Colección Terror

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colección

Cuentos de terror

Prof. noelia civallero


Prof. sofía mainero
Solo de noche
Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera
confesado. A los diez años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus padres
que no salieran. Lo cierto es que cuando se iban, todo a su alrededor se volvía
amenazador. Le parecía ver Cosas por el rabillo del ojo. Si daba vuelta la cabeza
para mirarlas de frente, las Cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo,
le resultaba intolerable. Taparse la cabeza con la frazada era todavía peor: los
monstruos que se imaginaba podrían encontrarlo así, sin que él pudiera verlos llegar.
En la cama de al lado dormía Guille, su hermano menor. Tenía ocho años y ningún
miedo, ¡porque se quedaba con él! Era el único momento de su vida en que Leandro
no estaba contento de ser el más grande y le hubiera gustado tener un hermano
mayor. El chiquito se dormía con un sueño profundo y tranquilo.
Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de terror.
Era lo único que lo tranquilizaba y lo hacía olvidarse un rato de lo que tenía a su
alrededor.
Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y que, al mismo tiempo, le daba
mucha impresión. Se trataba de un hombre que había entrado a una cabaña
perdida en medio del bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que
había dos puertas para salir, pero no podía acordarse por cuál de las dos había
entrado. Al abrir una puerta al azar, se encontraba de pronto en otra dimensión. Un
desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito. Aquí y allá había unos
cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos. Una extraña atracción lo
impulsaba hacia la nada.
Con un sobrehumano esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía resistir y, casi sin
darse cuenta, se encontraba de vuelta dentro de la cabaña. Pero, una vez más, no
sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Tenía tanto
miedo, que se quedaba encerrado para siempre.
Leandro levantó la cabeza de la revista y miró a su alrededor. Más de una vez había
corrido la cortina del baño, de un tirón, asustado, pensando que podía haber un
cadáver recostado en la bañadera, listo para levantarse en cuanto él lo mirara. Pero
nunca se le había ocurrido que todas las puertas podían ser peligrosas. Ahora lo
sabía. Su casa estaba llena de puertas. La de la cocina, la del baño, la de su cuarto,
la del cuarto de sus padres... Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar
desconocido y terrible. Por suerte, casi todas estaban abiertas. Solo la puerta de la
cocina estaba cerrada. Y ahora tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrirla? Dudó
un momento con la mano sobre el picaporte, avergonzado de sí mismo. Finalmente
abrió de un empujón. Baldosas, azulejos, mesada, microondas, licuadora, alacenas,
cocina, heladera. Todo bien.
Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se encontró de golpe
en un desierto blanco y frío, infinito. Como en una pesadilla, todo parecía
tener varios significados. Extrañas formas de hielo se movían hacia él,
primero lentamente, después cada vez más rápido. Si hubiera tenido que
describirlas, le habría costado encontrar las palabras, porque no se parecían
a nada que conociera. Lo peor era la sensación de múltiples miradas que se
clavaban en él: porque esos seres no tenían ojos.
Miró hacia atrás. La puerta de la heladera había quedado a sus espaldas.
Sin darse cuenta, estaba alejándose de ella, perdiéndose fuera de su
mundo. Sus piernas se movían haciéndolo caminar hacia adelante como las
de una marioneta manejada por los hilos del titiritero. Tenía que cortar esos
hilos invisibles con la fuerza de su voluntad. Se sentía cansado, muy cansado.
Con una decisión brutal, que le costó buena parte de su energía, se dio
vuelta y trató de correr para cruzar la puerta de la heladera y volver a la
cocina. Pero las piernas se le hundían en la nieve hasta los muslos. Y debajo
de la nieve, el suelo, en lugar de estar rígido y congelado, parecía estar
hecho de un barro frío y poroso que se adhería a sus pantuflas.
Leandro estaba vestido con un pijama de verano y el frío era tan aterrador
que ni siquiera lo hacía tiritar: empezaba a adormecerse. Avanzó
lentamente. A cada paso tenía que arrancar el pie de ese barro que no
alcanzaba a ver y que luchaba por tragárselo. Por suerte, la heladera no se
había cerrado. De algún modo llegó hasta allí, de algún modo logró
aferrarse al borde de la puerta y saltar al otro lado, mientras el barro helado
devoraba sus pantuflas con un horrible sonido de absorción.
—¡Leandro! ¡Leandro! —la voz de su madre lo despertó—. ¡Te quedaste
dormido leyendo en el sillón del living!
Era maravilloso, casi increíble volver a ver a sus padres.
—¿Qué te pasó? —preguntó su papá—. ¿Otra vez tuviste un mal sueño?
—Pero mirá cómo tenés los pies embarrados... ¿Saliste al jardín en pantuflas?
—preguntó la mamá.
Durante mucho tiempo, Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera con
la excusa de que daba corriente. Su papá revisó con cuidado la instalación
eléctrica, pero todo parecía estar en orden. Además, ninguna otra persona
de la casa sentía esas misteriosas descargas de las que hablaba el chico,
que también se mostraba muy cauteloso con todas las puertas en general.
Con el tiempo empezó a comportarse más normalmente. Había muchas
explicaciones para lo que le había pasado. Una simple pesadilla, por
ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el jardín. Eso sí: las
pantuflas no aparecieron nunca más. Pero hay tantas maneras de que se
pierdan unas pantuflas... ¿O no?

Ana María Shua


manos
Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia
"de miedo" cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de
verano.
Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En
Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha
cuando ocurrió tal aconteci¬miento y —lamentablemente— hace años que él ya no
está para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que —de entre todos los que el
tío solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado,
cara a las estrellas— este relato era uno de mis preferidos.
—¡Te pone los pelos de punta y —sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién
entiende a esta sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu
mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a
enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si
no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la
soledad de mi cuarto.
Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas
otras que sospe¬cho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia
infancia— me fue contada una y otra vez.
Y una y otra vez la conté yo misma —años des¬pués— a mis propios "sobrinhijos" así
como —ahora— me dispongo a contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi
sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras:
—¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"!
Y bien. Aquí va:

Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.


No sólo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de
los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras,
simplemente para estar juntas.
De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de
campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad.
¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta,
cabalgatas, fogones al anochecer...
Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y
la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de
la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a
dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos
discos que había traído especialmente para esa ocasión.
Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre
dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente
bailarina de "tap". Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara
con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a
descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar
agotada.
La mamá de Martina trató —en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir
a las cuatro y no sólo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a
concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y
mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de
público— la abuela y las tres nenas se preparaban para la función casera de
zapateo americano.
Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con
intensidad entre los árboles.
Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente
como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos
de "tap" y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada.
Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.
Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían
usado para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en
cada oportunidad que pasaban en esa casa.
Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían
sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el
resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la
oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo).
En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y
separadas por sólidas mesas de luz.
En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la
cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana.
En la cama del medio, Oriana, porque era mie¬dosa y decía que así se sentía
protegida por sus amigas.
Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del
padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el
hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida
volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que
regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos,
preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos
pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo
de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos
ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse sobre la
noche.
Truenos y rayos que conmovían el corazón.
Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.
El viento, volcándose como pocas veces antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.
Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose la inquietud.
Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo
su velador. Camila hizo lo mismo.
La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que —al estar en
el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina,
dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.
Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas
más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes.
Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados
talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la
tormenta amenazaba con tornarse inacabable.
Las luces se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez,
malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las
perillas.
Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.
—¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.
—¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.
Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada allí
—en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos...
Oriana se echó a llorar, desconsolada.
—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar
fósforos y velas! ¡O una linterna!
—"¡Hay que!" "¡Hay que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se
enojó Camila—. Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero
no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no
nos levantáramos, ¿recuerdan?
Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a
buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...
Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía
más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si
fuera una heramana mayor.
—Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a
hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?
—¿Q--ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin
quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados
hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus
dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó Martina— sólo con una mano...
Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena
parte de sus miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.
Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día
siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al
primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su
regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada
de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió
servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de
nervios que habían pasado.
—No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada
por su compor¬tamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos
calmáramos...
Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho
para no asustarse demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...
—Estirarnos los brazos así, como ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...
¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de
la misma no se libraron ni los padres ni la abuela.
Resulta que por más que se esforzaron —estiran¬do los brazos a más no poder— sus
manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera.
¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio
para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos!
Sin embargo, las tres habían —realmente— senti¬do que sus manos les eran
estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de
disimular sus propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella había sido
tomada de ambas manos!
Manos.
Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de
aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales.
(Acaso —a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan miedo... y nos
necesiten...)

elsa borneman
el golem
En Praga, capital de Bohemia1, reinaba en el año 1590 el rey Rodolfo II de
Habsburgo.
Hombre generoso y de gustos excéntricos, el rey coleccionaba monedas y piedras
preciosas, y se dice que formó un regimiento exclusivamente con enanos.
Fue, además, un gran mecenas de las artes y las ciencias. Protegió a pintores,
escultores, matemáticos, alquimistas y magos de toda Europa.
Entre sus protegidos destacaba un sabio e inquietante rabino. Su nombre era Judah
Loew y era experto en cábala, un antiguo método judío para investigar aspectos del
alma humana, de Dios y del universo.
Judah Loew se había empeñado en construir una criatura artificial para proteger a
los judíos de los habituales ataques antisemitas, y también para que lo ayudara en
las tareas más fatigosas de la sinagoga.
Lo consiguió una mañana, tras muchos días y pruebas, modelando un muñeco con
arcilla del río Moldava e introduciéndole tras los dientes un pequeño pergamino9
que llevaba escrita una fórmula mágica.
A la criatura la llamó Golem, que en hebreo puede significar varias cosas, entre ellas
“objeto no terminado”, “torpe”, “tonto”, y también “embrión”.
Cuando el rabino le dio vida, el Golem alzó los párpados y adquirió un tamaño
notable, un poco más alto y más ancho que un hombre normal.
Qué entendió el Golem de lo que vio al cobrar vida, no lo sabemos. El rabino no
pudo dotarlo de la capacidad de hablar, pero, con paciencia, consiguió enseñarle a
cargar agua, cortar leña, barrer el suelo y tañer la campana de la sinagoga.
El Golem cumplía correctamente esas tareas día a día. No necesitaba comer, beber
ni descansar. Lo animaba una vida sorda y vegetativa, y algo raro había en él –
además de su aspecto–, pues los gatos le escapaban y los perros le mostraban los
colmillos.
Los viernes por la tarde, al caer el sol, cuando comenzaba el shabat (o sabbat) y en
el gueto cesaban los trabajos, el rabino le retiraba el pergamino de la boca, y el
Golem se convertía de nuevo en una pequeña e inerte figura de arcilla.
Terminado el shabat, el rabino daba vida al Golem otra vez.
Pero una tarde Judah Loew olvidó quitar el pergamino. Volvió a su cuarto y se
acostó. No tenía intenciones de dormir, solo de descansar un rato. Sin embargo, la
cama estaba tibia y afuera nevaba. El rabino vio un libro sobre su mesa. No
recordaba haberlo dejado allí. Ni siquiera sabía de qué libro se trataba. Era un tomo
grueso de tapas marrones. Lo abrió al azar e intentó leer, pero no comprendió el
alfabeto en que estaba escrito. Quiso estudiar el índice y descubrió que las páginas
no terminaban nunca. Era un libro infinito. Esto lo aterró.
Soltó el libro y fue a mirarse al espejo. Vio un rostro liso y gris, con ojos redondos
como de pez. Pensó: “Es mi alma, fuera de mí, que me mira con los rasgos de una
criatura extraña”. Se alejó con estupor de esa imagen, pero moverse le costaba. Sus
pasos se volvieron pesados.
Sus miembros, ajenos, ejecutaban movimientos que él no les dictaba.
Entonces despertó. Sudaba. Miró la hora. Había dormido apenas unos minutos.
Quiso reflexionar sobre el contenido del sueño, pero de la calle llegaron gritos y
ruidos, y enseguida alguien golpeó su puerta.
El rabino se levantó despacio, aún embotado. Los golpes se hicieron perentorios.
—¡Rabino Loew! ¡Rabino Loew! —gritó una voz, o dos, o tres.
—¡Ya va! —dijo el rabino.
Afuera había varios hombres. Eran vecinos.
—¿Qué ocurre?
—Es la criatura –dijeron—. No podemos detenerla.
El Golem había enfurecido. Corría por las calles del gueto sacudiendo los cimientos
de las casas, destrozando lo que se ponía a su alcance. Nadie se atrevía a
enfrentarlo.
El rabino no tardó mucho en hallar a la criatura que había pergeñado, siguiendo sus
huellas por calles angostas, ya oscuras, húmedas y cubiertas de nieve.
Cuando lo encontró, el Golem estaba arrancando un árbol de la tierra.
Judah Loew lo miró a los ojos y lo tocó. La criatura se estremeció, paralizada. Fue
apenas un instante, pero el rabino aprovechó para quitarle el mágico papiro de la
boca. El Golem se desplomó, volvió a transformarse en una criatura sin vida, una
inofensiva figura de barro sobre la nieve.
Judah Loew depositó la estatuita de arcilla en una caja de madera, y la caja en un
polvoriento ático de la sinagoga. Nunca más volvió a darle vida.
Se dice que el Golem aún está allí, en la sinagoga, y que puede ser vuelto a
despertar si es necesario.
Hay quienes dicen, también, que cada treinta y tres años la criatura recorre por las
noches las calles del gueto judío de Praga, y que la inminencia de su aparición se
manifesta en signos diversos e inquietantes. Una rajadura en un muro que dibuja la
silueta de un monstruo, por ejemplo. O la aparición de rostros congelados en las
flores de la escarcha.
Quienes afirman esto razonan que tal vez la criatura siempre haya estado y vaya a
estar allí, entre ellos, aunque nadie o pocos se percaten. Un sueño secreto y
colectivo que cada tanto, como un espejismo, se corporiza en el Golem.

nicolas schuff

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