Hasta Que Salga Bien - Dona Ter
Hasta Que Salga Bien - Dona Ter
Hasta Que Salga Bien - Dona Ter
Dona Ter
Hasta que salga bien; Dona Ter.
© Registro nº: REGAGE22e00050655368
Diseño de portada: Dona Ter
1ª Edición: junio 2024
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Sinopsis
Pero no fue el fin, tres años después sigo aquí. Vivo en la isla, el único lugar
donde siempre me he sentido en casa. Cada vez tengo más claro que soy un
hombre de costumbres. Lo es que cada día surfee. Lo es que cada vez que
estoy sobre la tabla y miro hacia la playa, la veo a ella. A mi pasado
esperando en la arena. Todos tenemos un verano en el que refugiarnos.
Miro hacia el horizonte, la línea que separa el cielo del mar es tan
indefinible, como la que existe entre el pasado y el presente. Empiezo a ser
consciente de que es muy probable que, después de tanto tiempo, Morgane
deje de ser pasado y se convierta de nuevo en presente.
1 A una cita a ciegas, ¿cómo de ciega hay
que ir?
Marlene:
Lo siento, sigo liada con los del hotel.
Y luego me dices que soy indecisa,
eso es porque no tienes el gusto de conocerlos.
En cuanto salga, voy directa.
Morgane:
Ok, tranquila.
2 Cena gourmet en el patio trasero
—No se lo digas a mi madre, pero voy a ir a cenar con un tío del que no sé
ni su nombre —murmuro con los dientes apretados en cuanto salimos del
bar.
Estamos a principios de mayo y la noche es templada para esta época del
año. Frente al escaparate de la zapatería me echo un vistazo y compruebo
que la actitud es el mejor complemento para sentirse guapa. Hoy no veo ni
unas cejas demasiado gruesas, ni unas caderas demasiado anchas o unos
pechos demasiado pequeños. La actitud también afecta a la vista. No sabía
muy bien cómo vestirme y al final he optado por unos pitillos tobilleros y
una blusa de un tono alizarina carmesí, con un generoso cuello de pico.
Tengo el pelo castaño y liso, lo llevo largo hasta los hombros y esta noche
me he dejado la melena suelta. Tengo la cara redonda y los ojos claros.
Se planta frente a mí y ríe sacudiendo la cabeza.
—Jacques, aunque me llaman Jay.
—Morgane. —Estrecho su mano y cuando voy a soltarlo, tira de mí para
darme los tres besos de rigor. Son casi al aire, pero se separa lentamente
rozando sus labios sobre mi piel hasta la comisura de mi boca. Mi cuerpo
reacciona a su juego.
—Treinta y un años, soltero. Vivo solo y tengo negocio propio. No llevo
encima mi ficha policial, pero si crees que es necesaria…
—No le importa si estás fichado —lo interrumpo—. A ella le interesa
más si sabes cocinar. Te preguntaría si te gusta Souchon o Dalila. Aunque
pensándolo bien, si eres capaz de hacer la mitad de los cócteles de la lista,
para ella ya eres todo un partidazo.
Empieza a cantar una de sus míticas canciones, donde Souchon le
pregunta a su madre cómo lo hizo para ser tan feo. Tiene una voz bonita y
se lo digo; me confiesa que hace años, con unos amigos, montaron un grupo
de blues en el que toca el saxo. Que nunca han tenido sueños de grandeza,
solo lo hacen para divertirse.
—Antes ensayábamos cada semana; ahora si nos vemos una vez al mes
ya es un milagro.
Retomamos el camino conociéndonos un poco más. Descubro que es
alérgico al polen, le gusta la comida picante y que odia el calor. Por mi lado
le digo que soy perito de arte y tengo veintiocho años. Que me relajan esos
videos de artistas pintando. Que la música que me gusta depende del
momento, que como buena bretona adoro la mantequilla y que soy hija
única.
—Yo tengo una hermana, Sophie. Somos mellizos. Trabaja conmigo en
el bar. Si te apetece una copa después de cenar y ver el ambiente de la SD a
la que no vas a ir… estará allí y podré presentártela.
—De acuerdo, confieso que sí que estamos apuntadas —admito después
de soltar un bufido cómico—. Me convenció Marlene, pero me prometió
que vendríamos antes para hacer una evaluación y solo nos quedaríamos si
nos gustaba.
—Algo sospechaba… llevo toda mi vida detrás de esa barra.
—Exagerado. —En un cruce, me coge un instante del codo para guiarme
hacia la izquierda.
—No, no lo soy. Era el bar de mis padres, me crie ahí dentro. Hace dos
años nos lo traspasaron y quisimos darle un nuevo aire. Primero pensamos
en una cafetería hípster, de esas modernas, luego en un gastrobar con
música en directo, y una noche, mientras Soph me contaba una de sus citas
desastrosas, se nos ocurrió la idea.
—¿Os lleváis bien?
—Me paso el día debatiéndome entre abrazarla o mandarla a la mierda.
Lo normal entre hermanos, vamos.
—Iba a decir que me das envidia, pero acabo de darme cuenta de que me
pasa lo mismo con Marlene, a pesar de no compartir ADN.
—Esas son las buenas amistades, donde puedes dar collejas desde el
cariño. Ya hemos llegado.
Iba tan distraída que no tengo ni idea del tiempo que hemos tardado ni
del recorrido. Niñas, no lo hagáis. Y las mayores, tampoco. Y ya que
estamos en modo consejo: unas clases de defensa personal deberían ser
obligatorias. «En fin… Morgane, que te despistas». Aunque, en parte,
considero que si la charla me ha parecido interesante es buena señal para
empezar una cita. O lo que sea que es esto. Él lo ha llamado posibilidades y
creo que es una definición perfecta. Cualquier cosa puede salir de aquí. Un
polvo, un amigo, un recuerdo vago de la noche que cené con un
desconocido cuando tenía veintiocho años. No, ni me planteo la posibilidad
de que de «esto» pueda salir mi futuro marido, ni siquiera un novio o una
relación. No soy negativa, pero tengo claro que aún no estoy preparada para
enamorarme de nuevo por eso que te he contado antes de tener el corazón
desbordado. Y he aquí la razón de por qué necesito una nueva versión de
Morgane. Porque tengo ganas de volver a ilusionarme. De escuchar una
canción y que me haga pensar en otro «alguien». De estar pendiente del
teléfono, de reír en cualquier momento del día, sin ton ni son. De despertar
de madrugada y darme la vuelta en busca de calor. Tengo ganas de volver a
tener ganas.
—¿Dónde estamos?
Hemos rodeado un edificio y entramos en un callejón. Teclea un código
y se abre una puerta de hierro que sostiene abierta mientras me cede el paso.
Es la parte trasera de algún establecimiento. Hay cajas de bebidas apiladas a
un lado, seguidas por los cubos de basura que están perfectamente alienados
bajo una pérgola, para esconderlos. En el medio, hay una mesa de pícnic,
con una estufa de exterior. A mano derecha y hasta la pared del fondo hay
un huerto y un invernadero. Huele a tierra mojada y me trae recuerdos.
Gruño mentalmente para ahuyentarlos.
—Esto de ahí es el Carême. Los dueños son amigos, suelo venir aquí a
cenar.
Conozco el restaurante de oídas. Llevan poco tiempo abiertos y, con un
servicio cercano y una carta excepcional, han conseguido posicionarse
como uno de los locales de moda. Al acercarnos, un hombre alto y
corpulento se levanta limpiándose la tierra de las manos en los muslos.
Recoge un cesto y luego viene hacia nosotros. Jay me lo presenta como
Jérôme, el dueño y chef. No puedo evitar fijarme en la cesta: hay un par de
zanahorias, un manojo de puerros, un puñado de espinacas y una escarola.
—¿Cuál es la recomendación para hoy?
—Esta tarde he estado probando algunas recetas, he cocinado sopa de
mango y jengibre, ratatouille con salsa de trufa y parmesano. Además, me
queda un poco de hojaldre de hongos y puerros…
—¿De verdad eres vegetariana?
—Sí, ¿vamos a cenar aquí? —le respondo a Jay, sorprendida. No sé muy
bien qué imaginaba, pero cualquier cosa menos esto.
—Hoy tenemos cerrado, pero él sabe que está invitado siempre que
quiera. ¿Hay algo de lo que he dicho que te apetece? Si no puedo…
—Todo suena delicioso —lo corto. Jérôme me guiña un ojo, complacido
de que le deje la elección a su cargo.
Intercambiamos un par más de frases y luego se retira. Justo cuando nos
sentamos a la mesa se apaga el foco grande y se encienden las guirnaldas
que, en forma de zigzag, cubren el patio. Jay enciende la estufa.
—Madre mía, qué escenario tenéis organizado. Las camelas con una
charla fluida y luego las invitas a cenar en un sitio tan encantador como
este…
—Frena —me interrumpe—, normalmente vengo solo. Contigo he hecho
una excepción, y no en plan romántico porque crea que eres especial, sino
porque he improvisado y tenía miedo a que dijeras que no.
—Así que no soy especial. —Hago una suerte de puchero, pero mis
labios terminan dibujando una sonrisa.
—Solo digo que no soy un personaje de novela. Y, en parte sí lo eres
porque tengo ganas de conocerte.
—Lo dices como si fuera algo excepcional.
—Últimamente me cuesta conocer gente interesante.
—Yo también siento esta curiosidad o, de lo contrario, no habría
aceptado. ¿En serio puedes presentarte aquí cuando quieras y sale un chef
enumerando platos fabulosos?
Su risa tiembla en mi estómago. Y algo más abajo. Me gusta su
sinceridad y me queda claro una cosa: la noche no ha empezado y ya deseo
que no termine.
—Jérôme y Annette se conocieron en el Waste time. Fueron de las
primeras parejas que vinieron. Para ellos soy su «cupido» —dice como si le
diera grima que le hayan puesto ese mote y me hace gracia su mueca—.
Además, fui yo quien les habló del local. En fin, ellos están encantados de
agradecérmelo dándome de comer y yo de que lo hagan. Y mi madre aún
más sabiendo que no me alimento a base de tortillas.
—¿Eres vegetariano? —pregunto cuando pienso en los platos que ha
enumerado.
—Desde hace unos cuatro años o así. Lo hice para conquistar a una
chica.
Justo en este momento, Jérôme lo llama para que vaya a recoger las
bandejas con nuestra cena. Me ofrezco a ayudarlo, pero niega con la cabeza.
—Solo será un segundo.
Poco después la mesa se llena con cuencos de sopa, una ensalada de
escarola y espinacas con nueces y manzana, la ratatouille y el hojaldre.
—¿Te apetece? —me pregunta enseñándome una botella de chardonnay.
—Claro. Esto es demasiado, de verdad, una cosa es que te alimenten a ti
y otra…
—Calla. Eres mi invitada y como te oiga nos deja sin postres y te
prometo que te arrepentirás si eso ocurre.
—Oh, no, por favor —suplico en medio de una carcajada. Viendo el
menú no quiero imaginar cómo serán. Una vez todo listo, se sienta y
brindamos.
Es como estar en el patio interior de una casa, el tráfico de la ciudad se
oye de fondo. Es un oasis en medio de París. El sabor del mango especiado
con el toque picante y fresco del jengibre me explota en la boca y suelto un
gemido. En ningún momento he querido sonar sensual, pero parece que
para Jay sí lo ha sido.
—Deliciosa —murmura y en el tono de voz deja entrever que no se
refiere a la sopa.
—Me hablabas de una chica… —digo para romper el momento y
salirme por la tangente. Aún estoy pillando el punto a esta nueva versión de
mí.
—¿En serio quieres que el primer tema que toquemos sea el de nuestras
exparejas?
—Ni loca. —Doy otro sorbo al vino.
—Menos mal. —Suelta un bufido que pretende ser de alivio; diría que
hay un dolor muy fresco impreso en esa exagerada reacción.
Y a partir de entonces la charla se sucede de forma fluida. La comida es
deliciosa y Jay me parece alguien muy interesante. Le pregunto por el local,
por los clientes, si hay asiduos o si algunos vuelven, como los dueños del
restaurante.
—Deberías tener una «pared de amor» para colgar las fotos de las
parejas que han surgido, como en las clínicas de fertilidad que muestran sus
éxitos.
—Créeme, como en ellas, con una pared sería suficiente. Ahora, si fuera
al revés… daría para empapelar la plaza.
Con el último mordisco al hojaldre me doy cuenta de que está siendo una
muy buena primera cita. Disfruto de la comida, de la charla y del juego de
miradas. La palabra «cita» ya no me da tanto miedo. No estoy
acostumbrada, me enamoré a los diecinueve. Estuve en una relación durante
seis años. No se me da bien ligar, pero me siento cómoda con su atención.
Solo por esto merecía la pena salir de casa. Siento que vuelvo a tener el
control y que estoy lista para la siguiente etapa.
Jérôme vuelve con el postre, una crème brûlée con el crujiente de azúcar
al toque de lima y coco.
—Está espectacular —gimo con la segunda cucharada.
—¿Tienes idea de lo condenadamente sensual que resultas justo en este
momento?
Y pasamos de nivel. Cuando abro los ojos su mirada está fija en mi boca.
Siento el cosquilleo y como se me contraen algunos músculos. Mi cuerpo
reacciona. Carraspeo. Justo ahí entra mi mente y me pregunto cómo besará.
Trago saliva. Imagino sus labios y si en ellos encontraré algún resto del
azúcar impregnado de coco y la frescura de la lima cuando su lengua se
enrede con la mía. Y bailando samba aparece un recuerdo lejano. Una noche
en una playa de Brasil, una piel con sabor a océano y besos ebrios de
caipiriñas…
La libido me desciende en picado por debajo de cero grados. La nueva
Morgane queda congelada y mi vida interior me calienta como un chocolate
en una tarde de lluvia.
3 Conflicto de versiones
—Hola, soy Charlie y mato por encargo —dice más que orgulloso de su
propio chiste.
«Empezamos bien…».
Por el rabillo del ojo veo a Marlene riéndose con su cita de turno. Tengo
cincuenta y nueve minutos por delante para pensar detenidamente cómo va
a compensarme por esto.
—Hola, soy Morgane y odio la violencia. —Miro hacia la barra en busca
de Jay y no me sorprende verlo pendiente de mí, le hago un gesto con la
mano y asiente. Paso del agua con florituras, necesito una copa de algo
fuerte si voy a hacer esto.
Mientras Charlie me cuenta (con demasiada precisión y repulsivos
detalles) su trabajo como exterminador de roedores y termitas, Sophie me
trae un gin-tonic. Cuando le doy un sorbo compruebo que no está muy
fuerte, solo lo suficiente para aguantar a este pelmazo. Miro el reloj de
arena sobre la mesa, quedan seis minutos.
***
Es jueves por la noche y me estoy preparando para salir a cenar a uno de los
restaurantes más lujosos de la ciudad. Los Legrand, el cliente del palacete
de Poissy, nos han invitado para agradecernos el trabajo hecho. Y tienen de
qué. Lo que tenía que durar un día al final han sido cuatro. La mayoría de
los cuadros que hemos catalogado son del neorrealismo. Este movimiento
nació en los años sesenta en Francia y criticaba la parte más oscura del
capitalismo, todo lo contrario del Pop Art que emergía en la misma época
en Estados Unidos. Lo único destacable son dos obras de Alice Neel, el
resto no vale nada.
La culpa de que haya sacado toda la ropa del armario y la tenga tirada
sobre la cama la tiene Madame Legrand. Desde el primer día que fuimos a
su casa parece que esté a punto de acudir a un desfile en la Semana de la
Moda. Es alta, con una media melena en color caoba y con un rostro…
indefinible que hace imposible saber su edad, debe rondar entre los
cincuenta y dos cientos años. Después de cambiarme media docena de
veces, me decido por un mono con cintura ceñida y cuello cruzado en color
verde viridiana que combino con unos peeptoes en un tono oro oxidado a
juego con el bolso. Siempre he creído que la ropa que uno lleva no te
define, lo que sí lo hace es ser capaz de adaptarse al medio, da igual si es
para comer en un restaurante de lujo o recoger patatas en la huerta de mi tía
Louane.
—No hace falta que te quedes. Creo que me toca dentro de… unas ochenta
horas más o menos…
No estoy exagerando, la sala de espera de urgencias está hasta los topes.
Bueno, a lo mejor sí lo hago, pero solo un poquito. Creo que el vino, junto
con el dolor, me ha subido todo de golpe a la cabeza. No estoy borracha,
solo… saturada.
—Para entonces ya se te habrá gangrenado y solo será amputar —me
responde Bastian.
—Virgen, no lo permitas —reza una mujer a su lado que lleva un rosario
en la mano.
Le doy un codazo y me muerdo el labio para no reírme.
—No voy a dejarte aquí sola. Además, si se presenta la policía… —
sisea.
—No va a denunciarme.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque sabe que es lo mínimo que merece. Le prometí que si pasaba
algo —digo sin querer entrar en detalle—, le rompería la cara y él aceptó.
Ocurrió… y yo he tardado tres años en cumplir mi palabra.
—¿Erais pareja? —Me da un repelús solo de pensarlo. No es porque sea
mayor que yo, que el alemán a sus cincuenta años aún puede ser chico de
portada, es que es la persona que más detesto del universo.
—No, pero sí tiene que ver con el amor. ¿Sabes esa copa que he
rechazado después del café? Me temo que la respuesta estaba allí dentro.
—Puede que en otro momento. —Me gusta que no insista.
—A lo mejor —digo cuando en realidad es un «nunca».
—¿Te duele?
Me miro la mano que cada vez está más hinchada y morada. Ya me he
quitado los anillos y el brazalete. No puedo moverla y los dedos tampoco.
De camino, Bastian ha parado en una gasolinera para comprar hielo, pero
no está sirviendo de mucho. Hago la broma de que tiene el mismo tono
púrpura que la piel de la madre en el cuadro «Madre y niño» del pintor
expresionista Emil Nolde.
—Lo siento —me disculpo cuando empiezo a ser consciente de lo que ha
ocurrido—, espero que los Legrand no lo hayan visto y no te cause
problemas.
—No te preocupes por eso ahora.
—¿Crees que está rota?
—Mucho me temo que sí.
Lo de que «la espera desespera» me representa. Desde siempre. Nunca
se me ha dado bien. Y por si eso no fuera suficiente, además odio los
hospitales. Estoy agotada, el pasado me acecha esperando a que le haga
caso y por mucho que lo esquivo y lo ignoro, es imposible. Entre otras
cosas porque el «zup-zup» que me hace la mano es un recuerdo constante.
Quiero que me atiendan e irme a casa. Necesito recogerme para asimilar lo
ocurrido.
—Tengo que hacer una llamada. ¿Quieres algo? —Niego con la cabeza.
Bastian es muy hermético con su vida privada, así que esa insinuación
dispara todas mis alertas.
—¿A tu chica?
—A la canguro.
—¿Canguro?
—Tengo una hija de siete años, Jade.
—¿Tienes una hija? —Alzo la voz, sorprendida.
—¿Vas a repetirlo todo?
—¿Por qué nunca hablas de ella?
—No ha surgido la ocasión.
No, la verdad es que nunca se me había pasado por la cabeza preguntarle
si tenía hijos. No tiene ni una sola foto, ni dibujo, ni ha hecho ningún
comentario que diera alguna pista. Tampoco ha citado a una madame
Lambert. Supongo que si necesita canguro es señal de que no hay nadie
ocupando el otro lado de su cama.
—Por favor, vete a casa. Estoy bien. Cuando terminen, por allá en el
siglo XXII, llamaré un taxi.
—No te dejaré sola —me interrumpe, poniéndose en pie. Se va y yo
inclino la cabeza hacia atrás para apoyarla en la pared. Cierro los ojos. El
dolor me adormece.
Cumplir promesas ha abierto la maldita herida y los recuerdos salen a
borbotones, enroscándose en mi pecho. Mierda, ahora que empezaba a
encontrarme cómoda con la nueva Morgane. Sigo sin creerme que le haya
dado un puñetazo a Klein. ¡Tres años después! Por si tenía alguna duda de
que «lo he superado» es solo una falacia.
—¿Todo bien? —digo sin abrir los ojos cuando se sienta de nuevo a mi
lado, lo ha delatado su perfume. Es como oler un bosque: madera, humedad
y un toque silvestre.
—Sí, para Jade las noches que se queda con Lucile son una fiesta. —
Verlo hablar de su hija es como un león jugando con su cachorro. Todas sus
facciones se dulcifican, hasta su voz. Incluso la expresión de sus ojos canela
se amansa. Cuando me doy cuenta de que me ha pillado observándolo,
resoplo.
—Odio los hospitales.
—¿Una mala experiencia?
—De las peores —admito en un murmullo que sé que ha oído.
—Cuéntame algo, ¿qué más hay en la lista? —pregunta y sé que solo
busca distraerme.
—¿Qué lista?
—Todos llevamos una cuenta de promesas, de nuncas, de deseos…
—Oh, vale…, déjame pensar. —Bajo la mirada hasta nuestros zapatos.
Bastian tiene un estilo que encaja perfectamente con el estereotipo de un
parisino experto en arte. Elegante, pero con cierto aire bohemio. Vaqueros
oscuros, camisa blanca y una americana que ahora descansa sobre sus
muslos. Los calcetines son su fetiche, suelen ser coloridos y siempre son
con pinturas famosas. Hoy le ha tocado el turno a Picasso—. En la de
promesas estaba darle un puñetazo a Klein, en la de los nunca romperme un
hueso y creo que esta noche también voy a poder tacharlo. ¿Tú te has roto
algo?
—El corazón, un par de veces —confiesa sorprendiéndome. Si le he
pedido que no indague, no voy a hacerlo yo, aunque me muera de ganas por
saber—. Y el dedo meñique del pie derecho, digamos que chocó con el
bidet.
—Au… —bromeo.
—Eso, au. ¿Qué más? —dice en un susurro. Tiene una voz rasgada,
grave, muy masculina.
—Subir a Empire State y gritar: ¡¡Tour Eiffel!!
—Suena loco… y arriesgado.
—Otros no lo son tanto. —Recuerdo una charla con Marlene en una
tarde lluviosa y fría de invierno que estábamos solas en la oficina. Me doy
la vuelta y estampo mi boca sobre la suya. Cuando me separo me entra la
risa al ver su cara de total sorpresa. Me atrevería a decir, que hasta de
espanto.
—Déjame adivinar, ¿en la lista también estaba besarte con el jefe? —Se
toca los labios como para asegurarse de que no me he dejado ningún diente
allí.
«Morgane, ¿qué te pasa esta noche? ¿Quieres hacer el favor de pensar
coherentemente? ¿O, como mínimo, pensar?»
—Exacto. Pero no con cualquiera, sino contigo.
—Morgane… —carraspea.
—Frena —lo interrumpo, riendo, cuando veo que se está poniendo verde
—. No tengo sentimientos hacia ti. Culpa al vino y que las esperas sacan lo
peor de mí.
—No pasará a la lista de mis mejores besos —ríe.
La carcajada hace que el resto de la sala lo mire censurando su conducta.
La presión que empezaba a sentir en el pecho se diluye. No quiero perder el
trabajo y menos por esto.
Hay días, como la noche del viernes pasado, en la que me obligo a salir
de casa sin corazón, hoy parece que además me he dejado hasta la cabeza.
—Tres cosas menos de la lista… —dice al cabo de unos minutos—.
Vaya hard trick te has marcado.
—Y la noche aún no ha terminado.
Vuelvo a mirar el reloj, maldita sea, llevamos cincuenta minutos
esperando y el dolor sigue aumentando.
—Si te ponen yeso, te dibujaré el hada que cura. Con mi hija funciona
bien.
Cuando me puede la curiosidad y voy a preguntarle sobre Jade oigo que
dicen mi nombre:
—Morgane Prigent, pase al box número cinco.
Me pongo en pie y de repente me entra miedo, supongo que mi cuerpo lo
revela porque Bastian también se levanta.
—Tranquila, te acompaño.
9 El cielo huele a lavanda y San Pedro es
un unicornio
—Estás muerta.
Oigo la voz a lo lejos. Poco a poco se hace más clara. Soy incapaz de
separar los párpados. Huele raro, como si estuviera tumbada en un campo
de lavanda, aunque la hierba es suave. Oigo de nuevo la voz, esta vez la
distingo pegada a mi oído. Algo me zarandea el cuerpo y me tira del pelo de
las cejas.
—¿Estás muerta?
«¿Muerta?».
«¿Yo?».
Abro los ojos de golpe para encontrarme cara a cara con un borroso
unicornio violeta con las crines esmeralda. Parpadeo de nuevo, sigue ahí,
pero algo más nítido.
—¿Hay loros en el cielo? A mí me gustaría tener uno y enseñarle a decir
mi nombre, pero papá no me deja.
No entiendo qué pasa ni dónde estoy. No es mi cama, intento
incorporarme y es cuando reparo en mi mano envuelta por un grueso yeso.
Solo se ven las puntas de los dedos que parecen salchichas. Removiéndome
como una serpiente y con un par de culetazos llego a sentarme. Me froto la
cara y ahora también distingo a una niña mellada con gafas de pasta azules
y el pelo rubio.
—Jade, me has prometido que no la molestarías. —Conozco esa voz.
Bastian.
—Quería comprobar si estaba muerta.
—Ya ves que no —ríe—. Venga, vete a desayunar.
La niña se va, arrastrando el peluche a su espalda.
—Buenos días —me saluda, sentándose a mi lado—. ¿Cómo te
encuentras?
—No estoy muerta —balbuceo con la boca pastosa que distorsiona con
la euforia de saber que sigo viva.
—No. —Vuelve a reír.
—Me he despertado pensando que estaba en el cielo, que huele a
lavanda y San Pedro es un unicornio.
—No hay duda de que aún te dura el colocón —dice—. ¿Recuerdas
algo?
La neblina se va disipando y empiezo a estar más consciente. Miro el
yeso. Recuerdo que me hicieron radiografías y como la traumatóloga se
carcajeó cuando le conté lo sucedido. También que me dijo que la gente
suele mentir sobre cómo se lo han hecho, lo achacan a una mala caída, pero
es la típica lesión por golpear mal y la llaman la fractura del boxeador.
Mienten porque al decir que es por un puñetazo es agresión y hay que
informar a la policía. No me importa que den parte, Klein no va a
denunciarme, sé demasiado sobre él y sus trapicheos como para atreverse.
—Fractura en el cuarto y quinto metatarsiano y una luxación en el
pulgar.
—Nunca se pega con el pulgar dentro del puño.
—Me lo podías haber dicho antes —suspiro.
—Había otras formas de adelantar las vacaciones —se burla.
—Mira, aún no había pensado en ello. ¿Tengo cuatro semanas de baja?
—pregunto haciendo memoria y él asiente—. ¿Por qué estoy en tu casa?
Miro lo que me rodea. Es una habitación pequeña, con una cama de
cuerpo y medio, sin más muebles que una mesita y un armario empotrado.
Está pintada de un color beige, que contrasta con el ocre de la colcha, todo
resulta muy sobrio. La cortina no está del todo pasada y la luz de un sol de
primavera se derrama hasta llegar a la puerta.
—Te dieron un relajante muscular y digamos que no te sentó muy bien.
No me atreví a llevarte a tu casa y dejarte sola. Preferí traerte aquí y poder
vigilarte.
Sé por experiencia que este tipo de medicamentos me sientan fatal.
Tengo un horrible dolor de cabeza y noto la boca seca como el esparto.
—¿Tienes hambre?
—No mucha, pero creo que me irá bien meter algo de sólido. —Cuando
aparto la sábana soy consciente de que no llevo el mono, sino una camiseta
suya.
—Pensé que estarías más cómoda. Te prometo que no miré. —Me tiende
la mano y me ayuda a levantarme. Lo hago despacio para no marearme.
—Yo lo hubiera hecho —admito, sonriendo. Una imagen se cruza en mi
mente—. Ayer te besé —murmuro con la boca pequeña y la vergüenza
prende fuego a mis mejillas.
—No sé si a aquello podemos llamarlo beso.
—Lo siento —me disculpo.
—A pesar de acabar en urgencias… la verdad es que anoche me divertí
mucho.
Una cena con unos clientes, una trabajadora que le da una pájara y se
pone a dar un puñetazo a un desconocido, acabar pasando más de cuatro
horas en urgencias, que te «besen»… Si para él eso es una gran noche…
—Eso solo significa que tienes que salir más —sopeso en voz alta.
—Me lo dicen a menudo.
10 El destino se toma tus negaciones como
un desafío
¿Te ha pasado alguna vez que parece que tu día a día avanza lentamente y
de repente todo se precipita? Como un castillo de naipes. Como una ficha
de dominó que cae y arrastra con todas las demás. Vale que estoy haciendo
un lavado a mi vida, pero maldita sea, siento que estos últimos días estoy en
el programa de centrifugado. Hace justo una semana iba de camino al Speed
dating y acabé pasando la noche con Jay. Hace menos de veinticuatro horas
del encontronazo con Klein y sus consecuencias: La convalecencia y darle
un motivo a mi madre para que me cuide y me vea obligada a acudir a casa.
Como traca final, la llamada de Dylan. Una fiesta con T-O-D-O-S. Volver a
esa vida, con esa gente de la que me he alejado y que hace tres años que no
veo. En definitiva, es volver a la vieja Morgane, la misma que intento
enterrar.
Divago sobre ello durante las dos horas que dura el viaje en tren. Me
molesta la mano y me pica como si tuviera un nido de hormigas dentro. El
vagón va lleno y hace calor. El nivel de dolor de cabeza me quita hasta las
ganas de escuchar música. Y ya ni me he molestado en sacar el libro del
bolso. La nueva Morgane se ha quedado en París tomando un café y un
croisant en el Cafe de Flore mientras tiene una de esas charlas ficticias con
Picasso o Duras con las que suele divertirse los domingos por la mañana; y
aquí está la vieja, sin coraza, sin costra… sin nada que frene el aluvión de
recuerdos y sentimientos que acuden con ellos.
A la altura de Rennes, recibo un mensaje de Jay que hace que la nueva
Morgane suelte una carcajada y se marque un par de pasos del baile de la
victoria.
Jay:
Ha pasado una semana…
quiero volver a verte,
pero no se me ocurre ninguna excusa.
¿A ti se te ocurre alguna?
Morgane:
¡Hola!
Lo siento, pero estoy fuera de la ciudad.
Jay:
Hm…
Eso es una excusa para no vernos.
Morgane:
Prueba gráfica de mi estado ahora mismo.
En el tren, de camino a casa.
Jay:
Pero, ¿qué te ha pasado?
¿Estás bien?
Morgane:
Digamos que me tropecé con mi pasado.
Para los detalles, tendrás que esperar.
A la vuelta, ¿te llamo y quedamos para cenar?
Esta vez invito yo.
Jay:
Ves, sabía que tú encontrarías
un motivo para vernos.
Cuídate mucho. Un beso.
***
Admiro a mi madre y no tiene nada que ver con el vínculo que nos une.
Cuando sea mayor quiero tener su fortaleza.
La gente que nace y vive en una isla lo hace sabiendo que hoy estás y
mañana, no. Son conscientes de la vida y de la muerte prematura. Han
aprendido a ser fuertes, viendo a sus antepasados serlo. Los que se quedan
en tierra e interpretan los partes marítimos como el mejor marinero.
Mi madre se quedó viuda a los treinta y cinco, con una niña de nueve
años y un hotel que no pasaba por su mejor momento.
Mi madre, la mujer que siempre ve el vaso medio lleno, aunque se sienta
medio vacía.
Mi madre, la que acogió el dolor, le recogió el pelo en una trenza, lo
vistió de colores y adoptó para enseñarle lo bonito de este mundo.
Mi madre, la que aún sueña con mi padre. La que no ha dejado de
quererlo ni un solo instante. La que sigue hablando de él, sabiendo que
algún día volverán a verse. La que no se lamenta por lo perdido, agradece
por todo lo vivido junto a él.
Mi madre, la señora que ha hecho de esta frase su estandarte: La vida no
es la fiesta que imaginamos, pero ya que estamos aquí, bailemos.
14 Nuevos habitantes
***
Estoy en la terraza tomando el sol, la brisa huele a algas como cuando hay
marea baja, por encima del ruido de las olas oigo llegar a mi madre.
—¿Tú con una revista de cocina? ¿Quién eres y qué has hecho con mi
niña? —Para darle énfasis a sus palabras se lleva la mano al pecho, el
séptimo arte se ha perdido una gran artista.
—Buenos días, querida madre. Se llama ampliar horizontes.
—Para eso lo mejor es salir de casa. —Gruño como respuesta mientras
me da un beso en la coronilla—. Con casi treinta años es hora de que
aceptes que cocinar no entra dentro de tus habilidades.
—¿De dónde vienes? —pregunto desviando la conversación.
—He ido al mercado de Sauzon y he encontrado unas fresas estupendas.
Venga, acompáñeme a la cocina, a ver si entre fogones despertamos la chef
que llevas dentro.
Si a comerme las fresas que ella va cortando, si a probar la crema
pastelera (la receta familiar que lleva un toque de lavanda) a cucharadas y
luego limpiar con el dedo el cazo es cocinar, merezco como mínimo una
estrella Michelín. Chouchen me mira desde lejos, se acerca dos pasos y
luego vuelve a esconderse. Esa bola y yo somos demasiado parecidos, actúa
como hago yo: no se acerca, pero tampoco huye.
16 Me faltan unas horas de maduración
Sobre las siete de la tarde, mi madre me dice que ha quedado con tía
Louane y sus amigas para su «noche de margaritas y póquer». Me pregunta
si quiero ir, que ellas estarán encantadas de que me una o que si prefiero
que se quede. Niego tajante.
—Ve y disfruta, estaré bien.
Mi tía vive solo a cinco minutos a pie. Cuando se va, no tardo ni media
hora en tomar una decisión. Busco las llaves del coche, las encuentro en la
cocina colgadas al lado de la puerta y del calendario. Es un Twingo
eléctrico lo que facilita la conducción cuando solo tienes una mano. Sí, sé
que no debería ni planteármelo, pero no puedo coger la bici. Además, es
una isla con carreteras pequeñas y a estas horas dudo de que haya mucho
tráfico. La adrenalina me quema las venas y me nubla la mente, solo existe
la decisión tomada.
El camino, de un cuarto de hora, lo hago con los cristales de las ventanas
bajados igual que el del techo y dejo que la naturaleza me envuelva. He
enchufado mi teléfono y ahora mismo suena Sunset. Se guardan muchas de
las cartas que Monet escribió mientras estuvo aquí y en las que describe la
isla. A Berthe Morisot (pintora y una de las figuras también clave del
impresionismo) le cuenta que está explorando la recortada costa batida por
los vientos. Que es una región terrible y oscura, pero hermosa. En otra,
habla de un país de un salvajismo precioso, un amontonamiento de rocas
tremendo y un mar inverosímil de colores que lo tiene fascinado.
Estoy llegando al parking de la playa de Donnant cuando, al fondo, veo
la furgoneta roja y blanca. La vieja Kombi de los años sesenta. No tengo
dudas de que es la suya, hay cosas que las sabes por ese pellizco de certeza
que notas en el corazón.
Me detengo en medio de la carretera. No puedo hacerlo. Es un momento
de vértigo, en el que ocurre todo y nada a la vez. Las emociones salen a
borbotones. El enfado y la culpa se enredan como una red de pescador en
mi pecho. Al mismo tiempo, por la herida supura un punto de orgullo
porque después de lo sucedido, Elio ha vuelto a surfear. En el fondo me
alegra saber que sigue siendo el chico del que me enamoré.
Todo vuelve.
Lo irrepetible.
Lo bueno.
Lo malo.
Lo peor.
Aún no puedo enfrentarlo.
Necesito más tiempo.
Necesito unas horas más de maduración.
17 Frena vida, que no te vivo
Fata Morgana es una ilusión óptica que se produce por una inversión de
temperatura (entre el aire caliente y el frío de la superficie terrestre) que
hace de lente refractante, produciendo una imagen flotante. Son espejismos
que se ven al horizonte, normalmente son con forma de castillos, barcos o
ciudades enteras. Una de las más conocidas se produce en la costa
meridional de Sicilia. El nombre hace referencia a la hermana del rey
Arturo, el hada cambiante de las leyendas Artúricas. Eso es lo que he
pensado justo cuando me he despedido de Byron y me he dado la vuelta y
he visto a Morgane, que era un espejismo. Confieso que no sería la primera
vez que veo su rostro en cualquier persona que me cruzo. Hasta se me ha
pasado por la cabeza que fuera un efecto del entrenamiento de apnea y la
falta de oxígeno.
Pero no ha sido una alucinación.
Es Morgane. Está en la isla.
Sabía que cabía la posibilidad de volver a verla desde que Dylan me
habló de la fiesta y de que pensaba invitarla, pero nunca esperé encontrarla
en el acantilado. En nuestra playa, al lado de la Kombi como tantas veces
estuvo allí. Ni tampoco ver que no ha cambiado. Me siento más viejo, más
huraño, y ella sigue siendo la chica que grita con la mirada.
¿Tiene sentido si digo que la echo de menos, pero que no quiero volver a
verla?
¿Tiene sentido odiarla por el simple hecho de darme cuenta de que aún la
quiero?
20 El silencio crea mentes ruidosas
Lo veo marcharse sin dudar ni un solo segundo. Lo envidio por ser capaz de
moverse, de tomar una decisión y llevarla a cabo. No sé el rato que paso
allí, de pie, en medio del aparcamiento. Aturdida.
Cuando reacciono, camino hacia el Twingo y abro la puerta. Antes de
entrar me da una arcada y tengo el tiempo justo para darme la vuelta y
vomitar. No he comido nada desde ayer por la noche, el estómago se
contrae y solo sale un líquido amarillento, ácido y asqueroso. Como si mi
cuerpo quisiera librarse de la pena y de este vacío cuanto antes y de
cualquier forma. Me apoyo en el coche y alzo la cabeza buscando que la
brisa me despeje lo suficiente para poder volver a casa.
***
Verano de 2012
Lo intenté. Intenté evitarlo. Intenté no mirarlo. Aquel primer día solo caí un
par de docenas de veces y todas de forma «fortuita». Digamos que solo era
fruto de la curiosidad. A esa edad vivir en una isla significaba estar aislados
del mundo. Con la llegada del buen tiempo éramos como caracoles después
de la lluvia. Con una necesidad loca de socializar con gente nueva.
El segundo día lo evité mejor, solo porque tiré de imágenes de la noche
anterior.
El tercero se acercó a saludarme y el resto fueron solo miradas huidizas.
El cuarto, me saludó e intercambiamos algunas frases que ni recuerdo.
Elio estaba, pero dándome ese margen tan vital para mí. Como si supiera
que solo era cuestión de tiempo. Como un perro abandonado al que te
acercas cada día un poco más y al final una mañana acaba oliendo tu mano.
Yo no le olí la mano. Ni el cuello, por mucho que me tentara la idea de
comprobar si ese olor a mar provenía del aire o lo llevaba impregnado en la
piel.
Así fue hasta el quinto día. Era jueves por la tarde y estábamos en la
playa. Algunas nubes cubrían parte del cielo, pero la brisa era cálida.
«Sí, todo empezó por el corazón, o lo que entonces yo tomaba por el
corazón, y que todavía no era más que la piel» estaba tan concentrada en la
lectura que no lo oí llegar.
—¿Qué lees?
—Los naufragios del corazón —dije y le mostré la portada—, de
Benoîte Groult, se lo cogí prestado el otro día a mí tía.
Era una conocida escritora bretona y el libro iba sobre unos amantes que
se conocen en la juventud. Ella es una parisina y él un pescador bretón. No
tienen nada en común, pero su historia de amor, con encuentros esporádicos
por todo el mundo, dura toda la vida. Ahora puedo decir que es uno de mis
libros favoritos. Me recuerda a nosotros y a aquel primer verano.
—Y qué, ¿es interesante?
—Acabo de empezarlo, pero solo con el prólogo ya me ha ganado.
La pandilla estaba en el agua, haciendo carreras y peleas por parejas.
—¿No te animas? —dijo sentándose a mi lado, sobre la toalla de Romy.
—No. ¿Y tú? —Era la primera vez que lo veía sin las gafas y por fin
pude saber de qué color eran sus ojos. En su iris estaban todos los tonos con
los que Monet pintó este mar, desde celestes en la parte central, hasta el
ultramar en los bordes. Cada vez que me perdía en ellos descubría un tono
distinto. Eran como el océano, cambiantes e hipnotizantes.
—No me van ese tipo de juegos —admitió dejándose ir hacia atrás para
apoyarse sobre un codo.
Me había dado cuenta de que era un solitario. Se relacionaba con la
gente y era simpático con todos, pero mantenía las distancias. Era de los
últimos en llegar y el primero en irse.
—Elio, ¡ven! —lo invitó una de las suecas que habían llegado el lunes.
La marea no solo traía a chicos guapos, también dejaba en la orilla sirenas
rubias y tetonas que buscaban llevarse el «corazón» contento para la vuelta
a los fríos inviernos bálticos.
—Ni loco —gritó y se tumbó como si así no lo vieran. Solté una
carcajada.
—Deberías ir, te pone ojitos… —dije mirando por encima del hombro
hacia el agua un instante—. Todas van detrás de ti como moscas.
Chasqueó la lengua y bufó con fastidio.
—¿Y qué tiene de interesante una mosca? —El suspiro lo escondí en una
risita amortiguada por el libro.
Mi madre, la noche anterior cuando Romy se había quedado a dormir en
casa, había vuelto a sacar el tema del picor y del amor. Elio me provocaba
algo más que mariposas en el estómago, era más parecido al dolor por
atracón de helado (y no por ello una llega a aborrecerlo).
Qué peligro tiene la gente con la que puedes estar en silencio y sentirte
bien. Sin la incomodidad de buscar cómo llenarlo con palabras y temas
superficiales. Yo volví la vista al libro y me puse a leer, o a disimular que lo
hacía. Creo que pasé seis veces por la misma frase. De tanto en tanto sentía
sus ojos en mí; una caricia tan cálida como cuando salía el sol entre las
nubes.
—¿Por qué me miras así?
—Es que no llego a definir de qué color tienes los ojos. A días me
parecen grises, a ratos azules, ahora son más verdosos —murmuró ladeando
la cabeza hacia mí. Estaba tan cerca que sentí su aliento chocando con la
piel de mi brazo.
—Son glaz, una mezcla de todos los que has dicho. Es una palabra
bretona que hace referencia al color del cielo reflejado en el mar y que
cambia de tonalidad a cada momento.
—¿Por qué lo odias?
Me preguntaba por el mar. Ese día me quedó claro que Elio sí me veía
como me había dicho, o advertido, justo en el momento de conocernos.
Cerré el libro tomándome un instante. No era un secreto, pero tampoco un
tema del que me gustara hablar. Mis amigos respetaban mi fobia.
—Porque me robó lo que más me importaba —respondí, removiendo la
arena con la mano como si las palabras estuvieran allí enterradas—. Y tú,
¿por qué lo quieres?
—Hay muy pocas cosas que me gusten más que surfear y divertirme con
las olas. Me encanta observarlas, buscar su patrón. —Y sentí esa misma
mirada curiosa sobre mí. Elio me estudiaba como hacía con el mar.
Me apartó un mechón de pelo que jugueteaba con la brisa. Fue un sutil
roce de dedos sobre mi mejilla, pero permaneció ahí el resto de la tarde. Por
la noche, cuando me acosté, aún podía sentirlo.
—A mí me relaja la pintura —dije con la vista perdida en el camino que
daba acceso a la cala.
Estaba tumbada boca abajo y él de espaldas, hablábamos en susurros a
pesar de la corta distancia. Fue la primera vez que sentí el impulso de
besarlo. Era algo más que amor a primera vista… era una suerte de
reconocimiento. Puede que nosotros aún no lo supiéramos, pero ya estaba
escrito en las estrellas.
—¿Pintar? —preguntó.
—No exactamente. —Y para cambiar de tema solo se me ocurrió
lanzarme—. ¿Qué haces mañana? Si te apetece, podemos quedar por la
tarde. Pásame a buscar por el hostal y te lo mostraré.
—¿La chica que odia al mar le pide una cita al chico que lo ama?
—La vida está para arriesgarse.
Nos contemplamos en silencio y yo sentí que todo desaparecía: los gritos
y las risas de nuestros amigos, el murmuro de las olas... El aire se llenó de
ese chisporroteo que hace la fricción de dos polos opuestos al acercarlos.
—Me encantará.
Hay amores que los trae la marea, se van con el bronceado y lo único
que permanece son los recuerdos. Otros, en cambio, son capaces de resistir
hasta el invierno más gélido.
*22 El mar y yo (Elio)
Verano de 2012
Somos cinco hermanos y nuestros padres nos han inculcado el amor por la
naturaleza desde que nacimos. Nos montábamos en la autocaravana y no
había fin de semana que nos quedáramos en casa. Mar, siempre mar.
Surfear, bucear o simplemente pasear por la orilla en busca de conchas.
Dylan, mi hermano, es catorce meses mayor que yo y mi mejor amigo.
Aquel verano por fin habíamos arreglado la Kombi y soñábamos con pasar
los dos meses fuera de casa. Lo único que teníamos que hacer era conseguir
un trabajo que nos lo permitiera. Dylan encontró una oferta en una escuela
de surf, en Belle-Île-en-Mer. Al principio la idea de ir a una isla no nos
entusiasmaba mucho, pero cuando a mí me salió algo para trabajar en un
barco pesquero como grumete nos tiramos de cabeza sin dudar. Siempre he
sentido curiosidad por los números, por los patrones. De aquellos viajes
aprendí que cada mar es distinto y tiene sus propias normas. Por eso me
gustaba relacionarme con los marineros, para escuchar y empaparme de su
sabiduría.
Llegamos justo a finales de junio. Trabajar con Gauvain en su barco
pesquero fue mucho más duro de lo que imaginé. No solo por el hecho de
hacerlo de noche, requería un esfuerzo físico y mucha concentración. Con
la primera salida descubrí que las corrientes que rodean la isla son un
auténtico infierno. El patrón me ganó con su charlatanería, siempre tenía
alguna historia interesante que contarme. Conocí los secretos del mar que
rodea el golfo del Morbihan mientras escuchaba canciones de marineros
que derramaban tristeza por la borda y que hablaban de mareas crueles,
amores frustrados, de niños esperando en la orilla. Otras eran más
explícitas, como aquella que hablaba de beber güisqui entre los pechos de
Mariette, la del puerto.
En el barco conocí a Maël, su hijo. Fue él quien aquel domingo ocho de
julio, aprovechando que era la única noche de la semana que no se faenaba,
nos invitó a juntarnos con su pandilla en la playa y celebrar su cumpleaños.
Al principio ni me fije en Morgane. Era Dylan el que siempre estaba a la
caza de una nueva conquista. Yo, en cambio, no buscaba nada, solo disfrutar
de nuestro primer verano de libertad. Me presenté como de costumbre, sin
saber que acababa de conocer a la mujer de mi vida. Como suele ocurrir con
los momentos trascendentales, no fui consciente de ello hasta mucho más
tarde.
Morgane pronto despertó mi curiosidad. Aquella chica de pelo castaño y
ojos glaz era un enigma. Uno que poco a poco se iba colando más a menudo
en mi cabeza. Uno que quería descubrir. Recuerdo una vez que un viejo
farero australiano me dijo: «quien estudia el universo para resolver sus
misterios es porque nunca ha conocido a una mujer».
Morgane, la chica que se reía muy fuerte solo para esconder sus miedos.
Morgane, la chica que siempre se sentaba de espaldas al mar. La que
nunca se acercaba al agua.
Morgane, la chica que gritaba con los ojos. Fue la primera vez que
comprendí la frase: hablar con la mirada.
Había un ansia en ella que la hacía brillar por encima de cualquiera.
Si hay algo que detesto es generalizar. Creo que la especie humana peca en
ese sentido. Demasiado. Odio frases como que el amor verdadero no duele.
Y una mierda. A ver, aclaro que no hablo de malos tratos, ni físicos ni
psíquicos. Me refiero a que el amor duele, como todas las cosas por las que
vale la pena luchar. Pide sacrificio. Dar y recibir. Ceder. La dichosa
«empatía» que parece una enfermedad de la que nadie quiere contagiarse y
es tan necesaria. En lugar de lanzar frases sentencia, deberíamos aprender
los límites de cada uno.
No salgo de mi cuarto en todo el día. Me quedo entre estas paredes que
parecen el muro de las lamentaciones escuchando el sunami de sentimientos
que me ahoga.
*25 Solo un verano (Elio)
Verano de 2012
Había pasado un mes de aquel primer beso. Eme llegó a un acuerdo con su
madre para cambiar de turno, ya no estaba en las cenas, sino en los
desayunos. Eso nos daba más margen para vernos. Sin pretenderlo, al
inicio, y luego ya por pura necesidad, pasábamos juntos todo el tiempo que
teníamos libre. Aquel verano empecé a surfear al atardecer en la playa de
Donnant. Normalmente, me esperaba junto a la Kombi, pero aquel día
estaba de pie, en la orilla. En cuanto me percaté de ello, nadé hasta ella.
Tenía los pies en el agua y me alegré tanto de ver aquel progreso que me
entraron ganas de gritar. Me contuve para no romper el momento. Dejé la
tabla en la arena y me acerqué despacio. Me puse a su lado y mis dedos
buscaron los suyos. Su respiración era agitada, pero en su rostro había
determinación.
—Tengo miedo —murmuró.
—Lo sé. —Le di un apretón, sin saber muy bien qué hacer o qué decir.
Dio un paso hacia el lado para ponerse delante de mí, dándome la
espalda. Se recostó contra mi pecho y le rodeé la cintura con los brazos. Los
dos teníamos la mirada fija en el horizonte, donde el sol ya era solo una
media luna y el cielo era de tonalidades flameantes.
—Me refiero a que me da miedo esto… Lo que estamos haciendo.
—¿Y qué hacemos? —Apoyé la cabeza en su hombro después de dejar
allí un beso.
—Tengo miedo a enamorarme de ti —confesó en un murmullo.
—Es solo un verano. —Decir en voz alta que había una fecha de
caducidad, me provocó ardor en el pecho.
—Según Dios, en siete días se puede crear un mundo y aún le sobró uno.
Imagínate lo que se puede hacer con un puñado de semanas. —Rio fuerte,
como hace siempre para esconder su temor.
Le hice dar la vuelta y ella rodeó mi cuello con sus brazos. Me encantaba
que tuviera esa necesidad constante de tocarme. Ese mismo anhelo que me
quemaba a mí. Le acuné la cara y con los meñiques le acaricié la nuca como
sabía que le gustaba.
—A mí no me da miedo enamorarme, porque eso ya ha ocurrido y nunca
me he sentido mejor; sino tener que desenamorarme —admití antes de
lanzarme a comerle la boca con esa ansia que de repente me había entrado
al pensar en septiembre.
26 Port Coton
A mediodía, Bastian me llama para darme las gracias por el regalo, aunque
insiste en que no era necesario. Me pregunta por la vuelta a casa y yo le
respondo con evasivas. Yo también soy como una ostra cuando se trata de
mi pasado. Para cambiar de tema, le hablo de Giselle y le mando las fotos
que he hecho a su obra, con su permiso. Él también ve potencial y
decidimos ponernos en contacto con ella. Siempre es bueno tener una
cartera variada de artistas.
27 A los chicos también nos gusta que se
peleen por nosotros (Elio)
Hola, Maillard
Supongo que te sorprenderá estar leyéndome, te prometo que
no más que yo al escribirte estas líneas. Solo quiero que sepas que
me alegro de que volváis a estar juntos. Sé que no fui muy
considerado con vuestra relación, pero sabes lo que opino del
amor cuando uno es deportista profesional. Eres un tipo
afortunado; una chica que pelea así por alguien, merece que no la
dejen escapar.
Dile que no tengo la intención de denunciarla, me advirtió y yo
acepté. Estamos en paz.
Creo que se hizo más daño ella que yo al recibir su puñetazo,
espero que no se haya lastimado.
Que tengáis una buena vida,
Marcus Klein.
Lo leo un par de veces (vale, puede que incluso más de cinco), para
entender de qué habla. Solo puede referirse a Morgane. ¿Insinúa que le ha
dado un puñetazo? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué?
Me debato entre ir a verla o no. Es como estar en una competición y
decidir si vas a coger esa ola o esperar que la siguiente sea mejor. Con la
presión de que no haya ninguna otra más. Llevo tiempo fuera de los
campeonatos, el mismo que hace que no estoy con Morgane, y he perdido la
práctica. Al final me puede la curiosidad. Eme siempre gana, da igual quien
esté al otro lado de la balanza. Por mucho que quiera alejarme, somos dos
imanes que se repelen y se atraen con la misma fuerza. Mi padre me dijo
una vez: «eso os hace más fuertes».
***
Verano de 2012
Aquel verano, la chica que odiaba el mar bajaba cada día a la playa,
caminaba hasta la orilla y dejaba que las olas le lamieran los pies. Su
talasofobia no solo era una consecuencia de su odio visceral a aquel
monstruo de agua, también tenía que ver con que casi se ahogara. El día
estaba despuntando cuando se despertó y bajó hasta la cala. La tarde
anterior le habían dicho que su padre había muerto y que descansaba en las
profundidades del mar. De golpe, fue consciente del tiempo. Con nueve
años comprendió el significado del «nunca más» aunque se resistía a
creerlo. Por eso se metió en el agua y nadó hacia el interior, quería volver a
verlo. Si estaba allí abajo seguro que venía a darle un último beso. Pero lo
único que la besó fue el mar y lo único que la abrazó fue un viejo marinero
que había salido a pescar y que, al verla, se lanzó para salvarla.
Sentir hablar a Elio con tanta pasión sobre el mar y las olas, me
provocaba una curiosidad que se enfrentaba constantemente con mi fobia.
Me acercaba a la orilla y me obligaba a estar quieta viendo como venía la
ola, me mojaba la punta de los dedos y reculaba de nuevo. No, Elio no me
obligó jamás a hacer algo que no deseara. Yo solo quería saborear una
porción de esa libertad que le ofrecía el mar.
Como siempre, en cuanto Elio me vio, vino directo hacia mí, dejó la
tabla al lado de las toallas y me dio la mano.
Suspiré hondo y di un paso.
Y otro.
—Estoy aquí —dijo con dulzura.
Y otro más.
Me detuve.
El agua nos llegaba a las rodillas. El corazón bombeaba al límite de su
capacidad y mi respiración parecía una vieja locomotora de carbón. Estaba
aterrada, pero dejé que las olas bailaran adelante y hacia atrás. Me
concentré en la mano fría de Elio apretando la mía, en el sol casi rozando el
horizonte. En la luz dorada que nos envolvía a esas horas del final del día.
En la suerte de tener la playa para nosotros solos.
Di otro paso más, encontré un bache en la arena, pero Elio me sostuvo.
—¿Quieres volver?
—Aún no —dije con voz vacilante.
Seguí andando y deteniéndome hasta que el agua me llegó a la cintura.
—¡Estoy tan orgulloso de ti! —exclamó Elio dándome un beso en la
mejilla. Me tiré a sus brazos enroscando mis piernas a sus caderas.
Nunca sería una nadadora olímpica y mucho menos una sirena, pero fue
la primera vez que experimenté la libertad y fortaleza que provoca
enfrentarte a tus miedos.
—Te quiero —le dije con la voz presa de la emoción y el pavor.
Entonces fui consciente de que mi madre no había sido muy precisa con
lo del picor en el corazón, yo sentía que Elio había entrado con una
excavadora y el nido tenía el tamaño del castillo de Versalles.
Después le pedí que me llevara a la furgoneta y me hiciera el amor, solo
había una forma de acallar el miedo, una cosa que estaba por encima de
todo, Elio.
—Yo también te quiero —respondió sobre mis labios.
Las películas románticas terminan con un beso y un «te quiero», cuando
en la realidad es solo un comienzo.
31 Qué don tienen las madres para
hacerse… querer
Bastian me ha mandado un email con un dibujo que ha hecho Jade para mí.
Es un loro, igual que el peluche que le he regalado, bajando por un arcoíris.
Está tan lleno de colores vivos que me saca una carcajada. Voy hasta el
despacho del hotel y lo imprimo para colgarlo en mi habitación. Me gusta
mirarlo porque me recuerda que hay vida más allá de la isla. Otra vida llena
posibilidades, como dijo Jay.
Estoy bajando la escalera cuando llega mi madre.
—¿A qué venía eso? —bramo en cuanto cierra la puerta detrás de ella.
—Necesito ducharme. Hoy, la bruja de Juliette nos ha hecho sudar la
gota gorda y todo porque Solen no se callaba.
Como he hecho durante las últimas dos horas, visualizo un suelo de
tarima de madera y todas esas mujeres tumbadas sobre sus esterillas de
colores. Imagino a Elio en medio de ellas haciendo la postura del perrito,
estirándose todo el cuerpo y con el culo en pompa… las muy perras, acabo
de «ver» cuál es su interés por esta disciplina.
«Morgane, céntrate y aparta ese culo de la mente. Al menos hasta esta
noche, cuando estés sola en tu habitación».
—¿Sois amigos o algo así?
—¿Es que no podemos serlo? —Vuelve de la cocina con un vaso de
agua.
—Mamá, por favor… —le pido, desesperada—. Hoy no. Necesito que
aparques por un rato ese humor. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué…?
—Basta —me interrumpe—, pareces un filósofo con tantos «¿por qué?».
Es un vecino más.
—No, no lo es. Es Elio —vocalizo su nombre y su sabor se me pega al
paladar.
Me vuelvo a sentar en el sofá, agotada. No sé qué esperaba al volver a la
isla, sabía que sería complicado, pero no hasta este punto. Somos tan
estúpidos que creemos que si ignoramos los problemas seguirán inalterables
hasta que les prestes atención. Pero no es verdad. El tiempo pasa. La vida
sigue. Nada permanece intacto. Todo muta y evoluciona. No sé cómo
afrontar esto, porque hay una nueva Morgane, un nuevo Elio, y estos tres
años también han influenciado sobre lo que ocurrió entre nosotros.
—No te lo conté porque no querías saberlo. Ya basta de culpar a los otros
de tus problemas. Habéis continuado con vuestras vidas echando un grueso
velo, pero nada se puede ignorar de forma permanente.
—¿Y qué propones?
—Él está aquí, tú estás aquí, hasta un mono sabría la respuesta. —Se
toma su tiempo para continuar cuando ve que no pienso responder—. Ni él
es perfecto, ni tú tampoco. No puedes cambiarlo, ni él a ti. Asume lo que
quieres. ¿Quieres estar con él? Pues acepta las consecuencias.
—Ya sé que piensas que me equivoqué y fui una cobarde —murmuro.
—Hollgaret[4], no me acuses de pensar porque no lo estoy haciendo; ni
tampoco de juzgarte. Cometer errores es humano, perdonar también.
¿Quieres alejarte? Pues déjalo ir de una vez, pero no arrastres a los demás
contigo. Elio me cae bien y voy a seguir yendo a yoga o donde me dé la
gana con él.
—¡No es justo! No puedes… —Tengo tantas ganas de gritar que pierdo
la voz.
—Estás celosa, ¿es eso? —Que las madres lo sepan todo, a veces las
convierte en heroínas y otras muchas en un puñetero grano en el culo.
—¡Claro que estoy celosa! —exploto por fin y me levanto del sofá de un
salto—. Yo estoy en París mientras él está aquí en la isla, contigo, con
Romy…
—¿Te das cuenta de que tú misma te prohibiste tener todo eso? Nadie te
ha arrebatado nada a lo que tú no renunciaras antes.
—No es tan fácil, hay mucho más.
—No es tan difícil. Creí haberte enseñado a no esconderte; a ser una
mujer fuerte que sabe que en esta vida todo lo importante pide sacrificio. A
estar preparada para ello.
—Nunca se está preparado para ver a tu pareja morir.
—No, pero es que Elio no murió. Sigue vivo.
Y se me eriza la piel, el corazón pierde el compás y se acelera cuando
me viene un recuerdo y esas mismas palabras resuenan en mi cabeza con la
voz de la doctora de urgencias.
—Necesito acostarme —murmuro levantándome del sofá.
—Solo una cosa más, pregúntate si tuvieras la oportunidad de viajar al
pasado, ¿volverías a escoger a Elio sabiendo lo que implica? El tiempo pasa
muy rápido y es una lástima que el miedo te robe la felicidad.
*32 Sabes a verano
Verano de 2012
«Cuando empiezas a caminar sin rumbo, tus pasos te llevan a esos lugares
donde fuiste feliz», no sé quién dijo esta frase, pero mi aportación es la
siguiente: cuando empiezas a caminar sin rumbo, tus pasos te llevan a
satisfacer tu curiosidad. Y sí, ya sé que la curiosidad mató al gato, pero me
gusta vivir peligrosamente. O mejor dicho, me pueden las ganas de saber.
Porque si algo se me da bien en esta vida es pillar todas las tangentes que se
me cruzan en el camino. Por ejemplo, he dormido poco porque he tenido la
mente ocupada. Para dejar de darle vueltas a los últimos acontecimientos,
me he puesto a pensar en la casa de Elio. Llevo horas imaginándome cómo
será. En el desayuno le he preguntado a mi madre la dirección exacta. Nos
separa una caminata de media hora.
Y aquí estoy, en Le Petit Cosquet, frente a su hogar.
La casa, de piedra antigua y del estilo característico de la isla, es a los
cuatro vientos y rodeada de jardín con grandes arbustos de romero y
lavanda. Es pequeña, con dos ventanas, una a cada lado de la puerta, y con
los postigos pintados de color petróleo. En el tejado de pizarra, hay dos
velux que me chivan que es de dos pisos y la planta superior es
abuhardillada. Hace un ratito que las campanas han tocado las ocho de la
mañana, no veo la furgoneta aparcada en el acceso, así que imagino que mi
teoría de que Elio estará surfeando es acertada. Saber que no está en casa
hace que la curiosidad vaya en aumento y no dude de acercarme más y
cotillear a través de algún cristal. A muchos turistas les choca que aquí las
parcelas no están cerradas. No hay grandes muros de separación, ni rejas.
Nada. El césped está alto y me hace cosquillas en los tobillos. En la parte
trasera, hay una higuera que da sombra a una hamaca, una terraza con una
mesa y un par de sillas; junto a la pared una barbacoa de obra y un
tendedero donde hay una toalla y un neopreno colgados. No es hasta que
me acerco más a la puerta que me doy cuenta de que Elio está dentro. Con
los brazos cruzados, mirándome con cara agria. Siempre ha tenido mal
despertar.
—¿Qué haces aquí? —digo sin gritar, pero lo suficiente alto para que me
oiga.
Abre la puerta con toda la parsimonia del mundo.
—Eso debería preguntártelo yo. —Se agarra al marco, y se yergue
ocupando todo el espacio—. Esta es MI casa y tú estás cometiendo un
delito. ¿Los parisinos te han robado los modales?
Hago una mueca y respiro hondo. Desde el interior me llegan los suaves
acordes de Ocean Wide. Tengo el sol a mi espalda que se refleja en el cristal
y rebota en su pelo despeinado.
—Digo en la isla —mastico cada letra porque de repente noto la boca
seca. Había olvidado lo sexi que está por las mañanas, cuando el sueño aún
no lo ha abandonado y tiene los ojos brillantes y pequeñitos. Me doy cuenta
de que a algunos recuerdos les encanta esconderse en el olvido.
—¿Vivir? —Parece que lo de burlarse de mí se ha vuelto deporte local.
—¿Por qué te mudaste… exactamente aquí?
—¿Y qué más te da el motivo? —replica con sarcasmo.
—Es que no lo entiendo.
—¿Por qué ibas a hacerlo? Vine porque aquí está mi hermano, mis
amigos. Porque aquel verano no solo me enamoré de ti, también lo hice de
ella. —Vierte un poco de esa rabia contenida en las palabras que salen
como dardos envenenados. «De ella», ya habla como un auténtico bellilois,
refiriéndose a la isla como si fuera una persona—. ¿Te satisface la
respuesta?
«Eso te pasa por curiosa».
—Será mejor que me vaya.
Me doy media vuelta, pero cuando dice mi nombre me detengo y aunque
dudo, al final acabo mirándolo por encima del hombro.
—La próxima vez muestra un poco de educación y utiliza la puerta
principal, está al otro lado. Además, nunca se va a casa de nadie con las
manos vacías. Un gesto de cortesía también sería traer un regalo de
bienvenida.
Me cabrea ver que el imbécil se está divirtiendo a mi costa.
—Para entonces espero que tú hayas encontrado tu hospitalidad. A una
visita no se la deja en la calle, sin ofrecerle un café, como mínimo.
—Tendré la cafetera lista —dice con retintín.
Soy incapaz de contestarle porque es como si él supiera que habrá una
próxima vez. Como si me invitara a volver. Justo cuando llego a la acera, lo
noto detrás de mí y sus palabras se enredan en mi pelo.
—No crees que la pregunta sería: ¿por qué no estás tú aquí?
34 La pregunta no es ¿por qué?, sino ¿por
qué no? (Elio)
***
Estos días, más que nunca, siento que convivo en un conflicto de versiones
permanente. La nueva Morgane sigue ahí; ya no ignora a la vieja, al
contrario, se han hecho amigas y ahora se pasean juntas cogidas del brazo.
Eso me crea una dualidad con la que no es fácil vivir. Llevo tres años
evitando mi pasado y no puedo continuar así. No quiero renunciar a él, ni
olvidarlo. Uno no puede huir de los recuerdos ni de quienes fuimos. Mi
madre tiene razón, me educó para afrontar todo sin miedo. Pienso en ello en
el bus de vuelta a casa.
36 Sirenas, cactus y un giro inesperado
Hace unos cinco minutos que ha empezado a caer una fina lluvia, pero le ha
dado tiempo a calarme el vestido nuevo que me he comprado esta misma
mañana en una tienda de la Place de la République. Y es que, en cuanto he
llegado a casa, me he cambiado de ropa y he vuelto a salir. He cogido el
camino que pasa por el faro de Goulphar, redescubriendo cómo se ha
transformado la isla en mi ausencia. La bruma salada flota en el aire, la
vegetación viste de primavera y la lluvia hace que las hojas verdes brillen
como si acabaran de barnizarlas. Llego a la casita y me entran las dudas. No
sé si seguir adelante o coger el teléfono y llamar a mi madre para que me
venga a buscar. ¿Adivina qué decisión tomo?
Cuando toco el timbre, intento arreglarme. Me coloco el pelo detrás de la
oreja, me seco la cara con el bajo del vestido y lo estiro para que no tenga
ninguna arruga. Todo mientras con el brazo malo sostengo contra mí la
ofrenda de la paz, o como mínimo de tregua. Dicen que la locura es un
exceso de algo, en mi caso son ganas. Desde que me he levantado que soy
incapaz de apaciguarlas.
—Hola, te he traído un regalo de bienvenida —digo sin siquiera coger
aire en cuanto me abre la puerta—. También es de disculpa; siento lo de
ayer, no quería fisgonear…
—Estás empapada —advierte cogiendo la bolsa que le tiendo. Sus ojos
van de mi cara al vestido y vuelta a empezar. Como si no quisiera mirar
hacia lo que revela la tela mojada, pero no pudiera evitarlo.
—Diré que cuando he salido de casa no parecía que iba a llover.
—Pasa, te traeré una toalla y prepararé café. Creo que te lo debo.
Además, así puedes ver la casa por dentro. —Elio está siendo simpático.
Demasiado y eso hace que me salten las alarmas.
Se aparta para dejarme pasar. Me enamoro al instante. En lo primero que
me fijo es en que me estoy fijando en muchas cosas. Es más pequeñita de lo
que esperaba y huele como siempre pensé que olería nuestra casa: a Elio y a
noches de verano. La cocina queda a mano derecha, es en forma de ele y
tiene lo básico. Solo hay muebles en la parte baja y son de madera natural
que contrastan con la pared pintada en siena tostado. Hay una mesa redonda
con cuatro sillas, además de dos sillones frente a una chimenea cerrada. La
escalera es también de madera natural con los escalones volados.
Reconozco algunos objetos que lo decoran, como el reloj de la pared que
fabrica su padre con maderas que el mar ha arrastrado hasta la costa o la
sirena de cerámica que le regalé en nuestro primer viaje juntos, fue a
Portugal. «Que ella te cuide donde yo no llego desde la orilla». Fue allí
cuando un ojeador se fijó en Elio y empezó su carrera como surfista
profesional. Rememoro aquella misma noche, haciendo el amor en la
Kombi mientras por los altavoces Pearl Jam cantaba Sirens. Me da un
ataque de nostalgia. Sonrío, aunque por dentro empiece a llorar.
Vuelve y no disimulo que estaba cotilleando, nadie se creería que puedes
estar en casa de tu exnovio y no observar cada detalle. Me pasa una toalla y
después va en busca del regalo. Estoy a punto de decirle que no lo abra, que
ha sido una mala idea. Ahora me parece una tontería, pero fue verlo de
camino a la parada de autobús y comprarlo en un impulso. Hay decisiones
que tomas sin saber muy bien el motivo. Puede que solo sea una intención o
un deseo escondido de que provoque algo que estamos esperando, sin ser
conscientes de ello.
Me seco el pelo mientras Elio lo abre. Lo hace con prisas, nunca le han
gustado las sorpresas, y justo el momento de desempaquetar siempre le ha
dado mucha tirria porque es incapaz de disimular si no le gusta. Viste con
un pantalón corto caqui y una camisa abierta en azul aciano. Tiene el pelo
despeinado y las gafas las lleva colgadas del cuello con un cordel porque
siempre olvida donde las ha dejado. Supongo que lo he pillado trabajando.
Quiero preguntarle qué hace ahora.
Quiero saberlo todo cuando sé que no tengo derecho a nada.
Mis ojos se fijan en su pecho descubierto, me encantaba apoyar la
cabeza ahí después de hacer el amor y oír como su corazón iba recuperando
el ritmo. Subo un poco más hasta su boca y mi cuerpo despierta con un
picor insoportable. Solo Elio es capaz de provocarme así. Oigo una
carcajada y vuelvo a la realidad. Me mira arqueando las cejas y luego al
objeto que tiene entre manos. Mi tontería le ha gustado y en el fondo me
alegra saber que sigue siendo «mi chico».
—¿Crees que aquí tendrá bastante sol? —Lo coloca en la repisa de la
ventana que está frente a la cocina. Suelto una risita que disuena de puro
nerviosismo. ¡Es un maldito cactus de tela! Con una cara sonriente que
parece más fumada que otra cosa.
Elio me mira, de verdad, por primera vez desde que he pisado la isla. No
solo vuelve el picor en todo el cuerpo, también lo noto en el corazón.
Donde él hizo nido y, años después, yo tapié y alcé una muralla de
protección. Su característica forma de observarme me hace temblar y el
muro se tambalea haciendo saltar alguna que otra piedra. Siento una
familiaridad que me calienta y me agobia porque sé que no es real, solo es
otro recuerdo más. Las sensaciones también pueden recordarse.
—Solo venía a decirte que, si ellos quieren que esté, iré a la fiesta —digo
con la voz entrecortada perdiendo toda la seguridad con la que he llegado.
Me doy cuenta de que sigo con la toalla en la mano, me seco la cara y luego
los brazos.
—Claro que quieren que vayas; sé que Romy está muy feliz de tenerte
aquí. —No sé si parece decepcionado o aliviado. Quizá ambas cosas.
—Y yo. Hemos comido juntas.
Se da la vuelta para ir hasta la cocina y prepara la cafetera. Lo conozco y
lo noto nervioso, supongo que para él tampoco es sencillo que yo esté aquí.
Intentamos hacerlo bien, pero es más fácil pegar un grito y marcharse que
esforzarse en hablar.
—Sobre la fiesta… creo que deberías saber algo —susurra y siento una
nueva punzada en el pecho.
—Vas a ir con pareja —conjeturo, con un nudo en la garganta.
No contemplé esta opción; ahora mismo solo deseo salir de aquí
corriendo y pillar el primer barco que eleve anclas.
—No. No estoy con nadie —se apresura a aclarar y yo dejo ir el aire que
no sabía que estaba reteniendo. Se va hacia la puerta que queda debajo de la
escalera y vuelve con una sudadera de un rojo desgastado por el uso y las
lavadoras—. Ten, estás temblando.
El «gracias», ni lo pronuncio solo lo dibujo con los labios. No me atrevo
ni a decirle que el temblor o el frío no tienen nada que ver con la lluvia.
Ponerme su sudadera es volver al pasado y no sé si seré capaz de soportarlo.
La duda dura un instante cuando cojo la tela y me llega su olor. Siempre he
creído que Elio huele a olas y atardeceres. Hay torturas en que el dolor
infligido es aún mayor cuando se busca cómo eludirlo. La prenda me llega a
la altura del vestido y con su manía de subirse las mangas hasta los codos,
me permite pasar el yeso sin esfuerzo. Quiero quedármela. Esconderla bajo
la cama y sacarla cada noche para tener la sensación de volver a dormirme
con su aroma a mar acunándome.
Deja la bandeja en la mesa pequeña entre los sillones y se sienta en uno.
Hace un gesto invitándome a que lo haga en el otro.
—No es solo una fiesta de cumpleaños, se lo va a pedir —dice
ofreciéndome una taza, directamente.
Qué cachito de cielo es estar con alguien que sabe que tomas el café sin
azúcar ni leche. O que prefieres las tostadas casi quemadas y con mucha
mantequilla. Lo que te gusta hacer las noches de lluvia o los domingos por
la mañana.
—Pedir, ¿qué? —En cuanto lanzo la pregunta, sé la respuesta—. Se van
a casar.
Contengo el aire. Él lo suelta. Un puñado de emociones imposibles de
digerir se atrincheran en mi estómago.
—Si Romy dice que sí.
—Va a decir que sí —siseo entre dientes mientras mis pensamientos se
van agolpando en la cabeza. Jugueteo con las mangas de la sudadera.
—Ya… parece que el único que tiene dudas es Dylan.
—Me alegro por ellos —consigo decir.
Y lo siento de verdad, pero estoy agotada de tantas sorpresas y
emociones. No sé cómo gestionar nada de lo que está sucediendo.
—Ha montado una fiesta por todo lo alto, con amigos y familiares. Les
dijo que te había invitado, todos están deseando verte.
Asiento sin ser capaz de articular palabra. Ver de nuevo a su familia, a la
que he echado tanto de menos… Suspiro hondo tragando las lágrimas.
—Ahora entiendo mejor la insistencia de tu hermano.
—Quería tenernos a los dos allí. Dijo que si no fuera por nosotros…
bueno, ya sabes su historia.
Bromeaban que se contagiaron de nuestro amor al ir siempre los cuatro.
De nuevo siento ese pinchazo de celos. Ellos eran la pareja volátil y
nosotros el valor seguro… Qué vueltas da la vida.
—He pensado que… Solo… —Empieza dos veces la frase sin saber
cómo continuar—. Prefiero que lo sepas y que no te coja de sopetón cuando
lo veas arrodillarse.
Doy un sorbo al café buscando que el amargor me espabile.
—¿Qué hiciste al saberlo?
—Beber —reconoce.
—¿Tú? —No puedo evitar que la pregunta suene con sorna. El Elio del
pasado no toleraba nada bien el alcohol.
—Para ser más exactos, beber y vomitar.
—Eso ya me lo creo más.
Sé que no me ha perdonado. Sé que aún hay un abismo entre nosotros,
pero hasta los peores enemigos hacen piña para luchar contra un mismo
rival. El compromiso de Dylan y Romy no es nuestro adversario, pero lo
que despierta en nosotros hace que nos comprendamos, busquemos y
apoyemos.
37 Vomitar una mala decisión (Elio)
Qué complicado está resultando tenerla en casa. Joder, qué bien encaja entre
mis cosas, su sola presencia lo llena todo. Me gusta el puñetero cactus
porque me recuerda a la Morgane de veinte años.
Cuando he abierto la puerta y la he visto casi le salto encima. Malditas
las ganas que he tenido de lanzarme sobre ella, comerle la boca, cargarla a
mi hombro y llevarla hasta mi habitación. Siempre me volvió loco verla
nerviosa, cuando sus labios se vuelven una línea fina y le tiembla la
barbilla, pero sus ojos brillan con decisión. Está tan condenadamente sexi
con el vestido mojado, revelando todas esas curvas que conozco mejor que
cualquier otra cosa de este mundo.
—¿Qué hiciste al saberlo? —me pregunta Eme.
—Beber —contesto recordando aquella tarde, solo un par de semanas
antes.
Recuerdo aquel día, era mediodía cuando salí del mar, estaba agotado.
Llevaba horas entrenando, aprovechando la mar arbolada con olas de seis a
nueve metros, un grado siete en la Escala Douglas. Al llegar a la orilla, vi a
Dylan. Me ofreció una toalla, cuando sacó el termo con café supe que
quería hablar. Lo último que esperaba fue la bomba que me soltó. Me quité
el neopreno y me vestí con la ropa que me había traído.
—Dylan… No puedes casarte. —No sé el rato que estuve en silencio,
solo sé que las ganas de volver al mar eran irrefrenables. Las olas siempre
han sido mi mejor terapia.
—No te estoy pidiendo permiso, solo te informo que voy a pedírselo.
Además, aún no ha dicho que sí.
—No me líes, sabes que aceptará. Por fin estoy tranquilo. Está… sin
estar. No puedes invitarla. No puedes hacerme esto.
Claro que me alegraba por él, por ellos, que diera el paso de casarse.
Sabía lo feliz que era junto a Romy. Lo que no podía soportar era pensar
que eso implicaba volver a ver a Morgane.
Horas después, cuando las estrellas ya brillaban en el cielo, se presentó en
mi casa.
—¿Elio? —Dylan repitió un par de veces mi nombre hasta que me
encontró sentado en el suelo, frente a la cama—. Estás borracho.
Se supone que el alcohol sirve para olvidar. Pero yo solo recordaba.
Estaba colocado, era una sobredosis de pasado.
—No lo suficiente. —Aún era capaz de hablar. Y de sentir. Se suponía
que aquella mierda debería haberme anestesiado, pero solo sirvió para
marearme. Como al bajar de una de esas atracciones a las que nunca le he
encontrado la gracia—. ¿Qué haces aquí? —Me levanté demasiado rápido
volcando el tanque que era mi estómago y todo el contenido salió por la
misma vía que había entrado.
—Quería ver cómo estabas.
Quise contestarle: «No te preocupes, es solo una mala noche. Pasará»,
pero fui incapaz. Porque era solo una noche, sí, pero que se viene repitiendo
desde hace tres años.
—¿Por qué bebes si no sabes?
—No puedes casarte —insistí, incansable.
«No puedes invitarla. No puedo volver a verla».
El resto… Bueno, no creo que sea necesario relatarlo. Todos hemos
pasado por ello. Y de las consecuencias a la mañana siguiente, también.
38 La vulnerabilidad del flanco norte
Nos damos una tregua mientras fuera se oyen las gotas de lluvia repicar
sobre los cristales. Dentro, solo se escucha el chocar de la cerámica con la
mesa y algún que otro suspiro que nació siendo un beso. Es justo en ese
momento que descubro que a veces pierdes el tiempo y otras, en cambio, te
pierdes en el tiempo. Entre pasado, presente y ese futuro en el que
invertimos horas ideando y nunca llegó a ser. Muevo el culo un poco para
atrás y apoyo la cabeza en el respaldo. Cierro los ojos y por un momento
olvido donde estoy. Mi mente me ha transportado muy lejos, a aquel cielo
de sueños no cumplidos donde me encuentro con nuestra boda. El muro que
hay en mi pecho vuelve a sacudirse y el temblor me devuelve a la realidad.
—Qué opinas, ¿sigues creyendo lo mismo de los sillones? —pregunta
con cierta ironía buscando cambiar de tema.
Ladeo la cabeza hacia él y choco con su sonrisa taimada. Mis neuronas
tardan un poco en activarse. Sé de qué me habla, de aquellas veces cuando
soñábamos despiertos de cómo sería nuestra casa, en la que yo insistía en
poner un sofá y él decía que prefería los sillones. Paso la mano sobre el
reposabrazos. Son de ante marrón, con un estilo muy vintage que dan
calidez a la estancia. Son grandes, supongo que de cuerpo y medio. No
tengo dudas, por mucho que me tiente la idea de comprobarlo, que los dos
cabemos en uno y que encajaría perfectamente en ese espacio que hay a su
lado izquierdo. Casi puedo sentir como me rodea la cintura con el brazo y
su latido bajo mi oído. El luto por esos recuerdos me desborda y tengo
ganas de llorar y gritar. Me contengo sabiendo que no es buena idea y
explotarán tarde o temprano.
—Son cómodos… —admito. También recuerdo lo que hicimos en uno
en Lynton y el picor vuelve a hacerse insoportable.
—Te lo dije… —murmura con la vista fija en mi boca y sé que él
también está ahora mismo en aquel hotelito de la costa del canal de Bristol.
¿Cuántas veces has pensado que te gustaría borrarte la memoria para
poder vivir algo por primera vez? Me encantaría volver a descubrir su
forma de mirarme, el olor de su piel o el sabor de sus besos llenos de mar.
Oír por primera vez su voz ronca del amanecer jadeando mi nombre o
escucharle hablar de sueños en voz alta. La sensación de sus dedos
entrelazados con los míos. Ojalá pudiera revivir la sensación de perderme
en sus brazos. Ojalá pudiera volver a enamorarme de él por primera vez.
Me pongo en pie. No porque tenga ganas de irme, sino todo lo contrario.
—¿Estás bien? —me pide, también levantándose.
Cuando no sabes qué decir, la verdad es una buena idea.
—No, pero ¿acaso cambiaría algo? —Transcurre un eterno instante antes
de que vuelva a hablar—. Será mejor que me vaya a casa.
—Te llevo.
—No hace falta, ha dejado de llover —digo mirando hacia la ventana.
Tampoco me importa, ahora mismo como si cae un aguacero, solo sé que
necesito escapar de aquí. De esta casa. De Elio. De los recuerdos.
—No era una pregunta.
***
Verano de 2012
A medida que los días se iban acortando y la madrugada era más perezosa,
las discusiones entre los dos aumentaban. Soy incapaz de recordar ni el
noventa por ciento de los motivos que nos llevaban a gritarnos, a alejarnos
para poco después buscarnos con una necesidad que rozaba la obsesión.
Ahora, con el paso del tiempo y la sabiduría que aporta estar a las puertas
de los treinta, puedo asegurar que solo éramos dos críos intentando
comprender lo que nos ocurría y qué hacer con aquel amor que nos
desbordaba y no sabíamos cómo gestionar. Con un «adiós» que nos
perseguía y que por mucho que corriéramos para alejarnos, el cabrón nos
atrapaba siempre. El verano estaba llegando a su fin, igual que nuestros días
en la isla. Morgane se iba a estudiar a Vannes y yo a Burdeos a cursar el
último año de Ciencias del mar.
Aquella noche me fui a trabajar de muy mala hostia, habíamos discutido
de nuevo, Gauvain se dio cuenta y me echó la bronca. Me dijo que, al salir
al mar, tenía que dejar los problemas en la orilla, que seguirían allí,
pacientes, esperándome. Esa regla que más tarde pondría en práctica para
mantener la calma en mi época como surfista profesional.
Pero volviendo a aquella noche, llegamos a puerto antes de que el
campanario de Sauzon tocara las cinco de la mañana. Después de descargar
la mercadería en la lonja, me fui a los vestuarios para poder darme una
ducha y desprenderme del pestazo a pescado. Al llegar a la furgoneta,
busqué la llave que siempre dejaba escondía en una cajita junto a la rueda
trasera, pero allí no estaba, justo entonces me percaté de que la bicicleta de
Morgane estaba apoyada en la parte trasera. Abrí con cuidado la puerta
lateral y, en cuanto la vi acurrucada en mi cama, toda la mala leche se
esfumó. Justo entonces se despertó y se tiró a mis brazos.
—¿Qué haces aquí? —pregunté entre besos, mientras cerraba la puerta.
Cuando algo mojado tocó mis labios me aparté, estaba llorando—. Eme, me
estás asustando, ¿qué ha pasado?
—Te quiero. —Sus manos temblorosas me quitaron la camiseta y me
desabrocharon los pantalones—. Esto es demasiado bueno como para
acabarse. En algún lado está a punto de llegar el verano —murmuró pegada
a mi oreja antes de que su boca me hiciera cosquillas en el hueco de la
clavícula.
Tiré de su pelo para poder mirarla a la cara. Le sequé las lágrimas con
los pulgares y, después, soplé la punta de mis dedos. Ojalá cualquier dolor
pudiera desaparecer soplando sobre él y diciendo un puñado de palabras.
—Morgane, tú eres mi eterno verano.
41 Sanar duele
Hay mucha filosofía en todas esas frases que nos dicen de pequeños. Como
cuando nos desollábamos las rodillas y al desinfectarla te decían eso de que
«si pica, cura». Limpiar la herida duele más que cuando te la hiciste. La piel
muda, cicatriza dejando una huella para siempre.
Sanar duele.
Joder, si duele.
42 ¿Cómo va a ser dormir una tregua si
sueño con ella? (Elio)
Es viernes por la tarde y mis viejos amigos están todos aquí, preparando la
fiesta.
Es viernes y hace una semana que llegué.
Es viernes y la «tregua» con Elio se ha terminado. Lo sé desde que ha
llegado y no me ha saludado. Lo sé porque me evita.
Elio es una de las personas más rencorosas que conozco. Es de números
y tiene buena memoria. Cuando ayer me llevó a casa y dijo que se acordaba
de cada beso que nos hemos dado, sé que es verdad. También lo es que
recuerda cada pelea. Es de los que, en las discusiones, lanza reproches. Da
igual si son de hace un día, un mes o tres años atrás.
Cuando le he preguntado si se había recuperado del todo del accidente
me he dado cuenta del momento justo en el que se acabó la paz. El Elio que
me encontré en el aparcamiento de la playa de Donnant es el que ha llegado
hace dos horas para ayudar con los preparativos. Yo estaba hablando con
Romy por teléfono para quedar para comer juntas mañana y tener una
excusa para que luego me traiga a casa y empiece la fiesta.
Mi madre parece uno de esos policías que dirigen el tráfico desde una
plataforma elevada en medio de un cruce de París. Aunque el daiquiri de
fresa que le ha preparado Dylan y del que va dando sorbos, no cuadra con la
comparación que he hecho. A mí me tienen de aquí para allá, pero sin hacer
nada y todo porque la doctora Saunier me ha regañado por no hacer reposo,
que la inflamación ya debería haber remitido. Al final, como si fuera una
cría de seis años, me han dejado sacar los platos, vasos y servilletas de las
cajas.
En todo momento sé dónde está Elio. Ya han terminado de organizar las
mesas, mientras Dylan y Maël ponen las sillas, él empieza a sacar las cajas
con las bombillas. Toda la decoración es muy cósmica, con luces en forma
de estrellas y planetas que orbitan por la terraza y que cuelgan con hilo de
pescar. Cuando termino mi tarea y vuelvo a mirar hacia él, lo veo tan
concentrado que me digo que es mi oportunidad para acercarme. Odio este
abismo entre nosotros. Casi me llegan las malas vibraciones que lanzan sus
pensamientos.
—Hola, ¿te ayudo? —murmuro utilizando mi tono más dulce.
—No hace falta.
A pesar de su negativa, saco una tira de luces y empiezo a desenvolverla.
—A partir de ahora…, ¿será así?
—¿Así, cómo? —replica sarcástico. Sin darme opción a responderle,
vuelve a hablar—. ¿Apareces al cabo de tres años y esperas que todo siga
igual?
—Ya sé el tiempo qué ha pasado. —Quiero añadir que yo me alejé, pero
ninguno de ellos vino a buscarme ni mostró el mínimo interés por saber de
mí. El camino siempre es bidireccional, aunque lo obviemos porque nuestro
orgullo ocupa los dos carriles—. ¿Podemos ser amigos, al menos?
—No —responde contundente.
—Ni siquiera te ha dado tiempo a pensar la respuesta.
—Porque no merece dedicarle ni un minuto —lo dice mirándome por
primera vez desde que ha llegado y me golpea ver que no hay rastro de
duda en sus palabras. Solo determinación.
Resopla y no tarda ni diez segundos en abandonarme y buscar otra tarea,
la que más lejos queda.
—Te mira como lo hace con el mar —dice mi madre, cuando llega a mi
lado, con la vista fija en Elio—. Lo hacía con veinte años y sigue
haciéndolo.
—Deja de beber, estás viendo visiones —respondo sin esconder mi mal
humor. Cuanto más brilla la terraza, más apagada me siento.
—¿Qué ha pasado? —Alarga la mano y me quita la guirnalda. Al bajar la
vista hacia ella veo que, en lugar de desatarla, he hecho una bola.
—Esta mañana, cuando ya me marchaba de su casa, le he preguntado si
ya estaba bien del accidente y… supongo que hemos vuelto al punto de
partida.
—¿Tanto os cuesta hablar de una vez y deciros todo eso que calláis? Sois
idiotas, no sabéis la suerte que tenéis de tener esa opción.
Y sé, porque en estos tres años ha salido más de una vez a colación, que
habla de esas escasas segundas oportunidades que brinda la vida y que
lamenta no haber tenido esa suerte con mi padre. «Qué desperdicio de vida
si no podemos vivir el amor sin frenos» recuerdo que me dijo una vez.
Quiero contestarle, pero es que no me apetece tener otra vez la misma
conversación.
—Esto ya no hay quien lo deshaga —dice mientras prueba si “mi bola”
se enciende—. Funciona, así que pueden colgarlo tal cual, como si fuera el
sol.
Miro esa madeja que se asemeja mucho a mi cerebro ahora mismo. Al
inicio, solo ves una luz, pero a medida que tus ojos se acostumbran,
distingues el intrincado y confuso laberinto de bombillas. Un caos de
problemas en llamas que requieren atención.
—Voy a por un vaso de agua—me excuso.
—Recuerda lo que cantaba Goldman: «vivimos olvidando que
moriremos un día».
Asiento y me pregunto si lo que olvido es que moriremos un día o el
problema es que lo tengo tan presente que es justo eso lo que me impide
avanzar.
***
Me duele verte.
Si no te veo, te echo de menos.
Si te tengo cerca, te quiero encima o debajo.
Dejarte marchar… Ojalá supiera cómo.
Joder, Morgane… Antes, tú y yo éramos aire y ahora, cuando pienso en
nosotros, siento que me ahogo.
49 Mi pasión
—Dylan está a punto de casarse, ¿te lo puedes creer? Hasta me cuesta decir
la frase —se ríe Ondine, de forma escandalosa, cuando arranca el coche.
—La gente madura y se hace mayor… ¡Mírate! —Se ha convertido en
una mujer muy guapa; es bajita y muy delgada como su madre, pero lo
compensan con una frescura como la de Dylan—. Cuéntame qué es de tu
vida.
—Te has perdido tantas cosas… —Aunque quiera disimularlo es un
conato de reproche.
—Lo siento, no lo he sabido hacer mejor. Dejé a tu hermano y me alejé
de todos.
—Ya… Comprendo que no fue fácil, es solo que te he echado de menos,
sis. ¿A ti te molesta? —pregunta al cabo de un instante.
Tardo un poco en saber que me habla del apodo.
—No, pero admito que me duele.
—No sé si sabré llamarte de otra forma —se excusa en un murmullo.
—Al menos inténtalo cuando estemos delante de tu hermano. Ahora,
sigue.
—A ver… Poco después de lo que pasó, lo dejé con Adrien. Fue una
época complicada, Elio, tú… Todo me costaba más. Fui a terapia y empecé
a hacer un curso de cerámica. Fue mi salvación y además encontré mi
vocación. Llevo desde entonces formándome con expertos ceramistas de
todo el país. Es una buena forma de viajar y aprender.
Es una de las cosas que tienen en común con Elio, los dos son grandes
alumnos.
—Oh, me encantaría ver tu obra.
—Y a mí qué me dieras tu opinión.
El camino de menos de diez minutos se pasa volando. Cuando le digo
que se venga a comer con nosotras me recuerda que están de incógnito y
que, hasta la hora de la fiesta, Romy no sabe que están en la isla.
***
En cuanto abro la puerta de la galería de Vincent me siento en casa a pesar
de llevar años sin verlo a él, ni entrar en su pequeño local. A Bangor
también se le llama el pueblo de los pintores y su galería es un referente en
la isla y en el continente. No sé las horas que he podido pasar aquí, viéndolo
trabajar. No es que pueda decir que, charlando, porque es de esas personas
hurañas que tanto se quejaba si iba a verlo, como cuando pasaba una
semana sin ir.
Nada más verme, se acerca y en lugar de abrazarme, me pellizca el
moflete.
—Au…
—Perdona, tenía que comprobar que eres de verdad.
—Yo también te he echado de menos —respondo—. ¿Cómo va todo?
—Voy con bastón y el médico me obliga a beber mucha agua, y como no
me gusta, Marie me prepara té, parezco un bereber. —Me encanta que sus
frases suenen amargas, pero te hagan sonreír.
Después de una taza de té y de ponernos al día, le cuento el motivo de mi
visita. Paseamos por la galería y me habla de nuevos artistas, todos vecinos.
Hay una chica que pinta como si fueran grafitis. Su técnica del color es
agresiva, pero te atrapa con sus intrincados dibujos. Creo que es perfecto
para lo que Marlene busca. Le mando unas fotos de los que veo más
interesantes. Vincent no se queja de mi propuesta, señal de que le parece
bien. Galerista, marchante… Su vocación por el arte le hace ser un poco de
todo.
—¿Has venido para quedarte? Empiezo a ser viejo y necesito un
reemplazo.
No digo que sus palabras no hagan que el corazón se salte algún latido,
sería fantástico poder ocuparme de su negocio. Mi sueño siempre fue
montar un museo con la historia de la isla y el arte. Exponer por ejemplo
algún cuadro de la serie de Port Coton o «Lluvia en Belle-Île», Monet dijo
de esta obra: para no aburrirme, pinté un efecto lluvia, una pochade (una
pintura realizada de forma rápida con muy pocas pinceladas). Esta
«pochade» está en el museo de Morlaix, ¡a más de dos cientos kilómetros
de la isla! No solo vino Monet, también lo hicieron Matisse, Russel,
Maufra, Gromaire o Quimperlé. Exponer las pinturas que hay en el hotel y
que hablan del paso de esos artistas por él. De la labor de mi familia como
mecenas. Pero quería viajar, aprender, hacer muchas cosas antes de volver
para quedarme en la isla. Era mi sueño. El de Elio…, aunque él no me haya
esperado para instalarse.
—No. Solo es algo temporal —digo alzando la mano y en mi voz se
percibe cierta vacilación.
Me paso la mañana mirando la hora, la fiesta me entusiasma y me repele
con las mismas ganas. Como ocurre con todo en mi vida, últimamente.
50 El retorno de Saturno
***
Al llegar al jardín, ella se apresura a ir con Dylan que está hablando con sus
futuros suegros y yo me quedo clavada en el sitio. A menos de cincuenta
metros están todos mis amigos, la gente que durante años consideré mi
familia. Qué sensación tan extraña tener el pasado a solo unos pasos de
distancia. Me llega la fuerza de una vibración, un aviso de amenaza, como
la que percibe una hiena solitaria al ser detectada por un león. Al alzar los
ojos, me encuentro con los de Elio. Trago saliva, el aire se vuelve denso, su
don para acariciarme desde la distancia sigue intacto. La hiena ahora se ha
convertido en una caja de chocolatinas en una fiesta de pijamas de chicas en
plena pubertad. Está guapísimo, viste con una camisa en azul cobalto, que
realza su moreno, y vaqueros. Va descalzo, como la mayoría de los
invitados, y yo no creo que tarde mucho en quitarme las cuñas. Ahogo un
jadeo mordiéndome la lengua, al tiempo que oigo un coro en la lejanía.
Creo distinguir que es mi corazón y el gallo que están suspirando, y el
Satisfyer que se queja, celoso.
«Dios, creo que aún sigo afectada por el vino».
«Necesito una copa».
Cerca de la mesa de las bebidas, veo a los padres de Elio.
«Que sea de algo fuerte, de esas que se piden dobles».
Estoy dudando de si acércame a ellos, cuando veo que su madre me ha
visto y tira del brazo de su marido. Es como lo de Mahoma y la montaña, si
tú no vas a por el problema, él vendrá a ti. Doy un par de pasos para
recortar la distancia, y que no puedan decir que soy una sosa antipática. Su
padre, Gaspard, nunca ha sido de muchas palabras, por lo que no me
sorprende que solo me diga un «hola, qué tal». En cambio, su madre, Diane,
me abraza como si hiciera años que no nos vemos. Ejem…
—Ven, vamos a por un cóctel de esos que han preparado los chicos y de
los que prefiero no saber los ingredientes.
«Me gusta cómo piensa esta mujer».
Ya con una copa, a la que doy un buen trago, nos ponemos al día. Es
decir, respondo a su interrogatorio, y a pesar de que sé que no lo hace con
malicia, me siento juzgada. Con un «¿ha merecido la pena?», al final de
cada una de mis respuestas. En la nuca, noto la sutil carica que produce una
mirada, solo me giro un par de veces y en todas ellas Elio no disimula estar
pendiente de nosotras.
—Papá pregunta por ti —dice Marin, interrumpiéndonos.
—Oh, voy a ver qué quiere. —Su madre se va y yo suelto el aire que
estaba reteniendo sin disimulo.
—Gracias —susurro en una suerte de sonrisa.
—No hay de qué. —Me guiña un ojo—. Ahora que mi hermano ya no
ocupa el trono, ¿crees que tengo alguna posibilidad, mi reina?
—¿El sushi sigue siendo tu comida favorita? —bromeo, en ese viejo
juego con el que siempre me provocaba.
—¿Vas a dejar que un trozo de salmón se interponga en tu felicidad? —
pregunta con un dramatismo digno de un personaje de Shakespeare.
—Soy isleña, sé que el pescado siempre se entromete en las mejores
historias de amor.
Le doy un beso en la mejilla, él se deja caer y Chouchen, al verlo sobre
la hierba, corre hacia él. Las risas se hacen más sonoras y en lugar de darle
la mano para que se levante, alzo la pierna y le paso por encima para ir a
saludar al resto de invitados. La carcajada de Elio me llega de forma tan
nítida que parece que lo haga desde dentro de mi pecho.
—Por una vez en tu vida, deja que el sol salga sin ti. Vuelve a la cama —
gruño tapándome la cabeza con la almohada mientras maldigo a mi madre
con un par de arrugas más. Oigo como ha abierto los postigos y después
hace lo mismo con la ventana. El aire es frío y el mar se cuela en mi
habitación.
—¿Es una invitación? —Mis pensamientos se paralizan en cuanto oigo
la voz de Elio.
Quiero apartar la almohada y comprobar que es él quien está en mi
cuarto un domingo por la mañana, y no es un efecto colateral de mezclar
calmantes con alcohol.
—¿Estoy soñando? —pregunto y justo después siento como el colchón
cede por su peso.
—¿Por qué lo crees?
—Porque en mis sueños siempre estamos juntos.
—Es real —murmura pegado a mi oreja.
—¿Qué haces aquí? —susurro con la boca pastosa. Sigo con los ojos
cerrados para no romper la magia.
«He venido a rescatarte. Vamos a fugarnos y a vivir el «eterno verano»
que una vez te prometí».
—Tu madre me ha pedido que te despertara —su respuesta no es tan
soñadora como había imaginado.
Por fin me concedo el deseo de abrir los ojos y verlo a mi lado. Puedo
admitir, sin vergüenza, que ha sido el primer pensamiento que he tenido
cada mañana desde aquel fatídico día. No sé a quién debo agradecer que
haya hecho realidad mi sueño, sea quien sea, gracias.
Está tumbado de espalda, con la mirada fija en las fotos que hay en el
techo abuhardillado. De un solo vistazo te puedes hacer una idea de mi
vida, de lo que me gusta y me define. Como un collage de esos que me
mandaron hacer en la escuela de primaria. Elio y nuestra historia se llevan
gran parte del protagonismo.
—Todo sigue igual. —Su voz suena algo ronca y rota como siempre le
ocurre cuando duerme poco.
No sé si se refiere a mi cuarto, al collage. A nosotros…
La realidad y la fantasía me parecen lo mismo. Quiero alargar la mano y
con el dedo dibujar su perfil. Empezar desde la frente, bajar por la nariz
hasta llegar a la boca. Sentir su aliento quemarme y perfilar sus labios antes
de continuar. Quiero acurrucarme en su pecho, contar sus latidos bajo mi
oreja y dejar que el mundo se olvide de nosotros. Me muevo incómoda.
Siento ese picor en todo el cuerpo. Las ganas insaciables. Una cosa es
desear algo y saber que es imposible por la distancia o el enfado, pero no
hay tortura mayor que tenerlo tan cerca y que ya no pueda ser. Como pasó
ayer mientras bailábamos. Duele no encontrar alivio para esas ganas.
Me remuevo intentando colocar el brazo en alguna postura más cómoda.
—¿Te duele? —El tono, lleno de ternura, me gusta y me desgarra por
igual.
«Tú me dueles. Mis ansias de ti».
—Ayer me pasé —me quejo.
Antes del anochecer ya me había quitado el cabestrillo y bailé sin pensar
en las consecuencias. La fiesta me dejó con una sensación agridulce, fue
bonito y horrible al mismo tiempo.
Se da la vuelta para quedar cara a cara. Con la yema de sus dedos roza la
punta de los míos, ahogo un jadeo y me muerdo el labio con saña.
—¿Ya están aquí? —pregunto, cuando lo que realmente quiero pedirle es
que me bese y que no deje de hacerlo nunca más.
—No, se ve que a todos se os han pegado las sábanas —sonríe distraído
jugando con la tela.
«Quítala de una vez. Libérame. Sube encima de mí. Desnúdate.
Desnúdame. Húndete en mí».
—Menos a ti.
—No he dormido mucho —admite después de chasquear la lengua
contra el paladar—. La casa es demasiado pequeña para cuatro Maillard.
Sé que es mentira, sus padres se quedaban en casa de Dylan, en su cama
ha dormido Ondine, los gemelos lo han hecho en la otra habitación y él, en
la furgoneta.
—Odiarme requiere muchas horas de insomnio —bromeo.
Se incorpora para apoyarse en un codo y fija su mirada en mí. Veo que
va a decir algo, pero mi madre, siempre tan oportuna, hace notar su
presencia silbando una canción al otro lado de la puerta que no está cerrada
del todo. Oímos como la melodía se aleja acompañada del crujir de los
escalones de madera.
—Será mejor que pase por la ducha —digo sin ganas de levantarme.
—¿Necesitas ayuda con eso? —Su pregunta, en lugar de hacer que me
lance sobre él y le pide que me lleve a caballito y se meta bajo el agua
conmigo, me hace saltar de la cama.
—¿Qué te ocurre esta mañana?
—¿Por qué? —La sonrisa se le escapa entre las palabras mientras se
sienta y se recoloca la almohada a su espalda, poniéndose cómodo.
Lo miro sin comprender qué está pasando. Si pretende volverme loca, lo
está haciendo de maravilla.
—Deja de jugar conmigo —le pido, casi gimoteo, apoyándome en la
puerta.
—No lo pretendía.
—¿Sabes cómo me haces sentir? —Aún no he superado su confesión
durante el baile y la razón por la que, según él, no podemos ser amigos.
—No tengo ni idea de cómo me siento yo… Solo… Me he cansado de
evitarte.
—Y ahora, ¿qué, Elio?
—Ahora, Morgane, toca hablar.
Por un instante se me para el corazón y después empieza a un ritmo que
haría saltar las alarmas de cualquier electrocardiograma.
—¿Cuándo? —pido en un hilo de voz sintiendo un nudo en la garganta.
Puede que solo sea mi corazón que quiere salir huyendo y lanzarse por el
precipicio, como hizo anoche la versión dos de Morgane.
—No lo sé —admite mientras se pone en pie—. Supongo que cuando los
dos estemos dispuestos a dejarlo atrás.
54 Odiarte requiere mucho esfuerzo (Elio)
Cuando salgo del baño; Elio ya no está en mi habitación, lo oigo hablar con
mi madre, abajo en la cocina. Los dos están de pie, tomándose una taza de
café, es como ver una instantánea del pasado. Mientras desayunamos,
hablamos de la fiesta. Mi madre, el disimulo hecho persona, pasea su
mirada entre Elio y yo; y cuando se da cuenta de que la observo me ofrece
una mueca que soy incapaz de descifrar.
—Ha llegado la hora —exclama con euforia, dando una palmada al aire.
—¿De qué? —pregunto terminándome el zumo.
—Tengo una sorpresa para ti. —Baila como uno de esos horrendos
suvenires de muñecas hawaianas moviendo las caderas.
—Yo empezaré con la limpieza. —Elio se levanta y recoge mi plato para
apilarlo con el suyo.
—No, tú te vienes con nosotras, te vamos a necesitar.
Lo miro y él me responde alzando las cejas. Me encojo de hombros en
esa conversación silenciosa en la que él me pregunta si sé de qué va esto y
yo le digo que es mi madre y que nos podemos esperar cualquier cosa. Sus
labios dibujan una media sonrisa de esas capaces de hacerte cosquillas en el
útero.
Me enamoré de ella aquel primer día que fuimos a Port Coton, viéndola
hablar del arte con tanta pasión; irradiaba una luz que nunca había visto.
Esa misma luz con la que se paseaba por todos los museos y galerías que
tuvimos el privilegio de visitar gracias a mis viajes como deportista de élite.
No lo digo en un alarde de chulería, algunos trabajos tienen grandes
alicientes y ser un surfista profesional te permite viajar por todo el mundo
tras la ola perfecta. Que tu chica quiera acompañarte mientras estudia un
máster a distancia es lo mejor de todo. Esto era el motivo principal por el
que solíamos discutir con Klein.
Y, si es posible enamorarse de la misma mujer a la que no has dejado de
querer desde que tenías veinte años, esta mañana lo he vuelto a hacer al ver
cómo se transforma delante de una pintura. Es como un camaleón,
mimetizando con los colores del cuadro y empapándose de la energía que
desprende. Siempre he deseado estar en su cabeza para ver lo que Morgane
ve y sentir esa emoción que la embarga.
Seguimos con la limpieza, los gemelos con la excusa de amenizar las
tareas siguen pinchando música y Dylan está tan feliz que ni siquiera se
queja. Suena Where’s my love, miro mil veces hacia la ventana donde la
imagino con la lupa y el pincel, con toda la paciencia del mundo,
eliminando capas de polvo y descubriendo qué hay en esos cuadros.
Quiero subir y averiguarlo con ella.
Quiero volver a sentir como se agarra a mi camiseta y el deseo le brilla
en los ojos.
Quiero clavar mis dedos en su cintura y besar la felicidad hecha mujer.
Quiero, pero me contengo.
*58 Aeternum (Elio)
Diciembre de 2017
Por mucho que quiera seguir aquí arriba, el jaleo que nos llega desde la
ventana hace que al final las ganas de bajar y unirnos a ellos, se haga
mayor. Los cuadros llevan décadas aquí guardados, no vendrá de unas
horas.
En el jardín, más que limpiar parece que es una continuación de la fiesta.
Hasta los padres de Romy se han acercado, al final acabamos improvisando
una comida con lo que quedó ayer. Somos casi veinte y podríamos
alimentar a otros tantos.
Me preguntan por los cuadros y confieso que aún es pronto para saber
qué importancia tienen. Mi madre bromea sobre que ojalá haya alguno
valioso que le permita jubilarse. La conversación principal es la boda, o lo
es para el resto de los invitados, casi no soy consciente de nada que no sea
Elio. Está más callado que de costumbre y en sus ojos, como un reflejo de
sus pensamientos, he visto como han ido pasando de la neutralidad a la
apatía. Hasta la irritación. Cuando veo que se levanta de un rebote y va
hacia la cocina, espero y al cabo de un momento entro a buscarlo.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Tengo la teoría de que los sentimientos son como una bola de pelusa y
que necesitamos escupirlas, como los gatos. Pero no siempre se consigue y
se quedan atrapadas en la garganta. Esto es lo que siento cuando oigo a Elio
decir esa misma frase que yo le repetí muchas veces. Siempre he sido de las
que han callado los problemas para no hacer sufrir a los demás.
—No me mientas —le pido en un cuchicheo, acercándome.
—Es complicado.
—Pues explícamelo para que te entienda —repito lo que él me decía
cuando eso sucedía.
Esconde las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros cortos, se ha
quitado la camisa y ahora lleva una camiseta gris. Respira hondo, se da la
vuelta y fija la mirada en la ventana. Chouchen nos ha seguido, lo cojo y lo
llevo al pasillo cerrando la puerta para quedarnos solos y si alguien se
acerca, pille la indirecta.
—No lo sientes, dime, ¿no te cabrea? —Se da la vuelta y resopla
mientras se pasa la mano por el pelo.
—¿El qué?
—Hablar de boda. Que cada idea se parezca más a lo que queríamos
NOSOTROS —recalca—. Aquí, el mar, la noche, la hoguera, la música…
Es como un copia y pega de mal gusto. Dime que lo recuerdas. Dime que
no te hierve la sangre.
Lo conozco, sé que lo que le molesta no es la fiesta, le duele el «para
siempre» de ellos y que el nuestro se esfumara. Porque eso es lo que yo
envidio. Ni vestirme de blanco, ni que sea aquí o en el Ártico rodeada de
«pingüinos», como nos reímos una vez, es la frustrante sensación de que
ellos han avanzado y nosotros nos perdimos.
—Yo tampoco he olvidado nada. —«Ni los besos ni las promesas»
pienso en añadir, pero me lo guardo para mí—. Su historia va ligada a
nuestros mismos recuerdos. Es normal…
—Llevo semanas con la sensación de que nada es normal —me corta.
—Elio —intento acercarme, pero me aparta de un manotazo al aire.
—Hoy soy yo el que te pide que me dejes marchar. Discúlpame con
todos, pero no puedo volver allí.
60 La verdad nos hará libres (Elio)
—¿Qué pasa?
«Tú, eres lo que me pasa. Siempre».
Entre nosotros todo era tan sencillo y natural que, cuando deja de serlo,
no sé cómo comportarme y me descoloca. Pasarme el día pensando en ella
no es una novedad, llevo años así, lo que nunca lo había hecho con este
nudo en la boca del estómago.
Hablar… para todos es la solución. Y no digo que se equivoquen, sé que
tienen razón, pero no me parece un motivo de peso para ir directo al
matadero. Y es así como me siento.
Cuando nos sentemos, una parte de mí morirá para siempre.
Cuando nos sentemos, me abriré en canal, dejaré el corazón sobre la
mesa y lo confesaré todo. Y no es esa imagen tan sangrienta y dolorosa la
que me acojona, es quién seré después.
Ya no tendré dónde esconderme.
Se acabarán las excusas.
Se acabarán los reproches y las acusaciones.
Solo seremos un viejo recuerdo.
La verdad nos hará libres, pero ser libre da miedo cuando ya te has
acostumbrado a las cadenas.
61 Un viaje psicotrópico
***
Vivir en el campo es maravilloso. Que te despierte una urraca cada día a las
cinco de la mañana, no tanto. Se sitúa justo al lado de la ventana para que
oiga perfectamente su chirriante cantar. He dormido mejor que los días
anteriores. Doy un par de vueltas maldiciendo al bicho, hasta que decido
salir a correr.
Una de las cosas que más me sorprendió el primer verano que pase aquí
es lo caprichoso que es el clima. Recuerdo que un día saliendo de comprar
me topé con un expositor de postales y una me llamó la atención, me hizo
tanta gracia que hasta la mandé a casa: en Bretaña hace bueno varias veces
al día. La isla cambia de aspecto cada vez que te das la vuelta.
Subo al faro de Gouplhar que por su posición estratégica es considerado
uno de los más poderosos de Europa. De camino al mar, paso por delante
del hotel y me imagino a Morgane dormida en esa cama que compartimos
muy poco porque siempre nos refugiamos en la Kombi. Dylan había
tardado solo dos semanas en abandonar la furgoneta y decidir que prefería
instalarse en una habitación en un piso compartido cerca de la escuela de
surf. Sigo el sendero de la costa, con mis fieles compañeros: el cielo y el
mar. Hay algo a lo que no me acostumbro y eso que lo he visto desde que
nací, son los restos del Muro Atlántico. No hay vez que pase frente a una de
esas fortificaciones o búnkeres que no piense en la guerra.
Cuando llego a La sirena de niebla, me detengo. Al horizonte, el
amanecer toma forma y otra mañana nace ante mis ojos. Aspiro con fuerza
el rocío impregnado de salitre. Pura vida. Voy hasta la parte trasera de la
casita y dejo que los viejos recuerdos, esos que me persiguen a todas horas,
me den una paliza de las suyas. Me apetece un viaje al pasado. A nuestro
primer beso. Cierro los ojos y apoyo la frente en la pared. Los abro cuando
noto algo frío y metálico en la punta de los dedos. No me acordaba de la
placa conmemorativa por los ciento veinte años de su construcción. Fecha:
marzo de 2012.
De regreso, mi mente matemática y acostumbrada a buscar patrones hace
cálculos y algo no me cuadra. Cuando llego a la altura del hotel, dudo un
segundo de si es buena idea en llamar a Morgane a estas horas, pero creo
que merece la pena la bronca que va a echarme.
—¿Vas a despertarme cada día?
—Antes te gustaba —murmuro y partes de mi cuerpo se alzan al tener
un remember.
—Antes lo hacías a besos —dice con voz melosa.
«Ábreme la puerta o te juro que la tiro al suelo de una patada».
—Morgane… —Suspiro su nombre y no puedo evitar que suene con un
matiz desesperado.
—Hola, Elio; espero que tengas una buena razón para irrumpir mi
resaca.
—¿Quieres salir a dar una vuelta?
—¿Ahora? —Suena tan chirriante que tengo que apartarme el teléfono
de la oreja.
—Ahora.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? —río.
—Re-sa-ca.
—Venga, nada mejor que un golpe de aire fresco para ese dolor de
cabeza. Además, hay un cielo que es pecado no ver.
—Eso lo veo desde la ventana. —Bosteza.
—Necesito que veas una cosa. No te arrepentirás… —añado en un
intento de convencerla.
—¿No trabajas?
—Hasta las diez no tengo una reunión. Deja de hacerte la remolona y
levántate ya.
—Si salgo, quiero un buen desayuno. —Oigo el ruido de las sábanas y la
imagen del domingo pasado aparece en mis pupilas.
—Me parece bien.
66 El enigma de La sirena
—¿Qué pretendéis con todo esto? —pregunta mi madre cuando está segura
de que Elio ya se ha ido.
—Nada. No lo sé —me corrijo.
El silencio secuestra mis palabras y ella espera paciente a que yo las
libere. Prepara una nueva cafetera, es su sutil forma de decir que no lo va a
dejar pasar. Me siento en la silla y con la uña del pulgar sigo las vetas de la
madera.
—No quiero ser una estatua de sal —murmuro. Es fugaz, pero veo la
mueca que hace cuando se da cuenta de que ayer las oí hablar—. Estoy…
estamos avanzando.
—¿Hacia el precipicio?
—Pensaba que decías que tenía que vivir. Y te juro que soy feliz. —La
frase sale nítida, sin nieblas ni tropezones.
Sé que, como todas las emociones no es un valor que se pueda medir con
precisión, pero nadie mejor que uno mismo para saber hasta qué punto
hemos llegado y yo hace años que no experimentaba esta alegría y ganas;
tantos que llegué a pensar que jamás volvería a sentirme así.
—Solo estáis viviendo una ilusión. —Sirve el café y me acerca una taza
—. Y ya sabes que opino de ellas.
—Que son como pompas de jabón, crecen y se alzan hacia el cielo hasta
que explotan —repito lo que le he escuchado decir en infinidad de
ocasiones.
—Creo que antes de seguir, deberíais hablar. Ni tú ni él merecéis sufrir.
—Lo sé, pero ninguno de los dos quiere hacerlo. Aún.
—No debe ser muy agradable pasearse con la espada de Damocles sobre
tu cabeza.
—Estamos en Francia, aquí nos va más la guillotina —bromeo
intentando quitarle hierro al asunto porque la otra opción es gritar, patalear
o, directamente, llorar.
—Peor me lo planteas, una afilada cuchilla rozándote la nuca.
«Vale, basta de comparaciones que tengo una facilidad extraordinaria
para convertir esas atrocidades en una pesadilla recurrente».
—Estamos en tiempo muerto —digo, intentando borrar esa sangrienta
imagen de mi mente—. Es mejor que odiarnos y estar en una continua
pelea.
—Lo que estáis haciendo es la vía más fácil, vivir en una mentira.
—No lo es. Yo aún lo quiero —confieso sin la menor duda de que mis
sentimientos no han menguado en todo este tiempo.
—¿Y ya has aprendido a quererlo bien?
«Joder, qué puntería, madre. Directa al corazón».
Querer bien no se mide por la cantidad, se mide por lo que estás
dispuesto a transigir. Querer sin peros. Querer sin miedos. Querer sin
frenos. Elio es surf. Elio es mar. Ese mismo mar que una vez nos separó.
68 Joie de vivre (Elio)
Elio
¿Has descubierto algo?
Morgane
¡Nada!
Además, con las obras
y los martillazos no
oigo ni mis pensamientos.
Elio
Mira por dónde,
aquí tengo todo el silencio que necesitas.
Vente cuando quieras.
Morgane
¿Ya has terminado la reunión?
Elio
Aún no.
Se está alargando.
Morgane
¿Dejamos la comida para otro momento?
Elio
No, solo es que me aburro.
Morgane
¿Soy una mera distracción?
Elio
No me hagas decir qué eres.
Morgane
Vale, nos vemos en un rato.
Elio…
Elio
¿Sí?
Morgane
Gracias.
Elio
Morgane…
Morgane
¿Sí?
Elio
Si tu hígado está de acuerdo,
roba un vino de la bodega.
Morgane
Ok.
—¿Qué es esta fiesta y por qué no he sido invitada? —grita mi madre para
hacerse oír por encima de Following in the sun.
Mmm… espera que te pongo en situación. La sala de estar de casa se ha
convertido en una pista de baile improvisada, llevo un vestido negro de
coctel de los que Marlene puso en la maleta, aunque pierde el glamur al ir
descalza y totalmente despeinada.
—Sí lo estás, pero no te hemos esperado para empezar.
—¿Y qué celebramos? —Chouchen, al verla, se pone a ladrar y ella me
lo quita de los brazos. Es como un bebé con mamitis.
—Hay días buenos, otros que son muy buenos y luego hay los
excepcionales, los de «me quedaría a vivir en este día». Pues hoy de los
últimos. He pasado la tarde en la galería de Vincent. ¡Hemos cerrado el
acuerdo de colaboración!
«Y ha vuelto a decirme que está mayor, que quiere jubilarse y que le
encantaría traspasarme el negocio», pero no repito sus palabras en voz alta
porque me da demasiado miedo la ilusión que me provoca solo con pensar
en llevar la galería referencia de la isla y ser mi propia jefa.
—¡Eso sí que es una gran noticia! ¡Me alegro mucho por ti!
—Au, ¿por qué me pellizcas? —digo, frotándome el brazo.
—Para que reacciones y te des cuenta de que puedes hacer tu trabajo
también desde aquí.
—Mamá…
—Solo remarco los hechos —me interrumpe; y me quedo con las ganas
de decirle: «No empieces, déjame disfrutar de esto».
—Sé que es real, por eso lo estoy celebrando.
—Ya sabes a lo que me refiero. —Sí, que París es una ciudad por la que
muchos matarían por vivir, pero no es mi sitio. El mío es aquí, en la isla—.
¿Y con Elio?
—Pues claro.
—¿Eh? Que cómo ha ido con él. —Vale, pensaba que me leía la mente y
me preguntaba si mi sitio era en la isla con Elio. Las ilusiones, a veces, nos
afectan la comprensión.
—Ah, bien. Solo somos dos amigos que han compartido una comida.
—Definitivamente, hacemos honor al gallo, emblema de los franceses:
con los pies en la mierda, pero la cabeza en alto y cantando. —Y sé que en
ese «hacemos» se incluye a ella también.
¿De estatua de sal a gallo? No sé si es mejor o peor.
—Vamos a celebrarlo. Te invito a cenar a tu sitio favorito —digo sin
querer seguirle el juego.
—¡Por fin dices algo coherente desde que has llegado! —aplaude antes
de correr hacia la escalera para cambiarse de ropa.
70 Bienvenido a la república
independiente de mi casa
Elio camina hacia mí, se quita la capucha y se pasa la mano por el pelo
como sueño hacer yo. Ha estado surfeando, huelo el mar desde aquí, a unos
escasos tres pasos. Inspiro hondo y disfruto de la sensación.
—¿Cuánto llevas ahí, espiando?
—Lo suficiente para saber que te vas de finde de chicas. Y no era espiar,
solo que no quería interrumpirte. Entiendo que no has avanzado mucho.
Niego con la cabeza y coloco el álbum de recortes de periódicos de la
época en los que se menciona el hotel, después voy hasta la ventana y la
abro. «Qué calor hace de repente».
—Yo también me voy, me ha salido un viaje. ¿Cuándo os vais?
Quiero preguntarle por el destino, pero si lo ha obviado será por algo y a
mí me da miedo tirar del hilo y que, sin querer, me caiga la guillotina.
—Supongo que mañana cuando Romy termine de trabajar. Me llama
después para confirmarlo. ¿Y tú?
—Esta tarde, con el último barco.
—¿Hoy? —Mi voz ha salido estrangulada, revelando más de lo que me
hubiera gustado—. ¿Y estarás fuera muchos días?
—Calculo que una semana.
«¿Taaannntooo?».
¿Por qué de repente me parece el fin del mundo cuando he pasado tres
años sin verlo? ¡Qué rápido nos acostumbramos a las cosas buenas!
Camina hasta situarse junto a mí, en la ventana. Noto su presencia
rodeándome, quiero cerrar los ojos y quedarme con esta sensación.
—He pensado en traerte esto. Son las llaves de casa. —«De casa», no de
«mi casa» puede parecer un descuido, pero a mí me sienta como un trocito
de cielo —. Para que le eches un vistazo al cactus, por si necesita agua. No
quiero que se me muera.
—¿Regar el cactus? —pregunto con la ceja levantada y mordiéndome el
carrillo para no reírme.
«Elio por Dios, ¡que es de ropa! Dime que es porque te apetece
imaginarme en tu cueva, echándote de menos».
—O para buscar silencio si aquí no lo encuentras.
Cojo las llaves y juro que me queman la palma de la mano. Miro ese
trozo de metal sobre esas líneas que hablan de mi destino y en el que
siempre leí su nombre.
—O para robarte una sudadera, mi madre ha puesto la otra a lavar. —«Y
casi lloro cuando la he visto tendida al sol».
—¿Estás sola?
—No, está en el despacho; lleva toda la mañana reunida con la gerente
preparando la abertura.
Me guardo la llave en el bolsillo trasero de los vaqueros antes de que
cambie de opinión.
—¿Ya han acabado las obras?
—Sí, ayer. Ahora toca limpieza y todo estará listo.
Algún pajarraco pasa volando y nos distrae con su vuelo. Los dos
miramos hacia fuera y dejamos que las vistas nos deslumbren con su
belleza. Al estar en la costa oeste, solo hay mar y más mar. La inmensidad
del Atlántico. Cuando me vuelvo hacia él, me coge por las presillas del
vaquero y tira para acercarme. Solía hacerlo antes. Antes, cuando él y yo
era un nosotros. Con el nudillo del índice me roza la piel del estómago,
justo en el ombligo. En el centro de la vida. Vida la que me bulle por todo el
cuerpo.
—¿Qué haces? —pregunto en un hilo de voz, con las manos sobre su
pecho.
—Lo sabes.
—No.
—Me dijiste que nunca más volviera a pedir permiso para besarte, que
siempre te apetecería.
La vida se detiene. El tiempo se dobla sobre sí mismo y como por arte de
magia volvemos a estar en el verano que nos conocimos.
—Maldita buena memoria —jadeo.
—Dices que no, pero tu cuerpo dice que sí. Te has puesto de puntillas —
ríe y suena jodidamente seductor.
«¿Qué culpa tengo yo de que mi cuerpo no pueda resistirse a ti?»
—No creo que sea buena idea.
Sus manos se deslizan por mi espalda, y las mías suben hasta su pelo,
por fin me doy el gusto de acariciarlo. Qué bien se nos da torturarnos.
—Solo es un beso de despedida, ahora que tu madre no está mirando.
Suelto una carcajada y él aprovecha justo ese momento para besarme.
Sus labios fríos de mar se juntan con los míos. El delicioso contraste con el
que he soñado tantas veces. Después de tres años deseándolo, imaginaba
que sería un beso desesperado, pero no lo es. Ni de perdón. Es redención.
Es liberación.
¿Y si lo que tenemos pendiente no es la charla ni la guillotina?
¿Y si es este beso lo que estaba suspendido en el tiempo?
Somos nosotros en ese beso que dejamos sin dar. El que me hubiera dado
al salir del agua, si lo hubiera hecho por su propio pie. Este beso somos
nosotros. En estos años me he dado cuenta de que lo que más añoras de una
persona no son los momentos increíbles, lo que recuerdas con más
asiduidad es la rutina que compartíais. Su beso es casa.
No quiero ver cómo se marcha. En los últimos días, siento que estoy en un
partido de tenis. Para dejar de pensar en Elio me centro en los cuadros y
cuando me saturo, vuelvo a él. Y eso hago, desvío la vista hacia la mesa
donde tengo expuestos los lienzos. De repente, una supernova explota en mi
cerebro.
—Mira, se miran —grito y corro hacia allí.
Junto al lado del cuadro donde sale La sirena de niebla, hay otro
parecido. En él también aparece una chica, en este caso es pelirroja y está
de frente. Los pongo juntos y encajan a la perfección. La costa que me ha
visto nacer, el mar, el cielo y, cada una de ellas en un extremo,
observándose.
—Forman una misma imagen —dice Elio, tan sorprendido como yo.
El hallazgo no me avanza en nada a mi investigación, pero siento que
estoy un poco más cerca. Oímos la voz de mi madre en el pasillo.
—Disfruta del viaje y cuéntame si averiguas algo más —murmura contra
mi pelo y luego se aparta, ni me había dado cuenta de que lo tenía justo
detrás, pegado a mí.
—Claro, que lo pases bien. —«Y échame un poco de menos».
72 Remember me
Morgane
Si mando esta foto a tu hermano,
¿crees que romperá el compromiso?
Enviado.
No sé nada de Elio desde el jueves. Desde el beso. Aunque he tenido
ganas de hablar con él. De llamarlo o intercambiar algún mensaje tonto
durante este fin de semana, pero al final no lo hice. Él tampoco ha dado
ninguna señal. No dejo de preguntarme si este silencio es uno de esos de
«después de la tormenta» o es de los que anuncian la llegada de un
temporal. Cuando veo que está en línea y escribiendo, se me acelera el
pulso.
Elio
Es Dylan…
Se comerá esa «cosa» y se dormirá sobre ella.
¿Ya de vuelta?
Elio
¿Lo habéis pasado bien?
Morgane
Ha ido genial.
A las pruebas me remito ;)
¿Y tú?
Elio
Mucho mejor de lo que esperaba.
¿Cuándo tendrás los resultados?
Morgane
Théa ha prometido darse prisa.
Espero tenerlos en un par de días.
Elio
En cuanto lo sepas, me dices.
Morgane
Hecho.
Elio
Nos vemos en unos días, pokigoù[7].
Morgane
¿De los que tienes guardados?
Elio
De los que están por venir.
Llamo a Elio para contarle las últimas novedades, el corazón me late fuerte
con esa mezcla de ansiedad e ilusión de saber que en nada voy a oír su voz.
Me salta el contestador a la primera para decirme que está apagado o fuera
de cobertura y mis ganas se volatilizan. Cuelgo sin contárselo. Pensar en él
es acordarme del beso en la biblioteca. También de esa charla que tenemos
pendiente.
Lo echo de menos. Al ver las nubes amenazadoras que llegan por el
norte decido ir hasta su casa con la excusa de que es de los que siempre deja
las ventanas abiertas y solo quiero asegurarme de que está todo bien
cerrado. La verdad es que la añoranza pide refugio y solo lo encontraré
entre sus cosas. Me digo que si me dio las llaves no es intromisión.
Llego cuando a través de los auriculares Emil canta el estribillo de Need
to feel loved. La puerta se abre sin hacer ruido o puede que me lata tan
rápido el corazón que ni lo oiga. Esa ansiedad se calma una vez dentro.
Huele a él. De repente tengo unas ganas de llorar terribles. Hay algo
insolente y tentador en el hecho de estar en su casa sin que él lo sepa. Paseo
por la sala observando cada detalle para satisfacer, sin prisa, mi curiosidad.
Elio, el nómada, queda visible en la falta de libros y cedés. Fue de los
primeros en comprarse un reproductor MP3 y también en estrenar un lector
digital. Su prioridad siempre ha sido viajar lo más ligero posible sin
renunciar a sus placeres. Esta casa es un ejemplo de él: Minimalista.
Concentrado. «Lo que te define no es lo que posees, sino las vivencias; y
eso es imposible que lo veas decorando una estantería», solía decir. Miro
detrás de la puerta del baño, donde sé que guarda algo de ropa y sonrío al
ver una sudadera. Esta es con cremallera. Me la pongo e imagino que son
sus brazos los que me dan calor.
Subo la escalera y me encuentro con su habitación. La pared del cabezal
está pintada de un azul piedra, y la parte baja tiene un friso de madera
natural. No puedo resistirme a tumbarme en la cama y oler (esnifar sería
más correcto) la almohada en busca de su olor. Cuando me acurruco, por el
rabillo del ojo veo algo que hace que me siente de golpe, justo en la pared
de enfrente hay enmarcado el poster de la Ola de Hokusai. Es el que le
mandé aquel septiembre de 2012, poco después de que se instalase en
Burdeos. Pienso en Elio, aquí tumbado, viendo ese recuerdo de nosotros, y
se me escapa la risa y las lágrimas. Pensando en sus sueños, el sueño me
vence.
76 Con desearlo (no) es suficiente (Elio)
Llego a casa cansado del viaje, pero muy feliz. Por fin las cosas salen cómo
quiero. Estoy deseando darme una ducha y esperar a que llegue la pizza que
acabo de pedir. Y dormir hasta que el cuerpo diga basta. Desde la escalera
veo un bulto en la cama y tardo un nanosegundo en entender que es
Morgane. Me pregunto qué hace aquí y si es buena idea acercarme. ¡Pensar
está sobrevalorado! Dejo que mis sentimientos me guíen y me tumbo a su
lado.
Me pregunto si por alguna razón esta mañana me he despertado con el
don de hacer realidad mis deseos. Dormida, parece más joven, y no tan
inalcanzable. Quiero tocarla, asegurarme de que es real y que no estoy aún
en el avión soñando con ella en medio de una turbulencia. Hago acopio de
voluntad y me obligo a quedarme quieto hasta que pierdo la noción del
tiempo.
—¿Qué haces aquí? —murmuro cuando veo que abre los ojos y me
regala una sonrisa soñolienta, sin esconderse ni avergonzarse de que la haya
encontrado in fraganti.
—Te llamé antes, en cuanto recibí los resultados del análisis.
—Al bajar del avión vi que me había quedado sin batería.
Me informa sobre los avances, las fotos que ha encontrado y de su teoría.
Le pregunto si va a hacer público el hallazgo.
—No, ni se me ha pasado por la cabeza. Si ella lo quiso así, así se
mantendrá. El lienzo del hotel lo llevaré a que le pongan un marco y lo
colgaremos en la entrada. Los de ellas, quiero conservarlos en casa, en un
sitio discreto.
Seguimos hablando hasta que me fijo en su boca, en sus labios llenos,
suaves y me distraigo sin poder centrarme en lo que me dice.
—¿Qué haces aquí? —insisto, nos conocemos y sé cuándo hay más.
Puede que solo quiera provocarla para escuchar lo que quiero oír.
—He visto esos nubarrones y quería asegurarme de que habías cerrado
todo.
—Y te has quedado dormida.
—Sí, no me he dado cuenta.
—¿En mi cama?
—Los sillones no son muy cómodos para echar una siesta, ya te lo dije.
Pensaba que volvías a finales de semana.
—He terminado antes.
—Me gusta tu cama —dice acomodándose. Siempre me ha sorprendido
como llega a acurrucarse y hacerse una pequeña bola.
—Nunca había sido tan cómoda como ahora —afirmo dándome la vuelta
hacia ella. Busco su mano, la habitación está sumida en las sombras de una
tarde encapotada, dando ese cariz íntimo en el que si tú no ves… nadie te ve
—. Morgane, ¿qué haces aquí?
—Te echaba de menos —murmura y por fin me dice lo que estaba
deseando oír—. Elio, ¿qué haces aquí?
Me río porque un juego suele tener dos participantes.
—Te echaba de menos —confieso y me subo sobre ella, al ver mis
intenciones abre las piernas para hacerme sitio. Su calor traspasa las capas
de ropa y me hace estremecer.
Bajo la cabeza, rozo su nariz con la mía, ríe y saca la lengua justo
cuando suena el timbre. Joder, me había olvidado completamente de la
pizza.
77 Una señal es una sugerencia, dos
señales, una advertencia
Los buenos recuerdos son unos vagos. Están espachurrados en una tumbona
tomando el sol o regando los tomates a la espera de que vayas a verlos, pero
ah, los malos… ¡Esos no descansan nunca! Han aprendido técnicas ninjas y
te persiguen en silencio allá donde vayas. Intentar esquivarlos o esconderte
no es la solución. Son incansables y pacientes, capaces de esperar incluso
años. Sobre todo les encanta acosarte de noche, cuando bajas la guardia y te
roban el sueño. Pero lo peor no es la pesadilla, es despertar sabiendo que
fue real, que ocurrió y fue uno de los peores días de mi vida.
Me levanto de la cama de un salto y abro la ventana. Miro hacia el cielo,
hay tantas estrellas que de una forma poética hace que me sienta menos
sola. Respiro hondo, pero el aire encuentra obstáculos para llegar a los
pulmones. La angustia hace que mi pecho se contraiga para protegerse, pero
sirve de poco cuando el dolor se alberga dentro.
Bajo las escaleras y voy hasta la cocina a preparar una cafetera. El
amanecer me pilla tomándome un café y haciendo confesiones, ¿qué tendrá
la luna que dan ganas de contarle todo?
81 La mujer que necesitas (Elio)
***
Crees que controlas el tiempo y que las decisiones las tomas tú, pero en días
cómo hoy te das cuenta de que simplemente eres una marioneta y que todo
te predispone a ello, haciéndote creer que has elegido cuando la verdad es
que no tenías más opción. Había la posibilidad de venir aquí o no. De que,
al ver que Elio no estaba en casa, irme. Pero él ha ido igualmente al hotel
buscando esa explicación. El resultado es que los dos estamos dispuestos a
tener esa charla que lleva tres años esperando.
Oigo como llega la furgoneta en el silencio de la mañana y la ansiedad
vuelve a agarrarse en la garganta. Los nervios me sacuden, tiemblo. Cuando
lo veo entrar, percibo la misma desagradable sensación que me embarga a
mí.
Me siento en el sillón, a la espera. No sé por dónde empezar. No quiero
llorar, pero me es imposible no hacerlo. Llevamos tres años sabiendo que
llegaría este momento.
Me desgarro al ver el anillo y la nota.
—Dime qué significa esto. Dime por qué no puedes ser la mujer que
necesito. Dime por qué me desperté solo en el hospital. ¡Dímelo para que
pueda entenderlo de una vez!
Cuando abro la boca, temo que no me salgan las palabras, pero lo hacen
y es liberador. Necesito desprenderme de la culpa y la rabia por no ser su
primera opción. Elio es de los que habla del mar como si fuera una mujer.
Como su amante. Su fiel esclavo. ¿Puedo sentirme celosa de que quiera más
al mar? ¿Que escogiera aquella ola antes que a mí?
Me he pasado la vida haciendo terapia para aprender a vivir con mi
fobia. He entendido que nunca me libraré de ella y que siempre será una
constante que afectará a mi vida, pero tengo mecanismos para reducir su
impacto. Me prometí que jamás sería una de esas mujeres que esperan en la
orilla, con la vista perdida en el horizonte. Pero no contemplé la opción de
que el océano no solo seduce a los marineros. Desde el primer día, el mar
ha estado en medio de nosotros. Elio puso su pasión por encima de mí y yo
dejé que el miedo fuera más fuerte que lo que siento por él.
—Significa que mereces a alguien que comparta tu amor por el mar, no
que te ponga en peligro. Quererte hace que casi te pierda y nunca me lo
perdonaré. Por eso sé que no puedo pedirte que tú lo hagas.
—Espera, no entiendo lo que dices.
—¡No debí darte un ultimátum! —grito liberando parte del dolor—. No
debí presionarte…
—¿Crees que fue tu culpa? —me interrumpe—. ¿Por eso me pides
perdón? Morgane, mírame —no continúa hasta que alzo la vista y lo afronto
—, fue un accidente. Nunca se me ha pasado por la cabeza. Ni un mísero
segundo. Sé que lo que voy a decir suena mal, pero cuando estoy en el agua
me olvido de todo. Hasta de ti y nuestra pelea.
Sus palabras me llegan, pero soy incapaz de procesarlas.
—Pensaba que podría, pero en el momento más necesario… te fallé.
—¡Me fallaste cuando desperté en el hospital y no estabas a mi lado! —
Se levanta y camina hasta la ventana. El movimiento de sus hombros revela
que a sus pulmones les cuesta tanto como a los míos hacer su función.
—Me venció el miedo. Me dio un ataque de ansiedad y cuando dijeron
que habías tenido un accidente… No recuerdo ni cómo llegué al hospital.
De las horas esperando tu diagnóstico solo tengo flashes, hasta que salió la
médico y dijo que estabas fuera de peligro. No lo pude soportar. No era
capaz de mirar a tus padres a la cara, ni a ti.
—¡Estaban enfadados por dejarme en esas condiciones! Igual que
nuestros amigos.
En mi memoria tampoco tengo almacenado el viaje de vuelta a la isla. Ni
los días siguientes. Aquí todo me recordaba a él y a los momentos
compartidos. Fue entonces cuando decidí huir a un lugar libre de recuerdos
para empezar de nuevo. Lejos del mar. Hice la maleta y me fui a París.
Dicen que el alma pesa veintiún gramos, pero ¿cuánto pesa la culpa? Ese
lastre que te impide hacer vida normal. Ese sentimiento que se alimenta de
todo el resto y te devora con su hambre insaciable.
83 You & the sea (Elio)
—Mavericks.
Si buscas la definición de «significado» en el diccionario pone: «Idea o
concepto que representan o evocan los elementos lingüísticos, como las
palabras, expresiones o textos». Lo curioso es que una misma palabra
significa algo distinto para cada persona. Maverick para algunos es el
personaje de Top Gun. Para los surfistas es la ola de mayor calidad que
existe en el mundo. Un desafío. Para Morgane es el accidente. Es dolor. Es
decepción. Para mí es una cuenta pendiente.
—¿Es una broma? —grita, confusa.
—No. —Intento sonar sereno, aunque por dentro sea pura energía. Sabía
que llegaría este momento y que será el decisivo—. El viaje ha sido a
Portugal, a Nazaré, no he dejado de entrenar. Por fin me siento fuerte, nunca
he estado tan preparado.
—¿Por qué? —En una simple pregunta mete sus miedos y los míos
provocando que se levanten huracanes.
—Porque sé que puedo surfearlas. Porque necesito quitarme esta espina.
Chasquea la lengua e inspira con fuerza, procurando no dejarse llevar.
—No me parece razón suficiente para ponerte otra vez en peligro. ¿No
has aprendido nada? Mira tu espalda. ¡Estuviste a punto de morir!
—Te prometo que lo haré con cabeza, que escucharé el mar. Confía en
mí. —Hago el amago de abrazarla buscando que mi piel la convenza de lo
que mis palabras no son capaces, pero me rehúye.
—¡No lo entiendes! Confío en ti, de quién desconfío es de ese monstruo.
¿Quién más lo sabe?
—Nadie. Antes, tenía que comprobar que me sentía capaz. —Alza las
cejas suspicaz, y sin hablar admito que en el fondo es porque sé que muy
pocos van a comprender mi decisión—. ¿Qué haces? —pregunto cuando
veo que se levanta y busca las braguitas.
—Me voy. —Su voz suena rasgada como si estuviera a punto de
romperse. Odio hacerle esto, pero este soy yo. Si no vuelvo a California y
me enfrento a esa ola, siempre me pesará.
—No hemos terminado de hablar —digo después de ponerme yo
también la ropa interior y seguirla por la escalera.
—No puedo creer que volvamos a estar en el mismo punto. Como si
todo lo que hemos sufrido no hubiera servido de nada. El mar, de nuevo, en
medio de nosotros —grita exasperada.
En sus ojos veo lo perdida que está, ha llegado a su tope. No me extraña.
Hemos empezado discutiendo para terminar en la cama jurándonos amor y
ahora le lanzo la traca final. «Joder, Elio, qué puntería». Pero no quiero más
mentiras, ni medias verdades.
Da vueltas por la sala mientras recoge su ropa y se viste. Un vez termina,
se sienta en uno de los sillones para ponerse las zapatillas. Me agacho frente
a ella y le cojo la mano entre las mías:
—Recuerdas aquel día en la playa, cuando te pregunté «¿la chica que
odia al mar le pide una cita al chico que lo ama?»
—Yo tampoco he olvidado nada —replica, airada.
—¿Y recuerdas que me contestaste?
—Que la vida está para arriesgarse —musita y sé que, como yo, ha
vuelto al verano que nos conocimos.
—¿Y dónde está esa chica? —Sacude la cabeza de lado, negando.
—Ha madurado y no quiere volver a sufrir.
—Morgane… —empiezo, pero levanta la mano para que me calle.
—¿Ves por qué no soy la mujer que necesitas? —Agacha la cabeza—.
No puedo volver a pasar por aquello.
—Lo eres, nunca lo he dudado. Mírame —me tomo mi tiempo antes de
continuar, lo hago cuando me hace caso—, no he conocido a nadie tan
valiente como tú. Tu fobia siempre está presente, pero no te escondes. Eres
Morgane, la chica que, en un acto rebelde, se sentaba de espaldas al océano,
pero que igualmente iba a la playa. La que me acompañó por todo el planeta
para enfrentarme a esos monstruos de agua. La vida es eso. El amor lo es.
Un tira y afloja constante. Un toma y daca. Es equilibrio.
Recuerdo aquel anochecer cuando la vi por primera vez con los pies en
el agua y le confesé que estaba enamorado de ella. Comprendí lo vulnerable
y fuerte que era al mismo tiempo. Pensé que era un privilegio que me
hubiera escogido a mí como compañero.
Asiente con reserva. Me da un beso en la mejilla y se levanta.
—Necesito estar sola.
Quiero que se quede, que hablemos, pero la conozco y sé que está
desbordada y no llegaremos a nada.
—Deja que te lleve a casa.
—Prefiero ir andando. —Suspira como quien siente que se le escapa un
sueño que ya creía tener bien agarrado—. Sé cómo acaba esto, tú no
cambiarás de opinión. Y yo… no sé si puedo ceder otra vez, ignorarme y
poner tu felicidad por encima de la mía.
—Nunca he querido que fuera así. Eres lo que más me importa.
—No es verdad.
Quiero replicarle, pero decido callar. Me conoce mejor que nadie. Sabe
que si no voy y consigo dominar las Mavericks, será algo que siempre
tendré pendiente. Soy bueno, soy uno de los mejores surfistas del mundo y
sé que puedo. Mucha gente sufre accidentes y no por eso deja de coger el
coche o hacer lo que le apasiona.
¿Por qué tengo que sentirme mal por mis decisiones?
87 Un corazón roto sigue latiendo
Cuando eres crío y empiezas a escribir, aprietas tanto el lápiz que dejas
marca en las páginas siguientes. Algunos recuerdos son así. El día del
accidente es uno de ellos, las huellas son tan profundas que ni el tiempo ha
sido capaz de borrarlas. Tengo grabadas sus palabras, su imagen frente a mí,
tan seguro, tan tenaz.
Por un momento he creído que había un futuro para nosotros, que sería
diferente, pero en el fondo no hemos cambiado. Seguimos teniendo los
mismos anhelos y miedos. Soy incapaz de entender esa necesidad. ¿Cómo
se puede desear volver al sitio que casi te mata? «Ilusa», me repito de
camino a casa. Qué ilusa he sido al pensar que no volvería a jugarse la vida
por una maldita ola. Como si no lo conociera. Como si no supiera que Elio
es de los que empieza algo y no baja los abrazos hasta conseguir todos sus
objetivos. Y yo siento que me rindo demasiado rápido, pero no entiendo qué
necesidad hay de arriesgarse así de nuevo.
¿Cree de verdad que una ola puede hacerle feliz?
¿Es que no ha aprendido nada en estos años?
Por un momento he vuelto a creer que yo le era suficiente. Como lo es él
para mí.
Ilusa.
Qué estúpida me siento.
Qué vacía.
La melodía de Reflet me acompaña a casa. «Olvido todo lo que hiciste,
pero aún me aferro». Querer es tan necesario como respirar, comer o
dormir. Querer es felicidad. Vivir es querer. Quiero a Elio. Lo quise y lo
querré. Él también me ama, no lo dudo. ¿Y qué hacemos cuándo el amor no
basta?
Hace tres años, cuando volví a casa después del accidente, recuerdo que
mi madre me dijo que nadie se muere de amor. Te desgarras y desangras,
enloqueces y te incendias, pero sigues vivo, sintiéndolo todo. Porque un
corazón roto sigue latiendo y no me acordaba de cuánto duele.
88 Amar en azul ultramar
Dicen que hay que ser muy preciso a la hora de pedir deseos. Vamos, que
hay que especificarlo todo bien clarito para que no haya confusiones; que
ya sabemos lo macabro que puede ser el destino. Yo añadiría que también
hay que ser muy minucioso a la hora de hacer juramentos. Piaf cantaba que
cuando estaba en brazos de su querido veía la vida en rosa; aquí en la isla,
hablan de «amar en azul ultramar» cuando te enamoras de un marinero y tus
días se reducen a esperar con la vista perdida en el horizonte. Hace muchos
años me prometí que nunca querría un amor de esos. Debí dejar claro que
me refería a cualquiera que quisiera al mar por encima de todo. Como
mínimo, los pescadores no salen a faenar cuando el mar está enfadado. Elio
es de los que busca la mala mar para su disfrute. Mi amor por Elio es de
color azul ultramar. Es hora de que lo acepte.
Han pasado tres días y sigo igual de confundida. No he hablado con
nadie, a todos les he pedido espacio. Hasta a mi madre, que por mucho que
ha insistido, he conseguido que respete mi necesidad de soledad. Estoy tan
agobiada que ayer llamé a la doctora Saunier para que me revisara la
fractura y por fin me han quitado el yeso. Qué alivio… y qué peste. Un mes
y la mano está más delgada y hasta he cambiado la piel. En cuanto llegué a
casa, me di una ducha. Lo curioso es que tenía ganas de recuperar la
movilidad y ahora, sin el peso del yeso, me siento insegura.
En estos días he dado muchas vueltas a todo, he hecho un verdadero
esfuerzo para entender a Elio. Si dejo a un lado mi amor por él, nunca he
sentido esa pasión por nada. Me gusta el arte, me encanta mi trabajo, pero
no daría mi vida por ello. Quiero comprenderlo. Quizá estoy dejando que el
miedo decida por mí. Quizá no me estoy esforzando lo suficiente. Por eso,
en cuanto me he despertado, he cogido el coche y me he venido a Donnant.
La única forma de saber en qué punto estoy es afrontar el problema de raíz.
En este caso es mojarme los pies, adentrarme en el mar y ver a Elio surfear.
Dejo el coche en el aparcamiento que hay detrás de las altas dunas y piedras
blanquecinas que protegen la playa y que es diferente al que suelen utilizar
los surfistas. Me descalzo y camino hasta allí. Hay marea baja y deja ver la
lengua de arena une los dos lados de la playa, que normalmente quedan
divididos por unas rocas. Llego antes que Elio. Estoy sola frente a mi peor
enemigo.
No me acerco a la orilla, me siento sobre la arena y jugueteo con ella con
los pies. En el cielo aún brillan algunas estrellas. Cuando pienso que no va a
venir, veo una sombra bajar por el caminito que hay en el acantilado, lleva
la tabla alzada sobre la cabeza, con la quilla hacia arriba. Las sombras me
hacen invisible, aunque él solo tiene ojos para el mar. Nada hasta el canal
donde nacen las olas. Me levanto y voy a la orilla. Dejo que el agua me
moje los pies. Me obligo a mirarlo y no apartar la vista cuando lo veo sobre
la tabla, haciendo piruetas, casi volando. A pesar de la distancia, puedo ver
que tiene la perenne semisonrisa colgando de sus labios, concentrado y
feliz. Este es Elio en estado puro.
Me da un ataque de nostalgia. Voy y vengo en el tiempo, de un recuerdo
salto a otro.
—Hola —murmura inseguro, colocándose a mi lado y arrancándome de
golpe de las fauces del pasado.
—Hola.
Sus dedos rozan los míos en un gesto tan natural que me muerdo la
lengua para contenerme. ¿Existe algo más molesto que reprimirse? Sería tan
fácil dejar que Elio me abrazara. Durante un tiempo eso fue suficiente. Pero
ya no.
En silencio, dejamos que el mar nos lama los pies y la luz del amanecer
devuelva lentamente los colores al paisaje. El cielo está precioso, y yo, que
nunca he tenido alma de pintora, me dan ganas de coger el pincel e intentar
plasmar esos colores sobre un lienzo como seguramente haría mi
antepasada si estuviera aquí. De los momentos importantes se recuerda la
luz, la misma que querían plasmar los impresionistas.
—Veo que ya eres libre.
Alzo la mano al aire. La brisa viene del sur y es cálida como si fuera
pleno verano. Una ola más fuerte nos salpica mojándonos hasta las rodillas,
un recordatorio frío y desagradable de por qué estoy aquí.
—Te quiero —confieso en apenas un jadeo y me doy la vuelta para
abrazarlo—. Te quiero más que a nada. Lo tengo asumido, pero no me pidas
que vuelva a pasar por ello. No puedo.
Elio me acaricia con los nudillos la mejilla y me coge de la barbilla para
que alce la cabeza y lo mire. El único mar que me gusta es el que hay en sus
ojos.
—Morgane… Sé muy bien como eres y no quiero que cambies. Te
conozco y nunca te pediré hacer nada con lo que no te sientas cómoda. —
Me da un beso en los labios, casto y suave—. Sé que no puedo pedirte que
me acompañes, ni que lo entiendas. Solo te pido que me dejes ir.
¿Por qué no puede ser rencoroso con el mar? Maldecirlo y alejarse.
Sonrío con pesar y me viene a la cabeza una frase de Charles Bukowski:
«encuentra lo que amas y deja que te mate».
—No te daré permiso, pero tampoco te lo impediré. —Una lágrima me
resbala por la mejilla.
—Te prometo que será la última vez. Después de las Mavericks no
volveré a arriesgarme nunca más. Tienes mi palabra.
Quiero decirle que no lo haga, que no me puede prometerlo, pero en el
fondo me agarro a esa promesa que me hace pensar que solo tengo que ser
valiente una sola vez. Una vez más y ya está.
—Esto es más fuerte que nosotros. No voy a hacerte escoger, ni a
chantajearte. No seré egoísta, ve tranquilo. Consigue tu sueño.
—¿Y el tuyo?
—El mío eres tú —admito en un conato de sonrisa—, con vida.
Hablaremos cuando vuelvas. Cuando no tengas necesidad de demostrar al
mundo que puedes con él. Si tu felicidad pasa por las Mavericks, ve; pero
no me puedes pedir que sea cómplice. No te apoyaré en esto.
Salgo corriendo, sin mirar atrás. Que nadie diga delante de mí que el mar
es bonito. Que observar las olas relaja. Que nadie me diga que el océano es
maravilloso porque es feo y lo odio.
89 Perder (Elio)
Voy a ir a California.
Voy a enfrentarme a las Mavericks y surfear la ola más famosa del
mundo.
Si no voy, me arrepentiré toda la vida y, como dice Morgane, tarde o
temprano nos pasará factura.
Si voy, pongo en peligro lo nuestro.
Haga lo que haga, nos afecta.
Haga lo que haga, el mar está en medio.
Si hay que arrepentirse que sea por hacer, no por quedarse con las ganas.
Morgane no está enfadada, solo decepcionada. No la he convencido,
pero tampoco hemos roto la posibilidad de un mañana. Ella cede, me
esperará; yo gano… entonces, ¿por qué siento que he perdido?
90 Sin adiós
Elio
¿Te has ido sin despedirte?
Morgane
No soy capaz de decirte adiós.
Ni antes ni ahora.
Han pasado dos días desde que lo dejé en la playa y salí corriendo. Al
volver al hotel, recogí mis cosas y Gauvain volvió a ser el responsable de
llevarme a Vannes para coger el tren de vuelta a París. Alejarme la primera
vez fue doloroso; hacerlo una segunda vez, por momentos, se hace
insoportable. Cuando eso ocurre me queman las ganas de recoger mis cosas
y volver a la isla, pero entonces pienso que él va a ir California y todo se
paraliza.
Elio
Lo siento.
De verdad que lo último que quiero es hacerte daño.
Ojalá fuera más fácil.
Morgane
Perseguir sueños tiene un precio.
Elio
No quiero perderte.
Morgane
Me tienes.
Con todas las consecuencias.
91 Síndrome de Ulises
4 de julio
Desde que he vuelto a París, cada vez que suena el teléfono pego un brinco
y el corazón se me acelera. Estoy preparándome una ensalada para cenar
cuando recibo un mensaje. Vuelo hasta el comedor y sonrío como una boba
al ver su nombre en la pantalla. Elio me ha mandado un vídeo, está en una
fest-noz. Una fiesta típica de la región con música y danzas bretonas. Están
en el faro grande, hay una hoguera y veo la gente bailar, entre ellas a mi
madre y tía Louane. Oigo la risa de Romy de fondo acompañando a las
gaitas y tambores.
Elio
Ojalá estuvieras aquí.
París es una gran ciudad que tiene de todo para que te enamores de ella.
Es cosmopolita, tiene sus barrios vanguardistas y los bohemios. Sus
callejuelas adoquinadas están llenas de historia donde escribir la tuya
propia. La primera vez que vine me dio todo lo que buscaba, una página en
blanco donde empezar de nuevo. Esta vez es distinto. Ahora solo me
agobia, el tráfico, el ruido constante. Tan gris cuando solo quiero ver azul.
Me falta horizonte. Sufro el síndrome de Ulises; joder, nunca he echado
tanto de menos la isla, añoro hasta ver el mar desde la ventana de mi
habitación.
Morgane
Ojalá.
92 ¿Volverías? (Elio)
12 de julio
Elio
Si viajáramos nueve años atrás,
a estas horas estaríamos
tumbados en la playa.
Ahora, viendo donde estamos,
¿volverías a pedirme una cita?
Morgane
¿Me preguntas si me arrepiento?
Elio
Sí. ¿Mereció la pena?
Morgane
Ni en el peor momento,
ni todas las veces que te
echo de menos (y son demasiadas),
se me ha pasado por la cabeza
plantearme mi vida sin ti.
Elio
Yo tampoco.
Gracias, sé que no lo entiendes,
pero significa mucho para mí
que igualmente me dejes ir.
Aeternum.
Morgane
Aeternum.
93 A puñados
25 de julio
Cuando se terminó aquel primer verano y el otoño llegó, nos resultó muy
complicado. Pasamos de vernos cada día, a solo hacerlo los fines de
semana. Los viernes a mediodía solía ir en tren hasta Burdeos donde Elio
estaba estudiando. Cogíamos la furgoneta y viajábamos. Algunos íbamos
hacia la playa de la Gravière en Hossegor, otros hacia la montaña, unos
tantos más en los que no salíamos de la cama de su piso compartido. En
aquellas largas llamadas y los infinitos SMS había uno que se repetía
constantemente: «Mira la luna, tiene un mensaje para ti». Esta noche he
vuelto a aquella época, puede que por eso le escriba el mismo mensaje.
Porque, como entonces, necesito decirle que pienso en él. Que sigo aquí.
Su respuesta llega al instante.
Elio
La isla te echa de menos.
La casa te echa de menos.
El cactus te echa de menos.
Estoy cansado de echarte de menos.
Quiero que me sobres.
A puñados.
94 Agosto
El último coletazo del verano trae consigo días de viento y novedades. Ayer
por fin me pasé por el taller del restaurador, ha concluido su trabajo con los
cuadernos. Le ha llevado más tiempo del estimado y las vacaciones han
alargado la espera. Contienen dibujos, la mayoría a lápiz. Páginas y páginas
de nubes, a medida que avanzas, ves cómo va mejorando la técnica. Tienen
relieve, espesura, y están llenas de matices. También hay hojas con gotas de
lluvia y flores acompañadas por abejas; pájaros volando sobre olas y la
costa salvaje que rodea el hotel. Entre tanta naturaleza destaca una docena
de bocetos de partes del cuerpo humano. Manos, dedos enlazados, una
mujer de espaldas en la que solo se ve de hombros para arriba, con el pelo
suelto y alborotado por el viento. Es extraordinaria la minuciosidad y
realismo con la que se ha trabajado cada mechón de cabello. Tengo el
presentimiento de que en todos ellos la musa es Rozenn. El cuaderno más
pequeño es una auténtica joya para los amantes del arte porque contiene las
fórmulas para conseguir sus propios colores, una guía de la paleta que
define su obra. Centenares de pruebas de mezclas para dar con el tono
deseado. Comparo la letra de las notas con las cartas que escribió Morgane
y concuerdan. Es una maravilla.
Hoy me ha llamado Vincent para insistir en que soy la persona perfecta para
sustituirlo.
Me ha mandado por e-mail la propuesta que ha redactado su abogado. La he
imprimido solo por decir que tengo mi futuro en las manos. He decidido
que no voy a esperar a que Elio vuelva de California para saber qué quiero
hacer con mi vida, quiero volver a la isla y vivir allí. Estoy decidida,
mañana mismo hablo con Bastian sobre mi renuncia.
96 Part of me
Octubre
El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura. Por favor, deje
su mensaje después de la señal.
—Hola, estoy en California, a punto de subirme al barco. Yo… joder,
solo necesito escuchar tu voz.
100 Hasta que salga bien
31 de diciembre
Hola, Klein
Sé que he tardado meses en contestar tu e-amil, pero es que no
tenía nada que decirte. Hasta ahora.
No voy a disculparme por el puñetazo, los dos sabemos que
eres un cabrón y que te lo merecías. Que sea Morgane la única
que se ha atrevido a dártelo, solo me llena de orgullo, la verdad.
Tú, la única persona que nos ha intentado separar es la misma
que nos ha vuelto a juntar. El karma, a veces, tiene un humor
peculiar.
No, no estábamos juntos cuando tuvisteis vuestro encontronazo
en París. Pero a raíz de la lesión (se fracturó la mano) volvió a la
isla y eso hizo que nos diéramos una nueva oportunidad.
Así que «gracias a ti» volvemos a estar juntos.
Gracias a ese puñetazo en unas horas será mi mujer.
Que la vida te trate como mereces,
Elio Maillard
Recuerda
Espero que hayas disfrutado de esta historia tanto como yo. Recuerda, que,
a los escritores nos encanta saber tu opinión. Deja tu comentario en la
página de Amazon, Goodreads… O escríbeme por Instagram @dona_ter.
Me encantará hablar contigo de Morgane y Elio.
Agradecimientos
Llegado este punto solo queda dar las gracias, y es una de las partes más
complicadas porque cuesta poner en palabras cuánto les agradezco, a cada
una de ellas, que formen parte, no solo de esta aventura literaria, sino de mi
vida.
A Norma, Tamara, María, Diana, no imagino este mundo de las letras sin
poder compartirlo con vosotras.
A Sandra, Alba, Cris, Nieves, May, Sonia, gracias por querer formar
parte de este proyecto.
Y sobre todo a ti, lector/@, gracias por escogerme para compartir un
ratito de tu tiempo y dar vida a este montón de palabras.
Un abrazo enorme,
Dona
Otros libros de la autora
Disponibles en Amazon:
[1]
Aguardiente de manzana, típico bretón.
[2]
Pastel de mantequilla, típico bretón.
[3]
La vida en rosa y el rosado, frío.
[4]
Cariño, en bretón.
[5]
«Buena salud», brindis típico bretón.
[6]
Mi corazón, en bretón.
[7]
Besos, en bretón.