Hasta Que Salga Bien - Dona Ter

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Hasta que salga bien

Dona Ter
Hasta que salga bien; Dona Ter.
© Registro nº: REGAGE22e00050655368
Diseño de portada: Dona Ter
1ª Edición: junio 2024
Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, sin la
autorización escrita y legal de los titulares del Copyright, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler, envío
por email o préstamos públicos.
Sinopsis

Para Elio el mar es una musa. Es su pasión.


Para Morgane el mar es un monstruo. Es su peor enemigo.
A veces, el miedo gana al amor.
A veces, quererse no es suficiente.
A veces, hay que intentarlo una y otra vez hasta que salga bien.
En cuanto abrimos nuestros corazones al amor,
le enseñamos al universo la mejor manera de destrozarlos.
Christina Lauren
A los que el mar ha convertido en sirenas.
A los que se quedan en la orilla,
esperando.
En Spotify encontrareis una lista de reproducción
(Hasta que salga bien)
con las canciones que se citan en el libro.
Índice
Sinopsis
Índice
Prólogo (Elio)
1 A una cita a ciegas, ¿cómo de ciega hay que ir?
2 Cena gourmet en el patio trasero
3 Conflicto de versiones
4 Perdiendo el tiempo
5 Si pica, rasca
6 Aprender a volar requiere muchas horas de suelo
7 Cuando la rabia se concentra en el puño
8 La lista de deseos (de nuncas y promesas)
9 El cielo huele a lavanda y San Pedro es un unicornio
10 El destino se toma tus negaciones como un desafío
11 La vida en programa de centrifugado
12 Belle-Île
13 No es la fiesta que esperaba, pero ya que estamos, bailemos
14 Nuevos habitantes
15 La vida en pretérito pluscuamperfecto
16 Me faltan unas horas de maduración
17 Frena vida, que no te vivo
18 La tirita
19 Fata Morgana (Elio)
20 El silencio crea mentes ruidosas
*21 Amores que trae la marea y se van con el bronceado
*22 El mar y yo (Elio)
23 El corazón, solo otro músculo más (Elio)
24 El amor duele
*25 Solo un verano (Elio)
26 Port Coton
27 A los chicos también nos gusta que se peleen por nosotros (Elio)
28 ¿Amigos?
29 Todo pasa, pero primero te atropella (Elio)
*30 Talasofobia
31 Qué don tienen las madres para hacerse… querer
*32 Sabes a verano
33 La curiosidad mató al gato y a mí me dejó con ganas
34 La pregunta no es ¿por qué?, sino ¿por qué no? (Elio)
35 Romy
36 Sirenas, cactus y un giro inesperado
37 Vomitar una mala decisión (Elio)
38 La vulnerabilidad del flanco norte
39 He perdido (Elio)
*40 Eterno verano (Elio)
41 Sanar duele
42 ¿Cómo va a ser dormir una tregua si sueño con ella? (Elio)
43 Traigo el desayuno
44 Tarde (Elio)
45 La pizca que marca la diferencia
46 La sabiduría de Mary Poppins
47 Déjame marchar
48 No sé cómo (Elio)
49 Mi pasión
50 El retorno de Saturno
51 La corriente me lleva hacia ti, pero las olas me devuelven a la orilla (Elio)
52 Descansa en paz
53 En mis sueños siempre estamos juntos
54 Odiarte requiere mucho esfuerzo (Elio)
55 Un secreto bajo el tejado
56 Se te puede ir de las manos, pero no del corazón
57 La felicidad hecha mujer (Elio)
*58 Aeternum (Elio)
59 Copia y pega
60 La verdad nos hará libres (Elio)
61 Un viaje psicotrópico
62 Esas margaritas piden agua
63 Entre quizás y ojalás se escapa la vida
64 Estatua de sal
65 Ver nacer el día (Elio)
66 El enigma de La sirena
67 Querer bien
68 Joie de vivre (Elio)
69 Quiquiriquí
70 Bienvenido a la república independiente de mi casa
71 Mira, se miran
72 Remember me
73 No me olvides
74 Un amor de cuadro
75 Cuando la añoranza pide refugio
76 Con desearlo (no) es suficiente (Elio)
77 Una señal es una sugerencia, dos señales, una advertencia
78 En el limbo (Elio)
*79 Cuando gana el mar
80 Un café con la luna
81 La mujer que necesitas (Elio)
82 El peso de la culpa
83 You & the sea (Elio)
84 Ese amor
85 La burbuja explota
86 Significado (Elio)
87 Un corazón roto sigue latiendo
88 Amar en azul ultramar
89 Perder (Elio)
90 Sin adiós
91 Síndrome de Ulises
92 ¿Volverías? (Elio)
93 A puñados
94 Agosto
95 Septiembre
96 Part of me
97 En la oscuridad, lo veo claro
98 La bicicleta de Tolstói
99 Half moon bay (Elio)
100 Hasta que salga bien
Epílogo
Recuerda
Agradecimientos
Otros libros de la autora
Prólogo (Elio)

Siempre he sido un procrastinador nato. El «mañana» como respuesta sale


de mi boca de forma automática, sin filtro ni pensamiento previo.
«Mañana», «luego», «después»… Hasta que ya no hay después. Ni luego.
Ni mañana. Dicen que es justo antes de morir que ves tu vida pasar frente a
ti, como si de una película se tratara. Eso es exactamente lo que me ocurre,
la veo desfilar ante mis ojos como en una vieja cinta de cine mudo.
Imágenes en blanco y negro pasan acompañadas de una música afónica y
oxidada. Mis padres y mis cuatro hermanos. Los viajes en la autocaravana,
los días interminables en la playa. Estudiar las olas y bailar con ellas.
Dylan, mi hermano, mi mejor amigo. La hucha que llenamos hasta los topes
de las pagas para reparar la furgoneta. Hacer realidad el sueño de cualquier
surfista: viajar por todo el mundo persiguiendo el eterno verano. Y llega
ella, la chica, porque en cualquier película (vaya de lo que vaya) siempre
hay una chica. Y en la mía está ELLA, Morgane, la única que merece las
mayúsculas.
Pero, como he dicho antes, soy un procrastinador nato y todo esto no
desfila frente a mí cuando tengo el accidente, sino al despertar y verme en
una cama de hospital acompañado solo por Dylan.
—¿Dónde está?
—Se ha ido.
Los pulmones llenos de agua, las heridas, las operaciones, el coma
inducido… Pensaba que lo peor ya había pasado.
Su ausencia me aplasta el pecho.
Desfila un último fotograma, un fondo negro y sobre él, en letras
blancas: fin.

Pero no fue el fin, tres años después sigo aquí. Vivo en la isla, el único lugar
donde siempre me he sentido en casa. Cada vez tengo más claro que soy un
hombre de costumbres. Lo es que cada día surfee. Lo es que cada vez que
estoy sobre la tabla y miro hacia la playa, la veo a ella. A mi pasado
esperando en la arena. Todos tenemos un verano en el que refugiarnos.
Miro hacia el horizonte, la línea que separa el cielo del mar es tan
indefinible, como la que existe entre el pasado y el presente. Empiezo a ser
consciente de que es muy probable que, después de tanto tiempo, Morgane
deje de ser pasado y se convierta de nuevo en presente.
1 A una cita a ciegas, ¿cómo de ciega hay
que ir?

¿Qué hay peor que una cita a ciegas?


¡Seis citas a ciegas!
Voy de camino a un Speed dating. Aún no sé cómo me he dejado
convencer por Marlene, pero no hay quien le diga que no. Es mi compañera
de trabajo y mi mejor amiga desde que llegué a París. Tiene la energía de
una supernova, es de esas personas que brillan. Es una enamorada del amor.
Y claro, ya sabemos que eso suele ser un problema. Buscar la perfección
hace que te pierdas muchas cosas, aunque en ese sentido aprueba con
distinción. Nada la persuade de buscar al hombre ideal. Se pasea por la vida
con una red caza mariposas (en el estómago). Siempre está dispuesta a
conocer gente. Y me parece muy bien, que haga lo que le plazca, lo que me
cabrea es cuando me manipula y acabo accediendo a acompañarla. Lo
dicho, no hay quien le diga que no. Su filosofía de vida es que hay que estar
con la mente abierta, el corazón dispuesto y las piernas depiladas, por si
acaso. Mi problema es que soy de mente cerrada, el corazón lo tengo en
overflow y odio depilarme. Sí, supongo que eso me define bastante bien.
Pero esta noche me he duchado y depilado. Me he tomado una copa de
vino antes de salir para airear la cabeza y el corazón lo he dejado en la
mesita de noche, junto al Satisfyer y el álbum de fotos que nunca confesaré
que aún guardo. Esto define a la chica que quiero ser.
¿Alguna vez has tenido la sensación de que todo está mal? Yo llevo un
tiempo con la percepción constante de que todo lo que me rodea está
desordenado, cambiado de sitio. Incluida yo.
Cuando cruzo el puente Neuf, por un instante me planteo dar la vuelta y
volver a casa. Me parece oír mi nombre en el viento primaveral, como el
canto de una sirena que procede de mi nevera. Es la cerveza junto al risotto
de setas que cociné el sábado que me invitan a reunirme con ellos y pasar
una gran noche viendo un nuevo capítulo de la serie australiana Upright.
Me parece una maravilla y de lo mejor que he visto en mucho tiempo. Es
tan tentador… Esta sí soy yo, o la que era. La que necesito guardar en un
cajón y dejar salir a la nueva Morgane.
Este recordatorio es el que me obliga a seguir andando y valorar lo que
me rodea, ¡es París! De adolescente me imaginaba viviendo en esta ciudad.
También soñaba con trabajar en el mundo del arte y lo he conseguido.
Tengo un apartamento, más pequeño que la casa de muñecas que me
regalaron a los cinco años, pero es mío. Debería ir a todos lados saltando de
alegría, pero no lo hago. Podría culpar a la edad o porque siempre hay
demasiada gente y hay que ir esquivando obstáculos. Nada es como lo
soñamos y la realidad es que París huele a pis. Ale, ya lo he dicho. Todo es
muy caro y la polución encapota el cielo la mayor parte de los días,
envolviendo la Ciudad de la luz en tonos grisáceos. Y sí, tienes razón en eso
que estás pensando; el problema no es la ciudad, sino yo que, como te he
dicho antes, no me siento en mi sitio.

El bar, donde hemos quedado, está en la Place Dauphine, y por un instante


oigo a Will decirle a Lou que se tome un café justo en esta plaza. Ves, solo
de nombrarlos me apetece irme a casa y volver a mirar por enésima vez Yo
antes de ti. O acurrucarme en la cama y leer de nuevo el libro, pero alzo la
cabeza, lanzo un suspiro y sigo adelante.
El local se llama Waste time, perdiendo el tiempo, no sé si tomarlo como
un presagio. Aún es pronto hasta para los que llegan pronto. Veo que un par
de camareros están organizando las mesas. En cada una hay dos sillas,
papel, bolígrafos y un reloj de arena en el medio. Me acerco a la barra y me
siento en uno de los taburetes. No hay nadie, pero tampoco tengo prisa.
Cojo el teléfono y le escribo un mensaje a Marlene para saber dónde está.
Hemos quedado que vendríamos antes a ver el ambiente y si no estamos
seguras, nos vamos. Me lo ha prometido. Está loca, pero me puedo fiar de
su palabra.
—Llegas pronto.
—¿Perdón? —Levanto la vista y me encuentro con un camarero, está
secándose las manos con un trapo. Al terminar, se lo cuelga del hombro.
—Si vienes por lo del SD, aún falta más de hora y media. —Tardo un
par de respiraciones en atar cabos y comprender las siglas de la speed
dating.
—No, solo he quedado con alguien. —Sonrío esquiva.
—¿Qué te sirvo? —Detrás de él hay una pizarra con la carta de cócteles,
los leo sin tener ni idea de qué son ni qué llevan la mayoría de ellos—. Mi
instinto me dice que no tienes pinta de que te vayan las mezclas.
Sus palabras hacen que lo mire. Mirar, como sinónimo de observar a
alguien que es capaz de llamar tu atención. Tiene el pelo corto, moreno. La
frente es estrecha y hace que resalten los ojos, de un tono dorado oscuro y
la barbilla puntiaguda escondida bajo una barba muy corta. Es delgado y
viste todo de negro. Lo que más destaca es su sonrisa, comedida, pero con
un toque sugerente.
—¿Y qué más te dice?
—Que ni te gusta esto, ni el plan de esta noche. Que preferirías estar en
cualquier otro sitio y que te apetece una cerveza, pero dudas de que parezca
«básico». —Entrecomilla la última palabra.
No sé si ha hablado con Marlene, con mi madre o soy demasiado
transparente. Y sí, el primer pensamiento es levantarme y marcharme, pero
me obligo a seguirle el juego. Hay que ir conociendo a esta nueva Morgane.
—No se te da mal. Una caña. —Asiente y se acerca al surtidor—. ¿Eres
el dueño?
—Sí, ¿por?
—Por el nombre, me parece curioso.
—Nació como un lugar para citas rápidas. Por eso en todas las mesas
hay un reloj de arena. Diez minutos son suficientes para saber si quieres
seguir conociendo a esa persona o si, por el contrario, es mejor salir
huyendo. Lo de esta noche es especial.
—¿En diez minutos? Yo estuve seis años con mi ex y sigo con la
sensación de que no lo conocía.
Se ríe mientras asiente con la cabeza, como un «sé a qué te refieres».
—Es la era de Tinder. Parecía una locura, pero funciona bien. —Me
sirve la cerveza y le doy un trago.
Tiene lógica, un lugar neutro donde sabes que solo serán diez minutos,
no una comida o una copa que no se termina nunca. Citas en tiempo de
descuento. Eso me recuerda un pódcast que escuché no hace mucho, decían
que uno de los problemas de esta generación es creer que no tenemos
tiempo, cuando lo que nos falta es vida. Mi estómago ruge recordando la
mustia ensalada que me he comido este mediodía y que he pagado a precio
de ostras. Otra cosa que no me gusta de esta ciudad.
—Me alegro. ¿Tienes algo para comer?
Me sirve un bol con unas aceitunas y otro con rodajas de naranja, lima y
limón.
—Soy vegetariana, pero no tanto.
Sonríe y luego mira por encima de mi hombro, en la pared opuesta hay
un reloj partido al que le falta el primer cuarto de hora y que tiene toda la
pinta de ser una reliquia de la guerra.
—En quince minutos tengo media hora para cenar. ¿Te vienes?
—Si voy… ¿dónde? —Frunzo el ceño.
«Sí mamá, ya sé que no debería hacerlo, que solo adelantaré las arrugas,
pero no puedo evitarlo. Y cuando lo intento es peor porque acabo
frunciendo toda la cara».
—A cenar conmigo.
—¿Es una cita?
Coloca ambas manos en la barra y se inclina hacia delante. Aunque
mantiene la distancia, este acercamiento me permite oler su perfume (ligero
y fresco) y averiguar que sus ojos tienen motas oscuras y claras como una
piedra de ámbar. En realidad es una resina fosilizada y no tengo ni idea de
dónde he sacado el dato y mucho menos porque te lo estoy contando. Me
sostiene la mirada más tiempo de lo políticamente correcto entre dos
desconocidos, pero admito que es una forma efectiva para eliminar el
prefijo «des».
—Yo lo llamo posibilidades. Estabas dispuesta a pasar una hora
conociendo a seis tipos distintos.
—Te he dicho que he quedado con alguien. Para especificar con mi
amiga Marlene.
—¿Te he dicho que soy un gran observador? Mi instinto no suele fallar.
Una camarera le pregunta algo sobre la música y él le responde con un
movimiento de cabeza. Poco después empieza a sonar Glitter & Gold.
—¿Treinta minutos para cenar? —Cambio de tema.
Me gusta su atención en mí. Es sorprendente lo fácil que le ha resultado
ganarme. Quizá Marlene tiene razón, para atraer tienes que estar preparada
para ello, y yo esta noche he salido dispuesta.
—Veinte y me sobran diez para los postres.
Su risa es suave como una caricia. Flexiona un poco más los brazos,
acercándose. Aguanto su mirada, resisto el recorrido que hacen sus ojos
hasta mis labios y como bajan por mi cuello provocándome un cosquilleo
por todo el cuerpo.
—¿Cuántas veces te funciona?
—¿Funciona? —repite.
—¿No contestas?
—El porcentaje depende de ti.
—¿Por qué no?
—Efectivo al cien por cien. —En sus palabras viene enredada una
sonrisa traviesa. Si es observador y se pasa el día aquí debe haber visto de
todo. Los curiosos suelen ser de los que aprenden rápido.
—No te creo.
—Me han sobrado dos minutos. —Mira hacia el surtidor de cerveza, hay
un reloj grande en el que en la parte superior aún le queda arena, justo por
encima de la raya que marca el último minuto.
Entiendo que al servirme la consumición le ha dado la vuelta. No sé si es
una apuesta con alguien o es consigo mismo, prefiero no saberlo. No me
gustan los juegos. O no me gustaban, la nueva Morgane aún no se ha
decidido y duda de si marcharse. La ventaja es que cuando no esperas nada,
es complicado que te decepcionen.
—Si para ti algo de comer es fruta y aceitunas —digo señalando los dos
cuencos—, creo que primero debería preguntarte dónde vamos.
Lanza una carcajada que resuena en todo el local, siento un cosquilleo en
la nuca, ese que nos avisa de que hay alguien pendiente de nosotros.
—Sorpresa. —Me guiña un ojo y se gira cuando la misma camarera de
antes le pregunta algo y se van al almacén. Llámalo instinto femenino, pero
no parece que sea su primer día de trabajo; sino que lo único que busca es la
atención del jefe. Aprovecho para mirar el teléfono, Marlene me ha
contestado:

Marlene:
Lo siento, sigo liada con los del hotel.
Y luego me dices que soy indecisa,
eso es porque no tienes el gusto de conocerlos.
En cuanto salga, voy directa.

Morgane:
Ok, tranquila.
2 Cena gourmet en el patio trasero

—No se lo digas a mi madre, pero voy a ir a cenar con un tío del que no sé
ni su nombre —murmuro con los dientes apretados en cuanto salimos del
bar.
Estamos a principios de mayo y la noche es templada para esta época del
año. Frente al escaparate de la zapatería me echo un vistazo y compruebo
que la actitud es el mejor complemento para sentirse guapa. Hoy no veo ni
unas cejas demasiado gruesas, ni unas caderas demasiado anchas o unos
pechos demasiado pequeños. La actitud también afecta a la vista. No sabía
muy bien cómo vestirme y al final he optado por unos pitillos tobilleros y
una blusa de un tono alizarina carmesí, con un generoso cuello de pico.
Tengo el pelo castaño y liso, lo llevo largo hasta los hombros y esta noche
me he dejado la melena suelta. Tengo la cara redonda y los ojos claros.
Se planta frente a mí y ríe sacudiendo la cabeza.
—Jacques, aunque me llaman Jay.
—Morgane. —Estrecho su mano y cuando voy a soltarlo, tira de mí para
darme los tres besos de rigor. Son casi al aire, pero se separa lentamente
rozando sus labios sobre mi piel hasta la comisura de mi boca. Mi cuerpo
reacciona a su juego.
—Treinta y un años, soltero. Vivo solo y tengo negocio propio. No llevo
encima mi ficha policial, pero si crees que es necesaria…
—No le importa si estás fichado —lo interrumpo—. A ella le interesa
más si sabes cocinar. Te preguntaría si te gusta Souchon o Dalila. Aunque
pensándolo bien, si eres capaz de hacer la mitad de los cócteles de la lista,
para ella ya eres todo un partidazo.
Empieza a cantar una de sus míticas canciones, donde Souchon le
pregunta a su madre cómo lo hizo para ser tan feo. Tiene una voz bonita y
se lo digo; me confiesa que hace años, con unos amigos, montaron un grupo
de blues en el que toca el saxo. Que nunca han tenido sueños de grandeza,
solo lo hacen para divertirse.
—Antes ensayábamos cada semana; ahora si nos vemos una vez al mes
ya es un milagro.
Retomamos el camino conociéndonos un poco más. Descubro que es
alérgico al polen, le gusta la comida picante y que odia el calor. Por mi lado
le digo que soy perito de arte y tengo veintiocho años. Que me relajan esos
videos de artistas pintando. Que la música que me gusta depende del
momento, que como buena bretona adoro la mantequilla y que soy hija
única.
—Yo tengo una hermana, Sophie. Somos mellizos. Trabaja conmigo en
el bar. Si te apetece una copa después de cenar y ver el ambiente de la SD a
la que no vas a ir… estará allí y podré presentártela.
—De acuerdo, confieso que sí que estamos apuntadas —admito después
de soltar un bufido cómico—. Me convenció Marlene, pero me prometió
que vendríamos antes para hacer una evaluación y solo nos quedaríamos si
nos gustaba.
—Algo sospechaba… llevo toda mi vida detrás de esa barra.
—Exagerado. —En un cruce, me coge un instante del codo para guiarme
hacia la izquierda.
—No, no lo soy. Era el bar de mis padres, me crie ahí dentro. Hace dos
años nos lo traspasaron y quisimos darle un nuevo aire. Primero pensamos
en una cafetería hípster, de esas modernas, luego en un gastrobar con
música en directo, y una noche, mientras Soph me contaba una de sus citas
desastrosas, se nos ocurrió la idea.
—¿Os lleváis bien?
—Me paso el día debatiéndome entre abrazarla o mandarla a la mierda.
Lo normal entre hermanos, vamos.
—Iba a decir que me das envidia, pero acabo de darme cuenta de que me
pasa lo mismo con Marlene, a pesar de no compartir ADN.
—Esas son las buenas amistades, donde puedes dar collejas desde el
cariño. Ya hemos llegado.
Iba tan distraída que no tengo ni idea del tiempo que hemos tardado ni
del recorrido. Niñas, no lo hagáis. Y las mayores, tampoco. Y ya que
estamos en modo consejo: unas clases de defensa personal deberían ser
obligatorias. «En fin… Morgane, que te despistas». Aunque, en parte,
considero que si la charla me ha parecido interesante es buena señal para
empezar una cita. O lo que sea que es esto. Él lo ha llamado posibilidades y
creo que es una definición perfecta. Cualquier cosa puede salir de aquí. Un
polvo, un amigo, un recuerdo vago de la noche que cené con un
desconocido cuando tenía veintiocho años. No, ni me planteo la posibilidad
de que de «esto» pueda salir mi futuro marido, ni siquiera un novio o una
relación. No soy negativa, pero tengo claro que aún no estoy preparada para
enamorarme de nuevo por eso que te he contado antes de tener el corazón
desbordado. Y he aquí la razón de por qué necesito una nueva versión de
Morgane. Porque tengo ganas de volver a ilusionarme. De escuchar una
canción y que me haga pensar en otro «alguien». De estar pendiente del
teléfono, de reír en cualquier momento del día, sin ton ni son. De despertar
de madrugada y darme la vuelta en busca de calor. Tengo ganas de volver a
tener ganas.
—¿Dónde estamos?
Hemos rodeado un edificio y entramos en un callejón. Teclea un código
y se abre una puerta de hierro que sostiene abierta mientras me cede el paso.
Es la parte trasera de algún establecimiento. Hay cajas de bebidas apiladas a
un lado, seguidas por los cubos de basura que están perfectamente alienados
bajo una pérgola, para esconderlos. En el medio, hay una mesa de pícnic,
con una estufa de exterior. A mano derecha y hasta la pared del fondo hay
un huerto y un invernadero. Huele a tierra mojada y me trae recuerdos.
Gruño mentalmente para ahuyentarlos.
—Esto de ahí es el Carême. Los dueños son amigos, suelo venir aquí a
cenar.
Conozco el restaurante de oídas. Llevan poco tiempo abiertos y, con un
servicio cercano y una carta excepcional, han conseguido posicionarse
como uno de los locales de moda. Al acercarnos, un hombre alto y
corpulento se levanta limpiándose la tierra de las manos en los muslos.
Recoge un cesto y luego viene hacia nosotros. Jay me lo presenta como
Jérôme, el dueño y chef. No puedo evitar fijarme en la cesta: hay un par de
zanahorias, un manojo de puerros, un puñado de espinacas y una escarola.
—¿Cuál es la recomendación para hoy?
—Esta tarde he estado probando algunas recetas, he cocinado sopa de
mango y jengibre, ratatouille con salsa de trufa y parmesano. Además, me
queda un poco de hojaldre de hongos y puerros…
—¿De verdad eres vegetariana?
—Sí, ¿vamos a cenar aquí? —le respondo a Jay, sorprendida. No sé muy
bien qué imaginaba, pero cualquier cosa menos esto.
—Hoy tenemos cerrado, pero él sabe que está invitado siempre que
quiera. ¿Hay algo de lo que he dicho que te apetece? Si no puedo…
—Todo suena delicioso —lo corto. Jérôme me guiña un ojo, complacido
de que le deje la elección a su cargo.
Intercambiamos un par más de frases y luego se retira. Justo cuando nos
sentamos a la mesa se apaga el foco grande y se encienden las guirnaldas
que, en forma de zigzag, cubren el patio. Jay enciende la estufa.
—Madre mía, qué escenario tenéis organizado. Las camelas con una
charla fluida y luego las invitas a cenar en un sitio tan encantador como
este…
—Frena —me interrumpe—, normalmente vengo solo. Contigo he hecho
una excepción, y no en plan romántico porque crea que eres especial, sino
porque he improvisado y tenía miedo a que dijeras que no.
—Así que no soy especial. —Hago una suerte de puchero, pero mis
labios terminan dibujando una sonrisa.
—Solo digo que no soy un personaje de novela. Y, en parte sí lo eres
porque tengo ganas de conocerte.
—Lo dices como si fuera algo excepcional.
—Últimamente me cuesta conocer gente interesante.
—Yo también siento esta curiosidad o, de lo contrario, no habría
aceptado. ¿En serio puedes presentarte aquí cuando quieras y sale un chef
enumerando platos fabulosos?
Su risa tiembla en mi estómago. Y algo más abajo. Me gusta su
sinceridad y me queda claro una cosa: la noche no ha empezado y ya deseo
que no termine.
—Jérôme y Annette se conocieron en el Waste time. Fueron de las
primeras parejas que vinieron. Para ellos soy su «cupido» —dice como si le
diera grima que le hayan puesto ese mote y me hace gracia su mueca—.
Además, fui yo quien les habló del local. En fin, ellos están encantados de
agradecérmelo dándome de comer y yo de que lo hagan. Y mi madre aún
más sabiendo que no me alimento a base de tortillas.
—¿Eres vegetariano? —pregunto cuando pienso en los platos que ha
enumerado.
—Desde hace unos cuatro años o así. Lo hice para conquistar a una
chica.
Justo en este momento, Jérôme lo llama para que vaya a recoger las
bandejas con nuestra cena. Me ofrezco a ayudarlo, pero niega con la cabeza.
—Solo será un segundo.
Poco después la mesa se llena con cuencos de sopa, una ensalada de
escarola y espinacas con nueces y manzana, la ratatouille y el hojaldre.
—¿Te apetece? —me pregunta enseñándome una botella de chardonnay.
—Claro. Esto es demasiado, de verdad, una cosa es que te alimenten a ti
y otra…
—Calla. Eres mi invitada y como te oiga nos deja sin postres y te
prometo que te arrepentirás si eso ocurre.
—Oh, no, por favor —suplico en medio de una carcajada. Viendo el
menú no quiero imaginar cómo serán. Una vez todo listo, se sienta y
brindamos.
Es como estar en el patio interior de una casa, el tráfico de la ciudad se
oye de fondo. Es un oasis en medio de París. El sabor del mango especiado
con el toque picante y fresco del jengibre me explota en la boca y suelto un
gemido. En ningún momento he querido sonar sensual, pero parece que
para Jay sí lo ha sido.
—Deliciosa —murmura y en el tono de voz deja entrever que no se
refiere a la sopa.
—Me hablabas de una chica… —digo para romper el momento y
salirme por la tangente. Aún estoy pillando el punto a esta nueva versión de
mí.
—¿En serio quieres que el primer tema que toquemos sea el de nuestras
exparejas?
—Ni loca. —Doy otro sorbo al vino.
—Menos mal. —Suelta un bufido que pretende ser de alivio; diría que
hay un dolor muy fresco impreso en esa exagerada reacción.
Y a partir de entonces la charla se sucede de forma fluida. La comida es
deliciosa y Jay me parece alguien muy interesante. Le pregunto por el local,
por los clientes, si hay asiduos o si algunos vuelven, como los dueños del
restaurante.
—Deberías tener una «pared de amor» para colgar las fotos de las
parejas que han surgido, como en las clínicas de fertilidad que muestran sus
éxitos.
—Créeme, como en ellas, con una pared sería suficiente. Ahora, si fuera
al revés… daría para empapelar la plaza.
Con el último mordisco al hojaldre me doy cuenta de que está siendo una
muy buena primera cita. Disfruto de la comida, de la charla y del juego de
miradas. La palabra «cita» ya no me da tanto miedo. No estoy
acostumbrada, me enamoré a los diecinueve. Estuve en una relación durante
seis años. No se me da bien ligar, pero me siento cómoda con su atención.
Solo por esto merecía la pena salir de casa. Siento que vuelvo a tener el
control y que estoy lista para la siguiente etapa.
Jérôme vuelve con el postre, una crème brûlée con el crujiente de azúcar
al toque de lima y coco.
—Está espectacular —gimo con la segunda cucharada.
—¿Tienes idea de lo condenadamente sensual que resultas justo en este
momento?
Y pasamos de nivel. Cuando abro los ojos su mirada está fija en mi boca.
Siento el cosquilleo y como se me contraen algunos músculos. Mi cuerpo
reacciona. Carraspeo. Justo ahí entra mi mente y me pregunto cómo besará.
Trago saliva. Imagino sus labios y si en ellos encontraré algún resto del
azúcar impregnado de coco y la frescura de la lima cuando su lengua se
enrede con la mía. Y bailando samba aparece un recuerdo lejano. Una noche
en una playa de Brasil, una piel con sabor a océano y besos ebrios de
caipiriñas…
La libido me desciende en picado por debajo de cero grados. La nueva
Morgane queda congelada y mi vida interior me calienta como un chocolate
en una tarde de lluvia.
3 Conflicto de versiones

A partir de entonces el ambiente se resiente. Admito que es por mi culpa,


pero soy incapaz de frenar la avalancha de pasado con la que he sido
sepultada. Debería poder controlarlo, han pasado tres años, ¡maldita sea!
Cuando terminamos y recogemos, lo acompaño hasta la puerta trasera del
Carême para darle las gracias a Jérôme por la espectacular cena. Cuando
insisto en pagar, como mínimo mi parte, se niega en rotundo, así que le
prometo volver otro día.
—Esa vez entraré por la puerta principal y no podrás negarte.
—Será un placer.
Bajo el par de escalones y me dirijo hacia la verja por la que hemos
accedido al patio, pero Jay me da un toque en el hombro y me indica otra
puerta en la que no me había percatado hasta ahora.
—Da al bar.
—Oh, ¿y la vuelta de antes?
—Por tranquilidad. No quería que me tomaras por un maníaco al decirte
que teníamos que pasar por el almacén para ir a cenar.
Río y asiento, hubiera pensado mal. Entramos y al cerrarse quedamos
unos instantes a oscuras, solo la luz de emergencia roja ilumina la estancia.
Antes de que diga nada y (yo me arrepienta de este ataque) me doy la vuelta
hacia él, lo agarro de la camiseta y tiro de ella para besarlo. Cuando
nuestros labios impactan (nunca mejor dicho porque no es nada suave, sino
todo el contrario) siento un burbujeo que me insta a abrir la boca. Jay suelta
un suspiro y me rodea la espalda acercándome más a él. Cuando se recupera
de la sorpresa, se vuelve más intenso y las lenguas salen a conocerse.
—¿Y esto? —jadea alejándose lo justo para coger aire.
—Un beso.
—Algo sospechaba —ríe con sordina al tiempo que siento como me
clava los dedos en la cintura—. Me has sorprendido.
—Suelen ser un efecto secundario de las citas. ¿No te ha gustado?
—Pensaba…En la cena parecía que todo iba bien, pero luego has hecho
un cambio y…
—Un consejo —lo interrumpo poniendo mi dedo sobre sus labios—, no
intentes entenderme porque ni siquiera yo lo hago. Digamos que estoy en
proceso de transformación y a veces mis dos yo entran en conflicto.
Así es como me siento, en un constante enfrentamiento. En ocasiones me
dejo vencer por mi antiguo yo, otras me obligo a pensar en una futura
Morgane, cuando ya peine canas y me cueste ponerme los calcetines de pie.
Que cuando esa versión arrugada de mí eche la vista atrás y recuerde esta
noche no lo haga con reproche ni con pesar por no haber sabido aprovechar
el momento. No quiero que Jay sea una oportunidad perdida.
—Así que vuelvo a estar con la Morgane versión 2 —dice antes de
capturar mi labio inferior entre los suyos.
—Exacto —murmuro sobre su boca.
Me acorrala contra las cajas y se acerca lentamente, provocando. Me
agarra con suavidad de la nuca y yo me pongo de puntillas eliminando el
espacio que quedaba. Nos besamos de nuevo, ahora con más calma y sin
reservas. Mostrándole que esto es lo que quiero y él sabiendo que no voy a
huir. Escondo las manos bajo su camiseta y siento cómo se le eriza la piel.
Tira de mi pelo solicitando, con apremio, que alce el cuello y su boca
abandona la mía para ir descendiendo sin dejar de besarme ni de lamerme.
Los siguientes minutos son un intercambio de besos, abrazos, gemidos. La
luz se enciende y nos apartamos como si de repente fuéramos unos
quinceañeros a quien los padres acaban de pillar metiéndose mano en el
sofá de casa.
—No sabía que ya habías vuelto.
—Sophie… —interrumpe a su hermana y, aunque soy hija única, sé por
el tono que ha utilizado que es una advertencia a que controle lo que va a
decir.
—Hola, soy Morgane —saludo alzando la mano y moviéndola como una
reina.
A veces los nervios nos vuelven idiotas.
—Un placer. Búscame si necesitas algo, aunque parece que ya estás bien
atendida.
—Sophie —repite en un gruñido hosco y ella alza las manos en señal de
«vale, me voy».
Antes marcharse, me echa un repaso y me guiña un ojo.
—¿Me está afectando el chardonnay o tu hermana acaba de tirarme los
tejos?
—Lo ha hecho. Ella es así, no pierde la oportunidad. —Se acerca para
continuar, pero oímos como lo llama desde el otro lado de la puerta—. Lo
siento, tengo que volver al trabajo, llego con un cuarto de hora de retraso.
Sonríe sobre mi cuello antes de dejar un pequeño y tentador mordisco.
Lanzo un suspiro y asiento mientras me separo de él.
—Tengo que buscar a Marlene, supongo que ya estará dentro.
—Entonces, vamos.
Me coge de la mano y salimos del almacén. Es un simple gesto, pero la
Morgane v.1 se escandaliza y empieza a protestar, por suerte el bullicio del
bar la silencia.
—Por fin, esto está hasta los topes —señala con cierto fastidio la
camarera que antes nos lanzaba miradas.
Aparto los ojos de Jay y choco con la realidad. La gente está de pie,
esperando las instrucciones. Una hora de evento, a diez minutos por cita
debería haber una docena de personas, pero está lleno. Supongo que
también se han acercado (muchos) curiosos. En la cena, Jay me ha contado
que es la primera vez que organizan algo así y que fue una idea de su
hermana.
—¿Se puede saber por qué estás detrás de la barra? —grita Marlene.
—Hola a ti también. Este es Jay y venimos de cenar.
—¡Veo que has empezado la fiesta sin mí! —exclama dándole un repaso.
A veces es demasiado directa y a mí me da vergüenza.
—Eso te pasa por llegar tarde —río.
Hago las presentaciones, oigo refunfuñar a Sophie y después a él.
—Te dejo trabajar.
Y justo entonces llega ese momento en el que el instante se hace eterno,
en el que te debates entre abandonar la partida o continuar. En la que, como
mera técnica de distracción de tu propio caos, piensas en qué le pasará a él
por la cabeza.
—¿Te quedas? —pregunta con los labios apretados como si dudara tanto
de su propuesta como de mi respuesta.
Echo otro vistazo y, para ser sincera, da ganas de salir huyendo. De
fondo se escucha Out of control y pienso que es del todo apropiado para la
ocasión. Tengo la misma sensación que cuando tenía quince años e iba a la
discoteca y nos dedicábamos a mirarnos entre nosotros, saltando de uno al
otro, hasta que alguno se ganaba una sonrisa, a menudo metálica por los
brackets, tímida y esquiva. Esto es igual o peor. Aquí no hay vergüenza, es
un mercado de carne y las evaluaciones son sin filtro. La sutileza parece
haberse quedado en la acera, fumándose un cigarrillo. Cuando mis ojos
llegan a Marlene, asiente ofreciéndome su sonrisa traviesa. No hay duda de
que ya ha encontrado un objetivo.
—Eso parece.
—Perfecto, a lo mejor conoces alguien interesante esta noche.
Me pongo de puntillas para susurrarle en el oído:
—Eso ya lo he hecho.
Pasa su brazo por mi espalda y mueve la mano de arriba abajo y termina
agarrándome de la nalga, haciendo la justa presión para dejar claro lo
contento que está.
—Pues esa persona interesante te sugiere que disfrutes y después, solo si
te apetece, podemos retomarlo donde lo hemos dejado.
—Te has ganado que espere a que termines.
—Esto solo acaba de empezar —masculla apartándome el pelo del
cuello en un sensual gesto—. ¿Qué te sirvo?
—Después de semejante cena, no sé ni qué tomar. Ponme un agua con
gas y para disimular añade un par de rodajas de tus frutas para que parezca
sofisticado. Si necesito algo más fuerte, te haré una señal.
4 Perdiendo el tiempo

—Hola, soy Charlie y mato por encargo —dice más que orgulloso de su
propio chiste.
«Empezamos bien…».
Por el rabillo del ojo veo a Marlene riéndose con su cita de turno. Tengo
cincuenta y nueve minutos por delante para pensar detenidamente cómo va
a compensarme por esto.
—Hola, soy Morgane y odio la violencia. —Miro hacia la barra en busca
de Jay y no me sorprende verlo pendiente de mí, le hago un gesto con la
mano y asiente. Paso del agua con florituras, necesito una copa de algo
fuerte si voy a hacer esto.
Mientras Charlie me cuenta (con demasiada precisión y repulsivos
detalles) su trabajo como exterminador de roedores y termitas, Sophie me
trae un gin-tonic. Cuando le doy un sorbo compruebo que no está muy
fuerte, solo lo suficiente para aguantar a este pelmazo. Miro el reloj de
arena sobre la mesa, quedan seis minutos.

Tengo dos cosas claras:


1: El nombre que le han puesto al local le va perfecto
2: Diez minutos son suficientes para saber si alguien te interesa o no.
* Si te gusta, es un: ¿qué hacemos aquí «perdiendo el tiempo»?
Vámonos a un lugar más privado.
* Si no te gusta, es un: tía levanta el culo y sal huyendo, estás
«perdiendo el tiempo».
Mis ojos van de nuevo hasta la barra y con la mirada le pregunto a Jay
qué hago aquí, sonríe y pienso que me contesta que me centre en el tío que
tengo en frente, que esto solo es una pausa y que lo mejor está aún por
llegar. Lo que no sabe es que la paciencia no es lo mío.
Cae el último grano de arena y se oye un pitido justo cuando estaba
pensando en la sesión de spa que Marlene va a pagarme para compensar
este mal rato. Charlie se levanta y cede el asiento al siguiente. Nada más
verlo me pregunto qué hace alguien tan guapo en un encuentro como este
porque tiene ese porte chulesco de no necesitar ayuda para ligar. Cuando
empieza a hablar, lo entiendo. En diez minutos creo que solo he dicho mi
nombre. Y unos cuantos «ajá» combinados con un «oh» por aquello de no
parecer un maniquí.
Jay me cambia la copa. Ni me había dado cuenta de que solo quedaba el
hielo y la fruta, pero por lo visto él sí. Los minutos se suceden y la silla
frente a mí va siendo ocupada y desocupada. De tanto en tanto ladeo la
cabeza hacia la izquierda para ver a Marlene. Joder, me da envidia. Se ríe de
verdad, interactúa… No sé qué le debe haber contado Simon, el dentista. A
mí me ha parecido insulso, realmente como si estuviéramos en su clínica.
Decido ser como Marlene y disfrutar del instante presente, conocer gente
nueva y nada más. El amor de mi vida no va a sentarse en esta silla frente a
mí, sé muy bien que no es aquí donde voy a encontrarlo, pero eso no impide
que me comporte como una amargada. Con este nuevo pensamiento el resto
de la noche se me pasa sin darme cuenta.
—¿Cómo ha ido? —me pregunta Jay cuando todo acaba y me acerco a la
barra con la copa vacía.
—¡Oye, esto es un chollo! Tengo una limpieza bucal gratis —digo
dejando sobre la barra una de las tarjetas que me han dado—. Un estudio
para asegurar el coche con un buen descuento, lástima que no tenga ni una
moto y he dejado el mejor para el final, si tienes problemas de ratas, tengo a
tu hombre.
—Ni las menciones, ni a ellas ni a cualquier otra plaga. ¿Y el resto?
Me doy la vuelta y, sin disimular, señalo la puerta.
—Los dos que ahora mismo se van, uno es gay y ha venido a acompañar
a su cuñado que ha roto con la novia hace seis semanas.
—La próxima vez pediremos referencias —ríe—. ¿Y esa otra tarjeta?
—Ah, esta es la ganadora de la noche —anuncio abanicándome con ella
—. Me la ha dado Romeo. Es la dirección de un club secreto de swinger, en
Versalles —murmuro para que nadie nos oiga.
—¿Romeo?
—Oye, no seas desconfiado, hasta me ha enseñado el carné, se llama así
de verdad.
—¿Sabes a lo que me suena esto?
—Ilumíname. —Solo cuando intento sentarme en el taburete soy
consciente de que la ginebra ha tomado el control de mi sistema locomotor
y mucho me temo que eso incluye este acceso de alegría tan repentino.
—Romeo, un club de swinger en Versalles… recuerda demasiado a Luis
XIV y sus legendarias orgías. Y te ha dado una tarjeta con la dirección…
muy secreto no debe ser.
—¡Cómo sabes romper la ilusión de una chica! —lloriqueo y él me
regala una media sonrisa muy sexi.
Se saca el móvil del bolsillo trasero, trastea en él antes de soltar una
carcajada.
—Tu club es un lavadero de coches —replica, enseñándome la pantalla.
—Es solo una tapadera.
—¿De verdad vais a ir?
—¿Quieres acompañarme?
—¿Me lo preguntas en serio? ¿Te van esas cosas?
—Para tal confesión deberás servirme otro de estos —digo empujando la
copa con el índice hacia él.
—¿Estás borracha?
—Estoy demasiado feliz para estarlo.
—¿No puedes estar borracha y feliz? —me toca la punta de la nariz en
un gesto que quiere ser un beso.
—No, el alcohol me deprime y me vuelve una llorona.
—En ese caso, la copa… ¿te apetece en mi casa?
—¿Has terminado?
—Sí. Yo suelo estar de día, es Sophie quien se encarga de las noches,
pero con el jaleo de hoy he hecho un extra.
5 Si pica, rasca

Hay amor a primera vista. También existe el sexo a primera vista. Mi


madre, a la que ya iréis conociendo, hace años me dijo esto: de pequeña, el
amor hace que notes mariposas en el estómago. En la adolescencia, esa
picazón se extiende y baja hacia nuestro sexo. Cuando es amor lo notas en
el corazón. Pica porque se hace hueco para instalarse y hacer nido. El
cuerpo humano es una máquina extraordinaria y compleja, ella sola crea sus
propios escudos de defensa. En mi caso, todo parece indicar que he
desarrollado una especie de inmunidad al «picor». Lo llevo experimentando
desde hace un tiempo. Por eso, a veces, me rasco fuerte esperando obtener
una reacción; aunque admito que solo funciona con las picaduras de
mosquito: cuanto más frotas, más aumenta el escozor. Pero esta noche
siento que mi sistema inmunitario también lo he dejado en casa, o quizás se
me ha caído en el desagüe de la ducha, porque Jay ha hecho que me pique.
Y si pica, me rasco.
Vive casi enfrente del Waste time, un par de números más arriba. Así
que, al salir a la calle, no puedo esperar que el aire me despeje porque
llegamos enseguida. ¿Qué tendrán los portales que invitan a besarse?
Mientras él teclea el código, yo rodeo su cintura desde atrás y subo mis
manos por su pecho notando el calor que desprende su cuerpo bajo la
camiseta. Tira la cabeza hacia atrás, dejándome libre acceso y remueve la
pelvis para frotar su trasero contra mi cuerpo. Parece que mi gruñido lo
satisface porque antes de que me dé cuenta, se da la vuelta y me arrincona
contra la pared. Lo bueno de los besos es que existe uno para cada tipo de
situación y este cumple con las expectativas del momento, exhibe sin
reserva el deseo que nos quema y aniquila cualquier pensamiento
volviéndonos seres primarios en busca de aliviar el picor.
—Será mejor que subamos —jadea contra mi cuello. Se separa lo justo,
me coge de la mano y deja un beso en los nudillos. Cuando sus ojos
vuelven a buscar los míos sé que de nuevo me pregunta si es esto lo que
quiero.
—Quiero acostarme contigo, y tú, ¿aún lo deseas?
Nunca des nada por sentado, tampoco que los tíos siempre querrán sexo.
—Llevo horas pensando en tumbarte en mi cama y comerte entera.
—Suena bien —murmuro, encantada con sus planes.
—Sonará mejor cuando te oiga gemir.
—¿A qué piso? —pregunta la prisa por mí.
—Al segundo. Izquierda.
Recojo el bolso del suelo y me encamino hacia la escalera, sin correr,
pero apresurada. Él me sigue y el calor de su mirada llega a traspasarme la
ropa.
Una vez la puerta se cierra detrás de nosotros, la semioscuridad nos
engulle. Me agarra de las caderas y me pongo de puntillas para rozar mi
nariz con la suya mientras le rodeo el cuello con los brazos. La prisa y el
deseo se ralentizan. No existe nada que se asemeje a hacer el amor con la
persona que amas, pero eso no implica que no se pueda disfrutar del sexo y
de ese alivio momentáneo. Me gustan los besos de Jay, con ese punto
frenético que erradica cualquier pensamiento. Me gusta como sus manos me
quitan la ropa, con destreza y ansia. Me gusta como requiere toda mi
atención. Alzo los brazos para facilitarle el trabajo. Lanza la blusa por los
aires y yo me desprendo de su camiseta. Estamos tan cerca que su torso es
un borrón; su boca avasalla la mía mientras me desabrocha los pantalones.
—Te necesito desnuda en mi cama.
—Y yo te necesito dentro de mí.
Por respuesta me regala un gruñido primitivo, camina de espaldas sin
dejar de besarme y yo lo sigo como un burro pegado a una zanahoria. Nos
movemos a tientas hasta que llegamos a la habitación sumida en una
penumbra verdosa que proviene del neón de la farmacia de enfrente. No
hace amago de encender la luz y lo agradezco. No soy púdica, pero a
oscuras es más fácil ignorar que una peca no está en su lugar. Ojos que no
ven, recuerdos que permanecen en silencio. De un empujón me tumba en la
cama y él se deja caer sobre mí, impaciente. Su boca viaja desde el lóbulo
de la oreja hasta el cuello y luego baja hacia el pecho donde me muerde el
pezón por encima de la tela del sujetador. Por suerte, el buen sexo hace que
pensar no sea necesario. Jadeo su nombre. Noto su erección sobre el muslo
y yo me remuevo para sentirlo donde realmente me pica.
—Quítatelos —lo apremio con mis manos buscando desabrocharle los
vaqueros.
—No. —Aparta la tela y repite el beso—. Antes quiero saborearte como
llevo horas pensando.
A partir de este momento pierdo las referencias y me abandono
completamente. Me quita los pantalones y el resto de la ropa, dejándome
desnuda y a su merced. Su lengua explora, la mía traza símbolos sin sentido
en su cuello. Los jadeos resuenan en el silencio de la noche, respiramos a
trompicones. Sus manos acarician, descubren, exploran. Lo rodeo con las
piernas y clavo los talones en su espalda para evitar que se aleje. Busco algo
que no encuentro, algo que va más allá de la piel. El placer aumenta, me
remuevo guiando a sus dedos para que me torturen justo donde quiero y
cómo necesito. El orgasmo es como una bengala, explosivo y fugaz.
—Ahora es mi turno —digo mientras me peleo con sus pantalones. Se
quita el resto de la ropa y después abre el cajón de la mesita para sacar una
caja de preservativos.
—Soy todo tuyo.
Jay es parco en palabras en la cama, pero a través de sus gemidos voy
adivinando qué le gusta y cómo. Tiene los ojos cerrados y sus dedos entre
mi pelo que tira y enrosca al tiempo que alza las caderas. Qué placer es ver
a alguien sometido al deseo que tú provocas. Se da la vuelta y me tumba
sobre el colchón. Abro las piernas y siento como entra, despacio. Arqueo la
espalda, busco la fricción, los besos se intercalan con los jadeos, las
embestidas se intensifican. Tiro de su labio cuando siento de nuevo la
oleada, él me agarra de las nalgas para llegar a lo más hondo posible para
explotar al fin.

***

La nueva Morgane se ha quedado dormida, satisfecha y exhausta, y aquí


estoy yo, escondida en el baño mientras me visto a toda prisa. Jay es bueno
en la cama y lo he pasado bien. El problema es que me es inevitable
comparar, y sí, sé que las comparaciones son odiosas (y más de esta índole),
pero no nos escandalicemos ni nos engañemos que todos lo hacemos. Como
he dicho antes, es inevitable. Sé perfectamente cómo arreglármelas por mi
cuenta para satisfacer mis necesidades, pero añoro cuando me picaba todo
el cuerpo de deseo y era incapaz de aliviarlo. Quiero volver a sentir cómo se
me rompen las barreras físicas, pero no será ni esta noche, ni con Jay, por
mucho que me atraiga. Cuando salgo, veo que la cama está vacía y me llega
un ruido desde la cocina.
«Mierda, queda descartado escapar a la francesa».
—¿Qué haces? —«Querida, la pregunta no es qué hace él, sino qué
haces tú».
Viste solo unos calzoncillos a cuadros escoceses, en la mano sostiene
una taza de café y un trapo de cocina. Jay es de esas personas que, cuánto
más conoces, más atractivas te parecen.
—Imaginaba que eres de las que no se quedan a dormir, así que te
preparo el desayuno.
—Lo siento —me disculpo porque tampoco se me ocurre nada más que
decir. Desde el otro lado de la ventana se oye el ruido que hace un camión
de la basura.
—No lo hagas. Ha estado bien. —Me regala una pequeña sonrisa
ladeada que resulta muy sensual y que no tengo dudas de que sabe el efecto
que produce. Es la misma que ha hecho justo después de besarme en el
ombligo, cuando ha alzado la cabeza y me ha mirado buscando el
consentimiento antes de seguir bajando.
—Sí, ha estado bien. —Ahora soy yo la que sonrío cuando parte de mi
cuerpo se sacude al recordar el primer orgasmo.
—¿Un problema de compatibilidad de versiones?
—Supongo que podemos llamarlo así —admito encogiendo los
hombros, resignada.
En realidad se llama Elio.
En realidad el problema no es Elio, sino yo y mi incapacidad para
olvidarlo.
—Sufrimos la misma crisis de identidad. Yo me debatía entre hacerme el
dormido o levantarme.
—¿Seguimos esquivando el tema? —pregunto con la boca pequeña. No
me apetecía hablar de nuestras exparejas en la cena, pero a las cuatro de la
mañana, aún menos.
—Por favor. —Aligera las palabras con una sonrisa.
Dudo, al final me convence verlo igual de confundido. El sexo con Jay
ha sido casi con ira y creo que ahora entiendo por qué. Está pasando por lo
mismo que yo. Es como si él también buscara sentir más. Sentir que te
partes, que no lo soportas, pero tampoco quieres que termine. El amor se
siente, no se hace. Y el sexo, por muy salvaje que sea, jamás podrá
desfragmentarte mientras te sientes más entera que nunca. Sé que no va a
hacerse unas ilusiones que me niego a darle, pero prefiero dejar las cosas
claras sin lugar a interpretaciones.
—Solo un inciso porque no quiero malentendidos, lo de: «lo tengo
superado» es más un deseo que una realidad.
—Mi «pero» se llama Helga y tengo asumido que no lo he superado —
murmura y después hace una pausa soltando el aire de forma lenta—. ¿Un
café?
—La verdad es que me muero de hambre.
Ahora, con tiempo y las luces encendidas, echo un vistazo al
apartamento. Es pequeño y aunque me confiesa que ya lleva un año
viviendo en él, aún hay cajas de mudanza que ocupan toda una esquina. Es
un espacio diáfano, la cocina queda detrás de un medio arco, no hay mesa
de comedor, pero tampoco hay sitio para ella porque hay un mastodonte
sofá que ocupa la mayor parte. Es horroroso y tiene pinta de haber visto
cuando Francia ganó el mundial del 98 y por el estampado de flores casi me
atrevería a decir que también cuando Mitterrand salió elegido por segunda
vez. Frente a él hay una mesa baja hecha de palés y, en la pared del fondo,
la tele está colocada encima de una caja de madera volteada. Todo el
conjunto da un aire de transición. Hay unas gruesas cortinas grises a cada
lado del ventanal que da a la calle. Poco después estamos los dos sentados
en el sofá y entiendo que no lo haya tirado. Resulta ser cómodo como una
nube, o como imagino que debe ser tumbarte sobre una masa de agua
suspendida en la atmósfera. Jay ha empezado a sacar cosas de los armarios
y ha llenado la mesa. Hay cereales, tostadas, mermelada casera de
melocotón que hace su abuela, fruta y una gran jarra de café. El sol extiende
su luz sobre la sala, lo hace despacio, como con pereza, mientras nosotros
nos vamos conociendo un poco más.
6 Aprender a volar requiere muchas horas
de suelo

Conozco la sensación, el subidón del despegue para después caer al suelo


en picado. El vacío. Sentirse incompleta. Me ocurre cada vez que dejo que
la nueva Morgane tome el control de mi vida. Aprender a volar requiere
muchas horas de suelo y un esfuerzo extra para volver a levantarse. Cada
vez que aterrizas de morros, te das la vuelta para mirar al cielo y en la falsa
comodidad en la que te balanceas, te preguntas si merece la pena. Pero te
levantas, sacudes la ropa y coges una nueva bocanada de aire limpio. Te
dices que mañana lo intentarás de nuevo. Pensé que lo complicado sería
dejarlo atrás, a Elio y al futuro que habíamos imaginado (por esa
incongruencia de que para olvidar hay que recordar y así entras en bucle y
es como el cuento del haba), pero resulta que es peor volver a retomar tu
vida.
El fin de semana lo paso en casa, ignorando los mensajes de Marlene.
Por suerte, sabe ser esa buena amiga que es insistente, pero que también
comprende cuando necesitas un retiro del mundo. El tiempo ayuda a mi
«recogimiento» porque se pasa los dos días lloviendo. Vegeto como una
planta, alimentada a base de café y tallarines con verduras.
Cuando me imaginaba trabajando en París lo hacía otorgándole mucho
más glamur del que tiene en realidad. Me veía montando exposiciones en
una galería de arte, visitando a los artistas en sus talleres y seleccionando
obras, callejeando por Montmartre y descubrir nuevos talentos. La verdad
es que trabajo para un reputado perito de arte. Me paso el día haciendo
tasaciones, navegando por páginas de subastas y de segunda mano en busca
de objetos que concuerden con las exigencias de nuestros clientes. También
regateo como si estuviera en un zoco comprando una alfombra, eso
tampoco me lo esperaba viendo los ceros que se mueven. Montmartre es
conocido como el barrio de los pintores, pero resulta que las calles del de
Saint-Germain-des-Prés, entre la iglesia más antigua de París y tiendas de
alta costura, están repletas de galerías que llevan hasta mi sitio favorito, el
Museo d’Orsay. La oficina está en esta zona, en la rue de la Seine y tuve la
gran suerte de encontrar un piso muy cerca, ir a pie a trabajar es todo un
lujo.

El lunes llego a la oficina a ritmo de los Indochine y su tema Crash me.


Marlene está haciendo café, aunque el líquido que ella prepara se parezca
más a magma volcánico, tanto por temperatura como por solidez. La saludo
con un cantarín buenos días y me dirijo a mi mesa para encender el
ordenador.
—¿Me vas a hacer suplicar? —pregunta desde el biombo que esconde
una mini cocina donde hay un simple armario, el microondas, la nevera y
una cafetera.
—¿Por? —pido inocente.
«Sí querida, me encanta hacerme la remolona y ver cómo te pones
escarlata de curiosidad».
—Que sepas que, si no me lo cuentas, yo tampoco te diré nada. Además,
puede que te conozca y haya preparado un quatre quarts como soborno.
La palabra trae consigo el olor a mantequilla y en la boca mastico el
recuerdo de este típico bizcocho bretón llamado cuatro cuartos porque se le
añade lo mismo de huevos, azúcar, mantequilla y harina.
—Es el dueño del bar —respondo corriendo—. Mientras te esperaba me
senté en la barra y…—empiezo a relatar la noche.
Mis pasos se dirigen hacia la cocina, Marlene saca los platos y corta dos
porciones más que generosas. Está bueno, pero no tanto como el que hace
mi madre. ¿No te ocurre que hay sabores que llevan consigo un lugar? Es
como cuando vas de viaje y pruebas algo que te encanta y lo compras para
comer en casa, pero ya no sabe igual. Como las caipiriñas en Brasil o los
helados en Italia, justo en esa pequeña heladería que hay en uno de los
laterales del Panteón en Roma. Con este bizcocho me falta mi isla y todo lo
que significa. Aprieto fuerte los parpados para apagar los recuerdos.
—¿Habéis quedado en volver a veros?
—Intercambiamos los teléfonos. Los dos estamos en la misma situación,
la de querer superar nuestro pasado, pero sin estar listos todavía. Tu turno
—digo en una señal clara que quiero dejar de hablar de mí.
—He pasado el fin de semana con Simon, el dentista —especifica
cuando me ve con el ceño fruncido y no por no saber de quién me habla,
sino por el tiempo de la «cita».
—¿Desde el viernes?
—Hasta esta mañana —admite con la boca llena de bizcocho—. Ha ido
de más a menos. Y no por él, es un hombre muy interesante y un fiera en la
cama, pero es que es muy difícil salir con un dentista. Te pasas el rato
preguntándote si te está mirando los labios con la intención de besarte o
solo te está evaluando la dentadura. Me reía con la boca cerrada por miedo
a que me contara las caries. Nunca me había lavado tanto los dientes como
estos dos días y no toma azúcar. Lo he pasado bien, pero ¡qué estrés!
Lanzo una carcajada a la que se une y me sigue relatando su fin de
semana.
—Vaya, que no es tu hombre. —Soplo mi taza, solo con acercarla a mi
boca sé que aún puede causarme quemaduras de segundo grado.
—Él no, pero el que viene…
Se refiere a Bastian, nuestro jefe, que justo acaba de entrar hablando por
teléfono. Es un guapo cuarentón de los que las canas le dan un aire
irresistible. Es de esas personas que son cerradas como una ostra, Marlene
bromea diciendo que le gustaría rociarlo con limón para que por fin se abra.
—Este hombre apetece hasta los lunes a primera hora —suspira,
soñadora.
Poco después nos convoca para ponernos al día y organizar la agenda de
la semana. Supe que quería trabajar aquí la primera vez que entré en este
despacho y vi que tenía un pequeño cuadro de Quimperlé, mi pintor
favorito. Marlene sigue buscando obras para un nuevo hotel que quiere ser
promotor de arte y utilizar las paredes de las zonas comunes como
expositor. Bastian me dice que voy a ayudarlo con el inventario de una
colección privada en un palacete en Poissy.
7 Cuando la rabia se concentra en el puño

Es jueves por la noche y me estoy preparando para salir a cenar a uno de los
restaurantes más lujosos de la ciudad. Los Legrand, el cliente del palacete
de Poissy, nos han invitado para agradecernos el trabajo hecho. Y tienen de
qué. Lo que tenía que durar un día al final han sido cuatro. La mayoría de
los cuadros que hemos catalogado son del neorrealismo. Este movimiento
nació en los años sesenta en Francia y criticaba la parte más oscura del
capitalismo, todo lo contrario del Pop Art que emergía en la misma época
en Estados Unidos. Lo único destacable son dos obras de Alice Neel, el
resto no vale nada.
La culpa de que haya sacado toda la ropa del armario y la tenga tirada
sobre la cama la tiene Madame Legrand. Desde el primer día que fuimos a
su casa parece que esté a punto de acudir a un desfile en la Semana de la
Moda. Es alta, con una media melena en color caoba y con un rostro…
indefinible que hace imposible saber su edad, debe rondar entre los
cincuenta y dos cientos años. Después de cambiarme media docena de
veces, me decido por un mono con cintura ceñida y cuello cruzado en color
verde viridiana que combino con unos peeptoes en un tono oro oxidado a
juego con el bolso. Siempre he creído que la ropa que uno lleva no te
define, lo que sí lo hace es ser capaz de adaptarse al medio, da igual si es
para comer en un restaurante de lujo o recoger patatas en la huerta de mi tía
Louane.

La cena, que esperaba fuera un tostón, se pasa mejor de lo que había


imaginado. Los Legrand son unos grandes conversadores, a quienes les
encanta escuchar hablar de arte y Bastian, en este sentido, es un genio
porque sabe transmitir su pasión. Es en el segundo plato cuando nos
enteramos de que la colección es una herencia del hermano de ella con el
que casi no tenían relación.
En cuanto pisamos la acera, lo veo. Está hablando con un par de
hombres. Uno es un chico joven y el otro intuyo, por el parecido, que es el
padre. Es como si estuviera teniendo un déjà vu. Han pasado tres años, pero
no ha cambiado en absoluto y eso me molesta, supongo que de alguna
forma esperamos que todo lo haga cuando nosotros lo hemos hecho. Y no
solo por el paso del tiempo, sino más bien por la vida y sus giros
inesperados. Me parece un insulto, como si las consecuencias de lo que
ocurrió no le hubieran pasado factura. El estómago me da un vuelco. Menos
mal que no lo he visto dentro del restaurante. La señora Legrand me coge
del antebrazo para despedirse y vuelvo a la realidad.
Justo cuando nuestros clientes se suben al taxi, oigo una risa a mi
espalda que arranca un pensamiento. Una promesa. La Morgane de veinte
años resurge de su retiro y toma el control de mi cuerpo, camina resuelta
hasta él y le toca en el hombro para que se dé la vuelta. Soy consciente del
momento en que me reconoce y a partir de ahí todo se precipita. La rabia se
centra en mi puño y lo aplasto con toda mi fuerza contra la mejilla de Klein
que cabecea hasta terminar en el suelo.
Doy saltitos maldiciendo por el fuerte dolor que me paraliza el brazo. No
sé si le he partido la cara, como le advertí, pero empiezo a ser consciente de
que me he roto la mano. La gente se amontona a nuestro lado, Bastian me
coge de la cintura para que me esté quieta, pero así el dolor aún es más
agudo. Siento que me mareo, él se da cuenta y me ayuda a sentarme en la
acera.
«Vaya ideas, Morgane, vaya ideas».
—¿Qué ha pasado? —me pregunta Bastian, sorprendido por lo ocurrido.
Me mira como si no entendiera nada y estoy por decirle que yo tampoco.
¿Puedo coger el comodín de la regla y culpar a que estoy ovulando y tengo
un exceso de estrógenos?
Alguien dice de llamar a la policía y Klein grita que no hace falta.
—Estoy bien, maldita sea. Dejadme levantar. —Oigo que refunfuña.
No me atrevo ni a mirarlo, pero cuando al fin alzo la vista y lo afronto,
veo cómo asiente con un sutil gesto de cabeza antes de meterse en un coche
y marcharse.
—Me voy a casa —murmuro a punto de romper a llorar, y no por el
dolor de la mano, ese ha sido aplastado por otro más viejo y lo que me
duele es el corazón. Este sí es insoportable.
—Donde vamos es a urgencias.
8 La lista de deseos (de nuncas y
promesas)

—No hace falta que te quedes. Creo que me toca dentro de… unas ochenta
horas más o menos…
No estoy exagerando, la sala de espera de urgencias está hasta los topes.
Bueno, a lo mejor sí lo hago, pero solo un poquito. Creo que el vino, junto
con el dolor, me ha subido todo de golpe a la cabeza. No estoy borracha,
solo… saturada.
—Para entonces ya se te habrá gangrenado y solo será amputar —me
responde Bastian.
—Virgen, no lo permitas —reza una mujer a su lado que lleva un rosario
en la mano.
Le doy un codazo y me muerdo el labio para no reírme.
—No voy a dejarte aquí sola. Además, si se presenta la policía… —
sisea.
—No va a denunciarme.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque sabe que es lo mínimo que merece. Le prometí que si pasaba
algo —digo sin querer entrar en detalle—, le rompería la cara y él aceptó.
Ocurrió… y yo he tardado tres años en cumplir mi palabra.
—¿Erais pareja? —Me da un repelús solo de pensarlo. No es porque sea
mayor que yo, que el alemán a sus cincuenta años aún puede ser chico de
portada, es que es la persona que más detesto del universo.
—No, pero sí tiene que ver con el amor. ¿Sabes esa copa que he
rechazado después del café? Me temo que la respuesta estaba allí dentro.
—Puede que en otro momento. —Me gusta que no insista.
—A lo mejor —digo cuando en realidad es un «nunca».
—¿Te duele?
Me miro la mano que cada vez está más hinchada y morada. Ya me he
quitado los anillos y el brazalete. No puedo moverla y los dedos tampoco.
De camino, Bastian ha parado en una gasolinera para comprar hielo, pero
no está sirviendo de mucho. Hago la broma de que tiene el mismo tono
púrpura que la piel de la madre en el cuadro «Madre y niño» del pintor
expresionista Emil Nolde.
—Lo siento —me disculpo cuando empiezo a ser consciente de lo que ha
ocurrido—, espero que los Legrand no lo hayan visto y no te cause
problemas.
—No te preocupes por eso ahora.
—¿Crees que está rota?
—Mucho me temo que sí.
Lo de que «la espera desespera» me representa. Desde siempre. Nunca
se me ha dado bien. Y por si eso no fuera suficiente, además odio los
hospitales. Estoy agotada, el pasado me acecha esperando a que le haga
caso y por mucho que lo esquivo y lo ignoro, es imposible. Entre otras
cosas porque el «zup-zup» que me hace la mano es un recuerdo constante.
Quiero que me atiendan e irme a casa. Necesito recogerme para asimilar lo
ocurrido.
—Tengo que hacer una llamada. ¿Quieres algo? —Niego con la cabeza.
Bastian es muy hermético con su vida privada, así que esa insinuación
dispara todas mis alertas.
—¿A tu chica?
—A la canguro.
—¿Canguro?
—Tengo una hija de siete años, Jade.
—¿Tienes una hija? —Alzo la voz, sorprendida.
—¿Vas a repetirlo todo?
—¿Por qué nunca hablas de ella?
—No ha surgido la ocasión.
No, la verdad es que nunca se me había pasado por la cabeza preguntarle
si tenía hijos. No tiene ni una sola foto, ni dibujo, ni ha hecho ningún
comentario que diera alguna pista. Tampoco ha citado a una madame
Lambert. Supongo que si necesita canguro es señal de que no hay nadie
ocupando el otro lado de su cama.
—Por favor, vete a casa. Estoy bien. Cuando terminen, por allá en el
siglo XXII, llamaré un taxi.
—No te dejaré sola —me interrumpe, poniéndose en pie. Se va y yo
inclino la cabeza hacia atrás para apoyarla en la pared. Cierro los ojos. El
dolor me adormece.
Cumplir promesas ha abierto la maldita herida y los recuerdos salen a
borbotones, enroscándose en mi pecho. Mierda, ahora que empezaba a
encontrarme cómoda con la nueva Morgane. Sigo sin creerme que le haya
dado un puñetazo a Klein. ¡Tres años después! Por si tenía alguna duda de
que «lo he superado» es solo una falacia.
—¿Todo bien? —digo sin abrir los ojos cuando se sienta de nuevo a mi
lado, lo ha delatado su perfume. Es como oler un bosque: madera, humedad
y un toque silvestre.
—Sí, para Jade las noches que se queda con Lucile son una fiesta. —
Verlo hablar de su hija es como un león jugando con su cachorro. Todas sus
facciones se dulcifican, hasta su voz. Incluso la expresión de sus ojos canela
se amansa. Cuando me doy cuenta de que me ha pillado observándolo,
resoplo.
—Odio los hospitales.
—¿Una mala experiencia?
—De las peores —admito en un murmullo que sé que ha oído.
—Cuéntame algo, ¿qué más hay en la lista? —pregunta y sé que solo
busca distraerme.
—¿Qué lista?
—Todos llevamos una cuenta de promesas, de nuncas, de deseos…
—Oh, vale…, déjame pensar. —Bajo la mirada hasta nuestros zapatos.
Bastian tiene un estilo que encaja perfectamente con el estereotipo de un
parisino experto en arte. Elegante, pero con cierto aire bohemio. Vaqueros
oscuros, camisa blanca y una americana que ahora descansa sobre sus
muslos. Los calcetines son su fetiche, suelen ser coloridos y siempre son
con pinturas famosas. Hoy le ha tocado el turno a Picasso—. En la de
promesas estaba darle un puñetazo a Klein, en la de los nunca romperme un
hueso y creo que esta noche también voy a poder tacharlo. ¿Tú te has roto
algo?
—El corazón, un par de veces —confiesa sorprendiéndome. Si le he
pedido que no indague, no voy a hacerlo yo, aunque me muera de ganas por
saber—. Y el dedo meñique del pie derecho, digamos que chocó con el
bidet.
—Au… —bromeo.
—Eso, au. ¿Qué más? —dice en un susurro. Tiene una voz rasgada,
grave, muy masculina.
—Subir a Empire State y gritar: ¡¡Tour Eiffel!!
—Suena loco… y arriesgado.
—Otros no lo son tanto. —Recuerdo una charla con Marlene en una
tarde lluviosa y fría de invierno que estábamos solas en la oficina. Me doy
la vuelta y estampo mi boca sobre la suya. Cuando me separo me entra la
risa al ver su cara de total sorpresa. Me atrevería a decir, que hasta de
espanto.
—Déjame adivinar, ¿en la lista también estaba besarte con el jefe? —Se
toca los labios como para asegurarse de que no me he dejado ningún diente
allí.
«Morgane, ¿qué te pasa esta noche? ¿Quieres hacer el favor de pensar
coherentemente? ¿O, como mínimo, pensar?»
—Exacto. Pero no con cualquiera, sino contigo.
—Morgane… —carraspea.
—Frena —lo interrumpo, riendo, cuando veo que se está poniendo verde
—. No tengo sentimientos hacia ti. Culpa al vino y que las esperas sacan lo
peor de mí.
—No pasará a la lista de mis mejores besos —ríe.
La carcajada hace que el resto de la sala lo mire censurando su conducta.
La presión que empezaba a sentir en el pecho se diluye. No quiero perder el
trabajo y menos por esto.
Hay días, como la noche del viernes pasado, en la que me obligo a salir
de casa sin corazón, hoy parece que además me he dejado hasta la cabeza.
—Tres cosas menos de la lista… —dice al cabo de unos minutos—.
Vaya hard trick te has marcado.
—Y la noche aún no ha terminado.
Vuelvo a mirar el reloj, maldita sea, llevamos cincuenta minutos
esperando y el dolor sigue aumentando.
—Si te ponen yeso, te dibujaré el hada que cura. Con mi hija funciona
bien.
Cuando me puede la curiosidad y voy a preguntarle sobre Jade oigo que
dicen mi nombre:
—Morgane Prigent, pase al box número cinco.
Me pongo en pie y de repente me entra miedo, supongo que mi cuerpo lo
revela porque Bastian también se levanta.
—Tranquila, te acompaño.
9 El cielo huele a lavanda y San Pedro es
un unicornio

—Estás muerta.
Oigo la voz a lo lejos. Poco a poco se hace más clara. Soy incapaz de
separar los párpados. Huele raro, como si estuviera tumbada en un campo
de lavanda, aunque la hierba es suave. Oigo de nuevo la voz, esta vez la
distingo pegada a mi oído. Algo me zarandea el cuerpo y me tira del pelo de
las cejas.
—¿Estás muerta?
«¿Muerta?».
«¿Yo?».
Abro los ojos de golpe para encontrarme cara a cara con un borroso
unicornio violeta con las crines esmeralda. Parpadeo de nuevo, sigue ahí,
pero algo más nítido.
—¿Hay loros en el cielo? A mí me gustaría tener uno y enseñarle a decir
mi nombre, pero papá no me deja.
No entiendo qué pasa ni dónde estoy. No es mi cama, intento
incorporarme y es cuando reparo en mi mano envuelta por un grueso yeso.
Solo se ven las puntas de los dedos que parecen salchichas. Removiéndome
como una serpiente y con un par de culetazos llego a sentarme. Me froto la
cara y ahora también distingo a una niña mellada con gafas de pasta azules
y el pelo rubio.
—Jade, me has prometido que no la molestarías. —Conozco esa voz.
Bastian.
—Quería comprobar si estaba muerta.
—Ya ves que no —ríe—. Venga, vete a desayunar.
La niña se va, arrastrando el peluche a su espalda.
—Buenos días —me saluda, sentándose a mi lado—. ¿Cómo te
encuentras?
—No estoy muerta —balbuceo con la boca pastosa que distorsiona con
la euforia de saber que sigo viva.
—No. —Vuelve a reír.
—Me he despertado pensando que estaba en el cielo, que huele a
lavanda y San Pedro es un unicornio.
—No hay duda de que aún te dura el colocón —dice—. ¿Recuerdas
algo?
La neblina se va disipando y empiezo a estar más consciente. Miro el
yeso. Recuerdo que me hicieron radiografías y como la traumatóloga se
carcajeó cuando le conté lo sucedido. También que me dijo que la gente
suele mentir sobre cómo se lo han hecho, lo achacan a una mala caída, pero
es la típica lesión por golpear mal y la llaman la fractura del boxeador.
Mienten porque al decir que es por un puñetazo es agresión y hay que
informar a la policía. No me importa que den parte, Klein no va a
denunciarme, sé demasiado sobre él y sus trapicheos como para atreverse.
—Fractura en el cuarto y quinto metatarsiano y una luxación en el
pulgar.
—Nunca se pega con el pulgar dentro del puño.
—Me lo podías haber dicho antes —suspiro.
—Había otras formas de adelantar las vacaciones —se burla.
—Mira, aún no había pensado en ello. ¿Tengo cuatro semanas de baja?
—pregunto haciendo memoria y él asiente—. ¿Por qué estoy en tu casa?
Miro lo que me rodea. Es una habitación pequeña, con una cama de
cuerpo y medio, sin más muebles que una mesita y un armario empotrado.
Está pintada de un color beige, que contrasta con el ocre de la colcha, todo
resulta muy sobrio. La cortina no está del todo pasada y la luz de un sol de
primavera se derrama hasta llegar a la puerta.
—Te dieron un relajante muscular y digamos que no te sentó muy bien.
No me atreví a llevarte a tu casa y dejarte sola. Preferí traerte aquí y poder
vigilarte.
Sé por experiencia que este tipo de medicamentos me sientan fatal.
Tengo un horrible dolor de cabeza y noto la boca seca como el esparto.
—¿Tienes hambre?
—No mucha, pero creo que me irá bien meter algo de sólido. —Cuando
aparto la sábana soy consciente de que no llevo el mono, sino una camiseta
suya.
—Pensé que estarías más cómoda. Te prometo que no miré. —Me tiende
la mano y me ayuda a levantarme. Lo hago despacio para no marearme.
—Yo lo hubiera hecho —admito, sonriendo. Una imagen se cruza en mi
mente—. Ayer te besé —murmuro con la boca pequeña y la vergüenza
prende fuego a mis mejillas.
—No sé si a aquello podemos llamarlo beso.
—Lo siento —me disculpo.
—A pesar de acabar en urgencias… la verdad es que anoche me divertí
mucho.
Una cena con unos clientes, una trabajadora que le da una pájara y se
pone a dar un puñetazo a un desconocido, acabar pasando más de cuatro
horas en urgencias, que te «besen»… Si para él eso es una gran noche…
—Eso solo significa que tienes que salir más —sopeso en voz alta.
—Me lo dicen a menudo.
10 El destino se toma tus negaciones como
un desafío

Mi madre recurre a menudo a esta frase: «Cuidado, el destino se toma tus


negaciones como un desafío y no hay peor contrincante que él». Y eso ha
pasado esta mañana cuando Bastian me ha traído a casa; en cuanto he
cerrado la puerta y me he sentido segura, he exclamado:
—¡A salvo! Nada puede pasar ya.
—Ja —ha respondido el destino dentro de mi cabeza y el cabrón se ha
ido a idear un plan.
Marlene me ha llamado poco después, supongo que justo cuando nuestro
jefe ha llegado a la oficina y le ha contado lo sucedido. Hemos quedado que
vendrá a mediodía y que me traería la comida. Se lo agradezco, me he dado
cuenta de lo inútil que te vuelves cuando te pasa algo así. Por suerte la
cafetera es de cápsulas, puedo hacerlo con una sola mano, y el armario de
las galletas está bien surtido.

El destino ha sido rápido y su plan ha empezado a mediodía. Me ha


encontrado tirada en la cama, con el pijama puesto y viendo un concierto de
U2, justo empezaban a cantar 13 (There is a light).
Suena mi móvil y contesto sin mirar quién es pensando que es Marlene
para confirmar algo antes de venir.
—Hola, Morgane —Pero no es ella. Esa voz…
Me siento de golpe. Mi corazón empieza a latir tan rápido como es capaz
para intentar llevar la sangre a todo mi cuerpo antes de que colapse.
—Dylan —digo su nombre, no porque tenga dudas, sino una afirmación
de que es real.
—¿Cómo estás?
Mierda. No, Klein no va a llamar a la policía para denunciarme, pero ni
se me había pasado por la cabeza que iba a chivarse al motivo de mi ataque
de ira.
—Eh… asimilando que estamos hablando.
—Ya —dice en una sonrisa comedida, que, aunque no la veo, se dibuja
perfectamente en mi mente—, ha pasado un tiempo desde la última vez.
—Tres años —«En realidad son tres malditos años, tres puñeteros meses,
y un puñado de jodidos días».
—Veo que tú también llevas la cuenta —ríe. No pregunto a quién más se
refiere porque intuyo (sé) la respuesta.
—Dylan, ¿qué quieres?
—Nunca se te ha dado bien la espera. —No me extraña que lo recuerde,
al fin y al cabo fuimos amigos y «cuñados» durante seis años—. El
domingo que viene es el cumpleaños de Romy, sabes lo importante que son
para ella los veintiocho.
—Lo sé —lo interrumpo. Reparé en ello hace unos días al mirar la
agenda.
Soy yo la que llevo el nombre de la hermana del legendario Arturo, pero
Romy es la mística del grupo y la que cree en la astrología. Este año es su
Retorno de Saturno; se refiere a que este planeta vuelve a encontrarse en el
mismo sitio donde estaba el día de nuestro nacimiento. Dependiendo de su
posición, eso ocurre entre los veintisiete y los treinta años. Para los
creyentes es el primer cuarto de vida. El salto a la madurez. El que trae
consigo tomar decisiones definitivas y marcar el rumbo de nuestra vida.
Romy lleva años hablando de este hito. Por cierto, para mí también lo es…
aunque mi comportamiento de ayer por la noche no lo demuestre en
absoluto.
—He pensado en prepararle una fiesta sorpresa con todos sus seres
queridos y tú eres su mejor amiga. Será en la isla —especifica al cabo de un
momento de silencio.
—Lo imaginaba —murmuro con un nudo en la garganta. Oírle decir «su
mejor amiga» ha sido como un mordisco en el alma.
—¿Vendrás? Sé que estoy avisando con poco tiempo.
—Dylan… yo… no sé…, han pasado tres años, ¿recuerdas?
—Sé que le encantaría verte —dice con voz apagada, como si se
mimetizara con su novia.
Sí, fuimos amigos, los mejores, pero me alejé de todo. ¿Y ahora me
invita a una fiesta de cumpleaños y encima sorpresa? ¿Nos hemos vuelto
locos? ¿Y en la isla? No, la respuesta es no, gracias.
—Eme… —Volver a oír ese apodo, me turba y ablanda—. Puede que
haya llegado la hora… Es una buena ocasión, mucho mejor que un entierro
—bromea, aunque ninguno de los dos se ría.
—¿La hora?
—De cerrar heridas.
Sí, yo también he llegado a la misma conclusión, por eso necesito seguir
puliendo esta nueva versión de Morgane.
Pero ¿qué pasa si en el fondo no quiero cerrar la herida?
¿Y si de tanto en tanto me gusta quitar la costra para que sangre? Porque
es solo entonces, reviviendo, que vuelvo a sentirme viva de nuevo.
—¿Estará? —pregunto. No hace falta que especifique, los dos sabemos
que me refiero a Elio, su hermano.
—Claro. ¿Sabréis comportaros? Es importante para Romy. Y para mí.
—Somos adultos.
Solemos utilizar el «adultos» como si fuera un sinónimo de hacerlo con
cabeza, cuando en realidad, da igual la edad que tengamos, nunca es fácil
razonar si estás herido.
—Sería toda una novedad. ¿Eso es un sí?
—Es un: lo pensaré. —«Es un no, rotundo».
Bueno, a lo mejor no tan rotundo… A cada instante que pasa las letras se
difuminan a la velocidad que van mis pensamientos y la «o» empieza a
estirarse y un trocito de ella se despega formando el punto de la «i» como
una pequeña isla. Mi isla. Mi casa.
Siento unas terribles ganas de llorar. Esto es demasiado.
—Con eso me basta. De momento. —Lo conozco y sé que es su forma
de decirme que insistirá hasta que acepte. Si algo define a la familia
Maillard es la testarudez.
—¿Llamabas solo por eso?
—¿Esperabas otra cosa?
—No —«Sí». Que Klein se fuera de la lengua, por suerte no lo ha hecho.
—Morgane, ven por favor. Hazlo por Romy. No te arrepentirás.
—Eso no puedes asegurarlo —susurro cuando siento que ya no puedo
aguantar más las lágrimas.
Cuelgo y me recuesto de nuevo aún con el teléfono en la mano. Respiro
profundamente y empiezo a llorar. Volver a la isla y acudir a una fiesta con
todos es enfrentarme a ese pasado que intento olvidar. Entonces…, ¿cómo
puedo siquiera considerar la opción? Mi madre lleva años insistiendo que
vuelva a casa y en todas me he negado. Ni en fechas señaladas como los
cumpleaños ha conseguido convencerme, siempre es una buena ocasión
para venir a verme y hacer planes juntas en París, o pasar la Navidad en
Saint Philibert, donde nos encontramos con toda la familia de mi padre.
Solo hay una razón por la que la invitación de Dylan me atrae, una que
tiene la piel de salitre y los ojos ultramar más bonitos que he visto en mi
vida. Lo que me tienta a ir es lo mismo que me retiene. Elio.

¿Y qué hago cuando la situación me sobrepasa? Podría atracar la cocina y


colocarme con el azúcar, o morrearme hasta perder el sentido con aquella
botella de güisqui que lleva años cogiendo polvo en el armario y que ni
siquiera recuerdo cómo llegó aquí, puede que incluso ya estuviera cuando
me mudé. Podría salir a correr. Hacer algún deporte de esos que suben la
adrenalina. Ir de compras y dejar la tarjeta temblando. O a una sesión de
yoga a la que siempre digo de ir a probar y nunca encuentro el tiempo. La
lista es interminable, pero realmente son apósitos y lo único que puede
calmarme es ella. Llamo a mi madre y le cuento lo sucedido. Tanto mi
encuentro con Klein y sus consecuencias, como la invitación de Dylan.
—Voy a buscarte.
—No hace falta.
—Sí que lo necesitas —me interrumpe—. Estás convaleciente, déjame
cuidar de ti.
—Mamá… —Y en cuatro letras camuflo la pena, las dudas, las ganas.
—Lo sé —dice en ese tono que suena a nana y que solo ellas poseen.
—De acuerdo —suspiro—. Pero no hace falta que vengas. Marlene
viene en un rato, le pediré que me ayude con la maleta y me lleve a la
estación. Miro los billetes del TGV y te digo la hora que llegaré a Vannes.
—Todo va a estar bien, te lo prometo.
Primero Dylan, después mi madre… No sé si su estrategia es
tranquilizarme y embaucarme por su propio interés o son videntes
prediciendo el futuro. Sea cual sea la respuesta correcta, me cabrea.
También hay otra opción: saben algo que yo no. Esa idea aún me jode más.
11 La vida en programa de centrifugado

¿Te ha pasado alguna vez que parece que tu día a día avanza lentamente y
de repente todo se precipita? Como un castillo de naipes. Como una ficha
de dominó que cae y arrastra con todas las demás. Vale que estoy haciendo
un lavado a mi vida, pero maldita sea, siento que estos últimos días estoy en
el programa de centrifugado. Hace justo una semana iba de camino al Speed
dating y acabé pasando la noche con Jay. Hace menos de veinticuatro horas
del encontronazo con Klein y sus consecuencias: La convalecencia y darle
un motivo a mi madre para que me cuide y me vea obligada a acudir a casa.
Como traca final, la llamada de Dylan. Una fiesta con T-O-D-O-S. Volver a
esa vida, con esa gente de la que me he alejado y que hace tres años que no
veo. En definitiva, es volver a la vieja Morgane, la misma que intento
enterrar.
Divago sobre ello durante las dos horas que dura el viaje en tren. Me
molesta la mano y me pica como si tuviera un nido de hormigas dentro. El
vagón va lleno y hace calor. El nivel de dolor de cabeza me quita hasta las
ganas de escuchar música. Y ya ni me he molestado en sacar el libro del
bolso. La nueva Morgane se ha quedado en París tomando un café y un
croisant en el Cafe de Flore mientras tiene una de esas charlas ficticias con
Picasso o Duras con las que suele divertirse los domingos por la mañana; y
aquí está la vieja, sin coraza, sin costra… sin nada que frene el aluvión de
recuerdos y sentimientos que acuden con ellos.
A la altura de Rennes, recibo un mensaje de Jay que hace que la nueva
Morgane suelte una carcajada y se marque un par de pasos del baile de la
victoria.

Jay:
Ha pasado una semana…
quiero volver a verte,
pero no se me ocurre ninguna excusa.
¿A ti se te ocurre alguna?

Morgane:
¡Hola!
Lo siento, pero estoy fuera de la ciudad.

Jay:
Hm…
Eso es una excusa para no vernos.

Me muerdo el labio inferior para no reírme en voz alta y me hago un


selfie enseñando el brazo.

Morgane:
Prueba gráfica de mi estado ahora mismo.
En el tren, de camino a casa.

Jay:
Pero, ¿qué te ha pasado?
¿Estás bien?

«Le di un puñetazo a un gilipollas». Su mensaje ha activado el recuerdo


de la noche que pasamos juntos; con los días me doy cuenta de que el poso
que dejó es mejor de lo que esperaba y no quiero cerrar puertas. Escribo,
borro. Teclear con una sola mano es un coñazo. Al final decido dejarlo al
aire.

Morgane:
Digamos que me tropecé con mi pasado.
Para los detalles, tendrás que esperar.
A la vuelta, ¿te llamo y quedamos para cenar?
Esta vez invito yo.

Jay:
Ves, sabía que tú encontrarías
un motivo para vernos.
Cuídate mucho. Un beso.

Me despido de él y en cuanto apago el teléfono vuelvo a ser consciente


del traqueteo del tren y del estómago revuelto. Qué efímera es la felicidad.
Cuando por los altavoces avisan de que hemos llegado a Vannes, la idea de
morir e ir a un cielo que huele a lavanda y con unicornios como porteros no
suena mal. Nada mal. Con suerte, habrá barra libre de lambig[1] y kouign
amann[2].
Una pareja mayor, al ver mi brazo en el cabestrillo se ofrecen para
ayudarme. El señor carga con mi maleta de ruedas y su mujer me guarda el
agua en el bolso. Veo a mi madre en el andén, esperándome. Les da las
gracias y después se lanza a mis brazos. Dios, ¿qué tendrán los abrazos de
madre que son como refugios anti-mundo? Oliendo su pelo me siento como
una planta sedienta en una tarde de lluvia, vigorizando a simple vista. Por
primera vez en todo el día tengo la sensación de paz y de que esta idea es la
correcta.
—¡Como me alegra que te hayas jodido la mano! —jalea demasiado
alto.
—Mamá… —Me callo. No serviría de nada, parece mentira que no la
conozca.
—Prefieres algo más políticamente correcto como un: me alegro de que
vayas a estar en casa ¿unos días? ¿Unas semanas?
—No he cogido billete de vuelta —la interrumpo—. No me incites a
pasar ahora mismo por la máquina expendedora.
—Prometo portarme bien —jura, levantando los dedos como un scout.
Resoplo. No sé qué me da más miedo: Que sea la de siempre y sepa por
dónde puede salirme o su «portarme bien» y dejar que me sorprenda. Se
carga mi bolso al hombro, coge la maleta y con la otra me agarra del brazo
para salir.
—Imagino que no le has dicho nada a nadie, así que he venido con
Gauvain.
—Es perfecto, gracias. —Le doy un beso en la mejilla. Es maravilloso y
reconfortante como una madre sabe cuidar de su pollito sin que este tenga
que decir ni pío.
Vivimos en Belle-Île-en-Mer, una isla bretona en el Atlántico. Tiene
unos cinco mil habitantes y nos conocemos todos. No quiero llegar con el
ferry a Le Palais, la capital y puerto principal, y que alguien me vea y corra
la voz. Si Gauvain nos lleva en su barco, puede dejarnos en el puerto de
Goulphar, justo al lado de casa y alejados de miradas indiscretas. No es que
vaya a esconderme para siempre, solo necesito reunir el coraje suficiente.
Todo puede esperar a mañana. Después de tres años, no vendrá de un día.
12 Belle-Île

Gauvain nos espera en el muelle, cuando nos ve en el embarcadero, viene a


nuestro encuentro y me abraza fuerte, es como si me abrazara el propio mar.
Es pescador y el mejor amigo de la familia. Va a decir algo, pero mi madre
carraspea con poco disimulo y los dos nos echamos a reír. Él no dice nada y
yo recuerdo cuando me ha dicho por teléfono que cuidará de mí. Acaba de
hacerlo. Evitando preguntas. Evitando respuestas.
Me ayudan a subir al barco; mientras mi madre deshace el cabo, yo meto
las manos en el agua para mandar un saludo:
—Hola, papá. Estoy de vuelta.
Tengo que hacer una confesión que me ha costado años de terapia ser
capaz de decir en voz alta: Sufro de talasofobia. Quien me conoce sabe que
tengo un odio enfermizo al océano. Y eso, viviendo en una isla, hizo que mi
infancia y juventud no fueran nada fáciles. El mar, ese ser despiadado que
se llevó a mi padre. Un experimentado marinero. Un buen marido y el
mejor padre que podía desear. Él me enseñó que el mar es un ser al que se
debe respetar, pero para mí es un monstruo malvado que se lo llevó de mi
lado cuando solo tenía nueve años.
Mientras salimos del puerto, mi madre se sienta a mi lado. Sigo con la
duda de si venir ha sido una buena idea. De si de verdad estoy lista para lo
que puede pasar, pero reconozco que la pureza del aire y su mano en mi
rodilla, siguiendo una melodía que solo ella oye, me hace sentir bien. Poco
después de salir del puerto, se levanta y se va hacia la cabina con Gauvain
durante la hora que dura el viaje, sabiendo que a pesar de que me da pavor
navegar, lo que necesito es estar sola en este momento.
¿Cuántas veces te puedes enamorar de un lugar? Da igual que haya
nacido en la isla más bonita del mundo, aún de lejos se ve preciosa. Ahí,
solitaria rodeada de un mar azul cerúleo. En mi mente empiezan a sonar un
piano y las primeras notas de Atlantico. Un pequeño paraíso que alberga
mis mejores recuerdos. También los peores. Parece que se haya vestido de
gala para recibirme, el cielo se ha teñido de púrpuras y ocres. La luz, que
tanto he añorado, se refleja sobre las olas. Suspiro fuerte dejando que el
Atlántico y mi tierra se me metan dentro de nuevo. De dónde nunca se han
ido. En algún libro leí que la línea que separa lo que amamos y lo que
odiamos es tan fina como una pestaña. Siento que ni tan solo ese grueso es
real. Es inestable, variable y cruzarlo es demasiado sencillo para nuestra
cordura.
Cuando llegamos a la cala, el sol ya se ha puesto, pero aún queda algo de
luz. A nuestro alrededor, hay pequeñas barcas de pescadores y un par de
barcos de vela. En el cielo, algunas aves planean y un cormorán negro me
observa desde una roca saliente del agua. Subimos a la zódiac que nos lleva
hasta la orilla.
—Bienvenida a casa —dice mi madre cuando pisa la orilla.
—Ya era hora —contesta Gauvain, ayudándome a bajar—. Ha pasado
demasiado tiempo.
«No el suficiente» quiero responderle, pero no me sale ni la voz. Fuerzo
una sonrisa fugaz.

***

Vivimos en Bangor. En el lado oeste de la isla y la zona más agreste,


sublime e impresionante. La familia de mi madre siempre ha tenido un hotel
que ha resistido a guerras y a los cambios de siglo. Su privilegiado enclave
frente a la Costa Salvaje lo hace punto de interés, sobre todo desde que
Monet lo escogió como alojamiento los dos meses que pasó en Belle-Île.
La pequeña cala está bordeada por un acantilado y queda a unos
centenares de metros de casa. Mi hogar es un edificio majestuoso pintado
de un tono alizarina carmesí con una torre al este que es nuestra casa. El
hotel ha ido creciendo con el tiempo y ahora alberga veinte habitaciones y
en la terraza que da al océano, y que tiene una de las vistas más
impresionantes de esta costa escarpada, se celebran todo tipo de eventos. El
camino de gravilla que lleva a la entrada está franqueado por hortensias que
en esta época del año es una maravilla de pinceladas de colores vivos que
brotan de las flores. Lleva dos meses cerrado. Obtuvimos una subvención
para que sea más sostenible, como cambiar el tejado y poner placas solares.
A pesar de las obras, de la grúa y el andamio, sigue sin perder su esplendor.
Mientras mi madre abre la puerta yo inspiro hondo, tanto que me entra la
tos.
—Solo es oxígeno limpio, tus pulmones no tardarán en recordarlo —se
burla—. No te preocupes.
Voy a contestarle, pero es que tiene razón. El «aire» de París no es que
pueda embotellarse y vender como una fragancia por mucho que sea la
ciudad de los perfumes.
—Vamos, es hora de cenar.
—No tengo hambre —digo cuando cruzo la puerta.
—Eso es porque aún no has visto lo que he preparado.
—Cotriade.
—Ah —gruñe—, odio que me conozcas tan bien. Se pierde el factor
sorpresa.
Soy vegetariana, pero hago una excepción con esta sopa típica bretona y
el plato favorito de mi padre. A mí nunca me ha gustado el pescado,
supongo que porque siempre lo he visto como los bichos que hacían que mi
padre pasara largas temporadas fuera de casa. Después de su muerte, cada
vez que la comemos es como si estuviera con nosotras.
Es reconfortante ver que todo está igual. Los cuadros con mosaicos de
fotos, los jarrones —por llamarlos de alguna manera— de cuando nos
apuntamos a cerámica y que mi madre guarda como si fueran de la dinastía
Ming, el mismo sofá beige y la alfombra de tonos tostados. El pasillo que
lleva a la escalera y que aún presume de las huellas de nuestras manos
como flores de colores que pintamos cuando cumplí los cinco años. No hay
vez que pase por ellas y no ponga mi palma sobre la de mi padre para ver
cómo encajarían.
Mi habitación sí ha cambiado, mucho y muchas veces. En mi
adolescencia pasé una época en que sufría una metamorfosis constante. La
cama ha estado colocada de todas las formas posibles, incluso en medio de
la estancia. Las paredes, si rascas un poco, te sale un arcoíris a capas. La
que permanece es un amarillo cromo, un color muy adorado por Van Gogh
y que siempre tenía en su paleta. Lleva así desde aquel verano que cambió
mi vida y escogimos el mismo tono que su tabla de surf.
Deja la maleta sobre la cama y cuando la abrimos lanzo una cadena de
maldiciones. No debería haber confiado en Marlene, dentro hay vestidos,
tacones... No hay ni un mísero vaquero ni nada de manga larga. Es perfecta
para un fin de semana en Saint-Tropez, no para la isla. Tampoco ha metido
ningún pijama.
—Tienes el armario lleno de ropa, algo te servirá —comenta mi madre,
quitándole hierro—. Y todo esto… quién sabe, puede que vayas a una fiesta
y lo necesites. —Suelta una risita jocosa porque, aquí, suelen implicar
bañadores, sudaderas y en la mayoría de ellas se va descalzo y sin peinar.
—¡Ahrgg! —exclamo cuando me siento en la cama y saco la bolsa de
tela con la ropa interior. No hay nada de algodón, de esas bragas que han
perdido el color, la goma es solo de decoración, de las que tapan todo el
culo… LAS cómodas. Ha seleccionado mi lencería más sexi, esa que
guardas en el fondo del cajón. Y son solo tres conjuntos.
—Deja de gruñir. Si la hubieras traído alguna vez a casa sabría mejor
cómo hacerte la maleta, pero está claro que sabe los básicos.
Oigo un ruido, algo tan característico que hace que me siente de golpe y,
como el perro de Pavlov, partes de mi cuerpo se despierten del coma.
—La mato. —Marlene ha metido en la bolsa de los cargadores, el
Satisfyer.
—Esta chica es lista y piensa en todo. Te compraré el Mambo, lo puedes
utilizar en el agua y además es más silencioso.
—Mmm… ¿Gracias? —No sé de qué me extraño. Es la misma que me
habló del «si pica, rasca», la que a los diecisiete años me llevó a mi primer
TupperSex. Entre nosotras, el sexo nunca ha sido un tabú.
—¿Quieres ducharte? —Lo apaga antes de guardarlo en la mesita.
—Lo estoy deseando.

La ducha es un momento parecido al juego del Twister. Pon la mano aquí,


alza el brazo, date la vuelta… El espacio es reducido y al final ella termina
tan mojada como yo. Por otro lado, una dosis de risas siempre sienta bien.
Lo mejor llega cuando me siento en el bidet y la dejo peinarme. Llevo
puesto mi albornoz infantil de una pirata que aún utilizo a pesar de que me
llegue a medio brazo y me tape justo el culo. No solo es deshacer los nudos,
es el placer de ese movimiento hipnótico, de este instante nuestro.
—Echaba de menos esto —confieso y le cojo la mano.
—Y yo de tenerte en casa y cuidar de mi pajarillo.
—Siento no haber vuelto antes… —Se me pierden las palabras y busco
su mirada a través del espejo.
—Todo va a estar bien —murmura antes de dejar un beso en mi
coronilla.
—Ojalá tuviera esa certeza. ¿Cómo lo consigues?
Sabe que no hablo de ser pitonisa, ni positiva. Me refiero a la soledad. A
superar la pérdida. A vivir con el pasado siempre presente.
—Tu padre solía decir: «Muere con recuerdos, no con sueños». No se
puede vivir con miedo.
—No sé cómo. Lo intento, pero… —El silencio se une a nuestra
conversación y la acapara. Una solitaria lágrima me recorre la mejilla. Ella
la recoge y la sopla igual que hacía cuando era pequeña para lanzar el dolor
lejos.
—Como todo lo que es importante, pide disciplina y tiempo. Y
paciencia. Grandes dosis de paciencia.
—De eso voy escasa —refunfuño con el ceño fruncido y ella coloca sus
dedos sobre él y los arrastra hacia los lados para relajarlo.
—Eres igual que él. Heredaste sus preciosos ojos y su ansia. Por suerte,
de mí cogiste lo mejor: la inteligencia. Utilízala.
—Y el gusto por el vino rosado —río.
—¡La vie en rose et le rosé froid[3]! Vamos a cenar.
13 No es la fiesta que esperaba, pero ya
que estamos, bailemos

Admiro a mi madre y no tiene nada que ver con el vínculo que nos une.
Cuando sea mayor quiero tener su fortaleza.
La gente que nace y vive en una isla lo hace sabiendo que hoy estás y
mañana, no. Son conscientes de la vida y de la muerte prematura. Han
aprendido a ser fuertes, viendo a sus antepasados serlo. Los que se quedan
en tierra e interpretan los partes marítimos como el mejor marinero.
Mi madre se quedó viuda a los treinta y cinco, con una niña de nueve
años y un hotel que no pasaba por su mejor momento.
Mi madre, la mujer que siempre ve el vaso medio lleno, aunque se sienta
medio vacía.
Mi madre, la que acogió el dolor, le recogió el pelo en una trenza, lo
vistió de colores y adoptó para enseñarle lo bonito de este mundo.
Mi madre, la que aún sueña con mi padre. La que no ha dejado de
quererlo ni un solo instante. La que sigue hablando de él, sabiendo que
algún día volverán a verse. La que no se lamenta por lo perdido, agradece
por todo lo vivido junto a él.
Mi madre, la señora que ha hecho de esta frase su estandarte: La vida no
es la fiesta que imaginamos, pero ya que estamos aquí, bailemos.
14 Nuevos habitantes

Igual que me ocurrió ayer, cuando despierto lo hago de un sobresalto. Algo


me está lamiendo la cara, al apartarlo de un manotazo noto que es peludo y
esponjoso. Abro los ojos y me encuentro con un animal. Grito y él hace lo
mismo antes de salir corriendo, escondiéndose bajo la cama. Mi madre abre
rápido la puerta.
—¿Qué pasa?
—Había… Hay algo… —balbuceo, recuperándome del susto—. Una
cría… ¿de oso polar?
—Ah, es Chouchen. Con las emociones se me olvidó presentártelo.
Suele dormir aquí. —Al oír la voz de mi madre el cachorro sale de su
escondite y ella lo coge en sus brazos. Se sienta en la cama y me lo muestra
—. ¿No es la cosa más bonita que has visto en tu vida?
Solo a ella se le puede ocurrir ponerle al perro el nombre del aguamiel
bretón. Es de raza Chow chow y es totalmente blanco. La verdad es que es
adorable.
—¿Desde cuándo lo tienes?
—Hará mes y medio. Me hace compañía. Tenemos el mismo gusto
exquisito para la música; en lo que discrepamos es con los rosales, a la que
me despisto ya se ha meado y está quitando tierra.
Dejo caer la cabeza de nuevo sobre la almohada y lanzo un profundo
suspiro. A la luz del día la habitación se me presenta más pequeña. Puede
que lo que la hace diminuta sean todos los recuerdos que almacena. Un, ¿y
todo esto entra aquí?
—¿Piensas pasarte los días así? —pregunta en ese tono que solo pueden
utilizar las madres.
Miro hacia la mesita en busca del despertador, son las diez y media. El
cacharro no solo tiene uno de los peores trabajos del mundo, es que encima
es, sin ánimo de ofenderlo, horroroso. Tiene forma de gallo y fue un regalo
de mi padre, uno que me trajo de uno de sus viajes. Con su muerte el objeto
pasó a ser uno de mis bienes más preciados.
He dormido mejor de lo que esperaba. Al final, el agotamiento ha podido
conmigo. Después de cenar, siguiendo nuestra tradición, nos fuimos a su
cama y vimos la película Nuestro verano en la Provenza, mi madre tiene
una especie de amor platónico con Jean Reno. Recuerdo darle las buenas
noches y poco más.
Una vez despierta, las preocupaciones afloran. Pienso en el reencuentro.
Con Romy. Con Dylan. Con… ELIO. Por mucho que imagine mil
posibilidades, ninguna me convence, ni me parece fácil. Me repito el
«cuanto antes, mejor», pero solo con pensarlo se me traba la respiración y
se me acelera el pulso.
—No es mal plan.
—No lo permitiré. —Se levanta y se lleva con ella la sábana, dejándome
solo con las braguitas y la camiseta de tirantes. Desde la cocina se escucha
la radio y mi madre se pone a cantar Que tout s’danse.
—¿Por qué no me sorprende? Solo hoy, ¿de acuerdo?
—«Tal vez hoy sea pronto, pero mañana seguramente será tarde», lo dijo
la sabia de Simone de Beauvoir.
—Necesito prepararme…
—Has tenido tres años para hacerlo —me interrumpe, intransigente—.
El desayuno está listo. He hecho quatre quarts.
—Ahora soy yo a quien le jode que la conozcas tan bien. —Me levanto y
voy al baño.
—Técnicas persuasorias que aprende una con el título de madre.
Quiero decir que Marlene también sabe cómo convencerme y su instinto
maternal está escondido en la cámara acorazada junto a las joyas de la
corona británica.
—¿Te ayudo? —me pregunta cuando vuelvo y escojo la misma ropa de
ayer para vestirme.
—Tengo que ir aprendiendo a hacerlo sola. —«Aunque me lleve medio
día».
—¿Qué tal has dormido?
—Mejor de lo que esperaba —confieso cuando me pongo los pantalones
de un chándal y me ayuda con la chaqueta de lana, tiene las mangas lo
suficiente anchas para pasar el yeso.
—Y con los postigos abiertos. —Sonríe con un gesto de orgullo que
brilla en sus ojos avellana.
—Eso parece. —Hubo un tiempo que no soportaba ni ver ni oír el oleaje.
Me ponía de los nervios y llegué a dormir hasta con tapones.
—Eso sí que es una gran noticia.
***

Desayunamos en la terraza del hotel. La mañana es fresca, pero el sol invita


a estar fuera. Las olas rompen contra los acantilados de piedra y las
gaviotas nos sobrevuelan. El horizonte es de un inagotable abanico de
tonalidades azules, y hay un par de triángulos blancos navegando en él. A
veces, en días como hoy, es imposible saber dónde termina el mar y
empieza el cielo. Aún me cuesta asimilar que estoy en casa. Tardo un
tiempo en darme cuenta de que mi madre está demasiado callada. Es
charlatana, siempre tiene algo que contar y ese silencio no presagia nada
bueno.
—Suéltalo.
Me regala una media sonrisa y después carraspea.
—Hay algo que debes saber. —Hace una pausa y no es para darle
emoción al momento, sino que busca las palabras. De repente entiendo que
tiene que ser algo sobre él—. Elio está aquí.
—¿En la isla?
Asiente. Sonríe. Y yo quiero huir.
Sabía que iba a venir para la fiesta, entonces, ¿qué cambia? Pues parece
que todo porque yo pensaba que aún tenía una semana y ahora que sé que
estamos muy cerca y que respiramos el mismo aire, mi corazón se acelera.
Toparme con él puede ser demasiado fácil, es una maldita cárcel rodeada de
agua de menos de cien kilómetros de superficie.
—No ha venido para el cumpleaños de Romy —me aclara, con la taza de
café frente a la boca—. Vive aquí.
Cuando reacciono me pongo en pie de un salto y me doy un golpe en los
dedos con la mesa, lanzo un grito. Ella también se levanta y me abraza por
detrás.
—¿Aquí… vivir? —exclamo con el corazón a punto de salirme por la
boca—. ¿Desde cuándo?
—Meses… —murmura, y después de un largo silencio concreta más—.
Algo más de un año.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes?
—Porque ni siquiera puedo decir su nombre sin que te dé un amago de
infarto.
15 La vida en pretérito pluscuamperfecto

Tengo la sensación de haberme pasado la vida recordando. Primero con mi


padre y después con él. Soy una experta en eludir recuerdos cuando son
inoportunos, a abrazarlos cuando llegan justo en el momento adecuado, o
llamarlos antes de acostarme para invitarlos a soñar conmigo.
—Elio —digo su nombre en voz alta para no olvidar el sabor que me
produce la vibración de las letras en mi boca.
Elio está aquí.
Elio vive en la isla.
El resto del sábado me lo paso como un zombi. Siento la mirada de mi
madre pendiente de cada uno de mis movimientos, pero no insiste en hablar.
Sabe que tengo que digerirlo. Y entre pensar en ello y el ataque de nostalgia
paso las horas. Me duermo rodeada de todos esos «y si», de los «ojalá» que
he ido invocando y que se han acomodado en la cama. Imagino, como
tantas otras veces he hecho, mi vida en pretérito pluscuamperfecto. Esa en
la que una Morgane de veinticinco años fue valiente y no dejó que el miedo
la venciera. Esa vida junto a Elio.

El domingo me despierto agotada, pero también con la firme intención de


espabilarme. Cuando me levanto, mi madre no está en casa. El aire huele a
mi infancia: a mar, lluvia y a mantequilla. Me ha dejado la cafetera
preparada y un trozo de bizcocho ya cortado. Aprovecho para llamar a
Marlene.
—Espero que tengas un buen motivo para despertarme a estas horas —
me saluda entre bostezos.
—Espero que tengas un buen motivo para la maleta que me hiciste, ¿se
puede saber en qué pensabas?
—En lo importante, el encuentro con tu ex. El resto es irrelevante, como
si te pones el camisón de tu tatarabuela.
—Ya… y ¿el Satisfyer? El que sacó mi madre de la bolsa y que me dijo
que me comprara el Mambo, que era mucho mejor.
—¡Oh, he oído hablar de él!
—Marlene… —la interrumpo, que la conozco y es capaz de enumerarme
las ventajas e inconvenientes del dichoso aparato.
—Me dijiste que cogiera todo lo indispensable, y eso hice. ¿Qué tal va la
mano? —Ella misma cambia de tema y se lo agradezco.
Le hablo de la vuelta a casa, de mi madre y de que Elio vive en la isla.
Cuelgo cinco minutos después de ponernos al día y darnos una buena sesión
de risas por nada en especial, pero que sientan de maravilla. Decido
enviarle un regalo de agradecimiento a Bastian por cuidar de mí; a él le
compro una botella de güisqui que se hace en la isla y a Jade un loro de
peluche.

***

Estoy en la terraza tomando el sol, la brisa huele a algas como cuando hay
marea baja, por encima del ruido de las olas oigo llegar a mi madre.
—¿Tú con una revista de cocina? ¿Quién eres y qué has hecho con mi
niña? —Para darle énfasis a sus palabras se lleva la mano al pecho, el
séptimo arte se ha perdido una gran artista.
—Buenos días, querida madre. Se llama ampliar horizontes.
—Para eso lo mejor es salir de casa. —Gruño como respuesta mientras
me da un beso en la coronilla—. Con casi treinta años es hora de que
aceptes que cocinar no entra dentro de tus habilidades.
—¿De dónde vienes? —pregunto desviando la conversación.
—He ido al mercado de Sauzon y he encontrado unas fresas estupendas.
Venga, acompáñeme a la cocina, a ver si entre fogones despertamos la chef
que llevas dentro.
Si a comerme las fresas que ella va cortando, si a probar la crema
pastelera (la receta familiar que lleva un toque de lavanda) a cucharadas y
luego limpiar con el dedo el cazo es cocinar, merezco como mínimo una
estrella Michelín. Chouchen me mira desde lejos, se acerca dos pasos y
luego vuelve a esconderse. Esa bola y yo somos demasiado parecidos, actúa
como hago yo: no se acerca, pero tampoco huye.
16 Me faltan unas horas de maduración

Sobre las siete de la tarde, mi madre me dice que ha quedado con tía
Louane y sus amigas para su «noche de margaritas y póquer». Me pregunta
si quiero ir, que ellas estarán encantadas de que me una o que si prefiero
que se quede. Niego tajante.
—Ve y disfruta, estaré bien.
Mi tía vive solo a cinco minutos a pie. Cuando se va, no tardo ni media
hora en tomar una decisión. Busco las llaves del coche, las encuentro en la
cocina colgadas al lado de la puerta y del calendario. Es un Twingo
eléctrico lo que facilita la conducción cuando solo tienes una mano. Sí, sé
que no debería ni planteármelo, pero no puedo coger la bici. Además, es
una isla con carreteras pequeñas y a estas horas dudo de que haya mucho
tráfico. La adrenalina me quema las venas y me nubla la mente, solo existe
la decisión tomada.
El camino, de un cuarto de hora, lo hago con los cristales de las ventanas
bajados igual que el del techo y dejo que la naturaleza me envuelva. He
enchufado mi teléfono y ahora mismo suena Sunset. Se guardan muchas de
las cartas que Monet escribió mientras estuvo aquí y en las que describe la
isla. A Berthe Morisot (pintora y una de las figuras también clave del
impresionismo) le cuenta que está explorando la recortada costa batida por
los vientos. Que es una región terrible y oscura, pero hermosa. En otra,
habla de un país de un salvajismo precioso, un amontonamiento de rocas
tremendo y un mar inverosímil de colores que lo tiene fascinado.
Estoy llegando al parking de la playa de Donnant cuando, al fondo, veo
la furgoneta roja y blanca. La vieja Kombi de los años sesenta. No tengo
dudas de que es la suya, hay cosas que las sabes por ese pellizco de certeza
que notas en el corazón.
Me detengo en medio de la carretera. No puedo hacerlo. Es un momento
de vértigo, en el que ocurre todo y nada a la vez. Las emociones salen a
borbotones. El enfado y la culpa se enredan como una red de pescador en
mi pecho. Al mismo tiempo, por la herida supura un punto de orgullo
porque después de lo sucedido, Elio ha vuelto a surfear. En el fondo me
alegra saber que sigue siendo el chico del que me enamoré.
Todo vuelve.
Lo irrepetible.
Lo bueno.
Lo malo.
Lo peor.
Aún no puedo enfrentarlo.
Necesito más tiempo.
Necesito unas horas más de maduración.
17 Frena vida, que no te vivo

Lunes, cinco de la mañana, aún no ha despuntado el alba, y yo ya estoy de


pie, vestida. Bajo las escaleras evitando cierto escalón para que no cruja la
madera y me delate. Mi madre llegó justo cuando me metí en la cama.
Conociéndola, supongo que se fue intranquila y al final decidió volver antes
de que le diera tiempo ni siquiera a ganar una mano. Hablando de manos…
la mía me ha molestado toda la noche y el ibuprofeno que me tomé no me
hizo ni cosquillas. No fue de conducir, es de los nervios, tengo el cuerpo
entero contraído por la tensión. Cuando salgo al patio en busca del coche
veo que se acerca una furgoneta por el camino. No me da tiempo a
esconderme porque un parpadeo de faros me avisa de que me ha visto.
«Mierda».
Maldito destino, ¿me quieres dejar tomar las decisiones a mí? Sobre
todo, en lo referente al cuándo.
—Pero ¿qué ven mis ojos? —grita Romy, bajándose de la furgoneta de
un salto y me abraza. Mi infancia viene de la mano cuando huelo el aroma a
fresa en su pelo, es como abrir un álbum de fotos con tus mejores
recuerdos.
—Pensaba ir a verte hoy —murmuro, presa por la emoción. No es una
mentira, tampoco una verdad… lo tenía en la lista de pendientes, sin
agendar.
—¿Cuándo has llegado? —Su voz también falla.
—Ayer. —Miento de nuevo. Se separa y me coge de las manos.
Romy es alta, con ojos pequeñitos y almendrados y cara en forma de
corazón. Además de simpática y extrovertida, es mi mejor amiga desde que
con seis años, el primer día de clase, nos sentamos en el mismo pupitre.
—Dios, ¿qué te ha ocurrido? ¿Estás bien?
—Sí, yo… —digo con la voz ronca intentando recuperar el control. No
me salen las palabras. No me puedo creer que después de tanto tiempo
estemos aquí, charlando como si nos hubiéramos visto ayer—. Tuve un
pequeño tropiezo… con alguien. —Se me escapa una suerte de risa floja
por culpa de los nervios. No sé si es mi expresión o ese vínculo que nos
unía, pero veo cuando entiende a quién me refiero.
—No me digas… —me interrumpe, sorprendida.
—Se lo debía.
—¡No me lo puedo creer! —aplaude escandalizada y ríe de forma suave,
ese tipo de risa que da confianza.
—¡Prométeme guardarme el secreto! —la señalo.
—Tienes que contármelo todo. —Se aparta un mechón de pelo de un
resoplido. Es como verla con diez años.
—No hay mucho que decir, salía de un restaurante y vi a Klein. Me
acerqué y le di un puñetazo. No nos dijimos ni una palabra; él se fue en
coche y yo pasé el resto de la noche en urgencias.
—Dios, te he echado de menos —suspira, envolviéndome de nuevo en
sus brazos.
—Y yo. Siento haberme alejado… —Los latidos se van sosegando a
medida que hablamos.
—Eh —me corta—, estás aquí. El resto no importa.
¿Lo dice en serio? Hace casi tres años que no nos vemos. Un poco
menos desde la última vez que hablamos por teléfono. Ni un mísero
mensaje para Navidad de esos que mandas en masa a todos tus contactos.
Nada.
—¿Así de fácil? —digo apoyándome en el capó de la furgoneta. Tiemblo
y temo que mis piernas no me sostengan.
—El trabajo del amigo es ser borde y decir todo aquello que no
queremos oír. —Arruga la nariz haciendo un mohín, en un gesto adorable
—. Nunca hemos dejado de serlo. Solo nos distanciamos, pero ahora estás
aquí.
—Mi madre insistió en que viniera y así poder cuidarme.
—Es lo normal. Te ha echado de menos. —Se pone a mi lado y cruza su
brazo con el mío—. Todos lo hemos hecho. —Me mira de reojo y veo que
el reencuentro también se le ha metido en el ojo. En mi mente viene una de
las estrofas de Venetian Blinds: «Lo que pensé que había desaparecido
estaba escondido en mi bolsillo».
—Y yo a vosotros —admito apoyando la cabeza en su hombro.
—¿Sabes que está aquí? —pregunta en voz baja, como si no estuviera
segura de sacar el tema.
El innombrable. El omnipresente que sin siquiera decir su nombre todos
sabemos de quién hablamos.
—Sí, mi madre me lo dijo ayer.
—¿Vas a hablar con él?
—¿Debería? —pregunto indecisa, olvidando que justo hace cinco
minutos ya tenía la decisión tomada.
—Sigue con las rutinas de siempre, por si quieres encontrarlo… por
casualidad.
Asiento, no le confieso que eso ya lo sé porque ayer lo vi con mis
propios ojos.
—Tengo que irme. ¿Te apetece que quedemos para tomar algo y
ponernos al día?
La familia de Romy vive en Le Palais y tiene una empresa de transporte.
Es una de las principales y se encarga de distribuir la mercadería que llega
en barco, entre ellos los periódicos y un par de cajas que me entrega y que
son para el hotel.
—Me encantará —admito.
—Llámame, tengo el mismo número.
—Gracias por ponérmelo tan fácil —murmuro cuando nos despedimos.
—Venga, no le des más vueltas.
—Vale. —En realidad mi mente es un hámster en una ruleta.
—Además, Elio ya te lo pondrá complicado —ríe la cabrona, cerrando la
puerta.
Como respuesta, lanzo un suspiro que queda eclipsado por el ruido que
hace el motor alejándose. Siento que mi vida ha emprendido un viaje. Sin
darme cuenta ha acelerado, cogiendo una velocidad que me marea y tengo
ganas de gritarle que frene, que sino no me da tiempo a vivirla.
18 La tirita

Cuando miro a mi alrededor me percato de que la noche se va aclarando por


el horizonte. La duda de si seguir con la idea con la que me he levantado
dura un parpadeo. Puede que dos.
Después de tantos años al lado de Elio, aprendí a interpretar los mapas, a
leer los partes marítimos sobre la altura de las olas, la fuerza del viento y
dirección. Hace tanto tiempo que no lo pongo en práctica que ya lo he
olvidado. Por suerte, ahora hay unas apps y webs estupendas para consultar
y saber cuándo él estará allí. Le gusta, o le gustaba, surfear al anochecer,
pero su momento favorito es en las primeras horas de la mañana. Cuando
todo está en calma y casi nunca hay nadie.
Tengo que hacer esto como quien quita una tirita. De golpe, sin pensar y
sin miedo. Cojo el coche y recorro el mismo trayecto que hice ayer. De
nuevo la Kombi al final de camino. No me sorprende ver que además hay
un par de autocaravanas. Aparco justo al lado de la última, para así
mantenerme oculta. Cuando detengo el coche, siento que el corazón quiere
salirse del pecho y esconderse en la oscuridad del universo. A veces, lo
doloroso no es quitar la tirita, sino la tirita en sí.
No sé el rato que me quedo allí sentada, con la cabeza apoyada en el
volante, reuniendo el valor para salir mientras escucho Comment allez-
vous?. Cuando lo hago me pongo la sudadera y camino por el
aparcamiento, esperando. No me atrevo a ir hasta el acantilado y ver la
playa. No puedo revivir todo aquello otra vez.
Oigo unas risas acercándose. Intento respirar como me enseñó mi
psicólogo, pero no lo consigo. Lo hago a atracones que solo aumentan la
sensación de ahogo.
—Elio, ha sido… amazing —dice una voz masculina con un marcado
acento inglés.
—Avisadme cuando volváis el mes que viene.
Salgo de mi escondite y nos encontramos cara a cara. Nos miramos por
primera vez después de más de tres años. Me falta el aire. Quiero correr.
Quiero chillar. Quiero… tantas cosas que no hago nada. ¿Cómo empiezo?
¿Qué le digo?
—Hola, chérie —lo saludo, sé que detesta este tipo de apodos.
—¡Qué sorpresa! —Deja la tabla apoyada en la furgoneta para después
cogerme de la cintura y darme un beso en los labios.
—Te he traído el desayuno, he pensado que tendrías hambre.
—Con ese vestido ahora mismo te comería a ti. —Me pellizca el culo al
tiempo que me deja un beso húmedo en el cuello.
Hay algo que no encaja… Llevo unos vaqueros y sudadera… y esa
conversación pasó hace tanto tiempo que parece que fue en otra vida. Puede
que porque sea sí. Otra vida. Otra Morgane. Otro Elio.
—Mierda —exclama el Elio del presente, trayéndome de vuelta del viaje
cósmico que estaba viviendo.
Suelta un profundo suspiro, en el que caben tres años de silencio. Sus
ojos azules revolotean ansiosos como si no supiera lidiar con tenerme
delante de él. Su rostro se torna en un gesto incómodo rozando el
desagrado. Después de haberme pasado seis años estudiándolo, puedo leer
cada expresión.
—Hola, para ti también —consigo decir sin que me tiemble la voz; es
suficiente con que lo hagan mis piernas.
Siento un dolor agudo que me inmoviliza, son las posibilidades perdidas.
Un minuto de silencio por aquel futuro que imaginamos y nunca se hará
realidad. ¿Dónde irán todos esos sueños? Puede que en esta galaxia exista
un cielo lleno de estrellas que un día fueron sueños sin realizar.
—No me jodas.
No, por desgracia, eso dejé de hacerlo hace tiempo.
—¿Podemos hablar?
No sé si es que mis recuerdos empiezan a desteñirse, como esas viejas
fotografías que de tanto verlas y manosearlas han perdido color y el papel
se agrieta por los bordes, pero lo encuentro muy guapo. Creo que acabo de
(re)enamorarme de él a (re)primera vista. Su piel sigue bronceada. Sus
facciones se han endurecido, igual que su cuerpo. No está tan musculoso
como cuando fue surfista profesional, pero se le nota en forma. El pelo…
joder el pelo. El Elio del pasado lo solía llevar siempre muy corto porque
decía que era lo más práctico y que odiaba que se le hicieran pegotes por el
mar. Ahora, lo tiene largo, escalado hasta las orejas. También lleva barba,
una que esconde el hoyuelo de la barbilla. Todo él emana más fuerza, algo
más puro y asilvestrado.
«Joder, Elio… qué bien te sienta vivir en la isla».
—No estoy preparado para esto —admite en voz baja.
Son las mismas palabras que le dije yo a mi madre y eso me hace reír de
pura histeria. Me lanza una mirada llena de rencor que me rompe en mil
pedazos. Antes, eran de adoración.
—¿Tienes que prepararte para mí? —No pretendo provocarlo, pero no sé
cómo hablar con él.
—Si hay alguien para quien tengo que prepararme, eres tú. —Abre la
puerta lateral de la furgoneta y coge una toalla para secarse un poco el pelo
y la cara—. No quiero verte. Ni escucharte.
Ah… es frustrante cuando lo que antes te gustaba de una persona, como
su testarudez, ahora te saca de quicio.
—¿Podemos dejar de comportarnos como chiquillos y hacerlo como
adultos?
—Dice la que me dejó tirado en un hospital.
Me planteo irme. Si empezamos con los reproches no llegaremos a nada.
Chuto la arena buscando ahí la fórmula de hacer esto, pero solo levanto una
humareda de polvo. Puede que sea una metáfora que me manda la vida. Lo
nuestro, lo que fue, ya no existe. Lo destruimos y solo queda polvo que se
pega en los zapatos como lo hacen los viejos recuerdos.
—Te odio —ruge con los dientes apretados sin siquiera mirarme.
—Podría ser peor. —Soy incapaz de estarme quieta, ando en círculos
para quitarme esa sensación de frío. ¿Qué se hace cuando es el corazón el
que se ha helado?
—¿Peor que odiarte?
Empieza a bajarse la cremallera del neopreno. Está tan cabreado que no
creo que ni se dé cuenta de que se está desnudando delante de mí. Es como
un gesto mecánico y natural, pero del nosotros de hace años, no del ahora
que somos nada. Bueno, nada tampoco porque me pica todo. Tengo ganas
de abrazarlo y sentir su piel fría contra la mía. La culpa la tiene esa gota.
Esa gota que estoy segura de que tú también has visto. La maldita gota que
le resbala por el cuello, siguiendo la carótida. Y la sigue otra, y otra más.
Continúan descendiendo como quiero hacer yo con la lengua, comérmelas
de una en una y dejar un beso por cada una que muere en mi boca. Me
alegro de tener las manos en el bolsillo delantero de la sudadera, tenerlas
sueltas sería demasiado tentador.
«Joder, qué picor».
—Podrías no conocerme. Eso sí es peor.
Me duele leer en sus ojos que olvidarme o no haberme conocido se le
pasan por la cabeza como algo seductor. «No, no puedes ni siquiera
plantearte la posibilidad de que nuestra vida hubiera sido mejor si no nos
hubiéramos conocido. ¡Es imposible que te atrevas ni siquiera a pensarlo!».
¿Y quién seríamos entonces?
Somos una colección de huellas. Las que dejamos y nos dejan. Yo no
quiero renunciar a nuestro pasado juntos. Ni de los mejores momentos ni de
los peores. Somos el cúmulo de nuestras experiencias. Sí, quiero una nueva
versión de mí. Una más valiente. Una que contempla las posibilidades que
tiene delante e intenta abrirse al futuro, pero me niego a renegar de quien
fui. Una capa no quita otra. Se solapan, se integran. Nos hacen. Creo que
por fin lo entiendo.
Al volver a la realidad, ya se ha quitado el neopreno y me da la espalda.
Entonces veo las cicatrices. Mis viejas heridas se abren del todo y sangran.
Me tiembla la barbilla, todo el cuerpo, me muerdo la lengua para que el
llanto se quede dentro, no me importa que me ahogue. Nunca he sentido la
vital necesidad de abrazarlo, ni siquiera cuando ocurrió, nunca con la
intensidad de ahora. Tengo ganas de salir corriendo y huir hasta que deje de
doler.
Ni siquiera se viste, se ata la toalla a la cintura y guarda la tabla y el
neopreno. Cierra la puerta con tal brío que doy un pequeño rebote. Camina
hacia el lado del conductor, dispuesto a irse.
—Elio. —Se detiene y tarda un instante en darse la vuelta. No creo ni
que me mire, lo hace detrás de mí, como si viera esos recuerdos que me
persiguen a todas partes—. Me alegro de que vuelvas a surfear.
Sopla una brisa matutina, pero eso no impide que lo oiga por muy bajito
que lo diga:
—Hay cosas a las que no puedes dejar de querer, por mucho daño que te
hagan.
19 Fata Morgana (Elio)

Fata Morgana es una ilusión óptica que se produce por una inversión de
temperatura (entre el aire caliente y el frío de la superficie terrestre) que
hace de lente refractante, produciendo una imagen flotante. Son espejismos
que se ven al horizonte, normalmente son con forma de castillos, barcos o
ciudades enteras. Una de las más conocidas se produce en la costa
meridional de Sicilia. El nombre hace referencia a la hermana del rey
Arturo, el hada cambiante de las leyendas Artúricas. Eso es lo que he
pensado justo cuando me he despedido de Byron y me he dado la vuelta y
he visto a Morgane, que era un espejismo. Confieso que no sería la primera
vez que veo su rostro en cualquier persona que me cruzo. Hasta se me ha
pasado por la cabeza que fuera un efecto del entrenamiento de apnea y la
falta de oxígeno.
Pero no ha sido una alucinación.
Es Morgane. Está en la isla.
Sabía que cabía la posibilidad de volver a verla desde que Dylan me
habló de la fiesta y de que pensaba invitarla, pero nunca esperé encontrarla
en el acantilado. En nuestra playa, al lado de la Kombi como tantas veces
estuvo allí. Ni tampoco ver que no ha cambiado. Me siento más viejo, más
huraño, y ella sigue siendo la chica que grita con la mirada.
¿Tiene sentido si digo que la echo de menos, pero que no quiero volver a
verla?
¿Tiene sentido odiarla por el simple hecho de darme cuenta de que aún la
quiero?
20 El silencio crea mentes ruidosas

Lo veo marcharse sin dudar ni un solo segundo. Lo envidio por ser capaz de
moverse, de tomar una decisión y llevarla a cabo. No sé el rato que paso
allí, de pie, en medio del aparcamiento. Aturdida.
Cuando reacciono, camino hacia el Twingo y abro la puerta. Antes de
entrar me da una arcada y tengo el tiempo justo para darme la vuelta y
vomitar. No he comido nada desde ayer por la noche, el estómago se
contrae y solo sale un líquido amarillento, ácido y asqueroso. Como si mi
cuerpo quisiera librarse de la pena y de este vacío cuanto antes y de
cualquier forma. Me apoyo en el coche y alzo la cabeza buscando que la
brisa me despeje lo suficiente para poder volver a casa.

Mi madre está sentada en la escalera, esperándome. Al verme llegar, se


pone en pie y se acerca con gesto amenazador.
—¡¿Estás loca?! —grita mientras me abre la puerta y bajo del coche—.
¿Es que has perdido la cabeza?
Es curioso que nos preocupemos por perder la cabeza, pero
infravaloremos cuando es el corazón.
—Mamá.
—¿Es que no piensas con claridad? —Quiero responder que cómo voy a
hacerlo, que pensar ya requiere un esfuerzo y hacerlo con claridad es
utópico—. ¡No puedes conducir así!
—Lo sé, pero…
—No —me interrumpe—. Lo que pasó no puede ser una excusa para
comportarte como si no tuvieras cerebro. Sé que duele, sé que necesitas
verlo. Sé que tenéis que hablar, pero como vuelvas a hacer una estupidez
semejante te juro que te zurraré. No lo hice cuando eras una cría, pero ahora
no me lo pensaré.
—No necesito más castigos, me llegan.
Hago una lista mental:
*Elio, con su menosprecio.
*La mano, con el «chup-chup» quejándose para que le haga caso.
*Yo misma… lamentándome por haber dejado que pasara tanto tiempo y
que se haya podrido hasta ser irremediable.
Me lanzo a sus brazos y rompo a llorar. Ninguna frase hecha contiene
tanta verdad. Te rompes, no hay otra forma de describir este dolor que te
parte en mil pedazos y, que cuando te recompones, falta un cachito que se
ha perdido para siempre.
—¿Habéis podido hablar?
—No, no quiere saber nada de mí —murmuro, sin voz.
—Dale tiempo —dice acariciándome lánguidamente la espalda.
—¿Más?
—Come algo y tómate un calmante —propone, cambiando de tema—.
Esa mano necesita reposo.

***

Dos horas más tarde, cuando el dolor de la mano empieza a remitir, me


llama Dylan.
—¡Bienvenida a la isla! Romy me ha dicho que estás aquí. No sabes lo
contenta que está. —Su voz, algo tosca, suena cantarina y me hace sonreír.
—Nos hemos encontrado por casualidad. Yo también me he alegrado de
verla. —Lo estoy, pero ha quedado eclipsada por Elio. Es el don que tiene
este hombre sobre mí.
—Me has chafado una de las sorpresas, pero da igual, gracias por venir.
—Sobre la fiesta… no estoy segura de que sea buena idea. He visto a tu
hermano y no ha ido bien.
—¿Lo has visto? —repite alzando la voz.
Me sorprende que no se lo haya contado, pero conociendo a Elio habrá
vuelto al mar buscando sosiego mientras asume el encuentro.
—Fui a la playa…
—¿Y? —insiste cuando ve que no continúo.
—Y nada.
—Es Elio, nadie lo conoce mejor que tú. Queda una semana para la
fiesta, aún hay tiempo. Tengo que volver al trabajo. Me alegro de tenerte
por aquí, ya vamos hablando.
Me despido con un «claro», cuando la verdad es que lo veo todo negro.
El resto del día me lo paso encerrada en mi habitación, tumbada en la
cama, con el brazo sobre un cojín para mantenerlo en alto. Contemplo el
techo y las fotos que lo decoran mientras escucho en bucle Nuits d’été. En
este cuarto, donde soñé con él antes incluso de conocerle. Soñaba con
experimentar ese tipo de AMOR. Yo no buscaba a nadie perfecto, solo que
fuera perfecto para mí. Y ese alguien se llama Elio y me lo trajo la marea el
verano del 2012.
*21 Amores que trae la marea y se van con
el bronceado

Verano de 2012

Conocía los amores de verano. De un fin de semana o de un mes. Su corta


duración los hacía intensos en todos los sentidos. Un puñado de amor
condensado que era pura vida en sí mismo. Eran bonitos, apasionados y
más cuando tienes diecinueve años y sientes que eres libre para explorar sin
límites. Lo importante era tomarlos como un helado: rápido y sin dejar que
se derramara ni te manchara. Implicarse solo lo justo. Los traía la marea con
el buen tiempo y se iban con el bronceado.
Si con Elio me mostré reticente fue porque desde el principio presentí
que sería distinto. Supongo que porque él lo era. Se movía como si no le
importara nada más que el mar. Su chica favorita la llevaba debajo del
brazo, una vieja tabla de surf de un amarillo erosionado por el sol y el mar.
Eran pasadas las diez de la noche de un domingo de principios de julio.
En cuanto terminé con mis obligaciones en el hotel, cogí la bici para ir hasta
la playa y pasar un rato con mis amigos. Era el cumpleaños de Maël, el hijo
de Gauvain. El grupo de isleños éramos seis, pero en verano solía ser
habitual que cada uno trajera gente. Turistas o trabajadores temporales.
Nunca sabías cuantos seríamos al final de la velada. Solo había una norma:
traer algo de bebida y comida. Dejé las botellas de refrescos y una bolsa de
galletas saladas y busqué a Romy con la mirada. La vi hablar con un chico
que no conocía. No dejaba de tocarse el dobladillo de la falda mientras se
reía, coqueta. Solté una carcajada porque su promesa no había durado ni
veinticuatro horas. «Te juro que no pienso liarme con nadie más en lo que
queda de verano. No te fíes de nadie que lleve un sombrero de cowboy
fuera de Texas».
Antes de sentarme frente al fuego, me serví una copa.
—Hola, soy Elio. —Ladeé la cabeza hacia esa voz que provenía de mi
derecha y que estaba abriendo una lata de cerveza.
Chanclas, bermudas y una sudadera. Sus facciones eran alargadas y tenía
los ojos claros, aunque la oscuridad no me permitió descubrir su color.
—Morgane, pero me llaman Eme.
—¿Cómo la de James Bond?
—¿Me ves chica Bond? —Soltó una carcajada de esas que te producen
un sutil cosquilleo bajo las costillas.
—Tú no has visto las pelis, ¿verdad? Eme es la jefa —terminó la frase
en un susurro, inclinándose un poquito hacia mí.
No, pero sabía de qué personaje me hablaba.
—¿Entonces me ves vieja e inteligente?
—Yo solo… te veo.
Era de noche, la única luz que nos envolvía era la de la luna casi llena y
la de la hoguera. Fue la primera vez que experimenté esa certeza, la de que
Elio me veía. Me hizo sentir especial. Y eso siempre atrae, por mucho
miedo que nos dé.

Lo intenté. Intenté evitarlo. Intenté no mirarlo. Aquel primer día solo caí un
par de docenas de veces y todas de forma «fortuita». Digamos que solo era
fruto de la curiosidad. A esa edad vivir en una isla significaba estar aislados
del mundo. Con la llegada del buen tiempo éramos como caracoles después
de la lluvia. Con una necesidad loca de socializar con gente nueva.
El segundo día lo evité mejor, solo porque tiré de imágenes de la noche
anterior.
El tercero se acercó a saludarme y el resto fueron solo miradas huidizas.
El cuarto, me saludó e intercambiamos algunas frases que ni recuerdo.
Elio estaba, pero dándome ese margen tan vital para mí. Como si supiera
que solo era cuestión de tiempo. Como un perro abandonado al que te
acercas cada día un poco más y al final una mañana acaba oliendo tu mano.
Yo no le olí la mano. Ni el cuello, por mucho que me tentara la idea de
comprobar si ese olor a mar provenía del aire o lo llevaba impregnado en la
piel.
Así fue hasta el quinto día. Era jueves por la tarde y estábamos en la
playa. Algunas nubes cubrían parte del cielo, pero la brisa era cálida.
«Sí, todo empezó por el corazón, o lo que entonces yo tomaba por el
corazón, y que todavía no era más que la piel» estaba tan concentrada en la
lectura que no lo oí llegar.
—¿Qué lees?
—Los naufragios del corazón —dije y le mostré la portada—, de
Benoîte Groult, se lo cogí prestado el otro día a mí tía.
Era una conocida escritora bretona y el libro iba sobre unos amantes que
se conocen en la juventud. Ella es una parisina y él un pescador bretón. No
tienen nada en común, pero su historia de amor, con encuentros esporádicos
por todo el mundo, dura toda la vida. Ahora puedo decir que es uno de mis
libros favoritos. Me recuerda a nosotros y a aquel primer verano.
—Y qué, ¿es interesante?
—Acabo de empezarlo, pero solo con el prólogo ya me ha ganado.
La pandilla estaba en el agua, haciendo carreras y peleas por parejas.
—¿No te animas? —dijo sentándose a mi lado, sobre la toalla de Romy.
—No. ¿Y tú? —Era la primera vez que lo veía sin las gafas y por fin
pude saber de qué color eran sus ojos. En su iris estaban todos los tonos con
los que Monet pintó este mar, desde celestes en la parte central, hasta el
ultramar en los bordes. Cada vez que me perdía en ellos descubría un tono
distinto. Eran como el océano, cambiantes e hipnotizantes.
—No me van ese tipo de juegos —admitió dejándose ir hacia atrás para
apoyarse sobre un codo.
Me había dado cuenta de que era un solitario. Se relacionaba con la
gente y era simpático con todos, pero mantenía las distancias. Era de los
últimos en llegar y el primero en irse.
—Elio, ¡ven! —lo invitó una de las suecas que habían llegado el lunes.
La marea no solo traía a chicos guapos, también dejaba en la orilla sirenas
rubias y tetonas que buscaban llevarse el «corazón» contento para la vuelta
a los fríos inviernos bálticos.
—Ni loco —gritó y se tumbó como si así no lo vieran. Solté una
carcajada.
—Deberías ir, te pone ojitos… —dije mirando por encima del hombro
hacia el agua un instante—. Todas van detrás de ti como moscas.
Chasqueó la lengua y bufó con fastidio.
—¿Y qué tiene de interesante una mosca? —El suspiro lo escondí en una
risita amortiguada por el libro.
Mi madre, la noche anterior cuando Romy se había quedado a dormir en
casa, había vuelto a sacar el tema del picor y del amor. Elio me provocaba
algo más que mariposas en el estómago, era más parecido al dolor por
atracón de helado (y no por ello una llega a aborrecerlo).
Qué peligro tiene la gente con la que puedes estar en silencio y sentirte
bien. Sin la incomodidad de buscar cómo llenarlo con palabras y temas
superficiales. Yo volví la vista al libro y me puse a leer, o a disimular que lo
hacía. Creo que pasé seis veces por la misma frase. De tanto en tanto sentía
sus ojos en mí; una caricia tan cálida como cuando salía el sol entre las
nubes.
—¿Por qué me miras así?
—Es que no llego a definir de qué color tienes los ojos. A días me
parecen grises, a ratos azules, ahora son más verdosos —murmuró ladeando
la cabeza hacia mí. Estaba tan cerca que sentí su aliento chocando con la
piel de mi brazo.
—Son glaz, una mezcla de todos los que has dicho. Es una palabra
bretona que hace referencia al color del cielo reflejado en el mar y que
cambia de tonalidad a cada momento.
—¿Por qué lo odias?
Me preguntaba por el mar. Ese día me quedó claro que Elio sí me veía
como me había dicho, o advertido, justo en el momento de conocernos.
Cerré el libro tomándome un instante. No era un secreto, pero tampoco un
tema del que me gustara hablar. Mis amigos respetaban mi fobia.
—Porque me robó lo que más me importaba —respondí, removiendo la
arena con la mano como si las palabras estuvieran allí enterradas—. Y tú,
¿por qué lo quieres?
—Hay muy pocas cosas que me gusten más que surfear y divertirme con
las olas. Me encanta observarlas, buscar su patrón. —Y sentí esa misma
mirada curiosa sobre mí. Elio me estudiaba como hacía con el mar.
Me apartó un mechón de pelo que jugueteaba con la brisa. Fue un sutil
roce de dedos sobre mi mejilla, pero permaneció ahí el resto de la tarde. Por
la noche, cuando me acosté, aún podía sentirlo.
—A mí me relaja la pintura —dije con la vista perdida en el camino que
daba acceso a la cala.
Estaba tumbada boca abajo y él de espaldas, hablábamos en susurros a
pesar de la corta distancia. Fue la primera vez que sentí el impulso de
besarlo. Era algo más que amor a primera vista… era una suerte de
reconocimiento. Puede que nosotros aún no lo supiéramos, pero ya estaba
escrito en las estrellas.
—¿Pintar? —preguntó.
—No exactamente. —Y para cambiar de tema solo se me ocurrió
lanzarme—. ¿Qué haces mañana? Si te apetece, podemos quedar por la
tarde. Pásame a buscar por el hostal y te lo mostraré.
—¿La chica que odia al mar le pide una cita al chico que lo ama?
—La vida está para arriesgarse.
Nos contemplamos en silencio y yo sentí que todo desaparecía: los gritos
y las risas de nuestros amigos, el murmuro de las olas... El aire se llenó de
ese chisporroteo que hace la fricción de dos polos opuestos al acercarlos.
—Me encantará.
Hay amores que los trae la marea, se van con el bronceado y lo único
que permanece son los recuerdos. Otros, en cambio, son capaces de resistir
hasta el invierno más gélido.
*22 El mar y yo (Elio)

Verano de 2012

Somos cinco hermanos y nuestros padres nos han inculcado el amor por la
naturaleza desde que nacimos. Nos montábamos en la autocaravana y no
había fin de semana que nos quedáramos en casa. Mar, siempre mar.
Surfear, bucear o simplemente pasear por la orilla en busca de conchas.
Dylan, mi hermano, es catorce meses mayor que yo y mi mejor amigo.
Aquel verano por fin habíamos arreglado la Kombi y soñábamos con pasar
los dos meses fuera de casa. Lo único que teníamos que hacer era conseguir
un trabajo que nos lo permitiera. Dylan encontró una oferta en una escuela
de surf, en Belle-Île-en-Mer. Al principio la idea de ir a una isla no nos
entusiasmaba mucho, pero cuando a mí me salió algo para trabajar en un
barco pesquero como grumete nos tiramos de cabeza sin dudar. Siempre he
sentido curiosidad por los números, por los patrones. De aquellos viajes
aprendí que cada mar es distinto y tiene sus propias normas. Por eso me
gustaba relacionarme con los marineros, para escuchar y empaparme de su
sabiduría.
Llegamos justo a finales de junio. Trabajar con Gauvain en su barco
pesquero fue mucho más duro de lo que imaginé. No solo por el hecho de
hacerlo de noche, requería un esfuerzo físico y mucha concentración. Con
la primera salida descubrí que las corrientes que rodean la isla son un
auténtico infierno. El patrón me ganó con su charlatanería, siempre tenía
alguna historia interesante que contarme. Conocí los secretos del mar que
rodea el golfo del Morbihan mientras escuchaba canciones de marineros
que derramaban tristeza por la borda y que hablaban de mareas crueles,
amores frustrados, de niños esperando en la orilla. Otras eran más
explícitas, como aquella que hablaba de beber güisqui entre los pechos de
Mariette, la del puerto.
En el barco conocí a Maël, su hijo. Fue él quien aquel domingo ocho de
julio, aprovechando que era la única noche de la semana que no se faenaba,
nos invitó a juntarnos con su pandilla en la playa y celebrar su cumpleaños.
Al principio ni me fije en Morgane. Era Dylan el que siempre estaba a la
caza de una nueva conquista. Yo, en cambio, no buscaba nada, solo disfrutar
de nuestro primer verano de libertad. Me presenté como de costumbre, sin
saber que acababa de conocer a la mujer de mi vida. Como suele ocurrir con
los momentos trascendentales, no fui consciente de ello hasta mucho más
tarde.
Morgane pronto despertó mi curiosidad. Aquella chica de pelo castaño y
ojos glaz era un enigma. Uno que poco a poco se iba colando más a menudo
en mi cabeza. Uno que quería descubrir. Recuerdo una vez que un viejo
farero australiano me dijo: «quien estudia el universo para resolver sus
misterios es porque nunca ha conocido a una mujer».
Morgane, la chica que se reía muy fuerte solo para esconder sus miedos.
Morgane, la chica que siempre se sentaba de espaldas al mar. La que
nunca se acercaba al agua.
Morgane, la chica que gritaba con los ojos. Fue la primera vez que
comprendí la frase: hablar con la mirada.
Había un ansia en ella que la hacía brillar por encima de cualquiera.

El viernes la pasé a buscar después de la siesta. No estaba acostumbrado a


trabajar toda la noche y necesitaba tumbarme un rato después de comer. La
encontré sentada en la escalera del porche, leyendo. Se había recogido el
pelo en un moño flojo, llevaba una camiseta de promoción de la isla (de
esas que esperas que compren solo los turistas), unos vaqueros cortados y
zapatillas. Me gustó que no sintiera la necesidad de arreglarse, que quisiera
mostrarse natural. Sin artificios.
—Aparca ahí. Es cerca y podemos ir a pie.
Hice lo que me pedía. Después, cruzamos la carretera y llegamos al
famoso sendero circular que recorre la isla. Estábamos en la parte alta del
acantilado. A la izquierda, el mar se metía hacia la tierra en una pequeña
cala. Cuando Gauvain y los otros marineros me decían que Belle-Île era
única, pensaba que solo hablaba alguien que ama su tierra. Decían de ella
que era un lugar mágico y que no parece de este mundo. Con los días me di
cuenta de que empezaba a comprender a qué se referían. Aquí la luz y los
colores son lo más puro e intensos que he visto en mi vida, hay momentos
que me parecen casi surrealistas.
—Es Port Goulphar. Esta zona se llama Costa Salvaje y es la más agreste
de la isla.
Una variedad de azules del mar se mezclaba con los del cielo, con el
amarillo, el fucsia y verde de la vegetación, y como contraste la piedra
oscura de las rocas partidas que formaban pequeños islotes.
—Qué privilegio nacer en un lugar como este con mil rincones que
explorar —lo dije sin ser consciente de lo que significaba vivir en una isla.
Esa parte remota y aislada que en la juventud supone un problema y que,
con los años, acudes a ella por ese mismo motivo—. ¿Tienes idea de la
suerte que tienes de vivir en un sitio así? Yo si miro por la ventana de mi
habitación veo el muro del edificio de al lado.
—Yo hace tiempo que no me acerco a la mía —respondió antes de
emprender el camino.
Iba señalando todo lo que veía: un cormorán, un lagarto verde —una
especie protegida en Europa—… Hasta me hizo oler la retama e identificar
su fragancia.
—No sé, soy malo para estas cosas —admití.
—Es una peculiaridad que solo se da aquí, huele a coco.
Reí y volví a meter la nariz. Cerré los ojos y reconocí el olor. Me recordó
a la crema protectora con la que mamá nos embadurnaba antes de salir de la
autocaravana. Odiaba pasarme el día con aquel pringue en la cara, pero era
la única manera de que nos dejara ir al agua. Seguimos andando unos cinco
minutos más por aquel camino que reseguía el acantilado. Saludamos a una
decena de senderistas antes de llegar a nuestro destino.
—Estas son Las agujas de Port Coton. Monet las hizo famosas al
pintarlas y desde entonces se ha convertido en uno de los principales
reclamos de la isla. Sobre todo para artistas que llegan aquí buscando el
mismo encuadre para plasmarlo en sus lienzos.
A nuestro alrededor había dos personas frente a un caballete y una chica
estaba sentada sobre una piedra dibujando en un cuaderno. Me contó que el
pintor llegó en septiembre del 1886 con la intención de pasar unos días,
pero se enamoró del entorno y al final se quedó casi dos meses.
—¡Pintó un total de treinta y nueve cuadros en diez semanas!
Le confesé que conocía el pintor y había oído hablar del impresionismo,
pero poco más. Ella me dijo que llevaba años leyendo sobre arte. Que era lo
único que conseguía evadirla de la realidad.
—Imagina a un Monet cansado de pintar el Canal de la Mancha y que
llega aquí en busca de algo diferente. Que esta costa salvaje lo seduce, pero
que cada vez que se pone a pintar, de repente llegan las nubes o empieza
llover y ya se fastidió todo. Por lo que se ve obligado innovar y crea «las
series» porque la luz cambia y ya no le da tiempo a plasmar lo que quiere.
Se obsesiona por el instante, la fugacidad de la luz. Quiere representar el
sentimiento, lo que ocurre entre el motivo y el ojo. El impresionismo es
plasmar el mismo lugar a diferentes horas del día y con diferentes
climatologías. Se considera a Monet el padre de este movimiento, al que se
le da el nombre por su cuadro: Impresión del sol naciente. Belle-Île le
impuso este nuevo método, que luego adoptaría para pintar, por ejemplo, el
Parlamento británico. ¿Te suena el pintor japonés Hokusai? —Negué y
continuó—. Su obra más conocida se llama La ola o La gran Ola de
Kanagawa, de 1833. Veinte años después, cuando los puertos japoneses se
abrieron a Europa, el arte oriental cruzó las fronteras. Hokusai fue admirado
por muchos de los pintores de aquí, sobre todo por Monet, quien se inspiró
para pintar algunos cuadros y su influencia lo llevó al impresionismo. Dijo
que, al ver estas rocas, inmediatamente pensó en los grabados japoneses,
tan de moda en aquel momento. Sigue la misma técnica, dejando un espacio
muy pequeño para el cielo. Juega con las perspectivas, con colores cálidos
en primer plano y fríos en el fondo. Trabaja las texturas de las rocas con
pequeños toques de pincel y hasta utiliza las vetas del lienzo para crear un
efecto de relieve. Si te fijas en el cuadro puedes apreciar que hasta pintó los
líquenes rosa palo que se dan casi en exclusiva en esta roca.
Y cuanto más hablaba y exponía su pasión por el arte, mi interés por ella
se multiplicaba. Se hacía grande, se me escapaba por los dedos sin que
fuera capaz de detenerlo. A decir verdad, nunca contemplé esa opción. Las
personas son como el mar, solo descubres sus tesoros si llegas hasta el
fondo. Y Morgane se presentó como un desafío, como una marea que me
invitaba a adentrarme y conocer todos sus secretos.
—Esto es lo que me relaja, ver a los artistas trabajar sobre sus obras. Me
paso horas aquí. Me gusta ver como convierten mi fobia, en arte. Un mar de
pinceladas de colores y que no da miedo, todo lo contrario.
—¿Monet es tu favorito?
—No, es Maurice Quimperlé. Un pintor bretón de la misma época y que
nació en Trinité-sur-Mer, como mi padre. El cielo es el protagonista de toda
su obra. Nadie lo pinta como él. Sus trabajos tienen algo especial. Te
provocan, te despiertan. Sus trazos parecen caricias. Utiliza los colores
pastel típicos del impresionismo, pero los yuxtapone con el negro para dar
énfasis con las sombras, color nulo en este movimiento. Hay algo distinto
en él… más sensual. Ya sé que no tiene mucho sentido lo que digo, pero el
arte no es solo ver, es qué sientes al mirarlo.
—En una obra no ves nada que no lleves dentro —recité esa frase que mi
mente rescató sin saber de dónde la había visto u oído, ni porque la
memoricé.
—Exacto.
No sé el rato que pasamos allí, no era consciente de nada que no fuera
ella.

A la vuelta nos detuvimos junto a una caseta pintada de blanco. Era


pequeña, tenía un tamaño parecido al de una barraca de jardín donde
guardar las herramientas.
—Es La sirena de niebla. El faro está allí arriba —dijo señalándolo—,
cuando hay niebla su luz no llega al mar, por eso construyeron este que con
su silbido estridente avisaba a los marineros de la costa. Hace años que ya
no se usa.
Cualquier persona se hubiera sentado mirando al mar, pero era Morgane
así que hizo lo contrario, contra la pared que daba hacia el interior de la isla.
Justo al lado de la placa conmemorativa por los ciento veinte años de su
construcción, la fecha era de marzo, justo tres meses antes. Me cogió de la
mano, como buscando entre mis dedos las palabras para hablarme de él. De
su padre.
—Era marinero como Gauvain, de hecho eran muy buenos amigos.
Estaban volviendo a casa de pescar en el Mar de Iroise, cuando los pilló un
temporal. Solo sobrevivió la mitad de la tripulación. Esa bestia de agua que
tú tanto amas se lo tragó sin pensar en nosotras.
Me habló de la pérdida. De cómo había sido vivir en la isla. De cómo
odiaba que la gente la tratara diferente, como hacían con las viudas. Los
siseos de los vecinos al pasar por su lado y al darles la espalda. Ella quería
ser otra chica más y solo lo había conseguido ese año al ir a estudiar
Historia del Arte en Vannes. Lo suficiente lejos para ella, lo bastante cerca
para su madre.
Poco a poco se fue acurrucando hasta que le pasé el brazo por la espalda.
Me sentí afortunado de que me lo contara. De que fuera mi pecho a quien
acudiera en busca de consuelo. Quise rodearla fuerte, protegerla. Extraer a
mordiscos, con las uñas o a puñados aquel dolor tan profundo. Yo nunca
había experimentado nada semejante, ni siquiera había vivido una muerte
cercana. Me di cuenta de los diferentes que habían sido nuestras infancias.
Mi casa, de la que siempre me quejaba por ruidosa, se convirtió entonces en
un regalo del que no había sido consciente en veinte años.
Le dejé un beso en el pelo. Otro en la mejilla. Y me quedé allí,
respirando su aliento. Sus hipidos se acompasaron con mis latidos. Sabía
que podía notar lo veloz que me iba el corazón, pero no me importaba. Se
separó lo justo, sus ojos acuosos se encontraron con los míos, le sequé una
de las lágrimas y ella la sopló.
—Mi madre lo hace para que así se vaya el dolor.
Acuné su cara entre mis manos, pero en el último momento me entró la
duda de si ella lo deseaba tanto como yo. Me estaba hablando de su padre y
yo solo podía pensar en besarla.
—Quiero darte un beso de esos que hacen que todo se olvide. ¿Puedo?
Me incliné un poco más, la primera caricia fue su aliento. Después sus
labios abiertos, esperándome.
—No solo puedes, es que debes —murmuró.
—Me encantan este tipo de obligaciones —reí antes de unir mi boca con
la suya.
Qué loco me volvía verla tan rota y tan brillante a la vez. Aquel día
comprendí que Morgane sabe convertir su hielo en puro fuego.
Con el tiempo he descubierto que no fue especial por ser el primero, fue
uno de esos que das muy pocos en esta vida y que solo lo experimentas con
la persona adecuada.
—Que sea la última vez que me pides permiso para besarme. Hazlo
cuando quieras porque, a mí, siempre me apetecerá.
Fue el primer paso de un nosotros que duraría seis años.
23 El corazón, solo otro músculo más
(Elio)

Llevo todo el día sin poder concentrarme en nada. El pasado me envuelve,


me zarandea. Me marea. Cuando esto me pasa, me frustro y es peor; pero
soy incapaz de mantener la cabeza fría. Sobre las siete de la tarde, vuelvo a
la playa de Donnant en busca de lo único que es capaz de tranquilizarme. El
mar. Cojo la tabla y bajo por el sendero que hay en el escarpado acantilado
y que conecta el aparcamiento con la cala. El paisaje responde a la pregunta
«¿qué hago en la isla?» que me he hecho un millar de veces desde esta
mañana. La marea está baja y lame con su color turquesa la arena; la playa
se ve en todo su esplendor. Esta es mi casa. Mi hogar. Me tumbo sobre la
tabla y braceo hacia el interior. La brisa peina las olas y me salpica. El agua
está fría, pero compensa ese infierno que siento dentro y que es puro rencor.
Canalizar la rabia surfeando es la mejor terapia que conozco. Dejo que las
olas me mezan y el aire se lleve mis pensamientos. El mar está tranquilo,
cuanto más adentro, los tonos verdes pasan a azulados. Morgane los
definiría cada uno de ellos: turquesa, jade, aguamarina, celeste, azul regio,
marino o ultramar… era algo que me gustaba, gusta de ella, nunca se refería
a los colores por su nombre primario.
Morgane es como nadar con lastre. Uno que llevo tiempo intentando
soltar y del que no consigo desprenderme. Uno que me impide salir a la
superficie, pero joder, es que es tan bonito el fondo marino.
No sé el rato que pasa hasta que oigo alguien a mi espalda, al mirar veo
que es Dylan.
—¿Qué pasa? —le pregunto cuando llega a mi altura y siento sus ojos
hacer un barrido rápido, escaneándome.
—Quería ver cómo estabas. —Si ha venido es porque sabe que la he
visto. Cuando me mudé no contemplé que la isla tiene ojos y orejas en cada
puñetero rincón.
—¿Cómo lo has sabido?
—Esta mañana se ha encontrado con Romy mientras hacía el reparto. Si
la hubieras oído, estaba eufórica. Luego, he llamado a Morgane para darle
las gracias por venir… y me lo ha dicho.
—Me estaba esperando en el aparcamiento —señalo hacia nuestra
derecha.
Bato el agua con las manos y luego me las paso por la cara.
—Arréglalo de una vez. No solo por la fiesta, es que necesito recuperar a
mi hermano. Al Elio algo misántropo, estoy harto de esta versión rancia y
cada vez más asceta.
—No sé cómo. En cuanto la he visto… me he colapsado.
Uno no puede volver a su vida de antes en un solo clic y que todo siga
igual. Para empezar porque ninguno de nosotros somos los mismos. Más de
mil días de rencor dan para mucha rabia contenida. He entendido que no ha
pasado suficiente tiempo para perdonarla, ni tampoco para que mi cuerpo
reaccionase solo con verla. Como un caníbal sin saber por dónde empezar a
devorarla, si a besos sedientos y follarla de pie contra la furgoneta o al
contrario, a mordiscos pequeños saboreando su piel, los recuerdos, al amor
de mi vida. Por eso no quiero verla. Por eso es mejor que me mantenga
lejos, porque sé que volveré a caer y seré tan imbécil que ni pondré las
manos para frenar el golpe.
—Le he dicho que la odio —confieso sin apartar la vista del horizonte.
Oigo como resopla y patalea los pies bajo el agua.
—No me parece la mejor forma para solucionarlo.
—Y que la sigo queriendo —murmuro entre dientes; puede que no lo
haya utilizado estas palabras, pero sé que Morgane ha pillado la indirecta.
—Eso sí me parece un buen punto para empezar y volver a ser amigos.
—¿Amigos? Nunca lo fuimos. Siempre fue más. Es como si nos
rebajáramos.
—Es mucho más de lo que tenéis ahora.
Y yo, que siempre me he tenido por una persona con las ideas claras y de
mente cuadrada, me parece irracional y antinatural que alguien conviva con
esta dualidad. No sé si quiero seguir como hasta ahora, puede que solo
contemple esta opción porque me siento cómodo después de tantos años.
No sé si podré perdonarla nunca.
No sé si puedo volver a ese «nosotros» o a uno nuevo siendo amigos que
me resulta insuficiente. Tomar decisiones es más sencillo cuando sientes
que el corazón es solo un músculo más.
24 El amor duele

Si hay algo que detesto es generalizar. Creo que la especie humana peca en
ese sentido. Demasiado. Odio frases como que el amor verdadero no duele.
Y una mierda. A ver, aclaro que no hablo de malos tratos, ni físicos ni
psíquicos. Me refiero a que el amor duele, como todas las cosas por las que
vale la pena luchar. Pide sacrificio. Dar y recibir. Ceder. La dichosa
«empatía» que parece una enfermedad de la que nadie quiere contagiarse y
es tan necesaria. En lugar de lanzar frases sentencia, deberíamos aprender
los límites de cada uno.
No salgo de mi cuarto en todo el día. Me quedo entre estas paredes que
parecen el muro de las lamentaciones escuchando el sunami de sentimientos
que me ahoga.
*25 Solo un verano (Elio)

Verano de 2012

Había pasado un mes de aquel primer beso. Eme llegó a un acuerdo con su
madre para cambiar de turno, ya no estaba en las cenas, sino en los
desayunos. Eso nos daba más margen para vernos. Sin pretenderlo, al
inicio, y luego ya por pura necesidad, pasábamos juntos todo el tiempo que
teníamos libre. Aquel verano empecé a surfear al atardecer en la playa de
Donnant. Normalmente, me esperaba junto a la Kombi, pero aquel día
estaba de pie, en la orilla. En cuanto me percaté de ello, nadé hasta ella.
Tenía los pies en el agua y me alegré tanto de ver aquel progreso que me
entraron ganas de gritar. Me contuve para no romper el momento. Dejé la
tabla en la arena y me acerqué despacio. Me puse a su lado y mis dedos
buscaron los suyos. Su respiración era agitada, pero en su rostro había
determinación.
—Tengo miedo —murmuró.
—Lo sé. —Le di un apretón, sin saber muy bien qué hacer o qué decir.
Dio un paso hacia el lado para ponerse delante de mí, dándome la
espalda. Se recostó contra mi pecho y le rodeé la cintura con los brazos. Los
dos teníamos la mirada fija en el horizonte, donde el sol ya era solo una
media luna y el cielo era de tonalidades flameantes.
—Me refiero a que me da miedo esto… Lo que estamos haciendo.
—¿Y qué hacemos? —Apoyé la cabeza en su hombro después de dejar
allí un beso.
—Tengo miedo a enamorarme de ti —confesó en un murmullo.
—Es solo un verano. —Decir en voz alta que había una fecha de
caducidad, me provocó ardor en el pecho.
—Según Dios, en siete días se puede crear un mundo y aún le sobró uno.
Imagínate lo que se puede hacer con un puñado de semanas. —Rio fuerte,
como hace siempre para esconder su temor.
Le hice dar la vuelta y ella rodeó mi cuello con sus brazos. Me encantaba
que tuviera esa necesidad constante de tocarme. Ese mismo anhelo que me
quemaba a mí. Le acuné la cara y con los meñiques le acaricié la nuca como
sabía que le gustaba.
—A mí no me da miedo enamorarme, porque eso ya ha ocurrido y nunca
me he sentido mejor; sino tener que desenamorarme —admití antes de
lanzarme a comerle la boca con esa ansia que de repente me había entrado
al pensar en septiembre.
26 Port Coton

He pasado una noche de mierda, así que necesito ir hasta mi espacio de


calma. Ese rincón al que me gusta ir para ver un mar de tinta que no me
aterra. No sé las horas que he podido pasar aquí, conozco estos peñascos y
sus formas caprichosas que, como hoy, rodeados de la bruma parecen
fantasmagóricos. Paseo hasta las Agujas de Port Coton y me distraigo
viendo una chica muy joven pintar con espráis ese paisaje en una furgoneta.
Cada uno elige el lienzo que más le gusta y tengo que reconocer que, aun
sin terminar, es una maravilla. Pienso en llamar a Elio y decirle que venga
corriendo a verlo. Sé que le encantará la idea; digo lo de pintar la furgoneta,
no de que venga. Ayer ya me quedó claro que nuestro encuentro no lo hizo
muy feliz. No consigo calmar mis inquietudes, pero hablar con Giselle, la
pintora, hace que dirija toda esa energía que me quema en mi pasión por el
arte.

A mediodía, Bastian me llama para darme las gracias por el regalo, aunque
insiste en que no era necesario. Me pregunta por la vuelta a casa y yo le
respondo con evasivas. Yo también soy como una ostra cuando se trata de
mi pasado. Para cambiar de tema, le hablo de Giselle y le mando las fotos
que he hecho a su obra, con su permiso. Él también ve potencial y
decidimos ponernos en contacto con ella. Siempre es bueno tener una
cartera variada de artistas.
27 A los chicos también nos gusta que se
peleen por nosotros (Elio)

He dormido fatal; si es que pasarme la puñetera noche dando vueltas en la


cama se le puede llegar a llamar dormir. Me ducho y preparo un café bien
cargado para afrontar este martes. Con el tiempo me he acabado dedicando
a mis dos pasiones: el mar y los números. Nunca me planteé pasar mi vida
pendiente del viento, las mareas o el mar de fondo. De adaptar mis días a un
parte marítimo. Ni estudiar cada mar o perseguir monstruos por todo el
mundo, como los llama Morgane. Surgió, una cosa llevó a la otra. Como
tampoco nunca imaginé ser, durante cinco años, un surfista profesional. Que
me pagaran por vivir ese eterno verano y dar la vuelta al mundo
persiguiendo la mejor ola. Pero una vez has descubierto la adrenalina que
produce desafiar la naturaleza, es complicado decir hasta aquí. Si hubiera
sabido frenar a tiempo, mi vida sería completamente distinta. Saber cuándo
decir «no» es de inteligentes, no de cobardes. Lástima que eso lo haya
aprendido a base de hostias.
Cuando terminé de estudiar Ciencias del mar, me saqué el título de
Ingeniería informática. Empecé preparando una web con datos útiles para
los surfistas sobre los picos (zona donde se cogen las olas) de las playas
más conocidas del mundo y en las que había tenido la suerte de ir. Volqué
en ello lo que había aprendido durante años. Con el tiempo se convirtió en
una app que me aporta casi la mitad de mis ingresos. Después, por aquello
de que uno conoce a no sé quién, que es primo de otro… estoy participando
en un proyecto para el desarrollo de aplicaciones que ayuden a la pesca.
Esta cooperación me permite trabajar como freelance, sin perder mi
autonomía. Sobre todo, evitando estar en una oficina con horario fijo. Me
agobio solo de pensarlo.
Me paso la mañana en una reunión por videollamada. Después de comer,
salgo al patio con un café y la tablet para echar un ojo al correo electrónico.
Suena Waves mientras borro unos cuantos de publicidad de esos que estás
harto de darte de baja, pero que resulta imposible. Dejo para más tarde uno
que me manda mi madre con el link a un artículo que, según ella, es de
lectura obligatoria. El siguiente es de mi contable, lo leo por encima y lo
guardo en la carpeta correspondiente. Y entonces lo veo, es de Klein.
Durante los años que fui surfista profesional, él fue mi agente. Digamos que
no teníamos la misma visión de las cosas y no terminamos de muy buenas
formas. Hace unos dos años que no hablo con él.

Hola, Maillard
Supongo que te sorprenderá estar leyéndome, te prometo que
no más que yo al escribirte estas líneas. Solo quiero que sepas que
me alegro de que volváis a estar juntos. Sé que no fui muy
considerado con vuestra relación, pero sabes lo que opino del
amor cuando uno es deportista profesional. Eres un tipo
afortunado; una chica que pelea así por alguien, merece que no la
dejen escapar.
Dile que no tengo la intención de denunciarla, me advirtió y yo
acepté. Estamos en paz.
Creo que se hizo más daño ella que yo al recibir su puñetazo,
espero que no se haya lastimado.
Que tengáis una buena vida,
Marcus Klein.

Lo leo un par de veces (vale, puede que incluso más de cinco), para
entender de qué habla. Solo puede referirse a Morgane. ¿Insinúa que le ha
dado un puñetazo? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué?
Me debato entre ir a verla o no. Es como estar en una competición y
decidir si vas a coger esa ola o esperar que la siguiente sea mejor. Con la
presión de que no haya ninguna otra más. Llevo tiempo fuera de los
campeonatos, el mismo que hace que no estoy con Morgane, y he perdido la
práctica. Al final me puede la curiosidad. Eme siempre gana, da igual quien
esté al otro lado de la balanza. Por mucho que quiera alejarme, somos dos
imanes que se repelen y se atraen con la misma fuerza. Mi padre me dijo
una vez: «eso os hace más fuertes».

***

Llego al hotel pasadas las cinco de la tarde, aparco y la incertidumbre me


sacude otra vez, pero es Morgane, mi puto tendón de Aquiles. Mi fortaleza,
mi debilidad. Ni me fijo en las obras, cuando nadie me abre la puerta de
casa, rodeo la entrada y la localizo en la terraza. Aprovechando la
tranquilidad de que el hotel permanezca cerrado, está sentada en una de las
tumbonas que hay en el jardín. Las vistas desde esta altura son una puta
pasada. Se ve la costa partida por los peñascos y la cala donde algunos
barcos se balancean. Desde aquí se puede oír como la brisa silba en
contacto con los mástiles.
Reconozco la caja que tiene a su lado. Su pequeño tesoro. Son todos los
cuentos que le trajo su padre cuando llegaba a casa después de cada largo
viaje de trabajo. Conozco a Philibert por lo que me contó su hija, siempre
he admirado a ese hombre. Eran cuentos en otros idiomas. Bajo cada línea
estaba escrita la traducción de su propio puño y letra. Me encantaría
sentarme a su lado y leerlos otra vez. Revivir un recuerdo o simplemente
vivirlo de nuevo. Pero entre nosotros ya nada es simple.
Alza la cabeza al percibir un ruido y entonces se percata de mi presencia.
Veo como su semblante se oscurece. Me pregunto qué pasará ahora mismo
por su cabeza, me tranquiliza ver que ella tampoco está preparada para el
impacto que es volver a encontrarnos. Me fijo en su mano izquierda, la
lleva enyesada y en cabestrillo. Después de mi comportamiento en el
aparcamiento, no sé cómo acercarme y hablar con ella.
—¿Por qué no me lo dijiste ayer? —Suena casi a reproche y es lo último
que quería.
«Cálmate, Elio».
—¿Te refieres a la conversación tan amistosa que mantuvimos? —Mi
reacción es una pequeña sonrisa, me gusta ver que sigue siendo la misma
Morgane de siempre, mordaz.
Me siento en la tumbona frente a ella. Una ráfaga de aire agita las ramas
y una banda de pajarillos alza el vuelo y abandona la sombra del tamarisco.
—Me prometió que no te lo diría. —Me mira por debajo de sus largas
pestañas y tuerce la boca en una mueca deliciosa. Había bloqueado el
recuerdo de lo expresiva que es.
—¿Cuándo has hablado con Klein? —En el mensaje no decía nada de
eso.
—¿Klein? No he… Espera, ¿te lo ha contado él?
—Me mandó un e-mail donde nos felicita por volver a estar juntos. —
Hago una pausa—. Y de que no dejara escapar a una mujer así.
—Pensaba que hablabas de Romy —murmura, con el ceño fruncido.
—No, y Dylan tampoco ha insinuado nada.
—O ha cambiado mucho o todos sabemos que tu hermano es un bocazas
incapaz de guardarte un secreto. —Es pequeñita, pero hace mucho que
aprendí a cazar sonrisas de sus labios.
El silencio hace acto de presencia y firmamos una especie de tregua.
Morgane ladea la cabeza con la vista al horizonte y yo pierdo la noción del
tiempo observándola como hace años que no hago y otros tantos que he
deseado hacerlo. Ayer no me permití mirarla. Por precaución, como un
sistema fallido de defensa. Pero hoy… Han desaparecido sus rasgos
aniñados, me parece más mujer a pesar de vestir con una vieja camiseta gris
y unas mallas a las que ha subido las perneras hasta las rodillas. Lleva el
pelo suelto, el sol se refleja en sus ondas y la brisa baila con él, como me
gustaría hacerlo yo. Tiene las mejillas sonrosadas, sé que es por el sol, pero
me apetece creer que es porque ahora mismo está recordando un buen
momento de la infinita lista que tenemos juntos. Se moja los labios, veo la
punta de su lengua y el deseo de besarla es tan punzante que me devuelve al
presente.
—¿De verdad le diste un puñetazo?
—Prometí que le rompería la cara —contesta sin mirarme.
—¿Cuándo fue eso? —pregunto sin tener idea de esa promesa.
—Ya sabes cuándo. —Chasquea la lengua airada, pero al mismo tiempo
cierra el librito con sumo cuidado para guardarlo con los demás.
—No lo sabía.
—Estabas tan concentrado que te perdías todo lo que pasaba en la orilla
—dice y suena a caballo entre el pesar y el reproche.
Sé que Klein intentó persuadirnos a los dos para que rompiéramos. Creía
que Morgane era una distracción, pero más de una vez le dejé claro que,
antes cambiaba de agente que separarme de ella.
Después de un largo silencio, Eme me cuenta cómo ocurrió.
—Si llego a saber que dolería tanto le hubiera dado una patada en los
huevos. —Le entra la risa y se me pega.
Orgullo. Siento orgullo y algo cálido me recorre las venas. No estoy a
favor de la violencia, pero joder qué bien sienta saber que hay alguien
dispuesto a defenderte. Y sobre todo, me alegra que, a pesar del tiempo
transcurrido, de la distancia, de que ya no estemos juntos… aún tenga ganas
de cumplir aquella promesa. ¿Eso quiere decir que aún no le soy
indiferente? No te peleas por quien ya no te importa, ¿verdad?
Soy incapaz de saber si eso es una buena noticia.
¿Cambia algo?
No lo sé.
Quiero alargar la mano y rozarle la punta de los dedos que sobresalen del
yeso. Quiero preguntarle si le duele, pero no me atrevo.
Nos quedamos de nuevo en silencio, ella con la vista fija en la caja y yo
vuelvo a observarla. Tengo un nudo en la garganta. La contemplo sabiendo
que puede desaparecer en cualquier momento. Desde el accidente soy más
consciente de lo volátil que es la vida. Recuerdo que me pasaba horas
contemplándola e imaginando en qué estaría pensando. Siempre me
pregunté si sus sueños se parecerían a los míos.
28 ¿Amigos?

¿Sabes esas veces que no distingues si estás soñando o está ocurriendo de


verdad? Este es uno de ellos. Algo flota, rodeándonos. Distingo a nuestros
alter ego del pasado, los veo paseando cogidos de la mano. Besándose bajo
la sombra del manzano. Oigo risas olvidadas. Siento las ilusiones llorando
desconsoladas, acompañadas por el futuro perdido y las expectativas no
cumplidas.
—Debería haberte enseñado a golpear.
—No empecemos con los debería —gruño entre dientes.
Elio está sentado delante de mí y estamos charlando… o lo qué diablos
sea esto. En el jardín, con los cuentos de papá a mis pies. Después de
nuestra «conversación» en la playa, me parece demasiado surrealista. No
entiendo por qué Klein le ha mandado un e-mail para contárselo. No es
nada su estilo. El alemán es más de manipular a la gente en privado.
No sé qué decir.
No sé cómo comportarme.
No sé si esto es una tregua o el final.
Las garras de la palabra «perdóname» se me clavan en la garganta
queriendo salir, pero algo las retiene. Es el miedo, una vez la suelte todo se
habrá acabado. Mientras, esto es un tiempo muerto. Me conformo en
despertar en él algún sentimiento, aunque ese algo sea el odio. Soy la chica
que primero quiso y ahora detesta, pero sigo siendo alguien en quien pensar
a menudo, aunque ya no sea con el deseo de llevarme a la cama.
El silencio se pasea a nuestro alrededor. Un avión dibuja una línea en el
cielo de un azul imperial y me pregunto hacia dónde irá, como solía hacer
de pequeña. La única diferencia es que ahora no los envidio porque, a pesar
de todo, no querría estar en ningún otro lugar. Solo aquí, en mi isla. Con
Elio a mi lado. Los minutos se hacen eternos y efímeros a la vez. Tal como
me ocurría en el pasado cuando estaba con él. Sentir de nuevo sus ojos en
mí es una deliciosa tortura. Alzo la vista y lo afronto. Tengo ganas de
pegarle, gritarle por todo lo que me hizo pasar y… besarlo. Dios, como
deseo que vuelva a besarme. Y su pelo, joder, su pelo me pide que meta la
mano y compruebe su suavidad. Me invita a que enrede mis dedos y tire de
él.
—Ya lo sé, está demasiado largo —dice paseándose la mano como
estaba imaginando hacer yo, dejándome claro que mi escrutinio no era nada
sutil —. Debería cortarlo.
—¡No! —grito. Carraspeo antes de continuar con un tono de voz más
neutro, aunque su expresión me diga que es inútil disimular—, Mmm…
eh… te queda bien.
«Elio, joder, no te rías así que solo se me ocurre borrarte esa sonrisa a
mordiscos».
El instante se rompe con los ladridos de Chouchen que viene corriendo a
nuestro encuentro. Ni me mira, va directo hacia Elio. Se queda delante de él
hasta que lo coge en brazos. Parpadeo y se me desencaja la mandíbula. No
hay dudas de que el cachorro lo reconoce y me pregunto ¿cómo es posible
que mi ex conozca al perro y desde cuándo? Me guiña el ojo a modo de
respuesta, sin esconder lo divertido que le parece mi desconcierto. Es lo que
tiene conocerse tan bien, un gesto lo dice todo.
Mi madre sale justo entonces.
—Hola, Elio, ¿te apetece tomar algo?
Le lanzo una mirada de esas de «¿estás loca?», pero solo me dedica una
sonrisa afable cargada de ignorancia selectiva. Después de tantos años soy
capaz de reconocer la risa silenciosa de Elio. Parece que él tampoco ha
olvidado cómo interpretar nuestro lenguaje mudo.
—No, gracias, Liza. La verdad es que ya me iba.
—¿Vas a yoga? —le pregunta mi madre.
—Sí, hoy lo necesito más que nunca —admite poniéndose en pie, aún
con Chouchen en brazos—. Si quieres, te llevo.
—Te lo agradezco. Voy a por mis cosas, dame un par de minutos.
—¿A yoga? —pregunto, perpleja. Mi progenitora asiente y solo si la
conoces eres capaz de ver esa chispa en sus labios hacia arriba—.
¡¿Juntos?! —estallo.
No entiendo nada. Lo último que esperaba al volver a casa era esto, sea
lo que sea que tengan estos dos.
—Juntos… y con otra gente. Es en Parlavan. ¿Quieres venir?, seguro que
a Juliette le parece bien. —Odio cuando juega así conmigo. La odio. A ella.
A Elio. A la isla. A mí, por idiota. Niego con la cabeza, asimilando lo qué
está ocurriendo—. Claro, con la mano…
—Ni por la mano, ni qué leches. ¿Ahora sois amigos? —grito,
poniéndome en pie.
—Somos vecinos, sabes lo que es vivir en la isla.
—¿Por qué no me lo habías dicho? —pregunto hecha una furia.
¿Es una especie de broma? Viniendo de ella, todo es posible. Hasta el
punto de que esto es real y ellos son «amigos» que van a yoga juntos. Por
Dios, ¿no podría tener una madre algo más normal?
—Porque no quieres que hable de él. Ni siquiera me permites decir su
nombre.
—¿Estoy vetado?
Cuando lo oigo me percato de que estamos discutiendo con Elio delante,
pero después de tantos años, a ninguno de los tres nos sorprende.
—Id a alinear chacras y dejadme en paz. —Cierro la caja, la cojo como
puedo con el brazo bueno y me voy a mi cuarto.
29 Todo pasa, pero primero te atropella
(Elio)

Hacía demasiado tiempo que no presenciaba estos duelos madre-hija. Me


doy cuenta de que hasta esto, por mínimo e insignificante que sea, lo he
echado de menos.
—¿Crees que es buena idea dejarla sola? —le pregunto a Liza justo antes
de salir del camino de gravilla para coger la carretera principal.
Es de una de esas cosas, que por mucho que Morgane me hablara de ello,
no entendía hasta que me instalé. Me he criado en la ciudad de Agen, en la
que el vecino del rellano es un desconocido. Pero aquí, da igual que vivas al
norte o al sur, de que haya más de treinta kilómetros entre unos y otros… Si
vives en la isla, eres vecino. Punto. Es como una pequeña comunidad. Para
lo bueno y lo que no lo es tanto. Sabía que al mudarme aquí volvería a ver a
Liza; a la que durante años consideré mi suegra. Lo que no esperaba es que
con el paso de los meses conseguiríamos ser «amigos». Unas semanas
después de instalarme, una tarde se pasó por casa con una cesta de mimbre
en la que había un kouig amann y una botella de lambig. Quería saber cómo
me encontraba y que no dudara en acudir a ella si necesitaba cualquier cosa.
Lo de ir juntos a yoga es otra casualidad, me lo recomendaron después del
accidente para recuperar el equilibrio y flexibilidad.
—Se le pasará. Tiene que digerirte.
—Ya… ¿Y eso cómo se hace? —pregunto en un susurro mientras pongo
el intermitente—. Es para un amigo.
—Pues dile que todo pasa, pero primero te atropella.
—No suena muy bien —bufo apretando el volante sin ser consciente
hasta que me duelen los nudillos por la tensión.
—Elio, entre vosotros… En fin… Creo que os toca hablar, no hay quien
avance sin cerrar viejas etapas.
Tenemos algo en común: Morgane. Lo que hace que los dos hayamos
recurrido al otro para hablar de ella cuando nos apretaba la nostalgia, pero
siempre evitando el motivo por el cual todo se desmoronó.
—Dylan me dijo que la había invitado a la fiesta y sabía que cabía la
posibilidad, pero al verla en el aparcamiento… me bloqueé.
Me paso la mano por el pelo y pienso en su expresión cuando le he dicho
que lo tenía demasiado largo, aunque haya disimulado, he entendido
perfectamente que le encanta. Y mira por dónde, esas ganas que tenía de
pasarme de nuevo la maquinilla, han desaparecido de repente.
—Ya le he pegado la bronca por coger el coche en este estado. Espero
que, por el bien de los dos, seáis capaces de actuar con cabeza.
En cuanto lo dice, reacciono a que condujo con solo una mano. Tengo
ganas de dar media vuelta y preguntarle en qué estaba pensando.
«Pues pensaba en lo mismo que tú cuando se trata de nosotros: en nada»,
escucho esa voz que va de sabionda y que no sabes muy bien de dónde
procede.
—¿Hasta cuándo se queda? —le pido y mi voz suena distorsionada por
esas ganas de saber y al mismo tiempo reprochándome por mostrar interés.
—No cogió billete de vuelta, pero tiene como mínimo un mes de baja,
luego llegan las vacaciones… espero que sea suficiente.
«Suficiente… ¿para qué?», quiero preguntar, pero no me atrevo por
miedo a su respuesta. ¿Cerrar de una vez por todas nuestra historia? ¿Para
abrirla? ¿Podré perdonarla? ¿Quiero volver a intentarlo?
—Tú aún la quieres, no me engañas. —Pone la mano sobre mi
antebrazo.
—Nunca te he mentido —admito, ladeando la cabeza hacia ella justo
cuando paro en un stop. No tienen el mismo color de ojos, pero sí se
parecen en sus facciones y gestos, es como ver a Morgane con cincuenta
años.
—Lo importante es cómo os queréis y si realmente podéis llegar a un
punto medio. Tú tan mar, ella tan tierra. Ojalá seáis capaces de encontrar
vuestro paraíso en la orilla.
Lo intentamos una vez y no salió bien. Ahora hay demasiado dolor y
rencor para dejarlo atrás. De Liza siempre he admirado su capacidad de
resiliencia, su fortaleza. También aprecio que no se meta en lo nuestro.
Nunca me ha dicho que olvide a su hija, que me aleje o que me acerque.
Nada. Supongo que por su experiencia sabe que el amor no escucha
consejos de nadie.
*30 Talasofobia

Verano de 2012

Aquel verano, la chica que odiaba el mar bajaba cada día a la playa,
caminaba hasta la orilla y dejaba que las olas le lamieran los pies. Su
talasofobia no solo era una consecuencia de su odio visceral a aquel
monstruo de agua, también tenía que ver con que casi se ahogara. El día
estaba despuntando cuando se despertó y bajó hasta la cala. La tarde
anterior le habían dicho que su padre había muerto y que descansaba en las
profundidades del mar. De golpe, fue consciente del tiempo. Con nueve
años comprendió el significado del «nunca más» aunque se resistía a
creerlo. Por eso se metió en el agua y nadó hacia el interior, quería volver a
verlo. Si estaba allí abajo seguro que venía a darle un último beso. Pero lo
único que la besó fue el mar y lo único que la abrazó fue un viejo marinero
que había salido a pescar y que, al verla, se lanzó para salvarla.
Sentir hablar a Elio con tanta pasión sobre el mar y las olas, me
provocaba una curiosidad que se enfrentaba constantemente con mi fobia.
Me acercaba a la orilla y me obligaba a estar quieta viendo como venía la
ola, me mojaba la punta de los dedos y reculaba de nuevo. No, Elio no me
obligó jamás a hacer algo que no deseara. Yo solo quería saborear una
porción de esa libertad que le ofrecía el mar.
Como siempre, en cuanto Elio me vio, vino directo hacia mí, dejó la
tabla al lado de las toallas y me dio la mano.
Suspiré hondo y di un paso.
Y otro.
—Estoy aquí —dijo con dulzura.
Y otro más.
Me detuve.
El agua nos llegaba a las rodillas. El corazón bombeaba al límite de su
capacidad y mi respiración parecía una vieja locomotora de carbón. Estaba
aterrada, pero dejé que las olas bailaran adelante y hacia atrás. Me
concentré en la mano fría de Elio apretando la mía, en el sol casi rozando el
horizonte. En la luz dorada que nos envolvía a esas horas del final del día.
En la suerte de tener la playa para nosotros solos.
Di otro paso más, encontré un bache en la arena, pero Elio me sostuvo.
—¿Quieres volver?
—Aún no —dije con voz vacilante.
Seguí andando y deteniéndome hasta que el agua me llegó a la cintura.
—¡Estoy tan orgulloso de ti! —exclamó Elio dándome un beso en la
mejilla. Me tiré a sus brazos enroscando mis piernas a sus caderas.
Nunca sería una nadadora olímpica y mucho menos una sirena, pero fue
la primera vez que experimenté la libertad y fortaleza que provoca
enfrentarte a tus miedos.
—Te quiero —le dije con la voz presa de la emoción y el pavor.
Entonces fui consciente de que mi madre no había sido muy precisa con
lo del picor en el corazón, yo sentía que Elio había entrado con una
excavadora y el nido tenía el tamaño del castillo de Versalles.
Después le pedí que me llevara a la furgoneta y me hiciera el amor, solo
había una forma de acallar el miedo, una cosa que estaba por encima de
todo, Elio.
—Yo también te quiero —respondió sobre mis labios.
Las películas románticas terminan con un beso y un «te quiero», cuando
en la realidad es solo un comienzo.
31 Qué don tienen las madres para
hacerse… querer

Bastian me ha mandado un email con un dibujo que ha hecho Jade para mí.
Es un loro, igual que el peluche que le he regalado, bajando por un arcoíris.
Está tan lleno de colores vivos que me saca una carcajada. Voy hasta el
despacho del hotel y lo imprimo para colgarlo en mi habitación. Me gusta
mirarlo porque me recuerda que hay vida más allá de la isla. Otra vida llena
posibilidades, como dijo Jay.
Estoy bajando la escalera cuando llega mi madre.
—¿A qué venía eso? —bramo en cuanto cierra la puerta detrás de ella.
—Necesito ducharme. Hoy, la bruja de Juliette nos ha hecho sudar la
gota gorda y todo porque Solen no se callaba.
Como he hecho durante las últimas dos horas, visualizo un suelo de
tarima de madera y todas esas mujeres tumbadas sobre sus esterillas de
colores. Imagino a Elio en medio de ellas haciendo la postura del perrito,
estirándose todo el cuerpo y con el culo en pompa… las muy perras, acabo
de «ver» cuál es su interés por esta disciplina.
«Morgane, céntrate y aparta ese culo de la mente. Al menos hasta esta
noche, cuando estés sola en tu habitación».
—¿Sois amigos o algo así?
—¿Es que no podemos serlo? —Vuelve de la cocina con un vaso de
agua.
—Mamá, por favor… —le pido, desesperada—. Hoy no. Necesito que
aparques por un rato ese humor. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué…?
—Basta —me interrumpe—, pareces un filósofo con tantos «¿por qué?».
Es un vecino más.
—No, no lo es. Es Elio —vocalizo su nombre y su sabor se me pega al
paladar.
Me vuelvo a sentar en el sofá, agotada. No sé qué esperaba al volver a la
isla, sabía que sería complicado, pero no hasta este punto. Somos tan
estúpidos que creemos que si ignoramos los problemas seguirán inalterables
hasta que les prestes atención. Pero no es verdad. El tiempo pasa. La vida
sigue. Nada permanece intacto. Todo muta y evoluciona. No sé cómo
afrontar esto, porque hay una nueva Morgane, un nuevo Elio, y estos tres
años también han influenciado sobre lo que ocurrió entre nosotros.
—No te lo conté porque no querías saberlo. Ya basta de culpar a los otros
de tus problemas. Habéis continuado con vuestras vidas echando un grueso
velo, pero nada se puede ignorar de forma permanente.
—¿Y qué propones?
—Él está aquí, tú estás aquí, hasta un mono sabría la respuesta. —Se
toma su tiempo para continuar cuando ve que no pienso responder—. Ni él
es perfecto, ni tú tampoco. No puedes cambiarlo, ni él a ti. Asume lo que
quieres. ¿Quieres estar con él? Pues acepta las consecuencias.
—Ya sé que piensas que me equivoqué y fui una cobarde —murmuro.
—Hollgaret[4], no me acuses de pensar porque no lo estoy haciendo; ni
tampoco de juzgarte. Cometer errores es humano, perdonar también.
¿Quieres alejarte? Pues déjalo ir de una vez, pero no arrastres a los demás
contigo. Elio me cae bien y voy a seguir yendo a yoga o donde me dé la
gana con él.
—¡No es justo! No puedes… —Tengo tantas ganas de gritar que pierdo
la voz.
—Estás celosa, ¿es eso? —Que las madres lo sepan todo, a veces las
convierte en heroínas y otras muchas en un puñetero grano en el culo.
—¡Claro que estoy celosa! —exploto por fin y me levanto del sofá de un
salto—. Yo estoy en París mientras él está aquí en la isla, contigo, con
Romy…
—¿Te das cuenta de que tú misma te prohibiste tener todo eso? Nadie te
ha arrebatado nada a lo que tú no renunciaras antes.
—No es tan fácil, hay mucho más.
—No es tan difícil. Creí haberte enseñado a no esconderte; a ser una
mujer fuerte que sabe que en esta vida todo lo importante pide sacrificio. A
estar preparada para ello.
—Nunca se está preparado para ver a tu pareja morir.
—No, pero es que Elio no murió. Sigue vivo.
Y se me eriza la piel, el corazón pierde el compás y se acelera cuando
me viene un recuerdo y esas mismas palabras resuenan en mi cabeza con la
voz de la doctora de urgencias.
—Necesito acostarme —murmuro levantándome del sofá.
—Solo una cosa más, pregúntate si tuvieras la oportunidad de viajar al
pasado, ¿volverías a escoger a Elio sabiendo lo que implica? El tiempo pasa
muy rápido y es una lástima que el miedo te robe la felicidad.
*32 Sabes a verano

Verano de 2012

«Luego, el frescor del agua salada. Nos reíamos, deslumbrados, perezosos,


agradecidos. Teníamos el sol y el mar, la risa y el amor. ¿Volveríamos a
vivir alguna vez como en aquel verano, con aquel esplendor, aquella
intensidad?» Había escrito Sagan en su novela Buenos días, tristeza, lo
estaba leyendo la noche anterior y yo me pregunté lo mismo aquella tarde
de mediados de agosto. Llevábamos dos días con mal tiempo, pero parecía
que la lluvia ya se había ido hacia el continente y solo quedaban algunas
nubes algo atrasadas. Estábamos todo el grupo en la playa de la Ramonette,
en Le Palais, donde durante los meses de verano se celebraba cine al aire
libre.
No recuerdo quién empezó con el juego, pero a alguien se le ocurrió
buscar el sabor de las cosas. Maël dijo que la risa sabía a helado de pitufo.
Elio que las nubes sabrían a los buñuelos de su abuela.
—A las crepes de miel y limón, que hace mi madre —dije cuando fue mi
turno de buscar qué gusto tendría darle un mordisco al sol—. Caliente,
dulce y con un punto ácido.
—Pues yo creo que a mí me sabría a provolone —replicó Dylan,
frotándose los abdominales—. Una gran fuente de queso fundente con
tomates cherri y orégano.
A Romy le tocó el mar, no escuché su respuesta porque estaba pensando
que para mí tenía el gusto de las lágrimas.
—Tú sabes a verano —murmuró Elio antes de besarme.
Estábamos todos tumbados boca arriba, él tenía un brazo bajo mi nuca y
ladeé la cabeza hacia su rostro. Quise decirle que ojalá también a hojas
secas y castañas. A Navidad y a cotillón de Fin de Año. A las pinturas de
carnavales y los huevos de Pascua. Que ojalá buscara en mis labios el sabor
de la primavera cuando llegara abril.
33 La curiosidad mató al gato y a mí me
dejó con ganas

«Cuando empiezas a caminar sin rumbo, tus pasos te llevan a esos lugares
donde fuiste feliz», no sé quién dijo esta frase, pero mi aportación es la
siguiente: cuando empiezas a caminar sin rumbo, tus pasos te llevan a
satisfacer tu curiosidad. Y sí, ya sé que la curiosidad mató al gato, pero me
gusta vivir peligrosamente. O mejor dicho, me pueden las ganas de saber.
Porque si algo se me da bien en esta vida es pillar todas las tangentes que se
me cruzan en el camino. Por ejemplo, he dormido poco porque he tenido la
mente ocupada. Para dejar de darle vueltas a los últimos acontecimientos,
me he puesto a pensar en la casa de Elio. Llevo horas imaginándome cómo
será. En el desayuno le he preguntado a mi madre la dirección exacta. Nos
separa una caminata de media hora.
Y aquí estoy, en Le Petit Cosquet, frente a su hogar.
La casa, de piedra antigua y del estilo característico de la isla, es a los
cuatro vientos y rodeada de jardín con grandes arbustos de romero y
lavanda. Es pequeña, con dos ventanas, una a cada lado de la puerta, y con
los postigos pintados de color petróleo. En el tejado de pizarra, hay dos
velux que me chivan que es de dos pisos y la planta superior es
abuhardillada. Hace un ratito que las campanas han tocado las ocho de la
mañana, no veo la furgoneta aparcada en el acceso, así que imagino que mi
teoría de que Elio estará surfeando es acertada. Saber que no está en casa
hace que la curiosidad vaya en aumento y no dude de acercarme más y
cotillear a través de algún cristal. A muchos turistas les choca que aquí las
parcelas no están cerradas. No hay grandes muros de separación, ni rejas.
Nada. El césped está alto y me hace cosquillas en los tobillos. En la parte
trasera, hay una higuera que da sombra a una hamaca, una terraza con una
mesa y un par de sillas; junto a la pared una barbacoa de obra y un
tendedero donde hay una toalla y un neopreno colgados. No es hasta que
me acerco más a la puerta que me doy cuenta de que Elio está dentro. Con
los brazos cruzados, mirándome con cara agria. Siempre ha tenido mal
despertar.
—¿Qué haces aquí? —digo sin gritar, pero lo suficiente alto para que me
oiga.
Abre la puerta con toda la parsimonia del mundo.
—Eso debería preguntártelo yo. —Se agarra al marco, y se yergue
ocupando todo el espacio—. Esta es MI casa y tú estás cometiendo un
delito. ¿Los parisinos te han robado los modales?
Hago una mueca y respiro hondo. Desde el interior me llegan los suaves
acordes de Ocean Wide. Tengo el sol a mi espalda que se refleja en el cristal
y rebota en su pelo despeinado.
—Digo en la isla —mastico cada letra porque de repente noto la boca
seca. Había olvidado lo sexi que está por las mañanas, cuando el sueño aún
no lo ha abandonado y tiene los ojos brillantes y pequeñitos. Me doy cuenta
de que a algunos recuerdos les encanta esconderse en el olvido.
—¿Vivir? —Parece que lo de burlarse de mí se ha vuelto deporte local.
—¿Por qué te mudaste… exactamente aquí?
—¿Y qué más te da el motivo? —replica con sarcasmo.
—Es que no lo entiendo.
—¿Por qué ibas a hacerlo? Vine porque aquí está mi hermano, mis
amigos. Porque aquel verano no solo me enamoré de ti, también lo hice de
ella. —Vierte un poco de esa rabia contenida en las palabras que salen
como dardos envenenados. «De ella», ya habla como un auténtico bellilois,
refiriéndose a la isla como si fuera una persona—. ¿Te satisface la
respuesta?
«Eso te pasa por curiosa».
—Será mejor que me vaya.
Me doy media vuelta, pero cuando dice mi nombre me detengo y aunque
dudo, al final acabo mirándolo por encima del hombro.
—La próxima vez muestra un poco de educación y utiliza la puerta
principal, está al otro lado. Además, nunca se va a casa de nadie con las
manos vacías. Un gesto de cortesía también sería traer un regalo de
bienvenida.
Me cabrea ver que el imbécil se está divirtiendo a mi costa.
—Para entonces espero que tú hayas encontrado tu hospitalidad. A una
visita no se la deja en la calle, sin ofrecerle un café, como mínimo.
—Tendré la cafetera lista —dice con retintín.
Soy incapaz de contestarle porque es como si él supiera que habrá una
próxima vez. Como si me invitara a volver. Justo cuando llego a la acera, lo
noto detrás de mí y sus palabras se enredan en mi pelo.
—No crees que la pregunta sería: ¿por qué no estás tú aquí?
34 La pregunta no es ¿por qué?, sino ¿por
qué no? (Elio)

Llevo más de un año viviendo aquí. Cada día, en algún momento, me he


cuestionado la decisión de mudarme a la isla.
Hace poco, cuando Dylan me dijo que la había invitado a la fiesta, él
también me lanzó la pregunta. ¿Por qué venir si eso suponía aumentar las
posibilidades de verla? No supe qué contestarle. El ser humano no siempre
responde a una necesidad y menos a la razón. Fue un impulso. No tardé
mucho en encontrar esta casa, iba con la idea de comprar algo cerca del
mar, pero cuando vi los precios entendí que no estaba dispuesto a perder un
riñón por cuatro ladrillos sobre un acantilado. Les tengo mucho cariño a mis
órganos, qué le vamos a hacer.
Y a Morgane le he dicho la verdad. Aquel verano no solo me enamoré de
ella, sino también de la isla.
Porque no me avergüenza admitir que añoraba y necesitaba a Dylan.
Porque la primera vez que pisé este trozo de tierra no me saludó con un
manido «bienvenido» como al de cualquier turista, fue un cantarín
«bienvenido a casa».
Porque no pasa día que también repita en algún momento ¡esto es ar
baradoz!, el paraíso.
Porque aquí siempre me he sentido en casa.
Punto.
Pero ese punto es como un agujero de gusano que en su interior alberga
tantos recuerdos, que si entras ya no puedes salir.
Al final la pregunta no es «por qué», sino «¿por qué no?»
35 Romy

El jueves me levanto inquieta, con una sensación rara. No es hasta que me


ducho, ¡yo sola!, y limpio el espejo con el secador que entiendo qué me
ocurre. Es el reflejo de una Morgane que se ha levantado con ganas.
¡Ganas! Esa vitalidad que te da hambre de comerte el mundo. Que te hace
sonreír sin motivo, o por un millón de causas. Estoy en casa, con mi madre.
De vacaciones, forzadas, pero que saben igual. He recuperado a Romy.
ELIO, en mayúsculas, en este nuevo rifirrafe que nos traemos y que no sé
aún cómo me siento al respecto porque va por horas, por minutos, por
pensamientos. Unas ganas que una vez identificadas todo se me antoja. No
pienso quedarme otro día más deambulando por aquí, ni recordando ni
maldiciendo. Después de un copioso desayuno a base de tostadas con queso
de oveja y miel de abejas negras, todo de la isla, he cogido el bus para venir
a Le Palais. Mi madre quería traerme, pero estoy cansada de ver cómo me
espía todo el rato. Sé que quiere ayudar, pero solo tengo rota una mano y el
corazón lleva tanto tiempo herido que no es nada nuevo.
En cuanto he llegado, he llamado a Romy para invitarla a comer y ha
aceptado encantada con el plan. Mientras espero a que sea mediodía, voy de
compras. Estoy harta de llevar ropa de hace una década y de la selección de
Marlene poco puedo utilizar. No me veo con un vestido de coctel paseando
por la isla, la verdad. Después de callejear por el centro, rodeo la pintoresca
plazoleta donde por las mañanas suele haber un mercado ambulante.
También entro en una galería que debe ser reciente porque no la conozco.
Hay muy pocas obras. No me gusta el estilo y ni sé cómo definirlo… solo
se me ocurre la palabra «turista».

***

—Dios, qué bien —ronroneo después de darle un sorbo a la cerveza—. Te


juro que necesitaba un respiro.
—Por mí, puedes venir cada día para que comamos juntas —contesta
Romy con voz risueña.
Me ha traído a un pequeño bistró, alejado del centro y del bullicio del
puerto, con vistas a la muralla de la vieja cité de Vauvan. Nos ponemos al
día de todo lo ocurrido en estos tres años. Hay familiaridad, pero aún hay
alguna frontera que espero podamos derribar con el tiempo. Hemos sido
amigas desde enanas. He compartido con ella los mejores momentos y ha
estado en los peores. Sin que me pregunte, aunque sé que se muere de
ganas, le cuento los «encuentros» con Elio. El día en el aparcamiento de la
playa, cuando vino al hotel a preguntarme por la mano, lo del yoga y su
relación con mi madre, hasta ayer y mi curiosidad por ver donde vive.
Escucha, se ríe, hace alguna broma, pero conteniéndose. Le pido que no
lo haga, que me dé su opinión.
—Os conozco a los dos, he sido testigo de cómo empezó y cómo acabó.
Si es que de verdad terminó y no es solo una… pausa.
—No sé si creo en las segundas oportunidades. No sé si para nosotros
existe esa posibilidad.
—No seré yo quien hable oportunidades, ni de segundas ni de quintas.
Sé que se refiere a su historia con Dylan. No sé las veces que se han
dejado y han vuelto.
—Ahora estáis bien, ¿no?
—Mejor que nunca. Dylan no es perfecto, ni yo tampoco. No es de los
que recitan poesía, ni es cariñoso. Es despistado y demasiado impulsivo. He
aprendido que su manera de querer es diferente de la mía, pero eso no
quiere decir que no me ame. En los ocho años que llevamos juntos, nos
hemos querido hasta la médula y odiado hasta la locura. No ha sido fácil,
pero merece la pena. Creo que la clave es hablar.
—Ya… parece que nosotros hemos olvidado cómo se hace.
—Bueno, ahora que estás en la isla y tenéis más oportunidades para
coincidir. Cuando sea el momento, lo sabrás.
A lo lejos se oye como se acerca al puerto uno de los ferris.
—Yec’hed mat [5]—brinda Romy alzando su copa y chocándola con la
mía antes de darle un sorbo. En sus ojos veo que para ella el tema está
cerrado.
Cuando llega nuestro pedido es su turno de ponerme al día. Me comenta
que su padre está preparando su jubilación y que ella se hará cargo del
negocio, le gusta ser el vínculo entre el continente y la isla. Dylan compró
un barco y la licencia para hacer de taxista; además, organiza salidas por
todo el golfo de Morbihan para conocer sus cuarenta y dos islas. Me gusta
cómo habla de él, es igual que verla con veinte años. La misma ilusión en
los ojos y esa sonrisa eterna de cuando sientes que todo está en su sitio.
Mientras comemos, la brisa marítima me trae una idea que se ancla en
mi mente y acaba colonizando. Con el postre tengo muy claro que no acudir
a la fiesta no es una opción. Quiero celebrar ese día con Romy. Cuanto más
tiempo paso aquí en la isla, más consciente soy de todo a lo que he
renunciado. Mi madre tiene razón, solo yo me he privado de ello. Puede que
algunas cosas sean irremediables, pero tengo ganas de reencontrarme con
otras. Veo esto como una segunda oportunidad para recuperar lo que me
importa y no voy a desperdiciarlo. Ya me lo he negado demasiado tiempo.

Estos días, más que nunca, siento que convivo en un conflicto de versiones
permanente. La nueva Morgane sigue ahí; ya no ignora a la vieja, al
contrario, se han hecho amigas y ahora se pasean juntas cogidas del brazo.
Eso me crea una dualidad con la que no es fácil vivir. Llevo tres años
evitando mi pasado y no puedo continuar así. No quiero renunciar a él, ni
olvidarlo. Uno no puede huir de los recuerdos ni de quienes fuimos. Mi
madre tiene razón, me educó para afrontar todo sin miedo. Pienso en ello en
el bus de vuelta a casa.
36 Sirenas, cactus y un giro inesperado

Hace unos cinco minutos que ha empezado a caer una fina lluvia, pero le ha
dado tiempo a calarme el vestido nuevo que me he comprado esta misma
mañana en una tienda de la Place de la République. Y es que, en cuanto he
llegado a casa, me he cambiado de ropa y he vuelto a salir. He cogido el
camino que pasa por el faro de Goulphar, redescubriendo cómo se ha
transformado la isla en mi ausencia. La bruma salada flota en el aire, la
vegetación viste de primavera y la lluvia hace que las hojas verdes brillen
como si acabaran de barnizarlas. Llego a la casita y me entran las dudas. No
sé si seguir adelante o coger el teléfono y llamar a mi madre para que me
venga a buscar. ¿Adivina qué decisión tomo?
Cuando toco el timbre, intento arreglarme. Me coloco el pelo detrás de la
oreja, me seco la cara con el bajo del vestido y lo estiro para que no tenga
ninguna arruga. Todo mientras con el brazo malo sostengo contra mí la
ofrenda de la paz, o como mínimo de tregua. Dicen que la locura es un
exceso de algo, en mi caso son ganas. Desde que me he levantado que soy
incapaz de apaciguarlas.
—Hola, te he traído un regalo de bienvenida —digo sin siquiera coger
aire en cuanto me abre la puerta—. También es de disculpa; siento lo de
ayer, no quería fisgonear…
—Estás empapada —advierte cogiendo la bolsa que le tiendo. Sus ojos
van de mi cara al vestido y vuelta a empezar. Como si no quisiera mirar
hacia lo que revela la tela mojada, pero no pudiera evitarlo.
—Diré que cuando he salido de casa no parecía que iba a llover.
—Pasa, te traeré una toalla y prepararé café. Creo que te lo debo.
Además, así puedes ver la casa por dentro. —Elio está siendo simpático.
Demasiado y eso hace que me salten las alarmas.
Se aparta para dejarme pasar. Me enamoro al instante. En lo primero que
me fijo es en que me estoy fijando en muchas cosas. Es más pequeñita de lo
que esperaba y huele como siempre pensé que olería nuestra casa: a Elio y a
noches de verano. La cocina queda a mano derecha, es en forma de ele y
tiene lo básico. Solo hay muebles en la parte baja y son de madera natural
que contrastan con la pared pintada en siena tostado. Hay una mesa redonda
con cuatro sillas, además de dos sillones frente a una chimenea cerrada. La
escalera es también de madera natural con los escalones volados.
Reconozco algunos objetos que lo decoran, como el reloj de la pared que
fabrica su padre con maderas que el mar ha arrastrado hasta la costa o la
sirena de cerámica que le regalé en nuestro primer viaje juntos, fue a
Portugal. «Que ella te cuide donde yo no llego desde la orilla». Fue allí
cuando un ojeador se fijó en Elio y empezó su carrera como surfista
profesional. Rememoro aquella misma noche, haciendo el amor en la
Kombi mientras por los altavoces Pearl Jam cantaba Sirens. Me da un
ataque de nostalgia. Sonrío, aunque por dentro empiece a llorar.
Vuelve y no disimulo que estaba cotilleando, nadie se creería que puedes
estar en casa de tu exnovio y no observar cada detalle. Me pasa una toalla y
después va en busca del regalo. Estoy a punto de decirle que no lo abra, que
ha sido una mala idea. Ahora me parece una tontería, pero fue verlo de
camino a la parada de autobús y comprarlo en un impulso. Hay decisiones
que tomas sin saber muy bien el motivo. Puede que solo sea una intención o
un deseo escondido de que provoque algo que estamos esperando, sin ser
conscientes de ello.
Me seco el pelo mientras Elio lo abre. Lo hace con prisas, nunca le han
gustado las sorpresas, y justo el momento de desempaquetar siempre le ha
dado mucha tirria porque es incapaz de disimular si no le gusta. Viste con
un pantalón corto caqui y una camisa abierta en azul aciano. Tiene el pelo
despeinado y las gafas las lleva colgadas del cuello con un cordel porque
siempre olvida donde las ha dejado. Supongo que lo he pillado trabajando.
Quiero preguntarle qué hace ahora.
Quiero saberlo todo cuando sé que no tengo derecho a nada.
Mis ojos se fijan en su pecho descubierto, me encantaba apoyar la
cabeza ahí después de hacer el amor y oír como su corazón iba recuperando
el ritmo. Subo un poco más hasta su boca y mi cuerpo despierta con un
picor insoportable. Solo Elio es capaz de provocarme así. Oigo una
carcajada y vuelvo a la realidad. Me mira arqueando las cejas y luego al
objeto que tiene entre manos. Mi tontería le ha gustado y en el fondo me
alegra saber que sigue siendo «mi chico».
—¿Crees que aquí tendrá bastante sol? —Lo coloca en la repisa de la
ventana que está frente a la cocina. Suelto una risita que disuena de puro
nerviosismo. ¡Es un maldito cactus de tela! Con una cara sonriente que
parece más fumada que otra cosa.
Elio me mira, de verdad, por primera vez desde que he pisado la isla. No
solo vuelve el picor en todo el cuerpo, también lo noto en el corazón.
Donde él hizo nido y, años después, yo tapié y alcé una muralla de
protección. Su característica forma de observarme me hace temblar y el
muro se tambalea haciendo saltar alguna que otra piedra. Siento una
familiaridad que me calienta y me agobia porque sé que no es real, solo es
otro recuerdo más. Las sensaciones también pueden recordarse.
—Solo venía a decirte que, si ellos quieren que esté, iré a la fiesta —digo
con la voz entrecortada perdiendo toda la seguridad con la que he llegado.
Me doy cuenta de que sigo con la toalla en la mano, me seco la cara y luego
los brazos.
—Claro que quieren que vayas; sé que Romy está muy feliz de tenerte
aquí. —No sé si parece decepcionado o aliviado. Quizá ambas cosas.
—Y yo. Hemos comido juntas.
Se da la vuelta para ir hasta la cocina y prepara la cafetera. Lo conozco y
lo noto nervioso, supongo que para él tampoco es sencillo que yo esté aquí.
Intentamos hacerlo bien, pero es más fácil pegar un grito y marcharse que
esforzarse en hablar.
—Sobre la fiesta… creo que deberías saber algo —susurra y siento una
nueva punzada en el pecho.
—Vas a ir con pareja —conjeturo, con un nudo en la garganta.
No contemplé esta opción; ahora mismo solo deseo salir de aquí
corriendo y pillar el primer barco que eleve anclas.
—No. No estoy con nadie —se apresura a aclarar y yo dejo ir el aire que
no sabía que estaba reteniendo. Se va hacia la puerta que queda debajo de la
escalera y vuelve con una sudadera de un rojo desgastado por el uso y las
lavadoras—. Ten, estás temblando.
El «gracias», ni lo pronuncio solo lo dibujo con los labios. No me atrevo
ni a decirle que el temblor o el frío no tienen nada que ver con la lluvia.
Ponerme su sudadera es volver al pasado y no sé si seré capaz de soportarlo.
La duda dura un instante cuando cojo la tela y me llega su olor. Siempre he
creído que Elio huele a olas y atardeceres. Hay torturas en que el dolor
infligido es aún mayor cuando se busca cómo eludirlo. La prenda me llega a
la altura del vestido y con su manía de subirse las mangas hasta los codos,
me permite pasar el yeso sin esfuerzo. Quiero quedármela. Esconderla bajo
la cama y sacarla cada noche para tener la sensación de volver a dormirme
con su aroma a mar acunándome.
Deja la bandeja en la mesa pequeña entre los sillones y se sienta en uno.
Hace un gesto invitándome a que lo haga en el otro.
—No es solo una fiesta de cumpleaños, se lo va a pedir —dice
ofreciéndome una taza, directamente.
Qué cachito de cielo es estar con alguien que sabe que tomas el café sin
azúcar ni leche. O que prefieres las tostadas casi quemadas y con mucha
mantequilla. Lo que te gusta hacer las noches de lluvia o los domingos por
la mañana.
—Pedir, ¿qué? —En cuanto lanzo la pregunta, sé la respuesta—. Se van
a casar.
Contengo el aire. Él lo suelta. Un puñado de emociones imposibles de
digerir se atrincheran en mi estómago.
—Si Romy dice que sí.
—Va a decir que sí —siseo entre dientes mientras mis pensamientos se
van agolpando en la cabeza. Jugueteo con las mangas de la sudadera.
—Ya… parece que el único que tiene dudas es Dylan.
—Me alegro por ellos —consigo decir.
Y lo siento de verdad, pero estoy agotada de tantas sorpresas y
emociones. No sé cómo gestionar nada de lo que está sucediendo.
—Ha montado una fiesta por todo lo alto, con amigos y familiares. Les
dijo que te había invitado, todos están deseando verte.
Asiento sin ser capaz de articular palabra. Ver de nuevo a su familia, a la
que he echado tanto de menos… Suspiro hondo tragando las lágrimas.
—Ahora entiendo mejor la insistencia de tu hermano.
—Quería tenernos a los dos allí. Dijo que si no fuera por nosotros…
bueno, ya sabes su historia.
Bromeaban que se contagiaron de nuestro amor al ir siempre los cuatro.
De nuevo siento ese pinchazo de celos. Ellos eran la pareja volátil y
nosotros el valor seguro… Qué vueltas da la vida.
—He pensado que… Solo… —Empieza dos veces la frase sin saber
cómo continuar—. Prefiero que lo sepas y que no te coja de sopetón cuando
lo veas arrodillarse.
Doy un sorbo al café buscando que el amargor me espabile.
—¿Qué hiciste al saberlo?
—Beber —reconoce.
—¿Tú? —No puedo evitar que la pregunta suene con sorna. El Elio del
pasado no toleraba nada bien el alcohol.
—Para ser más exactos, beber y vomitar.
—Eso ya me lo creo más.
Sé que no me ha perdonado. Sé que aún hay un abismo entre nosotros,
pero hasta los peores enemigos hacen piña para luchar contra un mismo
rival. El compromiso de Dylan y Romy no es nuestro adversario, pero lo
que despierta en nosotros hace que nos comprendamos, busquemos y
apoyemos.
37 Vomitar una mala decisión (Elio)

Qué complicado está resultando tenerla en casa. Joder, qué bien encaja entre
mis cosas, su sola presencia lo llena todo. Me gusta el puñetero cactus
porque me recuerda a la Morgane de veinte años.
Cuando he abierto la puerta y la he visto casi le salto encima. Malditas
las ganas que he tenido de lanzarme sobre ella, comerle la boca, cargarla a
mi hombro y llevarla hasta mi habitación. Siempre me volvió loco verla
nerviosa, cuando sus labios se vuelven una línea fina y le tiembla la
barbilla, pero sus ojos brillan con decisión. Está tan condenadamente sexi
con el vestido mojado, revelando todas esas curvas que conozco mejor que
cualquier otra cosa de este mundo.
—¿Qué hiciste al saberlo? —me pregunta Eme.
—Beber —contesto recordando aquella tarde, solo un par de semanas
antes.

Recuerdo aquel día, era mediodía cuando salí del mar, estaba agotado.
Llevaba horas entrenando, aprovechando la mar arbolada con olas de seis a
nueve metros, un grado siete en la Escala Douglas. Al llegar a la orilla, vi a
Dylan. Me ofreció una toalla, cuando sacó el termo con café supe que
quería hablar. Lo último que esperaba fue la bomba que me soltó. Me quité
el neopreno y me vestí con la ropa que me había traído.
—Dylan… No puedes casarte. —No sé el rato que estuve en silencio,
solo sé que las ganas de volver al mar eran irrefrenables. Las olas siempre
han sido mi mejor terapia.
—No te estoy pidiendo permiso, solo te informo que voy a pedírselo.
Además, aún no ha dicho que sí.
—No me líes, sabes que aceptará. Por fin estoy tranquilo. Está… sin
estar. No puedes invitarla. No puedes hacerme esto.
Claro que me alegraba por él, por ellos, que diera el paso de casarse.
Sabía lo feliz que era junto a Romy. Lo que no podía soportar era pensar
que eso implicaba volver a ver a Morgane.
Horas después, cuando las estrellas ya brillaban en el cielo, se presentó en
mi casa.
—¿Elio? —Dylan repitió un par de veces mi nombre hasta que me
encontró sentado en el suelo, frente a la cama—. Estás borracho.
Se supone que el alcohol sirve para olvidar. Pero yo solo recordaba.
Estaba colocado, era una sobredosis de pasado.
—No lo suficiente. —Aún era capaz de hablar. Y de sentir. Se suponía
que aquella mierda debería haberme anestesiado, pero solo sirvió para
marearme. Como al bajar de una de esas atracciones a las que nunca le he
encontrado la gracia—. ¿Qué haces aquí? —Me levanté demasiado rápido
volcando el tanque que era mi estómago y todo el contenido salió por la
misma vía que había entrado.
—Quería ver cómo estabas.
Quise contestarle: «No te preocupes, es solo una mala noche. Pasará»,
pero fui incapaz. Porque era solo una noche, sí, pero que se viene repitiendo
desde hace tres años.
—¿Por qué bebes si no sabes?
—No puedes casarte —insistí, incansable.
«No puedes invitarla. No puedo volver a verla».
El resto… Bueno, no creo que sea necesario relatarlo. Todos hemos
pasado por ello. Y de las consecuencias a la mañana siguiente, también.
38 La vulnerabilidad del flanco norte

Nos damos una tregua mientras fuera se oyen las gotas de lluvia repicar
sobre los cristales. Dentro, solo se escucha el chocar de la cerámica con la
mesa y algún que otro suspiro que nació siendo un beso. Es justo en ese
momento que descubro que a veces pierdes el tiempo y otras, en cambio, te
pierdes en el tiempo. Entre pasado, presente y ese futuro en el que
invertimos horas ideando y nunca llegó a ser. Muevo el culo un poco para
atrás y apoyo la cabeza en el respaldo. Cierro los ojos y por un momento
olvido donde estoy. Mi mente me ha transportado muy lejos, a aquel cielo
de sueños no cumplidos donde me encuentro con nuestra boda. El muro que
hay en mi pecho vuelve a sacudirse y el temblor me devuelve a la realidad.
—Qué opinas, ¿sigues creyendo lo mismo de los sillones? —pregunta
con cierta ironía buscando cambiar de tema.
Ladeo la cabeza hacia él y choco con su sonrisa taimada. Mis neuronas
tardan un poco en activarse. Sé de qué me habla, de aquellas veces cuando
soñábamos despiertos de cómo sería nuestra casa, en la que yo insistía en
poner un sofá y él decía que prefería los sillones. Paso la mano sobre el
reposabrazos. Son de ante marrón, con un estilo muy vintage que dan
calidez a la estancia. Son grandes, supongo que de cuerpo y medio. No
tengo dudas, por mucho que me tiente la idea de comprobarlo, que los dos
cabemos en uno y que encajaría perfectamente en ese espacio que hay a su
lado izquierdo. Casi puedo sentir como me rodea la cintura con el brazo y
su latido bajo mi oído. El luto por esos recuerdos me desborda y tengo
ganas de llorar y gritar. Me contengo sabiendo que no es buena idea y
explotarán tarde o temprano.
—Son cómodos… —admito. También recuerdo lo que hicimos en uno
en Lynton y el picor vuelve a hacerse insoportable.
—Te lo dije… —murmura con la vista fija en mi boca y sé que él
también está ahora mismo en aquel hotelito de la costa del canal de Bristol.
¿Cuántas veces has pensado que te gustaría borrarte la memoria para
poder vivir algo por primera vez? Me encantaría volver a descubrir su
forma de mirarme, el olor de su piel o el sabor de sus besos llenos de mar.
Oír por primera vez su voz ronca del amanecer jadeando mi nombre o
escucharle hablar de sueños en voz alta. La sensación de sus dedos
entrelazados con los míos. Ojalá pudiera revivir la sensación de perderme
en sus brazos. Ojalá pudiera volver a enamorarme de él por primera vez.
Me pongo en pie. No porque tenga ganas de irme, sino todo lo contrario.
—¿Estás bien? —me pide, también levantándose.
Cuando no sabes qué decir, la verdad es una buena idea.
—No, pero ¿acaso cambiaría algo? —Transcurre un eterno instante antes
de que vuelva a hablar—. Será mejor que me vaya a casa.
—Te llevo.
—No hace falta, ha dejado de llover —digo mirando hacia la ventana.
Tampoco me importa, ahora mismo como si cae un aguacero, solo sé que
necesito escapar de aquí. De esta casa. De Elio. De los recuerdos.
—No era una pregunta.

***

Por si estar en su casa hablando de bodas y recordar lo bien que lo


pasábamos en la cama no fuera suficiente, Elio me lleva en la furgoneta.
Donde nos acostamos por primera vez, nuestro pequeño refugio del mundo.
Todo sigue igual, aquí dentro parece que no han pasado los años. Hasta el
olor es el mismo, como esas toallas que por mucho que laves siguen oliendo
a verano. Inspiro hondo respirando una gran bocanada de recuerdos. Del
espejo, aún cuelga el llavero de madera con el símbolo del trisquel hecho en
forma de olas y que le compré a la mañana siguiente de decirle que le
quería, había escuchado que representa las tres promesas de una relación:
amar, honrar y proteger. Viajar al pasado es posible, y esta es nuestra propia
cápsula del tiempo. Elio abre las ventanas y deja que un aroma floral y de
tormenta entre en el habitáculo. Supongo que él también está sufriendo
estos episodios de «regreso al pasado». A pesar de todo, disfruto. Conozco
la canción que suena en la radio es Setting Sun. Miro hacia el cielo que se
va oscureciendo con el anochecer. Me fijo en la carretera evitando a toda
costa desviar la vista hacia él, me gustaba demasiado verlo conducir, si no
fuera por la escayola, no sé si podría frenar esa necesidad de poner mi mano
sobre su muslo. Como siempre hacía.
—Hay cosas que nunca cambian —digo con los dientes apretados
cuando entramos en el camino de gravilla y veo a mi madre en versión la
vieja del visillo.
—Menos mal. —La frase es una mezcla de alivio y mofa.
Se ríe con sordina y yo me muerdo el labio para que mi sonrisa se quede
dentro. No sé muy bien cómo actuar en este tipo de tregua a la que le
acecha una conversación que sigue pendiente y que parece que ninguno de
los dos es capaz de poner sobre la mesa.
Sí, es reconfortante sentir que hay cosas que permanecen igual. Me
refiero por ejemplo a la Kombi, no a que mi madre siga en la ventana
espiándonos detrás de la cortina creyendo que no la vemos. Eso es
vergonzoso, ¡que tengo casi treinta años!
—Supongo que esta vez también me quedo sin beso. —Su voz deja
entrever una sonrisa.
—Tira de recuerdos —dice mi corazón sin que mi cerebro haya tenido
tiempo ni a procesar las palabras. No me atrevo ni a mirarlo, pero noto el
calor de la suya sobre mí—. Espero que hayas guardado alguno.
El pasado es tan presente que me siento completamente turbada. Cuando
veo que no va a responderme, me giro para bajarme y entonces me coge del
codo con sumo cuidado evitando hacerme daño en la mano.
—Todos —susurra—. Los tengo absolutamente todos guardados.
El muro sufre un gran impacto y se derrumba una parte del flanco norte.
39 He perdido (Elio)

He perdido la cuenta de las noches que me he despertado buscándola a mi


lado.
He perdido la cuenta de las veces que me doy la vuelta esperando ver su
silueta a la luz del amanecer.
He perdido la cuenta de las veces que sigo pensando «esto tengo que
contárselo».
He perdido… A ella. Lo nuestro. Un montón de besos. De ganas.
Sí, querida Eme, yo también pensé en Lynton cuando compré estos
sillones de estilo tan británico, y no sabes lo que me ha costado no agarrarte
y sentarte encima de mí.
No me ha gustado ver cómo tu rostro ha cambiado cuando has sabido el
motivo de la fiesta. Si supieras lo fácil que me resulta aún leerte. Si supieras
que soy incapaz de olvidar nada. Sí, lo recuerdo todo, absolutamente todo.
Si supieras… ¿Qué cambiaría?
NADA.
Hace tres años Morgane ya sabía hasta qué punto estaba enamorado de
ella. Estábamos prometidos, pero no le importó dejarme en el peor
momento de mi vida. He perdido tantas cosas desde entonces. A mi mente
acude aquel primer verano, aquella tarde en la playa, cuando le confesé que
yo no tenía miedo a enamorarme, sino a desenamorarme. Hoy es de esos
días en que siento que intentarlo es una pérdida de tiempo.
*40 Eterno verano (Elio)

Verano de 2012

A medida que los días se iban acortando y la madrugada era más perezosa,
las discusiones entre los dos aumentaban. Soy incapaz de recordar ni el
noventa por ciento de los motivos que nos llevaban a gritarnos, a alejarnos
para poco después buscarnos con una necesidad que rozaba la obsesión.
Ahora, con el paso del tiempo y la sabiduría que aporta estar a las puertas
de los treinta, puedo asegurar que solo éramos dos críos intentando
comprender lo que nos ocurría y qué hacer con aquel amor que nos
desbordaba y no sabíamos cómo gestionar. Con un «adiós» que nos
perseguía y que por mucho que corriéramos para alejarnos, el cabrón nos
atrapaba siempre. El verano estaba llegando a su fin, igual que nuestros días
en la isla. Morgane se iba a estudiar a Vannes y yo a Burdeos a cursar el
último año de Ciencias del mar.
Aquella noche me fui a trabajar de muy mala hostia, habíamos discutido
de nuevo, Gauvain se dio cuenta y me echó la bronca. Me dijo que, al salir
al mar, tenía que dejar los problemas en la orilla, que seguirían allí,
pacientes, esperándome. Esa regla que más tarde pondría en práctica para
mantener la calma en mi época como surfista profesional.
Pero volviendo a aquella noche, llegamos a puerto antes de que el
campanario de Sauzon tocara las cinco de la mañana. Después de descargar
la mercadería en la lonja, me fui a los vestuarios para poder darme una
ducha y desprenderme del pestazo a pescado. Al llegar a la furgoneta,
busqué la llave que siempre dejaba escondía en una cajita junto a la rueda
trasera, pero allí no estaba, justo entonces me percaté de que la bicicleta de
Morgane estaba apoyada en la parte trasera. Abrí con cuidado la puerta
lateral y, en cuanto la vi acurrucada en mi cama, toda la mala leche se
esfumó. Justo entonces se despertó y se tiró a mis brazos.
—¿Qué haces aquí? —pregunté entre besos, mientras cerraba la puerta.
Cuando algo mojado tocó mis labios me aparté, estaba llorando—. Eme, me
estás asustando, ¿qué ha pasado?
—Te quiero. —Sus manos temblorosas me quitaron la camiseta y me
desabrocharon los pantalones—. Esto es demasiado bueno como para
acabarse. En algún lado está a punto de llegar el verano —murmuró pegada
a mi oreja antes de que su boca me hiciera cosquillas en el hueco de la
clavícula.
Tiré de su pelo para poder mirarla a la cara. Le sequé las lágrimas con
los pulgares y, después, soplé la punta de mis dedos. Ojalá cualquier dolor
pudiera desaparecer soplando sobre él y diciendo un puñado de palabras.
—Morgane, tú eres mi eterno verano.
41 Sanar duele

Hay mucha filosofía en todas esas frases que nos dicen de pequeños. Como
cuando nos desollábamos las rodillas y al desinfectarla te decían eso de que
«si pica, cura». Limpiar la herida duele más que cuando te la hiciste. La piel
muda, cicatriza dejando una huella para siempre.
Sanar duele.
Joder, si duele.
42 ¿Cómo va a ser dormir una tregua si
sueño con ella? (Elio)

Dormir… como sinónimo de descansar.


Dormir… como sinónimo de dejar de pensar.
Que alguien me explique entonces, ¿cómo va a ser dormir una tregua si
sueño con ella?
Vete, Morgane. De mi sueño. De mi cama, de mi casa. Vete de la isla. De
mi cor… Mejor me callo antes de seguir diciendo estupideces.
¿Cómo voy a ser amigo suyo si cuando cierro los ojos la veo desnuda y
me imagino tomándola de mil formas distintas? Si puedo sentir su boca en
mi piel y sus manos pasearse por mi cuerpo como si hubiera sido justo
ayer… y no tres años atrás.
Lanzo la almohada a la otra punta de la habitación. Golpeo el colchón.
Justo cuando me pongo en pie para ir al baño, oigo unos golpes en la puerta.
Maldigo como un hooligan, pero me apresuro a bajar la escalera como la
protagonista de las novelas de Jane Austen en busca de noticias de su
amado, porque algo me dice que quien está al otro lado, esperando, es
Morgane.
43 Traigo el desayuno

Está completamente desaconsejado tomar decisiones cuando has dormido


mal, pero aún es más arriesgado hacerlo cuando has pasado una noche
estupenda. Cuando por fin te levantas y no te duele la mano y el sueño ha
sido como volver a tener veinte años. Antes de salir de casa, consulto de
nuevo la web de mareas para asegurarme de que puedo poner en marcha mi
plan.
—Si vas a seguir viniendo tan a menudo, voy a empezar a cobrarte
entrada. —Elio tiene la voz ronca de cuando no ha dormido bien.
Suelto una risilla que queda ahogada al hacerlo con la boca cerrada
porque no me atrevo a decirle que si va a recibir a las visitas en calzoncillos
,más de una pagaría de buen gusto esa entrada. A pesar de las ojeras está tan
guapo que entiendo esa necesidad de los antiguos artistas de hacer un
monumento a la belleza esculpiendo en una piedra fría como el mármol, el
calor que provoca.
—Buenos días, he traído el desayuno y una idea —balbuceo y sacudo la
cabeza para apartar esa imagen de mi retina.
Huelga decir que no lo consigo.
—Anda pasa. Empecemos por el café… me da menos miedo.
—Gracias, ¿te he despertado?
Como respuesta gruñe y luego añade:
—Sea como sea, ya estoy levantado.
—He pensado en algo y quería hablarlo contigo antes de hacer nada.
Entramos y él se va a la cocina y prepara la cafetera.
—Los platos en ese armario —dice con toda la naturalidad del mundo—,
los cubiertos en ese cajón. ¿Leche?
—No, gracias. Y será mejor que te pongas un pantalón.
Se da la vuelta y me mira con el ceño fruncido.
—No hay nada que no hayas visto y tocado antes, solo más viejo —ríe
socarrón. Y yo que lo recordaba con mal humor al despertar.
Su risa se pierde a medida que sube la escalera de dos en dos y una vez
arriba, me llama:
—Oye, ¿y la sudadera?
—Oh… mmm… Me la olvidé. —«Bajo la almohada. Hemos pasado toda
la noche abrazadas, ha sido perfecto».
—Ya, para la próxima vez.
—Claro. —«O no».
Voy a la cocina y siguiendo sus instrucciones, empiezo a poner la mesa.
De la nevera cojo la leche y una botella de zumo de naranja que hay al lado.
Descuelgo la tabla de cortar y pongo encima un trozo del kouig amann. Lo
estaba preparando ayer mi madre cuando llegué a casa. No hice ningún
comentario sobre que estuviera en la ventana y ella tampoco lo mencionó.
Las dos actuamos como si no hubiera ocurrido a pesar de que la última
frase de Elio: «Todos. Los tengo absolutamente todos guardados» no ha
dejado de resonar en mi cabeza desde entonces. Maldito Elio, sigue
teniendo el don para lanzar frases que son cohetes que me llevan a galaxias
inexploradas. El problema es que la realidad hace que el aterrizaje siempre
me pille despistada y no soy capaz de frenar la caída con las manos ni con
los pies. De narices y con la boca abierta, así es el final de cada uno de esos
episodios.
Poco después, Elio baja de nuevo, lleva puesto un vaquero y una
camiseta de manga corta de aquella marca que lo patrocinó el primer año
que fue profesional. Pone música, en eso se parece a mi madre, a los dos les
gusta empezar el día con energía, yo soy más de silencio y de marcha lenta.
Empieza a sonar So caught up.
Intento cortar la tarta, pero me rompí la mano izquierda y soy zurda,
cuando me ve, me roba el cuchillo.
—Déjame a mí. —Nuestros dedos se rozan un instante, pero la chispa es
igual a una supernova.
—Ponlo un minuto en el microondas para que la mantequilla coja calor.
El pastel es típico bretón, elaborado con masa de pan, mantequilla y
azúcar. Cuando ve que todo ya está listo y en la mesa, aparta una silla para
me siente en un gesto que me resulta más provocador que caballeroso.
—Tu madre sigue siendo la mejor repostera que conozco —declara con
el primer mordisco.
En «este punto» en el que estamos, que no sé muy bien cómo definirlo y
aún menos dónde están los límites, me pregunto si está permitido quitarle
esa miga llena de azúcar que le ha quedado en la comisura de los labios.
Digo con los dedos, ya sé que la opción de hacerlo con la lengua queda
completamente descartada (a pesar de ser la que más me tienta).
—No sé qué idea tiene Dylan para la fiesta —empiezo a decir para
cambiar el ritmo de mis pensamientos, «Morgane, por Dios, ¡que no son ni
las nueve de la mañana!»—, pero he pensado que se podría aprovechar que
el hotel está cerrado para celebrarla en la terraza. Bueno, y todo lo que se
pueda necesitar, como la cocina...
—¿Lo has hablado con tu madre? —me interrumpe después de servirnos
otra taza de café.
Picoteo del Kouig-amann, pero sin hambre, tengo el estómago cerrado
por estos dichosos nervios que no consigo apaciguar de ninguna forma.
—Por supuesto. Su única condición es que de montar y limpiar os
encarguéis vosotros.
—Es lo mínimo. Me parece una gran idea. Íbamos a celebrarla aquí y
por mucho que me guste mi casa, no se puede comparar con la terraza
mirador del hotel. ¿Por qué me lo cuentas? ¿Quieres que haga algo?
—Prefería hablar contigo antes de proponérselo a Dylan.
—Son tus amigos… puedes…
—Poco a poco —lo corto, soltando un soplido—, no es fácil.
—No lo está siendo para nadie —admite dando un sorbo al café.
—No es verdad —chasqueo la lengua—. Mira a Romy, Dylan, hasta mi
madre… menos nosotros.
—Eh, estamos desayunando.
Y quiero decirle que si calla y presta atención, las palabras no dichas
vuelan en círculo a nuestro alrededor, como buitres sobre carnaza fresca.
Supongo que mi cara revela mis pensamientos y aún podemos entendernos
en ese idioma que elaboramos durante seis años. A pesar de que haga tres
que no lo usamos y lo tengamos algo oxidado.
—¿Quieres que lo llame yo? —Asiento y le regalo una suerte de sonrisa.
Hay momentos que me cuesta creer que lleve menos de una semana en la
isla. Veo que se levanta y que coge el móvil que tiene cargando junto a la
cafetera.
—¿Vas a hacerlo ahora?
Me hace un gesto con la mano como para que me calle y vuelve sobre
sus pasos. Deja el teléfono sobre la mesa, entre los dos, con el altavoz
puesto.
—Hola, Eme se pregunta qué te parece la idea de celebrar la fiesta en el
hotel.
—Joder, ¡eso sería la hostia de genial!
—Buenos días, Dylan, ¿entonces te parece bien? No quiero interferir en
tus planes, solo…
—¿Estás ahí? —me interrumpe—. ¿A estas horas? ¿Habéis dormido
juntos?
—Tío, manos libres —ruge Elio, pero en su cara hay una chispa de
diversión.
—Las mías sí, ¿y las tuyas?
—¡¡Dylan!! —exclamo antes de soltar una carcajada. No hay duda de
que son hermanos.
—No sé por qué te escandalizas... —Carraspea antes de continuar—.
Volviendo a la fiesta, te lo agradezco, es el sitio perfecto. Si te parece bien,
me paso por allí a la hora de comer y acabamos de hablarlo.
—Allí estaré.
Cuelga y yo miro hacia el reloj. Se me ha echado el tiempo encima. Me
termino el café de un trago.
—Me voy o llegaré tarde.
—¿Tarde? —pregunta, también levantándose—. ¿Te llevo algún lado?
—No hace falta. He quedado con mi madre en el cruce y sabes lo
puntual que es. Quiere que la doctora Saunier me mire la mano. Dice que
no se fía de los médicos parisinos.
—Ya, no te creas especial. —Chasquea la lengua—. A mí me obligó a ir
poco después de llegar aquí —ríe como recordando el momento y yo me
cabreo al pensar en todo lo que me he perdido—. Fue ella la que me
recomendó ir a yoga para recuperar el equilibrio y elasticidad. Es muy
buena, te lo dice alguien que en los últimos años ha visto a demasiados
médicos.
Veo como traga saliva y se le oscurece la mirada. De repente el ambiente
se ha vuelto espeso, ha llegado un nubarrón tapando el sol de hace un
momento.
—Tú, ¿ya estás bien? —pregunto en un hilo de voz.
Asiente, pero encogiéndose de hombros. El silencio nos rodea,
ahogándonos en nuestros propios pensamientos. Los buitres ya han
empezado a darse el festín.
Me despido con un adiós casi inaudible.
44 Tarde (Elio)

¿Si estoy bien?


Estoy vivo y he podido seguir con mi vida.
Supongo que sí, que eso es «estar bien».
La gente no suele preguntar y si lo hacen es por cortesía, sin querer
escuchar realmente cómo te sientes.
¿Ahora te preocupas?
Morgane, llegas tarde.
Los sueños han caducado.
El interés se perdió.
El amor murió demasiado joven.
El rencor ha envejecido, mucho y mal, y ya no se sostiene.
Tú eres una de esas secuelas que me han quedado.
Morgane, llegas muy tarde.
45 La pizca que marca la diferencia

Es viernes por la tarde y mis viejos amigos están todos aquí, preparando la
fiesta.
Es viernes y hace una semana que llegué.
Es viernes y la «tregua» con Elio se ha terminado. Lo sé desde que ha
llegado y no me ha saludado. Lo sé porque me evita.
Elio es una de las personas más rencorosas que conozco. Es de números
y tiene buena memoria. Cuando ayer me llevó a casa y dijo que se acordaba
de cada beso que nos hemos dado, sé que es verdad. También lo es que
recuerda cada pelea. Es de los que, en las discusiones, lanza reproches. Da
igual si son de hace un día, un mes o tres años atrás.
Cuando le he preguntado si se había recuperado del todo del accidente
me he dado cuenta del momento justo en el que se acabó la paz. El Elio que
me encontré en el aparcamiento de la playa de Donnant es el que ha llegado
hace dos horas para ayudar con los preparativos. Yo estaba hablando con
Romy por teléfono para quedar para comer juntas mañana y tener una
excusa para que luego me traiga a casa y empiece la fiesta.
Mi madre parece uno de esos policías que dirigen el tráfico desde una
plataforma elevada en medio de un cruce de París. Aunque el daiquiri de
fresa que le ha preparado Dylan y del que va dando sorbos, no cuadra con la
comparación que he hecho. A mí me tienen de aquí para allá, pero sin hacer
nada y todo porque la doctora Saunier me ha regañado por no hacer reposo,
que la inflamación ya debería haber remitido. Al final, como si fuera una
cría de seis años, me han dejado sacar los platos, vasos y servilletas de las
cajas.
En todo momento sé dónde está Elio. Ya han terminado de organizar las
mesas, mientras Dylan y Maël ponen las sillas, él empieza a sacar las cajas
con las bombillas. Toda la decoración es muy cósmica, con luces en forma
de estrellas y planetas que orbitan por la terraza y que cuelgan con hilo de
pescar. Cuando termino mi tarea y vuelvo a mirar hacia él, lo veo tan
concentrado que me digo que es mi oportunidad para acercarme. Odio este
abismo entre nosotros. Casi me llegan las malas vibraciones que lanzan sus
pensamientos.
—Hola, ¿te ayudo? —murmuro utilizando mi tono más dulce.
—No hace falta.
A pesar de su negativa, saco una tira de luces y empiezo a desenvolverla.
—A partir de ahora…, ¿será así?
—¿Así, cómo? —replica sarcástico. Sin darme opción a responderle,
vuelve a hablar—. ¿Apareces al cabo de tres años y esperas que todo siga
igual?
—Ya sé el tiempo qué ha pasado. —Quiero añadir que yo me alejé, pero
ninguno de ellos vino a buscarme ni mostró el mínimo interés por saber de
mí. El camino siempre es bidireccional, aunque lo obviemos porque nuestro
orgullo ocupa los dos carriles—. ¿Podemos ser amigos, al menos?
—No —responde contundente.
—Ni siquiera te ha dado tiempo a pensar la respuesta.
—Porque no merece dedicarle ni un minuto —lo dice mirándome por
primera vez desde que ha llegado y me golpea ver que no hay rastro de
duda en sus palabras. Solo determinación.
Resopla y no tarda ni diez segundos en abandonarme y buscar otra tarea,
la que más lejos queda.
—Te mira como lo hace con el mar —dice mi madre, cuando llega a mi
lado, con la vista fija en Elio—. Lo hacía con veinte años y sigue
haciéndolo.
—Deja de beber, estás viendo visiones —respondo sin esconder mi mal
humor. Cuanto más brilla la terraza, más apagada me siento.
—¿Qué ha pasado? —Alarga la mano y me quita la guirnalda. Al bajar la
vista hacia ella veo que, en lugar de desatarla, he hecho una bola.
—Esta mañana, cuando ya me marchaba de su casa, le he preguntado si
ya estaba bien del accidente y… supongo que hemos vuelto al punto de
partida.
—¿Tanto os cuesta hablar de una vez y deciros todo eso que calláis? Sois
idiotas, no sabéis la suerte que tenéis de tener esa opción.
Y sé, porque en estos tres años ha salido más de una vez a colación, que
habla de esas escasas segundas oportunidades que brinda la vida y que
lamenta no haber tenido esa suerte con mi padre. «Qué desperdicio de vida
si no podemos vivir el amor sin frenos» recuerdo que me dijo una vez.
Quiero contestarle, pero es que no me apetece tener otra vez la misma
conversación.
—Esto ya no hay quien lo deshaga —dice mientras prueba si “mi bola”
se enciende—. Funciona, así que pueden colgarlo tal cual, como si fuera el
sol.
Miro esa madeja que se asemeja mucho a mi cerebro ahora mismo. Al
inicio, solo ves una luz, pero a medida que tus ojos se acostumbran,
distingues el intrincado y confuso laberinto de bombillas. Un caos de
problemas en llamas que requieren atención.
—Voy a por un vaso de agua—me excuso.
—Recuerda lo que cantaba Goldman: «vivimos olvidando que
moriremos un día».
Asiento y me pregunto si lo que olvido es que moriremos un día o el
problema es que lo tengo tan presente que es justo eso lo que me impide
avanzar.

En la cocina me encuentro con Dylan colocando las bebidas y la compra en


las neveras.
—Gracias por esto —dice, dibujando un círculo a nuestro alrededor.
—Romy se merece lo mejor. —Suelto un gruñido de impotencia cuando
no puedo abrir el tapón de la botella de agua con gas. Como odio esta
maldita mano inútil.
—Deja, ya te lo sirvo yo. —Me da un vaso y se prepara otro para él—.
¿Crees que le gustará? Empiezo a pensar que me he pasado.
—No. Es perfecto. —Dylan es de los que le encanta hacer las cosas a lo
grande—. Y más sabiendo lo que vas a hacer.
—¿Te lo ha contado? —pregunta en un murmullo.
Asiento y choco mi vaso con el suyo.
—No quería que me pillara desprevenida.
—Creo que nunca he estado tan nervioso —admite.
No hay duda de que son hermanos, tienen la misma constitución, a pesar
de que Dylan siempre ha sido más fornido, más contundente; con sus
facciones muy marcadas y hombros anchos. Siempre lo he visto con el pelo
rapado y con el tono moreno de piel de pasarse la vida al sol y que hace que
sus ojos verdes resalten como un faro. Es de las personas más extrovertidas
que he conocido en mi vida. Nunca ha sabido lo que es la vergüenza, por
eso me sorprende ver que, con esta confesión, se le ponen hasta las orejas
rojas.
—Dirá que sí, el único que tiene dudas eres tú.
—Ya… Qué claro se ve todo desde fuera. Gracias por esto, lo digo de
verdad. No solo por dejarnos tu casa. Romy te ha echado mucho de menos.
Sé que venir no está siendo fácil y que te he pedido mucho.
Es incapaz de estarse quieto, sigue colocando las provisiones para
mañana y yo lanzo una mirada por la ventana.
—Dylan, ¿estás seguro de que me quieres en la fiesta? Entiendo que es
un acontecimiento importante y feliz para compartir con la familia. Te
prometo que no me molesta si has cambiado de opinión.
—Ni te lo plantees siquiera —dice volviendo sobre sus pasos para
cogerme de los hombros—. Quiero que estés. Y sé que Romy también lo
querrá así. Además, he comprado champán suficiente para aturdir cualquier
situación. —Suena una alarma y saca el teléfono del bolsillo trasero para
apagarlo—. Tengo que ir a buscar a mis padres a Quiberon.
—No te lo he preguntado, pero ¿dónde duermen? Si necesitas alguna
habitación, aquí hay de sobra.
—Está todo organizado —me interrumpe—. Esta noche se quedan en
casa de Elio. Hablando de él… Dale tiempo, ¿vale?
—¿Más? —resoplo, alzando las cejas.
—¿No crees que se merece todo el que tengas? —Asiento—. El éxito
siempre se esconde en esa pizca de más.
Se despide dándome un beso en la mejilla y yo recuerdo haber leído que
cada uno tenemos una persona por la que sientes un poco más. Esperas un
poco más. Esa pizca que reservas para ese alguien especial y que marca la
diferencia.
46 La sabiduría de Mary Poppins

Decido ir a mi cuarto a descansar. No por la mano, sino para alejarme de


Elio. Qué rápido nos acostumbramos a lo bueno y a lo que creíamos que no
podríamos soportar. Pensaba que lo más complicado sería volver a verlo,
pero me equivoqué. Estar cerca de él, ir a su casa ha resultado ser la parte
fácil. En cambio, esta ignorancia selectiva, que muestra el abismo que nos
separa, es lo peor.
Antes de subir, paso por la cocina y robo una tableta de chocolate del
escondite que tiene mi madre en el cajón de los delantales. Sí, sé que ya
tengo una edad para saber que el chocolate no ayuda, pero soy de esa
generación que se crio con Mary Poppins, quien muy sabiamente nos
enseñó que «con un poco de azúcar la píldora que os dan pasará mejor».
Me tumbo en la cama y después oigo a Chouchen acercarse hasta que se
sube y se acurruca junto a mis pies. Me estoy enamorando de este chucho y
su forma tan sutil de estar pendiente de mí y hacerme compañía.
Suena mi teléfono y agradezco a los astros que manden a Marlene
cuando más la necesito.
—Hola, ¿te pillo en mal momento?
—No, todo el contrario.
—¿Qué pasa? —pregunta, alarmada.
—Lo de siempre, y no quiero hablar de ello. Cuéntame cualquier cosa.
—He vuelto a ver a Simon. Sé que dije que salir con un dentista es
agobiante, pero el sexo es muy bueno y he decidido que por una docena de
orgasmos más puedo soportarlo.
Y mientras ella me cuenta su cita, voy hasta la ventana. El sol se va
acercando al horizonte y baña la estancia con una luz anaranjada. Hay un
velero entrando a la cala, cuando vuelvo la vista al jardín localizo de
inmediato a Elio y me doy cuenta de que me está observando. Como si
hubiera estado esperando a que me asomara. En mi mente suena el estribillo
de Love you’ve lost.
—¿Me oyes?
—Perdona, estaba distraída.
—¿Con el surfista? —pregunta socarrona.
—¿Qué decías? —Cambio de tema. La oigo reírse al otro lado de la
línea; pienso que, si los teléfonos tuvieran hilo como los de antes, ahora
mismo le haría un lazo en el pescuezo con él.
—Que el dichoso proyecto del hotel me tiene agobiadísima. Nada les
convence y me he quedado sin ideas.
—Se me ocurre algo, mañana quería pasarme por la galería de Bangor, te
he hablado alguna vez de ella, peguntaré a Vincent si tiene algo que nos
encaje.
—Eso sería perfecto —aplaude—, te debo una.
—Me debes más de una, aún no te he perdonado lo de la maleta.
—Nada como un orgasmo para alinear chacras, encontrar la paz y el
equilibrio.
—¿Para eso no era bueno el yoga? —me contagio de su humor y qué
bien sienta—. Por cierto, mi madre y Elio van juntos todos los martes a
clase.
—Qué buen rollo tienen, ¿no?
—Demasiado.
Seguimos hablando, riendo, cuando cuelgo el cielo ya ha oscurecido y en
el jardín ya no queda nadie.
47 Déjame marchar

El sábado me despiertan unas voces. Miro hacia el gallo-despertador y veo


que son las nueve pasadas. He dormido fatal. Podría culpar al calor, parece
que estos días de finales de mayo se creen verano. O a Chouchen que, ahora
que ya no me tiene miedo, se espachurra en mi cama y parece que su
postura favorita es ponerse sobre mis piernas con el culo hacia mí. Tengo
que advertir a mi madre de que revise qué le da de comer, sus pedos
apestan. En el fondo, todos sabemos qué es, o mejor dicho, quién es el que
me quita el sueño.
Me doy una ducha; es curioso lo rápido que se aprenden nuevos hábitos
como a ponerte tú sola la bolsa para que no se moje el yeso o a lavarte la
cabeza con una sola mano. Voy más lenta, pero esa independencia no se
paga con nada.
Dejo sobre la cama uno de los vestidos que Marlene metió en la maleta y
que me pondré para la fiesta. De momento, opto por seguir estrenando la
ropa que compré el otro día, escojo unos shorts floreados y una camiseta
blanca de tirantes anchos.
Cuando bajo, me los encuentro a todos en la cocina del hotel. Sin abrir la
puerta ya me llega el olor a crepes y café. También las risas, contengo el
aire y me doy ánimos antes de entrar.
—Hola —saludo y me freno en seco al ver a los hermanos Maillard al
completo. Había (casi) olvidado lo que es estar con todos ellos. Dylan es el
mayor, después viene Elio. Tres años más tarde llegaron los gemelos, Marin
y Eric; y cuando estos tenían cinco, nació Ondine, la única chica.
—¡Mirad, pero si es la versión de Tyson en tetas! —exclama Marin al
verme entrar.
—¿Se lo has contado?
Elio solo me responde con un alzamiento de hombros.
—¡Pues claro! —dice Eric, dándome un abrazo—. Le diste a Klein el
puñetazo que todos hemos querido darle. Eres nuestra heroína.
Son tan iguales que a veces tienes la sensación de ver doble. Y eso, en
lugar de incomodarlos, les encanta. Su mayor afición es descolocar a la
gente.
—Hola, sister. —Ondine me da un fuerte abrazo. El apodo me produce
calor y dolor a partes iguales. Solíamos decir que éramos hermanas, ella
deseaba tener otra chica y yo estaba encantada de que me hubiera escogido.
Tenía doce años cuando la conocí.
Elio carraspea y luego se hace el silencio.
—Que haya dejado de ser tuya no significa que haya dejado de ser mía.
Su hermano nos mira un instante justo antes de cerrar la nevera de un
portazo. Cuando nuestros ojos se encuentran tengo la certeza de que
podemos ignorarnos, pero la verdad es que nunca seremos unos extraños.
—Voy a seguir con los putos globos.
—Te tocó en el sorteo —se defiende Dylan en tono serio, pero las
comisuras de la boca le llegan a las orejas.
—Deja que dude de tu mano inocente —espeta mientras se va. Se me
cruza por la cabeza la idea de ir tras él, pero es demasiado pronto hasta para
las torturas.
—Siéntate, ma kalon [6]—dice mi madre, sirviéndome un café—. ¿Una
crepe de limón y miel? —No hace falta ni que le responda, mi estómago
ruge entusiasmado con la sugerencia.
—Tienes la mejor madre del mundo —alaba Marin, con la boca llena.
—A los hombres se les conquista por el estómago —se burla Ondine.
—¿Qué tal has dormido?
—Ni preguntes. Y cambia la dieta a Chouchen, se ha pasado la noche
echando pedos apestosos y el muy cabrón cada vez que lo he echado de la
cama, se ha subido otra vez.
El desayuno me recuerda a los buenos tiempos. Cuando estábamos todos
juntos y las comidas era una odisea de risas y charlas sin sentido. Los miro
uno a uno, buscando las diferencias en estos tres años.
—¿Y vuestros padres?
—Han ido a recoger la tarta y las flores.
—Eso papá; mamá seguro que está aprovechando que hemos salido
todos de casa para curiosear entre las cosas de Elio —ríe Eric.
Me contagio y suelto una carcajada porque sé que, en cuanto Elio llegue
se pondrá cual energúmeno cuando vea que ha puesto a lavar las sábanas, o
a cambiar cosas de sitio porque según ella no se organiza bien. Los gemelos
me cuentan que son los encargados de la música y mi madre los acompaña
hasta donde guardamos el equipo de sonido para que vayan preparándose.
—¿Me ayudas con la decoración? —me pregunta Ondine.
—Me encantaría, pero visto que ayer no me dejaron hacer nada, tengo
planes. Voy a ir hasta la galería de Vincent por trabajo y luego he quedado
con Romy para comer.
—¿Quieres que te lleve? Tu madre me ha dicho que le podía coger el
coche para lo que necesitara.
—Dame cinco minutos.

***

Subo a mi habitación para lavarme los dientes y coger el bolso. Dentro,


meto el blíster de los calmantes, preferiría no tomarlos, pero quiero tenerlos
a mano por si empieza el dolor. Me despido de mi madre que está en la
bodega con Dylan y al salir del hotel, me cruzo con Elio que entra con unas
flores en la mano. Me permito mirarlo, como hacía cuando nos conocimos y
aún no sabíamos lo que el amor nos haría. Recuerdo esa camiseta gris y
diría que hasta los vaqueros con ese agujero en el muslo donde me
encantaba meter el dedo y hacerle cosquillas mientras conducía. Alzo la
vista y choco con la suya. El silencio se mastica. Está lleno de palabras y
besos que acabo empujando bajo la lengua para que se disipen.
—Elio —digo en una súplica apremiante cuando ve que quiero salir y
me corta el paso.
—Morgane… —Solo necesita decir mi nombre para que explote el
flanco este. El muro de defensa que he tardado tres años en construir se está
desmoronando.
—Déjame marchar —pido en voz baja con sus ojos fijos en mi boca.
No quiero sentir nada de esto. No quiero sentir nada. No quiero sentir.
Punto. Sin embargo, aquí estoy, sintiendo. Como siempre. Solo con él.
—No sé cómo —murmura inclinándose sobre mi cuello, rompiendo
todas las barreras a pesar de mantener las distancias.
«Basta». Estoy cansada. Agotada. No puedo seguir bloqueada. No dejaré
que derribe ninguna otra pared, yo misma quitaré una por una cada piedra
que he puesto. Acabo de entender que para que podamos hablar tengo que
derribar los muros y dejar que duela. Las fronteras siempre han cortado alas
y robado libertad. Merecemos más que esto.
—¿Estás lista? —pregunta Ondine, detrás de su hermano. Elio, al oírla,
se aparta y yo aprovecho la distracción para salir.
—¿Dónde vais?
Quiero contestarle que no le importa. Que no es asunto suyo. Que se
decida si quiere seguir ignorándome o no.
¿Qué hago en realidad?
—Me lleva a la galería de Vincent. Después iré hasta Le Palais para
comer con Romy. Nos vemos aquí a las cinco.
48 No sé cómo (Elio)

Me duele verte.
Si no te veo, te echo de menos.
Si te tengo cerca, te quiero encima o debajo.
Dejarte marchar… Ojalá supiera cómo.
Joder, Morgane… Antes, tú y yo éramos aire y ahora, cuando pienso en
nosotros, siento que me ahogo.
49 Mi pasión

—Dylan está a punto de casarse, ¿te lo puedes creer? Hasta me cuesta decir
la frase —se ríe Ondine, de forma escandalosa, cuando arranca el coche.
—La gente madura y se hace mayor… ¡Mírate! —Se ha convertido en
una mujer muy guapa; es bajita y muy delgada como su madre, pero lo
compensan con una frescura como la de Dylan—. Cuéntame qué es de tu
vida.
—Te has perdido tantas cosas… —Aunque quiera disimularlo es un
conato de reproche.
—Lo siento, no lo he sabido hacer mejor. Dejé a tu hermano y me alejé
de todos.
—Ya… Comprendo que no fue fácil, es solo que te he echado de menos,
sis. ¿A ti te molesta? —pregunta al cabo de un instante.
Tardo un poco en saber que me habla del apodo.
—No, pero admito que me duele.
—No sé si sabré llamarte de otra forma —se excusa en un murmullo.
—Al menos inténtalo cuando estemos delante de tu hermano. Ahora,
sigue.
—A ver… Poco después de lo que pasó, lo dejé con Adrien. Fue una
época complicada, Elio, tú… Todo me costaba más. Fui a terapia y empecé
a hacer un curso de cerámica. Fue mi salvación y además encontré mi
vocación. Llevo desde entonces formándome con expertos ceramistas de
todo el país. Es una buena forma de viajar y aprender.
Es una de las cosas que tienen en común con Elio, los dos son grandes
alumnos.
—Oh, me encantaría ver tu obra.
—Y a mí qué me dieras tu opinión.
El camino de menos de diez minutos se pasa volando. Cuando le digo
que se venga a comer con nosotras me recuerda que están de incógnito y
que, hasta la hora de la fiesta, Romy no sabe que están en la isla.

***
En cuanto abro la puerta de la galería de Vincent me siento en casa a pesar
de llevar años sin verlo a él, ni entrar en su pequeño local. A Bangor
también se le llama el pueblo de los pintores y su galería es un referente en
la isla y en el continente. No sé las horas que he podido pasar aquí, viéndolo
trabajar. No es que pueda decir que, charlando, porque es de esas personas
hurañas que tanto se quejaba si iba a verlo, como cuando pasaba una
semana sin ir.
Nada más verme, se acerca y en lugar de abrazarme, me pellizca el
moflete.
—Au…
—Perdona, tenía que comprobar que eres de verdad.
—Yo también te he echado de menos —respondo—. ¿Cómo va todo?
—Voy con bastón y el médico me obliga a beber mucha agua, y como no
me gusta, Marie me prepara té, parezco un bereber. —Me encanta que sus
frases suenen amargas, pero te hagan sonreír.
Después de una taza de té y de ponernos al día, le cuento el motivo de mi
visita. Paseamos por la galería y me habla de nuevos artistas, todos vecinos.
Hay una chica que pinta como si fueran grafitis. Su técnica del color es
agresiva, pero te atrapa con sus intrincados dibujos. Creo que es perfecto
para lo que Marlene busca. Le mando unas fotos de los que veo más
interesantes. Vincent no se queja de mi propuesta, señal de que le parece
bien. Galerista, marchante… Su vocación por el arte le hace ser un poco de
todo.
—¿Has venido para quedarte? Empiezo a ser viejo y necesito un
reemplazo.
No digo que sus palabras no hagan que el corazón se salte algún latido,
sería fantástico poder ocuparme de su negocio. Mi sueño siempre fue
montar un museo con la historia de la isla y el arte. Exponer por ejemplo
algún cuadro de la serie de Port Coton o «Lluvia en Belle-Île», Monet dijo
de esta obra: para no aburrirme, pinté un efecto lluvia, una pochade (una
pintura realizada de forma rápida con muy pocas pinceladas). Esta
«pochade» está en el museo de Morlaix, ¡a más de dos cientos kilómetros
de la isla! No solo vino Monet, también lo hicieron Matisse, Russel,
Maufra, Gromaire o Quimperlé. Exponer las pinturas que hay en el hotel y
que hablan del paso de esos artistas por él. De la labor de mi familia como
mecenas. Pero quería viajar, aprender, hacer muchas cosas antes de volver
para quedarme en la isla. Era mi sueño. El de Elio…, aunque él no me haya
esperado para instalarse.
—No. Solo es algo temporal —digo alzando la mano y en mi voz se
percibe cierta vacilación.
Me paso la mañana mirando la hora, la fiesta me entusiasma y me repele
con las mismas ganas. Como ocurre con todo en mi vida, últimamente.
50 El retorno de Saturno

A la una, paso a recoger a Romy que ya me espera en el coche para ir a


comer a Sauzon. Es el pueblo más al norte de la isla y, para mí, el más
bonito. Pintoresco, como sacado de una postal. El faro, pintado en blanco
con una balaustrada de hierro forjado en verde, vigila la entrada y salida de
la pequeña ría, las casas en tonos pastel ocupan toda la ladera izquierda. De
camino, le hablo de mi visita a la galería, de Marlene, de todo lo que se me
ocurre en un intento en vano para esconder el nerviosismo que va en
aumento a medida que la tarde se acerca.
—Venga, suéltalo —ríe, después de que nos hayan tomado nota y nos
traigan una botella de vino rosado. He escogido el restaurante del Faro, es
un buen día para comer en las mesas que tiene dispuestas en el exterior y
que lo rodean.
—¿El qué? —pregunto mirando al mar. Es una amalgama de cian,
turquesa, cerceta y al fondo, rozando el horizonte, un azul prusia. En esta
zona de la isla, las playas son de arena fina y las aguas tan cristalinas que
recuerdan a una postal paradisíaca. Es el secreto de Bretaña, bajo la fama de
mal tiempo, esconde rincones que en cualquier otro lugar del mundo serían
un destino de ensueño.
—Se te da fatal mentir. ¿Cuándo es la fiesta?
—¿Qué fiesta? —Arrugo el ceño y cojo un mini pretzel que nos han
puesto de picoteo.
—Eh, somos amigas, tu rol es chivarte para que pueda preparar mi cara
de sorpresa y, sobre todo, que me pille duchada y con la melena planchada.
—Mañana —río—, pero no digas que lo sabes —la amenazo con el
índice apuntándola.
—Nunca se te han dado bien los secretos. —Chasquea la lengua y luego
hace chocar su copa con la mía.
—Nunca se te han dado bien las sorpresas —añado y después le doy un
sorbo al vino. Está fresco, afrutado. De esos que se beben solos y que,
mucho me temo, les chifla subirse a la azotea y bailar reguetón con las
neuronas.
Es curioso como conseguimos pasar toda la comida evitando hablar del
pasado y de los hermanos Maillard. Y sienta de fábula. Es perfecto para
coger fuerzas para lo que nos espera a la vuelta. Cuando terminamos, hace
tan bueno que aprovechamos para tumbarnos en la playa y echar una siesta
al sol.

***

—¿Tienes prisa? —le pregunto como si fuera algo improvisado y no una


frase ensayada que llevo practicando desde hace horas.
Las sorpresas no me gustan y tampoco darlas. Llegamos puntual, el
aparcamiento del hotel está vacío porque han dejado todos los coches en la
parte trasera, la que da a la cocina.
—No, tengo la tarde libre. Dylan está con los Thomas, restaurando el
granero. Milo quiere ofrecerlo como alquiler vacacional.
Los Thomas son los hijos de Gauvain: Maël y Milo. Milo es un año
menor que nosotros y con el que comparto la misma aversión al mar, él con
solo con verlo, ya se marea. Aunque su padre siempre ha esperado que fuera
pasajero, al final ha aceptado que solo el mayor seguirá sus pasos como
marinero y que Milo es hijo de la tierra. Es un culo inquieto y una cabeza
aún más bulliciosa para los negocios. Se ha ocupado de la granja de la
familia de su madre, tienen ovejas de la raza autóctona de la isla y produce
queso con su leche salada. Al comerlo, eres capaz de saborear el mar, las
hierbas silvestres…
—¿Te apetece pasar y tomarnos una copa en la terraza?
—Claro.
Al bajarnos del coche, me pregunto si no nos habremos adelantado
porque todo está en silencio. He mandado un mensaje a Dylan cuando
salíamos de Sauzon. Nuestros pasos sobre la gravilla los ponen en aviso, al
llegar a la terraza, dejo que Romy vaya primero.
—¡Feliz cumpleaños! —gritan todos.
—¡Mentirosa! —Se gira hacia mí.
Le guiño un ojo y ella corre hacia Dylan que la atrapa al vuelo. Los
siguientes minutos son una cacofonía de risas, voces y música. Después de
saludar a todos, su madre le entrega una maleta de cabina para que se
cambie de ropa.
—Hacía años que no entraba aquí —dice en cuanto cruzamos la puerta de
mi cuarto—. Sigue exactamente igual.
—Ya… —«no se toca lo que está perfecto», termino solo para mí.
Deja la maleta sobre la cama y observa las fotos.
—¡Dios, qué pintas!
Después de un par de anécdotas, ella se va a la ducha y yo aprovecho
para cambiarme de ropa y me pongo el vestido que dejé antes preparado. Es
de corte cruzado, lo que ofrece un buen escote. Es de un tono bermellón,
como el que utilizaba Monet y que en la actualidad está prohibido por ser
venenoso. Su madre le ha escogido un vestido blanco plomo, muy
veraniego, con cuello halter, cintura ceñida y la falda de vuelo. Romy se
recoge la melena rubia en un moño informal y se maquilla solo con la raya
de los ojos y brillo en los labios. Está preciosa.
—¿Lista para celebrar tu Retorno de Saturno? —Como respuesta se
marca un baile.
—¿Sabías lo de la fiesta cuando viniste?
Le cuento que Dylan me llamó para invitarme y cómo se precipitó todo
después.
—Gracias por venir.
—No te voy a mentir, he tenido muchas dudas, pero me alegro de estar
aquí.
Me da un abrazo y luego, entre risas nerviosas, tira de mí, para bajar.
Con prisas, lanzo mi corazón a la mesita. Es la mejor forma de afrontar
esto. No me da tiempo a verlo, pero estoy segura de que he fallado el tiro.
Nunca he sido buena lanzando, tengo muy mala puntería y más con la
derecha.

Al llegar al jardín, ella se apresura a ir con Dylan que está hablando con sus
futuros suegros y yo me quedo clavada en el sitio. A menos de cincuenta
metros están todos mis amigos, la gente que durante años consideré mi
familia. Qué sensación tan extraña tener el pasado a solo unos pasos de
distancia. Me llega la fuerza de una vibración, un aviso de amenaza, como
la que percibe una hiena solitaria al ser detectada por un león. Al alzar los
ojos, me encuentro con los de Elio. Trago saliva, el aire se vuelve denso, su
don para acariciarme desde la distancia sigue intacto. La hiena ahora se ha
convertido en una caja de chocolatinas en una fiesta de pijamas de chicas en
plena pubertad. Está guapísimo, viste con una camisa en azul cobalto, que
realza su moreno, y vaqueros. Va descalzo, como la mayoría de los
invitados, y yo no creo que tarde mucho en quitarme las cuñas. Ahogo un
jadeo mordiéndome la lengua, al tiempo que oigo un coro en la lejanía.
Creo distinguir que es mi corazón y el gallo que están suspirando, y el
Satisfyer que se queja, celoso.
«Dios, creo que aún sigo afectada por el vino».
«Necesito una copa».
Cerca de la mesa de las bebidas, veo a los padres de Elio.
«Que sea de algo fuerte, de esas que se piden dobles».
Estoy dudando de si acércame a ellos, cuando veo que su madre me ha
visto y tira del brazo de su marido. Es como lo de Mahoma y la montaña, si
tú no vas a por el problema, él vendrá a ti. Doy un par de pasos para
recortar la distancia, y que no puedan decir que soy una sosa antipática. Su
padre, Gaspard, nunca ha sido de muchas palabras, por lo que no me
sorprende que solo me diga un «hola, qué tal». En cambio, su madre, Diane,
me abraza como si hiciera años que no nos vemos. Ejem…
—Ven, vamos a por un cóctel de esos que han preparado los chicos y de
los que prefiero no saber los ingredientes.
«Me gusta cómo piensa esta mujer».
Ya con una copa, a la que doy un buen trago, nos ponemos al día. Es
decir, respondo a su interrogatorio, y a pesar de que sé que no lo hace con
malicia, me siento juzgada. Con un «¿ha merecido la pena?», al final de
cada una de mis respuestas. En la nuca, noto la sutil carica que produce una
mirada, solo me giro un par de veces y en todas ellas Elio no disimula estar
pendiente de nosotras.
—Papá pregunta por ti —dice Marin, interrumpiéndonos.
—Oh, voy a ver qué quiere. —Su madre se va y yo suelto el aire que
estaba reteniendo sin disimulo.
—Gracias —susurro en una suerte de sonrisa.
—No hay de qué. —Me guiña un ojo—. Ahora que mi hermano ya no
ocupa el trono, ¿crees que tengo alguna posibilidad, mi reina?
—¿El sushi sigue siendo tu comida favorita? —bromeo, en ese viejo
juego con el que siempre me provocaba.
—¿Vas a dejar que un trozo de salmón se interponga en tu felicidad? —
pregunta con un dramatismo digno de un personaje de Shakespeare.
—Soy isleña, sé que el pescado siempre se entromete en las mejores
historias de amor.
Le doy un beso en la mejilla, él se deja caer y Chouchen, al verlo sobre
la hierba, corre hacia él. Las risas se hacen más sonoras y en lugar de darle
la mano para que se levante, alzo la pierna y le paso por encima para ir a
saludar al resto de invitados. La carcajada de Elio me llega de forma tan
nítida que parece que lo haga desde dentro de mi pecho.

Después de la entrega de regalos, le he comprado unos pendientes largos a


juego con una cadena en forma de un nudo de cuerda, de soplar las velas y
comernos la tarta, Dylan ha preparado un video con fotos de Romy. Desde
la niñez hasta ahora. En muchas salgo yo, y me lamento por lo estúpida que
he sido por no haber sabido diferenciar entre nuestra amistad y mi historia
con Elio. En la última se ve una foto de la boda de Chandler y Monica en
Friends, la serie favorita de Romy, en la que ha pegado la cara de ellos y
debajo, en una faja dorada la frase: «que te parece, ¿nos casamos?».
Se hace el silencio, todos contenemos la respiración con la vista fija en
Romy que tiene las manos en la cara y sus hombros se mueven arriba y
abajo. Dylan, que está a su lado, de rodillas, la coge de la cintura.
—Nena, te toca decir algo.
De pronto se oye la carcajada de Romy y el resto sucede a cámara lenta,
baja las manos, lo ve arrodillado y se le echa al cuello sin dejar de gritar: sí,
Dios, sí. Se oyen vítores, aplausos, o eso creo, no estoy segura porque me
he centrado en Elio. Nuestras miradas se encuentran y tengo la certeza de
que él también está lejos de aquí, perdido en ese pasado que somos
incapaces de dejar atrás. Exactamente en Hawái. Me toco la costilla donde
me quema el tatuaje con la palabra «aeternum». Baja la vista hasta mis
dedos y todo queda dicho sin siquiera abrir la boca.
51 La corriente me lleva hacia ti, pero las
olas me devuelven a la orilla (Elio)

Ha anochecido y aquí seguimos todos, sin ninguna intención de dar por


terminada la velada. Si la fiesta de compromiso es esto, no quiero ni
imaginar la boda. Me alegro por ellos, pero estoy deseando irme a casa. Los
gemelos, encargados de la banda sonora, hace rato que solo ponen «temas
bailables» como les ha pedido Romy madre. Ondine baila con mi padre y
Liza lo hace con Chouchen. Has leído bien, lo tiene en brazos y dan
piruetas como si fuera el mismísimo Fred Astaire. No me extrañaría que
ensayaran cada noche, se nota que no es la primera vez.
Estoy sentado en una de las tumbonas sin ser capaz de hacer otra cosa
que mirar a Morgane. Está preciosa y con ese vestido me está volviendo
loco. Maldita sea, pensaba que al salirte las primeras canas uno «madura» y
deja de babear en público por la chica de sus sueños. Parece que no es mi
caso. Me siento como en aquel primer verano, cuando era incapaz de dejar
de mirarla, estudiarla, observar su boca pensando en cómo sabrían sus
labios. Y después de estar dentro de ella, con aquella euforia y fanatismo
con el que solo deseaba repetir hasta el fin de mis días. Morgane…, la única
mujer a la que entregué mi corazón y me lo devolvió convertido en un lego.
Sigo intentando recomponerlo. Siempre se me han dado fatal los puzles.
Morgane…, la que ahora mismo baila con Dylan, y antes de él lo ha hecho
con el padre de Romy. Con Maël. Con Milo, con el que ha charlado largo y
tendido, hasta ponerme celoso. Da igual que tenga el brazo enyesado, se
mueve con elegancia y sensualidad. Da vueltas, ríe y yo me cabreo de que
otros le den ese momento de felicidad. Lo disimula bien, pero sé que
tampoco está siendo su mejor noche. Me levanto y me dirijo hacia ellos, de
un empujón aparto a Dylan y ocupo su sitio.
—Eh, que no ha terminado la canción —se queja mi hermano.
—Ahora sí —digo al escuchar el último acorde.
Cuando me vuelvo hacia Morgane, me mira con el ceño fruncido, como
si se debatiera entre irse o quedarse. Por suerte, la conocida melodía de Une
belle histoire llena el jardín.
—Baila conmigo —le pido mientras la cojo de la mano. Joder, como
echaba de menos tocarla.
—No sé si… —Suspira y al dar un paso hacia delante, pierde el
equilibrio y le rodeo la cintura con el brazo para sujetarla.
Entiendo su reticencia, desde ayer que la estoy evitando.
—¿De qué tienes miedo? —la interrumpo. Su olor me rodea, es dulce y
fresco, como el puto verano.
Ni bailamos, ni nos estamos quietos, es un vaivén suave, el
imprescindible para justificar que estemos en medio de esta pista
improvisada. Mantengo la postura, con el cuerpo tan alejado como me
permiten los brazos. Rozar el cielo estando en el puto infierno.
—¿A que me muerdas, a que me lances por el acantilado? Antes te
conocía, ahora no sabría decir qué opción te resulta más satisfactoria.
—Siempre has tenido imaginación tan creativa. Aunque lo de morder
suena muy apetecible.
—Elio.
—Cada vez que dices mi nombre —la corto—, en mi cabeza te veo
debajo de mi cuerpo, pidiendo más…
La acerco hacia mi pecho y suelto un suspiro cuando veo que no se
aparta. Mis dedos suben por el costado en busca de ese punto justo donde
ella tenía la mano cuando Dylan se ha declarado. Sobre el tatuaje que pone
«aeternum». Una promesa de tinta en la que nos juramos que lo nuestro
sería para toda la eternidad. Noto como su piel se eriza y se encoge como si
no quisiera que ensuciara ese recuerdo. La conozco y sé que la estoy
presionando demasiado, y eso nunca me ha salido bien.
—Míranos, si hace un mes nos hubieran dicho que estaríamos justo así,
frente a todos nuestros amigos y familiares, nos hubiéramos echado a reír. Y
aquí estamos, disimulando que bailamos solo para poder abrazarte como he
soñado hacerlo cada puta noche. —No dice nada, solo apoya la cabeza en
mi hombro. Sé que está llorando y yo solo puedo pegarla más a mí; cuando
vuelvo a hablar mi voz está llena del futuro que nos prometimos y que no
pudo ser—. Y lo hacemos aquí, delante de todos, para evitar caer en la
tentación de acabar desnudos antes de que termine la canción. Por eso no
podemos ser amigos, porque cuando te tengo delante solo puedo pensar en
follarte.
La noto estremecerse y cómo se encoge entre mis brazos. Dios, no
soporto verla así, pero entonces recuerdo que ella es la única culpable de
que estemos en esta maldita situación. «Morgane… la que me dejó. La que
en unos días se irá».
La suelto a regañadientes, deslizando sus dedos por mi mano hasta que
me quedo sosteniendo solo el aire. El vacío. La nada. Me siento entre dos
aguas; la corriente me lleva, pero las olas me devuelven a la orilla.
52 Descansa en paz

La noche es tan bonita e irreal que parece sacada de un cuadro de Van


Gogh. Abandono el jardín y cruzo la carretera. Necesito un momento para
mí y alejarme de todo lo que acaba de pasar. La cala está sumida en las
sombras dándole un aire fantasmagórico que ruge con el oleaje. Detrás de
mí, alguien viene corriendo; me da el tiempo justo para ver que es la nueva
versión de Morgane. No se detiene al llegar a mi lado, sigue adelante, suelta
un suspiro desesperado y luego se lanza al mar.
Chof.
El silencio que precede a la caída lo hace aún más solemne.
Qué pena, ¡con lo joven que era!
Tenía grandes propósitos para esta vida, pero no puedes huir de quién
eres. Ni se puede ir por el mundo sin corazón.
—No te reproches nada —le grito—, lo intentaste con todas tus fuerzas.
Descansa en paz. Disfruta de ese cielo que huele a lavanda.
Hola, vieja Morgane, has ganado. A ver qué haces ahora.
53 En mis sueños siempre estamos juntos

—Por una vez en tu vida, deja que el sol salga sin ti. Vuelve a la cama —
gruño tapándome la cabeza con la almohada mientras maldigo a mi madre
con un par de arrugas más. Oigo como ha abierto los postigos y después
hace lo mismo con la ventana. El aire es frío y el mar se cuela en mi
habitación.
—¿Es una invitación? —Mis pensamientos se paralizan en cuanto oigo
la voz de Elio.
Quiero apartar la almohada y comprobar que es él quien está en mi
cuarto un domingo por la mañana, y no es un efecto colateral de mezclar
calmantes con alcohol.
—¿Estoy soñando? —pregunto y justo después siento como el colchón
cede por su peso.
—¿Por qué lo crees?
—Porque en mis sueños siempre estamos juntos.
—Es real —murmura pegado a mi oreja.
—¿Qué haces aquí? —susurro con la boca pastosa. Sigo con los ojos
cerrados para no romper la magia.
«He venido a rescatarte. Vamos a fugarnos y a vivir el «eterno verano»
que una vez te prometí».
—Tu madre me ha pedido que te despertara —su respuesta no es tan
soñadora como había imaginado.
Por fin me concedo el deseo de abrir los ojos y verlo a mi lado. Puedo
admitir, sin vergüenza, que ha sido el primer pensamiento que he tenido
cada mañana desde aquel fatídico día. No sé a quién debo agradecer que
haya hecho realidad mi sueño, sea quien sea, gracias.
Está tumbado de espalda, con la mirada fija en las fotos que hay en el
techo abuhardillado. De un solo vistazo te puedes hacer una idea de mi
vida, de lo que me gusta y me define. Como un collage de esos que me
mandaron hacer en la escuela de primaria. Elio y nuestra historia se llevan
gran parte del protagonismo.
—Todo sigue igual. —Su voz suena algo ronca y rota como siempre le
ocurre cuando duerme poco.
No sé si se refiere a mi cuarto, al collage. A nosotros…
La realidad y la fantasía me parecen lo mismo. Quiero alargar la mano y
con el dedo dibujar su perfil. Empezar desde la frente, bajar por la nariz
hasta llegar a la boca. Sentir su aliento quemarme y perfilar sus labios antes
de continuar. Quiero acurrucarme en su pecho, contar sus latidos bajo mi
oreja y dejar que el mundo se olvide de nosotros. Me muevo incómoda.
Siento ese picor en todo el cuerpo. Las ganas insaciables. Una cosa es
desear algo y saber que es imposible por la distancia o el enfado, pero no
hay tortura mayor que tenerlo tan cerca y que ya no pueda ser. Como pasó
ayer mientras bailábamos. Duele no encontrar alivio para esas ganas.
Me remuevo intentando colocar el brazo en alguna postura más cómoda.
—¿Te duele? —El tono, lleno de ternura, me gusta y me desgarra por
igual.
«Tú me dueles. Mis ansias de ti».
—Ayer me pasé —me quejo.
Antes del anochecer ya me había quitado el cabestrillo y bailé sin pensar
en las consecuencias. La fiesta me dejó con una sensación agridulce, fue
bonito y horrible al mismo tiempo.
Se da la vuelta para quedar cara a cara. Con la yema de sus dedos roza la
punta de los míos, ahogo un jadeo y me muerdo el labio con saña.
—¿Ya están aquí? —pregunto, cuando lo que realmente quiero pedirle es
que me bese y que no deje de hacerlo nunca más.
—No, se ve que a todos se os han pegado las sábanas —sonríe distraído
jugando con la tela.
«Quítala de una vez. Libérame. Sube encima de mí. Desnúdate.
Desnúdame. Húndete en mí».
—Menos a ti.
—No he dormido mucho —admite después de chasquear la lengua
contra el paladar—. La casa es demasiado pequeña para cuatro Maillard.
Sé que es mentira, sus padres se quedaban en casa de Dylan, en su cama
ha dormido Ondine, los gemelos lo han hecho en la otra habitación y él, en
la furgoneta.
—Odiarme requiere muchas horas de insomnio —bromeo.
Se incorpora para apoyarse en un codo y fija su mirada en mí. Veo que
va a decir algo, pero mi madre, siempre tan oportuna, hace notar su
presencia silbando una canción al otro lado de la puerta que no está cerrada
del todo. Oímos como la melodía se aleja acompañada del crujir de los
escalones de madera.
—Será mejor que pase por la ducha —digo sin ganas de levantarme.
—¿Necesitas ayuda con eso? —Su pregunta, en lugar de hacer que me
lance sobre él y le pide que me lleve a caballito y se meta bajo el agua
conmigo, me hace saltar de la cama.
—¿Qué te ocurre esta mañana?
—¿Por qué? —La sonrisa se le escapa entre las palabras mientras se
sienta y se recoloca la almohada a su espalda, poniéndose cómodo.
Lo miro sin comprender qué está pasando. Si pretende volverme loca, lo
está haciendo de maravilla.
—Deja de jugar conmigo —le pido, casi gimoteo, apoyándome en la
puerta.
—No lo pretendía.
—¿Sabes cómo me haces sentir? —Aún no he superado su confesión
durante el baile y la razón por la que, según él, no podemos ser amigos.
—No tengo ni idea de cómo me siento yo… Solo… Me he cansado de
evitarte.
—Y ahora, ¿qué, Elio?
—Ahora, Morgane, toca hablar.
Por un instante se me para el corazón y después empieza a un ritmo que
haría saltar las alarmas de cualquier electrocardiograma.
—¿Cuándo? —pido en un hilo de voz sintiendo un nudo en la garganta.
Puede que solo sea mi corazón que quiere salir huyendo y lanzarse por el
precipicio, como hizo anoche la versión dos de Morgane.
—No lo sé —admite mientras se pone en pie—. Supongo que cuando los
dos estemos dispuestos a dejarlo atrás.
54 Odiarte requiere mucho esfuerzo (Elio)

«Odiarte requiere un esfuerzo que no siempre estoy dispuesto a asumir».


Hablando de esfuerzo, el que he hecho para no saltarle encima cuando he
entrado en la habitación y en penumbra la he visto con las piernas desnudas
enredadas en las sábanas, con unas braguitas que dejaban ver medio cachete
donde he imaginado dándole un mordisco. Y después de abrir la ventana y
dejar que la luz entrara, me he dado la vuelta y ahí estaba con una camiseta
de tirantes de la que escapaba el pecho derecho y el pezón me miraba
pidiendo un beso. Que le den a la lencería fina, a los lazos y demás puñetas,
esto es puro erotismo y durante un tiempo fue solo para mí. Y su boca, qué
me dices de su boca, si ha nacido para esclavizarme a su antojo. Como un
beso de sirena por el que estoy dispuesto a morir.
Cuando se me pasa por la cabeza la pregunta de cuántos gilipollas
habrán tenido el placer de lamer sus pecas u oír sus jadeos, me dan ganas de
lanzarme por la ventana.
«Joder, sigue volviéndome loco».
Y hago lo que se me da mejor, procrastinar. Además, queda mucho mejor
que decir que sigo haciendo el imbécil. Dejo para mañana afrontar la
situación; cosa que me juré que nunca más volvería a hacer. Por cierto, a un
problema que tiene solución, ¿se le puede llamar problema?
55 Un secreto bajo el tejado

Cuando salgo del baño; Elio ya no está en mi habitación, lo oigo hablar con
mi madre, abajo en la cocina. Los dos están de pie, tomándose una taza de
café, es como ver una instantánea del pasado. Mientras desayunamos,
hablamos de la fiesta. Mi madre, el disimulo hecho persona, pasea su
mirada entre Elio y yo; y cuando se da cuenta de que la observo me ofrece
una mueca que soy incapaz de descifrar.
—Ha llegado la hora —exclama con euforia, dando una palmada al aire.
—¿De qué? —pregunto terminándome el zumo.
—Tengo una sorpresa para ti. —Baila como uno de esos horrendos
suvenires de muñecas hawaianas moviendo las caderas.
—Yo empezaré con la limpieza. —Elio se levanta y recoge mi plato para
apilarlo con el suyo.
—No, tú te vienes con nosotras, te vamos a necesitar.
Lo miro y él me responde alzando las cejas. Me encojo de hombros en
esa conversación silenciosa en la que él me pregunta si sé de qué va esto y
yo le digo que es mi madre y que nos podemos esperar cualquier cosa. Sus
labios dibujan una media sonrisa de esas capaces de hacerte cosquillas en el
útero.

En silencio, aunque mi cabeza esté haciendo cábalas de a qué viene tanto


misterio, subimos detrás de ella. Pasa de largo de las habitaciones y
continúa hacia la buhardilla. Reconozco que no me he preocupado mucho
por las obras que se han hecho. La vida son prioridades y esta no está entre
las mías.
—El nuevo tejado es una especie de sándwich que ya incluye el
aislamiento y que viene hecho a medida. Para instalarlo vinieron con una
grúa, primero quitaron el viejo y al dejar las vigas a vista, descubrimos algo
—dice misteriosa, encantada con esta intriga que nos ha creado. Elio me
mira divertido… y yo resoplo.
Abre la puerta y nos deja pasar. La estancia es grande y unas motas de
polvo bailan con la luz matutina que entra por la ventana. Igualmente, mi
madre enciende la luz. Aparte de estar todo más ordenado, no veo nada
raro. Cajas con ropa vieja y las cosas «perdidas» por los clientes que han
acabado aquí y con las me encantaba jugar de pequeña, pilas de antiguos
juguetes, pero nada destacable. Hasta que un presentimiento me sacude y de
forma instintiva busco la mano de Elio que está a mi lado. Al darse cuenta,
me da un apretón de «tranquila, estoy aquí».
¡Es algo relacionado con mi padre!
El pulso se me acelera y mi respiración lo revela.
—Liza —la reprende Elio para que se deje de juegos.
—A tu derecha —murmura mi madre—, al fondo.
Caminamos hacia allí y tardo un poco en darme cuenta de que hay un
agujero en la pared del tamaño de una puerta. Hago memoria y recuerdo
que aquí había un armario, el mismo que ahora está apartado hacia un lado.
—¿Qué es esto?
—Un cuarto secreto. Supongo que de la época de la guerra. Ya sabes que
era habitual. Pero entra, la sorpresa está dentro.
Elio es quien lo hace por mí, yo sigo paralizada. Oigo ruidos que no sé
identificar.
—¿Son cuadros? —pregunta Elio.
—¿Cuadros? —repito, y mi madre asiente con una sonrisa de pura
satisfacción—. ¿Son importantes?
—La experta en arte eres tú —me responde entre risas.
Entro, es una habitación pequeña y oscura. La luz, procedente de una
bombilla, es algo pobre, pero me permite distinguir unos caballetes y me
agacho junto a las cajas de madera.
—Al ver lo que era, no he querido tocar nada hasta que llegaras.
—Pero, ¿por qué no me lo has dicho antes? —replico.
—Me lo guardaba para un día especial.
Elio me ayuda a quitar la tapa de otra caja y al retirar la tela, me
encuentro con un par de lienzos de unos treinta por treinta centímetros.
Coge uno con mucho cuidado y me lo muestra.
—Mierda, no veo nada —espeto en un resoplido.
—Al lado de la ventana dejé listas un par de mesas, Elio, ¿me ayudas a
colocarlos allí para que esta mujer pueda satisfacer su curiosidad?
—Claro.
Las expectativas, el ansia de saber hacen que me levante de un salto y
corra hacia allí, esperando. Justo en ese momento se oye una bocina, la
brigada de limpieza ha llegado, pero me niego a bajar y a dejar esto para
más tarde.
—Seguid vosotros, yo me encargo de ellos —dice mi madre ya en el
primer escalón, como si me hubiera leído la mente.
Uno a uno, Elio va depositando cada lienzo sobre la mesa y mis ojos se
vuelven locos sin saber dónde concentrar la vista. El cuerpo me hierve de
adrenalina.
—¿Son valiosos?
—No lo sé. No puedo pensar —admito.
Mi cerebro va demasiado deprisa, las ideas se me amontonan y soy
incapaz de gestionarlas todas. Suelta una carcajada, se ríe de verdad y no
como esos espejismos de los que he sido testigo en estos últimos días.
—Se han guardado muy bien, a saber el tiempo que llevan ahí
escondidos.
—Dios, ¡diría que son de Quimperlé! —Mi voz suena una octava por
encima y algo desafinada. No están firmados, pero esos cielos… nadie los
pinta como él.
—¿Tu pintor favorito? —Desvío la vista hacia Elio, sorprendida de que
se acuerde de este detalle.
—Fue uno de los huéspedes.
Desde que Monet se hospedó aquí, muchos otros pintores siguieron sus
pasos. Una de mis antepasadas, que curiosamente se llamaba como yo, era
una mujer con una gran visión y fue algo así como una mecenas. A todos
ellos les hacía una importante rebaja a cambio de una de las obras que
habían pintado durante su estancia. Algunos no tienen valor, otros nos han
salvado de grandes dificultades como las que pasamos después de la muerte
de mi padre.
—Aquí están todos.
En total hay cuatro cuadros, de diferentes medidas. Hay dos que estaban
en la última caja y los he apartado porque son un borrón que huele a
humedad y a bichos.
—Mierda, si mi madre me hubiera avisado, me habría traído el maletín.
—En él tengo todo lo necesario para una primera exploración. Es el que
usamos cuando vamos a hacer tasaciones. Pienso en cómo puedo sustituir
mis utensilios de trabajo—. Necesito un trapo limpio, pinceles nuevos, una
lupa… —enumero en voz alta hasta que Elio me interrumpe:
—Es curioso.
—¿El qué? —pregunto al volver de mis elucubraciones.
—Soñabas con pasear por París en busca de un tesoro y resulta que lo
descubres justo cuando vuelves a casa. Lo has tenido todo este tiempo
encima de la cabeza.
No soy consciente de lo que ocurre a continuación, puede que solo sea
un efecto de la excitación por el descubrimiento, o simplemente sigo con lo
que él ha iniciado esta mañana en mi habitación.
—Mi tesoro lo tengo frente a mí —lo corrijo.
Empezamos a salir creyendo que sería un amor de verano, una historia
con fecha de caducidad y al final resultó ser solo amor. Y durante seis años
creímos que con todo el tiempo del mundo para nosotros.
Doy un paso hasta él y lo cojo de la camisa vaquera que lleva abierta,
encima de una camiseta gris. Me pongo de puntillas, en la boca me vuelve
el sabor de sus besos. Qué poder tienen los recuerdos.
—Morgane. —Mi nombre, en sus labios, suena como no lo hace con
nadie más. Como si fuera parte de un ritual del que solo Elio conoce el
hechizo. Sus dedos se aferran a mis caderas, atrayéndome.
Ya no hay muro de contención, Elio entra y sale del nido a su antojo. Ha
limpiado las telarañas y quitado la maleza. Ha abierto las ventanas y huele a
aire fresco. Queda demostrado que ocupa todo mi corazón. Qué necia he
sido al creer que había sitio para alguien más.
—Hola, holaaa —canturrea Romy y nos apartamos como si
estuviéramos haciendo algo prohibido.
—Iré a ayudar abajo. —Su voz suena grave, como cuando se movía
lentamente sobre mí.
56 Se te puede ir de las manos, pero no del
corazón

No sé si cabrearme con Romy por romper el momento o agradecérselo. No


sé cómo hubiéramos acabado si no nos hubiera interrumpido... ¡En un beso,
está claro! A veces, los sentimientos se te pueden ir de las manos, pero no
del corazón.
—¿Qué pasa entre vosotros? —pregunta Romy en voz baja, cuando Elio
se marcha.
Voy a decir «lo de siempre», pero en el fondo sería mentira. Se le parece
aunque no es lo mismo, porque ni nosotros lo somos. No sé qué pasa ni qué
hacemos y mucho menos, sé dónde nos lleva esto. Ni siquiera quiero pensar
en el momento de sentarnos a hablar. «Cuando los dos estemos dispuestos a
dejarlo atrás», recuerdo sus palabras en la habitación y me da un escalofrío.
Siempre he creído que eso de que «todo llega a la vez» es solo la forma que
tiene la vida de darte vías de escape. Pensándolo bien, es algo rocambolesca
y a veces innecesaria, pero es efectiva para distraernos de un problema a
otro. Por ejemplo, aparco el tema de Elio para centrarme en este
descubrimiento.
—Todo, nada, es complicado —digo al final.
—Joder, pues por cómo os miráis me parece lo más primitivo del
mundo.
—Aún no hemos hablado de lo que pasó.
—¿Y a qué esperáis?
—A que seamos capaces de afrontar el después. —«Ese que implica que
dejará de odiarme y tendrá vía libre para olvidarme». Lanzo un suspiro y
cambio de pensamiento y tema—. No quiero seguir hablando de ello.
Cuéntame, futura señora Maillard —mastico el nombramiento como algo
que un día fue mío—, ¿qué tal la primera noche de prometida?
Suelta una carcajada de esas que revela más que cualquier palabra y la
felicidad brota como las flores en mayo.
—Que si la vida de casada se parece a esto, me pregunto por qué no lo
hemos hecho antes. Dylan en versión romántica es algo que nunca creí
posible. Este hombre aún es capaz de sorprenderme.
—¿Habéis acordado alguna fecha?
—No. Ahora llega el verano, la época de más trabajo para nosotros y no
quiero agobiarme, una boda requiere muchísimo tiempo. Lo que tengo claro
es que me gustaría que seas mi dama de honor.
—Me encantaría.
—Perfecto, y ahora enséñame ese secreto que te tenía guardado tu
madre.
57 La felicidad hecha mujer (Elio)

Me enamoré de ella aquel primer día que fuimos a Port Coton, viéndola
hablar del arte con tanta pasión; irradiaba una luz que nunca había visto.
Esa misma luz con la que se paseaba por todos los museos y galerías que
tuvimos el privilegio de visitar gracias a mis viajes como deportista de élite.
No lo digo en un alarde de chulería, algunos trabajos tienen grandes
alicientes y ser un surfista profesional te permite viajar por todo el mundo
tras la ola perfecta. Que tu chica quiera acompañarte mientras estudia un
máster a distancia es lo mejor de todo. Esto era el motivo principal por el
que solíamos discutir con Klein.
Y, si es posible enamorarse de la misma mujer a la que no has dejado de
querer desde que tenías veinte años, esta mañana lo he vuelto a hacer al ver
cómo se transforma delante de una pintura. Es como un camaleón,
mimetizando con los colores del cuadro y empapándose de la energía que
desprende. Siempre he deseado estar en su cabeza para ver lo que Morgane
ve y sentir esa emoción que la embarga.
Seguimos con la limpieza, los gemelos con la excusa de amenizar las
tareas siguen pinchando música y Dylan está tan feliz que ni siquiera se
queja. Suena Where’s my love, miro mil veces hacia la ventana donde la
imagino con la lupa y el pincel, con toda la paciencia del mundo,
eliminando capas de polvo y descubriendo qué hay en esos cuadros.
Quiero subir y averiguarlo con ella.
Quiero volver a sentir como se agarra a mi camiseta y el deseo le brilla
en los ojos.
Quiero clavar mis dedos en su cintura y besar la felicidad hecha mujer.
Quiero, pero me contengo.
*58 Aeternum (Elio)

Diciembre de 2017

Estábamos en la costa norte de Hawái, en Oahu, donde se celebraba la


Billabong Pipe Masters, la última parada del circuito de la WSL (World Surf
League). Morgane, la chica que temía al mar, me acompañaba en cada viaje
y me esperaba paciente en el hotel a que yo me divirtiera con olas de doce
metros.
Las olas más impresionantes del mundo tienen nombre propio: desde las
Ours de Australia, pasando por las Jaws de Maui, Nazaré en Portugal, las
Mavericks en California o las Pipeline de Oahu. Pipeline, el hogar espiritual
del surf por ser las más temidas y que, hasta que las tablas no empezaron a
ser más cortas y livianas, eran imposibles de surfear. Rompen rápido y
hueco, con paredes tan verticales que parecen invertidas. Con el tiempo se
ha convertido en la meca de los tubos. Es una de las más peligrosas y la más
accidentada del mundo. Es, posiblemente, la más técnica; no solo por la ola,
sino por el arrecife que en ocasiones se encuentra a pocos metros de
profundidad.
Tenía el campeonato casi en el bolsillo. Había entrenado y quería
quitarme la espina que me había quedado el año anterior al no poder coger
ni una ola; hay veces, que por mucho que te esfuerces no hay forma de
mantenerse sobre la tabla. Esta vez fue todo rodado y me hice con la
victoria. Lo celebramos al día siguiente, alquilamos un coche y fuimos a
comer lejos de la multitud que cada año, por esas fechas, se aproximaba
hasta North Shore. Dimos un paseo por una playa alejada de todo donde
vimos tortugas marinas tomando el sol y una foca pasando el rato en la
orilla. Fue como estar perdidos en una isla desierta. Recuerdo que estaba
feliz, como pocas veces había experimentado. Me sentía libre, como cuando
lo que piensas, sientes y haces es lo mismo. Quise que aquella sensación
permaneciera el mayor tiempo posible. Al volver al hotel, pasamos por
delante de un local de tatuajes. Solo con insinuarlo, Morgane abrió la puerta
y tiró de mi mano. La idea no era nueva, lo habíamos hablado alguna que
otra vez, hasta teníamos pensado qué nos tatuaríamos: una palabra. Pasé yo
primero, no recuerdo el dolor, no guardo nada de aquellos minutos que no
fuera su risa y cómo me cogía de la mano. Cuando fue su turno, y me vi
arrodillado en el suelo para darle mi apoyo, supe que era el momento.
—Aeternum —dije cuando el tatuador terminó y nos dejó a solas
mientras ella se vestía.
—Para toda la eternidad —me respondió poniéndose de puntillas para
darme un beso en los labios. Dulce y tentador.
—Después de esto, si te pido que te cases conmigo no te negarás,
¿verdad?
El resto de lo que pasó es demasiado privado y me lo guardo para mí.
Spoiler: No se negó.
59 Copia y pega

Por mucho que quiera seguir aquí arriba, el jaleo que nos llega desde la
ventana hace que al final las ganas de bajar y unirnos a ellos, se haga
mayor. Los cuadros llevan décadas aquí guardados, no vendrá de unas
horas.
En el jardín, más que limpiar parece que es una continuación de la fiesta.
Hasta los padres de Romy se han acercado, al final acabamos improvisando
una comida con lo que quedó ayer. Somos casi veinte y podríamos
alimentar a otros tantos.
Me preguntan por los cuadros y confieso que aún es pronto para saber
qué importancia tienen. Mi madre bromea sobre que ojalá haya alguno
valioso que le permita jubilarse. La conversación principal es la boda, o lo
es para el resto de los invitados, casi no soy consciente de nada que no sea
Elio. Está más callado que de costumbre y en sus ojos, como un reflejo de
sus pensamientos, he visto como han ido pasando de la neutralidad a la
apatía. Hasta la irritación. Cuando veo que se levanta de un rebote y va
hacia la cocina, espero y al cabo de un momento entro a buscarlo.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Tengo la teoría de que los sentimientos son como una bola de pelusa y
que necesitamos escupirlas, como los gatos. Pero no siempre se consigue y
se quedan atrapadas en la garganta. Esto es lo que siento cuando oigo a Elio
decir esa misma frase que yo le repetí muchas veces. Siempre he sido de las
que han callado los problemas para no hacer sufrir a los demás.
—No me mientas —le pido en un cuchicheo, acercándome.
—Es complicado.
—Pues explícamelo para que te entienda —repito lo que él me decía
cuando eso sucedía.
Esconde las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros cortos, se ha
quitado la camisa y ahora lleva una camiseta gris. Respira hondo, se da la
vuelta y fija la mirada en la ventana. Chouchen nos ha seguido, lo cojo y lo
llevo al pasillo cerrando la puerta para quedarnos solos y si alguien se
acerca, pille la indirecta.
—No lo sientes, dime, ¿no te cabrea? —Se da la vuelta y resopla
mientras se pasa la mano por el pelo.
—¿El qué?
—Hablar de boda. Que cada idea se parezca más a lo que queríamos
NOSOTROS —recalca—. Aquí, el mar, la noche, la hoguera, la música…
Es como un copia y pega de mal gusto. Dime que lo recuerdas. Dime que
no te hierve la sangre.
Lo conozco, sé que lo que le molesta no es la fiesta, le duele el «para
siempre» de ellos y que el nuestro se esfumara. Porque eso es lo que yo
envidio. Ni vestirme de blanco, ni que sea aquí o en el Ártico rodeada de
«pingüinos», como nos reímos una vez, es la frustrante sensación de que
ellos han avanzado y nosotros nos perdimos.
—Yo tampoco he olvidado nada. —«Ni los besos ni las promesas»
pienso en añadir, pero me lo guardo para mí—. Su historia va ligada a
nuestros mismos recuerdos. Es normal…
—Llevo semanas con la sensación de que nada es normal —me corta.
—Elio —intento acercarme, pero me aparta de un manotazo al aire.
—Hoy soy yo el que te pide que me dejes marchar. Discúlpame con
todos, pero no puedo volver allí.
60 La verdad nos hará libres (Elio)

—¿Qué pasa?
«Tú, eres lo que me pasa. Siempre».
Entre nosotros todo era tan sencillo y natural que, cuando deja de serlo,
no sé cómo comportarme y me descoloca. Pasarme el día pensando en ella
no es una novedad, llevo años así, lo que nunca lo había hecho con este
nudo en la boca del estómago.
Hablar… para todos es la solución. Y no digo que se equivoquen, sé que
tienen razón, pero no me parece un motivo de peso para ir directo al
matadero. Y es así como me siento.
Cuando nos sentemos, una parte de mí morirá para siempre.
Cuando nos sentemos, me abriré en canal, dejaré el corazón sobre la
mesa y lo confesaré todo. Y no es esa imagen tan sangrienta y dolorosa la
que me acojona, es quién seré después.
Ya no tendré dónde esconderme.
Se acabarán las excusas.
Se acabarán los reproches y las acusaciones.
Solo seremos un viejo recuerdo.
La verdad nos hará libres, pero ser libre da miedo cuando ya te has
acostumbrado a las cadenas.
61 Un viaje psicotrópico

Llevo todo el día en la buhardilla. Esta mañana, cuando desayunaba con mi


madre, hablábamos de esos giros del destino y que dan sentido a la vida.
Como mi pasión por el arte, pero que acabara siendo perito, una disciplina
que nunca contemplé.
—Yo creo que todo estaba predestinado para que, cuando llegara el día
que descubriéramos los cuadros, pudieras encargarte personalmente.
No he sabido qué responderle, porque aunque no soy muy creyente en
estas cosas, una parte de mí admite que tiene lógica creer que mi carrera me
ha llevado hasta este momento.
Por la mañana he sacado todo lo que quedaba en el cuarto secreto, un
caballete y una caja de pinturas. Pasar la mano sobre aquellos tubos es tocar
el pasado y me ha puesto la piel de gallina. También había tres cuadernos,
pero están en tan mal estado que me da miedo intentar abrirlos y
estropearlos. Cuando vuelva a París los llevaré a ver si pueden restaurarlos.
Voy lenta, de los cuatro lienzos solo he hecho el estudio a dos. Voy
anotando todos los detalles en la tablet. Uno de ellos, es de un cielo al
amanecer, típicos de Quimperlé. Otro, es una pintura del hotel; la
perspectiva está hecha desde la parte posterior. Está rodeado de niebla y
todo el cuadro desprende algo oscuro y sombrío. Los otros dos son
parecidos, en cada uno de ellos hay una mujer. Estoy con el que hay una
chica posando de lado, muy cerca del acantilado. Reconozco la zona, es
justo frente al hotel. En la parte trasera hay escrito: «no me olvides». Estoy
anotando ese detalle cuando oigo el inconfundible sonido que hace alguien
subiendo la escalera.
—¡Hola, qué sorpresa! —«Más agradable» termino para mí.
—Quería ver los avances. Es bonito —dice Elio mirando por encima de
mi hombro. Qué lejos quedan los saludos con un beso de los que parecen
que nunca van a terminar. Cómo los echo de menos—. Es increíble el buen
estado en el que se conservan.
—Sí, es casi un milagro. Supongo que el secreto es dónde y cómo
estaban protegidos, sin cambios bruscos de luz ni de temperatura. ¿Has
venido a buscar a mi madre para ir a yoga? —pregunto moviendo el cuello
para descargar la tensión.
—¿Ya te parece bien? —ríe en una mueca burlona que quiero borrar a
mordiscos. Mantenerme quieta y no saltar a su cuello, me agita.
—Digamos que voy recordando lo que es vivir en la isla.
—La clase de yoga es los martes, o sea, mañana —señala y se me escapa
una carcajada, admito que ya ni sé en qué día estamos.
—Así que solo venías a curiosear.
«Quería verte», rezo para que conteste.
—Y a invitarte a cenar. —Su respuesta es muchísimo mejor, y me hace
muy feliz hasta que un pensamiento me congela, ¿y si no es una cita y
quiere que hablemos?—. Dylan y Romy van a venir a casa para hacer una
barbacoa y terminar con los restos de la fiesta… otra vez. ¿Te apetece?
Expulso el aire de un resoplido, sin esconderme. Aún no ha llegado el
momento.
—¡Claro que sí!

***

«No estoy soñando», la frase se repite en mi mente sin descanso. O puede


que sí, todo esto tiene una intensidad casi onírica. O que, por algún extraño
motivo, puedo viajar a mundos paralelos y ahora mismo me encuentro en
esa otra vida en la que Elio y yo seguimos juntos, casados y viviendo en la
isla.
Estoy en su casa, él está en el jardín peleándose con la barbacoa porque
con la humedad no prende bien mientras yo entro y salgo para poner la
mesa. ¿Cómo puedo sentirme tan cómoda? Esta es la tercera vez que estoy
aquí y no he pasado ni dos horas en total. Hay una familiaridad en el
ambiente. A lo mejor son mis anhelos los que me hacen sentir así. O
simplemente es… Elio. Como siempre. Desde dos mil doce.
Y aquí estoy, colocando unos agapanthus en una botella de cerveza vacía
a modo de jarrón, desde los altavoces nos llega la dulce melodía de A part
of us. El cielo está cubierto de nubes que parecen brochazos que van
cambiando de color a medida que se acerca el anochecer. El aire huele a
monte. La fragancia de lavanda que procede de las plantas que bordean la
terraza se mezcla con las hierbas que ha utilizado Elio para adobar la carne,
el orégano y el tomillo sobresaltan entre las demás.
—Dime que no las has robado, no quiero tener líos con los vecinos.
—Enora ha sido muy amable y me los ha regalado.
—¿Enora?
—¿No la conoces? Es la señora de dos casas más abajo.
—Los conozco, pero para mí es madame De Gall. Y no sé qué me
sorprende más, que te deje tutearla o que te haya dado flores. Llevo un año
aquí y aún me mira con escepticismo.
Una vez terminada mi tarea, me siento a la espera de que lleguen
nuestros amigos.
—Eso es porque no le has elogiado el precioso jardín. ¿Has perdido
facultades?
Me arrepiento en el mismo instante. No, no quiero saber si ha conocido a
alguien. O sí. «Dime, Elio, ¿qué has hecho con el amor que teníamos? ¿Lo
has disecado y colgado de una pared? ¿Lo has desmenuzado y repartido por
el mundo, como haría un marinero, con un amor en cada puerto?». Quiero
saber si hay por ahí más de una mujer suspirando por uno de sus besos, de
los que empiezan suave y terminan quemándote. Si otra ha descubierto lo
«burro» que se pone cuando se le hace un masaje en la espalda.
Por suerte, gruñe sin contestarme y eso es aún peor porque me deja con
la duda. «Pedazo cabrón». Entra en la cocina para coger dos botellines de
Morgat, la cerveza que se hace aquí en la isla. Me tiende una y se sienta al
otro extremo de la mesa. Da un sorbo a la suya y luego cierra los ojos con la
cabeza inclinada hacia atrás. Viste unos pantalones cortos y una camisa con
las mangas arremangadas hasta los codos, es de cuadros en un tono amarillo
Nápoles, y lleva los primeros botones desabrochados, solo con el fin de
torturarme. Después de tantos años sabemos cómo provocar al otro. Él
vistiéndose como hoy o yo con una camiseta con el hombro caído. Mira…
qué casualidad, lo que llevo ahora mismo puesto.
—Mis facultades con las mujeres están cuando toca —contesta cuando
ya me he olvidado de la pregunta—. Y ten por seguro que ni se me ha
ocurrido ponerlas en práctica con mi vecina.
—Pues parece un partidazo —me burlo obviando como me ha pateado
entre las costillas la primera parte de su respuesta.
«Eso te pasa por cotilla». Clavo la uña en la etiqueta de la cerveza e
intento quitarla.
—¿Ves lo mismo que yo? —La voz de Romy hace que mire hacia el
jardín. Sonrío cuando veo que no soy la única que se cuela sin llamar a la
puerta principal.
—Te dije que era una mala idea utilizar hierbas del campo sin
conocerlas. Aún no nos hemos casado y ya intentas envenenarme.
—¿Envenenado en plan: «vamos a morir» o más bien en «viaje
psicotrópico»?
—¿Siguen haciendo lo mismo? —murmuro mientras se me escapa la
risa. La parejita, en el pasado, y parece que no ha cambiado, tenían la manía
de hablar de ti sin importarles lo más mínimo tu presencia.
—Igualitos. —Elio pone los ojos en blanco—. U os dejáis de hostias o
ya podéis marcharos por donde habéis venido.
—Nena, es real. En mis alucinaciones el gruñón siempre se comporta
como un Teletubbie.
«¿A ver si al final esto es solo un efecto de los calmantes, como insinúa
Dylan?». Romy viene corriendo a abrazarme, no me da tiempo ni a
levantarme. Es real y es una maravilla.
—¡Volvemos a ser los cuatro! Este sí es el mejor regalo de cumpleaños.
Los cuatro. Amigos que son familia. Nosotros.
—¿Por encima de que te pida que seas mi esposa? —Se queja Dylan
cogiéndola de la cintura y cargándosela al hombro y eso me arranca de la
espiral en la que me había metido.
—Basta —lo regaña ella que se agarra a su cuello y lo tranquiliza con un
beso que hace que aparte la vista y Elio se levante a comprobar la barbacoa.
Romy tiene razón, volvemos a ser los cuatro. Tengo ganas de gritar de
felicidad y de ponerme a patalear al mismo tiempo al pensar que pronto
tendré que despedirme de ellos. Hoy es la segunda vez que, cuando la idea
de volver a París se me cruza por la mente, me entristece. No quería venir y
ahora no tengo ninguna prisa por marcharme.

La brisa vespertina nos acaricia el rostro y el paisaje se va aplastando por la


penumbra de la noche. La cena transcurre como si el tiempo no hubiera
pasado. Los temas se solapan y se entremezclan en un caos en el que todos
estamos cómodos porque somos nosotros. Los que éramos.
Dylan me pregunta por los cuadros. Les confieso que aún no he decidido
si voy a hacer público el hallazgo. Primero tengo que averiguar de quién
son, mi instinto me dice que son de Quimperlé, pero hay que confirmarlo.
Les hablo de él, como que estaba casado con una isleña, de Locmaria, para
ser exactos. Que fue él mismo quien en 1886 hizo de guía para Monet y le
enseñó cada rincón de esta costa. Que en la biblioteca del hotel, en esos
álbumes de fotos y recortes de viejos periódicos, recuerdo haber visto
alguna foto de los dos artistas juntos. También de que murió un mes
después, unos días antes de Navidad. Fue atropellado por un carruaje, como
le ocurriría a Pierre Curie años más tarde.
Cuando horas después me tumbo en la cama, lo hago con una sonrisa en
los labios, no recuerdo la última vez que esto ocurrió. Nada pesa. Todo es
liviano.
62 Esas margaritas piden agua

—Estaba a punto de escribir mi propia esquela para ver si así te dignabas a


volver a casa. —Tía Louane en todo su esplendor.
Es la hermana mayor de mi madre, una alma libre que nunca se ha
casado y que, en cuanto pudo, se largó de la isla a conocer mundo. Volvió
cuando mi madre se quedó viuda. Durante un tiempo la ayudó con el hotel,
pero nunca ha sido su sueño. Años más tarde, cuando la situación mejoró, le
compramos su parte.
Acabamos de llegar a su casa para una noche de póquer y margaritas. Se
ve que, como la semana pasada no se pudieron reunir, tienen mono y
esperar al domingo queda muy lejos. De la cocina salen Gwen y su hermana
Frida, vecinas y amigas de toda la vida. Una trae una jarra hasta arriba de
cóctel y la otra lleva un enorme cuenco con nachos y queso derretido.
Empiezo a pensar que aceptar la invitación de mi madre ha sido una idea
maravillosa. Le he dicho que sí solo para salir de casa y cambiar de aires.
No he avanzado gran cosa con los cuadros, es de esos días en que es
imposible hilar un pensamiento cuerdo, como si toda la materia gris de tu
cerebro fuera una masa de cemento. Eso y que Elio no deja de pasearse por
mi cabeza. Parece que no tiene suficiente con haber ocupado el corazón.
Nada más empezar me queda claro que estoy oxidada, hace años que no
juego y que, por mucha carcajada, son contrincantes. Mi madre anuncia un
full de reyes y gana la primera ronda. Las partidas se suceden a la misma
velocidad que baja el contenido amarillo pálido de la jarra. Tía Louane se
pone a cantar, según ella rapea, a modo de distracción y Frida le da una
patada, pero quien la recibe soy yo que estoy sentada a su lado.
—La violencia no está permitida —señala mi madre, dándole una colleja
que seguro que ha hecho que más de una horquilla, con las que se sujeta el
moño, se le claven en el cuero cabelludo.
Intento no reírme, pero es imposible. La carcajada es de esas que te
duele el estómago y que te arranca de la realidad por unos segundos. De las
que regalan años. El culo me vibra y tardo un largo instante en darme
cuenta de que es mi móvil. Saludo aún con la boca llena de risa.
—Hola, ¿cómo va la investigación? —la voz de Elio suena relajada.
Desde que llegué a la isla nos hemos visto cada día y ayer fue el primer día
que no supe nada de él y confieso que lo eché mucho de menos.
—Lenta, muyyy leentaaaa.
—Pareces… —hace una pausa para buscar la palabra concreta y yo lo
imagino poniendo morros como hace cuando se concentra— contenta.
—Mi madre me ha liado a una noche de póquer y margaritas. Te
invitaría, pero sé que no eres muy amigo del alcohol.
—No, y mañana trabajo, no como vosotras. Así que estás jugando a las
cartas.
—Lo intento, pero son muy buenas. Creo que se escapan a Mónaco para
practicar —cuchicheo.
—Recuerda no tocarte la boca con el pulgar, ni rascarte el cuello.
—Eh… sé jugar —me quejo.
—Solo digo que eres un libro abierto.
—No es verdad.
—¿Entonces tienes una buena mano?
—Esta la gano seguro, ¡tengo escalera de caracol! —Asiento y después
me bebo lo que queda de margarita en mi copa.
—Chérie, es escalera de color y acabas de decir tu jugada en voz alta.
—¡Capullo, me has estropeado la partida!
Cuando oigo un coro de carcajadas, soy consciente de que han estado
todo el rato pendiente de mí y yo sin darme cuenta. De verdad, el poder que
tiene este hombre sobre mí no es ni medio normal. Y muy poco
recomendable.
—Esas margaritas piden agua.
—El agua es para las vacas —contesto con un típico refrán bretón. Se
me escapa la risa y es que, cuando se te mete en el estómago, es complicado
sacarla de ahí.
—Y algo sólido —me sugiere Elio antes de colgar.
—Este hombre es idiota —suspiro cogiendo un nacho de los del fondo y
me pringo todos los dedos.
—Antes de criticar a los idiotas, deberías ver la cara que se te queda
cuando hablas con él —remarca Gwen, alargándome una servilleta nueva.
—Me licúa las neuronas —confieso encogiéndome de hombros. Cuanto
antes lo asuma, antes podré afrontarlo.
«Ja…»
—Hablando de licuar, voy a por otra ronda —exclama mi tía poniéndose
en pie.
—Trae algo de comer —le pido, el comentario de Elio ha hecho que me
dé cuenta del hambre que tengo.
—Las pizzas van a llegar en cinco minutos —anuncia mi madre,
mirando su reloj—. ¿Qué quería?
—No lo sé —admito apartándome un mechón que se me ha salido de la
coleta con tanta risa.
Y podría pasar de todo y ver a Frida barajar las cartas y cortarlas como
un experto crupier. Podría, pero no puedo porque ahora solo quiero saber a
qué venía su llamada. Porque pensar en volver a hablar con él hace que me
ponga en pie de un salto y me aleje hasta la ventana.
63 Entre quizás y ojalás se escapa la vida

—¿Qué pasa entre ellos? —pregunta Gwen a mi madre.


—No lo sé, están en el limbo. Saben que tiene que hablar, pero lo van
retrasando.
Puede que crean que susurran, pero las oigo sin tener que forzar el oído.
—Gran parte de las enfermedades son el resultado de emociones
reprimidas —añade mi tía, que ya ha vuelto con otra jarra hasta los topes.
—Entre quizás y ojalás se escapa la vida —declara Frida, en tono
ceremonioso.
—Cuando los veo pienso que son como las ostras y las mareas. Da igual
que las alejes de la costa, siguen notando su influencia. Ellos están
sincronizados de una forma tan natural como extraña. —Con esta
comparación de mi madre, con la que me siento realmente identificada, dejo
de escucharlas y le doy al botón de rellamada.
—¿Necesitas ayuda con la siguiente ronda? —contesta al segundo tono.
—¿Para qué has llamado?
—Me has llamado tú —ríe y el sonido me llega de forma nítida
acompañada, de fondo, por Kiwanuka y su Love & hate. Había olvidado
cuanto me embriaga oír su voz a través de la línea. Siempre he creído que
se hubiera podido dedicar a la radio, o ahora, con la moda de los
audiolibros, a narrarlos.
—Digo antes —recalco, masticando las sílabas.
—Ah, tu amiga Enora me ha dejado una bandeja de comida para ti, dice
que sabes de qué va.
—Oh, qué amable. Imagino que es una lasaña de verduras. Me dijo que
la hace riquísima y que me pasaría la receta.
—Pues no solo te ha dejado la receta, la fuente es como mínimo para
diez personas.
—¿Dónde estás? —pregunto cuando su voz se distorsiona.
—En la furgoneta, de camino a la playa.
Una imagen clara de él bailando con las olas se dibuja en mi mente;
como se agacha para acariciarla, el equilibro cuando se desliza sobre el
agua, su cara de pura concentración, pero sin poder esconder esa radiante
sonrisa de satisfacción. Quiero pedirle que dé media vuelta y venga a
buscarme. Que me lleve con él. Que veamos juntos como el cielo se llena
de color con el anochecer y la Tierra de sombras. Besarlo cuando salga del
agua hasta que sus labios se vuelvan cálidos. Quitarle con la lengua la sal de
la piel. Llenar la furgoneta de gemidos, de promesas, de jadeos cuando
explotemos.
—Disfruta —murmuro, en el fondo quiere decir «ojalá estuviera allí».
—Y tú —responde y quiero entender «ojalá estuvieras aquí».
64 Estatua de sal

Después de finalizar la llamada, sigo unos minutos más con el teléfono


pegado a la oreja, dándome un tiempo para recuperar el pulso. En la mesa,
han continuado con la misma conversación, aunque han bajado un poco el
volumen. Es de las cosas que más odio, ese siseo cuando sabes
perfectamente que hablan de ti. Lo sufrí durante años, después de la muerte
de papá. Iba por la calle y si no me detenían para preguntar cómo estabas, lo
hacían entre ellos. Sé que muchas veces, como ahora, no tiene por qué ser
algo negativo, pero nunca me ha gustado ser el centro de atención. Yo
siempre he querido pasar desapercibida.
—Mírala, es como una estatua de sal —murmura Frida y su voz suena
más nasal que de costumbre.
—¡Otra vez con comparaciones con la Biblia! —se queja su hermana.
Oigo el ruido del cristal de las copas chocando con la madera.
—¿A qué te refieres? —interviene mi madre, solo para evitar que se
pongan a discutir entre ellas y yo se lo agradezco porque no tengo ni idea de
lo que habla y me pica la curiosidad.
—En el libro del Genesis, se cuenta que, mientras escapan de Sodoma, la
mujer de Lot se convierte en estatua de sal después de mirar hacia atrás…
—Al grano —la premia mi tía—, que no tengo ni idea de quiénes me
hablas.
—Es una metáfora. La sal representa el anquilosamiento, la inactividad,
la parálisis. El hombre avanza con el cambio, mirando hacia el futuro.
Justo en ese momento suena el timbre.
—¡La pizza! —gritan al unísono.
Estatua de sal. Esa soy yo. Anclada. Amarrada al pasado. Suelto un
suspiro y me doy la vuelta. El resto de la noche, las palabras se me repiten
una y otra vez en la cabeza. Estatua de sal. Anquilosamiento. Se avanza
mirando al futuro. Estatua de sal.
65 Ver nacer el día (Elio)

Vivir en el campo es maravilloso. Que te despierte una urraca cada día a las
cinco de la mañana, no tanto. Se sitúa justo al lado de la ventana para que
oiga perfectamente su chirriante cantar. He dormido mejor que los días
anteriores. Doy un par de vueltas maldiciendo al bicho, hasta que decido
salir a correr.
Una de las cosas que más me sorprendió el primer verano que pase aquí
es lo caprichoso que es el clima. Recuerdo que un día saliendo de comprar
me topé con un expositor de postales y una me llamó la atención, me hizo
tanta gracia que hasta la mandé a casa: en Bretaña hace bueno varias veces
al día. La isla cambia de aspecto cada vez que te das la vuelta.
Subo al faro de Gouplhar que por su posición estratégica es considerado
uno de los más poderosos de Europa. De camino al mar, paso por delante
del hotel y me imagino a Morgane dormida en esa cama que compartimos
muy poco porque siempre nos refugiamos en la Kombi. Dylan había
tardado solo dos semanas en abandonar la furgoneta y decidir que prefería
instalarse en una habitación en un piso compartido cerca de la escuela de
surf. Sigo el sendero de la costa, con mis fieles compañeros: el cielo y el
mar. Hay algo a lo que no me acostumbro y eso que lo he visto desde que
nací, son los restos del Muro Atlántico. No hay vez que pase frente a una de
esas fortificaciones o búnkeres que no piense en la guerra.
Cuando llego a La sirena de niebla, me detengo. Al horizonte, el
amanecer toma forma y otra mañana nace ante mis ojos. Aspiro con fuerza
el rocío impregnado de salitre. Pura vida. Voy hasta la parte trasera de la
casita y dejo que los viejos recuerdos, esos que me persiguen a todas horas,
me den una paliza de las suyas. Me apetece un viaje al pasado. A nuestro
primer beso. Cierro los ojos y apoyo la frente en la pared. Los abro cuando
noto algo frío y metálico en la punta de los dedos. No me acordaba de la
placa conmemorativa por los ciento veinte años de su construcción. Fecha:
marzo de 2012.
De regreso, mi mente matemática y acostumbrada a buscar patrones hace
cálculos y algo no me cuadra. Cuando llego a la altura del hotel, dudo un
segundo de si es buena idea en llamar a Morgane a estas horas, pero creo
que merece la pena la bronca que va a echarme.
—¿Vas a despertarme cada día?
—Antes te gustaba —murmuro y partes de mi cuerpo se alzan al tener
un remember.
—Antes lo hacías a besos —dice con voz melosa.
«Ábreme la puerta o te juro que la tiro al suelo de una patada».
—Morgane… —Suspiro su nombre y no puedo evitar que suene con un
matiz desesperado.
—Hola, Elio; espero que tengas una buena razón para irrumpir mi
resaca.
—¿Quieres salir a dar una vuelta?
—¿Ahora? —Suena tan chirriante que tengo que apartarme el teléfono
de la oreja.
—Ahora.
—¿Por qué?
—¿Por qué no? —río.
—Re-sa-ca.
—Venga, nada mejor que un golpe de aire fresco para ese dolor de
cabeza. Además, hay un cielo que es pecado no ver.
—Eso lo veo desde la ventana. —Bosteza.
—Necesito que veas una cosa. No te arrepentirás… —añado en un
intento de convencerla.
—¿No trabajas?
—Hasta las diez no tengo una reunión. Deja de hacerte la remolona y
levántate ya.
—Si salgo, quiero un buen desayuno. —Oigo el ruido de las sábanas y la
imagen del domingo pasado aparece en mis pupilas.
—Me parece bien.
66 El enigma de La sirena

No voy a engañar a nadie, y menos a mí, en cuanto me ha llamado y me he


despertado oyendo su voz me he sentado en la cama y hubiera bajado en
camiseta y bragas. Lo único que ha frenado la emoción es la resaca que
llevo encima. Dios, esas mujeres tienen saque y mucho más aguante que yo.
Pensaba que con la edad cada vez se toleraba peor el alcohol, pero parece
que ellas son una excepción. O tienen el hígado más que entrenado a ese
brebaje al que llaman de forma engañosa e inofensiva «margarita».
Me pongo unos vaqueros y su sudadera que rescato de debajo la
almohada. Me calzo las zapatillas sin anudar, con una mano es imposible, y
bajo con Chouchen justo detrás de mí. Desde la habitación de mi madre me
llegan sus ronquidos.
—Buenos días, ¿cómo va esa cabeza? —me saluda. Cierro la puerta
intentando hacer el mínimo ruido.
—No grites —suplico y luego le pido si puede ayudarme con los
cordones. Se agacha y los ata en un abrir y cerrar de ojos. Al levantarse, lo
hace acariciándome la pierna y yo solo pienso en colgarme como un koala
de su cuello y pedirle que vayamos a la cama—. Gracias, ¿a dónde vamos?
—pregunto obligándome a cambiar de pensamiento.
—Un paseo corto hasta La sirena.
La mañana es fría y me arrebujo bajo la sudadera, va callado, con la vista
fija en el camino. Solo se oyen nuestras pisadas y como la naturaleza va
despertando. La cabeza se me despeja en unos minutos y deja paso a una
paz embriagadora. Por enésima vez desde que he llegado a la isla, me
pregunto cómo he podido olvidarme de esta sensación. Esto nunca podrá
compararse con los largos paseos que he dado por París en los que me he
entretenido contando adoquines. No hace mucho, leí que no somos dueños
ni de nuestros recuerdos, que incluso la memoria es ficción. Nada de lo que
recordamos es exactamente cómo ocurrió. Ella misma edita los detalles,
omite o matiza algunos y a otros les otorga una trascendencia especial.
La risa suave de Elio me arranca de mis elucubraciones.
—¿Qué te hace tanta gracia? —pregunto cuando ya veo nuestro objetivo.
—Háblame de Quimperlé.
—¿Por qué? —Se encoge de hombros y luego me regala una sonrisa de
esas tan suyas y que siempre he sentido tan mías.
—Te encanta hablar de arte y de él.
—¿Qué quieres saber exactamente? A estas horas soy como un lienzo en
blanco.
—Cuando estuvo en la isla, cuándo murió…
La única neurona que tengo despierta se pone en marcha y recito de
memoria todos esos datos. Cuando llegamos al pequeño edificio blanco,
Elio me coge de la mano y camina hacia la parte trasera, justo donde le
hablé de mi padre y nos dimos el primer beso. Se me pasa por la cabeza que
quiere revivir ese momento y mi corazón se acelera, me mojo los labios y
mi lengua se prepara para salir a bailar.
—Dime una cosa —empieza, hace que me dé la vuelta y mire hacia el
edificio, él se pone enfrente, un poco apartado para no perderse ninguna de
mis reacciones—, si Quimperlé murió en la Navidad de 1886, ¿cómo es
posible que hayas encontrado un cuadro de él en el que hay pintada La
sirena si se construyó en 1892, SEIS años más tarde?
Sus palabras y números tardan un poco en llegar a mi cerebro y que este
sea capaz de procesar la información.
—¿Qué dices? —Mi voz suena estrangulada.
—El cuadro en el que trabajabas el lunes, cuando fui a buscarte para
cenar, en él sale una chica de lado y al fondo se ve este edificio.
Niego con la cabeza, sé de cuál me habla, pero es imposible. Tiene que
haber un error.
—No… Yo… Tengo que volver.
Empiezo a caminar de vuelta a casa, no soy consciente de que casi lo
hago corriendo.
—Eh, tranquila, no hay prisa —dice cuando me atrapa—. No vendrá de
un par de minutos.
Mis neuronas se quitan la resaca a manotazos y rescatan toda la
información que almacenan sobre mi pintor favorito.
—Tiene que haber algún error… —siseo, al llegar a la buhardilla.
—Es este —Elio lo coge de una mesa y lo coloca justo debajo de la
lámpara para poder verlo bien—. Lo recuerdo porque la chica se parece a ti.
Su comparación hace que mis labios se inclinen en una suerte de sonrisa;
de repente soy consciente de lo rápido que me late el corazón. Estoy a punto
de hiperventilar. Cojo la lupa y observo el lado derecho del cuadro.
—Es La sirena —jadeo.
Busco en la tablet donde he ido apuntando los datos, abro internet y
confirmo la fecha de la muerte del pintor y también la construcción del
pequeño edificio. Estoy tan sorprendida que dudo hasta de lo que sé.
—¿Has comprobado si por casualidad no está pintada por encima?
«¿Quién iba a hacer semejante salvajada?»
—Lo vería en un microscopio; mierda, como echo de menos mi Dino-
Lite. Con la lupa no llego a diferenciar los trazos—. Cierro los ojos y me
aprieto el puente de la nariz. Creo que me estoy volviendo loca—. Hubiera
jurado que es un Quimperlé.
—A lo mejor es de él y no murió en aquel accidente.
—¿Para qué iba a fingir su muerte? —lo corto.
—¿Puede ser una copia?
Vuelvo a mirar con la lupa esas pinceladas circulares, tan típicas de él…
—Si lo es, es muy, muy buena. Y diría que por la pintura es hasta de la
misma época. —Creo que me va a estallar la cabeza—. Si Quimperlé no lo
pintó, ¿quién fue?
—¿Qué es todo este alboroto? —pregunta mi madre desde la escalera,
aún en camisón.
—Acabamos de descubrir algo, aunque aún no sé el qué.
—No he entendido nada, necesito un café.

Bajamos con ella a la cocina y mientras ellos preparan el desayuno, le


cuento todo. Me sugiere que empiece por la biblioteca del hotel donde hay
un ejemplar de cada libro que se ha publicado que hable de los pintores que
han pasado por la isla. Aunque sea privada, es una hemeroteca conocida y
abierta a todo aquel que quiera documentarse.
—Esto está muy interesante, pero tengo que irme a casa —dice Elio
cuando se termina la tostada con queso y miel y da el último sorbo de café.
—¿Ya?
—No esperaba hacer de ayudante de Miss Marple y se me ha echado el
tiempo encima —bromea—; en un rato tengo una videoconferencia.
—Gracias —digo poniéndome en pie. Si no fuera por él no sé cuándo me
hubiera percatado de ese detalle. Noto los labios llenos de besos
acumulados, no puedo resistirme y dejo uno en su mejilla.
—Te llamo luego y me cuentas los avances —murmura bajando la
cabeza como si oliera mi pelo.
—Puedes llevarte el coche, no lo necesitamos y está visto que nos vemos
a todas horas.
—¡Mamá!
—A ver si he dicho alguna mentira —se defiende mientras hace
carantoñas a Chouchen.
—No hace falta —le responde Elio con una sonrisa bailando en sus
labios—. Ya buscaré alguna excusa para verla.
Suelto una carcajada mientras él se da la vuelta y saluda con la mano
alzada. Tampoco es tan raro que estos dos se hayan hecho amigos, siempre
se han entendido de maravilla.
Estoy recogiendo la mesa cuando oigo que mi madre lanza un suspiro
melodramático antes de decir:
—Irse implica que transcurre cierto tiempo antes de regresar.
Elio chasquea la lengua y cuando me doy la vuelta lo veo apoyado en el
marco de la puerta. Me muerdo el labio encerrando la risa.
—Es que acabo de pensar en una excusa, ¿te vienes a comer? Tengo una
fuente enorme de lasaña, esperándote.
—Me parece perfecto —acepto encantada con el plan.
—Nos vemos en casa.
Tú también lo has oído, ¿verdad? Ese «casa» ha sonado a refugio contra
el mundo. A paraíso celestial.
—Gracias, pero yo ya tengo planes —mi madre declina la «no
invitación» y de nuevo lo hace como si estuviera interpretando a la
mismísima Scarlett O’Hara.
67 Querer bien

—¿Qué pretendéis con todo esto? —pregunta mi madre cuando está segura
de que Elio ya se ha ido.
—Nada. No lo sé —me corrijo.
El silencio secuestra mis palabras y ella espera paciente a que yo las
libere. Prepara una nueva cafetera, es su sutil forma de decir que no lo va a
dejar pasar. Me siento en la silla y con la uña del pulgar sigo las vetas de la
madera.
—No quiero ser una estatua de sal —murmuro. Es fugaz, pero veo la
mueca que hace cuando se da cuenta de que ayer las oí hablar—. Estoy…
estamos avanzando.
—¿Hacia el precipicio?
—Pensaba que decías que tenía que vivir. Y te juro que soy feliz. —La
frase sale nítida, sin nieblas ni tropezones.
Sé que, como todas las emociones no es un valor que se pueda medir con
precisión, pero nadie mejor que uno mismo para saber hasta qué punto
hemos llegado y yo hace años que no experimentaba esta alegría y ganas;
tantos que llegué a pensar que jamás volvería a sentirme así.
—Solo estáis viviendo una ilusión. —Sirve el café y me acerca una taza
—. Y ya sabes que opino de ellas.
—Que son como pompas de jabón, crecen y se alzan hacia el cielo hasta
que explotan —repito lo que le he escuchado decir en infinidad de
ocasiones.
—Creo que antes de seguir, deberíais hablar. Ni tú ni él merecéis sufrir.
—Lo sé, pero ninguno de los dos quiere hacerlo. Aún.
—No debe ser muy agradable pasearse con la espada de Damocles sobre
tu cabeza.
—Estamos en Francia, aquí nos va más la guillotina —bromeo
intentando quitarle hierro al asunto porque la otra opción es gritar, patalear
o, directamente, llorar.
—Peor me lo planteas, una afilada cuchilla rozándote la nuca.
«Vale, basta de comparaciones que tengo una facilidad extraordinaria
para convertir esas atrocidades en una pesadilla recurrente».
—Estamos en tiempo muerto —digo, intentando borrar esa sangrienta
imagen de mi mente—. Es mejor que odiarnos y estar en una continua
pelea.
—Lo que estáis haciendo es la vía más fácil, vivir en una mentira.
—No lo es. Yo aún lo quiero —confieso sin la menor duda de que mis
sentimientos no han menguado en todo este tiempo.
—¿Y ya has aprendido a quererlo bien?
«Joder, qué puntería, madre. Directa al corazón».
Querer bien no se mide por la cantidad, se mide por lo que estás
dispuesto a transigir. Querer sin peros. Querer sin miedos. Querer sin
frenos. Elio es surf. Elio es mar. Ese mismo mar que una vez nos separó.
68 Joie de vivre (Elio)

Elio
¿Has descubierto algo?

Morgane
¡Nada!
Además, con las obras
y los martillazos no
oigo ni mis pensamientos.

Elio
Mira por dónde,
aquí tengo todo el silencio que necesitas.
Vente cuando quieras.

Morgane
¿Ya has terminado la reunión?

Elio
Aún no.
Se está alargando.

Morgane
¿Dejamos la comida para otro momento?

Elio
No, solo es que me aburro.

Morgane
¿Soy una mera distracción?

Elio
No me hagas decir qué eres.

Porque no sabría ni por dónde empezar.


«Eres mi primer amor. Mi único amor. La mujer de mi vida. La reina de
mis pesadillas. Eres ese «joder» que suelto al pasar por delante de un
colegio. Ese «ojalá» cuando me giro en la cama, buscándote».

Morgane
Vale, nos vemos en un rato.

Elio…

Elio
¿Sí?

Morgane
Gracias.

Elio
Morgane…

Morgane
¿Sí?

Elio
Si tu hígado está de acuerdo,
roba un vino de la bodega.

Morgane
Ok.

Dejo el teléfono y me centro de nuevo en la pantalla del ordenador. Odio


estas reuniones en las que no se avanza, solo se habla de problemas, no de
soluciones. Los «expertos» exponen sus teorías para posicionarse, aunque
su visión desde los despachos dista mucho de la realidad. Tengo que
repetirme que es trabajo. El que paga la casa y las facturas. Que en nada se
terminará este calvario y… llegará Morgane.
Siguen hablando y yo desconecto. Hace un rato el cielo estaba
encapotado y ahora ya ha vuelto a salir el sol. Tengo la ventana abierta, de
fondo se oye algún vecino cortando el césped y la brisa me trae el olor a
hierba.
***

Cuando Morgane llega, le abro aún con los auriculares en la oreja, le


vocalizo que pase y cierro la puerta tras ella. Alzo la mano, diciendo que
solo serán cinco minutos. Son casi las doce y son funcionarios. Cuando
toque la hora punta, todos habrán desconectado.
Vuelvo a subir al despacho, intento concentrarme, pero no lo consigo.
Me aparto uno de los auriculares para oír el ruido en el piso de abajo. Oigo
como abre la nevera, los cajones, el sonido de los platos y de las copas, el
temporizador del horno… Es la melodía de un hogar y me gusta como
suena. ¿Por qué me torturo así? En unos días se irá de la isla, y ¿luego qué?
El viejo rencor sigue ahí y por mucho que intente esconderlo, se huele el
tufo desde kilómetros a la redonda. Morgane se irá y lo último que necesito
es tener recuerdos de ella pululando por casa, como fantasmas. Pero soy
adicto a ella, lo asumí hace años. No soy ningún mártir, solo un gilipollas
enamorado.
Es curioso imaginar qué está haciendo solo por los sonidos que me
llegan. Ha salido al patio y está colocando las sillas que siempre tengo
inclinadas para que no se moje el asiento. Ya hemos hecho esto antes,
supongo que es eso lo que me produce esta falsa sensación de normalidad.
Cuesta diferenciar si son los jóvenes Eme y Elio los que van a comer la
lasaña o seremos esta versión adulta que se está comportando como si
tuvieran amnesia selectiva.
Cuando vuelvo a la realidad, la reunión está llegando a su fin. Se
concreta la fecha de la próxima y que se enviará un resumen de los temas
comentados hoy. Cierro la sesión, lanzo los auriculares y bajo la escalera de
dos en dos. No, no tengo prisa… tengo… mmm… sed.
Me detengo cuando llego al salón y la veo junto a la ventana de la
cocina, donde dejé el cactus y el «jarrón» hecho con una botella vacía y las
flores que colocó sobre la mesa el lunes, cuando vinieron a cenar. No sé por
qué guardé el ramo, puede que me guste ver su toque femenino en casa.
Puede que me guste mirarlo cuando me tomo el primer café. ¡Como si
necesitara un recordatorio para pensar en Morgane!
—Hola. —Camino hacia ella con la incómoda sensación de no saber qué
hacer en mi propia casa.
Me saluda regalándome una sonrisa comedida, está igual de perdida que
yo.
—He metido al horno solo una porción de la lasaña. Esta mujer es una
exagerada.
Noto el ácido del rencor subirme por la garganta, lo mejor sería dejarnos
de tonterías y sentarnos de una vez a hablar. Cerrar por todas el pasado,
pero…, ya que ha venido y ha puesto la mesa, procrastinemos un poco más
que ese vino pide ser decantado.
—Huele muy bien; por cierto, la receta la tienes pegada en la puerta de
la nevera. —Descorcho la botella y la vierto en un decantador.
—Si me ayudas a repartirla en otros tápers, luego le llevaré la fuente.
Antes de venir he pasado por el pueblo y le he comprado un surtido de
bombones como agradecimiento.
Hago lo que me pide bajo su atenta mirada. Está preciosa, sé que se ha
vestido para provocarme. Sabe que me vuelve loco cuando se pone esas
camisetas que dejan un hombro al aire, me encanta(ba) ver el hueco de la
clavícula e imaginarme besándola justo ahí… Otra es que la ropa tenga un
punto transparente. Esas viejas camisetas que traslucen y dejan ver el color
de su sujetador. Como la de hoy, es negra y la ropa interior roja. ¡Qué
cabrona!
—Te aviso que la porción que yo he cortado se parece a todo menos a un
cuadrado —ríe y se me pega con facilidad.
«Elio, céntrate, ya le darás vueltas a esa lencería esta noche cuando te
tumbes en la cama».
—¿Cómo lo llevas? —le pregunto señalando la mano. Dejo la fuente en
el fregadero y le echo un chorro de desengrasante y un poco de agua
caliente para que me facilite después el trabajo.
Resopla y a mí se me dibuja un conato de sonrisa en los labios.
—Ya no me duele, pero es un incordio.
—Con lo poco que te gusta pedir ayuda.
Podemos actuar como si no existiera el pasado, pero constantemente
hacemos referencia a él.
—Me gusta que me cuiden, lo que detesto es depender. Y mi madre, en
ocasiones, puede ser muy intensa.
—El otro día leí algo que me pareció curioso. Era uno de esos e-mails de
mi madre.
—¿Sigue con la misma costumbre?
—Peor… —río y corto la baguete que ha traído y que aún está algo
caliente—. Era sobre una paleontóloga a la que le preguntaron: «para ti,
¿cuándo empezó la civilización?». Su respuesta fue: al encontrar una tibia
soldada. Eso quería decir que alguien se rompió una pierna y otro lo cuidó
hasta que se curó. Los animales si se rompen un hueso o se hacen daño
mueren si no pueden moverse para alimentarse. Cuidar hasta curar
demuestra una evolución.
No soy consciente de lo que hago hasta que me veo reflejado en sus ojos.
Le acabo de ofrecer la punta de la barra, que sé que le encanta. Lo he hecho
de forma mecánica, como hacía tantas veces en el pasado. Pero el mensaje
que he dado es que quiero alimentarla hasta que se cure. Fue verdad en el
pasado, ahora… no sé qué quiero, ni si me puedo permitir semejante duda.
Abre la boca y le da un mordisco. En sus ojos veo hambre… y no es de pan.
«Joder, no me mires así, que yo también me muero por besarte».
Carraspeo y rompo el momento. Por pura distracción, abro la puerta del
horno para comprobar cómo avanza nuestra comida. Veo que Morgane
sigue siendo amante del queso, por la cantidad deduzco que ha vaciado los
dos sobres que tenía.
—Esto ya casi está, voy a poner el gratinador.
Ella, mientras, ha servido dos copas de vino y ha salido a la terraza,
supongo que en busca de un poco de aire fresco.
—¿Qué tal la reunión? —me pregunta cuando me siento al otro lado de
la mesa.
—Bien, es interesante, pero no tanto como descubrir a un pintor farsante.
—Ah… no me lo recuerdes. ¿Cuéntame qué haces?
Le hablo de la aplicación con los partes meteorológicos y toda la
información que un surfista puede necesitar. De los beneficios que aporta la
publicidad, por muy pesada que sea. De mis colaboraciones con revistas del
sector. Y como he terminado trabajando con la universidad para mejorar los
procesos e intervención de la industria en el mundo marino.
—Una pesca más respetuosa con el ecosistema, no solo me parece
interesante, sino que además es muy necesario.
Hablamos de ello hasta que oímos el ring del temporizador.
Mientras comemos, en un sorprendente y agradable ambiente, recibe una
llamada. Veo como se ríe, asiente… mientras yo me dedico a observarla y
buscar las diferencias que han dejado estos tres años.
—Era Marlene, trabajamos juntas y es mi mejor amiga allí. Estaba
buscando unos cuadros para un hotel y le mandé algunas obras de las que
tiene expuestas Vincent. Al cliente le han encantado. Luego me pasaré para
hablar con él sobre la compra.
—¿Qué tal la vida en París, es cómo soñabas?
Da un sorbo solo con la intención de ganar tiempo.
—A veces, las cosas no son como imaginamos —dice sonriendo, pero
las palabras son ambiguas y destilan cierto desencanto.
No continua, y yo quiero pedirle que siga, que me hable de su vida allí.
Necesito saber si dejarme atrás mereció la pena. Quiero decirle que, si dejo
el rencor de lado, estoy muy orgulloso de ver que ha conseguido vivir del
arte y en París como un día soñó. Aunque a medida que Morgane fue
creciendo, ese sueño mutase con ella. Cuando empezamos a viajar por todo
el mundo, se veía siendo una marchante internacional con contactos y
clientes en cada continente. En los últimos tiempos, los dos teníamos claro
que nos instaláramos en la isla y ella sería la gerente de un museo.
Cuando se va, pienso que la vida sería mucho más fácil si pudiéramos
vivirla hacia atrás, pero entonces me doy cuenta de que nos perderíamos la
joie de vivre.
69 Quiquiriquí

—¿Qué es esta fiesta y por qué no he sido invitada? —grita mi madre para
hacerse oír por encima de Following in the sun.
Mmm… espera que te pongo en situación. La sala de estar de casa se ha
convertido en una pista de baile improvisada, llevo un vestido negro de
coctel de los que Marlene puso en la maleta, aunque pierde el glamur al ir
descalza y totalmente despeinada.
—Sí lo estás, pero no te hemos esperado para empezar.
—¿Y qué celebramos? —Chouchen, al verla, se pone a ladrar y ella me
lo quita de los brazos. Es como un bebé con mamitis.
—Hay días buenos, otros que son muy buenos y luego hay los
excepcionales, los de «me quedaría a vivir en este día». Pues hoy de los
últimos. He pasado la tarde en la galería de Vincent. ¡Hemos cerrado el
acuerdo de colaboración!
«Y ha vuelto a decirme que está mayor, que quiere jubilarse y que le
encantaría traspasarme el negocio», pero no repito sus palabras en voz alta
porque me da demasiado miedo la ilusión que me provoca solo con pensar
en llevar la galería referencia de la isla y ser mi propia jefa.
—¡Eso sí que es una gran noticia! ¡Me alegro mucho por ti!
—Au, ¿por qué me pellizcas? —digo, frotándome el brazo.
—Para que reacciones y te des cuenta de que puedes hacer tu trabajo
también desde aquí.
—Mamá…
—Solo remarco los hechos —me interrumpe; y me quedo con las ganas
de decirle: «No empieces, déjame disfrutar de esto».
—Sé que es real, por eso lo estoy celebrando.
—Ya sabes a lo que me refiero. —Sí, que París es una ciudad por la que
muchos matarían por vivir, pero no es mi sitio. El mío es aquí, en la isla—.
¿Y con Elio?
—Pues claro.
—¿Eh? Que cómo ha ido con él. —Vale, pensaba que me leía la mente y
me preguntaba si mi sitio era en la isla con Elio. Las ilusiones, a veces, nos
afectan la comprensión.
—Ah, bien. Solo somos dos amigos que han compartido una comida.
—Definitivamente, hacemos honor al gallo, emblema de los franceses:
con los pies en la mierda, pero la cabeza en alto y cantando. —Y sé que en
ese «hacemos» se incluye a ella también.
¿De estatua de sal a gallo? No sé si es mejor o peor.
—Vamos a celebrarlo. Te invito a cenar a tu sitio favorito —digo sin
querer seguirle el juego.
—¡Por fin dices algo coherente desde que has llegado! —aplaude antes
de correr hacia la escalera para cambiarse de ropa.
70 Bienvenido a la república
independiente de mi casa

Estoy en la biblioteca del hotel, enterrada bajo un montón de álbumes y


libros. Llevo aquí desde las nueve de la mañana y creo que el olor a añejo
se me está pegando en la ropa. Necesito salir y que me dé un poco el aire
fresco. Devuelvo cada libro a su sitio mientras hago un resumen mental de
lo que he descubierto hasta ahora. Es rápido de hacer: NADA.
Absolutamente nada. Estoy estancada y no sé cómo avanzar. Entre motas de
polvo y con la primera estrofa de Walking on a wire veo la luz. Veo la
Ciudad de la Luz. ¡Haré una escapada a París y creo que tengo a la
acompañante perfecta!
—Hola —me saluda Romy al primer tono—. Puede que se corte, estoy
cerca del faro de Poulains.
—¿Qué haces este fin de semana?
Devuelvo a su sitio un libro que trata sobre la influencia de la isla en la
inspiración de los artistas, ya sean escritores, poetas, músicos o pintores. No
recuerdo quién dijo que la isla tiene un aura creativa que seduce a los de
espíritu artístico.
—Nada especial, ¿tienes algo que proponerme? —ríe y su voz suena
metálica por la cobertura.
—París. Quiero llevar unas muestras de pintura a analizar y he pensado
que quizás quieras acompañarme.
—¿A París? —grita.
—¡Un fin de semana de chicas! Podemos aprovechar para curiosear en
alguna tienda de vestidos de novia…
—Me encanta la idea —me interrumpe, chillando—. ¿Cuándo tenías
pensado salir?
—Dímelo tú, me adapto a tu horario.
—Ahora mismo llamo a mi hermano, me debe un favor.
Oigo un ruido y cuando me doy la vuelta tengo a Elio delante de mí. Está
apoyado con el hombro en la jamba de la puerta y las piernas cruzadas.
Lleva un bañador y una sudadera con la capucha puesta.
—Hablamos luego, tengo una visita.
—Déjame adivinar… ¿Elio?
Cuelgo sin responderle.

Elio camina hacia mí, se quita la capucha y se pasa la mano por el pelo
como sueño hacer yo. Ha estado surfeando, huelo el mar desde aquí, a unos
escasos tres pasos. Inspiro hondo y disfruto de la sensación.
—¿Cuánto llevas ahí, espiando?
—Lo suficiente para saber que te vas de finde de chicas. Y no era espiar,
solo que no quería interrumpirte. Entiendo que no has avanzado mucho.
Niego con la cabeza y coloco el álbum de recortes de periódicos de la
época en los que se menciona el hotel, después voy hasta la ventana y la
abro. «Qué calor hace de repente».
—Yo también me voy, me ha salido un viaje. ¿Cuándo os vais?
Quiero preguntarle por el destino, pero si lo ha obviado será por algo y a
mí me da miedo tirar del hilo y que, sin querer, me caiga la guillotina.
—Supongo que mañana cuando Romy termine de trabajar. Me llama
después para confirmarlo. ¿Y tú?
—Esta tarde, con el último barco.
—¿Hoy? —Mi voz ha salido estrangulada, revelando más de lo que me
hubiera gustado—. ¿Y estarás fuera muchos días?
—Calculo que una semana.
«¿Taaannntooo?».
¿Por qué de repente me parece el fin del mundo cuando he pasado tres
años sin verlo? ¡Qué rápido nos acostumbramos a las cosas buenas!
Camina hasta situarse junto a mí, en la ventana. Noto su presencia
rodeándome, quiero cerrar los ojos y quedarme con esta sensación.
—He pensado en traerte esto. Son las llaves de casa. —«De casa», no de
«mi casa» puede parecer un descuido, pero a mí me sienta como un trocito
de cielo —. Para que le eches un vistazo al cactus, por si necesita agua. No
quiero que se me muera.
—¿Regar el cactus? —pregunto con la ceja levantada y mordiéndome el
carrillo para no reírme.
«Elio por Dios, ¡que es de ropa! Dime que es porque te apetece
imaginarme en tu cueva, echándote de menos».
—O para buscar silencio si aquí no lo encuentras.
Cojo las llaves y juro que me queman la palma de la mano. Miro ese
trozo de metal sobre esas líneas que hablan de mi destino y en el que
siempre leí su nombre.
—O para robarte una sudadera, mi madre ha puesto la otra a lavar. —«Y
casi lloro cuando la he visto tendida al sol».
—¿Estás sola?
—No, está en el despacho; lleva toda la mañana reunida con la gerente
preparando la abertura.
Me guardo la llave en el bolsillo trasero de los vaqueros antes de que
cambie de opinión.
—¿Ya han acabado las obras?
—Sí, ayer. Ahora toca limpieza y todo estará listo.
Algún pajarraco pasa volando y nos distrae con su vuelo. Los dos
miramos hacia fuera y dejamos que las vistas nos deslumbren con su
belleza. Al estar en la costa oeste, solo hay mar y más mar. La inmensidad
del Atlántico. Cuando me vuelvo hacia él, me coge por las presillas del
vaquero y tira para acercarme. Solía hacerlo antes. Antes, cuando él y yo
era un nosotros. Con el nudillo del índice me roza la piel del estómago,
justo en el ombligo. En el centro de la vida. Vida la que me bulle por todo el
cuerpo.
—¿Qué haces? —pregunto en un hilo de voz, con las manos sobre su
pecho.
—Lo sabes.
—No.
—Me dijiste que nunca más volviera a pedir permiso para besarte, que
siempre te apetecería.
La vida se detiene. El tiempo se dobla sobre sí mismo y como por arte de
magia volvemos a estar en el verano que nos conocimos.
—Maldita buena memoria —jadeo.
—Dices que no, pero tu cuerpo dice que sí. Te has puesto de puntillas —
ríe y suena jodidamente seductor.
«¿Qué culpa tengo yo de que mi cuerpo no pueda resistirse a ti?»
—No creo que sea buena idea.
Sus manos se deslizan por mi espalda, y las mías suben hasta su pelo,
por fin me doy el gusto de acariciarlo. Qué bien se nos da torturarnos.
—Solo es un beso de despedida, ahora que tu madre no está mirando.
Suelto una carcajada y él aprovecha justo ese momento para besarme.
Sus labios fríos de mar se juntan con los míos. El delicioso contraste con el
que he soñado tantas veces. Después de tres años deseándolo, imaginaba
que sería un beso desesperado, pero no lo es. Ni de perdón. Es redención.
Es liberación.
¿Y si lo que tenemos pendiente no es la charla ni la guillotina?
¿Y si es este beso lo que estaba suspendido en el tiempo?
Somos nosotros en ese beso que dejamos sin dar. El que me hubiera dado
al salir del agua, si lo hubiera hecho por su propio pie. Este beso somos
nosotros. En estos años me he dado cuenta de que lo que más añoras de una
persona no son los momentos increíbles, lo que recuerdas con más
asiduidad es la rutina que compartíais. Su beso es casa.

Cuando nos separamos, apoya su frente contra la mía. Me cuesta


respirar. De sus labios escapa un ruido, a caballo entre un gemido de placer
y un suspiro de alivio. Creí que al volver a besarnos me moriría y es todo el
contrario, me siento más viva que nunca. Qué sensación tan maravillosa es
explotar de placer con solo un baile de labios. Las ganas quemándome bajo
la piel y ese picor por todo el cuerpo, que te eleva.
Abro la boca para hablar, pero solo soy capaz de suspirar su nombre.
Pone su pulgar sobre mis labios y niega con la cabeza.
—Déjalo para cuando vuelva.
Hay luz en el nido y huele a café recién hecho. En el jardín, ha plantado
los «ojalá» que vamos recolectando con la esperanza de que nazca un árbol
de los deseos. Ha comprado muebles nuevos, hay un sillón frente a la
chimenea encendida y en la entrada ha colocado la famosa alfombra de
Ikea: «Bienvenido a la república de mi casa».
71 Mira, se miran

No quiero ver cómo se marcha. En los últimos días, siento que estoy en un
partido de tenis. Para dejar de pensar en Elio me centro en los cuadros y
cuando me saturo, vuelvo a él. Y eso hago, desvío la vista hacia la mesa
donde tengo expuestos los lienzos. De repente, una supernova explota en mi
cerebro.
—Mira, se miran —grito y corro hacia allí.
Junto al lado del cuadro donde sale La sirena de niebla, hay otro
parecido. En él también aparece una chica, en este caso es pelirroja y está
de frente. Los pongo juntos y encajan a la perfección. La costa que me ha
visto nacer, el mar, el cielo y, cada una de ellas en un extremo,
observándose.
—Forman una misma imagen —dice Elio, tan sorprendido como yo.
El hallazgo no me avanza en nada a mi investigación, pero siento que
estoy un poco más cerca. Oímos la voz de mi madre en el pasillo.
—Disfruta del viaje y cuéntame si averiguas algo más —murmura contra
mi pelo y luego se aparta, ni me había dado cuenta de que lo tenía justo
detrás, pegado a mí.
—Claro, que lo pases bien. —«Y échame un poco de menos».
72 Remember me

Estamos en el tren de vuelta de París. Romy se ha quedado dormida con la


galleta en la mano —sigue teniendo la misma manía, nunca le da
mordiscos, se las come royendo como un castor—, la boca abierta y la
cabeza apoyada en la ventana. Tan rubia, tan mona… tan… escandalosa
como un cachalote.
Dudo, abro la aplicación. La cierro. Guardo el teléfono. Dudo. Lo vuelo
a sacar.
Me obligo a pensar en otra cosa. Ha sido un fin de semana intenso y
divertidísimo. Ha sido genial tener a Romy y Marlene juntas. Mi pasado y
presente viviendo en armonía. Un recuerdo de que no siempre hay que
escoger, sino encontrar la manera de mezclar. La vida es adaptarse a los
cambios, aprender, superarse, mutar, transformarse, sin perder los orígenes.
Me he dado cuenta de que puedo ser la Morgane que vive en París y a veces
va a la isla. Que mi amistad con Romy no desbanca a Marlene, ni al revés.
Y puestos a soñar… me queda claro que vivir en la isla no me aísla ni me
corta las alas para hacer mi trabajo.
Abro la galería de fotos del teléfono y veo un resumen de este fin de
semana. La primera es del viaje de ida, cuando nos pasamos dos horas
decidiendo donde cenar. A Romy, la idea de tener a su disposición todas las
cocinas del mundo, primero le encantó y luego la abrumó. Es lo que suele
pasar cuando tienes dónde escoger, que la elección se vuelve un dolor de
cabeza más que un placer. Al final dijo: yo con pan, queso y vino ya soy
feliz. Y eso hicimos, fuimos hasta el barrio de Les Marais, a ponernos las
botas en el restaurante: Pain vin fromages. Como muestran las siguientes
fotos de una mesa abarrotada de raclette, patatas, pan y una botella de
merlot. El sábado nos levantamos pronto, le regalé un masaje y una
limpieza de cutis mientras yo fui al laboratorio a llevar las muestras y me
pasé a ver a un restaurador para ver si podía conseguir sacar algo de los
cuadernos, me ha dicho que hará lo que pueda, pero que le llevará unas
semanas. A la hora de comer, nos subimos a un bateau mouche. Por la tarde,
nos encontramos con Marlene y fuimos a una enorme tienda de vestidos de
novia de segunda mano. Las tres pasamos por los probadores, creo que
nunca me he reído tanto. A ninguna se le ocurrió buscar algo bonito,
recorrimos todas las secciones eligiendo el más feo. Ganó Romy. Es que de
verdad no sé ni cómo explicarlo… Lo único que se me ocurre para
describirlo es decirte que pienses en un gran condón hecho de ganchillo.
Desde la cabeza, con algo que se parecía a un pasamontañas, hasta los pies.
Solo se le veía la carita y las manos. Era una maldita mortaja. Horrendo,
aún no sé ni cómo se atrevió a ponérselo, a mí me da urticaria solo con
pensarlo.
Decidimos volver a cenar al mismo sitio porque Romy se había quedado
con ganas de probar la fondue al vino tinto. Después de una anécdota de
Marlene y Simon, pasamos la cena debatiendo sobre los peligros de follar
en la ducha, como por ejemplo: encontrar la postura sin resbalarte ni abrirte
la crisma, pensar en si llegaras al orgasmo antes de que se termine el termo,
que el agua realmente no lubrica sino todo lo contrario, y además se te mete
por la nariz y te ahogas. También salieron perlas como: «es el tío perfecto si
sabe tirarte del pelo cuando estás salvaje y acariciarte cuando seas de
cristal». Marlene, en los postres, me preguntó si había tenido noticias de
Jay. Romy puso cara de no saber de quién hablaba y la puso al día.
—Aquí, nuestra chica, que la apunto a una fiesta de citas rápidas y se
liga al camarero.
—No me lo habías dicho y ¿qué tal?
—No te lo conté porque me preguntaste por alguien especial y Jay…
Digamos que ninguno de los dos está preparado para algo más. Me escribió
cuando estaba en el tren de camino a la isla, le dije que estaría fuera unas
semanas. —Levanté la copa y ellas me imitaron—. Y hasta aquí la
conversación sobre los hombres.
El resto de la noche está lleno de lagunas, pero no tengo dudas de que
fue la leche, lo corrobora las agujetas que tengo en las costillas de tanto que
nos reímos.
Y esta mañana… de la que no tengo foto, pero vuelvo a ella cerrando los
ojos. Me he despertado pronto y de un arrebato me he vestido y he
caminado hasta la Place Dauphine para ver a Jay. Reconozco que desde que
Marlene lo nombró en la cena, tenía la necesidad de verlo y hablar con él.
Se ha sorprendido de verme y después de un momento de duda nos hemos
saludado con un beso en la mejilla. Le he contado el motivo de la escapada
y que tenía poco tiempo porque tenía dos cadáveres en casa esperando que
les llevara el desayuno.
—Estás diferente —ha dicho sirviéndome un café.
—He estado tomando el sol y estoy alimentada por mi madre.
—No es eso, es tu mirada.
Me he encogido de hombros y echado a reír, porque es verdad eso que
dicen que los ojos son el espejo del alma. Como respuesta le he dicho que la
vieja Morgane se ha encontrado con su pasado. No ha hecho falta añadir
más. Cuando he salido de allí lo he hecho con un amigo nuevo. También
con la sensación de haberme despedido de Morgane v.2 para siempre. Las
segundas versiones nunca son buenas porque carecen de originalidad. Es
aceptando el pasado que se camina hacia el futuro.
73 No me olvides

Al final abro la aplicación y escribo el mensaje, esta vez no lo borro.

Morgane
Si mando esta foto a tu hermano,
¿crees que romperá el compromiso?

Enviado.
No sé nada de Elio desde el jueves. Desde el beso. Aunque he tenido
ganas de hablar con él. De llamarlo o intercambiar algún mensaje tonto
durante este fin de semana, pero al final no lo hice. Él tampoco ha dado
ninguna señal. No dejo de preguntarme si este silencio es uno de esos de
«después de la tormenta» o es de los que anuncian la llegada de un
temporal. Cuando veo que está en línea y escribiendo, se me acelera el
pulso.

Elio
Es Dylan…
Se comerá esa «cosa» y se dormirá sobre ella.
¿Ya de vuelta?

Aunque no puedo verlo, en mi retina se dibuja su rostro y esa sonrisa


despreocupada que tira hacia los laterales y convierte sus labios en una fina
línea.
Morgane
Son tal para cual.
Sí, hemos salido hace un rato.

Elio
¿Lo habéis pasado bien?

Morgane
Ha ido genial.
A las pruebas me remito ;)
¿Y tú?

Elio
Mucho mejor de lo que esperaba.
¿Cuándo tendrás los resultados?

Morgane
Théa ha prometido darse prisa.
Espero tenerlos en un par de días.

Elio
En cuanto lo sepas, me dices.

Morgane
Hecho.
Elio
Nos vemos en unos días, pokigoù[7].

Morgane
¿De los que tienes guardados?

Pregunto y luego me arrepiento en el acto de haber mandado el mensaje.


Me estoy maldiciendo cuando veo su respuesta y en mi boca explota el
sabor de la pura felicidad.

Elio
De los que están por venir.

Cierro la aplicación y apoyo la mejilla en el fresco de la ventanilla


imaginando que es su pecho. La velocidad convierte al paisaje de campos
de cereales en un borrón en tonos verdes y amarillos y de tanto en tanto un
brochazo rojo de amapolas. Quiero seguir hablando con él. Quiero decirle
que estoy aquí, pensando en nosotros, que lo añoro, que no me olvide…
«No me olvides»…, se repite en mi mente, una y otra vez. Como cuando
quieres recordar algo, pero no hay forma de dar con ello. Hasta que por fin
lo veo. Saco la tablet y reviso las fotos que hice de los cuadros y las notas
que tomé. Con el corazón martilleándome, lo llamo.
—No me olvides —digo cuando Elio contesta al primer tono.
—Tú tampoco —me responde con voz risueña.
—No —sacudo la cabeza en un intento de ordenar mis pensamientos
para poder contárselo—, en el cuadro de la pelirroja pone «Antes de que te
olvide» y en el de La sirena «No me olvides».
—Vale… ¿Y?
—Y… —hago una pausa antes de soltarlo—. Eso solo lo puede decir
quien lo ha escrito…, ¿quién lo ha pintado?
—Tiene sentido —contesta al cabo de lo que me parece un siglo—. En
los cuadros hay dos mujeres… eso quiere decir que ¿tu pintor es una
pintora?
Suelto una risita de puro nervio. Eso es lo que estoy pensando.
—No lo sé. ¿Puede ser? —Una idea brota—. Y si… Es una locura.
—Suéltalo, a ver si es lo mismo que tengo en mente.
—Morgane, mi antepasada. Dijiste que nos parecemos, así que si ella es
la del cuadro que dice «no me olvides»… también lo pintó —susurro.
Oigo como lanza un «Wow» y yo lo imito.
—Es tan descabellado que hasta tiene sentido —dice al cabo de unos
instantes.
—Eso también explicaría que los cuadros estuvieran en la buhardilla —
murmuro intentando unir todas las piezas.
—No sería la primera vez que detrás de un hombre famoso, en realidad
hay una mujer.
—Soy yo, o esas frases son muy… —me aclaro la voz—, ¿románticas?
—¿Insinúas que ellas eran amantes? —Lanza la pregunta que yo misma
me estoy haciendo y luego su voz se distorsiona y se corta.
—Mierda, no hay cobertura.
—Parece que has descubierto tu misterio —dice Romy, supongo que se
ha despertado con mis gritos.
—Aún no estoy segura, creo que solo he añadido algunos nuevos.
—¿Era Elio?
—Sí.
—Dicen que eres del primero a quien corres a contarle la noticia.
Me río. Fuerte, como hago para esconder mi miedo, como solía repetir
Elio a menudo, porque cada vez tengo más claro que fui, soy y seré siempre
de él.
74 Un amor de cuadro

Creo que ya me conocéis lo suficiente para saber que la espera y yo nos


llevamos a matar. Así que es fácil imaginar que me paso el lunes y el martes
esperando los resultados del análisis de pintura. Ahora, con mis
herramientas, visualizo mejor las capas de colores y las pinceladas
redondeadas y de medialuna; son los trazos típicos de Quimperlé. No son
falsificaciones ni tampoco se ha pintado por encima. He matado las horas
consultando viejas fotografías, cuando sabes qué buscas es más fácil
encontrarlo. La chica de La sirena, la que Elio dice que se parece a mí, es
Morgane. Lo he comprobado en las fotos y aunque yo no veo esa
semejanza, mi madre también la aprecia cuando se las he enseñado. Soy
incapaz de describir cómo me siento al pensar que mi pintor favorito es una
antepasada mía. ¿Puede ese vínculo de sangre tener algo que ver con la
pasión que me despiertan sus obras?
En los recortes de periódico he reconocido a la pelirroja y atención: es
Rozenn, ¡la mujer de Quimperlé! Sale en dos fotos. En una están los tres y
en la otra aparece el matrimonio en la inauguración de una exposición.
Pensándolo bien, no está relacionado con el hotel y, por tanto, no tiene
sentido que esté aquí guardado… Si no es porque la misma Morgane
recortó este artículo en el que halagan su obra, como lo haría un artista. Por
eso pudo pintar el cuadro a pesar de que Quimperlé murió antes de que se
construyera La sirena de niebla. Es una locura, pero cuánto más lo pienso,
más sentido tiene.
Se lo cuento todo a mi madre y le pregunto si le suena alguna anécdota
de esas familiares que apoye esta versión, pero no recuerda nada. Solo se
sabe que fue ella la que tuvo la idea albergar los artistas y que, gracias a
esos lienzos que se quedaba, varias generaciones hemos podido sobrevivir.
Nosotras mismas vendimos uno de sus cuadros cuando, hace unos años,
casi nos vamos a la quiebra.
También he consultado los libros de huéspedes y contabilidad, hasta un
par de cuadernos con viejas recetas familiares. Si algo define esta familia es
que tenemos la costumbre de guardarlo todo. Después de horas buscando
algo que apoye esta teoría, por fin lo encuentro en una caja de latón llena de
cartas. He comparado la letra de Morgane con la detrás de los cuadros y son
idénticas. Estrecha y alargada, un poco inclinada hacia la derecha. La
floritura de las mayúsculas, la forma de la a o de la d, y sobre todo la eme
que, con sus puntas asimétricas, la primera mucho más alargada y ancha
que la segunda, me recuerda a las agujas de Port Coton.
Y el último hallazgo: Sus cuadros van firmados como MQ. La eme
concuerda con la de Morgane, pero la cu, no. Deduzco que, durante todos
estos años, hemos estado equivocados y que, en lugar de ser MQ de
Maurice Quimperlé, es un binomio de Morgane y Quimperlé.

Intento distraerme. Salgo a caminar, limpio mi cuarto. Hago todo lo posible


para no pensar y dejar la mente reposar después de tanta emoción. El e-mail
con los resultados del análisis me llega cuando estoy en mi rincón favorito
de la isla y completamente sola, cosa muy poco habitual porque siempre
hay algún turista o artista por la zona. La pintura utilizada data del 1900.
Qué curioso, me he pasado dos días esperando esta información y cuando
llega resulta ser tan poco útil. Lo que realmente quiero saber es qué historia
se traían estos tres y la razón por la que Morgane no consta como autora de
su obra. No es que hubiera muchas pintoras en la época, pero no hubiera
sido la única. Es una incógnita, una de la que no sé si alguna vez llegaré a
averiguar la verdad. Dudo que encuentre un diario escrito por mi
antepasada donde escriba que estaba enamorada de Rozenn y que aceptó
que Quimperlé se apropiara de la autoría de los cuadros a cambio de
dejarlas vivir su amor.
75 Cuando la añoranza pide refugio

Llamo a Elio para contarle las últimas novedades, el corazón me late fuerte
con esa mezcla de ansiedad e ilusión de saber que en nada voy a oír su voz.
Me salta el contestador a la primera para decirme que está apagado o fuera
de cobertura y mis ganas se volatilizan. Cuelgo sin contárselo. Pensar en él
es acordarme del beso en la biblioteca. También de esa charla que tenemos
pendiente.
Lo echo de menos. Al ver las nubes amenazadoras que llegan por el
norte decido ir hasta su casa con la excusa de que es de los que siempre deja
las ventanas abiertas y solo quiero asegurarme de que está todo bien
cerrado. La verdad es que la añoranza pide refugio y solo lo encontraré
entre sus cosas. Me digo que si me dio las llaves no es intromisión.
Llego cuando a través de los auriculares Emil canta el estribillo de Need
to feel loved. La puerta se abre sin hacer ruido o puede que me lata tan
rápido el corazón que ni lo oiga. Esa ansiedad se calma una vez dentro.
Huele a él. De repente tengo unas ganas de llorar terribles. Hay algo
insolente y tentador en el hecho de estar en su casa sin que él lo sepa. Paseo
por la sala observando cada detalle para satisfacer, sin prisa, mi curiosidad.
Elio, el nómada, queda visible en la falta de libros y cedés. Fue de los
primeros en comprarse un reproductor MP3 y también en estrenar un lector
digital. Su prioridad siempre ha sido viajar lo más ligero posible sin
renunciar a sus placeres. Esta casa es un ejemplo de él: Minimalista.
Concentrado. «Lo que te define no es lo que posees, sino las vivencias; y
eso es imposible que lo veas decorando una estantería», solía decir. Miro
detrás de la puerta del baño, donde sé que guarda algo de ropa y sonrío al
ver una sudadera. Esta es con cremallera. Me la pongo e imagino que son
sus brazos los que me dan calor.
Subo la escalera y me encuentro con su habitación. La pared del cabezal
está pintada de un azul piedra, y la parte baja tiene un friso de madera
natural. No puedo resistirme a tumbarme en la cama y oler (esnifar sería
más correcto) la almohada en busca de su olor. Cuando me acurruco, por el
rabillo del ojo veo algo que hace que me siente de golpe, justo en la pared
de enfrente hay enmarcado el poster de la Ola de Hokusai. Es el que le
mandé aquel septiembre de 2012, poco después de que se instalase en
Burdeos. Pienso en Elio, aquí tumbado, viendo ese recuerdo de nosotros, y
se me escapa la risa y las lágrimas. Pensando en sus sueños, el sueño me
vence.
76 Con desearlo (no) es suficiente (Elio)

Llego a casa cansado del viaje, pero muy feliz. Por fin las cosas salen cómo
quiero. Estoy deseando darme una ducha y esperar a que llegue la pizza que
acabo de pedir. Y dormir hasta que el cuerpo diga basta. Desde la escalera
veo un bulto en la cama y tardo un nanosegundo en entender que es
Morgane. Me pregunto qué hace aquí y si es buena idea acercarme. ¡Pensar
está sobrevalorado! Dejo que mis sentimientos me guíen y me tumbo a su
lado.
Me pregunto si por alguna razón esta mañana me he despertado con el
don de hacer realidad mis deseos. Dormida, parece más joven, y no tan
inalcanzable. Quiero tocarla, asegurarme de que es real y que no estoy aún
en el avión soñando con ella en medio de una turbulencia. Hago acopio de
voluntad y me obligo a quedarme quieto hasta que pierdo la noción del
tiempo.
—¿Qué haces aquí? —murmuro cuando veo que abre los ojos y me
regala una sonrisa soñolienta, sin esconderse ni avergonzarse de que la haya
encontrado in fraganti.
—Te llamé antes, en cuanto recibí los resultados del análisis.
—Al bajar del avión vi que me había quedado sin batería.
Me informa sobre los avances, las fotos que ha encontrado y de su teoría.
Le pregunto si va a hacer público el hallazgo.
—No, ni se me ha pasado por la cabeza. Si ella lo quiso así, así se
mantendrá. El lienzo del hotel lo llevaré a que le pongan un marco y lo
colgaremos en la entrada. Los de ellas, quiero conservarlos en casa, en un
sitio discreto.
Seguimos hablando hasta que me fijo en su boca, en sus labios llenos,
suaves y me distraigo sin poder centrarme en lo que me dice.
—¿Qué haces aquí? —insisto, nos conocemos y sé cuándo hay más.
Puede que solo quiera provocarla para escuchar lo que quiero oír.
—He visto esos nubarrones y quería asegurarme de que habías cerrado
todo.
—Y te has quedado dormida.
—Sí, no me he dado cuenta.
—¿En mi cama?
—Los sillones no son muy cómodos para echar una siesta, ya te lo dije.
Pensaba que volvías a finales de semana.
—He terminado antes.
—Me gusta tu cama —dice acomodándose. Siempre me ha sorprendido
como llega a acurrucarse y hacerse una pequeña bola.
—Nunca había sido tan cómoda como ahora —afirmo dándome la vuelta
hacia ella. Busco su mano, la habitación está sumida en las sombras de una
tarde encapotada, dando ese cariz íntimo en el que si tú no ves… nadie te ve
—. Morgane, ¿qué haces aquí?
—Te echaba de menos —murmura y por fin me dice lo que estaba
deseando oír—. Elio, ¿qué haces aquí?
Me río porque un juego suele tener dos participantes.
—Te echaba de menos —confieso y me subo sobre ella, al ver mis
intenciones abre las piernas para hacerme sitio. Su calor traspasa las capas
de ropa y me hace estremecer.
Bajo la cabeza, rozo su nariz con la mía, ríe y saca la lengua justo
cuando suena el timbre. Joder, me había olvidado completamente de la
pizza.
77 Una señal es una sugerencia, dos
señales, una advertencia

Si el timbre no hubiera sonado, ahora mismo Elio estaría besándome y


seguramente ya no llevaría la camiseta puesta.
Puede que el pizzero sea una señal del destino de que no es el momento,
pero el deseo de seguir donde lo hemos dejado es más fuerte que la
responsabilidad y la cordura. Puede que por eso mismo decida mandarme
otra señal, ahora es mi madre. Ha subido la apuesta.
—Al final no hay clase de yoga —me dice cuando descuelgo—. En
cinco minutos paso por ahí delante.
—¡Si no sabes ni dónde estoy!
—En casa de Elio. —Y no hay rastro de duda en su voz.
—¿Cómo…? —A veces deseo ser madre solo para tener ese don sobre
alguien.
—Porque es donde iría yo a llorar por su ausencia.
Me abstengo de decirle que Elio ya ha vuelto y acaba de confesarme que
ha acortado su viaje porque me echaba de menos.
Una señal puede ser una sugerencia, dos es un aviso de «no me hagas
pensar en una tercera opción».
—Vale. Cinco minutos.
Me quito la sudadera y la dejo doblada sobre la cómoda, aliso la colcha y
bajo la escalera. Elio está de espaldas a mí, sacando un par de cervezas.
Cuando se da la vuelta, ve que me estoy poniendo las zapatillas.
—¿Te vas? —Su voz no oculta la decepción.
Asiento con la cabeza, no quiero mirarlo porque si lo hago, dudo de que
pueda resistirme a esta necesidad de correr y tirarme a sus brazos. Frente a
mi titubeo, suena un fuerte trueno. «¡Vale, que sí, que ya lo he pillado,
maldita sea!».
—Mi madre pasa a buscarme en nada.
—Puedo llevarte yo… —Hay una súplica impregnada en sus palabras
que hago el esfuerzo por ignorar—. Quédate.
—Quiero, por eso me voy.
Porque a veces, con desearlo no es suficiente. Hay que merecerlo y
nosotros aún tenemos algo pendiente.
78 En el limbo (Elio)

La cerveza no me sabe a nada y la pizza tampoco; claro que cuando lo que


me apetece es el sabor de Morgane, el resto me parece esparto. Venía
muerto de hambre y al final solo me como una porción y dejo los bordes.
Ah, las ganas que me quitan el apetito y me abren el deseo.
Ni la ducha fría es capaz de calmarme. Morgane ha huido como una
cobarde. O es demasiado inteligente y por eso ha dejado la noche en el
limbo, pendiente de una conversación a la que estábamos a punto de saltar
por encima. Admiro su fuerza de voluntad, yo no habría podido. Aún no sé
cómo he aguantado tumbado a su lado sin besarla. Ni tocarla. Ni
desnudarla. Todo está en ese precario equilibrio. Estoy tan cansado que solo
quiero dormir, pero una vez en la cama solo pienso en ella. Cuando llega la
medianoche, ya no aguanto más y la llamo.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Inténtalo —murmura, su voz me suena sensual y provocadora.
—¿Te has tocado en mi cama?
—¿Los no-amigos hablan de sexo?
Se echa a reír y yo me pego el teléfono aún más a la oreja en un intento
de sentirla más cerca. Joder, cómo la odio por haberse ido.
—Evitas el tema, eso es un sí.
—No lo evito, me has sorprendido que es diferente. Y para tu curiosidad
no, no lo he hecho. Estaba demasiado triste para algo así. Déjame adivinar,
eres tú el que está en la cama, imaginándome ahí, oliendo tu almohada y
con la mano bajo las braguitas.
—Exactamente y me he puesto tonto —admito, interrumpiéndola.
—Nunca se me ha dado bien masturbarme con la derecha —hace una
pausa y oigo el ruido de las sábanas—. Además, puede que me falte cierto
álbum de fotos.
Tardo un puto instante en saber de qué me habla y cuando lo hago… me
pongo todavía más duro. Una risita nasal me acaricia el oído.
—¿Te refieres…?
—Sí, a las fotos de Maui. —Después, el silencio se llena de un jadeo
amortiguado, lo reconozco, hay sonidos que permanecen anclados y son
imposibles de olvidar.
Recuerdo aquel viaje, estaba en la cima de mi carrera profesional. Surfeé
las Jaws y después fuimos a una fiesta que organizaba los patrocinadores.
Creo que no duramos ni diez minutos. Volvimos al hotel y al jacuzzi que
había en la terraza de la suite.
—¿Aún lo guardas?
—Sí, nada me excita más que ver nuestros cuerpos desnudos, revueltos,
tu boca sobre mi piel, tus dedos… —confiesa sin vergüenza y recuerdo
porque estoy tan loco por ella.
Ahora soy yo el que lanzo un gemido, joder, había olivado lo burro que
me pone oírle decir guarradas, aunque ella parece que no ha olvidado cómo
provocarme.
—¿Algún aparatito?
—Para tu información tengo uno, pero no tiene nada de silencioso y ya
es suficiente con que mi madre lo sacara de la maleta —ríe y a mí me suena
lo más sensual que he oído en mi vida.
—Joder, ¿por qué te has ido?
—No podemos hacer esto, no así, no sin hablar antes.
Y sus palabras son como un jarro de agua fría. La razón se impone y el
deseo se apaga. No podremos seguir mucho tiempo haciendo de
equilibristas.
*79 Cuando gana el mar

Half moon bay, California. Febrero de 2018

—No salgas. Deja que hoy gane el mar.


—Sabes que es muy importante.
—Importante debería ser tu vida —lo interrumpí—. No tienes que
demostrar nada a nadie.
—No lo hago por eso —respondió y por su voz supe que empezaba a
estar al límite—. Sé que puedo.
Estábamos en California y Elio quería surfear las Mavericks, las olas
más conocidas del mundo. Cuando esas paredes de agua salada tienen
nombre propio es que son solo para expertos. Esos monstruos de agua que
llenan las portadas de revistas para que los jóvenes sueñen con ir algún día
y vencerlas.
Me encantaba acompañarlo por todo el mundo, pero nunca quise saber
mucho sobre picos, tubos, series… Era uno de mis métodos para
protegerme, cuanto menos supiera, mejor. Aunque era inevitable oír ciertas
cosas como que a su peligrosidad se le añade que hay tiburones. Era normal
que estuviera nerviosa, cada vez llevaba peor que se lanzara al mar para
vencer a esos monstruos, pero ese día tenía un presentimiento, un malestar
del que no conseguía deshacerme. No fui capaz de quedarme en el hotel, lo
acompañé hasta el muelle, donde estábamos discutiendo. Todo el mundo
tiene un mal día y ese era uno de esos para el mar, estaba enfadado y se
negaba a jugar con ellos. Los demás surfistas habían ido abandonando.
Algunos ni se habían atrevido a subirse al barco que los llevaba hasta ellas.
Elio era un obtuso y quería salir, tan solo para ganar un maldito título.
—Si me quieres —empecé a decir, desesperada—, no me harás pasar por
esto.
Estaba llorando, no podía esconder la presión que tenía en el pecho, era
insoportable.
—Tengo que hacerlo —masculló entre dientes.
—¡No es verdad! —grité, me abracé en un intento vano de dejar de
temblar—. Nadie te obliga. Es una locura.
—En nada estaré de vuelta. Ni te darás cuenta de que me he ido.
—Si vas, se acabó. —Habló mi corazón y al decirlo en voz alta mi
cerebro procesó esas palabras.
Tener una fobia es como ir siempre con una bomba activada en la mano
que puede explotar en cualquier momento. Nada da más miedo que saber
que no eres lo suficiente fuerte. Desde que me enamoré de Elio supe que
algún día le fallaría. Y el momento había llegado. El mar nos separaba. Él lo
ama, yo lo odio. Si habíamos sobrevivido esos seis años era porque yo
miraba hacia otro lado. Por las horas de terapia. Pero no podía más. No
podía estar allí, quieta, viéndolo lanzarse a ese mar cabreado que no los
quería y estaba dispuesto a todo para echarlos. Mi padre murió por trabajo.
Elio quería afrontarlo solo por diversión. Era superior a mi fobia, es que me
parecía la mayor estupidez. No podía entenderlo. Y sigo sin hacerlo.
—¿Qué dices? —gritó lanzando un profundo suspiro.
—Que si sales ahí fuera es que no te importa cómo me siento. No me
respetas.
—¿Me pides respeto, tú, que acabas de amenazarme? Siempre he tenido
en consideración tu miedo, acepta que esto soy yo.
—Klein tiene razón, las novias somos un impedimento.
—Prometida —me corrigió, cogiéndome de la mano y haciendo girar el
anillo.
—No vayas. —Apreté sus dedos. Me temblaba la voz y el cuerpo
consumidos por la ansiedad.
—No me lo pidas. —Bajó la cabeza y me lo susurró en el pelo. Lo
abracé con la intención de no soltarlo. Sentía que se me iba y no tenía forma
de retenerlo.
—Te lo suplico. Elio, déjalo para otra vez. No es buen día, tienes que
verlo.
—Los valientes parecen locos por confiar en sus capacidades. —Odiaba
cuando me lanzaba frases sacadas de un puto calendario. No estaba siendo
valiente, sino un idiota.
—Hay cosas que no puedes controlar y ese monstruo es una de ellas.
—Te están esperando —anunció Klein, detrás de mí. No lo había oído
acercarse.
—Elio, por favor…
Me dio un beso en los labios y luego se fue hasta el barco. Antes de
subir, me gritó:
—Vuelvo enseguida.
—Por eso el amor es incompatible con el deporte de élite —me dijo
Klein—. Requiere sacrificio. Eres su novia, sabes que es el mejor, confía en
él.
—Prometida —lo corregí—. Y no es de Elio de quién desconfío. Salir
ahí fuera es de locos.
—Las locuras hacen la leyenda.
Por eso odiaba a Klein, y nunca he dejado de hacerlo, porque no ve a las
personas, para él solo existe el éxito y el dinero. Los espónsores y las
portadas de revistas.
—Te juro que como le pase algo te romperé la cara —lo amenacé
señalándolo con el dedo que la rabia mantenía firme sin temblor ninguno.
—Te dejaré hacerlo —dijo con su sonrisa de triunfador. Elio había
salido. Klein ganaba y yo… tenía que aceptar que no era la prioridad de mi
futuro marido.
Me dio un ataque de ansiedad.
Me derrumbé. Me dejé caer contra la pared. Me faltaba el aire…
Recé.
«¡Por favor, papá, por favor!
Ya sé que te cae bien, si es que no podéis ser más parecidos, pero no
permitas que me lo quite.
Puedo soportar que jueguen y se diviertan, hasta que lo acaricie, pero no
dejes que lo bese. Y si lo besa, que no se lo trague.
Y si se lo traga, escúpelo.
Devuélvemelo.
¡Por favor, papá, por favor!».
Los gritos me sacaron de mis pensamientos:
—¿Dónde se ha metido?
—¿Alguien lo ve?
—Mierda, eso de ahí parece un trozo de su tabla.
—Los de rescate ya van a buscarlo.
80 Un café con la luna

Los buenos recuerdos son unos vagos. Están espachurrados en una tumbona
tomando el sol o regando los tomates a la espera de que vayas a verlos, pero
ah, los malos… ¡Esos no descansan nunca! Han aprendido técnicas ninjas y
te persiguen en silencio allá donde vayas. Intentar esquivarlos o esconderte
no es la solución. Son incansables y pacientes, capaces de esperar incluso
años. Sobre todo les encanta acosarte de noche, cuando bajas la guardia y te
roban el sueño. Pero lo peor no es la pesadilla, es despertar sabiendo que
fue real, que ocurrió y fue uno de los peores días de mi vida.
Me levanto de la cama de un salto y abro la ventana. Miro hacia el cielo,
hay tantas estrellas que de una forma poética hace que me sienta menos
sola. Respiro hondo, pero el aire encuentra obstáculos para llegar a los
pulmones. La angustia hace que mi pecho se contraiga para protegerse, pero
sirve de poco cuando el dolor se alberga dentro.
Bajo las escaleras y voy hasta la cocina a preparar una cafetera. El
amanecer me pilla tomándome un café y haciendo confesiones, ¿qué tendrá
la luna que dan ganas de contarle todo?
81 La mujer que necesitas (Elio)

La noche ha sido entre mala y… peor. Dormir. Despertar. Oler el verano


que su pelo ha dejado en mi almohada. Maldecir. Pensar… (en ella).
Soñar… (con ella). Dormir y vuelta a empezar. Al final me he levantado
antes de que la urraca viniera a despertarme. Me han dado ganas de
ponerme a gritar a ver qué le parece, pero me he resistido al no saber dónde
tiene el nido el maldito pájaro y no quiero enemistarme con los vecinos, que
mi casa me gusta demasiado.
De la mesita saco el sobre. Está arrugado, con manchas que prefiero no
saber de qué son. Me quema la mano al cogerlo, no soy capaz de volver a
abrirlo. Bajo las escaleras y me siento en un sillón. El silencio es la peor
compañía. Mejor dicho, lo peor es quedarte solo con alguno de tus
pensamientos, como ese matrimonio que no se soporta, pero que aguanta
sin saber cómo, ni hasta cuándo. El sobre sigue ahí, desafiándome. No hace
falta que lo abra, me sé de memoria cada palabra. Lo visualizo aunque
cierre los ojos.
El viaje me ha dejado exhausto y la noche me ha rematado. Estoy
cansado, pero necesito mi mar, desahogarme en agua salada. Soy de los que
para relajarse, tiene que agotarse. Que me duelan todos los músculos para
poder silenciar el corazón. Es noche cerrada cuando cojo la Kombi para ir a
la playa.

***

Horas más tarde, me detengo justo frente al hotel. No me siento preparado,


pero dudo que alguna vez lo esté. Cojo el teléfono y retengo el aire hasta
que me lo coge.
—Hola —me saluda y su voz es casi inaudible.
—¿Te he despertado?
—No. —Carraspea.
—¿Podemos vernos?
—Estoy en tu casa —dice con las palabras envueltas en una suerte de
sonrisa.
—Y yo en el hotel. Voy para ahí.

Entro en casa y me recibe el olor a café recién hecho y a Morgane, de pie,


en la cocina.
—¿Qué haces aquí?
—Lo mismo que tú en el hotel —hace una pausa y se moja los labios
antes de continuar—. Creo que ha llegado la hora.
Asiento, ya no hay vuelta atrás.
—¿Quieres? —me pregunta alzando su taza.
—Gracias, ya me sirvo.
Voy a la cocina y ella va en dirección contraria para sentarse en uno de
los sillones. Sube las piernas y se acurruca. Juguetea, nerviosa, con el puño
de la sudadera roja que le dejé hace días. Parece tan indefensa,
completamente vencida. Me sirvo un café largo y voy junto a ella. No me
mira, se limpia la cara con la manga y sé que está llorando. Quiero
abrazarla y acunarla contra mi pecho. Soplar sobre las lágrimas para que el
dolor se vaya tan lejos que no sepa cómo volver.
«Joder Morgane, ¿qué nos hemos hecho?».
Decido darle tiempo y que sea ella la que hable primero. El café me sabe
más amargo de lo normal, definitivamente las emociones afectan al paladar.
Fuera, se oye la bocina que avisa que el autobús escolar ha llegado a su
parada. Vuelvo la mirada hacia Morgane, pero entonces veo el sobre encima
de la mesita y recuerdo porque ella está allí y yo aquí. Se me ha acabado la
paciencia. Lo cojo y dejo caer el contenido. Un anillo y una nota:
«Lo siento, pero no puedo ser la mujer que necesitas».
—Dime qué significa esto. Dime por qué no puedes ser la mujer que
necesito. Dime por qué me desperté solo en el hospital. ¡Dímelo para que
pueda entenderlo de una vez! —El sabor del rencor me explota en la boca.
82 El peso de la culpa

Crees que controlas el tiempo y que las decisiones las tomas tú, pero en días
cómo hoy te das cuenta de que simplemente eres una marioneta y que todo
te predispone a ello, haciéndote creer que has elegido cuando la verdad es
que no tenías más opción. Había la posibilidad de venir aquí o no. De que,
al ver que Elio no estaba en casa, irme. Pero él ha ido igualmente al hotel
buscando esa explicación. El resultado es que los dos estamos dispuestos a
tener esa charla que lleva tres años esperando.
Oigo como llega la furgoneta en el silencio de la mañana y la ansiedad
vuelve a agarrarse en la garganta. Los nervios me sacuden, tiemblo. Cuando
lo veo entrar, percibo la misma desagradable sensación que me embarga a
mí.
Me siento en el sillón, a la espera. No sé por dónde empezar. No quiero
llorar, pero me es imposible no hacerlo. Llevamos tres años sabiendo que
llegaría este momento.
Me desgarro al ver el anillo y la nota.
—Dime qué significa esto. Dime por qué no puedes ser la mujer que
necesito. Dime por qué me desperté solo en el hospital. ¡Dímelo para que
pueda entenderlo de una vez!
Cuando abro la boca, temo que no me salgan las palabras, pero lo hacen
y es liberador. Necesito desprenderme de la culpa y la rabia por no ser su
primera opción. Elio es de los que habla del mar como si fuera una mujer.
Como su amante. Su fiel esclavo. ¿Puedo sentirme celosa de que quiera más
al mar? ¿Que escogiera aquella ola antes que a mí?
Me he pasado la vida haciendo terapia para aprender a vivir con mi
fobia. He entendido que nunca me libraré de ella y que siempre será una
constante que afectará a mi vida, pero tengo mecanismos para reducir su
impacto. Me prometí que jamás sería una de esas mujeres que esperan en la
orilla, con la vista perdida en el horizonte. Pero no contemplé la opción de
que el océano no solo seduce a los marineros. Desde el primer día, el mar
ha estado en medio de nosotros. Elio puso su pasión por encima de mí y yo
dejé que el miedo fuera más fuerte que lo que siento por él.
—Significa que mereces a alguien que comparta tu amor por el mar, no
que te ponga en peligro. Quererte hace que casi te pierda y nunca me lo
perdonaré. Por eso sé que no puedo pedirte que tú lo hagas.
—Espera, no entiendo lo que dices.
—¡No debí darte un ultimátum! —grito liberando parte del dolor—. No
debí presionarte…
—¿Crees que fue tu culpa? —me interrumpe—. ¿Por eso me pides
perdón? Morgane, mírame —no continúa hasta que alzo la vista y lo afronto
—, fue un accidente. Nunca se me ha pasado por la cabeza. Ni un mísero
segundo. Sé que lo que voy a decir suena mal, pero cuando estoy en el agua
me olvido de todo. Hasta de ti y nuestra pelea.
Sus palabras me llegan, pero soy incapaz de procesarlas.
—Pensaba que podría, pero en el momento más necesario… te fallé.
—¡Me fallaste cuando desperté en el hospital y no estabas a mi lado! —
Se levanta y camina hasta la ventana. El movimiento de sus hombros revela
que a sus pulmones les cuesta tanto como a los míos hacer su función.
—Me venció el miedo. Me dio un ataque de ansiedad y cuando dijeron
que habías tenido un accidente… No recuerdo ni cómo llegué al hospital.
De las horas esperando tu diagnóstico solo tengo flashes, hasta que salió la
médico y dijo que estabas fuera de peligro. No lo pude soportar. No era
capaz de mirar a tus padres a la cara, ni a ti.
—¡Estaban enfadados por dejarme en esas condiciones! Igual que
nuestros amigos.
En mi memoria tampoco tengo almacenado el viaje de vuelta a la isla. Ni
los días siguientes. Aquí todo me recordaba a él y a los momentos
compartidos. Fue entonces cuando decidí huir a un lugar libre de recuerdos
para empezar de nuevo. Lejos del mar. Hice la maleta y me fui a París.
Dicen que el alma pesa veintiún gramos, pero ¿cuánto pesa la culpa? Ese
lastre que te impide hacer vida normal. Ese sentimiento que se alimenta de
todo el resto y te devora con su hambre insaciable.
83 You & the sea (Elio)

Estoy más enfadado que antes.


Pensaba que al saber la razón por la que me abandonó se me quitaría esta
presión en el pecho, pero no ha sido así. ¡Mierda, joder! Siento que hemos
perdido mucho tiempo. Si hubiéramos hablado entonces, nos habríamos
evitado años de sufrimiento.
Sé muy bien de quién estoy enamorado. Nunca he dudado de que
Morgane sea la mujer que necesito. Sé que cada vez que me acompañaba a
todos esos países, por muy exóticos que fueran, le estaba pidiendo
demasiado. Lo sé, siempre fui muy consciente del estrés que le provocaba y
que para ella era una lucha constante contra su fobia, pero pensaba que era
capaz de compensarla. De hacer que todo el resto fuera lo suficientemente
fuerte para luchar contra su miedo.
—Necesito oírtelo decir. Que aceptes que fue un accidente.
Se levanta del sillón, camina hasta la cocina y da media vuelta. Cuando
se sienta en las escaleras sé que no busca nada, solo que lo que la embarga
le impide estarse quieta.
—¿Y qué crees que va a cambiar eso? Fue un accidente, de acuerdo,
pero eso no impide que me sienta culpable por cómo te presioné y por no
estar a la altura de lo que necesitabas. —Habla despacio, como ordenando
sus pensamientos al mismo tiempo. Hace una larga pausa, cuando alza la
mirada veo que la pena ha mutado, se ha convertido en rabia y frustración
—. No me arrepiento de pedirte que no salieras, porque sigo pensando que
fue la mayor estupidez. Y dime Elio, ¿tú no te arrepientes de nada?
Y al final sale la verdad. Esa que has estado ignorando y evitando estos
últimos años. Estar enfadado con ella era más fácil que aceptar que yo
también la cagué. Mi padre tenía razón cuando me dijo que en el momento
que tu pasión se convierte en trabajo, pierde toda la gracia. El surf pasó de
ser disfrute, como ha sido siempre para Dylan, a ser presión por ganar
títulos, para creerme todo lo que me decía Klein. No fui consciente de todo
ello hasta días después de despertar en el hospital.
—Sí, me arrepiento de obsesionarme con el triunfo. Me dejé llevar por la
euforia y arriesgué demasiado. Menosprecié a mi contrincante, quise
dominarlo y el océano me enseñó lo que había olvidado. También me
recordó que el espíritu del surfista es ser humilde y respetar el mar por
encima de todo. Si él dice que no, es que no. Pequé de arrogante, pero no
soy un suicida.
En las Mavericks el oleaje aumenta en un abrir y cerrar de ojos. Aquel
día eran olas rotas. Gigantes llenos de baches que solo significa caídas
aterradoras. Creo que todos los que hemos sufrido un accidente siempre
llega el momento de los condicionantes.
Si no hubiera intentado coger todas las olas, a lo mejor, no hubiera
estado tan cansado.
Si me hubiera conformado con los resultados del día de antes.
Si le hubiera hecho caso a ella y aceptar que el mar ganara.
Si cierro los ojos me veo sobre la tabla, concentrado en mi postura,
equilibrando el peso y deslizándome. Con la mano rozando la pared de agua
que me rodea al tiempo que escribo mi nombre en la historia del surf. Lo
último que recuerdo es el beso de la ola. Luego todo es oscuridad y dolor.
Estuve tres días en la UCI en coma inducido para bajar la inflamación
por un golpe en la nuca. La peor parte se la llevó la espalda. Me lesioné la
clavícula, el omoplato y me rompí dos costillas que me perforaron la pleura.
Saludé la muerte, pero no era mi hora. Y es casi un milagro que no acabara
en una silla de ruedas o postrado en una cama. Pero nada, absolutamente
nada de eso, se asemeja al dolor de despertar y no ver a Morgane a mi lado.
Cuando me dijeron que se había ido y mi madre me entregó la carta y el
anillo. Nada es comparable con la culpa de sentir que la había perdido
porque fui un idiota. Recuerdo un único pensamiento: «Matadme. Morir
tiene que doler menos que esto».
—¿Por qué no volviste a la isla, por qué te alejaste de todos?
Se levanta de nuevo y aunque no se acerca me reta con una mirada
completamente desconocida para mí.
—¿Por qué ninguno vino a buscarme? Sé que os fallé, pero vosotros a mí
también. —Solo entonces entiendo que su mirada es la definición de la
decepción.
Qué hostia en toda la cara. Acaba de mostrarme una perspectiva
diferente que nunca se me pasó por la cabeza. Apliqué la gilipollez de «si
Morgane se va, es ella la que tiene que volver». No pensé en ir a buscarla y
pedirle explicaciones. No pensé en que Eme también necesitaba que yo
mostrara que me había equivocado de prioridades y salí al mar solo para
ganar un título. Que me falló a mí y se alejó de nuestros amigos, pero
ninguno de ellos se puso de su parte ni buscó entenderla. Unos amigos que
siempre hemos sabido de su fobia, pero que, en el momento de la verdad,
no la entendimos.
El ser humano, como animal que es, se defiende con cualquier cosa que
pueda servirle. No hablo de garras o colmillos, en este caso me refiero a
barreras de protección. Era más fácil tener a Morgane como el enemigo,
como el cabeza de turco. Etiquetar como rabia a lo que solo era pena.
Culparla de la frustración por haber sido un idiota y dejar que el éxito me
eclipsara. Nunca busqué la fama. Ese Elio de anuncio y de portadas de
revistas no era mi sueño. Primero me hacía feliz el surf: las olas y yo.
Luego llegó Eme y se sumó a esa felicidad que poco a poco la niebla de la
gloria fue ocultando.
La rabia te mantiene vivo. La pena te debilita. Tomé el camino más fácil
para sobrevivir.
—Lo siento.
En la mirada de Morgane comprendo que, aunque la palabra me haya
sonado sosa y ligera, todo lo contrario de lo que quería expresar, ella puede
ver más allá. No quito mérito al poder de la palabra, enfatizo que detrás de
un «lo siento» hay empatía y conocimiento de la persona que tienes delante.
He entendido cómo se ha sentido ella, he aceptado que me he estado
engañando.
84 Ese amor

Ya no hay más secretos, no hay reproches, ni dudas. Ni culpa. Nos han


hecho creer que hay solo una verdad absoluta y no es así, hay tantas
versiones como personas implicadas. Hoy, por fin, nos hemos liberado de lo
que nos pesa, de la culpa y de los reproches. Nos hemos puesto en el lugar
del otro y comprender los demonios de cada uno. Puedo aceptar que fue un
accidente, lo que no podía asumir es saber que le fallé cuando más me
necesitaba. Hemos tomado malas decisiones y no estoy orgullosa de admitir
que el miedo pudo conmigo, pero en el fondo siempre supe que el mar sería
un obstáculo entre nosotros.
Nos rodea el silencio de cuando nadie gana, pero todos saborean el final.
Cuando solo queda la piel. Ardiente, quebrada. El corazón latiendo,
agotado, sangrando, pero por fin es sangre fresca y limpia. Cuando se
terminan las lágrimas, ya no hay más llanto para esta pena. Cuando todo
esto pasa te sientes ligera, etérea. Cuando eso pasa… necesitas cicatrizar.
Necesitas amor.
Elio da un paso hacia delante. Yo hago lo mismo. Uno él. Otro yo. En
cada zancada me desprendo de los lastres que he cargado. En sus suspiros
sé que también se está vaciando. Cuando llegamos al punto de encuentro, es
como volver a la casilla de salida.
—Siento haberte fallado y haber sido tan egoísta. —Me seca las lágrimas
con los pulgares y luego me acuna con los meñiques acariciándome el
nacimiento del pelo. El calor de sus manos es tan reconfortante que mi
cuerpo se inclina hacia él.
—Pasé tanto miedo. Pensé que… —No puedo terminar. Me lanzo a su
cuello y él me recibe apretándome con fuerza. Siento que vuelvo a estar en
esa cápsula de felicidad que creamos el verano que nos conocimos. La que
nos protege y puede con todo. Ahora que ya sabemos que tenía algunas
goteras, podremos taparlas y hacerla impermeable.
Nos abrazamos perdiendo la noción del tiempo.
—Shhh… no pasó. Estoy aquí, contigo. —Repite una y otra vez,
besándome el pelo y cerniéndome más a él con esa necesidad que va más
allá de la piel. Vuelve el picor con la intensidad que solo Elio es capaz de
provocar y calmar. Me pica el cuerpo. El alma. Las ganas.
Lo empujo para liberarme de su agarre, Elio me suelta con un gruñido
casi inaudible, sé que lo hace contra su voluntad.
—Sigo enfadada contigo. —Cojo el bajo de la sudadera y tiro de ella, ve
mis intenciones y me ayuda a quitársela.
—Lo sé. —Se queda en camiseta y cuando me mira y ve que estoy
esperando, sus labios dibujan una sonrisa y también se desprende de ella—.
Y yo te sigo queriendo. Nunca he dejado de hacerlo.
Pongo la mano en su pecho que vibra al ritmo de su respiración. He
soñado tanto con volver a tenerlo delante, que siento que podría explotar en
cualquier momento. Mis dedos recorren su torso, lo rodeo sin dejar de
tocarlo, me sitúo a su espalda y mis ojos van hasta las cicatrices. Veo su
dolor, y el mío solloza. Tengo ganas de gritar. Llego tarde, pero necesito
acariciarlas, besarlas. Sanar. Cada uno de mis besos va acompañado de un
«te quiero», de un «lo siento». La respiración de Elio se aviva, sé que le
cuesta estarse quieto, lo conozco. Paso mis brazos bajo sus axilas pegando
mi cara a su piel. Inspiro hondo. Joder, qué bien sienta volver a casa.
—Morgane —jadea, sus manos atrapan las mías. Necesito abrazarlo y
que no me suelte. No sé si ha oído mi súplica o responde a su propio deseo,
pero se remueve para darse la vuelta. Me rodea, aprisionándome contra él;
nunca me he sentido más libre. Me pongo de puntillas, rozo la nariz con la
suya, respiro su aliento como si fuera elixir de vida.
—Hazme ese amor que tanto dices tenerme —le pido.
Su boca se apodera de la mía en un beso urgente. Con desesperación,
como si fuera el último. Como si hoy, más que nunca, fuéramos conscientes
de la vida y la muerte. Solo despega sus labios de los míos para quitarme la
sudadera y llevarse con él hasta la camiseta de tirantes con la que he
dormido. Cuando me he vestido esta mañana no tenía previsto venir a su
casa, ni hablar y mucho menos acabar desnuda. Mis dedos tiemblan cuando
los enredo en su pelo. Me quema la piel en contacto con la suya. PICOR.
Me coge de las presillas del vaquero y arqueo la espalda hacia atrás. Siento
sus dientes rozarme la clavícula y a besos baja al pezón, apresándolo con
los labios, hasta casi hacerme daño. Justo en ese punto donde reside el
placer. En ese «casi» que sabe que me vuelve loca. Que me conoce,
controla y yo me dejo llevar. PICOR. Hacer el amor con tu ex es jugar con
ventaja. Cada preliminar es una bola de placer certera. Reconocer los
gemidos, los movimientos, saber qué pide cuando mueve las caderas o alza
la cabeza hacia atrás buscando ese beso en el cuello. Nunca me he sentido
así. Ni la primera vez que me acosté con Elio. Es una sensación de aire. De
fuego. Primaria. Elemental.
Intento desabrocharle los vaqueros, pero con una sola mano y encima
temblorosa, no es tarea fácil, gruño y él suelta una carcajada. Cuando estás
tan excitado, la risa se vuelve otra caricia más, una que notas bajo las
costillas y late un poco más abajo. Se separa para desnudarse del todo
mientras yo hago lo mismo. Quitármelos me resulta más fácil, después de
estas semanas ya le he cogido el tranquillo. De una patada me libero de
ellos antes de que Elio me alce y yo enrede mis piernas a su cintura para
facilitarle la tarea de subir las escaleras. Qué loca es la sensación de sentir
que te extravías del mundo y no te importa en absoluto. Que dejaría que
este hombre me llevara donde quisiera porque sé que sería feliz. Claro que
una parada en la cama antes de llegar al cielo y flotar en el universo me
parece el mejor plan.
—El otro día me preguntaste si me había masturbado —digo cuando me
deja caer sobre el colchón—, ¿cuántas noches has soñado que me tenías
tumbada en tu cama?
Elio sigue en pie, se quita el calzoncillo con suma lentitud y bajo mi
atenta mirada. Dios, qué maravillosa visión. Nunca ha sido robusto ni una
mole de músculo, es un cuerpo que se ha desarrollado luchando contra las
olas. Me pasa lo mismo que ocurrió cuando llegué en el barco de Gauvain y
vi la isla después de tanto tiempo. Me enamoro de lo que me forcé a olvidar,
como si la ignorancia selectiva consiguiera que dejara de doler menos.
Alargo la mano, pero él se aparta, niega con la cabeza y luego señala mis
braguitas. Hago lo que me pide sin palabras, yo también sé cómo
provocarlo. Lo hago metiendo el pulgar bajo la tela, apoyándome en la
espalda y los pies, alzo las caderas para quitarme la prenda. Veo como
aprieta la mandíbula y cuadra los hombros resistiéndose hasta que se las
lanzo y él las esquiva antes de tumbarse sobre mí. Aparto las piernas y dejo
que encaje. Me pica todo de pura vida.
—Cada puta noche. Despertarme sin ti es el peor momento del día. —No
hay ropa, ni barreras ni corazas. Solo Elio y yo. Nosotros. Dejamos que sea
la piel quien hable. La que no miente. La que siempre lo ha sabido. La que
hemos obviado para que doliera menos. La que nos demuestra lo
equivocados que estábamos si pensábamos que algo así se puede sentir con
cualquiera.
Su boca busca la mía y sus caricias me queman. Me remuevo, lo siento.
Siento su rabia, su amor. Lo sé, porque yo estoy igual, con las emociones
desbordándome sin ninguna contención.
—Dime que es real —le pido, después tiro del lóbulo de la oreja entre
mis dientes y bajo por su cuello dejando un camino de besos que le
arrancan un par de gemidos.
—No hay nada más real que esto. —Se apoya con una mano y con la
otra coge la mía y se la lleva al pecho para que pueda notar su latido.
—Da garan —confieso en un murmullo.
—Yo también te quiero —responde en un beso.
Su boca se despega de la mía para recorrer mis pechos en los que se
entretiene jugueteando con ellos, tiro de su pelo y jadeo su nombre que
suena a impaciencia.
—¿Sí, Morgane? —Apoyo los pies en el colchón y alzo las caderas, pero
él se aparta negándome el placer de sentir su erección palpitar en mi
entrada.
—Cabrón. —Necesito más. La risita que suelta me dice que lo sabe, pero
que no está dispuesto a cumplir tan rápido.
—Yo también te quiero —repite, pellizcándome la nalga.
Pierdo la noción del tiempo mientras él se aplica en una gloriosa tortura
con sus dedos y su lengua. Lento. Profundo. Rápido. Meto mis manos entre
su pelo para marcar el ritmo aunque no lo necesita, nadie conocer mi cuerpo
mejor que él.
—Sigues volviéndome loco. —Juega, me provoca para que sea exigente
y me atreva a liberarme sin complejos—. ¿Te pica?
—Todo. Como nunca.
Me concentro en sentir como mi cuerpo va perdiendo solidez para acabar
licuado en un orgasmo que me sacude y eleva. Lo empujo, le doy la vuelta
y me subo sobre él. Lo siento totalmente dentro de mí, me llena y quiero
gritar que el tiempo se detenga, justo en este momento. No hay nada más
increíble que ver sus ojos ultramar vidriosos de deseo, como se muerde el
labio en un jadeo y sentir sus dedos clavarse en mi cintura buscando llegar
más adentro. Hasta que exploto y lo arrastra conmigo.
—Solo contigo gravito —murmura en mi pelo cuando me dejo caer
sobre su pecho.
Entiendo a que se refiere. No es solo correrse. No es solo piel con piel.
Es mucho más. Es volar. Es la sensación de elevarse y gravitar por el
espacio. Solo con él.
El círculo se cierra. Siento que nuestro mundo ha enderezado el rumbo y
vuelve a girar.
85 La burbuja explota

Volvemos a hacer el amor, es salvaje y rápido. Con un ansia casi


desesperada, como si los dos necesitáramos confirmar que es real.
—Quédate. —La voz de Elio suena meliflua, adormilada.
Estoy más allá que acá. Tengo las neuronas en plan modorra, solo les
falta fumarse el piti de después. Las emociones y el buen sexo nos han
dejado exhaustos. Creo que no me equivoco si digo que los dos hemos
echado una siesta. Tiene los dedos enredados en mi pelo y me acaricia con
tanta dulzura que me dan ganas de ronronear como un gato.
—¿A pasar la noche? —tanteo.
—A pasar la vida —su repuesta hace que despegue la cabeza de su
pecho que huele a esa mezcla de Elio y mar que tanto he añorado.
Estamos desnudos en su cama. En la que me veo despertando cada
mañana. Imagino mi vida aquí, en «nuestro hogar». En la isla, con mi
madre, nuestros amigos, trabajando en la galería de Vincent… Dicen que un
hogar no es un lugar, sino las personas; y aquí están las mías. Aquí están
mis mejores recuerdos, aquí está todo lo que deseo en mi futuro. Soñé
tantas veces con esto que sé a qué sabe, pero hay algo nuevo, un regusto al
final del paladar. Algo amargo que han dejado estos tres años.
—Pensaba que eras de los que no creen en las segundas oportunidades.
—He aprendido que la vida consiste en cagarla una y otra vez y seguir
intentándolo hasta que salga bien.
—Lo planteas demasiado fácil. —Dejo un beso justo encima del
«aeternum» que tiene tatuado bajo la clavícula mientras con la mano
jugueteo con el poco vello que tiene.
—No lo será —asegura—. La vida no da garantías, pero estoy seguro de
que merecerá la pena.
Cuando alzo la vista hasta sus ojos me encuentro que hay algo que
oscurece su azul ultramar.
—¿En qué piensas? —Y no me refiero a esa pregunta post-coito que
todo el mundo odia porque es justo en ese momento que uno es incapaz de
procesar nada. Elio ya no está en ese estado inconsciente. No sé cómo
definirlo, llámalo instinto o que me he pasado tantas horas observándole
que conozco sus patrones igual que él hace con el mar.
—En nada —dice, pero su cuerpo se pone en tensión bajo mi peso,
dándome la razón.
Me dejo ir hacia un lado y me quedo de rodillas.
—Elio —consigo pronunciar su nombre sin que me tiemble la voz—, no
más mentiras.
Me mira, él también se sienta y se pasa las manos por la cara. Me estoy
poniendo nerviosa.
—Voy a volver —murmura sin despegar los ojos de sus pies.
—Volver a ¿dónde? —Lo cojo de la barbilla y justo antes de que lo diga,
lo sé.
La burbuja de las ilusiones ha subido tan alto que al final ha explotado.
86 Significado (Elio)

—Mavericks.
Si buscas la definición de «significado» en el diccionario pone: «Idea o
concepto que representan o evocan los elementos lingüísticos, como las
palabras, expresiones o textos». Lo curioso es que una misma palabra
significa algo distinto para cada persona. Maverick para algunos es el
personaje de Top Gun. Para los surfistas es la ola de mayor calidad que
existe en el mundo. Un desafío. Para Morgane es el accidente. Es dolor. Es
decepción. Para mí es una cuenta pendiente.
—¿Es una broma? —grita, confusa.
—No. —Intento sonar sereno, aunque por dentro sea pura energía. Sabía
que llegaría este momento y que será el decisivo—. El viaje ha sido a
Portugal, a Nazaré, no he dejado de entrenar. Por fin me siento fuerte, nunca
he estado tan preparado.
—¿Por qué? —En una simple pregunta mete sus miedos y los míos
provocando que se levanten huracanes.
—Porque sé que puedo surfearlas. Porque necesito quitarme esta espina.
Chasquea la lengua e inspira con fuerza, procurando no dejarse llevar.
—No me parece razón suficiente para ponerte otra vez en peligro. ¿No
has aprendido nada? Mira tu espalda. ¡Estuviste a punto de morir!
—Te prometo que lo haré con cabeza, que escucharé el mar. Confía en
mí. —Hago el amago de abrazarla buscando que mi piel la convenza de lo
que mis palabras no son capaces, pero me rehúye.
—¡No lo entiendes! Confío en ti, de quién desconfío es de ese monstruo.
¿Quién más lo sabe?
—Nadie. Antes, tenía que comprobar que me sentía capaz. —Alza las
cejas suspicaz, y sin hablar admito que en el fondo es porque sé que muy
pocos van a comprender mi decisión—. ¿Qué haces? —pregunto cuando
veo que se levanta y busca las braguitas.
—Me voy. —Su voz suena rasgada como si estuviera a punto de
romperse. Odio hacerle esto, pero este soy yo. Si no vuelvo a California y
me enfrento a esa ola, siempre me pesará.
—No hemos terminado de hablar —digo después de ponerme yo
también la ropa interior y seguirla por la escalera.
—No puedo creer que volvamos a estar en el mismo punto. Como si
todo lo que hemos sufrido no hubiera servido de nada. El mar, de nuevo, en
medio de nosotros —grita exasperada.
En sus ojos veo lo perdida que está, ha llegado a su tope. No me extraña.
Hemos empezado discutiendo para terminar en la cama jurándonos amor y
ahora le lanzo la traca final. «Joder, Elio, qué puntería». Pero no quiero más
mentiras, ni medias verdades.
Da vueltas por la sala mientras recoge su ropa y se viste. Un vez termina,
se sienta en uno de los sillones para ponerse las zapatillas. Me agacho frente
a ella y le cojo la mano entre las mías:
—Recuerdas aquel día en la playa, cuando te pregunté «¿la chica que
odia al mar le pide una cita al chico que lo ama?»
—Yo tampoco he olvidado nada —replica, airada.
—¿Y recuerdas que me contestaste?
—Que la vida está para arriesgarse —musita y sé que, como yo, ha
vuelto al verano que nos conocimos.
—¿Y dónde está esa chica? —Sacude la cabeza de lado, negando.
—Ha madurado y no quiere volver a sufrir.
—Morgane… —empiezo, pero levanta la mano para que me calle.
—¿Ves por qué no soy la mujer que necesitas? —Agacha la cabeza—.
No puedo volver a pasar por aquello.
—Lo eres, nunca lo he dudado. Mírame —me tomo mi tiempo antes de
continuar, lo hago cuando me hace caso—, no he conocido a nadie tan
valiente como tú. Tu fobia siempre está presente, pero no te escondes. Eres
Morgane, la chica que, en un acto rebelde, se sentaba de espaldas al océano,
pero que igualmente iba a la playa. La que me acompañó por todo el planeta
para enfrentarme a esos monstruos de agua. La vida es eso. El amor lo es.
Un tira y afloja constante. Un toma y daca. Es equilibrio.
Recuerdo aquel anochecer cuando la vi por primera vez con los pies en
el agua y le confesé que estaba enamorado de ella. Comprendí lo vulnerable
y fuerte que era al mismo tiempo. Pensé que era un privilegio que me
hubiera escogido a mí como compañero.
Asiente con reserva. Me da un beso en la mejilla y se levanta.
—Necesito estar sola.
Quiero que se quede, que hablemos, pero la conozco y sé que está
desbordada y no llegaremos a nada.
—Deja que te lleve a casa.
—Prefiero ir andando. —Suspira como quien siente que se le escapa un
sueño que ya creía tener bien agarrado—. Sé cómo acaba esto, tú no
cambiarás de opinión. Y yo… no sé si puedo ceder otra vez, ignorarme y
poner tu felicidad por encima de la mía.
—Nunca he querido que fuera así. Eres lo que más me importa.
—No es verdad.
Quiero replicarle, pero decido callar. Me conoce mejor que nadie. Sabe
que si no voy y consigo dominar las Mavericks, será algo que siempre
tendré pendiente. Soy bueno, soy uno de los mejores surfistas del mundo y
sé que puedo. Mucha gente sufre accidentes y no por eso deja de coger el
coche o hacer lo que le apasiona.
¿Por qué tengo que sentirme mal por mis decisiones?
87 Un corazón roto sigue latiendo

Cuando eres crío y empiezas a escribir, aprietas tanto el lápiz que dejas
marca en las páginas siguientes. Algunos recuerdos son así. El día del
accidente es uno de ellos, las huellas son tan profundas que ni el tiempo ha
sido capaz de borrarlas. Tengo grabadas sus palabras, su imagen frente a mí,
tan seguro, tan tenaz.
Por un momento he creído que había un futuro para nosotros, que sería
diferente, pero en el fondo no hemos cambiado. Seguimos teniendo los
mismos anhelos y miedos. Soy incapaz de entender esa necesidad. ¿Cómo
se puede desear volver al sitio que casi te mata? «Ilusa», me repito de
camino a casa. Qué ilusa he sido al pensar que no volvería a jugarse la vida
por una maldita ola. Como si no lo conociera. Como si no supiera que Elio
es de los que empieza algo y no baja los abrazos hasta conseguir todos sus
objetivos. Y yo siento que me rindo demasiado rápido, pero no entiendo qué
necesidad hay de arriesgarse así de nuevo.
¿Cree de verdad que una ola puede hacerle feliz?
¿Es que no ha aprendido nada en estos años?
Por un momento he vuelto a creer que yo le era suficiente. Como lo es él
para mí.
Ilusa.
Qué estúpida me siento.
Qué vacía.
La melodía de Reflet me acompaña a casa. «Olvido todo lo que hiciste,
pero aún me aferro». Querer es tan necesario como respirar, comer o
dormir. Querer es felicidad. Vivir es querer. Quiero a Elio. Lo quise y lo
querré. Él también me ama, no lo dudo. ¿Y qué hacemos cuándo el amor no
basta?
Hace tres años, cuando volví a casa después del accidente, recuerdo que
mi madre me dijo que nadie se muere de amor. Te desgarras y desangras,
enloqueces y te incendias, pero sigues vivo, sintiéndolo todo. Porque un
corazón roto sigue latiendo y no me acordaba de cuánto duele.
88 Amar en azul ultramar

Dicen que hay que ser muy preciso a la hora de pedir deseos. Vamos, que
hay que especificarlo todo bien clarito para que no haya confusiones; que
ya sabemos lo macabro que puede ser el destino. Yo añadiría que también
hay que ser muy minucioso a la hora de hacer juramentos. Piaf cantaba que
cuando estaba en brazos de su querido veía la vida en rosa; aquí en la isla,
hablan de «amar en azul ultramar» cuando te enamoras de un marinero y tus
días se reducen a esperar con la vista perdida en el horizonte. Hace muchos
años me prometí que nunca querría un amor de esos. Debí dejar claro que
me refería a cualquiera que quisiera al mar por encima de todo. Como
mínimo, los pescadores no salen a faenar cuando el mar está enfadado. Elio
es de los que busca la mala mar para su disfrute. Mi amor por Elio es de
color azul ultramar. Es hora de que lo acepte.
Han pasado tres días y sigo igual de confundida. No he hablado con
nadie, a todos les he pedido espacio. Hasta a mi madre, que por mucho que
ha insistido, he conseguido que respete mi necesidad de soledad. Estoy tan
agobiada que ayer llamé a la doctora Saunier para que me revisara la
fractura y por fin me han quitado el yeso. Qué alivio… y qué peste. Un mes
y la mano está más delgada y hasta he cambiado la piel. En cuanto llegué a
casa, me di una ducha. Lo curioso es que tenía ganas de recuperar la
movilidad y ahora, sin el peso del yeso, me siento insegura.
En estos días he dado muchas vueltas a todo, he hecho un verdadero
esfuerzo para entender a Elio. Si dejo a un lado mi amor por él, nunca he
sentido esa pasión por nada. Me gusta el arte, me encanta mi trabajo, pero
no daría mi vida por ello. Quiero comprenderlo. Quizá estoy dejando que el
miedo decida por mí. Quizá no me estoy esforzando lo suficiente. Por eso,
en cuanto me he despertado, he cogido el coche y me he venido a Donnant.
La única forma de saber en qué punto estoy es afrontar el problema de raíz.
En este caso es mojarme los pies, adentrarme en el mar y ver a Elio surfear.
Dejo el coche en el aparcamiento que hay detrás de las altas dunas y piedras
blanquecinas que protegen la playa y que es diferente al que suelen utilizar
los surfistas. Me descalzo y camino hasta allí. Hay marea baja y deja ver la
lengua de arena une los dos lados de la playa, que normalmente quedan
divididos por unas rocas. Llego antes que Elio. Estoy sola frente a mi peor
enemigo.
No me acerco a la orilla, me siento sobre la arena y jugueteo con ella con
los pies. En el cielo aún brillan algunas estrellas. Cuando pienso que no va a
venir, veo una sombra bajar por el caminito que hay en el acantilado, lleva
la tabla alzada sobre la cabeza, con la quilla hacia arriba. Las sombras me
hacen invisible, aunque él solo tiene ojos para el mar. Nada hasta el canal
donde nacen las olas. Me levanto y voy a la orilla. Dejo que el agua me
moje los pies. Me obligo a mirarlo y no apartar la vista cuando lo veo sobre
la tabla, haciendo piruetas, casi volando. A pesar de la distancia, puedo ver
que tiene la perenne semisonrisa colgando de sus labios, concentrado y
feliz. Este es Elio en estado puro.
Me da un ataque de nostalgia. Voy y vengo en el tiempo, de un recuerdo
salto a otro.
—Hola —murmura inseguro, colocándose a mi lado y arrancándome de
golpe de las fauces del pasado.
—Hola.
Sus dedos rozan los míos en un gesto tan natural que me muerdo la
lengua para contenerme. ¿Existe algo más molesto que reprimirse? Sería tan
fácil dejar que Elio me abrazara. Durante un tiempo eso fue suficiente. Pero
ya no.
En silencio, dejamos que el mar nos lama los pies y la luz del amanecer
devuelva lentamente los colores al paisaje. El cielo está precioso, y yo, que
nunca he tenido alma de pintora, me dan ganas de coger el pincel e intentar
plasmar esos colores sobre un lienzo como seguramente haría mi
antepasada si estuviera aquí. De los momentos importantes se recuerda la
luz, la misma que querían plasmar los impresionistas.
—Veo que ya eres libre.
Alzo la mano al aire. La brisa viene del sur y es cálida como si fuera
pleno verano. Una ola más fuerte nos salpica mojándonos hasta las rodillas,
un recordatorio frío y desagradable de por qué estoy aquí.
—Te quiero —confieso en apenas un jadeo y me doy la vuelta para
abrazarlo—. Te quiero más que a nada. Lo tengo asumido, pero no me pidas
que vuelva a pasar por ello. No puedo.
Elio me acaricia con los nudillos la mejilla y me coge de la barbilla para
que alce la cabeza y lo mire. El único mar que me gusta es el que hay en sus
ojos.
—Morgane… Sé muy bien como eres y no quiero que cambies. Te
conozco y nunca te pediré hacer nada con lo que no te sientas cómoda. —
Me da un beso en los labios, casto y suave—. Sé que no puedo pedirte que
me acompañes, ni que lo entiendas. Solo te pido que me dejes ir.
¿Por qué no puede ser rencoroso con el mar? Maldecirlo y alejarse.
Sonrío con pesar y me viene a la cabeza una frase de Charles Bukowski:
«encuentra lo que amas y deja que te mate».
—No te daré permiso, pero tampoco te lo impediré. —Una lágrima me
resbala por la mejilla.
—Te prometo que será la última vez. Después de las Mavericks no
volveré a arriesgarme nunca más. Tienes mi palabra.
Quiero decirle que no lo haga, que no me puede prometerlo, pero en el
fondo me agarro a esa promesa que me hace pensar que solo tengo que ser
valiente una sola vez. Una vez más y ya está.
—Esto es más fuerte que nosotros. No voy a hacerte escoger, ni a
chantajearte. No seré egoísta, ve tranquilo. Consigue tu sueño.
—¿Y el tuyo?
—El mío eres tú —admito en un conato de sonrisa—, con vida.
Hablaremos cuando vuelvas. Cuando no tengas necesidad de demostrar al
mundo que puedes con él. Si tu felicidad pasa por las Mavericks, ve; pero
no me puedes pedir que sea cómplice. No te apoyaré en esto.
Salgo corriendo, sin mirar atrás. Que nadie diga delante de mí que el mar
es bonito. Que observar las olas relaja. Que nadie me diga que el océano es
maravilloso porque es feo y lo odio.
89 Perder (Elio)

Voy a ir a California.
Voy a enfrentarme a las Mavericks y surfear la ola más famosa del
mundo.
Si no voy, me arrepentiré toda la vida y, como dice Morgane, tarde o
temprano nos pasará factura.
Si voy, pongo en peligro lo nuestro.
Haga lo que haga, nos afecta.
Haga lo que haga, el mar está en medio.
Si hay que arrepentirse que sea por hacer, no por quedarse con las ganas.
Morgane no está enfadada, solo decepcionada. No la he convencido,
pero tampoco hemos roto la posibilidad de un mañana. Ella cede, me
esperará; yo gano… entonces, ¿por qué siento que he perdido?
90 Sin adiós

Elio
¿Te has ido sin despedirte?

Morgane
No soy capaz de decirte adiós.
Ni antes ni ahora.

Han pasado dos días desde que lo dejé en la playa y salí corriendo. Al
volver al hotel, recogí mis cosas y Gauvain volvió a ser el responsable de
llevarme a Vannes para coger el tren de vuelta a París. Alejarme la primera
vez fue doloroso; hacerlo una segunda vez, por momentos, se hace
insoportable. Cuando eso ocurre me queman las ganas de recoger mis cosas
y volver a la isla, pero entonces pienso que él va a ir California y todo se
paraliza.

Elio
Lo siento.
De verdad que lo último que quiero es hacerte daño.
Ojalá fuera más fácil.

Morgane
Perseguir sueños tiene un precio.

Hice la promesa de que no iba a impedírselo y voy a cumplirla. Cueste lo


que cueste. Esperaré en la orilla a que vuelva a mí y rezaré para que sus
ansias de victoria se calmen para siempre y se conforme con las olas de
Donnant.

Elio
No quiero perderte.

Morgane
Me tienes.
Con todas las consecuencias.
91 Síndrome de Ulises

4 de julio

Desde que he vuelto a París, cada vez que suena el teléfono pego un brinco
y el corazón se me acelera. Estoy preparándome una ensalada para cenar
cuando recibo un mensaje. Vuelo hasta el comedor y sonrío como una boba
al ver su nombre en la pantalla. Elio me ha mandado un vídeo, está en una
fest-noz. Una fiesta típica de la región con música y danzas bretonas. Están
en el faro grande, hay una hoguera y veo la gente bailar, entre ellas a mi
madre y tía Louane. Oigo la risa de Romy de fondo acompañando a las
gaitas y tambores.

Elio
Ojalá estuvieras aquí.

París es una gran ciudad que tiene de todo para que te enamores de ella.
Es cosmopolita, tiene sus barrios vanguardistas y los bohemios. Sus
callejuelas adoquinadas están llenas de historia donde escribir la tuya
propia. La primera vez que vine me dio todo lo que buscaba, una página en
blanco donde empezar de nuevo. Esta vez es distinto. Ahora solo me
agobia, el tráfico, el ruido constante. Tan gris cuando solo quiero ver azul.
Me falta horizonte. Sufro el síndrome de Ulises; joder, nunca he echado
tanto de menos la isla, añoro hasta ver el mar desde la ventana de mi
habitación.

Morgane
Ojalá.
92 ¿Volverías? (Elio)

12 de julio

Elio
Si viajáramos nueve años atrás,
a estas horas estaríamos
tumbados en la playa.
Ahora, viendo donde estamos,
¿volverías a pedirme una cita?

Morgane
¿Me preguntas si me arrepiento?

Elio
Sí. ¿Mereció la pena?

Morgane
Ni en el peor momento,
ni todas las veces que te
echo de menos (y son demasiadas),
se me ha pasado por la cabeza
plantearme mi vida sin ti.

Elio
Yo tampoco.
Gracias, sé que no lo entiendes,
pero significa mucho para mí
que igualmente me dejes ir.
Aeternum.

Morgane
Aeternum.
93 A puñados

25 de julio

Cuando se terminó aquel primer verano y el otoño llegó, nos resultó muy
complicado. Pasamos de vernos cada día, a solo hacerlo los fines de
semana. Los viernes a mediodía solía ir en tren hasta Burdeos donde Elio
estaba estudiando. Cogíamos la furgoneta y viajábamos. Algunos íbamos
hacia la playa de la Gravière en Hossegor, otros hacia la montaña, unos
tantos más en los que no salíamos de la cama de su piso compartido. En
aquellas largas llamadas y los infinitos SMS había uno que se repetía
constantemente: «Mira la luna, tiene un mensaje para ti». Esta noche he
vuelto a aquella época, puede que por eso le escriba el mismo mensaje.
Porque, como entonces, necesito decirle que pienso en él. Que sigo aquí.
Su respuesta llega al instante.

Elio
La isla te echa de menos.
La casa te echa de menos.
El cactus te echa de menos.
Estoy cansado de echarte de menos.
Quiero que me sobres.
A puñados.
94 Agosto

Agosto pasa sin un mísero mensaje.


Lo que sí hay son llamadas, aunque ninguno de los dos diga nada. No es
que nos falten cosas por decir, creo que realmente no nos atrevemos a llenar
esta pausa con palabras. Solo necesitamos ese contacto, algo tangible que
nos mantiene unidos y que evita que nos volvamos locos. No es como la
otra vez. No es un «adiós». Es un agujero en el tiempo. Saberlo al otro lado
de la línea es reconfortante y doloroso. Normalmente, al inicio su
respiración es agitada y con el paso de los minutos se va calmando. A mí
me pasa todo lo contrario, cuando colgamos lo hago con un nudo en el
pecho que me impide respirar.
95 Septiembre

El último coletazo del verano trae consigo días de viento y novedades. Ayer
por fin me pasé por el taller del restaurador, ha concluido su trabajo con los
cuadernos. Le ha llevado más tiempo del estimado y las vacaciones han
alargado la espera. Contienen dibujos, la mayoría a lápiz. Páginas y páginas
de nubes, a medida que avanzas, ves cómo va mejorando la técnica. Tienen
relieve, espesura, y están llenas de matices. También hay hojas con gotas de
lluvia y flores acompañadas por abejas; pájaros volando sobre olas y la
costa salvaje que rodea el hotel. Entre tanta naturaleza destaca una docena
de bocetos de partes del cuerpo humano. Manos, dedos enlazados, una
mujer de espaldas en la que solo se ve de hombros para arriba, con el pelo
suelto y alborotado por el viento. Es extraordinaria la minuciosidad y
realismo con la que se ha trabajado cada mechón de cabello. Tengo el
presentimiento de que en todos ellos la musa es Rozenn. El cuaderno más
pequeño es una auténtica joya para los amantes del arte porque contiene las
fórmulas para conseguir sus propios colores, una guía de la paleta que
define su obra. Centenares de pruebas de mezclas para dar con el tono
deseado. Comparo la letra de las notas con las cartas que escribió Morgane
y concuerdan. Es una maravilla.

Hoy me ha llamado Vincent para insistir en que soy la persona perfecta para
sustituirlo.
Me ha mandado por e-mail la propuesta que ha redactado su abogado. La he
imprimido solo por decir que tengo mi futuro en las manos. He decidido
que no voy a esperar a que Elio vuelva de California para saber qué quiero
hacer con mi vida, quiero volver a la isla y vivir allí. Estoy decidida,
mañana mismo hablo con Bastian sobre mi renuncia.
96 Part of me

Hoy es el cumpleaños de mi abuelo paterno, el único que me queda, y como


cada año hemos venido a Saint Philibert a comer con la familia. Aquí tengo
a mi abuelo, mis tíos y tres primos con los que apenas nos vemos, pero con
los que mantengo una buena relación. Después de comer, con mamá damos
un paseo hasta la pequeña ermita que hay justo al lado de un brazo de mar.
Aquí bautizaron a mi padre, con el mismo nombre que lleva el pueblo, y se
casaron mis padres. Es preciosa, pequeña, con el techo abovedado pintado
de azul noche y salpicado de estrellas. De él cuelga un barco. Nos sentamos
en uno de los bancos y se me pone la piel de gallina; siempre me ocurre, no
sé si es por el silencio, o que es uno de los lugares donde más cerca me
siento de mi padre.
Mi madre me coge del brazo y apoyo la cabeza en su hombro.
—Hasta ahora me he mantenido al margen y he respetado tu encierro,
pero estar aquí… es… En fin… ¿Puedo darte mi opinión?
—¿Desde cuándo te has callado tú algo?
—Mmm… deja que piense…, en dos mil quince.
—¿Eh?
—¿No te acuerdas? Cogí anginas, las tenía como pelotas de golf. Me
pasé una semana sin hablar.
Suelto una carcajada que se me atasca en el instante en el que me doy
cuenta de dónde estamos.
—¿Cuántas segundas oportunidades crees que da la vida?
—Ya lo sé —gimoteo.
—Lo dudo. Si lo supieras te agarrarías a ella con uñas y dientes. Cuando
el destino te lo pone delante no puedes dejarlo para cuando a ti te apetezca.
—Cuando vuelva… —Me detengo sin saber muy bien cómo terminar la
frase.
—No escoges de quien te enamoras. No entiendo que no aproveches
cada instante que la vida te ofrece para estar con él. Créeme cuando te digo
que el amor se mide por los momentos compartidos y por los recuerdos que
deja. No quiero que un día, al mirar el calendario, cuentes los días que
pudiste haber sido feliz. No sigas desperdiciando el tiempo.
97 En la oscuridad, lo veo claro

La oscuridad de la noche hace surgir los pensamientos más profundos, esos


que solemos ignorar con premeditación y alevosía. Y a estas horas de la
madrugada, mientras a través de la ventana veo como llueve sobre París,
pienso en que me he pasado la vida intentando reconciliarme con el mar y
nunca lo he conseguido. Lo hacía cuando bajaba a la playa. Cuando metía
los pies en el agua. Cuando acompañé a Elio por todo el mundo en busca de
la ola perfecta. Siempre he visto mi amor por Elio como una maldición,
pero ¿y si no lo es?
¿Y si es la forma que el mar ha tenido de pedirme perdón?
¿Y si mi padre ha tenido algo que ver y nos ha unido para que Elio me
enseñe a querer el mar?
98 La bicicleta de Tolstói

Octubre

Todos tenemos dos caras y el miedo no es una excepción. Creo que es el


padre del arrepentimiento y del coraje. El mar siempre será mi enemigo,
pero Elio está por encima de todo y no pienso dejar que mi fobia vuelva a
mandar sobre mi vida. Si hasta hace poco estaba creando una nueva versión
de Morgane, obviando que los recuerdos son el puntal donde se apoya el
presente, puedo volver a empezar y hacer mi versión definitiva. Quiero ser
una nueva mujer, una más valiente que asume sus fobias. La que Elio ve.
Estoy harta de andar por la vida de puntillas, arrastrando capas. Por fin
comprendo que el truco es lanzarse a la vida como si nunca fuera a doler.
Por si el mañana nunca llega. Porque, como escribió Faulkner en su novela
Palmeras salvajes: «entre la pena y la nada, me quedo con la pena».
Tolstói tenía sesenta y seis años cuando aprendió a ir en bicicleta. Esta
hazaña le da nombre al concepto de que siempre estás a tiempo de hacer eso
que deseas y que no has hecho. Que nunca es tarde.
Pienso en ello mientras sobrevuelo el Atlántico.
Rezo para que sea cierto eso de que no se llega tarde a ningún sitio si
realmente nos están esperando.
99 Half moon bay (Elio)

El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura. Por favor, deje
su mensaje después de la señal.
—Hola, estoy en California, a punto de subirme al barco. Yo… joder,
solo necesito escuchar tu voz.
100 Hasta que salga bien

El destino nos pone a prueba constantemente. No puedo evitar pensar que


todo lo que ha pasado me ha traído a este momento en el que el sol está
despuntando y yo corro por el muelle del puerto rezando para llegar a
tiempo. Dylan ha venido a buscarme al aeropuerto y ahora me sigue a la
carrera; mis pies ni siquiera tocan el suelo, vuelo. Desde algún altavoz los
Beach boys alegran el día.
Emily Dickinson escribió que «La orilla es más segura, pero me gusta
luchar con las olas», yo no voy a llegar a luchar contra ellas, pero quiero
estar en primera fila cuando Elio lo haga. Lanzo un grito de euforia al ver
que el barco aún está allí. Con el corazón saliéndome por la boca, de los
nervios y del esfuerzo, me detengo justo detrás de Elio. Juro que nunca se
me olvidará su cara cuando le toco el hombro, se gira y me ve… Es el
rostro de la felicidad. En cuanto reacciona, se abalanza sobre mí para
besarme y yo enredo mis piernas a su cintura. Sus labios saben a alivio, los
míos a urgencia.
—Joder, has venido. —Su voz refleja que sigue alucinando—. No sabes
cuánto te necesitaba aquí —dice entre beso y beso.
—Es importante para ti y no quería perdérmelo —confieso.
Por fin siento la paz de cuando todo está en su sitio. Incluida yo. Por fin
soy plenamente feliz en mi propia piel.
—Gracias. Eres increíble.
—Tú me haces ser mejor.
—La competición es mañana, por eso hoy está todo más tranquilo. —
Intenta que su voz suene serena para darme confianza y me da más
explicaciones de las que necesito—. Es un buen día, no tiene nada que ver
con la otra vez. Te prometo que después de esto… —Lo silencio poniendo
mi dedo sobre sus labios.
—Ve y diviértete —lo animo—. Deja que te seduzca, baila con ella, pero
recuérdale que eres mío.
—Se lo diré, ¿algo más?
—Sí, ¿qué haces después?
—¿Alguna sugerencia? —Me aparta un mechón de pelo que con la
carrera se me ha escapado de la trenza.
—Te invito a comer para celebrar tu éxito. —Es mi forma de decirle que
confío en él, que sé que volverá.
—¿La chica que odia al mar le pide una cita al chico que lo ama?
—La vida está para arriesgarse.
—Hasta que salga bien.
—Hasta que salga bien —repito sobre sus labios.
La sirena del barco resuena enérgica. Ha llegado la hora. Me coge de la
mano y subimos a bordo. Hay un par de hombres encerando las tablas,
supongo que más que nada es una forma de calmar los nervios; una chica,
con un neopreno de los pies a la cabeza, da pequeños saltitos mientras
escucha lo que le dice otra, las dos van a salir ahí fuera para enfrentarse a
las Mavericks y, sin conocerlas de nada, se convierten en mis heroínas. Al
zarpar, veo que nos acompañan media docena de motos de agua con los
fotógrafos y otras con el equipo de salvamento. Poco después de salir,
alguien de la organización llama a los surfistas para las últimas
indicaciones.
—Vamos, termina esto pronto que tenemos una mudanza pendiente.
En sus ojos veo cada pensamiento que pasa por su mente y me percato
de cuándo reacciona a mis palabras.
—El cactus se alegrará de que alguien lo cuide como toca —ríe antes de
darme un beso que sabe a casa.
Solo entonces, cuando me quedo sola, soy consciente de lo que me
rodea, del fuerte ruido del oleaje, de la gente y del ambiente que lo
acompaña lleno de adrenalina. Me contagio de ella, nunca me he acercado
tanto a su mundo, siempre lo esperaba en la playa, pero hoy no. Oigo una
conversación sobre olas de más de quince metros y se me acelera el pulso,
pero justo entonces alguien me rodea los hombros, Dylan.
—Va a ir bien —dice convencido, en un intento de tranquilizarme.
—Lo sé. Pero no me sueltes —le pido en un murmullo.
Ha llegado su turno, Elio se gira hacia mí antes de saltar al agua. Se lleva
la mano a la clavícula donde tiene el tatuaje y yo pongo la mía en el costado
para decirle que yo también lo quiero.
Se tumba sobre la tabla y a brazadas se aleja de mí. Corro hasta la
barandilla.
—Elio Maillard, te juro que como no vuelvas, ¡pienso ir a buscarte! —
grito. El cabrón me sonríe y levanta el pulgar hacia arriba. Solo por ver su
expresión ahora mismo merece la pena haber venido.
—Le hemos colocado una GoPro en la tabla, ¿quieres verlo? —pregunta
una chica junto a mí, con un portátil en los brazos.
Niego con la cabeza. Ni loca. Tengo suficiente con los prismáticos. Las
olas son tan altas como un edificio de cinco plantas y el ruido es atronador.
La espuma que lo cubre todo me recuerda la que escupe un toro bravo antes
de embestir. «No, Morgane, cambia de pensamiento». Me obligo a echar un
vistazo a los que me rodean, no tienen miedo, a pesar de que deben tener la
adrenalina achicharrándoles las venas, hay respeto y concentración.
—Tranquilo Elio —murmura Dylan, como si pudiera oírlo. Es la
segunda ola que intenta coger y que acaba con él cayendo a los pocos
segundos. Me aprieta la mano, ya no sé si es para calmarme a él o a mí.
—Ahora sí —exclama un hombre con voz ronca.
Mis ojos van un momento hacia la pantalla del portátil. Elio está de pie,
con las piernas flexionadas y los brazos extendidos. Su cuerpo se balancea
con una elegancia natural manteniendo el equilibrio, sus manos y pies van
perfectamente sincronizados; joder, visto así, parece hasta fácil. Miro hacia
el mar, Elio se desliza sobre el agua, dibuja una línea blanca y la ola rompe
a su espalda con toda la intención de perseguirlo. Los segundos se me hacen
eternos. Desde la pantalla veo claramente el tubo detrás de él, está rodeado
de agua y yo tengo ganas de vomitar. Parpadeo y vuelvo la vista al mar,
sube por la pared de agua y, antes de bajar, da una vuelta en el aire.
—¡¿Qué?! —exclamo acojonada y alucinada a partes iguales. Una cosa
es ver esos giros y maniobras en fotos y otras es… esto.
La gente que nos rodea grita, silva y vitorea su nombre.
—¡Bien hecho, Elio! —Dylan está eufórico, me abraza con tanta fuerza
que hasta me levanta del suelo—. Así se cierra una carrera, haciendo
historia.
Repite la pirueta, esta vez hacia la derecha. Se está divirtiendo como
nunca. Se me pega el entusiasmo, tanto que, cuando la moto lo trae de
vuelta, la adrenalina hace que salte al agua sin pensar en nada. En cuanto
Elio me ve, se tira a buscarme y me abraza desesperado.
—¡Lo has conseguido! —Nos fundimos en un beso salvaje que sabe a
vida.
—¡Lo hemos hecho!
Él ha hecho realidad su sueño y yo he sido capaz de saltar por encima de
mi miedo. Después de esto, me siento capaz de afrontar lo que la vida nos
depara. Y de intentarlo una y otra vez hasta que salga bien.
Fin
Epílogo

31 de diciembre

Hola, Klein
Sé que he tardado meses en contestar tu e-amil, pero es que no
tenía nada que decirte. Hasta ahora.
No voy a disculparme por el puñetazo, los dos sabemos que
eres un cabrón y que te lo merecías. Que sea Morgane la única
que se ha atrevido a dártelo, solo me llena de orgullo, la verdad.
Tú, la única persona que nos ha intentado separar es la misma
que nos ha vuelto a juntar. El karma, a veces, tiene un humor
peculiar.
No, no estábamos juntos cuando tuvisteis vuestro encontronazo
en París. Pero a raíz de la lesión (se fracturó la mano) volvió a la
isla y eso hizo que nos diéramos una nueva oportunidad.
Así que «gracias a ti» volvemos a estar juntos.
Gracias a ese puñetazo en unas horas será mi mujer.
Que la vida te trate como mereces,
Elio Maillard
Recuerda

Espero que hayas disfrutado de esta historia tanto como yo. Recuerda, que,
a los escritores nos encanta saber tu opinión. Deja tu comentario en la
página de Amazon, Goodreads… O escríbeme por Instagram @dona_ter.
Me encantará hablar contigo de Morgane y Elio.
Agradecimientos

Llegado este punto solo queda dar las gracias, y es una de las partes más
complicadas porque cuesta poner en palabras cuánto les agradezco, a cada
una de ellas, que formen parte, no solo de esta aventura literaria, sino de mi
vida.
A Norma, Tamara, María, Diana, no imagino este mundo de las letras sin
poder compartirlo con vosotras.
A Sandra, Alba, Cris, Nieves, May, Sonia, gracias por querer formar
parte de este proyecto.
Y sobre todo a ti, lector/@, gracias por escogerme para compartir un
ratito de tu tiempo y dar vida a este montón de palabras.
Un abrazo enorme,
Dona
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