —repitió Leisha entre sollozos.
No comprendió cuando papá dijo en tono sereno:
—Calla, Leisha. Nada de lo que los demás hagan debería afectarte. Al menos
tienes que ser fuerte para eso.
Leisha hundió la cabeza en el hombro de papá. Matricularon a Alice en la Carl
Sandburg Elementary School y viajaba en el autobús amarillo de la escuela con la
hija de Cook.
Algunas semanas más tarde, papá les dijo que mamá se iba a ir al hospital para
dejar de beber tanto. Cuando saliera, dijo, se iría a vivir a otro sitio por un tiempo.
Ella y papá no eran felices. Leisha y Alice se quedarían con papá y visitarían a mamá
de vez en cuando. Les dijo todo esto con mucho cuidado, encontrando las palabras
adecuadas para decir la verdad. La verdad era muy importante, Leisha ya lo sabía. La
verdad era ser fiel a uno mismo, a su cosa especial. A su individualidad. El individuo
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respetaba los hechos, y por eso siempre decía la verdad.
Mamá —papá no lo dijo pero Leisha lo sabía— no respetaba los hechos.
—No quiero que mamá se vaya —dijo Alice. Se echó a llorar. Leisha pensó que
papá levantaría a Alice en brazos, pero no lo hizo. Se quedó quieto, mirándolas.
Leisha le puso un brazo en el hombro a Alice.
—Está bien, Alice. ¡Está bien! ¡Nosotras haremos que todo esté bien! ¡Yo jugaré
contigo todo el tiempo, mientras no estemos en la escuela, para que no eches de
menos a mami!
Alice se abrazó a Leisha. Leisha le hizo girar la cabeza para que no tuviera que
ver la cara de papá.
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enzo Yagai viajaría a Estados Unidos para dar una conferencia. El título de la
K charla, que ofrecería en Nueva York, Los Ángeles y Chicago, además de una
repetición en Washington como una intervención especial ante el Congreso,
era: «Las nuevas implicaciones políticas de la energía barata.» Después de la
conferencia de Chicago, Leisha Camden, de once años, iba a tener una recepción
privada concertada por su padre.
Había estudiado la teoría de la fusión fría en la escuela, y su profesora de estudios
globales había rastreado los cambios producidos en el mundo por las aplicaciones de
bajo costo patentadas por Yagai de lo que, hasta ese momento, había sido una teoría
impracticable: la creciente prosperidad del Tercer Mundo; las angustias de los
antiguos sistemas comunistas; el declive de los estados petrolíferos; el renovado
poder económico de Estados Unidos. Su grupo de estudio había escrito un guión de
noticias, filmado con el equipo profesional de la escuela, acerca de cómo una familia
norteamericana en 1985 vivía con elevados costes de energía y la confianza en la
ayuda sustentada en los impuestos, mientras que una familia en 2019 vivía con
energía barata y la confianza en el contrato como la base de la civilización. Algunas
partes de su propia investigación desconcertaban a Leisha.
—Japón considera que Kenzo Yagai fue un traidor a su propio país —le dijo a su
padre durante la cena.
—No —la corrigió Camden—. Algunos japoneses piensan eso. Cuidado con las
generalizaciones, Leisha. Yagai patentó y obtuvo la licencia de la energía Y en
Estados Unidos porque aquí al menos quedaba el rescoldo de la empresa individual.
Gracias a su invención, nuestro país ha regresado lentamente a una meritocracia
individual, y Japón se vio obligado a seguirlo.
—Tu padre siempre tuvo esa convicción —comentó Susan—. Come los
guisantes, Leisha. —Leisha comió los guisantes. Hacía menos de un año que Susan y
papá se habían casado; todavía parecía un poco raro tenerla a ella en casa. Pero era
agradable. Papá decía que Susan era un valioso agregado al hogar: inteligente,
motivada y alegre. A Leisha le caía bien.
—Recuerda, Leisha —señaló Camden—, un hombre valioso para la sociedad y
para sí mismo no confía en lo que cree que los demás deberían hacer, ser o sentir,
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sino en sí mismo. En lo que él puede hacer realmente, y hacerlo bien. La gente
comparte lo que hace bien, y todo el mundo se beneficia de ello. La herramienta
básica de la civilización es el contrato. Los contratos son voluntarios y mutuamente
beneficiosos. Opuestos a la coerción, que es negativa.
—Los fuertes no tienen derecho a quitar nada por la fuerza a los débiles —
intervino Susan—. Alice, come tú también los guisantes, cariño.
—Ni los débiles a quitar nada por la fuerza a los fuertes —puntualizó Camden—.
Ésa es la base de lo que le oirás decir a Kenzo Yagai esta noche, Leisha.
—No me gustan los guisantes —dijo Alice.
—A tu cuerpo sí. Son buenos para ti —repuso Camden.
Alice sonrió. Leisha sintió que se le alegraba el corazón; Alice ya no sonreía
mucho a la hora de la cena.
—Mi cuerpo no tiene un contrato con los guisantes.
Camden se mostró impaciente.
—Sí, lo tiene. Tu cuerpo se beneficia con ellos. Come.
La sonrisa de Alice se desvaneció. Leisha clavó la vista en el plato. De pronto
encontró la solución.
—No, papi, verás… ¡El cuerpo de Alice se beneficia, pero los guisantes no! ¡No
se trata de una consideración mutuamente beneficiosa, de modo que no hay contrato!
¡Alice tiene razón!
Camden soltó una sonora carcajada y le dijo a Susan:
—Once años… once. —Incluso Alice sonrió, y Leisha blandió la cuchara con aire
triunfal, mientras el brillo del plato y del cubierto de plata se reflejaba en la pared
opuesta.
Pero Alice no quería ir a escuchar a Kenzo Yagai. Iría a dormir a casa de su amiga
Julie; las dos se iban a rizar el pelo. Lo más sorprendente fue que Susan tampoco iría.
A Leisha le pareció que Susan y papá cruzaban una extraña mirada en la puerta
principal, pero Leisha estaba demasiado excitada para pensar en eso. Iría a escuchar a
Kenzo Yagai.
Yagai era un hombre menudo, moreno y delgado. A Leisha le gustó su acento.
También le gustó algo de él que le llevó algún tiempo describir.
—Papi —susurró en la oscuridad del auditórium—, él es un hombre alegre.
Papá la abrazó en la oscuridad.
Yagai habló de espiritualidad y de economía.
—La espiritualidad de un hombre, que es sólo su dignidad en tanto hombre,
reside en sus propios esfuerzos. La dignidad y el valor no se obtienen
automáticamente mediante un origen aristocrático. Para ver que es así, sólo tenemos
que analizar la historia. La dignidad y el valor no se obtienen automáticamente como
una riqueza heredada. Un gran heredero puede ser un ladrón, un golfo, una persona
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cruel, un explotador, una persona que deja el mundo más pobre de lo que lo encontró.
La dignidad y el valor no se obtienen automáticamente con la existencia misma. Un
asesino existe, pero su valor es negativo para su sociedad y no posee dignidad en su
lascivia asesina.
»No, la única dignidad, la única espiritualidad, reside en lo que un hombre puede
lograr con su propio esfuerzo. Arrebatarle a un hombre la posibilidad de alcanzar su
objetivo, y de intercambiar con otros lo que consigue, es arrebatarle su dignidad
espiritual como hombre. Es por eso que el comunismo fracasó en nuestros tiempos.
Cualquier coerción, cualquier fuerza ejercida para privar a un hombre de sus propios
esfuerzos por alcanzar su objetivo, provoca un daño espiritual y debilita a la sociedad.
Reclutamiento, robo, fraude, violencia, bienestar, falta de representación legislativa…
todo le quita al hombre la posibilidad de elegir, de conseguir su objetivo, de
intercambiar los resultados de sus logros con los demás. La coerción es una trampa.
No produce nada nuevo. Sólo la libertad… la libertad de alcanzar el propio objetivo,
de intercambiar libremente los resultados de esos logros, crea el entorno adecuado
para la dignidad y la espiritualidad del hombre.
Leisha aplaudió con tanta fuerza que le dolieron las manos.
Mientras se acercaba con su padre a los bastidores sintió que le resultaba difícil
respirar. ¡Kenzo Yagai! Pero entre bastidores había más gente de la que había
imaginado. Y cámaras por todas partes. Papá dijo:
—Señor Yagai, permítame presentarle a mi hija Leisha. —Las cámaras enseguida
la enfocaron. Un japonés susurró algo al oído de Kenzo Yagai, que miró a Leisha más
atentamente.
—Ah, sí.
—Mira hacia aquí, Leisha —dijo alguien, y ella lo hizo. Una cámara robot enfocó
su cara tan de cerca que Leisha retrocedió, asustada. Papá le habló en tono brusco a
alguien, y luego a alguien más. Las cámaras no se movieron. De pronto una mujer se
arrodilló delante de Leisha y le puso delante un micrófono.
—¿Qué se siente cuando no se duerme nunca, Leisha?
—¿Qué?
Alguien se echó a reír. No fue una risa amable.
—Educar genios…
Leisha sintió una mano sobre su hombro. Kenzo Yagai la cogió con firmeza y la
apartó de las cámaras. De inmediato, como por arte de magia, una fila de japoneses se
formó detrás de Yagai y los hombres se separaron sólo para dejar pasar a papá. Detrás
de esa fila, los tres entraron en un camarín, y Kenzo Yagai cerró la puerta.
—No debes permitir que te molesten, Leisha —dijo con su hermoso acento—.
Nunca. Hay un viejo proverbio asiático que dice: «Los perros ladran, pero la caravana
avanza.» Nunca debes permitir que tu caravana individual se vea retrasada por el
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ladrido de perros burdos y envidiosos.
—No lo permitiré —respondió Leisha, sin saber con certeza qué significaban
realmente aquellas palabras, pero convencida de que más tarde tendría tiempo para
descifrarlas, de hablar de ellas con papá. En ese momento estaba deslumbrada por
Kenzo Yagai, en persona, el que estaba cambiando el mundo sin coerción, sin armas,
intercambiando sus esfuerzos individuales especiales—. En la escuela estudiamos su
filosofía, señor Yagai.
Kenzo Yagai miró a papá y éste aclaró:
—Es una escuela privada. Pero la hermana de Leisha también la estudia, aunque
superficialmente, en la escuela pública. Poco a poco, Kenzo, pero todo llega. Todo
llega. —Leisha notó que no explicaba por qué Alice no estaba con ellos esa noche.
Al regresar a casa, Leisha se quedó sentada en su habitación varias horas
seguidas, pensando en todo lo que había sucedido. A la mañana siguiente, cuando
Alice volvió de casa de Julie, Leisha corrió a su lado. Pero Alice parecía enfadada por
algo.
—Alice, ¿qué ocurre?
—¿No te parece que ya tengo suficiente con soportar la escuela? —gritó Alice—.
¡Todo el mundo lo sabe, pero al menos mientras estabas callada no importaba
demasiado! ¡Habían dejado de atormentarme! ¿Por qué tuviste que hacerlo?
—¿Hacer qué? —preguntó Leisha, desconcertada.
Alice le arrojó un ejemplar del periódico matutino, impreso en un papel más fino
del que utilizaba el sistema Camden. El periódico cayó a los pies de Leisha. Ésta
observó su propia imagen, a tres columnas, junto a Kenzo Yagai. El titular rezaba:
«Yagai y el futuro: ¿Hay lugar para los demás? El inventor de la Energía Y conversa
con la hija que no duerme del megafinanciero Roger Camden.»
Alice pateó el periódico.
—Anoche también aparecisteis en televisión. En televisión. ¡Hice todo lo posible
por no parecer presumida ni horrible, y tú vas y haces esto! ¡Ahora Julie seguramente
no me invitará a dormir a su casa la semana que viene! —Subió la escalera corriendo
hasta su habitación.
Leisha bajó la vista y miró el periódico. En su mente retumbó la voz de Kenzo
Yagai: Los perros ladran pero la caravana avanza. Miró la escalera desierta y dijo en
voz alta:
—Alice, te queda muy bonito el pelo así rizado.
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uiero conocer a los demás —pidió Leisha—. ¿Por qué me los has ocultado
—Q hasta ahora?
—No te los oculté en lo más mínimo —repuso Camden—. No ofrecer no
es lo mismo que negar. ¿Por qué no ibas a ser tú la que lo pidiera? Ahora eres tú la
que lo quiere.
Leisha lo observó. Ya tenía quince años y cursaba el último año en la Sauley
School.
—¿Por qué no me lo ofreciste?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—No sé —respondió Leisha—. Pero me diste todo lo demás.
—Incluida la libertad de pedir lo que quieras.
Leisha buscó la contradicción, y la encontró.
—La mayor parte de las cosas que incluiste en mi educación no te las pedí,
porque no sabía lo suficiente para pedir, y tú como adulto sí. Pero nunca me ofreciste
la oportunidad de conocer a los otros mutantes insomnes…
—No uses esa palabra —dijo Camden en tono cortante.
—… así que pensabas que no era esencial para mi educación, o de lo contrario
tenías algún otro motivo para no querer que los conociera.
—Te equivocas —puntualizó Carnden—. Existe una tercera posibilidad. Que creo
que conocerlos es esencial para tu educación, que quiero que los conozcas; pero este
tema facilitó la posibilidad de fomentar la educación de tu iniciativa propia esperando
que tú preguntaras.
—Está bien —dijo Leisha en tono desafiante; últimamente parecía que ambos
mostraban una actitud desafiante sin ningún motivo. Leisha enderezó los hombros.
Sus incipientes pechos se hicieron más visibles—. Ahora te lo estoy preguntando.
¿Cuántos Insomnes existen, quiénes son y dónde están?
Camden replicó:
—Si vas a usar ese término, los «Insomnes»… Ya has leído algunas cosas por tu
cuenta. Así que probablemente sabrás que hasta ahora hay mil ochenta y dos personas
como tú en Estados Unidos, algunos más en el extranjero, la mayoría en zonas
metropolitanas importantes. Setenta y nueve están en Chicago, la mayoría todavía son
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niños pequeños. Sólo hay diecinueve mayores que tú.
Leisha no negó haber leído algo de eso. Camden se inclinó hacia adelante en la
silla de su estudio para observarla. Leisha se preguntó si su padre no necesitaría
gafas. Ahora tenía el pelo totalmente gris, escaso y duro como las solitarias pajas de
una escoba. El Wall Street Joumal lo mencionaba entre los cien hombres más ricos de
Estados Unidos; Women's Wear Daily señalaba que era el único multimillonario del
país que no frecuentaba las fiestas internacionales de sociedad, los bailes de caridad y
las secretarías sociales. Su avión particular lo llevaba a reuniones de negocios en el
mundo entero, a la presidencia del Yagai Economics Institute y a pocos lugares más.
Con el correr de los años se había vuelto más rico, más aislado y más cerebral. Leisha
sintió un repentino afecto por él.
Se dejó caer de costado en un sillón de cuero, con las piernas largas y delgadas
colgando del brazo. Se rascó distraídamente una picadura de mosquito que tenía en el
muslo.
—Bien, entonces me gustaría conocer a Richard Keller. —Él vivía en Chicago y
era el Insomne de prueba beta más cercano a ella en edad. Tenía diecisiete años.
—¿Por qué me lo pides a mí? ¿Por qué no vas, sencillamente? Leisha creyó
advertir cierta impaciencia en su voz. A Camden le gustaba que ella explorara las
cosas primero, y que luego le informara. Ambas cosas eran importantes.
Leisha se echó a reír.
—¿Sabes una cosa, papi? Eres previsible.
Camden también se rió. En ese momento entró Susan.
—Te aseguro que no lo es. Roger, ¿qué ocurre con esa reunión del jueves en
Buenos Aires? ¿Sigue en pie o no? —Como él no respondió, ella volvió a preguntar
con voz chillona—: ¿Roger? ¡Te estoy hablando!
Leisha apartó la mirada. Dos años antes, Susan había abandonado definitivamente
la investigación genética para organizar el hogar y la agenda de Camden; antes había
intentado por todos los medios ocuparse de ambas cosas. A Leisha le parecía que
Susan había cambiado desde que había abandonado Biotech. Su voz sonaba más
tensa. Insistía más que antes en que Cook y el jardinero siguieran sus instrucciones al
pie de la letra, sin desviarse. Sus trenzas rubias se habían convertido en rígidas y
esculpidas ondas de platino.
—Sigue en pie —respondió Roger.
—Bien, gracias por contestar, al menos. ¿Voy yo?
—Si quieres…
—Quiero.
Susan salió de la habitación. Leisha se levantó y se estiró. Se puso de puntillas.
Era agradable estirarse, sentir la luz del sol que entraba por los enormes ventanales y
bañaba su rostro. Le sonrió a su padre y lo sorprendió mirándola con una expresión
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extraña.
—Leisha…
—¿Sí?
—Ve a ver a Keller, pero ten cuidado.
—¿De qué?
Camden no respondió.
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—¿Te interesan los modelos Gea? ¿El medio ambiente?
—Bueno, no —confesó Leisha—. No especialmente. Vaya estudiar política en
Harvard. Abogacía. Pero, por supuesto, en la escuela tuvimos modelos Gea.
Finalmente la mirada de Richard logró despegarse del rostro de Leisha. Se pasó
una mano por el pelo.
—Siéntate, si quieres.
Leisha se sentó y observó con interés los pósters de la pared, que pasaban del
verde al azul como corrientes oceánicas.
—Me gustan. ¿Los programaste tú mismo?
—No eres en absoluto como te imaginaba —declaró Richard.
—¿Cómo me imaginabas?
Richard no vaciló.
—Engreída. Superior. Superficial, a pesar de tu cociente intelectual.
Ella se sintió más herida de lo que había imaginado.
Richard añadió bruscamente:
—Eres una de las dos Insomnes realmente ricas. Tú y Jennifer Sharifi. Pero ya lo
sabes.
—No, no lo sé. Nunca lo averigüé.
Él se sentó a su lado y estiró sus cortas piernas delante de su cuerpo, en un
movimiento que no tenía nada que ver con la relajación.
—En realidad, tiene sentido. Los ricos no hacen que sus hijos sean modificados
genéticamente para ser superiores: creen que cualquiera de sus descendientes es
superior. Por una cuestión de valores. Sin embargo, los pobres no pueden permitirse
el lujo de hacerlo. Los Insomnes somos, como máximo, de clase media alta. Hijos de
profesores, científicos, gente que valora el cerebro y el tiempo.
—Mi padre valora el cerebro y el tiempo —señaló Leisha—. Es el más
importante patrocinador de Kenzo Yagai.
—Oh, Leisha, ¿crees que no lo sé? ¿Me estás deslumbrando, o qué?
Leisha dijo en tono deliberado:
—Te estoy hablando. —Pero un instante después sintió que el dolor se reflejaba
en su rostro.
—Lo siento —musitó Richard. Apartó la silla, se acercó al ordenador y retrocedió
—. Lo siento. Pero yo no… no entiendo qué haces aquí.
—Estoy sola —dijo Leisha, sorprendida ante sus propias palabras. Miró a Richard
—. Es verdad. Estoy sola. Sola. Tengo amigos, y a mi padre y a Alice. Pero nadie
sabe realmente, nadie comprende realmente… ¿qué? No sé lo que digo.
Richard sonrió. La sonrisa le cambió la cara por completo, abrió sus planos
oscuros a la luz.
—Yo sí. Vaya si lo sé. ¿Qué haces cuando dicen «Anoche tuve un sueño»?
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—¡Sí! —exclamó Leisha—. Pero eso en realidad no tiene importancia. Es cuando
yo digo: «Lo miraré por ti esta noche», y ponen esa expresión extraña que significa:
«Ella lo hará mientras yo duermo.»
—Pero incluso eso es poco importante —señaló Richard—. Es cuando estás
jugando a baloncesto en el gimnasio después de cenar y vas al comedor a picar algo y
entonces dices: «Demos un paseo por el lago», y te dicen: «Estoy muy cansado.
Ahora me voy a meter en la cama.»
—Pero eso tampoco es importante —dijo Leisha al tiempo que se ponía de pie de
un salto—. Es cuando estás realmente absorta en la película y entiendes lo que ocurre
y es tan maravilloso que das un salto y dices: «¡Sí! ¡Sí!», y Susan dice: «Leisha,
realmente parece que creyeras que nadie más disfruta de las cosas.»
—¿Quién es Susan? —preguntó Richard. El clima se quebró. Pero no del todo.
—Mi madrastra. —Lo dijo sin sentir demasiada molestia por lo que Susan había
prometido ser y aquello en lo que se había convertido realmente. Richard estaba a
escasos centímetros de ella, sonriendo alegre y comprensivamente, y de pronto
Leisha se sintió tan aliviada que se acercó a él y le puso los brazos alrededor del
cuello y los tensó sólo cuando sintió el espasmo de sorpresa de él. Ella, Leisha, la que
nunca lloraba, empezó a sollozar.
—Bueno —la tranquilizó Richard—. Está bien.
—Brillante —dijo Leisha riendo—. Una observación brillante.
Percibió la sonrisa incómoda de Richard.
—¿Quieres ver mis curvas de migración de peces?
—No. —Leisha sollozó y él siguió abrazándola y dándole torpes palmaditas en la
espalda, diciéndole sin palabras que la comprendía.
Camden la esperó levantado, aunque ya había pasado la medianoche. Había
estado fumando mucho. A través de una nube azul preguntó:
—¿Lo pasaste bien, Leisha?
—Sí.
—Me alegro —dijo. Apagó el último cigarrillo y subió las escaleras lentamente,
con movimientos rígidos, pues ya tenía casi setenta años, para ir a acostarse.
Fueron juntos a todas partes durante casi un año: a nadar, a bailar, a visitar
museos, al teatro, a la biblioteca. Richard la presentó a los demás, un grupo de doce
chicos entre catorce y diecinueve años, todos inteligentes y brillantes. Todos
Insomnes.
Leisha se enteró de muchas cosas. Los padres de Tony Indivino, como los suyos,
se habían divorciado. Pero Tony, que tenía catorce años, vivía con su madre, que no
había deseado especialmente un hijo Insomne, mientras su padre, que sí lo había
querido, ahora tenía un coche deportivo rojo y una novia joven que diseñaba sillas
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ergonómicas en París. Tony no podía contarle a nadie, ni a sus parientes ni a sus
compañeros de clase, que era Insomne.
—Pensarán que eres un monstruo —le decía su madre apartando la mirada del
rostro de su hijo. La única vez que Tony le desobedeció y le contó a un amigo que
nunca dormía, su madre le pegó. Luego se mudaron de barrio. Él tenía nueve años.
Jeanine Carter, que tenía las piernas tan largas y esbeltas como Leisha, se
entrenaba para los Juegos Olímpicos en patinaje sobre hielo. Practicaba doce horas
diarias, cosa que no podía hacer ningún chico que asistiera a la escuela secundaria.
Hasta ese momento, los periódicos no habían revelado la historia. Jeanine temía que
si lo hacían, no le permitirían competir.
Jack Bellingham, al igual que Leisha, iría a la universidad en septiembre, pero a
diferencia de Leisha, ya había comenzado su carrera. La práctica de la ley debía
esperar a terminar la carrera de derecho; la práctica de la inversión sólo exigía tener
dinero. Jack no tenía demasiado, pero su preciso análisis financiero convirtió
seiscientos dólares ahorrados gracias a los trabajos de verano en tres mil invirtiendo
en la bolsa, luego en diez mil y por fin tuvo suficiente dinero para dedicarse a la
especulación con información de fondos. Jack tenía quince años, no era lo bastante
mayor para invertir legalmente, así que lo hacía a través de Kevin Baker, el mayor de
los Insomnes, que vivía en Austin. Jack le dijo a Leisha:
—Cuando alcancé el ochenta y cuatro por ciento de beneficios durante dos
trimestres consecutivos, los analistas de datos cayeron sobre mí. Sólo por una
cuestión de olfato. Bueno, en eso consiste su trabajo, aunque las sumas totales son
realmente pequeñas. Son las pautas lo que les preocupa. Si se toman el trabajo de
verificar los datos bancarios y descubren que Kevin es un Insomne, intentarán
impedir que invirtamos.
—Eso es una actitud paranoide —opinó Leisha.
—No, no lo es —discrepó Jeanine—. Leisha, tú no sabes.
—Te refieres a que siempre he estado protegida por el dinero y los cuidados de mi
padre —sugirió Leisha. Nadie se asombró; todos ellos confrontaban ideas
abiertamente, sin alusiones ocultas. Sin sueños.
—Sí —repuso Jeanine—. Tu padre parece increíble. Te educó para que pensaras
que el logro de los objetivos no debe encontrar obstáculos. Santo cielo, es un
yagaísta. Bueno, nos alegramos por ti —añadió sin sarcasmo. Leisha asintió—. Pero
el mundo no siempre es así. Ellos nos odian.
—Eso es demasiado duro —intervino Carol—. No nos odian.
—Bueno, tal vez no —admitió Jeanine—. Pero son distintos a nosotros. Nosotros
somos mejores, y naturalmente ellos lo toman a mal.
—No veo qué tiene eso de natural —apuntó Tony—. ¿Por qué no habría de ser
igualmente natural admirar aquello que es mejor? Nosotros lo admiramos. ¿Acaso
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alguno de nosotros está ofendido con Kenzo Yagai por su genio? ¿O con Nelson
Wade, el físico? ¿O con Catherine Raduski?
—No les guardamos resentimiento porque nosotros somos mejores —sentenció
Richard—. Que es lo que queríamos demostrar.
—Lo que tendríamos que hacer es formar nuestra propia sociedad —propuso
Tony—. ¿Por qué permitir que sus reglas limiten nuestros logros naturales y
honestos? ¿Por qué a Jeanine le impedirían patinar y a Jack invertir como ellos sólo
porque somos Insomnes? Algunos de ellos son más brillantes que otros. Algunos
tienen una mayor persistencia. Bueno, nosotros tenemos una mayor concentración,
más estabilidad bioquímica, y más tiempo. No todos los hombres han sido creados
iguales.
—Seamos justos, Jack. Aún no le han impedido nada a nadie —reconoció
Jeanine.
—Pero nos lo impedirán.
—Esperad —dijo Leisha. Estaba muy perturbada por la conversación—. Quiero
decir, sí, en muchos sentidos somos mejores. Pero has hecho una cita fuera de
contexto, Tony. La Declaración de Independencia no dice que todos los hombres han
sido creados iguales en lo que se refiere a la capacidad. Estamos hablando de
derechos y de poder; significa que todos son creados iguales según la ley. No tenemos
más derecho que los demás a tener una sociedad separada o a librarnos de las
restricciones de la sociedad. No hay otra manera de intercambiar libremente nuestros
esfuerzos, a menos que las reglas contractuales se apliquen a todos.
—Has hablado como una verdadera yagaísta —le dijo Richard estrechándole la
mano.
—Yo ya tengo bastante de discusión intelectual —dijo Carol, riendo—. Hace
horas que estamos hablando del tema. Por Dios, estamos en la playa. ¿Quién quiere
nadar conmigo?
—Yo —respondió Jeanine—. Vamos, Jack.
Todos se levantaron, se sacudieron la arena de la ropa y se quitaron las gafas de
sol. Richard ayudó a Leisha a levantarse. Pero antes de que ambos corrieran al agua,
Tony puso su delgada mano en el brazo de ella.
—Una cosa más, Leisha. Piénsalo un instante. Si alcanzamos nuestros objetivos
mejor que la mayoría de la gente, y si intercambiamos con los Durmientes cuanto
resulta mutuamente beneficioso, sin hacer distinciones entre débiles y fuertes, ¿qué
obligación tenemos con aquellos tan débiles que no tienen nada que intercambiar con
nosotros? Ya vamos a dar más de lo que obtenemos. ¿Tenemos que darlo sin recibir
nada en absoluto? ¿Debemos ocuparnos de sus deformes, minusválidos, enfermos,
lentos e inútiles con el producto de nuestro trabajo?
—¿Deben hacerlo los Durmientes? —replicó Leisha.
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—Kenzo Yagai diría que no. Él es un Durmiente.
—Él diría que deberían recibir los beneficios del intercambio contractual aunque
no sean partes directas del contrato. El mundo entero está mejor alimentado y es más
sano gracias a la energía Y.
—¡Vamos! —gritó Jeanine—. ¡Leisha, me están hundiendo! ¡Jack, basta! ¡Leisha,
ayúdame!
Leisha se echó a reír. Antes de ir en busca de Jeanine percibió la mirada de
Richard y la de Tony. La de Richard era realmente lasciva, la de Tony furiosa. Con
ella. ¿Pero por qué? ¿Qué había hecho ella, salvo dar argumentos a favor de la
dignidad y el intercambio? Entonces Jack le tiró agua y Carol empujó a Jack a la
espuma, y Richard la rodeó con sus brazos, riendo.
Cuando se secó el agua de los ojos, Tony se había ido.
Medianoche.
—Muy bien —dijo Carol—. ¿Quién es el primero?
Los seis adolescentes que se encontraban en el claro lleno de zarzas se miraron.
Una lámpara Y, encendida al mínimo para crear ambiente, arrojaba extrañas sombras
sobre los rostros y piernas desnudas. Los árboles de Roger Camden se alzaban
gruesos y oscuros formando un muro entre ellos y las dependencias más cercanas de
la propiedad. Hacía mucho calor. El aire de agosto era pesado. Habían votado en
contra de llevar un campo Y con aire acondicionado porque aquello era un retorno a
lo primitivo, a lo peligroso; debían ser primitivos.
Seis pares de ojos miraron el vaso que Carol tenía en la mano.
—Venga —dijo ella—. ¿Quién quiere beber? —Su voz era vivaz y teatralmente
intensa—. Me resultó bastante difícil conseguir esto.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Richard, el miembro del grupo, con
excepción de Tony, que tenía la menor cantidad de contactos familiares influyentes, el
que tenía menos dinero—. ¿Cómo conseguiste ese bebedizo?
—Jennifer lo consiguió —aclaró Carol, y cinco pares de ojos se clavaron en
Jennifer Sharifi, que después de pasar dos semanas de visita en casa de la familia de
Carol los había confundido a todos. Era la hija norteamericana de una estrella de cine
de Hollywood y un príncipe árabe que había querido fundar una dinastía de
Insomnes. La estrella de cine era una envejecida drogadicta; el príncipe, que había
hecho su fortuna con el petróleo y la había invertido en la energía Y cuando Kenzo
Yagai aún estaba obteniendo la licencia para sus primeras patentes, había muerto.
Jennifer Sharifi era más rica de lo que Leisha sería algún día, e infinitamente más
sofisticada para conseguir cosas. El vaso contenía interleukin-1, un potenciador del
sistema inmunológico, una de las muchas sustancias que, como efecto secundario,
inducía al cerebro a un sueño rápido y profundo.
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Leisha miró el vaso. Una sensación cálida recorrió su bajo vientre, algo que no se
parecía a lo que sentía cuando ella y Richard hacían el amor. Vio que Jennifer la
observaba y se ruborizó.
Jennifer la perturbaba. No por los mismos y evidentes motivos que perturbaban a
Tony, a Richard y a Jack: la larga cabellera negra, el cuerpo delgado, su estatura, con
sus pantalones cortos y su blusa. Jennifer no reía. Leisha nunca había conocido a un
Insomne que no riera, a nadie que hablara tan poco y que mostrara un desenfado tan
deliberado. Leisha se sorprendió pensando en lo que Jennifer Sharifi no decía.
Resultaba raro experimentar aquella sensación con respecto a otro Insomne. Tony le
dijo a Carol:
—¡Dámelo a mí!
Carol le entregó el vaso.
—Recuerda que sólo tienes que dar un pequeño sorbo.
Tony se llevó al vaso a la boca, se detuvo y los miró a todos con expresión feroz.
Bebió.
Carol volvió a coger el vaso. Todos miraron a Tony. Al cabo de un minuto estaba
tendido en el suelo; dos minutos más tarde, sus ojos se cerraron y se quedó dormido.
No era lo mismo que ver dormir a los padres, hermanos o amigos. Se trataba de
Tony. Hicieron lo posible por no mirarse. Leisha sintió el calor que le tironeaba y
cosquilleaba en su entrepierna, débilmente obsceno. No miró a Jennifer.
Cuando le tocó el turno a Leisha, bebió lentamente y le pasó el vaso a Richard.
Sintió que la cabeza le pesaba, como si la tuviera rellena de trapos húmedos. Los
árboles del borde del claro se desdibujaron. La lámpara también. Ya no era brillante y
clara sino blanda y chorreante; si la tocaba, se podía manchar. Entonces la oscuridad
se abatió sobre su cerebro, arrebatándoselo: arrebatándole la mente.
«¡Papi!», intentó llamarlo, aferrarse a él, pero la oscuridad lo borró todo.
Después, todos tuvieron dolor de cabeza. Arrastrarse otra vez hasta el bosque bajo
la débil luz de la mañana fue una tortura, mezclada con una extraña vergüenza.
Leisha caminó lo más lejos que pudo de Richard.
Jennifer fue la única que habló.
—Entonces ahora sabemos —dijo, y su voz reveló una rara satisfacción.
Pasó todo un día hasta que los latidos desaparecieron de la base del cráneo de
Leisha, y la náusea de su estómago. Se quedó sola en su habitación, a esperar que el
malestar pasara, y a pesar del calor le temblaba todo el cuerpo. No había tenido
ningún sueño.
—Quiero que esta noche vengas conmigo —dijo Leisha por décima o vigésima
vez—. Las dos nos vamos a la facultad dentro de dos días; es la última oportunidad.
De verdad quiero que conozcas a Richard.
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Alice estaba tendida en su cama, boca abajo. El pelo, castaño y sin brillo, le caía a
los costados de la cara. Llevaba puesto un mono amarillo muy caro, de seda, diseñado
por Ann Patterson, que se le arrugaba a la altura de las rodillas.
—¿Por qué? ¿Qué te importa si conozco o no a Richard?
—Porque eres mi hermana —repuso Leisha. Se guardaba muy bien de decir «mi
melliza». Nada enfurecía tanto a Alice.
—No quiero conocerlo. —Un instante después su expresión cambió—. Oh, lo
siento, Leisha… no quería ser tan desagradable. Pero… pero no quiero.
—No estarán todos. Sólo Richard. Será sólo durante una hora, más o menos.
Después vuelves aquí y preparas tu equipaje para irte al noroeste.
—No voy a ir al noroeste.
Leisha la miró fijamente.
Alice añadió:
—Estoy embarazada.
Leisha se sentó en la cama. Alice se puso boca arriba, se apartó el pelo de los ojos
y se echó a reír.
—Mírate —dijo Alice—. Cualquiera diría que la que está embarazada eres tú.
Pero a ti nunca te ocurriría, ¿verdad, Leisha? No hasta que fuera el momento
adecuado. Tú no.
—¿Cómo? —preguntó Leisha—. Ambas llevábamos puesta la cápsula…
—Yo me la había quitado —dijo Alice.
—¿Querías quedar embarazada?
—Ya lo creo que sí. Y no hay nada que papá pueda hacer al respecto. Salvo
dejarme completamente sin blanca; pero no creo que lo haga, ¿y tú? —Volvió a reír
—. Ni siquiera a mí.
—Pero Alice… ¿por qué? ¡No será sólo por enfurecer a papá!
—No —respondió Alice—. Aunque eso es lo que tú pensarías, ¿verdad? Fue
porque quería alguien a quien amar. Algo mío. Algo que no tuviera nada que ver con
esta casa.
Leisha pensó en ella y Alice corriendo por el invernadero, años atrás, ella y Alice
entrando y saliendo de la luz del sol.
—No ha sido tan malo crecer en esta casa.
—Leisha, eres estúpida. No sabía que alguien tan inteligente pudiera ser tan
estúpido. ¡Sal de mi habitación! ¡Vete!
—Pero Alice… un bebé…
—¡Fuera! —chilló Alice—. ¡Vete a Harvard! ¡Ve y triunfa! ¡Ahora sal de aquí!
Leisha se levantó de la cama de un salto.
—¡Lo haré encantada! Eres irracional, Alice. No piensas antes de hacer las cosas,
no planificas. Un bebé… —Pero no podía seguir enfadada. Su enfado se desvaneció,
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dejando su mente vacía. Miró a Alice, que repentinamente le tendió los brazos.
Leisha corrió hacia ella.
—Tú eres el bebé —dijo Alice asombrada—. Tú eres. Eres tan… no sé. Eres un
bebé.
Leisha no dijo nada. Los brazos de Alice le parecieron cálidos, totales, como dos
niñas entrando y saliendo de la luz del sol.
—Yo te ayudaré, Alice. Si papá no lo hace.
Alice la apartó bruscamente.
—No necesito tu ayuda.
Alice se quedó quieta. Leisha se frotó los brazos vacíos y se acarició los codos
con las puntas de los dedos. Alice le dio una patada al baúl abierto y vacío que
supuestamente debía llevar con sus cosas al noroeste y de pronto esbozó una sonrisa
que obligó a Leisha a apartar la mirada. Se preparó para recibir más insultos. Pero lo
que Alice le dijo, muy suavemente, fue:
—Que lo pases bien en Harvard.
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e encantó.
L La primera vez que vio el Massachusetts Hall, medio siglo más antiguo
que Estados Unidos, Leisha sintió algo que había echado de menos en
Chicago: tiempo, raíces, tradición. Tocó los ladrillos de la Widener Library y las
vitrinas de cristal del Peabody Museum como si fueran el grial. Nunca había sido
especialmente sensible a los mitos ni al drama; las angustias de Julieta le parecían
artificiales y las de Willy Loman simplemente excesivas. Sólo el rey Arturo, en su
lucha por crear un mejor orden social, le había interesado. Pero ahora, mientras
caminaba bajo los enormes árboles otoñales, de pronto vislumbró una fuerza que
podía durar varias generaciones, fortunas entregadas para crear un conocimiento y
unos logros que los benefactores jamás verían, un esfuerzo individual prolongado que
modelaría los siglos venideros. Se detuvo y contempló el cielo a través del follaje, los
edificios cimentados en el propósito. En momentos como ése pensaba en Camden
doblegando la voluntad de todo un instituto de investigación genética para crearla a
ella a imagen de lo que él quería.
Al cabo de un mes había olvidado aquellas megarreflexiones.
La cantidad de trabajo era increíble, incluso para ella. La Sauley School había
estimulado la exploración individual al ritmo de ella; Harvard sabía lo que quería
obtener de ella, a su propio ritmo. En los veinte últimos años, bajo el liderazgo
académico de un hombre que en su juventud había observado con desaliento el
dominio económico japonés, Harvard se había convertido en el polémico líder de un
regreso al aprendizaje riguroso de hechos, teorías, aplicaciones, resolución de
problemas y eficiencia intelectual. La facultad aceptaba una de cada doscientas
solicitudes de ingreso del mundo entero. La hija del primer ministro de Inglaterra
suspendió en el primer año y fue enviada de regreso a casa.
Leisha tenía una habitación individual en los nuevos dormitorios de la
universidad. En los dormitorios porque había pasado demasiados años aislada en
Chicago y ansiaba la compañía de otras personas; en cuanto a la habitación
individual, la eligió para no molestar a nadie de noche, cuando trabajaba. El segundo
día, un chico del otro lado del pasillo se acercó y se sentó en el borde de su escritorio.
—Así que tú eres Leisha Camden.
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—Sí.
—De dieciséis años.
—Casi diecisiete.
—Y según tengo entendido vas a superarnos a todos sin siquiera proponértelo.
La sonrisa de Leisha se desdibujó. El chico la observó fijamente. Estaba
sonriendo pero sus ojos, enmarcados por gruesas cejas, eran penetrantes. Junto a
Richard, Tony y los demás, Leisha había aprendido a reconocer la ira manifestada
como desdén.
—Sí —afirmó Leisha fríamente—. Así es.
—¿Estás segura? ¿Con tu pelo de niña bonita y tu cerebro de niña mutante?
—Vamos, déjala en paz, Hannaway —dijo una voz. Un chico alto y rubio, tan
delgado que sus costillas parecían arrugas formadas por la arena, apareció vestido con
tejanos, descalzo, secándose el pelo mojado—. ¿No te cansas de andar por ahí
haciendo tonterías?
—¿Y tú? —replicó Hannaway. Bajó del escritorio de un salto y se acercó a la
puerta. El chico rubio se apartó. Leisha le interceptó el paso.
—La razón por la que voy a hacerlo mejor que tú —dijo en tono sereno— es que
yo tengo ciertas ventajas que tú no tienes. Incluido el insomnio. Y después, una vez
que te haya superado, me encantará ayudarte a estudiar para tus exámenes, para que
tú también puedas aprobar.
Mientras se secaba las orejas, el chico rubio soltó una carcajada.
Pero Hannaway se quedó quieto y sus ojos mostraron una expresión que hizo
retroceder a Leisha. La empujó y pasó a su lado hecho una furia.
—Bien dicho, Camden —comentó el chico—. Se lo merecía.
—Pero yo lo dije en serio —repuso Leisha—. Lo ayudaré a estudiar.
El chico rubio bajó la toalla y la miró. —¿Ah, sí? ¿Lo dijiste en serio?
—¡Claro! ¿Por qué todo el mundo lo duda?
—Bueno —dijo él—. Yo no. Puedes ayudarme si me meto en problemas. —De
pronto sonrió—. Pero no me ocurrirá.
—¿Porqué no?
—Porque yo soy tan bueno en todo como tú, Leisha Camden.
Ella lo observó.
—No eres uno de los míos. No eres un Insomne.
—No necesito serlo. Sé lo que puedo hacer. Hacer, ser, crear, intercambiar.
—¡Eres un yagaísta! —exclamó Leisha, encantada.
—Por supuesto. —Él le tendió la mano—. Stewart Sutter. ¿Te apetece tomar una
hamburguesa de pescado?
—Fantástico —repuso Leisha.
Salieron juntos, hablando animadamente. Cuando la gente la miraba, intentaba no
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notarlo. Estaba allí, en Harvard. Tenía mucho espacio y tiempo por delante para
aprender, y con gente como Stewart Sutter, que la aceptaba y la desafiaba.
Todas las horas que estaba despierto.
Leisha se concentró totalmente en sus estudios. Roger Camden fue a visitarla una
vez y caminó por el campus con ella, escuchando, sonriendo. Allí él estaba más
cómodo de lo que Leisha había imaginado: conocía al padre de Stewart Sutter y al
abuelo de Kate Addams. Hablaron de Harvard, de negocios, de Harvard, del Yagai
Economics Institute, de Harvard.
—¿Cómo está Alice? —le preguntó Leisha, pero Camden dijo que no lo sabía; se
había mudado y no quería verle. Él le enviaba una pensión a través de su abogado.
Mientras lo decía, su rostro permaneció imperturbable.
Leisha fue al Baile de Regreso con Stewart, que también se especializaba en leyes
pero estaba dos años más adelantado que ella. Luego se fue en el Concorde III con
Kate Addams y otras dos amigas a París, a pasar un fin de semana. También mantuvo
una discusión con Stewart acerca de si la metáfora de la superconductividad se podía
aplicar al yagaísmo, una discusión estúpida, ambos lo sabían, pero que igualmente
mantuvieron, y a continuación se hicieron amantes. Después de las torpes
exploraciones sexuales con Richard, Stewart le pareció hábil, un experto, que sonreía
vagamente mientras le enseñaba cómo tener un orgasmo sola y con él. Leisha estaba
deslumbrada.
—¡Es absolutamente alegre! —exclamó ella, y Stewart la observó con una ternura
que ella sabía que en parte era perturbación, aunque no supo por qué.
A mitad del semestre Leisha había obtenido las notas más altas del primer curso.
Respondió correctamente todas las preguntas del examen. Ella y Stewart fueron a
tomar una cerveza para celebrarlo, y cuando regresaron, la habitación de Leisha
estaba destrozada. El ordenador estaba destruido, el banco de datos borrado y las
hojas impresas y los libros quemados en la papelera. Su ropa había quedado hecha
trizas y el escritorio y la cómoda rotos a hachazos. Lo único que había quedado
intacto, inmaculado, era la cama.
Stewart dijo:
—Nadie pudo hacer esto en silencio. Todos los que están en este piso… y en el
piso de abajo, tenían que saberlo. Alguien llamará a la policía.
Pero nadie lo hizo. Leisha se sentó en el borde de la cama, desconcertada, y miró
los restos del traje que se había puesto para el Baile de Regreso. Al día siguiente,
Dave Hannaway le dedicó una amplia sonrisa. Camden llegó en avión, enfurecido. Le
alquiló un apartamento en Cambridge con cerradura de alta seguridad y un
guardaespaldas llamado Toshio. Cuando él se marchó, Leisha despidió al
guardaespaldas pero conservó el apartamento. Eso les permitía a ella y a Stewart
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tener más intimidad, que aprovecharon para analizar una y otra vez la situación. Fue
Leisha quien afirmó que se trataba de una aberración, de una actitud inmadura.
—Siempre han existido personas que odian, Stewart. Que odian a los judíos, a los
negros, a los inmigrantes, a los yagaístas que tienen más iniciativa y dignidad que
uno. Yo soy simplemente el último objeto de odio. No es nada nuevo, ni importante.
No significa ningún ismo básico entre los Insomnes y los Durmientes.
Stewart se incorporó en la cama y cogió los bocadillos de la mesilla de noche.
—¿No? Leisha, tú eres una clase de persona totalmente distinta. Más adecuada
evolutivamente, no sólo para sobrevivir sino para predominar. Esos otros seres
odiados que citas carecían de poder en su sociedad, ocupaban posiciones inferiores.
Tú, en cambio… Los tres Insomnes de la Facultad de Derecho de Harvard están en la
Law Review. Todos. Kevin Baker, el que te sigue en edad, ya ha fundado una exitosa
empresa de software bio-interface y está ganando dinero, mucho dinero. Todos los
Insomnes están obteniendo notas excelentes, ninguno tiene problemas psicológicos,
todos son ricos, y casi ninguno de ellos es adulto todavía. ¿Cuánto odio crees que vas
a encontrar cuando entres en el arriesgado mundo de las finanzas y los negocios, las
presidencias escasamente dotadas y la política nacional?
—Dame un bocadillo —pidió Leisha—. Tú mismo eres la prueba de que estás
equivocado. Kenzo Yagai. Kate Addams. El profesor Lane. Mi padre, todos los
Durmientes que habitan el mundo del comercio limpio y los contratos mutuamente
beneficiosos. Y así sois la mayoría, o al menos la mayoría que vale la pena tener en
cuenta. Tú crees que la competencia entre los más capaces conduce al intercambio
más beneficioso para todos, fuertes y débiles. Los Insomnes están haciendo
contribuciones reales y concretas a la sociedad, en muchos campos. Eso tiene que
valer más que las molestias que causamos. Somos valiosos para vosotros. Lo sabes.
Stewart quitó las migas de la sábana.
—Sí. Lo sé. Los yagaístas lo saben.
—Los yagaístas dominan el mundo de los negocios, el mundo financiero y el
académico. O lo harán. En una meritocracia, deberían hacerlo. Tú subestimas a la
mayoría de la gente, Stew. La ética no se limita a los que están al frente.
—Ojalá tengas razón —señaló Stewart—, porque ya sabes que estoy enamorado
de ti.
Leisha dejó el bocadillo.
—Alegría —murmuró Stewart entre los pechos de Leisha—, tú eres la alegría.
Cuando Leisha regresó a casa para el Día de Acción de Gracias, le habló a
Richard de Stewart. Él la escuchó con expresión tensa.
—Es un Durmiente.
—Es una persona —lo corrigió Leisha—. ¡Una persona buena, inteligente,
exitosa!
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—¿Sabes lo que tus buenos, inteligentes y exitosos Durmientes han hecho,
Leisha? Jeanine ha sido eliminada de los Juegos Olímpicos. «Alteración genética,
análoga al abuso de esteroides para crear ventajas antideportivas.» Chris Devereaux
abandonó Stanford; le destrozaron el laboratorio, el trabajo de dos años en proteínas
formadoras de memoria. La empresa de software de Kevin Baker se enfrenta a una
desagradable campaña publicitaria, secreta, por supuesto, acerca de chicos que
utilizan software diseñado por mentes no humanas. Corrupción, esclavitud mental,
influencias satánicas: la misma sarta de mentiras de una caza de brujas. ¡Despierta,
Leisha!
Ambos reflexionaron. Pasaron los minutos. Richard estaba inmóvil, como un
boxeador que aguarda atentamente, con los dientes apretados. Finalmente dijo con
voz queda:
—¿Lo amas?
—Sí —respondió Leisha—. Lo siento.
—Es tu elección —respondió Richard en tono glacial—. ¿Qué haces mientras él
duerme? ¿Lo miras?
—¡Tal como lo dices parece una perversión!
Richard no dijo nada. Leisha respiró hondo. Habló rápidamente pero en tono
sereno, en un torrente controlado:
—Mientras Stewart duerme yo trabajo. Lo mismo que tú. Richard, no me hagas
esto. No era mi intención hacerte daño, y no quiero perder al grupo. Creo que los
Durmientes pertenecen a la misma especie que nosotros. ¿Vas a castigarme por eso?
¿Vas a sumarte a los que odian? ¿Vas a decirme que no puedo pertenecer a un mundo
más amplio que incluye a toda la gente honesta y valiosa, duerman o no? ¿Vas a
decirme que la división más importante se basa en la genética y no en la
espiritualidad económica? ¿Vas a obligarme a hacer una elección artificial, nosotros o
ellos?
Richard se tocó el nomeolvides. Leisha lo reconoció: se lo había regalado ella en
verano. En voz baja, él dijo:
—No. No se trata de una elección. —Richard jugueteó con los eslabones de oro y
luego miró a Leisha—. Todavía no.
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Era verdad. Leisha recordó algo: Susan haciendo que ella y Alice desarrollaran
juegos que en realidad eran pruebas controladas de rendimiento cerebral, las trenzas
de Susan danzando junto a sus ojos brillantes. En aquellos tiempos Alice amaba a
Susan, y Leisha también.
—Papá, quiero la dirección de Alice.
—Te lo dije en Harvard, no la tengo —respondió Camden. Se removió en su silla;
era la reacción impaciente de un cuerpo que jamás esperaba agotarse. En enero
Kenzo Yagai había muerto de cáncer de páncreas; a Camden le había caído muy mal
la noticia—. Le envío la pensión por intermedio de un abogado. Por decisión de ella.
—Entonces quiero la dirección del abogado.
El abogado, un hombre de aspecto apagado, llamado John Jaworski, se negó a
decirle a Leisha dónde se encontraba Alice.
—No quiere que la encuentren, señorita Camden. Quiso que la ruptura fuera total.
—Conmigo no —dijo Leisha.
—Sí —insistió Jaworski, y en sus ojos brilló algo que Leisha había visto también
en la mirada de Dave Hannaway.
Antes de regresar a Boston viajó a Austin y se incorporó un día más tarde a las
clases. Kevin Baker la recibió de inmediato, después de cancelar una cita con IBM.
Ella le dijo lo que necesitaba y él puso a trabajar a sus mejores agentes de datos sin
explicarles el motivo. Al cabo de dos horas había obtenido la dirección de Alice de
los archivos electrónicos de Jaworski. Leisha se dio cuenta de que era la primera vez
que recurría a un Insomne en busca de ayuda, y él se la había brindado
instantáneamente. Sin pedir nada a cambio.
Alice vivía en Pensilvania. El siguiente fin de semana Leisha alquiló un coche
deslizador con chófer —había aprendido a conducir, pero sólo coches convencionales
— y se trasladó a High Ridge, en los Montes Apalaches.
Era un caserío aislado, a cuarenta kilómetros del hospital más cercano. Alice
vivía con un hombre llamado Ed, un silencioso carpintero veinte años mayor que ella,
en una cabaña situada en medio del bosque. La cabaña contaba con agua y
electricidad pero no tenía red de noticias. A la luz del amanecer de la primavera, se
veía la tierra pelada, cortada por hondonadas cubiertas de hielo. Evidentemente,
ninguno de los dos trabajaba; Alice estaba en el octavo mes de embarazo.
—No quería que vinieras —le dijo a Leisha—. ¿Por qué lo has hecho?
—Porque eres mi hermana.
—Cielos, mírate. ¿Es eso lo que usan en Harvard? ¿Esas botas? ¿Cuándo te
volviste elegante, Leisha? Siempre estuviste demasiado ocupada con el intelecto para
que eso te importara.
—¿Qué es todo esto, Alice? ¿Por qué aquí? ¿Qué haces?
—Vivo —respondió ella—. Lejos de mi querido papi, de Chicago, de la borracha
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y destruida Susan… ¿Sabías que ella bebe? Igual que mamá. Eso es lo que él le hace
a la gente. Pero no a mí. Yo me largué. Me pregunto si alguna vez lo harás tú.
—¿Largarme? ¿Para esto?
—Soy feliz —contestó Alice en tono airado—. ¿O acaso no se trata de eso? ¿No
es ése el objetivo de vuestro grandioso Kenzo Yagai, la felicidad a través del esfuerzo
individual?
Leisha pensó en responderle que no veía que ella estuviera haciendo esfuerzo
alguno, pero no lo dijo. Un pollo atravesó corriendo el corral de la cabaña. Detrás, las
montañas se alzaban formando varias capas de neblina azul. Leisha pensó en cómo
debía ser aquel lugar en invierno, apartado del mundo en el que la gente se esforzaba
por alcanzar metas, por aprender y cambiar.
—Me alegro de que seas feliz, Alice.
—¿De veras?
—Sí.
—Entonces yo también me alegro —repuso Alice en tono casi desafiante. Un
instante después abrazó bruscamente a Leisha, con fiereza, mientras el bulto enorme
y duro de su panza se aplastaba entre ambas. El pelo de Alice tenía un perfume dulce,
como el césped fresco bajo la luz del sol.
—Vendré a verte otra vez, Alice.
—No lo hagas —dijo su hermana.
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—Un periodicucho sensacionalista dice que ella tiene siete años.
—Sí.
—Tal vez no deberíamos dejarla allí. Yo soy residente en Illinois, puedo presentar
una demanda por abusos desde aquí si Randy tiene demasiados casos pendientes… —
Siete años.
—No. Dejemos que pase la tormenta. Seguramente Stella estará bien. Ya sabes
cómo son estas cosas.
Así era. Casi todos los Insomnes se las arreglaban bien, al margen de la oposición
que les ofreciera el sector más estúpido de la sociedad. Y sólo era el sector más
estúpido, decía Leisha, una minoría pequeña aunque con voz. La mayoría de la gente
podía, y debía, adaptarse a la creciente presencia de los Insomnes, ya que era evidente
que eso implicaba no sólo un poder creciente sino también mayores beneficios para
todo el país.
Kevin Baker, que ahora tenía veintiséis años, había ganado una fortuna con unos
microchips tan revolucionarios que la Inteligencia Artificial, que alguna vez había
sido un sueño discutido, se acercaba cada vez más a la realidad. Carolyn Rizzolo
había ganado el Premio Pulitzer de teatro por su obra Luz matinal. Tenía veinticuatro
años. Jeremy Robinson había llevado a cabo un importante trabajo en las aplicaciones
de la superconductividad cuando aún estudiaba en la escuela para graduados de
Stanford. William Thaine, el director de la Law Review cuando Leisha había llegado
a Harvard, era famoso en la práctica privada. Jamás había perdido un caso. Tenía
veintiséis años y sus casos se estaban volviendo importantes. Sus clientes valoraban
su capacidad más que su edad.
Pero nadie reaccionaba de ese modo.
Kevin Baker y Richard Keller habían iniciado la red de datos que unía a los
Insomnes en un estrecho grupo, constantemente informados de las luchas personales
de cada uno. Leisha Camden financiaba las batallas legales, los costes de la
educación que los padres de los Insomnes no podían pagar, la manutención de niños
en situaciones emocionales adversas. Rhonda Lavelier obtuvo la licencia de madre
adoptiva en California, y cada vez que resultaba posible, el Grupo se las arreglaba
para que los jóvenes Insomnes que eran apartados de sus hogares le fueran asignados
a Rhonda. Ahora el Grupo tenía tres abogados autorizados; al año siguiente tendrían
cuatro más, con derecho a ejercer en cinco estados diferentes.
La única vez que no lograron apartar de su hogar legalmente a un niño Insomne
víctima de abusos, lo secuestraron.
Se trataba de Timmy DeMarzo, de cuatro años. Leisha se había opuesto a llevar a
cabo la acción. Había defendido su postura moral y pragmáticamente —para ella
ambos aspectos eran lo mismo— de la siguiente forma: si creían en la sociedad, en
sus leyes fundamentales y en la capacidad de ellos para pertenecer a esa sociedad
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como individuos productivos que ejercen un comercio libre, debían adaptarse a las
leyes contractuales de la sociedad. Los Insomnes eran en su mayor parte yagaístas.
Ya debían saber que las cosas eran así. Y si el FBI caía sobre ellos, los tribunales y la
prensa los crucificarían.
Pero no los atraparon.
Timmy DeMarzo aún no tenía edad suficiente para pedir ayuda a través de la red
de datos y ellos se enteraron de su situación a través de un explorador automático de
los archivos policiales que Kevin manejaba a través de su empresa. Secuestraron al
niño en el patio de su casa de Wichita. El último año había vivido en un remolque
aislado de Dakota del Norte. Pero ningún sitio era demasiado aislado para un módem.
Se ocupaba de él una madre adoptiva legalmente intachable que había vivido allí toda
su vida. Ésta era prima segunda de un Insomne, una mujer alegre con mejor cerebro
de lo que su aspecto indicaba. Era yagaísta. En el banco de datos no aparecía ningún
archivo que revelara la existencia del niño; tampoco existían archivos en Hacienda, ni
en ninguna escuela, ni siquiera en las fichas informatizadas del supermercado local.
Los alimentos del niño eran cargados mensualmente en un camión propiedad de un
Insomne de State College, en Pensilvania. Del total de 3.428 Insomnes nacidos en
Estados Unidos, sólo diez miembros del Grupo estaban enterados del secuestro. Del
total, 2.691 formaban parte del Grupo a través de la red. Otros 701 eran demasiado
jóvenes para usar un módem. Sólo 36 Insomnes, por diversas razones, no formaban
parte del Grupo.
El secuestro había sido organizado por Tony Indivino.
—Es de Tony de quien quería hablarte —le dijo Kevin a Leisha—. Ha vuelto a
empezar. Esta vez va en serio. Está comprando tierras.
Ella dobló el periódico hasta reducirlo a un tamaño pequeño y lo dejó sobre la
mesa.
—¿Dónde?
—En los Montes Allegheny. Al sur del estado de Nueva York.
Muchas tierras. Está abriendo caminos, y en primavera levantará los primeros
edificios.
—¿Jennifer Sharifi aún lo financia? —Habían pasado seis años desde que habían
tomado el interleukin en el bosque, pero Leisha recordaba aquella noche con toda
nitidez, y a Jennifer Sharifi también.
—Sí. Ella tiene dinero de sobra. Tony empieza a encontrar seguidores, Leisha.
—Lo sé.
—Llámalo.
—Lo haré. Manténme informada de la situación de Stella.
Trabajó hasta medianoche en Law Review y estuvo preparando sus clases hasta
las cuatro de la mañana. Entre las cuatro y las cinco se ocupó de los asuntos legales
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del Grupo. A las cinco de la madrugada llamó a Tony, que aún se encontraba en
Chicago. Él había terminado la escuela secundaria, había cursado un semestre en el
noroeste y durante las vacaciones de Navidad finalmente se había enfrentado a su
madre por obligarlo a vivir como un Durmiente. En opinión de Leisha, el
enfrentamiento nunca había concluido.
—¿Tony? Soy Leisha.
—La respuesta es sí, sí, no y vete al infierno.
Leisha apretó los dientes.
—Fantástico. Ahora dime cuáles son las preguntas.
—¿Hablas realmente en serio con respecto a aislar a los Insomnes en una
sociedad autosuficiente? ¿Jennifer Sharifi está dispuesta a financiar un proyecto de la
magnitud de una pequeña ciudad? ¿No te parece que es una trampa después de todo
lo que puede lograrse con la paciente integración del Grupo a la sociedad? ¿Qué me
dices de las contradicciones de vivir en una ciudad limitada y seguir comerciando con
el Exterior?
—Yo jamás te diría que te fueras al infierno.
—Me alegro por ti —repuso Tony. Un instante después añadió—: Lo siento. Es
una frase digna de ellos.
—No es bueno para nosotros, Tony.
—Gracias por no decirme que no voy a lograrlo.
Leisha se preguntó si él lo lograría. —No somos una especie separada, Tony.
—Eso díselo a los Durmientes.
—Exageras. Hay gente que odia, siempre la habrá, pero renunciar…
—No estamos renunciando. Cualquier cosa que creemos podrá ser intercambiada
libremente: software, hardware, novelas, información, teorías, asesoramiento legal.
Podemos entrar y salir. Pero tendremos un lugar seguro al cual volver. Sin los
parásitos que piensan que les debemos la sangre porque somos mejores que ellos.
—No se trata de deber.
—¿De veras? —dijo Tony—. Acabemos con esto, Leisha. Definitivamente. Tú
eres una yagaísta… ¿En qué crees?
—Tony…
—Hazlo —declaró Tony, y en su voz Leisha oyó al jovencito de catorce años que
Richard le había presentado. Al mismo tiempo vio el rostro de su padre: no como era
ahora, después de la operación de corazón, sino como había sido cuando ella era una
niña, mientras la sentaba en sus rodillas y le explicaba que ella era especial.
—Creo en el intercambio voluntario que es mutuamente beneficioso. En que la
dignidad espiritual surge de construir la propia vida sobre el propio esfuerzo, y de
intercambiar los resultados de esos esfuerzos en la cooperación mutua con toda la
sociedad. En que el símbolo de esto es el contrato. Y en que nos necesitamos
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mutuamente para lograr el más amplio y beneficioso intercambio.
—Fantástico —espetó Tony—. ¿Y qué me dices de los mendigos en España?
—¿Los qué?
—Caminas por una calle de un país pobre como España y encuentras un mendigo.
¿Le das un dólar?
—Es probable.
—¿Por qué? Él no está intercambiando nada contigo. No tiene nada para
intercambiar.
—Lo sé. Por amabilidad. Por compasión.
—Ves seis mendigos. ¿Les das a todos ellos un dólar?
—Es probable —repuso Leisha.
—Sin duda. Ves cien mendigos y no tienes el dinero que tiene
Leisha Camden. ¿Les das un dólar a cada uno?
—No.
—¿Por qué no?
Leisha hizo un esfuerzo por conservar la calma. Pocas personas podían hacerle
interrumpir una comunicación de la red; Tony era una de ellas.
—Sería demasiado para mis propios recursos. Mi vida se basa en los recursos que
obtengo.
—Correcto. Ahora piensa esto. En el Biotech Institute, donde tú y yo empezamos,
querida pseudohermana, ayer mismo la doctora Melling…
—¿Quién?
—La doctora Susan Melling. Cielos, lo había olvidado por completo. ¡Ella estuvo
casada con tu padre!
—La perdí completamente de vista —dijo Leisha—. No sabía que había
reanudado las investigaciones. Alice me dijo una vez… No importa. ¿Qué ocurre en
Biotech?
—Dos temas cruciales, recién revelados. Carla Dutcher se ha hecho el análisis
genético del feto del primer mes. El gen del insomnio es un gen dominante. La
próxima generación del Grupo tampoco dormirá.
—Todos lo sabemos —comentó Leisha, Carla Dutcher era la primera Insomne
que quedaba embarazada en el mundo entero. Su esposo era un Durmiente—. Todo el
mundo lo esperaba.
—Pero la prensa organizará un gran escándalo con eso. Ya verás. ¡Generación de
mutantes! ¡Una nueva raza creada para dominar la próxima generación de niños!
Leisha no lo negó.
—¿Y el segundo tema?
—Es triste, Leisha. Hemos sufrido la primera muerte.
Leisha sintió un nudo en el estómago.
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—¿Quién?
—Bernie Kuhn, de Seattle. —No lo conocía—. Un accidente de automóvil.
Parece bastante claro; perdió el control en una curva pronunciada cuando le fallaron
los frenos. Sólo hacía unos pocos meses que conducía. Tenia diecisiete años. Pero lo
importante aquí es que sus padres han donado su cerebro y el resto de su cuerpo al
Biotech Institute y al Departamento de Patología de la Facultad de Medicina de
Chicago, Van a descuartizarlo para estudiar atentamente lo que el insomnio
prolongado produce en el cuerpo y en el cerebro.
—Está bien —opinó Leisha—. Pobre chico. ¿Pero qué temes que descubran?
—No lo sé. No soy médico. Pero sea lo que fuere, si los resentidos pueden usarlo
contra nosotros, lo harán.
—Eres un paranoico, Tony.
—Imposible. Los Insomnes tenemos una personalidad más serena y más
orientada a la realidad que los demás: ¿No has leído nada sobre el tema?
—Tony…
—¿Qué me dices si caminas por esa calle de España y cien mendigos quieren un
dólar cada uno, tú se lo niegas y ellos no tienen nada para darte pero están tan
corroídos por la ira que les provoca lo que tú tienes que te derriban, te lo quitan y
luego te golpean por pura envidia y desesperación?
Leisha no respondió.
—¿Me vas a decir que ése no es un escenario humano, Leisha? ¿Que nunca
ocurre?
—Ocurre —reconoció Leisha—, pero no con tanta frecuencia.
—Tonterías. Lee un poco más. Lee más los periódicos. No obstante, la cuestión
es: ¿entonces qué les debes a los mendigos? ¿Qué hace un buen yagaísta que cree en
los contratos mutuamente beneficiosos con la gente que no tiene nada para
intercambiar y sólo puede Lomar?
—No estás…
—¿Qué, Leisha? Dime lo más objetivamente que puedas, ¿qué les debemos a los
improductivos necesitados?
—Lo que te dije antes. Amabilidad. Compasión.
—¿Aunque ellos no tengan nada para darte a cambio? ¿Por qué?
—Porque… —Se interrumpió.
—¿Por qué? ¿Por qué los seres humanos respetuosos de la ley y productivos le
deben algo a aquellos que no producen nada ni respetan las leyes justas? ¿Qué
justificación filosófica, económica o espiritual existe para deberles algo? Sé todo lo
honesta que sé que eres.
Leisha acomodó la cabeza entre las rodillas; La pregunta la desconcertaba, pero
no intentó eludirla.
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—No lo sé. Sólo sé que se lo debemos.
—¿Por qué?
Leisha no respondió. Un instante después, Tony habló. El tono de desafío
intelectual había desaparecido de su voz. Casi con ternura dijo:
—Ven esta primavera y verás el emplazamiento de Sanctuary. Para entonces ya se
habrán empezado a construir los edificios.
—No —repuso Leisha.
—Me gustaría que lo vieras.
—No. Un aislamiento armado no es la solución.
—Los mendigos se están poniendo desagradables, Leisha. A medida que los
Insomnes se enriquecen. Y no me refiero al dinero.
—Tony… —dijo Leisha y se interrumpió. No se le ocurrió qué decir.
—No recorras demasiadas calles armada sólo con el recuerdo de Kenzo Yagai.
En marzo, un marzo de un frío glacial, con un viento que recorrió todo el río
Charles, Richard Keller llegó a Cambridge. Hacía tres años que Leisha no lo veía. Él
no le comunicó su llegada a través de Groupnet. Leisha subió a toda prisa hacia su
casa, tapada hasta los ojos con una bufanda de lana roja para protegerse de la fría
nieve y lo encontró en la entrada. Detrás de Leisha, el guardaespaldas adoptó una
actitud de alerta.
—¡Richard! Está bien, Bruce, es un viejo amigo.
—Hola, Leisha.
Se le veía más corpulento, con unas espaldas que ella no reconoció. Pero la cara
era la de Richard, más grande pero igual que siempre: cejas gruesas, pelo oscuro
desgreñado. Se había dejado la barba.
—Estás hermosa —le dijo.
Entraron; ella le sirvió una taza de café.
—¿Has venido por trabajo? —Gracias a Groupnet se había enterado de que
Richard había concluido el máster y había hecho un notable trabajo sobre biología
marina en el Caribe, pero lo había dejado hacía un año y había desaparecido de la red.
—No. Por placer. —De repente sonrió con esa vieja expresión que iluminaba su
rostro moreno—. Casi me olvidé de eso durante mucho tiempo. Satisfacción, sí.
Todos sentimos la satisfacción que surge del trabajo bien hecho. Pero ¿y el placer?
¿Los antojos? ¿Los caprichos? ¿Cuándo fue la última vez que hiciste una tontería,
Leisha?
Ella sonrió.
—Comí caramelo de algodón en la ducha.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Para ver si se disolvía y formaba dibujos pegajosos y rosados.
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—¿Y los hizo?
—Sí. Y muy bonitos.
—¿Y ésa fue la última tontería que hiciste? ¿Cuándo?
—El verano pasado —dijo Leisha, riendo.
—Bueno, la mía hace menos tiempo. La estoy haciendo. Estoy en Bostan sin más
motivo que el placer espontáneo de verte.
Leisha dejó de reír.
—Ése es un tono muy intenso para un placer espontáneo, Richard.
—Sí —dijo él en tono intenso. Ella volvió a reír. Él no.
—He estado en India, Leisha. Y en China y en África. Pensando. Mirando.
Primero viajé como un Durmiente, para no llamar la atención. Luego me propuse
encontrar a los Insomnes de India y China. Hay muy pocos, ya sabes, cuyos padres
estuvieron dispuestos a venir aquí a hacer la operación. Son bastante bien aceptados y
los dejan en paz. Intenté descifrar por qué países desesperadamente pobres… aunque
según nuestros criterios: allí la energía Y es accesible sólo en las grandes ciudades…
por qué no tienen problemas en aceptar la superioridad de los Insomnes, mientras los
norteamericanos, que gozan de la mayor prosperidad de toda su historia, acumulan
cada vez más resentimiento.
—¿Lo averiguaste? —preguntó Leisha.
—No. Pero me enteré de otra cosa al observar todas esas comunas, pueblos y
kampongs. Somos demasiado individualistas.
Leisha se sintió decepcionada. Recordó el rostro de su padre: La excelencia es lo
que cuenta, Leisha. La excelencia basada en el esfuerzo individual… Se estiró para
coger la taza de Richard.
—¿Más café?
Él la cogió de la muñeca y la miró a los ojos.
—No me interpretes mal, Leisha. No estoy hablando de trabajo. Somos
demasiado individualistas en las demás cosas de la vida. Demasiado racionales
emocionalmente. Demasiado solitarios. El aislamiento mata más que el libre fluir de
las ideas. Mata la alegría.
No le soltó la muñeca. Ella lo miró a los ojos, los miró más profundamente de lo
que nunca lo había hecho. Fue como mirar el pozo de una mina, una sensación de
vértigo y temor, como si supiera que en el fondo podía encontrar oro u oscuridad. O
ambas cosas.
—¿Stewart? —preguntó Richard con voz queda.
—Se marchó hace mucho tiempo. Con una estudiante. —Su voz no parecía la de
Leisha.
—¿Kevin?
—No, nunca… sólo somos amigos.
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—No estaba seguro. ¿Alguien más?
—No.
Él le soltó la muñeca. Leisha lo miró con timidez. De pronto él se echó a reír.
—Alegría, Leisha.
Un eco sonó en la mente de ella, pero no pudo reconocerlo, y enseguida
desapareció y ella también rió. Fue una carcajada etérea y escarchada, de caramelo de
algodón rosado en pleno verano.
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muriendo, Leisha.
Nadie lo contradijo. Leisha, que conocía el respeto de su padre por los hechos,
guardó silencio. Se le encogió el corazón.
—John Jaworski tiene mi testamento. Ninguna de vosotras puede alterarlo. Pero
quería deciros personalmente lo que encontraréis en él. En los últimos años he estado
vendiendo, liquidando. Ahora la mayoría de mis acciones están disponibles. He
dejado la décima parte a Alice, la décima parte a Susan, la décima parte a Elizabeth y
el resto a ti, Leisha, porque tú eres la única que posee la habilidad individual
necesaria para usar el dinero en todo su potencial para lograr algo.
Leisha miró a Alice con ojos desorbitados; Alice le dedicó una mirada extraña y
remota.
—¿Elizabeth? ¿Mi madre? ¿Está viva?
—Sí —respondió Camden.
—¡Me dijiste que estaba muerta! ¡Hace muchos años!
—Sí. Pensé que para ti era mejor así. A ella no le gustaba cómo eras, estaba
celosa de lo que podías llegar a ser. Y no tenía nada para darte. Sólo te habría causado
un daño emocional.
Mendigos en España…
—Te equivocaste, papá. Te equivocaste. Ella es mi madre… —No pudo concluir
la frase.
Camden no se inmutó.
—Creo que no me equivoqué. Pero ahora eres adulta. Puedes verla, si quieres.
Siguió mirándola con sus ojos brillantes y hundidos mientras Leisha sentía que el
aire se volvía pesado e insoportable. Su padre le había mentido. Susan la miró
atentamente y en su boca se dibujó una débil sonrisa. ¿Estaba contenta de que
Camden hubiera quedado desprestigiado a los ojos de su hija? ¿Tan celosa había
estado de la relación que ellos tenían, de Leisha…?
Estaba pensando como Tony.
Esa idea la serenó un poco. Pero siguió mirando a Camden, que la observaba con
expresión implacable e inconmovible, convencido incluso en su lecho de muerte de
que tenía razón.
Alice la tomó del brazo. Su voz sonó tan suave que nadie, salvo Leisha, pudo
oírla.
—Ahora déjalo hablar, Leisha. Después te sentirás bien.
Alice había dejado a su hijo en California con Beck Watrous, con quien se había
casado hacía dos años, un contratista de obras al que había conocido mientras
trabajaba de camarera en un balneario de Artificial Islands. Beck había dado su
apellido a Jordan, el hijo de Alice.
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—Antes de que apareciera Beck pasé una época realmente mala —comentó
Alice, aún en tono distante—. ¿Sabes? Cuando estaba embarazada solía soñar que
Jordan sería un Insomne. Como tú. Todas las noches soñaba eso, y todas las mañanas
me despertaba con náuseas pensando que tendría un bebé que sólo sería un estúpido
como yo. Me quedé con Ed en los Montes Apalaches, ¿recuerdas? Donde fuiste a
visitarme una vez. Estuve con él dos años más. Cuando me golpeaba, me alegraba.
Me habría gustado que papá lo hubiese visto. Al menos Ed me tocaba.
A Leisha se le hizo un nudo en la garganta.
—Finalmente me largué porque tenía miedo por Jordan. Me fui a California y
durante un año no hice nada más que comer. Llegué a pesar noventa y cinco kilos. —
Según el cálculo de Leisha, Alice no llegaba al metro sesenta y tres—. Después
regresé para ver a mamá.
—No me lo dijiste —le reprochó Leisha—. Sabías que estaba viva y no me lo
dijiste.
—La tienen la mitad del tiempo en un tanque para desintoxicarla —comentó
Alice con brutal simplicidad—. No te vería aunque tú lo quisieras. Pero a mí me vio,
se echó en mis brazos y empezó a decir que yo era su «verdadera» hija y me vomitó
en el vestido. Me aparté de ella, me miré el vestido y supe que no se podía hacer nada
más que vomitar sobre él: era horrible. Deliberadamente horrible. Empezó a gritar
que papá había arruinado su vida, y la mía, y todo por ti. ¿Y sabes qué hice?
—¿Qué? —preguntó Leisha con voz temblorosa.
—Regresé a casa, quemé toda mi ropa, conseguí un trabajo, empecé a estudiar en
la facultad, perdí veinticinco kilos y puse a Jordan bajo tratamiento de ludoterapia.
Las dos hermanas guardaron silencio. Al otro lado de la ventana, el lago estaba
oscuro, no se veía la luna ni las estrellas. Fue Leisha quien de repente se estremeció y
Alice quien le palmeó el hombro.
—Cuéntame… —Leisha no sabía qué quería que le contara; sólo sabía que
deseaba oír la voz de Alice en la penumbra, tal como era ahora, amable y distante, sin
más rencor por la dañina existencia de ella. Leisha había hecho daño por el solo
hecho de existir—. Háblame de Jordan. ¿Ya tiene cinco años? ¿Cómo es?
Alice se volvió y miró a Leisha a los ojos.
—Es un niño feliz y corriente. Absolutamente corriente.
Camden murió una semana más tarde. Después del funeral, Leisha intentó ver a
su madre en el Brookfield Drug and Alcohol Abuse Center. Le dijeron que Elizabeth
Camden no veía a nadie salvo a su única hija, Alice Camden Watrous.
Susan Melling, vestida de negro, llevó a Leisha en coche hasta el aeropuerto.
Susan habló con habilidad y determinación de los estudios de Leisha, de Harvard, de
la Law Review. Leisha respondía con monosílabos pero Susan insistió con preguntas,
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esperando serenamente las respuestas. ¿Cuándo haría Leisha sus exámenes finales?
¿Dónde haría sus entrevistas de trabajo? Poco a poco Leisha empezó a perder el
mutismo que la había dominado desde que el ataúd de su padre quedara cubierto por
la tierra. Se dio cuenta de que las insistentes preguntas de Susan revelaban
amabilidad.
—Sacrificó a mucha gente —dijo Leisha de pronto.
—A mí no —señaló Susan—. Sólo durante un tiempo, cuando renuncié a mi
trabajo para hacer el suyo. Roger no respetaba demasiado el sacrificio.
—¿Estaba equivocado? —preguntó Leisha con una desesperación que no
pretendía mostrar.
Susan sonrió con tristeza.
—No. No estaba equivocado. Yo nunca tendría que haber abandonado mi
investigación. Después me llevó mucho tiempo volver a ser la misma de antes.
Eso es lo que él le hace a la gente. Las palabras retumbaron en la mente de
Leisha. ¿Las había dicho Susan? ¿O Alice? Por primera vez no pudo recordar algo
claramente. Imaginó a su padre en el antiguo invernadero, ahora vacío, colocando en
los tiestos las flores exóticas que había amado.
Se sintió cansada. Era fatiga muscular causada por la tensión, se recuperaría con
veinte minutos de descanso. Los ojos le ardían a causa de las lágrimas, a las que no
estaba acostumbrada. Echó la cabeza hacia atrás contra el respaldo y cerró los ojos.
Susan entró con el coche en el aparcamiento del aeropuerto y apagó el motor.
—Quiero decirte algo, Leisha.
Ella abrió los ojos.
—¿Se trata del testamento?
Susan sonrió con expresión tensa.
—No. Tú no tienes problemas con la partición de bienes, ¿verdad? Te parece
razonable. Pero no se trata de eso. El equipo de investigación del Biotech Institute y
la Facultad de Medicina de Chicago han concluido el análisis del cerebro de Bernie
Kuhn.
Leisha miró a Susan y se sorprendió por la complejidad de la expresión de Susan.
Revelaba determinación, satisfacción e ira, y algo que Leisha no pudo descifrar.
—Vamos a publicarlo la semana próxima en el New Journal of Medicine —
comentó Susan—. La seguridad ha sido increíblemente estricta, no se ha filtrado nada
a la prensa. Pero quiero decirte yo misma lo que descubrimos. Para que estés
preparada.
—Adelante —la apremió Leisha. Sintió una opresión en el pecho.
—¿Recuerdas cuando tú y los demás Insomnes tomasteis interleukin-1 para ver lo
que era dormir? Tú tenías dieciséis años.
—¿Cómo lo supiste?
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—Todos vosotros erais vigilados más de cerca de lo que imaginas. ¿Recuerdas el
dolor de cabeza que tuviste?
—Sí. —Ella y Richard, Tony, Carol, Brad y Jeanine… Después de ser rechazada
por el Comité Olímpico, Jeanine no había vuelto a patinar. Trabajaba como maestra
jardinera en Butte, Montana.
—De lo que te quiero hablar es del interleukin-l. Al menos en parte. Es una de las
muchas sustancias que ayudan al sistema inmunológico. Estimulan la producción de
anticuerpos, la actividad de los glóbulos blancos, y una serie de otros elementos
favorecedores de la inmunidad. Las personas normales liberan gran cantidad de IL-1
durante el sueño de onda lenta. Eso significa que ellos, nosotros, creamos estímulos
para el sistema inmunológico mientras dormimos. Una de las preguntas que los
investigadores nos planteamos hace veintiocho años fue: ¿los niños Insomnes que no
tienen esas cantidades de IL-1 enfermarán más a menudo?
—Yo nunca estuve enferma —comentó Leisha.
—Sí, lo estuviste. Tuviste varicela y tres resfriados sin importancia a los cuatro
años —dijo Susan con precisión—. Pero en general erais todos muy sanos. De modo
que a los investigadores nos quedó la teoría alternativa de la estimulación del sistema
inmunológico durante el sueño: que el estallido de la actividad inmunológica existía
como contrapartida a una mayor vulnerabilidad del organismo que duerme a la
enfermedad, probablemente en cierto modo relacionada con los cambios de la
temperatura corporal durante el sueño REM. En otras palabras, el sueño hacía que
pirógenos endógenos como el IL-1 contraatacaran. El sueño era el problema y la
estimulación del sistema inmunológico, la solución. Sin sueño no habría problema.
¿Me sigues?
—Sí.
—Claro que me sigues. Qué pregunta tan estúpida. —Susan se apartó el pelo de
la cara. Las canas empezaban a cubrirle las sienes y debajo de la oreja derecha tenía
una diminuta mancha de las que aparecen con la edad—. A lo largo de los años
acumulamos miles, tal vez cientos de miles de tomografías por emisión de un fotón
de vuestros cerebros, además de infinidad de electroencefalogramas, muestras de
líquido cefalorraquídeo, y todo lo demás. Pero no podíamos ver realmente el interior
de vuestro cerebro, ni saber lo que ocurría en él. Hasta que Bernie Kuhn chocó contra
ese muro.
—Susan —la interrumpió Leisha—, dímelo directamente. Sin más rodeos.
—No vais a envejecer.
—¿Qué?
—Bueno, estéticamente quedaréis un poco caídos, tal vez, debido a la gravedad.
Pero la ausencia de péptidos del sueño y todo lo demás afecta al sistema
inmunológico y al de restauración de los tejidos de una forma que no comprendemos.
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Bernie Kuhn tenía un hígado perfecto, pulmones perfectos, corazón perfecto,
ganglios linfáticos perfectos, páncreas perfecto y médula perfecta. No sólo sanos y
jóvenes, sino perfectos. Existe una estimulación de la regeneración de los tejidos que
deriva claramente del trabajo del sistema inmunológico, pero es radicalmente
diferente de todo lo imaginado. Los órganos no muestran desgaste ni daño alguno, ni
siquiera la mínima cantidad que se espera en una persona de diecisiete años. Se
reparan solos, perfectamente, una y otra vez.
—¿Durante cuánto tiempo? —susurró Leisha.
—¿Quién puede saberlo? Bernie Kuhn era joven. Es posible que exista un
mecanismo compensador que interrumpa todo el proceso en algún momento y
simplemente os derrumbéis, como una maldita galería de retratos de Dorian Gray.
Pero no lo creo. Tampoco creo que pueda prolongarse eternamente; ninguna
regeneración de tejidos puede lograr eso. Pero será durante mucho, mucho tiempo.
Leisha contempló los reflejos del limpiaparabrisas. Imaginó el rostro de su padre
envuelto en el raso azul del ataúd, rodeado de rosas blancas. Su corazón, no
regenerado, había fallado.
—Lo que ocurrirá en el futuro es pura especulación. Sabemos que las estructuras
de péptidos que crean la presión que provoca el sueño en la gente normal se parecen a
los componentes de las paredes celulares bacterianas. Tal vez existe una relación
entre el sueño y la receptividad patógena. No lo sabemos. Pero la ignorancia no
detiene a los periódicos sensacionalistas. Quiero prepararte porque van a llamaros
superhombres, homo perfectus, y quién sabe cuántas cosas más. Inmortales.
Ambas permanecieron en silencio. Finalmente Leisha dijo:
—Voy a decírselo a los demás. Mediante nuestra red. No te preocupes por la
seguridad; la diseñó Kevin Baker; nadie sabe nada que nosotros no deseemos que se
sepa.
—¿Ya estáis tan bien organizados?
—Sí.
Susan hizo una mueca y apartó la mirada.
—Será mejor que entremos. Vas a perder tu vuelo.
—Susan…
—¿Qué?
—Gracias.
—No es nada —repuso Susan, y Leisha percibió en aquella voz lo que había visto
en la expresión de la mujer y no había podido descifrar: melancolía.
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su mente no la escuchaba.
—La veo muy sonriente —comentó el hombre que iba sentado junto a ella en
primera clase, un hombre de negocios que no la reconoció—. ¿Viene de una fiesta en
Chicago?
—No. Vengo de un funeral.
El hombre pareció sorprendido y luego disgustado. Leisha miró por la ventanilla:
ríos como microcircuitos, campos como fichas en blanco. Y en el horizonte
algodonosas nubes blancas como masas de flores exóticas, capullos en un
invernadero lleno de luz.
La carta no era más gruesa que cualquier otra escrita en papel, pero la
correspondencia escrita a mano era tan poco frecuente que Richard se puso nervioso.
—Podría tener un explosivo.
Leisha miró la carta que estaba en el anaquel del vestíbulo. SEÑORITA LIESHA
CAMDEN. El nombre estaba escrito en mayúsculas y tenía una falta de ortografía.
—Parece la letra de un niño —comentó.
Richard estaba con la cabeza baja y las piernas separadas. Su expresión revelaba
cansancio.
—Tal vez es algo deliberado para que parezca de un niño. Pudieron haber
pensado que tú estarías más desprevenida si veías la letra de un niño.
—¿Quiénes? Richard, ¿tan paranoico estás?
La pregunta no le molestó.
—Sí. Por ahora.
Una semana antes, el New England Journal of Medicine había publicado el
cuidadoso y sobrio artículo de Susan. Una hora más tarde, el informativo y las redes
de noticias habían empezado a hacer especulaciones, a crear expectación, agravios y
temor. Leisha, Richard y los demás Insomnes de Groupnet habían rastreado y
clasificado los cuatro componentes, buscando una reacción dominante: especulación
(«Los Insomnes pueden vivir durante siglos, y esto podría provocar los siguientes
incidentes…»), expectación («Si un Insomne se casa sólo con Durmientes, tal vez
viva lo suficiente para tener una docena de mujeres y varias docenas de hijos, una
familia desconcertante…»), agravios («Manipular las leyes de la naturaleza sólo ha
colocado entre nosotros personas artificiales que vivirán con la injusta ventaja del
tiempo: tiempo para acumular más parientes, más poder, más propiedades de las que
cualquiera de nosotros podría imaginar…») y temor («¿Cuánto falta para que la
Superraza nos domine?»).
—Todo es miedo, de una u otra clase —dijo finalmente Carolyn Rizzolo, y
Groupnet interrumpió el seguimiento.
Leisha estaba concentrada en sus exámenes finales del último año de la carrera de
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derecho. Los comentarios la siguieron hasta el campus, por los pasillos y dentro del
aula; todos los días los olvidaba debido a las agotadoras sesiones de exámenes en las
que todos los alumnos quedaban reducidos a la misma categoría de aspirantes a la
grandiosa universidad. Después, transitoriamente agotada, caminaba en silencio para
volver a casa, junto a Richard y Groupnet, consciente de las miradas de la gente por
la calle, consciente de la presencia del guardaespaldas que caminaba entre ella y los
demás.
—Todo se calmará —opinó Leisha. Richard no respondió.
La ciudad de Salt Springs, en Texas, aprobó una ordenanza local que establecía
que ningún Insomne podía obtener una licencia de licores, basándose en que los
estatutos de los derechos civiles se fundamentaban en la cláusula de la Declaración de
Independencia según la cual «todos los hombres fueron creados iguales», y
evidentemente los Insomnes no estaban incluidos. No había ningún Insomne en un
radio de más de cien kilómetros de Salt Springs, y en los diez últimos años nadie
había solicitado una licencia de licores; pero la noticia fue recogida por United Press
y por Datanet News, y al cabo de veinticuatro horas aparecieron en todo el país
editoriales acalorados que tomaban partido en ambos sentidos.
Se aprobaron más ordenanzas locales. En Pollux, Pensilvania, a los Insomnes se
les podía negar el acceso a un apartamento de alquiler sobre la base de que su
prolongada vigilia aumentaría el desgaste de la propiedad y las facturas de servicios.
En Cranston Estates, California, se prohibió a los Insomnes tener empresas que
operaran las veinticuatro horas: «competencia desleal». El condado de Iroquois, en
Nueva York, les impidió formar parte de los jurados argumentando que un jurado en
el que participaran Insomnes, que tenían una idea desvirtuada del tiempo, no
constituía un «jurado de iguales».
—Todos esos estatutos serán rechazados en los tribunales superiores —afirmó
Leisha—. ¡Pero santo cielo! ¡Qué despilfarro de dinero y qué pérdida de tiempo
supondría! —una parte de su mente notó que hablaba en el mismo tono de Roger
Camden.
El estado de Georgia, en el que algunos actos sexuales entre adultos aún eran un
crimen, convirtió el acto sexual entre un Insomne y un Durmiente en un delito de
tercer grado y lo calificó de bestialismo.
Kevin Baker había diseñado un software que recorría las redes de noticias a toda
velocidad, transmitía todos los casos de discriminación o ataques a Insomnes y los
clasificaba por tipos. Los archivos se podían consultar a través de Groupnet. Leisha
los recorrió y luego llamó a Kevin.
—¿No puedes crear un programa paralelo para captar los artículos en defensa
nuestra? Estamos obteniendo una imagen desvirtuada de la situación.
—Tienes razón —admitió Kevin, un poco sorprendido—. No lo había pensado.
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—Piénsalo —dijo Leisha en tono frío. Richard la observó pero no dijo nada.
Leisha estaba muy preocupada por lo que ocurría con los niños Insomnes.
Discriminación en las escuelas, malos tratos verbales por parte de sus hermanos,
agresiones por parte de los camorristas del vecindario, confuso resentimiento de los
padres que habían querido tener un hijo excepcional pero no habían contado con que
viviera varios siglos. La junta escolar de Cold River, en Iowa, votó a favor de
eliminar a los niños Insomnes de las aulas convencionales porque su aprendizaje
acelerado «creaba sentimientos de inadecuación en los demás, interfiriendo en su
educación». La junta cedía fondos para que los Insomnes tuvieran profesores en su
domicilio, pero no hubo ningún voluntario en el cuerpo de profesores. Leisha empezó
a pasar mucho tiempo hablando con los chicos en Groupnet; hablaba con ellos toda la
noche mientras estudiaba para sus exámenes finales de julio.
Stella Bevington dejó de usar su módem.
El segundo programa de Kevin catalogaba los editoriales que reclamaban justicia
para los Insomnes. La junta escolar de Denver reservó fondos para un programa en el
que los niños dotados, incluidos los Insomnes, podían usar su talento y formar
equipos de trabajo para entrenar a otros niños más pequeños. Rive Beau, en
Louisiana, eligió a la Insomne Danielle du Cherney para el ayuntamiento, aunque
Danielle sólo tenía veintidós años y técnicamente era demasiado joven para ocupar el
cargo de concejal. La prestigiosa firma de investigación médica de Halley-Hall dio
gran difusión a la contratación de Christopher Amren, un Insomne que ostentaba el
título de doctor en física celular.
Dora Clarq, una Insomne de Dallas, abrió una carta dirigida a ella y un explosivo
plástico le arrancó el brazo.
Leisha y Richard observaron el sobre que estaba en el anaquel del vestíbulo. El
papel era grueso, de color crema, pero barato; elaborado con papel de periódico
teñido con los matices del papel vitela. No había remite. Richard llamó a Liz Bishop,
una Insomne de Michigan especializada en justicia criminal. Nunca había hablado
con Liz, y Leisha tampoco, pero ella apareció en Groupnet de inmediato y les dijo
cómo debían abrir la carta. O, si lo preferían, se trasladaría hasta allí y lo haría
personalmente. Richard y Leisha siguieron las instrucciones para que la posible
detonación se produjera en el sótano de la casa. Pero no hubo explosión. Cuando
abrieron el sobre sacaron la carta y la leyeron:
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lo siento, pero yo también tengo que vivir.
Bruce
—No sé si reír o llorar —dijo Leisha—. Conseguimos todo este equipo, nos
pasamos horas con todo esto para que el explosivo no estalle…
—En realidad no tenía mucho más que hacer —comentó Richard. Desde que
había comenzado la oleada de sentimientos contrarios a los Insomnes, todos los
clientes a los que ofrecía asesoramiento, salvo dos, vulnerables a las fluctuaciones del
mercado y a la opinión pública, habían prescindido de sus servicios.
Groupnet, aún conectado en el terminal de Leisha, emitió una aguda señal de
emergencia. Ella se acercó. Era Tony Indivino.
—Leisha, necesito tu ayuda legal, si estás dispuesta a dármela. En Sanctuary
están intentando rechazarme. Por favor, ven a verme.
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—A finales del año próximo tendremos dieciocho médicos diplomados, y cuatro
de ellos están pensando en venir aquí. La mayor parte de los alimentos vendrán del
exterior, por supuesto. Lo mismo que los puestos de trabajo de la mayoría de la gente,
aunque muchos se harán desde aquí, a través de redes de datos. No vamos a aislarnos
del mundo, sólo a crear un lugar seguro desde el cual establecer intercambios con él.
—Leisha no respondió.
Además de las instalaciones esenciales, sustentadas con energía Y, lo que más le
impresionó fue la planificación del aspecto humano. Tony había entusiasmado a los
Insomnes de casi todos los campos con los que necesitarían contar para cuidarse y
tratar con el mundo exterior.
—Los abogados y los contables son los primeros —comentó Jennifer—. Son
nuestra primera línea de defensa para protegernos. Tony reconoce que la mayor parte
de las batallas modernas por el poder se libran en los tribunales o en las salas de
juntas.
No todas. Finalmente, Jennifer les mostró los planos para la defensa física. Por
primera vez pareció un poco relajada.
Se habían hecho grandes esfuerzos por rechazar a los agresores sin hacerles daño.
La vigilancia electrónica abarcaba la totalidad de los cuatrocientos kilómetros
cuadrados que jennifer había adquirido. Algunos distritos eran más pequeños, pensó
Leisha, sorprendida. Cuando esa vigilancia fuera burlada, se activaría un campo de
energía a ochocientos metros de la puerta E, que transmitiría descargas eléctricas a
cualquiera que estuviera de pie.
—Pero sólo fuera del campo. No queremos que nuestros niños se hagan daño —
aclaró Jennifer.
La entrada de vehículos sin conductor o conducidos por robots quedaría
registrada mediante un sistema que localizaba cualquier metal en movimiento cuya
masa excediera de determinado volumen dentro de Sanctuary. Todo metal en
movimiento que no llevara un dispositivo especial diseñado por Donald Pospula, un
Insomne que había patentado importantes componentes electrónicos, resultaría
sospechoso.
—Por supuesto, no vamos a prepararnos para un ataque aéreo ni un asalto del
ejército —señaló Jennifer—. Pero no esperamos que eso ocurra. Sólo hemos previsto
acciones de personas movidas por el odio.
Leisha tocó la copia en papel de los planos de seguridad. La perturbaban.
—Si no podemos integrarnos en el mundo… El intercambio libre debería suponer
movimiento libre.
Jennifer se apresuró a decir:
—Sólo si el movimiento libre supone la existencia de mentes libres. —Al oír su
tono de voz, Leisha la miró—. Tengo que decirte algo, Leisha.
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—¿Qué?
—Tony no está aquí.
—¿Dónde está?
—En la cárcel de Cattaraugus County, en Conewango. Es verdad que tenemos
problemas limítrofes con Sanctuary. ¡Problemas limítrofes! ¡En un lugar tan aislado!
Pero se trata de otra cosa, de algo que ocurrió esta mañana. Tony fue arrestado por el
secuestro de Timmy DeMarzo.
Leisha sintió que la habitación le daba vueltas.
—¿El FBI?
—Sí.
—¿Cómo… cómo lo descubrieron?
—Un agente logró averiguarlo. No nos dijeron cómo. Tony necesita un abogado,
Leisha. Bill Thaine ya dijo que acepta el caso, pero Tony quiere que te ocupes tú.
—Jennifer… ¡no haré mis exámenes finales hasta julio!
—Tony dice que esperará. Mientras tanto, Bill actuará de abogado. ¿Aprobarás
los exámenes?
—Por supuesto. Pero ya tengo un trabajo comprometido con Morehouse,
Kennedy y Anderson, de Nueva York. —Se interrumpió. Richard la miraba
atentamente y la expresión de Jennifer era indescifrable. Leisha añadió en tono sereno
—: ¿Cómo se declarará?
—Culpable —repuso Jennifer—, con… ¿Cuál es la figura legal? ¿Circunstancias
atenuantes?
Leisha asintió. Temía que Tony quisiera declararse inocente; eso supondría más
mentiras, subterfugios, políticas desagradables. Repasó mentalmente las
circunstancias atenuantes, los precedentes, las pruebas de los precedentes… Podían
utilizar Clements contra Voy…
—En este momento Bill está en la cárcel —comentó Jennifer—. ¿Vienes
conmigo? —La pregunta era un desafío.
—Sí —respondió Leisha.
En Conewango, la sede del distrito, no les permitieron ver a Tony. William
Thaine, en calidad de abogado, podía entrar y salir libremente, pero Leisha, que
oficialmente no era abogada, no. Así se lo comunicó un funcionario de la Oficina del
Fiscal del Distrito con rostro imperturbable y escupió en el suelo cuando ellos se
volvieron para salir, aunque con esa reacción dejó una mancha en el suelo de su
propio despacho. Richard y Leisha condujeron el coche alquilado hasta el aeropuerto
para tomar el vuelo de regreso a Boston. De vuelta a casa, Richard le comunicó a
Leisha que la dejaba. Se mudaría a Sanctuary enseguida, aunque el lugar aún no
estuviera habilitado, para ayudar con la planificación y la construcción.
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Leisha permanecía la mayor parte del tiempo en su casa, estudiando intensamente
para los exámenes finales o conectándose con los niños Insomnes a través de
Groupnet. No había contratado a otro guardaespaldas para reemplazar a Bruce, por lo
que era reacia a salir; pero su desgana la hacía sentirse furiosa consigo misma. Una o
dos veces al día estudiaba las informaciones electrónicas de Kevin.
Estaban surgiendo algunas señales esperanzadoras. El New York Times publicó un
editorial, ampliamente difundido en los informativos electrónicos:
Prosperidad y odio:
Una curva lógica que sería mejor no ver
Estados Unidos nunca fue un país que diera demasiado valor a la
calma, la lógica y la racionalidad. Como pueblo hemos tenido la
tendencia a calificar estas cosas como «frías». Como pueblo hemos
tendido a admirar los sentimientos y la acción: exaltamos nuestra
historia y nuestros recuerdos; no la creación de la Constitución, sino
su defensa en Iwo Jima; no los logros intelectuales de Linus Pauling
sino la pasión heroica de Charles Lindbergh; no los inventores de los
monorraíles y los ordenadores que nos ponen en comunicación sino los
compositores de las airadas canciones de rebelión que nos dividen.
Un aspecto peculiar de este fenómeno es que se acentúa en momentos de
prosperidad. Cuanto mejor es la situación de nuestros ciudadanos, mayor
es su desprecio por el sereno razonamiento que los colocó en esa
situación, y más apasionado su desenfreno emocional. Tomemos como
ejemplo los increíbles excesos de los locos años veinte del siglo
pasado y el desprecio de los años sesenta por el orden establecido.
Tomemos como ejemplo la prosperidad sin precedentes de nuestro siglo,
promovida por la energía Y, y luego pensemos que Kenzo Yagai, salvo
para sus seguidores, fue considerado un lógico codicioso e insensible,
mientras nuestra adulación nacional se centra en el escritor neo-
nihilista Stephen Castelli, en la «sensitiva» actriz Brenda Foss y en
el temerario saltador Jim Morse Luter.
Pero mientras examinamos este fenómeno en nuestras casas provistas de
energía Y, debemos considerar sobre todo la actual profusión de
sentimientos irracionales centrados en los «Insomnes» desde la
publicación de los descubrimientos del Biotech Institute y de la
Facultad de Medicina de Chicago relacionados con la regeneración de los
tejidos de los Insomnes.
La mayoría de los Insomnes son inteligentes. La mayoría de ellos son
personas serenas, si uno define esa maliciosa palabra en el sentido de
concentrar las energías en la resolución de problemas más que en
expresar sentimientos con respecto a ellos. (Incluso Carolyn Rizzolo,
ganadora del Premio Pulitzer, nos brindó una sorprendente obra de
ideas, no de pasiones desenfrenadas.) Todos ellos muestran una
tendencia natural hacia el logro de objetivos, una tendencia estimulada
por ese tercio más de tiempo con que cuentan. Sus logros residen en su
mayor parte en campos más lógicos que emocionales: computación, leyes,
finanzas, física, investigación médica. Son racionales, ordenados,
serenos, inteligentes, alegres, jóvenes y probablemente muy longevos.
Sin embargo, en este Estados Unidos nuestro de prosperidad sin
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precedentes son cada vez más odiados.
¿Acaso el odio que hemos visto florecer tan plenamente en los últimos
meses surge realmente, como muchos afirman, de la «injusta ventaja» que
los Insomnes tienen sobre el resto de nosotros para asegurarse puestos
de trabajo, ascensos, dinero y éxito? ¿Se trata realmente de envidia
por la buena suerte de los Insomnes? ¿O deriva de algo más pernicioso,
arraigado en nuestra tradicional agresividad norteamericana, que nos
hace odiar a los lógicos, los serenos, los considerados… odiar, de
hecho, a la mente superior?
Si es así, tal vez deberíamos pensar seriamente en los fundadores de
este país: Jefferson, Washington, Paine, Adams… todos ellos habitantes
de la Era de la Razón. Estos hombres crearon nuestro ordenado y
equilibrado sistema de leyes precisamente para proteger la propiedad y
los logros creados por los esfuerzos individuales de mentes
equilibradas y racionales. Los Insomnes pueden ser nuestra prueba
interior más severa para nuestra propia creencia en la ley y el orden.
No, los Insomnes no fueron «creados iguales», pero nuestra actitud
hacia ellos debería ser examinada con un cuidado igual a nuestra más
seria jurisprudencia. Tal vez no nos guste lo que sabemos de nuestros
propios motivos, pero nuestra credibilidad como pueblo puede depender
de la racionalidad y la inteligencia del examen.
Ambas cosas han escaseado en la reacción pública del último mes a las
conclusiones de la investigación.
La ley no es teatro. Antes de redactar leyes que reflejen
sentimientos desbordados y dramáticos, debemos estar seguros de que
comprendemos cuál es la diferencia.
Leisha se cruzó de brazos mientras miraba la pantalla con una sonrisa. Llamó al
New York Times y preguntó quién había escrito ese editorial. La recepcionista, que
atendió el teléfono con voz cordial, reaccionó con brusquedad. El Times no transmitía
ese tipo de información «sin realizar antes una investigación interna».
Aquello no arruinó su buen humor. Se paseó por todo el apartamento, después de
pasar varios días sentada frente a su escritorio y a la pantalla. Aquel deleite exigía
acción física. Lavó los platos, eligió unos libros. En la distribución del mobiliario
había huecos que correspondían a las cosas que Richard se había llevado; volvió a
acomodar los muebles para llenar los huecos.
Susan Melling la llamó para comentarle el editorial del Times; hablaron
cordialmente durante unos minutos. Cuando Susan colgó, el teléfono volvió a sonar.
—¿Leisha? Tu voz es la misma de siempre. Soy Stewart Sutter.
—Stewart. —Hacía cuatro años que no lo veía. El idilio había durado dos años y
se había disuelto, no por una cuestión de sentimientos sino más bien a causa de la
presión a que los sometía el estudio. Mientras estaba de pie junto al terminal de
comunicación, escuchando su voz, Leisha volvió a sentir las manos de Stewart sobre
sus pechos en la cama de su habitación: tantos años transcurridos hasta encontrar
utilidad a una cama. Las ilusorias manos se convirtieron en las de Richard y sintió
que un dolor repentino la traspasaba.
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—Escucha —le dijo Stewart—, te llamo porque tengo una información que creo
que deberías conocer. Tus exámenes finales serán la semana próxima, ¿verdad? Y
luego tienes una posibilidad de trabajar con Morehouse, Kennedy y Anderson.
—¿Cómo sabes todo eso, Stewart?
—Chismes de pasillos. Bueno, no es así, exactamente. Pero la comunidad legal de
Nueva York es más pequeña de lo que crees. Y tú eres una figura bastante visible.
—Sí —dijo Leisha en tono neutral.
—Nadie tiene la menor duda de que serás admitida al ejercicio de la abogacía.
Pero hay algunas dudas con respecto al trabajo con Morehouse. Tienes dos socios
mayoritarios, Alan Morehouse y Seth Brown, que cambiaron de idea desde que se
armó este… jaleo. «Publicidad negativa para la empresa», «convertir la abogacía en
un circo», bla, bla, bla. Ya conoces el paño. Pero también tienes dos campeones
poderosos, Ann Carlyle y Michael Kennedy en persona. Él es un genio. De todas
formas, quería que lo supieras para que puedas evaluar exactamente la situación y
sepas con quién contar en la contienda.
—Gracias —dijo Leisha—. Stew… ¿por qué te importa si lo consigo o no? ¿Qué
significa esto para ti?
Al otro lado de la línea hubo un silencio. Luego Stewart dijo en voz muy baja:
—Aquí no todos somos imbéciles, Leisha. Quedamos algunos a los que todavía
nos importa la justicia. Y los logros.
La luz volvió a brillar en su interior, una chispa de optimismo.
Stewart añadió:
—Aquí también contáis con gran apoyo por esa estúpida disputa limítrofe de
Sanctuary. Tal vez no te des cuenta, pero es así. Lo que la gente de la Comisión de
Parques está intentando lograr es… Pero sólo los usan como fachada. Ya lo sabes. De
todas maneras, cuando el asunto llegue a los tribunales tendrás toda la ayuda que
necesites.
—Sanctuary no es un proyecto mío. En absoluto.
—¿No? Bueno, me refería también a los demás.
—Gracias. De veras. ¿Cómo van tus cosas?
—Muy bien. Ahora soy padre.
—¿De veras? ¿Varón o niña?
—Niña. Una sinvergüenza encantadora que se llama Justine y me tiene loco. Me
gustaría que alguna vez conocieras a mi esposa, Leisha.
—Encantada —respondió Leisha.
Pasó el resto de la noche estudiando para sus exámenes. La chispa seguía en su
interior. Sabía muy bien de qué se trataba: alegría.
Todo saldría bien. El contrato tácito entre ella y su sociedad —la sociedad de
Kenzo Yagai, la sociedad de Roger Camden— seguiría vigente. Con discrepancias y
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conflictos, y también con algo de odio. De pronto pensó en los mendigos de España
de Tony, furiosos con los fuertes porque ellos no lo eran. Sí, pero seguiría vigente.
Estaba convencida.
Claro que sí.
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Richard.
—Lo golpearon con un tubo de plomo hasta matarlo. Nadie sabe siquiera cómo
consiguieron el tubo. Lo golpearon en la nuca, luego lo azotaron y…
—¡Basta! —El grito de Leisha se fundió en un sollozo.
Richard la miró. A pesar de los gritos y la violencia con que le había cogido el
brazo, Leisha tuvo la confusa impresión de que él la veía realmente por primera vez.
—He venido a llevarte a Sanctuary, Leisha. Dan Jenkins y Vernon Bulriss están
afuera, en el coche. Los tres te llevaremos a rastras, si es necesario. Pero vendrás con
nosotros. Lo comprendes, ¿verdad? Aquí no estás a salvo, eres demasiado conocida y
demasiado hermosa. Eres un blanco perfecto. ¿Tendremos que obligarte? ¿O
finalmente comprendes que no te queda alternativa, que los muy cabrones no nos han
dejado más alternativa que irnos a Sanctuary?
Leisha cerró los ojos. Tony a los catorce años, en la playa. Tony, con mirada feroz
y brillante, extendiendo la mano antes que nadie para probar el interleukin-l.
Mendigos en España.
—Iré con vosotros.
Leisha nunca había sentido tanta ira, y eso la asustaba; el sentimiento surgió una y
otra vez a lo largo de toda la noche, disminuía pero seguía siendo implacable.
Mientras estaban sentados con la espalda apoyada en la biblioteca de Leisha, Richard
la estrechó entre sus brazos. Pero no le sirvió de nada. Dan y Vernon estaban en la
sala, hablando en voz baja.
A veces la ira estallaba en gritos y Leisha se escuchaba y pensaba: No te conozco.
A veces se convertía en llanto, otras en comentarios sobre Tony, sobre todos ellos. Ni
los gritos, ni el llanto ni los comentarios la aliviaron en lo más mínimo.
La planificación sí logró aliviarla un poco. En un tono frío y seco que no
reconoció, Leisha le habló a Richard del viaje que debía hacer a Chicago para cerrar
la casa. Debía ir; Alice ya estaba allí. Si Richard, Dan y Vernon la acompañaban al
avión, y Alice se reunía con ella en el lugar de destino con guardaespaldas, estaría a
salvo. Luego cambiaría el billete de regreso a Boston por otro a Conewango y viajaría
con Richard a Sanctuary.
—La gente ya está llegando —-comentó Richard—. Jennifer Sharifi lo está
organizando, untándoles la mano a los proveedores Durmientes para que no se
resistan. ¿Qué harás con esta casa, Leisha? ¿Con tus muebles, tu terminal y tu ropa?
Leisha echó un vistazo a su despacho. Libros de derecho rojos, verdes y marrones
cubrían las paredes; pero la mayoría de esa información también estaba en la red. En
el escritorio, encima de un libro, había una taza de café. Aliado de ésta, el recibo que
le había pedido al taxista esa tarde, un frívolo recuerdo del día que había aprobado
sus exámenes finales; había pensado enmarcarlo. Encima del escritorio había un
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retrato hológrafo de Kenzo Yagai.
—Que se pudra —dijo Leisha.
Richard la estrechó con más fuerza entre sus brazos.
—Nunca te había visto así —comentó Alice, abatida—. Se trata de algo más que
de vaciar la casa, ¿no es así?
—Acabemos de una vez —repuso Leisha. Sacó bruscamente un traje del armario
de su padre—. ¿Quieres algo de esto para tu esposo?
—No le serviría.
—¿Los sombreros?
—No —respondió Alice—. Leisha, ¿qué ocurre?
—¡Concentrémonos en esto! —Sacó de un tirón la ropa de los armarios de
Camden, la apiló en el suelo, garabateó en un trozo de papel las palabras SERVICIO
DE VOLUNTARIOS y lo colocó encima de la pila. Alice empezó a agregar a la pila
la ropa de la cómoda, que ya tenía pegado un papel con las palabras SUBASTA DE
BIENES.
El día anterior Alice se había ocupado de quitar todas las cortinas de la casa.
También había enrollado las alfombras. La puesta del sol teñía de rojo los suelos de
madera pelados.
—¿Qué hacemos con tu antigua habitación? —preguntó Leisha—. ¿Quieres algo
de eso?
—Ya lo he organizado —respondió Alice—. El jueves vendrá una empresa de
mudanzas.
—Perfecto. ¿Qué más?
—El invernadero. Sanderson ha estado regándolo todo, pero en realidad no sabía
cuánta agua necesitaba cada planta, así que algunas están…
—Despide a Sanderson —indicó Leisha en tono cortante—. Las plantas exóticas
se pueden morir. O podemos enviarlas a un hospital, si prefieres. Simplemente separa
las que son venenosas. Vamos, ocupémonos de la biblioteca.
Alice se sentó sobre una alfombra enrollada, en medio del dormitorio de Camden.
Se había cortado el pelo; Leisha pensó que le quedaba horrible, como si su ancho
rostro estuviera rodeado de pinchos. Además había vuelto a engordar. Empezaba a
parecerse a su madre.
—¿Recuerdas la noche en que te dije que estaba embarazada, poco antes de que te
fueras a Harvard? —preguntó Alice.
—¡Ocupémonos de la biblioteca!
—¿La recuerdas? —insistió Alice—. Por todos los santos, ¿no puedes escuchar a
alguien alguna vez, Leisha? ¿Tienes que actuar como papá a toda hora?
—¡Yo no soy papá!
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—Claro que no. Eres exactamente como él te hizo. Pero la cuestión no es ésa.
¿Recuerdas aquella noche?
Leisha pasó junto a la alfombra y salió por la puerta. Alice simplemente se quedó
sentada. Un minuto más tarde Leisha volvió a entrar.
—La recuerdo.
—Estabas a punto de llorar —dijo Alice en tono implacable y sereno—. No
recuerdo exactamente por qué. Tal vez porque yo no iba a ir a la facultad. Pero te
abracé y por primera vez en muchos años, en muchos años, Leisha, sentí que
realmente eras mi hermana. A pesar de todo… de tus paseos por los pasillos durante
toda la noche, de las ostentosas discusiones con papá, de la escuela especial y las
piernas artificialmente largas y el pelo rubio… de toda esa basura. Parecías necesitar
que yo te abrazara. Dabas la impresión de necesitarme. De necesitar.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Leisha—. ¿Que sólo puedes estar unida a
alguien si esa persona tiene problemas y te necesita? ¿Que sólo puedes ser mi
hermana si siento alguna clase de dolor, si tengo alguna llaga abierta? ¿Es ése el lazo
que creáis vosotros, los Durmientes? «Protégeme mientras estoy inconsciente, estoy
tan tullida como tú.»
—No —contestó Alice—. Estoy diciendo que tú sólo podías ser mi hermana si
sentías alguna clase de dolor.
Leisha la miró fijamente.
—Eres estúpida, Alice.
—Ya lo sé. Comparada contigo lo soy. Ya lo sé —repuso Alice.
Leisha sacudió la cabeza, furiosa. Se sentía avergonzada por lo que acababa de
decir, y sin embargo era verdad, ambas sabían que era verdad, y la ira aún la
dominaba como un vacío oscuro, sin forma y ardiente. Lo peor era la falta de forma.
Sin forma no podía haber acción; y sin acción, la ira seguía quemándola, ahogándola.
Alice añadió:
—Cuando cumplimos doce años, Susan me regaló un vestido. Tú estabas en
algún lugar, en una de esas excursiones nocturnas que tu elegante escuela especial
organizaba siempre. El vestido era de seda, de color azul celeste, con encaje
antiguo… muy hermoso. Yo estaba emocionada, no sólo porque era bonito sino
porque Susan me lo había regalado a mí, y a ti te había regalado software. El vestido
era mío. Yo pensaba que era yo misma. —En la penumbra creciente, Leisha apenas
pudo distinguir sus rasgos anchos y sencillos—. La primera vez que me lo puse, un
chico me dijo: «¿Le robaste el vestido a tu hermana, Alice? ¿Se lo robaste mientras
dormía»? Después se echó a reír como loco, que es lo que siempre hacían todos.
»Tiré el vestido a la basura. Ni siquiera se lo dije a Susan, aunque supongo que
ella lo habría comprendido. Lo tuyo era tuyo, y lo que no era tuyo también era tuyo.
Así fue como papá lo había dispuesto. Como lo había fijado en tus genes.
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—¿Tú también? —le espetó Leisha—. No eres distinta a los demás mendigos
envidiosos.
Alice se levantó de la alfombra. Lo hizo lentamente, sin prisa, y después se quitó
el polvo de la falda arrugada y alisó la tela estampada. A continuación se acercó a
Leisha y la golpeó en la boca.
—¿Ahora me ves como a una persona real? —le preguntó en tono sereno.
Leisha se llevó la mano a la boca. Le salía sangre. Sonó el teléfono, la línea
personal de Camden que no aparecía en el listín. Alice se acercó, levantó el auricular,
escuchó y se lo pasó a Leisha.
—Es para ti.
Leisha, petrificada, lo cogió.
—¿Leisha? Soy Kevin. Escucha, ha ocurrido algo. Stella Bevington me llamó.
Por teléfono, no por Groupnet; creo que sus padres le quitaron el módem. Atendí el
teléfono y ella gritó: «¡Soy Stella! Me están golpeando, él está borracho…», y
enseguida se cortó la comunicación. Randy se ha ido a Sanctuary… Demonios, todos
se han ido. Tú eres la que está más cerca de Stella, ella aún se encuentra en Skokie.
Será mejor que te acerques allí cuanto antes. ¿Tienes algún guardaespaldas de
confianza?
—Sí —dijo Leisha, aunque no era verdad. La ira finalmente tomaba forma—. Yo
lo solucionaré.
—No sé cómo la sacarás de allí —le advirtió Kevin—. Te reconocerán, saben que
ella llamó a alguien, incluso podrían haberla dejado inconsciente…
—Yo lo solucionaré —repitió Leisha.
—¿Solucionar qué? —preguntó Alice.
Leisha la miró fijamente: Aunque sabía que no debía hacerlo, dijo:
—Lo que hace tu gente. Lo que le hace a uno de los nuestros. Una criatura de
siete años a la que sus padres golpean porque es una Insomne… porque es mejor que
todos vosotros. —Bajó las escaleras corriendo, hacia el coche alquilado con el que
había llegado desde el aeropuerto.
Alice bajó corriendo tras ella.
—No cojas tu coche, Leisha. Es fácil seguirle la pista a un coche alquilado. Sube
al mío.
—Si crees que vas a… —gritó Leisha.
Alice abrió la puerta de su desvencijado Toyota, un modelo tan viejo que los
conos de energía Y no quedaban cubiertos sino colgados como mandíbulas caídas a
cada costado. Empujó a Leisha al asiento del acompañante, cerró de un portazo y se
sentó ante el volante. No le temblaron las manos.
—¿A dónde vamos?
A Leisha se le nubló la vista. Acomodó la cabeza entre las rodillas, hasta donde le
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permitió el bajo asiento del Toyota. Hacía dos días… no, tres, que no comía. Desde la
noche anterior a los exámenes. Sintió que el mareo pasaba, pero al levantar la cabeza
volvió a dominarla.
Le dio a Alice la dirección de Skokie.
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186 de protección infantil. ¡Déjeme pasar!
Con rostro aún inexpresivo, el hombre observó la enorme figura del guardia que
esperaba junto al coche.
—¿Tiene una orden de registro?
—No es necesaria una orden de registro cuando se trata de una emergencia de
prioridad uno. Si no me permite entrar, se meterá en un lío legal que jamás podría
imaginar.
Leisha apretó los labios. Nadie podía creer eso, era pura jerga burocrática…
Sintió una pulsación en el labio, donde Alice la había golpeado.
El hombre se apartó para que Alice entrara.
El guardia avanzó. Leisha vaciló pero no dijo nada. El hombre entró con Alice.
Leisha esperó, sola, en la oscuridad.
Al cabo de tres minutos salieron; el guardia llevaba una criatura en brazos. El
rostro de Alice tenía un brillo pálido bajo la luz del porche. Leisha dio un salto, abrió
la puerta del coche y ayudó al guardia a acomodar a la niña en el interior. El guardia
tenía el entrecejo arrugado, y su desconcierto se mezcló con una expresión de cautela.
—Tome —le dijo Alice—. Cien dólares extra. Para que vuelva usted solo a la
ciudad.
—Escuche… —protestó el hombre, pero cogió el dinero. Se quedó mirándolas
mientras Alice arrancaba.
—Irá directamente a la policía —comentó Leisha en tono desesperado—. Debe
hacerlo, de lo contrario pondría en peligro su pertenencia al sindicato.
—Lo sé —reconoció Alice—. Pero para entonces estaremos fuera del coche.
—¿Dónde?
—En el hospital —le informó Alice.
—Alice, no podemos… —Se interrumpió. Se volvió hacia el asiento de atrás—.
¿Stella? ¿Estás consciente?
—Sí —dijo la vocecilla.
Leisha buscó a tientas hasta que encontró la luz posterior. Stella estaba tumbada
en el asiento, con el rostro convulsionado de dolor. Se cogía el brazo izquierdo con el
derecho. En la cara tenía un único morado, encima del ojo izquierdo. Su cabellera
pelirroja estaba enredada y sucia.
—Tú eres Leisha Camden —dijo la niña, y se echó a llorar.
—Tiene el brazo roto —aclaró Alice.
—Cariño… ¿puedes…? —A Leisha se le hizo un nudo en la garganta y le resultó
difícil continuar—. ¿Puedes aguantar hasta que consigamos un médico?
—Sí —respondió Stella—. ¡Pero no me llevéis allí de vuelta!
—No lo haremos —la tranquilizó Leisha—. Nunca más. —Miró a Alice y vio el
rostro de Tony.
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Alice dijo:
—Hay un hospital público a unos quince kilómetros al sur de aquí.
—¿Cómo lo sabes?
—Estuve allí una vez. Sobredosis de droga —dijo Alice brevemente. Condujo
inclinada sobre el volante, con la expresión de alguien que reflexiona con ira. Leisha
también reflexionaba, intentando encontrar la forma de librarse de la acusación legal
de secuestro. Seguramente no podrían decir que la niña había salido voluntariamente.
Sin duda, Stella cooperaría con ellas, pero a su edad y en su estado seguramente sería
non sui juris, su palabra no tendría peso legal…
—Alice, no podemos llevarla a un hospital sin un seguro. Algo que podamos
verificar en la red.
—Escucha —dijo Alice, no a Leisha sino hacia el asiento de atrás—, esto es lo
que vamos a hacer, Stella. Les diré que eres mi hija y que te caíste de una roca
enorme a la que te subiste mientras paramos a tomar un refresco en la zona de
descanso de la carretera. Estarnos viajando de California a Filadelfia para ver a tu
abuela. Te llamas Jordan Watrous y tienes cinco años. ¿Entendido, cariño?
—Tengo siete años —la corrigió Stella—. Casi ocho.
—Eres una niña de cinco muy grande. Tu cumpleaños es el 23 de marzo. ¿Podrás
hacerlo, Stella?
—Sí —respondió la niña. Su voz sonaba más firme.
Leisha miró a Alice fijamente.
—¿Y tú podrás hacerlo?
—Claro que podré —le aseguró Alice—. Soy hija de Roger Camden.
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Leisha observó las filas de coches del aparcamiento. Un brillante y lujoso
Chrysler, una furgoneta Ikeda, una serie de Toyotas y Mercedes de clase media, un
Cadillac modelo 99 —se imaginó la cara del propietario si descubría que había
desaparecido—, diez o doce utilitarios baratos, un coche deslizador cuyo conductor
uniformado dormía ante el volante y un destartalado camión agrícola.
Leisha se acercó al camión. Ante el volante estaba sentado un hombre, fumando.
Leisha recordó a su padre.
—Hola —lo saludó.
El hombre bajó la ventanilla pero no respondió. Tenía el pelo castaño grasiento.
—¿Ve ese coche deslizador? —le preguntó Leisha. Fingió un tono de voz joven,
agudo. El hombre miró el coche con indiferencia; desde donde él estaba no se veía
que el conductor estaba dormido—. Es mi guardaespaldas. Piensa que yo estoy
dentro, como me dijo mi padre, haciéndome tratar el labio. —Sentía el labio hinchado
por el golpe de Alice.
—¿Y?
Leisha pataleó contra el suelo.
—Que no quiero estar ahí dentro. Él es un idiota y mi papá también. Quiero
largarme. Le daré cuatro mil por su camión. En efectivo.
El hombre abrió los ojos desorbitadamente. Tiró el cigarrillo y volvió a mirar el
coche deslizador. Los hombros del conductor eran anchos, y el coche estaba a una
distancia tal que habría resultado fácil oír un grito.
—Todo perfecto y legal —aclaró Leisha intentando sonreír. Le temblaban las
rodillas.
—Déjame ver el efectivo.
Leisha se apartó del camión hasta donde el hombre no pudiera verla. Cogió el
dinero de su billetero. Solía llevar encima mucho dinero en efectivo: siempre estaba
Bruce, o alguien como Bruce. Siempre había contado con seguridad.
—Baje del camión por el otro lado —sugirió Leisha—, y cierre la puerta. Deje las
llaves en el asiento, donde yo pueda verlas desde aquí. Después yo pondré el dinero
en el techo, donde usted pueda verlo.
El hombre rió; su carcajada fue como una cascada de grava.
—Una discípula de Dabney Engh, ¿eh? ¿Es eso lo que os enseñan en esos
colegios elegantes?
Leisha no tenía idea de quién era Dabney Engh. Esperó mientras veía que el
hombre intentaba encontrar una forma de burlarse de ella e intentó ocultar su desdén.
Pensó en Tony.
—De acuerdo —dijo, y bajó del camión.
—¡Coloque el seguro de la puerta!
El hombre sonrió, volvió a abrir la puerta y colocó el seguro. Leisha dejó el
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dinero en el techo, abrió bruscamente la puerta del conductor, subió, cerró la puerta y
subió la ventanilla. El hombre se echó a reír. Leisha puso la llave de contacto, hizo
arrancar el camión y condujo en dirección a la calle. Le temblaban las manos.
Rodeó el edificio dos veces, lentamente. Cuando regresó, el hombre ya no estaba
y el conductor del coche deslizador aún dormía. Había pensado que tal vez el hombre
lo despertaría, por pura maldad, pero no lo había hecho. Aparcó el camión y esperó.
Una hora y media más tarde, Alice y una enfermera salieron con Stella por la
entrada de urgencias. Leisha bajó del camión de un salto y gritó:
—¡Aquí, Alice! —Agitó ambos brazos. Estaba demasiado oscuro para ver la
expresión de Alice; Leisha abrigó la esperanza de que su hermana no se desesperara
al ver el camión destartalado y de que no le hubiera dicho a la enfermera que viajaba
en un coche rojo.
Alice dijo:
—Ésta es Julie Bergadon, una amiga que llamé mientras usted le curaba el brazo
a Jordan. —La enfermera asintió sin interés. Las dos mujeres ayudaron a Stella a
subir a la cabina del camión; no había asiento trasero. Stella tenía el brazo enyesado y
parecía estar bajo los efectos de algún sedante.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Alice mientras arrancaban.
Leisha no respondió. Estaba observando cómo aparcaba un coche deslizador de la
policía al otro lado del aparcamiento. Dos agentes bajaron y se acercaron
resueltamente al coche de Alice, aparcado bajo el arce.
—Dios mío —se lamentó Alice y por primera vez pareció asustada.
—No nos encontrarán —dijo Leisha—. No en este camión. Puedes estar segura.
—Leisha. —La voz de Alice estaba teñida de pánico—. Stella está dormida.
Leisha echó un vistazo a la niña, que estaba acurrucada contra el hombro de
Alice.
—No, no está dormida. Está inconsciente por el efecto de los sedantes.
—¿Y eso está bien? ¿Es normal? ¿Teniendo en cuenta que ella…?
—Podemos perder el conocimiento. Incluso podemos experimentar un sueño
inducido. —Tony, ella, Richard y Jeanine aquella medianoche en el bosque—. No lo
sabías, ¿verdad, Alice?
—No.
—No nos conocemos demasiado, ¿no es así?
Guardaron silencio. Finalmente Alice preguntó:
—¿A dónde vamos a llevarla, Leisha?
—No lo sé. La casa de cualquier Insomne sería el primer lugar que la policía
registraría.
—No puedes correr ese riesgo. Y menos aún tal como están las cosas —opinó
Alice. Parecía cansada—. Pero todos mis amigos están en California. No creo que
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pudiéramos llegar hasta allí con este trasto oxidado antes de que nos detuvieran.
—De todas formas no serviría.
—¿Qué hacemos?
—Déjame pensar.
En una salida de la autopista había una cabina telefónica. No estaría protegida,
como lo estaba Groupnet. ¿Estaría intervenida la línea de Kevin? Tal vez sí.
No obstante, no cabía duda de que la línea de comunicación de Sanctuary lo
estaría.
Sanctuary. Todos se trasladaban hasta allí, o ya habían llegado, había dicho
Kevin. Estarían escondidos, intentando que las Montañas Allegheny se cerraran a su
alrededor como una guarida segura. Salvo para los niños como Stella.
¿A dónde? ¿Con quién?
Leisha cerró los ojos. Los Insomnes quedaban descartados; la policía encontraría
a Stella en cuestión de horas. ¿Y Susan Melling? Aunque ella había sido la madrastra
de Alice, y era cobeneficiaria del testamento de Camden; la interrogarían casi de
inmediato. No podía ser nadie que les permitiera localizar a Alice. Sólo podía ser
algún Durmiente que Leisha conociera y en quien confiara. ¿Pero quién respondería a
esa descripción y por qué arriesgaría ella tantas cosas con alguien así?
Se quedó un buen rato en la cabina telefónica a oscuras. Después regresó al
camión. Alice estaba dormida, con la cabeza echada hacia atrás. Una delgada línea de
saliva le caía por la barbilla. La luz que llegaba de la cabina telefónica daba un brillo
blanco a su rostro. Leisha regresó a la cabina.
—¿Stewart? ¿Stewart Sutter?
—Sí.
—Soy Leisha Camden. Ha ocurrido algo. —En pocas palabras y con frases cortas
le contó lo sucedido. Stewart la escuchó sin interrumpirla.
—Leisha —dijo Stewart, y se interrumpió.
—Necesito ayuda, Stewart. —«Yo te ayudaré, Alice.» «No necesito tu ayuda.» El
viento silbó en la oscuridad que se extendía ante la cabina y Leisha se estremeció.
Oyó que el viento llevaba el débil lamento de un mendigo. Lo oyó en el viento, en su
propia voz.
—De acuerdo —respondió Stewart—, te diré lo que haremos. Tengo una prima
en Ripley, Nueva York, exactamente en la frontera con Pensilvania, en el camino
hacia el este. Tiene que ser en Nueva York; mi licencia es de Nueva York. Lleva allí a
la pequeña. Yo llamaré a mi prima y le diré que tu irás a verla. Es una mujer mayor;
en su juventud fue activista. Se llama Janet Patterson. La población está…
—¿Por qué estás tan seguro de que ella querrá participar? Podría ir a la cárcel. Y
tú también.
—Ella ha estado en la cárcel tantas veces que te parecería increíble. Protestas
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políticas en los tiempos de Vietnam. Pero nadie va a ir a la cárcel. Ahora soy tu
abogado y eso me da ciertos privilegios. Conseguiré que Stella quede bajo protección
del Estado. Eso no debería resultar demasiado difícil teniendo en cuenta los datos que
quedaron registrados en Skokie. Luego podría ser entregada a un hogar adoptivo de
Nueva York. Conozco el lugar ideal, unas personas amables y maravillosas. Luego
Alice…
—Stella es residente en Illinois. No puedes …
—Sí, puedo. Desde que se hicieron todas esas investigaciones sobre la duración
de la vida de los Insomnes, los estúpidos electores han obligado a los legisladores a
votar apresuradamente por una cuestión de miedo, de celos o por simple ira. El
resultado es un conjunto de leyes plagadas de contradicciones, absurdos y evasivas.
Nada de esto se prolongará demasiado, al menos eso espero; pero entretanto todo
podría estallar. Podría aprovechar las circunstancias para que el caso de Stella tuviera
una gran repercusión y no fuera devuelta a su hogar. Pero el caso de Alice no será el
mismo; ella necesitará un abogado que tenga licencia en Illinois.
—Tenemos uno —apuntó Leisha—. Candace Holt.
—No, no puede ser un Insomne. Hazme caso, Leisha. Yo encontraré a alguien
bueno. Hay uno en… ¿Estás llorando?
—No —respondió Leisha entre sollozos.
—Oh, cielos —exclamó Stewart—. Cabrones. Lamento todo esto, Leisha.
—No te preocupes —respondió ella.
Cuando recibió las instrucciones para llegar a casa de la prima de Stewart regresó
al camión. Alice seguía dormida y Stella aún estaba inconsciente. Leisha cerró la
puerta del camión lo más silenciosamente que pudo. El motor rugió, pero Alice no se
despertó.
En la estrecha y oscura cabina del camión viajaba una multitud de personas:
Stewart Sutter, Tony Indivino, Susan Melling, Kenzo Yagai, Roger Camden.
Leisha le dijo a Stewart Sutter: Me llamaste para informarme de la situación en
Morehouse, Kennedy. Estás arriesgando tu carrera y a tu prima por Stella. Y no
esperas obtener nada. Como cuando Susan me anticipó las conclusiones a las que
habían llegado después de analizar el cerebro de Bernie Kuhn. Susan, que perdió su
vida en aras de los sueños de papá y la recuperó con su propio esfuerzo. Un contrato
que no tiene en cuenta a ambas partes no es un contrato: cualquier principiante lo
sabe.
A Kenzo Yagai le dijo: El intercambio no siempre es lineal. Tú pasaste eso por
alto. Si Stewart me da algo, y yo le doy algo a Stella, y dentro de diez años Stella es
una persona distinta gracias a eso y le da algo a otra persona ahora desconocida… es
una cuestión de ecología. Una ecología del intercambio, sí, cada elemento es
necesario, aunque no estén contractualmente vinculados. ¿Acaso un caballo necesita
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un pez? Sí.
Le dijo a Tony: Sí, hay mendigos en España que no intercambian nada, no dan
nada, no hacen nada. Pero hay algo más que los mendigos de España. Apártate de los
mendigos y te apartas de todo ese país, de la posibilidad de la ecología que encierra la
ayuda. Eso es lo que Alice había deseado tantos años atrás en su habitación.
Embarazada, asustada, furiosa, celosa, quería ayudarme a mí, y yo no se lo permitía
porque no lo necesitaba. Pero ahora lo necesito. Y ella lo necesitaba entonces. Los
mendigos necesitan ayudar y ser ayudados.
Finalmente sólo quedaba papá. Podía verlo, con sus ojos brillantes, sosteniendo
entre sus manos las flores exóticas de hojas gruesas. A él le dijo: Estabas equivocado.
Alice es especial. ¡Oh, papá, ese rasgo especial de Alice! Estabas equivocado.
Mientras lo pensaba, sintió que interiormente se llenaba de luz. No era la burbuja
de alegría ni la dura claridad del examen, sino algo más: la luz del sol que entraba por
el cristal del invernadero, del que dos niñitas entraban y salían corriendo. Se sintió
repentinamente ligera, traslúcida más que optimista, como un instrumento a través del
cual podía pasar la luz del sol en su trayecto hacia algún otro lugar.
Condujo a la mujer dormida y a la niña herida a través de la noche, hacia el este,
en dirección a la frontera del estado.
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LIBRO II
SANCTUARY
2051
Se puede afirmar que una nación está formada por sus territorios, sus
personas y sus leyes. El territorio es el único elemento que tiene cierta
perdurabilidad.
ABRAHAM LINCOLN
Mensaje al Congreso,
1 de diciembre de 1862
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—¿Esperas a alguien?
Jordan se volvió lentamente.
—¿Hawke no te lo anunció?
—¿Anunciar qué? A mí no me dijo nada.
—Santo cielo —protestó Jordan. El terminal de la cabina sonó y Mayleen metió
la cabeza. Jordan la observó a través del plastiglás. Mientras escuchaba, el rostro de
la mujer se endureció como sólo los rostros del Mississippi podían hacerlo: hielo
instantáneo en el humeante calor. Jordan jamás había visto eso en California.
Evidentemente, Hawke le estaba diciendo no sólo que dejara pasar a un visitante,
sino quién era ese visitante.
—Sí, señor —musitó ella en el terminal, y Jordan hizo una mueca. Ninguna
persona de la fábrica llamaba «señor» a Hawke, a menos que estuviera furiosa. Y
nadie se ponía furioso con Hawke. Se negaban a hacerlo. Siempre.
Mayleen salió de su cabina.
—¿Te encargas tú, Jordan?
—Sí.
—¿Por qué? —Ella escupió la palabra y Jordan finalmente, finalmente, porque
Hawke decía que a él le llevaba demasiado tiempo enfadarse, sintió que su rostro se
endurecía.
—¿Acaso es asunto tuyo, Mayleen?
—Todo lo que ocurre en esta fábrica es asunto mío —aclaró Mayleen, y era la
pura verdad. Hawke se había encargado de que fuera verdad para los ochocientos
empleados—. Aquí no queremos a los de su clase.
—Al parecer, Hawke sí.
—Te pregunté por qué.
—¿Por qué no se lo preguntas a él?
—Te lo estoy preguntando a ti. ¿Por qué, demonios?
Por la carretera se acercaba una nube de polvo. Un coche convencional. Jordan
sintió una repentina punzada de aprensión: ¿alguien le había dicho que no llegara en
un Samsung-Chrysler? Pero se podía confiar en que ella ya supiera algo así. Siempre
lo sabía.
Mayleen gruñó:
—¡Te he hecho una pregunta, Jordan! ¿Por qué el señor Hawke deja entrar a uno
de ellos en nuestra fábrica?
—Lo que haces es exigir, no preguntar. —La ira hizo que se sintiera bien, le
calmaba los nervios—. Pero igualmente te responderé, Mayleen. Sólo porque eres tú.
Leisha Camden está aquí porque pidió que le permitieran venir y Hawke la autorizó.
—¡Eso ya lo sé! ¡Lo que no entiendo es por qué!
El coche frenó delante de la puerta. Estaba totalmente blindado y en él viajaban
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varios guardaespaldas. El conductor bajó y abrió las puertas. El coche no era un
Samsung-Chrysler.
—¿Por qué? —repitió Mayleen con tanto odio que incluso Jordan se sobresaltó.
Se volvió. La delgada boca de la mujer se torció en un gruñido, pero en sus ojos había
un temor que Jordan reconoció (Hawke le había enseñado a reconocerlo), un temor
que no se centraba en las personas de carne y hueso sino en las degradantes
posibilidades que esas personas habían causado indirectamente: ¿dos dólares para
medio paquete de cigarrillos, o dos dólares para un par de calcetines de invierno? ¿Un
poco más de leche para los niños que vivían del subsidio de paro, o un corte de pelo?
No era miedo a morirse de hambre, no en un país en el que la prosperidad se basaba
en la energía barata, sino miedo a quedar al margen de esa prosperidad. A ser
personas de segunda clase. A no ser lo suficientemente buenos para disfrutar de ese
símbolo básico de la dignidad adulta: el trabajo. A ser un parásito. Jordan notó que la
ira lo abandonaba y se sintió triste. La ira era mucho más cómoda.
Con la mayor suavidad que pudo le dijo a Mayleen:
—Leisha Camden viene porque es la hermana de mi madre. Mi tía.
Se preguntó cuánto le llevaría esta vez a Hawke redimirlo.
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¿Y qué podía decir Jordan a eso? Después de todo, de eso se trataba. De quién
tenía qué, cómo y por qué.
En cierto modo, Jordan no se consideraba la persona adecuada para hacer
comentarios al respecto. Ni siquiera sabía con certeza quién en su familia tenía
derecho a qué, ni por qué.
Su madre y su tía tenían una relación muy extraña. Tal vez «tensa» era una
palabra más adecuada. Y sin embargo no lo era. Leisha iba a California a visitar a la
familia Watrous sólo en ocasiones especiales; Alice jamás iba a Chicago a visitar a
Leisha. Sin embargo, Alice, que era una entusiasta de la jardinería, todos los días
enviaba al apartamento de Leisha un ramillete fresco de flores de su jardín, a un
precio que Jordan consideraba insensato. Se trataba de flores corrientes, resistentes:
flox, girasoles, lirios y caléndulas que Leisha podría haber comprado en las calles de
Chicago por unos pocos dólares.
—¿Tía Leisha no prefiere esas plantas exóticas de interior? —había preguntado
Jordan una vez.
—Sí —le había respondido su madre con una sonrisa.
Leisha siempre llevaba regalos fantásticos para Jordan y para su hermana Moira:
equipos electrónicos para jóvenes, telescopios, dos acciones para seguir conectados a
los bancos de datos. Alice siempre parecía tan encantada como ellos con los regalos.
Sin embargo, cuando Leisha les mostraba cómo utilizarlos —cómo adaptar el
telescopio al azimut y a la altitud, cómo hacer caligrafía japonesa sobre papel de
arroz—, Alice siempre salía de la habitación. Después de los primeros años, Jordan a
veces deseaba que también Leisha se marchara y dejara que él y Moira leyeran solos
las instrucciones. Las explicaciones de Leisha eran demasiado rápidas, difíciles y
largas, y se alteraba cuando Jordan y Moira no se lo aprendían a la primera. Tampoco
ayudaba el hecho de que tía Leisha parecía enfadarse consigo misma, no con ellos.
Jordan se sentía bastante estúpido.
—Leisha tiene su forma de hacer las cosas —era todo lo que decía Alice—. Y
nosotros la nuestra.
Lo más extraño de todo era el Grupo de Gemelos de Alice. Al oír hablar de éste,
Leisha se sintió primero sorprendida, luego triste y finalmente furiosa. Alice
trabajaba en él como voluntaria tres días por semana. El Grupo llevaba un banco de
datos sobre gemelos que podían comunicarse entre ellos desde enormes distancias,
que sabían lo que el otro estaba pensando, que uno sentía dolor cuando el otro se
lastimaba. También estudiaban pares de gemelos en edad preescolar para saber cómo
aprendían a diferenciarse como personas independientes. Aquella mezcla de
percepción extrasensorial, parapsicología y método científico desconcertaba a Jordan,
que en ese momento tenía diecisiete años.
—Tía Leisha dice que la estadística de la coincidencia puede explicar la mayor
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parte de vuestra «percepción extrasensorial», ¡Y pensar que yo creía que tú y ella ni
siquiera erais gemelas monozigóticas!
—Y no lo somos —respondió Alice.
En los dos últimos años, Jordan había visto muchas veces a su tía sin contárselo a
su madre. Leisha era una Insomne, la enemiga económica. También era buena,
generosa e idealista. Eso le inquietaba.
Eran muchas las cosas que le inquietaban.
Les llevó más de una hora recorrer la fábrica. Jordan intentó ver el lugar con los
ojos de Leisha: personas en lugar de costosos robots, discusiones en la cadena de
montaje, la música rock a todo volumen. Repuestos rechazados por la Inspección
embalados en sucias cajas de cartón. El bocadillo mordisqueado de alguien arrojado
en un rincón.
Cuando por fin Jordan condujo a Leisha al despacho de Hawke, éste se levantó de
detrás de su enorme escritorio de pino de Georgia toscamente trabajado.
—Señorita Camden. Es un honor.
—Señor Hawke…
Ella extendió una mano. Hawke la tomó y Jordan vio que Leisha retrocedía un
poco. Todos los que saludaban a Calvin Hawke por primera vez solían reaccionar así;
hasta ese instante Jordan no se había dado cuenta de lo interesado que estaba en saber
si a Leisha le ocurriría lo mismo. No se trataba tanto del enorme tamaño de Hawke
como de su desconcertante agudeza física: nariz aguileña, pómulos cincelados, ojos
negros y penetrantes, incluso el collar de afilados dientes de lobo que había
pertenecido al padre de su tatarabuelo, un hombre corpulento que se había casado con
tres indias y había matado a trescientos guerreros indios. O eso decía Hawke. Jordan
se preguntaba si los dientes de un lobo de casi doscientos años aún serían tan
afilados.
Los de Hawke sí.
Leisha sonrió a Hawke, que era casi tres centímetros más alto a pesar de la
estatura de ella, y dijo:
—Gracias por permitirme venir. —Como Hawke no dijo nada, agregó—: ¿Por
qué lo hizo?
Él fingió que ella había hecho otra pregunta.
—Aquí está bastante segura. Aunque no llevara a sus matones. En mis fábricas no
existe el odio infundado.
Jordan pensó en Mayleen pero no dijo nada. Nadie contradecía a Hawke en
público.
Leisha dijo en tono frío:
—Un uso interesante de «infundado», señor Hawke. En derecho decimos que ese
lenguaje es insinuante. Pero ahora que estoy aquí, me gustaría hacerle algunas
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preguntas, si me permite.
—Por supuesto —repuso Hawke. Cruzó sus enormes brazos delante del pecho y
se apoyó en su escritorio, evidentemente dispuesto a colaborar. Sobre el escritorio
había un terminal de comunicación, una taza de café con el logotipo de Harvard y una
muñeca ceremonial cheroqui. Nada de eso estaba allí aquella mañana. Jordan notó
que Hawke había estado preparando el escenario. Se le erizó el pelo de la nuca.
Leisha comentó:
—Sus scooters son modelos desmontados, con los conos Y más sencillos posible
y menores posibilidades que cualquier otro modelo del mercado.
—Así es —respondió Hawke en tono cordial.
—Y su fiabilidad es menor que la de cualquier otro modelo. Necesitan más
recambios, y antes que los demás. De hecho, salvo el escudo deflector del cono Y,
ningún otro componente tiene algún tipo de garantía, y por supuesto los deflectores
tienen su patente y no son subcontratados aquí.
—Veo que ha estudiado la lección —comentó Hawke.
—Los scooters pueden alcanzar un máximo de sólo cuarenta y cinco kilómetros
por hora.
—Exactamente.
—Se venden por un diez por ciento más que un Schwinn, un Ford o un Sony del
mismo nivel.
—Así es.
—Sin embargo, usted se ha hecho con el treinta y dos por ciento del mercado
interno, ha abierto tres nuevas fábricas en el último año y ha obtenido un aumento de
beneficios del veintiocho por ciento cuando el promedio de la industria es apenas del
once por ciento.
Hawke sonrió.
Leisha se acercó a él y dijo:
—No siga adelante, señor Hawke. Es un error terrible. No para nosotros, sino
para usted.
Hawke dijo en tono afable:
—¿Está amenazando mi fábrica, señorita Camden?
A Jordan se le hizo un nudo en el estómago. Hawke estaba malinterpretando
deliberadamente lo que Leisha acababa de decir, convertía su petición en una
amenaza para poder mantener una pelea en lugar de una conversación. Por eso le
había permitido a Leisha visitar una planta Dormimos: quería la emoción fácil de una
confrontación cara a cara. El pobrísimo líder de un movimiento político nacional
mantenía una disputa con la grandiosa abogada Insomne. Jordan se sintió
decepcionado; Hawke era más grandioso de lo que estaba demostrando.
Él necesitaba que Hawke lo fuera.
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—Claro que no le estoy amenazando, señor Hawke, y usted lo sabe. Simplemente
estoy intentando señalar que su movimiento Dormimos es peligroso para el país, y
para ustedes. No sea tan crítico como para fingir que no lo comprende.
Hawke siguió sonriendo con expresión afable, pero Jordan vio que un pequeño
músculo de su cuello empezaba a latir rítmicamente.
—Jamás podría dejar de entenderlo, señorita Camden. Hace años que usted
machaca sobre lo mismo a través de la prensa.
—Y seguiré machacando. Al margen de lo que separa a Durmientes e Insomnes,
se trata definitivamente de algo que no es bueno para ninguno de los dos. La gente no
compra sus scooters porque son buenos, baratos, ni porque son bonitos sino sólo
porque están hechos por Durmientes, y porque los beneficios sólo van a parar a
manos de Durmientes. Usted y todos sus seguidores de otras industrias están
dividiendo al país en dos en el plano económico, señor Hawke, creando una
economía dual basada en el odio. ¡Eso es peligroso para todos!
—Sobre todo para los intereses económicos de los Insomnes, ¿verdad? —
preguntó Hawke, evidentemente con desinteresado interés. Jordan notó que él
pensaba que había ganado terreno con la repentina emoción de Leisha.
—No —dijo Leisha, cansada—. Vamos, señor Hawke, usted sabe que no es así.
Los intereses económicos de los Insomnes están basados en la economía global, sobre
todo en las finanzas y las capacidades de la alta tecnología. Usted podría fabricar
todos los vehículos, edificios y artefactos de Estados Unidos y aun así no afectarlos.
Jordan notó que Leisha había dicho afectarlos, y no afectarnos. Intentó ver si
Hawke lo había notado.
Hawke dijo suavemente:
—¿Entonces por qué ha venido, señorita Camden?
—Por la misma razón por la que voy a Sanctuary. Para luchar contra la estupidez.
El diminuto músculo del cuello de Hawke empezó a latir más aceleradamente.
Jordan vio que no había imaginado que Leisha lo relacionara con Sanctuary, el
enemigo. Hawke se estiró por encima de su escritorio y tocó un botón. Los
guardaespaldas de Leisha se pusieron alerta. Hawke les lanzó una mirada de
desprecio: traidores a su propio grupo biológico. La puerta de la oficina se abrió y
entró una joven negra que mostró una expresión de desconcierto.
—¿Hawke? Coltrane me dijo que ustedes querían verme.
—Así es, Tina. Gracias. Esta dama está interesada en nuestra planta. ¿Te
importaría hablarle un poco de tu trabajo aquí?
Tina se volvió obedientemente hacia Leisha, sin reconocerla.
—Trabajo en la Estación Nueve —anunció—, Antes de eso, no tenía nada. Mi
familia no tenía nada. Íbamos a recibir el subsidio de paro, recogíamos la comida,
volvíamos a casa, la comíamos. Esperábamos a que llegara el momento de la muerte.
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—Prosiguió con el relato de una historia que a Jordan ya le resultaba muy familiar y
cuya única novedad era el enfoque melodramático de Tina. Indudablemente ésa era la
razón por la que Hawke la había llamado. Recibía alimento, cobijo y ropa barata del
subsidio de paro… y era totalmente incapaz de competir más allá de ese nivel
económico. Hasta que Calvin Hawke y el Movimiento Dormimos le proporcionó un
trabajo remunerado, porque ese mercado había quedado apartado del mercado
nacional por resultar totalmente antieconómico—. Yo sólo compro productos
Dormimos y vendo productos Dormimos —entonó Tina con fervor—. ¡Es la única
forma de obtener algún beneficio!
Hawke dijo:
—Y si alguien de tu comunidad compra un producto diferente porque es más
barato o mejor…
—Esa persona no permanece en mi comunidad demasiado tiempo —afirmó Tina
en tono sombrío—. Sabemos cuidar lo nuestro.
—Gracias, Tina —añadió Hawke. Al parecer, Tina sabía que eso significaba que
debía retirarse. Salió, aunque no sin dedicar a Hawke la misma mirada que todos los
demás. Jordan tuvo la esperanza de que Leisha reconociera la expresión de los
clientes legales a los que había salvado de una clase distinta de prisión. Su estómago
se relajó ligeramente.
Leisha le dijo a Hawke en tono irónico:
—Toda una actuación.
—Algo más que una simple actuación. La dignidad del esfuerzo individual, un
viejo principio yagaísta, ¿no es así? ¿O no se permite reconocer los hechos
económicos?
—Yo reconozco todas las limitaciones de una economía de libre mercado, señor
Hawke. La oferta y la demanda pone a los trabajadores en pie de igualdad con los
artefactos, y las personas no son artefactos. Pero usted no puede crear salud
económica sindicando a los consumidores de la misma forma en que sindicaría a los
trabajadores.
—Así es como estoy creando salud económica, señorita Camden.
—Sólo transitoriamente —acotó Leisha, que se echó bruscamente hacia delante
—. ¿Pretende que sus consumidores se abstengan para siempre de adquirir mejores
productos por una cuestión de odio de clase? El odio de clase disminuye cuando la
prosperidad permite a la gente ascender socialmente.
—Mi gente jamás ascenderá hasta igualarse con los Insomnes. Usted lo sabe. La
de ustedes es la ventaja darwiniana. Así que nosotros aprovechamos lo que tenemos:
simplemente números.
—¡Pero no se trata de una lucha darwiniana!
Hawke se puso de pie. Ahora el músculo de su cuello estaba inmóvil; Jordan notó
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que Hawke se creía vencedor.
—¿No, señorita Camden? ¿y quién hizo que lo fuera? Los Insomnes controlan el
veintiocho por ciento de la economía, a pesar de que son una reducida minoría. Y el
porcentaje está creciendo. Usted misma es una accionista, a través de la Aurora
Holding Company, de la fábrica de Samsung-Chrysler que hay a al otro lado del río.
Jordan se estremeció. No sabía que eso era así. Durante un instante la sospecha lo
dominó, corroyéndolo como el ácido. Su tía había pedido que le permitieran entrar,
había pedido hablar con Hawke… Volvió a mirar a Leisha. Estaba sonriendo. No, ése
no era el motivo. Jordan se preguntó qué le ocurría. ¿Se pasaría toda la vida dudando
de todo?
Leisha dijo:
—Poseer acciones no es ilegal, señor Hawke. Lo hago por razones muy obvias:
para obtener beneficio. Beneficio de las mejores mercancías y servicios que se
pueden producir en una competencia justa, ofrecida a cualquiera que desee comprar.
A cualquiera.
—Muy digno de elogio —dijo Hawke en tono mordaz—. Pero, por supuesto, no
todo el mundo puede comprar.
—Así es.
—Entonces estamos de acuerdo al menos en una cosa: algunas personas son
eliminadas de su maravillosa economía darwiniana. ¿Quiere que lo acepten con
sumisión?
—Quiero abrir las puertas y dejar que entren —repuso Leisha.
—¿Cómo, señorita Camden? ¿Cómo competir en igualdad de condiciones con los
Insomnes, o con las compañías principales fundadas en todo o en parte por el genio
financiero de los Insomnes?
—No si el odio crea dos economías.
—¿Entonces con qué? Dígamelo usted.
Antes de que Leisha pudiera responder, la puerta se abrió bruscamente y tres
hombres entraron en el despacho.
Los guardaespaldas de Leisha la rodearon de inmediato y sacaron sus armas. Pero
seguramente los hombres contaban con esa reacción: en lugar de armas sacaron sus
cámaras y empezaron a filmar. Como lo único que vieron fue al grupo de
guardaespaldas, filmaron eso. Los guardias se desconcertaron y empezaron a mirarse
de reojo unos a otros. Entretanto, Jordan, que había retrocedido a un rincón, fue el
único que vio el repentino, ligero y revelador brillo de un panel óptico situado en lo
alto de la pared, en una habitación asaltada que no poseía vigilancia de ninguna clase.
—Fuera —dijo entre dientes el jefe de los guardaespaldas, o como se llamara. El
equipo de filmación salió obedientemente. Y nadie, salvo Jordan, había visto la
cámara de Hawke.
Leisha apoyó la cabeza contra el asiento de cuero del avión de Baker Enterprises.
Era la única pasajera. Abajo, la llanura del Mississippi empezaba a trepar al pie de los
Apalaches. Leisha rozó con la mano el libro que estaba en el asiento de al lado y lo
cogió. Era una forma de no pensar en Calvin Hawke.
La cubierta era demasiado llamativa. Abraham Lincoln, sin barba, con una levita
negra y sombrero de copa, se destacaba sobre el fondo de una ciudad en llamas —
¿Atlanta?, ¿Richmond?— y mostraba una horrible mueca. Las llamas carmesí y
escarlata lamían el cielo púrpura. Carmesí y escarlata y fucsia. En la red, los colores
serían aún más chillones. En el holograma tridimensional serían prácticamente
fosforescentes.
Leisha lanzó un suspiro. Lincoln jamás había estado en una ciudad en llamas, y
A primeras horas de la mañana, el desierto de Nuevo México brillaba bajo una luz
difusa. Las sombras de bordes afilados, azules, rosadas y de colores que Leisha jamás
imaginó ver en las sombras, reptaban como criaturas vivas en el inmenso vacío. En el
horizonte lejano, la silueta de las montañas Sangre de Cristo se alzaba clara y bien
definida.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo Susan Melling.
—Nunca creí que la luz pudiera ser así —repuso Leisha.
—No a todo el mundo le gusta el desierto. Es demasiado desolado y vacío,
demasiado hostil para la vida humana.
—A ti te gusta.
—Sí —respondió Susan—. Así es. ¿Qué quieres, Leisha? Ésta no es una simple
visita social; tu aire de crisis tiene la fuerza de un vendaval. Un vendaval civilizado:
solemnes ráfagas de aire muy frío.
Leisha sonrió, aunque no le apetecía. Susan, que ya tenía setenta y ocho años,
había abandonado la investigación médica al empeorar su artritis. Se había mudado a
una pequeña población situada a setenta y cinco kilómetros de Santa Fe, una
mudanza inexplicable para Leisha. Allí no había hospital, ni colegas, y pocas
personas con las que hablar. Susan vivía en una casa de adobe de paredes gruesas,
con pocos muebles y una amplia vista desde el tejado, que ella utilizaba como terraza.
En los gruesos alféizares pintados con cal y en las mesas había distribuido rocas,
brillantes y pulidas por el viento, o jarros con flores silvestres de tallo grueso, e
incluso huesos de animales que habían adquirido la misma blancura incandescente de
la nieve que cubría las montañas lejanas. Mientras se paseaba nerviosamente por la
casa por primera vez, Leisha había sentido un alivio palpable, como un pequeño
a celda de piedraespuma tenía cinco metros por seis. Allí había una cama
—¿De verdad vas a hacerlo? —El bonito rostro de Stella Bevington se veía rígido
en la pantalla del terminal de comunicación—. ¿De verdad vas a declarar contra uno
de los nuestros?
—Stella —repuso Leisha—, tengo que hacerlo.
l Profit Faire del malecón alcanzó su apogeo a las ocho de la tarde. Bajo las
l pueblo contra Jennifer Fátima Sharifi. Todos de pie. Leisha, que estaba
—E sentada en el sector de los testigos, se levantó. Ciento sesenta y dos personas,
entre espectadores, jurado, prensa, testigos y abogados, se levantaron con
ella; un cuerpo con ciento sesenta y dos cerebros en pugna. Los campos de seguridad
cubrían la sala del tribunal, el palacio de justicia y la población de Conewango, como
guantes de varias capas. Ningún terminal de comunicación podía funcionar a través
de las dos capas más compactas. Quince años antes, en otro de los cambios
periódicos del sistema judicial entre el derecho del público a saber y el derecho del
individuo a la intimidad, el Estado de Nueva York había prohibido una vez más las
grabadoras en los juicios criminales. La prensa contaba con aumentos certificados
con memorias eidéticas, bioimplantes auriculoneurales, o con ambas cosas. Leisha se
preguntó cuántos de ellos poseían también modificaciones genéticas ocultas.
Junto a los periodistas, los holo-artistas de las redes de noticias sostenían sus
terminales sobre su regazo, mientras los diminutos flejes de sus dedos esculpían los
hologramas para las noticias de la tarde. No existía un gen identificado para la
habilidad artística.
—Atención, atención. El Tribunal Superior del condado de Cattaraugus, Estado
de Nueva York, abre la sesión. Preside el honorable juez Daniel J. Deepford.
Acercaos, prestad atención y seréis escuchados. ¡Dios salve a Estados Unidos y a este
honorable tribunal!
Leisha se preguntó si sólo ella habría percibido el fervoroso signo de admiración.
Era el primer día de declaraciones. Después de dos semanas y media de
incesantes interrogatorios se había conseguido seleccionar al jurado. ¿Cree usted,
señorita Wright, que puede tomar una decisión imparcial con relación al defendido?
¿Ha leído usted algo sobre este caso en las redes de noticias, señor Aratina? ¿Es
usted, señorita Moranis, miembro de Dormimos? ¿De ¡Despierta, América!? ¿De
Madres para la Igualdad Biológica? Trescientos ochenta y nueve despidos por causa,
una cifra impensable en cualquier otro voir dire. El jurado había acabado reuniendo
ocho hombres y cuatro mujeres. Siete blancos, tres negros, un asiático y un latino.
Cinco con estudios superiores, siete con certificado de segunda enseñanza o menos.
Nueve de menos de cincuenta años, tres mayores de esa edad. Ocho padres
Los primeros testigos eran personas que habían estado en el lugar en que Timothy
Herlinger había muerto. Hossack hizo desfilar a varios policías, transeúntes y a la
conductora del coche, una mujer nerviosa y delgada que apenas podía reprimir el
llanto. Gracias a ellos, Hossack determinó que Herlinger había superado el límite de
velocidad, que había girado bruscamente a la izquierda y, como la mayoría de quienes
conducían scooters, probablemente había confiado en el deflector automático de
energía Y que debía mantenerlo a tres centímetros de distancia de cualquier objeto.
En cambio, había chocado de cabeza con un lateral del coche convencional que
conducía Stacy Hillman, que ya había empezado a arrancar cuando cambió el
semáforo. Herlinger no llevaba casco; los deflectores hacían que los cascos resultaran
superfluos. Había muerto instantáneamente.
El robot de la policía había examinado el scooter y descubrió el deflector
averiado o, mejor dicho, dado que los deflectores nunca fallaban, y esa posibilidad no
entraba en su programación, había dictaminado que el funcionamiento del scooter era
correcto. Esto era tan contrario a los informes de los testigos que un policía había
subido cautelosamente al scooter, lo había probado y había descubierto el fallo. El
vehículo había sido enviado al servicio de energía forense para que fuera analizado
por un experto.
Ellen Kassabian, jefa del servicio de energía forense, era una mujer corpulenta,
cuya expresión lenta y medida hacía que a los miembros del jurado les pareciera
experta pero que, como muy bien sabía Leisha, encerraba una terca inflexibilidad.
Hossack la interrogó concienzudamente con respecto al scooter.
—¿Cuál fue específicamente la naturaleza de la manipulación?
—El escudo estaba programado para que fallara con el primer impacto a una
velocidad superior a los veintidós kilómetros por hora.
—¿Es una manipulación fácil de hacer?
—No. Se agregó un dispositivo al cono Y para provocar el fallo. —Describió el
dispositivo de tal manera que pronto su explicación se volvió incomprensiblemente
técnica. Sin embargo, el jurado escuchó atentamente.
—¿Había visto alguna vez semejante dispositivo?
urante la tercera semana del juicio, mientras Richard Keller declaraba contra
—¿Cuándo? —El rostro de Kevin brillaba en la pantalla del terminal del hotel.
—Antes de que tú y yo nos fuéramos a vivir juntos —respondió Leisha
cautelosamente—. Jennifer estaba obsesionada con el recuerdo de Tony, y Richard
pensaba… No tiene importancia, Kevin. —Apenas lo dijo se dio cuenta de que era
una estupidez. Importaba, y mucho. Por el juicio. Por Richard. Tal vez incluso por
Jennifer, aunque, ¿cómo podía saber Leisha lo que le importaba a Jennifer? No
comprendía a Jennifer. La obsesión era algo que Leisha entendía, pero el secreto
obsesivo, la preferencia por las maquinaciones oscuras y silenciosas en lugar de las
batallas libradas a la luz del día, no—. Jennifer lo sabe. Lo sabía en aquel momento.
A veces casi daba la impresión… de que quería que yo buscara a Richard.
Como si sus palabras fueran una respuesta, Kevin anunció:
—Voy a prestar el juramento de Sanctuary.
Leisha hizo una pausa antes de preguntar:
—¿Por qué?
—De otra forma no puedo hacer negocios, Leisha. Baker Enterprises está
demasiado comprometida con la empresa de Donald Pospula, con Aerodyne, con
SOÑADORES
2075
Drew Arlen estaba de pie delante de Leisha Camden, con las piernas separadas.
Leisha pensó que jamás había visto un contraste tan grande como el de este niño de
diez años con el del periodista adolescente que acababa de irse y cuyo nombre ya
había olvidado.
Drew era el niño más mugriento que había visto jamás. El barro apelmazaba su
pelo castaño y le cubría los restos de la camisa de plástico, los pantalones y los
zapatos rotos distribuidos por el subsidio de paro. Tenía tanta tierra pegada a un
profundo rasguño de su brazo izquierdo desnudo que Leisha pensó que sin duda
debía de estar infectado; la piel tenía un aspecto rojizo e inflamado alrededor de los
huesos de los codos, que parecían cinceles. El diente que le faltaba, arrancado de un
La alarma sonó en todo el orbital, fuerte e inequívoca. Los técnicos cogieron sus
trajes. Las madres cogieron a sus bebés, que empezaron a chillar al oír el ruido, y
dieron instrucciones a los terminales con voz suficientemente temblorosa para que la
identificación resultara confusa. La Bolsa de Sanctuary congeló de inmediato todas
las transacciones; nadie podría sacar provecho del desastre, cualquiera que fuese su
dimensión.
—Consigue un volador —le dijo Jennifer a Will Sandaleros, que ya se había
puesto el traje anticontaminación. Ella se puso el suyo y salió corriendo de la cúpula.
Ése podía ser el momento. Cualquiera podía ser el momento.
Will hizo despegar el volador. Mientras se acercaban a la zona de caída libre a lo
largo del eje central del orbital, el terminal de comunicación indicó:
—Panel cuatro. Es un proyectil, Will. Robots a treinta y tres segundos de
distancia; la tripulación de técnicos a un minuto y medio. Vigila el tirón del vacío…
ennifer, Will, los doctores Toliveri y Blure, ambos genetistas, y sus técnicos
El martes, después de que abriera el patio de juegos, era el Día del Armisticio.
Miri se vistió cuidadosamente con pantalones cortos negros, y una túnica. Sentía la
forma sombreada de sus cadenas, que se movían con sus pensamientos en óvalos
compactos y aplastados tan oscuros como las ropas de todos. Las fiestas religiosas de
Sanctuary eran distintas para cada familia; algunas celebraban Navidad, otras
Ramadán, Pascua, Yom Kippur o Divali; muchos no celebraban nada. Las dos fiestas
que celebraban en común eran el 4 de julio y el Día del Armisticio, el 15 de abril.
La multitud se reunió en el panel central. El parque había sido ampliado
cubriendo los campos aledaños de plantas de producción superelevada con un
provisional enrejado de plástico lo suficientemente fuerte para mantenerse en pie y
bastante grande para albergar a todos los miembros de Sanctuary. Los que no podían
abandonar su trabajo o sufrían alguna enfermedad pasajera lo miraban en sus
terminales de comunicación. Por encima de la multitud se elevaba una plataforma
construida provisionalmente para el locutor. Más arriba de la plataforma flotaba el
patio de juegos desierto.
La mayor parte de la gente había asistido con su familia. Sin embargo, Miri y
Tony, apiñados con los otros Súper mayores de ocho o nueve años, estaban
semiocultos en las sombras de una cúpula de energía. Los Súper eran más felices
cuando estaban separados de la multitud de Normales, con los que no podían
compararse físicamente, y se sentían mejor cuando estaban juntos. Miri pensaba que
su madre ni siquiera se había molestado en buscarla a ella, a Tony o a Ali. Hermione
tenía un nuevo bebé al que estaba totalmente dedicada. Nadie le había explicado a
Miri por qué ese bebé, al igual que la pequeña Rebecca, era Normal. Y Miri no lo
—Alguien viene a sacarte, cabrón —anunció el primer oficial del sheriff. Liberó
la cerradura Y y abrió la puerta de la celda de par en par. Drew levantó la vista desde
el catre de piedraespuma con una expresión insolente que se desvaneció en cuanto vio
a su salvador.
—¡Tú! ¿Qué haces aquí?
—¿Esperabas ver a Leisha otra vez? —preguntó Eric Bevington-Watrous—. Es
una pena. Esta vez he venido yo.
—¿Ella está cansada de sacarme de apuros? —preguntó Drew con voz cansina.
—Debería estarlo.
Drew observó a Eric e intentó imitar su frío desdén. El chico furioso que había
peleado con él junto al álamo parecía no haber existido jamás. Eric llevaba puestos
unos pantalones blancos de algodón, un body elástico arrugado y una chaqueta negra
cortada al sesgo, todo conservador pero elegante. Sus botas eran de cuero argentino,
se había arreglado el pelo en la peluquería y mostraba una piel brillante. Parecía un
apuesto y decidido auxiliar acostumbrado a las cosas corrientes, mientras que Drew
sabía que él parecía un Vividor al que le había ido demasiado mal para poder Vivir. Y
eso era. Se apartó de su propio campo de visión, que era la única forma en que le
interesaba ver las cosas en estos tiempos, y vio la imagen de Eric y la suya como un
ovoide suave y frío que flotaba junto a una pirámide deformada y mellada con las
puntas dentadas, claveteadas o serradas.
¿Quién había provocado la deformidad? ¿Quién lo había dejado tullido? ¿La
caridad de quién le había demostrado lo insignificante que era comparado con todos
los cabrones auxiliares del mundo?
—¿Y si no quiero que paguen mi fianza?
—Entonces púdrete aquí —respondió Eric—. A mí no me importa.
—¿Por qué habría de importarte? Con ese traje de auxiliar que tiene el mundo en
sus manos, con tu superioridad de Insomne y el dinero de tu tía…
Eric estaba más allá de ese tipo de provocación.
—Ahora es mi dinero. Me lo gano. No como tú, Arlen.
—A algunos nos resulta un poco más difícil.
—Oh. ¿Y deberíamos tenerte lástima por eso? Pobre Drew. El pobre, apestoso,
tullido y delincuente Drew. —Pronunció las palabras en un tono indiferente, tan
adulto que Drew se sorprendió. Eric sólo era dos años mayor que él; ni siquiera
La habitación se iluminó poco a poco: primero con sombras grises, luego con una
neblina perlada en la que las formas se movían confusamente, y a continuación con
una luz limpia y pálida. Drew intentó mover la cabeza. Sintió que le caía saliva de la
boca.
Algo se movía en el interior de su cabeza, varios algos de suma importancia.
Drew apartó su atención de ellos. Podía permitirse el lujo de hacerlo; supo con
absoluta seguridad que fuera cual fuese esa cosa nueva que había en el interior de su
cabeza, no iba a salir antes de que él la examinara. Jamás saldría. Era de él; era él. Lo
que no tenía era conocimiento de esa habitación. De lo que había ocurrido en ella. De
quién estaba allí. Y por qué.
Alguien que iba vestido de blanco dijo:
—Está despierto.
Los rostros aparecieron por encima de él, una masa amorfa que se separó
lentamente. Rostros de enfermeras que se miraban de reojo. Un médico bajo, de piel
aceitunada, que abría y cerraba el ojo izquierdo frenéticamente. El movimiento
impresionó a Drew: vio el nerviosismo del hombre, su miedo, como una línea roja y
mellada que crecía súbitamente, adoptaba una forma tridimensional y, mientras lo
hacía, la otra cosa que Drew tenía en la cabeza se movía graciosamente hacia delante
para ir a su encuentro. Entonces también encontraba la forma del temor y la
iri tenía trece años. Había pasado uno mirando las emisiones de los
M Durmientes, tanto las de las redes de noticias de los Vividores como las de
los auxiliares. Durante los primeros meses le resultaron absorbentes
porque planteaban muchas preguntas. ¿Por qué las carreras de scooters eran tan
importantes? ¿Por qué esas mujeres y hombres tan hermosos de Historias para la
hora de dormir cambiaban de compañero sexual con tanta frecuencia cuando
parecían tan extasiados con los que ya tenían? ¿Por qué las mujeres tenían pechos tan
grandes y los hombres el pene tan grande? ¿Por qué una congresista de Iowa
pronunciaba un discurso resentido sobre los gastos de un congresista de Texas,
cuando, por lo que parecía, la congresista gastaba tanto como él y los dos eran
miembros de distinta comunidad? Al menos no parecían definirse de esa forma. ¿Por
qué las redes de noticias elogiaban a los Vividores por no hacer nada —«ocio
creativo»— y apenas mencionaban a las personas que trabajaban para que las cosas
funcionaran, cuando resultaba que los que hacían funcionar las cosas también hacían
funcionar las redes de noticias?
Con el tiempo, Miri descubrió las respuestas a estas preguntas, ya fuera
investigando en los bancos de datos o hablando con su padre o con su abuela. El
problema era que las respuestas no parecían muy interesantes. Las carreras de
scooters eran importantes porque los Vividores pensaban que ellos eran
importantes… ¿Y eso era todo? ¿No había valores, salvo lo que producía placer en el
momento?
Su mente creó largas cadenas a partir de esta pregunta, y llegó al Principio de
Heisenberg, Epicuro, una filosofía ya inexistente llamada existencialismo, las
constantes de Rahvoli para el refuerzo neural, el misticismo, formas epilépticas de los
así llamados centros «visionarios» del cerebro, democracia social, la utilidad del
organismo social y las fábulas de Esopo. La cadena era acertada, pero la parte
suministrada por las redes de noticias de la Tierra aún era esencialmente poco
atractiva.
Lo mismo valía para las respuestas a las demás preguntas de Miri. La
organización política y el reparto de recursos dependía de un equilibrio precario entre
los votos de los Vividores y el poder de los auxiliares, y ese equilibrio parecía ser el
Sentada en la silla que Drew le había indicado, Leisha tuvo una extraña
ocurrencia: «Ojalá supiera fumar,» Recordó a su padre fumando, cogiendo la
cigarrera de oro con sus iniciales grabadas, convirtiendo el acto de encender un
cigarrillo en un verdadero ritual. Entornaba los ojos y ahuecaba las mejillas con la
primera y larga calada. Roger siempre decía que lo relajaba. Incluso entonces, Leisha
sabía que él mentía: lo que hacía era revitalizarlo.
¿Qué quería ella en ese momento, serenarse o revitalizarse? Evidentemente
necesitaba ambas cosas, y lo que Drew le ofrecería no se las proporcionaría.
Él había insistido en que ella fuera la primera y en que estuvieran a solas. «Una
nueva forma de arte, Leisha», le había dicho con esa peculiar intensidad que lo
caracterizaba desde el experimento ilegal de Eric. Drew siempre había sido intenso,
pero esto era diferente. Miró a Leisha desde debajo de sus pestañas gruesas y oscuras,
y ella sintió miedo por él. Eso era sentir lo que sentía un padre, ese miedo de que el
hijo no fuera capaz de conseguir lo que se había propuesto. Que fracasaría y que uno
sentiría más dolor por él que el que había sentido con los fracasos propios. ¿Cómo lo
había soportado Alice? ¿Cómo lo había soportado Stella?
Pero Roger no. Desde el principio había estado seguro de que su hija no
fracasaría. «Sorpresa, papi. Mírame ahora», ociosamente aislada en el desierto
durante veinte años, un Aquiles cuyo Agamenón libraba su propia y estúpida batalla
mientras Leisha criaba un hijo cuyo mayor talento era la delincuencia y que, de
hecho, ni siquiera era hijo suyo.
—Deberías saber que nunca he sido especialmente sensible al arte en ninguna de
sus formas —le dijo a Drew en tono poco cordial—. Tal vez otra persona…
—Sé que no lo eres. Por eso quiero que seas tú.
Leisha se acomodó en la silla.
—De acuerdo. Empecemos —dijo en tono más resignado de lo que pretendía.
—¡Luces apagadas! —indicó Drew. La habitación del recinto de Nuevo México,
equipada durante los siete últimos meses con medio millón de dólares en accesorios
teatrales, se oscureció. Leisha oyó que la silla de Drew se movía. Cuando el proyector
hológrafo del techo se puso en marcha, él estaba sentado exactamente debajo del
foco, con la consola sobre sus rodillas. A su alrededor no había nada: ni suelo, ni
paredes, ni techo, sólo Drew suspendido en la aterciopelada negrura de una
proyección nula bastante corriente.
Miri ocupó su asiento en la cúpula del Consejo. Era un asiento nuevo, añadido a
la sala el día que cumplió dieciséis años, la decimoquinta silla atornillada al suelo
junto a la mesa de metal pulido. A partir de ese momento, el cincuenta y uno por
MENDIGOS
2091
E que en los diez últimos años había aumentado el seiscientos por ciento, una
deuda federal que se había triplicado con creces y una deuda fiscal del
veintiséis por ciento. Durante casi un siglo, las patentes de la energía Y habían sido
autorizadas por los herederos de Kenzo Yagai exclusivamente para las empresas
norteamericanas, como especificaba el excéntrico testamento de Yagai. Esto había
provocado el ascenso económico más prolongado de la historia del país. Mediante la
tecnología Y, Estados Unidos había salido de la peligrosa crisis internacional de
finales de siglo y de una depresión interna aún más peligrosa. Los norteamericanos
inventaron y construyeron todas las aplicaciones de la energía Y, y todos querían
disponer de ésta. Los orbitales diseñados y abastecidos por los norteamericanos
trazaban círculos alrededor de la Tierra; las naves de construcción norteamericana
surcaban los cielos; las armas fabricadas por los norteamericanos eran compradas
ilegalmente por todas las naciones importantes del mundo. Las colonias situadas en
Marte y en la Luna sobrevivían gracias a los generadores Y. En la Tierra, un millar de
aplicaciones técnicas purificaban el aire, reciclaban los desperdicios, calentaban las
ciudades, suministraban combustible a las fábricas automatizadas, cultivaban los
alimentos genéticamente eficientes, respaldaban al institucionalizado subsidio de paro
y mantenían la costosa información para las corporaciones que cada año se volvían
más ricas, más miopes y más dirigidas, como los antiguos y vanidosos aristócratas
que hacían saltar los botones de sus chalecos mientras apostaban fortunas en el
casino.
En el 2080, las patentes caducaron.
La Comisión de Comercio Internacional permitió el acceso internacional a las
patentes de energía Y. Las naciones que habían mordisqueado las migajas de la
prosperidad norteamericana, construyendo viviendas automáticas, otorgando a
terceros las licencias menos ventajosas, sobreviviendo como intermediarios y agentes
de bolsa, estaban preparadas. Hacía años que estaban listas, con las fábricas en su
sitio, los ingenieros entrenados en las grandes universidades norteamericanas de los
auxiliares y los diseños a punto. Diez años más tarde, Estados Unidos había perdido
el sesenta por ciento del mercado global de la energía Y. El déficit escaló como un
A finales de octubre Alice sufrió un ataque cardiaco. Tenía ochenta y tres años.
Después quedó inmovilizada en la cama y las drogas disfrazaban su dolor. Leisha
pasaba día y noche junto a su cama, sabía que aquello no duraría. Alice dormía la
mayor parte del tiempo. Cuando estaba despierta se deslizaba en sueños drogados y a
menudo su rostro arrugado mostraba una débil sonrisa. Leisha, que la tenía cogida de
la mano, no sabía por dónde vagaba la mente de su hermana hasta que una noche los
ojos de Alice se iluminaron, la enfocaron y le dedicó una sonrisa tan cálida y dulce
que Leisha se inclinó sobre ella con el corazón en un puño.
—¿Sí, Alice? ¿Qué ocurre?
—¡Papi está regando las plantas!
Leisha sintió que le ardían los ojos.
—Sí, Alice. Así es.
—Y me dio una.
Leisha asintió. Sin dejar de sonreír, Alice volvió a hundirse en el sueño, en ese
lugar donde una niña pequeña tenía el amor de su padre.
Se despertó por segunda vez algunas horas más tarde y asió la mano de Leisha
con una fuerza inesperada. Tenía los ojos desorbitados, e intentó incorporarse.
—¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado, aún estoy aquí, no me he muerto! —Volvió a
apoyarse en las almohadas.
Jordan, que estaba de pie junto a Leisha, al costado de la cama de su madre, se
volvió.
La última vez que Alice se despertó estaba lúcida. Miró a Jordan con amor, y
Leisha comprendió que no pensaba decirle nada porque no era necesario. Alice le
había dado a su hijo todo lo que ella tenía, todo lo que él necesitaba, y él estaba a
salvo. Le susurró a Leisha:
—Cuida… a Drew.
A Drew, no a Jordan, ni a Eric ni a sus otros nietos. De alguna manera, Alice
sabía quién era el más necesitado. ¿Acaso no lo había sabido siempre?
—Sí, lo haré. Alice…
Pero Alice ya había cerrado los ojos, y la sonrisa volvió a dibujarse en los labios
que temblaban con sueños íntimos.
Después, mientras Stella y su hija recogían la rala cabellera gris y llamaban al
gobierno del Estado para pedir un permiso especial para el entierro privado, Leisha se
Richard y Ada se trasladaron a Nuevo México con su hijo para asistir al funeral.
Sean ya tenía nueve años y era hijo único. ¿Richard tendría miedo de que el segundo
bebé pudiera ser Insomne? Parecía satisfecho, tan asentado como le permitía la
errante vida que llevaba con Ada, y no se le veía más viejo. Estaba trazando mapas de
las corrientes marinas de un sector muy explotado del océano indico, fuera de la
plataforma continental. El trabajo estaba saliendo bien. Abrazó a Leisha y le dijo
cuánto lamentaba lo de Alice. Leisha sabía que Richard hablaba en serio, y a través
de la pena que ella sentía, una parte de su mente le reveló que éste había sido el
hombre más importante de su vida adulta y que mientras la abrazaba ella no sentía
nada. Él era un desconocido que sólo estaba unido a ella por la biología de la elección
paterna y el pasado de sueños finitos.
Drew también asistió al funeral.
Hacía cuatro años que Leisha no lo veía, aunque había seguido su espectacular
carrera a través de las redes de noticias. Lo encontró en el patio empedrado e
inundado de cactus floridos y plantas exóticas colocadas bajo burbujas Y
humedecidas y transparentes. Él acercó su silla sin vacilar.
—Hola, Leisha.
—Hola, Drew. —Él seguía teniendo la misma intensidad en sus ojos verdes,
aunque en lo demás había vuelto a cambiar. Leisha pensó en el niño sucio y delgado
de diez años, en el desgarbado adolescente que intentaba con todas sus fuerzas
convertirse en un auxiliar de chaqueta y corbata y modales prestados, en el mayor de
edad con el pelo recogido y la ropa retro, con puños de encaje, el vagabundo barbudo
de mirada triste y resentimientos débiles y peligrosos. Ahora Drew llevaba ropas
formales y caras, salvo un único y llamativo gemelo de diamante. Su cuerpo parecía
más lleno y su rostro había madurado. Leisha notó sin deseo que era un hombre
apuesto. Si era algo más, Drew había aprendido a ocultarlo.
—Lamento mucho lo de Alice. Tenía el alma más generosa que jamás conocí.
—¿Conocías ese aspecto de ella? Sí, así era. Y la creó ella sola, con muy poca
Miri se inclinó con rabia sobre el terminal. Tanto el indicador gráfico como el
sonido señalaban lo mismo: ese modelo neuroquímico sintético funcionaba peor que
el último. O que los dos últimos. O que los diez últimos. Sus ratas de laboratorio, con
el cerebro confundido por lo que se suponía debía ser la respuesta al experimento de
Miri, permanecían indecisas en las casillas de exploración cerebral. La más pequeña
de las tres abandonó: se echó y se durmió.
—T-t-terrible —musitó Miri. ¿Qué le hacía pensar que era una investigadora
bioquímica?—. Súper, sí, Súper. Súper incompetente.
En su mente se formaron y volvieron a formarse cadenas de código genético,
fenotipos, enzimas y centros receptores. Nada de eso servía. Basura, basura. Arrojó
un calibrador al otro lado del laboratorio asegurándose de que tendría que volver a ser
calibrado.
—¡Miri!
Joan Lucas apareció en la entrada, con su bonito rostro transfigurado por la
tensión. Hacía varios años que ella y Miri no se hablaban.
—Miri…
—¿Qué oc-c-curre, J-J-Joan?
—Se trata de Tony. Ven enseguida. Él… —Su rostro se tensó aún más. Miri sintió
que se le paralizaba el corazón. —¿Qué oc-c-curre?
Miri pasó tres días drogada. Finalmente, cuando despertó, su padre estaba junto a
su jergón con los hombros caídos y las manos colgando entre las rodillas. Le dijo que
Tony había muerto a causa de las heridas. Ella lo miró fijamente, no dijo nada y se
volvió de cara a la pared. La pared de piedraespuma era vieja y estaba salpicada de
manchas negras que podrían haber sido suciedad, moho o los negativos de
minúsculas estrellas de una galaxia chata, bidimensional y muerta.
Les llevó un mes y medio programar las violaciones ocultas de los sistemas
principales de Sanctuary: el soporte vital, la defensa exterior, la seguridad, las
comunicaciones, el mantenimiento y los registros. Terry Mwakambe, Nikos
Demetrios y Diane Clarke hicieron la mayor parte del trabajo. Había unos cuantos
programas de seguridad que no podían violar, sobre todo los de defensa exterior.
Terry trabajó tenazmente veintitrés horas diarias bajo la protección de un programa
ideado por él para burlar los sistemas de vigilancia. Miri se preguntó qué demostraba
haciéndolo, pero no le dijo nada. La muda frustración de Terry por no ser capaz de
violar los últimos programas de seguridad era casi una entidad física, como la presión
del aire. En contraste, Miri se sorprendió al ver la rapidez con la que los Mendigos
habían logrado el acceso al orbital, aunque todavía no habían cambiado nada. Tal vez
jamás lo hicieran. Quizá no tuvieran que hacerlo.
Al principio del segundo mes, Terry logró violar uno de los programas de
seguridad más importantes. Él y Nikos convocaron una reunión en el despacho de
éste. Los dos chicos estaban blancos como el papel. Una red de capilares hacía latir la
frente de Terry por encima de su máscara. En el último mes, una docena de Súper
habían adoptado la costumbre de usar esas máscaras de plastipel moldeado que les
cubrían la mitad inferior de la cara, de la barbilla a los ojos, con un orificio para
Miri pasó varios días perturbada por el descubrimiento de los Mendigos. Intentó
trabajar en su antigua investigación neurológica para inhibir el tartamudeo. Rompió
un delicado bioscanner, empleó erróneamente una pieza vital del código en el
terminal de trabajo y lanzó una cubeta de precipitación al otro lado de la habitación.
Seguía viendo a su padre, y a Giles, que se retorcía sobre las rodillas de éste. Ricky la
amaba. La amaba lo suficiente para sospechar que ella y los Súper se estaban aislando
en una comunidad propia y sin embargo no… ¿qué? ¿Qué podía hacer? ¿Qué quería
hacer?
Las cadenas se formaron en su mente como nubes que salían girando de los
l día de Año Nuevo, Leisha caminaba junto al arroyo, bajo los álamos. El
E suelo estaba cubierto por una brillante capa de nieve. Levantó la vista y vio a
Jordan, sin abrigo, que corría hacia ella resoplando. Las líneas y arrugas de su
rostro curtido por el sol —ya tenía sesenta y siete años— reflejaban una gran tensión.
—¡Leisha! ¡Sanctuary se ha separado de Estados Unidos!
—Sí —respondió Leisha sin sorprenderse. Poco después del funeral de Alice
había pensado que seguramente ésa era la intención de Jennifer. Era coherente. Se le
ocurrió que probablemente ella y Kevin Baker eran las dos únicas personas de todo el
país que no estaban sorprendidas. Aunque tal vez Kevin lo estuviera. No había
hablado con él desde el funeral de Alice.
Leisha se agachó para coger una piedra: era un óvalo casi perfecto, pulido con
paciencia por la fuerza del viento y las aguas. La tocó con los dedos y le pareció que
estaba helada.
—Sí —le dijo a Jordan—. Lo sé.
—Bueno, ¿no vas a venir a mirar las redes de noticias?
—¿No es eso lo que hacemos siempre? —inquirió Leisha, y al oír el tono de su
voz, Jordan la miró fijamente.
Sanctuary transmitió su declaración a las ocho de la mañana del 1 de enero de
2092. Los términos de la declaración, difundida simultáneamente a las cinco redes de
noticias más importantes del país, al presidente y al Congreso de Estados Unidos —
ninguno de los cuales estaba en actividad a esa hora del día de Año Nuevo— no eran
negociables:
Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se vuelve necesario para un
pueblo disolver los lazos políticos que lo han vinculado a otro y asumir entre las
potencias de la Tierra el estado separado e igual al que las leyes de la naturaleza y el
Dios de la naturaleza le dan derecho, el honesto respeto a las opiniones de la
humanidad exige que manifieste las causas que lo impulsan a esa separación.
Sabemos que hay verdades evidentes para cualquier observador atento: que los
hombres no han sido creados iguales. Que todos tienen derecho a la vida, a la libertad
y a la búsqueda de la felicidad, pero que nada de esto está garantizado a expensas de
la libertad de los demás, del trabajo de los demás ni de la búsqueda que los demás
Drew llegó al recinto de Nuevo México la noche del 6 de enero. Había sido un día
extraordinariamente frío; él se había envuelto el cuello en una bufanda roja y llevaba
las piernas tapadas con una manta a juego. Leisha notó que ambas prendas eran de
fina lana irlandesa. Drew condujo la silla por la enorme sala de estar, construida para
albergar a setenta y cinco personas y que últimamente no reunía a más de diez o doce.
Alicia, la hija de Alice, y su familia habían regresado a California, Eric estaba en
Sudamérica y Seth y su esposa en Chicago. Leisha vio que Drew había vuelto a
cambiar.
Sanctuary, sin noches ni días, sin estaciones, siempre había conservado la hora
oficial del Este. Este hecho, tan familiar para Jennifer como la sensación que le
producía la sangre al correr por sus venas, de pronto le pareció grotesco. Sanctuary,
refugio y patria de los Insomnes, pionera en la siguiente etapa de la evolución
humana, había estado atada durante todos esos años al caduco Estados Unidos por la
más fundamental de las trabas artificiales: el tiempo. De pie en la cabecera de la mesa
del Consejo de Sanctuary, a las seis de la tarde, hora de Estados Unidos, Jennifer
decidió que cuando esta crisis hubiera llegado a su fin, esas trabas quedarían
eliminadas. Sanctuary idearía su propio sistema de medición del tiempo, libre de la
idea que el planeta tenía del día y la noche, de los degradantes ritmos circadianos que
ataban a los Durmientes. Sanctuary conquistaría el tiempo.
—Leisha —dijo Stella tímidamente—, ¿crees que deberíamos hacer algo con
respecto a la seguridad?
Leisha no respondió. Estaba sentada delante de tres terminales de comunicación,
cada uno sintonizado en una red de noticias distinta. Su cuerpo no reflejaba tensión
pero ni siquiera la inusual timidez de Stella pudo comprender lo que había detrás de
su actitud serena.
—¡Debería haber pensado en eso! —exclamó Jordan—. Yo no… Quiero decir
que hace tanto tiempo que nadie muestra odio hacia un Insomne… Stell, ¿quién está
aquí esta semana? Tal vez podríamos instalar un servicio de guardia rotativa, por si
necesitáramos…
—Alrededor del recinto hay un campo Y de Clase Seis patrullado por tres
guardias armados —comentó Drew.
Stella y Jordan lo miraron.
—Desde esta mañana —añadió Drew—. Lamento no haberos dicho nada.
Abrigaba la esperanza de equivocarme, y de que Sanctuary no llegara a esto.
—¿Cómo se te ocurrió que lo harían? —preguntó Stella, recuperando su tono
agrio.
—Kevin Baker. A él se le ocurrió.
—Eso me parece más coherente —comentó Stella.
—Gracias, Drew —dijo Jordan, y Stella tuvo el buen gusto de mostrarse
levemente avergonzada.
Leisha no dijo nada; seguía completamente inmóvil.
—Eso iba dirigido a ti —dijo Stella con furia—. La cita de Lincoln… es la guerra
equivocada. Han estado reproduciendo la revolución, no la guerra de secesión.
¡Jennifer puso la cita de Lincoln sólo porque tú eres una erudita en el tema!
Leisha no respondió.
—Will, hay otro grupo de ciudadanos que exige que se le permita la entrada en la
cúpula del consejo —dijo la consejera Renleigh.
—¿Cómo desobedecieron hasta ese extremo la orden de permanecer encerrados?
—preguntó Sandaleros.
—¿Cómo? —preguntó la consejera Barcheski en tono de disgusto; en el Consejo
se estaban produciendo situaciones de tensión—. Vinieron andando. ¿Cuántos
efectivos crees que tienes ahí fuera? ¿Y qué grado de temor crees que sienten
nuestros ciudadanos por ellos?
—Nadie quiere que nuestra gente esté atemorizada —aseguró Jennifer
serenamente.
—No lo están —opinó Barbara Barcheski—. Están exigiendo entrar y hablar
contigo.
—No —dijo Sandaleros—. Cuando esto haya terminado, cuando obtengamos la
independencia de la Tierra… hablaremos.
—Cuando a nadie le importe lo que hicisteis para conseguirla —intervino Ricky
Sharifi. Hacía tres horas que no decía nada.
—Han cogido a Hank Kimball —informó Caroline Renleigh—. He trabajado con
él en los sistemas. El campo de seguridad que rodea la cúpula del Consejo tal vez no
se sustente.
Cassie Blumenthal levantó la cabeza de su terminal. Sus dientes amarillentos
destellaron.
—Aguantará.
Al cabo de un rato, los manifestantes se alejaron.
—Jennifer —dijo John Wong—, la Red de Noticias Cuatro está haciendo una
campaña para que se lleve a cabo un único ataque nuclear que haga estallar Sanctuary
y nuestros «supuestos detonadores» de un solo disparo.
—No lo harán —les aseguró Jennifer—. Estados Unidos no.
—Estás confiando en la decencia de los mendigos para ganar tu propia guerra —
señaló Ricky.
—Creo, Ricky —dijo Jennifer serenamente—, que si recordaras los
acontecimientos que Will y yo recordamos, no hablarías de la decencia de los
mendigos. También creo que a partir de ahora deberías guardarte tus opiniones.
Si su voz se quebró, lo hizo sólo ligeramente, y nadie lo oyó, salvo Ricky y la
propia Jennifer. O, al menos, nadie demostró haberlo oído.
eisha contempló en las holorredes los disturbios de Atlanta provocados por las
L palomas muertas, las revueltas de Nueva York por los atascos de los vehículos
terrestres que abandonaban la ciudad, las sublevaciones de Washington
provocadas por los disturbios. Habían aparecido las viejas pancartas —
¡DESTRUCCIÓN NUCLEAR PARA LOS INSOMNES!—. ¿Acaso habían guardado
las pancartas y los letreros en algún sótano polvoriento durante treinta o cuarenta
años, entre una crisis y otra? La vieja retórica había acabado, incluso las viejas
actitudes… lo peor de las redes de los Vividores… los viejos chistes. «¿Qué
consigues si te cruzas con un Insomne que lleva una trampa para animales? Un par de
mandíbulas que realmente jamás se sueltan.» Leisha lo había oído cuando estudiaba
en Harvard, hacía sesenta y siete años.
—Y vi que no había nada nuevo bajo el sol, y que la carrera no era para los
rápidos, ni la batalla para los fuertes, ni el favor para hombres de habilidad… —dijo
Leisha en voz alta. Jordan y Stella la miraron con expresión preocupada. No era justo
preocuparlos con estribillos melodramáticos. Menos aún después de varias horas de
silencio. Debía hablar con ellos. Explicarles lo que sentía…
Estaba muy cansada.
Durante más de setenta años había visto una y otra vez las mismas cosas que
habían empezado con Tony Indivino. «Si caminaras por una calle de España y cien
mendigos te pidieran un dólar cada uno y no se lo dieras, se abalanzarían sobre ti,
furiosos…» Sanctuary. La ley, esa ilusoria creadora de la comunidad común. Calvin
Hawke. Otra vez Sanctuary. Y junto con todo esto, Estados Unidos: rico, próspero,
miope, magnífico en conjunto y mezquino en lo específico, poco dispuesto —
siempre, siempre— a respetar a la mente. Sí a la fortuna, a la buena suerte, al tosco
individualismo, a la fe en Dios, al patriotismo, a la belleza, a las agallas, al arrojo o a
la resistencia, pero nunca a la inteligencia compleja y al pensamiento complejo. No
era el insomnio lo que había provocado los disturbios, sino el pensamiento y sus
consecuencias, el cambio y el desafío.
¿Era distinto en otros países, en otras culturas? Leisha no lo sabía. En ochenta y
tres años jamás había estado fuera de Estados Unidos más de un fin de semana. No
deseaba especialmente hacerlo. ¿Era realmente algo singular en esa economía global?
Eran treinta y seis y habían sido enviados con un avión del gobierno desde
Washington; todo había llevado mucho más tiempo del que cualquiera, salvo Leisha,
la ex abogada, había imaginado. Veintisiete «Superbrillantes»: Miri, Nikos, Allen,
Terry, Diane, Christy, Jonathan, Mark, Ludie, Joanna, Toshio, Peter, Sara, James,
Raoul, Victoria, Arme, Marty, Bill, Audrey, Alex, Miguel, Brian, Rebecca, Cathy,
Victor y Jane. Nombres tan familiares para personas tan poco familiares. Y con ellos
había cuatro niños Insomnes «Normales»: Joan, Sam, Hako y Androula. Había cinco
padres que, en su mayor parte, parecían más tensos que sus hijos. Entre los padres se
encontraba Ricky Sharifi.
En los ojos oscuros de éste se reflejaba el dolor y se movió con paso vacilante,
como si no supiera con certeza si tenía derecho a caminar sobre la Tierra. Cuando
Leisha se dio cuenta del motivo por el que esto le parecía normal, esbozó una mueca.
Richard, que ahora parecía más joven que su hijo, tenía ese mismo aspecto en los
meses posteriores al juicio de Jennifer.
El primer juicio de Jennifer. Los miembros del Consejo de Sanctuary estaban