Colección Terror
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Cuentos de terror
elsa borneman
el golem
En Praga, capital de Bohemia1, reinaba en el año 1590 el rey Rodolfo II de
Habsburgo.
Hombre generoso y de gustos excéntricos, el rey coleccionaba monedas y piedras
preciosas, y se dice que formó un regimiento exclusivamente con enanos.
Fue, además, un gran mecenas de las artes y las ciencias. Protegió a pintores,
escultores, matemáticos, alquimistas y magos de toda Europa.
Entre sus protegidos destacaba un sabio e inquietante rabino. Su nombre era Judah
Loew y era experto en cábala, un antiguo método judío para investigar aspectos del
alma humana, de Dios y del universo.
Judah Loew se había empeñado en construir una criatura artificial para proteger a
los judíos de los habituales ataques antisemitas, y también para que lo ayudara en
las tareas más fatigosas de la sinagoga.
Lo consiguió una mañana, tras muchos días y pruebas, modelando un muñeco con
arcilla del río Moldava e introduciéndole tras los dientes un pequeño pergamino9
que llevaba escrita una fórmula mágica.
A la criatura la llamó Golem, que en hebreo puede significar varias cosas, entre ellas
“objeto no terminado”, “torpe”, “tonto”, y también “embrión”.
Cuando el rabino le dio vida, el Golem alzó los párpados y adquirió un tamaño
notable, un poco más alto y más ancho que un hombre normal.
Qué entendió el Golem de lo que vio al cobrar vida, no lo sabemos. El rabino no
pudo dotarlo de la capacidad de hablar, pero, con paciencia, consiguió enseñarle a
cargar agua, cortar leña, barrer el suelo y tañer la campana de la sinagoga.
El Golem cumplía correctamente esas tareas día a día. No necesitaba comer, beber
ni descansar. Lo animaba una vida sorda y vegetativa, y algo raro había en él –
además de su aspecto–, pues los gatos le escapaban y los perros le mostraban los
colmillos.
Los viernes por la tarde, al caer el sol, cuando comenzaba el shabat (o sabbat) y en
el gueto cesaban los trabajos, el rabino le retiraba el pergamino de la boca, y el
Golem se convertía de nuevo en una pequeña e inerte figura de arcilla.
Terminado el shabat, el rabino daba vida al Golem otra vez.
Pero una tarde Judah Loew olvidó quitar el pergamino. Volvió a su cuarto y se
acostó. No tenía intenciones de dormir, solo de descansar un rato. Sin embargo, la
cama estaba tibia y afuera nevaba. El rabino vio un libro sobre su mesa. No
recordaba haberlo dejado allí. Ni siquiera sabía de qué libro se trataba. Era un tomo
grueso de tapas marrones. Lo abrió al azar e intentó leer, pero no comprendió el
alfabeto en que estaba escrito. Quiso estudiar el índice y descubrió que las páginas
no terminaban nunca. Era un libro infinito. Esto lo aterró.
Soltó el libro y fue a mirarse al espejo. Vio un rostro liso y gris, con ojos redondos
como de pez. Pensó: “Es mi alma, fuera de mí, que me mira con los rasgos de una
criatura extraña”. Se alejó con estupor de esa imagen, pero moverse le costaba. Sus
pasos se volvieron pesados.
Sus miembros, ajenos, ejecutaban movimientos que él no les dictaba.
Entonces despertó. Sudaba. Miró la hora. Había dormido apenas unos minutos.
Quiso reflexionar sobre el contenido del sueño, pero de la calle llegaron gritos y
ruidos, y enseguida alguien golpeó su puerta.
El rabino se levantó despacio, aún embotado. Los golpes se hicieron perentorios.
—¡Rabino Loew! ¡Rabino Loew! —gritó una voz, o dos, o tres.
—¡Ya va! —dijo el rabino.
Afuera había varios hombres. Eran vecinos.
—¿Qué ocurre?
—Es la criatura –dijeron—. No podemos detenerla.
El Golem había enfurecido. Corría por las calles del gueto sacudiendo los cimientos
de las casas, destrozando lo que se ponía a su alcance. Nadie se atrevía a
enfrentarlo.
El rabino no tardó mucho en hallar a la criatura que había pergeñado, siguiendo sus
huellas por calles angostas, ya oscuras, húmedas y cubiertas de nieve.
Cuando lo encontró, el Golem estaba arrancando un árbol de la tierra.
Judah Loew lo miró a los ojos y lo tocó. La criatura se estremeció, paralizada. Fue
apenas un instante, pero el rabino aprovechó para quitarle el mágico papiro de la
boca. El Golem se desplomó, volvió a transformarse en una criatura sin vida, una
inofensiva figura de barro sobre la nieve.
Judah Loew depositó la estatuita de arcilla en una caja de madera, y la caja en un
polvoriento ático de la sinagoga. Nunca más volvió a darle vida.
Se dice que el Golem aún está allí, en la sinagoga, y que puede ser vuelto a
despertar si es necesario.
Hay quienes dicen, también, que cada treinta y tres años la criatura recorre por las
noches las calles del gueto judío de Praga, y que la inminencia de su aparición se
manifesta en signos diversos e inquietantes. Una rajadura en un muro que dibuja la
silueta de un monstruo, por ejemplo. O la aparición de rostros congelados en las
flores de la escarcha.
Quienes afirman esto razonan que tal vez la criatura siempre haya estado y vaya a
estar allí, entre ellos, aunque nadie o pocos se percaten. Un sueño secreto y
colectivo que cada tanto, como un espejismo, se corporiza en el Golem.
nicolas schuff