Sejourne Laurette El Universo de Quetzalcoatl
Sejourne Laurette El Universo de Quetzalcoatl
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Prefacio
VII
tiene nada que ver con el espacio profano de la geometría: tiene
otra estructura y responde a otra experiencia.
El problema era más delicado cuando no se disponía de testi
monios, orales o escritos, que precisaran el sentido ligado al sim
bolismo de un monumento religioso. En muchos casos se ha modi
ficado profundamente el signiticado original. Incluso ocurre que
se ha perdido por completo el primer significado de un monumen
to sagrado, a consecuencia de catástrofes históricas y de síncopes
culturales. Así, las exégesis fundadas únicamente en el análisis
de las estructuras simbólicas corrían el riesgo de ser sospechosas:
siempre se podía pensar que la interpretación adelantada, al no
estar apoyada en testimonios históricos escritos u orales, represen
taba sólo el punto de vista personal del investigador y que queda
ría incomprobable en tanto no viniera a confirmarla un testimonio
autóctono.
Por fortuna, los descubrimientos de la psicología de lo profundo
tienen con qué tranquilizar incluso a los más escépticos. Se ha
podido demostrar que la función y el valor de un símbolo no se
agotan en los planos de la vida diurna y de la actividad consciente.
Carece totalmente de importancia que un individuo se dé o no
cuenta de que la imagen de un árbol verde puede simbolizar la
renovación cósmica, o que subir una escalera durante el sueño
significa el paso de un modo de ser a otro y anuncia así una rup
tura de nivel. Sólo importa un hecho: que la presencia de estas
imágenes en los sueños o en los ensueños de un individuo, revelan
procesos psíquicos, homólogos a una “ renovación” o a un “ paso” .
Dicho de otro modo, el símbolo entrega su mensaje y cumple su
función aun cuando su significado escape a la conciencia.
Estos datos precisos aportados por la psicología de lo profundo
nos parecen importantes. El etnólogo, el historiador de las reli
giones, el especialista en simbolismo religioso, se encuentran más
VIII
de una vez ante sus documentos un poco como el psicólogo ante
los recuerdos o los sueños de su paciente: éste no es consciente
del significado de las imágenes vividas — o ha dejado de serlo— ,
pero no por ello dejan de obrar sobre su ser, no dejan de decidir
su conducta. Igualmente, cuando se trata de interpretar un
simbolismo religioso atestiguado en una sociedad primitiva, el
historiador de las religiones no puede limitarse a tomar en consi
deración todo lo que los autóctonos pueden decirle de ese símbo
lo, sino que ha de interrogar también la estructura del símbolo
y lo que revela por sí sola. Si una tienda o una choza llevan una
abertura en su parte superior para que escape el humo y si, además,
sus propietarios creen que la Estrella Polar indica una abertura
análoga en la tienda celeste, tenemos fundamento para concluir
que la tienda o la choza se encuentran simbólicamente en el “ cen-
' tro del mundo” , aunque sus habitantes no tengan ya hoy concien
cia de este simbolismo. Lo que importa en primer lugar, es la
conducta del hombre religioso y su conducta se revela mejor por
los símbolos y mitos que le son queridos que por las explicaciones
que podamos inducirle a suministrar.
Estas pocas observaciones nos introducen de plano en nuestro
tema. En sus publicaciones anteriores, y sobre todo en Pensa
miento y religión en el México antiguo (1957) y en Un palacio
en la ciudad de los dioses (1959), Laurette Sejourné se ha de
dicado a descifrar las estructuras de la espiritualidad paleomexi-
cana, a base de los monumentos, de la iconografía, de los jeroglí
ficos de los códices y de los raros textos mitológicos y religiosos
que han sobrevivido al síncope de la cultura tradicional produci
do por la conquista. En esta obra, la autora trata de presentar lo
esencial de la religión náhuatl y de poner a la vista los grandes
trazos de su historia. El gran mérito de este libro es su método:
Laurette Sejourné no olvida que una cultura forma una unidad
IX
orgánica y que, por ello, debe estudiarse desde su centro y no desde
uno de sus aspectos periféricos. El concepto de la vida es el “ cen
tro” de toda cultura. Son ante todo las ideas acerca del origen, el
sentido y la perennidad de la existencia humana las que nos reve
lan el genio particular de una cultura. Estas ideas son el resultado
de una toma de conciencia existencial del hombre en el cosmos;
ésta es la causa de que sufran sólo superficialmente la acción ero
siva del tiempo.
Para captar las articulaciones de una cultura e identificar su
“ centro” creador, es preciso establecer, con el mayor rigor posible,
una “ clave” que permita la “ lectura” exacta y completa de los
documentos disponibles. La iconografía representa un lenguaje
simbólico; por ello los objetos arqueológicos piden ser “ leídos”
algo a la manera como se leen los códices. Como hace notar
Laurette Séjourné, a propósito de los frescos de Teotihuacán, “ la
continuidad del tema que desarrollan los símbolos inscritos en
los muros del palacio de Zacuala es tan rigurosa, que el edificio
aparece como un- inmenso libro cuyas páginas van desplegándose
a la manera de las de los c ó d i c e s Las figuras hieráticas pintadas
en las paredes no son otra cosa que jeroglíficos amplificados y
componen un texto que comienza a la entrada del edificio y ter
mina en la última sala.
Éste no es más que un ejemplo de la perfecta coherencia del
lenguaje simbólico paleomexicano. Gracias a estas “ lecturas” rigu
rosas y atentas, Laurette Séjourné nos permite entrever la gran
deza y la nobleza de esta antigua cultura extinta.
M ircea E liade
Universidad de Chicago
Enero de 1962
Introducción
i
materialización de su misticismo: al contrario, es la resistencia a
esta degradación lo que perm itió las “ traiciones” de los autócto
nos en favor de los españoles, sin las cuales la Conquista sería in
concebible. Suponer una aceptación universal de las proclamas
aztecas en cuanto a la antropofagia solar es no sólo condenarse a
no comprender nada de esta antigua visión de la existencia; es
también escamotear a la historia una de las más patéticas y más ins
tructivas experiencias que el hombre haya intentado jamás.
A l terminar la Conquista, la cultura prehispánica debió apa
recer muerta para siempre: un pueblo proclamado inferior y que
mado en su rostro con la marca infamante de la esclavitud; una
religión rebajada al nivel de brujería; creencias calumniadas y
perseguidas; un alto pensamiento totalmente desvirtuado. Los
libros de las bibliotecas habían sido quemados en las plazas pú
blicas como obra del diablo; los viejos sabios, guardianes de la
tradición, desaparecidos; las obras de arte destrozadas, fundidas
o ahogadas en los lagos.
Además, para prevenir todo rescate, los conquistadores acostum
braban edificar sobre los escombros de las ciudades aniquiladas.
De ahí que en^el vasto territorio que cubría el antiguo México, no
hubiera un palacio, un templo contemporáneo de la Conquista
que se conozca de otro modo que por descripción.
Para mayor desgracia, los documentos de que dispusieron los
cronistas posteriores a la Conquista no trataban, precisamente,
más que de las manifestaciones culturales desaparecidas. En efec
to, la historia que algunos estudiosos españoles y autóctonos se
esforzaron por reconstituir, con la ayuda de los últimos sobrevi
vientes y de antiguos manuscritos, antes de que éstos fueran des
truidos, no pudo extenderse más allá del décimo siglo de nuestra
Era, ni referirse más que a la parte central de México. Porque,
establecida por el pueblo que dominaba Mesoamérica en el si
2
glo xvi, la historia precolombina se limitaba a relatar las vicisitudes
que habían conducido a los aztecas a la cabeza de un Imperio y a
recordar las luchas por la hegemonía política que tuvieron lugar,
sin interrupción, a partir de esa época entre las tribus nómadas
recientemente llegadas — entre las que se encontraban los azte
cas— y los herederos de la antigua civilización.
Como es natural, la ascensión se operó por medio de un des
encadenamiento de fuerzas guerreras, las cuales provocaron la
completa desaparición de los grandes centros urbanos surgidos
en el Altiplano desde el siglo x. Una vez que las ciudades de los
últimos vencedores fueron convertidas en ruinas por los europeos,
esta región fundamental para el desarrollo del pensamiento, re
sultó ser la más estéril en vestigios arqueológicos.
La ausencia de obras humanas tuvo un efecto funesto: así
amputados, los últimos cinco siglos de vida precolombina se re
dujeron a los relatos de actividades belicosas que marcaron a los
indígenas con los signos de una irresistible vocación sanguinaria.
Esta amputación se transformó en un arma en manos de conquis
tadores, deseosos de presentar sus actos como manifestaciones de
la justicia ultraterrena. Sus propósitos fueron, además, grande
mente facilitados por el hecho de que, una cincuentena de años
antes de su irrupción en estas tierras de América, los aztecas, so
metiendo a su voluntad de poder ideales espirituales profunda
mente enraizados, habían logrado implantar un régimen de terror
comparable a las peores, dictaduras modernas. Evitando escuchar
las voces de las víctimas y sin tener en cuenta las contradicciones
internas que provocaba tal estado de cosas, los españoles no tu
vieron más, para convencer al Occidente de la barbarie de los
pueblos descubiertos, que considerar como manifestaciones reli
giosas las proclamas políticas aztecas acerca de la necesidad divina
de muerte y de pillaje. x
3
Cimentada por sus propios destructores, la última fase histó
rica vino, pues, a constituir todo el pasado autóctono. Un pasado
monolítico, sin perspectiva, como emergido de la nada por es
tar desligado de las manifestaciones culturales que lo habían en
gendrado.
Esto hizo, de una parte, que no pudiendo ser confrontados
más que con la realidad social inmediata que los traicionaban, los
preceptos de la antigua religión fueron totalmente incomprendi-
dos; de otra, que, a falta de pruebas, la grandeza de la civilización
desaparecida fue, o bien negada, o bien aceptada corno dogma.
Piénsese en la dificultad que habría para comprender los prin
cipios de la doctrina cristiana, en una Europa devastada primero
por un militarismo autóctono actuando en nombre de Cristo, y
convertida después a una fe adversa. Para seguir el paralelismo
agreguemos a esto el factor de la desaparición de los monumentos
posteriores al Renacimiento, así como la ignorancia de que las
iglesias románicas y góticas fueran frutos de la misma doctrina.
Sin embargo, gracias a una circunstancia inesperada que vino
a frustrar el encarnizamiento de los conquistadores, tanto indíge
nas como extranjeros, esta cultura que parecía condenada al silen
cio perpetuo, eleva hoy día más y más en alto su voz, en una lenta
pero firme resurrección. Porque si ignoramos todo acerca de las
ciudades destruidas por las hordas guerreras desde e l siglo x, en
cambio nos familial izamos, cada día más, con los lugares desde
entonces abandonados.
Primeramente aislados y sin ligazón interna, estos testimonios
silenciosos que van emergiendo en el corazón de la selva virgen,
sobre las cimas de las montañas o del seno de las tierras de labor,
han terminado por constituir un conjunto cuyo parentesco cultural
fue señalado, desde el fin del siglo pasado, por el incomparable
americanista Eduard Seler (1849-1922). L a historia de la arqueolo
4
gía de los últimos cuarenta años no es más que el descubrimiento
progresivo de las relaciones q-ue mantenían entre ellos, en esas épo
cas lejanas, los diversos grupos étnicos y de la universalidad de un
pensamiento único que cada grupo expresó por medio de un estilo
personal.
La lectura de las fechad que los mayas inscribieron con profu
sión sobre sus monumentos permitió localizar en el tiempo esta
masa de vestigios hasta entonces perdida en las brumas de la le
yenda. Se logró, de esta suerte, precisar que la actividad creadora de
ese pueblo habitante del sur de México y de la América Central.se
extendió, aproximadamente, entre los siglos iv y ix después de
Cristo.
Por otra parte, las excavaciones realizadas en el país maya
proporcionaron objetos provenientes de otras zonas que permi
tieron establecer valiosos paralelismos cronológicos sobre toda Me-
soamérica. Estos paralelismos demostraron que es en el curso de
los ochos primeros siglos de nuestra Era cuando el pensamiento
precolombino conoció su más potente esplendor, porque en ese
lapso fueron establecidas las bases culturales que subsistieron has
ta la llegada de los europeos.
Los siglos siguientes conocerán sólo “ renacimientos” , más o
menos brillantes, de antiguos estilos; a tal punto que los textos
concernientes al periodo azteca resultan, palabra por palabra,
aplicables a las costumbres mortuorias, a los juegos, a la indumen
taria, a los rituales, a la organización social, a la jeroglífica o a la
planificación de las ciudades más antiguas.
Esta victoria de la arqueología abre una amplia vía de com
prensión porque los escritos encuentran, al fin, una correspon
dencia íntima con las obras de arte. Es claro que la perspectiva
de un poema cantando, por ejemplo, los combates entre Caballe
ros Águilas y Caballeros Tigres cambia, según que se confronte,
5
bien con los sacrificios humanos en vigor en la capital azteca, bien
con el pacifismo militante de una ciudad sagrada como Teotihua-
cán, anterior aproximadamente en catorce siglos y donde las ex
ploraciones descubrieron la existencia de esa misma Orden de Ca
balleros.
Gracias a los estudios minuciosos y apasionados de varias ge
neraciones de investigadores, se ha salvado, así, el obstáculo que
hacía imposible toda verdadera aproximación a los escritos y a los
vestigios arqueológicos. Una vez superada la desnivelación tem
poral que los separaba, los dos tipos de evidencias descubren una
vitalidad sorprendente: iluminadas por los mitos, las viejas piedras
vibran en todos sus signos, mientras que con la ayuda de los jero
glíficos, los textos se salvan del enigma para convertirse en el eco
de una bella plenitud de pensamiento.
El cuadro que se desprende de ese trabajo comparativo posee,
desde ahora, una solidez y una profundidad incuestionables.
*
6
ñas, revelar más que los aspectos menos significativos de la exis
tencia. Esta limitación de la arqueología — esperamos demostrar
después su riqueza de posibilidades— implica un grave peligro
porque, en su loable deseo de ser útil, el especialista se inclina
a negar lo esencial que se le escapa y a juzgar como determinantes
factores sin importancia real.-' De ahí la multiplicación de las cla
sificaciones y estadísticas acerca de detalles circunstanciales, de
códigos cifrados cuya penosa lectura no revela más que el color
de un tiesto o la forma de una olla; de esos meros ejercicios téc
nicos sin finalidad fuera de sí mismos, que aquejan a la ciencia
arqueológica: al proliferar como células malas, estos ejercicios
tienden a invadir el organismo vivo con el cual se termina por
confundirlo. En efecto, el material de las exploraciones así exa
minado, no es más elocuente acerca de la vida que representa que
lo que sería, para la apreciación de un idioma, la acumulación
incoherente de términos reunidos al azar ya que, al igual que las
palabras, los objetos no son susceptibles de adquirir un mínimo
de sentido más que en función directa de la estructura a la cual
pertenecen.
Esta estructura interna es generalmente ofrecida al arqueólo
go por la historia política o el pensamiento religioso. Por diver
sas razones, la primera es aquí de una débil eficacia. En cuanto a
la segunda, la única fundamental para Mesoamérica, es la que ha
sufrido más en su integridad. Sepultado bajo el peso de la incom
prensión, de los prejuicios o de la más patente mala fe, su mensaje
no es de fácil acceso. Su redescubrimiento no puede lograrse más
que al precio de un incansable trabajo comparativo entre las distin
tas clases de documentos de que se dispone: los textos, de una par
te, los jeroglíficos que abundan sobre el material arqueológico, de
otra; los códices, en fin, libros pintados según el sistema jeroglí
fico y que constituyen un puente entre ellos.
7
..lo s libios pintados, antecedentes para Ja historia p reco lo m b in a ...
8
I
s
9
colombina se singulariza por un laconismo que desorienta, pues
los hechos aparecen secos y escuetos, desprovistos de todo con
texto.
Una treintena de anales son hasta ahora conocidos. La mayor
parte de ellos, anónimos, son la obra de autores indígenas que
escribieron en su lengua materna. El resto se debe, sea a descen
dientes de la nobleza autóctona — Ixtlilxóchitl, Tezozómoc, Chi-
malpáin— que se expresaron también principalmente en náhuatl;
sea a españoles que siguieron de cerca a los conquistadores: Men-
dieta, Olmos, Sahagún, Durán, Motolinía.
E S Q U E M A H IST Ó R IC O
10
Azcapotzalco, centro urbano perteneciente al mismo estrato cul
tural, a pocos kilómetros al norte del primero.
Hasta 1428 — menos de cien años antes de la llegada de los
europeos— los aztecas viven miserablemente como tributarios de
los señores de Azcapotzalco. Conquistan su independencia al pre
cio de una guerra particularmente sangrienta que dura varios
meses. En su odio contra los antiguos tiranos, no sólo arrasan Azca
potzalco hasta la última piedra, sino que condenan el lugar a
convertirse en mercado de esclavos.
Necesitarán unas cinco décadas, todavía, antes de convertirse
en dueños del Altiplano, después de haber sometido a los diversos
pequeños reinos entre los que se distribuía el territorio.
Es sólo entonces cuando comenzaron a lanzar los ejércitos hacia
el sur. En el momento de la Conquista, su Imperio se extiende
hasta la América Central.
12
tialco, no podían provenir más que de Culhuacán y debían tratar
de las sociedades anteriores al siglo x. Privado así de todo testi
monio directo, el milenio que forjó la cultura náhuatl no pudo
ser reconstruido, en consecuencia, más que con la ayuda de la tra
dición oral y de algunos raros documentos rescatados.
E L P E R IO D O C R E A D O R
*3
de dormir con la bella Xochipétatl. Inconsolable, se castigará
abandonando su bienamado reino de Tula y encendiendo la hogue
ra de la cual su corazón, liberado por las llamas, se elevará al cielo
transformado en el planeta Venus. Esta transformación tendrá
lugar después de una visita al Señor del mundo subterráneo, al
que arrancará los restos de sus padres.
Las aventuras de Quetzalcóatl forman, con mucho, la parte más
voluminosa del conjunto de los anales. En un lenguaje concen
trado, de una sorprendente belleza poética, ocupan todo el hori
zonte del periodo creador: como amplificados y repetidos por altas
cimas, ruedan de siglo en siglo hasta fijarse en los escritos de los
cronistas coloniales, quienes se constituirán involuntariamente
en el eco de su majestad mítica. Es el esplendor incomparable de
las obras que iluminan su reino y la sabiduría infinita de los tolte-
cas, sus discípulos. Es el combate contra las fuerzas del mal y el
renunciamiento doloroso a los bienes terrenales. Son las etapas de
una peregrinación que deja improntas corporales en las rocas
de las montañas y tiende puentes sobre insondables abismos. Es
la muerte voluntaria por el fuego, el pánico del descenso hacia el
lugar de los Muertos; el rapto de los huesos y la resurrección de la
pareja de ancestros. Es, en fin, el corazón que se eleva escoltado
por miríadas de pájaros multicolores.
No intentar arrancar una brizna de verdad histórica a esta vas
ta epopeya es renunciar a conocer jamás la vida política de los
hombres que forjaron el antiguo México. De ahí los esfuerzos
de los especialistas para obtener un cuadro con cierta coherencia,
en el que se reúnan los datos naturalistas que se encuentran dis
persos.
La precisión con la que los textos nos hablan de Quetzalcóatl
como rey de Tula, confiere una innegable apariencia de realidad
a la vida de ese reino lejano. La ciudad y sus ocupantes están
*4
minuciosamente descritos, se detallan las innumerables reformas e
innovaciones introducidas por su soberano. Aferrándose a estos
datos con tanto más fuerza*por constituir el único terreno sólido
que ofrecen las crónicas para el periodo creador, se termina por
no preocuparse más que de consolidarlos. En esta nostalgia de
certidumbre, Quetzalcóatl adquiere dos personalidades distintas,
sin relación dinámica entre ellas. De un lado, es una potencia de
este mundo en lucha con las pasiones y finalmente derrotado por
un rival; del otro, un dios creador, héroe de acontecimientos que
escapan a la lógica del sentido común. Después de desembara
zarse del segundo, confinándolo a la irrealidad de la mitología
religiosa, hay la tendencia de dedicarse al rey, el único juzgado
digno de los esfuerzos de los investigadores. De ahí que alcanzar
a fijarlo en el espacio y en el tiempo aparezca primeramente como
la finalidad misma de los estudios prehispánicos. Sin embargo, se
termina por descubrir que ese camino tentador por su facilidad
no puede conducir a ninguna comprensión de Quetzalcóatl, por
que se llega a la conclusión de que su descenso a los infiernos y su
transfiguración deben, por lo menos, ser tan reveladores de su na
turaleza como su actividad social. Es decir, que pronto resulta
imposible considerar las dos personalidades separadamente sin
privar al mismo tiempo a esta entidad primordial de toda su sig
nificación: el comportamiento mítico de Quetzalcóatl está tan in
disolublemente ligado a la existencia humana del rey de l ula,
como esta última a la divinidad creadora.
Además, no se adelanta nada aceptando la mutilación, ya que
el rey prosaico que abandona sus súbditos por amar demasiado la
bebida, es tan inasible como el hombre-planeta. En efecto, toda
tentativa de situarlo temporalmente ha resultado insatisfactoria,
porque en los anales, Quetzalcóatl salta de época en época, de
ciudad en ciudad, con una desenvoltura total. En realidad, su
figura gigante llena la escena durante centenares de años sin inte
rrupción y los escritos permiten situar con legitimidad su presen
cia concreta en fechas muy distantes entre sí: mientras historiadores
de la talla de Sahagún y Chimalpáin lo hacen aproximadamente
contemporáneo del comienzo de nuestra Era, otros no menos im
portantes llegan a hacerlo aparecer en el curso de los siglos gue
rreros.
A fin de sustraerse a las polémicas estériles que surgen de la
interpretación materialista, es necesario entonces considerar a
Quetzalcóatl en toda su amplitud fabulosa, aceptando que debe
haber, quizá, razones más profundas que un gran reino personal
para que una civilización de la trascendencia de la náhuatl lo haya
reclamado tan obstinadamente como su creador.
Una vez resueltos a no sacrificar la integridad de ese personaje
central de la historia precolombina a vanas disputas cronológicas,
los textos ofrecen la clave del enigma. Y esto, a través de un escla
recimiento que, de pronto, desorienta. En efecto, se señala siem
pre como particularidad de los Grandes Artistas, una veneración
extrema a un dios único llamado igualmente Quetzalcóatl. Esta
afirmación es tanto más molesta para la identificación histórica,
cuanto que refiere categóricamente que este dios no era otro que
el mismo rey Quetzalcóatl, transfigurado en Estrella de la Maña
na. Como no es sino después del abandono de su reino y su des
aparición física cuando se transforma en cuerpo celeste, su culto
como Señor de la Aurora difícilmente puede ser contemporáneo
de sus actividades mundanas. Esto llevaría a concluir que toda
veleidad de conocer la patria del progenitor de la cultura náhuatl
está irremediablemente destinada al fracaso. Porque si su presen
cia no es discernible más que a través de sus atributos divinos, toda
ciudad que lleve su impronta es forzosamente posterior al hombre
de carne y hueso. Tratar de descubrir su dominio terrestre con la
16
ayuda de símbolos de Un culto que no pudo surgir más que des
pués de su muerte, equivaldría a fijar el paso de Jesús predicador
sobre la base de los monumentos erigidos al Crucificado. Es
al contrario, únicamente en la ausencia probada de su culto que
un lugar sería susceptible de constituirse en la capital del rey
de los toltecas. ¿Con qué lo identificaremos entonces? ¿No incu
rriríamos, además, en un contrasentido, ya que los siglos ulterio
res evocarán a los Grandes Artistas precisamente por su ferviente
adhesión al hombre transmutado en luz?
Los escritos acaban de dilucidar el problema al señalar que el
rey de Tula, al cual se asigna la gloria de las invenciones toltecas
y que se fue un día en pos del Sol, era gran sacerdote del dios
Quetzalcóatl. De donde, por mucho que se haga retroceder su
reino, el soberano implicará siempre un predecesor divinizado:
el rasgo fundamental de este dios es su expreso origen humano; el
del monarca, su calidad de sacerdote.
Veremos que la arqueología confirma este punto, pues com
prueba que la imagen de Quetzalcóatl no aparece jamás fuera del
contexto de la religión náhuatl, en cuya fuente está invariable
mente el hombre convertido en luz. Porque, paralelamente al
mito de la Estrella de la Mañana, está el de la creación del Sol,
cuyo advenimiento marca los principios mismos de la era náhuatl.
Como el planeta, este sol anunciador de una nueva edad, emerge
también de un cuerpo voluntariamente encendido, y el simbo
lismo demuestra que el ser deforme y purulento del mito — ele
gido por los dioses para disipar las tinieblas terrestres a causa de
la intensidad de su deseo— , no es otro que el doble de Quetzal
cóatl: en los libros pintados, el cuerpo desgarrado del que nace el
astro es siempre portador de atributos exclusivos del rey de Tula.
Resulta entonces que la importancia de Quetzalcóatl reside
no en su calidad de individuo social, sino en la de arquetipo cen
*7
tral de una estructura filosófica en la que el hombre, soberano al
fin de sus decisiones, logra convertir una masa perecedera en
energía luminosa. La voluntad que preside a esta operación p ri
mordial se transparenta desde el nombre mismo de la Edad que
inicia: la era quetzalcoatliana es llamada Era de Movimiento. Los
jeroglíficos nos ilustrarán sobre la verdadera naturaleza de ese
movimiento creador.
Una vez que Quetzalcóatl asume el papel de arquetipo, su
omnipresencia deja de ser misteriosa. Por otra parte, los textos
expresan unánimemente que hasta la caída del Imperio azteca, el
más alto dignatario del sacerdocio llevaba el título de Quetzal
cóatl, y que representaba ritualmente los principales episodios de
su vida. Lo que explica la multiplicación de esos reyes que aban
donan periódicamente su ciudad para dirigirse hacia el País del
Sol y que hace tan confusa la cronología de los anales.
De esto parece deducirse que el pasado náhuatl fue juzgado
por los aztecas más en concordancia con la figura del fundador de
la religión que con cualquier jefe político. Esto lleva a creer en la
supremacía del pensamiento religioso en el curso de los siglos ante
riores al año 1000, y en la indispensable necesidad de profundizar
este pensamiento para comprender un periodo irreducible a las
listas de gobernantes y batallas que constituyen los manuales
escolares.
II
La simbólica de Ouetzalcóatl
l9
venerados en secreto, con peligro de represalias, son hoy día para
los americanistas de un valor comparable a la famosa piedra de
Rosetta de los egiptólogos. En efecto, dada la desaparición de los
que sirvieron de fuente a los anales — cuya confrontación hubiera
podido descubrir la técnica de lectura—, habría resultado impo
sible para siempre penetrar el sentido de una escritura tan her
mética, sin la precaución, tomada después de la Conquista, de
hacer cubrir con notas explicativas ciertos manuscritos. Es, enton
ces, gracias a esas leyendas redactadas al margen de los jeroglíficos,
de las divinidades o de las escenas rituales que los componen (bien
sea en náhuatl, bien en un torpe español de neófito), como los
viejos sabios mexicanos transmitieron la llave del lenguaje perdido.
De unos cuarenta códices existentes, sólo una decena son his-
* tóricos; los demás se refieren a la vida religiosa.
La lectura del primer grupo es reciente. L a debemos en gran
parte al erudito mexicano Alfonso Caso. Al cabo de años de in
vestigación en los textos y en el material arqueológico, de estudios
comparativos, de numerosas clasificaciones y de desciframientos
parciales cada vez más amplios y precisos, Caso acaba de propor
cionar a los estudiosos la traducción de lo que estima “ el más
importante repertorio genealógico que se ha conservado” .2 Se
trata del libro pintado llamado Bodley que relata la historia de
la región mixteca desde el siglo vil hasta la Conquista. L a cir
cunstancia de que se consignen acontecimientos ocurridos ya en
presencia de los europeos permitió establecer la sincronización
de las fechas indígenas con nuestro calendario. Fuera de otras
consideraciones, esta nueva aportación resulta doblemente inapre
ciable: ilumina históricamente una parte de la fase creadora, de
otro modo totalmente dependiente de la arqueología; tiende un
20
puente entre esta fase y la época guerrera de la que estaba, hasta
ahora, incomunicada.
Casi todos los conocimientos que hoy tenemos concernientes a
los códices religiosos son debidos a Eduard Seler. Lentamente
extraídos con la valiosa ayuda de las notas explicativas que enri
quecen algunos manuscritos, incansablemente confrontados con
los vestigios arqueológicos y con las narraciones míticas, estos co
nocimientos fueron acumulándose durante medio siglo hasta for
mar un conjunto que impresiona, tanto por la suma de trabajo
que supone, como por la luz que proyecta sobre la cultura pre-
hispánica. Toda profundización sería hoy día inconcebible sin
el gigantesco desciframiento cumplido por este hombre cuya obra
monumental parece emanada de varias generaciones de investi
gadores. Estaríamos todavía muy lejos de toda posibilidad de sín
tesis, de no haber sido por su energía inigualable, su paciencia
a toda prueba y su maravillosa pasión por comprender. En el re
lato que hizo de su muerte, su hija cuenta que, hasta en su ago
nía, Seler se mostró preocupado por sus trabajos: con sus dedos
inscribía, pensativamente, jeroglíficos en el aire. Es obvio señalar
que su legado será nuestra guía.
*
22
l a m i n a 1 El pájaro representa el ciclo en el árbol de la vida.
LÁMINA 2
EL PÁJARO
gión sobre los pilares cósmicos de los que un bello ejemplo nos
es ofrecido por el Códice Fejérváry (Fig. /): el universo en sus
diversos planos y direcciones, compuesto de cuatro árboles que
surgen de las profundidades y se proyectan en el cielo (Lám . /).
El águila representa siempre al sol. Como tal desciende a reci
bir las ofrendas de los mortales. El colibrí representa tanto al
astro en su nacimiento como al alma que se eleva de la tierra.
F ig . 2 - Chalchiuhtlicue,
diosa del Agua
LA S E R P IE N T E
23
F igs . 3, 4, 6 y 7 _ Tlazoltéotl,
diosa de la Tierra. F i e s . 5 y 8 _
Chalchiuhtlicue, diosa del Agua
F ig. 8
25
Sin embargo, esqueletos y serpientes están casi siempre car
gados de un dinamismo que, de germen de muerte, los transforma
en germen de vida (Figs. 9 a 16). Es significativo, a este respecto,
que las tres estilizaciones por medio de las cuales el reptil está
omnipresente en los centros arqueológicos, capten esencialmente
el movimiento de estas figuraciones realistas.
Es el llamado xicalcoliuhqui (Figs. 77 a 21)', un motivo en
forma de S (Fig. 22); los ganchos formados por el entrelazamiento
de dos cuerpos (Figs. 23 a 25 y Lám. 4).
La supremacía de la noción de movimiento ligada al reptil
permite discernir que lo que interesa expresar por su intermedio
no es la materia inerte, en tanto que devoradora de vida, sino más
bien en su función generadora.
Si tratamos de interpretar el carácter de esta generación de
la que el arte mexicano nos habla con tanto ardor, percibimos
que no es de un orden natural. La serpiente realista — es decir,
desprovista de todo atributo que le confiera un nuevo carácter—
aparece infaliblemente en situaciones que trastornan su determinis-
mo orgánico: la cola reemplazada por una segunda cabeza (Fig. 11),
en actitudes que la levantan encima del suelo (Figs. 10 , 12, 1 3 y
14), y sirviendo de material para extraer el fuego (Fig. 75). Los
ejemplos podrían multiplicarse. Siempre el cuerpo del reptil está
modificado por una acción que imprime un profundo cambio a
su naturaleza primera. Ora sea la doble cabeza — doble cabeza
que recuerda su figura en círculo, en trance de devorar su cola, que
es una síntesis del mensaje de Quetzalcóatl; ora la posición ver
tical que ilustra la idea náhuatl, expresada en múltiples poemas,
de la verticalidad de lo humano; o, en fin, las llamas que abrasan
su cuerpo como el del rey penitente, parece siempre tratarse de la
materia en su voluntad de vencer las leyes naturales, en su bús
queda de unión con elementos transformadores.
Fiq. 9 - L a serpiente erguida, simbolo de la verticalidad de lo humano
F ig. F ig . i i f
< r- F ig . 12 Fig . 13 i
29
F ig . i 8 a
30
La greca escalonada;
estilización del cuer
po de la serpiente en
movimiento
Fies. 2 2- 2 5 - E l gancho y la S, otras estilizaciones de la serpiente en m o
vimiento
LA SERP IEN TE E M PLU M AD A
representante de la hibridación
E n t id a d
repentina de especies aparentemente irre
conciliables; unión inesperada de pesada
materia adherida al suelo y de sustancia
alada (Figs. 26 a 35 y LÁms. 5 a 7).
A pesar de que Quetzalcóatl sea gráfi
camente traducido por serpiente con plu
mas, en vez de pájaro con rasgos de ser
piente, como debería corresponder, existen
sin embargo ejemplos de esta última va
riante. Conocemos solamente dos: un águi
la con la lengua bífida (Fig. 3 6) y un que
tzal entrelazado con la estilización de un
reptil (Fig. 37). Ello es suficiente para
descubrir que la síntesis de la obra de es
fuerzos combinados es de dos artesanos y no
de uno solo. En efecto, no es únicamente
el reptil que tiende a unirse al cielo, sino,
F ig. 26
35
curiosamente, el pájaro que aspira a la tierra. Este esclarecimien
to es valioso para comprender ciertos mitos, así como muchos
jeroglíficos. Porque nos enseña que el movimiento que lleva a la
unión está concebido en términos de fuerzas opuestas: ascendente
en el caso del reptil, descendente en el caso del pájaro. Es, enton
ces, irguiéndose en toda su longitud, pero sin abandonar el suelo,
como el reptil llega a encontrar al pájaro.
F ig . 28
37
\
CH H B'
^ 0
42
La barba es la. característica, mas notoria del rey de T u la a
que es bajo el aspecto de un hombre barbado como los cronístls
lo vieron pintado en los manuscritos prehispánicos (Figs. 39 a 41)
Es un atributo de la ancianidad y, en su leyenda, Quetzalcóatl se
lamenta de los estragos que el tiempo causó en su cuerpo (Lám. 9).
Los puntos redondos en números simbólicos de cinco y siete
que adornan su frente y su cuello son las piedras preciosas por las
43
<— Fig. 40
Figs. 3 8- 41 - L a barba es la
característica más notoria d el
rey de Tula
que se le señala en los códices, piedras preciosas que son emblemas
de la esencia indestructible supuestamente colocada en el corazón
humano. Los textos relatan que los aztecas colocaban una de esas
piedras en la boca del muerto, y muchas veces, en las sepulturas
teotihuacanas, nos hemos encontrado en presencia de esos cora
zones milenarios, intactos y brillantes.
La flor que en el centro y sobre la parte posterior de su tocado
en forma de mitra emerge de un círculo, es uno de los motivos
más constantemente asociados a Quetzalcóatl. Significa la materia
floreciente, gracias a un tratamiento que debe ser el de la peni
tencia. Además de que Quetzalcóatl figura como el iniciador de
esta práctica, se ve unas veces, en lugar del círculo, la tibia pun
tiaguda que sirve para la penitencia (Figs. 42 y 43).
45
La sección posterior de su mitra ostenta, por otra parte, dos lí
neas ondulantes entremezcladas aquí con triángulos que consti
tuyen uno de los signos de la Estrella Matutina (F ig . 44).
Cayendo sobre la nuca, en el extremo de una cinta, descubri
mos el jeroglífico clave de nuestra simbólica: el de un ciclo tem
poral constituido por dos triángulos yuxtapuestos (Fig. 45). El
punto de encuentro de estos triáhgulos, que aparecen truncados a
alturas variables, según las diversas estilizaciones, está marcado por
un círculo. Volveremos sobre esta composición que resume, ella
sola, todo el pensamiento náhuatl. Es suficiente señalar que en
épocas ulteriores estará ligada a Quetzalcóatl bajo la forma de un
bonete triangular con la punta truncada (Figs. 46 a 48).
46
Fig. 4 4 - L a banda ondulada, «no de /oí símbolos de la Estrella de la
Mañana
47
Fig. 45 - La yuxtaposición de los triángulos: desarrollo y estilizaciones
diversas
48
F ig . 47
49
El atributo más importante de su cuerpo es el caracol: lleva
do entero alrededor del cuello y en secciones planas —tanto lon
gitudinales como transversales— sobre el pecho (Figs. 49 y 50 y
Lám . 10).
En Tcotihuacán, el corte transversal del caracol es un motivo
constante, tanto en la cerámica (Figs. 5 1 y 52) como en los frescos
murales (Fig. 53).
El caracol fue explicado por los antiguos sabios mexicanos como
signo de generación, de nacimiento, lo que coincide con la tra
dición que hace de Quetzalcóatl el procreador del hombre.
En la jeroglífica maya, el caracol significa conclusión, totalidad.
Es por un caracol que se señala el fin de un periodo astronómi
co.4 El hecho de que en Teotihuacán existan caracoles marcados
4 Eric J . S. Thom pson: Maya H ieroglyph ic Writing: Introduction. Cam egie Institu-
tion o£ W ashington, 1950, p. 138.
50
F ig . 5 0 - E l caracol en corte longitudinal, llevado también como pectoral
por Quetzalcóatl.
El corte de caracol en Teotihuacdn; ( 5 1) sobre las cerámicas; (5 2 ) en el
centro del penacho de un Señor de la Aurora; (53) pintada al fresco sobre
un muro de Yayahuala.
F i g . 5 1 —»
52
ti
53
F ig . '52 t
F ig . 5 3 I
54
l à m i n a 9 - El rey de T ula sobre un vaso teotihuacano.
l á m i n a 1 0 - Corte de un caracol natural.
por el ciclo temporal, indica que este objeto estaba investido del
mismo valor simbólico en el Altiplano (Fig. 54).
Si se tiene presente que es la visión de una finalidad persegui
da y alcanzada la que alimenta la parábola del rey de T ula, se
percibe que la conexión con el concepto de totalidad es lógica.
Porque lo que da a Quetzalcóatl su valor de arquetipo es, preci
samente, la última fase de su existencia. Esta fase de culminación
que se señala por un nacimiento que se realiza por la muerte del
progenitor, no puede referirse más que a la superación del orden
corporal. De ahí que sea una luz que surge del corazón en
cendido.
Las representaciones teotihuacanas confirman el papel del ca
racol como generador de espiritualidad: embellecido con plumas
evocadoras de niveles superiores, así conío de volutas que figuran
el aliento vital, cubre el cuerpo de un Señor Quetzalcóatl ence
rrado en un rombo formado por serpientes emplumadas (Fig. 55).
El rey parece emerger del caracol mismo, siguiendo una concep
ción que encontramos en diversos centros, extrañamente asociados
a ancianos (Fig.s. 56 y 57). Esto sugiere, posiblemente, la llegada
al mundo del conocimiento interior cuya gestación requiere — se
gún el ejemplo del rey de "l ula— toda una existencia.
T an suntuosos como el llevado por Quetzalcóatl, otros caraco
les son tratados como entidades aisladas sobre otros frescos teoti-
huacanos.. En Copán, dos esculturas que representan caracoles,
gigantescos ocupan el lugar de honor de un edificio (Fig. 58).
Como la existencia del rey de T u la termina también en una
ruptura del orden natural, resulta que su historia no es más que
una réplica, sobre un plano diferente, de la del reptil en su vo
luntad de superación. En los dos casos, la meta es alcanzada por
medio de largos esfuerzos simbolizados por el movimiento — pere
grinación del primero; tentativas de erguirse del segundo— , así
55
como por el sacrificio de la forma original. De ahí que, lo mismo
que la materia bruta está considerada a partir de la toma de con
ciencia de una posible liberación de los límites físicos, la sustancia
de la serpiente emplumada lo es a partir de su visión de un domi
nio que trasciende la objetividad, de la visión que insufla la nece
sidad de dirigirse “ a los confines del mundo, hacia el horizonte
donde cielo y tierra se unen” .
' El mito marca ese punto de partida con los remordimientos
del pecado carnal que abre la historia de Quetzalcóad. Como ésta
acaba con la hoguera, su vida se revela entonces limitada al pere
grinaje,^a la búsqueda de un más allá de la situación experimen
tada corporalmente.
La soberanía de que es investido Quetzalcóatl desde antes que
existiera el reino de T ula — ya que como hemos visto, el reino
implica siempre una previa divinización y que ésta, a su vez, im
plica un rey poseído del deseo de transformación— queda estable
cida sobre el dominio de los vastos espacios que separan la inercia
animal de la conciencia pura. Es, pues, en esa hazaña interior
donde reposa la soberanía que originó el reino de los Grandes
Artistas, de los hombres que, al igual que su dios, poseían el se
creto de convertirse en energía luminosa. Es decir, que lo que
hace de Quetzalcóatl un rey, es su determinación de cambiar el
curso de su existencia, de iniciar una marcha a la cual no lo obliga
más que una necesidad íntima. Él es el Soberano porque obedece
a su propia ley, en lugar de obedecer a la de otros; porque es fuen
te y principio de movimiento.
56
Fig. 5 4 -C araco l pintado al fresco con el jeroglífico de los triángulos
yuxtapuestos
Fíc. 55 - E l Señor Quetzalcóatl en un fresco teotihuacano
57
F ig . 56
/ , 9
56 y 57 - E l caracol fue explicado como símbolo de generación, de
F ig s .
nacimiento
58
F ig . 58 - Caracoles gigantescos en un edificio de Co Pin
E L P L A N E T A VENUS
60
El hecho, establecido por Seler, de que el nombre 4 movimien
to que llevaba la era de Quetzalcóatl — determinada, como todos
los nombres nahuas, por la situación astronómica que presidió el
día de su nacimiento— se refiere a una conjunción del sol con
el planeta, marca la importancia simbólica de este acontecimiento
celeste: revela que es en función de este encuentro postrero que
deben valuarse los episodios de su revolución sinódica (F ig . 55»).
Es decir, que la esencia de sus manifestaciones resulta ser la misma
integración final a una categoría superior que la que particulariza
al rey de Tula.
Resulta de ello que las sucesivas imágenes de Quetzalcóatl ilus
tran las etapas que llevan a la materia hasta la luminosidad más
pura. La marcha del planeta hará surgir mejor el carácter de esta
• vía real, porque al tratarse de una luz sumergida que lucha por
su liberación, su simbolismo es directo y no deducido, como en los
casos precedentes. De ahí que su caída y su marcha nocturna apa
rezcan de un dramatismo apenas perceptible en el caso del reptil
o del rey mismo, a pesar de su conciencia dolorosa.
Debe señalarse, por otra parte, que los jeroglíficos de Venus
denotan, todos explícitamente, el concepto de totalidad. Hemos
ya visto que es así con el caracol.
F ig s . 6 o a y b - Jeroglíficos de totalidad y símbolos del planeta Venus
63
< - F ig . 6 1 - El jeroglífico de totalidad
llevado por el Señor de la Aurora
Fig. 63 i
© *.rrro
64
F ig . 65 b - La mano en el centro d e una flecha
66
Fig. 66 b
junción superior del planeta con el sol. Este encuentro generador
de la era náhuatl — puesto que preside al nacimiento del Sol de
Quetzalcóatl— es probablemente el que ilustra la pintura mural
de Mitla (Fig. 62), la página del Códice Nuttall (Fig. 64), así
como un fresco teotihuacano en el que el rostro solar alterna con
el signo de Venus (Fig. 66 b ) .
r^
LA ENCARNACIÓN DE L A L U Z
67
68
garras en que terminan sus extremidades subrayan la similitud
de concepto que une el planeta al sol. Porque está expresamen
te dicho que en su ocaso éste es llamado cuauhtémoc, que signi
fica águila que cae. El estrecho parentezco que esta escultura
hace resaltar, nos será útil para descubrir el sentido de símbolos
que podrían confundirnos tratándose indiferentemente de los dos
cuerpos celestes.
En Tulum , ciudad del norte de Yucatán, el astro descendente
aparece sobre la puerta de varios edificios (Fig. 69).
69
E L PERRO
o ‘‘X ólotl era el símbolo o el regente del signo del 17*? día, O liti, movimiento.” Eduard
Seler: “ Collected Works” (Traducción al inglés, inédita). Tom o V, p. 47.
7°
F ig s. 70 y 71 —Xôlotl,
el doble de Quetzal-
c ó a tl, b a ja n d o d e l
cielo
míticas: es cuando el pájaro alcanza al reptil que nace Quetzal-
cóatl, la criatura que, al instante, se pone en marcha para con
quistar una realidad situada más allá de lo inmediato.
t F igs. 7 3 y 7 4
F ie s . 72 - 75 - X ó l o t l ,
símbolo y regente del día
o llin , “ movimiento”
Fie. 75 -»
72
EL TIGRE
73
F ig . 76 - X ó lo t l y el Sol en las profundidades terrestres.
74
/
F ig . 77 î
75
salvamento constituye, de hecho, un verdadero combate con las
potencias destructoras que reinan sobre el mundo de los mortales
que es necesario atravesar; contra la materia, ignorante aún de la
realidad luminosa que encarnan perro y tigre. De ahí el papel
de guerreros que les corresponde en derecho (Figs. 8o a 82).
De otra parte, la vía terrestre que conduce a la patria de los
astros se abre en un momento dado sobre abismos que, faltos de
puente, deberán ser franqueados por un descenso. (Es significa
tivo que una de las realizaciones del rey de Tula en el curso de su
peregrinaje, sea precisamente arrojar en alguna parte un puente
para facilitar el avance de sus discípulos.)
Si el valor no flaquea ante esas pruebas, las bestias terminarán
por depositar, sana y salva, su carga en éí cielo de la aurora.
Tenemos entonces cuatro movimientos: la marcha a partir de
la caída; el combate con las fuerzas enemigas; el descenso a los
infiernos; la liberación final. Si se supone que las dos entidades
viven las mismas experiencias, Xólotl es, sin embargo, el comisio
nado exclusivo para los infiernos y para la entrega de la partícula
luminosa. Jamás el tigre aparece ligado a estos acontecimientos;
ilustra generalmente, él solo, la marcha y el combate. Raramente
el perro se muestra en estas actitudes y que sepamos, sólo un fres
co teotihuacano reproduce los dos animales caminando, lado a
lado, hacia su meta común (F ig . 83). Un bajorrelieve de Chichén-
Itzá los muestra también unidos, pero inmóviles: jadeantes por la
carrera, como lo expresa la lengua de fuera, que es su caracterís
tica habitual (Fig. 84).
Debemos reconocer que la distribución de los papeles es per
fecta. Ninguna criatura podría, mejor que el tigre, sugerir el
movimiento, la fuerza invencible y la obstinación que el discí
pulo de Quetzalcóatl juzga necesarios para salvaguardar la chispa
de la que se sabe portador. De ahí que esté representado bajo los ras-
76
I’iGS. 80 - 82 -X ó lu t l y el tigre son los guerreros por excelencia
¡§¡■¡¡1
Fies. 83 y 8 4 -P e r ro y tigre
reunidos en el mismo peregri
naje
F ig s . 85 y 86- L a humaniza
ción del tigre
Fies. 87-89 - T ig r e humanizado y
hombres que simulan al tigre
gos del felino o, lo que es lo mismo, que el tigre se humanice:
enhiesto primero, termina por adoptar los miembros humanos
(Figs. 85 y 86 y Lám. 1 1) . Es casi transformado en hombre como
lo encontramos en Teotihuacán: levantando los brazos en un
gesto ritual (F ig . 8y), o en su marcha arquetípica (Fig. 88). El
valor de esta marcha está tan rigurosamente ligado al tigre, que
para evocar el mismo simbolismo, los seres humanos imitan la
postura del animal (Fig. 89).
De ahí esas muchedumbres de hombres-tigre que invadieron
Mesoamérica. Presente desde los comienzos de Monte Albán
(Fig. 90 y Láms. 12 y 13), es casi sola que esta entidad será encar
gada de transmitir el mensaje quetzalcoatliano en el sur de Vera-
cruz (Figs. 9 1 a 94 y Lám. 14) . En efecto, mientras que el teo-
tihuacano erige sus figuraciones humanas en símbolos de la
armonía cósmica, los habitantes de esa región tropical, de pan
tanos y junglas hostiles a la creación, forjan un símbolo de la fuer
za incalculable que es necesaria al hombre para conquistar esta
armonía. Sorprendente siempre, el resultado de esta visión diná
mica del destino humano, es a menudo patética. Es el caso, entre
otros, de este pesado hombre-tigre que un impulso más fuerte
que la ley de la gravitación parece atraer hacia la altura (Figs. 95
y 96). La naturaleza luminosa de la partícula interior que permite
este milagro está explícitamente recordada por la forma de ha
cha, signo del rayo, que el hombre-tigre asume frecuentemente
(Fig. 27 a y Lám. 15).
De estas relaciones intercambiables, nace el Caballero-Tigre,
miembro de una orden religiosa cuya misión exclusiva es la gue
rra (Figs. 98 a 100). Es inútil decir que una guerra sostenida por
el rayo encarnado no se concibe más que como esfuerzo para su
perar la materia que envuelve el fuego original; como defensa de
ese fuego contra su posible contaminación por la inercia.
« - F ig . 94
F igs. 9 0 - 9 6 -
'• e dum b res d e
hom bres-tigre invadieron Meso-
am érica
UUS
<— Fig. 97 a
i F ig . 98 - Caballero-tigre teotihuacano
Fie. 99 - Los Caballeros-tigre eran miembros de una orden religiosa
86
L À MI N A 11 - El tigre humanizado en Copán, Honduras.
l á m i n a 12 - El hombre-tigre en Monte Albán. Urna de barro cocido.
l á m i n a 13 - El hombre-tigre en Monte Albán. Urna de barro cocido.
F ig . 1 0 0 -G u erreros mayas con cascos de tigre
87
TEZCATLIPOCA
F ig . 10 1 - »
Con Tezcatlipoca no se trata entonces de ilustrar tal o cual
actitud interior, sino la condición humana con sus múltiples fa
cetas: sus peligros mortales, así como sus esperanzas embriagado
ras. Su jeroglífico aparece como una síntesis del concepto náhuatl
de la humanidad: un espejo que “ da humo, como niebla o som
bra” ,9 una superficie opaca y deformadora cuya naturaleza es, sin
embargo, para resplandecer, para reflejar las cosas en su verdad
perfecta.
E L D E SC E N SO A LO S IN F IE R N O S
9 Ángel M aría G aribay K.: Veinte himnos sacros de los nahuas. Universidad Nacio
nal Autónoma de México, México, 1958, p. 254.
10 T exto reproducido íntegramente en Laurette Séjourné: Pensamiento y religión en
el M éxico antiguo. Fondo de Cultura Económica, México, 1957, pp. 80-81.
90
Toda suntuosidad, toda postura parece aquí inútil (Fig. y 2).
Desnudo, despiadamente feo, con sus ojos fuera de las órbitas, sus
miembros torcidos y la enorma boca que hereda del perro o del
tigre; hasta ridículo en su tensión deformante, Xólotl parece ilus
trar un total desprendimiento de las apariencias de este mundo.
En Teotihuacán, un fresco reproduce su figura patética aso
ciada al ocho: la barra y los tres puntos arriba de su cabeza
(Fig. 103). Las S que marcan su pecho recuerdan su naturaleza
original.
La misma estilización del reptil se presenta sobre un Xólotl
de Veracruz, barbudo como Quetzalcóatl (Fig. 104).
En Monte Albán, este personaje despierta una verdadera afi
ción: la entidad desnuda, con las extremidades contrahechas, la
boca felina y una actitud dinámica que singulariza los comienzos
de esta ciudad, no puede representar más que a Xólotl (Figs. 105
a 108). Su asociación a la vez con el tigre (F ig . 109); el fuego,
cuyas llamas (estilizadas a la manera de la mariposa que simboliza
la materia ígnea) reemplazan a veces las partes genitales (Figs. 110
a 112 ) , y el movimiento de caída (Fig. 1 13 ) son pruebas sufi
cientes.
F ig . 109
1'lG. 1 10 i
93
Fig. 1 1 4 i
Porque Xólotl es con frecuencia captado en el acto que cons
tituye su esencia misma: el impulso que lo arroja al mundo in
ferior. La materia, que se supone penetra de este modo, está
evocada por sus diversos símbolos: una fauce de reptil (Figs. u j
a 117)', una olla (Fig. 118 ); el jeroglífico formado por bandas que
representan la tierra (Figs. 119 y 120); el esqueleto (Figs. 1 2 1 a
124), o una simple vértebra de éste (Fig. 125).
mm
F ig s.122 y 1 2 3 - Traspasando la materia has
ta los abismos, Xólotl se enfrenta con lq muer
te, con la nada
Fio. 123 i
99
Varios libros pintados relatan la entrevista de Xólotl con las
potencias subterráneas. En el Códice Borgia, su rostro está, en
esta ocasión, recubierto con la máscara ciega de una entidad de la
que veremos el valor simbólico completar el suyo (F ig . 126). E l Có
dice Fejérváry ilustra su precipitación para arrebatar los restos
que le disputa el Señor de la Muerte (Fig. 127).
Con el descenso a los infiernos, el papel de Xólotl se revela
como de los más esclarecedores: en función de esta aventura, los
mitos y las entidades divinas adquieren una significación incues
tionable.
Hemos señalado el manifiesto valor de parábola que adquiere
la historia del rey de T u la a la luz de los episodios que la coronan.
Ahora bien, la misma preocupación moral surge del simbolismo
de los cuerpos celestes encarnados, ya que la riqueza de Xólotl
no puede, en ningún caso, pertenecer a un sistema que no tu
viera en cuenta más que una simple adoración de los astros. L a
voluntad de salvar la existencia humana del aniquilamiento —vo
luntad que determina sus actos y modela su apariencia— sería sufi
ciente confirmación.
Pero hay más. Traspasando la materia hasta los abismos, X ó
lotl realiza la unión cósmica que constituye el eje del pensamiento
náhuatl y que la jeroglífica evoca con el quincunce.
Seler comprendió perfectamente esta misión unificadora de
Xólotl, cuando escribe que
IOO
Fie. 126 - Xólotl en su entrevista con el Soberano de las Profun didades
101
Fig. 127 -X ó lo tl en posesión de
los restos que habrá de resucitar
a Xólotl dar a luz el sol del centro que rige la era de Quetzalcóatl.
Porque, bajo un nombre diferente, el héroe mítico de este acon
tecimiento 110 es otro que Xólotl. Fue Seler quien señaló esta
identidad, que posteriormente ningún investigador ha puesto en
duda.12 En los dos casos, la simbólica es la misma: comienza con
la enfermedad que desintegra el cuerpo, devora la piel y distor
siona los miembros.
Quetzalcóatl resulta, así, el creador a la vez del Sol y de Ve
nus. Pero, mientras que es el monarca en persona quien engendra
la Estrella Matutina — está especificado que el rey de T ula le
vanta la hoguera con sus propias manos antes de precipitarse en
ella— , es su doble quien dio nacimiento al sol. Sin embargo, si
bien los textos y la iconografía están de acuerdo en este punto,
12 “ Debe llam arse la atención sobre la estrecha relación entre Xólotl y Nanauatzin,
el dios sifilítico. U no puede sustituir al otro en la serie de los días y de las semanas, y
los dos se confunden en la mitología. En verdad, no hay razón para dudar que Na
nauatzin es una simple variante de X ó lo tl.” Thom pson: O p. cit., p. 79.
10 2
l à m i n a 19 - El hombre-tigre-pájaro-serpicnte, en Tula (Hidalgo).
l à m i n a 20 - El rostro humano en Teotihuacán.
la m i n a 21 - El rostro humano en Teotihuacán.
l' á m i n a 23 - El rostro humano en Teotihuacán.
el mito agrega que antes de la transformación del corazón en
planeta, Quetzalcóatl permaneció 8 días en el País de los Muer
tos. Sabemos que es bajo el aspecto del doble que realiza esta
empresa memorable. El más allá le es tan exclusivamente reser
vado, que puede considerársele, por así decir, el guía oficial. Es,
en efecto, Xólotl bajo el aspecto de perro, quien está encargado de
conducir las almas de los difuntos a través de los meandros de un
bajo-mundo que sólo él conoce; ya que nadie, salvo él, ha regre
sado jamás de allí. Su ayuda se juzgaba tan indispensable que,
desde los principios hasta la extinción de la cultura náhuatl, los
muertos fueron siempre acompañados de un perro: los cronistas
señalan esa costumbre entre los aztecas del siglo xvi, y nues
tras exploraciones han descubierto que el mismo procedimiento
se seguía sistemáticamente en Teotihuacán mil quinientos años
antes.
Como el del sol, el nacimiento del planeta depende entonces
de la previa inmersión en las profundidades. Hemos visto que la
finalidad de esta inmersión es establecer una liga entre esferas
de otro modo irremediablemente separadas. Tratemos, sin em
bargo, de comprender mejor el sentido de esa acción analizando
de más cerca la personalidad de ese progenitor de estrellas que
es Xólotl.
En la creación del Quinto Sol, el sacrificio aparece como el
factor único que determina el éxito. De tal modo, que otro can
didato a sol no llega más que a la categoría de luna, porque sus
acciones de sacrificio dejan que desear. De ahí que Nanahuatzin-
Xólotl está representado como el penitente por excelencia, aquel
que cumplió los ritos con tan absoluta sinceridad, que los dioses
se persuadieron de su voluntad de transformación.13
En pleno vigor dentro de la sociedad precolombina en el mo-
103
mentó de la Conquista, las normas de la penitencia son minucio
samente relatadas por los cronistas. Establecidas por Quetzalcóatl
mismo, estas normas tienen claramente por objeto lograr la tras
cendencia de los límites físicos, por medio de un desprendimiento
progresivo de las pasiones y de los deseos. Es así como, a las mor
tificaciones corporales, se agregan medidas visiblemente destina
das a templar el espíritu.
Entre estas últimas, aquella que en diversos contextos ritua
les se aplica más frecuentemente, parece recordar la situación
límite vivida por Xólotl: a media noche, desnudo y completamen
te solo, el penitente emprende pesadas tareas en el espesor del
bosque. El paralelo que este arrojarse en las tinieblas y la soledad
sugiere con el descenso a los infiernos, está acentuado por signos
más concretos todavía. Se dice, por ejemplo, que de la sangre
que extrae de su cuerpo, el sacerdote azteca marcaba su rostro con
una banda vertical que corría del ojo hasta el mentón. Una banda
semejante particulariza a Xólotl en la iconografía (F ig . 103). Por
otra parte, la “ cuerda de ayuno” , de la que hablan los textos, es
la misma — Seler lo ha demostrado — que rodea su figura en los
libros pintados (Fig. 128).
La identificación de un personaje cuyo destino conocemos, con
una práctica que tenía tan importante lugar en la religión náhuatl
es valiosa: aclara el sentido de símbolos fundamentales, porque
permite comprender que, como el doble, el penitente estaba mo
vido por el deseo de convertirse en energía luminosa. El espíritu
inventivo de ese lenguaje se pone así de relieve. ¿Podría, en efec
to, traducirse gráficamente la voluntad de transmutación interior,
con más fuerza, que por ese cuerpo cociéndose en una olla en
forma de cráneo, sobre llamas que se desprenden de serpientes, las
dos imágenes de materia encendida? (Fig. 129). ¿Y qué más evo
cador del impulso para rebasar la experiencia inmediata que el
104
Fig. 1 2 8 -X ó lo tl, corno arquetipo del penitente
último:
lOQ
F ig. 13 1
l à m i n a 27 - El rostro humano en Teotihuacán.
Como la aurora es el momento más frío del día, es natural que el
dios de la estrella de la mañana pueda también ser el dios del hielo y
del frío.17
. . . con la cara hacia abajo en el río del mundo inferior, así el Lucero
de la Mañana es el dios del fr ío .. .19
111
Como Xólotl encarna al planeta caído, debería existir una
conexión entre él e I z t l a c o l i u h q u i . La ceguera, atributo que les
es exclusivo, así como la flecha que los atraviesa — el dardo solar
enceguecedor que ocasiona la caída — hacen esta conexión aparen
te (Fig . 133). Su constante asociación iconográfica acaba de des
cubrir la liga que los une (Figs. 134 a 136). En algunas imágenes,
el doble se desprende del dios del frío mismo, como si su cuerpo
surgiera del suyo (Figs. 737 y 138).
Al ser Xólotl el explorador titular del País de los Muertos, de
un universo desconocido de los sentidos, su parentesco con un
personaje ciego, desprovisto de orejas, de nariz y boca, no puede
resultar más lógico. Parecería aún que Iztlacoliuhqui simboli
zara la detención de toda sensación exterior; la muerte hacia el
mundo, en el curso de la cual el espíritu, libre de todo elemento
extraño a su naturaleza, adquiere al fin una plenitud de existen
cia. La emergencia de Xólotl fuera de su cuerpo podría ser una
prueba.
*«(i¿
F igs . 134-136- L a asociación de Iztlacoliuhqui con X ó lo tl es constante; en
el fresco teotihuacano (136) el doble de Quetzalcóatl está bajo la forma de
un perro que sale de la bolsa del personaje
114
Por otra parte, la similitud del Señor del cuchillo con la M uer
te termina de confirmar esta hipótesis. Porque no sólo las ideas
de hielo, frío, blancura, cortante les son comunes, sino que I z t l a -
c o l i u h q u i es, además, portador del principal atributo de M i c t l a n -,
F ig . 14 0
F igs . 140 y 141 - E l nacimiento del Quinto Sol del cuerpo desgarrado de
Xólotl.
Fig. 141
118
EL SEÑOR DE LA AURORA
F ig . 14 4
12 1
la fecha mítica c e á c a t l ( i j u n c o ) . La importancia que le atri
buye su tratamiento en motivo aislado (rodeado de signos que se
refieren al Señor de la Aurora: cortes de caracol coronando una
estilización de reptil) es una prueba suplementaria (Fig. 146).
Por medio de un pájaro y de un reptil que integran el rostro
de T la h u izca lpa n tecu h tli (Fig. 147), el Códice de Dresden
subraya la relación que une a aquél con el Señor Quetzalcóatl.
De una lectura más fácil que las lacónicas pinturas teotihuaca-
nas, un soberbio bajorrelieve de la ciudad maya de Yaxilán (Fig.
148) , capta al Señor de la Aurora en trance de lanzar un dardo
a un suplicante: emerge de una serpiente emplumada cuyo cuerpo
F ig. 146
122
F ig . 145
está marcado por el jerqglífico de la Estrella Matutina. El ele
mento nocturno, mortal, que la naturaleza de esta entidad impli
ca, está recordado aquí por los círculos cuadriculados — símbolos
de oscuridad en la jeroglífica maya— que recubren su tocado, así
como por la forma de cráneo de éste. Un cráneo de factura más
naturalista está colocado sobre la mano tendida del suplicante.
Mientras que en Teotihuacán, el elemento muerte está exclu
sivamente evocado por alusiones indirectas — las vértebras de rep
til que sirven de base al tocado de la figura 144, así como los tres
cuchillos que la coronan— los mayas, antes de los siglos guerreros
que lo hicieron su motivo favorito, introdujeron el empleo del
123
124
esqueleto. Es con el torso descarnado que el Códice de Dresden
representa a otro T la h u izca lpa n tecu h tli (F ig . 149).
Los cambios profundos que estos conceptos sufrirían en el seno
de poblaciones cada vez más incultas, aparecen claramente en las
únicas representaciones conocidas del Señor de la Aurora que da
tan de los siglos guerreros: se empeñan en repetir los mismos sig
nos, pero es visible que su contenido espiritual ha desaparecido
(Lám. iy). En efecto, el corte de caracol (Fig. 150), la serpiente
emplumada, las estilizaciones del cuerpo de reptil (Fig. 7 5 7 ) que
ornan el muro de un templo erigido en Tula, Hidalgo, a esta di
vinidad, no difieren de los teotihuacanos y mayas más que por
una falta absoluta de impulso creador. Es esta misma parálisis
interior que denuncia a este T l a h u i z c a l p a n t e c u i i t u tardío
(Lám. 18). La rígida estilización, así como la inonuinentalidad
con la que se intenta traducir la idea de grandeza, convierten el
antiguo guerrero celeste en un autoritario jefe de ejércitos terri
toriales.
F ig . 1 5 1 b-d
EL HOMBRE-TIGRE-PÁJARO-SERPIENTE
128
F ig . 15 3 - E l hombre-pájaro-serpiente en un fresco de Zacuala
ció de Zacuala, sino que está, además, precedido a la vez por una
entidad que navega hacia el Este, montado sobre una serpiente
emplumada, y por una sucesión de cuatro grandes discos rojos. Es
decir, que representa la transmutación ya no en planeta, sino
en astro. Su naturaleza solar está igualmente expresada por el rojo
intenso y vibrante de su cuerpo y del fondo del cuadro.
En presencia de esta composición situada a ras del suelo, se
tiene además la sensación precisa de asistir al surgimiento de una
especie desconocida: un ser sin gravedad — un cúmulo de plumas
color esmeralda rodeando un rostro radiante— que se eleva en un
espacio transfigurado.
Nada más que por su tratamiento, este hombre-tigre-pájaro-
serpiente de los siglos guerreros (Lám . 19) dice mucho sobre el
debilitamiento del mensaje quetzalcoatliano en el curso de ese
periodo sombrío.
III
El humanismo quetzalcoatliano
E L H O M B R E Y L O D IV IN O
. . . téotl "dios” —el dios sin más, el dios por excelencia— es el sol. La
puesta del sol se llamaba téotl ac, “ el dios se hundió en la tierra” . Y
en los jeroglíficos de los nombres de poblaciones la sílaba te o queda
expresada por la imagen del sol o de medio so l.. J20
132
los primitivos, sino también de toda teología en la que Dios es
de una esencia diferente a su criatura.
Parece, sin embargo, tratarse efectivamente de una religión:
una entidad única de la que irradia el sistema entero y hacia la
cual el hombre dirige una fe ardiente; rigurosas normas de vida
que tienden hacia la perfección interior; un sacerdocio que ejerce
la más severa austeridad; prácticas, en fin, que implican altas es
peculaciones morales: confesión de pecados, bautismo, cremación
de los cuerpos con mira hacia la resurrección.
Todo sería simple si se pudiera afirmar la preexistencia divina
persuadiéndose que Quetzalcóatl es un dios encarnado que se rein
tegra al cielo, como nuestro Cristo, por ejemplo.
Pero no es este el caso, ya que su valor arquetípico reside
precisamente en el hecho de que él es el primer hombre que se
convirte en dios: es la fórmula misma de este triunfo lo que cons
tituye su enseñanza. No se trata, entonces, de una divinidad dis
pensadora de gracia, sino de un mortal que descubre una nueva
dimensión humana de la que hace partícipe a sus semejantes. Es
trictamente personal, su transfiguración no actúa sobre el creyen
te en virtud de fluidos sobrenaturales; es una certidumbre hacia la
cual cada individuo orienta valientemente su existencia.
Lejos de implicar una revelación divina, la doctrina quetzal-
coatliana parecería más bien inspirada en una visión curiosamente
próxima de un cierto evolucionismo contemporáneo (Julián Hux-
ley, Teilhard de Chardin, Edmund W. Sinott), según el cual los
poderes espirituales son considerados como formando parte de la
interioridad del organismo humano.
Con un rigor científico, el pensamiento náhuatl observa el
orden objetivo a partir de la materia y concluye que a pesar de su
aparente inercia, puede escapar, sin embargo, al determinismo
que la agobia. Y nos la muestra de inmediato en su intento de
*33
l*á m in a 30 - F ig u rilla teo tih u acan a.
lámina 31 - F ig u rilla teo tih uacana.
l á m i n a 32 - F ig u rilla teo tih u acan a.
«
i. a m i n a 34 - F ig u rillas teotih u acan as.
i. á m i n a 35 - F ig u rillas teo tih u acan as. lámina 36 - F ig u rilla teo tih u acan a.
✓ <1*
l a m i n a 38 Figurillas teotihuacanas.
L à m i n a 39 - F ig u rilla s teotih u acan as. <
lámina 40 - F ig u rillas teotih u acan as.
i. Á m i na 42 - Figurillas teotihuacanas.
l a m i n a 43 - Figurilla teotihuacana.
F ig s . 155 y 156 —Estilizaciones teotihuacanas de la boca y del ojo solares
Fie. 156 i
135
Por otra parte, estando el quincunce determinado por los anos
que tarda Venus en reencontrar al Sol, el carácter esencialmente
dinámico del símbolo de la criatura humana se hace patente. De
ahí que el hombre constituya el núcleo mismo del signo movi
miento (Fig . 59) y sabemos que éste, a su vez, acompaña a Xólotl,
la estrella caída en busca de la aurora.
Esta participación en el destino del universo que asume el hom
bre en el pensamiento náhuatl, está igualmente inscrita en el jero
glífico del ciclo temporal; dos triángulos yuxtapuestos cuyas pun
tas se unen (Figs. 757 y 158).
F ig . 157
136
<,
F ig . 15 8
Por las aventuras del rey de Tula, sabemos que es durante el
ciclo vital que el corazón, cuyo jeroglífico es también el quin-
cunce, debe alcanzar su florecimiento. Por su parte, el Quinto
Sol es tan dependiente del corazón que su nombre tiene la mis
ma raíz:
138
)
E L H O M B R E Y S US O B R A S
140
*
cia que constituye su núcleo, hacia la libertad creadora. Porque
lejos de significar una sumisión ancilar, la penitencia simboliza,
en este sistema, la negación soberana que ayuda a la conciencia a
rechazar toda enajenación.
Nos parece significativo, a este respecto, que en Teotihuacán
el rostro humano reemplace casi totalmente a cualquier otra re
presentación esculpida. Modelo favorito del escultor, la increíble
abundancia de su efigie hace pensar en un verdadero culto al
hombre. Entre las figurillas encontradas en los escombros de uno
de los edificios que hemos explorado, las divinidades no represen
tan más que el 3.5 por ciento. Los demás reproducen simples
hombres: unos suntuosamente vestidos (Fig. 159), la mayor parte
desnudos, rapados, el cuerpo retorcido por el movimiento (Fig.
160). Con la ayuda de las descripciones de los cronistas y del
material arqueológico de otras zonas, hemos identificado a estos
ascetas con los miembros de una institución de peregrinos todavía
existente en el momento de la conquista española, y cuyo dios
figura sobre un muro del Palacio de Zacuala (Fig. 160 a) .
Son las máscaras las que testimonian, más elocuentemente, ade
más de la maestría incomparable de los artistas teotihuacanos, la
devoción a lo humano (Láms. 20 a 22). Como en el caso de los
“ peregrinos” , las máscaras tienen visiblemente por fin reflejar,
más que particularidades circunstanciales, un orden, un valor con
ceptual que no surge, por cierto, de un simple parecido físico,
puesto que, al examinarlas, sus rasgos denuncian una personalidad
142
a tal punto precisa, que los arqueólogos han clasificado a los
“ peregrinos” como de tipo “ retrato” (Lárns. 23 y 24).
Lo que une las máscaras entre sí es, ante todo, una gran sere
nidad. Una serenidad inefable, sobrehumana, que logra atenuar
sus rasgos sin embargo particularmente acusados. Parece entonces
tratarse de representaciones a la vez de un personaje determinado
y de un ser ideal. Ahora bien, sabemos que estas máscaras estaban
destinadas a cubrir la cara del muerto durante su incineración. El
simbolismo de ese ritual que para cada individuo reproducía la
hoguera arquetípica que liberó el corazón del rey de Tula, sugie
re que la máscara debe señalar el estado espiritual necesario para
alcanzar la resurrección.
Cuando está desligado del simbolismo de la hoguera, la másca
1 43
ra — modelada entonces en arcilla y no en las más duras y más
bellas de las piedras preciosas como las anteriores— constituye
el centro de un pequeño santuario doméstico (Lams. 25 y 26). La
constante asociación de ese santuario con una entidad que por sus
atributos — mariposa, flor, pájaro— revela ser el Señor de las
Almas, nos ha confirmado la creencia de que la máscara podría
ser la imagen de la perfección interior hacia la que sabemos que
el discípulo de Quetzalcóatl tendía incansablemente sus fuerzas
(Fig. 1 6 1 y Lám. 27).
F ig . 1 6 1
M 4
i
En los textos nahuas, el rostro aparece igualmente como sím
bolo de una realidad que sobrepasa lo físico. El análisis de una
de esas palabras-frase que caracterizan esta lengua prehispánica
lleva al mismo León-Portilla a concluir:
so i b i d . , p. 3 16 .
27 I b i d ., p . 72 .
145
E L HOM BRE Y LA SOCIEDAD
1 46
(
>
147
pensante” de Pascal— , de materia tocada por el aliento, que la
flauta (generalmente de junco) fuese el instrumento musical ca
racterístico de los discípulos de Quetzalcóatl.
La comprobación de la parte fundamental que la sociedad pre-
hispánica adjudicaba a la conciencia individual es de un inmenso
alcance: descubre la faceta existencial, vivida, de la experiencia
trascendental sobre la que reposa su pensamiento.
En un mundo de religiones envejecidas como el nuestro, se
considera a menudo el impulso místico —esa nostalgia aguda de
comunión con una realidad que va más allá de los límites inme
diatos; esa quemante necesidad de anular toda separación— como
una expresión individualista de uso estrictamente personal del
religioso, del pensador o del poeta encerrados en alguna torre de
marfil. Porque, no sólo nadie necesita ese impulso, sino que no
es tolerado más que al precio de un prudente alejamiento de toda
posición vital. De allí que, en vez de ayudar al desenvolvimiento
interior, esta maravillosa capacidad de don engendra el sentimien
to de irremediable soledad que es tan peligroso para la salud men
tal del individuo como para la del grupo.
Por el contrario, al hacer depender la existencia de la metró
poli de hombres capaces de exaltarse en una tarea que trasciende
el egoísmo animal, Quetzalcóatl propone una finalidad concreta a
una potencialidad que no puede ser impunemente sofocada. Es
decir, que su visión metafísica no le impide de ningún modo com
prender el papel que juega la sociedad en el desarrollo del hom
bre. Por eso, la insistencia de su doctrina sobre el sentido de la
justa conducta que el individuo debe adoptar tanto hacia sí mis
mo, como en relación a los demás.
Al mismo tiempo que atrae enérgicamente la atención sobre el
peligro mortal que amenaza al hombre que no se consideraría más
que una simple cosa desprovista de esencia indestructible, Que-
148
tzalcóatl tiende un sólido puente entre la angustiosa finitud de la
criatura y el Ser eterno. Con un dinamismo incomparable, arran
ca estos conceptos a la abstracción debilitante del pensamiento
puro para erigirlos en ideales de la existencia: persuadido de que
el espíritu no puede consolidarse más que al contacto de la ma
teria — en el rudo cuerpo a cuerpo que sigue inevitablemente a
toda toma de conciencia de la dualidad inherente al fenómeno
humano— , proclama la obra de espiritualización como la única
victoria posible sobre el tiempo y el espacio devastadores.
En función de esta dinámica, la transformación quetzalcoatlia-
na se revela no ser más que una metáfora de la realización que el
hombre es susceptible de alcanzar a través del grupo. Porque, una
vez la trascendencia considerada como una urgente necesidad vi
tal y no como un lujo intelectual, el individuo no tiene otra pers
pectiva inmediata de quebrar sus límites más que en la comunión
con impulsos semejantes al suyo.
Además de confirmar el valor sagrado de la metrópoli, la cir
cunstancia que ese lugar de juncos era considerado como un haz
de corazones iluminados, hace aparecer a la hoguera transfigura-
dora del mito como una imagen poética del taller donde el indi
viduo se espiritualiza. Porque es lógicamente por su adhesión a
la tarea común, como los artesanos se convertían en los cuerpos
luminosos que el nombre de la ciudad implica.
149
EL HOMBRE Y LA HISTORIA
150
» F ig . 162
«
F ig . 163
historia del antiguo México. La historia de una grandiosa búsque
da espiritual que logró salvar toda una época de las contingencias
que los siglos guerreros erigirán en fines existenciales. Una histo-
ria.que, al sobrepasar el interés inmediato, se instituyó en historia
ejemplar para la salvación de la humanidad.
En la euforia evolucionista que animó los principios de nues
tro siglo, este-sorprendente fenómeno fue simplemente explicado
por la falta de conciencia histórica propia de ciertos niveles pri
mitivos donde el hombre, incapaz todavía de discernir el verda
dero carácter de las manifestaciones naturales, se considera depen
diente de fuerzas supraterréstres. De ahí que el mito, situado fuera
del tiempo y concerniente a seres de esencia diferente a la suya,
ocupe el lugar de la historia.
Salta a los ojos que esta clasificación no tiene en cuenta para
nada la realidad. ¿Cómo, en efecto, el mundo arcaico de peque
ñas aldeas que precedió a la era náhuatl — la arqueología demues
tra que el establecimiento de las ciudades comienza con ella—
hubiera podido urbanizarse totalmente, sin el previo dominio de
los problemas concretos que implica toda gran organización so
cial? Es esta organización lo que constituye la materia misma de
la historia: instituciones que toman cuerpo; educación erigida en
sistema; economía rigurosamente planificada; división del traba
jo, moral codificada, vastas creaciones artísticas. En el origen de
cada una de estas innovaciones debe haber forzosamente reyes,
legisladores, filósofos, artistas, que estamos habituados a ver deseo
sos de perpetuar su memoria. El hecho de que los creadores de
Mesoamérica — en número infinito, a juzgar por la evidencia de la
obra— constituyan una excepción a esta regla no puede, de nin
gún modo, ser el índice de un estado de subdesarrollo.
Para situar mejor este anonimato, es útil recordar que ningu
na civilización, por rudimentaria que sea, está desprovista de ese
15 1
sentido histórico que se le niega a las sociedades precolombinas.
En efecto, ¿de qué manera aun los más antiguos de los centros ur
banos transmiten su realidad, si no es a través de nombres de indi
viduos que supieron atesorar la actividad del grupo? Existe el
anonimato — nada primitivo, por otra parte— de los constructo
res de catedrales, pero sabemos que al lado de este impulso de rea
lización en lo eterno, existió siempre en Occidente el error de
identificar el espíritu con los dueños del mundo.
Es sintomático que los autócratas de todos los tiempos — esos
personajes históricos por excelencia— extraigan invariablemente
su fuerza de dominio de alguna fe en la trascendencia de la
temporalidad. Porque es siempre como representantes de una en
tidad superior al común de los mortales, que llegan a relegar el
individuo al rango de objeto del que ellos se sirven, pero al que
no consideran jamás un fin en sí. De ahí que las religiones no
hayan servido generalmente más que para alienar el hombre a la
historia, para subordinar su libertad a las contingencias que ha
brían debido ayudar a vencer y que, en una perspectiva univer
sal, la potencia divina aparezca en proporción directa a las velei
dades de poder de los gobernantes.
El silencio que los siglos creadores precolombinos guardaron
en cuanto a los nombres de los jefes y a los acontecimientos socia
les, no sirve más que para subrayar la unicidad de un pensamiento
que, si bien soberano, supo guardarse j^uro de toda contaminación.
Juzgar esta hazaña espiritual como consecuencia de una falta de
sentido histórico, equivaldría a explicar la pasión especulativa
del filósofo por el desconocimiento que él tuviese de las leyes que
rigen su cuerpo.
EL HOMBRE COMO ENERGÍA CREADORA
1 53
más, el pensamiento del profeta náhuatl con una pureza única. En
lo que se refiere a la presencia de las ideas religiosas, nuestras ex
ploraciones han permitido verificar, de una parte, el uso cons
tante de la incineración; de la otra, que, como la hoguera pri
mordial, la finalidad de ese rito era permitir el acceso a un orden
superior. El conjunto del simbolismo es categórico a este respec
to: asociación permanente de restos humanos a la vez con esque
letos de perro — forma animal de Xólotl, el doble que guía al di
funto en el bajo-mundo— ; con los jades que representan la
partícula indestructible liberada por el fuego; así como con el co
lor rojo de la aurora: aplicado a los huesos después de la incine
ración, a la cerámica de las ofrendas, a los muros de los cuartos
donde se encuentran las sepulturas, empleado bajo los pisos, en
capas de piedra molida, formando halo alrededor de los restos.
Pero es, sobre todo, la aplicación dinámica, social, de estas
creencias que nos interesa descubrir. A este respecto, el uso náhuatl
de destruir periódicamente no sólo toda la cerámica existente, sino
los edificios mismos, nos parece como la puesta en práctica de un
aspecto importante de la filosofía de Quetzalcóatl.
Se trata de un rito de renovación que se efectuaba al cumplir
se un ciclo de cincuenta y dos años. A causa de esta costumbre,
según la cual casas y templos eran demolidos a alturas diversas
y sus escombros sepultados bajo las Construcciones nuevas, toda
estructura que surge a la luz contiene siempre en su interior varias
otras ocultas. En Zacuala hemos encontrado hasta siete de ellas.
La hipótesis, muchas veces expresada, que esas destrucciones
podrían ser obra de enemigos, debe ser descartada. Además de
que la naturaleza ritual de esas destrucciones fue explícitamente
confirmada por los aztecas, entre los que se mantenían todavía en
uso al momento de la conquista española, existen irrefutables
comprobaciones arqueológicas.
1 5 4
t
Antes que todo, la rigurosa continuidad cultural que denotan
tanto los diferentes edificios como la cerámica, porque Teotihua-
cán afirma un estilo vigorosamente personal a lo largo de su exis
tencia. De cerca de un millón de tiestos estudiados, sólo unas
decenas les son extraños. En cuanto a sus frescos murales, su
maestría inigualable es a tal punto característica de sus habitantes
que hasta el fin de los tiempos prehispánicos servirá para desig
narlos.
Yayahuala — el edificio que he terminado de descubrir en mar
zo de 1961— ofrece un elocuente testimonio suplementario: el
examen atento de sus diferentes niveles revela que el muro de 240
metros que lo encierra corresponde a la construcción más antigua
y no fue jamás modificado posteriormente. La circunstancia de
que las demoliciones con sus reconstrucciones respectivas hayan
tenido lugar en el interior de un espacio planificado desde el
principio, excluye decididamente la hipótesis de una intromisión
extranjera.
Por otra parte, hemos podido observar que un edificio era igual
mente susceptible de ser sometido a una incineración de tipo ri
tual. Es así como Yayahuala presenta, además de sus tres niveles
demolidos, fuertes trazas de quemaduras en su ultima construc
ción: los dos peldaños inferiores de cada una de las seis escaleras
que componen su patio central, aparecieron cuidadosamente ta
pados con lajas y rellenados con materiales calcinados. Como los
escalones no pudieron ser empleados después, este tratamiento
debe señalar el abandono del sitio a pesar de su buena conserva
ción, si se juzga por el bello pulido de sus pisos y de sus muros.
A nuestro modo de ver, estos procedimientos serían inimagina
bles fuera de la voluntad de renunciamiento que forma el núcleo
del simbolismo y que se encuentra invariablemente como ideal
todavía entre los aztecas, en los sermones que los sabios dirigían
1 5 5
no sólo a los futuros sacerdotes, sino también a los grandes merca
deres, a los generales y a los reyes mismos. Y esto tanto más cuan
to que conocemos, de otra parte, la veneración que esos grupos
tenían por la actividad artística. En Teotihuacán, por ejemplo,
donde las casas estaban enteramente pintadas al fresco, las paredes
truncadas y sepultadas son con frecuencia verdaderas obras de arte.
Enfrente de esas pinturas de colorido aún brillante después de
dos mil años de existencia, se comprende que sólo una fe ardien
temente vivida en la potencia del espíritu creador, podía acordar
la fuerza de atentar contra obras cuya mutilación nos es tan dolo-
rosa como la de un ser vivo.
Esta libertad interior hacia objetos soberbios lleva lógicamente
a concluir que el valor de redención atribuido a la obra, residía
no en la cosa en sí, como en nuestras sociedades materialistas, sino
en el proceso de su creación, en el impulso que convierte la mate
ria inerte en formas ideales. Así como los cuerpos de los que se
encuentran fragmentos entre los escombros (descuidadamente
arrojados después de la incineración, con los tiestos), estas formas
no son más que simples representaciones de verdades que tienen
por fin único ayudar a descubrir. En ningún momento se les con
funde con esas verdades mismas.
Esta alternancia de producción intensiva y de aniquilamiento
sistemático pone una vez más en relieve el talento singular que
tenían esos pueblos de no perder nunca de vista la situación meta
física del hombre, y de responder con ímpetu a los múltiples
desafíos planteados por el momento histórico: luchan por dominar
el espacio por medio de sus obras, pero lo trascienden sin cesar,
proyectándolas en un tiempo del que se erigen en reguladores.
Son ellos, y no fuerzas ciegas, los que decretan el ciclo al cabo del
cual las cosas, después de haber cumplido su etapa hacia la pleni
tud universal, son reemplazadas por otras con igual destino.
156
Como el ciclo de cincuenta y dos años equivale a una vida
media de esa época, puede pensarse que todo individuo debía
contribuir personalmente a formar el material que servía para
transmitir la tradición. La ausencia de beatería y de superstición
que ese dinamismo revela, es tanto más inesperada cuanto que, al
contrario de las esculturas en arcilla que se complacen en la figura
humana, frescos y vasos presentan siempre un contenido de orden
religioso. Para comprender mejor esta norma de espontaneidad,
imaginemos el escándalo que produciría en el seno de una comu
nidad católica, aun moderna, la destrucción no sólo de la casa
ancestral, sino también de la iglesia con todas sus imágenes santas.
Sin embargo, por una de esas malas jugadas de que la historia está
plagada, fueron los españoles del siglo xvi los que condenaron
como idólatras a los mexicanos.
157
EL HOMBRE COMO UNIDAD INTEGRAI
158
de T u la en planeta, es para ellos la respuesta infantil de una men
talidad precientífica relativa a la existencia de ese cuerpo celeste.
Esta falta de lógica en el análisis de los fenómenos culturales
es la causa de que los verdaderos aportes de la arqueología sean
generalmente subestimados. Por ejemplo, las excavaciones reve
lan la costumbre de destruir las imágenes, pero como esta costum
bre no concuerda con la adoración primitiva que se adjudica a
esos pueblos, la nueva enseñanza se convierte en un dato a la vez
banal — puesto que no sorprende a nadie— y misterioso, por ser
inexplicable. Jamás significa ninguna ayuda.
Considerada, por el contrario, en toda su singularidad, esta
costumbre se constituye en el testimonio de una realidad tan pre
cisa, que ella encuentra un eco en los textos de la época guerrera.
En efecto, la principal cudlclad que se admira en el rey-poeta
Netzahualcóyotl (comienzos del siglo xv) es una inteligencia es
peculativa que lo lleva a declararse adepto no de una divinidad
determinada, sino de un principio creador. T a l era la firmeza
de su convicción, que él cuidó que el Templo Mayor de Texcoco
quedara vacío de todo ídolo.
Sabemos que Netzahualcóyotl, cuya personalidad compleja y
atractiva se formó en las luchas políticas más feroces, se distinguió
por su fidelidad combativa hacia la antigua tradición, entonces
peligrosamente amenazada por las tribus incultas que habían in
vadido el Altiplano. Pruebas de ello son la veneración que profe
saba a Quetzalcóatl (del que se decía heredero); lo poco que cono
cemos de los símbolos de los que él gustaba (el emblema de su reino
era un reptil en círculo, en trance de devorarse) ; el hecho de que
para construir su ciudad — la de sus padres había sido destruida
por señores rivales— llamara a discípulos de Quetzalcóatl insta
lados en la Mixteca. Es, sin duda, gracias a la presencia de esos
Grandes Artistas (toltecas) en su seno, que Texcoco llegó a ser
159
u
la brillante ciudad náhuatl que los españoles calificaron como la
Atenas mexicana.28
Este testimonio histórico de la fe en un principio creador que
no puede ser representado, sitúa las pinturas teotihuacanas en un
contexto que aclara vivamente su alcance: la independencia a su
respecto debe simplemente provenir de que en ellas no figure
ninguna divinidad. Aun sin tener en cuenta ese concepto filosó
fico — concepto, por otra parte, admirablemente descubierto en
los textos por Miguel León-Portilla— , la evidencia arqueológica
nos había conducido a esta misma conclusión.
Cuando en el curso de tres temporadas de un trabajo intenso
nos esforzamos por descubrir la totalidad de un conjunto arqui
tectónico, no anhelábamos más que conocer, al fin, uno de esos
tan renombrados palacios toltecas pintados al fresco (F ig . 162).
Estábamos lejos de imaginar entonces la luz que esc conjunto po
dría arrojar sobre el significado de las pinturas mismas.
En efecto, a pesar de conocer por los libros pintados, el estricto
valor de escritura que posee toda imagen precolombina, se juz
gaban, sin embargo, como cuadros aislados los frescos que embelle
cen los diversos fragmentos de edificios conocidos en Teotihuacán.
La continuidad del tema que develan los símbolos inscritos sobre
los muros del Palacio de Zacuala es tan rigurosa,^que el edificio
aparece como un inmenso libro cuyas páginas van desplegándose
a la manera de las de los códices.
La primera sala está ilustrada con Tláloc, entidad cuyo atri
buto es el rayo celeste (Fig. 163). Dios de la lluvia de fuego, la
tradición le atribuye la destrucción de un sol — una de las eras que
precede a la náhuatl— por incendio.
1 60
La última sala está poblada de imágenes del Quetzalcóatl-Rojo,
símbolo del hombre que ha alcanzado la unidad suprema (Fig.
153). Situado sobre la otra cara del mismo muro donde se encuen
tra el distribuidor del rayo divino, el Quetzalcóatl-Rojo no puede
ser contemplado sino sólo después de haber recorrido la totalidad
del edificio.
Las piezas que separan estos dos extremos recuerdan las peri
pecias de ese itinerario interior: las representaciones de Tláloc
son seguidas por las del Caballero Tjfgre en actitud de combate, es
decir, del ser al que una gota de lluvia de fuego ha hecho conscien
te de la verdadera dimensión humana (Fig. 164). Aparece en se
guida el pájaro-reptil — águila solar con lengua bífida, testimonio
de un orden superior conquistado— y el Señor Quetzalcóatl, en la
más famosa de sus aventuras: bogando hacia el país del sol, en
una barca formada por una serpiente de plumas (Fig. 165).
Después de esta imagen gloriosa, sigue un corredor ornado de
cuatro discos rojos que representan cuatro soles. Sobre el mismo
muro, sin otra interrupción que el pequeño umbral que conduce
al último salón, surge Quetzalcóatl transformado en Quinto Sol, el
astro al que dio luz un hombre (Fig. 166).
Resulta entonces que esas figuras hieráticas que se multiplican
sobre las paredes no son más que jeroglíficos amplificados inte
grantes de un texto que comienza a la entrada de la casa y termina
con ella. ¿Cómo creer, en efecto, que las entidades de una religión
naturalista llegarían jamás a ofrecer una tal coherencia interna? Y
esto tanto más cuanto que la significación de ese conjunto de pin
turas de principios de nuestra Era es idéntica a la de todos los
códices, si bien éstos fueron establecidos muchos siglos después.
Para convencerse de ello, que se trate de explicar de una manera
lógica la presencia del Caballero Tigre, después de la del dios de
la lluvia de fuego; o la de la serpiente emplumada sirviendo de bar-
161
ca, precedida del águila-reptil y seguida de la emergencia del Q uin
to Sol.
Este valor educativo de las imágenes hace comprensible, no sólo
su renovación cíclica — único medio radical contra el peligro de
que ellas se conviertan en ídolos— , sino también la ausencia de re
presentaciones divinas, sea en piedra o en arcilla.
Con un lenguaje más explícito, las pinturas no hacen más que
repetir la enseñanza de la cerámica: la armonización que el escul
tor traduce por la serenidad inefable de un rostro, la pintura lo
dice con todas sus letras, porque los signos que componen el Que-
tzalcóatl-Rojo se refieren a la vez al camino seguido y a la natura
leza misma de esta armonización. En cuanto a las otras etapas
—Caballero Tigre, serpiente-emplumada, viaje hacia el sol— las
figurillas se limitan al esquema de cuerpos movidos por un irre
sistible dinamismo.
Las piezas laterales del Palacio de Zacuala presentan también
motivos que ilustran estados interiores. Además del dios de los
peregrinos sobre el que volveremos, ellos son los llamados Xipe-
Tótec y X o ch ip illi.^ El primero —literalmente, Nuestro Señor
el Desollado— señala la liberación de las trabas que el mundo ob
jetivo interpone entre las diferentes realidades que forman al in
dividuo. En un canto en su honor, se le ruega aceptar la “ vesti
menta dorada” , vestimenta que no es otra que la piel humana que
lo recubre, símbolo de separación. En los códices, la satisfacción
de ese deseo está evocado por un personaje amarillo en trance de
desaparecer en las fauces de una gran serpiente emplumada, o sea,
por la metamorfosis de un penitente en quetzalcóatl (Figs . i6y y
1 6 8 ) . En cuanto a Xochipilli — el Señor de las Flores— , cuyos
emblemas son todos signos del alma (la flor, la mariposa y el pája
ro), representa al liberado mismo. Se singulariza por ser la única
30 Séjourné: Un palacio. . . , op. cit.y pp. 22 y 23.
162
i F i e . i 68
entidad pintada como desollado, el cuerpo y el rostro al rojo
vivo.
Como el material ya analizado, los frescos descubren que el
principio invisible del que el hombre constituye el símbolo, es
un principio creador de unificación. Es decir, que en lugar de
plantear el problema de la existencia a partir, sea de lo físico, sea
de lo social, sea de lo divino, Quetzalcóatl establece como realidad
primera de la situación humana la fuerza potencial de integración
que le es exclusiva. De ahí que su mensaje aparezca más como
una guía de acción que como una teoría filosófica. Tomando
como punto de partida la unidad integral de materia, vida, pen
samiento, razón y espíritu, que el hombre es en potencia, no se
preocupa más que de su realización. Porque a través de lo hu
mano, es el universo todo el que realiza su unificación.
Como prueba de la vitalidad de ese principio en la vida náhuatl,
está la omnipresencia de las imágenes del Quetzalcóatl-Rojo, y del
Señor de la Aurora ( T l a i i u i z c a l p a n t e c u h t l i ) .
#
Es interesante notar que a medida que se debilita el impulso pri
mordial, esas representaciones dinámicas dejarán poco a poco lugar
a símbolos de destrucción. Es decir, que en lugar de tomar como
base de enseñanza el más elevácío de los principios — el que se en
cuentra al término del itinerario existencial— , hará hincapié so
bre el primero, sobre la noción negativa de la evanescencia del
mundo de las formas. Lo que hace que las imágenes de esquele
tos, casi totalmente ausentes de Teotihuacán, terminen por cons
tituir el tema favorito de los siglos guerreros.
IV
La conquista del mundo
165
♦
JfcAMWtMJUYU ACOPAN
V OQüfcTlHAiA
Fig. 169
españoles. Lugar de reencuentro de los hombres y de los produc
tos de toda Mesoainérica, Xicalanco ofrecía a las diversas regiones
culturales la posibilidad de un conocimiento recíproco.
Dada la situación estratégica de Xicalanco — punto convergen
te de las grandes ciudades mayas, totonacas y nahuas (Fig. 16 9)—,
su elección podría no haber respondido más que a razones prác
ticas. Y ello más aún cuando los aztecas habían logrado ya la
vasta unidad política que los obligaba a una constante vigilancia
de los países sometidos, en perpetua veleidad de rebelión.
Sin embargo, la arqueología pone en duda esta explicación
pues demuestra, por una parte, que la existencia de los pochteca
se remonta a la época de Teotihuacán — la efigie de su dios Y a c a -
t e c u i i t l i ilustra cuatro salones de Zacuala (Fig. i j ó )—; por la
otra, que la ruta que seguían estos antiguos precursores era la mis
ma que la de los aztecas, puesto que el perímetro del Golfo de
México se encuentra sembrado de vestigios teotihuacanos.
1 66
l á m i n a 45 —V asija te o tih u a c a n a con uecoración g rab ad a.
o
lámi na 46 - V asija te o tih u a c a n a con decoración grabada.
»
lamina 51 - C e rá m ic a te o tih u a c a n a de b arro an aran ja d o . •
imi®
31 L e ó n -P o rtilla : O p . c i t . , p. 3 4 1.
168 ■ J
satisfacer sólo instintos ciegos, sino la de una certidumbre en un
deslumbrante orden espiritual.
Este ideal se pone más fuertemente de relieve por el dinamismo
social que estos peregrinos de lo Absoluto desplegaron porque,
preocupados como estaban por alcanzar el País de la Iluminación,
no olvidaron jamás el deber de transformar el mundo sobre sus
pasos.
La emergencia, a lo largo de la ruta de las peregrinaciones, de
los grandes centros que hacia el siglo vi forman una unidad que
se extendía sobre la increíble superficie de más de dos millones de
kilómetros cuadrados, es otro de los prodigios nahuas no suficien
temente valorado y del que, sin embargo, sería difícil hallar una
réplica en otra parte.
Prisioneros de una sociedad donde los ideales más abiertamen
te egoístas animan a los propios encargados de denunciarlos, y en
la que una verdadera vocación espiritual hace del individuo un
inadaptado, nos es difícil creer que un impulso desprovisto de
toda aspiración de dominio pueda transformar un continente.
Nada aclara mejor el poder de la ley de la selva que ha regido
nuestro desarrollo histórico, como la incapacidad en que nos halla
mos de admitir la hipótesis de una comunidad — sea ella pasada
o futura— que no tuviera que utilizar la fuerza de las armas en la
persecución de sus ideales. Pero, no obstante, es esto lo que
resulta del análisis de los documentos disponibles relativos al pri
mer milenio precolombino.
Además del pacifismo militante que los textos atribuyen a los
discípulos de Quetzalcóatl, se comprueba una ausencia completa
de vestigios que denoten un estado de guerra: ni el menor indi
cio de sistemas defensivos, de combates o de armas. Ninguna de
las innumerables ciudades pertenecientes a este periodo fue des
truida: lentamente abandonadas, su memoria quedará indefini
169
damente venerada. Hasta en los siglos guerreros se ignorará el
aniquilamiento de las ciudades y, fuera de los frescos de Bonampak
— correspondientes a los últimos años del siglo vm — , jamás se
registraron escenas de violencia.
De otra parte, ocurre que la singularidad de esta fase consiste,
precisamente, en una prodigiosa pasión creadora que excluye auto
máticamente el uso de la guerra. Porque la victoria de los nahuas
en Mesoamérica no consistió en apropiarse —como lo harían más
tarde los aztecas— de las organizaciones económicas y sociales exis
tentes, sino en sembrar, por el contrario, esos productos de la con
ciencia humana en un medio a este respecto todavía inculto. No
puede tampoco tratarse de la sumisión por la fuerza de pueblos
retrasados, ya que el surgimiento de las culturas locales no pudo
producirse más que en el seno de una libertad incompatible con
toda sujeción política. Si en lugar de misioneros de un pensamien
to, los nahuas hubieran sido simples colonizadores, las culturas
locales no hubieran podido aparecer, porque sabemos demasiado
por la historia de los imperios, que la única libertad de que gozan
los pueblos vencidos es la de copiar servilmente el modelo im
puesto. Ahora bien, la exaltación del hombre-planeta se hace en
lenguajes estéticos tan diversos, que su unidad espiritual no se des
cubre más que después de minuciosas investigaciones. Además, en
los cimientos de estas culturas, la arqueología descubre por todas
partes un nivel de restos teotihuacanos, es decir, un periodo de
coexistencia que no puede ser más que pacífica, dada la profunda
asimilación por cada grupo del mensaje quetzalcoatliano: lenta
mente madurado, como lo requiere todo fenómeno interior, lo
vemos estallar súbitamente, a veces siglos después de los primeros
contactos, en estilos hasta entonces desconocidos*/»
Otra prueba de la naturaleza pacífica de las conquistas nahuas
es el anonimato que impera en las ciudades nuevas. Lo mismo
170
que en la Ciudad, de los Dioses, omiten totalmente recordar, en
sus monumentos, los personajes históricos, para no proclamar más
que su identificación con una visión de la existencia. Además de
la imposibilidad de concebir un militarismo lo bastante poderoso
para dominar tan vastas extensiones, silenciando a sus héroes en
beneficio de una verdad universal, existe la circunstancia de que
el único centro del cual hubieran podido venir los ejércitos con
quistadores es Teotihuacán. Y esto no sólo a causa de la expan
sión de sus habitantes que la arqueología acusa, sino sobre todo,
porque ella quedará largo tiempo como el único centro urbano
de Mesoamérica. El carácter esencialmente sagrado y ritual de la
Ciudad de los Dioses es demasiado manifiesto para ser puesto en
duda: a una falta total de indicios de militarismo se agrega la
superabundancia de sus creaciones, así como su irrecusable espi
ritualidad.
Es significativo, a este respecto, que exista un corte neto entre
las ciudades del periodo creador y las de los siglos guerreros. La
pobreza de los restos de cerámica y figurillas — sin hablar de la de
gradación que sufrió al mismo tiempo la calidad estética— basta
ría para señalar con exactitud el advenimiento de las luchas por
el poder que relatan los anales. Y si la calidad reaparecerá más
tarde — una vez establecido el gran Imperio azteca— , la manu
factura de ciertos objetos pasará para siempre a la historia. Es el
caso, entre otros, de las esculturas en arcilla, las cuales, en número
astronómico en los centros clásicos, caen en el olvido entre los pue
blos que a partir del siglo x se dedicaron, sea a las armas, sea a
reunir penosamente los tributos impuestos por los vencedores
(Fig. i ? 1 )-
171
«*>
172
c
V
Surgimiento y decadencia
de la cultura náhuatl
173
obra de instituciones temporales que hacen del egoísmo del grupo
un valor ético incontestable. Si bien los resultados de este egoísmo
pueden aparecer, en cierto momento, positivos, es claro, sin em
bargo, que sus consecuencias morales son desastrosas. Porque la
falta de respeto hacia el individuo en que se basa su impulso
dominador, termina irremisiblemente por degradar al grupo be
neficiario mismo: al pervertir sus formas culturales, las priva de
toda autenticidad. ¿Qué esperar, en efecto, de sociedades regidas
por aspiraciones desalmadas, sino una enajenación total y ciega
al mundo material? Ahora bien, es lógicamente por la acción de
individuos libres de servilismo hacia las cosas, que la universali
dad — interior o exterior— específica de la situación humana,
puede realizarse.
La grandeza de la visión quetzalcoatliana reside, precisamente,
en el hecho de que, en el alba misma de la historia precolombina,
haya tenido en cuenta la necesidad de integración de tendencias
a primera vista irreconciliables; haya percibido la urgencia exis-
tencial de esta integración, con la profundidad suficiente como
para marcar para siempre el destino de un vasto continente.
Afirmando la certidumbre del posible acuerdo entre lo espi
ritual y la voluntad de acción, el profeta náhuatl permitió a las
dos tendencias crecer al infinito: salvadas del peligro de putrefac
ción que las acecha en su aislamiento estéril, cada una encuentra
en la otra fuerzas siempre nuevas. Porque, contemplada en fun
ción de una responsabilidad universal, la necesidad de desarrollo
interior se volvió un deber social y, como tal, adquirió rango de
instinto; al dejar de ser acaparadora, la acción no se debilitó con
ningún obstáculo y fue gloriosamente creadora.
Lejos entonces de representar una de esas generalizaciones que
ayudan a convertir al individuo en cosa, la universalización de la
cultura propuesta por Quetzalcóatl fue rigurosamente concebida
174
/
1 75
1
siempre un esclavo, la mayor parte de las veces adquirido en un
mercado. El hecho de que el propietario se identificara con su
esclavo en el curso del periodo que precedía al sacrificio (no sólo
participaba en los rituales estrechamente enlazado a la víctima,
sino que, además, se le prohibía probar del manjar que se prepa
raba con el cadáver, ya que la carne del esclavo estaba considerada
como la suya propia), descubre que el propietario y no el mise
rable fuera de la ley era quien, por el sacrificio de un poco de
materia corporal, debía aproximarse a la perfección interior. Esto
concuerda, por otra parte, mucho mejor con la rígida jerarquiza-
ción que conocemos en la sociedad azteca. No se explicaría, en
efecto, tanta preocupación por salvar espiritualmente a los deshe
redados, mientras que, excepto el caso de un príncipe enemigo
— el único entre los innumerables capturados— que prefirió la
inmolación antes que servir a los vencedores, no se señala jamás
el nombre de un señor que se haya beneficiado de esta técnica
expeditiva de transfiguración.
Hay, en fin, la circunstancia de que los sacrificios no comenza
ron más que en el momento exacto en que — después de la con
quista de las grandes masas de esclavos necesarias para subvenir a
las necesidades de una metrópoli en expansión— los aztecas debie
ron emplear enérgicos medios de terror para aplacar poblaciones
que aceptaron su yugo, tan contra de su voluntad que fue en la
esperanza de sacudírselo que terminaron por aliarse a los españoles.
Hemos señalado cómo los textos permiten discernir, a la vez,
la cristalización progresiva de la técnica de los sacrificios humanos,
así como su valor político.32 Es significativo a este respecto que
existiera la pena de muerte para todo ciudadano — incluso los
sacerdotes oficiantes— que abandonaran las ceremonias oficiales
176
1
antes de la consumación de los sacrificios, pena que alcanzaba
igualmente a los jefes de los países vencidos que se negaran a asis
tir a la inmolación de sus compatriotas. Es sólo entonces__fin del
siglo xv— que la ejecución del prisionero tomó el carácter ritual
que debió de desfigurar por largo tiempo el antiguo pensamiento.
Porque si bien los anales están llenos de relatos de guerras de
conquista y de expediciones punitivas en el curso de las cuales los
ejércitos de Tenochtitlan degüellan a todos los habitantes de una
ciudad, esto no impide que se siga creyendo en la versión azteca
según la cual el único fin de las guerras era capturar prisioneros
para la alimentación de sus dioses. Es decir, que en lugar de con
siderar los sacrificios en función de la política agresiva perfecta
mente conocida, se les erige en elementos culturales, como si fuera
posible que costumbres inhumanas pudieran jamás constituir una
fuerza positiva.
A pesar de ciertas variaciones formales, Tenochtitlan no posee
rá nunca, por toda guía espiritual, más que el mensaje de Quetzal-
cóatl. Ahora que la relación arqueológica entre la primera y la
última ciudad náhuatl ha sido establecida, podemos comprobar
con qué increíble fidelidad los modelos teotihuacanos son repro
ducidos mil quinientos años más tarde. Ahora bien, todos los
textos relatan la prohibición expresa de los sacrificios humanos
por Quetzalcóatl, prohibición tanto más netamente relacionada
con la figura del profeta, cuanto que ella se sitúa en el origen mis
mo de las dificultades que habrían, finalmente, de producir su
pérdida. Es evidente que esta prohibición de sacrificar ritualmente
a hombres, debe datar de los siglos guerreros, ya que es probable
que para los teotihuacanos habría aparecido tan insólita como lo
es para nosotros.
Aun fuera de los testimonios escritos, se supone que la existen
cia de los sacrificios humanos debe ser excluida del periodo crea-
177
C
dor. Primero, a causa del pacifismo de que gozaba, porque fuera
del clima de violencia y del desprecio por la persona humana que
establece infaliblemente un estado de guerra permanente como
el que conocieron los aztecas, las inmolaciones de hombres en la
plaza pública son inconcebibles. En seguida, porque estas destruc
ciones sistemáticas implican lógicamente una superabundancia de
población. Y el problema que se plantea es, al contrario, de saber
cómo, desde antes de nuestra Era — es decir, en un medio despro
visto aún de concentraciones urbanas— , el grupo que edificó Teo-
tihuacán pudo disponer de un número de trabajadores de todas
las categorías para emprender y llevar a término tan grandiosas
realizaciones. Porque, si bien la construcción de las pirámides — la
más grande de las cuales tiene 225 metros de lado en la base— po
dría, en rigor, ser obra de siervos, es distinto cuando se trata
de las creaciones que no pueden ser más que individuales. Para
•que una superficie como la de Mesoamérica esté repleta de obras
humanas como otras lo están de materias primas, es necesario un
grupo que sienta la necesidad de colaboración como una necesidad
íntima y no como un deber impuesto; una sociedad formada de
miembros movidos por un fervor común y no por unos jefes auto
ritarios reinando sobre batallones de esclavos.
En realidad, la sorprendente eclosión de facultades humanas
que tuvo lugar en este periodo aparece a tal punto ligada a la ple
na conciencia, a la libertad creadora de cada individuo, que la
razón de su decadencia parece residir, ante todo, en un debilita
miento de esta fuente de energía.
Se ha discutido mucho sobre los posibles factores de su desin
tegración. Guerras, pestes, hambres, revoluciones y agotamiento
de las tierras han conocido alternativamente el favor de los estu
diosos, sin que ninguna resista la luz de un análisis en profun
didad. Y esto mucho menos si se restituye al fenómeno el carácter
universal que presenta. Porque no es solamente en el país maya
que los antiguos centros fueron abandonados, sino también los
de la costa del Atlántico, de la zona de Oaxaca, del altiplano de
México.
Además, aunque válida para una región determinada, cada una
de estas respuestas resulta inaplicable a todo el suelo mexicano: el
hambre, las pestes y el agotamiento del suelo, por la imposibilidad
de admitir la aparición simultánea de fenómenos naturales en
climas y latitudes tan diversos; las guerras y los movimientos revo
lucionarios, por la falta total de huellas de destrucciones violen
tas, así como por la evidencia de un respeto absoluto hacia las
instituciones sociales, políticas y religiosas, incompatible con la hi
pótesis de enemigos — internos o extraños— lo suficientemente
poderosos para atacar una estructura de esa solidez.
En efecto, entre las nuevas ciudades y las antiguas, la arqueo
logía descubre no sólo una continuidad perfecta, sino una contem
poraneidad que debió de ser muy larga. Teotihuacán, entre otras,
revela haberse prolongado mucho más allá del periodo clásico, ya
que los principales elementos que determinan el periodo siguiente
están ampliamente asociados a su última fase.33
Con más firmeza todavía, los anales abundan en esc mismo
sentido. Cuando registran la presencia de tribus bárbaras — los
chichimecas, que se identifican como los que “ no llevaban otro
vestido sino cuero adobado de fieras— ,34 es siempre en función de
grupos toltecas hacia los cuales los recién llegados muestran una to
tal dependencia. Ahora bien, si la sociedad que sufre el impacto de
los nómadas representa explícitamente la antigua tradición, la hi
pótesis de una ruptura violenta con las ciudades anteriores se des
*79 *
carta por sí misma, ya que el cambio de carácter que esta socie
dad acusa no puede explicarse por una simple presión exterior.
¿Qué es, entonces, lo que pasó en el Altiplano después de la
declinación de Teotihuacán? Sabemos que, sin la menor duda,
Culhuacán es la heredera de la Ciudad de los Dioses, nacida mucho
antes de su desaparición: el estudio de la cerámica, así como la
filiación tolteca que desde el siglo viii los anales atribuyen a Cul
huacán, lo prueban de una manera irrecusable. Este pacífico y
lento desplazamiento de poder debió entonces responder a nece
sidades precisas.
Aunque figurando como centro político y cuna de toda la aris
tocracia futura, Culhuacán está lejos de poseer la importancia de
Teotihuacán. Los ataques de que fue víctima en el curso de los
siglos guerreros hacen su resurrección imposible, pero, sin más, la
superficie que ocupa y la naturaleza de sus vestigios son suficientes
para aclarar que la diferencia esencial con la metrópoli sagrada
que la engendró, es un neto debilitamiento sobre todos los pla
nos, ya que la disminución de las fuerzas creadoras debe implicar
el descenso de las potencialidades políticas, tanto como las econó
micas. De donde la fundación de Culhuacán respondería a la
tentativa consciente de una sociedad para equilibrar su estructura
con un nuevo estado de fuerzas. ¿Cuál habrá sido este estado de
fuerzas?
La existencia de Teotihuacán no es concebible más que como
capital exclusiva de todo el territorio mesoamericano. En efecto,
así como las proporciones gigantescas de sus espacios ceremoniales
están previstas para verdaderas multitudes de participantes, la po
blación que sugiere a la vez la vasta extensión de su plano y la
increíble densidad de sus edificios, implica un consumo de mate
rias primas y de trabajadores especializados imposible de reunir
sin la colaboración de multitudes de individuos.
180
Es probable que hacia el siglo vn, con el crecimiento de los
diferentes centros regionales, la vitalidad de la Ciudad de los Dio
ses comenzara a debilitarse. Alrededor de los templos nuevos de
bió de formarse una élite, para el mantenimiento de la cual mate
rias primas y especialistas debieron dejar de afluir al Altiplano en
grande abundancia. Por otra parte, dada la descentralización reli
giosa, el contacto con sus sabios se hizo menos indispensable y la
visita a sus lugares santos debió de convertirse en peregrinajes
cada vez más espaciados. Es decir, que las condiciones mismas que
habían hecho posible la unidad mesoamericana — la creación in
cesante de nuevas fuerzas productivas en un continente todavía
parcialmente inexplotado— tendían ahora a limitarla.
La veneración hacia Teotihuacán estaba, sin embargo, tan pro
fundamente enraizada, que se necesitaron centenares de años an
tes que la corriente humana que la había alimentado hasta enton
ces dejara de llegarle.
Cuando hacia el siglo xii se extinguió, debió de ser por agota
miento de todos sus órganos, una vez cumplida hasta el fin su
tarea existencial.
Desde los primeros síntomas de declinación a la que se sabía
irremediablemente destinada — puesto que el universo cultural
que había tenido por misión crear necesitaba, tarde o temprano,
liberarse de su tutela— emerge Culhuacán. Es decir, que en el
momento mismo en que Teotihuacán deja de ser el centro de Me-
soamérica, se percibe la necesidad de que el Altiplano no dependa
de una metrópoli en decandencia. Pero los tiempos han cambiado
y, desde sus comienzos, la nueva capital acusa el agotamiento inte
rior propio de la época que inicia.
En efecto, salvo por una cantidad de elementos que dejan brus
camente de existir — pintura al fresco, tanto mural como sobre
vasos, fabricación masiva de figurillas y de objetos en piedra y en
181
arcilla; técnicas decorativas y formas de cerámica (Láms. 2 8 a 59)— ,
Culhuacán no se distingue de Teotihuacán más que por un solo
aporte personal: la cerámica anaranjada, pintada de negro, que
señala su aparición. Es necesario todavía observar que un estudio
comparativo de los motivos, y de las formas de esta última, revela
una descendencia directa de la única cerámica teotihuacana (fondo
ocre, pintado de rojo) adoptada por este periodo de transición.
Porque la arqueología demuestra que, lo mismo que Culhuacán,
Tenayuca (la segunda ciudad del Altiplano, fundada aproxi
madamente en el siglo xi), así como l ula de Hidalgo (ciudad
periférica contemporánea de Tenayuca) se caracterizan por estos
dos mismos tipos de cerámica.35
La historia atribuye la fundación de Tenayuca a un cierto
Xólotl, jefe de tribus nómadas al que se le asigna una permanen
cia previa en una ciudad tolteca; 36 la fundación de T u la de H i
dalgo, a un llamado Topiltzin* hijo de chichimecas llegados a
Culhuacán durante el siglo diez.37
El nombre náhuatl que llevan ambos jefes; el parentesco que
une las nuevas expresiones artísticas — arquitectura y escultura—
a la religión tradicional de Quetzalcóatl, así como la ausencia de
toda otra cerámica fuera de las de Teotihuacán y de Culhuacán,
prueban la completa dependencia de los recién llegados a la cul
tura de los Grandes Artistas. De ahí que los cronistas les den la
extraña denominación de toltecas-chichimecas, que es lo mismo
que decir civilizados-bárbaros.
Si no puede aceptarse que las tribus primitivas hayan producido
182
l
voluntariamente la caída del mundo clásico, queda sin embargo
el hecho de que su entrada en escena coincide con la ruptura de
este orden secular.
Además de la anemia espiritual ya señalada, el nuevo periodo
se distingue por un estado permanente de luchas por el poder: es
hasta el siglo x v que comenzará a surgir de su noche guerrera con
la victoria de Texcoco y de Tenochtitlan. Los anales muestran
entonces a estas dos ciudades presas de una verdadera fiebre crea
dora: rivalizando en belleza y grandiosidad, ellas restablecerán la
soberanía del Altiplano sobre Mesoamérica en menos de cincuen
ta años. %
Es decir, que el cambio esencial que sobreviene a partir del
siglo x es una profunda modificación de las relaciones humanas;
la armonía que reinó durante cerca de un milenio entre grupos
étnicos lejanos, se torna de pronto imposible en el seno de pe
queñas comunidades que reclaman para sí un mismo origen. Lo
que sugiere que el papel de los chichimecas fue romper, por su
simple intromisión, un equilibrio demográfico, por entonces, qui
zás, ya difícil de mantener.
El esfuerzo que representó la organización económica y social
de una unidad continental debe de haber sido por lo menos tan
poderosa como la fe en el hombre que le sirvió de base: piénsese
solamente en los problemas de producción y de distribución de
materias primas que debió plantear un territorio de dos millones
de kilómetros cuadrados, con su incesante creación de centros
urbanos. Ahora bien, puesto que Teotihuacán dependía entera
mente de este vasto mecanismo social, la buena marcha de éste
está demostrada por la longevidad de la metrópoli.
A nuestro modo de ver, la aventura singular de pueblos tan
variados, fraternalmente agrupados alrededor de una concepción
espiritual, pudo sólo perdurar mientras la conciencia relativa al
183
papel dinámico — a la vez humilde y determinante— del indi
viduo en el funcionamiento de las sociedades, se mantuvo entre
ellos luminosa; mientras el mensaje de Quetzalcóatl constituyó
una realidad tan vital como la realidad física.
Con el crecimiento demográfico que lógicamente conoció Me-
soamérica desde la fundación de la primera ciudad náhuatl en los
comienzos de nuestra Era, esta conciencia debió sufrir una sensi
ble disminución. Aun si se puede admitir que la producción
agrícola y artesanal se haya mantenido al ritmo del crecimiento
de la población y que el nivel de vida no haya sufrido demasiado,
es difícil concebir que, con la inexorable multiplicación de las
masas, la facultad de pensar haya quedado inalterada. El hecho
de que desde fines del siglo vm Bonampak exhiba sobre los mu
ros de sus templos historias de batallas entre semejantes, es una
prueba de que el alejamiento de las pasiones ciegas, predicado
por el profeta americano, estaba en decadencia.
En el estado actual de los estudios históricos, es imposible sa
ber si este proceso de desintegración del humanismo quetzalcoatlia-
no que denuncia la arqueología, maduró en el seno de las anti
guas ciudades mismas o fue provocado por la primera ola de
invasores.
De todos modos, aun si la crisis viniera del interior, las facul
tades prodigiosas de las que estas poblaciones ofrecen tantas prue
bas, permiten creer que ellas hubieran logrado, poco a poco, crear
un nuevo orden sin romper tan brutalmente con la ética que ha
bía sido su potencia; a adaptar su sistema a una producción que
había alcanzado, quizás, su máximo, evitando sin embargo la so
lución fácil de estimular el desprecio hacia la vida. El lento y tran -
quilo abandono de Teotihuacán, así como el carácter de los centros
que nacen bajo su égida, muestra, por otra parte, el problema ya
afrontado: descentralización del poder; edificación a una escala
184
menor que implica una economía de personal, tanto religioso como
civil; descenso de la fabricación de objetos rituales, que no podía
ser más que en beneficio de los artículos utilitarios, etc.
Ninguna sabiduría hubiera podido jamás resolver, sin embar
go, el dilema planteado por la constante infiltración de multitu
des que ignof&ban hasta la costumbre de cocer los alimentos. Es
claro que el peso muerto de esta perpetua marea de bárbaros,
quienes llegaban a instalarse en las cercanías de las ciudades, cons
tituyó un peligro mayor que cualquier agresión militar.
Aun en el caso improbable de que, al cabo de cien o ciento
cincuenta años de este régimen, la economía hubiera logrado no
caer a pique, imaginemos el debilitamiento cjue debió sufrir el
alto pensamiento quetzalcoatliano entre primitivos incapaces, por
definición, del menor concepto, y totalmente enajenados al mun
do circundante. Privada del impulso vital que la había sostenido
hasta entonces, Mesoamérica caerá poco a poco en un materialismo
destructor, para el cual las formas transitorias constituirán la rea
lidad última.
Se necesitaría todo un libro para reconstruir en sus detalles
este proceso de enajenación hacia el mundo material cuyas etapas
quedan sorprendentemente visibles. Limitándonos a dar un últi
mo vistazo, observaremos que el cambio fundamental que parece
haber sufrido el antiguo ideal en su renacimiento del siglo xv, se
refiere al papel del individuo en el devenir de la sociedad y del
universo.
El examen de los hechos revela que, a través de la deformación
chichimeca, el sujeto soberano de antaño — esa límpida fuente de
iniciativa y de responsabilidad— es transformado en cosa, en ser
sometido a la voluntad ajena. La modificación sufrida por el con
cepto de trascendencia — núcleo mismo del pensamiento náhuatl—
es instructiva a ese respecto. Hemos visto que el discípulo de
185
Quetzalcóatl necesita la visión de una realidad eterna para domi
nar el tiempo con actos intencionales: su eternidad no es más que
la sucesión infinita de conciencias que se engendran las unas a las
otras; más que la historia cotidiana del incesante surgimiento del
espíritu fuera de la confusión primera.
Vencido por los hechos, el civilizado-bárbaro (tolteca-chichime-
ca) se pierde, al contrario, en la contemplación de una eternidad
abstracta que priva a la acción de su verdadero sentido y convierte
su negación del tiempo en negación de toda libertad. De ahí que
en lugar de anunciar una toma de conciencia social, una rebelión
de la persona contra el fatalismo religioso, el periodo llamado
histórico por la existencia de nombres y de fechas precisas, es el
más ciegamente inconsciente de los valores, aquel que conoció
la sumisión a una eternidad y a un tiempo inhumanos, amputa
dos de la dimensión del espíritu.
Las constantes masacres guerreras, los abusos de la esclavitud,
así como las torturas sacrificiales, perpetradas en nombre de la su
perioridad de un pueblo o de una ambigua responsabilidad cós
mica, dicen mucho acerca de la degradación de la idea de trascen
dencia, sin otro ideal básico que la dominación material.
186
1
Indice de figuras
189
14-17- El dinamismo convierte a la serpiente en
germen de vida ............................................... 29
14: Códice Féjerváry, p. 29
15: Códice Laúd, p. 41
16: Códice Borgia, p. 3
17: Sellos del antiguo México (por Jorge Enciso,
Instituto Nacional de Antropología e Historia,
México, 1947), p. 82
18-21. La greca escalonada: estilización del cuerpo
de la serpiente en m ovim iento..................... 3 ° _33
18 a y b: Edificios de M ida (Oaxaca), Arquitec
tura prehispánica (por Ignacio Marquina, Ins
tituto Nacional de Antropología e Historia, ¡
México, 1951), Láms. 110 - 111
19: Edil icios de diversas zonas: T ajín (Veracruz),
Esplendor del México antiguo, Centro de Inves
tigaciones Antropológicas de México, 1959, pá- «
gina 515. Labná (Yucatán), Marquina: op.
cit., p. 754. Uxmal (Yucatán), Maya Architec-
ture (por Tatiana Proskouriakof, Carnegie Ins-
titution of Washington, 1946). Uxmal (Yu
catán), Marquina: op. cit., p. 783
20: L a greca escalonada en un edificio de Pa
lenque (Chiapas). Dibujo in situ cle Abel M en
doza
2 1: L a greca escalonada en Teotihuacán (Mé
xico). Pintura mural de Tetitla. Dibujo in situ
de Abel Mendoza
22-25. El gancho y la S, otras estilizaciones de la
serpiente en m ovim iento................................ 34
22: Vaso en tecali de la región de Veracruz, Arte
indígena de México y Centroamérica (por M i
guel Covarrubias, Universidad Nacional Autó- t
noma de México, 1961), p. 208
23: Enciso: op. cit., p. 71
190
I
24: Pintura mural leotihuacana, M arq u in a: op.
cit., p. 98
25: Bajorrelieve de un edificio del T a jí n , M a r-
quina: op. cit., p. 450
26-28. La serpiente emplumada: hibridación de es
pecies aparentemente irreconciliables ........ 35 ' 3 6
26: Fresco teotihuacano, Tepantitla
27: Fresco teotihuacano, Zacuala
28: Bajorrelieve sobre un vaso teotihuacano
29-30. . . .Unión inesperada de pesada materia y de
sustancia a la d a .................................................... 37
29: Bajorrelieve sobre un vaso teotihuacano,
Museo Nacional de Antropología e Historia,
México
30: Enciso: op. cit., p. 76
31-35. El Quetzalcóatl es el signo del advenimiento
de la conciencia................................................. 38 -4 1
3 1: Bajorrelieve sobre un templo de Xochicalco
32: Códice Nuttall, p. 75
33: Códice Bodley, p. 17
34: Columna en forma de serpiente emplu
mada, Chichén Itzá (Yucatán); Proskouriakof:
op. cit.
35: Fresco teotihuacano, Atetelco
36-37. El pájaro serpiente: quetzal entrelazado con
el cuerpo de una serpien te.............................. 41
36: Águila con lengua bífida. Fresco teotihua
cano, Zacuala. Dibujo de Abel Mendoza
37: Bajorrelieve sobre un monumento teotihua
cano. Museo de Teotihuacán
38-41. La barba es la característica más notoria del
rey de T u l a ........................................................ 42-44
38. Vaso teotihuacano pintado. Exploraciones
de la autora
gg: Atlas de Durán, Cap. i<?, Lám. 1^
40: Códice Fejérváry, p. 6
4 1: Códice Nuttall, p. 10
42-43. Quetzalcóatl, materia florecien te................... 45-46
42: Códice Borgia, p. 62
43: Códice Magliabecchi, p. 7
44. La banda ondulada, uno de los símbolos de
la Estrella de la M añ an a.................................. 47
Teotihuacán, Códice de Dresden, Monte Albán
y Veracruz
45. La yuxtaposición de los triángulos: desarrollo
y estilizaciones d iversas.................................... 48
Teotihuacán, Xochicalco, la Mixteca y Códice
Borbónico
46-48. Quetzalcóatl portador del bonete formado por
la yuxtaposición de los triángulos................. 4 9 -5 °
46: Códice Borgia, p. 38.
47: Códice Nuttall, p. 46
48: Códice Borgia, p. 73
49. El caracol es el emblema principal de Que
tzalcóatl. Cortes transversales llevados por el
dios como p ectoral............................................. 51
Tomados de varios códices
50-53. El caracol en corte longitudinal, llevado tam
bién como pectoral por Quetzalcóatl........... 52-54
50: Códice Borgia, p. 73; Códice Borgia, p. 64;
Códice Nuttall, p. 78, y fresco teotihuacano
5 1: Cerámica teotihuacana. Exploraciones de la
autora
52: Vaso de barro anaranjado de Teotihuacán.
Museo de Villahermosa (Tabasco). Dibujo in
situ de Abel Mendoza
53: Fresco teotihuacano, Yayahuala
c
54- Caracol pintado al fresco con el jeroglífico de
los triángulos yuxtapuestos............................ ^
Teotihuacán. Museo Nacional de Antropología
e Historia, México
55. El Señor Quetzalcóatl en un fresco teotihua-
c a n o ....................................................................... 57
Atetelco
56-57. El caracol fue explicado como símbolo de
generación, de nacim ien to.............................. 58
Vasos mayas. Maya Hieroglyphic Writing: Intro
duction (por j . Eric S. JLhompson, Carnegie
Institution of Washington, 1950), Eig. 21
58. Caracoles gigantescos en un edificio de Copán 59
Proskounakof: op. cit.
58 a. El corte de caracol forma el cascabel de esta
serpiente pintada al iresco sobre un muro
de Y ayah u ala...................................................... 59
Eresco teotihuacano. Yayaüuaia
59. Estilizaciones del jeroglífico “ movimiento” . 61
60 a y L>. jeroglíficos de totalidad y símbolos del pla
neta V e n u s .......................................................... 62-63
60 a: Thompson: op. cit., p. 25
60 b: Chichén Itzá: Códice de Viena y Códice
Féjerváry, p. 25
61. El jeroglífico de totalidad llevado por el Señor
de la A u ro ra ........................................................ 64
Códice Féjerváry, p. 25
62 y 64. El símbolo del Sol, rodeado por glifos de
Venus ................................................................... 64-65
62: Pintura mural de Mi tía. Marquina: op. cit.,
P- 387
64: Códice Nuttall, p. 33
193
97 Y 97 a• Hombres-tigre en forma de hacha, símbolo
del rayo ..............................................................
97: “ El arte olmeca” (por Miguel Covarrubias,
Cuadernos Americanos, julio-agosto, 1946), p. 153
97 a: Museo de Villahermosa. Dibujo in situ de
Abel Mendoza
98. Caballero-tigre teotihucano..............................
Zacuala. Museo de Teotihuacán
99. Los caballeros-tigre eran miembros de una
orden re lig io sa ....................................................
Esculturas t'eotihuacanas en barro. Colección
Diego Rivera
100. Guerreros mayas con cascos de t ig r e ...........
Frescos de Bonampak. Bonampak, Chiapas, M é
xico. Carnegie Institution of Washington, 1955
101 y 102. Tezcatlipoca, el enemigo, el sembrador de
d isco rd ia..............................................................
10 1: Códice Borbónico, p. 3
102: Fresco teotihuacano, Tetitla
103. Figura patética con la barra y tres puntos . . .
Fresco teotihuacano, Atetelco
104. Un Xólotl barbudo como Q uetzalcóatl.........
Bajorrelieve de la región de Veracruz. Covarru
bias: Arte indígena. . . , p. 195
105-108. Xólotl en Monte A lb á n ..................................
109. Xólotl asociado al t ig r e ....................................
110 -112 . La mariposa (símbolo de fuego) reemplaza
las partes genitales ...........................................
105-112: Bajorrelieves en piedra, Monte Albán.
Caso: op. cit.
113 - 12 1. El Descenso a los in fiern os..............................
113 : Bajorrelieve en piedra, Monte Albán. Caso:
op. cit.
1
114: Códice Laúd, p. 4
115 : Códice Féjerváry, p. 37
116 y 117 : Códice Borgia, pp. 53 y 8
118: Códice Nuttall, p. g
n g -12 1: Códice Borgia, pp. 70, 24 y 5
122 y 123. Traspasando la materia hasta los abismos,
Xólotl se enfrenta con la muerte, con la nada 98
122: Códice Féjerváry, p. 28
123: Códice Laúd, p. 2g
124 y 125. Con este enfrentamiento, Xólotl realiza la
unión cósmica que está en el eje del pensa
miento náhuatl ................................................. 99
124: Códice Laúd, p. 20
125: Códice Borgia, p. 5
126. Xólotl en su entrevista con el Soberano de las
Profundidades .................................................... 101
Códice Borgia, p. 42
127. Xólotl en posesión de los restos que habrá de
resucitar .............................................................. 102
Códice Féjerváry, p. 32
128. Xólotl como arquetipo del p en iten te........... 105
Códice Borgia, p. 9
129. La voluntad de transmutación in te rio r......... 129
Códice Borgia, p. 46
130. La ceguera hacia el mundo ex te rio r............... 107
Códice Borgia, p. 10
Uno de los símbolos de la pen itencia........... 108
13 1 y 132. La identificación del doble con la parte in
material del ser humano .................................. no
13 1: Códice Borbónico, p. 12
132: Códice de Dresden, p. I
133. Xólotl cegado por un dardo s o la r ................. 112
Códice Laúd, p. 22
!9 7
\
t
1 34 “1 3 ^- asociación de Iztlacoliuhqui con Xólotl es
constante.............................................................. 113- 114
1 3 4 : C ó d ic e F é je rv á ry , p. 33
135: Códice Laúd, p. 12
136: Fresco teotihuacano, Tepantitla
l S7 Y El doble se desprende del dios del f r í o ......... 115
Códice Borgia, pp. 69 y 12
139. La roseta de papel, atributo de Mictlante-
cuhtli .................................................................. 116
Códice Borbónico, p. 10
140 y 14 1. El nacimiento del Quinto Sol del cuerpo des
garrado de X ó lo t l ............................................. 117- 118
Códice Borgia, pp. 40 y 43
142-145. Quetzalcóatl, portador de las flechas que
arrancó al reino de la muerte ................... 120- 121
142 y 144: Frescos teotihucanos, Atetelco
143: Fresco teotihuacano, Tepantitla
145: Bajorrelieve sobre un vaso teotihuacano.
Exploraciones de la autora
146. Signos que se refieren al Señor de la Au
rora ....................................................................... 122
Vaso teotihuacano pintado. Exploraciones de la
autora
147. El pájaro y el reptil en el rostro de Tlahuiz-
calpantecuhtli...................................................... 123
Códice de Dresden, p. xlix
148. Bajorrelieve de la ciudad maya de Yaxchilán
(Chiapas).............................................................. 124
Museo Británico
149. Tlahuizcalpantecuhtli con el torso descarnado
Códice de Dresden, p. xlvii
198
\ § o a y b . El corte de caracol ........................................... 12 g
150 a; Fresco teotihuacano, Atetelco
150 b : T ula (Hidalgo)
15 1 a. Estilización del cuerpo de r e p t il..................... 12 6
151 b-d y
e-g. Otras estilizaciones del cuerpo de r e p til......... 127
15 1 a: T ula
15 1 b-d y e-g: Vasijas teotihuacanas. Explora
ciones de la autora
152. Figuras de tierra cocida: rostro humano con
la lengua bífida del r e p t i l .............................. 12Q
Colección Diego Rivera
153. El hombre-pájaro-serpiente en un fresco de
Z a c u a la ................... ............................................. 130
Fresco teotihuacano, Zacuala
154. El elemento reptil ........................................... 131
Fresco teotihuacano, Zacuala
J 55 Y Estilizaciones teotihuacanas de la boca y del
ojo solares............................................................ 135
155: Fresco teotihuacano, Zacuala
156: Cerámica y frescos teotihuacanos
157. Jeroglífico del ciclo temporal ........................ 136
Vaso teotihuacano. Museo Nacional de Antro
pología e Historia, México
158. Los triángulos yuxtapuestos............................ 137
Fresco teotihuacano, Yayahuala
159. El rostro humano reemplaza a cualquiera
otra representación esculpida ........................ 141
Colección Diego Rivera
160. Los peregrinos desnudos ................................ 14 2
Exploraciones de la autora
199
c
160 a. PL1 dios de los peregrinos .............................. 143
Fresco teotihuacano, Zacuala
16 1. La imagen de la perfección in te rio r............. 144
Exploraciones de la autora
162-166. Reconstrucciones arquitectónicas.........entre 150-151
Cabeza de serpiente emplumada. Lleva en la
boca un cuchillo con gotas de sa n g re ........... 157
167-168. Metamorfosis de un penitente en Quetzalcóatl 163
167: Códice Borbónico, p. 14
168: Códice Borgia, p. 67
169. La situación estratégica de X ica la n c o ........... 166
170. El dios de los peregrinos en uno de los ángulos
del patio c en tra l................................................. 167
R econ stru cción arqu itectó n ica
1 71 . Tipo de figurillas de los siglos guerreros . . . . 172
T u la (H id algo)
200
Láminas
201
26-27. El rostro humano en Teotihuacán.
28-43. Figurillas teotiliuacanas.
44- Vasija teotihuacana pintada al fresco.
45-49. Vasijas teotihuacanas con decoración grabada.
50. Vasijas teotihuacanas con pintura negativa.
51-54. Cerámica teotihuacana de barro anaranjado.
55. L a forma más característica en Teotihuacán.
56. L a cerámica pintada que más abunda en Teotihuacán.
57. La típica cerámica roja de Teotihuacán.
58-59. Cerámica rojo sobre blanco.
202
Indice general
P R E F A C IO , de Mircea Eliade, vn
IN T R O D U C C IÓ N i
I. LOS D O C U M EN T O S E S C R IT O S 9
10 Esquema histórico
13 El periodo creador
203
150 El hombre y la historia
153 El hombre como energía creadora
158 El hombre como unidad integral
204
o
PR O C E D E N C IA I)E LO S O B JE T O S REPRO D U CID O S
EN LA S LÁ MI NA S
F O T O G R A F ÍA S
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cuyo cuidado estuvo la edición, con la ayuda de
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\