Kathleen Mcgowan Linaje Magdalena Libro 01. La Esperada
Kathleen Mcgowan Linaje Magdalena Libro 01. La Esperada
Kathleen Mcgowan Linaje Magdalena Libro 01. La Esperada
Kathleen McGowan
Traducción de
Eduardo G. Murillo
Umbriel Editores
Argentina • Chile • Colombia • España Estados Unidos • México • Uruguay •
Venezuela
Título original: The Expected One
Book One of the Magdalene Line
Editor original: TOUCHSTONE, New York
Traducción: Eduardo G. Murillo
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colgarlo en webs o redes públicas, ni hacer uso comercial del mismo. Que una
vez leído se considera caducado el préstamo del mismo y deberá ser destruido.
Queremos dejar bien claro que nuestra intención es favorecer a aquellas personas,
de entre nuestros compañeros, que por diversos motivos: económicos, de situación
geográfica o discapacidades físicas, no tienen acceso a la literatura, o a bibliotecas
públicas. Pagamos religiosamente todos los cánones impuestos por derechos de
autor de diferentes soportes. Por ello, no consideramos que nuestro acto sea de
piratería, ni la apoyamos en ningún caso. Además, realizamos la siguiente…
RECOMENDACIÓN
Y la siguiente…
PETICIÓN
Guiada por una Fuerza Inspiradora Superior tome este libro y lo edite, la traducción
no me pertenece, es decir, la persona que lo tradujo no fui yo, pero me fue
encomendado el agregar los cuadros y referencias pertinentes para que sigas la
historia con tus propios ojos, para que logres crear tu propio camino dentro de estas
páginas.
Si bien gran parte de esta obra es ficción hay otra gran parte que no lo es, pero te
toca a ti recibir lo que esta obra quiera decirte, y asi como a mi, te guie en la
dirección que tu corazón necesite.
Yeshua y María Magdalena quieren que leas esta obra, para que orientes tu propio
camino en la búsqueda de su legado. Abre tu corazón y recíbelo con amor. Y tal vez
puedas ver lo que los demás aún no han podido.
Con Amor
Alhyanna Tamyrah
Este libro está dedicado a
María Magdalena
Mi musa, mi antepasada
Peter McGowan
La roca sobre la que erigí mi vida
La Línea de La Magdalena
Carcasona
Monserrath
Barcelona
Donde se asienta
La Cofradia de Los Justos
Emplazamiento de la
Mansión de Sinclair y
Lugar donde se
guardaba el Evangelio
de Arques
El misterioso pueblo de
Bérenger Saunière
Kathleen McGowan La Esperada
Prólogo
Se permitió exhalar un largo y tembloroso suspiro. Hace mucho tiempo que estoy
cansada. Muchísimo tiempo.
Sabía que esta postrera tarea sería la última que acometería en la tierra. Los
últimos días, concentrados en los recuerdos, habían vaciado de vida su cuerpo
marchito. Le pesaban sus viejos huesos, con la pena y el cansancio indecibles que
acosan a quienes sobreviven a sus seres queridos. Dios la había puesto a prueba
muchas veces, sin piedad ni compasión.
Tan sólo Tamar, su única hija y último vástago, vivía con ella. Tamar era su
bendición, el destello de luz en las horas más oscuras, cuando recuerdos más
aterradores que las pesadillas se niegan a ser domeñados. Su hija era ahora la
única otra superviviente del Gran Momento, aunque sólo era una niña cuando
todos habían asumido su papel en la historia viviente. De todos modos, la
consolaba saber que quedaba alguien que recordaba y comprendía.
Nunca lo sabría. Habían transcurrido muchos años desde que recibiera noticias de
los otros, pero, en cualquier caso, había rezado por ellos desde el alba hasta el
ocaso, en aquellos días en que los recuerdos eran más acuciantes. Deseaba con
toda su alma y su corazón que hubieran encontrado la paz, sin padecer la agonía
de muchos millares de noches de insomnio.
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Kathleen McGowan La Esperada
Sí, Tamar era su único refugio en aquellos años crepusculares. La niña era
demasiado pequeña para recordar todos los detalles horrorosos del Tiempo de la
Oscuridad, pero lo bastante mayor para rememorar la belleza y la gracia de
aquellos elegidos por Dios para seguir su santo sendero. Al dedicar su vida al
recuerdo de los elegidos, Tamar se había decantado por un camino de servicio y
amor. La singular dedicación de la muchacha al consuelo de su madre en las
postrimerías de su tránsito por este mundo había sido extraordinaria.
Abandonar a mi amada hija es la única dificultad que me resta por afrontar. Incluso ahora,
cuando la muerte es inminente, no puedo soportarla. Y sin embargo...
1. Cálamo: Pluma para escribir, ya sea hecha con la parte inferior de la pluma de un ave, con una caña
tallada o cualquier otro material
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Kathleen McGowan La Esperada
... Tantos años han pasado, y no me resulta más fácil escribir sobre Judas Iscariote
ahora que en aquellos días oscuros. No porque albergue ningún resentimiento contra él,
sino por todo lo contrario.
Contaré la historia de Judas, y confío hacerlo con equidad. Era un hombre
intransigente en sus principios, y quienes nos siguen han de saber esto: no los traicionó
(o nos traicionó) por una bolsa de monedas. La verdad es que Judas era el más leal de los
doce. Durante estos años transcurridos he tenido muchos motivos para sumirme en el
dolor, pero creo que sólo a Uno lloro más que a Judas.
Muchos querrían que escribiera sobre Judas con agrias palabras, para condenarlo
por traidor, por estar ciego a la verdad. Pero no puedo escribir nada de eso porque serían
mentiras antes de que mi cálamo tocara la página. Bastantes mentiras se escribirán
sobre nuestros tiempos, Dios me lo ha revelado. Yo no escribiré más.
Pues ¿cuál es mi propósito, sino contar toda la verdad de lo acaecido entonces?
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Kathleen McGowan La Esperada
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Marsella (Francia)
Septiembre de 1997
A finales del siglo XX, los esfuerzos del Gobierno Francés por limpiar de
delincuentes la ciudad habían conseguido por fin que fuera posible tomar una
bullabesa2 sin temor a ser asaltado. De todos modos, el crimen no impresionaba a
los marselleses. El asesinato estaba arraigado en su historia y en su genética. Los
curtidos pescadores ni siquiera pestañeaban cuando sus redes atrapaban algo
muy poco adecuado para preparar su famosa sopa.
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Kathleen McGowan La Esperada
Era alto y fornido, una figura imponente para los forasteros. Quienes desconocían
el talante bondadoso de Gélis podían confundirle con alguien temible. Con el
paso del tiempo se impuso la teoría de que sus atacantes no le eran desconocidos.
Tendría que haberlo imaginado, tendría que haber dado por sentado que no le
dejarían portar un objeto de un valor tan incalculable con absoluta libertad ¿Acaso
no habían muerto casi un millón de sus antepasados por salvaguardar este precioso tesoro?
Pero le dispararon por la espalda y el proyectil perforó su cráneo antes incluso de
que Gélis sospechara que el enemigo lo rondaba.
El cadáver había pasado mucho tiempo en el mar, maltratado por las olas y
mordisqueado por los hambrientos habitantes de las profundidades. El
lamentable estado del cuerpo desalentó tanto a los policías, que concedieron
escasa importancia al dedo que le faltaba en una mano. Una autopsia, enterrada
después por la burocracia (y tal vez por algo más), se limitó a constatar que le
habían seccionado el dedo índice de la mano derecha.
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Jerusalén
Septiembre de 1997
“¿Quiere un rosario, señora? Madera del Monte de los Olivos”. “¿Quiere una
visita guiada, señora? Nunca se perderá. Yo le enseño”. Como la mayoría de
mujeres occidentales, se vio obligada a rechazar el acoso de los vendedores
callejeros de Jerusalén. Algunos eran inasequibles al desaliento en su esfuerzo por
ofrecer mercancías o servicios.
Otros sólo se sentían atraídos por la menuda mujer de pelo rojo y tez blanca, una
combinación única y exótica en esta parte del mundo. Maureen rechazaba a sus
perseguidores con un educado pero firme «No, gracias». Luego interrumpía el
contacto visual y se alejaba…
4. Sabbat: también escrito como shabat o shabbos, es el séptimo día de la semana, siendo un dia
sagrado en el judaísmo rabínico y en el mesiánico.
5. Shawarma: Carne sazonada, generalmente de cordero, que se asa en un eje vertical que gira
sobre sí mismo y se sirve cortada a tiras, a menudo dentro de un pan de pita.
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Su primo Peter, un experto en estudios sobre Oriente Próximo, la había aleccionado
sobre la cultura de la Ciudad Vieja. Maureen era muy meticulosa, incluso en los
detalles más ínfimos de su trabajo, y había estudiado con detenimiento la cultura
siempre en evolución de Jerusalén
6. Libreta Moleskine.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen se detuvo, fascinada, junto a
una gráfica escena de evocadora
humanidad: un discípulo que intentaba
detener a María, la madre de Jesús, para que
no viera a su hijo cargando la cruz. Las
lágrimas se agolparon en sus ojos
mientras contemplaba la imagen. Era la
primera vez en su vida que pensaba en
aquellas figuras históricas como gente
real, seres humanos de carne y hueso
presos de una angustia casi inimaginable.
“La octava estación de la cruz. Tiene que estar por aquí” murmuró en voz baja. El
lugar interesaba en especial a Maureen, pues su obra se centraba en el papel de las
mujeres en esta historia. Consultó la guía y leyó un pasaje de los Evangelios
relacionado con la Octava Estación.
«Un gran número de gente le seguía, incluyendo mujeres que gemían y lloraban
por él. Jesús dijo: “No lloréis por mí, hijas de Jerusalén. Llorad por vosotras y por
vuestros hijos”.» (Lc. 23, 27-28)
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“Entre, por favor. Bienvenida, me llamo Mahmoud. ¿Se ha perdido?” Maureen
agitó la guía sin convicción. “Busco la octava estación. El plano dice…”
Mahmoud desechó la guía con una carcajada. “Sí, sí. La octava estación. Jesús
consuela a las mujeres de Jerusalén. Está a la vuelta de la esquina” indicó “Una
cruz sobre la pared de piedra la señala, pero hay que mirar con mucha atención”.
Mahmoud observó a Maureen con detenimiento antes de continuar.
“Pasa lo mismo con todo en Jerusalén. Hay que mirar con mucha atención para
reconocer las cosas”. Maureen observaba sus gestos, satisfecha de comprender
sus indicaciones. Sonrió, le dio las gracias y se dispuso a marchar, pero se detuvo
al ver algo en una estantería cercana. La tienda de Mahmoud era uno de los
establecimientos mejor surtidos de Jerusalén, y vendía antigüedades auténticas:
lámparas de aceite de los tiempos de Cristo, monedas con la efigie de Poncio
Pilatos. Un exquisito destello colorido que atravesaba el vidrio de un escaparate
atrajo a Maureen.
“Me pregunto qué historia podrían contarnos los cristales”. “¿Quién sabe lo que
fueron en otro tiempo estos cristales?” Mahmoud se encogió de hombros “¿Eran
parte de un frasco de perfume? ¿De un tarro de especias? ¿De un jarrón para
colocar rosas o lirios?” “Es asombroso pensar que hace dos mil años formaban
parte de un objeto cotidiano de una casa cualquiera. Fascinante”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Una elección muy interesante” dijo Mahmoud. Su tono jovial había cambiado.
Ahora estaba serio y concentrado, y observaba a Maureen con atención mientras
ella le interrogaba acerca del anillo. “¿Cuál es su antigüedad?” “No sabría decirle.
Mis expertos afirmaron que era bizantino, tal vez de los siglos VI o VII, pero cabe
la posibilidad de que sea más antiguo todavía”. Maureen miró con atención el
dibujo que componían los puntos. “Este dibujo me parece... familiar. Tengo la
sensación de haberlo visto antes. ¿Sabe si simboliza algo?” Mahmoud relajó su
concentración.
“No puedo afirmar con seguridad lo que el artista quiso crear hace mil quinientos
años, pero me han dicho que era el anillo de un cosmólogo”. “¿Un cosmólogo?”
“Alguien que comprende la relación entre la Tierra y el cosmos. Lo que está arriba
es igual que lo que está abajo. Debo decir que, la primera vez que lo vi, me recordó
a los planetas bailando alrededor del Sol”. Maureen contó los puntos en voz alta.
“Siete, ocho, nueve... Pero en aquella época no sabían que había nueve planetas,
ni que el Sol era el centro del sistema solar. No puede ser eso, ¿verdad?” “No
podemos presumir de conocer lo que los antiguos sabían” Mahmoud se encogió
de hombros “Pruébeselo”.
Tal vez porque el hombre había recuperado su tono guasón y ella se sentía menos
presionada, o debido a la atracción del dibujo inexplicado, Maureen deslizó el
anillo de cobre en su dedo anular derecho. Encajó a la perfección. Mahmoud
asintió, serio de nuevo, y susurró casi para sí: “Como hecho a la medida”.
Maureen alzó el anillo a la luz y lo examinó en su mano. “No puedo apartar mis
ojos de él” “Es porque es para usted”. Maureen levantó la vista con suspicacia.
Mahmoud era más elegante que los vendedores callejeros, pero al fin y al cabo era
un vendedor.
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Kathleen McGowan La Esperada
Mahmoud pareció muy ofendido antes de contestar. “No me ha entendido bien.
Me confiaron el anillo hasta que encontrara la mano adecuada. La mano para la
que fue hecho. Ahora veo que es su mano. No puedo vendérselo porque ya es
suyo”. Maureen miró el anillo, y después a Mahmoud, perpleja. “No lo entiendo”.
“La verdad es que no sé qué decir, ni cómo darle las gracias”. “No hace falta, no
hace falta. Pero ahora debe irse. Los misterios de Jerusalén la están esperando”.
Mahmoud le abrió la puerta a Maureen, quien volvió a darle las gracias. “Adiós,
Magdalena” susurró cuando ella salió. Maureen se detuvo y se volvió al punto.
“Perdone, ¿qué ha dicho?” Mahmoud volvió a exhibir su sonrisa sabia y
enigmática. “He dicho, adiós, Madonna”. Saludó a Maureen con la mano, y ésta le
devolvió el gesto y salió al ardiente sol de Oriente Próximo.
7. Efecto del jet lag Trastorno del sueño que puede afectar a las personas que viajan en
varios husos horarios. Ocurre cuando el reloj interno del cuerpo no está sincronizado con
un nuevo huso horario. Se puede producir una desorientación con respecto a la
exposición a la luz y los horarios de las comidas. Algunos de los síntomas incluyen fatiga
y dificultad para concentrarse.
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Kathleen McGowan La Esperada
Una isla inmóvil y solitaria en el centro del caos. Era una de las pocas mujeres de la
muchedumbre, pero no era eso lo que la diferenciaba sino su porte, majestuoso como el de
una reina pese a la costra de tierra que cubría sus manos y pies. Llevaba recogida parte de
su lustrosa cabellera pelirroja bajo un velo púrpura que ocultaba la mitad inferior de su
cara. Maureen supo al instante que debía llegar hasta ella, que necesitaba establecer
contacto, tocarla, hablar con ella. Pero la multitud se lo impedía, y ella se movía como en
un sueño, a cámara lenta. Mientras luchaba por abrirse paso hasta donde estaba la mujer,
su dolorosa belleza la impresionó. Era menuda, de rasgos exquisitos y delicados. Pero
fueron sus ojos lo que continuaron hechizando a Maureen mucho después de que la visión
se desvaneciera. Los ojos de la mujer, enormes y brillantes a causa de las lágrimas sin
derramar, ocupaban un lugar del espectro entre el ámbar y verde salvia. Tenían un
extraordinario color avellana claro que reflejaba infinita sabiduría e insoportable tristeza:
una combinación que partía el corazón. La mirada desgarradora de la mujer se posó en
Maureen durante un breve e interminable momento, y aquellos ojos inverosímiles
transmitieron una súplica de absoluta y total desesperación.
-Tienes que ayudarme-.
Maureen sabía que la súplica iba dirigida a ella. Estaba extasiada, petrificada, con la
mirada clavada en los ojos de la mujer. El momento se rompió cuando la desconocida bajó
la vista para mirar a la niña que tiraba de su mano con insistencia. Los ojos de la pequeña
eran como los de su madre. Detrás de ella se erguía un chico, mayor y de ojos más oscuros,
pero no cabía duda de que también era hijo de la mujer. Maureen supo en aquel
inexplicable instante que era la única persona capaz de ayudar a aquella extraña reina
sufriente y a sus hijos. Al tiempo que adquiría esa certeza, una oleada de intensa
confusión, y rayana en el dolor, la embargó. Entonces, la multitud se puso en movimiento
de nuevo, y envolvió a Maureen en un mar de sudor y desesperación.
Maureen parpadeó y cerró los ojos con fuerza durante unos segundos. Meneó la
cabeza enérgicamente para ayudarse a enfocar la vista, sin saber muy bien al
principio dónde estaba. Una mirada a sus tejanos, la mochila de microfibra y las
zapatillas Nike la convencieron de que continuaba en el siglo XX.
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A su alrededor continuaba el bullicio de la Ciudad Vieja, pero la gente iba vestida
al estilo contemporáneo y los sonidos eran diferentes: Radio Jordán emitía una
canción pop desde una tienda de enfrente, ¿era Losing My Religion, de REM? Un
chico palestino tamborileaba sobre el mostrador. Le dedicó una sonrisa sin perder
el ritmo.
Gracias a sus investigaciones, Maureen sabía que las restantes estaciones del Vía
Crucis se hallaban dentro del venerado edificio. La Basílica, que abarcaba varias
manzanas, ocupaba el lugar de la crucifixión desde que la Emperatriz Elena había
jurado proteger este terreno sagrado en el siglo IV. Elena, quien también fue la
madre del Emperador Romano Constantino, fue canonizada con posterioridad por
sus esfuerzos.
Maureen se acercó a las
enormes puertas de
entrada con calma y cierta
vacilación. Cuando pisó el
umbral, cayó en la cuenta
de que hacía muchos años
que no entraba en una
iglesia, pero tampoco ardía
en deseos de cambiar dicha
situación. Se recordó con
firmeza que la razón que la
había llevado a Israel era
de índole erudita antes que espiritual. Mientras no perdiera de vista este detalle,
podría hacerlo. Podría atravesar aquellas puertas.
Pese a su reticencia, aquel colosal templo poseía algo carismático, algo que
provocaba temor reverencial. Cuando entró, oyó las palabras del sacerdote
británico: “Dentro de estos muros, verán el lugar donde el Señor hizo el sacrificio
definitivo. Donde le despojaron de su ropa, donde le clavaron en la cruz. Entrarán
en la tumba sagrada donde depositaron su cuerpo. Hermanos y hermanas en
Cristo, en cuanto entren en este lugar, sus vidas nunca volverán a ser como
antes”.
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“Sí. Me llamo Maureen, pero ¿cómo lo sabe?” El hombrecillo hizo caso omiso de
la pregunta, agarró su mano y t i r ó de ella. “No hay tiempo, n o h a y t i e m p o .
Venga. Nosotros e s p e r a r l a m u c h o tiempo. Venga, venga”.
Para ser un hombre tan pequeño (más que Maureen, y ella era muy menuda), se
movía con mucha celeridad. Sus cortas piernas le impulsaron a través del vientre
de la basílica, al otro lado de la cola de peregrinos que esperaban para entrar en el
Santo Sepulcro. Siguió andando hasta que llegaron a un pequeño altar situado en
la parte posterior del edificio, donde se detuvo de repente. La zona estaba
dominada por una escultura en bronce de tamaño natural de una mujer, que
extendía los brazos hacia un hombre en posición suplicante.
“Capilla de María Magdalena. Magdalena. Usted venir por ella, ¿no? ¿No?”
Maureen asintió con cautela, mientras miraba la escultura y bajaba la vista hacia
la placa, que rezaba:
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Leyó en voz alta la cita de otra placa que había debajo del bronce. “«Mujer, ¿por
qué lloras? ¿A quién andas buscando?»” (Jn 20,15)
Maureen contempló con cautela la pintura, el antiguo retrato de una mujer que
llevaba una capa roja. Se volvió hacia el hombrecillo, muy intrigada ahora por
saber adónde la estaba conduciendo todo esto. Pero ya no estaba, se había
desvanecido con tanta rapidez como había aparecido. “¡Espere!”
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“Estoy bromeando. Mi objetivo es devolver el equilibrio a las cosas, a base de
observar la historia con ojos modernos. ¿Usted vive del mismo modo que lo hacía
la gente hace mil seiscientos años? No. En tal caso, ¿por qué las leyes, creencias e
interpretaciones históricas dictadas en los albores de la Edad Media deberían
gobernar nuestra forma de vivir en el siglo veintiuno? Es absurdo”. “Por eso estoy
aquí” replicó el estudiante “para descubrir de qué va todo esto”.
“Bien, le aplaudo por estar aquí y sólo le pido que mantenga la mente abierta. De
hecho, quiero que todos ustedes dejen lo que estén haciendo, levanten la mano
derecha y presten el siguiente juramento”. El grupo de estudiantes nocturnos
cuchicheó de nuevo, y todos intercambiaron miradas, sonrieron y se encogieron
de hombros, como para decidir si hablaba en serio. Su profesora, escritora de
grandes éxitos de ventas y respetada periodista, se erguía ante ellos con la mano
derecha levantada y una expresión expectante en su rostro.
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“También habrá una conferencia de nuestro invitado especial, el Dr. Peter Healy,
a quienes algunos de ustedes tal vez conozcan por nuestro programa de extensión
universitaria de Humanidades. Para los que aún no hayan tenido la suerte de
asistir a una de las clases del buen doctor, es también el Padre Healy, erudito
jesuita y experto de fama internacional en estudios bíblicos” El insistente
estudiante de la primera fila volvió a levantar la mano, y no esperó a que
Maureen le concediera la palabra.
“¿No están emparentados usted y el doctor Healy?” Maureen asintió. “El doctor
Healy es mi primo, nos explicará el punto de vista de la Iglesia sobre la relación
de María Magdalena con Cristo, y nos ilustrará sobre la evolución de las
opiniones a lo largo de dos mil años” continuó Maureen, ansiosa por retomar el
hilo y terminar a tiempo “Será una buena velada, de modo que procuren no
perdérsela, pero esta noche, empezaremos con una de nuestras madres ancestrales.
Lo primero que conocemos de Betsabé8 es que está “purificándose de su
suciedad...”
Aceleró el paso, con los tacones repiqueteando sobre las aceras de las avenidas
flanqueadas de árboles del campus norte. No quería que Peter se le escapara, esta
noche no. Maureen maldijo su adicción a la moda, pues habría necesitado unos
zapatos más cómodos para correr y llegar a su despacho antes de que él se
marchara. Como siempre, iba vestida de manera impecable, ya que era tan
meticulosa en su vestimenta como en todos los demás detalles de su vida. El traje
de diseño de corte perfecto se adaptaba de maravilla a su menuda figura, y el
color bosque destacaba sus ojos verdes. Un par de zapatos Manolo Blahnik
bastante osados prestaban un toque actual a su, por lo demás, indumentaria
conservadora, y un poco más de estatura a su metro cincuenta. La causa de su
frustración en aquel momento era, precisamente, el par de Manolos. Por un
instante, pensó en sacárselos dando un puntapié.
8. Betsabé: En el Antiguo Testamento, Bathsheba o Betsabé, hija de Amiel, fue la esposa de Urías
el hititay luego una de las esposas del Rey David.
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No te vayas, por favor. Quédate ahí. Invocó a Peter mentalmente mientras corría.
Siempre habían estado conectados de una forma extraña, incluso de niños, y
confió en que pudiera captar hasta qué punto necesitaba hablar con él.
Maureen había intentado llamarle antes por vías más convencionales, pero sin
éxito. Peter odiaba los teléfonos móviles y nunca llevaba uno encima, pese a que
ella se lo había suplicado numerosas veces a lo largo de los años, y para colmo, él
casi siempre se negaba a descolgar la extensión de su despacho si estaba inmerso
en el trabajo.
Se quitó los incómodos zapatos de tacón y los metió en su bolso de piel antes de
echar a correr por el último tramo que faltaba para llegar a su destino. Maureen
contuvo la respiración cuando dobló la esquina, alzó la vista hacia las ventanas de
la segunda planta y contó desde la izquierda. Exhaló un suspiro de alivio cuando
vio luz en la cuarta ventana. Peter aún no se había marchado.
Maureen subió los escalones con calma, dándose tiempo para recuperar el aliento.
Giró por el pasillo de la izquierda y se detuvo cuando llegó a la cuarta puerta de
la derecha. Peter estaba examinando un manuscrito amarillento con una lupa.
Más que verla, la presintió en la puerta, y cuando levantó la vista, una sonrisa de
bienvenida iluminó su rostro.
“Ya sabes que, en circunstancias normales, me habría ido hace horas. Me sentí
impulsado a quedarme a trabajar hasta tarde, por algún motivo que no llegué a
comprender del todo... hasta ahora”. El padre Healy se encogió de hombros con
una leve sonrisa de complicidad. Maureen se la devolvió. Nunca había sido capaz
de dar una explicación lógica a la relación que sostenía con su primo mayor, pero
desde el día en que había llegado a Irlanda, cuando era pequeña, habían sido tan
íntimos como gemelos, y compartían una misteriosa habilidad de comunicarse sin
palabras.
Maureen introdujo la mano en el bolso y sacó una bolsa de plástico azul, de las
utilizadas por tiendas de importación de todo el mundo. Contenía una pequeña
caja rectangular, que entregó al sacerdote.
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“Bien, creo que la tetera está llena, de modo que la enchufaré y nos tomaremos
una taza en el acto”. Maureen sonrió cuando vio a Peter levantarse de la
estropeada butaca de cuero, que tanto le había costado obtener de la universidad.
Después de aceptar su cargo en el Departamento de extensión universitaria de
Humanidades, habían concedido al estimado doctor Peter Healy un despacho con
ventana y muebles modernos, que incluían un escritorio y una butaca nuevos y
muy funcionales. Peter odiaba los muebles funcionales, pero todavía más los
modernos. Utilizando su encanto irlandés como una fuerza irresistible, logró que
el personal administrativo, por lo general impasible, se lanzara a una actividad
frenética.
Era clavado al actor irlandés Gabriel Byrne9, un parecido que siempre conseguía
seducir a las mujeres, con alzacuello o sin él. Habían registrado sótanos y aulas
que ya no se utilizaban, hasta encontrar justo lo que él quería: una butaca de cuero
de respaldo alto, desgastada y comodísima, y un escritorio de madera envejecida
que, al menos, parecía una antigüedad. Los complementos modernos del
despacho los eligió él: la mininevera del rincón, detrás del escritorio, una pequeña
tetera eléctrica para hervir agua y el teléfono, al que no solía hacer ningún caso.
“En algún lugar hay una cuchara... Espera... Ya la tengo”. La tetera eléctrica
empezó a silbar, indicando que el agua estaba hirviendo. “Yo haré los honores”
dijo Maureen. Se levantó, tomó la caja de té y abrió el plástico que la envolvía con
una uña manicurada. Sacó dos bolsas redondas y las introdujo en sendas tazas
diferentes manchadas de té. Desde el punto de vista de Maureen, los tópicos
acerca de los irlandeses y el whisky estaban muy exagerados: a lo que
verdaderamente eran adictos los irlandeses era a este brebaje.
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Maureen terminó los preparativos, tendió una taza humeante a su primo y se
sentó en la silla que había delante del escritorio. Con su taza en la mano, bebió en
silencio un momento, sintiendo la mirada bondadosa de Peter clavada en ella.
Ahora que había corrido para verle, no sabía por dónde empezar. Fue el sacerdote
quien rompió por fin el silencio.
Cuando Maureen regresó por primera vez de Tierra Santa, había tenido sueños
recurrentes sobre la mujer majestuosa de la capa roja, la mujer que había visto en
Jerusalén. Sus sueños siempre eran iguales: estaba rodeada por la turba de la Vía
Dolorosa. A veces, un sueño podía contener variaciones sin importancia o algún
detalle adicional, pero todos sus sueños siempre transmitían una intensa
sensación de desesperación. Era esta intensidad la que preocupaba a Peter, la
autenticidad de las descripciones de Maureen. Era intangible, algo
desencadenado por la propia Tierra Santa, una sensación que él había vivido
cuando estudiaba en Jerusalén: la sensación de estar muy cerca de lo antiguo... y
de lo divino.
Después de regresar de Tierra Santa, Maureen pasó muchas horas hablando por
teléfono con Peter, quien en aquel entonces estaba dando clases en Irlanda. Su
independiente primo, tan seguro de sí mismo, estaba empezando a cuestionarse la
cordura de su prima, y la intensidad y frecuencia de los sueños le preocupaban.
Solicitó el traslado a Loyola, sabiendo que se lo concederían de inmediato, y subió
a un avión con rumbo a Los Ángeles para estar más cerca de su prima.
Cuatro años después, luchaba con sus pensamientos y su conciencia, sin saber
cuál era la mejor forma de ayudar a Maureen. Peter era el último vínculo que ella
se permitía con su antiguo pasado católico. Sólo confiaba en él por ser miembro
de la familia, y porque era la única persona de su vida que nunca le había fallado.
Peter se sentó en el borde de la cama y cedió a la certidumbre de que el sueño le
esquivaría esa noche, al tiempo que procuraba no pensar en el paquete de
Marlboro que guardaba en el cajón de la mesita de noche.
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Había intentado erradicar aquella mala costumbre. De hecho, era uno de los
motivos de que hubiera preferido vivir solo en un apartamento, y no en una
residencia para jesuitas. Pero la tensión era excesiva y se entregó al pecado.
Encendió un cigarrillo, dio una profunda calada y reflexionó sobre los problemas
que afrontaba Maureen.
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Kathleen McGowan La Esperada
Los antepasados de Bérenger se hallaban entre los personajes más ilustres
de la historia inglesa, incluyendo a Jacobo I de Inglaterra y su madre, tristemente
célebre, María Estuardo. La influyente e inteligente familia Sinclair consiguió
sobrevivir a las guerras civiles y a los conflictos políticos intestinos de Escocia,
tomando partido por ambos bandos de la Corona durante toda la tumultuosa
historia del país. Capitanes de la industria en el siglo XX, el abuelo de Bérenger
había forjado una de las mayores fortunas de Europa gracias a la creación de una
compañía petrolera en el mar del Norte. Multimillonario y par inglés en la
Cámara de los Lores, Alistair Sinclair poseía todo cuanto un hombre podía desear,
pero seguía siendo un ser insatisfecho e inquieto, siempre en busca de algo que su
fortuna no podía comprar.
11. Château des Pommes Bleues: Castillo de las Manzanas Azules (en francés)
12. Monsieur: Señor (en francés)
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Kathleen McGowan La Esperada
El gigante francés era un hijo del Languedoc. Su padre procedía de una familia
local que hundía sus raíces en el terruño legendario, y había sido mayordomo de
Alistair. Roland se educó en las dependencias del castillo y comprendía a la
familia Sinclair y sus excéntricas obsesiones. Cuando su padre falleció de repente,
Roland le sustituyó como encargado del Château des Pommes Bleues. Era una de
las pocas personas del mundo en quien Bérenger Sinclair confiaba.
“Sacre bleu!13” “Ya lo creo” replicó Sinclair “Aunque tal vez sería más apropiado
decir: ¡sacre rouge!14. Una presencia en la entrada interrumpió a los dos hombres.
Jean-Claude de la Motte, un miembro de confianza del círculo íntimo de Pommes
Bleues, dirigió una mirada interrogativa a sus camaradas.
“¿Qué ha pasado?” Sinclair indicó con un ademán a Jean Claude que entrara.
“Todavía nada, pero a ver qué opinas de esto”. Roland entregó el libro a Jean
Claude y señaló el anillo que llevaba la autora en la contraportada. Jean Claude
extrajo las gafas de leer del bolsillo y examinó la foto un momento.
“L'Attendue? ¿La Esperada?” susurró. Sinclair lanzó una risita. “Sí, amigos míos.
Después de tantos años, creo que al final hemos encontrado a nuestra Pastora”.
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Kathleen McGowan La Esperada
... Conozco a Pedro desde que tengo uso de razón, porque su padre y el mío eran
amigos, y era íntimo de mi hermano. El templo de Cafarnaúm estaba cerca de la casa del
padre de Simón Pedro, un lugar al que íbamos con frecuencia cuando éramos pequeños.
Recuerdo que jugaba junto a la orilla de la playa. Yo era más pequeña que los chicos y
solía jugar sola, pero el sonido de sus carcajadas cuando peleaban entre sí es algo que
todavía recuerdo.
Pedro era siempre el más serio de los chicos, pero su hermano Andrés era más
jovial. No obstante, ambos tenían sentido del humor cuando eran pequeños. Pedro y
Andrés lo perdieron por completo después de la partida de Easa, y tenían poca paciencia
con los que se aferraban a él como medio de sobrevivir.
Pedro se parecía mucho a mi hermano en el sentido de que se tomó muy en serio sus
responsabilidades familiares cuando llegó a la edad adulta, y trasladó ese sentido de la
responsabilidad a las enseñanzas del Camino. Poseía una energía y una firmeza que no
tenían parangón entre los maestros. Por eso confiaban tanto en él. No obstante, por más
que Easa le enseñó, Pedro luchaba contra su propia naturaleza con una ferocidad que
nadie sospechaba. Creo que renunció a más cosas que los demás para seguir el Camino.
Se sometió a mayores exigencias, a más cambios interiores. Pedro será incomprendido, y
hay quienes sienten animadversión hacia él. Pero yo no.
Amaba a Pedro y confiaba en él. Incluso dejé en sus manos a mi hijo mayor.
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Kathleen McGowan La Esperada
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McLean, Virginia
Marzo de 2005
Eso dejaría a Maureen casi todo el sábado por la tarde libre. Perfecto. Iría a
explorar, como hacía siempre que iba a una ciudad nueva. Daba igual lo pequeña
o rural que fuera la población. Si Maureen nunca había estado en ella, se sentía
fascinada por la perspectiva. Jamás dejaba de descubrir la joya de la corona, un
rasgo especial de cada ciudad que visitaba, el detalle que la convertía en algo
único en su recuerdo. Mañana descubriría el de McLean.
En la recepción del hotel todo fue sobre ruedas. Su editora se había encargado de
registrarla, y Maureen sólo tuvo que firmar y recoger su llave. Subió en el
ascensor a su bonita habitación, donde satisfizo su necesidad de orden
deshaciendo la maleta de inmediato, con el fin de alisar a continuación las arrugas
de su ropa.
15. CIA: (Central Intelligence Agency) La Agencia Central de Inteligencia es un servicio de inteligencia
exterior de naturaleza civil del Gobierno Federal de Estados Unidos encargado de recopilar, procesar y
analizar información de seguridad nacional de todo el mundo, principalmente mediante la utilización
de inteligencia humana
16. Ford Taurus
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Kathleen McGowan La Esperada
A Maureen le encantaban los hoteles de lujo. Imaginaba que a todo el mundo le
pasaba igual, pero era como una niña cuando se alojaba en uno.
La ayudaban a apreciar las cosas más hermosas que la vida empezaba a ofrecerle.
Paseó la vista alrededor de la espaciosa habitación y experimentó una breve
punzada de pesar. Pese a su éxito reciente, no tenía a nadie con quien compartir
sus logros. Estaba sola, siempre lo había estado, y quizá siempre lo estaría...
La Liga del Este de Mujeres Escritoras se reunía para desayunar en una sala de
conferencias del McLean Ritz Carlton. Maureen llevaba su uniforme público: traje
clásico de diseño, tacones altos y una pizca de Chanel Número 5. Llegó a la sala a
las nueve en punto, declinó la comida que le ofrecieron y pidió una taza de Irish
Breakfast Tea. Comer antes de una sesión de preguntas y respuestas nunca era
una buena idea. Le causaba náuseas.
La propia Jenna dio inicio al acto, con una pregunta obvia pero importante.
“¿Cuál fue la inspiración de su libro?” Maureen dejó la taza de té en el platillo y
contestó. “En una ocasión, leí que los primeros textos históricos ingleses fueron
traducidos por un grupo de monjes que estaban convencidos de que las mujeres no
tenían alma. Creían que el origen de todo mal eran ellas. Estos monjes fueron los
primeros en alterar las leyendas del Rey Arturo y la imagen que tenemos de
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Kathleen McGowan La Esperada
Camelot. Ginebra se convirtió en una adúltera intrigante antes que en una
poderosa Reina Guerrera. El hada Morgana se transformó en la hermana
malvada de Arturo, que le engaña para cometer incesto, en lugar de la Líder
Espiritual de toda una nación, cosa que era en las versiones primitivas de la
leyenda”.
»No obstante, dos milenios de opinión pública son difíciles de erradicar. Que el
Vaticano admitiera su error en la década de 1960 no ha resultado más eficaz que
una retractación sepultada en la última página de un periódico. En esencia,
María Magdalena se convierte en la madrina de las mujeres incomprendidas, la
primera mujer de importancia capital que ha sido difamada por completo de
manera intencionada, y calumniada, por los historiadores. Era una íntima
seguidora de Cristo; era, por derecho propio, una más de sus apóstoles. No
obstante, ha sido casi borrada de los evangelios”.
Jenna intervino, muy entusiasmada por el tema. “Pero ahora se especula mucho
con que María Magdalena tal vez sostuvo relaciones íntimas con Cristo” La
mujer de la pequeña cruz de oro, la que había intervenido antes, vaciló, pero
Jenna continuó. “No toca ninguno de estos temas en su libro, y me gustaría saber
qué opina de estas teorías”. “No los toco porque creo que no existen pruebas
suficientes para avalar dichas afirmaciones. Sólo son fantasías. Los teólogos se
muestran de acuerdo sobre ello. Como periodista que se enorgullece de serlo, no
me sentiría cómoda dando por ciertas estas especulaciones y publicándolas con
mi firma. Sin embargo, podría llegar hasta el punto de decir que existen
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Kathleen McGowan La Esperada
documentos autentificados que insinúan una posible relación íntima entre Jesús y
María Magdalena. En un evangelio descubierto en Egipto en 1945 está escrito que
«la compañera del Salvador es María Magdalena. La amaba más que a todos los
discípulos, y solía besarla en la boca»17.
“»Por supuesto, estos evangelios han sido cuestionados por las autoridades
18
eclesiásticas, y puede que sean la versión del siglo uno del National Enquirer ,
por lo que sabemos. Creo que sobre este tema es importante andar con cautela, de
modo que escribí sólo sobre aquello de lo que estaba segura. Y estoy segura de que
María Magdalena no era una prostituta y de que era una seguidora importante de
Jesús. Tal vez fue incluso la más importante, pues es la primera persona a la que
el Señor resucitado bendice con su aparición. Más allá de eso, no deseo especular
sobre el papel que tuvo en su vida. Sería una irresponsabilidad”.
Además, daba la impresión de que los últimos escritos de San Pablo eliminaban
metódicamente toda referencia a la importancia de la mujer en la vida de Cristo.
Como resultado, Maureen había dedicado bastante tiempo a destripar la teoría
paulina. Pablo, el perseguidor transformado en apóstol, había moldeado el
pensamiento cristiano con sus observaciones, pese a las distancias filosóficas que
mediaban entre él y Jesús, y los seguidores elegidos y la familia del Salvador. No
tenía conocimiento de primera mano de las enseñanzas de Cristo. Era improbable
que un «discípulo» tan misógino20 y manipulador inmortalizara a María Magdalena
como la más devota sierva de Cristo.
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Kathleen McGowan La Esperada
Pero para Maureen era imprescindible que los capítulos acerca de la Magdalena
fueran lo más fieles posible a la teoría académica. Cualquier insinuación de
hipótesis improbables, estilo «nueva era» u otras carentes de base, sobre la relación
de María con Jesús, invalidaría el resto de su investigación y dañaría su
credibilidad. Era demasiado cautelosa en su vida y en su trabajo para correr ese
riesgo. Pese a lo que le dictaba su instinto, Maureen había rechazado todas las
teorías alternativas sobre María Magdalena, y se había ceñido a los datos más
indiscutibles. Poco después de tomar esta decisión, los sueños la habían acuciado
de una forma más perentoria21.
Se sentía satisfecha por el gran número de hombres que habían hecho cola. El
tema central de su libro debía atraer a un público predominantemente femenino,
pero confiaba en haberlo escrito de una forma que atrajera a cualquier persona de
mente abierta y provista de sentido común. Si bien su objetivo principal había
sido vengar los agravios padecidos por mujeres poderosas a manos de los
historiadores, el tiempo y la investigación habían desvelado que los motivos de
plasmar la historia de una manera tan selectiva se debían al clima religioso y
político. El sexo era un factor secundario.
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Kathleen McGowan La Esperada
En todo caso, era muy adusta22 y frugal23 para una mujer de su posición, y había
educado a sus numerosas hijas, incluida la pequeña Antonieta, de una manera
muy estricta. La joven dauphine24 se vio forzada, para sobrevivir, a adaptarse a las
costumbres francesas lo antes posible.
Maureen rechazaba este retrato. ¿Por qué no hablaban de María Antonieta como
mujer, una mujer afligida que lloraba la muerte de su hija pequeña, y que más
tarde también perdió a su adorado hijo?
22. Adusta: Que es excesivamente rígido, áspero y desapacible (sin suavidad) en el trato.
23. Frugal: Cualidad de ser prudente, pasivo, ahorrativo y económico en el uso de recursos
consumibles, así como el uso del tiempo y el dinero para evitar el desperdicio o el derroche
24. Dauphine: es la forma femenina del título feudal francés particular (comital o principesco) de
Dauphin (también anglicizado como Dolphin), aplicado a la esposa de un Dauphin
(generalmente en el sentido de heredero del trono real francés). Es más o menos análogo al título
británico de Princesa de Gales.
25. Etnocéntrica: Que considera su propia cultura o raza superior a las demás.
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Kathleen McGowan La Esperada
Por otra parte, estaba María la esposa, vendida como un objeto en el proverbial
tablero de ajedrez político, una muchacha de catorce años desposada con un
extranjero en un país extraño, rechazada más tarde por la familia de éste, y
después por sus súbditos. Por fin, María el chivo expiatorio, una mujer que
esperaba en cautividad mientras la gente a la que más amaba era exterminada en
su nombre. La amiga más íntima de María, la Princesa Lamballe, fue despedazada
literalmente por la turba, partes de su cuerpo y diversas extremidades clavadas en
estacas y paseadas ante la ventana de la celda de María.
“¿Sabía usted que McLean está considerado un lugar sagrado para los seguidores
de María Magdalena?” preguntó de repente la mujer. Maureen abrió la boca
atónita, y después la cerró de nuevo, sin lograr articular ninguna palabra. “No, no
sabía nada de eso” alcanzó a responder. Había aparecido de nuevo, esa vibración
eléctrica que recorría su cuerpo cada vez que algo extraño asomaba en el
horizonte. Sintió que volvía de nuevo, incluso bajo las luces fluorescentes de un
centro comercial norteamericano. Maureen recobró la compostura y respiró
hondo “Bien, me rindo. ¿En qué sentido está relacionado McLean con María
Magdalena?” La mujer entregó una tarjeta a Maureen.
“No sé si tendrá tiempo mientras esté en McLean, pero si araña algún minuto,
haga el favor de venir a verme”. La tarjeta era de la librería La Luz Sagrada,
propietaria, Rachel Martel. “No tiene nada que ver con esto, por supuesto” dijo la
mujer que, supuso Maureen, debía ser Rachel, indicando la enorme librería
“pero creo que tengo algunos libros que tal vez le interesen. Escritos por gente de
aquí y publicados por su cuenta. Versan sobre María. Nuestra María”. Maureen
tragó saliva una vez más, comprobó que la mujer era Rachel Martel y preguntó
cómo se llegaba a La Luz Sagrada.
Oyó una discreta tosecita a su izquierda, levantó la vista y vio que el director de la
librería le hacía señas de que la cola debía seguir moviéndose. Maureen le fulminó
con la mirada antes de volverse hacia Rachel. “¿Estará esta tarde, por casualidad?
Es el único rato libre de que dispongo”. “Desde luego. Estoy a unos cuantos
minutos, siguiendo la carretera principal. McLean no es tan grande, y soy fácil de
encontrar. Llame antes por si necesita que la oriente. Gracias por el autógrafo, y
espero verla después”. Mientras Maureen seguía con la mirada a la mujer, alzó los
ojos hacia el director de la tienda. “Creo que, después de todo, voy a necesitar un
descanso” dijo con voz dulce.
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Kathleen McGowan La Esperada
París (Arrondissement I)
Caveau des Mousquetaires
Marzo de 2005
Dumas se revolvería en su tumba si supiera que este sitio sagrado había caído en
manos enemigas. Esta noche, la cueva era el lugar de encuentro de otra
hermandad secreta. La organización usurpadora no sólo era mil quinientos años
más antigua que los mosqueteros, sino que también se oponía a su misión con un
juramento de sangre.
Iluminadas por dos docenas de velas, las sombras bailaban sobre las paredes y
revelaban la presencia de un grupo de hombres embozados. Se hallaban de pie
alrededor de una maltrecha mesa rectangular, los rostros atrapados en un juego
de luces y sombras. Si bien sus facciones no se distinguían en la semipenumbra, el
peculiar emblema de su gremio era visible en todos ellos: un cordón rojo sangre
ceñido alrededor del cuello. Las voces quedas revelaban una variedad de acentos:
inglés británico y norteamericano, francés e italiano. Todos guardaron silencio
cuando el líder ocupó su lugar en la cabecera de la mesa.
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Kathleen McGowan La Esperada
Ante él, una pulida calavera humana brillaba a la luz de las velas, depositada
sobre una bandeja de oro con filigranas. A un lado de la calavera había un cáliz,
adornado con espirales doradas a juego con las filigranas de la bandeja. Al otro
lado de la calavera, un crucifijo de madera tallado a mano yacía sobre la mesa,
con la figura de Cristo cabeza abajo
El líder tocó la calavera con reverencia, y luego alzó el cáliz de oro lleno de un
espeso líquido rojo. Habló en inglés con acento de Oxford (Inglaterra). “La sangre
del Maestro de Justicia”.
Esta parte del ritual se llevó a cabo en absoluto silencio, como si fuera demasiado
sagrado para que las palabras lo profanaran. La calavera completó el círculo de
fieles y terminó en manos del líder. Éste alzó la bandeja en el aire antes de
devolverla a la mesa con un ademán ostentoso y las palabras: “El primero. El
único”.
El líder hizo una pausa, y después levantó el crucifijo de madera. Le dio la vuelta
para que la imagen crucificada quedara de cara a él, la levantó hasta la altura de
los ojos y escupió con ferocidad en el rostro de Jesucristo.
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Kathleen McGowan La Esperada
... Sara Tamar viene a menudo y lee mis memorias mientras yo escribo. Me ha
recordado que todavía no he hablado de Pedro y de lo que se conoce como su negación.
Hay algunos que le juzgaron con dureza y le llamaron «Pedro en Gallicantu»
(Pedro en Negación), lo cual es injusto. Quienes juzgan tan a la ligera ignoran que
Pedro se limitó a cumplir los deseos de Easa. Me han dicho que algunos seguidores
actuales afirman que Pedro hizo realidad una profecía de Easa, que éste dijo a Pedro:
«Me negarás», y Pedro contestó: «No, no lo haré».
Ésa es la verdad. Easa ordenó a Pedro que le negara. No fue una profecía. Fue una
orden. Easa sabía que, si sucedía lo peor, necesitaría que Pedro, de entre todos sus
amados discípulos, saliera indemne. Mediante la determinación de Pedro, las
enseñanzas continuarían propagándose a lo largo y ancho del mundo, tal como Easa
había soñado. Por eso Easa le dijo «Me negarás», pero Pedro, en su tormento, contestó:
«No, no puedo».
Pero Easa insistió: «Tienes que negarme, para que te pongas a salvo y así las
enseñanzas del Camino no se pierdan».
Ésa es la verdad de la «negación» de Pedro. Nunca fue una negación, pues cumplió
las órdenes de su maestro. De eso estoy segura, porque yo estaba presente y fui testigo.
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Kathleen McGowan La Esperada
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McLean, Virginia
Marzo de 2005
¿Curiosidad? No era una palabra lo bastante contundente. ¿Obsesión? Ésa era más
precisa. Su relación con la leyenda de María Magdalena había sido una fuerza
dominante en su vida desde los inicios de su tarea de investigación y
documentación para escribir Historia de Ella. Desde la primera visión en Jerusalén,
Maureen había percibido a María Magdalena como una mujer de carne y hueso,
casi una amiga. Cuando estaba trabajando en el borrador definitivo del libro, tuvo
la impresión de que estaba defendiendo a una amiga calumniada por la prensa.
Su relación con María era muy real. O surreal, para ser más precisa.
La librería La Luz Sagrada era pequeña, aunque contaba con un gran escaparate
en el que se exponían ángeles de todas clases y de todos los tamaños. Había libros
sobre ángeles, figuritas de ángeles y montones de cristales centelleantes rodeados
de material gráfico que plasmaba a los querubines de moda. Maureen pensaba
que la propia Rachel era de apariencia angelical: algo entrada en carnes, con rizos
muy rubios que enmarcaban una cara dulce. Cuando había ido a pedirle el
autógrafo, llevaba un conjunto de dos piezas de lino blanco.
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Kathleen McGowan La Esperada
“De hecho, es ametrina29” corrigió Rachel. Acababa de reparar en que Maureen
era la causa de que hubieran sonado las campanillas de la puerta, y le dedicó una
veloz sonrisa, como diciendo, enseguida-estoy-con-usted, antes de continuar
conversando con la cliente “La ametrina es la amatista que contiene citrina en su
interior. Si la miras a contraluz, verás el hermoso centro dorado”.
Maureen sólo estaba escuchando a medias. Sentía muchísima más curiosidad por
los libros de los que Rachel le había hablado. Daba la impresión de que las
estanterías estaban clasificadas por temas, y las examinó con rapidez. Había
volúmenes relativos a las culturas autóctonas americanas y hasta una sección
celta. En otra ocasión, de haber tenido más tiempo Maureen se habría demorado
en ella. No faltaba, por supuesto, la habitual sección de ángeles.
“Éste es uno de los libros de los que le hablé. El resto son más bien folletos. Creo
que debería echar un vistazo a éste”. Rachel extrajo un folleto delgado de la
estantería que tenía a la altura de los ojos. Era de color rosa, y parecía haber sido
impreso en una impresora casera. María en McLean, anunciaba en letra Times New
Roman de 24 puntos.
“¿A qué María se refiere?” preguntó Maureen. Mientras escribía su libro, había
seguido cierto número de pistas interesantes, pero al final había descubierto que
se referían a la Virgen, y no a la Magdalena. “Su María” dijo Rachel con una
sonrisa de complicidad. Maureen respondió a la mujer con otra sonrisa, aunque
menos convincente. Mi María. “No hace falta concretar” continuó la librera “pues
fue escrito por una persona de la localidad. La comunidad espiritual de McLean
sabe que es María Magdalena. Como ya le dije antes, aquí tiene muchos
seguidores”.
29. Ametrina: Es una gema, variedad de cuarzo, formada por la asociación de zonas con el color de la
amatista y zonas con el color del citrino. El nombre, que ha quedado es la combinación de ametista
(palabra portuguesa para amatista, ya que inicialmente se comercializó en Brasil) y citrino.
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Kathleen McGowan La Esperada
Rachel continuó explicando que, durante muchas generaciones, residentes de esta
pequeña ciudad de Virginia habían informado acerca de visiones espirituales.
“Durante el último siglo, Jesús ha sido visto por aquí en casi cien ocasiones
documentadas. Lo extraño es que se le suele ver de pie junto a la carretera, la
carretera principal, la que usted ha tomado para venir hasta aquí. En algunas
visiones está en la cruz, visto también desde la carretera principal. En otras,
Cristo ha sido visto caminando con una mujer, que ha sido descrita en numerosas
ocasiones como menuda y de pelo largo”. Rachel pasó las páginas del folleto e
indicó los diversos capítulos a Maureen.
“La primera visión de este tipo se documentó a principios del siglo XX. La mujer
que tuvo la visión fue Gwendolyn Maddox, y la aparición tuvo lugar en el jardín
trasero de su casa, nada más y nada menos. Insistió en que la mujer que iba con
Cristo era María Magdalena mientras el sacerdote de su parroquia porfiaba en
que la visión había sido de Cristo y la Virgen María. Supongo que consigues más
puntos del Vaticano si ves a la Virgen María, pero la vieja Gwen no dio su brazo
a torcer. Era María Magdalena. Dijo que ignoraba cómo lo sabía, pero lo sabía.
También afirmaba que la visión la había curado por completo de la terrible
artritis reumática30 que sufría. Fue entonces cuando alzó un altar y abrió su
jardín al público. Hasta hoy en día, la gente de los alrededores reza a María
Magdalena en busca de curación”.
30. Artritis Reumática: es una forma de artritis que causa dolor, inflamación, rigidez y pérdida de
la función en articulaciones.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Me lo llevaré, por supuesto” dijo Maureen, algo ausente. Su mente estaba en
varios sitios a la vez “¿Por qué McLean, en su opinión? Quiero decir, de todos los
lugares de Estados Unidos, ¿por qué se aparece aquí?” Rachel sonrió y se encogió
de hombros.
“No tengo una respuesta para eso. Tal vez haya otros lugares de Estados Unidos
en que esto también esté pasando, pero lo guardan en secreto. O quizá la
población tiene algo especial. Lo que sé es esto: la gente con un interés espiritual
en la vida de María Magdalena suele venir a McLean, tarde o temprano. No
sabría decirle cuánta gente ha entrado en esta tienda en busca de libros sobre ella.
Al igual que usted, ignoraban la relación de María Magdalena con esta ciudad.
No puede ser una coincidencia, ¿verdad? Creo que ella atrae a sus fieles hasta
aquí”. Maureen meditó un momento antes de contestar.
“¿Sabe...?” hizo una pausa, pues aún estaba elaborando la idea. “Cuando empecé
a organizar el viaje, tenía la intención de alojarme en Washington. Tengo un buen
amigo allí, y habría sido fácil venir en coche a McLean para firmar libros.
Washington también era la elección más sensata viniendo en avión, pero en el
último momento decidí que me hospedaría aquí”. Rachel sonreía mientras
Maureen explicaba su cambio de planes. “¿Lo ve? María la trajo aquí.
Prométame que, si la ve mientras conduce por McLean, no se olvidará de llamar
para contármelo”. “¿La ha visto alguna vez?” Maureen sentía la necesidad
imperiosa de saberlo. Rachel dio unos golpecitos con una uña sobre el folleto rosa
que Maureen sostenía. “Sí, y el libro explica cómo las visiones han pasado de
generación en generación en mi familia” explicó, en un tono sorprendentemente
prosaico.
“La primera vez, yo era muy pequeña. Tenía cuatro o cinco años, creo. Fue en el
jardín de mi abuela, ante el altar. María estaba sola la primera vez que la vi. La
segunda visión tuvo lugar cuando yo era adolescente. Fue junto a la carretera, y
María estaba con Jesús. Fue muy extraño. Yo iba en un coche lleno de chicas, y
volvíamos a casa de un partido de fútbol americano del colegio. Era un viernes
por la noche. Bien, mi hermana mayor Judith iba al volante, y cuando doblamos
una curva de la carretera, vimos a un hombre y una mujer que caminaban en
nuestra dirección. Judy aminoró la velocidad para ver si necesitaban ayuda. Fue
cuando nos dimos cuenta de lo que sucedía. Estaban allí parados, como
petrificados en el tiempo, pero rodeados de un resplandor”.
»Bien, Judy se quedó muy impresionada y empezó a llorar. La chica que iba a su lado
preguntó qué pasaba y por qué nos habíamos parado. Fue cuando comprendí que las
demás chicas no los veían. Sólo mi hermana y yo podíamos verlos. Me he preguntado
durante mucho tiempo si la genética estaba relacionada con las visiones. Mi familia
ha experimentado muchas, y yo contaba con pruebas auténticas de que podíamos ver
visiones que los demás no. La verdad es que aún no lo sé. De hecho, hay gente en
McLean sin el menor parentesco conmigo que también ha tenido visiones”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Todas las visiones fueron experimentadas por mujeres?” “Oh, sí. Me había
olvidado de eso. Siempre que María ha sido vista sola, que yo sepa, la ha visto
otra mujer. Cuando aparece con Jesús, también los hombres la ven. Pero muy
pocos han tenido visiones. O puede que haya más, pero creo que los hombres son
más reacios a hablar de esas cosas en público”. “Entiendo” asintió Maureen
“Rachel, ¿vio con mucha nitidez a María? Quiero decir, ¿podría describir su
rostro con detalle?” Rachel seguía sonriendo de aquella manera beatífica que
Maureen encontraba extrañamente reconfortante.
Hablar con alguien de visiones, como si fuera la cosa más natural del mundo,
conseguía que Maureen se sintiera a gusto por completo. Al menos, si no estaba
como un cencerro, se encontraba en una compañía de lo más agradable. “Puedo
hacer algo mejor que describir su cara. Acompáñeme”.
Sentía una terrible pena, un dolor profundo y lacerante, pero no estaba muy
segura de que la tristeza le perteneciera. Era como si estuviera experimentando el
dolor de la mujer del cuadro. Pero después cambió.
Después del estallido inicial, lloró de alivio y se rindió a él. El óleo representaba
un tipo de confirmación. Convertía en real a la mujer del sueño. La mujer del sueño,
que resultaba ser María Magdalena.
31. Tisana: Infusión que se prepara con ciertas hierbas y tiene propiedades medicinales; generalmente es
digestiva.
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Kathleen McGowan La Esperada
Una pareja joven que buscaba libros de astrología había entrado en la tienda, y
Rachel salió a ayudarlos. Maureen estaba sentada ante un pequeño escritorio,
bebiendo manzanilla con la esperanza de que la afirmación de la caja, «calma los
nervios», no fuera pura publicidad.
“Es posible. Creo que es una combinación de ambas cosas, como mínimo. Le diré
algo más: creo con todo mi corazón que María desea que la oigan. Sus apariciones
han aumentado en McLean durante la última década. El año pasado se me
apareció con frecuencia, y supe que tenía que pintarla para alcanzar cierto grado
de paz. En cuanto el retrato estuvo terminado y expuesto, pude dormir de nuevo.
De hecho, no la he visto desde entonces”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen se rindió. Esta noche no estaba en forma, había sido un día demasiado
largo y cargado de emociones. Silenció al sacerdote con un toque del mando a
distancia, y deseó que todo en la vida fuera igual de sencillo. “Disculpe, su
santidad” gruñó mientras se iba a la cama.
Un idílico día a orillas del mar de Galilea un niño corría delante de su encantadora
madre. No había heredado sus sorprendentes ojos color avellana ni el cabello cobrizo, a
diferencia de su hermana pequeña. Tenía una mirada diferente, oscura y penetrante,
sorprendentemente meditabunda en un niño tan pequeño. Corrió hasta el borde del mar,
recogió una roca interesante que había llamado su atención y la alzó para que brillara al
sol.
Su madre le advirtió de que no se adentrara demasiado en el mar. Hoy no se cubría
la cabeza y el rostro con el velo, y el largo pelo suelto onduló alrededor de su cara cuando
tomó la mano de la niña, una perfecta versión en miniatura de ella misma.
La voz de un hombre formuló una advertencia similar, pero amable, a la diminuta
niña, que se había soltado de la mano de su madre y corría hacia su hermano. La
pequeña parecía rebelde, pero su madre rió, y se volvió para dirigir una sonrisa íntima al
hombre que caminaba detrás de ella. En este paseo informal en compañía de su joven
familia, iba vestido con ropas de lino crudo que le caían libremente, en lugar del
inmaculado hábito blanco que utilizaba en público. Apartó de los ojos largos mechones
de pelo castaño y devolvió la sonrisa a la mujer, una expresión henchida de amor y
satisfacción.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen estaba empezando a recobrarse, cuando tomó conciencia de que algo se
movía delante de la puerta. Adivinó más que vio la figura que había aparecido en
la puerta de su habitación. Lo que vislumbró era indefinido: una forma, una
figura, un movimiento. Daba igual. Supo quién era, con tanta seguridad como ya
sabía que el sueño había terminado. Era Ella. Estaba en su habitación.
Maureen tragó saliva. Tenía la boca seca a causa de la impresión y algo más que
un poco de miedo. Sabía que la figura de la puerta no pertenecía al mundo físico,
pero tampoco estaba segura de que eso fuera demasiado consolador. Hizo acopio
de toda su valentía y logró emitir un susurro en dirección a la figura.
“¿Qué...? Dime cómo puedo ayudarte. Por favor”. Se oyó un leve roce a modo de
respuesta, el susurro de un velo o el aletear de las hojas de primavera, y luego
nada. La figura desapareció con tanta rapidez como se había materializado.
“Antes que nada, sólo han sido dos. El resto han sido sueños. Sueños muy vívidos
e intensos, pero sueños, al fin y al cabo. Tal vez se está imponiendo una locura
genética. Cosas de familia, ya sabes” Maureen exhaló un profundo suspiro
“Maldita sea, me estoy asustando. En teoría, deberías ayudarme a recobrar la
calma, ¿recuerdas?” “Lo siento. Tienes razón, y quiero ayudarte, pero antes
prométeme que anotarás las fechas y las horas de tus vis..., digo, sueños. Sólo
para lo que nos interesa. Eres historiadora y periodista. Tú sabes mejor que nadie
que documentar los hechos es fundamental”. Maureen se permitió una risita al oír
aquello. “Oh, sí, y no cabe duda de que estamos hablando de hechos históricos”
Suspiró “Muy bien, lo haré. Tal vez contribuirá a que lo comprenda mejor algún
día. Tengo la sensación de que están sucediendo muchas cosas, y de que he
perdido por completo el control”.
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Kathleen McGowan La Esperada
... Debo escribir ahora algo más acerca de Natanael, al que llamábamos Bartolomé,
porque su devoción siempre me conmovió. Bartolomé era poco más que un muchacho
cuando se unió a nosotros en Galilea. Y si bien le habían expulsado de la casa de su
noble padre, Tolma de Canae, quedó claro nada más conocerle que no tenía nada de
incorregible. Sin duda, un patriarca cruel e insensato había juzgado mal la belleza y la
promesa de un alma tan preciosa y especial, un hermoso hijo. Easa también se dio
cuenta, y de inmediato.
Bastaba mirarle a los ojos para comprender a Bartolomé. Aparte de Easa y de mi
hija, nunca he visto tal pureza y bondad en unos ojos. Su pureza se revelaba por su
mediación, un alma pura y prístina. El día que llegó a mi casa de Magdala, mi hijito se
acomodó en su regazo y no se separó de él durante el resto de la velada. Los niños son los
mejores jueces, y Easa y yo intercambiamos una sonrisa cuando vimos al pequeño Juan
con su amigo más reciente. Juan nos confirmó lo que sabíamos después de mirar a
Bartolomé: era un miembro de nuestra familia, y lo sería por toda la eternidad.
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Kathleen McGowan La Esperada
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Los Ángeles
Abril de 2005
“Bien, no cabía duda de que era para usted. Debe tener un gran admirador”.
Maureen, perpleja, dio las gracias a Laurence y subió en el ascensor al séptimo
piso. Cuando la puerta se abrió, percibió un penetrante aroma a flores. El perfume
se multiplicó por diez cuando abrió la puerta de su apartamento, y lanzó una
exclamación ahogada. No podía ver la sala de estar por culpa de las flores. Había
recargados arreglos florales por todas partes, algunos altos y sobre pilares, otros
en jarrones de cristal depositados sobre las mesas. Todos contenían variaciones
sobre el mismo tema: rosas rojas, calas33 y lirios blancos de Casablanca34.
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33. Calas: o Lirio de agua: se consideran las flores de la pureza y la compasión y representan la
belleza, aunque también se considera que da suerte.
34. Lirios Blancos Casablanca: Pertenece al grupo de las llamadas flores orientales. ... Aunque el
origen de la planta está en Japón, esta flor procede de una hibridación y fue creado a finales de
los años setenta en California. En un ramo de novia significa virginidad, pureza y majestad.
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Kathleen McGowan La Esperada
Los lirios estaban florecidos por completo, el origen del olor embriagador de la
habitación
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35. Los pastores de Arcadia (en francés, Les Bergers d’Arcadie), conocida popularmente como
Et in Arcadia ego, es un cuadro del pintor francés Nicolas Poussin. Está realizado al óleo sobre
lienzo. Mide 85 cm de alto y 121 cm de ancho. Fue pintado en 1637 y 1638. Se encuentra en el
Museo del Louvre, de París (Francia)
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Kathleen McGowan La Esperada
“Les Bergers d'Arcadie.” Peter leyó la inscripción en una placa de latón que había
en la base del marco, impresionado por la excelente copia que se erguía en la sala
de estar de Maureen “De Nicholas Poussin, el maestro del barroco francés. He
visto el original de este cuadro. Está en el Louvre”.
“No, no. Esto parece un añadido hecho por el autor de la reproducción, o por el
remitente. ¿Quién es...?” Maureen meneó la cabeza y entregó un sobre grande a
Peter. “Fue enviado por alguien llamado... Sinclair, o algo por el estilo. No tengo
ni idea de quién es”. “¿Un admirador? ¿Un fanático? ¿Un chiflado que acabó de
perder la cabeza después de leer tu libro?” Maureen lanzó una carcajada nerviosa.
“Podría ser. Mi editora ha recibido algunas cartas raras para mí durante los
últimos meses”. “¿Admiradores o detractores?” “Ambas cosas”.
Peter sacó una carta del sobre. Estaba escrita con letra recargada en elegante papel
vitela. Una prominente flor de lis grabada, el símbolo de la realeza europea
durante siglos, adornaba el pergamino. Letras doradas al pie de la página
anunciaban que el autor era Bérenger Sinclair. Peter se colocó sus gafas de leer y
leyó en voz alta:
Suyo sinceramente,
Le Château des Pommes Bleues
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿El gran apellido Paschal? ¿Tu padre?” preguntó Peter “¿Qué quiere decir eso?”
“Ni idea”. Maureen estaba intentando asimilarlo todo. La mención a su padre la
había perturbado, pero no quería que Peter se percatara. Su respuesta fue frívola.
“Ya sabes cómo era la familia de mi padre. De los pantanos y regiones apartadas
de Luisiana. No tenían nada de especiales, a menos que la locura equivalga a la
grandeza”.
Peter no dijo nada y esperó a que continuara. Maureen hablaba en muy raras
ocasiones de su padre, y sentía curiosidad por ver si se explayaría. Se quedó un
poco decepcionado cuando desechó el tema con un encogimiento de hombros.
Maureen recuperó la carta y volvió a leerla. “Qué raro. ¿De qué respuestas crees
que está hablando? No es posible que se haya enterado de mis sueños. Sólo lo
sabemos tú y yo”. Recorrió la carta con el dedo mientras pensaba. Peter paseó la
vista a su alrededor, y examinó los arreglos florales y la enorme pintura.
“Sea quien sea, este montaje habla de dos cosas: fanatismo y mucho dinero. Según
mi experiencia, es una mala combinación”. Maureen sólo estaba escuchando a
medias. “Fíjate en la calidad del papel. Es excelente. Muy francés. Y este dibujo
estampado en los bordes... ¿Qué son? ¿Uvas?” El dibujo le sonaba de algo
“¿Manzanas azules?” Peter se ajustó las gafas sobre la nariz y examinó el pie de la
carta. “¿Manzanas azules? Mmmm, creo que tienes razón. Mira esto, al pie de la
página. Parece una dirección: Le Château des Pommes Bleues”. “Mi francés sólo
es pasable, pero ¿no habla de manzanas azules?” Peter asintió.
“Castillo, o casa, de las Manzanas Azules. ¿Te dice algo?” Maureen asintió poco
a poco. “Maldita sea, se me escapa. Sé que tropecé con referencias a manzanas
azules en el curso de mi investigación. Es una especie de código, me parece.
Estaba relacionado con grupos religiosos franceses que adoraban a María
Magdalena”. “¿Los que creían que fue a Francia después de la crucifixión?”
Maureen asintió.
“La Iglesia los persiguió por herejes, porque afirmaban que sus enseñanzas
procedían directamente de Cristo. Se vieron empujados a la clandestinidad y
se convirtieron en sociedades secretas. Las manzanas azules eran el símbolo de
una de ellas”.
“Muy bien, pero ¿cuál es el significado concreto de las manzanas azules?” “No me
acuerdo de la respuesta” Maureen se esforzaba por pensar, pero no se le ocurría
nada “Pero conozco a alguien que sí lo sabrá”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¡Reenie! ¡Estoy aquí!” Maureen oyó a Tammy antes de verla, cosa que sucedía
casi siempre. Se volvió en la dirección de la voz y descubrió a su amiga, que
estaba bebiendo un margarita de mango en una mesa de la terraza. Tamara
Wisdom era todo lo contrario de Maureen Paschal. Era una belleza exótica,
escultural y de piel olivácea. Llevaba el pelo largo hasta la cintura, con mechas de
colores brillantes que decidía en función de su humor. Hoy tocaban
resplandecientes reflejos violeta. En la nariz exhibía un diamante de buen tamaño,
regalo de un ex novio, famoso director de cine independiente. Numerosos
piercings adornaban sus orejas, y sobre el top de encaje negro colgaban diversos
amuletos de diseño esotérico. Tenía casi cuarenta años, pero aparentaba diez
menos.
Maureen se sentó y pidió un té helado. Tammy puso los ojos en blanco, pero
estaba demasiado entusiasmada por el motivo de la cita para criticar la
conservadora elección de bebida de Maureen. ¿Bromeas? ¿Bérenger Sinclair te
persigue y crees que quiero perderme detalle de tan jugosa circunstancia?” “Bien,
fuiste muy esquiva conmigo por teléfono, así que será mejor que desembuches. No
puedo creer que conozcas a ese tipo”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Y yo no puedo creer que tú no le conozcas. ¿Cómo es posible, en el nombre de
Dios, literalmente, que publicaras un libro en que hablabas de María Magdalena
sin ir a Francia a investigar? ¿Y tú te llamas periodista?”
“Me considero periodista, y por eso no fui a Francia. No me interesa para nada
todo ese rollo de las sociedades secretas. Ésa es tu especialidad, no la mía. Fui a
Israel a realizar investigaciones serias sobre el siglo uno”.
“Es una invitación para el muy exclusivo baile de disfraces anual de Sinclair.
Parece que por fin he triunfado. ¿También te ha enviado una?” Maureen negó con
la cabeza. “No, sólo un mensaje raro para que me reúna con él el día del solsticio
de verano36. ¿Cómo has conseguido esta invitación?”
“Le conocí cuando fui a investigar a Francia” replicó Tammy “Le he pedido
fondos para terminar mi nuevo documental. Le interesa hacer uno, de manera que
estamos negociando. O sea, le rascaré la espalda si él me rasca la mía”. “¿Estás
trabajando en un nuevo documental? ¿Por qué no me lo has dicho?”.
“Últimamente no se te ha visto mucho el pelo, ¿no crees?”
36. Solsticio de Verano: Ocurre durante el verano de cada hemisferio, cuando el semieje de un
planeta, ya sea en el hemisferio norte o en el sur, está más inclinado hacia la estrella de su órbita.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen compuso una expresión contrita. Había olvidado a su amiga por
completo durante la locura de los últimos meses. “Lo siento. Y basta de parecer
tan complacida contigo mismo. ¿Qué me estás ocultando? ¿Sabías que Sinclair
me... persigue?”
“No, no. En absoluto. Sólo le vi una vez. Ojalá quisiera hablar conmigo. Su
fortuna se calcula en mil millones, y es encantador. Rennie, esto podría ser
estupendo para ti. Por los clavos de Cristo, suéltate el pelo y ve a vivir una gran
aventura. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con alguien?”
“No, no. Es que Francia es el centro neurálgico del esoterismo occidental, así
como el crisol de la herejía. Podría escribir cien libros sobre el tema, o rodar el
mismo número de películas, y sólo habría arañado la superficie”. A Maureen le
costaba concentrarse. “¿Qué crees que desea Sinclair de mí?”
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Kathleen McGowan La Esperada
“No significa una amenaza para mí. No quería seguir ese camino. Tenía miedo de
que contaminara el resto de mi obra. Está claro que tu punto de vista acerca de
las «pruebas» y el mío no son el mismo. Me he pasado casi toda mi vida adulta
investigando para ese libro, y no iba a tirarlo por la ventana arrojándome en
brazos de una teoría mal hilvanada y carente de sustancia que no me interesa en
lo más mínimo”.
“La teoría mal hilvanada versa sobre la unión divina” replicó Tammy “La idea
de que dos personas honrándose mutuamente en una relación sagrada es la mayor
expresión de Dios en la tierra. Tal vez debería interesarte”. Maureen cambió de
tema con brusquedad. “Prometiste que me contarías lo que sabes sobre las
manzanas azules”. “Bien, si perdonas mis teorías mal hilvanadas y carentes de
sustancia...” empezó Tammy. “Lo siento”. Maureen parecía contrita de verdad, lo
cual provocó la risa de Tammy.
“Olvídalo. Me han llamado cosas mucho peores. Bien, esto es lo que yo sé sobre
las manzanas azules. Son el símbolo de un linaje. Sí, de ese linaje, el que tú y tus
amigos académicos queréis fingir que no existe. El linaje de Jesucristo y María
Magdalena, tal como establecieron sus descendientes. Diversas sociedades
secretas han utilizado símbolos diferentes para representar el linaje”. “¿Por qué
manzanas azules?” “Eso ha sido objeto de discusión, pero en general se cree que
es una referencia a las uvas. Las regiones vinícolas del sur de Francia son
famosas por sus uvas grandes, que las manzanas azules podrían simbolizar.
Acompáñame en el establecimiento de la conexión: los hijos de Jesús son el fruto
de la viña, es decir, son uvas, y, por consiguiente, manzanas azules”. Maureen
asintió.
“¿Quiere decir eso que Sinclair está metido en una de esas sociedades secretas?”
“Sinclair es su propia sociedad secreta” rió Tammy “Allí es como el padrino. No
pasa nada sin su aprobación o conocimiento. Además, es la cuenta bancaria de
montones de investigaciones, incluida la mía”. Tammy alzó su copa en un brindis
burlón por la generosidad de Sinclair. Maureen tomó un sorbo de té y contempló
el sobre que sostenía en la mano.
“Pero ¿crees que Sinclair es peligroso?” “Oh, Señor, no. Es demasiado importante
para eso..., aunque tiene dinero e influencias suficientes para ocultar los
cadáveres, desde luego... Es broma, de modo que deja de palidecer. Además, debe
de ser el mayor experto en María Magdalena del mundo. Podría resultar un
contacto muy interesante para ti si decidieras abrir tu mente un poquito”.
“Supongo que irás a esa fiesta...” “¿Estás loca? Pues claro que iré. Ya tengo el
billete. La fiesta es el 24 de junio, tres días después del solsticio de verano.
Mmm...” “¿Qué?” “Está tramando algo, pero no sé qué. Quiere que estés en París
el 21 de junio, y la fiesta es el 24, que también es la fiesta de San Juan Bautista.
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Kathleen McGowan La Esperada
Esto se está poniendo muy interesante. No creo ni por un momento que estas
fechas sean una coincidencia. ¿Dónde quiere que te reúnas con él?” Maureen sacó
su carta del bolso, junto con el mapa de Francia que iba incluido con ella. Se los
dio a Tammy.
“Mira” indicó Maureen “hay una línea roja desde París al sur de Francia”. “Es el
Meridiano de París, querida. Atraviesa el corazón del territorio de la Magdalena,
y la propiedad de Sinclair, por cierto”. Tammy dio la vuelta al mapa y apareció
otro, el plano de París. Lo siguió con una uña púrpura y lanzó una estentórea
carcajada cuando localizó el punto de referencia de la orilla izquierda, rodeado
por un círculo rojo.
“Oh, Dios. ¿Qué estás tramando, Sinclair?” Tammy indicó el plano de París “La
Iglesia de Saint-Sulpice. ¿Te ha pedido que os encontréis ahí?” Maureen asintió.
“¿La conoces?” “Por supuesto. Una iglesia enorme, la segunda más grande de
París después de Notre-Dame, llamada a veces la catedral de la Orilla Izquierda.
Ha sido centro de actividades de las sociedades secretas desde el Siglo XVI, como
mínimo. Ojalá lo hubiera sabido, porque habría comprado mi billete a París para
unos cuantos días antes. Daría cualquier cosa por presenciar tu entrevista con el
padrino”.
“Aún no he dicho que vaya a ir. Todo esto me parece una locura. No tengo ningún
medio de ponerme en contacto con él. Ni número de teléfono, ni correo electrónico.
Ni siquiera me pidió que le contestara. Da por sentado que iré”.
“Es un hombre muy acostumbrado a conseguir lo que desea. Por algún motivo que
no se me ocurre, quiere verte. No obstante, si quieres relacionarte con esa gente,
has de dejar de ceñirte a las reglas de la sociedad normal. No son peligrosos, pero
pueden ser muy excéntricos. Los acertijos forman parte de su juego, y tendrás que
solucionar algunos para demostrar que eres digna de entrar en su círculo íntimo”.
“No estoy segura de querer hacerlo”. Tammy acabó el resto de su margarita. “Tú
eliges, hermana. Personalmente, no me perdería una invitación como ésta por
nada del mundo. Creo que es la oportunidad de tu vida. Ve como periodista, a
investigar. Pero recuerda, en cuanto te adentres en este misterio, será como
atravesar el espejo y caer por el agujero del conejo37”.
37. Referencia al Cuento Alicia en el País de las Maravillas, cuando Alicia cae en el
agujero tras perseguir al conejo blanco (Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas,
comúnmente abreviado como Alicia en el país de las maravillas, es una novela de fantasía
escrita por el matemático, lógico, fotógrafo y escritor británico Charles Lutwidge Dodgson, bajo
el seudónimo de Lewis Carroll, publicada en 1865)
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Kathleen McGowan La Esperada
Los Ángeles
Abril de 2005
“¿Y por qué lo haces?” “Porque los sueños y las coincidencias me aterrorizan
todavía más. No tengo control sobre ellos, y la cosa va empeorando, pues cada
vez son más frecuentes y vívidos. Creo que he de seguir este camino y ver adónde
me conduce. Quizá Sinclair tenga las respuestas que busco, tal como él afirma. Si
es el mayor experto en María Magdalena del mundo, tal vez podrá explicarme
algo de esto. Sólo hay una forma de averiguarlo, ¿verdad?”
Al final de la agotadora discusión, Peter se rindió por fin, pero con una condición.
“Iré contigo” anunció. Y así terminó la discusión.
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Kathleen McGowan La Esperada
Peter guardó silencio un momento, sorprendido. “¿Nueva Orleans? Muy bien.
¿Iremos a París desde allí?” Ahora venía la parte difícil. “No. Voy a Nueva Orleans
sola” Encadenó a toda prisa la siguiente frase para que no pudiera interrumpirla
“Se trata de algo que debo hacer sola, Pete. Nos encontraremos en JFK al día
siguiente, y desde allí iremos juntos a París”.
Peter hizo una pausa, y luego aceptó con un simple «de acuerdo». Maureen se
sentía culpable por engañarle. “Escucha, estoy en Westwood. Acabo de salir de la
agencia de viajes. ¿Puedes comer conmigo? Tú eliges. Yo invito”. “No puedo. Hoy
tengo seminarios de refuerzo para exámenes finales en Loyola”. “Venga, ¿no hay
nadie que pueda dar unas clases de latín durante unas pocas horas?” “Latín, sí,
pero soy el único profesor de griego, así que me ha tocado a mí”. “De acuerdo.
Quizás otro día me expliques por qué los adolescentes del siglo veintiuno han de
aprender lenguas muertas”. Peter sabía que Maureen estaba bromeando. Su
respeto por la cultura y el talento para los idiomas de Peter era inmenso.
“Por el mismo motivo que yo tuve que aprender lenguas muertas, y mi abuelo
también. Nos ha servido de mucho, ¿no?” Maureen no podía llevarle la contraria,
ni siquiera en broma. El abuelo de Peter, el estimado doctor Cormac Healy, había
participado en Jerusalén en un comité encargado de estudiar y traducir algunos
papiros de la extraordinaria Biblioteca de Nag Hammadi38.
Fue durante aquel verano en Israel cuando el joven Peter descubrió su vocación,
tanto académica como religiosa. Había visitado los lugares sagrados de la
cristiandad con un grupo de jesuitas, y la experiencia había tenido un profundo
impacto en el joven e idealista irlandés. La orden jesuita resultó ser el elemento
ideal para combinar sus dos pasiones, la religiosa y la erudita. Maureen lo había
dispuesto todo para reunirse con él más avanzada la semana. Cuando cerró el
teléfono móvil, cayó en la cuenta de que hacía meses que no se sentía tan
animada. No podía decirse lo mismo del padre Peter Healy.
38. Biblioteca de Nag Hammadi: Los Manuscritos de Nag Hammadi o la Biblioteca de Nag
Hammadi son una colección de textos, en su mayor parte adscritos al Cristianismo Gnóstico
Primitivo, descubiertos cerca de la localidad de Nag Hammadi, a unos 100 km de Luxor, en el
Alto Egipto, en diciembre de 1945.
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Kathleen McGowan La Esperada
Las misiones armonizaban la historia con la fe, una combinación que resonaba en
el alma y el corazón de Peter. Cuando necesitaba espacio y tiempo para pensar,
solía escaparse a una de las misiones del sur de California. Cada una poseía su
particular encanto, y representaban un oasis de calma en el centro de su agitado
estilo de vida en Los Ángeles.
Creía que revelar las visiones de Maureen sin su consentimiento era como una
especie de traición. No quería desvelar los demás secretos familiares. Todavía no,
al menos. Pero no sabía muy bien qué hacer a continuación, y necesitaba el sabio
consejo de alguien de confianza dentro de la estructura de la Iglesia. El sacerdote
de mayor edad asintió, indicando que comprendía su deseo de confidencialidad.
“En muy pocas ocasiones se concede crédito a las visiones divinas. A veces son
sueños, a veces fantasías infantiles. Es probable que no haya de qué preocuparse.
¿Vas a acompañarla a Francia?” “Sí. Siempre he sido su consejero espiritual, y
debo de ser la única persona en la que confía de verdad”. “Estupendo, estupendo.
Así podrás vigilarla. Llama de inmediato si crees que se está poniendo en peligro
de alguna manera. Te ayudaremos”. “Estoy seguro de que no llegaremos a tanto”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Peter sonrió y dio las gracias a su amigo. La conversación se transformó en una
discusión sobre el calor extremo de California en contraposición a los suaves
veranos de su nativa Irlanda. Hablaron de viejos amigos y del paradero de su
antiguo profesor y paisano, que ahora era obispo en algún lugar del Profundo
Sur. Cuando llegó la hora de marchar, Peter aseguró a su viejo amigo que se
sentía mejor después de su charla. Mentía.
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Kathleen McGowan La Esperada
Nueva Orleans
Junio de 2005
Rodeó el perímetro del camposanto hasta llegar a otra serie de sepulturas. Las
tumbas estaban invadidas de musgo y malas hierbas, descuidadas y patéticas.
Aquí estaban enterrados los parias. Caminó con calma y reverencia entre las
tumbas. Reprimió las lágrimas cuando pasó junto a tumbas olvidadas, individuos
que habían sido abandonados incluso en la muerte. La próxima vez traería más
flores, flores para todos ellos.
Se arrodilló, apartó a un lado las malas hierbas que cubrían una lápida en mal
estado. El nombre que dejó al descubierto era el de Edouard Paul Paschal. Maureen
arrancó las hierbas invasoras con las manos. Limpió la tumba indiferente a la
tierra y el barro acumulados bajo sus uñas y que salpicaban su ropa. Alisó la zona
con las manos y frotó la lápida para resaltar las letras del nombre del ocupante.
Cuando estuvo satisfecha de sus esfuerzos, depositó las flores sobre la tumba.
Extrajo la foto enmarcada del bolso y miró un momento la instantánea. Entonces,
permitió que las lágrimas se desbordaran. La imagen mostraba a Maureen de
niña, apenas cinco o seis años, sentada en las rodillas de un hombre que le estaba
leyendo un cuento de un libro. Los dos intercambiaban una sonrisa de felicidad,
sin hacer caso de la cámara.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Hola, papá” susurró a la foto, antes de dejarla sobre la lápida. Maureen se
demoró un momento, con los ojos cerrados, perdida en su intento de recordar a su
padre con detalle. Aparte de esta fotografía, contaba con pocas cosas para
despertar recuerdos de él. Después de su muerte, su madre había prohibido
cualquier conversación sobre el hombre o el papel que había desempeñado en sus
vidas. Había dejado de existir para ellas, así de sencillo, al igual que la familia de
él. Maureen y su madre se habían trasladado a Irlanda al cabo de muy poco
tiempo. Su pasado en Luisiana quedó relegado a los borrosos recuerdos de una
niña traumatizada y afligida.
Maureen tocó la fotografía a modo de despedida, y luego se secó las lágrimas con
una mano fangosa que manchó de barro su cara. No le importó. Se levantó y
volvió sobre sus pasos sin mirar atrás, y se detuvo ante las puertas de la entrada
principal. Dentro del cementerio, una capilla blanca coronada con una pulida cruz
de latón relumbraba bajo la luz del sol.
Maureen contempló la iglesia a través de los barrotes. Se protegió los ojos de los
destellos de la cruz, y después dio la espalda al camposanto y se marchó.
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Kathleen McGowan La Esperada
Abrió el cajón superior del escritorio y miró el objeto que le daba fuerzas en
momentos así. Era un retrato del bendito Papa Juan XXIII, bajo el encabezamiento
Vatican Secundum. Debajo de la imagen había una cita de aquel gran líder
visionario que tanto había arriesgado por integrar a su amada Iglesia en el mundo
contemporáneo. Aunque DeCaro se sabía las palabras de memoria, leerlas le
confortó:
Necesitaba caminar, necesitaba pensar y, sobre todo, necesitaba rezar para recibir
consejo. Tal vez el espíritu del buen Papa Juan le ayudaría a orientarse en la crisis
inminente.
39. Hacer Novillos: Expresión que significa 'dejar de asistir a algún sitio al que se tiene
obligación de ir, especialmente faltar los estudiantes a clase para divertirse'.
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Kathleen McGowan La Esperada
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... Bartolomé llegó a nosotros por mediación de Felipe, otro de nuestra tribu que fue
incomprendido, y confieso que yo fui la primera en juzgarle mal. Desde hacía mucho
tiempo era seguidor de Juan el Bautista, y yo le conocía debido a su amistad. Por dicha
causa, tardé cierto tiempo en aprender a confiar en Felipe.
Felipe era un hombre enigmático. Práctico y culto. Podía hablarle en la lengua de
los helenos, en la cual me habían educado. Era de ascendencia noble, nacido en Betsaida,
aunque había optado por una vida de extrema sencillez, negándose el boato de la
nobleza. Este rasgo lo había aprendido de Juan. Aparentemente, Felipe era difícil y
pendenciero, pero debajo de esta apariencia se ocultaba un carácter alegre y bondadoso.
Felipe jamás haría nada que pudiera perjudicar a un ser vivo. De hecho, era muy
severo en sus hábitos alimenticios, y no consumía carne que pudiera causar sufrimientos
a ningún animal. Mientras el resto de nuestra tribu se alimentaba de pescado, Felipe no
quería ni oír hablar de ello. Era incapaz de soportar la idea de las tiernas bocas
desgarradas por anzuelos, o la agonía que debían padecer los peces cuando eran
atrapados por las redes. Había discutido muchas veces con Pedro y Andrés sobre este
dilema. Yo pensaba en ello a menudo. Tal vez estaba en lo cierto, y su compromiso con
esta creencia era una de las razones de la admiración que sentía por él.
...A veces pensaba que Felipe era como los animales que reverenciaba, aquellos que
se protegen con espinas o armaduras por fuera, para que nada pueda aguijonear al
blando animal que yace debajo. No obstante, tomó bajo su protección a Bartolomé
cuando le encontró en el camino sin hogar. Percibió la bondad de Bartolomé, y nos la
trajo a nosotros.
Después del Tiempo de la Oscuridad, Felipe y Bartolomé fueron mi mayor consuelo.
Llevaron a cabo los preparativos iniciales, junto con José, para trasladarnos sanos y
salvos a Alejandría, lejos de nuestra tierra cuanto antes. Para Bartolomé, los niños eran
tan importantes como las mujeres. En realidad, fue el mayor consuelo para el pequeño
Juan, que ama a todos los hombres. Pero Sara Tamar también quería mucho a Bartolomé.
Sí, esos dos hombres merecen un lugar en el cielo que esté lleno de lux y perfección por
toda la eternidad, ha única preocupación de Felipe era protegernos y conducirnos sanos
y salvos a nuestro destino. Creo que nada le habría detenido, con independencia de lo
que le hubiera pedido. Si hubiera dicho a Felipe que nuestro destino era la luna, habría
hecho todo cuanto hubiera estado en sus manos por llevarnos a ella.
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Kathleen McGowan La Esperada
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París
19 de junio de 2005
“Mmmm, tenías razón, Pete. Puede que Berthillon sea el mejor helado del mundo.
Es asombroso”. “¿Qué sabor has pedido?” Maureen estaba practicando su francés.
“Poivre”. “¿Pimienta?” Peter estalló en carcajadas “¿Has pedido helado con sabor
a pimienta?” Maureen enrojeció, pero lo intentó de nuevo.
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Kathleen McGowan La Esperada
“La primera vez que la vi dije: «Dios vive aquí». ¿Quieres entrar?” “No, prefiero
quedarme fuera con las gárgolas, que es mi sitio”. “Es el edificio gótico más
famoso del mundo, y un símbolo de París. Como turista, estás obligada a entrar.
Además, el vitral es fenomenal, y tienes que ver el rosetón41 al sol de mediodía”.
Maureen vaciló, pero Peter la tomó del brazo y tiró de ella. “Vamos. Te prometo
que los muros no se derrumbarán cuando entres”.
Los rayos solares atravesaban a chorros el rosetón más famoso del mundo,
iluminando a Peter y Maureen con una luz azul celeste veteada de púrpura. Él
estaba extasiado, con el rostro alzado hacia las ventanas, disfrutando de un
momento de perfecto arrobo. Maureen caminaba con calma detrás de él,
intentando no olvidar que se trataba de un edificio de enorme significado
histórico y arquitectónico, y no de otra iglesia más.
“¿Te encuentras bien?” “Sí. Un poco mareada de repente. Efecto del jet lag,
supongo”. “No has dormido mucho estos últimos días”. “Estoy segura de que eso
no me ha ayudado” Maureen señaló uno de los bancos laterales alineados con el
rosetón “Voy a sentarme ahí un momento a disfrutar del vitral. Ve a dar una
vuelta”. Él parecía preocupado, pero Maureen le indicó con un ademán que se
fuera. “Estoy bien. Vete. Enseguida voy”.
Él asintió y fue a explorar la catedral. Maureen se sentó en el banco. No quería
admitir delante de Peter que se sentía muy mareada. Le había sucedido sin previo
aviso, y sabía que si no se sentaba caería al suelo. Pero no había querido decírselo
a su primo. Debía ser una combinación de jet lag y agotamiento.
41. Rosetón: Ventana de forma circular que tiene una vidriera calada y adornada con diferentes
dibujos y colores
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Kathleen McGowan La Esperada
“Hablo en serio. Esto está fuera de mi esfera de acción, pero encontraré a alguien
que sepa de estas cosas. Sólo para hablar. Podría serte de ayuda”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen pudo, por fin, sobreponerse a la visión y salir por su propio pie de la
catedral. Experimentó un gran alivio al encontrar una salida lateral, lo cual le
ahorró tener que atravesar de nuevo el interior de ese gran icono de la
cristiandad.
En las cercanías del Sena43, el Padre Marcel atravesó el interior iluminado con
velas de la catedral gótica más famosa del mundo. Le seguía un sacerdote
irlandés, el Obispo O'Connor, que intentaba interrogarle en un francés muy
deficiente.
43. Rio Sena: El río Sena es un curso de agua europeo de la vertiente atlántica que discurre
únicamente por Francia. Con una longitud de casi 776 km es el tercero más largo del
país - tras el Loira y el Ródano. Drena una cuenca hidrográfica de 55 000 km² de ríos
que cubre 94 500 km², o sea el 18% del territorio francés
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Kathleen McGowan La Esperada
París
19 de junio de 2005
“¡¡¡No entiendo qué está tramando!!!” dijo con brusquedad el inglés. Levantó un
libro de tapa dura de la mesa y lo agitó en dirección a los dos hombres “Lo he
leído dos veces. Aquí no hay nada nuevo, nada que pueda interesarnos. Ni a Él.
Entonces, ¿qué es? ¿Se os ha ocurrido alguna idea, o estoy hablando con las
paredes?” El inglés tiró el libro sobre la mesa con evidente desprecio. El
norteamericano lo recogió y pasó las páginas con aire ausente. Miró una de las
solapas y examinó la fotografía de la autora.
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Kathleen McGowan La Esperada
El inglés se encrespó. El típico yanqui ridículo, que no se entera de nada. Siempre se
había opuesto al ingreso de miembros norteamericanos en la Cofradía, pero este
idiota era de una familia rica relacionada con su legado, y no podían quitárselo de
encima.
“Con el dinero y el poder del que dispone, Sinclair tiene algo más que chicas
«guapas» a su servicio, las 24 horas del día. Sus hazañas amorosas son
legendarias en Inglaterra y en el continente. No, hay algo más que ganas de
tirarse a esa tía, y espero que los dos lo descubráis. Cuanto antes” “Casi estoy
seguro de que cree que es la Pastora, pero pronto lo sabré” aseguró el francés
“Este fin de semana voy al Languedoc”. “Este fin de semana es demasiado tarde”
replicó el inglés “Vete a más tardar mañana. Hoy sería preferible. El tiempo juega
en nuestra contra, como ya sabes”. “Es pelirroja” observó el norteamericano.
“Cualquier puta con 20 euros y las ganas puede teñirse el pelo de rojo. Ve allí y
averigua por qué es importante. Deprisa. Porque si Sinclair encuentra lo que está
buscando antes que nosotros...”
No terminó la frase. No hacía falta. Los demás sabían muy bien qué sucedería en
ese caso, sabían lo que había sucedido la última vez que alguien del otro bando se
acercó demasiado. El yanqui era particularmente impresionable, y pensar en la
escritora pelirroja decapitada le causó desazón. El norteamericano levantó el
ejemplar del libro de Maureen de la mesa, lo encajó bajo el brazo y siguió a su
compañero francés al deslumbrante sol de París.
Cuando sus subordinados se fueron, el inglés, quien había sido bautizado con el
nombre de John Simon Cromwell, se levantó de la mesa y caminó hasta la parte
posterior del sótano. Al doblar la esquina, había un estrecho nicho que no se veía
desde la sala principal. Dentro de ese espacio había un pesado armario de madera
oscura. A su derecha, se elevaba un pequeño altar. Un único reclinatorio permitía
que una persona se arrodillara ante el altar.
Extrajo dos objetos. En primer lugar, un frasco de lo que parecía ser agua bendita,
la cual vertió en una pila dorada que descansaba sobre el altar. A continuación,
sacó un relicario pequeño pero recargado. Cromwell depositó el relicario sobre el
altar y hundió las manos en el agua. Se frotó el cuello con el líquido y pronunció
una invocación. Después, alzó el relicario hasta la altura de los ojos. A través de
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Kathleen McGowan La Esperada
una diminuta ventana practicada en la caja de oro macizo se veía un destello
marfileño. El hueso humano, largo, estrecho y surcado de muescas, vibró dentro
de su estuche cuando el inglés lo miró. Apretó el hueso contra su pecho y rezó
una ferviente oración.
“Oh, gran Maestro de Justicia, sabes que no te fallaré, pero suplicamos tu ayuda.
Ayúdanos a encontrar la verdad. Ayúdanos, a los que sólo vivimos para servir a
tu glorioso nombre. Sobre todo, ayúdanos a poner en su sitio a esa puta”.
El norteamericano, que se había quedado solo, iba por la Calle de Rivoli gritando
en su móvil para hacerse oír por encima del tráfico de París. “Ya no podemos
esperar más. Es un renegado, y ha perdido por completo el control”. La voz de su
interlocutor emulaba su acento norteamericano: educada, del noreste y muy
irritada.
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Kathleen McGowan La Esperada
París
20 de junio de 2005
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Kathleen McGowan La Esperada
“Tammy me dijo que este cuadro ha sido objeto de controversia desde hace varios
cientos de años” explicó Maureen “Luis XIV luchó por obtenerlo durante dos
décadas. Cuando por fin se hizo con él, lo encerró en un sótano de Versalles,
donde nadie más pudiera verlo. Extraño, ¿verdad? ¿Por qué crees que el rey de
Francia se esforzaría tanto por conseguir una obra de arte importante, y después
la ocultó al mundo?”
“Es otro en una larga serie de misterios” Peter iba comprobando los números en
la guía mientras escuchaba “Según esto, el cuadro debería estar...” “¡Aquí!”
exclamó Maureen.
Peter se detuvo a sus espaldas y los dos contemplaron el cuadro unos instantes.
Ella se volvió hacia él y rompió el silencio. “Me siento tan idiota. Como si
estuviera esperando que la pintura me dijera algo” Se volvió hacia el cuadro
“¿Intentas decirme algo, pastora?” Una idea asaltó a Peter. “No puedo creer que
no lo pensara antes”.
“¿Pensar en qué?” “La idea de la pastora. Jesús es el Buen Pastor. Tal vez
Poussin, o al menos Sinclair, estaba indicando la Buena Pastora”. “¡Sí!” gritó
Maureen, dejándose llevar por el entusiasmo “Tal vez Poussin nos estaba
enseñando a María Magdalena como la pastora, la líder del rebaño. ¡La líder de
su propia Iglesia!” Peter se encogió. “Bien, yo no he dicho exactamente eso...”
“No hacía falta. Mira, hay una inscripción en latín en la tumba del cuadro”. “ET
IN ARCADIA EGO” leyó él en voz alta “Mmm. No tiene sentido”. “¿Cómo se
traduce?” “No se puede. Es un absurdo gramatical”. “Dime cuál sería la
traducción más aproximada”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“O es un latín muy deficiente, o una especie de código. La traducción literal es
una frase incompleta, algo así como «Y EN ARCADIA YO» No significa nada”
Maureen intentaba escuchar, pero una voz de mujer empezó a gritar con urgencia
al otro lado del museo, y eso la distraía. “¡Sandro! ¡Sandro!”
Maureen miró a Peter cuando la voz se hizo más estentórea. Estaba claro que no
la oía. Se volvió para mirar a los demás turistas y estudiantes, absortos en las
maravillosas obras de arte que colgaban de las paredes. Nadie parecía ser
consciente de la voz perentoria que llamaba.
Recorrieron a toda prisa los pasillos del museo. Maureen tuvo que disculparse
varias veces cuando tropezó con diversos visitantes. La voz se había convertido
en un susurro perentorio, pero la estaba conduciendo a alguna parte, y estaba
decidida a seguirla. Atravesaron de nuevo el ala Richelieu, sin hacer caso de las
miradas irritadas de un guardia del museo, bajaron unos escalones y siguieron
otro corredor, pasando ante los letreros que indicaban el Ala Denon (Referencia
pagina 80, pie de página 45).
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Kathleen McGowan La Esperada
“Yo no he hecho nada. Sólo escuché y seguí la voz”. Devolvieron la atención a las
figuras, casi de tamaño natural, de los frescos que se alzaban codo con codo. Peter
tradujo la placa para Maureen “Este primer fresco tiene por nombre Venus y las
Tres Gracias ofrecen regalos a una joven. El segundo, Un joven es presentado por
Venus¿ ? a las Artes Liberales”.
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aferraba un enorme y amenazador escorpión negro, en tanto la mujer de al lado sujetaba
un arco. La tercera asía una herramienta de arquitecto en un ángulo peculiar. Peter
estaba pensando en voz alta. “Las siete artes liberales. Las esferas del saber
superior. ¿Nos está diciendo que se trata de un joven muy culto?” “¿Cuáles son
las siete artes liberales?” Peter cerró los ojos para recordar sus estudios clásicos y
recitó.
“El TRIVIUM, o los tres primeros caminos del estudio, son ‘Gramática’,
‘Retórica’ y ‘Lógica’. Las cuatro últimas, el QUADRIVIUM, son ‘Matemáticas’,
‘Geometría’, ‘Música’ y ‘Cosmología’, y fueron inspiradas por Pitágoras y su
teoría de que todos los números representaban el estudio de configuraciones en el
tiempo y el espacio”. Maureen le sonrió. “Muy impresionante. Y ahora, ¿qué?”
Peter se encogió de hombros. “No sé cómo encaja esto en nuestro rompecabezas,
cada vez más complejo”. Ella señaló el escorpión.
“Mi anillo. El hombre de Jerusalén que me lo regaló dijo que era el anillo de un
cosmólogo”.
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Peter se pasó la mano sobre la cara, como si con ese gesto pudiera estimular su
cerebro para encontrar una solución. “¿Cuál es la relación? ¿Que deberíamos
buscar la respuesta en las estrellas?” Maureen posó su dedo sobre la enigmática
mujer que sujetaba el enorme insecto negro, y casi saltó de su asiento cuando
gritó: “¡Escorpio!” “¿Perdón?” “Es el símbolo del signo astrológico, Escorpio. Y la
mujer de al lado sostiene un arco. El símbolo de Sagitario. Escorpio y Sagitario
están uno al lado del otro en el zodíaco”.
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París
21 de junio de 2005
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Cualquier otro día Maureen se habría sentido inclinada a escuchar explicaciones
en inglés sobre las famosas obras, pero hoy su mente estaba concentrada en otras
cosas. Dejaron atrás a los estudiantes ingleses y se internaron en el vientre del
edificio, ambos contemplando con admiración el gigantesco edificio histórico.
Casi guiada por un instinto, se rodeo el altar, y se encaminó a la Capilla de la
Virgen que estaba flanqueada por un par de enormes pinturas. Cada una mediría
unos nueve metros de altura. La primera era una escena en que aparecían dos
mujeres: una con capa azul, y la otra con capa roja.
“¿María Magdalena con la Virgen?” preguntó Maureen. “A juzgar por los colores
de la vestimenta, yo diría que sí. El Vaticano decretó que Nuestra Señora sólo
debía ser pintada de blanco o de azul”. Y mi señora siempre de rojo. Maureen pensó
mientras se encaminaba hacia la otra pintura.
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Kathleen McGowan La Esperada
De hecho, todo en Bérenger Sinclair hablaba de un tipo excéntrico, original e
individualista. Su corte de pelo era perfecto, pero lo llevaba demasiado largo para
ser aceptado en la Cámara de los Lores. Su camisa de seda era de Versace, en
lugar de Bond Street. El humor atemperaba la arrogancia natural que acompaña a
los muy privilegiados, una sonrisa torcida, casi infantil, que amenazaba con
encarnarse mientras hablaba. Maureen se quedó fascinada al instante, petrificada
mientras escuchaba sus explicaciones.
“Sólo la esposa tenía permiso para preparar el funeral de su marido. A menos que
muriera sin casarse, en cuyo caso el honor correspondía a la madre. Como verá en
este cuadro, la madre de Jesús está presente, pero está claro que no lleva a cabo la
tarea. Lo cual sólo nos puede conducir a una conclusión”.
Maureen miró el cuadro, y después al hombre carismático erguido ante ella “Que
María Magdalena era su esposa” terminó Maureen. “Bravo, señorita Paschal” El
escocés le dedicó una reverencia teatral “Pero disculpe, he olvidado por completo
mis modales. Lord Bérenger Sinclair, a su servicio”.
Ella avanzó para estrechar su mano, pero Bérenger la sorprendió al retenerla más
de lo debido. No la soltó de inmediato, sino que le dio la vuelta y pasó el dedo
sobre el anillo. Volvió a exhibir su sonrisa, algo traviesa, y le guiñó un ojo.
Maureen se sintió desconcertada. La verdad era que se había preguntado muchas
veces cómo sería Lord Sinclair en persona. Fueran cuales fueran sus expectativas,
la realidad era muy diferente. Procuró no parecer intimidada cuando habló.
“Usted ya sabe quién soy yo” Se volvió para presentar a Peter “Éste es…”
Sinclair la interrumpió. “El padre Peter Healy, por supuesto. Su primo, si no me
equivoco. Un hombre muy culto. Bienvenido a París, Padre Healy. Claro que ya
ha estado en otras ocasiones” Consultó su elegante y carísimo reloj suizo
“Tenemos unos pocos minutos. Venga, hay cosas aquí que, en mi opinión, les van
a resultar muy interesantes”.
Sinclair habló sin volverse mientras avanzaba a buen paso por la iglesia. “Por
cierto, no se molesten en comprar la guía que venden aquí. Cincuenta páginas que
ignoran por completo la presencia de María Magdalena. Como si ignorándola
pudieran hacerla desaparecer”. Maureen y Peter le siguieron, y se detuvieron a su
lado ante otro pequeño altar lateral. “Como verán, en esta iglesia aparece de
manera repetida, pero se la ignora concienzudamente. Aquí hay un ejemplo
maravilloso”.
Sinclair los había conducido hasta una elegante estatua de mármol, la clásica
escultura de la Virgen María sosteniendo el cuerpo roto de Cristo. A la derecha de
la Virgen, habían incluido a María Magdalena en la escena, con la cabeza
inclinada sobre el hombro de la Virgen.
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Kathleen McGowan La Esperada
“La guía describe esta estatua como «Pietà, siglo XVIII italiano». Una Pietà
tradicional plasma a la Virgen acunando a su hijo después de la crucifixión. La
inclusión de María Magdalena en esta pieza es muy poco ortodoxa, pero... se la
ignora a propósito”.
“Extraiga sus propias conclusiones, Padre. Pero le diré una cosa: hay más iglesias
dedicadas a María Magdalena en Francia que a cualquier otro santo, incluida la
Virgen María. Toda una zona de París lleva su nombre. Ha estado en ‘La
Madeleine’, supongo”. Maureen se quedó asombrada por el descubrimiento.
“No se me había ocurrido hasta ahora, pero Madeleine quiere decir Magdalena en
francés, ¿verdad?” “En efecto. ¿Ha estado en la Iglesia de La Madeleine?”
(Iglesia de La Madeleine)
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“Un edificio enorme, dedicado de manera ostensible a ella, pero no había ni una
imagen de María Magdalena entre todas las obras de arte y los adornos del
interior. Ni una. Extraño, ¿verdad? Añadieron
la escultura de Marochetti sobre el altar, que
según me han dicho era en principio la
Asunción de la Virgen, y la cambiaron por
María Magdalena debido a la presión ejercida
sobre ellos..., bien, por aquellos a quienes
importaba la verdad”.
Sinclair indicó una ventana al otro lado de la iglesia. Cuando se volvieron a mirar,
un rayo de sol atravesó la ventana e iluminó la línea de bronce empotrada en la
piedra. Miraron mientras la luz bailaba sobre el suelo de la iglesia y seguía el
latón. La luz ascendió por el obelisco hasta llegar al globo, e iluminó
perfectamente la cruz de oro en una lluvia de luz.
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“Hermoso, ¿verdad? Esta iglesia está alineada para indicar el solsticio a la
perfección” “Es hermoso” admitió Peter “y lamento decepcionarle, Lord Sinclair,
pero existe una legítima razón religiosa para esto. La Pascua se celebra el
domingo posterior a la siguiente luna llena del equinoccio de primavera. No era
raro que las iglesias se proveyeran de un medio para identificar los equinoccios y
los solsticios” Sinclair se encogió de hombros y se volvió hacia Maureen. “Tiene
toda la razón”. “Pero esto es algo más que el Meridiano de París, ¿verdad?”
“Algunos lo llaman la Línea de la Magdalena. Si quieren descubrir por qué,
reúnanse conmigo dentro de dos días en mi casa del Languedoc, y les enseñaré el
motivo de esto, y de muchas cosas más. Ah, casi me olvidaba”.
Sinclair extrajo uno de sus lujosos sobres de papel vitela de un bolsillo interior.
“Tengo entendido que conoce a esa deliciosa directora de cine, Tamara Wisdom.
Asistirá a nuestro baile de disfraces del fin de semana. Espero que ustedes dos
vengan con ella. También insisto en que se queden en el castillo como invitados”
Maureen miró a Peter para evaluar su reacción. No habían esperado esto. “Lord
Sinclair” empezó Peter “Maureen ha recorrido una enorme distancia para
presentarse a esta cita. En su carta, usted prometió algunas respuestas...” Sinclair
le interrumpió. “Padre Healy, la gente intenta comprender este misterio desde
hace dos mil años. No puede esperar averiguarlo todo en un solo día. Hay que
ganarse el verdadero conocimiento, ¿no? Bien, llego tarde a una cita y debo darme
prisa”.
Maureen se había quedado sin habla. “¿Una carta? ¿Está seguro de que fue escrita
por mi padre?” “¿Su padre no se llamaba Edouard Paul Paschal, escrito como en
francés? ¿No residía en Luisiana?” “Sí” contestó Maureen, con apenas un susurro.
“Entonces, esa carta es de él. La descubrí en nuestros archivos familiares”. “Pero
¿qué dice...?” “Señorita Paschal, sería una terrible injusticia intentar contárselo
aquí, puesto que mi memoria es abominable. He de irme, porque ya llego tarde. Si
necesita algo antes de venir, marque el número de la invitación y pregunte por
Roland. Le ayudará en todo cuanto necesite. Absolutamente todo, sólo tiene que
decir en qué”.
Sinclair se marchó a toda prisa sin despedirse. Miró un momento hacia atrás. “Ah,
creo que ya lleva un plano. Limítese a seguir la Línea de la Magdalena”. Los
pasos del escocés resonaron en la cavernosa iglesia cuando salió del edificio.
Maureen y Peter intercambiaron una mirada de impotencia.
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Kathleen McGowan La Esperada
Decidieron bajar la comida dando un paseo por los Jardines de Luxemburgo, uno
de los parques más famosos de Europa. Una familia con un grupo de niños
alborotadores estaba comiendo en la hierba cuando pasaron. Dos de los niños más
pequeños jugaban a fútbol, mientras los mayores y sus padres los jaleaban. Peter
se paró a mirarlos con expresión nostálgica.
“Pete, soy adulta y muy capaz de manejar todo esto. ¿Por qué no aprovechas
para ir a casa?” “¿Y dejarte sola en las garras de Sinclair? ¿Has perdido el
juicio?” La pelota de fútbol, ahora controlada por los chicos mayores, voló hacia
Peter. Éste la paró con un pie y la devolvió a los niños. Les saludó con la mano y
siguió paseando con Maureen. “¿Te has arrepentido alguna vez de tu decisión?”
“¿Qué decisión? ¿La de acompañarte?” “No. La de ser sacerdote”. Peter se detuvo
con brusquedad, sorprendido por la pregunta.
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Kathleen McGowan La Esperada
... El sufrimiento final de Easa fue un gran tormento para todos nosotros, y a Felipe
le costó muchísimo asumirlo. Con frecuencia lloraba en sueños, y no me decía por qué ni
permitía que le ayudara. Por fin, fue Bartolomé quien me dijo la verdad, y me reveló que
Felipe no quería hacerme daño con aquellos recuerdos tan horribles. La agonía de Easa
atormentaba cada noche a Felipe, por la forma en que habían descrito sus heridas.
Los hombres me rindieron homenaje, pues fui la única del grupo que presenció la
pasión de Easa.
Durante nuestra estancia en Egipto, Bartolomé se convirtió en mi estudiante más
entregado. Quería saber lo máximo posible cuanto antes. Estaba ansioso de
conocimientos, hambriento como un hombre famélico que anhela un pedazo de pan. Era
como si el sacrificio de Easa hubiera abierto un hueco en Bartolomé que sólo pudiera
llenarse con las enseñanzas del Camino. Me di cuenta entonces de que tenía una
vocación especial, que llevaría las palabras del Amor y la Luz al mundo, y sería capaz de
cambiar a los demás. Cada noche, cuando los niños y los demás dormían, yo enseñaba
los secretos a Bartolomé. Estaría preparado cuando llegara el momento.
Pero ignoraba si yo lo estaría. Había llegado a amarle tanto como a mi propia
sangre, y temía por él, pues su belleza y pureza no serían comprendidas por los demás
tal como las comprendían aquellos que le amaban. Era un hombre carente de artimañas.
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El Languedoc
22 de junio de 2005
“Et in Arcadia ego” musitaba Peter, mientras escribía en una libreta “Et... in...
Arca-di-a... e-go...” Estaba enfrascado en el mapa de Francia, aquel con la línea
roja que atravesaba el centro. Señaló la línea. “Como ves, el meridiano de París
desciende hasta el Languedoc, hasta esta ciudad. Arques. Un nombre muy
interesante”. Peter pronunció el nombre de la ciudad de forma muy similar a
«arca».
“De acuerdo. ARC. ARC - ADIA. Quizá no sea una referencia a la Arcadia mítica,
sino unas cuantas letras unidas. ¿Tendría algún sentido en latín?” Peter escribió
en mayúsculas: ARC A ADIA. “¿Y bien?” Maureen se moría de ganas de saber
“¿Significa algo?” “Mirándolo así, podría significar «Arca de Dios». Con un poco
de imaginación, la frase podría significar «y en el Arca de Dios estoy»”. Peter
señaló en el plano la ciudad de Arques.
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Kathleen McGowan La Esperada
Peter procuraba por todos los medios disminuir la importancia de Sinclair en las
experiencias de Maureen. Su prima tenía visiones de María Magdalena desde
hacía años, mucho antes de que hubiera oído hablar de Bérenger Sinclair.
Maureen asintió en señal de acuerdo.
“Digamos que, si Arques era conocida como terreno sagrado por algún motivo,
«El Pueblo de Dios», Poussin nos estaba diciendo que había algo importante en
Arques, ¿no? ¿Es ésa la teoría? ¿«Y en el pueblo de Dios estoy»?” Peter asintió con
aire pensativo. “Es una simple suposición, pero creo que los alrededores de Arques
bien merecerán una visita, ¿no crees?”
“¡Ah, Poussin!” Empezó a darles instrucciones en francés. Peter le pidió que fuera
más despacio. El hijo del vendedor, de unos diez años, advirtió la confusión de
Maureen cuando su padre habló en francés con Peter, y decidió intervenir con su
deficiente, pero intrépido inglés. “¿Quiere ir a tumba de Poussin?” Maureen
asintió, emocionada. Ni siquiera sabía que la tumba del cuadro existía, hasta
ahora. “Sí. Oui47!”
Éste le dedicó una amplia sonrisa. “‘¡De rien, Madame! Bon chance’49” gritó el
vendedor de fruta, mientras Maureen y Peter se alejaban.
Su hijo dijo la última palabra. “¡Et in Arcadia ego!” El niño rió, y después salió
corriendo para comprar caramelos con sus euros recién ganados.
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Entre ambos consiguieron aclararse con las indicaciones de padre e hijo, y de esta
manera tomaron la carretera que debían. Peter conducía sin prisas, mientras
Maureen examinaba el paisaje a través de la ventanilla.
“Es idéntico”. Peter se acercó a la tumba y pasó la mano sobre la lápida. “Sólo que
la lápida es lisa” comentó “No hay inscripción”. “¿La inscripción fue una
invención de Poussin?” Maureen dejó la pregunta en el aire, mientras daba la
vuelta alrededor de la tumba. Al observar que la parte posterior estaba cubierta
de maleza y malas hierbas, intentó apartar los obstáculos. Al ver lo que había,
lanzó un grito. “¡Ven aquí! ¡Tienes que ver esto!”
Peter se precipitó a su lado y la ayudó a retirar la maleza. Cuando vio la causa del
entusiasmo de su prima, meneó la cabeza con incredulidad. En la parte posterior
de la lápida habían grabado un dibujo de nueve círculos que rodeaban un disco
central. Era idéntico al del anillo de Maureen.
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Peter compuso una expresión cautelosa. “No me gusta esa idea” Se volvió para
convencer a Maureen “Preferiría quedarme aquí. Creo que será más seguro para
ti. El hotel es territorio neutral, un lugar al que poder retirarse si algo te
incomoda”. Tammy parecía irritada. “Escucha, ¿sabéis cuánta gente mataría por
conseguir esa invitación? El castillo es fantástico, como un museo viviente.
Corres el riesgo de ofender a Sinclair si te niegas, y no creo que eso te convenga.
Tiene demasiado que ofrecerte”. Maureen estaba indecisa.
Paseó la mirada entre los dos. Peter tenía razón, el hotel les proporcionaba un
terreno neutral. Pero la idea de alojarse en el castillo (y observar de cerca al
enigmático Bérenger Sinclair) espoleaba su imaginación. Tammy intuyó el dilema
de Maureen. “Ya te he dicho que Sinclair no es peligroso. De hecho, creo que es un
hombre maravilloso” Miró a Peter “Pero si usted no opina lo mismo, mírelo así:
es como adoptar la estrategia de «mantener cerca a los amigos, pero aún más a
los enemigos»”. Al terminar el desayuno, Tammy los había convencido de
abandonar el hotel. Peter la observó con atención mientras comían, y tomó nota
mental de que era una mujer muy persuasiva.
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Rennes-le-Château
23 de junio de 2005
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Kathleen McGowan La Esperada
Peter notaba que su irritación iba en aumento. Estaba harto de juegos envueltos
en misterios. Sólo quería que alguien le diera respuestas sensatas.
“Se lo diré, pero todavía no. Sólo porque no significará nada para usted hasta que
conozca la historia del pueblo. Lo dejaremos para el final y se lo contaré cuando
nos vayamos” Dejaron una pequeña librería a la izquierda. Estaba cerrada, pero
en los escaparates se veían numerosos volúmenes en cuyas portadas había
símbolos ocultistas.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Y ése es Saturno. El resto de los símbolos están relacionados con la astrología.
Aquí están Libra, Virgo, Leo, Cáncer, y éste es Géminis”. A Maureen se le ocurrió
una idea. “¿Ves Escorpio o Sagitario?” Tammy meneó la cabeza, pero señaló a la
izquierda del reloj de sol, donde habrían estado las siete en punto en un reloj
normal.
“No. ¿Ves aquí, donde acaban las marcas? Es el planeta Saturno. Si las marcas
continuaran en dirección contraria a las agujas del reloj, estaría Escorpio a
continuación de Libra, y después Sagitario”. “¿Por qué se detienen en un lugar tan
raro?” preguntó Maureen. “¿Y qué significa eso?” Peter estaba mucho más
interesado en hallar una respuesta. Tammy alzó las manos con las palmas hacia
fuera, como diciendo: «No puedo ayudarte».
“Creemos que es una referencia a la alineación de los planetas. Aparte de eso, no
sabemos nada más”. Maureen continuaba mirando el reloj. Estaba pensando en el
fresco de Sandro que había visto en el Louvre, y trataba de determinar si existía
alguna relación con el escorpión de la imagen. Quería entender el posible
cometido de un reloj de sol tan extraño, si es que existía. “¿Es como aquello de
«cuando la Luna está en la séptima casa y Júpiter se alinea con Marte»?” “Si os
ponéis a cantar Aquarius, me largo” anunció Peter. Todos rieron, y Tammy
continuó su explicación.
“Ella tiene razón, de todos modos. Debe de ser una referencia a una posible
alineación planetaria. Como está situada delante de una casa de alcurnia, hemos
de asumir que era importante para todos los habitantes del pueblo saber dónde
estaba”. Se alejaron del reloj de sol, y Tammy señaló una villa que había delante.
“La atracción principal del pueblo es el museo y toda la zona de la villa. Lo
tenemos justo ahí delante”.
Al final de la estrecha calle se alzaba un edificio residencial, una pintoresca villa
de piedra. Una torre de piedra de forma peculiar se veía detrás, a cierta distancia,
aferrada a la ladera de la montaña. “El misterio de este pueblo se centra en una
historia muy extraña sobre un sacerdote famoso, o mejor dicho, tristemente
célebre, que vivió aquí a finales del siglo XVIII. ‘El cura Bérenger Saunière”.
“¿Bérenger? ¿No es el nombre de Sinclair?” preguntó Peter. Tammy asintió.
“Sí, y no se trata de una coincidencia. El abuelo de Sinclair confiaba en que,
poniendo a su nieto el mismo nombre, tal vez heredaría algunas de las cualidades
del susodicho. Saunière protegió a capa y espada las historias y misterios locales,
y estaba dedicado en cuerpo y alma al legado de María Magdalena”.
»En cualquier caso, corren diversas leyendas sobre lo que el cura descubrió aquí
cuando empezó a restaurar la iglesia. Algunos creen que encontró el tesoro perdido
del Templo de Jerusalén. Como el castillo adyacente estaba relacionado con los
Caballeros Templarios, es posible que utilizaran este apartado reducto para esconder
el botín capturado en Tierra Santa. ¿Quién buscaría aquí arriba algo valioso? Otros
dicen que Saunière descubrió documentos de valor incalculable. Fuera lo que fuera, se
convirtió en un hombre muy rico, de repente y de manera misteriosa».
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»Gastó millones en vida, aunque ganaba el equivalente a veinticinco francos al
año con su salario de cura de pueblo. ¿De dónde salió toda esa riqueza? En la
década de los ochenta, tres investigadores ingleses escribieron un libro sobre
Saunière y su misteriosa riqueza que fue un gran éxito de ventas. Se titulaba El
Enigma Sagrado, y se considera un clásico en los círculos esotéricos. La mala
noticia es que ese mismo libro provocó una epidemia de cazadores de tesoros en
esta zona. Se explotaron los recursos naturales, fanáticos religiosos y cazadores
de recuerdos destrozaron monumentos. Sinclair llegó a apostar guardias armados
en sus tierras para proteger la tumba». “¿La tumba de Poussin?” preguntó
Maureen. Tammy asintió. “Por supuesto. Es la clave de todo el misterio, gracias a
Los pastores de Arcadia”. “Ayer vimos la tumba. No había ningún guardia “dijo
Peter. Tammy lanzó una carcajada gutural.
“Porque Sinclair no puso obstáculos. Créame, él estaba enterado de su presencia.
Si no hubiera querido que entraran, se habrían enterado”. Llegaron al gran
edificio que dominaba el pueblo. Un letrero anunciaba:
«Villa Bethania. Residencia de Bérenger Saunière».
Cuando entraron por las puertas del museo, Tammy sonrió y saludó con un
cabeceo a la mujer que había en el mostrador de la entrada, la cual indicó con un
ademán que pasaran. “¿No hemos de comprar entradas?” preguntó Maureen,
cuando vio el cartel que anunciaba el precio de las mismas. Tammy negó con la
cabeza. “No, ya me conocen. Utilizo el museo como escenario del documental
sobre la historia de la alquimia”.
Pasaron ante vitrinas donde se exhibían los hábitos utilizados por el cura Saunière
en el siglo XIX. Peter se detuvo a mirarlos, mientras Tammy seguía hasta el final
del vestíbulo. Se paró ante un antiguo pilar de
piedra en el que había grabada una cruz.
“Se llama el Pilar de los Caballeros, y se cree que
fue tallado por los visigodos en el siglo ocho.
Formaba parte del altar de la iglesia antigua.
Cuando el padre Saunière trasladó el pilar durante
la restauración, descubrió unos misteriosos
documentos codificados, al menos eso dicen. Los
conservadores del museo habían mandado ampliar
las fotografías de los pergaminos, para resaltar la
codificación”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Ahí está otra vez” dijo Maureen a Peter. Se volvió hacia Tammy “¿Qué
significa? ¿Es alguna especie de código?” “Hay al menos cincuenta teorías
diferentes, que yo sepa, sobre el significado de la frase. Por sí sola, ha dado
nacimiento a toda una industria artesanal”.
“Peter esbozó una teoría interesante en el tren, cuando veníamos hacia aquí”
intervino Maureen “Pensó que estaba relacionada con el pueblo de Arques: «En
Arques, el pueblo de Dios, estoy»”. Tammy pareció impresionada. “No está nada
mal, padre. La creencia más común es la explicación del anagrama latino. Si
reordena las letras, se lee ‘I tego arcana Dei”. Peter tradujo. “Yo escondo los
secretos de Dios”. “Sí. No sirve de mucho, ¿verdad?” rió Tammy “Venid, voy a
enseñaros la casa desde fuera”. Peter aún seguía pensando en la tumba de
Poussin.
“Espere un momento. ¿No implicaría eso que había algo escondido dentro de la
tumba? Si lo pone todo junto, resulta algo así como: «En Arques, la Ciudad de
Dios, yo escondo los secretos»”. Maureen y Peter esperaron a que Tammy
respondiera. Se detuvo a pensar un momento. “Es una teoría tan buena como
cualquier otra de las que he oído. Por desgracia, la tumba ha sido abierta y
registrada muchas veces. El abuelo de Sinclair excavó casi tres kilómetros
cuadrados de terreno alrededor de ella, y Bérenger ha empleado todo tipo de
tecnología imaginable para buscar el supuesto tesoro enterrado: ultrasonidos,
radar... De todo”. “¿Y nunca encontraron nada?” preguntó Maureen.
“Nada de nada”. “Tal vez alguien se les adelantó” aventuró Peter “¿Qué hay del
cura Saunière? ¿Pudo sacar de ahí su riqueza? Quizá descubrió un tesoro”. “Eso
es lo que cree mucha gente. Pero ¿sabéis lo más divertido? Después de décadas de
investigaciones llevadas a cabo por hombres y mujeres muy testarudos, nadie
sabe cuál era el secreto de Saunière, ni siquiera hoy”.
Tammy los estaba guiando a través de un hermoso patio, dominado por una
fuente de piedra y mármol.
“Muy impresionante, para ser un simple cura del siglo diecinueve” comentó Peter.
“¿Verdad? Pero lo más extraño es que, si bien el cura Saunière se gastó una
fortuna en construir este lugar, nunca vivió aquí. De hecho, se negó a hacerlo. Al
final, lo legó a su... ama de llaves”. “Ha hecho una pausa” observó Peter “Antes
de decir «ama de llaves»”. “Bien, muchos creen que la mujer era algo más que el
ama de llaves de Saunière, que era su compañera sentimental. “Pero ¿no era un
sacerdote católico?” “No juzgue, padre. Ése es mi lema y siempre lo ha sido”.
Maureen se había alejado, concentrada su atención en una escultura del jardín
maltratada por el tiempo. “¿Quién es?” “Juana de Arco” contestó Tammy. Peter se
acercó a la estatua. “Ah, claro. Ya veo su espada y su bandera. Pero aquí parece
fuera de lugar” comentó. “¿Por qué?” preguntó Maureen. “Parece... muy
tradicional. Un símbolo clásico del catolicismo francés. No obstante, aquí no
parece que haya nada ni remotamente convencional”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Juana? ¿Convencional?” Tammy volvió a estallar en carcajadas “En estos
parajes no. Pero eso merece una lección de historia que impartiremos más tarde”
“¿Quiere ver algo de verdad poco ortodoxo? Tiene que ver la iglesia”.
“Ésta es la iglesia parroquial del pueblo de RLC. Desde hace mil años ha habido
aquí una iglesia dedicada a María Magdalena. Saunière empezó a remozarla
alrededor de 1891, la época en que descubrió presuntamente los misteriosos
documentos. Los llevó a París, y lo siguiente que sabemos es que se hizo
millonario. Utilizó su dinero para llevar a cabo unos añadidos muy peculiares al
templo”. Cuando avanzaron hacia la iglesia, Peter se paró a leer una inscripción
en latín en el dintel de la puerta.
“¿Por qué un cura mandaría escribir eso sobre la puerta de su iglesia?” preguntó
Maureen, y paseó la mirada entre Peter y Tammy en busca de una respuesta. “Tal
vez deberías echar un vistazo al interior de la iglesia antes de intentar contestar
a esa pregunta” sugirió Tammy.
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Kathleen McGowan La Esperada
Peter la siguió y entró. “Aquí dentro está oscuro como boca de lobo” dijo en voz
alta el sacerdote. “Ah, espere un momento” dijo Tammy, mientras buscaba en el
bolso un euro “Hay que poner una moneda para que se enciendan las luces”
Introdujo el euro en un dispositivo que había cerca de la puerta, y las luces se
encendieron “La primera vez que vine, intenté ver la iglesia en la oscuridad. La
segunda vez traje una linterna. Fue entonces cuando uno de los porteros me
enseñó la caja del dispositivo. De esta forma, los turistas colaboran con la
iglesia. Nos proporciona unos veinte minutos de luz”. “¿Qué es eso?” exclamó
Peter. Mientras Tammy había estado explicando el problema de las luces, él había
descubierto la estatua de un espantoso demonio acuclillado a la entrada de la
iglesia.
”Ah, es Rex. Hola, Rex.” Tammy dio una
palmadita juguetona en la cabeza de la estatua
“Es algo así como la mascota oficial de
Rennes-le- Château. Como pasa con todo lo
demás, hay montones de teorías. Algunos dicen
que es el diablo Asmodeo, el guardián de los
tesoros secretos y escondidos. Otros dicen que
es el Rex Mundi de la tradición cátara,
explicación que me convence más”. “Rex
Mundi. ¿El Rey del Mundo?” Peter estaba
traduciendo. Tammy asintió.
“Los cátaros dominaron esta zona en la Edad
Media” explicó a Maureen “Recuerda que ha
existido una iglesia aquí desde el año 1059,
cuando el catarismo estaba en su apogeo.
Creían que un ser inferior era el guardián del
mundo material, un demonio al que llamaban Rex Mundi, el Rey del Mundo.
Nuestras almas se hallan en lucha constante
para derrotar a Rex y alcanzar el Reino de
Dios, el reino del espíritu. Rex representa
todas las tentaciones mundanas y carnales
““Pero ¿qué hace en una iglesia católica
consagrada?” preguntó Peter “Ser derrotado
por los ángeles, naturalmente. Mira encima
de él” Estatuas de cuatro ángeles en el acto
de hacer la señal de la cruz se erguían sobre
la espalda del demonio, subidos en una pila
de agua bendita en forma de venera
gigantesca. Peter leyó la inscripción en voz
alta, con dicción impecable, y después la
tradujo. ‘Par ce signe tu le vaincras’. Con
esta señal le vencerás”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“El bien derrota al mal. El espíritu conquista la materia. Los ángeles vencen a los
demonios” Tammy pasó la mano sobre el cuello del demonio “¿Ve esto? Hace
algunos años, alguien irrumpió en la iglesia y decapitó a Rex. Esta cabeza es una
reproducción”. “Nadie sabía si era un cazador de recuerdos o un católico
fundamentalista que protestaba por la presencia de este símbolo dualista en
suelo consagrado. Que yo sepa, es la única estatua del demonio que existe en una
iglesia católica. ¿Es eso cierto, padre?” Peter asintió.
Llamó su atención sobre las losas del suelo de la iglesia. Eran negras como el
ébano y blancas, dispuestas como en un tablero de ajedrez.
Tammy se volvió hacia Maureen. “La única cruzada oficial de la historia en que
los cristianos mataron a otros cristianos. El ejército del Papa masacró a los
cátaros, y nadie de los alrededores lo ha olvidado jamás. Por lo tanto, al añadir
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Kathleen McGowan La Esperada
de manera evidente elementos gnósticos y cátaros a su iglesia, Saunière creó un
entorno en que su rebaño podía sentirse cómodo, y así aumentar la asistencia y
lealtad al templo. Funcionó. La gente de por aquí le quería hasta el punto de la
adoración”.
Peter recorrió la iglesia fijándose en cada detalle. Todos los elementos de la
decoración eran extraños. Llamativos, pomposos y anticonvencionales. Había
estatuas pintadas de santos improbables, como el misterioso san Roque, que
alzaba su túnica para dejar al descubierto una pierna herida, o santa Germana,
plasmada en yeso chillón como una pastora cargada con un cordero. Todas las
obras de arte del templo poseían algún elemento irregular o inusual.
(San Roque) (Santa Germana)
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen siguió a Tammy hasta un bajorrelieve de María Magdalena, que
constituía la parte principal del altar. Se hallaba rodeada de sus habituales iconos:
la calavera a los pies, el libro a un lado. Miraba con fijeza la cruz, que parecía estar hecha
de un árbol vivo.
Gritó el nombre de Peter. “Estoy aquí” contestó él “¿Dónde estás tú?” La acústica
de la iglesia provocaba que el sonido rebotara de una pared a otra del edificio, de
forma que era imposible localizar a nadie. “Estoy al lado del altar” chilló
Maureen. “No pasa nada” gritó Tammy “No te asustes. Los veinte minutos de luz
se han consumido”. Tammy corrió a la puerta y dejó entrar la luz del sol, lo cual
permitió que Peter y Maureen se encontraran en la oscuridad. Ella le agarró y
corrió hacia la puerta principal, con la vista vuelta a la izquierda a propósito para
no ver la estatua del demonio.
“Sé que se trata del mecanismo que regula la luz, pero me he asustado. Toda la
iglesia es tan... siniestra”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen estaba temblando, pese al sol del mediodía del Languedoc. Este pueblo
sobrenatural olvidado por el tiempo era muy inquietante, algo que jamás había
experimentado. Se intuía el caos. El silencio era ensordecedor. Maureen echó un
vistazo a su muñeca, lo cual le recordó que el reloj había dejado de funcionar
desde su llegada, un hecho que aumentaba su inquietud.
“Estaba preparado para asumir este cargo, justo lo contrario de lo que afirman
algunos libros. Me resulta muy curioso que supuestas autoridades de RLC dijeran
que Saunière había llegado aquí por pura casualidad. Créame, en esta región no
pasa nada por casualidad. Hay demasiadas fuerzas poderosas en acción”. “¿Se
refiere a fuerzas humanas o a fuerzas sobrenaturales?” “A ambas” Tammy indicó
que la siguieran con un ademán.
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Kathleen McGowan La Esperada
»Dejaron monedas de oro sobre la mesa, pero robaron todo lo parecido a
documentos. Pobre viejo, tenía más de setenta años y le encontraron tendido en
un charco de su propia sangre, asesinado con unas tenazas de chimenea y un
hacha”. “Qué horror”.
“Acabó de una forma más rara todavía. Sufrió una apoplejía51 a los pocos días de
encargar su ataúd. La leyenda local afirma que llamaron a un cura de otra región
para administrarle los últimos sacramentos, pero que éste se negó a hacerlo
después de oír la última confesión de Saunière. El pobre hombre abandonó
Rennes-le-Château profundamente deprimido, y se dice que nunca más volvió a
sonreír”. “Caramba. ¿Qué le diría Saunière?” “Nadie lo sabe con exactitud, salvo
la presunta ama de llaves, Marie Dénarnaud, a quien Saunière dejó todos sus
bienes... y secretos. Murió de forma misteriosa unos años después, y durante los
últimos días de su vida fue incapaz de hablar, de modo que nadie lo sabe con
seguridad”.
»Por eso este pueblo ha dado nacimiento a una industria. Cien mil turistas
visitan cada año este lugar apartado. Algunos vienen por curiosidad, otros
decididos a encontrar el tesoro de Saunière». Tammy se acercó al borde del
torreón y miró el extenso valle que se abría ante ellos. “Tampoco sabemos con
seguridad por qué Saunière construyó esta torre, pero lo más probable es que
buscara algo. ¿No cree, padre?” Guiñó el ojo a Peter y luego se dirigió a la
escalera.
Cuando los tres se encaminaron hacia el coche, Maureen insistió en que Tammy
cumpliera su promesa anterior de hablarles de la Torre de la Alquimia, el otrora
majestuoso torreón del ahora ruinoso castillo de Hautpol. Tammy se detuvo, sin
saber muy bien por dónde empezar. Se habían escrito muchos libros sobre esta
zona, y ella había investigado durante años, de manera que pergeñar una versión
abreviada siempre le costaba. “Algo en esta región ha atraído a la gente desde
hace miles de años” empezó “Ha de ser algo de la propia tierra. ¿Cómo, si no,
podemos explicarnos el hecho de que posea un atractivo universal que abarque
más de veinte siglos de historia y creencias religiosas tan variadas?”
51. Apoplejía: Síndrome neurológico de aparición brusca que comporta la suspensión de la
actividad cerebral y un cierto grado de parálisis muscular; es debido a un trastorno
vascular del cerebro, como una embolia, una hemorragia o una trombosis.
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Kathleen McGowan La Esperada
»Como en todo lo que tiene que ver con esta zona, existen incontables teorías.
Siempre es divertido empezar con los auténticos chiflados, los que juran que todo
está relacionado con extraterrestres y monstruos marinos». “¿Monstruos
marinos?” Peter coreó la carcajada de Maureen cuando ella formuló la pregunta
“Casi me esperaba extraterrestres, pero ¿monstruos marinos?” “No bromeo. En
las leyendas locales aparecen sin cesar monstruos marinos. Muy curioso para una
zona de tierra adentro, pero no tanto como algunas historias relacionadas con
platillos volantes. Os aseguro que hay algo en esta zona que casi vuelve loca a la
gente, literalmente”.
Hizo la pregunta a Peter, quien asintió. “No mucho más”. “RLC no está muy
lejos, está a unos tres kilómetros. Por lo tanto, pensamos que el reloj del coche
estaba averiado, hasta que todos consultamos los nuestros. Había transcurrido
media hora. Todos sabíamos que no habíamos estado en aquella carretera media
hora, pero no obstante habían pasado treinta minutos hasta llegar aquí. ¿Puedo
explicarlo? No. Fue como una especie de repliegue temporal, y desde entonces he
hablado con bastante gente que ha vivido la misma experiencia. Los lugareños no
sienten la menor preocupación por el problema, porque ya se han acostumbrado.
Preguntadles, y se encogerán de hombros como si fuera la cosa más normal del
mundo. No obstante, se ha informado de fenómenos similares en los alrededores
de la Gran Pirámide y en algunos de los sitios sagrados de Inglaterra e Irlanda.
¿Qué es? ¿Alguna especie de fuerza magnética? ¿Algo menos tangible, y por tanto,
imposible de comprender por nuestros débiles cerebros humanos?”
Tammy enumeró las diversas teorías exploradas por equipos de investigación
52
locales e internacionales, y recitó una lista de posibilidades: líneas Ley , vórtices,
agujeros que comunican con el centro de la tierra, puertas estelares.
52. Lineas Ley: Descubiertas por Alfred Watkins, cualquier línea que une más de cinco
puntos de renombrada antigüedad y justifica la existencia de un camino.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Salvador Dalí creía que la estación de tren de Perpiñán era el centro del
universo, porque era el lugar donde se cruzaban estos puntos de energía
magnética”. “¿Perpiñán está lejos de aquí?” preguntó Maureen.
“A unos sesenta kilómetros, más o menos. Lo bastante cerca para que resulte
interesante, desde luego. Ojalá tuviera una respuesta definitiva para todo, pero
no es así. Nadie la tiene. Por eso me he convertido en una adicta a este lugar y no
paro de venir. ¿Recuerdas el meridiano que Sinclair te enseñó en la iglesia de
Saint-Sulpice de París?” Maureen asintió, mientras procuraba no perder el hilo.
“La Línea de la Magdalena”. “Exacto. Baja desde París en línea recta y atraviesa
esta zona. ¿Por qué? Porque hay algo en esta región que trasciende el tiempo y el
espacio, y creo que es el motivo de que atrajera a alquimistas de toda Europa
desde tiempo inmemorial” “Me estaba preguntando cuando volveríamos a la
alquimia” comentó Peter.
“Lo siento, padre. Tengo tendencia a enrollarme, pero es que no hay explicaciones
sencillas. Esa torre de ahí, llamada la Torre de la Alquimia, se construyó, al
parecer, sobre el legendario punto de energía, y la Línea de la Magdalena la
atraviesa. La torre ha sido escenario de incontables experimentos de alquimia.
“Cuando dices alquimia, ¿te refieres a la creencia medieval de convertir el azufre
en oro?” preguntó Maureen.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Qué tiene que ver todo esto con María Magdalena?” “Bien, para empezar,
creemos que vivió aquí, o al menos pasó cierto tiempo aquí. Lo cual conduce a la
pregunta: ¿por qué aquí? Es un lugar remoto, incluso ahora, con los medios de
transporte modernos. ¿Se imagina lo que debía ser atravesar estas montañas en el
siglo uno? El territorio era completamente inhóspito. ¿Por qué eligió este lugar?
¿Por qué lo han elegido tantos? Porque la tierra tiene algo especial. Ah, he
olvidado mencionar el otro tipo de alquimia que ocurre aquí, y es algo que
bauticé hace poco como alquimia gnóstica”.
“Suena interesante como nombre de una nueva religión” dijo Maureen, mientras
meditaba sobre las palabras. “O de una antigua. Existe en estos parajes una
creencia que se remonta a los cátaros, o tal vez más atrás aún, la creencia de que
esta región era el centro de la dualidad, de que el Rey del Mundo, el viejo Rex
Mundi en persona, vive aquí. El equilibrio terrenal de luz y oscuridad, bien y mal,
tiene lugar en este extraño pueblo y su entorno inmediato. En un determinado
nivel, estos dos elementos están en guerra mutua siempre, bajo nuestros pies.
¿Crees que de día es siniestro? Ni pagándome pasearía por estas calles en plena
noche. Hay algo muy importante en este lugar, y para nada es bueno”. Maureen
asintió.
“Yo también lo presiento. Tal vez Dalí se equivocó por sesenta kilómetros. ¿Será
Rennes-le-Château el centro del universo?” Peter intervino, más serio. “Bien, eso
sería lógico para los franceses en el Medioevo, puesto que era su universo, pero
¿la gente lo sigue creyendo?” “Sólo puedo decirle que aquí suceden cosas extrañas
que nadie puede explicar, y siguen sucediendo. Aquí, en Arques, en las zonas
circundantes donde fueron construidos los castillos. Algunos dicen que los
cátaros alzaron sus castillos como fortalezas de piedra contra las energías de la
oscuridad. Los construyeron sobre vórtices de puntos de energía, donde podían
celebrar ceremonias sagradas para controlar o derrotar a las fuerzas de la
oscuridad. Y todos los castillos tienen torres, lo cual es significativo”. Peter
escuchaba con atención.
“Pero ¿las torres no eran estratégicas, erigidas con fines defensivos?” “Claro”
asintió Tammy “pero eso no explica por qué cada uno de estos castillos tiene
leyendas relacionadas con experimentos alquímicos que se realizaban en sus
torres. Las torres tienen fama de ser lugares donde se obraba algún tipo de
transformación mágica. Se relacionan directamente con el lema alquímico «Lo
que está arriba es igual que lo que está abajo». Las torres representan la tierra,
porque están atadas a la tierra, pero también el cielo, porque se elevan hacia las
nubes, y de esta manera se convierten en lugares apropiados para llevar a cabo
experimentos de alquimia. Al igual que la torre de Saunière, todas tenían
veintidós escalones”.
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Kathleen McGowan La Esperada
el veintidós es la pauta que se ve con más frecuencia en esta zona, pues pertenece
a la energía femenina divina. Observarás que la fiesta de María Magdalena en el
calendario eclesiástico es...”
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Kathleen McGowan La Esperada
El Languedoc
23 de junio de 2005
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Kathleen McGowan La Esperada
Había un enorme y trabajado cáliz de plata en la vitrina, y una calavera humana
ocupaba un lugar de honor en el relicario. El tiempo había blanqueado la calavera,
pero se advertía con nitidez una hendidura en el hueso craneal. Un mechón de
pelo, descolorido, pero que todavía conservaba pigmento rojo discernible, estaba
colocado junto a la calavera dentro del cáliz.
“Los antiguos creían que el pelo rojo era una fuente de magia poderosa”. Bérenger
Sinclair estaba detrás de ellos. Maureen dio un brinco cuando oyó la inesperada
voz, y después se volvió para contestar. “Los antiguos no iban a escuelas públicas
de Luisiana”. Sinclair rió, un intenso sonido celta, y pasó un dedo por el pelo de
Maureen. “¿No había chicos en su escuela?” Maureen sonrió, pero devolvió a
toda prisa su atención a la reliquia de la vitrina, para que el hombre no la viera
sonrojarse. Leyó en voz alta la placa que había dentro de la vitrina.
“La calavera del Rey Dagoberto II”. “Uno de mis antepasados más pintorescos”
replicó Sinclair. Peter se sentía fascinado, a la vez que un poco incrédulo. “¿San
Dagoberto II? ¿El último Rey Merovingio? ¿Es usted descendiente de él?” “Sí. Y
sus conocimientos de historia son tan buenos como los de latín. Le felicito,
padre” “Refrésqueme la memoria” Maureen parecía avergonzada “Lo siento, pero
mis conocimientos de la historia de Francia no empiezan hasta Luis XIV.
¿Quiénes fueron los merovingios?” “Una dinastía de Reyes de lo que ahora es
Francia y Alemania” contestó Peter “Gobernaron desde el siglo cuarto al octavo.
El linaje desapareció con la muerte de este Dagoberto”.
Maureen señaló la fractura del cráneo. “Algo me dice que no fue por causas
naturales”. “No exactamente” contestó Sinclair “Su ahijado le clavó una lanza en
el cerebro a través de la cuenca de un ojo mientras dormía”. “Para que luego
hablen de la lealtad familiar” contestó Maureen.
“Por desgracia, primó el deber religioso sobre la lealtad familiar, un dilema que
se ha repetido mucho en la historia. ¿No es cierto, padre Healy?” Peter frunció el
ceño al captar la indirecta. “¿Qué quiere decir?” Sinclair hizo un ademán
majestuoso en dirección a un escudo que colgaba de la pared: una cruz rodeada
de rosas, y encima una inscripción en latín que rezaba
ELIGE MAGISTRUM.
“El lema de mi familia. ‘Elige magistrum”. Maureen miró a Peter en busca de una
explicación. Algo estaba pasando entre los dos hombres que la ponía nerviosa.
“¿Qué significa?” “Elige amo” tradujo Peter. Sinclair se explayó.
“El Rey Dagoberto fue asesinado por orden de Roma, pues al Papa le inquietaba
su versión del cristianismo. Dijeron al ahijado de Dagoberto que eligiera un amo,
y se decantó por Roma, y así se convirtió en un asesino al servicio de la Iglesia”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Por qué era tan inquietante la visión de la cristiandad de Dagoberto?”
preguntó Maureen. “Creía que María Magdalena era una Reina y la legítima
esposa de Jesucristo, y que él, Dagoberto descendía de ambos, lo cual le concedía
el derecho divino de los reyes de una manera que superaba a cualquier otro poder
terrenal. En aquel tiempo, el Papa consideró que constituía una terrible amenaza
para la Iglesia un rey convencido de aquello”.
Sinclair les dedicó una sonrisa. “Sí, en efecto. Pero me pregunto, padre Healy, si es
el símbolo de su trinidad o de la mía”. Antes de que Maureen o Peter pudieran
pedir una explicación, Roland entró en la sala y habló con rapidez a Sinclair en un
idioma que recordaba al francés mezclado con otros tonos mediterráneos. Sinclair
se volvió hacia sus invitados. “Roland les acompañará a sus aposentos, para que
puedan descansar y refrescarse antes de la cena”. Dedicó una majestuosa
reverencia a Maureen, a la que guiñó el ojo, y salió de la sala.
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Kathleen McGowan La Esperada
La habitación de Peter era más pequeña que la de Maureen, pero también era
digna de un rey. Aún no le habían subido la maleta, pero tenía consigo su neceser,
suficiente para sus propósitos inmediatos. Sacó la Biblia encuadernada en piel y el
rosario de cuentas de cristal de la bolsa negra.
Con el rosario en la mano, se dejó caer en la cama. Estaba cansado, agotado del
viaje y de la responsabilidad del bienestar de Maureen, tanto físico como
espiritual. Ahora se hallaba en territorio desconocido, y eso le ponía nervioso. No
confiaba en Sinclair. Peor aún, no confiaba en las reacciones de su prima ante
Sinclair. El dinero y la apariencia física del hombre creaban una mística que atraía
a las mujeres.
Al menos, sabía que Maureen era una mujer que no se dejaba conquistar con
facilidad. De hecho, conocía las escasas relaciones que había mantenido con
hombres. El odio manifestado por su madre contra su padre había emponzoñado
la opinión de Maureen sobre el amor. Que su desdichado matrimonio hubiera
acabado en tragedia era el motivo de que ella se mantuviera alejada de todo
cuanto recordara a una verdadera relación. De todos modos, era mujer y humana.
Y muy vulnerable en lo tocante a sus visiones. Peter albergaba la intención de no
permitir que Sinclair las utilizara para manipular a Maureen. No estaba seguro de
lo que ese hombre sabía, o de cómo lo había sabido, pero se proponía averiguarlo
lo antes posible.
Cerró los ojos y empezó a rezar pidiendo consejo, pero un zumbido insistente
interrumpió sus silenciosas plegarias. Al principio, intentó hacer caso omiso de la
vibración, pero al final se rindió. Se acercó adonde había dejado la bolsa de viaje,
introdujo la mano en el interior y contestó la llamada.
Se proponían salir a investigar juntos el exterior del castillo, pues faltaban varias
horas para la cena. Los dos estaban demasiado embelesados por todo cuanto los
rodeaba para dejarlo sin explorar. Penetraron en un enorme vestíbulo, iluminado
por la luz natural que entraba por una ventana de cristal emplomado. Un enorme
y atípico mural, que plasmaba una escena de la crucifixión bastante abstracta,
adornaba el vestíbulo en toda su longitud.
Maureen se detuvo a admirar la obra. Al lado del crucificado Cristo, una mujer
con un velo rojo alzaba tres dedos, mientras una lágrima rodaba por su rostro. Se
hallaba de pie junto a un curso de agua (¿un río?), en el cual tres pececillos, uno
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Kathleen McGowan La Esperada
rojo y dos azules, saltaban en el aire. Tanto el dibujo de los tres peces como los
dedos alzados de la mujer evocaban el dibujo de la flor de lis de una manera
abstracta. Había incontables detalles en la recargada pero moderna obra de arte.
Maureen estaba segura de que eran simbólicos, pero tardaría horas en localizarlos
todos, y tal vez años en comprenderlos. Peter retrocedió para contemplar mejor la
escena de la crucifixión, que era hermosa en su sencillez. Algo parecido a un sol
negro ensombrecía el cielo, que a su vez era rasgado por un rayo.
“Íbamos a dar un paseo antes de la cena” contestó Maureen “Vi unas ruinas en lo
alto de la colina cuando llegamos, y quería examinarlas de más cerca”. “Sí, por
supuesto, pero sería un honor para mí ser su guía. Si el padre Healy lo considera
aceptable, por supuesto” “Por supuesto” sonrió Peter, pero Maureen percibió la
tensión en las comisuras de su boca cuando Sinclair la tomó del brazo.
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Kathleen McGowan La Esperada
Roma
23 de junio de 2005
EL SOL BRILLABA CON MÁS FUERZA EN ROMA QUE EN CUALQUIER OTRO LUGAR
DEL MUNDO, O AL MENOS ESO PENSABA EL OBISPO MAGNUS O'CONNOR MIENTRAS
CAMINABA SOBRE LAS PIEDRAS CONSAGRADAS DE LA BASÍLICA DE SAN PEDRO . Se
sentía abrumado por el honor de
acceder a la capilla privada.
Cuando pisó suelo consagrado,
se detuvo ante la estatua de
mármol de Pedro sosteniendo
las llaves de la Iglesia, y besó los
pies descalzos del santo.
Después se dirigió a la parte
delantera de la iglesia y se
acomodó en el primer banco.
Dio gracias al Señor por
conducirle hasta aquel lugar
santo. Rezó por él, rezó por su
obispado y rezó por el futuro de
la Santa Madre Iglesia.
DeCaro estaba ansioso por ver el contenido de las carpetas, pero la primera vez
prefería hacerlo en privado. Abrió el primer expediente, todos los cuales llevaban
escrito en la portada con mayúsculas en negrita: EDOUARD PAUL PASCHAL.
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Kathleen McGowan La Esperada
... Todavía no he escrito sobre la Gran Madre, María la Mayor. He esperado tanto tiempo
porque me he preguntado con frecuencia si sería capaz de encontrar las palabras que
hicieran justicia a su bondad, a su sabiduría y energía. En la vida de toda mujer siempre
habrá lugar para la influencia y enseñanzas de la mujer que se alza sobre todas las demás.
Para mí, ésta sólo podía ser María la Mayor, la madre de Easa.
Mi madre murió cuando yo era muy pequeña. No me acuerdo de ella. Si bien Marta
siempre cuidó de mí y de mis necesidades terrenales como una hermana, fue la madre de
Easa quien me proporcionó instrucción espiritual. Alimentó mi alma y me enseñó muchas
lecciones de compasión y perdón. Me enseñó lo que era ser una reina y me instruyó en el
comportamiento apropiado de una mujer con el destino trazado.
Cuando llegó el momento de ponerme el velo rojo y convertirme en una verdadera María,
ya estaba preparada. Gracias a Ella, y lo que me dio.
María la Mayor era un modelo de obediencia, pero la suya era una obediencia que sólo
respondía ante el Señor. Oía los mensajes de Dios con absoluta claridad. Su hijo poseía el
mismo talento, por eso eran diferentes de otros que también eran de noble ascendencia. Sí,
Easa era un hijo del león, heredero de la casa de David, y su madre descendía de la gran
casta sacerdotal de Aarón. Nació reina y Easa rey. Pero no era sólo la sangre lo que los
diferenciaba de los demás, sino su espíritu y la fortaleza de su fe en el mensaje que Dios
nos había enviado.
Si no hubiera hecho otra cosa que caminar a su sombra durante todos mis días, me habría
sentido bendecida por ello.
María la Mayor fue la primera mujer en estar dotada con un claro conocimiento de lo
divino. Esto representaba un reto para los sumos sacerdotes, que ignoraban cómo aceptar a
una mujer de tan magno poder. Pero tampoco podían condenarla. El linaje de María la
Mayor era impoluto, y su corazón y espíritu irreprochables. Su reputación sin tacha era
conocida en muchos países.
Hombres poderosos la temían, pues no podían controlarla. Sólo respondía ante Dios.
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Kathleen McGowan La Esperada
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“Este lugar es asombroso. Tiene algo místico”. “Estamos en el corazón del país
cátaro. Toda esta región estuvo dominada en otro tiempo por los cátaros. Los
Puros”. “¿Cómo consiguieron ese título?” “Sus enseñanzas descendían de una
línea pura e ininterrumpida de Jesucristo. A través de María Magdalena. Fue la
fundadora del catarismo”. Peter parecía muy escéptico, pero fue Maureen quien
verbalizó la duda.
“¿Por qué no lo he leído en ninguna parte?” Bérenger Sinclair se limitó a reír, nada
preocupado por si le creían o no. Estaba tan a gusto con sus creencias, y tenía
tanta confianza en sí mismo, que la opinión de los demás carecía de valor para él.
“¿No dijo Tammy que habían lanzado una cruzada oficial contra ellos?”
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Kathleen McGowan La Esperada
Preguntó Maureen, mientras continuaban por el sendero serpenteante que se
internaba en las colinas rojas. Sinclair asintió. “Un salvaje acto de genocidio, que
acabó con más de un millón de personas y cuyo responsable fue el Papa Inocencio
III. Un nombre muy irónico. ¿Ha oído alguna vez la frase «Matadles a todos y
dejad que Dios los elija?»” Maureen se encogió.
“Sí, por supuesto. Un juicio bárbaro”. “Fue pronunciada por primera vez en el
Siglo XIII, por las tropas papales que masacraron a los cátaros en Béziers. Para
ser exactos, dijeron, ‘Neca eos omnes. Deus suos agnoset’, lo cual quiere decir:
«Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos»”. Se volvió hacia Peter con
brusquedad. “¿Reconoce la frase?”
Peter negó con la cabeza, sin saber adónde quería ir a parar Sinclair, pero sin
ganas de caer en una trampa intelectual. “La tomaron prestada de San Pablo. De
la 2da Epístola a Timoteo, 2,19 «Conocerá el Señor a los que son suyos»”. Peter
levantó una mano para acallar a Sinclair.
“No puede culpar a san Pablo por el hecho de que sus palabras se tergiversaran”
“¿No? Yo creo que sí. Pablo me saca de quicio. No es casual que nuestros
enemigos utilizaran sus palabras contra nosotros durante muchos siglos. Eso
sólo es el principio”. Maureen intentó aplacar la creciente animadversión entre los
dos hombres, retomando el hilo de la historia local.
“¿Qué pasó en Béziers?” “‘Neca eos omnes’. Matadlos a todos” repitió Sinclair
“Eso fue precisamente lo que los cruzados hicieron en nuestra hermosa ciudad de
Béziers. Pasaron a cuchillo a todos sus habitantes, desde los más ancianos a los
más tiernos infantes. Los carniceros no perdonaron a nadie. Tal vez hasta cien
mil personas murieron tan sólo en ese asedio. La leyenda dice que nuestras
colinas son rojas, incluso ahora, en duelo por los inocentes exterminados”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Existen muchas leyendas sobre el tesoro de los cátaros. Algunos dicen que era el
Santo Grial, otros afirman que era el auténtico sudario de Cristo o la corona de
espinas. Pero el verdadero tesoro era uno de los dos libros más sagrados jamás
escritos. Los cátaros eran los guardianes del Libro del Amor, el único y verdadero
Evangelio”. Hizo una pausa para dotar de mayor énfasis a sus palabras, antes de
asestar el golpe de gracia.
“El Libro del Amor era el único y verdadero Evangelio, porque fue escrito en su
totalidad por la mano del mismísimo Jesucristo”. Peter se quedó de una pieza al
escuchar aquella revelación. Miró fijamente a Sinclair. “¿Qué pasa, padre Healy?
¿No le hablaron del Libro del Amor en el seminario?”
La expresión de Maureen también era de incredulidad. “¿De veras cree que algo
así existió?” “Ah, claro que existió. María Magdalena lo trajo desde Tierra Santa
y fue transmitido con extrema cautela por sus descendientes. Es muy probable que
el Libro del Amor fuera el verdadero propósito de la cruzada contra los cátaros.
La Iglesia estaba desesperada por apoderarse del libro, pero no para protegerlo y
atesorarlo, se lo aseguro”. “La Iglesia nunca dañaría algo tan preciado y
sagrado” protestó Peter.
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Kathleen McGowan La Esperada
Sinclair apartó la vista de Maureen al cabo de otro segundo, y después meneó la
cabeza. “No. Al contrario que el Libro del Amor, que contaba con testigos
históricos, nadie ha visto nunca el Evangelio de María Magdalena. Tal vez se
debe a que nunca lo han encontrado. Se cree que tal vez esté oculto cerca del
pueblo de Rennes-le-Château, que han visitado antes. ¿Les enseñó Tammy la
Torre de la Alquimia?”
“Sí, pero aún no entiendo por qué es tan importante”. “Es importante por muchos
motivos, pero para nuestros propósitos actuales, algunos creen que María
Magdalena vivió y escribió su evangelio en el lugar donde se alza ahora la Torre
de la Alquimia. Después escondió los documentos en una cueva, para que
permanecieran ocultos hasta que llegara el momento de revelar su versión de los
acontecimientos”. Sinclair indicó una serie de grietas grandes semejantes a
cavernas en las montañas que los rodeaban.
“¿Ven aquellos cráteres en la montaña? Son cicatrices dejadas por los cazadores
de tesoros durante los últimos cien años”. “¿Buscaban esos evangelios?” Sinclair
emitió una risita irónica. “La mayoría no sabían ni lo que estaban buscando.
Carecían de la más mínima pista. Conocían la leyenda del tesoro cátaro, o
habían leído alguno de los numerosos libros sobre Saunière y su misteriosa
riqueza. Pero la mayoría no sabía qué era. Algunos creían que era el Santo Grial
o el Arca de la Alianza, mientras que otros estaban seguros de que era el tesoro
saqueado en el templo de Jerusalén, o un montón de oro visigodo enterrado en una
tumba escondida”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Sinclair los entretuvo con más relatos sobre las leyendas locales, así como con más
historias sórdidas de buscadores carentes de escrúpulos que habían hecho
estragos en los recursos naturales de la región. Les contó que los nazis habían
enviado equipos durante la guerra, en un esfuerzo por descubrir objetos ocultos
que creían enterrados en la zona. Por lo que se sabía, las tropas de Hitler no
tuvieron éxito en su búsqueda, y al final se marcharon con las manos vacías y
perdieron la guerra poco tiempo después.
Peter guardaba silencio para poder asimilar la cantidad de información que estaba
recibiendo. Más tarde, clasificaría los detalles y decidiría cuánto había de cierto y
cuánto de romanticismo propio del Languedoc. Era fácil dejarse atrapar por las
leyendas del Grial y sobre manuscritos santos desaparecidos en un lugar tan
misterioso y místico como ése. Peter sintió que su pulso se aceleraba al pensar en
la existencia de tales escritos. Maureen caminaba junto a Sinclair y escuchaba con
reverencia. Peter no estaba seguro de si era Maureen la periodista o Maureen la
soltera quien absorbía cada palabra de Sinclair, pero le prestaba toda su atención,
concentrada por completo en el carismático escocés.
Cuando doblaron un recodo situado en lo alto de una pequeña colina, vieron una
torre de piedra parecida a un torreón de castillo, y que daba la impresión de
brotar de la ladera. Tendría una altitud de varios pisos, singular e incongruente en
el paisaje rocoso.
“¿Por qué la construyó?” preguntó a Sinclair. “Por la misma razón que Saunière
construyó la suya. La vista excepcional. Creían que se podían distinguir muchos
secretos desde aquí arriba”. Maureen se apoyó en el baluarte y emitió un gemido
de frustración. “¿Por qué todo son acertijos? Me prometió respuestas, pero hasta
el momento sólo me ha planteado más interrogantes”. “¿Por qué no pregunta a
las voces de su cabeza? O mejor aún, a la mujer de sus visiones. Es quien la ha
traído aquí”. Maureen se quedó estupefacta.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Cómo lo sabe?” La sonrisa era de complicidad, pero no engreída. “Usted lleva
sangre Paschal en las venas. Cabía esperarlo. ¿Conoce los orígenes de su apellido
paterno?” “¿Paschal? Mi padre nació en Luisiana de ascendencia francesa, como
toda la gente del Bayou”. “¿Cajún?” Maureen asintió.
“Por lo que tengo entendido. Murió cuando yo era pequeña. No me acuerdo mucho
de él”. “¿Sabe de dónde procede la palabra cajún? De arcadiano. Los franceses que
se establecieron en Luisiana fueron llamados arcadianos, término que en el
dialecto local se convirtió en acadiano y finalmente en cajún. Dígame, ¿ha
consultado alguna vez la palabra paschal en un diccionario de la lengua
inglesa?”
Maureen le estaba mirando con curiosidad, pero cada vez con más cautela. “No,
no puedo decir que lo haya hecho”. “Me sorprende que alguien tan entregado a la
investigación sepa tan poco sobre el apellido de su familia”. Maureen desvió la
vista cuando habló de su pasado. “Al morir mi padre, mi madre me llevó a vivir
con su familia de Irlanda. Después no volvió a ponerse en contacto con la familia
de mi padre”. “De todos modos, uno de sus padres debió de tener una premonición
de su destino”.
“¿Por qué dice eso?” “Su nombre, Maureen. ¿Sabe qué significa?” El viento cálido
sopló de nuevo y alborotó el pelo rojo de Maureen. “Por supuesto. En irlandés es
«pequeña María». Peter siempre me llama así”. Sinclair se encogió de hombros,
como si hubiera dejado claro lo que quería decir, y desvió la vista hacia el
Languedoc. Maureen siguió su mirada hacia una serie de enormes rocas
esparcidas por la llanura cubierta de hierba. A lo lejos se produjo un destello.
Maureen forzó la vista, como si hubiera distinguido algo en el campo. De pronto,
Sinclair pareció muy interesado por saber qué había visto Maureen.
“¿Qué pasa?” “Nada” Maureen negó con la cabeza “Sólo... un destello del sol en
mis ojos”. Sinclair no estaba muy convencido. “¿Está segura?” Ella vaciló un
largo momento, mientras contemplaba el campo de nuevo. Asintió, y después
formuló la pregunta que la atormentaba. “Tanto hablar sobre mi apellido
familiar, pero ¿cuándo me enseñará la carta de mi padre?” “Creo que, cuando
acabe la noche, sabrá más de lo que piensa”.
Maureen regresó a su lujosa habitación del castillo para bañarse y vestirse para la
cena. Cuando salió del cuarto de baño, reparó en algo que no había visto antes.
Sobre su cama había un libro grande de tapa dura (un diccionario de inglés),
abierto por la «P». La palabra paschal estaba rodeada por un círculo rojo. Maureen
leyó la definición. “«Paschal: cualquier representación simbólica de Cristo. El
Cordero Pascual es el símbolo de Cristo y de la Pascua.»
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Kathleen McGowan La Esperada
... Muchos me han hablado de ese hombre que se llamaba Pablo. Provocó un gran alboroto
entre los elegidos, y algunos recorrieron la gran distancia desde Roma, y también desde
Éfeso, para consultarme sobre ese hombre y sus palabras.
No soy yo quién para juzgar, ni tampoco puedo decir qué anidaba en su alma, pues no le
conocía en persona y no le había mirado a los ojos. Pero puedo decir con certeza que este tal
Pablo jamás conoció a Easa, y que me sentí muy afligida cuando me enteré de que hablaba
en su nombre y de sus enseñanzas sobre la luz y la bondad, que constituyen el Camino.
Yo consideraba peligrosas muchas cosas de ese hombre. En el pasado estuvo conchabado
con los partidarios más fanáticos de Juan, todos ellos hombres que despreciaban a Easa
sobremanera. Se oponían a las enseñanzas del Camino que Él nos había legado. Me han
dicho que en otro tiempo era conocido como Saulo de Tarso, y que perseguía a los elegidos.
Estuvo presente cuando un joven seguidor de Easa, un hermoso joven llamado Esteban,
con un corazón henchido de amor, fue lapidado. Algunos dicen que este tal Saulo alentó la
lapidación de Esteban. Fue el primer hombre que murió después de Easa por su fe en el
Camino. Pero no sería el último, ni mucho menos. Por culpa de hombres como Saulo de
Tarso.
Había que tener mucho cuidado.
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Kathleen McGowan La Esperada
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Tres pinturas de la Madonna del maestro del Renacimiento, Madonna de la Granada, Madonna del
libro y la Madonna del Magnificat, colgaban enmarcadas en marcos dorados en las otras paredes.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen y Peter sólo desviaron su atención de las obras de arte cuando vieron
que un banquete tradicional del Languedoc les aguardaba. Soperas burbujeantes
de cassoulet, el sabroso guiso de judías blancas con compota de pato y salchichas,
llegaron a la mesa transportadas por criadas, mientras dejaban cestas con pan
crujiente sobre la mesa. Botellas de vino tinto de Courbières esperaban a ser
descorchadas.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Primero pensé en Astrología, o al menos en astronomía. El escorpión
representaba la constelación de Escorpio, y el arco representaba a Sagitario”.
“Bravo. Creo que está en lo cierto. ¿Ha oído hablar del Zodíaco del Languedoc?”
“No, pero sí del Zodíaco de Glastonbury, en Inglaterra. ¿Se parecen?” “Sí. Si
superpone un plano de las constelaciones sobre esta región, descubrirá que
diferentes ciudades corresponden a ciertas constelaciones. Lo mismo puede
decirse de Glastonbury”. “Lo siento” dijo Peter, confuso “pero no le sigo”.
Maureen le informó.
“Era algo habitual para los antiguos, empezando por los egipcios. Los lugares
sagrados de la tierra se han construido de manera que reproduzcan el cielo. Por
ejemplo, las pirámides de Gizeh reproducen la constelación de Orión. Ciudades
enteras se planificaron de forma que reprodujeran configuraciones estelares.
Cumplían la filosofía alquímica de «Lo que está arriba es igual que lo que está
abajo». “El fresco de la boda es un plano” explicó Sinclair “Sandro nos estaba
indicando adónde debíamos mirar”.
“Espere un momento. ¿Está diciendo que uno de los pintores más grandes de la
historia participaba en esta teoría conspiratoria de María Magdalena?” “De
hecho, padre Healy, estoy diciendo que muchos de los grandes pintores de la
historia participaban en ello. Hemos de dar gracias a María Magdalena por
muchas cosas, incluyendo un legado de tesoros artísticos de grandes maestros”.
Sinclair tomó un sorbo de vino y dejó la copa sobre la mesa con mucha lentitud.
“Querida mía, no arruinaremos esta velada hablando de ese hombre o de su obra.
No encontrará referencias a Leonardo da Vinci en mi casa, ni en ninguna casa de
esta región. De momento, esa explicación bastará” Sonrió para animar un poco la
atmósfera “Además, tenemos muchos grandes artistas donde elegir, como nuestro
Sandro, Poussin, Ribera, El Greco, Moreau, Cocteau, Dalí...” “Pero ¿por qué?”
preguntó Peter “¿Por qué todos estos artistas tienen que ver con lo que es, en
esencia, una herejía?”
“Herejía según se mire. Pero para contestar a su pregunta, estos grandes artistas
pintaban para clientes acaudalados que los apoyaban, y la mayoría de estos
nobles clientes estaban relacionados con el sagrado linaje y eran descendientes de
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Kathleen McGowan La Esperada
María Magdalena. Piense en esos frescos de Botticelli, por ejemplo. El novio,
Lorenzo Tornabuoni, era de una rama de ese linaje. Su novia, Giovanna Albizzi,
era de una estirpe noble todavía más elevada. Observará en el fresco que lleva
una capa roja que simboliza su relación con el linaje de María Magdalena. Fue
una boda muy importante, porque unió a dos dinastías muy poderosas”.
“Vio una de las Magdalenas Penitentes” aclaró Sinclair “Pintó muchas con sutiles
variaciones. Varias se han perdido. Una fue robada de un museo en tiempos de mi
abuelo”. “¿Cómo sabe que Georges de la Tour estaba relacionado con el linaje?”
“Su nombre es la primera pista. De la Tour significa «de la torre». Es un juego de
palabras, en realidad. El nombre Magdalena proviene de migdal, que significa
«torre». Literalmente, es «María del lugar de la torre». Como ya sabe, algunos
afirman que Magdalena es un título, significando que María era la torre, o la
líder de su tribu”.
»Además” continuó Sinclair “sé que Georges de la Tour era del linaje, porque era
el Gran Maestre de una organización dedicada a conservar las tradiciones del
cristianismo puro, tal como lo trajo a Europa María Magdalena”. Esta vez fue
Peter quien preguntó. “¿Qué organización era ésa?” Sinclair indicó con un
ademán que pasearan la vista a su alrededor.
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Kathleen McGowan La Esperada
“La Sociedad de las Manzanas Azules. Están cenando en la sede oficial de una
organización que ha existido en esta tierra desde hace más de mil años”.
“El cura bautizó a mi abuelo en esa iglesia” explicó “No me extraña que Alistair
se dedicara en cuerpo y alma a esta tierra”. “Es evidente que le contagió esa
dedicación a usted” observó Maureen. “Sí. Cuando me dio el nombre de Bérenger
Saunière, mi abuelo me bendijo de una manera muy especial. Mi padre se opuso,
pero Alistair era un hombre de una voluntad de hierro, y nadie se le oponía
mucho tiempo, y mucho menos mi padre”.
Les condujo hasta una enorme sala, incongruentemente moderna, que albergaba
un equipo de cine casero de alta tecnología y varios ordenadores. Roland los
esperaba junto a un monitor, y los saludó con un bonsoir54 cuando entraron. El
criado pulsó varias teclas en un teclado, y después se inclinó para apretar el botón
de una consola. Una pantalla descendió en la pared del fondo.
“Sandro nos dibujó un plano. Ése fue su verdadero regalo de bodas a la noble
pareja. De hecho, lo que creó era tan peligrosamente preciso que tuvo que ser
destruido de inmediato. Los frescos estaban en unas paredes de la casa de los
Tornabuoni, de modo que no pudieron derribarlos. Se limitaron a encalar las
pinturas. Permanecieron ocultos hasta finales del siglo dieciocho, cuando fueron
descubiertos por accidente”.
54. Bonsoir: Buenas noches (en francés)
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Kathleen McGowan La Esperada
Entonces Maureen comprendió. “Por eso vive usted aquí. En Arques. ¿Cree que el
Evangelio de María Magdalena está enterrado aquí?” “Estoy seguro. Ya ve que
Sandro Botticelli también lo sabía. Mire el fresco de nuevo. Roland, por favor”.
Roland pulsó teclas y apareció el fresco del Louvre. Sinclair señaló los elementos.
“Mire, la mujer del escorpión está aquí. Si nos movemos a la derecha, hay una
mujer a su lado que no sostiene ningún símbolo. Sentada sobre ellas en un trono
está la mujer del arco. Pero fíjese bien: esta mujer va vestida de rojo, las prendas
de María Magdalena, y hace la señal de la bendición sobre la cabeza de la mujer
que se encuentra entre ella y la mujer del escorpión. Es la «X» que indica el punto
en el plano, entre Escorpio y Sagitario.
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Kathleen McGowan La Esperada
»En el caso de Botticelli, se cree que Giovanna Albizzi poseía la capacidad de
encontrar el tesoro. Por lo que se dice de ella, era una mujer virtuosa y espiritual,
así como inteligente y culta. En el retrato que le hizo Ghirlandaio, incluyó un
epigrama que rezaba: «¡Ojalá pudiera el arte reproducir el carácter y el espíritu!
En toda la tierra no se encontraría un cuadro más hermoso»”.
»Por desgracia, no pudo ser. La pobre y encantadora Giovanna murió al dar a luz,
justo dos años después de los esponsales”. Maureen estaba absorbiendo toda la
información, intentando combinar la historia italiana con lo que había visto antes
en Rennes-le-Château. Se le ocurrió una idea.
“¿Cree que Saunière pudo encontrar el Evangelio de María Magdalena? ¿Por eso
se hizo tan rico?” “No. De ninguna manera” Sinclair fue contundente en este
punto “Saunière lo buscaba, de todos modos. La gente de los alrededores dice que
cada día iba a caminar kilómetros por la zona, examinando rocas, cavernas, en
busca de pistas”. “¿Cómo está tan seguro de que no lo encontró?” preguntó Peter.
“Admiro su franqueza, padre. Y para responder de la misma forma... Sí, creo que
Maureen es la elegida. Nadie lo ha logrado, y miles lo han intentado. Sabemos
que el tesoro está aquí, pero hasta los más intrépidos han fracasado en sus
intentos de descubrirlo. Yo incluido”. Cuando se volvió hacia Maureen, su
expresión y tono se suavizaron. “Querida mía, espero que no se haya asustado. Sé
que todo debe parecerle extraño, incluso espeluznante. Sólo le pido que me
escuche. Nunca se le pedirá que haga nada en contra de su voluntad. Su presencia
aquí es voluntaria por completo, y espero que elija quedarse”.
Maureen asintió, pero no dijo nada. No sabía qué decir, cómo reaccionar ante
aquella revelación. Ni siquiera estaba segura de qué sentía al respecto. ¿Era un
honor? ¿Un privilegio? ¿O se trataba de algo aterrador? Quizá no era más que un
peón en manos de un excéntrico y su secta. Parecía imposible que todo esto fuera,
no sólo cierto, sino que estuviera relacionado con ella. Pero había algo en el
comportamiento de Sinclair que se le antojaba sincero. Pese a sus opiniones
radicales y excentricidades, Maureen no le consideraba un loco.
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Kathleen McGowan La Esperada
Peter pidió más detalles. “¿Por qué cree que Maureen es la elegida?” Sinclair
cabeceó en dirección a Roland. “Primavera, por favor”. Roland pulsó más teclas,
hasta que apareció en la pantalla la obra maestra de Botticelli, La Primavera, en
todos sus gloriosos colores.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Es el día de mi cumpleaños”. Sinclair se volvió hacia Peter. “Nacida el día de la
resurrección, nacida del linaje de la Pastora. Nacida bajo el signo del carnero el
primer día de la primavera y la resurrección”. Pronunció la sentencia definitiva.
“Querida mía, usted es el Cordero Pascual.
Le indicó con un ademán que se sentara en una de las butacas de cuero rojo que
flanqueaban la chimenea. Peter negó con la cabeza. Estaba demasiado tenso para
sentarse. “Escucha, Maureen. Quiero que te vayas de aquí antes de que la
situación se haga más extraña”. Ella suspiró y se sentó. “Pero si estoy empezando
a obtener las respuestas que había venido a buscar. Que vinimos a buscar”. “No
puedo decir que me interesen mucho las respuestas de Sinclair. Creo que corres un
gran peligro”. “¿Por Sinclair?” “Sí”.
Maureen le dirigió una mirada de exasperación. “Oh, por favor. ¿Cómo quieres
que me haga daño, si me considera la respuesta a su búsqueda de toda la vida?”
“Porque su búsqueda es una fantasía, envuelta en siglos de supersticiones y
leyendas. Esto es muy peligroso, Maureen. Estamos hablando de sectas religiosas.
Fanáticos. Lo que me preocupa es qué te hará cuando se dé cuenta de que no eres
su salvadora”. Maureen guardó silencio un momento. Formuló su siguiente
pregunta con sorprendente calma.
“¿Cómo sabes que no lo soy?” Peter se quedó anonadado por la pregunta. “¿Te
has creído todo ese cuento?” “¿Puedes explicar todas las coincidencias, Pete?
¿Las voces, las visiones? Porque, aparte de las explicaciones de Sinclair, yo no
puedo”. El tono de Peter fue firme, como si estuviera hablando con un niño. “Nos
iremos por la mañana. Encontraremos un vuelo a París desde Toulouse. Incluso
podemos volar de Carcasona a Londres... “Maureen se mostró inflexible.
“Yo no me voy, Pete. No iré a ninguna parte hasta que encuentre las respuestas
que he venido a buscar”. Peter estaba perdiendo los estribos. “Maureen, juré a tu
madre antes de morir que siempre cuidaría de ti, que no permitiría que te pasara
lo mismo que a tu padre...” Peter calló, pero no antes de infligir el daño.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Mi padre. Gracias por recordarme otro motivo por el que debo seguir aquí. Para
descubrir lo que sabe Sinclair acerca de mi padre. Me pasé casi toda la vida
intrigada por él, porque mi madre sólo me decía que era un loco suicida. Supongo
que a ti también te dijo lo mismo. Pero gracias a mis recuerdos de él, aunque son
muy borrosos, sé que no es verdad. Si alguien puede ofrecerme una imagen más
completa de él, haré lo que sea con tal de obtenerla. Se lo debo. Y a mí también”.
”Ahora, por primera vez en mi vida, tengo la sensación de que huyo hacia algo.
Sí, es aterrador, pero sé que no puedo detenerme. Y no me gustaría afrontar esto
sin ti, pero puedo hacerlo y lo haré si prefieres marcharte por la mañana”. Peter
escuchó con atención durante todo su arrebato. Cuando terminó, asintió y dio
media vuelta para marcharse. Se detuvo con la mano en la puerta un momento y
se volvió hacia ella. “No me iré, pero procura que no me arrepienta el resto de mis
días. O de los tuyos”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Roma
23 de junio de 2005
“¿Cómo sabe que estas fotografías son auténticas?” El cardenal dejó las carpetas
sobre la mesa, pero no las abrió para revelar su contenido a los demás. “Estaba
presente cuando fueron tomadas” Magnus se estaba esforzando por dominar el
tartamudeo que le aquejaba en momentos de tensión “El sacerdote de la
parroquia del sujeto me habló de él”.
La Prueba II mostraba los pies del hombre, ambos con idénticas heridas
sangrantes.
En la tercera foto, Prueba III, se veía a un hombre sin camisa. Un corte mellado y
sanguinolento corría bajo la caja torácica, en el costado derecho.El cardenal esperó
a que las impresionantes fotografías acabaran de circular, para luego devolverlas
a las carpetas y dirigirse a los miembros del Consejo. La expresión de los rostros
congregados alrededor de la mesa era muy seria, y comprendió que todos
sospechaban lo mismo.
“Estamos viendo estigmas auténticos. Aparecen los cinco puntos, incluso los de
las muñecas”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Roland hablaba con orgullo de su país natal y de su dialecto nativo, llamado oc,
que daba nombre a la región. La lengua de oc llegó a ser conocida como el
Languedoc en Francia. Cuando Peter llamó francés a Roland en un momento de la
conversación, el criado afirmó al instante que él no era francés. Era occitano.
Roland narró con todo lujo de detalles las atrocidades que habían asolado su
tierra y a su pueblo durante el siglo XIII. Habló con apasionamiento.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Muchos extranjeros ni siquiera están enterados de la existencia de los cátaros, y
si han oído hablar de ellos, creen que se trataba de una secta pequeña carente de
importancia atrincherada en estas montañas. La gente no se da cuenta de que los
cátaros eran la raza y la cultura dominantes de una zona de Europa extensa y
próspera. Lo que sucedió aquí sólo puede ser calificado de genocidio. Cerca de un
millón de personas fueron asesinadas por las fuerzas papales”. Miró a Peter con
cierta compasión.
“No siento rencor contra los sacerdotes actuales por los pecados de la Iglesia
Medieval, Padre Healy. Usted es sacerdote porque Dios le ha llamado, cualquiera
puede darse cuenta de ello”. Roland les guió en silencio a continuación, mientras
Maureen y Peter contemplaban maravillados los enormes castillos construidos
sobre mellados picos montañosos, casi mil años antes. Estas fortalezas eran
prácticamente inexpugnables debido a su emplazamiento montañoso, pero
también incomprensibles desde el punto de vista arquitectónico.
Estaban intrigados por los recursos que debía poseer una cultura capaz de
construir fortificaciones tan enormes, en un paisaje despiadado e inhóspito, sin las
ventajas de la tecnología moderna.
“Me crié en el Château des Pommes Bleues, mademoiselle” explicité “Mi madre
murió cuando yo era un bebé. Mi padre trabajaba al servicio de monsieur Alistair
y de monsieur Bérenger, y vivíamos en la propiedad. Cuando mi padre murió,
insistí en ocupar su puesto en el castillo. Era mi hogar, y los Sinclair son mi
familia”. La imponente estatura de Roland parecía disminuir cuando hablaba de
la pérdida de sus padres y su lealtad a la familia Sinclair.
“Debió de ser muy duro para usted perder a sus padres” dijo Maureen. Roland se
puso muy rígido. “Sí, mademoiselle Paschal. Como ya he dicho, mi madre murió
cuando yo era un bebé, de una enfermedad incurable. He aceptado que eso era la
voluntad de Dios. Pero la muerte de mi padre es otro asunto... Mi padre fue
asesinado de una manera absurda, hace pocos años”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Roland se levantó de la mesa para indicar el final de la comida y de la
conversación. “Existen amargas rivalidades en nuestra tierra, Padre Healy. Se
remontan a mucho tiempo atrás, y nadie sabe el motivo. Este lugar... Lo baña la
luz más hermosa. Pero esa luz atrae en ocasiones a la oscuridad más terrible.
Combatimos la oscuridad como mejor podemos, pero al igual que nuestros
antepasados, no siempre vencemos”.
Cuando Maureen regresó al castillo aquella tarde, una de las camareras la estaba
esperando en su dormitorio. “La peluquera no tardará en venir, mademoiselle. Su
disfraz ya ha llegado. Si puedo hacer algo por usted...” “Non, merci”. Maureen
dio las gracias a la camarera y cerró la puerta. Quería descansar antes de la fiesta.
Había sido un día estupendo, y había disfrutado de algunos de los paisajes más
extraordinarios que había visto en su vida. Pero también estaba agotada, y se
sentía algo más que inquieta por las enigmáticas revelaciones de Roland acerca
del asesinato de su padre.
Vio una bolsa de ropa de gran tamaño tirada sobre la cama. Supuso que era el
disfraz para el baile, bajó la cremallera de la bolsa de plástico y sacó el vestido.
Tardó un momento en darse cuenta de lo que era, y después lanzó una
exclamación ahogada. Comparó el vestido con el del cuadro de Ribera y vio que
era idéntico al voluminoso modelo con falda púrpura que llevaba María
Magdalena en la versión del artista español.
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Kathleen McGowan La Esperada
La puerta se abrió, y una transformada Maureen le recibió. El vestido de Ribera le
sentaba como hecho a medida: el corpiño de encaje con los hombros al
descubierto daba paso a un mar de tafetán del púrpura más intenso. Habían
peinado el largo pelo rojo de Maureen de tal forma que parecía más abundante y
con más volumen, y caía alrededor de sus hombros como una cortina lustrosa.
Pero lo que más impresionó a Peter fue el nuevo y sorprendente aire de serenidad
y confianza que proyectaba. Era como si hubiera asumido un papel que le sentaba
a la perfección.
“¿Qué opinas? ¿No crees que es demasiado...?” “Desde luego. Pero pareces... una
visión”. “Interesante elección de palabra. ¿Ha sido a propósito?” Peter guiñó un
ojo y asintió, feliz de que volvieran a bromear y de que su relación no se hubiera
visto afectada demasiado por la discusión de la noche anterior. La excursión por
el extraordinario país de los cátaros les había sentado bien a los dos.
La acompañó por los sinuosos pasillos del castillo, en dirección a la sala de baile,
que se hallaba en un ala alejada. Maureen rió cuando Peter se quejó de su disfraz.
“Te da un aspecto noble y gallardo” le aseguró. “Me siento como un completo
idiota” replicó su primo.
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Kathleen McGowan La Esperada
Carcasona
24 de junio de 2005
EN
UNA VIEJA IGLESIA DE PIEDRA, SITUADA A LAS AFUERAS DE LA CIUDAD
AMURALLADA DE CARCASONA, ESTABAN TENIENDO LUGAR LOS PREPARATIVOS PARA
OTRO TIPO DE CELEBRACIÓN. Los miembros de la Cofradía de los Justos se habían
reunido con toda solemnidad. Más de doscientos hombres, ataviados con sus
hábitos oficiales, asistían a la ceremonia, con los pesados cordones rojos de su
orden ceñidos alrededor del cuello.
Las mujeres en las iglesias callen, pues no les es permitido hablar; antes muestren
sujeción, como también la ley lo dice. Que si algo desean aprender, pregunten en casa a
sus propios maridos, porque es indecoroso a la mujer hablar en la iglesia. (1Cor 14.34)
No obstante, pese a que la Cofradía veneraba estas palabras de Pablo, éste no era
su Mesías. Las reliquias de su maestro ancestral se exhibían encima de
almohadones de terciopelo sobre el altar: la calavera brillaba a la luz de las velas,
y una falange de su dedo índice derecho había sido sacada del relicario para su
exhibición anual. Tras la ceremonia oficial y la presentación por parte del Maestro
de la Cofradía, cada miembro recibiría permiso para tocar las reliquias.
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Kathleen McGowan La Esperada
El líder subió al púlpito para empezar su discurso de introducción. El aristocrático
acento inglés de John Simon Cromwell resonó en las antiguas paredes de piedra
de la iglesia.
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Kathleen McGowan La Esperada
...Los que me informaban acerca de Pablo decían que se pronunciaba en contra del papel de
las mujeres en el Camino. Es la prueba más contundente de que un hombre semejante no
puede haber conocido la verdad de las enseñanzas de Easa ni la esencia del propio Easa. El
gran respeto de Easa por las mujeres es bien conocido por los elegidos, y yo he servido de
prueba de ello.
Nadie puede cambiar eso, salvo que me borren de la historia por completo.
Me han dicho además que este tal Pablo reverenciaba la forma en que había muerto Easa,
más que las palabras pronunciadas por él. Esto me entristece, porque revela una enorme
falta de entendimiento.
Este Pablo fue apresado por Nerón durante un largo período de tiempo. Me han dicho que
escribió muchas cartas a sus discípulos, propagando enseñanzas que, afirmaba, eran de
Easa. Pero los que vinieron a verme decían que él no era quien para hablar del Camino,
que sus enseñanzas eran falsas y ajenas a nuestra doctrina.
Lloro por cada hombre que ha sido torturado y asesinado en el oscuro reino de ese
monstruo llamado Nerón. Al mismo tiempo, siento miedo. Temo que este hombre, Pablo,
sea considerado un gran mártir de la Fe, y que muchos confundan sus falsas enseñanzas
con las de Easa.
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Pero eran los propios invitados las piedras preciosas de aquel lujoso joyero. Los
disfraces eran recargados y extravagantes, trajes pertenecientes a diversas épocas
de la historia francesa y occitana, o disfraces que representaban elementos de las
tradiciones misteriosas. Una invitación a la fiesta de Sinclair era codiciada por la
élite de los adeptos al esoterismo de todo el globo. Los gozosos elegidos
dedicaban cantidades enormes de tiempo y dinero a diseñar el atavío apropiado.
Se celebraba un concurso para elegir el disfraz más original, el más hermoso y el
más humorístico. Sinclair era el único juez y jurado, y los premios que entregaba
valían con frecuencia una pequeña fortuna, y lo más importante, ganar significaba
un puesto en la lista de invitados del año siguiente.
La música, las risas, el tintineo de las copas de cristal, todo enmudeció cuando
Maureen y Peter entraron en la sala. Un hombre con librea hizo sonar una
trompeta con una nota heráldica cuando Roland avanzó, vestido con un sencillo
hábito cátaro, para anunciar su llegada. Maureen se llevó una sorpresa al ver a
Roland vestido más como un invitado que como un empleado, pero tuvo poco
tiempo para pensar en ello cuando la llamaron a escena.
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Kathleen McGowan La Esperada
“No se sienta cohibida, mademoiselle. Usted es un rostro nuevo, y un nuevo
misterio que hay que descubrir. Pero ahora” dijo de manera intencionada “la
aceptarán enseguida. No les queda otra elección”. Maureen no tuvo tiempo de
pensar en las palabras de Roland, pues la condujo hasta la pista de baile, mientras
Peter se rezagaba para contemplar la escena con creciente interés.
Maureen abrazó a Tammy, contenta de ver otra cara conocida en aquel país cada
vez más extraño. “¡Estás guapísima! ¿De qué vas disfrazada?” Tammy giró sobre
sus talones, y su pelo de color ébano flotó detrás de ella. “Sara la Egipcia,
también conocida como la Reina de los Gitanos. Era la doncella de María
Magdalena”. Tammy levantó la falda de tafetán rojo de Maureen con un dedo.
“No hace falta preguntarte quién eres. ¿Berry te lo ha dado?” “¿Berry?” Tammy
rió. “Así llaman sus amigos a Sinclair”. “No sabía que erais tan íntimos”.
Maureen esperó que la decepción no se hubiera transparentado en su voz.
Tammy no tuvo oportunidad de contestar. Una joven las interrumpió, apenas una
adolescente, vestida con una sencilla túnica cátara. La muchacha llevaba un lirio
de agua que entregó a Maureen.
“Marie de Negre” dijo, inclinó la cabeza y se alejó a toda prisa. Maureen se volvió
hacia Tammy en busca de una explicación. “¿A qué se refería?” “A ti. Esta noche
eres la comidilla de la fiesta. Sólo existe una regla en esta soirée56 anual, y es que
nadie tiene que ir vestido como Ella. Y entonces apareces tú, el vivo retrato de
María Magdalena. Sinclair te está anunciando al mundo. Es tu fiesta de
presentación en sociedad”.
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Sinclair no se veía por ninguna parte. Había preguntado a Roland por él mientras
bailaban, pero el gigante se había encogido de hombros y ofrecido una respuesta
tan vaga y enigmática como siempre. Maureen paseaba la vista alrededor
mientras Tammy hablaba.
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Kathleen McGowan La Esperada
Se acercaron a un grupo de hombres vestidos con disfraces de la nobleza de los
siglos XVII y XVIII. Una enorme sonrisa apareció en el rostro de un patricio inglés
cuando se acercaron.
“¿Cuál es la relación de Thomas Jefferson con... todo esto?” “Nuestro gran país
fue fundado por francmasones. Todos los presidentes norteamericanos, desde
George Washington a George W. Bush, han sido descendientes del linaje de una
manera u otra”. Maureen se quedó patidifusa. “¿De veras?” “De veras” contestó
Tammy “Derek puede demostrarlo con documentos. Demasiado tiempo libre en el
internado”.
Isaac palmeó a Derek en el hombro. «Pablo fue el primero que corrompió las
teorías de Jesús» anunció con solemnidad “¿No es cierto, Tammy?” Peter se
volvió a mirarle. “¿Perdón?” “Es una de las citas más controvertidas de Jefferson”
explicó el inglés. Ahora fue Maureen la sorprendida. “¿Jefferson dijo eso?” Derek
asintió, pero daba la impresión de que sólo escuchaba a medias. Estaba paseando
la vista a su alrededor, examinando la fiesta mientras Tammy hablaba. “Eh,
¿dónde está Draco? He pensado que a Maureen tal vez le gustaría conocerle”. Los
tres rieron al mismo tiempo.
“Le ofendí y salió corriendo en busca de los demás Dragones Rojos” contestó
Isaac “Estoy seguro de que están agazapados en un rincón con sus cámaras
ocultas, tomando notas sobre todo el mundo. Hoy se han puesto sus colores, de
forma que los reconocerás enseguida”. Maureen estaba intrigada.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Quiénes son?” “Los Caballeros de los Dragones Rojos” contestó Derek, con
fingido énfasis dramático.
Paseó la vista alrededor de ella, pero no vio a nadie que encajara con aquella
descripción tan extravagante. “Los vi salir” explicó Newton “pero no sé si
presentárselos a Maureen todavía. Puede que aún no esté preparada”. “Una
sociedad muy secreta” explicó Tammy “y todos afirman descender de algún
miembro de la realeza famoso. El líder es un tipo al que llaman Draco Ormus”.
“¿Por qué me suena el nombre?” preguntó Maureen.
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Kathleen McGowan La Esperada
Señaló a una mujer atractiva, pero de aspecto arrogante, embutida en un
trabajado vestido estilo tudor. Una «M» dorada, acompañada de una perla
barroca, colgaba de una cadena que llevaba al cuello. La Multitud Transportadora
congregada a su alrededor la estaba lisonjeando.
“La mujer del centro afirma ser descendiente de María Estuardo. Como si
presintiera que hablaban de ella, la mujer se volvió en su dirección. Clavó la vista
en Maureen y la miró de arriba abajo con absoluto desprecio; luego volvió a
centrar su atención en sus secuaces”. “Puta altanera” dijo con brusquedad
Tammy “Es la cabecilla de una sociedad casi secreta que quiere restaurar la
dinastía Estuardo en la Corona británica. Con ella en el trono, por supuesto”.
Maureen estaba fascinada por la cantidad de creencias representadas en la sala,
por no hablar de las personalidades tan opuestas.
“Freud se lo pasaría en grande en este lugar” bromeó Peter. Maureen rió, pero
devolvió su atención al grupo inglés del otro lado de la sala. “¿Qué opina de ella
Sinclair? Es escocés. ¿No está emparentado con los Estuardos?” preguntó. Su
curiosidad por Sinclair era cada vez mayor, y María Estuardo era una mujer
hermosa. “Oh, sabe que está como una chota, pero no subestimes a Berry. Es
obsesivo, pero no estúpido”. “Mirad” interrumpió Derek, con su estilo juvenil y
desenfadado “Ahí van Hans y su banda de famosos. Me han dicho que Sinclair ha
estado a punto de prohibirles la entrada este año”. “¿Por qué?” Maureen se sentía
cada vez más fascinada por el Languedoc y la extraña subcultura esotérica que
había alumbrado.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Estoy segura de que sabe qué día es hoy en el calendario cristiano, ¿verdad,
padre?” Peter asintió. “Se celebra la festividad de San Juan Bautista”. “Los
verdaderos seguidores de Juan el Bautista nunca asistirían a una fiesta como ésta
en el día de su festejo” continuó Derek “Sería una blasfemia”. Tammy terminó la
explicación.
“El apellido Paschal es uno de los más antiguos de Francia. Fue un apellido
adoptado por una de las grandes familias cátaras, descendientes directos de Jesús y
María Magdalena. Casi toda la familia fue exterminada durante la cruzada contra
nuestro pueblo”.
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Kathleen McGowan La Esperada
»En la masacre de Montségur, los supervivientes fueron quemados vivos por
herejes, pero algunos escaparon, y más tarde se convirtieron en consejeros de los
reyes y reinas de Francia”.
“¿Conoce, pues, la aldea?” “Por supuesto”. La aldea había sido el lugar favorito
de Maureen de todo Versalles. Experimentó una abrumadora compasión por la
reina mientras visitaba los salones de la residencia real. Cada una de las
actividades cotidianas de María Antonieta, desde sentarse en el retrete hasta los
preparativos para acostarse, eran presenciados por nobles que ejercían de perros
guardianes. Sus hijos nacieron ante un público compuesto por nobles apretujados
en su dormitorio.
“Por eso la aldea fue construida lejos del palacio y bajo medidas estrictas de
seguridad” continuó Jean-Claude “Así celebraba María Antonieta en privado las
tradiciones del linaje. Pero otros sí lo sabían, pues en aquel palacio no había
secretos. Demasiados espías, demasiado poder en juego. Fue uno de los factores
que condujeron a la muerte de Marie... y a la revolución”.
»Los Paschal fueron leales a la familia real, por supuesto, y a menudo eran
invitados a las fiestas privadas de María Antonieta, pero la familia se vio
obligada a huir de Francia durante el Reinado del Terror”. Maureen sintió que se
le erizaba el vello de los brazos. La historia de la trágica reina austríaca siempre
había sido una fuente de intensa fascinación, y se había convertido en un
importante factor de estímulo a la hora de escribir su libro. Jean-Claude continuó.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Por supuesto. Cualquiera con ojos en la cara se daría cuenta de que usted
desciende de esa rama del linaje real. Tiene visiones, ¿no?” Maureen vaciló. No le
gustaba hablar de sus visiones, ni siquiera con sus íntimos, y aquel hombre era un
completo desconocido. No obstante, estar en compañía de otros como ella, otros
que consideraban de lo más natural tener tales visiones, era inmensamente
liberador. “Sí” se limitó a contestar.
“Muchas mujeres del linaje tienen visiones de La Magdalena. A veces, incluso los
hombres, como Bérenger Sinclair. Las tiene desde niño. Es muy corriente”. A mí no
me parece tan corriente, pensó Maureen, pero sintió curiosidad por aquella nueva
revelación. “¿Lord Sinclair tiene visiones?” A ella no se lo había dicho. Pero
tendría la oportunidad de preguntárselo en persona, pues Sinclair estaba
atravesando la sala en su dirección, disfrazado del último conde de Toulouse.
“Jean-Claude, veo que has descubierto a nuestra prima perdida”. “Oui. Hace
honor al apellido de la familia”. “En efecto. ¿Puedo robártela un momento?”
“Sólo si me permites llevarla a dar un paseo en coche mañana. Me gustaría
enseñarle algunos lugares relacionados con el apellido Paschal. No ha estado en
Montségur, ¿verdad, cherie58?” “No. Hemos visitado varios sitios con Roland esta
mañana, pero no llegamos a Montségur”. “Es suelo sagrado para los Paschal. ¿Te
importa, Bérenger?” “En absoluto, pero Maureen es perfectamente capaz de tomar
sus propias decisiones.
“Me marcho, pues quiero hacer planes para mañana”. Maureen y Sinclair
sonrieron cuando se fue. “Veo que ha impresionado mucho a Jean-Claude. No me
sorprende. Está maravillosa con ese vestido, como ya sabía que pasaría”.
“Gracias por todo”. Maureen sabía que estaba enrojeciendo, ya que no estaba
acostumbrada a tantas atenciones masculinas. Desvió la conversación hacia Jean-
Claude. “Parece muy simpático”. “Es un erudito brillante, un experto absoluto en
historia de Francia y Occitania. Trabajó durante años en la Biblioteca Nacional,
donde tuvo acceso a los más asombrosos materiales de investigación. A Roland y
a mí nos ha ayudado muchísimo”. “¿Roland?”
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Kathleen McGowan La Esperada
El trato deferente que Sinclair deparaba a su criado sorprendió a Maureen. No
parecía el típico comportamiento de un aristócrata. Sinclair se encogió de
hombros. “Roland es un hijo leal del Languedoc. Está muy interesado en la
historia de su pueblo” Tomó el brazo de Maureen y la guió a través de la sala
“Venga, quiero enseñarle algo”.
Subieron un tramo de escaleras y entraron en una pequeña sala de estar con una
terraza privada. El balcón dominaba el patio y los enormes jardines que se
extendían al otro lado. Los jardines, con sus puertas doradas en forma de flor de
lis, estaban cerrados y protegidos por guardias en ambos lados. “¿Por qué hay
tantos guardias en la puerta?” “Es mi dominio más privado, suelo sagrado. Los
llamo los Jardines de la Trinidad, y permito la entrada a muy pocos visitantes.
Créame, muchos invitados de esta noche pagarían lo que fuera por franquear esas
puertas” Sinclair se explicó.
“El baile de disfraces es una tradición, el encuentro anual que preparo para reunir
a personas que comparten un mismo interés” Indicó a los invitados del patio
“Respeto a algunos, incluso los venero. A otros los llamo amigos. Otros... Otros
me divierten. Pero a todos los vigilo con cuidado. A algunos, con mucho cuidado”
“Pensaba que le parecía interesante ver a gente que viene de todas partes del
mundo para investigar los misterios del Languedoc”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Empezó por la izquierda, y fue nombrando las artes liberales al tiempo que las
seguía con los dedos. Se detuvo en la séptima y última. “Ya hemos llegado. La
cosmología. ¿Ve algo que le parezca familiar?” Maureen lanzó una exclamación
ahogada. “¡Mi anillo!” La figura que representaba la cosmología sostenía un
disco adornado con el dibujo del anillo de Maureen. Contó las estrellas y levantó
la mano hacia la imagen. “Es idéntico, incluso en la distancia que separa del
centro a algunos círculos”. Calló un momento, y luego se volvió hacia Sinclair.
“Pero ¿qué significa todo esto? ¿Qué relación guarda con María Magdalena y
conmigo?” “Hay explicaciones espirituales y alquímicas. En relación con los
misterios de María Magdalena, creo que este símbolo aparece con frecuencia
como una pista, un recordatorio de que hemos de prestar atención a la relación
crítica entre la Tierra y las estrellas. Los antiguos lo sabían, pero nosotros lo
hemos olvidado en la edad moderna. Lo que está arriba es igual que lo que está
abajo. Las estrellas nos recuerdan cada noche que tenemos la oportunidad de
crear el paraíso en la Tierra. Creo que es eso lo que querían enseñarnos. Era su
regalo definitivo, su mensaje de amor”.
En el patio, el Padre Healy no estaba mirando los fuegos artificiales. Al menos, los
del cielo no. Su atención estaba concentrada en Bérenger Sinclair, que se hallaba
en el balcón rodeando firme y posesivamente con su brazo la cintura de la prima
pelirroja de Peter. A diferencia de Maureen, no se sentía nada cómodo, ni con
Sinclair, ni con esta gente, ni con sus planes.
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Kathleen McGowan La Esperada
... Tal vez soy la única defensora de la princesa Salomé, pero es mi deber hacerlo. Lamento
haberlo demorado tanto, porque no merecía su terrible destino. Hubo un tiempo en que
hablar de ella y de sus actos significaba la muerte, y no podía defenderla sin poner en
peligro a los seguidores de Easa y el sendero superior del Camino. Pero como muchos de
nosotros, fue juzgada por aquellos que desconocían la verdad.
Primero diré esto: Salomé me amaba, y amaba a Easa todavía más. De haber gozado de la
oportunidad, en otro tiempo, lugar o circunstancias, la muchacha podría haber sido una
verdadera discípula, una sincera seguidora del Camino de la Luz. Por ello la incluyo en el
Libro de los Discípulos, por lo que habría podido ser. Como Judas, Pedro y los demás, el
papel de Salomé estaba escrito, y pocas oportunidades tuvo de escapar de ese lugar. Su
nombre estaba grabado en las piedras de Israel, grabado en la sangre de Juan, y tal vez
también en la de Easa.
Si sus actos infantiles e impulsivos fueron fruto de su juventud, de una joven que habla
sin pensar, de ello es culpable. Pero ser recordada, insultada y despreciada como la
meretriz que ordenó la muerte de Juan el Bautista, creo que es una de las mayores
injusticias que puedo recordar.
El Día del Juicio, tal vez me perdone. Y tal vez Juan nos perdone a todos.
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Kathleen McGowan La Esperada
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Más tarde, unas voces en el pasillo la despertaron. Pensó reconocer a Tammy, que
hablaba en susurros. Le contestó una voz masculina apagada. Después oyó la
carcajada ronca, una característica de Tammy tan distintiva como sus huellas
dactilares.
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Kathleen McGowan La Esperada
Carcasona
25 de junio de 2005
Eli Wainwright había exhibido una paciencia sorprendente con los defectos de su
hijo menor. Derek carecía del ansia de aprender y la aptitud de sus hermanos,
pero había demostrado el máximo interés en un elemento vital de la vida y éxito
de su familia: ser miembro de la Cofradía de los Justos. Bautizado por primera
vez de niño, y de nuevo a los quince años tal como era tradicional en la
organización, daba la impresión de que Derek poseía una afinidad natural con la
sociedad y sus enseñanzas. Su padre lo eligió para sustituirle.
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Kathleen McGowan La Esperada
Era uno de los miembros de la Cofradía más importantes de Estados Unidos, una
organización que se extendía no sólo a lo largo y ancho del mundo occidental,
sino también a países de Asia y Oriente Próximo. La Cofradía de los Justos
contaba entre sus miembros con algunos de los hombres más influyentes del
mundo de los negocios y la política internacional.
Todos los hijos mayores de Eli se habían casado con Hijas de la Justicia, y estaban
instalados a la perfección en sus vidas de clase alta. El más joven de los
Wainwright, ya con treinta años, estaba empezando a recibir presiones para que se
comportara de manera similar. Derek no estaba interesado, aunque no se atrevía a
decírselo a su padre. Consideraba a las Hijas de la Justicia inmensamente
aburridas, con toda su inmaculada virginidad.
La idea de acostarse cada noche con alguna de aquellas princesas de hielo tan
bien educadas le provocaba escalofríos. Podría hacer lo mismo que sus hermanos
y demás miembros de la Cofradía, es decir, casarse con la adecuada y digna
madre de sus hijos, y buscarse por su cuenta alguna zorra seductora para
mantener el interés.
Pero ¿por qué apoltronarse en esta fase de su vida? Aún era joven y terriblemente
rico y tenía pocas responsabilidades. Mientras hubiera mujeres sensuales y
exóticas como Tamara Wisdom que le sedujeran, no iba a encadenarse a alguna
yegua que le recordara demasiado a su madre. Si su padre seguía convencido de
que sólo estaba interesado en la Cofradía, Derek podría evadirse de las demás
responsabilidades unos años más.
Lo que Eli Wainwright no veía, con los ojos ciegos de un padre que prefiere no
fijarse en los defectos de su hijo, era que a Derek no le atraía la filosofía de la
Cofradía, sino la mística de una sociedad al margen de la ley, los ritos, la
sensación de elitismo que proporcionaba saber secretos que habían sido
transmitidos durante siglos, protegidos por la sangre.
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Kathleen McGowan La Esperada
La verdadera atracción procedía de saber que cualquier acto repugnante de un
miembro de la Cofradía podía ser borrado y ocultado con celeridad, debido a la
red mundial de influencias. Estas cosas deleitaban a Derek, así como la forma en
que le trataban allá donde iba, debido a la riqueza y los contactos de su padre. O
al menos hasta que el ex Maestro de Justicia había muerto de manera misteriosa,
siendo sustituido por este nuevo, el fanático inglés que gobernaba la Cofradía con
mano de hierro.
59. Obnubilación: Estado de la persona que sufre una pérdida pasajera del entendimiento y
de la capacidad de razonar o de darse cuenta con claridad de las cosas.
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Kathleen McGowan La Esperada
Por fin comprendía lo que los alquimistas querían decir cuando hablaban de la
Gran Obra, la unión perfecta de un hombre y una mujer, una fusión perfecta de
cuerpo, mente y espíritu. Su sonrisa se desvaneció cuando volvió a la realidad de
lo que debía hacer aquel día.
Al principio, todo había sido muy divertido, como una gran partida de ajedrez
que se jugara de continente a continente. Enseguida se había encariñado con
Maureen. A todos les había pasado lo mismo. Para colmo, el cura no era la
persona entrometida que habían temido. Era un místico a su manera, muy lejos
del rígido dogmático que sospechaban.
Después estaba la cuestión del papel que estaba desempeñando ella. Jugar a Mata
Hari60 había sido divertido al principio, pero ahora se le antojaba repelente. Hoy
tendría que equilibrar ambos polos opuestos para obtener la información que
necesitaba y no perderse en el intento.
Tenía que alcanzar varios objetivos, por ella, por la Sociedad y por Roland. No
debes olvidar lo que de verdad importa, Tammy recordó. Si te alzas con el éxito, lo
ganamos todo, pero lo perdemos todo si fracasas. El juego había cambiado. Y se estaba
convirtiendo en algo mucho más peligroso de lo que habían previsto.
60. Mata Hari: Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata Hari, fue una famosa
bailarina, cortesana y espía neerlandesa. Con las danzas brahmánicas y orientales triunfó en Europa
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Kathleen McGowan La Esperada
Tammy dejó el cepillo y se roció las muñecas y la
garganta con una embriagadora fragancia floral,
en preparación para lo que se avecinaba. Cuando
se disponía a salir de la habitación, se detuvo ante
la asombrosa pintura que decoraba su pared.
“Esta mañana se fue temprano a Carcasona. Algo relacionado con la película que
está rodando. Sólo me dio este mensaje para usted. Ahora, mademoiselle, iré a
buscar a monsieur Bérenger, pues si la descubriera desayunando sola se
disgustaría muchísimo”
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Kathleen McGowan La Esperada
“Pueden contar la historia de nuestros antepasados mucho mejor que yo. Sería un
honor para mí enseñárselos. ¿Me permite?” Ella tomó su brazo. Bajaron la escalera
y atravesaron el atrio. Observó que la mansión estaba inmaculada, pese a los
cientos de invitados que había recibido la noche anterior. Los criados habrían
tenido que trabajar sin descanso para limpiar y sacar brillo. Un orden impecable
reinaba en el castillo.
“Anoche conoció a mucha gente. Todos ellos sostienen teorías sobre esta región y
su misterioso tesoro. Estoy seguro de que habrá escuchado muchas, que oscilan
entre lo sublime y lo ridículo”. Maureen rió. “La mayoría ridículas, en efecto”.
Sinclair sonrió.
“Todos sostienen teorías, y todos creen, al menos eso diría yo, que María
Magdalena es la reina del sur de Francia. Eso es lo único en que todos los
congregados aquí anoche coinciden”.
61. El Sanctasanctórum fue el recinto más sagrado tanto del Tabernáculo como del Templo de
Jerusalén, dos construcciones hebreas del antiguo Israel. Sanctasanctórum significa en latín
“Santo de los Santos” y hace referencia a un lugar que es sumamente santo, es decir, un
espacio santísimo.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen escuchaba con atención. Sinclair hablaba en un tono entusiasta,
impaciente. Era contagioso. “Y todos saben que existe un linaje. Un linaje real que
nace de María Magdalena y sus hijos. Pero pocos conocen toda la verdad. La
auténtica historia está reservada a los verdaderos seguidores del Camino. El
Camino tal como fue enseñado por nuestra Magdalena, el Camino tal como fue
enseñado por el propio Jesucristo”.
»Y la verdad es que María Magdalena fue madre de tres hijos”. Maureen se quedó
estupefacta. “¿Tres?” Sinclair asintió. “Muy poca gente conoce toda la historia,
porque los detalles fueron ocultados a propósito para proteger a los
descendientes. Tres hijos. Una trinidad. Y cada uno fundó una estirpe de sangre
real que cambió la faz de Europa, y por fin del mundo. Estos jardines celebran la
dinastía fundada por cada hijo. Mi abuelo los creó. Yo los he ampliado y me he
comprometido a protegerlos”.
“Rosas. El símbolo de todas las mujeres del linaje. Y lirios. El lirio es el símbolo
específico de María Magdalena. La rosa puede referirse a cualquier mujer que sea
descendiente de ella, pero en nuestra tradición sólo Ella es portadora del lirio”
Condujo a Maureen hasta la impresionante estatua, que representaba a una mujer
esbelta con el pelo suelto.
A Maureen le costó encontrar la voz. Su pregunta fue poco más que un susurro.
“¿Ésta es la hija?” “Permítame que le presente a Sara Tamar, la única hija de
Jesús y María Magdalena. La fundadora de las dinastías reales francesas. Y
nuestra mutua tatarabuela de hace mil novecientos años”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen miró la estatua antes de volverse hacia Sinclair. ”Es todo tan increíble...
Y sin embargo, no me resulta difícil aceptarlo. Tan extraño, pero parece... cierto”.
“Porque su alma reconoce la verdad”. Una paloma zureó desde los rosales como
para mostrar su acuerdo. “¿Oye las palomas? Son el símbolo de Sara Tamar,
emblemas de su corazón puro, y más tarde se convirtieron en el símbolo de sus
descendientes: los cátaros”. “¿Fue ése el motivo de que la Iglesia ordenara acabar
con los cátaros por herejes?”
“Es hora de conocer al hermano pequeño”. Maureen se dio cuenta de que Sinclair
estaba cada vez más entusiasmado, y se preguntó qué debía sentir al guardar un
secreto de tal magnitud. Pensó por un momento, algo agitada, que pronto lo
sabría por experiencia propia. Sinclair la condujo por el pasillo abovedado situado
más a la derecha hacia un jardín cuidado con primor. “Esto parece muy inglés”
observó Maureen. “Muy bien dicho, querida. Ahora le enseñaré por qué”.
La estatua de un joven de pelo largo, que sostenía un cáliz en alto, era el motivo
central de la fuente de esta parte. Agua transparente como el cristal se derramaba
del cáliz. “Yeshua David, el hijo menor de Jesús y María. Nunca conoció a su
padre, porque María Magdalena estaba embarazada de él cuando Cristo fue
crucificado. Nació en Alejandría, donde su madre y su séquito se refugiaron antes
de embarcarse rumbo a Francia”. Maureen se detuvo en seco. Se llevó una mano
al vientre sin querer. “¿Qué pasa?” “Estaba embarazada. Lo vi. Estaba
embarazada en la Vía Dolorosa y... en el momento de la crucifixión”.
“Querida, puedes confiar en mí. Habla, por favor. ¿Tuviste una visión de
Magdalena durante la crucifixión?”
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Kathleen McGowan La Esperada
Las lágrimas se derramaron, pero Maureen no sintió la necesidad de reprimirlas.
Era liberador, cuando menos, confesarse a alguien que comprendía. “Sí” susurró
“Ocurrió en Notre-Dame”. Sinclair secó una lágrima de su rostro.
“Querida, querida Maureen. ¿Sabes lo extraordinario que es?” Ella negó con la
cabeza. Sinclair continuó en voz baja. “A lo largo de nuestra historia, cientos de
descendientes han tenido sueños y visiones de Nuestra Señora, incluido yo. Pero
las visiones se detienen antes del Viernes Santo. Que yo sepa, nadie la ha visto
durante la crucifixión”. “¿Por qué es tan importante?” “La profecía”. Maureen
esperó la explicación.
“Existe una profecía que se remonta a tiempos inmemoriales. La leyenda dice que
formaba parte de un libro más voluminoso de profecías y revelaciones escrito en
griego. El libro se atribuía a Sara Tamar, de modo que habría sido un evangelio
por derecho propio. Sabemos que una princesa importante de la estirpe, Matilde
de Toscana, duquesa de Lorena, poseía el libro original cuando construyó la
abadía de Orval en el siglo once”. “¿Dónde está Orval?”
“En lo que ahora es la frontera belga. Hay varios centros religiosos muy
importantes en Bélgica que pertenecen a nuestra historia, pero Orval es el lugar
donde las profecías de Sara Tamar se guardaron durante cierto número de años.
Sabemos que el original de su libro estuvo después en posesión de los cátaros del
Languedoc algún tiempo. Por desgracia, desapareció de la historia y se sabe muy
poco de lo que fue de él. Nuestra única información sobre su contenido procede de
Nostradamus”. “¿Nostradamus?” La cabeza de Maureen daba vueltas. Pensaba
que nunca dejaría de sorprenderse de todos los hilos que iban apareciendo y de su
mutua relación.
“Sí, sí” confirmó Sinclair “Se lleva todo el mérito de sus sorprendentes visiones y
revelaciones, pero las profecías no eran de él, sino de Sara Tamar. Por lo visto,
Nostradamus tuvo acceso a una copia del manuscrito original cuando visitó
Orval. La copia desapareció poco después, de modo que extrae tus propias
conclusiones acerca de su destino”. Maureen rió.
“No me extraña que Tammy hable de él con tanto desprecio. Nostradamus era un
plagiario”. “Y muy listo. Hemos de concederle el mérito de haber creado las
cuartetas. Fueron invención suya. Se limitó a reescribir las profecías de Sara
Tamar de tal forma que disfrazaran la fuente original y provocaran el máximo
impacto en su tiempo. El viejo Michel era muy brillante, la verdad. Sus grandes
conocimientos de alquimia le concedieron la posibilidad de descodificar lo que
debió ser un documento muy complicado”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Qué dice la profecía?” Sinclair alzó la vista hacia el agua que se derramaba del
cáliz. Cerró los ojos y recitó una parte de la profecía.
“La llave que abrirá el secreto de María Magdalena. Su evangelio. Una narración
en primera persona de su vida y su época. Lo escondió utilizando un tipo de
alquimia. Sólo podrá encontrarse cuando se hayan cumplido ciertos criterios
espirituales”. Indicó la estatua del joven, y en concreto el cáliz que sostenía.
“Esto es lo que muchos han buscado durante tanto tiempo” Maureen intentaba
pensar y ordenar los numerosos pensamientos que cruzaban por su mente. El
cáliz. Y entonces comprendió. ”El cáliz que sostiene... ¿es el Santo Grial?” “Sí. La
palabra Grial procede de un antiguo término, Sangral, que significa la «Sangre de
Dios». Simboliza el linaje divino, por supuesto. Pero no sólo estaban buscando a
los hijos de dicho linaje. Casi todos los caballeros del Grial eran de la misma
estirpe, y conocían muy bien el significado de su herencia. No, estaban buscando
un descendiente concreto: una princesa del Grial, que también se conoce como la
Esperada. Es la hija que estaba en posesión de la llave que todos ansiaban”.
“Espera un momento. ¿Me estás diciendo que la búsqueda del Santo Grial era la
búsqueda de la mujer de tu profecía?” “En parte, sí. El hijo menor, Yeshua David,
fue a Glastonbury con su tío abuelo, el hombre que la historia conoce como José
de Arimatea. Juntos fundaron la primera colonia cristiana de Inglaterra. Allí
nacieron las leyendas del Santo Grial”.
Sinclair señaló otra estatua del mismo jardín, pero más alejada. Parecía un rey
blandiendo una enorme espada. “¿Por qué se conoce al rey Arturo como el que
reinó una vez y volverá a reinar? Porque desciende de Yeshua David. Cierta
nobleza inglesa desciende de él. Sobre todo escocesa”. ”Incluido tú”. “Sí, por parte
de mi madre. Pero también desciendo del linaje de Sara Tamar por parte de mi
padre, como tú”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Un pitido inoportuno le interrumpió. Maldijo, levantó el móvil, habló a toda prisa
en francés y cortó. “Era Roland. Jean-Claude ha llegado para alejarte de mí”.
Maureen no pudo disimular su decepción. Aún no quería marcharse. “Pero no he
visto la tercera parte del jardín”. Dio la impresión de que el rostro de Sinclair se
ensombreció. Algo apenas perceptible.
“Tal vez sea mejor así” dijo “Hace un día espléndido. Y eso” indicó con un
cabeceo “es el jardín del hijo mayor de la Magdalena” Contestó a la pregunta no
verbalizada de Maureen de aquella forma vaga y enigmática que parecía tan
querida por los nativos de la región.
Cuando salían del jardín, Sinclair se detuvo ante las puertas doradas de la entrada
del mismo. “El día que llegaste, me preguntaste por qué me gustaban tanto las
flores de lis. Flor de lis significa «flor del lirio» y, como ya sabes, el lirio
representa a María Magdalena. La flor del lirio representa a su progenie. Son tres,
como los pétalos de la flor”. Siguió las tres ramas con el dedo.
“La primera rama, su hijo mayor, Juan José, es un personaje muy complicado, del
cual te hablaré más cuando llegue el momento. Baste decir que sus herederos
florecieron en Italia. El pétalo central representa a la hija Sara Tamar, y esta
tercera hoja es el hijo menor, Yeshua David”.
“Y ahora es uno de los símbolos más conocidos del mundo. Se ve en joyas, ropas,
muebles. Oculto a plena vista todo este tiempo. Y la gente no tiene ni idea de lo
que simboliza”.
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Kathleen McGowan La Esperada
El Languedoc
25 de junio de 2005
“Ah, oui. Apenas se les ve, porque su trabajo consiste en que no se les vea”. Tal
vez era uno de ellos. Pero Maureen no gozó de la oportunidad de meditar sobre
los aspectos mundanos de la administración del castillo. Jean-Claude se lanzó a
relatar la leyenda de la familia Paschal, tal como él la conocía. “Su inglés es
perfecto”, observó Maureen, mientras el hombre refería algunos de los
acontecimientos históricos más complejos.
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Kathleen McGowan La Esperada
En Israel, Maureen había subido a la Montaña de Masada para ver salir el sol sobre
el Mar Muerto. Se había sentido conmovida sobremanera mientras caminaba
entre las ruinas del palacio donde, en el siglo I, varios centenares de judíos habían
preferido quitarse la vida a someterse a los opresores romanos y a una esclavitud
segura.
“¿Cuánto sabemos sobre sus prácticas? Con certeza, quiero decir. Lord Sinclair
afirma que la mayor parte de lo que se ha escrito sobre ellos no son más que
especulaciones”. “Eso es verdad. Sus enemigos inventaron muchos de los detalles
que se les han atribuido, con el fin de convertirlos en seres aún más heréticos y
monstruosos. Al mundo le da igual que extermines a parias, pero si masacras a
cristianos que, en teoría, están más cerca de Cristo que tú, tal vez te encuentres
con un problema. Por lo tanto, los historiadores de la época inventaron muchas
falacias sobre las prácticas cátaras, y también los posteriores. No obstante, ¿sabe
de lo que sí estamos seguros? La piedra angular de la fe cátara era el
padrenuestro”.
62. La Iglesia del Pater Noster: (en francés: Église du Pater Noster; en hebreo: )שבשמים אבינו כנסיית
también conocido como el santuario de Eleona (en francés: Domaine de L'Eleona), es una iglesia
católica parcialmente reconstruida ubicada en el Monte de los Olivos, al norte de las tumbas de
los profetas, en Jerusalén. Se encuentra en el sitio tradicional de la enseñanza de Cristo sobre la
Oración del Señor. (Lucas 11:2-4). Hoy en día, la tierra en que la iglesia se encuentra
formalmente pertenece a Francia.
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Kathleen McGowan La Esperada
Un hermoso claustro exterior exhibe la oración en paneles compuestos de
mosaicos, escrita en más de sesenta idiomas. Maureen había fotografiado el panel
que plasmaba la oración en una forma antigua de irlandés, para regalar a Peter la
instantánea.
“Por lo tanto, si eres la Iglesia y quieres eliminar a esa gente, no puedes permitir
que se sepa que son buenos cristianos”. “Exacto. De manera que se lanzaron
falsas acusaciones contra los cátaros para poder exterminarlos”. Jean-Claude se
detuvo cuando llegaron a un monumento situado en mitad del sendero. Era una
losa de granito grande coronada con la cruz del Languedoc.
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Kathleen McGowan La Esperada
»Como los judíos de Masada más de mil años antes, se reunieron para rezar en
comunidad con el fin de salvarse del opresor, y juraron que nunca renunciarían a
su fe. De hecho, se especuló con que los cátaros habían tomado fuerzas ‘del legado
de los mártires de Masada durante su asedio final’. Al igual que los ejércitos
romanos que eran sus antepasados, las fuerzas del Papa intentaron rendir por
hambre al enemigo, cortando todos los accesos a la comida y el agua. Esto
resultó tan difícil en Montségur como lo había sido en Masada, pues ambos
estaban situados en precario sobre colinas casi imposibles de vigilar desde todos
los ángulos. Los rebeldes de ambas culturas encontraron métodos de frustrar y
confundir a sus opresores”.
»Tras varios meses de asedio, las fuerzas papales decidieron poner fin a la
situación. Enviaron un ultimátum a los líderes cátaros. Si confesaban y se
arrepentían de su herejía ante la Inquisición, salvarían la vida. Pero en caso
contrario, todos arderían en la hoguera por insultar a la Santa Iglesia Católica.
Les concedieron dos semanas para tomar una decisión”.
»El último día, los jefes del ejército del Papa encendieron la pira funeraria y
exigieron una respuesta. El Languedoc nunca ha olvidado la que recibieron.
Doscientos cátaros salieron de la fortaleza de Montségur, vestidos con sus
sencillas túnicas y dándose las manos. Cantaron al unísono el padrenuestro en
occitano, mientras caminaban en masa hacia la pira funeraria. Murieron como
habían vivido, en perfecta armonía con la fe en Dios”.
»Las leyendas relacionadas con los últimos días de los cátaros eran abundantes,
cada una más dramática que la anterior. La más memorable hablaba de los
enviados franceses que parlamentaron con los cátaros en nombre de las tropas del
rey. Los enviados, mercenarios empedernidos, fueron invitados a quedarse dentro
de las murallas de Montségur y a escuchar las enseñanzas cátaras. Lo que vieron
en aquellos últimos días fue tan milagroso, tan asombroso, que los soldados
franceses solicitaron ser admitidos en la fe de los Puros. Sabiendo que sólo la
muerte les esperaba, los franceses tomaron el postrer sacramento cátaro,
conocido como el consolamentum63, y desfilaron hacia las llamas en compañía de
sus hermanos y hermanas recién encontrados”.
Maureen se secó una lágrima de la cara, mientras alzaba la vista hacia la montaña
y luego miraba la cruz. “¿Qué cree que fue? ¿Qué vieron los franceses, que les
animó a morir con aquella gente? ¿Alguien lo sabe?” “No” Jean-Claude meneó la
cabeza “Sólo son especulaciones. Algunos dicen que el Espíritu Santo apareció
durante los rituales cátaros y les mostró el Reino de los Cielos que les aguardaba.
Otros dicen que fue el famoso tesoro que poseían los cátaros”.
63. El Consolamentum: era el único sacramento administrado por los cátaros una especie de
bautismo, comunión y extremaunción juntas. De modo diferente que en los sacramentos de la Iglesia
Católica, este bautismo no necesitaba agua, se requerían únicamente algunas palabras y el evangelio de San
Juan. Esto se debe a que los cátaros eran seguidores de una Iglesia alternativa a la Iglesia Católica,
dualista, gnóstica sin jerarquía, que según ellos fue iniciada por San Juan y Santa María Magdalena.
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Kathleen McGowan La Esperada
La leyenda de Montségur siguió desplegándose ante Maureen mientras
continuaban subiendo por la empinada senda. “El penúltimo día del asedio,
cuatro miembros del grupo de cátaros descendieron por la muralla más precaria
del castillo y se pusieron a salvo. Se cree que recibieron información de los
enviados franceses convertidos al catarismo, los cuales murieron con los demás
al día siguiente”.
“Se llevaron con ellos el legendario secreto de los cátaros. Lo que era, sigue siendo
materia de especulación. Tenía que ser fácil de transportar, pues dos de los
elegidos para la fuga eran mujeres jóvenes, y seguramente menudas. Además,
todos estaban débiles tras meses de asedio y alimentos racionados. Algunos dicen
que se llevaron el Santo Grial, la corona de espinas, o incluso el más valioso
tesoro de la tierra, el Libro del Amor”. “¿El evangelio escrito por el propio
Jesucristo? Jean-Claude asintió.
Habían llegado a la cima de la colina, y las ruinas de lo que había sido una gran
fortaleza se extendían ante ellos. En presencia de aquellas enormes piedras, que
parecían proyectar la historia de su entorno, Maureen comprendió a la perfección
las palabras de Jean-Claude. De todos modos, estaba desgarrada entre lo que le
dictaban sus instintos y la necesidad del periodista de autentificar todos sus
descubrimientos.
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Kathleen McGowan La Esperada
herejías medievales. Ahora está considerada una de las grandes expertas en el
tema, y ha escrito uno o dos textos universitarios. ¿Sabe lo más curioso? Nunca
ha estado en Francia, ni una sola vez. Ni siquiera en París, y mucho menos en el
Languedoc. Peor todavía, no lo considera necesario”.
Maureen escuchaba mientras avanzaban entre las rocas y recorrían las magníficas
ruinas. El razonamiento de Jean-Claude la impresionó. Siempre se había
considerado una académica, pero su experiencia como reportera la había
impulsado a investigar los artículos en su entorno nativo. No podía imaginar
escribir sobre María Magdalena sin visitar Tierra Santa, y había insistido en ir a
Versalles y a la prisión de la Conserjería cuando investigaba para escribir el
capítulo sobre María Antonieta. Ahora, pese a los pocos días que había pasado en
la historia viva del Languedoc, reconocía que se trataba de una cultura que
necesitaba ser vivida.
“Por este punto escaparon los cuatro” explicó el hombre. “Imagínelo ahora. En
plena noche, cargados con las más preciadas reliquias de su pueblo, sujetas con
cuerdas a su cuerpo, debilitados después de meses de nerviosismo y hambre. Uno
de ellos es una joven y está aterrorizada, y sabe que, aunque pueda sobrevivir,
todas las personas a las que más quiere en el mundo serán quemadas vivas. Con
todo esto en su mente, la bajan por una muralla al frío y la soledad de la noche,
con bastantes posibilidades de precipitarse al vacío y morir”.
64. Tebeo: La historieta, tebeo o cómic español es una de las tradiciones de historieta más importantes a
nivel europeo, gozando de sus años dorados en los años cuarenta y cincuenta, además de un boom
entre finales de los setenta y mediados de los ochenta.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen exhaló un profundo suspiro. Era una experiencia emocionante hallarse
en un lugar donde las leyendas gozaban de vida y realidad. Jean-Claude
interrumpió sus pensamientos. “Ahora, imagine que de esto sólo sabe lo que ha
leído en una biblioteca de New Haven. La experiencia es diferente, ¿no?” Maureen
asintió. “Sin la menor duda”.
“Ah, y algo que me olvidaba. La chica más joven que escapó aquella noche es muy
posible que sea su antepasada. Más tarde adoptó el apellido Paschal. De hecho,
la llamaron la Paschalina hasta que murió”. Maureen se quedó aturdida: otra
antepasada Paschal admirable. “¿Sabe más cosas de ella?” “Muy poco. Murió en
el monasterio de Montserrat, en Cataluña, a una edad muy avanzada, y en él se
guardan todavía documentos sobre su vida. Sabemos que se casó con otro cátaro
refugiado en España y tuvieron varios hijos. Está escrito que llevó al monasterio
un regalo de incalculable valor, pero la naturaleza de ese regalo nunca se ha
revelado”.
Maureen arrancó una de las flores silvestres que crecían en las grietas de las
murallas derruidas. Caminó hasta el borde del precipicio, por donde la muchacha
cátara, que más tarde sería conocida como la Paschalina, había descendido la
montaña, la última esperanza de su pueblo. Tiró la diminuta flor púrpura por el
borde y rezó una breve oración por la mujer que tal vez había sido su antepasada.
Casi daba igual. Con la historia de aquel hermoso pueblo, y el propio regalo de la
tierra, aquel día ya la había cambiado de manera irrevocable.
“Existe la falsa idea de que los cátaros eran vegetarianos estrictos, pero comían
pescado” explicó Jean-Claude “Se tomaban al pie de la letra ciertos aspectos de la
vida de Jesús. Como Jesús dio de comer a las multitudes pan y pescado, creían que
era una indicación de que debían incluir el pescado en su dieta”. Maureen
encontró la comida muy buena, y descubrió que estaba disfrutando mucho.
Sinclair tenía razón: Jean-Claude era un historiador brillante. Ella le había
ametrallado a preguntas mientras bajaban de la montaña, y él había contestado a
todas con paciencia y asombrosa perspicacia. Cuando se sentaron a comer, ella
respondió de buen grado a las preguntas del hombre.
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Kathleen McGowan La Esperada
Jean-Claude empezó preguntándole por sus sueños y visiones. Antes, este tipo de
interrogatorio la incomodaba en grado sumo, pero estos últimos días en el
Languedoc habían abierto su mente al respecto. Aquí, aquel tipo de visiones se
consideraban normales, un hecho más de la vida. Era un alivio hablar de ellas con
esta gente. “¿Tenía visiones de niña?” quiso saber Jean-Claude. Maureen negó con
la cabeza. “¿Está segura?” “Si las tuve, no me acuerdo. Las primeras que recuerdo
son las que tuve en Jerusalén. ¿Por qué lo pregunta?” “Simple curiosidad.
Continúe, por favor”.
Maureen se explicó con más detalle, mientras Jean-Claude parecía escuchar con
mucha atención, y de vez en cuando intercalaba alguna pregunta. Su interés
aumentó cuando ella describió la visión de la crucifixión que la había asaltado en
Notre-Dame. Maureen se dio cuenta. “Lord Sinclair también pensó que esa visión
es significativa”. “Lo es” asintió Jean-Claude “¿Le habló de la profecía?” “Sí, es
fascinante, pero me preocupa un poco que piense en mí como la Esperada de la
profecía. Para que luego hablen del miedo a salir a escena”. El francés rió.
“¿Le ocurrió algo extraño anoche, después de la fiesta? ¿Algo que considerara
poco común? ¿Algún sueño nuevo?” Maureen meneó la cabeza. “No, nada. Estaba
agotada y dormí muy bien. ¿Por qué?” Jean-Claude se encogió de hombros y
pidió la cuenta. Cuando habló, fue casi como si lo hiciera para sí. “Bien, eso reduce
las posibilidades”. “¿Qué posibilidades?”
“Pues que si piensa dejarnos pronto, tendremos que ver qué podemos hacer para
decidir si es la descendiente de la Paschalina, si en verdad es la Esperada que nos
conducirá hasta el gran tesoro secreto”. Guiñó un ojo a Maureen, mientras le
retiraba la silla y se preparaban para abandonar el suelo sagrado de Montségur.
“Será mejor que volvamos, antes de que Bérenger pida mi cabeza”.
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... ¿Cómo empiezas a escribir sobre una época que cambia el mundo?
He esperado tanto porque siempre he temido que este día llegaría y tendría que revivirlo
todo de nuevo. Lo he visto en mis sueños todos estos años, una y otra vez, pero llega sin
permiso para atormentarme. Nunca he deseado devolverlo a la vida con una intención
concreta. Pues si bien he perdonado a todos los que participaron en el sufrimiento de Easa,
el perdón no ha traído el olvido.
Pero así debía ser, porque soy la única que queda capaz de contar lo que pasó en realidad
durante aquellos días de oscuridad.
Hay quienes dicen que Easa lo planeó desde el primer momento. Esto no es cierto. Fue
planeado para Easa, y lo vivió debido a su obediencia a Dios. Bebió del cáliz que le
sirvieron con una valentía y un talante que nunca más se ha visto, salvo en su madre. Sólo
su madre, María la Mayor, oyó la llamada del Señor con la misma claridad, y sólo su
madre respondió a esa llamada con idéntico coraje.
Los demás nos conformamos con aprender de la gracia de ambos.
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Kathleen McGowan La Esperada
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Carcasona
25 de junio de 2005
“Bromea lo que quieras, pero estos tipos no juegan”. Se pasó el dedo índice de un
lado a otro de la garganta. “No hablarás en serio”. “Pues sí. El castigo por revelar
secretos de la Cofradía a alguien que no pertenece a ella es la muerte”. “¿Ha
ocurrido alguna vez o es el hombre del saco que se han inventado para aumentar
la mística de sociedad secreta y controlar a sus miembros?”
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Kathleen McGowan La Esperada
Al final, la combinación de alcohol y su deseo largamente frustrado de poseerla
habían conseguido que revelara el lugar donde se hallaba su sede: en las afueras
de Carcasona. O al menos eso creía ella. Derek incluso se había ofrecido a
enseñarle el sanctasanctórum hoy. Pero Tammy no quería llevar sobre su
conciencia las siniestras consecuencias de su indiscreción, si es que éstas eran
ciertas.
La guió hasta una casita alargada que había detrás de la iglesia, sacó una llave del
bolsillo y abrió la puerta. El exterior vulgar del edificio no preparó a Tammy para
el tamaño y la ornamentación del Salón de la Cofradía. Era lujoso, dorado, y las
paredes estaban cubiertas hasta el último centímetro cuadrado de obras de arte...,
y cada una era la copia de un cuadro de Leonardo da Vinci. En la pared opuesta,
el primer espacio que se veía al entrar en la sala, dos versiones del San Juan
Bautista de Leonardo colgaban una al lado de la otra.
“Dios mío” susurró Tammy “Así que es verdad. Leonardo era un juanista. Un
absoluto hereje”. Derek rió. “¿Según qué normas? En lo tocante a la Cofradía, los
«cristianos» que siguen a Cristo son los verdaderos herejes. Nos gusta llamarle el
Usurpador y el Sacerdote Malvado”
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Derek abarcó el cuadro con un ampuloso ademán y habló de una forma que
Tammy nunca le había oído “Leonardo da Vinci era el Maestro de Justicia de su
tiempo, el líder de nuestra Cofradía. Creía que sólo Juan el Bautista era el
verdadero Mesías, y que Jesús le despojó de este puesto mediante la manipulación
de las mujeres”. “¿La manipulación de las mujeres?” Derek asintió.
“¿Crees eso? Maldita sea, Derek, ¿hasta qué punto estás metido en esta filosofía?
¿Cómo has podido ocultarme este secreto?” Él se encogió de hombros. “Los
secretos es lo nuestro. En cuanto a la filosofía, me educaron para creer en ella y
estudié los textos secretos durante años. Es muy convincente”. “¿A qué te
refieres?” “Al material que se halla en nuestra posesión. Lo llamamos El libro
verdadero del Santo Grial. Ha pasado de generación en generación desde la época
de Roma, transmitido por seguidores de Juan el Bautista. Describe con todo lujo
de detalles los acontecimientos que rodearon su muerte. Te parecería fascinante”.
“¿Puedo verlo?” “Te conseguiré una copia. Tengo una en la habitación de mi
hotel”. Había algo más que una leve insinuación en esta última frase.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Qué significa eso?” preguntó Tammy, ”Lo he visto antes, en el Juan el Bautista
que hay en el Louvre. Supuse que era una referencia al cielo”. Derek rió con
fingida decepción. “Vamos, vamos, Tammy. Deberías saber que Leonardo siempre
era sutil. Lo llamamos el gesto de «Acordaos de Juan», y posee múltiples
significados. En primer lugar, si miras con atención, los dedos forman la «J» de
Juan. El dedo índice derecho alzado también representa el número uno. De forma
que el gesto, en su conjunto, significa «Juan es el primer Mesías». Ah, y hay otra
cosa más importante acerca del gesto de «Acordaos de Juan», y es la reliquia”.
“¿Tenéis una reliquia de Juan?” Derek sonrió con malicia. “Ojalá estuvieran aquí
para poder enseñártelas, pero el Maestro de Justicia nunca las suelta. Tenemos
las falanges del dedo índice derecho de Juan, el mismo dedo utilizado para hacer
el gesto que ha sido nuestra contraseña en público durante mil años. Permitía a
caballeros y nobles reconocerse mutuamente con discreción en la Edad Media, y
aún lo utilizamos hoy. Usamos el dedo de Juan en nuestras ceremonias
iniciáticas. Y también la cabeza”. Eso llamó la atención de Tammy.
“¿Tenéis la cabeza de Juan?” Derek rió. “Sí. El Maestro de Justicia le saca brillo
cada día. Es la gran atracción de todos los ritos de la Cofradía”. “¿Cómo sabes
que es la auténtica?” “La tradición. Ha sido transmitida desde tiempo
inmemorial. Hay una gran historia detrás, pero dejaré que la leas en ‘El libro
verdadero del Santo Grial’. Bien, a propósito del dedo índice: si te fijas, aparece
en todos estos cuadros”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Tammy estaba conmocionada por aquella nueva y sorprendente interpretación de
una de las imágenes más famosas del mundo. No pudo contener su siguiente
pregunta. “Supongo que no creerás que María Magdalena está sentada al lado de
Jesucristo en La Última Cena”. Derek escupió en el suelo a modo de respuesta.
“Esto es lo que pienso de esa teoría, y de todos quienes la creen”.
Derek desechó con un ademán La Última Cena, pero aún no había terminado la
lección de historia del arte. Condujo a Tammy hasta la pared larga que albergaba
las dos versiones de la famosa Virgen de las Rocas, y señaló en primer lugar el
lienzo de la derecha.
“Todo el mundo cree que es María, pero se equivocan. El título original del cuadro
era la ‘Madonna de las Rocas’, no la ‘Virgen de las Rocas’. Fíjate bien. Es Isabel,
la madre de Juan el Bautista”. Tammy no se quedó muy convencida.
“¿En qué te basas para afirmar eso?” “En primer lugar, la tradición de la
Cofradía. Lo sabemos” replicó con seguridad teñida de arrogancia. “Pero la
historia del arte nos respalda. Leonardo se peleó con la Fraternidad por el pago
de este cuadro, de modo que se vengó haciéndoles creer que les entregaba la escena
tradicional que habían encargado. Pero en realidad pintó una versión de toda
nuestra filosofía que era como una bofetada en plena cara. Era travieso y
juguetón. Gran parte del arte de Leonardo consistía en tomar el pelo a la Iglesia y
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Kathleen McGowan La Esperada
salirse con la suya, porque era mucho más inteligente que los estúpidos papistas
de Roma”. Tammy intentó disimular la sorpresa que le causaba el fanatismo de
Derek. Nunca había conocido esta faceta de él, que cada vez la incomodaba más.
Pero el peor estigma para su reputación llegó cuando adoptó a un niño de diez
años como aprendiz, que permaneció con él durante largo tiempo. Si bien la vida
personal de Leonardo fue escandalosa con frecuencia, se libró de problemas con
las autoridades porque pintaba para la Iglesia y contaba con la protección de otros
mecenas, que solicitaban favores por su mediación.
“Siempre que se veía obligado a pintar a una mujer, como la Mona Lisa, la
convertía en una especie de chiste, sólo para divertirse. Era su forma de superar la
aversión a pintar temas que no le apetecían”.
Derek se volvió hacia la Madonna de las Rocas. “La única mujer a la que respetaba,
por lo que sabemos, era Isabel, la madre y mujer perfecta. La verdadera Madonna.
Aquí está con el brazo alrededor de un niño, su hijo. Es Juan, no cabe la menor
duda”. Tammy asintió. Estaba claro que el niño refugiado en los brazos de la
mujer era Juan el Bautista.
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“Ahora, mira la mano izquierda de Isabel. Está apartando a Cristo, para
demostrar que es inferior a su hijo. Leonardo llega incluso a situar a Jesús por
debajo de Juan para demostrar su inferioridad. Y mira los ojos del arcángel Uriel.
¿A quién está mirando con adoración? Tammy contestó con sinceridad “A Juan el
Bautista, sin duda” ¿Lo ves en la primera pintura? Está señalando a Juan, pero
también está haciendo el símbolo de «Acordaos de Juan».
Tammy enarcó una ceja. “¿Qué significa eso?” Derek sonrió con astucia y se
acercó más a ella. “Las mujeres deberían saber cuál es su lugar, y éste no es otro
que ser obedientes y sumisas con los hombres en el curso de sus vidas. Pero no es
tan horrible como suena. En cuanto son madres, se ganan el título de «Isabel» y
son tratadas como reinas. Deberías ver los diamantes que mi padre regaló a mi
madre por cada hijo que tuvo. Créeme, si supieras cómo fue su vida plena de
privilegios, no sentirías compasión por ella”.
“¿Tú apoyas la idea de que las mujeres han de ser dóciles?” Tammy no cedió
terreno, pues no quería que se notara su creciente nerviosismo. “Como ya he
dicho, me educaron así. Ya me va bien”. Se encogió de hombros. Ella meneó la
cabeza, y después se puso a reír, una mezcla de ironía y nerviosismo.
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“¿Qué pasa?” preguntó Derek. “Estaba pensando en esta sala, con las herejías de
Da Vinci, y en la sala de Sinclair y las herejías de Botticelli. Es una especia de
«Lucha a muerte en el Renacimiento», Leonardo frente a Sandro”. Derek no rió.
“Vamos, ¿no sabías que Juan tuvo un hijo? Los descendientes de Juan fundaron la
Cofradía. Bien, es una larga historia, porque al final la mitad se vendieron a los
papistas y a los seguidores de Cristo, como los Médicis”. Hizo una mueca cuando
mencionó el nombre de la primera familia histórica de Italia.
Tammy insistió en comer antes de regresar al hotel de Derek, y pidió una botella
del vino color rubí del Pays d'Oc. Le había visto ingerir fármacos para combatir la
resaca, y albergaba una mínima esperanza de que, combinados con el vino,
transformaran a Derek en un ser más dócil, o le sumieran en la inconsciencia.
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Durante la comida, Derek confesó a Tammy que le estaba contando secretos de la
Cofradía porque quería que los aireara en letra impresa y en una película. Nunca
podría hablar en público de ello (sus propósitos eran muy concretos, pero no
estaba loco), pero quería que alguien revelara la verdad de la Cofradía.
“Pero ¿por qué?” preguntó Tammy. Para ella, carecía de sentido. Derek estaba
metido hasta el cuello en la Cofradía, y la influencia de su doctrina en él era más
que notable. La Cofradía era responsable en parte de la riqueza de su familia. ¿Por
qué se volvía Derek contra ellos? “Escucha, Tammy” susurró, al tiempo que se
inclinaba hacia ella sobre la mesa, “Quiero contarte muchas cosas, cosas
relacionadas con delitos graves. Incluido el asesinato. Pero no puedes decir a
nadie que he sido yo, de lo contrario soy hombre muerto”. “Aún no lo entiendo”
contestó ella “¿Por qué traicionas a una organización tan importante para ti y
para tu familia?” “El nuevo Maestro de Justicia” replicó con rabia Derek.
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Tammy intentó no despertar a Derek mientras recogía sus cosas. Necesitaba salir
cuanto antes de allí, ardía en deseos de volver a la seguridad del castillo y tomar
una ducha muy larga. Se preguntó si lograría eliminar el hedor de estos fanáticos
de la Cofradía que impregnaba su piel.
Por suerte, había evitado el peor desenlace posible. Había calculado bien: el
consumo de fármacos, combinado con el vino y el agotamiento, habían hecho que
Derek perdiera el sentido en cuanto regresaron a la habitación de su hotel. Al
principio, había sido difícil. Las manos de Derek no le concedieron tregua cuando
llegaron a su habitación, pero Tammy le recondujo con habilidad hacia su
obsesión evidente: derrotar a su rival, John Simon Cromwell. Subrayó que necesitaba
la máxima información posible si iba a ser su socia en un juego tan peligroso.
Derek reveló lo que había prometido, y algo más: documentos, secretos y la
descripción horriblemente gráfica de un brutal asesinato cometido en Marsella
años antes.
Tammy había necesitado hacer un gran esfuerzo para no vomitar cuando Derek
describió la ejecución de un hombre del Languedoc, dos años antes. Habían
decapitado y mutilado a la víctima, el dedo índice derecho seccionado como
símbolo de la venganza de la Cofradía. Saber que semejante acto se había llevado
a cabo le resultaba aborrecible, pero conocer quién había sido el muerto: el ex
Gran Maestre de la Sociedad de las Manzanas Azules, hacía que para Tammy
todo fuera aún más horrible. No podía permitir que Derek supiera que estaba
enterada del crimen. Había procurado mostrarse lo más inexpresiva posible.
Se estaba esforzando por recogerlo todo y salir con sigilo de la habitación, cuando
derribó con estrépito una lámpara de mesa. Oyó que Derek se removía y maldijo
su torpeza. “Eh” gruñó el hombre, atontado. “¿Dónde vas?” “Ha llegado el coche
de Sinclair para llevarme a Arques. He de volver para cenar esta noche con
Maureen”. Derek intentó incorporarse, se agarró la cabeza y gimió. Se derrumbó
de nuevo en la cama.
“Ah, Maureen” dijo. “Maldita sea, casi me olvido de decírtelo”. Tammy se quedó
petrificada. “¿Qué?” “Puede que hoy tenga problemas”. “¿Cómo?” “Hoy ha ido de
paseo con Jean-Claude de la Motte, ¿verdad?” Tammy asintió, mientras intentaba
deducir algo de sus palabras. Derek rodó sobre su espalda y se estiró con
languidez.
“Despierta, nena. Jean-Claude es uno de los nuestros. O quizá debería decir uno
de ellos. Es el brazo derecho de ese chiflado Maestro de Justicia, y el jefe de
nuestra sección francesa. Lo ha sido desde que era joven. Su verdadero nombre no
es ni siquiera Jean-Claude, sino Jean-Baptiste”.
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Hizo una pausa para reír esta pequeña broma antes de continuar. “Pero no creo
que le haya hecho nada. Todavía. Están demasiado interesados en si encuentra o
no el supuesto tesoro durante su estancia. Y ambos sabemos que esa posibilidad
tiene un límite de tiempo”.
Derek bostezó. “Porque quieren que les conduzca hasta el libro de la Magdalena
de una vez por todas, y así poder destruirlo. Después tu amiga será historia antes
de que tenga la oportunidad de escribir al respecto”. “¿Por qué me cuentas todo
esto?” preguntó Tammy con cautela. “Porque quiero que Jean-Baptiste se hunda
con su líder, y me imagino que cuando tu Gran Maestre Sinclair se entere de que le
han engañado, eliminará a ese gabacho entrometido y yo me quedaré contento”
Tammy tuvo ganas de chillar, tuvo ganas de decirle que Sinclair y los demás
miembros de la organización no eran como Derek y los sembradores de odio de
su Cofradía. Pero no iba a decir nada hasta que saliera sana y salva por la puerta.
Pero Derek aún no había terminado. “Entretanto, digamos que yo en tu lugar
sacaría a esa pelirroja del Languedoc lo antes posible”.
Tammy se volvió hacia la puerta, y luego se detuvo. Tenía que hacer una última
pregunta, tenía que saber hasta qué punto la había engañado Derek durante todos
esos años. “¿Qué sientes al respecto?” preguntó en voz baja. “Todo me da igual,
en realidad” contestó él en tono aburrido, más que dispuesto a volver al sopor
inducido por el vino.
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Rió un segundo y rodó de costado. Luego se incorporó sobre un codo y la miró.
“Lo más divertido es que nadie quiere esos pergaminos. El Vaticano no desea
reconocerlos debido al contenido, ni tampoco las principales corrientes
cristianas. Los historiadores no los quieren, porque todos los académicos y
estudiosos de la Biblia quedarían como idiotas. Por lo tanto, existen muchas
posibilidades de que nuestros enemigos los entierren antes de que la gente se
entere de su existencia. Eso nos ahorrará el problema de saber qué hacer con ellos.
Yo lo veo así”.
Bostezó de nuevo, como si el tema fuera demasiado prosaico para concederle más
importancia, y se tendió de nuevo. “Los despreciamos porque sabemos que
contienen mentiras sobre Juan el Bautista” añadió. “Y porque los escribió una
puta”.
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Maureen dio las gracias a Roland y se retiró a su habitación. Antes se detuvo ante
la puerta de Peter y llamó con los nudillos, pero nadie contestó. Giró el pomo
dorado, empujó la puerta con suavidad y asomó la cabeza en el interior. Sus cosas
estaban colocadas pulcramente al lado de la cama: la Biblia forrada de cuero y el
rosario de cuentas de cristal. Pero él no estaba.
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Una mañana, durante su visita a Tierra Santa, Maureen había subido a las
escarpadas montañas de la región del Mar Muerto, y seguido la senda rocosa y
serpenteante junto con un puñado de turistas. No estaba segura de qué la había
impulsado a emprender aquella agotadora ascensión. Incluso a una hora tan
temprana, el calor era agobiante. Los otros visitantes eran judíos, y para ellos
debía tratarse de un peregrinaje emotivo. Maureen no podía alardear de herencia
o religión semejantes.
Al llegar a la cumbre exploró los restos de lo que había sido una gran fortaleza,
deambuló entre los salones en ruinas y los muros derruidos. Al tratarse de un
espacio muy amplio, pronto se encontró sola, separada de los demás peregrinos,
que estaban explorando otros espacios del recinto sagrado.
Reinaba una quietud absoluta en aquel lugar, un calmo silencio que era una ruina
en sí mismo, tan tangible como las piedras. Estaba inmersa en aquella sensación
mientras miraba casi ausente las ruinas de un mosaico romano. Entonces la vio.
Sucedió con suma rapidez, sin previo aviso, como sus demás visiones. No podía
recordar cómo había sabido que la niña estaba allí, sólo supo que había una
presencia cercana. A unos tres metros de distancia, una niña que no tendría más
de cuatro o cinco años estaba mirándola con sus enormes ojos oscuros. Su ropa
estaba raída y desgarrada. Las lágrimas se mezclaban con el barro que manchaba
su cara.
No habló, pero en aquel momento Maureen supo que la niña se llamaba Hannah,
y que había presenciado acontecimientos que ningún niño debería padecer.
Maureen también sabía que, de alguna manera, la niña había sobrevivido a la
indecible tragedia de Masada. Abandonó este lugar y se llevó con ella la historia
de lo ocurrido. Ése era su legado, divulgar la verdad de lo ocurrido a su pueblo.
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Ignoraba cuánto rato hacía que la niña había aparecido ante ella. Sus visiones
parecían ser ajenas al transcurrir del tiempo. ¿Fueron minutos? ¿Segundos?
¿Eternidades? Más tarde, Maureen habló con uno de los guías israelíes de Masada.
Era joven y franco, y se sorprendió a sí misma refiriéndole el encuentro con la
niña. El joven se encogió de hombros y dijo que no consideraba increíble o
anormal ver algo así en un lugar tan cargado de emociones. Explicó que corrían
leyendas sobre los supervivientes de Masada, una mujer y varios niños que se
escondieron en una cueva y lograron escapar, y que se llevaron la verdadera
historia y la conservaron a su manera. Maureen creía que la pequeña Hannah era
uno de esos niños.
Desde aquel día se había preguntado muchas veces por qué había tenido la
visión, por qué le había pasado a ella. Se consideraba indigna de aquel honor, de
un encuentro tan profundo con la historia sagrada del pueblo judío. Pero después
de la experiencia en Montségur, todo comenzaba a formar un delicado dibujo que
Maureen estaba empezando a comprender por fin.
Tammy entró corriendo en el castillo, con la esperanza de no cruzarse con nadie antes
de tomar una ducha. Estaba agotada, y sentía sucio hasta el último centímetro de su
cuerpo. Pero la soledad no le iba a ser concedida. Roland la interceptó cuando llegó a
la puerta de su habitación. La abrió para dejarla pasar. “¿Te encuentras bien?”
preguntó con semblante grave. “Estoy bien”. Había ensayado un discurso durante el
trayecto de vuelta, pero una sola mirada al enorme occitano bastó para derretir su
corazón. Experimentó un enorme alivio al encontrarse con él, de forma que se arrojó
entre sus brazos y lloró. Roland se quedó estupefacto. Nunca había observado el
menor signo de vulnerabilidad en aquella mujer.
“¿Qué ha pasado, Tamara? ¿Te ha hecho daño? Tienes que decírmelo”. Tammy
intentó serenarse. Dejó de llorar y miró a Roland. “No, no me ha hecho daño, pero...”
“¿Qué ha sucedido?” Ella tocó su rostro, el rostro anguloso y masculino que estaba
empezando a amar. “Roland” susurró. “Roland... Tenías razón en lo referente a la
identidad del asesino de tu padre. Creo que ahora puedo demostrarlo”.
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Kathleen McGowan La Esperada
... Easa era el hijo de la profecía, todo el mundo lo sabía. Y la profecía significaba un
destino que debía cumplirse de la manera exacta. Easa lo hizo. No por cubrirse de gloria,
sino para que los hijos de Israel comprendieran y abrazaran mejor su papel de Mesías.
Cuanto más se adaptara la existencia de Easa a la naturaleza exacta de la profecía, más
fuerte sería la gente cuando él se hubiera marchado.
Pero pese a todo eso, no esperábamos que sucediera de esa forma.
Easa entró en Jerusalén a lomos de un asno, fiel a las palabras del profeta Zacarías acerca
de la llegada del ungido. Le seguimos con palmones y cantando hosanas. Una gran
muchedumbre se congregó cuando entramos en Jerusalén, y una sensación de alegría y
esperanza impregnaba el aire. Muchos nos seguían desde Betania, y salieron a nuestro
encuentro los compatriotas de Simón, los zelotes. Hasta representantes de un movimiento
muy solitario de esenios habían abandonado su morada del desierto para acompañarnos en
este día triunfal.
Los hijos de Israel se regocijaban de que este elegido hubiera venido para liberarlos de
Roma y del yugo de la opresión, la pobreza y la miseria. Este hijo de la profecía se había
hecho hombre y era un mesías. Había fortaleza en nuestros corazones, y en nuestras filas.
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Kathleen McGowan La Esperada
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Peter no se sentía nada molesto por una discusión que había sostenido cientos de
veces. Su respuesta sorprendió a sus presuntos antagonistas. “No cejen en su
empeño. Recuerden que ni siquiera nosotros sabemos con seguridad quiénes
escribieron esos cuatro evangelios. De hecho, sólo estamos seguros hasta cierto
punto de que no fueron escritos por Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Debieron ser
atribuidos a los evangelistas en algún momento del siglo dos, y algunos dirían
que ni siquiera eso se acerca a la verdad. Además, incluso con la escasa
documentación que posee el Vaticano, no podemos asegurar en qué idioma
estaban escritos los evangelios”.
Tammy se quedó patidifusa. “Pensaba que estaban escritos en griego”. Peter negó
con la cabeza. “Las primeras versiones que tenemos están en griego, pero deben de
ser traducciones de textos más antiguos. No estamos seguros”. “¿Por qué es tan
importante el idioma original?” preguntó Maureen.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Porque el idioma original es la primera indicación de la identidad y el origen
geográfico del autor” explicó Peter. “Por ejemplo, si los evangelios originales
hubieran sido escritos en griego, eso indicaría que los autores eran helenizantes,
una influencia griega reservada para la élite, para los cultos e ilustrados. Por
tradición, no pensamos en los apóstoles así, de modo que esperamos otra cosa,
una lengua vernácula como el arameo o el hebreo. Si estuviéramos seguros de que
los originales estaban escritos en griego, deberíamos investigar quiénes eran los
primeros seguidores de Jesús”.
“Pero, entonces, ¿qué sabemos con certeza sobre esos cuatro evangelios?”
Maureen se sentía intrigada por la conversación. En el curso de sus
investigaciones, no había podido permitirse el lujo de profundizar en los temas
relativos a la historia del Nuevo Testamento. Se había concentrado en los pasajes
sobre María Magdalena.
“Sabemos que Marcos fue el primero” contestó Peter “y que el de Mateo es una
copia casi exacta del de Marcos, con casi seiscientos párrafos idénticos. El de
Lucas también es muy parecido, aunque el autor aporta algunos datos que no se
encuentran en Marcos y Mateo. No obstante, el Evangelio de Juan es el más
misterioso de los cuatro, pues adopta una postura política y social muy diferente
de la de los otros tres”.
“Sé que hay quienes creen que María Magdalena escribió el cuarto evangelio, el
que se atribuye a Juan” añadió Maureen. “En el curso de mi investigación,
entrevisté a un erudito muy brillante que afirmó eso. No es que esté de acuerdo
con él, pero la idea me parece fascinante”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Era un tema que la apasionaba, y había sostenido muchas discusiones similares
durante su vida. “No quieren conocer esta historia, sólo quieren creer a ciegas lo
que la Iglesia les dice. O lo que les dicen los curas”.
Peter replicó con pasión. “No, no. No lo entiende. No se trata de ceguera, sino de
fe. Para la gente de fe, los hechos no importan. No cometa el error común de
confundir fe con ignorancia”. Sinclair lanzó una risita burlona. “Hablo en serio”
continuó Peter. “La gente de fe cree que el Nuevo Testamento fue inspirado por
Dios, por lo tanto, da igual quién escribió los evangelios o en qué idioma. Los
autores fueron inspirados por Dios. Y quien tomó la decisión de compilar los
evangelios en los concilios de Constantinopla o Nicea también estaba inspirado
por Dios. Etcétera, etcétera. Es una cuestión de fe, y ahí no hay espacio para la
historia. Ni se puede discutir. La fe es algo que no puede ser discutido”.
“¿De veras? No lo había oído nunca. ¿Esa idea no le molesta?” “En absoluto”
replicó Peter. “La importancia de las mujeres en la Iglesia primitiva, así como en
la propagación del cristianismo, es algo que no se puede negar. Tampoco sería
deseable, cuando pensamos en grandes mujeres como Clara de Asís, que mantuvo
cohesionado el movimiento franciscano después de que Francisco muriera tan
joven”. Peter contempló los rostros asombrados de Sinclair y Tammy. “Lamento
arruinar una discusión tan perfecta, pero estoy de acuerdo con la idea de que
María Magdalena merece el título de «Apóstol de los apóstoles»”.
“¿De veras?” preguntó Tammy con incredulidad. “Desde luego. En los Hechos de
los Apóstoles, Lucas explica las condiciones exigidas para ser apóstol: haber sido
discípulo de Jesús en vida de éste, haber sido testigo de su crucifixión y su
resurrección. Si nos lo tomamos al pie de la letra, sólo hay una persona que
cumple esas condiciones: María Magdalena. Los apóstoles varones no
presenciaron la crucifixión, lo cual es ciertamente vergonzoso. María Magdalena
es la primera persona a la que se aparece Jesús cuando resucita”.
Maureen intentaba contener las carcajadas al ver las caras de Sinclair y Tammy.
Estaban estupefactos por la demostración de inteligencia y personalidad de Peter.
Su primo continuó. “Las únicas otras personas que encajan con la descripción de
los apóstoles son otras Marías: la Virgen María, así como María Salomé y María
la de Santiago, las cuales estuvieron presentes en la crucifixión y en el sepulcro el
día de la resurrección”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Cuando Peter miró a Maureen, ésta ya no pudo contenerse más. Su carcajada
resonó en la habitación. “¿Qué pasa?” preguntó Peter con malicia. “Lo siento” se
disculpó ella, y levantó al instante su vaso de vino para dar un sorbo y ocultar su
expresión risueña. “Es que... Bien, Peter suele sorprender a la gente, y a mí
siempre me divierte ser testigo”.
Sinclair asintió. “Admito que no es usted como había supuesto, Padre Healy. “¿Y
qué suponía, Lord Sinclair?” preguntó Peter. “Bien, con las debidas disculpas,
esperaba una especie de perro guardián de la Iglesia romana. Alguien inmerso en
dogma y doctrina”. Peter rió. “Ay, Lord Sinclair, pero ha olvidado algo muy
importante. No sólo soy un sacerdote, soy jesuita. E irlandés, encima”. “Touché,
Padre Healy”.
»Pues aún en el caso de que los autores de los evangelios manipularan los hechos,
no habrían alterado el elemento más importante de la resurrección de Jesús: que
se apareció primero a María Magdalena. No se aparece a los apóstoles varones,
se aparece a ella. Por lo tanto, creo que los autores de los evangelios no tuvieron
otra alternativa que escribir esto porque era la verdad”.
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Kathleen McGowan La Esperada
La admiración de Tammy por Peter estaba aumentando, y se reflejaba en su
expresivo rostro. “¿Quiere decir que está dispuesto a explorar la posibilidad de
que María Magdalena haya sido el discípulo más importante de Jesús? ¿O que
haya sido incluso más que eso?” Peter la miró con gran seriedad. “Estoy
dispuesto a explorar cualquier cosa que nos acerque a una sincera comprensión de
la naturaleza de Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador”.
Fue una estupenda velada para Maureen. Peter era la persona en quien más
confiaba, pero había llegado a admirar a Sinclair y le consideraba fascinante. El
que su primo hubiera encontrado un terreno común con el excéntrico escocés le
causaba un profundo alivio. Tal vez podrían trabajar juntos para analizar las
extrañas circunstancias de las visiones de Maureen.
Al terminar la cena, Peter, que había pasado el día explorando la región a solas,
alegó cansancio y se excusó. Tammy hizo un comentario acerca de que debía
efectuar unos retoques en el guión de su documental y le imitó. Sinclair y
Maureen se quedaron solos. Animada por el vino y la conversación, acorraló a
Sinclair.
“Creo que ha llegado el momento de que cumplas tu promesa” dijo. “¿De qué
promesa hablas, querida?” “Quiero ver la carta de mi padre”. Sinclair meditó
unos momentos. Tras una breve vacilación, se rindió. “Muy bien. Acompáñame”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen se acercó a la pintura con reverencia, y admiró el sentido artístico y el
color utilizados por el pintor inglés del siglo XIX Frank Cadogan Cowper, el
creador de aquella obra maestra.
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“¿Crees que se avecina una secuela, querida?” bromeó Sinclair. “Creo que se
avecinan dos décadas de investigación, como mínimo. Estoy fascinada. Ardo en
deseos de ver adónde me conduce todo esto”. “Sí, pero antes hay que examinar un
capítulo de tu propia vida”. Maureen se puso tensa. Le había suplicado este
momento, había insistido. Era el motivo de que hubiera ido a Francia. Pero ahora
no estaba segura de querer saber.
“¿Te encuentras bien?” Él parecía muy preocupado. Ella asintió. “Estoy bien. Es
que ahora que estoy aquí... Me siento nerviosa, eso es todo”. Sinclair indicó una
silla, y Maureen se sentó, agradecida. El hombre abrió un archivador empotrado
con otra llave y extrajo una carpeta. “Descubrí esta carta en los archivos de mi
abuelo, hace años” explicó a Maureen mientras andaba. “Cuando me informaron
sobre tu obra y vi tu fotografía con el anillo, se dispararon timbres de alarma en
mi cabeza. Sabía que en Francia había descendientes de los Paschal, pero también
me acordaba de que, en otro tiempo, hubo un Paschal importante en Estados
Unidos. No recordaba por qué, hasta que descubrí esta carta”.
Le ruego que me disculpe, pero no tengo otra persona a la que acudir. Me han dicho que
posee usted extensos conocimientos sobre los asuntos espirituales. Que es usted un
verdadero cristiano. Eso espero. Pues desde hace muchos meses estoy atormentado por
pesadillas y visiones de Nuestro Señor en la cruz. He sido visitado por Él y me ha dado su
dolor.
Pero no escribo por mí. Escribo por mi hijita, mi Maureen. Grita por las noches y me habla
de las mismas pesadillas. Es poco más que un bebé. ¿Cómo puede ocurrirle esto? ¿Cómo
puedo detenerlo, antes de que sienta el mismo dolor que yo? No puedo soportar ver a mi
hija así. Su madre me echa la culpa, amenaza con llevarse a mi hija para siempre.
Ayúdeme, por favor. Haga el favor de decirme qué puedo hacer para salvar a mi hija.
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A Maureen se le nubló la vista a causa de las lágrimas. Dejó la carta y se puso a
sollozar.
Sinclair se ofreció a quedarse con ella, pero Maureen rechazó la oferta. Estaba
conmovida por la carta hasta lo más íntimo, y necesitaba estar sola. Pensó por un
momento en despertar a Peter, pero luego decidió que no era prudente. Antes
necesitaba reflexionar. El reciente desliz de Peter, cuando dijo que había
«prometido a su madre no permitir que aquello volviera a suceder», había
despertado sus sospechas. Su primo siempre había sido su ancla, la figura
masculina salvadora de su vida. Confiaba en él, y sabía que jamás haría nada que
no fuera por su bien. Pero ¿y si Peter estaba mal informado? Lo que él sabía de la
infancia de Maureen, y sobre lo cual se negaba a hablar en términos concretos, se
lo había contado su madre.
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Kathleen McGowan La Esperada
El tiempo y el destino habían eliminado cualquier posibilidad de que Maureen
llegara a comprender mejor a su madre. Bernadette fue víctima de un linfoma
cuando ella era adolescente. Murió al poco tiempo. Peter había sido llamado al
lecho de muerte de Bernadette, y fue el sacerdote que le administró la
extremaunción. Oyó su confesión final, y había cargado sobre los hombros el peso
de las sorprendentes revelaciones de su tía todos los días de su vida. Pero no
quiso nunca hablar de ello con Maureen, alegando el secreto de confesión.
Y ahora había una nueva pieza en el rompecabezas. Maureen tenía que buscar
una interpretación a la carta de su padre, un breve vistazo a la compleja herencia
que le había legado. Lo consultaría con la almohada, y al día siguiente hablaría de
ello con Peter, más despejada.
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Kathleen McGowan La Esperada
Carcasona
25 de junio de 2005
De haber estado consciente, tal vez los pasos, el sonido de la puerta al abrirse o el
cántico susurrado por su atacante le habrían advertido.
“Neca eos omnes. Neca eos omnes. Deus suos agnoset”. Matadles a todos.
Matadles a todos. Dios reconocerá a los suyos”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Qué pasa, Tammy?” Su amiga suspiró y se pasó la mano por su largo pelo.
“Detesto hacerte esto cuando ya estás afectada por otra cosa, pero he de hablar
contigo”. Maureen indicó el saloncito de su dormitorio. “Entra y siéntate”.
Tammy negó con la cabeza. “No, necesito que vengas conmigo. He de enseñarte
algo”. “De acuerdo” dijo Maureen, y siguió a Tammy por los laberínticos pasillos
del Château des Pommes Bleues. Después de todo lo sucedido, no creía que nada
pudiera sorprenderla ya. Estaba equivocada.
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Kathleen McGowan La Esperada
Hizo una pequeña pausa, mientras ordenaba sus ideas. “Quería rodar una
película que mostrara el alcance de este concepto, hasta qué punto la idea de un
linaje sagrado está interiorizada en el mundo occidental y en nuestra historia. Mi
deseo es plasmar un amplio abanico de quiénes eran, y son, sus descendientes.
Desde los famosos hasta los tristemente célebres, pasando por los anónimos”.
“Su madre, la Dama Pica, nació en Tarascón. De pura cepa cátara, de la rama de
Sara Tamar, nacida en la familia noble Bourlemont. De ahí recibió el santo su
nombre. Le bautizaron Giovanni, pero sus padres le llamaban Francesco porque
les recordaba mucho la rama francocátara de su madre. ¿Has estado alguna vez
en Asís?” Maureen negó con la cabeza. Cada nueva revelación la asombraba, la
abrumaba. Contempló fascinada las imágenes del pueblo italiano de Asís, el
hogar del movimiento franciscano.
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Kathleen McGowan La Esperada
»Creo que existe la teoría de que cualquier persona con estigmas autentificados es
del linaje. Pero lo importante de Francisco es que muestra los cinco. Y a nadie
más le ha sucedido eso”. Maureen estaba contando, intentando seguir a Tammy.
“Las dos manos, los dos pies... Eso hacen cuatro, pero...” “El costado derecho.
Donde el centurión atravesó a Jesús con la lanza. Pero debo corregirte. Los
verdaderos estigmas no se producen en las manos, sino en las muñecas. En contra
de la creencia popular, Cristo no fue crucificado por las manos, sino por las
muñecas. Las manos no son lo bastante fuertes para aguantar el peso del cuerpo”.
»De modo que, si bien se han observado estigmas autentificados en las manos,
como en el caso del Santo Padre Pío, son los estigmas en las muñecas lo que
llama la atención de la Iglesia. Por eso Francisco es tan importante. Aunque
artistas como Giotto pintan los estigmas en las manos para causar un efecto
dramático, documentos históricos nos cuentan una historia diferente. Francisco
mostraba los cinco puntos, incluidas las muñecas”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Necesito que escuches el resto de la historia de Juana, porque es importante.
¿Qué sabes de ella?” “Supongo que lo que sabe casi todo el mundo. Luchó para
devolver al delfín al trono de Francia, dirigió batallas contra los ingleses. Fue
quemada viva en la hoguera por bruja, aunque todo el mundo sabe que no lo
era...” “Fue quemada en la pira porque tenía visiones”. Maureen sopesó las
palabras de Tammy, sin saber muy bien adónde quería ir a parar. Su amiga se
explicó con vehemencia.
“Juana tenía visiones, visiones divinas. Y era del linaje. ¿Qué significa eso para
ti?” No esperó la respuesta de Maureen. “Juana era la Esperada, y todo el mundo
lo sabía. Iba a cumplir la profecía. Tenía visiones que la habrían guiado hasta el
Evangelio de la Magdalena. Por eso tuvieron que silenciarla de manera
permanente”. Maureen estaba atónita.
“Pero... ¿el día de nacimiento de Juana era el mismo que el mío?” “Sí, pero no lo
verás escrito en los libros de historia. Suelen decir que nació en enero. Fue
ocultado a propósito para proteger su verdadera identidad, como bastarda real y
como la esperada princesa del Grial”. “¿Cómo lo sabes? ¿Existe documentación
que respalde lo que dices?”
“Sí, pero has de dejar de pensar como una académica. Tienes que leer entre líneas,
porque todo está ahí. Y no deseches las leyendas locales. Eres irlandesa, conoces
el poder de las tradiciones orales, que se transmiten de generación en generación.
Los cátaros no eran tan diferentes de los celtas. De hecho, existen toneladas de
pruebas de que ambas culturas se fusionaron en Francia y España. Protegieron
sus tradiciones al no reseñarlas por escrito, sin dejar pruebas para sus enemigos.
La leyenda de Juana como la Esperada salta a la luz en cuanto rascas un poco en
la superficie”.
“Creía que las fuerzas inglesas ejecutaron a Juana”. “Falso. Los ingleses la
detuvieron pero fue el clero francés el que la juzgó e insistió en su ejecución. El
torturador de Juana fue un sacerdote llamado ‘Cauchon’. Por aquí es como un
chiste, porque Cauchon suena igual que ‘cochon’, que significa cerdo en francés.
Bien, fue ese cochino quien extrajo la confesión a Juana, y después manipuló las
pruebas para imponerle el martirio. Cauchon tenía que matarla antes de que
pudiera desempeñar el papel que le correspondía por ser la Esperada”.
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Maureen recordaba bien la estatua. El rostro solemne de la pastorcilla la había
conmovido sobremanera. “Su madre ocupaba una posición elevada en el linaje, la
Marie de Negre de su tiempo. Cuando Germana era una niña, su madre murió de
manera muy misteriosa. Ella fue criada por una familia adoptiva que la asesinó
mientras dormía cuando estaba a punto de cumplir veinte años”.
“Todavía hay gente capaz de matar para impedir el cumplimiento de esa profecía.
Si esa gente cree que eres la Esperada, puede que corras un gran peligro”.
Tammy había tenido la previsión de llevar una botella de vino a la sala. Volvió a
llenar la copa de Maureen, mientras ambas guardaban silencio un momento.
Maureen habló por fin, en un tono algo acusador. “En Los Ángeles sabías mucho
más de lo que me dejaste creer, ¿no?” Tammy suspiró y se reclinó en el sofá. “Lo
siento muchísimo, Maureen. Entonces no podía explicártelo todo”. Ni ahora
tampoco, pensó abatida, antes de continuar. “No quería asustarte. Nunca habrías
hecho este viaje, y no podíamos correr ese riesgo”. “¿Podíamos? ¿Te refieres a ti y
a Sinclair? ¿Eres miembro de la Sociedad de las Manzanas Azules?”
“No es tan sencillo. Escucha, Sinclair hará cualquier cosa para protegerte”.
“¿Porque cree que soy su chica de oro?” “Sí, pero también porque siente un gran
afecto por ti. Me he dado cuenta. Pero Berry también se siente responsable. Te
condujo al matadero, como al cordero pascual de tu apellido, cuando te exhibió
con ese vestido. Debido a su entusiasmo, no se paró a pensarlo”.
Maureen tomó otro sorbo del excelente vino tinto. “¿Qué sugieres que haga? Estoy
en territorio desconocido, Tammy. ¿Me marcho? ¿Olvido que esto ha sucedido y
vuelvo a mi vida normal?” Lanzó una risita irónica “Claro, ningún problema”. Su
amiga la miró con semblante compasivo. “Quizá deberías hacerlo, por tu bien.
Berry podría sacaros a escondidas, a ti y a Peter, mañana. Eso le matará, pero lo
hará si se lo pides”. “Y después, ¿qué? ¿Volveré a Los Ángeles, para vivir
atormentada el resto de mi vida por visiones y pesadillas? ¿Se resentirá mi
trabajo porque nunca más podré afrontar la historia de la misma manera, y seré
incapaz de llevar a cabo futuras investigaciones, por temor a que algunos
matones misteriosos me hagan daño? ¿Quién es esa gente tan peligrosa? ¿Por qué
quieren impedir que se cumpla la profecía, hasta el punto de matar por ello?”
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Kathleen McGowan La Esperada
Tammy se levantó y empezó a pasear de un lado a otro. “Hay cierto número de
facciones interesadas en conservar en secreto las opiniones de María Magdalena.
Está la Iglesia tradicional, por supuesto, pero ésos no son los peligrosos”.
“Entonces, ¿quiénes son? Maldita sea, Tammy, estoy harta de acertijos y
jueguecitos. Alguien me debe una explicación completa, y la quiero ya”.
Tammy asintió con aire sombrío. “La tendrás por la mañana. Pero no soy yo
quien debe dártela”. “¿Dónde está Sinclair? Quiero hablar con él”. Ahora. Su
amiga se encogió de hombros. “Te lo contará todo por la mañana, te lo prometo”.
Pero cuando Bérenger Sinclair regresó al Château des Pommes Bleues, el mundo
había cambiado.
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Kathleen McGowan La Esperada
... La llegada de Easa llamó la atención de todas las autoridades de Jerusalén, desde los
sacerdotes del templo a la guardia de Pilatos. Los romanos estaban preocupados por la
Pascua judía. Temían levantamientos o disturbios incitados por alguna oleada de
sentimiento o nacionalismo judío. Y como nos acompañaban zelotes, Pilatos no tuvo otro
remedio que tomar nota.
Entre nosotros había algunos que tenían hermanos en la casta sacerdotal. Nos informaron
de que el sumo sacerdote Caifás, yerno de Anás, quien tanto nos despreciaba, se había
reunido en consejo para hablar sobre «esa idea del nazareno convertido en mesías».
Ya he hablado suficiente de este Anás en el pasado, y ahora hablaré más de sus actos, pero
con una advertencia: no condenéis a muchos por los actos de un solo hombre. Porque la
casta sacerdotal es como todas las demás: algunos son buenos y justos en sus corazones, y
otros no. Hay aquellos que obedecieron las órdenes de Anás en los días oscuros, sacerdotes
y hombres. Algunos lo hicieron porque eran obedientes al templo, porque eran hombres
buenos y justos, como lo era mi hermano cuando tomó aquella terrible decisión.
Nuestro pueblo estaba engañado por líderes corruptos, cegado a la verdad por aquellos que
tenían el deber de darles algo más. Algunos se nos oponían porque temían más
derramamiento de sangre judía, y sólo deseaban paz para el pueblo durante la Pascua. No
puedo culparles por esa elección.
¿Hemos de condenar a los que no vieron la luz? No. Easa nos enseñó que no debemos
rechazarlos, sino perdonarlos.
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La mujer menuda del velo rojo avanzaba sigilosamente en la oscuridad. Su corazón latía
acelerado, mientras intentaba no quedarse demasiado atrás de los dos hombres y sus largas
zancadas. Era todo o nada, un terrible peligro para todos ellos, pero se trataba de la
circunstancia más importante de su vida.
Bajaron a toda prisa las escaleras exteriores. Sería el momento más peligroso, porque
quedarían expuestos a la noche de Jerusalén, y sólo podían rezar para que hubieran
retirado los guardias, tal como les habían prometido.
Se miraron con alivio cuando se acercaron a la entrada subterránea. No había guardias.
Un hombre se quedó fuera para vigilar. El otro hombre, que sabía orientarse por los
pasillos de la prisión, continuaba guiando a las mujeres. Se detuvo ante una pesada puerta
y sacó una llave escondida entre los pliegues de su túnica.
Miró a las mujeres y les dijo algo de manera rotunda. Todos sabían que tenían poco tiempo
y que corrían el riesgo de ser descubiertos, sobre todo ella.
El hombre giró la llave en la cerradura y abrió la puerta para que ella pasara, y la cerró a
su espalda con el fin de proporcionar intimidad a la mujer y el prisionero. No sabía qué
había esperado, pero no era esto. Habían tratado con crueldad a su hermoso hombre, de eso
no cabía duda. Tenía las ropas desgarradas y moratones en la cara. Pero pese a todas sus
heridas, él sonrió con ternura y amor a la mujer, que se arrojó a sus brazos.
La retuvo apenas un momento, pues el tiempo obraba en su contra. Después, la tomó por
los hombros y empezó a darle instrucciones, perentorias y categóricas. Ella asintió una y
otra vez, le aseguró que le había entendido y que todos sus deseos se cumplirían. Por fin, él
apoyó las manos sobre la hinchazón de su estómago y le dio la orden final. Cuando hubo
terminado, ella se arrojó en sus brazos por última vez, y trató con valentía de reprimir los
sollozos que estremecían su cuerpo.
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Kathleen McGowan La Esperada
Los mismos sollozos estremecían a Maureen. Lloraba de manera incontrolada, con
la cara sepultada en la almohada para que nadie la oyera. La habitación de Peter
era la más cercana, y no deseaba atraer su atención.
Este sueño había sido el peor de todos. Era demasiado real, demasiado intenso.
Sentía cada segundo de tensión y dolor, sentía la urgencia de las directrices que
habían sido dictadas. Y sabía por qué. Eran las últimas instrucciones que
Jesucristo había dado a María Magdalena la víspera del Viernes Santo. Y había
otra directriz urgente en el sueño, ésta para Maureen. Había oído la voz del
hombre en su oído... ¿Era su oído? ¿O era el oído de María? La veía a ella desde
fuera, pero al mismo tiempo sentía todo cuanto María experimentaba en su
interior. Y oyó las instrucciones finales.
Más tarde, Maureen no pudo recordar cuánto tiempo había transcurrido hasta
que oyó la voz. ¿Segundos? ¿Minutos? Daba igual. Cuando la oyó, supo lo que
debía hacer. Era como en el Louvre, el mismo susurro femenino insistente que la
llamaba, que la guiaba. Esta vez, la llamó por el nombre. “Maureen, Maureen...” El
susurro era cada vez más perentorio.
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Kathleen McGowan La Esperada
Se detuvo ante el panel e intentó pensar como Sinclair. ¿Qué código podría utilizar?
El 22 de julio era la festividad de María Magdalena. Tecleó el código como había
visto a Roland hacerlo. 7-2-2. Nada. Una luz roja destelló y se oyó un fuerte
pitido, lo cual le provocó un gran sobresalto. ¡Maldita sea! Por favor, por favor, no
dejes que ese ruido haya despertado a alguien.
No seas idiota. Piensa, Maureen. Y entonces, oyó algo. No la voz etérea de la mujer,
sino en su propia cabeza, procedente de su memoria. La voz de Sinclair, la
primera noche en el castillo. Querida, usted es el cordero pascual. Maureen se volvió
hacia el panel y tecleó los números 3-2-2: su cumpleaños, el día de la resurrección.
Sonaron dos breves pitidos, una luz verde destelló y una voz mecánica dijo algo
en francés. Maureen no esperó a ver si había despertado a alguien. Abrió la
pesada puerta y salió corriendo hacia el camino adoquinado iluminado por la
luna.
Maureen sabía muy bien adónde iba. Ignoraba porqué, pero sabía cuál era su
destino. La voz ya no se oía, pero no la necesitaba. Otra cosa había tomado el
mando, una certeza interior a la que seguía sin vacilar. Rodeó la casa a toda prisa,
la misma ruta que Sinclair había tomado cuando fueron a recorrer la finca. Había
un sendero, invadido de malas hierbas y difícil, que habría sido imposible
recorrer en una noche oscura, pero la luz de la luna iluminaba su camino. Lo
siguió a buen paso hasta que vio su objetivo a lo lejos. El Capricho de Sinclair. La
torre que Alistair Sinclair había construido en mitad de su propiedad sin ningún
motivo concreto.
Sólo que sí existía un motivo, y ella sabía cuál era. Era una torre de vigilancia,
como la torre Magdala de Bérenger Saunière en Rennes-le-Château. Los dos
hombres vigilaban la región, a la espera del día en que María decidiera revelar sus
secretos. Ambas torres dominaban la zona donde se creía que estaba oculto el
tesoro. Maureen se dirigió hacia la torre con impaciencia, pero su corazón dio un
vuelco cuando estuvo más cerca. Recordó que Sinclair la mantenía cerrada con
llave. Había utilizado una llave para abrirla cuando fueron a verla.
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Kathleen McGowan La Esperada
Pero ¿qué había hecho al salir? Maureen intentó reconstruir la escena cuando se
acercó a la torre. Habían estado conversando muy animadamente, y no recordaba
que Sinclair hubiera cerrado con llave la puerta. ¿Era posible que se hubiera olvidado,
absorto en la charla? ¿Habría vuelto después para reparar su negligencia? ¿Se cerraba de
manera automática?
No tuvo que esperar mucho. Cuando rodeó la torre y llegó a la entrada, vio que la
puerta estaba abierta. Exhaló un suspiro de alivio y gratitud. “Gracias” dijo al
cielo. No sabía si era cosa de Sinclair o intervención divina, pero, fuera lo que
fuera, se sentía muy agradecida. Maureen subió por la escalera con cautela.
Reinaba una oscuridad absoluta en el interior del extraño edificio de piedra, y no
veía nada. Reprimió su tendencia a la claustrofobia y se impuso al miedo que la
embargaba. Oyó la voz de Tammy en su cabeza, recordándole que tanto Sinclair
como Saunière habían construido sus torres siguiendo la numerología espiritual.
Contó con cuidado, pues sabía que encontraría la puerta después del peldaño
veintidós. La puerta se abrió, y la luz de la luna inundó la escalera del torreón
cuando Maureen salió al exterior.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen dejó abierta la puerta para que la luz de la luna iluminara la escalera.
Bajó corriendo los peldaños y salió de la torre, pero se detuvo cuando estuvo
fuera. Llegar a la tumba en la oscuridad presentaba dificultades. No había un
camino recto, ningún atajo. El terreno era accidentado, estaba sembrado de
enormes cantos rodados y maleza espesa.
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Kathleen McGowan La Esperada
Buscó el sendero que Peter y ella habían descubierto unos días antes, el que estaba
oculto de una forma tan evidente. Maureen lo encontró gracias a una combinación
de suerte, buena memoria y, tal vez, algo más, y subió hacia el lugar donde la
tumba se alzaba desde hacía siglos, testigo leal y silencioso de un antiguo legado
que aún no había revelado sus secretos.
Un ruido entre los arbustos la sobresaltó hasta el punto de que perdió pie y cayó
al suelo. Su mano derecha golpeó una roca afilada, y notó que le hacía un corte en
la palma. No podía permitirse el lujo de pensar en el dolor. Estaba demasiado
asustada por el ruido. ¿Qué era? Maureen esperó, inmóvil. No podía respirar.
Entonces el ruido se repitió, cuando dos palomas blancas salieron volando de los
arbustos y se perdieron en la noche del Languedoc.
Maureen rodeó la tumba y apartó la maleza en busca del dibujo. Pasó la mano
sobre él, y la sangre de su palma manchó el interior del círculo. Contuvo el aliento
y se quedó quieta, esperando lo que sucedería a continuación. No pasó nada. El
silencio se prolongó varios minutos, hasta que se sintió atrapada en un vacío:
era como si hubieran absorbido el aire de la noche.
Entonces, un sonido vibró en el aire. Desde una distancia desconocida, tal vez
desde lo alto de la extraña colina donde estaba emplazado Rennes-le-Château,
sonó la campana de una iglesia. El sonido estremeció el cuerpo de Maureen.
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Kathleen McGowan La Esperada
O bien era el sonido más santo que había escuchado en toda su vida, o bien el más
impío. El extemporáneo tañido de la campana en plena noche era ensordecedor.
La campana sacudió la oscuridad que rodeaba a Maureen, pero fue seguida a
continuación por un agudo y ominoso crujido. Procedía de la losa que tenía a su
espalda, el lugar del que se habían elevado las palomas.
El extraño foco lunar lo iluminaba ahora, pero había cambiado. Donde antes se
alzaba una muralla de maleza y roca sólida, había ahora una abertura, una
hendidura en el costado de la montaña, que invitaba a Maureen a entrar. Avanzó
con cautela hacia la caverna. Temblaba de pies a cabeza, casi de manera
incontrolada. Pero siguió adelante. Al acercarse a la entrada, lo bastante grande
para estar de pie, vio un tenue resplandor en el interior. Reprimió su miedo, se
agachó y entró en las profundidades de la montaña.
Cuando deslizó los dedos bajo la tapa para levantarla, estaba tan concentrada en
la tarea que no oyó los pasos detrás de ella. Después sólo tuvo conciencia del
cegador dolor que recorrió su nuca antes de que la negrura invadiera el mundo.
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Kathleen McGowan La Esperada
Roma
26 de junio de 2005
“¿Tendría la bondad de explicar al Consejo por qué el primer hombre que mostró
cinco puntos de estigmas desde san Francisco de Asís no fue tomado en serio?” El
obispo O'Connor estaba sudando profusamente. Estrujaba un pañuelo en el
regazo, que utilizaba para secar las gotas que se acumulaban sobre su cara.
Carraspeó, y habló con voz más temblorosa de lo que había deseado.
Los miembros del Consejo se removieron inquietos y susurraron entre sí. DeCaro
continuó su implacable interrogatorio. “¿Qué fue de este hombre, Edouard
Paschal?” O'Connor tragó saliva antes de contestar. “Sus delirios le atormentaban
hasta tal punto que... se pegó un tiro en la cabeza”. “¿Y después de su muerte?”
“Como suicida, no podíamos permitir que se le enterrara en tierra sagrada.
Cerramos su expediente y nos olvidamos de él. Hasta..., hasta que su hija reclamó
nuestra atención”. El cardenal DeCaro asintió y levantó otra carpeta roja del
escritorio. Se dirigió a los demás miembros del consejo. “Ah, sí, eso nos lleva a la
cuestión de la hija”.
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Kathleen McGowan La Esperada
... Muchos considerarán sorprendente que incluya a la romana Claudia Prócula, nieta de
César Augusto e hija adoptiva del emperador Tiberio, entre nuestros seguidores. Pero no
fue su condición de romana lo que la convirtió en un miembro inesperado de nuestro
grupo. Claudia era la esposa de Poncio Pilatos, el mismo procurador que había condenado
a Easa a morir crucificado.
De los muchos que acudieron en nuestro auxilio durante los días más oscuros, Claudia
Prócula arriesgó más por Easa que nadie. De hecho, tenía mucho más que perder que
cualquiera.
Pero la noche en que nuestras vidas se cruzaron en Jerusalén, nuestros corazones y
espíritus quedaron unidos, y así continuamos desde aquel día, como esposas, madres y
mujeres. Leí en sus ojos que llegaría a ser una hija del Camino cuando llegara el momento.
Vi la luz que acompaña a la conversión, cuando un hombre o una mujer ve a Dios con toda
claridad.
El corazón de Claudia estaba henchido de amor y perdón. Que estuviera al lado de Poncio
Pilatos durante todo aquel episodio fue un signo de su fidelidad. Hasta su fin, sufrió por él
como sólo puede hacerlo una mujer que ama de verdad. Esto es algo que conozco muy bien.
La historia de Claudia aún no se ha contado. Espero hacerle justicia.
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Kathleen McGowan La Esperada
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¿Airadas? Hombres. Intentó identificar los acentos. Occitano, sin duda. Roland. La
exaltada era... ¿escocesa? Irlandesa. Era Peter. Intentó llamarle, pero sólo consiguió
emitir un ronco quejido. De todos modos, bastó para llamar la atención de los que
estaban afuera, que entraron corriendo en la habitación.
Peter nunca se había sentido más aliviado en su vida que cuando oyó el ruido
procedente de la habitación de Maureen. Empujó a un lado al gigantesco Roland y
consiguió entrar en la habitación antes que Sinclair. Los otros dos le pisaron los
talones. Maureen tenía los ojos abiertos y parecía aturdida, pero consciente. Tenía
la cabeza vendada, lo cual le daba el aspecto de una víctima de guerra.
“Maureen, gracias a Dios. ¿Me oyes?” Peter asió su mano. Ella intentó asentir.
Mala idea. La cabeza le dio vueltas, y la vista se le nubló durante un minuto.
Sinclair se detuvo detrás de Peter, y Roland se apostó en silencio al fondo de la
habitación. “No te muevas, si puedes evitarlo” le recomendó Sinclair. “El médico
ha dicho que debes permanecer inmóvil el máximo tiempo posible”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Nada de agua todavía. Órdenes del médico. No obstante, puedes chupar cubitos
de hielo. Si te sienta bien, nos darán el aprobado”. Sinclair y Peter hicieron de
enfermeros de Maureen. Peter ayudó a levantarla con delicadeza, y Sinclair le
puso en la boca cubitos de hielo con la cuchara.
Pero no estaba preocupada por ella. Aún no había recibido la respuesta que
necesitaba. Sinclair le dio otra cucharada de hielo, y ella probó de nuevo. “¿El...
arcón?” Sinclair sonrió por primera vez desde hacía días. “A buen recaudo. Lo
trajeron contigo, y está guardado bajo llave en mi estudio”. “¿Qué...?” “¿Qué hay
dentro? Aún no lo sabemos. No lo abriremos sin ti, querida. Sería una
equivocación. El arcón te fue encomendado, y tienes que estar presente cuando su
contenido salga a la luz”.
Maureen cerró los ojos aliviada, y permitió que el sueño confortable de los
sedantes se apoderara de ella una vez más, tranquilizada después de saber que no
había fracasado.
Cuando Maureen se removió por segunda vez, Tammy estaba sentada al lado de
su cama en una de las butacas de cuero rojo. “Buenos días, guapa” dijo, y dejó a
un lado el libro que había estado leyendo. “La enfermera Tammy a su servicio.
¿Qué le apetece? ¿Un margarita? ¿Una piña colada?” Maureen quiso sonreír,
pero aún no podía.
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“¿La policía?” graznó Maureen. “Chisss, no te pongas nerviosa. No tendría que
haber dicho eso. Todo va bien. Es lo único que debes saber”. “Ni hablar”.
Maureen estaba recobrando la voz, además de las fuerzas. “Tengo que saber qué
pasó”. “De acuerdo” asintió Tammy. “Iré a buscar a los chicos”.
Tammy se acercó más a Maureen. “¿Recuerdas lo que te dije? ¿Que habría gente
empeñada en impedir que descubrieras el tesoro?” Maureen asintió, lo suficiente
para que vieran el gesto, pero sin correr el riesgo de que la cabeza le diera vueltas.
“¿Quiénes son?” susurró. Sinclair intervino de nuevo. “La Cofradía de los Justos.
Un grupo de fanáticos que actúan en Francia desde hace siglos. Sus objetivos son
complejos, de modo que te los explicaré cuando te hayas recuperado por
completo”.
Sinclair se veía pálido y agotado cuando se inclinó hacia ella, que reparó en las
ojeras púrpura a causa de la falta de sueño. “Es ahí donde te fallé, querida.
Teníamos un infiltrado. Yo lo ignoraba por completo, pero uno de los nuestros era
un topo, un traidor, desde hacía años”. El dolor de aquel fracaso, sumado a la
vergüenza, había afectado a Sinclair.
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Maureen estaba pensando en el encantador Jean-Claude, quien se había mostrado
tan deferente y cordial durante la excursión. ¿Era posible que aquel hombre
hubiera conspirado contra ella desde el primer momento? Costaba dilucidar el
enigma. Además, había algo más que carecía de sentido. Intentó formular la
pregunta.
Maureen comprendió por qué la puerta de la torre estaba abierta: Sinclair había
estado en ella. “Jean-Claude calculó el momento tan bien como nosotros, porque
hasta ayer mismo era miembro de nuestro círculo íntimo” continuó Sinclair.
“Cuando te descubrimos a ti y a tu obra, dos años antes de la alineación,
estuvimos casi seguros de que el momento había llegado, siempre que pudiéramos
atraerte hasta aquí durante la alineación”. Peter hizo una pregunta que también
estaba rondando por la cabeza de Maureen. Miró a Tammy con expresión
acusadora. “Espere un momento. ¿Desde cuándo sabía esto?”
Tammy compuso una expresión abatida. Tenía los ojos enrojecidos a causa de la
tensión, el insomnio y las lágrimas reprimidas.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Maureen...” dijo con voz quebrada, pero se sobrepuso, “lo siento muchísimo. No
he sido nada sincera contigo. Cuando te conocí en Los Ángeles hace dos años, vi
tu anillo, escuché las historias que me contabas con tanta inocencia... Bien, en
aquel momento no tomé ninguna decisión, pero procuré introducirme en tu círculo
de conocidos y espiar tus progresos. En cuanto se publicó tu libro, envié un
ejemplar a Berry. Hace años que somos amigos íntimos, y sabía lo que estaba
buscando. Lo que todos estábamos buscando”.
Esta última revelación no agradó a Peter, porque Tammy había terminado por
caerle bien. Sabiendo que había utilizado a Maureen, sus sentimientos hacia ella
cambiaron de inmediato. “Le ha estado mintiendo desde el primer momento”.
Tammy dejó escapar las lágrimas. “Tiene razón. Lo siento mucho. Más de lo que
imagináis”. Roland rodeó con un brazo protector a Tammy, pero fue Sinclair
quien habló en su defensa. “No la juzguéis con demasiada dureza. Tal vez no os
guste lo que hizo, pero tenía buenos motivos para ello. Además, ni siquiera sabéis
hasta qué punto se ha arriesgado Tammy. Es generosa, una verdadera guerrera del
Camino”.
Todos ellos habían dedicado dilatados períodos de su vida a buscar este tesoro.
En el caso de Sinclair, varias generaciones habían gastado millones de dólares en
su búsqueda. Era cierto que la consideraban la Esperada, pero no creía que
mereciera ver el contenido del arcón antes que ellos. No obstante, Sinclair había
insistido en que nadie lo tocara hasta que Maureen estuviera preparada, y Roland
lo custodió durante las noches, durmiendo entre la puerta y el arcón.
“En cuanto te sientas con fuerzas para bajar” respondió Sinclair. Roland daba
muestras de nerviosismo, algo muy llamativo en un hombre de su corpulencia.
Tammy se dio cuenta. “¿Qué pasa, Roland?” preguntó preocupada. El occitano se
acercó más a Maureen. “El arcón. Es una reliquia sagrada, mademoiselle. Creo...
Creo que si lo toca, tal vez sanarán sus heridas”. Su fe conmovió a Maureen hasta
lo más hondo. Tocó su mano. “Puede que tenga razón. Vamos a ver si puedo
levantarme...”
Peter estaba preocupado. “¿Estás segura de que quieres intentarlo tan pronto? El
recorrido por esos pasillos será largo, y hay varios tramos de escaleras”. Roland
sonrió a Peter, y después a Maureen. “No tiene que caminar, mademoiselle”.
Como Maureen había dicho que estaba dispuesta, Roland la levantó de la cama y
recorrió con ella en brazos el castillo.
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Kathleen McGowan La Esperada
El padre Peter Healy mascullaba detrás del gigante que cargaba por el castillo con
la muñeca de trapo que era su prima. Nunca se había sentido tan impotente en su
vida, tan falto de control sobre una situación. Experimentaba la sensación de que
Maureen se hallaba ahora en un lugar donde él no podía alcanzarla.
Nadie se movió cuando ella se inclinó hacia adelante con cautela. Posó las manos
sobre la tapa del arcón y cerró los ojos. Resbalaron lágrimas por sus mejillas. Por
fin, abrió los ojos y miró de uno en uno a sus acompañantes. “Están aquí” dijo en
un susurro. “Lo presiento”. “¿Estás preparada?” preguntó Sinclair con dulzura.
Ella le sonrió, fue una sonrisa serena y cómplice que transformó su rostro. Por un
momento, no fue Maureen Paschal, sino alguien por completo diferente, una
mujer que transpiraba luz y paz interior. Más tarde, cuando Bérenger Sinclair
recordó el momento, dijo que la mismísima María Magdalena había ocupado su
lugar. Maureen se volvió hacia Tammy con una sonrisa de radiante compasión.
Apretó con fuerza la mano de su amiga un instante, y luego la soltó. En aquel
segundo, Tammy comprendió que la había perdonado.
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Un propósito divino, un bien superior, las había llevado hasta allí, y todos los
presentes en la habitación lo sabían. Era esa certeza lo que los transformaba, y los
unía por toda la eternidad al mismo tiempo. Tammy sepultó la cara entre las
manos y lloró en silencio.
Peter estaba muy tenso al lado de Maureen, pero fue el primero en romper el
silencio. “Las jarras... Son casi idénticas a las utilizadas para guardar los
manuscritos del mar Muerto”. Roland se arrodilló al lado del arcón y pasó la
mano con reverencia por encima de una jarra. “Perfecto” susurró. Sinclair asintió.
“En efecto. Mira, no hay polvo ni erosión, ni señales de desgaste o del paso de los
años. Es como si estas jarras hubieran estado suspendidas en el tiempo”. “Están
precintadas con algo” comentó Roland. Maureen pasó la mano por una jarra, y
pegó un bote como si hubiera recibido una corriente eléctrica. “¿Podría ser cera?”
“Espera un poco” interrumpió Peter. “Hemos de hablar de esto un momento. Si
esas jarras contienen lo que ustedes esperan y creen, no tenemos derecho a
abrirlas”.
“¿No? ¿Y quién lo tiene?” El tono de Sinclair era cortante. “¿La Iglesia? Estas
jarras no irán a ninguna parte hasta que hayamos comprobado su contenido. El
último lugar donde quiero que terminen es en alguna cripta del Vaticano, allí las
ocultarían al mundo durante otros dos mil años”. “No me refería a eso” dijo
Peter, con más calma de la que sentía. “Lo que quiero decir es que, si los
documentos de estas jarras han estado precintados durante dos mil años,
exponerlos al aire de repente podría dañarlos, incluso destruirlos. Sólo estoy
sugiriendo que busquemos un lugar apropiado aceptable, tal vez por mediación
del Gobierno francés, donde abrir estas jarras. Si las estropeamos, su vida
consagrada a la búsqueda de estos documentos no habrá servido de nada. Sería
un acto criminal, en un sentido tanto literal como espiritual”.
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sospechas que despertaban en él los desconocidos interesados en los asuntos del
linaje. Se quedó un momento sin habla, mientras Roland se arrodillaba delante de
Maureen.
Sinclair y Roland sacaron con cuidado las jarras del arcón y las depositaron sobre
la gran mesa de caoba. Roland habló a Maureen con reverencia excepcional.
“¿Cuál primero?” Ella, sostenida por Peter y Tammy, apoyó un dedo sobre una de
las jarras. No podía explicar por qué aquélla debía ser la primera, pero sabía que
era la decisión correcta. Roland siguió sus instrucciones y pasó un dedo por el
borde de la jarra. Sinclair extrajo un abrecartas antiguo del escritorio y empezó a
romper el sello de cera. Tammy estaba inmóvil, como transfigurada; no apartaba
los ojos de Roland ni un momento.
Peter parecía petrificado. Era el único de ellos que sabía lo que era trabajar con
documentos antiguos y datos del pasado de valor incalculable. Las posibilidades
de causar daños tremendos eran inmensas. Hasta dañar las jarras sería una pena.
Justo en ese momento un aterrador crujido resonó en la habitación, donde reinaba
la tensión. El abrecartas de Sinclair había roto la tapa de la primera jarra y
astillado el borde. Peter se encogió y se llevó las manos a la cara. Pero no pudo
esconderla mucho rato. La exclamación ahogada de Maureen le obligó a mirar.
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“«Soy María, llamada la Magdalena” tradujo poco a poco. “Y...»” Calló, no para
causar un efecto dramático, sino porque no estaba seguro de poder continuar.
Una mirada al rostro de Maureen le bastó para comprender que no tenía otra
alternativa que seguir traduciendo.
«Soy la esposa legítima de Yeshua, llamado el Mesías, que era hijo soberano de la
casa de David.»
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Tammy aparecía de vez en cuando para saber cuánto avanzaba Peter, pero se
retiró tarde, al mismo tiempo que Roland. Maureen los había visto juntos todo el
día, y llegó a la conclusión de que no se trataba de una coincidencia. Pensó en la
noche de la fiesta, cuando oyó a Tammy en el pasillo de su habitación, en
compañía de un hombre que hablaba inglés con acento. Tammy y Roland. Algo se
estaba cociendo, y parecía, sin duda, que se trataba de una pareja nueva. Supuso
que su relación era reciente. Cuando todo se calmara, arrancaría la confesión a
Tammy. Quería saber toda la verdad sobre las relaciones que albergaba el
Château des Pommes Bleues.
“¿Qué pasa?” preguntó Maureen. Peter alzó la vista y se pasó las manos sobre la
cara. “Tienes que verlo. Ven aquí, si puedes. En este momento, no me atrevo a
mover el manuscrito”. Maureen se levantó del sofá poco a poco, aún consciente
del golpe en la cabeza, pese a su milagrosa recuperación. Se acercó a la mesa y
tomó asiento a la derecha de Peter. Sinclair indicó los manuscritos, mientras Peter
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se explicaba. “Esto aparece al final de cada segmento importante, que nosotros
llamaremos capítulos. Parece un sello de lacre”. Maureen siguió el dedo de
Sinclair hasta el símbolo en cuestión. El ahora familiar dibujo del anillo de
Maureen, nueve círculos que bailaban alrededor de un décimo, aparecía
estampado al pie de la página.
“El sello personal de María Magdalena” dijo Sinclair con fervor. Maureen colocó
el anillo junto a la imagen. Eran idénticos. De hecho, habrían podido ser obra del
mismo orfebre.
Cuando el sol se alzó sobre el Château des Pommes Bleues, Peter ya había
traducido casi todo el primer libro, la narración en primera persona de la vida de
María Magdalena. El sacerdote trabajaba como un hombre poseído en este
Evangelio de la Magdalena, encorvado sobre las páginas. Sinclair le había llevado
té, pero aparte de un breve descanso para tomar dos sorbos, Peter no quiso
interrumpir su trabajo. Estaba muy pálido, y Maureen se sentía preocupada.
“Tienes que descansar, Peter. Has de dormir unas horas”. “No” replicó. “No
puedo. Ahora ya no puedo parar. No lo entiendes porque aún no has visto lo que
yo he visto. He de continuar. He de saber qué más dice Ella”. Todos habían
decidido esperar a que Peter estuviera satisfecho con la traducción para leer algún
fragmento. Respetaban su talento y eran conscientes de la enorme
responsabilidad que recaía sobre sus hombros, pero de todos modos les costaba
esperar. En aquel momento, sólo Peter conocía el contenido de los manuscritos.
“No puedo abandonarlos” continuó, con los ojos brillando de un modo que
Maureen no había visto en su vida. “Sólo cinco minutos. Acompáñame fuera
cinco minutos y respira un poco de aire puro. Te sentará bien. Después vuelves y
te traeremos el desayuno”. “No, nada de comer. He de ayunar hasta que acabe la
traducción. Ahora no puedo parar”. Sinclair creía comprender lo que Peter sentía,
pero también le preocupa su aspecto agotado. Probó una táctica diferente.
Sinclair abrió las puertas de los Jardines de la Trinidad, y Maureen entró con
Peter. Una paloma voló sobre los rosales, mientras la fuente de María Magdalena
gorgoteaba bajo el sol de la mañana. Peter fue el primero en hablar, en voz baja y
transida de emoción. “¿Qué está pasando, Maureen? ¿Cómo hemos llegado, a
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Kathleen McGowan La Esperada
participar en esto? Es como un sueño, como... un milagro. ¿Te parece real?”
Maureen asintió. “Sí. No sé cómo explicarlo, pero experimento una inmensa
sensación de calma. Como si todo estuviera sucediendo según un plan
preestablecido. Y tú estás tan metido en esto como yo, Pete. No es una casualidad
que me acompañaras, ni que seas profesor de lenguas muertas y sepas griego.
Todo esto fue... orquestado”.
“Pero eres digno” le aseguró Maureen con vehemencia. “Fuiste elegido para esto.
Piensa en la intervención divina que fue necesaria para reunimos a todos en este
momento y lugar, con el fin de contar esta historia”. “Pero ¿qué historia
contaremos?” Peter parecía atormentado, y por primera vez Maureen comprendió
que estaba luchando con demonios interiores muy fuertes. “¿Qué historia cuento?
Si estos evangelios son auténticos...” Maureen paró en seco y le miró con
incredulidad.
“¿Cómo puedes dudarlo, después de todo lo que nos ha traído aquí, a este lugar?”
Maureen se tocó la nuca, en el punto donde el profundo corte estaba cicatrizando.
“Para mí es una cuestión de fe, Maureen. Los pergaminos están perfectamente
conservados, ni un error, no falta ni una palabra. Las jarras ni siquiera estaban
cubiertas de polvo. ¿Cómo es posible? Una de dos: falsificación moderna, o acto
de la voluntad divina”. “¿Qué crees en el fondo?” “He pasado veinte horas
seguidas traduciendo el documento más asombroso. Casi todo lo que estoy
leyendo es... herético, en esencia, pero también aporta una perspectiva de Jesús
hermosa, desde un punto de vista humano. Pero lo que yo crea carece de
importancia. Los manuscritos tendrán que ser autentificados mediante un
proceso riguroso, para que el mundo los acepte a la larga”.
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Hizo una pausa, y aprovechó el tiempo para ordenar todas las ideas que daban
vueltas en su cabeza. “Si se demuestra que son auténticos, esto significará un
desafío a todo cuanto ha creído gran parte de la raza humana durante los últimos
dos mil años. Pone en duda todo lo que me han enseñado, todo lo que he creído”.
Maureen comprendió de repente por qué Peter se resistía tanto a abandonar los
pergaminos antes de terminar la traducción. La versión autentificada escrita por
María Magdalena de los acontecimientos posteriores a la crucifixión podía ser
fundamental para las creencias de una tercera parte de la población de la tierra. El
cristianismo se basaba en la idea de que Jesús resucitó de entre los muertos al
tercer día. Y como María Magdalena fue la primera testigo de su resurrección
según los evangelios, su versión en primera persona de dichos acontecimientos
sería vital.
No cabía duda de que todas estas cosas habían estado dando vueltas en la cabeza
de Peter durante las últimas e intensas horas. Contestó a la pregunta de Maureen.
“Todo dependerá de la postura oficial que adopte la Iglesia”. “Y si lo rechazan,
¿qué harás? ¿Te decantarás por la institución eclesiástica, o por lo que sabes que
es verdad en el fondo de tu corazón?” “Espero que ambas cosas no se excluyan
mutuamente” dijo Peter con una sonrisa irónica. “Quizá soy muy optimista. Pero
si eso ocurre, llegará el momento”. “¿El momento de qué?”
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Tammy entró en la habitación. “Buenos días. ¿Me he perdido algo?” “Todavía no.
Peter nos leerá el primer libro en cuanto considere que la traducción es aceptable.
Dice que el texto es asombroso, pero no sé nada más”. “¿Dónde está?” “En su
habitación, descansando un poco. No quería separarse de los manuscritos, pero
insistimos. Lo está pasando fatal, aunque no quiera admitirlo. Para él, es una
responsabilidad enorme. Incluso una carga enorme”. Tammy se sentó en el borde
de la cama de Maureen.
“¿Sabes lo que no entiendo? ¿Por qué molesta a tanta gente la idea de que Jesús se
casara y tuviera hijos? ¿En qué le disminuye eso, o su mensaje? ¿Por qué los
cristianos han de sentirse amenazados?” Tammy continuó con apasionamiento.
No cabía duda de que había estado pensando muy en serio al respecto.
“¿Qué me dices de ese famoso párrafo del Evangelio de Marcos, el que leen en las
ceremonias matrimoniales? «Mas desde el principio de la creación varón y
hembra los hizo; por causa de esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se
harán los dos una sola carne.»” Maureen la miró sorprendida. “No sabía que
conocieras tan bien los evangelios”. Tammy le guiñó un ojo.
“Marcos, capítulo 10,6-8 La gente utiliza el evangelio contra nosotras sin cesar, y
trata de disminuir la importancia de María, de modo que me dediqué a buscar los
versículos que apoyan nuestras creencias. Y es lo que Jesucristo predica en el
evangelio. Encuentra una esposa y quédate con ella. ¿Por qué iba a predicar algo
que él no pudiera hacer?” Maureen meditó con detenimiento sobre la pregunta de
Tammy.
“Buena pregunta. Para mí, la idea de Jesús casado le hace más accesible”. Tammy
aún no había terminado. “Y llama padre a Dios, de modo que ¿por qué no podía
Cristo Hijo de Dios hecho a su imagen y semejanza, engendrar hijos? No lo
entiendo. Maureen meneó la cabeza. No tenía respuesta para una pregunta tan
trascendental.
“Supongo que, en última instancia, es una pregunta para la Iglesia, y para los que
aceptan su doctrina”.
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“Llama a éste el Libro del Gran Momento”. Tomó el fajo de libretas y empezó a
leer en voz baja a su público.
“«Soy María, llamada la Magdalena, princesa de la tribu real de Benjamín e hija de los
nazarenos. Soy la esposa legítima de Jesús, el Mesías del Camino, quien era hijo real de
la casa de David y descendiente de la casta sacerdotal de Aarón”.
»Lego estas palabras a los hijos del futuro, para que cuando llegue el momento puedan
encontrarlas y saber la verdad sobre aquellos que iniciaron el Camino.»”
La historia de María Magdalena se desplegó ante ellos con todos sus detalles,
inesperados y sorprendentes.
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Galilea
Año 26
MARÍA SENTÍA LA TIERRA BLANDA Y FRÍA BAJO LOS PIES. Los miró, consciente de que
sus piernas desnudas estaban muy sucias. No le importó lo más mínimo. Además,
sólo era uno más de los numerosos elementos indecorosos de su apariencia. Su
lustroso pelo rojizo le colgaba suelto y enmarañado hasta la cintura, y llevaba la
túnica suelta. Antes, cuando intentaba salir de la casa sin que nadie la viera, Marta la
había descubierto y expresado su desaprobación.
“¿Adónde crees que vas así?” María lanzó una alegre carcajada, indiferente a que la
hubieran sorprendido cuando intentaba escapar. “Sólo voy al jardín. Y está tapiado.
Nadie me verá”. Su explicación no pareció convencer a Marta. “Es indecoroso que
una mujer de tu rango y condición corretee por el jardín como una criada
descalza”. La regañina de Marta era más rutinaria que sincera. Estaba acostumbrada
a las maneras libres de convencionalismos de su joven cuñada. María era una
creación de Dios única, y Marta la adoraba. Además, la muchacha gozaba de pocas
oportunidades de divertirse. Sobre su vida se proyectaba la sombra de la
responsabilidad, y casi siempre soportaba ese hecho con elegancia y valentía.
Eran escasos los días que María tenía un momento libre para pasear por el jardín, y
sería injusto negarle ese pequeño placer. “Tu hermano volverá antes de que se
ponga el sol” le recordó Marta con énfasis. “Lo sé. No te preocupes, no me verá.
Volveré a tiempo de ayudarte en la cocina”. La mujer más joven dio un beso en la
mejilla a la esposa de su hermano, y corrió a disfrutar de la privacidad de su jardín.
Marta la vio alejarse con una sonrisa triste. María era tan menuda y esbelta que era
fácil tratarla como a una niña. Pero ya no era una niña, se recordó Marta. Era una
mujer en edad de casarse, una mujer muy consciente de su profundo y serio destino.
María no pensaba en el destino cuando entró en el jardín. Ya tendría bastante de eso
mañana. Alzó la cabeza para aspirar el aroma especiado de octubre, mezclado con la
brisa del mar de Galilea. El Monte Arbel se alzaba hacia el noroeste, fuerte y
tranquilizador bajo el sol de la tarde. Siempre la había considerado su montaña
personal, una pila rocosa de suelo rojo y fértil que se elevaba al lado de su pueblo
natal. Lo echaba mucho de menos. Últimamente, la familia pasaba más tiempo en la
casa de Betania, pues el hecho de que Jerusalén estuviera cerca era importante para
el trabajo de su hermano. Sin embargo, María amaba la belleza salvaje de Galilea, y
experimentó una gran alegría cuando su hermano anunció que pasarían el otoño allí.
Estos momentos eran sus favoritos, rodeada de flores silvestres y olivos. Cada vez era
más difícil encontrar un rato de soledad, y saboreaba cada segundo de estas
oportunidades robadas. Aquí podía gozar en paz de la belleza de Dios, libre de las
estrictas normas de vestimenta y tradición que eran parte integral de su posición
social.
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En una ocasión, su hermano la sorprendió en el jardín y le preguntó qué había hecho
durante las horas en que había «desaparecido». “¡Nada! ¡Absolutamente nada!”
Lázaro había mirado con severidad a su hermana pequeña, pero luego se ablandó. Le
había enfurecido que no apareciera a la hora de cenar, una ira nacida del miedo. Era
algo más que simple preocupación de hermano. Quería muchísimo a su hermosa e
inteligente hermana pequeña, pero también era su tutor. Su salud y bienestar
constituían su principal prioridad. Debía ser protegida a toda costa, y ésa era su tarea
sagrada, con su familia, con su pueblo, con Dios.
Cuando llegó a su lado, ella estaba tumbada en la hierba, con los ojos cerrados y muy
quieta, lo cual le aterrorizó por un momento. Por suerte, María se había removido,
como si presintiera su pánico. Se protegió los ojos del sol con la mano y miró el rostro
furioso de su hermano. Parecía capaz de matar a alguien. La ira de Lázaro se
desvaneció cuando habló con él. Empezó a comprender por primera vez con cuánta
desesperación necesitaba la joven estos escasos momentos de soledad. La única hija
del linaje de Benjamín, su futuro había sido trazado desde la infancia.
Pocas veces pensaba en ella como un simple ser humano. Era un bien precioso, que
debía proteger y cuidar. Se había dedicado a todas estas tareas con absoluta
diligencia, y las había llevado a cabo a la perfección. Pero también la quería, aunque
no se permitió tomar plena conciencia de ello hasta que conoció a su mujer, Marta.
Lázaro era muy joven cuando su padre murió. Demasiado joven, tal vez, para asumir
la enormidad de las responsabilidades dinásticas de su familia, además de sus
obligaciones como terrateniente. No obstante, el joven había jurado a su padre,
durante aquellos últimos días, que no decepcionaría a la Casa de Benjamín. No
decepcionaría a su pueblo ni al Dios de Israel.
Era la mayor de tres hermanas de Betania, nacidas de una familia noble de Israel. A
decir verdad, había sido un matrimonio de conveniencia, aunque Lázaro pudo elegir
entre las tres chicas. Había elegido a Marta por razones prácticas. Al ser la mayor, era
sensata y responsable, con más experiencia en la tarea de llevar un hogar. Las hijas
menores eran demasiado frívolas y mimadas. Le preocupaba que fueran una mala
influencia para su hermana. Todas las muchachas eran encantadoras, pero la belleza
de Marta era más serena. Obraba en él un extraño efecto balsámico. El matrimonio de
conveniencia se transformó en un gran amor, y Marta abrió el corazón de Lázaro.
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Cuando la madre de Lázaro murió de forma inesperada, dejando a María sin
influencia materna, Marta adoptó ese papel sin el menor esfuerzo.
María estaba pensando en Marta cuando se sentó a descansar bajo su árbol favorito.
Mañana, el sumo sacerdote Anás vendría y empezarían los preparativos de la boda.
No habría más oportunidades de escapar sin escolta durante mucho tiempo, de modo
que María decidió aprovechar al máximo su tiempo. Llegaría el momento, como
todos sabían, en que se vería obligada a abandonar su amado hogar para viajar al sur
con su futuro marido. ¡Su marido! Easa.
Sólo pensar en el hombre al que estaba prometida infundió en María una sensación
de felicidad. Cualquier mujer envidiaría su posición de futura reina de un rey
dinástico. Pero era algo más que la posición lo que embargaba de gozo a María, era el
hombre en cuestión. La gente le llamaba Yeshua, el hijo mayor y heredero de la casa
de David, pero María le llamaba Easa, un apodo de la infancia, para disgusto de su
hermano y de Marta.
“No es apropiado llamar a nuestro futuro rey y líder elegido del pueblo por un mote
infantil, María” la había reprendido Lázaro durante la última visita de Easa. “Ella
puede hacerlo” respondió la voz profunda y dulce que reclamaba la atención sin el
menor esfuerzo. Lázaro calló al oír las palabras. Se volvió y vio al Hijo del León en
persona detrás de él. “María me conoce desde que era niña, y siempre me ha llamado
Easa. No lo cambiaría por nada”. El hermano de María compuso una expresión
mortificada, hasta que Easa salvó la situación con una sonrisa. Había magia en su
expresión, una transformación imposible de resistir. El resto de la velada había sido
maravilloso, con la presencia de la gente a la que María más amaba, reunida
alrededor de Easa y escuchando su sabiduría.
Tumbada bajo el más grande de los dos olivos, María se durmió bajo el sol de la tarde,
mientras imágenes de su futuro marido desfilaban por su cabeza.
Cuando María notó la sombra sobre su cara fue presa del pánico, pues pensó que
había dormido más de la cuenta. ¡Estaba oscureciendo! Lázaro se pondría furioso.
Pero cuando sacudió la cabeza para desprenderse de la torpeza, se dio cuenta de que
todavía era mediodía, pues el sol brillaba en todo su esplendor sobre el Monte Arbel.
María alzó la vista para ver qué objeto había arrojado sombra sobre su rostro
dormido. Lanzó una exclamación ahogada, paralizada por la sorpresa, antes de
lanzarse con toda la exuberancia de una joven enamorada hacia la figura que tenía
delante.
“¡Easa!” gritó con alegría. Él abrió los brazos y la estrechó en un enorme abrazo
durante un momento. Después retrocedió para contemplar su rostro exquisito. “Mi
palomita” dijo, utilizando el mote que le había dado de niña. “¿Es posible que cada
día seas más bella?” “¡Easa! No sabía que ibas a venir. Nadie me dijo...” “No lo
sabían. Será una sorpresa para ellos. No podía permitir que los preparativos del
matrimonio se hicieran sin mí”. Volvió a dirigirle toda la fuerza de aquella sonrisa.
María examinó sus facciones un momento, los intensos ojos oscuros resaltados por
los pómulos salientes. Era el hombre más bello que había visto, el hombre más bello
del mundo.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Mi hermano dice que es peligroso para ti estar aquí ahora”. “Tu hermano es un
gran hombre que se preocupa demasiado” la tranquilizó Easa. “Dios proveerá y
protegerá”. Mientras Easa hablaba con ella, María bajó la vista y comprobó
horrorizada su apariencia desaliñada. El cabello largo hasta la cintura estaba
enredado y lleno de briznas de hierba, aparte de una hoja seca, un marco adecuado
para sus extremidades desnudas, cubiertas de tierra. En aquel momento, no parecía
ni remotamente una futura reina. Empezó a farfullar una disculpa sobre su aspecto,
pero Easa la acalló con una sonora carcajada.
“Yo me ocuparé de Lázaro” la tranquilizó Easa. “Pero por si acaso, entra en casa y
finge que no me has visto. Me iré por atrás y volveré esta noche después de
haberme hecho anunciar como es debido. De esa forma, no pillaré desprevenidos
ni a tu hermano ni a Marta”. “Entonces, nos veremos esta noche” contestó María,
tímida de repente. Se volvió para ir hacia la casa. “¡Finge sorpresa!” le gritó Easa, y
rió mientras veía alejarse a través del jardín a su futura esposa.
María había sido expulsada de la habitación junto con Marta en cuanto llegaron, pero
no quiso mantenerse al margen mientras los más poderosos de su pueblo discutían
sobre su futuro. Easa le sonrió para tranquilizarla, pero ella vio algo en sus ojos que
la asustó. Inseguridad. Nunca lo había visto antes, pero allí estaba y la aterrorizó. En
contra de los deseos de Marta, María se escondió en el pasillo y escuchó.
Oyó voces alzadas, algunos gritos, hombres hablando entre sí. A veces, era difícil oír
con precisión de qué estaban hablando. La voz áspera, sonora y rasposa pertenecía a
Anás. “Tú te lo has buscado por aliarte con los zelotes. Los romanos nunca nos
permitirán ningún tipo de alianza contigo, debido a los asesinos y
revolucionarios que se encuentran entre tus partidarios. Los invitaríamos a
masacrar a nuestro propio pueblo”. La voz melódica que se escuchó después
pertenecía a Easa.
“Acepto a todo hombre que elige seguirme y buscar el Reino de Dios. Los zelotes
saben que desciendo de David. Soy su líder legítimo. Y el vuestro”. “No entiendes
contra qué nos enfrentamos” replicó Anás.
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Kathleen McGowan La Esperada
“El nuevo procurador, Poncio Pilatos, es un bárbaro. Derramará cuánta sangre le
parezca conveniente para silenciar hasta nuestras demandas más básicas.
Exhibe sus banderas paganas en nuestras calles, estampa sus símbolos de
blasfemia en nuestras monedas, y todo nos recuerda que somos impotentes ante
ello. No dudaría en eliminarnos a todos los que estamos reunidos aquí, si
presintiera que estábamos alentando la insurgencia contra Roma desde el
templo”.
“El tetrarca nos apoyará” dijo Easa. “Tal vez intercedería ante el nuevo
procurador”. Anás escupió. “Herodes Antipas no apoya nada que no sean su
lascivia y sus placeres. Roma le paga. Sólo es judío cuando conviene a sus
ambiciones”. “Su esposa es nazarena” replicó Easa. El silencio respondió a su
comentario. Easa había abrazado las enseñanzas liberales del pueblo nazareno, uno
de cuyos líderes era su madre. Los nazarenos no guardaban la ley con la estricta
observancia de los judíos del templo. Entre sus diferentes tradiciones, incluían
mujeres en sus ritos e incluso las reconocían como profetas. También permitían que
los gentiles escucharan sus enseñanzas y participaran en sus ceremonias.
Aunque Anás había hecho hincapié en que la facción zelote era la razón principal de
que el consejo hubiera decidido retirar su apoyo a Easa, todos los presentes en la
habitación sabían que era una cortina de humo, destinada a disimular la verdad. Las
enseñanzas de Easa eran demasiado revolucionarias, demasiado influidas por los
nazarenos. Los sacerdotes del templo no podían controlarle.
Con el comentario de que la esposa de Herodes era nazarena, Easa había desafiado a
los sacerdotes del templo. Adoptaría su papel profetizado de rey davídico y mesías
sin ellos, y como nazareno. Tal decisión era extremadamente peligrosa. Si bien podía
disminuir el poder de los sacerdotes del templo, también podía volverse en contra de
Easa si la gente le retiraba el apoyo popular en favor de sus líderes tradicionales.
Pero el ataque de Anás aún no había terminado. Su voz resonó en la atmósfera tensa
de la habitación. “El que tiene esposa es el esposo”.
El silencio se hizo de nuevo en la habitación, y María se quedó petrificada al otro lado
de la puerta. Notó la lengua seca y pastosa en la boca. Era una referencia al Cantar de
los Cantares, el poema escrito por el Rey Salomón para celebrar la unión dinástica
suprema de las casas nobles de Israel. Con el fin de que un rey gobernara a su pueblo,
la tradición mantenía que necesitaba una novia de idéntico linaje real. María, como
descendiente benjamita del Rey Saúl, era la princesa de mayor rango de Israel por
sangre. Como tal había sido prometida a Yeshua, el Hijo del León de Judá, desde su
infancia. Las tribus de Judá y Benjamín habían estado emparentadas desde la
antigüedad, y el matrimonio dinástico de estos dos linajes se había asegurado desde
que la hija de Saúl, Michal, se casara con David.
Pero para ser rey dinástico por ley, debía tener una reina dinástica. Anás había
urdido una amenaza frontal al compromiso. Fue el hermano de María quien habló a
continuación. Lázaro era un hombre que siempre controlaba sus emociones, y sólo
los muy íntimos habrían percibido la tensión en su voz cuando se dirigió al sumo
sacerdote. “Anás, mi hermana está prometida a Yeshua por ley. Los profetas han
dicho que es el Mesías de nuestro pueblo. No sé cómo podemos desviarnos de esta
senda, cuando Dios nos la eligió”. “¿Osas decirme lo que Dios ha elegido?” replicó
Anás.
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María se encogió. Lázaro era un hombre justo, y le mortificaría ofender al sumo
sacerdote.
“Es de la estirpe del León” intervino otra voz áspera, que María no reconoció. Tal vez
era el sacerdote más joven, Caifás, yerno de Anás. “No es de la Casa de David repuso
con calma la voz de Easa. “No” dijo Anás, “pero su madre es descendiente de la
línea de sacerdotes de Aarón, y su padre de los saduceos. El pueblo cree que es
heredero del profeta Elías. Será suficiente para animar al pueblo a seguirle, si se
casa con la mujer apropiada”.
El círculo se había cerrado. Anás había venido para asegurar el compromiso de María
con el candidato a mesías de su elección. Ella era el objeto que todos necesitaban
para legitimar cualquier monarquía. La siguiente voz sonó colérica y se expresó a
gritos. María no conocía a Santiago, un hermano menor de Easa, pero supuso que era
él quien vociferaba. Este hombre sonaba como Easa, pero sin el control sereno
omnipresente en su hermano mayor.
“No podéis elegir vuestros mesías como chucherías en un bazar. Todos sabemos
que Yeshua es el elegido para liberar a nuestro pueblo de sus cadenas. ¿Cómo
osáis adoptar un sustituto, debido a que teméis por vuestras posiciones
privilegiadas?” Los hombres se pusieron a chillar entre sí para hacerse oír. María
intentó distinguir las voces y las palabras, pero estaba temblando. Todo estaba a
punto de cambiar, lo sentía en el fondo de su alma.
La voz rasposa y autoritaria de Anás se impuso a las demás. “Lázaro, como tutor de
la muchacha, sólo tú puedes tomar la decisión de romper el compromiso y
entregar a la hija de Benjamín al candidato que hemos elegido. Ahora, todo está
en tus manos. Pero debo recordarte que tu padre era un fariseo, siervo leal del
templo. Yo le conocía bien. Él esperaría de ti que hicieras lo mejor por el pueblo”.
María pudo sentir la carga que se abatía sobre los hombros de Lázaro. Era cierto, su
padre se había dedicado en cuerpo y alma al templo, y fue siervo de la ley hasta su
muerte. Su madre era nazarena, pero eso no importaba a hombres como éstos.
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“Juan es un eremita66, un asceta67” interrumpió Easa. “No tiene deseo ni necesidad
de esposa. Ha elegido una vida de reclusión, pues considera que de esa forma
tiene más posibilidades de escuchar la voz de Dios. ¿Vais a destruir su soledad y
su buena obra, obligándole a un matrimonio con todas las responsabilidades que
implica la ley?”
“No” contestó Anás. “No vamos a obligar a Juan a nada. Se casará con la
muchacha para confirmar su rango de mesías al pueblo. Después ella se irá a
vivir con los familiares de él y Juan regresará a sus prédicas. Ella cumplirá los
deberes dinásticos que exige la ley, y él también”.
Además, había que pensar en la idea del propio Bautista. María nunca había visto a
este hombre que predicaba en las orillas del Jordán, pero era legendario entre la
gente. Era el primo mayor de Easa, pero los dos eran de un temperamento muy
diferente. Easa veneraba a Juan, decía de él a menudo que era un gran servidor de
Dios, y un hombre sincero y recto.
Pero también conocía sus límites. Se lo había explicado a María en una ocasión,
cuando ella le preguntó por el fanático predicador que bautizaba con agua. Juan
rechazaba a las mujeres, a los gentiles, a los lisiados o a los que consideraba impuros,
mientras Easa creía que la palabra de Dios pertenecía a toda la gente que deseaba
escucharla. No era un mensaje para las élites, explicaba Easa. Era el mensaje de la
buena nueva para todos. Estas diferencias habían sido motivo de discusiones entre
Easa y Juan.
Juan había pasado mucho tiempo en las áridas orillas del Mar Muerto después de la
muerte de sus padres. Se convirtió a las ideas de los esenios de Qumrán, una severa
secta de ascetas, de la que había extraído muchas de sus estrictas observancias. La
secta de Qumrán vivía en penosas condiciones y despreciaba a los que llamaban
«buscadores de comodidad». Hablaban de un Maestro de Justicia que les traería el
arrepentimiento y la adhesión definitiva a la ley.
Easa también había pasado algún tiempo entre los esenios, y había explicado sus
costumbres a María. Respetaba su devoción a Dios y a la ley, y alababa sus buenas
obras. Easa contó con muchos esenios entre sus compañeros más íntimos durante
toda la vida, y se retiraba a la absoluta soledad de Qumrán de vez en cuando para
meditar. Pero mientras que Juan abrazaba las duras observancias de los esenios, Easa
rechazaba muchas de sus creencias, por rigurosas y sentenciosas.
66. Eremita: Persona que vive sola en un lugar deshabitado, especialmente para dedicar
su vida a la oración y al sacrificio.
67. Asceta: Persona que practica el ascetismo (El ascetismo es la doctrina filosófica o
religiosa que busca, por lo general, purificar el espíritu por medio de la negación de
los placeres materiales o abstinencia)
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Easa explicó a María más detalles de Juan, acerca de la extraña dieta que había
adoptado en Qumrán68, langostas mezcladas con miel, y de su peculiar vestimenta,
hecha de pieles de animales y áspero pelo de camello, que desgarraba la piel y
producía urticaria
Había contado que su primo Juan el Bautista había optado por vivir al raso, bajo el
cielo, porque se sentía más cerca de Dios. No era una existencia apropiada para una
mujer o un hijo noble. Y, desde luego, no era aquello para lo que María Magdalena se
había preparado durante toda la vida.
Ahora todo dependía de Lázaro, pensó con tristeza María. Los hombres estaban
discutiendo de nuevo en la habitación de al lado, mientras las lágrimas rodaban
sobre el rostro de María. Ya no podía distinguir una voz de otra. ¿Cuál era la de
Lázaro, y qué estaba diciendo? Su hermano quería y respetaba a Easa, como hombre
y como descendiente de David, aunque nunca había aceptado las reformas de los
nazarenos. Lázaro era muy tradicional. Su padre había sido un fariseo, y había
apoyado económicamente al templo de Jerusalén.
Anás le estaba obligando a tomar una dura decisión: si apoyaba a Easa, el legítimo rey
dinástico y heredero de todas las profecías, Lázaro sería expulsado del templo.
Estaba implícito en las palabras del sumo sacerdote. Lázaro no tendría otro remedio
que alinearse con los nazarenos, abrazar un credo reformista en el que no creía.
Los más moderados de su pueblo, incluido Lázaro, se habían sentido satisfechos
porque Easa había sido aceptado tanto por los nazarenos como por los sacerdotes del
templo. Pero se hallaban en vísperas de un cisma, una separación absoluta de los dos
bandos, lo cual crearía hostilidades entre las grandes familias dinásticas de Israel y
daría nacimiento a una amarga rivalidad. Era necesario tomar una decisión que
resultaría dolorosa para mucha gente corriente.
Pero en aquel momento a María sólo le importaba una decisión. La decisión de
Lázaro de aceptar la orden de los sacerdotes del templo haría algo más que destruir
sus sueños juveniles y condenarla a un matrimonio aborrecible. Era una decisión que
cambiaría el curso de la historia durante miles de años.
Easa llegó a un acuerdo con Lázaro aquella noche: quería ser él quien diera la noticia
a María. Lázaro accedió, con bastante alivio, y condujeron a María a una cámara
privada para que se reuniera con el hombre que siempre había considerado su futuro
esposo. Cuando Easa vio su cuerpo tembloroso y el rostro empañado en lágrimas,
supo que la muchacha había oído lo hablado en la reunión. Y cuando María vio el
dolor en los ojos de Easa, supo que su destino estaba sellado. Se arrojó en sus brazos
y lloró hasta que las lágrimas se agotaron.
“Pero ¿por qué?” le preguntó. “¿Por qué has accedido? ¿Por qué dejaste que te
robaran tu reino?” Easa acarició su pelo para calmarla, y le dedicó su sonrisa
consoladora. “Tal vez mi reino no es de este mundo, palomita”. María meneó la
cabeza. No entendía nada. Easa se dio cuenta y continuó su explicación.
68. Qumrán: es un valle del desierto de Judea en las costas occidentales del mar Muerto,
en Cisjordania. La importancia de este uadi es la presencia de las ruinas de Qumrán y
de las cuevas descubiertas en 1947, que contenían un valioso tesoro arqueológico y
bíblico.
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“María, mi trabajo es enseñar el Camino, enseñar a la gente que el Reino de Dios
está al alcance de la mano, que tenemos el poder de liberarnos aquí y ahora de la
opresión. Para esto no necesito una corona terrenal o un reino. Me bastará con
compartir la palabra de Dios con la mayor cantidad de gente posible”.
También había sido educada por mujeres nazarenas, a la cabeza de las cuales se
encontraba la madre de Easa. María la Mayor se había ocupado de la educación de
María desde muy temprana edad, con el fin de prepararla para la vida con el Hijo de
David, pero también para instruirla en las lecciones espirituales de su credo
reformista. En cuanto se casara con Easa, María Magdalena adoptaría el velo rojo de
las sacerdotisas nazarenas, el mismo velo rojo que llevaba María la Mayor.
Pero eso no iba a suceder. María no podía soportar el dolor y se puso a llorar de
nuevo. En aquel momento, un terrible pensamiento la asaltó, y un sollozo
estremecedor sacudió su cuerpo. “Easa” susurró, temerosa de formular la pregunta.
“¿Sí?” “¿Te...? ¿Con quién te casarás ahora?” Easa la miró con tal ternura que María
pensó que su corazón iba a estallar.
Tomó sus manos y le habló con voz dulce, pero firme. “¿Te acuerdas de lo que dijo
mi madre la última vez que entraste en casa?” María asintió, y sonrió entre las
lágrimas. “Nunca lo olvidaré. Dijo: «Dios te ha hecho la perfecta compañera de mi
hijo. Los dos os convertiréis en una sola carne. Ya no habrá dos, sino uno. Lo que
Dios ha unido, no lo separe el hombre»”. Easa asintió.
“Mi madre es la más sabia de las mujeres, además de una gran profeta. Vio que Dios
te había hecho para mí. Si Dios ha decidido en su plan que no serás mía, no seré de
otra. María experimentó un inmenso alivio. De todas las cosas que no podía soportar,
una mujer que no fuera ella como compañera de Easa era la más impensable. Otra
realidad la asaltó con fuerza incontenible.
“Pero... si he de ser la esposa de Juan... nunca permitirá que me convierta en
sacerdotisa nazarena”. “No, María” contestó Easa con semblante serio. “Juan
insistirá en una observancia estricta de la ley. Desprecia las reformas de nuestro
pueblo, y puede que sea muy severo contigo y te imponga crueles penitencias.
Pero recuerda lo que te he dicho, y lo que mi madre te enseñó. El Reino de Dios
está en tu corazón, y ningún opresor, ni los romanos, ni siquiera Juan, podrán
arrebatártelo”.
Alzó la barbilla de María y la miró a los enormes ojos color de avellana cuando habló:
“Escúchame bien, palomita. Hemos de recorrer esta senda con bondad, y hemos
de hacer lo que es debido por los hijos de Israel. Esto significa que, en este
momento, no puedo oponerme a Anás y al Templo. Acataré su decisión para que
la enseñanza del Camino pueda continuar en paz y se propague por el país, y he
accedido a dos cosas para demostrar mi apoyo”.
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»Asistiré a tu boda con Juan acompañado de mi madre, y permitiré que mi primo
me bautice en público para demostrar que reconozco su autoridad espiritual”.
María asintió con solemnidad. Recorrería esa senda que se extendía ante ella; era su
responsabilidad como hija de Israel. Las palabras de amor y apoyo de Easa la
ayudarían a superarlo.
Él la besó en la cabeza, y dio la vuelta para marcharse. “Para ser tan menuda, eres
muy fuerte” dijo con dulzura. “Siempre he visto esa fuerza en ti. Algún día serás
una gran reina, una líder de nuestro pueblo”. Se detuvo en la puerta para mirarla
por última vez y dejarla con un pensamiento final. Se llevó la mano al corazón.
“Siempre estaré contigo”.
Manipular a Juan el Bautista no fue tan fácil como Anás y su consejo habían esperado.
Cuando fueron a comunicarle su propuesta, él rugió contra su falta de honradez y les
llamó víboras. Les recordó que ya existía un mesías, y era su primo Yeshua, un
profeta elegido por Dios, y que él, Juan el Bautista, no era digno de tal empresa. Los
sacerdotes replicaron que la gente opinaba que él era un profeta más grande, el
heredero de Elías.
“No soy ninguna de esas cosas” replicó Juan. “Entonces, dinos qué eres, para poder
explicárselo al pueblo de Israel, que te seguiría como profeta y como rey”
adujeron. Juan contestó de una manera enigmática. “Yo soy la voz que clama en el
desierto”.
Despidió a los fariseos, pero el astuto Caifás había comprendido que la extraña
afirmación de Juan, «Yo soy la voz que clama en el desierto», era una referencia al
profeta Isaías. ¿Estaba calificándose de profeta Juan mediante las Escrituras? ¿Estaba
poniendo a prueba a los sacerdotes? Los enviados sacerdotales volvieron al día
siguiente, y pidieron a Juan que los bautizara. Insistió en que se arrepintieran de
todos sus pecados antes de meditar sobre la idea. Los sacerdotes se encolerizaron,
pero sabían que debían ceñirse a las reglas de Juan, de lo contrario perderían la clave
de su estrategia, el propio Bautista. Recibir el bautismo de Juan fortalecería su
posición entre las multitudes que aclamaban al Bautista como profeta, su principal
objetivo.
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los nazarenos, y su flagrante indiferencia por la ley. Juan les despidió e interrumpió la
discusión. Los sacerdotes se marcharon sin que Juan hubiera cambiado de decisión.
Aquel día, más tarde, Easa llegó a la orilla este del Jordán para cumplir la promesa
hecha a Anás. Un amplio séquito de seguidores le acompañaba, y este encuentro de
dos hombres tan célebres atrajo a multitudes hasta el río. Juan el Bautista extendió la
mano para detener a Easa.
“¿Vienes a que te bautice?” preguntó. “Tal vez tenga yo más necesidad de bautizo
que tú, pues eres el elegido de Dios”. Easa sonrió. “Primo, así ha de ser. Hemos de
seguir el sendero de la justicia”. Juan asintió, sin demostrar sorpresa ni emoción
alguna por la aceptación de Easa. Era la primera vez que ambos se reunían desde las
intrigas de Anás, y la primera oportunidad de medirse mutuamente. El Bautista alejó
a Easa de los oídos de la muchedumbre y habló con palabras muy meditadas, con el
fin de conocer la opinión de su primo.
“El que tiene esposa es el esposo”. Easa no reaccionó a las palabras de Juan. Se
limitó a asentir como si estuviera de acuerdo. “El amigo del esposo, que le
acompaña y le oye, se alegra grandemente de oír la voz del esposo” continuó Juan.
“Pues así mi gozo es cumplido, tu generoso regalo de justicia, si es cierto que lo
das de buen grado”. Easa asintió de nuevo. “Me conformaré con ser el amigo del
esposo. Preciso es que él crezca y yo mengüe, y así ha de ser”.
Era un juego de palabras, una especie de danza entre los dos grandes profetas,
mientras cada uno tomaba nota de la postura política del otro. Satisfecho de que su
primo hubiera accedido pacíficamente a renunciar a su cargo, así como a su novia,
Juan se volvió hacia la muchedumbre apelotonada en ambas orillas del Jordán. Habló
a la gente antes de pedir a Easa que se adelantara.
“Detrás de mí viene uno que es antes de mí, porque era primero que yo”. Easa se
sumergió en el río mientras resonaban las palabras de Juan. Habían sido elegidas con
suma cautela, para indicar que si Juan debía asumir el papel de mesías, Yeshua sería
el heredero de su trono si algo le sucediera. «Porque era primero que yo» era una
clara referencia a que Juan todavía aceptaba las profecías sobre el nacimiento de
Yeshua.
Esta frase protegería a Juan de los moderados que le apoyaban y que tenían miedo de
las reformas de los nazarenos, pero al mismo tiempo honraba a Easa como el hijo de
las profecías. Sus primeras palabras, «Detrás de mí viene», eran una indicación de que
Juan estaba meditando la posibilidad de asumir el papel de ungido.
Tal vez era fácil subestimar a Juan, el predicador del desierto, de vestimenta salvaje y
estilo evangélico radical, pero aquel día, sus actos y palabras en la orilla del río
Jordán demostraron que era un político mucho más avezado de lo que muchos
imaginaban.
Cuando Easa salió del agua, la muchedumbre aclamó a los dos hombres, profetas
emparentados tocados por la mano de Dios. Pero se hizo el silencio en el valle cuando
una paloma surgió de los cielos y voló sobre la cabeza de Easa, el León de David. Fue
un momento que sería recordado por la gente del valle del Jordán y de todos los
pueblos hasta el fin de los tiempos.
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Caifás regresó al río Jordán al día siguiente con su contingente de fariseos. Había
planeado con mucho cuidado la estrategia relacionada con Juan. El bautismo de
Yeshua el día anterior no había servido a los propósitos anhelados por Anás y él.
Creían que, al someterse al bautismo, Easa reconocería en público la autoridad de
Juan. En cambio, el acontecimiento había servido para recordar a la gente que el
molesto nazareno era el elegido de la profecía. Ahora, más que nunca, los fariseos
tenían que reducir el impacto de la idea de que Yeshua era el Mesías. La única forma
de hacerlo era transferir el título de mesías a otra persona lo antes posible, y el único
candidato aceptable era Juan.
Pero éste estaba preocupado por la señal de la paloma. ¿Acaso no demostraba esta
aparición celestial tras el bautismo que Easa era el elegido de Dios? Juan vaciló, y al
final volvió a apoyar la opción de su primo. Caifás, que había aprendido mucho de su
suegro Anás, estaba preparado para esta posibilidad y contraatacó. “Tu primo
nazareno ha estado hoy con los leprosos” informó.
Juan se quedó estupefacto. No había nada más impuro que aquellos miserables
abandonados de Dios. Era impensable que su primo hubiera acudido a aquellos seres
después del bautismo. “¿Estás seguro de que eso es cierto?” preguntó. Caifás asintió
con gravedad. “Sí. Siento informarte de que Yeshua ha estado en el lugar más
impuro esta mañana. Me han dicho que predicó la palabra del Reino de Dios.
Hasta permitió que le tocaran”.
Juan estaba asombrado de que Yeshua hubiera caído tan bajo. Conocía la profunda
influencia que ejercían los nazarenos sobre su primo. ¿Acaso no era la madre de
Yeshua una María, y miembro de ese grupo? Pero era una mujer, y por tanto, de
escasa importancia, salvo por el hecho de que había influido mucho en su hijo. No
obstante, si Yeshua se había mezclado con los impuros, cuando ni tan sólo había
transcurrido un día completo desde el bautismo, tal vez Dios le había dado la espalda.
Y había que pensar en la muchacha, la hija de Benjamín. A Juan le preocupaba mucho
que se llamara María, un nombre nazareno, una clara señal de que la muchacha había
sido educada en sus impías costumbres.
Pero era preciso reflexionar con toda seriedad sobre la profecía relacionada con la
muchacha, por el bien del pueblo. Se creía que era la Hija de Sión, tal como se
describía en el libro del profeta Miqueas. El pasaje se refería a la Migdal-Eder, la
Torre del Rebaño, una pastora que guiaría al pueblo: «A ti, torre del rebaño, fortaleza
de la Hija de Sión, volverá tu antiguo poderío, y la realeza que es propia de la Hija de
Sión».
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¿Acaso el propio sumo sacerdote, Anás, no había redactado los documentos de
disolución? Lo más importante era que Yeshua y sus seguidores nazarenos no se
oponían a esta decisión, y habían prometido apoyar a Juan cuando lo ungieran.
Yeshua había accedido incluso a asistir al banquete de bodas para manifestar su
apoyo. La oferta era perfectamente aceptable. Si Juan se casaba con la princesa de la
Casa de Benjamín y se convertía en el ungido, el número de sus bautismos se
multiplicaría por diez. Tendría acceso a muchísimos más pecadores, y les mostraría la
senda del arrepentimiento. Se convertiría en el Maestro de Justicia de las profecías de
sus antepasados.
Isabel, la piadosa madre de Juan, era prima de la madre de Easa, María, pero tanto
ella como su esposo Zacarías habían muerto hacía muchos años. No había pariente
cercano que pudiera ocuparse de los preparativos de la celebración, y Juan
desconocía el protocolo que, por otra parte, no le importaba en lo más mínimo.
Cuando María la Mayor observó que nadie agasajaba a los invitados, se hizo cargo de
los preparativos, como pariente femenino de mayor edad de Juan. Se acercó a su hijo,
que estaba sentado con varios de sus seguidores.
“No hay vino para el convite de bodas” dijo. Easa escuchó a su madre con atención.
“¿Qué tiene que ver esto conmigo?” preguntó. “No es mi boda. No sería apropiado
que yo interviniera”. María explicó a su hijo que no estaba de acuerdo. En primer
lugar, se sentía obligada a responsabilizarse de que el banquete fuera un éxito, en
memoria de Isabel. Pero, además, María era una mujer sabia, que conocía a la gente y
las profecías. Éste sería el momento oportuno de recordar a los nobles y sacerdotes
congregados la posición única de su hijo en la comunidad. Easa accedió con cierta
reticencia.
María llamó a los criados y les dio instrucciones. “Haced lo que os pida sin dudarlo”.
Los criados esperaron las órdenes de Easa. Al cabo de un momento, pidió que le
trajeran seis tinajas, llenas hasta el borde de agua. Los criados obedecieron, y dejaron
las tinajas de arcilla delante de él. Cerró los ojos y rezó una oración, al tiempo que
pasaba las manos sobre cada tinaja. Cuando hubo terminado, aconsejó a los criados
que sirvieran el líquido. La primera criada vertió un poco en su copa de servir. Las
tinajas ya no estaban llenas de agua, sino de un espeso vino tinto.
Easa dio órdenes a un criado de que llevara una copa de vino a Caifás, quien oficiaba
la ceremonia. Caifás levantó la copa en dirección a Juan, el novio, y alabó la calidad
del vino. “La mayoría sirven el mejor vino a primera hora y reservan el de escasa
calidad para el final, cuando pocos se dan cuenta” bromeó Caifás. “Pero tú has
reservado el mejor vino para el final”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Juan miró a Caifás, algo confuso. Ni él ni el sacerdote se habían dado cuenta de lo
sucedido. El único indicio de que algo extraordinario había ocurrido eran los
murmullos de los criados y de algunos discípulos. Pero no pasaría mucho tiempo
antes de que toda Galilea supiera lo que había ocurrido en la boda de Caná.
Tras la boda de Juan y María, nadie volvió a hablar del esposo o de la esposa. Algo
más extraordinario había relegado a un segundo plano la fusión dinástica. El tema de
discusión entre la gente corriente era la milagrosa transformación del agua en vino,
llevada cabo por el joven profeta. En la región situada al norte de Galilea, el nombre
de Yeshua estaba en labios de todos. Era su único mesías, pese a las manipulaciones
urdidas en el Templo.
El poder y la popularidad de Juan crecían en el sur, desde las orillas del Jordán, en las
cercanías de Jericó, hasta las zonas desérticas del mar Muerto, pasando por Jerusalén.
Auspiciado por los sacerdotes del Templo, el número de seguidores de Juan aumentó
hasta que las orillas del río rebosaban de hombres que solicitaban el bautismo. Como
Juan insistía en que estos hombres debían mantener la más estricta observancia de la
ley, el número de sacrificios aumentó y, en consonancia, las arcas del Templo se
llenaron aún más. Todo el mundo estaba complacido con el resultado del acuerdo.
Todos, salvo María Magdalena, que ahora estaba casada con el Bautista.
Tal vez era una bendición que esta unión no fuera deseada ni por el novio ni por la
novia. Juan sólo quería volver al desierto y trabajar por Dios. Acataba la ley, la cual
exigía a los hombres que fueran fértiles y se multiplicaran, y visitaba a su esposa en
los días apropiados por motivos de procreación. Pero aparte de esos períodos,
dictados por la ley y la tradición, detestaba la compañía de las mujeres.
Encontrar un lugar donde María viviera había sido la primera prioridad del recién
casado Juan. En ningún momento ocultó que no sería bienvenida en las cercanías de
su ministerio. De hecho, los esenios de Qumrán no permitían que vivieran mujeres
con ellos, sino que las exiliaban a edificios separados porque eran impuras por
naturaleza. Además, la madre de Juan había muerto, lo cual suponía un problema. De
haber vivido Isabel, María habría vivido en casa de sus suegros.
Juan y Lázaro hablaron del asunto antes de la boda, pero María ya había expresado
sus deseos a su hermano. Lázaro pidió a Juan que María pudiera seguir viviendo con
Marta y él en sus propiedades de Magdala y Betania. De esta forma, María siempre
tendría compañía, y estaría bajo la vigilancia de un hombre y una mujer piadosos.
Además, Betania no estaba demasiado lejos de Jericó, en vistas a las raras ocasiones
en que Juan debía visitar a su esposa.
Para éste fue una solución fácil y providencial, pues no albergaba el menor interés
por las actividades de María, aparte de contar con la seguridad de que se comportara
como una mujer piadosa y arrepentida en todo momento. Si esta muchacha tenía que
ser la madre de su hijo, debía ser irreprochable. María aseguró a Juan que, durante su
ausencia, obedecería en todo a su hermano, como siempre había hecho. Procuró no
demostrar su alegría cuando acordaron que se iría a vivir con Lázaro y Marta.
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Kathleen McGowan La Esperada
Pero el placer de María duró poco, pues Juan impuso sus restantes leyes. No toleraría
que María estuviera presente en prédicas de los nazarenos. No podría visitar el hogar
de María la Mayor, su amiga y maestra más venerada. Y, desde luego, jamás
aparecería en público si Easa estaba hablando. Juan estaba dolido porque algunos de
sus discípulos habían abandonado las orillas del río para seguir a su primo.
El Bautista les reprendió por convertirse en nazarenos y los acusó de ser «buscadores
de comodidad». Poco a poco, se estaba gestando una rivalidad entre los ministerios,
muy diferentes, del nazareno Easa y del ascético Bautista. Su esposa no lo
avergonzaría. Jamás podría estar en presencia de nazarenos. Juan arrancó esta
solemne promesa a Lázaro. Joven, ingenua, sin haber conocido otra cosa que amor y
aceptación, María intentó hablar con él, pero recibió el primer puñetazo de su marido
cuando protestó. La mano de Juan dejó una señal en la mejilla de María, lo cual le
recordó durante el resto del día que no debía discutir con él sobre asuntos de
obediencia.
María temía las visitas de Juan, y agradecía que fueran escasas y separadas por largos
intervalos de tiempo. Juan sólo iba a Betania cuando se hallaba en las cercanías
ocupado en sus asuntos, por lo general cuando se desplazaba a Jerusalén. Se
interesaba por la salud de María para salvaguardar las apariencias, y cuando era
aceptable para la ley cumplía sus deberes de marido. Durante estas visitas, se pasaba
el tiempo enseñando la ley a María e imponiéndole penitencias, así como
advirtiéndola de que el Reino de Dios estaba cerca.
Como princesa de la Casa de Benjamín, María sabía que era indecoroso comparar a su
marido con otro hombre, pero no podía evitarlo. Se pasaba los días y las noches
pensando en Easa y en lo que le había enseñado. Era asombroso que Easa y Juan
predicaran más o menos lo mismo (la cercanía del Reino de Dios), porque el
significado era muy diferente para cada profeta. Para Juan, se trataba de un mensaje
ominoso, una advertencia terrorífica para los perversos. Para Easa, era una hermosa
oportunidad para todo el mundo de abrir sus corazones a Dios.
El día que María averiguó que Easa iría a Betania con su madre y un grupo de
seguidores nazarenos, sintió que la alegría volvía a su corazón por primera vez desde
hacía muchos días.
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Kathleen McGowan La Esperada
La dificultad de la decisión se leía en el rostro del hermano de María. Dar la espalda a
sus amigos de la infancia, así como a Easa y María la Mayor, venerados hijos de David,
era un acto espantoso, pero Lázaro había recibido órdenes del sumo sacerdote de no
admitir a la facción nazarena cuando pasaran por la ciudad camino de Jerusalén.
“Te aseguro que desea lo mejor para ti”. María no había oído que Marta la seguía,
tan inmersa estaba en su desdicha. Por más que amara a Marta, no quería oír más
discursos sobre obediencia. María empezó a hablar, pero Marta la interrumpió. “No
he venido para reprenderte. He venido a ayudarte”. María la miró con cautela. Que
ella supiera, la esposa de su hermano Lázaro jamás se había opuesto a sus deseos. No
obstante, Marta poseía una energía oculta, y María la vio entonces en los ojos de su
cuñada.
“María, eres como una hermana para mí, en algunos aspectos como mi propia
hija. No puedo soportar ver el dolor que has padecido este último año. Estoy
orgullosa de ti, al igual que tu hermano. Sé que él no te lo dice, pero a mí no para
de repetírmelo. Cumpliste tu deber como noble hija de Israel, y siempre con la
cabeza bien alta”. María se secó las lágrimas mientras Marta continuaba.
“Lázaro parte hacia Jerusalén en viaje de negocios. No volverá hasta mañana por
la noche. Los nazarenos estarán en Betania, y se reunirán en casa de Simón”.
María abrió los ojos de par en par mientras escuchaba. ¿La obediente y piadosa Marta
estaba planeando una estratagema? “¿Simón? ¿Te refieres a esa casa?” María señaló
la casa en cuestión, que se veía con facilidad desde su propiedad. Marta asintió.
“Si tomas precauciones y eres discreta, haré la vista gorda si decides visitar a tus
viejos amigos”. María rodeó a Marta entre sus brazos. “¡Te quiero!” gritó. “¡Chisss!”
Marta se soltó de María, y miró a su alrededor para comprobar que nadie las había
visto. “Si Lázaro viene a verte antes de marcharse a Jerusalén, tienes que estar
furiosa con él. No puede sospechar nada, de lo contrario nos veríamos en un
terrible trance”. María asintió con solemnidad y reprimió una sonrisa. Marta se
marchó corriendo a la casa para despedir a Lázaro, mientras María bailaba bajo los
olivos.
María se acercó a la casa de Simón desde una entrada lateral, llevaba su pelirroja
cabellera cubierta por uno de sus velos más gruesos. Dijo la contraseña y la dejaron
entrar al punto. Sintió una gran alegría cuando vio tantas caras conocidas. Paseó la
vista alrededor de la habitación, pero no vio el rostro más amado e importante, pues
Easa y su madre aún no habían llegado. Tuvo poco tiempo de pensar en esto, porque
en aquel momento una voz femenina juvenil gritó su nombre. María se volvió y vio la
exquisita sonrisa de Salomé, la hija de Herodías e hijastra del tetrarca de Galilea,
Herodes. María gritó a su vez de júbilo, pues ambas habían sido adoctrinadas a los
pies de María la Mayor.
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Se abrazaron con alborozo y cariño. “¿Qué haces tan lejos de casa?” preguntó María.
“Mi madre me ha dado permiso para seguir a Easa y continuar mi
adoctrinamiento, con el fin de tomar así los siete velos”. Sólo las mujeres que
habían sido iniciadas como sumas sacerdotisas podían llevar los siete velos. Herodes
Antipas da a mi madre todo cuanto desea, y además, simpatiza con los nazarenos.
Sólo detesta a Juan el Bautista.
Salomé se cubrió la boca al instante después de aquel desliz. Compuso una expresión
mortificada. “Lo siento. Me olvidé”. María sonrió con tristeza. “No, Salomé, no te
disculpes. A veces, yo también me olvido”. Salomé la miró compadecida. “¿Tan
horrible es para ti?” María meneó la cabeza. Quería a Salomé como a una hermana, y
se llamaban entre sí por el título tradicional de las sacerdotisas nazarenas, pero
María era todavía una princesa, educada para comportarse como tal. No hablaría mal
de su marido con nadie.
“No, no es horrible. Veo muy pocas veces a Juan”. Salomé habló a toda prisa, como
si quisiera seguir disculpándose por la metedura de pata. “Espero no haberte
ofendido, hermana. Es que el Bautista dice cosas terribles sobre mi madre. La
llama puta y adúltera”. María asintió. Se había enterado. Herodías, la madre de
Salomé, era la nieta de Herodes el Grande, y había heredado la tozudez del infame
rey. Abandonó a su primer marido para casarse con Herodes Antipas, quien
gobernaba Galilea, y el tetrarca se había divorciado a su vez de su esposa árabe para
contraer matrimonio con Herodías. Juan se había sentido indignado por el hecho de
que un monarca judío despreciara de una forma tan flagrante la ley, y había
denunciado en público el matrimonio de Herodes Antipas con Herodías, acusándoles
de adulterio.
Pero mientras el Bautista se granjeaba la enemistad del tetrarca, Easa era muy
admirado por la esposa de Herodes. Herodías había enviado a su única hija para ser
adoctrinada en el Camino cuando tuvo edad para ello. Salomé y María se habían
hecho amigas íntimas durante el tiempo que pasaron juntas en Galilea, unidas en su
amor espiritual por María la Mayor y su hijo.
“Nuestra hermana Verónica está aquí” dijo Salomé, ansiosa por cambiar de tema.
La sobrina de Simón, Verónica, era una joven espiritual y encantadora, que había sido
adoctrinada con ellas en casa de la madre de Easa. María amaba a Verónica, y buscó
con la vista a su amiga querida. “¡Allí está!” Salomé asió la mano de María y la
arrastró hacia la sonriente Verónica. Las tres mujeres, hermanas en el credo
nazareno, se abrazaron con afecto, pero tuvieron poco tiempo para hablar, porque en
aquel instante entró Easa.
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Le seguían su madre y dos hermanos menores, Santiago y Judas, así como los
hermanos pescadores de Galilea y un hombre de aspecto amargado, de nombre
Felipe, si María no se equivocaba. Easa saludó a todos los presentes, pero se detuvo
delante de María. La abrazó con ternura, pero con el decoro y el respeto debidos a
una noble casada con otro hombre. Le dedicó una larga mirada para indicar la
sorpresa que le producía el hecho de que hubiera desobedecido a su hermano, pero
no dijo nada.
María le sonrió y apoyó la cabeza sobre su corazón. “El reino de Dios está en mi
corazón, y ningún opresor me lo puede arrebatar”. Easa le devolvió la sonrisa, con
una expresión de afecto infinito, y después avanzó hacia la parte delantera de la
habitación y se puso a predicar.
Fue una noche hermosa, impregnada del amor de los amigos y la palabra del Camino.
María casi había olvidado hasta qué punto la Palabra había llegado a ser importante
para ella, y que Easa era un maestro inspirador. Sentarse a sus pies y escucharle
predicar era como experimentar el Reino de Dios en la tierra. No podía imaginar que
alguien pudiera condenar palabras tan hermosas, o que intentara a propósito negar
aquellas enseñanzas de amor, compasión y caridad.
Una sombra cruzó su rostro un breve momento. “Di a tu hermano que has de pasar
tu confinamiento en Galilea. Pídele que te deje partir mañana, al alba”. María se
quedó perpleja. Betania estaba cerca de Jerusalén, y las mejores comadronas estaban
al alcance de la mano en caso de necesidad. Lo más sensato era quedarse aquí, y
Lázaro tardaría en llegar un día más. No obstante, Easa había visto algo en aquel
momento sombrío, algo que le impulsó a recomendarle que se marchara a Galilea de
inmediato. Lo que María ignoraba era que, en un clarividente momento de profecía,
Easa había visto que la joven necesitaba alejarse lo máximo posible de Juan.
“¡Puta!” gritó Juan, mientras abofeteaba a María una y otra vez. “Sabía que era
demasiado tarde para ti y para tus costumbres de ramera nazarena. ¿Cómo osas
desobedecer a tu marido y a tu hermano?” Marta y Lázaro estaban en sus
habitaciones de la casa de Betania, pero oían el estallido de violencia que se había
producido. Marta lloraba en la cama, mientras escuchaba los golpes que llovían sobre
el diminuto cuerpo de María. Era culpa de ella. La había animado a desobedecer las
órdenes explícitas de su marido y su hermano. Marta pensaba que era ella quien
merecía la paliza.
Lázaro estaba sentado inmóvil, petrificado de miedo e impotencia. Estaba furioso con
Marta y María, pero mucho más preocupado por la paliza que su hermana estaba
recibiendo a manos de su marido. No podía hacer nada al respecto.
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Intervenir sólo serviría para insultar todavía más a Juan, algo que no se atrevía a
hacer. Además, era normal que un marido pegara a una esposa desobediente. En los
hogares más tradicionales, se trataba de algo habitual. Los actos de Juan se ajustaban
a su interpretación de la ley.
Aún no sabían cómo había llegado Juan a descubrir que María había asistido a la
reunión nazarena. ¿Había un delator entre los presentes en la velada? ¿O el don de la
profecía que poseía Juan el Bautista era tan poderoso que veía a María en sus
visiones? Fuera cual fuera el agente catalizador, Juan había llegado a Betania a la
tarde siguiente, preso de una rabia incontrolada, decidido a castigar a todos los
implicados en el engaño. Sabía que su joven esposa se había sentado devotamente a
los pies de su primo la noche anterior. Peor todavía, se había sentado con la lasciva
hija de la puta Herodías. Que María exhibiera sus simpatías por los nazarenos y su
amistad por Salomé era una fuente de vergüenza y aflicción para Juan. Era algo
susceptible de perjudicar su reputación.
¡Malditas fueran las mujeres! ¿Es que no comprendían que cualquier lacra que
manchara su nombre podía influir en su obra y atenuar el mensaje de Dios? Esto era
una prueba de que las mujeres carecían de sentido común, eran incapaces de pensar
en las consecuencias de sus actos. Las hembras eran seres pecadores por naturaleza,
hijas de Eva y Jezabel. Estaba llegando a la conclusión de que era imposible
redimirlas. Juan gritaba estas cosas y otras mientras continuaba propinándole la
paliza. María estaba acurrucada en un rincón con los brazos sobre la cabeza, en un
esfuerzo inútil para protegerse la cara. Era demasiado tarde. Un círculo púrpura
estaba empezando a extenderse alrededor de un ojo, y tenía el labio inferior
hinchado y ensangrentado debido a un manotazo.
“¡Basta, vas a matar al niño!” consiguió gritar por fin. Juan detuvo su mano. “¿Qué
has dicho?” María respiró hondo para calmarse. “Estoy embarazada”. Juan la miró
con frialdad. “Eres una puta nazarena que ha pasado la noche en casa de otro
hombre sin escolta. Ni siquiera puedo estar seguro de que el niño es mío”. María
habló poco a poco, mientras intentaba levantarse.
“No soy lo que tú me llamas. Acudí a ti como novia virgen y no he estado nunca
con otro hombre, excepto contigo, ‘mi esposo según la ley’. Enfatizó las últimas
cinco palabras. “Estás furioso por mi desobediencia, y soy merecedora de tu ira”.
Le plantó cara. Aunque le sacaba una cabeza, se irguió en toda su estatura y le miró a
la cara. “Pero tu hijo no merece que duden de su origen. Algún día será un
príncipe de nuestro pueblo”. Juan emitió un sonido gutural y dio media vuelta para
marcharse. “Explicaré los términos estrictos de tu confinamiento a Lázaro”. Abrió
la puerta y salió al pasillo. Sin volverse, lanzó una última amenaza. “Si es una niña,
os abandonaré a ambas”.
Avanzada la tarde del día siguiente, María decidió salir al jardín para tomar un poco
de aire. Se había pasado en la cama casi todo el día, curando sus contusiones. El
jardín estaba aislado, encerrado entre muros, de manera que nadie podía ver las
marcas del deshonor en su cara. Al menos, eso pensaba ella. María oyó un ruido entre
los arbustos que le dejó sin respiración. ¿Qué era? ¿Quién era? “¿Hola?” preguntó en
voz alta, vacilante.
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“¿María?” susurró una voz femenina, y se oyeron más ruidos. De repente, una figura
salió de detrás de una hilera de setos cercanos al muro del jardín. “¡Salomé! ¿Qué
haces aquí?” María corrió a abrazar a su amiga, una princesa que merodeaba como
un vulgar ladrón. Salomé no pudo contestar enseguida. Se había quedado inmóvil,
mirando el rostro amoratado de María.
“Te he traído esto”. Salomé tendió a María una bolsa de seda. “En el tarro hay un
ungüento medicinal. Curará tus heridas”. “¿Cómo te has enterado?” preguntó
María. Se le ocurrió de repente que Salomé sabía algo que sólo habían presenciado
Lázaro y Marta. Su amiga se encogió de hombros. “Él lo vio”. Sólo podía referirse a
una persona. “No me contó lo sucedido. Me dijo: «Lleva tu mejor ungüento a tu
hermana María. Lo necesitará de inmediato». Y luego añadió que nadie debía
verme entrar aquí, por culpa de Juan”.
María intentó sonreír al pensar en la visión de Easa, pero el dolor del corte en el labio
se lo impidió. El adorable rostro de Salomé se ensombreció cuando vio a su amiga
encogerse. “¿Por qué lo hizo?” preguntó Salomé. “Le desobedecí”. “¿Cómo?”
“Asistiendo a la reunión de los nazarenos”. Salomé empezó a comprender. “Ah, de
manera que ahora somos el enemigo, según él. Me pregunto cuándo denunciará
en público a Easa. No me cabe duda de que será pronto”.
María lanzó una exclamación ahogada. “Son parientes, y Juan proclamó en público
a Easa cuando le bautizó. No haría una cosa semejante”. “¿No? Yo no estaría tan
segura, hermana”. Salomé reflexionó. “Mi madre dice que Juan es astuto como una
serpiente. Piénsalo. Se casó contigo para legitimar su monarquía, y ahora estás
embarazada de su heredero. Denuncia a mi madre por adúltera y utiliza el hecho
de que es nazarena en su contra, y como un arma contra nosotros. ¿Cuál es el
siguiente paso? Retirar en público su apoyo a Easa, basándose en su creencia de
que los nazarenos despreciamos la ley. No quedará satisfecho hasta destruir el
Camino”.
“Creo que Juan no haría eso, Salomé”. “¿No?” La muchacha rió, un sonido amargo
para ser tan joven. “No has vivido tanto tiempo como yo con los Herodes. Lo que
hacen los hombres para mejorar su condición es asombroso”. María suspiró y
meneó la cabeza. “Sé que cuesta creerlo, pero Juan es un buen hombre y un
verdadero profeta. No me habría casado con él si no lo hubiera creído, ni mi
hermano habría accedido. Juan es diferente de Easa, es rudo y riguroso, pero
cree en el Reino de Dios. Sólo vive para ayudar a los hombres a encontrar a Dios
por mediación del arrepentimiento y la ley”.
“Sí, cree en ayudar a los hombres. En cuanto a las mujeres, Juan preferiría
ahogarnos en su precioso río antes que ofrecernos la salvación”. Salomé hizo una
mueca para expresar su desdén.
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Se ha convertido en un títere de los fariseos, aunque sólo sea porque carece de toda
habilidad política o social. Hace lo que le dicen. Te garantizo que le ordenarán
cuestionar la legitimidad de Easa aún más si no le detenemos.
“Lograré que Juan el Bautista pague lo que ha hecho, contra ti, contra Easa y
contra mi madre. No escatimaré medios”. Un estremecimiento sacudió el cuerpo de
María al oír aquellas palabras. Pese al calor del sol de mediodía, sintió de repente
mucho frío.
Salomé entró en la sala donde la celebración se hallaba en pleno apogeo. Iba vestida
con sedas relucientes y cadenas de oro que le había regalado su generoso padrastro.
Cuando hizo acto de aparición, se produjo un revuelo entre los invitados, que
estiraron el cuello para ver mejor a la extraordinaria princesa.
“Eres la joya más preciosa de mi reino, Salomé” anunció su padrastro. “Baila para
nosotros, te lo ruego. Admirar tu prodigiosa gracia estremecerá de emoción a
nuestros invitados”. Salomé se acercó al trono de Herodes, que dominaba el
banquete. Era el mal humor personificado. “No sé si seré capaz de bailar,
padrastro. Mi corazón está tan transido de dolor por lo que he tenido que
padecer durante mi viaje que no creo tener fuerzas para bailar”.
Herodías, reclinada sobre un almohadón al lado de su esposo, se enderezó. “¿Qué ha
obrado ese efecto en ti, hija?” Salomé les contó una historia lacrimógena sobre el
hombre horrible al que llamaban el Bautista, y dijo que sus palabras la atormentaban
y parecían perseguirla a todas partes. “¿Quién es este hombre, el Bautista?”
preguntó un noble romano que estaba de visita. Herodes hizo un gesto desdeñoso.
“Nadie. Uno de los diversos mesías que están de moda este año. Es un agitador,
pero carece de importancia”. Al oír esto, Salomé estalló en lágrimas y se arrojó a los
pies de su madre. Habló entre sollozos de los terribles calificativos que Juan el
Bautista dedicaba a Herodías. Estaba asustada, porque este profeta pedía que
echaran a Herodes y predecía que el palacio se vendría abajo con todos dentro.
Incitaba al odio contra los Herodes, hasta el punto de que Salomé ya no podía viajar
con los nazarenos a menos que fuera disfrazada.
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“Parece más un insurgente que un profeta” observó el noble romano. Lo mejor es
acabar con los de su ralea lo antes posible. Herodes no estaba de humor para discutir
de política, pero no podía aparecer como un gobernante débil ante un enviado
romano. Llamó a sus guardias y dio la orden. “Detened a ese hombre, el Bautista, y
traedle aquí. A ver si tiene la valentía de decirme semejantes cosas a la cara”. Los
invitados aplaudieron esta decisión e imitaron al noble romano cuando alzó su copa
en honor del anfitrión. Salomé se secó las lágrimas de los ojos y sonrió con dulzura a
Herodes Antipas. “¿Qué danza quieres que baile esta noche, padrastro?”
El interrogatorio no siguió el curso que había esperado el tetrarca. Si bien el tal Juan
iba vestido como un salvaje y tenía aspecto incivilizado, sus palabras no eran las de
un loco. Herodes descubrió que poseía una inquietante inteligencia, tal vez incluso
sabiduría. Juan habló con severidad de los pecadores y de la necesidad del
arrepentimiento, y no vaciló en mirar a Herodes a los ojos cuando le advirtió de que
alguien cargado con los pecados del tetrarca no entraría en el Reino de Dios. Pero
aún quedaba tiempo para la redención, si Herodes renunciaba a su esposa adúltera y
se arrepentía de sus muchas transgresiones.
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Culpaba a su joven esposa de su detención, y sus seguidores más fanáticos habían
enviado amenazas a su familia. Por fin, María convenció a su hermano y a Marta de
que la llevaran de vuelta a Galilea, lo más lejos posible de Juan el Bautista y de sus
seguidores. No entendía cómo era posible que una noche de desobediencia inocente
le hubiera hecho merecer una reputación de ramera, pero era la realidad que debía
afrontar. María prefería hacerlo en el refugio de su hogar al pie del monte Arbel, más
cerca de los nazarenos y de sus simpatizantes.
Estas palabras inquietaron a la multitud. El bautismo de Jesús por Juan había sido un
momento decisivo para algunos de los discípulos más recientes del nazareno. Aquel
mágico día a orillas del Jordán, cuando Juan anunció a su primo como el elegido, y
Dios demostró su favor en forma de paloma, había transformado a muchos en
seguidores del Camino. Ahora, Juan el Bautista estaba retirando el apoyo a su primo
al cuestionarle en público. La pregunta dejó indiferente al nazareno, así como el
insulto. Silenció a la muchedumbre. “No hay mayor profeta en esta tierra que Juan
el Bautista” contestó. Se volvió hacia los hombres que le habían desafiado. “Dad
recuerdos a mi primo” añadió. “Id y contadle lo que habéis visto y oído hoy”.
Mucho tendrían que contar. El líder nazareno se abrió paso entre la multitud y
atendió a los enfermos. Se dice que aquel día devolvió la vista a muchos que habían
estado ciegos. Curó las enfermedades de los ancianos, expulsó malos espíritus y
humores enfermizos de los afligidos. Todo ello sin dejar de predicar la palabra del
Camino y hablar a la gente de la luz de Dios. Contó una historia, una parábola acerca
de una mujer que fue perdonada de sus pecados porque su corazón estaba henchido
de fe y amor. Fue su último mensaje del día.
“Los pecados de los que están henchidos de amor se perdonan, pero si el hombre
más recto no guarda amor en su corazón, poco perdón se le otorgará”. Fue un día
que definió el ministerio de Yeshua el Nazareno como el Camino regenerador del
amor y el perdón, un sendero de salvación al alcance de todos cuantos quisieran
caminar bajo aquella luz.
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Durante la cena, el noble romano habló con Herodes del tema en términos severos.
“No puedes ser blando con esa chusma. Estás aquí porque César confía en ti para
representar a Roma, y porque cree que la gente te acepta más por el hecho de ser
judío. Sería una terrible equivocación aparentar demasiada debilidad. Este
hombre insulta a Roma cada día desde la prisión donde está encarcelado, y tú lo
permites”. El tetrarca defendió su postura. “Esta tierra desértica está controlada
por sectas esenias y otras que llaman profeta a este hombre. Ejecutarle
provocaría disturbios”. “¿Tú, ciudadano romano y rey, permites que te tomen
como rehén esos habitantes del desierto?” le reprendió el enviado.
Herodes sabía cuándo estaba acorralado. Este hombre regresaría a Roma al día
siguiente, y no podía correr el riesgo de que informara de cualquier debilidad a
César. Ya tenía bastantes enemigos, que se regocijarían de ver su caída de una vez
por todas. Eso no podía suceder. Antipas no era del linaje de tales reyes para nada.
¿Acaso su abuelo no había ejecutado a sus propios hijos, cuando consideró que
constituían una amenaza para su trono? Herodes sabía luchar por lo que era suyo.
El tetrarca dio dos palmadas para llamar a sus criados, y ordenó que se presentaran
los centuriones. “Comunicad de inmediato la sentencia al prisionero Juan el
Bautista. Será ejecutado a espada”. El enviado romano asintió vigorosamente
cuando Herodes Antipas ocupó un lugar en la historia por primera vez, pero no la
última.
Antes de su ejecución, Juan sólo pidió una cosa: que enviaran un mensaje a su esposa
en Galilea. Se le permitió recibir a un seguidor que haría las veces de emisario. Juan le
dio las últimas instrucciones, antes de que el centurión descargara su espada. El
primer golpe separó la cabeza del cuerpo, y Juan el Bautista, profeta del Jordán, fue
enviado al Reino de Dios.
La cabeza de Juan fue clavada en una lanza, que se colocó en lo alto de la puerta del
palacio para demostrar al enviado romano con qué velocidad y severidad se
castigaba la traición. Se quedó allí hasta que fue despojada de la carne por las aves
carroñeras, pero una noche desapareció misteriosamente. Los restos del cuerpo de
Juan fueron entregados a los seguidores esenios para ser enterrados.
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María nunca supo si Juan creía que el hijo era suyo. Que se molestara en enviar un
mensaje con su última petición indicaba que tal vez sí. María se tomó las palabras al
pie de la letra y rezó hasta el fin de sus días por el perdón de Juan. Había sido injusto
con ella, pero no le guardaba rencor. Easa y María la Mayor le habían enseñado que el
perdón era divino, y abrazaba aquel principio con toda sinceridad.
Juan había sido un enigma para ella desde el primer momento. Había sido un hombre
rudo que nunca había pedido lo que se le impuso, nunca quiso tomar esposa. Ella
hizo lo posible por comportarse de una forma que Juan considerara obediente, pero
jamás le había complacido en nada. Por desgracia, se había casado con el único
hombre de Israel que no habría dado cualquier cosa por poseerla. Era hermosa,
virtuosa, rica por nacimiento y llevaba la sangre real de su pueblo. Ninguna de estas
cualidades había interesado lo más mínimo a Juan el Bautista.
El matrimonio había sido una especie de sentencia para ambos. La bendición fue que
estuvieron separados casi siempre, y sólo se reunieron cuando los fariseos
insistieron a Juan en que tuviera un heredero. Al final, el matrimonio fue más
aborrecible para él que para ella. Ahora estaban libres, pero María habría dado
cualquier cosa por cambiar las circunstancias que le habían permitido recuperar la
libertad.
Al igual que María había sido acusada del encarcelamiento de Juan, sus más leales
seguidores la acusaron de la ejecución. La única mujer más vilipendiada del reino era
Salomé. La princesa fue acusada de actos terribles, incluido el incesto con su
padrastro. Morbosas habladurías hablaban de la sexualidad desatada de Salomé, que
había utilizado para pedir la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja de plata.
Nada de esto era cierto. Salomé había empleado una argucia infantil para conseguir el
encarcelamiento de Juan, pero más tarde confesó entre lágrimas a María que nunca
había pensado que le ejecutarían. Sólo quería tener apartado una temporada a Juan,
disminuir su creciente poder entre la gente, para que no perjudicara a Easa y María.
Salomé era demasiado joven e inexperta en política y religión para prever que la
detención de Juan le granjearía todavía más popularidad entre el populacho. Peor
aún, no había previsto el desafortunado dilema de Herodes y su singular solución.
Un anónimo mensajero enviado por los partidarios de Juan entregó una última e
inesperada reliquia de arrepentimiento a su joven viuda algunas semanas después.
Sin decir palabra, el asceta le tendió una cesta de caña entretejida y partió con
celeridad. No iba acompañada de ningún mensaje, y el mensajero no la miró a los ojos
cuando le entregó la cesta. María levantó la tapa para descubrir su contenido, picada
por la curiosidad. La calavera blanqueada por el sol de Juan el Bautista descansaba
sobre un almohadón de seda dentro de la cesta.
María dio a luz prematuramente. Fue una bendición, porque su frágil cuerpo no
habría sido capaz de llegar hasta el final. En cualquier caso, dio a luz un niño robusto.
Llegó a la vida vociferando contra la iniquidad del mundo. Al cabo de un día, era la
viva imagen de Juan. Cualquiera que oyera la insistencia de los lloriqueos del niño le
habría reconocido como hijo legítimo de Juan el Bautista.
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Kathleen McGowan La Esperada
María de Magdala comunicó mediante un mensaje a María la Mayor y a Easa que su
hijo había nacido sano y salvo, y les dio las gracias por sus oraciones de bienvenida.
Puso al niño el nombre de Juan José, el de su padre.
En aquellos días se creó la profunda división entre los seguidores de Juan y los fieles
a Easa. El espíritu nazareno hablaba de amor y perdón, accesible a todos cuantos
quisieran abrazarlo. La filosofía juanista era muy diferente, basada en juicios severos
y normas estrictas. Mientras que Easa y los nazarenos daban la bienvenida y
honraban a las mujeres, los seguidores de Juan las vilipendiaban. Éste siempre había
tenido muy mala opinión de las mujeres, y su descripción de María y Salomé como las
putas de Babilonia fortaleció la idea entre sus seguidores de que las mujeres eran
impuras.
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Kathleen McGowan La Esperada
Easa se volvió y sonrió a María y a su hijo. Extendió los brazos hacia el niño, que
estaba congestionado debido a sus gritos. “Es tan hermoso como su madre y tan
obstinado como su padre” rió, y tomó al niño en sus brazos. En cuanto Easa le tocó,
el niño dejó de llorar. Permaneció en silencio y examinó aquella nueva figura con
sumo interés. El pequeño Juan emitió unos gorgoritos de felicidad cuando Easa le
meció en sus brazos.
“Le caes bien” dijo María, tímida de repente en presencia del hombre que se había
convertido en una leyenda entre su pueblo. Easa la miró con seriedad. “Eso espero”.
Miró a Lázaro. “Querido hermano, me gustaría hablar en privado con María de un
asunto muy serio. Es viuda, y lo más apropiado es hablarlo con ella sin
intermediarios”. “Claro” murmuró Lázaro, y salió a toda prisa de la habitación. Easa,
sosteniendo todavía al pequeño Juan, indicó con un ademán a María que se sentara.
Guardaron silencio un momento, mientras el niño seguía emitiendo gorgoritos y
agarraba el largo pelo de Easa, que lo llevaba al estilo nazareno.
“He de pedirte algo, María”. Ella asintió en silencio, sin saber qué iba a decirle, pero
embargada de una gran felicidad por estar cerca de él otra vez. La presencia de Easa
era un bálsamo para su espíritu conturbado. “Has sufrido mucho, por tu fe en mí y
en el Camino. Quiero enmendar ese yerro, por ti y por este niño. María, quiero
que seas mi esposa y me des permiso para criar a Juan como si fuera hijo mío”.
María se quedó petrificada. ¿Había oído bien? Era imposible, no cabía duda. “No sé
qué decir, Easa”.
Hizo una pausa, intentando atajar los pensamientos que desfilaban por su mente
sorprendida. “Toda la vida soñé que me casaría contigo. Cuando no pudo ser...
Nunca volví a pensar en ese sueño. Pero no puedo permitir que hagas algo
semejante. Sería perjudicial para ti y para tu misión. Hay demasiados que me
culpan de la muerte de Juan, hombres que me odian y me llaman pecadora”.
María estaba abrumada. Nunca había esperado que algo semejante pudiera suceder.
A lo sumo, había confiado en que Easa bautizaría a su hijo, tal como Juan había
solicitado. Pero ¿adoptar al pequeño y tomarla a ella como esposa? Era más de lo que
podía soportar. Apoyó la cabeza en las manos y se puso a llorar. “¿Por qué lloras,
palomita? No somos menos perfectos el uno para el otro, a los ojos de Dios, que
cuando decidimos unir nuestras vidas”. María se secó las lágrimas y miró al
nazareno, su Easa, que Dios le había devuelto. “Jamás creí que volvería a conocer la
felicidad” susurró.
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Kathleen McGowan La Esperada
Pero la noticia del enlace se esparció con celeridad, y al día siguiente multitudes de
personas empezaron a llegar a Tagba. Algunos eran seguidores, otros simples
curiosos, atraídos por la idea del novio y la novia anunciados en la Profecía de
Salomón. A otros no les hacía ninguna gracia que su amado profeta de Galilea se
uniera con esa mujer de reputación empañada.
Pero Easa se alegró de la presencia de todos. Repitió a María una y otra vez que cada
día significaba una nueva oportunidad de enseñar el Camino a alguien que no lo
había visto nunca, una oportunidad de devolver la vista a los ciegos. La noticia de la
boda atrajo a miles de personas durante los dos días siguientes. María la Mayor fue a
ver a Easa al final del segundo día. Le recordó el primer milagro de las bodas de Caná,
cuando no hubo suficiente vino para el convite. Ahora Galilea rebosaba de viajeros
que no habían comido desde hacía varios días, y les quedaban muy pocos alimentos.
Su madre le pidió que considerara la posibilidad de celebrar su banquete de bodas
aquel día.
Easa llamó a sus seguidores más fieles. Les pidió que contaran el número de
invitados. “Hay casi cinco mil” contestó Felipe, “y sólo tenemos dinero para
doscientos”. “Conozco a un muchacho que es hijo de un pescador” intervino
Andrés, el hermano de Pedro. “Tiene unas cinco hogazas de pan de cebada y dos
pececillos, pero eso es todo. No es nada comparado con el número de visitantes.
“Decidles que se sienten en la hierba” dijo Easa. “Traedme los panes y los peces”.
Andrés obedeció, y dejó los panes y los peces dentro de una cesta, a los pies del
maestro. Easa rezó una oración de acción de gracias por la abundancia de comida, y
después devolvió la cesta a Andrés. “Empieza con esta cesta y pásala entre los
invitados. Reúne todos los fragmentos, para que no se pierda nada. Después
coloca esos fragmentos en otras cestas y pásalas también”.
Andrés obedeció las órdenes, con la ayuda de Pedro y los demás. Se quedaron
maravillados al ver que las cestas que apenas contenían unos mendrugos rebosaban
de hogazas de pan. Pronto hubo hasta doce cestas grandes cargadas de comida. Las
pasaron entre la multitud, hasta que cada persona hubo tomado su parte.
Todos los congregados en las orillas de Tagba aquel día se quedaron convencidos, sin
la menor duda, de que Easa el Nazareno era el auténtico Mesías de la profecía. Su
reputación de gran obrador de milagros, así como de sanador, continuó
propagándose, y sus partidarios aumentaron en número. Muchos más se sintieron
inclinados a aceptar a María de Magdala en aquel momento. Si un gran profeta había
elegido a aquella mujer, debía ser digna de él.
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No habría sido correcto referirse a ella como la viuda de Juan, ni tampoco era del
todo aceptable llamarla esposa de Easa. Fue conocida en aquel tiempo por su propio
nombre, como líder que era.
Reinaría para siempre jamás como Hija de Sión, la Torre de su Rebaño: la Migdal-
Eder. Su nombre era el de una reina. La gente la llamaba sencillamente María
Magdalena.
Este período de ministerio que siguió al milagro de los panes y los peces sucedido en
Tagba fue llamado por María Magdalena el Gran Momento. Poco después de la boda,
los nazarenos, con María ahora entre sus filas, partieron hacia Siria. Easa curó a un
número asombroso de personas durante el viaje. Dedicó el tiempo a enseñar en
sinagogas y llevar la palabra del Camino a nuevos oídos. Pero al cabo de unos meses,
el grupo volvió a Galilea. María Magdalena estaba embarazada, y Easa quería que su
hijo naciera donde ella se sentía más a gusto: en su hogar.
María dio a luz a una hija perfecta y diminuta nada más regresar a Galilea. Le dieron
el doble nombre de una princesa, Sara Tamar. El nombre de Sara evocaba a una noble
hebrea de las Escrituras, la esposa de Abraham. Tamar era un nombre galileo. Hacía
referencia a las abundantes palmeras que crecían en la región, y había sido elegido
para las hijas de casas reales desde hacía generaciones.
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Por fin, Sinclair rompió el silencio. “¿Por dónde empezamos?” Maureen meneó la
cabeza. “Yo ni siquiera sabría por dónde”. Miró a Peter, para ver cómo afrontaba
las circunstancias. Parecía muy sereno, incluso sonriente, cuando sus ojos se
encontraron. “¿Te encuentras bien?” Peter asintió. “Nunca me había sentido
mejor. Es muy extraño, pero no me siento escandalizado, preocupado ni
sorprendido... Sólo me siento... satisfecho. No puedo explicarlo, pero eso es lo que
siento”.
Peter negó con la cabeza, siendo obstinado. “Ni hablar. Quedan dos libros más: el
Libro de los Discípulos y el que ella llama El Libro del Tiempo de la Oscuridad.
Creo que hemos de asumir que es la crónica de la crucifixión relatada por un
testigo, y no iré a ninguna parte hasta que lo averigüe”. Cuando comprendieron
que Peter no cambiaría de opinión, Sinclair mandó que le trajeran una bandeja
con té. El sacerdote se negó a comer, pues creía que debía ayunar mientras
efectuaba las traducciones. Después le dejaron solo mientras Sinclair, Maureen y
Tammy se trasladaron al comedor para tomar una cena ligera. Invitaron a Roland
a unirse a ellos, pero el criado se negó cortésmente, aduciendo que tenía
demasiadas cosas que hacer. Miró a Tammy desde el otro lado de la sala y se fue.
La cena fue frugal, pues ninguno tenía demasiada hambre. Aún les costaba
expresar con palabras lo que sentían tras la lectura del primer libro. Por fin,
Tammy habló de las características de Juan.
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“Después de pasar el día con Derek, todo adquiere mucho más sentido. Ahora
entiendo por qué los seguidores de la Cofradía odian tanto a María y Salomé,
pero es muy injusto”. Maureen estaba confusa. Aún desconocía los
descubrimientos de Tammy. “¿Qué quieres decir? ¿Es la gente que me atacó?” Su
amiga explicó todo lo que Derek le había revelado durante aquella horrible visita
a Carcasona. Maureen escuchó sumida en un silencio estupefacto.
“Pero ¿ya sabíais que María tenía un hijo de Juan el Bautista?” Hizo la pregunta
a los dos. “Porque para mí ha sido una absoluta sorpresa. Me he quedado de
piedra”. Sinclair asintió. “Será una sorpresa para casi todo el mundo. Es una
tradición conocida por la gente de la región, pero muy pocas personas, aparte de
nuestras orgullosas sectas heréticas, la conocen. Se llevó a cabo un esfuerzo
compartido... por ambos bandos para eliminar estos hechos de la historia. Es
sabido que los seguidores de Jesús no querían que ninguna información sobre Juan
hiciera sombra a la historia del Mesías, tal como cuentan cautelosa e
inteligentemente los autores de los evangelios”.
“Eso es absurdo” dijo Maureen. “Era la madre del hijo de Juan, y le reconocen
como legítimo, así que ¿por qué odian todavía tanto a María Magdalena?”
“Porque están convencidos de que Salomé y ella urdieron la muerte de Juan para
que María pudiera casarse con Jesús, Easa, de forma que éste accediera al honor
de ser ungido. Además, así podía usurpar el lugar de Juan como padre y educar a
su hijo en las costumbres nazarenas. Una parte de su ritual consiste en negar a
Cristo escupiendo sobre la cruz y llamándole el Usurpador”.
Maureen miró a los dos. “No sé si debería decirlo, pero me cuesta creer que Jean-
Claude esté implicado en todo esto”. “Te refieres a Jean-Baptiste”. Tammy
pronunció el nombre con desdén. “Cuando estuvimos en Montségur... Sabía
mucho de los cátaros. No sólo eso, sino que hablaba de ellos con reverencia, con
respeto. ¿Era todo una pantomima?” Sinclair suspiró y le acarició el rostro. “Sí, y
sólo era una parte muy pequeña de una pantomima muy grande, por lo que tengo
entendido. Roland ha descubierto que Jean-Claude fue educado desde pequeño
para infiltrarle en nuestra organización. Su familia es rica, y gracias a los
recursos de la Cofradía pudo crear esta identidad”.
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»Cierto, añadió con posterioridad el elemento Paschal, lo cual habría tenido que
despertar mis sospechas, pero carecía de motivos para no creerle. Es cierto que se
trata de un erudito e historiador consumado, un experto en nuestra historia. Pero
en su caso no es para reverenciarla, sino para seguir aquel consejo de «conoce a tu
enemigo»”.
“¿Desde cuándo se prolonga esta rivalidad?” “Dos mil años” respondió Sinclair.
“Pero sólo por un bando. Nuestra gente no tiene nada contra Juan, y siempre ha
dado la bienvenida a sus descendientes como hermanos nuestros. Al fin y al cabo,
todos somos hijos de María Magdalena, ¿verdad? Así lo vemos aquí, desde
siempre”. “Es la rama de su familia la que crea problemas” bromeó Tammy.
Los tres se levantaron de la mesa, pero Tammy se excusó. Pidió a Maureen que se
reuniera más tarde con ella en la sala de audio y vídeo. “Ahora que hemos llegado
tan lejos, quiero enseñarte algunas cosas más que he descubierto en el curso de mi
investigación”. Maureen se citó con Tammy al cabo de una hora, y siguió a
Sinclair al exterior. El cielo del ocaso brillaba con los restos del sol del verano,
mientras se dirigían hacia la puerta de entrada de los Jardines de la Trinidad.
“¿Te acuerdas del tercer jardín? ¿El que no llegaste a ver el otro día? Te lo voy a
enseñar ahora”. Sinclair tomó el brazo de Maureen y la guió alrededor de la
fuente de María Magdalena, por el primer pasillo abovedado de la izquierda. Un
sendero de mármol los condujo hasta un barroco jardín que recordaba a una villa
italiana. “Parece de estilo románico” observó Maureen. “Sí. Conocemos muy poco
de este joven, Juan José. Por lo que yo sé, no hay nada escrito acerca de él, o al
menos no lo había hasta hoy. Sólo contamos con unas pocas tradiciones y
leyendas locales que han ido pasando de generación en generación”. “¿Qué
sabes?”
“Únicamente que este chico no era hijo de Jesús, sino de Juan. Sabemos su
nombre, Juan José, aunque algunas leyendas se refieren a él como Juan Yeshua, e
incluso Juan Marcos. La leyenda afirma que fue a Roma en algún momento y dejó
a su madre y a sus hermanos en Francia. Si esto era o no parte de un plan
maestro, son puras especulaciones. Tampoco sabemos qué fue de él. Hay dos
escuelas de pensamiento.
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“Fue educado por Jesús, así que es posible que se integrara en la floreciente
comunidad cristiana de Roma. En tal caso, es probable que acabara sus días
como un gran número de los primeros líderes cristianos, que fueron eliminados
por Nerón. El historiador romano Tácito dijo que «Nerón castigó con todo tipo de
crueldades al grupo depravado conocido como los cristianos», y sabemos que eso
es cierto por las crónicas sobre la muerte de Pedro”.
“¿Crees que fue martirizado?” “Es muy posible, hasta puede que fuera crucificado
con Pedro. Cuesta imaginar que alguien con sus antecedentes no fuera un líder, y
todos los líderes fueron ejecutados. Pero también existe otro punto de vista”.
Sinclair señaló la calavera que sostenía la mano de mármol de Juan José.
“Ésta es la otra posibilidad. Una leyenda dice que los seguidores más fanáticos
de Juan el Bautista buscaron a su heredero en Roma y le convencieron de que los
cristianos habían usurpado su legítimo lugar, de que su padre era el verdadero
Mesías, y él, su único hijo, era el heredero del trono del ungido. Algunos dicen que
Juan José dio la espalda a su madre y a su familia para abrazar las enseñanzas de
los seguidores de su padre. No sabemos dónde terminó, pero sabemos que existe
una secta de adoradores fanáticos de Juan en Irán e Irak, llamados los
mandeanos. Gente pacífica, pero muy estricta en sus leyes y en su creencia de que
Juan era el único y verdadero Mesías. Es posible que sean descendientes directos,
que Juan José o sus herederos se hayan trasladado a Oriente, después del cisma
del cristianismo primitivo. Además, ya te has enterado de la existencia de la
Cofradía de los Justos, que afirman ser verdaderos descendientes del linaje aquí
en Occidente”.
Sinclair asintió. “Sí. Y siempre aparece con un libro”. “Las Escrituras, tal vez”
observó Maureen. “Podría ser, pero no. María aparece con un libro porque es su
libro, el mensaje que nos dejó para que lo encontráramos. Espero que eso sirva
para aportar más datos sobre el misterio de su hijo mayor y de su suerte, porque
no sabemos nada. Confío en que la María Magdalena ponga fin a ese misterio”.
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“Lo digo en serio. Piensa en tu país, en la cantidad de iglesias que se llaman
baptistas. Son cristianos que han asumido la idea de Juan como profeta por
derecho propio. Algunos le llaman el Precursor, y ven en él al que anunció la
llegada de Jesús. En Europa, hay algunas familias del linaje que se fusionaron,
mezclaron la sangre del Bautista con la sangre del Nazareno. La más famosa fue
la dinastía de los Médicis. Estaban integrados, honraban tanto a Jesús como a
Juan. Nuestro chico, Sandro Botticelli, también era uno de ellos”. Maureen se
quedó sorprendida.
Unidos.
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Esta forma indiferente de recibir tan increíble noticia no era lo que deseaba o
esperaba. “Muy bien. Gracias por su información” dijo el cardenal a modo de
despedida.
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“Pero, Su Eminencia, ¿no quiere saber con exactitud qué han descubierto?” El
cardenal DeCaro le miró por encima de sus gafas de leer.
“Las fuentes carentes de base no me interesan. Buenas noches, señor. Que el Señor
le bendiga y acompañe”.
El cardenal dio media vuelta y recogió un fajo de papeles, que empezó a clasificar
como si el obispo le hubiera dicho algo tan elemental como que el sol salía por la
mañana y se ponía por la noche. ¿Dónde estaba la sorpresa? ¿La preocupación?
¿La gratitud?
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Kathleen McGowan La Esperada
“Entra, entra” dijo Tammy cuando la vio en la puerta. Maureen se dejó caer en el
sofá al lado de Tammy, y apoyó la cabeza en el respaldo con un gemido. “¿Qué
pasa?” Maureen sonrió. “Nada y todo. Sólo me estaba preguntando si mi vida
volverá a ser como antes”. Tammy contestó con una carcajada ronca. “No, así que
será mejor que te acostumbres a eso”. Tomó su mano. Esta vez, habló con más
dulzura. “Escucha, sé que casi todo esto es nuevo para ti, y que has de asimilar
muchas cosas en muy poco tiempo. Sólo quiero que sepas que eres mi heroína, ¿de
acuerdo? Y también Peter, naturalmente”.
“Gracias” suspiró Maureen, “pero ¿de veras crees que el mundo está preparado
para este cataclismo que amenaza a sus creencias más sagradas? Porque yo no”.
“No estoy de acuerdo” dijo Tammy con su habitual convicción. “Creo que es el
momento óptimo. Estamos en el siglo veintiuno. Ya no quemamos a la gente en la
pira por herejes”. “No, sólo les hundimos el cráneo”. Maureen se masajeó la nuca
para subrayar sus palabras. “Mensaje recibido. Lo siento”. “Me he puesto un poco
dramática. Estoy bien, de veras.” Maureen indicó el televisor de pantalla gigante.
“¿En qué estás trabajando ahora?” “La otra noche nos desviamos del tema, y no
tuve la oportunidad de enseñarte el resto. Creo que ahora, más que nunca, lo
encontrarás interesante”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Tammy sujetaba el mando a distancia. Lo apuntó a la televisión. “Estábamos
mirando fotos del linaje, ¿te acuerdas?” continuó. Liberó el botón de la pausa y la
pantalla se llenó de retratos. “El rey Fernando de España. Tu chica, Lucrecia
Borgia. María Estuardo. Carlos III de Inglaterra y Escocia, conocido como el
Joven Pretendiente. La emperatriz María Teresa de Austria y su hija más famosa,
María Antonieta. Sir Isaac Newton”. Detuvo una imagen de varios presidentes
norteamericanos. “Y aquí empiezan los norteamericanos, con Thomas Jefferson a
la cabeza. Después vamos avanzando poco a poco hacia los tiempos modernos”.
“Por eso hay tantas visiones allí. Tendré que llamar a Rachel cuando vuelva a
casa para informarla”. Devolvieron su atención a la pantalla, donde había
aparecido otro retrato de grupo mientras Tammy hablaba. “Aquí tenemos una
reunión de la familia ‘Saint Clair en Baton Rouge’, el verano pasado. Luisiana
cuenta con la mayor concentración de familias del linaje, debido a la herencia
francesa. Ahora lo sabes de primera mano. ¿Ves este tipo de aquí?” Tammy pulsó
el botón de la pausa para congelar la imagen de un joven músico callejero
melenudo, que tocaba el saxo en el Barrio Francés. Liberó la pausa, y una melodía
de saxo bellísima sonó en la sala. Volvió a congelar la imagen.
“Se llama James Saint Clair. Es un indigente. Sobrevive como puede en las calles
de Nueva Orleans, pero cuando toca el saxo te parte el corazón. Me senté en la
esquina y estuve hablando con él tres horas. Un hombre hermoso y brillante”.
“¿Esta gente sabe que es del linaje?” “Claro que no. Eso es lo más bonito de todo,
y también el punto final de mi película. En dos mil años de historia y evolución,
debe de haber un millón de personas en la tierra portadoras de la sangre de
Jesucristo en sus venas. Tal vez más. No es una cuestión de elitismo o secretismo.
Podría ser el verdulero del barrio, o el cajero del banco. O el indigente que te
parte el corazón cada vez que toca el saxo”.
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Maureen se había quedado dormida en el sofá la tarde del segundo día, contenta
de estar en el lugar donde se estaba traduciendo el Evangelio de María. Los
sollozos de su primo la despertaron.
Alzó la vista y vio a Peter, con la cabeza sepultada entre las manos, rendido al
agotamiento y la emoción que le invadían. Sin embargo, Maureen no pudo
decidir de inmediato cuál era el sentimiento: ¿alegría o dolor? Miró a Sinclair,
sentado delante de Peter. Él meneó la cabeza, indicando que tampoco podía
comprender la reacción del sacerdote.
Maureen se acercó a Peter y apoyó una mano sobre su hombro. “Pete, ¿qué
pasa?” Él se secó las lágrimas de la cara y miró a su prima. “Preferiría que te lo
contara ella” susurró, al tiempo que señalaba la traducción. “¿Quieres llamar a
los demás, por favor?”
Roland llamó a una criada y pidió que trajera té para todos. En cuanto la puerta se
cerró a su espalda, Peter reanudó la conversación donde la había dejado.
“Ella lo llama el Libro del Tiempo de la Oscuridad” dijo Peter. “Relata la última
semana de la vida de Cristo”. Sinclair intentó formular una pregunta, pero Peter
le detuvo. “Ella la cuenta mucho mejor que yo”. Y empezó a leer.
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... Es importante saber quién era Judas Iscariote, con el fin de comprender su relación
conmigo, con Easa y con las enseñanzas del Camino. Al igual que Simón, era un fanático
en lo tocante a expulsar a los romanos de nuestra tierra. Ya había matado por esta idea, y
ardía en deseos de volverlo a hacer. Hasta que Simón le presentó a Easa.
Judas abrazó el Camino, pero su conversión no fue ni rápida ni fácil Descendía de un
linaje de fariseos, y su concepto de la ley era muy estricto. De joven, era seguidor de Juan,
y sospechaba de mí a causa de todo cuanto le habían contado. Con el tiempo, nos
convertimos en amigos, hermano y hermana en el Camino, gracias a Easa, el gran
unificador. No obstante, había momentos en que Judas y sus antiguas costumbres
emergían, lo cual causaba tensión entre sus seguidores. Era un líder nato, y se ganaba a
pulso la autoridad. Easa admiraba esta virtud, pero no sucedía lo mismo con otros
seguidores. Sin embargo, yo comprendía a Judas. Como yo, su destino era ser
incomprendido.
Judas creía que debíamos aprovechar todas las oportunidades de expandir nuestra
enseñanza, mediante donaciones a los pobres. Easa lo nombró tesorero, y su
responsabilidad principal era recaudar dinero para distribuirlo entre los necesitados. Era
un hombre honrado y concienciado en lo referente a esta tarea, pero también era un
hombre intransigente.
La mayor discusión se suscitó la noche en que ungí a Easa en Betania, en casa de Simón.
Tomé un tarro de alabastro lacrado que nos habían enviado desde Alejandría. Estaba lleno
de una mezcla de nardos aromáticos y mirra. Rompí el sello y ungí la cabeza y los pies de
Easa con el bálsamo, y le proclamé nuestro Mesías, obedeciendo a las tradiciones de
nuestro pueblo y del Cantar de los Cantares, que nos había transmitido Salomón. Fue un
momento espiritual para todos nosotros, henchido de esperanza y simbolismo.
Pero Judas no dio su aprobación. Estaba irritado y me reprendió delante de todo el mundo,
diciendo: «Ese bálsamo era valioso. Lacrado, habría alcanzado un precio muy elevado,
dinero que habríamos podido destinar a los pobres».
No tuve que defender mis decisiones, porque Easa lo hizo en mi nombre. Reprobó a Judas,
y dijo: «Siempre tendrás a los pobres, pero no siempre me tendrás a mí. Déjame decirte
esto: donde se alaben mis actos, también se alabará el nombre de esta mujer. Haced esto en
conmemoración de ella y de sus buenas obras».
Aquel momento demostró que Judas no acababa de comprender del todo los ritos sagrados
del Camino, y enojó a algunos de los elegidos, que nunca volvieron a confiar en él después
de aquello. Como ya he dicho, no le guardo rencor por aquel acto, ni por cualquier otro.
Judas era incapaz de sobreponerse a lo que dominaba su corazón, y siempre fue fiel a eso.
Todavía le lloro.
EL EVANGELIO DE ARQUES DE MARÍA MAGDALENA
EL LIBRO DEL TIEMPO DE LA OSCURIDAD
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Jerusalén
Año 33
HABÍA SIDO UN DÍA LLENO DE INCIDENTES PARA LOS NAZARENOS. La entrada de Easa
en Jerusalén había sido recibida con el apoyo popular que habían esperado. De
hecho, había superado todas las expectativas. Cuando los seguidores fueron
convocados para aprender la oración del Camino, que Easa llamaba ahora el
padrenuestro, el monte de los Olivos resultó demasiado pequeño. Los seguidores que
asistieron a la prédica de Easa ocuparon toda la colina, esperando el turno de
acercarse al ungido, su Mesías, para que les enseñara a rezar.
Easa se quedó hasta que todos los hombres, mujeres y niños quedaron satisfechos,
sabiendo que conocían y comprendían su oración, y la llevaban en sus corazones.
Cuando bajaban el monte en dirección a la ciudad, un par de centuriones romanos
detuvieron a los nazarenos. Los romanos eran los guardias de la entrada este de
Jerusalén, la puerta más cercana a la residencia de Pilatos, la fortaleza Antonia.
Interrogaron al grupo acerca de sus intenciones en un deficiente arameo. Easa se
adelantó y los sorprendió hablando un griego perfecto. Señaló a uno de los
centuriones, al observar que el hombre llevaba la mano cubierta por un grueso
vendaje.
“Ahora deberías sentirte mejor”. Cuando soltó la mano, todo el mundo vio que
había recuperado su estado normal. El romano tartamudeó, incapaz de hablar. Quitó
los vendajes y flexionó los dedos. Sus ojos azul cielo se nublaron de lágrimas cuando
miró a Easa. No se atrevió a hablar por temor a los comentarios de sus compañeros.
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Easa se dio cuenta y le salvó de la atribulada situación. “El Reino de los Cielos está a
tu alcance. Comunica a los demás la buena nueva” dijo Easa, y continuó rodeando
las murallas de la ciudad, seguido de María, los niños y los elegidos.
María estaba agotada, pero no se quejó. El peso del niño que llevaba en su seno
impedía que andara más deprisa, pero estaba tan embargada de dicha que se negaba
a protestar. Se habían instalado en casa del tío de Easa, José, un hombre rico e
influyente que poseía tierras en las afueras de la ciudad. Tanto el pequeño Juan como
Tamar estaban dormidos, por suerte. El día también había sido duro para ellos.
María tuvo tiempo de reflexionar sobre las capacidades curativas de Easa mientras
estaba sentada a la sombra del jardín de José, sola. Easa se había reunido con su tío y
algunos seguidores varones que pensaban ir al templo al día siguiente. María los dejó
solos, acostó a los niños y se tomó unos momentos de descanso para rezar. Las otras
Marías y las mujeres se habían congregado en una ceremonia de oraciones, pero ella
prefirió no asistir. Cada vez le resultaba más difícil encontrar un momento de
soledad, y lo ansiaba.
Pero mientras recordaba los detalles concernientes a la curación del soldado romano,
se sintió cada vez más inquieta y desconcertada. No podía identificar la sensación, y
no sabía muy bien por qué estaba nerviosa. El centurión, para ser un soldado
romano, parecía bastante decente, casi agradable. Y ella había sentido su desazón, al
igual que Easa, cuando estuvo a punto de llorar después del milagro. El otro soldado
era muy diferente. Se trataba de un hombre duro y áspero, lo que cabía esperar de los
mercenarios que habían derramado tanta sangre judía.
El hombre de la cicatriz llamado Longinos se había quedado estupefacto por la
curación, pero no le había afectado de ninguna manera positiva. Estaba demasiado
curtido en el combate para eso. Pero el hombre de los ojos azules no sólo había
sanado, sino cambiado. María lo vio en sus ojos cuando sucedió. Al pensar en ello,
sintió que una corriente eléctrica recorría su cuerpo, la extraña experiencia, cercana
a la profecía, de estar a punto de vislumbrar el futuro. María cerró los ojos e intentó
capturar la imagen, pero no logró nada. Estaba demasiado cansada, o tal vez no debía
ver esto.
¿Qué podía ser?, se preguntó. La reputación de Easa de gran sanador se había
extendido a lo largo y ancho de Israel durante los últimos tres años. El pueblo le
honraba y veneraba por ello. En los últimos tiempos, daba la impresión de que lo
hacía sin esfuerzo. El poder curativo de Dios se manifestaba a través de Easa con una
facilidad impresionante.
¿Acaso Easa no había curado a su propio hermano cuando los médicos de Betania le
declararon muerto? El año anterior, María y él habían marchado a toda prisa de
Galilea, después de recibir un mensaje de Marta en que anunciaba que Lázaro estaba
gravemente enfermo. Sin embargo, el viaje se había prolongado más de lo previsto, y
cuando llegaron, un hedor mortífero emanaba de Lázaro. Todos temían que era
demasiado tarde. Si bien los poderes curativos de Easa eran asombrosos, nunca
había resucitado a nadie de entre los muertos. Era demasiado pedir a un hombre,
mesías o no.
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Pero Easa entró en casa de Marta con María, y ambas mujeres se aferraron a su fe y
rezaron con él. Después entró en el dormitorio de Lázaro solo y empezó a rezar sobre
el hombre muerto. Easa salió de la cámara y miró los rostros pálidos de María y
Marta. Sonrió para tranquilizarlas y se volvió hacia la habitación. “Lázaro, querido
hermano, levántate de tu lecho y saluda a tu esposa y tu hermana, que han
rezado con tanto amor para que volvieras con nosotros”. Marta y María vieron
estupefactas que Lázaro salía poco a poco por la puerta. Estaba pálido y débil, pero
muy vivo.
Todo el mundo estuvo de fiesta aquella noche en Betania, cuando corrió la voz de la
milagrosa resurrección de Lázaro. Las filas de seguidores del nazareno fueron
aumentando cuando las buenas obras de Easa se hicieron legendarias en todo el país.
Continuó su sendero de curación, y se detuvo en el río Jordán para bautizar a los
nuevos seguidores, tal como Juan le había enseñado. Las multitudes que se
congregaban para recibir el bautismo eran enormes, y provocaron que los nazarenos
se quedaran más de lo que habían previsto en las orillas del Jordán.
El hecho de que Easa hubiera seguido los pasos de Juan le había granjeado una gran
popularidad entre los moderados que rezaban para que fuera el verdadero Mesías.
Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea, había proclamado que veía en Easa el espíritu
de Juan redivivo. Pero no a todo el mundo complacían estos acontecimientos. El que
Herodes apoyara en público a Easa no fue bien recibido por los más acérrimos
partidarios de Juan, ni por los ascetas esenios más radicales. Maldijeron en silencio a
Easa por haber usurpado el lugar de Juan, pero su ira más feroz no iba dirigida contra
el nazareno, sino contra la mujer.
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Kathleen McGowan La Esperada
La curación de María Magdalena del veneno de los siete demonios gracias a la
intervención de Easa se convirtió en una de las mayores leyendas del ministerio del
nazareno. Como tantos elementos de la historia de María Magdalena, éste también
fue malinterpretado y utilizado contra ella.
Un grito en el patio interrumpió los pensamientos de María. Era Judas, que estaba
buscando con desesperación a Easa. María corrió hacia él. “¿Qué pasa?” “Mi sobrina,
la hija de Jairo” jadeó Judas, falto de aliento. Había corrido sin parar desde las
murallas del este en busca de Easa. “Puede que sea demasiado tarde, pero le
necesito. ¿Dónde está?” María le guió hasta la casa de José. Easa vio la agitación de
Judas y se levantó al punto para recibirle. El discípulo explicó que su sobrina era
víctima de unas fiebres que afectaban a los hijos de Jerusalén y sus límites. Muchos
estaban muriendo. Cuando Judas se enteró y fue a ver a Jairo, los médicos ya le
habían dicho que era demasiado tarde. Debido a su cargo en el templo y a su
intimidad con Poncio Pilatos, Jairo gozaba de acceso a los mejores médicos. Judas
sabía que, si estos médicos se habían rendido, la muchacha ya habría muerto a estas
alturas. De todos modos, tenía que intentarlo.
Judas era duro por fuera, pero tierno por dentro. Como hombre que había rechazado
el sendero de la familia para abrazar la causa de la revolución, adoraba a sus sobrinos
y sobrinas. Smedia, la niña de doce años que estaba enferma, era su favorita. Easa vio
el miedo y la angustia que reconcomían a Judas y miró a María Magdalena. “¿Podrías
viajar esta noche?”
Ella asintió. Claro que podía. Habría una madre afligida en aquel hogar, y María le
prestaría el máximo apoyo posible. “Nos vamos” se limitó a decir Easa. Nunca
vacilaba, como bien sabía María. Daba igual la hora, daba igual lo cansado que
estuviera. Nunca rechazaba a alguien que le necesitara. Nunca. Judas los siguió
afuera, y dirigió una mirada de gratitud a María cuando se fueron. Se alegró de verla.
Tal vez Judas regresará al Camino esta noche, pensó, henchida de esperanza.
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Kathleen McGowan La Esperada
A los doce años, se estaba convirtiendo en una joven realmente hermosa. Claudia
sentía un afecto especial por Smedia, porque a la niña le gustaba jugar con su hijo.
Pilo, de siete años, hijo de Poncio Pilatos y Claudia Prócula, era un misterio para casi
todo Jerusalén. Pocos sabían que Pilatos tenía un hijo. La deformidad de la pierna
izquierda torcida de Pilo limitaba su actividad, y estaba confinado en la fortaleza.
Pilatos no presentó a su hijo al mundo, porque sabía que este niño nunca sería un
soldado, nunca seguiría los pasos de su padre y llegaría a ser un líder romano. Un
niño nacido con tan poca simpatía por parte de los dioses era un mal presagio para
un romano. Pero Claudia conocía una faceta de Pilatos oculta al resto del mundo.
Sabía que lloraba por el niño en sus horas más sombrías, cuando creía que nadie le
veía ni oía. Pilatos había invertido la mitad de su fortuna en caros doctores de Grecia,
enderezadores de miembros de la India y sanadores de todo tipo.
Cada sesión terminaba con Pilo anegado en lágrimas de dolor y frustración. Claudia
abrazaba al niño, mientras éste se dormía sollozando. Su padre se ausentaba de la
fortaleza durante largas horas, y se mantenía alejado de ambos cada vez que esto
sucedía.
La joven Smedia mostraba una paciencia infinita con el niño, y se sentaba con él
durante horas, le contaba cuentos y cantaba canciones. Claudia sonreía y los
observaba con el rabillo del ojo, mientras bordaba con Raquel. ¿Qué diría Pilatos si
oyera a su hijo cantar en hebreo? Pero Pilatos entraba muy pocas veces en los
aposentos de Claudia, y ella sabía que no debían preocuparse por eso.
Fue durante una de estas visitas cuando Claudia Prócula oyó hablar por primera vez
de Easa el Nazareno. Raquel adoraba a aquel hombre y sus obras. Regalaba a Claudia
con historias sobre las curaciones y milagros de Easa. El marido de Raquel, Jairo, no
permitía que ella alabara al nazareno. Anás y Caifás le consideraban un enemigo.
Esos hombres pensaban que Easa era un renegado, que no respetaba la autoridad del
templo. Jairo no podía permitir que se le relacionara de ninguna manera con aquel
hombre.
No obstante, el primo de Jairo, Judas, era uno de los seguidores elegidos de Easa. Esto
desconcertaba a Jairo, pero hasta el momento lo asumía bastante bien. Por su parte,
Raquel estaba complacida, pues ahora contaba con relatos de primera mano sobre
los milagros del nazareno. “Deberías llevar a Pilo a ver a Easa” dijo Raquel un día.
Los ojos de Claudia se nublaron de dolor. “¿Cómo? Mi marido nunca permitiría que
nos vieran en compañía de un predicador nazareno ambulante. Sería muy mal
visto”. Raquel no volvió a hablar del asunto para no herir la sensibilidad de su amiga,
pero Claudia no dejó de pensar en la idea ni un momento. Cuando Smedia fue presa
de una terrible fiebre, Pilo cayó enfermo también al cabo de unos días.
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Kathleen McGowan La Esperada
Easa y María le pisaban los talones. Él agarraba con firmeza la mano de su diminuta
esposa, para no perderla entre la multitud. Andrés y Pedro los seguían a escasa
distancia para protegerlos en caso necesario. Los nazarenos comprendieron que la
niña había sucumbido a la fiebre, pero eso no los detuvo. Entraron por fin en casa de
Jairo.
Claudia se quedó a solas con Pilo. Le abrazó en la cama y clamó entre sollozos que su
dulce y valiente hijo se estaba muriendo. Así la encontró el esclavo griego cuando
entró en la habitación. “Mi pobre niño nos va a dejar” dijo Claudia en voz baja.
“¿Qué haremos? ¿Qué haré sin él?” El esclavo corrió al lado de su ama. “Mi señora,
traigo noticias de casa de Raquel y Jairo. Son muy tristes, pero tal vez vienen
envueltas en esperanza. La encantadora Smedia ha muerto”. “¡No!” gritó Claudia.
Era demasiado para ella. ¿Qué justicia era ésta, que se llevaba del mundo a la
hermosa hija de Raquel la misma noche que a su amado hijo?
“Pero espera, señora, aún hay más. Raquel me rogó que te dijera que el sanador
nazareno, Easa, va a su casa esta noche. Aunque sea demasiado tarde para
Smedia, puede que no lo sea para Pilo”. Claudia no tenía tiempo para sopesar las
consecuencias de sus actos. Estaba claro que Pilo iba a exhalar su último suspiro.
“Envuélvele y llévale al carro. Rápido, por favor”.
El griego, que también era profesor del niño y le quería mucho, envolvió a Pilo con
delicadeza y le transportó hasta el carro, seguido de Claudia. La mujer no se detuvo
para avisar a Pilatos, pero supuso que él no repararía en su ausencia. Además, ella
era muy capaz de tomar decisiones importantes sin consultar a nadie. ¿Acaso no era
la nieta de un César?
Pilo todavía respiraba, acunado entre su madre y el esclavo griego. Claudia se cubría
la cabeza con un espeso velo, pues quería ocultar su alto rango imperial al llegar a
casa de una familia judía de luto. El esclavo griego avanzó con el carro entre la
multitud hasta donde pudo, y después lo abandonó para ayudar a su ama y al niño a
abrirse paso entre la muchedumbre. Era difícil. Además de los amigos y familiares,
había corrido la voz de que el milagroso mesías de Galilea se dirigía hacia la casa, y
las calles estaban llenas de curiosos y de fieles. No obstante, el pequeño grupo de la
fortaleza Antonia estaba decidido a todo, y avanzó hasta llegar a la puerta del
vestíbulo.
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Jairo era un fariseo, y otros miembros del templo se hallaban entre la multitud para
ver qué pasaba, gente enemiga de los nazarenos. Si Easa no podía resucitar a Smedia,
le llamarían farsante. Si el éxito coronaba sus esfuerzos, le acusarían de brujería o
algo por el estilo, una acusación que podría perjudicar, no sólo a Easa, sino a Jairo, y
si un testigo ocular fariseo confirmaba los cargos, el castigo podría ser la pena de
muerte. Lo mejor era no permitir la entrada de testigos en la habitación, aparte de los
familiares cercanos.
Claudia Prócula sólo oyó la orden perentoria de Judas: «Nada de visitas todavía», pero
cuando la puerta se abrió, vislumbró actividad en la habitación. Vio a Smedia en su
lecho de muerte, pálida y sin vida entre el espeso incienso. Raquel estaba sentada a
su lado, sujetando la mano inmóvil de su hija, la cabeza gacha, rendida al dolor
insoportable. Una mujer con un velo rojo de sacerdotisa nazarena se encontraba de
pie al lado de Raquel, una torre de fuerza y compasión en el trágico escenario. Jairo,
un hombre orgulloso y enérgico, estaba derrumbado en el suelo a los pies de Easa el
Nazareno. Le estaba suplicando que curara a su hija.
Más tarde, cuando hubo asimilado todo lo sucedido aquella noche, Claudia habló de
la primera vez que vio a Easa. “Nunca había experimentado algo semejante” dijo.
“Verle me inundó de una sensación de calma, como si estuviera en presencia de
la encarnación del amor y la luz. Pese a la brevedad del momento, supe que era
más que humano, que todos estaríamos bendecidos por toda la eternidad con
sólo estar en su presencia, aunque fueran unos pocos segundos”.
“Levántate, hija” dijo. Claudia no recordaba todo lo que sucedió a continuación. Fue
como un sueño extraño, que nunca se recuerda del mismo modo dos veces. La niña,
Smedia, se removió muy despacio al principio, pero después se sentó y llamó a su
madre entre sollozos. Jairo y Raquel gritaron y corrieron a abrazar a su hija. En algún
momento, Claudia había caído de rodillas, justo cuando la muchedumbre se abalanzó
hacia adelante.
Se produjo el caos alrededor de la casa. Se oyeron vítores cuando los seguidores del
nazareno y los amigos de la familia empezaron a celebrar el milagro de la
resurrección de Smedia. Pero también hubo silbidos y abucheos, procedentes de
fariseos y enemigos que le acusaban de blasfemo y de practicar la magia negra.
Una oleada de pánico se apoderó de Claudia. Por culpa de la avalancha, el griego y
ella habían sido apartados de la puerta, y ahora los arrastraba la multitud. Pilo estaba
muy enfermo, y sabía que podía morir justo delante de la casa de Jairo. Había sido
peligroso, incluso cruel, llevar a Pilo allí, cuando habría podido exhalar su último
suspiro en la comodidad de su cama.
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Y ahora, parecía inútil, para colmo. El nazareno estaba saliendo entre sus seguidores,
y Claudia no podía llegar hasta él. Pero cuando toda esperanza estaba abandonando a
Claudia, vio que María Magdalena se detenía en medio de la multitud. Algo ocurrió
entre las dos, la comunicación mística entre hermanas en momentos difíciles. Sus
ojos se encontraron un momento, y después la mirada de María se desvió hacia el
niño que el griego sostenía en sus brazos.
María apoyó en silencio una mano sobre el hombro de Easa. Éste se detuvo y se
volvió para ver lo que su esposa le estaba pidiendo. Los ojos de Easa se encontraron
con los de Claudia un instante, y después sonrió, una expresión de pura esperanza y
luz. Claudia jamás supo decir cuánto había durado este momento, pues la distrajo la
voz de su hijo, que estaba gritando para atraer su atención.
“¡Mamá! ¡Mamá!” Pilo se retorcía entre los brazos del griego. “¡Bájame!” Claudia vio
que el color volvía a la cara de Pilo. Su aspecto era saludable y fuerte de nuevo. En
menos de un instante, el moribundo hijo de Claudia y Pilatos se había recuperado por
completo. Pero la cosa no acababa ahí. Cuando los pies del niño tocaron el suelo,
tanto Claudia como el griego se percataron de que la pierna del niño ya no estaba
torcida. Caminó hacia ella, erguido y fuerte. “¡Mira, mamá! ¡Puedo andar!”
La curación de Pilo significó una espada de doble filo para Poncio Pilatos. Estaba muy
contento de que su hijo se hubiera curado por completo, de una manera que ni
Claudia ni él habían imaginado posible jamás. Ahora sí que era un heredero digno de
su legado romano, un niño que se convertiría en un hombre y un soldado. Pero el
método de la curación era inquietante. Peor aún, tanto Claudia como Pilo estaban
obsesionados con ese nazareno, que era una especie de espina clavada en el costado
de las autoridades romanas y de los sacerdotes del templo.
Pilatos se había reunido con Caifás y Anás, a petición de éstos, unas horas antes, para
hablar de la escena ocurrida en las puertas del este. El nazareno había llegado a
lomos de un asno, tal como había pronosticado uno de los profetas judíos, y los
sacerdotes estaban muy preocupados por lo que consideraban una declaración de
proporciones mesiánicas. Si bien las rencillas religiosas de los judíos no significaban
un problema inmediato para Pilatos, se rumoreaba que ese nazareno se
autodenominaba rey de los judíos, lo cual era una traición contra el césar. Pilatos
sabía que debería tomar alguna medida contra Easa si daba otro paso controvertido,
sobre todo ahora que se acercaba la Pascua.
Para complicar todavía más la situación, Herodes, el tetrarca de Galilea, había
cargado contra Easa en un mensaje confidencial a Pilatos. «Me han informado de que
ese hombre quiere ser el rey de todos los judíos. Se ha convertido en un personaje
peligroso para mí, para ti y para Roma.» Ésos eran los problemas prácticos de Pilatos.
Sus problemas filosóficos eran otra cuestión. ¿Qué fuerzas controlaba o canalizaba ese
nazareno, que le permitían hacer cosas tales como resucitar a un niño de entre los
muertos?
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De no haber sido por Pilo, Pilatos habría pensado que los milagros de Easa eran
simples trucos, y aceptado las acusaciones de blasfemia de los fariseos, pero él sabía
mejor que nadie que la enfermedad y la deformidad de Pilo eran reales. O al menos lo
habían sido. Ahora habían desaparecido sin más.
Había algo que necesitaba una explicación. La razón romana exigía una respuesta,
comprender lo ocurrido. Poncio Pilatos se quedaba muy frustrado cuando no podía
encontrar una explicación. Pero su esposa no necesitaba más pruebas. Había
presenciado dos grandes milagros, había gozado de la presencia y la gloria del
nazareno y su Dios: Claudia Prócula se había convertido al instante. Estaba
decepcionada y disgustada porque su marido se había negado a dejarla asistir a una
de las prédicas de Easa en Jerusalén. Deseaba ir con Pilo, permitir que su hijo
conociera a ese asombroso nazareno que era algo más que un hombre. Pilatos se lo
prohibió de manera terminante.
El procurador romano era un hombre complicado, mortificado por las dudas, los
temores y las ambiciones. La tragedia de Poncio Pilatos se produciría cuando todas
estas cargas se impusieran al amor, la energía y la gratitud que había podido sentir.
Era muy tarde cuando los nazarenos llegaron a casa de José. Easa, como siempre,
estaba muy despierto y preparado para reunirse con sus seguidores más cercanos
antes de retirarse a descansar. Estaban sopesando las posibilidades del día siguiente
en Jerusalén. María se quedó a escuchar la discusión, para saber qué iba a suceder. El
incidente de la casa de Jairo había dejado claro que el pueblo de Jerusalén estaba
dividido acerca de Easa. Había más partidarios que detractores, pero todos
sospechaban que los detractores eran hombres poderosos relacionados con el
templo.
Judas habló a los hombres reunidos. Se le veía demacrado y agotado, pero el júbilo de
lo que había presenciado en el lecho de muerte de Smedia le mantenía en pie. “Jairo
conversó conmigo antes de que nos fuéramos” les dijo. “Está mucho más
inclinado a apoyarnos ahora, cuando ha visto con sus propios ojos que Easa es el
verdadero Mesías. Me advirtió que los consejos de fariseos y saduceos estaban
inquietos por los grupos de partidarios nazarenos que entraban en la ciudad.
Somos más numerosos de lo que habían imaginado. Nos tienen miedo, y es
probable que pasen a la acción si creen que suponemos una amenaza para ellos
o para la paz del templo durante la Pascua”.
Pedro escupió en el suelo, asqueado. “Todos sabemos por qué. La Pascua es la
época más provechosa del año para el templo. Se realiza el mayor número de
sacrificios, y una gran cantidad de dinero cambia de manos. “Es la época de la
cosecha para mercaderes y prestamistas” añadió su hermano Andrés. “Y los que
más salen beneficiados son Anás y su yerno” concluyó Judas. “No supondrá una
sorpresa para ninguno de vosotros que son los cabecillas de la campaña de
descrédito lanzada contra nosotros. Hemos de proceder con mucha cautela, de lo
contrario presionarán a Pilatos para que firme una orden de detención contra
Easa”.
Éste alzó la mano, cuando los hombres empezaron a hablar entre sí, muy agitados.
“Paz, hermanos míos” dijo.
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“Mañana iremos al templo y demostraremos a nuestros hermanos Anás y Caifás
que no tenemos la menor intención de desafiarlos. Podemos coexistir en paz, sin
necesidad de excluirnos mutuamente. Iremos para celebrar la Pascua, en
compañía de nuestros hermanos nazarenos. No pueden negarnos la entrada, y
tal vez llegaremos a una tregua con ellos”.
María compartía una habitación con los niños, como hacía siempre cuando viajaban.
Creía que esto les daba una sensación de seguridad, elemento necesario para niños
que llevaban con frecuencia una existencia nómada. Dormían como ángeles, Juan José
con sus espesas pestañas oscuras y las mejillas oliváceas, y Sara Tamar acurrucada en
una nube de lustroso pelo rojo.
María se acomodó por fin en su cama y cerró los ojos. Pero el sueño no llegó con
facilidad, aunque lo deseaba y necesitaba. Había demasiados pensamientos e
imágenes en su cabeza. En su mente vio a la mujer del espeso velo, la que había
aparecido con un niño en brazos ante la casa de Jairo. María supo dos cosas en cuanto
vio el rostro de la mujer. Primero, no era ni judía ni plebeya. Su porte y la calidad del
velo impedían que pudiera confundirse con el populacho. María sabía muy bien
cuándo una mujer intentaba disfrazarse. ¿Acaso no lo había hecho ella muchas veces,
cuando la situación lo había exigido?
Tal como habían planeado, Easa y sus seguidores fueron al templo al día siguiente.
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María llevó a los niños a Jerusalén con ella, y se detuvo a presenciar la actividad y
las discusiones que tenían lugar fuera de los muros sagrados. Easa se hallaba en
el centro de una numerosa y creciente multitud, predicando el Reino de Dios. Los
hombres de la muchedumbre le desafiaban y lanzaban preguntas, que él contestaba
con su calma habitual. Las respuestas eran meticulosas e incorporaban las
enseñanzas de las Escrituras. Al poco, resultó evidente que su conocimiento de la ley
era insuperable.
Más tarde, gracias a la información aportada por Jairo, descubrieron que Anás y
Caifás habían infiltrado a algunos de sus hombres entre la multitud. Tenían órdenes
de formular preguntas rebuscadas. Si las respuestas de Easa podían ser interpretadas
como blasfemas, sobre todo tan cerca del templo y en presencia de tantos testigos,
los sumos sacerdotes contarían con más pruebas contra él.
Un hombre se adelantó y formuló una pregunta sobre el tema del matrimonio. Judas
vio al hombre y lo reconoció. Susurró en el oído de Easa que era un fariseo que había
repudiado a su esposa para casarse con otra más joven.
“Dime, rabino” dijo el hombre, “¿es conforme a la ley que un hombre repudie a su
esposa por alguna causa? He oído decirte que no, y no obstante la ley de Moisés
afirma lo contrario. Moisés escribió un contrato de divorcio”. Easa habló en voz
alta, para que todo el mundo le oyera. Su réplica fue severa, pues conocía las
transgresiones personales del hombre. “Moisés escribió ese precepto debido a la
dureza de tu corazón”.
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Y que se aferren a su esposa hasta que la muerte los separe”. El fariseo, ofendido,
contraatacó. “¿Y tú qué, nazareno? La ley de Moisés dice que el hombre que sea el
Ungido ha de casarse con una virgen, y nunca con una casquivana, ni siquiera
una viuda”. Era un ataque sin disimulos contra María Magdalena, que se hallaba algo
apartada de la multitud con sus hijos. Había optado por vestirse con sencillez para
confundirse con la multitud, y no llevaba el velo rojo de su rango. Se alegró de ello en
aquel momento, mientras esperaba la respuesta de Easa.
A medida que lanzaban más preguntas a Easa, las respuestas eran como flechas
afiladas que disparaba contra los fariseos. Otro hombre, vestido con el hábito
sacerdotal, se acercó a él con agresividad no disimulada. “Me han dicho que tú y tus
discípulos transgredís la tradición de vuestros mayores. ¿Por qué no os laváis las
manos cuando coméis pan?” Numerosos murmullos habían recorrido la
muchedumbre durante estos últimos intercambios. La disensión pendía en el aire, y
Easa sabía que debía adoptar una actitud firme. Estos hombres de Jerusalén no eran
como los de Galilea y las regiones más lejanas. Los hombres de la ciudad exigían
acción. Podían seguir a un rey capaz de liberarlos de sus cadenas, pero antes tendría
que demostrar su fuerza y valía. La voz de Easa resonó, no tanto en defensa de los
nazarenos como condenando a los sacerdotes.
Easa alzó la voz para culminar su razonamiento. “Ésta es la diferencia entre mis
nazarenos y estos sacerdotes” dijo. “Nosotros nos preocupamos por la limpieza
de nuestras almas, para tener en la tierra el Reino de Dios que está en los cielos”.
“¡Eso es una blasfemia contra el templo!” gritó un hombre. A continuación, se
produjo un gran tumulto, gritos a favor y otros en contra.
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El ruido y el alboroto iban en aumento. María, que estaba observando la escena desde
una colina, pensó al principio que sólo se trataba de una reacción a las palabras
osadas de Easa. De hecho, ésa era la causa de gran parte de la turbación que afectaba
a los hombres de Jerusalén, pero varios discípulos del nazareno se estaban abriendo
paso entre las turbas para llegar hasta Easa, a la cabeza de un grupo de hombres y
mujeres que habían oído hablar de las curaciones milagrosas. Todos estaban tullidos,
trágicos guiñapos que se consideraban menos que humanos debido a su ceguera o
sus deformidades.
“Está escrito que el templo de Dios debería ser una casa de oraciones. Vosotros lo
habéis convertido en una guarida de ladrones”. Otros mercaderes apostrofaron a
Easa cuando avanzó por el templo. El caos amenazaba con provocar graves
disturbios, hasta que el Mesías levantó las manos y pidió a sus discípulos que le
siguieran hasta la fachada del templo. Allí condujeron a los desgraciados plagados de
toda clase de enfermedades y deformidades. Easa empezó a curarlos a todos de uno
en uno, y el primero fue el ciego.
La multitud que rodeaba el templo iba aumentando en número. Pese a las osadas
palabras de Easa, o tal vez por ello, los hombres y mujeres de Jerusalén estaban muy
interesados por este nazareno, el hombre que sanaba en segundos enfermedades
incurables hasta ese momento. María ya no le veía desde donde estaba. Además,
Tamar y Juan estaban inquietos, con el nerviosismo de los pequeños cuando se
encuentran en un ambiente agitado. María se alejó del lugar para llevar a los niños al
mercado.
Mientras caminaban por las calles adoquinadas, vio a dos fariseos enfundados en sus
hábitos negros delante de ella. Estaba segura de haber oído el nombre de Easa en sus
labios. Se tapó casi toda la cara con el velo y se mantuvo a escasa distancia de ellos,
con los niños cogidos de sus manos. Los hombres hablaban sin disimulo, pero en
griego, porque sabían que el populacho que los rodeaba no entendía el idioma más
culto. Pero María, debido a su noble cuna, hablaba el griego con fluidez. Entendió
muy bien lo que dijo uno de los hombres cuando se volvió hacia su acompañante.
“Mientras viva este nazareno, no tendremos paz. Cuanto antes nos deshagamos
de él, mejor para todos”.
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María creía que la casa de Betania que había compartido con Lázaro y Marta era la
mejor elección. Estaba a un buen trecho de Jerusalén, pero permitía acceder a la
ciudad sin tardar mucho o escapar de ella con celeridad.
Aquella noche Easa se encontró con María y los niños en Betania. Algunos discípulos
se quedaron con ellos en casa de Lázaro, mientras otros fueron a casa de Simón, su
amigo de confianza. Era en casa de Simón donde María había desobedecido a Lázaro
y Juan con desastrosas consecuencias años antes. Los discípulos se reunieron
después para comentar los acontecimientos del día y planear sus siguientes pasos.
María estaba preocupada. Intuía que las opiniones estaban divididas en Jerusalén: la
mitad a favor del brillante nazareno, obrador de milagros y defensor de los pobres, y
la mitad opuesta a un arribista que desafiaba al templo y a sus tradiciones de una
forma tan descarada. Repitió la conversación de los sacerdotes, tal como la había
oído en la plaza del mercado. Mientras hablaba, Judas llegó de casa de Jairo con más
noticias.
“Ella tiene razón. Jerusalén se está haciendo peligrosa para ti” dijo a Easa “Jairo
dice que Anás y Caifás piden que te ejecuten por blasfemo”. “Disparates” “dijo
Pedro, asqueado. “Easa jamás ha proferido una blasfemia, y no podría hacerlo
aunque quisiera. Ellos son los blasfemos, esas víboras”.
Multitudes aún más numerosas le esperaban al día siguiente, pues había corrido la
voz por toda Jerusalén de las atrevidas enseñanzas y las extraordinarias curaciones
de Easa. No decepcionaría a quienes habían viajado hasta Jerusalén para verle.
Tampoco se rendiría a las presiones de los sacerdotes. Ahora, más que nunca,
necesitaba ser un líder.
María prefirió quedarse en Betania con los niños y Marta al día siguiente. Estaba
empezando a acusar los efectos de su avanzado embarazo, y el largo y apresurado
regreso a Betania la había agotado. Mantuvo ocupados a los niños en la casa,
mientras intentaba alejar de su mente los posibles peligros a los que Easa se
enfrentaría dentro de los muros de la ciudad.
Estaba sentada en el jardín, mirando jugar a Tamar en la hierba, cuando vio que una
mujer se acercaba a la casa, cubierta con un espeso velo negro. Llevaba ocultos la
cara y el pelo, de forma que era imposible saber si la conocía o no. Tal vez era una
amiga de Marta o una nueva vecina. La mujer se acercó más y María oyó una
carcajada reprimida. “¿Qué pasa, hermana? ¿Ya no me reconoces después de tanto
tiempo?” El velo descendió y reveló que la mujer era Salomé, la princesa de la familia
Herodes. Su rostro había perdido la redondez de la infancia, y estaba alcanzando la
plena madurez. María corrió para abrazarla, y se quedaron así durante un largo
minuto.
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Después de la muerte de Juan, había sido demasiado peligroso para Salomé ser vista
en compañía de los nazarenos. Su presencia era peligrosa para Easa. Además,
aspiraba a ganarse a los seguidores de Juan, así que no podía permitir que le vieran
en compañía de la mujer a la que acusaban de provocar su detención, cuando no su
muerte.
La separación forzosa había sido dura para ambas. Salomé se sintió muy afligida
cuando no pudo terminar su preparación de sacerdotisa y tuvo que alejarse de la
gente a la que había llegado a querer más que a su familia. Para María, era otra
secuela amarga de la opinión injusta que había recaído sobre ellas después de la
ejecución de Juan.
Salomé chilló cuando vio a la pequeña Tamar en la hierba. “¡Mírala! ¡Es igual que
tú!” María sonrió y asintió. “Por fuera, pero por dentro se está convirtiendo en la
viva imagen de su padre”. María contó algunas anécdotas de la pequeña Tamar, y de
cómo había demostrado ser especial desde que empezó a andar. Había curado a un
cordero caído en una zanja en Magdala, con una simple caricia de su mano infantil.
Ahora tenía algo más de tres años, pero sabía hablar muy bien, tanto en griego como
en arameo.
“Tiene suerte de que seáis sus padres” dijo Salomé, y su rostro se ensombreció. “Y
hemos de conservar vuestras vidas, por eso estoy aquí. Traigo noticias de
palacio, María. Easa corre grave peligro”. “Entremos para que nadie nos oiga”
contestó María. Se agachó para levantar a Tamar, pero su abultado estómago le
dificultó la tarea. Salomé extendió las manos. “Ven con tu hermana Salomé” “dijo.
Tamar miró a la desconocida, y después a su madre como pidiendo permiso. Una
sonrisa de dientes perfectos se dibujó en la cara de la niña, que saltó a los brazos de
la princesa.
Entraron juntas en la casa, y María indicó con un gesto a Marta que se llevara a
Tamar. Marta tomó a la pequeña de los brazos de Salomé. “Ven, princesita. Vamos a
buscar a tu hermano”. Juan había salido a pasear por las tierras con Lázaro. Marta
indicó que iba a llevarse a su sobrina para que María y Salomé hablaran en privado.
Después de que se marchó, Salomé aferró la mano de María.
“Aquí” contestó María. “Esta noche se hospeda en casa de la familia de José con
algunas mujeres más, pero mañana te acompañaré a verla, si quieres”. Salomé
asintió y continuó su historia. “Utilicé la excusa de ir a ver Claudia para saber qué
noticias había en Jerusalén de los nazarenos. ¡Poco imaginaba yo lo mucho que
Claudia tenía que contarme! ¿No es asombroso?” María no sabía muy bien a qué se
refería Salomé. “¿El qué?”
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Los ojos oscuros y exóticos de Salomé relucieron. “¿No lo sabes? Oh, María, esto es
demasiado. La noche que Easa resucitó a la hija de Jairo, ¿te acuerdas de una
mujer que había entre la multitud cuando os fuisteis? Iba con un griego que
llevaba a un niño enfermo en brazos, un niño pequeño”. María recordó toda la
escena. Había visto el rostro de la mujer las dos últimas noches, antes de dormir.
“Sí” contestó. “Se lo dije a Easa y se volvió para curar al niño. Es lo único que sé
con seguridad, aparte de que la mujer no parecía plebeya, ni judía”. Salomé lanzó
una carcajada. “María, esa mujer era Claudia Prócula. ¡Easa curó al hijo de Poncio
Pilatos!” María estaba asombrada. Ahora todo adquiría sentido: la sensación de
clarividencia, de saber que algo, además de la curación, estaba pasando en aquel
momento. “¿Quién sabe esto, Salomé?” “Nadie, salvo Claudia, Pilatos y el esclavo
griego. Pilatos ha prohibido a su esposa que hable de ello, y ha dicho a todo el
mundo que le ha preguntado por la milagrosa recuperación del niño que había
sido la voluntad de los dioses romanos”. Salomé hizo una mueca para expresar su
desagrado. “La pobre Claudia ardía en deseos de contárselo a alguien, y sabía que
yo había sido nazarena en otra época”.
“Aún eres una nazarena” dijo María, mientras se levantaba para permitir que el
niño cambiara de posición en su vientre. Tenía que meditar sobre esta importante
información. Era reconfortante, pero aún no se atrevía a esperar demasiado de ella.
Tal coincidencia debía formar parte del plan maestro que Dios había trazado para
Easa. ¿Había dado a Claudia un hijo enfermo para que Easa le curara y demostrara su
divinidad a Pilatos? Y si el sino de Easa terminaba en las manos de Poncio Pilatos,
¿cómo iba a condenar a muerte al hombre que había salvado a su hijo?
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»Cuando estuve segura de que se había ido, salí y encontré a Claudia en un
estado lamentable. Dijo que su marido no la había mirado al marcharse. Oh,
María, está muy preocupada por lo que le pueda suceder a Easa, y yo también.
Tienes que sacarle de Jerusalén”. “¿Dónde cree tu padrastro que estás ahora?”
Salomé se encogió de hombros.
“Le dije que iba a pasar el día comprando sedas. Está demasiado preocupado por
su viaje a Roma para que le importe dónde paso la noche. Tiene sus propias
diversiones en Jerusalén”. María estaba tratando de diseñar una estrategia. Debía
esperar a que Easa regresara a casa por la noche para contárselo todo. Sabía que no
necesitaría animar mucho a Salomé para que pernoctara en su casa y le diera todos
los detalles.
Salomé se quedó, y experimentó una gran alegría cuando María la Mayor acudió por
la tarde. La madre de Easa trajo con ella a las demás Marías, su hermana, María la de
Santiago, y su prima, María Salomé, madre de los dos seguidores más leales de Easa.
Fue un honor para Salomé estar en compañía de estas sabias mujeres, fuertes aunque
a menudo silenciosas líderes de la tradición nazarena. No obstante, su alegría fue
fugaz, como la de María Magdalena.
“He visto una gran oscuridad en el horizonte, hijas mías” les dijo María la Mayor.
“He venido para ver a mi hijo. Todas debemos estar preparadas para la prueba
de fe y coraje que esta Pascua nos traerá”.
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“Pero no hay Camino sin ti” replicó Pedro. Las tensiones de los últimos días estaban
afectando a Pedro más que a cualquiera de los discípulos. Había sacrificado todo por
su fe en Easa y en el Camino. Era demasiado para él plantearse cualquier desenlace
adverso. “Te equivocas, hermano” repuso Easa. No había reproche en su voz cuando
se volvió hacia Pedro. “Te he dicho esto desde que éramos niños, Pedro. Tú eres la
roca sobre la cual florecerá nuestro ministerio. Tu legado pervivirá tanto como
el mío”.
Pedro no pareció consolarse, ni tampoco los demás discípulos. Easa se dio cuenta y
alzó las manos. “Escuchadme, hermanos y hermanas. Recordad lo que os he dado,
la certeza de que el Reino de Dios vive en vuestro interior, y de que ningún
opresor os lo podrá arrebatar. Si cobijáis esa verdad en vuestros corazones,
jamás conoceréis ni un día de miedo o dolor”. Después extendió las manos hacia los
discípulos y rezó el padrenuestro.
Easa dejó a sus seguidores aquella noche para conversar en privado con María la
Mayor. Cuando terminaron, deseó buenas noches a su madre y fue en busca de su
esposa. “No has de tener miedo de lo que va a ocurrir, palomita” dijo con ternura.
María escudriñó su cara. Easa solía ocultar sus visiones a los discípulos, pero a ella
raras veces. Era la única persona con la que lo compartía todo. Pero esa noche
percibió su reserva. “¿Qué has visto, Easa?” preguntó en voz baja. “He visto que mi
Padre, que está en los cielos, ha dispuesto un gran plan y hemos de seguirlo”.
“¿Para cumplir las profecías?” “Si tal es su voluntad”.
María guardó silencio un momento. Las profecías eran concretas: afirmaban que el
Mesías sería ejecutado por su propio pueblo. “¿Qué me dices de Poncio Pilatos?”
preguntó María con cierta esperanza. “Fuiste enviado a curar a su hijo para que se
diera cuenta de quién eres. ¿No crees que eso forma parte del plan de Dios?”
“María, escucha con atención lo que voy a decirte, porque te dará una idea del
Camino de los nazarenos. Dios crea su plan y coloca a cada hombre y mujer en su
lugar. Pero no les obliga a entrar en acción. Como cualquier buen padre, el Señor
guía a sus hijos, pero les concede la oportunidad de tomar sus propias
decisiones”. María escuchaba, y aplicó la filosofía de Easa a la situación actual.
“¿Crees que Poncio Pilatos fue colocado en este lugar por Dios?” Easa asintió. “Sí.
Pilatos, su buena esposa, su hijo”. “Y si Pilatos decide o no ayudarnos, ¿no será
decisión de Dios?” Easa meneó la cabeza. “El Señor no nos impone nada, María.
Nos guía. Cada persona ha de elegir a su amo, lo cual equivale a elegir entre el
plan de Dios y nuestros deseos terrenales. No puedes servir a Dios y a estas
necesidades terrenales al mismo tiempo. El Reino de los Cielos es de aquellos que
eligen a Dios. No sé a qué amo decidirá servir Poncio Pilatos cuando llegue el
momento”.
María escuchaba con atención. Aunque conocía bien las ideas nazarenas, el ejemplo
de Easa sobre Poncio Pilatos no dejaba dudas al respecto. María, en un destello de
clarividencia, experimentó la necesidad de saborear las palabras de su esposo, de
recordarlas con exactitud. Llegaría el momento en que enseñaría a los demás lo que
él le había enseñado a ella.
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“El sumo sacerdote y sus partidarios están decididos a conseguir mi detención.
Ahora sabemos que no podemos escapar a eso” continuó explicando Easa. “Pero
pediremos que me envíen ante Pilatos, y yo defenderé mi caso ante él. Dependerá
entonces de su conciencia y fe tomar una decisión. Debemos estar preparados
para ella, sea cual sea. Hemos de demostrar mediante nuestros actos que
sabemos la verdad: cuando permitimos que el Reino de Dios more en nuestro
interior, nada puede cambiar eso, ni un imperio, ni un opresor, ni el dolor. Ni
siquiera la muerte”.
Hablaron hasta bien entrada la noche de los planes de Easa para el día siguiente.
María sólo formuló una vez la pregunta que estrujaba su corazón. “¿No podríamos
irnos de Jerusalén esta noche? ¿Volver a predicar en las colinas de Galilea, hasta
que Anás y Caifás se encaprichen de otra presa?” “Tú, de entre todas las
personas, sabes que eso no puede ser, María mía” la reprendió con ternura Easa.
“Somos el centro de las miradas de la gente. Debo darles ejemplo”. Ella asintió
para indicar que lo comprendía, y después Easa le contó su conversación con María la
Mayor. Habían decidido que sería demasiado peligroso aparecer al día siguiente en el
templo. Demasiados inocentes corrían el riesgo de resultar heridos si estallaban
disturbios.
La cabeza de María daba vueltas. Todo estaba ocurriendo con mucha rapidez. Se le
ocurrió una idea terrible. “Oh, Easa, pero ¿quién? ¿Quién de los nuestros podría
hacer algo semejante? No pensarás que Pedro o Andrés serían capaces. Ni Felipe
o Bartolomé. Tu hermano Santiago derramaría antes su sangre, y Simón la de los
demás”. Enseguida comprendió la respuesta, y los dos pronunciaron el nombre al
unísono. “Judas”.
La expresión de Easa era seria. “Ahora voy a verle, palomita. Debo hablar con él y
decirle que ha sido elegido para esta tarea debido a su fortaleza”. Besó la mejilla
de su esposa cuando se levantó para marchar. Ella le vio partir con una creciente
sensación de miedo por lo que traería el día siguiente.
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A la tarde siguiente, se reunieron para cenar juntos, tal como habían acordado: Easa,
sus doce elegidos y todas las Marías. Los niños se quedaron en Betania con Marta y
Lázaro.
Easa empezó la velada con su versión del ritual de la unción, invirtiendo los papeles,
pues lavó los pies a todos los presentes en la sala. Explicó que era para reconocer a
cada persona como hijo de Dios, con la misión especial de predicar la palabra del
Reino.
“Porque ejemplo os di, para que, como yo hice con vosotros, así vosotros lo
hagáis, y reconozcáis a los demás como iguales ante Dios. Y un nuevo
mandamiento os doy esta noche, que os améis los unos a los otros como yo os he
amado. Y cuando salgáis al mundo, la gente os reconocerá como nazarenos por
vuestra forma de amaros”.
Cuando hubo lavado los pies a todos sus seguidores, Easa les condujo hasta la mesa
para la cena de Pascua. Cogió un pedazo de pan ácimo, lo bendijo y dijo: “Tomad y
comed, porque esto es mi cuerpo”. Tomó una copa de vino y la fue pasando de uno
en uno. “Ésta es la sangre del nuevo testamento, que será derramada para
muchos”. María observaba en silencio junto con los demás. Sólo ella y las demás
Marías sabían todos los detalles de los acontecimientos que se avecinaban.
Cuando Easa hiciera una señal a Judas, éste abandonaría la cena e iría a ver a Jairo, el
cual le conduciría ante la presencia de Anás y Caifás, y le presentaría como un
traidor. Judas pediría treinta monedas de plata. De esta forma su traición parecería
auténtica. A cambio del dinero, guiaría a los sacerdotes hasta el retiro secreto de
Easa, donde, lejos de las impredecibles multitudes de la ciudad, sería fácil detenerle.
La tensión se leía en la cara de Judas. Los demás discípulos no sabían nada de este
plan, porque Easa no quería correr riesgos. No deseaba discusiones, ni que los
hombres opusieran resistencia. Más tarde, María lloraría por Judas y por la injusticia
de todo ello. Le defendería ante los demás discípulos, que le considerarían un traidor.
Pero para entonces ya sería demasiado tarde para Judas Iscariote. Dios había creado
un lugar para él, y Judas había decidido aceptarlo.
Easa se volvió hacia él. Le tendió un pedazo de pan mojado en vino, la señal
predeterminada. “Lo que has de hacer, hazlo pronto”. Cuando María vio que Judas
salía de la sala, su corazón dio un vuelco. Ya no había forma de volver atrás. Levantó
los ojos a tiempo de ver que María la Mayor también miraba a Judas marchar, con el
destino de Easa en sus manos. Las dos mujeres sostuvieron la mirada un momento, y
rezaron en silencio para que Dios protegiera a su amado Easa.
Los guardias acudieron en gran número, con una fuerza que María no había
sospechado. La noche estaba bastante avanzada cuando Judas apareció en lo alto de
la colina con los soldados del sumo sacerdote. Se produjo el caos cuando el
grupo de guardias, armados hasta los dientes, irrumpieron en la escena y
despertaron a los discípulos. Las mujeres velaban despiertas junto al fuego. Todas,
excepto María Magdalena, que esperaba con Easa.
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Pedro se puso en pie de un salto y agarró la espada de uno de los soldados más
jóvenes. “¡Lucharemos por ti, Señor!” gritó, y fue tras un hombre al que había
reconocido, Malco, criado del sumo sacerdote. Le cortó la oreja con la espada, y la
sangre manó en abundancia de la herida.
Easa se levantó y caminó con calma hacia el grupo. “Basta, hermanos” dijo a Pedro y
los demás. Se volvió hacia la cohorte del sumo sacerdote. “Guardad vuestras armas.
Ningún hombre os hará daño. Os doy mi palabra”. Se acercó a Malco, que había
caído de rodillas y se apretaba la túnica contra la oreja cercenada. Easa apoyó la
mano sobre la oreja. “Ya has sufrido bastante por esto” dijo. Cuando apartó la
mano, la oreja estaba curada y ya no sangraba. Easa ayudó a Malco a levantarse.
“Caifás ha enviado a este grupo de hombres armados contra mí” le dijo, “como si
fuera un asesino o un ladrón. ¿Por qué? Cada vez que he ido al templo no ha
intentado detenerme, ni me ha considerado un peligro. En verdad que es una
hora de oscuridad para nuestro pueblo”.
Uno de los soldados, distinguido con la insignia del líder, avanzó y preguntó en un
arameo gutural: “¿Eres Easa el Nazareno?” “Lo soy” contestó éste en griego. Algunos
seguidores gritaron preguntas y acusaciones a Judas. Easa le había aconsejado callar
si esto sucedía, y él obedeció. Besó a Easa en la mejilla, con la esperanza de que,
gracias a esta señal, los discípulos comprendieran cuál había sido su misión. El
soldado con la insignia de su rango leyó la orden de detención, y Easa fue conducido
ante la presencia de los sumos sacerdotes.
María Magdalena continuó la vigilia con las demás Marías hasta altas horas de la
noche. No podían acercarse mucho a los hombres. Era demasiado peligroso. Los
ánimos estaban exaltados, y las mujeres no podían revelar todo lo que sabían acerca
de los acontecimientos de la noche. Las Marías rezaron y se ofrecieron mutuo
consuelo en silencio. En plena noche, vieron que una antorcha brillaba en el Valle de
Kidron, avanzando en su dirección. Era un grupo pequeño, dos hombres y una mujer
menuda. María se levantó cuando reconoció la forma femenina de la princesa
herodiana.
Corrió hacia Salomé y la abrazó. Sólo entonces se dio cuenta de que el hombre de la
antorcha era un centurión romano vestido de paisano, el hombre de los ojos azules a
quien Easa había curado un brazo roto. “No tenemos mucho tiempo, hermana” dijo
Salomé sin aliento. Era evidente que habían llegado corriendo. “Vengo de la
fortaleza Antonia. Claudia Prócula me ha enviado aquí para comunicarte su
profundo pesar por la injusta detención de tu esposo”.
María asintió, animó a Salomé a continuar y disimuló su miedo. Si la esposa de un
procurador romano enviaba mensajeros reales en plena noche, algo muy grave
estaba pasando. “Easa será llevado a juicio mañana ante Pilatos” continuó Salomé.
“Pero Pilatos ha recibido muchas presiones para condenarle a muerte. Oh,
María, él no quiere hacerlo. Claudia dice que su esposo sabe que Easa curó a su
hijo, o al menos intenta aceptarlo al estilo romano. Pero mi abominable
padrastro exige la muerte de Easa lo antes posible. Herodes va a viajar a Roma.
Dijo a Pilatos que deseaba que estuviera solucionado este «problema nazareno»
antes de irse. María, es necesario que comprendas la gravedad de la situación.
Puede que ejecuten a Easa mañana”.
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Los acontecimientos se estaban precipitando. Nadie lo había imaginado, y menos así.
Esperaban un período de encarcelamiento durante el cual Easa tendría tiempo para
defender su caso ante Roma y ante Herodes. Siempre había existido la posibilidad de
que sucediera lo peor, pero no con tanta rapidez.
Salomé continuó. “Claudia Prócula nos ha enviado a buscarte. Estos dos hombres
son servidores de confianza”. María alzó la vista y vio que la luz se reflejaba en el
hombre silencioso que estaba detrás de la antorcha. Le reconoció. Era el griego que
cargaba en brazos al hijo impedido de la romana delante de la casa de Jairo. “Te
conducirán al lugar donde Easa está encarcelado. Claudia ha pactado con los
guardias que se retiren hasta el alba. Puede que sea tu última oportunidad de
verle. Pero tenemos que irnos sin pérdida de tiempo”.
María pidió que esperaran un momento, y fue en busca de María la Mayor. Sabía que
la mujer no podría resistir un viaje tan apresurado, pero le ofreció la posibilidad de ir
en su lugar. María la Mayor besó a su nuera en la mejilla. “Dale esto a mi hijo. Dile
que estaré allí mañana, pase lo que pase. Ve con Dios, hija mía”.
María y Salomé apresuraron el paso para alcanzar a los hombres silenciosos que se
dirigían con rapidez hacia la parte este de la ciudad. María había empleado otro
momento en cambiarse el velo rojo que la identificaba como sacerdotisa nazarena
por uno negro, igual que el de Salomé. La princesa le informó mientras andaban.
“He enviado un mensajero a Marta. Easa quiere ver a los niños. Se lo dijo al
criado de Claudia”. Indicó al esclavo griego. “Sabía que no tendrías tiempo de ir a
Betania a recogerlos si ibas a verle. La mente de María bullía de pensamientos. No
quería que Tamar y Juan fueran testigos de algo traumático, pero si lo peor iba a
ocurrir, Easa necesitaría ver a sus hijos por última vez. El pequeño Juan era tan suyo
como Tamar.
Easa amaba a ambos de manera incondicional. Cuando saliera el sol, habría que
pensar en su protección y seguridad. María rezó en silencio un momento, pero tuvo
poco tiempo para reflexionar sobre aquel problema. Habían llegado a la zona donde
Easa estaba detenido. Hasta el momento, la oscuridad los había protegido y no
habían atraído la atención, pero tendrían que bajar un largo tramo de escaleras
exteriores iluminado por antorchas.
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El centurión sacó una llave de debajo de la túnica y la introdujo en la puerta. Dejó
entrar a María en la celda de su esposo. María descubrió muchos años después cómo
Salomé y Claudia habían logrado la hazaña de apoderarse de las llaves y alejar a los
guardias. Había implicado un soborno masivo y un alto coste personal para la
princesa. María estaría agradecida hasta el fin de sus días a la mujer romana, Claudia
Prócula, y a su amiga, la incomprendida Salomé, no sólo por los acontecimientos de
esa noche, sino también por el día terrible que los seguiría.
María tuvo que reprimir un grito de desesperación cuando vio a Easa. Le habían
golpeado con brutalidad. Tenía contusiones en su hermoso rostro, y le vio encogerse
cuando se levantó para abrazarla. Susurró la pregunta cuando examinó su rostro
magullado. “¿Quién te ha hecho esto? ¿Los hombres de Caifás y Anás?” “Chisss.
Escúchame, María, hay poco tiempo y mucho que decir. No hay lugar para la
culpa, pues ésta sólo engendra venganza. Cuando perdonamos, estamos más
cerca de Dios. Esto es lo que hemos venido a enseñar a los hijos de Israel y al
resto del mundo. No lo olvides y enséñalo a quien quiera escuchar, en memoria
mía”.
Esta vez fue María quien se encogió. No podía soportar que Easa hablara así de sí
mismo, como si su muerte fuera inminente. Al notar su desesperación, él le habló con
dulzura. “La última noche, en Getsemaní, fui a rezar al señor nuestro Padre. Le
pedí que apartara este cáliz de mí, si ésa era su voluntad. Pero no lo hizo. No lo
hizo porque es su voluntad. No hay otra forma, ¿no lo entiendes? La gente es
incapaz de comprender el Reino de Dios sin un ejemplo supremo. Yo lo seré, yo les
enseñaré que puedo morir por ellos, sin miedo ni dolor. Nuestro Señor me enseñó
el cáliz y yo bebí de él jubiloso. Está decidido”.
María no pudo detener el torrente de lágrimas, pero se esforzó por reprimir los
sollozos. Cualquier ruido los delataría. Easa intentó consolarla. “Ahora has de ser
fuerte, palomita, porque llevarás contigo el verdadero Camino nazareno y lo
enseñarás al mundo. Los otros también harán lo que puedan, pues di
instrucciones a cada uno después de la cena. Pero sólo tú sabes todo lo que hay
en mi corazón y en mi cabeza, por lo cual has de convertirte en la líder de nuestro
pueblo, y nuestros hijos harán lo mismo después de ti”.
María intentaba pensar con serenidad. Necesitaba concentrarse en los últimos deseos
de Easa, no en su aflicción. Ya tendría tiempo para llorarle más adelante. Ahora debía
ser digna de la confianza depositada en ella. “Easa, no todos los hombres me
quieren, y tú lo sabes. Algunos no me seguirán. Aunque tú les has enseñado a
tratar a las mujeres como iguales, temo que en cuanto te hayas ido ese
entendimiento desaparecerá. ¿Cómo quieres que diga que me has elegido como
líder de los nazarenos?” “Lo he estado pensando esta noche” contestó. “En primer
lugar, sólo tú tienes El Libro del Amor”.
María asintió. Easa había pasado gran parte de su ministerio escribiendo las
creencias nazarenas y sus propias interpretaciones en un volumen al que llamaban El
Libro del Amor. Los demás discípulos conocían su existencia, pero Easa sólo se lo
había enseñado a María. Lo guardaba bajo llave en su casa de Galilea.
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“Siempre he dicho que ‘El Libro del Amor’ no vería la luz mientras yo viviera en la
tierra, pues mientras yo esté aquí estará incompleto” continuó Easa. “Cada
minuto de cada día que he vivido, Dios me ha concedido mayor entendimiento.
Cada persona que he conocido me ha enseñado más sobre la naturaleza de Dios.
He escrito estas cosas en ‘El Libro del Amor’. Cuando me haya ido, has de
convertirlo en la piedra angular de todas las enseñanzas que seguirán”.
María asintió. El Libro del Amor era un compendio hermoso y poderoso de todo
cuanto Easa había enseñado en vida. Sus discípulos se sentirían admirados y
honrados cuando lo conocieran. “Hay algo más, María. Daré a los hombres una
señal, algo que les indique con claridad que eres mi sucesora. No temas,
palomita, porque informaré al mundo de que eres mi discípula más amada”.
Easa apoyó las manos sobre el abdomen hinchado de María. Todavía quedaban
muchas cosas por decir. “Este hijo que llevas en tu seno, este hijo de los dos, lleva
la sangre de profetas y reyes, al igual que nuestra hija. Sus descendientes
ocuparán su lugar en el mundo, predicarán el Reino de Dios y las palabras
contenidas en ‘El Libro del Amor’, para que todo el mundo viva en paz y justicia”.
“¿Qué será del pequeño Juan?” preguntó María. Easa siempre trataba al niño como
si fuera de él, pero su sangre y su destino siempre serían diferentes, y ambos lo
sabían. Los ojos de Easa se nublaron. “Incluso a su edad, Juan es testarudo e
inestable. Tú eres su madre y le guiarás, pero él necesitará la influencia de
hombres que domeñen su inestabilidad. Pedro y Andrés le quieren mucho.
Cuando Juan sea mayor, sería menester que Pedro o su hermano lo adoptaran”.
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Easa no necesitó dar más explicaciones. María sabía a qué se refería. Pedro y Andrés
habían sido seguidores de Juan el Bautista, y todos se conocían desde que eran niños
en Galilea e iban al templo de Cafarnaúm. Los dos hermanos veneraban al pequeño
Juan por ser hijo del gran profeta, al tiempo que hijo adoptivo de Easa.
“Tengo palabras de gratitud y consuelo para una persona más” continuó Easa.
“Has de decir a la mujer romana, Claudia Prócula, que parto de este mundo
sintiéndome en deuda con ella. Ha sacrificado muchas cosas para conseguir que
pudieras venir a verme, y le doy las gracias por ello. Dile que no juzgue a su
marido con demasiada severidad. Poncio Pilatos debía elegir a su amo, y ya he
visto que eligió mal. Sin embargo, a la postre, su decisión servirá al plan de Dios”.
Easa dio más instrucciones a su esposa, algunas de carácter espiritual y otras de tipo
práctico, antes de sus últimas palabras de consuelo. “Sé fuerte, con independencia
de lo que suceda mañana. No temas por mí, pues yo no siento el menor miedo. Me
contento con tomar el cáliz de mi Padre y reunirme con Él en los cielos. María,
guía a nuestro pueblo y no tengas miedo. Recuerda siempre quién eres. Eres una
reina, una nazarena, y mi esposa”.
Una María destrozada recorría las calles de Jerusalén dando tumbos, detrás de
Salomé, mientras el cielo empezaba a teñirse con las primeras luces del alba. La
princesa tenía una casa donde podrían alojarse sin correr riesgos, la misma a la que
acudirían Marta y los niños. En cuanto María se encontrara a salvo en la casa, a la
espera de que llegara su cuñada con Juan y Tamar, Salomé buscaría otro mensajero
que transmitiera las últimas nuevas a María la Mayor y a los demás en Getsemaní.
En Jerusalén, otra noble mujer, Claudia Prócula, sentía el enorme peso que gravitaba
sobre su familia aquel mismo día. Su sueño fue inquieto, hasta que el agotamiento la
reclamó ya avanzada la noche. En cuanto el griego fue a informarla de que su misión
con la esposa del nazareno había sido coronada con el éxito, se permitió cerrar los
ojos.
Si los sonidos de la pesadilla eran inquietantes, las imágenes eran peores. Empezaban
como un sueño hermoso, con niños bailando en una colina cubierta de hierba bajo el
sol de primavera. Easa se erguía en el centro de un círculo, rodeado de niños vestidos
de blanco. Pilo se encontraba entre los niños que reían y bailaban, al igual que
Smedia. La colina se había llenado de gente de todas las edades, vestidas de blanco,
que cantaban y sonreían.
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Claudia reconoció a uno de los hombres que llegaban, Pretorio, el centurión al que
Easa había curado la mano rota. El hombre le confió el secreto de su curación,
después de escuchar los susurros sobre el milagro de Pilo. Pero cuando Claudia se
dio cuenta de que todas las almas sonrientes del sueño, niños y adultos, habían sido
curadas por Easa, el paisaje cambió. El baile se detuvo y el cielo se oscureció,
mientras el cántico aumentaba de volumen:
«Crucificado por orden de Poncio Pilatos, crucificado por orden de Poncio Pilatos».
Claudia vio en el sueño que su amado Pilo caía al suelo. La última imagen antes de
despertar fue la de Easa inclinado sobre él para levantarle. Llevó en brazos a Pilo sin
mirar atrás, mientras los demás caían al suelo a su alrededor. Entonces vio a Poncio,
chillando inútilmente, mientras Easa el Nazareno se alejaba con el cuerpo sin vida de
Pilo. Un rayo rasgó el cielo cuando el cántico los siguió colina abajo. “Crucificado por
orden de Poncio Pilatos”. “¡Crucifícale!”
Este sonido era nuevo. No era el cántico tétrico de la pesadilla, sino el sonido real del
odio que llegaba desde el otro lado de las murallas de la fortaleza Antonia.
“¡Crucifícale!” Claudia se levantó para vestirse, al tiempo que el esclavo griego
entraba corriendo en la habitación. “Mi señora, tienes que venir antes de que sea
demasiado tarde. El amo se dispone a dictar sentencia, y los sacerdotes claman
venganza”. “¿Qué son esos gritos?” “Una gran turba. Es temprano para que haya
tantos. Los hombres del templo habrán hecho un gran esfuerzo esta noche para
reunir a toda esta gentuza. La sentencia será ejecutada antes de que el pueblo de
Jerusalén haya tenido tiempo de levantarse para salvar al nazareno”.
Claudia se vistió a toda prisa, sin su cuidado habitual. Hoy no estaba interesada en su
apariencia, le bastaba con estar decente para hacer acto de presencia ante los
hombres que formaban el tribunal. Cuando se miró un momento en el espejo, un
pensamiento cruzó por su mente. “¿Dónde está Pilo? Aún no se ha despertado,
¿verdad?” “No, mi señora. Continúa acostado”. “Bien. Quédate con él y procura
que no se mueva de su cuarto. Si despierta, mantenle lo más alejado que puedas
de las murallas. No quiero que vea u oiga lo que está pasando en la ciudad”. “Por
supuesto, mi señora” contestó el esclavo griego, mientras Claudia salía corriendo de
su cuarto hacia la misión más importante de su vida.
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En aquel momento, Claudia experimentó la misma sensación de amor y luz que había
conocido la noche en que Pilo había sanado. No albergaba el menor deseo de romper
el contacto visual, ni de apartarse de la ternura de ese hombre. ¿Es que no la sentían
los demás? ¿Cómo era posible que estuvieran en ese espacio cerrado y no se sintieran
afectados por el resplandor que emanaba un ser tan santo? Carraspeó para advertir a
su marido de su presencia. Pilatos alzó la vista de su silla y vio a Claudia.
“Os ruego que me excuséis” dijo el procurador, al tiempo que se levantaba para
acercarse a su esposa. Ella se alejó para que no pudieran oírlos, y experimentó una
oleada de pánico cuando vio el rostro ceniciento de su marido. El sudor resbalaba por
su frente y sus sienes, aunque no hacía calor. “No veo una salida fácil, Claudia” dijo
en voz baja. “No puedes permitirles que maten a ese hombre, Poncio. Ya sabes
quién es” Pilatos meneó la cabeza. “No, no sé quién es, y por eso me cuesta decidir
la sentencia”. “Pero sabes que es un hombre justo que ha hecho buenas obras por
todo el país. Sabes que no ha cometido ningún crimen que exija un castigo
severo”.
“¡Pues no lo hagas! ¿Por qué es tan difícil? Tienes el poder de salvarle, Poncio.
Salva al hombre que nos devolvió a nuestro hijo”. Pilatos se pasó las manos por la
cara para secar el sudor. “Es difícil porque Herodes exige su ejecución, y la exige
cuanto antes”. “Herodes es un chacal”. “Sí, pero un chacal que parte hacia Roma
esta noche y tiene el poder de destruirme ante César si no le complazco. Este
hombre puede acabar con nosotros, Claudia. ¿Vale la pena? ¿Vale la pena
arruinar nuestro futuro por un judío insurgente más? “¡No es un insurgente!”
replicó ella.
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“Es que a nosotros no nos es permitido dar muerte a nadie, procurador” saltó
Anás al instante. “Por eso hemos acudido a ti. Si no fuera un malhechor y un
hombre peligroso, nunca te habríamos molestado con este asunto”. “El
prisionero contestará a la pregunta” dijo Pilatos, sin hacer caso de Anás.
“Vine al mundo para enseñar a la gente el Camino de Dios y para dar testimonio
de la verdad”. El filósofo romano que moraba en Pilatos no pudo contenerse. “La
verdad” musitó. “Dime, nazareno, ¿qué es la verdad?” Los dos se miraron durante
un largo momento, atrapados en sus destinos entrelazados. Pilatos desvió la vista y
se volvió hacia los sacerdotes.
“Yo os diré qué es la verdad: la verdad es que yo no veo que este hombre haya
cometido delito alguno”. El anuncio de una llegada interrumpió a Pilatos. El juicio se
detuvo cuando Jairo entró en la sala y saludó a los demás sacerdotes. Pidió disculpas
a Pilatos por el retraso, alegando asuntos urgentes relacionados con la Pascua.
“Buen Jairo” Pilatos se sintió aliviado al ver al enviado que había llegado a ser su
amigo. Compartían un secreto, “he informado a tus hermanos de que no encuentro
ninguna culpabilidad en este hombre, y no puedo juzgarle”. Jairo asintió.
“Entiendo”. Caifás fulminó a Jairo con la mirada. “Sabes que este hombre es muy
peligroso” dijo. Jairo paseó la vista entre el sacerdote y Pilatos, intentando por todos
los medios no mirar al prisionero. “Pero es Pascua, hermanos. Una época de
justicia y paz entre nuestro pueblo. ¿Sabes cuál es nuestra costumbre en esta
época del año?” “preguntó a Pilatos. Éste comprendió las intenciones de Jairo y
aprovechó la oportunidad. “Sí, por supuesto. Cada año, en esta época, permito que
tu pueblo elija un prisionero para liberarlo. ¿Llevamos al prisionero ante la
multitud y le preguntamos su opinión?” “¡Excelente!” dijo Jairo.
Sabía que Caifás y Anás estaban acorralados y no podían rechazar esta generosa
oferta de Roma. También sabía que la multitud estaba plagada de partidarios de los
sumos sacerdotes y de bastantes mercenarios que habían sido pagados con
generosidad para agitar al populacho contra el nazareno en caso necesario. Jairo sólo
podía confiar en que los nazarenos y sus partidarios hubieran llegado ya con
numerosos seguidores.
Pilatos indicó a los centuriones que sacaran al prisionero a lo alto de las murallas.
Caifás y Anás se excusaron, aduciendo que no se les podía ver en presencia de
romanos aquella mañana, pero que regresarían en cuanto se hubiera tomado una
decisión respecto al prisionero. Pilatos sospechó que los sumos sacerdotes iban a
sumarse a sus seguidores, pero no podía hacer nada por impedirlo. Jairo le miró y se
excusó también. Los dos hombres intercambiaron una mirada de complicidad antes
de que cada uno se dispusiera a cumplir sus respectivas obligaciones. Pilatos se
dirigió a la muchedumbre.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Hay entre vosotros la costumbre de que os entregue a un prisionero en la
Pascua”. Su voz resonó en la mañana de Jerusalén. Easa fue conducido con rudeza al
lado de Pilatos. El procurador fulminó con la mirada a Longinos por su brutalidad
innecesaria. “¿Queréis, pues, que libere al rey de los judíos?” Se produjo una
frenética actividad entre la multitud, mientras voces alzadas competían para hacerse
oír. “¡No tenemos otro rey que César!” gritó una voz.
“Libera a Barrabás el zelote” se escuchó. Esta sugerencia fue saludada con gritos de
aprobación por parte de la muchedumbre. “Libera al nazareno” “gritaron voces
valientes, pero sin éxito. Los seguidores del templo estaban bien preparados y
corearon el nombre de Barrabás. “¡Barrabás, Barrabás, Barrabás!” Pilatos no tuvo
otra opción que liberar al prisionero solicitado por la muchedumbre. Barrabás el
zelote fue puesto en libertad para celebrar la Pascua, y Easa el Nazareno fue
sentenciado a ser flagelado.
Claudia Prócula cortó el paso a su marido cuando bajaba de las murallas. “¿Vas a
azotarle?” “¡Paz, mujer!” replicó Pilatos, al tiempo que la agarró con rudeza para
hacerla a un lado. “Le azotaré en público y ordenaré a Longinos y Pretorio que
monten un buen espectáculo. Es nuestra última oportunidad de salvarle la vida.
Tal vez eso satisfaga su ansia de sangre y dejen de chillar que le crucifique”.
Exhaló un profundo suspiro y soltó a su esposa. “Es lo único que puedo hacer,
Claudia”. “¿Y si no es suficiente?” “No hagas esa pregunta si no quieres que
conteste”. Ella asintió. Era lo que sospechaba. “Poncio, voy a pedirte una cosa más.
La familia de este hombre, su mujer y sus hijos, están en la parte posterior de la
fortaleza. Te pido que aplaces la flagelación lo suficiente para que pueda verlos.
Tal vez sea su última oportunidad de hablar con sus seres queridos. Por favor”.
Pilatos asintió con brusquedad. “La aplazaré, pero no por mucho tiempo. Ordenaré
a Pretorio que se lleve al prisionero. Es de confianza en lo tocante a tu nazareno.
Enviaré a Longinos a preparar el espectáculo público”.
Poncio Pilatos cumplió su palabra y permitió que Easa fuera conducido a los
aposentos situados en la parte posterior de la fortaleza, para reunirse unos minutos
con María y los niños. Easa abrazó a Juan y Tamar, y les dijo que debían ser muy
valientes y cuidar de su madre. Besó a ambos. “Recordad, pequeños míos, que pase
lo que pase siempre estaré con vosotros”. Cuando el tiempo estaba a punto de
expirar, abrazó a María Magdalena por última vez.
“Escúchame, palomita. Esto es muy importante. Cuando haya abandonado mi
cuerpo de carne, no debes aferrarte a mí. Debes dejarme ir con la certeza de que
siempre estaré con tu espíritu. Si cierras los ojos, me verás”. Ella intentó sonreír
entre las lágrimas, esforzándose por ser valiente. Tenía el corazón destrozado, y
estaba aturdida de dolor y terror, pero no debía mostrarlo. Su fuerza era el regalo
final que podía darle.
Pretorio entró en la habitación para llevarse a Easa. El centurión tenía los ojos azules
enrojecidos. Easa se dio cuenta y le consoló. “Haz lo que debas”. “Te arrepentirás de
haber sanado esta mano” dijo el centurión con voz estrangulada. Easa negó con la
cabeza.
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Kathleen McGowan La Esperada
“No. Preferiría saber que el hombre al que pertenece era un amigo. Has de saber
que te perdono. ¿Me concedes un momento más, por favor?” Pretorio asintió y fue
a esperar fuera.
Easa se volvió hacia los niños y posó la mano sobre su corazón. “Recordad que
estaré aquí. Siempre”. Ambos asintieron con solemnidad, Juan con sus enormes ojos
oscuros muy serios, los de la pequeña Tamar anegados en lágrimas, aunque no
acababa de comprender del todo la horrible situación. Easa se volvió hacia María.
“Prométeme que no les dejarás ver nada de lo que suceda hoy” susurró
“No querría que fueras testigo de lo que ocurrirá a continuación. Pero al final...”
Ella no le dejó terminar. Le apretó contra sí un último momento, para grabar en su
cerebro y en su cuerpo el contacto de su carne. Guardaría este postrer recuerdo hasta
el fin de sus días. “Yo estaré allí” susurró. “Pase lo que pase”. “Gracias, María mía”
dijo él, y la apartó con suavidad. Pronunció sus últimas palabras con una sonrisa,
como si fuera a estar de vuelta para cenar al final de la jornada. “No me echarás de
menos, porque no me iré. Todo será mejor que ahora, porque nunca más
volveremos a estar separados”.
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“Aquí está tu corona, si eres rey” chilló el hombre, mientras el populacho reía en
tono desdeñoso. Pretorio desencadenó a Easa, y estaba apartándole del poste,
cuando Longinos se apoderó de la corona y la clavó brutalmente en la cabeza de Easa.
La carne de su cráneo y frente se abrió, de modo que la sangre se mezcló con el sudor
y cegó sus ojos, mientras la bestial muchedumbre aullaba para demostrar su
aprobación. “¡Basta!” gruñó Pretorio a su compañero. Longinos rió, con una
carcajada áspera y amarga.
Pilatos se interpuso entre los dos al presentir el peligro. Hoy no podía permitirlo. Lo
que aquellos dos se hicieran más tarde, lejos de la vista de la plebe, era problema de
ellos, pero debía tomar el control antes de que la situación empeorara. El procurador
alzó la mano para acallar a la multitud.
“He aquí el hombre” dijo. “El hombre, digo. Pero creo que no es un rey. No le
considero culpable de nada, y ha sido flagelado según la ley romana. Nuestro
trabajo ha terminado”. “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” se repitió el cántico, una y otra
vez, como si lo hubieran ensayado. Pilatos estaba furioso por la manipulación de las
masas y la situación en que le dejaba.
Apoyó la mano sobre la cabeza de Easa y se agachó para hablar con él. “Escúchame,
nazareno” dijo en voz baja. “Ésta es tu última oportunidad de salvarte. Te
pregunto, ¿eres rey de los judíos? Porque si dices que no, no tengo motivos para
crucificarte según la ley romana. Tengo poder para dejarte en libertad”.
Pronunció esta última frase en tono perentorio. Easa miró a Pilatos durante un largo
momento. ¡Dilo, maldita sea! ¡Dilo! Fue como si Easa hubiera leído los pensamientos
de Poncio Pilatos. “No puedo facilitarte las cosas” dijo en un susurro. “Eligieron
nuestros destinos, pero tú has de elegir ahora a tu amo”. La tensión estaba
aumentando entre la muchedumbre, y los gritos resonaban en el cerebro de Poncio
Pilatos. Se escuchaban muchos gritos en favor del nazareno, pero eran ahogados por
los bramidos sedientos de sangre de los mercenarios pagados con generosidad para
cumplir su tarea. Pilatos tenía los nervios tensos como la cuerda de un arco,
mientras sopesaba sus obligaciones, sus ambiciones, su filosofía y su familia, todo lo
cual descansaba sobre las frágiles espaldas del nazareno. Un grito que sonó a su
izquierda le sobresaltó, y vio que era el enviado de Herodes, el tetrarca de Galilea.
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“¿Qué pasa?” preguntó con brusquedad Pilatos. El hombre tendió a Pilatos un
pergamino con el sello de Herodes. El procurador rompió el lacre y leyó el
manuscrito. «Soluciona de inmediato el problema del nazareno, pues parto hacia Roma
temprano y he de saber que puedo dar al césar un excelente informe sobre cómo
afrontas las amenazas contra su majestad imperial.»
Fue el golpe definitivo para Poncio Pilatos. Leyó de nuevo el pergamino y se dio
cuenta de que estaba manchado de sangre, la sangre del nazareno, que cubría las
manos de Pilatos. Llamó a un criado y pidió que le trajeran una jofaina de plata llena
de agua. Pilatos sumergió las manos en el agua, frotó las manchas y procuró no ver
que el agua se teñía de rojo con la sangre del prisionero.
“La tradición exige que se cuelgue un signo en la cruz, para anunciar al mundo el
crimen cometido por el reo. Queremos que escribas que era un blasfemo”. Pilatos
ordenó que le trajeran pergamino, cálamo y tinta para escribir el letrero. “Escribiré
el motivo de mi sentencia, no el que tú me pides. Ésa es la tradición”. Y escribió la
abreviatura INRI, y debajo el significado: Yeshua el Nazareno, Rey de los Judíos. Pilatos
miró a su criado.
La multitud se movía y crecía como un ser vivo, y engulló a María y los niños. Ella los
llevaba cogidos de la mano, mientras se abría paso en busca de Marta. A juzgar por
los rumores, Easa había sido sentenciado e iba camino del Gólgota para ser
ejecutado. Examinó los movimientos de la multitud y se hizo una idea de dónde debía
estar Easa. Se sentía cada vez más desesperada. Tenía que encontrar a Marta, tenía
que poner a salvo a los niños para poder pasar estos últimos momentos con Easa. Y
entonces la oyó. La voz de Easa resonó en su cabeza con tanta claridad como si
estuviera a su lado.
“Pedid y se os dará. Es muy sencillo. Hemos de pedir al Señor Nuestro Padre lo que
queremos, y Él proveerá por los hijos a los que ama”. María Magdalena apretó las
manos de sus hijos y cerró los ojos. “Por favor, Señor, ayúdame a encontrar a
Marta, para dejar los niños a su cuidado y estar con mi amado Easa en estos
momentos de sufrimiento”. “¡María! ¡María, estoy aquí!”
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La voz de Marta llegó a oídos de su cuñada a los pocos momentos de terminar su
plegaria. María abrió los ojos y vio que Marta avanzaba hacia ella. Se fundieron en un
abrazo emocionado. “Te he reconocido porque llevas el velo rojo” explicó Marta.
María abrazó a sus dos hijos un momento, y les aseguró que se reuniría con ellos en
Betania muy pronto. “Ve con Dios, hermana” susurró Marta. “Cuidaremos de los
niños hasta que puedas venir”. Besó a su joven cuñada, ahora una mujer y una reina
por derecho propio, y empezó a abrirse paso entre la multitud con los niños.
María estaba tan concentrada en su meta que al principio no se dio cuenta de que el
cielo estaba oscureciendo. Resbaló en una roca, se desgarró la parte inferior del velo
y la pierna con una mata de espinos. Cuando cayó, oyó el ruido estremecedor que la
atormentaría todas las noches de su vida: metal sobre metal, un martillo clavando
clavos. Se oyó un grito de agonía cuando María volvió a resbalar, pero no fue hasta
después cuando cayó en la cuenta de que el grito había surgido de sus labios.
Estaba tan cerca que ya nada podía detenerla. Cuando María se levantó, comprendió
que las rocas estaban resbaladizas debido al agua. El cielo se había ennegrecido y la
lluvia caía como lágrimas divinas sobre la tierra agostada y condenada, donde el Hijo
de Dios había sido clavado a una cruz de madera.
María Magdalena llegó al pie de la cruz unos momentos después, y se unió a la vigilia
de su suegra y las demás Marías. Había otros dos hombres sufriendo en la colina del
Gólgota, uno a cada lado de Easa. María no los miró. Sólo tenía ojos para Easa. Estaba
decidida a no mirar sus heridas. Se concentró en su cara, que parecía serena y calma,
con los ojos cerrados. Las mujeres estaban muy juntas, sosteniéndose mutuamente,
rezando a Dios para que liberara a Easa de sus sufrimientos. María miró a su
alrededor y se dio cuenta de que no conocía a nadie entre la multitud que tenían
detrás, y de que no había visto a ninguno de los discípulos en todo el día.
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Kathleen McGowan La Esperada
Los romanos mantenían a la multitud alejada del lugar de la ejecución. Vio a Pretorio
al mando. Rezó en silencio para darle gracias. Sin duda era el responsable de haber
permitido a la familia estar al pie de la cruz. Se quedaron petrificadas cuando oyeron
que Easa intentaba hablar. Era difícil, pues la presión del peso del cuerpo sobre el
diafragma casi imposibilitaba que respirara y hablara a la vez.
“Madre...” susurró. “He aquí a tu hijo”. Las mujeres se acercaron más a la cruz para
escuchar sus palabras. Manaba sangre de su cuerpo destrozado, y se mezclaba con las
gotas de lluvia que caían sobre las caras de las mujeres. “Amada mía” dijo a
Magdalena. “He aquí a tu madre”. Easa cerró los ojos y dijo en voz baja, pero con
toda claridad: “Todo ha terminado”. Inclinó la cabeza y se quedó inmóvil.
El acaudalado tío de Easa, José, el mercader de estaño, había llegado con Jairo a la
fortaleza Antonia, donde se reunió con Claudia Prócula. Era ella quien había obtenido
permiso para que se llevaran el cuerpo de inmediato con el fin de darle sepultura.
Cuando José llegó a la cruz, consoló a María la Mayor mientras bajaban a su hijo del
instrumento de su ejecución.
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La madre de Easa extendió los brazos cuando los soldados recogieron el cuerpo.
“Me gustaría abrazar a mi hijo por última vez” dijo. Pretorio tomó el cadáver de
Easa y lo depositó con delicadeza sobre el regazo de María la Mayor. Fue entonces
cuando se permitió llorar sin disimulos por la pérdida de su hermoso hijo. María
Magdalena se arrodilló a su lado, y María la Mayor abrazó a los dos, con un brazo
alrededor de su nuera y el otro acunando la cabeza de Easa. Permanecieron juntas en
esa postura de duelo durante mucho rato.
Magdalena se encargó de las tareas reservadas a las viudas en el rito funerario. Besó
a Easa en la frente y se despidió de él, mientras sus lágrimas se mezclaban con los
aceites de mirra. Mientras lo hacía, estuvo segura de oír su voz, débil pero segura,
que llegaba desde el sepulcro. “Siempre estaré contigo”.
El sábado por la tarde, cierto número de apóstoles se reunieron en casa de José para
encontrarse con María Magdalena y las otras Marías. Contaron su versión de los
acontecimientos del día anterior, mientras lloraban y se consolaban juntos. Era un
momento de desesperación, pero también de unión. Aún no había llegado la hora de
pensar en el futuro del movimiento, pero el espíritu de unidad era un bálsamo que
curaba sus heridas psíquicas.
Pero María Magdalena estaba preocupada. Nadie sabía nada de Judas Iscariote desde
la detención de Easa. Jairo fue a casa de José y pidió hablar con él. Explicó que Judas
se hallaba en un terrible estado después de la detención. La noche anterior había
gritado a Jairo: «¿Por qué me eligió para este acto? ¿Por qué fui yo el elegido para
perpetrar este crimen contra nuestro pueblo?»
Mientras María explicaba al círculo íntimo de discípulos que Easa había ordenado a
Judas entregarle a las autoridades, los de fuera ignoraban la verdad, que además les
estaba vedada. Por consiguiente, el nombre de Judas se convirtió en sinónimo de
traidor en todo Jerusalén, y la noticia se esparció a toda prisa. La reputación que el
discípulo se ganó fue otra de una larga serie de injusticias que sucedieron en este
sendero del destino y la profecía. María rezó para poder limpiar algún día el nombre
de Judas. Pero no sabía cómo hacerlo.
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Él no supo nunca si María sería capaz de devolver el honor a su nombre.
Descubrieron después que ya era demasiado tarde, que otra tragedia había acaecido
en aquella tarde negra. Incapaz de aceptar que su nombre quedara unido para
siempre a la muerte de su Señor y Maestro, Judas Iscariote se suicidó el Día de la
Oscuridad. Le encontraron colgando de un árbol ante las murallas de Jerusalén.
Entonces lo supo. Sintió aquel destello de profecía que combina la certeza con la
visión. Easa. Tenía que ir a la tumba. Algo estaba ocurriendo en su tumba. María
vaciló un momento. ¿Debía despertar a José o a alguno de los otros para que la
acompañaran? ¿Pedro, tal vez? ¡No! Has de venir tú sola.
Corrió hacia la entrada abierta, con el corazón encogido de miedo. Agachó la cabeza
para entrar en la tumba y vio que Easa había desaparecido. Había luz en el sepulcro,
un extraño resplandor que iluminaba la cámara. María vio que el sudario descansaba
sobre la lápida. Se veía en la tela el contorno del cuerpo de Easa, pero era la única
prueba de que había estado allí.
¿Cómo había sucedido? ¿Los sacerdotes odiaban tanto a Easa que habían robado su
cadáver? No debía ser ése el caso. ¿Quién habría hecho algo semejante? María salió
de la tumba en busca de aire. Se derrumbó en el suelo, llorando por lo que
consideraba otra indignidad infligida a Easa. Mientras lloraba, el sol inició su travesía
de luz a través del cielo. Los primeros rayos de sol bailaron sobre su rostro, y
entonces oyó una voz masculina detrás de ella.
“Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” María no alzó la vista enseguida. Pensó
que tal vez un jardinero había ido de buena mañana para cuidar de las flores y la
hierba que rodeaban las tumbas. Después se preguntó si habría sido testigo de algo, y
si podría prestarle su ayuda. Habló entre lágrimas mientras levantaba la cabeza.
“Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Si sabes dónde
está, te ruego que me lo digas”.
“María” fue la sencilla respuesta, procedente de una voz inconfundible. Se quedó
petrificada, temerosa por un momento de volverse, insegura de lo que vería detrás de
ella. “Estoy aquí, María” habló de nuevo la voz. María Magdalena se volvió, mientras
los primeros rayos del sol de la mañana iluminaban la hermosa figura que tenía
delante.
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Kathleen McGowan La Esperada
Era Easa, vestido con una inmaculada túnica blanca y curado de sus heridas. Le
sonrió, su hermosa sonrisa tierna y cálida. Cuando avanzó hacia él, Easa levantó una
mano. “No te aferres a mí, María” dijo con afecto. “Mi tiempo en la Tierra ha
terminado, pero aún no he subido al Padre. Antes debía darte esta señal: ve con
nuestros hermanos y diles que ahora subo a mi Padre, que también es el tuyo y el
de ellos”.
María asintió, henchida de asombro, sintiendo la luz pura y cálida de la bondad que la
rodeaba.
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“¿Sabes qué es lo más difícil de todo esto?” Peter habló apenas en un susurro.
Maureen negó con la cabeza. Para ella, las circunstancias no podían ser más
jubilosas, pero sabía que gran parte de aquello en lo que Peter más creía, incluso
aquello para lo que vivía, se había visto cuestionado por lo que había leído en los
Evangelios de María. No obstante, sus palabras confirmaban la premisa más
sagrada de la cristiandad, la resurrección.
“No ¿Qué?” Peter la miró, con los ojos enrojecidos e inyectados en sangre, e
intentó explicar sus pensamientos. “¿Qué pasaría si... si durante estos dos mil
años hemos estado negando a Jesucristo su deseo final? ¿Y si el Evangelio de Juan
nos lo hubiera intentado decir desde el primer momento, cuando Jesús se aparece
a María Magdalena, decirnos que ella es la sucesora elegida? ¿No sería irónico
que, en su nombre, le hayamos negado a Magdalena un lugar, no sólo como
apóstol, sino como líder de los apóstoles?”
Hizo una pausa, mientras intentaba repasar los retos lanzados a su mente tanto
como a su alma. “No te aferres a mí. Eso es lo que le dice. ¿Sabes lo importante
que es?” Maureen negó con la cabeza y esperó la explicación. “Los evangelios no
están traducidos así. Ponen «no me toques». Se podría argumentar que la palabra
griega del original podría haber sido «aferrarse» en lugar de «tocar», pero nadie lo
ve así. ¿Comprendes la diferencia?” Toda la idea era una revelación para Peter,
como erudito y como lingüista. “¿Te das cuenta de que la traducción de una sola
palabra lo cambia todo? En estos evangelios, la palabra definitiva es aferrarse, y
la utiliza dos veces cuando cita a Jesús”. Maureen estaba intentando comprender
la reacción de Peter a esa única palabra.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Existe una gran diferencia entre «no te aferres a mí» y «no me toques». “Sí”
afirmó Peter. “Esa traducción de «no me toques» ha sido utilizada contra María
Magdalena, para demostrar que Cristo la estaba repudiando. Pero en realidad le
dice que no se aferre a él cuando se haya ido, porque quiere que ella siga adelante
sola”. Exhaló un suspiro de agotamiento. “Es enorme, Maureen. Enorme”.
“En una ocasión” contestó, “me dijeron que el Vaticano había declarado que la
Virgen sólo podía representarse en blanco y azul, como una forma de disminuir su
poder, de ocultar su importancia original como líder nazarena, que iba vestida de
rojo, como hemos visto. La verdad, siempre pensé que eran tonterías. A mí me
parecía evidente que la Virgen se representaba de azul y blanco como señal de su
pureza”.
»Pero ahora” dijo Peter, al tiempo que se levantaba con movimientos cansados
“ya nada me parece evidente”.
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Eli se devanaba los sesos intentando pensar como Derek. Su hijo siempre había
sido un poco alocado, pero conocía la importancia del asunto. Sólo tenía que
ceñirse al plan, mantenerse cerca del Maestro de Justicia y averiguar todo cuanto
pudiera sobre sus movimientos y motivaciones. Una vez recibieran un informe
completo, los norteamericanos podrían empezar a planificar el golpe para
arrebatar la estructura de poder de la Cofradía al contingente europeo.
La respuesta llegó aquella tarde, cuando Eli Wainwright oyó que un chillido de su
esposa truncaba la tranquilidad del hogar. Saltó de su silla y corrió hacia el
vestíbulo de entrada, donde la encontró caída en el suelo. “Susan, por el amor de
Dios. ¿Qué ha pasado?”
El anillo estaba sujeto a lo que quedaba del dedo índice amputado de la mano
derecha de Derek Wainwright.
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Kathleen McGowan La Esperada
Se acostó de nuevo e intentó dormir, pero de nuevo la perturbó el ruido del motor
de un coche en las proximidades del castillo. El reloj indicaba que eran casi las
tres de la mañana. ¿Quién podía ser? Maureen se levantó de la cama y se acercó a
la ventana que daba a la parte delantera de la casa. Se frotó los ojos para estar
segura de que veía bien.
El automóvil que pasó ante su ventana y salió por la puerta principal del castillo
era su propio coche de alquiler, y al volante iba su primo Peter. Maureen salió a
toda prisa del cuarto y fue a la habitación de Peter. Cuando encendió la luz,
comprobó que estaba vacía. Su bolsa de viaje negra había desaparecido, así como
sus gafas, la Biblia y el rosario, objetos que guardaba al lado de la cama.
Maureen miro alrededor por si le había dejado alguna nota, pero no encontró
nada. El padre Peter Healy se había marchado.
¿Cuál había sido el motivo de que se marchara en plena noche, y adonde había
ido? Era impropio de él. Nunca la había abandonado, nunca le había fallado.
Maureen sintió un principio de pánico. Si perdía a Peter, no tendría a nadie. Era
su única familia, la única persona en la tierra en la que confiaba.
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Kathleen McGowan La Esperada
“¿Reenie?” Maureen pegó un bote cuando oyó una voz a su espalda. Tammy
había aparecido en su puerta, y se frotaba los ojos para combatir el sueño. “Lo
siento. Oí el coche, y después movimientos por aquí arriba. Supongo que todos
estamos un poco nerviosos. ¿Dónde está el padre?”
“No lo sé”. Maureen intentó controlar sus nervios. Peter se marchó en el coche. No
sé ni por qué ni a dónde. ¡Maldita sea! ¿Qué significa?” “¿Por qué no le llamas al
móvil, a ver qué te dice?” “Peter no tiene móvil”. Tammy miró a Maureen,
perpleja. “Claro que sí. Yo le he visto llamar”. Ahora fue Maureen quien se
mostró estupefacta. “Peter los detesta. La tecnología no le interesa, y considera
los móviles particularmente desagradables. No llevaría uno encima aunque se lo
pidiera de rodillas”.
“Maureen, le he visto llamar por el móvil un par de veces. Ahora que lo pienso,
ambas llamadas las hizo desde el coche. Siento decirlo, pero creo que algo huele a
podrido en Arques”. Maureen pensó que iba a vomitar. Vio en el rostro de Tammy
que ambas habían pensado lo mismo al mismo tiempo. “Vamos” dijo Maureen, y
se puso a correr por el pasillo en dirección al estudio de Sinclair. Tammy la siguió
a toda prisa.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen miró al enorme occitano, inclinado sobre ella con cara de preocupación.
Más tarde, cuando se permitió el lujo de recordar aquel momento con todo
detalle, pensó que se trataba de un hombre extraordinario. Habían robado el
tesoro más valioso de su pueblo, pero su principal preocupación era el dolor de
Maureen.
Roland, más que nadie a quien hubiera conocido, le había enseñado mucho sobre
la verdadera espiritualidad. Llegaría a comprender por qué llamaban a esta gente
les bonnes hommes69. “Ah. Veo que el padre Healy ya ha elegido a su amo” comentó
con calma Sinclair. “Me lo imaginaba. Lo siento, Maureen”.
Ella estaba confusa. “¿Esperaba que sucediera esto?” Sinclair asintió. “Sí, querida.
Supongo que ha llegado el momento de revelarlo todo. Sabíamos que su primo
estaba trabajando para alguien, pero no estábamos seguros de para quién”.
“¿Alguien puede hacer el favor de contarme lo que está pasando?” Era Tammy, y
Maureen se dio cuenta de que también ella estaba desconcertada. Roland se sentó
con calma a su lado, mientras Tammy le dirigía una mirada acusadora. “Veo que
me habéis ocultado muchas cosas” dijo al hombretón.
Recorrieron los sinuosos corredores y entraron en un ala del castillo que Maureen
no había visto todavía. “Debo pedirle un poco de paciencia, mademoiselle
Paschal” dijo Roland sin volverse. “He de explicarle algunas cosas antes de
contestar a sus preguntas más apremiantes”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“De acuerdo” dijo ella, y se sintió un poco patética mientras seguía a Roland y
Tammy, sin saber qué decir. Pensó en el día que había conocido a su amiga, en el
puerto deportivo del sur de California. Qué ingenua había sido. Experimentó la
sensación de que había sucedido dos vidas atrás. Tammy la había comparado con
Alicia en el País de las Maravillas. Una comparación muy acertada, pues Maureen
tenía la sensación ahora de estar atravesando el espejo. Todo lo que creía saber
sobre su vida se había trastocado por completo.
Roland abrió las enormes puertas dobles con una llave que llevaba colgada del
cuello. Se oyó un pitido cuando entraron en la habitación, y tecleó un código para
desactivar la alarma. La luz reveló una estancia enorme y recargada, una hermosa
sala de reuniones digna de reyes. Su magnificencia recordaba los salones del
trono de Versalles y Fontainebleau. En el centro, había un estrado con dos sillones
dorados y tallados, decorados con manzanas azules.
Las guió hasta un retrato de María Magdalena que colgaba detrás de los sillones.
Se parecía al cuadro de la Magdalena pintado por Georges de la Tour, que
Maureen había visto en Los Ángeles, con una diferencia importante. “¿Se acuerda
de la noche en que Bérenger le dijo que uno de los cuadros más importantes de De
la Tour había desaparecido? Está aquí” dijo. “De la Tour era miembro de nuestra
sociedad, y nos legó este cuadro. Se titula ‘Magdalena penitente con el crucifijo”.
Maureen miró el retrato con asombro y admiración. Como todas las creaciones del
artista francés, era una obra maestra de luces y sombras. Pero en este cuadro
María Magdalena estaba plasmada de una forma diferente a todas las que
Maureen había visto. Esta versión la representaba con la mano izquierda apoyada
sobre la calavera (ahora sabía que era la calavera de Juan el Bautista), y en la
mano derecha sostenía un crucifijo y miraba la cara de Cristo.
“Tamara le contará la historia de este cuadro” dijo Roland, al tiempo que sonreía
a la mujer. “Es del artista francés David Teniers el Joven” explicó Tammy. “Se
titula ‘San Antonio Eremita y San Pablo en el desierto’.
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Kathleen McGowan La Esperada
No es el mismo San Pablo del Nuevo Testamento, sino otro santo de la región que
también era ermitaño. Bérenger Saunière, el sacerdote tristemente célebre de
Rennes-le-Château, adquirió este cuadro para la Sociedad. Sí, era uno de los
nuestros”.
Maureen sonrió. “Una pastora y sus ovejas”. “Por supuesto. San Antonio y San
Pablo están discutiendo, pero la pastora se cierne sobre ellos para recordar que la
Esperada descubrirá algún día los evangelios perdidos de María Magdalena, y
acabará con todas las controversias cuando revele la verdad”.
Bérenger Sinclair entró en la sala con sigilo. “Quería enseñarle estas cosas,
mademoiselle Paschal” dijo Roland, “para que sepa que mi pueblo no guarda
ningún resentimiento hacia los seguidores de Juan, como tampoco lo hizo en el
pasado. Todos somos hermanos y hermanas, hijos de María Magdalena, y lo
único que deseamos es poder vivir en paz todos juntos”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Sinclair se sumó a la conversación. “Por desgracia, algunos de estos seguidores
son unos fanáticos, y siempre lo han sido. Constituyen una minoría, pero ésta es
muy peligrosa. Sucede igual en cualquier parte del mundo, cuando un grupo de
fanáticos eclipsa a una mayoría pacífica que cree en lo mismo. Pero la amenaza
de esta gente sigue siendo muy real, como Roland te explicará”.
“Hace muchos siglos que mi familia vive en esta zona, mademoiselle Paschal”
dijo Roland. “De mí, sólo sabe que me llamo Roland, pero mi apellido es Gélis”.
“¿Gélis?” Maureen creyó recordar el nombre. Miró a Sinclair. “La carta de mi
padre estaba dirigida a un hombre apellidado Gélis” recordó. Roland asintió.
“Sí, estaba dirigida a mi abuelo, cuando era Gran Maestre de la Sociedad”. Todo
empezaba a encajar. Maureen paseó la vista entre Roland y Sinclair. El escocés
respondió a su pregunta no verbalizada. “Sí, querida mía, Roland Gélis es
nuestro Gran Maestre, aunque su humildad le impide confesártelo. Es el líder
oficial de nuestro pueblo, al igual que su padre y su abuelo antes de él. No me
sirve a mí, ni yo le sirvo a él. Servimos juntos como hermanos, tal como prescribe
la ley del Camino”.
Maureen miró al hombre en busca de una respuesta. “¿Por qué tanta violencia
contra su familia?” “Porque sabíamos demasiado. Mi tío tatarabuelo conservaba
un documento titulado El libro de la Esperada, donde la Sociedad había recogido
las revelaciones de todas las pastoras durante más de mil años. Era nuestra
herramienta más valiosa para intentar encontrar el tesoro de nuestra Magdalena.
La Cofradía de los Justos le asesinó por ello. Mataron también a mi padre por
motivos similares. Entonces no lo sabía, pero Jean-Claude era su informador. Me
enviaron la cabeza y el dedo índice derecho de mi padre dentro de una cesta”.
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Kathleen McGowan La Esperada
“Tienen un nuevo líder, muy radical. Es el hombre que asesinó a mi padre”. “Hoy
he hablado con las autoridades” añadió Sinclair, “gente, digamos, afecta a
nuestras creencias. Aún no te lo habíamos dicho, Maureen, pero ¿recuerdas que
conociste a Derek Wainwright, el norteamericano?” “El que iba disfrazado de
Thomas Jefferson” explicó Tammy, “mi viejo amigo”. Sacudió la cabeza al
recordar los años de engaños de Derek, y al pensar en la probabilidad de que su
vida hubiera acabado trágicamente.
»Las autoridades creen que, debido a las circunstancias desagradables que rodean
la desaparición del norteamericano, y casi con toda seguridad su asesinato, la
Cofradía de los Justos tendrá que hacerse invisible durante un tiempo. Jean-
Claude se esconde en París, y sospechamos que su líder, el inglés, ha regresado a
Inglaterra, al menos temporalmente. No creo que representen una amenaza para
nosotros en un futuro inmediato. Eso espero, al menos”.
Maureen miró a Tammy de repente. “Tu turno” dijo. “Aún no me lo has contado
todo. He tardado bastante en deducirlo, pero ahora me gustaría saber el resto.
También me gustaría saber qué hay entre vosotros dos” dijo al tiempo que
señalaba a Roland y Tammy, separados por apenas unos centímetros.
Tammy lanzó una de sus carcajadas roncas. “Bien, ya sabes que aquí nos gusta
esconder las cosas a plena vista” dijo. “¿Cómo me llamo?” Maureen frunció el
ceño. ¿Qué había pasado por alto? “Tammy”. Entonces comprendió. “Tamara.
¡Tamara! Dios mío, qué imbécil soy”. “No” dijo Tammy, sin dejar de reír. “Recibí
el nombre de la hija de María Magdalena. Y tengo una hermana que se llama
Sara”. “Pero me dijiste que habías nacido en Hollywood. ¿También era mentira?”
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Kathleen McGowan La Esperada
“Ahora debo conseguir que se venga a vivir a Francia, para pedirle que se
convierta en una parte de mi vida aún más importante”. Roland rodeó con el
brazo a Tammy, que se acurrucó contra él. “Me lo estoy pensando” dijo con
coquetería.
Dos criados que entraron en la sala con bandejas con café los interrumpieron.
Había una mesa de reuniones al fondo, y Roland indicó que le siguieran. Los
cuatro tomaron asiento, mientras Tammy servía a cada uno un café fuerte y
oscuro. Roland miró a Sinclair y le invitó a continuar con un cabeceo.
“No sabemos con seguridad para quién espía, por eso permitimos que se llevara
los manuscritos, y por eso no estamos demasiado preocupados por ellos. Todavía.
Hay un dispositivo de localización en el coche de alquiler. Sabemos con toda
exactitud dónde está y adónde va”. “¿A Roma?” preguntó Tammy. “Creemos que
a París” contestó Roland. “Maureen” Sinclair apoyó una mano sobre su brazo,
“siento decirte esto, pero tu primo ha estado informando a funcionarios
eclesiásticos de tus movimientos desde que llegaste a Francia, y probablemente
desde hace mucho más tiempo”. Maureen se tambaleó de manera visible. Fue
como si le hubieran pegado una bofetada en la cara.
“Es imposible. Peter no me haría eso”. “En el curso de esta semana, durante la
cual le vimos trabajar y tuvimos la oportunidad de llegar a conocerle, se nos fue
haciendo cada vez más difícil aceptar la idea de que tu encantador y erudito
primo era un espía. Al principio, pensamos que sólo estaba intentando protegerte
de nosotros, pero creo que su compromiso con la gente que le emplea es
demasiado profundo para romper sus vínculos, incluso después de leer la verdad
en los manuscritos”. “No has contestado a mi pregunta. ¿Crees que está
trabajando para el Vaticano? ¿Para los jesuitas? ¿Para quién?”
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Kathleen McGowan La Esperada
Sinclair se reclinó en su silla. “Todavía no lo sé, pero puedo decirte lo siguiente:
tenemos gente en Roma que lo está investigando. Te sorprenderías si supieras
hasta qué niveles llegan nuestras influencias. Estoy seguro de que tendremos
todas las respuestas mañana por la noche, pasado mañana a lo sumo. Hemos de
ser pacientes”.
Maureen tomó otro sorbo de café, con la vista clavada en el retrato de la María
Magdalena penitente. Pasarían casi veinticuatro horas antes de que obtuviera
todas las respuestas.
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Kathleen McGowan La Esperada
París
3 de julio de 2005
No obstante, las energías emocionales exigidas para tomar esta decisión habían
sido enormes, y se sentía como si le hubieran sorbido la vida. Peter llevaba su
precioso cargamento en la bolsa de cuero negra. Cruzó el río camino de la
enormidad gótica de Notre-Dame, donde le recibió en una entrada lateral el padre
Marcel. El sacerdote francés le guió a través de la parte posterior de la catedral,
hasta llegar a una puerta disimulada en el coro.
“Su Ilustrísima” dijo sin aliento. “Perdone, no me esperaba esto”. “Sí, tengo
entendido que se había citado con el obispo Magnus. No va a venir. Creo que ya
ha hecho bastante”. El italiano extendió las manos hacia la bolsa con semblante
inexpresivo. “Supongo que lleva los pergaminos ahí, ¿no?”
Peter asintió. “Estupendo. Bien, hijo mío” dijo el cardenal, al tiempo que se
apoderaba de la bolsa, “vamos a hablar de los acontecimientos de estas últimas
semanas”.
“¿O tal vez deberíamos hablar de los acontecimientos de estos últimos años?
Dejaré que decida por dónde empezar”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Aquella noche, cenaron los tres en silencio, Maureen, Tammy y Sinclair. Roland
había salido, pero no tardaría en regresar, según dijeron Sinclair y Tammy. Había
ido a recoger a un invitado al aeropuerto privado de Carcasona, explicó Tammy.
En cuanto llegara el misterioso invitado, tendrían más información. Maureen
asintió. Hacía tiempo que había aprendido a no impacientarse. Los secretos se
irían revelando a su debido tiempo. Era algo típico de la cultura de Arques. No
obstante, reparó en que Sinclair parecía más tenso de lo habitual.
Poco después de pedir que les sirvieran café en el estudio, entró un criado y habló
con Sinclair en francés. “Bien. Nuestro invitado ha llegado” explicó a Tammy y
Maureen. Roland franqueó la puerta con un hombre de aspecto igualmente
imponente. Iba vestido con ropas oscuras, informal pero elegante.
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Kathleen McGowan La Esperada
Tenía el aire de un aristócrata que se sentía muy cómodo con su poder e
influencia. Tomó el control de la energía de la habitación en cuanto entró.
Éste asintió. “Perdón, ¿ha dicho cardenal?” preguntó Maureen. “No dejes que la
ropa te engañe” advirtió Sinclair. “El cardenal DeCaro es un dignatario de enorme
influencia en el Vaticano. Tal vez su nombre completo te diga algo: Francesco
Borgia DeCaro”. “¿Borgia?” exclamó Tammy.
Maureen abrió la primera carpeta, y la dejó caer sobre la mesa cuando sus manos
empezaron a temblar. El cardenal DeCaro contó la historia, mientras ella
examinaba poco a poco las horrendas fotos de las heridas de su padre. “Mostraba
estigmas. ¿Sabe lo que quiere decir eso? Manifestaba las heridas de Cristo en su
cuerpo. Aparecen en las muñecas, los pies, además de un quinto punto debajo de
las costillas, donde el centurión Longinos hundió una lanza en el cuerpo de
nuestro Señor”.
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen miraba las fotos, aturdida. Veinticinco años de especulaciones sobre la
supuesta «enfermedad» de su padre habían deformado su opinión sobre él. Ahora
todas las piezas empezaban a encajar: el miedo y la hostilidad de su madre, su
propia ira hacia la Iglesia. Esto explicaba la carta que su padre había dirigido a la
familia Gélis, y que se hallaba en los archivos del castillo. Había escrito a Gélis
debido a los estigmas, y porque quería proteger a su hija del mismo sino
aterrador. Maureen miró al cardenal con los ojos anegados en lágrimas.
Maureen alzó la vista y prestó toda su atención. Sintió escalofríos que recorrieron
todo su cuerpo cuando el cardenal continuó. “Su primo es un buen hombre,
signorina. Creo que no le juzgará mal por lo que ha hecho cuando le cuente lo
siguiente. Pero antes hemos de volver a su infancia. Cuando su padre manifestó
los estigmas, el sacerdote que acudió en su ayuda pertenecía a una organización
clandestina dentro del seno de la Iglesia. Somos como todo el mundo: humanos. Y
si bien la mayoría seguimos el sendero de la bondad, algunos quieren proteger
determinadas creencias a cualquier precio”.
»El caso de su padre hubiera tenido que ser llevado a Roma sin más, pero no fue
así. Le habríamos ayudado, trabajado con él para descubrir el origen, analizado
el significado sagrado de sus heridas. Pero estos hombres decidieron que era
peligroso. Como ya he dicho, era una organización clandestina en el seno de la
Iglesia, con propósitos determinados, pero su influencia llegaba a los círculos
más elevados, cosa que he descubierto en fecha reciente”.
El cardenal continuó explicando la inmensa red que emana del Vaticano, las
decenas de miles de hombres que trabajan en todo el mundo para preservar la fe.
Con un número tan enorme diseminado por la faz de la tierra, era imposible
dilucidar los motivos personales de los individuos, e incluso de grupos de
individuos. Una organización secreta extremista había florecido después del
Concilio Vaticano II, un grupo de sacerdotes que se oponían con vehemencia a las
reformas de la Iglesia.
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Kathleen McGowan La Esperada
El clérigo irlandés había explicado el caso a su organización secreta, en lugar de
utilizar los canales oficiales de la Iglesia. Después de que Edouard Paschal se
quitara la vida, arrastrado por la confusión y la desesperación que le producían
los estigmas, la organización clandestina siguió espiando a su mujer y a su hija.
La pequeña Maureen Paschal tenía visiones como las de su padre desde que
andaba a gatas. O'Connor convenció a su madre, Bernadette, de que debía alejar
a la pequeña de la familia Paschal. Fue entonces cuando la madre de Maureen se
trasladó a Irlanda y recuperó su apellido de soltera, Healy. Intentó cambiar el
apellido de su hija, pero Maureen, que aún no había cumplido los ocho años, ya
era muy testaruda. La niña se negó, insistió en que su apellido era Paschal y que
no lo cambiaría por nada del mundo.
Maureen iba asimilando poco a poco la información, sin saber muy bien cómo
debía sentirse. Por una parte, la tranquilizaba que Peter, el único aliado verdadero
que había tenido en toda su vida, no la hubiera traicionado, pero por otra aún
quedaba mucho por averiguar. “¿Cómo descubrieron todo esto?” preguntó.
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Kathleen McGowan La Esperada
“La ambición de O'Connor pudo más que él. Confiaba en utilizar el
descubrimiento del Evangelio de María para ascender en la jerarquía eclesiástica.
Además, así tendría más poder y acceso a información reservada, que trasladaría
a su organización”. El cardenal DeCaro esbozó una sonrisa de satisfacción. “Pero
no se preocupe. Estamos trabajando para cambiar de destino a O'Connor y a sus
correligionarios, ahora que los hemos identificado a todos. Nuestra red de
inteligencia no tiene rival”.
“Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Estoy seguro de que comprenderá que se
trata del descubrimiento más importante de nuestro tiempo, si no el más
importante de la historia de la Iglesia. Es un asunto que tendrá que discutirse al
más alto nivel, una vez hayan sido autentificados los pergaminos”. “¿Peter le
explicó su contenido?” El cardenal asintió.
“Sí, leí algunas de sus notas. Signorina Paschal, esto puede que la sorprenda, pero
en el Vaticano no estamos sentados en tronos de plata ni planeamos
conspiraciones cada día”. Maureen lanzó una carcajada.
“¿La Iglesia intentará detenerme si escribo sobre mis experiencias, más aún, si
escribo sobre los manuscritos?” preguntó muy seria. “Goza de plena libertad
para hacer lo que quiera, y para ir adonde su corazón y su conciencia la guíen. Si
Dios la está utilizando para revelar las palabras de María, nadie la apartará de
esta sagrada tarea. La Iglesia no se dedica a suprimir información, como muchos
creen. Puede que eso fuera cierto en la Edad Media, pero hoy no. La Iglesia está
interesada en la supervivencia y la propagación de la fe, y yo creo que el
descubrimiento del Evangelio de María Magdalena nos proporcionará una nueva
oportunidad de atraer a los jóvenes a nuestro redil. Pero yo sólo soy un hombre”
añadió al tiempo que levantaba una mano. “No puedo hablar por los demás, no
puedo hablar en nombre del Santo Padre. El tiempo lo dirá”.
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Kathleen McGowan La Esperada
»Me gustaría escuchar de sus labios todo el viaje que la ha traído hasta aquí. Ah,
y puede localizar a su primo en este número hasta que le hayamos adjudicado
uno. Trabaja directamente bajo mis órdenes”.
Maureen le contó todo cuanto había hablado con el cardenal, mientras Sinclair
escuchaba con interés y atención. “¿Qué harás ahora?” preguntó cuando terminó.
“¿Crees que empezarás a escribir un libro sobre esta experiencia? ¿Cómo piensas
revelar al mundo las palabras del Evangelio de María?” Ella caminó alrededor de
la fuente de la Magdalena, y pasó el dedo sobre el mármol frío y suave mientras
meditaba la respuesta. “Aún no lo he decidido”. Miró la estatua. “Espero que ella
me guiará. En cualquier caso, confío en hacerle justicia”.
Sinclair sonrió. “Estoy seguro de ello. No me cabe la menor duda. Ella te eligió por
algún motivo”. Maureen le devolvió la expresión de afecto. “También te eligió a
ti”. “Creo que todos fuimos elegidos para interpretar un papel a nuestro modo.
Tú, yo, Roland y Tammy. Y el Padre Healy, por supuesto”. “¿No desprecias a
Peter por lo que hizo?” La respuesta de Sinclair fue categórica. “No. No, en
absoluto. Aunque Peter cometiera una equivocación, lo hizo por una buena causa.
Además, ¿qué clase de hipócrita sería yo si sintiera odio hacia un hombre de Dios
después de descubrir este tesoro? El mensaje de María Magdalena es de
compasión y perdón. Si todo el mundo pudiera abrazar esas dos cualidades, sería
mucho más agradable vivir en este planeta, ¿no crees?”
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Kathleen McGowan La Esperada
“Por introducirme en un mundo en el que la mayoría de la gente ni siquiera ha
soñado jamás. Por enseñarme cuál es mi lugar. Por ayudarme a no sentirme
sola”. “Nunca volverás a estar sola”. Sinclair tomó la mano de Maureen y los dos
se adentraron en los jardines perfumados por el aroma de las rosas. “Pero deja de
llamarme Lord Sinclair”. Maureen sonrió y le llamó Berry por primera vez, justo
antes de que él la besara.
Maureen abrió la caja, ansiosa por ver lo que su primo le había enviado. Aunque
ya no estaba enfadada con él por lo que había hecho, Peter aún lo ignoraba.
Tendrían que recorrer un vacilante período de disculpas y abismarse en
profundas discusiones sobre su historia común, pero Maureen no dudaba de que
superarían el trance.
Querida Maureen:
Hasta que te lo pueda explicar todo en persona, te confío esto. Al fin y al cabo, eres su
legítima propietaria, mucho más que la gente a la que me he visto obligado a entregar los
originales.
Haz el favor de transmitir mis disculpas, así como mi agradecimiento, a los demás. Espero
hacerlo en persona lo antes posible.
Peter
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Kathleen McGowan La Esperada
... Fue muchos años después cuando tuve la oportunidad de dar las gracias en persona a Claudia Prócula por
los peligros que había arrostrado al ayudar a Easa. La tragedia de Poncio Pilatos tras su decisión de elegir a
Roma como amo fue que no salvó su carrera ni sirvió a sus ambiciones. Herodes partió hacia Roma al día
siguiente de la pasión de Easa, pero no habló bien de Pilatos al emperador. El tetrarca, haciendo honor a su
nombre, albergaba otros propósitos, un primo al que deseaba ver en el puesto del procurador. Vertió veneno
en los oídos de Tiberio, y Pilatos fue convocado a Roma para ser juzgado por sus fechorías cuando era
gobernador de Judea.
Las propias palabras de Poncio Pilatos fueron utilizadas contra él en el juicio. Había enviado una carta a
Tiberio informándole de los milagros de Easa, y de los acontecimientos del Día de la Oscuridad. Los romanos
utilizaron estas palabras en su contra, no sólo para desposeerle de su título y de su posición, sino para
exiliarle y confiscar sus tierras. Si Pilatos hubiera perdonado a Easa y desafiado a Herodes y a los sacerdotes,
su sino no habría sido diferente.
Claudia Prócula permaneció leal a su marido durante las épocas más terribles. Me dijo que su hijo Pilo había
muerto a las pocas semanas de la ejecución de Easa. No había explicación, simplemente se consumió ante sus
propios ojos. Claudia me confesó que, al principio, había necesitado de todas sus fuerzas para no culpar a su
marido de la muerte del niño, pero sabía que Easa no aprobaría eso. Le bastaba con cerrar los ojos para ver su
rostro la noche que había sanado a su hijo. Así fue como Claudia Prócula encontró el Reino de Dios. Esta
mujer romana de sangre real poseía un extraordinario entendimiento del Camino nazareno. Lo vivía sin el
menor esfuerzo.
Claudia y Pilatos se trasladaron a la Galia, donde ella había vivido cuando era pequeña. Dijo que Pilatos
dedicó el resto de su vida a tratar de comprender a Easa: quién era, qué quería, qué enseñaba. A lo largo de
muchos años, ella le repitió con frecuencia que el Camino de Easa no era algo a lo que pudiera aplicar su
lógica romana. Era preciso convertirse en un niño para comprender la verdad. Los niños son puros, francos y
sinceros. Son capaces de aceptar la bondad y la fe sin vacilar. Si bien Pilatos creía que era incapaz de abrazar
el Camino como Claudia lo había hecho, ésta opinaba que su marido era, a su manera, un converso.
Claudia me contó una historia extraordinaria acaecida el día antes de que el procurador y ella abandonaran
Judea para siempre. Poncio Pilatos había ido al templo en busca de Anás y Caifás, y exigió verlos. Les pidió a
los dos que le miraran a los ojos, sobre el suelo más sagrado de su pueblo, y contestaran a una pregunta:
¿hemos ejecutado o no al Hijo de Dios? No sé qué es más extraordinario, el que Pilatos fuera a buscar a los
sacerdotes para formular la pregunta, o que ambos sacerdotes confesaran que habían cometido una terrible
equivocación.
Tras la resurrección de Easa y su ascensión a los cielos, cierto número de hombres afirmaron que los
discípulos habían robado su cuerpo físico. Estos hombres habían sido pagados por el templo, el cual estaba
asustado de que se produjera una reacción violenta si el pueblo averiguaba la verdad. Anás y Caifás también
confesaron esto. Pilatos dijo a su esposa estar convencido de que aquellos hombres se habían arrepentido de
todo corazón, y de que su conciencia los atormentaría hasta el último día de sus vidas.
Ojalá hubieran venido a decírmelo. Les habría entregado las enseñanzas del Camino, y les habría transmitido
el perdón de Easa. Pues en cuanto el Reino de Dios despierta en tu corazón, nunca más tienes que sufrir.
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Kathleen McGowan La Esperada
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Nueva Orleans
1 de agosto de 2005
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Kathleen McGowan La Esperada
Maureen estaba pensando en todas estas cosas mientras paseaba por el Barrio
Francés, que estaba cobrando vida aquella hermosa tarde de viernes. Mientras
andaba, la brisa del sur transportó el lejano sonido de un saxofón. Maureen dobló
una esquina, atraída por la música, y vio por primera vez al músico. Llevaba el
pelo oscuro largo, lo cual realzaba su apariencia enjuta y conmovedora. Cuando
se acercó más a él, el hombre levantó la vista y sus ojos se encontraron un
momento.
James Saint Clair, el músico callejero de Nueva Orleans, guiñó un ojo a Maureen.
Ella le sonrió cuando pasó a su lado, mientras el saxo desgranaba las notas de
Amazing Grace, que flotaron en la atmósfera del barrio.
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Kathleen McGowan La Esperada
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Para Maureen, esta paz era un respiro necesario después del caos de los meses
anteriores. Se encontraba a gusto en esta reclusión, una soledad que se transmitía
a su corazón y su mente. No se había permitido analizar los acontecimientos
recientes desde una perspectiva puramente personal; eso vendría después. O tal
vez no vendría nunca. Todo era demasiado abrumador, demasiado
trascendental... y demasiado absurdo. Había desempeñado su papel de la
Esperada debido a un caprichoso giro del destino, o a la divina providencia que la
había elegido.
Ya había presenciado una escena similar: una figura encorvada en las sombras sobre una
vieja mesa, el sonido que producía un cálamo al desgranar las palabras del autor. Miró por
encima del hombro del escribiente, tuvo la impresión de que un resplandor azul celeste
emanaba de aquellas páginas. Fascinada por aquella luz, Maureen no se fijó en que el
escribano se movía. Cuando la figura se volvió y avanzó hacia la luz de la lámpara, se
quedó sin aliento.
Easa.
Él sonrió, en su rostro se reflejaba una expresión tan divina y cálida que Maureen quedó
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Kathleen McGowan La Esperada
bañada en ella, como si el propio sol irradiara de aquella simple expresión.
Maureen permaneció inmóvil, incapaz de hacer otra cosa que contemplar su belleza y
gracia.
“Tú eres mi hija, en la cual me complazco”.
Su voz era una melodía, una canción de amor y unidad que resonó a su alrededor. Flotó en
aquella música durante un momento eterno, antes de derrumbarse cuando oyó sus
siguientes palabras.
“Pero tu labor todavía no ha terminado”.
Con otra sonrisa, Easa el Nazareno, el Hijo del Hombre, se volvió hacia la mesa donde
había estado escribiendo. La luz de las páginas se hizo más brillante, las letras proyectaron
un resplandor añil y aparecieron pautas azules y violeta en el papel, que parecía de lino.
Maureen intentó hablar, pero las palabras no acudieron a sus labios. No podía comportarse
como un ser humano. Sólo podía contemplar al ser divino que había ante ella, el cual
señaló las páginas. Easa devolvió su atención a Maureen, y sus miradas se encontraron
durante un momento eterno.
Easa se deslizó sin el menor esfuerzo y se plantó ante ella. No dijo nada más, pero se
inclinó hacia adelante y depositó un único beso paternal en lo alto de su cabeza.
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Kathleen McGowan La Esperada
Epílogo
Fue durante este período cuando desarrollé un punto de vista cada vez más
escéptico sobre la historia documentada y, por tanto, aceptada. Como testigo de
acontecimientos históricos, me di cuenta de que en todas las circunstancias la
versión presentada se parecía muy poco a lo que yo había visto suceder delante
de mí.
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Kathleen McGowan La Esperada
La verdad se perdía para siempre, salvo tal vez para aquellos que habían sido
testigos oculares de los acontecimientos. En general, estos testigos eran gente de
clase obrera que sólo quería seguir adelante con sus vidas. No iban a escribir
cartas a los periódicos nacionales, ni buscar un editor que inmortalizara su
versión para la posteridad.
Enterraban a sus muertos, rezaban por la paz y hacían lo posible por continuar
adelante. Pero también conservaban su experiencia como testigos de la historia de
una manera personal, volviendo a contar lo que habían presenciado a la familia y
la comunidad.
Pocas veces tenemos en cuenta que fueron escritos en tiempos más oscuros,
cuando las mujeres tenían menos importancia que el ganado, o cuando se creía
que no tenían alma. ¿Cuántas historias maravillosas se han perdido porque las mujeres
que las protagonizaron no fueron consideradas lo bastante importantes, lo bastante
humanas, para merecer una mención? ¿Cuántas mujeres han sido borradas por completo
de la historia? ¿No sería lógico suponer que esto sucedió sobre todo en el siglo I?
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Kathleen McGowan La Esperada
escribir un libro sobre mujeres de mala reputación que habían sido calumniadas e
incomprendidas. Empecé a trabajar con las antes mencionadas: María Antonieta,
Lucrecia Borgia y Boadicea.
Incluso tuve que afrontar la sorpresa de desechar por inciertas cosas que creía a
pies juntillas sobre algunos miembros de mi familia. Casi dos décadas después de
su fallecimiento, descubrí que mis conservadores y muy tradicionales abuelos
paternos (mi hermosa abuela del sur y su devoto marido baptista del sur) habían
estado muy implicados en actividades relacionadas con la francmasonería y las
sociedades secretas.
Averigüé que mi abuela estaba emparentada con algunas de las familias más
antiguas de Francia, un hecho que cambiaría, no sólo el curso de mi investigación,
sino de mi vida. La sorpresa definitiva llegó con la revelación de que mi fecha de
nacimiento era el tema de una profecía relacionada con María Magdalena y sus
descendientes, la Profecía de Orval, formulada por Bérenger Sinclair. Estas
«coincidencias» personales se convirtieron en la llave maestra que abriría puertas
cerradas hasta entonces a los investigadores precedentes.
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Kathleen McGowan La Esperada
Mi interés en el folclore de María se convirtió en una obsesión cuando conocí
fascinantes tradiciones culturales antiguas que habían sido conservadas con amor
y ferviente pasión por toda Europa occidental. Fui invitada al sanctasanctórum de
sociedades secretas y conocí a guardianes de información tan sagrada que me
sorprende que todavía existan, así como la información que protegen, después de
dos mil años.
Lo que no hice fue ponerme a explorar temas que ponían en cuestión el credo de
mil millones de personas. Nunca fue mi intención escribir un libro que abordara
un tema tan espinoso como la naturaleza de Jesucristo o su relación con sus
íntimos. No obstante, al igual que mi protagonista, descubrí que a veces nos
eligen el camino. En cuanto descubrí la Historia Más Grande Jamás Contada
desde la perspectiva de María Magdalena, supe que no había vuelta atrás. Me
poseyó entonces como me posee ahora. Estoy segura de que siempre será así.
Un extracto del Evangelio de San Marcos (16, 9) ha sido utilizado contra María
durante siglos: «Resucitado Jesús la mañana del primer día de la semana, se
apareció primero a María Magdalena, de quien había echado siete demonios».
Este solo versículo ha provocado afirmaciones radicales sobre el estado mental de
María, incluyendo libros dedicados a la idea de que estaba poseída por demonios
o padecía alguna enfermedad mental.
No fue hasta que me familiaricé con el punto de vista de Arques, tal como está
presentado aquí (Jesús curó a María después de que la hubieran envenenado con
una pócima mortífera conocida como el veneno de los siete demonios), cuando la
frase de Marcos adquirió para mí su verdadero sentido.
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Kathleen McGowan La Esperada
En una época en que las mujeres se definían por sus relaciones, María Magdalena
no es identificada como la esposa de nadie en el Nuevo Testamento, y mucho
menos como la esposa de Jesús. Este hecho ha llevado a los estudiosos a afirmar
de manera categórica que la idea del matrimonio de Jesús y María era imposible.
Pero esto crea otro enigma, pues es la única mujer con personalidad propia e
independiente en los cuatro evangelios. Es un personaje autónomo, lo cual indica
que habría sido fácilmente reconocible por la gente de su tiempo, y del período
inmediatamente posterior. Creo que las complicadas relaciones de María (su
posición de noble que es a la vez viuda y esposa) eran problemáticas. Habría sido
torpe, e incluso políticamente incorrecto, intentar identificarla en función de sus
relaciones con los hombres. Como resultado, llegó a ser conocida por su nombre y
título: María Magdalena.
Hay una pauta común en todos los retratos de María Magdalena, tan diferentes
entre sí: se la plasma una y otra vez con los mismos elementos: una calavera, que
en teoría representa su penitencia, un libro, que se cree simboliza los evangelios, y
el tarro de alabastro utilizado para ungir a Jesús. Siempre va de rojo, una tradición
que hunde sus raíces en la historia y se cree relacionada con la idea de que era una
ramera.
Pero yo creo ahora que la iconografía está vinculada con esta versión secreta de su
historia, tal como ha sido conservada en Europa de manera clandestina. Para mí,
esta calavera es una clara representación de Juan, por quien siempre hará
penitencia. El libro es una referencia a su propio evangelio, o bien a la obra de
Easa, El Libro del Amor. Y el manto y el velo rojos representan su linaje real en la
tradición nazarena. Creo de todo corazón que muchos de los grandes artistas y
autores de Europa eran cómplices de la «herejía» de María Magdalena y del rico
legado que dejó en el continente.
A lo largo de este camino se desvelan con todo detalle las historias jamás contadas
de los héroes y antihéroes del Nuevo Testamento. El lector descubre en estas
páginas una interpretación muy diferente (y espero que muy humana) del papel
de la tristemente célebre Salomé. Juan el Bautista es un hombre diferente visto a
través de los ojos de María Magdalena, y de quienes le han venerado durante dos
mil años.
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Kathleen McGowan La Esperada
Es mi ferviente deseo que el lector no crea que me ensaño en este retrato de Juan.
Tanto María como Easa reiteran que era un gran profeta. Creo que también era un
hombre de su tiempo y del lugar en que habitaba, un hombre comprometido con
su ley, un hombre opuesto firmemente a cualquier reforma.
Si bien estoy segura de no ser la primera escritora que indica una rivalidad entre
los seguidores de Juan y los de Jesús (y no seré la última), soy consciente de que la
idea de Juan como primer marido de María será escandalosa para muchos. Me
llevó años, literalmente, asimilar esta revelación antes de estar preparada para
escribirla. El legado de Juan, a través del hijo que tuvo con María Magdalena, se
continuará revelando en mis futuros libros.
Tal vez la información que más me entusiasmó fue la relativa a Poncio Pilatos y su
heroica y conmovedora esposa, una princesa romana conocida como Claudia
Prócula. Documentos guardados en los archivos vaticanos y una fascinante
tradición regia francesa apoyan la extraordinaria historia de la relación de Jesús
con la familia de Pilatos, un informe que autentifica sus milagros y explica los
actos más enigmáticos de Pilatos en el Evangelio de Juan.
Creo que el material sobre Pilatos es fundamental para una nueva comprensión
de los acontecimientos concernientes a la Pasión, y me fascinó descubrir que
Claudia es una santa en las tradiciones ortodoxas, al igual que Poncio Pilatos en
las Iglesias abisinias. Trabajé para confirmar el nuevo material sobre María
Magdalena desde muchos ángulos diferentes, utilizando la correspondencia del
siglo I de Claudia Prócula, publicada por Issana Press, múltiples versiones del
Nuevo Testamento apócrifo, escritos tempranos de los padres de la Iglesia, cierto
número de fuentes gnósticas de incalculable valor, e incluso los manuscritos del
mar Muerto.
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Kathleen McGowan La Esperada
novedad absoluta para lectores que nunca han buscado más allá de los cuatro
evangelistas. Creo que explorar todo este material con el corazón y la mente
abiertos puede construir un puente de luz y comprensión entre las muchas
divisiones de la cristiandad, y aún más.
En Israel, me reuní con estudiosos y místicos judíos, así como con guardianes
ortodoxos de los santos lugares de la cristiandad. Mi padre es baptista, mi marido
católico devoto. Todas estas personas se convirtieron en parte del mosaico de mis
creencias, y al final, en parte de esta historia. Pese a las numerosas diferencias
entre sus filosofías, cada una de estas personas me bendijo con el mismo don: la
posibilidad de intercambiar ideas y entablar un diálogo exento de ira.
Existen elementos de esta historia que no puedo confirmar con ninguna fuente
académica «aceptable». Existen como tradiciones orales y han sido conservados
en entornos muy protegidos por aquellos que han temido repercusiones durante
siglos. Al trabajar en este libro, he ido construyendo mi teoría basándome en dos
mil años de pruebas circunstanciales. Si bien no puedo aportar pruebas
concluyentes, cuento con el respaldo de muchos testimonios interesantes y de una
serie impresionante de obras de arte, muchas creadas por grandes maestros del
Renacimiento y del Barroco.
Presento mi caso dentro del contexto de dichas pruebas, y dejo que el jurado de
lectores emita su veredicto. Debo ser discreta sobre la fuente principal de
información nueva presentada aquí por motivos de seguridad, pero diré esto: el
contenido del Evangelio de María Magdalena, tal como está interpretado aquí,
proviene de material sin revelar todavía. Nunca había sido presentado en público
antes. Me he tomado licencias poéticas en la interpretación para hacerlo más
accesible a los lectores del siglo XXI, pero creo que la historia que cuenta es
auténtica, y de su puño y letra.
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Kathleen McGowan La Esperada
Si bien los personajes son ficticios, he hecho lo posible por proporcionar al lector
una experiencia auténtica. Ciertamente me he tomado libertades con la
descripción de algunos lugares, que, no obstante, sin duda serán reconocidos por
los lectores que han investigado estos misterios por su cuenta.
La tumba de Arques, tal como la pintó Poussin, ya no existe. Fue dinamitada por
el actual propietario de la finca, cansado de las idas y venidas de tantos curiosos.
También solicito la indulgencia del lector por otras licencias que me he tomado.
En concreto por la traducción en tiempo récord de Peter del Evangelio de Arques.
En realidad, la traducción de dicho documento llevaría meses o incluso años.
He tardado casi dos décadas en escribir este libro, y a lo largo del camino, a veces
traicionero, he recibido ayuda de valor incalculable de muchas almas intrépidas.
Agradezco muchísimo los conocimientos compartidos y confiados a mis manos
por individuos fenomenales, algunos de los cuales corrieron grandes peligros por
ayudarme. Muchas veces me pregunté si valía la pena contar esta historia. Creo
que no he dormido una noche de un tirón desde hace más de diez años,
preocupada por los detalles del libro y sus posibles repercusiones.
Como plantea el Padre Healy, «¿Y si hubiéramos estado negando a Jesús su deseo final
durante dos mil años?» En mi esfuerzo por resolver esta pregunta, presento mi
propio retrato de Judas como un leal amigo y hasta como un héroe; a María
Magdalena como esposa, madre, alma gemela y compañera; a Pedro como
alguien que negó a su amigo y maestro sólo porque así se lo ordenó Jesús.
Creo, también, que los descubrimientos arqueológicos del pasado y del futuro
continuarán arrojando luz y demostrarán que estos retratos son fieles y justos.
Sólo puedo confiar en que el resultado final sea digno de los guardianes de la
verdad de María Magdalena, que dependen de mí para dar a conocer la historia.
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Kathleen McGowan La Esperada
A lo largo de todo el proceso, he sido fiel a las enseñanzas de paz de Cristo, y a la
convicción de que podemos crear el cielo en la tierra. Mi fe en Él, y en Ella, me ha
impelido a seguir adelante en algunas noches muy oscuras del alma.
Kathleen Mcgowan
22 de marzo de 2006
Los Ángeles
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Kathleen McGowan La Esperada
Agradecimientos
Esto ha sido un asunto familiar, y algo de todo lo que hago y todo lo que soy
pertenece a mis padres, Donna y Joe. Su amor y apoyo han sido la piedra angular
de mi vida, y han padecido algunos momentos muy difíciles como resultado del
espíritu zíngaro de su hija. Les doy las gracias por todo, y me siento bendecida en
particular por el amor incondicional que sienten por sus nietos.
Comparto esta obra y las futuras con mis hermanos, Kelly y Kevin, y sus familias.
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Kathleen McGowan La Esperada
Para mis extraordinarias sobrinas y sobrinos, Sean, Kristen, Logan y Rhiannon,
espero que las revelaciones de este libro les inspiren algún día mientras cumplen
sus destinos únicos. El mismo día que terminé la versión final del manuscrito,
dimos la bienvenida al mundo a mi sobrina más reciente, Brigit Erin. Nació el 22
de marzo de 2006. Seguiré con interés afectuoso cómos sus pasos siguen la senda
de las Esperadas anteriores.
Go raibh mile math agat para Michael Quirke, el tallador de madera místico del
condado de Sligo, quien también es el mejor narrador de historias de la tierra.
Desde el día en que entré en su tienda «por casualidad», perdida en el verano de
1983, he vivido al otro lado del espejo.
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Kathleen McGowan La Esperada
Más que cualquier persona o acontecimiento, Michael me hizo comprender que la
historia no es lo que está confiado al papel, sino lo que está escrito en las almas y
los corazones de los seres humanos, y grabado en la tierra donde vivieron sus
grandes alegrías y sus penas más profundas. Mil gracias por darme ojos para ver
y oídos para escuchar.
Linda G, quien hace malabarismos con los arquetipos de Martha y Vivienne con
inmensa gracia. Verdena, por encarnar el espíritu de María Magdalena y
enseñarme más que unas cuantas cosas sobre fe, milagros y la valentía más
pasmosa.
Joel Gotler, por luchar en el bando de los buenos y trabajar para que la historia de
María llegue a un público más amplio.
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Kathleen McGowan La Esperada
importancia en libros posteriores). Mi destino permanece extrañamente
entrelazado con el de Linda, un hecho que ha provocado un dolor sorprendente,
pero también una gran dicha. Ojalá se hubiera quedado con nosotros el tiempo
suficiente para ver la prueba que descubrí de su vinculación con el linaje.
Gracias especiales a las damas ilustradas del Fórum de las Tablas Esmeralda por
su apoyo y amor a lo largo de los años.
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Kathleen McGowan La Esperada
Gracias a toda la pandilla de Drogheda por enseñarme la esencia de la ciudad que
sobrevivió a Cromwell. Son gente muy especial y unos amigos maravillosos. Y ese
punto de referencia se llama Magdalen Tower por algún motivo, ¿no?
Debo dar las gracias a la maravillosa gente de Issana Press por publicar las
traducciones de las cartas de Claudia Prócula. Recomiendo en especial su folleto
Reliquias del arrepentimiento, muy breve, pero muy poderoso. Les doy las gracias
por confirmarme que Pilo era el auténtico nombre del hijo de Pilatos, y por
espolear mi mente con la información de que tal vez existan otros hijos de
Pilatos...
Considero necesario que los escritores honren a los pioneros que abrieron la
puerta para que todos nosotros pasáramos. Como tales, debo dar las gracias a los
autores, con frecuencia controvertidos, Michael Baigent, Henry Lincoln y Richard
Leigh, quienes trajeron al mundo El enigma sagrado en la década de 1980.
Este libro fue un terremoto que despertó en el público la idea de que algo
importante se estaba cociendo en el sudoeste de Francia. He llegado a
conclusiones diferentes por completo, y he descubierto un enfoque alternativo
para mi investigación. De todos modos, saludo la valentía, tenacidad y espíritu de
pioneros de estos tres honorables caballeros, y lo que fueron capaces de conseguir,
y les agradezco que introdujeran en el mundo esotérico a un personaje tan
enigmático y astuto como Bérenger Saunière.
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Kathleen McGowan La Esperada
Por fin, a todos los brillantes artistas que anhelaron que esta información fuera
descubierta durante su vida. Les dispenso mi gratitud por proporcionarnos los
mapas y pistas necesarios para encontrarla. En particular a Alessandro Filipepi,
quien era en verdad un «amado hijo de los dioses», y continúa fascinándome a
través del tiempo y el espacio.
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Kathleen McGowan La Esperada
Et in Arcadia ego
Del álbum Music of the Expected One, por Finn MacCool. Música y letra de Peter
McGowan y Kathleen McGowan Visite www.theexpectedone.com para escuchar
la canción. Entre en www.laesperada.com
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Kathleen McGowan La Esperada
INDICE
Advertencia…………………………………………………………………………….. 4
Recomendación……………………………………………………………………….... 4
Petición……………………………………………………………………………………4
Dedicatoria………………………………………………………………………………..6
II Epístola de Juan…………………………………………………………………….....7
Mapa…………….……………………………………………………………………….. 8
Epílogo……………………………………………………………………………….339
Agradecimientos……………………………………………………………………348
ET IN ARCADIA EGO (Canción)………………………………………………..354
Indice…………………………………………………………………………………355
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