4 La Encrucijada de Beth - Sofia Duran

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La encrucijada de BEth

Los hijos de Bermont IV

Sofía Durán
Copyright © 2021 Sofía Durán

Derechos de autor © 2021 Sofía Durán


©La encrucijada de Beth

Todos los derechos reservados


Los personajes y eventos que se presentan en este libro son ficticios. Cualquier similitud con
personas reales, vivas o muertas, es una coincidencia y no algo intencionado por parte del autor.
Ninguna parte de este libro puede ser reproducida ni almacenada en un sistema de recuperación, ni
transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico, o de fotocopia, grabación o de
cualquier otro modo, sin el permiso expreso del editor.

Editado: Sofía Durán.


Copyrigth 2021 ©Sofía Durán
Código de registro: 2105267930249
Fecha de registro: 26/05/2021
ISBN: 9798510827576
Sello: Independently published

Primera edición.
El perdón se da cuando se cree que se merece;
si has de perdonar, que sea con el corazón,
sin arrepentimientos, ni rencores.
Contents

Title Page
Copyright
Dedication
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epilogue
Capítulo 1

Los pasos femeninos recorrían aquel alargado pasillo con una rapidez
que rosaba con una carrera. El vestido de aquella dama era levantado con
demasiada desfachatez para encontrarse en un palacio y, si se tomaba en
cuenta la hora, podría ser sumamente comprometedor.
La joven abrió una gran puerta y cerró tras de sí, se sorprendió a si
misma caminando de puntillas cuando en realidad, tenía que despertar a la
persona en el interior de la recámara.
—Princesa… —dijo en una voz susurrante—. Princesa…
La joven intentó abrir sus ojos pesadamente, sintiéndose agotada, pero
era tanta la insistencia, que no le quedó más remedio que abrir los ojos y
enfocar a la hermosa duquesa que parecía nerviosa.
—¿Ana? ¿Qué ocurre?
—Mi lady, el príncipe ha llegado.
La mujer volvió a recostar su rostro en la almohada y giró su cuerpo
para darle la espalda a su una de sus damas de compañía.
—Como sabrás, Ana, mi esposo tiene otras predilecciones sobre con
quién pasar sus noches.
—Mi lady, ha pedido estrictamente que vaya —dijo presurosa,
mirando hacia los lados—. Dijo, que, si usted se negaba, él vendría.
—Está bien —la princesa se levantó lentamente, colocándose la bata y
sus zapatillas de noche—. ¿Dónde me tengo que encontrar con su alteza,
Ana? Supongo que será algo importante si quiere hablar conmigo a estas
horas.
—El príncipe está en su recámara, mi lady.
—¿Quiere que vaya a…? —ella suspiró—. Está bien, Ana, puedes ir a
dormir ahora y no te preocupes, estaré bien.
—Mi lady, si no es molestia, preferiría esperarla aquí.
—Gracias, Ana —sonrió la mujer y tocó el hombro a la duquesa al
pasar junto a ella.
La princesa caminaba con pasos seguros por el pasillo, mantenía su
cara en alto, tenía una estructura garbosa que daba a entender que nadie
podría amedrentarla por mucho que se intentara. Tomó una larga y profunda
respiración cuando tocó un par de veces a la puerta.
—Adelante.
La joven mujer pasó a la recámara de su marido y cerró la puerta tras
de sí, pero no hizo nada más, se quedó a sólo unos centímetros de la salida,
esperando que el encuentro fuera rápido y puntual.
—Me han dicho que me buscaba, su alteza.
El hombre volvió la mirada, tenía unos ojos azules increíblemente
profundos, sus cabellos eran como el trigo maduro y era alto y fuerte, con
una barba de apenas dos días y una nariz recta. Era un alemán en toda la
palabra.
—Sí, me alegra que Ana fuera tan eficiente, hicieron bien en ponerla a
tu cargo.
—Por no decir que me obligaron a aceptarla, su alteza.
—No veo que te cause conflicto ahora.
—Hemos llegado a hacernos amigas —asintió.
—Bien —el hombre la miró después de haberse distraído con algunos
papeles—. Te has puesto más hermosa.
—Gracias, su alteza.
El hombre suspiró.
—Vamos, mujer, soy tu marido, no sólo tu príncipe.
La mujer se quedó callada por un largo momento y asintió.
—Ambas cosas son ciertas, alteza.
—Me han dicho que Albert se ha enfermado hace poco.
—Sólo fue un buen susto, alteza, está bien ahora.
—Te ves cansada —observó—. ¿Comes lo suficiente? ¿Duermes bien?
—Estaba dormida hasta que me llamó, alteza —dijo la joven—. He de
admitir que, con un bebé, no se puede dormir mucho, pero estoy bien, todas
las madres sufren lo mismo.
—Ese es otro tema que quería tocar, mi madre piensa que eres
demasiado apegada a Albert, cree conveniente que lo cambies a una
habitación más cercana a la de ella —el príncipe observó cómo su esposa
perdía color—. Será un rey, necesita otro tipo de educación.
—Es sólo un bebé —susurró.
—Aun así, el que comience a ser mimado no ayudará a un próximo
gobernante —se paró cerca de ella—. Me han dicho que rechazas cualquier
ayuda y has negado el permiso de que trajeran a la nodriza.
—Su alteza, si en algo lo he ofendido, pido disculpas, pero soy su
madre y creo que puedo decidir lo que es mejor para él.
—Eso crees… —se volvió hacia el escritorio que había en la
habitación del príncipe—. Comienzo a darle la razón a mi madre. Quizá
estás demasiado enajenada con el niño, puede ser buena idea que mi madre
lo tenga por un tiempo.
La mujer sintió que sus piernas temblaron y su corazón se paralizó.
¿Quitarle a su hijo? Albert era lo único valioso que tenía, era la razón de
que siguiera con vida y lo único por lo que no se marchaba de ese lugar.
—Por favor, su alteza —se adelantó dos pasos—. Se lo suplico, no me
aparte de mi hijo, yo…
—Tranquila, mujer, tranquila. —trató de tocarla, pero ella saltó hacia
atrás y bajó la mirada. El príncipe suspiró—. Sólo era una idea, quisiera que
la consideraras.
—No lo aceptaré, su alteza —dijo en una voz que denotaba el temor
que había sentido—. Dé el agradecimiento de mi parte a su excelencia, la
reina, pero he de declinar.
—Bien, si ese es tu deseo, se lo haré saber.
La joven no habló, lo miraba tranquilamente desde su posición, pese a
que sintiera que estaba por desmayarse, su orgullo y vanidad no le
permitieron mover siquiera un músculo de su cara.
—¿Es todo, su alteza? —dijo después de un tiempo indeterminado en
el que el príncipe la observaba.
—Sí, lamento haberte despertado.
—Me alegro que haya tenido un buen viaje y le deseo una noche
agradable —la mujer se inclinó ante el príncipe y se apuró a salir.
—No recuerdo haber dicho que podías marcharte.
Ella sintió un escalofrío y cerró los ojos.
—Habré malentendido, su alteza, pensé que había dicho que era todo
lo que tenía que decirme.
—Así es, pero nada evita que duerma con mi mujer.
—Con todo respeto, su alteza, su hijo me necesita —lo miró con
determinación—. Con su permiso.
El hombre dejó que su mujer se marchara y se recostó en la cama.
Entendía perfectamente la posición de su esposa, la notaba tan cambiada
que incluso parecía otra persona. Cuando la conoció era una mujer vivaz,
sonriente y enamorada… sí, se había casado enamorada de él, pero de eso
parecía haber pasado una eternidad.
Incluso se había perdido del nacimiento de su propio hijo, ¡Ni siquiera
sabía que su esposa había quedado embarazada! Simplemente le avisaron
cuando él estaba haciendo un recorrido por Canadá. Le hubiese gustado no
haber actuado tan mal con ella, al menos esperaba que no haberla hecho
sufrir en demasía, ¿Algún día lo perdonaría...?
Lo dudaba.
Sabía que la única razón por la que Beth Aigrefeuille se quedaba a su
lado, era por el hijo que habían concebido, su heredero, el próximo rey
Wurtemberg; ella sabía que, si decidía marcharse, sería con la condición de
que jamás volvería a ver a su hijo y ella no permitiría algo así.
Para ese momento, él no quería que se marchara, había sido un idiota,
un niño infantil al cual le habían quitado lo primero que quería y le
impusieron otra cosa. Beth… ella no había tenido nada que ver, pero fue la
más perjudicada en todo, quisiera decir que podía recuperarla, pero la
conocía, para ese momento, quizá lo hubiese expulsado lejos de su corazón.
Beth llegó a su habitación y cerró la puerta con fuerza, recargándose
en ella y dejándose caer hasta el suelo. No había visto a su esposo en
demasiados meses, no había cambiado nada, seguía siendo tan apuesto
como el día en el que lo conoció y se enamoró de él a primera vista… Ojalá
en ese entonces se hubiera dado cuenta de las señales, quizá ahora estaría en
otro lugar, siendo feliz.
—¿Princesa?
—Oh, Ana —Beth extendió sus manos y tomó las de la duquesa—.
Lamento haberte mantenido en vela, me encuentro bien y el príncipe ha
terminado de dar sus encomiendas a mí.
—Mi lady… Beth —cambió el tono a uno más familiar—. ¿Cómo te
encuentras tú en lo personal?
—Tan sólo sé que tengo un hijo, uno al que educaré para ser un buen
gobernante y lo más diferente a su padre que me sea posible.
La duquesa sonrió de lado y suspiró.
—¿Aún lo amas?
Beth la miró molesta, pero cerró los ojos, Ana era como un pequeño
cordero desvalido, nadie podría gritarle o enojarse con ella.
—No pensarás que esa respuesta puede ser positiva, Ana —la princesa
pasó de largo hasta la cuna de su bebé—. Él decidió por los dos las
condiciones de nuestro matrimonio…
—Al menos está casada con alguien que no es del todo desagradable
—suspiró la duquesa.
—¿Quieres decir que el duque finge bien su papel? —elevó la ceja—.
Me parece agradable y hasta buen mozo.
—Quizá en el exterior, mi lady, pero cuando uno ve su interior, se dará
cuenta que está todo podrido.
—Lamento oírlo.
—Al igual que usted, yo tengo hijos, son la luz de mi vida y en ello me
concentro —la duquesa le quitó la bata y sonrió—. Además, usted es amada
por el pueblo alemán, estoy casi segura de que la aman más a usted que a
todos los demás.
—No digas tales cosas, Ana —sonrió Beth—. Se pueden enfurecer, ya
nos hemos dado cuenta de lo que puede llegar a hacer la reina por tener algo
de atención.
La duquesa tapó su boca con una mano y negó.
—Es usted temible, princesa.
—¿Las interrumpo?
Ambas chicas soltaron un grito y se volvieron hacía la puerta con una
cara sorprendida, sobre todo por lo que habían dicho, prácticamente
hablando mal de su reina.
—Su Alteza —se inclinó Anna y miró largamente a su amiga antes de
abandonar la habitación.
—¿De qué hablaban? —el hombre se cruzó de brazos.
—D-De los centros de caridad —ella se dio la vuelta rápidamente,
buscando que hacer para no develar la mentira—. Mañana mismo iré a
cerciorarme de…
—Sí, me he enterado que te has hecho sumamente popular en el
pueblo —se acercó un paso más.
—No sabría decirlo —Beth lo miró seriamente, frenando los pasos de
su esposo—. Ellos aclaman a todo el que sale de este castillo, no suelo notar
diferencias.
—Siempre has sido tan alzada, incluso cuando nos conocimos pensé
que eras perfecta para ser reina, parecía que llevabas la corona desde hacía
mucho tiempo.
Beth lo miraba fijamente, pero al notar que terminó de hablar y no
llegaba al punto de su presencia en su alcoba, se vio en la necesidad de
preguntar.
—Y bien, alteza, ¿A qué debo su presencia?
—¿Necesito una razón para estar en tú habitación?
—Sí, alteza, normalmente la tiene —dijo determinada—. Pero no creo
que necesite procrear otro heredero y tampoco creo que merezco ser
insultada, como en el pasado.
—Jamás te insulté, Beth.
—Quizá con palabras no, pero ciertamente lo hacía con su presencia
aquí después de… —ella bajó la mirada y se volvió hacia la ventana—. Por
favor, alteza, váyase de aquí.
—Sé que actué mal en el pasado, pero quiero remediarlo.
—¿Cómo espera que pase eso?
—¿Podrías darme una oportunidad?
Beth volvió su mirada a los ojos del príncipe, sintiéndose extrañada e
indignada. El llanto del bebé en la cuna hizo que los sentidos de la madre se
tornaran hacia el bultito que se entretenía en intentar liberarse de las mantas
puestas por su madre.
—Ven, mi amor —dijo la madre dulcemente al pequeño bebé que
berreaba y refunfuñaba—. ¿Extrañaste a mamá?
—Beth…
—Por favor, alteza, creo que entenderá que necesito atender al bebé —
miró nerviosa como el niño se pegaba a su pecho, ansioso por recibir su
alimento.
—Soy su padre, al menos me gustaría conocerlo —ella casi grita ante
esas palabras—. Esperaré a que termines.
Beth enrojeció de pies a cabeza y negó.
—Salga, por favor.
—No lo haré, Beth.
—¿Quién se cree que es para venir a imponerse aquí?
—Bueno, soy un príncipe, el dueño del castillo y tu esposo, ¿Te es
suficiente o necesitas más?
—Por favor, no me haga sentir más humillada de lo que ya me siento
—bajó la cabeza—. Se lo pido de favor, salga.
Moría de ganas por ver a su hijo, pero su esposa se empeñaba en
cubrirlo con la mantita sobre su hombro y se movía constantemente para
que ni siquiera pudiera verle la nariz.
—Bien —se puso en pie—. Pero volveré, dormiré aquí.
Ella lo miró con el ceño fruncido, más bien, compungido, pareciese
que le acabaran de dar un buen golpe en el estómago.
—Su alteza, creo recordar que nunca le agradó mi habitación.
—Es verdad, la odio, pero dudo que aceptes ir a la mía.
—¿Para qué iría a la suya, alteza? —lo miró—. Tengo todo lo que
necesito aquí.
El príncipe sonrió y tomó la puerta.
—Te lo he dicho, Beth, volveré.
La joven meció a su hijo entre sus brazos y se agachó para darle un
beso, permitiéndole al padre ver toda esa escena hasta que salió de la
habitación y suspiró pesadamente.
—¿Qué pasa hermanito? —sonrió Alan—. ¿Problemas con la
princesa?
—¿Esperabas algo diferente?
—No, la verdad es que no. Dejaste a esa pobre chica a merced de
todos nosotros, aunque he de admitir que la desgraciada salió con la cabeza
en alto —negó—, parece que la conocen y se enamoran de ella… Ojalá
hubiese pasado eso contigo, ¿Cierto Raimond?
—Cállate, Alan —se frotó los ojos—. Era un idiota, lo sé.
—Bueno, un idiota enamorado, a lo que sé —se encogió de hombros
—. Por cierto, ¿Dónde dejaste a Marilla?
—Serías de gran ayuda si te marcharas.
—¿En serio? —el menor se sentó en una silla imperial a las afueras de
la recámara de la princesa consorte del reino—. Creo que te conviene hablar
conmigo, justo ahora, yo conozco más a la princesa de lo que tú lo haces.
Estuviste ausente durante tanto...
—¡Lo sé! —se quejó—. Lo sé…
—Bueno hermanito, pareces algo tenso, iré a ver cómo me divierto
mientras tú… tú puedes seguir viéndole la cara a Beth —sonrió Alan—. Por
cierto, la chica está que se cae de buena, ¿sabes? En una ocasión la vi por
accidente mientras se bañaba, ¡Dios santo! Qué perfecta creación.
—Bastardo —apretó los puños fuertemente y se acercó a su hermano
menor.
—Tranquilo, tranquilo —levantó las manos en rendición—. Era
broma, ¿Cómo demonios piensas que alguien me dejaría entrar en su
habitación? No digo que no intentara entrar para consolarla… pero es tan
mojigata que jamás lo consintió.
—Creo que nos odia a todos por igual —se cruzó de brazos Raimond.
—No es que alguno de nosotros se haya comportado mejor con ella
durante todo este tiempo —elevó las cejas—. Aunque de Beth a Marilla,
prefiero mil veces a la princesa, sólo un ciego opinaría lo contrario… ¡Oh!
Espera, pero si ese eres tú.
—¿Podrían guardar silencio, altezas? —Beth asomó su rostro por la
abertura de la puerta—. Intento que un bebé se duerma y si ustedes gritan,
jamás lo lograré.
—¡Mi querida Beatriz!
—No me llamo Beatriz, tan sólo Beth.
—¿No te parece que suena incompleto?
—Adiós, Alan —ella cerró la puerta, dejando a los hermanos
nuevamente en soledad.
—¿Te tutea?
—Llevamos algún tiempo conociéndonos, gran bobo —rodó los ojos
—. Me tiene confianza.
—Sé que eres un conquistador, Alan, pero aléjate de mi esposa.
—No creo que a ella le moleste recibir atenciones de vez en cuando, su
marido solía negárselo, pero hay demasiada gente rondando en el palacio
únicamente para darle un vistazo a la princesa, algo hace esa mujer que
parece irresistible para quién la conoce, mujer, hombre, niño, animal…
bestia. ¿Genial? No, no en realidad, pone de muy mal humor a madre.
—¡Largo de aquí, Alan!
—Como quieras.
Raimond vio partir a su hermano y miró la puerta de su esposa,
dándose cuenta que ella había corrido el seguro, ya se lo esperaba, por lo
cual metió la llave y la abrió por su cuenta. Su esposa soltó un gritito
contenido y cubrió su cuerpo con las mantas ante la intromisión, parecía
enojada y avergonzada al mismo tiempo.
—Su alteza… creí decir que no quería que se quedara aquí.
—Creí advertir que volvería.
Beth mordió sus labios con fiereza para no soltar una maldición y se
puso en pie junto a la cama, colocando rápidamente la bata sobre su
camisón.
—Espero que disfrute la cama, alteza —dijo tranquila—. Dormiré en
el sillón.
—No harás algo como eso —caminó rápidamente hasta que logró
interceptarla en el camino, tomando su cintura y acercándola a su pecho—.
Y bien, señora, ¿En serio prefiere ir a un duro sillón antes de compartir una
cama conmigo?
Beth tomó aire con mucha tranquilidad y levantó la cabeza, sus
profundidades azules parecían vacías cuando lo veía a él.
—Sí, alteza, lo prefiero.
—Está bien, entonces, tomaré el sillón y tú puedes ir a la cama —se
inclinó para besarla, pero ella apartó la cara con rapidez, provocando la
sonrisa de su marido—. Dios sabe que necesitas descansar al cuidar tú sola
del bebé.
Beth apartó los brazos que la mantenían presa y lo miró retadora antes
de ir a la cuna de su bebé y tomarlo en sus brazos, seguramente alejándolo
de su padre.
—Espera —ella sintió un escalofrío—. Enséñamelo.
—Está dormido.
—No he dicho que lo despertaras —se acercó lentamente—. Sino que
me lo enseñes.
Ella se quedó inmóvil, permitiendo que fuera él quién descubriera la
carita del niño bajo las mantas y sonriera complacido con lo que vieron sus
ojos.
—Es perfecto —miró a su esposa, quién volteaba la cara hacía otro
lugar—. Beth, gracias por traerlo al mundo.
Ella mordió fuertemente sus labios y sus ojos se cristalizaron, parecía a
punto de desmaterializarse, pero, aun así, logró hablar con total claridad y
sin un deje de llanto:
—¿Puedo ir a la cama ahora?
—Sí.
El príncipe vio cómo su esposa dejaba el niño en medio de la cama y
después, se metía a su lado, rodeándolo dulcemente en un abrazo y
susurrando palabras que él apenas alcanzaba a deducir. Su esposa parecía
tan pequeña, tan hermosa y tan dulce, que una sensación inmunda lo
invadió al recordar lo mucho que la había hecho a un lado. Jamás se
terminaría de perdonar haberla dañado.
Había sido sólo un muchacho caprichoso, empeñado a hacer lo que
quería y sin temor a herir a nadie en el camino. Debía aceptar que, cuándo
se casó con su esposa, jamás pensó en ella como algo más que la persona
con la que compartiría su vida, nada esencial o especial, sólo una persona
más con la cual convivir.
Pero ella siempre fue tan… impresionante. Beth no sólo era hermosa,
sino hechizante, como una maga o una ninfa preciosa, no había nadie que la
conociera que no pensara que era encantadora, de modales excelentes, era
fácil quedarse prendado de ella desde la primera vez que se la veía, no
importaba la edad, raza o sexo.
En un tiempo, eso lo disgustó sobre manera, le huía y hasta la
expulsaba de su lado, no veía el potencial que tenía al tenerla como esposa,
el que todos la quisieran provocaba que lo amaran a él y, ahora que la había
perdido, no podía más que reprocharse el hecho de que jamás la podría
volver a recuperar, de eso estaba seguro. Lo intentaría, lo haría con todas
sus fuerzas, pero ella parecía determinada a odiarlo hasta el día de su
muerte, y no la culpaba.
Capítulo 2

Beth tenía ganas de gritar como una desquiciada y llorar hasta llenar
la tierra entera, pero algo dentro de ella no se lo permitió, jamás dejaría que
ellos vieran el daño que le hacían. Aún recordaba nítidamente cuando la
reina la amenazó con su hijo, la razón por la que obedecía y no replicaba.
Llevaba varios meses de casada cuando de pronto había recibido la
noticia de que su marido iría de viaje y ella había quedado embarazada.
Para ese momento, Beth tenía el conocimiento de que Raimond se había
casado con ella sólo para salvaguardar la sangre de su familia, pero, a la que
en verdad amaba, era a Marilla, una joven que él había conocido por
casualidad en una beneficencia hacía años.
Se habían hecho amigos rápidamente, pero todos rumoreaban que
había mucho más ahí que una simple amistad. Sin embargo, la mujer sin
sangre noble y sin siquiera renombre o dinero suficiente, no era candidata a
ser la siguiente reina de Wurtemberg y ahí era donde entraba la perfecta
Beth, una jovencita francesa hija de importantes personalidades y, además,
tranquila, dulce e inocente.
Había sido la elegida para ocultar de la mejor forma el amorío entre
Marilla y el príncipe Raimond, pese a que la primera estuviese casada. Beth
había creído en una mentira y ahí estaban las consecuencias de no haber
escuchado a nadie e ignorar las señales.
La joven despertó por cuarta vez en esa madrugada en la que su esposo
volvió después de tanto tiempo. Se había perdido del nacimiento de su hijo
y heredero, se dedicó a alejar a Beth de él y de todo lo referente a su vida;
ella se había ganado el amor de todo su pueblo, pero no de la familia real.
La joven tocó su cabello mojado antes de percatarse que su bebé no
estaba más con ella en la cama. Sintió que la muerte le había llegado, buscó
desesperada entre las sabanas y prendió la lámpara junto a su cama.
Pensó por un momento que su suegra habría cumplido su amenaza y
alejó a su hijo de ella. Desde que descubrió la verdad, había querido irse de
ahí, pero la advertencia de la reina fue clara: si ella se iba, sería sin su hijo.
Era el heredero del reino y, si acaso ella se revelaba contra ello, su marido
tenía todas las potestades de quitárselo para siempre, ese bebé no sólo le
pertenecía a su padre, sino al reino entero.
—¿Beth? —Raimond abrió los ojos al escuchar el primer lamento de
su esposa y asomó la cara por encima del respaldo del sillón—. ¿Qué
ocurre?
—Mi hijo, ¡¿Dónde está?! —dijo histérica, dejando salir lágrimas
silenciosas.
—Aquí —el príncipe se sentó adecuadamente y enseñó al niño
durmiente en su pecho—. Estaba llorando y pensé que…
La madre no lo dejó terminar, se había puesto en pie con una rapidez
impresionante y tomó al niño de los brazos de su padre; lo abrazaba con
claros temblores en sus extremidades.
—¿Estás bien, mi amor? —le habló al niño—. Oh, lo siento.
—No le haría nada, Beth —frunció el ceño—, es mío también.
Ella lo miró molesta, se notaba que quería decir algo, Raimond incluso
consideró que deseaba golpearlo; en cambio, su mujer mordió fuertemente
su labio y fue directa a su cama, se acostó y apagó la luz.
—¿Qué demonios te ocurre? —se recostó de nuevo en el sillón,
pasando sus manos por debajo de su cabeza—. Sé que será difícil que
seamos una familia, pero el pueblo espera que…
—Me sé comportar frente al pueblo, su alteza, no tiene que
preocuparse por ello.
—¿No? —se sentó de nuevo—. No serás sólo la princesa dorada de
gran corazón, sino que serás mi esposa, tendrás que estar a mi lado todo el
tiempo.
—Lo entiendo perfectamente —dijo tranquila—. Haré lo que sea con
tal de mantenerme junto a mi hijo, llevo haciéndolo durante todo este
tiempo, no veo por qué ha de cambiar algo.
Raimond frunció el ceño.
—¿Por qué no lo estarías? Eres su madre.
Ella no contestó y Raimond pensó que se habría dormido.
Esperó un poco más antes de levantarse del incómodo sillón y fue a
pararse junto a la cama, donde su esposa se abrazaba al pequeño cuerpo de
su hijito, ambos completamente dormidos.
El corazón le dio un vuelco poco conocido al ver aquella imagen, su
esposa parecía ser una armadura fortificada para que nadie tocara al
pequeño bebé que descansaba tranquilo con un dedo de su madre atrapado
entre su manita rechoncha.
Se acercó un poco y vio de cerca a su bebé. Albert era una copia
exacta de sí mismo; no había heredado el cabello rubio rojizo de su madre,
ni tampoco el color azul de sus ojos. Raimond recordaba haber preguntado
por el cabello y ojos de su esposa en algún momento, ella había dicho que
había heredado lo rojizo de una de sus tías, aunque ella lo tenía un poco
más rubio y, los ojos, eran los de su padre. En más de una ocasión ella había
reído de sí misma al decir que no era hija de sus padres, debido a que no se
parecía mucho a ellos ni físicamente, ni tampoco en personalidad.
Se sentó en el borde de la cama y acarició el cabello de su esposa por
largo rato, verla tan relajada provocaba que él mismo se sintiera en paz, no
podía creer que se hubiera perdido de ellos. Así que terminó por decidir que
ansiaba dormir en ese lecho, junto a su familia, se recostó junto a la que era
su mujer, abrazándose a su cuerpo y dejando una mano sobre la piernita
gruesa de su hijo, cayendo instantáneamente dormido.
Beth despertó gracias al sonido leve y casi dulce que se hacía en las
mañanas gracias al suave tintinear de los cubiertos y las tazas de té siendo
colocadas en la mesita de su habitación. Su doncella ya se había
acostumbrado a que Beth solía tomarlo justo después de levantarse, se había
convertido en una costumbre para ambas, pero, lo que la doncella jamás se
esperó, fue encontrar a su señora junto con el príncipe, en la cama.
Era un secreto a voces que el príncipe no amaba a su princesa; todos
sabían que la unión se había consumado y nadie diría que el príncipe Albert
no era la viva imagen de su padre, pero no era común que su excelencia el
príncipe Raimond se quedara en la habitación de su esposa hasta el
amanecer.
—¡Dios mío! —Beth se había sentado correctamente en la cama,
tomando la sabana como protección extra contra su marido, que desde hacía
horas que la miraba dormir sobre su pecho, donde él la había colocado.
—Buenos días a ti también —sonrió, poniéndose en pie—. Le di
permiso a la nana de Albert que se lo llevara y dejé pasar a tu insistente
doncella con tu té de las mañanas.
—¿Por qué ha dormido en la cama? —dijo molesta—. Me dijo que
dormiría en el sillón.
—Al final, me resultó sumamente incómodo y decidí unirme a mi
familia en la cama.
—Yo no soy su familia —susurró la joven.
—Si lo eres —dijo Raimond con autoridad, viéndola directo a los ojos
—. Eres la madre del futuro rey y mi mujer.
Ella respiraba con dificultad, presa de una ira tan inmensurable que
sentía que vomitaría bilis en ese mismo momento. ¿Cómo se atrevía a
decirle tales cosas? ¿Su familia? ¡Por favor! ¿Desde cuándo pensaba ese
hombre que ellos eran su familia? Ni siquiera estuvo presente cuando
Albert había nacido y ahora quería aparentar que siempre los quiso. Era una
completa tontería.
—No sé qué es lo que pretende, alteza —Beth se puso en pie y colocó
aprisa su bata—. Pero le sugiero que desista ahora. ¿Puede mandar traer a
mi hijo? Necesita comer.
—Como digas, Beth, pero si piensas que saldré de esta habitación,
estás equivocada, me ha comenzado a agradar estar aquí, con ustedes.
—Seguro que la habitación que le dio a lady Marilla le fue de más
agrado, no está muy lejos de aquí, ¿lo recuerda, alteza? —dijo enojada—.
Porque yo sí.
Raimond cerró los ojos, recordando aquello; le era imposible olvidar
algo cuando su esposa lo miraba de aquella forma tan despectiva y llena de
dolor. Aún recordaba el haber salido de la recámara en la que se encontraba
en ese momento, y acudir a la de Marilla, que, como mencionó su esposa,
sólo quedaba a dos puertas de la de ella. Tenía el nítido recuerdo de la
desilusión en los ojos de su mujer al momento de encontrarlo en aquella
situación tan comprometedora.
Jamás debió permitir que quedaran en habitaciones tan cercanas, había
sido una desfachatez, ¿Qué decía? No debió traicionarla nunca.
—Beth, lamento todo lo que te he hecho sufrir, en serio. Era un idiota,
no sabía lo que hacía, tampoco sabía lo que perdía —se acercó, pero ella
dio unos pasos hacia atrás, negando con la cabeza.
—Márchese… por favor —se quebró su voz—, márchese.
Raimond bajó los brazos y la miró atentamente, la figura de su esposa
era envuelta por el sol naciente que entraba por la ventana, acariciando su
piel blanca y pecosa.
—Te esperaré para ir al comedor.
—No iré al comedor —dijo, enfocando un punto en la distancia de la
ventana. Raimond incluso pensaba que deseaba aventarse de ella—, no
desayuno con su familia.
—¿Por qué no?
—¿Por qué lo haría? —dijo segura, cruzándose de brazos en un
movimiento solemne—. Qué tenga un buen día, su alteza.
Raimond iba a replicar, pero al verla tan ensimismada, retrocedió, casi
parecía que Beth se había sumergido en un manto negro inexistente, su voz
era lenta y profunda, y sus palabras eran peor que escuchar un pésame.
Decidió dejarla tranquila y salió de la habitación sin dejar de echar
miradas inquisidoras hacía ella. Pero Beth jamás volvió la vista, tampoco se
movió, seguía impávida frente al gran ventanal.
—¡Hermanito! —sonrió Alan, abrazándolo por los hombros—. ¡Todo
el castillo dice que dormiste con tu esposa! Me parece un cambio
considerable, seguro estaba sorprendida.
—¿Por qué no desayuna en el comedor? —ignoró Raimond.
—Bueno, seguro que es porque cuando la dejaste, nadie le hablaba, era
ignorada, aunque llevara al heredero del reino dentro. La verdad es que era
una extraña entre un comité de bienvenida nefasto, madre se encargó de
hacer las cosas una competencia.
—¡Dios! ¿No podía comportarse como una adulta?
—¿Así como lo hiciste tú? —elevó ambas cejas hacía él—. A veces
pienso que yo debería ser el mayor, pero luego recuerdo cuantos hijos
bastardos tengo y lo bien que me lo paso; entonces prefiero olvidarme del
tema de ser rey.
—Haré que baje a desayunar.
—Seguro será interesante —sonrió Alan—. Ahora que lo pienso, un
rey siempre tiene bastardos, ¿no? Pero supongo que tus bastardos sólo
pueden venir de una persona, ¿o me equivoco?
—Piérdete, Alan —gruñó el mayor, regresando a la habitación.
Raimond se sintió extrañado al darse cuenta que, aunque acababa de
salir de ahí, no había rastro alguno de su esposa o su hijo. Por un momento
pensó que Beth habría ido a la recámara del niño, pero entonces, la escuchó,
su voz sonaba diferente, alegre, casi como la de antes; reía e incluso
cantaba.
No pudo resistirse y abrió lentamente la puerta del baño,
encontrándose con la imagen hogareña de su esposa desnuda en la bañera,
con su pequeño hijo en los brazos, siendo bañado por ella.
—¡Su alteza! —se exaltó una doncella, arruinado la escena.
Beth dirigió una mirada horrorizada hacía el intruso y acercó aún más
al niño a su pecho, estaba segura que ese hombre deseaba hacer que su
cerebro se derritiera de la ira.
—Danielle, mi bata —apuró Beth—. Por favor, muévete.
—Retírate, Danielle.
—¡No! —la princesa miró hacia su doncella—. Danielle, mi bata, por
favor.
La joven, un tanto conflictuada, caminó hacía la silla y tomó una toalla
para su señora, pero esta fue arrebatada por el príncipe.
—Gracias, Danielle, puedes retirarte.
La doncella no hizo más que salir, disculpándose con su señora al
momento de cerrar la puerta.
—Vamos, dame al niño.
Beth volvió la cabeza hacía un lado, enojada, pero permitió que él
mojara sus manos y tomara el cuerpo del bebé, rozando accidentalmente el
pecho de la madre, quien dio un brinco, alarmada por la cercanía y la osadía
del padre que sonreía complacido.
—Listo, puede irse ahora —dijo enojada, cubriéndose con las manos
lo mejor que podía.
—Bien —el príncipe salió, haciendo pensar a Beth que se había
librado de él, pero entonces, volvió a entrar, ya sin el niño. Agarró la bata
que fuera de ella y la extendió—. Ven aquí.
—No, déjela ahí y me la pondré yo misma.
—¿Cómo lo harás si la tengo en mis manos?
—¿Por qué hace esto? —negó un par de veces—. ¿Es qué no le es
suficiente lo que he sufrido ya? ¿Le hace feliz verme llorar o entristecida?
No le daré la satisfacción de nuevo.
—Jamás me ha gustado verte llorar, Beth, nunca.
Ella lo miró con odio y se levantó del agua, mostrando el cuerpo que él
jamás había visto sin camisón, incluso cuando había intimado con ella, fue
con ropa y más bien siendo un acto protocolario de cualquier matrimonio,
nada tenía que ver con un sentimiento guiado por el deseo o el amor.
Recordaba con bastante claridad a los consejeros del reino
recomendándole acudir a la habitación de su esposa para cumplir con sus
deberes como marido y sus deberes para con el reino. Incluso la primera
noche que estuvieron juntos había sido lo suficientemente incómoda como
para no ser disfrutada, puesto que sabían que, del otro lado de la puerta,
habría gente esperando a que la princesa diera sus signos de pureza en
aquellas sábanas blancas.
—¿Me dará mi bata ahora? —dijo seriamente.
El príncipe tenía ante él la garbosa figura de una diosa, con pechos
generosos y erectos, curvas definidas, piel blanca resplandeciente por el
agua, largas piernas y hermoso rostro. Era una mujer exquisita y la creación
más perfecta de cualquier hombre con un poco de libido en la cabeza.
Quiso alargar la mano para tocarla, pero ella interrumpió.
—¿Me dará mi bata o no?
—Eh… sí, toma.
—Gracias —ella la arrebató de las manos del príncipe y se la colocó,
lo empujó un poco para salir de la bañera y lo dejó ahí de pie, totalmente
ensimismado con una imagen que había desaparecido en cuestión de
segundos.
—Dios santo… creo que será más difícil de lo que pensé —dijo para sí
mismo, mojando su rostro con el agua de la bañera.
Tomó una profunda respiración, intentando controlarse y salió del
baño, encontrándose nuevamente con su esposa cambiándose.
—Es usted especialista en entrar en momentos inadecuados —dijo la
joven, tomando su cintura para ayudar a que apretaran correctamente su
corseé.
—Lo considero al revés —pasó saliva con trabajo.
Beth estaba disfrutando de verlo tan embobado con algo que no podría
tener, porque ella se lo negaría cuantas veces fuera necesarias. No le
importaba el magnetismo que sentía cada vez que él se acercaba a ella,
como si se tratara de algo inevitable, era una maldición que su corazón
opinara tan diferente a su cabeza, a pesar de todo, sabía que lo había echado
de menos…
¡Pero no! ¡Jamás volvería a caer en sus redes! Era lo que él quería, lo
que ansiaba, que volviera a caer y la tratara como… como un tonto tapete al
que se podía pisar.
Estaba en un error si pensaba que esa Beth seguía existiendo.
—En todo caso, ¿A qué ha regresado?
—Claro —Raimond se aclaró la garganta—. Te estoy esperando para
desayunar.
Ella levantó una ceja y sonrió burlesca.
—Le he dicho que no desayuno con su familia, alteza.
—Ahora que estoy aquí, el lugar de mi mujer es a mi lado.
—Entonces, tiene otras opciones para elegir a la mujer que se sentará a
su lado, ¿O me equivoco?
Raimond cerró los ojos y suspiró.
—No, Beth, no hay más opciones, solo tú.
«Sólo tú» esas palabras retumbaron en el cerebro de Beth hasta que la
hicieron sentirse enferma, cerró los ojos con fuerza y respiró varias veces
para no revivir aquella horrorosa sensación que la asaltaba cada vez que
recordaba algo sobre aquellos días.
—Márchese.
—Beth, por favor, hablemos.
—¿Hablemos? —sonrió cínica—. ¿Cuántas veces le supliqué eso?
¿Cuántas? Sólo pedía una mirada, algo que me dijera que era suficiente, que
no lo intentara más, que… Márchese.
El príncipe la miró impactado, era la frase más larga que ella le
hubiese dirigido, y era tan llena de dolor que incluso lo resintió.
—Beth…
—¡Si me tiene algo de respeto, se irá ahora mismo! —sus ojos
parecían escocerle por las lágrimas retenidas, estaba furiosa.
El hombre dio media vuelta y tomó la manija de la puerta.
—No te tengo algo de respeto, eres a la persona que más respeto.
—¡Fuera! —ella aventó algo contra el suelo—. ¡Fuera de aquí!
Raimond cerró la puerta, escuchándola llorar amargamente en el
interior, no parecía tener fin, era como escuchar el lamento de una viuda
que amaba a su esposo o una madre que perdió a su hijo; se sintió terrible,
Beth no merecía llorar así, jamás pensó… era un idiota y cada vez lo
pensaba con más fuerza.
Beth se había casado con él siendo apenas una niña, no se podría
definir de otra manera, era tan joven y tan llena de ilusiones, que su corazón
no le había permitido ver el horror en el que se estaría metiendo y él lo
permitió, lo permitió porque sus padres lo ordenaron, porque lo pidieron
como requerimiento para un rey, para el próximo rey.
Había lastimado a alguien que no merecía ser lastimado.
Capítulo 3

Raimond entró al comedor después de haber dejado a su esposa en las


manos amistosas de la duquesa Ana. Sentía un peso enorme sobre sus
hombros, el llanto de su esposa se grabaría en su memoria por siempre,
porque era la primera vez que la veía llorar así.
Se preguntó cuántas veces habría ocasionado una situación similar sin
darse cuenta. Beth siempre era tan… garbosa, jamás notaba que había
llorado o se sentía mal, ella era de las que plantaba en sus labios una sonrisa
y esta jamás se desvanecía, era dulce y tierna, nadie pensaría jamás que
guardaba tal dolor en su corazón.
—¡Oh! ¡Mi querido hijo! —la reina Alexandra se puso en pie y saludó
a su hijo mayor—. ¿Cómo ha ido tu viaje? Me han llegado muy buenos
comentarios de tus negociaciones.
—Bien, madre —miró el rey, quién lo ignoraba y tomaba su café con
algo de brandy—. Padre.
—Es bueno verte de regreso, Raimond.
—¿Has visto ya a Albert? —sonrió la reina sin dejar que padre e hijo
se dirigieran otra palabra—. ¿A poco no es igualito a ti? Es tan perfecto,
gracias a todo lo bueno que han ganado los genes de la familia. Lo cual era
de esperarse, por supuesto, los Hohenzollern siempre son dominantes.
—Sí, lo he visto, es totalmente perfecto —tomó asiento y miró a su
madre—. También he visto a mi esposa. Aun me pregunto, madre, ¿Por qué
no me han avisado que estaba embarazada? Me hubiese gustado estar
presente al momento en el que naciera mi propio hijo.
—Oh, querido, no era relevante, no valía la pena distraerte si había
posibilidades de que perdiera al niño, además, también estaba la posibilidad
de que fuera una niña, no me pareció correcto que regresaras por
pequeñeces.
—¿Un hijo te parece una pequeñez? —le dijo enojado.
—No discutiremos por una chiquilla —la reina elevó una ceja de
forma amenazadora—. ¿O sí, hijo?
Raimond soltó el aire lentamente y tomó un poco de su jugo antes de
volver a hablar.
—¿Por qué no viene a desayunar con nosotros? —miró a la reina con
molestia—. Es la madre del futuro rey, merece estar en tú mesa.
—Si ella no fuera tan aniñada en la mesa, sería recibida en ella,
querido —dijo la madre.
—Sí, claro madre —sonrió Alan—, cualquiera soportaría tener a la
amante de su esposo sentada junto a ella con una sonrisa, ¡Ni siquiera tú lo
haces!
La reina miró con resentimiento a su hijo y volvió la mirada hacía el
rey, esperando que al menos le diera vergüenza el ponerla en ridículo frente
a sus hijos, pero no fue así y ella suspiró resignada.
—¿Las sentabas juntas? —se sorprendió Raimond—. ¿Por qué hacer
algo como eso?
—Cuando se es reina, querido, una tiene que soportar muchas cosas —
dijo—. Si una pequeña amante la pone en ese estado, no podrá soportar el
peso de la corona al estar a tu lado.
—Deja a la niña en paz, Alexa —el rey al fin pareció atender la
conversación—. Raimond, si quieres que tu mujer baje, entonces hazla
bajar y punto. La verdad es que es una vista bastante hermosa, se nos ha
sido negada por demasiado tiempo, mañana la quiero ver desayunando en
esta mesa.
Raimond se reprochó a si mismo su estupidez, eran más que obvias las
razones por las que su mujer no quería desayunar en esa mesa y, ahora que
lo pensaba, le parecía una mejor idea que Beth desayunara en la
tranquilidad de su recámara; sin embargo, y gracias a él, ahora tendría que
bajar a desayunar por mandato del rey. Seguro eso ocasionaría que ella lo
odiara aún más.
Después del desayuno, su día se llenó de trabajo y ocupaciones. Pasó
la mañana hablando con parlamentarios, su padre y otras muchas cuestiones
del estado, solía pasarse gran parte de su día firmando papeles y leyendo
problemas, pero, en ese instante, su esposa ocupaba gran parte de sus
pensamientos, le era imposible concentrarse en algo, así que decidió salir a
buscarla.
—¿Dónde se encuentra la princesa? —preguntó a una de las damas
que de casualidad pasaban frente a su despacho.
—Su alteza, la princesa está en su invernadero.
—¿Invernadero?
—Sí, su alteza, a la princesa le encantan las plantas y ha hecho un
invernadero.
—¿Aquí, en Hohenzollern?
—Sí, excelencia.
—Bien, ¿Dónde queda ese… invernadero?
—Oh, lo guiaré excelencia, sin ningún problema.
El hombre siguió a la dama, quién permaneció en silencio durante todo
el camino hasta que apuntó hacía uno de los jardines del castillo, donde se
alzaba una estructura de cristal. Desde mucho antes de entrar, había logrado
ver a su esposa caminando de un lado a otro entre esas plantas y flores que
resplandecían ante los cuidados caprichosos de su mujer.
—¿Beth?
La joven se volvió con impacto hacía el intruso y dejó de lado la
maceta y la tierra que estaba utilizando. Limpió su frente con el guante de
jardinería, embarrándose de tierra al momento de apartar unos rizos
rebeldes que enmarcaban su rostro pecoso.
—Su alteza —se inclinó.
—Lamento lo de esta mañana.
—No recuerdo ningún incidente en la mañana —dijo orgullosa,
tomando sus cosas de jardinería y prosiguiendo en su hacer.
—Quiero que sepas, que jamás quise lastimarte.
—¿A qué ha venido, su alteza? —ignoró—. Estoy realmente ocupada
ahora con esto, es el único momento de día que tengo libre.
—Lo sé, vi el itinerario —se acercó a una silla y tomó asiento,
mirándola trabajar—. Padre me ha pedido tu asistencia en el comedor a
partir de ahora.
Beth dejó de trasplantar una flor y lo miró.
—¿A qué se debe?
—Eres la madre de su nieto, una princesa y futura reina, tienes que
sentarte con el resto de nosotros.
—No estoy interesada en unirme a nuevas discusiones —dijo,
volviendo a su tarea—. He tenido suficientes enfrentamientos con su madre
por el resto de mis días.
—Jamás pensé que mi madre fuera a hacerte algo tan… cruel.
—Ella no hizo nada cruel, quizá sólo malvado —lo miró—. Usted si
fue cruel, mire que jugar con el corazón de una estúpida niña… sí, eso
merece más lo de cruel.
—No jugué contigo, Beth.
—Por supuesto —cortó unas ramitas muertas con más ímpetu del
necesario—. Decirle a alguien que lo amas cuando es mentira no es jugar
con sus sentimientos.
—Beth, cuando nos conocimos, sentí una gran admiración por ti, en
verdad me gustaste.
—Con lo referente a lo que ha pedido su padre, aceptaré —dijo la
joven—, no quisiera que se enojara lo suficiente como para arrebatarme a lo
único que amo y me hace feliz.
—Jamás te apartaría de Albert.
—Pero su madre sí —le dijo—. ¿Por qué otra razón cree que sigo
aquí? ¿Piensas que esperaba su retorno como una esposa enamorada?
—Ciertamente, eso no.
—Sólo quiero a mi hijo, lo criaré como a una persona, no como una
máquina —lo miró de arriba abajo—. No haré nada para que me lo pueda
quitar, haré lo que pueda para hacerlo lo más diferente a usted y a toda esta
familia.
Raimond tomó aire sonoramente y se cruzó de brazos.
—Entiendo.
—Me alegro.
—Así que no puedes hacer nada para molestarme —se cruzó de brazos
—, tampoco puedes negarte a ser mi esposa.
—No me lo pediría.
—¿Por qué no?
—Sería demasiado bajo hacerlo —lo miró furiosa—. Ojalá respetara
mis deseos.
—Eso es lo que estoy haciendo —sonrió y se acercó—. Puede que me
odies con todo el corazón, pero me deseas, lo veo en sus ojos, esos no
mienten, por más que se intente.
—Aléjese…
—¿Por qué suenas tan poco convencida?
—Gritaré.
—Grita, eres mi esposa, no tiene nada de malo que esté contigo.
—No quiero estar con usted.
—¿En serio? —ella estaba pegada a uno de los troncos altos de sus
árboles frutales—. ¿Qué pasaría sí…?
El príncipe se inclinó, no tocaba el cuerpo de su esposa, pero sentía la
excitación dentro de ella, sus ojos anhelantes y los labios entreabiertos en
una clara invitación.
—Hágase a un lado —trató de sonar más firme.
—Sí deposito un beso aquí —susurró muy cerca de su cuello—,
¿Gemirías? O quizá prefieras aquí, cerca de tu oído… o, probablemente
aquí, en tus labios…
El príncipe sólo rozaba las zonas, ni siquiera la había tocado, pero
sentía la piel de su esposa erizarse ante él. Entonces, ella abrió los ojos, sin
notar en qué momento los había cerrado y lo empujó con fuerza, poniendo
una distancia sana entre ellos.
—No vuelva a insinuarse así.
El hombre sonrió.
—Parecías más que complacida —se cruzó de brazos—. Pero lo
dejaremos para después, es hora de comer, te vengo a avisar porque sé que
te saltas comidas con normalidad.
—No iré.
—Beth, he venido hasta aquí por ti y, además, no me estarías
desobedeciendo a mí, sino al rey.
Ella pareció pensárselo, pero al final aceptó, denegando la invitación
de su marido de escoltarla y entrando al comedor con seguridad, como si
siempre desayunara ahí.
—Ah, mi querida Beth —sonrió el rey—. Siempre es bueno ver una
cara hermosa en las comidas.
—Su excelencia —se inclinó—. Agradezco su invitación, aunque debo
admitir que me sentía muy cómoda comiendo en mi alcoba, me daba tiempo
de atender a su nieto.
—¡Tonterías, muchacha, tonterías! —sonrió el rey—. Uno debe
distraerse de los hijos o termina haciéndolos unos tontos, ¿cierto,
Alexandra?
—Por supuesto, querido.
Beth se sentó junto a su marido, como era debido, ya que en el
comedor no sólo estaba la familia real, sino otros muchos invitados del
castillo, quienes parecían tan sorprendidos como la reina de que la princesa
consorte bajara de sus cámaras para deleitarlos con su presencia que
siempre terminaba siendo céntrica en las conversaciones y demás
eventualidades.
—Díganos, princesa, ¿Cómo va su fundación? —preguntó un
caballero con verdadero interés.
—Oh, muy bien, señor —se limpió delicadamente los labios—. Espero
ir a visitar el hospital hoy mismo.
—Supongo que el príncipe la acompañará en esta ocasión.
—El príncipe seguro tiene muchas ocupaciones, ya que acaba de
volver —Beth excusó rápidamente—. Pero le aseguro que…
—Por supuesto que iré —dijo Raimond—. Me gustaría ver en qué
caridades nos ha metido la princesa en estos días.
Hubo sonrisas condescendientes ante la pequeña broma, pero Beth
miró con hostilidad a su esposo, disimulada con una sonrisa, se acercó hasta
él y le tomó el brazo con fuerza para llamar su atención.
—No es necesario que vaya —susurró la joven.
—Dije que iré, Beth, no me importa lo que me digas de ahora en
adelante —le sonrió—. Tendrás que aguantar mi presencia.
—Seguro que está ocupado.
—Haré un tiempo.
—No quisiera alterar su itinerario —insistió.
—Lo he adecuado al tuyo, al pueblo le gustará vernos juntos después
de tanto tiempo.
La joven extendió su mano hacía la copa que había en su disposición y
frunció la nariz al percatarse de que se trataba de vino, lo había hecho
inconscientemente, pero su esposo lo había notado.
—¿Qué ocurre?
—Nada.
—¿No quieres vino?
—No he dicho nada.
—¿Por qué no quieres?
La joven suspiró y se sonrojó un poco.
—No es bueno para… —su voz se apagó por completo.
—¿Para…?
—La lactancia —finalizó—. El doctor Haznel dice que lo evite.
—Entiendo. Te pediré otra cosa.
—No —pidió a lo bajo—, no se meta en mis asuntos.
Pero Raimond ya había llamado a un mozo y había pedido agua para
su esposa.
—¿Pasa algo con el vino alemán, querida? —dijo la reina en cuanto
notó que retiraban la copa de su nuera y le colocaban agua.
—No, excelencia.
—Bueno, se comprende, al final de cuentas, la chica es francesa —dijo
Alan—, no he probado mejor vino que el de allá.
Beth sonrió hacía su cuñado con agradecimiento y esperó a que la
conversación prosiguiera.
—Está sobrevalorado, a mi parecer —dijo la reina—. Me parece
descortés que rechaces el vino del lugar de donde tu hijo será rey.
—No hago tal cosa, excelencia, sólo lo evito por el momento.
—¿Evitar? —la mujer soltó una risita molesta y metió un pedazo de
ternera jugosa a su boca—. ¿Por qué se tendría que evitar?
—Por el bebé —dijo Raimond, interviniendo por su esposa—. Es
preferible que tome algo suave en estos momentos, madre, apoyo
completamente sus deseos.
—Claro —la mujer apretó la quijada—. Ese doctor suyo le ha llenado
de ideas la cabeza, en mis tiempos un buen jerez y hasta una copita de
brandi era lo adecuado para los embarazos.
—Oh, he escuchado algo de eso —dijo la duquesa Ana, sentada junto
a un hombre apuesto y muy serio—. Dicen que es bueno para los mareos,
yo lo llegué a tomar con un poco de leche.
—¡Por todos los dioses! —se quejó el duque, esposo de Ana—.
¿Desde cuándo en una mesa se ha de hablar de cosas de mujeres?
—Muy bien, duque —dijo Beth con fastidio—. ¿De qué tema
preferiría que habláramos? Uno en el que se sienta más cómodo, le aseguro
que las mujeres podremos seguirle el ritmo en la conversación que desee
abrir a discusión.
El duque pareció impresionado, era bien sabido que esa chiquilla era
hija de Giorgiana Charpentier, pero, según decían los rumores, la jovencita
no era nada parecida a sus padres; era callada, tímida y bastante sumisa. Sin
embargo, ahí estaba, el famoso hablar de Giorgiana Charpentier.
El rey aclaró su garganta y miró a Beth.
—Quizá sea mejor que se retirara, princesa, se denota cansada.
Beth sonrió, era justo lo que quería.
—Sí, la verdad es que tiene usted razón —se levantó—. Con su
permiso, ha sido una comida encantadora.
Raimond se levantó detrás de ella, pero su padre lo miró con
determinación, haciéndolo sentarse de nuevo, el príncipe parecía abatido,
esa comida había demostrado la rivalidad existente entre la princesa y la
reina, lo cual no era nada bueno, mucho menos si se tomaba en cuenta que
no sólo estaba la familia real en esa mesa, sino otras muchas bocas sueltas
que se encargarían de regar el chisme.
—Bueno duque, hablemos de política, ¿Cómo ve la situación en
España y Portugal?
Beth subió a sus cámaras y se encerró en su habitación, al fin se había
librado de la familia, podría estar en paz hasta el momento en el que fuera a
salir hacía el hospital. Tomó a su bebé y sonrió.
—Sólo nos tenemos el uno al otro, mi pequeño bebé.
Beth fue a sentarse en una mecedora cerca de una de las ventanas y
comenzó a arrullar a su hijo, adormeciéndose a ella misma al momento de
cantarle y acariciarle; el olor y el cuerpecito de su bebé siempre habían sido
una fuente de tranquilidad para Beth, un alivio y hasta una fuente de
felicidad.
Estaba pasando sus dedos por la naricita de Albert, cuando de pronto la
puerta se abrió de par en par, asustándola un poco.
—¿Qué fue lo que ocurrió? —cerró la puerta su marido.
—¿De qué hablas? —dijo desinteresada—. Pensé que tu padre no te
dejaría venir tan pronoto.
—Ya ves que sí.
—Tengo carácter, pese a que me vea obligada a mantenerlo a raya,
puedo ser justo como mi madre.
—Si te quieres parecer a uno de tus padres, deberías guiarte más por el
perfil de tu padre.
Ella lo miró furiosa.
—¿Eso porqué, su alteza? —elevó una ceja—. ¿Por qué mi madre es
una irreverente que no siguió las normas que dictaba la sociedad y los
estúpidos hombres?
—Por eso —apuntó—, porque eres una princesa y no puedes estar
brincando normas, como apabullar a un duque en la mesa del rey, ¿Sabes lo
perjudicial que puede ser para ti? ¿Para tu propio hijo?
—¿Con esa simple frase se ha apabullado? —se burló—. Qué tristeza,
pensé que se necesitaba más para destruir a un alemán. Bueno, al final, son
más blandengues de lo que pensé.
—Basta, Beth.
—¿Por qué? No he hecho nada malo.
—Ni siquiera te estás dando cuenta que haces llorar a tu hijo.
Beth bajó la mirada con impresión y arrulló nuevamente al bebé que,
efectivamente, lloraba estresado al sentir a su madre llena de odio y con los
nervios de punta. Definitivamente tenía que controlarse, no podía seguir
peleando todo el día y todos los días, su hijo merecía sentirse en un
ambiente de paz y de amor. Además, no era la forma de conseguir lo que
quería.
—¿Irá conmigo al hospital?
—Sí.
—Bien.
—¿No te negarás más?
—¿Serviría de algo?
—No.
—Entonces, no tiene ningún caso.
—Coincido —se sentó en la cama de su esposa y la miró balancearse
en aquella mecedora—. Te ves hermosa el día de hoy.
Ella levantó la mirada.
—No sé qué quiere lograr lanzándome cumplidos, pero deténgase, me
es molesto.
—Es una lástima, porque siento que no puedo parar.
—¿Qué ha pasado con Marilla? —preguntó—. Escuché que ha tenido
otro hijo hace poco.
—Beth…
—¿Será que su reino tiene otro heredero además del pequeño que
tengo en mis brazos?
—No digas tonterías, Beth, nuestro hijo es el heredero de este reino —
dijo enojado—. Y si vuelves a mencionar el tema…
—¿Qué sucederá? —lo miró enojada, pero con una faz tranquila—.
¿Me echarás? ¿Me quitarás a mi hijo?
—No —apretó las manos—. Pero terminaremos por odiarnos.
—Creo que ese fue el problema principal de este matrimonio.
—Qué recuerde, estabas muy enamorada de mí.
Ella se levantó de un brinco de la mecedora, casi por instinto.
—¡Cómo se atreve!
—¿Miento?
—Le es fácil jactarse de ello, pero era una niña en ese entonces.
—¿Y ahora no lo eres más? —elevó una ceja.
—No —entrecerró los ojos—. Maduré a marchas forzadas.
—Beth, sé que no puedes comprenderlo y no es una excusa, pero me
sentí atrapado por las estipulaciones de mis padres —negó—, simplemente
no quería darles la razón.
—Me hiciste sentir… tan pequeña —negó con tristeza—. Yo… tiene
razón, lo amaba, lo amaba tanto que incluso me parecía una broma que me
hubiese elegido a mí como su esposa. Jamás me creí una mujer hermosa,
siquiera alguien que llamara la atención, mucho menos si me encontraba
cerca de mi prima… pero me eligió a mí y yo fui tan estúpida que le creí
todas las mentiras que me dijo.
—Tú me llamaste la atención, incluso junto a tu prima, tú
resplandecías Beth.
—No quiero que hable más —le pidió y recostó a su bebé en la cuna
—. Me gustaría decir que jamás pensé en usted cuando me dejó aquí a la
deriva, pero lo hice, todos los días pensaba en lo mucho que me gustaría
que me llegara una carta diciendo que murió, ni siquiera me molestaría que
hubiera muerto en los brazos ella, pero me hubiese gustado sentirme libre
de usted.
—Beth…
—Incluso lo intenté —le dijo tranquila—. En muchas ocasiones lo
intenté, el no seguir atada a este lugar y ser libre, sólo un par de veces,
quizá tres, pero entonces, me enteré de él; Albert venía en camino. Debo
admitir que un inicio pensé que era un castigo que me obligaba a estar con
vida, pero ahora, es mi única bendición, por eso le advierto: déjeme
tranquila, jamás recuperará nada de lo que ya ha perdido, si quiere a su hijo,
ahí está, pero conmigo no se meta, déjeme tranquila.
—Comprendo lo que dices —se levantó de la cama y se acercó a ella
—. Pero quiero que entiendas algo: no pararé, por mucho que te desquicie,
los quiero a ambos, así que haré todo lo que esté en mis manos para
conseguir que al menos me odies un poco menos.
—No veo como pueda lograrlo.
—Sólo obsérvame, ni siquiera pido que lo finjas, estoy consciente de
todos los desplantes que piensas hacerme, pero algo que tú debes saber de
mí, es que jamás me rindo.
—¿Y si ve que no tiene fin su batalla?
—Regresaré hasta conquistarte.
—Es imposible.
—No me importa, me agradan los imposibles.
—Hará que lo odie aún más.
—Del amor al odio hay un sólo paso, pero creo que del odio al amor
también.
—Jamás le tendré confianza, no tiene oportunidad alguna. Piensa que
tiene oportunidad porque tengo atracción sexual por usted, quizá tenga
razón, no he tocado a otro hombre y soy una mujer como cualquier otra, eso
sólo eso, pasaría con cualquiera.
—¿Por qué no lo ha hecho, entonces?
—Porque, a diferencia de usted, soy una mujer honorable e intachable,
no mancharé el nombre de mi hijo jamás. Seré la reina que todo pueblo
desearía tener.
—¿Y yo seré el rey despreciado por todos?
Ella simplemente sonrió y él lo comprendió, ese era su plan, su mujer
era increíblemente lista, no sólo hacía que todos la amaran, sino que
provocaba que todos lo odiasen a él. Era una buena movida, demasiado
buena en realidad.
—Bien, mi amor, juguemos entonces.
Capítulo 4
Raimond iba sentado junto a su esposa, admirándola y
sorprendiéndose ante su cambio de actitud al momento en el que estuvo
fuera de palacio y en dirección al hospital con el que colaboraba. Beth
resplandecía bajo el sol que le daba directamente al ir en una carroza
destechada, ella saludaba, lanzaba besos y aceptaba ramilletes de las
muchas personas que ansiaban recibir al menos una mirada de su parte. Era
impresionante la multitud de gente que se había juntado para ver pasar la
carroza de su princesa.
La gente gritaba su nombre, lloraban, aplaudían y le tiraban flores;
parecían totalmente enamorados de ella y, si no se equivocaba, su esposa
también los amaba a ellos.
—¿Cómo has hecho esto? —le dijo sorprendido—. Ni siquiera eres de
la familia real.
—Se le llama humanidad —sonrió Beth, recibiendo ramos de flores de
las personas aglomeradas a los alrededores—. Ellos nos ven como si
existiéramos en otro mundo, pero no es verdad, coexistimos con ellos y eso
los hace sentir bien.
—¿Les haces creer que eres parte de ellos?
—Soy una de ellos.
Raimond asintió y tendió su mano para ayudar a su esposa al momento
de bajar de la carroza, pero ella encontró la forma de rechazar aquello y se
acercó a la gente que rápidamente se aglomeró a su alrededor.
—Princesa, por favor, manténgase en la línea de protección —pidió un
guardia.
—¿La princesa ha sufrido algún percance? —preguntó Raimond,
viendo el despreocupado proceder de su esposa.
—En más de una ocasión, su alteza —asintió—. Nada grave, pero la
han jalado para abrazarla y la gente se aglomera a su alrededor, la perdemos
de vista en ocasiones.
—Entiendo, ¿se lo han hecho saber?
—Sí, mi señor, pero la princesa dice que no le pasará nada estando
entre su gente.
Raimond negó un par de veces, pero siguió detrás de su esposa. Con
ella en escena, nadie notaba su presencia, nadie reparaba en que el príncipe
heredero estaba ahí mismo, siendo ignorado por el pueblo al que dirigiría.
Beth era despampanante, con sus sonrisas encantadoras, sus ojos
soñadores, sus cabellos brillantes y su figura siendo abrazada por aquellos
niños que se aferraban a sus faldas sin remedio alguno, porque ella lo
permitía de esa forma. Ella parecía ser la princesa predilecta del pueblo y
eso no parecía ser un asunto trabajoso para ella, simplemente, así era Beth.
Aún recordaba la primera vez que la vio en aquella fiesta de los
Kügler, junto a su prima desastrosa, hija de los Hamilton, ambas parecían
entusiasmadas con él, pero Beth le había llamado la atención casi al
instante; Kayla era hermosa, pero más habladora y con una lengua que
envenenaría a cualquiera; en cambio su esposa era más tímida y tranquila,
en su momento pensó en esas cualidades para una esposa que servirían
como un espejismo para su relación con Marilla, pero cuando quedó
embarazada y nació su primer hijo y él se lo perdió todo… reaccionó, quizá
aún no la amaba, pero sí que quería intentar formar una familia normal con
ella.
—Beth —se acercó a su esposa y la tomó delicadamente de la cintura
para atraerla a él—. Venga estás demasiado expuesta.
—¿Qué puede pasar? —dijo sonriente, levantando a un niño—. ¿Qué
sucede pequeño? ¿No habías visto al príncipe de cerca?
El niño negó varias veces con la cabeza, Raimond sonrió hacía él y le
estiró una mano.
—Un placer, jovencito.
—Su alteza —le estrechó la mano con timidez, escondido en el cuello
de Beth—. Tiene usted una princesa muy bonita.
—Gracias —sonrió el hombre y miró a su esposa, quién también
parecía feliz.
Toda la rigidez y la amargura de Beth se esfumaban en esos pequeños
instantes en los que sentía que lograba hacer una diferencia, poner un
granito de arena en contra de las injusticias y amar a quienes más lo
necesitaban. Ni siquiera su tormentosa vida podía arruinarle ese momento.
—¡Princesa! —llamaba un hombre bajito, con un sombrero gracioso y
zapatos enormes—. Princesa, queríamos saber si nos permitiría
fotografiarla junto al príncipe.
—Por mí no hay problema, pero será cuestión del príncipe si decide
salir —sonrió la joven.
—No será problema —sonrió Raimond—. ¿Dónde nos colocamos?
—Oh, ahí estará bien, también que se agregue el personal médico —el
hombre se escondió tras la cámara y soltó en fuerte sonido de la fotografía
—. Perfecto, gracias.
Raimond acompañó a su esposa todavía por otra hora más, dándose
cuenta de lo poco que conocía a su propio pueblo y de lo instructivo que era
salir y echar un vistazo con sus propios ojos sobre las carencias y
necesidades.
—Princesa… —preguntó una niña sentada en las piernas de su esposa
—. ¿Usted puede darle besos al príncipe?
—Pero qué dices, pequeña —Beth se puso nerviosa, tratando de
concentrarse en seguirles leyendo y no salir mal en las fotografías.
—Sí, mamá y papá se besan, es necesario para hacer bebés, ¿no?
Beth miró a su marido, quien sonreía complacido junto a ella.
—No precisamente —dijo seria y volvió al libro.
—¿Es que un príncipe no puede besar? —dijo confundida—. Porque
usted si besa, me ha besado la mejilla ahora.
—Sí —la besó de nuevo—. Pero tú eres encantadora.
—¿El príncipe no es encantador?
—Eh… —Beth parecía en medio de un conflicto interno—. Claro que
lo es, sólo que no es correcto que nosotros nos demos besos en público,
menos delante de tantos niños, ¿Por qué preguntas? ¿A caso quisieras que el
príncipe te diera un beso?
La niña se avergonzó.
—¡Sí! ¡A Miriam le gusta el príncipe! —la acusó otro niño.
—¡No es verdad! —lloriqueó—. No lo es.
Beth miró a su marido con suplicas y Raimond extendió los brazos
para agarrar a la niña y pararla frente a él, ella se tapaba la cara,
escondiendo sus lágrimas y frotando su cara. Un príncipe jamás debía hacer
algo parecido, no debían tocar o dejarse tocar, ni siquiera era bien visto
estar entre tanta gente del pueblo, ellos debían ser diferentes, atraer respeto
y hasta sumisión.
Pero Beth había conseguido todo aquello sin la faceta dura que las
monarquías planteaban a sus descendientes, ella era pura, de corazón
enorme y maneras humanas. Parecía funcionar.
—¿Cómo esperas que el príncipe te dé un beso en la mejilla, si no
destapas tu cara? —dijo la princesa.
La niña destapó su cara y miró impresionada al príncipe.
—¿En verdad?
—Sí —Raimond tocó su cabecita y se inclinó para besar su mejilla—.
Es un halago que yo sea dueño de los afectos de tan hermosa niña.
—¡A mí me gusta que esté con la princesa! ¡De verdad!
—A mí también —sonrió el príncipe, mirando a su esposa quién
también sonreía.
La niña parecía encantada con la idea de haber sido besada por un
príncipe y el hombre tampoco se disgustó cuando al fin comenzaron a
prestarle atención después de ser ignorado y colocado en segundo puesto al
estar su esposa presente.
La pareja estaba atendiendo una de sus últimas apariciones en público
del día, una comida entre algunos importantes comerciantes, Beth estaba
tranquila junto a su marido, sabía perfectamente como disimular y
aparentar, lo había aprendido casi sin esfuerzo al ser hija de dos importantes
personalidades, ella siempre había sido centro del ojo público.
—¡Sus altezas! —se escuchó la voz de la pesadilla personal de Beth—.
No pensé encontrarlos a ambos por aquí.
Sintió como sus entrañas ardieron y tuvo que hacerse de todo su
autocontrol para no hacer una escena en medio de esas importantes
personas. Así que sonrió y se volvió lentamente hacía Marilla Hofergon, en
un inicio ella había aparentado ser su amiga, incluso la había ayudado a
entender un poco al príncipe y al pueblo del mismo; se sentía tan tonta en
esos momentos, cuando se daba cuenta que todo había sido más que
hipocresía y una forma en la que ambos se burlaban de ella.
—Es bueno verte de nuevo, Marilla —dijo Beth—. Seguro que tú y el
príncipe tienen mucho que platicar, con su permi…
Raimond pasó una mano por la cintura de su esposa y la hizo
permanecer en su lugar, parada junto a él, tan cerca, que ella incluso puso
una mano en su marido, pidiendo distancia para que no llegasen a tocarse.
—¿Dónde está el teniente Hofergon?
—Oh, viene retrasado —sonrió—. Ya lo conocen, se entretiene con
cualquier cosa.
Beth volvió la cara hacía otro lado, molesta, no, furiosa. ¡Claro que
sabía que el teniente podía entretenerse en cualquier cosa! Eso había
ocasionado que los desfiguros de su mujer no tuvieran repercusiones y ella
fuera cada vez menos cuidadosa en su hacer.
—Ya veo —dijo el príncipe—. Tengo algunos tratos que hacer con él,
además de su consejo.
—Nos ha avisado su excelencia, el rey, nos ha invitado a quedarnos
una temporada en la corte —sonrió—. Por poco y olvido como es el
imponente castillo entre los árboles.
—¿Invitada? —Beth no pudo evitar sentirse desconcertada y hasta un
poco histérica.
—Sí, princesa, tendremos nuestra mutua compañía para quitar la
soledad, ¿no le parece fantástico?
Beth entrecerró los ojos y forzó una sonrisa.
—Ahora que tengo a mi hijo, no me hace falta menguar la soledad,
Albert es todo lo que necesito —tomó sus faldas y se desprendió del abrazo
de su marido—. Con su permiso.
—Propio, princesa, siempre propio —sonrió Marilla.
Raimond ladeó la cabeza en advertencia y tomó el brazo de la mujer,
llevándola a un lugar donde la gente no metiera su nariz. Para ese momento,
la sociedad alemana sabía que su príncipe le había sido infiel a su amada
princesa y eso no agradaba nada, lo que no sabían era que Marilla Hofergon
fuera la dueña de los afectos del príncipe.
—Creí que habíamos hablado de esto, Marilla.
—¿En serio? —sonrió la mujer—. Bueno, no me ha quedado claro del
todo.
—Marilla…
—Sé que me amas —dijo ansiosa—. Lo sé, lo noto. Ella nunca te hará
feliz, tiene todo lo que necesita ahora, todos la aman. Incluso tiene un hijo.
—Mi hijo —remarcó—. Marilla, estuvo mal lo que hicimos.
—No lo parecía, sientes que ha cambiado porque nació el niño, pero
crecerá y no necesitará más atenciones que las de otras mujeres —le tocó la
cara—. Dijiste que era culpa de tu madre que no nos hubiéramos podido
casar, ¿por qué no dejas que ella se marche? La reina aceptará.
—Tú estás casada y yo lo estoy también —dijo Raimond, apartando
sus manos de él—. Fue un error, los dos tenemos hijos y…
—Y nos amamos, ¡Nos amamos desde que nos conocimos! Antes de
que yo me casara, antes de que tú lo hicieras —dijo enojada—. Conspiraron
en nuestra contra, la monarquía impidió nuestro cariño.
—Las cosas están hechas —suspiró—. No podemos seguir siendo tan
egoístas.
—¿Por qué no? Es amor —se acercó y acarició la mejilla de Raimond
con cariño—. ¿Vas a negar que me amas?
Raimond cerró los ojos y la apartó gentilmente.
—No. No negaré que estuve enamorado de ti, pero ahora, quiero lo
mejor para ellos, para mi familia, deseo recuperar lo que perdí por mi
estupidez.
—¿Por qué te fuerzas? ¿Por qué intentas algo que no sientes?
—Ella merece al menos que lo intente, por mucho tiempo, la que lo
intentó fue ella, es mi turno.
—No se ve que sea lo que quiere —se cruzó de brazos—. ¿Cuánto más
tendrás que arrastrarte para que entiendas que te odia?
—Ni siquiera la conozco —suspiró—. No me di el tiempo de
conocerla, ni de que me conociera a mí.
—Porque nunca te gustó.
—Al inicio del matrimonio —la ignoró—, ella lloraba tanto, era como
tener una hija, no una mujer; se comportaba berrinchuda y era demasiado
obstinada con cosas mínimas. Tenía celos, celos de ti, porque se enteró y no
parecía saber cómo actuar ante ello… era una niña, se había enamorado de
mí y yo la destruí, fui cruel con ella…
—¡Por favor Raimond! —se quejó la mujer—. Uno no elige a quién
amar.
—Pero elige como comportarse —la miró—. No me siento arrepentido
por haberte amado, pero sí, me arrepiento de haberla hecho sufrir.
—Te arruinarás la vida.
—Yo ya se la he arruinado a ella.
Beth caminaba entre la gente que constantemente la detenía para albar
su vestido, hacerle conversación o tomarle una fotografía. La gente hacía
todo por llamarle la atención y ella parecía encantada de al menos tener el
cariño del pueblo.
Hacía bastante tiempo que había decidido ir en contra de la corona de
esa forma tan sutil, todos los del castillo ansiaban que el pueblo los
venerara, pero se dedicó a demostrar que, aunque ellos fueran la sangre de
la realeza alemana, el pueblo la querría más a ella, mucho más. Y lo había
logrado.
Podía estar segura de que se gritaba más su nombre que el de la reina,
la gente la buscaba más que a al rey y la amaban más que a su príncipe.
Debería sentirse contenta, poderosa, el que el pueblo estuviera de su parte
siempre era algo positivo, algo que todo rey debía buscar, pero ella era
infeliz y había encontrado en la gente el amor que le faltaba en su casa.
—Princesa, me alegra encontrarla por aquí.
—¡Oh! ¡Lord Lambsdorff! —sonrió de oreja a oreja—. ¡Al fin alguien
a quién ansiaba ver!
—Eso hará que media sociedad decaiga, princesa, que yo sepa, todos
ansían verla.
—Oh, lord Lambsdorff, sabe usted que es mi predilecto. Dígame, ¿qué
noticias hay para mí?
—Bueno, señora, creo que le gustará la idea de un pequeño viaje,
tengo interés en que vea con sus propios ojos lo que el dinero puede hacer
para un bien común.
—Por supuesto, confío en usted y en donde ha dirigido el dinero —
sonrió—. ¿A dónde ha de llevarme ahora, lord Lambsdorff?
—No es muy lejos de aquí, no debe preocuparse.
—El alejarme de palacio jamás me ha preocupado —dijo segura,
caminando entre la gente.
—Seguro que no —suspiró—. He visto entrar a Marilla, ¿Cómo se
encuentra?
—Mejor que nunca —asintió—. Debo reconocer que no la había visto
en demasiado tiempo, su cara es una bofetada a mi orgullo, pero no me ha
incordiado lo suficiente como para enfermarme.
—Me alegro, mi lady.
—Beth —el príncipe llegó al encuentro de su mujer, lanzando una
larga y enfurruñada mirada hacía el hombre que la acompañaba—.
Lambsdorff, veo que viene sin pareja el día de hoy.
—Hace muchos ayeres que me encuentro sin compañía, su alteza, la
princesa me mantiene ocupado la mayoría del tiempo.
—¿Con que es así? —miró a su esposa, quién parecía impasible a su
lado—. No sé si alegrarme o darme el pésame por ello.
—Alegrarse, señor, puesto que la princesa no ha hecho más que ayudar
a su pueblo y, con mi ayuda, todo ha sido mucho más fácil.
Raimond miró con odio a su viejo rival y decidió marcharse de ese
lugar en ese preciso instante.
—Beth, tenemos que irnos.
—¿Qué? ¿Tan pronto?
—Sí, cariño, recuerda que nos esperan en palacio.
—Oh, no has de preocuparte, Beth, sabes que voy y vengo de ese
palacio con regularidad —dijo Ronald—. Además, tú y yo tenemos muchas
cosas que discutir, pero no te molestaré más, ahora que ha vuelto tú esposo,
seguro que ansían pasar tiempo juntos, ¿Cierto?
—No tenemos tanto tiempo como para algo así —dijo Beth con una
sonrisa, pero aceptando que su marido le colocara una mano alrededor de la
cintura.
—¡Tonterías! —dijo una de las damas que había ido a ver el hospital
—. Esperamos que pronto haya otro bebé en camino, siempre es bueno
tener una lista larga de vástagos para asegurar la monarquía.
—Lo pensaremos detenidamente señora Marietta —sonrió Beth con
dificultad.
—¡No es de pensar! —aquejó la mujer—. Es un deber que se debe
cumplir, princesa, sabrá que su primer mandato como nuestra princesa, es
engendrar hijos al nuestro príncipe, ¿Cierto querido?
—Tiene usted toda la razón, señora Marietta —sonrió Raimond—. La
princesa y yo hemos discutido mucho sobre otro hijo, pero no será tema de
conversación ahora, ¿cierto? No cuando se ha logrado algo tan maravilloso
como la creación de un hospital.
—Sí, tiene usted razón, haría bien princesa en escoltar a su alteza por
los alrededores.
Beth miró a su marido con una sonrisa que parecía practicada y asintió
con ganas, como si ansiara hacer aquel recorrido del brazo de su marido.
—Me parece una gran idea.
Capítulo 5
Los príncipes entraron al castillo Hohenzollern en medio de un
ambiente tenso, Beth recordaba la primera vez que había visitado el enorme
castillo en el que viviría, era lo más cercano a un cuento de hadas, con esas
torres con terminaciones en picos y grandes bulevares que parecían hacer
del castillo una pequeña ciudad hecha para los nobles, para los más altos
rangos de sangre azul.
Beth fue directa a su recámara, esperando que su marido desistiera en
su insistente persecución, pero cuando estaba por cerrar la puerta, su esposo
lo impidió y entró.
—Así que… te llevas bien con Lambsdorff.
—Sí, es el más hábil político y humanista que he conocido.
—Por supuesto, te iba a conquistar por esa parte.
—¿Conquistar? —ella se cruzó de brazos—. Está usted equivocado, no
todos los hombres ven a las mujeres como una conquista, hay quienes se
dan cuenta de nuestro potencial.
—Lo que él ve, es el potencial que tienes con el pueblo.
—En todo caso, es algo que incluso es provechoso para usted, ¿no lo
cree? Siendo yo su esposa.
—Creo que el pueblo preferiría que tu llevaras la corona regente, no la
de consorte.
—¿Es eso un problema para usted, alteza? —lo miró con un deje de
lástima—. ¿Le molesta no ser el centro de atención de su pueblo?
—No, me agrada que se den cuenta que he escogido una buena
princesa, la cual se sentará a mi lado en el trono algún día.
—Se supone que las princesas deben tener algún impacto en sus
maridos para poder ayudar a su pueblo, pero sí de impactos hablamos,
sabemos bien a quién le hará caso antes que a mí.
—¡Por favor, Beth! —se exasperó—. Basta con el tema.
—¿Basta? —respiró con dificultad—. Sí, claro, es muy fácil llegar y
decir basta.
—¿En serio quieres volver a pelear?
—Yo no estoy peleando con nadie.
El príncipe suspiró.
—Bien, lamento que Marilla se presentara, no tenía idea que era
invitada a tu propia caridad.
—No me importa si queda o no con su amante —le dijo orgullosa—.
Sólo le pido que no me dirija la palabra, es lo menos que puede hacer,
mostrar algo de respeto.
Raimond iba a contestar, pero un toque insistente en la puerta hizo que
la pareja se desenfocara, seguro que Beth le quebraba otro florero si acaso
se despistaba, así que prefirió dar la indicación de que abrieran la puerta.
—Princesa —sonrió la duquesa Ana—. La buscan en el salón.
—¿Quién? —preguntó el príncipe.
—Sus damas de caridad, su alteza —respondió la mujer con
tranquilidad.
—Hazles saber que iré en seguida —dijo Beth.
—No, diles que esperen, estamos teniendo una conversación —
contrapuso Raimond.
—Como diga, su alteza.
Beth miró incriminatoriamente a su amiga y se cruzó de brazos cuando
cerró la puerta.
—No tiene derecho a interrumpir mi día, el tiempo de todas estas
personas es tan importante como el de nosotros, no podemos simplemente
hacerlos esperar.
—Podrán aguardar cinco minutos a que baje su princesa.
—No entiendo, ¿qué espera obtener de una conversación? Cuando
entre nosotros se ha dicho todo.
—Bien, Beth, se ha dicho todo, pero si no es mucha molestia, al menos
podrías hacer un esfuerzo por no parecer amargada.
—¿Disculpe? Mi actuación es perfecta estando a su lado.
—Sí, pero pareciera que prefirieras quemarte en una hoguera a
permitir que te toque —le dijo—. El pueblo debe creer que nuestra unión es
fuerte y el lazo, inquebrantable. ¿Qué me dices del beso que pedía la niña?
—¿Quería que aceptara algo así? —dijo sorprendida—. No soy de
tendencias exhibicionistas.
—No, no eso, pero se denotaba que era desagradable para ti siquiera
pensarlo.
—Supongo que no puedo mentir en todo.
Se envolvieron en una poderosa batalla de miradas.
—No me agrada que estés con Lambsdorff.
—No me agrada que Marilla Hofergon venga una temporada al castillo
—se cruzó de brazos—. Al final, nada se puede hacer. Con su permiso, su
alteza.
Raimond casi patea algo cuando ella salió de la habitación, ¡Quería
volverlo loco! Sí, seguramente eso era lo que quería, había descubierto que
Lambsdorff era uno de sus más entrañables adversarios y por esa razón se
había hecho tan afecta a él. Su mujer era condenadamente lista, eso lo sabía,
en cuanto la había conocido se dio cuenta que era sumamente inteligente, en
su momento pensó que eso interferiría en sus amoríos, pero cuando se
enamoró… una mujer enamorada perdía el suelo con facilidad y una
despechada atacaba con frialdad.
Debía tener cuidado con Beth, nada de lo que esa mujer hacía era por
nada. En apariencia parecía sumisa y tranquila ante todo lo que la rodeaba,
pero había sido mucho más avispada que los demás y eso se demostraba
cuando todos lloraban al verla y ansiaban tenerla en una fotografía para que
saliera al día siguiente en los periódicos.
No por nada era hija de un expresidente, sobrina de un primer ministro
e hija de Giorgiana Charpentier. A primera vista no se notaba, pero Beth
tenía una combinación peligrosa de sus padres, una que, además, llegaba
como un golpe silencioso al no ser ella tan extrovertida como sus
progenitores.
Raimond bajó hacia su despacho, encontrándose rápidamente con su
madre por el camino.
—Oh, hijo —dijo furiosa—. De nuevo tú esposa ha traído a todas esas
mujeres al castillo.
—¿Qué tiene de malo? Dijo que eran su comité de… ¿caridad?
—¿Sabes qué clase de personas son? —negó la mujer—. Esposas de
panaderos, maestras, gente que vende en el mercado, ¡Dios santo! Sí tu
abuelo viera esto, seguro se volvía a morir.
—Por favor madre, algo ha hecho bien para que el pueblo la acoja con
tanta gracia.
—Parece que los ha embrujado, eso parece —negó—. He escuchado
que es común en Francia esas prácticas extrañas, no me cabe duda, con
todos esos gitanos que se la pasan vagando por ahí.
—¿La acusas de hacer brujería?
—No —dijo segura—. Le acuso de contratar a alguien que lo haga por
ella.
—Madre —rodó los ojos y caminó por el pasillo.
—¡No me ignores, Raimond! —lo siguió—. Sabes bien que no es
normal, a los alemanes nos gustan los alemanes, pero, ¿una francesa? No,
no debería tener ese poder, ¿no recuerdas a Napoleón?
—Claro que sí, gracias a él existe este reino, ¿lo olvidas?
—Eso no quita que fuera un francés que quiso conquistar el mundo,
son soberbios y ególatras.
—Tranquila madre, no creo que Beth esté tramando conquistar al
mundo —sonrió.
—No —le tomó el brazo y lo obligó a volverse hacía ella—. Pero ojalá
tú la conquistaras.
—¿Disculpa?
—Por favor hijo, sé bien lo que sucede en este castillo, el que tu mujer
esté despechada hace peligrosa su presencia aquí, ella podría convertirse en
una espía despiadada, nos hundirá.
—Así que tu solución es que la conquiste para tenerla bajo control —
negó el príncipe—. No creo que me deje acercarme.
—Debiste serle fiel en primer lugar —dijo su madre—. Pensaba que
serías diferente a tu padre.
—No empecemos con esto de nuevo —caminó—. Recuerda que la que
no permitió que me casara con la mujer que…
—¡No lo digas! —le gritó—. Ella puede oírnos, lo sé.
—Madre, Beth no es ninguna bruja, tampoco es omnipresente —
suspiró cansado—. No creo que haga nada que perjudique a Albert.
—Como sea, el que la complazcas en la cama hará que por fin deje de
maniobrar contra nosotros —dijo la reina—. Ni siquiera te enteras, pero el
pueblo parece quererla coronar a ella.
—Me he dado cuenta hoy —asintió—. Se los ha ganado.
—Entonces, no seas tonto, querido hijo y gánatela a ella.
—Eso intento.
Raimond entró a su despacho y rodó los ojos al darse cuenta que su
madre entraba detrás de él.
—Has visto también su constante comunicación y predilección para
con Lambsdorff.
—Debo aceptar que eso me ha tomado por sorpresa, aunque debo
aplaudirle, ha jugado bien sus cartas al acercarse a mi esposa que de
momento me odia.
—No creo que te odie.
—Madre, no hay que ser ingenuos —se sentó detrás de su escritorio—.
Incluso las cosas han empeorado, mi padre ha invitado al teniente Hofergon
a la corte.
—¡Oh! —enrojeció de furia—. Ese viejo tonto jamás ha sabido de
estrategias.
—Sí, harías bien que en esta ocasión te inclinaras más por Beth que
por Marilla.
—Siempre me he inclinado por ella, querido, sino no hubiera hecho
que te casaras con ella —elevó una ceja—. La cosa es, que tu mujer me
saca canas verdes y a veces me es preciso molestarla.
—Para ya esa jugarreta y déjala tranquila.
Los interrumpió el sonido de los toques en la puerta.
—Su alteza —se inclinó un mayordomo al abrir la puerta—. Lord
Lambsdorff está aquí y ha pedido audiencia con usted. ¿Debo pedirle que se
marche?
—No —Raimond se recostó en su asiento—. Seguro tiene algo muy
importante que decir.
La reina miró nerviosa hacía su hijo y suspiró, levantándose.
—Trata de no pelearte con él, recuerda, eres un príncipe.
—Lo sé, madre. No necesito que me lo recuerdes.
—Oh, pero si es mi querida tía —entró de pronto aquel caballero alto,
de cabellos rubios y ojos azules, como todos en la familia. Plantó un beso
en cada mejilla de la reina y sonrió complacido—. Primo, siempre es un
placer volverte a ver. Sobre todo, si has tardado tanto en volver.
—Espera a que mi madre salga antes de desplegar tu artillería, Ronald
—en silencio le hizo la petición a su madre.
—Pero claro —se inclinó ante el pasar de la reina y miró al príncipe—.
Supongo que tendrás varias cosas que decirme.
—Pensé que el qué veía a hablar eras tú.
—Bueno, en realidad, vengo a congraciarme un poco —se sentó en la
silla del otro lado del escritorio—. Después de todo, nunca había sentido
tanta satisfacción al verte derrotado.
—¿Hablas por tu acercamiento a mi mujer?
—¿De qué más?
—Si tus intensiones son malas para con ella, me aseguraré de apartarla
de ti.
—No seas tonto, primito —rodó los ojos—. Tengo las mejores
intenciones con ella, tuve que consolarla tantas veces en tus constantes
ausencias, que le he tomado verdadero cariño.
El príncipe se recostó en el asiento y entrecerró los ojos hacia el
hombre frente a él.
—Nunca has sido de los que consuela sin tocar.
—¿Te molestaría? —sonrió—. Bueno, tu siempre parecías tan
entretenido con Marilla que pensé que ella también necesitaba una dosis de
cariño.
—No juegues conmigo, Ronald, no quiero discutir.
—¿No sería interesante que tu precioso hijo fuera en verdad mío? —
Ronald sonrió cuando vio la incomodidad en el príncipe heredero—. No
hay mucha diferencia entre tú y yo, ¿Cierto? Ambos tenemos el mismo
color de ojos y el cabello, el niño es idéntico a ti, o… ¿podría ser que es
idéntico a mí?
—¿Qué quieres?
—Sólo meterte la duda, seguro que es horrible pensar que te ponen el
cuerno —sonrió—. Tendrás que sobrellevar esa terrible sensación de no
saber si es mentira lo que he dicho, sentirás un poco lo que ella sintió en
esos días de suplicio.
—Así que por ahí va la cosa —dijo tranquilo—. ¿Quieres que pague
por lo que hice?
—Es lo menos que mereces.
—Eso quiere decir, que en verdad la quieres —se burló Raimond—.
¿Quiere decir que aún anhelas todo lo que yo poseo?
Ronald apretó la quijada y se volvió hacia una ventana.
—No mereces a alguien como ella.
—Quizá tienes razón —asintió—. Pero es mi esposa.
—Bueno, me conformo con saber que te odia tanto como yo.
—Sí, me imagino que no habrás hecho más que incentivar ese
sentimiento en ella.
—No había nadie para contradecirlo.
Raimond asintió.
—Bien, justo ahora no tengo tiempo para desperdiciarlo contigo —se
puso en pie y levantó la mano hacía la salida—. Nos veremos en la cena,
supongo.
—Supones bien.
Raimond se dejó caer en su sillón y suspiró. ¿Sería cierto? Su hijo…
no, no podía ser cierto, no quería creer que podía serlo, era lo malo de
cuando una mujer tenía una aventura. Frotó sus ojos y dejó la mano sobre
sus labios, ¿su esposa se habría metido con su propio primo? ¿Albert sería
hijo de aquel que siempre quiso usurpar el trono? Sería una jugada
prodigiosa.
—Raimond —entró su padre, revisando algunos papeles—, te necesito
y a tu mujer también.
—¿Beth? —frunció el ceño—. ¿Para qué quieres a Beth?
—Que traiga a tu hijo con ella —especificó—, han llegado nuestros
invitados de Grecia.
—Iré a buscarla.
El rey asintió sin prestar atención y se sentó en el primer lugar
disponible. Raimond caminó seguro por la que era su casa, encontrándose
con su esposa charlando con el primo que acababa de despedir de su
despacho.
—Beth —la joven despegó su vista de Ronald Lambsdorff y miró a su
esposo.
—Su alteza —se inclinó, a lo que su primo sonrió, no era normal que
una esposa tratara de esa forma a su esposo, Beth lo hacía adrede y
Raimond lo permitía, pero le molestaba sobre manera la actitud de Ronald
—. ¿Ocurre algo?
—Sí, necesito que vayas por Albert… —miró a su primo, quién
sonreía satisfecho— y lo lleves a la sala del trono, mi padre quiere
presentarlos a unos invitados.
—Muy bien, iré por él.
—Por cierto, Beth —interrumpió Ronald—. Quisiera verlo también,
yo creo que se parece mucho a mí, ¿Tú qué dices?
—Todos ustedes se parecen —dijo ella con tranquilidad—. Albert
tiene ojos azules y es rubio, bien podría parecerse a cualquiera de su
familia.
La mujer subió las escaleras, dejando a los primos en soledad.
—Vaya, ella tiene razón —sonrió Ronald—. Bien podría ser hijo de
Alan y nadie lo sabría.
—Deja de decir estupideces —riñó Raimond.
—¿De qué hablaban? —sonrió Alan, llegando en ese momento—.
Parece tenso todo por aquí.
—Me alegro de verte por aquí Al, me parece toda una calamidad.
—Bueno, no siempre puedo estar emborrachado y con una mujer, a
veces necesito estar con dos —sonrió encantador—. ¿A quién esperamos?
—A mí —sonrió Beth, bajando con cuidado las escaleras con su bebé
en brazos.
Raimond fue hasta ella y la ayudó a terminar de bajar, cosa que ella
agradeció, pero rápidamente se alejó de él, colocándose entre Alan y
Ronald, quienes se entretuvieron en ver al bebé en los brazos de su madre.
Alan incluso jugaba un poco con las mejillas regordetas de su sobrino.
—Bien, Beth, vamos —el hombre separó a su esposa y la guío por los
pasillos.
—Puedo caminar sin que se me toque, su alteza.
—Preferiría mantenerte así —acentuó el agarre en su cintura.
—Hará que me caiga.
—Precisamente, estoy previendo eso, por esa razón te llevaré de esta
forma.
La joven rodó los ojos y se fijó en el rostro compungido del pequeño
bebé que llevaba en brazos.
—Oh, ¿qué sucede Albert? —se frenó la madre—. Dios, creo que
tendré que faltar.
—No puedes hacerlo.
—Tiene hambre —lo miró—. Quizá nosotros podemos saltarnos
comidas, pero un bebé no podrá fingir buen humor.
El hombre suspiró y metió a su esposa por la primera puerta que
encontró y cerró tras de sí.
—Bien, dale de comer.
—¿Ahora? —dijo nerviosa—, ¿Aquí?
—Sí, ahora veo lo positivo de que rechazaras a la nodriza —abrió la
puerta y llamó a un mozo que pasaba por el lugar, custodiando los pasillos
—. Mande decir al rey que la princesa y yo llegaremos en unos momentos.
—Sí, excelencia.
—No lo haré frente a usted.
—Tranquiliza tu pudor —se sentó en un alargado sillón de la pequeña
y cómoda estancia—. No es que me interese sobremanera verte dándole de
comer.
Ella se sonrojó notoriamente y lo miró tomar un libro que seguro
alguien había olvidado ahí. Beth suspiró y se sentó en una silla, mirando a
su bebé con una sonrisa y descubriendo lentamente su pecho, vigilando que
su esposo no estuviera espiándola. Agradecía a su madre por haberle
mandado esos vestidos, eran perfectos para cuando una mujer se encargaba
de su hijo: hermoso, pero práctico.
Raimond se escudaba con el libro, pero enfocaba a su esposa cada vez
que ella se distraía con la pequeña figura de Albert. Era una imagen
espectacular, ver a su esposa e hijo conectados de una forma que él jamás
entendería; la mirada de Beth parecía iluminarse, sus mejillas se sonrojaban
y sus labios se curvaban sin remedio alguno mientras la boquita de ese niño
la rodeaba. Le sorprendió darse cuenta de cuantos momentos especiales se
habría perdido.
—¡Dijo que no me vería!
—Lo siento, Beth —sonrió—. No he podido evitarlo.
—Es usted un mentiroso —negó—. Debí saber que mentiría.
—Sólo es ver a mi esposa e hijo, no es nada reprochable.
Ella negó y tocó la cabecita de Albert, ya no le importara que la viera,
ni siquiera valía la pena discutir con él, así que lo ignoraría lo mejor que
pudiera. La parte interesante fue cuando el niño la soltó y ella tuvo que
hacer un trabajo monumental al subir su vestido y sostener al niño, pero lo
había logrado y en ese momento, sólo le sacaba el aire.
—¿Estás lista? —se puso en pie.
—Sí… —ella se miró a sí misma, nerviosa—. ¿C-Como me veo? ¿P-
Parece que he estado… amamantando a un bebé?
Raimond sonrió y se acercó a su mujer.
—Sí, lo parece —ella lo miró asustada—. Te ves hermosa.
—Pero… —ella frunció el ceño—. No me mienta, no puedo ir frente a
un montón de gente importante con una apariencia imperfecta.
—No miento, jamás pensé que te podrías ver más hermosa, pero ahora
que te veía con él…
—Si piensa que me veo bien, entonces, no perdamos el tiempo.
—No diría que lo estamos perdiendo —le colocó una mano en la
cintura para que no se marchara—. He hablado hoy con Ronald.
—¿Y eso qué?
—Me ha insinuado algo —ella permaneció callada—. Algo sobre
nuestro hijo.
—¿Qué pasa con Albert? —bajó la mirada hacía el bebé.
—Dijo que podría ser suyo.
Ella levantó la mirada rápidamente, parecía impresionada y hasta un
poco molesta.
—La única forma en la que eso pudiera ser posible, es que fuera él mi
esposo —dijo seria—. Nunca me han gustado los engaños, menos las
infidelidades.
—¿Ni siquiera lo harías por venganza?
—Si vuelve a insinuar siquiera que mi hijo es menos que un príncipe,
le juro por lo que más quiero, que es él mismo, que lo asesinaré de la forma
más cruel que se me ocurra —ella sonaba amenazadora y demasiado fría—.
He sufrido lo suficiente durante todo este tiempo aquí, nada hará que mi
hijo no sea el que se siente en el trono que le corresponde cuando usted
muera.
—Qué parece ser pronto, puesto que estás por matarme —sonrió.
—Sólo eso me faltaba —negó incrédula—. Que terminara siendo yo a
la que adjudicarían un hijo ilegitimo, ¿Es parte de su plan? ¿Hacer que mi
hijo no llegue al trono? No lo permitiré, antes muerta que dejar que alguien
ocupe su lugar… o el mío.
—Lo siento —la tomó de nuevo para que no se marchara y juntó su
frente a la de ella—. No quería incordiarte de esta manera… sé que no lo
harías, lo sé. Albert es demasiado parecido a mí, pero deseaba escucharlo de
tus labios.
—Ha de ser muy satisfactorio darse cuenta que no lo he engañado
cuando usted… —la cara de Beth se había desfigurado completamente—.
Suélteme. Ojalá no fuera su hijo y así podría llevármelo lejos de aquí, de
todos ustedes.
—Beth —la agarró del brazo, pero no supo que decirle—. Nada, lo
siento, vamos.
Cuándo la pareja llegó a la sala donde se les esperaba, los ojos de los
invitados volaron rápidamente hacía la figura sonriente y hermosa de la
mujer del pueblo alemán. Beth conocía de antes a algunos de los invitados,
ella era una persona importante mucho antes de ser la esposa de un
príncipe, por lo cual se desenvolvió con total normalidad; habló con los
hombres, sonrió a las mujeres y jugó con los niños, jamás soltó a su
pequeño hijo y actuó ejemplarmente, como una esposa enamorada.
Incluso, cuando llegó Marilla junto a su marido a saludar, la princesa,
quién estaba siendo centro de las miradas metiches de todos los presentes,
sonrió a la amante de su marido y saludó educadamente a su pareja,
abrazando con fuerza a su hijo para soportarlo todo, incluso sentía que el
toque persistente de su marido era lo mismo que sufrir una quemadura
grave junto a la plancha de ropa.
—Mi queridísima Beth —saludó la princesa de Grecia con una sonrisa
—. Me he enterado de tu hijo no hace mucho, espero que te haya llegado
nuestro obsequio.
—Oh, gracias Joan, me ha llegado y ha sido de lo más hermoso.
—Pero déjame verlo —se acercó la hermosa mujer—, sí, parece la
viva imagen de tu marido, querida, no ha dejado nada de tus genes.
Beth miró a su propio hijo y suspiró, era verdad, por mucho que le
doliera, Albert era igual a su padre, pero, a sus ojos, el niño era
completamente diferente.
—Sí, creo que mi esposo ha sido el ganador en este caso.
—Oh, no debes preocuparte, vendrán más y no en todos puede ganar
—le guiñó un ojo la princesa.
Beth sonrió con gracia y pensó que no habría otra oportunidad para
que ella ganara en cuanto a los genes de sus hijos, pero mordió su lengua
con fuerza y siguió hablando con una y otra persona, hasta encontrarse con
una cara conocida y amigable.
—Oh, mi querida Beth —la abrazó Ana, su dama de compañía y una
duquesa—. Me preocupa tu estado ahora que está esa mujer aquí, no sé por
qué ha sido requerida cuando… saben lo que ha pasado.
—No deja de ser la esposa de un importante militar —se inclinó de
hombros la mujer—. Tendré que verle la cara en muchas ocasiones además
de esta.
—¿Te sientes bien con eso?
—Tan bien como cuando tienes una piedra en el zapato —sonrió Beth
—. Pero siempre he podido sacarme las pierdas con facilidad.
—El príncipe parece ensimismado contigo —dijo Ana—, no ha dejado
de hablar de ti en toda la velada. Incluso se dice que lo has prendado, como
al resto del pueblo.
—Eso quiere que se crea —susurró, pero al notar que Ana volvió una
mirada interrogante, sonrió y negó—. Seguro echó en falta a su hijo durante
el viaje.
—Sí, los hombres son agradecidos cuando das a luz, sobre todo
cuando das a luz un varón.
Beth sintió de pronto como la mirada de alguien le atravesaba la
espalda y, al momento de darse la vuelta para percatarse de quién se trataba,
los ojos azul cielo de su marido perforaron los suyos con la intensidad de
mil soles, logró sonrojarla por unos segundos imperceptibles, así que
decidió tomarse un respiro y salió del salón por un momento.
—¿Princesa? —se acercó una doncella con la preocupación marcada
en su rostro— ¿Tiene algún problema?
—No, Dalia, ¿podrías llevarte a Albert a recostar? Seguro está cansado
de tanta faramalla.
—Sí —la mujer se acercó y tomó con cuidado al bebé—. Que pase una
buena noche, mi señora, y también usted su alteza.
En cuanto la joven pronunció aquellas últimas palabras, Beth se volvió
con rapidez, encontrándose con su marido a sus espaldas.
—¡Dios! —se tocó el pecho—. ¿Qué hace aquí? Me ha sacado un
susto de muerte.
—Te he visto salir con Albert y he pensado que algo andaba mal.
—No, lo he mandado a descansar —dijo nerviosa.
—Me parece una buena idea, ha sido un día ajetreado para él.
Beth notaba como su esposo se acercaba cada vez más a ella,
poniéndola nerviosa y haciéndola retroceder poco a poco hasta chocar
contra una pared.
—¿Qué hace? Aléjese.
—No hago nada, eres tú la que ha caminado hasta aquí, sólo te he
seguido —la miraba intensamente, haciéndola sentir escalofríos.
—B-Bueno, si no hay nada más que decir, entonces…
—Sí, no hay nada más que decir, pero creo que hay algo más que hacer
—le colocó las manos delicadamente alrededor del rostro.
—No comprendo —elevó la mirada justo a tiempo para darse cuenta
que él se agachaba para besarla—. ¿Qué hace…?
Raimond había tomado sus labios de una forma abrazadora, pegándola
completamente a la pared y juntado sus cuerpos. Beth sintió que su corazón
se desbocaba cuando la lengua de su marido hizo entrada entre sus labios al
momento de abrir la boca para replicar, esa acción permitió que él la
acercara un poco más.
Ella intentaba empujarlo a pesar de que todo su cuerpo se negaba a
separarse, le pegaba en el pecho, intentando que fuese él quién reaccionara,
pero eso sólo hacía que Raimond se entusiasmara más, llegando al punto en
el que intentó subirle la falda.
—No… —apartó sus labios de los de él, forzándolo a besar su cuello
—. No… por favor, no…
—Por favor, Beth —gimió en sus labios—. Por favor…
—No —cerró los ojos con fuerza—. ¡No! ¡No!
Raimond se apartó de ella casi de un salto y la miró abrazarse a sí
misma, auto consolándose.
—¿Cómo…? —Beth negó—. No lo vuelva a hacer.
—Lo siento.
—¿Pensabas abusar de mí aquí mismo?
—No estaba abusando de ti, jamás lo haría.
Ella levantó la mirada con enojo.
—Te dije que no.
—Y me detuve.
—No parecías querer hacerlo.
—Es verdad. No quería —se acercó a su oído—: ansío llevarte a la
cama y besar cada parte de tu cuerpo, cada centímetro, hasta hacerte gemir
y gritar mi nombre. Quiero adentrarme en ti y hacerte mi mujer una y otra
vez, durante días, durante años y que entiendas que… que quiero estar
contigo, únicamente contigo, para toda mi vida, para toda la tuya.
—Detente.
—Quiero tocarte, quitarte ese maldito vestido y hacerte el amor justo
ahora —se alejó—. Pero no lo haré si no es lo que quieres.
Ella se arregló rápidamente y lo miró incriminatoria.
—No es lo que quiero —le dijo con odio—. Jamás será lo que quiero,
¿entendió?
—Ojalá te creyera, pero hace unos momentos comprendí algo
importante —ella elevó una ceja sarcástica—. Mi amor, tú cuerpo aún
anhela estar conmigo y tu corazón flanquea a momentos.
—Si será usted engreído —negó.
Raimond tomó su mano cuando ella planeaba irse y se la llevó hasta
sus labios, deteniéndose en la caricia por un prolongado momento, en el
cual ella simplemente lo observó con altanería, tranquilidad y pomposidad.
—Beth, serás mi esposa por toda la vida, según lo que planeas, ¿te
parece tan abominable aceptar tus sentimientos?
Ella apartó la mano con fuerza y lo miró con odio, acercándose
lentamente a él y sonriendo de una forma que jamás pensó que ella podría
configurar en su bello rostro.
—Bien, planteemos algo —le dijo susurrante—. Digamos que yo he
sido infiel con aquel que usted odia, ¿Podría siquiera pensar en estar
conmigo? No le sería… extraño, pensar que mi cuerpo estuvo pegado al de
otro hombre, que susurré otro nombre, que gemí entre otros brazos, ¿Lo
perdonaría? ¿Me aceptaría?
Raimond la miró con intensidad y apretó fuertemente su quijada.
—Quieres… ¿vengarte?
—¿Vengarme? —negó—. Sería ponernos a mano en la situación, al
menos debería concederme eso ¿no cree?
—No permitiría que nadie tocase a mi mujer —dijo molesto.
—¿Por qué cuando se trata de la mujer sí cabe lugar a las exigencias
de la fidelidad, pero, cuando se trata de un hombre no?
—Porque una mujer puede concebir a los hijos de otro hombre —se
acercó y la tomó de la cintura, apretándola a él con fuerza y, sin quererlo, en
un aura sedante—, porque la mujer representa la honorabilidad, la pureza y
rectitud de un hombre, es su imagen, si ella le traicionase, el hombre
quedaría hecho una nada.
—¿Y la mujer no queda hecha una nada también? —trató de apartarse
—. Mira que el no poder complacer a su propio marido… el que busque los
brazos de alguien más, tampoco es algo que se le perdone. Además, no
debería poner tanta carga en nuestros hombros, sea todo lo honorable y
bueno que quiera por sus medios, no por los míos o los de cualquier otra.
—No lo hagas, Beth, lo mataré, si lo amas lo haré incluso con más
gusto —le dijo furioso.
—¿Puedo matar yo a la señora Marilla entonces? —elevó una ceja,
controlando por completo la conversación—. Guiándome por sus comandos
varoniles, es lo debido, cuando alguien te quita algo preciado, se le mata.
Raimond sonrió de lado y dejó salir aire por la nariz, en una pequeña
risa que no tenía nada que ver con la diversión.
—¿Quiere decir que te soy preciado?
Los ojos de Beth brillaron con rabia al notar su error de discurso.
—No, ¿por qué cree que no lo he hecho? —le apartó las manos con
fuerza—. Volveré a la velada, su alteza, con su permiso.
Raimond sonrió complacido y esperó a que su mujer saliera del salón
para dejarse caer en una de las sillas. Ella todavía lo amaba, trataba de
ocultarlo, quizá desearía no sentirlo, pero lo hacía, era imposible que
alguien eliminara un cariño en tan sólo unos meses.
Capítulo 6
—¡Beth! ¿En serio harás esto cada vez?
—No entiendo por qué lo sigue intentando cada noche —le dijo desde
el otro lado.
Raimond sonrió y se recostó en la puerta, sacando la llave de la
habitación y abriéndola, como cada noche desde que había regresado. Su
esposa estaba en la cama, con su camisón puesto y una cara refunfuña hacía
él. Le parecía cada vez más encantadora, sobre todo, por la forma en la que
hacía parecer que lo ignoraba detrás de ese libro, pero, al mismo tiempo, lo
observaba desvestirse.
—Hola —le besó el hombro descubierto, ella siquiera se volvió—.
¿Cómo fue tu día?
—Bien. ¿Puede retirarse?
—No lo creo —se recostó en la almohada y miró hacía el techo—.
¿Qué lees?
—“Como deshacerse de un marido fastidioso de una forma dolorosa”
—ella lo decía seriamente, pero no era un título creíble.
El hombre dejó salir una carcajada y la miró. Hermosa, Beth era
hermosa, sobre todo cuando era tan fría con él, se acercó a ella y se recostó
en su abdomen, leyendo el título del libro, no pudo más que sonreír al darse
cuenta de lo instruida que era su esposa, no creía que nadie en ese lugar
supiera lo que Beth sabía.
—Así que, ahora te interesa la filosofía.
—Siempre me ha gustado.
—¿Siempre lees en alemán?
—Todos los libros de aquí están en alemán, uno aprende.
Él se levantó con ayuda de sus codos, y colocó un brazo del otro lado
del cuerpo de su esposa para después bajar la cabeza y colocar un beso en
su abdomen, tocó sus muslos, subiendo un poco la seda de su vestido y
acarició la suavidad de su cuerpo.
—Su alteza, no estoy en condiciones de cumplir con usted —dijo
segura, fría y tranquila—. Lamento decepcionarlo.
—No quiero que cumplas conmigo.
—Entonces no comprendo su presencia aquí, ni tampoco su mano
debajo de mi camisón.
—Te quiero complacer a ti.
—¿Piensa que esto me complace?
—Quizá hasta te relaje.
—No me meteré a la cama con usted.
—Bien —sonrió, plantando besos sobre ella.
Beth cerró los ojos, aferrando con fuerza su libro para no bajarlo y
terminar besando a ese maldito. Para ese momento, ella ansiaba sentirse
amada y el que Raimond la besara y acariciara constantemente, le ponía las
cosas cada vez más difíciles, pero no cedería ante él, se apartó y salió de la
cama en un brinco.
—Por favor, su alteza.
—No puedes negarlo Beth, lo sé, me deseas.
—No sea egocéntrico —dijo enojada—. Desearía a cualquier hombre
para este momento.
—Qué mal hablada —se puso en pie también—. Jamás pensé
escucharte decir tales cosas tan faltas de pudor.
—Aléjese de mí.
—¿Por qué? —la aprisionó contra la pared—. En realidad, sabes que
no necesito tu consentimiento para hacerte el amor.
—¡Lo odiaría! ¡Lo odiaría toda la vida!
—¿Eso quiere decir que no me odias ahora?
—Sí, lo odio —le dijo con la nariz fruncida.
—Bien, digamos que entiendo el hecho de que no quieras que esté
dentro de ti —se acercó a su cuello y lo rozó con sus labios—, pero puedo
hacerte disfrutar incluso sin esa parte.
Ella cerró los ojos y ladeó la cabeza para darle acceso.
—No…
—¿No?
La respiración de Beth se había acelerado, parecía temblar contra la
pared y anhelar lo mismo que él, pero sabía que no se lo permitiría, jamás lo
dejaría y él no la forzaba en ello. Cuando su hijo comenzó a llorar, pareció
ser una campana liberadora para su mujer, quién salió inmediatamente a su
busca.
Raimond se fue a la cama, esperando a que su mujer volviera,
seguramente tardaría para que él se quedara dormido, lo cual no sucedería,
pensaba esperarla. Pero se hacía tarde y ella no volvía, llegando al punto en
el que se preocupó por ella y fue a buscarla. Cuando estaba por entrar a la
habitación del bebé, comenzó a escuchar voces que parecían alzarse cada
vez un poco más.
—¡Deberías estar agradecida con todo lo que tienes! —decía Marilla
con molestia—. ¿Qué más necesitas para ser feliz?
—No deseo discutir contigo Marilla, déjame tranquila —dijo Beth—.
Y sal de la habitación de mi hijo ahora mismo.
—¡No! —explotó—. No hasta que me digas qué necesitas para dejarlo
libre.
—Él está libre Marilla, tan libre como lo estaba cuando nos casamos
—enunció la joven—. No recuerdo que le fuera un inconveniente tener
esposa entonces y no creo que le importe ahora.
—Tiene la idea de reformar su familia —negó—. ¿Por qué no le dices
que no tiene oportunidad?
—No tengo por qué decir nada, mucho menos a ti.
—¿Lo amas? —Marilla parecía furiosa—. ¿Todavía lo amas?
—Me casé enamorada, Marilla —dijo Beth—. Te hiciste pasar por mi
amiga y después te acostaste con mi marido, todos fingieron por mucho
tiempo que eran alucinaciones mías, que estaba enferma de celos, estaba
enferma, pero considero que estaba justificada.
—Él y yo nos amábamos desde antes, éramos amantes de mucho antes
de que tú existieras en su panorama… o en el de la reina.
—Los felicito —Beth meció a su bebé—. Son tal para cual.
—Pienso lo mismo.
Beth la miró por un largo momento, tomó la mantita de su bebé y se la
colocó encima para cubrirlo junto con ella, pensaba marcharse de ahí, pero
Marilla la frenó de nuevo.
—Suéltame, sí haces que tire a mi hijo, te mataré.
—Si lo hicieras, Raimond te mataría después.
—Lo prefiero —dijo furiosa—, preferiría estar muerta a seguir
soportando estas estupideces.
—Entonces, ¿Por qué no lo haces?
—Porque jamás te dejaré sentarte en ese trono, yo soy la que será
reina, mi hijo será rey y tú siempre serás la amante, despreciada por todo
cuanto me conoce y obligada a hacerme reverencia cada vez que hago
presencia en un lugar —Beth se irguió garbosa—. ¿Y bien, señora
Hofergon? Estoy esperando su inclinación.
—No pensarás.
—¿Te niegas?
Marilla la miró determinada, pero lentamente y para satisfacción de
Beth, se inclinó ante ella.
—Princesa —dijo con la cabeza gacha.
—Señora Hofergon —sonrió y pasó de largo, encontrándose entonces
con su marido—. Su alteza, supongo que habrá quedado aquí con su
amante, pero le pido, si no es mucha molestia, qué para la próxima,
encuentre otro lugar, el castillo es enorme y no hay necesidad de echarme
en cara algo que ya sé que sucede.
—Beth —la detuvo—. He venido aquí por ti.
—Ha de ser una magnifica coincidencia —miró a Marilla, quién salía
en ese momento—. Los dejo.
—Iré contigo en un momento.
—Estará usted perdiendo la cabeza —dijo ella, desapareciendo entre la
oscuridad.
Raimond miró a su antigua amante con molestia.
—¿Por qué has venido?
—Me la he encontrado de casualidad.
—¿En serio? ¿A dónde ibas?
—Vengo de regreso de tus habitaciones, pero me he encontrado con la
sorpresa de que no estabas ahí.
—Marilla —cerró los ojos—, por favor, deja de hacer tonterías.
—No hago algo diferente a lo que siempre hicimos.
—Basta, Marilla —dijo enojado—. Sé que no lo entiendes, pero quiero
que mi familia se vuelva a unir, quiero que mi hijo crezca sabiéndose
amado por sus padres y que vea amor entre ellos.
—¿Cómo podrías crear algo así? Si me amas a mí.
—No quiero volver a verte por esta zona, quiero que te quedes lejos de
las habitaciones de la familia real de ahora en adelante.
—¿Me lo ordenas?
—Sí, no incordies más a la madre de mi hijo.
Raimond siguió el camino que había tomado su esposa.
—¡Piensas que actuando así ella volverá! —le gritó—. ¡Pero jamás lo
aceptará! ¡Jamás se acostará contigo! ¡Raimond!
—Señora —dijo el otro príncipe del castillo—, le recomiendo que deje
de hacer tanto escándalo, nos dejará sordos a todos.
—Alan —dijo molesta.
—Uy, eso parece ser un tono bastante iracundo —sonrió, cruzándose
de brazos—. ¿Se debe a mi hermanito?
—Quiere formar una familia feliz —chasqueó la lengua—. Todos
saben que la estirada de su mujer jamás lo permitirá.
—No lo sé, mi hermano tiene métodos muy convincentes para meter a
una mujer a su cama.
—No la ama.
—¿Segura? —sonrió malvado—. No lo había visto tan interesado en
una mujer desde… bueno, desde que tú llegaste a su vida, pero te has vuelto
aburrida y demandante, alejarías a cualquier hombre con estas actitudes.
—¿Crees que es por eso? —lo miró inocente.
—No lo sé, ahora que Beth no le hace caso, parece estar a sus pies —
se inclinó de hombros—. Creo que le gustan los imposibles.
Ella asintió.
—Puede que tengas razón —suspiró—. Contra eso no sé qué puedo
hacer.
—Ni yo, creo que estás perdida.
Marilla sonrió y lo miró.
—No, creo que no —se abalanzó contra él y lo besó.
—¿Qué demonios? —la separó Alan.
—A ti siempre te ha gustado romper las reglas.
—¿Qué regla se supone que rompo ahora?
—Un matrimonio… quizá dos.
—¿Dos? —Alan negó—. Estás loca.
—Vamos —comenzó a abrirle la camisa—. Sé que siempre te he
gustado, no creo que tengas inconveniente en meterte en mi cama.
—Pese a lo que pienses —se libró de ella—, no me gusta ser
comparado en la cama con mi hermano, por lo que nah, no quiero meterme
contigo. Fue un buen intento, desesperado, pero bueno.
Marilla miró enfurecida al hombre y se cruzó de brazos. Tenía un plan
y Alan Hohenzollern no era el único que podría cumplirlo.
—Beth —Raimond entró a la habitación de su esposa.
—Estoy dormida, no me despiertes.
—Claro, ¿respondes en automático?
—Sólo para darte negativas.
Raimond sonrió y miró hacía la cunita en la habitación, donde
descansaba el bebé de ambos, fue hasta él y tocó la mejilla rosada del niño,
quién tomó su dedo instantáneamente.
—Buenas noches, hijo.
—Déjalo, lo vas a despertar —le dijo la joven sin levantar la cabeza u
abrir los ojos.
—Tú mamá es algo gruñona, pero es porque está cansada —lo besó y
lo cubrió con las mantas antes de ir a la cama con su esposa.
—Aléjese de mí —ella abrió los ojos al sentir el movimiento de la
cama—. Sé que no lo puedo correr, pero por lo menos no quiero que me
toque, es lo menos que me debe.
—No —se estiró y la abrazó con fuerza a su pecho—. No dejaré que te
escapes de mí.
—Aunque me tenga abrazada, acorralada o encerrada, jamás me
tendrá; aunque estuviera dentro de mí, no me tendría —dijo segura.
—Eres sumamente rencorosa y cabeza dura —la dejó voltearse entre
sus brazos, dándole una buena visión de su espalda—, pero no harás que
deje de intentarlo.
—Eventualmente se cansará y me dejará tranquila.
—Mmm… lo dudo —la abrazó—. Me siento fascinado por ti.
—¿En serio? ¿Por qué? —le dijo incomoda al sentir que la mano de
Raimond bajaba hasta su entrepierna y masajeaba la zona con sutileza—.
¿¡Qué cree que hace!?
—¿No te gusta? —sonrió al notar que ella se pegaba instintivamente a
él—. No grites, si lo haces, despertarás a Albert.
—Entonces deje de tocarme —se removió.
—No —le besó el cuello—, necesito esto, necesito verte disfrutar entre
mis manos.
—¡Aléjese! —cerró los ojos y apretó los labios para no dejar salir
ningún gemido de su boca—. Basta…
—No sé por qué, pero no me parece verdad lo que pides.
Beth se removió y sintió que moriría al sentirlo actuar tan
desvergonzadamente con ella, jamás había sido de esa forma cuando habían
hecho el amor, él siempre era muy puntual en su hacer, aunque jamás la
lastimó, nunca fue algo que disfrutara, no como lo hacía en ese momento;
Beth lanzó un gemido y por poco dio un grito cuando repentinamente sintió
que la mano de Raimond no se detendría en la superficie.
Para Raimond siempre había sido placentero, incluso aunque no jugara
con ella, recordaba con gran anhelo lo enloquecedor que era estar dentro de
la que era su mujer.
—¡Raimond! —dijo en un grito contenido.
Ella había querido exigirle de esa forma que se detuviera, que se
alejara de ella, porque la estaba debilitando, pero había salido más como
una plegaría que, además, lo emocionó, puesto que hacía demasiado tiempo
que ella no mencionaba su nombre.
—¿Beth? —buscó sus labios mientras ella estaba presa del placer que
le brindaban sus caricias.
Ella no se encontraba ahí, por un momento pensó que algo dentro de
ella explotaría y cuando lo hizo, no fue más que una sensación sumamente
placentera que la envolvió y la sacó de la realidad por demasiado tiempo, la
hacía anhelar más, pero abrió los ojos y encontró la faz complacida de su
marido, notando que incluso ella misma había sostenido esa mano en su
lugar.
—Lo hizo a pesar de que le dije que no… —ella estaba enrojecida de
las mejillas y parecía ofuscada al haber cedido ante la pasión por primera
vez en su vida.
—¿Me dirás que no te ha gustado? —sonrió.
—Yo… no debió hacer eso —dijo avergonzada, poniéndose en pie
para cambiar sus ropas.
—Imagina lo podrías sentir si acaso me dejaras hacerte el amor.
—¡No! —lo miró furiosa—. No, no se atreva.
—Bien, no puedo forzarte a hacerlo… aunque ahora tampoco parecías
estar sufriendo.
—¡Basta! —ella se volvió hacia otro lado—. Fue un error.
—Deseo, fue deseo —se dejó caer en la almohada—. Incluso buscabas
más, pero está bien, aprenderás a desearme poco a poco.
—Jamás.
—Es una palabra muy fuerte, puedes romperla.
—¡Fuera de mi cama!
—Para este momento, ya no importa que pongas restricciones, de
alguna forma, he vuelto a estar contigo, disfruté viéndote retorcer y gemir,
incluso has dicho mi nombre.
—Es usted un ser detestable.
—Puede ser, pero lo disfrutaste, es una ganancia para mí.
—¡Lo odio!
—No te lo creo.
Ella lo miró molesta y se recostó en el sillón de la habitación después
de colocarse otro camisón. Raimond esperó a que ella durmiera para ir por
ella y meterla en la cama, sobre su pecho, como debía estar después de
haberla hecho disfrutar entre sus brazos.
Sonrió. Beth era increíblemente sensible, apenas la había tocado y su
cuerpo había reaccionado, no quería ni imaginar cómo sería hacerle el amor
en toda la extensión de la palabra. Al menos sabía que, sexualmente, ella lo
anhelaba, pero en todo lo demás, lo odiaba. ¿Qué debía hacer para
recuperarla?
Capítulo 7
Beth caminaba presurosa hasta llegar a la habitación de su querida
amiga Ana, la duquesa de Mansfled, le acababan de informar que no podría
salir de su alcoba debido a un malestar, pero ella no se conformaría con eso,
así que entró a la recámara sin tocar, recibiendo la inclinación de las
doncellas presentes y el médico que revisaba a su amiga, dejándola un poco
impactada porque ella tenía las piernas abiertas, como si fuera a dar a luz.
—Princesa —se inclinó el erudito—. La duquesa estará bien, sólo ha
sido un desgarre.
Beth miró a su amiga.
—Gracias doctor —despidió Ana con un sonrojo marcado.
Las doncellas y el médico abandonaron la habitación, dejando a las
dos amigas solas.
—¿Qué ha ocurrido?
—Creo que Bernard… se entusiasmó demasiado anoche —sonrió Ana
—. Tranquila, no es nada.
—¿Te ha lastimado al punto de llamar a un médico? —se escandalizó
Beth—. Pero es un animal o qué piensa.
—¡Princesa! —se avergonzó la joven.
—Es la verdad —se cruzó de brazos—. ¿Quieres algo? ¿Necesitas que
te pida algo?
—No princesa, estaré bien después de tomar un desayuno.
—Está bien —ella le tomó la mano y sonrió—. Deberías poder decirle
que pare, que se detenga para que no te lastime de esta forma.
—Oh, princesa, son hombres —le apretó la mano—. No puedo esperar
que paren su deseo, nosotras estamos para satisfacerlos, para cumplir
precisamente esa parte de sus vidas.
Beth no pensaba lo mismo, pero sabía que Ana estaba educada bajo las
estrictas normas de la aristocracia, donde la mujer no tenía valía alguna y
dar hijos era su única función.
—¿No pueden parar? —Beth frunció el ceño—. ¿Quiere decir que, si
yo le pido al príncipe que pare, no debe hacerlo? ¿No es su deber
protegernos? ¿Tratar de hacernos felices?
—Mi lady —se avergonzó—. Es nuestro deber cumplir, tienen el
derecho de cada parte de nuestro cuerpo, incluso de los hijos que les
brindamos, ¡de todo!
Beth pestañó un par de veces y suspiró. ¿Era verdad? Si su marido le
pedía que cumpliera, aunque ella no quisiera, ¿Tendría que hacerlo? No le
sonaba bien, eso no pasaría y, de hecho, no había pasado y su esposo lo
había respetado… hasta el momento.
—Princesa —llamó una doncella—. La esperan en el comedor para
comenzar a desayunar.
—Sí —suspiró—, lo sé, iré en un momento.
—Su alteza, me temo que el príncipe pide que antes vaya a su
despacho y el señor Markel la busca para un asesoramiento en el próximo
evento, la espera en el salón verde —apresuró la doncella, parecían
demasiadas cosas que hacer para antes de un desayuno.
—¿El príncipe quiere verme?
Beth tomó aire, desde aquella noche en la que él la tocó de esa forma,
la joven madre había impuesto aún más distancias, porque se dio cuenta que
era extremadamente fácil para él derribar todas sus defensas y eso la
aterraba, pensaba que, para ese entonces, ella habría eliminado todo
sentimiento o emoción ligado a él.
Claramente se había equivocado.
La joven entró en el despacho después de unos minutos de caminar por
el castillo, odiaba lo enorme del lugar, pareciese que caminaba horas para ir
de una habitación a otra. Tocó un par de veces y entró al despacho, donde
su esposo la esperaba.
—Beth, que bueno que llegas —se puso en pie y se acercó a ella—.
Tenemos la organización de la cena para los asesores de gobierno y los
invitados de Grecia.
—Sí, lo sé.
—Bueno, además de eso, mi padre ha organizado una cacería, espero
que nos acompañes.
—No soy especialmente buena montando a caballo.
—Irás conmigo, entonces.
—Le sería un estorbo, no le permitiría tirar.
—No te lo estoy preguntando, Beth —dijo distraído.
Ella frunció el ceño.
—¿Así es como debe ser? —se adelantó molesta—. ¿El hombre ha de
ordenar y la mujer obedecer? ¿Esa es la razón por la que mi querida Ana
está en cama esta mañana? ¿Me irá a hacer lo mismo si me sigo negando a
cumplir en la cama?
—¿Disculpa? —la miró extrañado—. ¿De qué hablas?
—No soy un títere, su alteza, soy una mujer, sin contar que tengo una
madre demasiado independiente como para aceptar que un hombre me diga
qué hacer.
—Creo que no te he ordenado nada que no puedas o quieras hacer y, si
lo he hecho, estoy seguro de que me has ignorado —dijo tranquilo—.
¿Estás bien? Pareces un tanto pálida.
—No piense que le permitiré estar en mi cama sólo para satisfacer su
deseo —le dijo furiosa.
—He estado en tu cama desde que llegué, cariño —vagó por el
despacho—. Y que recuerde, no he abusado de ti de ninguna manera, ni
siquiera he querido satisfacer mi deseo en ti.
Beth lo sabía, pero lo quería dejar muy en claro.
—Yo…
—¿Qué te ocurre esta mañana? —sonrió y se acercó, plantándole un
beso en la mejilla que ella no se esperaba—. Te vi despertar de mejor
humor a pesar de tenerme ahí.
—Sí, hablando de ello —lo enfrentó—. ¿Cuánto tiempo más piensa
permanecer ahí?
—¿En la habitación de mi mujer? —se inclinó de hombros—.
Indefinidamente.
Ella apretó la quijada.
—¿Cómo se encuentra Marilla? —el príncipe levantó la mirada.
—No lo sé, querida, que recuerde, no hemos coincidido —le dijo—.
Como entenderás, no tengo idea de cómo esté, ni tampoco sé dónde queda
su habitación, si es tu siguiente pregunta.
Ella miró molesta hacía otro lado.
—¿Para qué es necesaria su presencia en el castillo? —dijo ella—. ¿Es
por el teniente? ¿Se acerca una guerra?
—Se viven tiempos difíciles, puede que inicie en cualquier momento,
pero por ahora, no, no hay peligro, sólo tenemos que ser precavidos.
—Bien, ¿nos podemos ir ahora? Tengo hambre y Albert…
—Sí, sí —suspiró—. Sólo quería pasar unos momentos con mi esposa,
durante todo el día te la pasas perdida entre la gente, caridades y demás
personas que no conozco, ni me interesa conocer.
—No parecía ser importante antes.
Instantáneamente, recordó un episodio en el que ella lo perseguía, de
hecho, lo había perseguido hacia ese mismo despacho y le había pedido que
saliera con ella a dar un paseo, sólo eso pedía, un poco de su tiempo. Pero él
se había negado terminantemente y había dicho algo como: “Beth,
encuentra algo que hacer, además de molestarme, claro está”.
Jamás lo había olvidado y desde ese momento, ella misma había
llenado su itinerario para no tener ni un momento libre en el día, ni un
espacio para que su cerebro se permitiera divagar y darse cuenta de que era
engañada en su propia casa.
—¿Beth? —se acercó a ella—. ¿Beth, te encuentras bien?
—No me toque —se apartó de él rápidamente.
—¿Qué ocurre?
—Nada —dijo enojada—. Me adelantaré.
—No, espera —la tomó del brazo—. Sé que recordaste algo, por
favor… cariño, lo siento.
—No me llame así —dijo enojada—. Hago esto por mi hijo, que no se
le olvide nunca.
Raimond la dejó marchar, sin embargo, no podía evitar sentirse cada
vez más atraído por la mujer que era su esposa. Ella era tan… no lo sabía.
Quizá era sólo su afán por querer arreglar su familia que lo hacía sentirse
atraído por ella, pero, justo en ese momento, cuando la veía en esa postura
tan fiera… le daban ganas de arrancarle ese vestido y hacerle el amor, pero
ella no lo deseaba y no podía obligarla a ello. Se preguntó qué habría
recordado para que volviera a su postura tan fría y taciturna.
La siguió por el pasillo, pasando una mano por su cintura al momento
de entrar al comedor, dándose cuenta que, en esos momentos en los que
estaban en público, su mujer disimulaba perfectamente el odio marcado que
le tenía. Le permitía besarle la mejilla, tomarla de la mano o la cintura e
incluso le sonreía. No era tonto y su mujer tampoco lo era, entre mejor
fuera su imagen ante el público, más querrían que el hijo de ambos fuera su
rey, más aseguraban su monarquía.
Raimond se aprovecharía de ello cuanto pudiera.
—Querida, me ha dicho mi dama de compañía que piensas ir hoy al
pueblo —dijo la reina, dirigiéndose directamente a su nuera.
—Sí, su majestad, tengo una sesión con los niños del orfelinato.
—¿Una sesión?
—Les leo a los más pequeños y enseño cosas a los grandes.
—¿Enseñar? —sonrió Alan—. Así que eres de las que piensa que la
clase trabajadora puede desarrollarse más de lo que ya están.
—Estamos en una nueva era, señor, pensaría que todos estamos en
sintonía con ello —dijo Beth.
—No me parece sensato que los aliente tanto —dijo Marilla—. Miren
que bien les salió a los monarcas de su país.
—Francia es uno de los primeros países con una república —dijo Beth
—. El pueblo pedía lo justo, si sus mandatarios no los satisfacen, se crea la
revolución, pero, si lo hacen, estarán contentos de tenerlos al mando, como
en Inglaterra.
—¿Piensa que es mejor abolir la monarquía? —preguntó el teniente
Hofergon.
—Siendo quién soy, no se debería cuestionar eso —ella entrecerró los
ojos hacía el marido de Marilla—. No. Pienso que, si somos buenos
monarcas, entonces, no existirá abolición y para ser buenos monarcas, se
necesita conocer al pueblo.
—Estoy totalmente de acuerdo con la princesa —sonrío Ronald
Lambsdorff—, démosle al pueblo lo que necesita y estarán tranquilos con
quienes los rigen.
Beth sonrió hacia su amigo y siguió comiendo su desayuno.
—Creo que la visión de Beth es conveniente para nuestra monarquía
—dijo el rey—. Al ser una extranjera que ha vivido entre Francia e
Inglaterra, conoce los dos tipos de gobiernos, será una excelente mediadora.
Hiciste una excelente elección, Raimond.
—Se le debería agradecer a la reina —dijo Marilla a lo bajo, pero Beth
lo escuchó al estar tan cerca y también lo escuchó Raimond.
—Estoy de acuerdo contigo, padre —asintió el hombre, tomando la
mano de su mujer—. Beth tiene ideas que a muchos de nosotros no se nos
ocurrirían —la miró—. Iré contigo al orfelinato.
—¡Raimond! —se exaltó su madre—. La realeza, siempre debe estar
separada de la gente, deben de saber que somos distintos, la falta de
conocimiento les causa intriga y respeto.
—Creo, madre, que eso funcionaba en otros tiempos —dijo Alan—. Sí
me lo permite Beth, quisiera acompañarlos también.
—Así que seremos tres personas directas de la familia real —dijo
Ronald—. Parece que será todo un espectáculo el día de hoy.
—No estoy de acuerdo —dijo la madre—. Por favor Norbert, di algo,
esto es una locura.
—Me parece una buena idea que el pueblo conozca a sus príncipes —
asintió el padre para finalizar la conversación—. ¿A qué hora tenías
programado ir, querida?
—A las cinco, su excelencia.
—Bien, la cacería será a las diez, la cena es hasta las ocho —dijo
complacido—. Tienen tiempo suficiente, espero que hagan una buena labor
representando a su familia.
Marilla parecía sorprendida por la forma en la que el rey parecía igual
de encantado que todos los demás, era incluso molesto lo fácil que esa
mocosa podía ganarse a cuanto se le pusiera enfrente, incluso a alguien tan
tozudo y malvado como el rey Norbert, quién no hacía caso ni a su mujer.
—En ese caso, quisiera agregarme a la ida —sonrió Marilla—. Me
encuentro sumamente aburrida y me haría bien dar un paseo.
Beth apretó la quijada e hizo tanta presión en su tenedor que casi lo
dobla, pero compuso una sonrisa y asintió hacia la mujer que se encargaba
de hacerle dura la vida.
—Por supuesto, entre más personas ayudemos, mejor.
El desayuno terminó y la realeza se enfocó en sus propias ocupaciones.
Raimond se despidió de su esposa con un beso en la mejilla y la dejó
marcharse hacía la habitación del bebé, que seguro estaría ansioso por ver a
su madre. Él, sin embargo, esperó pacientemente a que Marilla se quedara
sola.
—Necesito hablar contigo —le dijo susurrante.
—Me lo imaginé.
Caminaron lentamente hasta el despacho y Raimond cerró la puerta
con molestia.
—No recuerdo que fueras muy devota a los niños.
—Ni tú tampoco.
—Marilla, quiero estar con Beth, intento tener una familia.
—No funcionará —se acercó—. Yo siempre estaré presente, en todo
momento, incluso cuando no me veas, me imaginarás.
El príncipe la miró largo y tendido, era una mujer bella, pero ahora que
le prestaba atención, tenía las facciones algo oscas, era manipuladora y
demandante.
En algún momento de su vida, ella fue lo más hermoso y maravilloso
que pudo conocer, pero ahora, cada vez que la veía, recordaba con más
fuerza las imágenes recientes con su esposa, sobre todo, las de ella en
compañía de su hijo… una familia.
Él siempre quiso una familia, creció siendo el heredero al trono, sus
padres fueron personalidades alejadas que él conocía como rey y reina más
que como madre y padre. Desde que era un chiquillo se dijo que cuando
tuviera su propia familia, todo sería diferente, sería cercano a sus hijos y
amaría a su esposa.
Jamás pensó que su madre no le permitiría casarse de quién se había
enamorado y, de alguna forma, lo había obligado a hacer infeliz a una
chiquilla que ahora era su delirio.
—Quiero que la dejes en paz —dijo tranquilo—. Lo último que quiero
es verla llorar.
—¿Ahora resulta que te interesa? —sonrió—. Ha llorado desde que se
casaron y jamás te has puesto de esta forma, vamos Raimond, no te digas
mentiras.
—No me las digo, sé lo que quiero y lo voy a conseguir.
—Así que estás obsesionado por acostarte con ella —negó—. Los
hombres son tan predecibles.
—No quiero sólo acostarme con ella, quiero una vida entera a su lado
—le dijo con seguridad—. Deja de meterte en ello.
—¡Tonterías! —se rio—. No te hagas utopías de vida, eso son sueños
de adolescente, imaginaciones de tu corazón.
—Sea lo que sea, no te concierne.
—¿Seguro?
—¿Su Alteza?
Raimond volvió la vista hacía la puerta de su despacho.
—¿Beth? —no habló lo suficientemente alto para ser escuchado.
—Lo siento por interrumpir —ella intentó abrir la puerta del despacho,
pero esta estaba cerrada con seguro—. ¿Alteza?
—¿Ahora que harás? —sonrió Marilla.
—Fuera de aquí —dijo en voz baja.
—Que yo sepa, sólo hay una puerta —caminó hacia la entrada, pero
Raimond la tomó con fuerza del brazo, haciendo que se detuviera, incluso
que lo mirara impresionada.
—Claro que no —apuntó a sus espaldas—. Sal de aquí ahora.
—¡Suéltame! —alzó la voz y se dirigió hasta la puerta y salió.
—¿Su Alteza? —ella volvió a tocar—. ¿Se encuentra ahí?
—Pasa, cariño —le abrió la puerta.
Beth miró a sus alrededores, frunció el ceño al darse cuenta que estaba
solo, ella no tenía idea de que existiera otra puerta, pero le parecía extraña
la tardanza.
—¿Por qué no abrías?
—Estaba ocupado.
—¿Está seguro? —siguió inspeccionado.
El despacho era un lugar enorme y una persona se podía esconder con
bastante facilidad si era lo que se quería. Beth lo sabía muy bien, en muchas
ocasiones ella lo había hecho para ver de cerca a su marido mientras
trabajaba.
—¿Por qué? ¿Estás celosa?
—¿Qué? No —retomó la compostura, dándose cuenta que, sin
pensarlo, había actuado como antes, como cuando lo quería y se volvía loca
de celos por cualquier cosa.
—Te lo he dicho —la tomó de la cintura y pegó su frente a la de ella,
sonriendo al tenerla cerca—. Eres únicamente tú.
—Sí, como diga —se deshizo de sus brazos—. Venía a preguntar si
desea un menú alemán o griego para la recepción de…
—Lo que tú quieras.
—Pero… —ella frunció el ceño—. ¿En serio?
—Sí.
—Te comportas extraño —ella apuntó algo en su lista.
—¿Te parece? —se volvió a acercar a ella—. ¿Podría besarte?
—No —dijo sin mirarlo, enfocada en sus notas.
Raimond no hizo ningún caso y tomó los labios de su desprevenida
esposa, quien dejó caer sus papeles y levantó las manos para no tocarlo,
parecía sorprendida, sobre todo cuando él se agachó y la tomó de las
piernas para sentarla en su escritorio y besarla con aún más intensidad.
Beth sentía una sensación extraña en su interior, muy parecido a
aquella noche en la que él la había tocado de esa forma tan… diferente,
aquella vez en la que ella había gritado su nombre en un momento de
descontrol.
—Basta… —susurró—. Su alteza, basta.
—No lo puedo resistir —se despegó de sus labios y le besó el cuello
—. No me puedes negar, ¿cierto, Beth? Eres mi esposa y esto es lo que me
corresponde recibir de ti. Puedo besarte, acariciarte y…
—Por favor… —cerró los ojos mientras él besaba el inicio de sus
senos, desprendiendo una sensación inigualable en ella—. No… me lo
prometiste, dijiste que… que no me forzarías…
Raimond se despegó de ella y la miró; tenía los ojos fuertemente
apretados, temblaba un poco y se aferraba con fuerza de los hombros
masculinos, parecía asustada, jamás quiso asustarla.
—Perdóname, cariño —la abrazó—. No lo haré, no te forzaré.
—Yo… tengo que irme —se removió entre sus brazos—. Lo siento por
interrumpir.
—Beth —la detuvo antes de que ella abandonara la habitación por
completo—. Me dio gusto que vinieras aquí por decisión propia.
—Lo he hecho porque era algo de urgencia.
—De todas formas —ella asintió—. Te veré en un rato.
—Sí.
En cuanto ella salió de la habitación, Raimond dejó salir un grito
contenido y cerró los ojos, no sabía cuánto aguantaría en esa situación,
jamás pensó desear tanto a una mujer que ya había sido suya. Pero Beth…
ella era tan… ni siquiera sabía decir qué era, lo provocaba de una forma
sutil de la que ni ella se percataba, el verla todas las noches durmiendo a su
lado, con esos camisones que revelaban su figura con total claridad, esos
labios y esos ojos que lo ponían de rodillas.
Era un suplicio, un verdadero suplicio.
Incluso había noches en las que él se dedicaba a observarla,
aprovechando el momento para delinear con ternura y extrema delicadeza el
cuerpo que se tendía a su lado, tranquilo y sin movimiento. Era en esos
momentos en los que sentía que su corazón le haría hacer tonterías, como lo
sería despertarla y hacerle el amor.
Pero sabía que no debía, puesto que ella simplemente reaccionaría mal,
quería que de alguna forma ella no se arrepintiera de lo que sucediese, pero
mientras más tiempo pasaba, más creía que la necesitaba, ¿llegaría un
momento donde ya no podría refrenar sus ganas por estar con ella?
Suspiró.
Al menos se había dejado de quejar sobre tenerlo en la habitación,
también le permitía tomar a Albert y mantenerlo con él durante un largo
periodo de tiempo, momentos en los que ella tomaba un descanso, era una
ventaja doble, puesto que le daba una excusa para verla cuando ella
regresaba por el pequeño bebé.
Capítulo 8
El príncipe caminaba de un lado a otro, esperando a que su esposa
hiciera aparición. Habían quedado de que se irían antes de las cinco, pero
Beth estaba desaparecida y era momento de marcharse, casi estaba seguro
que lo hacía adrede, ella sabía perfectamente que él tenía un tema especial
con los horarios y los tiempos.
—Lo siento, estaba ocupada —dijo la joven, entrando por una de las
puertas que daban al jardín.
—¿Dónde estabas? —se acercó—. Todos te estamos esperando.
—Bien se pudieron haber adelantado —dijo tranquila, dejando que una
doncella le colocara su sobrero y estiró los brazos hacía el bebé que traía
otra de las doncellas.
—¿Piensas llevar a Albert?
—Sí. Lo prometí la última vez que fui.
—Pero… —Raimond frunció el ceño—. Se podría enfermar, tú no
sabes en qué condiciones…
—Si tanto temor tiene, podría ser más caritativo con las donaciones
para las instalaciones.
—Beth… —la riñó con la mirada, pero ella lo ignoró.
—Preciosa —sonrió Ronald—. Así que piensas cumplir tu promesa de
la vez anterior.
—Siempre las cumplo —sonrió la joven y caminó hacia él.
Alan dejó salir una pequeña risilla y se acercó a su hermano,
golpeándolo amistosamente en el hombro y caminando con un brazo
alrededor de sus hombros.
—Parece que tu esposa es de armas tomar.
—¿Por qué has decidido venir?
—Incordiar a madre, claro está —miró sobre su hombro—. La
pregunta sería: ¿por qué viene Marilla?
—Incordiar a mi esposa, claro está.
—¿Pelea de amantes?
—No digas tonterías.
—No lo son —sonrió—. Por cierto, que no vi a Beth en la cacería,
pensé que le dirías que te acompañara.
—Ya la conoces, tiene el itinerario más pesado que el del mismo rey
—la excusó, porque sí se lo había pedido y ella lo ignoró.
—Sí, le fue necesario después de lo que le dijiste aquella vez.
—¿De qué hablas?
—¿Es que acaso bloqueaste todo recuerdo en el que la hiciste sentir
peor que una chinche?
Raimond cerró los ojos y miró a su hermano.
—¿Qué le dije?
—Bueno, recuerdo vagamente haber escuchado un: “busca algo que
hacer, pero déjame tranquilo de una vez.” —sonrío—. Aunque quizá estoy
diciéndolo un poco peor de lo que en realidad fue.
—¿Le dije algo así? —se reprochó.
—Sí, aunque debo admitir que ella era muy insistente —se inclinó de
hombros—. Como cualquier mujer que está enamorada y siente que está
perdiéndolo todo.
—Eres bastante capaz de hacer sentir mal a cualquier persona, ¿lo
sabías? —entrecerró los ojos hacia su menor.
—Sólo a los que se lo merecen —asintió—. Por favor, me enamoré de
ella desde que llegó, si no la querías, bien podrías haberla cedido, no quiero
ni imaginar lo que sería tenerla de esposa.
—Ella te gusta para meterla a la cama.
—¿Y a ti no?
Raimond lo miró severamente y fue a su carruaje, donde iría con su
esposa e hijo. Cuando subió, su esposa se encontraba entretenida
enseñándole a su hijo a aplaudir, el niño parecía no captar el concepto aún,
pero era una escena agradable y familiar.
—¿Qué hiciste en la mañana? —preguntó en el camino—. Pensé que
había dicho que teníamos la cacería con mi padre.
—No, usted tenía la cacería, yo tenía que supervisar la donación de
ropa y cobijas para la comunidad pobre de…
—Sí, lo entiendo —masajeó sus ojos—. Mi hermano me recordó algo
que yo te dije hace algún tiempo.
—¿De qué cosa habla?
—Algo sobre que me dejaras tranquilo y encontraras qué hacer.
La mirada de Beth se endureció.
—Como ve, lo hice y me encuentro muy satisfecha con mi labor.
—Sí y yo también —se acercó a ella—. No sé por qué habré dicho eso,
pero no es verdad.
—Ahora —remarcó—. Ahora no es verdad, pero en ese tiempo, sí que
lo era. Las cosas han cambiado y la que no quiere ser molestada en esta
ocasión soy yo.
—Sé que fui cruel —se lamentó—. Pero quiero enmendarlo.
—Sólo necesito que sea un buen padre —miró a su hijo—. De ahí en
más, no hay nada que me interese.
—Beth, sé que podemos ser felices…
—No.
—¿Ni siquiera piensas intentarlo?
—Yo lo intenté hace tiempo, pero me cansé —le dijo—. No puede
pedirme que vuelva a intentarlo sólo porque se ha cansado de Marilla, su
alteza. Seguro habrá otra mujer que le llame la atención.
—Sí, tú.
—Bueno, al igual que con su antigua amante, se cansará y encontrará
una nueva depositaria de sus afectos —ella miró por la ventana, tratando de
distraerse del interior de la carroza.
Raimond se recostó en el asiento y asintió.
—En verdad te hice daño, ¿cierto?
—¿No piensa que es bonito salir a esta hora a la calle? —ignoró—. Es
muy pintoresco.
—Beth…
—Creo que nevará más pronto de lo usual, el año pasado…
—¡Beth! —la tomó de los brazos, acercándola a él—. Sólo… dime qué
hacer.
—¿Puede sostener a Albert? —dijo tranquila—. No soy buena bajando
de las carrozas con él.
El príncipe cerró los ojos y tomó a su hijo en brazos, permitiendo que
ella bajara primero, siendo presa rápidamente de las miradas, los gritos y el
amor del pueblo; cuando ella se volvió para agarrar al bebé de los brazos de
su padre, el furor simplemente incrementó, al punto que el mismo príncipe
tenía que proteger a su esposa para que no hubiera percances.
—¡Princesa! —gritaban ya dentro del orfelinato—. ¡Príncipe! ¡Una
fotografía!
Los padres lo permitieron y pasaron al salón lleno de niños que
esperaban impacientes la visita de la mujer de la cual se había enamorado
Alemania. La princesa Beth se agachó para que todos pudieran ver al
pequeño dormilón en sus brazos y contestó tranquila a las preguntas
inocentes de los niños.
—Su alteza —se inclinó la directora del orfelinato ante Raimond—. Es
un gusto que viniera a visitarnos, igual que usted, príncipe Alan.
—Teníamos curiosidad por la labor de mi querida cuñada —sonrió
Alan—. ¿Habrá alguien que pueda darme un paseo por las instalaciones?
—Por supuesto, su alteza —apuntó a una jovencita—. Magnolia lo
acompañará.
Alan desapareció del lugar, dejando al resto de su grupo atrás.
Raimond se acercó a su esposa cuando se dio cuenta que lo llamaba con la
mirada y le tendía al bebé.
—¿El príncipe es un buen papá? —preguntó una niña.
—Sí, es bueno —Beth contestó con una sonrisa.
—Pero… el príncipe ha pasado mucho tiempo fuera de Alemania,
mamá dice que seguro no alcanzó a ver como nacía el bebé Albert.
—Oh, cariño —Beth le tocó la mejilla al niño—. El príncipe tiene
muchas obligaciones. Estoy segura que estaba sumamente ocupado en ese
momento como para perderse algo tan importante como el nacimiento de su
propio hijo, ¿no lo crees?
Raimond notó la intensión en la voz de su mujer y entrecerró los ojos
hacía ella, Beth era de la clase pasivo-agresiva, a veces no se daban cuenta
cuando ella estaba atacando, como en ese momento, en el que recriminaba
su ausencia el día que Albert había nacido.
Era uno de los pesos más grandes en su conciencia, si acaso hubiese
muerto la madre o el niño, jamás se lo hubiera perdonado.
—Ella parece estar adecuada a toda esta atención —se acercó Marilla
—. Mírala, hasta se podría creer que nació siendo amada, como hija de tu
familia.
—Debo admitir que tiene un don con la gente… un magnetismo.
—Sí, es alucinante como todos parecen morirse por ella —lo miró de
lado—. ¿En serio no dudas ni un poco de ella? Es claro que cualquier
hombre se pondría contento de que ella les diera una sonrisa, incluso veo
bastante entusiasmado a Ronald.
Los dos enfocaron al hombre que se había parado justo detrás de
donde Beth leía, hacía muecas a los niños conforme les leían el cuento, lo
cual los hacía reír, sobre todo cuando su esposa volvía la cara con el ceño
fruncido, intentando atrapar al hombre que parecía burlarse de ella.
—No, confío en ella.
—Por favor, Raimond, una mujer despechada es capaz de hacer
muchas cosas, tú no sabes que se le esté pasando por la cabeza.
—¿Lo dices por ti?
—Lo digo por ella, claramente les quiere dar una lección. Se nota, tan
sólo mira este lugar. Estás tú presente, incluso está Alan y nadie les pone
atención, ustedes son los verdaderos príncipes y ella sólo es la consorte,
¿Quién tendría que tener mayor relevancia? —Marilla miró a su amante,
notando que este parecía pensar las cosas—. No dudaría que este pequeñín
no fuera tuyo, estuviste lejos de palacio por mucho tiempo, bien ellos
pudieron…
—No te atrevas a decirlo, Marilla —advirtió Raimond.
—Si no fuera tu hijo, entonces podrías echarla y todo estaría
terminado, ella dejaría de ser un estorbo.
Raimond volvió la vista hacía su esposa, quién parecía enfocada en los
niños, sonriente y cómoda. No parecía capaz de hacerle daño a nadie, pero,
en el fondo, aquella chiquilla con hoyuelos traviesos tenía un carácter duro,
frío y dominante. Controlaba sus emociones mejor que cualquier persona
que conociera y sabía exactamente hasta donde ceder y lo hacía por una
razón, con un objetivo: su hijo.
Debía aceptar que era una madre ejemplar y entendía perfectamente
que se hubiera enfocado completa y llanamente en ello, era su única meta e
ilusión, había dictaminado que sería rey y que ella estaría a su lado para
verlo y, si eso requería permanecer junto al hombre que odiaba, lo haría
gustosa, eso era lo que le repetía una y otra vez.
—Oh, mira nada más, Raimond, no sabes cargar a un bebé —dijo
Marilla, alargando los brazos y tomando al bebé mientras su padre estaba
distraído.
La princesa inmediatamente se puso en pie, interrumpiendo la sesión,
dejando al aire una pregunta y evadiendo la mano que había elevado Ronald
Lambsdorff para detenerla.
Llegó hasta la mujer que sostenía a su hijo y se lo quitó sin mediar una
palabra con ella, simplemente se lo arrebató y se marchó con el niño en
brazos hacía Dios sabía dónde.
—Dios santo, qué maleducada —se quejó Marilla.
Pero todos en la habitación habían entendido el actuar de la futura
reina, no era que la relación del príncipe y esa mujer fuera un secreto, por lo
cual, esa mujer era de lo más repudiada, mientras la princesa Beth era cada
vez más amada.
Raimond cerró los ojos al percatarse de la hostilidad de la sala y salió
tras su esposa.
La encontró gracias a una de las mujeres que trabajaban en el lugar,
quién simplemente apuntó una de las salas comunes y los dejó en soledad.
La encontró dando vueltas sobre un espacio pequeño, parecía hablar
consigo misma y besaba a su bebé.
—Beth…
—¡¿Cómo se atrevió?! —le gritó, parecía no haber logrado controlarse
—. ¡A mi hijo! ¡Le dio a mi hijo…! ¡Estuvo en sus brazos! ¡Yo…!
—Clámate, Beth, fue un malentendido.
—¡¿Un malentendido?! —ella parecía alterada—. ¡No puedo creer
que…! ¿Me odias en verdad? ¿Por qué otra razón harías que esa mujer
tocara a mí hijo?
—No te odio, Beth —intentó tomarla de los hombros, pero ella se
apartó—. Lo tomó de mis brazos, estaba distraído, me descuidé.
—¿Se descuidó? —parecía histérica, pero lo miró con sorpresa
después de unos segundos—. Era lo que querías, ahora lo entiendo,
¿Piensas que haciéndome quedar mal delante de todo el mundo te hará
mejor a ti? El cariño de estas personas es lo único que tengo y me hace
feliz, ¿Tienes que ser tan envidioso que incluso quieres arruinarme eso?
—Muy bien, cariño, claramente no te estás escuchando —sonrió—.
Jamás he querido hacer algo como eso, me agrada que el pueblo te quiera y,
en realidad, el que tú y yo estemos bien me hace quedar mejor con el
público, así que no sé por qué quisiera que eso cambiara.
—Tú… eres, eres un… —ella parecía quererle decir todos los
impropios en todos los idiomas que se sabía, pero no lo conseguía, ella no
era dada a maldecir, jamás la había escuchado—. Ella jamás me sustituirá
como su madre, este bebé es mío, por más que quisiera que fuera ella la que
estuviera en mi lugar, es mío y soy yo. Jamás me iré, será su condena el
haberme elegido.
—No quiero que te vayas, tampoco quiero remplazarte.
—¡Es usted un…! —ella apretó tanto su quijada que Raimond temió
por sus dientes, su cara enrojeció y sus ojos parecían saltar de sus orbitas—.
¡Idiota! ¡Mal nacido! ¡Hipócrita! ¡Infiel! ¡Mentiroso!
—Bien, está bien —la abrazó al notar que ella aumentaba el tono de
voz y parecía incluso hasta marearse—. Ya está bien.
—¡Déjeme! —le gritó—. ¡No me toque!
—¡Beth! —la tomó de los hombros—. ¡He dicho que ya basta!
Ella equilibró a su hijo en un brazo y golpeó fuertemente la mejilla de
su marido con su mano libre, sintiendo un alivio que jamás pensó, así que lo
volvió a golpear, después, perdió las fuerzas en las piernas y cayó de
rodillas, donde lloró aferrada a su hijo. Raimond se agachó junto a ella y la
acogió en su pecho con cariño y más comprensivo que nunca, ni siquiera se
había enojado por las fuertes bofetadas que ella le había propinado.
—Lo siento —le besó la cabeza—. Perdóname, Beth.
—Lo odio… —gimió—. Ojalá estuviera muerta.
—No digas tonterías, Beth —la abrazó con más fuerza.
—Estoy cansada… —susurró—. Estoy harta de pelear.
—No necesitas pelear más, cariño, estoy aquí y no me pienso ir,
tampoco pienso hacerte daño, no quiero hacerte daño.
—No lo quiero aquí.
—Ven, regresemos a casa —la ayudó a ponerse en pie.
—Puedo sola —le quitó las manos—. Puedo sola.
Al momento de salir, Beth había recuperado su compostura, era
notorio que estaba entristecida; a pesar de que había lavado su cara, estaba
enrojecida y su sonrisa era lastimera, pero, creíble si no la conocías de
mucho tiempo.
La joven no habló con nadie el resto del camino, se sentía estúpida por
haberse derrumbado de esa forma, hacía mucho que no le sucedía algo así,
quizá desde que nació su bebé que no lloraba de esa manera tan desesperada
y llena de amargura. De hecho, no había vuelto a pensar en quitarse la vida
desde que vio la perfecta carita de ese bebé, lo único que la mantenía
aferrada a ese mundo.
—Beth, ¿Quieres que te lleve a la habitación?
—Su alteza, ¿sería tan amable de dejarme tranquila esta noche?
Necesito paz —dijo con una voz exhausta.
—Puedo dormir en un sofá o incluso en el suelo, pero permite que esté
contigo —dijo preocupado.
—No necesito a nadie, sé afrontar esto.
—Quiero que me veas ahí y te des cuenta de que sólo quiero estar
contigo, que no hay nadie más —le decía con súplica.
—¿Sería tan amable de no ir a mi recámara esta noche?
El príncipe suspiró.
—Está bien, Beth.
Miró a su esposa subir las escaleras lentamente, parecía no tener
fuerzas de nada y si no se equivocaba, incluso se había tambaleado. Estaba
preocupado por ella, jamás la había visto salirse de control como esa tarde,
de alguna forma había conseguido actuar normal el resto de la visita, pero
en cuanto puso un pie en casa, sus energías parecían haberse drenado al
completo.
—En serio que no la puedes dejar en paz —llegó Alan—, mira que
darle a Albert a tu amante… en serio, ¿qué tienes en la cabeza?
—¿Crees que fue algo que planeé?
—No lo sé —lo miró—. Pero lo que sí sé, es que estás idiota, ¿Sabes
cuantos bastardos darían su vida por tener a tu esposa? Ya no digamos en la
cama, sino media hora a su lado.
—Piérdete Alan.
—Sólo decía.
El menor se fue con una sonrisa, dejando a su hermano en medio de un
buen dolor de cabeza, no podía creer que Marilla hubiera hecho tal cosa y
tampoco podía creer que él hubiese sido tan estúpido.
De lo que estaba seguro era de lo mucho que le había dolido ver a su
esposa sufriendo de esa forma, parecía que le había enterrado una daga en
el corazón y esta le hubiese menguado todas las fuerzas y, seguramente, los
pocos avances que hubiese tenido con ella.
Capítulo 9
Beth despertó empapada en sudor, su recámara seguía en la más
profunda oscuridad y la calma de la madrugada la asustó, ella siempre había
sido asustadiza, no sólo de que algún malhechor la atacara a ella o a su hijo,
sino de excentricidades como lo eran los fantasmas, eran miedos que no se
atrevía a contar a nadie por ser infantiles, eso le hizo recordar las muchas
veces en las que su marido había dicho lo niña que era en el pasado y, tenía
razón.
Se había comportado como toda una chiquilla cuando llegó;
caprichosa, entusiasmada con el amor, el palacio y con ser una princesa
casada con el hombre de su vida. ¡Qué tontería! Siempre vivió de una forma
tan feliz, tan sana, tan llena de todo lo que necesitaba, que jamás imaginó
que algo terrible le pudiese ocurrir, no a ella, no a la hija de Giorgiana y
Asher Aigrefeuille, una niña consentida y amada.
Volvió rápidamente la cabeza hacía un lado cuando de pronto escuchó
un suspiro que terminó siendo un leve ronquido. Raimond no solía roncar,
sólo lo hacía cuando estaba sumamente incómodo y en ese preciso instante,
seguro era su caso. Ella prácticamente había apilado una montaña de
almohadas a su alrededor para que no se pudiera mover o siquiera infiltrar a
su lado, él no la había dejado ni un día, a pesar de que se lo había pedido
después de que Marilla tomara a su hijo.
En aquella madrugada se dio cuenta que él estaba dormido a su lado,
sin remedio alguno, puesto que dormía como un tronco, incluso si lo tiraba
de la cama, no se despertaría.
El tenerlo ahí con ella le daba la protección que necesitaba contra la
oscuridad, pero le quitaba la paz con la que había trabajado durante todo el
tiempo en el que se fue. ¿Por qué se empeñaba tanto con ella? Se había
aguantado todos y cada uno de sus desplantes, malos tratos y menosprecios,
incluso de sus burlas constantes.
Apartó algunas de las almohadas y se acercó a su cuerpo, admirándolo
dormir, en otro tiempo, ella jamás tuvo la oportunidad de verlo dormir, en
contadas ocasiones había tenido ese privilegio, por lo que era toda una
nueva experiencia que la envolvía y por la que se quería dejar llevar de
momento.
Alargó la mano y acarició un mechón de cabello rubio que caía
despreocupado sobre su frente, delineó con sus suaves dedos la mejilla
rasposa, los labios entreabiertos, la recta nariz y las largas pestañas.
Siempre le pareció muy guapo, aunque recordaba que su prima le dijo algo
como: “parece una lagartija desteñida”.
Soltó una suave risita por la nariz.
Echaba de menos a Kayla, siempre habían sido mejores amigas y,
cuando ambas se enamoraron del mismo hombre, algo se había roto de
repente, era como si no se conocieran, al final, cuando el príncipe la había
elegido a ella, su prima sonrió, la abrazó y se fue. Ese había sido el primer
golpe que la vida había planeado para ella, Kayla y Beth siembre habían
estado juntas, siempre, no sabían cómo era estar la una sin la otra; cuando
Beth descubrió toda la verdad, en la única persona en la que pensó confiar
el secreto, había sido Kayla, pero ella se había marchado y Beth no creía
que la volviera a ver.
—¿Beth? —se escuchó la voz somnolienta de su marido—. ¿Qué
ocurre? ¿Estás bien?
—Sí, bien —se recostó rápidamente—. No quise despertarlo.
—Puedes hacerlo siempre que quieras —sonrió, acercándose a ella y
rozándole una mejilla—. ¿Tienes miedo?
—Soy una adulta, su alteza, no le tengo miedo a tonterías.
—Así que sigues con tu temor a la oscuridad.
—No le temo.
—¿Tuviste una pesadilla?
—He dicho que no soy una niña, mi lord, buenas noches.
—Si gustas, puedo abrazarte.
—No.
—Vamos Beth, abrazarte no es lo mismo que hacerte el amor.
—Creí decir que no.
—Bien, no me importa —apartó todas las almohadas y la atrapó
cuando ella intentó huir—. Listo, serás mía por esta noche.
—Pensé que no me haría el amor.
—No necesito eso para hacerte mía —le besó el cuello, las mejillas y
la nariz—. ¿Puedes soportar dormir conmigo?
—No.
—Lástima —la abrazó con fuerza y apretó hasta que ella dejó salir una
risa y un quejido.
—¡Es un bruto!
—Sí, descansa cariño.
—No me diga así, su alteza.
—Ajá, como quieras cariño.
Beth rodó los ojos y permaneció inmóvil en su posición, sabía que él
había caído dormido casi al instante, pero ella no podía hacerlo, no cuándo
durante tanto tiempo soñó eso mismo y jamás se presentó, sentía una
revoltura traicionera dentro de ella que la hizo apartarse suavemente de sus
brazos e ir a tomar a la pequeña creación de ambos, lo único por lo que
agradecía haberse casado con ese hombre, su hijo.
—Hola mi amor —sonrió Beth—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no has
llorado esta noche? ¿Has dejado de necesitar a mami?
Beth suspiró al pensar que eso era algo que iba a pasar, su hijo crecería
y poco a poco, dejaría de necesitarla, cuando ese momento llegara, ¿Qué
sería de ella? ¿Seguiría ahí atrapada entre las paredes de oro de un castillo?
No planeaba dejar a Albert por ningún motivo, pero, cuando él la
abandonara a ella, entonces…
Ella volvió la cabeza cuando de pronto se escuchó un golpe en la
ventana. Beth casi grita, de por sí tenía miedo, no podía imaginarse algo
peor que ver a alguien parado a las afueras de su ventana. Quizá sólo fuera
el replicar del viento o el sonido de los árboles, así que regresó la vista a su
hijo y decidió seguir metida en sus pensamientos, pero, nuevamente, el
golpe en su ventana volvió a sonar, haciendo que el bebé se removiera en
sus brazos.
—Dios santo —ella se acercó temerosa hasta la ventana y con un ojo
cerrado y el otro abierto, echó un vistazo al exterior.
Había comenzado a nevar y no era muy visible nada en el exterior,
pero de lo que sí se percató fue el ver a un hombre corriendo muy cerca de
ella, justo frente a su cara, lo cual le sacó un grito que terminó por despertar
a los dos hombres en su habitación.
—¿Beth? —se levantó Raimond—. ¿Qué demonios?
—Hay alguien ahí afuera —dijo asustada, pegada a la pared contraría a
la ventana.
—¿Alguien?
—Ha pasado justo por la ventana, te digo.
—Dios, no tengo idea por qué te cambiaste de habitación a una en la
planta baja, a donde sea que te cambies, iré tras de ti, Beth.
—Pero…
—Quédate aquí.
—¿Qué? —se acercó a él—. No me dejes aquí sola, ¿Estás loco?
—Cariño, el intruso está afuera, no aquí dentro.
—No lo sabes.
—Amor, ambos estamos aquí.
Ella se mordió la lengua, no diría a ese hombre que ella creía
firmemente que podía tratarse de un espíritu, así que se tuvo que dar por
bien servida al abrazar a su hijo y sentarse en la cama, atemorizada de pies
a cabeza mientras veía como su esposo se vestía.
—R-Raimond —el príncipe se sorprendió al escuchar su nombre de
los labios de su esposa.
—¿Qué ocurre?
—Tú… —bajó la cabeza y miró hacia otro lado—. Ten cuidado.
Raimond sonrió y se acercó a ella.
—Ahora que siento que te has preocupado por mí, sólo pienso en
volver —le besó la nariz—. Estate tranquila, volveré en seguida.
Ella se molestó consigo misma por haber expresado su preocupación.
—Sólo lo digo porque nos dejarías desprotegidos si te vas.
—Claro. Aunque yo muera, la línea directa sigue siendo Albert,
estarías bien.
—Lo dudo —susurró la madre, acercando a su bebé.
Bien se sabía que, por buscar el poder, los mismos tíos del heredero
podrían desear matarlo, por esa razón, Beth era muy cuidadosa con quienes
se rodeaba, normalmente estaba cerca de Albert todo el tiempo, al ser el
único heredero al trono, sería fácil desaparecerlo.
Raimond salió de su habitación con presura, topándose con su
hermano y otros hombres que habían escuchado o visto lo mismo que su
mujer, parecía ser que era verdad que había un intruso.
—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Raimond.
—Me sorprende que lo escucharas, hermanito, tienes el sueño más
pesado que el de una roca —sonrió Alan con una bata sobre puesta y el
cabello desordenado.
—Beth se ha despertado.
—Eso tiene más sentido —asintió Alan—. Vale, creo que se han
metido al castillo.
—Es una locura —negó Raimond—, nadie entra aquí, tenemos
seguridad en cada entrada.
—Al parecer, algo más está sucediendo, mi marido ha salido a
investigar —llegó de pronto Marilla, sólo con camisón y una sonrisa
placentera al encontrarse con tantos caballeros.
Raimond se volvió rápidamente e hizo una inspección de las personas
presentes.
—¿Dónde están los de Grecia? —preguntó.
—Los llevamos a una zona protegida, mi lord —dijo un guardia.
—Bien, pongan a todas las mujeres en un lugar seguro —Raimond
miró a su alrededor—, al rey y la reina también.
—Raimond —le tocó el hombro su hermano—. ¿No crees que estás
sobre reaccionando?
—No —se apresuró a decir el hombre—. Lleva a la mujer con la que
estabas a un lugar seguro, quiero que te reúnas conmigo en la sala de armas
en quince minutos.
—¿Qué demonios piensas que está pasando, Raimond? —le gritó Alan
al momento en el que él desaparecía por el pasillo hacia la habitación de su
esposa.
El hombre abrió la puerta de la habitación de forma precipitada,
interrumpiendo el rezo que se elevaba en voz alta de la voz de su esposa,
provocándole un grito y paralizándola por unos segundos, pera después, sin
pensarlo, salir corriendo hacia él y abrazarlo.
—Ven conmigo, Beth, toma a Albert y vámonos.
—¿Qué sucede? —dijo asustada, haciendo lo que le decían.
—Vamos, no hay tiempo —le colocó una bata y después una cobija
que alcanzaba a cubrir al bebé en los brazos de su esposa—. Dame la mano
y no te sueltes, ¿Entendido? Sí algo más ocurre, te vas a una habitación y te
encierras ahí, ¿Comprendes?
—¿Qué sucede, Raimond?
—El castillo está bajo un ataque.
—¿Qué dices? —se detuvo por la impresión.
—No te detengas —le tomó la mano y la siguió guiando por los
pasillos—. Había escuchado las amenazas desde hace algunos días,
intentamos controlar la situación, pero parece que han decidido atacar de
todas formas.
—¿Por qué?
—Lunáticos, extremistas —dijo—. Sigue caminado.
—¿A dónde me llevas?
—Eres una figura que se ha hecho demasiado pública, te reconocerían
en todas partes, si te vieran, seguro que lo usarían en mi contra —le dijo
rápidamente.
Entró a una habitación y cerró la puerta tras de ellos, era una de las
más alejadas y frías de todo el castillo, un lugar poco concurrido y
espacioso.
—Bien, escúchame, aquí traerán a todas las mujeres, tendrás que
dirigirlas, ¿entiendes?
—Tú madre…
—Ella no sabe controlar este tipo de situaciones.
—¿Te parece que yo sí?
—Sí —le tomó la cara—. Sé que sí.
—Raimond… —negó—. No creo que…
—Vamos, pasen, todas pasen —dijo la voz potente de Marilla,
dirigiendo a todo un grupo de jóvenes en bata y muy asustadas—. Raimond,
estamos todas.
—Bien —el príncipe miró a su esposa y elevó una ceja.
—Lo haré perfectamente —dijo muy segura de sí misma.
—Lo sé —asintió—. Bien, todas, hagan caso a lo que la princesa diga,
ella conoce mejor que nadie el castillo, que no cunda el pánico, escuchen
indicaciones y no abran esa puerta.
Raimond caminó hacia la salida aún con la mano de su esposa atrapada
en la de él, le tomó la cara y la besó enfrente de todas aquellas damas,
incluyendo a su madre, quién parecía en verdad perturbada.
—Cuídate —le susurró él.
—Y tú —contestó ella sin aliento y sin saber qué más decir.
En cuanto el príncipe salió, Beth cerró la puerta y se volvió hacía las
asustadas mujeres, todas parecían inquietas, caminaban de un lado a otro,
estaban despeinadas, nerviosas y a punto de la histeria.
—Bien, todas, calma por el amor de Dios, no estamos muriendo ni
esperando a ello —dijo tan segura que ni ella misma lo creía—. Necesito
que las que estén más controladas den un paso al frente.
La primera en hacerlo, por supuesto, había sido Marilla, quién desde
que llegó había querido marcar su mando, pero Beth no dejaba de tener más
autoridad.
—Bien, Lady Marilla, ayude por favor a la reina, no queremos que le
dé un infarto en esta situación —dijo sonriente, a sabiendas que esas dos se
detestaban sólo un poco menos de lo que ella odiaba a Marilla—. Señorita
Letty, por favor, controle a las que están llorando, no queremos que nos
escuchen, las doncellas y damas de compañía, vigilen que todas estén
alejadas de las ventanas.
Las mujeres comenzaron a actuar y la duquesa Ana fue la única en
acercarse a Beth, no atendiendo ninguna de las indicaciones.
—¿Estás bien, Beth? —le acarició la mejilla—. Sé lo mucho que te
asustan estas cosas.
—Estoy bien, Ana, ¿Tú marido?
—Con los demás hombres —rodó los ojos—, pareciera que son felices
cuando este tipo de cosas pasan, ¿no lo crees?
—No lo sé, vi a Rai… al príncipe, bastante preocupado.
—Bueno, tú pareces llevar todo el asunto ejemplarmente —sonrió Ana
—, has puesto orden en un santiamén, además, mira nada más a la reina,
seguro le da un ataque de nervios.
Ambas rieron un poco, pero entonces, voces masculinas, sonaron a las
afueras de la habitación, el silencio se hizo en la sala y Beth podía sentir
que cada poro de su cuerpo se había erizado.
—¡Ey! —gritaron desde afuera—. ¡¿La han encontrado ya?!
—No está por ninguna parte.
—¿A qué esperan? ¡encuéntrenla ya!
—Parece que la princesa quiere jugar a las escondidas.
Beth sintió que su alma salía de su cuerpo.
—¡Déjense de estupideces y encuéntrenla! No tenemos mucho tiempo
antes de que nos maten o capturen a todos.
—¿Y si hay más?
—Sólo ella, a las demás las pueden matar o lo que quieran.
Beth sabía que ese “lo que quieran” no sería bueno para nadie y, sabía
que, si la buscaban a ella, era porque querían al bebé que la acompañaba,
eso no lo permitiría.
—Ana, cuídalo, por favor —le susurró, entregándole al niño.
—¿Qué? —negó—, ¿Qué demonios piensas hacer?
Se escuchó como abrirán a la fuerza una de las puertas cercanas.
—Entrarán y nos matarán a todas… o peor. Lo que quieren es a Albert,
seguro es un acto contra la corona, me buscan a mí.
—Si sales de aquí, entrarán y nos verán de todas formas.
—Es una habitación enorme, escóndanse donde puedan, no es que
seamos treinta, somos cuanto mucho, dieciséis mujeres.
—¿Estás loca? —seguía susurrando—. No te dejaré.
Otra puerta había caído, se escuchaban peleas, disparos y gritos,
seguro que los guardias habían derribado a más de uno, pero parecía ser,
que no dejaban de llegar esos malhechores.
—Todos tenemos que hacer nuestra parte —le tocó la cara a su amiga
—. Los monarcas siempre defienden a su pueblo, ustedes lo son y mi hijo,
es mucho más importante que yo.
—¡Beth! —gritó a base de susurros—. ¡Beth, no!
La princesa había ido hasta la puerta y todas las mujeres habían
corrido despavoridas a esconderse en algún lugar seguro. Beth entró en
medio del desastre, era una completa locura, decidió dejar la puerta abierta
para que se pensara que no había nadie ahí y corrió, corrió lo más rápido
que pudo, pasando enfrente de hombres desconocidos, de guardias e incluso
de algunos nobles. Para su sorpresa, había sido uno de los guardias el que la
capturó de la muñeca y la jaló así sí.
—¡La tengo! ¡Es ella! ¡Lo es!
—¡Suélteme!
—¿Dónde está tu hijo, princesa? —sonrió otro guardia—. Con ustedes
se acaba la tiranía.
—¡Avisen a los demás! —gritó otro impostor—. ¡La tenemos!
—¡No! —gritó ella—. ¡Auxilio! ¡Ayuda!
Bien, estaba en problemas, no había pensado mucho en la segunda
parte de su plan, pero al menos, Albert estaba a salvo, esperaba que Ana
fuera lo suficientemente inteligente como para correr y ponerlo a salvo, era
en la única que confiaba, era todo lo que le quedaba: creer que había puesto
a salvo a su hijo.
Capítulo 10
Beth trastabillaba constantemente al tener que caminar al paso de esos
hombres, quienes se tomaban la molestia de jalonearla e incluso de hacerla
caer un par de veces por el camino, sus rodillas para ese momento eran un
desastre, al igual que sus codos, su camisón estaba embarrado de sangre y
en más de una ocasión, esos hombres se divertían bajándole los tirantes y
besando sus brazos, cuello y hombros, en ocasiones, el inicio de sus senos.
Sorprendentemente, Beth no tenía miedo, ni siquiera prestaba
demasiada atención a esos hombres, ni a lo que hacían con ella, estaba
enfocada en la forma de escapar y no salir tan herida en el intento. Tenía las
manos amarradas y estaba amordazada, por lo cual se veía impedida en
demasiadas formas. Sería genial que se encontrara con Alan, Ronald o
incluso con su marido, pero parecía ser remota esa oportunidad, así que se
las arreglaría como pudiera.
—Dinos princesa, ¿No te cansas de comidas y bailes lujosos? ¿De que
el pueblo te compre estos hermosos camisones de seda? ¿Y que tú única
labor es abrir las piernas para dar placer o un hijo? ¡Qué gran vida! —negó
el hombre—. Pero eso se acabó.
—¡Qué nos diga dónde está su hijo!
—Eso no lo dirá —dijo otro, más listo y con ojos de hielo—. Hará
todo con tal de alejarnos de él, ¿cierto, princesa? Eso es lo que hace una
madre, preferiría ser violada a ver como matan a su hijo.
—Podemos hacer eso —asintió otro.
—¡No ahora, estúpido! —le gritó el más listo—. Primero, salgamos de
aquí.
Beth sabía que lo único que no debía permitir, era que salieran del
castillo.
—¡Vamos, avanza! —la empujaron al suelo, nuevamente.
—¡Dios, eres una idiota!
Beth cerró los ojos fuertemente mientras estuvo en el suelo, dándose
cuenta que había caído justo junto a un cuerpo que manchó de sangre sus
manos, pero que le proporcionó su liberación.
Sin pensarlo demasiado, los hombres la levantaron con rapidez, pero
con ese mismo impulso, Beth había tomado el arma de aquel caído, la
sostenía con ambas manos al tenerlas amordazadas y disparó, acertando en
el estómago al más cercano y corriendo sin mirar atrás, sintiendo como le
disparaban y en una ocasión, acertaron, haciéndola gritar, pero no parar.
Se recostó en una pared cuando se sintió lo suficientemente lejos y se
quitó la mordaza, arrancándose cabellos pelirrojos y, después, con los
dientes, se quitó lo de las manos.
—Dios mío —se tomó con fuerza el brazo herido y cerró los ojos—.
Bien Beth, tienes que seguir.
Se arrancó un pedazo de su camisón y amarró la tela alrededor de su
brazo, era una fortuna haber crecido en la casa Hamilton, al menos sabía
qué hacer en cuestiones de peligro. Su tío Thomas entrenaba a todos sus
hijos para afrontar cualquier eventualidad y, al estar ella siempre con Kayla,
lo había adquirido también.
Se puso en pie con esfuerzo y siguió corriendo por los pasillos que
cada vez lucían más desérticos, había un silencio siniestro que helaba la
sangre, pero no la de Beth, quién parecía llena de energía y más adiestrada
en el asunto que cualquier otra persona. Caminó con presura, asomándose
por cada esquina y pasillo antes de seguir.
—¡Ahí está! ¡La encontré! —gritó un hombre que rápidamente fue
hacía ella, pero Beth disparó de inmediato y lo hizo caer.
Lastimosamente, alguien estaba con él, no habría gritado de esa forma
si no fuera así, y fue ese hombre quién la derribó, dándole justo en el muslo.
Beth maldijo su suerte y cayó, arrastrándose hasta ponerse fuera de blanco.
Su tío se lo había repetido una y otra vez, lo que más se tenía que cuidar en
situaciones de peligro, eran la cabeza y las piernas, sin ellos, no podrías
sobrevivir.
Cerró los ojos con fuerza y mordió sus labios, intentando aguantar el
dolor y no gritar para llamar más la atención. ¿Moriría ahí? ¿Se la
llevarían? ¿La violarían hasta que muriera? Prefería morir desangrada, lo
prefería un millón de veces. ¿Qué habría pasado con su hijo? Si ella moría,
¿lo cuidaría su padre? No, ¿Qué decía? Nadie cuidaría de él, porque ella
misma lo haría.
Haciendo un esfuerzo monumental, se puso en pie, quejándose un
poco por su pierna y revisó las balas en el arma… había un tiro. No le
servía para nada en lo absoluto, sólo serviría para dispararse a sí misma,
pero no estaba en sus planes de momento.
Miró hacía el pasillo, se le hacía extraño que aquel hombre no hubiese
ido tras ella, pero, para su buena fortuna, parecía haber desertado. Suspiró
aliviada, «Eso es bueno, increíblemente bueno» se dijo. Lo único que tenía
que hacer, era seguir. Colocó su brazo herido sobre la pared y arrastró su
pierna herida.
—¡Beth! —gritaron de pronto—. ¡Beth! ¡Contesta!
La joven se paralizó, ¿Se estaría volviendo loca?
—¡Su Alteza, no la encontramos por ninguna parte!
—Es posible que alguien se la llevara como rehén —Beth reconoció la
voz de Alan.
—¡Sigan buscándola! —gritó su marido.
—Dios… —dijo sin fuerzas—. ¡Raimond! ¡Rai…!
—¿Beth? —el hombre miró por doquier—. ¡Beth!
—¡Raimond! ¡Aquí! —gritó con más fuerza—. ¡Necesito ayuda!
El príncipe corrió presuroso y, detrás de él, muchos otros caballeros lo
siguieron, encontrándose con la increíble imagen de una mujer recargada en
una pared, con dos extremidades sangrantes y un arma en la mano, parecía a
media consciencia, pero sonrió cuando su esposo la tomó de la cara y la
besó.
—Mi amor, ¿estás loca? —le dijo histérico, abrazándola—. ¿Qué
pensabas? Dios mío, ¿En qué demonios pensabas?
—Raimond… el bebé… Albert…
—Él está bien —la tomó de la cara—. Está a salvo.
—Está… ¿Él? Yo… —entonces, se desmayó.
—Maldición —la atrapó su esposo—. ¡Un médico!
Beth despertó en medio del dolor más puro que hubiese sentido, nada
le había dolido tanto como el parto de su hijo, pero en ese momento,
aquello no le parecía tan terrible como lo que sucedía en ese momento.
—Princesa, necesito que esté tranquila —le dijo un hombre que ella no
lograba enfocar.
—¿Dónde estoy? —dijo mareada—. ¡Ah! ¡Por todos los cielos!
—Tranquila —alguien le tomaba la mano—. Están intentando sacarte
la bala de la pierna.
—¿Quién eres? —le dijo mareada—. ¿Dónde está Albert?
—A salvo —dijo otra voz—. Vamos, Beth, recuéstate.
—No. Quiero ver a mi hijo, no dejaré hasta que… —ella volvió a
desmayarse.
—Tiene una voluntad de hierro —dijo el médico, logrando en ese
momento sacar la bala—. No había visto a ninguna mujer sobrellevar tan
bien una herida de bala.
Raimond caminaba de un lado a otro en la habitación, parecía
histérico, totalmente fuera de sí, ni siquiera era capaz de mantenerse junto a
su esposa en calma. Era Ana quién le sostenía la mano y Alan quién
ayudaba a sostenerla.
—¿Por qué hizo algo tan estúpido? —seguía diciendo el príncipe—.
¿Por qué la dejaron hacer algo tan estúpido?
—Cálmate, Raimond, de nada sirves en ese estado —dijo Alan.
—Lo sé, maldita sea, lo sé.
—Actuaste bastante normal en situaciones peores, ahora pareces un
desquiciado —se burló Alan—. Pareciera que en serio la quieres.
—No digas estupideces, claro que la quiero.
—Señores, la princesa estará bien, por favor, déjenme hacer mi trabajo
y salgan todos de aquí —pidió el doctor.
Todos salieron dejando únicamente al médico en el interior. En cuanto
salieron, un tumulto de gente, entre nobles y del servicio, se aglomeraron
para saber noticias de la princesa.
—El médico nos ha sacado —dijo Alan al notar que su hermano se iba
a sentar y aceptaba que le entregaran a su hijo, quién rápidamente se aferró
a uno de sus dedos y se quedó dormido—, por ahora dejémoslos en paz.
—¿Cómo pude dejar que le pasara algo así?
—Vamos, Raimond, es valiente, deberías estar orgulloso de tener una
mujer como ella a tu lado todas las noches, yo lo estaría.
—No es el punto —lo miró—. Tuvo que arriesgarse, no le quedó
opción, si algo le pasara… si ella hubiese muerto…
—¿Qué? —se introdujo Marilla—. Sí eso hubiese pasado, ¿qué?
—Creo que no te conviene saber esa respuesta, querida —dijo Alan
con diversión.
—No me lo perdonaría jamás.
—Relajase, su alteza, no ha muerto, sólo está malherida.
Raimond asintió un par de veces y suspiró, dejando caer su cabeza con
pesadez en el asiento. El pequeño Albert, alterado al sentir los nervios de su
padre, comenzó a llorar sin parar y el padre tampoco hacía nada por
tranquilizarlo, quizá ni siquiera era capaz de escucharlo.
—¿Es ese mi bebé? —se escuchó una voz en el interior de la recámara
—. ¿Es Albert quién llora?
Raimond abrió los ojos e inmediatamente se puso en pie y entró a la
habitación, donde el médico terminaba de limpiar la sangre en la pierna de
su esposa; ya la había cosido y parecía que ella estaba consciente y sin
mucho dolor.
—Oh, Albert —Beth estiró el brazo sano hacía su pequeño que
rápidamente le fue entregado.
—Su alteza —se inclinó el médico ante la nueva presencia y Raimond
se acercó a él para escuchar las indicaciones—. La princesa no parece tener
síntomas de infección, de todas formas, será necesario que la siga revisando
durante la noche.
—Se lo agradezco.
El hombre se inclinó ante los príncipes y salió de ahí.
—¿Me puedes explicar qué fue lo que estabas pensando al arriesgarte
así?
Beth levantó la vista y sonrió hacía su hijo.
—¿No es obvio? Protegía a su futuro rey, su alteza —le dijo con
obviedad—. No me querían a mí, yo era un método para encontrarlo.
—¿Y arriesgarte fue la única idea que se te ocurrió?
—No pensé que fuera a molestarse tanto por perder a una esposa —le
dijo seriamente.
—Por favor, Beth, no me vengas con tonterías.
—No lo son, he salvado a nuestro... —bajó la cabeza—. Al futuro rey,
debería ser recompensada.
—No a costa de tu vida, Beth, no le caería en gracia a nadie que la
princesa amada de Wurtemberg muriera a manos de unos bárbaros —
suspiró enervado—. ¿Te hicieron algo?
—Nada, tan sólo unos rasguños.
—¿Estás segura?
—Si se refiere a si me tocaron, entonces sí, lo hicieron, pero nada que
pueda herir su orgullo, mi señor, puede quedarse tranquilo de que no daré a
luz a un bastardo.
—¡Por el amor de Dios! —se molestó más—. ¿Qué te hicieron?
Ella se inclinó de hombros y sonrió hacia el bebé nuevamente.
—Lo volvería a hacer si eso significa salvar a mi hijo.
—Bien —dijo molesto—. Haz lo que quieras.
—¿Se marcha, su alteza?
—Sí —Raimond dio un fuerte portazo y Beth lo escuchó vociferar a
las afueras de la habitación.
—No le hagas caso a papá —sonrió la joven—. Es un gran bobo,
piensa que necesito de él en cada momento, pero mira, dos balas en el
cuerpo y estoy más que perfecta. ¿A qué piensas que tu mamá es genial?
Bueno, sí que lo soy.
—Oh, alteza, que bueno verla despierta y a salvo.
—Jamás debiste dudarlo, Ana —sonrió la joven.
—No lo dudé, pero el príncipe parecía a punto de desmayarse.
—Eso es porque no me conoce, querida Ana —suspiró—. ¿Qué sabes
sobre el ataque?
—Creo que son revolucionarios, quieren que la corona caiga.
—Me lo supuse —asintió—. ¿Cómo entraron a palacio?
—Infiltrados, mi señora, parece que hay traición desde dentro.
—Vaya. Eso parece más complicado aún.
—Lo es, mi señora.
Beth suspiró y asintió, acariciando la cabecita de su hijo.
—¿Todas están a salvo?
—Sí, todas, la reina tuvo un colapso nervioso, pero está bien.
Beth asintió y se quejó un poco de su brazo y la pierna, lo cual
ocasionó que Ana quitara al bebé y lo colocara en la cunita.
—Debería descansar, Princesa.
—¿Nos quedaremos aquí?
—No lo creo, supongo que la familia real se moverá a otro palacio
mientras este es… restaurado.
—Tiene sentido, no me imagino a estas personas caminando entre un
pequeño desastre —sonrió, acomodándose en la cama—. Si conocieran a
mi familia, seguro pensarían que estamos dementes.
—Pensé que eran de la más alta estirpe de gente, según dicen, tus
parientes son de las más altas cunas de Londres, París e Irlanda.
—Tengo tías de aquí también, Ana —sonrió—. Y de Rusia, pero ¿a
quién le importa?
—A la reina —jugó la duquesa—, eligió bien a su nuera.
—Sí, eligió bien a quién arruinarle la vida.
La duquesa sonrió y asintió.
—Creo que es lo que hacen los padres, buscan lo mejor para ellos y
arruinan la vida a sus hijos de camino, no creo que lo hagan
malintencionados, pero… así terminamos.
—¿Cómo sigues de… esa noche?
—Bien, sé que hacer en esos casos.
Beth dio un largo bostezo y se recostó en la almohada.
—No deberías acostumbrarte a algo así —le dijo somnolienta y le
tomó la mano—. Sé que te sonará tonto, pero, ¿podrías quedarte aquí
conmigo?
—No se preocupe, princesa, me quedaré.
Beth se quedó dormida rápidamente y la duquesa Ana veló sus sueños
durante todo el tiempo en el que el príncipe no estuvo.
—Duquesa, creo que su marido la busca.
—Por supuesto —se inclinó—. Gracias, su alteza.
Raimond se acercó a la cama y miró por largo tiempo a su esposa;
tenía una venda que cubría su brazo derecho y otra que rodeaba su pierna
izquierda, había algunos moretones en sus brazos y sus rodillas se habían
descarapelado de las caídas, estaba seguro de que alguien la había
rasguñado y tenía el labio partido. Suspiró. Siempre pensó en su mujer
como una pequeña e indefensa persona que lloraría en cualquier
circunstancia, jamás se imaginó que sería aquella valiente guerrera que
saldría al ataque y mataría a dos o tres personas con tal de salir bien librada.
—Señor —tocaron a la puerta—. Su carruaje y el de la princesa está
esperando por ustedes.
—Gracias, Ian —le dijo al mozo—, manda a alguien para que lleve al
príncipe.
—En seguida, su alteza.
Raimond se acercó a su mujer y tocó suavemente su hombro,
intentando despertarla, pero ella se removió entre las sabanas, haciéndolo
partícipe de su casi desnudez. Había visto a su mujer desnuda una vez en su
vida, cuando la vio bañándose aquella mañana, de ahí en más, siempre
había tenido camisón y bata, aquella pizca que era capaz de ver de su piel le
era lo suficientemente enloquecedor como para querer besarla.
Y lo hizo.
—¿Qué está haciendo? —preguntó ella en cuanto logró entender lo
que sucedía.
—Lo siento —se alejó un poco—. Nos tenemos que ir.
—¿Y esa es la razón por la cual me ha besado? —ella en verdad
parecía molesta.
—No.
—Haga el favor de pasarme algo de ropa —se miró—. Y para que lo
sepa, soy perfectamente capaz de cambiarme sola.
—No pretendía algo diferente —sonrió cuando le pasó un vestido
holgado y unas zapatillas de noche.
—Claro, lo que pretendía era atacarme.
—Algo así —asintió.
—No se haga el gracioso —miró hacia la cuna—. ¿Albert sigue
dormido?
—Vendrán por él en un momento.
—Lo llevaré yo.
—No lo creo, puesto que yo te llevaré a ti.
—¿Qué le hace pensar que eso va a suceder?
—¿Qué te hace pensar que puedes caminar hasta el carruaje?
Ella se quedó callada.
—Podría llevarme Alan o Ronald.
—Nadie te llevará si yo estoy aquí.
—No sea patético, no es la primera vez que algo me pasa, Ronald y
Alan siempre han sido muy atentos cuando no he podido caminar.
—¿Cuándo no has podido caminar? —la miró ceñudo.
—Bueno, aquella vez en la que caí de un caballo, Ronald me encontró.
También cuando iba a dar a luz a Albert, fue Alan quién se dio cuenta y me
llevó a la habitación. O, esa otra ocasión en la que…
—Entiendo, no sabía que eras tan distraída.
—No, ¿Cómo iba a saberlo? —le dijo con una mirada fría y seria.
—Qué casualidad que siempre estuvieran cerca Alan o Ronald.
—Sí, bueno. Al menos había alguien, ¿no cree? —sonrió, sentándose
al borde de la cama—. ¿Qué sería de mí si dependiera de usted? Seguro
estaría muerta.
Raimond asintió un par de veces y se frotó la cara, frustrado.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué nos tenemos que mover?
—Han incendiado algunas partes del castillo, es peligroso, no sabemos
si han quedado infiltrados.
—Claro… ¡Ay! —se quejó al momento en el que quiso ponerse en pie
—. ¡Dios!
—¿Quieres que le hable a Ronaldo o Alan? —dijo sarcástico,
acercándose a ella.
—Sería una buena idea.
—Al carajo.
La tomó de la cintura y la pegó a su pecho, levantándola un poco para
que su pierna no tuviera peso alguno, pero, de todas formas, ella se quejó,
tratando de menguar el dolor con su mano.
—¡Dios! —lo miró enojada—. ¡Me duele! ¡Es usted un bárbaro!
—¿Qué pretendías que hiciera? ¿Cómo querías que reaccionara?
—¿Ante qué cosa, señor? —le dijo refunfuña, poniendo su mano como
separación.
—Eres mi mujer, mi esposa, ¿escuchaste? —los ojos del príncipe
recorrieron con detenimiento el rostro enojado de su esposa—. Que no se te
olvide, te he dado las libertades que quieres, te he dejado hacer todos los
desplantes que se te ocurren, porque sé que te he lastimado, pero sigo
siendo tu esposo y sigues teniendo obligaciones para conmigo.
—¿En serio? —sus ojos estallaron en furia—. ¡Bien! Sé en qué parte
de la vida de casados es lo que quiere que cumpla, no le interesa una
esposa, le interesa una nueva amante, ¡Hágalo! Satisfaga sus ansias, disfrute
lo que quiera. ¿Pretende hablarme de una familia? ¿Quiere intentarlo
conmigo? No me haga reír.
—Cómo has dicho en el pasado, no piensas irte jamás, ¿o sí? —le dijo
enojado—. Pretendes ser la reina y mi esposa para toda tu vida, si ese es el
caso, te advierto, quiero más hijos, muchos más.
—¡Puede tener hijos con quién usted quiera!
—Los quiero legítimos, y tú eres mi princesa ¿cierto?
Los ojos de Beth se cristalizaron, aquellas lágrimas se entremezclaban
entre la rabia y el dolor.
—¿Por qué es tan cruel? —se limpió la cara con la mano que podía
mover—. ¿Por qué…?
—¿Crees que no he notado en todos estos días la forma en la que
hablas con ellos? —le dijo—. ¿Crees que nadie piensa que te has metido
con mi hermano o con mi primo?
—¡Cómo se atreve!
—Todo el día estás con uno o con el otro —le hizo ver—. De hecho,
en más de una ocasión he escuchado aquel chisme estúpido de que ese bebé
no es mío.
—¡Le dije que si volvía a insinuar algo así…!
—He soportado también, querida, el que todo el mundo se enamore de
ti, el que todos los hombres quieran levantar tus faldas y hacerte justo lo
que yo no puedo.
—¡Lo tenías todo! —le gritó—. ¡Tenías todo de mí! ¡Ni siquiera
podías mirarme…! Jamás me miraste, ni siquiera cuando intimabas
conmigo; me hacías sentir que te repugnaba, que me odiabas y te odiabas al
tener que hacerlo…
—Para que sepas, siempre me gustó intimar contigo, además, las cosas
han cambiado, me equivoqué, pero quiero repararlo, quiero a mi mujer a mi
lado.
—¿Quieres que te aplauda? —le dijo sarcástica.
—No, Beth, pero esto se acabó.
Ella lo miró entre sus dudas, no querría decir que…
—¿De qué habla?
—Volveremos a ser una pareja normal, en cuanto tus heridas sanen,
intimaremos, tendremos más hijos y dormiremos siempre en la misma
cama.
—No puede obligarme… —ella calló, en realidad, sí que podía—. No
lo haría…
—Sí, lo haré —la recostó en la cama y se recostó sobre ella, entre sus
piernas tratando de no lastimarla—. Haré que vuelvas a mí, haré que
recuerdes que sí te miraba, que siempre disfruté estando contigo. Te tendré
a mi lado en cada oportunidad que tenga.
—¡Me lástima! ¡Quítese de encima!
—No —se acercó más—. No, se acabó, harás lo que diga.
—¡Jamás! ¿Está loco?
—Sí —se agachó y besó su cuello—. De celos, me volveré loco si
sigues dando esas sonrisas hacía ellos, si les tocas el brazo o si bailas a su
lado. Sé que lo haces adrede.
Sí que lo hacía, pero jamás pensó que le darían celos. Beth cerró los
ojos con fuerza y apartó la cara de los labios del hombre, pero no parecía
ser problema, puesto que no estaba buscando sus labios y, en cambio, se
entretenía con el resto de su cuerpo.
—Lo odio, si me obliga, lo odiaré, siempre lo haré —ella mordió su
labio para no dejar salir ningún sonido—. ¡Lo odiaré, en serio!
—No lo parece —mordió ligeramente el inicio de su pecho.
—¡Basta! —cerró los ojos y fingió llorar—. Basta, por favor.
Raimond se levantó y la miró con una sonrisa.
—Te hiciste especialista en fingir llorar —le dijo, tomándole la
barbilla y besándola, a lo que ella respondió con una mordida que lo hizo
sonreír—. ¡Agh! Lo creas o no, me agradó.
—¡Quítate!
—¿Mis señores? —se escuchó la voz de una doncella—. Me han
mandado…
—¡Pase! ¡Pase! —gritó Beth, intentando de esa forma que su marido
se quitase de encima.
Por lo contrario, sólo la avergonzó más el darse cuenta que él sonreía y
se volvía a sumergir entre el cuello largo y fino, dónde se enredaban
mechones de cabello rubio rojizo.
—Por Dios, Raimond, quítate, nos verá.
—Es lo que querías.
—Quiero que te muevas.
—Oh —la doncella bajó la mirada—. Mis señores, yo…
—Puedes tomar al bebé, Hilda, y te puedes ir —dijo Raimond,
poniéndose de pie al considerar que había avergonzado lo suficiente a su
esposa, quién se tapaba el rostro con una mano—. Avise que bajaremos en
unos minutos… tan vez una hora.
Beth se destapó la cara y lo miró asesina, la doncella sonrió y asintió,
saliendo silenciosa de la habitación y cerrando la puerta. La joven escuchó
como la doncella comenzaba a pasar el chisme y se reía con otra de las
mujeres del servicio.
—Debería darle vergüenza, siendo usted quién es.
—Bah, en más de una ocasión, esas mujeres han entrado a la
habitación de Alan cuando está en pleno apogeo, no creo que esto haya sido
nada nuevo para Hilda.
—Si usted vuelve a propasarse conmigo como ahora…
—¿Qué? —se acercó de nuevo—. ¿Qué harás, cariño? ¿Gritarás? Me
encantaría que gritaras. ¿Me golpearás? Que forma tan excitante de hacer el
amor.
—Lo mataré.
—Bueno, veremos quién se va primero al infierno, en ese caso.
Capítulo 11
Beth despertó aquella mañana sabiéndose acompañada.
Su esposo había cumplido su amenaza, desde que habían llegado a ese
castillo, no había día o noche en la que él se separara de ella, parecía no
entender o tomar en cuenta el malestar que le causaba el tenerlo a su lado
constantemente. La joven tomó a su bebé y fue a sentarse para darle su
primera comida del día, mirando alrededor con detenimiento, recordando lo
mucho que odiaba ese castillo en medio del bullicio de la ciudad.
—Buenos días —saludó, viéndola balancearse en aquella mecedora—.
¿Cómo te sientes de la pierna? Pensé que aún te dolía.
Ella se miró a si misma sin pensarlo y negó.
—No me duele el día de hoy.
—Me gustaría que descansaras más, de esa forma tu recuperación sería
más rápida.
—Lo lamento, pero no me veo todo el día en una cama.
—Es sólo mientras te recuperas.
—Aun así, no lo soportaría.
—Bien —el hombre se acercó y se agachó, tocando la cabecita de su
hijo con cariño y agachándose para besarle la mejilla. Miró a su esposa con
diversión al notar que la ponía nerviosa y besó su clavícula antes de
separarse—. Iré a cambiarme.
Beth lo observó salir y sonrió, pero rápidamente meneó la cabeza y se
reprochó haberse sentido feliz de tenerlo ahí, ¿era tonta o qué? Tenía que
conservar su postura, pese a que el príncipe había cumplido algunas de sus
amenazas, jamás había intentado intimar con ella; dormía con ella, sí, pero
de ahí en más, ni siquiera la tocaba desvergonzadamente, como aquella otra
ocasión.
—Hoy hay una junta con el consejo de exteriores, la presencia de
ambos es esencial —le dijo, terminando de hacerse el moño.
—¿Habrá encuentros diplomáticos? —ella había terminado de
alimentar al bebé y le sacaba el aire—. ¿Te irás de viaje?
—Sí, en poco tiempo tendremos que salir, espero que para entonces te
encuentres mejor.
—¿Disculpa? —ella se puso en pie y lo siguió—. ¿Ambos?
—¿Pensaste que te librarías de mi presencia? —negó—. Irás conmigo
en esta ocasión, eres alguien a quién los países quieren conocer, “la princesa
adorada de Wurtemberg” te dicen, así que, sería buena idea llevarte
conmigo en el siguiente viaje.
—No me parece buena idea.
—Lo supuse, pero mi padre está de acuerdo con ello.
—¡Pero…!
—Oh, y en unos días partimos para el palacio de invierno —le dijo—,
deberías comenzar a hacer tus baúles lo antes posible.
—Su alteza —le dijo abrumada—. No sabía que había hecho tantos
planes que me incluían y sin mi consentimiento.
—Te lo dije, Beth, a partir de ahora, seremos una pareja en todos los
sentidos —la joven lo miró con el ceño fruncido y se alejó—. Sí, también
me refiero a lo que estás pensando… no sabes cuánto tiempo llevo soñando
con volverte a hacer el amor.
—Yo…
—Sabes que no me lo puedes negar y sabes que debo tener más hijos,
sé que eres consciente de ello.
Él había caminado hasta acorralarla contra una pared, ella parecía en
verdad furiosa y no apartaba la mirada de la de su marido, estaba
determinada a no dejarlo actuar y tenía el escudo de su hijo.
—¿Princesa? —se escuchó la voz de Ana—. ¿Mi lady?
—¡Sí! ¡Adelante Ana!
Raimond tomó una profunda respiración y no apartó la mirada de su
nerviosa esposa, aunque la duquesa Ana había entrado; Beth intentaba de
alguna forma librarse de esa situación, pero Raimond no parecía dispuesto a
ceder ni un poco.
—Duquesa, ¿me haría el favor de llevar al príncipe con su niñera? —
pidió Raimond.
—Lo haré yo —dijo Beth, pero los ojos de su marido le advirtieron
que no se moviera.
Ana acudió rápidamente y tomó al bebé en los brazos de la princesa, le
sonrió a su amiga y salió del lugar.
—¿Qué piensas hacer? —le dijo enojada.
—Esto —el príncipe tomó sus labios y la pegó a la pared, sintiendo su
esbelto cuerpo.
—Raimond… no…
—Sshh —él la tomó de la cintura con un brazo y, con la mano libre,
elevó la pierna que sabía que no estaba lastimada y levantó el camisón que
cubría su cuerpo, pegándola a él.
—No puedes abusar de mí —le dijo enojada, cuando lo sintió besarle
el cuello—. ¡Sabe que eso no ayudaría a que yo lo quiera!
—Sé que te opondrás ahora, pero también sé que lo deseas —le tomó
el rostro—. Eres una mujer, como lo dijiste hace tiempo y sé que no
incumplirías tus promesas ante el altar, tienes el deber muy por encima del
querer, pero si es tu esposo quién te toma… quién te hace el amor,
entonces… entonces no estás incumpliendo nada.
—No quiero estar contigo, Raimond, no lo quiero.
Beth decía aquello, pero no había impedido ninguno de los
movimientos que él había hecho en su cuerpo, no se quejó incluso en el
momento en que subió su camisón y lo sintió cerca de sí. La verdad era, que
lo deseaba, porque él tenía razón, no dejaba de ser una mujer, pero jamás se
metería con otro hombre, porque no permitiría que su nombre y el de su
hijo se mancharan, no les brindaría armas.
Raimond se agachó y la hizo que envolviera sus esbeltas piernas
alrededor de su cadera para poder conducirla hasta la cama, ella se seguía
quejando, pero, al mismo tiempo, permitía todas las acciones, incluso lo
besaba de regreso, sabía qué era lo que esa mujer quería y, aunque se
quejara por ello, no se detendría.
El príncipe besó los labios de su esposa, los hombros, sus ojos,
mejillas y el inicio de sus pechos, mirándola disimuladamente cuando
lentamente acarició la tela que los cubría y apartó los tirantes para
descubrirlos, ella levantó la cabeza para lograr mirarlo mientras su marido
besaba aquella parte de su cuerpo y lentamente bajaba el camisón y ropa
íntima, dejándola desnuda ante él.
Beth se arqueó cuando su marido acarició al completo su cuerpo,
regresando a sus labios para torturarlos mientras sus manos grandes y
fuertes masajeaban zonas sensibles de ella, haciéndola gemir y gritar en los
labios de su marido. Él la abrazó y rodó con ella, dejándola sobre él, quién
estaba completamente vestido, Beth pestañó un par de veces y comenzó a
quitar el moño de su traje de gala, y prácticamente rompió los botones de la
camisa para al fin lograr tocar el pecho fuerte y lleno de vello dorado.
Raimond se levantó y tomó sus labios, apretándola contra él, sintiendo
su cuerpo desnudo por primera vez contra su torso, su mujer era hermosa,
simplemente perfecta, tenía pechos grandes que lo enloquecían y caderas
generosas y piernas fuertes.
No era una belleza que fuera categorizada como perfecta, en
Alemania, la mujer tenía que tener más carne en sus huesos, Beth era
demasiado delgada para el gusto de la mayoría de los hombres, pero era tan
encantadora que terminaba siendo una tentación para cualquiera.
Raimond terminó de sacarse la ropa por sí mismo, puesto que su
esposa estaba concentrada en besar su pecho y devorar sus labios, eso a él
lo fascinaba, trataba de no dejar de abrazarla mientras se desnudaba y,
cuando al fin lo logró, apretó su cintura contra él, recostándola en la cama y
mirándola en todo momento mientras se unía a ella.
Ella gimió fuertemente y sonrió hacía él, incitándolo a que se moviera,
levantó su cabeza para alcanzar los labios de su marido y lo obligó a
abrazarla durante todo momento mientras le hacía el amor, él aprovechaba
la cercanía para hablarle dulcemente y decirle cuanto se le ocurriese. Ella
llegó primero al éxtasis de la pasión, deleitándolo con sus expresiones y
obligándolo a seguirla.
—Te amo, Beth —le besó los labios sonrientes—. Te amo.
Ella se abrazó a él y escondió su cara en el hombro fuerte de su
esposo, se sentía tan culpable, tan tonta por haberse dejado dominar, por
haber cedido; no podía más que querer llorar. Era una tonta, había sido una
completa estúpida.
—¿Amor? —trató de separarse de ella, pero Beth lo impidió—. Mi
amor, permite… ¿Qué sucede?
—Nada —se volvió hacia otro lado para que no la viera llorar.
—¿Te lastimé? Cariño, lo siento, debiste detenerme…
—No, estoy bien.
—¿Por qué lloras? —le tomó la barbilla y lo hizo mirarlo.
—¡No soy una niña! ¡No estoy llorando, no lo hago!
—Por favor, mi vida —la abrazó—. El que llores no te hace una niña,
perdóname, sé que piensas eso porque te he lastimado en el pasado, pero no
puedes ser una piedra, puedes sentir.
—Soy una tonta —lo abrazó—. No debía… me lo prometí.
—No hicimos nada malo, esto es normal, estamos casados.
—¿Pensaste en ella? —le dijo susurrante—. ¿Pensaste en ella cuando
me hacías el amor?
—¿Qué? —se separó—. Por supuesto que no, ¿Qué dices?
Ella volvió la cara hacía otro lado y dejó salir nuevas lágrimas.
—Tenemos que salir, seguro que el desayuno ya ha pasado.
—Nos quedaremos aquí —la llevó sobre su pecho y le acarició la
espalda—. Me lo dirás todo, mi amor, quiero que me digas todo.
—¿De qué hablas?
—Quiero oír todo lo que guarda tu corazón y quiero que me digas qué
quieres que haga por ti.
—Ahora deseo salir de aquí, quiero pensar.
—Bien —Raimond se levantó y la tomó en brazos.
—¿Qué haces? —lo abrazó.
—Tenemos que darnos una ducha antes de bajar.
—Pero… —él la besó.
—Vamos.
Raimond pidió la tina y se metió a ella junto con su esposa,
recostándola sobre su pecho y comenzándola a lavar , ella parecía
relajada, pero al mismo tiempo, distante, era como tener una muñeca sin
vida entre sus brazos. ¿La habría destruido?
—Te amo —le susurró cuando besó su oído. Ella volvió la cabeza un
poco y lo miró por largo rato sin expresión alguna, después, se acomodó
nuevamente sobre su pecho, parecía cansada, verdaderamente cansada—.
Deberías dormir, aún estás herida, puedo justificarte con ello.
—No… tengo cosas que hacer.
—¿Qué tanto tienes que hacer?
Beth levantó una ceja al sentir cómo él la volvía hacía su cuerpo y la
abrazaba con fuerza, haciéndola participe de su excitación.
—Su alteza, ¿podría darme tregua?
Raimond resintió que volviera a llamarlo de esa forma y, por tal
motivo, la abrazó.
—Por favor, no vuelvas a decirme así.
—Déjame tener las barreras que necesite —le dijo recostada en su
hombro—. Entiende que esto que acaba de pasar, es un golpe a mi orgullo,
a todo lo que soy o pensé que era.
—¿Te arrepientes?
—Yo… no lo sé.
Raimond no podía reclamárselo.
—Bien, te daré tiempo, si es lo que necesitas.
—Sí, lo necesito —ella salió de la tina y se colocó una bata—. Iré…
nos vemos luego.
—Beth —la detuvo antes de que saliera—. Te amo, por favor… sólo
recuérdalo.
Ella apretó con fuerza su bata y salió de ahí sin decir nada más, en
realidad, parecía algo perdida, como si no entendiera si estaba en un sueño
o había sido realidad. Raimond se recostó en la tina de porcelana y suspiró
cansado, nunca había disfrutado tanto hacer el amor como cuando estuvo
con Beth, su esposa simplemente era perfecta, no podía creer lo que
acababa de suceder y, en ese momento, sentía que lo estaba volviendo a
perder todo.
Raimond salió de la recámara de su mujer, encontrándose con su
hermano, quién lo miró sonriente y le dio un abrazo.
—¡Al fin! —le dijo alegre—. Fue bastante obvio que la pareja real
estaba tratando de tener otro pequeño vástago ¿a que sí?
—Por favor, Alan.
—Me alegra, aunque vi a Beth algo… no sé, parecía perturbada ¿acaso
la violaste?
—De verdad Alan, no digas estupideces.
—Bueno, eso me deja más tranquilo.
Raimond se enfocó en sus deberes, sabía que había un momento clave
en el día que tendría que compartir con su esposa, pero le gustaría verla
antes de que se reunieran con el ministro de exteriores.
Salió de su despacho para buscarla, pero parecía ser, que Beth era
especialista en no encontrarse con él.
—Quizá esté en su jardín, mi señor.
—Ya la he buscado en el jardín.
—Tiene un jardín en uno de los apartados internos del castillo.
—Por Dios, ¿Dónde lo encuentro?
—Creo que, en el tercer piso, mi señor.
El príncipe fue hasta ahí, preguntando a los empleados y dejándose
guiar por ellos. Antes de que lograra entrar al lugar, se escucharon unos
cuantos gritos que lo dejaron paralizado.
—¡Lo has hecho para molestar! —gritaba Marilla—. ¡Sabes que no te
ama! ¡Lo sabes! Hiciste que te tomara en el momento en el que sería más
obvio para todos, si serás zorra.
—Por favor, márchate ahora, Marilla.
—¿Sabes qué es lo peor? Seguramente pensó en mí a cada momento
—sonrió—. ¿Entiendes? Cuando estaba dentro de ti, tuvo que haber
pensado en cuando estábamos juntos, es la única forma en la que debió
llegar al…
—Marilla, llamaré a los guardias.
—Sigue conmigo, no importa lo que hagas o cómo lo seduzcas,
siempre regresa a mí.
—Bien, entonces me iré yo.
—¡No te atrevas a irte! —la tomó con fuerza del brazo.
—Beth —Raimond apartó la mano de su antigua amante y miró a su
perturbada esposa, parecía a punto de llorar, pero se mantenía impasible
ante él—. ¿Estás bien?
Ella negó un par de veces.
—Quiero marcharme —se intentó deshacer de los brazos de su marido
—. Déjeme marchar.
—No —el príncipe miró a Marilla—. Creo que su esposo la busca,
señora.
—Claro —se inclinó—, con su permiso.
Beth miró hacia otro lado cuando las primeras lágrimas salieron de sus
ojos.
—Sabes que eso no es cierto, ¿verdad? —le tomó la cara—. ¿Lo
sabes? Beth, ¿Entiendes que era una mentira para molestarte?
Ella no dijo anda.
—Beth, sólo pensaba en ti, ¿Cómo podría pensar en alguien más que
en ti? —la abrazó—. Gemí tu nombre la mayoría del tiempo, te hablaba, te
amé a ti, sólo a ti mi amor.
—Por favor… déjeme marchar.
Raimond negó desesperado y la besó sin saber qué más hacer, sus
labios estaban salados debido a las lágrimas que resbalaban por las mejillas
de su esposa, pensó que lo despreciaría, pero estaba tan fuera de sí, que
correspondió, pero no se movió en otro sentido. Él la abrazó, besó su cuello,
sus hombros y la recostó en el pasto de aquel jardín interno.
—¿Qué hago? ¿Qué debo hacer? Lo que pidas, lo que sea que quieras,
lo haré.
Ella tenía los ojos cerrados y respiraba lentamente.
—¿Me llevaría a la habitación?
—Sí —Raimond se puso en pie y le tomó la mano.
—No quiero que se quede conmigo, deseo estar sola.
—Pero…
—Iré a la reunión con el ministro de exteriores, lo prometo.
Raimond la llevó a la habitación y la dejó estar. No sabía cuánto le
duraría esa nueva fase, pero seguro que cuando Beth decidiera lo que quería
hacer, sus fuerzas serían renovadas.
Sabía que aquella caída de ánimo se debía a que habían hecho el amor,
algo que prometió no hacer. Pero, ahora que había amado a esa mujer, le
parecía imposible no seguirlo haciendo el resto de su vida.
Capítulo 12
Beth había decidido irse primero al palacio de invierno, deseaba sobre
todas las cosas estar sola, así que, argumentando que se encargaría de
arreglar para las festividades, se marchó pese a las réplicas de su esposo;
era de su conocimiento que Raimond no podría marcharse antes de tiempo,
por mucho que le hubiese gustado.
De eso hacía más de dos semanas y Beth se encontraba mucho más
calmada y, aunque no sabía del todo que iba a ser de ella y su vida con
Raimond, al menos podía decir que había vuelto a dormir con tranquilidad y
su alma estaba un poco descansada.
Una sorpresa agradable fue cuando de pronto y de la nada, había
llegado una carta, avisando de la pronta llegada de su prima Kayla, quién
sorpresivamente se dirigía a ella con la misma frescura y buena vibra de
siempre. Sus ansias por verla se podían sentir a kilómetros de distancia, la
había extrañado tanto, deseaba verla y platicar con ella, tomar su opinión,
ella siempre sabía qué hacer, a veces eran soluciones raras y algo extremas,
pero siempre servían.
Así que esperó con paciencia y, en un día de nieve y ventisca, llegó
Kayla, con una sonrisa inquebrantable y un vestido con más capas de las
necesarias, su prima siempre había sido una persona friolenta, pero siendo
sinceros, ella solía sobrepasarse en todo.
—¡Kayla! —gritó la joven, bajando corriendo las escaleras hasta
fundir a su prima en un fuerte y tierno abrazo—, te eché de menos.
—Sí, sí —ella la apartó con una sonrisa y se comenzó a sacar pieles y
demás cobertores del cuerpo—. ¿Cómo has estado? ¿Dónde está el pequeño
ratón?
—Está dormido ahora —negó Beth y la volvió a abrazar—. ¡No sabes
cuanta falta me has hecho!
Kayla sonrió entonces y la abrazó de regreso, el cariño que ambas se
tenían se impregnó en aquel fuerte enlace y debilitó el corazón dolorido de
Beth, quien, sin poderlo evitar, comenzó a llorar.
—Oh, cariño, ¿Qué sucede?
—¡Todo es un desastre! —dijo la joven.
—¿De qué hablas? —frunció el ceño—, pensé que estarías feliz de la
vida porque ahora eres una princesa e incluso tienes un hijo.
—Kayla —negó entre lágrimas, sin vergüenza a mostrarse ante la que
consideraba como una hermana—, nada es como pensé.
—Ven, dímelo todo ahora mismo —la tomó del brazo y la guio por el
pasillo, como si en realidad lo conociera, lo cual no era así.
Beth le platicó con lujo de detalle a su prima y mejor amiga, notó
como lentamente ella cambiaba a una expresión sombría y poco agradable,
conocía bien esa mirada, estaba más molesta que nunca antes, era
entendible, si acaso fuera al revés, Beth estaría igual.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—Pensé que me odiabas.
—Eres una tonta, en serio lo eres.
—Lo sé —bajó la cabeza—, no hace falta que me lo digas.
—¡No por eso! —dijo enojada—. ¡Por pensar que te odio! ¿No
entiendes que siempre que tengas problemas tendrás a tu familia?
—No quiero que nadie se entere de esto Kayla —negó—, no me iré,
no puedo irme.
—¿Qué? ¿Por qué demonios…?
—Tengo un hijo que no me pertenece —le dijo angustiada—, si acaso
me marcho, sería sin él y eso jamás pasará.
Kayla se puso en pie y caminó de un lado a otro, sintiéndose atrapada
entre esas enormes paredes.
—Bien, ¿qué harás? —se dejó caer en el sillón—, simplemente no
puedo estar contenta, mucho menos tranquila, ni siquiera me parece que
vuelvas a tener amores con tu marido.
—Eso fue una tontería, jamás debí…
—O quizás…
—No, está fuera de discusión, no sabes el daño que me ha hecho
volver a él —negó—, me niego.
—Por favor, Beth, te ha hecho daño porque sabes que aún lo quieres
—negó molesta—. Sé que así es… el problema ya no es ese, como tu
esposo, tiene el derecho a exigírtelo, pero…
—Pero ¿qué?
—Bueno querida, lo justo sería que por lo menos lo volvieras un poco
loco con ello, seamos sinceras, ¿te gusta el sexo con él? —Beth bajó la
cabeza, apenada, pero asintió—. Vale, entonces, aprovéchate de él mientras
se sienta culpable por ello, arrincónalo, que haga lo que quieras, domínalo
al completo.
—No entiendo.
—Juega todo a tu favor, Beth, no estás perdiendo nada al entregarte a
él, digamos que estás ganándolo todo. Dices que odias a la reina ¿Cierto?
—Casi igual que a su hijo.
—Vale, si dominas a Raymond, dominas a la monarquía ¿entiendes?
Es el próximo rey —Beth parecía entender—. Pero tienes que tener algo
muy en claro, esto es un juego de inteligencia, no creas que él no está
pensando en una estrategia también.
—¿Crees?
—El pueblo de Wurtemberg te adora, ¿tú qué crees?
—Piensas que hace todo esto porque quiere ganarse mi favor y el del
pueblo a su vez.
—No lo dudaría, así que entiende, aquí el que pierde es quién se
enamore ¿Vale? Así que por todo lo bueno, tú no tienes que perder.
—No lo haré.
—No, de eso me encargaré yo —dijo segura—, nadie nunca volverá a
hacerte llorar, Beth, nos toca mover nuestra pieza.
—Odio que hables así, me da terror.
—Soy hija de Thomas Hamilton —elevó una ceja—. Hagámosle saber
por qué mi apellido es tan temido, ¿no crees?
Las primas disfrutaron otras dos semanas de libertad antes de que la
familia real comenzara a llegar al castillo, lo cual ocasionaba que las dos
chicas se redujeran en espacio para no toparse con nadie. En esos
momentos, estaban disfrutándose de nuevo, se habían echado de menos y lo
último que querían era distanciarse.
—¿Cuándo crees que llegue nuestra presa?
—¿Presa?
—Sí, ¿Qué apodo quieres ponerle?
—¿Por qué necesita un apodo?
—No lo sé, en casa siempre les ponemos apodos, es divertido.
—Mmm… digámosle pavorreal.
—Bien, aunque sería triste que cazáramos pavorreales, pero sí que se
parece a uno —sonrió la joven.
—En realidad, también me vino en la cabeza porque aquí hay muchos,
les gustan esas aves y hay por todos los castillos.
—¿En verdad? No he visto ni uno.
—Es invierno, no estarán sueltos.
—Claro —asintió—. Vale, entonces, cuando el pavorreal llegue, será
el momento del juego.
—¿Y cuál será la primera movida, capitán?
—Debes ser encantadora, como lo eres, pero ya sin esa sombra de
amargura que te acompaña siempre.
—No tengo ninguna sombra.
—Por favor, Beth —rodó los ojos—. Tienes que ser fuerte, hermosa,
determinada y alegre, quiero que el mundo entero piense que no hay
princesa más feliz que la de Wurtemberg.
—¿Cómo voy a aparentar algo así?
—No lo sé, piensa en mí levantando mi falda cuando algo malo se te
presente.
—¿Cómo imaginaría eso?
—Oh —ella se levantó la falda y le enseñó su ropa interior—. Listo,
no lo imagines, sólo recuerda.
Beth dejó salir una carcajada y asintió.
—Eres la persona más excéntrica que conozco.
—Gracias, trabajo a diario con eso de zafarme tornillos.
Esa misma tarde, cuando el sol apenas se escondía, Raymond entró a
palacio en compañía de su hermano menor, Alan. Ambos parecían presos de
una plática que se vio interrumpida momentáneamente al momento de ver a
Beth y Kayla caminando por los pasillos del palacio.
—Actúa feliz —le susurró Kayla y Beth sonrió.
—¡Ah, pero qué agradable sorpresa, lady Hamilton! —extendió los
brazos Alan—. ¿Quién te invocó?
—Pero qué gracioso Alan —frunció el ceño la mujer—. Seguro que el
que me conjuró has sido tú.
—Seguro que eres un mal presagio —sonrió, saludándola y después
saludando a la princesa—. ¿Te ha malaconsejado en estas semanas de
ausencia, querida Beth?
—Sólo lo suficiente —asintió la joven, acercándose a su marido y
plantándole un beso en la mejilla, lo cual lo había tomado por sorpresa—.
Su alteza, es bueno verlo de nuevo.
—Wow… eso no me lo esperé —sinceró Alan.
—Oh, pero qué príncipe más entrometido —negó Kayla, tomando del
brazo a Alan—. Vamos, salgamos al jardín.
—Si te das cuenta que está nevado, ¿Verdad?
—No seas bebé y sígueme.
—¿Me darás un beso?
—Antes te dispararía en el ojo.
Ambos desaparecieron rápidamente y Beth se sintió incomoda de
nuevo, Kayla le daba la energía y seguridad que necesitaba para enfrentar el
plan, pero si la dejaba sola, volvía a sentirse indefensa y pequeña junto al
hombre que había jurado protegerla.
—¿Cómo has estado, Beth? —le tocó la mejilla con ternura—. ¿Te has
sentido mejor?
—Sí —ella sonrió segura—. Mucho mejor.
—Eso quiere decir que estas mejor lejos de mí.
—No diría eso del todo, pero me ha servido la soledad —asintió y se
dio vuelta para ir hacia las escaleras.
Sabía que él la seguiría.
—¿Cuándo llegó Kayla?
—Hace unas semanas.
—Tú… ¿Le has contado de nosotros? ¿de lo que sucedió?
—Por supuesto que no —mintió con seguridad—. Sería una deshonra
para mí, además, seguro que se lo diría a mis padres y no te conviene tener
a Giorgiana Charpentier en esta corte.
—¿Charpentier? Pensé que ustedes eran…
—Mi madre jamás dejará de ser Charpentier —lo miró determinada y
sonrió tranquilizadora—. Ella es… especial.
—Tú también lo eres.
—No he dicho lo contrario —asintió y siguió con su camino.
Beth entró a la recámara del bebé y lo tomó en brazos, sabiendo que
estaría esperando por ella y su alimento. La joven sabía muy bien los
horarios del niño, ya ni siquiera ocupaba de su llanto, su propio cuerpo se lo
pedía a gritos, sufría de dolor si acaso no lo alimentaba.
—Siento que llevo sin verlo una eternidad —Raymond tocó la cabeza
del niño en cuanto la madre lo sacó de su cuna—. ¿Cómo ha estado él? ¿Le
ha sentado bien el clima?
—Se ha acostumbrado con rapidez —sonrió—. Se parece mucho a mí,
sabe cómo adaptarse a situaciones difíciles.
Raimond la miró, pero ella estaba enfocada en desabrochar su vestido
y satisfacer las necesidades del menor, ahora sin pena alguna de hacerlo
frente a su marido… de todas formas, ya no valía la pena esconderse, él
había quitado toda su ropa en la última ocasión en la que estuvieron juntos,
¡incluso se habían bañado desnudos!
—Tú… pareces algo distinta.
—¿De qué habla?
—Bueno, no lo sé, siento que eres otra.
—¿Le parece? Bueno, me siento bien.
—Pareces bien… —asintió conflictuado.
La verdad, es que Beth parecía renovada y rejuvenecida. Casi parecía
haber tomado un elixir que la hacía ver más hermosa y más fuerte, siempre
se mostró garbosa y solía tener la cabeza levantada, como si todos le fueran
inferiores, pero había algo más, algo que lo hacía sentirse… indefenso a su
lado. Algo en ella era abrazador y parecía querer consumirlo, quizá la
palabra sería destruirlo.
—¿Su alteza? —de pronto se dio cuenta que ella había terminado de
alimentar al niño, le había sacado el aire y lo había recostado. Todo sin él
haberse dado cuenta—. ¿Piensa quedarse aquí?
—No —se puso en pie—. Supongo que me he distraído.
—Estará ocupado, no quisiera quitarle más tiempo, de todas formas,
tengo que…
—En realidad, estoy libre ahora, son vacaciones.
—¿Vacaciones?
—Hasta la realeza necesita unos días, se acercan las festividades y, me
gustaría pasar un tiempo a solas con mi esposa.
Beth sintió que su corazón latía con fuerza en su pecho, pero trató de
controlarse y sentirse segura, se había mentalizado… más bien, Kayla la
había mentalizado, tenía que ser fuerte, debía dejar relucir todo el carácter
que había heredado de su padre y madre.
—¿Qué desea hacer en ese tiempo a solas, su alteza?
—Todo lo que me hizo falta en estas semanas —se acercó
sedantemente, pasando sus manos lentamente por la cintura de Beth y
acercándola dulcemente a su cuerpo—. Me hiciste falta en casa…
La joven sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, pero trató de
serenarse, tenía que ganar, ella se había propuesto ganar, tendría que
aprender a controlar todos esos sentimientos que se desbordaban como una
cascada poderosa.
—Su alteza —ella se sonrojó—. No deberíamos…
Raimond tomó los labios de su esposa y parecía buscar un tesoro
dentro de ella, puesto que era tan profundo y exigente, que ella creería que
se desmayaría, incluso le faltaba el aire.
—No creo que pueda resistirlo hasta en la noche… —le susurró, dando
besos a lo largo del cuello y hombros de su esposa.
—Su alteza, por favor —dijo alegre, intentando apartarlo.
—Beth… ¿Me odias? —lo miró—. Cuando te fuiste hace unas
semanas, parecías tan… no lo sé, fuera de ti, pensé que jamás volvería a
recupérate, que te había quebrado en mil partes y no podrías reconstruirte
jamás.
¿Pensaba en serio que era tan débil? Quizá sí lo era, en realidad sintió
que algo dentro de ella se había quebrado, pero gracias a Dios, Kayla
regresó a su vida y se encargó de traerla del mundo de los muertos, le había
dado esperanzas y ahora sabía bien lo que tenía que hacer para estar en esa
sociedad y en la corte sin ser torturada.
—Soy una mujer fuerte —elevó una ceja—. Además, no le veo la
desventaja a intimar con mi esposo, usted lo ha dicho, siendo usted el único
hombre con el que puedo hacerlo, sería una tontería desperdiciarlo,
¿verdad?
—Eso no sonó tan bien como lo esperaba… ¿Piensas utilizarme?
—¿Te molesta? —sonrió de lado—. Creí que sería una ventaja para ti,
es lo que querías, ¿cierto? Tenerme en la cama.
—No, en definitiva, eso no era lo que quería.
—Exige demasiadas cosas de un tirón, su alteza.
Raimond cerró los ojos y tomó aire, quizá ella tenía razón, no podía
pedirle todo de una sola vez, por el momento, se daría por bien servido al
comprender que ella le permitiría acercarse, al menos íntimamente. Un
escalofrío lo recorrió al recordar esa noche entre sus brazos, había sido tan
perfecto que no le molestaría tomarla en ese mismo memento, en la
alfombra, sin remordimientos.
—Beth —la llamó Kayla, abriendo la puerta—. Tenemos la reunión
con las demás.
—Oh, es vedad —la joven sonrió hacia su marido y se soltó de su
agarre—. Nos veremos en la noche, entonces.
Raimond asintió.
—Te estaré esperando.
Kayla sonrió y le tomó la mano a su prima mientras se alejaban de la
habitación en medio de risitas y jugueteos.
—¿Qué sucedió?
—El hombre parece obsesionado con meterse en mi cama.
—¡Perfecto! —asintió—. ¿Le has tentado un poco?
—Sí, sólo un poco.
—Bien, parece que todo va tal como lo planeamos —asintió—, pero
debemos conservarlo interesado, no puedes dejar que se fastidie de tener
sexo contigo.
—¿Cómo se supone que haga eso?
—Mmm… tendremos que aprender algunas cosas.
—¿Estás loca? —la miró—. ¿cómo?
—Bueno… las doncellas siempre son listas en estos temas.
—¿Quieres que pregunte sobre complacer a mi marido?
—¡Claro que no! —sonrió—. Preguntaré yo.
—¿Tú? Claro que no, no estás casada.
—Ah, por favor Beth, no te escandalices ahora, que aburrida.
La princesa se dejó llevar por su alocada prima, siendo vigiladas por la
atenta mirada de la reina.
—Algo traman esas dos —dijo a una de sus damas de confianza.
—¿Desea que lo investigue, su majestad?
—No harías mal, Ana, debes informarme todo lo que haga.
—Sí, mi señora.
La duquesa no podía hacer otra cosa más que seguir las ordenes de la
reina, pese a que en realidad había desarrollado un verdadero cariño hacia la
princesa, no podía correr el riesgo de perder el favor de la reina y alejar a su
familia de la corte, simplemente su marido no se lo perdonaría y, ella sabía
bien su castigo, no dejaría volver a sus hijos en vacaciones, la duquesa Ana
tenía pocas felicidades y ver a sus hijos era una de ellas.
—Lady Ana —llamó la voz del príncipe—. ¿Ha visto usted a la
princesa? ¿Podría decirle que la espero en el despacho para una junta con
los embajadores de España a las tres?
—Por supuesto, mi señor.
La mujer salió en busca de la princesa, pero no sabía lo complicada
que sería su situación ahora que lady Kayla estaba en la escena, puesto que,
con esa mujer ahí, Beth se volvía impredecible, eran una combinación
peligrosa.
Para cuando las encontró, habían pasado dos horas y el príncipe podía
estar bastante disgustado para entonces.
—¡Mi lady! ¡Princesa! —dijo presurosa, alcanzando al grupo de
mujeres que seguía a la hermosa mujer y su prima.
—¿Qué pasa Ana? —le tomó las manos.
—Oh, princesa, el príncipe ha pedido su presencia desde hace más de
dos horas, me ha sido imposible pasarle el mensaje entes.
—Lo siento, Ana —sonrió—, estábamos ocupadas por aquí, pero no te
preocupes, alcanzaré a mi lord en un momento.
La duquesa Ana miró a las mujeres que sonreían hacia ella, dándose
cuenta que no conocía ninguno de sus rostros.
—Lo siento, mi lady, ¿no ha ocupado de mi ayuda para esta reunión?
—dijo un poco herida.
—Oh, no te preocupes por ello, querida Ana, me ha ayudado mi prima
en estas últimas semanas —dijo la princesa, tomando sus faldas y
caminando de regreso al castillo—. Las veré después, mis señoras, las dejo
en las sabias manos de Kayla.
Las mujeres asintieron conformes y se volvieron a la hermosa mujer
que representaría a su señora. Kayla sonrió hacia todas en general y les
pidió que la siguieran, dejando a Ana con la misma duda que en un inicio,
¿qué estaría haciendo ahora la princesa?
Capítulo 13
La puerta del despacho del príncipe fue abierta sin aviso alguno,
provocando que la mirada azulada del hombre sentado detrás del escritorio
se desviara de sus oyentes y se fijaran en la figura refinada de su esposa.
—Su alteza —se pusieron en pie los dos duques que hablaban con el
príncipe, así mismo lo hizo el teniente Hofergon.
—Caballeros —los despidió Raimond—. Nos veremos en la reunión
con mi padre.
Los hombres se inclinaron ante ellos y salieron rápidamente de ahí,
dejando a la pareja en soledad.
—Me ha dicho Ana que me mandaste llamar.
—Sí, en realidad, quería hablarte del viaje que haremos —le dijo sin
más, tomando asiento de nuevo.
—No sabía nada de un viaje.
—Te lo dije antes de venir aquí —la miró—. ¿no lo recuerdas?
—Ah… sí, ya lo recuerdo, ¿Aún le parece buena idea que yo vaya? —
Beth sabía que eso era contra el plan que había formado con Kayla, pero no
lo había podido evitar.
—Sí, es necesario —firmó unos papeles y la miró—. ¿Quieres darle
una checada a esto y decirme qué opinas?
Beth estiró la mano y comenzó a leer, pero rápidamente desprendió la
vista del documento y miró a su esposo.
—¿Qué es lo que reclaman? —elevó una ceja.
—Tendré que reunirme con los jefes de los gremios, no entiendo qué
es lo que está sucediendo últimamente.
—Quiero estar presente.
—Muy bien —concedió sin más.
—¿En verdad? —le tendió el papel.
—Sí, en verdad, me serviría que estuvieras ahí.
—¿Por qué? ¿Quieres que mi presencia les nuble el juicio? —dijo
enojada—. Puedo hacer más que simplemente hechizarlos.
—Lo sé —frunció el ceño—. No he dicho lo contrario.
—Lo sé, pero… pensé que habías aceptado por ello.
—Pese a lo que pienses, te tengo en más alta estima.
Ella se sentó en una de las sillas y lo miró con dudas.
—¿Por qué está aquí el teniente?
—Sólo ha venido él, si es lo que te preocupa.
—Eso no es lo que me preocupa —le dijo ofendida—, sino que algo
más grave esté sucediendo. ¿Capturaron a los incitadores del ataque al
castillo?
—No, al menos no a los cabecillas —Beth asintió y se sintió nerviosa,
aún recordaba el miedo que sintió aquella noche en la que había tenido que
arriesgar su vida para salvar la de su hijo—. Tranquila. No pienso volverte a
dejar sola, bajo ninguna circunstancia, eres demasiado arriesgada con tu
persona.
—Haría lo mismo si significara salvar a Albert.
—¿Qué tal si llevaras a otro hijo en el interior? —Beth sintió asfixia y
tosió a razón de ello—. ¿Tan abominable te parece?
—No lo había contemplado.
—Bueno, querida, a menos que te estés pasando de lista para no
concebir, puede ser una probabilidad… si es que me permites acercarme de
nuevo a tu persona.
Beth bajó la cabeza y tomó aire.
—Habría que ver.
Raimond sonrió de lado y se puso en pie, inclinándose frente a ella y
tomando sus manos para plantarles un beso.
—¿Qué has hecho durante el día, amor mío? Apenas y te he visto y
escuchado —elevó una ceja.
—El castillo es considerablemente grande, mi señor, es improbable
que escuche a alguien a menos que venga a verle.
—Es verdad, aun así, no me has contestado.
—Hablaba con algunas personas.
—Pero qué respuesta tan ambigua.
—No creo que le interese —sonrió, pero sintió que su piel se erizaba al
sentir como él acariciaba dulcemente su tobillo—. Mi señor,
definitivamente no es una conducta adecuada.
—¿Eso crees? —subió la mano por la pierna y acarició la rodilla.
—Definitivamente no —dijo con voz entrecortada.
—Pero no parece desagradarle del todo.
—Tiene razón, no del todo —se puso en pie—, pero por ahora pasa a
segundo plano, es hora de la comida y me complacería no perdérmela.
El príncipe se puso en pie y asintió conforme, alargando un brazo para
que su esposa lo tomara y, de esa forma, caminar hasta el comedor, donde el
resto de la familia real los estaría esperando.
—Oh, permita que me cambie, no es adecuado que use el mismo
vestido que usé en la mañana —intentó zafarse de él.
—Dudo que alguien lo note.
—Su madre lo notará —sonrió disimulada—, lo alcanzaré en unos
momentos, su alteza.
—¿Cuándo comenzarás a llamarme por mi nombre?
—Me temo que no lo sé.
—Beth… —suspiró—, ¿qué tengo que hacer para que me creas?
—No sé cómo contestar a ello, su alteza.
Raimond sentía que la cabeza le estallaría de un momento a otro, así
que decidió no hacer más preguntas a su esposa y simplemente la escoltó
hacia sus habitaciones, tomando como ventaja aquello para saber cuáles
eran sus cámaras, porque pensaba seguir durmiendo con ella pese a que eso
le molestara.
—¿Piensa quedarse a observar?
—No veo que haya ayuda para ti, supongo que alguien debe abrochar
esos botones.
Beth se sonrojó y sacó el vestido que pensaba usar para la comida,
colocándolo sobre la cama, pero sin hacer movimientos para colocárselo,
puesto que necesitaría de él.
—Llamaré a lady Ana.
—Acércate Beth —pidió su marido y ella obedeció.
Debía recordarse que esto era un juego, Kayla le había dicho que
Raimond también lo estaba jugando y si así era, entonces deseaba ganarle,
tenía que hacerlo comer de su mano, le daría un poco de su propio veneno,
al menos merecía esa satisfacción.
Raimond desabrochó lentamente los botones, dejando caer el pesado
vestido y dejando a la vista la espalda alta de su esposa, donde había ciertas
marcas que anteriormente no había visto, parecían ser cicatrices, pero
debieron ser profundas en su momento como para que hubiera huellas de
ello.
—¿Qué te pasó aquí?
Beth levantó la mano para tocar lo que Raimond tocaba y suspiró al
recordar.
—Nada importante.
—Parecen rasguños.
—Sí… caí en unos arbustos y quedé así.
Raimond sabía que eso era mentira, parecía más bien un daño que ella
misma se había ocasionado, no tenía idea de cómo alguien podría
infringirse ese daño siendo consciente de ello.
El príncipe bajó la cabeza y besó la zona, sintiendo cómo la piel de la
mujer se erizaba lentamente hasta llegar al lugar donde él descansaba sus
labios, ella suspiró con fuerza y cerró los ojos.
—Su alteza… debemos irnos.
Raimond no hizo caso a la súplica y siguió esparciendo besos a lo
largo de la espalda alta de su esposa, la única parte de su piel que no estaba
cubierta por el corsee y demás indumentaria que se ponía debajo de los
vestidos pesados de invierno.
—Puede esperar.
Beth ladeó la cabeza para que él besara con mayor libertad su cuello y
suspiró ansiosa al sentir sus manos recorriendo su abdomen hasta posarlas
sobre su vientre, acercándola a él. La joven no pudo más que volverse a él y
mirarlo a la cara con detenimiento, debía convencerse de dejarse llevar por
él, era el plan que había hecho en conjunto con su prima y quizá funcionara.
Sobre todo, porque notaba que su cuerpo no podía evadir la atracción que
sentía por su marido.
Pero no podía ceder, instintivamente intentaba alejarse y Raimond
parecía darse cuenta, por lo cual se había quedado quieto y le permitía
mirarlo a la cara cuanto tiempo quisiese, mientras él le rozaba la mejilla con
cariño y esperanzas a que reaccionara.
La joven tardó unos momentos, pero al final, ella fue quién se echó a
sus brazos y comenzó a besarlo con cariño y pasión que tomó por sorpresa a
su marido, quién sonrió contento y la abrazó con fuerza, llevándola
lentamente a la cama mientras le quitaba el resto de las ropas; Beth se reía,
jugueteaba y besaba a su marido, haciendo que el corazón de este se
volviera loco.
—Raimond… —le tomó la cara y lo miró directo a los ojos,
permaneciendo así por un tiempo indeterminado.
Su marido sonrió ante el escrutinio y ladeó su cabeza para besar la
palma de Beth, quién simplemente sonrió y lo incitó a bajar la cabeza para
que continuara besándola y apretando su cuerpo contra el de ella, sentirlo de
esa forma tan pura le era reconfortante y demasiado excitante para ser
verdad… pensaba que era desafortunado que le atrajera de esa forma.
Raimond besó el cuerpo de su esposa con vehemencia, esperando sus
reacciones y apreciando los sonidos de satisfacción que ella lanzaba sin
vergüenza alguna; Beth se retorcía, gritaba e incluso pedía por más de
aquello que le daba placer, deleitando al hombre que se lo brindaba,
haciéndolo darse cuenta de que su esposa era de las pocas mujeres que no
trataba de contener su placer y lo expresaba de la forma que lo creía más
pertinente.
—¿Estás bien? —le dijo de pronto, cuando estuvieron unidos y la vio
arquearse hacia él y moverse insinuante.
—Continua… —suplicó, abrazándolo.
Jamás pensó que Beth pudiera ser tan pasional, pero Raimond
obedeció, intentando complacerla en todas las medidas que le fuera posible,
quería desquiciarla, quería verla retorcerse de placer, que gritara hasta
quedar afónica… y lo había cumplido.
Ella contuvo la respiración por unos segundos antes de dejar salir el
último de sus quejidos de placer y una sonrisa satisfecha se mostrará en su
rostro un tanto sudoroso. Raimond le acarició la mejilla, sintiéndose
agotado y orgulloso de haberla hecho salirse de control, la besó una última
vez antes de llevársela consigo para fundirse en un abrazo.
—Creo que la reina no se mostrará complacida por esta actitud —dijo
Beth, acariciando el suave vello rubio en el pecho de su marido—. Seguro
que me da una cara de disgusto.
—Nada de eso —la apretó contra su cuerpo—, ha sido culpa de los
dos, ambos decidimos hacer esto que bajar a comer.
—Se supondría que es trabajo de la mujer el manejar el deseo
desmedido de su marido… pero creo que, en esta situación, la que estuvo
fuera de control fui yo.
—En realidad, me alegro por ello —le besó la coronilla—. Y qué
dices, ¿Tienes hambre?
—La verdad es que sí, pero moriría de vergüenza su tuviera que bajar
justo ahora… después de, bueno, esto.
—¿Quieres comer en la habitación?
Ella levantó la cabeza del pecho de su marido y frunció el ceño.
—¿Podemos hacerlo?
—Haremos lo que tú quieras.
—Entonces… me parece una idea maravillosa —asintió y se recostó
de nuevo en él, sonriendo, quizá Kayla tuviera razón.
Por el momento le alegraba no tener que ver a la reina, quien seguro se
imaginaría lo que había sucedido y la razón por la que su puntual y siempre
presente hijo se había abstenido de tomar la comida en conjunto con el resto
de su familia y diferentes mandatarios de suma importancia para el estado.
Capítulo 14
La reina caminaba de un lado a otro en su salón personal. Habían
pasado dos semanas desde que habían llegado al palacio de invierno y su
hijo parecía totalmente enajenado con la mujer que era su esposa, no
comprendía ni un poco lo que había sucedido, pero Raimond no hacía otra
cosa más que intentar complacerle, incluso cuando iba en contra de lo que
ella le decía.
—Mi señora —entró Ana—. ¿Me mandó llamar?
—Sí, por todos los santos, duquesa, ¿me puede decir qué está pasando
con esos dos?
—La verdad, mi reina, no sabría decirle, la princesa me ha alejado de
su lado desde que su prima Kayla llegó.
La reina negó con rotundidad y siguió paseándose airadamente por la
habitación en la que estaba.
—Esa niña está jugando con nosotras —la miró—. ¡Quiere poner a mi
hijo en mi contra!
Ana le daba la razón a la mujer, la princesa Beth parecía en verdad
entusiasmada en hacer que el príncipe se mostrara en un desacuerdo
constante con lo que decía su madre, lo cual enervaba a la reina y le daban
dolores de cabeza. Era obvio, sentía que lentamente sería deslindada por
completo del poder, en cuento Raimond subiera al trono, ella tendría que
hacerse a la idea de que, la que mandaría sería Beth, no ella, ni siquiera se
le prestarían los oídos del príncipe para hacerle la más mísera sugerencia.
—Mi señora… ¿no será que está mal pensando la situación?
—¡Qué va! —negó la reina—. Lo veo en sus ojos, noto la burla en
ellos, esta es la forma en la que está regresándome los golpes anteriores.
Debo admitir que ha sido un movimiento inteligente, ha usado mi
argumento en mi contra.
—No entiendo.
—Le sugerí a Raimond que conquistara a su mujer para tenerla
controlada y con el pueblo de Wurtemberg a nuestro favor… jamás pensé
que ella me voltearía la jugada.
—¿Qué espera que haga, mi señora?
La reina miró a la duquesa, aquella mujer que parecía delicada y dulce
había trabajado para ella desde que aquella chiquilla llegó a la corte,
haciéndose su amiga y dándole la forma de controlarla.
—No sé cómo hará, duquesa, pero quiero que la princesa le vuelva a
tener la confianza que le tenía.
—Creo, mi señora, que mientras esté lady Hamilton, eso no será del
todo posible, pero me acercaré a ellas como ha indicado.
—Sería lo mejor —la reina se sentó en un sofá y miró a la mujer y
sonrió—. Quiero que esa chiquilla se arrepienta de haberme retado.
—Su alteza —se inclinó y salió de ahí.
Sí esa niña planeaba jugar en contra de ella, entonces debía mover muy
bien sus fichas, porque estaba a punto de saber lo que era jugar y perder
contra ella.
Beth se levantó tarde de la cama aquel día, el príncipe y su marido se
había mantenido a su lado, abrazándola por la cintura y pegando sus labios
a la parte expuesta que dejaba su camisón. Kayla la había felicitado bastante
por sus progresos con aquel hombre, puesto que en tan sólo dos semanas
parecía tenerlo comiendo de su mano. La joven princesa se volvió un poco
hacia él y lo miró con seriedad, no tenía idea de cuando se había hecho tan
calculadora, pero le parecía imposible amar de nuevo a ese hombre, sin
embargo, le placía estar en la cama con él y el sexo no era nada malo.
La joven se puso en pie y fue a recoger a su hijo, regresó a la
habitación y se sentó nuevamente en la cama, acomodando al pequeño
Albert para darle su primer alimento del día. Raimond despertó ante el
dulce sonido del bebé y el suave tarareo de la voz de su esposa, quién
parecía embelesada con su hijo.
—Buenos días, mi amor —se sentó junto a ella y besó su hombro—.
¿Estaba llorando?
—No, pero es hora de que coma —le sonrió—. ¿Durmió bien, su
alteza?
—No creo que esa pregunta sea válida en estos momentos, desde que
estoy contigo que duermo de maravilla.
Beth sonrió y volvió la cara hacia el bebé que tranquilamente se dejaba
abrazar a su madre, Raimond miró aquello por un tiempo indeterminado en
el que agradeció por su familia, porque su esposa le permitiera acercarse y
por la moderada paz que habían tenido, pero algo le decía que con Beth no
podía dar por seguro que fuera a ser una actitud permanente, la notaba un
tanto dudosa a momentos, se alejaba de él, aunque intentaba reprenderse
por ello.
—Creo que debemos bajar a desayunar en esta ocasión, la reina estará
por asesinarme gracias a que he dedicado mi tiempo a distraerlo de sus
labores y ordinario actuar —le dijo mientras hacía repetir al bebé y lo
acostaba en la cuna de la habitación.
—No le veo inconveniente —se puso en pie y la tomó de la cintura,
atrayéndola a él—. Creo que merecemos esto, además, se supone que son
vacaciones por una razón.
—Raimond… no ahora —sonrió la joven.
—Podría hacerlo todo el día —le besó los labios.
—Quizá —ella lo impidió, colocando las manos sobre su pecho—.
Pero justo ahora no es el momento.
Raimond sonrió, besó una vez más los labios de su esposa y fue
directo al baño. En cuanto él desapareció, la sonrisa de Beth también se fue,
se acercó a la ventana y miró el exterior invernal, la nieve seguía cubriendo
el paisaje y el frío del viento congelaba hasta los pensamientos más
cálidos.
Para ese momento, no sabía lo que hacía, trataba lo mejor que podía
seguir el plan de Kayla, pero mientras más lo hacía, más pensaba que se
estaba metiendo en una trampa.
—¡Beth! ¿Podrías ayudarme?
La joven volvió la mirada hacia el baño y tomó una profunda y enorme
respiración, intentando disfrazar las dudas de su corazón; fue al llamado de
su esposo y lo ayudó a lavarse, al menos eso era lo que pensaba que quería,
pero cuando este la metió a la tina sin su consentimiento, se dio cuenta que
era otra artimaña de parte del príncipe para hacerse con su cuerpo.
—Su alteza, en verdad que parece tener una fijación por esto.
—¿Tú crees? —sonrió, abrazándola.
Ambos cayeron bajo el embrujo que parecían tener sus cuerpos e
habían hecho el amor sin más predicamentos, era temprano aún, así que no
se preocuparon por llegar tarde al desayuno, de hecho, había mucho tiempo
antes de ello.
—Creo que deberíamos salir ya —Beth se puso en pie—, no quisiera
llegar tarde el día de hoy.
—¿Por qué has querido bajar a desayunar hoy? —Raimond se ponía en
pie, enredando una toalla en la parte baja de su cuerpo—. Pensé que
preferías evitar a toda costa a mi familia.
—Resulta ser, que no toda su familia es de mi desagrado.
El príncipe se quedó callado por unos momentos y asintió.
—Quiere decir que vendrá Rudolf —dijo molesto.
—Sí, me ha mandado una misiva avisando de su llegada —sonrió sin
entender que en realidad lo molestaba—. Creo que me trae buenas noticias
para variar.
—¿Qué clase de noticias?
—Por favor, su alteza, no sea impaciente, cuando llegue el momento,
será el primero en saberlo.
—Aparentemente el segundo, puesto que Rudolf ya lo sabe.
—Bueno, sí —sonrió, colocándose algo de ropa—, me refiero al
primero de mi familia que lo sabrá.
Ella había dicho eso sin pensar, pero ocasionó que Raimond dejara
salir una sonrisa placentera y la mirara esperanzado.
—Así que Rudolf no es parte de tu familia.
Beth levantó la cara.
—¿De qué habla?
—Has dicho que seré el primero de tu familia que lo sabrá.
—Sí —dijo sin comprender.
—Nada —rodó los ojos el príncipe—, entonces, ¿es una encomienda
secreta?
—Algo así —le sonrió—, estoy entusiasmada por ello.
—Bien, entonces, no lo hagamos esperar.
Ambos se terminaron de cambiar, uno ayudando al otro sin pedirlo en
voz alta, durante esos últimos días habían aprendido que era necesario
pedirse ayuda, pero ninguno se atrevía a expresarlo en voz alta y
simplemente atendían las necesidades del otro en silencio.
—¿Quieres que coloque este o este? —preguntó su marido, con dos
collares diferentes en las manos.
—El de zafiros está bien.
Raimond jamás dejó de notar que a Beth tenía la predilección por
aquella joya y, también que le era preferible que estuviera en versiones
humildes, pequeñas que no llamaran tanto la atención, ella en realidad era
sobria en cuanto alhajas se refería.
En cuanto colocó aquel collar, el hombre depositó un beso en su
hombro y siguió con su propio atuendo, haciendo entender a Beth de la
familiaridad que se había vuelto hacer todo aquello, lo rutinario y agradable
que lograba encontrar la cercanía de Raimond.
—Recuerda que es necesario que asistas a la junta con las damas de las
donaciones —Raimond asintió a sus palabras.
—Y tú debes venir conmigo para el discurso de media tarde con los
embajadores de Suiza —ella asintió.
Beth tomó al bebé en sus brazos y lo entregó a la niñera, quién sonrió a
la pareja y se marchó del lugar con el niño en brazos. Los príncipes bajaron
tomados del brazo, mostrándose elegantes y alegres para cuanto se topaban,
les abrieron las puertas del comedor, donde varios miembros de la familia
real esperaban al desayuno.
—¡Pero miren qué milagro! —se burló Alan—. La pareja real se ha
dignado a salir de la madriguera de conejos, no me sorprendería que en un
mes se anunciara la llegada de otro miembro de la familia.
—Alan, por favor —pidió Raimond y Beth sonrió.
—Es bueno verlos —dijo la reina—, para este momento temía que nos
estuvieran evitando.
—No haríamos tales cosas, su alteza —contestó Beth, tomando asiento
en la silla que un mayordomo había separado para ella.
La reina miró con molestia a su nuera, pero decidió pasar su pelea
verbal para cuando Raimond y Alan no intervinieran a favor de ella, como
siempre lo hacían.
—Supongo que asistirán a la velada de esta noche —dijo la reina—, es
imprescindible su presencia.
—Entonces, asistiremos —dijo Beth, a sabiendas que el que contestara
ella, molestaría a la reina.
—¿Raimond? —pidió la madre—. ¿Algo que decir?
—Si lo he recordado, madre —dijo el hombre—, hablé con Beth sobre
ello desde anoche.
—¡Me parece sorprendente que tengan tiempo de hablar por las
noches! —volvió a burlarse Alan.
Beth rodó los ojos y preguntó por su prima, a lo cual no hubo una
respuesta concreta, tal parecía que Kayla había decidido desaparecer y
nadie sabía a donde o por qué razón. Beth tampoco se esforzaría por
saberlo, conocía lo suficiente a su prima como para saber que no la
encontraría si no lo quería.
—Parece que tu señor Rudolf no ha llegado —dijo Raimond al oído de
su esposa.
—Pero ya veo quién si ha llegado —dijo ella con molestia.
El príncipe levantó la vista justo a tiempo para ver como Marilla
entraba al comedor del brazo de su esposo, el teniente Hofergon.
—Mis disculpas, mi reina —dijo el teniente—, me temo que el rey nos
ha entretenido más de la cuenta.
—Me alegro que atendiera mi pedido y trajera a su esposa al castillo,
era en verdad una falta de respeto que pasara las navidades sola porque
nosotros requerimos de su atención.
—Ha sido un placer ser invitada, su excelencia.
Beth miró de una a otra, sabiendo que era un plan de la reina y le
estaría funcionando de maravilla, porque ella misma sentía que de un
momento a otro, la cabeza le explotaría, sobre todo al ver la forma en la que
Marilla Hofergon miraba a Raimond.
Pensó que los celos serían cosas del pasado, teniendo en cuenta lo que
vivió, debería estar acostumbrada, pero se demostró que no era así cuando
de pronto ella se puso en pie, con una sonrisa y elegancia que engañaba a
cualquiera.
—Lo lamento, he de ausentarme, olvidé que tenía algo importante que
hacer.
—Oh, querida —sonrió la reina—. Pero si no has comido nada.
—Lo haré después.
Beth se apuró a salir de la habitación, sabiendo que, dentro de poco, su
marido le daría alcance, eso seguro molestaría a la reina.
—Beth —su prima frunció el ceño—. ¿Qué no es la hora ceremoniosa
en la que sus majestades toman el desayuno?
—Sí, pero adivina quién ha llegado.
—Oh… así que esa es la forma en la que la reina contrataca —asintió
Kayla, tomando el brazo de su prima—. Aunque debo de decir que no es la
única, ha deshecho tu cita con las damas de la caridad, parece que no es lo
suficientemente importante.
—¿Lo ha hecho en mi nombre?
—¿Tú qué esperabas?, leí la carta: “tengo asuntos más apremiantes de
momento”, ¿Puedes creerlo?
—Agh, debí suponerlo.
—¡Beth!
—Aquí viene el principito —susurró Kayla y cuando vio a Raimond,
sonrió enormemente—. ¡Pero miren a quién tenemos aquí!
—Hola Kayla —dijo con desagrado.
—No tienes que fingir cortesía, sé que me detestas tanto como yo lo
hago —sonrió—. No debiste quitarme a mi Beth, pero está bien, los dejo
para que platiquen.
La muchacha tomó sus faldas y caminó airosa hacia otro lugar,
seguramente haría alguna avería de camino, ya después se enterarían. Beth
se volvió en seguida hacia otra parte, intentando alejarse de su marido quién
rápidamente la detuvo.
—Creo que estoy hablando contigo, Beth.
—Yo no quiero hablar con usted.
—No sabía que ella había sido requerida.
—Ahora sabe las variadas formas en las que su madre gusta en
molestarme —lo miró—. ¿Cree acaso que esto fue una casualidad?
—No, pero no tiene nada que ver con nosotros.
—¿Está usted en broma? Tiene todo que ver con nosotros, si más no
recuerdo, eran más ustedes que un nosotros.
Beth tomó sus faldas y volvió a caminar lejos de él, pero Raimond se
colocó frente a ella.
—Por favor, mi amor, estábamos bien hasta ahora.
—Se dará cuenta que no puedo seguir pretendiendo que las cosas no
me molestan cuando es obvio que es así.
—Lo sé, entiendo que estés disgustada, pero mi actitud hacia ti no será
distinta, estamos casados.
Ella lo miró con seriedad.
—Antes también lo estábamos y eso no fue un impedimento —sus
ojos lo recorrieron con intensidad—. ¿Me permite? Tengo cosas que hacer.
Ella se fue del lugar sin más inconvenientes por parte de su marido.
Raimond cerró los ojos por una milésima de segundo antes de volver sobre
sus pasos e ir directo hacia su madre, quien igualmente se había excusado
después de la salida de Beth.
Entró sin tocar en las cámaras que su madre usaba cuando se
encontraba en ese castillo, sabía que no estaría haciendo nada importante,
nada además de arruinarle la vida, de nuevo.
—Oh, hijo, no pensé que…
—¿Qué pretendes ahora?
—No te entiendo.
—Ni yo tampoco —le dijo enojado—, primero, me obligas a casarme
con ella, dejando de lado a la mujer de la que me había enamorado, ahora
que intento arreglar las cosas con mi esposa, places en complicármelo todo.
—Si es algo que ella te ha dicho…
—No hace falta que ella me diga nada —dijo enojado—. ¿Qué hace
Marilla Hofergon en el castillo?
—Es una invitada, su marido está aquí.
—Creí dejar en claro que no quería que ella se presentara.
—Sería una descortesía.
—Deja a Beth en paz, madre, o en serio tendremos problemas.
—Los tenemos ahora, si no te das cuenta, esa niña está manejando tu
cabeza, ¿Qué? ¿sólo hace falta que alguien te complazca correctamente en
la cama para que no tengas noción de lo que es tu propia conciencia y
método de acción?
—¿Me faltas al respeto? —le dijo enojado.
—Siempre seré tu madre, y recalcaré las fallas que noto en ti.
—Nunca has hecho algo diferente —le dijo con molestia.
La reina miró con respiración acelerada a su hijo.
—Regresa a la cordura, Raimond, esa muchacha está buscando
dominarte por medio de un instinto barbárico que se desata en ti.
—¿Me crees tan falto de intelecto?
—Hasta el momento sí —se puso en pie y casi gritó—. Pareces un
títere a su merced y toda la corte lo sabe.
—¡Al infierno con toda la corte! Estoy harto de tratar de complacer a
todo mundo menos a mí.
—Que recuerde, te complaciste en demasía cuando estabas en tu
aventura con Marilla Hofergon, incluso parecías olvidar que tenías una
esposa recién adquirida.
Raimond apretó fuertemente la quijada.
—¿Y culpa de quién es?
—Se me haría una grosería nombrar al culpable de todo este embrollo,
cariño, no es lenguaje para una reina —la madre apuntó una zona en
específico de su cuerpo.
—Me voy de aquí.
—Un momento Raimond —el hombre se detuvo—, cancelé la cita que
tu esposa había hecho por algo más importante.
—No me puedo imaginar qué es.
—Sí, ya lo creo, pero consigue la manera en la que tu perfecta esposa
acuda también.
—Si es por orden tuya, seguro me costará más.
—Bueno, es trabajo de un hombre educar a una mujer cuando ésta es
una salvaje.
—No te refieras a ella de esa forma, recuerda que esa salvaje ha
ganado el amor de todo tu pueblo, a diferencia de nosotros.
Los ojos de la reina brillaron con ira.
—Bien, ahora entiendo que te ha puesto en mi contra al completo, te
darás cuenta, Raymond, que pese a lo que pienses, esa muchacha no es
débil, ni tonta.
—Jamás lo creí.
—Y te dolerá cuando te des cuenta que te está utilizando.
Raimond hizo sus manos puños y salió del lugar, dejando a su madre
con una sonrisa placentera, por lo menos le había sembrado la duda, era lo
mínimo que necesitaba, su pobre hijo era como una pelota que deseaba ser
arrebatada por las dos contendientes, tanto ella como esa chiquilla sabían
que tener de su lado al rey era primordial y, hasta el momento, Beth iba
ganando, pero la reina se ocuparía de que eso cambiara.
Capítulo 15
Raymond se volvería loco, estaba seguro de ello, entre las quejas de
su madre, la indiferencia de su esposa, la llegada de Marilla y la insistencia
de Rudolf por molestarlo. Simplemente no encontraba un lugar en todo ese
palacio para estar tranquilo, ni siquiera en medio de su trabajo podía
relajarse, puesto que había revueltas e inestabilidad.
Al menos por las noches, cuando estaba en la tranquilidad de la
recámara que compartía con su esposa, podía sentir un poco de paz. Ahí no
había forma de que nadie los interrumpiera, Beth también parecía más
relajada cuando estaba entre esas paredes, en compañía de él y de su hijo,
únicamente ellos.
—¿Beth? —se despertó de pronto al sentirla moverse en la cama—.
¿Qué ocurre?
—Nada… tuve un mal sueño —se removió entre sus brazos.
—Te he notado algo tensa estos días, ¿Quieres decirme la razón?
—No.
—Vamos, Beth, si puedo ayudar en algo, lo haré.
—Está haciendo lo suficiente, me apoya en todas mis decisiones y
gracias a eso, el proyecto con Rudolf parece ir de maravilla.
Raimond se removió incomodo en la cama.
—¿No te parece que pasas demasiado tiempo con él?
—El necesario, trabajamos en algo, ¿no lo acabo de decir?
—Me refiero, a que Rudolf no sabe estar con una mujer sin pretender
tener algo más con ella.
—Lo crea o no, ha sido un caballero conmigo —dijo con molestia—.
Y para que lo sepa, no lo veo de esa forma.
—No tiene que ser algo mutuo —suspiró—, es riesgoso Beth, por
favor, ten cuidado.
—¿Qué crees que podría hacerme? —negó incrédula—. Soy la
princesa del reino, no creo que salga impune de un agravio.
—No quiero arriesgarme.
—Así que propones simplemente que me deje de ver con él.
—No quiero prohibirte nada, simplemente creo que deberías ser más
cuidadosa con él, no confíes ciegamente.
—Yo no confío en ninguno hombre, no debe preocuparse.
El príncipe suspiró y miró a su mujer.
—Pensé que estábamos mejorando —dijo—. Cuando llegué incluso
parecías contenta de verme.
—Estoy cansada, es de madrugada, no me encuentro en pleno humor
—trató de excusarse.
—Sólo quiero protegerte.
—No es necesario que lo haga.
La pareja quedó en silencio, ambos por su parte, sin mirarse, sin
siquiera tocarse. Raimond sabía que el tema de su primo siempre acabaría
en una discusión con ella, no entendía por qué lo protegía de esa manera,
pero era mejor ahorrarse el enojo y simplemente dejarlo pasar, no era como
si Beth le fuera a hacer caso con ello, la había dejado lo suficientemente
descuidada como para que confiara más en Rudolf que en él.
El príncipe, dándose por vencido con la situación, soltó un suspiro y
envolvió sus brazos en el cuerpo de su esposa, ella parecía querer soltarse
en un inicio, pero, así como él, también se dio por vencida y se acomodó.
—Siento que algo anda mal —dijo la joven, levantando la cabeza de la
almohada para ver a la puerta.
—¿Mal? ¿Cómo qué?
—No sé, de la misma forma en la que desperté aquella noche del
ataque, tengo un mal presentimiento.
—Trata de descansar, Beth, estás demasiado estresada.
—No —ella se enderezó al notar que debajo de la puerta, había sin
dudas alguien a punto de tocar.
Beth abrió la puerta mucho antes de que la doncella llegase a tocarla,
parecía estresada y con los ojos vidriosos
—Oh, princesa.
—¿Qué ocurre?
—Es el pequeño Albert, él...
Beth no esperó a que la mujer terminada, simplemente salió corriendo
a la habitación de su hijo, siendo perseguida por Raimond, quién había
alcanzado a oír parte de la conversación.
Para cuando llegó, su esposa ya tenía a su hijo tomado en brazos,
escuchando atentamente lo que las demás niñeras y doncellas le decían,
parecía que el médico ya estaba en camino y Beth estaba por desmayarse.
—¿Qué ocurre bebé? ¿Qué pasa? —lo mecía desesperada.
Raimond fue con ella y los abrazó a ambos, tratando de tranquilizar,
sobre todo a su esposa. El bebé en sus brazos parecía arder en fiebre,
lloraba sin control y se removía.
—Tranquila, mi amor.
—Está hirviendo, Raimond —dijo asustada—. ¿Qué pasa con el
médico? ¿Por qué no llega?
—No debe tardar en llegar, Beth.
El doctor llegó justo en ese momento, la joven princesa miraba al
hombre como si se tratara de una divinidad, esperanzada de que de un
segundo al otro curara al niño entre sus brazos.
—Creo que es un resfriado, no da para más, sus altezas —dijo el
hombre, apartando su estetoscopio—. Debemos vigilarlo esta noche.
—Pero ¿cómo se ha resfriado? —miró incriminatoria hacia las mujeres
que debían cuidarlo.
—Su alteza —se inclinaron—, le aseguramos que tenemos el más
meticuloso cuidado con el príncipe.
—Pero entonces… —se adelantó amenazadora hacia las doncellas,
pero Raimond envolvió un brazo en su cintura.
—¿Cuáles son los cuidados que debemos tener?
—Oh, su alteza, me quedaré a vigilar al infante, no debe preocuparse
por ello.
—Me quedaré aquí con ustedes —dijo Beth, soltándose del agarre de
su marido—, no debí separarme de él.
—No te puedes recriminar eso, Beth, eres una princesa, tienes
obligaciones —le tocó la mejilla.
—Incluso podía haberse enfermado estando bajo su cuidado, su alteza
—dijo el médico—, pero estará bien, se lo aseguro.
La mujer cerró los ojos y se fue a sentar con frustración en una de las
mecedoras de la habitación, parecía totalmente fuera de sí y a punto de
tirarse a las lágrimas, se acogía a sí misma mientras mordía sus labios sin
parar, sacando sangre de la zona.
—Estaremos aquí cualquier cosa —informó Raimond al médico—. La
princesa no estará tranquila hasta saber que el príncipe se está recuperando.
—Lo comprendo, su alteza, haré mi mejor trabajo.
El médico se llevó el cuerpecito del bebé, siendo acompañado por sus
niñeras y la atenta mirada de Beth, quien parecía no tener fuerzas para
levantarse.
—Beth —Raimond se acuclilló frente a su esposa y le besó las palmas
de las manos—, está en excelentes manos.
—Eso mismo pensé cuando lo dejé al cuidado de sus nanas.
—No lo podemos proteger de todo, mi amor, aunque queramos
intentarlo, Albert tendrá que pasar por situaciones malas.
—Soy su madre, no lo permitiré.
—Pero pasará —le apretó las manos—, ten fe, estará bien.
Ella asintió lentamente y miró hacia donde el hombre hablaba al bebé
y colocaba telas mojadas sobre su frente, tratando de bajarle la fiebre. Beth
cerró los ojos y recurrió al rezo, hacia tanto que no rezaba que incluso
pensó que lo habría olvidado, pero ahí estaba, su fe católica resurgía por el
miedo de perder a su hijo.
Sabía bien el riesgo de que un infante se enfermara, las posibilidades
de supervivencia eran mínimas, la duquesa Ana le había dicho que los niños
saludables normalmente lo eran porque estaban siendo alimentados por la
madre, pero ella alimentaba a Albert y ahora estaba enfermo, ¿por qué
estaba enfermo?
Si acaso moría, su mundo se caería a pedazos, era lo único que la hacía
feliz, que la mantenía de pie y frente a todos esos problemas. Miró a
Raimond a su lado, parecía igual de preocupado que ella, pero seguro por
un sentimiento diferente; el perder a Albert significaba que se quedaba sin
heredero, la sucesión se rompería y ella no estaba embarazada, eso se veía
afortunado para la reina y para Marilla.
Sin su hijo, ella salía sobrando, no sería más que un estorbo en la vida
de Raimond y era remplazable; pero eso a ella no le importaba, si su hijo
moría, entonces ella se iría, sería libre de ellos, pero prefería un millón de
veces que viviera y seguir atrapada ahí, a tener que sufrir la desilusión y la
desesperación de perderlo.
No supo en qué momento se quedó dormida, pero cuando despertó, se
encontraba recostada en el regazo de Raimond mientras él le acariciaba el
cabello, dando suaves toques a su espalda, relajándola y haciéndola dormir.
—¿Cómo sigue? ¿Qué ha pasado?
—Está mejor, parece que la fiebre se le ha bajado.
—Gracias a Dios —se tocó el pecho—. ¿Puedo ir con él?
—Será mejor que dejes al doctor y las nanas ahí, se mueven bastante y
seguro que les estorbarías.
La joven asintió y se sentó correctamente en el sofá, notando en ese
momento que su esposo le sostenía la mano.
—¿Qué hora es?
—Supongo que temprano por la mañana.
—¿No tiene obligaciones que cumplir?
—Por ahora, la vida de mi hijo es lo más importante en mi itinerario
—la miró—, supongo que liberarás el tuyo.
Ella simplemente asintió, miró hacia el frente y siguió observando al
hombre que estaba cuidando de su bebé, notando que era otra persona a la
que vio en la noche.
—¿Qué sucedió con el otro médico?
—Tenía que descansar, no te preocupes, ambos son médicos reales,
tenemos plena confianza en ellos.
—No los conozco.
—Me alegra saber eso, quiere decir que no te has enfermado.
—No es eso, en realidad jamás los había visto, ellos no fueron quienes
me atendieron en el embarazo, ni tampoco cuando Albert era un recién
nacido.
—En ese momento estaban en el otro castillo, en el de invierno
tenemos un personal diferente.
La joven simplemente asintió y se puso en pie, acercándose al bebé
que ya no lloraba y parecía dormitar después de una noche terrible de
enfermedad.
—Princesa, no debe preocuparse, el príncipe está mejor.
Ella asintió y le rozando con ternura la mejilla a su durmiente hijo,
notando que la fiebre había cedido al fin.
—Se le agradezco, en verdad.
—¿Qué es esto? —dijo de pronto la voz de la reina, demasiado fuerte
para el débil sueño del bebé.
Raimond se puso en pie en seguida tras la mirada que su esposa le
lanzó, tomó a su madre y la llevó hasta el pasillo, alejándola de la
habitación cuanto antes.
—Madre, ¿podrías no llegar gritando a una recámara de bebé?
—No entiendo la actitud que tú y esa niña tienen, ¿qué no saben que es
importante su presencia?
—Albert estuvo enfermo por la noche, hemos estado aquí desde la
madrugada —informó.
—Así que el niño ahora está enfermo —negó—, y no tienes otro
heredero a la vista, ¿entiendes el problema?
—Entiendo que eres fría y calculadora con el tema, es una persona, no
simplemente un heredero.
—Cuando eres príncipe, Raimond, no hay cabida para
sentimentalismos, debes ser práctico e imperturbable en esto, ve las cosas
como son, con las repercusiones que se tienen.
—Mi hijo es más que un príncipe —dijo exasperado—, pese a tu
forma de ver las cosas y que todos seamos peones a tu ver, no soy igual,
jamás haré que Albert pase un mal momento, no dejaré que piense que no
es querido o un ser humano.
—¡Eres débil, Raimond! —negó la mujer—. Te has hecho débil, esa
muchacha te ha secado el cerebro.
—Ella no tiene nada que ver, esto es algo que yo creo y pienso.
—Me parece que incluso eras más príncipe cuando estabas con esa
mujer… esa tal Marilla.
—¡Basta, madre! —elevó la voz—. ¿Por qué no nos dejas?
—Hago lo correcto, eres el próximo rey, me preocupo por el pueblo
que se supone que manejarás.
—Deja de preocuparte, no tienes que llevar esa carga.
La mujer enrojeció en ira y se fue de ahí hecha una furia. Raimond
sabía que no era sabio poner a su madre en su contra, pero lo había sacado
de quicio su comentario, ella siempre había sido así, les exigía demasiado
incluso cuando eran niños, jamás recuerda tener un poco de cariño de su
parte, una felicitación o compasión.
No quería lo mismo para su hijo, no quería pensar en su hijo como un
bien al cual manejar y jugar al antojo. No permitiría que su madre siguiera
jugando ajedrez con sus vidas, con las de todos.
—Raimond —sonrió Marilla, estaba perfectamente peinada y hermosa
—. Se escucha por todo el castillo, ¿qué es eso de que el príncipe está
enfermo?
—Nada de lo qué preocuparse, está bien ahora.
—Pero claro, seguro que Beth estará nerviosa.
—Está asustada —dijo seriamente.
—Claro, seguro que ha de ser terrible saber que estás en una situación
en la que vuelves a estar inestable en tu posición.
—Ella no está inestable en nada —la miró—, no hables como si mu
hijo hubiera muerto ya, Marilla.
—No estoy diciendo eso, lo que digo es…
—Entiendo lo que dices, pero no quiero que lo pienses jamás, esto no
tiene nada que ver con la posición de mi esposa, ella seguirá siendo mi
esposa pese a que algo pasara con Albert… que espero que jamás pase.
—Claro, eso puedes pensar tú, pero el pueblo es el que manda ¿no?
¿Qué dirían ellos si la princesa no da más hijos al reino?
Raimond la miró por un prolongado momento y después entró en la
habitación, cerrándole la puerta en la cara a la mujer que ya sonreía
complacida al ver que lo había molestado.
Beth levantó la mirada cuando lo vio acercarse a la cuna, donde el
bebé por fin dormía tranquilo, Raimond sonrió hacia ella, se posicionó por
detrás y pasó sus brazos a su alrededor, fundiéndola en un abrazo cariñoso
mientras le daba un beso dulce en la mejilla.
—Supongo que tienen mucho de lo qué opinar —lo miró de reojo,
susurrando para no despertar al bebé—. ¿Qué te han dicho?
—No vale la pena mencionarlo.
—Hablaron de la falta de herederos si acaso Albert llegase a faltar,
¿Cierto? —negó—, son personas tan terribles, ¿cómo pueden pensar en eso
cuando un niño está enfermo?
—No piensan, Beth, están encerrados en su mundo en dónde lo más
importante es el linaje y la dinastía.
—¿Tú qué piensas?
—Pienso que tengo un hijo enfermo, una esposa preocupada y mucho
trabajo qué hacer —le besó la mejilla—, nada más.
—Crees que… —ella bajó la mirada— ¿deberíamos buscar tener otro
hijo?
Raimond la miró sorprendido, jamás pensó que ella haría una
proposición como aquella, pero debía recordar que Beth tenía el sentido del
deber muy por encima del placer, si ella creía que era necesario otro hijo
para la corona y asegurar la posición de Albert, entonces no lo dudaría.
—No lo sé, supongo que sería algo bueno, pero dudo que sea algo que
realmente quieras, Beth.
—Quizá no, pero puede que sea lo correcto, no quiero que todos tus
parientes se vayan contra Albert para eliminarlo de la lista de candidatos al
trono.
—No seas tan mal pensada.
—¿Tú no lo crees? —lo miró—, la avaricia es grande, claro que Albert
es un obstáculo.
—Entonces yo también lo soy y tú también.
—Pero nosotros somos más capaces de defendernos —miró a su hijo
—, no permitiré esto de nuevo, a partir de ahora, Albert dormirá en mi
recámara.
—Mi amor…
—Sé que puede ser cansado para usted, pero nadie le ha pedido que se
quede ahí con nosotros.
—Beth, por favor —se frotó los ojos—, no tergiverses mis palabras. Si
quieres a Albert en la recámara, entonces así será.
Ella asintió, últimamente no le costaba nada convencerlo de hacer lo
que quería, debería sentirse contenta, sin embargo, se sentía extraña, su
prima había tenido razón, pero eso no la estaba haciendo sentir ganadora del
todo.
Capítulo 16
Kayla caminaba junto a su prima por los largos pasillos del castillo de
invierno, a las afueras, la nieve seguía cayendo, era como si el clima
planeara jamás dejarlos salir de ese palacio y supusiera que todos querían
vivir ahí por siempre.
—Me alegra que Albert esté mejor.
—Sí, aunque… propuse algo a Raimond que ahora no sé afrontar —
Beth miró a su prima con vergüenza.
—¿Y qué es eso?
—Bueno, escuché a la reina decirle de la inseguridad que da el que
sólo haya un heredero al trono.
—Ajá, ¿Y?
—Bueno, pensé que quizá sería una buena idea proponerle tener otro
hijo —rodó los ojos—, sé que es una tontería, pero…
—Es una grandiosa idea, eso asegura más tu puesto.
—Pero no quiero asegurarme a mí, quiero que Albert lo esté.
—Entre más segura estés tú, más lo estará tu hijo.
—El caso no es ese, lo que sucede que es que para tener hijos hace
falta que… bueno que la pareja….
—Tenga sexo, intimidad, hacer el amor ¿Quieres más?
—Ojalá no fueras tan explícita.
—No entiendo el miedo, según yo, el sexo ha sido algo a lo que ambos
han recurrido en variadas ocasiones ¿Qué no?
—Bueno, sí —dijo avergonzada—, pero… yo había estado evitando en
la medida de lo posible… concebir.
—¿Cómo evitas eso? —ella parecía emocionada—. Esa es una
información que debería saber toda mujer.
—En realidad, no te lo diré, sobre todo porque pareces demasiado
entusiasmada por ello… se considera pecado que lo hagas, uno debe
agradecer los hijos que Dios manda.
—¡Por favor, Beth! —negó—. ¿Por qué no le preguntas a Dios por qué
te ha tocado casarte con un bastardo que te engañó?
—En realidad, fue mi decisión.
—Claro, libre albedrío —rodó los ojos—, demos gracias que yo no
creo en tantas tonterías.
—Te arrepentirás un día.
—Pero claro, seguro que cuando me muera estaré preocupada.
Beth rodó los ojos y siguió caminado con tranquilidad.
—Entonces…
—¿Entonces qué? —Kayla se inclinó de hombros—. Las cosas son
claras, tú eres la princesa, la futura reina y una reina tiene que dar
herederos, varios, si es posible. Si tú en verdad no lo quieres dejar por no
dejar a Albert, entonces no tienes escapatoria.
—Pero más hijos significan más ataduras, menos posibilidades de que
me pueda ir.
—A menos que Albert muera, que espero que no suceda, tú sigues
estando encadenada.
Ella bajó la cabeza.
—¿Entonces piensas que debo cumplir con las obligaciones de una
princesa? ¿Debo dar más hijos?
—No sé qué es lo que debes hacer o no, estamos metidas hasta el
cuello en esta situación, pero eres tú la que toma las decisiones, yo sólo te
ayudo a que todo sea más llevadero en lo que sea que elijas.
Beth asintió, era verdad, Kayla le había recomendado el sexo con su
esposo y el juego debido a que ella no pensaba irse de su lado, entonces, lo
mejor que podía hacer para ayudarla, era hacer que su marido estuviera
prendado de ella, hasta ahora había resultado bien.
—Supongo que esta noche no desaparecerás e irás al baile.
—Todos los días tienen bailes —rodó los ojos—, tengo cosas más
importantes que hacer que pisar a los hombres que intentan sacarme a la
pista.
—No seas dramática.
—En serio, jamás he tenido gracia para ello, parece que padre se
encargó que todos los dotes femeninos se volvieran nulos.
—Claro, pero Aine sabe bailar.
—¿La ves disfrutarlo?
—La verdad es que no.
—Ahí está tu respuesta.
—¡Kayla! —sonrío Alan—. Al fin te encuentro primor.
—Demonios, debí irme cuando empecé a oler azufre.
—Te faltó rapidez —la tomó de la mano y la colocó en su antebrazo—.
Tengo tanto que platicarte.
—No quiero saber nada de tu vida, me interesa poco más que el crecer
del pasto.
—Como te decía, el otro día, esa mujer parecía hermosa, pero en
realidad me engañó con…
Beth vio a su cuñado y prima desaparecer, ellos en verdad se llevaban
muy bien… o quizá terriblemente mal, en realidad no lo sabía, Alan parecía
entusiasmado con la idea de Kay, pero ella siempre tenía esa cara de
sufrimiento a su lado.
La princesa siguió caminando, encontrándose con Rudolf, quien traía
aquella marcada sonrisa y las manos estiradas al verla a ella.
—¡Princesa! —la saludó con un beso en cada mejilla—. Me alegra en
verdad encontrarla.
—¿Qué sucede, Rudolf?
—Bueno, no quisiera decir que hay problemas, pero creo que los hay,
¿ha hablado con el príncipe de lo que acordamos?
—No, no he tenido tiempo, pero hablaré con él en cuanto tenga
oportunidad —dijo la joven.
—Mi señora, debería hacerlo ahora mismo, escuché que está en su
despacho y, a lo que veo, no tiene mayor visita que los Hofergon.
Beth paró en seco y lo miró.
—¿Hofergon? ¿Ambos?
—Sí, princesa.
Ella asintió gravemente y tomó sus elegantes faldas con presura.
—Bien, gracias por avisarme, ¿me acompañaría? Creo que será mejor
si los dos hablamos con él.
—No creo que le agrade mi presencia, mucho menos si voy con usted,
princesa, lo sabe.
—El proyecto es de ambos, Rudolf, así que no veo inconveniente a
que nos reciba juntos.
El hombre no se mostraba tan convencido, pero siguió a la decidida
mujer que lo apuraba con la mirada. Durante todo el camino se pusieron de
acuerdo en lo que dirían, se rieron, juguetearon y, cuando estuvieron frente
a las puertas del despacho del príncipe, retomaron sus posturas de seriedad
y esperaron ser anunciados.
Cuando entraron al despacho, Raimond estaba prado junto a la
ventana, parecía enfadado, pero quizá sólo lo notaría Beth, quien era su
esposa y Marilla, quien fuera su amante.
—¿A qué debo su intromisión? —se volvió lentamente.
—Queríamos hablar de un tema importante contigo —se inclinó Beth
para después acercarse al lugar donde Marilla y el teniente Hofergon
seguían sentados. Ella los miró con seriedad—. ¿Nos disculpan? Es un tema
que sólo debe ser escuchado por el príncipe.
El teniente se puso en pie en seguida, pero Marilla Hofergon se tomó
su tiempo, sonriendo hacia la mujer que parecía a punto de estallar en
cualquier momento.
—Será un placer saber de qué se trata todo su misterio, princesa,
seguro que usted únicamente puede traer buenas sorpresas.
Beth volvió la cara con lentitud hacia la ventana, ignorando el
comentario y fue el turno de Rudolf de intentar mediar la situación,
lanzando una serie de excusas y tonterías para remediar la mala conducta de
la princesa, cosa que a ella no le importó y tampoco al príncipe, quien la
miraba con seriedad.
—Bien —dijo Raimond cuando se quedaron los tres en el despacho—.
Por favor, tomen asiento.
Beth lo hizo primero y después los caballeros la siguieron.
—Queremos hacerlo participe del proyecto.
—Así que al fin sabré de su proyecto secreto.
—Sí —ella se acercó entusiasmada—, el apoyo a las artes.
—¿Disculpa?
—Queremos abrir un día al año el castillo para una exposición de
todas las artes, sería dar la bienvenida a varios gremios, desde los artesanos
hasta los músicos, todo con entradas y los fondos irían directamente a
repartirse a los artistas de nuestro pueblo, lo necesitan y los necesitamos.
—¿Abrir el castillo? —el príncipe elevó una ceja—. Me parece una
propuesta temeraria.
—Vamos, muchos de ellos sueñan con lo que hay en el interior de
aquella estructura, muchos pagarán simplemente por estar entre esas
paredes por una vez en su vida.
—No lo sé, Beth.
—Sería seccionado por áreas, será una forma de entretener a las masas,
mostrar apoyo hacia el pueblo y sería una festividad para el final del
invierno, inicios de primavera —dijo Rudolf.
—Además, mostrará a nuestros invitados lo mucho que conviene
invertir en relaciones comerciales.
Raimond se recostó en su asiento y pareció pensarlo seriamente, no era
una mala propuesta, el problema era abrir el castillo de Wurtemberg, eso
sería lo complicado y está por demás decir que su madre se pondría en
contra. Para ella, el pueblo y la realeza debe permanecer alejada, como si se
tratara de una divinidad que no pueden ver, pero es omnipresente.
—Lo consideraré.
Beth sonrió de oreja a oreja y se puso de pie, acercándose a su marido
y abrazándolo feliz, al menos habían conseguido que él lo pensara, la
princesa creyó que recibiría una negativa inmediata.
Rudolf sonrió hacia la joven que había conseguido el objetivo, habló
bastante bien y sin dudar frente al hombre que la había lastimado de tantas
formas que le era imposible contarlas.
Sin embargo, el verla abrazada a él le encrespaba el cuerpo, no podía
creer que su primo siguiera siendo el único hombre que podía tocar a tan
extraordinaria mujer.
—Bueno, los dejo —Rudolf se puso en pie.
—Oh, lo acompaño.
—En realidad —Raimond la detuvo—, quisiera discutir algunos
puntos contigo, Rudolf ¿Nos permites?
—Por supuesto —se inclinó y salió.
—¿Puntos? —se volvió hacia él con el ceño fruncido.
—En realidad, me agradaría que te quedaras por unos momentos.
—Oh, pero… aún tengo tantas cosas que hacer.
—Por favor, Beth —la sentó en su regazo—, últimamente no has
permitido que esté cerca de ti.
—¿Le parece? —ella rodó los ojos—. No lo considero así, ya que
comparte mi cama diariamente y estamos juntos la mayor parte del día y las
noches.
—Sí, pero ambos estamos en medio de discusiones políticas,
beneficencias y tratos con otros países.
—¿Qué es lo que desea, su alteza?
Raimond no contestó, simplemente levantó la mirada para enfocarla a
ella y acarició la mejilla de su esposa, provocando que lentamente bajara la
cabeza hasta juntar sus labios en un beso pasional, dulce y profundo.
Beth sintió un conocido cosquilleo en su vientre, provocándole una
sonrisa estúpida que se encargó en borrar al mismo tiempo que cortó aquel
beso, pero su marido no estaba dispuesto a soltarla, siguió regando cortos y
pequeños besos en su cuello, hombros y clavícula.
—Mi amor, ¿Será que un día no tengas que apartarte de mí por temor u
enojo?
Ella agachó la mirada y sonrió más para ella que para él, pero elevó las
manos y acarició las mejillas de su esposo.
—Aún no lo sé, su alteza, pero creo que vamos avanzando.
—¿Te parece? —él se levantó con ella y la sentó en su escritorio—.
Creo recordar que hiciste una proposición interesante no hace mucho
tiempo.
—Oh… —ella se sonrojó—, creo que no lo recuerdo.
—¿En serio? —sonrió, adelantándose hacia su cuello, aunque ella se
inclinaba hacia atrás—. Creo que puedo recordártelo… ¿algo sobre tener
más hijos?
—Yo… ¿Dije algo así?
—Sí, y creo que estoy más que de acuerdo.
—Su alteza… —sonrió ella, tratando de alejarse—. ¿Cree en serio que
sea el mejor momento para esto?
—Sí, creo en verdad que lo es —sonrió, desabrochando los botones del
vestido de su esposa.
—Raimond, si alguien te viene a buscar y nos ve así…
—Tocarán —dijo sonriente, dándole un beso y levantando el vestido
de su mujer—. ¿Puedo, mi amor?
Ella simplemente asintió y trató de desabrochar sus pantalones,
desesperada por saciar las ansias que sentía en su interior, Raimond sonrió y
la besó con ternura, alejándola de esa tarea y simplemente estrechándola
con cariño.
Ambos hicieron el amor con ternura, no quitaron sus ropas, pero ella
pudo deslizar las manos por debajo de su camisa y él logró desabrochar el
vestido y el corsee, la besaba por las partes en las que su piel estaba
expuesta.
Beth sentía que el placer era alcanzable cuando estaba en los brazos de
su marido, temía que ello significara que lo seguía amando, aunque quizá
sólo fuera una expresión de su cuerpo, quizá respondería igual a cualquier
otro hombre. Pero sabía muy en su interior, que ella lo seguía queriendo, era
una tortura que tendría que soportar el resto de sus días, porque lo amaba,
se casó enamorada y, cuando veía a su pequeño hijo, lo veía a él, a su padre.
Ella cerró los ojos cuando sintió que él la llevaba dulcemente hasta el
deleite, lo abrazó con fuerza, enterrando un poco sus uñas en la piel de su
espalda, Raimond buscó los labios de su esposa y los besó, al igual que todo
su rostro.
—¿Beth? —ella estaba sonrojada, seguía en medio de su deleite, pero
cuando regresó y lo miró frente a ella, su sonrisa se difuminó hasta
convertirse en una de seriedad, lo miraba como si no lo conociera—. Mi
amor… ¿Qué sucede?
Ella pestañeó como si tratara de volver a la realidad, sacó las manos de
la camisa de su esposo y las elevó hasta envolverlas en su cuello y jalarlo en
un abrazo que no le permitiera verla.
—Estoy bien —le dijo suavemente—. Estoy bien.
—No lo parece —la apretó contra sí—, en serio mi amor, dime lo que
te preocupa, ¿qué es lo que te hace mirarme así cada vez que estamos juntos
de esta forma?
—No puedo olvidarlo —negó aún pegada a su hombro, apretando cada
vez más su agarre—, simplemente no puedo dejar de imaginarme que…
nada, es una tontería.
—Mi amor —se separó de ella y le tomó la cara—. Eres tú, sólo tú, no
sabes cuánto disfruto estar contigo de esta forma, te amo mi amor, en serio
te amo.
—Raimond, no es importante, se ha hecho un intento para que conciba
y eso es todo —ella acomodó su ropa íntima y bajó su vestido, acomodando
la falda y volviéndose para que él le acomodara el corsee y los botones.
—Claro que es importante, quiero que estemos juntos sin que haya un
impedimento entre nosotros, sé que fui un idiota, pero intento hacer lo
mejor que puedo para que confíes en mí.
—Lo sé, sé que lo estás intentando, pero… simplemente no puedo
creerlo con tanta facilidad.
—Lo comprendo, pero, al menos cuando estamos juntos de esta forma,
¿Podrías pensar que eres la única persona en la que pienso y a la que amo?
Porque es la verdad.
Ella bajó la cabeza y asintió.
—Tengo que irme.
—Por favor, Beth —la abrazó—, no hagas esto de nuevo.
—Ambos estamos ocupados, debemos continuar con nuestro día —le
colocó las manos en el pecho para apartarlo.
—Está bien —suspiró—. Te veré en la recámara para entrar juntos a la
velada de esta noche.
Ella sonrió hacia él y se imaginó lo increíble que hubiera sido si desde
el inicio él se hubiese enamorado de ella y que Marilla no hubiese existido
entre ellos. Entendió después de mucho tiempo que ese matrimonio había
sido arreglado por la reina, sin darle oportunidad a Raimond de oponerse,
ahora ella estaba ahí, en medio de ese dilema, en el cual amaba a ese
hombre, pero al mismo tiempo, quería matarlo con sus propias manos.
Ahora parecía que él quería estar con ella, arrodillado ante ella y
haciendo lo que fuese que ella quisiese, le agradaba tener ese poder, pero
seguía sintiéndose mal por sí misma, quería que eso acabara pronto, que se
decidiera, o lo perdonaba y lo seguía amando; o lo odiaba y se alejaba,
posiblemente aventándolo a los brazos de otra mujer o de nuevo a Marilla.
No sabía si estaba lista para afrontar aquello de nuevo.
Capítulo 17
Beth estaba en su habitación, alimentando al pequeño bebé en sus
brazos, estaba completamente preparada para bajar al baile de esa noche,
Raimond había llegado hace más de media hora y estaba terminando su
atuendo para bajar junto con ella.
—¿Estás lista? —la tomó de la cintura y le besó la mejilla.
—Sí —sonrió hacia él—. Mira que hermoso es.
Raimond asintió enternecido por la forma en la que Beth demostraba
sin resentimiento alguno el amor hacia su hijo.
—Lo es, mi amor, aún no puedo creer que sea nuestro.
—Es verdad —le besó la cabecita y lo arrulló, llevándolo hasta la
cunita—. Dormirás tranquilo, ¿verdad, mi cielo?
Raimond esperó tranquilamente hasta que ella cubrió correctamente al
bebé y fue hasta él, vigilando nerviosa a la niñera que ya estaba tomando
asiento junto a la cuna del bebé.
—Señora —le llamó la atención una doncella—, su corona.
—Oh —Beth se inclinó un poco y aceptó la alhaja que la condecoraba
como princesa—. Gracias Janine.
La doncella se inclinó respetuosamente ante ella y el príncipe, eran una
pareja formidable, no podía creer no se llevarán bien con anterioridad, todos
sabían de la traición que ese hombre hacía contra su mujer; ahora parecían
haber resuelto las cosas y eso no podía ponerlos más felices, estaban
agradecidos de que hubiera un heredero con la sangre de esa mujer y
esperaban que no existiera otra Marilla en la vida de la princesa Beth.
—Estás preciosa, mi amor.
—Gracias —sonrió hacia él, le tomó el brazo.
Ambos entraron al salón después de que los hubiesen anunciado, la
pareja parecía llena de alegría y no se separaban el uno del otro por mucho
tiempo, pese a que Beth fuera invitada a bailar innumerables veces, el
príncipe mantenía sus ojos en ella, dando una advertencia a los varones de
la sala.
—Parece que ahora si cuidas a tu esposa, hermanito, me pregunto si
has descubierto los placeres de los que Beth es capaz.
—No seas insolente —lo miró enojado Raimond—, recuerda que ella
es mi esposa.
—Sí, sí —rodó los ojos—, lo que nos sorprende a todos es que tú lo
recuerdes. Por cierto, ¿has visto a Marilla? Ella tampoco se ve nada mal
esta noche, aunque a comparación de Beth, no es nadie.
—Deja de molestar, Alan, en serio.
—Vale, sólo digo —sonrió—. Uh, por cierto, hablando de
competidores, escuché que el primo Rudolf tampoco le quita la vista de
encima a la querida princesita adorada.
—Trabajan juntos, al parecer.
—Claro, él seguro que quiere trabajarla.
—Alan…
—Sólo digo, que no deberías ser tan confiado con él, ya sabes, las
mujeres siempre terminan rendidas ante Rudolf, menos una, creo recordar
—sonrió—, ¿esa es la razón por la que te enamoraste tan perdidamente de
Marilla? ¿Por qué por una vez una mujer no te dejó por tu primo?
—Estás estirando mucho la cuerda, Alan —dijo enojado—. ¿Qué
demonios ganas al hacerme enojar?
—Soy el hermano menor, ese es mi trabajo… oh, miren quién va por
ahí, lady Kayla se ve más preciosa que nunca —elevó ambas cejas hacia él
de forma coqueta—, hasta luego, hermano.
Raimond restregó sus ojos con sus dedos, tratando que el dolor de
cabeza se le pasara, en verdad que Alan llevaba bastante bien el papel de
hermano menor molesto. Miró hacia Marilla, su hermano tenía razón, él
había caído rendido ante ella cuando se dio cuenta que ella no prefería a
Rudolf sobre él, por mucho que el otro se le insinuara e intentara apartarla
de su lado, ella lo había querido.
Por una vez en su vida se sintió bien, querido y apreciado; entonces
llegó Beth, alguien que lo amó y que su mirada se iluminaba tan sólo verlo,
cómo le gustaría volver a ver ese resplandor en sus ojos, esa sonrisa dulce y
traviesa cuando la besó por primera vez.
—Su alteza.
—Beth —se sorprendió al tenerla enfrente—, mi amor, no me di
cuenta que te acercabas a mí.
—Sí, parecías distraído.
—Te buscaba, estoy realmente harto de que todos los hombres quieran
sacarte a bailar.
Ella se inclinó de hombros.
—He hecho tratos, beneficencias o charlas con la mayoría de ellos, es
normal que me quieran sacar a bailar.
—¿Y qué dices? ¿Puede tu esposo sacarte a bailar?
—No veo porque no.
Raimond tomó su mano y la besó antes de encaminarla entre las
miradas sorprendidas y los vestidos pomposos, todos en aquel salón los
observaban con detenimiento, eran la comidilla de la gente y una fuente de
entretenimiento adicional al baile, la bebida y la música.
—Parece que siempre eres el centro de atención, mi amor.
Ella miró a su alrededor.
—Tranquilo, mantente junto a mí y siempre lo serás —dijo juguetona
y vanidosa, cosa que él aceptó.
La música que tocaron era sedante, romántica e insinuante, ese baile se
hacía con movimientos galantes, como si se estuviera seduciendo
continuamente a la otra persona, quizá haciéndole una invitación
indecorosa, lo cual era bellísimo porque apenas y se rozaban los cuerpos,
eran un conjunto de movimientos de manos, vueltas y acercamientos que
hacía de ese baile perfecto para la pareja.
El salón había quedado en completo silencio y observaban con
fascinación como la pareja se desenvolvía con naturalidad, como si
hubiesen sido compañeros de baile por años, por siglos, pareciese que
estuvieran hechos el uno para el otro. Así que, cuando la música acabó, el
salón entero se encendió en aplausos interminables.
Raimond no podía dejar de admirar a su esposa, quién no paraba de
sonreír y respirar erráticamente por los movimientos que hicieron a lo largo
del baile. La acercó lentamente, se inclinó ante ella y le besó la mano con
galantería, colocándola después entre su brazo para sacarla de la pista de
baile.
—¡Eso fue espectacular! —sonrió Kayla—. Apenas y tenía idea de que
pudieran bailar así… bueno, no desde esa vez.
Beth se sonrojó y bajó la cabeza.
—Supongo que su altea no recuerda —dijo la joven.
—Ese fue el primer baile que ustedes compartieron —dijo Kayla,
informativa—, en aquella fiesta en la que lo conocimos, ¿recuerdas
Raimond?
—Jamás lo olvidaría —en ese momento recordó nítidamente aquella
sonrisa, las mejillas sonrojadas, los ojos brillantes y ese mismo baile; había
sido tan hechizante que incluso recordaba la sensación de su piel erizándose
—, lo recuerdo muy bien, fue ahí cuando decidí que quería casarme con
ella.
Beth se puso rígida a su lado y fingió una sonrisa; porque él ya sabía
identificar cuando las fingía y salió presurosa en medio de excusas que no
alcanzó a comprender.
—¡Beth! —Kayla fue detrás de ella, dejando solo a Raimond.
—Eres muy bueno en hacer que tu esposa huya de tu lado.
—¿Qué es lo que quieres, Rudolf?
—No acabaría de hablar si te lo dijera.
—Bien, Rudolf, sé que está feliz de saber que mi esposa tiene que
verte la cara todos los días, pero te advierto que la dejes en paz.
—No estoy haciendo nada para que necesites advertirme.
—Tú no eres de las personas en las que los maridos pueden confiar —
le dijo enojado.
—Bueno, dejaste a entender que tú tampoco lo eres, ¿O acaso olvidas
tus errores Raimond?
—Aléjate de ella.
—Creo que será imposible, sobre todo porque gracias a ti, ella recurre
a mí cada vez que tiene una desventura.
Raimond dio un paso amenazador hacia su primo, pero al notar que las
miradas estaban sobre ellos, evitó hacer un escándalo y simplemente dio
media vuelta y se marchó de ahí.
La fiesta prosiguió sin mayores inconvenientes, todos se encontraban
felices, charlando y bailando, comiendo y bebiendo, cuando de pronto, el
rey tomó la palabra, llamando la atención.
—Mis queridos amigos, aprovechando las fiestas y que tenemos
invitados de varios países con los que disfrutamos del comercio, vengo a
exponer una idea magnifica que tanto mi hijo como yo hemos aprobado —
Raimond estaba parado a su lado—. La princesa Beth en conjunto con
Rudolf, han decidido hacer un evento de artes en el palacio en el equinoccio
de primavera, así que, los esperamos con los brazos abiertos.
Beth abrió los ojos con impresión y miró a su marido agradecida, sabía
que se estaba aprobando debido a su intervención. Estaba tan feliz que
apenas podía contenerse, pero debía seguir con la actitud de una princesa y
reverenciar un poco en agradecimiento por los aplausos, sin mencionar que
debía seguir escuchando los demás anuncios del rey.
Deseaba con todas sus fuerzas que Raimond bajara de ese estrado para
poder abrazarlo y besarlo en agradecimiento, pero alguien llegó mucho
antes que ella, tomándola de un brazo y jalándola hasta el exterior del salón.
—Así que has convencido nuevamente a mi hijo —negó la reina—.
¿Sabes cómo se llamarían los métodos que usas para convencerlo de hacer
lo que quieres?
—No le permito que me hable así.
—¿No me permites? —se rio—. No eres más que una sucia francesita
que convence a los hombres en la cama, eres igual a todas las de tu país,
resbalosas y…
—¡Basta! —le gritó—. ¿Cómo se atreve a hablar de todo un país de
esa forma? ¿No se da cuenta que es una reina y los conflictos que pudiera
causar?
—Por favor, aquí sólo estamos tú y yo, nadie te creería sobre mí —
chasqueó la lengua—, ahora incluso cuestiono mi decisión, debí dejar que
Raimond siguiera con su relación con Marilla, al menos ella es de estas
tierras.
—¿En serio lo cree? —Beth sonrió de lado—. Veamos qué tanta
verdad tiene lo que ha dicho, se dará cuenta que puedo dominar a su hijo
incluso fuera de la cama.
—¿De qué demonios estás…?
—¡Raimond! —la cara de la joven se había deformado a una mueca
lastimera y regresó al salón donde los caballeros se habían ido a fumar y
beber algo—. ¡Raimond!
La reina parecía en verdad confundida, pero la siguió, ella se metió en
aquel lugar, los hombres no parecían poner atención a las nuevas féminas,
todos estaban fumando, tomando o apostando. Beth había identificado a su
marido casi al instante, así que no dudó ni un segundo y, cuando estuvo lo
suficientemente cerca, se aferró a él, presionando su cabeza en su hombro.
—Mi amor, ¿Qué pasa? —las personas con las que Raimond había
estado hablando se dispersaron, dejándolos en soledad—. ¿Qué tienes? ¿Por
qué estás llorando?
—Tu madre me ha dicho cosas terribles —lloriqueó—, fue tan mala,
me ha dicho que soy una meretriz y que incluso preferiría que me siguieras
engañando con Marilla.
—¿Qué? —Raimond levantó la vista hacia su madre.
—Hijo, por favor…
—¿Lo va a negar? —Beth se volvió un poco, sin despegarse de la
protección de su marido—. Lo ha dicho… ella me odia Raimond, me
detesta, le complace verme destrozada.
El príncipe miró a su madre con el ceño fruncido y una mirada
interrogante, él jamás había visto a su esposa de esa manera, mucho menos
haciendo esa clase de dramas, debió ofenderla en verdad para que Beth se
viera motivada a hacer algo como aquello.
—Vamos Beth, te llevaré a la habitación —la abrazó—. Madre, espero
hablar contigo después.
—Raimond, no debes de creer en lo que te está diciendo.
—Hablaré contigo después —indicó con dureza, llevando a su esposa
a la salida.
La reina vio como varios de los varones presentes se adelantaban hacia
la pareja y le tendían pañuelos a la llorosa mentirosa.
—Tienes las de perder Alexandra, deberías rendirte.
—Jamás en mi vida he hecho algo como eso —dijo la reina—. Una
mocosa no va a ser la primera en vencerme.
—Si no te has dado cuenta, Raimond está en sus manos —sonrió—,
como el resto de los hombres de Wurtemberg, no hay nada que puedas
hacer para que tu hijo vuelva a esconderse entre tus faldas, ahora ama a otra
mujer.
—Así como amaba a su amante esa.
—Creo que el cariño que siente por su actual mujer podría ser más
fuerte que el de la amante Hofergon —el rey se cruzó de brazos—, seguro
que al teniente no le agradará saber que su mujer ya no es necesaria en la
cama de nuestro hijo.
—Por todos los cielos, los hombres son tan... ¿En verdad al teniente no
le importaba compartir mujer?
—No lo creo, hay hombres que saben hacer estrategias con sus
mujeres, como el esposo de tu querida Ana.
—¿Qué quieres decir? —lo miró impresionada y sin voz—. No me
dirás que ella…
—Cómo te dije, hay hombres estrategas, el que su mujer esté en la
cama del rey no le es molestia.
—Me repugnas.
—Sí, y tú a mí, por eso estamos en esta situación, tú jamás pudiste
hacerme cambiar de opinión ni siquiera para la comida.
La reina levantó la nariz orgullosamente y salió del lugar. Debía
entender que la duquesa Ana no era de fiar, como había dicho su marido, no
era más que otra pieza en el ajedrez del rey.
Capítulo 18
Beth estaba complacida con su actuación y también lo estaba por la
reacción que Raimond había tenido, le dio la victoria contra su madre en
esa ocasión, claro que él apenas y lo sabía, de hecho, seguiría pensando que
estaba mortalmente herida por los comentarios que la reina le dirigió, cosa
más alejada de la realidad.
—Tranquila, mi amor, no debes escucharla.
—Pero es lo que piensa —se cubrió la cara—, incluso ha dicho que
Marilla era mejor, que por lo menos ella era de Wurtemberg.
—¿Por qué te ha ido a decir esas tonterías?
—Porque estaba enojada de que hubiese conseguido el permiso para el
festival de arte en el castillo Hohenzollern.
Beth fue a sentarse en la cama que compartían y le lanzó una mirada
lastimera, tierna y de fragilidad que seguro lo sobrecogería.
—¿Sólo por eso?
—Bueno, dijo que soy una resbalosa, como las de todo Francia, que
seduzco y convenzo a los hombres de hacer mi voluntad metiéndolos en mi
cama.
—¿Hombres?
Ella sonrió y bajó la cabeza.
—En mi caso, hablaba sólo de ti, por supuesto.
—No me crea inconveniente ser convencido por medio de seducciones
en tu cama —la abrazó—. ¿Qué me dices? ¿Quieres algo más? ¿Algún otro
deseo que necesites convencerme de cumplir?
—Estoy bien ahora —sonrió.
—¿Segura?
—Bueno, no tengo nada de qué convencerte por el momento, pero
nada me quita el deseo de hacer el amor.
—Eso me agrada —él la tumbó suavemente en la cama y se acomodó
entre sus piernas—. Y dime, mi amor, ¿Estás complacida con tu deseo
concedido?
—Sí —le acarició las mejillas—, más que complacida.
—Bueno, creo que, como esposo consentidor, merezco una
recompensa, ¿no lo crees?
—¿Qué quieres que haga por ti?
—Mmm… ¿Qué crees que podría ser una buena recompensa?
Ella elevó la cara y susurró cerca del oído de su marido:
—Quítame el vestido —cuando volvió a recostarse en la almohada,
pudo notar como los ojos de su marido ardían.
Al ver que él no reaccionaba, se levantó sobre sus codos, quitándolo de
encima y comenzó a desnudarse por sí misma, quizá la reina tuviera razón,
sus actitudes de esa noche podrían derivar a los de una meretriz, pero
seguro se sorprendería al descubrir que eran acciones que las mujeres de
Wurtemberg hacían, puesto que eran ellas las que habían informado a Kayla
sobre artes amatorias.
Dejó caer el vestido sobre el piso y continuó quitando indumentaria de
su cuerpo, quedando poco a poco completamente desnuda delante de él.
Raimond había disfrutado de aquello con una sonrisa, le era de lo más
tentador acercar las manos al cuerpo desnudo de su esposa, pero ella no se
acercaba lo suficiente como para que lo hiciera.
—¿A qué juegas Beth?
—Si es un juego, entonces quiero ganar.
—Te aseguro que lo has hecho —asintió, alargando las manos y
aceptando que ella se sentara sobre él, besándola con pasión y quitando las
prendas que le estorbaban.
Beth seguía a horcajadas sobre su esposo, sintiendo como lentamente
quedaba desnudo junto a ella, de un momento a otro, él la tomó por la
cintura y la recostó sobre la cama, pero ella se negó y volvió a acomodarse
sobre él, sonriendo ante su sorpresa y continuando en esa posición.
La joven se sentía orgullosa, nunca lo había escuchado tan fuera de sí,
tan lleno de pasión y de sensaciones que no podía controlar, era divertido,
más divertido de lo que imaginó, incluso para ella era bastante placentero.
Se agachó y lo besó una última vez antes de perder todas sus fuerzas y
quedar derrumbada sobre su cuerpo, sintiendo su respiración agitada, su
corazón galopante y sus brazos fuertes acogiéndola contra él, acariciándola
mientras lentamente la acomodaba en su hombro y sobre la almohada.
Beth se quedó pensando por largos momentos, había disfrutado
bastante el regresarle a la reina la jugada, Raimond había cedido fácilmente
y ahora podía decir que recompensó su buena conducta. Quizá la reina tenía
razón, ella estaba aprendiendo a dominar a su esposo por medio de las artes
amatorias.
El príncipe la besó alegremente y la abrazó, quedándose dormido en
cuestión de minutos. La joven se apartó de su abrazo, colocó una bata y fue
a buscar a su hijo, trayéndolo consigo a la habitación que compartía con su
marido.
—Beth —le susurraron—. ¡Beth!
—¿Kay?
—¿Cómo ha salido?
—Creo que lo hice bastante bien —sonrió la joven.
—Vi a la reina allá abajo, estoy seguro que su papada jamás se había
visto tan grande, casi parecía un sapo enojado.
Beth sonrió y miró a su prima.
—Creo que Raimond está cayendo.
—¿Te sientes feliz por ello?
—Me siento poderosa.
—Pero también feliz, porque lo amas.
—No lo amo.
—No seas mentirosa, te dije que no te enamoraras de él y es lo primero
que hiciste.
—Quizá lo puedo querer, pero eso no me va a dominar, no esta vez —
sonrió—. Nos vemos mañana primita.
—Sí, seguro que estás exhausta.
Beth volvió una cara de fastidio y se introdujo a su habitación, dejando
al bebé en su cuna y metiéndose de nuevo junto a su esposo.
—¿A dónde fuiste? —la abrazó.
—Fui por Albert, no quiero que se vuelva a quedar lejos de nosotros
—se acomodó en la cama.
—¿Sigues sospechando que alguien lo enfermó? —dijo sin más,
acurrucándose contra ella.
—No quiero más accidentes.
—Está bien, se hará como tú quieras.
—Últimamente todo es como yo quiero.
Raimond sonrió y la apretó contra sí.
—Sí, supongo que sí.
Beth sonrió, no le molestaba para nada tener a su marido intentando
complacerla en todo lo que ella quería, había encontrado bastante ventajoso
el juego que su prima había marcado para ella, sobre todo porque parecía
funcionar.
●▬▬▬▬▬▬۞▬▬▬▬▬▬●
En un salón alejado de todas las habitaciones residenciales, dos
personas se paseaban frente al fuego, aún enfundados en sus elegantes trajes
de la velada a la que habían asistido.
—Parece que no funciona tu plan, querida Marilla.
—No me vengas con estupideces y ponte a pensar —dijo enojada,
moviéndose por el lugar—. Parece que ella lo tiene idiotizado, hace todo lo
que quiere.
—Creo recordar que en algún momento era así contigo.
—Si tan sólo esa mocosa no se hubiese embarazado, él seguiría a mi
lado y me costaría menos que nada sacarla de camino.
—Pero tienen un hijo y él los adora —dijo la otra persona con una
sonrisa—. Creo que debemos deshacernos del mocoso.
—Ella nunca se separa de él, creo que sospecha que será el blanco de
cualquiera si se quieren deshacer de ella.
—Creo que la princesa lo hará más por cuidar a su hijo que por
resguardar su posición como princesa.
—No le des alas de ángel, esa mocosa me lo dijo en la cara, dijo que
jamás me dejará ser otra cosa además de la amante repudiada por todos y
opacada por ella por siempre.
—Bueno, debemos admitir que lo ha conseguido —Marilla regresó
una mirada furiosa—. Está bien, ¿Qué me dices de tu otro plan? ¿Lo
pondrás en marcha?
—Tengo en marcha todos los planes —dijo Marilla—, la cosa es, que
Raimond no me hace caso, ni siquiera me voltea a ver.
—Esa es tu única tarea y la haces mal, no me sorprende que se le
hiciera fácil olvidarte —dijo—. No sé cómo lo harás, Marilla, pero tienes
que metértele por los ojos, es más, ni siquiera necesitas que él te haga caso,
simplemente provoca una situación tan comprometedora que la princesa no
pueda soportarlo.
—¿Qué hay si se lo aguanta? Querrá salvaguardar el lugar de su hijo
en el trono, no se irá, esa perra no se irá.
—Bueno, si el hijo desaparece, entonces, ella no tendrá más ataduras
aquí.
—Debemos actuar rápido entonces —dijo Marilla—, porque si esos
dos siguen teniendo sexo, seguro que vuelve a concebir.
—Si es que no lo ha hecho ya.
—¡Maldición!
—Creo que deberías ponerte de acuerdo con la reina —aconsejó—.
Hasta ahora te mandó llamar para molestar a la princesa, pero jamás
hablaste con ella, quizá un dialogo les haga darse cuenta que están del
mismo lado y la única enemiga, es Beth Aigrefeuille.
—La reina me detesta, siempre me ha detestado.
—Creo, querida, que no te detestará más de lo que detesta a la actual
princesa, esa maldita reina te ayudará y el príncipe volverá a ser tuyo como
lo quieres.
—Yo… hablaré con ella.
●▬▬▬▬▬▬۞▬▬▬▬▬▬●
Beth despertó gracias a los besos que esparcían por su cuerpo, ella se
removió y notó que la bata que se había colocado para ir a recoger a Albert
estaba abierta y su marido se divertía en colocar sus suaves labios sobre la
piel blanca y expuesta.
—Es temprano —sonrió ella, pasando sus dedos por el cabello rubio
de su marido y obteniendo su azulada mirada.
—Buenos días, mi amor —se elevó hasta besarla—. Me parece
sorprendente lo mucho que tardaste en despertar.
—Supongo que estaba complacida —se removió debajo de él con una
sonrisa—. ¿Qué hacías?
—He llevado a Albert con su nana, así tendremos tiempo para estar
solos —la besó de nuevo, recostándose suavemente sobre ella.
—¿Quieres repetir lo de ayer?
—Por muy placentero que fuera tenerte sobre mí, esta vez quiero esta
posición, la de siempre, en la que puedo ver tu rostro en todo momento
mientras te hago el amor.
—Raimond… —se avergonzó.
—Te amo, Beth —le besó la mejilla—, no sabes cuánto y no sé cómo
te has logrado meter en mi cabeza y corazón, pero me tienes completamente
dominado, a tus pies.
—No digas tonterías.
—No lo son —la besó profundamente, con sentimiento y devoción que
ella sintió y adormeció sus sentidos.
Beth sentía que era fácil acoplarse a su deseo, puesto que ella parecía
seguirle, quizá hubiese reprimido por demasiado tiempo esa parte de ella y
ahora sólo salía a la luz, pero de una forma completamente descontrolada
que la hacía gritar, retorcerse y extasiarse, parecía que no habría fin en
medio del placer que sentían el uno por el otro.
Raimond sentía las manos de su esposa, encajándose en su espalda,
como cada vez que le era imposible dominar su propio placer, gritaba su
nombre con fuerza o, a veces, simplemente gritaba, incapaz de articular
cualquier otra cosa.
—¿Sus altezas? —tocaron a la puerta.
—No te detengas —suspiró Beth—, no ahora.
—Sshh, no hagas ruido, es temprano —la besó—, podemos fingir estar
dormidos.
—No creo que me sea posible —se retorció.
—Mi amor —le tapó la boca—, por favor, nos descubrirán.
Ella cerró los ojos y trató de hacer lo que le pedía, mordió su labio lo
más que pudo y lo miró a los ojos cuando sintió que se detuvo y miraba
hacia la puerta.
—¿Mi señor? ¿Princesa Beth?
—Raimond… —susurró la joven, suplicándole.
El príncipe bajó la cabeza y la besó, continuando con sus movimientos
pese a la insistencia de la puerta que, gracias a todo lo bueno, Raimond
había bloqueado antes de comenzar a amar a su esposa, estaba casi seguro
de que sabían lo que pasaba en el interior y no tenía idea si en esos
momentos Beth supiera quien estaba en la puerta; la notaba bastante perdida
en el placer, ni siquiera él estaba totalmente seguro, pero seguro la
molestaría cuando dejara de gritar.
Beth dio un sonido de liberación y se arqueó gustosa hacia él,
sonriendo y aceptando ser besada mientras la seguían en el placer. La joven
cerró los ojos y trató de controlar su respiración agitada.
—Ha sido más excitante haciéndolo con alguien en la puerta —dijo
juguetona, acariciándole el cabello mientras él permanecía recostado en su
pecho—. ¿Crees que le digan a tu madre?
Raimond se levantó y la miró burlesco.
—Me sorprende que puedas hablar.
—¿Soy ruidosa?
—Mi amor, eso te queda corto —le besó los labios y se separó de ella,
sentándose en la cama—. Seguro que, si nos han venido a buscar temprano,
es porque algo ha pasado.
—¿Quién era? —Beth se sentó y cubrió sus pechos.
—No tengo ni idea, pero si lo descubres, me dirás en seguida para ir a
matarle.
—¿Crees que debo acompañarte?
—No, ¿quieres descansar un momento más?
—Sí —le acarició la mejilla—, me encuentro exhausta.
—Bien, mi amor, mandaré a alguien para que te atienda.
—Si me pidieras un baño, serías un ángel.
—Está bien, señora, lo que digas.
Ella se recostó en la almohada y se cubrió con las sábanas, adormecida
después de aquel encuentro amoroso, ella debía descansar, no estaba
acostumbrada a tales desenfrenos. Sin embargo, no pudo hacerlo mientras
oía a su marido bañándose, después lo observó con detenimiento mientras
se cambiaba y le sonrió cuando se acercó a la cama.
—¿Te complació lo que viste?
—No está mal.
—¿Te he dicho que me fascinas?
—Nunca en la vida.
—Pues lo haces —le acarició la mejilla—. ¿Quieres que te traigan a
Albert?
—Seguro que tiene hambre —asintió.
—Te amo —la besó con detenimiento—, descansa, espero que me
alcances en el desayuno.
Ella sonrió complacida y cerró los ojos para seguir durmiendo en lo
que su bebé despertaba y le era traído a la cama. Pasó todavía otra media
hora antes de que escuchara el abrir de la puerta y el quejar del bebé que
venía acompañando las pisadas de la doncella.
—Mi señora —susurró la mujer—. El príncipe clama por usted.
—Oh, Delaila, gracias —Beth se sentó, colocó una bata sobre sus
hombros y acomodó al bebé para darle de comer—. ¿El príncipe Raimond
está desayunando ya?
—No, mi señora, sigue estando a tiempo.
—Bien, coloca una tina para mí y saca un vestido adecuado.
La doncella desapareció hacia el cuarto de baño, dejando a Beth sola
con al bebé, le alegraba que su hijo fuera tan tranquilo; simplemente era
cuestión de darle de comer, sacarle el aire y el niño se volvía a quedar
dormido, incluso se quedaba dormido antes de que acabara todo el proceso.
La madre le estaba colocando las ropitas nuevamente, cuando de
pronto la puerta se volvió a abrir, pero ella no hizo por volverse, pensó que
sería alguna de sus doncellas.
—¿Te atreves a llamarme a mí una cualquiera cuando tú parecías una
perra en celo hace unos momentos?
—No sé de qué hablas Marilla, pero sal de mi habitación.
—Crees que lo tienes controlado, ¿no? Qué ahora en verdad te ama a
ti… estás equivocada.
—No me interesa saberlo.
—¿Entonces estás con él por el simple placer sexual?
—No es de tu incumbencia.
Marilla parecía fuera de sí, no le había sido placentero escucharlos esa
mañana y no podía creer que Raimond le dijera que la amaba, ¿cómo podía
decirle que la amaba? Era una mentira, él la amaba a ella, siempre la amó y
ninguna mocosa le quitaría todo lo que ese príncipe podía brindarle.
—Te haré la persona más infeliz si sigues metiéndote en mi camino —
amenazó—. ¿Pensaste en suicidarte en el pasado? No será nada comparado
con lo que sentirás ahora.
—Aléjate de mí, Marilla, no quise suicidarme y mucho menos lo haré
ahora —abrazó al niño en sus brazos—, si no sales de aquí ahora, gritaré
para que te saquen.
—Soy una invitada de la reina.
—Soy la esposa del próximo rey, madre de su heredero.
—Eso dices tú.
—Si él no duda de mí, no veo por qué hacerte caso a ti.
—Te estás metiendo con gente peligrosa, Beth, no sólo hablo de mí,
sino de más arriba.
—Si te refieres a la reina, soy consciente de ello.
Marilla entrecerró los ojos y negó.
—Se nota que eres una mocosa.
—Quizá, pero esta mocosa ha llegado a ser mucho más que tú en muy
poco tiempo, incluso logré quitarte a Raimond, eso ha de doler.
—No cantes victoria.
—Mientras la tenga, la cantaré.
En ese momento, llegó Raimond, quien había sido traído por la
doncella de Beth que, asustada por la disputa, había salido corriendo a su
encuentro para evitar desgracias.
—¿Qué haces aquí, Marilla?
—Nada, quería ver cómo había amanecido la princesa.
—No quiero que vuelvas a venir aquí —advirtió, abrazando a su
esposa e hijo—, no quiero escuchar que los incomodas de esta manera
nuevamente.
Beth sonrió con suficiencia hacia una iracunda Marilla, quien parecía
enrojecer un poco más mientras la veía burlarse de ella entre los brazos de
Raimond.
—Disculpe, su alteza, no quería ocasionar problemas.
—No es lo que parece.
—Me retiro entonces.
Marilla dio una inclinación hacia la pareja y salió de ahí hecha una
furia total. Beth se separó de los brazos de su marido y dejó salir un suspiro
cansado, incluso dejado salir algunas lágrimas.
—No te avergüences, lamento que viniera.
—Ella me dijo… —negó—. ¡Dios! Es terrible tener que soportar a tu
amante debido a que tu madre me obliga, lo hace a posta, lo sé.
Él también lo pensaba, sabía que era una forma en la que su madre se
estaría vengando de la popularidad de su esposa.
—Trataré de solucionarlo.
—¿Cómo? —se limpió una lágrima que logró escaparse de sus ojos—.
No puedes ir contra tu madre en esto, el teniente es necesario, sé que ha
habido más ataques hacia los nobles.
Raimond suspiró.
—¿Quién te lo dijo?
—Me ha informado Rudolf.
—Lo solucionaré, de una forma u otra te quitaré esto de encima.
—¿De verdad? —lo miró ilusionada.
—Te lo prometo —le limpió las mejillas—. No llores, mi amor.
Beth sonrió hacia él y esperó tranquila a que él tuviera que salir de
nuevo para atender los deberes que seguro dejó a la mitad.
—Te has vuelto buena en esto, primita.
—Práctica —se limpió las lágrimas, sin pizca de sentimiento.
—Pero qué maquiavélica y calculadora eres.
—Sólo lo necesario —sonrió Beth—. Tampoco es como si lo hubiese
planeado, ella apareció y mi doncella actuó por su cuenta.
—Eso se debe a que todos te aman, Beth, no lo harían por cualquiera,
mira que ir a interrumpir a un príncipe…
—Sí, supongo que de algo me ha servido ser buena persona.
—¿Qué harás ahora?
—Al parecer… todo lo que yo quiera —sonrió.
Capítulo 19
Beth caminaba en el enorme patio interior del castillo Hohenzollern,
los altos toldos blancos con hermosos cortinales del mismo color, volaban
con el viento aún fresco de la salida del invierno, las gotas del rocío y la
pasada nieve habían dejado secos los caminos y abrían paso a la famosa
tardeada de la familia, dónde varios e importantes personalidades de
Wurtemberg se citarían y quedarían por unos días en el hermoso y enorme
castillo.
La princesa había mandado traer flores hermosas que decoraba cada
esquina, mesa y florero del lugar; había luces que se encenderían cuando la
luz solar los abandonara, la pista de baile estaba siendo acomodada a unos
pasos de las mesas y la orquesta estaba acomodándose y dando los primeros
toques a los instrumentos, buscando afinarse.
Los camareros parecían ocupados, corriendo de un lado a otro,
acomodando la vajilla en las alargadas mesas que darían testimonio de la
fiesta que se daría en honor del rey en su cumpleaños. Beth había sido la
organizadora de la festividad y quiso hacer que todo fuese sumamente
perfecto.
—¿Tiene los fuegos artificiales?
—Sí, mi señora.
—¡Allá! Suban más esas luces —ordenó—, qué esas flores rodeen la
pista, quiero la otra vajilla, la que tiene blanco con negro.
Los empleados hacían caso a lo que su princesa les ordenaba, todos
querían complacerla más que a nadie en ese castillo, amaban a su princesa y
harían todo porque fuese feliz.
—Beth —se acercó Kayla con una carta en manos—. ¡Beth! ¡Tú
madre vendrá! ¡Tu madre estará aquí!
—¿Qué? —la joven se acercó y tomó la nota que su prima había
abierto sin darle importancia que estuviese dirigido hacia ella—. ¡Madre
vendrá!
—Pero ¿qué harás?
—¿De qué hablas?
—Bueno, ya sabes, ¿Le dirás la verdad?
—¡Por supuesto que no! —negó la joven—. Ella tiene que creer que
todo es perfecto.
—¿Por qué mentirle a tu propia madre?
—Porque no la conoces, ella no me entenderá.
—Claro que lo hará.
—No, Kayla, mi madre piensa diferente, muy diferente a mí —suspiró
—. Parece que padre vendrá también.
—Eso es genial, el tío Asher es genial.
—Sí —sonrió—, no recordaba lo mucho que los extrañaba.
—Bueno, tienes que estar perfecta para esta noche, porque es tu noche
—elevó las cejas con una sonrisa.
—En realidad, es la noche del rey.
—Bah, ese viejo, a nadie le importa, todos vienen aquí para verte a ti y
nadie más que a ti.
—Quizá.
—Supongo que tienes seleccionado el vestido perfecto.
—Mi madre es la mejor diseñadora y se esfuerza aún más cuando se
trata de su propia hija.
—¡Ya me imagino el espectáculo que darás! —dijo alegre—. ¡Con
esos enormes pechos que tienes, seguro se desmaya tu marido!
—¿Crees que tengo el pecho enorme? —dijo asustada, mirándose a sí
misma.
—Es un decir, cariño, estás alimentando a un bebé, no se puede esperar
menos de ello.
Beth rodó los ojos y miró su alrededor, parecía ser que todo estaba
resultando ser perfecto.
—Creo que sería buena idea que nos comenzáramos a arreglar.
—No tan rápido, el príncipe encantador viene hacia acá.
La mujer miró a Raimond, quien caminaba con decisión hacia ellas, la
tomó de la cintura y le plantó un beso.
—¿Cómo va todo?
—Bien, creo que he terminado.
—Es espectacular, Beth.
—¿Qué crees principito? —sonrió Kayla—. Se avecinan todos tus
problemas.
—No te entiendo —Raimond miró seriamente a su prima—. Habla
claro Kayla.
—Bueno, mis tíos vienen a por tu cabeza.
—¿Tus padres? —Raimond miró a su mujer—. No sabía que venían,
¿te han mandado avisar?
—Me llegó carta justo ahora —se la enseñó—, por supuesto que
estaban invitados, pero no me contestó, demos gracias a Dios que conozco a
mi madre lo suficiente como para saber que vendría sin avisar, a ella le
gusta esa clase de impacto.
—Bueno parejita, será mejor que yo me vaya a cambiar, los veo en la
fiesta… esto se va a descontrolar.
—¡No hagas locuras Kayla! —pidió Beth.
—Sí, sí, lo que digas.
Beth rodó los ojos y esperó lo peor, seguro que Kayla no se quedaba
tranquila en una velada, sería cuestión de esperar.
—¿Vamos? —pidió su marido.
—Claro, ¿has estado con Albert?
—Sí, lo acabo de dejar —la miró—. ¿Piensas bajarlo?
—Quizá un rato —asintió—, a tu padre le gustará verle.
Raimond no dijo nada más y caminó detrás de ella mientras seguía
dando órdenes a quien se encontrara. En un momento determinado, ella
caminó lejos de él, hablando con un hombre que le apuntaba una estructura,
Raimond la esperó en su lugar y se perdió en sus pensamientos; seguro que
la madre de Beth vendría con la espada desenvainada, no creía que su
esposa le hubiese contado algo de lo sucedido, pero quizá la madre lo
descubriera sola, sobre todo porque Marilla se había puesto más insistente
con él.
—Hola, su alteza, ¿por qué tan perdido?
—Me alegra que esté aquí —la miró, entendiendo que ella sonreía sin
entender sus palabras—. No quiero que hagas tonterías esta noche,
¿entendido?
—¿Por eso te alegra que esté aquí?
—Sí, para poder decírtelo.
—¿Por qué no puedo hacer tonterías esta noche? —se cruzó de brazos
—. ¿Qué se supone que va a pasar? Es sólo la fiesta de tu padre, no es nada
nuevo.
—Sólo aléjate de Beth, de mí y de cualquier persona que tenga que ver
con nosotros.
—Vaya, vaya. Así que Giorgiana y Asher vendrán —Raimond apretó
la mandíbula—. Seguro será interesante ver la reacción de esos dos cuando
se enteren que hiciste la vida miserable de su hija por tomarme como
amante.
—No te atrevas.
—¿Por tenerte de regreso? Haría cualquier cosa, cariño.
—Estás enloqueciendo.
—Puede ser, pero no es justo lo que has hecho conmigo.
—¿En qué parte jugué contigo? Hablé claro todo el tiempo.
—Sí, pero no me parece que puedes deshacerte de mí cuando ya no te
soy conveniente.
—Harías lo mismo si acaso encontraras algo mejor.
—¿Crees que estaba contigo por conveniencia?
—Ambos estábamos sacando algo de esa relación.
—Sí, parece que yo perdí.
Raimond cerró los ojos y miró hacia su esposa, quien seguía pidiendo
que subieran más un conjunto de flores.
—No, tú estás casada, tienes una buena posición y…
—Y no tengo a un príncipe en mi cama.
—¡Basta!
—Es lo que yo digo —dijo Marilla—. ¡Basta!
Beth entonces se acercó a ambos y se abrazó al cuerpo de su marido,
sonriendo hacia Marilla y, después, mirando a su esposo para comenzar a
hablar.
—Creo que necesitan que degustemos la comida, ¿me acompañarías?
—pidió dulcemente.
—Por supuesto —le pasó una mano por la cintura—. Recuerda lo que
te he dicho, Marilla.
La mujer los miraba seriamente, se inclinó ante la feliz apariencia de
Beth y se dispuso a seguir con su camino. La princesa quitó su sonrisa en
cuanto ella desapareció y miró a Raimond con molestia y reproche.
—Mis padres vendrán hoy, si no quiere que se haga un escándalo,
mantenga las conversaciones con su amante al límite.
—Eh, Beth —la tomó de la cintura, pegándola a él—, estaba
advirtiéndola, quería que nos dejara en paz.
—Claro.
—Falta poco para que se vayan —le tocó la mejilla—, lo he hablado
con mi padre y está de acuerdo, se irán.
Beth miró hacia otro lado y asintió, tratando de no molestarse
demasiado por ello, debía encontrar la forma en la que sus padres no se
dieran cuenta de la situación, sobre todo su madre, quien seguro estaría
vigilando todo con ojos de halcón.
—Será mejor que nos vayamos a la habitación, no tardarán en
comenzar a llegar los invitados.
—Beth —la tomó de la mano—. Estaremos bien, tus padres se irán
tranquilos de aquí.
—Al menos eso espero, no quiero tener a mi madre sobre de mí.
—Te lo prometo, mi amor, ellos se darán cuanta que te amo.
La princesa asintió levemente y lo miró, pasando su mano por entre su
brazo y se dejó escoltar por él hacia sus habitaciones, revisando los últimos
detalles mientras se marchaba.
Pasada media hora, Beth estaba sentada frente a su tocador, siendo
peinada por una de sus doncellas mientras otra vestía al pequeño Albert
para la ocasión, Raimond había ido a su propia habitación para arreglarse,
pero para ese momento, él ya estaba listo y esperándola, sentado en un sofá
mientras bebía una copa de vino.
—Princesa, luce usted preciosa como siempre —dijo la doncella,
acomodando la tiara de diamantes sobre la caballera rubia rojiza de la joven
mujer.
La princesa agradeció con una dulce sonrisa y se puso en pie,
acomodando la falda del vestido y las mangas sobre sus hombros. Dio una
vuelta sobre sí misma, enredándose un poco con el largo de la cauda del
vestido color champaña que traía puesto, realzando sus ojos y su cabello
que había sido bellamente trenzado y enredado en un elaborado peinado que
ella no sabía cómo desharía.
—Luces preciosa, mi amor —dijo Raimond, quién tenía a Albert en
brazos, entreteniéndolo mientras su madre estaba lista.
—Gracias —sonrió, estirando los brazos a su bebé—. ¿Vamos?
—Sí —él se lo entregó—, vamos.
La pareja bajó siendo el centro de atención de las personalidades
invitadas, quienes rondaban por el palacio, algunos viéndolo por primera
vez y otros simplemente vagando antes de salir al patio principal del catillo,
donde se celebraría el cumpleaños del rey.
Los príncipes eran continuamente detenidos, ya fuera para alabar a la
princesa, saludarlos, hablar de asuntos importantes o ver al bebé real, al
heredero del reino de Wurtemberg. Beth parecía tranquila junto a su marido
y fascinada al tener a su hijo en brazos, pero cuando vio a sus padres a lo
lejos, la joven no pudo evitar dar el niño a su padre y casi correr hacia ellos.
—¡Mamá! —sonrió—. ¡Papá!
—Oh, cariño —Giorgiana la abrazó con fuerza—. ¡Me haces tanta
falta en casa!
—¿Cómo ha ido princesa? —sonrió su padre.
—Me alegra que estén aquí —miró a su alrededor—. ¿Les gusta? Lo
he preparado todo yo misma.
—Me siento orgullosa de tu sentido de la decoración, es bellísimo —
asintió Giorgiana.
—¿Dónde está tu marido?
—Oh —ella rebuscó entre la gente—, prácticamente lo he
abandonado, incluso creo que aventé a Albert a sus brazos.
—Ah, sí —Giorgiana se cruzó de brazos—, el bebé de mi hija que no
sabía que tenía hasta hace poco.
—Madre…
—Debería darte vergüenza, Beth, hubiera venido al parto.
—Lo sé, pero tú no puedes descuidar las tiendas y papá nunca tiene
tiempo libre.
—No pongas excusas huecas —sentenció Giorgiana—. Bien, al menos
me gustaría verlo.
—¡Claro! —la joven dio vuelta para ir tras su esposo, descubriendo
que este se había acercado por propia voluntad y le tendió al niño en cuanto
la tuvo cerca.
—Es un gusto verlos de nuevo —Raimond tendió la mano a Asher y
besó la de Giorgiana, quién se resistió un poco, pero, ante la mirada de su
esposo, aceptó ese saludo.
—Es un gusto, claro, aunque en usted debió caber la razón y mandar
avisarnos del hijo de nuestra hija —dijo la diseñadora.
—Lo lamento —se inclinó—, no tengo justificación por ello.
—Él no sabía que no les mandé avisar —encubrió Beth—, estaba feliz
de que su hijo naciera, no se pudo preocupar por nada más.
—Bueno, en eso tiene razón Beth, cariño, cuando un niño nace, el
hombre no sabe qué demonios sentir o pensar —le tocó el hombro a
Raimond—. Vamos muchacho, necesito una copa.
El príncipe sonrió hacia su suegro y acarició la mejilla de Beth antes
de marcharse de ahí, dejando a su mujer y a su madre a solas.
—Se ve enamorado —dijo Giorgiana, tomado al bebé de su hija y
meciéndolo tranquilamente—, en la boda estaba más que vacilante, sentía
una amarga sensación dentro de mí, pero parece que me he equivocado.
—¿Sentiste que algo saldría mal en mi boda?
—¿Algo? ¡Todo! —negó Giorgiana—. Jamás entenderé por qué
tomaste tantas prisas para casarte, pero no podía oponerme a tu decisión,
eres una adulta y ahora hasta tienes un hijo.
Beth pensó que, si su madre le hubiese expuesto sus temores, ella
quizá no se hubiese casado… aunque quizá lo hubiera hecho de todas
formas, pero probablemente habría sido más atenta y con más armas para
afrontar lo que vendría después.
—Madre… ¿estás enojada conmigo?
—Claro que no, cariño —la miró con dulzura—, todos hacemos lo que
mejor creemos con nuestras vidas, yo misma me equivoqué bastante en mi
juventud, pero las experiencias que viví nadie me las quitará jamás, aprendí
bastante en esos errores.
—¿No te arrepientes de nada?
—No, creo que no, aunque si hubiese perdido a tu padre para
siempre… quizá de eso sí me arrepentiría toda la vida.
—Fue suerte que pudieras encontrarte con él y que ambos estuvieran
disponibles después de tantos años.
—Creo que más que suerte, era el destino, ambos estábamos marcados
para estar juntos y, eventualmente, nos encontramos.
—Eso es demasiado romántico para ti, madre.
—Mi historia de amor es la más romántica, Beth, no me avergüenzo
por ello —sonrió—. Además, tu padre es un hombre extraordinario, lo
buscaría hasta el fin del mundo.
Beth bajó la cabeza.
—¿Papá es tan perfecto?
—No diría que es perfecto —ladeó la cabeza, buscando los ojos de su
hija—, pero es mi complemento perfecto.
—¿Dices que está hecho para ti?
—Sí, de alguna forma así es.
Beth se quedó pensativa, haciendo que su madre frunciera el ceño y se
acercara más a ella.
—¿Tienes problemas con el principito?
—¡No! —se sorprendió—. No, nada de eso, es que… comprendo muy
poco del amor.
—Oh, cariño, el amor no debe ser comprendido.
—Pero…
—Sólo disfrútalo, si en verdad estás tan confundida respecto a ello,
quizá sea porque lo estás experimentando, en realidad, cuando te cásate te
veía más… ilusionada, hecha a una idea que habías soñado, pero ahora en
verdad pareces enamorada de él.
—¡No es eso!
—Es algo bueno, mi amor, no te exaltes.
—Claro, lo sé, es sólo que… aun me cuesta trabajo aceptarlo.
—Tenías que ser hija mía —rodó los ojos—. Y este bebé sin dudas es
hijo de su padre, ¿verdad, corazón? Sí, eres igual a él.
Beth sonrió hacia su madre y miró al bebé que parecía más que
interesado en los pendientes que colgaban de los oídos de su abuela.
—Princesa, ¿me permitiría unos momentos? —Rudolf le tocó la
espalda con sutileza—. Señora Giorgiana Charpentier, es todo un honor
tenerla en Wurtemberg.
—Oh, gracias, el placer es mío —sonrió—. ¿Quién eres?
—Soy primo del príncipe, Rudolf Lambsdorff, trabajo con su hija en
varios proyectos, uno relacionado con el arte, espero que pueda participar
en ello si es de su gusto.
—Claro, hablaré con Beth sobre ello.
Rudolf se llevó a la princesa lejos de la algarabía del lugar, tuvo que
esperar pacientemente a que ella dejara de ser detenida para que alguien la
saludara, le preguntara algo o la alabara, pero al final, habían logrado
alejarse lo suficiente y estaban en soledad.
—¿Qué sucede Rudolf? —sonrió la joven con impaciencia—. ¿Qué es
tan importante?
—Parece que tengo todos los puestos llenos para la semana del arte —
dijo alegre—. Los artistas han aceptado y están más que encantados con la
idea.
—¡Eso es increíble! —lo abrazó con alegría—. Ahora sólo hay que
planificar la distribución, estoy pensando que al último cerremos con una
velada y demos premios a los gremios.
—Me parece una buena idea.
—Sí, porque todas las artesanías estarán a la venta, pensé que podemos
hacer una subasta con lo que falta de venderse.
—Beth…
—¡Y los músicos ganen el premio a la mejor composición!
—Me parece, pero…
—Creo que podría hablar con Raimond sobre los premios, supongo
que estará de acuerdo, a él le encanta el arte.
—¡Beth! —ella frunció el ceño cuando él la tomó por los hombros con
gentileza—. Escúchame palomilla, no dejas de hablar.
—Lo siento, me emocioné.
—Sí, puedo notarlo —la movió un poco con las manos—, vale, esto es
algo para estar contentos.
—¡Lo es en verdad! —saltó de emoción—. Entonces, creo que
debemos mandar invitaciones, ¡uh! Creo que deberíamos ir al pueblo y ver
a los mejores, sólo calificarán los mejores y…
Beth de pronto elevó las cejas y abrió los ojos con impresión al sentir
los labios de Rudolf sobre los de ella, se sentía extraño y reaccionó
considerablemente rápido cuando lo alejó de ella. Estaba por demás decir
que nunca le habían robado un beso, al menos no alguien que no fuera su
propio marido.
—¿Qué estás haciendo?
—Perdóname, Beth, no lo pensé, soy un idiota…
—¡Maldita sea Rudolf! —gritó de pronto la voz de Raimond—. Te
mataré, esta vez te mataré.
—¡Raimond! —gritó la joven, poniéndose en el camino de su marido
—. Ha sido un malentendido.
—¿¡Un malentendido!? —gritó y apuntó al hombre—. ¡Besaste a mi
mujer! ¡Maldición! ¿Tienes que querer todo lo que tengo?
—No sé por qué lo hice, Raimond, te juro que no lo hice adrede.
—¡No mientas! —se acercó, pero Beth colocó una mano en su pecho y
se lo impidió, mostrándose determinada ante él—. Beth, quítate de en
medio.
—No —ella miró hacia Rudolf y ordenó—: fuera de aquí.
El hombre se adelantó unos pasos, retando a Raimond, lo cual sólo
hizo que Beth se sintiera aplastada justo en medio de esos dos grandes
cuerpos, la chica rodó los ojos y los empujó a la vez. No era que los
moviera demasiado, pero al menos servía de distracción.
—Bien, basta ya, Rudolf, piérdete en la fiesta —lo apuntó—. Y
Raimond, vamos, hablemos.
—Espero que entiendas lo que sucederá —amenazó Raimond.
—¿Me retarás? —sonrió el primo.
—¡No! —ella miró de uno a otro—. Nadie hará ninguna estupidez,
Rudolf, te dije que te largaras de aquí.
El hombre miró con una sonrisa a su primo enfurecido y se fue,
dejando a la pareja en medio de aquel salón.
—¡Qué hacías aquí!
—Quería discutir algo conmigo —dijo tranquila.
—¡¿Discutir algo?! —gritó furioso—. ¡Quería acostarse contigo!
¡Maldición! ¡Eso era lo que buscaba!
—Y si así fuera, ¿qué? —le dijo enojada—. ¿Creerías que aceptaría?
¿Piensas eso de mí?
—No se necesita consentimiento para algunos hombres.
—Dudo que quisiera violarme, su alteza.
—Buscaba tu aprobación —la miró enojado—. Lo mataré.
—No, no lo harás.
—¿De qué demonios hablas? ¿Planeas que lo deje pasar? —la miró
lleno de ira—. ¡Eres mi mujer!
—Y se supone que tú eres mi marido, ¿o no?
—¿Qué se supone que quieres que responda? Claro que lo soy.
—Entonces, yo también debo matar a Marilla, ¿cierto? Porque ella se
acostó contigo y has manchado mi honor.
—¡No vengas otra vez con eso!
—Te invito a que seas racional entonces.
—¿Racional? —se acercó a ella—. ¿Cómo quieres que lo sea cuando
lo vi? Provocó que lo viera.
—Nada más pasó, está confundido.
—¡Confundido! ¡Claro, seguro que es eso! ¿Tú crees que no sentí
ganas de matarme cuando lo vi tomando tus labios? —pasó sus dedos
suavemente por los labios de Beth, abriéndolos un poco y enfureciendo de
nuevo—. ¡Maldita sea! ¡Son míos!
—¿Estás enojado, Raimond? —preguntó tranquila.
—¿Hace falta que me lo preguntes?
—¿Te sientes herido? ¿Traicionado? ¿Estúpido?
La miró seriamente por unos segundos.
—¿A dónde se supone que quieres llegar?
—Así me siento yo, pero multiplicado por un millón; tú me has visto
besando a otro hombre, pero yo sé muy bien que eso no era lo más lejos que
tú llegabas.
—¿Intentas salvarle la vida? —dijo furioso—. ¿Eso es lo que quieres?
¿Le amas?
—No digas tonterías.
Beth estaba increíblemente tranquila, era como si nada pudiera
perturbarla, incluso se tomaba bastante bien que su marido estuviera
gritando y caminando como una bestia enjaulada.
—¿Entonces qué, Beth? —le tomó los brazos y la levantó un poco—.
¿Qué esperas que haga?
—Que te tragues el coraje, la frustración y el odio y sigas tu vida como
si nada pasara —elevó una ceja—. Eso es lo que yo hago.
—¡Maldición! —cerró los ojos frustrado—. ¡No puedo hacerlo! Te
amo, no puedo dejarlo pasar.
—Si puedes —lo apuntó—. Claro que se puede.
Capítulo 20
La pareja se miró por un largo momento, Raimond parecía no poder
controlarse, mantenía las manos hechas puño y la mandíbula apretada
fuertemente, seguro que su interior estaría siendo una revolución de
emociones, pero trataba controlarse.
—¿Te estás vengando de mí?
—No lo planee, si es lo que piensas.
La respiración del hombre estaba descontrolada.
—Pides que no lo mate.
—Es mi compañero de trabajo, sería terrible tener que encontrar a otro,
además, es tu primo y le tengo aprecio.
—Está enamorado de ti.
—Está confundido, hemos pasado demasiado tiempo juntos.
—¿Y quieres que me quede tranquilo con esa explicación?
—No veo por qué no, es confianza, ¿cierto? ¿Acaso no me la tienes?
—elevó ambas cejas, mirándolo caminar a su alrededor.
—Los hombres son diferentes a las mujeres… atacaríamos si es
necesario —dijo amenazador—. Él podría reaccionar peor.
—Sé cuidarme sola.
—¡No quiero que tengas que cuidarte!
—¿Entonces qué, Raimond? ¿Te pelearás con cada hombre que guste
de mí? No digas tonterías, mientras la mujer no quiera traicionar, no tienes
ningún problema —el hombre apretó los dientes y se volvió hacia otro lado.
Beth se sorprendió al comprender—. Piensas que lo haría… estás furioso
porque sientes que, si Rudolf se me insinuara, me acostaría con él…
—Tú no me amas, eso lo sé bien —dijo frustrado—. Pero no puedo
siquiera pensar en… simplemente no lo permitiré.
—¿Matarás a tu propio primo?
—Mataría al mismo Alan si lo intentara.
—Al notar que eres completamente irracional, te digo y te repito,
jamás haré nada para ensuciar mi nombre o el de mi hijo, así que, puede
sentirse tranquilo de pensar que lo traicionaría.
Raimond se acercó y la acarició tiernamente en el hombro, bajando la
mano hasta su cintura y acercándola dulcemente hasta él; inclinó su cabeza
para rozar la mejilla suave con su nariz y besó la misma zona después. El
olor que de ella irradiaba era una combinación perfecta entre su aroma
personal y el del bebé, sintió un retorcijón agradable al sentir la mano de
ella subir hasta su mejilla y rozarle con su pulgar los labios, como si lo
preparara para besar.
—Beth… ¿qué demonios me has hecho?
—Nada, su alteza.
—¿Lo haces a posta? ¿Sabes lo que haces en mí?
Claro que lo sabía, pero no se lo diría, así que sonrió.
—Sólo sé que soy su esposa.
—Lo eres, eres mi esposa —la abrazó con fuerza y enterró sus labios
en los de ella, desabrochándole el vestido.
—Raimond… —dijo apurada—. En verdad has perdido el juicio.
—Sí, te doy la razón.
—No podemos hacerlo aquí, no ahora.
—Sí, lo haremos.
—Raimond, es la fiesta de tu padre, de la cual estoy a cargo.
—Nadie te extrañará por unos momentos, están entretenidos en la
comida y bebidas.
—No me quites el vestido, no me desabroches.
—¿Segura?
—Sí —rodó los ojos—, será increíblemente difícil acomodarlo.
Raimond adoraba la forma en la que ella le daba órdenes en cuanto a
hacer el amor se trataba, quizá Beth no se percatara, pero solía ser bastante
controladora en el acto amatorio y él solía hacerle caso en lo que le pedía.
Así que cumplió, la llevó hasta el tapete más cercano y no desabrochó
el ajustado vestido, simplemente levantó las faldas y le hizo el amor de esa
forma, descontrolada, pasional y presurosa; ambos parecían ser víctimas de
sus propios deseos, les agradaba intimar, quizá más de lo que era
socialmente aceptado, pero en esos momentos en los que la razón se iba, a
ninguno le parecía desafortunado el deseo del otro.
—Te amo —la besó y le tomó la cara, haciendo que lo mirara a los
ojos—. No quiero que vuelvas a quedarte sola con Rudolf.
—Me parece imposible —dijo con voz sedosa, aún presa del goce—.
Trabajamos juntos, ¿lo olvidas?
—Pide a Ana o a Kayla que te acompañen.
—Lo pensaré —Beth sintió un escalofrío reconfortante y se levantó
para acomodar sus faldas y su cabello—. He quedado hecha un desastre,
seguro que alguien lo suficientemente avispado sabrá lo que ha ocurrido.
—Espero que sí —ella lo miró impresionada—. Eres mi esposa, puedo
hacerte el amor cuando sea.
—Claro, en un salón, en la velada en honor a tu padre es la mejor de
las decisiones —negó—, ¿dónde está Albert?
—Lo dejé con tu madre, casi me arranca el brazo cuando lo vio
conmigo —sonrió—. Parece contenta.
—Sí, le gustan los bebés más de lo que pensé.
—Quizá le gusta Albert porque viene de ti.
—Quizá —asintió—. Bien, ¿cómo me veo?
—Presentable.
—Antes de que pasara esto, me veía perfecta.
—Llamaré a alguien para que te ayude.
—Harías bien.
El príncipe se acercó, dio un beso a su esposa y se marchó, a los cinco
minutos entró una doncella, sonrojada y presurosa, no dio palabra y
simplemente arregló las ropas y el peinado de su señora, incluso había
llevado ropa íntima extra a petición del príncipe.
Beth salió a la fiesta nuevamente en un estado de perfección. Sonrió,
bailó y fue felicitada, incluso el rey había halagado la preparación y
organización de la velada, nombrándola como la mejor de todos los
tiempos.
La joven había visto a su esposo perdido por el salón, parecía contento
y relajado, su prima Kayla estaba junto con el príncipe Alan, como era su
costumbre y sus padres estaban felices en entretener al pequeño Albert,
quién estaba tranquilo y sonriente. Pero algo le sonó bastante mal cuando
vio a Marilla y la reina hablando como si fueran grandes amigas, si algo no
le convenía era que esas dos hicieran una alianza.
—Beth —la princesa se volvía con un salto—. ¿Estás bien?
—Rudolf, no creo que sea el mejor momento para hablar —dijo,
caminando por en medio de las mesas donde la gente se sentaba a comer de
cuando en cuando.
—Sé que me propasé, pero quiero que todo siga igual entre nosotros,
jamás quise besarte… bueno, lo quise, pero no incomodarte.
—Está bien, no pasa nada.
—¿Se ha enojado mi primo?
—Cómo era de esperarse.
—¿Cómo has conseguido que desista de matarme?
—Tengo mis métodos —dijo la joven sin pensar, no creyó que Rudolf
sacara otro sentido a la oración, pero pareció que sí, puesto que se puso
muy serio y la tomó del brazo.
—¿Has pedido mi salvación a cambio de entregarte a él?
Ella apartó el brazo y lo miró con el ceño fruncido.
—No he pedido nada a cambio de nada —lo miró—. Es verdad que
argumenté que no deseaba tu muerte, pero no soy una mujerzuela, no
necesito acostarme con nadie para conseguir lo que quiero, mucho menos
con mi marido.
—Pero lo has hecho —reiteró—. Lo notó en la felicidad de Raimond,
él nunca está tan feliz.
Ella lo miró con desagrado.
—Princesa —interrumpió un mozo—. Los encargados de la pirotecnia
están impacientes, han olvidado la hora y necesitan…
—Sí, sí, iré con usted —lo tranquilizó. Pero antes miró a Rudolf con
seriedad—. No quiero que volvamos a tocar un tema como este nunca más,
¿entendido?
—Sí… princesa.
La joven caminó detrás del mozo que no se detuvo en decirle los
inconvenientes que había para antes de los fuegos artificiales, era bien
sabido que la única persona que no disfrutaría de una velada, sería
precisamente la persona encargada de organizarla. Sin embargo, Beth tenía
un temple con el tema y solucionó el problema en un santiamén, regresando
a la comodidad de estar entre sus padres y junto a su marido, quien parecía
más tranquilo y llevadero.
—Pero si no sabía que se encontraba aquí, Lady Giorgiana —sonrió la
reina Alexandra—. Es un placer volverla a ver.
—Lo mismo digo, excelencia —sonrió Giorgiana—, es una velada de
lo más agradable.
—Se lo debemos, por supuesto, a su hija, quien ha organizado todo —
dijo la reina elocuentemente—. Por cierto, ¿les he presentado ya a la señora
Hofergon?
Beth se paró más erecta que antes y miró a su marido, notando que él
también estaba disgustado, cerró los ojos y pasó suavemente su mano por la
cintura de su esposa.
—No tenía el gusto —dijo Giorgiana un tanto extrañada—. ¿Debo
entender que es su dama predilecta, excelencia?
—Así es, la he escogido hace poco, pero me ha agradado tanto, que no
puedo separarme de su lado.
—Entiendo perfectamente —dijo la madre de Beth—, al no tener usted
hijas, le será complicado saber lo que es de una buena compañía femenina,
amorosa y desinteresada.
—Giorgiana —su marido susurró en su oído.
—Sin embargo, considero que al estar mi hija en su corte no debería
serle tan ajeno el conocer de una excelente compañía.
La reina cerró instintivamente un ojo, mostrando la molestia ante las
palabras astutas de esa mujer.
—Por supuesto, pero la princesa tiene tantas obligaciones, que me vi
en la necesidad de tener una amiga que no fuera mi hija, como usted
entenderá, hay temas de los que una no puede hablar con las hijas —sonrió
la reina.
—Pero claro, con una hija que no se ha casado se tienen ciertas
limitaciones, pero al estar Beth en igualdad de condiciones, no tendría que
haber secretos entre ustedes —Giorgiana miró a su hija— ¿verdad cariño?
—Mamá, por supuesto, pero entiendo que la reina necesite de otras
compañías, como dijo, yo tengo deberes con el pueblo, con mi marido y con
mi hijo, ellos ocupan la mayor parte de mi tiempo.
La reina paralizó su sonrisa, al igual que Marilla junto a ella, se
despidieron con un conjunto de palabrerías y se dispersaron entre la gente.
Beth escuchó el suspiro furioso que lanzó Raimond antes de ir tras ellas y
su padre desapareció en cuanto Giorgiana se volvió enojada hacía él.
—Así que… ¿La reina? —arrulló al bebé en sus brazos.
—Sí… bueno, no a todas les toca una suegra como la de la tía
Katherine, ¿verdad?
—Es verdad —la miró de lado—. Dime cariño, ¿Ella te hace la vida
difícil?
—Sería decir poco en su honor, ella se esfuerza mucho más para que la
palabra no sea únicamente: difícil.
—Esa mujer —dijo enojada—, siempre me dio mala espina. Mira que
venir a pavonear a esa mujer… ¡Agh! Se le notaba que está enamorada de
tu marido, ¿lo has notado también?
—Lo he notado, madre —dijo lastimera.
—Es en verdad inconcebible, lo ha hecho a posta y sin importarle que
sea yo tu madre, ¿pretende meterla a la cama de tu marido? Pero qué falta
de decencia —Beth agachó la mirada, mostrándose cabizbaja en el asunto
—. No debes preocuparte querida, se nota que a Raimond le ha agradado
menos que nada aquella intromisión, seguro que está amonestando a su
madre justo ahora.
—Sí, seguro que estará furioso —la joven se removió—. Madre…
¿Por qué los hombres traicionan?
—Porque son brutos, digamos que en cuanto su deseo empieza a
dominar, no hay raciocino alguno, se dejan llevar por su…
—¡Mamá!
—Cariño, no debes preocuparte por eso, tu marido se ve encantado
contigo, no temas; además, le has dado un hijo fuerte y seguro quiere más
de donde vino este.
—¡Por Dios, mamá!
—¿Qué? El mismo Dios lo mandó decir.
Beth negó con la cabeza y dejó salir una carcajada, la lengua de su
madre seguía siendo tan larga como de costumbre.
—Te eche de menos, mamá.
—Y yo a ti cariño, pero por ahora, tendré que buscar a tu padre, no
vaya a ser que esa reina se le quiera meter por los ojos, ¿Te dije ya que le
coqueteó? Es una horrible mujer.
Beth miró sorprendida a su madre, jamás imaginó que fuese celosa,
pero ahí estaba ella, mostrándose como una mujer normal, protegiendo la
fidelidad de su marido… aunque seguramente, si su padre se atrevía a tal
trasgresión de sus votos matrimoniales, su madre lo mataría con su propia
pistola en mano.
Aunque, como era de esperarse, Giorgiana no había ido detrás de su
marido, sino de una presa más importante de momento y lo encontró con
moderada rapidez. Sonrió y se acercó a la reina.
—Su excelencia —dijo en un tono que no demostraba respeto— ¿me
concedería unas palabras?
—Por supuesto, lady Giorgiana.
Ambas caminaron elegantemente por aquel patio abarrotado de gente,
pareciendo las mejores amigas, pero haciendo evidente para quienes la
conocían de la gran hostilidad entre ellas.
—¿De qué quería hablar, lady Giorgiana? Dudo que mi compañía le
sea especialmente grata, la ha evitado en lo posible desde que la conozco.
—Sólo tengo algunas dudas sobre el comportamiento de mi hija —se
colocó frente a ella—, especialmente en esa mirada que puso cuando usted
hizo alarde de aquella mujer de tan poca gracia y obvia falta de título
nobiliario.
—La señora Hofergon es esposa de uno de los altos tenientes del
ejercito de Wurtemberg.
—Pero claro, a la altura de ser la dama de compañía de una reina —
ironizó—. No quiero pensar mal, pero me disgustaría sobre manera saber
que hay algo en esa mujer y su cercanía con usted que incomode a mi hija.
—Le aseguro que no sé nada de ello.
—Es lo que espero —dijo amenazadora—, porque, excelencia, usted
podrá ser una reina de un pequeño país no más grande que un ducado, rico
y próspero, tal vez, pero falto de conexiones y, para su mala suerte, yo tengo
conexiones por doquier.
—No la entiendo, lady Giorgiana.
—Digo que, mi marca es apreciada en demasiadas partes de este
mundo como para que quiera enemistarse conmigo, mi esposo es
importante políticamente y respetado en países importantes, digo que sólo
un tonto se pondría en nuestra contra.
—¿Nos amenaza?
—No he amenazado a alguien en años, excelencia, pero soy una madre
sobreprotectora y como se la he confiado, espero que se la esté tratando de
la mejor manera —sonrió—, con su permiso.
Raimond sonrió cuando sintió que su esposa se posaba a su lado,
cargando a su hijo y posicionándose como el centro de atención casi de
inmediato. Era imposible no verla, no admirar sus gráciles movimientos y
su forma perfecta de hablar con sabiduría e interés.
—Están a punto de comenzar los fuegos artificiales —le susurró a su
esposo.
—Será un espectáculo inolvidable seguramente.
—¿Quieres ir con tu padre? —el hombre elevó la vista y vio al rey en
aquel trono elevado, disfrutando ser el centro de atención.
—No sé si quiera mi presencia, siendo que está en medio de atención y
alabanzas.
—Seguro que su hijo no hará estragos en su felicidad.
—¿Quieres que vaya con él?
—Su alteza debe hacer lo que guste.
—Me gusta mi familia, me gusta estar con ella.
—Raimond —dijo de pronto la reina—, pido de tu tiempo para
intercambiar unas palabras.
—Madre, ¿podría ser en otro momento?
—No, es imperativo que me escuches.
El príncipe suspiró, besó la mejilla de su esposa y fue con su madre. A
Beth no le causaba incomodidad estar sin su esposo, solía desenvolverse
con facilidad ante las personalidades y ella podía encantarlos con su plática
sincera y autentica.
Las personas comenzaban a acomodarse para el espectáculo, las ansias
y los susurros se fueron acallantando conforme la hora se avecinaba, todos
esperaban ansiosos a que las primeras luces iluminaran el cielo oscuro.
Beth había pedido que todo se apagaran momentáneamente para
cuando los fuegos artificiales comenzaran, sólo había dos largas hileras de
faroles iluminados que daban camino hasta los hombres que encenderían el
fuego para dar comienzo al espectáculo.
El silencio se hizo presente, haciendo inevitable escuchar el silbido
que dio inicio a la pasarela de luces de colores que sacaron las sonrisas y el
aplauso del público en general. El asombro del primer momento pasó al
deleite del silencio y la admiración del cielo siendo iluminado.
Pero entonces, un retumbo diferente se entremezcló entre el silbido de
los cohetes, Beth miró extrañada en dirección al sonido, notando que un
tumulto de gente se inclinaba y, después, gritos, descontrol, la gente corría y
nadie entendía el motivo, puesto que los fuegos artificiales seguían
eclipsando el resto de los sonidos, pero entonces, alguien gritó algo
coherente.
—¡Le dispararon al rey! ¡El rey ha muerto!
Beth miró horrorizada hacia donde tendría que estar la figura garbosa
del padre de Raimond, pero ahí no había nadie y era precisamente donde la
gente se arremolinaba y la demás, corría.
Se hizo el descontrol, la gente se aventaba, gritaba e intentaba huir de
alguien a quien no sabían identificar. Beth tomó con fuerza a su hijo y
buscó a sus padres, a Kayla y a cualquiera que conociera, no entendía lo
que había ocurrido, pero tenía en mente huir de los guardias; ya la vez
pasada los habían engañado, no quería ser prisionera de nuevo, mucho
menos con Albert en brazos.
—¡Raimond! —gritó.
No quería pensar que él también pudiera estar herido, seguro que, si
habían ido a matar al rey, su marido sería el segundo en la lista y, el tercero,
era el bebé en sus brazos. Tenía que pensar, quizá si se perdiera entre la
gente, no lograrían capturarla, veía a demasiados guardias, corriendo de un
lado a otro, estaba asustada, tenía en mente a demasiadas personas y su
corazón le impedía pensar correctamente.
Entonces, la tomaron desprevenida, haciéndola gritar y patalear en su
defensa, tomando a bebé que lloraba desconsolado en sus brazos, no se
dejaría llevar, no matarían a su hijo.
—Beth, soy yo.
—¿Raimond?
—Ven conmigo, no hay tiempo.
—Tu padre….
—No hables ahora —dijo apurado—, tengo que llevarte a un lugar
seguro.
—Mis padres, mi prima.
—Ellos están bien.
—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estabas?
—Lejos de ti, al parecer, me alegra que seas inteligente y te
mantuvieras cerca de la gente.
—Raimond, tengo miedo, si encuentran a Albert.
—Tranquila, estarán bien, camina.
Él la llevaba presuroso por los pasillos del castillo, pasillos que ella
jamás había visto, parecían una zona a la que jamás había tenido acceso,
quizá fuera un ala protegida del castillo. Raimond la condujo hasta unas
grandes puertas que estaban siendo vigiladas por guardias armados y, al
parecer, confiables, estaban vestidos diferentes.
—¿Qué…?
—Es la guardia real, te protegerán.
—Raimond…
—Entra aquí —le abrieron las puertas—, no salgas por nada del
mundo, nada de ideas, nada de arriesgarse, si algo sale mal, hay gente que
sabrá que hacer.
—¿Tú que harás?
—Volveré allá.
—¿Qué? Tú también eres blanco, te quieren matar.
—Quizá.
—No, nada de quizá, es la realidad.
—Beth, entra ahí, cerciórate de que tu familia está bien y quédate a
salvo por favor.
—Raimond…
—Por favor, mi amor —la tomó de los hombros—. Por favor.
Beth notó entonces lo destrozado que estaba, no sólo tenía problemas
políticos, sino que acaban de matar a su propio padre y él ni siquiera podía
ocuparse de ello, puesto que había otras prioridades.
—Sí, lo siento, esperaré aquí.
—Gracias —le besó la mejilla y se marchó.
En cuanto entró en la habitación, su madre, prima y padre se acercaron
a ella y la abrazaron con cariño.
—Oh, ¡Beth! ¿Dónde te metiste?
—Lo siento.
—Pero ¿qué ha sido todo esto? —frunció el ceño su padre.
—Es… parece ser que hay gente desconforme, son atentados.
—¿Estás bien? —la abrazó Kayla—. Te busqué, pero sólo logré
encontrar a tus padres.
—Con eso me doy por bien servida.
—Me dijeron que Alan está herido —dijo seriamente—, al parecer a él
también le han disparado.
—Quiere decir que van contra la familia real.
—Si estás en peligro aquí, debes volver a casa con nosotros —exigió
Giorgiana.
—Cariño, es más complicado de lo que piensas, no sólo estás
llevándote a tu hija, sino a una princesa de otro país.
—¡Me importa poco!
—Padre tiene razón —dijo Beth—, Francia no aceptará ponerse en
riesgo, es complicado dar asilo político.
—No permitiré que mi hija muera por disputas de otros.
—Ahora ésta también es mi lucha, Albert es hijo de Wurtemberg y su
trono está aquí, así que yo también.
—Te has convertido en una mujer sabia, Beth —sonrío su padre—,
pero no me gusta nada como pinta esto.
—No la incentives Asher, ¿qué haces? —dijo molesta Giorgiana—.
No, irás de regreso con nosotros.
—Madre, por favor.
—Nada de por favor, no esperaré sentada a que me llegue la noticia de
que mi hija ha muerto, no lo permitiré.
—Eso no va a pasar —tranquilizó Beth.
Ella estaba tratando de tranquilizar a sus padres, pero era la segunda
vez que atacaban a palacio y eso sólo quería decir que seguían inconformes,
pese a que sabía que Raimond y su padre se habían puesto a trabajar en las
peticiones del pueblo, parecía ser que no era suficiente.
Capítulo 21
Beth caminaba de un lado a otro, habían pasado horas desde que los
movieron a las habitaciones ordinarias de la realeza, sin embargo, la
vigilancia había aumentado y Raimond no hacía acto de presencia y, para
colmo, a ella no la dejaban salir.
—Bueno, hija, siéntate un momento, me estás poniendo nerviosa —
pidió su madre.
—La que está de nervios es ella, tía Gigi, ¿No la ves?
—Es que me parece una inhumanidad que nos dejen aquí atrapadas,
incluso padre ha podido salir.
—Ya intenté huir —dijo Kayla—. Tú lo intentaste también al igual que
tía Giorgiana, no hay más que hacer.
—Es que algo malo está pasando, eso quiere decir esta prolongada
espera, quieren matarme de nervios.
—Beth, si sigues así te será imposible alimentar a tu propio hijo —
Giorgiana tenía a su nieto en brazos, sonriendo y meciéndolo.
—No veo cómo puedo relajarme, ni siquiera dejan que las doncellas
traigan té por miedo a abrir las puertas.
La joven siguió dando vueltas, se sentó, pretendió leer, se puso en pie
de nuevo y luego se sentó. Era terrible, una espera terrible. Entonces, la
puerta cedió, dando paso a un cansado Raimond y al padre de Beth.
—¡Raimond! —la joven dejó salir en un suspiro, abrazándolo.
—Lamento la larga espera —dijo con su esposa en brazos—. Pueden
volver a sus habitaciones, hemos dejado preparados los carruajes para que
puedan partir cuanto antes.
—¿Disculpe? —se puso en pie Giorgiana.
—Es lo mejor, querida —se introdujo Asher—, por ahora, debemos
irnos.
—No dejaré a mi hija aquí, al menos espero quedarme.
—Giorgiana, hablaré contigo en la habitación.
Beth notó la sorpresa en la mirada de su madre y fue la razón por la
que asintió sin protestar más.
—Señorita Hamilton, haría bien en empacar sus cosas para que no
retrase a sus tíos.
—¿Me tengo que ir también?
—Por ahora, cualquier noble de otro país no puede ser recibido aquí
como es debido, temo que puedan sufrir un desperfecto y no estamos
preparados para afrontar un disgusto político.
—Pero ella es mi prima —dijo Kayla.
—Bien, será una charla para las dos —dijo Asher, tomándose la
libertad de tratar a Kayla como su hija, era de esperarse, ya que esa
muchacha y Beth habían crecido prácticamente juntas.
—Papá —Beth se separó de su marido y se acercó—. ¿A qué hora
partirán?
—En cuanto tu madre recupere fuerzas.
—Por favor… no se vayan sin despedirse de mí.
—Jamás, vendremos a ti.
Beth hizo una mueca lastimera al saber que ni siquiera vería a sus
padres por un prolongado tiempo, se abrazó al hombre fuerte que amó antes
que a ningún otro y lloró en su hombro, como cuando niña, su padre la
abrazó y con sus dedos dio pequeños toques en su espalda, como si tocara
una melodía de piano.
—Te amo papá.
—Y yo a ti, Beth.
Asher cerró la puerta de la pareja y fue entonces cuando Beth volvió la
vista hacia su marido, quien se recostaba en la cama completamente
derrotado.
—Lamento lo de tu padre… me he enterado de que Alan está estable y
mejorando.
—Mi hermano está bien, la bala apenas e hizo estragos en él.
—¿Cómo te sientes con lo otro?
—Parece ser que el hombre que ha venido a matarlo hoy, no tiene nada
que ver con los que entraron con anterioridad en el castillo —suspiró—, es
un tanto reconfortante, pero prefiero que no haya nobles de otros países
aquí.
—Entiendo…
—Lamento que hayas visto tan poco a tus padres —le tocó la mejilla
con ternura.
—No es momento de hablar de mí —negó—. ¿Han capturado al
hombre, entonces? ¿Qué ha confesado?
—Venía a asesinar al rey, pero no tenía órdenes de matar a nadie más
—miró hacia el techo—, no lo comprendo.
—No quiero sonar fría en un momento tan triste, pero quizá piensen
que contigo en el trono, las cosas mejorarán.
—No creo que piensen en mí en el trono —sonrió—, seguro que
piensan en ti en el trono.
—Eso es tonto, incluso lo puedo considerar un insulto.
—Jamás me atrevería a decirlo como un insulto, pero supongo que el
pueblo tiene en mente que la princesa dorada podrá ser buena consejera del
nuevo rey —asintió—, no creas que no lo pensé, seguro ha sido motivado
por esos sentimientos.
—¿Puedes reprocharlo?
—Supongo que no lo haría si acaso el hombre asesinado no fuera mi
padre —cerró los ojos y una lágrima traicionera salió disparada hasta
esconderse detrás de su oreja.
—Lo siento tanto, Raimond —lo abrazó—, en serio lo lamento.
—Está bien —se levantó y comenzó a desvestirse—, creo que lo que
necesito es dormir.
—Sí, ¿por qué no tomas un baño? Seguro eso te va a relajar un poco
—apunto la puerta—. Prepararé la cama para ti.
—Gracias.
Beth esperó a que el hombre desapareciera por la puerta del baño antes
escribir a todas prisas una nota y abrir la que conectaba al pasillo, los
custodios seguían en sus posiciones, sabía bien que no se moverían y sabía
también que no la dejarían salir a ella.
—Mis señores, espero no importunarlos con tareas tan tontas, pero
quisiera que una doncella vinera, ¿lo tengo permitido?
—No, su alteza.
—Es de suma importancia, verá, sólo entre mujeres nos entendemos en
estos temas.
Los hombres se miraron por un prolongado momento y finalmente
asintieron con la cabeza. Beth sonrió y esperó impaciente a que su doncella
llegara a sus habitaciones.
—Su alteza, he traído lo necesario para…
—Olvida eso, querida —pidió Beth—, has de hacerme un favor.
—¿Mi señora?
—Necesito que lleves esto a la habitación de Kayla Hamilton.
—Pero su alteza, tenemos prohibido ir a las habitaciones de la nobleza,
ni siquiera sé por qué…
—Rosana, no hay tiempo que perder, lleva esta nota a mi prima cuanto
antes —la miró—, que nadie te vea, deslízala por su puerta.
—Pero… ¿y si no escucha?
—Escuchará, tiene los sentidos más sensibles que conozco.
—Como ordene, mi señora.
La doncella salió justo a tiempo para no ser vista por Raimond, pero
este, al notar había dejado atrás al momento de salir presurosa, miró a su
esposa con una ceja arqueada.
—Me parece que hay algo mal si es que estás en tus ciclos ahora.
—No —se avergonzó—, ha sido una falsa alarma.
—¿Quién trajo estas cosas?
—Nadie —se apuró a decir—, las he sacado yo misma al pensar que…
por favor, no me inquietes con este tema.
—No es lo que intento, simplemente pensé… —suspiró—, no importa
ahora mismo, ¿Podrías traer a Albert a la cama? Desearía que durmiera con
nosotros esta noche.
—Por supuesto.
Ella corrió hacia la cuna de su bebé y lo acogió dulcemente, llevándolo
consigo a la cama y acomodándolo junto a ella, no le gustaba dejarlo en
medio, pensaba que Raimond se olvidaría de él y lo aplastaría, así que solía
dormir de su lado, dejándola atrapada entre su marido y su hijo.
—¿Estás seguro que no quieres hablar? —lo miró sobre su hombro,
dejando que se acurrucara contra ella, esta vez no protestó.
—No, no quiero hablar de nada —los abrazó con fuerza—.
Simplemente deseo dormir.
Beth se acomodó nuevamente entre sus brazos y se permitió dormir
junto a él, siendo inconsciente de lo que sucedía a sólo unas habitaciones de
las de ellos, específicamente, la de Alan, quien estaba mejor que nunca,
nadie diría que estaba malherido por la forma en la que hablaba y sonreía y
también bebía.
—Oh, Alan, me alegra que estés bien, mi cielo.
—¿En serio madre? —el hombre dejó de lado la copa en la que bebía
el elixir tinto del vino—. ¿Qué haces aquí?
—Eres mi hijo y estás malherido.
—Claro, si tanto te preocuparas por mí, me hubieras llevado lejos,
como lo hiciste con Raimond.
—¿De qué estás hablando, Alan? —el tono amoroso de su madre se
había esfumado.
—No soy estúpido y no tengo tantos problemas como mi hermano
como para no notar que ha sido idea tuya.
—Cuida tus palabras Alan, no sabes lo que dices.
—Lo sé bien —le dijo con una ceja levantada—, te has deshecho de un
obstáculo bastante grande en tu camino, supongo que no esperabas que yo
arriesgara la vida por alguien que no es mi padre.
—¡Cómo te atreves!
—Por favor, madre —chasqueó la lengua—, es de estúpidos, además,
tengo buenos contactos como para enterarme de ello.
—No hables sin saber Alan, es riesgoso tener una lengua tan larga en
una corte.
—¿Te molestaría que se supiera? —dijo enojado, cuidado su hombro
—. Claro, porque la respetable reina sería despreciada.
—Te dije que ya basta, Alan.
—Pero te falta un obstáculo más, —sonrió—. Ahora Raimond es el
rey, pero tú no lo controlas, así como no controlabas a mi padre.
La mirada de seriedad de la reina demostraba la verdad en las palabras
de su hijo.
—Seguro que se te ha infectado la herida, estás delirando, creo que te
has impactado demasiado, llamaré al médico en seguida.
—He estado en lugares y visto cosas peores que una muerte.
—Estamos hablando de la muerte de tu padre.
—¿En serio?
—Alan, mi cielo…
—No me matarías a mí también, ¿verdad, madre? Al menos pienso
que no serías capaz de asesinar a alguien que ha venido de ti —se acomodó
en la cama—. Te ha salido todo muy bien, has utilizado el ataque pasado a
Hohenzollern para encubrir tu plan.
—Estás tomado.
—Quizá, pero no por ello estoy mintiendo.
Capítulo 22
Beth se despertó gracias al movimiento que Raimond hacía en la
cama, era bastante obvio que pretendía salir, pero ella estaba casi segura de
que acababan de cerrar los ojos, se sentía tan cansada como cuando se
recostó en la almohada.
Pensó que sería una buena idea no perturbarlo, así que fingió seguir
durmiendo, su marido se puso en pie, rodeó la cama y tomó al bebé de entre
sus brazos; se sintió extrañada, era una actitud que su marido jamás había
tomado, pero lo dejó estar y simplemente lo observó mientras él se alejaba
hacia la ventana.
Raimond simplemente lo mecía y le hablaba quedamente, Beth se
moría de curiosidad, pero decidió que era uno de esos únicos momentos en
los que le permitiría esa paz con el bebé, ella normalmente era controladora
con el tema, ni siquiera a su marido lo dejaba tranquilo cuando se trataba de
Albert.
El bebé, al haber sido despertado, no tardó en llorar, clamando a su
madre que finalmente tuvo que ir tras él.
—Lo lamento, mi amor, no pretendía despertarte.
—Está bien —tomó al niño en brazos y sonrió, sentándose en la
mecedora de la habitación y descubriendo su hombro—. ¿Qué sucedió?
¿Por qué has despertado?
Raimond tomó una silla entre sus manos y la acercó a la mecedora,
donde su esposa se balanceaba y alimentaba a su bebé.
—Supongo que lo que ha sucedido hoy no es algo que pueda evitar, ni
siquiera cuando estoy dormido.
—Es entendible, ha muerto tu padre.
—Sí, justo eso me ha hecho recordar lo mucho que quería ser diferente
de él —la miró—, resulta que soy idéntico.
—No lo eres.
—Sí, lo soy, todo el inicio de nuestro matrimonio es el indicio de ello
—negó y se puso en pie, mostrándose frustrado—. Dije que cuando tuviera
un hijo jamás le faltaría mi cariño, ni el de su madre, se suponía que haría
todo para que fuera feliz, quería que fuera más que un príncipe, sino un ser
humano.
—Albert aún es pequeño.
—Lo sé, pero arruiné las cosas contigo y ahora… —negó—, ahora tú
no puedes verme con los mismos ojos, lo arruiné. Te hice daño, se lo hice a
él y me lo hice a mí.
Beth bajó la mirada hacia su bebé, sintiendo que el corazón le
palpitaba con fuerza, se había quedado sin palabras.
—Aún puedes remediarlo —le dijo—. Él no lo recuerda, está aquí y
puedes hacer que él sea feliz, que tenga una vida diferente a la que has
tenido tú.
—Beth, sé que puedo ser un buen padre —se volvió a sentar en la
mecedora, esperanzado y tomándole la mano—. Pero… quisiera que él
también viera bien a sus padres.
—Tienes cosas más importantes en las qué pensar ahora —lo miró—.
Ahora eres rey, tendrás responsabilidades aún más grandes.
—No quiero que nada sea más grande que mi familia.
—Tú eres el único que puede hacer de eso una realidad.
Raimond se agachó y besó el dorso de la mano de su esposa con tal
devoción que le provocó un escalofrío a la joven.
—¿Cómo pude estar tan ciego?
—También me lo pregunto.
El príncipe levantó la mirada y dejó salir una carcajada al ver la
disimulada sonrisa de su esposa. Se levantó de la silla y la besó con todo el
cariño que pudo depositar en aquella caricia.
—Te amo Beth, no sabes cuánto.
Ella bajó la mirada hacia el bebé y lo separó de ella, volviendo a
colocar el camisón en su lugar y paseándose con él mientras le daba ligeros
golpecitos en la espalda. Raimond sintió una agradable sensación mientras
la veía actuar tan natural con el bebé, era como si Beth hubiese nacido para
ser madre.
—Será mejor que nos recostemos al menos un rato —pidió la joven
dejando al niño en la cuna—. Mañana será un día pesado.
—Por no decir que será espantoso.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Nada —la miró—. Vamos dormir.
Beth se recostó y permitió que él volviera a abrazarla, parecía
realmente perturbado y estaba segura que no podría dormir, pero ella no
quería hablar de nada, así que se durmió.
Raimond abrazó con más fuerza el cuerpo de su esposa y presionó
besos en sus hombros y cuello, no pretendía despertarla y no lo hizo,
parecía realmente cansada, pero él no podía seguirla, no cuando tantos
pensamientos se aglomeraban en su cabeza. Como el hecho de que su
hermano estuviera herido, su padre muerto y su madre se hubiera
comportado tan extraña momentos antes de la muerte de su padre.
No quería pensar lo que hubiese ocurrido si acaso algo le pasaba a
Beth y al niño, hubiese querido jamás separarse de ellos, estaba cansado de
sentir terror cada vez que algo por el estilo sucedía, quisiera estar a su lado
cuando las cosas se pusieran así de graves.
Amaba a su esposa cómo nunca pensó amar a una mujer y eso que
pensó por mucho tiempo que Marilla era todo aquello que él había soñado
tener en una esposa, pero ciertamente, su mujer había superado cualquier
expectativa y la había multiplicado, Beth era perfecta y lo peor, era que ella
lo sabía y era la razón por la que nunca lo terminaría de perdonar.
Beth despertó unas horas más tarde, había unos ligeros golpes en la
puerta y, después, alguien entró a hurtadillas a la habitación. Al ver a Kayla,
dándole indicaciones con la mano para que saliera de ahí, la princesa se
levantó, apartó el brazo que su esposo mantenía sobre ella y salió al pasillo
con su prima.
—¿Qué ha sido esa nota que me mandaste?
—Algo sucede por aquí, sé que la reina esconde algo —miró a sus
lados, verificando que no hubiese nadie—, necesito tu ayuda.
—Estás hablando con la Hamilton equivocada, yo no soy como mis
hermanos, no tengo dones para esto.
—Sigues teniendo todas las conexiones, por favor Kay...
—Agh, no me hagas esa mirada de cachorro apachurrado.
—¿Lo harás?
—Claro que lo haré, siempre ando cumpliendo todo lo que quieres —
rodó los ojos—. La verdad es, que yo también noté que hay algo raro y
comencé por mi cuenta.
—¿En verdad?
—Sí, pero, como te dije, yo no tengo en la sangre esa parte de mi
padre, estoy seguro que ni siquiera soy su hija.
—No digas tonterías, Kayla, eso querría decir que tu madre le fue
infiel —negó—, es una ofensa grande.
—Estoy bromeando, sé que soy su hija, saqué su mal humor.
—Kay.
—Sí, sí, pediré ayuda a alguno de mis hermanos, si no tienen trabajo,
quizá quieran ayudar.
—Gracias, ¿mis padres?
—Abajo, seguro que estamos por irnos.
Beth asintió y bajó las escaleras junto con su prima, era temprano al
día siguiente, por lo cual nadie estaría despierto, habían tenido una noche
espantosa y en definitiva todo el mundo necesitaba dormir. La joven se
despidió de sus padres con una tristeza profunda, se había sentido tan feliz
de verlos, que le resultaba toda una tortura tener que dejarlos ir, incluso
lloró un poco mientras veía la carroza partir.
—Lamento que se tuvieran que marchar tan pronto —la abrazaron por
detrás—. ¿No te parece inadecuado estar aquí en bata?
—No creo que nadie se levante después de todo —tocó los brazos que
la rodeaban para que la dejara libre y se dio la vuelta para mirarlo—. ¿Qué
haces despierto? No has dormido nada.
—Lo sé —se inclinó de hombros—, no creo hacerlo.
—¿Quieres que… te acompañe a ver a tu padre?
—Lo han estado adecentando —negó—, tenemos que arreglarnos para
el funeral.
—Claro —le tocó la mejilla—. Iré a ver como se encuentra Alan.
—Estoy seguro que estará despierto y…
—¡Raimond! —ambos se volvieron hacia la potente voz que Beth no
alcanzó a reconocer—. ¡Mi muchacho!
—Tío Bruno —Raimond fue hacia él y le dio un fuerte abrazo,
dejando a la perpleja mujer detrás de él—. Me alegra verte por aquí de
nuevo, llevabas demasiado tiempo ausentaste.
—Me enteré de lo que pasó —negó—, ¿cómo te encuentras?
—Prefiero no hablar de ello —extendió un brazo hacia su esposa para
que se acercara—. Ella es mi esposa, Beth.
—Pero claro, es un placer, conozco bien a tus padres —sonrió con
facilidad—, el pueblo no deja de hablar sobre ti.
—Es un placer conocerlo, aunque me encuentre en estas circunstancias
—se cerró con fuerza la larga bata que traía como protección del frío.
—No debes preocuparte por ello querida —sonrió y cambió el tema
rápidamente—. Vi a tus padres de salida.
—Sí… han tenido que marcharse debido a la situación.
—No te preocupes, linda, esto es pasajero —sonrió con afabilidad—.
Pero me enteré que ambos tenían un hijo, será un placer conocerlo también.
—Claro, justo ahora estará durmiendo, pero me sería un placer que
Albert conociera a su…
—Él es mi tío Beth, el esposo de la hermana de… de mi padre.
—Oh, no sabía que tu padre tuviera una hermana.
—Bueno, a él le gustaba mantenernos en secreto —sonrió
galantemente el hombre—. Los dejo, iré a ver a Alan y a tu madre.
Bruno era un hombre alto, de cabellos rubios y ojos azules, una sonrisa
bondadosa y maneras gráciles que provocaba que confiaras en él al instante.
—Gracias tío.
El hombre pasó presuroso hacia la recámara de Alan, para ser alguien
que Beth jamás había visto y no venía con frecuencia, parecía preocupado y
bastante enterado de lo que sucedía en el castillo.
—Al parecer te cae en gracia —le dijo la joven.
—Sí, es un buen hombre, le tengo aprecio.
—Se nota… ¿es el padre de Rudolf?
—Sí —negó—, no puedo creer que una persona como él tenga un
padre como el tío Bruno. Pero bueno, uno no escoge donde nacer.
—De ser así, hubieras escogido nacer del tío Bruno, supongo.
—No me negaría.
—¿A pesar de que entonces no serías rey?
—Me interesaría poco, el peso de ese título me lleva consumiendo el
alma prácticamente desde que nací.
—No sabía que te disgustara ser rey.
—Me he entrenado para ello toda mi vida y lo he odiado a cada
segundo —aceptó—, pero son cosas que se tienen que hacer.
Beth se dejó llevar por la mano que él había colocado en su cintura y
lentamente la dirigía hacia sus habitaciones, pasando antes por las cámaras
de Alan, quién parecía malhumorado al tener al tío Bruno ahí, hablándole
preocupado con respecto a su salud.
—Alan no parece tenerle tanto aprecio.
—A mi hermano le agrada meterse con quien sea, incluso con el tío
Bruno, no le cae en gracia y no tengo idea de por qué.
—¿Siempre fue así?
—No, hubo un tiempo en el que en verdad lo quería.
—De la nada cambió.
—Por decirlo de algún modo.
—Entonces… ¿Por qué no te llevas bien con el primo Rudolf?
—No hablemos de él, estoy queriéndolo matar justo ahora.
—Lo sé, pero te digo que el hombre estaba confundido.
—Claro, esa es una razón válida para besar a las esposas de otras
personas, a la mía en específico.
—Por favor, Raimond, ya habíamos hablado sobre esto.
El príncipe apretó la quijada y volvió la mirada hacia otro lado,
tratando de enfocarse en cualquier cosa menos en la ira que comenzaba a
crecer dentro de él. Para Beth había sido muy fácil dar el tema por zanjado,
tenía la carta perfecta para hacerlo callar, pero él no podía quedarse
tranquilo y, con la presencia del tío Bruno en el castillo, aseguraba por ende
la de su hijo.
Capítulo 23
El funeral del rey había sido una de las situaciones que a Beth le
gustaría jamás repetir, pero, pese a lo horrible de la situación, ella había
podido descubrir algo interesante, además del supuesto acercamiento de
Marilla con la reina, había otra persona que era increíblemente cercano a
ella y ese era el tío Bruno.
Beth entendía muy bien que dentro de poco tiempo ella sería coronada
como reina junto con Raimond, lo cual parecía sacar canas vedes a la madre
del rey, quien no dejaba de molestarla día y noche desde que el hombre que
era su esposo falleció y el único que parecía frenarla en sus actitudes, era
precisamente el tío Bruno.
—Beth, pensé que entendías que ahora que eres la reina consorte, tus
obligaciones han cambiado y ya no puedes hacer lo que quieres.
—¿Hacer lo que quiero? —ella se levantó de su escritorio y miró a la
madre de su marido con desprecio—. Que recuerde, su alteza, jamás he
hecho algo así.
—Mi querida Beth —dijo con molestia—. Me parece que de ahora en
adelante estarás bajo mi protección para que aprendas lo que es ser la
consorte del rey.
—No hace falta, mi señora, creo que me he desempeñado a la altura
hasta el momento, el príncipe… —ella negó—, el rey no ha puesto queja
alguna a mi comportamiento.
—Es porque él también está aprendiendo.
—Entonces debería enfocarse más en él, quien dirige al país y no en
mí, que me encargo de nuestra imagen ante el pueblo.
La reina apretó la mandíbula.
—¿Dónde está la duquesa Ana?
—Volverá pronto, ¿la necesitaba para algo?
—Por el momento, me gustaría que no se separara de tu lado, al menos
ella sabe lo que es ser una mujer de esta corte.
La reina dio media vuelta para salir, dándole tiempo a Beth de
murmurar a lo bajo mientras leía y pasaba papeles de un lado a otro.
—Sí, claro, “mujer de esta corte” —negó y arremedó—, lo que
significa es ser aplastada por un hombre, yo no quiero ser así.
—Parece que la linda reinita tiene un problemita.
—Alan —sonrió la joven—, te ves mejor.
—Lo estoy —se sentó frente al escritorio de Beth—. ¿Qué tal?
—¿De qué hablas?
—¿Qué tal te va con la nueva vida?
—No he sentido ninguna diferencia —dejó unos papeles a un lado y
sonrió—. Pero tengo una investigación pendiente.
—¿Investigación? ¿De qué hablas?
—Seguro que te será interesante —lo miró de reojo—. ¿Por qué te cae
mal tu tío Bruno?
—Así que no eres nada tonta, has notado algo extraño.
—Pero claro, es más que obvio.
—Para todos menos para mi hermano, parece ser.
Ella lo miró con suspicacia.
—¿Crees en realidad que lo ignore?
—Sí, en realidad, Raimond siempre ha estado demasiado ocupado o
lejos de casa como para darse cuenta de nada.
—Bueno, quizá encuentre una forma en la que tu madre me deje
tranquila de una vez por todas.
—Lo dudo preciosa, pero puedes intentarlo.
La joven sonrío y trató de ignorar a su cuñado, quien seguía quitándole
el tiempo y tratando de distraerla con lo que le era posible, incluso le
lanzaba bolitas de papel que se encargaba de arrancar de un libro, lo cual la
estaba volviendo loca.
—Su majestad —tocaron a su puerta justo en el momento en el que
Beth quitaba otra bolita de papel de su cabello y se la lanzaba de regreso a
Alan.
—¿Sí?
—La busca el señor Rudolf.
—Déjelo pasar —asintió la joven.
—No creo que a mi hermano le agrade eso.
—Su hermano no está aquí, ¿Verdad?
—Pero le voy a decir.
—Déjate de tonterías, ¿no tienes algo mejor que hacer?
—Sí, fastidiar a Raimond, pero él ya me ha echado de su despacho
hace... ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—¡Largo de aquí Alan!
El muchacho se puso en pie al momento que la puerta se abría, dando
paso a Rudolf, quien parecía avergonzado por el último encuentro que había
tenido lugar entre ellos.
—Beth… tengo que disculparme contigo.
—Sí, me parece lo más acertado.
—No sé qué me sucedió, supongo que… entendí mal.
—¿Se supone que fui la culpable de que se malinterpretaran las cosas?
No hice nada para incentivar un avance como el que hiciste.
—Sé que no… simplemente me dejé llevar por la emoción del
momento y, ahora, con la muerte del tío, ni siquiera se hará realidad.
—Veremos qué sucede, la situación es complicada, sigue habiendo
ataques a los nobles del país.
—Están hartos de que los gobiernen de una forma tan...
—Eso cambiará con la llegada de Raimond.
—No, cambiará con tu llegada, la gente se regocija de saber que
estarás sentada en el trono a su lado, que serás su consejera, si por ellos
fuera, la que llevaría la corona serías tú.
—Eso dicen, pero jamás les ha gustado que una mujer esté al poder —
negó Beth—, creo que los incomoda.
—Toda la ventaja que tiene Raimond en este momento es tenerte a ti
como esposa ¡Y ni siquiera te merece! Por Dios, Beth, deberías estar muy
lejos de aquí ahora.
—Sabes que estoy aquí porque tengo un hijo al cual proteger.
—Lo sé, sé qué haces todo esto por Albert, ¿pero lo crees justo?
—Haré lo que sea necesario por ello.
Rudolf la miró con molestia, colorándose sus orejas.
—¿¡Pretendes aguantar todas sus infidelidades!? ¿El que te viera la
cara durante meses no te fue suficiente?
—¡Basta! —dijo molesta—. ¿Por qué me vienes a echar en cara esto?
No es asunto tuyo y jamás te permití inmiscuirte en ello.
—Quizá no, pero te has hecho querida para mí y me parece
abominable que tengas que seguir viviendo en tales condiciones.
—Él se está remediando, quiere remediarse.
—¿Qué dices? —negó—. Sabes bien que él siempre ha amado a
Marilla, te lo expliqué mil veces.
—¡Sé lo que me has dicho!
—¿Entonces por qué no entiendes?
—No hablaré de esto contigo.
Rudolf la miró sorprendido.
—No lo puedo creer… —la tomó de los hombros—. ¿Aún lo amas?
Pese a todo, ¿Aún puedes amarlo?
—Te pido que me sueltes o llamaré a los guardias.
—No Beth, no llamarás a nadie, el que se va soy yo.
Beth se sintió derrotada en cuanto él dijo aquellas palabras, ¿era
notorio que aún lo amaba? Se sentía tan estúpida como Rudolf le había
dejado entrever, quizá se dejó envolver un poco en la actitud de Raimond
durante estos últimos meses, él en verdad parecía convencido en querer
estar con ellos.
De pronto le llegó un fuerte dolor de cabeza que la llevó a sentarse en
su silla y cerrar los ojos.
—Princesa…
—Oh, Ana, por favor, algo para la cabeza.
—Sí, princesa.
—No sé qué haría sin ti Ana —sonrió cuando ella le dio un poco de
tónico para la cabeza y agua para el trago amargo
—Me había tenido distanciada desde la llegada de Lady Hamilton —le
reprochó.
—Es verdad, mi prima puede ser absorbente, pero lo consideré como
unas merecidas vacaciones para ti.
—La reina me ha dicho que la coronación del príncipe Raimond será
en dos semanas.
—Sí, parece toda una locura que se deba festejar después de la muerte
de una persona.
—El pueblo no se puede quedar sin dirigente, mi lady.
—Supongo que no —la joven dejó escapar un suspiro y miró a su
amiga—. Dime, Ana, ¿has notado que la reina y el tío Bruno son bastante…
unidos?
—No especialmente, mi lady, debo admitir que han estado juntos, pero
creo que es debido a la adversidad.
—Dime Ana, ¿no te parece que el príncipe Alan y el príncipe Raimond
se parecen increíblemente al tío?
—Mi señora —sonrió—, no sabría decirle, la reina también es rubia y
muy hermosa.
—Sí… pero me parece extraño que el rey siendo de cabello tan oscuro
no hubiese ganado la contienda en ninguna ocasión… además los ojos…
—Princesa, si me permite aconsejar, las insinuaciones que está
haciendo podrían considerarse…
—Sé lo que podrían considerarse, pero tú eres de confianza y
únicamente estamos tú y yo aquí.
—Pero claro, mi señora, aun así, le aconsejo no seguir con ello, sólo
perjudicaría al príncipe y a usted misma.
—¿Eso qué quiere decir?
—Princesa Beth —entró un chambelán—. El príncipe Raimond pide
su presencia en el despacho real.
—Gracias —sonrió la joven y miró a Ana con advertencia—: no
hemos terminado.
La duquesa simplemente se inclinó y, en cuanto la princesa
desapareció, fue rápidamente en busca de la reina, quien se encontraba con
el señor Bruno.
—Mi señora —se inclinó—. Tengo que hablar de urgencia con usted,
¿me concedería unos momentos?
—Duquesa, ¿podría aguardar unos momentos?
—Podría, su alteza, pero preferiría que no fuera de ese modo.
—Atiéndela, Alexandra —el tío Bruno le tocó la mano con cariño y
sonrió al dejarla libre—, yo iré a ver cómo está Alan.
La reina simplemente asintió y miró con dudas a la duquesa.
—¿Y bien?
—La princesa Beth, creo que tiene sospechas.
—¿De qué hablas?
—Sobre… sobre su relación con el señor Bruno.
—¿Por qué dices eso? —la reina se puso repentinamente pálida.
—Ella me preguntó sobre ello y también me dijo si no consideraba
extraño que los príncipes se parecieran tanto sr. Bruno.
—Esa mocosa… ¿ha hablado con Alan?
—Sí, el príncipe Alan estuvo con ella.
—¿Dónde está ella ahora?
—El príncipe Raimond la mandó llamar.
—¡Dios santo! Sí acaso esa mocosa dice algo de más.
—¿Qué debemos hacer?
—Nada, yo me encargaré de la curiosidad de la princesa —dijo la
mujer—, le pondré otras cosas en la cabeza.
—¿Su majestad?
—Ve con ella, que no haga estupideces.
La duquesa partió, dejando la reina en soledad para planificar
adecuadamente sus siguientes pasos. Se estaba cansando de la presencia de
esa mujer, estaba por demás decir que un divorcio no era una opción, pero
había otras formas de deshacer un matrimonio, como por ejemplo… la
muerte.
Capítulo 24
Últimamente Beth era cuidadosa con su proceder en el castillo, desde
que el rey había muerto, un ambiente de ansiedad y miedo se había
instalado en las personas que habitaban entre aquellas murallas, temiendo
que el destino del pasado rey fuera el futuro de alguien más, razón por la
cual la joven había decidido no dejar en manos de nadie a Albert y lo traía
consigo fuese a dónde fuese.
—Oh, princesa Beth, seguro que está nerviosa por mañana.
La joven cerró los ojos y suspiró antes de volverse hacia Marilla.
—No tengo nervios, me encuentro de maravilla, señora Hofergon —la
miró de arriba abajo—. ¿Qué hace por esta ala del castillo? Creí entender
que el príncipe le había prohibido venir a las recámaras reales.
—Puede ser, pero la reina ha pedido mi presencia con constancia,
¿olvida que ahora soy su dama más allegada?
—Me parece conveniente en verdad, que dos personas tan
malintencionadas logren juntarse y llevarse bien.
—No deberías hablar tan descuidadamente, querida Beth, recuerda que
jamás dejará de ser la madre de tu marido.
—Es mi maldición, es verdad.
—No tendría que serlo si te fueras.
—¿Aún obsesionada con algo que no puedes tener, Marilla?
—¿Qué no puedo? —sonrió—. Por favor, princesita, sólo porque ahora
lo tienes cautivado entre tus piernas, no quiere decir que ha dejado de
amarme.
Beth sintió asco ante aquellas palabras y acomodó a su hijo en sus
brazos, odiando tenerlo en presencia de aquella mujer.
—Bien, con su permiso, señora Hofergon.
—¿Te has rendido?
—Me he cansado de un lenguaje tan vulgar, tengo mucha educación
como para rebajarme a escuchar semejantes barbaries.
Marilla enfureció ante aquellas palabras, no tenía idea como esa
chiquilla temerosa y estúpida que había conocido, se había logrado
convertir en una mujer altiva y orgullosa.
—¿Lo recuerdas Beth? —le dijo malvada—. ¿Aquellas noches que
pasabas en vela, esperando porque llegara a tus habitaciones? Aquellos
rezos que alzabas al cielo para que al menos te mirara, te hablara o te
hiciera el amor sin pensar en mí ¿has olvidado lo que era estar en segundo
lugar siempre?
El corazón de Beth latía con rapidez y sus ojos escocían ante las
lágrimas, porque no lo había olvidado, porque lo que decía era cierto,
porque la avergonzaba aceptar que lo hizo, que rezó y que se cansó incluso
de creer que Dios existía.
—Ahora te está tocando vivirlo a ti, ¿cierto? —contraatacó.
Marilla enfureció, alzó la mano para estamparla en la mejilla de
aquella mujer, pero fue detenida en el acto con la firmeza del pulso de
Raimond, quien apretó la muñeca hasta que le causó verdadero dolor que la
hizo gritar un poco.
—Creo que te había dicho que no tenías acceso a esta zona.
—Viene con su madre, su alteza —se excusó Marilla.
El príncipe volvió la mirada hacia su mujer, quien estaba en un estado
catatónico, como no la había visto en mucho tiempo.
—Retírate, te dije que tenías prohibido dirigirle la palabra a mi esposa
—dictaminó.
—Fueron palabras por cordialidad, su alteza, me retiro.
Marilla se alejó con aquella sonrisa triunfal, dejando entrever que no
había existido tal cordialidad entre ella y la princesa.
—Mi amor, ¿Estás bien? ¿Qué te ha dicho?
—Estoy bien —negó con la cabeza—. No ha dicho nada diferente a lo
que dice siempre, busca decir algo para lastimar.
—¿Lo logró?
—Sí, pero puedo con ello.
—¿Es algo sobre mí? —él parecía fuera de sí al notar que Beth no
contestaba y miraba hacia otro lado—. Te amo Beth, a nadie más, no me
importa nadie más.
La joven sonrió, lo tenía totalmente controlado, quizá lo que Marilla
dijo era verdad, lo tenía dominado en medio de sus piernas, pero si eso
significaba que él se comportara de esa manera en la que sufría cada vez
que ella dudaba… sí, le parecía que estaba ganando.
—¿Qué querías decirme?
—Te venía a enseñar este proyecto, quería saber si gustarías tomarlo
bajo tu control.
Ella lo leyó con rapidez y lo miró de regreso.
—¿Me delegas algo tan importante?
—Sí, necesito ayuda en el puesto y creo que quien debe ocupar mi
primer respaldo has de ser tú.
—¿Qué hay de Alan?
—Lo he intentado durante estas semanas, pero me hace explotar y
normalmente entro en cólera.
—Aprenderá, ahora tiene un papel más importante.
—Siempre lo ha tenido, pero se dedica a evitarlo —sonrió y fue a
sentarse en unas escaleras cercanas.
Beth sonrió ante aquella imagen, el próximo rey estaba sentado en el
tapete de las escaleras, parecía cansado y desalineado, fuera de su
personalidad al estar ahí tirado sin ningún cuidado.
—Parece que has tenido días pesados, llegas tarde a dormir.
—Es agotador y demandante.
—Entonces, debido a que el resto de tus días será de esta forma, a
partir de mañana, creo que sería conveniente que hoy te tomaras el resto de
la tarde —sugirió.
—No creo que me sea posible —sonrió con el ceño fruncido.
—¿Por qué no damos un paseo? ¿Solo nosotros?
Él la miró esperanzado.
—¿En verdad?
—Sí, ¿por qué no? —acomodó al bebé en sus brazos—. Creo que a
Albert le haría bien.
—Si es tu deseo, entonces, pediré una carroza ahora mismo.
—Que sea destechada, me gustaría que los rayos del sol tocaran un
poco a Albert, le hará bien.
—Bien —se acercó y la besó—. Te veo en media hora en la puerta
principal.
Beth fue a ponerle algo más cómodo al bebé para salir, notando
entonces que Ana se metía en la recámara y comenzaba a ayudarla sin pedir
explicaciones.
—Mi señora, escuché que el príncipe ha pedido una carroza para
ustedes —dijo la mujer.
—Sí, le he hecho una petición y ha aceptado.
—La tiene a usted muy consentida, me da gusto en verdad.
—¿Consentida? —la miró—. Sí, parece que ahora soy eso, pasé de ser
la pisoteada princesa a ser la consentida princesa, es un cambio radical a mi
ver, pero muy bien aceptado.
—Princesa, debería dejar la amargura y disfrutar que su marido al fin
ha tomado la razón.
—Sí, muchos me dicen lo mismo, pero soy cabeza dura y no tiendo a
perdonar con facilidad… pese a que me convendría hacerlo.
La duquesa Ana sonrió y siguió arreglando al bebé mientras la
princesa se cambiaba a ropas cómodas, adecuadas para cuando se hace una
festividad en el jardín.
—Princesa, ¿necesita que la ayude a algo más?
—No, querida Ana, no —sonrió—, he sido descuidada, ni siquiera he
preguntado si has visto a tus hijos en estas festividades.
—He tenido la gracia de verlos —asintió—, aunque se me ha hecho un
tiempo demasiado corto, amaría tenerlos conmigo siempre.
—Considero al duque demasiado estricto, mira que mandarlos a tan
corta edad al internado… me parece terrible.
—Es la costumbre, princesa.
—No mandaré a Albert a tal sufrimiento, he escuchado que es terrible
—negó—, me opondré con pie firme.
—No debe preocuparse por eso, princesa, el príncipe Albert es aún
muy joven para tener que pensar en ello.
Beth pensaba que nunca era demasiado pronto para dejar algo en claro,
pero le daría tregua a su marido de momento y se dispuso a pasar una tarde
agradable con él, seguro que eso dolería en el alma a Marilla y a la reina,
quienes tanto se esforzaban en quererla hacer caer de la gracia de su
marido. Lo cual parecía imposible.
La joven bajó con el bebé, notando que Raimond ya la esperaba y
rápidamente apartó al pequeño de los brazos de su madre y lo acomodó
contra su pecho, dándole un beso en la cabeza y después besando a su
esposa en los labios.
—¿Vamos?
—Sí —sonrió la joven, tomándose de su brazo para salir.
Marilla miraba todo desde una de las ventanas del castillo, junto a ella
estaba la reina, quien parecía tan furiosa como lo estaba ella.
—Parece que lo ha embrujado —dijo la reina.
—Y no lo dudaría ni un segundo —frunció el ceño Marilla—. Es
extraño cómo lo controla, ahora que subirán al trono…
La reina asintió sin decir palabra, sonriendo para sus adentros y
mirando cómo la feliz pareja subía al carruaje junto con el príncipe.
—Habrá que esperar —dijo la reina—, en la vida pueden pasar
muchos imprevistos.
Beth en serio estaba disfrutando del paseo con su marido, el verlo
relajado y enfocado en hacer sonreír a su bebé le causaba una sensación
placentera que lo hacía quererlo.
—¿Qué? —sonrió hacia ella.
—Nada —bajó la mirada por un segundo—, pareces contento a su
lado, últimamente te vas temprano de la recámara.
—Al parecer, un rey no duerme nunca, menos uno que entra en medio
de disturbios.
—Se arreglará —le tocó la mejilla—, por el momento, distrae tu mente
un poco y mira lo que tienes alrededor.
Raimond hizo caso, abrazó al bebé y miró la frondosidad de los
árboles, el aire limpio y despejado del brumoso bosque, el sonido de los
caballos que tiraban de la carroza y la voz de su esposa que hablaba
dulcemente al niño en sus brazos.
—Oh, ven aquí, mi bebé hermoso —sonrió ella, quitando a su hijo de
los brazos de su padre.
—Beth… —le levantó la barbilla para que lo mirara—. ¿Eres feliz?
Después de todo lo que ha pasado, ¿quieres quedarte?
—¿Me estás dando opción?
Raimond cerró los ojos, recostándose en la carroza y asintiendo.
—No quiero retenerte si no es tu deseo… no mereces permanecer en
un lugar donde te hacen infeliz.
—Pero si me voy, sería sin mi hijo.
—Encontraremos una manera, puedes vivir en uno de los palacios,
sólo tú y Albert, seguirías en Wurtemberg, pero no conmigo —la miró
abatido—. Dime entonces, tu respuesta.
—Por qué pregunta algo así.
—He hecho todo lo que está en mi poder para hacerte feliz, para
hacerte sentir amada, para que me tengas confianza, pero, si no te es
suficiente, entonces… jamás vamos a progresar, nos estancaremos en este
mismo punto por siempre.
—¿Es que acaso planea volverse a casar?
Raimond bajó la mirada y sonrió.
—Me considero hombre de una sola esposa, si te vas, seguirás siendo
mi mujer, simplemente te estoy liberando de mí.
—No creo que se lo permitan.
—Tengo un heredero, no hay necesidad de más.
—Claro que los pedirán, es asegurar el linaje.
—En todo caso, la respuesta sería no.
Ella bajó la cabeza, sabía por qué Raimond le estaba haciendo esas
preguntas, incluso era listo al facilitarle todo para que se marchara, era la
forma perfecta de forzarla a decir lo que sentía, pero no se sentía lista y no
quería decirlo, sería perder, no quería perder. De esa forma, si decidía
quedarse, sería sólo porque ella lo quería, nada más la estaría reteniendo
más que un cariño hacia él.
Su corazón palpitaba con fuerza y lo miraba fijamente; era una tirada
al azar, pedirían constantemente la presencia de Albert o de ella en la corte,
no era como si pudiera desaparecer, al ser la reina y esposa, debía estar
junto a él, pero Raimond parecía quererle decir que sería libre, ¿libre?
¿Libre de qué cosa?
—Raimond…
—¡Agáchate! —gritó, poniendo su cuerpo como protección de ella y
de su hijo.
Los hombres que les hacían guardia salieron disparados a la dirección
de donde había salido el proyectil, buscando al individuo que había buscado
lastimar a la reina, porque había sido dirigido hacia ella, sólo por la rápida
reacción del rey se había salvado.
—¿Raimond? —dijo ella fuera de sí—. ¡Raimond! ¡Por Dios!
Ella se tuvo que agachar en el espacio que había entre los asientos,
tratando de ayudarlo y fracasando magistralmente.
—Estoy bien, Beth —dijo, viendo su hombro herido—. Tranquila,
estoy bien.
—Estás herido, sangras… estás sangrando.
—Mi amor, lo sé, es una herida —la carroza ya se dirigía de regreso al
castillo—. Qué mal momento para que alguien quiera asesinarte, ¿no te
parece?
—No bromees, no ahora —Beth tenía al bebé sostenido en un brazo y
con su mano libre presionaba la herida, se había tenido que sentar a
horcajadas sobre él para equilibrar mejor su cuerpo.
—Estás preocupada —dijo, elevando su mano sana—. ¿Por qué?
—No seas tonto, no digas estupideces —lloró—, estoy asustada, te han
disparado, querían matarme, ¿por qué a mí? Yo no importo.
—Quizá sepan que, si mueres, querré morir contigo —sonrió.
—Deja de decir estupideces, no digas tonterías cuando estás muriendo
—negó con aprehensión.
—Beth, ¿en qué mundo piensas que me estoy muriendo? —se sentía
cansado, pero su esposa resultaba ser una buena distracción para no
desmayarse.
—No lo sé, no lo sé —dijo ansiosa.
—Cuando te dispararon a ti no parecías tan preocupada como ahora —
sonrío—, creía que tenías más resistencia frente a esto.
—Y la tengo, no sé qué me pasa, estoy hablando como una
enloquecida, será que estoy conmocionada.
La carroza llegó al castillo, donde sorpresivamente ya estaban
esperando por el rey, Beth había visto que uno de los caballos de la guardia
se había dirigido al castillo, pero se sorprendía de la eficiencia, debían
recompensarlos, incluso traían consigo al agresor.
—¡Qué ha pasado! —gritó la reina—. ¡Dios Santo! ¡Raimond!
Beth entregó al bebé a la duquesa Ana y fue tras su esposo, quien para
ese momento ya estaba a media consciencia, pero la seguía llamando como
si siguieran en la carroza.
La joven había hecho que mantuvieran a todos fuera de esas
habitaciones, dejándola a ella como la única persona de la familia que
estuvo presente durante todo el proceso de sanación. Permanecía impasible,
pegada a un ventanal de la habitación, viendo a los médicos trabajar con
una entereza de la que los médicos no podían dar creidito, sobre todo por el
susto por el que debía estar pasando.
—El príncipe estará bien, su alteza —indicó uno de los doctores—.
Seguro despertará en unas horas, es mejor que descanse.
—Gracias —les tomó la mano—, no saben cómo lo agradezco.
—Es para nosotros un honor, mi señora.
Ella asintió agradecida y fue a sentarse junto a su esposo, quien
permanecía tranquilo y respiraba con normalidad, era un buen indicio de
que estaría bien, al menos eso esperaba.
—Raimond… mi amor —susurró—, no me iré a ningún lado.
Beth no se atrevería a decírselo cuando estuviera despierto, pero al
menos había sentido la libertad de susurrarle en ese momento de
inconsciencia, las palabras que jamás salían de sus labios dirigidas hacia él,
tanto las amorosas, como las que le decían que se quedaba.
—¡Mi hijo! —se adentró la reina—. ¡Ha sido tu culpa!
—¿Mi culpa? —negó Beth—. Nos dispararon, no pude decir que he
sido yo quien lo pensó.
—Está herido gracias a ti —negó—. Él es mucho más importante que
tú, jamás debió arriesgarse por ti.
—Eso deberá decírselo a él, jamás se lo pedí.
—¡Sal de aquí! No quiero verte aquí.
—Él es mi esposo —se indignó al ver que Marilla venía en compañía
con la reina—. No puede echarme de aquí.
—¡He dicho que salgas! —gritó la reina—. ¡No tienes derecho! ¡Vino
de mí! Si digo que no te quiero aquí, no estarás aquí.
—Vamos princesa —le tomaron los hombros—, deje que se le pase el
susto, actúa sin pensar.
Beth miró a la duquesa Ana y asintió, sabía que, si la reina madre lo
ordenaba, ella tenía que obedecer, pero no quería dejarlo, deseaba
permanecer a su lado, aunque, quizá sería mejor idea que saliera, nada
bueno podía salir estando ella y la reina juntas.
Raimond comenzó a despertar al poco tiempo, resintió el dolor de su
hombro, pero era una dolencia que le era conocida de otras muchas veces
en las que había obtenido el mismo resultado. Su vista estaba un poco
nublada, pero alcanzaba a identificar a una mujer que estaba parada junto a
una silla, donde había otra persona.
—¿Beth? —dijo enronquecido, llamando la atención de las dos
mujeres qué rápidamente se volcaron a él.
—Hijo, mi vida, ¿cómo te sientes?
—Madre… —la miró y después a Marilla, quien sonreía—. Beth,
¿Dónde está ella?
—Se ha querido ir —dijo la reina.
—¿Qué? —intentó sentarse, sintiendo un profundo dolor, recordando
que él le había dado esa prerrogativa—. ¿Se marchó?
—Sí, parece ser que no quiso quedarse a tu lado —dijo Marilla.
—¿A dónde se marchó?
—Seguro estará en sus cámaras —anunció la reina despectiva.
—En… —sonrió y se tranquilizó—. Está en su habitación.
—Raimond, ¿acaso estás delirando? —frunció el ceño Marilla.
—No, mándenla llamar ahora mismo.
—Hijo, acabo de mencionar que no quiere estar aquí.
—Y yo estoy diciendo que venga, ahora.
—Pero qué testarudo eres —dijo Marilla.
La reina apretó la quijada y miró hacia una de las doncellas, quien
salió corriendo de la habitación. Pasaron sólo unos minutos hasta que Beth
entró casi corriendo, mirándolo con una sonrisa y unas lágrimas que se
acumulaban en sus ojos.
—Mi amor —le estiró la mano—. ¿Por qué te has marchado cuando te
ves tan ansiosa por estar aquí?
—Tu madre creyó que sería mejor que me marchara —le tomó la
mano y lo besó en los labios frente a las dos mujeres que la habían echado
—. ¿Cómo te sientes?
—Mejor, ahora que te veo —sonrió—. ¿Albert?
—Está recostado.
—Madre, señora Hofergon, ¿podrían dejarnos solos?
—Pero querido… —inició su madre.
—Insisto, quiero estar con mi esposa.
La reina madre se levantó, mostrándose ofendida y salió en conjunto
con su dama de compañía. Beth sonrió hacia su esposo en todo momento, ni
siquiera se había dignado a mirar a las dos mujeres que de seguro la estarían
asesinando con la mirada.
—Bésame de nuevo, mi amor —sonrió el príncipe—, que no sea sólo
por venganza hacia mi madre y la mujer que la acompaña.
—¿Cómo has sabido que ha sido por venganza? —sonrió—. En verdad
estaba lo suficientemente preocupada como para desear besarte… no te
agradecí por salvarme la vida y la de Albert.
—No debes agradecer, ustedes son mi familia, mi mundo —le tocó la
mejilla—, lo haría las veces que fueran necesarias.
—¿Tienes idea de porqué buscaban matarme?
—No —frunció el ceño—, entendería que me quisieran matar a mí,
pero la verdad es que tuve que moverme sobre ti para salvarte. No tiene
sentido, el pueblo te adora.
—No todo el pueblo la adora, Raimond.
—Alan —miró a su hermano—, te ves mejorado.
—Por favor, fue sólo un rasguño —sonrió, mirando hacia su brazo
inmovilizado en el cabestrillo—. Pero veo que te dio envidia y quisiste
hacerte uno igual.
—Atacaban a Beth, ¿Quién puede odiarla?
—Por favor, tu propia madre la odia —sonrió el menor.
—¿Crees que madre podría mandarla a matar? Alan no digas
estupideces —Beth se había sentado junto a su esposo, tomándole la mano
mientras miraba a su cuñado con interés.
—La creo capaz de todo, esa mujer tiene más secretos que…
—¡Alan! —gritó de pronto el tío Bruno—. No es forma de hablar de tu
propia madre.
—¿Ah sí? —se volvió hacia él—. ¿Tú quién eres para defenderla?
¿Quién eres para meterte conmigo?
—Basta, Alan, eres un hombre, no un niño.
—No estoy siendo nada menos que un hombre.
Raimond miró extrañado aquella escena, era verdad que Alan nunca
había sido muy afecto al tío Bruno, pero de eso, a una confrontación como
aquella… no recordaba que hubiese pasado antes, por no decir que nunca.
—Deberías ponerte a tus labores —recordó Bruno—. Ahora con tu
hermano indispuesto, cae en ti la responsabilidad.
—Me largo de aquí.
—¡Alan!
—Está bien, tío —pidió Raimond—. Podré levantarme dentro de poco,
no es necesario que le presionen, la muerte de padre le ha afectado más que
a nadie.
—¿Cómo te sientes? —le dijo con preocupación y cariño—. ¿Qué fue
lo que sucedió?
—Le disparaban a Beth en esta ocasión —apretó la mano que ella
mantenía entre la de él—. No entiendo el porqué.
—Tenía entendido que el pueblo amaba a tu mujer.
—Y así es —le dijo—, por eso Alan sugirió a madre, sé que lo hace
por molestar, está enojado con todo el mundo justo ahora.
—Por supuesto, tu madre sería incapaz de semejante atrocidad.
—Creo que los dejaré un momento a solas —Beth se puso en pie y
miró a su marido—. Vendré en un momento, ¿está bien?
—No te preocupes —asintió el hombre.
—Tío, ¿Sería tan amable de cuidarle mientras no estoy?
—Sería para mí un placer, princesa.
—Gracias —la joven observó la forma en la que aquel hombre se
sentaba en una silla junto a la cama y miraba con preocupación al
muchacho que estaba tendido.
Salió prácticamente corriendo de la habitación para alcanzar a Alan,
debía ser la persona con la que nunca se imaginó hablar del tema, pero
parecía ser el único que en realidad lo sabía.
Capítulo 25
Beth encontró a Alan coqueteando con una doncella, quien parecía
más que encantada de tener la atención del príncipe y se sonrojaba con
constancia, parecía corresponder a las jugarretas del apuesto hombre que
tenía enfrente.
—Alan, ¿unos momentos?
—Beth —se enderezó en su lugar y la miró sorprendido—. Pensé que
te quedaría a cuidar de mi hermano.
—Tu tío se encarga de ello ahora —la doncella desapareció en ese
momento, sintiéndose avergonzada ante la próxima reina.
—Sí, ya me imagino que sí —el muchacho comenzó a caminar.
—Alan, no te agrada tu tío, ¿verdad?
—¡Pero qué perceptiva eres! ¡Bravo!
—¿Cuál es la razón? —le tomó del brazo y lo volvió hacia ella,
mostrando la cara enfurecida del muchacho—. Sé que no eres conflictivo,
quizá enfadoso, pero jamás buscas problemas.
—No me conoces, entonces.
—Lo hago —se puso frente a él cuando volvió a caminar lejos de ella
—. Lo que pasa es que amabas a tu padre y te duele saber que en realidad
no era tu padre.
Alan la miró con extrañeza y furia.
—¿Qué dijiste?
—No soy tonta —le dijo—. Entendí lo que me dijiste el otro día en mi
estudio, él rey no era tu padre, ¿Verdad?
—Beth, en este castillo, no te conviene deambular e inculpar de esa
forma a nadie, menos a mi madre.
—Tú la has inculpado antes.
—Yo soy un colérico hombre que dice tonterías todo el tiempo, nadie
me toma en cuenta, pero tú estás creándote historias de un momento de
enojo que tuve.
—Pero…
—Te recomiendo que no digas tonterías, a ti nadie te las va a perdonar
—elevó una ceja y se marchó.
Alan tenía razón, él podría decir lo que quisiera, incluso contra la
reina, pero no dejaba de ser el príncipe del lugar y la reina jamás dejaría de
ser su madre. Pero ahora lo tenía más que claro, el tío Bruno era el
verdadero padre de los muchachos, eso los hacía todo, menos los herederos
del reino.
Quizá esa era la razón por la que Alan no quería hablar del tema, no
quería que su hermano perdiera el derecho al título, además de que no
habría forma de comprobarlo, ninguna además de la forma notoria en la que
el tío Rudolf miraba a los dos hijos de la reina.
Entendía por qué la reina la mandaría matar, sería otro obstáculo
menos en su camino, sin el rey y después sin ella, la reina tendría acceso a
Raimond, quien seguiría teniendo a su heredero, incluso le daría a Marilla
para compensar la falta que Beth le ocasionaría.
●▬▬▬▬▬▬۞▬▬▬▬▬▬●
El tío Bruno entró a las cámaras especiales de la reina. Ella se
encontraba mal, con una palidez persistente y una doncella lanzando aire
sin cesar a su rostro, tratando de mantenerla en sí.
—Fuera —ordenó la reina a la doncella.
Esta obedeció en seguida y salió de la habitación.
—¿¡Estás acaso loca Alexandra!? —gritó—. ¡Pudiste matar a Raimond
en ese intento estúpido!
—¡No era mi intensión que eso sucediera!
—Pero pasó —se acercó—. Casi matas a tu propio hijo.
—¡Lo sé! No hace falta que me lo recuerdes.
—Tus celos hacia esa muchacha son una tontería —le dijo—. Si no te
das cuenta, tu hijo la ama, la ama con locura y haría cualquier cosa por
salvarla.
—¡Ella no puede subir al trono con él!
—Lo hará, Alexandra, mañana lo hará.
—¡Sobre mi cadáver!
—Irás a morir hoy, Alexandra, porque no permitiré que arriesgues
nuevamente la vida o la felicidad de Raimond.
—¿Me amenazas?
—Sí —dijo seguro—. Es mi hijo también y mientras así sea, le
protegeré de ti.
—No necesita protección de mí.
—Al parecer sí, estás tan cegada por los celos que no alcanzas a ver lo
que le provocas —la apuntó—. ¡Esa muchacha es una niña a comparación!
Compórtate como la reina madre, no como una estúpida concubina que no
sabe aceptar que perdió.
—Esa mujer tiene a todo Wurtemberg a sus pies, ¿no te das cuenta? —
le dijo exasperada.
—¡Deberías agradecerlo! —le gritó—. ¡Es la esposa del rey!
—¡No! Deben amarlo a él, no a ella.
—¿Te escuchas, Alexandra? ¿Escuchas tu locura?
—Haré lo que crea necesario por mi hijo.
El hombre tomó aire y lo liberó detenidamente.
—Bien, haré lo mismo.
—¿Te pondrás en mi contra?
—Si es necesario, sí.
—Bien, protege a la mocosa también, veremos quién gana.
—Ya ni siquiera lo haces por Raimond, ¿verdad? —la miró con
desilusión—. Lo haces por ti, por la competición que te has impuesto en
contra de esa muchacha.
—No es de tu incumbencia —Bruno asintió y tocó sus sienes.
—Alan está fuera de sí, cada vez más —le informó.
—Alan ama a su hermano —dijo la reina—, no hará nada para
perjudicarlo. Así que deja de temer de él.
●▬▬▬▬▬▬۞▬▬▬▬▬▬●
Beth se encontraba en la habitación de Raimond, ella en realidad
odiaba esa habitación, porque era una a la que Marilla también había
entrado, pero con su esposo convaleciente, era la opción momentánea,
tendría que estar ahí si deseaba estar junto a él.
—He dejado a Albert al cuidado de Cloe —dijo ella con una sonrisa—.
Creo que dormirá tranquilo, ha comido bastante bien.
—¿Quieres que nos cambiemos de habitación, mi amor? —le estiró la
mano y ella la tomó, sentándose en el lecho junto a él—. Sé que te
incomoda estar aquí.
—No es de mi agrado, pero creo que deberías descansar, mañana
tendrás que levantarte para la coronación y necesitas reponer fuerzas.
—Me cambiaré si me lo pides.
—Está bien —negó—. Simplemente… pensé en algo.
—¿Qué cosa? —ella se puso en pie y quitó el camisón que cubría su
cuerpo—. ¿Es una invitación?
—Sí —se sonrojó—. Lo es.
—¿Quieres que te haga el amor aquí?
—Sí —dijo en una pequeña voz—, aunque creo que yo te lo haré a ti,
no puedes moverte.
—¿Es una orden? —elevó una rubia ceja.
Ella sonrió.
—Sí.
La joven se sentó sobre el regazo de su marido y se inclinó para
besarlo con posesividad, parecía que deseaba arrancarle los labios en
aquella caricia demandante. Raimond la abrazaba con su brazo sano e
intentaba levantarse para llegar mejor a sus labios, pero ella se lo impedía
constantemente.
—Te amo Beth… —le apartó el cabello de la cara—. Te amo.
Ella ignoró aquellas palabras y siguió, regando besos por el cuerpo de
su marido, haciéndolo gruñir y quejarse mucho antes de siquiera haberse
unido a él, pero cuando lo hizo, fue el turno de ella de mostrarse satisfecha
y deseosa, en aquella posición dominante Beth hacía su mejor intento por
desquiciarlo, pero parecía funcionar mejor para sí misma, se encontraba tan
presa en su deseo que no se fijaba si él lo estaba disfrutando también,
incluso lo escuchó quejarse en alguna ocasión por haberle lastimado el
hombro.
—Lo siento —se acercó y lo besó en medio del deseo, sin detenerse—.
Lo siento, te estoy lastimando.
—Está bien —la abrazó a sí—, puedes continuar.
Ella lo hizo, tratando de recordar que su marido estaba herido y que,
por lo menos, no debía tocarle el hombro, pero no sabía si lo hacía
inconscientemente o racionalmente, pero en más de una ocasión lo hizo,
escuchándolo gemir de dolor y tensarse bajo ella, pero lo aguantaba, resistía
que ella lo lastimara y le permitía seguir en medio de su placer. Ella gritó
cuando sintió que su cuerpo convulsionaba y el de él también, quizá lo
habría lastimado, pero nadie le quitaría la satisfacción que había alcanzado.
Beth se apartó con cuidado de él y se cubrió con las sábanas antes de
volverse para mirarlo. Raimond simplemente le tocaba la espalda,
acariciándola hasta el momento en el que decidiera recostarse en él.
—¡Pero si te he vuelto a hacer sangrar! —se dio cuenta e
inmediatamente se puso en pie.
—Era de esperarse —se miró y quejó un poco—, pero prefiero sangrar
a no haberte tenido sobre mí.
—Debiste detenerme.
—No lo quise así.
—Raimond —negó—, fui una bruta al lastimarte así.
—Al menos sé que te has desquitado un poco —se quejó cuando ella
quitó la venda y comenzó a limpiarlo—. ¿Te encuentras bien?
—Más que bien —sonrió apenada—, temo que no puedes decir lo
mismo.
—Claro que puedo, fue lo más excitante que haya hecho en mi vida,
verte sumergida en tu deseo ha sido magnifico.
—Sshh, silencio —pidió mientras terminaba su tarea y le volvía a
colocar la venda y le daba el medicamento que había dejado el médico—.
Vamos, tienes que descansar.
—Ven, recuéstate a mi lado.
Ella se subió a la cama y se recostó junto a él, acariciando el pecho
descubierto y bajando hasta su ombligo, donde lo sintió tensarse
nuevamente.
—La única razón por la cual aceptaré esa corona mañana —dijo—, es
porque te veré senada a mi lado, recibiendo tu propia corona y siendo mi
esposa.
—Raimond… —bajó la mirada.
—¿Piensas marcharte? ¿Es eso?
—No me iré —le dijo segura—, no puedo irme.
—Pesé que había quedado claro que no había impedimentos.
—Sí, hay uno nuevo.
—¿Y cuál es?
—Que… —ella cerró los ojos—. Raimond, estoy embarazada.
El hombre hizo ademan de levantarse, pero ella lo impidió de nuevo,
colocándole una firme mano en el pecho para recostarlo.
—¿Desde hace cuánto lo sabes?
—Hace tiempo —escondió la cara—, no quería decírtelo.
—Creo que era algo que eventualmente iba a descubrir.
—Soy delgada, puedo esconderlo por unos meses más.
—¿Por qué quieres esconderlo? —le tocó la mejilla—, me llena de
regocijo la noticia, quiero gritarlo, no esconderlo.
—No —le tomó la mano—. Estamos siendo amenazados y quiero que
el bebé que está dentro de mí no esté escuchando o siendo parte de
conspiraciones antes de que nazca.
—Mi amor, un embarazo no es poca cosa, tienes que estar tranquila,
descansar y si nadie lo sabe, no te lo permitirán.
—Por favor Raimond, que quede entre nosotros.
—¿Por esa razón no quieres marcharte? ¿Por qué tendremos otro hijo?
—sonrió.
—Quiero que se sepa que es tuyo, si me voy, muchos podrán especular
que te he sido infiel, cuando no es así.
—Eres demasiado orgullosa, con que yo lo sepa…
—Supongo que no es sólo eso.
—¿Entonces?
—No quiero… —su voz se apagó—. No permitiré que vuelvas a lo de
antes.
—¿De qué hablas?
—Yo soy tu esposa, yo soy la que llevará la corona, así que, a mi ver,
debes respetarme.
—Lo hago.
—Me refiero a que lo hagas, aunque no esté aquí y en cambio haya…
otras mujeres.
Raimond suspiró.
—¿Aún no confías en mí? Ya ha pasado mucho tiempo desde que todo
pasó, te he sido fiel, te he amado y respetado en todo lo que me es posible y
conozco.
—Yo… —ella cerró los ojos con fuerza y gritó desesperada—. ¡Bien!
¡No quiero marcharme! No daré una explicación, pero no me iré
¿entendido? Es todo lo que diré y no me sacarás nada más.
Raimond elevó su brazo y la recostó sobre su costado saludable y besó
su coronilla.
—Está bien, no volveré a preguntarlo, tranquilízate, recuerda que
tienes un niño en el vientre.
—Lo sé —lo abrazó—, debes dejar de alterarme.
—Lo lamento, no lo haré más.
Ella sonrió contra su pecho y se apresuró a dormir.
A la mañana siguiente, temprano por la mañana, la recámara de su
marido tuvo una invasión de un sequito de personas preparadas para
separarlos de la cama y de los brazos del otro. La reina y Marilla parecían
especialmente molestas al haber entrado y encontrar a la pareja en tal estado
de intimidad, ambos desnudos, con las extremidades enredadas y las
aparentes ganas de no separarse.
—Princesa, por favor —pidió la reina madre—. En su habitación la
esperan para prepararla.
—¿Pueden salir todos por un momento? —dijo Raimond,
completamente exasperado de tener a tanta gente en sus habitaciones,
impidiéndoles salir de la cama debido a que ambos estaban desnudos.
—Hijo, no vengas con pudores, en este momento no hay tiempo para
ello, necesitamos darnos prisa para que todo esté preparado.
—Estoy de acuerdo madre, te aseguro que entre más rápido salgan de
aquí, más rápido podrán tenernos en su poder, mientras tanto, no permitiré
que mi esposa se levante de esta cama estando desnuda y frente a tantos
hombres ¿Está claro?
La reina apretó la mandíbula y pidió con prisas que los mozos, ayuda
de cámara y demás personal salieran de ahí para dejar que la pareja se
levantara y colocara sus batas.
—Te lo agradezco —se avergonzó Beth—, no pensé en el día
siguiente, debí prever que esto pasaría.
—Me agrada más el hecho de que no lo pensaras, puesto que te habrías
limitado y la noche anterior no habría sido tan asombrosa como lo ha sido.
Ella sonrió con perversidad y se aventó encima de él, haciéndolo caer
sobre la cama, presionando su torso contra el de él, admirándolo sonreír y
sintiendo cómo la tomaba por la cintura con un único brazo.
—Parece que he logrado complacerlo sobre manera, majestad, pero
dudo que esto complazca a mi lady la madre del rey.
—Eso no me importa —levantó su cabeza y tomó los labios de su
esposa con cariño, pasión y demasiada ternura.
Los toques insistentes en la puerta hicieron que el beso se cortara
presurosamente y ambos volvieran la vista, esperando que no hubiera
intromisiones nuevamente.
—Creo que es mejor que me levante.
—Me gustaría que te quedaras justo así —la apretó—, con tus pechos
presionándose contra mí y tus labios reclamando los míos.
—Tengo que irme —susurró cerca de él—, pero, quizá, si te portas
correctamente, pueda recompensarte en la noche.
—¿En verdad? ¿Guardas más secretos para tu marido?
Ella estaba sentada en el borde de la cama, colocando su bata.
—Muchos más, majestad, le aseguro que lo sorprenderán.
—Me pregunto de donde habrás conseguido esos conocimientos.
—Es mejor no preguntar —sonrió.
—Quizá tengas razón —se levantó—, pero espero que seas generosa,
hoy es un día de celebración, merezco un buen premio.
—¿Seguro? No has hecho nada para merecer ese trono, has nacido
destinado a ello.
—Lo considero un logro porque planeaba declinarlo.
—¿Qué dices? —ella lo miró sorprendida.
—Sí, pensaba abdicar, hacía mucho que lo pensaba, pero cuando nació
Albert… todas las responsabilidades cobraron sentido y sólo me queda
prepararle un buen lugar para que reine.
—¿Te has quedado por Albert? —dijo impresionada.
—Por ustedes tres —le tocó el vientre—, no puedo creer que ahora
sean tres las personas que ocuparán todos mis pensamientos.
Ella sonrió.
—No planeaba multiplicarlos tampoco —se inclinó de hombros—,
simplemente llegó, pero debo admitir que estoy agradecida por ello.
—Te veré en un rato —la besó.
—Ponte atractivo —elevó las cejas—, cuando camines hacia tu
pomposo trono, recuerda mirarme.
—Siempre te estoy mirando, será lo único que me motive a llegar a ese
pomposo trono —sonrió.
—¡Raimond! —gritó la voz de su madre desde el exterior.
—Adiós —su esposa salió volando de ahí, abriéndole la puerta a la
reina y saliendo con altivez hacia el pasillo repleto de gente.
Cuando su madre entró, él seguía teniendo esa cara bobalicona que
siempre tenía cuando Beth estaba cerca, incluso él mismo sabía que la tenía,
de alguna forma lograba sentir cuando estaba actuando como un idiota,
totalmente enamorado de su mujer.
—En verdad, Raimond, quita esa cara.
—Madre, ¿no es un día espléndido?
—¿De qué demonios hablas? Está nublado allá afuera Raimond.
—Seguro se quitará —dijo tranquilo, dejándose quitar la bata por los
ayudas de cámara.
—De verdad que esa mujer hace daño a tu razón, ¡Mírate! Parece que
caminas por las nubes.
—Quizá, madre, pero no le veo lo malo a tener una mujer que me
enamore todos los días.
—No digas tonterías, Raimond, por favor.
—¿Tonterías?
—¡Hola hermanito! ¿Cómo va tu día de coronación? —lo miró
extrañado—. ¿Por qué tienes una sonrisa tan estúpida? ¿Acaso disfrutaste
una noche fabulosa en los brazos de tu mujer?
—Eres un imbécil Alan, pero me alegra que estés aquí —sonrió,
pasándole un brazo por los hombros—. Necesito pedirte un favor.
—No me vengas con estupideces, no te ayudaré.
—Vamos, haz caso.
—Por favor, Raimond, déjate de tonterías y ve a bañarte.
Los dos hermanos entraron a la habitación del baño en medio de
susurros y siendo perseguidos por el resto de personas que ayudarían al
caballero en todo lo que se refería prepararse para tan importante
acontecimiento.
Beth, por su parte, había pasado por la cuna del bebé, lo llevó consigo
hasta sus habitaciones y se ocupó de él primero, corriendo a las damas que
la esperaban ansiosas con opciones de vestido, tiaras y demás indumentaria
específica para la que sería la reina.
—Su majestad —entró la duquesa Ana—, ¡Oh! Santo cielo, ahora veo
que ni siquiera ha comenzado a arreglarse.
—Sé que voy atrasada Ana, pero mi hijo va primero.
—Pero su majestad, estamos a horas de que la coronación tome lugar
—dijo preocupada—, la reina querrá matarnos.
—Oh, la reina siempre quiere matarme, Ana, ya me pasa sin cuidado
esa amenaza, pero sí, tienes razón, es momento de prepararme para la
coronación.
Una de las doncellas se encargó del bebé mientras que el resto se
esforzó en que la próxima reina luciera elegante, hermosa y perfecta. Beth
en realidad se sentía prisionera del vestido, torturada por el peinado y
encadenada a esa pintura, pero al verse en el espejo, podía decir que habían
hecho un buen trabajo, se veía perfecta.
El color del vestido era en distintos tonos de plateado con una larga
banda azul atravesando su pecho hasta su cadera, elegante, con una caída
perfecta y una larga cauda; brocados, incluso tenía piedras que lo hacían
brillar y un hermoso y elegante escote que mostraba su pálida piel. La
habían maquillado poco, resaltando sus ojos azules y su cabello rubio rojizo
estaba en un moño alto y favorecedor.
—Luces preciosa, mi amor.
—Raimond —se tocó el vientre apretado—, necesito que…
—Salgan, por favor —pidió el futuro rey, acercándose lentamente a su
esposa mientras se quedaban solos—. ¿Ves, mi amor? Esta es la razón por
la que tienes que decir del embarazo.
—Sólo desabróchalo un poco, no quiero presionar al bebé.
—Bien, date la vuelta —él desabrochó el vestido y aflojó un poco el
corsee hasta que ella suspiro de alivio.
—Bien, está mejor, gracias —se tocó el vientre—. ¿Descánsate,
tesoro? Seguro que si lo hiciste.
Raimond la volvió hacia él y la miró detenidamente, admirándola
mientras la volvía un poco hacia un lado y hacia otro.
—Te ves en verdad, preciosa.
—Tú luces elegante.
—Veo que te ha puesto tiara, collar, brazalete y pendientes, pero, no
levas ningún anillo.
—Claro que sí —dijo la joven, sacándose el guante que le llegaba
hasta el codo—. ¿Ves?
—Lo veo —le tomó la mano y se lo llevó a los labios—, por eso
mandé hacer algo que le haga compañía.
—¿Qué acompañe qué?
—A tu argolla de matrimonio.
Ella elevó una ceja y lo miró dudosa cuando sacó una cajita.
—Oh, tú… ¿en verdad?
—Sí —le tomó la mano y le colocó la argolla—. ¿Te gusta?
—Bueno, es, es… es enorme y, y bueno es… —sonrió—. Me gusta
bastante, pero no entiendo por qué me la has dado.
—Creo que era necesario —la besó—. Me hace sentir que eres mía,
eres mi esposa y no puedo más que agradecerlo.
—Eres posesivo.
—Sólo sé que te amo.
Raimond la atrajo hacia sí y la besó tiernamente, dando inicio a que
fuera un beso más profundo y pasional, pero que se vio irrumpido con
prontitud.
—¡Sus majestades! —tocaron a la puerta—. Es hora de que salgan,
¡Mis señores!
Beth sonrió y se apartó de su marido.
—Es hora.
Era una ceremonia larga, ensayada y elegante. Todo el mundo sabía lo
que tenía que hacer, en dónde tenía que estar y qué tenía que decir, sin
embargo, como reina consorte, ella en realidad no tenía que hacer nada más
que sentarse en aquel trono, viendo como coronaban a su marido y él
recitaba las palabras. Era su simple tarea el ser hermosa y el cargar al
pequeño Albert como si fueran un trofeo del hombre que estaba siendo
dignificado; le agradaba poco aquella costumbre, pero nada se podía hacer,
tenía que aceptarlo.
Salieron juntos de aquella iglesia mientras las personas los alababan y
el pueblo de Wurtemberg se regocijaba ante ellos, parecían alegres de que la
princesa se hubiese vuelto la reina, esperaban un futuro mejor para todo el
pueblo.
Pero no todos estaban felices, había demasiados en esa corte que
deseaban que una u otra parte de esa pareja cayera o dejara de existir y lo
peor es que comenzaban a planificar la forma de hacerlo.
Capítulo 26
Beth había subido a sus habitaciones antes que cualquiera en la fiesta,
consideraba que era momento de que Albert comiera y era suficiente
cortesía de su parte el haber estado presente durante todo el día en aquel
festejo, incluso pensaba que muchos de los que seguían ahí abajo deberían
haberse ido a recostar desde hacía buen rato, estaba por demás decir que se
habían entusiasmado con la llegada del nuevo rey.
—Su majestad, el príncipe Albert.
—Oh, muchas gracias Gabriela —sonrió la reina y tomó al niño.
—¿Necesita otra cosa, su majestad?
—Haz favor de traer un poco de agua para beber, Gabriela y manda
llamar a Claude —dijo la mujer—. Oh, y mi jofaina.
—Sí, mi señora.
No podía creer que ahora fuese la reina, apenas y lo creía, era extraña
la forma en la que ahora todos se dirigían a ella, la manera de respeto y
reverencia, jamás se sintió más incómoda, tardaría bastante en
acostumbrarse, pero eventualmente lo haría.
Claude se encargó de quitarle el peinado, colocarle el camisón y
dejarla tranquila y lista en la cama, esperando a que terminara de darle de
comer al bebé para poder llevárselo a las habitaciones contiguas, donde la
reina podía escucharlo, pero estaría cuidado por nanas y doctores.
La puerta se abrió, dando paso a que Claude se inclinara
ominosamente ante el nuevo rey.
—Su majestad.
—Claude, ¿Qué haces aquí todavía?
—Espera a que Albert termine de comer —Beth sonrió hacia el niño
en sus brazos—. Parece ser que tenía hambre.
—Estuvo esperando a su madre por un buen rato —le tocó la cabecita
a su hijo y se sentó junto a su esposa, a quien saludó con un beso furtivo en
los labios.
Claude bajó la mirada y sonrió, eran una pareja formidable y hermosa,
el bebé que tenían era precioso, fuerte y bastante hiperactivo para la edad
que tenía, pero era un ángel, no solía dar problemas más que si necesitaba
un cambio de pañal o a su madre.
—Claude, creo que ha terminado —Beth lo separó con cuidado de sí,
permitiendo que su marido subiera el camisón mientras ella tendía al
pequeño a su doncella—, procura sacarle el aire y que esté cobijado, no
quiero que pase frío.
—Sí, su majestad —fue hacia ella y de pronto recordó—. Mi señora,
casi lo olvido, le ha llegado esta carta.
—Oh, gracias Claude.
La doncella arrulló al príncipe y se lo llevó hacia la puerta que
comunicaba las habitaciones, dando un último visitado a los reyes, quienes
se besaban sin preocupaciones a pesar de que ella no había terminado de
cerrar la puerta.
—Mi amor, te eché de menos todo el día.
—¿Creo que echaste de menos estar en la cama conmigo?
—Eso lo anhelaba —la besó, bajando los tirantes del camisón y
besando la zona con la que su hijo se alimentaba—. A veces me dan celos
de Albert, quien te tiene puntualmente a su lado para recibir sus comidas o
mimarlo.
Ella levantó la mirada y lo jaló para que la besara, rodando sobre él
para quedar encima, dominándolo cuidadosamente debido al hombro
herido, pero riendo segundos después, besándose cariñosamente mientras
rodaban en la cama, jugueteando y dándose placer de formas que no podían
haber imaginado.
—Paz, mi amor, paz —pidió Raimond cuando sintió que ella mordía
con fuerza su hombro sano.
—Lo has hecho tu primero —señaló un costado de su cuerpo, muy
cerca de su seno—. Me dolió también.
—Ven —la abrazó—, estoy agotado.
—Me parece justo —expiró cansada—, no podría soportarlo ni una
vez más y tú sigues siendo un herido.
—Sabes, me haces el hombre más feliz —le besó la coronilla y se
quedó ahí por varios minutos—. Vamos a descansar.
La acomodó sobre la cama y se acurrucó junto a ella, envolviéndola en
un abrazo protector que terminaba con su mano posicionada en el vientre
ligeramente hinchado. Beth se acomodó en su pecho y acarició
lánguidamente el fuerte pecho de su marido, sintiéndose extraña al darse
cuenta que no fingía, en ningún momento lo hacía mientras estaba con él…
tendría que decirle a su prima Kayla que había perdido la contienda, ¿Qué
le habrá dicho en aquella carta? ¿Sería que ya descubrió algo interesante?
Beth despertó con el movimiento de las sabanas, enfocando
rápidamente al hombre sentado al borde de la cama, planeando vestirse con
la dificultad al estar a oscuras, además de herido.
—¿Qué sucede? —miró hacia la ventana—. Es de madrugada.
—Al parecer, a los problemas eso no les importa —sonrió el hombre y
se acercó para besarla—. Vuelve a dormir, mi amor.
—Pero…
—Te traeré a Albert —le acarició la mejilla—, te veré en unas horas,
¿vale?
Ella se recostó en la cama y lo observó mientras se seguía arreglando
para salir, le fue excitante mirar aquel cuerpo desnudo comenzar a vestirse,
los músculos contraerse con las diferentes acciones que cometía para
ponerse ropa y la forma en la que parecía tensarse de cuando en cuando al
notar que ella no le apartaba la vista.
—Ha sido bastante difícil no volver a la cama y hacerte el amor
cuando me mirabas con esa intensidad, Beth —sonrió, tocándole la mejilla
y besándola apasionado—. Pero tengo que marcharme en serio, procura
descansar y cuida de mis hijos.
—Siempre lo hago.
—Lo sé —la besó de nuevo y salió en dirección a la recámara de
Albert y volvió con el niño en brazos, recostándolo junto a la madre que
rápidamente lo acomodó junto a su pecho y al niño no le faltaron ganas de
comer, aunque fuera a deshoras. Raimond los observó por un buen rato y
luego suspiró—. Como me gustaría quedarme con ustedes, te amo Beth.
Ella estaba adormilada nuevamente, acariciando la cabeza de su hijo
mientras se alimentaba de ella, recostado en la cama.
—Ten un buen día, cariño —Raimond se frenó en la entrada y se
volvió hacia ella, notando que había caído dormida y quizá no supiera lo
que había dicho, pero él lo guardaría por siempre en su cabeza y en su
corazón.
Beth estaba dormida tranquilamente, desnuda sin siquiera tapar bien su
cuerpo, no se extrañó cuando de pronto sintió que unos brazos se abrazaban
a ella de nuevo, simplemente se dedicó a sonreír, no podía creer que
Raimond no hubiese aguantado ni cuatro horas sin volver a esa cama. Se
acercó más a él y suspiró tranquila entre sus brazos, acomodando al niño
que dormitaba cerca de ella.
Le agradaba que Raimond estuviera cerca, sobre todo cuando estaban
con su hijo en la cama, puesto que él siempre era cariñoso y cuidadoso con
Albert. Por lo que se sorprendió notoriamente cuando él bajó su mano y la
tocó insinuantemente al estar ella desnuda.
Se extrañó, Raimond jamás pensaría en hacer el amor cuando Albert
estaba en la misma cama, ¡no lo haría incluso aunque estuviera en la cuna
de la habitación! Además, la acariciaba con la mano del brazo que
supuestamente tenía lastimado.
Beth tomó al niño en sus brazos y se levantó de la cama, despertándolo
y haciéndolo llorar. Ella seguía desnuda y notó que, gracias a Dios, el
hombre que había estado acostado a su lado no lo estaba, aun así, sintió
ganas de vomitar y gritar de disgusto, pero si lo hacía y alguien entraba,
sería demasiado comprometedor.
—¡Por Dios! —la joven cubrió su cuerpo con la bata que fuese la de su
marido y lo miró con repulsión—. ¿Qué demonios Rudolf?
—Lo lamento —negó.
—¿Cómo pudiste entrar aquí? Sé que Raimond tiene seguridad en los
pasillos.
—Nadie sospecha de la familia.
—¡Largo! ¿Por qué…? —dijo afligida y asqueada.
—No quiero hacerte daño, Beth, jamás lo haría, en serio te aprecio —
se levantó y trató de acercarse.
—¿Crees que esto no es hacerme daño? ¡Estabas en mi cama mientras
mi hijo estaba conmigo! ¿Qué pretendías?
—Lo siento.
—No lo sientas, largo de aquí.
—Te pido que no le digas a Raimond, ha sido una equivocación.
—¿Te parece poco lo que has hecho?
—No, sé que me he sobrepasado, pero, cuando te vi en la cama... tan
tranquila y desnuda, por un momento… fui un idiota.
—Quiero que salgas de aquí, ahora.
—No te conviene decirle a Raimond. Sé que sabes tanto como yo
sobre las andanzas de nuestros padres. Sí, también lo noté, cualquiera lo
notaría —ella lo miraba sorprendida—, pero seguro que a nadie le gustará
oír que el rey en realidad es un bastardo, uno que no merece estar en el
trono.
—Te han consumido los celos, no sabes de lo que hablas.
—Sí que lo sé, incluso Alan lo sabe, pero callará para proteger a su
hermano —sonrió de lado—. No te conviene abrir la boca, tu posición
caería en seguida junto con él.
—No me amenaces, tú no sabes qué es lo que deseo.
—Lo que tú deseas es lo que deseaste desde un principio, y eso es que
Raimond te amara y creo que lo conseguiste —sonrío de lado y la miró—.
¿Cómo lo conseguiste? ¿Arrastrándote cual prostituta en su cama? Seguro
que a él le encanta.
—Seguro que es algo que no vas a descubrir —apuntó a la salida—.
Lárgate de mí recámara.
El hombre tomó el resto de sus cosas y fue hacia la habitación del
bebé, por donde saldría para no perjudicar más a la iracunda madre. No
tenía idea de qué era lo que le pasaba por la cabeza a ese idiota, pero no
quería volver a experimentar una sensación igual.
Jaló terminantemente al cordón que llamaría a algún empleado y
esperó pacientemente a ser atendida. La doncella no comprendía porqué la
reina pedía estar lista a marchas forzadas, pero la atendió lo más rápido que
pudo y tomó al bebé en brazos cuando ella se lo tendió, parecía en verdad
furiosa y fuera de sí, ¿Habría peleado otra vez con su majestad el rey?
Beth bajó las escaleras, presa de cólera, nadie se burlaría de ella, nadie
la amenazaría y nadie se aprovecharía de ella, no más, eso sí que no podía
volver a pasar en su vida. La joven trataba de sonreír hacia las personas que
la saludaban con sumo respeto, pero en ese momento, nada le importaba.
—Su majestad —dijo el chambelán—. ¿Desea ser anunciada?
—Sí, rápido por favor.
El hombre se introdujo en el despacho del rey, dónde Raimond estaba
siendo rodeado por un grupo de hombres que aprecian atender a sus
palabras mientras se fijaban en un mapa que su esposo señalaba.
—¡Su majestad, la reina consorte!
Raimond levantó la mirada y sonrió hacia su mujer.
—Qué bueno que llega, mi señora —dijo sin notar el estado de su
esposa—. ¿Qué te parece el hogar para los huérfanos que planificamos
hacer? Creo que quedará bastante bien aquí.
—Me parece una idea espectacular, su excelencia, pero me gustaría
hablar con usted de un tema de suma importancia —miró a los hombres que
la observaban—, en privado.
—Por supuesto, su majestad —se inclinaron los presentes—. El rey ha
comunicado sus deseos.
Raimond asintió con vehemencia hacia los hombres y miró con una
ceja arqueada a su mujer.
—Vaya forma de irrumpir una reunión, mi amor.
—Raimond, tengo que hablar contigo de una situación que me es poco
placentera.
—Qué formalidad, ven, sentémonos, ¿Por qué estás tan molesta?
—Es Rudolf —las manos del príncipe se apretaron con fuerza y miró
hacia otra parte, tratando de no descontrolarse—. Trata de escuchar antes de
ponerte como un demente.
—¿Qué ha hecho ahora?
—Él… por Dios, Raimond, no quiero que te exaltes.
—Dime ya mujer, me estás poniendo de nervios.
—Entró a nuestras cámaras.
—¿Qué? —el ceño de su marido parecía poderse contraer en formas
que ella no pensó posibles—. No me digas…
—Estaba dormida igual a como me dejaste en la madrugada.
—¿Se atrevió a entrar en mi recámara mientras estaba mi mujer
desnuda en mi cama con mi hijo? —se había puesto en pie.
Beth se mareó con tanto mí en aquel discurso, pero parecía tener
sentido cuando él lo decía.
—Raimond —Beth se puso en pie.
—¿Te miró? ¿Sólo te miró? —ella bajó la cabeza—. ¡Te tocó! ¿Qué te
ha hecho? Beth, ¿Llegó a… él llegó a…?
—¡No! —gritó—. Claro que no, pensé… creí que eras tú por un
momento, pero él se comportó diferente.
—¿Diferente? ¿Te refieres a mientras estaba dentro de ti? —parecía
irracional, fuera de sí.
—Raimond, te estoy diciendo que no llegó a más, me refiero a que se
metió en la cama… me abrazó, pero se comportó raro con Albert, él parecía
tener intensión de… pero me di cuenta, me alejé —explicó—, no lo logró,
ni siquiera cerca.
—Lo mataré —dijo con la mandíbula apretada—. Esta vez lo haré, ¡Y
no hay nada de lo que me digas para detenerme!
—¡Raimond! —se interpuso en la puerta.
—¡Deja de defenderlo!
—No lo hago —lo tomó la cara—. Sabe algo importante de ti, es
demasiado importante como para dejarlo pasar, por eso vine a decirte esto,
por eso no lo callé.
—¡Jamás debes callar algo así! —le dijo furioso—. ¿Qué pasará la
siguiente vez? ¿Tendré que permitir que te viole mientras tienes un hijo mío
en el vientre y alimentas al otro?
—¡No!
—¡Entonces, ¿Qué, Beth? ¿Qué?!
—¡Él sabe que no eres hijo de tu padre!
Raimond pestañó un par de veces, precia confundido.
—¿Qué?
—Lo sabe, sabe que eres hijo de su padre, por eso no quiero que hagas
un movimiento estúpido, sé que estará usando eso contra ti en el pueblo,
mira —le tendió la carta de Kayla—. Léela.
Su marido se enfocó por unos minutos en leer el reporte que Kayla
Hamilton le hacía y no lo podía creer.
—¿Qué demonios es esto?
—Pedí a mis primas ayuda.
—¿Me mandaste investigar?
—No a ti, a tu madre, quería saber…
—¿Querías obtener una forma de marcharte? Si yo no soy el legítimo
heredero, tu puedes irte.
—¡Claro que no! ¡Sigo siendo tu esposa!
—¿Qué demonios es esto? —se dejó caer en un sofá—, no entiendo,
jamás… ¿Quién sabe de esto?
—Creo que Alan sabe algo.
—¿Alan? —la miró—. ¿Mi hermano?
—Sí.
—¿Él también…? —Beth asintió al verlo tan confundido.
—La carta dice que puede ser que el rey fuera estéril.
—Por Dios —Raimond se masajeó la frente—. Todos estos años de
infierno… y no soy el heredero al trono.
—¡No! —ella se agachó—. Raimond, el rey, tu padre, te dejó el
mando, eres su heredero, él lo puso en todas partes, confiaba en ti.
—No sabía que no era su hijo, su sangre.
—Si lo sabía o no, ya no importa —le tocó la mejilla—, eres el rey y
nada de lo que haya pasado entre tus padres es asunto tuyo.
—No soy hijo del rey, Beth, yo… soy medio hermano del hombre que
pretendía violarte —negó asqueado, parecía querer fusionarse con ese sofá.
—Raimond…
—Por favor, déjame solo.
—Por favor, Raimond, no me alejes.
—No te estoy alejando, mi amor —le acarició la mejilla—,
simplemente necesito estar solo… quiero que tomes a Albert y vayas con la
duquesa Ana, no salgas de esa casa hasta que yo mismo vaya por ti ¿de
acuerdo?
—Pero…
—Por favor, mi amor, por favor.
Beth se puso en pie, se veía tan afligido y abatido que le parecía una
crueldad dejarlo solo, no sabía lo que estaba pensando, ni tampoco lo que
planeaba hacer, pero lo temía.
Capítulo 27
Raimond no había podido continuar con sus tareas, había mandado
buscar a Rudolf, pero el muy cobarde había desaparecido en cuestión de
segundos del castillo. Beth no había sido tonta y no se dejó engañar por su
primo y él, conociéndola, sabía que lo delataría, por eso huyó.
Beth tenía razón, seguramente él era el incitador de las masas para
levantarse en contra de la corona. Y ahora entendía el enojo de Alan hacia
el tío Bruno, y también entendía el asesinato de su padre, pero el nadie más;
no habían buscado a Beth o a su hijo, ni siquiera a él o a Alan, el último
había resultado herido por proteger a su padre, pero si no lo hubiera hecho,
estaría ileso.
Eso quería decir que el único que al que se deseaba eliminar era al rey,
su padre, y a la única persona que le estorbaría, sería a su madre o a Bruno,
el caso era, que lo habían asesinado y, justo después, el tiroteo hacia Beth,
ahora que lo pensaba, Alan lo había mencionado, pero él no la creía capaz,
no quería creerlo.
—Cariño —entró la reina madre—. He notado que enviaste a tu esposa
lejos, ¿debo entender que hay algún inconveniente?
—Veo que te alegra —dijo molesto.
—Debo admitir que esa muchachita no es de mí agrado, pero debes
entender que no puedes divorciarte de ella y, bueno, se ha llevado a tu hijo,
debes traerlo de regreso.
—Si no me puedo divorciar, entonces, la única opción es que la mate
¿no lo crees, madre?
La mujer lo miró con seriedad por un momento, nerviosa al notar que
él no apartaba la fiera mirada de ella, no se movía ni tampoco parecía
respirar, la juzgaba, eso era lo que hacía.
—No deberías hablar así, ella sigue siendo tu esposa.
—Madre, tú no tienes ningún respeto por esa palabra, ¿o sí? —se puso
en pie—. Mira que toda la vida me lo echaste en cara, sobre las
infidelidades de mi padre y cuando yo cometí la misma estupidez, no
dejaste de restregármelo en la cara.
—Es verdad, no me parecen las infidelidades.
—Claro, eso sólo lo puede decir alguien que ha sido intachable toda su
vida, alguien a quien la falta de virtud jamás la ha tentado.
—¿Qué son todas estas palabrerías?
—No me divorciaré de mi esposa, madre, resulta que estamos bastante
bien, no la he enviado lejos por otra razón más que salvarla de mi medio
hermano.
—¿Medio hermano? —ella levantó la nariz con ímpetu—. ¿Un
bastardo de tu padre?
Raimond golpeó el escritorio donde trabajaba.
—Mi padre era estéril.
—¿Qué?
—No te hagas la sorprendida, es sorprendente el parecido que tengo
con él, no puedo creer que no me diera cuenta —negó furioso—. Ojos
azules, cabello rubio, alto y corpulento.
—Mi familia tiene muchos así.
—Sí, pero qué raro que ninguno de nosotros heredáramos algo de
padre, ¿Cierto? No nos parecemos ni un poco, en nada.
—¿Qué tratas de decirme, Raimond?
—Soy un bastardo, ¿Cierto? —negó—. Soy hijo del tío Bruno.
—Raimond…
—¡Por Dios, si fui ciego! —gritó—. La preocupación que siempre
tenía, la forma en la que padre lo despreciaba… y ahora ha vuelto, ¿planeas
formar una familia feliz?
—Ella te ha dicho esto, te ha llenado la cabeza de estupideces —negó
—. Hijo, mi amor, tú eres mi único tesoro, lo que más amo en este mundo,
he hecho todo por ti, para ti.
—No metas a Beth en esto.
—¡Es su culpa! ¡Ella es la que te ha hecho tan irracional y fuera de ti!
No eres el hijo que crie.
—¡Por el amor de Dios, madre! ¿no te das cuenta de lo que me acabo
de enterar? ¿Qué pensabas? ¿Qué iba a estar feliz?
—Te digo que eso no es verdad, ¿en quién confías?
Raimond apretó la quijada.
—No sé en quién demonios confiar ahora —negó—. ¿Sabías que mi
querido medio hermano quiso abusar de mi mujer?
—Vaya que le gusta formarse ideas a su favor.
—¿A su favor? —negó—. ¿Una violación es algo favorable?
—Sí, porque tú crees todo lo que te dice, eres débil ante ella y Beth se
la pasa inventando tonterías para que sigas ahí.
—¡Basta! —gritó—. No quiero verte.
—No te atrevas a correrme, Raimond, podrás ser el rey, pero sigo
siendo tu madre.
—Entonces, madre, con todo respeto —le dijo enojado—, sal de aquí,
también como hijo merezco un respeto.
La reina se mostró ofendida, pero tomó sus faldas y salió de ahí.
Raimond se sumió en su asiento y miró enojado cuando la puerta de su
despacho volvió a sonar.
—¡Adelante! —dijo con potencia, más fuerte de lo necesario.
El tío Bruno hacía intromisión en el lugar, anteriormente, aquella visita
le hubiese causado felicidad, pero no en ese momento, no cuando parecía
haber descubierto que su vida entera había sido un total engaño de principio
a fin.
—No estoy recibiendo visitas extraoficiales.
—Vamos muchacho, nosotros siempre hemos podido hablar.
—¿Te ha ido a llorar mi madre?
Bruno apretó la quijada y lo miró con dureza.
—No la he visto.
—Pero claro —negó enojado—. Seguro que tampoco tuviste nada que
ver con el asesinato de mi padre.
—No levantes falsos Raimond, es malo en un rey.
—Quizá —lo miró—, pero al menos mi padre biológico me lo ha de
perdonar, ya el que no lo era lo hacía.
—Tú… ¿Cómo te enteraste?
—Al menos tú lo aceptas —se puso en pie casi de un brinco—. Mi
madre lo sigue negando.
Bruno se dio cuenta que su propio hijo lo embaucó correctamente, le
había sacado la verdad.
—Deja que te explique.
—¿Explicarme qué cosa? —negó—. Ahora entiendo por qué Rudolf
siempre ha competido conmigo, deseando lo que tengo, en realidad, estoy
en su misma posición, incluso por debajo, él al menos es hijo de la hermana
del rey, no merezco nada de lo que poseo, no soy más que un usurpador.
—Eres hijo de la reina, reconocido por el rey como su heredero
legitimo —Bruno negó—. Nadie ha de negar tu parentesco con él, porque él
jamás se quejó de ello.
—Ah, sí ¿Por qué razón?
—Porque al no tener hijos, el que llegaras le fue una bendición, pudo
heredar y hacer creer que era hombre, que eran sus genes.
—¡No te atrevas a insultar a mi padre de nuevo!
—Bien, lo lamento, hablé de más —levantó las manos—, él te quería
como a un hijo, Raimond y tú a él como un padre.
—Déjame solo —pidió de nuevo.
—Raimond…
—He dicho, que salgas.
Bruno dejó salir el aire con lentitud, su hijo parecía en verdad abatido
por el asunto, entendía lo que sentía, pero no quería a ninguno de sus hijos
más que a otro, no contrapuntearía a Rudolf y a Raimond jamás, por eso era
esencial que se siguiera negando aquella insinuación, pero al menos quería
estar más cerca de Raimond, lo quiso desde el momento en el que nació y lo
querría siempre.
—Creo que mi hermano dio una indicación, tío Bruno.
El hombre se volvió hacia su otro hijo y suspiró, parecía que estaría
condenado toda su vida a que sus hijos lo despreciaran. Los miró por largos
segundos antes de salir de la habitación. El menor lanzó una mirada a su
hermano y elevó las cejas.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Era un daño que te podía ahorrar, además, conociéndote, podías ser
capaz de rechazar el trono.
Raimond lo miró.
—En teoría, no lo merezco.
—Es tuyo Raimond, te formaste toda la vida para ello.
—De alguna forma, siempre supe que no era mi destino.
—Lo es —Alan colocó ambas manos sobre el escritorio—. Ahora eres
el rey y, pese a lo que estés sintiendo, tienes que hacerte a la idea y seguir
con tus obligaciones. De mi parte no saldrá nada, de la de madre tampoco, a
Beth no le conviene y parece que el tío en verdad nos quiere, así que todo
resuelto.
—Rudolf lo sabe.
—Demonios, ¿quién te lo dijo?
—Beth —suspiró—, parece que le dio una visita en la mañana y la
amenazó con eso para que no lo dijera.
—Esa chica es lista, de todas formas, te lo dijo.
—Digamos que soltó una bomba en mi cabeza —se frotó las sienes—.
Tengo dolor de cabeza.
—Es malo saberlo, porque tienes un montón de reuniones.
—Lo sé —suspiró—. ¿Sabes a dónde pudo haber ido ese idiota?
—¿Rudolf? —sonrió—. Seguro a refugiarse con la tía.
—¿Crees que ella lo sepa?
—Claro que lo sabe, ¿quién crees que le ha metido todas esas ideas a
Rudolf? —negó—, seguro que quiere que suba al trono, sería una buena
venganza contra madre y el tío.
—Es una verdadera desgracia que todo esto sea verdad —dijo molesto,
poniéndose de pie—. Al menos ya sabemos quién motiva a todos esos
bastardos que entraron al palacio.
—¿Crees que ellos mataron a padre? —el menor miró al rey.
—No lo sé… aunque, ahora pienso en nuestra madre también.
—Estás más desprotegido ahora que él no está —dijo Alan—, quizá no
fuera su idea en realidad.
—Creo que no lo pensó —Raimond se cruzó de brazos—. No le veo
otra razón para que sólo planearan matar a padre cuando estábamos
nosotros en la fiesta, al igual que Albert.
—Quizá porque piensen que no somos importantes, en cuanto se sepa
la verdad, nosotros no seríamos nadie.
—Puede ser.
—¿Qué hay de matar a Beth? —Alan elevó una ceja y continuó—:
pudo ser Marilla, esa mujer está loca.
—Sí, supongo —negó Raimond—, quiero que se vaya, pero madre
está necia con ella.
—Molesta a Beth, así que supongo que se queda.
—Lo sé —gruñó enojado—. ¡Maldición!
—¿Pensabas que ser rey sería fácil?
—Ni siquiera cuando era príncipe era fácil —miró a su hermano con
cariño—. Gracias por estar para mí.
—Siempre —asintió—. Iré a recoger a Beth, no creo que te sirva de
nada tenerla lejos, menos en casa de la duquesa Ana.
—¿Por qué?
—Ella la espía para madre.
Raimond rodó los ojos.
—¿Beth lo sabe?
—Seguro que no o ya se hubiese alejado de ella.
—Bien, te encargo que los traigas y también que investigues si Rudolf
se ha ido con su madre.
—Está bien.
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A pesar de que Beth se encontraba cómoda estando con la duquesa
Ana, la inquietaba sobre manera el proceder de Raimond, el hombre podía
ser totalmente impredecible cuando se trataba de situaciones que
involucraran el trono que había heredado, a lo que recordaba, él ni siquiera
lo quería y había aceptado sólo para poderlo heredar a su hijo, el hijo de
ambos.
—¿En qué piensas Beth?
—Oh, lo siento Ana, me he distraído de nuevo —miró sus cartas—,
seguro que estás a punto de ganar.
—De hecho, sí.
Beth dejó sus cartas sobre la mesa y miró al bebé que dormía en una
cuna provisional que Ana tenía en aquel salón.
—Quisiera volver ya —dijo pesarosa.
—No es prisionera en esta casa, su majestad.
—Oh, no me malinterpretes, querida Ana, lo que pasa es que estoy
preocupada por el rey.
—¿Le pasa algo a tu esposo?
—Últimamente se encuentra algo estresado.
—Entiendo lo que dices —la mujer sorbió un poco de su té—. Mi
esposo también ha estado estresado.
—¿El duque? —la miró.
—Sí, parece que está algo tenso, ya sabes, han atacado varias veces al
palacio o a los miembros de la familia real, cree… que puede haber una
rebelión.
—Tienes razón —se levantó Beth—. Y creo que tengo la idea perfecta
para solucionarlo.
En ese momento anunciaron al príncipe Alan, provocando que las dos
chicas se pusieran en pie y lo miraran expectantes.
—Su majestad, el rey pide que regrese al castillo.
—No seas tan ceremonioso Alan —sonrió Beth—. Gracias por venir
por mí.
—Vamos, princesa.
Beth y Alan mantuvieron el silencio por un largo momento mientras
viajaban de regreso al castillo.
—¿Cómo está?
—Supongo que ya te lo has de imaginar.
Ella suspiró y miró al bebé en sus brazos.
—¿Tan mal?
—Sí, creo que está confundido, conoces a mi hermano, sentirá que es
su deber dejar de reinar porque no se lo merece.
—Tranquilo Alan, ya tengo una solución en la cabeza.
—Oh, qué bueno, sabía que eras la mujer indicada para él.
—Me preocupa —negó la joven—, en realidad el pueblo está
preocupado al igual que los nobles, debemos hacer que la confianza en el
nuevo rey incremente.
—Lo pienso igual —elevó una ceja—. Pero ¿Qué piensas hacer?
—Primero me gustaría hablarlo con él, porque todo se basa en qué tan
dispuesto esté de hacer lo que le diga.
—Bueno, si se trata de algo que tú dices, entonces seguro que lo hará,
querida Beatriz, mi hermano se muere por ti.
—Alan, mi nombre no es Beatriz, es Beth, sólo Beth.
—Lo sé, pero me parece corto, es como si tus padres no se hubiesen
esforzado lo suficiente al ponértelo.
—Por favor, no te metas con mis padres.
Alan dejó salir una pequeña risa y jugó con el bebé en los brazos de su
madre, tan sólo esperaba que esa chica lograra animar a su hermano, era lo
único que quedaba.
Capítulo 28
Beth llegó al castillo siendo inmediatamente atrapada por doncellas
que rápidamente la cambiaron y le indicaron que el rey la esperaba junto
con algunos parlamentarios y consejeros en el salón dorado. Ese salón era
un intermedio entre una velada de tamaño magistral y una reunión privada.
Lo apropiado para poder hablar con un grupo adecuado y selecto de
personas que no se desviaría de los temas a entablar en la reunión.
—¡Su majestad, la reina consorte!
La joven se mostró rápidamente abrumada por en número de miradas
que se colocó sobre ella, era verdad que le agradaba estar con las personas,
pero jamás había sido especialmente afecta a ser el centro de atención, lo
cual era complicado siendo ella primero la princesa dorada de Wurtemberg
y después su reina.
—Oh, su majestad, siempre luce tan hermosa —alabó la esposa del
ministro de exteriores.
—Gracias, Lady Jill, es siempre un honor poder compartir con usted el
té, debería visitarme pronto.
—¡Oh! Será un placer.
Beth sonrió y charló con cuantas personas se impusieron en su camino,
pero tenía en la mira al hombre que traía puesto su traje de gala azul
marino, aquel uniforme con la banda e insignias correspondientes de un rey.
Por supuesto era la persona más ajetreada y concurrida del lugar, quizá
rivalizando sólo con ella.
Se acercó a él, tocándole suavemente la espalda, llamándole la
atención y provocando que se volviera, si no se equivocaba, sus ojos
brillaron al momento de enfocarla y sonrió dulcemente.
—Es bueno verte de regreso —la integró—. Supongo que no necesitas
presentaciones.
—No —dijo con una sonrisa, agachando la cabeza como saludo hacia
los hombres con sus respectivas mujeres—. Es un gusto volverlos a ver,
ministros.
—El gusto es nuestro, su majestad, es bueno saber que ya no se
encuentra indispuesta.
—Ah, sí —miró a su marido con una ceja levantada—, me siento
bastante mejor.
Raimond sonrió y pasó su mano por la cintura de Beth, acariciando la
zona y sonriendo hacia los demás mientras la mantenía cerca y en calma.
Beth se sintió repentinamente reconfortada y segura, no sabía desde cuando
había empezado a sentir eso estando cerca de Raimond, pero esa era la
verdad y no terminaba de entender si era bueno o malo.
—Me alegra que llegaras —Raimond le susurró de pronto—. Es
aburrido cuando no estás por aquí.
—¿Eso piensa su majestad? Parecía de lo más entretenido.
—Ocupado, más no entretenido.
—Sus ministros se sentirán ofendidos, mi lord.
—Creo que ellos también se sienten más felices ahora que estás
presente, la verdad es que armonizas todo, mi amor.
—Sshh, pueden oírnos.
—Lo dudo.
—Díganos, su majestad, ¿Qué ha dicho el prisionero que asesinó a su
padre?
Beth volvió rápidamente la mirada a su esposo, era un tema que a él no
le gustaba tocar, porque era algo que no había podido resolver.
—No suelta palabra —dijo enojado—, pero lo hará.
—Supongo que no ha de estar viviendo agradablemente.
—Lo mantenemos con vida —dijo Raimond con sequedad.
Beth no quería ni imaginar el tipo de tortura que estarían aplicando a
ese hombre, la traición no era aceptada en ningún reino, pero el asesinato de
un rey, lo era menos. Raimond apenas parecía resentir su hombro, pero
había momentos como aquel, en el que tensaba tanto su cuerpo, que no
podía evitar llevarse una mano hacia su herida y tratar de adormecer el
dolor.
—Raimond, por favor, relájate —susurró.
—Lo sé, lo sé —suspiró—, es un tema que no es de mi agrado.
—¿Quieres que nos retiremos por un momento?
—No, mi amor, me encuentro bien —le rozó la mejilla.
—Su majestad, ¿Tiene un momento? —pidieron a Raimond.
En el momento en el que ambos volvieron la cara para enfocar a
Rudolf, este sonrió con amargura y comenzó a gritar a todos en general,
parecía que estaba algo tomado y fuera de sí.
—¡Supongo que todos estarán enterados para este momento!
—Rudolf, por favor contrólate —se adelantó Beth.
—¡Su majestad, la reina! —se inclinó—. Es un gusto verla por aquí y
no en la habitación. ¿Lo recuerda majestad?
—Está siendo impertinente, señor —dijo Beth con molestia.
—Quizá, pero creo que ahora más de alguno aquí pensará que puedo
serlo, ¡el que deberá recibir de todos los honores soy yo!
Raimond se adelantó, pero Beth colocó una suave mano sobre su
pecho y lo miró con súplica en la mirada.
—Será mejor que se retire, señor Rudolf, parece que se ha pasado de
copas y está avergonzando a la familia —pidió Beth.
—Podrías ser mi esposa, Beth, seríamos perfectos ¿no te das cuenta?
—elevó las manos—. A ti te aman por tu gran corazón y yo son el legítimo
heredero al trono, soy hijo de la hermana del rey, al menos tengo sangre real
corriendo por mis venas.
—¡Rudolf! —llegó su padre—. ¿¡Qué demonios dices!?
—Padre, ¡Admítelo! Admite delante de estas personas que quieren
reverenciar al hombre equivocado.
El padre vio a su propio hijo con tristeza.
—Rudolf, tu madre ha metido cosas sin sentido a tu cabeza, Raimond
es hijo del difunto rey, no hay vuelta de hoja.
—¡Guardias! —gritó de pronto Raimond, sonriendo al fin—.
Encierren a mi primo en una de las habitaciones, lo había estado esperando
con ansias para tener una conversación con él.
—¡Pero claro! —gritó—. Seguro que estás molesto, ¿te ha ido a contar
la princesita?
—¡Basta! —pidió Bruno.
Los guardias llegaron y escoltaron a Rudolf hacia la salida del lugar,
no hubo necesidad de que lo tocaran, puesto que su padre se fue junto con
él, pero Raimond no parecía satisfecho con ello, ya se le había escapado en
una ocasión.
—Continúen la fiesta, no hay necesidad de interrumpirse —el hombre
sonrió y comenzó a caminar hacia la salida, siendo perseguido por su
esposa, quién trataba de detenerlo—. No Beth, iré ahora mismo.
—¿Qué harás, Raimond? —lo siguió por los desolados pasillos.
—Lo que debió recibir en la mañana, ¿cómo se atreve a entrar a
nuestras cámaras y acostarse contigo?
—Eso suena peor de lo que fue —negó y le coloco una mano en el
hombro para frenarlo—. Es verdad que merece un castigo, pero Raimond, si
te enfrentas a él, si quieres hacer alguna de las acciones para proteger tu
honor o el mío, entonces se irán contra ti.
—Lo sé.
—Rudolf es un noble de importancia, sabes perfectamente que muchos
lo están apoyando, quisieran que él subiera al trono.
—Seguro que él se ha encargado de hacer que duden de mi origen, en
realidad, tiene tanta razón, que yo no dudaría de ser otra mi posición.
—Raimond, tienes que ser más listo en este asunto, eres el heredero, tu
padre lo ha decretado así, pero hay incertidumbre en el reino, antes de hacer
cualquier cosa, debes inclinar la balanza a tu favor, para que lo que sea que
hagas, tu gente esté contigo.
—¿Qué propones? —dijo enojado—. ¿Qué lo deje ir?
—Sí —suspiró—, creo que es lo mejor, puedes dejarlo ir, pero
expulsarlo del castillo, no permitirle estar en la corte de Wurtemberg.
—Le estaría dando oportunidad a que haga más planificaciones en
nuestra contra, Beth.
—Quizá, pero no tienes nada para probarlo, si acaso lo encierras, el
mundo entero te lo cuestionaría, incluso si dijeras lo sucedido conmigo, la
gente pensaría que he sido abusada y que tu hijo… el que daré a luz, puede
ser de él, ¿Es lo que quieres?
—¡Maldición!
—Sé que no es algo agradable, pero entre más cerca estás de la corona,
más se conflictúa la vida personal, porque perteneces primero al pueblo
antes que a nadie más.
—Bien, le diré al tío que se lo lleve, creo que prefiero que ninguno de
los dos esté cerca de mí ahora.
—Bien —sonrió la joven—, gracias por escucharme.
—Al contrario, pareces ser la voz de la razón —rodó los ojos y suspiró
—, me pregunto qué haría sin ti a mi lado.
Raimond le tomó la mano y la besó con cariño antes de seguir
caminando hacia las habitaciones donde habían puesto a Rudolf, los reyes
estaban siendo guiados por un mayordomo que parecía tener los ojos casi
cerrados y la nariz en el cielo por su altivez.
—Sus majestades —se inclinaron dos hombres que inmediatamente
abrieron las puertas para ellos.
Beth tomó aire y miró al hombre que parecía haber enfurecido de
camino ahí, se notaba que el alcohol o lo que fuese que había ingerido lo
estaba volviendo agresivo, porque Rudolf no lo era, al menos, jamás lo
había sido en el tiempo en el que lo conoció.
—Beth —su mirada se enterneció—. Oh, Beth, has venido.
—¿Qué le sucede? —preguntó Raimond al padre del muchacho.
—No lo sé, de repente se ha puesto de esta manera.
—Beth —se arrastró hasta su vestido y lo jaló con fuerza, haciendo
que ella se desequilibrara y callera de rodillas, alertando a los hombres
presentes—. Beth, mi dulce y querida Beth.
—Rudolf… —intentó levantarse—, déjame parar.
Raimond iba a darle una buena patada para quitarlo de encima, pero
Beth nuevamente lo impidió y lo miró tranquila, parecía haber pensado en
algo.
—¿Qué ha sucedido Rudolf? ¿Qué has tomado? Jamás te había visto
de esta forma, menos siendo agresivo.
—Beth, la dulce Beth, ¿Estás preocupada? Sí que lo estás, tú te
preocupas por todos, eres tan buena, ¡El pueblo te ama!
—Rudolf, ¿Qué tomaste?
—No lo sé —se tocó la cabeza—. Me lo ha dado Marilla, no sé ni
cómo he llegado aquí.
—¿Marilla? —preguntó Raimond.
En cuanto Rudolf identificó su voz, el hombre volvió a ponerse
agresivo y mostró intensiones de quererse lanzar contra el rey, pero la
guardia estaba ahí y simplemente fue inútil. Raimond se había agachado y
puesto en pie a su mujer, colocándola detrás de él.
—Parece que conmigo hablará.
—No estires la cuerda, Beth —dijo molesto.
—Raimond, sé que puedo hacerlo.
—No —la abrazó contra sí y miró al resto de personas presentes—. Es
suficiente. Tío, si no quieres que haya peores consecuencias te lo llevarás
de aquí ahora mismo, pondré a vigilarlo.
—Raimond… —el corazón del hombre parecía haberse quitado un
enorme peso de encima—. Gracias, mi señor, gracias.
—Bien —lo miró con poco afecto y dio media vuelta con todo y su
esposa a cuestas.
—Raimond, no me estás escuchando.
—No —la tomó por los hombros y la miró—. Te escuché en todo lo
que me fue posible, pero en definitiva no te arriesgaré a ti y a nuestro hijo
dentro de ti por ello.
—Ha sido Marilla, ¿lo escuchaste? Ella le dio algo.
—Está bien, lo escuché, también pondré vigilancia con ella, pero hasta
ahí llegará tu intromisión.
—Me parece poco sensato.
—Tú me pareces poco sensata ahora —la abrazó—. No Beth, por
donde lo veas, la respuesta será no.
Ella entendía perfectamente su punto, pero ahora pensaba que Marilla
tenía todo que ver con esta locura, Rudolf estaba envalentonado por su
madre para buscar el trono, pero dudaba que Marilla quisiera que Raimond
perdiera su título, ella lo ansiaba como rey, no como un plebeyo, dado el
caso, quería saber qué otro interés tenía en Rudolf como para drogarlo de
esa manera.
Su marido dejó que ella pasara primero a la habitación y, en cuanto
cerró la puerta, comenzó a vociferar, parecía en verdad furioso, pero ella
apenas y entendía algo de lo que decía.
—Raimond ¿quieres calmarte?
—¡No! —siguió caminando—. Durante todo el día he tenido que
resistir las ganas de asesinar a alguien, a Rudolf específicamente, ahora lo
tengo bajo mi poder, pero de todas formas no puedo hacerle daño porque el
hombre está alcoholizado y drogado.
—Lo sé —lo abrazó.
—Me volveré loco, Beth —la apretó contra sí—. Lo haré.
—Esto es por la toma de poder —lo separó de sí y le tomó la cara,
mirándolo con cariño—. Pasará, siempre hay inestabilidad.
—Para mí es más complicado, ni siquiera me puedo sentir seguro con
ser el rey.
—Lo eres Raimond, para eso no hay vuelta atrás.
El dejó salir un suspiró y la acercó a él, abrazándola tan
profundamente que un escalofrío recorrió la espalda de la joven.
—¿Te he dicho que te amo? —besó su hombro—. Cada día más.
—Necesitas descansar.
—Sí… —la miró—, me encantaría hacerte el amor, pero justo ahora,
estoy tan abrumado que no creo poder.
—Raimond, por Dios… —se sonrojó.
—¿Quieres que te acompañe por Albert?
—No —lo besó tiernamente—, ¿por qué no te cambias? Volveré con él
en un momento.
—Bien.
Beth esperaba que su marido estuviera lo suficientemente cansado
como para quedarse dormido profunda y rápidamente, lo necesitaba
prácticamente noqueado si quería salir de esa cama.
—Hola Cloe —sonrió Beth, inclinándose para tomar al bebé en la cuna
—. ¿Cómo se ha portado?
—Perfecto su majestad, ¿necesita algo más?
—No, puedes ir a descansar, me quedaré con el niño.
La doncella se inclinó y salió de la habitación de Albert, la joven miró
a su bebé y suspiró, en verdad que cada día se parecía más a su padre, tenía
los mismos ojos azules y es cabello rubio como paja.
—Eres idéntico a papá, ¿lo sabías Albert? —le tocó la mejilla suave—.
Espero que al menos saques algo de mí.
—¿Beth?
—Oh —ella se volvió con rapidez—. Raimond… ¿No crees que es
preciso? Mira cuanto ha crecido, incluso me es cansado cargarlo.
—Vega, dámelo —él equilibró al niño en un brazo y colocó un beso en
la sien de su esposa—. Es tarde, hay que dormir.
El que Raimond tuviera agarrado al bebé le permitía a ella cambiarse a
su camisón con tranquilidad, viendo furtivamente como el padre entretenía
al pequeño que permanecía sentado en la cama, intentando llevarse la mano
de su padre a la boca. Era una imagen enternecedora y relajante, fue a
sentarse con ellos mientras terminaba de trenzar su cabello y miró a su
marido con una ceja levantada y una sonrisa pícara.
—¿Cómo haremos para dormirlo ahora? Está más despierto que nunca
—miró los grandes ojos del bebé que metía su puño a la boca.
—Quizá si le cantas esa canción de cuna que…
—¿Qué? —dijo nerviosa—. ¿Me has escuchado?
—Duermo contigo, mi amor, me sería imposible no oír cuando le
cantas —elevó una ceja—. ¿Te avergüenzas? ¿Por qué?
—Canto bastante feo.
Raimond dejó salir una risa y le tocó la mejilla, en realidad, Beth no
era la persona más entonada, pero parecía hacer que el bebé se durmiera y si
para ese niño era reconfortante y lo hacía dormir, entonces, para él era el
canto de los ángeles.
—A él parece gustarle.
—Aún no ha escuchado nada mejor.
El bebé dejó salir una risita encantadora que sacó la sonrisa de ambos
padres.
—Raimond, aprovechando el momento…
—¿Ahora qué se te ha ocurrido? —sonrió.
—¿Cómo sabes que es una idea?
—El hoyuelo en tu mejilla, te sale cuando te emocionas.
—Bueno, pensé en una forma de que la gente te acepté con más
rapidez —se colocó frente a él, justo detrás del bebé que se seguía
entreteniendo con la mano de su marido—. ¿Por qué no los visitamos?
—No te entiendo.
—Sí, caminar entre ellos, comprar cosas en sus puestos y…
—Me parece peligroso.
—Admito que no será la situación en la que estemos más protegidos,
pero podemos llevar guardias.
—De mucho nos ha servido —se miró el hombro.
—Lo sé —le tocó la pierna—, pero creo que será bueno.
—Beth…
—Sé que te amarán, Raimond, si te comienzan a ver como persona y
no sólo como rey, lograrás hacer que te amen.
El hombre cerró los ojos por unos momentos.
—Está bien.
—¡Sí!
—Pero Albert se queda.
—No… —dijo entristecida—, sabes que no me gusta estar mucho
tiempo lejos de él.
—Se quedará con mi madre y con Alan.
Ella no parecía confiada con ello, pero asintió.
—Que tu madre se quede y que Alan vaya.
—¿Por qué razón?
—Alan es avispado, seguro es de ayuda.
Raimond asintió, recostó al bebé sobre su pecho descubierto y
comenzó a darle leves golpecitos que terminaron por dormirlos a ambos,
Beth se enterneció de nuevo, le gustaría poder pintar aquella escena del
padre y el hijo juntos, pero sabía que no era el momento.
—Raimond… —le susurró y pinchó—. ¿Raimond?
—¿Mmm…? —él parecía más que dormido.
—Te quitaré al bebé.
—Mm-hmm…
Ella tomó a Albert lo acomodó en su cuna y se volvió hacia Raimond,
en verdad parecía agotado, lo cual era perfecto. Beth tomó sus zapatillas de
noche y su bata y salió corriendo hacia la habitación donde se tenía
contenido al hombre que su marido odiaba.
Los guardias se pusieron firmes al verla en la entrada, no la miraban ni
dijeron nada, pero eran dos testigos con los que no contaba, no podía entrar
sola ahí sin levantar sospechas, pero entonces, la salvación llegó a manos de
su prima.
—¿Kayla? —la miró sorprendida—. ¿Qué haces aquí?
—Descubrí bastante, te quedarás de piedra.
—Seguro que ya sé más de la mitad —Beth la tomó de la mano y la
alejó a un pasillo cercano—. ¿Cómo hiciste para entrar?
—La gente me conoce, soy encantadora.
—Kay, tenemos a Rudolf en esta habitación, ha dicho que Marilla lo
ha drogado.
—¿Y eso para qué?
—No lo sé, ha llegado al salón diciendo que Raimond no merecía la
corona, pero no tengo idea en qué le beneficiaría a Marilla que Raimond no
fuera rey, ella es ambiciosa.
—Tal vez sabe que ya no lo va a conseguir y simplemente lo quiere
hacer sufrir.
—Dudo que Marilla piense que Raimond deje de amarla —negó Beth
—. ¿Crees en serio que quiera quitarlo del trono?
—Si a mí me dejaran, lo haría.
—Puede ser… no lo había pensado.
—Vamos, supongo que, si estás saliendo de noche y a escondidas, es
porque tu marido te lo ha prohibido.
—Bueno, hago lo que puedo con las ordenes.
—Me alegra que al menos sacaras eso de tu madre.
—No me insultes.
—No lo hago.
—Sshh.
—Tú Sshh.
Ambas se miraron con una sonrisa y se posaron ante los guardias,
quienes simplemente las miraron y no hicieron nada por detenerlas.
—Beth…
—Rudolf, quisiera hablar contigo.
—Me alegra verte, Beth.
—Rudolf, hace un rato dijiste que Marilla te había dado algo para que
perdieras los sentidos —dijo la joven—. ¿Por qué lo hizo?
—No lo sé, tengo borroso el recuerdo.
—¿Cómo sabes entonces que era ella? —dijo Kayla.
—La recuerdo ofreciéndome ese té.
—¿Has hablado con ella de destituir a Raimond?
—No, ella no quiere eso, quiere apartarte del camino, supongo.
—¿Cómo haría algo así?
—Y yo que sé —se tocó la cabeza—. Lo único que sé es que
concuerdo con ella, no tienes por qué estar con Raimond, lo sabes.
—Rudolf, lamento que malentendieras mi cariño, pero…
—Lo sé, no estás enamorada de mí.
—No, lo siento.
—Está bien, al final de cuentas, Raimond tenía que ganarme con
alguna mujer —sonrió.
—¿De qué hablas? —se acercó Kayla—, pensé que Marilla tampoco
había caído en tus redes jamás.
—¡Por favor! —sonrió el hombre—. Esa mujer jamás dejó de visitar
mi cama cuando Raimond salía de viaje.
—¿Él lo sabe? —se sorprendió la Hamilton.
—Yo no se lo dije y no creo que ella lo hiciera.
—¿Por qué ser tan cruel con él? —negó Beth.
—¿Por qué fue cruel contigo? —se la regresó.
Beth bajó la mirada y asintió.
—Mira Beth, la cosa está así, sé que él no es hijo del rey y yo soy hijo
de la hermana del rey, tengo más derechos, pero entiendo ¿sabes? Aunque
me moleste, el rey lo reconoció como su hijo
—¿Por qué sigues luchando entonces? —preguntó Kayla.
—Porque hay gente que me apoya —sonrió—. Pero sé que, si tuviera a
Beth a mi lado, la balanza se inclinaría a mi favor.
—Por favor, no soy una posesión que se puede pasar.
—Eso lo sé, creo que lo sabía mucho antes de que Raimond se diera
cuenta, noté tu potencial antes que él.
—El punto es… que te has seguido acostando con ella —Kayla elevó
una ceja—. ¿Verdad?
—Pues… supongo.
—Entonces, el hijo que nacerá de ella…
—¿Hijo? —Beth la miró.
—Sí, está embarazada —asintió—. Me ha dicho con mucha altivez
que es de Raimond.
Beth palideció de momento.
—Dudo que lo sea —dijo entonces Alan, entrando a la habitación con
una sonrisa y junto a él, Raimond.
—No lo dudes, no es hijo mío.
—Raimond… —susurró Beth.
—Hablaré contigo después.
—Primito, siempre enamorándote de la persona incorrecta, bueno, eso
pensaba hasta que te enamoraste de Beth —dijo Rudolf.
—Sí, mira que meterse contigo para poder crear un niño que fuera
parecido a mí —negó—, hubiera sido un buen engaño, seguramente Beth
jamás me hubiese creído.
—Eso me hubiese beneficiado más de la cuenta —asintió con tristeza
—, pero no quiero ganar una mujer de esa manera.
—¿Qué es lo que quiere Marilla, Rudolf? —dijo Raimond.
—¿Qué es lo que busca una mujer despechada? —elevó la cejas y
miró directamente hacia Beth.
—Desea destruir al hombre… —Beth pensó por unos momentos y
levantó los ojos con terror— y hacer sufrir a la mujer.
—Creo que todos podemos saber cuál es la forma de destruir a Beth —
los miró— y por lo que veo, ninguno trae consigo el corazón de la mujer a
la que todos aprecian.
Las lágrimas de Beth llegaron al mismo tiempo que su desesperación y
ganas de desmayarse.
—No…
Capítulo 29
La joven prácticamente salió corriendo de la recámara acompañada
por Kayla y Alan, pero Raimond se quedó atrás por unos segundos,
mirando a su primo.
—Ella no pudo haber hecho todo sola.
—Yo sólo la apoyé con lo del niño, Raimond —sonrió—. Ella quería
una forma de separarlos y yo quería conseguirlo también, adoro a Beth, me
enamoré de ella antes que tú, pero de ahí en más, no, definitivamente no me
he metido.
—Espero que me digas la verdad.
—No sería tan idiota cómo para destruir el alma de Beth, si acaso a ese
niño le pasa algo, ella no dudará en querer morirse con él.
Raimond lo sabía muy bien, conocía a Beth lo suficiente como para
saber que su mundo giraba en torno a su hijo, si algo le llegase a pasar, ella
moriría, si no en ese momento, lo haría después.
—¡Guardias! —gritó, dando paso a los hombres armados—. Lleven a
mi prima a las celdas inferiores.
—Pensé que no me encarcelarías.
—El castillo no es seguro ahora, te liberaré cuando todo esté más
tranquilo —asintió—, pero si algo le ha pasado a mi hijo, me importa poco
lo que pueda decir el pueblo de mí, te mataré.
Raimond escuchó entonces el grito atroz de Beth.
—¡Beth! —se giró hacia ella al notar que corría hacia él.
—¡No está! ¡Mi hijo no está! —dijo histérica y entre lágrimas.
—Cálmate, Beth —la trató de retener, pero ella se soltó y corrió hacia
la habitación de Rudolf.
—Haré lo que quieras —le dijo desesperada perdiendo la fuerza en sus
piernas y cayendo al suelo—, lo que sea, lo que ordenes, te lo daré, sólo…
regrésamelo, por favor.
—Beth —Rudolf se inclinó y le tomó los hombros con cariño
desmedido—. Yo no lo tengo.
—¡Sé que lo tienen! —gritó entre lágrimas que no dejaban de fluir—.
¿Me quieres a mí? ¿Es eso? ¡Tómame! No importa, pero…
—Beth —negó Rudolf, mirando hacia la cara horrorizada de su primo,
por primera vez de acuerdo en algo—, no necesito que hagas esto, no te lo
daré, porque yo no lo tengo.
—Mi amor… —se inclinó con ella y le rozó suavemente un brazo, ella
negó desconcertada y se le echó encima y comenzó a llorar desesperada—.
Lo encontraremos, te lo juro.
—Está herida… la nana con la que lo dejaste está herida —lo miró,
parecía pensar mil cosas a la vez—. Ella tiene que saber, ella debe saber
quién se lo llevó ¿Verdad?
—Alan y Kayla siguen allá, quizá han logrado reanimarla.
—Sí… puede ser, tengo que ir.
Beth salió de ahí como alma que lleva el viento, parecía fuera de sí,
pero al mismo tiempo, se mantenía cuerda en medio del desastre.
—Rudolf, esto es ir demasiado lejos.
—La que lo propuso fue ella no yo.
—Está desesperada.
—Lo sé —negó—. Ella… me odiaría si acaso la tomara a la fuerza y
no podría, sé que no me ama.
—Rudolf, si sabes algo del paradero de mi hijo… te aseguro que lo
compensaré.
—En verdad que no estoy al tanto de esto, Raimond, puedo ganarte el
trono sin hacer que tu mujer enloquezca o tu hijo desaparezca —se inclinó
de hombros—, debo de admitir que quería separarte de Beth, pero ayudar a
hacer a un hijo es diferente a matar uno, no lo haría.
—Nunca quise el maldito trono, te lo hubiera entregado de haberlo
sabido antes.
Rudolf asintió.
—Si la que lo tiene es Marilla, entonces deben ir a su propiedad en el
centro, su esposo nunca va ahí con ella, sabe que es el lugar donde se
acuesta con sus amantes.
—¿Así que él lo sabe?
—¿Cómo crees que ascendió con tanta rapidez?
—¿Por qué me ayudarías?
—Porque amo a la mujer que es tu esposa, idiota.
Los guardias tomaron por los brazos a Rudolf y lo guiaron hasta los
calabozos del castillo, debía admitir que no era una jugada de lo más
impecable, pero quería tener un rival menos en el qué pensar.
Raimond ordenó que se buscara a Marilla en aquella casa, en el castillo
y en cualquier parte del lugar, la quería capturada esa misma noche o no
sabía de lo que sería capaz, estaba seguro su cabeza explotaría de un
momento a otro.
Beth estaba desolada, simplemente no había podido controlarse,
lloraba en silencio mientras ponía atención a los esfuerzos que se hacían
para traer de vuelta a su hijo. Esperando ansiosa a que la mujer que había
sido noqueada despertara para que dijera lo que sabía.
—Vamos, Beth, tienes que tomarte esto —pidió Kayla, pero la joven
se seguía negando—. Calmará tus nervios, por favor.
—No puedo beber eso.
—Es té de manzanilla, te ayudará.
—¡No puedo beber eso!
—¿Quieres ayudarme? —pidió Kayla, viendo a Raimond
incriminatoria mientras trataba de ordenar a los guardias y distribuirlos por
el castillo.
—No puede beberlo.
—¿Qué demonios?
—Kayla —Beth le tomó la mano con firmeza—. No puedo ingerirlo
porque estoy embarazada, el té de manzanilla cae mal a las embarazadas,
¿de acuerdo?
Su prima pestañeó un par de veces y asintió anonadada, comenzó a
beberse el té ella misma, era mejor que ella se tranquilizara.
—¡Sus majestades! —entró corriendo una doncella—. ¡Cloe ha
despertado!
Beth se puso de pie como un resorte y salió de ahí junto con Kayla y
Raimond pisándole los talones, mientras que Alan se quedó para seguir
dirigiendo la búsqueda. Las tres personalidades entraron estruendosamente
a la recámara donde la doncella intentaba incorporarse, sosteniendo su
cabeza mientras una faz de dolor atravesaba su rostro.
—¡Mis señores! —ella intentó ponerse en pie—. ¡Lo lamento!
—Dinos qué pasó, Cloe —pidió Beth—. ¿Qué te hizo Marilla?
—¿La señora Hofergon? —negó—. Ella no ha sido, el bebé se lo ha
llevado la duquesa Ana, mi señora, la duquesa.
Beth sintió que de pronto se desmayaría, dio un paso hacia atrás como
si de pronto fuera a caer de la impresión, pero Raimond la sostuvo y miró
hacia la doncella que parecía no saber qué hacer.
—¿La duquesa Ana estaba sola, Cloe?
—No, mi señor, ella venía con su marido —lloró—, me dijeron que
ustedes les habían pedido que cuidaran del príncipe Albert, me golpearon
cuando pedí un momento para preguntar yo misma.
—Ella no pudo ser —negó Beth—, Ana no, ella no.
—Beth —Kayla trató de tranquilizarla.
—¡No! Tuvo que ser por culpa de su marido, ella no haría algo así, es
mi amiga, lo sé.
—Ella te espiaba para la reina —dijo Kayla—, desde siempre.
—Eso…
—Beth, cálmate, ahora no es el momento —pidió Raimond.
—Raimond, ¿crees que lo maten? —le dijo fuera de sí—. ¿Crees que
lo hagan? ¿Están pensando eso?
—No lo creo, quieren hacerme abdicar, no lo conseguirán si mi hijo
está muerto, planean usarlo.
—¿Cómo lo harán, Raimond? —lloró—. ¿Cómo sin ser descubiertos?
—¡Maldición!
—Raimond —la voz fuerte de Alan llegó desde el pasillo—. La
encontraron, la tenemos.
—Parece no ser la culpable —dijo Kayla—. Esta mujer dice que la
duquesa Ana y el duque es quién se llevó al bebé.
—Vaya mierda es todo esto —negó el menor—. Parece que hemos
estado persiguiendo peones, pero no encontramos a los importantes,
tenemos que encontrarlos.
—¿Quién puede estar detrás de todos ellos? —pensó Raimond,
tocándose su barbilla por un momento antes de chasquear los dedos y mirar
a su hermano en el mutuo entendimiento.
—¿Qué? ¿Qué? —pidió Beth.
—La tía —dijeron a la vez.
—¿La tía? —frunció el ceño Kayla—. En serio que se me da mal el
trabajo de mi padre, soy un fracaso como Hamilton.
—La madre de Rudolf siempre ha sido consiente de la verdad, piensa
que su hijo es quien debe estar en el trono —dijo Beth—, entonces, ¿Crees
que haya hecho todo esto?
—Más que seguro.
—Hablando de brujas, ¿dónde está la bruja de su madre? —preguntó
Kayla.
Los muchachos se miraron entre sí y caminaron hacia las habitaciones
de la reina madre mientras seguían dando órdenes de búsqueda, ponían a
Marilla en custodia y reforzaban la guardia del castillo por cualquier
situación imprevista.
—¿Madre?
—¿Qué sucede? —la reina parecía tranquila, sin conocimiento de que
algo estuviera ocurriendo.
—¿Estás bien? —frunció el ceño Alan.
—Claro que lo estoy, ¿por qué están todos aquí? ¿Saben la hora que
es? —los miró de uno a uno—. ¿Qué has hecho con Rudolf hijo? No me
digas que has actuado imprudentemente, pensé que al menos Beth haría
algo útil.
—No se trata de Rudolf —dijo Raimond—. Se trata de Albert,
creemos que la tía se lo ha llevado, ayudados por la duquesa Ana.
La reina abrió los ojos en impresión y cayó inmediatamente
desmayada, siendo atendida por una de sus doncellas.
—Así que ella sólo ocasiona más problemas —dijo Kayla—, sigamos
con lo nuestro, no debimos venir hasta acá sólo para verla, mira que es una
caminata demasiado larga.
—Kayla, por favor —pidió Beth y miró a su marido—. Quiero hablar
con Marilla yo misma.
—Beth…
—Quiero hacerlo, tú debes buscar a Ana y a tu tía, por favor, me
encargaré de esto, que alguien se encargue del marido.
—¿Debo recordarte tu estado?
—No, ¿debo recordarte que tengo otro hijo?
—No.
Se miraron por largos momentos en los que había una buena batalla,
pero al final, Raimond cedió y concedió que ella hablara con Marilla, de
todas formas, no tenían tiempo y Beth se impondría de cualquier forma.
—Que te acompañe Kayla.
—Pero claro —la Hamilton se tomó del brazo de su prima—. No lo
permitiría de otra manera.
—Bien —miró al resto de las personas—. Busquen a mi tía y a los
Lambsdorff, los quiero junto a su hijo lo antes posible y también a los
duques, no pueden estar lejos.
Los hombres salieron rápidamente y Alan iba detrás de ellos, Raimond
volvió la mirada hacia su esposa y suspiró, tomándole la cara con cariño y
besando su frente.
—Por favor, no hagas cosas que te pongan en riesgo.
—Lo intentaré —asintió.
—Oigan enamorados, no hay tiempo que perder.
Raimond salió de ahí y Beth tomó la mano de su prima para caminar
hacia donde tenían a Marilla, no era que la tuvieran en una prisión ni nada
parecido, pero el ser recluido no le caía en gracia a nadie, mucho menos a
alguien como Marilla.
—Señora Hofergon.
—Beth —dijo con fastidio—, debí saber que fuiste tú la que me trajo
aquí, mira que eres mala perdedora, ¿no te agradó la noticia que te ha dado
tu prima?
—¿De qué hablas?
—Ahora también te haces la loca —sonrió, tocando su vientre que
apenas comenzaba a hincharse por el embarazo.
Beth comprendió en ese momento que Marilla no tenía idea de la
verdadera razón por la cual estaba siendo retenida en el castillo, si ella
pensaba que había llegado hasta ahí por su supuesto embarazo, entonces
ella no tenía nada que ver con el secuestro de Albert.
—¿Es de Raimond? —siguió el juego.
—Lo verás cuando nazca, rubio y ojos azules, igual que él.
Kayla cerró los ojos.
—Por favor —negó la Hamilton—. Puede salir igual a ti, en todo caso,
eres de cabello negro y ojos marrones, ¿Qué harás entonces?
—Como sea —negó fastidiada—. Es de Raimond.
—Claro —Beth ya no estaba pensando en esa conversación—. Bien,
Marilla, dime, Cuándo te acostabas con Rudolf, ¿él hablaba sobre hacerse
con el trono?
—Te he dicho que es de Raimond.
—Claro, lo sé —asintió—, pero cuando te acostabas con Rudolf, ¿qué
decía él?
Marilla rodó los ojos y se cruzó de brazos.
—Él jamás hablaba de ello cuando estaba con él —dijo.
—Tú no quieres que Raimond salga de su trono ¿Verdad?
—A mí en qué me beneficiaría —le dijo obvia—. ME conviene más
ahora que es rey, mi esposo tiene una mejor posición… Ah, así que estás
investigando de la muerte del pasado rey.
—Sí —mintió—. Es sobre eso.
—¿A ti que te importa? Ahora eres la reina que siempre quisiste ser, el
que muriera te convino.
—Puede ser, pero no es algo que ayude a la estabilidad —elevó una
ceja—. Lo ha mandado tu marido, ¿no es verdad? Raimond le tiene en más
alta estima de lo que lo tenía el rey.
—Mi marido no ha hecho nada contra esta familia.
—¿En serio? Has dicho que le convenía.
—Sí, trabajé para que escalara en su posición, me metí con cuanto me
lo pidió —sonrió—. ¿Contenta?
—No, ¿Por qué matar al rey? ¿A quién le ayudaba?
—¡A Raimond! ¡Es obvio!
—¿Entonces se lo has pedido tú?
—¡Lo ordenó la reina! —gritó al sentirse presionada, para rápidamente
taparse la boca con una mano—. No es lo que quise decir, yo…
—Gracias Marilla, has sido de ayuda.
—No, no quise decir eso.
—Tu marido ha sabido emplear sus cartas, pero es convenenciero, hará
lo que sea por quien sea que le dé una mejor posición, ¿no es así? Seguro
que te pidió que te metieras con alguien más, alguien a quien no pudiste
controlar.
—No sé de qué hablas.
—¿Por qué le dieron el té a Rudolf, Marilla? ¿por qué si ya habías
estado con él? ¿Qué necesitabas que olvidara de esa noche?
—Beth, ¿qué haces? —frunció el ceño Kayla.
—Que recuerde, en esa fiesta no estabas por ningún lado, pero tu
marido sí lo estaba y ¿sabes quién llegó después de la intromisión de
Rudolf? —Marilla había perdido el color—. Sí, el tío Bruno, estabas con él
¿Verdad? Tú hijo no es de Rudolf, es de su padre y esa noche en la que
entró borracho y drogado, descubrió lo que hacían.
—¡He dicho que me dejes tranquila! —gritó, llorosa.
—Tu marido te pidió que te metieras con el tío ¿cierto? Pero, en qué te
convenía que te metieras con el tío, seguro que podrías tener la ventaja de
que tu hijo saliera con las estipulaciones que necesitabas, rubio y de ojos
azules, eso me mataría a mí y dejaría a Raimond a tu merced como lo
querías, pero de qué le serviría al teniente Hofergon.
—He dicho que no sé de qué hablas.
—Le serviría porque es el tío quien está dirigiendo toda la revuelta,
¿Cierto? Es él quien ha estado detrás de todo esto.
—Nada mal para ser una mocosa —dijo una voz aciaga desde la puerta
—. Me parece impresionante.
Beth y Kayla sintieron que su piel se erizaba al instante, recorriéndolas
hasta la punta de los pies. Marilla precia asustada de aquel hombre con el
que ciertamente sí se había logrado meter y del que ahora estaba
embarazada, pero le había causado tanto terror durante todas esas noches
juntos, que lo que quería era marcharse de ahí y jamás volverle a ver.
—¿Por qué drogar a tu propio hijo?
—Rudolf es un idiota —sonrió—, no sabe utilizar lo que le cae del
cielo, sabía perfectamente que yo era el padre de Raimond y Alan y nunca
lo quiso usar, quería que su asenso hacia el trono llegara gracias a la
clemencia del pueblo, vaya estupidez.
—Su esposa…
—Mi esposa es una víbora, pero jamás haría algo en contra de su
hermano, lo amaba, justo ahora estará llorando su muerte.
—Usted no puede ser rey —negó Kayla—, en todo caso sería Rudolf
el que gobernara y a usted no parece quererlo.
—Quizá, pero el que tiene todos los contactos soy yo, por el que todos
se mueven es por mí, él me lo agradecerá.
—Raimond y Alan también son sus hijos ¿Por qué beneficiar a uno
más que a otro? —preguntó Kayla.
—Es lo que toca, Rudolf tiene sangre real y los otros dos no.
—Es porque Alan lo desprecia y ahora que Raimond sabe la verdad,
tampoco lo quiere —dijo Beth—, por eso lo ha hecho, por eso ahora quiere
derribarlo.
—Siempre pensé que Raimond sería más racional, parecía quererme
aún más que a su padre, pero su muerte le causó un amor que en realidad no
sentía por él, patético.
—Lo que quiere es gobernar —negó Kayla—. Es un lunático.
—Me acerqué a la corona todo lo que pude —dijo el hombre con una
sonrisa—, primero la hermana del rey, pero eso no funcionó, con la esposa
del rey tuve dos hijos y me los gané, pero fue por un tiempo, ahora estoy
cerca, uno de mis hijos estará en el trono y yo estaré junto a él siempre,
beneficiándome de las riquezas que pueda tener.
—Querrá decir, sobre él —dijo Beth—. Es la ejemplificación de un
mal padre, ¿lo sabía?
—Quizá —sonrió—, así son las cosas, querida Beth, como veras,
tengo todo de mi lado, incluso daré a mi hijo la mujer que ama.
Beth abrió los ojos con impresión y negó.
—Yo no seré su esposa.
—Si quieres a tu hijo de vuelta, tendrás que aceptarlo.
—¿Dónde está? —dijo presa del pánico.
—A salvo… por ahora —sonrió—. Sólo tú puedes salvarlo, tus
acciones definirán el curso de su vida.
—Es mentira Beth —negó Kayla—, si lo que quiere es que Rudolf
gobierne, tiene que deshacerse de toda la línea real, eso incluye a tu hijo.
—Bien, has comenzado a hartarme —le disparó a Kayla, sacando un
grito de Marilla y de Beth, quién se inclinó ante su prima que no dejaba de
sangrar—. Tienes problemas querida Beth, morirá desangrada si no tomas
las decisiones correctas.
—¿Qué quiere que haga? —dijo llorosa.
—Dime donde está Rudolf, tenemos que liberar al rey.
Beth miró a los guardias que parecían pasar por alto todo aquello,
supuso que habían sido comprados o directamente eran parte del plan del
tío Bruno. Como fuere, no harían nada y parecía ser que tampoco ayudarían
a Kayla cuanto se marcharan.
—¿Quiénes son?
—Amigos míos, pero como sabrás, no todos son amigos míos, tendrás
que ayudarme a sacar a Rudolf de ahí.
—Haré lo que digas, sólo deja que ayuden a mi prima.
—No sé cómo haría eso sin que se supiera que alguien le disparó —
sonrió—, no tienes muchas prerrogativas de todas formas, aún te puedo
disparar a ti.
Beth se puso en pie cuando la apuntaron y caminó frente al hombre
que parecía feliz, aunque desde que ella lo conocía, ese hombre siempre
había estado feliz.
—Su majestad —llegaron unos guardias—. El rey ha mandado decir
que debemos trasladarlas hacia la propiedad del centro.
Beth intentó decir algo, pero sintió de pronto la pistola tocando su
espalda ligeramente.
—Yo escoltaré a la reina —sonrió el tío Bruno—. Ustedes vayan por la
reina madre y por el resto de personas.
—El rey especificó que lleváramos en persona a la princesa.
—Beth, querida —sonrió Bruno—. ¿Es que acaso no confías en mí
para ser tu escolta?
Beth lloró sólo un poco más.
—Estaré bien con él, ayuden a los demás, a todos —los miró
intensamente, intentando que leyeran el horror, pero ellos sabían que estaba
horrorizada, su hijo había sido secuestrado.
—Como ordene, su majestad.
Los hombres pasaron de largo, Beth esperaba que por lo menos alguno
de ellos notara a Kayla o que Marilla diera el aviso. Sintió como la
empujaban con la punta de aquella arma y siguió caminando hacía los
calabozos de aquel antiguo castillo.
—¿Su majestad? —pregunto un guardia.
—Quiero ver a Rudolf Lambsdorff.
—Tiene las visitas prohibidas, mi señora, el rey lo ordenó.
—Sí, gracias por recordarlo, pero quisiera verlo de todas formas —
asintió—. Será trasladado.
El hombre parecía confundido, pero al ver a la mujer tan segura y
acompañada por el padre del muchacho que, en el pasado los ayudó a
sacarlo del salón donde había entrado alcoholizado, les permitió la entrada e
incluso los dirigió hasta la celda.
—¿Padre? —lo miró con el ceño fruncido.
—Hijo mío, es hora de sacarte de ahí.
—¿Por qué? —miró a Beth—. ¿Han encontrado a Albert?
Ella negó con la cabeza y dejó caer nuevas lágrimas.
—Vamos, hablaremos de esto después.
Los tres salieron de ahí en un silencio que apenas era cortado por el
rose de los pies contra el suelo.
—¿Qué está pasando?
—Está pasando, hijo, que te estoy llevando a la libertad, con una
esposa y un trono esperando por ti.
Rudolf se detuvo.
—¿Qué?
—¿No era lo que querías?
—Padre… —negó—. ¿Qué has hecho?
—Lo necesario para hacerte feliz.
—¿A mí? O a ti.
Bruno tomó el brazo de su hijo y el de Beth y los metió a una
habitación, apuntando a Beth con el arma y mirando desesperado a Rudolf,
quien parecía demasiado contrariado.
—No arruinarás esto, Rudolf, estamos cerca —tomó a Beth por el
brazo y la aventó hacia él—. Vamos, no me importa, tómala ahora,
Raimond estará distraído buscando a su hijo en casa de los duques que
seguro estarán en sus manos, pero ahora tenemos dos cosas que él ama: a
ella y al niño.
—¿Dónde tienes al niño?
—Por ahora no te es conveniente saberlo, tan sólo debes saber que
Raimond cederá —sonrió—. Vamos, date prisa, lamento que no pueda darte
más tiempo para que lo disfrutes, pero será lo necesario.
—Padre…
—Rudolf —lo apuntó—. O haces lo que te digo, o la mato, por lo que
veo ya no te gusta lo suficiente, podemos encontrar una mejor.
Bruno jaló el martillo, pero Rudolf se puso frente a Beth, quién había
dado un grito de antelación ante un posible disparo.
—Lo haré, la quiero, en serio la quiero y el pueblo también, será bueno
para mi imagen como rey.
—Eso es verdad —asintió y bajó el arma.
—¿Esperarás aquí? —le dijo ansioso.
—Lo siento hijo, pero no quiero que esa arpía haga algo que te nuble
la cabeza.
Rudolf asintió y se volvió hacia la joven que lo miró aterrorizada,
soltando lagrimas sin control y negando con la cabeza.
—Por favor, no… —dijo desesperada cuando él la tomó por los brazos
y la tumbó en la cama—. ¡No! ¡Rudolf! ¡No me lo harías! ¡No me dañarías!
¡No a mí!
El hombre se tumbó sobre ella y le inmovilizó los brazos para poder
bajar y besarle el cuello, la mejilla y cerca del oído.
—Pelea Beth, pelea con más fuerza —le susurró. Ella frunció el ceño y
lo miró espantada, sin comprender, así que él tuvo que seguir besándola y
arrancándole prendas—. Beth, pelea, que no pueda controlarte, que piense
que no puedo controlarte.
Entonces entendió, no quería abusar de ella, quería hacer un plan
contra su padre, al menos eso esperaba. Beth gritó, pataleó y rasguñó todo
lo que pudo a Rudolf, estaba segura de que mucho de lo que hacía él se lo
permitía con más facilidad, haciendo que el padre se molestara y se
acercara, inmovilizándole las manos para que Rudolf pudiera actuar,
momento en el cual tomó el arma y apuntó a su padre.
—Bien padre, aquí acabó todo —dijo tranquilo—, déjala libre.
—Así que logró consumirte el cerebro —negó—, una mujer puede ser
la perdición de una mente brillante.
—¡Suéltala, padre!
—Digamos que es un no —la arrastró por la cama y la pegó a su
cuerpo pese a que ella pataleaba y se removía—. Es mi defensa.
—Has perdido, padre, suéltala.
—El que perdió fuiste tú.
—Raimond viene de regreso, estoy seguro, supongo que ya tendrá a su
hijo consigo.
—Lo dudo —sonrió—. Jamás lo sabrá.
—Yo se lo dije antes de que partiera, sabe que Marilla y el teniente
Hofergon estaban contigo.
—¡Maldito! ¡Hago todo esto por ti!
—No sé por quién lo hagas, pero definitivamente no es por mí, padre
—negó el muchacho—, deja ir a Beth.
En ese momento, un estruendo se escuchó en el exterior, una inminente
pelea que se derivó a disparos y demás gritos, pero al final, la habitación se
abrió trayendo consigo a Raimond y Alan, quienes miraban sorprendidos la
escena.
—Mis tres hijos reunidos, por primera vez del mismo lado.
Beth rodó los ojos y soltó más lágrimas, inclinándose un poco hasta su
pierna derecha, odiaba tener que hacer algo así, pero si era necesario, lo
haría, así que sacó la fina daga que tenía en el lugar y la encajó con todas
sus fuerzas en el abdomen del hombre.
En cuanto el tío Bruno la soltó, ella corrió hacia los hombres con
armas en resiste y se abalanzó al cuerpo de su marido, quien la abrazó con
fuerza y la miró sorprendido y con una sonrisa.
—Tendré más cuidado contigo por las noches, mi amor.
—¿Albert? —Raimond sonrió y asintió con tranquilidad, lo cual hizo
que el cuerpo de Beth se relajara—. ¡Dios Santo! ¡Kayla!
—Está siendo atendida, Marilla dio aviso —Beth asintió un par de
veces, simplemente abrazándose y temblando contra él, al fin sintiéndose a
salvo. Raimond miró entonces a su primo—. Gracias Rudolf, por
defenderla.
—No permitiría que le hicieran daño —el hombre miraba hacia donde
su padre se encontraba herido y estaba siendo atendido.
—Veré que lo atiendan —dijo Raimond—. No sé qué más decir para
hacerte sentir mejor.
El hombre movió la cabeza de lado a lado y miró a su rey.
—Es lo que buscamos —se inclinó de hombros—, perdimos.
—Hay gente en el pueblo que te sigue apoyando —dijo Alan con
molestia—. Seguro que los seguirás incitando.
—No, acabé —sonrió bufón—. En realidad, no me gusta todo el
trabajo que representa estar al mando.
—¿Por qué lo buscabas entonces? —inquirió Beth.
—No lo sé, mis padres me metieron a la cabeza que era el legítimo
heredero, luego odiaba a Raimond y me agradaba hacerlo rabiar y al último,
me enamoré de su esposa —la miró—. Fue en ese momento en el que en
verdad lo envidié. Podría quitarle el trono, la riqueza y todo lo que lo
enaltecía, pero jamás lograría apartar a su mujer de su lado y eso era lo que
en verdad quería.
Raimond presionó la cintura de su esposa para acercarla a él en un acto
dominante y protector, pero Beth se soltó y abrazó al hombre que le había
salvado la vida en muchas formas.
—Has sido una persona increíble conmigo, quisiera tenerte a mi lado
el resto de mis días, pero no soy una mujer para ti —le susurró con cariño
—, mereces más que una mujer que le pertenece a alguien más, que soñó,
lloró y sigue amando a alguien más.
Ella se separó y miró el semblante decaído del hombre.
—¿Jamás podrías llegar a amarme?
—No Rudolf —lo miró, era tan parecido a su esposo que parecería un
crimen cambiarlo a uno por el otro, siempre recordaría y echaría de menos a
Raimond—. No podemos estar juntos.
—Entiendo —bajó la mirada y después regresó con una sonrisa,
mirando directamente a Raimond—. Espero que en esta ocasión no seas tan
idiota y sepas lo que tienes, ella vale más de lo que tu merecerás en tres
vidas.
—Lo sé —se acercó a su esposa y la abrazó—, intentaré hacerla feliz
como si lo tuviera que hacer por tres vidas.
Rudolf asintió.
—¿Tengo cargos?
—No.
—Ey —Alan miró a su hermano—. El tipo puede volver.
—Entonces, estaremos esperándolo —dijo Raimond, a sabiendas que
su primo se iría y jamás volvería.
—Adiós hermano —sonrió Rudolf tendiéndole la mano.
—Adiós —se la estrechó.
Capítulo 30
Beth corrió hacia la madre de Raimond, quien sostenía al bebé contra
su pecho y prácticamente se lo arrebató para tenerlo en sus brazos, llorando
desconsolada y mirando a su marido quién la abrazaba contento al tenerlos
a ambos entre sus brazos.
—Lo siento tanto hijo…
—Está bien, mamá —asintió Raimond—, supongo que no te será un
consuelo que sepas que no murió.
—Debe morir —dijo la madre con seguridad—, atentó contra tu
heredero, contra ti y contra… contra tu reina.
Beth levantó la mirada, la madre de Raimond en verdad parecía
arrepentida por los sucesos, pero ella no era de las que perdonaban
fácilmente, sabía bien que algo tuvo que ver en algunas de las cosas
horribles que les pasaron, como el que quisieran matarla y en su lugar fuera
Raimond quien salió malherido.
—Lo sé, será juzgado por sus crímenes.
—¿Rudolf?
—Se irá en la mañana.
—¿¡Lo has dejado en libertad!? ¿Estás loco?
—Rudolf me ha salvado —dijo Beth—. No atentó en ningún momento
contra Raimond, actuó limpio para obtener el trono.
—Claro y el ataque a Hohenzollern ¿quién lo ocasionó?
—El tío Bruno, al parecer —dijo Raimond. La madre bajó la cabeza
—. Ese día estaba aquí, ¿Verdad madre? Él estaba en tus cámaras esa
noche, porque Rudolf no lo estaba, ni siquiera estaba en Wurtemberg.
—Mi querido hijo, yo siempre pensé que él te amaba, a ambos.
—Ay mamá por favor —rodó los ojos Alan—. El haber metido a ese
canalla aquí hizo que muriera padre, secuestraran a Albert, hirieran a
Raimond, casi violaran a Beth y ¿para qué?
—De ese modo lograste nacer —le dijo obvia.
—¡Agh! —negó el muchacho—. Iré a ver cómo está Kayla.
—Iré contigo —asintió Beth, mirando a su marido—. Haré que me
revisen también a mí.
—¿Estás herida?
Ella negó de lado a lado.
—No quiero pensar que por tantas emociones… —bajó la cabeza
entristecida—. ¿Tú crees que…?
Su marido pasó suavemente la mano por el vientre de su esposa y juntó
su frente con la de ella.
—Lo logrará, es fuerte, como su madre.
La reina miró aquella escena con el ceño fruncido y después, la
iluminación llegó y sonrió.
—¿Tendrán otro niño? —dijo alegre—. Será bueno para consolidar su
linaje.
Beth miró por un segundo a su suegra y después se marchó de ahí
junto con Alan, quién ya intentaba sacarle información del bebé.
—Madre, nosotros no pensamos en nuestros hijos como aseguradores
de linaje, sino como niños.
—Pero claro, pero la verdad es esa.
Raimond negó.
—Eres peligrosa y piensas mal la mayoría del tiempo, nos pones en
peligro —dijo.
—¿Qué estás tratando de decir?
—Hiciste que Marilla volviera en conjunto con su esposo para
molestar a Beth, lo cual facilitó su encuentro con el tío Bruno quién planeó
todo esto —comenzó—. Asesinaste a mi padre, intentaste lastimar a Beth…
—¡Lo hice por ti!
—Tienes la misma justificación que el tío Bruno, pero ¿crees que es
algo que aprecio o apreció Rudolf?
—No entiendes todos los sacrificios que he hecho por ti.
—Sí, los entiendo y te los agradezco… pero creo que sería bueno que
te alejaras de palacio por un tiempo.
—¿Qué?
—Incluso la duquesa Ana ha caído en la traición, ya que fue gracias a
ellos por lo que Albert salió de la habitación en primer lugar —negó—.
¿Para qué querías espiar a Beth?
—La necesitaba mantener controlada —le dijo—, ¿no te das cuenta
que ansía el poder?
—Madre —negó con el ceño fruncido—. Los únicos que deseaban el
poder eran tú y tío Bruno.
—¡No! Sólo quiero que estemos juntos, tu y yo.
—Quieres que haga lo que tú dices.
—¡Antes lo hacías!
—Fue mi primer error.
—Su excelencia —tanto la madre como el hijo se volvieron hacia la
voz—, tiene visitas, mi señor, de un tal Thomas Hamilton.
Raimond cerró los ojos por unos momentos y asintió.
—Llévenlo con su hija en seguida.
—¿Quién es ese hombre?
—Alguien que seguro está enojado y viene siguiendo a su hija para
que no cometa una locura que ya cometió y ahora está herida.
—¿Es el padre de Kayla?
—Sí —se frotó los ojos—. Que noche tan más larga. Madre, he
preparado todo para que te mudes a la residencia en…
—¡No! ¡Raimond, no me separes de ti!
—Partirás a primera hora en la mañana.
Raimond salió de la habitación de su madre sintiéndose abatido, sabía
que era lo mejor, la reina madre siempre tendría una contienda contra su
esposa y estaría lanzando artimañas por lo que le quedara de vida, había
tenido suficiente de ello, había sido suficiente de que ella quisiera
dictaminar lo que sería de su vida, estaba cansado y deseaba poder tener
paz, tan sólo un poco de paz.
—Lord Hamilton.
—Quisiera dar mis respetos al rey si tan sólo mi hija no hubiese salido
herida en este país.
—Papá, estoy bien —dijo la joven completamente despierta en la cama
y con una venda en un muslo.
—No hablo sólo de la hija que viene de mi sangre, Beth es como una
hija para mí también.
—Lo sé, mi lord, lamento los inconvenientes que ha tenido al venir
hasta acá.
—¿Inconvenientes para él? —dijo otra hermosa mujer que Raimond
no había visto hasta ese momento, podía jurar que no estaba ahí hacía dos
segundos—. La que lo sufrió todo fui yo.
—Aine, nadie te pidió hablar —rezongó Kayla.
—Si no le hubiera dicho a papá, estarías en más problemas.
—Si no le hubieras dicho, jamás lo habría sabido.
—¡Es papá! ¡Claro que lo sabría!
—¡Qué no!
—Niñas —pidió Thomas—. Basta.
—Tío —se acercó Beth—, gracias por tu preocupación, pero me
encuentro bien, al igual que mi hijo.
—Diré a tu madre sobre esto —la joven palideció rápidamente y sintió
que se desmayaría, Dios santo, no podía pensar en algo peor que el que su
madre lo supiera—. Por lo demás, le agradezco que mi hija haya sido
atendida diligentemente.
—Ha sido un honor.
—Si me lo permite, me la llevaré hoy mismo de aquí.
—Papá, por favor, no quiero moverme, me dolerá.
Thomas regresó una fiera mirada a su hija, la cual calló en seguida y
bajó la mirada, por un segundo se le había olvidado que quería matarla por
desobedecerlo.
—Como usted diga, lord Hamilton.
Beth se despidió de sus parientes en la puerta del castillo, a sabiendas
que Kayla tendría la regañada de su vida y probablemente no volviera a ver
la luz del día por algunos meses. Sonrió, la echaría de menos, incluso había
echado de menos a su tío.
—Vamos, necesitas descansar —dijo Raimond, abrazándola.
—No creo que pueda volver a dormir jamás.
—¿Qué te ha dicho el médico?
—Parece que sigo embarazada —suspiró tocando su vientre—, aun
así, no es seguro que no lo pierda, sigo alterada.
—Trataremos de que el resto de tu embarazo sea tranquilo.
—Eso espero, aunque ahora que sé que madre se enterará de todo, no
veo cómo algo podrá ser tranquilo.
—Lo resolveremos.
Beth acomodó a Albert sobre sus brazos y caminó a su habitación,
mirando a los lados con temor, no tenía idea de cuando se le fuera a pasar
esa sensación.
—¿Qué ha pasado con la duquesa Ana?
—Lo que han hecho es alta traición contra la corona —cerró los ojos
por un prolongado momento y suspiró—, la condena no es agradable para
nadie.
—¿Albert estaba con ellos?
Raimond negó.
—No, sabían que la doncella lo diría en cuento despertara, así que se
lo entregaron al teniente, quien estaba preparado para luchar, pero en cuanto
se vio en desventaja, fingió haberlo rescatado —dejó salir una risotada—.
¿Puedes creer la incongruencia?
—¿Y qué pasará con Marilla?
—Marilla está embarazada, así que habrá que esperar a que dé a luz
antes de dictaminar cualquier cosa.
—¿Y sus hijos y los de Ana? —dijo preocupada—. Sé que Ana actuó
así porque su esposo lo ordenó, le daba terribles golpizas Raimond, en
serio, ella no tiene la culpa.
—Quizá no, pero no puedo hacer nada, Alan no lo permitirá de otra
forma. Con respecto a los hijos de ambos, ellos ya están en internados desde
antes de que todo esto ocurriese, con las fortunas de sus padres se les
brindará lo que necesiten para que crezcan bien.
—Es increíble lo que las personas pueden hacer por tener algo de
poder —negó Beth.
—Lo ven como algo increíble que les gustaría tener, no saben lo que
hay detrás de todos los oropeles y las joyas —negó—, enmascaramos lo
horrible de la monarquía con sonrisas falsas, con bailes y caridades, pero si
uno se fija bien, se darán cuenta que, dentro de los castillos llenos de lujos,
no hay mucha felicidad.
—Yo deseé eso —aceptó—, siempre quise ser… “una princesa”, pero
jamás esperé nada de esto.
—Fui el primero en darte la bienvenida a la horrible realidad que hay
dentro de esta corte —negó y le tomó la cara—. ¿Podrás perdonarme algún
día? Tú has sido lo único bueno que me ha pasado desde que recuerdo,
incluso has seguido aumentando esa felicidad con los hijos que me has
dado.
Ella lo miró por un largo y detenido momento, en el que el balbuceó
del bebé era lo único que se escuchaba y de lo que eran conscientes ambos
padres. Entonces, comenzó a llorar, Beth no podía controlar las lágrimas
que salían disparadas de sus ojos y le recorrían hasta la barbilla.
—¿Por qué lloras, mi amor? —le tomó la cara.
—¿Es que no lo sabes? —apretó los labios.
Él sonrió y limpió dulcemente las lágrimas que salían disparadas de los
orbes azules de su esposa.
—Sí —la besó con todo el cariño que fue capaz—. Prometo que no
desperdiciaré esta oportunidad.
Beth dejó salir más lágrimas cuando los cerró para ser besada por su
esposo, no podía negarle que seguía amándolo, pero no podía decírselo a él,
tal vez jamás pudiera hacerlo, o tal vez necesitara tiempo, pero el que no
pudiera decirlo no quería decir que no lo sintiera, quizá fuera la mujer más
patética de la tierra, pero amaba al hombre con el que se casó y parecía ser
que él la amaba a ella.
No sabía hasta qué punto estaba bien o estaba mal perdonar los errores
que el amor hacía cometer, pero mientras lo averiguaba, estaría con el
hombre que amaba y había elegido para ser el padre de sus hijos, esperando
estar tomando la decisión correcta.
Epilogue

Beth sonreía en medio de aquel algarabío formado en el interior del


castillo Hohenzollern, todo salía tal y como lo había planeado junto a su
buen y querido amigo Rudolf, quien, aunque no estuviese presente, era casi
como si lo estuviera.
Sonrió al ver los diferentes toldos alzándose orondos a la sombra de las
murallas de aquel encerrado castillo que, en esa ocasión, abría las puertas
para todos los especialistas en las diferentes artes y ya no sólo de eso, sino
de cualquier gremio que quisiese exponer su trabajo en ese evento lleno de
alegría, subastas, comida y bebida.
Los hombres y mujeres de Wurtemberg estaban felices por sus nuevos
reyes, quienes parecían comprensivos al dolor, al sufrimiento y al hambre
que podían llegar a tener. Nadie sabía qué había pasado en el interior de
aquel solariego castillo, pero parecía haber tenido lugar algo de
importancia, puesto que desde hacía un tiempo las cosas habían cambiado,
los nobles que residían en aquel lugar iban al pueblo, hablaban con la gente
y saludaban e incluso la reina Beth podía llegar a abrazar a las personas que
tenía cerca.
El rey Raimond parecía alabar a su reina y a los dos hijos que esta le
había brindado; el príncipe Alan se había convertido en un hombre
respetable que, junto con su hermano, se encargaba de la ciudad de
gobernaban. Nadie sabía mucho de lo que había sucedido con lady la madre
del rey, pero conocían la residencia donde la parecía tranquila y en una paz
que hacía mucho no le veían, se decía que los príncipes la visitaban
seguido.
Seguro que nunca nadie sabría del dolor que se había experimentado
ahí dentro, que la reina Beth no siempre tenía aquella sonrisa
resplandeciente y que el rey Raimond no siempre fue feliz en ese
matrimonio.
Nadie sabría que tuvieron intentos de asesinato, un asesinato, la posible
pérdida de un hijo y el dolor de no saber qué era el amor y si residía aun en
la persona que amaban, si algún día serían correspondidos o se verían
sometidos a la neblina del rechazo para la eternidad.
Amar era difícil, era duro, era una batalla continua por la que se debía
luchar día con día, en el que se debía de madurar, en el que se debía
comprender, en el que en ocasiones se debía rendir y en otras, seguir
luchando, se debía engrandecer y admirar a la otra persona simplemente por
amarla.
Quizá nadie sabría nada de esto, puesto que, lo que todos veían y
seguirían viendo a partir de ese momento, serían las caras felices de quien
ganó la batalla y logró dominar la difícil batalla de conocer lo que era amar
a otra persona; con todos sus errores y aciertos, con todos sus defectos y
virtudes, después de mil equivocaciones y sus correspondientes
rectificaciones.
Esa era la encrucijada de la vida y se tenía que descifrar cada día en el
que se logre abrir los ojos y hasta que no se puedan abrir más.

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