Nancy Kress - Mendigos en España

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Año 2019.

Una nueva especie de seres humanos, los Insomnes, disponen de


mayor conocimiento y poder. Modificados por la ingeniería genética para no
tener que dormir, los Insomnes cuentan con más horas de actividad, no
enferman nunca y son más longevos. Sus superdotados descendientes, los
Superinsomnes, pueden desarrollar además una nueva biotecnología por la
que aspiran a dominar el mundo. En el otro extremo de la sociedad se
encuentran los Durmientes —los nuevos mendigos del futuro cercano—,
cuyo recelo de los Insomnes es notorio, pues dependen de éstos para
garantizar su propia supervivencia. En semejante contexto, tres personajes
de diferente condición exponen su particular punto de vista sobre un conflicto
que se intuye inminente e inevitable.

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Nancy Kress

Mendigos en España
Saga de los Insomnes / 1

ePUB r1.0
Batera 19.12.12

www.lectulandia.com - Página 3
Título original: Beggars in Spain
Nancy Kress, 1993
Traducción: Elsa Mateo

Diseño de portada: Batera


Editor digital: Batera
Corrección de erratas: Batera
ePub base r1.0

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PRESENTACIÓN
Los lectores asiduos de NOVA ciencia ficción ya conocen a Nancy Kress. En
abril de 1991 publicamos UNA LUZ EXTRAÑA, su primera novela de ciencia
ficción (aparecida originalmente en 1988), una interesante especulación de raíces
antropológicas sobre el significado de ser humano.
Como era de prever, Kress ha seguido con su temática socio-antropológica
abordando ahora un curioso experimento intelectual: ¿qué ocurriría si, por medio de
la ingeniería genética, los seres humanos dejaran de estar sometidos a la necesidad
diaria de dormir?
Ése es el detonante de una de las más inteligentes y emotivas especulaciones que
la ciencia ficción ha abordado sobre las relaciones del Homo Sapiens con sus
sucesores. Escrita en la senda marcada por MUTANTE de Henry Kuttner, o MÁS
QUE HUMANO de Theodore Sturgeon, MENDIGOS EN ESPAÑA se ocupa de unos
posibles sucesores creados, esta vez, por el mismísimo Homo Sapiens.
Una hipótesis, encarnada por los Insomnes, que recupera el sentido de ese
clásico «¿qué sucedería si…?», característico de la buena ciencia ficción.
Lo interesante es que el tema, en manos de Nancy Kress, se convierte en una
curiosa especulación que no rehúye las consecuencias políticas, e incluye un emotivo
debate de indudables raíces éticas y una apología, realmente muy poco habitual, de
la solidaridad.
Kress, que se confiesa más a gusto escribiendo relatos y novelas cortas, inició
este trabajo partiendo de una vieja idea en torno a gentes que no necesitan dormir,
que había desarrollado por primera vez unos veinte años atrás. La obra, una de sus
primeras narraciones, fue rechazada, como también lo fue la reescritura que realizó
cinco años después.
Tras un largo paréntesis que incluye tres exitosas novelas de fantasía, un premio
Nebula por el relato «Entre tantas estrellas brillantes» y su primera novela de ciencia
ficción, UNA LUZ EXTRAÑA (1988, NOVA ciencia ficción, número 35), Kress,
poseedora ya de una envidiable técnica narrativa, volvió a pensar en el tema de la
gente insomne. Leisha, un personaje que acabará resultando central en la obra, fue
el catalizador final. El dominio obtenido por la autora en el manejo de los
personajes, su particular sensibilidad y la riqueza especulativa de la idea,
convirtieron MENDIGOS EN ESPAÑA en un éxito indiscutible.
Publicada inicialmente como novela corta en el Isaac Asimov's Science Fiction
Magazine y seleccionada por Gardner Dozois en su antología para «Lo mejor del
año 1991», MENDIGOS EN ESPAÑA, la novela corta, se alzó con los premios
Nebula de 1991 y el Hugo de 1992. Kress siguió desarrollando la idea a partir de esa
novela corta que ahora forma la primera parte del presente libro y le da nombre.

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MENDIGOS EN ESPAÑA fue finalista del Premio Nebula de 1993 y, también, del
Premio Hugo de 1994. Todo ese impulso especulativo encuentra un digno colofón en
MENDIGOS y OPULENTOS, una continuación de lectura independiente que fue
también finalista del Premio Hugo en 1995, y que aparecerá próximamente en
NOVA ciencia ficción.
En contra de lo que sucede en otros casos, el presente libro no es una simple
ampliación de una novela corta con éxito. Aquí, Kress ha incluido la novela corta
original como primera parte del libro en toda su integridad. Ahora se subtitula
«Leisha» y narra cómo, en el año 2019, aparecen unos nuevos seres humanos, los
INSOMNES, quienes modificados por la ingeniería genética para no tener que
dormir, disponen de mayor conocimiento y poder, pues cuentan con más horas de
actividad. La manipulación genética produce en los Insomnes un efecto secundario:
la longevidad. El recelo y el enfrentamiento con los Durmientes es inevitable.
Algunos Insomnes son partidarios de protegerse y piensan que, en el fondo, nada
deben a los Durmientes, a los que consideran como los nuevos mendigos del futuro
cercano. Otros Insomnes, como Leisha, no están de acuerdo y luchan por la
integración de Durmientes e Insomnes.
El libro continúa con «Sanctuary», narración acerca de las incidencias de un
juicio, después de los incidentes descritos en «Leisha», que permite plantear el
sentido de la justicia y del ordenamiento legal como herramienta para desentrañar
misterios, pero también para regular enfrentamientos. La tercera y la cuarta partes,
«Soñadores» y «Mendigos», contemplan el modo en que nuevas generaciones
abordan los nuevos problemas surgidos entre grupos sociales: los Superinsomnes del
santuario orbital de los Insomnes, o la división de los Durmientes en «auxiliares»,
que gestionan el sistema, y «vividores», que, como los Eloi de H. G. Wells, viven
ociosos.
A menudo me he preguntado por qué hay tan pocas novelas con trasfondo
político y económico en la ciencia ficción. MENDIGOS EN ESPAÑA tiene
precisamente a la especulación político-social como eje central. Se une así, por
ejemplo, a una obra imprescindible como LAS TORRES DEL OLVIDO, del
australiano George Turner; en ese interés por lo económico y lo político-social.
Curiosamente, Kress coincide con Turner en imaginar una sociedad dual escindida
entre quienes trabajan (los «auxiliares») y quienes no deben trabajar y viven del
subsidio que proporciona un curioso Estado del Bienestar (el que mantiene a los
«vividores»). Un posible futuro que algunos economistas no dudan en vaticinar para
nuestra propia realidad más inmediata.
Hay en MENDIGOS DE ESPAÑA más elementos de especulación económica y,
en cierta forma, el enfrentamiento entre Durmientes e Insomnes se plantea como una
nueva forma de la lucha de clases a la que no resulta ajeno el comportamiento de los

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propios Insomnes. Es indudable que, en ese Sanctuary del orbital que se desarrolla a
partir de la segunda parte del libro, los Insomnes crean una comunidad con rasgos
que muestran la más exacerbada crueldad del capitalismo más salvaje: «sólo vale
quien produce» es un lema que rezuma economicismo y, todo hay que decirlo,
inhumanidad.
Porque, en definitiva, la disponibilidad y potencialidad de la ubicua energía Y, y
los principios Yagaístas en torno al individualismo y a las excelencias de los
contratos plantean el eje especulativo central de la novela. Tal como dice Faren
Miller en LOCUS:

El hombre ha inventado al Superhombre y, dada la naturaleza humana, el


resultado es un desastre social. El mayor interés de Kress es la cuestión de si
«los que tienen» deben algo, si es que lo deben, a «los que no tienen»: el
dilema de los turistas bien provistos frente a las peticiones de una multitud de
«mendigos en España».

Se trata, pues, de un problema de solidaridad, un asunto que muy pocas veces se


ha planteado en las obras de ciencia ficción: ¿Deben los Insomnes, superiores en
todo, solidarizarse con los Durmientes? ¿Hay algo en común entre ambos tipos de
seres humanos? ¿Lo hay entre los seres humanos?
La misma Nancy Kress, en una entrevista publicada por LOCUS, explicita
claramente ese sentido metafórico de MENDIGOS EN ESPAÑA:

Uso la metáfora de los que duermen y los que no duermen para aludir al
grupo más amplio de «los que tienen» y «los que no tienen», en un sentido
personal. Eso no va a desaparecer. Incluso aunque no hubiera algo parecido a
la riqueza heredada, o haber ido o no a la escuela, o lo que sea, siempre
existirán diferencias entre los seres humanos que «tienen» o «no tienen» en
términos de habilidades y de adaptabilidad para ir tirando por la vida. No hay
forma de retroceder y hacernos a todos igualmente brillantes, inteligentes,
bellos y con talento. Y aunque pudiéramos hacerlo, todavía seguiríamos
creciendo con diferentes historias personales y con el sentimiento de ser
distintos. No serviría.
¿Qué deben los que tienen a los que no tienen? Los dos extremos que me
interesan son: Any Rand en ATLAS SHRUGGED, por una parte, y Le Guin
en Los DESPOSEÍDOS, por la otra. La solución de Rand es que no debemos
nada a los que no tienen. La de Le Guin es que todos formamos parte de una
comunidad integrada: lo que le ocurre a uno nos ocurre a todos, y uno no
debería tener más que otro, en términos económicos. Pero ninguno de esos

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dos ejemplos resulta práctico o factible, y ninguno describe lo que veo cuando
miro más allá de la ventana. La hipótesis de Rand era que los más dotados
intelectualmente, artísticamente o en términos de hacer negocios, también
dispondrán de una moral más correcta; y que los menos dotados se sentirán
celosos e intentarán destruirles. Le Guin, por quien siento un mayor respeto
pero iguales reservas, cree que sólo con eliminar la propiedad bastaría para
que las personas vivieran juntas y en paz. Me parece que muchas de las
dificultades del mundo no giran en torno a la propiedad. Hay otro tipo de
envidias que dependen de hechos personales. Le Guin asume un mayor grado
de fe en la bondad natural humana del que yo tengo.

Creo que con esa larga cita queda clara la voluntad de la autora y la
preocupación que la mueve. Y queda claro también que el problema posiblemente no
tenga solución. La misma Kress reconoce que lo que ha hecho en este libro es pelear
unos cuantos rounds con el problema. Al igual que hace en la interesantísima
continuación MENDIGOS y OPULENTOS a cuya presentación les remito.
Resulta imprescindible una nota final terminológica. Kress pone a España como
ejemplo de país pobre en el que los mendigos callejeros incordian a los turistas
adinerados. Utiliza, simplemente, la imagen que en otros lugares se tiene de la
riqueza de España, que no es tanta como claman nuestros políticos, ni tan poca como
imagina Kress. Tal vez referirse a mendigos en los propios Estados Unidos, donde la
pobreza y la mendicidad afectan a grandes grupos sociales, no sería una buena
opción pensando en el mercado estadounidense, tan decisivo en la ciencia ficción. En
cualquier caso, no me ha parecido oportuno cambiar el título o eliminar la referencia
a España. Mal que nos pese, así es como se nos ve todavía en gran parte del mundo
desarrollado. De nosotros depende que tal imagen cambie en un futuro próximo.
La traductora, Elsa Mateo, se ha encontrado también con un dilema que creo
conveniente señalar. A partir de la tercera parte del libro, el original habla de los
«auxiliares», una clase social del futuro imaginado por Kress, una clase que suele
estar formada por los políticos y los gestores sociales. En el original inglés se utiliza
«donkey», que tiene como traducción literal «burros», pero también significa
«auxiliares», que es la opción que se ha utilizado, ya que «burros» parecía un poco
tosca. En cualquier caso, no quiero dejar de recordar el doble significado del
término elegido por Kress en inglés, ya que conlleva una evidente ironía crítica al
etiquetar como «burros» a los únicos (los políticos, precisamente) que trabajan en un
mundo repleto de «vividores».
Y nada más, tan sólo recordar que, con libros como éste, sigue aumentando mi
aprecio por las obras de ciencia ficción escritas por mujeres. Parecen ser las que con
mayor facilidad abordan temas de gran importancia social, antropológica y, en

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definitiva, política. Posiblemente los más interesantes. Tal como dice la misma Nancy
Kress:

Cuando hablo de mujeres en la ciencia ficción siempre me encuentro entre


dos posturas. Entre la ira (necesaria) de la obra extremadamente hábil de
Joanna Russ y el trabajo de escritoras que presentan ya sea amazonas
guerreras y hembras capitanas de naves especiales o sociedades donde no hay
diferencia entre los sexos. En algún lugar, hacia el término medio, hay un
espacio vacío.

Es cierto que la obra de Kress no es de un feminismo militante, pero tal vez al


final se den cuenta, como yo, de que en MENDIGOS EN ESPAÑA los personajes
principales, los que deciden de verdad, son prácticamente todos mujeres. Estoy
seguro de que, inconsciente o deliberado, es un detalle importante. Es nuestro sino.
Perece que, por una u otra razón (todas encomiables), es inevitable aceptar que los
varones heterosexuales de raza blanca no estamos precisamente de moda… Mientras
podamos leer libros como MENDIGOS EN ESPAÑA ¿a quién le importa?
Y para finalizar, un comentario personal. Cuando leí la primera de esas historias
entre Insomnes y Durmientes, en inglés, se me puso la piel de gallina al llegar al
final. Kress reconoce que hizo un esfuerzo precisamente hacia el final de esa primera
novela corta para obtener un estallido de emociones. En mi caso lo logró. Volvió a
ocurrirme al repasar la traducción al castellano. Nancy Kress logra de nuevo algo
parecido con el final del libro, que en cierta forma resume el mensaje central del
proyecto de la autora.
Debo reconocer que Kress trabajaba sobre terreno bien abonado.
Siempre he creído que, de entre las muchas cosas que nos hacen realmente
humanos, una de las más importantes es esa que aparece con fuerza al final de la
historia de Leisha, esa que une los afanes de Insomnes y Durmientes, de Mendigos y
Opulentos. Algunos lo llaman, sin abarcarlo del todo, solidaridad. Es un nombre
como otro cualquiera. Otros lo llaman amor o utilizan otros términos, pero leyendo a
Nancy Kress sabrán de qué hablo.
Aunque hoy no esté de moda, es bueno que algunos libros nos hablen de eso…

MIQUEL BARCELÓ

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Para Marcos… otra vez

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LIBRO I

LEISHA
2008

Con energía e incansable vigilancia avanzad y traednos victorias.


ABRAHAM LINCOLN
al general de división
Joseph Hooker, 1863

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staban sentadas, envaradas, en su antigua silla Eames; dos personas que no

E querían estar donde estaban, o una persona que no quería y otra que sentía
rencor ante el disgusto de aquélla. El doctor Ong ya había visto situaciones
similares en otras ocasiones. Dos minutos después estuvo seguro: la mujer era la que
se resistía, con una ira muda. Iba a perder. El hombre pagaría por ello más tarde, en
pequeños detalles, durante mucho tiempo.
—Supongo que ya habrá realizado las comprobaciones de créditos necesarias —
le comentó Roger Camden en tono amable—. Así que ahora pasemos directamente a
los detalles, ¿no le parece, doctor?
—Por supuesto —repuso Ong—. ¿Por qué, para empezar, no me aclaran ustedes
las modificaciones genéticas que les interesan para el bebé?
La mujer se agitó repentinamente en la silla. Tendría poco menos de treinta años
—evidentemente era una segunda esposa— pero ya mostraba un aspecto apagado,
como si la convivencia con Roger Camden la estuviera agotando. A Ong no le
pareció raro. El pelo de la señora Camden era castaño, sus ojos marrones y su piel
tenía un matiz moreno que habría sido bonito si hubiera tenido algo de color en las
mejillas. Llevaba puesto un abrigo marrón, ni elegante ni barato, y unos zapatos que
parecían vagamente ortopédicos. Ong echó un vistazo a sus archivos para averiguar
su nombre: Elizabeth. Habría apostado a que la gente lo olvidaba con frecuencia.
Junto a ella, Roger Camden irradiaba una nerviosa vitalidad. Tendría alrededor de
cincuenta años, su cabeza en forma de bala no armonizaba con el pulcro corte de pelo
y el traje de seda italiana. Ong no tuvo que consultar su archivo para recordar quién
era Camden. Una caricatura de la cabeza en forma de bala había sido la principal
ilustración de la edición del día anterior del Wall Street Journal: Camden había
encabezado un golpe importante en la inversión del atolón de información de la
frontera opuesta. Ong no sabía con certeza qué era la inversión del atolón de
información de la frontera opuesta.
—Una niña —dijo Elizabeth Camden. A Ong no se le había ocurrido pensar que
ella hablaría primero. Su voz fue otra sorpresa: parecía corresponder a una británica
de clase alta—. Rubia. Ojos verdes. Alta. Esbelta.
Ong sonrió.

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—Los factores relacionados con el aspecto son los más fáciles de conseguir,
como sin duda ya saben. Pero lo único que podemos hacer con respecto a la esbeltez
es predisponerla genéticamente en ese sentido. Naturalmente, la forma en que usted
alimente a la criatura…
—Sí, sí —intervino Roger Camden—, eso es evidente. Ahora bien: la
inteligencia. Inteligencia elevada. Y una dosis de osadía.
—Lo lamento, señor Camden, pero los factores de la personalidad aún no están
bastante comprendidos para permitir que la genét…
—Simplemente pruebe —aclaró Camden con una sonrisa que Ong consideró
despreocupada.
Elizabeth Camden añadió:
—Habilidades musicales.
—Señora Camden, le digo lo mismo: lo único que podemos garantizar es una
disposición a la música.
—Está bien —intervino Camden—. Toda la gama de correcciones para cualquier
posible problema de salud relacionado con los genes.
—Por supuesto —respondió Ong. Ninguno de los dos clientes dijo nada. Hasta el
momento la suya era una lista bastante modesta, teniendo en cuenta el dinero de
Camden; en la mayoría de los casos había que disuadir a los clientes de ciertas
tendencias genéticas contradictorias en las que incurrían, del exceso de
modificaciones que pedían, de las expectativas irreales que se creaban. Ong esperó.
La tensión crecía en la habitación como la temperatura.
—Además —añadió Camden—, que no tenga necesidad de dormir.
Elizabeth Camden giró la cabeza y miró por la ventana.
Ong cogió un trozo de papel magnético de su escritorio. Dijo en tono cordial:
—Permítanme preguntarles cómo saben si ese programa de modificación genética
existe.
Camden sonrió.
—Usted no está negando que exista. Le atribuyo a usted todo el mérito, doctor.
Ong se contuvo.
—Permítanme preguntarles cómo saben si ese programa de modificación genética
existe.
Camden metió la mano en el bolsillo interior del traje. La seda se arrugó y se
estiró; cuerpo y traje pertenecían a clases diferentes. Según recordaba Ong, Carnden
era un yagaísta, amigo personal del propio Kenzo Yagai. Camden le entregó una
copia en limpio: especificaciones del programa.
—No se moleste en buscar el fallo de seguridad en sus bancos de datos, doctor.
No lo encontrará. Pero si le sirve de consuelo, nadie más podrá encontrarlo. —De
pronto se inclinó hacia delante. Su tono de voz cambió—-. Sé que ha creado veinte

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niños que nunca necesitan dormir, que hasta ahora diecinueve de ellos son saludables,
inteligentes y psicológicamente normales. De hecho, son mejores de lo normal; son
inusualmente precoces. El mayor tiene ya cuatro años y sabe leer en dos idiomas. Sé
que usted está pensando en comercializar esta modificación genética dentro de unos
años. Lo único que yo quiero es poder comprarla para mi hija ahora. Al precio que
usted fije.
Ong se puso de pie.
—No puedo discutir de esto con usted de forma unilateral, señor Camden. Ni el
ladrón de nuestros datos…
—Que no era un ladrón… Su sistema produjo una burbuja espontánea en una
entrada pública. Lo pasaría mal demostrando lo contrario…
—… ni la oferta de adquirir esta modificación genética particular es competencia
exclusivamente mía. Ambos temas deben ser discutidos con la junta de directores del
Instituto.
—Naturalmente, naturalmente. ¿Cuándo puedo hablar con ellos?
—¿Usted?
Camden, que seguía sentado, levantó la vista para mirarlo. A Ong se le ocurrió
pensar que había pocos hombres que pudieran parecer tan confiados cuarenta y cinco
centímetros por debajo del nivel de los ojos.
—Sin duda, me gustaría tener la posibilidad de presentar mi oferta a quien tenga
autoridad real para aceptarla. Sólo se trata de un negocio.
—No se trata únicamente de una transacción comercial, señor Camden.
—Tampoco es sólo pura investigación científica —replicó Camden—. Ésta es una
sociedad lucrativa, aunque con ciertas ventajas fiscales disponibles sólo para
empresas que cumplan con ciertas leyes de práctica honesta.
Durante un instante, Ong no supo a qué se refería Camden.
—Las leyes de práctica honesta…
—… están destinadas a proteger a las minorías que son proveedoras. Sé que
jamás se ha probado en el caso de los clientes, salvo para delimitar las instalaciones
de energía Y. Pero podría probarse, doctor Ong. Las minorías tienen derecho a la
misma oferta de productos que las no minorías. Sé que el Instituto no recibiría de
buen grado una demanda judicial, doctor. Ninguna de sus veinte familias de prueba
beta genética es negra ni judía.
—Una demanda… ¡Pero usted no es negro ni judío!
—Yo pertenezco a una minoría diferente. Polaco-americano. Mi apellido era
Kaminsky. —Finalmente, Camden se puso de pie. Mostró una cálida sonrisa—. Mire,
esto es ridículo. Usted lo sabe, y yo lo sé. Ambos sabemos el follón que organizarían
los periodistas con esto. Usted sabe que yo no quiero demandarlo por un asunto
ridículo sólo para usar la amenaza de publicidad prematura y adversa para conseguir

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lo que quiero. No quiero hacer ninguna amenaza, créame que no quiero. Sólo deseo
para mi hija este maravilloso avance que usted ha conseguido. —Su rostro adoptó
una expresión que Ong no habría creído posible que pudiera ver en esos rasgos
determinados: melancolía—. Doctor, ¿sabe cuántas cosas más habría logrado yo si no
hubiera tenido que dormir toda mi vida?
Elizabeth Camden dijo en tono áspero:
—Ahora apenas duermes.
Camden bajó la vista y la miró como si se hubiera olvidado de que ella estaba allí.
—Bueno, no, cariño, no hablo de ahora. Pero cuando era joven… la universidad,
podría haber terminado la universidad y sin embargo mantener… Bueno. Nada de eso
importa ahora. Lo que importa, doctor, es que usted, yo y su junta lleguemos a un
acuerdo.
—Señor Camden, por favor salga de mi oficina ahora mismo.
—¿Quiere decir antes de que usted pierda la paciencia por mi atrevimiento? No
sería el primero. Espero tener concertada una reunión a finales de la semana próxima,
cuando y donde usted disponga, por supuesto. Simplemente hágale saber los detalles
a mi secretaria personal, Diane Clavers. Cuando a usted le convenga.
Ong no los acompañó a la puerta. Sintió una fuerte presión en las sienes. Al llegar
a la puerta, Elizabeth Camden se volvió.
—¿Qué ocurrió con el número veinte?
—¿Qué?
—El bebé número veinte. Mi esposo dijo que diecinueve de ellos son saludables y
normales. ¿Qué ocurrió con el número veinte?
La presión se hizo más fuerte, más ardiente. Ong sabía que no debía responder;
que Camden probablemente ya conocía la respuesta aunque su esposa la ignorara;
que él, Ong, iba a responder igualmente; que más tarde lamentaría amargamente su
falta de autodominio.
—El bebé número veinte está muerto. Sus padres resultaron ser unas personas
inestables. Se separaron durante el embarazo, y la madre no soportó el llanto de
veinticuatro horas de un bebé que nunca duerme.
Elizabeth Camden abrió los ojos desorbitadamente.
—¿Ella lo mató?
—Por error —dijo Camden en tono cortante—. Sacudió al pequeño con
demasiada fuerza. —Miró a Ong con el entrecejo fruncido—. Enfermeras, médicos.
Por turnos. Usted debería haber elegido únicamente padres lo suficientemente
adinerados para permitirse tener enfermeras por turnos.
—¡Eso es horrible! —exclamó la señora Camden, y Ong no supo si se refería a la
muerte del niño, a la falta de enfermeras, o a la negligencia del Instituto. El doctor
cerró los ojos.

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Cuando se marcharon, se tomó diez miligramos de ciclobenzaprine-III. Para la
espalda, sólo era para la espalda. La antigua herida volvía a dolerle. Después se
quedó un largo rato junto a la ventana sujetando el papel magnético. Sentía cómo la
presión de las sienes se aliviaba, notaba cómo se calmaba. Más abajo, el lago
Michigan bañaba plácidamente la orilla; la noche anterior, la policía se había llevado
a los vagabundos durante otra redada, y aún no habían tenido tiempo de regresar.
Sólo quedaban sus desperdicios, desparramados entre los arbustos del parque que se
extendía por la orilla del lago: mantas hechas jirones, periódicos y bolsas de plástico
como patéticos estandartes pisoteados. Era ilegal dormir en el parque, entrar en él sin
permiso de residente, ser un vagabundo sin residencia. Mientras Ong observaba, los
cuidadores uniformados del parque empezaron a ensartar metódicamente los
periódicos y a arrojarlos en receptáculos limpios autopropulsados.
Ong cogió el teléfono para llamar al presidente de la junta de directores del
Biotech Institute.

Alrededor de la mesa lustrada de caoba de la sala de conferencias se encontraban


sentados cuatro hombres y tres mujeres. Médico, abogada, cacique indio, pensó
Susan Melling mientras miraba a Ong, luego a Sullivan y finalmente a Camden.
Sonrió. Ong percibió la sonrisa y adoptó una expresión glacial. Presumida. Judy
Sullivan, la abogada del Instituto, se volvió para hablar en voz baja con el abogado de
Camden, un hombre delgado y nervioso cuya expresión indicaba que era propiedad
de alguien. El propietario, Roger Camden, el propio cacique indio, era la persona de
aspecto más feliz de toda la sala. El mortífero hombrecillo —¿qué hacía falta para
convertirse en un hombre tan rico a pesar de haber empezado desde cero? Ella,
Susan, sin duda nunca lo sabría— irradiaba entusiasmo. Sonreía, resplandecía, algo
tan impropio de los futuros padres habituales que Susan sintió curiosidad. Por lo
general, los futuros padres y madres, sobre todo los padres, permanecían sentados
como si estuvieran presenciando la fusión de varias empresas. Camden daba la
impresión de estar en una fiesta de cumpleaños. Y así era, por supuesto. Susan le
sonrió y estuvo encantada cuando él le devolvió la sonrisa. Cruel, pero con una
especie de deleite que sólo podía calificarse de inocente… ¿Cómo sería él en la
cama? Ong frunció el entrecejo con expresión majestuosa y se levantó para hablar.
—Damas y caballeros, creo que estamos en condiciones de comenzar. Tal vez
debamos hacer algunas presentaciones. El señor Roger Camden y su señora son
nuestros clientes, por supuesto. Señor John Jaworski, el abogado del señor Camden.
Señor Camden, ésta es Judith Sullivan, la directora del departamento legal del
Instituto; Samuel Krenshaw, representante del director del Instituto, el doctor Brad
Marsteiner, que lamentablemente no puede estar aquí hoy; y la doctora Susan
Melling, que desarrolló la modificación genética relacionada con el sueño. Algunos

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puntos legales de interés para ambas partes…
—Olvídese de los contratos durante un rato —lo interrumpió Camden—.
Hablemos del tema del sueño. Me gustaría hacer un par de preguntas.
—¿Qué quiere saber? —le preguntó Susan. Los ojos azules de Camden brillaron
en su rostro de rasgos definidos; él no era lo que ella había imaginado. La señora
Camden, que al parecer carecía de nombre de pila y de abogado, ya que Jaworski
había sido presentado como abogado de su esposo pero no de ella, tenía una
expresión taciturna o asustada, era difícil de adivinar.
Ong comentó en tono agrio:
—Entonces tal vez deberíamos empezar con una breve introducción de la doctora
Melling.
Susan habría preferido un intercambio de preguntas y respuestas, para saber qué
quería averiguar Camden. Pero ya había fastidiado bastante a Ong. Se levantó
obedientemente.
—Permítame comenzar con una breve descripción del sueño. Hace mucho tiempo
que los investigadores saben que existen en realidad tres clases de sueño. Uno es el
«sueño de onda lenta», que en un electroencefalograma aparece representado por las
ondas delta. Otro es el sueño REM, o «sueño del movimiento rápido de los ojos», que
es mucho más ligero y contiene la mayor parte de los sueños. Ambos conforman el
«núcleo del sueño». La tercera clase de sueño es el «sueño optativo», llamado así
porque al parecer la gente prescinde de él sin sufrir efectos secundarios, y algunas
personas que duermen poco no lo tienen en absoluto y duermen sólo tres o cuatro
horas por noche.
—Ése es mi caso —comentó Camden—. Me entrené yo solo para lograrlo. ¿No
podría hacerlo todo el mundo?
Evidentemente, después de todo, aquello iba a ser un intercambio de preguntas y
respuestas.
—No. El verdadero mecanismo del sueño tiene cierta flexibilidad, pero no se
presenta en la misma dosis para todo el mundo. Los núcleos rafe del cerebro…
—No creo que tengamos que entrar en ese nivel de detalles, Susan. Ciñámonos a
lo básico —sugirió Ong.
—Los núcleos rafe regulan el equilibrio entre los neurotransmisores y los
péptidos, que da como resultado una presión con respecto al sueño, ¿verdad? —dijo
Camden.
Susan no pudo evitarlo; sonrió. El implacable financiero penetrante como el láser
intentó parecer solemne, como un alumno de tercer grado que espera oír los elogios a
su tarea. Ong mostró una expresión amarga. La señora Camden apartó la vista y se
dedicó a mirar por la ventana.
—Sí, es correcto, señor Camden. Veo que ha investigado.

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—Se trata de mi hija —repuso él, y Susan contuvo la respiración. ¿Cuál había
sido la última vez que había oído ese tono de reverencia? No obstante nadie más
pareció reparar en ello.
—Bien, entonces —prosiguió Susan—, ya sabe que la razón por la que la gente
duerme es que la presión para dormir se acumula en el cerebro. En los veinte últimos
años, las investigaciones han demostrado que ésa es la única razón que existe. Ni el
sueño de onda lenta ni el sueño REM cumplen funciones que no puedan llevarse a
cabo mientras el organismo y el cerebro están despiertos. Muchas se cumplen durante
el sueño, pero pueden realizarse también durante la vigilia si se efectúan algunos
ajustes hormonales.
»El sueño cumplió una importante función evolutiva. Una vez creado el Clem
Pre-Mamífero llenando su estómago y salpicando su esperma, el sueño lo mantuvo
inmóvil y alejado de los depredadores. El sueño fue una ayuda para sobrevivir. Pero
ahora es un mecanismo sobrante, un vestigio, como el apéndice. Se pone en marcha
todas las noches, pero la necesidad ya no existe. Por eso anulamos la puesta en
marcha en su origen, en los genes.
Ong hizo una mueca. Detestaba que ella simplificara las cosas de esa manera. Tal
vez lo que detestaba era la despreocupación con la que exponía el tema. Si esta
presentación la hubiera hecho Marsteiner, no habría hablado del Clem Pre-Mamífero.
Camden preguntó:
—¿Y la necesidad de soñar?
—No es una necesidad. Se trata de un bombardeo sobrante de la corteza cerebral
para mantenerla en estado de semi alerta, por si un depredador ataca durante el sueño.
La vigilia lo hace mejor.
—Entonces, ¿por qué no somos insomnes desde el principio de la evolución?
La estaba probando. Susan le dedicó una amplia sonrisa; disfrutaba del descaro de
Camden.
—Ya se lo dije. Para protegernos de los depredadores. Pero cuando ataca un
depredador moderno… por ejemplo un inversionista del atolón de información… es
más seguro estar despierto.
—¿Qué me dice del elevado porcentaje de sueño REM en fetos y bebés? —
preguntó Camden en tono brusco.
—También es un resto evolutivo. El cerebro se desarrolla perfectamente bien si
él.
—¿Y de la reparación neural durante el sueño de onda lenta?
—Eso aún existe, pero puede efectuarse durante la vigilia si el ADN está
programado para hacerlo. Por lo que sabemos, no hay pérdida de eficiencia neural.
—¿Qué me dice de la liberación de enzimas del crecimiento humano en esas
enormes concentraciones durante el sueño de onda lenta?

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Susan lo observó con admiración.
—Se produce sin el sueño. Las adaptaciones genéticas la vinculan a otros
cambios de la glándula pineal.
—¿Y en cuanto a…?
—¿… los efectos secundarios? —preguntó la señora Camden. Su boca se curvó
hacia abajo—. ¿Qué me dice de los malditos efectos secundarios?
Susan se volvió hacia Elizabeth Camden. Había olvidado que estaba allí. La
mujer más joven observó a Susan.
—Me alegra que me haga esa pregunta, señora Camden. Porque existen efectos
secundarios. —Susan hizo una pausa; estaba disfrutando—. Comparados con los de
su misma edad, los niños que no duermen, aquellos a los que no se ha efectuado una
manipulación genética de su cociente intelectual, son más inteligentes, resuelven
mejor los problemas y son más dichosos.
Camden cogió un cigarrillo. El arcaico y repugnante hábito sorprendió a Susan.
Luego vio que era algo deliberado: Roger Camden llamaba la atención hacia una
ostentosa exhibición para que no se notara lo que sentía en ese momento. Su
encendedor de oro llevaba grabadas sus iniciales y tenía un aspecto inocentemente
llamativo.
—Permítame que le explique —prosiguió Susan—. El sueño REM bombardea la
corteza cerebral con disparos neurales hechos al azar desde el tronco del cerebro; la
actividad onírica se produce porque la pobre corteza asediada hace todo lo posible
por encontrar sentido a las imágenes activadas y a los recuerdos, y consume gran
cantidad de energía al hacerlo. Sin ese gasto de energía, los cerebros que no duermen
se ahorran el desgaste y logran una mejor coordinación de la energía de la vida real.
Y con ello, mayor inteligencia y capacidad de resolución de problemas.
»Además, hace sesenta años que los médicos saben que los antidepresivos, que
levantan el ánimo de los pacientes deprimidos, también suprimen totalmente el sueño
REM. Lo que han demostrado en los diez últimos años es que lo contrario es
igualmente cierto: al suprimir el sueño REM, la gente no se deprime. Los niños que
no duermen son alegres, sociables… dichosos. No hay otra palabra para describirlos.
—¿A costa de qué? —preguntó la señora Camden. Mantuvo el cuello inmóvil,
pero tenía la mandíbula tensa.
—A costa de nada. No existe ningún efecto secundario.
—Hasta ahora —replicó la señora Camden.
Susan se encogió de hombros.
—Hasta ahora.
—¡Sólo tienen cuatro años! ¡Como máximo!
Ong y Krenshaw la observaron atentamente. Susan vio que la señora Camden se
daba cuenta; se hundió en su silla, se cerró el abrigo de piel y pareció desconcertada.

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Camden no miró a su esposa. Lanzó una nube de humo de cigarrillo.
—Todo tiene un precio, doctora Melling.
A ella le gustó la forma en que pronunció su nombre.
—Normalmente, sí. Sobre todo cuando se trata de modificaciones genéticas. Pero
sinceramente no hemos podido encontrar nada aquí, a pesar de lo que hemos
investigado. —Miró a Camden a los ojos y sonrió—. ¿Es una exageración creer que
por una vez el universo nos ha dado algo totalmente bueno, algo que significa un
avance, algo totalmente beneficioso? ¿Sin ocultar ningún castigo?
—El universo, no. La inteligencia de personas como usted —la corrigió Camden;
el comentario sorprendió a Susan más que todo lo ocurrido hasta entonces. Él la
miraba fijamente a los ojos. Ella sintió que se le encogía el corazón.
—Creo —dijo el doctor Ong en tono seco— que la filosofía del universo está más
allá de las cuestiones que hoy nos preocupan. Señor Camden, si no tiene más
preguntas médicas que plantear, tal vez podríamos volver a ocuparnos de los asuntos
legales que la señora Sullivan y el señor Jaworski han planteado. Gracias, doctora
Melling.
Susan asintió. No volvió a mirar a Camden. Pero sabía lo que él decía, la
expresión que tenía, y que él estaba allí.

Su domicilio era más o menos como ella había imaginado: una casa enorme que
imitaba el estilo Tudor y se alzaba sobre el lago Michigan, al norte de Chicago. Entre
la puerta y la casa, el terreno era muy arbolado, y despejado entre la casa y las
agitadas aguas. El césped estaba salpicado de manchas de nieve. El Instituto Biotech
había estado trabajando con los Camden durante cuatro meses, pero ésta era la
primera vez que Susan iba a visitarlos.
Mientras caminaba hacia la casa, un coche se acercaba a ella. No era un coche
sino un camión, y siguió por el curvado sendero hasta una entrada de servicio que
había junto a la casa. Un hombre tocó el timbre; otro empezó a descargar de la parte
posterior del camión un parque infantil envuelto en plástico. Era blanco, con
conejitos rosados y amarillos. Susan cerró brevemente los ojos.
Abrió la puerta el propio Camden. Susan vio el esfuerzo que él hacía por
disimular su preocupación.
—No tenía por qué venir hasta aquí, Susan. ¡Yo podría haber ido a la ciudad!
—No, no quería que hiciera eso, Roger. ¿La señora Camden está en casa?
—En la sala. —Camden la condujo hasta una sala enorme en la que había una
chimenea de piedra. Muebles ingleses de campo y cuadros de perros o barcos, todos
colgados cuarenta y cinco centímetros más altos de lo normal; de la decoración
seguramente se había ocupado Elizabeth Camden. Cuando Susan entró, la señora
Camden no se movió de su sillón de orejas.

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—Seré breve y clara —anunció Susan—. No quiero que esto se prolongue más de
lo necesario. Tenemos los resultados de la amniocentesis, del ultrasonido y de las
pruebas Langston. El feto está en perfectas condiciones, muestra un desarrollo normal
para sus dos semanas y no se presentan problemas con el implante en la pared
uterina. Pero ha surgido una complicación.
—¿De qué se trata? —preguntó Camden. Cogió un cigarrillo, miró a su esposa y
volvió a guardarlo sin encender.
—Señora Camden —dijo Susan en tono sereno—, por pura casualidad, durante el
último mes sus dos ovarios produjeron óvulos. Quitamos uno para realizar la cirugía
de los genes. Y también por casualidad, el segundo fue fertilizado e implantado.
Lleva dos fetos en su vientre.
Elizabeth Camden se quedó inmóvil.
—¿Gemelos?
—No —respondió Susan. Enseguida se dio cuenta de lo que había dicho—.
Mejor dicho, sí. Son gemelos, pero no idénticos. Sólo uno ha sido genéticamente
modificado. No se parecerán más que otros dos hermanos cualesquiera. El segundo es
lo que se llama un bebé normal, y sé que ustedes no querían un bebé normal.
—No, yo no —dijo él.
—Yo sí —aclaró Elizabeth Camden.
Él le lanzó una feroz mirada que Susan no supo interpretar. Volvió a coger el
cigarrillo y lo encendió. Susan veía su rostro de perfil y notó que estaba concentrado,
pensando; dudaba de que él supiera que había sacado el cigarrillo, o que lo había
encendido.
—¿El bebé está afectado por la presencia del otro?
—No —respondió Susan—. Claro que no. Simplemente… coexisten.
—¿Es posible abortarlo?
—No sin abortar a ambos. Extirpar el feto no modificado podría originar cambios
en el revestimiento uterino que probablemente provocarían un aborto espontáneo del
otro. —Susan respiró profundamente—. Existe esa posibilidad, por supuesto.
Podemos comenzar todo el proceso nuevamente. Pero como les dije en su momento,
fueron muy afortunados de que la fertilización in vitro pudiera efectuarse al segundo
intento. Algunas parejas deben hacer ocho o diez intentos. Si empezáramos todo de
nuevo, el proceso podría hacerse muy largo.
—¿La presencia del segundo feto está perjudicando a mi hija? ¿Quitándole
alimento, o algo así? ¿Cambiará algo para ella en los meses posteriores del
embarazo?
—No. Salvo que existe la posibilidad de un parto prematuro. Dos fetos ocupan
muchísimo más lugar en el útero, y si falta espacio, el alumbramiento puede ser
prematuro. Pero el…

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—¿Hasta qué punto prematuro? ¿Hasta el punto de amenazar su supervivencia?
—Lo más probable es que no.
Camden siguió fumando. En la puerta apareció un hombre.
—Señor, una llamada de Londres. James Kendall, para el señor Yagai.
—Yo lo atenderé. —Camden se puso de pie. Susan lo vio estudiar el rostro de su
esposa—. De acuerdo, Elizabeth. De acuerdo —dijo por fin y salió.
Las dos mujeres permanecieron en silencio durante un largo rato. Susan advirtió
la decepción; éste no era el Camden que ella esperaba ver. Elizabeth Camden la
observaba con expresión divertida.
—Oh, sí, doctora. Él es así.
Susan no dijo nada.
—Absolutamente autoritario. Aunque no esta vez. —Lanzó una suave risita de
excitación—. Dos. ¿Sabe… sabe de qué sexo es el otro?
—Ambos fetos son de sexo femenino.
—Yo quería una nena, ya sabe. Ahora la tendré.
—Entonces seguirá adelante con el embarazo.
—Oh, sí. Gracias por venir, doctora.
Debía retirarse. Nadie la vio salir. Pero cuando estaba subiendo a su coche,
Camden salió corriendo de la casa, sin abrigo.
—¡Susan! Quería darle las gracias. Por venir hasta aquí y decírnoslo
personalmente.
—Ya me dio las gracias.
—Sí. Bueno, ¿está segura de que el segundo feto no supone una amenaza para mi
hija?
—Y el feto genéticamente modificado tampoco supone una amenaza para el que
fue concebido naturalmente —respondió Susan deliberadamente.
Camden sonrió y dijo en voz baja y melancólica:
—Usted piensa que eso debería preocuparme en la misma medida. Pero no es así.
¿Por qué habría de disimular lo que siento, sobre todo con usted?
Susan abrió la puerta del coche. No estaba preparada para esto, o había cambiado
de idea, o algo así. Pero entonces Camden se inclinó para cerrar la puerta y su actitud
no mostró el menor coqueteo, la más mínima zalamería.
—Será mejor que encargue un segundo parque.
—Sí.
—Y un segundo asiento para el coche.
—Sí.
—Pero no una segunda niñera para la noche.
—Eso depende de usted.
—Y de usted. —Se inclinó bruscamente y la besó; fue un beso tan cortés y

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respetuoso que Susan se quedó aturdida. La lascivia y la actitud conquistadora no la
habrían conmovido, pero esto sí. Camden no le dio la posibilidad de reaccionar; cerró
la puerta del coche y se volvió en dirección a la casa. Susan condujo hasta la puerta;
las manos le temblaban sobre el volante hasta que la diversión reemplazó a la
conmoción: había sido un beso deliberadamente distante y respetuoso, un enigma
elaborado. Nada habría garantizado tan bien que existiría otro.
Se preguntó qué nombres pondrían los Camden a sus hijas.

El doctor Ong avanzó dando grandes zancadas por el pasillo del hospital, que se
encontraba en penumbras. De la enfermería de la Maternidad salió una enfermera que
parecía decidida a impedirle el paso —era de noche y el horario de visitas ya había
terminado—, lo miró a la cara y volvió a desaparecer en la enfermería. Al girar en la
esquina vio el cristal que daba a la sala de los recién nacidos. Ong vio con fastidio
que Susan Melling tenía la cara apretada contra el cristal. Su fastidio aumentó al ver
que ella lloraba.
Ong se dio cuenta de que aquella mujer nunca le había gustado. Tal vez no le
gustaba ninguna mujer. Ni siquiera las que poseían una mente superior podían evitar
el ridículo a que las sometían sus emociones.
—Mire —dijo Susan riendo débilmente y secándose el rostro—. Doctor, mire.
Detrás del cristal, Roger Camden, con bata y máscara, sostenía en brazos a un
bebé con una camiseta blanca y envuelto en una manta rosada. A Camden le brillaron
los ojos, unos ojos teatralmente azules: realmente, un hombre no podía tener unos
ojos tan llamativos. El bebé tenía la cabeza cubierta de pelusa rubia, ojos enormes y
piel rosada. Por encima de la máscara, los ojos de Camden decían que ninguna otra
criatura había tenido jamás aquellos atributos.
—¿Un parto sin complicaciones? —preguntó Ong.
—Sí —respondió Susan Melling sollozando—. Absolutamente fácil. Elizabeth
está muy bien. Ahora duerme. ¿No es fantástica? Él tiene el espíritu más aventurero
que conozco. —Se secó la nariz en la manga; Ong se dio cuenta de que estaba
borracha—. ¿Alguna vez le conté que estuve prometida? Hace quince años, cuando
estaba en la facultad de medicina. Rompí el compromiso porque él resultó un hombre
corriente, muy aburrido. Oh, Dios, no tendría que estar contándole todo esto. Lo
siento. Lo siento.
Ong se apartó de ella. Detrás del cristal, Roger Camden dejó al bebé en la
pequeña cuna con ruedas. En la placa destinada al nombre se leía: BEBÉ CAMDEN
Nº 1. 2,676 KG. La enfermera de la noche lo observaba con expresión indulgente.
Ong no esperó a que Camden saliera de la sala de los bebés, ni que Susan Melling
le dijera lo que iba a decirle. Fue a informar a la junta. Dadas las circunstancias, el
informe de Melling no era fiable. Era una posibilidad perfecta y sin precedentes para

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registrar cualquier detalle de modificación genética con un control no modificado,
pero Melling estaba más interesada en sus propias emociones sensibleras.
Evidentemente, Ong tendría que ocuparse de redactar el informe, después de hablar
con la junta. Estaba ansioso por conocer todos los detalles. Y no sólo con respecto al
bebé de mejillas rosadas que Camden tenía en brazos. También quería conocer todos
los detalles del nacimiento de la criatura que se encontraba en la otra cuna: BEBÉ
CAMDEN Nº 2. 2,313 KG. El bebé de pelo oscuro y facciones rojas y manchadas,
acurrucado en su manta rosada, dormía.

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2

l primer recuerdo de Leisha eran las líneas sueltas que no estaban. Sabía que

E no estaban porque cuando estiraba la mano para tocarlas, su mano estaba


vacía. Tiempo después se dio cuenta de que las líneas sueltas eran luz: la luz
del sol que caía en rayos oblicuos entre las cortinas de su habitación, entre las
persianas de madera del comedor, entre las celosías entrecruzadas del invernadero. El
día que se dio cuenta de que aquel chorro dorado era luz se rió en voz alta con la
simple alegría del descubrimiento, y papá dejó de poner las plantas en los tiestos y le
sonrió.
Toda la casa estaba llena de luz: desbordaba el lago, se filtraba por los altos
cielorrasos blancos, encharcaba los brillantes suelos de madera. Ella y Alice se
movían constantemente entre la luz, y a veces Leisha se detenía, echaba la cabeza
hacia atrás y dejaba que le bañara el rostro. Podía sentirla, como el agua.
La mejor luz, por supuesto, estaba en el invernadero. Allí era donde a papá le
gustaba estar cuando regresaba a casa después de ganar dinero. Papá ponía las plantas
en tiestos y regaba los árboles mientras canturreaba, y Leisha y Alice corrían entre las
mesas de madera llenas de flores con su maravilloso olor a tierra; corrían desde el
lado oscuro del invernadero, donde crecían las enormes flores púrpura, hasta la zona
soleada, donde había ramilletes de flores amarillas. Ambas corrían de un lado a otro,
entrando y saliendo de la luz.
—Están creciendo —le decía papá—; las flores están cumpliendo su promesa.
¡Alice, ten cuidado! ¡Has estado a punto de golpear esa orquídea!
Alice, obediente, dejaba de correr durante un rato. Papá nunca le decía a Leisha
que dejara de correr.
Un rato después la luz se desvanecía. Alice y Leisha tomaban un baño y Alice se
serenaba o se ponía fastidiosa. No quería jugar con Leisha, aunque Leisha la dejara
elegir el juego o las mejores muñecas. Más tarde la niñera se llevaba a Alice a la
cama y Leisha hablaba con papá un rato más hasta que papá decía que tenía que
trabajar en su estudio con los papeles que hacían dinero. A Leisha siempre le
provocaba cierto pesar que él tuviera que hacerlo, pero ese momento nunca duraba
demasiado porque entonces llegaba Mamselle y Leisha empezaba con las lecciones,
que le encantaban. Aprender cosas era muy interesante. Ya sabía cantar veinte

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canciones, escribir todas las letras del abecedario y contar hasta cincuenta. Cuando
terminaba las lecciones, volvía a aparecer la luz, y era la hora del desayuno.
La hora del desayuno era el único momento que a Leisha no le gustaba. Papá
tenía que ir a la oficina y Leisha y Alice desayunaban con mamá en el comedor
grande. Mamá llevaba puesta su bata roja, que a Leisha le gustaba, y no tenía olor
raro ni decía cosas raras como durante el día; sin embargo el desayuno no era
divertido. Mamá siempre empezaba con La Pregunta.
—Alice, cariño, ¿cómo has dormido?
—Muy bien, mami.
—¿Tuviste sueños bonitos?
Durante mucho tiempo Alice respondió que no. Pero un día dijo: «Soñé con un
caballo. Yo lo montaba», y mamá aplaudió, besó a Alice y le dio un panecillo extra.
Después de aquella vez, Alice siempre tenía un sueño que contarle a mamá.
Una vez Leisha dijo:
—Yo también tuve un sueño. Soñé que la luz entraba por la ventana y me
envolvía como una manta y después me besaba los ojos.
Mamá apoyó la taza de café con tanta fuerza que el café se derramó.
—No me mientas, Leisha. No tuviste ningún sueño.
—Sí, lo tuve —insistió Leisha.
—Sólo los niños que duermen pueden tener sueños. No me mientas. No tuviste
un sueño.
—¡Sí, lo tuve! ¡Lo tuve! —gritó Leisha. Casi podía verlo: la luz que entraba a
raudales por la ventana y la envolvía como una manta dorada.
—¡No tolero a las criaturas mentirosas! ¿Me oyes, Leisha? ¡No las tolero!
—¡Tú eres la mentirosa! —gritó Leisha; sabía que aquello no era verdad y se odió
porque no lo era, pero odió más aún a mamá, y eso también estaba mal; Alice se
quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos, estaba asustada y era culpa de ella.
Mamá gritó en tono áspero:
—¡Nanny! ¡Nanny! Llévese a Leisha a su habitación ahora mismo. Si no puede
dejar de decir mentiras, no puede estar con la gente civilizada.
Leisha se echó a llorar. Nanny se la llevó. Leisha ni siquiera había tomado el
desayuno, pero eso no le importó; lo único que veía mientras lloraba eran los ojos de
Alice, asustados, que reflejaban fragmentos de luz.
Leisha no lloró demasiado. Nanny le leyó un cuento y luego jugó con ella al Data
Jump, y luego apareció Alice, y Nanny las llevó a ambas a Chicago a visitar el zoo,
donde se podían ver animales maravillosos, animales con los que Leisha no podía
haber soñado… y Alice tampoco. Cuando regresaron mamá ya se había ido a su
habitación y Leisha sabía que se quedaría allí con sus vasos de bebida de olor raro
durante el resto del día, y ella no tendría que verla.

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Pero esa noche fue hasta la habitación de su madre.
—Tengo que ir al lavabo —le dijo a Mamselle.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó ella, tal vez porque Alice todavía necesitaba
que la ayudaran en el lavabo. Pero Leisha no, y le dio las gracias a Mamselle. Luego
se sentó en el váter durante un minuto aunque no le salió nada, sólo para que lo que le
había dicho a Mamselle no fuera mentira.
Leisha caminó de puntillas por el pasillo. Primero entró en el dormitorio de Alice.
En el enchufe de la pared, cerca de la cuna, había una pequeña luz encendida. En la
habitación de Leisha no había cuna. Leisha miró a su hermana a través de los
barrotes. Alice estaba tendida de costado, con los ojos cerrados. Los párpados se le
movían a toda velocidad, como cortinas agitadas por el viento. La barbilla y el cuello
de Alice parecían flácidos.
Leisha cerró la puerta con cuidado y fue al dormitorio de sus padres.
Ellos no dormían en una cuna, sino en una cama enorme, con espacio suficiente
entre ambos para acomodar a más personas. A mamá no se le movían los párpados;
estaba tendida de espaldas y la nariz le hacía un ruido ronco. El olor raro era fuerte.
Leisha retrocedió y se acercó de puntillas a donde estaba papá. Él tenía el mismo
aspecto que Alice, sólo que su cuello y su barbilla parecían aún más flojos, los
pliegues de piel le caían como la tienda que se había derrumbado en el patio de atrás.
Leisha se asustó al verlo así. Entonces papá abrió los ojos tan repentinamente que
Leisha gritó.
Papá bajó de la cama y la cogió en brazos; enseguida miró a mamá, pero ella no
se movió. Papá sólo llevaba puestos los calzoncillos. Llevó a Leisha al pasillo y
Mamselle apareció corriendo y dijo:
—Oh, señor, lo siento, ella me dijo que iba al lavabo…
—Está bien —dijo papá—. La llevaré conmigo.
—¡No! —gritó Leisha, porque papá sólo llevaba puestos los calzoncillos y su
cuello le había parecido tan raro y el dormitorio olía mal por mamá. Pero papá la
llevó al invernadero, la sentó en un banco, se envolvió en un trozo de plástico verde
que usaba para tapar las plantas y se sentó junto a ella.
—Veamos, Leisha, ¿qué ha ocurrido? ¿Qué estabas haciendo?
Leisha no respondió.
—Estabas mirando cómo dormíamos, ¿verdad? —preguntó papá.
Como su tono de voz fue más suave, Leisha murmuró:
—Sí. —Y enseguida se sintió mejor; hacía bien no mentir.
—Estabas mirando cómo dormíamos porque tú no duermes y sentías curiosidad,
¿no es así? Como el Curioso George de tu libro.
—Sí —repitió Leisha—. ¡Pensé que habías dicho que hacías dinero en tu estudio
toda la noche!

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Papá sonrió.
—Toda la noche no. Parte de la noche. Después duermo, aunque no demasiado.
—Acomodó a Leisha en sus rodillas—. No necesito dormir mucho, por eso de noche
hago muchas más cosas que la mayoría de la gente. Las personas diferentes necesitan
diferentes horas de sueño. Y algunas, muy pocas, son como tú. Tú no necesitas nada
de sueño.
—¿Por qué no?
—Porque eres especial. Mejor que otras personas. Antes de que nacieras, hice que
unos médicos me ayudaran a hacerte así.
—¿Por qué?
—Para que tú pudieras hacer lo que quisieras y manifestaras tu individualidad.
Leisha se agitó entre los brazos de papá para mirarlo; aquellas palabras no
significaban nada. Papá se estiró y tocó una flor que crecía solitaria en un árbol alto
plantado en un tiesto. La flor tenía pétalos blancos como la crema que él ponía en el
café, y el centro era de color rosa claro.
—Mira, Leisha. Este árbol creó esta flor. Porque puede. Sólo este árbol puede
hacer esta clase de flor maravillosa. Esa planta que cuelga allí no puede, y aquéllas
tampoco. Sólo este árbol puede hacerlo. Por eso, lo más importante que este árbol
puede hacer en el mundo es desarrollar esta flor. La flor es la individualidad del árbol,
que significa eso y nada más, puesta de manifiesto. No importa nada más.
—No lo entiendo, papi.
—Algún día lo entenderás.
—Pero yo quiero entenderlo ahora —protestó Leisha y papá se rió de puro deleite
y la abrazó. El abrazo le hizo bien, pero Leisha aún sentía deseos de entenderlo.
—Cuando haces dinero, ¿eso es tu indiv… esa cosa?
—Sí —respondió papá encantado.
—¿Entonces nadie más puede hacer dinero? ¿Como sólo ese árbol puede hacer
esa flor?
—Nadie más puede hacerlo del modo en que yo lo hago.
—¿Qué haces con el dinero?
—Compro cosas para ti. Esta casa, tus vestidos, las clases de Mamselle, el coche
para pasear…
—¿Qué hace el árbol con la flor?
—Se enorgullece de ella —dijo papá, y la frase no tenía sentido—. Lo que cuenta
es la excelencia, Leisha. La excelencia sustentada por el esfuerzo individual. Eso es
lo único que importa.
—Tengo frío, papi.
—Entonces será mejor que te lleve con Mamselle.
Leisha no se movió. Tocó la flor con un dedo.

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—Quiero dormir, papi.
—No, tú no duermes, cariño. Dormir es perder el tiempo, desperdiciar la vida. Es
una pequeña muerte.
—Alice duerme.
—Alice no es como tú.
—¿Alice no es especial?
—No. Tú eres especial.
—¿Por qué no la hiciste especial a Alice también?
—Alice se hizo sola. No tuve oportunidad de hacerla especial.
Aquello era muy complicado. Leisha dejó de acariciar la flor y se bajó de las
rodillas de papá. Él le sonrió.
—Mi pequeña preguntona. Cuando crezcas, encontrarás tu propia excelencia, y
será algo nuevo, una cosa especial que el mundo nunca habrá visto. Incluso podrías
ser como Kenzo Yagai. Él creó el generador Yagai que impulsa el mundo.
—Papi, estás divertido así envuelto con el plástico de las flores. —Leisha se echó
a reír. Papá también rió; pero entonces ella dijo—: Cuando yo crezca, con mi cosa
especial encontraré una forma de hacer que Alice también sea especial. —Papá dejó
de reír.
La llevó junto a Mamselle, que le enseñó a escribir su nombre; le pareció tan
excitante que se olvidó de la desconcertante conversación que había tenido con papá.
Había seis letras, todas diferentes, y juntas formaban su nombre. Leisha lo escribió
una y otra vez, riendo, y Mamselle también rió. Pero más tarde, por la mañana,
Leisha volvió a pensar en su conversación con papá. Pensó en ella una y otra vez,
haciendo girar las palabras desconocidas una y otra vez en su mente como si fueran
canicas; pero la parte en la que más pensaba no era una palabra. Era la expresión
ceñuda que papá había puesto cuando ella le dijo que usaría su cosa especial para
hacer que Alice también fuera especial.

Todas las semanas la doctora Melling iba a ver a Leisha y a Alice, a veces sola, a
veces con otras personas. A las dos les gustaba la doctora Melling, que se reía mucho
y tenía los ojos brillantes y cálidos. Muchas veces papá también estaba presente. La
doctora Melling jugaba con ellas, primero con Alice y con Leisha por separado, y
luego con ambas al mismo tiempo. Les hacía fotos y las pesaba. Las hacía acostarse
sobre una mesa y les adhería cositas de metal a las sienes, que parecía algo horrible
pero no lo era porque había muchos aparatos para mirar, y todos hacían ruidos
interesantes mientras ellas estaban allí tendidas. La doctora Melling era tan buena
como papá para responder preguntas. Una vez Leisha preguntó:
—¿La doctora Melling es una persona especial? ¿Como Kenzo Yagai?
Papá se echó a reír, miró a la doctora Melling y dijo:

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—Oh, sí, ya lo creo.
Cuando Leisha cumplió cinco años, ella y Alice empezaron a ir a la escuela. El
chófer de papá las llevaba todos los días a Chicago. Estaban en diferentes aulas, y eso
decepcionó a Leisha. Los chicos del aula de Leisha eran mayores. Pero desde el
primer día a ella le encantó la escuela, con su fascinante equipo científico y sus
cajones electrónicos llenos de enigmas matemáticos, y otros chicos con los que
encontrar países en el mapa. Al cabo de medio año había sido trasladada a otra aula
en la que los chicos eran aún mayores, pero sin embargo eran encantadores con ella.
Leisha empezó a aprender japonés. Le encantaba dibujar los bellos caracteres sobre el
grueso papel blanco.
—La Sauley School fue una buena elección —comentó papá.
Pero a Alice no le gustaba esa escuela. Ella quería ir a la escuela con el mismo
autobús amarillo que la hija de Cook. En la Sauley School lloraba y tiraba sus
pinturas al suelo. Entonces mamá salió de su habitación —Leisha llevaba algunas
semanas sin verla, aunque sabía que Alice la veía— y tiró al suelo unos candelabros
que había con la repisa de la chimenea. Eran de porcelana y se rompieron. Leisha
corrió a recoger los trozos mientras mamá y papá se gritaban en el pasillo, junto a la
enorme escalera.
—¡También es hija mía! ¡Y yo digo que puede ir!
—¡No tienes derecho a decir nada sobre eso! Borracha llorona, el modelo más
lamentable para ellas dos… ¡y yo pensaba que tenía a mi lado a una fantástica
aristócrata inglesa!
—¡Tienes aquello por lo que pagas! ¡Nada! ¡Tú nunca has necesitado algo de mí
o de otra persona!
—¡Basta! —gritó Leisha—. ¡Basta! —Se produjo un gran silencio. Leisha se
cortó los dedos con la porcelana; la sangre cayó sobre la alfombra. Papá corrió hacia
ella y la cogió en brazos—. Basta —repitió Leisha entre sollozos.
No comprendió cuando papá dijo en tono sereno:
—Calla, Leisha. Nada de lo que los demás hagan debería afectarte. Al menos
tienes que ser fuerte para eso.
Leisha hundió la cabeza en el hombro de papá. Matricularon a Alice en la Carl
Sandburg Elementary School y viajaba en el autobús amarillo de la escuela con la
hija de Cook.
Algunas semanas más tarde, papá les dijo que mamá se iba a ir al hospital para
dejar de beber tanto. Cuando saliera, dijo, se iría a vivir a otro sitio por un tiempo.
Ella y papá no eran felices. Leisha y Alice se quedarían con papá y visitarían a mamá
de vez en cuando. Les dijo todo esto con mucho cuidado, encontrando las palabras
adecuadas para decir la verdad. La verdad era muy importante, Leisha ya lo sabía. La
verdad era ser fiel a uno mismo, a su cosa especial. A su individualidad. El individuo

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respetaba los hechos, y por eso siempre decía la verdad.
Mamá —papá no lo dijo pero Leisha lo sabía— no respetaba los hechos.
—No quiero que mamá se vaya —dijo Alice. Se echó a llorar. Leisha pensó que
papá levantaría a Alice en brazos, pero no lo hizo. Se quedó quieto, mirándolas.
Leisha le puso un brazo en el hombro a Alice.
—Está bien, Alice. ¡Está bien! ¡Nosotras haremos que todo esté bien! ¡Yo jugaré
contigo todo el tiempo, mientras no estemos en la escuela, para que no eches de
menos a mami!
Alice se abrazó a Leisha. Leisha le hizo girar la cabeza para que no tuviera que
ver la cara de papá.

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3

enzo Yagai viajaría a Estados Unidos para dar una conferencia. El título de la

K charla, que ofrecería en Nueva York, Los Ángeles y Chicago, además de una
repetición en Washington como una intervención especial ante el Congreso,
era: «Las nuevas implicaciones políticas de la energía barata.» Después de la
conferencia de Chicago, Leisha Camden, de once años, iba a tener una recepción
privada concertada por su padre.
Había estudiado la teoría de la fusión fría en la escuela, y su profesora de estudios
globales había rastreado los cambios producidos en el mundo por las aplicaciones de
bajo costo patentadas por Yagai de lo que, hasta ese momento, había sido una teoría
impracticable: la creciente prosperidad del Tercer Mundo; las angustias de los
antiguos sistemas comunistas; el declive de los estados petrolíferos; el renovado
poder económico de Estados Unidos. Su grupo de estudio había escrito un guión de
noticias, filmado con el equipo profesional de la escuela, acerca de cómo una familia
norteamericana en 1985 vivía con elevados costes de energía y la confianza en la
ayuda sustentada en los impuestos, mientras que una familia en 2019 vivía con
energía barata y la confianza en el contrato como la base de la civilización. Algunas
partes de su propia investigación desconcertaban a Leisha.
—Japón considera que Kenzo Yagai fue un traidor a su propio país —le dijo a su
padre durante la cena.
—No —la corrigió Camden—. Algunos japoneses piensan eso. Cuidado con las
generalizaciones, Leisha. Yagai patentó y obtuvo la licencia de la energía Y en
Estados Unidos porque aquí al menos quedaba el rescoldo de la empresa individual.
Gracias a su invención, nuestro país ha regresado lentamente a una meritocracia
individual, y Japón se vio obligado a seguirlo.
—Tu padre siempre tuvo esa convicción —comentó Susan—. Come los
guisantes, Leisha. —Leisha comió los guisantes. Hacía menos de un año que Susan y
papá se habían casado; todavía parecía un poco raro tenerla a ella en casa. Pero era
agradable. Papá decía que Susan era un valioso agregado al hogar: inteligente,
motivada y alegre. A Leisha le caía bien.
—Recuerda, Leisha —señaló Camden—, un hombre valioso para la sociedad y
para sí mismo no confía en lo que cree que los demás deberían hacer, ser o sentir,

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sino en sí mismo. En lo que él puede hacer realmente, y hacerlo bien. La gente
comparte lo que hace bien, y todo el mundo se beneficia de ello. La herramienta
básica de la civilización es el contrato. Los contratos son voluntarios y mutuamente
beneficiosos. Opuestos a la coerción, que es negativa.
—Los fuertes no tienen derecho a quitar nada por la fuerza a los débiles —
intervino Susan—. Alice, come tú también los guisantes, cariño.
—Ni los débiles a quitar nada por la fuerza a los fuertes —puntualizó Camden—.
Ésa es la base de lo que le oirás decir a Kenzo Yagai esta noche, Leisha.
—No me gustan los guisantes —dijo Alice.
—A tu cuerpo sí. Son buenos para ti —repuso Camden.
Alice sonrió. Leisha sintió que se le alegraba el corazón; Alice ya no sonreía
mucho a la hora de la cena.
—Mi cuerpo no tiene un contrato con los guisantes.
Camden se mostró impaciente.
—Sí, lo tiene. Tu cuerpo se beneficia con ellos. Come.
La sonrisa de Alice se desvaneció. Leisha clavó la vista en el plato. De pronto
encontró la solución.
—No, papi, verás… ¡El cuerpo de Alice se beneficia, pero los guisantes no! ¡No
se trata de una consideración mutuamente beneficiosa, de modo que no hay contrato!
¡Alice tiene razón!
Camden soltó una sonora carcajada y le dijo a Susan:
—Once años… once. —Incluso Alice sonrió, y Leisha blandió la cuchara con aire
triunfal, mientras el brillo del plato y del cubierto de plata se reflejaba en la pared
opuesta.
Pero Alice no quería ir a escuchar a Kenzo Yagai. Iría a dormir a casa de su amiga
Julie; las dos se iban a rizar el pelo. Lo más sorprendente fue que Susan tampoco iría.
A Leisha le pareció que Susan y papá cruzaban una extraña mirada en la puerta
principal, pero Leisha estaba demasiado excitada para pensar en eso. Iría a escuchar a
Kenzo Yagai.
Yagai era un hombre menudo, moreno y delgado. A Leisha le gustó su acento.
También le gustó algo de él que le llevó algún tiempo describir.
—Papi —susurró en la oscuridad del auditórium—, él es un hombre alegre.
Papá la abrazó en la oscuridad.
Yagai habló de espiritualidad y de economía.
—La espiritualidad de un hombre, que es sólo su dignidad en tanto hombre,
reside en sus propios esfuerzos. La dignidad y el valor no se obtienen
automáticamente mediante un origen aristocrático. Para ver que es así, sólo tenemos
que analizar la historia. La dignidad y el valor no se obtienen automáticamente como
una riqueza heredada. Un gran heredero puede ser un ladrón, un golfo, una persona

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cruel, un explotador, una persona que deja el mundo más pobre de lo que lo encontró.
La dignidad y el valor no se obtienen automáticamente con la existencia misma. Un
asesino existe, pero su valor es negativo para su sociedad y no posee dignidad en su
lascivia asesina.
»No, la única dignidad, la única espiritualidad, reside en lo que un hombre puede
lograr con su propio esfuerzo. Arrebatarle a un hombre la posibilidad de alcanzar su
objetivo, y de intercambiar con otros lo que consigue, es arrebatarle su dignidad
espiritual como hombre. Es por eso que el comunismo fracasó en nuestros tiempos.
Cualquier coerción, cualquier fuerza ejercida para privar a un hombre de sus propios
esfuerzos por alcanzar su objetivo, provoca un daño espiritual y debilita a la sociedad.
Reclutamiento, robo, fraude, violencia, bienestar, falta de representación legislativa…
todo le quita al hombre la posibilidad de elegir, de conseguir su objetivo, de
intercambiar los resultados de sus logros con los demás. La coerción es una trampa.
No produce nada nuevo. Sólo la libertad… la libertad de alcanzar el propio objetivo,
de intercambiar libremente los resultados de esos logros, crea el entorno adecuado
para la dignidad y la espiritualidad del hombre.
Leisha aplaudió con tanta fuerza que le dolieron las manos.
Mientras se acercaba con su padre a los bastidores sintió que le resultaba difícil
respirar. ¡Kenzo Yagai! Pero entre bastidores había más gente de la que había
imaginado. Y cámaras por todas partes. Papá dijo:
—Señor Yagai, permítame presentarle a mi hija Leisha. —Las cámaras enseguida
la enfocaron. Un japonés susurró algo al oído de Kenzo Yagai, que miró a Leisha más
atentamente.
—Ah, sí.
—Mira hacia aquí, Leisha —dijo alguien, y ella lo hizo. Una cámara robot enfocó
su cara tan de cerca que Leisha retrocedió, asustada. Papá le habló en tono brusco a
alguien, y luego a alguien más. Las cámaras no se movieron. De pronto una mujer se
arrodilló delante de Leisha y le puso delante un micrófono.
—¿Qué se siente cuando no se duerme nunca, Leisha?
—¿Qué?
Alguien se echó a reír. No fue una risa amable.
—Educar genios…
Leisha sintió una mano sobre su hombro. Kenzo Yagai la cogió con firmeza y la
apartó de las cámaras. De inmediato, como por arte de magia, una fila de japoneses se
formó detrás de Yagai y los hombres se separaron sólo para dejar pasar a papá. Detrás
de esa fila, los tres entraron en un camarín, y Kenzo Yagai cerró la puerta.
—No debes permitir que te molesten, Leisha —dijo con su hermoso acento—.
Nunca. Hay un viejo proverbio asiático que dice: «Los perros ladran, pero la caravana
avanza.» Nunca debes permitir que tu caravana individual se vea retrasada por el

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ladrido de perros burdos y envidiosos.
—No lo permitiré —respondió Leisha, sin saber con certeza qué significaban
realmente aquellas palabras, pero convencida de que más tarde tendría tiempo para
descifrarlas, de hablar de ellas con papá. En ese momento estaba deslumbrada por
Kenzo Yagai, en persona, el que estaba cambiando el mundo sin coerción, sin armas,
intercambiando sus esfuerzos individuales especiales—. En la escuela estudiamos su
filosofía, señor Yagai.
Kenzo Yagai miró a papá y éste aclaró:
—Es una escuela privada. Pero la hermana de Leisha también la estudia, aunque
superficialmente, en la escuela pública. Poco a poco, Kenzo, pero todo llega. Todo
llega. —Leisha notó que no explicaba por qué Alice no estaba con ellos esa noche.
Al regresar a casa, Leisha se quedó sentada en su habitación varias horas
seguidas, pensando en todo lo que había sucedido. A la mañana siguiente, cuando
Alice volvió de casa de Julie, Leisha corrió a su lado. Pero Alice parecía enfadada por
algo.
—Alice, ¿qué ocurre?
—¿No te parece que ya tengo suficiente con soportar la escuela? —gritó Alice—.
¡Todo el mundo lo sabe, pero al menos mientras estabas callada no importaba
demasiado! ¡Habían dejado de atormentarme! ¿Por qué tuviste que hacerlo?
—¿Hacer qué? —preguntó Leisha, desconcertada.
Alice le arrojó un ejemplar del periódico matutino, impreso en un papel más fino
del que utilizaba el sistema Camden. El periódico cayó a los pies de Leisha. Ésta
observó su propia imagen, a tres columnas, junto a Kenzo Yagai. El titular rezaba:
«Yagai y el futuro: ¿Hay lugar para los demás? El inventor de la Energía Y conversa
con la hija que no duerme del megafinanciero Roger Camden.»
Alice pateó el periódico.
—Anoche también aparecisteis en televisión. En televisión. ¡Hice todo lo posible
por no parecer presumida ni horrible, y tú vas y haces esto! ¡Ahora Julie seguramente
no me invitará a dormir a su casa la semana que viene! —Subió la escalera corriendo
hasta su habitación.
Leisha bajó la vista y miró el periódico. En su mente retumbó la voz de Kenzo
Yagai: Los perros ladran pero la caravana avanza. Miró la escalera desierta y dijo en
voz alta:
—Alice, te queda muy bonito el pelo así rizado.

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uiero conocer a los demás —pidió Leisha—. ¿Por qué me los has ocultado
—Q hasta ahora?
—No te los oculté en lo más mínimo —repuso Camden—. No ofrecer no
es lo mismo que negar. ¿Por qué no ibas a ser tú la que lo pidiera? Ahora eres tú la
que lo quiere.
Leisha lo observó. Ya tenía quince años y cursaba el último año en la Sauley
School.
—¿Por qué no me lo ofreciste?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—No sé —respondió Leisha—. Pero me diste todo lo demás.
—Incluida la libertad de pedir lo que quieras.
Leisha buscó la contradicción, y la encontró.
—La mayor parte de las cosas que incluiste en mi educación no te las pedí,
porque no sabía lo suficiente para pedir, y tú como adulto sí. Pero nunca me ofreciste
la oportunidad de conocer a los otros mutantes insomnes…
—No uses esa palabra —dijo Camden en tono cortante.
—… así que pensabas que no era esencial para mi educación, o de lo contrario
tenías algún otro motivo para no querer que los conociera.
—Te equivocas —puntualizó Carnden—. Existe una tercera posibilidad. Que creo
que conocerlos es esencial para tu educación, que quiero que los conozcas; pero este
tema facilitó la posibilidad de fomentar la educación de tu iniciativa propia esperando
que tú preguntaras.
—Está bien —dijo Leisha en tono desafiante; últimamente parecía que ambos
mostraban una actitud desafiante sin ningún motivo. Leisha enderezó los hombros.
Sus incipientes pechos se hicieron más visibles—. Ahora te lo estoy preguntando.
¿Cuántos Insomnes existen, quiénes son y dónde están?
Camden replicó:
—Si vas a usar ese término, los «Insomnes»… Ya has leído algunas cosas por tu
cuenta. Así que probablemente sabrás que hasta ahora hay mil ochenta y dos personas
como tú en Estados Unidos, algunos más en el extranjero, la mayoría en zonas
metropolitanas importantes. Setenta y nueve están en Chicago, la mayoría todavía son

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niños pequeños. Sólo hay diecinueve mayores que tú.
Leisha no negó haber leído algo de eso. Camden se inclinó hacia adelante en la
silla de su estudio para observarla. Leisha se preguntó si su padre no necesitaría
gafas. Ahora tenía el pelo totalmente gris, escaso y duro como las solitarias pajas de
una escoba. El Wall Street Joumal lo mencionaba entre los cien hombres más ricos de
Estados Unidos; Women's Wear Daily señalaba que era el único multimillonario del
país que no frecuentaba las fiestas internacionales de sociedad, los bailes de caridad y
las secretarías sociales. Su avión particular lo llevaba a reuniones de negocios en el
mundo entero, a la presidencia del Yagai Economics Institute y a pocos lugares más.
Con el correr de los años se había vuelto más rico, más aislado y más cerebral. Leisha
sintió un repentino afecto por él.
Se dejó caer de costado en un sillón de cuero, con las piernas largas y delgadas
colgando del brazo. Se rascó distraídamente una picadura de mosquito que tenía en el
muslo.
—Bien, entonces me gustaría conocer a Richard Keller. —Él vivía en Chicago y
era el Insomne de prueba beta más cercano a ella en edad. Tenía diecisiete años.
—¿Por qué me lo pides a mí? ¿Por qué no vas, sencillamente? Leisha creyó
advertir cierta impaciencia en su voz. A Camden le gustaba que ella explorara las
cosas primero, y que luego le informara. Ambas cosas eran importantes.
Leisha se echó a reír.
—¿Sabes una cosa, papi? Eres previsible.
Camden también se rió. En ese momento entró Susan.
—Te aseguro que no lo es. Roger, ¿qué ocurre con esa reunión del jueves en
Buenos Aires? ¿Sigue en pie o no? —Como él no respondió, ella volvió a preguntar
con voz chillona—: ¿Roger? ¡Te estoy hablando!
Leisha apartó la mirada. Dos años antes, Susan había abandonado definitivamente
la investigación genética para organizar el hogar y la agenda de Camden; antes había
intentado por todos los medios ocuparse de ambas cosas. A Leisha le parecía que
Susan había cambiado desde que había abandonado Biotech. Su voz sonaba más
tensa. Insistía más que antes en que Cook y el jardinero siguieran sus instrucciones al
pie de la letra, sin desviarse. Sus trenzas rubias se habían convertido en rígidas y
esculpidas ondas de platino.
—Sigue en pie —respondió Roger.
—Bien, gracias por contestar, al menos. ¿Voy yo?
—Si quieres…
—Quiero.
Susan salió de la habitación. Leisha se levantó y se estiró. Se puso de puntillas.
Era agradable estirarse, sentir la luz del sol que entraba por los enormes ventanales y
bañaba su rostro. Le sonrió a su padre y lo sorprendió mirándola con una expresión

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extraña.
—Leisha…
—¿Sí?
—Ve a ver a Keller, pero ten cuidado.
—¿De qué?
Camden no respondió.

Al otro lado de la línea, la voz sonó evasiva:


—¿Leisha Camden? Sí, ya sé quién eres. ¿El jueves a las tres?
La casa era modesta, de estilo colonial, y tendría unos treinta años; se encontraba
en una tranquila calle de las afueras donde los niños que paseaban en bicicleta podían
ser vigilados desde la ventana. Algunos tejados tenían más de una célula de energía
Y. Los árboles, enormes arces azucareros, eran maravillosos.
—Entra —le dijo Richard Keller.
No era más alto que ella, sino más bien bajito, con la cara llena de acné.
Probablemente no le habían efectuado modificaciones genéticas salvo para el sueño,
supuso Leisha. Tenía el pelo grueso y oscuro, la frente pequeña y las cejas negras y
muy pobladas. Leisha notó que antes de cerrar la puerta miró fijamente al chófer y al
coche, que estaba aparcado en el sendero de entrada junto a una bicicleta oxidada.
—Aún no sé conducir —aclaró ella—. Tengo quince años.
—Es fácil aprender —comentó Richard—. Bueno, ¿quieres decirme por qué has
venido?
A Leisha le gustó su estilo directo. —Para conocer a otro Insomne.
—¿Me estás diciendo que nunca conociste a uno? ¿A ninguno de nosotros?
—¿Entonces los demás os conocéis? —Leisha no esperaba oír eso.
—Ven a mi habitación, Leisha.
Ella lo siguió hasta la parte de atrás de la casa. Al parecer no había nadie más allí.
La habitación de Richard era grande y ventilada, estaba llena de ordenadores y
archivadores; en un rincón había un aparato de remos. Parecía la versión pobre de la
habitación de cualquier compañero de la Sauley School, salvo que sin cama quedaba
más espacio libre. Leisha se acercó a la pantalla del ordenador.
—Eh… ¿estás trabajando en ecuaciones Boesc?
—En una aplicación de las ecuaciones.
—¿Para qué?
—Modelos de migración de peces.
Leisha sonrió.
—Claro, eso funcionaría. Nunca se me había ocurrido.
Al parecer, Richard no supo cómo reaccionar ante su sonrisa. Miró la pared y
luego la barbilla de Leisha.

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—¿Te interesan los modelos Gea? ¿El medio ambiente?
—Bueno, no —confesó Leisha—. No especialmente. Vaya estudiar política en
Harvard. Abogacía. Pero, por supuesto, en la escuela tuvimos modelos Gea.
Finalmente la mirada de Richard logró despegarse del rostro de Leisha. Se pasó
una mano por el pelo.
—Siéntate, si quieres.
Leisha se sentó y observó con interés los pósters de la pared, que pasaban del
verde al azul como corrientes oceánicas.
—Me gustan. ¿Los programaste tú mismo?
—No eres en absoluto como te imaginaba —declaró Richard.
—¿Cómo me imaginabas?
Richard no vaciló.
—Engreída. Superior. Superficial, a pesar de tu cociente intelectual.
Ella se sintió más herida de lo que había imaginado.
Richard añadió bruscamente:
—Eres una de las dos Insomnes realmente ricas. Tú y Jennifer Sharifi. Pero ya lo
sabes.
—No, no lo sé. Nunca lo averigüé.
Él se sentó a su lado y estiró sus cortas piernas delante de su cuerpo, en un
movimiento que no tenía nada que ver con la relajación.
—En realidad, tiene sentido. Los ricos no hacen que sus hijos sean modificados
genéticamente para ser superiores: creen que cualquiera de sus descendientes es
superior. Por una cuestión de valores. Sin embargo, los pobres no pueden permitirse
el lujo de hacerlo. Los Insomnes somos, como máximo, de clase media alta. Hijos de
profesores, científicos, gente que valora el cerebro y el tiempo.
—Mi padre valora el cerebro y el tiempo —señaló Leisha—. Es el más
importante patrocinador de Kenzo Yagai.
—Oh, Leisha, ¿crees que no lo sé? ¿Me estás deslumbrando, o qué?
Leisha dijo en tono deliberado:
—Te estoy hablando. —Pero un instante después sintió que el dolor se reflejaba
en su rostro.
—Lo siento —musitó Richard. Apartó la silla, se acercó al ordenador y retrocedió
—. Lo siento. Pero yo no… no entiendo qué haces aquí.
—Estoy sola —dijo Leisha, sorprendida ante sus propias palabras. Miró a Richard
—. Es verdad. Estoy sola. Sola. Tengo amigos, y a mi padre y a Alice. Pero nadie
sabe realmente, nadie comprende realmente… ¿qué? No sé lo que digo.
Richard sonrió. La sonrisa le cambió la cara por completo, abrió sus planos
oscuros a la luz.
—Yo sí. Vaya si lo sé. ¿Qué haces cuando dicen «Anoche tuve un sueño»?

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—¡Sí! —exclamó Leisha—. Pero eso en realidad no tiene importancia. Es cuando
yo digo: «Lo miraré por ti esta noche», y ponen esa expresión extraña que significa:
«Ella lo hará mientras yo duermo.»
—Pero incluso eso es poco importante —señaló Richard—. Es cuando estás
jugando a baloncesto en el gimnasio después de cenar y vas al comedor a picar algo y
entonces dices: «Demos un paseo por el lago», y te dicen: «Estoy muy cansado.
Ahora me voy a meter en la cama.»
—Pero eso tampoco es importante —dijo Leisha al tiempo que se ponía de pie de
un salto—. Es cuando estás realmente absorta en la película y entiendes lo que ocurre
y es tan maravilloso que das un salto y dices: «¡Sí! ¡Sí!», y Susan dice: «Leisha,
realmente parece que creyeras que nadie más disfruta de las cosas.»
—¿Quién es Susan? —preguntó Richard. El clima se quebró. Pero no del todo.
—Mi madrastra. —Lo dijo sin sentir demasiada molestia por lo que Susan había
prometido ser y aquello en lo que se había convertido realmente. Richard estaba a
escasos centímetros de ella, sonriendo alegre y comprensivamente, y de pronto
Leisha se sintió tan aliviada que se acercó a él y le puso los brazos alrededor del
cuello y los tensó sólo cuando sintió el espasmo de sorpresa de él. Ella, Leisha, la que
nunca lloraba, empezó a sollozar.
—Bueno —la tranquilizó Richard—. Está bien.
—Brillante —dijo Leisha riendo—. Una observación brillante.
Percibió la sonrisa incómoda de Richard.
—¿Quieres ver mis curvas de migración de peces?
—No. —Leisha sollozó y él siguió abrazándola y dándole torpes palmaditas en la
espalda, diciéndole sin palabras que la comprendía.
Camden la esperó levantado, aunque ya había pasado la medianoche. Había
estado fumando mucho. A través de una nube azul preguntó:
—¿Lo pasaste bien, Leisha?
—Sí.
—Me alegro —dijo. Apagó el último cigarrillo y subió las escaleras lentamente,
con movimientos rígidos, pues ya tenía casi setenta años, para ir a acostarse.

Fueron juntos a todas partes durante casi un año: a nadar, a bailar, a visitar
museos, al teatro, a la biblioteca. Richard la presentó a los demás, un grupo de doce
chicos entre catorce y diecinueve años, todos inteligentes y brillantes. Todos
Insomnes.
Leisha se enteró de muchas cosas. Los padres de Tony Indivino, como los suyos,
se habían divorciado. Pero Tony, que tenía catorce años, vivía con su madre, que no
había deseado especialmente un hijo Insomne, mientras su padre, que sí lo había
querido, ahora tenía un coche deportivo rojo y una novia joven que diseñaba sillas

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ergonómicas en París. Tony no podía contarle a nadie, ni a sus parientes ni a sus
compañeros de clase, que era Insomne.
—Pensarán que eres un monstruo —le decía su madre apartando la mirada del
rostro de su hijo. La única vez que Tony le desobedeció y le contó a un amigo que
nunca dormía, su madre le pegó. Luego se mudaron de barrio. Él tenía nueve años.
Jeanine Carter, que tenía las piernas tan largas y esbeltas como Leisha, se
entrenaba para los Juegos Olímpicos en patinaje sobre hielo. Practicaba doce horas
diarias, cosa que no podía hacer ningún chico que asistiera a la escuela secundaria.
Hasta ese momento, los periódicos no habían revelado la historia. Jeanine temía que
si lo hacían, no le permitirían competir.
Jack Bellingham, al igual que Leisha, iría a la universidad en septiembre, pero a
diferencia de Leisha, ya había comenzado su carrera. La práctica de la ley debía
esperar a terminar la carrera de derecho; la práctica de la inversión sólo exigía tener
dinero. Jack no tenía demasiado, pero su preciso análisis financiero convirtió
seiscientos dólares ahorrados gracias a los trabajos de verano en tres mil invirtiendo
en la bolsa, luego en diez mil y por fin tuvo suficiente dinero para dedicarse a la
especulación con información de fondos. Jack tenía quince años, no era lo bastante
mayor para invertir legalmente, así que lo hacía a través de Kevin Baker, el mayor de
los Insomnes, que vivía en Austin. Jack le dijo a Leisha:
—Cuando alcancé el ochenta y cuatro por ciento de beneficios durante dos
trimestres consecutivos, los analistas de datos cayeron sobre mí. Sólo por una
cuestión de olfato. Bueno, en eso consiste su trabajo, aunque las sumas totales son
realmente pequeñas. Son las pautas lo que les preocupa. Si se toman el trabajo de
verificar los datos bancarios y descubren que Kevin es un Insomne, intentarán
impedir que invirtamos.
—Eso es una actitud paranoide —opinó Leisha.
—No, no lo es —discrepó Jeanine—. Leisha, tú no sabes.
—Te refieres a que siempre he estado protegida por el dinero y los cuidados de mi
padre —sugirió Leisha. Nadie se asombró; todos ellos confrontaban ideas
abiertamente, sin alusiones ocultas. Sin sueños.
—Sí —repuso Jeanine—. Tu padre parece increíble. Te educó para que pensaras
que el logro de los objetivos no debe encontrar obstáculos. Santo cielo, es un
yagaísta. Bueno, nos alegramos por ti —añadió sin sarcasmo. Leisha asintió—. Pero
el mundo no siempre es así. Ellos nos odian.
—Eso es demasiado duro —intervino Carol—. No nos odian.
—Bueno, tal vez no —admitió Jeanine—. Pero son distintos a nosotros. Nosotros
somos mejores, y naturalmente ellos lo toman a mal.
—No veo qué tiene eso de natural —apuntó Tony—. ¿Por qué no habría de ser
igualmente natural admirar aquello que es mejor? Nosotros lo admiramos. ¿Acaso

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alguno de nosotros está ofendido con Kenzo Yagai por su genio? ¿O con Nelson
Wade, el físico? ¿O con Catherine Raduski?
—No les guardamos resentimiento porque nosotros somos mejores —sentenció
Richard—. Que es lo que queríamos demostrar.
—Lo que tendríamos que hacer es formar nuestra propia sociedad —propuso
Tony—. ¿Por qué permitir que sus reglas limiten nuestros logros naturales y
honestos? ¿Por qué a Jeanine le impedirían patinar y a Jack invertir como ellos sólo
porque somos Insomnes? Algunos de ellos son más brillantes que otros. Algunos
tienen una mayor persistencia. Bueno, nosotros tenemos una mayor concentración,
más estabilidad bioquímica, y más tiempo. No todos los hombres han sido creados
iguales.
—Seamos justos, Jack. Aún no le han impedido nada a nadie —reconoció
Jeanine.
—Pero nos lo impedirán.
—Esperad —dijo Leisha. Estaba muy perturbada por la conversación—. Quiero
decir, sí, en muchos sentidos somos mejores. Pero has hecho una cita fuera de
contexto, Tony. La Declaración de Independencia no dice que todos los hombres han
sido creados iguales en lo que se refiere a la capacidad. Estamos hablando de
derechos y de poder; significa que todos son creados iguales según la ley. No tenemos
más derecho que los demás a tener una sociedad separada o a librarnos de las
restricciones de la sociedad. No hay otra manera de intercambiar libremente nuestros
esfuerzos, a menos que las reglas contractuales se apliquen a todos.
—Has hablado como una verdadera yagaísta —le dijo Richard estrechándole la
mano.
—Yo ya tengo bastante de discusión intelectual —dijo Carol, riendo—. Hace
horas que estamos hablando del tema. Por Dios, estamos en la playa. ¿Quién quiere
nadar conmigo?
—Yo —respondió Jeanine—. Vamos, Jack.
Todos se levantaron, se sacudieron la arena de la ropa y se quitaron las gafas de
sol. Richard ayudó a Leisha a levantarse. Pero antes de que ambos corrieran al agua,
Tony puso su delgada mano en el brazo de ella.
—Una cosa más, Leisha. Piénsalo un instante. Si alcanzamos nuestros objetivos
mejor que la mayoría de la gente, y si intercambiamos con los Durmientes cuanto
resulta mutuamente beneficioso, sin hacer distinciones entre débiles y fuertes, ¿qué
obligación tenemos con aquellos tan débiles que no tienen nada que intercambiar con
nosotros? Ya vamos a dar más de lo que obtenemos. ¿Tenemos que darlo sin recibir
nada en absoluto? ¿Debemos ocuparnos de sus deformes, minusválidos, enfermos,
lentos e inútiles con el producto de nuestro trabajo?
—¿Deben hacerlo los Durmientes? —replicó Leisha.

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—Kenzo Yagai diría que no. Él es un Durmiente.
—Él diría que deberían recibir los beneficios del intercambio contractual aunque
no sean partes directas del contrato. El mundo entero está mejor alimentado y es más
sano gracias a la energía Y.
—¡Vamos! —gritó Jeanine—. ¡Leisha, me están hundiendo! ¡Jack, basta! ¡Leisha,
ayúdame!
Leisha se echó a reír. Antes de ir en busca de Jeanine percibió la mirada de
Richard y la de Tony. La de Richard era realmente lasciva, la de Tony furiosa. Con
ella. ¿Pero por qué? ¿Qué había hecho ella, salvo dar argumentos a favor de la
dignidad y el intercambio? Entonces Jack le tiró agua y Carol empujó a Jack a la
espuma, y Richard la rodeó con sus brazos, riendo.
Cuando se secó el agua de los ojos, Tony se había ido.

Medianoche.
—Muy bien —dijo Carol—. ¿Quién es el primero?
Los seis adolescentes que se encontraban en el claro lleno de zarzas se miraron.
Una lámpara Y, encendida al mínimo para crear ambiente, arrojaba extrañas sombras
sobre los rostros y piernas desnudas. Los árboles de Roger Camden se alzaban
gruesos y oscuros formando un muro entre ellos y las dependencias más cercanas de
la propiedad. Hacía mucho calor. El aire de agosto era pesado. Habían votado en
contra de llevar un campo Y con aire acondicionado porque aquello era un retorno a
lo primitivo, a lo peligroso; debían ser primitivos.
Seis pares de ojos miraron el vaso que Carol tenía en la mano.
—Venga —dijo ella—. ¿Quién quiere beber? —Su voz era vivaz y teatralmente
intensa—. Me resultó bastante difícil conseguir esto.
—¿Cómo lo conseguiste? —preguntó Richard, el miembro del grupo, con
excepción de Tony, que tenía la menor cantidad de contactos familiares influyentes, el
que tenía menos dinero—. ¿Cómo conseguiste ese bebedizo?
—Jennifer lo consiguió —aclaró Carol, y cinco pares de ojos se clavaron en
Jennifer Sharifi, que después de pasar dos semanas de visita en casa de la familia de
Carol los había confundido a todos. Era la hija norteamericana de una estrella de cine
de Hollywood y un príncipe árabe que había querido fundar una dinastía de
Insomnes. La estrella de cine era una envejecida drogadicta; el príncipe, que había
hecho su fortuna con el petróleo y la había invertido en la energía Y cuando Kenzo
Yagai aún estaba obteniendo la licencia para sus primeras patentes, había muerto.
Jennifer Sharifi era más rica de lo que Leisha sería algún día, e infinitamente más
sofisticada para conseguir cosas. El vaso contenía interleukin-1, un potenciador del
sistema inmunológico, una de las muchas sustancias que, como efecto secundario,
inducía al cerebro a un sueño rápido y profundo.

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Leisha miró el vaso. Una sensación cálida recorrió su bajo vientre, algo que no se
parecía a lo que sentía cuando ella y Richard hacían el amor. Vio que Jennifer la
observaba y se ruborizó.
Jennifer la perturbaba. No por los mismos y evidentes motivos que perturbaban a
Tony, a Richard y a Jack: la larga cabellera negra, el cuerpo delgado, su estatura, con
sus pantalones cortos y su blusa. Jennifer no reía. Leisha nunca había conocido a un
Insomne que no riera, a nadie que hablara tan poco y que mostrara un desenfado tan
deliberado. Leisha se sorprendió pensando en lo que Jennifer Sharifi no decía.
Resultaba raro experimentar aquella sensación con respecto a otro Insomne. Tony le
dijo a Carol:
—¡Dámelo a mí!
Carol le entregó el vaso.
—Recuerda que sólo tienes que dar un pequeño sorbo.
Tony se llevó al vaso a la boca, se detuvo y los miró a todos con expresión feroz.
Bebió.
Carol volvió a coger el vaso. Todos miraron a Tony. Al cabo de un minuto estaba
tendido en el suelo; dos minutos más tarde, sus ojos se cerraron y se quedó dormido.
No era lo mismo que ver dormir a los padres, hermanos o amigos. Se trataba de
Tony. Hicieron lo posible por no mirarse. Leisha sintió el calor que le tironeaba y
cosquilleaba en su entrepierna, débilmente obsceno. No miró a Jennifer.
Cuando le tocó el turno a Leisha, bebió lentamente y le pasó el vaso a Richard.
Sintió que la cabeza le pesaba, como si la tuviera rellena de trapos húmedos. Los
árboles del borde del claro se desdibujaron. La lámpara también. Ya no era brillante y
clara sino blanda y chorreante; si la tocaba, se podía manchar. Entonces la oscuridad
se abatió sobre su cerebro, arrebatándoselo: arrebatándole la mente.
«¡Papi!», intentó llamarlo, aferrarse a él, pero la oscuridad lo borró todo.
Después, todos tuvieron dolor de cabeza. Arrastrarse otra vez hasta el bosque bajo
la débil luz de la mañana fue una tortura, mezclada con una extraña vergüenza.
Leisha caminó lo más lejos que pudo de Richard.
Jennifer fue la única que habló.
—Entonces ahora sabemos —dijo, y su voz reveló una rara satisfacción.
Pasó todo un día hasta que los latidos desaparecieron de la base del cráneo de
Leisha, y la náusea de su estómago. Se quedó sola en su habitación, a esperar que el
malestar pasara, y a pesar del calor le temblaba todo el cuerpo. No había tenido
ningún sueño.

—Quiero que esta noche vengas conmigo —dijo Leisha por décima o vigésima
vez—. Las dos nos vamos a la facultad dentro de dos días; es la última oportunidad.
De verdad quiero que conozcas a Richard.

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Alice estaba tendida en su cama, boca abajo. El pelo, castaño y sin brillo, le caía a
los costados de la cara. Llevaba puesto un mono amarillo muy caro, de seda, diseñado
por Ann Patterson, que se le arrugaba a la altura de las rodillas.
—¿Por qué? ¿Qué te importa si conozco o no a Richard?
—Porque eres mi hermana —repuso Leisha. Se guardaba muy bien de decir «mi
melliza». Nada enfurecía tanto a Alice.
—No quiero conocerlo. —Un instante después su expresión cambió—. Oh, lo
siento, Leisha… no quería ser tan desagradable. Pero… pero no quiero.
—No estarán todos. Sólo Richard. Será sólo durante una hora, más o menos.
Después vuelves aquí y preparas tu equipaje para irte al noroeste.
—No voy a ir al noroeste.
Leisha la miró fijamente.
Alice añadió:
—Estoy embarazada.
Leisha se sentó en la cama. Alice se puso boca arriba, se apartó el pelo de los ojos
y se echó a reír.
—Mírate —dijo Alice—. Cualquiera diría que la que está embarazada eres tú.
Pero a ti nunca te ocurriría, ¿verdad, Leisha? No hasta que fuera el momento
adecuado. Tú no.
—¿Cómo? —preguntó Leisha—. Ambas llevábamos puesta la cápsula…
—Yo me la había quitado —dijo Alice.
—¿Querías quedar embarazada?
—Ya lo creo que sí. Y no hay nada que papá pueda hacer al respecto. Salvo
dejarme completamente sin blanca; pero no creo que lo haga, ¿y tú? —Volvió a reír
—. Ni siquiera a mí.
—Pero Alice… ¿por qué? ¡No será sólo por enfurecer a papá!
—No —respondió Alice—. Aunque eso es lo que tú pensarías, ¿verdad? Fue
porque quería alguien a quien amar. Algo mío. Algo que no tuviera nada que ver con
esta casa.
Leisha pensó en ella y Alice corriendo por el invernadero, años atrás, ella y Alice
entrando y saliendo de la luz del sol.
—No ha sido tan malo crecer en esta casa.
—Leisha, eres estúpida. No sabía que alguien tan inteligente pudiera ser tan
estúpido. ¡Sal de mi habitación! ¡Vete!
—Pero Alice… un bebé…
—¡Fuera! —chilló Alice—. ¡Vete a Harvard! ¡Ve y triunfa! ¡Ahora sal de aquí!
Leisha se levantó de la cama de un salto.
—¡Lo haré encantada! Eres irracional, Alice. No piensas antes de hacer las cosas,
no planificas. Un bebé… —Pero no podía seguir enfadada. Su enfado se desvaneció,

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dejando su mente vacía. Miró a Alice, que repentinamente le tendió los brazos.
Leisha corrió hacia ella.
—Tú eres el bebé —dijo Alice asombrada—. Tú eres. Eres tan… no sé. Eres un
bebé.
Leisha no dijo nada. Los brazos de Alice le parecieron cálidos, totales, como dos
niñas entrando y saliendo de la luz del sol.
—Yo te ayudaré, Alice. Si papá no lo hace.
Alice la apartó bruscamente.
—No necesito tu ayuda.
Alice se quedó quieta. Leisha se frotó los brazos vacíos y se acarició los codos
con las puntas de los dedos. Alice le dio una patada al baúl abierto y vacío que
supuestamente debía llevar con sus cosas al noroeste y de pronto esbozó una sonrisa
que obligó a Leisha a apartar la mirada. Se preparó para recibir más insultos. Pero lo
que Alice le dijo, muy suavemente, fue:
—Que lo pases bien en Harvard.

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e encantó.

L La primera vez que vio el Massachusetts Hall, medio siglo más antiguo
que Estados Unidos, Leisha sintió algo que había echado de menos en
Chicago: tiempo, raíces, tradición. Tocó los ladrillos de la Widener Library y las
vitrinas de cristal del Peabody Museum como si fueran el grial. Nunca había sido
especialmente sensible a los mitos ni al drama; las angustias de Julieta le parecían
artificiales y las de Willy Loman simplemente excesivas. Sólo el rey Arturo, en su
lucha por crear un mejor orden social, le había interesado. Pero ahora, mientras
caminaba bajo los enormes árboles otoñales, de pronto vislumbró una fuerza que
podía durar varias generaciones, fortunas entregadas para crear un conocimiento y
unos logros que los benefactores jamás verían, un esfuerzo individual prolongado que
modelaría los siglos venideros. Se detuvo y contempló el cielo a través del follaje, los
edificios cimentados en el propósito. En momentos como ése pensaba en Camden
doblegando la voluntad de todo un instituto de investigación genética para crearla a
ella a imagen de lo que él quería.
Al cabo de un mes había olvidado aquellas megarreflexiones.
La cantidad de trabajo era increíble, incluso para ella. La Sauley School había
estimulado la exploración individual al ritmo de ella; Harvard sabía lo que quería
obtener de ella, a su propio ritmo. En los veinte últimos años, bajo el liderazgo
académico de un hombre que en su juventud había observado con desaliento el
dominio económico japonés, Harvard se había convertido en el polémico líder de un
regreso al aprendizaje riguroso de hechos, teorías, aplicaciones, resolución de
problemas y eficiencia intelectual. La facultad aceptaba una de cada doscientas
solicitudes de ingreso del mundo entero. La hija del primer ministro de Inglaterra
suspendió en el primer año y fue enviada de regreso a casa.
Leisha tenía una habitación individual en los nuevos dormitorios de la
universidad. En los dormitorios porque había pasado demasiados años aislada en
Chicago y ansiaba la compañía de otras personas; en cuanto a la habitación
individual, la eligió para no molestar a nadie de noche, cuando trabajaba. El segundo
día, un chico del otro lado del pasillo se acercó y se sentó en el borde de su escritorio.
—Así que tú eres Leisha Camden.

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—Sí.
—De dieciséis años.
—Casi diecisiete.
—Y según tengo entendido vas a superarnos a todos sin siquiera proponértelo.
La sonrisa de Leisha se desdibujó. El chico la observó fijamente. Estaba
sonriendo pero sus ojos, enmarcados por gruesas cejas, eran penetrantes. Junto a
Richard, Tony y los demás, Leisha había aprendido a reconocer la ira manifestada
como desdén.
—Sí —afirmó Leisha fríamente—. Así es.
—¿Estás segura? ¿Con tu pelo de niña bonita y tu cerebro de niña mutante?
—Vamos, déjala en paz, Hannaway —dijo una voz. Un chico alto y rubio, tan
delgado que sus costillas parecían arrugas formadas por la arena, apareció vestido con
tejanos, descalzo, secándose el pelo mojado—. ¿No te cansas de andar por ahí
haciendo tonterías?
—¿Y tú? —replicó Hannaway. Bajó del escritorio de un salto y se acercó a la
puerta. El chico rubio se apartó. Leisha le interceptó el paso.
—La razón por la que voy a hacerlo mejor que tú —dijo en tono sereno— es que
yo tengo ciertas ventajas que tú no tienes. Incluido el insomnio. Y después, una vez
que te haya superado, me encantará ayudarte a estudiar para tus exámenes, para que
tú también puedas aprobar.
Mientras se secaba las orejas, el chico rubio soltó una carcajada.
Pero Hannaway se quedó quieto y sus ojos mostraron una expresión que hizo
retroceder a Leisha. La empujó y pasó a su lado hecho una furia.
—Bien dicho, Camden —comentó el chico—. Se lo merecía.
—Pero yo lo dije en serio —repuso Leisha—. Lo ayudaré a estudiar.
El chico rubio bajó la toalla y la miró. —¿Ah, sí? ¿Lo dijiste en serio?
—¡Claro! ¿Por qué todo el mundo lo duda?
—Bueno —dijo él—. Yo no. Puedes ayudarme si me meto en problemas. —De
pronto sonrió—. Pero no me ocurrirá.
—¿Porqué no?
—Porque yo soy tan bueno en todo como tú, Leisha Camden.
Ella lo observó.
—No eres uno de los míos. No eres un Insomne.
—No necesito serlo. Sé lo que puedo hacer. Hacer, ser, crear, intercambiar.
—¡Eres un yagaísta! —exclamó Leisha, encantada.
—Por supuesto. —Él le tendió la mano—. Stewart Sutter. ¿Te apetece tomar una
hamburguesa de pescado?
—Fantástico —repuso Leisha.
Salieron juntos, hablando animadamente. Cuando la gente la miraba, intentaba no

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notarlo. Estaba allí, en Harvard. Tenía mucho espacio y tiempo por delante para
aprender, y con gente como Stewart Sutter, que la aceptaba y la desafiaba.
Todas las horas que estaba despierto.

Leisha se concentró totalmente en sus estudios. Roger Camden fue a visitarla una
vez y caminó por el campus con ella, escuchando, sonriendo. Allí él estaba más
cómodo de lo que Leisha había imaginado: conocía al padre de Stewart Sutter y al
abuelo de Kate Addams. Hablaron de Harvard, de negocios, de Harvard, del Yagai
Economics Institute, de Harvard.
—¿Cómo está Alice? —le preguntó Leisha, pero Camden dijo que no lo sabía; se
había mudado y no quería verle. Él le enviaba una pensión a través de su abogado.
Mientras lo decía, su rostro permaneció imperturbable.
Leisha fue al Baile de Regreso con Stewart, que también se especializaba en leyes
pero estaba dos años más adelantado que ella. Luego se fue en el Concorde III con
Kate Addams y otras dos amigas a París, a pasar un fin de semana. También mantuvo
una discusión con Stewart acerca de si la metáfora de la superconductividad se podía
aplicar al yagaísmo, una discusión estúpida, ambos lo sabían, pero que igualmente
mantuvieron, y a continuación se hicieron amantes. Después de las torpes
exploraciones sexuales con Richard, Stewart le pareció hábil, un experto, que sonreía
vagamente mientras le enseñaba cómo tener un orgasmo sola y con él. Leisha estaba
deslumbrada.
—¡Es absolutamente alegre! —exclamó ella, y Stewart la observó con una ternura
que ella sabía que en parte era perturbación, aunque no supo por qué.
A mitad del semestre Leisha había obtenido las notas más altas del primer curso.
Respondió correctamente todas las preguntas del examen. Ella y Stewart fueron a
tomar una cerveza para celebrarlo, y cuando regresaron, la habitación de Leisha
estaba destrozada. El ordenador estaba destruido, el banco de datos borrado y las
hojas impresas y los libros quemados en la papelera. Su ropa había quedado hecha
trizas y el escritorio y la cómoda rotos a hachazos. Lo único que había quedado
intacto, inmaculado, era la cama.
Stewart dijo:
—Nadie pudo hacer esto en silencio. Todos los que están en este piso… y en el
piso de abajo, tenían que saberlo. Alguien llamará a la policía.
Pero nadie lo hizo. Leisha se sentó en el borde de la cama, desconcertada, y miró
los restos del traje que se había puesto para el Baile de Regreso. Al día siguiente,
Dave Hannaway le dedicó una amplia sonrisa. Camden llegó en avión, enfurecido. Le
alquiló un apartamento en Cambridge con cerradura de alta seguridad y un
guardaespaldas llamado Toshio. Cuando él se marchó, Leisha despidió al
guardaespaldas pero conservó el apartamento. Eso les permitía a ella y a Stewart

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tener más intimidad, que aprovecharon para analizar una y otra vez la situación. Fue
Leisha quien afirmó que se trataba de una aberración, de una actitud inmadura.
—Siempre han existido personas que odian, Stewart. Que odian a los judíos, a los
negros, a los inmigrantes, a los yagaístas que tienen más iniciativa y dignidad que
uno. Yo soy simplemente el último objeto de odio. No es nada nuevo, ni importante.
No significa ningún ismo básico entre los Insomnes y los Durmientes.
Stewart se incorporó en la cama y cogió los bocadillos de la mesilla de noche.
—¿No? Leisha, tú eres una clase de persona totalmente distinta. Más adecuada
evolutivamente, no sólo para sobrevivir sino para predominar. Esos otros seres
odiados que citas carecían de poder en su sociedad, ocupaban posiciones inferiores.
Tú, en cambio… Los tres Insomnes de la Facultad de Derecho de Harvard están en la
Law Review. Todos. Kevin Baker, el que te sigue en edad, ya ha fundado una exitosa
empresa de software bio-interface y está ganando dinero, mucho dinero. Todos los
Insomnes están obteniendo notas excelentes, ninguno tiene problemas psicológicos,
todos son ricos, y casi ninguno de ellos es adulto todavía. ¿Cuánto odio crees que vas
a encontrar cuando entres en el arriesgado mundo de las finanzas y los negocios, las
presidencias escasamente dotadas y la política nacional?
—Dame un bocadillo —pidió Leisha—. Tú mismo eres la prueba de que estás
equivocado. Kenzo Yagai. Kate Addams. El profesor Lane. Mi padre, todos los
Durmientes que habitan el mundo del comercio limpio y los contratos mutuamente
beneficiosos. Y así sois la mayoría, o al menos la mayoría que vale la pena tener en
cuenta. Tú crees que la competencia entre los más capaces conduce al intercambio
más beneficioso para todos, fuertes y débiles. Los Insomnes están haciendo
contribuciones reales y concretas a la sociedad, en muchos campos. Eso tiene que
valer más que las molestias que causamos. Somos valiosos para vosotros. Lo sabes.
Stewart quitó las migas de la sábana.
—Sí. Lo sé. Los yagaístas lo saben.
—Los yagaístas dominan el mundo de los negocios, el mundo financiero y el
académico. O lo harán. En una meritocracia, deberían hacerlo. Tú subestimas a la
mayoría de la gente, Stew. La ética no se limita a los que están al frente.
—Ojalá tengas razón —señaló Stewart—, porque ya sabes que estoy enamorado
de ti.
Leisha dejó el bocadillo.
—Alegría —murmuró Stewart entre los pechos de Leisha—, tú eres la alegría.
Cuando Leisha regresó a casa para el Día de Acción de Gracias, le habló a
Richard de Stewart. Él la escuchó con expresión tensa.
—Es un Durmiente.
—Es una persona —lo corrigió Leisha—. ¡Una persona buena, inteligente,
exitosa!

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—¿Sabes lo que tus buenos, inteligentes y exitosos Durmientes han hecho,
Leisha? Jeanine ha sido eliminada de los Juegos Olímpicos. «Alteración genética,
análoga al abuso de esteroides para crear ventajas antideportivas.» Chris Devereaux
abandonó Stanford; le destrozaron el laboratorio, el trabajo de dos años en proteínas
formadoras de memoria. La empresa de software de Kevin Baker se enfrenta a una
desagradable campaña publicitaria, secreta, por supuesto, acerca de chicos que
utilizan software diseñado por mentes no humanas. Corrupción, esclavitud mental,
influencias satánicas: la misma sarta de mentiras de una caza de brujas. ¡Despierta,
Leisha!
Ambos reflexionaron. Pasaron los minutos. Richard estaba inmóvil, como un
boxeador que aguarda atentamente, con los dientes apretados. Finalmente dijo con
voz queda:
—¿Lo amas?
—Sí —respondió Leisha—. Lo siento.
—Es tu elección —respondió Richard en tono glacial—. ¿Qué haces mientras él
duerme? ¿Lo miras?
—¡Tal como lo dices parece una perversión!
Richard no dijo nada. Leisha respiró hondo. Habló rápidamente pero en tono
sereno, en un torrente controlado:
—Mientras Stewart duerme yo trabajo. Lo mismo que tú. Richard, no me hagas
esto. No era mi intención hacerte daño, y no quiero perder al grupo. Creo que los
Durmientes pertenecen a la misma especie que nosotros. ¿Vas a castigarme por eso?
¿Vas a sumarte a los que odian? ¿Vas a decirme que no puedo pertenecer a un mundo
más amplio que incluye a toda la gente honesta y valiosa, duerman o no? ¿Vas a
decirme que la división más importante se basa en la genética y no en la
espiritualidad económica? ¿Vas a obligarme a hacer una elección artificial, nosotros o
ellos?
Richard se tocó el nomeolvides. Leisha lo reconoció: se lo había regalado ella en
verano. En voz baja, él dijo:
—No. No se trata de una elección. —Richard jugueteó con los eslabones de oro y
luego miró a Leisha—. Todavía no.

A principios de la primavera, Camden caminaba más lentamente. Tomaba


medicamentos para la tensión sanguínea, para el corazón. Él y Susan, le dijo a Leisha,
iban a divorciarse.
—Cuando nos casamos, ella cambió, Leisha. Tú misma lo viste. Era
independiente, productiva y feliz, y al cabo de pocos años lo abandonó todo y se
convirtió en una arpía. Una arpía quejosa. —Sacudió la cabeza con auténtico
desconcierto—. Tú viste el cambio.

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Era verdad. Leisha recordó algo: Susan haciendo que ella y Alice desarrollaran
juegos que en realidad eran pruebas controladas de rendimiento cerebral, las trenzas
de Susan danzando junto a sus ojos brillantes. En aquellos tiempos Alice amaba a
Susan, y Leisha también.
—Papá, quiero la dirección de Alice.
—Te lo dije en Harvard, no la tengo —respondió Camden. Se removió en su silla;
era la reacción impaciente de un cuerpo que jamás esperaba agotarse. En enero
Kenzo Yagai había muerto de cáncer de páncreas; a Camden le había caído muy mal
la noticia—. Le envío la pensión por intermedio de un abogado. Por decisión de ella.
—Entonces quiero la dirección del abogado.
El abogado, un hombre de aspecto apagado, llamado John Jaworski, se negó a
decirle a Leisha dónde se encontraba Alice.
—No quiere que la encuentren, señorita Camden. Quiso que la ruptura fuera total.
—Conmigo no —dijo Leisha.
—Sí —insistió Jaworski, y en sus ojos brilló algo que Leisha había visto también
en la mirada de Dave Hannaway.
Antes de regresar a Boston viajó a Austin y se incorporó un día más tarde a las
clases. Kevin Baker la recibió de inmediato, después de cancelar una cita con IBM.
Ella le dijo lo que necesitaba y él puso a trabajar a sus mejores agentes de datos sin
explicarles el motivo. Al cabo de dos horas había obtenido la dirección de Alice de
los archivos electrónicos de Jaworski. Leisha se dio cuenta de que era la primera vez
que recurría a un Insomne en busca de ayuda, y él se la había brindado
instantáneamente. Sin pedir nada a cambio.
Alice vivía en Pensilvania. El siguiente fin de semana Leisha alquiló un coche
deslizador con chófer —había aprendido a conducir, pero sólo coches convencionales
— y se trasladó a High Ridge, en los Montes Apalaches.
Era un caserío aislado, a cuarenta kilómetros del hospital más cercano. Alice
vivía con un hombre llamado Ed, un silencioso carpintero veinte años mayor que ella,
en una cabaña situada en medio del bosque. La cabaña contaba con agua y
electricidad pero no tenía red de noticias. A la luz del amanecer de la primavera, se
veía la tierra pelada, cortada por hondonadas cubiertas de hielo. Evidentemente,
ninguno de los dos trabajaba; Alice estaba en el octavo mes de embarazo.
—No quería que vinieras —le dijo a Leisha—. ¿Por qué lo has hecho?
—Porque eres mi hermana.
—Cielos, mírate. ¿Es eso lo que usan en Harvard? ¿Esas botas? ¿Cuándo te
volviste elegante, Leisha? Siempre estuviste demasiado ocupada con el intelecto para
que eso te importara.
—¿Qué es todo esto, Alice? ¿Por qué aquí? ¿Qué haces?
—Vivo —respondió ella—. Lejos de mi querido papi, de Chicago, de la borracha

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y destruida Susan… ¿Sabías que ella bebe? Igual que mamá. Eso es lo que él le hace
a la gente. Pero no a mí. Yo me largué. Me pregunto si alguna vez lo harás tú.
—¿Largarme? ¿Para esto?
—Soy feliz —contestó Alice en tono airado—. ¿O acaso no se trata de eso? ¿No
es ése el objetivo de vuestro grandioso Kenzo Yagai, la felicidad a través del esfuerzo
individual?
Leisha pensó en responderle que no veía que ella estuviera haciendo esfuerzo
alguno, pero no lo dijo. Un pollo atravesó corriendo el corral de la cabaña. Detrás, las
montañas se alzaban formando varias capas de neblina azul. Leisha pensó en cómo
debía ser aquel lugar en invierno, apartado del mundo en el que la gente se esforzaba
por alcanzar metas, por aprender y cambiar.
—Me alegro de que seas feliz, Alice.
—¿De veras?
—Sí.
—Entonces yo también me alegro —repuso Alice en tono casi desafiante. Un
instante después abrazó bruscamente a Leisha, con fiereza, mientras el bulto enorme
y duro de su panza se aplastaba entre ambas. El pelo de Alice tenía un perfume dulce,
como el césped fresco bajo la luz del sol.
—Vendré a verte otra vez, Alice.
—No lo hagas —dijo su hermana.

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a Insomne Mutante pide una inversión de la manipulación genética», anunciaba


«L el titular en el Centro de Alimentos. «“¡Por favor, déjenme dormir como a la
gente normal!”, suplica la niña.»
Leisha incorporó su número de crédito y pulsó el botón del quiosco para obtener
un ejemplar, aunque por lo general pasaba por alto los periódicos electrónicos
sensacionalistas. El titular siguió dando vueltas alrededor del quiosco. Un empleado
del Centro de Alimentos dejó de apilar cajas y la observó. Bruce, el guardaespaldas
de Leisha, vigilaba al empleado.
Leisha tenía veintidós años y estudiaba el último curso en la Facultad de Derecho
de Harvard, era directora de la Law Review y la primera de su clase. Los tres rivales
que la seguían más de cerca eran Jonathan Cocchiara, Len Carter y Martha Wentz;
todos Insomnes.
Al llegar a su apartamento echó un vistazo al periódico. Luego entró en la red de
comunicación Groupnet, creada por Austin. Los archivos tenían más información
sobre la niña, y comentarios de otros Insomnes, pero antes de que pudiera leerlos
apareció en línea la voz del propio Kevin Baker.
—Leisha, me alegro de que hayas llamado. Iba a llamarte yo.
—¿Cuál es la situación de Stella Bevington, Kev? ¿Alguien la ha comprobado?
—Randy Davies. Es de Chicago, pero no creo que lo conozcas; aún está en
secundaria. Él vive en Park Ridge, y Stella en Skokie. Los padres de ella no quisieron
hablar con él; de hecho se mostraron bastante insultantes, pero de todas formas logró
verla en persona. No parece un caso de abuso, sino de estupidez habitual: los padres
querían una criatura que fuera un genio, escatimaron y ahorraron, y ahora no pueden
aceptar que ella lo sea. Le gritan para que duerma, adoptan una actitud
emocionalmente ultrajante cuando ella los contradice, pero hasta ahora no ha habido
violencia.
—¿El abuso emocional es denunciable?
—No creo que nos convenga dar ese paso todavía. Dos de los nuestros estarán en
contacto permanente con Stella… Ella tiene un módem y no les ha hablado a sus
padres de la red… y Randy se trasladará allí todas las semanas.
Leisha se mordió el labio.

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—Un periodicucho sensacionalista dice que ella tiene siete años.
—Sí.
—Tal vez no deberíamos dejarla allí. Yo soy residente en Illinois, puedo presentar
una demanda por abusos desde aquí si Randy tiene demasiados casos pendientes… —
Siete años.
—No. Dejemos que pase la tormenta. Seguramente Stella estará bien. Ya sabes
cómo son estas cosas.
Así era. Casi todos los Insomnes se las arreglaban bien, al margen de la oposición
que les ofreciera el sector más estúpido de la sociedad. Y sólo era el sector más
estúpido, decía Leisha, una minoría pequeña aunque con voz. La mayoría de la gente
podía, y debía, adaptarse a la creciente presencia de los Insomnes, ya que era evidente
que eso implicaba no sólo un poder creciente sino también mayores beneficios para
todo el país.
Kevin Baker, que ahora tenía veintiséis años, había ganado una fortuna con unos
microchips tan revolucionarios que la Inteligencia Artificial, que alguna vez había
sido un sueño discutido, se acercaba cada vez más a la realidad. Carolyn Rizzolo
había ganado el Premio Pulitzer de teatro por su obra Luz matinal. Tenía veinticuatro
años. Jeremy Robinson había llevado a cabo un importante trabajo en las aplicaciones
de la superconductividad cuando aún estudiaba en la escuela para graduados de
Stanford. William Thaine, el director de la Law Review cuando Leisha había llegado
a Harvard, era famoso en la práctica privada. Jamás había perdido un caso. Tenía
veintiséis años y sus casos se estaban volviendo importantes. Sus clientes valoraban
su capacidad más que su edad.
Pero nadie reaccionaba de ese modo.
Kevin Baker y Richard Keller habían iniciado la red de datos que unía a los
Insomnes en un estrecho grupo, constantemente informados de las luchas personales
de cada uno. Leisha Camden financiaba las batallas legales, los costes de la
educación que los padres de los Insomnes no podían pagar, la manutención de niños
en situaciones emocionales adversas. Rhonda Lavelier obtuvo la licencia de madre
adoptiva en California, y cada vez que resultaba posible, el Grupo se las arreglaba
para que los jóvenes Insomnes que eran apartados de sus hogares le fueran asignados
a Rhonda. Ahora el Grupo tenía tres abogados autorizados; al año siguiente tendrían
cuatro más, con derecho a ejercer en cinco estados diferentes.
La única vez que no lograron apartar de su hogar legalmente a un niño Insomne
víctima de abusos, lo secuestraron.
Se trataba de Timmy DeMarzo, de cuatro años. Leisha se había opuesto a llevar a
cabo la acción. Había defendido su postura moral y pragmáticamente —para ella
ambos aspectos eran lo mismo— de la siguiente forma: si creían en la sociedad, en
sus leyes fundamentales y en la capacidad de ellos para pertenecer a esa sociedad

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como individuos productivos que ejercen un comercio libre, debían adaptarse a las
leyes contractuales de la sociedad. Los Insomnes eran en su mayor parte yagaístas.
Ya debían saber que las cosas eran así. Y si el FBI caía sobre ellos, los tribunales y la
prensa los crucificarían.
Pero no los atraparon.
Timmy DeMarzo aún no tenía edad suficiente para pedir ayuda a través de la red
de datos y ellos se enteraron de su situación a través de un explorador automático de
los archivos policiales que Kevin manejaba a través de su empresa. Secuestraron al
niño en el patio de su casa de Wichita. El último año había vivido en un remolque
aislado de Dakota del Norte. Pero ningún sitio era demasiado aislado para un módem.
Se ocupaba de él una madre adoptiva legalmente intachable que había vivido allí toda
su vida. Ésta era prima segunda de un Insomne, una mujer alegre con mejor cerebro
de lo que su aspecto indicaba. Era yagaísta. En el banco de datos no aparecía ningún
archivo que revelara la existencia del niño; tampoco existían archivos en Hacienda, ni
en ninguna escuela, ni siquiera en las fichas informatizadas del supermercado local.
Los alimentos del niño eran cargados mensualmente en un camión propiedad de un
Insomne de State College, en Pensilvania. Del total de 3.428 Insomnes nacidos en
Estados Unidos, sólo diez miembros del Grupo estaban enterados del secuestro. Del
total, 2.691 formaban parte del Grupo a través de la red. Otros 701 eran demasiado
jóvenes para usar un módem. Sólo 36 Insomnes, por diversas razones, no formaban
parte del Grupo.
El secuestro había sido organizado por Tony Indivino.
—Es de Tony de quien quería hablarte —le dijo Kevin a Leisha—. Ha vuelto a
empezar. Esta vez va en serio. Está comprando tierras.
Ella dobló el periódico hasta reducirlo a un tamaño pequeño y lo dejó sobre la
mesa.
—¿Dónde?
—En los Montes Allegheny. Al sur del estado de Nueva York.
Muchas tierras. Está abriendo caminos, y en primavera levantará los primeros
edificios.
—¿Jennifer Sharifi aún lo financia? —Habían pasado seis años desde que habían
tomado el interleukin en el bosque, pero Leisha recordaba aquella noche con toda
nitidez, y a Jennifer Sharifi también.
—Sí. Ella tiene dinero de sobra. Tony empieza a encontrar seguidores, Leisha.
—Lo sé.
—Llámalo.
—Lo haré. Manténme informada de la situación de Stella.
Trabajó hasta medianoche en Law Review y estuvo preparando sus clases hasta
las cuatro de la mañana. Entre las cuatro y las cinco se ocupó de los asuntos legales

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del Grupo. A las cinco de la madrugada llamó a Tony, que aún se encontraba en
Chicago. Él había terminado la escuela secundaria, había cursado un semestre en el
noroeste y durante las vacaciones de Navidad finalmente se había enfrentado a su
madre por obligarlo a vivir como un Durmiente. En opinión de Leisha, el
enfrentamiento nunca había concluido.
—¿Tony? Soy Leisha.
—La respuesta es sí, sí, no y vete al infierno.
Leisha apretó los dientes.
—Fantástico. Ahora dime cuáles son las preguntas.
—¿Hablas realmente en serio con respecto a aislar a los Insomnes en una
sociedad autosuficiente? ¿Jennifer Sharifi está dispuesta a financiar un proyecto de la
magnitud de una pequeña ciudad? ¿No te parece que es una trampa después de todo
lo que puede lograrse con la paciente integración del Grupo a la sociedad? ¿Qué me
dices de las contradicciones de vivir en una ciudad limitada y seguir comerciando con
el Exterior?
—Yo jamás te diría que te fueras al infierno.
—Me alegro por ti —repuso Tony. Un instante después añadió—: Lo siento. Es
una frase digna de ellos.
—No es bueno para nosotros, Tony.
—Gracias por no decirme que no voy a lograrlo.
Leisha se preguntó si él lo lograría. —No somos una especie separada, Tony.
—Eso díselo a los Durmientes.
—Exageras. Hay gente que odia, siempre la habrá, pero renunciar…
—No estamos renunciando. Cualquier cosa que creemos podrá ser intercambiada
libremente: software, hardware, novelas, información, teorías, asesoramiento legal.
Podemos entrar y salir. Pero tendremos un lugar seguro al cual volver. Sin los
parásitos que piensan que les debemos la sangre porque somos mejores que ellos.
—No se trata de deber.
—¿De veras? —dijo Tony—. Acabemos con esto, Leisha. Definitivamente. Tú
eres una yagaísta… ¿En qué crees?
—Tony…
—Hazlo —declaró Tony, y en su voz Leisha oyó al jovencito de catorce años que
Richard le había presentado. Al mismo tiempo vio el rostro de su padre: no como era
ahora, después de la operación de corazón, sino como había sido cuando ella era una
niña, mientras la sentaba en sus rodillas y le explicaba que ella era especial.
—Creo en el intercambio voluntario que es mutuamente beneficioso. En que la
dignidad espiritual surge de construir la propia vida sobre el propio esfuerzo, y de
intercambiar los resultados de esos esfuerzos en la cooperación mutua con toda la
sociedad. En que el símbolo de esto es el contrato. Y en que nos necesitamos

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mutuamente para lograr el más amplio y beneficioso intercambio.
—Fantástico —espetó Tony—. ¿Y qué me dices de los mendigos en España?
—¿Los qué?
—Caminas por una calle de un país pobre como España y encuentras un mendigo.
¿Le das un dólar?
—Es probable.
—¿Por qué? Él no está intercambiando nada contigo. No tiene nada para
intercambiar.
—Lo sé. Por amabilidad. Por compasión.
—Ves seis mendigos. ¿Les das a todos ellos un dólar?
—Es probable —repuso Leisha.
—Sin duda. Ves cien mendigos y no tienes el dinero que tiene
Leisha Camden. ¿Les das un dólar a cada uno?
—No.
—¿Por qué no?
Leisha hizo un esfuerzo por conservar la calma. Pocas personas podían hacerle
interrumpir una comunicación de la red; Tony era una de ellas.
—Sería demasiado para mis propios recursos. Mi vida se basa en los recursos que
obtengo.
—Correcto. Ahora piensa esto. En el Biotech Institute, donde tú y yo empezamos,
querida pseudohermana, ayer mismo la doctora Melling…
—¿Quién?
—La doctora Susan Melling. Cielos, lo había olvidado por completo. ¡Ella estuvo
casada con tu padre!
—La perdí completamente de vista —dijo Leisha—. No sabía que había
reanudado las investigaciones. Alice me dijo una vez… No importa. ¿Qué ocurre en
Biotech?
—Dos temas cruciales, recién revelados. Carla Dutcher se ha hecho el análisis
genético del feto del primer mes. El gen del insomnio es un gen dominante. La
próxima generación del Grupo tampoco dormirá.
—Todos lo sabemos —comentó Leisha, Carla Dutcher era la primera Insomne
que quedaba embarazada en el mundo entero. Su esposo era un Durmiente—. Todo el
mundo lo esperaba.
—Pero la prensa organizará un gran escándalo con eso. Ya verás. ¡Generación de
mutantes! ¡Una nueva raza creada para dominar la próxima generación de niños!
Leisha no lo negó.
—¿Y el segundo tema?
—Es triste, Leisha. Hemos sufrido la primera muerte.
Leisha sintió un nudo en el estómago.

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—¿Quién?
—Bernie Kuhn, de Seattle. —No lo conocía—. Un accidente de automóvil.
Parece bastante claro; perdió el control en una curva pronunciada cuando le fallaron
los frenos. Sólo hacía unos pocos meses que conducía. Tenia diecisiete años. Pero lo
importante aquí es que sus padres han donado su cerebro y el resto de su cuerpo al
Biotech Institute y al Departamento de Patología de la Facultad de Medicina de
Chicago, Van a descuartizarlo para estudiar atentamente lo que el insomnio
prolongado produce en el cuerpo y en el cerebro.
—Está bien —opinó Leisha—. Pobre chico. ¿Pero qué temes que descubran?
—No lo sé. No soy médico. Pero sea lo que fuere, si los resentidos pueden usarlo
contra nosotros, lo harán.
—Eres un paranoico, Tony.
—Imposible. Los Insomnes tenemos una personalidad más serena y más
orientada a la realidad que los demás: ¿No has leído nada sobre el tema?
—Tony…
—¿Qué me dices si caminas por esa calle de España y cien mendigos quieren un
dólar cada uno, tú se lo niegas y ellos no tienen nada para darte pero están tan
corroídos por la ira que les provoca lo que tú tienes que te derriban, te lo quitan y
luego te golpean por pura envidia y desesperación?
Leisha no respondió.
—¿Me vas a decir que ése no es un escenario humano, Leisha? ¿Que nunca
ocurre?
—Ocurre —reconoció Leisha—, pero no con tanta frecuencia.
—Tonterías. Lee un poco más. Lee más los periódicos. No obstante, la cuestión
es: ¿entonces qué les debes a los mendigos? ¿Qué hace un buen yagaísta que cree en
los contratos mutuamente beneficiosos con la gente que no tiene nada para
intercambiar y sólo puede Lomar?
—No estás…
—¿Qué, Leisha? Dime lo más objetivamente que puedas, ¿qué les debemos a los
improductivos necesitados?
—Lo que te dije antes. Amabilidad. Compasión.
—¿Aunque ellos no tengan nada para darte a cambio? ¿Por qué?
—Porque… —Se interrumpió.
—¿Por qué? ¿Por qué los seres humanos respetuosos de la ley y productivos le
deben algo a aquellos que no producen nada ni respetan las leyes justas? ¿Qué
justificación filosófica, económica o espiritual existe para deberles algo? Sé todo lo
honesta que sé que eres.
Leisha acomodó la cabeza entre las rodillas; La pregunta la desconcertaba, pero
no intentó eludirla.

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—No lo sé. Sólo sé que se lo debemos.
—¿Por qué?
Leisha no respondió. Un instante después, Tony habló. El tono de desafío
intelectual había desaparecido de su voz. Casi con ternura dijo:
—Ven esta primavera y verás el emplazamiento de Sanctuary. Para entonces ya se
habrán empezado a construir los edificios.
—No —repuso Leisha.
—Me gustaría que lo vieras.
—No. Un aislamiento armado no es la solución.
—Los mendigos se están poniendo desagradables, Leisha. A medida que los
Insomnes se enriquecen. Y no me refiero al dinero.
—Tony… —dijo Leisha y se interrumpió. No se le ocurrió qué decir.
—No recorras demasiadas calles armada sólo con el recuerdo de Kenzo Yagai.

En marzo, un marzo de un frío glacial, con un viento que recorrió todo el río
Charles, Richard Keller llegó a Cambridge. Hacía tres años que Leisha no lo veía. Él
no le comunicó su llegada a través de Groupnet. Leisha subió a toda prisa hacia su
casa, tapada hasta los ojos con una bufanda de lana roja para protegerse de la fría
nieve y lo encontró en la entrada. Detrás de Leisha, el guardaespaldas adoptó una
actitud de alerta.
—¡Richard! Está bien, Bruce, es un viejo amigo.
—Hola, Leisha.
Se le veía más corpulento, con unas espaldas que ella no reconoció. Pero la cara
era la de Richard, más grande pero igual que siempre: cejas gruesas, pelo oscuro
desgreñado. Se había dejado la barba.
—Estás hermosa —le dijo.
Entraron; ella le sirvió una taza de café.
—¿Has venido por trabajo? —Gracias a Groupnet se había enterado de que
Richard había concluido el máster y había hecho un notable trabajo sobre biología
marina en el Caribe, pero lo había dejado hacía un año y había desaparecido de la red.
—No. Por placer. —De repente sonrió con esa vieja expresión que iluminaba su
rostro moreno—. Casi me olvidé de eso durante mucho tiempo. Satisfacción, sí.
Todos sentimos la satisfacción que surge del trabajo bien hecho. Pero ¿y el placer?
¿Los antojos? ¿Los caprichos? ¿Cuándo fue la última vez que hiciste una tontería,
Leisha?
Ella sonrió.
—Comí caramelo de algodón en la ducha.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Para ver si se disolvía y formaba dibujos pegajosos y rosados.

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—¿Y los hizo?
—Sí. Y muy bonitos.
—¿Y ésa fue la última tontería que hiciste? ¿Cuándo?
—El verano pasado —dijo Leisha, riendo.
—Bueno, la mía hace menos tiempo. La estoy haciendo. Estoy en Bostan sin más
motivo que el placer espontáneo de verte.
Leisha dejó de reír.
—Ése es un tono muy intenso para un placer espontáneo, Richard.
—Sí —dijo él en tono intenso. Ella volvió a reír. Él no.
—He estado en India, Leisha. Y en China y en África. Pensando. Mirando.
Primero viajé como un Durmiente, para no llamar la atención. Luego me propuse
encontrar a los Insomnes de India y China. Hay muy pocos, ya sabes, cuyos padres
estuvieron dispuestos a venir aquí a hacer la operación. Son bastante bien aceptados y
los dejan en paz. Intenté descifrar por qué países desesperadamente pobres… aunque
según nuestros criterios: allí la energía Y es accesible sólo en las grandes ciudades…
por qué no tienen problemas en aceptar la superioridad de los Insomnes, mientras los
norteamericanos, que gozan de la mayor prosperidad de toda su historia, acumulan
cada vez más resentimiento.
—¿Lo averiguaste? —preguntó Leisha.
—No. Pero me enteré de otra cosa al observar todas esas comunas, pueblos y
kampongs. Somos demasiado individualistas.
Leisha se sintió decepcionada. Recordó el rostro de su padre: La excelencia es lo
que cuenta, Leisha. La excelencia basada en el esfuerzo individual… Se estiró para
coger la taza de Richard.
—¿Más café?
Él la cogió de la muñeca y la miró a los ojos.
—No me interpretes mal, Leisha. No estoy hablando de trabajo. Somos
demasiado individualistas en las demás cosas de la vida. Demasiado racionales
emocionalmente. Demasiado solitarios. El aislamiento mata más que el libre fluir de
las ideas. Mata la alegría.
No le soltó la muñeca. Ella lo miró a los ojos, los miró más profundamente de lo
que nunca lo había hecho. Fue como mirar el pozo de una mina, una sensación de
vértigo y temor, como si supiera que en el fondo podía encontrar oro u oscuridad. O
ambas cosas.
—¿Stewart? —preguntó Richard con voz queda.
—Se marchó hace mucho tiempo. Con una estudiante. —Su voz no parecía la de
Leisha.
—¿Kevin?
—No, nunca… sólo somos amigos.

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—No estaba seguro. ¿Alguien más?
—No.
Él le soltó la muñeca. Leisha lo miró con timidez. De pronto él se echó a reír.
—Alegría, Leisha.
Un eco sonó en la mente de ella, pero no pudo reconocerlo, y enseguida
desapareció y ella también rió. Fue una carcajada etérea y escarchada, de caramelo de
algodón rosado en pleno verano.

—Ven a casa, Leisha. Ha tenido otro ataque al corazón.


Al otro lado de la linea, la voz de Susan Melling sonaba cansada. Leisha
preguntó:
—¿Es muy grave?
—Los médicos no están seguros. Al menos eso dicen. Él quiere verte. ¿Puedes
dejar tus estudios?
Corría el mes de mayo, era el último esfuerzo antes de los exámenes finales. Las
pruebas de la Law Review estaban atrasadas. Richard había empezado un nuevo
trabajo como asesor marino de pescadores de Boston que se veían afectados por
cambios inesperados e inexplicables de las corrientes oceánicas, y estaba trabajando
las veinticuatro horas del día.
—Iré —repuso Leisha.
En Chicago hacía más frío que en Boston. Los árboles empezaban a florecer. En
el lago Michigan, que se veía por las ventanas del este de la casa de su padre, las
cabrillas arrojaban una fría lluvia. Leisha notó que Susan estaba viviendo en la casa;
sus cepillos estaban en la cómoda de Camden y sus periódicos en el aparador del
vestíbulo.
—Leisha —dijo Camden. Se lo veía viejo: la piel grisácea, las mejillas hundidas,
la mirada asustada y desconcertada de los hombres que aceptan el poder como el aire
que respiran, indivisible de sus vidas. En un rincón de la habitación, sentada en un
sillón del siglo dieciocho, había una mujer robusta de trenzas castañas.
—Alice…
—Hola, Leisha.
—Alice. Te busqué… —La frase equivocada. Leisha había buscado, pero sin
demasiado entusiasmo, frenada por la convicción de que Alice no quería que la
encontraran—. ¿Cómo estás?
—Estoy muy bien —respondió Alice. Parecía remota, amable, distinta a la airada
Alice que había visto hacía seis años en las rústicas colinas de Pensilvania. Camden
se movió con dificultad. Miró a Leisha y ésta vio que sus ojos aún no habían perdido
su brillo azul.
—Le pedí a Alice que viniera. Y a Susan. Susan llegó hace unos días. Me estoy

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muriendo, Leisha.
Nadie lo contradijo. Leisha, que conocía el respeto de su padre por los hechos,
guardó silencio. Se le encogió el corazón.
—John Jaworski tiene mi testamento. Ninguna de vosotras puede alterarlo. Pero
quería deciros personalmente lo que encontraréis en él. En los últimos años he estado
vendiendo, liquidando. Ahora la mayoría de mis acciones están disponibles. He
dejado la décima parte a Alice, la décima parte a Susan, la décima parte a Elizabeth y
el resto a ti, Leisha, porque tú eres la única que posee la habilidad individual
necesaria para usar el dinero en todo su potencial para lograr algo.
Leisha miró a Alice con ojos desorbitados; Alice le dedicó una mirada extraña y
remota.
—¿Elizabeth? ¿Mi madre? ¿Está viva?
—Sí —respondió Camden.
—¡Me dijiste que estaba muerta! ¡Hace muchos años!
—Sí. Pensé que para ti era mejor así. A ella no le gustaba cómo eras, estaba
celosa de lo que podías llegar a ser. Y no tenía nada para darte. Sólo te habría causado
un daño emocional.
Mendigos en España…
—Te equivocaste, papá. Te equivocaste. Ella es mi madre… —No pudo concluir
la frase.
Camden no se inmutó.
—Creo que no me equivoqué. Pero ahora eres adulta. Puedes verla, si quieres.
Siguió mirándola con sus ojos brillantes y hundidos mientras Leisha sentía que el
aire se volvía pesado e insoportable. Su padre le había mentido. Susan la miró
atentamente y en su boca se dibujó una débil sonrisa. ¿Estaba contenta de que
Camden hubiera quedado desprestigiado a los ojos de su hija? ¿Tan celosa había
estado de la relación que ellos tenían, de Leisha…?
Estaba pensando como Tony.
Esa idea la serenó un poco. Pero siguió mirando a Camden, que la observaba con
expresión implacable e inconmovible, convencido incluso en su lecho de muerte de
que tenía razón.
Alice la tomó del brazo. Su voz sonó tan suave que nadie, salvo Leisha, pudo
oírla.
—Ahora déjalo hablar, Leisha. Después te sentirás bien.

Alice había dejado a su hijo en California con Beck Watrous, con quien se había
casado hacía dos años, un contratista de obras al que había conocido mientras
trabajaba de camarera en un balneario de Artificial Islands. Beck había dado su
apellido a Jordan, el hijo de Alice.

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—Antes de que apareciera Beck pasé una época realmente mala —comentó
Alice, aún en tono distante—. ¿Sabes? Cuando estaba embarazada solía soñar que
Jordan sería un Insomne. Como tú. Todas las noches soñaba eso, y todas las mañanas
me despertaba con náuseas pensando que tendría un bebé que sólo sería un estúpido
como yo. Me quedé con Ed en los Montes Apalaches, ¿recuerdas? Donde fuiste a
visitarme una vez. Estuve con él dos años más. Cuando me golpeaba, me alegraba.
Me habría gustado que papá lo hubiese visto. Al menos Ed me tocaba.
A Leisha se le hizo un nudo en la garganta.
—Finalmente me largué porque tenía miedo por Jordan. Me fui a California y
durante un año no hice nada más que comer. Llegué a pesar noventa y cinco kilos. —
Según el cálculo de Leisha, Alice no llegaba al metro sesenta y tres—. Después
regresé para ver a mamá.
—No me lo dijiste —le reprochó Leisha—. Sabías que estaba viva y no me lo
dijiste.
—La tienen la mitad del tiempo en un tanque para desintoxicarla —comentó
Alice con brutal simplicidad—. No te vería aunque tú lo quisieras. Pero a mí me vio,
se echó en mis brazos y empezó a decir que yo era su «verdadera» hija y me vomitó
en el vestido. Me aparté de ella, me miré el vestido y supe que no se podía hacer nada
más que vomitar sobre él: era horrible. Deliberadamente horrible. Empezó a gritar
que papá había arruinado su vida, y la mía, y todo por ti. ¿Y sabes qué hice?
—¿Qué? —preguntó Leisha con voz temblorosa.
—Regresé a casa, quemé toda mi ropa, conseguí un trabajo, empecé a estudiar en
la facultad, perdí veinticinco kilos y puse a Jordan bajo tratamiento de ludoterapia.
Las dos hermanas guardaron silencio. Al otro lado de la ventana, el lago estaba
oscuro, no se veía la luna ni las estrellas. Fue Leisha quien de repente se estremeció y
Alice quien le palmeó el hombro.
—Cuéntame… —Leisha no sabía qué quería que le contara; sólo sabía que
deseaba oír la voz de Alice en la penumbra, tal como era ahora, amable y distante, sin
más rencor por la dañina existencia de ella. Leisha había hecho daño por el solo
hecho de existir—. Háblame de Jordan. ¿Ya tiene cinco años? ¿Cómo es?
Alice se volvió y miró a Leisha a los ojos.
—Es un niño feliz y corriente. Absolutamente corriente.

Camden murió una semana más tarde. Después del funeral, Leisha intentó ver a
su madre en el Brookfield Drug and Alcohol Abuse Center. Le dijeron que Elizabeth
Camden no veía a nadie salvo a su única hija, Alice Camden Watrous.
Susan Melling, vestida de negro, llevó a Leisha en coche hasta el aeropuerto.
Susan habló con habilidad y determinación de los estudios de Leisha, de Harvard, de
la Law Review. Leisha respondía con monosílabos pero Susan insistió con preguntas,

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esperando serenamente las respuestas. ¿Cuándo haría Leisha sus exámenes finales?
¿Dónde haría sus entrevistas de trabajo? Poco a poco Leisha empezó a perder el
mutismo que la había dominado desde que el ataúd de su padre quedara cubierto por
la tierra. Se dio cuenta de que las insistentes preguntas de Susan revelaban
amabilidad.
—Sacrificó a mucha gente —dijo Leisha de pronto.
—A mí no —señaló Susan—. Sólo durante un tiempo, cuando renuncié a mi
trabajo para hacer el suyo. Roger no respetaba demasiado el sacrificio.
—¿Estaba equivocado? —preguntó Leisha con una desesperación que no
pretendía mostrar.
Susan sonrió con tristeza.
—No. No estaba equivocado. Yo nunca tendría que haber abandonado mi
investigación. Después me llevó mucho tiempo volver a ser la misma de antes.
Eso es lo que él le hace a la gente. Las palabras retumbaron en la mente de
Leisha. ¿Las había dicho Susan? ¿O Alice? Por primera vez no pudo recordar algo
claramente. Imaginó a su padre en el antiguo invernadero, ahora vacío, colocando en
los tiestos las flores exóticas que había amado.
Se sintió cansada. Era fatiga muscular causada por la tensión, se recuperaría con
veinte minutos de descanso. Los ojos le ardían a causa de las lágrimas, a las que no
estaba acostumbrada. Echó la cabeza hacia atrás contra el respaldo y cerró los ojos.
Susan entró con el coche en el aparcamiento del aeropuerto y apagó el motor.
—Quiero decirte algo, Leisha.
Ella abrió los ojos.
—¿Se trata del testamento?
Susan sonrió con expresión tensa.
—No. Tú no tienes problemas con la partición de bienes, ¿verdad? Te parece
razonable. Pero no se trata de eso. El equipo de investigación del Biotech Institute y
la Facultad de Medicina de Chicago han concluido el análisis del cerebro de Bernie
Kuhn.
Leisha miró a Susan y se sorprendió por la complejidad de la expresión de Susan.
Revelaba determinación, satisfacción e ira, y algo que Leisha no pudo descifrar.
—Vamos a publicarlo la semana próxima en el New Journal of Medicine —
comentó Susan—. La seguridad ha sido increíblemente estricta, no se ha filtrado nada
a la prensa. Pero quiero decirte yo misma lo que descubrimos. Para que estés
preparada.
—Adelante —la apremió Leisha. Sintió una opresión en el pecho.
—¿Recuerdas cuando tú y los demás Insomnes tomasteis interleukin-1 para ver lo
que era dormir? Tú tenías dieciséis años.
—¿Cómo lo supiste?

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—Todos vosotros erais vigilados más de cerca de lo que imaginas. ¿Recuerdas el
dolor de cabeza que tuviste?
—Sí. —Ella y Richard, Tony, Carol, Brad y Jeanine… Después de ser rechazada
por el Comité Olímpico, Jeanine no había vuelto a patinar. Trabajaba como maestra
jardinera en Butte, Montana.
—De lo que te quiero hablar es del interleukin-l. Al menos en parte. Es una de las
muchas sustancias que ayudan al sistema inmunológico. Estimulan la producción de
anticuerpos, la actividad de los glóbulos blancos, y una serie de otros elementos
favorecedores de la inmunidad. Las personas normales liberan gran cantidad de IL-1
durante el sueño de onda lenta. Eso significa que ellos, nosotros, creamos estímulos
para el sistema inmunológico mientras dormimos. Una de las preguntas que los
investigadores nos planteamos hace veintiocho años fue: ¿los niños Insomnes que no
tienen esas cantidades de IL-1 enfermarán más a menudo?
—Yo nunca estuve enferma —comentó Leisha.
—Sí, lo estuviste. Tuviste varicela y tres resfriados sin importancia a los cuatro
años —dijo Susan con precisión—. Pero en general erais todos muy sanos. De modo
que a los investigadores nos quedó la teoría alternativa de la estimulación del sistema
inmunológico durante el sueño: que el estallido de la actividad inmunológica existía
como contrapartida a una mayor vulnerabilidad del organismo que duerme a la
enfermedad, probablemente en cierto modo relacionada con los cambios de la
temperatura corporal durante el sueño REM. En otras palabras, el sueño hacía que
pirógenos endógenos como el IL-1 contraatacaran. El sueño era el problema y la
estimulación del sistema inmunológico, la solución. Sin sueño no habría problema.
¿Me sigues?
—Sí.
—Claro que me sigues. Qué pregunta tan estúpida. —Susan se apartó el pelo de
la cara. Las canas empezaban a cubrirle las sienes y debajo de la oreja derecha tenía
una diminuta mancha de las que aparecen con la edad—. A lo largo de los años
acumulamos miles, tal vez cientos de miles de tomografías por emisión de un fotón
de vuestros cerebros, además de infinidad de electroencefalogramas, muestras de
líquido cefalorraquídeo, y todo lo demás. Pero no podíamos ver realmente el interior
de vuestro cerebro, ni saber lo que ocurría en él. Hasta que Bernie Kuhn chocó contra
ese muro.
—Susan —la interrumpió Leisha—, dímelo directamente. Sin más rodeos.
—No vais a envejecer.
—¿Qué?
—Bueno, estéticamente quedaréis un poco caídos, tal vez, debido a la gravedad.
Pero la ausencia de péptidos del sueño y todo lo demás afecta al sistema
inmunológico y al de restauración de los tejidos de una forma que no comprendemos.

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Bernie Kuhn tenía un hígado perfecto, pulmones perfectos, corazón perfecto,
ganglios linfáticos perfectos, páncreas perfecto y médula perfecta. No sólo sanos y
jóvenes, sino perfectos. Existe una estimulación de la regeneración de los tejidos que
deriva claramente del trabajo del sistema inmunológico, pero es radicalmente
diferente de todo lo imaginado. Los órganos no muestran desgaste ni daño alguno, ni
siquiera la mínima cantidad que se espera en una persona de diecisiete años. Se
reparan solos, perfectamente, una y otra vez.
—¿Durante cuánto tiempo? —susurró Leisha.
—¿Quién puede saberlo? Bernie Kuhn era joven. Es posible que exista un
mecanismo compensador que interrumpa todo el proceso en algún momento y
simplemente os derrumbéis, como una maldita galería de retratos de Dorian Gray.
Pero no lo creo. Tampoco creo que pueda prolongarse eternamente; ninguna
regeneración de tejidos puede lograr eso. Pero será durante mucho, mucho tiempo.
Leisha contempló los reflejos del limpiaparabrisas. Imaginó el rostro de su padre
envuelto en el raso azul del ataúd, rodeado de rosas blancas. Su corazón, no
regenerado, había fallado.
—Lo que ocurrirá en el futuro es pura especulación. Sabemos que las estructuras
de péptidos que crean la presión que provoca el sueño en la gente normal se parecen a
los componentes de las paredes celulares bacterianas. Tal vez existe una relación
entre el sueño y la receptividad patógena. No lo sabemos. Pero la ignorancia no
detiene a los periódicos sensacionalistas. Quiero prepararte porque van a llamaros
superhombres, homo perfectus, y quién sabe cuántas cosas más. Inmortales.
Ambas permanecieron en silencio. Finalmente Leisha dijo:
—Voy a decírselo a los demás. Mediante nuestra red. No te preocupes por la
seguridad; la diseñó Kevin Baker; nadie sabe nada que nosotros no deseemos que se
sepa.
—¿Ya estáis tan bien organizados?
—Sí.
Susan hizo una mueca y apartó la mirada.
—Será mejor que entremos. Vas a perder tu vuelo.
—Susan…
—¿Qué?
—Gracias.
—No es nada —repuso Susan, y Leisha percibió en aquella voz lo que había visto
en la expresión de la mujer y no había podido descifrar: melancolía.

Regeneración de los tejidos. Durante mucho, mucho tiempo. Las palabras


retumbaron en la mente de Leisha durante todo el vuelo a Boston. Regeneración de
los tejidos. Y, finalmente, inmortalidad. No, eso no, repitió con firmeza. Eso no. Pero

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su mente no la escuchaba.
—La veo muy sonriente —comentó el hombre que iba sentado junto a ella en
primera clase, un hombre de negocios que no la reconoció—. ¿Viene de una fiesta en
Chicago?
—No. Vengo de un funeral.
El hombre pareció sorprendido y luego disgustado. Leisha miró por la ventanilla:
ríos como microcircuitos, campos como fichas en blanco. Y en el horizonte
algodonosas nubes blancas como masas de flores exóticas, capullos en un
invernadero lleno de luz.

La carta no era más gruesa que cualquier otra escrita en papel, pero la
correspondencia escrita a mano era tan poco frecuente que Richard se puso nervioso.
—Podría tener un explosivo.
Leisha miró la carta que estaba en el anaquel del vestíbulo. SEÑORITA LIESHA
CAMDEN. El nombre estaba escrito en mayúsculas y tenía una falta de ortografía.
—Parece la letra de un niño —comentó.
Richard estaba con la cabeza baja y las piernas separadas. Su expresión revelaba
cansancio.
—Tal vez es algo deliberado para que parezca de un niño. Pudieron haber
pensado que tú estarías más desprevenida si veías la letra de un niño.
—¿Quiénes? Richard, ¿tan paranoico estás?
La pregunta no le molestó.
—Sí. Por ahora.
Una semana antes, el New England Journal of Medicine había publicado el
cuidadoso y sobrio artículo de Susan. Una hora más tarde, el informativo y las redes
de noticias habían empezado a hacer especulaciones, a crear expectación, agravios y
temor. Leisha, Richard y los demás Insomnes de Groupnet habían rastreado y
clasificado los cuatro componentes, buscando una reacción dominante: especulación
(«Los Insomnes pueden vivir durante siglos, y esto podría provocar los siguientes
incidentes…»), expectación («Si un Insomne se casa sólo con Durmientes, tal vez
viva lo suficiente para tener una docena de mujeres y varias docenas de hijos, una
familia desconcertante…»), agravios («Manipular las leyes de la naturaleza sólo ha
colocado entre nosotros personas artificiales que vivirán con la injusta ventaja del
tiempo: tiempo para acumular más parientes, más poder, más propiedades de las que
cualquiera de nosotros podría imaginar…») y temor («¿Cuánto falta para que la
Superraza nos domine?»).
—Todo es miedo, de una u otra clase —dijo finalmente Carolyn Rizzolo, y
Groupnet interrumpió el seguimiento.
Leisha estaba concentrada en sus exámenes finales del último año de la carrera de

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derecho. Los comentarios la siguieron hasta el campus, por los pasillos y dentro del
aula; todos los días los olvidaba debido a las agotadoras sesiones de exámenes en las
que todos los alumnos quedaban reducidos a la misma categoría de aspirantes a la
grandiosa universidad. Después, transitoriamente agotada, caminaba en silencio para
volver a casa, junto a Richard y Groupnet, consciente de las miradas de la gente por
la calle, consciente de la presencia del guardaespaldas que caminaba entre ella y los
demás.
—Todo se calmará —opinó Leisha. Richard no respondió.
La ciudad de Salt Springs, en Texas, aprobó una ordenanza local que establecía
que ningún Insomne podía obtener una licencia de licores, basándose en que los
estatutos de los derechos civiles se fundamentaban en la cláusula de la Declaración de
Independencia según la cual «todos los hombres fueron creados iguales», y
evidentemente los Insomnes no estaban incluidos. No había ningún Insomne en un
radio de más de cien kilómetros de Salt Springs, y en los diez últimos años nadie
había solicitado una licencia de licores; pero la noticia fue recogida por United Press
y por Datanet News, y al cabo de veinticuatro horas aparecieron en todo el país
editoriales acalorados que tomaban partido en ambos sentidos.
Se aprobaron más ordenanzas locales. En Pollux, Pensilvania, a los Insomnes se
les podía negar el acceso a un apartamento de alquiler sobre la base de que su
prolongada vigilia aumentaría el desgaste de la propiedad y las facturas de servicios.
En Cranston Estates, California, se prohibió a los Insomnes tener empresas que
operaran las veinticuatro horas: «competencia desleal». El condado de Iroquois, en
Nueva York, les impidió formar parte de los jurados argumentando que un jurado en
el que participaran Insomnes, que tenían una idea desvirtuada del tiempo, no
constituía un «jurado de iguales».
—Todos esos estatutos serán rechazados en los tribunales superiores —afirmó
Leisha—. ¡Pero santo cielo! ¡Qué despilfarro de dinero y qué pérdida de tiempo
supondría! —una parte de su mente notó que hablaba en el mismo tono de Roger
Camden.
El estado de Georgia, en el que algunos actos sexuales entre adultos aún eran un
crimen, convirtió el acto sexual entre un Insomne y un Durmiente en un delito de
tercer grado y lo calificó de bestialismo.
Kevin Baker había diseñado un software que recorría las redes de noticias a toda
velocidad, transmitía todos los casos de discriminación o ataques a Insomnes y los
clasificaba por tipos. Los archivos se podían consultar a través de Groupnet. Leisha
los recorrió y luego llamó a Kevin.
—¿No puedes crear un programa paralelo para captar los artículos en defensa
nuestra? Estamos obteniendo una imagen desvirtuada de la situación.
—Tienes razón —admitió Kevin, un poco sorprendido—. No lo había pensado.

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—Piénsalo —dijo Leisha en tono frío. Richard la observó pero no dijo nada.
Leisha estaba muy preocupada por lo que ocurría con los niños Insomnes.
Discriminación en las escuelas, malos tratos verbales por parte de sus hermanos,
agresiones por parte de los camorristas del vecindario, confuso resentimiento de los
padres que habían querido tener un hijo excepcional pero no habían contado con que
viviera varios siglos. La junta escolar de Cold River, en Iowa, votó a favor de
eliminar a los niños Insomnes de las aulas convencionales porque su aprendizaje
acelerado «creaba sentimientos de inadecuación en los demás, interfiriendo en su
educación». La junta cedía fondos para que los Insomnes tuvieran profesores en su
domicilio, pero no hubo ningún voluntario en el cuerpo de profesores. Leisha empezó
a pasar mucho tiempo hablando con los chicos en Groupnet; hablaba con ellos toda la
noche mientras estudiaba para sus exámenes finales de julio.
Stella Bevington dejó de usar su módem.
El segundo programa de Kevin catalogaba los editoriales que reclamaban justicia
para los Insomnes. La junta escolar de Denver reservó fondos para un programa en el
que los niños dotados, incluidos los Insomnes, podían usar su talento y formar
equipos de trabajo para entrenar a otros niños más pequeños. Rive Beau, en
Louisiana, eligió a la Insomne Danielle du Cherney para el ayuntamiento, aunque
Danielle sólo tenía veintidós años y técnicamente era demasiado joven para ocupar el
cargo de concejal. La prestigiosa firma de investigación médica de Halley-Hall dio
gran difusión a la contratación de Christopher Amren, un Insomne que ostentaba el
título de doctor en física celular.
Dora Clarq, una Insomne de Dallas, abrió una carta dirigida a ella y un explosivo
plástico le arrancó el brazo.
Leisha y Richard observaron el sobre que estaba en el anaquel del vestíbulo. El
papel era grueso, de color crema, pero barato; elaborado con papel de periódico
teñido con los matices del papel vitela. No había remite. Richard llamó a Liz Bishop,
una Insomne de Michigan especializada en justicia criminal. Nunca había hablado
con Liz, y Leisha tampoco, pero ella apareció en Groupnet de inmediato y les dijo
cómo debían abrir la carta. O, si lo preferían, se trasladaría hasta allí y lo haría
personalmente. Richard y Leisha siguieron las instrucciones para que la posible
detonación se produjera en el sótano de la casa. Pero no hubo explosión. Cuando
abrieron el sobre sacaron la carta y la leyeron:

Estimada señorita Camden:


Usted ha sido muy buena conmigo y lamento hacer esto, pero renuncio.
En el sindicato me están poniendo las cosas difíciles, no oficialmente, pero
usted sabe cómo son estas cosas. Si yo fuera usted no iría al sindicato a buscar
otro guardaespaldas, lo buscaría privadamente. Pero tenga cuidado. Otra vez

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lo siento, pero yo también tengo que vivir.
Bruce

—No sé si reír o llorar —dijo Leisha—. Conseguimos todo este equipo, nos
pasamos horas con todo esto para que el explosivo no estalle…
—En realidad no tenía mucho más que hacer —comentó Richard. Desde que
había comenzado la oleada de sentimientos contrarios a los Insomnes, todos los
clientes a los que ofrecía asesoramiento, salvo dos, vulnerables a las fluctuaciones del
mercado y a la opinión pública, habían prescindido de sus servicios.
Groupnet, aún conectado en el terminal de Leisha, emitió una aguda señal de
emergencia. Ella se acercó. Era Tony Indivino.
—Leisha, necesito tu ayuda legal, si estás dispuesta a dármela. En Sanctuary
están intentando rechazarme. Por favor, ven a verme.

A finales de primavera, Sanctuary parecía acuchillada por zanjas de color pardo.


La población se alzaba en las Montañas Allegheny, al sur del estado de Nueva York,
en unas antiguas colinas redondeadas por la erosión y cubiertas de pinos y nogales.
Una excelente carretera unía Conewango, la ciudad más cercana, con Sanctuary.
Edificios bajos de diseño sencillo pero gracioso se encontraban en diversas fases de
construcción. Jennifer Sharifi recibió a Leisha y a Richard con expresión seria. No
había cambiado mucho en seis años, pero su larga cabellera negra estaba despeinada
y tenía los ojos desorbitados por la tensión.
—Tony quiere hablar contigo, pero me pidió que antes os muestre el lugar.
—¿Qué ocurre? —preguntó Leisha en tono sereno.
Jennifer no intentó eludir la pregunta.
—Más tarde. Primero tenéis que ver Sanctuary. Tony respeta mucho tu opinión,
Leisha; quiere que lo veas todo.
Los dormitorios colectivos albergaban a cincuenta personas cada uno, con
espacios comunes para cocinar, comer, relajarse y bañarse, y una serie de despachos y
estudios separados estaba destinados a lugares de trabajo.
—Igualmente los llamamos «dormitorios», a pesar de la etimología —comentó
Jennifer, e incluso en ese comentario, que hecho por otra persona habría sido
divertido, Leisha percibió la peculiar combinación de la habitual y deliberada
serenidad de Jennifer con la tensión que vivía en ese momento.
A pesar de todo, Leisha estaba sorprendida por el diseño global que Tony había
puesto en práctica para una vida que sería al mismo tiempo comunal e intensamente
privada. Había un gimnasio, un pequeño hospital, un centro de cuidados diurnos, una
escuela y una granja de cultivos intensivos.

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—A finales del año próximo tendremos dieciocho médicos diplomados, y cuatro
de ellos están pensando en venir aquí. La mayor parte de los alimentos vendrán del
exterior, por supuesto. Lo mismo que los puestos de trabajo de la mayoría de la gente,
aunque muchos se harán desde aquí, a través de redes de datos. No vamos a aislarnos
del mundo, sólo a crear un lugar seguro desde el cual establecer intercambios con él.
—Leisha no respondió.
Además de las instalaciones esenciales, sustentadas con energía Y, lo que más le
impresionó fue la planificación del aspecto humano. Tony había entusiasmado a los
Insomnes de casi todos los campos con los que necesitarían contar para cuidarse y
tratar con el mundo exterior.
—Los abogados y los contables son los primeros —comentó Jennifer—. Son
nuestra primera línea de defensa para protegernos. Tony reconoce que la mayor parte
de las batallas modernas por el poder se libran en los tribunales o en las salas de
juntas.
No todas. Finalmente, Jennifer les mostró los planos para la defensa física. Por
primera vez pareció un poco relajada.
Se habían hecho grandes esfuerzos por rechazar a los agresores sin hacerles daño.
La vigilancia electrónica abarcaba la totalidad de los cuatrocientos kilómetros
cuadrados que jennifer había adquirido. Algunos distritos eran más pequeños, pensó
Leisha, sorprendida. Cuando esa vigilancia fuera burlada, se activaría un campo de
energía a ochocientos metros de la puerta E, que transmitiría descargas eléctricas a
cualquiera que estuviera de pie.
—Pero sólo fuera del campo. No queremos que nuestros niños se hagan daño —
aclaró Jennifer.
La entrada de vehículos sin conductor o conducidos por robots quedaría
registrada mediante un sistema que localizaba cualquier metal en movimiento cuya
masa excediera de determinado volumen dentro de Sanctuary. Todo metal en
movimiento que no llevara un dispositivo especial diseñado por Donald Pospula, un
Insomne que había patentado importantes componentes electrónicos, resultaría
sospechoso.
—Por supuesto, no vamos a prepararnos para un ataque aéreo ni un asalto del
ejército —señaló Jennifer—. Pero no esperamos que eso ocurra. Sólo hemos previsto
acciones de personas movidas por el odio.
Leisha tocó la copia en papel de los planos de seguridad. La perturbaban.
—Si no podemos integrarnos en el mundo… El intercambio libre debería suponer
movimiento libre.
Jennifer se apresuró a decir:
—Sólo si el movimiento libre supone la existencia de mentes libres. —Al oír su
tono de voz, Leisha la miró—. Tengo que decirte algo, Leisha.

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—¿Qué?
—Tony no está aquí.
—¿Dónde está?
—En la cárcel de Cattaraugus County, en Conewango. Es verdad que tenemos
problemas limítrofes con Sanctuary. ¡Problemas limítrofes! ¡En un lugar tan aislado!
Pero se trata de otra cosa, de algo que ocurrió esta mañana. Tony fue arrestado por el
secuestro de Timmy DeMarzo.
Leisha sintió que la habitación le daba vueltas.
—¿El FBI?
—Sí.
—¿Cómo… cómo lo descubrieron?
—Un agente logró averiguarlo. No nos dijeron cómo. Tony necesita un abogado,
Leisha. Bill Thaine ya dijo que acepta el caso, pero Tony quiere que te ocupes tú.
—Jennifer… ¡no haré mis exámenes finales hasta julio!
—Tony dice que esperará. Mientras tanto, Bill actuará de abogado. ¿Aprobarás
los exámenes?
—Por supuesto. Pero ya tengo un trabajo comprometido con Morehouse,
Kennedy y Anderson, de Nueva York. —Se interrumpió. Richard la miraba
atentamente y la expresión de Jennifer era indescifrable. Leisha añadió en tono sereno
—: ¿Cómo se declarará?
—Culpable —repuso Jennifer—, con… ¿Cuál es la figura legal? ¿Circunstancias
atenuantes?
Leisha asintió. Temía que Tony quisiera declararse inocente; eso supondría más
mentiras, subterfugios, políticas desagradables. Repasó mentalmente las
circunstancias atenuantes, los precedentes, las pruebas de los precedentes… Podían
utilizar Clements contra Voy…
—En este momento Bill está en la cárcel —comentó Jennifer—. ¿Vienes
conmigo? —La pregunta era un desafío.
—Sí —respondió Leisha.
En Conewango, la sede del distrito, no les permitieron ver a Tony. William
Thaine, en calidad de abogado, podía entrar y salir libremente, pero Leisha, que
oficialmente no era abogada, no. Así se lo comunicó un funcionario de la Oficina del
Fiscal del Distrito con rostro imperturbable y escupió en el suelo cuando ellos se
volvieron para salir, aunque con esa reacción dejó una mancha en el suelo de su
propio despacho. Richard y Leisha condujeron el coche alquilado hasta el aeropuerto
para tomar el vuelo de regreso a Boston. De vuelta a casa, Richard le comunicó a
Leisha que la dejaba. Se mudaría a Sanctuary enseguida, aunque el lugar aún no
estuviera habilitado, para ayudar con la planificación y la construcción.

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Leisha permanecía la mayor parte del tiempo en su casa, estudiando intensamente
para los exámenes finales o conectándose con los niños Insomnes a través de
Groupnet. No había contratado a otro guardaespaldas para reemplazar a Bruce, por lo
que era reacia a salir; pero su desgana la hacía sentirse furiosa consigo misma. Una o
dos veces al día estudiaba las informaciones electrónicas de Kevin.
Estaban surgiendo algunas señales esperanzadoras. El New York Times publicó un
editorial, ampliamente difundido en los informativos electrónicos:
Prosperidad y odio:
Una curva lógica que sería mejor no ver
Estados Unidos nunca fue un país que diera demasiado valor a la
calma, la lógica y la racionalidad. Como pueblo hemos tenido la
tendencia a calificar estas cosas como «frías». Como pueblo hemos
tendido a admirar los sentimientos y la acción: exaltamos nuestra
historia y nuestros recuerdos; no la creación de la Constitución, sino
su defensa en Iwo Jima; no los logros intelectuales de Linus Pauling
sino la pasión heroica de Charles Lindbergh; no los inventores de los
monorraíles y los ordenadores que nos ponen en comunicación sino los
compositores de las airadas canciones de rebelión que nos dividen.
Un aspecto peculiar de este fenómeno es que se acentúa en momentos de
prosperidad. Cuanto mejor es la situación de nuestros ciudadanos, mayor
es su desprecio por el sereno razonamiento que los colocó en esa
situación, y más apasionado su desenfreno emocional. Tomemos como
ejemplo los increíbles excesos de los locos años veinte del siglo
pasado y el desprecio de los años sesenta por el orden establecido.
Tomemos como ejemplo la prosperidad sin precedentes de nuestro siglo,
promovida por la energía Y, y luego pensemos que Kenzo Yagai, salvo
para sus seguidores, fue considerado un lógico codicioso e insensible,
mientras nuestra adulación nacional se centra en el escritor neo-
nihilista Stephen Castelli, en la «sensitiva» actriz Brenda Foss y en
el temerario saltador Jim Morse Luter.
Pero mientras examinamos este fenómeno en nuestras casas provistas de
energía Y, debemos considerar sobre todo la actual profusión de
sentimientos irracionales centrados en los «Insomnes» desde la
publicación de los descubrimientos del Biotech Institute y de la
Facultad de Medicina de Chicago relacionados con la regeneración de los
tejidos de los Insomnes.
La mayoría de los Insomnes son inteligentes. La mayoría de ellos son
personas serenas, si uno define esa maliciosa palabra en el sentido de
concentrar las energías en la resolución de problemas más que en
expresar sentimientos con respecto a ellos. (Incluso Carolyn Rizzolo,
ganadora del Premio Pulitzer, nos brindó una sorprendente obra de
ideas, no de pasiones desenfrenadas.) Todos ellos muestran una
tendencia natural hacia el logro de objetivos, una tendencia estimulada
por ese tercio más de tiempo con que cuentan. Sus logros residen en su
mayor parte en campos más lógicos que emocionales: computación, leyes,
finanzas, física, investigación médica. Son racionales, ordenados,
serenos, inteligentes, alegres, jóvenes y probablemente muy longevos.
Sin embargo, en este Estados Unidos nuestro de prosperidad sin

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precedentes son cada vez más odiados.
¿Acaso el odio que hemos visto florecer tan plenamente en los últimos
meses surge realmente, como muchos afirman, de la «injusta ventaja» que
los Insomnes tienen sobre el resto de nosotros para asegurarse puestos
de trabajo, ascensos, dinero y éxito? ¿Se trata realmente de envidia
por la buena suerte de los Insomnes? ¿O deriva de algo más pernicioso,
arraigado en nuestra tradicional agresividad norteamericana, que nos
hace odiar a los lógicos, los serenos, los considerados… odiar, de
hecho, a la mente superior?
Si es así, tal vez deberíamos pensar seriamente en los fundadores de
este país: Jefferson, Washington, Paine, Adams… todos ellos habitantes
de la Era de la Razón. Estos hombres crearon nuestro ordenado y
equilibrado sistema de leyes precisamente para proteger la propiedad y
los logros creados por los esfuerzos individuales de mentes
equilibradas y racionales. Los Insomnes pueden ser nuestra prueba
interior más severa para nuestra propia creencia en la ley y el orden.
No, los Insomnes no fueron «creados iguales», pero nuestra actitud
hacia ellos debería ser examinada con un cuidado igual a nuestra más
seria jurisprudencia. Tal vez no nos guste lo que sabemos de nuestros
propios motivos, pero nuestra credibilidad como pueblo puede depender
de la racionalidad y la inteligencia del examen.
Ambas cosas han escaseado en la reacción pública del último mes a las
conclusiones de la investigación.
La ley no es teatro. Antes de redactar leyes que reflejen
sentimientos desbordados y dramáticos, debemos estar seguros de que
comprendemos cuál es la diferencia.

Leisha se cruzó de brazos mientras miraba la pantalla con una sonrisa. Llamó al
New York Times y preguntó quién había escrito ese editorial. La recepcionista, que
atendió el teléfono con voz cordial, reaccionó con brusquedad. El Times no transmitía
ese tipo de información «sin realizar antes una investigación interna».
Aquello no arruinó su buen humor. Se paseó por todo el apartamento, después de
pasar varios días sentada frente a su escritorio y a la pantalla. Aquel deleite exigía
acción física. Lavó los platos, eligió unos libros. En la distribución del mobiliario
había huecos que correspondían a las cosas que Richard se había llevado; volvió a
acomodar los muebles para llenar los huecos.
Susan Melling la llamó para comentarle el editorial del Times; hablaron
cordialmente durante unos minutos. Cuando Susan colgó, el teléfono volvió a sonar.
—¿Leisha? Tu voz es la misma de siempre. Soy Stewart Sutter.
—Stewart. —Hacía cuatro años que no lo veía. El idilio había durado dos años y
se había disuelto, no por una cuestión de sentimientos sino más bien a causa de la
presión a que los sometía el estudio. Mientras estaba de pie junto al terminal de
comunicación, escuchando su voz, Leisha volvió a sentir las manos de Stewart sobre
sus pechos en la cama de su habitación: tantos años transcurridos hasta encontrar
utilidad a una cama. Las ilusorias manos se convirtieron en las de Richard y sintió
que un dolor repentino la traspasaba.

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—Escucha —le dijo Stewart—, te llamo porque tengo una información que creo
que deberías conocer. Tus exámenes finales serán la semana próxima, ¿verdad? Y
luego tienes una posibilidad de trabajar con Morehouse, Kennedy y Anderson.
—¿Cómo sabes todo eso, Stewart?
—Chismes de pasillos. Bueno, no es así, exactamente. Pero la comunidad legal de
Nueva York es más pequeña de lo que crees. Y tú eres una figura bastante visible.
—Sí —dijo Leisha en tono neutral.
—Nadie tiene la menor duda de que serás admitida al ejercicio de la abogacía.
Pero hay algunas dudas con respecto al trabajo con Morehouse. Tienes dos socios
mayoritarios, Alan Morehouse y Seth Brown, que cambiaron de idea desde que se
armó este… jaleo. «Publicidad negativa para la empresa», «convertir la abogacía en
un circo», bla, bla, bla. Ya conoces el paño. Pero también tienes dos campeones
poderosos, Ann Carlyle y Michael Kennedy en persona. Él es un genio. De todas
formas, quería que lo supieras para que puedas evaluar exactamente la situación y
sepas con quién contar en la contienda.
—Gracias —dijo Leisha—. Stew… ¿por qué te importa si lo consigo o no? ¿Qué
significa esto para ti?
Al otro lado de la línea hubo un silencio. Luego Stewart dijo en voz muy baja:
—Aquí no todos somos imbéciles, Leisha. Quedamos algunos a los que todavía
nos importa la justicia. Y los logros.
La luz volvió a brillar en su interior, una chispa de optimismo.
Stewart añadió:
—Aquí también contáis con gran apoyo por esa estúpida disputa limítrofe de
Sanctuary. Tal vez no te des cuenta, pero es así. Lo que la gente de la Comisión de
Parques está intentando lograr es… Pero sólo los usan como fachada. Ya lo sabes. De
todas maneras, cuando el asunto llegue a los tribunales tendrás toda la ayuda que
necesites.
—Sanctuary no es un proyecto mío. En absoluto.
—¿No? Bueno, me refería también a los demás.
—Gracias. De veras. ¿Cómo van tus cosas?
—Muy bien. Ahora soy padre.
—¿De veras? ¿Varón o niña?
—Niña. Una sinvergüenza encantadora que se llama Justine y me tiene loco. Me
gustaría que alguna vez conocieras a mi esposa, Leisha.
—Encantada —respondió Leisha.
Pasó el resto de la noche estudiando para sus exámenes. La chispa seguía en su
interior. Sabía muy bien de qué se trataba: alegría.
Todo saldría bien. El contrato tácito entre ella y su sociedad —la sociedad de
Kenzo Yagai, la sociedad de Roger Camden— seguiría vigente. Con discrepancias y

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conflictos, y también con algo de odio. De pronto pensó en los mendigos de España
de Tony, furiosos con los fuertes porque ellos no lo eran. Sí, pero seguiría vigente.
Estaba convencida.
Claro que sí.

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eisha aprobó sus exámenes finales en julio. No le parecieron difíciles.

L Después, tres compañeros de clase, dos hombres y una mujer, fingieron


mantener una charla casual con Leisha hasta que ella estuvo a salvo dentro de
un taxi cuyo conductor evidentemente no la reconoció. Los tres compañeros de
Leisha eran Durmientes. Un par de alumnos no graduados, rubios, perfectamente
afeitados, de rostro alargado, que con la insensata arrogancia de la estupidez de los
ricos, observaron a Leisha y sonrieron irónicamente. La compañera de clase de
Leisha les devolvió la sonrisa irónica.
A la mañana siguiente, Leisha tomaría el vuelo a Chicago, donde se reuniría con
Alice. Tenían que vaciar la enorme casa del lago, deshacerse de las pertenencias de
Roger y poner la casa en venta. Leisha no había tenido tiempo de hacerlo antes.
Recordó a su padre en el invernadero, con un antiguo sombrero chato que había
encontrado en algún lugar, colocando orquídeas, jazmines y pasionarias en los tiestos.
Cuando sonó el timbre, se sobresaltó: casi nunca recibía visitas. Conectó la
cámara exterior. Tal vez fueron Jonathan o Martha, que regresaban a Boston para
darle una sorpresa, para celebrar… ¿Cómo no había pensado antes en algún tipo de
celebración?
Richard miraba fijamente la cámara. Había estado llorando.
Leisha abrió la puerta enseguida pero Richard no se movió. Leisha vio que lo que
en la cámara parecía pena era en realidad algo más: lágrimas de rabia.
—Tony está muerto.
Ella le tendió la mano pero Richard no la cogió.
—Lo mataron en la cárcel. No las autoridades sino los otros prisioneros. En el
patio de recreo. Asesinos, violadores, saqueadores, escoria de la sociedad… y
pensaron que tenían derecho a matarlo porque era diferente.
Ahora Richard la cogió del brazo con tanta fuerza que algo, algún hueso, se
movió debajo del músculo y le apretó un nervio.
—No simplemente diferente, sino mejor. Porque él era mejor. Todos nosotros lo
somos, sólo que no somos tan estúpidos como para levantarnos y gritar por algún
sentimiento erróneo provocado por sus sentimientos… ¡Dios!
Leisha apartó el brazo y se lo frotó mientras miraba el rostro convulsionado de

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Richard.
—Lo golpearon con un tubo de plomo hasta matarlo. Nadie sabe siquiera cómo
consiguieron el tubo. Lo golpearon en la nuca, luego lo azotaron y…
—¡Basta! —El grito de Leisha se fundió en un sollozo.
Richard la miró. A pesar de los gritos y la violencia con que le había cogido el
brazo, Leisha tuvo la confusa impresión de que él la veía realmente por primera vez.
—He venido a llevarte a Sanctuary, Leisha. Dan Jenkins y Vernon Bulriss están
afuera, en el coche. Los tres te llevaremos a rastras, si es necesario. Pero vendrás con
nosotros. Lo comprendes, ¿verdad? Aquí no estás a salvo, eres demasiado conocida y
demasiado hermosa. Eres un blanco perfecto. ¿Tendremos que obligarte? ¿O
finalmente comprendes que no te queda alternativa, que los muy cabrones no nos han
dejado más alternativa que irnos a Sanctuary?
Leisha cerró los ojos. Tony a los catorce años, en la playa. Tony, con mirada feroz
y brillante, extendiendo la mano antes que nadie para probar el interleukin-l.
Mendigos en España.
—Iré con vosotros.

Leisha nunca había sentido tanta ira, y eso la asustaba; el sentimiento surgió una y
otra vez a lo largo de toda la noche, disminuía pero seguía siendo implacable.
Mientras estaban sentados con la espalda apoyada en la biblioteca de Leisha, Richard
la estrechó entre sus brazos. Pero no le sirvió de nada. Dan y Vernon estaban en la
sala, hablando en voz baja.
A veces la ira estallaba en gritos y Leisha se escuchaba y pensaba: No te conozco.
A veces se convertía en llanto, otras en comentarios sobre Tony, sobre todos ellos. Ni
los gritos, ni el llanto ni los comentarios la aliviaron en lo más mínimo.
La planificación sí logró aliviarla un poco. En un tono frío y seco que no
reconoció, Leisha le habló a Richard del viaje que debía hacer a Chicago para cerrar
la casa. Debía ir; Alice ya estaba allí. Si Richard, Dan y Vernon la acompañaban al
avión, y Alice se reunía con ella en el lugar de destino con guardaespaldas, estaría a
salvo. Luego cambiaría el billete de regreso a Boston por otro a Conewango y viajaría
con Richard a Sanctuary.
—La gente ya está llegando —-comentó Richard—. Jennifer Sharifi lo está
organizando, untándoles la mano a los proveedores Durmientes para que no se
resistan. ¿Qué harás con esta casa, Leisha? ¿Con tus muebles, tu terminal y tu ropa?
Leisha echó un vistazo a su despacho. Libros de derecho rojos, verdes y marrones
cubrían las paredes; pero la mayoría de esa información también estaba en la red. En
el escritorio, encima de un libro, había una taza de café. Aliado de ésta, el recibo que
le había pedido al taxista esa tarde, un frívolo recuerdo del día que había aprobado
sus exámenes finales; había pensado enmarcarlo. Encima del escritorio había un

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retrato hológrafo de Kenzo Yagai.
—Que se pudra —dijo Leisha.
Richard la estrechó con más fuerza entre sus brazos.

—Nunca te había visto así —comentó Alice, abatida—. Se trata de algo más que
de vaciar la casa, ¿no es así?
—Acabemos de una vez —repuso Leisha. Sacó bruscamente un traje del armario
de su padre—. ¿Quieres algo de esto para tu esposo?
—No le serviría.
—¿Los sombreros?
—No —respondió Alice—. Leisha, ¿qué ocurre?
—¡Concentrémonos en esto! —Sacó de un tirón la ropa de los armarios de
Camden, la apiló en el suelo, garabateó en un trozo de papel las palabras SERVICIO
DE VOLUNTARIOS y lo colocó encima de la pila. Alice empezó a agregar a la pila
la ropa de la cómoda, que ya tenía pegado un papel con las palabras SUBASTA DE
BIENES.
El día anterior Alice se había ocupado de quitar todas las cortinas de la casa.
También había enrollado las alfombras. La puesta del sol teñía de rojo los suelos de
madera pelados.
—¿Qué hacemos con tu antigua habitación? —preguntó Leisha—. ¿Quieres algo
de eso?
—Ya lo he organizado —respondió Alice—. El jueves vendrá una empresa de
mudanzas.
—Perfecto. ¿Qué más?
—El invernadero. Sanderson ha estado regándolo todo, pero en realidad no sabía
cuánta agua necesitaba cada planta, así que algunas están…
—Despide a Sanderson —indicó Leisha en tono cortante—. Las plantas exóticas
se pueden morir. O podemos enviarlas a un hospital, si prefieres. Simplemente separa
las que son venenosas. Vamos, ocupémonos de la biblioteca.
Alice se sentó sobre una alfombra enrollada, en medio del dormitorio de Camden.
Se había cortado el pelo; Leisha pensó que le quedaba horrible, como si su ancho
rostro estuviera rodeado de pinchos. Además había vuelto a engordar. Empezaba a
parecerse a su madre.
—¿Recuerdas la noche en que te dije que estaba embarazada, poco antes de que te
fueras a Harvard? —preguntó Alice.
—¡Ocupémonos de la biblioteca!
—¿La recuerdas? —insistió Alice—. Por todos los santos, ¿no puedes escuchar a
alguien alguna vez, Leisha? ¿Tienes que actuar como papá a toda hora?
—¡Yo no soy papá!

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—Claro que no. Eres exactamente como él te hizo. Pero la cuestión no es ésa.
¿Recuerdas aquella noche?
Leisha pasó junto a la alfombra y salió por la puerta. Alice simplemente se quedó
sentada. Un minuto más tarde Leisha volvió a entrar.
—La recuerdo.
—Estabas a punto de llorar —dijo Alice en tono implacable y sereno—. No
recuerdo exactamente por qué. Tal vez porque yo no iba a ir a la facultad. Pero te
abracé y por primera vez en muchos años, en muchos años, Leisha, sentí que
realmente eras mi hermana. A pesar de todo… de tus paseos por los pasillos durante
toda la noche, de las ostentosas discusiones con papá, de la escuela especial y las
piernas artificialmente largas y el pelo rubio… de toda esa basura. Parecías necesitar
que yo te abrazara. Dabas la impresión de necesitarme. De necesitar.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Leisha—. ¿Que sólo puedes estar unida a
alguien si esa persona tiene problemas y te necesita? ¿Que sólo puedes ser mi
hermana si siento alguna clase de dolor, si tengo alguna llaga abierta? ¿Es ése el lazo
que creáis vosotros, los Durmientes? «Protégeme mientras estoy inconsciente, estoy
tan tullida como tú.»
—No —contestó Alice—. Estoy diciendo que tú sólo podías ser mi hermana si
sentías alguna clase de dolor.
Leisha la miró fijamente.
—Eres estúpida, Alice.
—Ya lo sé. Comparada contigo lo soy. Ya lo sé —repuso Alice.
Leisha sacudió la cabeza, furiosa. Se sentía avergonzada por lo que acababa de
decir, y sin embargo era verdad, ambas sabían que era verdad, y la ira aún la
dominaba como un vacío oscuro, sin forma y ardiente. Lo peor era la falta de forma.
Sin forma no podía haber acción; y sin acción, la ira seguía quemándola, ahogándola.
Alice añadió:
—Cuando cumplimos doce años, Susan me regaló un vestido. Tú estabas en
algún lugar, en una de esas excursiones nocturnas que tu elegante escuela especial
organizaba siempre. El vestido era de seda, de color azul celeste, con encaje
antiguo… muy hermoso. Yo estaba emocionada, no sólo porque era bonito sino
porque Susan me lo había regalado a mí, y a ti te había regalado software. El vestido
era mío. Yo pensaba que era yo misma. —En la penumbra creciente, Leisha apenas
pudo distinguir sus rasgos anchos y sencillos—. La primera vez que me lo puse, un
chico me dijo: «¿Le robaste el vestido a tu hermana, Alice? ¿Se lo robaste mientras
dormía»? Después se echó a reír como loco, que es lo que siempre hacían todos.
»Tiré el vestido a la basura. Ni siquiera se lo dije a Susan, aunque supongo que
ella lo habría comprendido. Lo tuyo era tuyo, y lo que no era tuyo también era tuyo.
Así fue como papá lo había dispuesto. Como lo había fijado en tus genes.

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—¿Tú también? —le espetó Leisha—. No eres distinta a los demás mendigos
envidiosos.
Alice se levantó de la alfombra. Lo hizo lentamente, sin prisa, y después se quitó
el polvo de la falda arrugada y alisó la tela estampada. A continuación se acercó a
Leisha y la golpeó en la boca.
—¿Ahora me ves como a una persona real? —le preguntó en tono sereno.
Leisha se llevó la mano a la boca. Le salía sangre. Sonó el teléfono, la línea
personal de Camden que no aparecía en el listín. Alice se acercó, levantó el auricular,
escuchó y se lo pasó a Leisha.
—Es para ti.
Leisha, petrificada, lo cogió.
—¿Leisha? Soy Kevin. Escucha, ha ocurrido algo. Stella Bevington me llamó.
Por teléfono, no por Groupnet; creo que sus padres le quitaron el módem. Atendí el
teléfono y ella gritó: «¡Soy Stella! Me están golpeando, él está borracho…», y
enseguida se cortó la comunicación. Randy se ha ido a Sanctuary… Demonios, todos
se han ido. Tú eres la que está más cerca de Stella, ella aún se encuentra en Skokie.
Será mejor que te acerques allí cuanto antes. ¿Tienes algún guardaespaldas de
confianza?
—Sí —dijo Leisha, aunque no era verdad. La ira finalmente tomaba forma—. Yo
lo solucionaré.
—No sé cómo la sacarás de allí —le advirtió Kevin—. Te reconocerán, saben que
ella llamó a alguien, incluso podrían haberla dejado inconsciente…
—Yo lo solucionaré —repitió Leisha.
—¿Solucionar qué? —preguntó Alice.
Leisha la miró fijamente: Aunque sabía que no debía hacerlo, dijo:
—Lo que hace tu gente. Lo que le hace a uno de los nuestros. Una criatura de
siete años a la que sus padres golpean porque es una Insomne… porque es mejor que
todos vosotros. —Bajó las escaleras corriendo, hacia el coche alquilado con el que
había llegado desde el aeropuerto.
Alice bajó corriendo tras ella.
—No cojas tu coche, Leisha. Es fácil seguirle la pista a un coche alquilado. Sube
al mío.
—Si crees que vas a… —gritó Leisha.
Alice abrió la puerta de su desvencijado Toyota, un modelo tan viejo que los
conos de energía Y no quedaban cubiertos sino colgados como mandíbulas caídas a
cada costado. Empujó a Leisha al asiento del acompañante, cerró de un portazo y se
sentó ante el volante. No le temblaron las manos.
—¿A dónde vamos?
A Leisha se le nubló la vista. Acomodó la cabeza entre las rodillas, hasta donde le

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permitió el bajo asiento del Toyota. Hacía dos días… no, tres, que no comía. Desde la
noche anterior a los exámenes. Sintió que el mareo pasaba, pero al levantar la cabeza
volvió a dominarla.
Le dio a Alice la dirección de Skokie.

—Quédate atrás —indicó Alice—. En la guantera hay un pañuelo; póntelo. Lo


más bajo posible, para taparte la cara.
Alice había frenado sobre la autopista 42. Leisha dijo:
—Esto no es…
—Es un lugar de contratación instantánea de guardias. Tenemos que dar la
impresión de que estamos protegidas, Leisha. No tenemos por qué decirle nada al
guardaespaldas. Vuelvo enseguida.
Volvió al cabo de tres minutos con un hombre corpulento vestido con un traje
oscuro y barato. Se acomodó en el asiento del acompañante, junto a Alice, y no dijo
una sola palabra.
Alice no lo presentó.
La casa era pequeña, un poco destartalada, con luces en la planta baja y ninguna
en el piso superior. Las primeras estrellas brillaban al norte, lejos de Chicago, Alice le
dijo al guardia:
—Baje y quédese aquí, junto a la puerta del coche. No, más cerca de la luz, y no
haga nada a menos que yo sea atacada de alguna forma. —El hombre asintió, Alice
empezó a subir por el sendero. Leisha salió del asiento de atrás y alcanzó a su
hermana pocos metros antes de llegar a la puerta principal.
—Alice, ¿qué demonios estás haciendo? Yo tengo que…
—Baja la voz —le dijo Alice mientras miraba al guardia—. Leisha, piensa un
momento. Te reconocerán, Aquí, cerca de Chicago, con una hija Insomne,
seguramente hace años que esta gente ve tu foto en las revistas. Habrán visto
montones de holovídeos en los que tú apareces. Te conocen. Saben que vas a ser
abogada. A mí nunca me han visto. Yo no soy nadie.
—Alice…
—¡Por todos los santos, métete en el coche! —bramó Alice y golpeó la puerta
principal.
Leisha se apartó del sendero y se refugió bajo un sauce. Un hombre abrió la
puerta. Su rostro era totalmente inexpresivo.
Alice anunció:
—Agencia de Protección Infantil. Recibimos desde este número una llamada de
una niña. Déjeme entrar,
—Aquí no hay ninguna niña.
—Esto es una emergencia, prioridad absoluta —insistió Alice—. Acta número

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186 de protección infantil. ¡Déjeme pasar!
Con rostro aún inexpresivo, el hombre observó la enorme figura del guardia que
esperaba junto al coche.
—¿Tiene una orden de registro?
—No es necesaria una orden de registro cuando se trata de una emergencia de
prioridad uno. Si no me permite entrar, se meterá en un lío legal que jamás podría
imaginar.
Leisha apretó los labios. Nadie podía creer eso, era pura jerga burocrática…
Sintió una pulsación en el labio, donde Alice la había golpeado.
El hombre se apartó para que Alice entrara.
El guardia avanzó. Leisha vaciló pero no dijo nada. El hombre entró con Alice.
Leisha esperó, sola, en la oscuridad.
Al cabo de tres minutos salieron; el guardia llevaba una criatura en brazos. El
rostro de Alice tenía un brillo pálido bajo la luz del porche. Leisha dio un salto, abrió
la puerta del coche y ayudó al guardia a acomodar a la niña en el interior. El guardia
tenía el entrecejo arrugado, y su desconcierto se mezcló con una expresión de cautela.
—Tome —le dijo Alice—. Cien dólares extra. Para que vuelva usted solo a la
ciudad.
—Escuche… —protestó el hombre, pero cogió el dinero. Se quedó mirándolas
mientras Alice arrancaba.
—Irá directamente a la policía —comentó Leisha en tono desesperado—. Debe
hacerlo, de lo contrario pondría en peligro su pertenencia al sindicato.
—Lo sé —reconoció Alice—. Pero para entonces estaremos fuera del coche.
—¿Dónde?
—En el hospital —le informó Alice.
—Alice, no podemos… —Se interrumpió. Se volvió hacia el asiento de atrás—.
¿Stella? ¿Estás consciente?
—Sí —dijo la vocecilla.
Leisha buscó a tientas hasta que encontró la luz posterior. Stella estaba tumbada
en el asiento, con el rostro convulsionado de dolor. Se cogía el brazo izquierdo con el
derecho. En la cara tenía un único morado, encima del ojo izquierdo. Su cabellera
pelirroja estaba enredada y sucia.
—Tú eres Leisha Camden —dijo la niña, y se echó a llorar.
—Tiene el brazo roto —aclaró Alice.
—Cariño… ¿puedes…? —A Leisha se le hizo un nudo en la garganta y le resultó
difícil continuar—. ¿Puedes aguantar hasta que consigamos un médico?
—Sí —respondió Stella—. ¡Pero no me llevéis allí de vuelta!
—No lo haremos —la tranquilizó Leisha—. Nunca más. —Miró a Alice y vio el
rostro de Tony.

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Alice dijo:
—Hay un hospital público a unos quince kilómetros al sur de aquí.
—¿Cómo lo sabes?
—Estuve allí una vez. Sobredosis de droga —dijo Alice brevemente. Condujo
inclinada sobre el volante, con la expresión de alguien que reflexiona con ira. Leisha
también reflexionaba, intentando encontrar la forma de librarse de la acusación legal
de secuestro. Seguramente no podrían decir que la niña había salido voluntariamente.
Sin duda, Stella cooperaría con ellas, pero a su edad y en su estado seguramente sería
non sui juris, su palabra no tendría peso legal…
—Alice, no podemos llevarla a un hospital sin un seguro. Algo que podamos
verificar en la red.
—Escucha —dijo Alice, no a Leisha sino hacia el asiento de atrás—, esto es lo
que vamos a hacer, Stella. Les diré que eres mi hija y que te caíste de una roca
enorme a la que te subiste mientras paramos a tomar un refresco en la zona de
descanso de la carretera. Estarnos viajando de California a Filadelfia para ver a tu
abuela. Te llamas Jordan Watrous y tienes cinco años. ¿Entendido, cariño?
—Tengo siete años —la corrigió Stella—. Casi ocho.
—Eres una niña de cinco muy grande. Tu cumpleaños es el 23 de marzo. ¿Podrás
hacerlo, Stella?
—Sí —respondió la niña. Su voz sonaba más firme.
Leisha miró a Alice fijamente.
—¿Y tú podrás hacerlo?
—Claro que podré —le aseguró Alice—. Soy hija de Roger Camden.

Alice llevó a Stella en brazos mientras entraban en la sala de urgencias del


pequeño hospital público. Leisha las miraba desde el coche: la mujer baja y
rechoncha, la delgada niña con el brazo roto. Después llevó el coche al extremo más
alejado del aparcamiento, lo dejó bajo el dudoso amparo de un arce pelado y lo cerró
con llave. Se acomodó el pañuelo alrededor de la cara.
El número de la matrícula de Alice, y su nombre, estarían en ese momento en
todos los bancos de datos de la policía y de las agencias de alquiler de coches. Los
bancos de datos de los médicos eran más lentos; a menudo recogían la información
localmente una vez al día y se resistían a aceptar la interferencia gubernamental en lo
que, a pesar de medio siglo de batallas, aún era una empresa perteneciente al sector
privado. Alice y Stella probablemente estarían bien en el hospital. Probablemente.
Aunque Alice no podría alquilar otro coche.
Pero Leisha sí. Las fichas que aparecieran en las agencias de alquiler de coches
sobre Alice Camden Watrous podían incluir o no el dato de que era hermana gemela
de Leisha Camden.

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Leisha observó las filas de coches del aparcamiento. Un brillante y lujoso
Chrysler, una furgoneta Ikeda, una serie de Toyotas y Mercedes de clase media, un
Cadillac modelo 99 —se imaginó la cara del propietario si descubría que había
desaparecido—, diez o doce utilitarios baratos, un coche deslizador cuyo conductor
uniformado dormía ante el volante y un destartalado camión agrícola.
Leisha se acercó al camión. Ante el volante estaba sentado un hombre, fumando.
Leisha recordó a su padre.
—Hola —lo saludó.
El hombre bajó la ventanilla pero no respondió. Tenía el pelo castaño grasiento.
—¿Ve ese coche deslizador? —le preguntó Leisha. Fingió un tono de voz joven,
agudo. El hombre miró el coche con indiferencia; desde donde él estaba no se veía
que el conductor estaba dormido—. Es mi guardaespaldas. Piensa que yo estoy
dentro, como me dijo mi padre, haciéndome tratar el labio. —Sentía el labio hinchado
por el golpe de Alice.
—¿Y?
Leisha pataleó contra el suelo.
—Que no quiero estar ahí dentro. Él es un idiota y mi papá también. Quiero
largarme. Le daré cuatro mil por su camión. En efectivo.
El hombre abrió los ojos desorbitadamente. Tiró el cigarrillo y volvió a mirar el
coche deslizador. Los hombros del conductor eran anchos, y el coche estaba a una
distancia tal que habría resultado fácil oír un grito.
—Todo perfecto y legal —aclaró Leisha intentando sonreír. Le temblaban las
rodillas.
—Déjame ver el efectivo.
Leisha se apartó del camión hasta donde el hombre no pudiera verla. Cogió el
dinero de su billetero. Solía llevar encima mucho dinero en efectivo: siempre estaba
Bruce, o alguien como Bruce. Siempre había contado con seguridad.
—Baje del camión por el otro lado —sugirió Leisha—, y cierre la puerta. Deje las
llaves en el asiento, donde yo pueda verlas desde aquí. Después yo pondré el dinero
en el techo, donde usted pueda verlo.
El hombre rió; su carcajada fue como una cascada de grava.
—Una discípula de Dabney Engh, ¿eh? ¿Es eso lo que os enseñan en esos
colegios elegantes?
Leisha no tenía idea de quién era Dabney Engh. Esperó mientras veía que el
hombre intentaba encontrar una forma de burlarse de ella e intentó ocultar su desdén.
Pensó en Tony.
—De acuerdo —dijo, y bajó del camión.
—¡Coloque el seguro de la puerta!
El hombre sonrió, volvió a abrir la puerta y colocó el seguro. Leisha dejó el

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dinero en el techo, abrió bruscamente la puerta del conductor, subió, cerró la puerta y
subió la ventanilla. El hombre se echó a reír. Leisha puso la llave de contacto, hizo
arrancar el camión y condujo en dirección a la calle. Le temblaban las manos.
Rodeó el edificio dos veces, lentamente. Cuando regresó, el hombre ya no estaba
y el conductor del coche deslizador aún dormía. Había pensado que tal vez el hombre
lo despertaría, por pura maldad, pero no lo había hecho. Aparcó el camión y esperó.
Una hora y media más tarde, Alice y una enfermera salieron con Stella por la
entrada de urgencias. Leisha bajó del camión de un salto y gritó:
—¡Aquí, Alice! —Agitó ambos brazos. Estaba demasiado oscuro para ver la
expresión de Alice; Leisha abrigó la esperanza de que su hermana no se desesperara
al ver el camión destartalado y de que no le hubiera dicho a la enfermera que viajaba
en un coche rojo.
Alice dijo:
—Ésta es Julie Bergadon, una amiga que llamé mientras usted le curaba el brazo
a Jordan. —La enfermera asintió sin interés. Las dos mujeres ayudaron a Stella a
subir a la cabina del camión; no había asiento trasero. Stella tenía el brazo enyesado y
parecía estar bajo los efectos de algún sedante.
—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Alice mientras arrancaban.
Leisha no respondió. Estaba observando cómo aparcaba un coche deslizador de la
policía al otro lado del aparcamiento. Dos agentes bajaron y se acercaron
resueltamente al coche de Alice, aparcado bajo el arce.
—Dios mío —se lamentó Alice y por primera vez pareció asustada.
—No nos encontrarán —dijo Leisha—. No en este camión. Puedes estar segura.
—Leisha. —La voz de Alice estaba teñida de pánico—. Stella está dormida.
Leisha echó un vistazo a la niña, que estaba acurrucada contra el hombro de
Alice.
—No, no está dormida. Está inconsciente por el efecto de los sedantes.
—¿Y eso está bien? ¿Es normal? ¿Teniendo en cuenta que ella…?
—Podemos perder el conocimiento. Incluso podemos experimentar un sueño
inducido. —Tony, ella, Richard y Jeanine aquella medianoche en el bosque—. No lo
sabías, ¿verdad, Alice?
—No.
—No nos conocemos demasiado, ¿no es así?
Guardaron silencio. Finalmente Alice preguntó:
—¿A dónde vamos a llevarla, Leisha?
—No lo sé. La casa de cualquier Insomne sería el primer lugar que la policía
registraría.
—No puedes correr ese riesgo. Y menos aún tal como están las cosas —opinó
Alice. Parecía cansada—. Pero todos mis amigos están en California. No creo que

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pudiéramos llegar hasta allí con este trasto oxidado antes de que nos detuvieran.
—De todas formas no serviría.
—¿Qué hacemos?
—Déjame pensar.
En una salida de la autopista había una cabina telefónica. No estaría protegida,
como lo estaba Groupnet. ¿Estaría intervenida la línea de Kevin? Tal vez sí.
No obstante, no cabía duda de que la línea de comunicación de Sanctuary lo
estaría.
Sanctuary. Todos se trasladaban hasta allí, o ya habían llegado, había dicho
Kevin. Estarían escondidos, intentando que las Montañas Allegheny se cerraran a su
alrededor como una guarida segura. Salvo para los niños como Stella.
¿A dónde? ¿Con quién?
Leisha cerró los ojos. Los Insomnes quedaban descartados; la policía encontraría
a Stella en cuestión de horas. ¿Y Susan Melling? Aunque ella había sido la madrastra
de Alice, y era cobeneficiaria del testamento de Camden; la interrogarían casi de
inmediato. No podía ser nadie que les permitiera localizar a Alice. Sólo podía ser
algún Durmiente que Leisha conociera y en quien confiara. ¿Pero quién respondería a
esa descripción y por qué arriesgaría ella tantas cosas con alguien así?
Se quedó un buen rato en la cabina telefónica a oscuras. Después regresó al
camión. Alice estaba dormida, con la cabeza echada hacia atrás. Una delgada línea de
saliva le caía por la barbilla. La luz que llegaba de la cabina telefónica daba un brillo
blanco a su rostro. Leisha regresó a la cabina.
—¿Stewart? ¿Stewart Sutter?
—Sí.
—Soy Leisha Camden. Ha ocurrido algo. —En pocas palabras y con frases cortas
le contó lo sucedido. Stewart la escuchó sin interrumpirla.
—Leisha —dijo Stewart, y se interrumpió.
—Necesito ayuda, Stewart. —«Yo te ayudaré, Alice.» «No necesito tu ayuda.» El
viento silbó en la oscuridad que se extendía ante la cabina y Leisha se estremeció.
Oyó que el viento llevaba el débil lamento de un mendigo. Lo oyó en el viento, en su
propia voz.
—De acuerdo —respondió Stewart—, te diré lo que haremos. Tengo una prima
en Ripley, Nueva York, exactamente en la frontera con Pensilvania, en el camino
hacia el este. Tiene que ser en Nueva York; mi licencia es de Nueva York. Lleva allí a
la pequeña. Yo llamaré a mi prima y le diré que tu irás a verla. Es una mujer mayor;
en su juventud fue activista. Se llama Janet Patterson. La población está…
—¿Por qué estás tan seguro de que ella querrá participar? Podría ir a la cárcel. Y
tú también.
—Ella ha estado en la cárcel tantas veces que te parecería increíble. Protestas

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políticas en los tiempos de Vietnam. Pero nadie va a ir a la cárcel. Ahora soy tu
abogado y eso me da ciertos privilegios. Conseguiré que Stella quede bajo protección
del Estado. Eso no debería resultar demasiado difícil teniendo en cuenta los datos que
quedaron registrados en Skokie. Luego podría ser entregada a un hogar adoptivo de
Nueva York. Conozco el lugar ideal, unas personas amables y maravillosas. Luego
Alice…
—Stella es residente en Illinois. No puedes …
—Sí, puedo. Desde que se hicieron todas esas investigaciones sobre la duración
de la vida de los Insomnes, los estúpidos electores han obligado a los legisladores a
votar apresuradamente por una cuestión de miedo, de celos o por simple ira. El
resultado es un conjunto de leyes plagadas de contradicciones, absurdos y evasivas.
Nada de esto se prolongará demasiado, al menos eso espero; pero entretanto todo
podría estallar. Podría aprovechar las circunstancias para que el caso de Stella tuviera
una gran repercusión y no fuera devuelta a su hogar. Pero el caso de Alice no será el
mismo; ella necesitará un abogado que tenga licencia en Illinois.
—Tenemos uno —apuntó Leisha—. Candace Holt.
—No, no puede ser un Insomne. Hazme caso, Leisha. Yo encontraré a alguien
bueno. Hay uno en… ¿Estás llorando?
—No —respondió Leisha entre sollozos.
—Oh, cielos —exclamó Stewart—. Cabrones. Lamento todo esto, Leisha.
—No te preocupes —respondió ella.
Cuando recibió las instrucciones para llegar a casa de la prima de Stewart regresó
al camión. Alice seguía dormida y Stella aún estaba inconsciente. Leisha cerró la
puerta del camión lo más silenciosamente que pudo. El motor rugió, pero Alice no se
despertó.
En la estrecha y oscura cabina del camión viajaba una multitud de personas:
Stewart Sutter, Tony Indivino, Susan Melling, Kenzo Yagai, Roger Camden.
Leisha le dijo a Stewart Sutter: Me llamaste para informarme de la situación en
Morehouse, Kennedy. Estás arriesgando tu carrera y a tu prima por Stella. Y no
esperas obtener nada. Como cuando Susan me anticipó las conclusiones a las que
habían llegado después de analizar el cerebro de Bernie Kuhn. Susan, que perdió su
vida en aras de los sueños de papá y la recuperó con su propio esfuerzo. Un contrato
que no tiene en cuenta a ambas partes no es un contrato: cualquier principiante lo
sabe.
A Kenzo Yagai le dijo: El intercambio no siempre es lineal. Tú pasaste eso por
alto. Si Stewart me da algo, y yo le doy algo a Stella, y dentro de diez años Stella es
una persona distinta gracias a eso y le da algo a otra persona ahora desconocida… es
una cuestión de ecología. Una ecología del intercambio, sí, cada elemento es
necesario, aunque no estén contractualmente vinculados. ¿Acaso un caballo necesita

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un pez? Sí.
Le dijo a Tony: Sí, hay mendigos en España que no intercambian nada, no dan
nada, no hacen nada. Pero hay algo más que los mendigos de España. Apártate de los
mendigos y te apartas de todo ese país, de la posibilidad de la ecología que encierra la
ayuda. Eso es lo que Alice había deseado tantos años atrás en su habitación.
Embarazada, asustada, furiosa, celosa, quería ayudarme a mí, y yo no se lo permitía
porque no lo necesitaba. Pero ahora lo necesito. Y ella lo necesitaba entonces. Los
mendigos necesitan ayudar y ser ayudados.
Finalmente sólo quedaba papá. Podía verlo, con sus ojos brillantes, sosteniendo
entre sus manos las flores exóticas de hojas gruesas. A él le dijo: Estabas equivocado.
Alice es especial. ¡Oh, papá, ese rasgo especial de Alice! Estabas equivocado.
Mientras lo pensaba, sintió que interiormente se llenaba de luz. No era la burbuja
de alegría ni la dura claridad del examen, sino algo más: la luz del sol que entraba por
el cristal del invernadero, del que dos niñitas entraban y salían corriendo. Se sintió
repentinamente ligera, traslúcida más que optimista, como un instrumento a través del
cual podía pasar la luz del sol en su trayecto hacia algún otro lugar.
Condujo a la mujer dormida y a la niña herida a través de la noche, hacia el este,
en dirección a la frontera del estado.

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LIBRO II

SANCTUARY
2051

Se puede afirmar que una nación está formada por sus territorios, sus
personas y sus leyes. El territorio es el único elemento que tiene cierta
perdurabilidad.
ABRAHAM LINCOLN
Mensaje al Congreso,
1 de diciembre de 1862

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8

ordan Watrous estaba de pie en la puerta principal de la fábrica de scooters

J Dormimos, frente a la polvorienta carretera de Mississippi. A ambos lados se


alzaba una valla electrificada de dos metros y medio de altura. No se trataba de
un campo de energía Y, ni de tecnología sofisticada, pero serviría. Al menos de
momento, mientras los ataques a la fábrica fueran menores, desorganizados y
verbales. Más tarde necesitarían un campo Y. Eso había dicho Hawke.
Al otro lado del río, en Arkansas, los conos de energía Y de la planta Samsung-
Chrysler resplandecían bajo el sol de primeras horas de la mañana.
Jordan miró la carretera con los ojos entrecerrados. El sudor le humedecía el pelo
y le empapaba el cuello. La guardia, una mujer enjuta y de cabello entrecano, vestida
con tejanos desteñidos, asomó la cabeza fuera de su cabina y dijo:
—¿Demasiado calor para ti, Jordan?
—Siempre es demasiado, Mayleen —respondió Jordan por encima del hombro.
Ella se echó a reír.
—Los tíos de California siempre os marchitáis con el calor natural.
—Supongo que no somos tan duros como vosotros, la gente del río.
—Muchacho, no existe nadie tan duro como nosotros. Y si no, mira al señor
Hawke.
¡Como si alguien pudiera hacer otra cosa en una fábrica Dormimos! Y no era que
Hawke no se hubiera ganado la admiración con que Mayleen pronunciaba su nombre.
El invierno anterior, cuando habían contratado a Mayleen, Jordan, que sólo llevaba
cuatro semanas como ayudante personal de Hawke, había ido con él a entrevistarla a
su choza. Aunque estaba adecuadamente provista de calor gracias a la barata energía
Y a la que todos los ciudadanos tenían derecho según el subsidio de paro, la choza no
contaba con instalación sanitaria interior, tenía pocos muebles y apenas algunos
juguetes para los dos niñitos rubios y enjutos que habían mirado fijamente la
chaqueta de cuero y el comunicador de solapa de Jordan. Ahora, la semana anterior,
Mayleen había anunciado con orgullo que había comprado un váter y un juego de
almohadas de encaje. Jordan comprendía, por fin, que el orgullo era tan práctico
como el váter. Lo comprendía porque Calvin Hawke se lo había enseñado.
Jordan siguió observando la carretera. Mayleen preguntó:

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—¿Esperas a alguien?
Jordan se volvió lentamente.
—¿Hawke no te lo anunció?
—¿Anunciar qué? A mí no me dijo nada.
—Santo cielo —protestó Jordan. El terminal de la cabina sonó y Mayleen metió
la cabeza. Jordan la observó a través del plastiglás. Mientras escuchaba, el rostro de
la mujer se endureció como sólo los rostros del Mississippi podían hacerlo: hielo
instantáneo en el humeante calor. Jordan jamás había visto eso en California.
Evidentemente, Hawke le estaba diciendo no sólo que dejara pasar a un visitante,
sino quién era ese visitante.
—Sí, señor —musitó ella en el terminal, y Jordan hizo una mueca. Ninguna
persona de la fábrica llamaba «señor» a Hawke, a menos que estuviera furiosa. Y
nadie se ponía furioso con Hawke. Se negaban a hacerlo. Siempre.
Mayleen salió de su cabina.
—¿Te encargas tú, Jordan?
—Sí.
—¿Por qué? —Ella escupió la palabra y Jordan finalmente, finalmente, porque
Hawke decía que a él le llevaba demasiado tiempo enfadarse, sintió que su rostro se
endurecía.
—¿Acaso es asunto tuyo, Mayleen?
—Todo lo que ocurre en esta fábrica es asunto mío —aclaró Mayleen, y era la
pura verdad. Hawke se había encargado de que fuera verdad para los ochocientos
empleados—. Aquí no queremos a los de su clase.
—Al parecer, Hawke sí.
—Te pregunté por qué.
—¿Por qué no se lo preguntas a él?
—Te lo estoy preguntando a ti. ¿Por qué, demonios?
Por la carretera se acercaba una nube de polvo. Un coche convencional. Jordan
sintió una repentina punzada de aprensión: ¿alguien le había dicho que no llegara en
un Samsung-Chrysler? Pero se podía confiar en que ella ya supiera algo así. Siempre
lo sabía.
Mayleen gruñó:
—¡Te he hecho una pregunta, Jordan! ¿Por qué el señor Hawke deja entrar a uno
de ellos en nuestra fábrica?
—Lo que haces es exigir, no preguntar. —La ira hizo que se sintiera bien, le
calmaba los nervios—. Pero igualmente te responderé, Mayleen. Sólo porque eres tú.
Leisha Camden está aquí porque pidió que le permitieran venir y Hawke la autorizó.
—¡Eso ya lo sé! ¡Lo que no entiendo es por qué!
El coche frenó delante de la puerta. Estaba totalmente blindado y en él viajaban

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varios guardaespaldas. El conductor bajó y abrió las puertas. El coche no era un
Samsung-Chrysler.
—¿Por qué? —repitió Mayleen con tanto odio que incluso Jordan se sobresaltó.
Se volvió. La delgada boca de la mujer se torció en un gruñido, pero en sus ojos había
un temor que Jordan reconoció (Hawke le había enseñado a reconocerlo), un temor
que no se centraba en las personas de carne y hueso sino en las degradantes
posibilidades que esas personas habían causado indirectamente: ¿dos dólares para
medio paquete de cigarrillos, o dos dólares para un par de calcetines de invierno? ¿Un
poco más de leche para los niños que vivían del subsidio de paro, o un corte de pelo?
No era miedo a morirse de hambre, no en un país en el que la prosperidad se basaba
en la energía barata, sino miedo a quedar al margen de esa prosperidad. A ser
personas de segunda clase. A no ser lo suficientemente buenos para disfrutar de ese
símbolo básico de la dignidad adulta: el trabajo. A ser un parásito. Jordan notó que la
ira lo abandonaba y se sintió triste. La ira era mucho más cómoda.
Con la mayor suavidad que pudo le dijo a Mayleen:
—Leisha Camden viene porque es la hermana de mi madre. Mi tía.
Se preguntó cuánto le llevaría esta vez a Hawke redimirlo.

—¿Y cada scooter lleva dieciséis operaciones de la cadena de montaje? —


preguntó Leisha.
—Así es —repuso Jordan. Iban acompañados por los guardaespaldas de Leisha,
todos con cascos y gafas, y observaban la Estación 8-E. Dos docenas de scooters eran
manipulados por tres trabajadores, que en su celo pasaron totalmente por alto a los
visitantes. El celo era más notable que los resultados. Pero, por supuesto, Leisha ya
debía de saberlo.
Seis meses antes, cuando celebraban en California los dieciocho años de la
hermana pequeña de Jordan, Leisha le había preguntado por la fábrica con tanto
interés que él había quedado convencido de que ella finalmente querría visitarla. Lo
que no había imaginado era que Hawke se lo permitiría.
—Pensé que el señor Hawke se uniría a nosotros. Después de todo, vine a verlo a
él —dijo Leisha.
—Me dijo que después de la visita te llevara a su despacho.
Debajo de las gruesas gafas protectoras, los labios de Leisha se curvaron en una
sonrisa.
—¿Para que quede claro cuál es mi lugar?
—Supongo —dijo Jordan en tono grave. Detestaba que Hawke, siempre
imprevisible, recurriera a esas tácticas para aventajar a los demás.
Para sorpresa de Jordan, Leisha le puso una mano en el hombro.
—No te preocupes por mí, Jordan. Tiene derecho a hacerlo.

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¿Y qué podía decir Jordan a eso? Después de todo, de eso se trataba. De quién
tenía qué, cómo y por qué.
En cierto modo, Jordan no se consideraba la persona adecuada para hacer
comentarios al respecto. Ni siquiera sabía con certeza quién en su familia tenía
derecho a qué, ni por qué.
Su madre y su tía tenían una relación muy extraña. Tal vez «tensa» era una
palabra más adecuada. Y sin embargo no lo era. Leisha iba a California a visitar a la
familia Watrous sólo en ocasiones especiales; Alice jamás iba a Chicago a visitar a
Leisha. Sin embargo, Alice, que era una entusiasta de la jardinería, todos los días
enviaba al apartamento de Leisha un ramillete fresco de flores de su jardín, a un
precio que Jordan consideraba insensato. Se trataba de flores corrientes, resistentes:
flox, girasoles, lirios y caléndulas que Leisha podría haber comprado en las calles de
Chicago por unos pocos dólares.
—¿Tía Leisha no prefiere esas plantas exóticas de interior? —había preguntado
Jordan una vez.
—Sí —le había respondido su madre con una sonrisa.
Leisha siempre llevaba regalos fantásticos para Jordan y para su hermana Moira:
equipos electrónicos para jóvenes, telescopios, dos acciones para seguir conectados a
los bancos de datos. Alice siempre parecía tan encantada como ellos con los regalos.
Sin embargo, cuando Leisha les mostraba cómo utilizarlos —cómo adaptar el
telescopio al azimut y a la altitud, cómo hacer caligrafía japonesa sobre papel de
arroz—, Alice siempre salía de la habitación. Después de los primeros años, Jordan a
veces deseaba que también Leisha se marchara y dejara que él y Moira leyeran solos
las instrucciones. Las explicaciones de Leisha eran demasiado rápidas, difíciles y
largas, y se alteraba cuando Jordan y Moira no se lo aprendían a la primera. Tampoco
ayudaba el hecho de que tía Leisha parecía enfadarse consigo misma, no con ellos.
Jordan se sentía bastante estúpido.
—Leisha tiene su forma de hacer las cosas —era todo lo que decía Alice—. Y
nosotros la nuestra.
Lo más extraño de todo era el Grupo de Gemelos de Alice. Al oír hablar de éste,
Leisha se sintió primero sorprendida, luego triste y finalmente furiosa. Alice
trabajaba en él como voluntaria tres días por semana. El Grupo llevaba un banco de
datos sobre gemelos que podían comunicarse entre ellos desde enormes distancias,
que sabían lo que el otro estaba pensando, que uno sentía dolor cuando el otro se
lastimaba. También estudiaban pares de gemelos en edad preescolar para saber cómo
aprendían a diferenciarse como personas independientes. Aquella mezcla de
percepción extrasensorial, parapsicología y método científico desconcertaba a Jordan,
que en ese momento tenía diecisiete años.
—Tía Leisha dice que la estadística de la coincidencia puede explicar la mayor

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parte de vuestra «percepción extrasensorial», ¡Y pensar que yo creía que tú y ella ni
siquiera erais gemelas monozigóticas!
—Y no lo somos —respondió Alice.
En los dos últimos años, Jordan había visto muchas veces a su tía sin contárselo a
su madre. Leisha era una Insomne, la enemiga económica. También era buena,
generosa e idealista. Eso le inquietaba.
Eran muchas las cosas que le inquietaban.
Les llevó más de una hora recorrer la fábrica. Jordan intentó ver el lugar con los
ojos de Leisha: personas en lugar de costosos robots, discusiones en la cadena de
montaje, la música rock a todo volumen. Repuestos rechazados por la Inspección
embalados en sucias cajas de cartón. El bocadillo mordisqueado de alguien arrojado
en un rincón.
Cuando por fin Jordan condujo a Leisha al despacho de Hawke, éste se levantó de
detrás de su enorme escritorio de pino de Georgia toscamente trabajado.
—Señorita Camden. Es un honor.
—Señor Hawke…
Ella extendió una mano. Hawke la tomó y Jordan vio que Leisha retrocedía un
poco. Todos los que saludaban a Calvin Hawke por primera vez solían reaccionar así;
hasta ese instante Jordan no se había dado cuenta de lo interesado que estaba en saber
si a Leisha le ocurriría lo mismo. No se trataba tanto del enorme tamaño de Hawke
como de su desconcertante agudeza física: nariz aguileña, pómulos cincelados, ojos
negros y penetrantes, incluso el collar de afilados dientes de lobo que había
pertenecido al padre de su tatarabuelo, un hombre corpulento que se había casado con
tres indias y había matado a trescientos guerreros indios. O eso decía Hawke. Jordan
se preguntaba si los dientes de un lobo de casi doscientos años aún serían tan
afilados.
Los de Hawke sí.
Leisha sonrió a Hawke, que era casi tres centímetros más alto a pesar de la
estatura de ella, y dijo:
—Gracias por permitirme venir. —Como Hawke no dijo nada, agregó—: ¿Por
qué lo hizo?
Él fingió que ella había hecho otra pregunta.
—Aquí está bastante segura. Aunque no llevara a sus matones. En mis fábricas no
existe el odio infundado.
Jordan pensó en Mayleen pero no dijo nada. Nadie contradecía a Hawke en
público.
Leisha dijo en tono frío:
—Un uso interesante de «infundado», señor Hawke. En derecho decimos que ese
lenguaje es insinuante. Pero ahora que estoy aquí, me gustaría hacerle algunas

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preguntas, si me permite.
—Por supuesto —repuso Hawke. Cruzó sus enormes brazos delante del pecho y
se apoyó en su escritorio, evidentemente dispuesto a colaborar. Sobre el escritorio
había un terminal de comunicación, una taza de café con el logotipo de Harvard y una
muñeca ceremonial cheroqui. Nada de eso estaba allí aquella mañana. Jordan notó
que Hawke había estado preparando el escenario. Se le erizó el pelo de la nuca.
Leisha comentó:
—Sus scooters son modelos desmontados, con los conos Y más sencillos posible
y menores posibilidades que cualquier otro modelo del mercado.
—Así es —respondió Hawke en tono cordial.
—Y su fiabilidad es menor que la de cualquier otro modelo. Necesitan más
recambios, y antes que los demás. De hecho, salvo el escudo deflector del cono Y,
ningún otro componente tiene algún tipo de garantía, y por supuesto los deflectores
tienen su patente y no son subcontratados aquí.
—Veo que ha estudiado la lección —comentó Hawke.
—Los scooters pueden alcanzar un máximo de sólo cuarenta y cinco kilómetros
por hora.
—Exactamente.
—Se venden por un diez por ciento más que un Schwinn, un Ford o un Sony del
mismo nivel.
—Así es.
—Sin embargo, usted se ha hecho con el treinta y dos por ciento del mercado
interno, ha abierto tres nuevas fábricas en el último año y ha obtenido un aumento de
beneficios del veintiocho por ciento cuando el promedio de la industria es apenas del
once por ciento.
Hawke sonrió.
Leisha se acercó a él y dijo:
—No siga adelante, señor Hawke. Es un error terrible. No para nosotros, sino
para usted.
Hawke dijo en tono afable:
—¿Está amenazando mi fábrica, señorita Camden?
A Jordan se le hizo un nudo en el estómago. Hawke estaba malinterpretando
deliberadamente lo que Leisha acababa de decir, convertía su petición en una
amenaza para poder mantener una pelea en lugar de una conversación. Por eso le
había permitido a Leisha visitar una planta Dormimos: quería la emoción fácil de una
confrontación cara a cara. El pobrísimo líder de un movimiento político nacional
mantenía una disputa con la grandiosa abogada Insomne. Jordan se sintió
decepcionado; Hawke era más grandioso de lo que estaba demostrando.
Él necesitaba que Hawke lo fuera.

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—Claro que no le estoy amenazando, señor Hawke, y usted lo sabe. Simplemente
estoy intentando señalar que su movimiento Dormimos es peligroso para el país, y
para ustedes. No sea tan crítico como para fingir que no lo comprende.
Hawke siguió sonriendo con expresión afable, pero Jordan vio que un pequeño
músculo de su cuello empezaba a latir rítmicamente.
—Jamás podría dejar de entenderlo, señorita Camden. Hace años que usted
machaca sobre lo mismo a través de la prensa.
—Y seguiré machacando. Al margen de lo que separa a Durmientes e Insomnes,
se trata definitivamente de algo que no es bueno para ninguno de los dos. La gente no
compra sus scooters porque son buenos, baratos, ni porque son bonitos sino sólo
porque están hechos por Durmientes, y porque los beneficios sólo van a parar a
manos de Durmientes. Usted y todos sus seguidores de otras industrias están
dividiendo al país en dos en el plano económico, señor Hawke, creando una
economía dual basada en el odio. ¡Eso es peligroso para todos!
—Sobre todo para los intereses económicos de los Insomnes, ¿verdad? —
preguntó Hawke, evidentemente con desinteresado interés. Jordan notó que él
pensaba que había ganado terreno con la repentina emoción de Leisha.
—No —dijo Leisha, cansada—. Vamos, señor Hawke, usted sabe que no es así.
Los intereses económicos de los Insomnes están basados en la economía global, sobre
todo en las finanzas y las capacidades de la alta tecnología. Usted podría fabricar
todos los vehículos, edificios y artefactos de Estados Unidos y aun así no afectarlos.
Jordan notó que Leisha había dicho afectarlos, y no afectarnos. Intentó ver si
Hawke lo había notado.
Hawke dijo suavemente:
—¿Entonces por qué ha venido, señorita Camden?
—Por la misma razón por la que voy a Sanctuary. Para luchar contra la estupidez.
El diminuto músculo del cuello de Hawke empezó a latir más aceleradamente.
Jordan vio que no había imaginado que Leisha lo relacionara con Sanctuary, el
enemigo. Hawke se estiró por encima de su escritorio y tocó un botón. Los
guardaespaldas de Leisha se pusieron alerta. Hawke les lanzó una mirada de
desprecio: traidores a su propio grupo biológico. La puerta de la oficina se abrió y
entró una joven negra que mostró una expresión de desconcierto.
—¿Hawke? Coltrane me dijo que ustedes querían verme.
—Así es, Tina. Gracias. Esta dama está interesada en nuestra planta. ¿Te
importaría hablarle un poco de tu trabajo aquí?
Tina se volvió obedientemente hacia Leisha, sin reconocerla.
—Trabajo en la Estación Nueve —anunció—, Antes de eso, no tenía nada. Mi
familia no tenía nada. Íbamos a recibir el subsidio de paro, recogíamos la comida,
volvíamos a casa, la comíamos. Esperábamos a que llegara el momento de la muerte.

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—Prosiguió con el relato de una historia que a Jordan ya le resultaba muy familiar y
cuya única novedad era el enfoque melodramático de Tina. Indudablemente ésa era la
razón por la que Hawke la había llamado. Recibía alimento, cobijo y ropa barata del
subsidio de paro… y era totalmente incapaz de competir más allá de ese nivel
económico. Hasta que Calvin Hawke y el Movimiento Dormimos le proporcionó un
trabajo remunerado, porque ese mercado había quedado apartado del mercado
nacional por resultar totalmente antieconómico—. Yo sólo compro productos
Dormimos y vendo productos Dormimos —entonó Tina con fervor—. ¡Es la única
forma de obtener algún beneficio!
Hawke dijo:
—Y si alguien de tu comunidad compra un producto diferente porque es más
barato o mejor…
—Esa persona no permanece en mi comunidad demasiado tiempo —afirmó Tina
en tono sombrío—. Sabemos cuidar lo nuestro.
—Gracias, Tina —añadió Hawke. Al parecer, Tina sabía que eso significaba que
debía retirarse. Salió, aunque no sin dedicar a Hawke la misma mirada que todos los
demás. Jordan tuvo la esperanza de que Leisha reconociera la expresión de los
clientes legales a los que había salvado de una clase distinta de prisión. Su estómago
se relajó ligeramente.
Leisha le dijo a Hawke en tono irónico:
—Toda una actuación.
—Algo más que una simple actuación. La dignidad del esfuerzo individual, un
viejo principio yagaísta, ¿no es así? ¿O no se permite reconocer los hechos
económicos?
—Yo reconozco todas las limitaciones de una economía de libre mercado, señor
Hawke. La oferta y la demanda pone a los trabajadores en pie de igualdad con los
artefactos, y las personas no son artefactos. Pero usted no puede crear salud
económica sindicando a los consumidores de la misma forma en que sindicaría a los
trabajadores.
—Así es como estoy creando salud económica, señorita Camden.
—Sólo transitoriamente —acotó Leisha, que se echó bruscamente hacia delante
—. ¿Pretende que sus consumidores se abstengan para siempre de adquirir mejores
productos por una cuestión de odio de clase? El odio de clase disminuye cuando la
prosperidad permite a la gente ascender socialmente.
—Mi gente jamás ascenderá hasta igualarse con los Insomnes. Usted lo sabe. La
de ustedes es la ventaja darwiniana. Así que nosotros aprovechamos lo que tenemos:
simplemente números.
—¡Pero no se trata de una lucha darwiniana!
Hawke se puso de pie. Ahora el músculo de su cuello estaba inmóvil; Jordan notó

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que Hawke se creía vencedor.
—¿No, señorita Camden? ¿y quién hizo que lo fuera? Los Insomnes controlan el
veintiocho por ciento de la economía, a pesar de que son una reducida minoría. Y el
porcentaje está creciendo. Usted misma es una accionista, a través de la Aurora
Holding Company, de la fábrica de Samsung-Chrysler que hay a al otro lado del río.
Jordan se estremeció. No sabía que eso era así. Durante un instante la sospecha lo
dominó, corroyéndolo como el ácido. Su tía había pedido que le permitieran entrar,
había pedido hablar con Hawke… Volvió a mirar a Leisha. Estaba sonriendo. No, ése
no era el motivo. Jordan se preguntó qué le ocurría. ¿Se pasaría toda la vida dudando
de todo?
Leisha dijo:
—Poseer acciones no es ilegal, señor Hawke. Lo hago por razones muy obvias:
para obtener beneficio. Beneficio de las mejores mercancías y servicios que se
pueden producir en una competencia justa, ofrecida a cualquiera que desee comprar.
A cualquiera.
—Muy digno de elogio —dijo Hawke en tono mordaz—. Pero, por supuesto, no
todo el mundo puede comprar.
—Así es.
—Entonces estamos de acuerdo al menos en una cosa: algunas personas son
eliminadas de su maravillosa economía darwiniana. ¿Quiere que lo acepten con
sumisión?
—Quiero abrir las puertas y dejar que entren —repuso Leisha.
—¿Cómo, señorita Camden? ¿Cómo competir en igualdad de condiciones con los
Insomnes, o con las compañías principales fundadas en todo o en parte por el genio
financiero de los Insomnes?
—No si el odio crea dos economías.
—¿Entonces con qué? Dígamelo usted.
Antes de que Leisha pudiera responder, la puerta se abrió bruscamente y tres
hombres entraron en el despacho.
Los guardaespaldas de Leisha la rodearon de inmediato y sacaron sus armas. Pero
seguramente los hombres contaban con esa reacción: en lugar de armas sacaron sus
cámaras y empezaron a filmar. Como lo único que vieron fue al grupo de
guardaespaldas, filmaron eso. Los guardias se desconcertaron y empezaron a mirarse
de reojo unos a otros. Entretanto, Jordan, que había retrocedido a un rincón, fue el
único que vio el repentino, ligero y revelador brillo de un panel óptico situado en lo
alto de la pared, en una habitación asaltada que no poseía vigilancia de ninguna clase.
—Fuera —dijo entre dientes el jefe de los guardaespaldas, o como se llamara. El
equipo de filmación salió obedientemente. Y nadie, salvo Jordan, había visto la
cámara de Hawke.

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¿Por qué? ¿Qué pretendía Hawke con una instantánea clandestina que, como
querría hacer creer, había sido tomada por un equipo de filmación legítimo? Jordan se
preguntó si debía contarle a su tía lo que Hawke había hecho. ¿Eso la perjudicaría?
Hawke estaba observando a Jordan. Hawke asintió con tanta calidez en la mirada,
con tan tierna comprensión del dilema que se le planteaba a Jordan, que éste se sintió
inmediatamente más tranquilo. Hawke no pretendía hacerle ningún daño personal a
Leisha. No era así como actuaba. Sus objetivos eran importantes, profundos,
correctos, pero daba importancia a los individuos, como ningún Insomne salvo Leisha
había hecho jamás. Al margen de lo que los libros de historia dijeran que era
necesario, Hawke no rompía huevos ni individuos para crear su revolución.
Jordan se relajó.
—Lo lamento, señorita Camden —dijo Hawke.
Leisha le dedicó una mirada fría.
—Nadie ha resultado dañado, señor Hawke. —Un instante después añadió
deliberadamente—: ¿O sí?
—No. Permítame que le dé un recuerdo de su visita.
—Un…
—Un recuerdo. —De un armario Hawke sacó un scooter Dormimos y los
guardaespaldas volvieron a mostrarse alarmados—. Por supuesto, seguramente no
avanzará tan rápido, ni llegará tan lejos ni será tan fiable como el que usted tiene. Si
alguna vez se digna a utilizar un scooter en lugar de un coche convencional o uno
aéreo, como tiene que hacer el cincuenta por ciento de la población.
Jordan vio que Leisha finalmente había perdido la paciencia.
Dejó escapar el aire entre los dientes.
—No, señor Hawke, gracias. Yo conduzco un Kessler-Eagle. Un scooter de alta
calidad, creo, fabricado en una planta que los Insomnes norteamericanos poseen en
Nuevo México. Se están esforzando por comercializar un producto superior a un
precio justo, pero por supuesto representan una minoría sin un mercado escogido.
Esperanzador, creo.
Jordan no se atrevió a mirar la cara de Hawke.

Mientras subía a su coche, Leisha le dijo a Jordan:


—Lamento esa última estocada.
—No te preocupes —repuso Jordan.
—Bueno, lo digo por ti. Sé que crees en lo que estás haciendo aquí, Jordan…
—Sí —confirmó Jordan en tono sereno—. Así es. A pesar de todo.
—Cuando hablas así, te pareces a tu madre.
Jordan pensó que no podía decirse lo mismo de Leisha, y enseguida se sintió
desleal. Pero era verdad. Alice aparentaba más de cuarenta y tres años, y Leisha

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parecía mucho más joven. En el rostro de huesos delicados se notaba el
envejecimiento provocado por la gravedad, pero no el envejecimiento causado por el
deterioro de los tejidos. ¿Entonces debía aparentar veintiún años y medio? ¿La mitad
de la edad? No era así; parecía que tenía unos treinta años y, evidentemente, siempre
parecería igual. Unos hermosos y tensos treinta, con suaves arrugas alrededor de los
ojos más parecidas a delicados microcircuitos que a suaves hondonadas.
Leisha preguntó:
—¿Cómo está tu madre?
Jordan percibió las complejidades de la pregunta. No tenía ganas de pensar en
ellas.
—Bien —respondió, y luego añadió—: ¿Ahora te vas a Sanctuary?
Leisha, que no había terminado de subir al coche, lo miró a los ojos.
—¿Cómo lo sabías?
—Tienes la cara que sueles tener cuando vas hacia allí, o cuando vuelves.
Ella bajó la vista; él no tendría que haber mencionado Sanctuary. Leisha dijo:
—Dile a Hawke que no emprenderé ninguna acción legal por la cámara de la
pared. Y tampoco te mortifiques por no decírmelo. Ya tienes demasiadas
contradicciones que resolver, Jordy. Pero ya sabes, me canso de esas presencias
físicas abrumadoras como tu señor Hawke. Puro carisma y ego agrandado; usan la
intensidad de sus convicciones para golpearte como si lo hicieran con un puño. Es
agotador.
Metió sus largas piernas en el coche. Jordan se echó a reír y Leisha lo observó
con expresión interrogadora; pero él se limitó a sacudir la cabeza, la besó y cerró la
puerta del coche. Mientras éste arrancaba, Jordan se enderezó y adoptó una expresión
seria. Carisma. Ego agrandado. Presencia física abrumadora.
¿Era posible, después de todo ese tiempo, que Leisha no supiera que ella también
lo era?

Leisha apoyó la cabeza contra el asiento de cuero del avión de Baker Enterprises.
Era la única pasajera. Abajo, la llanura del Mississippi empezaba a trepar al pie de los
Apalaches. Leisha rozó con la mano el libro que estaba en el asiento de al lado y lo
cogió. Era una forma de no pensar en Calvin Hawke.
La cubierta era demasiado llamativa. Abraham Lincoln, sin barba, con una levita
negra y sombrero de copa, se destacaba sobre el fondo de una ciudad en llamas —
¿Atlanta?, ¿Richmond?— y mostraba una horrible mueca. Las llamas carmesí y
escarlata lamían el cielo púrpura. Carmesí y escarlata y fucsia. En la red, los colores
serían aún más chillones. En el holograma tridimensional serían prácticamente
fosforescentes.
Leisha lanzó un suspiro. Lincoln jamás había estado en una ciudad en llamas, y

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en la época en que se desarrollaban los acontecimientos de su libro usaba barba. El
libro mismo era un estudio cuidadosamente erudito de los discursos de Lincoln
analizados a la luz de la ley constitucional, no a la luz de la batalla. Nada de muecas.
Nada de fuego.
Deslizó el dedo sobre el nombre grabado en relieve de la cubierta: Elizabeth
Kaminsky.
—¿Por qué? —había preguntado Alice en su estilo categórico.
—¿No es evidente? —le había dicho Leisha—. Mis casos jurídicos ya tienen
demasiada notoriedad. Quiero que el libro reciba la atención de los eruditos por lo
que es, y no por…
—Eso ya lo sé —aclaró Alice—. Pregunto por qué precisamente ese seudónimo.
Leisha no conocía la respuesta. Una semana más tarde se le ocurrió una, pero para
entonces la breve visita había concluido y Leisha ya no estaba en California para
ofrecérsela a su hermana. Estuvo a punto de telefonear a Alice, pero eran las cuatro
de la mañana en Chicago, las dos de la mañana en Morro Bay, y por supuesto Alice y
Beck estarían durmiendo. Además, de todos modos, ella y Alice rara vez se llamaban
por teléfono.
Por algo que Lincoln dijo en 1864, Alice. Combinado con el hecho de que tengo
cuarenta y tres años, la misma edad que tenía nuestro padre cuando nacimos, y que
nadie, ni siquiera tú, cree que estoy harta de todo esto.
Pero la verdad era que seguramente no le habría dicho eso a Alice, ni en Chicago
ni en California. En cierto modo, cualquier cosa que le dijera a Alice sería
ligeramente ostentoso. Por otra parte cualquier cosa que Alice le dijera, como esa
tontería mística del Grupo de Gemelos, a Leisha le parecía más que dudosa en el
aspecto lógico y en su evidencia. Eran dos personas que intentaban comunicarse en
un lenguaje ajeno a ambas, que se reducía a asentir y sonreír, y la bondad inicial del
mismo no compensaría el esfuerzo. Veinte años antes, en un momento, había parecido
que las cosas podían ser distintas entre ellas. Pero ahora…
En la Tierra había veintidós mil Insomnes, el noventa y cinco por ciento de ellos
en Estados Unidos. El ochenta por ciento de éstos en Sanctuary. y dado que casi todos
los bebés Insomnes nacían ahora naturalmente, no por fertilización in vitro, la
mayoría llegaban al mundo en Sanctuary. Los padres de todo el país seguían
comprando otras modificaciones genéticas: cociente intelectual mejorado, vista más
aguda, un sistema inmunológico fuerte, pómulos altos… cualquier cosa que estuviera
dentro de los parámetros legales, al margen de lo trivial que esto le parecía a Leisha.
Pero no el Insomnio. Las modificaciones genéticas eran costosas. ¿Por qué comprar
para un querido bebé toda una vida de intolerancia, prejuicios y peligro físico? Era
mejor elegir un estilo genético aceptado. Los niños hermosos o inteligentes podían
soportar la envidia natural, pero por lo general no el odio virulento. No eran

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considerados una raza diferente que conspiraba constantemente por el poder, que
controlaba sin desmayo los hilos invisibles, siempre temida y despreciada. Los
Insomnes, había escrito Leisha en una revista nacional, eran al siglo veintiuno lo que
los judíos habían sido al siglo catorce. Veinte años de batallas legales para cambiar
esa sensibilidad, y nada había cambiado.
—Estoy cansada —dijo Leisha en voz alta, a modo de ensayo. El piloto no se
volvió; no era muy amigo de la conversación. El pie de las colinas, intacto, seguía
deslizándose seis mil metros más abajo.
Leisha desplegó su equipo de trabajo. No le servía de nada estar cansada de todo
aquello: de la conflictiva brecha que existía entre ella y Alice, de la disputa anterior
con Calvin Hawke, de la lucha que la esperaba en Sanctuary. Todo seguiría allí.
Entretanto, al menos podría trabajar un poco. Faltaban tres horas más para llegar a
Nueva York, dos para regresar a Chicago, tiempo suficiente para concluir su informe
para Calder contra Hansen Metallurgy. Tenía una reunión con un cliente en Chicago
a las cuatro de la tarde, una declaración a las cinco y media, otra reunión con un
cliente a las ocho y el resto de la noche para preparar el juicio del día siguiente. Debía
encontrar tiempo para todo.
La ley era lo único de lo que nunca se cansaba. Lo único, a pesar de veinte años
de inevitables insensateces que tuvo que soportar, en lo que aún creía. Una sociedad
con un sistema judicial que funcionaba, razonablemente incorrupto (en un ochenta
por ciento, aproximadamente), era una sociedad que aún creía en sí misma.
Más animada, Leisha se concentró en un espinoso asunto de suposición prima
facie. Pero el libro seguía en el asiento, distrayéndola, junto con la pregunta de Alice
y su callada respuesta.
En abril de 1864, Lincoln había escrito a A. G. Hodges, de Kentucky. Los estados
del norte estaban furiosos por la matanza racial de soldados negros en Fort Pillow, el
tesoro federal estaba casi agotado, la guerra estaba costando a la Unión dos millones
de dólares diarios. Lincoln era injuriado diariamente en la prensa; todas las semanas
se enzarzaba en una lucha en el Congreso. Durante el mes siguiente, Grant perdería
diez mil hombres en Cold Harbor, y más en los tribunales de Spotsylvania. Lincoln
escribió a Hodges: «Sé que no he dominado los acontecimientos, pero confieso
abiertamente que los acontecimientos me han dominado a mí.»
Leisha metió el libro debajo del asiento del avión, se inclinó sobre su estación de
trabajo y se concentró en la ley.

Jennifer Sharifi alzó la frente del suelo, y se levantó graciosamente, inclinándose


para enrollar la alfombrilla de rezos. Los hierbajos de la montaña estaban ligeramente
húmedos; las briznas de hierba se habían pegado a la parte inferior de la alfombrilla.
Mientras la sostenía separada de los pliegues blancos de su abbaya, Jennifer se

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dirigió por el pequeño claro del bosque hasta su coche aéreo. Su negra cabellera larga
y suelta se agitaba en el débil viento.
Un avión ligero pasó por encima de su cabeza. Jennifer frunció el entrecejo:
Leisha Camden había llegado. A Jennifer se le había hecho tarde.
Que Leisha esperara. O que Richard se ocupara de ella. Para empezar, Jennifer no
quería que Leisha fuera hasta allí. ¿Por qué Sanctuary tenía que darle la bienvenida a
una mujer que trabajaba en su contra cada vez que se presentaba la ocasión? Incluso
el Corán, con su singular sencillez anterior a la red global, era explícito con respecto
a los traidores: «Cuando alguien ejerciera una agresión contra ti, le harás / a él lo
mismo que te ha hecho a ti.»
El pequeño avión que llevaba el logotipo de Baker Enterprises desapareció entre
los árboles.
Jennifer subió a su coche y empezó a pensar en lo que debía hacer el resto del día.
Estaba convencida de que, de no ser por el consuelo y la serenidad que le
proporcionaban las oraciones de la mañana y del atardecer, muchos días le resultarían
insoportables.
«Pero tú no tienes una fe religiosa —le había dicho Richard, sonriendo—, ni
siquiera eres creyente.» Jennifer no había intentado explicarle que la cuestión no era
la creencia religiosa. La voluntad de creer creaba su propio poder, su propia fe y, en
última instancia, su propia voluntad. Mediante la práctica de la fe, fueran cuales
fuesen sus rituales específicos, se proporcionaba existencia al objeto de esa fe. El
creyente se convertía en el Creador.
Creo en Sanctuary, decía Jennifer cada amanecer y cada crepúsculo, arrodillada
sobre la hierba, sobre las hojas o la nieve.
Alzó la mano por encima de los ojos, a modo de visera, intentando ver dónde
había desaparecido exactamente el avión de Leisha. Supuso que lo estaban rastreando
los sensores Langdon y los lásers antiaéreos. Elevó su coche aéreo y voló por debajo
de la cúpula del campo Y. ¿Qué habría dicho de una fe como la suya Najla Fátima
Noor el-Dahar, su bisabuela paterna? Por otra parte, su bisabuela materna, cuya nieta
se había convertido en estrella de cine norteamericana, había sido una inmigrante
irlandesa que trabajó de asistenta en Brooklyn, y así probablemente había
comprendido algo de lo que era el poder y la voluntad.
No era que las bisabuelas, fueran de quien fuesen, importaran. Ni tampoco los
abuelos, ni los padres. Siempre había sido necesaria otra estirpe para sacrificar sus
raíces en aras de su propia supervivencia. Jennifer imaginó que Zeus no había
lamentado la muerte de Cronos ni la de Rea.
Sanctuary se extendía a sus pies bajo el sol de la mañana. En veintidós años había
crecido hasta alcanzar casi ochocientos kilómetros cuadrados, que ocupaban una
quinta parte del condado de Cattaraugus, en Nueva York. Jennifer había adquirido la

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Reserva India Allegany inmediatamente después de la anulación de las restricciones
crediticias por parte del Congreso. Había pagado una suma que permitía a la tribu
seneca vivir cómodamente en Manhattan, París y Dallas. En realidad no habían
quedado demasiados seneca; Jennifer sabía bien que no todos los grupos amenazados
tenían la capacidad de adaptación de los Insomnes, la habilidad de comprar tierras
cuando los propietarios se mostraban inicialmente reacios a vender o de adquirir
lásers antiaéreos en el mercado de armas internacional. Incluso si esos otros grupos
tenían esas habilidades, carecían de la causa que los hacía ser concentrados, limpios y
santos. Había que llamar a la supervivencia misma lo que era en realidad: una guerra
santa. Jihad.
Allegany había sido la única de las reservas norteamericanas nativas que había
albergado toda una ciudad no india, Salamanca, arrendada a los senecas por los
residentes de la ciudad desde 1892. Salamanca estaba incluida en la compra de
Jennifer. Los arrendatarios habían recibido avisos de desahucio, y después de
múltiples batallas legales para las que los residentes de Salamanca tenían poco dinero
y Sanctuary contaba con los servicios de los mejores abogados Insomnes del país, los
anticuados edificios de la ciudad, abandonados, se habían convertido en el esqueleto
de la ciudad de alta tecnología de Sanctuary: hospital de investigación, universidad,
intercambio de valores, centros de poder y conservación, y las más sofisticadas
telecomunicaciones existentes, todo rodeado de bosques conservados
ecológicamente.
A lo lejos, más allá de las puertas de Sanctuary, Jennifer podía ver la hilera diaria
de camiones que subía penosamente por el sendero de la montaña, llevando
alimentos, acumulando materiales, suministros de baja tecnología: todo lo que
Sanctuary importaba, entre otras cosas todo lo que no resultaba lucrativo ni esencial.
No se trataba de que Sanctuary dependiera de esos camiones. Tenía suficiente de todo
para ser autosuficiente durante un año, en caso de necesidad. Pero no era necesario
producir todo eso. Los Insomnes controlaban demasiadas fábricas, canales de
distribución, proyectos de investigación agrícola, intercambio de mercancías y
despachos de abogados del exterior. Sanctuary jamás había sido planificado como un
retiro de supervivencia; era un centro de comando fortificado.
El coche convencional ya estaba aparcado delante de la casa que Jennifer
compartía con su esposo y dos niños en las afueras de Argus City. La casa era una
cúpula geodésica, graciosa y eficaz, aunque no opulenta. Construyamos primero las
instalaciones de seguridad, había dicho Tony Indivino hacía veintidós años. Luego
construiremos las instalaciones técnicas y educativas, a continuación los depósitos de
almacenamiento y por último las viviendas individuales. Sólo ahora Sanctuary estaba
en condiciones de construir las nuevas viviendas individuales.
Jennifer se alisó los pliegues de su abbaya, respiró hondo y entró en la casa.

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Leisha se encontraba de pie junto a la pared de cristal de la sala orientada hacia el
sur, contemplando el holograma del retrato de Tony, enmarcado en oro, que la
observaba con sus ojos sonrientes y juveniles. La cabellera rubia de Leisha atrapó la
luz del sol y resplandeció. Cuando oyó a Jennifer y se volvió, su rostro quedó de
espaldas a la luz y Jennifer no logró ver su expresión.
Las dos mujeres se miraron.
—Jennifer.
—Hola, Leisha.
—Tienes muy buen aspecto.
—Tú también.
—¿Y Richard? ¿Cómo están él y los niños?
—Muy bien, gracias —respondió Jennifer.
Se produjo un tenso silencio.
—Supongo que sabes por qué estoy aquí —dijo Leisha.
—No, no lo sé —repuso Jennifer, aunque lo sabía, por supuesto. Sanctuary seguía
los movimientos de todos los Insomnes que estaban en el exterior, pero sobre todo los
de Leisha Camden y Kevin Baker.
Leisha lanzó una breve exclamación de impaciencia.
—No seas evasiva conmigo, Jennifer. Si no podemos ponernos de acuerdo en
nada más, al menos seamos honestas.
Nunca cambiaba, pensó Jennifer. Tanta inteligencia, tanta experiencia y sin
embargo no cambiaba. Un triunfo del idealismo ingenuo sobre la inteligencia y la
experiencia.
Los que elegían ser ciegos se merecían no ver.
—De acuerdo, Leisha. Seremos honestas. Estás aquí para averiguar si el ataque de
ayer a la fábrica textil Dormimos de Atlanta se originó en Sanctuary.
Leisha la miró fijamente y luego estalló:
—¡Santo cielo, Jennifer! ¡Claro que no! ¿Crees que no sé que no lucháis de esa
forma? Y menos contra una operación de baja tecnología que recauda menos de
medio millón al año.
Jennifer disimuló una sonrisa; el emparejamiento de objeciones, morales y
económicas, era típico de Leisha. Y, por supuesto, Sanctuary no había efectuado el
ataque. La gente de Dormimos ni siquiera se merecía eso. Dijo:
—Es un alivio saber que tu opinión sobre nosotros ha mejorado.
Leisha agitó un brazo. Sin darse cuenta rozó el retrato de Tony; la imagen giró la
cabeza en dirección a ella.
—Mi opinión carece de importancia, como tú misma te has encargado de aclarar.
Estoy aquí porque Kevin me dio esto. —Cogió un papel de su bolsillo y se lo entregó
a Jennifer, que se sobresaltó al ver de qué se trataba.

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Hizo un esfuerzo por mostrarse impasible y se dio cuenta demasiado tarde de que
esa actitud desvelaría a Leisha tanta información como cualquier emoción. ¿Cómo
habían conseguido Leisha y Kevin aquello? Analizó mentalmente las posibilidades,
pero no era una experta en redes de datos. Tendría que apartar de inmediato a Will
Rinaldi y a Cassie Blumenthal de sus otros proyectos para que recorrieran toda la red
en busca de puertas, burbujas y géiseres…
—No te molestes —le advirtió Leisha—. Los genios de Kevin no lo consiguieron
en la red de Sanctuary. Me lo envió por correo, directamente a mí, uno de los tuyos.
Eso era aún peor. Alguien de dentro de Sanctuary que secretamente estaba a favor
de los partidarios de los Durmientes, alguien que no tenía la capacidad de reconocer
una guerra de supervivencia… A menos, por supuesto, que Leisha estuviera
mintiendo. Pero Jennifer nunca había sorprendido a Leisha en una mentira. Leisha, en
su patética y peligrosa ingenuidad, prefería decir la verdad sin rodeos.
Leisha arrugó el papel en su mano y lo arrojó al otro lado de la sala.
—¿Cómo puedes dividirnos de esta manera, Jennifer? Organizar secretamente un
Consejo de Insomnes separado, del que sólo puedan participar aquellos que han
hecho el así llamado juramento de solidaridad. «Juro defender los intereses de
Sanctuary por encima de cualquier otra lealtad, personal, política y económica, y
entrego, para su supervivencia y la mía propia, mi vida, mi fortuna y mi honor.»
Santo cielo… ¡qué infernal mezcla de fanatismo religioso y de declaración de
independencia!
Jennifer la observó con rostro imperturbable.
—Eres una estúpida. —Ése era el peor insulto para cualquiera de ellos—. Tú y
Kevin y vuestro puñado de tontas palomas sois los únicos que no comprendéis que
esto es una guerra de supervivencia. La guerra exige tener líneas claramente
definidas, sobre todo para la información estratégica. No podemos permitirnos el lujo
de votar privilegios para los traidores.
Leisha entrecerró los ojos.
—Esto no es una guerra. En una guerra hay ataque y respuesta. Si no
contraatacamos, si seguimos siendo ciudadanos productivos y respetuosos de la ley,
finalmente lograremos la asimilación por el puro poder económico… como cualquier
grupo recién constituido. ¡Pero no lo conseguiremos si nos dividimos en facciones
como ésta! ¡Tú sabías que es así, Jenny!
—¡No me llames así! —Apenas logró apartar la mirada del retrato de Tony.
Leisha no se disculpó.
Más serena, Jennifer añadió:
—La asimilación no se obtiene sólo con el poder económico. Se consigue
mediante el poder político, cosa que nosotros no tenemos, y en una democracia nunca
lo tendremos. No somos suficientes para formar un bloque de votantes significativo.

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Tú antes sabías que es así.
—Ya has formado el grupo de presión más fuerte en Washington. Compras los
votos que necesitas. El poder político surge del dinero, siempre ha sido así; el
concepto de sociedad gira en torno al dinero. Cualquier valor que queramos cambiar
o defender, debemos cambiarlo o defenderlo en ese marco económico. Y lo estamos
haciendo. Pero ¿cómo podemos defender un solo intercambio ecológico entre
Durmientes e Insomnes si nos dividimos en facciones beligerantes?
—No tendríamos que dividirnos si tú y los tuyos reconocierais lo que es una
guerra.
—Reconozco el odio en cuanto lo veo. Está en vuestro estúpido juramento.
Habían llegado a un callejón sin salida, el mismo de siempre. Jennifer cruzó la
sala en dirección a la barra. Su pelo negro flotaba a sus espaldas.
—¿Te apetece una copa, Leisha?
—Jennifer… —Leisha se interrumpió. Un instante después hizo un visible
esfuerzo y continuó—: Si tu Consejo de Sanctuary se convierte en realidad… nos
excluiréis. A Kevin y a mí, a Jean Claude, a Stella y a todos los demás. No tendremos
peso en las declaraciones a los medios de comunicación, no quedaremos incluidos en
las decisiones de gobierno, ni siquiera podremos ayudar a los nuevos niños Insomnes
porque nadie que haga el juramento estará autorizado a utilizar Groupnet, sólo podrá
usar la red de Sanctuary… ¿Y después, qué? ¿Un boicot a quien haga algo con
cualquiera de nosotros?
Jennifer no respondió y Leisha dijo lentamente:
—Oh, Dios mío. Es así. Estás pensando en un boicot económico…
—Eso no sería decisión mía. Tendría que decidirlo todo el Consejo de Sanctuary.
Dudo de que votaran a favor de semejante boicot.
—Pero tú lo harías.
—Nunca fui yagaísta, Leisha. No creo en el predominio de la excelencia
individual sobre el bienestar de la comunidad. Ambas cosas son importantes.
—No se trata de yagaísmo, y tú lo sabes. Se trata de una cuestión de dominio,
Jennifer. Tú odias todo lo que no puedes controlar… como hacen los peores
Durmientes. Pero tú vas más lejos. Tú conviertes el dominio en algo sagrado porque
necesitas también la santidad. Se trata de lo que tú, Jennifer Sharifi, necesitas, no de
lo que necesita la comunidad.
Jennifer salió de la sala con las manos cruzadas para evitar que le temblaran. Por
supuesto, era culpa suya que otra persona tuviera suficiente poder sobre ella para
provocarle un temblor. Era un defecto, una debilidad que no había logrado eliminar.
Un fallo. Sus hijos, que llegaban corriendo desde su habitación, chocaron con ella en
el pasillo.
—¡Mami! ¡Ven a ver lo que hemos construido!

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Jennifer puso una mano en la cabeza de cada niño. La gruesa cabellera de Najla
tenía un nudo. La de Ricky, más oscura que la de su hermana mayor pero más fina,
parecía de seda. Las manos de Jennifer dejaron de temblar.
Los niños vieron a Leisha en la sala.
—¡Tía Leisha! ¡Ha venido tía Leisha! —Los dos niños se acercaron a ella
corriendo—. ¡Tía Leisha, ven a ver lo que construimos!
—Por supuesto —Jennifer le oyó decir a Leisha—. Quiero verlo. Pero dejad que
le pregunte a vuestra madre una cosa más.
Jennifer no se volvió. Si el traidor que se encontraba en Sanctuary había enviado
a Leisha el texto del juramento de solidaridad, ¿qué otra cosa habría recibido ella?
Pero lo único que Leisha dijo fue:
—¿Richard recibió la citación para el caso Simpson contra Offshore Fishing?
—Sí, la recibió. De hecho, está preparando su declaración de experto.
—Perfecto —dijo Leisha en tono distante.
Ricky miró a Leisha y luego a su madre. La voz del pequeño perdió parte de su
entusiasmo.
—Mami… ¿voy a buscar a papá? Tía Leisha querría ver a papá… ¿verdad?
Jennifer miró a su hijo y sonrió. Sintió la amplitud de su propia sonrisa, teñida de
alivio. Derechos de pesca de altura: casi podía compadecer a Leisha, que dedicaba su
vida a tanta trivialidad.
—Sí, Ricky, por supuesto. —Dirigió su amplia sonrisa a Leisha—. Ve a buscar a
tu padre. Tu tía Leisha querrá conversar con él. Claro que querrá.

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9

eisha —dijo la recepcionista de su despacho—, este caballero lleva tres horas


—L esperándote. No tiene una cita. Le dije que tal vez hoy no volverías, pero
igualmente esperó.
El hombre se puso de pie y se envaró un poco, con la rigidez de alguien que ha
mantenido los músculos tensos demasiado tiempo. Era bajo y delgado, extrañamente
esbelto, y llevaba puesto un arrugado traje corriente de color pardo. En una mano
sostenía un periódico doblado. Un Durmiente, pensó Leisha. Siempre los reconocía.
—¿Leisha Camden?
—Lo siento, pero no voy a aceptar clientes nuevos. Si necesita un abogado,
tendrá que buscar en otra parte.
—Creo que aceptará el caso —opinó el hombre, y su afirmación sorprendió a
Leisha. Su voz era considerablemente menos fina que su aspecto—. De todas formas,
querrá saber de qué se trata. Por favor, concédame diez minutos. —Abrió el periódico
y se lo mostró. En la portada se veía una foto de ella con Calvin Hawke, y el pie
decía: «Insomnes preocupados por el Movimiento Dormimos… ¿Los tenemos
preocupados?»
Ahora sabía por qué Hawke le había permitido visitar la fábrica de scooters.
—Aquí dice que esta foto fue tomada esta mañana —comentó el hombre—.
Vaya, vaya, vaya. —En ese momento Leisha supo que él no trabajaba en el mundo de
la telecomunicación.
—Pase a mi despacho, señor…
—Adam Walcott. Doctor Adam Walcott.
—¿Doctor en medicina?
Él la miró a los ojos. Los de él eran de un color azul pálido, como el vidrio
escarchado.
—Investigador genetista.
El sol se estaba poniendo sobre el lago Michigan. Leisha pasó al otro lado de la
pared de cristal, se sentó frente al doctor Walcott y aguardó.
Walcott entrelazó sus largas piernas con las patas de la silla.
—Trabajo para una empresa privada de investigación, señorita Camden. Samplice
Biotechnical. Nos dedicamos al perfeccionamiento de alteraciones y modelos

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genéticos y ofrecemos estos productos a las empresas más grandes que hacen
modificaciones genéticas in vitro. Desarrollamos el procedimiento Pastan para el oído
agudo preternatural.
Leisha asintió con expresión neutra; el oído agudo preternatural siempre le había
parecido una idea terrible. Los beneficios de oír un susurro a seis habitaciones de
distancia quedaban desdibujados por el dolor que se sentía al oír un cristal que se
rompía a tres habitaciones de distancia. A los niños que tenían ese tipo de audición
debían colocarles implantes de control acústico a los dos meses de edad.
—Samplice da mucha libertad a sus investigadores. —Walcott se interrumpió y
tosió, un carraspeo tan débil y vacilante que Leisha pensó en la tos de un fantasma—.
Dicen que esperan que descubramos algo maravilloso, pero la verdad es que la
compañía se encuentra en un estado terrible de desorganización y no saben cómo
supervisar a los científicos. Hace unos dos años pedí permiso para trabajar en algunos
de los péptidos asociados con el insomnio.
—No creo que haya algo relacionado con el insomnio que no haya sido estudiado
ya —comentó Leisha irónicamente.
A Walcott le pareció un comentario divertido; chasqueó la lengua, destrabó las
piernas de la pata de la silla y las cruzó una sobre otra.
—La mayoría de la gente piensa así. Pero yo estuve trabajando con los péptidos
del insomnio adulto y utilizando algunos nuevos enfoques planteados en L'Institut
Technique de Lyon por Gaspard-Thiereux. ¿Conoce sus trabajos?
—He oído hablar de él.
—Tal vez no conozca este nuevo enfoque. Es muy nuevo.
—Walcott se mesó el pelo y lo tironeó; tanto la mano como el pelo parecían
insustanciales—. Antes que nada debería haberle preguntado hasta qué punto es
seguro este despacho.
—Absolutamente —dijo Leisha—. De lo contrario usted no estaría aquí.
Walcott se limitó a asentir; evidentemente, no era uno de esos Durmientes que se
tomaban a mal la seguridad de los Insomnes. Su concepto del hombre mejoró
visiblemente.
—Para abreviar, lo que creo haber encontrado es una forma de crear insomnio en
adultos que nacieron como Durmientes.
Leisha movió las manos para coger… ¿qué? Algo. Las dejó quietas y se las miró
fijamente.
—Crear…
—Aún no se han solucionado todos los problemas. —Walcott se lanzó a una
complicada tesis sobre la elaboración de péptidos alterados, la sinapsis neuronal y la
información redundante codificada en el ADN, temas que Leisha no pudo seguir. Se
mantuvo en silencio mientras el universo adoptaba una forma nueva.

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—Doctor Walcott… ¿está seguro?
—¿Del exceso de transferencia de la lisina?
—No. De crear insomnio en los Durmientes…
Walcott se mesó el pelo con la otra mano.
—No, no estamos seguros, por supuesto. ¿Cómo íbamos a estarlo? Necesitamos
hacer experimentos controlados, réplicas adicionales, para no hablar de fondos
para…
—Pero teóricamente se puede hacer.
—Oh, la teoría —dijo Walcott, y a pesar de la conmoción que sentía, a Leisha le
pareció que el tono de desdén era extraño en labios de un científico. Evidentemente,
Walcott era un pragmático—. Sí, en teoría podemos hacerlo.
—¿Con todos los efectos secundarios? ¿Incluida la… longevidad?
—Bueno, ésa es una de las cosas que no sabemos. Aún es todo muy incompleto.
Pero antes de seguir adelante necesitamos un abogado.
La frase hizo que Leisha se pusiera alerta. Algo no encajaba y enseguida supo de
qué se trataba.
—¿Por qué ha venido aquí solo, doctor Walcott? Sin duda, cualquier situación
legal relacionada con esta investigación es responsabilidad de Samplice, y estoy
segura de que la empresa tiene sus asesores jurídicos.
—El director Lee no sabe que estoy aquí. Estoy actuando por mi cuenta. Necesito
un abogado que actúe como mi asesor personal.
Leisha cogió un papel magnético; tal vez era eso lo que sus manos habían estado
buscando. Lo hizo girar entre sus dedos toqueteándolo. La ventana translúcida brilló
a espaldas de Walcott.
—Continúe.
—Cuando comprendí por primera vez a dónde se encaminaba esta línea de
investigación, mi asistente y yo decidimos mantenerla en secreto. Totalmente. No
registrábamos los datos en la red de la empresa, ni hacíamos simulaciones de ningún
tipo salvo en los ordenadores individuales, eliminábamos todos los programas por la
noche y nos llevábamos a casa las copias impresas, las únicas que hacíamos, con los
progresos realizados. No le dijimos a nadie lo que estábamos haciendo, ni siquiera al
director.
—¿Por qué hizo eso, doctor?
—Porque Samplice es una empresa pública, y el sesenta y dos por ciento de las
acciones está dividido entre dos fondos de inversión controlados por Insomnes.
Cuando volvió la cabeza, sus ojos de color azul claro parecieron absorber la luz.
—Uno de los fondos corresponde a Canniston Fidelity; el otro lo aporta
Sanctuary. Discúlpeme por ser tan brusco, señorita Camden, y sobre todo por el
razonamiento que oculta esta brusquedad. Pero el director Lee no es un hombre

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especialmente admirable. Ha sido acusado en otras ocasiones de mala administración
de los fondos… aunque nunca fue condenado. Mi asistente y yo teníamos miedo de
que si alguien de Sanctuary le pedía que interrumpiera la investigación… o alguna
otra cosa… En un primer momento, mi asistente y yo sólo teníamos una vaga noción.
Aunque tan disparatada que no estábamos seguros de que alguna otra empresa seria
de investigación pudiera estar interesada. A decir verdad, ahora tampoco estamos
seguros. Sólo es una cuestión teórica, y Sanctuary podría haber ofrecido mucho
dinero para interrumpir todo esto…
Leisha se guardó muy bien de responder.
—Bien. Hace dos meses sucedió algo extraño. Por supuesto, sabíamos que la red
de Samplice podía no ser segura, ¿qué red lo es, en realidad? Por eso no entramos en
ella. Pero Timmy y yo… Timmy es mi asistente, el doctor Timothy Herlinger… no
nos dimos cuenta de que hay gente que explora las redes no sólo para saber lo que
hay en ellas, sino para buscar lo que no hay. Evidentemente es así. Alguien que no
pertenece a la compañía debió de comparar rutinariamente las listas de empleados
con los archivos de la red, porque Timmy y yo llegamos una mañana al laboratorio y
en nuestro terminal encontramos el siguiente mensaje: «¿En qué demonios estáis
trabajando desde hace dos meses?»
—¿Cómo sabe que el mensaje era de alguien que no pertenece a la compañía, y
no una insinuación sarcástica de su director? —preguntó Leisha.
—Porque nuestro director no encontraría un grano en su propio culo —dijo
Walcott sorprendiendo otra vez a Leisha—. Aunque ésa no es la verdadera razón. El
mensaje estaba firmado por un «accionista». Pero lo que realmente nos asustó a
Timmy y a mí fue que apareciera en uno de los ordenadores individuales. Uno de los
que no pertenece a la tele-red, ni nada por el estilo. Ni siquiera funciona con
electricidad. Es un IBM-Y, que funciona directamente con conos de energía Y. Y el
laboratorio estaba cerrado con llave.
Leisha sintió un nudo en el estómago.
—¿Hay otras llaves?
—Sólo las tiene el director Lee. Que se encontraba en Barbados, en una
conferencia.
—Le dio su llave a alguien. O un duplicado. O la perdió. O fue el doctor
Herlinger.
Walcott se encogió de hombros.
—Timmy no. Pero permítame proseguir con mi relato. Pasamos por alto el
mensaje, pero decidimos poner a salvo el trabajo realizado. Así que destruimos todo
menos una copia, alquilamos una caja de seguridad en la sucursal del centro del First
Nacional Bank y cogimos sólo una llave. Por la noche enterramos la llave en el jardín
trasero de mi casa, debajo de un rosal. Un Endicott Perfection… rosas triples que

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florecen consecutivamente a lo largo de la primavera y del otoño.
Leisha observó a Walcott como si el hombre hubiera perdido el juicio. Él sonrió
suavemente.
—¿Cuando era niña no leyó novelas de piratas, señorita Camden?
—Nunca leí demasiada literatura de ficción.
—Bueno, supongo que parece melodramático, pero no se nos ocurrió nada más.
—Volvió a deslizar la mano izquierda por su rala cabellera, que empezaba a parecer
una maraña. De pronto su voz perdió fuerza y se volvió profunda y cansada—. La
llave sigue allí, debajo del rosal. La desenterré esta mañana. Pero los documentos de
la investigación han desaparecido de la caja de seguridad: está vacía.
Leisha se levantó y se acercó a la ventana. Limpió el cristal distraídamente. La
luz de color rojo sangre que caía sobre el lago Michigan teñía el agua. Hacia el este
se elevaba la luna en cuarto creciente.
—¿Cuándo descubrió el robo?
—Esta mañana. Desenterré la llave para coger los papeles, porque Timmy y yo
debíamos añadir algo, y luego fuimos al banco. Les dije a los empleados del banco
que la caja estaba vacía y ellos respondieron que en los registros no decía que hubiera
algo. Les dije que yo mismo había guardado allí nueve hojas de papel.
—¿Verificó que quedara registrado en el momento de alquilar la caja?
—Sí, por supuesto.
—¿Y le dieron un recibo impreso?
—Sí. —Se lo entregó. Leisha lo examinó—. Pero cuando el director del banco
pidió el registro electrónico, en éste constaba que el doctor Adam Walcott había
regresado al día siguiente y había retirado todos los documentos, y que además había
firmado un recibo de la operación. Y, señorita Camden, tenían ese recibo.
—Con su firma.
—Sí. ¡Pero yo nunca lo firmé! ¡Es una falsificación!
—No, era letra suya —dijo Leisha—. ¿Cuántos documentos firma por mes en
Samplice, doctor?
—Montones, supongo.
—Solicitudes de material, desembolso de fondos, papeles de rutina. ¿Los lee
todos?
—No, pero…
—¿Últimamente despidieron a alguna secretaria?
—Vaya… supongo que sí. El director Lee tiene problemas para conservar al
personal administrativo. —Las delgadas cejas se unieron—. ¡Pero el director no tenía
idea del trabajo que estábamos haciendo!
—No, estoy segura de ello. —Leisha apoyó ambas manos en su regazo. Hacía
tiempo que los clientes habían dejado de inquietarla. Cualquier abogado que llevara

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veinte años de profesión se acostumbraba a los inadaptados, los criminales, los
manipuladores, los héroes, los charlatanes, los chiflados, las víctimas y los cobardes.
El abogado depositaba su confianza en la ley, no en el cliente.
Pero jamás un abogado había tenido un cliente que pudiera convertir a un
Durmiente en un Insomne.
Hizo un esfuerzo por olvidar su inquietud.
—Continúe, doctor.
—No se trata de que alguien pudiera duplicar nuestro trabajo —comentó Walcott,
aún con ese tono débil y apagado—. Por un lado, no llegamos a agregar nuestras
últimas y críticas ecuaciones, en las que Timmy y yo todavía estamos trabajando.
Pero ese trabajo es nuestro, y queremos recuperarlo. Timmy renunció a varios
ensayos con su orquesta de cámara para continuar con la investigación. Y, por
supuesto, algún día habrá premios de medicina.
Leisha observó el rostro de Walcott.
Estaban hablando de una alteración de la química del organismo que podría
transformar a la raza humana, y este hombre delgaducho parecía pensar en eso en
función de los rosales, los cuentos de piratas, los premios y la música de cámara.
Dijo:
—Usted quiere un abogado para que le diga en qué situación legal se encuentra.
En el plano personal.
—Sí. Y para que nos represente a Timmy y a mí contra el banco, o contra
Samplice, llegado el caso. —De pronto miró a Leisha con esa desconcertante
franqueza que parecía capaz de mostrar pero no de sostener—. Recurrimos a usted
porque es una Insomne. Y porque es Leisha Camden. Todo el mundo sabe que usted
no cree que haya que separar a la raza humana en dos así llamadas especies, y por
supuesto nuestro trabajo pondría fin a esa clase de… esa clase de… —Agitó el
periódico en el que aparecía la foto de ella con Calvin Hawke—. Y, por supuesto, el
robo es el robo, incluso dentro de una empresa.
—Samplice no robó su investigación, doctor Walcott. Y tampoco el banco.
—¿Entonces quién…?
—No tengo pruebas. Pero me gustaría verles a usted y al doctor Herlinger aquí,
mañana a las ocho de la mañana. Mientras tanto, y esto es muy importante, no
escriban nada. En ningún sitio.
—Entiendo.
—Convertir Durmientes en Insomnes… —dijo, sin saber que iba a pronunciar las
palabras en voz alta.
—Sí —dijo el doctor Walcott—, bueno… —Apartó la mirada del rostro de Leisha
y observó las flores exóticas y de colores exuberantes o pálidas como la luz de la luna
que constituían el único adorno del despacho, plantadas bajo la luz artificial en su

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lecho especialmente preparado.

—Son todos legítimos —afirmó Kevin, que entró en el estudio de Leisha


directamente desde el suyo, con una copia impresa en la mano. Ella levantó la vista
del informe para Simpson contra Offshore Fishing. Las flores que Alice insistía en
enviarle diariamente estaban sobre su escritorio: girasoles, margaritas y alumbinas
manipuladas genéticamente. Nunca se marchitaban antes de que llegaran las
siguientes. Incluso en invierno, el apartamento estaba lleno de flores que a Leisha en
realidad no le gustaban pero que no se atrevía a tirar.
La luz de la lámpara resplandecía en el brillante cabello castaño de Kevin y en su
rostro fuerte y suave. Aparentaba menos de cuarenta y siete años, en realidad parecía
más joven que Leisha aunque era cuatro años mayor que ella. Más inexpresivo, le
había comentado Alice a Leisha, aunque sólo lo había dicho una vez.
—¿Todos legítimos?
—Todos los archivos —respondió Kevin—. Walcott fue alumno de la
Universidad del Estado de Nueva York en Potsdam y en la Universidad Deflores, no
distinguido pero aceptable. Un estudiante medianamente bueno. Dos publicaciones
poco importantes, sin antecedentes penales, paga religiosamente sus impuestos. Dos
cargos de profesor, dos investigaciones, sin roces oficiales en el momento de dejarlos,
de modo que tal vez sólo se trata de una persona impaciente. Herlinger es diferente.
Sólo tiene veinticinco años y éste es su primer trabajo. Estudió bioquímica en
Berkeley e Irvine, y se graduó con las mejores notas de su clase; un futuro
prometedor. Pero exactamente antes de obtener el doctorado fue arrestado, juzgado y
condenado por utilizar sustancias controladas para la manipulación genética.
Consiguió que le suspendieran la condena, pero eso es suficiente para que le resulte
difícil encontrar trabajo en alguna empresa mejor que Samplice. Al menos por un
tiempo. No tiene problemas con los impuestos, pero tampoco ingresos que valga la
pena mencionar.
—¿Cuáles eran las sustancias controladas?
—Nieve de luna, alterada para producir tormentas eléctricas. Te hace creer que
eres un profeta religioso. Los archivos del juicio muestran a Herlinger diciendo que
no tenía otra forma de conseguir la matrícula de la facultad de medicina. Parece muy
amargado; tal vez quieras mirar tú misma los archivos.
—Lo haré —respondió Leisha—. ¿Te parece la amargura pasajera de un joven
ante una adversidad? ¿O crees que es parte de su temperamento?
Kevin se encogió de hombros. Ella tendría que haberlo sabido: ésa no era la clase
de detalle en el que Kevin repararía. A él le interesaban las consecuencias, no las
motivaciones.
—¿Sólo dos publicaciones poco importantes en el caso de Walcott, y un

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desempeño mediocre como estudiante, y sin embargo es capaz de descubrir algo así?
Kevin sonrió.
—Siempre fuiste una esnob intelectual, cariño.
—Como todos nosotros. De acuerdo, los investigadores son afortunados. O tal
vez fue Herlinger, y no Walcott, quien hizo el trabajo sobre el ADN; tal vez Herlinger
es muy capaz intelectualmente pero puede que sea un inocente que se deja explotar o
simplemente no es capaz de respetar las reglas. ¿Qué me dices de Samplice?
—Es una compañía legítima, con beneficios mediocres, menos del tres por ciento
el año pasado, lo cual es poco para una organización de alta tecnología que no hace
grandes inversiones de capital. Les doy un año más, dos como máximo. Está mal
dirigida; el director, Lawrence Lee, obtuvo el cargo sólo gracias a su apellido. Su
padre era Stanton Lee.
—¿El premio Nobel de física?
—Sí. El director Lee dice ser descendiente también del general Robert E., aunque
eso es falso. Pero es una buena publicidad. Walcott te dijo la verdad; los registros de
Samplice son un caos. Dudo que puedan encontrar datos en sus propios archivos
electrónicos. No hay una verdadera dirección. Lee recibió una reprimenda de la junta
de directores por mala administración de los fondos.
—¿Y el First National Bank?
—Absolutamente limpio. Todos los registros de esa caja de seguridad son
completos y exactos. Por supuesto, eso no significa que no hayan sido amañados
desde fuera, tanto electrónicamente como en las copias impresas. Pero realmente me
sorprendería que el banco estuviera implicado.
—Nunca pensé que lo estuviera —dijo Leisha muy seria—. ¿Cuenta con una
buena seguridad?
—Con la mejor. La diseñamos nosotros.
Leisha no lo sabía.
—Entonces sólo hay dos grupos que pueden manejar esa clase de magia
electrónica, y tu compañía es una.
Kevin repuso amablemente:
—Tal vez no sea así. Hay Durmientes que son buenos con los teclados…
—No tan buenos.
Kevin no repitió su afirmación acerca del esnobismo intelectual de Leisha. En
lugar de eso dijo en tono sereno:
—Si la investigación de Walcott es exacta, esto podría cambiar el mundo, Leisha.
Otra vez.
—Lo sé. —Leisha se sorprendió mirándolo fijamente y se preguntó qué
emociones habría expresado su rostro—. ¿Te apetece una copa de vino, Kevin?
—No puedo, Leisha. Tengo que terminar todo esto.

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—En realidad, yo también tengo mucho que hacer. Tienes razón.
Kevin regresó a su estudio. Leisha cogió sus notas para el informe sobre Simpson
contra Offshore Fishing. Le resultó difícil concentrarse. ¿Cuánto tiempo había pasado
desde que ella y Kevin habían hecho el amor? ¿Tres semanas? ¿Cuatro?
Tenía mucho que hacer. Los acontecimientos se sucedían a toda velocidad. Tal
vez pudiera verlo antes de irse, por la mañana. No… él cogería el otro avión a Bonn.
Bueno, entonces unos días después. Si ambos estaban en la misma ciudad, si los dos
tenían tiempo… No sentía urgencia por hacer el amor con Kevin. Pero nunca la había
sentido.
Un recuerdo la asaltó: las manos de Richard en sus pechos.
Se inclinó sobre el terminal y se concentró en la investigación de los precedentes
legales del derecho marítimo.

—Tú robaste los papeles de la investigación de Adam Walcott de una caja de


seguridad del First National Bank de Chicago —afirmó Leisha en tono sereno.
Jennifer Sharifi alzó la vista y la miró. Estaban de pie cada una en un extremo de
la habitación de Jennifer, en Sanctuary. Detrás de la brillante cabellera atada de
Jennifer, el retrato de Tony Indivino parpadeaba y sonreía.
—Sí —dijo Jennifer—. Fui yo.
—¡Jennifer! —gritó Richard, angustiado.
Leisha se volvió lentamente hacia él. Le pareció que la angustia de su voz no era
por el acto de Jennifer, sino por su reconocimiento. Richard lo sabía.
Él estaba de puntillas, con sus pobladas cejas caídas. Tenía el mismo aspecto que
a los diecisiete años, cuando ella había ido a verlo a su casa de las afueras de
Evanston. Hacía casi treinta años. Richard había encontrado algo en Sanctuary, algo
que necesitaba, una noción de comunidad que tal vez siempre había necesitado. Y
Sanctuary era y siempre había sido Jennifer. Jennifer y Tony. Sin embargo, para
tomar parte en este robo criminal, Richard tenía que haber cambiado. Para formar
parte de esto, tenía que haber cambiado más de lo que ella imaginaba.
—Jennifer no dirá nada si no está presente su abogado —le advirtió Richard.
—Eso no debería ser demasiado difícil —replicó Leisha en tono agrio—.
¿Cuántos abogados ha capturado Sanctuary a estas alturas? Candace Holt, Will
Sandaleros, Jonathan Cocchiara. ¿Cuántos más?
Jennifer se sentó en el sofá y acomodó los pliegues de su abbaya. La pared de
cristal estaba opaca; sobre ella danzaban figuras de color azul verdoso. Leisha
recordó de pronto que a Jennifer nunca le habían gustado los días nublados.
—Leisha, si vas a presentar cargos, entrega el mandamiento judicial.
—Ya sabes que no soy fiscal. Represento al doctor Walcott.
—¿Entonces piensas denunciar este supuesto caso de robo al fiscal del distrito?

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Leisha vaciló. Sabía, y probablemente Jennifer también, que las pruebas eran
insuficientes incluso para convocar una sesión ante el jurado de acusación. Los
documentos habían desaparecido, pero el registro del banco demostraba que había
sido el doctor Walcott quien los había retirado. Lo mejor que podía hacer era intentar
demostrar que algún empleado nuevo del First National había tenido acceso a los
recibos… si es que había entrado algún nuevo empleado. ¿Hasta qué punto sería
minuciosa la planificación de Sanctuary? Su red de información secreta era bastante
amplia para cubrir una investigación menor relacionada con los Insomnes. Además
Leisha estaba convencida de que ningún empleado nuevo del First National había
trabajado para Samplice. Lo único que tenía eran especulaciones y, por supuesto, sus
conocimientos con respecto a lo que Jennifer y los Insomnes harían. Pero a la ley no
le interesaba lo que ella sabía. También eso eran simples especulaciones.
Leisha se sintió impotente, un sentimiento tan raro que la atemorizaba, y
enseguida le vino a la mente el recuerdo de Richard a los diecisiete años entrando y
saliendo de las olas con ella, con Tony, Carol y Jeanine, todos riendo… Arena, agua y
cielo se abrían a su alrededor bajo la luz que se apagaba… Buscó los ojos de Richard.
Él le dio la espalda.
—¿Exactamente por qué has venido, Leisha? Si no tienes ningún asunto legal que
tratar conmigo, ni con Richard, ni con Sanctuary, y si tu cliente no tiene nada que ver
con nosotros…
—Acabas de decirme que tú cogiste los documentos.
—¿Eso hice? —Jennifer sonrió—, No, estás equivocada. Jamás diría ni haría una
cosa así.
—Entiendo. Sólo querías que lo supiera, y ahora simplemente quieres que me
largue.
—Sí, eso quiero —repuso Jennifer, y por un instante Leisha oyó el extraño eco de
la ceremonia de la boda. Los pensamientos de Jennifer le eran indescifrables. De pie
en la sala de estar, contemplando los remolinos verdes que se formaban, se rompían y
volvían a formarse en la ventana, contemplando los hombros caídos de Richard,
Leisha supo de pronto que jamás volvería a poner los pies en Sanctuary.
—La investigación aún está en la mente de Walcott y de Herlinger —le dijo a
Richard, no a Jennifer—. No podéis evitarlo, es algo real. Cuando regrese a Chicago
haré que mi cliente ponga todo por escrito y esconda varias copias en lugares seguros.
Quiero que lo sepas, Richard.
Él no se volvió. Ella observó la curva de la espalda de Richard.
—Que tengas un buen viaje —le deseó Jennifer.

Adam Walcott no aceptó fácilmente la desalentadora noticia.


—¿Me está diciendo que no podemos hacer nada? ¿Nada?

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—No tenemos suficientes pruebas. —Leisha se puso de pie, rodeó su escritorio y
se sentó frente a Walcott—. Tiene que comprender, doctor, que los tribunales aún
están luchando con las limitaciones de los documentos electrónicos como prueba.
Han estado luchando con ese asunto desde antes que yo naciera. Al principio los
documentos generados por ordenador eran considerados simples especulaciones
porque no eran originales. Después fueron desestimados porque demasiadas personas
podían violar los sistemas de seguridad. Ahora, desde el caso Sabino contra Lansing,
se tratan como una categoría de prueba separada, inherentemente más débil. Lo que
importa son las copias impresas, lo cual significa que los ladrones que pueden
manipular las pruebas tangibles son los reyes del delito electrónico. Todo ello nos
lleva a la misma situación en la que estábamos antes.
Walcott no parecía interesado en la historia judicial.
—Pero señorita Camden…
—Doctor Walcott, no parece muy concentrado en lo más importante. Usted tiene
toda la investigación en su cabeza, una investigación que podría cambiar el mundo. Y
quien cogió sus documentos sólo tiene las nueve décimas partes, porque la pieza final
sólo está en su cabeza. Eso es lo que usted me dijo, ¿no es así?
—Así es.
—Entonces escríbala. Ahora. Aquí.
—¿Ahora? —El hombre pareció sorprendido ante semejante idea—. ¿Por qué?
Y Jennifer pensaba que Leisha era una ingenua. Leisha habló cuidadosamente,
eligiendo las palabras.
—Doctor Walcott, esta investigación es potencialmente una propiedad muy
valiosa. Con el tiempo valdrá miles de millones para usted o para Samplice o, más
probablemente, para ambos en un porcentaje que tendrán que acordar. Estoy
dispuesta a representarlo en ese asunto, si usted decide…
—Oh, es fantástico —señaló Walcott. Leisha lo miró con expresión severa, pero
él no parecía hablar con sarcasmo. Había pasado la mano izquierda por detrás de la
cabeza para rascarse la oreja derecha.
—Pero debe comprender que cuando hay dinero de por medio, siempre hay un
ladrón cerca. Ya lo ha visto. Me ha dicho que aún no ha solicitado ninguna patente
porque no quiere que el director Lee sepa en qué está trabajando. —Al cabo de un
momento añadió—: ¿Es así? —Con este hombre no tenía sentido dar nada por
sentado.
—Así es.
—Muy bien. Entonces lo que también debe comprender es que la gente que roba
millones también podría… no digo que vaya a ocurrir, sólo que tal vez… también
podría…
No pudo terminar la frase. Volvió a sentir la punzada en el estómago y cruzó los

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brazos, cubriéndoselo. Richard abrazándola en su destartalada habitación de
Evanston, ella con quince años, cuando acababa de conocer a otro Insomne y estaba
llena de entusiasmo como una luz…
Walcott dijo:
—Quiere decir que los ladrones podrían intentar matarme. A mí y a Timmy.
Aunque no consiguieran la última parte de la investigación.
—Escríbala. Ahora. Aquí —insistió Leisha.
Le proporcionó un ordenador individual y un despacho privado.
Walcott sólo tardó veinticinco minutos, y eso la sorprendió. Pero ¿cuánto tiempo
se podía tardar en escribir fórmulas y especulaciones? No era lo mismo que escribir
un informe legal.
Se dio cuenta de que había imaginado que él tendría dificultades sólo porque era
un Durmiente.
En la copiadora individual que utilizaba para la información privilegiada cliente-
abogado, Leisha hizo ocho copias del documento y tuvo que luchar contra el deseo de
leerlas. De todos modos, lo más probable era que tampoco hubiera comprendido el
contenido. Le entregó a él una copia, además del ordenador.
—Para que no haya ningún malentendido, doctor. Estas siete copias se guardarán
en diferentes cámaras. Una en la caja de seguridad que tengo aquí, una en Baker
Enterprises, la empresa de Kevin Baker, que le aseguro que es inexpugnable. —
Walcott no dio señales de saber quién era Kevin Baker; no era posible que un
investigador genetista ignorara quién era Kevin Baker.— Dígale a toda la gente que
quiera que hay distintas copias de su actual proyecto de investigación en manos de
diferentes personas. Yo haré lo mismo. Cuantas más personas lo sepan, menos
posibilidades habrá de que usted se convierta en blanco. Además, le aconsejo que le
diga al director Lee lo que ha estado haciendo y que solicite las patentes a su nombre.
Yo debería estar con usted cuando hable con Lee, si quiere negociar que una parte de
su trabajo se considere propiedad personal, separada de Samplice.
—Fantástico —dijo Walcott. Se mesó el pelo—. Ha sido usted tan sincera… que
creo que yo también debo serlo.
Algo en el tono de voz de Walcott hizo que Leisha levantara la vista bruscamente.
—La cuestión es que yo… la investigación que acabo de escribir… —Se pasó la
otra mano por el pelo y se apoyó en un pie: parecía una diminuta grulla avergonzada.
—¿Sí?
—No lo escribí todo. Omití la última parte. La parte que tampoco tienen los
ladrones.
Entonces él era más cauteloso de lo que ella había imaginado. Pensándolo bien,
Leisha aprobaba su conducta; los clientes atrevidos eran peores que los desconfiados.
Incluso cuando la persona en la que no confiaban era su propio abogado.

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Walcott miró por la ventana. Seguía parado en un pie. Extrañamente aquella voz
recuperó su fuerza intermitente.
—Usted misma dijo que no sabe quién robó la primera copia. Pero es
potencialmente muy valiosa para duplicarla. O no. Y usted es una Insomne, señorita
Camden.
—Comprendo. Pero es importante que usted escriba esa última parte, doctor. Para
estar protegido. Si no quiere hacerlo aquí, hágalo en algún otro lugar totalmente
seguro. —Leisha se preguntó cuál sería ese lugar—. También es importante que le
diga a toda la gente que pueda que la investigación está en algún lugar aparte de su
cabeza.
Walcott finalmente bajó el pie que había levantado y asintió.
—Lo pensaré. ¿Realmente piensa que podría estar en peligro, señorita Camden?
Leisha pensó en Sanctuary. La inquietud volvió a tensarle el estómago; no tenía
nada que ver con lo que le ocurriera o no a Walcott. Cruzó los brazos sobre su
estómago.
—Sí —respondió—. Eso es lo que pienso.

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10

ordan Watrous se sirvió otra copa en el escritorio Hepplewhite convertido en

J barra de la sala de estar de su madre. ¿Era la tercera? ¿La cuarta? Seguramente


nadie las estaba contando. En la terraza superior, sobre el océano, flotaba el
sonido de unas risas. A Jordan le parecieron risas nerviosas, y con razón. ¿Qué
demonios estaba diciendo Hawke ahora? ¿Y a quién?
No había sido deseo suyo invitar a Hawke. Era el día en que su padrastro cumplía
cincuenta años; Beck había querido organizar una pequeña fiesta familiar. Pero la
madre de Jordan acababa de decorar la nueva casa y quiso mostrarla. Durante veinte
años Alice Camden Watrous había vivido como si no tuviera dinero, sin tocar la
herencia de su padre salvo, según había sabido Jordan más tarde, para pagar los
estudios, los ordenadores y los deportes de él y de Moira. Había tratado el dinero
como si fuera un perro enorme y peligroso al que debía custodiar pero sin acercarse a
él. Sin embargo, al cumplir los cuarenta años, algo había ocurrido en lo más íntimo
de su ser, algo que Jordan no comprendía aunque eso no lo sorprendía puesto que la
conducta de la mayoría de la gente lo desconcertaba.
Su madre había construido esa enorme casa junto al mar en Morro Bay, donde a
pocas millas de distancia las ballenas grises levantaban sus aletas y lanzaban su
chorro de agua. La había amueblado con costosas antigüedades británicas adquiridas
en Los Ángeles, Nueva York y Londres. Beck, probablemente el hombre más
bondadoso que Jordan había conocido, sonreía con indulgencia, incluso cuando su
esposa contrató a otro constructor, y no a él, para que hiciera la casa. En alguna
ocasión Jordan había acompañado a su madre hasta el lugar y había encontrado a
Beck trabajando junto a los carpinteros y sus robots, clavando tablones y alineando
viguetas. Cuando la casa estuvo terminada, Jordan había esperado con aprensión qué
nuevas pretensiones se le ocurrirían a su madre. ¿Ascenso social? ¿Cirugía plástica?
¿Amantes? Pero Alice había ignorado a sus elegantes vecinos, había dejado que su
figura siguiera tan regordeta como siempre y se había limitado a canturrear con
satisfacción mientras cuidaba sus antigüedades británicas y su adorado jardín.
—¿Por qué británicas? —le había preguntado Jordan una vez, deslizando un dedo
por el respaldo de una silla Sheraton—. ¿Por qué antigüedades?
—Mi madre era británica —repuso Alice; fue la primera y la última vez que

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Jordan la oyó mencionar a su madre.
La fiesta de cumpleaños de Beck coincidió con la inauguración de la casa. Alice
había invitado a todos los amigos de la pareja, a sus colegas del Grupo de Gemelos, a
los profesores y amigos de la escuela de graduados de Moira, a Leisha Camden y
Kevin Baker, y a una Insomne a la que Jordan jamás había visto, una bonita joven
pelirroja llamada Stella Bevington a quien Alice había abrazado y besado como si se
tratara de Moira. Calvin Hawke se había invitado solo.
—No creo, Hawke —había dicho Jordan en el despacho de la fábrica de
Mississippi, y para cualquier otra persona la conversación se habría terminado allí.
—Me gustaría conocer a tu madre, Jordy. Casi ningún hombre habla tan bien ni
con tanta frecuencia de su madre como tú de la tuya.
Jordan no pudo evitarlo y se sonrojó. Desde la escuela primaria había soportado
que lo acusaran de ser un niño mimado. Hawke no había insinuado nada… ¿O sí?
Últimamente, todo lo que decía Hawke era mortificante. ¿Era culpa de Jordan o de
Hawke? Jordan no lo sabía.
—En realidad es una celebración familiar, Hawke.
—Evidentemente no querría molestar a tu familia —añadió Hawke en tono
amable—. ¿Pero no dijiste que era también la inauguración de la casa? Tengo un
regalo que me gustaría darle a tu madre para la nueva casa. Es algo que perteneció a
mi madre.
—Es muy generoso de tu parte —respondió Jordan, y Hawke sonrió. Los modales
que Alice había inculcado a su hijo divertían a Hawke. Jordan era bastante listo para
darse cuenta de esto, pero no lo suficiente para saber qué hacer al respecto. Decidió
hablar con franqueza—. Pero yo no quiero que vayas. Estará mi tía, y algunos otros
Insomnes.
—Te entiendo perfectamente —insistió Hawke, y Jordan pensó que el tema había
quedado zanjado. Pero de alguna manera volvió a surgir. Los dardos habían sido cada
vez peores en las frases aparentemente inocentes de Hawke y, como eran inocentes,
Jordan no se atrevía a replicarle. Sin que Jordan supiera cómo, ahora Hawke estaba
en la terraza superior de la casa de su madre, hablando con Beck y Moira y ante un
embobado grupo formado por las compañeras de Moira mientras Leisha,
absolutamente muda, lo observaba con rostro impasible y Jordan se servía el tercer o
cuarto whisky tan rápidamente que lo derramaba sobre la flamante alfombra azul
celeste de su madre.
—No es culpa tuya —dijo una voz a su espalda. Era Leisha. No la había oído
entrar.
—¿Qué usas para las manchas de whisky? ¿Algo que elimine el carbón? ¿O
estropearía la alfombra?
—Olvida la alfombra. Quería decir que no es culpa tuya que Hawke esté aquí.

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Estoy segura de que no querías que viniera. Seguro que se invitó solo. No te culpes,
Jordan.
—Nadie puede decirle que no —se quejó Jordan.
—Oh, Alice podría hacerlo si quisiera. No lo dudes. Él está aquí porque ella dijo
que podía venir, no porque él te obligara a ti a invitarlo.
Aquella cuestión lo había inquietado durante mucho tiempo.
—Leisha, ¿mamá aprueba lo que hago? ¿Lo del Movimiento Dormimos?
Leisha guardó silencio. Finalmente dijo:
—A mí nunca me lo diría, Jordan. —Lo cual era verdad. La pregunta era estúpida
y había sido planteada estúpidamente. Jordan secaba infructuosamente la alfombra
con una servilleta—. ¿Por qué no se lo preguntas a ella? —añadió Leisha.
—No hablamos de… Durmientes e Insomnes.
—No, me lo imagino —comentó Leisha—. Hay muchas cosas de las que esta
familia no habla, ¿verdad?
—¿Dónde está Kevin? —preguntó Jordan.
Leisha le miró con verdadera sorpresa.
—Supongo que no estarás sacando una conclusión errónea, ¿verdad?
Jordan se sintió avergonzado.
—No quise decir…
—Está bien, Jordan. Deja de disculparte todo el tiempo. Kevin tuvo que ir a ver a
un cliente que se encuentra en uno de los orbitales.
Jordan silbó.
—No sabía que hubiera Insomnes en alguno de los orbitales.
Leisha frunció el entrecejo.
—No hay ninguno. Pero la mayor parte del trabajo de Kevin es para clientes
internacionales que no necesariamente, ni siquiera frecuentemente, son Insomnes,
pero que…
—… son lo suficientemente ricos para permitirse el lujo de contratarle —dijo
Hawke mientras se acercaba a ellos—. Señorita Camden, no me ha dirigido la palabra
en toda la noche.
—¿Debía hacerlo?
Hawke se echó a reír.
—Claro que no. ¿Por qué Leisha Camden tendría que decirle algo a un
organizador sindical de imbéciles de clase baja que pierde la tercera parte de su vida
en una improductividad típica de un zombie?
—Nunca pensé en los Durmientes en esos términos —repuso Leisha en tono
uniforme.
—¿De veras? ¿Los considera sus iguales? ¿Sabe qué dijo Abraham Lincoln sobre
la igualdad, señorita Camden? Usted publicó un libro sobre los puntos de vista de

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Lincoln con respecto a la Constitución, ¿verdad? Y utilizó el seudónimo de Elizabeth
Kaminsky, ¿no es así?
Leisha no respondió.
—Ya está bien, Hawke —intervino Jordan.
Hawke continuó:
—Lincoln dijo sobre el hombre al que se le niega la igualdad económica:
«Cuando lo habéis rebajado y le habéis hecho imposible ser otra cosa que una bestia,
cuando habéis eliminado su alma de este mundo y lo habéis colocado donde el rayo
de esperanza queda apagado, como en la oscuridad de los condenados, ¿podéis estar
seguros de que el demonio que habéis creado no se volverá contra vosotros y os
destrozará?»
Leisha contraatacó:
—¿Sabe qué dijo Aristóteles acerca de la igualdad? «Los iguales afirman que
pueden volverse superiores . Ése es el estado de ánimo que crea las revoluciones.»
El rostro de Hawke se tensó. A Jordan le pareció que los huesos se le afilaban;
algo cambió en la mirada de Hawke. Empezó a decir algo, pero evidentemente lo
pensó mejor y sonrió enigmáticamente. Dio media vuelta y se alejó.
Al cabo de un momento, Leisha dijo:
—Lo siento, Jordan. Eso fue imperdonable en una fiesta. Supongo que estoy
demasiado acostumbrada a las salas de los tribunales.
—Tienes muy mal aspecto —le dijo Jordan bruscamente, sorprendiéndose por
haber pronunciado aquellas palabras—. Has adelgazado demasiado. Tienes el cuello
arrugado y la cara demacrada.
—Se empieza a notar la edad —apuntó Leisha, divertida. ¿Y por qué eso habría
de divertirla? Tal vez no se trataba de que él no comprendía a los Insomnes, sino a las
mujeres. Jordan volvió la cabeza y vio las luces destellantes que Stella Bevington
lucía en su cabellera roja.
Leisha se inclinó hacia delante y le cogió la muñeca.
—Jordan… ¿alguna vez deseaste convertirte en Insomne?
Él miró fijamente aquellos ojos, tan diferentes de los de Hawke; los de Leisha le
devolvían toda su luz. Como un paquete rechazado. De pronto la inseguridad lo
abandonó.
—Sí, Leisha. Claro que lo deseo. Todos lo deseamos. Pero no podemos hacerlo.
Por eso trabajo con Hawke sindicando a imbéciles de clase baja que pierden un tercio
de su vida durmiendo. Porque no podemos ser como tú.
Alice apareció detrás de él.
—¿Va todo bien por aquí? —preguntó mirando a su hijo y luego a su hermana.
Jordan vio que su madre lucía su habitual expresión cálida y un vestido realmente
horrible, de costosa seda verde, que no lograba ocultar su corpulencia. De su cuello

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colgaba el antiguo collar que Beck le había regalado. En otros tiempos había
pertenecido a alguna duquesa británica.
—Muy bien —respondió Jordan, y no se le ocurrió qué más podía decir.
Gemelas… eran gemelas.
Los tres se miraron en silencio, sonrientes, hasta que Alice habló. Jordan se
sobresaltó al ver que su madre estaba un poco achispada.
—Leisha —dijo—, ¿te hablé del nuevo caso que apareció en nuestro Grupo de
Gemelos? Unos gemelos que crecieron separados desde que nacieron, pero cuando
uno se rompió un brazo, al otro le dolió el mismo brazo durante semanas y no sabía
por qué.
—O después creyó haber sentido el dolor —sugirió Leisha.
—Ah —dijo Alice, como si Leisha hubiera respondido a alguna otra pregunta, y
Jordan vio que los ojos de su madre eran más sagaces de lo que él creía, y mucho más
enigmáticos que los del propio Calvin Hawke.

A primeras horas de la mañana, el desierto de Nuevo México brillaba bajo una luz
difusa. Las sombras de bordes afilados, azules, rosadas y de colores que Leisha jamás
imaginó ver en las sombras, reptaban como criaturas vivas en el inmenso vacío. En el
horizonte lejano, la silueta de las montañas Sangre de Cristo se alzaba clara y bien
definida.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo Susan Melling.
—Nunca creí que la luz pudiera ser así —repuso Leisha.
—No a todo el mundo le gusta el desierto. Es demasiado desolado y vacío,
demasiado hostil para la vida humana.
—A ti te gusta.
—Sí —respondió Susan—. Así es. ¿Qué quieres, Leisha? Ésta no es una simple
visita social; tu aire de crisis tiene la fuerza de un vendaval. Un vendaval civilizado:
solemnes ráfagas de aire muy frío.
Leisha sonrió, aunque no le apetecía. Susan, que ya tenía setenta y ocho años,
había abandonado la investigación médica al empeorar su artritis. Se había mudado a
una pequeña población situada a setenta y cinco kilómetros de Santa Fe, una
mudanza inexplicable para Leisha. Allí no había hospital, ni colegas, y pocas
personas con las que hablar. Susan vivía en una casa de adobe de paredes gruesas,
con pocos muebles y una amplia vista desde el tejado, que ella utilizaba como terraza.
En los gruesos alféizares pintados con cal y en las mesas había distribuido rocas,
brillantes y pulidas por el viento, o jarros con flores silvestres de tallo grueso, e
incluso huesos de animales que habían adquirido la misma blancura incandescente de
la nieve que cubría las montañas lejanas. Mientras se paseaba nerviosamente por la
casa por primera vez, Leisha había sentido un alivio palpable, como un pequeño

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estallido en su pecho, al ver el terminal y los periódicos médicos que Susan guardaba
en su estudio. Lo único que Susan decía con respecto a su retiro era: «Trabajé con la
mente durante mucho tiempo. Ahora estoy buscando a tientas todo lo demás»,
declaración que Leisha había comprendido intelectualmente —había leído a fondo las
obras esotéricas— pero de ninguna otra manera. ¿Lo «demás» de qué, exactamente?
Se había mostrado reacia a seguir interrogando a Susan, por si se trataba de algo
semejante al Grupo de Gemelos de Alice: pseudopsicología disfrazada de dato
científico. Leisha creía que no soportaría ver la notable mente de Susan seducida por
las engañosas comodidades de la vana palabrería. No la de Susan.
—Entremos, Leisha —propuso su anfitriona—. El desierto te ha agotado. Aún no
tienes edad suficiente para soportarlo. Prepararé un poco de té.
El té sabía muy bien.
—¿Estás al corriente de lo que ocurre en tu campo, Susan? —preguntó Leisha—.
Por ejemplo, ¿de la investigación sobre manipulación genética realizada por Gaspard-
Thiereux?
—Sí —repuso ella. Un brillo divertido resplandeció y desapareció de sus ojos,
hundidos pero aún vivaces. Había dejado de teñirse el pelo; lo llevaba recogido en
unas trenzas blancas apenas menos gruesas que las que Leisha recordaba de la
infancia. Pero la piel de Susan tenía la jaspeada transparencia de un cascarón de
huevo—. No he renunciado al mundo como un monje que se dedica a la flagelación,
Leisha. Recibo los periódicos regularmente, aunque debo decirte que hace mucho
tiempo que no surge nada digno de atención, salvo el trabajo de Gaspard-Thiereux.
—Ahora hay algo. —Leisha le habló sobre Walcott, Samplice, la investigación y
el robo. No mencionó a Jennifer ni Sanctuary. Susan bebió el té a sorbos y la escuchó
atentamente. Cuando Leisha concluyó, Susan no dijo nada.
—¿Susan?
—Déjame ver las notas de la investigación. —Dejó la taza de té sobre la mesa de
vidrio.
Susan estudió los papeles un largo rato. Luego desapareció en su estudio para
hacer algunas ecuaciones.
—Utiliza sólo un ordenador individual —le indicó Leisha—, y luego borra el
programa. Completamente. —Susan asintió lentamente.
Leisha se paseó por la sala y se dedicó a mirar las piedras que el viento había
agujereado, piedras tan suaves que podrían haber permanecido en el fondo del mar
durante un millón de años, y cuyas bruscas protuberancias parecían excrecencias
malignas. Cogió el cráneo de un animal y deslizó los dedos por el hueso limpio.
Cuando Susan regresó se sentía más serena y todas sus facultades críticas estaban
en plena actividad.
—Bueno, parece una buena línea de investigación, por lo que he podido ver. Eso

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es lo que querías saber, ¿verdad?
—¿Es realmente audaz?
—Depende de lo que haya en la parte que falta. Lo que hay aquí es novedoso,
pero en el sentido de que no ha sido explorado con anterioridad porque es un campo
ignoto, no tanto porque se trata de una inevitable pero difícil extensión de un
conocimiento ya existente, si entiendes la diferencia.
—La entiendo. ¿Pero lo que hay aquí podría sustentar en términos lógicos una
parte final que realmente convertiría a los Durmientes en Insomnes?
—Es posible —arriesgó Susan—. Se desvía de manera poco ortodoxa del trabajo
de Gaspard-Thiereux, pero por lo que puedo decir basándome en esto… sí. Sí. Es
posible.
Susan se hundió en el sofá y se tapó la cara con las manos.
—¿Cuántos de los efectos secundarios podrían… cuántos…?
—¿Me estás preguntando si los Durmientes que se conviertan en Insomnes
podrían tener órganos que no envejezcan, como los vuestros? Cielos, no lo sé. La
bioquímica de ese proceso aún es muy desconocida. —Susan bajó las manos y sonrió
sin ganas—. Los Insomnes no nos proporcionáis suficientes especímenes para la
investigación. No os morís tan a menudo.
—Lo siento —dijo Leisha en tono frío—. Todos tenemos calendarios completos.
—Leisha —dijo Susan con una voz menos serena—, ¿qué ocurre ahora?
—¿Aparte de la lucha en Samplice? Solicitamos las patentes a nombre de
Walcott. En realidad, ya he comenzado ese trámite, antes de que alguien pueda
hacerlo. Luego, cuando Walcott y Herlinger… Pero ése es otro problema.
—¿Cuál es otro problema?
—Walcott y Herlinger. Sospecho que Herlinger debió de hacer gran parte de este
trabajo, y que Walcott no querrá compartir el mérito con él, si es que puede evitarlo.
Walcott es una especie de manso beligerante. Camina distraídamente por el mundo,
sin reparar en cómo funciona realmente, hasta que alguien se cruza en su camino, y
entonces empieza a aullar y a clavar dentelladas.
—Conozco el paño —acotó Susan—. No se parece en nada a tu padre.
Leisha la miró; Susan rara vez hablaba de Roger Camden. Susan cogió el mismo
cráneo que Leisha había estado tocando.
—¿Qué sabes de Georgia O'Keeffe?
—Era una artista, ¿no? ¿Del siglo diecinueve?
—Del veinte. Pintó estos cráneos. Y este desierto. Muchas veces —de pronto
Susan dejó caer el cráneo, que se hizo pedazos contra el suelo de piedra—. Leisha,
ten ese bebé en el que Kevin y tú siempre estáis pensando. El hecho de que ninguna
Insomne haya entrado en la menopausia no garantiza que tú no vayas a tenerla. Ni
siquiera las trompas de Falopio que no parecen envejecer pueden fabricar nuevos

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gametos. Tus óvulos tienen cuarenta y tres años.
Leisha se acercó a ella.
—Susan… ¿me estás diciendo que te arrepientes… que te habría gustado…?
—No, no estoy diciendo eso —repuso Susan en tono cortante—. Te tuve a ti, y a
Alice, y aún os tengo. Las hijas biológicas no podrían ser más importantes para mí
que vosotras dos. ¿Pero a quién tienes tú, Leisha? Kevin…
Leisha se apresuró a decir:
—Kevin y yo estamos muy bien.
Susan la miró con una expresión tierna y escéptica que hizo que Leisha repitiera:
—Estamos muy bien, Susan. Juntos trabajamos realmente bien. Después de todo,
eso es lo único que importa.
Pero Susan siguió mirándola con la misma expresión de tierna duda mientras
sostenía los apuntes de la investigación de Adam Walcott entre sus manos artríticas.

Simpson contra Offshore Fishing fue un caso complicado. El cliente de Leisha,


James Simpson, era un pescador Insomne que alegaba trastornos deliberados en las
pautas de migración de los peces del lago Michigan mediante el uso ilegal de
retrovirus, en sí mismos legales, por parte de la empresa competidora Offshore
Fishing, Limited, que era propiedad de los Durmientes. El caso se basaría en la
interpretación judicial de los usos predominantes de la biotecnología en la restricción
del comercio, según el Acta de Canton-Fenwick. Leisha tenía que estar en la sala del
tribunal a las diez de la mañana, de modo que había solicitado una reunión en
Samplice para las siete de la mañana.
—Bueno, es probable que nadie vaya allí a las siete de la mañana —había
protestado Walcott—, ni siquiera yo.
Leisha había observado atentamente el delgado rostro de Walcott en el terminal
de comunicación, nuevamente sorprendida por la estupidez del hombre que
transformaría el mundo biológico y social. ¿Newton habría sido así? ¿Y Einstein? ¿Y
Callingwood? En realidad, sí. Einstein era incapaz de recordar las paradas del tren en
que solía viajar; Callingwood, el genio de las aplicaciones de la energía Y, solía
perder los zapatos y se negaba a que le cambiaran las sábanas durante un mes
seguido. Walcott no era un caso único, sino bastante típico, aunque no muy común. A
veces Leisha tenía la impresión de que el proceso de madurez intelectual
simplemente estaba descubriendo que los casos exóticos o únicos sólo pertenecían a
los grupos más raros. Ella misma llamó a Samplice e insistió en que celebraran una
reunión a las siete de la mañana.
El director Lee, un hombre apuesto y bronceado que llevaba en la cabeza unas
cintas de seda italiana demasiado juveniles para él, resultó ser un hombre tan difícil
como Walcott había dicho.

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—Esta investigación nos pertenece, al margen de lo que sea, incluso si resulta ser
valiosa, y créame que tengo mis dudas. ¡Estos dos… investigadores trabajan para mí,
y espero que ninguno de ustedes, elegantes abogados, lo olvide!
Leisha era el único abogado elegante que estaba presente. El asesor legal de
Samplice, Arnold Seeley, era un hombre de mirada dura y cabeza agresivamente
rapada que, sin embargo, lanzaba tímidas preguntas sobre temas en los que tendría
que haber presionado a Leisha. Ella se inclinó por encima de la mesa.
—Olvido muy pocas cosas, señor Lee. Existen precedentes legales sobre el
trabajo científico, especialmente con respecto a aplicaciones comerciales. El doctor
Walcott no tiene la misma categoría laboral que un carpintero que le arregla la puerta
de entrada. También existen ambigüedades en el contrato que el doctor Walcott firmó
con Samplice al aceptar el empleo. Supongo que tiene una copia en su poder,
¿verdad, señor Seeley?
—Eh… no, espere…
—¿Por qué no la tiene? —le espetó Lee—. ¿Dónde está? ¿Qué dice?
—Debo comprobarlo…
Leisha sintió que la invadía la misma impaciencia que siempre sentía ante la
incompetencia. Decidió calmarse; aquella situación era demasiado importante para
ponerla en peligro con estúpidas muestras de malos sentimientos. O nuevas muestras.
Lee, Seeley y Walcott, que en sus manos estúpidas tenían ocho horas diarias para
cientos de miles de personas, buscaron el contrato de empleo en sus blocs
electrónicos.
—¿Lo tiene? —preguntó Leisha en tono áspero—. De acuerdo, segundo párrafo,
tercera línea. —Les leyó el texto mal redactado, los precedentes legales de derechos
de autor en el campo científico, el fallo del caso Boeing contra Fain. Seeley fijó su
dura mirada en la pantalla e hizo tamborilear los dedos en la mesa. Lee farfullaba.
Walcott estaba callado y mostraba una sonrisa de autosuficiencia. Herlinger, el
asistente de veinticinco años, era el único que escuchaba con atención. Había
sorprendido a Leisha: de aspecto rechoncho y casi calvo a pesar de su edad, habría
parecido un gamberro de no ser por una especie de amarga dignidad, una estoica
desilusión que no parecía corresponder a su juventud ni al supuesto genio agudo y
excéntrico de Walcott. Ambos formaban un equipo extraño.
—… por eso me gustaría sugerir un arreglo de común acuerdo sobre las patentes.
Lee empezó a protestar otra vez. Seeley se apresuró a decir:
—¿Qué tipo de arreglo? ¿Un porcentaje o una suma adelantada?
Leisha se mostró impasible. Lo tenía en sus manos.
—Eso tendremos que discutirlo, señor Seeley.
—Si cree que se saldrá con la suya y logrará quitarme lo que le pertenece a esta
empresa… —dijo Lee casi gritando.

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Seeley se volvió y le dijo en tono glacial:
—Creo que los accionistas discreparían respecto a quién le pertenece la empresa.
Entre los accionistas estaba incluido Sanctuary, aunque Lee no necesariamente
tenía que saber que Leisha conocía ese detalle. Leisha y Seeley esperaron a que Lee
se diera cuenta. Entonces su pequeña boca se arrugó y miró a Leisha con espantoso
desprecio. A ella le pareció que hacía mucho tiempo que alguien no mostraba tanto
disgusto hacia ella.
—Tal vez —dijo Lee— podríamos hablar de un arreglo. En mis términos.
—Fantástico. Hablemos de los términos —propuso Leisha.
Lo tenía en sus manos.
Después Walcott acompañó a Leisha y a su guardaespaldas hasta el coche.
—¿Aceptarán un arreglo?
—Sí —repuso Leisha—. Creo que sí. Tiene unos interesantes colegas, doctor.
Él la miró con cautela.
—Su director olvida que dirige una empresa de capital público, el abogado de la
empresa no sabe redactar correctamente un contrato de empleo de clase seis y su
asistente en investigación genética viaja en un scooter Dormimos.
Walcott agitó una mano airadamente.
—Es joven. No puede permitirse tener un coche. Y, por supuesto, si esta
investigación sigue adelante, ya no habrá Movimiento Dormimos. Nadie necesitará
dormir.
—Salvo los que no puedan permitirse el lujo de pagar la operación. O un coche.
Walcott la observó con expresión divertida.
—¿Usted no debería argumentar a favor de la otra parte, señorita Camden? ¿A
favor de la elite económica? Después de todo, muy pocas personas pueden permitirse
el lujo de modificar genéticamente sus embriones in vitro para contar con la ventaja
del insomnio.
—No estaba argumentando, doctor Walcott. Simplemente corregía su falsa
afirmación. —Aunque de forma más sutil, él era tan antipático como Lee.
Walcott agitó una mano.
—Bueno, supongo que no puede evitarlo. Una vez un abogado…
Leisha cerró la puerta con tanta fuerza que su guardaespaldas dio un brinco.

Llegaba tarde al tribunal. El juez miraba a su alrededor con expresión irritada.


—¿Señorita Camden?
—Lo siento, señoría. Me retrasé por causas ajenas a mi voluntad.
—Que no se repita, abogada.
—No, señoría. —La sala del tribunal estaba casi vacía, a pesar de la importancia
del caso para la ley constitucional. Las pautas de migración de peces no interesaban a

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las redes de noticias. Además de la otra parte y su abogado, vio a un periodista,
funcionarios estatales y federales de medio ambiente, tres jóvenes que, supuso, eran
estudiantes de derecho o de ecología, un ex juez y tres testigos.
También estaba Richard Keller, que no debía declarar como testigo experto hasta
el día siguiente.
Richard estaba sentado en la parte posterior de la sala, completamente erguido;
era un hombre robusto que sin embargo estaba rodeado por cuatro guardaespaldas.
Eso debía de ser lo que ocurría cuando uno vivía año tras año aislado en Sanctuary: el
resto del mundo parecía aún más peligroso de lo que era. Richard cruzó una mirada
con ella. No le sonrió. Leisha sintió que algo se congelaba en su pecho.
—Si por fin está preparada para empezar, abogada…
—Sí, señoría. Así es. Llamo a Carl Tremolia al estrado.
Tremolia, un fornido pescador que actuaba como testigo hostil, subió por el
pasillo. El cliente de Leisha entrecerró los ojos. Tremolia llevaba en la solapa un
distintivo electrónico de Dormimos. Se produjo un alboroto en la puerta; alguien
llamaba al alguacil en tono insistente.
—Señoría, solicito al tribunal que ordene al testigo quitarse el distintivo de la
solapa —intervino Leisha—. Dadas las circunstancias del caso, las opiniones
políticas del testigo, expresadas con palabras o con símbolos, son perjudiciales.
El juez ordenó:
—Quítese el distintivo.
El pescador se lo arrancó.
—¡Pueden hacer que me quite el distintivo, pero no me harán comprar Insomnes!
—Silencio —ordenó el juez—. Señor Tremolia, si no se limita a responder
cuando le pregunten, lo acusaré de desacato… ¿Qué ocurre, alguacil?
—Lo siento, señoría. Es un mensaje para la señorita Camden. Personal y urgente.
Le entregó a Leisha una tira de papel impresa. Llama a Kevin Baker a su
despacho de inmediato. Urgente y personal.
—Señoría…
El juez lanzó un suspiro:
—Vaya, vaya…
Al llegar al pasillo cogió el terminal de comunicación de su maletín. El rostro de
Kevin apareció en la pantalla en miniatura.
—Leisha. Se trata de Walcott…
—Éste es un terminal sin protección, Kevin.
—Lo sé. No importa, esto es oficial. Demonios, dentro de unas horas todo el
maldito mundo lo sabrá. Walcott no puede solicitar esas patentes.
—¿Por qué no? Samplice…
—Olvídate de Samplice. Las patentes fueron solicitadas hace dos meses. De

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forma limpia e inquebrantable. A nombre de Sanctuary, Incorporated… ¿Leisha?
—Aquí estoy —respondió ella, aturdida. Kevin siempre le había dicho que nadie
podía falsificar los archivos de patentes del gobierno. Había demasiadas copias,
electrónicas e impresas y en ordenadores individuales. Nadie podía hacerlo.
—Hay algo más, Leisha —añadió Kevin—. Timothy Herlinger está muerto.
—¡Muerto! ¡Lo vi hace menos de media hora! ¡Conduciendo un scooter!
—Chocó con un automóvil. Los escudos de su scooter fallaron. Un poli pasó por
allí unos minutos más tarde; lo introduje directamente en MedNet, y por supuesto
tengo todas las redes controladas para que me transmitan los nombres clave.
—¿Con quién chocó? —preguntó Leisha con inquietud.
—Con una mujer llamada Stacy Hillman que dijo que vive en Barrington. Tengo
a varios genios comprobándolo todo. Pero parece un accidente.
—Los escudos del scooter son conos de energía Y. No fallan; es uno de los
principales argumentos para la comercialización. Simplemente no fallan. Ni siquiera
en un destartalado scooter Dormimos.
Kevin lanzó un silbido.
—¿Conducía un scooter Dormimos?
Leisha cerró los ojos.
—Kevin, envía a dos guardaespaldas a buscar a Walcott. Los mejores
guardaespaldas que puedas conseguir. No… mejor los tuyos. Estaba en Samplice
hace media hora. Haz que lo escolten hasta tu apartamento. ¿O sería más seguro tu
despacho?
—Mi despacho.
—Yo no puedo abandonar el tribunal hasta las dos, por lo menos. Y no puedo
pedir que suspendan la vista. Otra vez no. —Ya había pedido otras prórrogas de ese
caso para viajar a Mississippi y a Sanctuary. A Sanctuary había ido dos veces.
—Sigue adelante con tu caso —le dijo Kevin—. Walcott estará a salvo.
Leisha abrió los ojos. Desde la puerta del tribunal, el alguacil la observaba.
Siempre le había caído bien ese amable anciano que disfrutaba enseñándole
hologramas de sus nietos. En el otro extremo del pasillo se encontraba Richard
Keller, muy envarado, esperando. Esperándola. Sabía para qué la había llamado
Kevin y la estaba esperando. Ella estaba segura, tan segura como de que se llamaba
Leisha.
¿Cómo sabía él lo que Kevin le iba a decir?
Regresó a la sala del tribunal y le pidió una prórroga al juez.

Leisha condujo a Richard a su despacho, situado a una manzana de distancia;


caminó sin tocarlo ni mirarlo. Una vez dentro, oscureció la ventana hasta dejarla
negra. Las flores exóticas y las pasionarias y las orquídeas rojizas empezaron a

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cerrarse.
—Cuéntame —dijo Leisha en tono sereno.
Richard observó las flores que se cerraban.
—Tu padre las cultivaba.
Ella reconoció el tono de voz; lo había oído en las salas de interrogatorios de las
comisarías, en las cárceles, en los tribunales: la voz de un hombre que dice lo primero
que se le ocurre, cualquier cosa, porque ya lo ha perdido todo. El tono revelaba cierta
dosis de libertad, de una libertad que siempre hacía que Leisha sintiera deseos de
apartar la mirada.
Esta vez no la apartó.
—Cuéntame, Richard.
—Sanctuary robó los papeles de Walcott. Hay una red muy compleja, un hampa
de genios tanto del Interior como Durmientes del Exterior. Jennifer lleva años
construyéndola. Ellos lo hicieron todo: lo de Samplice, lo del First National Bank.
Esto no era nada nuevo. Richard le había dicho mucho en Sanctuary, en presencia
de Jennifer.
—Debo decirte algo, Richard. Escucha con atención. Estás hablando con la
abogada de Walcott y nada de lo que digas aquí es confidencial. Nada. El privilegio
marital de intimidad no se aplica a nada de lo que Jennifer te diga delante de un
tercero o terceros, como el Consejo de Sanctuary, artículo 861 del Código de Estados
Unidos. Pueden exigirte que repitas bajo juramento lo que digas aquí. ¿Comprendes?
Él le dedicó una sonrisa casi caprichosa. Habló con el mismo tono de voz:
—Por supuesto. Por eso estoy aquí. Grábalo, si quieres.
—De acuerdo. Continúa.
—Sanctuary alteró las solicitudes de patentes. Tanto las copias electrónicas como
las impresas. Los datos se eligieron cuidadosamente… todas las aplicaciones
impresas de Washington llevan el sello de «Recibido» pero ninguno ha alcanzado la
etapa de revisión definitiva con las firmas oficiales significativas. Eso es lo que
Kevin te estaba diciendo, ¿verdad?
—Me dijo que no cree que alguien pueda entrar en el sistema federal, ni siquiera
su gente.
—Ah, pero él lo estaría intentando desde el Exterior, únicamente.
—¿Tienes algo concreto? Datos, nombres, algo que se haya dicho delante de
terceros como parte de una conversación que habría tenido lugar aunque tú y Jennifer
no fuerais marido y mujer.
—Sí.
—¿Tienes alguna prueba escrita?
Richard sonrió débilmente.
—No. Sólo de palabra.

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Leisha estalló.
—¿Por qué, Richard? No hablo de Jennifer… Pero tú… ¿Por qué lo hiciste?
—¿Alguien podría dar una respuesta sencilla a una pregunta como ésa? Es toda
una vida de decisiones. Ir a Sanctuary, casarme con Jennifer, tener hijos… —Se
levantó y se acercó a las flores. La forma en que tocó las peludas hojas hizo que
Leisha se levantara y lo siguiera.
—¿Entonces por qué me lo dices ahora?
—Porque es la única forma que me queda para detener a Jennifer. —Alzó la vista
para mirar a Leisha, pero ella supo que no la veía—. Por el bien de ella. En Sanctuary
ya no hay nadie que pueda detenerla… Demonios, incluso la estimulan, sobre todo
Cassie Blumenthal y Will Sandaleros. Mis hijos… Las acusaciones criminales con
respecto a las patentes al menos asustarán a algunos de sus contactos en el Exterior.
Son gente horrenda, Leisha, y no quiero que Jennifer trate con ellos. Sé que incluso
con mi testimonio, sin pruebas, no puedes hacer demasiado y probablemente todo el
asunto quede en nada. ¿Crees que estaría aquí si pensara que ella puede ser acusada
de algo? —Estudié muy atentamente los casos de Wade contra Tremont y Jastrow
contra Estados Unidos, y quiero que en la grabación conste que lo hice. Sólo quiero
detener a Jenny. Mis hijos… el odio que les están inculcando contra los Durmientes,
la noción de que tienen derecho a hacer cualquier cosa, cualquier cosa, Leisha, en
nombre de su propia seguridad… me asusta. ¡No es esto lo que Tony pretendía!
Después de la primera vez, Leisha y Richard jamás habían podido hablar de lo
que Tony Indivino pretendía.
Richard continuó en tono más sereno:
—Tony estaba equivocado. Yo también. Uno cambia cuando se encierra durante
décadas con otros Insomnes. Mis hijos…
—¿En qué cambia?
Pero Richard se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Qué ocurrirá ahora, Leisha? ¿Le presentarás todo esto al fiscal general y él
formulará las acusaciones? ¿Por robo y manipulación de los archivos del gobierno?
—No. Por asesinato.
Lo miró atentamente. Richard abrió los ojos desorbitadamente y en ese momento
Leisha habría apostado su vida a que él no sabía nada de la muerte de Timothy
Herlinger. Pero una semana antes habría apostado su vida a que Richard tampoco
sabía nada del robo.
—¿Asesinato?
—Timothy Herlinger murió hace una hora. En circunstancias sospechosas.
—Y tú crees…
La mente de Leisha funcionaba a mayor velocidad que la de él.
Vio que él se daba cuenta de todo y dio un paso atrás.

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Richard dijo lentamente:
—Vas a acusar a Jennifer de asesinato y a hacerme declarar contra ella. Con lo
que he dicho aquí.
De alguna manera logró pronunciar la palabra.
—Sí.
—¡En Sanctuary nadie planificó un asesinato! —Como ella no respondió, Richard
la cogió de la muñeca—. Leisha, en Sanctuary nadie… ni siquiera Jennifer… nadie…
Su vacilación fue lo peor de todo. Richard no estaba seguro de que su esposa
fuera incapaz de cometer un asesinato político. Leisha lo miró fijamente. Tenía que
oírlo, oír todo, porque… ¿Por qué? Porque sí. Porque tenía que saber.
Pero no había nada más que oír. El puño de Richard se cerró sobre la flor que
sostenía y se echó a reír.
—¡No lo hagas! —le rogó ella, pero él siguió riendo con voz ronca hasta que
Leisha abrió la puerta del despacho y le dijo a su secretaria que llamara al fiscal del
distrito.

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11

a celda de piedraespuma tenía cinco metros por seis. Allí había una cama

L empotrada, dos mantas reciclables, una almohada, un lavabo, una silla y un


váter, pero no tenía ventana ni terminal. Will Sandaleros, el abogado de la
prisionera, había protestado por el hecho de que no hubiera un terminal; salvo las
celdas de aislamiento, todas las demás contaban con algún terminal sencillo, sólo de
lectura, de alguna aleación irrompible, soldado a la pared. Su cliente tenía acceso a
las redes de noticias, a ejemplares autorizados de la biblioteca y al sistema postal
electrónico de Estados Unidos. El carcelero pasó por alto la protesta: no pensaba
confiar un terminal a ningún Insomne. Tampoco le permitiría a la prisionera disfrutar
de cenas ni ejercicios colectivos, ni recibir visitas, ni siquiera la de Sandaleros. Veinte
años antes, el mismo carcelero de Cattaraugus, más joven y más fuerte, había perdido
un Insomne de Sanctuary a manos de los asesinos de la cárcel. No quería que volviera
a ocurrir. No en su cárcel.
Jennifer Sharifi dijo al abogado que interrumpiera las protestas.
El primer día examinó atentamente los cuatro rincones de su celda. El rincón
sudeste estaba asignado a la oración. Cuando cerraba los ojos podía ver el sol que se
elevaba, en lugar de la pared de piedraespuma; al cabo de unos días no necesitaba
cerrar los ojos. El sol estaba allí, convocado por la voluntad y la convicción.
En el rincón noreste estaba el lavabo. Se lavaba de pies a cabeza dos veces al día;
se quitaba la abbaya y también la lavaba, pues se negaba a utilizar la lavandería y el
uniforme de la cárcel. No le importaba que el panel de vigilancia la mostrara desnuda
ya que para ella la pared de piedraespuma era para ver el sol. Lo único que le
importaba era lo que ella hacía, no la forma en que la vieran los subhumanos. Gracias
a su lasciva visión, ellos habían perdido la humanidad que a ella le habría permitido
tenerlos en consideración.
Los dos rincones que quedaban estaban ocupados por el catre. Ella dejaba la ropa
de cama doblada debajo de ésta, día tras día, intacta. La cama propiamente dicha se
convirtió en su lugar de aprendizaje. Se sentaba en el borde, con la espalda recta y la
abbaya aún húmeda. Cuando le entregaban las copias impresas que solicitaba,
irregular e intermitentemente, las leía permitiéndose una sola lectura de cada
periódico, cada libro de derecho, cada ejemplar de la biblioteca. Cuando no tenía qué

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leer, aprendía pensando, creando detallados escenarios en los que cubría todas las
posibilidades que lograba imaginar.
Pensaba en las posibilidades de su situación legal, en la investigación de Walcott,
el futuro de Sanctuary, las alternativas de Leisha Camden, el apuntalamiento
económico de cada división, de cada organización, de cada relación personal o
profesional significativa dentro de Sanctuary; en las posibilidades que se presentaban
en diferentes lugares. Lo analizaba todo hasta que lograba cerrar los ojos y ver la gran
estructura global que surgía del encadenamiento de una decisión tras otra, como
árboles que extienden ramas de las que brotan otras, docenas de ellas. A medida que
recibía datos nuevos de las copias impresas o a través de Sandaleros, volvía a
componer mentalmente cada rama afectada. A cada decisión le asignaba un texto del
Corán o, si había aplicaciones conflictivas, más de un texto. Cuando lograba ver el
enorme todo equilibrado con sus párpados cerrados, abría los ojos y se entrenaba a
verlo en tres dimensiones dentro de la celda, llenando el espacio con palpables ramas
crecientes como el árbol de la vida misma.
—Lo único que hace es quedarse sentada, con la vista fija —le informó la
matrona al fiscal del distrito—. A veces tiene los ojos abiertos, a veces cerrados. Casi
nunca se mueve.
—¿Le parece un estado catatónico que necesita atención médica?
La matrona sacudió la cabeza, luego asintió y finalmente volvió a sacudir la
cabeza.
—¿Cómo demonios puedo saber lo que uno de ellos necesita?
El fiscal del distrito no respondió.
Los miércoles y los domingos eran días de visita, pero el único visitante que ella
podía recibir era Will Sandaleros, que entraba diariamente a la galería de visitas
habitualmente desierta, donde ella se sentaba separada de él por un grueso plexiglás
bajo un cerco de paneles de vigilancia.
—Jennifer, el gran jurado pronunció una acusación contra ti.
—Sí —dijo ella. No había ninguna rama en su árbol de decisión en la que el
jurado no la acusara—. ¿Han fijado la fecha del juicio?
—El 8 de diciembre. Fue denegada la petición de que se reconsiderara la libertad
bajo fianza.
—Sí —dijo Jennifer. Tampoco había ramas para la libertad bajo fianza—. Leisha
Camden declaró ante el jurado de acusación. —Era una pregunta.
—Sí. El testimonio ha sido entregado a los abogados; estoy intentando
conseguirte una copia impresa.
—Hace dos días que no me entregan ninguna copia impresa.
—Volveré a ocuparme de eso. Las redes de noticias siguen con lo mismo; no es
necesario que las veas.

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—Sí —repuso Jennifer—, es necesario que las vea. —La histeria de las redes de
noticias era necesaria: no para su aprendizaje sino para el fortalecimiento de sus
oraciones. «Un recordatorio para los creyentes», decía el Corán. «¡Insomne asesina
para controlar el mundo!» «Primero dinero… ¿Ahora sangre?» «¡Grupo clandestino
de Insomnes planea el derrocamiento de Estados Unidos… mediante el asesinato!»
«Insomne renegado descubre la muerte total de la mafia de Sanctuary.» «Pandilla
local reivindica la paliza mortal a un adolescente: “Era un Insomne.”»
—Sí, tal vez sí —concluyó Sandaleros. Tenía veinticinco años y había vivido en
Sanctuary desde los cuatro; su custodia había sido cedida voluntariamente por unos
padres que no habían conseguido lo que esperaban de un niño manipulado
genéticamente. Después de estudiar derecho en Harvard, Sandaleros había regresado
a Sanctuary para establecer allí su bufete y sólo había salido para visitar a sus clientes
y presentarse ante los tribunales. Ni siquiera para eso le gustaba salir. Rara vez
recordaba a sus padres, y no les guardaba afecto. Jennifer lo había elegido para que la
representara.
—Una cosa más —dijo Sandaleros—. Tengo un mensaje de tus hijos.
Jennifer se sentó muy erguida. Ésta era siempre la parte más difícil; era por eso
que seguía la misma disciplina día y noche, sentada en el borde del duro catre de
metal, con la espalda recta y la mente en calma. Para eso.
—Adelante.
—Najla dice que te comente que ha terminado el software Física Tres. Ricky dice
que ha encontrado una nueva pauta de migración de los peces en los datos de la
corriente del Golfo, y que está trazando el mapa basándose en el trabajo de su padre
en el Directorio Global.
Ricky casi siempre encontraba la forma de incluir a su padre en sus mensajes;
Najla nunca lo hacía. Les habían dicho que su padre declararía contra su madre en los
tribunales. Jennifer había insistido en que Sandaleros se lo comunicara a ambos.
Ése no era un mundo en el que los niños Insomnes pudieran permitirse el amparo
de la ignorancia.
—Gracias —dijo Jennifer en tono sereno—. Ahora dime qué alternativas tenemos
para la defensa.
Más tarde, cuando Sandaleros ya se había marchado, ella volvió a sentarse al
borde del catre durante un largo rato, cultivando árboles de decisión en los espacios
libres de su mente.

—¿De verdad vas a hacerlo? —El bonito rostro de Stella Bevington se veía rígido
en la pantalla del terminal de comunicación—. ¿De verdad vas a declarar contra uno
de los nuestros?
—Stella —repuso Leisha—, tengo que hacerlo.

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—¿Por qué?
—Porque ella está equivocada. Y porque…
—¡No es una equivocación cuidar a la propia gente, aunque eso signifique
infringir la ley! ¡Tú fuiste quien me enseñó eso… tú y Alice!
—Esto no es lo mismo —puntualizó Leisha lo más serenamente que pudo. Detrás
de Stella, en la pantalla del terminal, se veían las palmeras manipuladas
genéticamente de California, enormes frondas azules divididas por franjas plateadas.
¿Qué hacía Stella en California? Ningún terminal portátil quedaba adecuadamente
protegido—. Jennifer nos está perjudicando. A todos, a Insomnes y Durmientes por
igual…
—A mí no. A mí no me está perjudicando; tú sí que lo estás haciendo. Estás
destruyendo la única familia que nos queda a algunos de nosotros. ¡Nosotros no
tenemos tanta suerte como tú, Leisha! —Yo… —empezó a decir Leisha, pero Stella
había desconectado el terminal y Leisha se quedó mirando la pantalla vacía.

Adam Walcott se quedó de pie en la biblioteca del ático de Leisha y Kevin,


mirando distraídamente los libros de derecho, el holograma enmarcado de Kenzo
Yagai, la escultura tallada a partir de la virginal roca Luna por Mondi Rastell. Ésta era
una figura andrógina humana en una pose heroica, con los brazos extendidos hacia
arriba, y un brillo de inteligencia en el rostro. Leisha observó a Walcott, que estaba
apoyado en un pie, se pasaba una mano por el pelo, luego la otra, enderezaba sus
finos hombros y bajaba el pie. Raro… no había otra palabra para definirlo. Walcott
era el cliente más raro que jamás había tenido. Ni siquiera podía decir si él
comprendía para qué lo había citado allí.
—Doctor Walcott, sabe que puede presentar una demanda por la patente contra
Samplice y Sanctuary, y simultáneamente una por asesinato contra Sharifi. —
Pronunció las palabras con voz serena. A veces, en el aislamiento obligado de su
apartamento, practicaba diciéndolas en voz alta: la demanda de asesinato contra
Sharifi.
—Pero usted no será mi abogada —dijo él irritado—. Está abandonando todo este
asunto.
Leisha se armó de paciencia y volvió a empezar. Realmente, él no entendía.
—Me encuentro en detención preventiva hasta el momento del juicio, doctor
Walcott. He recibido serias amenazas. Los que usted encontró en el vestíbulo y en el
ascensor, y los que están en el tejado no son mis guardaespaldas sino oficiales de
justicia federales. Estoy detenida aquí, más que en cualquier otro lugar, porque aquí
la seguridad es mejor. Casi. Pero no puedo presentar ante los tribunales su demanda
por la patente, y en mi opinión no le conviene esperar a que yo pueda hacerlo. Por su
propio bien, debería buscar asesoramiento de otro abogado. He preparado una lista

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para que la estudie.
Le entregó una hoja impresa; Walcott no se movió. Se apoyó en el otro pie y su
voz recuperó su fuerza intermitente.
—¡No es justo!
—No es…
—Justo. Con un hombre que trabaja en una revolución genética, que pone el alma
para una apestosa compañía que no reconoce a un genio aunque lo tenga delante… ¡A
mí se me hicieron promesas, señorita Camden! ¡Se me hicieron promesas!
Ahora ella lo escuchaba atentamente, a pesar de que no lo deseaba. La intensidad
del hombrecillo resultaba en cierto modo atemorizante.
—¿Qué clase de promesas, doctor?
—¡Reconocimiento! ¡Fama! ¡La atención que me merezco, y que ahora no tiene
nadie más que los Insomnes! —Extendió los brazos, se puso de puntillas y añadió
casi en un chillido—: ¡Se me hicieron promesas!
Pareció repentinamente consciente de que Leisha lo observaba. Bajó los brazos a
un costado y le sonrió: fue una sonrisa tan evidente y enfermizamente falsa que ella
sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Era difícil imaginar a Lee, el director de
Samplice, un hombre demasiado ensimismado e inseguro para reconocer los sueños
de los demás, haciendo semejantes promesas. Algo no encajaba.
—¿Quién le prometió esas cosas, doctor Walcott?
—Oh, bueno —respondió a la ligera, intentando evitar su mirada—, ya sabe cómo
son estas cosas. Uno tiene sueños de juventud. La vida le hace promesas. Y las
promesas quedan en nada.
Leisha respondió en un tono más áspero del que se proponía:
—Todo el mundo lo descubre, doctor Walcott. Incluso con respecto a sueños más
valiosos que la fama y el reconocimiento.
Él dio la impresión de no haberla oído. Se quedó mirando el retrato de Yagai y
levantó el brazo izquierdo por detrás de la cabeza para rascarse reflexivamente la
oreja derecha.
—Consiga otro abogado, doctor Walcott —le dijo Leisha.
—Sí —repuso él en tono distraído—. Lo haré. Gracias. Adiós. Conozco el
camino.
Leisha se quedó sentada un buen rato en el sofá de la biblioteca, preguntándose
por qué Walcott la perturbaba tanto. No tenía nada que ver con este caso en
particular; era algo más general. ¿Era porque ella esperaba que la competencia fuera
racional? Ése era el mito norteamericano: el hombre competente, lleno de
individualismo y sentido común, que tenía dominio de sí y del mundo material. La
historia no confirmaba ese mito; los hombres competentes con frecuencia estaban
fuera de control o eran irracionales. La melancolía de Lincoln, el temperamento

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extravagante de Miguel Ángel, la megalomanía de Newton. Su modelo había sido
Kenzo Yagai, ¿pero no podía ser que Yagai fuera una aberración? ¿Por qué ella debía
esperar la misma conducta lógica y disciplinada de parte de Walcott? ¿O de parte de
Richard, que podía reunir la fuerza moral para detener la conducta destructiva e
inmoral de su esposa pero que ahora pasaba los días bajo prisión preventiva
acurrucado en un rincón, sin voluntad para comer, lavarse o hablar, salvo que lo
obligaran? ¿O de Jennifer, que utilizaba un cerebro brillante y estratégico al servicio
de una obsesiva necesidad de control?
¿O era ella, Leisha, la que no actuaba de manera racional al pretender que todas
esas personas no hicieran todas esas cosas?
Se levantó del sofá y se paseó por todo el apartamento. Todos los terminales
estaban apagados; había llegado un momento, hacía dos días, en que no pudo seguir
soportando la histeria de las redes de noticias. Las ventanas habían quedado
oscurecidas para evitar ver debajo de su ventana las riñas que se producían de forma
intermitente entre la policía y dos grupos agresores de manifestantes. ¡MATEMOS A
LOS INSOMNES ANTES DE QUE ELLOS NOS MATEN A NOSOTROS!,
chillaban los signos electrónicos a un costado, contestados por: ¡OBLIGUEMOS A
SANCTUARY A COMPARTIR LAS PATENTES! ¡NO SON DIOSES! De vez en
cuando los dos grupos, cansados de luchar con la policía, luchaban entre ellos. Las
dos noches anteriores, Kevin, que regresaba a casa a cenar, había tenido que correr
hasta el edificio entre los cordones de seguridad de guardaespaldas, policías y
gritones alborotadores, mientras las holocámaras robóticas de las redes de noticias
pasaban a pocos centímetros de su cara para tomarle primeros planos.
Esta noche se había retrasado. Leisha se sorprendió mirando el reloj; el hábito le
resultó desagradable pero no pudo evitarlo. Era la primera vez en la vida que le
resultaba difícil estar sola. ¿O la primera vez que estaba sola? ¿Alguna vez había
estado sola? Al principio estaban papá y Alice, luego Richard, Carol, Jeanine,
Tony… más tarde Stewart y Richard otra vez, y finalmente Kevin. Además siempre,
siempre, había estado la ley. Para estudiarla, cuestionarla y aplicarla. La ley hacía
posible que personas de diferentes creencias, habilidades y objetivos convivieran en
algo más que la barbarie. Kevin había creído en su propia versión de ese credo: que
un sistema social no se construía sobre los límites provincianos de la cultura común
ni sobre los románticos de «la familia», ni siquiera sobre el destino contemporáneo
manifiesto del avance tecnológico ilimitado para todos, sino sobre los cimientos
gemelos de los sistemas legal y económico consensuados. Sólo en presencia de
ambos podía existir la seguridad social o personal. Dinero y ley. Kevin lo entendía,
pero Richard jamás lo había comprendido. Ése era el lazo que existía entre ambos.
¿Dónde estaba Kevin?
El terminal de la biblioteca emitió el código de una llamada personal. Leisha

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quedó petrificada. Los manifestantes, los fanáticos Dormimos, el propio Sanctuary;
había tantos enemigos para alguien como Kevin, además de la relación con ella…
Fue corriendo a la biblioteca.
Era el propio Kevin.
—Leisha, escucha, cariño, lamento no haberte llamado más temprano. Lo intenté,
pero… —Su voz se desvaneció, cosa poco frecuente en él. En la pantalla de
comunicación su mandíbula se hundió ligeramente. Miró a la izquierda de Leisha—.
Leisha, no iré a casa. Estamos en medio de una negociación importante, se trata del
contrato de Stieglitz, ya sabes lo que significa, y tengo que estar disponible. Es
posible que dentro de poco tiempo tenga que viajar a Argentina para negociar con
algunos políticos de su sucursal de Bahía Blanca. Si tengo que luchar para entrar y
salir del apartamento, o si esos locos siguen bloqueando las rutas aéreas… No puedo
correr el riesgo. —Un instante después añadió—: Lo siento.
Ella no respondió.
—Me quedaré aquí en el despacho. Tal vez cuando esto termine… demonios, «tal
vez» no, cuando el contrato de Stieglitz esté firmado y el juicio haya concluido,
entonces regresaré a casa.
—Claro, Kev —respondió Leisha—, claro.
—Sabía que lo comprenderías, cariño.
—Sí —repuso ella—. Por supuesto que lo comprendo.
—Leisha…
—Adiós, Kevin.
Fue desde la biblioteca hasta la cocina y mientras se preparaba un bocadillo se
preguntó si él volvería a llamarla. No la llamó. Tiró el bocadillo por la tolva orgánica
y regresó a la biblioteca. El holograma de Kenzo Yagai había cambiado. Ahora se
inclinaba sobre el cono de energía Y, y lo observaba con mirada seria e inteligente,
con las mangas de la chaqueta blanca de laboratorio típica de principios de siglo
arremangadas por encima de los codos.
Leisha se sentó en una silla recta de madera y apoyó la cabeza entre las rodillas.
Pero esa postura la hizo pensar en Richard, acurrucado en su habitación, y la idea le
resultó insoportable. Se acercó a la ventana, la abrió y miró a la calle, dieciocho pisos
más abajo, hasta que la repentina agitación entre los lejanos y diminutos
manifestantes reveló que alguien provisto de un teleobjetivo la había visto. Oscureció
las ventanas, regresó a la silla y se sentó con la espalda recta.
Nunca pudo recordar cuánto tiempo había permanecido allí sentada. En cambio
recordó algo que había sucedido hacía varias décadas. En una ocasión, cuando aún
era alumna de Harvard, ella y Stewart Sutter habían ido a dar un paseo junto al río
Charles. El viento era frío y cortante, y habían llegado allí riendo, Stewart con las
mejillas rojas como manzanas. A pesar del frío se sentaron a la orilla del río y se

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besaron; entonces un Recordatorio de la Mutilación se había tambaleado casi desnudo
sobre la hierba marchita. Los ReMus eran una espantosa y extraña secta que servía a
grandes ideales. Mutilaban sus cuerpos para recordarle al mundo el sufrimiento que
se vivía en países gobernados por tiranos y pedían dinero para aliviar el sufrimiento
del mundo. Aquél tenía amputados tres de sus dedos y la mitad del pie izquierdo. La
mano mutilada llevaba tatuado el nombre de «Egipto», su pie desnudo el de
«Mongolia» y su rostro espantosamente lleno de cicatrices el de «Chile».
Ofreció su cuenco a Leisha y a Stewart. Ella, abrumada por la conocida y
avergonzada repugnancia, había dejado un billete de cien dólares.
—La mitad para Chile y la mitad para Mongolia. Por el sufrimiento —había
graznado el mutilado; también había ofrecido sus cuerdas vocales como recordatorio.
La mirada que le dedicó a Leisha fue tan cristalina, tan llena de alegría, que ella había
sido incapaz de devolvérsela. Apoyó la cabeza en las rodillas y hundió los dedos en la
hierba helada. Stewart la había rodeado con sus brazos y había murmurado contra su
mejilla:
—Él es feliz, Leisha. Lo es. Pide con un propósito. Recolecta mucho dinero para
el sufrimiento del mundo. Hace lo que ha elegido hacer, y lo hace bien. No le importa
estar mutilado. Y de todas formas ya se va. Se está alejando. Mira… ya se ha ido.

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12

l Profit Faire del malecón alcanzó su apogeo a las ocho de la tarde. Bajo las

E paredes de piedraespuma se deslizaba el río Mississippi, oscuro y silencioso.


Se había instalado un campo Y por razones de seguridad, paredes invisibles
que formaban una burbuja del diámetro de un campo de fútbol. La burbuja cubría un
arco del río, noventa metros de ancho malecón y un semicírculo de hierbajos y
oscuros arbustos que se abría entre la fábrica de scooters y el río. Desde los arbustos
más alejados llegaban de vez en cuando unas risitas acompañadas por un gran
alboroto.
En el extremo sur del ancho malecón la gente se apilaba alrededor de los quioscos
de refrescos, de las casetas de hologramas, de los terminales en los que Dormimos
subvencionaba parcialmente las apuestas en las loterías principales de la red de
noticias. En el extremo norte, una ruidosa banda cuyo nombre Jordan había olvidado
sacudía la noche con música bailable. Cada treinta segundos, un holograma del logo
de Dormimos controlado con mando a distancia, tridimensional y de un metro
ochenta de altura, destellaba en un diferente volumen cúbico de aire: tres metros por
encima del suelo, cinco centímetros por encima del agua, en medio de los bailarines
que daban vueltas. Al otro lado del río, ligeramente emborronadas por los contornos
de la burbuja Y, las luces de la fábrica Samsung-Chrysler brillaban sobriamente.
—El principal defecto de tu tía Leisha es que pertenece al siglo dieciocho, no al
veintiuno —dijo Hawke—. Toma un poco de helado, Jordy.
—No —respondió Jordan. No quería helado, y todavía tenía menos deseos de
hablar de Leisha con Hawke. Otra vez. Intentó que se desviaran hacia el extremo
norte del recinto, donde la música ahogaría la voz de Hawke.
Hawke no se desvió, ni su voz quedó ahogada.
—El helado es una nueva biopatente de GeneFresh Farms. Increíble el de fresa.
Dos cucuruchos, por favor.
—Yo no, de veras…
—¿Qué te parece, Jordy? ¿Se te habría ocurrido que empezaran con genes de
soja? Con un margen de beneficios del diecisiete por ciento el último trimestre.
—Sorprendente —manifestó Jordan, en tono un poco agrio. Había imaginado que
el helado sería mediocre, pero era el mejor que había probado jamás.

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Hawke se echó a reír y lo miró amablemente por encima de su cucurucho de
fresa. Jordan imaginó que al día siguiente un organizador del Movimiento Dormimos
se acercaría a hablar con GeneFresh Farms, si es que no estaban negociando ya. La
función del Profit Faire del malecón consistía en celebrar la existencia de empresas
como GeneFresh, que eran (o serían) nuevas células de la revolución Dormimos. Por
término medio los beneficios habían aumentado un sorprendente setenta y cuatro por
ciento desde que el caso del asesinato relacionado con Sharifi había aparecido en los
medios de comunicación. La conexión entre la muerte de Timothy Herlinger y la
compra de productos Dormimos, que para Jordan era tan lamentable como histérica,
había colocado a millones de nuevos consumidores bajo la retórica de Hawke. «¡Lo
sabía!», gritaban los miembros del Movimiento Dormimos en tono triunfal, con
temor, ira y codicia. «¡Los Insomnes nos tienen miedo! ¡Están tan asustados que
intentan controlarnos mediante el asesinato!»
En la fábrica de scooters de Mississippi, donde Hawke seguía conservando las
oficinas centrales con un estilo artificialmente rústico que irritaba a Jordan, la
producción se había duplicado y ahora se mantenía estabilizada. Hawke había
colocado gráficos de tendencias de producción en la pared de la fábrica, había
esbozado una de sus generosas y secretas sonrisas y había anunciado el Profit Faire
del malecón, «donde los políticos locales de los tiempos de mi tatarabuelo celebraban
fiestas al aire libre en las que comían bagre frito».
Jordan, que era californiano y no tenía idea de quién era su tatarabuelo, no se
había dado cuenta de que el bagre era comestible sin necesidad de freírlo. Miró de
reojo a Hawke, que se echó a reír. —No hablo de mi tatarabuelo cheroqui, Jordan,
sino de uno muy distinto, que se encontraba en una posición muy distinta. Aunque
tampoco era un señor, como los tuyos.
—Como los míos, no. Yo no desciendo de esa clase —había respondido Jordan,
irritado. La risa de Hawke le molestaba.
—Claro que no —repuso Hawke y se echó a reír otra vez. Ahora, como si la
conversación sobre GeneFresh Farms no hubiera tenido lugar, como si Jordan no
hubiera intentado cambiar de tema, Hawke dijo:
—El principal defecto de tu tía Leisha es que no pertenece en absoluto a este
siglo. Es del siglo dieciocho. Siempre es terrible nacer fuera de la propia época.
—Esta noche no hablemos de Leisha, Hawke, ¿de acuerdo?
—Los valores del siglo dieciocho eran la conciencia social, el pensamiento
racional y una creencia básica en las bondades del orden. Con esas actitudes iban a
reconstruir o estabilizar el mundo todos los Locke, los Rousseau y los Franklin, e
incluso las Jane Austen que también estaban en el siglo que no les correspondía. ¿Te
recuerda a Leisha Camden?
—Te dije…

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—Pero, por supuesto, los románticos eliminaron todo eso y nunca lo
recuperamos. Hasta que llegaron los Insomnes. ¿No te parece interesante, Jordan?
Una innovación biológica que hace retroceder el reloj de los valores sociales.
Jordan se detuvo y miró a Hawke. En algún lugar a la izquierda, al otro lado del
río, apareció un holograma, resplandeció y desapareció en un estallido de luz
electrónica.
—A ti realmente no te importa lo que yo digo, ¿verdad, Hawke? Tú te limitas a
aplastar mis palabras. Sólo las tuyas importan.
Hawke guardó silencio y lo observó atentamente.
—¿Por qué me contrataste? Lo único que quieres es interrumpirme, suprimir mis
comentarios, tener alguien a quien dejar como un estúpido y…
—Lo único que quiero —dijo Hawke serenamente mientras el helado chorreaba
por sus manos— es que te pongas furioso.
—Que me ponga…
—Furioso. ¿Crees que me sirves de algo cuando me dejas que te haga quedar
como un estúpido? ¿Cuando no insistes en lo que me dices, sea lo que fuere? Quiero
que sientas tu propia furia cuando alguien te pone el pie encima, de lo contrario
nunca serás de utilidad para el Movimiento. ¿En qué demonios crees que consiste la
idea del Movimiento Dormimos? ¡En despertar la ira!
Había algo que no funcionaba, algo no encajaba, o tal vez lo que no encajaba era
la imagen de Hawke con el helado de fresa chorreando por sus manos, hablándole a
Jordan apasionadamente pero con la mirada fija en el malecón, observando a la
multitud… ¿para qué? ¿Para comprobar si alguien lo oía? Sólo una pareja joven que
caminaba hacia ellos desde la caseta StarHolo podría haber…
De pronto, el Mississippi estalló. El agua surgió formando un chorro y bajo los
pies de Jordan el malecón se estremeció y se partió. Con la segunda explosión la
caseta StarHolo se derrumbó. La joven pareja cayó al suelo como un par de muñecos.
La gente empezó a gritar.
A los pies de Jordan se abrió una brecha; un instante después Hawke se arrojó
sobre él para protegerlo. Incluso mientras estaba en el aire Jordan vio el holograma
dirigido con el mando a distancia que estallaba por encima de él, convertido en un
monstruo de tres metros visible en todo el Faire. Pero en realidad no era el logo de
Dormimos sino letras, rojas y doradas, que se perfilaban contra las parpadeantes luces
al otro lado del río: Samsung-Chrysler.

Nadie lo creyó. Samsung-Chrysler, ultrajada, rechazó de plano la responsabilidad


del ataque. Era una empresa antigua y honorable; ni siquiera los trabajadores de la
fábrica de scooters creían que S-C hubiera colocado explosivos bajo el agua, a lo
largo del malecón. Los medios de comunicación no lo creyeron; el Consejo

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Dormimos no lo creyó; Jordan tampoco.
—Tú lo hiciste —le dijo a Hawke.
Hawke se limitó a mirarlo. Sobre su escritorio, en el polvoriento despacho de la
fábrica, tenía desparramados los ejemplares impresos de los periódicos
sensacionalistas: «¡Sanctuary detrás del bombardeo del Faire del Movimiento
Dormimos! ¡Los Insomnes recurren a la violencia… otra vez!" El papel barato ya
había curvado los diminutos fragmentos cortados por la impresora, una frágil unidad
Dormimos construida y comercializada desde Wichita. Dos dedos enormes de Hawke
manipularon el fragmento más largo. Desde la planta baja de la fábrica llegaban los
irregulares estallidos entrecortados de las máquinas manuales.
—Recurrirás a cualquier cosa —protestó Jordan—. La histeria de los medios de
comunicación con respecto al asesinato de Herlinger… Para ti no se trata de que
triunfe la verdad. Sólo es cuestión de aprovechar cualquier circunstancia que se
presente para apoyar tu causa. ¡No eres mejor que los de Sanctuary!
—En el Faire nadie resultó lastimado —se defendió Hawke.
—¡Podría haber ocurrido!
—No —lo corrigió Hawke—. No había ninguna posibilidad.
A Jordan le llevó un momento comprender.
—El helado que se derretía en tus manos. Ése era el detonante, ¿verdad? Un
micro chip sensible a la temperatura, colocado exactamente debajo de la piel. Así
pudiste elegir el momento en que nadie resultaría herido.
Hawke le preguntó tranquilamente:
—¿Aún estás furioso, Jordan? ¿Quieres venir conmigo a ver más bebés sin
atención médica, o sin agua corriente porque con el yagaísmo la nutrición y la energía
Y son derechos básicos del subsidio de paro pero la medicina y las instalaciones
sanitarias pertenecen a empresas que hay que contratar en el mercado libre? ¿Quieres
ver más adultos que se pasan el día esperando, hartos, sabiendo que no pueden
competir con la automatización por trabajos de bajo nivel, ni con los individuos
manipulados genéticamente por los trabajos cualificados? ¿Quieres ver más criaturas
con anquilostomiasis, más adolescentes merodeadores a los que se puede aplicar la
ley pero que no pueden tener un trabajo real? ¿Aún estás furioso?
—¡El fin no justifica los medios! —gritó Jordan.
—Al demonio con esa tontería.
—No estás ayudando a los Durmientes de clase baja. Sólo estás…
—¿Tú crees? ¿Has hablado últimamente con Mayleen? Su hijo mayor acaba de
ser aceptado para el aprendizaje en RoboTech. Y ella puede pagarlo. Ahora.
—¡Estás ayudando, pero para hacerlo estás sembrando más odio!
—Despierta, Jordan. Ningún movimiento social ha progresado jamás sin una
división acentuada, y hacerlo significa sembrar odio. La revolución norteamericana,

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el abolicionismo, la sindicalización, los derechos civiles…
—Eso no fue…
—Al menos no fuimos nosotros quienes inventamos esta división en particular…
lo hicieron los Insomnes. El feminismo, los derechos de los homosexuales, la
concesión del subsidio de paro…
—¡Basta! ¡Deja de agobiarme con intelectualizaciones estériles!
Para asombro de Jordan, que a pesar de la ira sintió asombro, Hawke sonrió. Sus
ojos negros eran como los de un águila.
—«Intelectualizaciones estériles»… ya eres uno de los nuestros. ¿Qué diría tía
Leisha, esa sacerdotisa de la razón?
—Renuncio —dijo Jordan.
Hawke no pareció sorprendido. Asintió; su mirada aguda y oscura hendió el aire
como una lanza.
—Muy bien. Vete. Volverás.
Jordan empezó a caminar hacia la puerta.
—¿Sabes por qué volverás, Jordy? Porque si te casaras, el día de mañana, y
tuvieras un hijo, modificarías los genes de ese niño para que fuera un Insomne. ¿No
es así? Y no te lo perdonarías.
La puerta se abrió lentamente.
A espaldas de Jordan, Hawke dijo suavemente:
—Cuando regreses, serás bienvenido, Jordan.
Sólo al trasponer la puerta, mientras el Mississippi se deslizaba plácidamente
hacia el delta, Jordan se dio cuenta de que no quería ir a ningún otro sitio.
Mayleen lo observó desde su caseta. A esa distancia, Jordan no logró ver la
expresión de la mujer. En una ocasión había visto a su hija mayor, una niñita frívola,
con el mismo aspecto enjuto y rubio de Mayleen. La escuela RoboTech.
Anquilostomiasis. Empleos.
Jordan retrocedió hacia la fábrica de scooters. Mayleen abrió la puerta y él entró.

El rostro arrugado de Susan Melling frente al terminal de comunicación no tenía


como fondo su estudio de paredes de adobe del desierto de Nuevo México sino un
laboratorio abarrotado de terminales, plásticos y brazos de robot.
—Susan, ¿dónde estás? —preguntó Leisha.
—En la Facultad de Medicina de Chicago —respondió Susan en tono resuelto—.
Investigación. Me han dado un laboratorio de huéspedes. —Las profundas arrugas de
su rostro se estiraron en una expresión de entusiasmo.
—Has estado trabajando en… —dijo Leisha lentamente.
—Sí —la interrumpió Susan—, ese problema genético del que hablamos en
Nuevo México. El mismo que la Facultad de Medicina ha clasificado.

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Leisha se dio cuenta de que el terminal de comunicación no estaba protegido. Al
menos no lo suficiente. Estuvo a punto de echarse a reír: en esas circunstancias, ¿qué
podía considerarse «suficiente»?
—Sólo quería que supieras que hemos comenzado —le comunicó Susan—, y que
mi distinguido colega chino ha llegado sano y salvo junto a mí.
¿Chino? Susan la observaba con una mirada fija y significativa. Leisha recordó de
repente que Claude Gaspard-Thiereux había sido manipulado genéticamente para
modificar su inteligencia y que una vez, durante una fiesta en un simposio
internacional, le había contado a Susan que el material genético que le habían
incorporado había pertenecido a un donante chino. Esto, por alguna razón, lo había
fascinado. Empezó a coleccionar vasijas Ming de imitación y hologramas de la
Ciudad Prohibida, que a su vez habían fascinado a Susan. Leisha consideró aquel
asunto intrascendente, pero evidentemente ahora Susan esperaba que lo recordara.
Así que Gaspard-Thiereux estaba en la Facultad de Medicina de Chicago. Habría
volado desde París sólo si Susan hubiera podido ofrecerle alguna prueba de que los
descubrimientos de Walcott eran factibles.
—Resolvimos la primera parte del problema —comentó Susan resueltamente—,
repitiendo el trabajo anterior en el mismo terreno, y ahora hemos encontrado un
obstáculo. Pero estamos analizándolo, y te tendremos informada. Estamos aplicando
el trabajo del señor Wong a la parte final del problema, más que al comienzo, porque
el final es el que presenta la brecha más problemática.
Leisha se dio cuenta de que Susan estaba disfrutando: no sólo con la
investigación sino con aquella especie de secreto, con las palabras en código que
hacían danzar su voz. Al cerrar los ojos, Leisha pudo ver a Susan cuarenta años atrás,
con las trenzas agitadas con inagotable energía mientras guiaba a dos niñitas en los
«juegos» controlados. De pronto Leisha sintió una gran ternura por ella.
—¿Empezando por el final? —preguntó—. Eso es como hablar del veredicto en
lugar de la prueba en el expediente de un juicio.
—No es una analogía adecuada —comentó Susan alegremente. Su voz se suavizó
—. Y tú, ¿cómo estás?
—El juicio comienza la semana próxima —dijo Leisha a modo de respuesta. Y lo
era.
—¿Richard sigue… ?
—Nada ha cambiado.
—¿Y Kevin… ?
—No ha vuelto a casa.
—Maldito sea —farfulló Susan. Pero Leisha no tenía ganas de hablar de Kevin.
Se había dado cuenta de que lo que más le dolía de su deserción era que Kevin había
traicionado a los Insomnes como grupo, no sólo a ella. ¿Significaba eso que ya no

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tendría amores personales sino sólo políticos? La pregunta era inquietante.
—Susan, ¿sabes lo que se me ocurrió ayer? Que en el mundo sólo hay tres
personas que comprenden por qué declaro contra una Insomne, contra lo que la
prensa llama «mi propia gente». Sólo tres. Tú, Richard y… papá.
—Sí —coincidió Susan—. Roger nunca pensó que la solidaridad de clase fuera
más importante que la verdad. De hecho, nunca sintió solidaridad de clase, eso es
todo. Se consideraba a sí mismo una clase. Pero sin duda hay más de tres personas,
Leisha. En todo el mundo.
Leisha miró a su alrededor y vio las pilas de periódicos impresos amontonados en
el escritorio, en el suelo, en la silla. De ser incapaz de leerlos había pasado a
devorarlos.
—No parecen más de tres.
—Ah —exclamó Susan. Era algo que también solía decir Alice. Leisha nunca
había hecho esa conexión—. ¿Sabías que según los datos actualizados el número
registrado oficialmente en Estados Unidos de manipulaciones genéticas in vitro para
producir bebés Insomnes fue de ciento cuarenta y dos?
—¿Eso es todo?
—Hace diez años rondaba el millar. La gente que reflexiona no quiere que sus
propios hijos soporten el peligro y la discriminación. Pero si la investigación de tu
doctor Walcott… —Dejó la frase sin terminar.
—No es mío —aclaró Leisha—. Definitivamente no es mío.
—Ah —volvió a decir Susan convirtiendo la palabra en un suspiro multifacético.

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13

l pueblo contra Jennifer Fátima Sharifi. Todos de pie. Leisha, que estaba
—E sentada en el sector de los testigos, se levantó. Ciento sesenta y dos personas,
entre espectadores, jurado, prensa, testigos y abogados, se levantaron con
ella; un cuerpo con ciento sesenta y dos cerebros en pugna. Los campos de seguridad
cubrían la sala del tribunal, el palacio de justicia y la población de Conewango, como
guantes de varias capas. Ningún terminal de comunicación podía funcionar a través
de las dos capas más compactas. Quince años antes, en otro de los cambios
periódicos del sistema judicial entre el derecho del público a saber y el derecho del
individuo a la intimidad, el Estado de Nueva York había prohibido una vez más las
grabadoras en los juicios criminales. La prensa contaba con aumentos certificados
con memorias eidéticas, bioimplantes auriculoneurales, o con ambas cosas. Leisha se
preguntó cuántos de ellos poseían también modificaciones genéticas ocultas.
Junto a los periodistas, los holo-artistas de las redes de noticias sostenían sus
terminales sobre su regazo, mientras los diminutos flejes de sus dedos esculpían los
hologramas para las noticias de la tarde. No existía un gen identificado para la
habilidad artística.
—Atención, atención. El Tribunal Superior del condado de Cattaraugus, Estado
de Nueva York, abre la sesión. Preside el honorable juez Daniel J. Deepford.
Acercaos, prestad atención y seréis escuchados. ¡Dios salve a Estados Unidos y a este
honorable tribunal!
Leisha se preguntó si sólo ella habría percibido el fervoroso signo de admiración.
Era el primer día de declaraciones. Después de dos semanas y media de
incesantes interrogatorios se había conseguido seleccionar al jurado. ¿Cree usted,
señorita Wright, que puede tomar una decisión imparcial con relación al defendido?
¿Ha leído usted algo sobre este caso en las redes de noticias, señor Aratina? ¿Es
usted, señorita Moranis, miembro de Dormimos? ¿De ¡Despierta, América!? ¿De
Madres para la Igualdad Biológica? Trescientos ochenta y nueve despidos por causa,
una cifra impensable en cualquier otro voir dire. El jurado había acabado reuniendo
ocho hombres y cuatro mujeres. Siete blancos, tres negros, un asiático y un latino.
Cinco con estudios superiores, siete con certificado de segunda enseñanza o menos.
Nueve de menos de cincuenta años, tres mayores de esa edad. Ocho padres

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biológicos, tres sin hijos, uno con categoría de donante legal de óvulos. Seis con
empleo, seis que vivían del subsidio de paro. Ningún Insomne.
«Todo ciudadano será juzgado por un jurado formado por sus pares.»
—Puede comenzar, señor Hossack —le dijo el juez al fiscal, un hombre
corpulento de abundante cabellera gris, con suficiente experiencia judicial para llamar
la atención mediante el silencio. Como cualquier persona de Estados Unidos que
tuviera acceso a una base de datos amplia, ahora Leisha lo sabía todo acerca de
Geoffrey Hossack. Tenía cincuenta y cuatro años, una proporción de veintitrés a
nueve en cuanto a casos ganados/casos perdidos, y nunca había sido investigado por
Hacienda ni reconvenido por el colegio de abogados. Su esposa compraba sólo pan
de trigo auténtico, tres hogazas por semana. Él era suscriptor de dos redes de noticias
y un canal privado para entusiastas de la Guerra de Secesión. Su hija mayor había
suspendido trigonometría.
Tanto él como el juez Deepford tenían antecedentes de un ejercicio justo, honesto
y competente de su profesión.
Algunas semanas antes, sentada ante su terminal después de haber analizado
meticulosamente los antecedentes de Deepford, Leisha había estudiado los
expedientes en los que habían coincidido Deepford y Hossack. No había pensado que
Sanctuary pudiera manipular la elección del juez y del fiscal; el poder de los
Insomnes era principalmente económico, no político. Tampoco eran suficientes para
formar un bloque electoral, y estaban demasiado resentidos para llegar al poder
mediante unas elecciones. Por supuesto, Sanctuary podía comprar jueces, abogados o
miembros del Congreso individualmente, y probablemente lo hacía, pero nada
indicaba que Hossack o Deepford estuvieran en venta.
Más importante aún, Deepford no era un Durmiente fanático. Al margen de
cuáles fueran sus sentimientos personales, había presidido nueve pleitos civiles con
litigantes Insomnes, aunque había muy pocas causas criminales contra Insomnes, y en
cada caso la actuación de Deepford había sido justa y razonable. Solía regirse por
interpretaciones restringidas de las reglas de las pruebas y de la ley misma, pero ése
era el único punto en el que Leisha lo habría desafiado.
La exposición inicial de Hossack ante el jurado presentó su causa rápida y
claramente: existían pruebas que demostraban que el deflector de energía Y del
scooter del doctor Herlinger había sido manipulado. Otras pruebas relacionarían esta
manipulación con Jennifer Sharifi.
—Damas y caballeros, el scooter estaba equipado con un scanner de retina que
tenía huellas de tres personas: las de un niño del barrio que había estado jugando en
la calle esa mañana, las del propio doctor Herlinger y las de una Insomne adulta. Más
adelante demostraremos que esta Insomne era quien ostentaba el mayor poder en
Sanctuary, alguien que controlaba la tecnología más avanzada del mundo.

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Hossack hizo una pausa.
—Presentaremos como prueba un pendiente encontrado en el aparcamiento de
Samplice, junto al lugar ocupado por el scooter del doctor Herlinger. Ese pendiente
contiene un micro chip tan avanzado, tan diferente, que los expertos del gobierno aún
no han podido copiarlo. No logramos comprender cómo ha sido confeccionado, pero
sí sabemos lo que hace. Lo probamos. Abre las puertas de Sanctuary. En resumen, el
Estado demostrará que la manipulación del scooter forma parte de una elaborada
estratagema ilegal planificada y llevada a la práctica por la gente de Sanctuary. Luego
demostraremos que la única persona que pudo haber ideado esta estratagema fue
Jennifer Sharifi, creadora y directora de una ilícita red de poder que incluye la
infiltración en el sistema bancario nacional e incluso en los archivos de datos del
gobierno, una preocupación tan enorme que actualmente está siendo investigada por
una división especial de la secretaría de Justicia de Estados Unidos…
—¡Protesto! —intervino Will Sandaleros.
—Señor Hossack —advirtió el juez—, está excediendo claramente los límites de
una exposición inicial. El jurado dejará de lado en este caso de asesinato toda
referencia a cualquier investigación paralela.
Los miembros del jurado observaban a Jennifer, vestida con su abbaya y sentada
con la espalda recta, detrás de una protección a prueba de balas. La palabra «poder»
pendía del aire como una carga de profundidad. Jennifer no miró a los costados en
ningún momento.
—El motivo de la señora Sharifi —continuó Hossack— era suprimir patentes
que, si se desarrollaban y se comercializaban, habrían permitido a los Durmientes
convertirse en Insomnes, con las mismas ventajas biológicas de estos últimos.
Sanctuary no quiere que nosotros, ustedes y yo, disfrutemos de esas ventajas.
Sanctuary, encabezada por Jennifer Sharifi, estuvo dispuesta a cometer un asesinato
con el fin de evitarlo.
Leisha observó al jurado. Escuchaban atentamente, pero no pudo deducir nada de
los rostros rígidos de los Durmientes.
En contraste con Hossack, Will Sandaleros comenzó su exposición inicial en tono
menor.
—No tengo palabras para rebatir los argumentos del fiscal —comenzó. Al ver la
expresión desconcertada de su hermoso rostro finamente cincelado, Leisha recordó
que los padres Durmientes que lo habían rechazado habían pedido para él numerosas
modificaciones genéticas relativas al aspecto físico. Leisha sabía muy bien que
ningún Insomne podía permitirse el lujo de enfrentarse a un jurado con una actitud
que pudiera interpretarse como arrogancia. Se inclinó hacia delante sin dar
importancia a las inevitables miradas curiosas de los demás espectadores y estudió
atentamente a Sandaleros. El joven, concentrado y lleno de energía, parecía

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competente.
—La cuestión —añadió Sandaleros— es que no existe nada que rebatir. Jennifer
Sharifi es inocente de asesinato. La fiscalía no tiene ninguna prueba definitiva, como
demostraré, para relacionar a Jennifer Sharifi ni a la entidad colectiva de Sanctuary
con la manipulación del scooter, con ningún conflicto relacionado con patentes ni con
ninguna conspiración de asesinato. Lo que la fiscalía tiene, damas y caballeros, es
una delgada telaraña de circunstancias, rumores y relaciones forzadas. Y algo más.
Sandaleros se acercó a la tribuna del jurado más de lo que Leisha jamás se había
atrevido a hacer y se inclinó hacia delante. Una mujer de la primera fila se echó
ligeramente hacia atrás.
—Lo que la fiscalía tiene, damas y caballeros, es una telaraña más gruesa, mucho
más gruesa que su telaraña de pruebas, insinuaciones, prejuicios y relaciones
injustificadas, construidas sobre la suspicacia y el odio hacia la señora Sharifi porque
es una Insomne.
—¡Protesto! —exclamó Hossack. Sandaleros continuó como si no hubiera oído
nada.
—Digo esto para sacar a la luz, donde todos podamos verlos, los verdaderos
temas de este juicio. Jennifer Sharifi es una Insomne. Yo soy un Insomne…
—¡Protesto! —volvió a exclamar Hossack con verdadera furia—. El abogado
intenta poner en tela de juicio a la fiscalía. La ley no hace distinciones entre
Durmientes e Insomnes con respecto a la comisión de un crimen, y tampoco lo hará
nuestro uso de las reglas de las pruebas.
Todos los ojos de la sala —los de Durmientes e Insomnes, aumentados,
ensombrecidos, inciertos, fanáticos— se fijaron en el juez Deepford, que no titubeó.
Evidentemente, había pensado en el tema con anticipación.
—Lo permitiré —dijo serenamente, abandonando su estilo propio y aclarando la
libertad que permitiría a Sandaleros para evitar la apariencia de prejuicio en su sala.
Leisha descubrió que tenía las uñas de la mano derecha hundidas en la izquierda. Allí
había una trampa…
—Señoría… —empezó a decir Hossack, muy sereno.
—Objeción denegada, señor Hossack. Señor Sandaleros, prosiga.
—Jennifer Sharifi es una Insomne —repitió Sandaleros—. Yo soy un Insomne.
Éste es el juicio de una Insomne acusada de asesinar a un Durmiente, acusada porque
es una Insomne…
—¡Protesto! ¡La defendida está acusada por la consideración que el jurado de
acusación ha hecho de la prueba!
Todo el mundo observó a Hossack. Leisha vio el momento en que él se daba
cuenta de que le había seguido el juego a Sandaleros. Al margen de lo que demostrara
la prueba, todos los presentes en la sala del tribunal sabían que Jennifer Sharifi había

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sido acusada por los veintitrés Durmientes del jurado de acusación porque era una
Insomne. Era el temor, no la prueba, lo que la había acusado. Al negar esto, el propio
Hossack aparecía como un hombre deshonesto o estúpido que no podía nombrar la
espantosa realidad. Un hombre cuyas afirmaciones debían ser puestas en duda.
Leisha se dio cuenta de que Hossack acababa de utilizar su propio sentido de la
equidad y la justicia contra sí mismo; se había presentado como un estúpido
hipócrita.
Jennifer Sharifi no se movió.

Los primeros testigos eran personas que habían estado en el lugar en que Timothy
Herlinger había muerto. Hossack hizo desfilar a varios policías, transeúntes y a la
conductora del coche, una mujer nerviosa y delgada que apenas podía reprimir el
llanto. Gracias a ellos, Hossack determinó que Herlinger había superado el límite de
velocidad, que había girado bruscamente a la izquierda y, como la mayoría de quienes
conducían scooters, probablemente había confiado en el deflector automático de
energía Y que debía mantenerlo a tres centímetros de distancia de cualquier objeto.
En cambio, había chocado de cabeza con un lateral del coche convencional que
conducía Stacy Hillman, que ya había empezado a arrancar cuando cambió el
semáforo. Herlinger no llevaba casco; los deflectores hacían que los cascos resultaran
superfluos. Había muerto instantáneamente.
El robot de la policía había examinado el scooter y descubrió el deflector
averiado o, mejor dicho, dado que los deflectores nunca fallaban, y esa posibilidad no
entraba en su programación, había dictaminado que el funcionamiento del scooter era
correcto. Esto era tan contrario a los informes de los testigos que un policía había
subido cautelosamente al scooter, lo había probado y había descubierto el fallo. El
vehículo había sido enviado al servicio de energía forense para que fuera analizado
por un experto.
Ellen Kassabian, jefa del servicio de energía forense, era una mujer corpulenta,
cuya expresión lenta y medida hacía que a los miembros del jurado les pareciera
experta pero que, como muy bien sabía Leisha, encerraba una terca inflexibilidad.
Hossack la interrogó concienzudamente con respecto al scooter.
—¿Cuál fue específicamente la naturaleza de la manipulación?
—El escudo estaba programado para que fallara con el primer impacto a una
velocidad superior a los veintidós kilómetros por hora.
—¿Es una manipulación fácil de hacer?
—No. Se agregó un dispositivo al cono Y para provocar el fallo. —Describió el
dispositivo de tal manera que pronto su explicación se volvió incomprensiblemente
técnica. Sin embargo, el jurado escuchó atentamente.
—¿Había visto alguna vez semejante dispositivo?

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—No. Por lo que sé, es un invento nuevo.
—Entonces, ¿cómo sabe que hace lo que nos acaba de decir?
—Lo probamos concienzudamente.
—¿Podría, como resultado de sus pruebas, hacer una copia del dispositivo?
—No. Oh, estoy segura de que alguien podría hacerlo. Pero es complicado.
Hicimos que los especialistas del departamento de defensa lo estudiaran…
—Los llamaremos como testigos.
—… y ellos dijeron —añadió Kassabian, sin dejarse distraer— que tenía
incorporada una nueva tecnología.
—Entonces, ¿sería necesaria una inteligencia sofisticada, incluso extraordinaria,
para idear esta manipulación?
—Protesto —dijo Sandaleros—. Se está pidiendo opinión a la testigo.
—La opinión profesional de la testigo está dentro del terreno determinado por sus
credenciales.
—Protesta rechazada —afirmó el juez.
Hossack repitió la pregunta:
—¿Entonces sería necesaria una inteligencia sofisticada, incluso extraordinaria,
para idear esta manipulación?
—Sí —respondió Kassabian.
—Una persona o un grupo de personas sumamente excepcionales.
—Sí.
Hossack dejó que la respuesta flotara en el aire mientras él consultaba sus notas.
Leisha vio cómo los ojos de los miembros del jurado recorrían la sala en busca de los
Insomnes, un grupo de personas inteligentes y excepcionales.
—Ahora tomemos en consideración la tercera huella de retina registrada por el
scanner la mañana en que el doctor Herlinger murió. ¿Cómo puede estar segura de
que correspondía a la de una mujer adulta?
—Las huellas de retina son exploraciones de tejido. Como cualquier tejido, se
deteriora con la edad. Existe lo que llamamos puntos «borrosos», en los que las
células están deterioradas y no se han regenerado… recuerde que es tejido nervioso…
o bien presentan alguna malformación. El tejido de los Insomnes no es así. Se
regenera, en cierto modo —Leisha percibió la ambivalencia de la expresión «en
cierto modo», la amarga melancolía que había oído por primera vez veintiún años
atrás de labios de Susan Melling—, y la retina es muy definida. Aguda. Sin borrones.
Cuanto mayor es el individuo, más claramente podemos identificar la huella de un
Insomne. Con los niños a veces resulta difícil distinguir la diferencia incluso para un
ordenador. Pero en este caso se trataba de una Insomne adulta.
—Comprendo. Y no corresponde a ningún Insomne conocido, ¿verdad?
—No. La huella no figura en los archivos.

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—Aclare algo al tribunal, señorita Kassabian. Cuando la defendida, Jennifer
Sharifi fue detenida, ¿se tomó la huella de su retina?
—Sí.
—¿Y corresponde a la de la exploración del scooter del doctor Herlinger?
—No.
—No hay forma de que la señora Sharifi manipulara personalmente el scooter…
—No —respondió Kassabian, permitiendo así al fiscal aclarar ese punto antes de
que la defensa pudiera hacer de él un uso más dramático.
—¿Esa huella corresponde a la de Leisha Camden, que había estado en el mismo
edificio con el doctor Herlinger minutos antes de que éste muriera?
—No.
Todas las miradas se volvieron hacia Leisha.
—Pero fue fue un Insomne quien se inclinó sobre el scanner, la última persona
que lo hizo en algún momento entre el instante en que el doctor Herlinger salió de
casa esa mañana y el momento en que murió, a las nueve y treinta y dos minutos de la
mañana. Un Insomne que, por lo tanto, manipuló el scooter.
—Protesto —intervino Sandaleros—. ¡Se le pide a la testigo que haga una
deducción!
—Retiro la pregunta —dijo Hossack. Guardó silencio durante un largo instante,
lo que atrajo hacia él las miradas del jurado. A continuación repitió lentamente—: La
huella de un Insomne. De un Insomne. —Y finalmente concluyó—: Nada más.
Sandaleros se mostró implacable en el tema de la huella de retina. La perpleja
modestia de su exposición inicial quedó atrás.
—Señorita Kassabian, ¿cuántas huellas de retina de Insomnes se encuentran
almacenadas en la red de datos legales de Estados Unidos?
—Ciento treinta y tres.
—¿Sólo ciento treinta y tres? ¿De una población de más de veinte mil Insomnes?
—Así es —respondió Kassabian, y por la forma casi imperceptible en que se
movió, Leisha notó por primera vez que a Ellen Kassabian le disgustaban los
Insomnes.
—Ése parece un número reducido —comentó Sandaleros en tono de asombro—.
Dígame bajo qué circunstancias entra en los archivos legales la huella de retina de
una persona.
—Cuando queda registrada por un arresto.
—¿Sólo en ese caso?
—O si forma parte del propio sistema jurídico. Personal de la policía, jueces,
funcionarios de prisiones. Esa clase de personas. —¿Los abogados también?
—Sí.
—Entonces es por eso que usted tuvo acceso a las huellas de Leisha Camden para

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comprobarlas, ¿verdad?
—Sí.
—Señorita Kassabian, ¿qué porcentaje de esas ciento treinta y tres huellas de
retina de Insomnes corresponde al personal del sistema jurídico?
Fue evidente que a Kassabian no le gustó responder a esa pregunta.
—El ochenta por ciento.
—¿Ochenta por ciento? ¿Quiere decir que sólo el veinte por ciento de ciento
treinta y tres Insomnes, o sea veintisiete personas, han sido arrestadas en los últimos
nueve años, desde que se llevan estos registros?
—Sí —respondió Kassabian en tono demasiado neutral.
—¿Sabe por qué se hicieron esos arrestos?
—Tres de ellos por alteración del orden público, dos por hurto y veintidós por
escándalo.
—Parecería —dijo Sandaleros en tono seco— que los Insomnes son un grupo
bastante respetuoso de las leyes, señorita Kassabian.
—Sí.
—De hecho, por los archivos de retina parecería que el delito más habitual entre
los Insomnes es el de existir, sencillamente, lo cual supone un escándalo.
—Protesto —dijo Hossack.
—Se acepta. Señor Sandaleros, ¿tiene usted alguna otra pregunta pertinente
respecto de la declaración de la señorita Kassabian?
A pesar de todo, pensó Leisha, Deepford había permitido la introducción de las
estadísticas de retina, que evidentemente no constituían una prueba y eran
escasamente relevantes.
—Así es —respondió Sandaleros. Su comportamiento cambió. De pronto pareció
más alto, sutilmente más ardiente. Tal como había hecho con el jurado ahora se
acercó ligeramente a la forense—. Señorita Kassabian, ¿se puede cargar un scanner
de retina con una huella de retina de un tercero?
—No. Un tercero no podría, por ejemplo, dejar las huellas digitales de alguien
sobre un arma si esa persona no estuviera presente.
—Pero un tercero podría sustituir un arma que tuviera mis huellas por un arma
que tuviera las de otra persona. ¿Se podría sustituir un scanner con huellas de retina
grabadas con anterioridad por un scanner existente, sin ser detectado, si la persona
que hace la sustitución mantiene la cara apartada del scanner durante la operación?
—Bueno… sería muy difícil. Los scanner están protegidos con medidas de
seguridad que…
—¿Sería posible?
Kassabian respondió de mala gana:
—Sólo podría hacerlo alguien que tuviera amplia experiencia y conocimientos de

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ingeniería, una persona poco corriente…
—Si el tribunal lo permite —dijo Sandaleros bruscamente—, me gustaría volver a
escuchar la grabación del fragmento en el que la señorita Kassabian habló de las
aptitudes de la persona que sabemos que manipuló el campo deflector del scooter.
—Grabador, busque y lea —indicó Deepford.
El ordenador leyó:
—Señor Hossack: «Entonces sería necesaria una inteligencia sofisticada, incluso
extraordinaria, para realizar esta manipulación.» Doctora Kassabian: «Sí.» Señor
Hossack: «Una persona o un grupo de personas sumamente excepcionales.» Doctora
Kassabian: «Sí.» Señor Hossack: «¿Cuánto…?»
—Es suficiente —dijo Sandaleros—. Entonces, lo que tenemos aquí es alguien
capaz de manipular la energía Y, y por lo tanto también debe ser capaz, según sus
propias palabras, doctora Kassabian, de sustituir un scanner cargado anteriormente
por el que ya estaba en el scooter del doctor Herlinger.
—Yo no dije…
—¿Es posible que ocurra?
—Tendría que…
—Limítese a responder a la pregunta. ¿Es posible?
Ellen Kassabian respiró profundamente. Frunció el entrecejo; era evidente que le
habría encantado destrozar a Sandaleros. Hizo un largo silencio, y finalmente dijo:
—Es posible.
—No tengo más preguntas.
La forense jefa miró a Sandaleros en silencio, furiosa.

Leisha se acercó a la ventana de su biblioteca y contempló las luces nocturnas de


Chicago. El juicio se había suspendido durante el fin de semana y ella había vuelto a
su casa: le resultaba imposible soportar más tiempo del necesario el motel de
Conewango. El apartamento estaba en silencio. En algún momento durante la semana
anterior, Kevin había retirado sus muebles y sus cuadros.
Se acercó a su terminal. El mensaje no había cambiado: RED DE SANCTUARY.
ACCESO DENEGADO.
«Contraseña anulada, identificación de voz y retina, orden anterior.»
ACCESO DENEGADO.
La red de Sanctuary, que siempre había estado abierta a todos los Insomnes del
mundo, ni siquiera la reconocía en el código de identificación estricto. Pero eso era
ilusorio. Leisha lo sabía; Jennifer quería que ella descubriera algo más que el simple
hecho de su exclusión.
«Llamada personal, urgente, para Jennifer Sharifi, contraseña anulada,
identificación de voz y retina.»

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ACCESO DENEGADO.
«Llamada personal, urgente, para Richard Keller, contraseña anulada,
identificación de voz y retina.»
ACCESO DENEGADO.
Leisha intentó reflexionar. Sentía un gran peso en la cabeza, como si estuviera
sumergida a varios metros de profundidad. Las eternas flores de Alice impregnaban
el aire con su opresivo perfume dulzón.
«Llamada personal, urgente, para Tony Indivino, contraseña anulada,
identificación de voz y retina.»
Cassie Blumenthal, miembro del Consejo de Sanctuary, apareció en la pantalla.
—Leisha. Te hablo en nombre de Jennifer, cualquiera que sea el momento en que
logres el acceso a este mensaje grabado. El Consejo de Sanctuary ha votado el
juramento de solidaridad. A quienes no han hecho el juramento se les niega el acceso
a la red de Sanctuary, al propio Sanctuary y a todo intercambio con cualquiera que
haya hecho el juramento. Mediante este mensaje se te niega todo acceso de forma
permanente e irrevocable. Jennifer también me pidió que te dijera que vuelvas a leer
el discurso que Abraham Lincoln pronunció ante la Convención Republicana de
Illinois en junio de 1858, y que añadiera que los preceptos históricos del pasado no
han sido recordados simplemente por el rimbombante logro personal de Kenzo Yagai
sobre el valor de la comunidad. A principios del mes próximo, todos los miembros de
Sanctuary que hayan prestado juramento comenzarán el desmantelamiento de las
relaciones comerciales contigo, con Camden Enterprises, con los representantes de
las sucursales de la misma y con todos los representantes directos e indirectos de
Kevin Baker, incluida Groupnet, si él continúa negándose a solidarizarse con la
comunidad. Eso es todo.
La pantalla quedó en blanco. Leisha permaneció quieta durante un largo rato.
Buscó el archivo de la biblioteca para localizar el discurso de Lincoln. Las palabras
aparecieron en pantalla y la sonora voz de un actor empezó a recitar, aunque ella no
necesitó ninguna de ambas cosas. Con las primeras palabras recordó el resto del
discurso. Lincoln, que había vuelto a abrir su bufete después de superar deudas y
decepciones, aceptó la nominación republicana para presentar su candidatura al
Congreso enfrentándose a Stephen Douglas, brillante defensor del derecho de los
territorios a elegir por sí mismos la esclavitud. Lincoln se dirigió a la asamblea con
las siguientes palabras: «Una casa internamente dividida no puede permanecer en
pie.»
Leisha se apartó del terminal y caminó hasta la habitación que ella y Kevin
habían utilizado para sus infrecuentes encuentros sexuales. Él se había llevado la
cama. Un rato después, Leisha se tendió en el suelo, con las palmas extendidas a los
costados, y respiró profundamente. Richard. Kevin. Stella. Sanctuary. Se preguntó

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cuánto más le quedaba por perder.
Jennifer se reunió con Will Sandaleros a través de un campo de seguridad de la
prisión que brillaba ligeramente, apenas lo suficiente para suavizar la dura línea de su
mandíbula obtenida mediante manipulación genética. Ella dijo:
—La prueba que me relaciona con la manipulación del scooter es absolutamente
circunstancial. ¿El jurado es lo suficientemente brillante para darse cuenta de eso?
Él no le mintió.
—Los jurados compuestos por Durmientes… —Hizo un largo silencio—.
Jennifer, ¿te alimentas bien? No tienes buen aspecto.
Ella quedó auténticamente sorprendida. Él aún pensaba en todo lo que importaba:
en el aspecto de ella, si comía… Tras la sorpresa llegó el disgusto. Había pensado que
Sandaleros estaba más allá de esa clase de sentimentalismos. Necesitaba que él se
olvidara de eso, que comprendiera que esas cosas eran absolutamente insignificantes
comparadas con lo que tenía que hacer, con lo que necesitaba que él hiciera por ella.
¿Para qué otra cosa se estaba sometiendo a una disciplina sino para la subordinación
de temas tales como el aspecto que tenía, o cómo se sentía? Se encontraba en un lugar
en el que no importaba nada más, nada más podía importar, y había hecho un gran
esfuerzo para llegar hasta allí. Había convertido el encierro, el aislamiento, la
separación de sus hijos y la vergüenza personal en senderos para llegar a ese lugar, y
también los había transformado en un triunfo de la voluntad y la realización. Había
creído que Will Sandaleros se daba cuenta de eso. Él debía recorrer esos mismos
senderos, tendría que transitarlos, porque necesitaba encontrarlo al final del camino.
No obstante no debía llevarlo a ese lugar demasiado rápido. Ese había sido el
error que había cometido con Richard. Había pensado que Richard viajaba a su lado,
con la misma claridad y rapidez, y en lugar de eso Richard había trastabillado, ella no
lo había visto y él se había quebrado. Richard había estado atado al Exterior y ella no
se había dado cuenta: atado al Exterior, a ideales anticuados, y tal vez aún a Leisha
Camden. La idea no le provocó celos. Richard no había sido lo bastante fuerte, eso
era todo. Will Sandaleros, que había crecido en Sanctuary, que le debía su vida a
Sanctuary, lo sería. Jennifer haría que fuera lo suficientemente fuerte. Pero no
demasiado rápido.
Por eso le dijo:
—Estoy muy bien. ¿Qué más tienes para mí?
—Leisha entró anoche en la red.
Jennifer asintió.
—Muy bien. ¿Y los demás de nuestra lista?
—Todos salvo Kevin Baker. Pero se mudó del apartamento donde vivía con
Leisha.
Una expresión de placer invadió el rostro de Jennifer.

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—¿Podemos convencerle de que pronuncie el juramento?
—No lo sé. En ese caso, ¿lo querrías en el Interior?
—No. En el Exterior.
—Será difícil tenerlo bajo vigilancia electrónica. Cielos, Jennifer, él inventó la
mayor parte de todo esto.
—No quiero tenerlo bajo vigilancia. En absoluto. No es ésa la forma de dominar a
un hombre como Kevin. Tampoco lo es la solidaridad. Lo haremos con intereses
económicos y reglas contractuales. Utilizaremos las herramientas del yagaísmo para
nuestros propios intereses. Y todo desprotegido.
Sandaleros pareció dudar, pero no discutió. Ésa era otra cosa que ella tendría que
modelar en él. Debía aprender a discutir con ella. El metal forjado siempre era más
fuerte que el virgen.
—¿Qué otra persona del Exterior ha prestado juramento? —preguntó Jennifer.
Él le dio los nombres y mencionó los planes para trasladarlos a Sanctuary. Ella
escuchó atentamente. El otro nombre que quería oír no estaba en la lista.
—¿Stella Bevington?
—No.
—Hay tiempo. —Inclinó la cabeza y le hizo la única pregunta personal que se
permitía hacer en cada visita. La última debilidad que le quedaba—. ¿Y mis hijos?
—Están bien. Najla…
—Dales todo mi amor. Ahora hay algo que debes comenzar por mí, Will. Es un
paso importante. Tal vez el más importante que Sanctuary ha dado jamás.
—¿De qué se trata?
Ella se lo dijo.

Jordan cerró la puerta de su despacho. El ruido se interrumpió al instante: el


traqueteo de la máquinas de la fábrica, la música rock, el volumen de las
conversaciones y, sobre todo, la cobertura que la red de noticias ofrecía del juicio de
Sharifi en las dos superpantallas que Hawke había alquilado e instalado en ambos
extremos del cavernoso edificio principal. Todo se interrumpió. Jordan había pagado
de su bolsillo el aislamiento acústico de su despacho.
Se apoyó contra la puerta cerrada, agradecido por el silencio. El terminal de
comunicación emitió un sonido agudo.
—Jordan, ¿estás ahí? —dijo Mayleen desde la caseta de seguridad—. Hay
problemas en el Edificio Tres, y no puedo encontrar al señor Hawke por ninguna
parte; será mejor que vengas.
—¿Qué clase de problemas?
—Una pelea, me parece. La pantalla no está bien orientada. Alguien debería ir a
echar un vistazo… si no la rompen antes.

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—Ahora mismo voy —respondió Jordan y abrió la puerta de golpe.
«Así que le dije…» «Pásame ese número cinco…» «La última declaración parece
revelar dudas por parte del doctor Adam Walcott, supuesta víctima de la
conspiración de Sanctuary para…» «Bailaaando toda la noooche contiiigo…»
«Atroz ataque a la firma Insomne de Carver e Hija, anoche, por elementos no
identificados…»
Cuando llegaran las vacaciones, pensó Jordan, se iría a algún lugar silencioso,
desierto, deshabitado. Solo.
Recorrió la planta principal en toda su extensión, salió al exterior y atravesó un
pequeño espacio que la gente de Mississippi llamaba «el patio» mientras se dirigía
hacia los edificios más pequeños, utilizados para inspeccionar y almacener repuestos
de los proveedores, para guardar los inventarios de scooters y para mantener los
equipos. El Edificio Tres era el de recepción de la inspección: se utilizaba en parte
como depósito y en parte como centro de selección para separar los repuestos
defectuosos de scooters Dormimos, que eran bastante numerosos. En el suelo había
desparramados varios cajones de pulverizadores de espuma. En la parte posterior,
entre altas estanterías de almacenaje, algunas personas gritaban. Cuando Jordan
corrió hacia el lugar de donde llegaba el ruido, una estantería de casi tres metros de
alto se derrumbó desparramando los repuestos como si fueran proyectiles. Una mujer
lanzó un chillido.
Los guardias de seguridad de la planta ya estaban allí; eran dos hombres fornidos
y sin uniforme que sujetaban a un hombre y a una mujer que forcejeaban y gritaban.
Los guardias parecían desconcertados; la agresión era poco frecuente entre los
empleados de Dormimos, llevados a un grado febril de lealtad hacia Hawke. Un
tercer hombre gemía, tendido en el suelo, sujetándose la cabeza. Más allá se veía una
enorme figura tendida en el suelo, rodeada de un charco de sangre.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —preguntó Jordan—. ¿Quien es…? ¡Joey!
—¡Es un Insomne! —chilló la mujer, que intentó patear al postrado gigante con la
punta de su bota. El guardia la obligó a retroceder. La enorme figura ensangrentada se
movió.
—¿Joey un Insomne? —preguntó Jordan. Pasó por encima del hombre que se
quejaba y le dio la vuelta al gigante; fue como intentar mover a una ballena varada.
Joey, que no tenía otro nombre, pesaba ciento sesenta kilos y medía casi dos metros:
era un retrasado mental de increíble fuerza a quien Hawke permitía vivir, trabajar y
comer en la fábrica. Joey acarreaba cajas y hacía otros trabajos poco cualificados que
en cualquier otra fábrica, salvo en una fábrica Dormimos, habrían estado
automatizados. Trabajaba tan incansablemente como un robot, decía Hawke, y era un
miembro auténtico de esa clase que el Movimiento Dormimos estaba sacando de la
degradación dependiente. A Jordan se le había ocurrido pensar que ahora Joey

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dependía tanto de Hawke como había dependido del subsidio de paro, y vivía tan
degradado por las crueles bromas de sus compañeros como lo habría estado en
cualquier vivienda del gobierno. Jordan se había guardado estas observaciones. Joey
parecía feliz y se mostraba servilmente agradecido a Hawke. ¿Acaso no era eso lo
que sentían todos?
—¡Es un Insomne! —exclamó la mujer—. ¡Aquí no hay cabida para los de su
clase!
¿Joey un Insomne? No tenía sentido. Jordan miró al hombre que aún luchaba
contra el guardia que lo sujetaba y le dijo ásperamente:
—Jenkins, el guardia lo soltará. Si hace un solo movimiento para acercarse a Joey
antes de que yo llegue al fondo de todo esto, será despedido. ¿Comprendido? —
Jenkins asintió con expresión hosca. Jordan dijo dirigiéndose al guardia—: Infórmele
a Mayleen que está todo bajo control. Dígale que llame a una ambulancia para
trasladar a dos pacientes. Ahora usted, Jenkins, dígame qué ha sucedido.
—El cabrón es un Insomne —respondió Jenkins—. No queremos ningún…
—¿Qué le hace pensar que es un Insomne?
—Hemos estado vigilándolo —afirmó Jenkins—. Turner, Holly y yo. No duerme.
Nunca.
—¡Nos espía! —gritó la mujer—. Podría ser un espía de Sanctuary y de Sharifi,
esa zorra asesina.
Jordan le dio la espalda. Se arrodilló y estudió el rostro ensangrentado de Joey. El
hombre tenía los ojos cerrados pero se le movían los párpados, y Jordan supo de
inmediato que estaba fingiendo un desmayo. El gigante llevaba ropas de plástico de
las más baratas, totalmente desgarradas. El pelo y la barba desgreñados, el olor a
suciedad y la sangre esparcida por todo su cuerpo le recordaron a Jordan a un
repugnante animal acorralado, un elefante apaleado o un bisonte cojo. Jordan jamás
había oído hablar de un Insomne que sufriera un retraso mental, pero si Joey tenía
edad suficiente —y parecía más viejo que el mundo— tal vez sólo habían sido
manipulados los genes que regulaban el sueño, y no había recibido una comprobación
del resto. Y si su cociente intelectual era muy bajo… ¿Pero por qué estaría allí? Los
Insomnes se cuidaban solos.
El cuerpo de Jordan ocultó de las miradas el rostro de Joey. La estúpida mujer
seguía gritando frases sobre espías y sabotaje. Jordan preguntó amablemente:
—Joey, ¿eres un Insomne?
Sus mugrientos párpados se movieron frenéticamente.
—Joey, respóndeme. Ahora. ¿Eres un Insomne?
Joey abrió los ojos; siempre obedecía las órdenes directas. Las lágrimas se
deslizaron entre la sangre y la mugre.
—¡Señor Watrous… no se lo diga al señor Hawke! ¡Por favor, por favor, por

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favor no se lo diga al señor Hawke!
Jordan se sintió abrumado por la compasión. Se puso de pie. Para su sorpresa
Joey también se levantó, tropezó y se apoyó en otra estantería, que se tambaleó
precariamente. Joey se apoyó en Jordan, mareándolo con su olor. El gigante estaba
aterrorizado. Por Jenkins, que miraba fijamente al suelo; por Turner, que seguía
gimiendo y sangrando; por la malhablada Holly, que pesaba unos cincuenta kilos.
—Silencio —le dijo Jordan a la mujer—. Campbell, quédese con Turner hasta
que llegue la ambulancia. Jenkins, usted y ella empiecen a limpiar esta porquería y
envíen a alguien a la Estación Seis para asegurarse de que la llegada de repuestos no
queda interrumpida. Esta tarde, a las tres, deberán presentarse los dos en el despacho
de Hawke. Joey, usted vaya con Campbell y con Turner en la ambulancia.
—Nooo —gimió Joey. Se aferró al brazo de Jordan. Afuera ululaban las sirenas
de la ambulancia.
¿Cómo reaccionarían los médicos de la ambulancia ante un Insomne?
—Muy bien —dijo Jordan—. Muy bien, Joey. Les diré que te revisen aquí.
En realidad, los cortes de Joey eran superficiales; había más sangre que heridas.
Después de la revisión médica, Jordan condujo a Joey fuera del edificio principal, por
la puerta lateral, hasta su despacho. No salía de su asombro: ¿Joey un Insomne? ¿El
incompetente, sucio, aterrorizado, estúpido y dependiente Joey?
La puerta con aislamiento acústico eliminó los sonidos.
—Ahora dime, Joey. ¿Cómo llegaste a esta fábrica?
—Caminando.
—Quiero decir por qué. ¿Por qué viniste a una fábrica Dormimos?
—No sé.
—¿Alguien te dijo que vinieras?
—El señor Hawke. ¡Oh, señor Watrous, no se lo diga al señor Hawke! ¡Por favor,
por favor no se lo diga al señor Hawke!
—No tengas miedo, Joey. Simplemente escúchame. ¿Dónde vivías antes de que el
señor Hawke te trajera hasta aquí?
—¡No sé!
—Pero tú…
—¡No sé!
Jordan insistió, amable y pacientemente, pero Joey no lo sabía. No sabía dónde
había nacido, ni qué había ocurrido con sus padres, ni qué edad tenía. Lo único que
parecía recordar, y que repetía una y otra vez, era que la señorita Cheever le había
dicho que nunca le dijera a nadie que era un Insomne, porque la gente podría hacerle
daño. Por la noche debía quedarse solo y acostarse. Joey hacía todo esto
obedientemente porque la señorita Cheever se lo había dicho. No lograba recordar
quién era la señorita Cheever, ni por qué había sido amable con él, ni qué había sido

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de ella.
—Joey —empezó a decir Jordan—, ¿tú… ?
—¡No se lo diga al señor Hawke!
El rostro de Mayleen apareció en el terminal de comunicación.
—Jordan, ahora viene el señor Hawke. Holly Newman me contó lo ocurrido. —
Su imagen observó a Joey con curiosidad—. ¿Es un Insomne?
—¡No empieces, Mayleen!
—Mierda, lo único que dije fue…
Hawke entró en la habitación junto con un torrente de sonidos.
Enseguida se apoderó del despacho. Lo llenó con su presencia, casi tan poderosa
como la de Joey pero tan apremiante que Jordan, que creía que le resultaba útil a
Hawke, se sintió nuevamente reducido a una nulidad.
—Campbell me contó lo que ocurrió. ¿Joey es un Insomne?
—Uuuuhhh —gimió Joey. Se tapó la cara con las manos. Sus dedos parecían
plátanos ensangrentados.
Jordan esperaba que Hawke comprendiera enseguida su error y lo remediara.
Hawke sabía tratar a la gente. Pero en lugar de eso, siguió observando a Joey en
silencio, sonriendo débilmente, no divertido sino extrañamente complacido, como si
en Joey hubiera algo que lo hacía sentirse bien y no existiera motivo para ocultarlo.
—Señor Hawke… ¿te-tengo que… —en su angustia, el gigante había empezado a
tartamudear— te-tengo que-que… irme? —Caramba, no, claro que no, Joey —
respondió Hawke—. Puedes quedarte, si quieres.
La esperanza se abrió paso grotescamente en el rostro de Joey.
—¿Aunque nu-nu-nunca duerma?
—Aunque seas un Insomne —repuso Hawke suavemente. Seguía sonriendo—.
Aquí puedes resultarnos útil.
Joey se acercó a Hawke tambaleándose y cayó de rodillas. Le rodeó la cintura con
los brazos, enterró la cabeza en el duro vientre de Hawke y sollozó. A Hawke no le
molestaron el olor, la mugre ni la sangre. Siguió mirándolo y sonriéndole
amablemente.
Jordan sintió náuseas.
—Hawke, él no puede quedarse. Lo sabes. No puede.
Hawke acarició el pelo mugriento de Joey.
Jordan dijo bruscamente:
—Joey, sal de mi despacho. Éste todavía es mi despacho. Sal enseguida. Fuera…
—No podía enviar a Joey a la planta baja, puesto que el rumor ya se habría extendido
por toda la fábrica. El despacho de Hawke estaba cerrado con llave, las dependencias
serían aún peores, no había ningún lugar en el que Joey se encontrara a salvo de sus
compañeros…

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—Envíalo a mi choza de seguridad —dijo la imagen de Mayleen desde el
terminal. Jordan había olvidado que el terminal de comunicación seguía abierto—.
Aquí nadie va a molestarlo.
Sorprendido, Jordan pensó a toda velocidad. Las armas controladas de Mayleen…
pero no. Ella no lo haría.
De alguna manera lo percibió en su voz.
—Joey, vete a la choza de Mayleen —dijo Jordan en el tono más autoritario que
pudo—. Vete ya.
Joey no se movió.
—Vete, Joey —dijo Hawke en tono divertido, y Joey se fue.
Jordan se enfrentó a su jefe.
—Si se queda aquí lo matarán.
—No puedes saberlo.
—Sí, lo sé y tú también. Has despertado demasiado odio por los Insomnes… —
Se interrumpió. Ése era el significado del Movimiento Dormimos. No sólo el odio
hacia Kevin Baker, Leisha Camden y Jennifer Sharifi, personas poderosas e
inteligentes que se cuidaban solas, rivales económicos que disponían de las mejores
armas financieras. También suponía el odio por Joey Don Nadie, que no podía
reconocer un arma económica aunque tropezara con ella. Cosa que probablemente le
ocurriría.
—No pienses así, Jordan —dijo Hawke serenamente—. Joey es un anormal. Un
simple número en las estadísticas de los Insomnes. Es insignificante en la guerra real
por la justicia.
—No es lo suficientemente insignificante para que tú lo ignores. Si realmente
pensaras que es insignificante lo enviarías lejos, a un sitio seguro. Aquí lo matarán y
tú lo permitirás, porque será una forma más de lograr un triunfo sobre los Insomnes,
¿verdad?
Hawke se sentó ante el escritorio de Jordan con el ademán amplio y cómodo que
Jordan le había visto hacer cientos de veces. Cientos, miles, contando todas las veces
que Hawke lo había acosado en sueños. Hawke se acomodaba para realizar una
selección de los argumentos de Jordan, una agradable destrucción de las ingenuas
creencias de Jordan, un triunfo fácil sobre una mente que ni siquiera podía empezar a
competir con la de Hawke.
Esta vez no.
Hawke dijo tranquilamente:
—Estás pasando por alto un punto crucial, Jordy. La base de cualquier dignidad
individual debe ser una elección individual. Joey elige quedarse aquí. Todos los
defensores de la dignidad humana, desde Kenzo Yagai hasta Eurípides, pasando por
Abraham Lincoln, han argumentado que la elección individual debe reemplazar a la

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presión de la comunidad. Caramba, el propio Lincoln lo dijo, refiriéndose al peligro
de emancipar a los esclavos… Seguro que tu tía Leisha podrá ampliarte la
información.
—Renuncio —dijo Jordan. Hawke sonrió.
—Vamos, Jordan, ¿acaso no hemos pasado por esto antes? ¿Y con qué resultados?
Jordan salió de su despacho. Hawke también permitiría que él, Jordan, fuera
asesinado, aunque de distinta manera. De hecho, eso era lo que había estado haciendo
todo el tiempo, y Jordan no lo había notado. ¿O era también esto, esta forma de
provocar a Jordan a través del pobre Jordy, algo deliberado por parte de Hawke?
¿Quería Hawke que él renunciara?
Jordan no tenía forma de saberlo con certeza.
El ruido de la planta lo asaltó.
En la superpantalla del sector norte se mostraba una vista aérea de Sanctuary y el
desierto que rodeaba las bóvedas de alta tecnología de Salamanca.
«Los entusiastas militares han disfrutados durante mucho tiempo ideando
posibles ataques hipotéticos a esta supuestamente inexpugnable…» Ra-ta-ta. «De
fieeesta con mi neeena…»
Jordan salió por la puerta lateral. Joey pesaba ochenta kilos más que él; no había
forma de que Jordan pudiera sacarlo de la fábrica por la fuerza. Nadie podía persuadir
a Joey, salvo Hawke. Jordan no podía dejarlo allí.
En la caseta de seguridad, Joey dejó caer su enorme osamenta contra la única
pared que no era de plástico. Mayleen apagó el terminal de comunicación que la
conectaba con el despacho de Hawke. Seguramente había oído toda la discusión entre
Jordan y Hawke. Evitó la mirada de Jordan y miró al inconsciente Joey.
—Le di un poco del té de mi bisabuela.
—Té…
—Las ratas de río sabemos muchas cosas que vosotros, los muchachitos de
California, ni siquiera imagináis —dijo Mayleen en tono de hastío—. Llévatelo de
aquí, Jordan. Llamé a Campbell. Él te ayudará a cargar a Joey en tu coche, si el señor
Hawke no ordena antes otra cosa. Date prisa.
—¿Por qué, Mayleen? ¿Por qué ayudar a un Insomne?
Mayleen se encogió de hombros. Luego su voz adquirió un tono apasionado.
—¡Mierda! ¡Míralo! Ni siquiera los pañales de mi bebé huelen tan mal. ¿Crees
que necesito luchar con eso para llegar a algo en este mundo? Él no se interpone en
mi camino, al margen de que no necesite dormir, o comer, o respirar siquiera. —Su
tono de voz volvió a cambiar—. Pobre mendigo.
Jordan llevó su coche hasta la entrada principal. Él, Mayleen y el confiado
Campbell acomodaron a Joey en el interior. Antes de arrancar, Jordan asomó la
cabeza por la ventanilla del coche.

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—¿Mayleen?
—¿Qué? —Otra vez había adoptado un tono áspero. El pelo descolorido le caía
sobre la cara, desordenado por el esfuerzo de acarrear a Joey.
—Ven conmigo. Tú ya no crees que esto sea correcto.
El rostro de Mayleen se volvió impenetrable. El calor se congeló.
—No.
—Pero ves que…
—Ésta es toda la esperanza que tengo, Jordan. Esto. Aquí.
Entró en la caseta de seguridad y se inclinó sobre el equipo de vigilancia. Jordan
arrancó con su Insomne cautivo y rescatado en el asiento de atrás. No se volvió para
mirar la fábrica Dormimos. Esta vez no. Esta vez no iba a regresar.

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14

urante la tercera semana del juicio, mientras Richard Keller declaraba contra

D su esposa, la actividad en la tribuna de prensa fue frenética. Los dedos de los


artistas hológrafos volaban; los periodistas susurraban notas en voz baja y la
nuez de los hombres se movía silenciosamente. En algunos rostros Leisha vio las
mezquinas y crueles sonrisas de quienes mezquina y cruelmente contemplaban el
dolor.
Richard vestía un traje oscuro sobre un body negro. Leisha recordó los colores
claros que él le había programado en los carteles y ventanas de todos los lugares en
que había vivido. Por lo general eran los colores del mar: verde, azul, grises sutiles y
el color crema de la espuma. Richard estaba sentado en el banco de los testigos,
echado hacia delante, con las palmas de las manos apoyadas sobre las rodillas, y la
luz de la sala caía de plano sobre sus anchos rasgos. Leisha vio que tenía las uñas
descuidadas y no muy limpias. Richard, un apasionado del mar.
—¿Cuándo se dio cuenta por primera vez de que su esposa había robado los
informes del doctor Walcott y los había patentado a nombre de Sanctuary? —
preguntó Hossack.
Sandaleros se puso de pie instantáneamente.
—¡Protesto! ¡Aún no se ha demostrado dónde se robaron esos informes, ni quién
lo hizo!
—Se acepta la protesta —señaló el juez. Miró a Hossack con expresión severa—.
Será mejor que corrija la pregunta, señor Hossack.
—Señor Keller, ¿cuándo le dijo su esposa por primera vez que Sanctuary había
presentado las patentes sobre una investigación que permitiría a los Durmientes
convertirse en Insomnes?
Richard respondió en tono monocorde:
—En la mañana del 28 de agosto.
—Seis semanas después de la fecha real de la presentación.
—Sí.
—¿Y cual fue su reacción?
—Le pregunté —respondió Richard, todavía con las manos apoyadas sobre las
rodillas— qué persona de Sanctuary había desarrollado las patentes.

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—¿Y ella qué le respondió?
—Me dijo que las habíamos cogido del Exterior y que habíamos vuelto a
presentarlas en la Oficina de Patentes de Estados Unidos.
—¡Protesto! ¡Eso sólo son rumores!
—Protesta denegada —dijo Deepford.
—Ella le dijo, en otras palabras —continuó Hossack—, que era responsable del
robo y de la invasión de las redes de datos de Estados Unidos.
—Sí. Eso fue lo que me dijo.
—¿Usted le preguntó cómo había llevado a cabo este supuesto robo?
—Sí.
—Dígale al tribunal lo que ella respondió.
Esto era lo que la prensa quería, lo que los espectadores estaban ansiosos por
escuchar. Querían oír el poder de Sanctuary expuesto desde el interior, revelado por
un Insomne que al hacerlo se revelaba a sí mismo. Leisha percibió la tensión: tenía un
sabor salado, a cobre, como la sangre.
—En una ocasión le expliqué a Leisha Camden que no soy un experto en redes de
datos. No sé cómo se llevó a cabo. No lo pregunté. Lo poco que sé está registrado en
el Departamento de Justicia de Estados Unidos. Si quiere oírlo, encienda el grabador.
No voy a repetirlo.
El juez Deepford se inclinó de costado sobre el estrado.
—Señor. Keller, está usted bajo juramento. Responda a la pregunta.
—No —respondió Richard.
—Si no responde —le advirtió el juez en tono no demasiado apremiante—, lo
demandaré por desacato.
Richard se echó a reír.
—¿Desacato? ¿Demandarme por desacato? —Dejó de reír y levantó las manos
hasta los hombros como un boxeador desconcertado. Luego las dejó caer. Las colocó
a los costados, fláccidas. No le importaba lo que le dijeran; se limitó a no responder y
a murmurar de vez en cuando «Desacato», hasta que el juez decidió conceder un
descanso de una hora.
Cuando el tribunal reanudó la sesión, Deepford parecía cansado. Todos parecían
cansados, salvo Will Sandaleros. Desmembrar a un hombre, pensó Leisha
consternada, era una ardua tarea.
Sandaleros parecía furioso.
Hossack hizo oscilar un colgante, cogiéndolo por la cadena de oro, delante del
testigo.
—¿Reconoce esto, señor Keller?
—Sí. —El rostro de Richard parecía hinchado, como un bollo viejo.
—¿Qué es?

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—Es un controlador de micro-energía, sintonizado con el campo Y de Sanctuary.
Los miembros del jurado observaron el colgante que Hossack tenía en la mano.
Algunos se inclinaron hacia delante. Un hombre sacudió lentamente la cabeza.
El colgante tenía forma de lágrima y era de una sustancia lisa y opaca, color verde
manzana. Según la declaración del malhumorado empleado del garaje, había
encontrado el objeto cerca de la ranura del scooter del doctor Herlinger instantes
después de haber visto una figura enmascarada y enguantada que salía corriendo por
la entrada lateral. La protección de la entrada había sido retirada.
—Porque así no registro las entradas y salidas que hago durante todo el día,
¿comprende? —explicó el empleado. La grabación de la vigilancia confirmó esta
declaración. Leisha no lo había dudado en ningún momento. Su amplia experiencia le
había enseñado a reconocer a un testigo demasiado indiferente a la justicia para
molestarse en desvirtuarla.
El colgante verde osciló entre los dedos de Hossack.
—¿A quién pertenece este artilugio, señor Keller?
—No lo sé.
—¿Los colgantes de Sanctuary no están individualizados de alguna forma? ¿Con
iniciales, con un color, o algo así?
—No.
—¿Cuántos hay?
—No lo sé.
—¿Cómo es eso? —preguntó Hossack.
—Yo no estaba a cargo de su fabricación ni de su distribución.
—¿Quién se encargaba de eso?
—Mi esposa.
—¿Se refiere a la defendida, Jennifer Sharifi?
—Sí.
Hossack dejó que la respuesta quedara flotando en el aire mientras él consultaba
sus notas. Mi esposa. Leisha casi pudo oír cómo los miembros del jurado se
preguntaban qué puede llevar a un hombre a condenar a su esposa. Apretó los dedos.
—Señor Keller, usted es miembro del Consejo de Sanctuary. ¿Por qué no sabe
cuántos colgantes como éste existen?
—Porque nunca quise saberlo.
Leisha pensó que si ella hubiera sido el abogado de Richard, jamás le habría
permitido decir algo así. Pero Richard se había negado a recibir asesoramiento. De
pronto se preguntó si él también tendría un colgante. ¿Y la pequeña Najla? ¿Y Ricky?
—¿La razón por la que usted no quería saber nada de los colgantes es que las
otras actividades de su esposa le horrorizaban?
—¡Protesto! —gritó Sandaleros, furioso—. El señor Hossack no sólo está

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alimentando opiniones perjudiciales en el testigo sino que, como he intentado señalar
en repetidas ocasiones, toda esta serie de pruebas no está relacionada directamente
con mi cliente, y de hecho, es improcedente. El fiscal sabe que hay al menos otras
veinte personas que tienen esos colgantes; estuvo de acuerdo con esa cláusula. Si el
señor Hossack cree que puede aprovechar circunstancias que no vienen al caso por su
valor estremecedor…
—Señoría —intervino Hossack—, estamos determinando que la relación entre
Sanctuary y la manipulación del scooter es tan inequívocamente clara que…
—¡Protesto! ¿Cree que aunque pudiera demostrarse que ese amuleto pertenece a
un miembro de Sanctuary, algún Insomne sería tan estúpido como para dejarlo caer?
Evidentemente, esto es un montaje, y la señora Sharifi…
—¡Protesto!
—¡Señores abogados, acérquense al estrado!
Sandaleros hizo un esfuerzo visible por dominarse. Hossack se acercó con
expresión grave. Deepford se inclinó sobre el estrado, en dirección a ellos, con el
rostro endurecido por la ira. Pero no estaba tan furioso como Sandaleros cuando los
dos abogados se apartaron del estrado. Leisha cerró los ojos.
Ahora sabía qué podía esperar cuando Sandaleros comenzara su interrogatorio.
Antes no estaba segura. Ahora lo sabía.
No tardó demasiado tiempo en ocurrir.
—¿Entonces le está diciendo a este tribunal, señor Keller —empezó a decir Will
Sandaleros con evidente incredulidad—, que el motivo que tenía para traicionar a su
esposa recurriendo a Leisha Camden…?
—Está induciendo al tribunal —dijo Hossack en tono cansado—. «Traición» es
una palabra evidentemente provocadora.
—Se acepta —dijo el juez.
—¿Entonces le está diciendo a este tribunal que el motivo por el cual le reveló a
Leisha Camden las supuestas actividades de vigilancia de su esposa y el supuesto
robo… que el motivo que tuvo para hacer esto era la preocupación por ella bajo una
ley que no había impedido que sus asuntos quedaran arruinados por los prejuicios de
los Durmientes, que no había protegido a su amigo Anthony Indivino de ser
asesinado por los Durmientes, que no…?
—¡Protesto! —gritó Hossack.
—Se acepta —dijo Deepford.
—¿… que no había protegido a sus hijos de la peligrosa amenaza de una pandilla
del movimiento Dormimos en el Stars and Stripes Airport, que no había protegido su
barco de investigación marina para que no fuera hundido por elementos desconocidos
pero supuestamente Durmientes… que después de todos estos fracasos de la ley para
protegerlo en estas circunstancias, su motivo para volverse contra su esposa fue el

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interés por someterla a la ley?
—Sí —respondió Richard con voz áspera—. No había otra forma de detener a
Jennifer. Le dije… le rogué… fui a ver a Leisha antes de saber lo de Herlinger… Yo
no… Leisha no me dijo…
Incluso el juez Deepford apartó la mirada.
Sandaleros repitió en tono cáustico:
—Y los motivos que usted tenía para denunciar a su esposa ante la señorita
Camden eran la preocupación conyugal y el buen ejercicio de la ciudadanía. Muy
digno de elogio. Dígame, señor Keller, ¿alguna vez usted y Leisha Camden fueron
amantes?
—¡Protesto! —exclamó Hossack—. ¡Eso es improcedente! Señoría…
Deepford observó el martillo. A pesar de lo petrificada que estaba, Leisha se dio
cuenta de que el juez iba a aceptar la pregunta. En nombre de la preocupación por la
justicia con la minoría, con los perseguidos, con los habitualmente discriminados.
—Protesta denegada.
—Señor Keller —dijo Sandaleros con los dientes apretados; Leisha se dio cuenta
de que el joven se estaba convirtiendo en el ángel vengador. El Will Sandaleros
original casi había desaparecido—. ¿Alguna vez usted y Leisha Camden, la mujer a la
cual le reveló la supuesta infracción de su esposa, fueron amantes?
—Sí —respondió Richard.
—¿Después de su matrimonio con Jennifer Sharifi?
—Sí —afirmó Richard.

—¿Cuándo? —El rostro de Kevin brillaba en la pantalla del terminal del hotel.
—Antes de que tú y yo nos fuéramos a vivir juntos —respondió Leisha
cautelosamente—. Jennifer estaba obsesionada con el recuerdo de Tony, y Richard
pensaba… No tiene importancia, Kevin. —Apenas lo dijo se dio cuenta de que era
una estupidez. Importaba, y mucho. Por el juicio. Por Richard. Tal vez incluso por
Jennifer, aunque, ¿cómo podía saber Leisha lo que le importaba a Jennifer? No
comprendía a Jennifer. La obsesión era algo que Leisha entendía, pero el secreto
obsesivo, la preferencia por las maquinaciones oscuras y silenciosas en lugar de las
batallas libradas a la luz del día, no—. Jennifer lo sabe. Lo sabía en aquel momento.
A veces casi daba la impresión… de que quería que yo buscara a Richard.
Como si sus palabras fueran una respuesta, Kevin anunció:
—Voy a prestar el juramento de Sanctuary.
Leisha hizo una pausa antes de preguntar:
—¿Por qué?
—De otra forma no puedo hacer negocios, Leisha. Baker Enterprises está
demasiado comprometida con la empresa de Donald Pospula, con Aerodyne, con

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media docena de otras compañías de los Insomnes. Sufriría grandes pérdidas.
—¡Tú no tienes idea de lo que es perder!
—Leisha, no es una decisión personal. Por favor, intenta comprenderlo. Se trata
de una cuestión puramente financiera…
—¿Y eso es lo único que importa?
—Por supuesto que no. Pero Sanctuary no está pidiendo nada inmoral, sólo una
solidaridad de la comunidad basada firmemente en la solidaridad económica. Eso no
es…
Leisha apagó el terminal. Creía en lo que había dicho Kevin; su decisión era
puramente económica, dentro de unos límites que él podía construir como algo moral.
La obsesión emocional como la de Jennifer jamás lo conmovería, jamás rozaría ese
rostro liso y claro, ni su liso y claro cerebro. Las obsesiones como la de Jennifer… y
las que ella misma sentía con respecto a la necesidad de la ley…
Unos días antes Leisha se había preguntado qué le quedaba por perder. Ahora lo
supo.
La seguridad codificada en colgantes secretos. Juramentos de lealtad. Una prueba
colocada para comprometer a Jennifer… Porque Will Sandaleros tenía razón, ningún
Durmiente habría dejado allí aquel colgante. Todos ellos eran demasiado cuidadosos.
Pero ese hecho no sería admitido en el tribunal. Las generalidades —aunque fueran
absolutamente auténticas, aunque fueran decisivas— nunca lo eran.
Leisha se sentó en el borde de la cama del hotel. La cama dominaba la habitación.
Al registrarse por primera vez en Conewango había imaginado que se debía a que el
sexo era muy importante para el negocio de los hoteles. Una suposición incorrecta.
Un razonamiento derivado de una experiencia pueblerina.
El sueño era lo importante. Para el pensamiento de todos.
No se trataba de que ella esperara que la práctica del derecho fuera algo limpio.
Ningún abogado pretendía semejante cosa, no después de años de alegatos irrisorios,
perjurios y policías poco limpios, acuerdos políticos, estatutos mal aplicados y
jurados parciales. Pero ella había pensado que la ley en sí misma, separada del
ejercicio, si no era limpia al menos debía ser amplia. Lo suficientemente amplia.
Recordó el día en que se había dado cuenta de que la economía yagaísta no era lo
bastante amplia. El énfasis que ponía en la excelencia individual dejaba de lado
demasiados fenómenos, a demasiada gente: a aquellos que no tenían excelencia y
jamás la tendrían. Los mendigos, que sin embargo tenían un papel definido aunque
oscuro en el funcionamiento del mundo. Eran como parásitos de un mamífero al que
atormentaban obligándolo a rascarse hasta sangrar, pero cuyos huevos servían de
alimento a otros insectos que alimentaban a otros que engordaban a las aves que eran
presa de los roedores de los que se alimentaba el mamífero atormentado. Una
sangrienta ecología del intercambio que reemplazaba los lineales contratos yagaístas

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que se sucedían en el vacío. La ecología era lo suficientemente amplia para abarcar a
Durmientes e Insomnes, a productores y mendigos, a los excelentes, a los mediocres
y a los aparentemente inútiles. Lo que hacía que la ecología siguiera funcionando era
la ley.
¿Y si la ley misma no era lo bastante amplia?
¿No era lo suficientemente amplia para comprender lo que haría un Insomne,
aunque fuera imposible de demostrar pero tan claro como el aire? O para comprender
lo que había ocurrido entre Richard y ella. Para comprender no sólo lo que había
hecho Jennifer, sino por qué. Sobre todo para comprender esa envidia inefable, tan
potente como la estructura genética misma pero incapaz de quedar alterada o
construida por la existencia. La envidia por lo poderoso. La ley nunca había podido
comprender eso. Había creado una legislación interminable sobre los derechos civiles
para corregir el prejuicio contra los biológicamente identificables: negros, mujeres,
chicanos. Los minusválidos. Pero en Estados Unidos los objetos de la envidia y los
objetos del prejuicio biológico jamás habían pertenecido al mismo grupo; y la ley de
Estados Unidos no era lo suficientemente amplia para comprenderlo.
Leisha apoyó la cabeza entre las rodillas. Estaba claro cómo seguiría el resto del
juicio. Su propio testimonio quedaría desacreditado por Sandaleros como las
maniobras de una mujer celosa contra la esposa legal. Richard quedaría
desacreditado. Hossack golpearía duramente sobre su punto fuerte: el poder de
Sanctuary; el poder de los Insomnes. Sandaleros no permitiría que Jennifer declarara;
su serenidad parecería sangre fría a los ojos de un jurado compuesto por Durmientes,
y su deseo de proteger su propia persona parecería un ataque al Exterior…
Y eso había sido.
El jurado podía tomar cualquier rumbo: absolverla según el supuesto triángulo
amoroso, con lo cual Jennifer eludiría la acción de la ley. O condenarla porque era
una poderosa Insomne, y en ese caso Jennifer jamás sobreviviría a la acción de sus
compañeras de cárcel. Sanctuary se recluiría sobre sí misma, como una poderosa
araña que teje telas electrónicas para protegerse en un entorno de Durmientes cada
vez más temerosos de personas a las que no ve, con las que nunca comercia y a las
que nunca compra nada por temor a que arruinen la economía de lo que ellos eran
sombra u origen, nadie lo sabía con certeza. Controlan las cosas secretamente, ya
sabes. Quieren esclavizarnos. Trabajan con competidores internacionales para
lograr que nos pongamos de rodillas. Y no se detienen ante el asesinato.
Así demostraría que Jennifer había tenido razón de proteger lo suyo.
Era una serpiente que se mordía la cola. Porque la ley, en su esfuerzo por ser justa
y tratar a todos por igual, dejaba de lado demasiadas cosas. No era lo suficientemente
amplia. No era tan amplia como el futuro genético y tecnológico que, al superarla, se
volvería anárquico.

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Sentada al borde de la cama en la oscura habitación del hotel, Leisha sintió que
sus convicciones con respecto a la ley la abandonaban, como si la habitación se
quedara sin aire. Se estaba ahogando; caía en un vacío de frío y oscuridad. La ley no
era lo suficientemente amplia. No podía abarcar a Durmientes e Insomnes, no podía
proporcionar ninguna forma ética de juzgar la conducta, y sin juicio no había nada.
Sólo el caos, la turba y el vacío…
Intentó ponerse de pie pero le fallaron las rodillas. Jamás le había sucedido algo
así. Descubrió que estaba en el suelo, a cuatro patas, y una parte aún racional de su
mente decía: ataque cardíaco. Pero no podía ser. El corazón de los Insomnes nunca
fallaba.
Frío…
Oscuridad…
Vacío…
Papá…
Cuando la puerta de la habitación se abrió, Leisha volvió a la realidad. La puerta
se abría desde fuera, sin alarmas. Leisha se puso de pie, tambaleante. Al otro lado de
la habitación, más allá de la cama, una silueta se recortaba en la entrada, una figura
enorme que llevaba en la mano algo cuadrado y aún más enorme. Leisha no se
movió. Su propia gente, la gente de Kevin, había instalado la seguridad en esa
habitación, un sistema de seguridad idéntico al de su apartamento de Chicago. En
Conewango nadie tenía los códigos de entrada.
Si se trataba de un desconocido, si Sanctuary se había organizado para el
asesinato además del robo…
Al menos el asesino sería eficaz. Los Insomnes siempre lo eran. La oscura figura
extendió un brazo. Una mano buscó a tientas los interruptores manuales.
—Enciendan las luces —dijo Leisha con voz clara.
La forma cuadrada correspondía a una maleta. La luz deslumbró a Alice.
—¿Leisha? ¿Qué haces sentada en la oscuridad?
—¡Alice!
—El código de tu apartamento abre las dos puertas… ¿No te parece que deberías
cambiarlo? En el vestíbulo hay un montón de periodistas…
—¡Alice! —Atravesó la habitación y se arrojó en sus brazos llorando… ella, que
jamás lloraba.
—¿No sabías que iba a venir? —le preguntó Alice. Leisha sacudió la cabeza
contra el pecho de Alice.
— Yo lo sabía. —Alice la soltó y Leisha vio que el rostro de su hermana estaba
iluminado por una profunda emoción—. Sabía que ésta sería tu noche. La noche en
que te hundirías en el agujero. Lo supe ayer… Lo sentí. —De pronto se echó a reír en
tono estridente—. Lo sentí, Leisha, ¿comprendes? Fue como si me golpearan con un

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saco de ladrillos. Sentí que esta noche te encontrarías en el peor trance de tu vida, y
supe que tenía que venir.
Leisha dejó de sollozar.
—Lo sentí —volvió a decir Alice—. A casi cinco mil kilómetros de distancia.
¡Como les ocurre a otros gemelos!
—Alice…
—No, no digas nada, Leisha. Tú no estabas allí. Yo sé lo que sentí.
Leisha comprendió que la intensa emoción que iluminaba el rostro de Alice era el
triunfo.
—Sabía que me necesitabas. Y aquí estoy. Está bien, Leisha, cariño, sé lo que es
ese agujero, he estado en él… —Volvió a acercarse a Leisha y la rodeó con sus
brazos riendo y llorando al mismo tiempo—. Lo sé, cariño, está bien. No estás sola.
He estado allí y sé…
Leisha se aferró a su hermana con todas sus fuerzas. Alice la estaba rescatando de
aquel lugar oscuro. El vacío, el agujero. Alice, que con su corpulencia, tan sólida
como la tierra, le impedía caer. Alice, que nunca más sería inalcanzable, no ahora que
había sabido algo antes que ella. No ahora que la había salvado de convertirse en lo
único que no había perdido.
—Lo sabía —susurró Alice. Luego, en voz más firme, añadió—: Ahora puedo
dejar de enviarte esas malditas flores.
Sólo más tarde, después de pasar horas conversando, cuando Alice empezaba a
sentir sueño, el terminal de comunicación lanzó un sonido estridente. Leisha lo había
apagado; sólo una prioridad absoluta podía ponerlo en marcha. Volvió la cabeza en
dirección a la pantalla, donde destellaban dos contraseñas. La borrosa lógica del
terminal las había aceptado simultáneamente, asignando una voz a cada interlocutor:
—Aquí Susan Melling. Debo…
—Soy Stella Bevington. Acabo de tener acceso a la red. El…
—… hablar contigo enseguida. Llámame…
—… colgante que la red de noticias dice que fue…
—… a través de una línea…
—… encontrado en ese aparcamiento…
—… protegida, en cuanto puedas.
—… es mío.

—Hemos concluido nuestra investigación —dijo Susan en la pantalla del


terminal. El pelo gris le caía en grasientos mechones de un descuidado moño; tenía
los ojos encendidos—. Gaspard-Thiereux y yo. Sobre los códigos redundantes del
ADN de los Insomnes que plantea Walcott.
Leisha preguntó en tono uniforme:

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—¿Y?
—¿Esta línea está protegida? Demonios, olvídalo. Que la prensa lo intercepte.
Que Sanctuary lo intercepte. ¡Eh, Blumenthal!, ¿estás escuchando?
—Susan, por favor…
—Nada de por favor. Ni gracias, ni nada. Esto es lo que quería decirte
personalmente. Las ecuaciones no funcionan.
—No puede…
—Existe una brecha que no se puede cubrir entre el hecho de anular el
mecanismo del sueño en el nivel genético preembrionario y el hecho de intentar hacer
lo mismo después de que el cerebro ha empezado a diferenciarse, aproximadamente a
los ocho días. Las razones por las que la brecha no se puede cerrar son bastante
evidentes, bastante específicas, decisivas biológicamente. Tienen que ver con la
tolerancia del ruido genético en esos textos genéticos que son repeticiones de
sistemas de regulación. No hace falta que te dé detalles… el resultado es que nunca
lograremos convertir a un Durmiente en un Insomne. Nunca. Nadie. Ni Walcott, ni
todos los supercerebros de Sanctuary, ni nadie. Walcott está mintiendo.
—No… no lo entiendo.
—Él inventó todo esto. Es muy plausible, lo suficientemente plausible para que a
los grandes investigadores les llevara un tiempo descubrirlo. Pero esencialmente es
una mentira, y no hay forma de que un científico con su famoso paso final oculto no
lo supiera. Walcott lo sabía. Su investigación es una mentira. Fue a verte con ese
estupendo descubrimiento que él sabía que resultaría una mentira, y Sanctuary
cometió fraude por unas patentes que son una mentira, y a Jennifer Sharifi la juzgan
por asesinato por una mentira…
Leisha no lograba entenderlo. Nada de todo aquello tenía sentido. Era muy
consciente de la presencia de Alice al otro lado de la habitación, completamente
inmóvil.
—¿Por qué?
—No lo sé —dijo Susan—. Pero es una mentira. ¿Habéis oído eso, periodistas?
¿Habéis oído eso, Sanctuary? ¡Es una mentira!
Se echó a llorar.
—Susan… oh, Susan…
—No, no, no digas nada. Lo siento. No quería llorar. Es lo único que no quería…
¿Quién está contigo? ¿No estás sola?
—Alice —dijo Leisha—. Ella…
—Es que pensé que tal vez podría convertirme en lo que he creado. Qué estúpida
idea, ¿no? Toda la literatura demuestra que los creadores no pueden convertirse en las
creaciones.
Leisha no dijo nada. Susan dejó de llorar tan repentinamente como había

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empezado; las lágrimas se secaron en su piel vieja, blanda y arrugada.
—Después de todo, Leisha, no habría servido, ¿no te parece? ¿Los creadores
convertidos en sus creaciones? ¿Quién quedaría para perfeccionar el arte si todos
lográramos convertirnos en mecenas? —En otro tono de voz añadió—: Tienes que
destrozar a Walcott, Leisha. Como a cualquier curandero que vende esperanzas
inútiles a un moribundo. Destroza a ese cabrón.
—Lo haré —dijo Leisha. Pero no se refería a Walcott. En un repentino y
vertiginoso torbellino comprendió quién había cometido el robo, cómo y por qué.

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15

ordan, soñoliento y desconcertado, abrió la puerta de su apartamento. Eran las

J cuatro y media de la madrugada. Leisha Camden estaba en la entrada,


acompañada por tres silenciosos guardaespaldas.
—¡Leisha! ¿Qué…?
—Ven conmigo. Rápido… A estas alturas Hawke sabe que estoy aquí. No tenía
forma de avisarte de que vendría sin que él interceptara el mensaje. Vístete, Jordan.
Vamos a la fábrica Dormimos.
—Yo…
—¡Date prisa!
Jordan pensó en decirle que no iba a ir a la fábrica, ni entonces ni nunca. Pero
volvió a mirar a Leisha y tuvo la certeza de que ella estaba dispuesta a ir allí sola, y
no quería que lo hiciera. Leisha llevaba un jersey azul largo encima de un body negro.
Tenía una sombra azul alrededor de los ojos. Se inclinó un poco hacia adelante sobre
las puntas de los pies, como si quisiera apoyarse en él, y a Jordan se le ocurrió que
Leisha necesitaba que él estuviera a su lado. No para darle protección física —en
conjunto, los tres guardaespaldas formaban una masa de doscientos noventa kilos, sin
contar las armas—, sino por alguna otra razón que Jordan no pudo definir.
—Deja que me vista —le dijo.
En el oscuro vestíbulo, Joey levantó la cabeza del catre.
—Vuelve dentro —le dijo Jordan—. Todo está bien. —Leisha le necesitaba.
En el aparcamiento del edificio de apartamentos había un avión, evidentemente
plegado sobre sí mismo en alguna forma artística que le permitía aterrizar
verticalmente. Pero no se trataba de un coche aéreo, era un avión, sin duda alguna. El
panel de control no tenía ninguna marca de identificación. Se desplegó en el aire y
sobrevoló la ciudad dormida en dirección al río.
—Muy bien, Leisha. Dime de qué se trata.
—Hawke mató a Timothy Herlinger.
Algo se movió en el interior de Jordan. Supo de qué se trataba: era la verdad.
Minúscula, abrumadora, como una de esas píldoras venenosas que se disuelven en el
corazón de los suicidas. Lo único que había que hacer era tragarla y lo peor había
pasado, lo demás era inevitable e imparable. Jordan sintió que se movía y supo que

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había estado allí antes de que Leisha hablara. Había estado allí en el Profit Faire, en
la ambigua admiración de Jordan hacia Hawke, en la discusión sobre Joey, incluso en
el nuevo lavabo de Mayleen y en sus almohadas de encaje. Estaba en el mismo
Movimiento Dormimos.
Observó a Leisha. Ella parecía irradiar luz, una luz dura y chillona como los
campos Y diseñados para alertar a la gente de la existencia de maquinaria peligrosa.
Leisha repitió:
—Hawke mató al doctor Herlinger. Él lo tramó todo.
Jordan se oyó decir:
—Y tú te alegras.
Ella lo miró sobresaltada. Se miraron fijamente en la pequeña cabina del avión
mientras los tres guardaespaldas formaban una mancha inmóvil detrás de ellos.
Jordan no había querido decir aquellas palabras, pero después de pronunciarlas supo
que eran la verdad. Leisha se alegraba. De que fuera Hawke y no un Insomne.
Alegría. Ésa era la fuente de la luz chillona, y de la necesidad de tenerlo a él a su
lado.
—Testigo de la persecución —dijo Jordan.
Su tono de voz fue tan extraño que Leisha preguntó:
—¿Qué?
—No importa. Cuéntame.
Ella no dudó ni un instante.
—La huella de retina del scanner es igual a la de Stella Bevington. Hawke debe
de haberla cogido en la fiesta que tu madre dio para Beck, en la casa nueva, cuando
todo el mundo estaba bebiendo y distraído. En la fiesta a la que te obligó a invitarlo.
Y también fue allí donde consiguió el colgante de Stella. Jennifer le envió uno; quería
que Stella fuera a Sanctuary e intentaba obligarla a elegir. Stella llevaba puesto el
colgante pero se lo quitó durante la fiesta porque comprobó una vez más la
cordialidad, la tolerancia de Durmientes como tu madre… —¡Oh, papá, la habilidad
especial de Alice…!—. Hawke cogió el pendiente de su bolso. Ella le comunicó la
pérdida a Jennifer, pero no le dio detalles; fue por mí…
Leisha volvió la cabeza. Jordan no se permitió conmoverse ni compadecerse.
Leisha no estaba perdiendo nada, pensó. El asesino era un Durmiente.
—Jennifer sabía que nadie sería capaz de descubrir por accidente para qué servía
el colgante, y éste se destruiría solo si alguien intentaba descubrirlo, de modo que
realmente no le preocupaba que Stella lo hubiera perdido. Jennifer ya había tragado el
anzuelo que Hawke le había puesto con las patentes. Jordan, nunca existió ningún
procedimiento que convirtiera a los Durmientes en Insomnes. Hawke contrató a
Walcott y a Herlinger para fingir que existía, hizo que una falsa pista pareciera
científicamente plausible… Dios, arregló hasta el último detalle. Para que Sanctuary

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entrara en las redes y en los archivos del gobierno. Luego podía usar a Walcott para
informar del robo, hacer que la prensa se ocupara del tema e, incluso sin ser acusada,
Sanctuary sufriría una derrota. El ser miembro del Movimiento Dormimos adquiriría
categoría.
Eso era exactamente lo que había ocurrido, pensó Jordan. Hawke siempre había
sido un buen planificador. El pequeño avión empezó a descender sobre la fábrica.
—Pero luego Herlinger cambió de idea. Tuvo un arranque de honestidad e iba a
delatar a Walcott y a Hawke. Por eso Hawke lo mató.
Eso también era típico de Leisha, pensó Jordan. Ella no pensó:
Herlinger estaba tratando de chantajear a sus socios, y por eso éstos lo mataron.
O: Herlinger se enredó en una lucha de poder con Hawke y éste lo mató. No, ella
imaginaba un arranque de honestidad, incluso en esa situación. Imaginaba una causa
cívica y decente. «Una sensibilidad del siglo dieciocho», había dicho Hawke. Con
desdén.
Jordan dijo:
—No sabes si tienes razón. Y si lo que dices es verdad y Hawke me tiene tan
vigilado que ya sabe que decidimos venir… cuando entremos no quedarán pruebas.
Leisha lo miró con los ojos brillantes.
—De todas formas, no habrían quedado. Ninguna prueba visible.
—¿Entonces para qué vamos?
Ella no respondió.
La puerta de la fábrica no estaba protegida. El guardia —y no Mayleen— les hizo
señas para que pasaran.
Hawke los esperaba en su despacho. Estaba de pie, apoyado en la parte delantera
de su escritorio, con las palmas de las manos sobre la superficie de madera que tenía
detrás. El escritorio era una exhibición de caricaturas: las muñecas cheroquíes, la taza
de café de Harvard, el modelo de scooter Dormimos, la pila de correspondencia con
faltas de ortografía enviada por trabajadores agradecidos por haber conseguido el
primer trabajo en varios años, las placas, los juegos de plumas y las estatuillas
doradas de las empresas Dormimos. Había algunas que Jordan jamás había visto;
seguramente Hawke las había sacado todas, una por una, y las había distribuido
cuidadosamente en el escritorio para que su enorme cuerpo no impidiera que se
vieran desde la puerta. Los baratos homenajes recibidos por los difíciles logros, todos
los tótems de éxitos contradictorios. Al mirarlos, Jordan sintió que el frío recorría su
cuerpo. Entonces era real. No sólo era verdad, sino también real. Hawke había
matado.
—Señorita Camden —dijo Hawke.
Leisha no desperdició las palabras. Su voz sonó serena, pero la luz seguía
iluminándola.

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—Usted mató a Timothy Herlinger.
Hawke sonrió.
—No. No lo hice.
—Sí, lo hizo —insistió Leisha, pero Jordan no tuvo la impresión de que ella
estuviera discutiendo, o intentando obligarlo a mostrar su acuerdo—. Usted inventó la
falsa investigación de Walcott para provocar el odio hacia los Insomnes, y cuando vio
la oportunidad de acusar a un Insomne de asesinato, también lo hizo.
—No sé de qué está hablando —dijo Hawke en tono amable.
Leisha continuó como si él no hubiera dicho nada.
—Lo hizo para aumentar los beneficios del Movimiento Dormimos. Mejor dicho,
usted creyó que lo hacía por ese motivo. Pero los beneficios estaban aumentando
igualmente. En realidad lo hizo porque no es un Insomne, y nunca podrá serlo; es uno
de los envidiosos que siempre hacen algo por destruir cualquier cosa superior que les
resulta inaccesible.
A Hawke se le empezó a enrojecer el cuello. Evidentemente, eso no era lo que
había esperado oír.
—Leisha… —Jordan intentó advertirla.
—Está bien, Jordan —dijo ella serenamente—. Los tres guardaespaldas están
muy bien entrenados, el avión cuenta con un equipo de vigilancia enfocado sobre mi
cuerpo y además estoy grabando. El señor Hawke sabe todo esto. No hay peligro. —
Se volvió hacia Hawke—. Tampoco para usted, por supuesto. Nada es demostrable.
Ni contra usted, ni contra Jennifer una vez que ha sido identificada la huella de retina
de Stella Bevington, porque ella puede explicar no sólo cómo perdió el colgante sino
dónde estaba la mañana en que Herlinger murió. Se encontraba en una reunión de
empresa con catorce ejecutivos en Harrisburg, Pensilvania. Usted sabía que todo eso
saldría a la luz en cuanto el colgante fuera introducido como prueba y Stella se diera
cuenta de que era suyo, ¿no es así, señor Hawke? Usted sabía que el juicio fracasaría
y que nadie sería condenado. Pero el odio habría quedado aún más arraigado, y eso es
lo que a usted le importa.
—Está diciendo tonterías, señorita Camden —dijo Hawke. Jordan notó que volvía
a recuperar el dominio de sí mismo, y que su enorme y robusto cuerpo se relajaba
mientras se apoyaba contra el escritorio—. Pero de todas formas voy a responder a su
última afirmación. Yo le diré lo que importa. Esto es lo que importa. —Cogió el fajo
de cartas que tenía detrás—. La gratitud de la gente que antes no tenía la dignidad de
un trabajo y ahora, gracias a Dormimos, la tiene. Eso es lo que importa.
—¿Dignidad? ¿Basada en el fraude, el robo y el asesinato?
—El único robo que conozco es el que cometió Sanctuary con las patentes de
Walcott. Al menos eso supe por las redes de noticias.
—Ah —exclamó Leisha—. Entonces permítame que le hable de otro robo, señor

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Hawke. Sólo para que comprenda. Usted robó algo más, y se lo robó a mi hermana
Alice y a mi amiga Susan Melling, y a todos los Durmientes que creyeron que tenían
la posibilidad de vivir una larga vida y disfrutar de las mayores facultades que
proporciona el insomnio. Todos lo creyeron durante un tiempo. Tuvieron esa
esperanza durante las horas de la noche en las que los Durmientes se quedan
despiertos y piensan en vivir, en morir y en no dormir. Se preguntará cómo lo sé. Yo
le diré cómo lo sé. Lo sé porque Susan Melling se está muriendo debido a una
enfermedad cerebral que no se puede operar; ella lo sabe, y desea desesperadamente
seguir viviendo. Lo sé porque mi hermana me dijo durante el juicio, ese juicio que
usted provocó para su propio engrandecimiento, ella me dijo: «Lo más terrible que
aprendí jamás, Leisha, no fue educar a Jordan yo sola, ni ganarme la vida, ni aceptar
que papá no me quería. Lo más terrible que aprendí jamás fue que aunque te culpara a
ti, igualmente tendría que hacer todas esas cosas. Lo más terrible que aprendí jamás
fue que no hay salida.» Usted ofreció la promesa de una salida, señor Hawke, y luego
se la robó a Alice. A Alice, a Susan y a todos los otros Durmientes que no usan el
odio como salida. Usted no robó a los que odian, robó a todos los demás, a la gente
que intenta ser demasiado decente para odiar. Eso es lo que robó y es a ellos a
quienes robó.
La sonrisa de Hawke se había petrificado. Se produjo un largo silencio.
Finalmente dijo en tono burlón:
—Muy bonito, señorita Camden. Podría encontrar fácilmente trabajo escribiendo
tarjetas de felicitación.
La expresión de Leisha no cambió. Se volvió para marcharse, y en ese único
movimiento de desdén Jordan comprendió lo poco que ella esperaba de esa reunión.
No había enfrentado a Hawke con la esperanza de que él cambiara, ni para aprender
algo de él, ni siquiera para descargar su furia. No eran ésas las razones por las que
había ido hasta allí, ni la razón por la que había querido que Jordan fuera con ella.
Nadie los detuvo cuando salieron de la fábrica. Nadie dijo nada hasta que el avión
pasó rozando los oscuros campos cortados por el oscurísimo río. Jordan miró a su tía.
Ella no sabía lo de Joey, ni tampoco sabía que Jordan ya había dejado a Hawke.
—Viniste hasta aquí por mí. Para que yo viera lo que es Hawke.
Leisha le cogió la mano. Tenía los dedos fríos.
—Sí, vine por ti. Eso es todo lo que importa, Jordan. Tú. Y tú y tú y tú. Pensé que
había algo más, algo más grande, pero estaba equivocada. Uno por uno. Eso es todo
lo que importa.

—La comunidad —les dijo Jennifer Sharifi serenamente a Najla y a Ricky—


debe estar siempre en primer lugar. Es por eso que papá no va a volver a casa. Papá
rompió su solidaridad con su comunidad.

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Los niños se miraron los zapatos; Jennifer se dio cuenta de que sentían temor
hacia ella. Eso no era malo; temor era la palabra que antiguamente significaba
respeto.
Finalmente, Najla dijo en tono suave:
—¿Por qué tenemos que abandonar Sanctuary?
—No estamos abandonando Sanctuary, Najla; Sanctuary se va con nosotros. Allá
donde esté la comunidad, estará Sanctuary. Te gustará el nuevo lugar en el que
instalaremos Sanctuary. Es más seguro para nuestra gente.
Ricky levantó la vista y observó a su madre. Los ojos de Richard en el rostro de
Richard.
—¿Cuándo estará preparado el orbital?
—Dentro de cinco años. Debemos planificarlo, construirlo, pagarlo.
Cinco años era el tiempo mínimo en que se había construido un orbital, incluso
teniendo en cuenta que ellos habían adquirido un soporte ya existente de un gobierno
del Lejano Oriente que ahora tendría que construirse uno nuevo.
—¿Y nunca más regresaremos a la Tierra? —preguntó Ricky.
—Claro que volveremos a la Tierra —repuso Jennifer—. Por cuestiones de
negocios, cuando seáis grandes. Gran parte de nuestros negocios seguirán aquí, con
los pocos Durmientes que no sean mendigos o parásitos. Pero dirigiremos los
negocios desde el orbital, y encontraremos la forma de usar genes modificados para
construir la sociedad más fuerte que jamás se ha visto.
—¿Y eso es legal? —preguntó Najla en tono dubitativo. Jennifer se levantó y los
pliegues de su abbaya cayeron alrededor de sus sandalias. Los dos niños también se
levantaron. Najla aún parecía vacilante y Ricky preocupado.
—Será legal —les aseguró Jennifer—. Lo haremos legal para vosotros, y para
todos los niños que lleguen después. Legal, sólido y seguro.
—Mamá… —dijo Ricky, y se interrumpió.
—¿Sí, Ricky?
El niño la miró y una sombra oscureció su pequeño rostro. Fuera cual fuese su
idea, decidió callarse. Jennifer se inclinó y lo besó, besó a Najla y se volvió en
dirección a la casa. Más tarde volvería a hablar con los niños, les explicaría todo en
pequeñas dosis para que pudieran asimilarlo, para que les quedara claro. Luego.
Ahora tenía mucho que hacer. Que planificar. Que controlar.

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16

usan Melling y Leisha Camden estaban sentadas en sendas tumbonas, en la

S terraza de la casa que Susan tenía en el desierto de Nuevo México, y


observaban a Jordan y a Stella que corrían en dirección a un enorme álamo de
Virginia que se alzaba junto al arroyo. En lo alto, el triángulo estival, Vega, Altair y
Deneb, brillaba débilmente más allá de una brillante luna llena. En el horizonte
occidental, el último matiz rojo desaparecía de las nubes bajas. Las largas sombras
avanzaban por el desierto hacia las montañas, cuyos picos aún brillaban con el sol
oculto. Susan se estremeció.
—Te traeré un jersey —dijo Leisha.
—No, estoy bien —repuso Susan.
—Cállate.
Leisha bajó la escalera de la terraza, encontró el jersey en el abarrotado estudio de
Susan y se detuvo un momento en la sala. Los cráneos lustrados habían desaparecido.
Subió la escalera y le puso el jersey a Susan sobre los hombros.
—Míralos —dijo Susan complacida. Exactamente delante de la sombra más
oscura del álamo, la silueta de Jordan se fundió con la sombra de Stella. Leisha
sonrió; Susan al menos seguía teniendo buena vista.
Las dos mujeres guardaron silencio. Finalmente, Susan dijo:
—Kevin volvió a llamar.
—No —dijo simplemente Leisha.
La anciana movió su cuerpo ligero y dolorido en la silla.
—¿No crees en el perdón, Leisha?
—Sí, creo. Pero Kevin no sabe que ha hecho algo que necesita perdón.
—Tengo entendido que tampoco sabe que Richard está aquí contigo.
—No sé lo que él sabe —dijo Leisha en tono indiferente—. ¿Quién puede
saberlo?
—Lo mismo que tú, por ejemplo, no podías saber que Jennifer Sharifi era
inocente de asesinato. Y no te perdonarás a ti misma más de lo que perdonas a Kevin.
Leisha apartó la cabeza. La luz de la luna recorría su mejilla como un escalpelo.
Desde el álamo llegaba el sonido de las risas. De pronto, Leisha dijo:
—Me gustaría que Alice estuviera aquí.

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Susan sonrió. Era una sonrisa tensa; tenía que volver a aumentar la dosis de
analgésicos.
—Tal vez simplemente aparezca si tú la necesitas con urgencia.
—No es divertido.
—No crees que ocurrió, ¿verdad, Leisha? No crees que Alice tenga una
percepción paranormal con relación a ti.
—Creo que ella lo cree —dijo Leisha cuidadosamente. Ahora todo era diferente
entre ella y Alice, y la diferencia era demasiado valiosa para arriesgarla. Alice era lo
único que había logrado recuperar de ese año de pérdidas catastróficas. Alice y
Susan, y Susan se estaba muriendo.
Sin embargo, siempre había sido capaz de ser honesta con Susan.
—Ya sabes que no creo en lo paranormal. Lo normal ya es bastante difícil de
comprender.
—Y lo paranormal altera muchísimo tu visión del mundo, ¿verdad? —Al cabo de
un minuto, Susan añadió en tono más suave—: ¿Tienes miedo de que Alice
desapruebe la relación entre Jordan y Stella? ¿Una Insomne con un Durmiente?
—Cielos, no. Sé que la aprobaría. —De pronto lanzó una sonora carcajada—.
Alice tal vez sea una de las doce personas en el mundo que no la desaprobaría.
Como si se tratara de algo carente de importancia, Susan comentó:
—También recibiste llamadas de Stewart Sutter, Kate Addams, Miyuki Yagai, y
de tu secretario, como se llame. Les dije que contestarías.
—No lo haré —aseguró Leisha.
—Hubo más de doce llamadas —añadió Susan. Leisha no respondió.
Más abajo, Richard salió por la puerta principal y caminó en dirección a la
distante meseta. Se movía lentamente, con desgana, como si no le importara la
dirección que tomaba. Era poco lo que le importaba. Si estaba allí sólo era por
Jordan, que no había dudado y sencillamente había hecho subir a Richard al coche y
lo había llevado. Jordan ya no dudaba. Actuaba. Un instante más tarde, la voluminosa
figura de Joey, a quien le encantaba caminar por todas partes, se contoneaba
felizmente detrás de Richard.
—Piensas que el juicio de Sharifi acabó con todas las posibilidades reales de
integración —señaló Susan—, de Durmientes e Insomnes, del Movimiento
Dormimos con la corriente principal de la economía, de los ricos y los pobres,
¿verdad?
—Así es.
—Nunca existe una última oportunidad para nada, Leisha.
—¿De veras? ¿Entonces cómo es que te estás muriendo? —Enseguida Leisha
agregó—: Lo siento.
—No puedes esconderte aquí para siempre, Leisha, sólo porque estás

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decepcionada con la ley.
—No me estoy escondiendo.
—¿Cómo le llamas a esto?
—Estoy viviendo —dijo Leisha—. Viviendo, simplemente.
—No digas tonterías. No así, tú no. No discutas conmigo… tengo la comprensión
de lo casi eterno.
Leisha rió aun sin quererlo. La risa le hizo daño.
—Ya lo creo que es divertido. Así que llama a Stewart, a Kate, a Miyuki y a ese
secretario.
—No.
Richard desapareció en la oscuridad, seguido por Joey. Jordan y Stella, cogidos de
la mano, regresaban a la casa.
—A mí me gustaría que Alice estuviera aquí —dijo Susan con evidente
franqueza.
Leisha asintió.
—Sí —continuó Susan en tono cándido—, sería bueno reunir a toda tu
comunidad.
Leisha la observó, pero Susan estaba concentrada estudiando la luz de la luna
sobre el desierto, mientras más abajo algún animal pequeño corría a ocultarse y las
estrellas salían una tras otra tras otra tras otra.

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LIBRO III

SOÑADORES
2075

Los dogmas del apacible pasado son inadecuados para el tormentoso


presente. La ocasión está plagada de dificultades y debemos estar a la altura
de las circunstancias. Como nuestro caso es nuevo, debemos pensar de otra
manera y actuar de otra manera. Debemos romper el hechizo.
ABRAHAM LINCOLN
Mensaje al Congreso,
1 de diciembre de 1862

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17

n la mañana de su sexagésimo séptimo cumpleaños, Leisha Camden se sentó

E en el borde de una silla de su parcela en Nuevo México y se miró los pies.


Eran delgados y arqueados, la piel sana y fresca a la altura de los dedos,
que eran fuertes y rectos. Las uñas de los dedos, cortadas en línea recta, tenían un
débil brillo rosado. Susan Melling habría dado su visto bueno. Susan había dado un
gran valor a los pies: a su fortaleza, al estado de sus venas y huesos, a su utilidad
general como barómetro del envejecimiento. O del no envejecimiento.
Aquello la hizo reír. Los pies… Recordar a Susan, muerta hacía veintitrés años, a
causa de los pies. No por los pies de Susan, lo cual habría sido lógico, sino por sus
propios pies, lo cual era ridículo. In memoriam bipedalis.
¿Cuándo había empezado a encontrar cosas tan divertidas como los pies? Sin
duda, no cuando era joven, a los veinte, los treinta, los cincuenta. En aquel entonces
todo había sido muy serio, de consecuencias estremecedoras para el mundo. No sólo
las cosas que habían sido realmente estremecedoras para el mundo, sino todo.
Seguramente había sido muy aburrida. Tal vez los jóvenes no sabían ser serios sin ser
aburridos. Carecían de la importante dimensión de la física: el momento de torsión.
Demasiado tiempo por delante, demasiado poco detrás, como un hombre que intenta
trasladar una escalera horizontal con un asa en un extremo. Ni siquiera una pasión
honorable podía equilibrarse muy bien. Y mientras uno se movía frenéticamente para
conservar el equilibrio, ¿cómo podía haber algo divertido?
—¿De qué te ríes? —le preguntó Stella mientras entraba en su despacho después
de golpear una vez con aire perentorio—. Ese periodista te está esperando en la sala
del consejo.
—¿Ya?
—Ha llegado temprano. —Stella olfateó el aire.
No había estado de acuerdo en que Leisha hablara con los periodistas. «Deja que
celebren el tricentenario sin nosotros», había dicho. «¿Qué tiene que ver con
nosotros? ¿Ahora?» A Leisha no se le había ocurrido ninguna respuesta, pero había
decidido ver igualmente al periodista. Stella podía ser tan poco curiosa… Pero Stella
sólo tenía cincuenta y dos años y casi nada le resultaba divertido.
—Dile que voy enseguida —pidió Leisha—, pero no antes de hablar con Alice.

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Dale un café, o algo. Que los niños le toquen su solo de flauta; eso debería cautivarlo.
—Seth y Eric acababan de aprender a hacer flautas con huesos de animales que
recogían en el desierto. Stella volvió a olfatear el aire y salió.
Alice acababa de despertarse.
Se sentó en la cama mientras la enfermera le quitaba el camisón por la cabeza.
Leisha salió al pasillo; Alice detestaba que Leisha la viera desnuda.
—Ya está, señora Watrous —dijo la enfermera, y sólo entonces Leisha volvió a
entrar en la habitación.
Alice llevaba puestos unos pantalones sueltos de algodón y una blusa blanca lo
suficientemente ancha para poder ponérsela sola ayudándose con el brazo derecho;
desde el ataque de apoplejía, el izquierdo le había quedado paralizado. Tenía recién
cepillados los rizos blancos de su cabellera. La enfermera estaba arrodillada en el
suelo, calzándole unas zapatillas blandas.
—Leisha —la saludó Alice encantada—. Feliz cumpleaños.
—¡Yo quería decirlo primero!
—Lo siento —dijo Alice—. Sesenta y siete años.
—Sí —repuso Leisha y las dos mujeres se miraron fijamente, Leisha con la
espalda recta, vestida con pantalones cortos blancos y blusa, Alice sujetándose con
una mano venosa del pie de la cama. —Feliz cumpleaños, Alice.
—¡Leisha! —Otra vez Stella, en tono imperativo—. A las nueve tienes una
conferencia por el terminal de comunicación, así que si vas a ver a ese periodista…
Por un costado de la boca, tan suavemente que Stella no pudo oírla, Alice
murmuró:
—Mi pobre Jordan…
Leisha respondió en un murmullo:
—Sabes que a él le encanta. —Y se fue a la sala del consejo a reunirse con el
periodista.
Se sorprendió al ver que el periodista aparentaba unos dieciséis años. Era un
jovencito larguirucho de codos demasiado puntiagudos y piel ajada, vestido con lo
que debía de ser la última moda adolescente: pantalones cortos en forma de globo y
blusa de plástico bordeada de diminutos scooters colgantes de color rojo, blanco y
azul. Estaba nerviosamente encaramado a una silla mientras Eric y Seth danzaban a
su alrededor tocando la flauta. Leisha hizo salir a sus sobrinos nietos de la habitación.
Seth se fue de buen talante; Eric protestó y cerró la puerta de un golpe. Leisha se
sentó frente al muchacho.
—¿A qué red de noticias dijo que representa, señor… Cavanaugh?
—A la red de mi escuela —respondió el chico con brusquedad—. Pero no se lo
dije a la señora con la que concerté la entrevista.
—Claro que no —dijo Leisha. Se olvidó de sus pies. Esto sí que era divertido. La

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primera entrevista que concedía en diez años, y el periodista resultaba ser un chico
que representaba a la red de noticias de su escuela. A Susan le habría encantado.
—Bien, entonces comencemos —sugirió. Sabía que el chico jamás había hablado
con un Insomne. Lo llevaba escrito en el rostro: la curiosidad, el desasosiego, las
miradas furtivas. Pero no mostraba la menor envidia, en ninguna de sus virulentas
formas. Eso era lo notable: la falta de envidia en este corriente muchachito.
Era más organizado de lo que parecía.
—Mi mamá dice que las cosas eran distintas de como son ahora. Dice que los
auxiliares e incluso los Vividores odiaban a los Insomnes. ¿Cómo es eso?
—¿Cómo es que tú no nos odias?
La pregunta pareció sorprenderle auténticamente. Arrugó el entrecejo y luego
miró a Leisha con una expresión de incomodidad que le demostró más claramente
que las palabras lo decente que era el jovencito.
—Bueno, no querría ofenderla, ni nada por el estilo, pero… ¿por qué iba a
odiarlos? Quiero decir que los que tienen que hacer todo el trabajo son los auxiliares.
Y los Insomnes son en realidad una especie de superauxiliares, ¿no? Nosotros, los
Vividores, simplemente disfrutamos de los resultados. Vivimos. Ya sabe —dijo, en un
arranque de ingenua confianza—. Nunca logré explicarme por qué los auxiliares no
se dan cuenta de eso y nos odian a nosotros.
—Plus ça change, plus c'est la même chose.
—¿Qué significa?
—Nada, señor Cavanaugh. ¿Hay algún auxiliar en su escuela?
—Qué va. Ellos tienen sus propias escuelas. —Miró a Leisha como si tuviera que
saberlo, y por supuesto lo sabía. Ahora Estados Unidos era una sociedad dividida en
tres clases: los pobres, que gracias al misterioso y hedonista opiáceo de la Filosofía
del Auténtico Vivir se habían convertido en los receptores del don del ocio. Los
Vividores, el ochenta por ciento de la población, se habían despojado de la ética del
trabajo a cambio de una llamativa y populosa versión de la antigua ética aristocrática:
la fortuna de no tener que trabajar. Por encima de ellos (o por debajo) estaban los
auxiliares, Durmientes genéticamente mejorados que administraban la economía y la
maquinaria política, según los dictados de, y a cambio de, los votos de la nueva clase
ociosa. Los auxiliares administraban; sus robots trabajaban. Finalmente, los
Insomnes, casi todos ellos ocultos en Sanctuary, habían caído en el olvido para los
Vividores, aunque no para los auxiliares. En conjunto, la organización tripartita (id,
ego y superego, habría dicho irónicamente alguien ingenioso) estaba asegurada por
fábricas baratas, automatizadas, distribuidas por todas partes, que funcionaban con
energía Y, y hacían posible la existencia de un subsidio de paro que cambiaba pan y
circo por votos. Todo eso, pensó Leisha, era típicamente americano y lograba
combinar democracia con materialismo, mediocridad con entusiasmo, poder con la

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ilusión del dominio desde la base.
—Dígame, señor Cavanaugh, ¿qué hacen usted y sus amigos con el tiempo libre?
—¿Hacer? —El chico parecía sorprendido.
—Sí. Hacer. Hoy, por ejemplo. Cuando tenga grabada esta entrevista, ¿qué hará?
—Bueno… dejar la grabación en la escuela. El profesor la incorporará a la red de
noticias de la escuela, supongo. Si quiere.
—¿El profesor es un Vividor, o un auxiliar?
—Un Vividor, por supuesto —respondió el chico, con cierto desdén. Leisha
comprendió que su linaje estaba cayendo rápidamente—. Luego debería dedicarme a
leer hasta que termine la clase, al mediodía. Casi sé leer, aunque no muy bien. Es
bastante inútil, pero mi madre quiere que aprenda. Después están las carreras de
scooters del mediodía; voy a ir con algunos amigos…
—¿Quién paga y organiza todo eso?
—Nuestra asambleísta local, por supuesto. Cathy Miller. Es una auxiliar.
—Por supuesto.
—Después algunos amigos van a dar una fiesta de cerebros; nuestro congresista
distribuyó un material nuevo de Colorado, o de algún otro sitio, y luego está ese
holovídeo de realidad virtual que quiero…
—¿Cómo se llama?
— Tamarra de los mares marcianos. ¿No va a verlo? Es agro.
—Tal vez lo coja —repuso Leisha. Pies, periodistas, Tamarra de los mares
marcianos. Moira, la hija de Alice, había emigrado a una colonia marciana—. Sabe
que en realidad en Marte no hay ningún mar, ¿verdad?
—¿Ah, sí? —dijo el chico sin interés—. Después iré con algunos amigos a jugar a
la pelota, después mi chica y yo vamos a joder. Más tarde, si tengo tiempo, debería
reunirme con mis padres en casa de mi madre, porque van a organizar un baile. Si no
hay tiempo… ¿Señora Camden? ¿Dije algo gracioso?
—No. —Leisha jadeó—. Lo siento. Ningún aristócrata del siglo dieciocho habría
tenido una agenda social más apretada.
—Sí, bueno, soy un Vividor del agro —dijo el chico en tono modesto—. Pero se
supone que debo hacerle preguntas. Ahora… no, espere… ¿Qué es esta… Fundación
que usted dirige? ¿A qué se dedica?
—Pregunta a los mendigos por qué son mendigos y proporciona fondos a
aquellos que quieran ser otra cosa.
El chico la miró sorprendido.
—Si, por ejemplo, usted quiere convertirse en un auxiliar —explicó Leisha—, la
Fundación Susan Melling podría ayudarle enviándole a la escuela, financiando
estudios, lo que fuera necesario.
—¿Y por qué iba yo a desear hacer eso?

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—Sí, ¿por qué? —coincidió Leisha—. Pero hay quien lo desea.
—Nadie que yo conozca —dijo el chico en tono resuelto—. Me suena un poco
extraño. Una pregunta más. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué dirige esta Fundación?
—Porque lo que los fuertes les debemos a los mendigos —dijo Leisha con
precisión— es preguntarle a cada uno por qué es un mendigo y actuar en
consecuencia. Porque la comunidad es la suposición, no el resultado, y sólo dando a
los improductivos la misma individualidad como excelencia, y actuando en
consecuencia, se cumple con la obligación que tenemos con los mendigos de España.
Se dio cuenta de que el chico no había entendido ni una sola palabra. Tampoco
hizo más preguntas. Se puso de pie, cogió su equipo de grabación con evidente alivio
—el día de trabajo había concluido— y le extendió la mano a Leisha.
—Bueno, supongo que eso es todo. El profesor dijo que cuatro preguntas eran
suficientes. Gracias, señora Camden.
Ella le estrechó la mano. Un chico tan cortés, tan desprovisto de envidia y de
odio, tan satisfecho. Tan estúpido.
—Gracias, señor Cavanaugh. Por responder a mis preguntas. ¿Querría responder
una más?
—Claro.
—Si su profesor introduce esta entrevista en la red de noticias de los alumnos,
¿alguien la verá? —El chico apartó la mirada; Leisha se dio cuenta de que no quería
molestarla con la respuesta. Un chico muy cortés—. ¿Usted mira alguna vez las
noticias, señor Cavanaugh?
Ahora el chico la miró a los ojos con desconcierto.
—¡Por supuesto! ¡Toda mi familia lo hace! ¿De qué otra forma mi madre y mi
padre sabrían qué auxiliares nos darían más por nuestro voto?
—Ajá —dijo Leisha—. La constitución norteamericana en funcionamiento.
—Y el año que viene es el año del tricentenario —señaló el chico con orgullo;
todos los Vividores eran patriotas—. Bueno, gracias otra vez.
—Gracias a usted —dijo Leisha. Stella, que esperaba en la entrada con expresión
severa, acompañó al joven.
—Tu llamada por el terminal de comunicación será dentro de dos minutos,
Leisha, y en este momento hay…
—Stella… ¿cuántas solicitudes ha procesado la Fundación este trimestre?
—Ciento dieciséis —respondió Stella con precisión. Ella llevaba todos los
archivos de la Fundación, incluidos los financieros.
—¿Qué porcentaje menos que el trimestre anterior?
—El seis por ciento.
—¿Y desde el año pasado hasta ahora?
—El ocho por ciento. Ya lo sabes. —Así era; Stella habría tenido más trabajo si la

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Fundación hubiera funcionado al ritmo vertiginoso de los primeros años. Entonces no
habría intentado que un cerebro privilegiado como el suyo se hubiera ocupado de
hacer de secretaria y madre; habría confiado en todos los demás. Stella seguramente
adivinó lo que Leisha estaba pensando. De repente dijo—: Podrías reanudar tu trabajo
como abogada. O escribir otro libro. O crear otra sociedad, si pensaras competir con
los auxiliares en lo que tú haces mejor.
—Sanctuary compite —dijo Leisha tranquilamente—. De todas formas el nuevo
orden económico no está basado en la competencia, sino en la calidad de vida. Así
acaba de decírmelo un joven. No me acoses, Stella, es mi cumpleaños. ¿Qué es ese
alboroto?
—Eso es lo que estaba intentando decirte. Al otro lado de la puerta hay un niño
que insiste en verte a ti y a nadie más que a ti.
—¿Es un niño Insomne? —preguntó Leisha sintiendo que la sangre le corría por
las venas. Aún ocurría, de vez en cuando: una manipulación genética ilegal, un niño
confundido que aprendía lentamente, con el tiempo, que era diferente, que las
carreras de scooters, los holovídeos y las fiestas de cerebros no eran suficientes para
él como lo eran para sus amigos. Después podría haberse enterado de la existencia de
la Fundación Susan Melling, por lo general a través de un auxiliar amable, y había
emprendido el espantoso y decidido viaje en busca de los de su clase incluso antes de
comprender qué significaba pertenecer a su propia clase. Dejar entrar en el recinto a
esos niños, adolescentes o a veces adultos Insomnes, y ayudarlos a ser lo que eran
había sido el mayor placer de Leisha durante las dos décadas y media que llevaba
viviendo en su aislada parcela del desierto.
Pero Stella dijo:
—No, no es un Insomne. Tiene unos diez años, es un niño mugriento que no deja
de gritar que tiene que verte a ti y a nadie más. Envié a Eric para que le dijera que
mañana es día de recepción, pero le pegó a Eric en el ojo y dijo que no podía esperar.
—¿Eric le devolvió el golpe? —preguntó Leisha. El hijo de doce años de Stella
tenía unos bruscos modales, iba a clases de karate y tenía un carácter que no tenía
ningún Insomne.
—No —respondió Stella, orgullosa—. Eric está creciendo. Ha aprendido que no
debe golpear a menos que exista la necesidad evidente de defenderse.
Leisha dudó de sus palabras. Eric Bevington-Watrous la preocupaba. Pero lo
único que dijo fue:
—Deja entrar a ese niño. Lo veré ahora mismo.
—¡Leisha! ¡Tokio está en el terminal en este mismo momento!
—Diles que yo los llamaré. Dame el gusto, Stella… es mi cumpleaños. Estoy
vieja.
—Alice está vieja —dijo Stella, cambiando el tono de la conversación. Un

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instante después añadió—: Lo siento.
—Deja entrar a ese niño. Al menos eso acabará con tanto alboroto. ¿Cómo dijiste
que se llama?
—Drew Arlen —repuso Stella.

En órbita sobre el océano Pacífico, el Consejo de Sanctuary empezó a aplaudir.


Catorce hombres y mujeres se hallaban sentados en torno a la mesa de metal
pulido, con forma de doble hélice estilizada, en la cúpula del Consejo. Una ventana
de plastiglás, a un metro del suelo, recorría toda la cúpula, atravesada de vez en
cuando por delgados puntales de metal. La cúpula misma estaba bastante cerca de un
extremo del cilindro orbital, de manera tal que la vista desde la sala de conferencias,
que ocupaba exactamente la mitad de la cúpula del Consejo, era encantadoramente
variada. Hacia el «norte» se extendían campos cultivados, salpicados de cúpulas, que
se curvaban suavemente en una línea ascendente hasta perderse en el cielo nebuloso.
Hacia el «sur», el espacio, inflexible en la relativamente delgada capa de aire que se
abría entre la cúpula del Consejo y el extremo de plastiglás del cilindro orbital. Hacia
el norte, un «día» cálido y soleado, con la luz del sol que entraba a raudales en el
orbital a través de las largas y traslúcidas secciones de la ventana; hacia el sur, la
noche infinita, plagada de una variedad de estrellas o una Tierra opresivamente
enorme. La desigual curva de la mesa de conferencias y las sillas sujetas al suelo
indicaban que seis miembros del Consejo se sentaban mirando a las estrellas, y ocho
mirando al sol.
Jennifer Sharifi, líder permanente del Consejo, siempre se sentaba mirando al
norte, hacia el sol.
Con los ojos brillantes de placer, anunció:
—Todas las exploraciones de cerebro, los análisis de fluido, los resultados de la
cartografía espinal y, por supuesto, los análisis de ADN indican un éxito absoluto.
Debemos felicitar calurosamente a los doctores Toliveri y Clement. y también, por
supuesto, a Ricky y Hermione. —Dedicó una cálida sonrisa a su hijo y a su nuera.
Ricky le devolvió la sonrisa; Hermione bajó la cabeza y un espasmo atravesó su
rostro extravagantemente bello. Aproximadamente la mitad de las familias de
Sanctuary había dejado de realizar modificaciones genéticas, satisfecha con los
beneficios intelectuales y psicológicos del insomnio y deseosos de preservar los
parecidos familiares. Hermione, de ojos violeta y extremidades elegantes, pertenecía
a la otra mitad.
El consejero Victor Lin dijo ansiosamente:
—¿No podemos ver al bebé? Por supuesto, el entorno debe estar totalmente
esterilizado. —Algunos de los presentes rieron.
—Sí, por favor —dijo la consejera Lucy Ames y se ruborizó. Sólo tenía veintiún

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años, había nacido en el orbital y aún estaba un poco abrumada por el hecho de que
su nombre hubiera salido en la lotería ciudadana para formar parte del Consejo.
Jennifer le sonrió.
—Sí, por supuesto. Todos podemos ver al bebé. Pero quiero repetir lo que ya
sabéis: esta serie de modificaciones genéticas ha llegado más lejos de lo que
cualquiera de nosotros puede disfrutar. Si queremos conservar nuestra ventaja sobre
los Durmientes de la Tierra, debemos explorar todos los caminos de la superioridad
que se abren ante nosotros. Pero a veces, mientras avanzamos, debemos pagar precios
menores e inevitables.
Sus palabras tranquilizaron a todos. Los ocho consejeros elegidos por el azar, es
decir, los que no formaban parte de la familia Sharifi y controlaban el cincuenta y uno
por ciento de Sanctuary en el aspecto financiero y por lo tanto el cincuenta y uno por
ciento de los votos del Consejo, se miraron. Los seis concejales permanentes:
Jennifer, Ricky, Hermione, Najla, Lars Johnson, el esposo de Najla, y Will
Sandaleros, el esposo de Jennifer, siguieron sonriendo resueltamente. Todos salvo
Hermione.
—Trae al bebé —le dijo Jennifer. Hermione salió. Ricky extendió una mano
mientras su esposa pasaba, pero no la tocó. Apartó la mano y miró por la ventana de
la cúpula. Nadie dijo nada hasta que Hermione volvió con un bulto en los brazos.
—Ésta —anunció Jennifer— es Miranda Serena Sharifi. Nuestro futuro.
Hermione puso al bebé sobre la mesa de conferencias y abrió la manta amarilla.
Miranda tenía diez semanas. Su piel era pálida, no rosada, y su pelo era una espesa
mata negra. La pequeña miró a su alrededor con sus ojos brillantes, oscuros y
abultados que se movían constantemente, incapaces de permanecer quietos. Su
cuerpo, fuerte y diminuto, se crispaba sin cesar. Los diminutos puños se abrían y
cerraban con tanta rapidez que resultaba difícil contar los dedos. El bebé irradiaba
una vitalidad maníaca, una sobreexcitación tan intensa que daba la impresión de que
su mirada abriría un agujero en zigzag en la pared de la cúpula.
La joven consejera Ames se tapó la boca con una mano.
—A primera vista —dijo Jennifer con voz serena— se podría pensar que los
síntomas de nuestra Miranda se parecen a los de ciertos trastornos del sistema
nervioso que padecen los mendigos no manipulados. O tal vez a los síntomas de las
paraanfetaminas. Pero esto es algo muy distinto. El cerebro de Miri funciona tres o
cuatro veces más deprisa que el nuestro, con una capacidad mnemotécnica y una
concentración soberbiamente mejoradas. No existe pérdida del dominio sobre el
tejido nervioso, aunque como efecto secundario existe una pérdida insignificante de
control motriz. Los genes manipulados de Miri incluyen inteligencia elevada, pero los
cambios en su sistema nervioso lograrán proporcionarle vías para emplear esa
inteligencia que en este momento no podemos prever. Esta manipulación genética es

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la mejor forma que existe del conocido fenómeno de la regresión intelectual al
término medio, en el que padres superiores tienen hijos de inteligencia normal, lo que
proporciona una plataforma menor a partir de la cual lanzar las nuevas
modificaciones genéticas.
Algunas de las personas sentadas alrededor de la mesa asintieron; algunas más,
familiarizadas con los logros de Najla y Ricky, menores en comparación con los de la
propia Jennifer, clavaron la vista en la mesa. La consejera Ames seguía mirando
fijamente al crispado bebé con los ojos desorbitados y la mano en la boca.
—Miranda es la primera —dijo Jennifer—, pero no la última. En Sanctuary
tenemos las mejores mentes de Estados Unidos. Es nuestra obligación conservar esa
ventaja. Por el bien de todos.
El consejero Lin dijo tranquilamente:
—Nuestros bebés Insomnes de siempre, manipulados genéticamente, lo hacen.
—Sí —coincidió Jennifer con una brillante sonrisa—, pero en cualquier momento
los miserables de la Tierra podrían tomar la decisión de invertir su miope política y
empezar a hacerlo otra vez. Necesitamos más. Necesitamos todo lo que podamos
crear para nosotros con la tecnología genética que nos atrevamos a utilizar
plenamente y ellos no: mente, tecnología, defensa…
Will Sandaleros le puso una mano suavemente en el brazo. Durante un instante la
furia brilló en los ojos de Jennifer. Luego desapareció y sonrió a Will, que la miró con
ternura. Jennifer se echó a reír.
—¿Otra vez estaba dando un discurso? Lo siento. Sé que todos vosotros
comprendéis la filosofía de Sanctuary tan bien como yo.
Algunos sonrieron; otros se removieron en sus asientos, incómodos. La consejera
Ames seguía mirando con ojos desorbitados al crispado bebé. Hermione notó la
mirada horrorizada de la joven y enseguida envolvió a Miranda en la manta. La
delgada tela amarilla se sacudió y se agitó. En el ruedo había bordadas mariposas
blancas y estrellas azul oscuro.

Drew Arlen estaba de pie delante de Leisha Camden, con las piernas separadas.
Leisha pensó que jamás había visto un contraste tan grande como el de este niño de
diez años con el del periodista adolescente que acababa de irse y cuyo nombre ya
había olvidado.
Drew era el niño más mugriento que había visto jamás. El barro apelmazaba su
pelo castaño y le cubría los restos de la camisa de plástico, los pantalones y los
zapatos rotos distribuidos por el subsidio de paro. Tenía tanta tierra pegada a un
profundo rasguño de su brazo izquierdo desnudo que Leisha pensó que sin duda
debía de estar infectado; la piel tenía un aspecto rojizo e inflamado alrededor de los
huesos de los codos, que parecían cinceles. El diente que le faltaba, arrancado de un

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golpe, era el detalle más notorio aparte de los ojos verdes como los de Leisha, y una
especie de obstinada ansiedad, como si Drew estuviera preparado para luchar por
algo con todas las fibras de su sucio y delgaducho ser, que evidentemente no
pertenecía a la clase de los auxiliares.
—Me llamo Drew Arlen, yo —dijo. Aunque tal vez ése no fuera su nombre.
—Leisha Camden —dijo ella con voz grave—. Insististe en verme.
—Quiero estar en su Fundición.
—Fundación. ¿Dónde oíste hablar de mi Fundación?
Drew agitó la mano, como restando importancia a la pregunta. —Me lo dijo
alguien. Cuando me lo dijo, vine hasta aquí desde muy lejos, yo. Desde Louisiana.
—¿A pie? ¿Solo?
—Viajé escondido en vehículos cuando pude —dijo el chico como si tampoco eso
tuviera importancia—. Me llevó mucho tiempo. Pero ahora estoy aquí, yo, y
preparado para que usted empiece.
Leisha ordenó al robot de la casa:
—Trae bocadillos de la nevera. Y leche. —El robot se alejó deslizándose
silenciosamente. Drew lo miró absolutamente ensimismado hasta que el robot salió
de la habitación. Se volvió hacia Leisha.
—¿Ése es el que puede luchar con uno? Para el entrenamiento muscular. Los veo
en las redes de noticias, yo.
—No. Éste sólo es un robot básico de recuperar-y-grabar. Ahora bien, Drew,
¿para qué estás preparado?
—Para que empiece con su Fundición y me convierta en alguien —respondió él
en tono impaciente…
—¿Y qué significa eso para ti?
—Usted lo sabe… ¡Usted es la señora de la Fundición! ¡Limpiarme, y educarme,
y ser alguien, yo!
—¿Quieres llegar a ser un auxiliar?
El chico arrugó el entrecejo.
—No, pero así tengo que empezar, yo, ¿no? Y seguir desde allí.
El robot regresó. Drew miró la comida con ansiedad; Leisha le hizo un ademán y
el chico se abalanzó sobre el plato como un perrito mugriento, rompiendo los
bocadillos con los dientes del costado izquierdo y encogiéndose de dolor cada vez
que el agujero en carne viva de la derecha de su boca entraba en contacto con el pan o
la carne. Leisha lo observó.
—¿Cuándo comiste por última vez?
—Ayer por la mañana. Esto está bueno.
—¿Tus padres saben dónde estás?
Drew cogió una miga del suelo y se la comió.

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—A mi madre no le importa. Está en fiestas de cerebros. Todo el tiempo. Mi papá
está muerto. —Pronunció las últimas palabras en tono áspero, mirando a Leisha
fijamente con sus ojos verdes, como si ella ya supiera lo de la muerte de su padre.
Leisha pulsó el terminal de la pared.
—No le servirá de nada llamar —le advirtió Drew—. No tenemos terminal,
nosotros.
—No voy a llamar a tu casa, Drew. Voy a averiguar algo sobre ti. ¿En qué zona de
Louisiana vivías?
—En Montronce Point.
—Biobúsqueda personal, todos los bancos de datos primarios —dijo Leisha—.
Drew, ¿cuál es tu número de seguridad del subsidio deparo?
—842-06-3421-889.
Montronce era una pequeña población del delta, sin economía de auxiliares digna
de mención. Mil novecientos veintidós personas, una escuela con el dieciséis por
ciento de asistencia de estudiantes y el sesenta y dos por ciento de profesores
voluntarios, lo cual mantenía el edificio abierto durante cincuenta y ocho días al año.
Drew formaba parte de ese dieciséis por ciento que asistía de vez en cuando. Su
historia médica era inexistente, pero las de sus padres y dos hermanas menores
estaban registradas. Leisha lo escuchó todo en silencio.
Cuando el terminal concluyó, Leisha dijo:
—Tus notas, incluso para el promedio de una escuela de Montronce, no eran muy
buenas.
—No —coincidió el niño, sin dejar de mirarla.
—Al parecer no tienes habilidades extraordinarias en atletismo, ni en música, ni
en ninguna otra cosa.
—No, no las tengo, yo.
—Y en realidad no quieres ser educado para un trabajo de auxiliares.
—Está bien —respondió en tono agresivo—. Puedo hacerlo.
—Pero en realidad no quieres. La Fundación Susan Melling existe para ayudar a
la gente a convertirse en lo que quiere ser. ¿Qué quieres que te ofrezca el futuro? —
Parecía una pregunta absurda para planteársela a un niño de diez años, sobre todo a
este niño de diez años, más pobre que la mayoría de los Vividores, un Durmiente sin
demasiado talento. Maloliente. Flacucho.
Sin embargo tampoco era corriente: tenía los ojos, de color verde brillante,
clavados en Leisha con una franqueza que la mayoría de los Durmientes adultos
nunca mostraba, ni siquiera en la relajada y hedonista tolerancia del clima social
creado por el tricentenario. De hecho, pensó Leisha, en los ojos de Drew había algo
más que franqueza: una confianza en su ayuda que los aspirantes a la Fundación casi
nunca sentían. La mayoría de ellos miraba a Leisha con incertidumbre («¿Por qué me

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ayuda?»), o con suspicacia («¿Por qué me ayuda?»), o con una nerviosa
obsequiosidad que le recordaba inevitablemente a los perros rastreros. Por la
expresión de Drew, parecía que él y Leisha eran socios comerciales de una sólida
empresa.
—Ya oyó en el terminal cómo murió mi abuelito.
—Trabajaba en la construcción de Sanctuary —recordó Leisha—. Un puntal de
metal se soltó y le desgarró el traje.
Drew asintió. Su voz expresaba la misma confianza optimista, desprovista de
pesar.
—Mi papá era un niño en ese momento. El subsidio de paro no le dio casi nada
entonces.
—Lo recuerdo —dijo Leisha en tono irónico; lo que el subsidio de paro le había
proporcionado, como cortesía por la básica energía Y barata y la conciencia social, no
era nada comparado con lo que los auxiliares y el gobierno proporcionaban ahora,
como cortesía por la necesidad de votos. Pan y circo, salvados de la barbarie romana
sólo por esa misma abundancia barata. Cómodos y cortejados, los Vividores carecían
de la rabia contenida de la arena.
Había imaginado que Drew pasaría por alto su referencia a los tiempos de su
padre; la mayoría de los niños consideraban el pasado como algo carente de
importancia, pero él la sorprendió.
—¿Tú lo recuerdas, tú? ¿Cómo era? ¿Cuántos años tienes, Leisha?
No sabe que no debería llamarme por mi nombre, pensó Leisha con indulgencia;
entonces, por primera vez, reconoció el don de Drew. Su interés por ella era tan
intenso, se veía tan fresco y brillante en sus ojos verdes, que estaba dispuesta a
disculparlo. El niño llevaba la inocencia en su interior como una esencia. Pensó que
si había hecho el viaje desde Louisiana hasta Nuevo México y había llegado sano era
porque la gente lo había ayudado. En realidad, la herida del brazo era reciente, lo
mismo que el golpe que le había arrancado el diente; tal vez sólo había encontrado la
ayuda de la gente hasta que se topó con Eric Bevington-Watrous en la entrada de la
casa de Leisha. Y sólo tenía diez años.
—Sesenta y siete —respondió Leisha.
—¡Oh! ¡No pareces una anciana, tú!
Deberías ver mis pies, pensó Leisha y rió; el niño sonrió.
—Gracias, Drew. Pero aún no has contestado a mi pregunta. ¿Qué es lo que
esperas de la Fundación?
—Mi papá creció sin su papá y por eso se hizo duro, él, creció bebiendo mucho
—dijo Drew, como si fuera una respuesta—. Golpeaba a mi mamá. Golpeaba a mis
hermanas. Me golpeaba a mí. Pero mi mamá me dijo que no habría sido así, él, si su
papá hubiera vivido. Habría sido un hombre distinto, él, amable y bueno, y no era

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culpa suya.
Leisha imaginó la situación: la madre golpeada, que aún no tenía treinta años,
disculpaba al marido ante los hijos golpeados y acababa por creerse la excusa porque
ella también necesitaba una excusa para ausentarse. No era culpa suya se convierte
en No es culpa mía. Ella se pasaba el tiempo en las fiestas de cerebros, había dicho
Drew. Había cerebros y cerebros. No todos se encontraban en la guía de la Food Drug
Administration, el organismo que controlaba la calidad de los alimentos y
medicamentos, por bondad o por no acumulación de efectos secundarios.
—No era culpa de mi papá —repitió Drew—. Pero supongo que tampoco era
culpa mía. Por eso tenía que irme de Montronce.
—Sí, pero… ¿qué es lo que quieres?
La expresión de los ojos de Drew cambió. A Leisha jamás se le había ocurrido
que un niño podía mostrar esa expresión. Odio, sí… había visto los ojos de algún
niño llenos de odio. Pero esto no era odio, ni rabia, ni siquiera agravio pueril. Ésta era
una expresión totalmente adulta, una expresión que ni siquiera los adultos mostraban,
una expresión antigua, una gélida determinación.
—Quiero Sanctuary —declaró Drew.
—¿Lo quieres? ¿Qué quieres decir con eso de que lo quieres? ¿Para desquitarte?
¿Para destruirlo? ¿Para hacer daño a la gente?
La expresión de los ojos verdes del niño se suavizó; parecían divertidos, incluso
más adultos, aún más desconcertantes. Leisha se puso de pie y volvió a sentarse.
—Claro que no, tonta —aclaró Drew—. No le haría daño a nadie, yo. No quiero
destruir Sanctuary.
—Entonces…
—Algún día, seré su dueño, yo.

La alarma sonó en todo el orbital, fuerte e inequívoca. Los técnicos cogieron sus
trajes. Las madres cogieron a sus bebés, que empezaron a chillar al oír el ruido, y
dieron instrucciones a los terminales con voz suficientemente temblorosa para que la
identificación resultara confusa. La Bolsa de Sanctuary congeló de inmediato todas
las transacciones; nadie podría sacar provecho del desastre, cualquiera que fuese su
dimensión.
—Consigue un volador —le dijo Jennifer a Will Sandaleros, que ya se había
puesto el traje anticontaminación. Ella se puso el suyo y salió corriendo de la cúpula.
Ése podía ser el momento. Cualquiera podía ser el momento.
Will hizo despegar el volador. Mientras se acercaban a la zona de caída libre a lo
largo del eje central del orbital, el terminal de comunicación indicó:
—Panel cuatro. Es un proyectil, Will. Robots a treinta y tres segundos de
distancia; la tripulación de técnicos a un minuto y medio. Vigila el tirón del vacío…

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—No llegaremos allí lo bastante rápido —comentó Will con aspereza, pero
Jennifer percibió también cierta satisfacción. A Will no le gustaba que ella fuera por
su cuenta a lugares peligrosos. Para evitarlo, tendría que atarla.
Ahora Jennifer pudo ver el agujero, un corte mellado en un panel agrícola. Los
robots ya habían llegado y rociaban la primera capa de plástico duro sobre la brecha,
anclada contra la salida del preciado aire de Sanctuary por la acción de las válvulas
de succión impulsadas por energía y que podría haber unido varios asteroides.
Cuando un robot tenía que moverse, la succión sencillamente se cortaba en uno u otro
pie. Los voladores de los técnicos giraron graciosamente y la tripulación, vestida con
sus trajes sanitarios, salió en pocos segundos, rociando los cultivos en un amplio
semicírculo con un sellador diferente, uno que no dañaría nada orgánico hasta que
pudiera analizarse su ADN para averiguar lo que pudiera haber.
Las armas sólo representaban la mitad del peligro; la otra mitad era la
contaminación. No todas las naciones de la Tierra imponían sanciones a la
investigación genética.
—¿Dónde está el proyectil? —preguntó Jennifer al técnico jefe, asomándose por
encima del terminal. El traje de él sólo tenía una banda de audio, pero no necesitó
preguntar quién hablaba.
—Sección H. La han sellado. Al chocar afectó al panel, pero no lo perforó. —Eso
estaba bien; el proyectil podía ser analizado sin necesidad de recuperarlo del espacio
—. ¿Qué aspecto tiene?
—El de un meteoro.
—Tal vez —dijo Jennifer y Will, que estaba a su lado, asintió. Ella se alegró de
que fuera Will. A veces era Ricky quien estaba allí cuando se producía el daño, y
siempre resultaba aburrido.
Will retrocedió lentamente hacia el orbital. Era un buen piloto, y estaba orgulloso
de su habilidad como tal. Más abajo se extendía Sanctuary: campos y cúpulas,
carreteras y plantas de energía, paneles de ventanas constantemente pulidos por los
diminutos robots que no hacían nada más. La brillante y cálida luz del sol artificial
teñía el aire con una neblina dorada. Mientras aterrizaban, el olor a especias de las
flores de soja, el comestible decorativo más nuevo, flotó hasta Jennifer.
—Quiero que se reúna el Consejo para escuchar los informes del laboratorio —
dijo ella.
Will, que se había quitado el casco, la miró sorprendido y finalmente comprendió.
—Los llamaré.
Nunca se podía descansar. El Corán y la historia de Estados Unidos coincidían al
menos en ese punto: «Y los que cumplan con el pacto y soporten con fortaleza la
desdicha, las dificultades y el peligro… aquéllos serán los realmente leales a su fe.»
Y también: «El precio de la libertad es la eterna vigilancia,»

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Aunque en realidad Sanctuary no gozaba de auténtica libertad.
Jennifer se puso de pie ante los miembros del Consejo. Ricky la miró a los ojos y
adoptó una expresión grave. Najla miró por la ventana. El consejero Lin se inclinó
hacia delante; la consejera Ames entrecruzó las manos sobre la mesa de metal.
—Todos los informes del laboratorio son negativos —informó Jennifer—. Esta
vez. El proyectil está compuesto por meteoros de clase J, aunque por supuesto eso no
impide su captura y posterior utilización como arma. Aparentemente no contiene
microbios activos, y las esporas que se encontraron son de clase J. El suelo no
contiene ningún microbio desconocido, alterado genéticamente ni nada por el estilo,
nada que hayamos podido identificar, aunque por supuesto eso no significa que no
existan, que no estén ocultos gracias al mimetismo del ADN con disparadores
genéticos para ser activados más tarde.
—Mamá —dijo Ricky con cautela—, nadie, salvo nosotros, es capaz de realizar
un trabajo genético de ese nivel. Y ni siquiera nosotros somos tan buenos, por ahora.
Jennifer le dedicó una brillante sonrisa.
—Nadie que nosotros conozcamos.
—Prácticamente nosotros controlamos todos los laboratorios de la Tierra,
mediante la grabación de datos…
—Ten en cuenta que has dicho «prácticamente» —dijo Jennifer—. En realidad no
sabemos si los controlamos todos, ¿verdad?
Ricky se removió en su asiento. Era un joven bajito, de treinta y un años, una
gruesa cabellera, cejas bajas y ojos oscuros.
—Mamá, ésta es la decimosexta alerta que tenemos en dos años, y ninguna de
ellas ha sido un ataque. Ocho choques de meteoro con tres perforaciones. Tres averías
transitorias corregidas casi inmediatamente. Dos mutaciones espontáneas de
microbios por la radiación del espacio, con respecto a lo cual no podemos hacer nada.
Un…
—Dieciséis, que nosotros sepamos —replicó Jennifer—. ¿Puedes garantizar que
en este mismo momento no hay microbios mimetizados en el ADN en el aire que
respiras? ¿En el aire que respira tu bebé?
La consejera Ames dijo tímidamente: —Pero ante la ausencia de pruebas…
—La prueba política es un concepto propio de los mendigos —sentenció Jennifer
—. Tú no lo sabes, Lucy, porque nunca has estado en la Tierra. Allí, el concepto de
prueba científica está desvirtuado, se usa selectivamente para exponer cualquier causa
que el gobierno quiera abrazar para reivindicar sus progresos. Pueden «probar»
cualquier cosa, en sus tribunales, en sus redes de noticias, en sus tratos financieros.
¿Qué impuestos tuviste que pagar el año pasado a Hacienda, Lucy? ¿Y al Estado de
Nueva York? ¿Y qué recibiste a cambio? Sin embargo, el presidente de Estados
Unidos te daría una prueba de que tienes la obligación de pagarlos para ayudar al

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débil, y más pruebas de que si no lo haces sus militares tienen derecho a apoderarse o
destruir todas las instalaciones que utilizas para tu sustento y el de tu comunidad.
—Pero Sanctuary paga sus impuestos —puntualizó la consejera Ames,
desconcertada—. Son injustos, pero los pagamos.
Jennifer no respondió. Un instante después, Will Sandaleros dijo en tono sereno:
—Sí, los pagamos.
—La cuestión —intervino Ricky— es que ninguno de estos incidentes ha
representado un ataque. Sin embargo, siempre suponemos que lo son, e incluso una
prueba en sentido contrario resulta sospechosa. ¿No hemos ido demasiado lejos con
toda esta paranoia?
Jennifer observo a su hijo: fuerte, leal, productivo, un miembro de la comunidad
del que podían estar orgullosos. Ella estaba orgullosa de él. Amaba a Ricky y a Najla
tanto como cuando eran niños, pero su amor les había hecho un flaco favor. Ahora lo
sabía. Con su actitud protectora, y el feroz escudo con que los había protegido de lo
que los mendigos pudieran hacerles, habían crecido rodeados de demasiada
seguridad. Ellos no comprendían cómo era la vida fuera de ese entorno en el que la
comunidad era fortaleza, seguridad, supervivencia, y en el que la fortaleza, la
seguridad y la supervivencia permitían a una persona utilizar su talento para alcanzar
su realización. Sus hijos no comprendían el odio paralizante que los mendigos sentían
con respecto a esa actitud, porque ellos jamás podían alcanzar la satisfacción sin
arruinar la vida de los suyos. Ricky y Najla habían visto eso de una forma indirecta,
en las redes de noticias que llegaban de la Tierra, y en las emisiones contemporáneas.
Como animales salvajes que han comido hasta la saciedad, ahora los mendigos
estaban relativamente apaciguados gracias al subsidio de paro, a la ausencia de
Insomnes ante sus ojos. Dormitaban bajo el sol de la barata energía Y, y era fácil
olvidar lo peligrosos que eran en realidad. Sobre todo si, como en el caso de sus hijos,
uno había pasado la mayor parte de su vida rodeado de seguridad.
Jennifer jamás lo olvidaría. Lo recordaría para todos ellos.
—Vigilancia no significa paranoia —dijo—, y confiar en lo que está fuera de la
comunidad no es una habilidad propia de la supervivencia. Podría colocarnos en
peligro a todos.
Ricky no dijo nada más; jamás pondría en peligro a la comunidad. Jennifer sabía
que ninguno de ellos haría algo así.
—Tengo que haceros una proposición —anunció Jennifer. Will, el único que sabía
lo que iba a decir, se puso tenso. Preparado.
—Todas nuestras medidas de seguridad son defensivas. No vengativamente
defensivas, sino defensivas con el fin de controlar los daños. Pero la esencia de
nuestra existencia es la supervivencia de la comunidad y sus derechos, y entre los
derechos de la comunidad está la defensa propia. Ya es hora de que Sanctuary

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desarrolle un poder de negociación a través de armas defensivas. Hemos evitado
hacerlo con el cuidadoso control internacional de todas las transacciones de
Sanctuary con la Tierra, al margen de lo secretas que fueran. La única forma en que
hemos logrado mantener a los mendigos alejados de aquí durante veinticuatro años ha
sido no darles jamás la más mínima excusa legal para que se presenten con una orden
de registro.
Jennifer observó atentamente a los presentes: Will y Victor Lin estaban
firmemente de su parte; eso era bueno, ya que Lin tenía influencias; otros tres
escuchaban en actitud receptiva; tres más, con el entrecejo fruncido; ocho con
expresión de sorpresa o inseguridad, entre ellos la joven Lucy Ames. Y sus dos hijos.
—La única forma de evitar la entrada en Sanctuary por parte de los Durmientes y
de crear armas defensivas es mediante el uso de nuestra tecnología innegablemente
superior: la genética —añadió Jennifer—. Ya lo hemos hecho con los nuevos genes
modificados para Miranda y los otros niños. Ahora debemos pensar en utilizar
nuestra fuerza para crear armas defensivas.
Los presentes estallaron en una tormenta de protestas. Eso era lo que ella y Will
habían imaginado. Sanctuary era un refugio y no tenía tradición militar. Todos
escuchaban atentamente, no tanto por los argumentos como por las alianzas. Quién
podría ser persuadido, quién no se convencería jamás, quién estaba abierto a lo que
recorre el árbol de la decisión. Todos los movimientos serían abiertos y legítimos: la
comunidad por encima de todo. Pero las comunidades cambian. Los ocho consejeros
que no pertenecían a la familia ocuparían su puesto sólo durante dos años. E incluso
la composición de la familia era susceptible de cambio. Lars Johnson era el segundo
esposo de Najla; ella podría tener un tercero, o Ricky podía tener una nueva esposa.
Además, a los dieciséis años, la siguiente generación Sharifi ocuparía en el Concejo
un lugar, y podría votar. Para un Insomne manipulado genéticamente, los dieciséis
años era una edad suficiente para poder tomar decisiones inteligentes; las decisiones
de Miranda serían superinteligentes.
Jennifer y Will podían esperar. No obligarían a nadie. Así era como funcionaba
una comunidad. No era así entre los mendigos, pero allí, en Sanctuary, la comunidad
funcionaba así, mediante la lenta creación del consenso entre sus miembros, los
productivos que tenían derecho a exponer sus puntos de vista individuales
precisamente porque eran productivos. Jennifer podía esperar a que su comunidad
recurriera a la acción.
Pero las instalaciones de los Laboratorios Sharifi no pertenecían a la comunidad.
Eran de Jennifer. Habían sido construidos y financiados con su dinero, no con los
fondos de la Sanctuary Corporation. Y lo que era de ella podía empezar a funcionar
de inmediato. Así, las armas biológicas estarían listas cuando la comunidad las
necesitara.

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—Yo creo —apuntó Najla— que deberíamos discutir esto pensando en la
próxima generación. ¿Qué relaciones tendremos dentro de veinte años con el
gobierno federal? Si introducimos todas las variables en la ecuación de la dinámica
social de Geary-Tollers…
Su hija. Lúcida, productiva, comprometida. Jennifer le sonrió con amor.
Protegería a su hija.
E iniciaría la investigación de la manipulación genética para las armas biológicas.

Drew tenía dos problemas en casa de Leisha: Eric Bevington—Watrous y la


comida.
Por lo que veía, salvo él nadie sabía que estas cosas representaban un problema.
Por otra parte, ellos pensaban que él tenía toda clase de problemas, aunque el propio
Drew no los consideraba en absoluto molestos. Pensaban que él estaba preocupado
por los modales desconocidos, por el confuso número de personas a las que contentar,
por las conversaciones típicas de auxiliares que él jamás había oído, por la necesidad
de dormir que sólo compartía con unos pocos, y por el tiempo que tenía que esperar
sin hacer nada hasta septiembre, cuando lo enviaran a la escuela auxiliar que le iban a
pagar.
Nada de esto era un problema para Drew, y menos aún el hecho de no hacer nada.
En su corta vida, no había conocido a nadie que hiciera otra cosa. Pero el primer día
comprendió que no hacer nada no era lo habitual en ese lugar. Aquella gente tenía
miedo de no hacer nada.
Así que procuraba estar ocupado, y se aseguraba de que todos lo vieran ocupado
en las cosas que consideraban problemáticas para él. Aprendió los nombres de todas
las personas del recinto… Así lo llamaban, el «recinto», cosa que hasta ese mismo
instante Drew había creído que era el lugar donde se celebraban las fiestas de
cerebros, algo que en otros tiempos había observado con gran interés. Aprendió qué
relación tenían entre ellos: Leisha y su hermana, la anciana del ataque de apoplejía
que era una Durmiente, y su Durmiente hijo Jordan y la Insomne Stella, la esposa de
éste, a los que, según comprendió Drew enseguida, era mejor llamar «Señor
Watrous» y «Señora Bevington-Watrous». Así eran ellos. Tenían tres hijos: Alicia,
Eric y Seth. Alicia era adulta, debía de tener unos dieciocho años, pero no estaba
casada, cosa que a Drew le pareció rara. En Montronce, las mujeres solían tener su
primer hijo a los dieciocho años. Tal vez los auxiliares eran diferentes.
También había otras personas, casi todos ellas Insomnes, aunque no todas. Drew
se enteró de qué hacía cada uno —ocuparse de las leyes y del dinero y de cosas como
ésas típicas de los auxiliares e intentó seguir interesado. Cuando no podía mostrarse
interesado, al menos se mostraba útil, hacía recados y le preguntaba a la gente si
necesitaba algo.

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«El obsequioso lacayo…», había dicho Alicia una vez, pero la anciana la
interrumpió con brusquedad y le dijo: «No te atrevas a malinterpretarlo, jovencita.
¡Hace lo mejor que puede con los genes que le han tocado, y no permitiré que
pisotees sus sentimientos!» Drew no se había sentido pisoteado; no conocía el
significado de las palabras «obsequioso», ni «lacayo». Pero se había dado cuenta de
que le caía bien a la anciana, y a partir de entonces pasó mucho tiempo haciendo
cosas para ella, que después de todo era muy vieja y lo necesitaba.
—¿Por casualidad tienes un hermano gemelo, Drew? —le pregunto ella una vez.
La anciana trabajaba muy lentamente en un terminal.
—No, señora —respondió él de inmediato. La idea le erizó la piel. ¡No había
nadie más como él!
—Ah —exclamó la anciana, sonriendo—. Decididamente discontinuos.
Ellos usaban montones de palabras que no entendía: palabras, ideas, modales.
Hablaban de la fuerza de los votos… ¿Qué clase de fuerza sería ésa? ¿Una fuerza
distinta a la de la energía Y? Hablaban de diátomos genéticamente modificados que
invadían Madagascar, de las ventajas de los orbitales circunlunares comparados con
los circunterrestres, más antiguos. Le decían que cortara la carne con cuchillo y
tenedor, que no hablara con la boca llena, que dijera gracias incluso por las cosas que
no quería. Él lo hacía todo. Le decían que tenía que aprender a leer, y él trabajaba en
el terminal todos los días aunque era un trabajo lento y no entendía cómo llegaría a
utilizarlo alguna vez. Los terminales te decían lo que querías saber, y cuando había
palabras en la pantalla no quedaba demasiado lugar para los gráficos. De todas
maneras, para Drew tenían más sentido los gráficos que las palabras. Siempre había
sido así. Él sentía las cosas en forma de gráfico, con colores y formas en la base de su
cerebro que en cierto modo se elevaban flotando y le llenaban la cabeza. La anciana
era una espiral, de color castaño y oxidado; el desierto nocturno lo llenaba de un
suave púrpura resbaladizo. Así. Pero ellos decían que tenía que aprender a leer, y él
aprendía.
También le decían que se llevara bien con Eric Bevington-Watrous, pero eso era
más difícil que la lectura. Fue Eric quien percibió por primera vez el problema que
Drew tenía con la comida. Era listo; todos ellos eran endemoniadamente listos.
—Tienes problemas con la comida de verdad, ¿no? —se mofaba Eric—. Estás
acostumbrado a esa basura de la soja sintética que comen los Vividores, y la comida
de verdad te destroza las tripas. ¿Por qué no la cagas aquí mismo, pequeño gusano
maleducado?
—¿Tú qué problema tienes, tú? —preguntó Drew serenamente. Eric lo había
seguido hasta el enorme álamo del arroyo, bajo el cual Drew solía sentarse a solas.
Ahora estaba de pie, tenso, y se volvió lentamente, dándole la espalda al arroyo.
—Tú eres mi problema, gusano —declaró Eric—. Aquí eres un parásito. No

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contribuyes en nada, no perteneces a este lugar, no sabes leer y ni siquiera puedes
comer. Ni siquiera estás limpio. ¿Por qué no das un paseo por el océano y dejas que
las olas te limpien el culo?
Drew se giró lentamente y Eric también. Eso estaba bien: Eric debía de tener diez
kilos y dos años más que él, pero no sabía moverse para sacar ventaja de una pelea.
El sol asomó sobre el hombro izquierdo de Drew. Él siguió girando.
—No veo que tú contribuyas demasiado, tú. Tu abuela dice que eres la mayor
preocupación de su vida.
El rostro de Eric enrojeció.
—¡Jamás hables de mí con mi propia familia! —gritó y se lanzó hacia delante.
Drew se apoyó en una rodilla, preparado para levantar a Eric sobre un hombro y
lanzarlo al arroyo. Pero un instante antes de llegar a donde estaba Drew, Eric dio un
salto en el aire, un salto controlado que hizo que la náusea atenazara el pecho de
Drew; había cometido un grave error. Eric estaba entrenado; era un tipo de
entrenamiento que Drew no había reconocido. La punta de la bota de Eric alcanzó a
Drew debajo de la barbilla. El dolor explotó en su mandíbula. Su cabeza retrocedió
bruscamente y sintió que algo le golpeaba la columna. La fuerza de la patada lo
obligó a retroceder por el terraplén hasta el arroyo. Todo quedó húmedo y rojo.
Cuando volvió en sí, estaba tendido en una cama. De su cuerpo salían tubos y
agujas que lo conectaban a aparatos que emitían diferentes zumbidos. Su cabeza
también zumbaba. Intentó levantarla de la almohada.
Le resultó imposible mover el cuello.
Giró la cabeza lentamente a un costado, todo lo que pudo, apenas unos
centímetros. Junto a su cama vio una figura voluminosa: Jordan Watrous.
—¡Drew! —exclamó Jordan saltando de la silla—. ¡Enfermera! ¡Está despierto!
Había muchas personas en la habitación; muchos de ellos no se encontraban en el
cuidadoso catálogo que Drew había hecho con los habitantes del recinto. No vio a
Leisha. Le dolía la cabeza, y también el cuello.
—¡Leisha!
—Estoy aquí, Drew. —Se acercó a él. Drew sintió la mano fría de Leisha sobre su
mejilla.
—¿Qué me ocurrió… a mí?
—Te peleaste con Eric.
Lo recordaba. Miró a Leisha y se sorprendió al ver que ella tenía los ojos llenos
de lágrimas. ¿Por qué lloraba? La respuesta llegó lentamente… Estaba llorando por
él. Drew. Él.
—Me duele.
—Lo sé, cariño.
—No puedo mover el cuello, yo.

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Leisha y Jordan se miraron. Ella le dijo:
—Lo tienes vendado. A tu cuello no le pasa nada. Pero tus piernas…
—Leisha… Todavía no —le rogó Jordan, y Drew volvió la cabeza lenta y
dolorosamente hacia él. Jamás había oído ese tono de voz en un hombre adulto. Sí en
su madre y en sus hermanas, cuando su padre les daba una buena tunda, pero nunca
en un hombre adulto.
Algo susurró dentro de su cabeza: esto es importante.
—Sí, ahora —dijo Leisha en tono firme—. Lo mejor es la verdad, y Drew es un
chico fuerte. Cariño… algo te rompió la columna. Te hicimos varias operaciones de
reparación, pero el tejido nervioso no se regenera… al menos no en las personas
como… Los médicos hicieron ampliaciones del músculo y otras cosas. Sé que tú
todavía no entiendes lo que esto significa. Lo que sí puedes comprender es que tu
cuello está bien, o lo estará dentro de un mes, aproximadamente. Tus brazos y tu
cuerpo están muy bien. Pero tus piernas… —Leisha volvió la cabeza. La luz chillona
hizo que sus lágrimas brillaran—. No volverás a caminar, Drew. El resto de tu cuerpo
funciona normalmente, pero no podrás caminar. Tendrás una silla de ruedas, la mejor
que podamos comprar o construir o inventar, pero… no podrás caminar.
Drew guardó silencio. Aquello era demasiado fuerte; no podía asimilarlo todo.
Entonces, de repente, lo logró. Los colores y las formas estallaron en su mente.
—¿Eso significa que no podré ir a la escuela en septiembre, yo? Leisha lo miró
sorprendida.
—Cariño, septiembre ya pasó. Pero sí, claro que podrás ir a la escuela, el próximo
trimestre, si quieres. Claro que podrás. —Observó a Jordan; en su mirada había tanto
dolor que Drew también lo miró.
Jordan parecía abrasado por la ira. Drew sabía lo que era parecer abrasado por la
ira: había visto esa expresión en hombres cuyos scooters, ilegalmente manipulados,
habían estallado en llamas, arrancándoles una parte del cuerpo. La había visto en una
mujer cuyo bebé se había ahogado en el río. La había visto en su madre. Era una
expresión que no provocaba ningún sentimiento, porque los sentimientos hacían tanto
daño que uno no podía ayudar a nadie. Ni siquiera a uno mismo. Y esa expresión
debía de significar una ayuda para alguien, eso era lo que siempre había pensado
Drew; de lo contrario, ¿cómo era posible que la gente la soportara?
—Señor Watrous, señor… —dijo; había aprendido que a ellos les gustaba esa
palabra—, no fue culpa de Eric. Yo empecé.
La expresión de Jordan cambió. Al principio aquella mirada desapareció, luego
volvió a aparecer, se convirtió en otra cosa y volvió una vez más, peor que antes.
—Sabemos que eso no es verdad. Eric nos contó lo que ocurrió —señaló Leisha.
Drew reflexionó; tal vez era verdad. No comprendía a Eric, ya lo sabía. Y si las
cosas hubieran sido al revés, si Drew le hubiera hecho eso a Eric y éste no pudiese

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caminar…
No podía caminar.
—Cariño —dijo Leisha, y ahora también ella hablaba en tono implorante—. Sé
que es terrible, pero no es el fin del mundo. Igualmente podrás ir a la escuela a
aprender a «ser alguien», como tú dijiste… Debes ser valiente, Drew. Sé que lo eres.
Bueno, lo era. Era un chico valiente, él, todo el mundo lo decía, incluso en la
apestosa Montronce. Era Drew Arlen, que algún día poseería Sanctuary. Y nunca,
nunca jamás tendría esa expresión de ira que mostraba el señor Watrous. Él, Drew
Arlen, no.
—¿La silla de ruedas será como esas que pueden flotar diez centímetros por
encima del suelo y bajar escaleras? —le preguntó a Leisha.
—¡Será como las que pueden volar hasta la Luna, si tú quieres!
Drew sonrió. Sus propias palabras lo hicieron sonreír. Vio algo nítidamente
delante de él, como una enorme y temblorosa burbuja, y no supo cómo no la había
visto antes. Era grande, cálida y brillante, y él no sólo la veía, sentía esa burbuja en
todos y cada uno de los huesos de su cuerpo. El señor Watrous dijo con voz quebrada:
—Drew, nada podrá compensarte por esto, pero haremos todo lo que podamos,
todo…
Y lo harían. Ésa era la burbuja. Drew nunca había tenido palabras para nombrarla
—en cierto modo, nunca tenía palabras hasta que alguien se las daba—, pero ésa era
la burbuja. Exactamente allí. Ya no tendría que hacer recados para la anciana ni
aprender los modales que ellos le imponían, ni siquiera comer comida de verdad.
Seguiría haciendo estas cosas porque algunas quería aprenderlas, y otras le gustaban.
Pero no tenía que hacerlo. Ahora ellos harían cualquier cosa por él. Tendrían que
hacerlo. Ahora, y durante el resto de su vida.
Los tenía en sus manos.
—Sé que lo harán —le dijo a Jordan. Durante unos minutos la burbuja lo sostuvo,
mientras Leisha y Jordan se miraban sorprendidos por encima de su cabeza. Entonces
la burbuja estalló. No pudo retenerla. No se había ido por completo, aún era real y
volvería, pero ahora no podía retenerla. Tenía la columna rota y jamás volvería a
caminar, entonces empezó a llorar, un niño de diez años postrado en una cama de
hospital, en una habitación con extraños que jamás dormían.

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18

continuación, Una nación en calma: Estados Unidos en su tricentenario —


«A anunció el locutor de la red de noticias—. Una emisión especial de la CNS en
profundidad.»
—¡Ja! —exclamó Leisha—. No podrían informar en profundidad ni siquiera de
una reunión culinaria sobre soja sintética. —Silencio, quiero oírlo —la regañó Alice
—. Drew, pásame las gafas de la mesa.
Veintiséis personas distintas sentadas, de pie o apoyadas contra las paredes de
adobe, formaban un semicírculo alrededor de la holorred. Drew le pasó las gafas a
Alice. Leisha apartó la mirada un instante de la ridícula emisión y lo observó. Hacía
un año que Drew estaba en la silla de ruedas y la movía tan irreflexivamente como si
se tratara de un par de zapatos. En los meses que había pasado en la escuela había
crecido, aunque no había perdido su delgadez. Se había vuelto más callado, menos
abierto, ¿pero acaso no era lo normal en un chico que se acercaba a la adolescencia?
Drew parecía encontrarse muy bien: se había acostumbrado a la silla, se había
adaptado a su nueva vida. Leisha volvió a concentrarse en la holorred,
Representaba una tecnología auxiliar convertida en arte, un rectángulo aplastado
y sujeto al techo, marcado por diversas aberturas y protuberancias. Proyectaba la
emisión en hologramas tridimensionales, a un metro y medio de distancia del
holoescenario que se encontraba más abajo. El color era más vívido que la realidad y
los contornos menos definidos, de modo que todas las imágenes tenían el aspecto
brillante y suave de los dibujos animales infantiles.
«Hoy hace trescientos años —dijo el increíblemente apuesto narrador, que sin
duda había sido objeto de una manipulación genética, vestido con un inmaculado
uniforme del ejército de George Washington— que los fundadores de nuestro país
firmaron el documento más histórico que el mundo ha conocido jamás: la
Declaración de Independencia. Las antiguas palabras aún nos conmueven: “Cuando
en el curso de los acontecimientos humanos es necesario que un pueblo disuelva los
lazos políticos que lo han unido a otro y que asuma el poder entre las potencias de la
Tierra, el lugar separado e igual al que las leyes de la naturaleza y el dios de la
naturaleza le dan derecho, el respeto decente por las opiniones del género humano
exige que declare las causas que lo impulsan a esa separación. Afirmamos que estas

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verdades son manifiestas, que todos los hombres son creados iguales…”»
Alice resopló. Leisha la miró, pero Alice estaba sonriendo.
«“… que han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre
los cuales se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…”»
Drew frunció el entrecejo. Leisha se preguntó si el chico conocía el significado de
aquellas palabras; sus notas no habían sido demasiado buenas. Una delgada manta
cubría sus piernas. Eric, abatido y taciturno, estaba apoyado en la pared, al otro
extremo de la habitación. Nunca miraba a Drew a los ojos, pero Leisha había notado
que Drew parecía hacer todo lo posible para acercarse con su silla a Eric, hablarle,
dedicarle su deslumbrante sonrisa. ¿Venganza? Aunque sin duda eso era demasiado
sutil para un niño de once años. ¿Reconciliación? ¿Necesidad? «Las tres cosas»,
había dicho Alice en tono cortante. «Pero tú, Leisha, nunca tuviste demasiada
sensibilidad para el teatro.»
El pintoresco narrador terminó de leer la Declaración de Independencia y
desapareció. Se sucedieron diversas escenas de las celebraciones del 4 de julio en
todo el país: las barbacoas de soja sintética que los Vividores celebraban en Georgia;
los desfiles de scooters rojos, blancos y azules en California; un baile de auxiliares en
Nueva York con las mujeres vestidas con trajes nuevos y de etiqueta que no eran más
que rígidas cascadas de seda que realzaban con elaborados collares y gruesos puños
de oro, tachonados de joyas.
La voz estaba electrónicamente aumentada:
«Independencia, sin duda, del hambre, de la necesidad, de la existencia de las
facciones que nos dividieron durante tanto tiempo. De compromisos extranjeros,
como George Washington nos advirtió hace trescientos años, de la envidia, del
conflicto de clase. De la innovación… Ha pasado un década desde que Estados
Unidos inició un avance tecnológico importante y único. La satisfacción, al parecer,
alimenta la comodidad con familiaridad. ¿Era esto lo que nuestros padres fundadores
pretendían para nosotros, este dulce bienestar, este apacible equilibrio político? ¿Nos
encuentra el tricentenario en el punto de destino, o en aguas serenas y estancadas?»
Leisha estaba perpleja: ¿cuál había sido la última vez que había oído formular esa
pregunta, incluso por una red de noticias auxiliar? Jordan y Stella se inclinaron hacia
delante.
«¿Y qué efecto ejerce este dulce equilibrio sobre nuestros jóvenes? —añadió la
voz del locutor—. La clase trabajadora —escenas de la Bolsa de Nueva York, de una
sesión del Congreso, de una reunión de las empresas de la lista Fortune 500—…
todavía lucha. Pero los así llamados Vividores, el ochenta por ciento de la población,
que controla las elecciones a través de los simples números, representan una reserva
menguante de la cual obtener lo mejor y lo más lúcido para crear el futuro de Estados
Unidos. Acceder a lo mejor y lo más lúcido debe estar precedido por un deseo de

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excelencia…»
—Oh, apagad esa red —dijo Eric en voz alta. Stella lo miró con furia; Jordan
clavó la vista en el suelo. Eric, el hijo mediano, les estaba destrozando el corazón a
ambos.
«… y tal vez la adversidad misma es necesaria para crear ese deseo. Los ideales
casi desprestigiados del yagaísmo que tanto dominaron hace cuarenta años,
cuando…»
Wall Street y las carreras de scooters desaparecieron. El narrador continuó
describiendo holoescenas que no estaban allí, pero el escenario se llenó con una
proyección de densa negrura.
—¿Qué…? —preguntó Seth.
Las estrellas brillaron en la oscuridad. El espacio. La voz del narrador siguió
describiendo la fiesta del tricentenario en la Casa Blanca. Delante de las estrellas
apareció un orbital girando lentamente y debajo de éste una pancarta con una cita de
un presidente diferente de una época diferente… Abraham Lincoln: «Ningún hombre
es lo suficientemente bueno para gobernar a otro sin su consentimiento.»
Se oyó un murmullo en toda la sala. Leisha se quedó quieta, atónita, pero
enseguida comprendió. No era una transmisión general. Sanctuary conservaba una
serie de satélites de comunicación, controlaba las emisiones de la Tierra y dirigía las
empresas de redes de datos. Desde allí eran capaces de localizar ondas de frecuencia
de banda muy limitada. La imagen de Sanctuary no estaba pensada para ningún lugar
más que para el recinto, para nadie más que para ella. Habían pasado veinticinco años
desde que Leisha se había comunicado con Sanctuary, con sus empresas públicas o
con sus socios comerciales secretos. Esa falta de comunicación, con su infinidad de
ramificaciones, había forzado toda esa ociosidad, su sereno estancamiento: el de ella,
el de Jordan y el de sus hijos. Veinticinco años. Ése era el motivo de esta emisión.
Jennifer simplemente quería recordarle que Sanctuary seguía allí.

El primer recuerdo de Miri eran las estrellas. Y el segundo era Tony.


En el recuerdo de las estrellas, su abuela la sostenía junto a una ventana larga y
curvada, y más allá se veía la negrura tachonada de luces uniformes, brillantes,
maravillosas. Mientras Miri las observaba, una de ellas había cruzado su visión.
—Un meteoro —le había dicho su abuela, y Miri había extendido los brazos para
tocar esas estrellas hermosas. La abuela se había echado a reír—. Están demasiado
lejos para que puedas alcanzarlas con la mano. Pero no para tu mente. Recuérdalo
siempre, Miranda.
Ella lo recordó. Siempre lo recordaba todo: cada instante de lo que le ocurría.
Pero eso no era del todo verdad porque no recordaba ni un instante sin Tony, y mamá
y papá le habían dicho que había pasado todo un año sin él antes de que ellos le

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hicieran, como la habían hecho a ella. Así que debía de haber al menos un año que no
recordaba.
Sí recordaba el momento en que habían llegado Nikos y Christina Demetrios.
Poco después de los gemelos había llegado Allen Sheffield, y luego Sara Cerelli. Los
seis daban vueltas por la habitación de los niños bajo la cuidadosa vigilancia de la
señora Patterson, o la abuela Sheffield; iban hasta las cúpulas a visitar a sus padres,
jugaban con los electrodos que tenían en la cabeza para que los estudiaran el doctor
Toliveri y el doctor Clement. A todos les encantaba el doctor Toliveri, que reía con
facilidad, e incluso les gustaba el doctor Clement, que no se reía. A todos les gustaba
todo, porque todo era muy interesante.
La habitación de ellos estaba en la misma cúpula que otra, y en algún momento
del «día» —Miri no sabía con certeza qué significaba esa palabra, salvo que tenía
algo que ver con contar algo, y a ella le encantaba contar— la plastipared que los
separaba se abría. Los niños de la otra habitación corrían a la de Miri, o al revés, y
ella se revolcaba por el suelo con Joan, se peleaba por los juguetes con Robbie o
apilaba cubos, unos sobre otros, con Kendall.
Recordaba el día en que aquello se había interrumpido.
Comenzó con Joan Lucas, que era mayor que Miri y tenía el pelo castaño y rizado
tan brillante como las estrellas. Joan le preguntó:
—¿Por qué te contoneas así?
—N-n-no s-s-sé —repuso Miri. Por supuesto, se había dado cuenta de que ella,
Tony y los demás de su habitación se movían espasmódicamente, y Joan y los demás
de su habitación no lo hacían. Joan tampoco tartamudeaba como lo hacían Miri, Tony,
Christina y Allen. Pero Miri no lo había pensado. Joan tenía el pelo castaño; ella lo
tenía negro; Allen lo tenía rubio. El movimiento espasmódico parecía eso.
—Tienes la cabeza demasiado grande —le dijo Joan.
Miri se la tocó. No le pareció más grande que antes.
—No quiero jugar contigo -dijo Joan de repente. Se alejó. Miri la observó.
Enseguida apareció la señora Patterson.
—Joan, ¿tienes algún problema?
Joan se detuvo y miró a la señora Patterson. Todos los chicos conocían ese tono
de voz. Joan arrugó la cara.
—Estás actuando como una tonta —dijo la señora Patterson—. Miri es miembro
de tu comunidad, de Sanctuary. Ahora vas a jugar con ella.
—Sí, señora -repuso Joan. Ninguno de los chicos sabía exactamente qué era una
comunidad, pero cuando los adultos pronunciaban la palabra, ellos obedecían. Joan
cogió la muñeca que ella y Miri habían intentado vestir. Pero la cara de Joan seguía
arrugada, y al cabo de un rato Miri no quiso jugar más.
Lo recordaba.

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Tenían lecciones todos los «días», tres grupos de niños que aprendían juntos en
una comunidad. Miri recordaba vívidamente el momento en que se dio cuenta de que
un terminal no sólo servía para mirar o escuchar; con un terminal se podían hacer
cosas o hacer que dijera cosas. Ella le preguntaba al terminal qué significaba «día»,
por qué el techo estaba arriba, qué había tomado Tony en el desayuno, cuántos años
tenía papá, cuántos días faltaban para su cumpleaños. Siempre lo sabía; sabía más que
la abuela, que mamá y que papá. Era muy sabio. También le decía que hiciera cosas,
y si las hacía bien le mostraba una cara sonriente y si no, ella tenía que volver a
intentarlo.
Recordaba el primer día en que se dio cuenta de que a veces el terminal estaba
equivocado.
Fue Joan quien hizo que Miri se diera cuenta. Estaban trabajando juntas en el
terminal, como cada día —ahora Miri conocía el significado de la palabra— porque
eran una comunidad. A Miri no le gustaba trabajar con Joan, que era muy lenta. Si la
dejaban sola, Joan seguía pensando en el segundo problema cuando Miri estaba en el
décimo. A veces pensaba que a Joan tampoco le gustaba trabajar con ella.
El terminal estaba sólo en su modalidad visual: estaban practicando la lectura. El
problema era: «muñeca: plástico; bebé: ?». Miri dijo:
—M-m-me toca a m-m-mí. —Y escribió—: «Dios.».
El terminal mostró un rostro ceñudo.
—Está mal -entonó Joan con cierta satisfacción.
—N-n-no —repuso Miri, desconcertada—. El t-t-terminal está equiv-v-vocado.
—¡Pretendes saber más que el terminal!
—D-D-Dios está b-b-bien —insistió Miri—. Está c-c-cuatro cadenas m-m-más
abajo.
A pesar de todo, Joan pareció interesada.
—¿Qué quiere decir «cuatro cadenas más abajo»? No hay cadenas en este
problema.
—En el p-p-problema no —coincidió Miri. Intentó pensar una forma de explicar
la respuesta; podía verla mentalmente, pero explicarla era más difícil. Sobre todo a
Joan. Antes de que pudiera empezar, llegó la señora Patterson.
—¿Algún problema, niñas?
Joan respondió sin antipatía:
—Miri dio una respuesta incorrecta, pero dice que tiene razón.
La señora Patterson miró la pantalla. Se arrodilló junto a las niñas.
—¿Cómo es eso, Miri?
Miri lo intentó:
—Está c-c-cuatro cadenas m-m-más abajo, s-s-señora P-P-Patterson. V-v-verá:
una «m-m-muñeca» es un «j-j-juguete»; la p-p-primera línea va de m-m-muñeca a j-j-

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juguete, Un j-j-juguete es para «f-f-fingir», y una cosa que f-f-fingimos es que una
estrella f-f-fugaz es una estrella de v-v-verdad, así que se p-p-puede poner «estrella f-
f-fugaz» en la línea s-s-siguiente. Para que el m-m-modelo funcione. —Resultaba
difícil usar tantas palabras. Miri deseó no tener que dar tantas explicaciones—. L-l-
luego, una estrella f-f-fugaz es en realidad un m-m-meteoro, y tiene que hacer que la
l-l-línea sea real p-p-porque antes fue f-f-fingida, así que el final de la p-p-primera
línea, c-c-cuatro cadenas m-m-más abajo, es m-m-meteoro.
La señora Patterson la miraba atentamente.
—Adelante, Miri.
—Luego p-p-plástico —continuó Miri, un poco desesperada—. La p-p-primera
línea nos lleva a «invent-t-tado». Tiene que s-s-ser así, porque «j-j-juguete» conducía
a «f-f-fingir». —Intentó pensar una forma de explicar que el hecho de que las cadenas
estuvieran separadas unas de otras era parte del diseño global, que se repetía en la
inversión que ella iba a hacer de las mismas palabras entre las subcadenas dos y tres,
pero eso era demasiado difícil. Se limitó a las cadenas mismas, no al diseño global, y
eso la preocupó porque el diseño global era igualmente importante. Sólo que le
llevaba demasiado tiempo explicarlo con su tartamudeo—. «Inventado» nos lleva a
«p-p-personas», por supuesto, p-p-porque las p-p-personas inventan cosas. La línea
de p-p-personas lleva a «c-c-comunidad», o sea m-m-muchas personas, y esa línea c-
c-conduce a «orbital», porque entonces las d-d-dos cadenas que aparecen j-j-juntas
hacen que el p-p-problema diga: «m-m-meteoro: orbital».
La señora Patterson dijo en un tono extraño:
—Ésa es una analogía razonable. Meteoro guarda una relación definible con
orbital: uno natural e inhumano, uno construido y humano.
Miri no supo con certeza lo que significaban las palabras de la señora Patterson.
Esto no estaba saliendo bien. La señora Patterson parecía un poco asustada y Joan
estaba perdida. De todas maneras siguió adelante:
—D-d-después «bebé»; la p-p-primera línea lleva a «p-p-pequeño». Eso conduce
a «p-p-proteger», como hago yo c-c-con T-T-Tony porque él es más p-p-pequeño que
yo y p-p-podría hacerse d-d-daño si sube a un lugar d-d-demasiado alto. La s-s-
siguiente línea es «c-c-comunidad», porque la c-c-comunidad protege a las p-p-
personas, y la cuarta línea tiene que ser p-p-personas porque la comunidad son las p-
p-personas y p-p-porque era así en s-s-sentido inverso en la línea de «p-p-plástico», y
muchos de n-n-nuestros orbitales son de p-p-plástico.
El tono de voz de la señora Patterson seguía siendo extraño.
—Entonces, al final de las tres cadenas… Joan, no cambies todavía la pantalla del
terminal… al final de esas cadenas, como tú las llamas, el problema dice «meteoro es
a orbital lo mismo que personas a espacio en blanco». Y tú escribiste «Dios».
—S-s-sí —dijo Miri, ahora más contenta: ¡la señora Patterson había

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comprendido!—, p-p-porque un orbital es una c-c-comunidad inventada, mientras un
m-m-meteoro es una simple roca suelta, y Dios es una c-c-comunidad planificada de
m-m-mentes, mientras las personas s-s-solas, una por una, son s-s-simples entidades
s-s-sueltas.
La señora Patterson la llevó a ver a la abuela. Miri tuvo que explicarlo todo
nuevamente, pero esta vez fue más fácil porque la abuela hizo el dibujo mientras ella
hablaba. Miri se preguntó cómo a ella no se le había ocurrido. El dibujo le permitía
aclarar todas las conexiones, y era mucho más claro de esa forma, aunque algunas de
las cadenas que dibujó eran zigzagueantes porque la pluma luminosa que tenía en la
mano no se movía con tanta precisión como la imagen de su mente.
Cuando terminó, el dibujo le pareció muy sencillo.
Y lo era, realmente: un simple conjunto de cadenas para practicar la lectura:

Después de eso, la abuela permaneció en silencio durante un largo rato.


—Miri, ¿siempre piensas de esa forma? ¿En cadenas que forman dibujos?
—S-s-sí —dijo Miri, sorprendida—. ¿T-t-tú no? La abuela no respondió.
—¿Por qué querías escribir en el terminal la analogía que existe cuatro cadenas
más abajo?
—¿Quieres d-d-decir en lugar de ocho o d-d-diez cadenas más abajo? —preguntó
Miri, y la abuela abrió los ojos desorbitadamente.
—En lugar de… de ninguna línea. Me refiero a lo que quería el terminal. ¿No

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sabías que era eso lo que quería?
—S-s-sí. Pero… —Miri se revolvió en la silla— m-m-me aburro con las cadenas
s-s-superiores. A veces.
—Ah —fue el comentario de la abuela. Después de otro largo silencio, preguntó
—-: ¿Dónde oíste decir que Dios es una comunidad planificada de mentes?
—En una r-r-red de noticias. M-m-mami la estaba m-m-mirando el día que fui a
c-c-casa de visita.
—Entiendo. —La abuela se puso de pie—. Eres muy especial, Miri.
—T-T-Tony también lo es. Y N-N-Nikos y Christina y Allen y S-S-Sara. Abuela,
¿el bebé que m-m-mamá quiere t-t-tener será especial c-c-cuando nazca?
—Sí.
—¿Y t-t-temblará igual que n-n-nosotros? ¿Y tarta-m-m-mu—deará? ¿Y c-c-
comerá tanto?
—Sí.
—¿Y p-p-pensará con cadenas?
—Sí —respondió la abuela, y Miri siempre recordó su expresión.

No hubo más redes de noticias de la Tierra. Nunca las habían pasado en la


habitación de los niños, sólo en la cúpula de mamá y papá, pero ahora Miri tampoco
los veía a ellos.
—Cuando seas mayor —dijo la abuela—. Hay ideas a las que deberás enfrentarte
muy pronto, pero todavía no. Primero aprende lo que es correcto.
Era la abuela, y a veces el abuelo Will, quien decidía qué era correcto. Papá
estaba mucho tiempo fuera por cuestiones de negocios. Mamá solía estar allí, pero a
veces Miri tenía la impresión de que no quería estar. Cuando Miri y Tony entraban en
la habitación, ella volvía la cabeza hacia otro lado.
—Es p-p-porque temblamos y t-t-tartamudeamos —le dijo a Tony—. A m-m-
mami no le gustamos.
Tony se echó a llorar. Miri lo abrazo y también lloró, pero no podía retirar lo que
había dicho. Era verdad; mamá era demasiado bella para que le gustara alguien que
temblaba, tartamudeaba y babeaba, y la verdad era lo más importante para una
comunidad.
—Yo s-s-soy tu c-c-comunidad —le dijo a Tony, y ésa fue una frase interesante
porque al mismo tiempo era exacta y contenía una verdad limitada, con subcadenas y
conexiones que originaban hasta dieciséis cadenas y formaban un diseño inspirado en
lo que había estado aprendiendo en matemáticas, astronomía y biología, un magnífico
diseño intrincado y equilibrado como la estructura molecular de un cristal. El diseño
casi era digno de las lágrimas de Tony. Casi.
Sin embargo, a medida que crecía, Miri empezó a notar que en sus diseños faltaba

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algo. No podía decir qué era. Había dibujado unos cuantos para la abuela y para el
doctor Toliveri, hasta que se hicieron tan complicados que supo que estaba dejando
algunas cosas fuera. Además, cada vez que dibujaba una línea, el hecho de pensar y
dibujar creaba nuevos diseños, cada uno con cadenas de múltiples niveles y sombras
propias, y no había forma de dibujar también ésos, porque el solo hecho de hacerlos
generaría todavía más. Dibujar y explicar nunca seguía el mismo ritmo del
pensamiento, y Miri, cada vez que lo intentaba perdía la paciencia.
Cuando cumplió los ocho años, comprendió en términos biológicos lo que le
habían hecho a ella y a sus semejantes. Los Superinsomnes los llamaban. También
comprendió que nadie debía oponerse jamás a las verdades gemelas que Sanctuary
estaba construyendo: productividad y comunidad. Ser productivo era ser plenamente
humano. Compartir la productividad con la comunidad de una manera justa era crear
fortaleza y protección para todos. Cualquiera que intentara violar una u otra verdad,
cosechar los beneficios de la comunidad sin contribuir productivamente a ella, era un
mendigo obsceno e inhumano. Miri se estremeció de sólo pensarlo. Nadie podía ser
tan moralmente repulsivo. En la Tierra sí, porque estaba llena de lo que la abuela
llamaba los mendigos de España, algunos de los cuales incluso eran Insomnes. Pero
en Sanctuary, jamás.
Las modificaciones practicadas en su sistema nervioso, y en el de Tony, Christina,
Allen y Joanna, servían para hacerles más productivos, más útiles a la comunidad y a
sí mismos, más inteligentes de lo que habían sido jamás los humanos. Eso les habían
enseñado a todos, incluso a los No-súper, y finalmente lo habían aceptado. Ahora
Joan y Miri jugaban juntas todos los días. Miri sentía una enorme gratitud.
Pero a pesar de lo bien que le caía Joan, a pesar de que admiraba sus largos rizos
castaños, su habilidad para tocar la guitarra y su dulce risa, Miri sabía que era con los
de su propia clase, los otros Súper, con quienes sentía que formaba una verdadera
comunidad. Intentó ocultar este sentimiento. No era correcto. Exceptuando a Tony,
por supuesto, que era su hermano, y que algún día formaría con ella y con el bebé
Ali, que, a fin de cuentas, no había resultado en absoluto un Súper, a pesar de lo que
la abuela había dicho, el bloque electoral Sharifi que controlaba el cincuenta y uno
por ciento del capital de Sanctuary, además de los bienes económicos de la familia.
Estas eran las cosas que garantizaban que no fueran mendigos.
La estructura económica de Sanctuary le interesaba. Todo le interesaba. Aprendió
a jugar al ajedrez y durante un mes se negó a hacer otra cosa: el juego le permitía
crear montones de cadenas, todas ellas intrincadamente anudadas con las cadenas de
su rival. Pero al cabo de un mes se hartó del ajedrez. Después de todo, sólo había dos
grupos de cadenas implicadas, aunque fueran muy largas.
La neurología le interesaba más. El cerebro tenía cien mil millones de neuronas,
cada una con múltiples puntos receptores para los neurotransmisores, de los cuales

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existían tantas variantes que las cadenas que podían construirse eran casi infinitas.
Cuando Miri cumplió diez años, empezó a dirigir experimentos basados en la
dosificación de los neurotransmisores, usándose a sí misma y al complaciente Tony
como objetos de estudio, y a Christina y a Nikos para que controlaran el experimento.
El doctor Toliveri la estimulaba.
—¡Pronto, Miranda, tú misma contribuirás a crear la siguiente generación de
Súper!
Pero aquello no era suficiente. Aún faltaba algo en sus cadenas, algo que a Miri le
resultaba tan oscuro que no podía comentarlo con nadie más que con Tony, que por lo
que pudo ver no sabía de qué le hablaba.
—¿Quieres d-d-decir, Miri, que algunas cadenas t-t-tienen puntos d-d-débiles
debido a la insuficiencia d-d-de las bases de d-d-datos de las que se obtienen c-c-
conceptos?
Ella lo oyó pronunciar aquellas palabras, pero también algo más: las cadenas que
surgían con ellas, las Tony-cadenas de su cabeza, que ella logró deducir porque lo
conocía muy bien. Tony estaba sentado con su enorme cabeza apoyada en las manos,
como hacían todos ellos con frecuencia, mientras la boca, los párpados y las sienes le
temblaban y su oscura y gruesa cabellera se sacudía rítmicamente sobre su frente con
las convulsiones de todo su cuerpo. Las cadenas de Tony eran encantadoras, fuertes y
agudas, pero Miri sabía que no eran tan extensas como las suyas, ni tan complejas. Él
tenía nueve años.
—N-n-no —dijo ella lentamente—, no se t-t-trata de bases de datos insuficientes.
Es más b-b-bien… un espacio en el que t-t-tendría que haber otra d-d-dimensión de
cadenas.
—Una t-t-tercera dimensión de p-p-pensamiento —dijo Tony con placer—.
Fantástico. P-p-pero… ¿por qué? Todo encaja en d-d-dos dimensiones. La sencillez
del d-d-diseño es la s-s-superioridad del diseño.
Ella oyó las cadenas de ese enunciado: Navaja de Occam, minimalismo, elegancia
de programa, teoremas geométricos. Hizo un torpe ademán, alzando su mano en el
aire. Ninguno de ellos era muy hábil físicamente; procuraban evitar las
investigaciones que exigían manipular materiales y no perder tiempo programando
robowaldos cuando podían evitar realizar ese tipo de actividad.
—Nos-s-sé.
Tony la abrazó. Entre ellos no eran necesarias las palabras, y ese era un tercer
lenguaje, un añadido a la simplicidad de las palabras y la complejidad de las cadenas,
y mejor que cualquiera de ambas cosas.

Por una vez, Jennifer pareció conmocionada.


—¿Cómo pudo ocurrir? —preguntó el consejero Perrilleon, que estaba tan pálido

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como Jennifer.
La doctora, una joven que se ocupaba de estériles reciclables, sacudió la cabeza.
Tenía la parte delantera de la bata manchada de sangre. Había ido directamente de la
sala de partos del hospital hasta la casa de Jennifer, que había convocado una reunión
urgente del Consejo. La doctora parecía a punto de echarse a llorar. Hacía sólo dos
meses que había regresado a Sanctuary después de una especialización médica en la
Tierra que aún era obligatoria, y estaba mucho más delgada que cuando se había ido.
—¿Ya ha presentado la partida de nacimiento? —preguntó Perrilleon.
—No —respondió la doctora. Jennifer pensó que era inteligente además de capaz.
El horror de los presentes no se alteró, pero quedó suavizado por una relajación casi
imperceptible. Aún no había habido comunicación oficial a Washington.
—Entonces tenemos algo de tiempo —comentó Jennifer.
—Si no fuera porque aún estamos atados al Estado de Nueva York y al gobierno
de Estados Unidos, tendríamos más tiempo —señaló Perrilleon—. Presentar partidas
de nacimiento, recibir el número de seguridad del subsidio de paro, quedar
incorporados en las listas de los contribuyentes… —dijo resoplando.
—Ahora nada de eso cuenta —aclaró Ricky, un poco impaciente.
—Claro que cuenta —insistió Perrilleon. Jennifer vio los rasgos duros de su
rostro alargado. Tenía setenta y dos años, unos pocos menos que ella, y había llegado
de Estados Unidos con la primera gran migración. Sabía cómo eran las cosas allí, las
había visto, a diferencia de los Insomnes nacidos en Sanctuary, y las recordaba. Sus
votos habían resultado útiles para los objetivos que Jennifer tenía para Sanctuary.
Cuando concluyera su período, ella lo echaría de menos.
—El tema que debemos enfrentar —intervino Najla— es qué hacer con respecto a
este… bebé. No tenemos demasiado tiempo. Si aparece una anomalía en la partida de
nacimiento, algún maldito departamento podría presentar una orden de registro.
Era lo que todos temían: una razón legal para que los Durmientes entraran en
Sanctuary. Durante veintiséis años se habían asegurado de que no existiera esa razón
legal cumpliendo escrupulosamente con todas las exigencias burocráticas del
gobierno de Estados Unidos y del Estado de Nueva York; Sanctuary, como propiedad
de una corporación registrada en el Estado de Nueva York, se debía a esa jurisdicción
legal. Sanctuary presentaba allí sus mociones legales, concedía licencias a sus
abogados y médicos, pagaba sus impuestos, y todos los años enviaba más abogados a
Harvard para que aprendieran a mantener el «allí» y el «aquí» legalmente separados.
El nuevo bebé podía echar por tierra esa separación.
Jennifer había recuperado la serenidad. Aún estaba muy pálida, pero mantenía la
cabeza, coronada por un moño de pelo negro, muy erguida.
—Empecemos exponiendo los hechos. Si este bebé muriera, su cuerpo sería
despachado a Nueva York para que le practicaran una autopsia, lo mismo que a los

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demás.
Perrilleon asintió. Ya sabía a dónde apuntaba Jennifer. Su gesto de asentimiento
significaba que la apoyaba.
—Si eso ocurre —añadió Jennifer—, los Durmientes podrían tener un motivo
legal para entrar en Sanctuary. Con una demanda por asesinato.
Nadie mencionó aquella otra parodia de juicio por asesinato que había tenido
lugar hacía treinta y cinco años. Esta vez sería diferente. Sanctuary sería declarada
culpable.
—Por otra parte —dijo Jennifer con voz clara—, podría ser médicamente factible
que el bebé hubiera muerto por Síndrome de Muerte Infantil Súbita, o por algo que
no pudiera demostrarse. Y, si el bebé vive, tendremos que criarlo. Aquí, con los
nuestros. En su… estado, con todo lo que eso implica. —Hizo una pausa—. Creo que
la alternativa es clara.
—¡Pero cómo pudo suceder algo así! —estalló la consejera Kivenen. Era muy
joven y propensa al llanto. Jennifer no la echaría de menos cuando concluyera su
período de estancia en el Consejo.
—No sabemos todo lo que nos gustaría sobre transmisión genética. Sólo ha
habido dos generaciones de Insomnes nacidos naturalmente… —La voz del doctor
Toliveri se apagó. Era evidente que en cierto modo se culpaba a sí mismo ya que era
el genetista jefe de Sanctuary. Aquello era tan injusto que Jennifer sintió rabia.
Raymond Toliveri era un genetista excelente, el responsable de la creación de su
preciosa Miranda… Este bebé ya estaba causando perturbación y conflicto en la
comunidad.
¿Pero acaso no era siempre así?
La consejera Kivenen le pidió a la joven doctora:
—Explíquenos una vez más lo que ocurrió.
—El parto fue normal. Un varón de cuatro kilos. Lloró enseguida. La enfermera
lo limpió y lo llevó hasta el scanner McKelvey-Waller para que le practicaran la
tomografía del cerebro. Eso lleva unos diez minutos. Mientras estaba tendido en el
moisés acolchado, debajo del scanner, el bebé… se quedó dormido.
Todos guardaron silencio. Finalmente el doctor Toliveri dijo:
—Una regresión del ARN a un estado inferior… Sabemos muy poco de
codificación redundante…
—No es culpa suya, doctor —dijo Jennifer en tono cortante. Dejó que la frase
surtiera efecto y que todos pudieran ver la culpabilidad que un Durmiente, incluso un
niño Durmiente, podía imponer a personas inocentes. Luego dio comienzo el debate.
Los miembros del Concejo analizaron todas las medidas legales posibles: ¿y si
presentaban una partida de nacimiento falsificada, marcando el casillero de
«Insomne» en lugar del de «Durmiente»? Podían pasar ochenta años hasta que ese

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niño muriera a causa de una vejez prematura y el gobierno exigiera una autopsia.
Pero cuando cumpliera siete años, el niño tendría que someterse a las pruebas
obligatorias del Tribunal de Educación del Estado de Nueva York. ¿Cuántos datos
normales tenían realmente los mendigos para esas pruebas? ¿Los suficientes para
diferenciar a Durmientes de Insomnes? También estaba el estudio de la retina,
prácticamente una prueba positiva de la identidad del sueño, aunque no para niños tan
pequeños… ¿Y si…?
Con ayuda de Will y Perrilleon, Jennifer centró una y otra vez la discusión en el
tema real: el bien de la comunidad contrapuesto al de alguien que siempre sería un
intruso.
Y no sólo un intruso sino también un motivo de ruptura, un posible motivo de
entrada legal para gobiernos extranjeros, una persona que jamás podría producir al
nivel de los demás, que siempre tomaría más de lo que daría.
Un mendigo.
Hubo ocho votos contra seis.
—No seré yo quien lo haga —dijo de pronto la doctora—. Yo no.
—No tiene que ser usted —la tranquilizó Jennifer—. Yo soy la Funcionaria
Ejecutiva Jefe; es mía la firma que habría figurado en una partida de nacimiento
falsificada; yo lo haré. ¿Está seguro, doctor Toliveri, de que la inyección provocará
una reacción que no se podrá distinguir del Síndrome de Muerte Infantil Súbita?
Toliveri asintió. Estaba muy pálido. Ricky clavó la vista en la mesa. La consejera
Kivenen se tapó la boca con la mano. La joven doctora parecía dominada por el
sufrimiento.
Pero ninguno de ellos expresó protesta alguna una vez realizada la votación. Eran
una comunidad.
Más tarde, cuando todo pasó, Jennifer se echó a llorar. Las lágrimas, las escasas
lágrimas calientes como sal hirviendo la humillaron. Will la rodeó con sus brazos y
ella sintió la tensión de su cuerpo mientras le palmeaba la espalda. No era eso lo que
Will esperaba de ella. Tampoco ella lo esperaba de sí misma.
Pero él lo intentó.
—Querida… no sintió dolor. Su corazón se detuvo instantáneamente.
—Lo sé —dijo Jennifer fríamente.
—Entonces…
—Perdóname. No quería reaccionar así.
Una vez recuperada, aunque no se disculpó, mientras caminaban juntos bajo el
arco curvado de paneles cultivados que formaban el cielo, le dijo a Will:
—La culpa la tiene el hecho de que las regulaciones del gobierno nos obligan a
mentir, al margen de lo que hagamos. Sólo es otro ejemplo de lo que dijimos antes. Si
no formáramos parte de Estados Unidos…

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Will asintió.
Primero fueron a visitar a Miranda a la cúpula de los niños y luego a los
Laboratorios Sharifi y su división de empresas especiales, tan importante como
Miranda y provista de las más estrictas medidas de seguridad para la propiedad
privada que existían bajo el sólido y productivo cielo de Sanctuary.

La primavera había llegado al desierto. En los nopales brotaban las flores


amarillas. A lo largo de los arroyos, los álamos brillaban con matices verdosos. Los
gavilanes, solitarios durante la mayor parte del invierno, se posaban a pares en los
árboles. Leisha observó el paisaje floreciente, mucho más austero y rocoso que el del
lago Michigan, y se preguntó irónicamente si la modestia del desierto era para ella un
atractivo tan grande como su aislamiento. Allí no había nada modificado
genéticamente
Se detuvo delante de su terminal, mordisqueando una manzana, y escuchó el
programa que recitaba el cuarto capítulo de su libro sobre Thomas Paine. La luz del
sol entraba en la habitación. La cama de Alice había sido arrastrada hasta la ventana
para que ella pudiera ver las flores. Leisha tragó un trozo de manzana y le habló al
terminal:
—Modificar texto: «Paine dirige rápidamente a Filadelfia» por «Paine se dirige
rápidamente a Filadelfia».
—Modificado —indicó el terminal.
—¿De verdad crees que todavía alguien se preocupa por esas antiguas reglas
verbales? —preguntó Alice.
—Yo me preocupo —respondió Leisha—. Alice, ni siquiera has tocado tu
almuerzo.
—No tengo hambre. Y a ti no te importan las reglas verbales; simplemente estás
ocupando el tiempo. Escucha, hay un verdadero alboroto delante de casa.
—Tengas hambre o no, tienes que comer. Tienes que hacerlo.
Alice tenía setenta y cinco años, pero parecía mucho mayor. Atrás había quedado
la figura rechoncha que la había atormentado durante toda su vida; ahora su piel
cubría unos delgados huesos que parecían una delicada tela metálica. Había sufrido
otro ataque de apoplejía, después del cual había abandonado el terminal.
Desesperada, Leisha incluso había sugerido que Alice reanudara su trabajo sobre la
parapsicología de los gemelos. Alice había sonreído con tristeza; el trabajo sobre los
gemelos era el único tema que nunca habían sido capaces de discutir realmente.
Luego había sacudido la cabeza. «No, cariño. Es demasiado tarde para convencerte.»
Pero el ataque de apoplejía no había afectado al amor que Alice sentía por su
familia. Sonrió mientras el alboroto de la puerta de entrada de la casa se trasladaba a
la habitación.

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—¡Drew!
—¡Estoy en casa, abuela Alice! ¡Hola, Leisha!
Alice le tendió los brazos ávidamente y Drew puso en marcha su silla para
cobijarse entre ellos. A diferencia de los nietos de Alice, que gozaban de perfecta
salud, Drew jamás había sentido rechazo por el costado paralizado del rostro de
Alice, por la saliva que caía por el costado izquierdo de su boca, por su forma de
hablar arrastrando ligeramente las palabras. Alice lo abrazó con fuerza.
Leisha apartó la manzana, de todas formas no tenía el más mínimo sabor; esta vez
las combinaciones de agrogenes sólo habían dado un paso atrás, y se puso de
puntillas, esperando. Cuando por fin Drew se volvió hacia ella, dijo:
—Te han expulsado de otra escuela.
Drew empezó a esbozar su zalamera sonrisa, miró más atentamente el rostro de
Leisha y adoptó una expresión seria.
—Sí.
—¿Por qué ha sido esta vez?
—No fue por las notas, Leisha. Esta vez estudié.
—¿Entonces?
—Por una pelea.
—¿Quién quedó lastimado?
—Un hijo de puta llamado Lou Bergin —respondió Drew con expresión hosca.
—Y supongo que recibiré noticias del abogado del señor Bergin.
—Él empezó, Leisha. Yo simplemente terminé.
Leisha miró a Drew atentamente. Tenía dieciséis años, y a pesar de la silla de
ruedas, o a causa de ella, se entrenaba con verdadero fanatismo, manteniendo su torso
en excelente forma. No cabía duda de que podía ser un luchador mortal. Sus rasgos
adolescentes aún no estaban totalmente definidos: la nariz demasiado grande, la
barbilla demasiado pequeña, la piel marcada por el acné donde no estaba redondeada
por la grasa típica de los bebés. Sólo sus ojos eran hermosos, de un verde vivo,
enmarcados por gruesas pestañas negras, y su mirada concentrada casi podía
convencer a cualquiera de que a él le resultaba totalmente fascinante. Leisha era la
excepción. En los dos últimos años había existido cierto antagonismo entre ambos,
periódicamente mitigado por los torpes intentos de Drew por recordar lo mucho que
le debía a Leisha, y por los de ella por recordar al encantador niño que él había sido.
Ésta era la cuarta escuela de la que lo expulsaban. La primera vez, Leisha se había
mostrado indulgente: él era un pequeño Vividor tullido, y las exigencias intelectuales
de una escuela llena de niños auxiliares, la mayoría modificados genéticamente en su
salud física y en su inteligencia, debía de haber sido abrumadora para él. La segunda
vez se había mostrado menos indulgente. Drew había fracasado en todas las materias,
sencillamente había dejado de asistir a clase y había pasado las horas muertas con su

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guitarra semiautomática o con los juegos de su terminal. Nada lo perturbaba. La
escuela esperaba que sus alumnos, la mayoría de los cuales gobernaría el país algún
día, supieran motivarse solos.
Después Leisha lo envió a la escuela más estructurada que logró encontrar. A
Drew enseguida le gustó; descubrió el programa de arte dramático. Se convirtió en la
estrella de las clases de interpretación. «¡He encontrado mi destino!», dijo en una
llamada a casa a través del terminal. Leisha hizo una mueca; Alice se echó a reír.
Pero cuatro meses más tarde Drew estaba otra vez en casa, amargado y taciturno.
Había fracasado en un papel de La muerte de un viajante o de Luz matinal. Alice le
preguntó en tono amable: «¿Fue porque no querían un Willy Loman o un Kelland Vie
en silla de ruedas?» «Fue por la política de los auxiliares —respondió Drew—.
Siempre será igual.»
Entonces Leisha había buscado desesperadamente una escuela con un programa
académico que no exigiera tantos esfuerzos, con un buen programa artístico, una
escuela estructurada y con un porcentaje lo más alto posible de alumnos provenientes
de familias sin demasiada influencia política, sin demasiados contactos financieros y
sin historias ilustres. Encontró una en Springfield, Massachusetts, que parecía reunir
esas condiciones. Aparentemente a Drew le había gustado, y Leisha había pensado
que todo saldría bien. Sin embargo, estaba otra vez en casa.
—Mírate la cara -dijo Drew con tristeza—. ¿Por qué no lo dices en voz alta?
«Aquí está Drew otra vez, el maldito Drew que cree que va a ser alguien pero no
puede terminar nada. ¿Qué demonios haremos con el pobrecillo Vividor Drew?»
—¿Y qué vamos a hacer? —dijo Leisha con crueldad.
—¿Por qué no me das por perdido y se acabó?
—Oh, no, Drew —dijo Alice.
—Tú no, abuela Alice. Ella. Ella, que insiste en que la gente sea maravillosa o no
exista.
—Que no es lo mismo que pensar que es maravillosa por el solo hecho de existir,
pero no hace nada por alcanzar la satisfacción de su propia existencia.
—¡Callaos de una vez, vosotros dos! —protestó Alice.
Pero Leisha no se calló. El aguijón de Drew se había clavado en un aspecto de su
personalidad que todavía no conocía.
—Ahora que estás en casa, Drew, querrás ver a Eric. Él ha mejorado muchísimo y
está haciendo auténticos progresos con las curvas atmosféricas globales. Jordan está
absolutamente orgulloso de él.
Drew la miró con los ojos encendidos. Leisha le dio la espalda. Se sintió
repentinamente avergonzada. Tenía setenta y cinco años, algo increíble, ya que nunca
se sentía como si los tuviera, y este niño sólo tenía dieciséis. Era un Durmiente al que
no se le había realizado ninguna modificación genética, y ni siquiera pertenecía a la

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clase de los auxiliares… Leisha notó que a medida que envejecía sentía menos
compasión. ¿Por qué otro motivo se aislaba del mundo en esa fortaleza de Nuevo
México y se apartaba de un país que en otros tiempos había deseado mejorar para los
demás? Sueños de juventud.
Sueños que Drew ni siquiera tenía.
—Muy bien, Leisha —dijo Alice, cansada—. Drew, Eric me pidió que te diera un
mensaje.
—¿Qué? —gruñó Drew. Pero fue un gruñido suave; él nunca podía enfadarse con
Alice. Jamás.
—Eric me dijo que te dijera que como parte de su programa de estudios se metió
en el Pacífico y se lavó el trasero. ¿Qué significa? —dijo Alice.
Drew se echó a reír.
—¿De veras? ¿Eso dijo Eric? Supongo que ha cambiado. —Su voz recuperó el
tono de amargura.
Stella entró corriendo en la habitación; parecía aturdida. Había engordado y
semejaba un personaje pintado por Tiziano, regordeta y saludable bajo su cabellera
rojiza.
—¡Leisha, hay un…! ¡Drew! ¿Qué haces en casa?
—Está de visita —intervino Alice—. ¿Hay un qué, cariño?
—Hay un visitante que quiere ver a Leisha. En realidad, son tres visitantes. —
Stella sonrió y la barbilla le tembló de entusiasmo—. ¡Aquí están!
—¡Richard!
Leisha cruzó la habitación y se precipitó en brazos de Richard. Él la abrazó entre
carcajadas y luego la soltó. Leisha se volvió de inmediato hacia su esposa, Ada, una
esbelta muchachita polinesia que sonreía tímidamente. Ada aún tenía problemas con
el inglés.
Cuando Richard había llevado por primera vez a Ada al recinto de Nuevo
México, después de vagabundear en solitario y sin rumbo fijo por todo el globo
durante veinte años, Leisha se había mostrado cautelosa. Ella y Richard nunca habían
vuelto a ser amantes; a Leisha le horrorizaba la idea de acostarse con el esposo de
Jennifer y Richard nunca se lo había pedido. Él había llorado durante años la pérdida
de sus hijos, Najla y Ricky, con un dolor amargo y tan impropio de un Insomne que
Leisha no había sabido cómo reaccionar. Se había sentido aliviada cuando él pasó
varios años viajando y desapareció llevando sólo su anillo de crédito y sus ropas a la
espalda mientras se internaba en la India, el Tíbet, las colonias antárticas, el desierto
de América del Sur… Siempre algún lugar tecnológicamente atrasado, tan cercano a
lo primitivo como los que aún existían en el mundo alimentado por la energía de
Kenzo Yagai. Leisha nunca le había preguntado por sus viajes; él nunca le había
ofrecido información. Ella sospechaba que se había hecho pasar por Durmiente.

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Cuatro años antes había regresado de otro de sus poco frecuentes viajes para
llevar a Ada. Su esposa. Ella provenía de una de las reservas culturales voluntarias
del Pacífico Sur. Ada era delgada y morena, tenía el pelo negro, largo y lustroso y la
costumbre de bajar la cabeza cada vez que alguien le hablaba. No hablaba inglés.
Tenía quince años. Leisha la había recibido cálidamente, se había puesto a estudiar
samoano y había intentado ocultar el dolor de su corazón. No se trataba de que
Richard la hubiera rechazado a ella, sino de que había rechazado todas las elecciones
de un Insomne. Las de la realización. Las de la ambición. Las de la mente.
Pero poco a poco Leisha había logrado comprenderlo. Lo importante para
Richard no sólo era que Ada, con sus tímidas sonrisas, su hablar entrecortado y su
jovial adoración por él, fuera diferente a Leisha, sino que Ada era diferente a Jennifer
Sharifi.
Él parecía feliz. Había hecho lo que Leisha no hizo y se había reconciliado con el
pasado de Insomnes que los unía. Aunque esa paz se parecía a una rendición, ¿podía
Leisha decir que la solución que ella había encontrado —la agonizante fundación
Susan Melling, que el año anterior había tenido diez solicitudes— era realmente
mejor?
—Te saludo, Leisha —dijo Ada en inglés—. Te saludo con alegría.
—Y yo te saludo con alegría —respondió Leisha con cariño. Para Ada, ésa era
una larga frase de gran poder intelectual.
—Te saludo con alegría, Mirami Alice. —En una ocasión, Richard les había
dicho que Mirami era un término de profundo respeto hacia los ancianos. Ada se
había negado de plano, con timidez y dulzura, pero igualmente de plano, a creer que
Alice y Leisha eran gemelas.
—Y yo te saludo con alegría, cariño —repuso Alice—. ¿Recuerdas a Drew?
—Hola —la saludó Drew, sonriente. Ada esbozó una sonrisa y apartó la mirada,
como correspondía a una mujer casada que se encuentra ante un hombre desconocido.
Richard dijo de buen humor:
—Hola, Drew. —Un verdadero cambio después de la habitual sombra de dolor
que mostraban sus ojos cuando hablaba con Drew; Leisha parpadeó. Nunca había
comprendido realmente ese dolor: Drew era una generación más joven que el hijo que
Richard había perdido, y por supuesto, era un Durmiente.
—Stella habló de tres visitantes… —dijo Alice con voz temblorosa, lo que
significaba que estaba cansada.
En ese momento entró Stella con un bebé en brazos.
—Oh, Richard —dijo Leisha—. Oh, Richard…
—Se llama Sean. Por mi padre.
El bebé era idéntico a Richard: cejas bajas, pelo grueso y oscuro, ojos oscuros.
Sólo en su piel oscura como el café estaban presentes los genes de Ada.

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Evidentemente, no lo habían modificado en absoluto. Leisha cogió al bebé en sus
brazos y no supo lo que sentía. Sean la observó con expresión solemne. A Leisha se
le encogió el corazón.
—Es hermoso…
—Déjame cogerlo —dijo Alice ansiosamente y Leisha le entregó el bebé. Se
alegraba por Richard, que siempre había querido una familia, un ancla, una
comunidad propia… Dos años antes Leisha se había sometido a diversos análisis
médicos que habían confirmado que sus óvulos eran estériles. Los gametos, le había
advertido Susan varias décadas antes, no se regeneran.
Kevin Baker, el único Insomne notable que quedaba en Estados Unidos, había
tenido cuatro hijos con su joven esposa Insomne.
Por los registros de nacimientos de Estados Unidos sabía que Jennifer Sharifi
tenía dos hijos y cuatro nietos.
Era verdad que Alice había perdido a Moira, que había emigrado a una colonia de
Marte, pero tenía a Jordan y a sus tres hijos.
Basta, se dijo, y obedeció.
El bebé pasaba de brazo en brazo. Stella iba y venía ofreciendo galletas y café.
Alice estaba cansada y la llevaron a su habitación para que pudiera dormir. Jordan
regresó de un campo que estaba cultivando con girasoles manipulados genéticamente.
Richard hablaba, al parecer libremente y, sin embargo, con algo raro en sus modales,
de los viajes de él y Ada por las islas artificiales Game Sanctuary que se encontraban
frente a la costa de África.
—¡Eh! —exclamó Drew, y al oír su voz todos levantaron la vista—. ¡Eh!… este
bebé está durmiendo.
Leisha se quedó petrificada. Luego se levantó, se acercó a la silla de Drew y
observó el cochecillo del bebé que estaba a los pies de Drew. Sean tenía los
diminutos puños levantados por encima de la cabeza y dormía. Sus párpados cerrados
se agitaron. Leisha sintió un nudo en el estómago. Richard había sentido tanto odio
por los de su clase, por su propia gente, que había recurrido a una manipulación
genética in vitro para invertir la característica del insomnio.
Él la estaba mirando.
—No, Leisha —dijo serenamente—. Yo no lo hice. Es natural.
—Natural…
—Sí. Allí es donde hemos estado el mes pasado, después de visitar las islas
artificiales… en el Chicago Medical Institute. Buscando respuestas a una regresión
espontánea. Pero allí no hay nadie que esté haciendo nada más que un libro de cocina
con viejos descubrimientos… Demonios, en ningún sitio quedan genetistas que
puedan hacer más que eso, salvo en las cuestiones agrícolas. —Guardó silencio;
ambos sabían que eso no era verdad. Estaba Sanctuary.

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—¿Saben al menos si se está extendiendo, o si está aumentando… si existen
parámetros estadísticos? —preguntó Leisha enseguida.
—Parece ser algo bastante raro. Por supuesto, ahora hay tan pocos Insomnes que
les resulta imposible dibujar un perfil estadístico.
Otra vez el silencio y el peso de las palabras no pronunciadas.
Fue Ada quien rompió el silencio. No había podido seguir gran parte de la
conversación entre Leisha y su esposo, pero se levantó graciosamente y se acercó a
Leisha. Se inclinó y alzó al bebé. Lo miró con ternura y le dijo:
—Te saludo con alegría, Sean. Cuido tu sueño.
Luego levantó la vista y miró directamente a los ojos de Leisha por primera vez
desde que la conocía.
Aunque todo había cambiado en el país, todo seguía igual.

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19

ennifer, Will, los doctores Toliveri y Blure, ambos genetistas, y sus técnicos

J observaban la creación de un mundo en miniatura.


En el espacio, a ochocientos kilómetros de distancia, flotaba una burbuja de
plástico. Mientras el equipo de Sanctuary la vigilaba a través de la pantalla de la
división de empresas especiales de los Laboratorios Sharifi, la burbuja alcanzó su
tamaño máximo. En su interior se tensaban miles de membranas plásticas. Por dentro
era un laberinto de túneles de paredes delgadas, cámaras y diafragmas, algunos con
agujeros del tamaño de una punta de alfiler, otros tan porosos como los materiales de
construcción convencionales de la Tierra, algunos estaban abiertos. Ninguno tenía
más de diez centímetros de alto. Cuando la burbuja quedó totalmente inflada con una
mezcla atmosférica convencional, la holorred del cielorraso del laboratorio proyectó
un modelo transparente y tridimensional de la burbuja en sus tabiques interiores.
De cada una de las cuatro cámaras del exterior de la burbuja fueron liberados
cinco ratones. Los cinco se metieron en los túneles, cuya escasa altura evitaba la
caída, chillando histéricamente. En el modelo de la holorred, veinte puntos negros les
seguían la pista. Una pantalla instalada en otra pared mostraba veinte series de
lecturas de los biómetros colocados en cada ratón.
Los ratones corrieron libremente durante diez minutos. Luego, de una única
fuente situada en el interior de la burbuja fue liberado el organismo manipulado
genéticamente, remotamente emparentado con un virus, que Toliveri y Blure habían
tardado siete años en crear.
Una a una, las lecturas de los biómetros fallaron y los chillidos, amplificados con
un sistema de sonido, se apagaron. Los tres primeros dejaron de transmitir al cabo de
tres minutos; los seis siguientes unos minutos más tarde; otros cinco al cabo de diez
minutos. Los seis últimos transmitieron durante casi treinta y un minutos.
El doctor Blure incorporó los datos a un programa de extrapolación. Frunció el
entrecejo. Era muy joven, no tenía más de veinticinco años, y como era muy rubio la
barba que parecía muy interesado en dejarse crecer no era más que un suave vello,
como una pelusa.
—No sirve de nada. A ese ritmo, las configuraciones del orbital más pequeño se
proyectan a más de una hora, y las de una ciudad mendiga, en un día apacible,

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durante más de cinco horas antes de llegar a la saturación.
—Demasiado lento —opinó Will Sandaleros—. No convencerá.
—No —coincidió Blure—. Pero estamos más cerca. —Volvió a mirar las
biolecturas llanas—. Imagina a un pueblo que realmente utilizara algo así.
—Los mendigos lo harían —aseguró Jennifer.
Nadie la contradijo.

Miri y Tony estaban sentados en el laboratorio científico que compartían en la


cúpula cuatro. Por lo general, los niños utilizaban los laboratorios de la escuela, no
los profesionales, para sus proyectos de aprendizaje; en el orbital, el espacio era
demasiado precioso para distribuirlo indiscriminadamente. Pero Miri y Tony Sharifi
no eran niños corrientes y sus proyectos no sólo eran experiencias de aprendizaje. El
Consejo de Sanctuary, los Laboratorios Sharifi y el Tribunal de Educación habían
celebrado una reunión para analizar los temas. ¿Los experimentos neurológicos de
Miri y el perfeccionamiento de los sistemas de datos de Tony podían considerarse
proyectos de clase, empresas privadas patentables, o un trabajo para el que debía
contratarse a Sanctuary Corporation? ¿Los posibles beneficios debían pertenecer a la
empresa familiar, a la corporación o a un fideicomiso para Miri y Tony hasta que
dejaran de ser menores según la ley del Estado de Nueva York? Todos los presentes
en la reunión habían sonreído y la discusión concluyó felizmente; todos estaban
demasiado orgullosos de los Súper como para pelear con ellos. Decidieron que su
trabajo pertenecía a Sanctuary, con un sesenta por ciento de derechos de autor para
los niños en cualquier aplicación comercial, además de las asignaturas de la escuela.
Miri tenía doce años y Tony once.
—M-M-Mira esto —dijo Tony. Miri tardó cuarenta y cinco segundos en
responder, lo cual significaba que se encontraba en un punto crucial de una
construcción de cadenas de pensamiento, y la línea que las palabras de Tony habían
empezado a trazar sólo estaba anudada en la periferia. Tony esperó con expresión
alegre. Casi siempre estaba alegre, y Miri rara vez podía detectar alguna línea oscura
en los edificios de pensamiento que él construía para ella en la holorred. En eso
consistía el proyecto que estaba desarrollando en ese momento: en trazar un mapa
que indicara cómo funcionaba el pensamiento de los Súper. Había comenzado con
una frase: «Ningún adulto tiene derecho automáticamente a la producción de otro; la
debilidad no constituye un derecho moral sobre la fuerza.» Tony había pasado
semanas obteniendo de doce Súper cada una de las cadenas y entrecadenas que esta
frase evocaba, incorporando cada una en un programa que él mismo había escrito.
Había sido una tarea lenta. Jonathan Markowitz y Ludie Calvin, los Súper más
jóvenes que participaban en el experimento, habían perdido la paciencia con la opaca
y tartamudeante lentitud de las palabras y en dos ocasiones habían abandonado

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airadamente las intensas sesiones de Tony. Las cadenas de Mark Meyer eran tan
extrañas que el programa se negó a reconocerlas como válidas hasta que Tony volvió
a escribir algunos fragmentos del código. Nikos Demetrios tenía cadenas claras y
cooperaba de buen grado, pero en medio del interrogatorio se resfrió, fue aislado
durante tres días y regresó con cadenas tan diferentes para las mismas frases que
Tony desechó todos sus datos por contaminación provocada por una adaptación
artística.
Pero había insistido y se había sentado en el holoterminal frente al de Miri,
incluso más tiempo que ella, sacudiéndose y tartamudeando. Ahora le sonrió.
—¡V-V-Ven y mira e-e-esto!
Miri rodeó el escritorio doble hasta donde estaba Tony. La ventana tridimensional
del holoterminal había sido oscurecido del lado de Miri. Cuando se levantó para ver
los resultados preliminares de Tony, Miri lanzó un grito de alegría.
Se trataba de un modelo de las cadenas de Miri para las frases de la investigación
de Tony, y cada concepto estaba representado por un pequeño gráfico en el caso de
los concretos, y por palabras en el caso de los abstractos. Las cadenas brillantes de
diversos colores trazaban un mapa de referencias cruzadas de primer, segundo y
tercer nivel. Miri jamás había visto una representación tan acabada de lo que ocurría
dentro de su mente.
—¡E-e-es he-e-e-rmoso!
—S-s-son las t-t-tuyas —aclaró Tony—. C-c-compactas. E-e-elegantes.
—¡C-c-conozco esa f-f-forma! —Miri se volvió hacia la pantalla de la biblioteca
—. T-t-terminal e-e-encendida. A-a-abrir b-b-biblioteca. B-b-banco de la T-t-tierra.
C-c-catedral Ch-ch-chartres, F-f-francia, r-r-rosetón. E-e-exhibir g-g-gráfico,
La pantalla brilló con los intrincados dibujos de los vidrios de colores del siglo
trece. Tony los estudió con el ojo crítico de un matemático.
—N-n-no es e-e-exactamente i-i-igual.
—Y-y-yo creo que s-s-sí —insistió Miri, y la antigua frustración se apoderó de
ella formando en su mente cadenas cojas en forma de espiral: había una relación
esencial entre el rosetón y el modelo del ordenador de Tony que no era evidente pero
estaba allí, en cierto modo, y tenía una enorme importancia oculta. Pero su
pensamiento no podía expresarlo. En sus cadenas de pensamiento faltaba algo,
siempre había faltado algo.
—M-m-mira a J-j-jonathan —dijo Tony. El modelo del pensamiento de Miri se
desvaneció y apareció el de Jonathan. Miri volvió a gritar—. ¿C-c-cómo puede s-s-
ser que p-p-piense así?
A diferencia del de Miri, el modelo de Jonathan no era una forma simétrica sino
una ameba desordenada, con cadenas que partían en distintas direcciones,
desapareciendo y volviendo a surgir repentinamente para establecer conexiones

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extrañas que Miri no logró comprender de inmediato. ¿Cómo se relacionaba la batalla
de Gettysburg con la constante Hubble? Seguramente Jonathan lo sabía.
—E-e-esos son los d-d-dos únicos que h-e-e-e hecho hasta ahora. E-e-el próximo
es el m-m-mío. Después, el p-p-programa los s-s-superpondrá y buscará los p-p-
principios de c-c-comunicación. A-a-algún día, M-m-miri, además de m-m-mejorar la
ciencia de las c-c-comunicaciones, podremos usar t-t-terminales para hablar entre n-
n-nosotros sin este m-m-maldito lenguaje u-u-unidimensional.
Miri lo miró con ternura. La suya era una tarea que representaba una auténtica
contribución a la comunidad. Bueno, tal vez su trabajo también llegaría a serlo algún
día. Ella trabajaba en los neurotransmisores sintéticos para los centros del habla del
cerebro. Abrigaba la esperanza de crear uno que, a diferencia de los que habían
intentado los científicos hasta ese momento, no produjera efectos secundarios e
inhibiera el tartamudeo. Estiró el brazo y acarició el costado de la enorme cabeza de
Tony, que se ladeaba y se sacudía sobre el grueso cuello.
Joan Lucas entró repentinamente en el laboratorio sin llamar.
—¡Miri! ¡Tony! ¡El patio de juegos está abierto!
Miri olvidó completamente los neurotransmisores y la ciencia de las
comunicaciones. ¡El patio de juegos estaba abierto! Todos los chicos, Normales y
Súper, habían esperado ese momento durante semanas. Miri cogió a Tony de la mano
y salió corriendo detrás de Joan. Una vez fuera,Joan, que tenía las piernas largas y
rápidas, los dejó atrás enseguida, pero ningún niño de Sanctuary necesitaba
instrucciones para llegar al nuevo patio de juegos. Simplemente lo buscaron.
En el centro del mundo cilíndrico, andado por cables delgados y fuertes, la
burbuja plástica inflada flotaba en el eje del orbital. Allí la gravedad era tan escasa
que resultaba posible la caída libre; al menos para los niños, era posible. Miri y Tony
se metieron en el ascensor que los llevaría hasta allí, se pusieron las manoplas y las
zapatillas con velero y gritaron de alegría mientras se lanzaban al interior de la
enorme burbuja, atravesada por puntales traslúcidos de plástico rosado, todos ellos
elásticos, con cajas opacas para esconderse, con huecos y túneles que acababan en el
aire. En todas partes había suaves asas infladas y tiras de velero. Miri se lanzó de
cabeza al aire, atravesó volando una habitación de plástico y volvió a zambullirse
hacia atrás, chocando con Joan. Ambas rieron y se deslizaron lentamente hacia ahajo,
se abrazaron y chillaron cuando Tony y otro chico que no conocían pasaron por
encima de sus cabezas.
Las cadenas de Miri se ondulaban en su mente con un caos teórico, con imágenes
míticas, ángeles, acróbatas, relaciones de aceleración, Orville Wright, astronautas de
Mercurio, mamíferos con membranas, velocidades de salida y relaciones músculo-
fuerza-peso. Un deleite.
—Ven aquí dentro —le gritó Joan por encima de los chillidos—. ¡Tengo que

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contarte un secreto! —Cogió a Miri, la metió en una caja suspendida y traslúcida y
entró tras ella. En el interior había relativamente menos ruido— ¡Miri, adivina qué…
mi mamá está embarazada!
—¡F-f-fantástico! —exclamó Miri. Los óvulos de la madre de Joan eran del tipo
r-14, difíciles de penetrar incluso in vitro. Joan tenía trece años; Miri sabía que quería
tener una hermana o un hermano tan desesperadamente como Tony quería un Litov-
Hall autoam—. ¡Estoy muy contenta!
Joan la abrazó.
—¡Eres mi mejor amiga, Miri! —Se lanzó repentinamente fuera de la caja—.
¡Atrápame!
Miri jamás podría hacerlo, por supuesto. Era demasiado torpe comparada con la
agilidad que poseía la Normal Joan. Pero no importaba. Se precipitó detrás de Joan,
chillando como los demás por el simple placer de hacer ruido, mientras debajo de ella
el mundo revoloteaba formando diseños de hidrocampos, cúpulas y parques tan
bellos como cadenas.

El martes, después de que abriera el patio de juegos, era el Día del Armisticio.
Miri se vistió cuidadosamente con pantalones cortos negros, y una túnica. Sentía la
forma sombreada de sus cadenas, que se movían con sus pensamientos en óvalos
compactos y aplastados tan oscuros como las ropas de todos. Las fiestas religiosas de
Sanctuary eran distintas para cada familia; algunas celebraban Navidad, otras
Ramadán, Pascua, Yom Kippur o Divali; muchos no celebraban nada. Las dos fiestas
que celebraban en común eran el 4 de julio y el Día del Armisticio, el 15 de abril.
La multitud se reunió en el panel central. El parque había sido ampliado
cubriendo los campos aledaños de plantas de producción superelevada con un
provisional enrejado de plástico lo suficientemente fuerte para mantenerse en pie y
bastante grande para albergar a todos los miembros de Sanctuary. Los que no podían
abandonar su trabajo o sufrían alguna enfermedad pasajera lo miraban en sus
terminales de comunicación. Por encima de la multitud se elevaba una plataforma
construida provisionalmente para el locutor. Más arriba de la plataforma flotaba el
patio de juegos desierto.
La mayor parte de la gente había asistido con su familia. Sin embargo, Miri y
Tony, apiñados con los otros Súper mayores de ocho o nueve años, estaban
semiocultos en las sombras de una cúpula de energía. Los Súper eran más felices
cuando estaban separados de la multitud de Normales, con los que no podían
compararse físicamente, y se sentían mejor cuando estaban juntos. Miri pensaba que
su madre ni siquiera se había molestado en buscarla a ella, a Tony o a Ali. Hermione
tenía un nuevo bebé al que estaba totalmente dedicada. Nadie le había explicado a
Miri por qué ese bebé, al igual que la pequeña Rebecca, era Normal. Y Miri no lo

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había preguntado.
¿Dónde estaba Joan? Miri se retorció y se dio la vuelta, pero no vio a la familia
Lucas por ninguna parte.
Jennifer Sharifi, vestida con una abbaya negra, subió a la plataforma. Miri se
hinchó de orgullo. Su abuela era hermosa, incluso más que mamá o tía Najla. Era tan
hermosa como Joan. En el rostro de la abuela se veía la expresión serena y rígida que
siempre evocaba en Miri cadenas y referencias de la inteligencia y la voluntad
humanas. No había nadie como su abuela.
—Ciudadanos de Sanctuary —empezó a decir Jennifer. Su voz, amplificada, llegó
a todos los rincones del orbital sin elevarse ni una sola vez—. Os llamo así porque
aunque el gobierno de Estados Unidos nos llama ciudadanos de ese país, nosotros
sabemos que no lo somos. Sabemos que ningún gobierno establecido sin el
consentimiento de los gobernados tiene derecho a reclamarnos. Sabemos que ningún
gobierno incapaz de reconocer la realidad de que los hombres no han sido creados
iguales tiene derecho a reclamarnos. Sabemos que ningún gobierno que se base en el
principio de que los mendigos tienen derecho al trabajo productivo de otros está
moralmente capacitado para reclamarnos.
»En este Día del Armisticio, 15 de abril, reconocemos que Sanctuary tiene
derecho a su propio gobierno de común acuerdo, a su propia realidad transparente, a
los frutos de su propio trabajo productivo. Tenemos derecho a estas cosas, pero aún
no poseemos las realidades. No somos libres. Aún no estamos autorizados a ese
“lugar igual y separado al que las leyes de la naturaleza y el dios de la naturaleza nos
dan derecho”. Tenemos Sanctuary gracias a la visión insomne de nuestro fundador,
Anthony Indivino, pero no tenemos libertad.
— T-t-todavía —le susurró Tony a Miri en tono solemne. Ella le apretó la mano y
se puso de puntillas para buscar a Joan entre la multitud.
—Y sin embargo hemos creado nosotros mismos toda la libertad que pudimos —
continuó Jennifer—. Asignados sin nuestro consentimiento a una jurisdicción del
Estado de Nueva York, en treinta y dos años jamás hemos presentado ni sido objeto
de un proceso judicial. En lugar de eso, hemos creado nuestro propio sistema judicial,
desconocido para los mendigos, y lo hemos administrado por nuestra cuenta.
Asignados sin nuestro consentimiento a regulaciones de licencias para nuestros
agentes de bolsa, médicos, abogados e incluso para los maestros de nuestros hijos,
hemos cumplido con todos esos reglamentos. Lo hemos hecho incluso cuando esto
significó vivir un tiempo entre los mendigos. Obligados a cumplir con regulaciones
estadísticas insensatas que nos ponen en pie de igualdad con los mendigos, nos
hemos contado, medido y probado, y hemos olvidado el resultado por considerarlo
una insignificancia que no vale la pena tener en cuenta.
Miri divisó a Joan. Avanzaba entre la multitud, dando codazos a diestra y

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siniestra, y Miri se sorprendió al ver que su amiga no se había puesto las ropas
oscuras propias del Día del Armisticio. Llevaba una blusa y pantalones cortos de
color verde bosque. Miri levantó el brazo tanto como pudo más allá de la sombra de
la cúpula de energía y lo agitó frenéticamente.
—Pero hay una exigencia de los mendigos que no podemos pasar por alto —
aclaró Jennifer—. Los mendigos no trabajan para sustentar sus vidas; dependen
absolutamente de lo que hacen los demás. Para sustentar los millones de Vividores
improductivos de Estados Unidos, Sanctuary, en tanto que entidad y en tanto que
individuos, está obligada a entregar un total del 64,8% de su productividad anual
mediante el hurto legal que suponen los impuestos estatales y federales. No podemos
luchar contra esto, no sin arriesgar Sanctuary. No podemos resistirnos. Lo único que
podemos hacer es recordar lo que esto significa… moral, práctica, política e
históricamente. Y el 15 de abril de cada año, mientras nuestros recursos nos sean
arrebatados sin que nos den nada a cambio, lo recordaremos.
El hermoso rostro de Joan estaba hinchado y transfigurado: había estado llorando.
Miri intentó recordar la última vez que había visto llorar a alguien de la edad de Joan.
Los pequeños lloraban cuando se caían, cuando no podían resolver un problema del
terminal o cuando se peleaban por los juguetes. Pero Joan tenía trece años. Al ver su
rostro mientras se abría paso a codazos entre la multitud, los adultos intentaron
preguntarle amablemente qué le ocurría. Joan los ignoró y siguió avanzando hacia
donde estaba Miri.
—Recordaremos el odio que sienten en la Tierra hacia los Insomnes.
Recordaremos…
—Ven conmigo —le dijo Joan a Miri en tono apremiante. Cogió a su amiga de la
mano y casi la arrastró por la cúpula de energía hasta que la superficie negra y
curvada ocultó completamente a Jennifer. Sin embargo, la voz de ésta seguía flotando
hacia ellas, tan claramente como si Jennifer estuviera de pie junto a la temblorosa
Joan. Las cadenas estallaron en la mente de Miri. Jamás había visto temblar a un
Normal.
—¿Sabes lo que han hecho? ¿Lo sabes, Miri?
—¿Q-q-quién? ¿Q-q-qué?
—¡Han matado al bebé!
Una oscura nube invadió la mente de Miri. Se le doblaron las rodillas y cayó al
suelo.
—¿Los m-m-mendigos? ¿C-c-cómo? —La madre de Joan sólo hacía unas pocas
semanas que había quedado embarazada y en ningún momento había abandonado
Sanctuary; eso significaba que los mendigos estaban allí…
—¡Los mendigos no! ¡El Consejo! ¡Encabezado por tu querida abuela!
Las cadenas se desenredaron y se desgarraron. Miri cogió los extremos con

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firmeza. Su sistema nervioso, siempre acelerado al extremo de la histeria bioquímica,
empezó a deslizarse sobre ese borde. Cerró los ojos y respiró profundamente hasta
recuperar el dominio de sí misma
—¿Qué oc-c-currió, Joan?
La serenidad de Miri, aunque frágil, pareció tranquilizar a Joan. Quien se deslizó
hasta la hierba, junto a Miri, y se abrazó las rodillas. Tenía un rasguño que aún no se
había regenerado totalmente en la pantorrilla izquierda.
—Mi madre me llamó a su estudio en el momento en que iba a cambiarme para el
Día del Armisticio. Había estado llorando, y estaba acostada en el jergón que ella y
papá usan para el sexo.
Miri asintió; su mente trazó cadenas intentando aclarar por qué un Insomne
estaría en la cama si no estaba practicando el sexo ni estaba herido.
—Me dijo que el Consejo tomó la decisión de hacerle abortar el bebé —le
informó Joan—. Me pareció que era extraño… Si los análisis prefetales muestran un
fallo importante del ADN, los padres deciden abortar naturalmente. ¿Qué tiene que
ver el Consejo con esto?
—¿Y qué t-t-tiene que ver?
—Le pregunté dónde estaba el fallo del ADN. Ella dijo que no había ningún fallo.
La voz de Jennifer flotó entre ambas:
—… la suposición de que, porque son débiles, les corresponde automáticamente
el trabajo de los fuertes…
—Le pregunté a mi madre por qué el Consejo decidía que abortara si el bebé era
normal. Me dijo que no era una orden sino una firme recomendación, y que ella y
papá iban a aceptarla. Empezó a llorar otra vez. Me dijo que el análisis de los genes
mostraba que el bebé es… era…
No pudo decirlo. Miri abrazó a su amiga.
—… era un Durmiente.
Miri se apartó. Enseguida se arrepintió, pero ya era demasiado tarde. Joan se puso
de pie.
—¡Tú también crees que mamá debía abortar!
¿Lo creía? Miri no estaba segura. Las cadenas se arremolinaron en su mente:
regresión genética, superredundancia de información en el ADN, chicos cayendo en
espiral en el patio de juegos, la habitación de los niños, el laboratorio,
productividad… mendigos. Un bebé en brazos de la madre de Joan. Recordó a Tony
en brazos de su madre, a su abuela cogiendo a Miri entre los suyos para que viera las
estrellas…
La voz de Jennifer sonó con más fuerza:
—Sobre todo, recordaremos que la moralidad se define por lo que aporta a la
vida, no por lo que saca de ella…

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—¡Nunca más seré amiga tuya, Miranda Sharifi! —gritó Joan. Se fue corriendo y
sus largas piernas parecían relámpagos bajo los pantalones verdes que no debería
haberse puesto para el Día del Armisticio.
—¡Esp-p-pera! —gritó Miri— ¡Esp-p-pera! Creo que el C-C-Consejo se
equivoca. —Pero Joan no esperó.
Miri jamás lograría alcanzarla.
Se levantó lenta y torpemente del suelo y fue hasta el laboratorio de la Cúpula
Cuatro de Ciencia. Su terminal y el de Tony estaban encendidos, con el programa en
marcha. Miri los apagó y con un brazo tiró todas las copias impresas que había sobre
el escritorio.
—¡M-m-maldición! —Esa palabra no era suficiente; debía haber más palabras
como esa, debía haber… algo que se pudiera hacer con tanto dolor. Sus cadenas no
eran suficientes. Su imperfección seguía atormentándola, como un fragmento perdido
de una ecuación que uno sabe que se ha perdido aunque jamás lo haya visto, porque,
además, había un agujero en el centro de la idea. Había un agujero en Miri, y un bebé
Durmiente caía por él trazando una espiral… el hermano Durmiente de Joan, que al
día siguiente a esa misma hora dejaría de existir tanto como la pieza que faltaba de la
ecuación de pensamiento que, si alguna vez había existido, estaba allí afuera en algún
lugar. Además, ahora Joan la odiaba.
Miri se acurrucó debajo del escritorio de Tony y se echó a llorar.
Jennifer la encontró allí dos horas más tarde, cuando los discursos del Día del
Armisticio terminaron y la ecuación del trabajo productivo había sido transmitida al
gobierno que no daba nada a cambio. Miri oyó que su abuela se detenía junto a la
puerta y atravesaba la habitación resueltamente, como si ya supiera dónde estaba
Miri.
—Miranda. Sal de ahí.
—N-N-No.
—Joan te contó que su madre lleva en el vientre un feto Durmiente que debe ser
abortado.
—No «d-d-debe». El bebé p-p-podría vivir. En t-t-todo lo demás es n-n-normal.
¡Y ellos l-l-lo quieren!
—Son los padres los que tomaron la decisión, Miri. Nadie podría tomarla por
ellos.
—¿Entonces p-p-por qué Joan y su m-m-madre lloran?
—Porque a veces las cosas necesarias resultan difíciles, y porque ninguna de ellas
ha aprendido todavía a aceptar la cruda necesidad sin empeorarla con su pesar. Ésa es
una lección vital, Miri. El pesar no es productivo. Tampoco lo es la culpabilidad, ni la
congoja, aunque he sentido ambas cosas por los cinco fetos Durmientes que tuvimos
en Sanctuary.

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—¿Cinc-c-co?
—Hasta ahora. Cinco en treinta y un años. Y en cada ocasión los padres tomaron
la misma decisión que los padres de Joan, porque todos vieron cuál era la cruda
necesidad. Un niño Durmiente es un mendigo, y las personas fuertes y productivas no
reconocen las parasitarias reivindicaciones de los mendigos. Tal vez la caridad… Ésa
es una cuestión individual. Pero una reivindicación, como si la debilidad tuviera
derecho moral sobre la fortaleza, y fuera en cierto modo superior a la fortaleza… no.
Eso no lo reconocemos.
—¡Un bebé D-D-Durmiente sería p-p-productivo! ¡Es normal en t-t-todo lo
demás!
Jennifer se sentó en la silla de Tony. Los pliegues de su abbaya cayeron al suelo,
junto al cuerpo acurrucado de Miri.
—Durante la primera parte de su vida, sí. Pero la productividad es algo relativo.
Un Durmiente puede tener cincuenta años productivos empezando, digamos, a los
veinte. Pero a diferencia de nosotros, cuando llegan a los sesenta o los setenta su
cuerpo se debilita y tiende a deteriorarse y desgastarse. Sin embargo, pueden vivir
durante treinta años más y ser una carga para la comunidad y una vergüenza para
ellos mismos, porque es una vergüenza no trabajar cuando los demás lo hacen.
Aunque un Durmiente sea laborioso, amase una fortuna para su vejez y compre
robots para que lo cuiden, acabará aislado, incapaz de participar en la vida diaria de
Sanctuary, degenerando, agonizando. ¿Acaso unos padres que amen a su hijo
permitirán que sufra semejante destino? ¿Podría una comunidad mantener a esas
personas sin imponerse a sí misma una carga espiritual? Podría hacerlo con unos
pocos… ¿pero qué me dices de los principios que entran en juego en todo esto?
»Un Durmiente criado entre nosotros no sólo sería un intruso que estaría
inconsciente y cerebralmente muerto durante ocho horas diarias mientras la
comunidad seguiría funcionando sin él, sino que también soportaría la terrible carga
de saber que algún día tendrá un ataque de apoplejía o de corazón, o cáncer u otra de
las innumerables enfermedades que suelen padecer los mendigos. Sabría que acabaría
convirtiéndose en una carga. ¿Cómo podría vivir con eso un hombre o una mujer de
principios? ¿Sabes lo que tendría que hacer?
Miri lo sabía. Pero no quiso decirlo.
—Tendría que suicidarse. ¡Sería terrible obligar a un hijo amado a tomar esa
decisión!
Miri salió de su escondite arrastrándose.
—P-p-pero, abuela… todos d-d-debemos morir algún día. Incluso t-t-tú.
—Por supuesto —dijo Jennifer—. Pero cuando lo haga será después de una vida
prolongada y productiva como miembro de mi comunidad… Sanctuary, que es la
sangre de nuestro corazón. Yo no querría menos para mis hijos y nietos. No me

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contentaría con menos, y la madre de Joan tampoco debería hacerlo.
Miri reflexionó. Las complejas redes de pensamiento se anudaron solas en su
mente. Finalmente asintió con expresión dolorida.
—Creo, Miri, que eres lo suficientemente mayor para empezar a ver las emisiones
que llegan de la Tierra —dijo Jennifer, como si no hubiera logrado convencerla—.
Según la regla que creamos, no se puede hacer antes de los catorce años porque
pensamos que sería mejor primero formar vuestros principios, los tuyos y los de los
otros chicos, antes de mostraros cómo son violados en la Tierra. Es posible que nos
equivocáramos, sobre todo con los Súper. Con vosotros aún avanzamos a tientas,
cariño. Pero tal vez sería mejor que vierais la clase de vida parásita e inútil que los
mendigos, los Vividores, como se hacen llamar ahora, prefieren en realidad.
Ante la idea de ver las emisiones de la Tierra, Miri sintió un extraño rechazo que
sin duda jamás había experimentado. Pero asintió. Su abuela olía a jabón perfumado
y suave; su larga cabellera, recogida en una trenza, brillaba como el cristal negro.
Miri apoyó tímidamente una mano en la rodilla de Jennifer.
—Y algo más, cariño —añadió Jennifer—. Con doce años ya eres demasiado
grande para llorar, Miri, sobre todo por algo que es una necesidad. La supervivencia
por sí sola nos exige demasiado para que perdamos el tiempo con lágrimas.
Recuérdalo.
—L-l-lo recordaré —dijo Miri.
Al día siguiente vio a Joan que salía de la cúpula de sus padres en dirección al
parque. La llamó, pero Joan siguió caminando sin volver la cabeza. Un instante
después, Miri alzó la barbilla y echó a andar en dirección opuesta.

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20

os cinco jóvenes se arrastraron en dirección a la valla de cadenas, al amparo

L de las sombras de árboles y arbustos sin podar y de una plataforma


abandonada y hundida en lo que en otros tiempos había sido un parque. La
luna brillaba en lo alto, hacia el este, bañando la valla con su luz plateada. Los
eslabones de la valla estaban separados, trabajados en volutas desparejas y flojas;
seguramente, la valla sólo era una marca, y el campo Y era el que proporcionaba la
verdadera seguridad. Si era así, el débil brillo del campo resultaba invisible en la
oscuridad y no había forma de calcular su altura.
—Lánzala alta —le susurró Drew desde su silla de ruedas al chico que tenía a su
lado, fuera quien fuese. Los cinco llevaban plastitrajes oscuros y botas negras. Drew
sólo podía recordar los nombres de tres de ellos. Los había conocido esa tarde en un
bar, poco después de llegar a la población. Calculaba que tenían menos de diecinueve
años, es decir que eran menores que él; no importaba. Tenían tarjetas del subsidio de
paro para comprar alcohol y acudir a fiestas. ¿Por qué habría de importar? ¿Por qué
algo habría de importar?
—¡Ahora! —gritó alguien.
Se precipitaron hacia delante. La silla tropezó con un montón de hierbas sin cortar
y Drew cayó. Las cuerdas lo sujetaron y la silla se enderezó sola y siguió
deslizándose, pero los demás llegaron antes al escudo Y. Lanzaron sus bombas
artesanales, preparadas con gasolina robada de una granja abandonada. Pero nadie,
salvo Drew, sabía qué era aquello, y nadie, salvo Drew, había oído antes la expresión
«cóctel Molotov». Él era el único que sabía leer.
—¡Mierda! —gritó el más joven. Su bomba chocó contra lo que podría haber sido
la parte superior de la valla de energía, estalló y lanzó fuego y plástico sobre la hierba
seca. La hierba se encendió. Otras dos bombas produjeron el mismo efecto; el cuarto
chico lanzó la suya y echó a correr mientras gritaba. Un fragmento encendido le había
alcanzado la camisa.
Drew retrocedió con su silla a casi dos metros de la valla, echó el brazo hacia
atrás y lanzó su carga. Sus brazos, musculosos gracias al ejercicio continuo, hicieron
volar la bomba sobre la parte superior de la valla Y. La hierba de los costados del
escudo se encendió.

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—¡Karl se está quemando! —gritó alguien. Los otros tres chicos regresaron
corriendo a sus scooters. Uno de ellos le hizo una zancadilla a Karl y lo hizo rodar
sobre la hierba mientras gritaba. Drew se quedó en su silla, inmóvil, observando el
fuego y escuchando la alarma, más aguda aún que los gritos del chico que se
quemaba.

—Alguien viene a sacarte, cabrón —anunció el primer oficial del sheriff. Liberó
la cerradura Y y abrió la puerta de la celda de par en par. Drew levantó la vista desde
el catre de piedraespuma con una expresión insolente que se desvaneció en cuanto vio
a su salvador.
—¡Tú! ¿Qué haces aquí?
—¿Esperabas ver a Leisha otra vez? —preguntó Eric Bevington-Watrous—. Es
una pena. Esta vez he venido yo.
—¿Ella está cansada de sacarme de apuros? —preguntó Drew con voz cansina.
—Debería estarlo.
Drew observó a Eric e intentó imitar su frío desdén. El chico furioso que había
peleado con él junto al álamo parecía no haber existido jamás. Eric llevaba puestos
unos pantalones blancos de algodón, un body elástico arrugado y una chaqueta negra
cortada al sesgo, todo conservador pero elegante. Sus botas eran de cuero argentino,
se había arreglado el pelo en la peluquería y mostraba una piel brillante. Parecía un
apuesto y decidido auxiliar acostumbrado a las cosas corrientes, mientras que Drew
sabía que él parecía un Vividor al que le había ido demasiado mal para poder Vivir. Y
eso era. Se apartó de su propio campo de visión, que era la única forma en que le
interesaba ver las cosas en estos tiempos, y vio la imagen de Eric y la suya como un
ovoide suave y frío que flotaba junto a una pirámide deformada y mellada con las
puntas dentadas, claveteadas o serradas.
¿Quién había provocado la deformidad? ¿Quién lo había dejado tullido? ¿La
caridad de quién le había demostrado lo insignificante que era comparado con todos
los cabrones auxiliares del mundo?
—¿Y si no quiero que paguen mi fianza?
—Entonces púdrete aquí —respondió Eric—. A mí no me importa.
—¿Por qué habría de importarte? Con ese traje de auxiliar que tiene el mundo en
sus manos, con tu superioridad de Insomne y el dinero de tu tía…
Eric estaba más allá de ese tipo de provocación.
—Ahora es mi dinero. Me lo gano. No como tú, Arlen.
—A algunos nos resulta un poco más difícil.
—Oh. ¿Y deberíamos tenerte lástima por eso? Pobre Drew. El pobre, apestoso,
tullido y delincuente Drew. —Pronunció las palabras en un tono indiferente, tan
adulto que Drew se sorprendió. Eric sólo era dos años mayor que él; ni siquiera

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Leisha lograba hablar con tanta indiferencia.
Si ella lo hubiera logrado, ¿estaría alguno de los dos en esta celda? Ese
pensamiento fue como un gusano espinoso que se deslizaba por su mente dejando un
rastro de baba que brillaba incluso en la oscuridad.
—Carcelero —llamó Eric—, nos vamos.
Nadie respondió. Nadie mencionó acusaciones criminales, ni abogados, ni el
dinero de la fianza, ni el sistema legal que se suponía que funcionaba con igual
justicia para todos los jodidos hombres iguales.
Drew se arrastró sobre los codos y subió a su silla, colocada al otro lado de los
barrotes. Nadie lo ayudó. Siguió a Eric… ¿por qué no? ¿Qué demonios importaba si
estaba en la cárcel o fuera, pudriéndose en esa ciudad de scooters, o en algún otro
sitio? Con su indiferencia demostraba la estupidez de ambas posibilidades.
—Si realmente pensaras eso, te quedarías aquí —le dijo Eric por encima del
hombro, sin dejar de avanzar, y Drew tuvo que aceptarlo una vez más: ellos eran más
inteligentes. Sabían. Jodidos Insomnes.
Fuera los esperaba un coche convencional. Drew hizo girar su silla en otra
dirección, pero antes de que pudiera moverla Eric arrojó una cerradura Y sobre el
panel de control del brazo de la silla.
—¡Eh!
—Calla —le ordenó Eric. Drew le lanzó un derechazo, pero Eric fue más rápido,
y tenía la ventaja de la movilidad. Su puñetazo alcanzó a Drew debajo de la barbilla,
no tan fuerte como para romperle la mandíbula, pero lo suficiente para hacer que el
dolor recorriera todo su rostro hasta llegar a las sienes. Cuando el dolor se alivió
ligeramente, Drew estaba esposado.
Empezó a blasfemar y le dedicó todos los insultos que había aprendido después
de vivir dieciocho meses en la carretera. Eric no le hizo caso. Hizo bajar a Drew de su
silla y lo arrojó en el asiento trasero del coche, que ya estaba ocupado por un
guardaespaldas; éste enderezó a Drew, lo miró fijamente a los ojos y le dijo
sencillamente:
—Quieto.
Eric se deslizó ante el volante. Que los auxiliares condujeran sus propios coches
era algo nuevo. Drew no hizo caso al guardia y levantó los dos brazos esposados por
encima de su cabeza con la intención de dejarlos caer con fuerza sobre el cuello de
Eric. Éste ni siquiera se volvió. El guardia cogió los brazos de Drew en el aire y le
hizo algo tan doloroso en el hombro que Drew se desplomó, ciego de dolor, en el
asiento de atrás. Empezó a sollozar.
Eric siguió conduciendo.
Lo llevaron a un motel de Vividores, como los que se alquilaban para fiestas de
sexo o de cerebros a través del subsidio de paro. Eric y el guardia lo desnudaron y lo

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metieron en la barata y enorme bañera diseñada para cuatro personas. La cabeza de
Drew se hundió. Respiró y tragó agua hasta que logró salir a la superficie; ninguno de
los dos lo ayudó. Eric añadió al agua media botella de un producto de limpieza
manipulado genéticamente. El guardaespaldas se desnudó, se metió en la bañera con
Drew y empezó a frotarlo.
Después lo llevaron a una cama en la que había correas.
Atado e impotente sin su silla, Drew maldijo sus propias lágrimas mientras Eric
se cernía sobre él y el guardaespaldas salía a dar un paseo.
—No entiendo por qué ella se molesta por ti, Arlen. Pero sé por qué estoy aquí.
En primer lugar, porque de lo contrario ella habría tenido que venir, y en segundo
lugar porque de lo contrario tú estarías en pie y yo podría azotarte como te mereces.
Has tenido toda clase de oportunidades, se te ha tenido consideración, y tú lo has
desperdiciado todo. Eres estúpido e indisciplinado, y a los diecinueve años no tienes
ni siquiera la ética mínima para preguntar qué le ocurrió a ese amigo tuyo que quedó
envuelto en llamas a causa de tu insensata destrucción. Eres un desastre como ser
humano, incluso como Vividor, pero te voy a dar una nueva oportunidad. Escucha
bien: nada de lo que va a ocurrirte es idea de Leisha. Ella no sabe nada. Éste es un
regalo que te hago yo.
Drew le escupió. El escupitajo no le alcanzó, cayó en el suelo de piedraespuma.
Eric se volvió sin pestañear siquiera.
Lo dejaron allí toda la noche, atado.
A la mañana siguiente el guardaespaldas dio de comer a Drew con una cuchara,
como si fuera un bebé. Drew le escupió la comida en la cara. El guardaespaldas, con
expresión imperturbable, lo golpeó en la mandíbula, a la derecha de donde lo había
golpeado Eric, y tiró el resto del desayuno en la tolva de los desperdicios. Le arrojó a
Drew una muda de ropa limpia, de la tela más barata que proporcionaba el subsidio
de paro: pantalones con elástico a la cintura y una camisa suelta, de color gris
desteñido, y biodegradable. Drew hizo un esfuerzo por ponerse los pantalones sólo
porque sospechaba que, de lo contrario, lo meterían en el coche desnudo. Como
estaba esposado no logró ponerse la camisa. La asió contra su pecho mientras el
guardaespaldas lo llevaba hacia fuera, descalzo.
Viajaron durante cuatro o cinco horas y se detuvieron una sola vez. Antes de
parar, el guardaespaldas vendó los ojos de Drew. Éste escuchó atentamente mientras
Eric bajaba del coche, pero lo único que oyó fue un suave murmullo en un idioma
que podía o no ser castellano. El coche volvió a arrancar. Finalmente, le quitaron la
venda; el paisaje del desierto no había cambiado. A Drew le dolía la vejiga; se orinó
en el coche. Ninguno de los hombres hizo ningún comentario. Los pantalones de
plástico retuvieron la orina contra su piel.
Volvieron a detenerse delante de un edificio bajo, grande y sin ventanas, parecido

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a un hangar cerrado de un aeropuerto. Drew no sabía en qué población se
encontraban, ni siquiera en qué estado. Eric no había dicho nada en toda la mañana.
—¡No pienso entrar allí!
—Antes quítale los pantalones mojados, Pat —dijo Eric con expresión de
disgusto. El guardaespaldas le cogió los pantalones por el ruedo y dio un tirón. Drew
se resistió, pero sus ineficaces forcejeos cesaron cuando un correcaminos atravesó
casualmente su campo visual. Del pico del correcaminos colgaba una serpiente a
medio comer. La piel de la serpiente era verde y en las letras de color naranja que
tenía tatuadas Drew leyó la palabra «puta»[1].
Estaban en algún lugar en el que ni siquiera era necesario ocultar a la policía que
allí se hacían experimentos ilegales de ingeniería genética.
En el interior había interminables pasillos grises, cada uno bloqueado con un
campo Y. En cada puesto de control Eric se detuvo para someterse a una exploración
de retina y lo dejaron pasar sin decirle una sola palabra. Al margen de lo que fuera,
aquello era algo organizado de antemano.
El temor de Drew era como un cieno gris que se extendía a su alrededor, sin
forma definida, y era la falta de forma lo que lo volvía espantoso.
Finalmente llegaron a una habitación pequeña con una camilla limpia y blanca.
Pat lo empujó sobre ella. Drew cayó rodando y golpeó el suelo con la espalda
desnuda. Intentó arrastrarse, desnudo, hacia la puerta. Pat lo levantó sin esfuerzo —el
tamaño de sus músculos había sido aumentado—, lo arrojó sobre la camilla y lo ató.
Alguien a quien no pudo ver le tocó la cabeza con un electrodo.
Drew gritó. La habitación se tiñó de color naranja, luego de rojo con puntos
calientes y brillantes, y cada uno era como una brasa en la carne. Pero eso ocurría en
su mente, todavía no lo había tocado nada más que el metal frío. No obstante, iban a
hacerlo, iban a abrasarle la mente…
—Drew —dijo Eric suavemente junto a su oído—, escúchame. Esto no es una
lobotomía electrónica. Es una nueva técnica de manipulación genética. Van a
introducirte en el cerebro un virus alterado que te permitirá bloquear el flujo de
imágenes que van a la corteza cerebral desde la corteza marginal, la parte más antigua
y primitiva del cerebro. Luego la biorretroalimentación ajustará tus ondas cerebrales
hasta que la corteza conozca las vías adecuadas para procesar las imágenes en
actividad theta. ¿Comprendes?
Drew no entendió nada. El pavor le absorbía el resto de la mente, un cieno gris y
burbujeante lo atravesaba como un arroyo caliente y rojo, y cuando alguien gritó, lo
invadió la vergüenza de comprender que era él mismo. Entonces el aparato empezó a
funcionar y la habitación desapareció .
Estuvo tendido en la camilla durante seis días. Le introducían los alimentos en su
brazo mediante inyecciones intravenosas; un catéter le quitaba la orina. Drew no tenía

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conciencia de ninguna de ambas cosas. Durante seis días, los sutiles senderos
electroquímicos de su cerebro fueron reforzados, ensanchados como una autopista
cuando un equipo de trabajadores la construye enérgicamente pero no sabe qué
avanzará por ella. Las imágenes fluían libremente, sin inhibidores químicos, desde la
mente subconsciente de Drew, desde su memoria racial, desde las partes más viejas y
reptiles del cerebro hasta la corteza más nueva y adaptada a la sociedad, que por lo
general las recibía sin filtrar a través de sueños y símbolos y se habría quebrado en
una chillona confusión sin el sólido andamiaje de las drogas de la manipulación
genética que la sostenían.
Se agazapó sobre una roca a la luz del sol y tenía garras, dientes, pelo, plumas,
escamas. Su mandíbula se desgarró y soltó a la criatura gimiendo con impotencia, y
la sangre se deslizó por su cara, por su hocico, por su cresta. El olor de la sangre lo
excitó y el mudo torrente que se precipitaba en sus oídos le decía: «Mía, mía, mía,
mía…»
Se alzó sobre sus patas traseras, poderosas como pistones, y otra vez dejó caer la
roca en la cabeza del otro. Su padre, retorciéndose en el vómito de su última
borrachera, levantó las manos e imploró clemencia. Drew dejó caer la roca con
fuerza y en un rincón del corral su madre se agachó, con la piel brillante, esperando
el pene que ya estaba devorado por la muerte…
Lo perseguían, todos ellos, Leisha y su padre, y las aullantes criaturas que le
querían cortar el cuello, y él corría, corría a través de un paisaje que cambiaba
constantemente: árboles que no dejaban de moverse, arbustos que abrían sus
mandíbulas e intentaban morderlo, ríos que trataban de chuparlo en la negrura…
Después el paisaje se convirtió en el desierto del recinto y allí estaba Leisha,
también, gritándole que era un fracaso y que merecía morir porque nunca podría
hacer nada bien, ni siquiera se podría quedar despierto como podía hacer la gente
de verdad. Cogió a Leisha y la tiró al suelo y con ese acto sintió una libertad tan
asombrosa, un estado de potencia tan exultante, que rió en voz alta y después él y
Leisha estaban desnudos y ella estaba atada y miraba su estudio y decía con deleite:
«Todo esto es mío, mío, mío…»
—No siente ningún dolor -aclaró el médico—. Si se retuerce es sólo por los
reflejos musculares aumentados en respuesta al bombardeo de la corteza. No tiene
nada que ver con soñar.
—Soñar —repitió Eric mientras observaba el cuerpo de Drew, que seguía
retorciéndose—. Soñar…
El médico se encogió de hombros, un gesto que no indicaba indiferencia sino una
tremenda tensión. Sólo era la cuarta vez que se utilizaba esa técnica psiquiátrica
experimental. Las otras tres personas no tenían parientes cercanos, o lo que fuera ese
tal señor Smithson para Bevington-Watrous. Al médico no le importaba qué era.

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Estaban fuera de las fronteras de Estados Unidos, y en México las leyes de la
manipulación genética funcionaban mediante costosas licencias. El médico tenía una
licencia. No para hacer lo que estaba haciendo, por supuesto, ¿pero quién había
tenido alguna vez esa clase de licencia? Volvió a encogerse de hombros.
—Han pasado tres días —le recordó Eric—. ¿Cuándo concluye esta fase?
—Esta tarde empezamos el refuerzo artificial. Hemos… Sí, enfermera, ¿qué
ocurre?
—Comunicación por terminal para el señor Bevington-Watrous. —La joven
enfermera mexicana parecía asustada—. Es la señorita Leisha Camden.
Eric se volvió lentamente.
—¿Cómo nos localizó?
—No lo sé, señor. ¿Quiere… acercarse al terminal?
—No —repuso Eric.
La enfermera regresó al cabo de noventa segundos.
—Señor, la señorita Camden dice que si no habla con ella estará aquí en menos de
dos horas.
—No voy a hablar con ella —afirmó Eric con terquedad, pero las pupilas de sus
ojos se dilataron, haciendo que repentinamente pareciera más joven—. Doctor, ¿qué
ocurriría si este tratamiento quedara interrumpido ahora?
—No puede interrumpirse ahora. No sabemos exactamente cómo… Sin duda
habría serias consecuencias mentales. Sin duda.
Eric siguió observando a Drew.
Las imágenes se convirtieron en formas. Al hacer que no perdieran identidad sino
que la adquirieran: las formas eran las imágenes y algo más. Las formas eran la
esencia de las imágenes, y eran de Drew y al mismo tiempo no le pertenecían; sus
ángeles, demonios, héroes, temores, anhelos e impulsos personales y al mismo tiempo
los de alguien más. Nadie los veía salvo él, nadie los había visto jamás, pero eran sus
traducciones de las proposiciones universales: lo sabía. Incluso mediante las
extrañas drogas, los electrodos y el estado de semitrance, una parte de su mente
consciente lo sabía. Reconocía las imágenes y Drew sabía que jamás las olvidaría, y
que no había terminado de formarlas.
—Ahora estamos introduciendo la actividad theta —señaló el médico—. Estamos
forzando su corteza electrónicamente para que desarrolle ondas cerebrales
características del sueño de onda lenta.
Eric no dijo nada. Estaba mirando la hora en el reloj de la pared y parecía incapaz
de apartar los ojos de allí.
—Por supuesto, señor Bevington-Watrous, usted firmó todas las renuncias legales
para el tratamiento del señor Smithson, pero también nos aseguró que si hay
consecuencias en la extradición, usted está en condiciones de…

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—No todos los Insomnes somos igualmente poderosos, doctor. Yo, por ejemplo,
tengo tanto poder como las autoridades que se ocupan de extradiciones, pero no tanto
como mi tía. Más le valdría aceptar eso ahora. Porque ella se asegurará de que ambos
lo aceptemos.
Drew dormía. Y sin embargo eso no era sueño. Las imágenes seguían desfilando
por la autopista reforzada desde la mente marginal hasta su mente accesible, y las
veía y las conocía. Pero ahora Drew, un sonámbulo con la dualidad privilegiada de
un sonámbulo, dormido y sin embargo con pleno dominio de sus músculos, avanzó
entre ellas. Se movió entre las formas y las cambió, volvió a crearlas ya darles forma
mediante su lúcido sueño.
—El electroencefalograma muestra una actividad delta porque ahora está
profundamente inmerso en el sueño de onda lenta —explicó el médico. Aún no
estaba claro si estaba hablando con Eric o consigo mismo—. La mayor parte de los
sueños se producen durante la fase REM, pero algunos tienen lugar durante la etapa
del sueño de onda lenta, y eso es muy importante. En conjunto, este tratamiento está
basado en el hecho de que el sueño de onda lenta reducido se asocia con la
esquizofrenia, con episodios de violencia y con la deficiente regulación del sueño en
general. Creando vías artificiales entre los impulsos inconscientes y el estado de
sueño de onda lenta, obligamos al cerebro a confrontar y dominar esos impulsos que
crean una conducta perturbada. La teoría dice que el resultado es un estado de
tranquilidad aumentada, sin los aspectos negativos que provocan las habituales
drogas depresivas; de hecho, una auténtica tranquilidad basada en la nueva conexión
del cerebro entre sus opuestas… Nadie puede trasponer el campo Y de seguridad de
este edificio, señor Bevington-Watrous.
—¿Quién diseñó la seguridad?
—Kevin Baker. A través de una de nuestras sucursales, por supuesto.
Eric sonrió.
La respiración de Drew era regular y profunda, tenía los ojos cerrados y su
poderoso torso y sus inservibles piernas inmóviles.
Era el amo del cosmos. Todo lo que había en él se movía a través de su mente, y
él le daba forma con sus sueños lúcidos, y todo le pertenecía. Él, que no había tenido
nada, que no había sido nada, era el amo de todo aquello.
Vagamente, a través de los sueños, Drew oyó sonar la primera alarma.

Le había llevado cuatro días localizarlos. Lo había logrado porque, finalmente,


había llamado a Kevin y le había pedido ayuda.
Al ver a Drew conectado a los aparatos, a Eric cogiéndose un codo con la palma
opuesta como un colegial desafiante, Leisha pensó: Ya no hay camino de retorno. La
idea era clara, fría, deliberada, y no le importó que fuera teatral y vaga. El nieto de

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Alice estaba de pie junto al Durmiente que había utilizado, como si Drew fuera una
rata de laboratorio o un cromosoma defectuoso, como si Eric fuera alguno de esos
seres llenos de odio que durante tres cuartos de siglo habían considerado a los
Durmientes como experimentos o defectos. Como si Eric fuera Calvin Hawke, Dave
Hannaway o Adam Walcott. O Jennifer Sharifi.
El nieto de Alice. Un Insomne.
Drew estaba desnudo. Con la amargura borrada de su rostro gracias al sueño,
parecía tener menos de diecinueve años. Se parecía más al niño que había ido a verla
al recinto del desierto y le había hablado con tanta seguridad. «Voy a ser el amo de
Sanctuary, yo.» Las piernas inútiles no parecían pertenecer a ese torso musculoso y
adulto. En el pecho tenía la cicatriz de una cuchillada, una quemadura reciente en el
hombro derecho y magulladuras en la mandíbula. Leisha sabía que ella y los suyos
eran responsables de todo aquello. Habría sido mejor dejar a Drew en paz, haberlo
rechazado nueve años antes, no haber intentado convertirlo en algo que jamás podría
ser. «¡Papá, cuando crezca encontraré una forma de hacer que Alice también sea
especial» Y nunca dejaste de intentarlo, ¿verdad, Leisha? Con todas las Alice, con
todos los desposeídos, con todos los mendigos que habrían sido mejores si los
hubieras dejado en paz con tu arrogante cualidad especial.
Tony… tú tenías razón. Ellos son muy distintos a nosotros.
Tony…
Se dirigió a Eric en tono glacial:
—Dime exactamente lo que le has hecho y por qué.
El médico dijo en tono ansioso:
—Señorita Camden, éste es un experimen…
—Tú —le dijo Leisha a Eric—. Dímelo tú. —Los guardaespaldas se interpusieron
entre ella y el médico, obligándolo a apartarse. La habitación estaba llena de
guardaespaldas.
—Se lo debía —respondió Eric brevemente.
—¿Esto?
—Una última oportunidad de ser humano.
—¡Era humano! ¿Cómo puedes experimentar con…?
—Nosotros somos experimentos y salimos bien —le recordó Eric, con una fe en
la lógica de la reducción que a Leisha le cortó la respiración. ¿Alguna vez ella había
sido tan joven?
Eric añadió:
—Tú siempre esperas lo peor, Leisha. Corrí un riesgo, sí, pero otros cuatro
pacientes experimentales se beneficiaron…
—¡Un riesgo! ¡Con una vida que no es la tuya! ¡Esto ni siquiera es una clínica
médica autorizada!

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—Discúlpeme —intervino el médico—. Tengo una licencia que…
—¿Cuántas clínicas experimentales quedan? —preguntó Eric—. Los auxiliares
no lo permiten. Interrumpieron la investigación genética antes de que pudiera
convertirse en un arma más importante aún para aplastar su statu quo, que no es…
Leisha, los otros cuatro pacientes que fueron sometidos a esta operación se
encuentran bien. Son más tranquilos, parecen tener más dominio de sus emociones
que…
—Eric, no eras tú quien debía tomar esta decisión. ¿Me oyes? ¡Drew no eligió
esto!
Durante un instante Eric volvió a parecerse al niño terco y airado que había sido.
—Yo tampoco pedí ser como soy. Papá lo eligió por mí casándose con una
Insomne. ¿Quién elige alguna vez?
Leisha lo miró fijamente. Él no veía la diferencia… realmente no la veía. El nieto
de Alice, un privilegiado y un paria toda su vida, que pensaba que esas circunstancias
le otorgaban sabiduría.
¿Pero no era eso lo que todos habían pensado? ¿Desde los tiempos de Tony en
adelante?
En su sueño profundo, Drew movía los labios con lentitud, chupando un pecho
inexistente.

La habitación se iluminó poco a poco: primero con sombras grises, luego con una
neblina perlada en la que las formas se movían confusamente, y a continuación con
una luz limpia y pálida. Drew intentó mover la cabeza. Sintió que le caía saliva de la
boca.
Algo se movía en el interior de su cabeza, varios algos de suma importancia.
Drew apartó su atención de ellos. Podía permitirse el lujo de hacerlo; supo con
absoluta seguridad que fuera cual fuese esa cosa nueva que había en el interior de su
cabeza, no iba a salir antes de que él la examinara. Jamás saldría. Era de él; era él. Lo
que no tenía era conocimiento de esa habitación. De lo que había ocurrido en ella. De
quién estaba allí. Y por qué.
Alguien que iba vestido de blanco dijo:
—Está despierto.
Los rostros aparecieron por encima de él, una masa amorfa que se separó
lentamente. Rostros de enfermeras que se miraban de reojo. Un médico bajo, de piel
aceitunada, que abría y cerraba el ojo izquierdo frenéticamente. El movimiento
impresionó a Drew: vio el nerviosismo del hombre, su miedo, como una línea roja y
mellada que crecía súbitamente, adoptaba una forma tridimensional y, mientras lo
hacía, la otra cosa que Drew tenía en la cabeza se movía graciosamente hacia delante
para ir a su encuentro. Entonces también encontraba la forma del temor y la

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culpabilidad en los rincones de su mente, separada de él y sin embargo suya. Las
formas del miedo del médico y del de Drew se fundieron —Ene, los cócteles Molotov,
Karl envuelto en llamas— y Drew contempló esas formas, las sintió, y supo que
conocía a ese hombre. Ese médico que durante toda su vida había corrido riesgos en
las aristas del miedo, no por la buena suerte que los riesgos podían depararle, sino
para escapar de la nada que llevaba en su interior. Ese hombre para el que el éxito
nunca era suficiente —¿Podría haberlo hecho mejor? ¿Algún otro lo hará mejor?—,
pero para quien el fracaso representaba la aniquilación. Drew vio cómo el médico
habría reaccionado ante el fracaso en un examen de la Facultad de Medicina, ante un
nombramiento que obtenía otro, ante el arresto en su clínica, allí, en ese momento.
Las dos primeras eran las formas encorvadas y derrotadas del fracaso; la tercera era
un ardiente júbilo por el fracaso que no había causado él mismo, que le había sido
infligido desde el exterior. Así era una especie de triunfo, y Drew vio también las
formas de éste, formas sin palabras, que se aferraban, no a su corazón puesto que no
sentía ninguna compasión especial, sino a las sucesivas capas de su mente, como una
planta que echa raíces muy profundas. Un árbol inconmovible. El árbol del
conocimiento, mudo, como todos los árboles que se alzan contra un cielo sereno.
Drew parpadeó. Todo aquello le había llevado sólo un momento. Y lo sabría
siempre.
—Levante la cabeza —le dijo el médico bruscamente, como si hubiera sido Drew
el que lo había lastimado a él y no al revés, y Drew vio también las formas de la
aspereza. Desde lo más profundo de su interior otras formas se deslizaron y se
fundieron con ellas. Drew las observó. Las formas eran él, pero él también era algo
más, algo separado, que observaba y comprendía.
Levantó la cabeza. Una pantalla que había a su derecha empezó a zumbar
suavemente, de un modo atonal. El médico estudió la pantalla atentamente.
Leisha entró corriendo en la habitación.
Al verla, fueron tantas las formas que estallaron en la mente de Drew, que no
pudo hablar. Ella se inclinó sobre él y mientras echaba un vistazo a la pantalla le puso
una mano fría sobre la frente.
—Drew…
—Hola, Leisha.
—¿Cómo… cómo te sientes?
Drew sonrió, porque era imposible responder a esa pregunta.
—Estarás muy bien, pero hay muchas cosas que tienes derecho a saber— dijo
Leisha en tono tenso, y Drew vio con qué claridad las palabras tomaban la forma de
la propia Leisha: derecho a saber. Vio la forma, el intrincado equilibrio de todas las
preguntas sobre derechos y privilegios con los que ella había luchado toda su vida,
los que había convertido en su vida. Vio la forma nítida y básicamente austera de la

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propia Leisha, luchando con las otras formas confusas que lanzaban brotes y
pseudópodos y no podían ser capturadas, como ella insistía en hacer mediante
principios y leyes. La lucha misma tenía forma y él avanzó a tientas buscando una
palabra para definirla, pero las palabras se le escapaban. Casi siempre le había
ocurrido lo mismo. La palabra más acertada que logró encontrar fue una antigua —
caballero— y era incorrecta, demasiado débil para el intenso patetismo de la forma de
Leisha luchando por codificar el mundo anárquico. La palabra era incorrecta. Drew
frunció el entrecejo.
—¡Oh… no llores, Drew, cariño! —dijo Leisha.
Él no estaba llorando. Ella no entendía. ¿Cómo iba a entender? Ni siquiera él
entendía esto que le había ocurrido, o que le habían hecho, o lo que fuera. Eric había
querido hacerle daño, sí, pero esto no era dañino; sólo era hacer a Drew más él
mismo, como un hombre que antes había sido capaz de correr tres kilómetros y ahora
podía correr quince. Aún era él mismo, con sus músculos, sus huesos, su corazón,
pero más él, y gracias a ese más dejaba de ser algo corriente para convertirse en
algo… más. Extraordinario. Él mismo se veía extraordinario.
—¡Doctor, no puede hablar! —exclamó Leisha.
—Claro que puede hablar —respondió el médico en tono cortante y sus formas
volvieron a alcanzar a Drew: la histérica e inflada excitación que sólo era temor, el
triunfo de no mostrarlo—. La exploración del cerebro no muestra ningún deterioro en
los centros del habla.
—¡Di algo, Drew! —le rogó Leisha.
—Eres hermosa.
Nunca se había dado cuenta. ¿Cómo era posible que no lo hubiera visto? Leisha
se inclinó sobre él, con su pelo dorado como el de una niña, su rostro marcado por la
resuelta energía de una mujer en la flor de la vida. Drew vio las formas que habían
configurado esa energía: las formas de la inteligencia y del sufrimiento. ¿Cómo era
posible que no lo hubiera visto antes? Sus pechos se henchían suavemente bajo la
delgada tela de su blusa; su cuello surgía de la blusa como una columna caliente,
blanca y delicadamente surcada de azul. Y él jamás lo había visto. En absoluto. Qué
hermosa era Leisha.
Leisha se echó ligeramente hacia atrás y frunció el entrecejo.
—Drew, ¿en que año estamos? ¿En que ciudad te arrestaron? —le preguntó.
El se echó a reír. La risa le lastimó el pecho y por primera vez se dio cuenta de
que tenía un esparadrapo sobre las costillas y que sus brazos seguían atados. Eric
entró en la habitación y se detuvo a los pies de la cama de Drew. Al ver el rostro
rígido del joven, otras formas se agolparon en la mente de Drew. Comprendió por qué
Eric había hecho lo que había hecho, comprendió todo hasta aquel día, junto al
álamo, cuando dos niños habían luchado hasta lo que podría haber sido la muerte si

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alguno de los dos hubiera sido lo suficientemente fuerte para hacerlo. A continuación
llegaron las formas del padre de Drew golpeando a sus hijos en medio de una
borrachera, y las de Karl herido y envuelto en llamas por la bomba que él no había
logrado tirar lo suficientemente alta. De hecho, todos eran la misma forma, y tan
horrible que por primera vez Drew sintió al otro ser separado, el ser que observaba
las formas y se consumía con ellas. Cerró los ojos.
—¡Se ha desmayado! —gritó Leisha.
—¡No, no se ha desmayado! —respondió el médico, e incluso con los ojos
cerrados Drew vio las formas que él y Eric habían forjado, de modo que no tenía
sentido dejar los ojos cerrados. Los abrió. Ahora sabía de qué se trataba. De qué
debía tratarse.
—Leisha… —Su propia voz lo sorprendió: sonaba débil y confusa. Sin embargo,
él no se sentía débil. Volvió a intentarlo—. Leisha, necesito…
—¿Sí? ¿Qué? Lo que sea, Drew, lo que sea.
Evocó aquel otro día, cuando quedó tullido. Tendido en la cama igual que ahora,
mientras el padre de Eric se inclinaba sobre él y le decía: «Haremos todo lo que
podamos… todo», y él pensaba: ahora los tengo en mis manos. Las mismas formas.
Siempre, a lo largo de la vida de un hombre —y más que durante su propia vida—,
formas profundas que se agitaban en su mente, moviendo sus colas y sacudiendo las
agallas, más que su propia vida.
—¿Qué, Drew? ¿Qué necesitas?
—Un proyector programable de hologramas Staunton-Carey.
—Un…
—Sí —susurró Drew en el límite de sus fuerzas—. Ahora. Lo necesito ahora.

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iri tenía trece años. Había pasado uno mirando las emisiones de los

M Durmientes, tanto las de las redes de noticias de los Vividores como las de
los auxiliares. Durante los primeros meses le resultaron absorbentes
porque planteaban muchas preguntas. ¿Por qué las carreras de scooters eran tan
importantes? ¿Por qué esas mujeres y hombres tan hermosos de Historias para la
hora de dormir cambiaban de compañero sexual con tanta frecuencia cuando
parecían tan extasiados con los que ya tenían? ¿Por qué las mujeres tenían pechos tan
grandes y los hombres el pene tan grande? ¿Por qué una congresista de Iowa
pronunciaba un discurso resentido sobre los gastos de un congresista de Texas,
cuando, por lo que parecía, la congresista gastaba tanto como él y los dos eran
miembros de distinta comunidad? Al menos no parecían definirse de esa forma. ¿Por
qué las redes de noticias elogiaban a los Vividores por no hacer nada —«ocio
creativo»— y apenas mencionaban a las personas que trabajaban para que las cosas
funcionaran, cuando resultaba que los que hacían funcionar las cosas también hacían
funcionar las redes de noticias?
Con el tiempo, Miri descubrió las respuestas a estas preguntas, ya fuera
investigando en los bancos de datos o hablando con su padre o con su abuela. El
problema era que las respuestas no parecían muy interesantes. Las carreras de
scooters eran importantes porque los Vividores pensaban que ellos eran
importantes… ¿Y eso era todo? ¿No había valores, salvo lo que producía placer en el
momento?
Su mente creó largas cadenas a partir de esta pregunta, y llegó al Principio de
Heisenberg, Epicuro, una filosofía ya inexistente llamada existencialismo, las
constantes de Rahvoli para el refuerzo neural, el misticismo, formas epilépticas de los
así llamados centros «visionarios» del cerebro, democracia social, la utilidad del
organismo social y las fábulas de Esopo. La cadena era acertada, pero la parte
suministrada por las redes de noticias de la Tierra aún era esencialmente poco
atractiva.
Lo mismo valía para las respuestas a las demás preguntas de Miri. La
organización política y el reparto de recursos dependía de un equilibrio precario entre
los votos de los Vividores y el poder de los auxiliares, y ese equilibrio parecía ser el

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resultado de una evolución social fortuita, no de la planificación ni de los principios.
En Estados Unidos, las cosas eran como eran porque eran así. Si había algo más
profundo que eso, las redes de noticias no lo mostraban.
Decidió que era simplemente Estados Unidos, favorecido por la energía Y barata,
enriquecido por las licencias de esas mismas patentes en el extranjero, tan decadente
como siempre había dicho su abuela. Miri aprendió ruso, francés y japonés, y pasó
algunos meses mirando las redes de noticias en esos idiomas. Las respuestas eran
diferentes, aunque no más interesantes. Las cosas ocurrían porque ocurrían; eran
como eran porque ése era el punto al que habían llegado. Se libraban guerras
limítrofes menores, o no se libraban. Se firmaban acuerdos comerciales o no se
firmaban. Los Durmientes importantes morían, o se sometían a operaciones y se
recuperaban. Un locutor francés, uno de los más destacados, siempre cerraba la
emisión con la misma frase: «Ça va toujours.»
En ningún punto de las redes de noticias populares Miri logró encontrar mención
alguna acerca de la investigación científica o de progresos que no fueran un evidente
sensacionalismo, de entusiasmo político, de los complejos sonidos musicales como
los de Bach o Mozart o de O'Neill en bibliotecas informatizadas, de ideas tan
complejas como las que ella discutía con Tony todos los días.
Al cabo de seis meses dejó de mirar las redes de noticias.
Sin embargo, algo había cambiado. Por lo general, su abuela estaba ocupada y
pasaba cada vez más tiempo en los Laboratorios Sharifi, y era a su padre a quien Miri
planteaba las preguntas. Él no conocía todas las respuestas, y las que conocía habían
creado cadenas cortas y retorcidas en su mente. Él le contó que había dejado la Tierra
cuando tenía diez años, y aunque a veces viajaba hasta allí por cuestiones de
negocios, rara vez pasaba demasiado tiempo con los Durmientes. Casi siempre hacía
sus negocios a través de un intermediario, un Insomne que, a pesar de serlo, vivía en
la Tierra, un hombre llamado Kevin Baker.
Miri sabía quién era Baker; aparecía mencionado con frecuencia en los bancos de
datos. No estaba muy interesada en él. El hombre le parecía ligeramente despreciable:
un hombre que vivía solo con los mendigos, se aprovechaba de ellos y prefería esos
beneficios, evidentemente considerables, al contacto con la comunidad. Pero Miri
escuchaba mientras su padre hablaba porque a través de las redes de noticias había
empezado a interesarse por su padre. A diferencia de su madre, él podía mirar
directamente el contorsionado rostro, la enorme cabeza de Miri y su cuerpo
tembloroso sin apartar la vista. Podía escuchar su tartamudeo. Se sentaba con las
manos apoyadas sobre las rodillas y la escuchaba pacientemente, y en sus ojos
oscuros había algo que ella no podía nombrar, al margen de las cadenas con las que
los sujetara. Todas las cadenas empezaban con dolor.
—P-p-papi, ¿d-d-dónde estabas?

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—En los Laboratorios Sharifi. Con Jennifer. —A diferencia de tía Najla, su padre
solía mencionar a su propia madre por su nombre. Miri no sabía con certeza cuándo
había empezado a hacerlo.
Lo miró. Un ligero sudor le cubría la frente, aunque Miri creía que el laboratorio
era un lugar fresco. Parecía conmocionado. Las cadenas de Miri incluían
movimientos sísmicos, los efectos de la adrenalina, la compresión de gases que
formaban la ignición que creaba las estrellas.
—¿Qué est-t-tán haciendo en el l-l-laboratorio? —le preguntó. Ricky Keller
sacudió la cabeza.
—¿Cuándo te unirás al Consejo? —le preguntó bruscamente.
—A l-l-los dieciséis. F-f-faltan dos años y dos m-m-meses.
Su padre sonrió, y esa sonrisa desplegó una cadena que volvió,
sorprendentemente, a una red de noticias de los Durmientes que ella había visto
varios meses antes y en la que no había vuelto a pensar: una historia, evidentemente
de ficción, de un libro místico primordial para varias religiones de los Durmientes.
Un hombre llamado Job había sido despojado de todas sus pertenencias sin que él
luchara por defenderse ni tramara nada para recuperarlas o reemplazarlas. Miri había
pensado que Job era un hombre débil, o estúpido, o ambas cosas, y había perdido
interés en la emisión antes de que ésta terminara. Pero ahora la sonrisa de su padre le
recordó el rostro resignado del actor. Sin embargo, todo lo que su padre dijo fue:
—Fantástico. Te necesitamos en el Consejo.
—¿P-p-por qué? —preguntó Miri en tono cortante, furiosa al ver que tardaba
tanto en pronunciar las palabras mientras se sentía reconfortada por el hecho de que
él la necesitara.
Pero él no contestó.

Will Sandaleros dijo:


—Ahora.
Jennifer se inclinó hacia delante y observó la burbuja holográfica tridimensional.
A miles de kilómetros de distancia, en el espacio, la burbuja original se infló,
comprimida con aire corriente, y liberó a los ratones de su estado semihipotérmico.
Unos diminutos parches colocados en sus cuellos hacían que sus sistemas biológicos
volvieran a funcionar plenamente en un tiempo mínimo. Al cabo de unos minutos los
biómetros que llevaban en el cuello indicaron que se habían dispersado en el interior
de la burbuja, que era una topografía interna matemáticamente coherente con
Washington D.C.
—Preparados —anunció el doctor Toliveri—. Listos. Seis, cinco, cuatro, tres, dos,
uno, ya.
Los virus modificados genéticamente fueron liberados. Las corrientes de aire

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simularon vientos del suroeste de ocho kilómetros por hora impulsados a través de la
burbuja de temperatura controlada. Jennifer se concentró en la lectura del biómetro a
través de la pantalla de la pared opuesta. Al cabo de tres minutos dejó de indicar
actividad.
—Sí —dijo Will. No sonreía, pero le tomó la mano a Jennifer—. Sí.
Jennifer asintió.
—Un trabajo excelente —dijo mirando a Toliveri, a Blure y a los tres técnicos.
Luego se volvió hacia Will. Su voz, bella y serena, sonó débilmente—. Estamos
preparados para la siguiente etapa.
—Sí —volvió a decir él.
—Comencemos las negociaciones para la adquisición del orbital Kagura. No
debemos hacerlo por intermedio de Kevin Baker, sino de forma clandestina.
Will Sandaleros no pareció molestarse porque le dijeran lo que en realidad habían
decidido entre ambos varios años antes. Parecía comprender la necesidad de su
esposa de impartir órdenes. Volvió a mirar el biómetro y le brillaron los ojos.

Miri abrió la puerta que daba al laboratorio de Tony. Él se había mudado a un


lugar de trabajo propio en el Edificio Científico Dos hacía seis meses, cuando en un
solo laboratorio no había lugar para que trabajaran los dos. Cada vez que ella miraba
la mitad del escritorio que le había pertenecido a él, se sentía triste, aunque pensaba
que parte de su tristeza se debía al hecho de que le iba muy mal con el trabajo estéril.
En el curso de dos años había creado todas las modificaciones genéticas que se le
habían ocurrido sin acercarse siquiera a alguna que pudiera corregir los tartamudeos y
estremecimientos provocados por los procesos electroquímicos de los Súper. La tarea
había comenzado a parecerle estéril y a recordarle el componente que faltaba, fuera
cual fuese, de las cadenas mismas. Evasiva, estéril e improductiva. El día de hoy
había sido otro trabajo. Estaba de un humor horrible, horrible, acelerado, caótico y
estéril. Necesitaba el consuelo y el aliento de Tony. Necesitaba a Tony.
La puerta del laboratorio de Tony estaba cerrada, pero la huella de retina de Miri
había sido incorporada al archivo autorizado, y la luz de ENTORNO ESTÉRIL estaba
apagada. Acercó el ojo derecho al scanner y abrió la puerta.
Tony estaba tendido en el suelo, retorciéndose y sacudiéndose encima de
Christina Demetrios. Por encima del cuerpo espasmódico de él, Miri vio que los ojos
de Christy se abrían desorbitadamente y se oscurecían.
—¡Oh! —exclamó Christy. Tony no dijo nada; seguramente no había oído a Miri
ni a Christina. Sus nalgas desnudas se contraían enérgicamente y todo su cuerpo se
estremecía en un orgasmo. Miri salió del laboratorio, cerró la puerta y volvió
corriendo al suyo.
Se quedó sentada con las manos entrecruzadas y temblorosas apoyadas sobre el

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escritorio y con la cabeza gacha. Tony no le había dicho… Bueno, ¿por qué habría de
decírselo? Era asunto de él, no de ella; ella era sólo su hermana. No su amante sino su
hermana. En su mente se formaron distintas series de cadenas. Por primera vez
adquirieron sentido diversas y oscuras historias que había recordado sólo porque lo
recordaba todo. Hera e Io. Otelo y Desdémona. Conocía toda la fisiología del sexo:
secreciones influidas por las hormonas, obstrucción vascular, disparadores de
feromonas. Lo sabía todo. No sabía nada.
Celos. Una de las emociones más destructivas para la comunidad. Una emoción
de mendigos.
Miri se puso de pie y caminó de un lado a otro. No. No debía ceder a la
degradación de los celos. Era demasiado buena para eso. Tony se merecía de su
hermana algo mejor que eso. Idealismo (estoicismo, epicureísmo, «somos modelados
y forjados por aquello que amamos», el trasero de Tony sacudiéndose sobre
Cristina… ). Resolvería este problema a su manera (oscuridad, plenitud, el dolor
palpitante, presión gravitacional para encender gases en reacciones termonucleares,
variables cefeidas).
Miri se lavó la cara y las manos. Se puso un par de pantalones cortos y limpios y
se ató una cinta roja al pelo. A pesar del constante movimiento, sus labios seguían
rígidos. No tuvo que pensar a quién recurrir; ya lo sabía y sabía que sabía, y sabía
cuáles eran todas las implicaciones de saber (oscuridad, plenitud, estar tendida boca
abajo en el suelo del laboratorio o debajo de las plantas de soja manipuladas
genéticamente que se encontraban debajo del arco que formaba el escondite, con las
manos entre las piernas).
Se llamaba David Aronson. Era tres años mayor que ella, un Normal pero muy
inteligente, verdadero creyente del juramento de Sanctuary y del liderazgo de su
abuela. Tenía el pelo rizado y oscuro, tan oscuro como el suyo, pero los ojos muy
brillantes, de un gris muy claro, y pestañas negras. Piernas largas, unos hombros que
a los dieciocho años eran tan anchos y potentes como los de un adulto. Boca
generosa, de labios gruesos y flexibles, de una firmeza casi moldeada. Miri se había
pasado los seis últimos meses observando la boca de David.
Lo encontró donde imaginaba: en el puerto de despegue del orbital, estudiando
detenidamente los exhibidores CAD de los aparatos. Dos meses después se iría a
Stanford para seguir un programa de doctorado en ingeniería; sería su primer viaje a
la Tierra.
—Hola, Miri. —Tenía la voz profunda, un poco ronca. A Miri le gustaba esa
ronquera. No sabía por qué.
—D-D-David, quiero p-p-pedirte algo.
Él miró el holograma CAD, situado al costado de ella.
—¿Qué?

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Miri no tuvo inconveniente en ser directa; durante toda su vida el problema de la
comunicación había surgido de la dificultad y la sencillez del habla comparada con la
enorme complejidad de sus pensamientos. Estaba acostumbrada a simplificar las
cosas todo lo posible para los Normales. Esto ya era algo simple; le pareció que se
adecuaba admirablemente, como casi ninguna otra cosa lo hacía, a las limitaciones
del lenguaje.
—¿Harás el am-m-mor c-c-conmigo?
David se puso tenso. Se ruborizó. Siguió mirando al costado de ella.
—Lo siento, Miri, pero eso es imposible.
—¿P-p-porqué?
—Ya tengo una amante.
—¿Q-q-quién es?
—¿No crees que es asunto mío?
Él se mostró frío y Miri no entendió por qué. Sin duda, la información no
comercial era de uso comunitario, ¿y qué información podía ser más pública que ésa?
Estaba acostumbrada a recibir respuesta a las preguntas. Si no las recibía, averiguaba
por qué.
—¿P-p-por qué no quieres d-d-decirme quién es?
David se inclinó visiblemente más cerca de la pantalla. Tensó sus hermosos
labios.
—Creo que esta conversación ha terminado, Miri.
—¿P-p-por qué?
Él no respondió. Las cadenas de pensamiento de Miri se enredaron súbitamente y
se tensaron alrededor de ella como una trampa.
—¿P-p-porque soy fea? ¿Y t-t-tiemblo?
—¡Dije que no tenía nada más que decir! —La frustración o la vergüenza o la ira
vencieron a la cortesía y él la miró directamente antes de salir con paso airado. Miri
reconoció esa mirada: la había visto con frecuencia en el rostro de su madre antes de
que ésta empezara a toquetear una pantalla, una taza de café o lo que tuviera más a
mano. Miri también reconoció que era ella el motivo de la frustración, la vergüenza o
la ira, y que en cierto modo había aportado una buena dosis para justificar la
descortesía. Él no la quería, y ella no tenía derecho a presionarlo, pero lo único que
había querido eran respuestas. Al presionarlo sólo había logrado humillarse. Él no la
quería. Ella temblaba, tenía la cabeza demasiado grande, tartamudeaba, no era bonita
como Joan. Ningún Normal la querría.
Caminó con cautela, como si fuera un compuesto químico que no debía agitarse,
en dirección a su laboratorio. Se sentó ante el escritorio, volvió a entrecruzar las
manos, que se sacudieron y temblaron, e intentó serenarse. Pensar. Construir redes
ordenadas y equilibradas de pensamiento que contuvieran todo lo que resultaba útil a

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ese problema, todo lo pertinente, intelectual, emocional y bioquímicamente, todo lo
productivo. Al cabo de veinte minutos, volvió a ponerse de pie y salió del laboratorio.
Nikos Demetrios, el gemelo de Christina, sentía fascinación por el dinero. Su
movimiento internacional, sus fluctuaciones, sus usos, cambios y simbolismos, según
le había dicho a Miri en una ocasión, eran más complejos que cualquiera de los
modelos naturales terrestres de Gea, igualmente útiles para la supervivencia biológica
y más interesantes. A los catorce años ya había hecho sugerencias sobre comercio
internacional a los Normales adultos que ocupaban un lugar en la Bolsa de Sanctuary.
Ellos compraban sus sugerencias acerca de inversiones en todo el globo: la nueva
tecnología de rectificación del viento que se estaba desarrollando en Seúl, la
aplicación de un anticuerpo catalítico comercializado en París, la industria
aeroespacial marroquí que aún se encontraba en estado embrionario. Miri lo encontró
en el edificio central de comunicaciones, en su diminuto despacho, rodeado de
pantallas con datos.
—N-N-Nikos…
—Hola, M-M-Miri.
—¿Harás el amor c-c-conmigo?
Nikos la miró fijamente. El rubor subió desde su cuello hasta su frente. Miri se
dio cuenta de que, al igual que David Aronson, Nikos se sentía incómodo, pero, a
diferencia de David, no parecía incómodo por la franqueza de su pregunta. Sólo se le
ocurrió una razón por la que pudiera sentirse incómodo. Se volvió y salió del
despacho dando tropezones.
—¡Esp-p-pera! ¡M-M-Miri! —la llamó Nikos. Su voz parecía auténticamente
alterada. Habían sido compañeros de juego durante toda la vida. Él no podía
coordinar los movimientos tan bien como ella, que enseguida lo dejó atrás.
Una vez en su laboratorio, con la puerta cerrada y la luz de ENTORNO ESTÉRIL
activada, Miri se sentó, firmemente decidida a no llorar. Su abuela tenía razón: había
duras necesidades que uno debía enfrentar. Sin llorar.
Después de aquel episodio se mostró cortés y distante con Nikos, que parecía no
saber qué hacer al respecto. Tiempo después lo vio con una Normal, una bonita chica
de catorce años llamada Patricia, que parecía fascinada por la habilidad de Nikos con
el dinero. Miri nunca había hablado demasiado con Christina y ahora hablaba menos
aún. Nunca veía a David. Con Tony todo era igual que siempre: él era su compañero
de trabajo, su amigo, su amado confidente. Su hermano. Ahora sólo había una zona
que se mantenía al margen de las confidencias. Era algo sin importancia. Ella no
permitiría que fuera importante. Una necesidad.
Dos semanas más tarde, Miri volvió a mirar las redes de noticias de la Tierra,
pero sólo los canales de sexo. Había muchos. Encontró uno que le gustaba, quitó
todas las huellas de retina del programa de la puerta del laboratorio, salvo la suya, y

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aprendió a masturbarse eficazmente. Lo hacía dos veces al día y sus respuestas
neuroquímicas eran tan excelentes en este aspecto como en cualquier otro. Nunca se
permitía pensar en Tony mientras lo hacía, y Tony nunca le preguntaba por qué ya no
podía entrar al laboratorio sin anunciarse previamente. No era necesario. Él lo sabía.
Era su hermano.

Sentada en la silla que Drew le había indicado, Leisha tuvo una extraña
ocurrencia: «Ojalá supiera fumar,» Recordó a su padre fumando, cogiendo la
cigarrera de oro con sus iniciales grabadas, convirtiendo el acto de encender un
cigarrillo en un verdadero ritual. Entornaba los ojos y ahuecaba las mejillas con la
primera y larga calada. Roger siempre decía que lo relajaba. Incluso entonces, Leisha
sabía que él mentía: lo que hacía era revitalizarlo.
¿Qué quería ella en ese momento, serenarse o revitalizarse? Evidentemente
necesitaba ambas cosas, y lo que Drew le ofrecería no se las proporcionaría.
Él había insistido en que ella fuera la primera y en que estuvieran a solas. «Una
nueva forma de arte, Leisha», le había dicho con esa peculiar intensidad que lo
caracterizaba desde el experimento ilegal de Eric. Drew siempre había sido intenso,
pero esto era diferente. Miró a Leisha desde debajo de sus pestañas gruesas y oscuras,
y ella sintió miedo por él. Eso era sentir lo que sentía un padre, ese miedo de que el
hijo no fuera capaz de conseguir lo que se había propuesto. Que fracasaría y que uno
sentiría más dolor por él que el que había sentido con los fracasos propios. ¿Cómo lo
había soportado Alice? ¿Cómo lo había soportado Stella?
Pero Roger no. Desde el principio había estado seguro de que su hija no
fracasaría. «Sorpresa, papi. Mírame ahora», ociosamente aislada en el desierto
durante veinte años, un Aquiles cuyo Agamenón libraba su propia y estúpida batalla
mientras Leisha criaba un hijo cuyo mayor talento era la delincuencia y que, de
hecho, ni siquiera era hijo suyo.
—Deberías saber que nunca he sido especialmente sensible al arte en ninguna de
sus formas —le dijo a Drew en tono poco cordial—. Tal vez otra persona…
—Sé que no lo eres. Por eso quiero que seas tú.
Leisha se acomodó en la silla.
—De acuerdo. Empecemos —dijo en tono más resignado de lo que pretendía.
—¡Luces apagadas! —indicó Drew. La habitación del recinto de Nuevo México,
equipada durante los siete últimos meses con medio millón de dólares en accesorios
teatrales, se oscureció. Leisha oyó que la silla de Drew se movía. Cuando el proyector
hológrafo del techo se puso en marcha, él estaba sentado exactamente debajo del
foco, con la consola sobre sus rodillas. A su alrededor no había nada: ni suelo, ni
paredes, ni techo, sólo Drew suspendido en la aterciopelada negrura de una
proyección nula bastante corriente.

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Empezó a hablar en voz baja. Durante un instante, lo único que Leisha oyó fue la
voz misma, serena y musical: nunca había notado que Drew tenía una voz hermosa.
En un ambiente normal uno nunca se da cuenta de esas cosas. Entonces, las palabras
la penetraron. Poesía. Drew —Drew— estaba recitando un antiguo poema, algo
acerca de bosquecillos dorados sin hojas… Leisha sabía que lo había oído con
anterioridad, pero no recordó al autor. Estaba un poco incómoda por Drew. La voz de
él era hermosa y serena, pero recitar poesía ante ilustraciones holográficas era una
juvenil pretensión artística insoportable. Se le aceleró el corazón. Otro paso en falso,
otro fracaso…
Las formas se deslizaron hasta ella en la oscuridad.
No eran fácilmente identificables, y sin embargo las reconoció. Pasaron por
encima de Drew, detrás de él, delante de él, incluso a través de él, mientras terminaba
el poema y volvía a empezar. El mismo poema. Al menos a ella le pareció que era el
mismo poema. Leisha no estaba segura porque le resultaba difícil concentrarse en las
palabras y de todas maneras nunca le había gustado demasiado la poesía, pero,
aunque no hubiera sido así, igual le habría resultado difícil concentrarse. No podía
apartar la mirada de las formas. Éstas se deslizaban detrás de Drew y ella intentó
seguirlas con la vista, ver a través de él para verlas, pero no pudo. El esfuerzo le
resultó agotador. Cuando las formas ondulantes volvieron a surgir detrás de Drew,
eran diferentes. Se estiró hacia delante para distinguir exactamente qué eran… Las
reconoció…
Drew empezó el poema por tercera vez.
—«¿Por qué te lamentas, Margaret, por los bosquecillos dorados que no tienen
hojas…?»
Ella se estaba lamentando, pero no por las hojas. Las formas entraron y salieron
de su mente deslizándose y de repente Drew había desaparecido… Debía de ser
bueno para haber programado esto… y la pena brotó y la invadió. Finalmente
reconoció una forma: era su padre. Roger. Estaba de pie en el antiguo invernadero de
la casa del lago Michigan, la que había sido demolida hacía veintiséis años. Tenía una
flor exótica en las manos, de pétalos gruesos y de color blanco cremoso, con el centro
arrebolado. Leisha gritó y él le dijo en voz clara:
—No has fracasado, Leisha. No con Sanctuary ni con tu intento de hacer que
Alice fuera especial, ni con Richard, ni con la ley. El único fracaso es el de no usar
las habilidades individuales, y tú lo has hecho. Toda tu vida. Lo intentaste.
Leisha lanzó un débil grito y se levantó de la silla. Caminó hacia donde estaba su
padre y él no desapareció, ni siquiera cuando se detuvo junto a él, exactamente
debajo del equipo de proyección holográfica. Pero la flor que tenía en las manos se
desvaneció y la tomó a ella de las manos mientras le decía gentilmente:
—Tú fuiste el verdadero motivo de mi lucha individual.

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Leisha sacudió la cabeza violentamente. Tenía una cinta azul en la cabeza: había
vuelto a ser una niña. Mamselle entró con Alice, y Alice le dijo:
—Nunca me perjudicaste, Leisha. Nunca. No hay nada que perdonar.
Entonces Alice y Roger desaparecieron y Leisha corría por un bosque en el que
rayos de luz oblicuos, de color verde y dorado, se filtraban a través de los árboles.
Reía, y en la luz estaba el calor de las plantas vivas, el aroma de la primavera y el
sabor del perdón. Jamás se había sentido tan libre y feliz, como si estuviera haciendo
exactamente lo que estaba destinada a hacer. Volvió a reír y corrió con más brío,
porque al final del sendero iluminado y florido estaba su madre con los brazos
extendidos y también riendo, con el rostro iluminado por el amor.
Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Leisha estaba sentada en la silla de la
habitación de adobe. Las luces se encendieron. Una náusea le revolvió el estómago.
—¿Qué viste? —le preguntó Drew ansiosamente.
Leisha se dobló intentando dominar el dolor de estómago. Finalmente dijo:
—¿Qué hiciste?
—Dime qué viste. —El joven artista era inexorable.
—¡No!
—Entonces fue algo poderoso. —Se apoyó en el respaldo de la silla de ruedas y
sonrió.
Leisha se incorporó lentamente y se aferró al respaldo de la silla. Drew mostraba
una expresión triunfante.
—¿Qué hiciste? —volvió a preguntar ella ahora con más calma.
—Te hice soñar —respondió Drew.
Soñar. Dormir. Seis adolescentes en el bosque y una ampolla de interleukin-1…
Pero esto no se parecía en nada. En nada.
Se parecía a la noche en que Alice había ido a visitarla a su habitación del hotel
en Conewango, durante el juicio a Jennifer Sharifi. La noche en que Leisha había
dejado de creer en el poder de la ley para crear una comunidad y se había quedado de
pie temblando…
Oscuridad…
El vacío…
Pero en este sueño de Drew había luz, no oscuridad. Y sin embargo era lo mismo.
Leisha estaba segura. La arista de algo vasto y caótico, algo que podía tragar la
diminuta y curiosa luz de su razón… Entonces había aparecido Alice. En ese vasto
misterio, Alice la había oído de una forma que no tenía nada que ver con la luz. «Lo
supe», había susurrado Alice, y había ido directamente al encuentro de Leisha, contra
toda razón.
Ahora Drew, contra toda razón, de alguna forma había manipulado una parte
desconocida de su mente…

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—Comienza con una especie de hipnosis —le explicó Drew ansiosamente— que
alcanza a la corteza cerebral para que evoque las… Yo las llamo formas universales.
Son más que eso, pero no tengo las palabras adecuadas, Leisha, sabes que nunca las
tuve. Simplemente sé que están en mí y en todos los demás. Yo las hago surgir, las
evoco para que puedan tomar su forma en el sueño de la otra persona. Es una especie
de sueño lúcido, semidirecto, pero algo más. Es nuevo. —Respiró profundamente—.
Es mío.
Las preguntas lógicas serenaron a Leisha.
—¿Semidirecto? ¿Me estás diciendo que tú decidiste lo que yo debía… soñar? —
Pero no pudo mantener el tono de desapego. Sentía demasiadas cosas y no todas eran
buenas—. Drew… ¿eso es soñar? ¿Eso es lo que hacen los Durmientes?
Él sacudió la cabeza.
—No. No siempre. Supongo… En realidad aún no sé qué ha ocurrido. ¡Tú eres la
primera, Leisha!
—Yo… soñé con mi padre. Y con mi madre.
A Drew le brillaban los ojos.
—Fantástico. Yo estaba trabajando con las formas de mis padres. —Su joven
rostro se ensombreció repentinamente, perdido en algún recuerdo privado que Leisha
no quiso compartir. Soñar… era demasiado público. Demasiado irracional. Había
demasiadas cosas que dejar, demasiadas cosas a las que renunciar. Pero si era una
renuncia a la luz del sol, a la dulzura… No. Aquello no era la realidad. Los sueños
eran una vía de escape y ella, que nunca había soñado, siempre lo había sabido. Los
sueños eran una evasión del mundo real, igual que el pseudocientífico Grupo de
Gemelos de Alice. Pero lo que acababa de experimentar gracias a Drew…
—¡Soy demasiado vieja para que ahora mi mundo quede patas arriba!
Drew sonrió y en su sonrisa había una expresión tan intensa de triunfo y al mismo
tiempo de frustración y arrogancia que Leisha quedó desconcertada. Pero se aferró
con todas sus fuerzas a su razón.
—Drew —le dijo—, los otros cuatro pacientes a los que se les practicó la misma
operación que a ti en esa clínica mexicana… no mostraron nada parecido a esto,
ningún tipo de cambio, ningún… —No logró encontrar la palabra adecuada.
—Pero ellos no eran artistas —respondió Drew con la absoluta convicción de un
joven que había vuelto a nacer—. Y yo sí.
—Pero… —empezó a decir Leisha, y no pudo continuar porque Drew, que seguía
sonriendo con expresión triunfante, se estiró desde su silla y la besó apasionadamente
en la boca.
Leisha se quedó muy quieta. Sintió que su cuerpo respondía por primera vez en…
¿cuánto tiempo? Años. Sus pezones se endurecieron, su vientre se tensó… Él olía a
hombre, a pelo y a piel de hombre. Su boca se abrió sin que ella se lo propusiera. Se

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echó bruscamente hacia atrás.
—No, Drew.
—¡Sí!
Ella detestaba arruinarle el triunfo, su increíble logro… ella había estado
soñando. Pero con respecto a eso estaba segura.
—No.
—¿Por qué no? —Él estaba pálido pero se mostraba resuelto. Tenia las pupilas
dilatadas.
—Porque tengo setenta y ocho años y tú veinte. Sé que para ti no es así, pero en
mi mente, Drew, tú eres un niño. Y siempre lo serás.
—¡Porque soy un Durmiente!
—No. Porque he vivido cincuenta y ocho años más que tú.
—¿Y no te parece que ya lo sé? —preguntó Drew en tono airado.
—No. No me parece. No tienes idea de lo que eso significa. —Puso una mano
sobre la de él—. Para mí eres como un hijo, Drew. Un hijo. No un amante.
Él la miró directamente a los ojos.
—¿Y tan terrible es lo que te mostró el sueño sobre madres, padres e hijos?
Por un instante volvió a sentir que se deslizaba en el sueño y vislumbró algo
detrás, el anverso del sendero iluminado, el sonriente Roger con las manos llenas de
flores exóticas, la encantadora Elizabeth como jamás había sido en realidad, al menos
para ella. No pudo ver exactamente ese anverso pero estaba allí, en lo profundo de su
mente, una forma de ordenar el mundo que no tenía nada que ver con la ley, ni con la
economía ni con la integración política, ni con todas las cosas a las que había
dedicado su vida; no necesariamente una forma peor que éstas, ni mejor, sino
diferente, ajena… la visión se desvaneció.
Con todo su pesar, dijo:
—Lo siento, Drew.
Mientras ella salía de la habitación, él le dijo serenamente:
—Perfeccionaré mi arte, Leisha. Sacaré más cosas de tu conciencia, te mostraré
cosas que jamás… ¡Leisha!
Ella no pudo responderle. Sólo habría servido para empeorarlo todo. Salió y cerró
suavemente la puerta.
Al atardecer, cuando logró encontrar la forma de hablar del tema con él, cuando
supo qué decirle para dar a aquel vertiginoso episodio una perspectiva racional, Stella
le dijo que Drew había recogido sus cosas y se había marchado.

Miri ocupó su asiento en la cúpula del Consejo. Era un asiento nuevo, añadido a
la sala el día que cumplió dieciséis años, la decimoquinta silla atornillada al suelo
junto a la mesa de metal pulido. A partir de ese momento, el cincuenta y uno por

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ciento de las acciones de Sanctuary que poseía la familia Sharifi se distribuirían en
siete bloques iguales. Al año siguiente, cuando Tony ocupara su asiento, serían ocho.
La silla chirrió levemente mientras Miri se sentaba.
—El Consejo de Sanctuary se enorgullece de dar la bienvenida a Miranda Serena
Sharifi como miembro con derecho a voto —dijo Jennifer en tono formal. Los
consejeros aplaudieron. Miri sonrió. Por un instante su abuela había distendido el
ambiente de la sala, cuyas corrientes eran tan marcadas que habrían podido captarse
con una matriz Heller. Miri miró a su alrededor; ahora solía agachar la cabeza porque
en el espejo le había parecido que así suavizaba el temblor y las sacudidas. Su madre
aplaudió sin mirarla directamente. Su padre sonrió con esa melancolía resignada que
mostraban sus ojos desde hacía un tiempo. La hermosa tía Najla, embarazada con
otro Súper, contempló a Miri con expresión resuelta.
Los consejeros que lo eran sólo por un período sonrieron, pero ella no los conocía
lo suficiente para interpretar sus sonrisas. Se preguntó si estaban celosos de su
repentino poder. El estatuto de Sanctuary, que ella había leído en la biblioteca, era
mucho más generoso con respecto a la familia de lo que sería cualquier sociedad
familiar de la Tierra. Y en los «dramas» de las redes de noticias, el procedimiento
comunitario habitual de la Tierra parecía ser que los jóvenes mataran a los padres que
dirigían emporios o ranchos o sociedades orbitales, con el fin de hacerse con el poder.
Luego, por lo que parecía, se casaban con la tercera y joven esposa de su padre. Era
un sistema social tan bárbaro y espantoso que Miri llegó a la conclusión de que no
podía ser ésa la forma en que los mendigos hacían las cosas realmente; seguramente
les gustaban sus «dramas» para explorar situaciones que no guardaban relación con la
realidad. Era una idea tan estúpida que había renunciado a los dramas por segunda
vez y había vuelto a mirar los canales de sexo.
—Tenemos una agenda muy apretada —dijo Jennifer en tono amable—.
Consejero Drexler, ¿quiere empezar usted con el informe del tesorero?
El informe del tesorero, rutinario y positivo, no contribuyó a reducir la tensión.
Ahora que nadie la miraba, Miri estudió los rostros uno por uno. Había algo que
estaba muy mal. ¿Qué era?
Los jefes de cada uno de los comités —el agrícola, el legal, el judicial y el médico
— presentaron sus informes. Hermione enroscó en un dedo un mechón de su pelo
color miel (¿cuándo había tocado Miri el pelo de su madre por última vez? Hacía
varios años), pasó el mechón a un segundo dedo y así sucesivamente. Enroscando y
enroscando. Najla frotó su vientre hinchado. El consejero Devore, un delgado joven
de ojos enormes y suaves, daba la impresión de estar sentado sobre unas brasas.
Finalmente, Jennifer dijo:
—Un apéndice más al informe médico, que le pedí al consejero Devore que
sometiera a discusión general. Como la mayoría de ustedes sabe, hemos sufrido un

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accidente. —De pronto Jennifer bajó la cabeza y Miri comprendió con asombro que
su abuela necesitaba detenerse antes de continuar. Miri estaba acostumbrada a pensar
en ella como en una persona invulnerable—. Tabitha Selenski, de Kenyon
International, estaba reparando la entrada de un conversor de energía en el Edificio
Comercial Tres, y recibió una descarga que… Sus tejidos más importantes se están
regenerando muy lentamente. Pero algunas partes de su sistema nervioso quedaron
tan destruidas que no hay nada que regenerar. Jamás volverá a ser plenamente
consciente, aunque hay una consciencia parcial, aproximadamente el mismo nivel
que podría tener un animal. Necesitará cuidados constantes, incluidas cosas tan
básicas como el cambio de pañales, alimentación, vigilancia. Es más, jamás volverá a
ser un miembro productivo de la comunidad.
Jennifer miró a cada uno de los miembros del Consejo. Las cadenas de Miri se
anudaron formando espantosas redes. Quedar imposibilitado, depender de los demás
para todo, ser un estorbo para el tiempo y los recursos de los demás sin dar nada a
cambio…
Un mendigo.
Comprendió la situación y sintió un nudo en el estómago.
—Una vez, cuando era niña, conocí a una mujer en la Tierra —comentó Jennifer
—. Era la madre de una amiga. Después de mi amiga, la mujer tuvo otra criatura que
padecía un trastorno neurológico profundo. Como parte del así llamado tratamiento,
la madre debía moverle los brazos y las piernas haciendo los movimientos rítmicos
del gateo, con la intención de grabar esas pautas en el cerebro y así estimular su
desarrollo. Tenía que hacerlo seis veces al día, durante una hora. Entre una sesión y
otra alimentaba a la criatura, la lavaba, eliminaba los desechos de su colon, le hacía
escuchar grabaciones preparadas para estimular sus sentidos, la bañaba y le hablaba
sin parar en tres sesiones de media hora cada una, a intervalos regulares. En otros
tiempos, esta mujer se había dedicado profesionalmente a tocar el piano, pero ahora
jamás lo tocaba. Cuando la criatura cumplió los cuatro años, los médicos añadieron
nuevas fases al tratamiento. La madre debía pasear a la criatura por el patio
exactamente durante quince minutos, cuatro veces al día, pasando junto a los mismos
objetos colocados en el mismo orden, pero con diferentes condiciones climáticas, y
también esto tenía la intención de construir ciertas pautas de respuesta en el cerebro.
Mi amiga la ayudaba en todo, pero al cabo de varios años de hacer esa vida, detestaba
incluso acercarse a su casa. Lo mismo le ocurrió al esposo de la mujer, que
finalmente dejó de aparecer por la casa. Ninguno de los dos estaba con ella el día que
la madre se pegó un tiro y le pegó otro a la criatura.
Jennifer hizo una pausa. Cogió un papel.
—El Consejo tiene en su poder una petición del esposo de Tabitha Selenski para
poner fin a su sufrimiento. Debemos tomar la decisión ahora mismo.

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La consejera Letty Rubin, una joven de rasgos angulosos que podrían haber sido
modelados en un torno, dijo apasionadamente:
—Tabitha aún puede sonreír, todavía muestra algunas respuestas. Yo fui a
visitarla y ella trató de sonreír al oír mi voz. ¡Tiene derecho a la vida, al margen de
cómo sea ésta!
—La criatura de la madre de mi amiga también podía sonreír —comentó Jennifer
—. La pregunta que debemos hacernos es si tenemos derecho a sacrificar la vida de
alguien para que cuide la de ella.
—¡No debería ser el sacrificio de una vida! Si nos dividiéramos la tarea de
cuidarla, por ejemplo, en turnos de dos horas, la carga estaría repartida entre tantos
que nadie se sacrificaría realmente.
—El principio seguiría vigente —intervino Will Sandaleros—. Una
reivindicación de los débiles ante los fuertes a causa de su debilidad. Una
reivindicación de los mendigos, según la cual los frutos del trabajo de una persona
pertenecen a cualquiera que no pueda trabajar por sus propios medios. O que no
quiera. Nosotros no reconocemos que esa debilidad tenga un derecho moral sobre la
competencia.
El consejero Jamison, un ingeniero casi tan anciano como su abuela pero cuya
única modificación genética era el insomnio, sacudió la cabeza. Su rostro era
alargado y poco atractivo, y su barbilla puntiaguda y nudosa.
—Se trata de una vida humana, consejero Sandaleros. De un miembro de nuestra
comunidad. ¿Acaso la comunidad no le debe pleno apoyo a sus miembros?
—¿Pero qué define a un miembro de una comunidad? —preguntó Will—. ¿Es
algo automático, y una vez que uno se ha unido a ella queda incluido para siempre?
Eso nos lleva a una morbosidad institucional. ¿O ser miembro de una comunidad
significa que uno continúa sosteniéndola activamente y contribuyendo activamente a
ella? ¿Acaso su compañía de seguros, consejero Jamison, seguiría incluyendo en su
lista de clientes a un abonado que dejara de pagar las primas?
Jamison guardó silencio.
—¡Pero una comunidad no tiene nada que ver con un acuerdo comercial! ¡Debe
significar algo más! —gritó Letty Rubin.
La voz de Jennifer cortó bruscamente sus últimas palabras.
—¡Lo que debe significar es que Tabitha Selenski no querría ser una carga para su
comunidad! Querría tener los principios y la dignidad que le permitieran no continuar
viviendo como una mendiga, y eso significa que debería haber incluido en su
testamento la cláusula que permitiera poner fin a su vida. Yo lo he hecho, Will lo ha
hecho, y tú también, Letty. Como Tabitha no lo hizo dejó de lado los principios de
esta comunidad y ella misma abandonó su calidad de miembro.
—El instinto de conservación es algo innato, madre —puntualizó Ricky Sharifi.

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—Los instintos innatos pueden ser modificados por el bien de la civilización —
replicó Jennifer—. Siempre es así. La fidelidad sexual, las leyes formales para
resolver disputas, el tabú del incesto… ¿qué son todas esas cosas sino modificaciones
impuestas por la voluntad para el bien de todos? El instinto innato sería matar por
venganza o devanarse los sesos cada vez que surge la necesidad.
Miri observó a su abuela; jamás la había oído emplear un lenguaje como ése. Los
discursos de su abuela siempre eran formales, casi pedantes. Un instante después
comprendió que había sido algo deliberado, teatral, y sintió un ligero disgusto
seguido por un nuevo nudo en el estómago. Su abuela no confiaba sólo en sus
argumentos para convencer al Consejo de que mataran a Tabitha Selenski.
Matar.
Las cadenas se arremolinaron en su cabeza.
—¿Qué somos los Insomnes sino modificaciones de impulsos innatos? —afirmó
Jean— Michel Devore.
Jennifer le sonrió.
—La clave está en la definición de una comunidad —opinó Najla Sharifi—. Creo
que todos coincidimos en eso. Nuestra definición parece incluir ciertas
características, como el insomnio, ciertas capacidades y ciertos principios. ¿Cuáles
son los imprescindibles? ¿De cuáles podemos prescindir?
—Un buen punto de partida —dijo Will Sandaleros en tono de aprobación.
—Un miembro de la comunidad debe poseer las tres cosas —sentenció Jennifer
—. La característica del insomnio, la capacidad de contribuir a la comunidad en lugar
de tomar de ella, el principio de valorar el profundo bien de la comunidad por encima
de las propias preferencias inmediatas. Cualquiera que no posea estas cosas no sólo
es demasiado distinto a nosotros sino que además es un peligro activo. —Se inclinó
hacia delante y apoyó las palmas sobre la mesa—. Creedme, yo sé.
Se produjo un breve silencio.
—Cualquiera que piense de una forma distinta no es realmente un miembro de
nuestra comunidad —dijo Hermione en medio del silencio.
Miri levantó la cabeza bruscamente. Observó a su madre, pero ésta no la miró.
Las cadenas de la mente de Miri se retorcieron lentamente hacia dentro. Durante un
instante le resultó imposible respirar.
Pero su madre había querido decir que cualquiera que pensara cualquier otra cosa
sobre los principios…
Las palabras de dos docenas de idiomas se entretejieron con las cadenas:
Harijam. Proscrit. Bui doi. Inquisición[2], Kristalnacht. Gulag.
—Una comunidad d-d-d —en su emoción no podía pronunciar la maldita palabra
— d-d-dividida en fundamentos se d-d-destruirá sola.
—Y es por esa razón que nosotros no debemos dividirnos entre capaces y

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parásitos —se apresuró a decir Jennifer.
—¡N-n-no es eso l-l-lo que yo quería d-d-decir!
Discutieron durante cinco horas. Najla, con dolor de espalda a causa del
embarazo, fue la única que se retiró después de delegar su poder en su esposo. Al
final, hubo nueve votos contra seis: Tabitha Selenski debía abandonar la comunidad.
Si su esposo lo deseaba, podía ser enviada a la Tierra para que viviera entre los
mendigos.
Miri había votado con la minoría. Para su sorpresa, su padre había hecho lo
mismo. La decisión de la mayoría la perturbó, aunque por supuesto la acató. Le debía
lealtad a Sanctuary. No obstante, se sentía confundida y quería hablar de todo aquello
con Tony como sólo ellos podían hacerlo, yendo al fondo de cada una de las
referencias, de las asociaciones terciarias, de las cadenas de significado. El programa
informático de Tony era un éxito. Ahora los Súper lo utilizaban rutinariamente para
comunicarse entre ellos, intercambiando masivas estructuras de significado
programadas sin las eternas barricadas del habla.
Fue corriendo a ver a Tony.
Fuera de la cúpula del Consejo, su padre la detuvo. Ricky Keller tenía enormes
ojeras. A Miri se le ocurrió que al verlo sentado en el Consejo junto a su madre
cualquiera habría pensado que Jennifer era más joven que él. Los modales de Ricky
se volvían más suaves año tras año. Apoyó una mano en el hombro de Miri y le dijo:
—Me habría gustado que hubieras conocido a mi padre, Miri.
—¿T-t-tu padre? —Nadie hablaba jamás de Richard Keller. A Miri le habían
contado lo del juicio; lo que él le había hecho a Jennifer, su esposa, era monstruoso.
—Creo que en muchos aspectos eres como él, a pesar de ser una Súper. La
herencia genética es más complicada de lo que sabemos, a pesar de nuestra
autosuficiencia. No todo está en los cromosomas cuantificables.
Se alejó. Miri no supo si sentirse halagada o agraviada. Richard Keller, traidor a
Sanctuary. La gente decía que ella era como su abuela, «una mujer decidida». Pero
los ojos de su padre habían mostrado una tierna melancolía. Miri observó la figura
encorvada de su padre.
Al día siguiente, Tabitha Selenski murió como consecuencia de una inyección
letal. Circulaba el rumor de que la propia Tabitha se había inyectado la dosis, pero
Miri no lo creyó. Si Tabitha hubiera sido capaz de hacer eso, el Consejo no habría
tomado esa decisión. Tabitha casi se había convertido en un vegetal. Ésa era la
verdad. Así lo había dicho la abuela de Miri.

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LIBRO IV

MENDIGOS
2091

Ningún hombre es lo suficientemente bueno para gobernar a otro sin su


consentimiento.
ABRAHAM LINCOLN, Peoria,
16 de octubre de 1854

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22

l 152.° Congreso de Estados Unidos se enfrentaba a un déficit comercial anual

E que en los diez últimos años había aumentado el seiscientos por ciento, una
deuda federal que se había triplicado con creces y una deuda fiscal del
veintiséis por ciento. Durante casi un siglo, las patentes de la energía Y habían sido
autorizadas por los herederos de Kenzo Yagai exclusivamente para las empresas
norteamericanas, como especificaba el excéntrico testamento de Yagai. Esto había
provocado el ascenso económico más prolongado de la historia del país. Mediante la
tecnología Y, Estados Unidos había salido de la peligrosa crisis internacional de
finales de siglo y de una depresión interna aún más peligrosa. Los norteamericanos
inventaron y construyeron todas las aplicaciones de la energía Y, y todos querían
disponer de ésta. Los orbitales diseñados y abastecidos por los norteamericanos
trazaban círculos alrededor de la Tierra; las naves de construcción norteamericana
surcaban los cielos; las armas fabricadas por los norteamericanos eran compradas
ilegalmente por todas las naciones importantes del mundo. Las colonias situadas en
Marte y en la Luna sobrevivían gracias a los generadores Y. En la Tierra, un millar de
aplicaciones técnicas purificaban el aire, reciclaban los desperdicios, calentaban las
ciudades, suministraban combustible a las fábricas automatizadas, cultivaban los
alimentos genéticamente eficientes, respaldaban al institucionalizado subsidio de paro
y mantenían la costosa información para las corporaciones que cada año se volvían
más ricas, más miopes y más dirigidas, como los antiguos y vanidosos aristócratas
que hacían saltar los botones de sus chalecos mientras apostaban fortunas en el
casino.
En el 2080, las patentes caducaron.
La Comisión de Comercio Internacional permitió el acceso internacional a las
patentes de energía Y. Las naciones que habían mordisqueado las migajas de la
prosperidad norteamericana, construyendo viviendas automáticas, otorgando a
terceros las licencias menos ventajosas, sobreviviendo como intermediarios y agentes
de bolsa, estaban preparadas. Hacía años que estaban listas, con las fábricas en su
sitio, los ingenieros entrenados en las grandes universidades norteamericanas de los
auxiliares y los diseños a punto. Diez años más tarde, Estados Unidos había perdido
el sesenta por ciento del mercado global de la energía Y. El déficit escaló como un

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sherpa.
Los Vividores no se preocupaban. Eso era lo que sus hombres y mujeres en el
Congreso tenían que hacer: preocuparse. Hurgar en el estilo de trabajo de los
auxiliares y encontrar soluciones, ocuparse del problema cuando éste surgía. Los
ciudadanos, aquellos que prestaban atención, no veían ningún problema. Las carreras
públicas de scooters, las asignaciones del subsidio de paro, los entretenimientos de
las redes de noticias, los mítines masivos financiados políticamente, con abundante
comida y cerveza, y las concesiones de energía seguían creciendo. Por supuesto, en
los distritos en los que no crecían, los políticos no obtenían beneficios. Después de
todo, los votos había que ganarlos. Los norteamericanos siempre lo habían creído así.
El déficit interno se agudizó.
El Congreso elevó los impuestos a las sociedades. Volvió a hacerlo en el 2087 y
una vez más en el 2090. Las empresas auxiliares que enviaban hijas, padres y primos
al Congreso protestaron. En el 2091, el tema ya no se pudo soslayar. El debate de la
Cámara, que duró seis días y seis noches y revivió el arte del filibusterismo
parlamentario, fue transmitido por las redes de noticias. Aparte de los auxiliares, casi
nadie lo miró. Uno de los pocos que lo hicieron fue Leisha Camden. El otro fue Will
Sandaleros.
Al final del sexto día, el Congreso aprobó un importante conjunto de medidas
impositivas. Los impuestos de las sociedades se volvieron a evaluar según la escala
móvil más empinada que el mundo había conocido jamás. En la parte superior de la
escala, las sociedades que reunían los requisitos necesarios fueron gravadas con un
impuesto del noventa y dos por ciento del beneficio bruto, con limitaciones estrictas
en las declaraciones de gastos y en su participación en el gobierno de Estados Unidos.
En la siguiente categoría, las sociedades fueron gravadas con un impuesto del setenta
y ocho por ciento. Después de eso, las categorías descendían bruscamente.
El cincuenta y cuatro por ciento de las sociedades que debían pagar un impuesto
del setenta y ocho por ciento tenía su sede en el orbital de Sanctuary. Sólo hubo una
sociedad que reunía las condiciones para ser gravada con el impuesto del noventa y
dos por ciento: la propia Sanctuary.
El Congreso aprobó el conjunto de medidas impositivas en octubre. Mientras
miraba una red de noticias en Nuevo México, Leisha advirtió distraídamente,
mirando por la ventana, que el cielo era azul y estaba despejado, sin una sola nube.
Will Sandaleros presentó un informe completo a Jennifer Sharifi, que había
estado fuera de Sanctuary, en el orbital Kagura, cerrando un acuerdo de importancia
vital. Jennifer escuchó serenamente; los pliegues de su abbaya blanca caían
graciosamente alrededor de sus pies. Sus ojos oscuros resplandecían.
—Muy bien, Jenny —le dijo Will—. Comenzamos el uno de enero.
Jennifer asintió. Desvió la mirada hacia el holorretrato de Tony Indivino, que

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colgaba de la pared de la cúpula. Un instante después volvió a mirar a Will, pero él
estaba inclinado sobre las cifras de los impuestos de Sanctuary y no lo notó.

Miri no podía apartar de su mente la muerte de Tabitha Selenski. Al margen de lo


que estuviera pensando —su investigación neuroquímica, las bromas con Tony, el
lavado del pelo, cualquier cosa—, Tabitha Selenski, a quien Miri jamás había visto,
se anudaba y se ataba a las cadenas de Miri y se estrangulaba con ellas.
Estrangulada. Había analizado la inyección que había dado muerte a Tabitha;
paralizaba el corazón al instante. Si el corazón no bombeaba, los pulmones no podían
aspirar aire. Tabitha se habría ahogado con su propio aire ya respirado, salvo, por
supuesto, que no lo había sabido porque la inyección también había paralizado de
inmediato lo que quedaba de su cerebro.
Miri se quedó a solas en la burbuja suspendida del patio de juegos de Sanctuary y
pensó en Tabitha Selenski. Era demasiado mayor para estar en el patio de juegos. Sin
embargo, le gustaba ir allí cuando estaba desierto. Se deslizaba lentamente de un asa
a otra y su torpeza quedaba anulada por la ausencia de gravedad y de espectadores.
Ahora sus cadenas de pensamiento parecían tan solitarias como el patio de juegos.
Pero no eran tan solitarias: otras cinco personas, entre ellas su padre, habían
votado con ella para que Tabitha viviera en Sanctuary incluso como una mendiga. No
obstante, hubo una diferencia en sus votos, en sus motivos, en sus compasivos
argumentos. Miri percibía la diferencia pero no podía nombrarla, ni con palabras ni
con cadenas, y eso era terriblemente frustrante. Volvía el antiguo problema: en sus
pensamientos faltaba algo, una clase desconocida de asociación o conexión. ¿Por qué
ella no podía extender una cadena exploratoria sobre la diferencia entre su voto y el
de los demás, y así aprender en qué consistía esa diferencia? Explicarla, examinarla,
integrarla al sistema ético que el accidente de Tabitha Selenski había carbonizado de
una forma tan clara como lo había hecho con su mente. Allí faltaba algo, algo
importante para Miri. Había un agujero donde debía haber una explicación.
Observó los campos, las cúpulas y los senderos que se extendían más abajo.
Sanctuary se veía hermosa bajo la suave luz del sol filtrada por los rayos
ultravioletas. A lo lejos se deslizaban las nubes; el equipo de mantenimiento debía de
estar planificando una lluvia. Tendría que consultar el calendario del tiempo.
Sanctuary. (Refugio> iglesias> ley> la protección de la persona y la propiedad> el
equilibrio entre los derechos del individuo y los de la sociedad> Locke> Paine>
rebelión> Gandhi> el solitario cruzado de un plano moral más elevado…) Sanctuary
era todo eso para los Insomnes. Su comunidad. Entonces, ¿por qué se sentía como si
la muerte de Tabitha la hubiera empujado a un lugar donde el refugio había sido
violado (Becket en la catedral, sangre sobre el suelo de piedra… )? ¿A un lugar en el
que, después de todo, nada era seguro?

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Miri bajó lentamente de la burbuja del patio de juegos para ir a buscar a Tony, que
tampoco tenía las respuestas pero que comprendería las preguntas. Él comprendería
lo mismo que comprendía ella, y de pronto le pareció que eso no era demasiado.
Faltaba algo de importancia vital.
¿Qué era?

A finales de octubre Alice sufrió un ataque cardiaco. Tenía ochenta y tres años.
Después quedó inmovilizada en la cama y las drogas disfrazaban su dolor. Leisha
pasaba día y noche junto a su cama, sabía que aquello no duraría. Alice dormía la
mayor parte del tiempo. Cuando estaba despierta se deslizaba en sueños drogados y a
menudo su rostro arrugado mostraba una débil sonrisa. Leisha, que la tenía cogida de
la mano, no sabía por dónde vagaba la mente de su hermana hasta que una noche los
ojos de Alice se iluminaron, la enfocaron y le dedicó una sonrisa tan cálida y dulce
que Leisha se inclinó sobre ella con el corazón en un puño.
—¿Sí, Alice? ¿Qué ocurre?
—¡Papi está regando las plantas!
Leisha sintió que le ardían los ojos.
—Sí, Alice. Así es.
—Y me dio una.
Leisha asintió. Sin dejar de sonreír, Alice volvió a hundirse en el sueño, en ese
lugar donde una niña pequeña tenía el amor de su padre.
Se despertó por segunda vez algunas horas más tarde y asió la mano de Leisha
con una fuerza inesperada. Tenía los ojos desorbitados, e intentó incorporarse.
—¡Lo he logrado! ¡Lo he logrado, aún estoy aquí, no me he muerto! —Volvió a
apoyarse en las almohadas.
Jordan, que estaba de pie junto a Leisha, al costado de la cama de su madre, se
volvió.
La última vez que Alice se despertó estaba lúcida. Miró a Jordan con amor, y
Leisha comprendió que no pensaba decirle nada porque no era necesario. Alice le
había dado a su hijo todo lo que ella tenía, todo lo que él necesitaba, y él estaba a
salvo. Le susurró a Leisha:
—Cuida… a Drew.
A Drew, no a Jordan, ni a Eric ni a sus otros nietos. De alguna manera, Alice
sabía quién era el más necesitado. ¿Acaso no lo había sabido siempre?
—Sí, lo haré. Alice…
Pero Alice ya había cerrado los ojos, y la sonrisa volvió a dibujarse en los labios
que temblaban con sueños íntimos.
Después, mientras Stella y su hija recogían la rala cabellera gris y llamaban al
gobierno del Estado para pedir un permiso especial para el entierro privado, Leisha se

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fue a su habitación. Se quitó la ropa y se detuvo delante del espejo. Tenía la piel tersa
y rosada, los pechos ligeramente caídos después de varias décadas de gravedad,
aunque aún los tenía llenos y lisos, y los músculos de sus largas piernas se veían
flexibles cuando estiraba los dedos. Su cabello, que aún lucía el color rubio brillante
que Roger Camden había pedido, le caía a los costados de la cara en suaves ondas.
Pensó en coger las tijeras y cortarse el pelo en mechones desiguales, pero se sentía
demasiado vieja y cansada para hacerlo. Su hermana gemela había muerto de vieja.
Dormía para siempre.
Leisha volvió a vestirse y sin mirarse al espejo fue a ayudar a Stella y a Alicia a
preparar a Alice.

Richard y Ada se trasladaron a Nuevo México con su hijo para asistir al funeral.
Sean ya tenía nueve años y era hijo único. ¿Richard tendría miedo de que el segundo
bebé pudiera ser Insomne? Parecía satisfecho, tan asentado como le permitía la
errante vida que llevaba con Ada, y no se le veía más viejo. Estaba trazando mapas de
las corrientes marinas de un sector muy explotado del océano indico, fuera de la
plataforma continental. El trabajo estaba saliendo bien. Abrazó a Leisha y le dijo
cuánto lamentaba lo de Alice. Leisha sabía que Richard hablaba en serio, y a través
de la pena que ella sentía, una parte de su mente le reveló que éste había sido el
hombre más importante de su vida adulta y que mientras la abrazaba ella no sentía
nada. Él era un desconocido que sólo estaba unido a ella por la biología de la elección
paterna y el pasado de sueños finitos.
Drew también asistió al funeral.
Hacía cuatro años que Leisha no lo veía, aunque había seguido su espectacular
carrera a través de las redes de noticias. Lo encontró en el patio empedrado e
inundado de cactus floridos y plantas exóticas colocadas bajo burbujas Y
humedecidas y transparentes. Él acercó su silla sin vacilar.
—Hola, Leisha.
—Hola, Drew. —Él seguía teniendo la misma intensidad en sus ojos verdes,
aunque en lo demás había vuelto a cambiar. Leisha pensó en el niño sucio y delgado
de diez años, en el desgarbado adolescente que intentaba con todas sus fuerzas
convertirse en un auxiliar de chaqueta y corbata y modales prestados, en el mayor de
edad con el pelo recogido y la ropa retro, con puños de encaje, el vagabundo barbudo
de mirada triste y resentimientos débiles y peligrosos. Ahora Drew llevaba ropas
formales y caras, salvo un único y llamativo gemelo de diamante. Su cuerpo parecía
más lleno y su rostro había madurado. Leisha notó sin deseo que era un hombre
apuesto. Si era algo más, Drew había aprendido a ocultarlo.
—Lamento mucho lo de Alice. Tenía el alma más generosa que jamás conocí.
—¿Conocías ese aspecto de ella? Sí, así era. Y la creó ella sola, con muy poca

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ayuda de los que deberíamos haberla ayudado.
Él no le preguntó qué quería decir; las palabras nunca habían sido el mejor medio
de expresión de Drew.
—La echaré mucho de menos —dijo—. Sé que estuve ausente durante años. —
En su voz había un temblor de incomodidad. Evidentemente, Drew se había
reconciliado con la torpe escena final entre él y Leisha. Pero en ese caso, ¿por qué
permanecer alejado durante cuatro años? Leisha le había enviado varios mensajes
invitándolo a que regresara—. Sin embargo, aunque no estaba aquí, Alice y yo
hablábamos todos los domingos por el terminal de comunicación. A veces durante
horas.
Leisha no lo sabía. Sintió un arranque de celos. ¿Pero estaba celosa de Drew, o de
Alice?
—Ella te adoraba, Drew. Eras importante para ella. Y figuras en su testamento,
aunque eso puede esperar hasta después del funeral.
—Sí —respondió Drew, sin evidente interés por su herencia. A Leisha le gustó
esa actitud. El niño Drew seguía allí, bajo el llamativo gemelo y la extraña carrera
que ninguno de los dos mencionaba. Sin embargo, ¿no era ella quien debía
mencionarla? Se trataba del trabajo de Drew, de su logro, de su excelencia individual.
—He seguido tu carrera por las redes de noticias. Has tenido mucho éxito, y todos
estamos orgullosos de ti.
A Drew le brillaron los ojos.
—¿Viste una actuación en una de las redes?
—No, una actuación no. Sólo las reseñas, los elogios…
El brillo se apagó. Pero su sonrisa seguía siendo cálida.
—Está bien, Leisha. Sabía que no podías verlas.
—No quería —dijo ella, sin poder evitarlo.
Él sonrió.
—No, no podías. Está bien. Aunque nunca más me permitieras hacer que tuvieras
un sueño lúcido, sigues siendo la influencia más importante que tuve jamás en mi
trabajo.
Leisha abrió la boca para responder al sentimiento, a la punzada que había debajo
del sentimiento, a la obstinada ambivalencia que había debajo de ambas, pero antes
de que pudiera hablar, Drew añadió:
—He traído conmigo a alguien.
—¿A quién?
—A Kevin Baker.
La torpeza abandonó a Leisha. Drew aún podía confundirla, era el hijo que no
había engendrado y se había convertido en algo que no podía imaginar ni
comprender, pero Kevin no era ninguna incógnita. Hacía sesenta años que lo conocía,

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incluso desde antes de que el padre de Drew hubiera nacido.
—¿Por qué ha venido?
—¿Por qué no se lo preguntas tú misma? —repuso Drew en tono cortante, y
Leisha supo que Drew se había enterado por Kevin, o por las redes de datos, o por
algún otro medio, de lo que había ocurrido entre ellos dos. Sesenta años que valían
todo. El tiempo simplemente se acumulaba, pensó Leisha. Como el polvo.
—¿Dónde está Kevin ahora?
—En el patio norte —respondió Drew mientras ella salía—. Leisha… algo más.
Yo no he cambiado. Quiero decir con respecto a lo que deseo.
—No estoy segura de lo que quieres decir —dijo ella, aunque estaba segura, y se
regañó en silencio por su cobardía.
Él hizo un ademán de impaciencia. ¿Cuántos años tenía ahora, exactamente?
Veinticinco.
—No te creo, Leisha. Deseo lo que siempre he deseado. Tú y Sanctuary.
Sus palabras la sorprendieron, al menos la mitad de las palabras. Sanctuary. Había
pasado una década desde que Drew se las había mencionado. Leisha pensaba que el
sueño infantil de venganza, justicia o conquista, o lo que fuera, se había desvanecido
hacía tiempo. Drew estaba sentado en su silla: era un joven fornido, a pesar de sus
piernas tullidas, y sus ojos no vacilaron cuando encontró los de ella. Sanctuary.
Seguía siendo un niño, a pesar de todo.
Leisha fue hasta el patio norte. Kevin estaba allí solo, estudiando una piedra
convertida por el viento del desierto en una forma alargada y angosta, como una
lágrima de arenisca. Al verlo, Leisha se dio cuenta de que no sentía nada más de lo
que había sentido al ver a Richard. La vejez había matado el cuerpo de Alice y
parecía haber hecho lo mismo con el corazón de Leisha.
—Hola, Kevin.
Él se volvió enseguida.
—Leisha. Gracias por invitarme.
Entonces Drew le había mentido a Kevin. No tenía importancia.
—No es nada.
—Quería rendir mi último tributo a Alice. —Se sentía torpe, y por fin sonrió de
mala gana—. Los Insomnes no somos muy buenos en esto, ¿verdad? Ante la muerte,
quiero decir. Nunca pensamos en ella.
—Yo sí —aclaró Leisha—. ¿Quieres ver a Alice ahora?
—Más tarde. Antes quiero decirte algo, y no sé si tendré otra oportunidad de
hacerlo. El funeral es dentro de una hora, ¿verdad?
—Kevin… escucha. No quiero escuchar ninguna disculpa, ni explicación ni
reconstrucción de acontecimientos que tuvieron lugar hace cuarenta años. Ahora no.
No quiero.

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—No iba a disculparme —dijo en tono un poco envarado, y Leisha de pronto
recordó que ella misma le había dicho a Susan Melling en la terraza de esa misma
casa: «Kevin no cree que haya algo que disculpar»—. Lo que quería decirte era algo
totalmente distinto. Lamento plantearlo antes del funeral, pero como te dije tal vez no
surja otra oportunidad. ¿Drew te ha contado qué asuntos administro para él?
—No sabía que administrabas asuntos para él.
—En realidad, se los administro todos. No me refiero a la contratación de sus
giras, porque hay una agencia que se ocupa del tema, sino a sus inversiones y al tema
de su seguridad, etcétera. Él…
—Creía que las cantidades con las que Drew opera son bastante reducidas
comparadas con las de tus clientes habituales.
—Así es —dijo Kevin sin timidez—, pero lo hago por ti. Indirectamente. Sin
embargo, lo que te quería decir es que él insiste en que asegure sus inversiones
exclusivamente en fondos o especulaciones realizados a través de Sanctuary.
—¿Y?
—La mayor parte de mis negocios los hago con Sanctuary, aunque en sus
términos. Tratar con la Tierra cuando ellos no quieren que su gente venga y sobre
todo ocuparme de la seguridad en sus transacciones con la Tierra. Aún hay mucha
gente que odia a los Insomnes, a pesar del clima de tolerancia social que se ve en las
redes de noticias. Te sorprendería saber cuántos son.
—No, no lo creo —señaló Leisha—. ¿Qué es lo que quieres decirme?
—Lo siguiente: en Sanctuary está empezando a suceder algo. No sé qué es, pero
me encuentro en una situación singular que me permite ver los flecos exteriores de lo
que están planeando, sea lo que fuere. Sobre todo a través de las minúsculas
inversiones de Drew, porque él quiere que estén lo más cerca posible del núcleo de
las actividades de Sanctuary. Aunque, dicho sea de paso, nunca estuvieron demasiado
cerca, y ahora están cada vez más alejadas. Ellos están liquidando cada vez que
pueden, transformando las inversiones, no en créditos sino en equipos y en bienes
materiales como oro, software e incluso arte. Eso es lo que mi programa guardián me
advirtió en primer lugar: jamás ha habido un Insomne que coleccione arte seriamente.
Sencillamente, no estamos interesados.
Era verdad. Leisha frunció el entrecejo.
—Así que seguí internándome, incluso en áreas que no domino —añadió Kevin
—. La seguridad es más difícil de quebrar que antes; deben de tener algunos jóvenes
genios muy buenos allí arriba, aunque no hay registro formal de eso en ningún sitio.
Sanctuary pasó el último año traspasando todas las inversiones que no pudo liquidar a
valores situados fuera de Estados Unidos. Will Sandaleros compró un orbital japonés,
un Kagura muy antiguo y con bastantes desperfectos internos, y lo utilizó sobre todo
para realizar experimentos de reproducción genética en carne modificada de animales

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para el comercio del orbital de lujo. Lo compró en nombre de Sharifi Enterprises, no
de Sanctuary. Han actuado de una forma extraña con esto… expulsaron a todos los
inquilinos, aunque no hay registro alguno de que hayan sacado de allí al ganado. Ni
siquiera un solo ejemplar. Se supone que hicieron que su propia gente se ocupara del
cuidado de los animales, pero no puedo acceder a ninguno de esos registros. Y ahora
han empezado a llevarse a toda su gente de la Tierra a Sanctuary. Los chicos de la
escuela primaria, los médicos residentes, los enlaces comerciales, incluso algún que
otro loco que deambula por los barrios bajos de la Tierra. Todos se están trasladando
a Sanctuary, de a uno y por parejas, de una manera discreta… Pero todos se van.
Leisha cada vez fruncía más el entrecejo. —¿Qué crees que significa eso?
—No lo sé. —Kevin soltó la piedra esculpida por el viento—. Pensé que tal vez
tú serías capaz de averiguarlo. Tú conocías a Jennifer mejor que cualquiera de los que
estamos aquí.
—Kev, creo que en realidad no conocí a nadie en toda mi vida. —La frase se le
escapó; no tenía intención de decir algo tan personal. Kevin esbozó una sonrisa.
Drew se trasladó con su silla hasta el patio. Tenía los ojos enrojecidos.
—Leisha, Stella quiere verte.
Leisha se marchó pensando en los movimientos de Sanctuary, en la muerte de
Alice, en el abusivo conjunto de medidas impositivas del Congreso, en las
inversiones de Drew en Sanctuary, en la preocupación de Kevin, en su temor
irracional por el arte de Drew… porque era irracional, lo sabía. Leisha no parecía
tener la energía necesaria para seguir siendo racional, como había sido de joven. No
había forma de pensar tantas cosas al mismo tiempo. Eran todas muy distintas. La
mente humana no podía abarcarlas. Era necesaria otra forma de pensar. «Papá, te
equivocaste… tendrías que haber introducido también eso en la modificación
genética: una forma más adecuada de integrar el pensamiento, no sólo de tener ideas
mejores,»
Leisha sonrió sin alegría. Pobre Roger. Cargaba con la culpa de todo lo que Alice
no era, de todo lo que Leisha era y no era. En cierto sentido era divertido, pero sólo
en el sentido menos humorístico de todo lo que había ocurrido últimamente. Tal vez
dentro de otros ochenta años le resultara gracioso. Lo único que hacía falta era que
pasara el tiempo suficiente, que se acumulara como el polvo.

—«… como el polvo vuelve al polvo…»


Drew sabía que era Jordan quien había escogido aquellas palabras hermosas,
dolorosas y sentimentales. Nunca había asistido a un funeral y no estaba seguro de
cuál era el significado de las frases arcaicas, pero al ver los rostros de quienes se
habían reunido junto a la tumba de Alice Camden Watrous tuvo la certeza de que
Jordan había elegido aquellas palabras, que a Leisha no le gustaban y que a Stella la

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ponían nerviosa. ¿Y Alice? Drew sabía que a ella le habrían gustado porque las había
escogido su hijo. Eso habría sido suficiente para Alice, y por eso lo era también para
Drew.
Las formas entraron y salieron con sigilo de su conciencia.
—«… Porque él conocía nuestro cuerpo; recordaba que somos polvo. En cuanto
al hombre, sus días son como la hierba, como una flor del campo que florece. Porque
el viento pasó por encima de él, y se ha ido; y su lugar no lo conocerá.»
Fue Eric quien leyó aquellas palabras, el nieto de Alice, el antiguo enemigo de
Drew. Éste observó al hombre apuesto y solemne en que se había convertido Eric, y
las formas de su mente se hicieron más profundas y se deslizaron más de prisa. No,
no eran formas, esta vez quería buscar la palabra. Estaba decidido a encontrar la
palabra para Eric, que podía ser polvo pero sólo un polvo de platino sólido y cuero
auténtico, de alta calidad, que jamás sería pasado por alto y al que nadie dejaría de
conocer porque Eric era un Insomne, había nacido con capacidad y poder, al margen
de la rebeldía juvenil que hubiera mostrado en otros tiempos. Drew quiso encontrar la
palabra para Richard, que, cabizbajo junto a su esposa y su hijo Durmientes, fingía
que era como ellos. También buscaba la palabra para Jordan, el hijo de Alice,
desgarrado toda su vida entre su madre Durmiente y su brillante tía Insomne,
defendido sólo por su propia decencia. La palabra para Leisha, que había amado, si
era verdad lo que Kevin Baker le había contado a él, a los Durmientes mucho más de
lo que había amado a los de su propia clase. Para su padre. Para Alice. Para él mismo.
No logró encontrar la palabra adecuada.
Ahora Jordan leía frases de otro libro antiguo; ellos conocían muchos libros
antiguos:
—«Sueño después del trabajo arduo, el puerto después de las tormentas, la paz
después de la guerra, la muerte después de la vida…»
Leisha apartó la mirada del ataúd. Tenía una expresión resuelta e inflexible. La
luz del desierto caía sobre los pliegues de su rostro, sobre los labios pálidos y firmes.
No miró a Drew. Observó las piedras alisadas por el viento a los lados de la pequeña
parcela de Alice, BECKER EDWARD WATROUS y SUSAN CATHERINE
MELLING, y luego directamente hacia delante, hacia el vacío. Al aire. Pero aunque
no intercambiaron ni una sola mirada, Drew supo repentinamente, por las formas
fluidas de su mente y la forma rígida de Leisha fuera de ésta, que nunca se acostaría
con ella. Ella jamás lo amaría salvo como a un hijo, porque la primera vez lo había
visto como a un hijo y ella no cambiaba sus esquemas primordiales. No podía. Era lo
que era. Así era la mayoría de la gente, pero en el caso de Leisha se notaba aún más.
Ella no se sometía, no se inclinaba. Era algo que había en ella, algo relacionado con
el insomnio… No, era algo que no había en ella, algo que el hecho mismo del
insomnio dejaba de lado. Drew no logró definir qué era. Pero todos los Insomnes

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tenían esa inflexibilidad, esa incapacidad para cambiar las categorías, y por eso
Leisha jamás lo amaría como él la amaba a ella. Jamás.
El dolor lo dominó, un dolor tan fuerte que por un instante le resultó imposible
ver el ataúd de Alice en la tierra. Alice, cuyo amor le había permitido a él crecer de
una forma que el amor de Leisha jamás había logrado. Su vista se aclaró y dejó que el
dolor fluyera libremente hasta convertirse en una forma más en su mente mellada por
el desgarramiento, pero era algo más que dolor, algo más que su propio ser. Por eso
era soportable.
Jamás podría tener a Leisha.
Entonces lo único que le quedaba era Sanctuary.
Drew volvió a mirar a los que rodeaban la tumba. Stella ocultaba el rostro en el
hombro de su esposo. Su hija Alicia tenía las manos apoyadas en los hombros de sus
hijas. Richard no había levantado la cabeza; Drew no le veía los ojos. Leisha estaba
sola y la clara luz del desierto realzaba su piel joven, sus ojos sin arrugas y sus labios
rígidos.
La palabra llegó hasta la mente de Drew, la palabra que había estado buscando,
que se adecuaba a todos ellos, Insomnes que lloraban a su ser más querido que no
había sido uno de ellos y por esa razón era su ser más querido.
La palabra era «pena».

Miri se inclinó con rabia sobre el terminal. Tanto el indicador gráfico como el
sonido señalaban lo mismo: ese modelo neuroquímico sintético funcionaba peor que
el último. O que los dos últimos. O que los diez últimos. Sus ratas de laboratorio, con
el cerebro confundido por lo que se suponía debía ser la respuesta al experimento de
Miri, permanecían indecisas en las casillas de exploración cerebral. La más pequeña
de las tres abandonó: se echó y se durmió.
—T-t-terrible —musitó Miri. ¿Qué le hacía pensar que era una investigadora
bioquímica?—. Súper, sí, Súper. Súper incompetente.
En su mente se formaron y volvieron a formarse cadenas de código genético,
fenotipos, enzimas y centros receptores. Nada de eso servía. Basura, basura. Arrojó
un calibrador al otro lado del laboratorio asegurándose de que tendría que volver a ser
calibrado.
—¡Miri!
Joan Lucas apareció en la entrada, con su bonito rostro transfigurado por la
tensión. Hacía varios años que ella y Miri no se hablaban.
—Miri…
—¿Qué oc-c-curre, J-J-Joan?
—Se trata de Tony. Ven enseguida. Él… —Su rostro se tensó aún más. Miri sintió
que se le paralizaba el corazón. —¿Qué oc-c-curre?

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—Se cayó. Del patio de juegos. Oh, Miri, ven…
Del patio de juegos. Del eje del orbital… No, era imposible, el patio de juegos
estaba sellado y después de una caída de esa altura no quedaría nada…
—Quiero decir desde el ascensor. La parte de fuera. Ya sabes que los chicos se
desafían a correr por fuera del ascensor, en la estructura de la construcción, y a tirarse
luego por la compuerta de reparación…
Miri no lo sabía. Tony no se lo había contado. Le resultó imposible moverse e
incluso pensar. Sólo pudo quedarse mirando a Joan, que lloraba. Detrás de Miri, una
de las ratas manipuladas genéticamente lanzó un breve chillido.
—¡Vamos! —le gritó Joan—. ¡Aún está vivo!
Apenas. El equipo médico ya había llegado hasta allí. Trabajaron
desesperadamente en las piernas destrozadas y en el hombro roto antes de trasladar a
Tony al hospital. Su hermano tenía los ojos cerrados y un costado del cráneo bañado
en sangre.
Miri recorrió en el deslizador de emergencia la corta distancia que las separaba
del hospital. Los médicos se llevaron enseguida a Tony. Miri se quedó inmóvil, sin
que nadie la viera, y sólo levantó la vista cuando llegó su madre.
—¿Dónde está? —gritó Hermione. Una parte pequeña y cruel de la mente de Miri
se preguntó si Hermione por fin miraría directamente a su hijo, ahora que había
desaparecido todo lo que valía la pena mirar: la sonrisa de Tony, la expresión de sus
ojos, su voz, tropezando con las palabras. Las palabras de Tony.
La tomografía de cerebro reveló un daño total. Pero milagrosamente la conciencia
no había quedado afectada. Las drogas que reducían su dolor también lo reducía a él,
pero Miri sabía que seguía allí, en algún lugar. Se quedó sentada a su lado durante
varias horas, con la mano fláccida de su hermano entre las suyas. La gente iba y venía
a su alrededor, pero ella no hablaba con nadie, no miraba a nadie.
Finalmente, el médico se sentó a su lado y le puso una mano en el hombro.
—Miranda.
Los párpados de Tony se agitaron rápidamente; ella lo miró atentamente…
—Miranda, escúchame. —Le cogió suavemente la barbilla y la obligó a mirarlo
—. El sistema nervioso está dañado. Es imposible de regenerar. Debería haber… No
sabemos con certeza lo que ocurre. Jamás hemos visto este tipo de lesión.
—¿N-n-ni siquiera en T-T-Tabitha S-S-Selenski? —preguntó amargamente.
—No. Eso fue diferente. Las tomografías Mallory de Tony muestran una
actividad cerebral absolutamente anormal. Tu hermano está vivo pero ha sufrido un
daño importante e irreparable del tronco cerebral, incluido el núcleo rafe y las
estructuras relacionadas con éste. Miranda, ya sabes lo que eso significa, tú investigas
ese campo. Aquí tengo para ti los informes…
—¡N-n-no quiero v-v-verlos!

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—Sí —insistió el médico—. Debes hacerlo. Sharifi, hable con ella.
Su padre se inclinó sobre ella. No se había dado cuenta de que estaba allí.
—Miri…
—¡N-n-no lo hagas! ¡No, p-p-papi! ¡Con T-T-Tony no!
Ricky Keller no fingió que no la entendía. Tampoco fingió una fortaleza que, bajo
las caóticas y espantosas cadenas de su mente, Miri sabía que no tenía. Ricky
contempló a su hijo destrozado, luego a Miri, y con los hombros caídos abandonó
lentamente la habitación.
—¡F-f-fuera! —gritó Miri al médico, a las enfermeras y a su madre, que estaban
de pie junto a la puerta. Hermione hizo un breve ademán con la mano y todos
salieron.
—N-n-no —le susurró a Tony. Su mano apretó espasmódicamente la de su
hermano—. No d-d-dejaré… —Las palabras se negaban a salir. Sólo los
pensamientos se sucedían, y no en cadenas complejas, sino en la estrecha línea recta
del miedo—. No los d-d-dejaré. Me enfrentaré a ellos c-c-como sea. Soy tan f-f-
fuerte como ellos, m-m-más inteligente, nosotros s-s-somos Súper, lucharé p-p-por ti;
no los d-d-dejaré; no pueden impedir que te p-p-proteja; nadie p-p-puede
impedirme…
Jennifer Sharifi apareció en la entrada de la habitación.
—Miranda.
Miri rodeó los pies de la cama, interponiéndose entre su abuela y Tony. Se movió
lenta, deliberadamente, sin apartar la mirada de Jennifer.
—Miranda, él está sufriendo.
—La v-v-vida es sufrimiento —dijo Miri, y no reconoció su propia voz—. Una c-
c-cruel necesidad. T-t-tú me lo enseñaste.
—Él no se recuperará.
—¡No lo s-s-sabes! ¡Todavía n-n-no!
—Podemos estar bastante seguros. —Jennifer avanzó rápidamente. Miri jamás
había visto a su abuela moverse con tanta agilidad—. ¿No te parece que mis
sentimientos son tan intensos como los tuyos? ¡Es mi nieto! Y es un Súper, uno de los
pocos que tenemos, que en pocas décadas van a ser muy importantes para nosotros,
cuando más los necesitemos, cuando obtengamos menos recursos de la Tierra y
tengamos que extraer los nuestros de fuentes que ahora ni siquiera imaginamos.
Nuestros recursos, las adaptaciones y la tecnología de la manipulación genética para
abandonar este sistema solar y colonizar algún otro lugar que por fin nos resulte
seguro. Necesitábamos a Tony para eso, para las estrellas… ¡os necesitamos a todos!
¿No te parece que siento su pérdida tan intensamente como tú?
—Si matáis a T-T-T. —No logró articular las palabras. Las palabras más
importantes que jamás habría dicho, y no podía articularlas.

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Embargada por el dolor, Jennifer dijo:
—Nadie tiene derecho a reclamar algo a los fuertes y productivos porque es débil
e inútil. Atribuir mayor valor a la debilidad que a la capacidad es moralmente
obsceno.
Miri se abalanzó sobre su abuela. Apuntó a sus ojos curvando las uñas como si
fueran garras y levantando la rodilla para lastimar a Jennifer con la mayor fuerza
posible. Ésta lanzó un grito y cayó. Miri se lanzó sobre ella e intentó cogerla del
cuello con sus manos temblorosas. Otras manos la cogieron a ella, la apartaron de su
abuela e intentaron inmovilizarle los brazos. Miri se debatió y gritó; tenía que gritar
con voz muy fuerte para que Tony la oyera, para que supiera lo que estaba
ocurriendo, para lograr que Tony se despertara…
Todo se oscureció.

Miri pasó tres días drogada. Finalmente, cuando despertó, su padre estaba junto a
su jergón con los hombros caídos y las manos colgando entre las rodillas. Le dijo que
Tony había muerto a causa de las heridas. Ella lo miró fijamente, no dijo nada y se
volvió de cara a la pared. La pared de piedraespuma era vieja y estaba salpicada de
manchas negras que podrían haber sido suciedad, moho o los negativos de
minúsculas estrellas de una galaxia chata, bidimensional y muerta.

Miri no abandonaba su laboratorio ni siquiera para comer. Se encerró allí y pasó


dos días sin probar bocado. Los adultos no podían anular la cerradura de seguridad
que Tony había diseñado, aunque tampoco lo intentaron. Al menos Miri creyó que no
lo intentaron, en realidad no le importaba.
Su madre inició el contacto con ella en una ocasión a través del terminal. Miri
apagó la pantalla y su madre no volvió a intentarlo. Su padre hizo varios intentos.
Miri escuchaba en silencio lo que él tenía que decirle en la modalidad unidireccional
para que él no pudiera verla ni oírla. De todas formas, no había nada que oír: ella no
respondía. Su abuela no intentó hablar con ella.
Se sentó en un rincón del laboratorio, en el suelo, con las rodillas contra su pecho
y su barbilla y sus temblorosas manos cruzadas alrededor de éstas. Se sentía invadida
por la ira, por ráfagas de ira que de vez en cuando arrastraban todas las cadenas, los
pensamientos, todo lo ordenado y complejo en torrentes de ira primitiva que no la
asustaban. El miedo no tenía cabida en ella. La ira no dejaba espacio para nada más,
salvo un único pensamiento al borde del cual había estado su ser anterior: «Los
hipermodos se aplican a las emociones tanto como a los procesos corticales.» La idea
no le pareció interesante. Nada le parecía interesante salvo la furia por la muerte de
Tony.

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El asesinato de Tony.
El tercer día una señal de emergencia encendió todas las pantallas del laboratorio,
incluso aquellas que no podían recibir transmisiones locales. Miri levantó la vista y
apretó los puños. Los adultos eran mejores de lo que ella había pensado si lograban
que el sistema informático hiciera eso, si podían desactivar la programación de
Tony… Pero no podían, nadie había sido jamás tan bueno como Tony con los
sistemas, nadie… Tony…
—M-M-Miri —dijo Christina Demetrios—, d-d-déjanos entrar. P-p-por favor. —
Como Miri no respondió, añadió—: ¡Yo t-t-también lo amaba!
Miri gateó hasta la puerta, donde Tony había instalado una compleja cerradura
que combinaba campos manuales y campo Y. El esfuerzo casi le provocó un
desmayo; no se había dado cuenta de que su cuerpo estaba tan débil. Un metabolismo
hiperactivo, por lo general, consumía grandes cantidades de alimentos.
Abrió la puerta. Christina entró con un cuenco de granos de soja. Detrás de ella
aparecieron Nikos Demetrios y Allen Sheffield, Sara Cerelli y Jonathan Markowitz,
Mark Meyer y Diane Clarke y veinte más. Todos los Súper de Sanctuary que tenían
más de diez años. Se apiñaron en el laboratorio, sacudiéndose y temblando, sus
enormes rostros arrasados por las lágrimas, o transfigurados por la ira, o parpadeando
frenéticamente por la velocidad de los pensamientos.
—L-l-lo hicieron p-p-porque era uno de los n-n-nuestros —dijo Nikos.
Miri giró lentamente la cabeza y lo miró.
—Tony e-e-e. —No logró pronunciar la palabra. Avanzó sacudiéndose hasta el
terminal de Miri y buscó el programa que Tony había diseñado para construir cadenas
según las pautas de pensamiento de Nikos, y el programa para convertirlo según las
pautas de Miri. Escribió las palabras clave, estudió el resultado, cambió los puntos
clave y volvió a estudiarlos y a cambiarlos. Sin pronunciar una palabra, Christy le
extendió a Miri el cuenco de soja. Miri lo apartó, miró a Christy a los ojos y comió
una cucharada. Nikos tocó la clave para convertir su estructura de cadenas en la de
Miri. Ella la estudió.
Estaba todo allí: la convicción documentada de los Súper de que la muerte de
Tony había sido distinta a la de Tabitha Selenski. También estaban allí las diferencias
médicas: se había demostrado que Tabitha estaba corticalmente destruida, pero las
tomografías de cerebro de Tony y los informes de la autopsia mostraban sólo un
dudoso grado de incapacidad; los informes no llegaban a ninguna conclusión acerca
del estado en que quedaría su personalidad. Sin embargo, eran absolutamente claros
con respecto a la destrucción de ciertas estructuras del tronco cerebral que regulaban
la producción de enzimas manipuladas genéticamente. Era posible que Tony siguiera
siendo el mismo o no; tal vez conservara intactas sus capacidades mentales o no; no
habían tenido tiempo suficiente para descubrirlo. Pero de cualquier manera, sin duda,

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él habría pasado una parte desconocida del tiempo durmiendo.
Las pruebas médicas que lograron obtener de los informes hospitalarios de
Sanctuary sin dejar una sola huella no aparecían solas en la holorred de Miri. Estaban
anudadas en cadenas y entrecruzamientos con conceptos sobre la comunidad, la
dinámica social del aislamiento organizacional prolongado, la xenofobia, los
incidentes que Miri reconoció porque habían tenido lugar entre los Súper y los
normales en la escuela, en los laboratorios, en el patio de juegos. Las ecuaciones
matemáticas sobre la dinámica social y sobre las defensas psicológicas contra los
sentimientos de inferioridad estaban enlazadas con las pautas históricas típicas de la
Tierra: asimilación, celo religioso contra los herejes, lucha de clases, servidumbre y
esclavitud. Karl Marx, John Knox, lord Acton.
Era la cadena más compleja que Miri había visto en su vida. Supo, sin que nadie
se lo dijera, que a Nikos le había llevado todo el día resolverla, que representaba las
ideas y contribuciones de los otros Súper, que era la cadena más importante que había
estudiado, pensado o sentido en su vida.
Y que —todavía, siempre— le faltaba algo.
—T- T-Tony me enseñó a hacerlo —dijo Nikos. Miri no respondió. Vio que Nikos
pronunciaba la frase, que era evidente, para no decir la otra que estaba implícita en
cada uno de los elementos de la compleja molécula de su cadena: «Los Normales
creen que nosotros, los Súper, somos tan distintos a ellos que formamos una
comunidad separada, creada para satisfacer sus propias necesidades. No saben que
piensan de esa forma, lo negarían… pero, sin embargo, piensan así.»
Miri observó a los otros chicos. Todos comprendían. No eran niños, ni siquiera
los de once años, ni siquiera como lo había sido Miri a los once años. Cada
manipulación genética había aumentado el potencial del cerebro, había ampliado el
uso de esas estructuras corticales que en otros tiempos sólo estaban disponibles en
momentos de intensa tensión o máxima concentración. Cada nueva modificación los
había hecho más diferentes de los Normales adultos que los habían creado. Estos
Súper, sobre todo los más jóvenes, eran hijos de los Normales sólo en el sentido
biológico más corriente.
En cuanto a ella, la propia Miri, ¿hasta qué punto era hija de Hermione Wells
Keller, que ni siquiera soportaba mirarla? ¿O de Richard Anthony Keller, cuya
inteligencia era esclava de su propia madre? ¿O nieta de Jennifer Fátima Sharifi, que
había asesinado a Tony en nombre de una comunidad que sólo se definía como ella
elegía definirla?
—C-c-come, Miri —le dijo Christina suavemente.
—No d-d-debemos permitir que v-v-vuelvan a hacerlo —declaró Nikos.
—No p-p-p. —Allen sacudió los hombros, frustrado. Hablar siempre le había
costado más que a los demás; a veces pasaba días enteros sin hacerlo. Apartó a Miri

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de la consola, buscó su propio programa de cadenas, escribió la clave rápidamente y
convirtió el resultado al programa de Miri. Cuando concluyó, ella vio en cadenas
bellamente ordenadas y compuestas que si los Súper hacían suposiciones generales
sobre los Normales, cometerían un error ético igual al del Consejo de Sanctuary. Que
todas las personas, los Súper o los Normales, tenían que ser juzgados como
individuos, y que esto debería estar cuidadosamente equilibrado con la necesidad de
seguridad. Ellos ya podían asegurar un dominio total y secreto de los sistemas de
Sanctuary si era necesario hacerlo para su propia defensa, pero no podían asegurar un
dominio total sobre los Normales, que sí estaba incluido en sus defensas, contra el
hecho de no permitir jamás que otro Súper fuera asesinado por el Consejo. Era un
riesgo que debía equilibrarse por el dilema moral de convertirse en lo mismo por lo
que condenaban al Consejo. Los factores morales se reflejaron deslizándose por las
cadenas de pensamiento de Allen; eran suposiciones indiscutidas, basadas en las de
Nikos.
Miri estudió los conceptos, y las cadenas de su mente se anudaron y se movieron
más rápidamente que nunca. No le interesaba la moral; sentía odio por todos los que
habían asesinado a Tony. Sin embargo, se daba cuenta de que Allen tenía razón. No
podían volverse contra sus propios padres, abuelos u otros Insomnes… contra su
comunidad. Simplemente no podían. Allen tenía razón. Miri asintió.
—D-d-defender. A los n-n-nuestros —logró decir Allen.
—Incluidos los N-N-Normales que están acertados —sugirió Diane Clarke,
mientras los otros intuían la cadena que ella formaba con la palabra «acertados».
—Sam S-S-Smith —propuso Jonathan Markowitz.
—Joan L-L-Lucas. Su hermanito abort-t-tado —sugirió Sara Cerelli. Miri se vio a
sí misma con Joan, acurrucadas junto a la cúpula de energía el Día del Armisticio, y
volvió a oír su propia severidad ante la pena que Joan mostraba por su hermano
Durmiente abortado. Hizo una mueca. ¿Cómo había podido ser tan dura con Joan?
¿Cómo era posible que no lo hubiera comprendido?
Porque aún no le había ocurrido a ella.
—N-n-necesitamos un n-n-nombre —afirmó Diane. Ocupó el lugar de Allen
frente a la consola y buscó su propio programa de cadenas. Cuando se apartó para
que Miri analizara el resultado, ésta vio una compleja estructura de pensamiento
acerca del poder de los nombres para la autoidentificación, de la autoidentificación
para la comunidad, de la situación de los Súper en la comunidad de Sanctuary por si
volvía a surgir la necesidad de organizar una defensa propia. Tal vez no fuera así.
Podía ocurrir que ninguno de ellos fuera dañado ni puesto en peligro por los
Normales, que las dos comunidades pudieran vivir durante décadas una junto a otra y
sólo una de las dos supiera realmente que eran distintas. El poder de un nombre.
Miri torció la boca.

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—Un n-n-nombre —dijo.
—S-s-sí. Un n-n-nombre —repitió Diane.
Los miró. Las cadenas de Diane fluían en la proyección holográfica, detallando su
separación y los límites complejos de su dependencia física y emocional. Un nombre.
—Los M-M-Mendigos —propuso Miri.

—¡No me quedaba otra alternativa! —exclamó Jennifer—. ¡No me quedaba otra


alternativa!
—No, tienes razón —confirmó Will Sandaleros—. Es demasiado joven para
ocupar un asiento en el Consejo, Jenny. Miri aún no ha aprendido a dominarse, ni a
emplear su talento en beneficio propio. Lo hará. En unos pocos años puedes
devolverle su asiento. Sólo fue un error, querida. Eso es todo.
—¡Pero no quiere hablar conmigo! —exclamó Jennifer llorando. Un instante
después había recuperado el dominio de sí misma. Alisó los pliegues de su abbaya y
se estiró para volver a llenar su taza de té y la de Will. Sus dedos largos y delgados
sujetaron con firmeza la antigua tetera; el aromático chorro de té de una sola hoja,
desarrollado por Sanctuary mediante manipulación genética, cayó fluidamente en las
bonitas tazas de metal que Najla había moldeado para regalarle a su madre el día que
cumplió sesenta años. Unas marcadas arrugas se deslizaban desde la nariz hasta la
boca de Jennifer. Al contemplar a su esposa, Will comprendió que el dolor podía
tener el mismo aspecto que la vejez.
—Jenny —le dijo amablemente—, dale un poco más de tiempo. Sufrió un golpe
terrible y aún es una niña. ¿No recuerdas cómo eras tú a los dieciséis?
Jennifer le lanzó una mirada penetrante.
—Miri no es como nosotros.
—No, pero…
—No sólo se trata de Miri. Ricky también se niega a hablar conmigo.
Will dejó la taza. Sus palabras tenían el sonido cauteloso de una afirmación hecha
ante un tribunal.
—Ricky siempre ha sido un poco inestable, para ser un Insomne. Un poco débil.
Como su padre.
Como si fuera una respuesta, Jennifer declaró:
—Tanto Ricky como Miri tendrán que reconocer lo que Richard nunca reconoció:
el primer deber de una comunidad es proteger sus leyes y su cultura. Sin esa
voluntad, sin ese patriotismo, no hay nada salvo un grupo de gente que casualmente
vive en el mismo lugar. Sanctuary debe protegerse. —Hizo una pausa y enseguida
añadió—: Sobre todo ahora.
—Sobre todo ahora —coincidió Will—. Dale tiempo, Jenny. Después de todo es
tu nieta.

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—Y Ricky es mi hijo. —Jennifer se levantó y cogió la bandeja del té. No miró a
su esposo—. ¿Will?
—¿Sí?
—Pon bajo vigilancia el despacho de Ricky y el laboratorio de Miranda.
—No podemos hacerlo. Al menos con Miri. Los Súper han estado
experimentando el sistema de seguridad. Lo que Tony diseñó, sea lo que fuere, no se
puede violar. Al menos nosotros no podemos hacerlo sin dejar huellas evidentes.
La mención del nombre de Tony volvió a ensombrecer de pena la mirada de
Jennifer. Will se levantó y la abrazó a pesar de la bandeja de té. Pero ella dijo con voz
serena:
—Después instala a Miri en un laboratorio diferente, en un edificio diferente.
Donde podamos vigilarla.
—Sí, querida. Hoy mismo. Pero… sólo se trata de la pena y la conmoción de una
niña, Jenny. Miri es brillante. Se dará cuenta de lo que es correcto y necesario.
—Sé que lo hará —respondió Jennifer—. Trasládala hoy mismo.

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23

na semana después de la muerte de Tony, Miri fue en busca de su padre. La

U gente de Orbital Facilities la había expulsado de su laboratorio —el suyo y el


de Tony, donde en otros tiempos él había trabajado, reído y hablado con ella
— y la había trasladado a uno nuevo en el Edificio Científico Dos. Esa misma tarde,
Terry Mwakambe había ido a verla al laboratorio. Terry era el más brillante de todos
los Súper en lo que se refería a control de sistemas, incluso mejor que Tony, pero él y
Tony rara vez trabajaban juntos porque las cadenas de pensamiento de Terry hacían
que la comunicación resultara difícil. Los agregados de las manipulaciones genéticas
radicales, además de las consecuencias neuroquímicas que aún no habían sido
totalmente comprendidas, hacían que Terry resultara raro incluso para los otros Súper.
La mayor parte de sus cadenas estaban compuestas por fórmulas matemáticas basadas
en la teoría del caos y en los novísimos fenómenos de la discordancia. Tenía doce
años.
Terry pasó varias horas ante los terminales y los paneles de Miri, parpadeando
frenéticamente y con los labios estirados en una línea delgada y temblorosa. En
ningún momento habló con ella. Finalmente Miri se dio cuenta de que su silencio
respondía a una furia tan intensa como la suya. Terry amaba a sus padres Normales,
que habían modificado sus genes para crear la extraña y extraordinaria inteligencia
que caracterizaba a su hijo, las capacidades Súper que ahora esos mismos Normales
ponían bajo vigilancia como si Miri, que era como él, no fuera más que una mendiga.
La sensación de traición que experimentaba Terry flotaba en el laboratorio.
Cuando él concluyó su trabajo, el equipo de vigilancia del Consejo funcionaba a
la perfección. Mostraba a Miri jugando interminables partidas de ajedrez contra su
terminal. Un mecanismo de defensa contra la pena. Una declaración de poder por
parte de alguien que había descubierto que ella era impotente ante la muerte. El
cuerpo de Miri, registrado por el scanner infrarrojo, se inclinaba sobre el tablero del
holograma, tomándose un buen rato para mover cada pieza. Los programas de los
sistemas de vigilancia posibilitaban todos los movimientos en todas las partidas. Miri
las ganaba todas, aunque de vez en cuando desplegaba una defensa poco enérgica.
—Ya est-t-tá —dijo Terry y salió del laboratorio dando un portazo. Aquello fue lo
único que dijo.

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Miri encontró a su padre sentado en el parque, debajo del lugar en el que había
flotado el patio de juegos. El hijo Normal que había tenido con Hermione estaba
sentado sobre sus rodillas. El pequeño tenía casi dos años y era un hermoso niño
llamado Giles, de rizos color castaño y enormes ojos oscuros obtenidos gracias a la
manipulación genética. Ricky lo sostenía como si fuera a romperse y Giles se
retorcía, deseoso de bajar.
—Todavía no habla —fue lo primero que Ricky le dijo a Miri. Ella analizó las
implicaciones de esta observación.
—L-l-lo hará. A veces los N-N-Normales tardan en hacerlo, y f-f-finalmente
empiezan a hab-b-b-lar con f-f-frases.
Ricky sujetó más firmemente al inquieto bebé.
—¿Cómo lo sabes, Miri? Aún no eres madre; tú misma eres una niña. ¿Cómo lo
sabéis todo vosotros?
Ella no pudo responderle. Sin cadenas ni estructuras de pensamiento, la respuesta
a su verdadera pregunta —¿cómo piensas, Miri?— sería tan incompleta que no
tendría valor. Pero su padre no podía comprender las cadenas de pensamiento. Jamás
las entendería.
—T-t-tú amabas a T-T-Tony —le dijo, en lugar de responder. Él la miró por
encima de la cabeza del bebé.
—Claro que sí. Era mi hijo. —y un instante después añadió—: No. Tienes razón.
Tu madre no lo quería.
—Ya mí t-t-tampoco.
—Ella lo intentó. —Giles empezó a sollozar. Ricky lo soltó ligeramente pero no
lo bajó—. Miri… tu abuela ha hecho que te expulsen del Consejo. Presentó una
moción para elevar la edad a la que los miembros de la familia pueden empezar a
formar parte del Consejo; ahora deben tener veintiún años, la misma edad que los
miembros que lo son sólo por un período. La moción fue aprobada.
Miri asintió. Aquello no la sorprendía. Era evidente que su abuela querría
apartarla del Consejo, y que éste estaría de acuerdo. Siempre habían existido los que
se oponían a que existiera un criterio diferente para la participación de los Sharifi y
para la de los miembros en general, aunque la forma en que la familia Sharifi
distribuía sus votos no era asunto de nadie. También era posible que el resentimiento
con respecto a su asiento en el Consejo hubiera surgido de la misma fuente que la
justificación: ella era una Súper.
Giles lanzó una fuerte patada con sus piernas robustas y empezó a chillar.
Finalmente Ricky lo bajó y sonrió débilmente.
—Supongo que pensaba que si lo sujetaba el tiempo suficiente acabaría
pronunciando una frase completa. Algo así como: «Por favor, papá, deja que baje a
explorar el mundo.» A los dos años tú lo hacías.

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Miri acarició a Giles, que ahora estaba feliz investigando la hierba manipulada
genéticamente. La bomba de iones funcionaba tan eficazmente que sólo necesitaba
unos pocos nutrientes. El pelo de Giles era suave y sedoso.
—Él n-n-no es c-c-como yo.
—No. Tendré que recordarlo. Miri, ¿qué hacíais tú y todos los otros Súper la otra
noche, reunidos en el laboratorio de Allen?
Ella se alarmó. Si Ricky lo había notado y había especulado al respecto, ¿habrían
hecho lo mismo otros adultos? ¿Era posible que la especulación por sí sola
perjudicara a los Mendigos? Terry y Nikos decían que nadie podía violar la seguridad
que ellos habían instalado, pero cualquiera podía preguntarse para qué necesitaban
una seguridad tan estricta. ¿La pregunta sería suficiente para provocar un acto de
venganza? ¿Qué sabía realmente Miri, o los otros Súper, de lo que pensaban los
Normales?
—Yo creo —dijo Ricky con cuidado—, que todos estabais de duelo, a vuestra
manera, en la intimidad. Creo que si alguna vez volvéis a reuniros y algún Normal os
pregunta que hacéis, le responderéis eso.
Miri dejó de acariciar el pelo de Giles. Deslizó la mano en la de su padre. La
sangre bullía y corría por sus venas a toda velocidad, sus músculos se sacudieron y
sus dedos se agitaron entre los de su padre.
—S-s-sí, p-p-papi —repuso—. L-l-lo haremos.

Les llevó un mes y medio programar las violaciones ocultas de los sistemas
principales de Sanctuary: el soporte vital, la defensa exterior, la seguridad, las
comunicaciones, el mantenimiento y los registros. Terry Mwakambe, Nikos
Demetrios y Diane Clarke hicieron la mayor parte del trabajo. Había unos cuantos
programas de seguridad que no podían violar, sobre todo los de defensa exterior.
Terry trabajó tenazmente veintitrés horas diarias bajo la protección de un programa
ideado por él para burlar los sistemas de vigilancia. Miri se preguntó qué demostraba
haciéndolo, pero no le dijo nada. La muda frustración de Terry por no ser capaz de
violar los últimos programas de seguridad era casi una entidad física, como la presión
del aire. En contraste, Miri se sorprendió al ver la rapidez con la que los Mendigos
habían logrado el acceso al orbital, aunque todavía no habían cambiado nada. Tal vez
jamás lo hicieran. Quizá no tuvieran que hacerlo.
Al principio del segundo mes, Terry logró violar uno de los programas de
seguridad más importantes. Él y Nikos convocaron una reunión en el despacho de
éste. Los dos chicos estaban blancos como el papel. Una red de capilares hacía latir la
frente de Terry por encima de su máscara. En el último mes, una docena de Súper
habían adoptado la costumbre de usar esas máscaras de plastipel moldeado que les
cubrían la mitad inferior de la cara, de la barbilla a los ojos, con un orificio para

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respirar. Algunas de las chicas habían decorado las suyas. Miri notó que los chicos
que estaban más unidos a sus padres Normales no las usaban. No sabía si alguien
había interrogado a los que las usaban, o si habían relacionado la aparición de las
máscaras con la muerte de Tony Sharifi.
—Los L-l-laboratorios Sh-Sh-Sh. — Terry hizo un ademán grosero que
significaba, aproximadamente, «Mierda». En el último mes, sus señales no verbales,
que siempre formaban parte de la comunicación de los Súper, se habían vuelto más
violentas.
Nikos lo intentó.
—Los L-l-laboratorios Sh-Sharifi han creado y alm-m-macenado un… —Él
también estaba demasiado agitado. Terry formó la cadena en su terminal; al igual que
la mayor parte de las cadenas de Terry, era incomprensible para cualquiera salvo para
Terry. Nikos creó entonces una cadena en su propio programa e hizo la conversión al
de Miri, que tenía el formato más accesible al grupo como conjunto. Los veintisiete
chicos se apiñaron a su alrededor.
Los Laboratorios Sharifi habían desarrollado y sintetizado un organismo
manipulado genéticamente, instantáneamente letal, que flotaba en el aire y era
altamente contagioso, construido a partir del código de un virus pero absolutamente
diferente en cuanto a los fenotipos importantes. Varios paquetes del organismo
congelado que podía descongelarse y dispersarse con un mecanismo manipulado a
distancia desde Sanctuary habían sido instalados en Estados Unidos por Insomnes
escogidos que estudiaban en las escuelas para graduados de la Tierra. Había paquetes
escondidos en Nueva York, Washington, Chicago, Los Angeles, y en el orbital
Kagura, que ahora era propiedad de los Laboratorios Sharifi. Éstos paquetes eran
prácticamente imposibles de detectar con métodos convencionales. El virus era capaz
de matar a todos los organismos aeróbicos que poseyeran un sistema nervioso, y
podía hacerlo antes de que concluyera el breve ciclo vital del organismo,
aproximadamente en setenta y dos horas. No obstante, a diferencia de todos los otros
virus que habían existido alguna vez, éste no podía reproducirse indefinidamente:
todas las copias se autodestruían setenta y dos horas después de quedar
descongeladas. Se trataba de una magnífica pieza de ingeniería genética.
Nadie dijo nada.
Finalmente Allen empezó a tartamudear:
—S-s-sólo como d-d-defensa. ¡N-n-no se debe utilizar s-s-salvo si S-S-Sanctuary
es atacada antes! ¡Nunca c-c-como p-p-prioridad…!
—¡S-s-sí! —respondió Diane con ansiedad—. ¡S-s-sólo como d-d-defensa! Debe
s-s-ser así. No d-d-deberíamos…
—C-c-como nosotros —señaló Christy desesperadamente—. C-c-como hacemos
los M-M-Mendigos.

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Todos empezaron a hablar al mismo tiempo, tartamudeando y gritando. Todos
querían creer que Sanctuary no hacía nada distinto a lo que hacían ellos mismos, que
estaba instalando mecanismos secretos de autodefensa que el Consejo jamás tendría
que utilizar realmente. Los paquetes existían para las negociaciones verbales, para las
falsas amenazas que, después de todo, eran lo único que los Durmientes
comprendían. Todo el mundo lo sabía. Los Insomnes tenían derecho a la autodefensa
si Sanctuary era atacada directamente. Los Insomnes no eran asesinos. Los
Durmientes eran los asesinos. También eso lo sabía todo el mundo.
Miri observó primero a Terry, luego a Nikos, después a Christy y por fin a Allen.
Volvió a mirar el arma biológica de su abuela, que se mantenía en secreto incluso
para el Consejo de Sanctuary y sólo era conocida por el puñado de socios de los
Laboratorios Sharifi que la habían desarrollado, sintetizado y colocado secretamente
en ciudades llenas de niños.
¿Lo sabría su padre?
De pronto Miri pensó que también ella se haría una máscara de plastipel. Por fin,
después de varias horas de agitada discusión, los Mendigos no hicieron nada con
respecto al arma biológica. No podían hacer nada. Si le revelaban al Consejo lo que
sabían, el Consejo descubriría sus capacidades reales. Si desactivaban los
mecanismos de control a distancia, los adultos también los descubrirían. Si eso
ocurría, los Mendigos perderían la posibilidad de proteger lo suyo… y ya habían sido
incapaces de proteger a Tony. De todas formas, si el virus sólo se utilizaba como
defensa, creado en la ferviente creencia de que nunca sería necesario activarlo,
entonces, ¿cuál era la diferencia entre lo que hacían los Laboratorios Sharifi y lo que
estaban haciendo ellos?
A los chicos no se les ocurrió hacer nada aparte de instalar las violaciones en las
defensas, de modo que no hicieron nada.
Miri regresó lentamente a su laboratorio y el programa de Terry para burlar la
vigilancia empezó a funcionar mostrando cómo ganaba una inexistente partida de
ajedrez tras otra.

Miri pasó varios días perturbada por el descubrimiento de los Mendigos. Intentó
trabajar en su antigua investigación neurológica para inhibir el tartamudeo. Rompió
un delicado bioscanner, empleó erróneamente una pieza vital del código en el
terminal de trabajo y lanzó una cubeta de precipitación al otro lado de la habitación.
Seguía viendo a su padre, y a Giles, que se retorcía sobre las rodillas de éste. Ricky la
amaba. La amaba lo suficiente para sospechar que ella y los Súper se estaban aislando
en una comunidad propia y sin embargo no… ¿qué? ¿Qué podía hacer? ¿Qué quería
hacer?
Las cadenas se formaron en su mente como nubes que salían girando de los

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reactores de mantenimiento. Lealtad. Traición. Autoconservación. Solidaridad.
Padres e hijos.
El terminal de comunicación emitió un zumbido. A pesar de lo agitada que estaba,
Miri intentó conservar la calma al ver el rostro de Joan Lucas.
—Miri, si estás ahí, ¿querrías poner el terminal en la modalidad bidireccional?
Miri no se movió. Joan le había dado la noticia de la muerte de Tony hecha un
mar de lágrimas. Joan era una Normal. ¿Era su vieja amiga? ¿Su nueva enemiga?
Esas categorías ya no se sustentaban.
—O no estás o no quieres hablar conmigo —dijo Joan. En el último año se había
vuelto aún más hermosa: una bella jovencita de diecisiete años manipulada
genéticamente, de mandíbula grande y enormes ojos de color violeta—. Está bien. Sé
que aún estás… dolida por lo de Tony. Pero por si estás ahí, quería decirte que
busques la red de noticias veintidós de Estados Unidos. Ahora mismo. Hay un artista
al que a veces miro. Me ayudó con… algunos problemas mentales. A ti también
podría ayudarte si lo vieras. Era sólo una idea. —Joan bajó la vista, como si sopesara
las palabras cuidadosamente y no quisiera que Miri viera la expresión de sus ojos—.
Si tienes acceso, no dejes que quede registrado en el diario principal. Estoy segura de
que los Súper sabéis cómo hacerlo.
En ese momento Miri se dio cuenta de que Joan se había comunicado con ella
mediante un enlace interceptador de códigos.
Miri se puso de pie, sin saber qué hacer, y empezó a mordisquearse un mechón de
pelo, costumbre que había adquirido desde la muerte de Tony. ¿Cómo era posible que
mirar a un «artista» de la Tierra ayudara a Joan con sus «problemas mentales»? Y de
todas formas, ¿qué clase de problemas podía tener una persona como Joan,
perfectamente adaptada a su comunidad?
Ninguno en común con los de Miri.
Cogió la cubeta que había lanzado por el aire, la lavó y la desinfectó. Volvió a
concentrarse en el código del ADN para un neurotransmisor sintético modelado en su
propio terminal de trabajo y reanudó la tediosa tarea de comprobar mediante el
ordenador diminutas y exactas alteraciones hipotéticas en esa fórmula, que podían ser
o no el punto de partida correcto. El programa no funcionaba, en algún punto se había
producido un fallo. Miri dio un puñetazo al costado del terminal.
—¡M-m-mierda!
Nikos o Terry enseguida habrían sabido cómo repararlo. O Tony.
Se dejó caer en una silla. Se sintió invadida por oleadas de congoja. Cuando lo
peor había pasado, volvió a acercarse al terminal. No logró encontrar el fallo, ni
siquiera después de utilizar el programa de mantenimiento.
Se volvió hacia la pantalla y pidió acceso a la red de noticias veintidós de Estados
Unidos.

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Estaba completamente vacía. ¿Otro fallo? Miri había empezado a saltar para
lanzar el puño contra el escenario holográfico en miniatura y golpear el suelo del
mismo cuando el centro del escenario se iluminó súbitamente. Un hombre sentado en
una silla, a veinte centímetros de altura, empezó a hablar.
—«¡Felices aquellos tiempos en que / Me sentía rebosante en mi angelical
infancia! / Antes de comprender este lugar…»
¿De eso se trataba? ¿De un hombre sentado en una silla, que recitaba una especie
de poesía de los mendigos? ¿Joan había roto años de silencio para decirle a Miri que
mirara eso?
Mientras el hombre empezaba a hablar, la negrura que se alzaba a sus espaldas
empezó a tomar forma. No… las formas salieron de la oscuridad, repetidas pero
también sutilmente diferentes, extrañamente compulsivas. Las cadenas se formaron
en la mente de Miri y vio que también éstas, aunque compuestas por los
pensamientos más mundanos, eran sutilmente diferentes de las cadenas habituales y
que su forma general no se parecía a las que se deslizaban al otro lado del hombre
que recitaba sentado en una silla de ruedas. Tal vez Diane debía ver esto: estaba
resolviendo ecuaciones para describir la formación de cadenas de pensamiento,
basada en el trabajo que Tony había hecho antes de morir.
—«Pero percibido a través de este atuendo carnal / Resplandecientes brotes de
eternidad» —decía el hombre. De pronto Miri se dio cuenta de que su silla estaba
desarrollada tecnológicamente, y de que él sufría algún daño o deformidad. No era
normal.
Las cadenas de su mente se volvieron cada vez más planas y más serenas. Las
formas de la holorred habían cambiado. Oía las palabras del hombre, y sin embargo
no las oía..lo realmente importante no eran las palabras. ¿Y acaso eso no estaba bien?
Las palabras nunca habían sido importantes, sólo lo eran las cadenas, y la forma de
éstas se parecía, aunque no era semejante, a las que rodeaban al hombre. Pero el
hombre también había desaparecido, y eso estaba bien porque ella, Miri, Miranda
Serena Sharifi, estaba desapareciendo, se deslizaba cuesta abajo, por un largo
tobogán, y a cada metro que recorría se hacía más pequeña hasta que desapareció y
resultó invisible: un fantasma transparente e ingrávido que no temblaba ni
tartamudeaba y que estaba en el rincón de una habitación que jamás había visto.
Supo que debajo de ésa había otras habitaciones. Era un edificio profundo —
profundo, no alto— y cada habitación era como ésa, llena de una luz tan palpable que
casi se podía decir que estaba viva. De hecho, estaba viva y se transformaba
súbitamente en una bestia de quince cabezas. Miri empuñaba una espada.
—No —dijo en voz alta—. Soy transparente, no puedo usar una espada. —Pero
evidentemente esto no tenía importancia, porque la bestia arremetió contra ella,
rugiendo, y ella le cortó una cabeza, que cayó y sólo entonces vio que se trataba de la

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de su abuela. La cabeza de Jennifer yacía en el suelo, y mientras Miri observaba
horrorizada, en el suelo se abrió un agujero y la cabeza se deslizó por él, sonriendo
débilmente. Miri supo que iba a otra habitación, más profunda (todo el lugar estaba
lleno de habitaciones y cada una abría el paso a la siguiente), pero la cabeza no
desapareció por completo. Nada desaparecía jamás por completo. La bestia volvió a
atacar y ella le cortó otra cabeza, que rodó por el suelo tan serenamente como la
anterior. Aquélla era la de su padre.
De pronto, la furia se apoderó de ella. Cortó cabezas una tras otra. Reconoció
algunas mientras se hundían en la profundidad del edificio y otras no. La última era la
de Tony, y en lugar de desaparecer, surgió un cuerpo, no el de Tony sino el perfecto
cuerpo obtenido por manipulación genética de David Aronson, a quien ella había
intentado seducir tres años antes, y él la había rechazado. Tony/David empezó a
desnudarla, y ella se excitó de inmediato.
—Siempre te deseé —dijo Miri.
—Lo sé —respondió él—, pero antes tenía que anular el temblor. —Él la penetró,
y sobre sus cabezas el mundo estalló en cadenas de pensamiento.
—No, espera un momento —le dijo Miri a Tony—, ésas no son las cadenas
correctas. —Levantó la vista, se concentró, y cambió las cadenas en distintos puntos.
Tony esperó con una sonrisa en sus hermosos labios y el cuerpo inmóvil. Cuando
Miri terminó de cambiar las cadenas, él se estiró para volver a cogerla, y Miri se
sintió invadida por una ternura y una paz tan infinitas, que dijo en tono de deleite—:
¡Lo de mamá no tiene importancia!
—Nunca la tuvo —dijo Tony, y ella rió y lo acarició y…
… Se despertó.
Miri miró a su alrededor, aterrorizada. El laboratorio volvió a cobrar vida. Había
desaparecido, había quedado reemplazado por…
Se había quedado dormida. Había estado soñando.
—N-n-no —gimió Miri. ¿Cómo era posible que se hubiera quedado dormida?
¿Ella? Los sueños eran algo que tenían los Durmientes, los sueños eran
construcciones de pensamiento descritas en estudios teóricos del cerebro… El
holoterminal volvió a quedar a oscuras. Lentamente, el hombre desapareció.
Las formas. El equipo de aquel hombre había proyectado formas, y en la mente
de Miri habían surgido formas de respuesta. Como estructuras de cadenas de
pensamiento… Pero no. ¿Tal vez de una parte distinta de su cerebro, una parte no
cortical? Pero la sensación de paz, de gozo, de increíble identidad con Tony… Eso
sólo podía haber surgido de su corteza cerebral. Lo había soñado. Aquel hombre —
utilizó la palabra de la Tierra— la había «hipnotizado» con sus formas mentales, su
poesía sobre la soledad, y luego las formas del holograma habían hecho salir sus
propias formas oníricas…

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Pero había habido algo más… Miri había cambiado el sueño. Se había
concentrado en las cadenas que se extendían sobre su cabeza y la de Tony y las había
cambiado deliberadamente. Ahora podía ver ambas versiones en su memoria.
Miri se quedó muy quieta, tan quieta como había estado en el sueño.
—«Drew Arlen —decía una voz muy amable encima del holograma sentado en la
silla—. Soñador Lúcido. ¡La nueva forma artística que ha caído sobre el país como
un relámpago! Se trata de un programa no reproducible, Vividores que estáis en
Hololandia, y para adquirir vuestra propia copia de una de las seis actuaciones
diferentes de Sueño Lúcido…»
Miri tocó el código de Tony para responder. El hombre de la silla quedó
congelado en el tiempo.
Todavía mareada, Miri apoyó la cabeza entre las rodillas. Había estado soñando.
Ella, Miranda Sharifi, Insomne y Superbrillante. Aún podía ver a Tony; sentía los
brazos de él alrededor de su cuerpo, percibía la profundidad del edificio que se
encontraba debajo de ella, sus innumerables habitaciones. Aún podía ver las cadenas
de pensamiento, sólidas como la materia, que ella misma había cambiado.
Miri levantó la cabeza y se sentó frente al terminal de trabajo. Arregló el fallo del
programa. Le resultó fácil; todo lo que tuvo que hacer fue seguir las cadenas que
había visto en el sueño, las que había cambiado. Escribió el diminuto código del
ADN que había estado buscando durante tres años y que jamás había visto realmente.
El programa chocó contra sus parámetros, sus tablas de probabilidades, las
interacciones neuroquímicas. Le llevaría un tiempo completar las comparaciones y
los modelos, pero Miri ya lo sabía: los genes manipulados eran los correctos, los que
había estado buscando, los que había rodeado pero no había visto hasta que la parte
soñadora de su mente había analizado de otra manera los datos de sus cadenas de
pensamiento, y había añadido lo que faltaba.
Eso estaba bien; su mente había añadido lo que faltaba, lo que le había faltado
durante toda su vida. Las ideas —no lineales, ni anudadas en cadenas, ni conectadas
de forma perceptible— de la parte de su mente que faltaba. La parte que soñaba.
No… la parte del sueño lúcido, que se internaba en un universo más profundo, para
extraer cosas que jamás había imaginado que estaban allí y que sin embargo eran
indudablemente suyas. Cosas que ella, la Miri consciente, podía manipular
parcialmente en el mundo de los sueños.
Miri observó el holograma paralizado del artista sentado en la silla. Él sonreía
débilmente; una luz invisible resplandecía en su pelo brillante. Sus ojos eran verdes y
brillantes.
Volvió a sentir el orgasmo del sueño con Tony. Cada fibra de su ardiente, joven y
resuelta personalidad se anudó alrededor de la figura de Drew Arlen, que le había
proporcionado ese don, esa redención.

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Sueño lúcido.
Miri se puso de pie. Quería sintetizar su compuesto neurológico, probarlo y
tomarlo. Sabía que funcionaría. Inhibiría el tartamudeo y los temblores de los Súper
sin deteriorar sus supercapacidades. Les permitiría ser ellos mismos, sólo que con una
dimensión añadida.
Como el sueño lúcido. Uno mismo, pero más uno mismo.
Antes debía hacer algo. Buscó el programa de la biblioteca y lo abrió para los
parámetros preliminares de búsqueda más amplios posible: todos los datos de los
archivos de Sanctuary, de los bancos de datos legales de la Tierra por los que
Sanctuary había pagado elevados honorarios y de los ilegales por los habían pagado
honorarios aún más elevados. Agregó los programas de búsqueda que Tony había
diseñado y le había enseñado a utilizar, los mismos que los propietarios de bancos de
datos consultados consideraban totalmente seguros. Miri añadió todo lo que se le
ocurrió. Quería saber todo lo que había que saber sobre Drew Arlen. Todo.
Después averiguaría cómo llegar a él.

Los Mendigos se apiñaron en el laboratorio de Raoul y se sentaron en bancos, en


el escritorio, en el suelo. Hablaban suavemente, como solían hacerlo entre ellos,
dándose mucho tiempo para que las palabras surgieran. En general no se miraban a
los ojos. Ahora casi todos ellos llevaban máscaras, algunas muy ornamentadas.
La máscara de Miri no estaba decorada. No iba a llevarla mucho tiempo más.
—P-p-proteínas n-n-nucleicas…
—… encontré una n-n-nueva cinta ond-d-deando…
—… un k-k-kilo más p-p-pesado…
—M-m-mi hermana recién n-n-nacida…
—C-c-c. —y luego un gruñido de frustración. El primer terminal buscó un
programa de cadenas.
—Esperad un minuto antes de ocuparos de la comunicación con cadenas —pidió
Miri—. Tengo que mostraros algo.
Un silencio paralizante cayó sobre la habitación. Miri se quitó la máscara y apartó
los largos mechones de pelo de sus ojos. Los miró serenamente y su rostro no tembló
ni se sacudió.
—U-u-ug —dijo alguien, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago.
—Encontré el código exacto —anunció Miri—. El enzima es fácilmente
sintetizable, no tiene efectos secundarios previsibles ni los he observado en mi propio
organismo, hasta ahora, y puede administrarse mediante un parche subcutáneo de
goteo lento. —Se levantó la manga para mostrarles la pequeña cicatriz que se
regeneraba rápidamente en su brazo izquierdo.
—¡La f-f-fórmula! —pidió ansiosamente Raoul, el otro investigador biológico.

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Miri buscó en su terminal de trabajo la estructura de cadenas. Raoul se pegó a la
pantalla.
—¿C-c-cuándo? —preguntó Christy.
—Me puse el parche hace tres días. No abandoné el laboratorio desde entonces.
Nadie ha visto esto salvo vosotros.
—¡P-p-pónmelo a m-m-mí! —pidió Nikos.
Miri había preparado veintisiete parches subcutáneos. Los Mendigos se pusieron
en fila. Susan desinfectaba el brazo de cada uno de ellos, Raoul practicaba la incisión,
Miri insertaba el parche y Diane lo vendaba. No hubo necesidad de dar puntos de
sutura; la piel se regeneraría por sí sola.
—Pasarán algunas horas antes de que se produzca el efecto —explicó Miri—. El
enzima debe dirigir la elaboración de una cantidad suficiente de neurotransmisores.
Los Súper observaron a Miri con los ojos brillantes. Ella se inclinó hacia delante:
—Escuchad… Debemos hablar de algo más. Sabéis que hace casi cuatro años que
estoy buscando esta modificación genética; bueno, durante los dos primeros estuve
analizando el problema. Pero creo que no habría encontrado la solución si no hubiera
aprendido a hacer algo más. Se llama sueño lúcido.
Todos la escuchaban con absoluta concentración. Continuó:
—Parece algo que hacen los Durmientes, y fue un Durmiente quien me introdujo
en esto. Por intermedio de Joan Lucas. Pero nosotros también podemos desarrollar el
sueño lúcido, y aunque todavía no tengo ningún dato de una tomografía de cerebro,
creo que nosotros podríamos hacerlo de una forma distinta de la de los Durmientes. O
incluso de la de los Normales. —Miri les habló de la llamada de Joan, de Drew
Arlen, de cómo había visto en el sueño lúcido su propia cadena de investigación y la
había cambiado—. Es como si las cadenas fueran una clase de pensamiento, cadenas
que unen efectivamente el pensamiento lineal con el de las asociaciones, y el sueño
lúcido es una clase nueva. Utiliza… historias. Tal vez las arranca del inconsciente,
como se supone que ocurre con los sueños de los Durmientes. Pero éstos no tienen
estructuras de cadenas para unir a las historias. No pueden… bueno, no lo sé… tal
vez no pueden dar forma tan eficazmente al sueño lúcido porque, para empezar, no
tienen formas tan coherentes con las que trabajar. Tal vez pueden dar forma al sueño,
pero sin la complejidad visualizada de las cadenas el hecho de dar forma sólo opera
en un nivel emocional. —Miri se encogió de hombros. ¿Quién podía decir cómo
funcionaba la mente de los Durmientes?—. En cierto modo, el sueño lúcido es
como… como volver a nacer. Como entrar a un mundo con más dimensiones de las
que tiene éste. Y quiero que todos lo probéis.
Del bolsillo de sus pantalones cortos Miri sacó el cartucho de programa que
contenía la actuación de Drew que a ella más le gustaba, la segunda. Grabar la serie
completa de seis actuaciones no había sido difícil para los programas de Tony, al

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margen de la teórica inexpugnabilidad que pregonaban las redes de noticias.
Antes de que comenzara la reunión, Terry Mwakambe había activado uno de sus
impenetrables campos de seguridad en todo el laboratorio de Raoul. Miri insertó el
cartucho en el holoterminal de Raoul. Se puso de espaldas al escenario en miniatura;
no quería quedarse dormida, al menos no esta vez. Quería mirar a los demás.
Ninguno de ellos llegó a cerrar los ojos. La melodiosa voz de Drew Arlen lamía
sus párpados recitando palabras, sugiriendo ideas. Los Súper soñaban.
Cuando todo acabó, se despertaron casi todos al mismo tiempo. Reían, lloraban y
hablaban con entusiasmo de sus sueños; todos menos Terry, el más modificado
genéticamente, el más diferente. Se había quedado acurrucado en un rincón con la
cabeza gacha, de modo que Miri sólo podía verle el pelo.
En algún momento, entre risas y exclamaciones, el enzima sintético de Miri
estimuló la producción de tres sustancias químicas cerebrales distintas e
interdependientes que cambiaban la sutil composición codificada genéticamente del
líquido cefalorraquídeo.
Terry se puso de pie. Su cuerpo delgado y su gran cabeza estaban absolutamente
firmes. Los observó y sus ojos no parpadearon ni se movieron.
—Sé cómo eliminar los últimos programas de seguridad de los Laboratorios
Sharifi. Y sé qué hay detrás de ellos.

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24

l día de Año Nuevo, Leisha caminaba junto al arroyo, bajo los álamos. El

E suelo estaba cubierto por una brillante capa de nieve. Levantó la vista y vio a
Jordan, sin abrigo, que corría hacia ella resoplando. Las líneas y arrugas de su
rostro curtido por el sol —ya tenía sesenta y siete años— reflejaban una gran tensión.
—¡Leisha! ¡Sanctuary se ha separado de Estados Unidos!
—Sí —respondió Leisha sin sorprenderse. Poco después del funeral de Alice
había pensado que seguramente ésa era la intención de Jennifer. Era coherente. Se le
ocurrió que probablemente ella y Kevin Baker eran las dos únicas personas de todo el
país que no estaban sorprendidas. Aunque tal vez Kevin lo estuviera. No había
hablado con él desde el funeral de Alice.
Leisha se agachó para coger una piedra: era un óvalo casi perfecto, pulido con
paciencia por la fuerza del viento y las aguas. La tocó con los dedos y le pareció que
estaba helada.
—Sí —le dijo a Jordan—. Lo sé.
—Bueno, ¿no vas a venir a mirar las redes de noticias?
—¿No es eso lo que hacemos siempre? —inquirió Leisha, y al oír el tono de su
voz, Jordan la miró fijamente.
Sanctuary transmitió su declaración a las ocho de la mañana del 1 de enero de
2092. Los términos de la declaración, difundida simultáneamente a las cinco redes de
noticias más importantes del país, al presidente y al Congreso de Estados Unidos —
ninguno de los cuales estaba en actividad a esa hora del día de Año Nuevo— no eran
negociables:
Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se vuelve necesario para un
pueblo disolver los lazos políticos que lo han vinculado a otro y asumir entre las
potencias de la Tierra el estado separado e igual al que las leyes de la naturaleza y el
Dios de la naturaleza le dan derecho, el honesto respeto a las opiniones de la
humanidad exige que manifieste las causas que lo impulsan a esa separación.
Sabemos que hay verdades evidentes para cualquier observador atento: que los
hombres no han sido creados iguales. Que todos tienen derecho a la vida, a la libertad
y a la búsqueda de la felicidad, pero que nada de esto está garantizado a expensas de
la libertad de los demás, del trabajo de los demás ni de la búsqueda que los demás

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hagan de su propia felicidad. Del hecho de que los gobiernos establecidos entre los
hombres aseguren estos derechos derivan sus facultades, obtenidas gracias al
consentimiento de los gobernados. Que un gobierno que no protege los derechos de
un pueblo y tampoco asegura el consentimiento de éste se ha vuelto destructivo, y
que ese pueblo tiene derecho a alterarlo o a abolirlo, y a establecer un nuevo gobierno
sentando las bases de esos principios y organizando su poder de la forma que le
parezca más apropiada para lograr su seguridad y su felicidad.
Esto no debería hacerse por causas vanas y triviales, pero cuando una larga serie
de abusos y usurpaciones pone de manifiesto el propósito de privar a un pueblo de lo
que le corresponde por derecho, es su deber derrocar a ese gobierno. La historia del
actual gobierno de Estados Unidos es una historia de injurias y usurpaciones
repetidas. Para demostrarlo, permítasenos exponer los hechos a un mundo imparcial.
Estados Unidos ha negado efectivamente a Sanctuary la representación en
cualquier legislatura o cuerpo legislativo debido al odio extendido e ignorante de los
Durmientes hacia los Insomnes. Estados Unidos ha exigido a Sanctuary impuestos
capaces de provocar su ruina originando de facto un sistema tributario sin
representación, y tomando así, por la fuerza, los frutos del trabajo de los ciudadanos
de Sanctuary.
A cambio de esos impuestos, Estados Unidos no ha proporcionado protección, ni
beneficios sociales, ni representación legal, ni ventajas comerciales para Sanctuary.
Ningún ciudadano de Sanctuary utiliza caminos federales ni estatales, escuelas,
bibliotecas, hospitales, tribunales, protección policial ni contra incendios, beneficios
del subsidio de paro, ni esparcimiento público, todos ellos diseñados para obtener
votos de representación, y tampoco los demás servicios gubernamentales. Los
ciudadanos de Sanctuary que asisten a instituciones para graduados de Estados
Unidos pagan todos sus gastos y honorarios, y renuncian a la caridad pública.
Estados Unidos ha levantado barreras comerciales contra los establecimientos de
negocios de Sanctuary bajo la forma de impuestos desiguales y cupos comerciales,
obligándonos a comerciar con potencias extranjeras o, de lo contrario, a comerciar en
términos que hostigan a nuestro pueblo y consumen sus bienes.
Estados Unidos ha obstaculizado la organización de la justicia negándose a
aceptar leyes para establecer los poderes judiciales de la propia Sanctuary, por lo que
nos vemos privados del derecho judicial básico a ser juzgados por un jurado de
iguales.
Finalmente, Estados Unidos ha utilizado contra Sanctuary la amenaza de la fuerza
militar en el caso de que Sanctuary no cumpla estas injustas e inmorales condiciones,
renunciando efectivamente al gobierno real de Sanctuary y declarando la guerra
contra nosotros.
Por tanto, nosotros, los representantes de Sanctuary, reunidos en Consejo General,

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apelando al Juez Supremo del Mundo y por la rectitud de nuestras intenciones, en
nombre del pueblo de Sanctuary y por la autoridad que éste nos confiere, hacemos
solemnemente público y declaramos que esta colonia orbital es y debería ser por
derecho un estado libre e independiente; que quedamos liberados de toda alianza con
Estados Unidos de América, y que todas las relaciones políticas entre nosotros y
Estados Unidos deben quedar disueltas. Como estado libre e independiente,
Sanctuary tiene capacidad para declarar la guerra, firmar la paz, establecer alianzas,
decidir el comercio y desarrollar todos los otros actos que los estados independientes
tienen derecho a desarrollar. Nosotros, los miembros de Sanctuary, declaramos así
que nuestro primer acto como estado independiente es despojarnos del yugo del
tributo foráneo bajo la forma de desiguales impuestos corporativos calculados
trimestralmente, injustamente exigidos el 15 de enero de este año de 2092, seguidos
por otros impuestos semejantes que Estados Unidos tal vez intente exigir para nuestra
ruina y perjuicio el 15 de abril de este año.
En apoyo de esta declaración, nosotros, los representantes debidamente elegidos y
designados de Sanctuary, nos juramos mutuamente entregar nuestra vida, nuestra
fortuna y nuestro sagrado honor.

El facsímil de la red de noticias contenía catorce firmas encabezadas por un


enorme y garabateado «Jennifer Fátima Sharifi». Por lo que Leisha recordaba, la letra
de Jennifer solía ser pequeña y pulcra.
—Lo hicieron. Lo hicieron de verdad —comentó Stella.
—Leisha, ¿qué ocurrirá ahora? —preguntó Jordan.
—La oficina de recaudaciones esperará a que se cumpla el plazo del pago de
impuestos del 15 de enero. Si entonces no han pagado, someterán a Sanctuary a una
valoración de riesgo. Eso significa que tendrán derecho a apoderarse físicamente de
los bienes materiales para utilizarlos como medida de protección hasta recibir el
dinero.
—¿Apoderarse físicamente de Sanctuary? ¿Sin una audiencia, o algo así?
—La valoración de riesgo da prioridad al embargo y luego a la audiencia judicial.
Seguramente por eso Jennifer eligió seguir ese rumbo. Todos tendrán que moverse
con rapidez. La mitad de los miembros del Congreso está de vacaciones. —Leisha
notó la serenidad y el desapego con que hablaba.
—Pero apoderarse de Sanctuary… ¿Cómo, Leisha? ¿Con el ejército? ¿Mediante
un asalto? —preguntó Stella.
—Podrían eliminarla del espacio con un solo misil Truth —se arriesgó Jordan.
—Pero no lo harán —aseguró Stella— porque destruirían todas las propiedades
de las que la oficina de recaudaciones intenta apoderarse. Tendrá que ser una… una
invasión. Aunque eso sería muy perjudicial para Sanctuary… porque los entornos

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orbitales son frágiles. Leisha, ¿en qué demonios está pensando Jennifer?
—No lo sé —respondió Leisha—. Mira las firmas: Richard Anthony Keller
Sharifi, Najla Sharifi Johnson, Hermione Wells Keller… Los hijos de Richard se han
casado. No creo que Richard lo sepa.
Stella y Jordan se miraron.
—Leisha —dijo Stella con su habitual estilo acre—, ¿no te parece que esto es
algo más que una cuestión de «noticias familiares»? ¡Esto es una guerra civil!
Jennifer finalmente ha logrado separar a casi todos los Insomnes del resto del país, de
la corriente principal de la sociedad norteamericana…
—¿Y vas a decirme —preguntó Leisha con una glacial sonrisa— que los doce
que estamos aquí en este recinto olvidado en el desierto no hemos hecho lo mismo?
Ninguno de los dos le respondió.
—¿Crees que Sanctuary es un verdadero rival para Estados Unidos? —preguntó
Stella.
—No lo sé —repuso Leisha, y Stella y Jordan se miraron con expresión
horrorizada—. No soy la persona adecuada para responder. Jamás en mi vida he
tenido razón con respecto a Jennifer Sharifi.
—Pero Leisha…
—Voy a bajar hasta el arroyo —anunció Leisha—. Si entramos en guerra,
llamadme.
Stella y Jordan se quedaron mirándose confundidos y enfurecidos con ella,
incapaces de ver la diferencia entre indiferencia criminal y lo que, según Leisha, era
aún peor: inutilidad criminal.

Desde el primer momento, el Congreso de Estados Unidos se tomó muy


seriamente la amenaza de separación. Era de los Insomnes. Los senadores y
congresistas que habían abandonado sus distritos durante las vacaciones de invierno
volvieron a reunirse rápidamente en Washington. El presidente Calvin John
Meyerhoff, un hombre robusto y de movimientos lentos al que las redes de noticias
apodaban «Silencioso Cal II», poseía sin embargo una mente aguda y finamente
sintonizada con la política exterior. Si a Meyerhoff le pareció una ironía que la más
importante crisis extranjera de su debilitado primer mandato incluyera una zona de
Estados Unidos que técnicamente formaba parte del condado de Cattaraugus, en
Nueva York, la ironía no estuvo presente en ninguno de los anuncios a la prensa
realizados desde el Despacho Oval.
Sin embargo, las redes de noticias de los Vividores consideraban la amenaza de
Sanctuary algo divertido, una materia de primera para los espacios cómicos de dos
minutos de duración, los programas líderes en audiencia. Pocos Vividores habían
tratado, oído hablar o conocido a los Insomnes, que hacían intercambios con la clase

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de los auxiliares que dirigiá los negocios que administraban el país. Una red de
noticias de los Vividores predijo alegremente: «El próximo en separarse… ¡Oregón!
¡Las entrañas de la historial» El número era representado por holoactores que
llevaban los párpados pegados con cintas y se reunían en el centro de Portland y
anunciaban en tono rimbombante que para el pueblo de Oregón era necesario
«disolver los lazos políticos que los unían al resto del pueblo». De pronto aparecían
pancartas en las que se leía «OREGÓN LIBRE» en medio de carreras de scooters,
fiestas de cerebros y palacios que ofrecían bailes. Un corredor llamado Kimberly
Sands ganó la carrera invernal de Belmont en un scooter pintado con la bandera de
Oregón impresa sobre la de Estados Unidos.
El 3 de enero, la Casa Blanca emitió una declaración afirmando que Sanctuary
había hecho una declaración de sedición y terrorismo, proclamando su «capacidad
para declarar la guerra» mientras conspiraba para derrocar al gobierno de Estados
Unidos al tiempo que pertenecía a una zona del Estado de Nueva York. Ni el
terrorismo ni la sedición podían tolerarse en una democracia libre. La Guardia
Nacional fue puesta en estado de alerta. En una declaración difundida también a la
prensa, se advirtió a Sanctuary de que el 10 de enero una delegación compuesta por
miembros del Departamento de Estado y de la Oficina de Recaudación —una pareja
rara vez vista en la diplomacia norteamericana— llegaría a Sanctuary «para tratar de
la situación».
Sanctuary respondió que si algún vehículo o nave espacial se acercaba al orbital,
abrirían fuego.
El Congreso se reunió en sesión de urgencia. La Oficina de Recaudación exigió
una valoración de riesgo de todos los bienes que se encontraban en posesión de
Sanctuary Inc., y de sus principales accionistas, la familia Sharifi. Las redes de
noticias sensacionalistas, más interesadas en el aspecto dramático que en el
procedimiento impositivo federal, anunciaron que la Oficina de Recaudación
vendería Sanctuary mediante subasta para pagar los impuestos y las multas:
«¿Alguien quiere comprar un vehículo espacial usado? ¿Un panel orbital ligeramente
mellado? ¿Oregón?» WBRN, «el Canal de los Listos», celebró un simulacro de
subasta durante la cual Oregón era adquirido por una pareja de Monterey, California,
que anunciaba que el Parque Nacional del Lago Cráter deseaba separarse de Oregón.
El 8 de enero, dos días antes de que Sanctuary recibiera a la delegación federal, la
división de noticias del New York Times, conjuntamente con su venerable periódico
auxiliar, publicó un editorial titulado «¿Por qué conservar Oregón?». La versión de la
red de noticias fue leída en las seis holotransmisiones diarias por el locutor
coordinador; la versión impresa estaba centrada en la página del editorial, en la que
no aparecía ningún otro texto.

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¿Por qué conservar Oregón?
En la última semana, el país ha recibido una seria amenaza de
separación por parte de Sanctuary, baluarte de los Insomnes
norteamericanos, y una atracción secundaria por parte de las así
llamadas redes de noticias de los periódicos sensacionalistas. Según el
gusto personal, las atracciones secundarias pueden ser divertidas,
vulgares, humillantes o triviales. Ésta, sin embargo, centrada como
está en el despreocupado movimiento «Oregón libre», realmente cumple un
propósito útil al ayudar a la comprensión de la naturaleza de la
amenaza lanzada por Sanctuary. Supongamos que fuera Oregón el que
intenta separarse de la Unión. Supongamos incluso que una persona
objetiva y seria, suponiendo que quede alguna en el confuso conjunto de
Vividores, desea desarrollar argumentos genuinos y serios contra el
derecho de Oregón a hacerlo. ¿Cuáles serían esos argumentos? El primer
punto a destacar es que tales argumentos deben comenzar a partir de un
paralelismo con la revolución norteamericana, no con la Guerra de
Secesión, en la que once Estados Confederados intentaron separarse de
la Unión. En efecto, en toda la diversión que las irresponsables redes
de noticias están creando en torno a este tema, no recordamos haber
oído una sola referencia a Fort Sumter ni a Jeff Davis. El paralelismo
con la revolución se insinúa en el lenguaje utilizado por la así
llamada declaración de independencia de Sanctuary. Evidentemente,
Sanctuary se considera una colonia oprimida, como se consideraban las
trece colonias norteamericanas originales, y una seria impugnación del
documento de Sanctuary debe comenzar con un examen de ese paralelismo.
Esto no resulta muy convincente. Nuestro primer argumento en contra
de permitir que Oregón —o Sanctuary— se separe es el de la no
controversia. El caso no admite pruebas suficientes para justificar la
admisión de una seria decisión, porque el paralelismo entre 1776 y 2092
es muy débil. Las colonias norteamericanas han soportado reglas
foráneas impuestas sin representación, soldados extranjeros
acuartelados en ellas, una posición social de segunda clase en una
madre patria de primera clase. Por otra parte, en Sanctuary no ha
entrado ningún funcionario federal desde la inspección inicial a la que
fue sometida hace treinta y seis años. Sanctuary está representada en
la legislatura del Estado de Nueva York, en el Congreso Federal y en la
persona del presidente… en todos los casos a través de papeletas
ausentes que los residentes en Sanctuary reciben como algo normal para
cada elección y que, según fuentes dignas de crédito, jamás son
devueltas.
Es verdad que según el nuevo conjunto de medidas impositivas aprobado
el mes de octubre pasado por el Congreso, Sanctuary es gravada con
impuestos elevados. Pero Sanctuary también es la entidad más rica, no
sólo de Estados Unidos, sino del mundo. Lo correcto es establecer una
escala tributaria móvil. A diferencia de las colonias norteamericanas,
Sanctuary no ocupa en el mundo un lugar de segunda clase, explotada
económicamente. Si la verdad económica pudiera armarse a partir de
récords de inversión en el mundo entero, descubriríamos fácilmente que
Sanctuary disfruta de una mayor categoría financiera que Estados Unidos
en la economía global; sin duda, su valoración internacional de
depósitos es más elevada. Descubriríamos que Sanctuary posee realmente

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más oportunidades de explotar que de ser explotada. Sin duda, el
déficit anual de Sanctuary, si es que lo tiene, es menor que el del
gobierno de Estados Unidos. Es como si Oregón hubiera decidido que,
dado que utiliza en menor medida los servicios federales y paga menos
impuestos federales que Texas, por ejemplo, puede separarse. Falso.
No; según los criterios de la declaración de la independencia
original, Oregón y Sanctuary deben seguir perteneciendo a la Unión.
Otro argumento para conservar Oregón es el del precedente negativo.
Si Oregón pudiera separarse, ¿por qué no podría hacerlo California?
¿Por qué no Florida? ¿O Harrisburgh, en Pensilvania? La balcanización
de la Unión se basó en ese otro conflicto que tuvo lugar hace 225 años,
ese conflicto que Sanctuary se cuida muy bien de mencionar en su
documento de secesión. En tercer lugar, Oregón no puede separarse
debido al argumento de la relación violada. Es a través de los recursos
de Estados Unidos, incluida la lucha de los ciudadanos de Estados
Unidos, como se fundó Oregón o se incluyó en la prosperidad económica,
se le permitió convertirse en el centro del comercio de pieles durante
el siglo diecinueve y de la producción de terminales de comunicación de
Clase E en el siglo veintiuno. Oregón debe hacer honor a esa relación
recíproca aunque esté cansado de hacerlo, así como un hijo que se ha
licenciado en Derecho gracias a sus padres debe, en consonancia con el
acta de derechos civiles de 2048, mantener a sus padres ancianos con la
cantidad necesaria para que conserven el mismo nivel de vida que él
disfrutó durante su carrera. No puede dejarlos de lado sólo porque
ahora tiene más éxito que ellos. No puede separarse de la relación que
le colocó en su envidiable posición actual. Tampoco Oregón podría
hacerlo.
Finalmente, no se debe permitir a Oregón que se separe porque eso es
ilegal. El desafío a la soberanía de Estados Unidos, la negativa a
pagar impuestos, las amenazas de mantener la independencia mediante la
agresión… todo eso está prohibido por el Código de Estados Unidos. Que
Oregón intente la separación es un acto ilegal; que se le permitiera
lograrlo sería una bofetada a los ciudadanos, estados y entidades
organizativas del país respetuosos de las leyes. ¿Por qué conservar
Oregón? Por motivos de no controversia, precedente negativo, relación
violada y legalidad.
Y lo que es válido para Oregón, también lo es para Sanctuary.
Al margen de quién viva allí.

Drew llegó al recinto de Nuevo México la noche del 6 de enero. Había sido un día
extraordinariamente frío; él se había envuelto el cuello en una bufanda roja y llevaba
las piernas tapadas con una manta a juego. Leisha notó que ambas prendas eran de
fina lana irlandesa. Drew condujo la silla por la enorme sala de estar, construida para
albergar a setenta y cinco personas y que últimamente no reunía a más de diez o doce.
Alicia, la hija de Alice, y su familia habían regresado a California, Eric estaba en
Sudamérica y Seth y su esposa en Chicago. Leisha vio que Drew había vuelto a
cambiar.

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La estridente extravagancia del artista recién consagrado, un poco tímido, se
había suavizado. Eso era lo que lograba el éxito. Cuando levantó la vista para mirarla
y saludarla, la expresión de Drew era abierta pero en modo alguno la de un joven
necesitado… ni siquiera de atención. Ahora estaba seguro de lo que era, sin necesidad
de que ella se lo confirmara. Tampoco evitó su mirada porque sólo estuviera
interesado en su propia persona, como hacían muchos famosos. Drew todavía
observaba el mundo deseoso de estar interesado, con el añadido de una débil sonrisa
de desafío que indicaba que el interés continuado era algo que había que ganarse.
Era la mirada que Leisha siempre recordaba, como la de su padre.
—Pensé que debía volver a casa —comentó Drew—, por si esta situación política
se vuelve realmente tensa.
—¿Crees que no será así? —preguntó Leisha en tono cortante—. Pero claro, tú no
conociste a Jennifer Sharifi.
—No. Pero tú sí. Cuéntame, Leisha. ¿Qué va a ocurrir con Sanctuary?
En la entonación con que Drew pronunció la palabra «Sanctuary», ella percibió la
antigua obsesión. ¿Qué hacía él ahora con esa obsesión infantil, en su extraña
profesión adulta? ¿Acaso Sanctuary se transformaba en las formas del deseo,
alimentaba su sueño lúcido?
—Los militares no van a eliminar Sanctuary de la órbita, si te refieres a eso —
declaró Leisha—. Allí arriba hay civiles, aunque sean terroristas, y aproximadamente
la cuarta parte son niños. Cualquiera de las armas que tienen podría ser mortal, pero
Jennifer siempre fue demasiado perspicaz políticamente para cruzar la frontera que la
llevaría a responder con verdadera fuerza a un ataque.
—La gente cambia —opinó Drew.
—Es posible. Pero aunque la obsesión haya desgastado el criterio de Jennifer,
tiene otras personas a su lado que se opondría a ello. Un abogado muy inteligente
llamado Will Sandaleros y Cassie Blumenthal, y por supuesto los hijos de ésta, que
ahora deben de tener más de cuarenta años.
De pronto Leisha recordó a Richard diciendo, cuarenta años atrás: «Uno se vuelve
diferente, aislado con otros Insomnes durante décadas…»
Drew la observó y comentó:
—Richard también está aquí.
—¿Richard?
—Con Ada y el niño. Cuando llegué, Stella los estaba recibiendo. Parece que
Sean tiene gripe, o algo así. ¿Te sorprende que Richard haya venido, Leisha?
—Así es. —Sonrió—. Tienes razón, Drew… la gente cambia. ¿No te parece que
en cierto modo es divertido?
—Nunca pensé que tuvieras demasiado sentido del humor, Leisha. A pesar de tus
otras cualidades maravillosas, nunca sospeché que tuvieras ésa.

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—No me hostigues, Drew —dijo Leisha en tono cortante.
—No lo estaba haciendo —repuso él, y en su sonrisa Leisha vio que él hablaba en
serio: nunca había considerado que ella tuviera demasiado sentido del humor. Bueno,
tal vez ambos tenían una idea diferente del humor. Y de muchas otras cosas.
Richard entró solo. Dijo bruscamente:
—Hola, Leisha. Drew. Espero no molestarte con esta visita imprevista. Pensé…
Ella concluyó la frase por él.
—¿Que si Najla y Ricky tenían algo que comunicarte lo harían a través de mí?
Richard, querido, creo que lo más probable es que eligieran a Kevin. Sanctuary tiene
tratos con él…
—No. No recurrirían a Kevin —afirmó Richard, y Leisha no le preguntó cómo lo
sabía—. Leisha, ¿qué va a ocurrir con Sanctuary?
Todos le preguntaban lo mismo. Todos suponían que ella era la experta en
política. Ella, que había pasado treinta años en el desierto, sin hacer nada,
«enfurruñada», había dicho Susan Melling. ¿Qué cosas se le pasaban a la gente por la
cabeza, incluso a su gente? —No lo sé, Richard. ¿Qué crees tú que hará Jennifer?
Richard no la miró.
—Creo que haría estallar el mundo si pensara que con eso iba a sentirse a salvo.
—¿Estás diciendo…? ¿Sabes lo que estás diciendo, Richard? Que toda la filosofía
política de Sanctuary depende de las necesidades personales de un solo individuo.
¿Eso crees?
—Creo que eso es aplicable a todas las filosofías políticas —afirmó Richard.
—No —declaró Leisha—. No a todas.
—Sí. —No fue Richard quien refutó sus palabras, sino Drew.
—No a la Constitución —dijo Leisha, sorprendida por sus propias palabras.
—Lo veremos —dijo Drew mientras alisaba la cara y costosa lana irlandesa sobre
sus piernas inútiles.

Sanctuary, sin noches ni días, sin estaciones, siempre había conservado la hora
oficial del Este. Este hecho, tan familiar para Jennifer como la sensación que le
producía la sangre al correr por sus venas, de pronto le pareció grotesco. Sanctuary,
refugio y patria de los Insomnes, pionera en la siguiente etapa de la evolución
humana, había estado atada durante todos esos años al caduco Estados Unidos por la
más fundamental de las trabas artificiales: el tiempo. De pie en la cabecera de la mesa
del Consejo de Sanctuary, a las seis de la tarde, hora de Estados Unidos, Jennifer
decidió que cuando esta crisis hubiera llegado a su fin, esas trabas quedarían
eliminadas. Sanctuary idearía su propio sistema de medición del tiempo, libre de la
idea que el planeta tenía del día y la noche, de los degradantes ritmos circadianos que
ataban a los Durmientes. Sanctuary conquistaría el tiempo.

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—Ahora —dijo Will Sandaleros—. Acción.
Ninguno de los miembros del Consejo estaba sentado; todos permanecían de pie
con las palmas de las manos apoyadas sobre la mesa de metal pulido o apretadas a los
costados del cuerpo, con la vista fija en las pantallas del extremo de la sala. Jennifer
observó los rostros de todos: excitados, decididos o dolidos. Pero los pocos que
mostraban dolor también parecían decididos y el suyo era ese dolor que acepta la
necesidad de una cirugía. Jennifer había reemplazado el sistema de elección al azar
por unas elecciones, que habían llevado casi una década. Luego se había tomado
bastante tiempo para formar ese Consejo. Había convencido a la gente de que
retrasara la presentación de su candidatura, a veces durante varias décadas. Había
dado un sutil apoyo a unos, una sutil desaprobación a otros. Había razonado,
comerciado, probado, esperado, aceptado retrasos e indecisión. Ahora tenía un
Consejo capaz de apoyarla en un momento decisivo para los Insomnes de cualquier
lugar y tiempo, según el concepto que de éste tenía el decrépito país que había dejado
de interesarse por la evolución humana.
Robert Dey, de setenta y cinco años de edad, era el respetado patriarca de una
extensa y rica familia de Sanctuary que durante décadas se habían transmitido
historias sobre los Insomnes ultrajados y odiados de los Estados Unidos de su
infancia.
Caroline Renleigh, de veintiocho años, era una brillante experta en
comunicaciones, fanática creyente en la superioridad darwiniana de los Insomnes.
Cassie Blumenthal estaba con Jennifer desde los primeros tiempos de Sanctuary y
había contribuido a los acontecimientos que desembocaron en el juicio contra
Jennifer; acontecimientos que en Sanctuary se consideraban historia antigua pero que
seguían siendo muy reales para la obstinada mente de Cassie.
Paul Aleone, de cuarenta y un años, era un economista matemático que no sólo
había previsto el colapso de la economía norteamericana basada en la energía Y
cuando caducaran las patentes internacionales, sino que también había creado un
programa mediante el cual había pronosticado exactamente los diez últimos años de
prestidigitaciones y disparates, incluso mientras Estados Unidos intentaba negar que
su pájaro de la prosperidad ilusoria en realidad había levantado el vuelo. Aleone
había resuelto el futuro económico de Sanctuary como un estado independiente que
tenía tratos con otros estados independientes más prudentes que Estados Unidos.
John Wong, de cuarenta y cinco años, un abogado que también era juez de
apelaciones del escasamente utilizado sistema judicial de Sanctuary, se sentía
orgulloso de que los Insomnes, salvo para interpretaciones rutinarias de contratos,
apenas recurrieran a él. En Sanctuary había poca violencia, poco vandalismo y menos
robos. Pero Wong, que era historiador, comprendía el poder de la justicia para un
pueblo respetuoso de las leyes en una época de cambio polémico, y creía en el

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cambio.
Charles Stauffer, de cincuenta y tres años, era jefe de la seguridad exterior de
Sanctuary. Como cualquier buen soldado, estaba preparado para el ataque, siempre en
condiciones de justificar sus preparativos. Jennifer pensaba que había un corto trecho
entre los preparativos y la realidad.
Barbara Barcheski, de sesenta y tres años, era la silenciosa y reflexiva directora
de una empresa que se ocupaba de la creación de modelos de información
corporativa. Durante mucho tiempo Jennifer había abrigado dudas con respecto a ella.
Fue estudiante de sistemas políticos, y durante décadas había expresado la convicción
de que el progreso tecnológico ilimitado y la lealtad a la comunidad eran básicamente
incompatibles, una premisa que defendía firmemente con estudios sobre sociedades
en constante cambio, desde la Venecia del Renacimiento hasta la Revolución
Industrial y las primeras utopías orbitales. Jennifer sabía que el estudio de una
paradoja conduce casi inevitablemente a la evaluación… aunque no necesariamente a
la evaluación negativa. Esperó. Con el tiempo, Barbara Barcheski llegó a una
conclusión gracias a su mente metódica: cuando una sociedad debe elegir, la lealtad a
la comunidad brinda mejores posibilidades de supervivencia a largo plazo que el
progreso tecnológico. Barbara Barcheski amaba Sanctuary. Y apoyaba a Jennifer.
El doctor Raymond Toliveri, de sesenta y un años, era el brillante jefe de
investigaciones de los Laboratorios Sharifi. Jennifer jamás había dudado de su apoyo
a este proyecto; él lo había creado. Lo difícil había sido que Toliveri, cuya fanática
agenda de trabajo prácticamente lo convertía en un recluso, ocupara un lugar en el
Consejo. A Jennifer le había llevado mucho tiempo conseguirlo.
También estaban Will Sandaleros, Najla y su esposo Lars Johnson, y Hermione
Sharifi. Todos estaban erguidos y mostraban una expresión de orgullo; conocían
plenamente las consecuencias de lo que estaban a punto de hacer, y las aceptaban sin
evasivas, sin debilidad y sin excusas.
Ricky era el único que estaba apoyado contra la pared opuesta de la cúpula del
Consejo, con la vista fija en el suelo y los brazos cruzados sobre el pecho. Jennifer
notó que Hermione intentaba no mirar a su esposo. Seguramente habían discutido por
este tema. Hermione, que sólo era nuera de Jennifer y no su hija genética, era quien
apoyaba el aspecto de la justicia. Una compleja idea, en la que se mezclaban ira,
dolor y atormentadora culpabilidad maternal surgió en Jennifer, pero la apartó de su
mente. Ya no había tiempo para los fracasos de Ricky. Había llegado el momento de
Sanctuary.
—Ahora —dijo Will—. Acción. —y activó la red de comunicaciones de
Sanctuary, los pantallas de los terminales de comunicación, los holoescenarios del
interior y los altavoces del exterior. Jennifer alisó los pliegues de su abbaya blanca y
dio un paso hacia delante.

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—Ciudadanos de Sanctuary, os habla Jennifer Sharifi desde la cúpula del
Consejo, donde el Consejo de Sanctuary se encuentra reunido en sesión de urgencia.
Estados Unidos ha respondido a nuestra declaración de independencia tal como
esperábamos, con el anuncio de una invasión de Durmientes mañana por la mañana.
No debemos permitir que esto suceda. Permitir que esta delegación atraque en
Sanctuary sería lo mismo que decir que aceptamos una negociación cuando ninguna
negociación es posible, equivaldría a mostrar indecisión en aquello a lo que estamos
decididos, sería lo mismo que permitir la posibilidad de un castigo económico y
judicial cuando tenemos razón en el plano moral y evolutivo. Esa delegación no debe
atracar en Sanctuary. Pero intentar detener a los mendigos por la fuerza podría
dañarlos o ponerlos en peligro. Esto también transmitiría a Estados Unidos una idea
falsa. Los Insomnes no atacan cuando no existe una agresión. Proclamamos la
autodefensa, y aceptamos que es necesaria, pero no queremos una guerra. Queremos
que nos dejen en paz, queremos buscar a nuestra manera la vida, la libertad y la
felicidad a través de nuestro propio trabajo, cosas que hasta ahora nos han sido
negadas.
»No, lo máximo que podemos hacer para detener a los mendigos es ofrecerles una
muestra de esa fuerza que no utilizaremos a menos que se nos presione a hacerlo para
defendernos. En consecuencia, la siguiente demostración, creada por la autoridad de
todos los miembros del Consejo de Sanctuary, se difunde simultáneamente por las
redes de noticias más importantes de Estados Unidos, después de interceptar sus
propias emisiones.
Caroline Renleigh tocó las teclas de los códigos manuales de su consola. Will
Sandaleros habló a través de un terminal de circuito cerrado con la seguridad interior
de Sanctuary, un grupo al que recurrían tan rara vez que la mayor parte de la gente
había olvidado que existía… Lo que, a su vez, había permitido que Will tuviera
libertad para desarrollarlo. En cada terminal de comunicación de Sanctuary y en los
de la Tierra correspondientes a las cinco redes de noticias más serias de los auxiliares,
aparecía una imagen del ruinoso hábitat que Sanctuary había comprado a los
japoneses, el orbital Kagura, cuyo nombre significaba «música de dioses».
Jennifer continuó:
—Aquí el Consejo de Sanctuary. El gobierno de Estados Unidos ha anunciado la
invasión de Sanctuary mañana por la mañana, bajo la forma de una supuesta
delegación de paz. Pero no puede existir verdadera paz cuando existe coacción física
y económica. No estamos de acuerdo en recibir a esta delegación. Somos un pueblo
amante de la paz y deseamos que nos dejen tranquilos. Si Estados Unidos no
responde a este deseo, estará lanzando efectivamente el primer ataque. No
permitiremos que Sanctuary sea agredida.
»Con el fin de desalentar este ataque, y como demostración de los extremos a los

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que llegaremos para proteger nuestra patria, Sanctuary ofrece la siguiente
demostración. La prensa de Estados Unidos ha especulado acerca de qué armas
podría empuñar Sanctuary para defenderse. No deseamos que este tema sea motivo
de especulación. No queremos que nuestra separación de Estados Unidos quede
manchada con imputación alguna acerca del ocultamiento de información vital.
Queremos evitar la guerra mediante una ilustración de lo terrible que sería llevarla
adelante.
ȃste es el Orbital Kagura, ahora propiedad de Sanctuary. En el orbital no quedan
seres humanos, aquí sólo queda vida animal: ganado autóctono, insectos utilizados
para la polinización, aves y reptiles para el equilibrio ecológico y roedores de diverso
tipo.
Todos los holoescenarios y las pantallas de los terminales de comunicación
mostraron el interior del Kagura, primero en una visión general y luego con primeros
planos de ganado manipulado genéticamente. La legislación japonesa era menos
restrictiva que la de Estados Unidos en cuestión de ingeniería genética; la carne de su
ganado era compacta, jugosa, suave y estúpida. Las cámaras robot siguieron el vuelo
de un pájaro y la carrera de un insecto sobre una hoja.
—En un único paquete oculto en este orbital se encuentra un organismo
desarrollado por ingenieros genéticos de Sanctuary. Se trata de un organismo que
puede ser trasladado por el viento. Su código genético incluye un autodestructor
incorporado que se activa setenta y dos horas después del momento en que queda
liberado. Este paquete será liberado desde Sanctuary mediante un mando a distancia.
La imagen del orbital no mostró ningún cambio de sonido ni de luz. Una suave
brisa creada por el sistema de mantenimiento agitó algunas hojas. El animal que las
masticaba, una biovaca, puso los ojos en blanco, lanzó un único y angustiado mugido
y se desplomó.
Las aves comenzaron a desplomarse desde el cielo. El zumbido de los insectos se
interrumpió. Dos minutos después, nada se movía, salvo las hojas que se agitaban
bajo la brisa letal.
La voz de Jennifer anunció serenamente:
—El orbital Kagura está abierto a cualquier expedición científica que desee
verificar este fenómeno. Se aconseja llevar trajes anticontaminación en el caso de que
las expediciones lleguen antes de que hayan pasado las setenta y dos horas, y que
actúen con suma cautela. Aconsejamos que esperen a que haya pasado ese tiempo.
»Existen paquetes similares en diferentes puntos de las ciudades de Nueva York,
Washington, Chicago y Los Angeles.
»No intentéis enviar mañana ninguna delegación a Sanctuary, ni abrir fuego sobre
Sanctuary de ninguna manera. Si lo hacéis, nos consideraremos con derecho a tomar
represalias. Y éstas se producirán de la forma en que acabáis de ver.

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»Los que estamos en Sanctuary os hacemos llegar el pensamiento de uno de
vuestros más grandes estadistas, Thomas Paine: “No luchamos para esclavizar, sino
para liberar a un país y permitir que vivan en él los hombres honestos.”
Caroline Renleigh puso fin a la emisión.
Las pantallas del Consejo mostraron de inmediato escenas del interior de
Sanctuary. Personas que entraban en tropel en el parque central, donde se
pronunciaban los discursos del Día del Armisticio. No se habían colocado enrejados
para proteger las plantas en desarrollo, y después de una atenta observación Jennifer
pensó que el hecho de que nadie las pisoteara era una buena señal. Su pueblo podía
sentir ira, pero no era destructivo. Observó los rostros de todos y los diferentes grados
de ira que mostraban.
No se había informado de la demostración del Kagura a ninguno de los habitantes
de Sanctuary, salvo a los miembros del Consejo, que habían votado a favor de que se
hiciera, a los cuidadosamente elegidos estudiantes que habían colocado los paquetes
en la Tierra, y al cuerpo de seguridad, también cuidadosamente elegido, de Will
Sandaleros. Jennifer había tenido que hacer un gran esfuerzo para lograr que se
mantuviera el secreto. Los consejeros elegidos, absolutamente entregados a su
comunidad, habían expresado su deseo de discutir el empleo del arma con sus
electores. Jennifer había recordado su propio juicio, cuando alguien del interior del
antiguo Sanctuary, situado en el condado de Cattaraugus, alguien que jamás había
sido identificado, le había enviado a Leisha Camden el juramento de Sanctuary antes
de que el Consejo estuviera en condiciones de difundirlo. Podía volver a ocurrir algo
parecido. Y Richard Keller —en ese momento Najla miró airadamente por la ventana
y Ricky se miró los pies— había transmitido información acerca de sus operaciones a
la propia Leisha Camden, poniéndolos a todos en peligro. Podía volver a ocurrir algo
parecido. Finalmente, de mala gana, el Consejo había estado de acuerdo en mantener
el secreto.
—¡Sanctuary no es un aparato militar! —gritó un rostro en el terminal de
comunicación. Era Douglas Wagner, un colono de los primeros tiempos que en su
juventud había sido un pacifista activo. Poseía grandes habilidades organizativas;
podía ser muy convincente.
—Lo aislaré y más tarde hablaré personalmente con él -afirmó Will.
—Hazlo de una forma tranquila —sugirió Jennifer en voz tan baja que nadie la
oyó salvo Will—. No crees un punto de fricción. —Intentó mirar a todas las pantallas
a la vez.
—¡Deberían habernos informado! —gritó una mujer—. ¿En qué se diferencia
Sanctuary de la sociedad de los mendigos si las decisiones se toman por nosotros, con
respecto a nosotros, y sin nuestro conocimiento ni consentimiento? ¡No somos
subordinados, no somos asesinos! ¡Esto no formaba parte del plan de independencia

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del que nos hablaron! —Alrededor de la mujer se reunió una pequeña multitud.
—La conozco —dijo la consejera Barcheski—. Will, haz que la trasladen a una
sala de reuniones. Yo hablaré con ella.
En el terminal de comunicación del sistema de seguridad de Will, alguien dijo:
—Todo tranquilo en la sección B, Will. La gente parece estar de acuerdo en que la
demostración era necesaria aunque desagradable.
—Perfecto —respondió él.
—Aquí vienen —anunció el consejero Dey.
Un grupo de ciudadanos avanzaba con decisión hacia la cúpula del Consejo, que
había quedado oscurecida. La pantalla de vigilancia mostraba a los ciudadanos que
intentaban una y otra vez abrir la puerta y se daban cuenta de que la cúpula estaba
bloqueada. Una voz de ordenador anunciaba tranquilizadora:
«El Consejo quiere escuchar las opiniones de todos sobre la polémica
demostración del poder de Sanctuary, pero en este momento debemos concentrarnos
en las reacciones que ha provocado en la Tierra. Por favor, regresad más tarde.»
Los Insomnes se miraron: indignación, resignación, ira, miedo. Jennifer estudió
los rostros de todos.
Después de diez minutos de protestas airadas, se retiraron.
Entonces comenzaron las emisiones de la Tierra.
«… amenaza terrorista sin precedentes proveniente de un sector del que hace
tiempo se sospecha una conducta no sólo desleal sino también peligrosa…»
«Una crisis inmediata en la distancia cada vez mayor entre el orbital de Sanctuary
y el gobierno de Estados Unidos, del que intenta separarse…»
«… un pánico peligroso en las cuatro ciudades en las que supuestamente se han
sembrado los virus letales, aunque oficialmente…»
«… un error creer que sólo porque se ha lanzado una amenaza existe la capacidad
de convertirla en realidad. El doctor Stanley Kassenbaum, experto en ingeniería
genética, nos acompaña para…»
«¡Damas y caballeros, el presidente de Estados Unidos!»
Las redes de noticias de los auxiliares eran veloces. Jennifer lo reconocía. Se
preguntó si las otras redes de noticias continuarían con las necias bromas sobre
Oregón.
El presidente Meyerhoff habló con su voz lenta, rica en matices y tranquilizadora;
tranquilizadora en parte porque se oía en raras ocasiones y por eso había adquirido el
valor de un lujo escaso, como los diamantes naturales de tres quilates.
—Compatriotas norteamericanos, como la mayoría de ustedes sabe, Estados
Unidos ha recibido una amenaza terrorista desde el orbital de Sanctuary. Afirman ser
capaces de causar graves daños a cuatro ciudades importantes de nuestro país
mediante virus modificados genéticamente por medios ilegales. Amenazan con

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liberar estos virus si la delegación federal programada intenta atracar mañana en
Sanctuary. Esta situación es intolerable por diferentes motivos. Desde antiguo, la
política de Estados Unidos ha sido no negociar jamás con terroristas, bajo ninguna
circunstancia. Sin embargo, al mismo tiempo, la seguridad y el bienestar de nuestros
ciudadanos debe ser de importancia suprema. Eso jamás se negocia.
»A los ciudadanos de Nueva York y Chicago, de Washington y Los Ángeles, les
digo: no se dejen dominar por el pánico. No abandonen sus hogares. Estados Unidos
no permitirá ningún acto que ponga en peligro su seguridad. Mientras me dirijo a
ustedes, equipos expertos de especialistas en guerra biológica están reforzando la
seguridad de nuestras ciudades. Mientras me dirijo a ustedes, se está prestando toda la
atención necesaria a esta intolerable y cobarde amenaza. Repito: lo mejor que pueden
hacer es permanecer en sus hogares…
A continuación, las redes de noticias mostraban a ciudadanos luchando por
abandonar Washington, Chicago, Nueva York y Los Ángeles. Los coches aéreos se
deslizaban a toda velocidad, los vagones de los superferrocarriles estaban atestados,
los coches convencionales quedaban atascados en las autopistas.
La emisión de la Casa Blanca en ningún momento respondió directamente a la
pregunta ¿intentará la delegación atracar en Sanctuary mañana por la mañana?
—Dejan abiertas las posibilidades —comentó en tono grave el consejero Dey—.
Un error.
—Son Durmientes —dijo el consejero Aleone con desdén. Pero respiraba con
dificultad.
Una hora después de la demostración del orbital Kagura, Sanctuary recibió un
comunicado urgente de la Casa Blanca en el que se exigía la entrega inmediata de las
armas ilegales, incluida la supuesta posesión criminal de armas biológicas. Sanctuary
respondió con una cita de Patrick Henry, fácilmente reconocible, incluso para algunos
Vividores: «Dadme la libertad o…»
Dos horas después de la demostración, Sanctuary envió otra emisión
convencional por diferentes canales, solamente en la modalidad sonora. Anunciaba
que los paquetes del virus genético letal no estaban escondidos en Washington,
Nueva York, Los Ángeles y Chicago, sino en Washington, Dallas, Nueva Orleans y
St. Louis.
La gente empezó a salir en tropel de St. Louis y a provocar disturbios en Nueva
Orleáns. La evacuación no se interrumpió en Chicago, Nueva York y Los Ángeles.
Una mujer histérica de Atlanta informó que todas las palomas que tenía en su terraza
habían muerto instantáneamente. La gente empezó a abandonar Atlanta mientras un
equipo protegido con trajes contra la contaminación salía a toda prisa del centro de
defensa civil. Descubrieron que las palomas habían comido veneno para ratas, pero a
esas alturas las redes de noticias habían reemplazado la historia con otra acerca de

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ganado muerto cerca de Fort Worth.
Jennifer se inclinó sobre la pantalla.
—No pueden planificar. No pueden coordinar. No pueden pensar.
En Sanctuary, las protestas habían alcanzado su punto culminante y habían
empezado a calmarse. Todos los líderes espontáneos fueron convencidos con
argumentos racionales por parte de los consejeros, quedaron «aislados» en el edificio
preparado por el cuerpo de seguridad de Sandaleros, o se dedicaron a recoger firmas
para las peticiones oficiales, que era la respuesta habitual de Sanctuary a la disensión.
Hasta entonces siempre había sido una respuesta suficiente.
—Los mendigos no pueden planificar absolutamente nada —repitió Jennifer—.
Ni siquiera cuando se trata de su propio interés.
Will Sandaleros le sonrió.

—Leisha —dijo Stella tímidamente—, ¿crees que deberíamos hacer algo con
respecto a la seguridad?
Leisha no respondió. Estaba sentada delante de tres terminales de comunicación,
cada uno sintonizado en una red de noticias distinta. Su cuerpo no reflejaba tensión
pero ni siquiera la inusual timidez de Stella pudo comprender lo que había detrás de
su actitud serena.
—¡Debería haber pensado en eso! —exclamó Jordan—. Yo no… Quiero decir
que hace tanto tiempo que nadie muestra odio hacia un Insomne… Stell, ¿quién está
aquí esta semana? Tal vez podríamos instalar un servicio de guardia rotativa, por si
necesitáramos…
—Alrededor del recinto hay un campo Y de Clase Seis patrullado por tres
guardias armados —comentó Drew.
Stella y Jordan lo miraron.
—Desde esta mañana —añadió Drew—. Lamento no haberos dicho nada.
Abrigaba la esperanza de equivocarme, y de que Sanctuary no llegara a esto.
—¿Cómo se te ocurrió que lo harían? —preguntó Stella, recuperando su tono
agrio.
—Kevin Baker. A él se le ocurrió.
—Eso me parece más coherente —comentó Stella.
—Gracias, Drew —dijo Jordan, y Stella tuvo el buen gusto de mostrarse
levemente avergonzada.
Leisha no dijo nada; seguía completamente inmóvil.

—No nos queda otra alternativa —le dijo Miri a Nikos.


Los ocho Súper estaban apiñados en el laboratorio de Raoul. Se habían dirigido

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hacia allí cuando el anuncio de la demostración en el orbital Kagura los sacudió con
la fuerza de un meteoro. Otros habían corrido hasta el laboratorio de Miri, eludiendo
a los manifestantes y al cuerpo de seguridad uniformado… ¿Desde cuándo había
uniformes en Sactuary? Otros habían corrido hasta el laboratorio de Nikos. En todos
los canales de sonido había aparecido la orden oficial de no abandonar el interior de
los laboratorios… ¿Desde cuándo Sanctuary emitía órdenes oficiales? Los chicos
activaron los terminales de comunicación que conectaban los tres edificios.
Todos los terminales de comunicación corriente de Sanctuary quedaron
inservibles.
Miri observó a Terry Mwakambe un segundo antes de que el Súper estallara en un
torrente de palabras que ella jamás le había oído pronunciar. Una zona independiente
de su mente, una parte en la que no se arremolinaban las cadenas caóticas, notó que
las combinaciones de blasfemias debían tener alguna relación con las progresiones
matemáticas para que Terry las pronunciara con tanta naturalidad.
Terry activó de inmediato la red de comunicaciones oculta que los Súper habían
programado durante dos meses con todas las funciones de Sanctuary, un segundo
sistema de control del orbital tan bien escondido que jamás podría haber sido
detectado por la primera.
—¿Nikos? ¿Estás ahí? ¿Con quién estás?
El rostro de Nikos apareció en pantalla.
—Con Diane, Christy, Allen, James y Toshio.
—¿Dónde está Jonathan?
—Conmigo —respondió Mark al tiempo que aparecía en la pantalla—. Miri, ha
sucedido. Lo hicieron.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Christy, Abrazaba con fuerza a Ludie, uno de
los chicos de once años que estaba llorando.
—No podemos hacer nada —opinó Nikos—. No es eso lo que acordamos. No
están poniendo en peligro a los Súper, sino intentando liberar a Sanctuary para todos
nosotros.
—¡Nos matarán a todos! —gritó Raoul—. O matarán a cientos de miles de
personas en nuestro nombre. ¡De cualquier forma, quedamos definitivamente
perjudicados!
—Éste es un tema de defensa exterior —argumentó Nikos—. No afecta a los
Mendigos.
—Es una traición —dijo Allen fríamente—. Y no sólo a nosotros. Guardias
uniformados, órdenes de permanecer encerrados, comunicaciones interrumpidas…
¡Cielos, están arrestando a la gente! Vi que un guardia arrastraba a Douglas Wagner
hasta un edificio. ¡Por el delito de tener ideas diferentes! ¿En qué se diferencia eso
del hecho de matar a Tony por convertirse en alguien diferente? El Consejo ha

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traicionado a los ciudadanos de Sanctuary, incluso a nosotros. ¡Pero los demás no
pueden hacer nada al respecto, y nosotros sí!
—Son nuestros padres… —dijo Diane angustiada, y Miri percibió en su voz todas
las cadenas de pensamiento.
—Lo primero que haremos —dijo Miri lo más resueltamente que pudo— es
ponernos en contacto con todos los Mendigos, estén donde estén. No veo a Peter…
¿Alguien sabe dónde está? Terry, encuéntralo y haz que se ponga en contacto, a
menos que esté con los Normales. Después hablaremos de ese tema. A fondo.
Escucharemos las opiniones de todos. Luego formaremos un grupo de decisión.
Por el bien de todos nosotros, se dijo. Pero no lo dijo en voz alta.

Tres horas después de la demostración en el orbital Kagura, Sanctuary informó a


Estados Unidos de que los mismos mandos que podían liberar y dispersar en las
principales ciudades norteamericanas el virus manipulado genéticamente también
podían destruirlo completamente antes de su liberación. Sanctuary estaba ansiosa por
hacerlo siempre y cuando el Congreso estuviera de acuerdo en emitir una orden
presidencial según la cual la entidad corporativa de Sanctuary, Inc. ya no formaba
parte de Estados Unidos a los efectos de gobierno, sistema tributario o ciudadanía, y
que a partir de ese momento tendría la misma categoría que otras naciones
independientes.
Esas otras naciones adoptaron diversas posturas. Las que mantenían una alianza
muy estrecha con Estados Unidos emitieron comunicados oficiales condenando a los
«rebeldes» por su acto terrorista, pero se negaron a imponer el embargo comercial. La
Casa Blanca no presionó para que lo hicieran. Con diversos grados de imparcialidad,
los comentaristas extranjeros señalaron que la presión de la Casa Blanca podía
conducir a una revelación demasiado clara de lo dependientes que eran los aliados
norteamericanos de la penetrante financiación internacional y de la investigación
genética dominada desde Sanctuary.
Los países que en ese momento no eran aliados de Estados Unidos emitieron
comunicados en los que condenaban a ambas partes por su barbarie moral y por su
falta de respeto a sus propias leyes ya sus propios ciudadanos: una actitud tan
previsible y tan conocida que apenas llamó la atención. Sólo Italia, que había vuelto a
ser socialista con la extravagancia peculiarmente caótica y fatalista del socialismo
italiano, adoptó una postura original. Roma anunció que los Insomnes eran líderes de
una nueva liberación de la clase trabajadora oprimida por el gobierno
norteamericano, y que Sanctuary conduciría al mundo a una nueva era de uso
responsable de las redes de noticias al servicio del trabajo. Este desconcertante
comunicado apenas fue tenido en cuenta salvo en Italia.
Un vehículo espacial en el que viajaba una delegación científica internacional

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despegó en dirección a Kagura. Enseguida los manifestantes de Estados Unidos
gritaron que no debía permitirse su regreso a la Tierra.
Un Insomne, un inofensivo hombrecillo que vivía solo en Nueva York y había
evitado durante cincuenta años a otros Insomnes, fue sacado a rastras de su
apartamento y asesinado a golpes.
Sanctuary lanzó otro mensaje a Estados Unidos: «“Ningún hombre es
suficientemente bueno para gobernar a otro sin su consentimiento”, A. Lincoln.»

—Eso iba dirigido a ti —dijo Stella con furia—. La cita de Lincoln… es la guerra
equivocada. Han estado reproduciendo la revolución, no la guerra de secesión.
¡Jennifer puso la cita de Lincoln sólo porque tú eres una erudita en el tema!
Leisha no respondió.

—Que nos apoderáramos del orbital… Tomarlo, simplemente, sin advertencia


previa, sería tan terrible como el hecho de que Sanctuary liberara el virus en la Tierra
sin advertirlo con anterioridad —dijo Nikos. Envió su programa de cadenas a los
otros tres edificios en los que estaban reunidos los Súper. Él mismo se sorprendió con
la serie de cadenas: por lo general pensaba en cadenas vigorosas, con claras
referencias entrecruzadas. Ésta mostraba un delicado equilibrio entre la ética, la
historia y la solidaridad de la comunidad, enfrentando valores casi tan iguales que la
forma resultaba frágil debido a la tensión interna. La cadena era más característica del
pensamiento de Allen que del de Nikos. Miri la analizó detenidamente. Aprobó su
tensa delicadeza.
Significaba que Nikos no estaba tan intensamente decidido a oponerse a ella.
—¿Y si les enviamos una advertencia? —sugirió Christy.
La idea había surgido hacía una hora. Pero en la cadena de pensamiento de
Christy había nuevos elementos, extraídos de la justificación militar: ataques
prioritarios contra alternativas bien definidas. El peso de la culpa en consejos de
guerra equilibrado con las alternativas exploradas para la paz. El peso del esfuerzo
moral hasta el grado de la fuerza permisiva: Pearl Harbor. La patria israelí.
Hiroshima. El general William Tecumseh Sherman. El lejano Paraguay. Las cadenas
de los Súper rara vez incluían historia militar; Miri no sabía que la memoria de
Christy incluía suficientes historias militares para construir cadenas sobre ellas.
—Sssí —dijo Nikos lentamente—. Sssí…
Ludie, que sólo tenía once años, dijo:
—Yo no puedo amenazar a mi madre. ¡Ni siquiera indirectamente!
«Yo sí podría», pensó Miri, y observó a Nikos, a Christy, a Allen y al
imprevisible Terry.

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—Sssí —dijo Nikos—. ¿Y si…?
Las cadenas de probabilidades saltaron, se anudaron y giraron.

—Will, hay otro grupo de ciudadanos que exige que se le permita la entrada en la
cúpula del consejo —dijo la consejera Renleigh.
—¿Cómo desobedecieron hasta ese extremo la orden de permanecer encerrados?
—preguntó Sandaleros.
—¿Cómo? —preguntó la consejera Barcheski en tono de disgusto; en el Consejo
se estaban produciendo situaciones de tensión—. Vinieron andando. ¿Cuántos
efectivos crees que tienes ahí fuera? ¿Y qué grado de temor crees que sienten
nuestros ciudadanos por ellos?
—Nadie quiere que nuestra gente esté atemorizada —aseguró Jennifer
serenamente.
—No lo están —opinó Barbara Barcheski—. Están exigiendo entrar y hablar
contigo.
—No —dijo Sandaleros—. Cuando esto haya terminado, cuando obtengamos la
independencia de la Tierra… hablaremos.
—Cuando a nadie le importe lo que hicisteis para conseguirla —intervino Ricky
Sharifi. Hacía tres horas que no decía nada.
—Han cogido a Hank Kimball —informó Caroline Renleigh—. He trabajado con
él en los sistemas. El campo de seguridad que rodea la cúpula del Consejo tal vez no
se sustente.
Cassie Blumenthal levantó la cabeza de su terminal. Sus dientes amarillentos
destellaron.
—Aguantará.
Al cabo de un rato, los manifestantes se alejaron.
—Jennifer —dijo John Wong—, la Red de Noticias Cuatro está haciendo una
campaña para que se lleve a cabo un único ataque nuclear que haga estallar Sanctuary
y nuestros «supuestos detonadores» de un solo disparo.
—No lo harán —les aseguró Jennifer—. Estados Unidos no.
—Estás confiando en la decencia de los mendigos para ganar tu propia guerra —
señaló Ricky.
—Creo, Ricky —dijo Jennifer serenamente—, que si recordaras los
acontecimientos que Will y yo recordamos, no hablarías de la decencia de los
mendigos. También creo que a partir de ahora deberías guardarte tus opiniones.
Si su voz se quebró, lo hizo sólo ligeramente, y nadie lo oyó, salvo Ricky y la
propia Jennifer. O, al menos, nadie demostró haberlo oído.

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Richard Keller había entrado en la holosala tan silenciosamente que al principio
los demás no se dieron cuenta de que estaba allí. Se detuvo detrás de Stella y Jordan y
se apoyó en la pared; sus ojos oscuros y su rostro barbudo mostraban una expresión
sombría. Drew fue el primero en reparar en él. Richard nunca le había caído muy bien
a Drew porque consideraba que había renunciado y retrocedido, aunque no podía
decir con respecto a qué. Al fin y al cabo, Richard había vuelto a casarse, tenía otro
hijo, viajaba por todo el mundo, aprendiendo y trabajando. Leisha, en cambio, no
hacía nada de eso. Sin embargo, Drew pensaba que Leisha, aislada en el desierto, no
había renunciado, y Richard sí.
No tenía sentido. Drew siguió batallando con la abstracción y finalmente, como
de costumbre, abandonó el intento de enunciarla en palabras. En lugar de eso dejó
que las frías formas de Richard y Leisha se deslizaran por su mente.
Richard estaba acurrucado contra la pared, escuchando los estridentes gritos de
los locutores de la red de noticias por la muerte de los hijos a los que hacía cuarenta
años que no veía.
Si el gobierno hacía volar Sanctuary, pensó Drew súbitamente, Richard aún
tendría a Ada y a Sean. Y si Sean moría, por ejemplo, a causa de un accidente —y
por lo que Drew había visto, los niños morían con frecuencia en accidentes—,
¿Richard tendría otro hijo, con Ada o con alguna otra mujer? Sí, lo tendría. Y si ese
niño moría, Richard lo reemplazaría con otro. Lo haría. Y a ése con otro…
Drew empezó a comprender a qué había renunciado Richard, a diferencia de lo
que había hecho Leisha.

—Aquí el presidente de Estados Unidos hablando a Sanctuary Incorporated. —El


rostro de Meyerhoff, de un tamaño mayor que el real, ocupaba la pantalla de
Sanctuary. Típico de los Durmientes, pensó Jennifer: aumentaban las imágenes
pensando que así agrandaban la realidad. En la cúpula del Consejo, todos los que no
se encontraban ocupados frente a los aparatos de control se reunieron rápidamente
alrededor de la pantalla. Najla se mordió el labio inferior y se acercó a su madre. Paul
Aleone entrecruzó las manos.
Era una comunicación bidireccional.
—Aquí Jennifer Sharifi, jefa ejecutiva de Sanctuary Incorporated y presidenta del
Consejo del orbital de Sanctuary. Lo recibimos, señor presidente. Por favor, adelante.
—Señora Sharifi, su acción es una violación criminal del Código de Estados
Unidos. Usted debe saberlo.
—Ya no somos ciudadanos de Estados Unidos, señor presidente.
—También están violando el Acuerdo de las Naciones Unidas de 2042 y la

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Convención de Ginebra.
Jennifer guardó silencio y esperó que el presidente se diera cuenta de que acababa
de adjudicar a Sanctuary la categoría de nación independiente. Ella lo notó enseguida,
aunque él era lo suficientemente hábil para que el desliz pasara inadvertido.
—Presente ante el Congreso una resolución en la cual se afirme que Sanctuary es
una entidad independiente de Estados Unidos y no tendremos que analizar ninguna
situación.
—Estados Unidos no va a hacer eso, señora Sharifi. Tampoco negociará con
terroristas. Lo que haremos es entablar una acción judicial contra el Consejo de
Sanctuary, contra todos sus miembros, en el más amplio alcance de la ley, por
traición.
—No es traición pretender independizarse de la tiranía. Señor presidente, si no
tiene nada nuevo que agregar, no veo motivo para continuar esta conversación.
El presidente adoptó un tono más duro.
—Tengo que decirle lo siguiente, señora Sharifi. Mañana por la mañana, Estados
Unidos atacará Sanctuary con todos los medios a su alcance si en la medianoche de
hoy no revelan al secretario de Estado el lugar en que se encuentra cada supuesta
arma biológica colocada en Estados Unidos por Sanctuary.
—No lo haremos, señor presidente. Y sus medios convencionales de detección,
con los que estamos bastante familiarizados, tampoco lograrán encontrarlos. Están
creados con materiales y métodos que no son accesibles para Estados Unidos. De
hecho, señor presidente…
En el interior de la cúpula del Consejo sonaron las alarmas. Cassie Blumenthal
levantó la vista con expresión incrédula. La seguridad del campo Y había sido
violada. Will Sandaleros corrió a despejar las ventanas. Antes de que pudiera hacerlo,
la puerta de la cúpula del Consejo se abrió y Miranda Sharifi entró encabezando una
fila de niños Súper.
—… no tenemos nada más que discutir en este momento —concluyó Jennifer.
Había visto la expresión atenta del presidente al oír las alarmas. Apagó el terminal de
comunicación; Cassie Blumenthal cortó todas las transmisiones hacia y desde la
Tierra.
Los Súper seguían entrando en la cúpula: eran veintisiete.
—¿Qué hacéis aquí? ¡Volved a casa! —ordenó Will Sandaleros en tono áspero.
—No —replicó Miri. Algunos adultos se miraron; no se habían acostumbrado
todavía a que no temblaran ni tartamudearan. Eso no hacía que los niños parecieran
menos extraños, sino más.
—¡Miranda, vuelve a casa! —tronó Hermione. Miri ni siquiera miró a su madre.
Jennifer se movió rápidamente para hacerse cargo de la situación, que no debía
quedar fuera de control. De ninguna manera.

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—Miranda, ¿qué haces aquí? Debes saber que esto es inadecuado y peligroso.
—Eres tú la que ha provocado el peligro —puntualizó Miri. Jennifer quedó
horrorizada al ver la expresión de los niños. No permitió que su horror se trasluciera.
—Miranda, tienes dos posibilidades. Os vais inmediatamente, o los guardias os
harán salir por la fuerza. Ésta es una sala de guerra, no el aula de una escuela. Lo que
tengáis que decirle al Consejo puede esperar hasta que esta crisis haya pasado.
—No, no puede —le aseguró Miri—. Se trata de esta crisis. Has amenazado a
Estados Unidos sin el consentimiento de los demás miembros de Sanctuary.
Convenciste a los consejeros, o los intimidaste, o los sobornaste…
—Saca de aquí a estos niños —le dijo Jennifer a Will. Los guardias con sus
inusuales uniformes ya habían entrado en la atestada cúpula. Una mujer cogió a Miri
de los brazos.
—No lo hagáis —dijo Nikos en voz alta—. Los Superbrillantes tenemos un
control total sobre todos los sistemas de Sanctuary. Soporte vital, comunicaciones,
defensa, todo. Tenemos ocultos programas que jamás comprenderíais.
—No más de lo que los Durmientes podrían comprender vuestros virus
manipulados genéticamente —añadió Miri.
La mujer que sujetaba a Miri pareció confundida. El doctor Toliveri dijo en tono
iracundo:
—¡Eso es imposible!
—Para nosotros no —replicó Nikos.
Jennifer observó a los niños; intentó pensar algo rápidamente.
—¿Dónde está Terry Mwakambe?
—No está aquí —respondió Nikos. Acercó la boca al terminal de su solapa—.
Terry, intercepta el terminal de Cassie Blumenthal. Conéctalo al sistema de defensa
exterior de Charles Stauffer.
Cassie Blumenthal, sentada delante de su terminal, lanzó un rápido jadeo. Emitió
órdenes ante su consola, luego cambió a la modalidad manual y tecleó a toda prisa.
Abrió los ojos desmesuradamente. Charles Stauffer dio un salto hacia delante. Tecleó
lo que Jennifer, paralizada, pensó que eran códigos anulados. Ésta intentó mantener la
serenidad.
—¿Consejero Stauffer?
—Hemos perdido el control. Pero los compartimientos de los misiles se están
abriendo… Ahora se están cerrando.
—Dile al presidente de Estados Unidos —dijo Miri— que vais a destruir los
paquetes de virus que hay en la Tierra a cambio de inmunidad para Sanctuary, salvo
para los miembros del Consejo. Dile que vais a destruir los organismos, dónde los
habéis colocado y permite una inspección federal en Sanctuary. Si no lo hacéis… lo
haremos nosotros, los Súper.

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Robert Dey suspiró sorprendido.
—No podéis.
—Sí. Podemos —dijo Allen con profunda convicción—. Por favor, creedlo.
—¡Sois niños! —dijo alguien con tanta aspereza que a Jennifer le llevó un minuto
identificar la voz de Hermione.
—Somos lo que vosotros habéis hecho —sentenció Miri.
Jennifer miró a su nieta. Esa… criatura, esa niña que jamás había sido
despreciada por ser una Insomne… que jamás había sido encerrada en una habitación
por una madre carcomida por los celos de una belleza que su hija jamás perdería, a
pesar de que la belleza de la madre se deterioraba inexorablemente… que nunca
había estado encerrada en una celda, separada de sus hijos… que jamás había sido
traicionada por un esposo que odiaba su propia condición de Insomne… esa niña
malcriada que lo había tenido todo intentaba frustrar los planes que tenía ella,
Jennifer Sharifi, que había dado a Sanctuary existencia propia gracias a la fuerza de
su voluntad. Esa mocosa desbarataría todo aquello por lo que ella había trabajado,
sufrido, planificado durante toda una vida dedicada a su gente, al bienestar y la
independencia de los Insomnes… No. Ninguna niña malcriada y egoísta iba a
arruinar el futuro de su propia gente, el futuro por el que Jennifer había luchado. El
que ella había creado y había conseguido por la fuerza de su voluntad, por su propio
espíritu que avanzaba en lo que había sido un inútil vacío. No.
—Lleváoslos a todos. Llevadlos al edificio de detención y encerradlos en una
celda de seguridad. Antes eliminad cualquier aparato tecnológico que lleven encima.
—Vaciló, pero sólo durante un instante—. Registrad sus ropas para ver si llevan
algún artilugio tecnológico oculto y no les dejéis nada, ni siquiera las prendas que
parezcan inofensivas. Nada —les dijo a los guardias.
—¡Jennifer… no puedes hacer eso! —intervino Robert Dey—. ¡Son nuestros…
vuestros… nuestros hijos!
—Tú eliges —dijo Miranda—. ¿O ya lo has hecho?
Habían pasado varios años desde que Jennifer se había permitido sentir odio.
Ahora ese sentimiento surgió, oscuro y viscoso, en todos los rincones de su mente en
los que jamás se había permitido entrar… Durante un instante se sintió tan
horrorizada que le resultó imposible darse cuenta. Enseguida lo comprendió y logró
seguir adelante.
—Buscad a Terry Mwakambe. De inmediato. Y ponedlo con los demás. Tened
mucho cuidado de que no lleve nada encima, ni siquiera un fragmento de ropa, por
inofensiva que parezca.
—¡Jennifer! —gritó John Wong.
—Lo sabes, ¿verdad? —le dijo Miri directamente a Jennifer—. Sabes lo que es
Terry. Aún más de lo que soy yo, o Nikos, o Diane… O crees saberlo. Crees que nos

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comprendes a nosotros, lo mismo que los Durmientes siempre creyeron que os
comprendían a vosotros. Ellos jamás os reconocieron el mérito de ser humanos,
¿verdad? Erais diferentes, y por eso no formabais parte de su comunidad. Erais
malvados, intrigantes, fríos… y mucho, mucho mejores que ellos. Y vosotros, todos
los Insomnes, os creíais mejores, por eso les llamabais mendigos. Pero nosotros
somos mejores que vosotros, y matasteis a uno de los nuestros porque ya no podíais
controlarlo, ¿no es así? Ahora nosotros somos capaces de hacer cosas que jamás
imaginasteis. ¿Quiénes son ahora los mendigos, abuela?
—Desnudadlos ahora mismo. Quitadles cualquier artilugio tecnológico aunque no
lo reconozcáis —dijo Jennifer en un tono de voz que ella misma no reconoció, pero
serena, muy serenamente—. Y… y detened también a mi hijo. Con ellos.
Ricky Sharifi se limitó a esbozar una sonrisa.
Miri empezó a desvestirse sola. Después de un momento de desconcierto y una
rápida indicación de Nikos —una indicación que Jennifer no comprendió…
¿Tendrían su propio lenguaje?—, los otros chicos también lo hicieron. Allen
Sheffield arrojó el terminal de su solapa sobre la mesa de metal pulido; produjo un
fuerte tintineo que quebró el tenso silencio, y Allen sonrió. Ni siquiera los Súper más
jóvenes lloraron.
Miri se quitó la blusa por la cabeza.
—Has dado tu vida a la comunidad. Pero nosotros, los Súper, ya no estamos en
esa comunidad, ¿no es así? Y mataste al único de nosotros que podría haber
construido un puente entre vuestra comunidad y la nuestra, el mejor y el más
generoso de todos nosotros. Lo mataste porque ya no encajaba en tu definición de
comunidad. Ahora tampoco nosotros encajamos. Para empezar, soñamos. ¿Sabías
eso, Jennifer? El sueño lúcido. Nos lo enseñó un Durmiente. —Miri se quitó las
sandalias de una patada.
—No puedo recuperar el control de los sistemas de comunicación —dijo Cassie
Blumenthal, dominada por el pánico.
—Basta —dijo Charles Stauffer—. Niños, vestíos enseguida.
—No —dijo Miri—. Porque entonces pareceríamos miembros de vuestra
comunidad, ¿no te parece, Jennifer? Y no lo somos. Nunca podremos volver a serlo.
—Tenemos a Terry Mwakambe —dijo alguien en uno de los terminales—. Y no
se resiste.
—Ni siquiera tu propia comunidad te importa realmente —prosiguió Miri—. De
lo contrario habrías aceptado la alternativa que te ofrecimos. De esa forma sólo tú te
habrías enfrentado a un juicio por traición. Los mendigos habrían concedido
inmunidad al resto del Consejo. Ahora todos serán acusados de conspiración y
traición. Podrías haberlos salvado y no lo hiciste porque eso habría significado
renunciar a tu propio control sobre quién pertenece a tu comunidad y quién no,

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¿verdad? Bueno, de todas maneras lo perdiste. El día que asesinaste a Tony.
Miri se quitó los pantalones cortos de un tirón. Se quedó desnuda, de pie, con los
otros Súper detrás de ella. Algunas chicas cubrían sus incipientes pechos con los
brazos cruzados; algunos chicos tenían las manos colocadas delante de los genitales.
Pero ninguno de ellos lloró. Miraban a Jennifer con expresión fría y adulta, como si
ella les hubiera confirmado algo, como si ellos estuvieran pensando… pensando
cosas incognoscibles… Miri se quedó de pie, con su cuerpo desnudo a la vista. Tenía
los pezones erectos, el oscuro vello púbico tan espeso como el de Jennifer. Mantenía
erguida su cabeza deforme y grande. Sonrió.
Ricky se adelantó con la camisa en la mano. La colocó sobre los hombros de Miri
y la cerró sobre sus pechos. Por primera vez la niña miró a alguien además de
Jennifer. Observó a su padre, se ruborizó y susurró:
—Gracias, papá.
—Una emisión de cronometraje retrasado acaba de ser enviada a la Casa Blanca
—comentó Cassie Blumenthal en tono de cansancio—. Aquí tenemos un duplicado.
Contiene todos los lugares y procedimientos de neutralización de todos los paquetes
de virus que colocamos en Estados Unidos.
—Ninguna de las defensas externas de Sanctuary está funcionando —anunció
Charles Stauffer.
—La seguridad de emergencia de la cúpula de detención está desactivada —
informó Caroline Renleigh—. Las anulaciones son irreversibles.
—Segunda emisión de cronometraje retrasado transmitida a… a Nuevo México —
señaló Cassie Blumenthal.
Miranda fue la única que no dijo nada. Sollozaba como una agotada jovencita de
dieciséis años sobre el hombro de su padre.

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25

eisha contempló en las holorredes los disturbios de Atlanta provocados por las

L palomas muertas, las revueltas de Nueva York por los atascos de los vehículos
terrestres que abandonaban la ciudad, las sublevaciones de Washington
provocadas por los disturbios. Habían aparecido las viejas pancartas —
¡DESTRUCCIÓN NUCLEAR PARA LOS INSOMNES!—. ¿Acaso habían guardado
las pancartas y los letreros en algún sótano polvoriento durante treinta o cuarenta
años, entre una crisis y otra? La vieja retórica había acabado, incluso las viejas
actitudes… lo peor de las redes de los Vividores… los viejos chistes. «¿Qué
consigues si te cruzas con un Insomne que lleva una trampa para animales? Un par de
mandíbulas que realmente jamás se sueltan.» Leisha lo había oído cuando estudiaba
en Harvard, hacía sesenta y siete años.
—Y vi que no había nada nuevo bajo el sol, y que la carrera no era para los
rápidos, ni la batalla para los fuertes, ni el favor para hombres de habilidad… —dijo
Leisha en voz alta. Jordan y Stella la miraron con expresión preocupada. No era justo
preocuparlos con estribillos melodramáticos. Menos aún después de varias horas de
silencio. Debía hablar con ellos. Explicarles lo que sentía…
Estaba muy cansada.
Durante más de setenta años había visto una y otra vez las mismas cosas que
habían empezado con Tony Indivino. «Si caminaras por una calle de España y cien
mendigos te pidieran un dólar cada uno y no se lo dieras, se abalanzarían sobre ti,
furiosos…» Sanctuary. La ley, esa ilusoria creadora de la comunidad común. Calvin
Hawke. Otra vez Sanctuary. Y junto con todo esto, Estados Unidos: rico, próspero,
miope, magnífico en conjunto y mezquino en lo específico, poco dispuesto —
siempre, siempre— a respetar a la mente. Sí a la fortuna, a la buena suerte, al tosco
individualismo, a la fe en Dios, al patriotismo, a la belleza, a las agallas, al arrojo o a
la resistencia, pero nunca a la inteligencia compleja y al pensamiento complejo. No
era el insomnio lo que había provocado los disturbios, sino el pensamiento y sus
consecuencias, el cambio y el desafío.
¿Era distinto en otros países, en otras culturas? Leisha no lo sabía. En ochenta y
tres años jamás había estado fuera de Estados Unidos más de un fin de semana. No
deseaba especialmente hacerlo. ¿Era realmente algo singular en esa economía global?

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—Siempre amé a este país —dijo Leisha, también en voz alta, y enseguida
comprendió cómo debía sonar este sentimiento expresado fuera de contexto.
—Leisha, querida, ¿te apetece una copa de brandy? ¿O una taza de té? —le
ofreció Stella.
A pesar de todo, Leisha sonrió.
—Cuando dijiste eso, te parecías a Alice.
—Bueno… —dijo Stella.
—Leisha —intervino Drew—, creo que sería una buena idea que tú…
—¡Leisha Camden! —dijo una voz en el holoescenario. Stella ahogó un grito.
La cobertura que la red de noticias hacía de la Casa Blanca, los disturbios en
Nueva York, las tomas vía satélite de Sanctuary, todo había desaparecido. Una
jovencita de cabeza grande ligeramente hinchada y enormes ojos oscuros estaba de
pie, muy rígida, en el holoescenario, en un laboratorio científico repleto de equipos
desconocidos. Llevaba puestos unos pantalones cortos, una delgada blusa sintética y
unas zapatillas sencillas. Su pelo oscuro y desgreñado estaba atado a la nuca con una
cinta roja. Richard, cuya presencia Leisha había olvidado, ahogó un grito.
—Aquí Miranda Serena Sharifi, en Sanctuary —se presentó la jovencita—. Soy la
nieta de Jennifer Sharifi y Richard Keller. Estoy enviando esta emisión directamente
a su equipo de Nuevo México. Es al margen de todas las otras redes de comunicación
de Sanctuary. Y no está autorizada por el Consejo de Sanctuary.
La muchachita hizo una pausa y su rostro joven y serio reveló una débil
vacilación. Su expresión era realmente seria… Daba la impresión de que esta niña
nunca sonreía. ¿Cuántos años tenía? ¿Catorce? ¿Dieciséis? Hablaba con un leve deje,
como si en Sanctuary el inglés fuera distinto. De una forma más precisa y formal,
contrariamente al sentido en el que solía evolucionar el lenguaje. Y esa diferencia
otorgaba seriedad a sus palabras. Leisha dio un paso hacia el holoescenario.
—Aquí somos un grupo de Insomnes pero también algo más. Seres construidos a
partir de manipulaciones genéticas. Nos llaman los Superbrillantes y yo soy la mayor.
Somos veintiocho y tenemos más de diez años. Somos… diferentes de los adultos, y
ellos nos han tratado de una forma diferente. Nos hemos apoderado de Sanctuary,
hemos enviado a su presidente la lista de los lugares en los que están colocadas las
armas biológicas, hemos desactivado las defensas de Sanctuary y puesto fin a la
guerra por la independencia.
—Oh, cielos —exclamó Jordan—. Niños.
—Si recibe esta emisión, significa que los Superbrillantes somos prisioneros de
mi abuela y del Consejo de Sanctuary, pero no creemos que esa situación se
prolongue demasiado. Sea como fuere, no podremos quedarnos en Sanctuary. No
tenemos ningún otro lugar a donde ir. La he investigado a usted, Leisha Camden, y he
averiguado que protege a Drew Arlen, el Soñador Lúcido. Todos los Súper somos

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soñadores lúcidos. Eso se ha convertido en un ingrediente importante de nuestra
forma de pensar.
Leisha echó un vistazo a Drew. Él miraba atentamente a Miranda Sharifi, y al ver
la expresión de los ojos verdes del joven, Leisha apartó la mirada.
—No sé qué ocurrirá después, ni cuándo —prosiguió Miranda—. Tal vez
Sanctuary nos permita usar un vehículo espacial. Es posible que su gobierno envíe a
buscarnos, o tal vez pueda hacerlo la sociedad que usted dirige. Tal vez algunos
Superbrillantes, los más jóvenes, se queden aquí. Pero algunos necesitaremos pronto
un lugar para marcharnos de Sanctuary, ya que habremos provocado el arresto por
conspiración y traición de todo el Consejo de Sanctuary. Necesitaremos un lugar
seguro, con un equipo razonable que podamos modificar, y alguien que nos ayude
con el sistema legal y económico. Usted fue abogada, señorita Camden. ¿Podemos
recurrir a usted?
Miranda hizo una pausa. Leisha sintió que le escocían los ojos. —Con nosotros,
aunque no estoy segura, habrá algunos Normales. Es probable que uno de ellos sea
mi padre, Richard Sharifi. No creo que usted pueda ponerse en contacto directo
conmigo para responder a esta emisión, aunque no estoy segura de cuáles son sus
posibilidades.
—No las de ellos —dijo Stella en tono desconcertado. Drew le lanzó una mirada
divertida.
—Gracias —concluyó Miranda torpemente. Pasó el peso de su cuerpo de un pie a
otro y de pronto pareció aún más joven—. Si… si Drew Arlen está con usted cuando
escuche esta emisión, y usted está dispuesta a que los Superbrillantes vayamos a
verla, por favor pídale que se quede. Me gustaría… me gustaría conocerlo.
De pronto, Miranda sonrió con una expresión tan cínica que Leisha se sobresaltó.
Después de todo, esta jovencita no era ninguna criatura.
—Verá —añadió Miranda—, recurrimos a usted como mendigos. No tenemos
nada que ofrecer ni nada que intercambiar. Sólo tenemos necesidades. —La joven
desapareció y en la pantalla apareció repentinamente un gráfico tridimensional, un
complejo globo formado por cadenas de palabras atadas, cruzadas y equilibradas, y
cada una era una idea que se conectaba con la siguiente, y todo tenía códigos de
colores colocados de manera tal que realzaban los acentos, los equilibrios y los
intercambios de significado de conceptos que se oponían, se reforzaban o se
modificaban mutuamente. El globo siguió rotando lentamente.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Stella.
Leisha se levantó y caminó alrededor del globo un poco más rápido de lo que éste
giraba. Lo observó atentamente. Le temblaron las rodillas.
—Creo… creo que es un razonamiento filosófico.
—Ahhh —dijo Drew.

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Leisha siguió mirando el globo. Su mirada se detuvo en una frase pintada de
verde de una capa exterior: una casa dividida, Lincoln. Se sentó en el suelo.
Stella se refugió en el frenesí de la actividad doméstica.
—Si son veintiocho, y comparten la habitación, podemos habilitar el ala oeste y
trasladar a Richard y a Ada a…
—Yo no me quedaré —dijo Richard serenamente.
—¡Pero Richard! Tu hijo… —Stella se interrumpió, incómoda.
—Ésa fue otra vida.
—Pero Richard… —Stella empezó a ruborizarse. Él salió silenciosamente de la
habitación. La única persona a la que miró directamente fue a Drew, que le devolvió
la mirada.
Leisha no vio nada de lo que ocurría. Se quedó sentada en el suelo, analizando el
globo de cadenas de Miranda hasta que la emisión concluyó y el holograma se
desvaneció. Entonces levantó la vista y miró a los tres que quedaban: Stella, Jordan y
Drew. Stella lanzó un jadeo de asombro.
—Leisha… Tu cara…
—Las cosas cambian —dijo Leisha, con las piernas cruzadas y una expresión
radiante—. Existen segundas y terceras oportunidades. Y cuartas y quintas.
—Bueno, por supuesto —dijo Stella, desconcertada—. ¡Leisha, por favor,
levántate!
—Las cosas cambian realmente —repitió Leisha como una niñita—. No sólo se
trata de cambios de grado. Cambios de clase. Ni siquiera para nosotros. Después de
todo. Después de todo.

Eran treinta y seis y habían sido enviados con un avión del gobierno desde
Washington; todo había llevado mucho más tiempo del que cualquiera, salvo Leisha,
la ex abogada, había imaginado. Veintisiete «Superbrillantes»: Miri, Nikos, Allen,
Terry, Diane, Christy, Jonathan, Mark, Ludie, Joanna, Toshio, Peter, Sara, James,
Raoul, Victoria, Arme, Marty, Bill, Audrey, Alex, Miguel, Brian, Rebecca, Cathy,
Victor y Jane. Nombres tan familiares para personas tan poco familiares. Y con ellos
había cuatro niños Insomnes «Normales»: Joan, Sam, Hako y Androula. Había cinco
padres que, en su mayor parte, parecían más tensos que sus hijos. Entre los padres se
encontraba Ricky Sharifi.
En los ojos oscuros de éste se reflejaba el dolor y se movió con paso vacilante,
como si no supiera con certeza si tenía derecho a caminar sobre la Tierra. Cuando
Leisha se dio cuenta del motivo por el que esto le parecía normal, esbozó una mueca.
Richard, que ahora parecía más joven que su hijo, tenía ese mismo aspecto en los
meses posteriores al juicio de Jennifer.
El primer juicio de Jennifer. Los miembros del Consejo de Sanctuary estaban

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encarcelados en Washington.
—¿Mi padre está aquí? —le preguntó Ricky a Leisha serenamente la primera
tarde.
—No. Él… se fue, Ricky.
Ricky asintió y no mostró sorpresa. Daba la impresión de que había esperado esa
respuesta. Tal vez era así.
Miranda Sharifi —«Miri»— tomó la delantera desde el principio. Después del
alboroto de la llegada, el equipo, las maletas, las redes de seguridad y los
complicados arreglos que Stella había hecho para distribuir el espacio, Miri fue con
su padre al estudio de Leisha.
—Gracias por permitirnos venir, señorita Camden. Pactaremos algún tipo de
alquiler en cuanto nuestras acciones sean liberadas por su gobierno.
—Llámame Leisha. Y también es tu gobierno. Pero no es necesario pagar ningún
alquiler, Miri. Estamos encantados de teneros aquí.
Miri la observó con sus ojos oscuros. Leisha pensó que eran unos ojos extraños,
no por sus características físicas sino porque parecían ver cosas que nadie más veía.
Sintió cierto sobresalto al notar, a pesar de la admiración que ya sentía por Miri, que
los ojos de la jovencita la hacían sentirse incómoda. ¿Cuántas cosas veía de ella esa
firme mirada? ¿Hasta qué punto ese cerebro —reforzado, diferente, mejor—
comprendía el alma de Leisha?
Seguramente eso mismo era lo que Alice había sentido en otros tiempos con
respecto a Leisha. Y ésta nunca lo había sabido, nunca se había dado cuenta.
Miri sonrió. La sonrisa le cambió la cara, la ensanchó y la iluminó.
—Gracias, Leisha. Eres muy generosa. Más aún, creo que nos consideras parte de
tu comunidad, y te lo agradecemos de veras. El concepto de comunidad es muy
importante para nosotros, pero preferiríamos pagarte. Somos yagaístas, ya sabes.
—Lo sé —dijo Leisha, preguntándose si entre las cosas que el cerebro
perfeccionado de Miri podía comprender estaba la ironía. Aún tenía dieciséis años.
—¿Drew Arlen… está todavía aquí? ¿O se fue de gira?
—Aún está aquí. Te esperó.
Miri se sonrojó. «Oh», pensó Leisha. «Oh… »
Fue a buscar a Drew. Él observó a Miri desde su silla de ruedas, con su hermoso
rostro concentrado, y extendió una mano.
—Hola, Miranda.
—Más tarde me gustaría hablar contigo del sueño lúcido —dijo Miranda
fríamente, ruborizándose aún más—. De los efectos neuroquímicos en el cerebro. He
hecho algunos estudios y tal vez te interesen los resultados, una posibilidad de
observar tu arte desde el aspecto científico. —Leisha reconoció que el parloteo de la
niña era un verdadero don. Le estaba ofreciendo a Drew lo que ella consideraba lo

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mejor de sí misma: su trabajo.
—Gracias —dijo Drew en tono grave. Le brillaban los ojos—. Me gustaría.
Leisha se sorprendió. Se había preguntado si sentiría aunque sólo fuera una leve
punzada de celos por el hecho de que Drew dejara de pensar en ella para concentrarse
en Miri —le había resultado absolutamente obvio que él estaba dispuesto a hacerlo—,
pero lo que sintió no fue una leve punzada. Tampoco celos, sino que la invadió un
sentimiento protector tan intenso como un fuego abrasador. Si Drew estaba utilizando
a esa niña extraordinaria para obtener Sanctuary, ella le daría su merecido. Seguro.
Miri se merecía algo mejor, necesitaba algo mejor, era mejor…
Sorprendida por su propia reacción, Leisha guardó silencio.
Miri volvió a sonreír. Todavía tenía una mano entre las de Drew. —Usted nos
cambió la vida, señor Arlen. Más tarde le contaré todo.
—Por favor, llámame Drew.
Leisha vio al sucio niño de diez años, sus ojos verdes y atrevidos y sus modales
espantosos: «Seré el dueño de Sanctuary, yo.» Volvió a observar a Miranda y la
oscura cabellera de la niña cayó hacia delante, ocultando su rostro enrojecido y la
cabeza deforme. El fuego abrasador se avivó. Miranda apartó la mano de las de Drew.
—Me parece —comentó Ricky Sharifi— que Miri necesita comer enseguida. Su
metabolismo es diferente del nuestro. Leisha, vamos a agotar tus recursos. Permite
que te paguemos. No te imaginas lo que Terry, Nikos y Diane harán con tu equipo de
comunicaciones.
Ricky también había estado observando a Miranda y a Drew. Miró a Leisha y
sonrió de mala gana. Ésta notó que Ricky estaba tan preocupado por los poderes de
su hija como Leisha lo había estado por el sueño lúcido de Drew, y que sentía el
mismo orgullo.
—Ojalá —le dijo Leisha directamente a Ricky— hubieras conocido a mi hermana
Alice. Murió el año pasado.
Él creyó percibir en esta simple declaración todo lo que ella intentaba expresar.
—A mí también me habría gustado.
Miri insistió en el tema del pago.
—Y una vez que tu… que nuestro gobierno quede lo suficientemente satisfecho
para liberar nuestras acciones, según vuestros criterios seremos ricos. De hecho, iba a
preguntarte si te interesaría ocuparte del trabajo legal para ayudar a algunos de los
nuestros a fundar empresas en Nuevo México. Casi todos nosotros hemos dirigido
negocios o hecho investigaciones comerciales, pero aquí aún no tenemos la edad
necesaria para hacerlo. Vamos a necesitar estructuras legales que nos permitan
continuar nuestros negocios como empleados de media jornada en entidades
corporativas con consejos de administración formados por adultos.
—Ésa no era mi especialidad —dijo Leisha con cautela—. Pero puedo sugerirte el

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nombre de alguien que podría hacerlo: Kevin Baker.
—No. Él era el enlace con Sanctuary.
—¿No fue siempre una persona honesta? —preguntó Leisha.
—Sí, pero…
—También lo será con vosotros. Y bien dispuesto; Kevin siempre estaba
dispuesto a ir adonde hubiera un negocio.
—Se lo plantearé a los demás —respondió Miri.
Leisha ya la había visto junto a los otros Superbrillantes, intercambiando miradas
cuyo significado, estaba segura, no captaba totalmente. Infinidad de significados que
jamás comprendería. ¿Y cuántos significados incomprensibles para ella habría en los
globos de cadenas que construían para comunicarse, o en los que formaban en el
interior de sus mentes?
Los globos de cadenas la hacían sentirse incómoda al recordar las formas del
sueño lúcido de Drew.
—Pero aunque trabajemos con Kevin Baker —reflexionó Miri— necesitaremos
un abogado. ¿Querrás representarnos?
—Te lo agradezco, pero no puedo —repuso Leisha. No le explicó a Miri por qué.
Todavía no—. Puedo recomendarte algunos abogados buenos. Por ejemplo, Justine
Sutter. Es la hija de un viejo amigo mío,
—¿Una Durmiente? —pregunto Miri.
—Es muy buena —afirmó Leisha—. Y eso es lo que importa, ¿verdad?
—Sí —respondió Miri, y añadió—: una Durmiente.
—Eso podría ser mejor —opinó Ricky Sharifi—. Después de todo, vuestros
abogados tendrán que tratar con las leyes de la propiedad de Estados Unidos. Un
mendigo podría conocerlas mejor.
—Si vais a vivir aquí, Ricky, tendréis que dejar de usar esa palabra —puntualizó
Leisha.
—Sí, tienes razón —convino Ricky un instante después.
Así era. El hijo de Jennifer Sharifi educado en Sanctuary. ¡Y los seres humanos
creían comprender la manipulación genética!
De pronto, Drew le preguntó a Miri:
—¿Algún día heredarás Sanctuary?
Miranda lo observó durante un largo rato. Leisha no logró percibir lo que pasaba
en la mente de la jovencita.
—Sí —dijo Miri finalmente en tono reflexivo—. Aunque para eso falta mucho
tiempo. Tal vez un siglo. O más. Pero algún día sí. Heredaré Sanctuary.
Drew no respondió. «Un siglo o más», pensó Leisha. Drew y Miri intercambiaron
una mirada, una mirada que Leisha no logró interpretar. Finalmente, cuando Drew
sonrió, tampoco supo qué significaba.

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—Fantástico —dijo Drew.
Miri también sonrió.

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26

eisha se sentó en su roca favorita, a la sombra de un álamo. A sus pies, el

L arroyo estaba completamente seco. Cuatrocientos metros más abajo, un Súper


se movía lentamente, con el rostro inclinado hacia abajo, mirando el suelo.
Debía de ser Joanna; había quedado cautivada por los fósiles y estaba construyendo
una cadena de pensamiento tridimensional, que Leisha no comprendía, sobre la
relación entre coprolitos y orbitales. Era pura poesía, dijo Miri, y añadió que ninguno
de ellos sabía construir poesía hasta que comenzaron con el sueño lúcido. Ésa fue la
expresión que utilizó: «Construir poesía.»
Una rata canguro se hundió en un montículo de tierra seca a unos centímetros de
distancia de Leisha, quien la vio agitar sus cortas patas delanteras como si fueran un
taladro mecánico y apartar la tierra excavada con sus largas patas traseras. La rata, de
orejas redondas y ojos más redondos, saltones, negros y brillantes, se volvió
repentinamente y observó a Leisha. Tenía una extraña protuberancia en la parte
superior de la cabeza; un tumor incipiente, pensó Leisha. El animalillo reanudó su
tarea, removiendo de vez en cuando la tierra y enriqueciéndola con los nitratos de sus
evacuaciones. Más allá, fuera de la sombra del álamo, el desierto relucía bajo el calor
ya espantoso de principios de junio.
Leisha sabía que si se volvía vería un brillo diferente. Doce metros por encima del
recinto, las moléculas del aire estaban distorsionadas con una nueva clase de campo
energético que Terry estaba experimentando. Decía que sería el siguiente avance en la
física aplicada. Kevin Baker estaba negociando con Samsung, IBM y Konig-Rottsler
para seleccionar las licencias de las patentes de Terry…
Leisha se quitó las botas y los calcetines, una acción un tanto peligrosa puesto que
estaba más allá de la zona protegida electrónicamente para quedar libre de
escorpiones. Pero la roca, caliente incluso allí, a la sombra, le producía una agradable
sensación arenosa en contacto con sus pies desnudos. De pronto recordó cómo había
observado sus pies la mañana en que cumplió sesenta y siete años. Qué raro… le
pareció extraño recordar algo así. En realidad, el recuerdo le gustó; había empezado a
darse cuenta de lo mucho que incluso un Insomne olvida en ochenta y tres años.
Los Súper lo recordaban todo. Siempre.
Leisha estaba esperando que Miri saliera del recinto hecha una furia y la acusara.

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La reprimenda se retrasaba; seguramente Miri había estado encerrada en su
laboratorio más tiempo que de costumbre. O tal vez estaba con Drew, que pasaba en
casa unos pocos días después de la gira de primavera. Si era así, seguramente estaban
en la habitación de él: en la de Miri no había cama.
La rata canguro desapareció en su montículo.
—¡Leisha!
Ella se volvió. Una figura vestida con pantalones cortos de color verde corría
enfurecida hacia ella desde el recinto, agitando los brazos y las piernas. Ocho, siete,
seis, cinco, cuatro, tres…
—¡Leisha! ¿Por qué?
Los Súper siempre terminaban las cosas antes de lo previsto.
—Porque elegí hacerlo, Miri. Porque quiero.
—¿Porque quieres? ¿Quieres defender a mi abuela de la acusación de traición?
¿Tú, Leisha, la misma que escribió la obra definitiva sobre Abraham Lincoln?
Leisha supo que aquello no era una conclusión errónea. En los últimos tres meses
había empezado a comprender algo acerca del pensamiento de los Súper. No hasta el
punto de seguir en su totalidad una forma compuesta por una compleja cadena, tejida
a partir de asociaciones, razonamientos y conexiones, en la que brillaban destellos de
sueño lúcido. Y jamás hasta el extremo de construir una por su cuenta. Tampoco
quería hacerlo. Eso no era lo suyo. Pero ahora era capaz de rellenar los espacios en
blanco cada vez que esta jovencita, la persona más importante para ella después de
Alice, le hablaba. Al menos, Leisha podía rellenarlos si los espacios que Miri dejaba
en blanco no eran demasiados. Esta vez no fue así.
—Siéntate, Miri, quiero explicarte por qué soy la abogada de Jennifer. Estaba
aquí esperando que me lo preguntaras.
—¡Prefiero quedarme de pie!
—Siéntate —dijo Leisha y un instante después Miri se sentó. Se apartó el pelo de
la frente. Estaba acalorada incluso después de esa corta carrera, y se dejó caer con
furia sobre la roca de Leisha sin mirar siquiera si había algún escorpión.
Había muchas cosas de la Tierra que Miri aún no sabía mirar.
Leisha había ensayado sus palabras cuidadosamente.
—Miri, tu abuela y yo formamos parte de una generación específica
norteamericana, la primera generación de Insomnes. Esa generación tenía ciertas
cosas en común con la anterior, la misma que nos creó. Ambas generaciones
comprendían que no es posible tener igualdad, que es otra forma de lo que tú llamas
solidaridad de la comunidad, y al mismo tiempo excelencia individual. Cuando los
individuos son libres de convertirse en lo que sea, algunos se convierten en genios y
otros en mendigos resentidos. Algunos se benefician y benefician a su comunidad, y
otros no benefician a nadie y se limitan a saquear todo lo que pueden. La igualdad

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desaparece. No se puede tener igualdad y al mismo tiempo la libertad de buscar la
excelencia individual.
»Por eso, dos generaciones eligieron la desigualdad. Mi padre la eligió para mí.
Kenzo Yagai la eligió para la economía norteamericana. Un hombre llamado Calvin
Hawke, del que no sabes nada…
—Sí, sé —le aclaró Miri.
Leisha sonrió serenamente.
—Claro que sí. Fue un comentario estúpido. Bueno, Hawke se puso del lado de
los que habían nacido desiguales e intentó nivelar un poco la ecuación, y la
excelencia se arruinó. De todos nosotros, Tony Indivino y tu abuela fueron los únicos
que intentaron crear una comunidad que diera tanto valor a su propia solidaridad, la
«igualdad» de aquellos que fueran incluidos como miembros, como a los diversos
logros individuales de esos miembros. Jennifer fracasó porque es imposible hacer
algo así. Y cuanto más fracasaba, más fanática se volvía en el intento, y echaba la
culpa de todos los fracasos a personas que no formaban parte de la comunidad.
Limitaba cada vez más la definición, alejándose cada vez más de cualquier clase de
equilibrio. Pero sospecho que tú sabes de eso aún más que yo.
Leisha esperó, pero Miri no dijo nada.
—Pero incluso mientras Jennifer se alejaba cada vez más del sueño de la
comunidad, el sueño mismo, el sueño de Tony, era algo admirable. Aunque imposible.
Era el sueño idealista de unir dos grandes necesidades humanas, dos grandes anhelos
humanos. ¿No puedes perdonar a tu abuela pensando en ese sueño inicial?
—No —respondió Miri con el rostro rígido, y Leisha volvió a recordar lo joven
que era. Los jóvenes no perdonan. ¿Acaso Leisha había perdonado a su propia
madre?—. ¿Entonces, por eso la defiendes? ¿Por lo que consideras su sueño inicial?
—Sí.
Miri se puso de pie. La roca había dejado diminutas marcas en la parte posterior
de sus piernas, debajo de los pantalones. Sus ojos oscuros fulminaron a Leisha.
—Al limitar su definición de comunidad, mi abuela mató a mi hermano Tony. —
Dio media vuelta y se fue.
Después del sobresalto inicial, Leisha se puso rápidamente de pie y corrió
descalza detrás de Miri.
—¡Miri! ¡Espera!
Obediente, Miri se detuvo y se volvió. En su rostro no había lágrimas. Leisha dio
un paso más largo, tropezó con una roca puntiaguda y dio un salto. Miri la ayudó a
volver hasta la roca en la que las botas y los calcetines de Leisha se calentaban al sol.
—Antes de ponértelos, fíjate que no haya escorpiones —sugirió Miri—, porque
podrían… ¿De qué te ríes?
—No tiene importancia. Nunca sé qué es lo que sabes y lo que no sabes. Miri…

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¿dirías que la mía es una conducta injustificable? ¿O la de Drew? ¿O la de tu padre?
—¡No!
—Pero todos nosotros hemos cambiado de idea en el transcurso de décadas con
respecto a lo que es aceptable, correcto o incluso deseable. Ésa es la clave, cariño. Es
por eso que voy a defender a tu abuela.
—¿Cuál es la clave? —preguntó Miri en tono brusco.
—El cambio. Las formas imprevisibles en que los acontecimientos pueden
cambiar a las personas. Y ten en cuenta, Miri, que los Insomnes viven mucho
tiempo… Hay mucho tiempo para muchos acontecimientos —tiempo que se acumula
como el polvo— y eso supone una gran cantidad de cambios. Incluso los Durmientes
pueden cambiar. Cuando Drew vino aquí por primera vez, era un mendigo. Ahora ha
hecho una importante contribución al rumbo del mundo por la forma en que cambió
el pensamiento de los Superbrillantes. Esa es la respuesta, Miri. No puedes decir
siempre que alguien es indefendible, porque las cosas cambian. Incluso tu abuela
podría cambiar. Tal vez sobre todo ella. ¿Entiendes lo que quiero decir, Miri?
—Lo pensaré —gruñó Miri.
Leisha suspiró. La reflexión de Miri sobre el tema sería tan compleja que aunque
Leisha pudiera ver los resultados en la estructura de cadenas del holograma, no
reconocería sus propios argumentos.
Cuando Miri volvió a la casa Leisha terminó de ponerse los calcetines y las botas
y se sentó en la roca chata, de cara al desierto, con los brazos sobre las rodillas.
La gente cambia. Los mendigos pueden convertirse en artistas. Los abogados
productivos, en rematados holgazanes, enfurruñados como Aquiles en su tienda,
molestos durante décadas, con un enfurruñamiento mundial y volver a ser admitidos
en el ejercicio de la profesión y convertirse otra vez en abogados. Los expertos en
cuestiones marinas pueden convertirse en vagabundos. Las investigadoras del sueño
en esposas fracasadas y volver a transformarse en brillantes investigadoras. Los
Durmientes tal vez no se conviertan en Insomnes… ¿O sí? ¿Sólo porque Adam
Walcott había fracasado hacía cuarenta años, sólo porque Susan Melling había dicho
que era imposible? ¿Quería decir eso que siempre sería imposible? Susan nunca había
conocido a los Superbrillantes.
«Tony —dijo Leisha para sus adentros—, no hay mendigos permanentes en
España. Ni en ningún otro sitio. El mendigo al que le das un dólar hoy podría cambiar
el mundo mañana. O convertirse en padre del que lo cambie. O abuelo, o bisabuelo.
No hay una ecología estable del intercambio, como pensaba en otros tiempos, cuando
era muy joven. Nada permanece estable, y menos aún estancado, si se le da el tiempo
suficiente. Tampoco hay nada que no se pueda reproducir. Los mendigos sólo son
líneas genéticas trazadas temporalmente entre comunidades.»
La rata canguro volvió a salir de su escondrijo y olisqueó una prímula. Leisha vio

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claramente el tamaño de la cabeza del animal. No era natural. El pelo tenía un color
diferente y crecía en mechones más largos; la protuberancia era absolutamente
redonda; la rata canguro la empujó hacia delante para acercar los mechones a la
prímula y se detuvo. La protuberancia era una especie de sensor. El animal era
producto de una manipulación genética… y estaba allí, en ese lugar remoto, en contra
de todas las reglas, de todo lo que se podía esperar.
Leisha se ató los cordones de las botas y se puso de pie. De pronto se sintió
maravillosa, como la jovencita que aún parecía. Llena de energía. Llena de luz.
Había mucho que hacer.
Se volvió hacia el recinto y echó a correr.

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NANCY KRESS trabajó como redactora en una agencia de publicidad antes de
dedicarse por completo a la narrativa. Tras iniciar su carrera como autora de novelas
de fantasía, su obra más reciente se inscribe claramente en el ámbito de la ciencia
ficción. Kress colabora con una columna sobre narrativa en la revista Writers Digest
y también ha escrito libros para la formación de escritores noveles.
Ha publicado tres novelas de fantasía de gran éxito: The Prince Of Morning Bells
(1981), The Golden Glove (1984) y The White Pipers (1985) que es su preferida.
Trinity And Other Stories (1985) es una antología de relatos cortos en la que se
incluye «Entre tantas estrellas brillantes», que obtuvo el premio Nébula de 1985 y
puede leerse en castellano en el volumen PREMIOS NÉBULA 1985 (Ed. George
Zebrowski, colección Libro Amigo, núm. 39 / NOVA ciencia ficción, núm. 11,
Ediciones B). La más reciente de sus antologías de relatos breves es The Aliens Of
Earth (1993).
Una luz extraña (1988, NOVA ciencia ficción, número 35) fue su primera novela
de ciencia ficción. Es una exploración sobre el significado de lo humano, a través del
enfrentamiento entre la humanidad y la especie galáctica de los Ged, cuya conducta
se basa en la colectividad. También se inscribe en la ciencia ficción Brain Rose
(1990), una novela sobre un futuro no muy lejano en torno a la contaminación, la
reencarnación y la evolución de la especie humana, con personajes de gran interés.
Su mayor éxito hasta la fecha ha sido Mendigos en España (1996, NOVA ciencia
ficción, número 84), una inteligente especulación sobre el surgimiento de una nueva

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especie de seres humanos generados por ingeniería genética: los Insomnes, que no
tienen necesidad de dormir. La primera novela corta de la serie obtuvo los premios
Nébula de 1991 y el Hugo de 1992, mientras que el primer volumen quedó finalista
en los premios Hugo de 1993. Su continuación, Mendigos y opulentos (1996, NOVA
ciencia ficción, número 87), fue también finalista del premio Hugo en el año 1995. La
serie parece concluir con Beggars Ride, que aparecerá en Estados Unidos afínales de
1996.
Su última obra es Oaths And Miracles (1996), un ameno e interesantísimo thriller
sobre la ciencia y la biotecnología, que arranca con el asesinato de un mafioso de Las
Vegas.

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Notas

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[1] En castellano en el original. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 352


[2] En castellano en el original. (N. de la T.) <<

www.lectulandia.com - Página 353

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