El Amor Despues Del Desamor - Maxi MC Coubrey-1er CAP
El Amor Despues Del Desamor - Maxi MC Coubrey-1er CAP
El Amor Despues Del Desamor - Maxi MC Coubrey-1er CAP
después del
desamor
Mc Coubrey, Maximiliano
El amor después del desamor / Maximiliano Mc Coubrey. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos
Aires: El Ateneo, 2024.
240 p.; 22 x 16 cm.
ISBN 978-950-02-1513-8
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MAXI MC COUBREY
El amor
después del
desamor
Cómo identificar el abuso emocional para sanarlo
A las personas que, eligiéndome como
su psicólogo, me enseñaron tanto.
A mis colegas, generosos pares, que me
llevan de la mano cuando naufrago.
A Fran, por el amor y por darme un hogar
al cual siempre quiero volver.
Índice
Introducción 11
Epílogo 230
Bibliografía 234
Sobre el autor 238
Introducción
Querido/a lector/a
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después del desamor. El desamor confunde, mantiene en alerta,
llena de dudas sobre el propio valor y la capacidad de conectar con
otros, y lo acompaña una desregulación emocional que nos saca de
quicio, nos deja con hiperactividad o parálisis, llenos/as de angustia,
ira y miedo, incapaces de encontrar paz en nuestro propio ser.
El amor después del desamor es más complicado porque esas
relaciones hacen sentir que el problema no es el vínculo o la otra per-
sona, sino uno/a mismo/a, nuestra esencia. Este texto es un intento de
regresar a uno/a mismo/a tras el “te amo, te odio, dame más” (como
dice Charly García) característico del abuso emocional. Presenta
teoría esencial para comprender y práctica moderada para evitar
caer en repeticiones, sin buscar ser una psicología superficial ni una
lectura exclusiva para expertos. En todas las secciones encontrarás
algunas preguntas para reflexionar y, en el último capítulo, elaboré
un cuestionario para que conectes contigo mismo/a. Puedes elegir
hacerlo al final de tu lectura, hacerlo a medida que lees o también in-
tervenirlo y crear tus propios interrogantes.
Aunque el tema es vasto y profundo, esta lectura es un recorrido
informado y crítico por los aspectos más oscuros del alma huma-
na. Y aquí yace mi interés: ayudarte a abrir los ojos, a comprender,
a permitirte ver lo que antes no podías. Porque en este tema, sin la
información adecuada, es imposible ver la salida.
Nombrar, superar aprendiendo de uno/a mismo/a y de los
demás y sobrevivir al abuso emocional son pasos cruciales. La
psicoeducación no libera por el mero hecho de poseerla, porque
puedes saber y no actuar; pero sin conocimiento, nunca actuarás.
El saber, apoyándose en las experiencias que otras personas ya han
transitado, ilumina el camino hacia la libertad.
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Avancemos juntos.
Dale. Vamos a estar bien.
Maxi
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Meditando, me di cuenta de que hubo dos casos clínicos des-
pués de mi formación académica que reafirmaron mi vocación.
Huellas imborrables. Sus nombres han sido modificados, pero los
recuerdos son tan vívidos como si hubieran ocurrido ayer.
Celeste
A los 36 años, Celeste comenzó su terapia. Guiada por su madre,
se enfrentaba a un mundo que no podía ver. Llegó a mi consulta
porque vivíamos cerca; su madre, tras escuchar sobre mí en una
tienda de sahumerios, decidió buscarme. Una conversación casual
con la dueña del local, que valoraba mi pensamiento, fue el enlace.
Una tarde, tomadas del brazo, madre e hija tocaron mi puer-
ta. Me resumieron su situación y, tras consultar mi agenda, le
ofrecí una cita a Celeste. Aunque no era habitual atender en mi
hogar, la fuerza de ese encuentro me motivó a recibirlas allí,
dada la cercanía de nuestras residencias.
Recuerdo con suma claridad nuestro primer encuentro te-
rapéutico. La ceguera de Celeste fue el resultado de picos de
glucemia no controlados, un efecto devastador de su diabetes,
exacerbada tras el suicidio de su esposo, que la dejó sola con
una hija y una montaña de deudas. Este evento desató, además,
ataques de pánico. Tenía una desconexión profunda con su ser,
como si estuviera atrapada en un cuerpo extraño. Era hija de
un padre desaparecido durante la última dictadura militar en
Argentina.
La adaptación de Celeste fue monumental, aprendió a mo-
verse con un bastón blanco y a confiar en sus otros sentidos.
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Se familiarizó con tecnologías para personas ciegas, lo que le
permitió “ver” el mundo de otra manera. Su camino hacia la inde-
pendencia fue marcado por la determinación y llegó a trabajar
en atención al público en una universidad.
A pesar de las adversidades, Celeste encontró alegría en el
baile y la educación, aunque su vida siempre estuvo marcada
por la diabetes. En nuestra última conversación, percibí una des-
esperación profunda en su voz. Al día siguiente, Celeste falleció,
dejando una lección de vida invaluable. Su historia resonó en mí,
me impulsó a profundizar en mi práctica terapéutica y a reafirmar
mi compromiso con el apoyo y la empatía hacia quienes enfrentan
adversidades.
Aún recuerdo las palabras que su madre me dijo en el velato-
rio: “Por lo menos se fue habiendo logrado volver a estar bien”.
Natalia
Natalia, una militar con licencia médica, tenía 28 años cuando
llegó a terapia. Llegó tras la muerte de su hija y su exmarido por
una derivación de una colega. La historia de Natalia es el rela-
to de una vida entrelazada con un hombre que conocía tanto
el afecto como la oscuridad, alterada irrevocablemente por un
acto final de violencia y desesperación.
Su exmarido, compañero de armas en la disciplina militar,
había mostrado signos de una agresividad y violencia que esca-
laron con el tiempo. A pesar de ello, se habían casado. Después
de 5 años, y tras decidir separarse, este hombre cometió el acto
más atroz imaginable: mató a su hija y luego se suicidó delante
de ella. Lo hizo después de decirle: “Si no sos mía, no vas a ser
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de nadie”. Este evento marcó el inicio de un duelo traumático
para Natalia que la sumergió en un abismo de dolor y desorien-
tación. El shock inicial la dejó paralizada, incapaz de procesar
su pérdida.
Con el tiempo, el entumecimiento dio paso a una tormenta de
emociones, con recuerdos traumáticos que irrumpían constan-
temente y desencadenaban ansiedad y miedo. Estos recuerdos
la hicieron cuestionarse cómo el hombre que una vez amó pudo
convertirse en el autor de tal horror.
Su duelo se complicó por sentimientos de culpa y preguntas
sin respuesta que la atormentaban. La ira emergió como una
respuesta visceral al dolor y se transformó en una energía que
la impulsaba hacia delante.
Poco a poco, fue pasando por todos los estados del duelo,
agotada pero humilde, tierna, amorosa. En su búsqueda de sen-
tido y conexión tras la pérdida, encontró la fuerza para volver a
abrir su corazón de a poquito, se reencontró con un amor de
su adolescencia que la invitó a tomar algo. Esa sesión fue muy
esperada creo que por ambos. Algo pasó ahí, ella volvió a dejarse
querer. O se dejó querer por primera vez.
Este renacer del amor y la llegada de dos hijos simbolizaron
un nuevo comienzo y un acto de fe en el futuro. Si bien ya había-
mos concluido la terapia, me escribió un mail después de unos
dos o tres años para contármelo.
Tantas vidas y tantos relatos…, pero estos dos dejaron una huella
imborrable en mis inicios. Las historias de Natalia y Celeste, mar-
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cadas por el trauma pero definidas por la resiliencia y la capacidad
de renacer, son recordatorios poderosos de la fortaleza del espíritu
humano. Nos enseñan que, a pesar del dolor y la desesperación,
siempre hay espacio para la esperanza, el amor y un nuevo co-
mienzo. Aun cuando pensemos que no es posible.
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Parte I
Nombrar el trauma
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Marisa
Nombrar convierte el dolor en abarcable, palpable… Y no es
simplemente poner en palabras, es decir las cosas por su ver-
dadero nombre.
Así llegó a mi consulta Marisa, que hoy tiene 40 y monedas.
Si bien es profesional, está muy inhibida en su vida. Tiene mie-
do de varias cosas… Trae una foto a la sesión y me la muestra,
allí tenía 9 años y estaba vestida de princesa. Su madre se había
pasado toda una noche cosiéndole ese vestido.
Ese día, ella se había subido al escenario del colegio para un
acto y había hecho su actuación junto a sus compañeros, pero
al volver excitada y desordenada como cualquier niña de 9 años,
rompió parte del disfraz, lo pisó y lo descosió en algunas partes.
La madre, cuando llegaron a la casa, después de decirle que
no valoraba nada, la agarró de los pelos y le dio la cabeza contra
la pared. Marisa me cuenta que una de sus vecinas, que había
escuchado los gritos y había visto los moretones al otro día, le
hizo acordar de esa paliza.
Hoy Marisa tiene un jefe que la explota, por lo que tiene que
nombrar esa explotación como abuso y entender quién fue la
primera persona que abusó de ella: su madre.
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“mi mamá me ama”, “yo amo a mi mamá”. ¿Cómo hacemos para
nombrar si tenemos toda esa carga cultural encima?
Nombrar supone un juicio de valor: uno elige una cosa y no
otra. Valora, pondera. Es subjetivo, pero tiene rasgos de la intersub-
jetividad, es decir, de la concepción de otros. Nombrar el abuso, en
el caso de Marisa, le permite entender que tiene que sanar para
dejar de repetir. El nombre une una acción a una persona o grupo.
El nombre da la punta para empezar.
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ES MÁS SIMPLE, MAXI...
Patricio
Cuando tenía 26 años y estaba haciendo mis primeros pasos
clínicos en hospitales, un día sucedió algo que me marcó. Fui-
mos junto a la psiquiatra de un reconocido hospital, en la ciudad
de La Plata, a ver a uno de los pacientes internados. Estaba en
internación aguda por intento de suicido. Después de escuchar
las preguntas de rigor que le hizo la médica al muchacho de
unos 35 que estaba en la cama con la marca del alambre en su
cuello, escuché una pregunta muy directa que me hizo nombrar
gran parte de mi trabajo hasta el día de hoy.
La psiquiatra se había retirado de la habitación para dejarme
trabajar con él. El hombre me miró a los ojos y me dijo:
—¿Cómo te llamas?
—Maxi —le dije yo.
—Maxi, no te gastes… Es simple… ¿quieres vivir? —me pre-
guntó.
—Sí.
—Bueno, yo no… —me dijo sin mucha expresión.
Después de decirle que lo entendía y que me gustaría saber si
podía darme la chance de tratar de entender a qué se refería con
eso, decidimos que era suficiente por ese día. No me había dicho
que sí ni que no. Se llamaba Patricio.
Al otro día fui a verlo, estaba más despierto. La marca del
alambre en el cuello se había puesto más violeta. Le pregunté si
se acordaba de lo que habíamos hablado el día anterior y me
dijo que sí.
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—Me quedé pensando en eso que me dijiste —comencé—. Y
quiero saber por qué no quieres vivir.
—Porque no. Ya te dije que no te gastes…
—¿Quieres hablar de algo?
—No. —Se dio vuelta en la cama.
—Bueno, es suficiente por hoy. Mañana te veré de nuevo si
me lo permites.
Sabíamos por su documento que era paraguayo. Era albañil
y no tenía familia en Argentina. Cuando llegué el tercer día a la
habitación por la mañana, estaba acompañado. Una mujer joven
estaba sentada a los pies de la cama mirándose las zapatillas.
Estaba embarazada. La saludé y le pregunté quién era:
—Soy la novia. Bueno, es complicado —me contó entre risas.
Me llamó la atención que se cubriera la boca cuando se reía,
lo interpreté como vergüenza—. Bueno, me voy así hablan…
—anunció y se fue de la habitación mirando para abajo.
—¡Tenías novia y no me habías dicho nada! —le dije.
—¡Esa traicionera! —me contestó.
—¿En qué te traicionó?
—El bebé no es mío. Me enteré hace poco…
Traición fue lo que pudo nombrar. Él pensaba que el bebé era
suyo, pero en uno de sus viajes por trabajo, ella quedó embara-
zada de otro.
—¿Es la primera persona que te traicionó? —le pregunté.
Giró en la cama y se puso a llorar. Ahí empezó la terapia.
Patricio me contó que su padre era asesino, que estaba pre-
so en Paraguay por matar a una mujer, que él sentía ganas de
matar a su novia y que no quería ser así.
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Con lo cual, yo le pregunté si en realidad se había querido
matar él o si había querido matar las ganas de matar. Aún re-
cuerdo cómo lloraba ese hombre. Le dije que con ese acto había
matado la traición de su padre tal vez, y había salvado su vida
eligiendo ser distinto.
Algo dio un giro en nuestros otros tres encuentros antes
del alta. Patricio había matado algo que no era a él… Me contó
que no iba a ver más a su novia, que quería un hijo de él solo y que
no podía perdonarla por la traición. Y yo le dije que no tenía
que hacerlo si no lo sentía.
La última vez que lo vi me dijo: “Gracias, Maxi”; yo le dije:
“Gracias a ti”.
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