Euripides - Las Troyanas

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LAS TROYANAS

EURÍPIDES

PERSONAJES
POSEIDÓN, dios del mar.
ATENEA, diosa del pensamiento y la guerra. Símbolo del pro-
greso intelectual. Divinidad epónima de Atenas.
HÉCUBA, ex reina de Troya, ahora esclava de Ulises. Esposa
de Príamo. Madre de Héctor, Paris, Polixena y Casandra en-
tre otros.
CORO, de mujeres troyanas cautivas.
TALTIBIO, heraldo y mensajero de los griegos.
CASANDRA, hija de Hécuba y Príamo. Sacerdotisa de Febo,
quien le había concedido el don de la profecía por precio a su
virginidad.
ANDRÓMACA, viuda de Héctor.
MENELAO, rey de Esparta.
HELENA, esposa de Menelao y Paris. Causante de la guerra

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Las Troyanas Eurípides

POSEIDÓN: Yo, Poseidón, vengo del salado abismo del mar y


desde que Febo yo edificamos las altas torres de piedra de
este campo troyano, he favorecido siempre esta ciudad, que
ahora humea, destruida por el ejército argivo, quienes fabri-
caron un caballo preñado de armas, un corcel bélico, conta-
minando esta ciudad de una carga funesta. Desiertos los bos-
ques sagrados, los templos de los dioses destilan sangre, y
Príamo, moribundo cayó a los pies del altar de Zeus. Los grie-
gos ahora esperan que sople un viento favorable que les pro-
porcione el placer de abrazar a sus esposas y a sus hijos, ya
que han estado diez años lejos de sus familias. Y yo, vencido
por Hera y por Atenea que derribaron juntas a Troya, aban-
dono mis altares, que si reina en la ciudad triste soledad, su-
fre detrimento el culto de los dioses y no suelen ser adorados
como antes. Adiós, pues, ciudad feliz en otro tiempo. Si no te
hubiera derrotado Atenea, aún subsistirías en tus cimientos.
(ENTRA ATENEA)
ATENEA:
¿Puedo hablar a un pariente de mi padre, depuesta nuestra
antigua enemistad?
POSEIDÓN:
Habla, Atenea, que si los parientes se conciertan, pueden
conciliar los ánimos discordes.
ATENEA:
Pues bien. Vengo a hablarte de un asunto que a ambos intere-
sa y recurro a tu poder para que me ayudes.
POSEIDÓN:
Primero deseo conocer tu voluntad, y si has venido para favo-
recer a los griegos o a los troyanos.
ATENEA:

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Las Troyanas Eurípides

Anhelo ahora llenar de júbilo a los troyanos, mis anteriores


enemigos, y que sea infortunada la vuelta del ejército aqueo.
POSEIDÓN:
¿Cómo cambias así de parecer, y odias y amas con pasión, de-
jándote llevar del viento de la fortuna?
ATENEA:
¿No tienes noticia del insulto que han hecho a mi divinidad y
a mi templo?
POSEIDÓN:
Sí, cuando Áyax arrastraba por fuerza a Casandra fuera del
lugar sagrado.
ATENEA:
Por eso quiero afligirlos.
POSEIDÓN:
Dispuesto estoy a complacerte, pero ¿cuál es tu propósito?
ATENEA:
Deseo que sea infortunada su vuelta.
POSEIDÓN:
¿Que sufran desdichas mientras permanecen en tierra o
cuando entren en salado mar?
ATENEA:
Haz tú lo que puedas: que graves borrascas retiemblen en el
mar, que revuelvan sus ondas saladas y se
llene de cadáveres. Así respetarán los aqueos mis templos y
venerarán a los demás dioses.
POSEIDÓN:
No hablemos ya más, que no es necesario. Haré lo que anhe-
las, removeré el mar y lo llenaré de cadáveres. Necio es cual-

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Las Troyanas Eurípides

quier mortal que conquista una ciudad y abandona sus tem-


plos y sepulcros, sagrado asilo de los muertos. Inevitable es
su ruina.
(SALEN ATENEA Y POSEIDÓN. ENTRA
HÉCUBA Y EL CORO)
HÉCUBA:
¡Levanta tu cabeza, desventurada! Levanta tu cuello, ya no
existe Troya, y nosotros no reinamos en ella. ¡Ay de mí! ¿Có-
mo no he de llorar sin patria, ni hijos y sin esposo? ¡Desdicha-
da de mí! ¡Tristemente reclino mis miembros, presa de inso-
portables dolores, yaciendo en duro lecho! ¡Ay de mi cabeza!
¡Ay de mis sienes y mi pecho! ¡Cuánta es mi inquietud!
¡Cuánto mi deseo de revolverme en todos sentidos para dar
descanso a mi cuerpo y abandonarme a perpetuos y lúgubres
sollozos! ¡Proas ligeras de las naves, que arribaron con vues-
tros remos a la sagrada Ilión, para rescatar la aborrecida es-
posa de Menelao, por cuya causa fue degollado Príamo, padre
de cincuenta hijos, y cayó sobre mí, sobre la desdichada Hé-
cuba, esta calamidad! Funesto destino que me obligas a habi-
tar ahora en las tiendas de Agamenón. ¡ Llévanme, vieja es-
clava, de mi palacio, y lúgubre rasura me ha despojado de
mis cabellos! Míseras compañeras de los guerreros troyanos,
míseras vírgenes y desventuradas esposas, ¡lamentémonos
quehumea Ilión!
CORO 1:
Hécuba, ¿a qué esos clamores?, ¿a qué esos gritos?, ¿qué
pretendes? Oí tus lamentos y el miedo se apoderó de las tro-
yanas, que lloran su esclavitud.
HÉCUBA:
¡Oh, hijas, ya se mueven los remos de las naves argivas!
CORO 1:
¡Ay de mí, desventurada! ¿Qué quieren? ¿Me llevarán, a las
naves, arrancándome de mi patria?

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Las Troyanas Eurípides

HÉCUBA:
No lo sé, pero mucho me lo temo.
CORO 1:
¡ Infelices troyanas! Vengan y sabrán los trabajos que les es-
peran: los argivos se preparan a navegar.
HÉCUBA:
¿Ay de ti, mísera Troya! ¡Pereciste con los desdichados que te
abandonan, vivos y muertos!
CORO 2:
Temblando oiré de tus labios, ¡oh reina!, si los argivos me
han condenado a muerte o los marineros se aprestan a agitar
en la popa los remos. ¿Ha venido algún heraldo de los grie-
gos? ¿Quién será el dueño de esta mísera esclava?
HÉCUBA:
Pronto lo decidirá la suerte.
CORO 2:
¿Cuál de los argivos me llevará lejos de mi tierra a una isla?
HÉCUBA:
¿A quién serviré yo, infeliz anciana, después de disfrutar en
Troya de los mas altos honores?
CORO:
¿Qué lamentos bastarán para deplorar tu indigna suerte? Por
última vez saludo los cuerpos de mis hijos, por última vez;
más graves será mis trabajos en el lecho de los griegos. (Mal-
dita noche, funesto destino).
(ENTRA TALTIBIO)
TALTIBIO:

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Las Troyanas Eurípides

Te acordarás, ¡oh Hécuba! de haberme visto en Troya en dis-


tintas ocasiones de heraldo del ejército aqueo; yo, Taltibio,
vengo a anunciarte una ley sancionada por todos los griegos:
ya han sido sorteadas, si tal es la causa de vuestros temores.
Cada cual ha tocado a distinto dueño; una sola suerte no ha
decidido a la vez de todas.
HÉCUBA:
¿Y a quién servirá cada una? ¿Quién será el dueño de mi hija?
Di, ¿quién será el dueño de la mísera
Casandra?
TALTIBIO:
La eligió para sí el rey Agamenón.
HÉCUBA:
¿Para ser esclava de su esposa?
TALTIBIO:
No; ocultamente lo acompañará en su lecho.
HÉCUBA:
¿La virgen de Febo, a quien el dios de cabellos de oro le con-
cedió el don de vivir sin esposo?
TALTIBIO:
Hirióle el amor, y se apasionó de esa fatídica doncella.
HÉCUBA:
Deja las sagradas llaves, hija, y las guirnaldas, también
sagradas, que te adornan.
TALTIBIO:
¿No es acaso honor insigne compartir el lecho del rey?
HÉCUBA:

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Las Troyanas Eurípides

¿Dónde está mi hija que me arrancaste hace poco de mis bra-


zos? ¿De quién será esclava Polixena?
TALTIBIO:
La han destinado al servicio de la tumba de Aquiles.
HÉCUBA:
¡La que di a luz, destinada a servir un sepulcro! Pero, ¿qué
significa esa ley de los griegos? ¿Qué significa esa costum-
bre?
TALTIBIO:
Alégrate de la dicha de tu hija; su suerte es buena.
HÉCUBA:
¿Qué has dicho? ¿Ve el sol mi hija?
TALTIBIO:
Esclava es del destino, que la libra de males.
HÉCUBA:
¿A quién tocó la mísera Andrómaca, esposa de mi hijo Héc-
tor?
TALTIBIO:
El hijo de Aquiles la eligió también para sí.
HÉCUBA:
¿Y yo?
TALTIBIO:
Ulises, rey de Itaca, es tu dueño, y tú serás su esclava.
HÉCUBA:
¡Ay de mí! Golpea tu cabeza rasurada, desgarra con las uñas
tus mejillas. La suerte me obliga a servir a un hombre abomi-

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Las Troyanas Eurípides

nable y pérfido. Lloradme, troyanas. Yo he muerto, ¡ desven-


turada de mí! ¡No puede ser mas funesto mi destino!
CORO:
Ya sabes mujer venerable lo que te aguarda: pero ¿cuál de los
aqueos o de los griegos es mi dueño?
TALTIBIO:
Debo llevar de aquí cuanto antes a Casandra, para entregarla
a nuestro general y a ustedes a sus distintos dueños.
(ENTRA CASANDRA)
CASANDRA:
¡Oh matrimonio! Feliz esposo y feliz yo, que entre los argivos
celebraré nupcias reales. Ya que tú, ¡oh madre! lloras y suspi-
ras por mi difunto padre, por mi patria amada, yo, en mis bo-
das, enciendo antorchas en honor tuyo, para que brilles. Baila
madre, alza tu pie, que mi amor es grande. Celebren el matri-
monio de la virgen con alegres cantos y sonoros vítores. Va-
mos, vírgenes frigias de bellos mantos; canten al esposo des-
tinado fatalmente acompañarme en el lecho, después que se
celebren nuestra bodas.
CORO:
¿No detendrás, ¡oh reina!, a esta doncella delirante, que no
se precipite en su carrera en medio del ejército argivo?
HÉCUBA:
¡Ay de mí, hija! ¡Cómo había yo de pensar que celebraras es-
tas bodas en medio de soldados enemigos. ¡Troyanas: contes-
ten con lágrimas a sus cantos nupciales!
CASANDRA:
¡Adorna, madre, mi sien victoriosa, y alégrate de mis regias
nupcias, porque si Febo existe, más funesto que el de Helena
será el matrimonio que contrae conmigo Agamenón, el rey de
los aqueos. Yo lo mataré y devastaré su palacio, pagándome

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Las Troyanas Eurípides

así por lo que me debe por haber dado muerte a mi padre y a


mis hermanos. Morirán los victoriosos apenas se embarquen,
no por defender a su país, no verán a sus hijos y no serán ves-
tidos por las manos de sus esposas, sino yacerán en país ex-
tranjero. Sus mujeres morirán viudas, otras perderán a sus
hijos. Los troyanos, en cambio, dieron la vida por su patria
que es la más pura gloria, y los muertos fueron llevados a sus
casas por sus amigos y cubríalos después una capa de tierra
natal, y vestíanlos las manos de sus parientes. El hombre pru-
dente debe evitar la guerra; pero si se llega a ese extremo, es
glorioso morir sin vacilar por el destino de su patria, e infame
la cobardía. Así, madre, no deplores la ruina de Troya, ni tam-
poco mis bodas, que perderán a los que ambas detestamos.
CORO:
¡Cuán dulcemente sonríes pensando en tus desdichas! Profe-
tizas lo que acaso no suceda.
TALTIBIO:
Si Febo no trastornara tu juicio, no amenazarías a mis capita-
nes con tus fatídicos augurios. Mi general se enamora de esta
bacante, cuya mano rechazaría yo, a pesar de mi pobreza. El
aire se llevará tus maldiciones contra los argivos y tus ala-
banzas a los frigios. Más, sígueme ahora a las naves. Tú, Hé-
cuba, harás lo mismo cuando lo mande Ulises.
CASANDRA:
Cruel es, sin duda, el siervo; ¿aseguras tú que mi madre irá al
palacio de Ulises? ¿Y los oráculos de Febo, según los cuales
ha de morir aquí? ¡ Infeliz Ulises! Diez años de penalidades le
restan, además de las que aquí ha experimentado, y volverá
sólo a su patria; errante atravesará los escollos del angosto
estrecho, en donde habita la cruel Caribdis, y verá el cíclope
que mora en los montes y se alimenta de carne humana, tam-
bién verá a Circe, que transforma a los hombres en cerdos.
Pero ¿para qué referirme al trabajo de Ulises? Anda, llévame
a celebrar mi matrimonio en los infiernos. ¿Dónde está la na-
ve del general? ¿Dónde he de subir? Ahora no esperarás con
impaciencia viento favorable que hinche tus velas, porque, al

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Las Troyanas Eurípides

arrebatarme de esta tierra, te acompañará una de las tres fu-


rias. Adiós madre mía, no llores; ¡oh, querida patria, y voso-
tros hermanos que guarda la tierra, hijos todos de un mismo
padre!: pronto me veréis llegar vencedora a la mansión de los
muertos, después de devastar el palacio de los autores de
nuestra ruina.
(SALE CASANDRA CON TALTIBIO)
HÉCUBA:
En tierra debo yacer, víctima de estos males. ¡Oh, dioses!;
bien sé que no me favorecen, pero debemos, no obstante, in-
vocarlos cuando la adversidad se ensaña con alguno de los
nuestros. Agrádame recordar de los bienes que he disfrutado,
y así será mejor la lástima que exciten mis males presentes.
Fui reina y me casé en real palacio, y en él di a luz nobilísi-
mos hijos que sucumbieron al empuje de la lanza griega, y yo
los vi muertos y corté sus cabellos para depositarlos en sus
tumbas. Las vírgenes fueron para el deleite de mis enemigos,
las arrancaron de mis brazos y no abrigo la más remota espe-
ranza de volver a verlas. Y el último, mi mal más grave, es
que vaya yo a Grecia, esclava y anciana, sufriendo intolera-
bles trabajos. ¿Para qué ponerme de pie? ¿Cuál será mi espe-
ranza? Guien mis pies hacia un precipicio para lanzarme en
él y morir allí consumida por las lágrimas. No crean nunca
que los opulentos son dichosos hasta no llegar su última hora.
CORO:
Entona, oh musa, canto fúnebre y nuevos versos acompaña-
dos de lágrimas, deplorando la suerte de Troya, porque ahora
comenzaré en su alabanza con voz clara triste canción, y llo-
raré su ruina y mi funesta suerte, cautiva de la guerra, mer-
ced del caballo de madera que abandonaron los griegos a las
puertas, llenas sus entrañas de armas. Los troyanos, anima-
dos con alegres cánticos, se precipitaron ciegos al abismo
que había de perderlos, pensando que era un presente grato
a la virgen inmortal que desconoce el matrimonio; ciñéronlo
con lazos de retorcido lino, como si fuese el negro casco de
una nave, y arrastrándolo se encaminaron hacia la morada de

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Las Troyanas Eurípides

Atenea funesta enemiga de mi patria. Apenas había termina-


do esta fiesta nos envolvieron las tinieblas de la noche, y en
toda ella no dejaron de oírse la flauta y los alegres cánticos al
compás de las danzas. Yo, entonces, formando coros celebra-
ba en mi albergue a la virgen que habita en los montes. Voz
funesta se oyó, y los tiernos niños, agarrándose de los vesti-
dos de sus madres, extendían aterrados sus brazos y Ares
salió de su escondite por obra de Atenea. Alrededor de los al-
tares morían mis hermanos, y en los aposentos destinados al
sueño, y en el silencio de la noche, nos arrebataban nuestros
esposos, y nos vencía la Grecia, madre de jóvenes guerreros.
(ENTRA ANDRÓMACA)
HÉCUBA:
¡Dónde te llevan a ti, mujer desdichada!
ANDRÓMACA:
Llévanme mis señores los aqueos.
HÉCUBA:
¡Ay de mí!
ANDRÓMACA:
¿A qué gimes, cuando yo debo entonar fúnebre canto, por es-
tos dolores y esta calamidad?
HÉCUBA:
¡Hijos míos!
ANDRÓMACA:
En otro tiempo lo fuimos.
HÉCUBA:
Adiós dicha, adiós Troya. Adiós, nobles hijos. ¡Ay también de
mí! ¡Cuán deplorables son también mis...!
ANDRÓMACA:

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Las Troyanas Eurípides

Males.
HÉCUBA:
Calamidad funesta.
ANDRÓMACA:
De la ciudad...
HÉCUBA:
Que humea.
ANDRÓMACA:
¡Vuelve a mis brazos, oh esposo!
HÉCUBA:
¿Llamas a mi hijo que está debajo de la tierra?
ANDRÓMACA:
¡Escudo de tu esposa!
HÉCUBA:
Mas tú, azote de los griegos en otros tiempos, tú, que eras mi
primogénito, llévame a los infiernos para descansar al lado de
tu padre.
ANDRÓMACA:
¡Tal es nuestro anhelo! Tantos los dolores que sufrimos, aso-
lada nuestra patria, desde que los dioses nos fueron adver-
sos. Cadáveres ensangrentados yacen en los templos para
servir de pasto a los buitres, y Troya sufre el yugo de la escla-
vitud.
HÉCUBA:
¡Oh patria! ¡Oh prendas amadas!, vuestra madre, sin hogar,
se separa de vosotros. ¡Cómo los lamentos, cómo las lágrimas
suceden a las lágrimas en nuestra familia! Pero el que muere,
ni llora ni siente dolores.

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Las Troyanas Eurípides

ANDRÓMACA:
Me llevan con mi hijo como parte del botín, y mi libertad se
trueca en servidumbre, víctima de horribles mudanzas.
HÉCUBA:
Inevitable es la necesidad; ahora poco me arrebataron por
fuerza a Casandra.
ANDRÓMACA:
Varios son los males que te afligen.
HÉCUBA:
Para mí todo esto no tiene término ni medida; espantosa es
mi lucha.
ANDRÓMACA:
Pereció tu hija Polixena, sacrificada en el sepulcro de Aquiles,
ofrenda hecha a su cadáver.
HÉCUBA:
¡Ay de mí, desventurada! Este es el enigma al que aludió ha-
ce poco Taltibio, oscuro entonces y ahora claro.
ANDRÓMACA:
Yo misma la vi, la cubrí y lloré sobre su cadáver.
HÉCUBA:
¡Ay, hija mía, impío sacrificio! No es lo mismo ¡oh, hija!, vivir
que morir; la muerte es la nada, y a la vida queda la esperan-
za de morir.
ANDRÓMACA:
Polixena ha muerto como si no hubiese visto la luz. Casi no
tuvo tiempo para llorar sus infortunios, pero yo, que llegué a
la cumbre de la felicidad y alcancé no escasa gloria, caigo
despeñada por la fortuna. Yo, en el palacio de Héctor, cum-
plía las santas obligaciones propias de mi estado. En primer

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Las Troyanas Eurípides

lugar, como mancilla la buena fama de las mujeres no estar


en su casa, renuncié a salir, y vivía encerrada en ella; no me
agradaba el trato de amigas elegantes; mi única maestra era
mi conciencia, naturalmente pura, y en verdad bastábame
con ella; en ocasiones sostuve mi parecer, cediendo en otras.
Perdióme mi reputación de honesta esposa, que llegó hasta el
ejército aqueo, porque después de cautivarme ha querido ca-
sarse conmigo el hijo de Aquiles, y serviré en el palacio de los
que mataron a mi marido. Y si me olvido de mi amado Héctor
y abro mi corazón a mi nuevo esposo, creerán que le falto; si,
al contrario, le aborrezco, me odiarán mis dueños. Verdad es-
que, según dicen, basta una sola noche para que la mujer de-
ponga su odio en el lecho conyugal; mas yo detesto a la que
pierde su primer amante y ama pronto a otro. Ni aún la yegua
que se separa de su compañera, con la cual fue alimentada,
lleva sin trabajo el yugo, aunque sea bestia y muda y carezca
de razón y en sus afectos no pueda compararse con el hom-
bre. Esposo sin igual fuiste para mí, ¡oh, Héctor querido!, por
tu prudencia, por tu linaje, por tus riquezas y por tu valor, y
al recibirme pura del palacio de mi padre, fuiste también el
primero que te acercaste a mi tálamo virginal. Y tú pereciste,
y yo navego esclava a sufrir en Grecia dura servidumbre.
CORO:
Tu calamidad es igual a la mía; al llorar tu suerte recuerdas
mis penas.
HÉCUBA:
No te cuides, ¡oh, hija! de la muerte de Héctor, que no le de-
volverán la vida tus lágrimas; respeta ahora a tu señor, y se-
dúcelo con los dulces atractivos de tu cariñoso trato. Y si lo
hicieres, llenarás de alegrías a tus amigos, y podrás educar a
tu hijo que fue del mío, última esperanza de Troya, para que
tus descendientes reedifiquen Ilión y vuelva a existir nuestra
ciudad.
(ENTRA TALTIBIO)
TALTIBIO:

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Las Troyanas Eurípides

Tú que fuiste en otro tiempo esposa de Héctor, el más esfor-


zado de los frigios, no me aborrezcas, que contra mi voluntad
vengo a anunciarte los públicos decretos.
ANDRÓMACA:
¿Qué sucede? Tus palabras me anuncian nuevos males.
HÉCUBA:
Han decretado que al niño... tu hijo... ¿cómo decirlo?
ANDRÓMACA:
¿Que no sea el mismo su dueño y el mío?
TALTIBIO:
No será esclavo de ningún griego.
ANDRÓMACA:
¿Dejan aquí al único frigio que sobrevive?
TALTIBIO:
No sé como dulcificar la pena que voy a causarte.
ANDRÓMACA:
Alabo tu temor, a no ser que me participes faustas nuevas.
TALTIBIO:
Matarán a tu hijo; tal es la terrible desdicha que te amenaza.
ANDRÓMACA:
¡Ay de mí! ¡Cuanto peor es esto que un matrimonio!
TALTIBIO:
El parecer de Ulises triunfó en la asamblea de los griegos,
sosteniendo que no debía vivir el hijo de tan esforzado gue-
rrero. Será arrojado de las altas torres de Troya. No creas
que, siendo impotente para oponerte a sus órdenes, consegui-
rás nada; nadie te socorrerá. Recuerda que pereció tu ciudad

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Las Troyanas Eurípides

y tu esposo, que tú eres esclava y nosotros bastante fuertes


para dominar a una sola mujer. Porque si tus palabras exci-
tan el furor del general, ni tu hijo será sepultado, ni podrás
llorarlo; pero si callas y te resignas, no quedará insepulto su
cadáver y los griegos serán contigo más complacientes.
ANDRÓMACA:
¡Oh hijo de mis entrañas, oh hijo muy querido, morirás por
mano de tus enemigos, abandonando a tu mísera madre! La
nobleza de tu padre, fuente de salvación para otros, es causa
de tu muerte, y su valor te es funesto. ¡Oh griegos, autores de
bárbaros males!, ¿Por qué matar a mi niño inocente? Sea
pues, llévenlo, precipítenlo, si quieren; devoren sus carnes;
mátannos los dioses, y no podremos librar a mi hijo de la
muerte. Oculten mi cuerpo miserable y llévenme a la nave.
¡Feliz matrimonio el mío, perdiendo antes a mi hijo!
CORO:
¡Mísera Troya: por una mujer, por odiosas nupcias murieron
innumerables guerreros!
TALTIBIO:
Para anunciar tales desdichas sería preciso no tener entrañas
y ser más imprudente de lo que soy.
HÉCUBA:
¡Oh hijo de mi hijo desdichado! Nos arrancan tu vida a mí y a
tu madre. ¿Qué haré yo por tí, desventurado? ¡ Sólo estas he-
ridas en nuestras cabezas y estos golpes en nuestro pecho!
¿Qué mal no sufrimos, cuál nos falta, para que acaben de una
vez conmigo?
(SALEN ANDRÓMACA Y TALTIBIO)
CORO:
Las riberas del mar resuenan, y como el ave que reclama por
sus hijuelos, así lloran unas a sus esposos, otras a sus hijos,
otras a sus madres ancianas. Ya no existe nada. La lanza grie-
ga ha devastado nuestra tierra. Eros, Eros que viniste en otro

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Las Troyanas Eurípides

tiempo al palacio por orden de los dioses. ¡Cuán soberbia-


mente ensalzaste entonces a Troya! ¡Qué estrechos lazos
contrajo con los dioses!, pero la luz de Eos alumbra a esta re-
gión y contempla impasible la ruina. Los amores de los dioses
de nada han servido a Troya.
(ENTRA MENELAO)
MENELAO:
Sol, que difundes la hermosa luz en este día en que recupera-
ré a mi esposa Helena; yo soy ese Menéalo que sufrió infini-
tos males. Vine a Troya, no tanto, según piensan, por mi es-
posa, cuanto por vengarme del hombre que, engañando a los
que le daban hospitalidad, robó a Helena de mi palacio. Pero
con el favor de los dioses pagó su delito, y él y su patria caye-
ron al empuje de las armas griegas. Yo he resuelto no sacrifi-
car a Helena en Troya, sino conducirla a la Hélade en mi na-
ve para darle allí muerte y vengar a los amigos que han pere-
cido en esta guerra.
HÉCUBA:
Te alabaré, Menelao, si matas a tu esposa. Pero cuida al ver-
la, que el amor no te ciegue, que sus ojos deslumbran los ojos
de los mortales, que sus ojos derriban las ciudades e incendia
los palacios. ¡Tales son sus atractivos! Yo la conozco bien, y
tú y los que sufrieron tantas desdichas deben también cono-
cerla.
(ENTRA HELENA)
HELENA:
¡Oh Menelao! A la fuerza me arrastraron hasta aquí tus sier-
vos.
MENELAO:
Todo el ejército te odia y te pone en mis manos, para que yo
te quite la vida.
HELENA:

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Las Troyanas Eurípides

¿Puedo yo responderte que, si muero, será injustamente?


MENELAO:
No vengo a disputar contigo, sino a matarte.
HÉCUBA:
Óyela, Menelao, para que no muera sin defensa, y nosotras, si
lo permites, le replicaremos: tú ignoras las faltas que cometió
en Troya, y todas juntas serán bastantes para perderla y con-
denarla a muerte sin demora.
MENELAO:
Si quiere hablar, que hable. Sepa, sin embargo, que a tu in-
tercesión lo debe, no a sus méritos.
HELENA:
Responderé anticipadamente a tu acusación, oponiendo mis
cargos a los tuyos. Lo que contribuyó a la dicha de la Grecia
fue fatal para mí: me perdió mi belleza y me acusan de infa-
me, cuando debía ceñir mis sienes una corona. Dirás que ni
siquiera he aludido a la huida de tu palacio. Vino protegido
por Afrodita (deidad no despreciable) mi mal genio: Paris, el
cual tú, el mas descuidado de los hombres, dejaste conmigo
en tu palacio mientras navegabas de Esparta a Creta y me
raptó a la fuerza. Me acusarás, también, porque después de
muerto Paris y de descender al seno oscuro de la tierra, hu-
biera yo debido, no ligándome a mi lecho ninguna ley divina,
dejar estos palacios y encaminarme hacia Argos. En efecto,
intenté hacerlo; testigos son los centinelas de las torres y los
espías de los muros, que muchas veces me sorprendieron en
las fortificaciones descolgándome con cuerdas. ¿Cómo, pues,
Menelao, moriré justamente, y sobre todo por tu mano, ya
que esta belleza mía, en vez darme la palma de la victoria,
me ha condenado a dura esclavitud?
CORO:

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Las Troyanas Eurípides

Defiende, reina, a tus hijos y a tu patria, refutando sus elo-


cuentes palabras; habla bien, a pesar de sus maldades, don
en verdad amargo.
HÉCUBA:
Fue mi hijo de notabilísima hermosura, y tú, al verle, la ver-
dadera Afrodita. A todas sus locuras llaman Afrodita los mor-
tales, y el nombre de esta diosa tiene en ellas sus raíz, y tú, al
admirarlo con sus lujosas galas y vestido de oro resplande-
ciente, sentiste arder en tu pecho el fuego de la lujuria. Pocas
riquezas poseías en Argos, y al dejar Esparta esperabas que
la opulenta ciudad de los frigios soportaría tus excesos, no sa-
tisfaciendo tus placeres en el palacio de Menelao. ¡Te atreves
a decir que mi hijo te robó a la fuerza! ¡Qué espartano podrá
asegurarlo! Sólo te cuidas de la fortuna, sólo a ella sigues, no
a la virtud. ¿Y añades que quisiste descolgarte con cuerdas
desde las torres, indicando quizá que permanecías en ella
contra tu voluntad? ¿Cuándo te sorprendieron preparando fa-
tales lazos? Hubiéralo hecho mujer noble, sensible a la pérdi-
da de su anterior esposo. Yo, incluso, te aconsejé así muchas
veces: "Vete, mis hijos contraerán matrimonio con otras, yo
te llevaré a las naves griegas, y te ayudaré en tu oculta huida;
pon término a la guerra entre griegos y troyanos". Pero esto
te desagradaba, y a pesar de todo, sales tan galana y contem-
plas junto a tu marido el mismo cielo, cuando debías aparecer
humilde y desaliñada en tu traje, temblando de horror, con la
cabeza afeitada y fingiendo modestia en vez de imprudencia,
en expiación de tus anteriores faltas. ¡Oh, Menelao! no es
otro mi objeto sino que honres a la Grecia dándole merecida
muerte, como corresponde a tu dignidad.
CORO:
¡Oh, Menelao! Acuérdate de tus nobles abuelos y de tu linaje.
¡Castiga a Helena!
MENELAO:
Creo, como tú, que esta huyó voluntariamente de mi palacio y
que sólo invoca a Afrodita para cohonestar su delito. Anda, ve
a buscar a los que han de apedrearte, y que tu pronta muerte

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Las Troyanas Eurípides

expíe los prolongados padecimientos de los griegos, para que


aprendas a no deshonrarme.
HELENA:
¡Oh, no; de rodillas te ruego que no me mates, imputándome
un crimen, obra de los dioses! ¡Perdóname!
HÉCUBA:
No te olvides de los aliados, que por Helena murieron: por
ellos y por mis hijos te lo pido.
MENELAO:
Déjame, anciana; Helena sólo merece mi desprecio. Que mis
servidores la arrastren a las naves para ser llevada a Grecia.
HÉCUBA:
Que no vaya en la tuya.
MENELAO:
¿Por que, pues? ¿Pesa ahora más que antes?
HÉCUBA:
No hay enamorado que no ame siempre, piense como quiera
la mujer amada.
MENELAO:
Se hará lo que deseas: no entrará en la nave que yo vaya, que
no es despreciable tu consejo. Cuando llegue a Argos morirá
indignamente como merece.
(SALEN HELENA Y MENELAO)
CORO:
¡Así nos abandonas, oh Zeus, dejando a los griegos tu templo
edificado en Troya! ¡Oh, rey! que abundas en el éter y en el
palacio celestial, penosa incertidumbre si atiendes o no a mi
ciudad arrasada, que devoró el furor impetuoso del fuego.
¡Oh, esposo querido: vagas muerto, insepulto, no lavado por

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Las Troyanas Eurípides

mis manos. Muchedumbres de hijos lloran a las puertas, aga-


rrándose a nuestros vestidos. Ojalá que en la nave de Mene-
lao, cuando hienda el mar profundo, caiga en el Egeo el fuego
sagrado que vibra en tus dos manos y la reduzcan a cenizas.
Que Menelao no recobre a Helena, cuyo maldado matrimonio
sólo ha servido de oprobio a Grecia. ¡Oh dolor! ¡Nuevas des-
dichas agobian a mi patria! El hijo de Andrómaca ya ha sido
sacrificado por orden de los griegos.
(ENTRA TALTIBIO)
TALTIBIO:
Andrómaca derramaba muchas lágrimas al separarse de esta
tierra, lamentándose de los infortunios de su patria. Y pidió
permiso para sepultar a su hijo aquí, y no donde su nuevo es-
poso, para no tener siempre a la vista tan tristes recuerdos.
También dispuso que tú, Hécuba, lo adornes, ya que ella se
ausenta. Sin embargo, al pasar por el río, yo lavé y limpié las
heridas del niño.
HÉCUBA:
¡ Aqueos mas dignos de alabanzas por vuestras hazañas, que
por vuestros pensamientos! ¿Cómo por temor a un niño ha-
béis cometido un nuevo crimen? ¿Para que no reconstruyese
Troya arruinada? No alabo esta vil pasión, si carece de racio-
nal fundamento. ¡Oh, pequeño, muy querido, que deplorable
ha sido tu muerte! De sus huesos destrozados brota ahora la
sangre. Sus manos yacen caídas, rotas vuestras articulacio-
nes. Dulce boca, que solías decir grandes cosas. Me engaña-
bas cuando agarrado a mis vestidos me hablabas así: "Madre,
yo llevaré muchos niños a tu sepultura, y te diré palabras que
te complazcan" No tú a mí, yo, anciana, desterrada, sinhijos
te sepultaré. Necio es el mortal que, creyéndose siempre fe-
liz, se abandona al placer: la fortuna, cual furiosa delirante,
salta aquí y allá, y a ninguno concede perpetua dicha.
CORO:
¡Oh, tú, que hubieses sido soberano inmortal de mi ciudad!
¡Amargamente llorado, hijo, te recibirá la tierra!

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Las Troyanas Eurípides

HÉCUBA:
Yo, médico desventurado, cuidaré como pueda de parte de
tus heridas, ligándolas con vendajes; tu padre te curará las
demás entre los muertos.
CORO:
Golpea, golpea tu cabeza, que tus manos resuenen. ¡Ay de mí,
ay de mí!
HÉCUBA:
¡Oh, troyanas muy amadas!
CORO:
¡Mísera madre que, al perderte, perdió contigo su más conso-
ladora esperanza! Cuando se reputaba muy feliz, porque eran
nobles tus padres, pereciste de muerte cruel.
TALTIBIO:
Sepan que el general ha ordenado incendiar la ciudad de
Príamo, que en las manos de los soldados no ha de estar ocio-
so el fuego. Y ustedes, hijas de los troyanos, para cumplir a
un tiempo ambos mensajes, cuando suenen las trompetas, en-
camínense a las naves de los griegos para alejarlas de aquí.
HÉCUBA:
¡Ay, desventurada de mí! Dejo mi país natal y a mi ciudad en-
tregada a las llamas. Así, pies cansados por la vejez, dénse
prisa a saludarla por última vez, aunque les cueste trabajo.
¡Oh dioses!... Pero, ¿qué dioses invoco? Antes, cuando los lla-
mé, no me oyeron. Precipitémonos, pues, en el fuego, pues
será para mí lo más honroso perecer en él.
CORO:
Tus males te hacen delirar. La gran ciudad, que ya no lo es,
ha perecido; ya no existe Troya.
HÉCUBA:

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Las Troyanas Eurípides

Troya resplandece, el fuego lo devora todo, la ciudad entera,


las mas altas murallas...
CORO:
Y como el viento se lleva al humo, así pereció mi patria.
HÉCUBA:
¡Oh, patria, madre de mis hijos!
CORO:
¡Ay de mí!
HÉCUBA:
¡Oigan, hijos, reconozcan la voz de vuestra madre!
CORO:
¿Llamas a los muertos con voz lúgubre?
HÉCUBA:
Arrastrando por la tierra mis cansados miembros, e hiriéndo-
la con ambas manos.
CORO:
Ahora nos toca a nosotras hincar la rodilla, llamando a nues-
tros esposos desdichados, que moran el infierno.
HÉCUBA:
Nos llevan, nos arrastran...
CORO:
La negra muerte cubre tus ojos.
HÉCUBA:
El polvo semejante al humo, me roba la vista de mi palacio.
CORO:

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Las Troyanas Eurípides

Se olvidará el nombre de esta región como todo se olvida; ya


no existe la desdichada Troya.
HÉCUBA:
¿Lo han visto? ¿Lo han oído?
CORO:
¿El fragor de la ciudad al derrumbarse?
HÉCUBA:
Tiembla la tierra, tiembla toda la ciudad al desplomarse. Tré-
mulos miembros, arrastren mis pies. Vamos a vivir en la es-
clavitud.
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