4 La Encrucijada de Beth - Sofia Duran
4 La Encrucijada de Beth - Sofia Duran
4 La Encrucijada de Beth - Sofia Duran
Sofía Durán
Copyright © 2021 Sofía Durán
Primera edición.
El perdón se da cuando se cree que se merece;
si has de perdonar, que sea con el corazón,
sin arrepentimientos, ni rencores.
Contents
Title Page
Copyright
Dedication
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epilogue
Capítulo 1
Los pasos femeninos recorrían aquel alargado pasillo con una rapidez
que rosaba con una carrera. El vestido de aquella dama era levantado con
demasiada desfachatez para encontrarse en un palacio y, si se tomaba en
cuenta la hora, podría ser sumamente comprometedor.
La joven abrió una gran puerta y cerró tras de sí, se sorprendió a si
misma caminando de puntillas cuando en realidad, tenía que despertar a la
persona en el interior de la recámara.
—Princesa… —dijo en una voz susurrante—. Princesa…
La joven intentó abrir sus ojos pesadamente, sintiéndose agotada, pero
era tanta la insistencia, que no le quedó más remedio que abrir los ojos y
enfocar a la hermosa duquesa que parecía nerviosa.
—¿Ana? ¿Qué ocurre?
—Mi lady, el príncipe ha llegado.
La mujer volvió a recostar su rostro en la almohada y giró su cuerpo
para darle la espalda a su una de sus damas de compañía.
—Como sabrás, Ana, mi esposo tiene otras predilecciones sobre con
quién pasar sus noches.
—Mi lady, ha pedido estrictamente que vaya —dijo presurosa,
mirando hacia los lados—. Dijo, que, si usted se negaba, él vendría.
—Está bien —la princesa se levantó lentamente, colocándose la bata y
sus zapatillas de noche—. ¿Dónde me tengo que encontrar con su alteza,
Ana? Supongo que será algo importante si quiere hablar conmigo a estas
horas.
—El príncipe está en su recámara, mi lady.
—¿Quiere que vaya a…? —ella suspiró—. Está bien, Ana, puedes ir a
dormir ahora y no te preocupes, estaré bien.
—Mi lady, si no es molestia, preferiría esperarla aquí.
—Gracias, Ana —sonrió la mujer y tocó el hombro a la duquesa al
pasar junto a ella.
La princesa caminaba con pasos seguros por el pasillo, mantenía su
cara en alto, tenía una estructura garbosa que daba a entender que nadie
podría amedrentarla por mucho que se intentara. Tomó una larga y profunda
respiración cuando tocó un par de veces a la puerta.
—Adelante.
La joven mujer pasó a la recámara de su marido y cerró la puerta tras
de sí, pero no hizo nada más, se quedó a sólo unos centímetros de la salida,
esperando que el encuentro fuera rápido y puntual.
—Me han dicho que me buscaba, su alteza.
El hombre volvió la mirada, tenía unos ojos azules increíblemente
profundos, sus cabellos eran como el trigo maduro y era alto y fuerte, con
una barba de apenas dos días y una nariz recta. Era un alemán en toda la
palabra.
—Sí, me alegra que Ana fuera tan eficiente, hicieron bien en ponerla a
tu cargo.
—Por no decir que me obligaron a aceptarla, su alteza.
—No veo que te cause conflicto ahora.
—Hemos llegado a hacernos amigas —asintió.
—Bien —el hombre la miró después de haberse distraído con algunos
papeles—. Te has puesto más hermosa.
—Gracias, su alteza.
El hombre suspiró.
—Vamos, mujer, soy tu marido, no sólo tu príncipe.
La mujer se quedó callada por un largo momento y asintió.
—Ambas cosas son ciertas, alteza.
—Me han dicho que Albert se ha enfermado hace poco.
—Sólo fue un buen susto, alteza, está bien ahora.
—Te ves cansada —observó—. ¿Comes lo suficiente? ¿Duermes bien?
—Estaba dormida hasta que me llamó, alteza —dijo la joven—. He de
admitir que, con un bebé, no se puede dormir mucho, pero estoy bien, todas
las madres sufren lo mismo.
—Ese es otro tema que quería tocar, mi madre piensa que eres
demasiado apegada a Albert, cree conveniente que lo cambies a una
habitación más cercana a la de ella —el príncipe observó cómo su esposa
perdía color—. Será un rey, necesita otro tipo de educación.
—Es sólo un bebé —susurró.
—Aun así, el que comience a ser mimado no ayudará a un próximo
gobernante —se paró cerca de ella—. Me han dicho que rechazas cualquier
ayuda y has negado el permiso de que trajeran a la nodriza.
—Su alteza, si en algo lo he ofendido, pido disculpas, pero soy su
madre y creo que puedo decidir lo que es mejor para él.
—Eso crees… —se volvió hacia el escritorio que había en la
habitación del príncipe—. Comienzo a darle la razón a mi madre. Quizá
estás demasiado enajenada con el niño, puede ser buena idea que mi madre
lo tenga por un tiempo.
La mujer sintió que sus piernas temblaron y su corazón se paralizó.
¿Quitarle a su hijo? Albert era lo único valioso que tenía, era la razón de
que siguiera con vida y lo único por lo que no se marchaba de ese lugar.
—Por favor, su alteza —se adelantó dos pasos—. Se lo suplico, no me
aparte de mi hijo, yo…
—Tranquila, mujer, tranquila. —trató de tocarla, pero ella saltó hacia
atrás y bajó la mirada. El príncipe suspiró—. Sólo era una idea, quisiera que
la consideraras.
—No lo aceptaré, su alteza —dijo en una voz que denotaba el temor
que había sentido—. Dé el agradecimiento de mi parte a su excelencia, la
reina, pero he de declinar.
—Bien, si ese es tu deseo, se lo haré saber.
La joven no habló, lo miraba tranquilamente desde su posición, pese a
que sintiera que estaba por desmayarse, su orgullo y vanidad no le
permitieron mover siquiera un músculo de su cara.
—¿Es todo, su alteza? —dijo después de un tiempo indeterminado en
el que el príncipe la observaba.
—Sí, lamento haberte despertado.
—Me alegro que haya tenido un buen viaje y le deseo una noche
agradable —la mujer se inclinó ante el príncipe y se apuró a salir.
—No recuerdo haber dicho que podías marcharte.
Ella sintió un escalofrío y cerró los ojos.
—Habré malentendido, su alteza, pensé que había dicho que era todo
lo que tenía que decirme.
—Así es, pero nada evita que duerma con mi mujer.
—Con todo respeto, su alteza, su hijo me necesita —lo miró con
determinación—. Con su permiso.
El hombre dejó que su mujer se marchara y se recostó en la cama.
Entendía perfectamente la posición de su esposa, la notaba tan cambiada
que incluso parecía otra persona. Cuando la conoció era una mujer vivaz,
sonriente y enamorada… sí, se había casado enamorada de él, pero de eso
parecía haber pasado una eternidad.
Incluso se había perdido del nacimiento de su propio hijo, ¡Ni siquiera
sabía que su esposa había quedado embarazada! Simplemente le avisaron
cuando él estaba haciendo un recorrido por Canadá. Le hubiese gustado no
haber actuado tan mal con ella, al menos esperaba que no haberla hecho
sufrir en demasía, ¿Algún día lo perdonaría...?
Lo dudaba.
Sabía que la única razón por la que Beth Aigrefeuille se quedaba a su
lado, era por el hijo que habían concebido, su heredero, el próximo rey
Wurtemberg; ella sabía que, si decidía marcharse, sería con la condición de
que jamás volvería a ver a su hijo y ella no permitiría algo así.
Para ese momento, él no quería que se marchara, había sido un idiota,
un niño infantil al cual le habían quitado lo primero que quería y le
impusieron otra cosa. Beth… ella no había tenido nada que ver, pero fue la
más perjudicada en todo, quisiera decir que podía recuperarla, pero la
conocía, para ese momento, quizá lo hubiese expulsado lejos de su corazón.
Beth llegó a su habitación y cerró la puerta con fuerza, recargándose
en ella y dejándose caer hasta el suelo. No había visto a su esposo en
demasiados meses, no había cambiado nada, seguía siendo tan apuesto
como el día en el que lo conoció y se enamoró de él a primera vista… Ojalá
en ese entonces se hubiera dado cuenta de las señales, quizá ahora estaría en
otro lugar, siendo feliz.
—¿Princesa?
—Oh, Ana —Beth extendió sus manos y tomó las de la duquesa—.
Lamento haberte mantenido en vela, me encuentro bien y el príncipe ha
terminado de dar sus encomiendas a mí.
—Mi lady… Beth —cambió el tono a uno más familiar—. ¿Cómo te
encuentras tú en lo personal?
—Tan sólo sé que tengo un hijo, uno al que educaré para ser un buen
gobernante y lo más diferente a su padre que me sea posible.
La duquesa sonrió de lado y suspiró.
—¿Aún lo amas?
Beth la miró molesta, pero cerró los ojos, Ana era como un pequeño
cordero desvalido, nadie podría gritarle o enojarse con ella.
—No pensarás que esa respuesta puede ser positiva, Ana —la princesa
pasó de largo hasta la cuna de su bebé—. Él decidió por los dos las
condiciones de nuestro matrimonio…
—Al menos está casada con alguien que no es del todo desagradable
—suspiró la duquesa.
—¿Quieres decir que el duque finge bien su papel? —elevó la ceja—.
Me parece agradable y hasta buen mozo.
—Quizá en el exterior, mi lady, pero cuando uno ve su interior, se dará
cuenta que está todo podrido.
—Lamento oírlo.
—Al igual que usted, yo tengo hijos, son la luz de mi vida y en ello me
concentro —la duquesa le quitó la bata y sonrió—. Además, usted es amada
por el pueblo alemán, estoy casi segura de que la aman más a usted que a
todos los demás.
—No digas tales cosas, Ana —sonrió Beth—. Se pueden enfurecer, ya
nos hemos dado cuenta de lo que puede llegar a hacer la reina por tener algo
de atención.
La duquesa tapó su boca con una mano y negó.
—Es usted temible, princesa.
—¿Las interrumpo?
Ambas chicas soltaron un grito y se volvieron hacía la puerta con una
cara sorprendida, sobre todo por lo que habían dicho, prácticamente
hablando mal de su reina.
—Su Alteza —se inclinó Anna y miró largamente a su amiga antes de
abandonar la habitación.
—¿De qué hablaban? —el hombre se cruzó de brazos.
—D-De los centros de caridad —ella se dio la vuelta rápidamente,
buscando que hacer para no develar la mentira—. Mañana mismo iré a
cerciorarme de…
—Sí, me he enterado que te has hecho sumamente popular en el
pueblo —se acercó un paso más.
—No sabría decirlo —Beth lo miró seriamente, frenando los pasos de
su esposo—. Ellos aclaman a todo el que sale de este castillo, no suelo notar
diferencias.
—Siempre has sido tan alzada, incluso cuando nos conocimos pensé
que eras perfecta para ser reina, parecía que llevabas la corona desde hacía
mucho tiempo.
Beth lo miraba fijamente, pero al notar que terminó de hablar y no
llegaba al punto de su presencia en su alcoba, se vio en la necesidad de
preguntar.
—Y bien, alteza, ¿A qué debo su presencia?
—¿Necesito una razón para estar en tú habitación?
—Sí, alteza, normalmente la tiene —dijo determinada—. Pero no creo
que necesite procrear otro heredero y tampoco creo que merezco ser
insultada, como en el pasado.
—Jamás te insulté, Beth.
—Quizá con palabras no, pero ciertamente lo hacía con su presencia
aquí después de… —ella bajó la mirada y se volvió hacia la ventana—. Por
favor, alteza, váyase de aquí.
—Sé que actué mal en el pasado, pero quiero remediarlo.
—¿Cómo espera que pase eso?
—¿Podrías darme una oportunidad?
Beth volvió su mirada a los ojos del príncipe, sintiéndose extrañada e
indignada. El llanto del bebé en la cuna hizo que los sentidos de la madre se
tornaran hacia el bultito que se entretenía en intentar liberarse de las mantas
puestas por su madre.
—Ven, mi amor —dijo la madre dulcemente al pequeño bebé que
berreaba y refunfuñaba—. ¿Extrañaste a mamá?
—Beth…
—Por favor, alteza, creo que entenderá que necesito atender al bebé —
miró nerviosa como el niño se pegaba a su pecho, ansioso por recibir su
alimento.
—Soy su padre, al menos me gustaría conocerlo —ella casi grita ante
esas palabras—. Esperaré a que termines.
Beth enrojeció de pies a cabeza y negó.
—Salga, por favor.
—No lo haré, Beth.
—¿Quién se cree que es para venir a imponerse aquí?
—Bueno, soy un príncipe, el dueño del castillo y tu esposo, ¿Te es
suficiente o necesitas más?
—Por favor, no me haga sentir más humillada de lo que ya me siento
—bajó la cabeza—. Se lo pido de favor, salga.
Moría de ganas por ver a su hijo, pero su esposa se empeñaba en
cubrirlo con la mantita sobre su hombro y se movía constantemente para
que ni siquiera pudiera verle la nariz.
—Bien —se puso en pie—. Pero volveré, dormiré aquí.
Ella lo miró con el ceño fruncido, más bien, compungido, pareciese
que le acabaran de dar un buen golpe en el estómago.
—Su alteza, creo recordar que nunca le agradó mi habitación.
—Es verdad, la odio, pero dudo que aceptes ir a la mía.
—¿Para qué iría a la suya, alteza? —lo miró—. Tengo todo lo que
necesito aquí.
El príncipe sonrió y tomó la puerta.
—Te lo he dicho, Beth, volveré.
La joven meció a su hijo entre sus brazos y se agachó para darle un
beso, permitiéndole al padre ver toda esa escena hasta que salió de la
habitación y suspiró pesadamente.
—¿Qué pasa hermanito? —sonrió Alan—. ¿Problemas con la
princesa?
—¿Esperabas algo diferente?
—No, la verdad es que no. Dejaste a esa pobre chica a merced de
todos nosotros, aunque he de admitir que la desgraciada salió con la cabeza
en alto —negó—, parece que la conocen y se enamoran de ella… Ojalá
hubiese pasado eso contigo, ¿Cierto Raimond?
—Cállate, Alan —se frotó los ojos—. Era un idiota, lo sé.
—Bueno, un idiota enamorado, a lo que sé —se encogió de hombros
—. Por cierto, ¿Dónde dejaste a Marilla?
—Serías de gran ayuda si te marcharas.
—¿En serio? —el menor se sentó en una silla imperial a las afueras de
la recámara de la princesa consorte del reino—. Creo que te conviene hablar
conmigo, justo ahora, yo conozco más a la princesa de lo que tú lo haces.
Estuviste ausente durante tanto...
—¡Lo sé! —se quejó—. Lo sé…
—Bueno hermanito, pareces algo tenso, iré a ver cómo me divierto
mientras tú… tú puedes seguir viéndole la cara a Beth —sonrió Alan—. Por
cierto, la chica está que se cae de buena, ¿sabes? En una ocasión la vi por
accidente mientras se bañaba, ¡Dios santo! Qué perfecta creación.
—Bastardo —apretó los puños fuertemente y se acercó a su hermano
menor.
—Tranquilo, tranquilo —levantó las manos en rendición—. Era
broma, ¿Cómo demonios piensas que alguien me dejaría entrar en su
habitación? No digo que no intentara entrar para consolarla… pero es tan
mojigata que jamás lo consintió.
—Creo que nos odia a todos por igual —se cruzó de brazos Raimond.
—No es que alguno de nosotros se haya comportado mejor con ella
durante todo este tiempo —elevó las cejas—. Aunque de Beth a Marilla,
prefiero mil veces a la princesa, sólo un ciego opinaría lo contrario… ¡Oh!
Espera, pero si ese eres tú.
—¿Podrían guardar silencio, altezas? —Beth asomó su rostro por la
abertura de la puerta—. Intento que un bebé se duerma y si ustedes gritan,
jamás lo lograré.
—¡Mi querida Beatriz!
—No me llamo Beatriz, tan sólo Beth.
—¿No te parece que suena incompleto?
—Adiós, Alan —ella cerró la puerta, dejando a los hermanos
nuevamente en soledad.
—¿Te tutea?
—Llevamos algún tiempo conociéndonos, gran bobo —rodó los ojos
—. Me tiene confianza.
—Sé que eres un conquistador, Alan, pero aléjate de mi esposa.
—No creo que a ella le moleste recibir atenciones de vez en cuando, su
marido solía negárselo, pero hay demasiada gente rondando en el palacio
únicamente para darle un vistazo a la princesa, algo hace esa mujer que
parece irresistible para quién la conoce, mujer, hombre, niño, animal…
bestia. ¿Genial? No, no en realidad, pone de muy mal humor a madre.
—¡Largo de aquí, Alan!
—Como quieras.
Raimond vio partir a su hermano y miró la puerta de su esposa,
dándose cuenta que ella había corrido el seguro, ya se lo esperaba, por lo
cual metió la llave y la abrió por su cuenta. Su esposa soltó un gritito
contenido y cubrió su cuerpo con las mantas ante la intromisión, parecía
enojada y avergonzada al mismo tiempo.
—Su alteza… creí decir que no quería que se quedara aquí.
—Creí advertir que volvería.
Beth mordió sus labios con fiereza para no soltar una maldición y se
puso en pie junto a la cama, colocando rápidamente la bata sobre su
camisón.
—Espero que disfrute la cama, alteza —dijo tranquila—. Dormiré en
el sillón.
—No harás algo como eso —caminó rápidamente hasta que logró
interceptarla en el camino, tomando su cintura y acercándola a su pecho—.
Y bien, señora, ¿En serio prefiere ir a un duro sillón antes de compartir una
cama conmigo?
Beth tomó aire con mucha tranquilidad y levantó la cabeza, sus
profundidades azules parecían vacías cuando lo veía a él.
—Sí, alteza, lo prefiero.
—Está bien, entonces, tomaré el sillón y tú puedes ir a la cama —se
inclinó para besarla, pero ella apartó la cara con rapidez, provocando la
sonrisa de su marido—. Dios sabe que necesitas descansar al cuidar tú sola
del bebé.
Beth apartó los brazos que la mantenían presa y lo miró retadora antes
de ir a la cuna de su bebé y tomarlo en sus brazos, seguramente alejándolo
de su padre.
—Espera —ella sintió un escalofrío—. Enséñamelo.
—Está dormido.
—No he dicho que lo despertaras —se acercó lentamente—. Sino que
me lo enseñes.
Ella se quedó inmóvil, permitiendo que fuera él quién descubriera la
carita del niño bajo las mantas y sonriera complacido con lo que vieron sus
ojos.
—Es perfecto —miró a su esposa, quién volteaba la cara hacía otro
lugar—. Beth, gracias por traerlo al mundo.
Ella mordió fuertemente sus labios y sus ojos se cristalizaron, parecía a
punto de desmaterializarse, pero, aun así, logró hablar con total claridad y
sin un deje de llanto:
—¿Puedo ir a la cama ahora?
—Sí.
El príncipe vio cómo su esposa dejaba el niño en medio de la cama y
después, se metía a su lado, rodeándolo dulcemente en un abrazo y
susurrando palabras que él apenas alcanzaba a deducir. Su esposa parecía
tan pequeña, tan hermosa y tan dulce, que una sensación inmunda lo
invadió al recordar lo mucho que la había hecho a un lado. Jamás se
terminaría de perdonar haberla dañado.
Había sido sólo un muchacho caprichoso, empeñado a hacer lo que
quería y sin temor a herir a nadie en el camino. Debía aceptar que, cuándo
se casó con su esposa, jamás pensó en ella como algo más que la persona
con la que compartiría su vida, nada esencial o especial, sólo una persona
más con la cual convivir.
Pero ella siempre fue tan… impresionante. Beth no sólo era hermosa,
sino hechizante, como una maga o una ninfa preciosa, no había nadie que la
conociera que no pensara que era encantadora, de modales excelentes, era
fácil quedarse prendado de ella desde la primera vez que se la veía, no
importaba la edad, raza o sexo.
En un tiempo, eso lo disgustó sobre manera, le huía y hasta la
expulsaba de su lado, no veía el potencial que tenía al tenerla como esposa,
el que todos la quisieran provocaba que lo amaran a él y, ahora que la había
perdido, no podía más que reprocharse el hecho de que jamás la podría
volver a recuperar, de eso estaba seguro. Lo intentaría, lo haría con todas
sus fuerzas, pero ella parecía determinada a odiarlo hasta el día de su
muerte, y no la culpaba.
Capítulo 2
Beth tenía ganas de gritar como una desquiciada y llorar hasta llenar
la tierra entera, pero algo dentro de ella no se lo permitió, jamás dejaría que
ellos vieran el daño que le hacían. Aún recordaba nítidamente cuando la
reina la amenazó con su hijo, la razón por la que obedecía y no replicaba.
Llevaba varios meses de casada cuando de pronto había recibido la
noticia de que su marido iría de viaje y ella había quedado embarazada.
Para ese momento, Beth tenía el conocimiento de que Raimond se había
casado con ella sólo para salvaguardar la sangre de su familia, pero, a la que
en verdad amaba, era a Marilla, una joven que él había conocido por
casualidad en una beneficencia hacía años.
Se habían hecho amigos rápidamente, pero todos rumoreaban que
había mucho más ahí que una simple amistad. Sin embargo, la mujer sin
sangre noble y sin siquiera renombre o dinero suficiente, no era candidata a
ser la siguiente reina de Wurtemberg y ahí era donde entraba la perfecta
Beth, una jovencita francesa hija de importantes personalidades y, además,
tranquila, dulce e inocente.
Había sido la elegida para ocultar de la mejor forma el amorío entre
Marilla y el príncipe Raimond, pese a que la primera estuviese casada. Beth
había creído en una mentira y ahí estaban las consecuencias de no haber
escuchado a nadie e ignorar las señales.
La joven despertó por cuarta vez en esa madrugada en la que su esposo
volvió después de tanto tiempo. Se había perdido del nacimiento de su hijo
y heredero, se dedicó a alejar a Beth de él y de todo lo referente a su vida;
ella se había ganado el amor de todo su pueblo, pero no de la familia real.
La joven tocó su cabello mojado antes de percatarse que su bebé no
estaba más con ella en la cama. Sintió que la muerte le había llegado, buscó
desesperada entre las sabanas y prendió la lámpara junto a su cama.
Pensó por un momento que su suegra habría cumplido su amenaza y
alejó a su hijo de ella. Desde que descubrió la verdad, había querido irse de
ahí, pero la advertencia de la reina fue clara: si ella se iba, sería sin su hijo.
Era el heredero del reino y, si acaso ella se revelaba contra ello, su marido
tenía todas las potestades de quitárselo para siempre, ese bebé no sólo le
pertenecía a su padre, sino al reino entero.
—¿Beth? —Raimond abrió los ojos al escuchar el primer lamento de
su esposa y asomó la cara por encima del respaldo del sillón—. ¿Qué
ocurre?
—Mi hijo, ¡¿Dónde está?! —dijo histérica, dejando salir lágrimas
silenciosas.
—Aquí —el príncipe se sentó adecuadamente y enseñó al niño
durmiente en su pecho—. Estaba llorando y pensé que…
La madre no lo dejó terminar, se había puesto en pie con una rapidez
impresionante y tomó al niño de los brazos de su padre; lo abrazaba con
claros temblores en sus extremidades.
—¿Estás bien, mi amor? —le habló al niño—. Oh, lo siento.
—No le haría nada, Beth —frunció el ceño—, es mío también.
Ella lo miró molesta, se notaba que quería decir algo, Raimond incluso
consideró que deseaba golpearlo; en cambio, su mujer mordió fuertemente
su labio y fue directa a su cama, se acostó y apagó la luz.
—¿Qué demonios te ocurre? —se recostó de nuevo en el sillón,
pasando sus manos por debajo de su cabeza—. Sé que será difícil que
seamos una familia, pero el pueblo espera que…
—Me sé comportar frente al pueblo, su alteza, no tiene que
preocuparse por ello.
—¿No? —se sentó de nuevo—. No serás sólo la princesa dorada de
gran corazón, sino que serás mi esposa, tendrás que estar a mi lado todo el
tiempo.
—Lo entiendo perfectamente —dijo tranquila—. Haré lo que sea con
tal de mantenerme junto a mi hijo, llevo haciéndolo durante todo este
tiempo, no veo por qué ha de cambiar algo.
Raimond frunció el ceño.
—¿Por qué no lo estarías? Eres su madre.
Ella no contestó y Raimond pensó que se habría dormido.
Esperó un poco más antes de levantarse del incómodo sillón y fue a
pararse junto a la cama, donde su esposa se abrazaba al pequeño cuerpo de
su hijito, ambos completamente dormidos.
El corazón le dio un vuelco poco conocido al ver aquella imagen, su
esposa parecía ser una armadura fortificada para que nadie tocara al
pequeño bebé que descansaba tranquilo con un dedo de su madre atrapado
entre su manita rechoncha.
Se acercó un poco y vio de cerca a su bebé. Albert era una copia
exacta de sí mismo; no había heredado el cabello rubio rojizo de su madre,
ni tampoco el color azul de sus ojos. Raimond recordaba haber preguntado
por el cabello y ojos de su esposa en algún momento, ella había dicho que
había heredado lo rojizo de una de sus tías, aunque ella lo tenía un poco
más rubio y, los ojos, eran los de su padre. En más de una ocasión ella había
reído de sí misma al decir que no era hija de sus padres, debido a que no se
parecía mucho a ellos ni físicamente, ni tampoco en personalidad.
Se sentó en el borde de la cama y acarició el cabello de su esposa por
largo rato, verla tan relajada provocaba que él mismo se sintiera en paz, no
podía creer que se hubiera perdido de ellos. Así que terminó por decidir que
ansiaba dormir en ese lecho, junto a su familia, se recostó junto a la que era
su mujer, abrazándose a su cuerpo y dejando una mano sobre la piernita
gruesa de su hijo, cayendo instantáneamente dormido.
Beth despertó gracias al sonido leve y casi dulce que se hacía en las
mañanas gracias al suave tintinear de los cubiertos y las tazas de té siendo
colocadas en la mesita de su habitación. Su doncella ya se había
acostumbrado a que Beth solía tomarlo justo después de levantarse, se había
convertido en una costumbre para ambas, pero, lo que la doncella jamás se
esperó, fue encontrar a su señora junto con el príncipe, en la cama.
Era un secreto a voces que el príncipe no amaba a su princesa; todos
sabían que la unión se había consumado y nadie diría que el príncipe Albert
no era la viva imagen de su padre, pero no era común que su excelencia el
príncipe Raimond se quedara en la habitación de su esposa hasta el
amanecer.
—¡Dios mío! —Beth se había sentado correctamente en la cama,
tomando la sabana como protección extra contra su marido, que desde hacía
horas que la miraba dormir sobre su pecho, donde él la había colocado.
—Buenos días a ti también —sonrió, poniéndose en pie—. Le di
permiso a la nana de Albert que se lo llevara y dejé pasar a tu insistente
doncella con tu té de las mañanas.
—¿Por qué ha dormido en la cama? —dijo molesta—. Me dijo que
dormiría en el sillón.
—Al final, me resultó sumamente incómodo y decidí unirme a mi
familia en la cama.
—Yo no soy su familia —susurró la joven.
—Si lo eres —dijo Raimond con autoridad, viéndola directo a los ojos
—. Eres la madre del futuro rey y mi mujer.
Ella respiraba con dificultad, presa de una ira tan inmensurable que
sentía que vomitaría bilis en ese mismo momento. ¿Cómo se atrevía a
decirle tales cosas? ¿Su familia? ¡Por favor! ¿Desde cuándo pensaba ese
hombre que ellos eran su familia? Ni siquiera estuvo presente cuando
Albert había nacido y ahora quería aparentar que siempre los quiso. Era una
completa tontería.
—No sé qué es lo que pretende, alteza —Beth se puso en pie y colocó
aprisa su bata—. Pero le sugiero que desista ahora. ¿Puede mandar traer a
mi hijo? Necesita comer.
—Como digas, Beth, pero si piensas que saldré de esta habitación,
estás equivocada, me ha comenzado a agradar estar aquí, con ustedes.
—Seguro que la habitación que le dio a lady Marilla le fue de más
agrado, no está muy lejos de aquí, ¿lo recuerda, alteza? —dijo enojada—.
Porque yo sí.
Raimond cerró los ojos, recordando aquello; le era imposible olvidar
algo cuando su esposa lo miraba de aquella forma tan despectiva y llena de
dolor. Aún recordaba el haber salido de la recámara en la que se encontraba
en ese momento, y acudir a la de Marilla, que, como mencionó su esposa,
sólo quedaba a dos puertas de la de ella. Tenía el nítido recuerdo de la
desilusión en los ojos de su mujer al momento de encontrarlo en aquella
situación tan comprometedora.
Jamás debió permitir que quedaran en habitaciones tan cercanas, había
sido una desfachatez, ¿Qué decía? No debió traicionarla nunca.
—Beth, lamento todo lo que te he hecho sufrir, en serio. Era un idiota,
no sabía lo que hacía, tampoco sabía lo que perdía —se acercó, pero ella
dio unos pasos hacia atrás, negando con la cabeza.
—Márchese… por favor —se quebró su voz—, márchese.
Raimond bajó los brazos y la miró atentamente, la figura de su esposa
era envuelta por el sol naciente que entraba por la ventana, acariciando su
piel blanca y pecosa.
—Te esperaré para ir al comedor.
—No iré al comedor —dijo, enfocando un punto en la distancia de la
ventana. Raimond incluso pensaba que deseaba aventarse de ella—, no
desayuno con su familia.
—¿Por qué no?
—¿Por qué lo haría? —dijo segura, cruzándose de brazos en un
movimiento solemne—. Qué tenga un buen día, su alteza.
Raimond iba a replicar, pero al verla tan ensimismada, retrocedió, casi
parecía que Beth se había sumergido en un manto negro inexistente, su voz
era lenta y profunda, y sus palabras eran peor que escuchar un pésame.
Decidió dejarla tranquila y salió de la habitación sin dejar de echar
miradas inquisidoras hacía ella. Pero Beth jamás volvió la vista, tampoco se
movió, seguía impávida frente al gran ventanal.
—¡Hermanito! —sonrió Alan, abrazándolo por los hombros—. ¡Todo
el castillo dice que dormiste con tu esposa! Me parece un cambio
considerable, seguro estaba sorprendida.
—¿Por qué no desayuna en el comedor? —ignoró Raimond.
—Bueno, seguro que es porque cuando la dejaste, nadie le hablaba, era
ignorada, aunque llevara al heredero del reino dentro. La verdad es que era
una extraña entre un comité de bienvenida nefasto, madre se encargó de
hacer las cosas una competencia.
—¡Dios! ¿No podía comportarse como una adulta?
—¿Así como lo hiciste tú? —elevó ambas cejas hacía él—. A veces
pienso que yo debería ser el mayor, pero luego recuerdo cuantos hijos
bastardos tengo y lo bien que me lo paso; entonces prefiero olvidarme del
tema de ser rey.
—Haré que baje a desayunar.
—Seguro será interesante —sonrió Alan—. Ahora que lo pienso, un
rey siempre tiene bastardos, ¿no? Pero supongo que tus bastardos sólo
pueden venir de una persona, ¿o me equivoco?
—Piérdete, Alan —gruñó el mayor, regresando a la habitación.
Raimond se sintió extrañado al darse cuenta que, aunque acababa de
salir de ahí, no había rastro alguno de su esposa o su hijo. Por un momento
pensó que Beth habría ido a la recámara del niño, pero entonces, la escuchó,
su voz sonaba diferente, alegre, casi como la de antes; reía e incluso
cantaba.
No pudo resistirse y abrió lentamente la puerta del baño,
encontrándose con la imagen hogareña de su esposa desnuda en la bañera,
con su pequeño hijo en los brazos, siendo bañado por ella.
—¡Su alteza! —se exaltó una doncella, arruinado la escena.
Beth dirigió una mirada horrorizada hacía el intruso y acercó aún más
al niño a su pecho, estaba segura que ese hombre deseaba hacer que su
cerebro se derritiera de la ira.
—Danielle, mi bata —apuró Beth—. Por favor, muévete.
—Retírate, Danielle.
—¡No! —la princesa miró hacia su doncella—. Danielle, mi bata, por
favor.
La joven, un tanto conflictuada, caminó hacía la silla y tomó una toalla
para su señora, pero esta fue arrebatada por el príncipe.
—Gracias, Danielle, puedes retirarte.
La doncella no hizo más que salir, disculpándose con su señora al
momento de cerrar la puerta.
—Vamos, dame al niño.
Beth volvió la cabeza hacía un lado, enojada, pero permitió que él
mojara sus manos y tomara el cuerpo del bebé, rozando accidentalmente el
pecho de la madre, quien dio un brinco, alarmada por la cercanía y la osadía
del padre que sonreía complacido.
—Listo, puede irse ahora —dijo enojada, cubriéndose con las manos
lo mejor que podía.
—Bien —el príncipe salió, haciendo pensar a Beth que se había
librado de él, pero entonces, volvió a entrar, ya sin el niño. Agarró la bata
que fuera de ella y la extendió—. Ven aquí.
—No, déjela ahí y me la pondré yo misma.
—¿Cómo lo harás si la tengo en mis manos?
—¿Por qué hace esto? —negó un par de veces—. ¿Es qué no le es
suficiente lo que he sufrido ya? ¿Le hace feliz verme llorar o entristecida?
No le daré la satisfacción de nuevo.
—Jamás me ha gustado verte llorar, Beth, nunca.
Ella lo miró con odio y se levantó del agua, mostrando el cuerpo que él
jamás había visto sin camisón, incluso cuando había intimado con ella, fue
con ropa y más bien siendo un acto protocolario de cualquier matrimonio,
nada tenía que ver con un sentimiento guiado por el deseo o el amor.
Recordaba con bastante claridad a los consejeros del reino
recomendándole acudir a la habitación de su esposa para cumplir con sus
deberes como marido y sus deberes para con el reino. Incluso la primera
noche que estuvieron juntos había sido lo suficientemente incómoda como
para no ser disfrutada, puesto que sabían que, del otro lado de la puerta,
habría gente esperando a que la princesa diera sus signos de pureza en
aquellas sábanas blancas.
—¿Me dará mi bata ahora? —dijo seriamente.
El príncipe tenía ante él la garbosa figura de una diosa, con pechos
generosos y erectos, curvas definidas, piel blanca resplandeciente por el
agua, largas piernas y hermoso rostro. Era una mujer exquisita y la creación
más perfecta de cualquier hombre con un poco de libido en la cabeza.
Quiso alargar la mano para tocarla, pero ella interrumpió.
—¿Me dará mi bata o no?
—Eh… sí, toma.
—Gracias —ella la arrebató de las manos del príncipe y se la colocó,
lo empujó un poco para salir de la bañera y lo dejó ahí de pie, totalmente
ensimismado con una imagen que había desaparecido en cuestión de
segundos.
—Dios santo… creo que será más difícil de lo que pensé —dijo para sí
mismo, mojando su rostro con el agua de la bañera.
Tomó una profunda respiración, intentando controlarse y salió del
baño, encontrándose nuevamente con su esposa cambiándose.
—Es usted especialista en entrar en momentos inadecuados —dijo la
joven, tomando su cintura para ayudar a que apretaran correctamente su
corseé.
—Lo considero al revés —pasó saliva con trabajo.
Beth estaba disfrutando de verlo tan embobado con algo que no podría
tener, porque ella se lo negaría cuantas veces fuera necesarias. No le
importaba el magnetismo que sentía cada vez que él se acercaba a ella,
como si se tratara de algo inevitable, era una maldición que su corazón
opinara tan diferente a su cabeza, a pesar de todo, sabía que lo había echado
de menos…
¡Pero no! ¡Jamás volvería a caer en sus redes! Era lo que él quería, lo
que ansiaba, que volviera a caer y la tratara como… como un tonto tapete al
que se podía pisar.
Estaba en un error si pensaba que esa Beth seguía existiendo.
—En todo caso, ¿A qué ha regresado?
—Claro —Raimond se aclaró la garganta—. Te estoy esperando para
desayunar.
Ella levantó una ceja y sonrió burlesca.
—Le he dicho que no desayuno con su familia, alteza.
—Ahora que estoy aquí, el lugar de mi mujer es a mi lado.
—Entonces, tiene otras opciones para elegir a la mujer que se sentará a
su lado, ¿O me equivoco?
Raimond cerró los ojos y suspiró.
—No, Beth, no hay más opciones, solo tú.
«Sólo tú» esas palabras retumbaron en el cerebro de Beth hasta que la
hicieron sentirse enferma, cerró los ojos con fuerza y respiró varias veces
para no revivir aquella horrorosa sensación que la asaltaba cada vez que
recordaba algo sobre aquellos días.
—Márchese.
—Beth, por favor, hablemos.
—¿Hablemos? —sonrió cínica—. ¿Cuántas veces le supliqué eso?
¿Cuántas? Sólo pedía una mirada, algo que me dijera que era suficiente, que
no lo intentara más, que… Márchese.
El príncipe la miró impactado, era la frase más larga que ella le
hubiese dirigido, y era tan llena de dolor que incluso lo resintió.
—Beth…
—¡Si me tiene algo de respeto, se irá ahora mismo! —sus ojos
parecían escocerle por las lágrimas retenidas, estaba furiosa.
El hombre dio media vuelta y tomó la manija de la puerta.
—No te tengo algo de respeto, eres a la persona que más respeto.
—¡Fuera! —ella aventó algo contra el suelo—. ¡Fuera de aquí!
Raimond cerró la puerta, escuchándola llorar amargamente en el
interior, no parecía tener fin, era como escuchar el lamento de una viuda
que amaba a su esposo o una madre que perdió a su hijo; se sintió terrible,
Beth no merecía llorar así, jamás pensó… era un idiota y cada vez lo
pensaba con más fuerza.
Beth se había casado con él siendo apenas una niña, no se podría
definir de otra manera, era tan joven y tan llena de ilusiones, que su corazón
no le había permitido ver el horror en el que se estaría metiendo y él lo
permitió, lo permitió porque sus padres lo ordenaron, porque lo pidieron
como requerimiento para un rey, para el próximo rey.
Había lastimado a alguien que no merecía ser lastimado.
Capítulo 3