La Biblia Gaucha 1400004011
La Biblia Gaucha 1400004011
La Biblia Gaucha 1400004011
LA
LECTURAS SELECTAS
AUTORES SUDAMERICANOS
2. Milongas clásicas
Almofuerte
—
—
JAVIER DE VIANA
LA BIBLIA
GAUCHA
y
EBlTOKlAh TOR
Río de Janeiro 760.
BUENOS AIRES
'?!
Queda hecho
Es propiedad.
la ley.
el depósito que
marca
JAVIER DE VIANA
""?riv,V,L'
más fecundo de nuestros narradores es Javier de Viana.
ija ciudad cue aletea, como una gaviota, a los pies de un cerro y
junto al estuario, estuvo gobe.nada por oficiales de poco fuste hasta
de Mina.
fleie proezas y urde guita. reos, el narrador criollo enamoróse aún más
del decir campesino, y estudió más aún el modo de ser de los mora-
dores
de lo
añejo "y con trasplantes ultramarinos, la de las serranías con
en éste, pues no hay cuento suyo que no tenga por fin verter
un carácter individual o salucionar algún teorema de índole lógica.
psico-
Lo campero, cuando es humano, es de todas partes por su
que Fabián reconoce que es hijo suyo el chicuelo abofeteado por las
9
furias de López, el amante de la adúltera y hermosa Catalina, como
es miserab'e y tristemente real aquella página en que Julio, sorpren-
dido
en mitad del campo por la cerrazón, que da a las cardas porciones
pro-
de ombú, se deja reconquistar por las molicies y las rias
luju-
del rancho do Füomena.
¡Cosas de la costumbre! ¡De la voluntad débil! ¡Cosas humanas!
El alcohol, el hábito la humedad
y influyen sobre los rumbos del píritu,
es-
tratase de un triunfo nuestro. Esas obras son seis: dos de tres actos,
"La Nena" y "La Doto a", y cuatro de uno, "Puro campo", "La macho",
mari-
"Al truco" y "Pial de volcao". Esta última llevaba, el 15 de
octubre de 1913, más de doscientas representaciones, sir:i que el blico
pú-
manifestase displicencia o aburrimiento. Y paso ya a ocuparme
de la novela que Viana ha bautizado con el nombre genérico de
"Gaucha".
11
hijo de la herencia y de la cultura. Estudia, igualmente, el medio matológico
cli-
y el medio social, porque aquél y éste influyen de un modo
poderosísimo en el desenvolvimiento y en la cristalización de la per-
sonalidad
humana. Los estudia pródigo, con largueza, sin economías
de pintoresco ni ahorres
estilo de análisis iluminador, complaciéndose
en que sobresalgan todos los pormenores que dan relieve, vida, sello
y lógica al conjunto. Sabe de primo.es y de crudezas, poniendo al
servicio de éstas y aquéllos un lenguaje gráfico y abundoso, que se
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teniéndose a trechos para triscar la hierba, pero sin quedar nunca
rezagada.
Algunas veces se presentaba el regalo de un trozo de camino bierto
cu-
de abundante y sustancioso pasto, y el animal apresuraba los
tarascones, demorábase, levantado de tiempo en tiempo la cabeza,
como implorando del amo:
—
"Déjame aprovechar esta bolada."
Y Juan, comprendiendo, sentábase en el suelo
y esperaba pacien-
temente.
De todos modos, nunca tenía prisa, puesto que nunca iba
a ninguna parte preestablecida. Un trozo de carne fiambre y un
menor extrañeza.
principio despertó general curiosidad
Al aquella guerra da
encarniza-
a los inocentes pajaritos, pues conviene advertir que Juan jamás,
hacía fuego sob;e las águilas, caranchos ni chimangos: las rapaces
le merecían todo respeto.
Andando el tiempo, todos se convencieron de que era una chifla-
du:a como otra cualquiera, y no se preocuparon más. El, por su
parte, taciturno, guardaba empecinado silencio ante todas las pre-
guntas
que al respecto le hicieran.
En un atardecer lluvioso iba malhumorado, pues en el transcurso
de una hora de marcha a pie no había encontrado un solo pajarito
que ultimar.
—
escuenden!
¡Se — exclamaba con rabia; —
¡pero es al ñudo;
porque acabaré yo por encontrarlos ! . .
.
mientras se en cenaba
amplio el con comedor mal iluminado vela
de tufo
apestoso, los hombres comentaban
— el último asalto o
abrigados
—
por sus miserables ranchos de terrón y paja
brava. ¿Cómo vivían? ¿Cómo escapan a la saña del matrero? Vivían
con la tranquila indiferencia de la golondrina que anida bajo el
alero de la casa, o del terutero que picotea junto a los postes del
"gua;dapatio". No había, en la miseria de sus viviendas, nada que
despertase la codicia. Además, casi todos ellos estabas en buena monía
ar-
sus dos comensales. Otras veces fingía no ver; cogía con los dedos
la costilla de carnero, clavaba en ella los dientes, y de un tirón rá-
pido,
— imitando a los perros, — arrancaba toda la carne de un do,
la-
repetía la operación del otro lado, arrojaba el hueso y se ponía
a masticar con ruido, haciendo rechinar de cuando en cuando sus
treinta y dos piezas dentales. cejasLas contraídas, los bigotes zados
eri-
la rigidez de la faz, denotaban su agitación. La mancha cura
os-
y
crecía; equivocaba
se creer que el
su a era odio Lucio el odio
instintivo profesaba a toda
que la especie: le odiaba más, a cada
instante más. ¿Por que? ¿Amaba a Juana, creía necesario su cariño,
y, viendo en el forastero un enemigo que venía a disputársela, se
aprestaba a la lucha? ¿Era su afecto que había nacido te
repentinamen-
en su alma seca, como nace una planta epífita en la dura corteza
del coronilla? ¿O era el inm.enso egoísmo que le obligaba a defender
aquello que consideraba suyo como su tapera y su malacara, sus
El tipo de don Zoilo está pintado «on mano maestra. Es más que
18
un tipo; es toda una especie. Es más que un hombre; es el alma, cha
he-
carne, de la soledad.
Lucio siente el odio del trenzador. Aquel odio es un obstáculo in-
euperable para sus amores. Le abruman la tristeza y el desconsuelo.
Es verdad origen, tiene a la melancolía
que Lucio, por por razones de
compañera. Esta compañera no le deja jamás. Su melancolía es una
dolencia sin posible cura. ¿India? ¿Judaica? ¿Mora? Es muy posible,
como resultado de la raza y del medio.
Lucio y Juana se pierden en el pajonal.
— "Sin resistencia, él la siguió, conducido de la mano. Su rostro
ardía, sus ojos brillaban, sus labios temblaban y su corazón latía fu-
riosament
Como la senda angosta, sus
era cuerpos se rozaban a
se preguntaba
— si podía existir el amor por el amor; y
se contestaba que no: que éste debía ser un accidente de la vida, pe- ro
no la vida entera. La vida entrañaba una misión más grande.
¿Cuál? .Lo ignoraba, esas cosas no se saben: el azar la descubre
y el tiempo las realiza. ¡Y Lucio, el elegido, pensaba en la brutali-
dad
del amor, exigía y esperaba de ella solamente la brutalidad del
19
amor!... No; ¡no podía ser así! Ella sería muy desgraciada, muy
desgraciada . . .
y blancos, eran como una sonrisa del día, que no iba a morir,
sino a cambiar de vestimenta, para reaparecer, una hora más tarde,
envuelto en la angusta túnica azul salpicada de flores de oro. Tras
les temporales, — las lluvias copiosas, los fríos intensos, los vientos
turbios y los cielos oscuros, — la naturaleza resurgía a la vida, a
una vida alegre y bulliciosa, repleta de promesas, preñada de peranzas."
es-
útiles de cada familia, la que amolda al gaucho trabajador a las ne- cesidades
de la vida nueva, la desplazadora de los centros les
norma-
de la sociedad que obedeció a la ley de la sierra con picos y el
monte con garras.
El incendio concluye con el esteral. El cultivo destierra al ya-
guaraté. ¿Es necesario, entonces, suprimir a la raza que vivió entre
totoras? No, de ningún modo. La raza es la tierra ávida de gérme-
nes
de fruto y flor. Lo que sí es necesario que desaparezca es lo no
reformable, el producto del acumulamiento de atavismoslos ductibles,
irre-
lo que será siempre residuo de lo pretérito y no será ja-
más
semilla del mañana. Así las virtudes ingénitas de la raza se
mantendrán, sin que las crucifiquen, después de violarlas, la ción
ambi-
y el ocio, dando a la raza las energías que han de permitirle
transformar lo inactivo y triste en sus ensueños en actividad alegre
y enriquecedora. Eso es lo que, muchas veces, a la luz de la luna,
en las noches de marcha, durante el último movimiento nario,
revolucio-
sobre gramillares de los y oyendo a lo lejos el grito buen olor
del chajá, se dijeron mi espíritu doloroso y el espíritu doloroso de
Javier de Viana.
El que tantas bellísimas páginas ha consagrado al país, puede es-
perar
tranquilo el fallo del futuro. Su nombre pertenece a la ridad,
poste-
lo mismo que los nombres de Acevedo Díaz y de Carlos
Reyles .
CARLOS ROXOL.
7A
¡Atrofia sentimental!
No. Los padres, las madres sobre todo, saben que aquello signiflca
una carga más, unida a las innumerables de sus laboriosas tencias
exis-
que deben continuar como antes, sin descuidar el afectuosa
cuidado angustias que les proporciona
y las el recién venido
No están seguramente desprovistos de cariño y de espíritu de crificio,
sa-
La familia
Era
muy grande la Estancia Azul.
suertes
Eran y suertes de campo cuyos límites nadie conocía co»
de precisarlos.
Numerosos arroyos y cañadas de maj'or o menor importancia, y
de boscaje más o menos espeso, lo estriaban, como red vascular, ea
todo sentido.
Entre suaves collados y ásperas serranías dormitaban los vallea
arropados con sus verdes mantos de trébol y gramüla; y para dar
mayor realce a la belleza de las tierras altas, sanas y fecundas,
por aquí, por allá, divisábanse, en manchas oscuras, las pústulas dt
los esteros, albergue de la plebe vegetal y animal.
La Estancia Azul, conocida desde tiempo inmemorial, a la distan-
cia
de muchísimas leguas, jamás había salido, ni en la más mínima
parcela, del dom.inio de sus dueños primitivos.
Cinco generaciones de Vülarreales se habían sucedido interrup-sin
eión y sin fraccionamientcs del cam.po. l/os procuradores, los agri-
mensores
y los jueces nunca intervinieron en el arreglo de la»
hijuelas.
Cuando fallecía el jefe de la familia, los hermanos solteros con-
Tivían en la azotea Azul El mayor ejercía, de pleno derecho, la
administración del establecimiento. En los casos de suma importan-
eia había conclave familiar presidido por la viuda del jefe fallecido;
y ella era el arbitro, cuyos laudos se acataban siempre sin protestas.
El hermano o hermana que contraían matrimonio, abandonaban,
por lo paterno Elegía el sitio donde
general, el nido deseaba poblar,
y en acuerdo designaban los límites de la fracción de cam-
común se po
Respeto
Es verano.
Es verano.
Estío benigno. No se han recalado las aguas. Los arroyos y lo8
canalizos conservan aún suficiente caudal para saciar la sed do
los ganados y permitir la supei-vivencia de los peces, los carpincho»
F las nutrias.
En los esteros, los aperiases y los sapos guapean todavía.
Pero las rapaces sufren. Ellos son los agiotistas humanos, cuand»
las calamidades castigan la tierra . . .
Nupcial
Terminada la cena, —
que fué festín, y hecha ya la noche, —
grande.
una más
Era don Braulio, un viejo alto y robusto como un viraró, con la
cabeza y el rostro emblanquecido por copiosas barbas de toro.
¿Qué hay, gurises?
—
preguntó con voz plácida. —
—
Dejuramente
— Tenes cara de güeno. Dame la mano.
Y hija en la frente...
besó a la
Y a la madrugada, cuando todavía no se había encendido ningtina
luz en el cielo. Yuca partía, llevando en la anca chata de su llo,
tordi-
al mejor clavel del pago.
A falta de sacerdotes, el radioso sol levante, besándolos en la
frente, santificó sus desposorios.
Anúgiiitos
¿Saturno
—
Rodríguez? inquirió ella, ¡María Santísima! — —
—
¿Por qué por última vez? Aura te quedarás con nosotros; noa-
otros te cuidaremos... ¿No es cierto, mamá?
—
¡Dejuro que sí! . . .
"la patrona"
— distribuía entre todos la plácida mirada de
lus ojos de santa y su sonrisa de infinita bondad.
Y cuando se recibió el aviso de que "faltaba poquito pa estar a
punto los asaos", tres guitarreros desgranaron las notas briosas y
alegres de un pericón.
Formáronse rápidamente las parejas, pero antes de iniciarse «1
baile .
—
¡Alto! — gritó Pedro, el primogénito, quien fué hasta el ombú,
y tomando de la mano a su padre, lo obligó a levantarse y a seguirlo,
diciéndole :
—
Venga, tata.
Lo llevó hasta el sitio desde donde continuaba sonriendo beatífi-
•amente la madre, a la cual cogió la diestra, y echándola en brazos
del esposo, dijo:
—
Hoy es el santo de la vieja; los viejos tienen que hacer los hono-
res
del baile . . .
—
iSosegate, muchacho! —
replicó ella sin oponer mayores tencias.
resis-
Altivez
— Es caso de necesidá . . .
—
¡Razón de más! En caso de necesidad no hay que medir el sa-
crificio.
Hospitalidad
1
estancia
La quedaba muy a trasmano, casi en el fondo de la hor-
queta
formada por el caudaloso Ibaracoy y su feudatario el Pin-
tado.
El único camino que cruzaba el dominio hacíalo a cerca de
dos leguas de "las casas", y por tales circunstancias eran contados
los forasteros que llegasen a ellas.
El arribo de alguno, anunciado con larga anticipación por las—
en la aquel descampado.
población de . .
—
¡Ave Purísima
María! . . .
—¿Apago?
— Cuando guste.
34
— Güeñas noches.
— Güeñas.
Rojearon las barras del día.
El capataz, siempre el primero en "poner los güesos de punta", sopló
el trasfoguero, amontonó unas ramitas, avivó con un trozo de sebo,
arrimó la "pava" y preparó el cimarrón.
Natalio, el más glotón de la comandita, ensartó el churrasco en el
asador .
EL flete
prestan nunca.
Es la reserva.
Cuando su dueño lo monta él presiente la proximidad de la lucha,
y al oír el retumbo del primer tiro, enarca el cuello, alza la cabeza,
oreja nerviosamente y se impacienta
por partir.
Su sangre hierve, el olor de la pólvora lo embriaga, y en el infierno
de les entreveros, se agita, resopla, fuerza el freno en ansias de botes
briosos e identificado jinete,buscando
con su triunfos para él, allí co-
mo
frente al rancho la prenda, como
de bajo el arco tíe la sortija,
como sobre la pista de las carreras, evoluciona por sí solo, propiciando
la eficacia de la terrible lengua de hierro del iracundo lanceador.
Casi nunca vuelve al pago.
No pocas veces la inracvilidad de la muerte los jimta, tendido uno
El bote gaucho
Ha llovido
mucho; el campo está encharcado, las canalizas fantes,
bu-
el arroyo convertido en ancho y torrentoso río. El gaucho lle-
ga
al vado y observa el sauce indicador; en la ocasión, ésta ha bido
su-
hasta el arranque de las ramas, más de un metro desde el suelo.
La velocidad con que permite advertir la extrema
pasa la resaca
violencia de la ccrrentada, y el gaucho se da inmediata y cabal cuenta
del inmenso peligro que ofrece la travesía; mas no se inmuta por
ello: es necesario pasar, se pasará... Echa pie a tierra, se quita el
poncho y "compone" el recado, apretando bien la cincha en los so-
bacos;
que el agua le bañe el lomo; hay más... De pronto, pierde pie, le-
vanta
la cabeza, dilata 1p;í narices y resopla con fuerza... El jinete
afloja las riendas, ss coge de las crines del bruto con la mano quierda,
iz-
desmonta y acostándose sobi^e el agua, se dispone a la lucha
titánica. Por unas brazas, el tordillo nada en línea recta, mas, de
pronto, lo embiste la corriente, obligándolo a virar río abajo. El cho
gau-
lo guía palm.eándolo las quijadas con la mano libre... Hay mentos
mo-
El lazo
en la boca . . .
37
El mancarrón
Cosa fué y que vive aún, y presta servicios y, por lo tanto, con-
que tinúa
"siendo" para los demás, habiendo cesado de ser para él mo.
mis-
Mancarrón .
Las yuyos
de un de profundidad, donde
metro se sepulta otro poste, grueso, ro,
du-
imputrescible, al cual se amarra una brida, resistente torzal de
alambre que parte de la punta del "esquinero".
Este poste acostado bajo tierra, se llama en el gráfico decir cam-
pesino, —
— "un muerto".
Se le echa tierra encima; se apisona; más tarde la gramilla crece
encima y el foso queda como una tumba olvidada...
Cierta vez, viajando despoblado,
por el
el que esto escribe, llegó
al caer la noche, a un rancho
pobre, donde tres gauchos viejos velaban
el cadáver de un viejo gaucho. Indagó quién era el muerto y res-
pondieron:
La seca
Los "pelos"
maestro son —
ligeros, pero sin resistencia; los "tubianos" otra —
La guitarra
El chajá
Hay gente que se acerca a las casas: el alerta del chajá no falla
nunca .
Don Juian
43
El mata corderos, asalta gallineros, roba guascas, pero su viveza,
su astucia, su gracia, su audacia le hacen perdonar sus arterías.
Uno de sus mayores méritos en el concepto del gaucho es el afán
Que demuestra en que se conozca su hazaña, exponiendo temente
constan-
la vida con tal de burlarse de sus victimas, con su audacia,
por enfurecerlos con burlas, con
sus su audacia, con su habilidad
para escapar al peligro voluntariamente provocado.
El gaucho lo quiere porque Don Juan tiene muchas de las des
cualida-
que él más agilidad, la travesura, la hidal-
aprecia: la viveza, ga la
franqueza, el afán de aventuras y el menosprecio por la vida.
La semejanza que el gaucho encuentra entre su propio espíritu
y el espíritu de Don Juan, motiva la inconsciente simpatía que pro-
fesa
ai simpático merodeador.
Los chingólos
Otro símbolo.
En la hoguera estival se encuentra opulencia en su elemento. La
de luz embriaga. Su pardo plumaje se esponja,
lo mayor riencia
apa- dando
a su cuerpecito insignificante, su vivacidad aumenta, multi-
plica
sus acrobacias, sin que el calor lo sofoque.
Empero, los rigores del invierno tampoco lo amilanan.
Su p leería rcskte a todas las inclemencias.
Vuela y revuela, salta y salta y cuando, empapado, pegadas las
plumas al cuerpo, ima ráfaga lo obliga a aterrizar súbitamente, lan- za
un gritito burlón, que semeja la eterna risa del niño sano, corre,
brinca, coge de paso algún gusanillo y torna a remontarse en el aire
y a piruetar, contento, seguro del valer de sus alas minúsculas.
Y si el embate es demasiado rudo, se refugia entre la ramazón de
algún árbol, o bajo el alero de un rancho o entre el yuyal vecino,
o sa mete, confiada
y fam.iliarmente, en el galpón o en la sala.
No tiene temor. Como es bueno y no hace mal a nadie, se siente
seguro entre aquellas gentes buenas...
El único miedo está en recibir la pedrada de algún chicuelo vieso,
tra-
chingólo humano;
—
pero era peligro pequeño, porque
—
su
habilidad sabía esquivarlo casi siempre.
Y pasado el peligro, gorjeaba, saltaba, daba volteretas en el aire,
sin objeto, por puro gusto, por dar escape al exceso de fuerza vital,
de- la alegría de vivir, de idéntica manera que el gurí da vueltas de
carnero, le tira de la oreja al perro bravo o se mete enti'e las patas
de los redomones atados al palenque, con la confianza que tienen
los buenos en la bondad de los demás.
No conciben las cimbras traidoras ocultas entre la gramilla cente;
ino-
no sospechan que existan quienes hagan m.ai al que solo be
sa-
hacer bien; hechos con luz de amor, ignoran el lodo reí odio. . .
¿Qué te pasa?
—
preguntó Jacobo. —
¡Déjame!...
— Mi mujer está gravemente enferma y tía Paula
dijo que ella no respondía, y que fuese al pueblo a buscar al mé-
dico
. . .
Dnelo
1
Pedro y Juan eran dos gauchos criados en la Estancia del Vente-
Teo, conjuntamente con otros varios.
Pero ellos, casi siempre pareja aislada. vivían en
—
Porque lo sos.
— No lo repitas.
— Lo repito... ¿Qué vas hacer si nacistes maula?...
— No lo repitas porque me tenes cansao y mi vas obligar a barte
pro-
lo contrario!
Pedro largó una carcajada.
—
¡Y va ser aura mesmo! — exclamó Juan, poniéndose de pie y
desnudando la daga.
—
¡Abran cancha!... —
gritó Pedro aprestándose a la lucha. —
47
¡Abran cancha que le viá pegar un tajito a mi hermano, pa que
aprienda ! . . .
—
¡Hermano!. . .
De guapo a guapo
mellizos
Los Melgarejo eran tan parecidos físicamente, que, a no
estar juntos, resultaba difícil,aun a quienes a diario los trataban, sa- ber
—
¿Por qué no te compras mejor unas polleras?...
Rió de la ocurrencia. Empurpúresele el rostro a Juan, quien clamó
ex-
airado:
—
¿Querés probar quien de los dos es más guapo?... ;Compromé-
tate
a acetar lo que yo proponga ! . . .
—
¡Acetao!
Juan extendió entonces la mano izquierda sobre el mostrador, y
dijo a su hermano:
— Pone la tuya encima.
Pedro la puso. . .
Y entonces el otro, desenvainando la daga y con
un golpe rápido, dejó las dos manos clavadas al madeio del mos-
trador
. . .
iOh ! . . .
Una madre gaucha que hubiese parido un hijo maula ría
se-
Calvario
lluvias invernales.
La tropa llevaba ya más de un mes de viaje. Las jornadas se
y, pala en en auxilio
mano, del compañero.
fueron
El viejo Cayetano, que cava con energía insospechada en su ma-grura,
¿Cuánto?
—
— La suma es rigularcita.
—
¡Diga no más!
— Cuatrocientas onzas.
— hubiese
¡Com.o vichao el baúl! si
Casualmente rne hace cinco
días vendí una tropa 'e novillos, y más o menos esa es la mesma can-
tidá que tengo. Espere un ratito.
Salió don Lucas y volvió a poco trayendo en un pañuelo de yerbas
las onzas solicitadas.
El visitante vació en el cinto las monedas sin contarlas.
Ni él ni su amigo hablaron de documentos. Entre esos hombres
ningún documento valía más que la palabra de hombre honrado.
Barreto se puso de pie, tendió la mano al amigo y dijo simple-
mente
:
—
Gracias, compadre.
— Nu hay por qué . . .
—
¡Pero, Ni yo ni mi madre
padrino!... tenemos conocimiento
de esa deudadebe haberlo arreglao mi padre
! . . .
Eso .
Urubú
52
siderable desgaste de fuerzas.
Su laboriosidad poco apreciable sin duda, es dañina y egoísta,
por igual en rapaces las citadas y en las hormigas y otras muchas
sabandijas, entre las cuales cabe incluir a los profesionales de la
poíítica.
En luios prima la fuerza, en otros la astucia, y el ingenio en los
demás.
Fuerza, astucia, ingenio, constituyen valores positivos, bles
condena-
si, pero despreciables no.
En cambio, el cuervo, el urubú ináí^'ena, ese gran pajarraco garbado
des-
y sombrío, rehuye el peligro de la lucha y la fatiga del
trabajo.
Indolente, despreciativo, con su birrete y su negra toga, tiene la
actitud desdeñosa de un dómine pedante o de un distribuidor de la
injusticia codificada por los pillos, para dar caza a les incautos e
inocentes.
El cuervo posee un olfato privilegiado y unas rémiges potentes.
Los temporales y las epizootias carnean para él. Desde enormes
distancias siente la hediondez lasde osamentas y surcando veloz
el espacio, es prim.ero en
el llegar al sitio del festín.
Concurren otrc-s holgazanes tragaldabas, pero él los mira con
indiferencia despectiva. Ninguno ha de aventajarle en tragar mucho
y a prisa.
Al sentirse ahito, da unas zancadas y antes de remontar el vuelo
se despide de los menesterosos que quedan picoteando el resto de
la carroña, dieiándoles sarcásticamente con su voz gangosa:
— Hasta la vuelta.
¡La vuelta del cuervo!. . .
El gato
Por la patria
Maula
Contaba ño Luz:
Una güolta, la perrada estaba banquetiando con las achuras del
novillo rielen carniao, cuando se presiento un perro blanco, lanudo,
feo, con las patas llenas de cascarrias de barro que sonaban al dar
an-
—
¿Qué andas haciendo? interrogó airadamente
—
"Calfucurá".
— Tengo hambre —
respondió con humildad el forastero.
—
¿Y no tenes amos?
—
Tuve; pero m'echaron porque una noche dentraron ladrones en
Jnsticia
holgaba en el caserón.
Cierto que negrasla abuelas
servidumbre
de tas
mo- era numerosa:
blancas, su tez de hollín y sus
negras jóvenes y presumidas con
—
Porque nunca la tenes replicó, severo,
— el anciano.
Desde entonces el "patroncito" comenzó a tomarle rabia al pañero.
com-
Y esa malquerencia fué subiendo de punto al enterarse
de que Bibiano requería de amores a Josefa, que ella le día
correspon-
y que don Paulino miraba con agrado la presunta unión.
Y Dalmiro, que nunca se había preocupado de su prima, quiso in-
terponers
y comenzó a perseguirla, más que con ruegos amorosos,
con imposiciones y amenazas. Rechazólo la moza, y ante las lúbri-
cas
agresividades
de Dalmiro, se vio obligada a poner en to
conocimien-
del
patrón la que ocurría.
Este, indignado, increpó con violencia al hijo, quien herido en su
orgullo, se encendió en odios hasta formar una fogata. Varias
gran
veces provocó a Bibiano, pero sofrenado por la alegiua de éste, tenién-
dole
miedo, lo asesinó alevosamente durante la siesta.
Consumado el crimen, apresuróse a echar la tropilla al corral y
56
orilla del camino presenciaba la lucha desde el pescante del breack,
batió palmas, y gritó:
—
¡Come-cola ! |come cola !
Malambio púsose tan nervioso como su moro, y cuando bajaron la
bandera, largó atravesado, dando lugar a que los contrarios le casen
sa-
—
¡Tata! ¡No me haga más pesao el poncho que llevo sobre el lo-
^o I . . .
¡Más pesao
— es el poncho 'e la consensia, poncho lleno 'e mugre
qu'ensusea no sólo el cuerpo sino también el alma ! . . .
Sentencias
¿Quién lo dijo?
Lo dijo la experiencia por boca de cien gauchos viejos curtidos a
un Homero gaucho.
Imaginémoslo un viejo de abundosa cabellera, de luengas barbas
— cañaveral de argento, un busto erguido, no obstante las carra-
— das
de años madera dura y espinosa,
—
descargada sobre sus mos;
lo- —
de unos ojos que aún alumbran con la luz intensa y cálida del
lucero del alba; con unos labios grandes que se ab.en ampliamente
para dar paso a la palabra honrada, sin formar ningún pliegue por
el cual pudiera deslizarse solapadamente el inmundo reptil de la
mentira .
"Pa ser güeno no basta con no ser malo. Si yo veo una víbora 'e
la cruz, que no me puede hacer daño, pero que puede hacérselo a
otros, y no me expongo pa matarla, merezco las babas del cio
despre-
de tuitos los hombres honraos."'
"Voy a marcar con ella este plácito 'e tierra que ha de ser mi
sepoltura."
"Los gauchos qu'en las tertulias del fogón enumeran los hombres
que han muerto, las mujeres que han seducido y los potros bravos
que han domao, cuasi con seguridá que no han muerto a ningún bre,
hom-
ni seducido ninguna mujer, ni ensillao más que sotretas."
"Reformar no es mejorar.
A cualquier palo se le puede sacar punta, pero la ciistión está en
"El coraje, lo mesmo qu'el trabajo, son cosas muy lindas y res-
petables,
"Eay muchos que se áugan por querer vandiar el río sin saber dar.
na-
"Hace tuito el bien que puedas, pero si no sabes hacer mal a los
malos no sirve el bien que hagas."
"Sos
guapo, conoces el camino y te tenes fe. Cerras los oíos y
galopiás lo mesmo en el claror del día qu'en la noche neblinosa. En
cuasi siempre llegarás temprano a golpiar la puerta 'el rancho 'e
la china. Pero no te olvides que de un día pa otro el diablo cava
"Hay hombres que tienen los ojos en el cogote y que sólo les sirven
pa ver las piedras donde han tromp"ezao, dispués de haberse desecho
los pieses con el trompezón."
"Las mujeres son como las víboras. Cuanti más finas y más cas
chi-
más veneno tienen."
63
— Ándate .
"Tigre" .
—
¿A las nueve, te dijo?
— A las nueve.
—
Güeno, tiempo. hay
Tiró perdices y volvió a salir en silencio.
al suelo las
Cuando regresó ya era noche.
— La cena está pronta dijole Albina mirándolo con — ansio» terrogaci
In-
64
Pocos pasos había dado en el interior, cuando le sorprendieron loa
ladridos de muchos perros. En seguida corrió a la puerta de la
caverna y allí tuvo que habérselas con una jauría que el viejo
Dionisio azuzaba:
—
¡Chúmbale, Barzino!...
¡Chúmbale, Zorro!... ¡Chúmbale, León!
El bandido defendíasedistribuyendo hachazos, pero en seguida,
cuando iba haciendo retroceder a la perrada, una lluvia de piedras
cayó sobre él y treinta voces de mujer lo increparon, lo insultaron,
lo amenazaron.
• • •
El tiempo perdido
Quedaba aún
franja de día, cuando ancha
Regino, concluido de
estirar un alambre, dijo a los peones:
Dejemos
—
boca de jarro:
—
¿Por qué no te casas?
Regino había pensado en ello. El amor no le había hablado
cuando la suerte le arrojó a la vida inquieta del matrero. Durante
los veinte años de fiebre continua, su corazón permaneció dormido,
67
y ahora recién advertía el lamentable vacío.
Sí, debía casarse. Mujer no faltai-ía que se decidiera a ser su
compañera y ya que no los resplandores de la pasión, podía esperar
el tibio rescoldo hogar. del
Una tarde, mientras tomaba mate a la sombra de los naranjos
del patio, Regino dijo resueltamente:
— Estuve cavilando estas noches y me he convencido de que casa
sin mujer, y estancia sin perros anuncian ruina... Viá casarme.
— Bien pensao, hijo —
replicó el viejo; —
¿y has elegido ya?
—Sí.
—
¿Quién, si se puede saber?
— Por muchas razones. Usted es el primero que tiene que lo:
saber-
I5ab2l.
Gregorio alzó bruscamente
Don la cabeza.
¿Isabel?... ¿la chiquilina?.
—
..
En todo eso pensaba Regino mientras, sentado sobre las rocas sas
li-
A Carlos M. Pacheco
De ahí
provenían sus penas. Rara vez le faltó yerba, pero le fal-
tó
el compañero para "amarguear".
—
¿Y nunca pensó en casarse? — le preguntó Felisa, mirándole
fijamente.
Ladislao alzó la cabeza, observándola con extrañeza.
—
¿Pensar en casarme?... No, nunca se me ocurrió... Nadie me
res", con la misma razón con que los gauchos sonríen, en burla petuosa,
res-
ante el "Doctor" que precede al nombre de muchas bazas.
cala-
—
¿Usted si acuerda cuando en Tacuarembó Chico corrimos la sal-
vajada?
—
No me vi a acordar ! . . .
Yo servía con el coronel Pampillón . . .
En la lo humillaba
eligiendo para serviilo,las peores presas
mesa
del puchero o asado, del
incomible, aunque quedasen muchas lo casi
mejores que habrían de aprovechar los peones y los perros. Y él co- mía
en silencio lo que le daban, sin una protesta, sin un gesto, como
si aquello,y los reproches injustos y las frases groseras que a cada tante
ins-
le aplicara la patrona, fueran cosas perfectamente razonables.
Esto no
—
puede seguir así, exclamó un día Sebastián, manifes-
tando —
pasasen los días sin cumplirse la promesa, volvió a la carga con yor
ma-
ahinco . . .
después Sebastián
¡Y poco tuvo la triste certidumbre de que E*:el-
vina Basilio
lo engañaban
y miserablemente desde dos años atrás!...
Basilio se le escapó de entre las manos, saltando en pelo el caballo
de la soga y huyendo a la carrera; Etelvina, después de sufrir una
soba de rebenque, fué ignominiosamente expulsada de las casas...
Sebastián quedó solo, muerto moralmente, envejeciendo a prisa,
74
y trabajando por hábito, y no se le ocurrió matarse porque eso no se
Cosas de negrro
A Juan C. Guerreño
escapar un vaho
capitoso. Pero casi de seguida borlábase el aspecto
caliginaro del cielo y tornaba el sol a vomitar fuego sobre las cam-
piñas
desesperadas.
Sólo las ovejas estaban contentas, comiendo raíces y sin impor-
társeles
un ardite de la ausencia del agua.
La persistencia de la seq'jíadibujaba, con rajaos de luz, un cuadro
sombrío paia los infelices moradores de la comarca, quienes taron
inten-
un último recurso, yendo a implorar la piedad divina.
Reuniéronse los labriegos, coincidieron en el propósito, pero derando
consi-
que. para solicitar
poderosos y Dios debe
algo serlo
a los —
viam?
—
Me parece buono.
—
¿Si sacásemos en procesión al patrón del pueblo?
—
¿A santo Benito?
—
¡Pues!
— Ma parece lindo... Ma, sapese, cuesta matina tengue que decirle
come cinco misa a Santo Benito... Son misa pagata, ¿sai?... Pága-
te
puoco due pesi el máximum... ma precisa cumpliré... Dopo al
meso jorno sacamo al Santo Benito, lo sacamo, ándate tranquilo. . .
76
¡Per San Genaro! si questo cañe de negro no fa llovere, lo meto
tuta setimana de facha al . . .
—
¡Padie!
—
¡Ah! Escusa. ¡Que la santa Madona me perdone...
A los tajos
A Joaquín de Vedia
—¿Cuánto?
—
Copo, —
respondió Sebastián con voz ronca.
gritó:
—
¿No tiene confianza en mí? . . .
77
— No soy mujer, respondió airadamente
—
el mozo; y el tallador,
Eonriendo con frialdad, replicó:
— Me gusta la gente corajuda... y con plata pa perder... ¡El tresí
La sota es mujer y es caprichosa... ¿Doy en tres por el resto?
^Pago.
— Va la carta... Uno... dos... y y tres... un caballo pa naides,
un as pal mesmo... y aquí está de nuevo el tres... vm tres de
oros, amigo.
Sebastián mordió el pucho que tenía entre los dientes y guardó
silencio, soportando con serenidad la mirada insolente y provocativa
de su competidor.
Ya estaba clareando el día y la jugada había dado comienzo al
atardecer. Primero jugaron al "truco" y Sebastián, en
liga extraña,
ganó partido sobre partido. Luego al "nueve", y al nueve también
perdió Lucas... Cuando había perdido muchas libras, salió, dio unas
vueltas por la enramada, refrescándose con el sereno y volvió a la
cai'peta donde Sebastián tallaba al monte con suerte excepcional.
Si le dolía la plata perdida, más le dolía a Lucas que se la hubiese
ganado aquel vagabundo, a quien de tres años atrás, encontraba
siempre atravesado en su camino molesto y dañino como uno de esos
Una achura
Y sin hablar una palabra más, se levantó, fué al galpón, desma- neó,
montó y salió al tiote, rumbo al Uruguay.
Ella quedóse de pie, en el patio, mirándole atónita, y cuando lo
perdió de vista, dejó escapar un su:^z:to de satisfacción y se volvió
apresuradamente a la cocina, sintiendo chillar la grasa en la sartén.
Palabra dada
eUa.
Estremecióse el mozo, y remirando el mamón fué a atarlo en un
palo del corral. Luego murmuró a manera de excusa:
83
— Estaba pensando en vos.
—
Pensá en ordeñar ligero,que la patrona está esperando la leche
pal mate, replicó ella con cierta violencia.
—
—
¿Te fastidia que piense en vos?
—
¡Dejui-o! Ya es tiempo que concluyas de cargociarme. Es bobo es- tar
siempre codiciando una prenda que tiene dueño.
Venancio fijó en ella sus ojos pardos, de mirada intensa, sus labios
se contrajeron en expresión amarga y dura y exclamó con voz sorda:
¡Falsa y tras que falsa, soberbia!...
—
¡Anda no m.ás, que en el
mundo tuito se paga!... ¡tuito!... ¡hasta el pedazo'e tierra que ha
de guardar nuestra osamenta!...
—
¡Sólo te faltaba amenazar!... ¿Por qué no me pegas tamién?...
Un enjambre de recuerdos iluminó el alma del gauchito, enterne-
ciéndolo.
—
¿Pegarte a vos, Petronila, pegarte a vos?... ¡Mas antes me jaría
enca-
el cuchillo en el pecho!... Y, sin embargo...
embargo
—
¿qué? Sininsistió ella, orgullosa y provocativa. — —
Ella interrumpió:
— Cuando dentram.os de novios, no firmamos contrata.
Sin responder la sátira, Venancio
a prosiguió:
— Vos te casarás esta tarde con Sandalio, pero... casarse y ser
feliz son dos caballos de distinto pelo... ¡Ya lo verás!... ¡Te lo juro
por el finaito mi tata, que Dios tenga en su santa guarda!
Y cruzando los índice, los besó ruidosamente.
Respondió ella con una sonrisa forzada. El se puso a ordeñar, llenó
im jarro y se lo alcanzó sin hablarle y sin mirarla. Petronila, toman-
do
el cacharro, dio un despreciativo coletazo con la pollera y se ale-
jó
cantando.
Concluido el suculento almuerzo, y luego de efectuada la boda, co-
menzaron
84
Al oir los gritos y lloros, acudieron presurosos el patrón y el misario.
co-
—
¿Qué hay? —
interrogó el segundo.
Entonces, Venancio, adelantándose, entregó el cuchillo tado,
ensangren-
diciendo con pasmosa calma:
— Casi nada, comesaiio. . . ¡Un di junto y una viuda!...
Visión de oro
¡Todo azul!... Una lluvia suave y alegre de luz azul, que era mo
co-
^
85
—
¡Todo oro!
Y el pobre viejo sentíase atraído, fascinado por aquellas riquezas
feéricas que se alzaban a su vista como para magnificar la última
visión de aquel suelo amado, de aquel campo que fué suyo y fué
de sus padres y de sus abuelos y de sus bisabuelos . . .
Malos recuerdos
sus fuerzas.
Uno de los bandos despertaba después de prolongado sueño rador,
repa-
sin importársele un ardite del resultado de la batalla.
La carneada fué abundante; las re--es eran goi'das y como había
mucha leña, se churrasqueó mucho y bueno. La "indiada" quedó tentísima.
con-
'
—
¡Es linda, sí!... Pero si nos tratasen mejor... Yo tuavía tengo
el lomo dolorido de la
paliza que me atracó antier el sargento
Gómez sólo pu"habérmele asustao con el cinto a un gringo rero.
chaca-
—
La verdá: ¡de un gringo!... ¡Al fin es plata nuestra, plata
que nos hon robao a nosotros, los hijos del país!...
—
¡Dejuramente!
y siguieron mateando y pitando.
Combate nocturno
Encendida rostro
abofeteado, conservóse la atmósfera
como durante
aquella tarde. Sobre
abierto en grietas, el suelo
las amarillas hojaa
yacentes, convertíanse en polvo bajo la débil presión de pies de
escarabajos. En toda la pradera no había quedado un tallo erguido;
sofocados, los macachines, las márcelas y las verbenas, hubieron de
rendir lassobre la cálida alfombra
frentes de grama. Los caballos
y las vacas bostezaban desganados al beber el agua tibia y turbia
del arroyo. Las tarariras desfallecían flotando sobre el plomo rretido
de-
de las misérrimas canalizas. En los collados, hipaban las ove-
jas
sin vellón, hinchados los flancos como globos; en el llano huían
los ofidios de las cuevas incendiadas, languidecían las iguanas esca-
mosas,
trotaban los unicornos, inmovilizábanse los zorrinos, ban
zumba-
las avispas y esponjaban las plumas las cachirlas. El sol, sin
88
furiosa coge una tala melena, le sacude; se pincha; suelta;
por la
la vuelve
a coger; forcejea; se ella
enfurece, él resiste, silba la una,
gruñe el otro que lanza un soberbio apostrofe al ser vencido, al ser
arrancado de la tierra y tirado muerto sobre la tierra. Pero más allá
la contienda proiigue. Hay muchos árboles bravos que no quieren
doblegarse, que resisten al huracán. Ruge el viendo, tiemblan las mas,
ra-
Simple historia
—
¡La muerte de Agapito Morales!...
—
¡Pero yo tengo una ponchada'e muertes!
— Pues declárelas entonces.
— Ya viá dec'arar. ¡Caramba que está apurao por darme la senten-
cia'e cua+ro tiros!. . .
— No tiempo tenemos
para escuchar zonceras.
Al oír estas palabras el gauchito se puso de pie haciendo sonar el
grillete,le relampaguearon los ojos, y sacudiendo la melena, rugió
más que habló:
—
¡Zonceras no!... Yo he contao eso por demostrarle que era güe-
no y que vide pol ejemplo'e güeno, qu'es mi patrón lo que vale ser
lo mesmo que ser camino, pa que tuitos lo pisen; qu'es entregarse pa
que lo muerdan hasta los perros que ha criao. Yo vide, por la espe- . .
rencia, que era más mejor ser malo, malo como víbora'e la cruz,
sin amistades, sin compasión, sin respeto a naides... Y ans:na, he
pas'^eliaoen las carpetas, he embrollao en las carreras, he ñado
enga-
mujeres y he matado hombres... ¡Velay!... E^a es la historia.
¡Y aura sentenseen nomás y ajusilen!...
Mans:aiiga
güeno basta.
—
Trabajador y sin vicios, pero...
— Con tal que sea güeno: los haraganes y viciosos no pueden ser
güenos.
Criando coraje. Claudio aventuró la pregunta:
—
¿Usted se contentaría con un hombre así?...
Y se quedó esperando ansiosamente la respuesta.
Ella meditó unos segundos e iba a hablar, cuando de improviso
se presentó ante ellos Pedro Guzmán, un rubio pecoso, de ojos de
pulga, de nariz de lechuza, de voz aflautada y agria.
Conversador tan incansable como superficial, afectado y so,
fastidio-
lo apodaban "Mangangá"'; pero tenía adquirida fama de dor
provoca-
y de guapo, lo soportaban, unos por recelo y otros por pruden-
cia.
...
— Con permiso. . .
El lívido, temblándole
mozo los labios y relampagueantes los ojos,
se puso violentamente de pie.
Varias parejas, previendo una escena trágica, se habían acercado
al, grupo.
— Con permiso — exclamó Claudio, tomando a Prota de im zo
bra-
y desprendiéndole violentamente de la mano de su acompañante.
Fué un momento de intensa emoción. Las mujeres temblaban y los
hombres observaban mudos, sombríos . . .
a sopapos . . .
Chicana
Serpenteando por entre las breñas, molles y talas por todas tes,
par-
espina de cruz en unos sitios y en otros sombra de toros; ora
04
trepando y ora descendiendo y ora ladereando el cerro adusto, tran-
queai-on cerca de una hora y ya se iba instalando la noche cuando
llegaron a la casa del finado Higinio.
Eran unos pobres ranchos, negreando en el fondo de un vallecito,
recostados a la espalda boscosa de la sierra.
de doce años.
La patrona personificaba ese antiguo tipo de paisana llanota y
buena a carta cabal. Contentísima con su mayordomo, que trabajaba
mucho, hablaba muy poco y se mostraba siempre serio, £in pecar de
ton-o ni malhumorado, encantada con tal adquisición,le fué cobrando
cariño y no demoró en considerarlo como de la familia.
Nepomuceno era un excelente muchacho, que quería y respetaba
al capataz. El y un pardito de poco mayor edad, constituían el sonal
per-
de la estancia. La menos accesible era Macaría. Tendría diez
y ocho años, pero estatura, estaba, sin em-
representaba bargo, más. De poca
admirablemente espalda, el pecho formada.
recio, Ancha la
pero aimonioso; un tanto gruesa la cintura, que jamás conoció las
torturas del corsé; amplias las caderas, rollizos y bien dibujados los
muslos; pequeñísimos los pies y las manos... El rostro, color de tri-
go,
era casi redondo, la nariz algo roma, los labios gruesos, los ojos
grandes y negios, las cejas copiosas, la frente recta y la cabeza zada
tapi-
por frondosa y luciente cabellera de azabache.
Pasaba casi todo el tiempo en sierra, trepando riscos, buscando
la
nidos y frutas silvestres, matando víboras y lagartos.
Era aún más sencilla que Lisandro. Su fisonomía, habitualmente
plácida, se descomponía de súbito cuando alguien la sorprendía en
un felino.
Su hermosura atrajo a más de un mozo del pago; pero todos, uno
tras otro, tuvieron que marcharse cariacontecidos. No había forma
95
de acercársele, ni de hablarle cinco minutos seguidos; ante la más
inocente li¿onja su rostro adquiría la diureza del gato arisco; ante
la insinuación de un requiebro, pegaba un brinco y huía para no apa-recer
mientras no se hubiese marchado el íoraitero.
La habían
puesto por apodo la Chucara' y si bien muchos '
la
codiciaban, ya no quedaba en el contorno ningún mozo que se viese
atre-
a cortejarla.
Lisandro no escapó tampoco al encanto, a la seducción de la linda
y extraña criolla. La sufrió tal vez más que otro cualquiera, porque
su propia alma tenía un punto de contacto con la de Macarla.
Empevo, demasiado observador, reflexivo y recelo¿o, era él también,
para aven'iurarse en peligrosas tentativas.
Supo dominarse y guardar severamente oculto su cariño que sentía
crecer dentro de su corazón, día por día.
Sin embargo, observó que ella se iba mostrando menos huraña y
hasta solía ocurrir que fuese hacia él, sin objeto, sin motivo minado.
deter-
—
¿Trabajó mucho hoy? preguntóle
—
una vez, mirando al suelo.
— Como siempre —
respondió el mozo con su seria cordialidad de
siempre.
—
¡Ah!...
Y Macarla guardó silencio para decir, al rato, haciendo un gran
esfuerzo :
EH
capataz volvió la cabeza para contestar. Luego, al ir a reanudar
la conversación, su mirada se encontró con la mirada de la "Chu-
cara".
Esta, sorprendida, dio media vuelta y salió corriendo.
Esta escena se repitió muchas veces, con escasas variantes; y
Lisandro comenzó a impacientarse, creyéndose víctima de una cruel
coquetería.
Una tarde, regresando del campo por una senda de la quebrada,
la encontró muy preocupada, fija la vista en la copa de un enorme
sombra de toros.
—
¿Qué mira? — le preguntó. —
¿Algún nido?
—
Sí, de uiraca; allá amba... Debe tener pichones...
Sin decir
palabra, Lisandro desmontó trepó el árbol con grandes
dificultades,y con mayores dificultades aún, arrancó el nido ciado.
codi-
Don Gaspar sin apetito y don Gaspar taciturno era algo incom-
prensible,
ilógico,que en las gentes de la estancia motivaba las más
extravagantes conjeturas.
Uno de los peones aventuró:
— Hace unos días, yendo conmigo una tarde de mucho calor, se
apio junto a la cañadita del
bajo y bebió much'agua... ¿Nu brá
ha-
tragao un pichón de sapo?... Dicen queso envenena y pone biosa
ra-
a la gente...
Sandalio, un casi recién llegao, opinó:
— Pa mí que son males de amor. Cuando un cristiano sano y fuer-
te
s'encomienza a poner tri¿te y a no comer, es porque hay de por
medio «Igunas n'aguas que chicotean colgadas en el alambrao!...
El viejo capataz se echó a reír.
^¿Amoríos el patrón? Si está embobao con su mujercita y pa él
no hay más mujer en el mundo que la suya ! . . .
98
"Agosto 2 de 1901.
"Adorada Manuela: Recibí tu esquelita anunciándome que par
Gas-
se fué hoy del pueblo. Espérame dispués de escurecer. Dentraré
por la ventana del fondo, como de costumbre. Hasta luego, porota
mía. Tu negro
Jacinto."
—
poder El de la esperencia, muchacho, nada más qu'el poder de
la esperencia . . .
99
—
Sí; y pu'el poder de esperiencia cualquier día v'a salir encon-
la
ti ando novia y volviéndose a casar Y, a propósito, don Eula-
...
lio, ¿por qué no nos cuenta como jué su casorio?... D'eso si ha'e
acordar.
—
Dijuro. ¡Desgraciado el hombre que se olvida de eso y de la
madie!
—
déjese de chairar
Güeno,y corte.
Me gusta la cancha, y si la vista
— me ayuda y el pulso no me
sea lindo.
"Me pidió
acompañase, yo lo
juí p'hacerle servicio entrete-
que niendo
Manuelita, una
a la vieja
parienta lejana que la viuda
y a
¿Y ansina
—
jué que se casó, don Eulalio?...
— Ansina pasó, m"hijito. El amor es como partida'e monte: uno
dentra apuntando un rialito
pa despuntai- el vicio, y dispués se
juega hasta el caballo en.sillao ! . . .
—
¿Se
el arroyo el matrimonio?
augó en
Sí. La —
mujer le resultó pior que un alacrán, y a la fin, por no
matarla, tuvo que mandarse mudar, y sin juerzas pa peliarla,su da
vi-
se jué deshaciendo como tapera.
Subsiguió un largo silencio, roto por el indiecito Dalmiro que losofó
fi-
así:
ion
— Es al ñudo: mujer que compra marido, lo compra pa lucirlo,pe-
ro
no pa quererlo
Crítica autorizada
exclamó misia Ruperta. El que conoce tanto esas cosas, se— bría
ha-
llevado un alegrón.
Al día siguiente toda la familia, que —
exceptuando el abuelo, don
Martiniano —
se levantaba habitualmente a las once, madrugó para
leer ávidamente los juicios de los diarios sobre el estreno.
Todos ellos concordaban en el elogio ditirámbico: un nuevo astro
había aparecido en el firmamento de la literatura dramática nacional.
"El triunfo del amor y del coraje" —
que así titulábase la obra — era
—
¡Pobre abuelito!... ¡Es el famoso crítico de "La cia",
Corresponden-
don Sebastián Melgarejo!
—
¡Te digo que es un burro! Y si en tu obra pasan las cosas y se
dijo:
—
¡No, no!... Hable tata viejo y desengáñeme explicándome por
qué presume idiota mí obra.
—
Porque es un montón de msntii-as y con mentiras no se hace
nada bueno... Vamos a ver: tu
protagcnis'^a, ese gauchito trovero
que se pasa la vida componiendo cantando décimas; quey anda de
pago en pago luciendo sus habilidades de guitarrista, de bailarín, de
corredor de sortijas, y que no trabaja nunca, ¿te parece que es un
—
¿Y acaso es feo el verso? —
interrogó con cierta aspereza el
padre.
— Feo no será, pero es estúpido. Una "virgencita divina" que se fugó
con un gaucho, un "alma tierna y bondadosa" que no trepida en
Cuestión de carnadas
La
barrera, cortada a pique. Diez metros más abajo, el río an- cho,
silencioso, argentado por pródigo baño de luz lunar. A tres tras
me-
en alguno de los tres anzuelos de los aparejos, horas hacía, su- mergidos
en la linfa.
Noche serena, de mucha
luna y con las aguas en violento repunte,
no era nada propicio para la pesca. Un axioma. Pero don Liborio no
se impacientaba. Profesional, sabía que el éxito de la pesca estriba en
103
la paciencia. Hay peces vivos y peces sonsos.. Empeñarse en par
atra-
a los primeros es perder el tiempo. Carece esperar, hacerse el
sonso y con esa táctica siempre cae de sonzo algún vivo.
Cuando, de pronto, crugieron las ramas, denunciando que alguien
avanzaba por la estrecha vereda que conducía al playo pesquero, don
Liborio no se dignó volver la cabeza: pumas, ya deban
queda- ni rastros
en la comarca; malevos, algunos;
contrabandistas, muchos; ro
pe-
todos amigos: él era como cueva de ñacurutú, campo neutral,
donde solían albergarse, fraternalmente, peludos y lechuzas, ape-
nases
y culebras.
Recién se dignó volver la cabeza cuando una voz conocida dijo a
su espalda:
— Güeña noche, don Liborio...
—
Dios te guarde, hijo... ¡Ah! ¿Sos vos, Ulogio?...
— Yo mesmo.
—
¿Y qué venís hacer, a esta hora, en la costa'el río?. . .
— A pencar, no más.
— Yo creiba
replicó maliciosamente el viejo que
—
vos sólo pes-
cabas —
¿Querés un trago?
Bebieron am.bos, y luego interrogó don Liborio:
¿Y desilusionao
—
por no poder pescar muchachas en el pueblo
te venís a pescar surubises en el río?
— Asina es.. ¿Carcula que tampoco tendré suerte?
—
¿Quién sabe?... Depende... Asigún... ¿Qué carnada tráis?...
— Corazón. . .
—
¡Hum!... ¡No te arriendo la ganancia!
—
¿Y u¿té con qué ceba?
— Con garrón de oveja.
—¿Pica?
— Por aura no; pero picará, y el que pique no s'escapa 'e la tén.
sar-
—
Sí; pican más; pero se prienden menos...
—
¡Cayese! —
interrumpió el mozo. — Vea como está picando do.
lin-
. .
Surubí, parece.
— Surubí a la fija.
¡Y ya cayó, también!
— —
gritó alborozado Eulogio, recogiendo a
prisa el aparejo; pero no tardó en cesar la resistencia y al fin apa-
reción el anzuelo sin carnada.
Varias veces se repi'ió la misma decepción: los peces mordían do
inmediato, pero eran para marcharle con la ceba. En cambio, don
Liborio seguía impasible ante su línea inmóvü. Allá, a las cansa-
das,
sacó una tararira. Y volvió a sacar el aparejo sin cambiar de
carnada.
104
—
¿No gusta desensillar?
Los diez o doce peones —
en su mayoría negros y mulatos —
quo
rodeaban el fogón acogieron con mal semblante al forastero que iba
a reatarles una parte de la nunca abundante merienda.
Pero él apenas probó "pejoada"
la de charque rancio y poroto»
apolillados.Violentando su proverbial verbosidad, se limitó a respon-
der
brevemente a las escasas palabras que le diiigieron durante el
almuerzo. final,
Al como el capataz lo interrogara:
—
¿Va de paso?
— No —
respondió con cierto aire de misterio. — Vine hast'acá no
más.
luego afectando
Y indiferencia:
¿No
— tiene noticia de nada nuevo?
¿Algo nuevo?... No; ninguno t^nía noticia de nada nuevo. Todo
estaba igual; hasta el tiempo manteníase bonancible. Pero la pregunta
del forastero despeitó la curiosidad general, y varios inquirieron a
un tiempo:
—
¿Qué pasa?
Próspero tras una pausa estudiada, dijo:
— Ustedes deben conocer al meUeo Fagúndez. . .
quedarse.
No, gracias. Tengo
—
algo que hacer. Vine no más
p'alvertirle. ..
—
¡Mais nao vase embora, sen Pi'óspero! —
imploró el estanciertr,
y luego, dirigiéndose a un negrillo* ¡Bae, rapaz, —
trageo a limet»
de canina!... ¡Abánquese, sen Próspero, e vamos a falar!...
Próspero aceptó, no sin hacerse rogar, y desde ese día quedó con-
106
fortablemente instalado en la estancia. Sus indicaciones eran órdenes.
Se le proveyó de un arsenal gueiTero: revólveres, dos un Winchester,
una daga de ochenta centímetros de largo; prendas de vestir y das
pren-
de apero; tabaco y caña a discreción, churrascos a todas horas,
cuenta abierta en la pulpería...
Un mes transcurrió. El gaucho holgas^án, explotando el miedo de
Leivas, vivía como un príncipe, y a menudo decía sonriendo:
Güen —
juego... si no se apaga...
desgraciadamente,
Pero, no hay fuego que no se apague. La nada,
peo-
envidiosa
de las prenogativas del intruso, pasado el susto del
primer momento, empezaron a desconfiarle el juego. Y de za
desconfian-
en desconfianza y de averiguación en averiguación, descubrieron
el pastel: ¡en todo el contorno no había ni noticias de la famosa
pandüla ! . . .
107
Entre camaradas
— Sartifico.
—
qu'ella es más
Y mala que un alacrán.
Espérate,
— che. Por primero, sabe que los alacranes no son malos;
cuando los hacen rabiar se encrespan y si pueden pinchan; pero no
—
Como los mosquitos . .
Convéncete,
. hay muchos maulas que san
pa-
por guapos porque la cara les guarda el cuerpo y nadie se ha
atrevido a atarles a una carrera formal.
— Güeno era un decir, para por comparancia, porque mala es mala;
si no es alacrana es tigra.
— Yo no vide, pero dicen.
Sí, dicen; con
—
la mesma luz que dice que voz andas viendo siones,
vi-
creyendo en brujas y aparecidos. . .
¡Oh. eso!.
—
. .
Igualito a l'otro.
—
Llegaron al puesto.
Isidro, siempre nervioso desensilló a tirones, arrojando las prendas
sin orden, sobre el suelo, en tanto Pascual, halagado con la esperan-
za
de la cocina calentita y del amargo reconfortante, lo hacía con
—
Sí; pero la cárcel también es grande y tampoco falta lugar pa
encerrar un asesino.
—
¡Espérate, che!... Matar no siempre es asesinar!... En nes,
ocasio-
pongo por caso. . .
—
acuerdo; pero eso es pa la concencia
Di de uno, no pa la ley ni
pa los jueces. ¿A qu'está entonce el juzgao del crimen?... Y si los
jueces se ablandaran, atendiendo las cüxunstancias en que un bre
hom-
se ha disgraciao, y no mandasen clientes en los presidios y si no
hiciesen afusilar alguno, de cuando en cuando, podrían perder el
conchavo. Pa eso les pagan.
¡Les pagan
—
p'hacer justicia!
¿Y qu'es
— hacer justicia? ¡Castigar!
¡Si hay delito!
—
Cuando
— no hay delito no carece justicia.
Entonce,
—
yo. si mato a mi mujer, que tiene delito,castigo, y no
me cumple pena! . . .
¡Sosegate!.
— Vos no sos autoridá, vos
. .
no tenes mando, y no
teniendo mando, careces de derecho pa sentenciar la carrera.
Pa —las carreras está el reglamento y pa los delitos está el código.
Conforme.
—
¡Pero pu'encima del reglamento está el comesario y
pu'encima'el código está el juez! Toma un mate, calentá las tripas
y enfria la mollera.
Isidro guardó silencio, sorbió el mate, yalgo más serenado, dijo:
— El3 lo mesmo: yo la vi enseñar a la perra'e mi mujer.
Y Pascual asintió:
—
Pu'hay debistes empezar. Pueda que entuovía sea tiempo.
Se seca. la glicina
¡Su amor!... ¡Su mísero amor que se moría de frío en plena pri-
mavera
! Imborrable,
. . .
como pintada al encausto, perfumaba en su
mente la imagen de la escena abominable.
Fué en la pasada primavera. Igual que ahora presumía el valle
con ¿u mantilla de flores; tal como ahora saltaban alegres las. aguas
que el primer deshielo echó, montaña abajo, hasta las fauces áridas
del río; y al par de ahora, entre el cobalto del cielo y la obsidiana
del p-ado. cabrilleaba la luz aromada con alientos de trébol y al-
hucemas.
Embriagada de amor, la naturaleza parecía cantar con
110
presión de sus cariños y de la suprema felicidad de amar y ser amada.
Era ya muy oscuro cuando penetró en la estrecha senda que tonan
fes-
el viñedo de un lado y espeso duraznal del otro, una senda
abierta, que casi siempre sólo ella y sus chivitas recoirían. dióse,
Sorpren-
pues, oyendo voces que partían del interior del arbolado. Se
detuvo, medrosa primero, aterrada después de haber escuchado el
diálogo que sigue:
Sí, que ío quisiera quererte, pero sé que tienes añudado
— tu cariño
en otra parte y que florece en otra finca la glicina de tus amores.
¡No hay ñudo
—
que no desate ni glicina que no se seque!
¡Eva es muy
—
joven y muy linda!
¡Tan joven como
— ella eres tú, siendo muchísima más linda!...
¡Seria un
— crimen engañarla!
Yo no
—
engaño. ¡El amor se muere como se mueren los árboles,
y así como la tierra hace bro'iar otro árbol en el sitio el árbol muerto,
el corazón engendra otro cariño sobre las cenizas del amor guido!
extin-
¡Hablas muy
— lindo!... la ciudad te ha dado el secreto de las
pala bras~ que marean a las pobres campesinas como yo!...
Hubo un silencio; y en el silencio absoluto que envolvía el valle,
oyóse el suavísimo susurro de un beso...
En los oídos de la pastora resonó
sin embargo, con el horrísono trépito
es-
Si alguna pecho,
vez en tu
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño
pero nunca se lo digas!...
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
pero nunca se lo digas ! . . .
111
Un sacrificio
—
¿Comiste? interrumpió solícita misia
—
Basualda; y Jesús María
contestó riendo:
—
¡Gambetas y tajadas de aire!...
— Toma, entretente con este asao, que yo no apetezco; y vos,
Leopoldina, anda, prepárale algo... ¡Espérate!, vamos las dos...
¡Pobre muchacho, a estas horas sin comer, él que siempre fué un
tragaldabas!. . .
—
¡Qué lástima!
112
tus labios!... ¡Marcas a juego, Peregrina!... ¡y esas marcas no se
borran!. . .
—
¡Ya lo sé. ya lo sé! —
respondió sollozando la moza.
Y luego, en un arranque violento y desesperado, exclamó:
— Como sube en la olla la leche hirviendo, y se derrama
y se que-
ma,
así me sube del corazón a la garganta el cariño que te tengo y
las palabras se desparraman por mis labios!... Nunca he querido,
ni nunca quedré a otro hombre que vos, Cleto!... Pero tata ordena
que me case con otro, y aunque se m'enllene de yuyos el alma, ter^o
que obedecerle ! . . .
—
¡Es una iniquidá de tu padre!
—
¡Es mi padre!
—
¿Y lo querés más que a mí?
—
¡Dejuramente!. . . ¡Quien no quiere a sus padres no sabe tener
ley a nadie ! . . .
114
Don Cenobio sufrió lo indecible; sufrió lo que sufre un pueblo a
Por el nene
hijo. . .
Lo volaron, lo enterraron.
Dos días después
presentó el comisario, a la hora de la siesta,
se
como acostumbraba
hacerlo, con frecuencia, desde cosa de seis me-ses
atrás. Pero ese día el viejo Exaltación no se había acostado a
la víspera.
No tuvieron que andar mucho para descubrir, escondido entre los
IIG
yuyos de la huerta, un cuero de oveja con la señal de un dado
hacen-
lindero.
Vana fueron la indignación y la protesta del viejo,víctima de aque-
lla
iniquidad: el delito era evidente. Lo maniataron y lo conduje-
ron
preso.
Al día siguiente, muy de mañana también, retornó el comisario.
—
¿Qué quiere todavía aquí? — exclamó indignada la viuda.
— La quiero a usted
la respue-ía del funcionario — la quie-
ro fué —
los embozalo. . .
—
¡O los mata!. . .
—
¡Salsa de aquí, asqueroso! —
gritó Eva, empujándole tamente.
violen-
—
¡Tensa cuidado!... Ya' visto que soy capaz de vandiar cualquier
arroyo pa dir donde quiero dir . . .
—
¿Y qué más infamias puede hacer?... Asesinó mi marido, me ha
hecho robar cuasi todos mis animalitos, ha encarcelado mi pobre
suegro... ¿qué más puede hacer?...
Sonriendo cínicamente, el malvado respondió:
— Usté tiene un cachorro...
disgraciarle el cachorro...
—
¡M"hijito! — exclamó Eva en el colmo de la angustia; y luego,
deponiendo su arrogancia, agotadas sus energías, cayó de rodillas
y juntando las manos y llorando, imploró:
¡No, señor comisario!
—
¡Eso no! jM hijito no. ! . . . . .
—
¿Mamá, me da permiso pa dir'arrancar una sandia?...
El
comisario, enfurecido, enloquecido, convertido en una bestia sal-
vaje,
desenvainó la daga, y, esgrimiéndola siniestramente, exclamó:
—
¡Basta!... ¡O cedes o te lo degüello aura mesmo!...
Eva se inmovilizó horrorizada. Los ojos, con ser muy grandes, le
quedaron chicos para dar salida al torrente de lágrimas; blanco y
frío cual escarcha, púsosele el rostro, y con una voz más blanca y
más fría, dijo dirigiéndose al chico:
—
Anda, mi hijito; anda buscar la sandia...
117
Más oveja que la oveja
!
—
¡Jué cosa simple. A Graciana, la mujer de Sabiniano, se le anto-
jó
un día que se jue¿e a comprar una botella'e miel de caña...
—
¿Se habrá cansao de la caña con ruda?
— No interrumpan...
Ella dijo que se 1 había mandao la enten-
dida
ríñones, por culpa del cual se le l'hincharon
p'al mal de bár-
barbaramente los pieles.
Ese día e:a domingo, llovía como mundo, la pulpería distaba trea
leguas, y Sabiniano había largao la víspera su lobuno cansadazo
diepués de haber trabajao de ¿ol a sol en el aparte del Rodeo de
Gran-
de la Estancia.
— 'Tené pasencia hasta mañana" —
propuso él; y ella, enfurecida,
l'escupió esto:
"¡Siempre has de ser el mesmo cochino!... ¡Sos capaz de dejar-
me
morir por no tomar! e una molestia de gastar unos centavos pa
mi salud... ¡Y eso que yo echo los bofes pa servirte como si juese
una piona!..."
Sabiniano recordó que desde veinte días atrás llevaba la misma
ropa interior porque su mujer "no había tenido tiempo" de lavarle
y plancharle otra muda; y que tuvo que coser él mismo el rasgón
que le hizo una "uña de ñapinday" mientras "leñaba" en el monte;
y que
mayor la
parte de los atardeceres, cuando volvía cansao del
trabajo, tenía que hacer juego y calen*^ar la comida, porque ella
censba temprano pa tener tiempo de dir a casa de alguna comadre
de la ranchería pa prosiar desollando vivos a conocidos y conocidas . . .
Recordó tulto eso y otras casas más, y le pasó por la vista una
nube color de brasa ñandubay de . . .
—
¿Y ai no más jué al humo?
se le
— No. Sofrenó el pingo. Se levantó, enscilló el lobuno y salió tran-
quiando pa la pulpería.
El caballo estaba muy cansao y Sabiniano lo mesmo: jueron dis-
pacito. y cuando pegaron la güelta ya diba cayendo tarde. la
Llovía mucho, y llovía con vien'o. Las ovejas, buscando reparo,
cam'naban sin rumbo, idiotamente, y muchas, desamoradas, dejaban
abandonados y perdidos entre las malezas a los cordero', recién
nacidos.
Uno de oros corderitos le salió al encuentro en el camino y co-
menzó
3 seguirlo, balando desesperadamente, temblando de hambre
y de frío el pobrecito.
Lo siguió cerca ds una legua y, al fin, a Sabiniano le dio lástima;
se apio, lo alzó, lo puso por delante y lo tapó con el poncho.
—
¡Güen corazón, Sabiniano!
113
— Gaucho a l'antigua... Cuando 6u mujer lo vido llegar con el cor-
derito, s encrespó como gallina culeca y prencipió a gritar:
—
"¿Qué pensás hacer con esa basura?... ¡Siquiera sirviese p'al
asador"
— "Lo v'a criar guacho, pobrecito".
—
"¡Eso es!... ¡Pa que me quede un poco menos de la poca leche
que dá la única tambera que me has traido!... ¡Cuando yo digo
"
que sos un cochino que me querés hacer morir de hambre ! . . .
— Muchas veces los animales son más agradecidos que los cristianos.
— Muchas veces. Güeno: una ocañón. al volver del campo a medio
día, Sabiniano se sorprendió al ver el macanudo cordero al asador
que su mujer sirvió pal almuerzo.
"¿De ande
— has sacao ese cordero?" —
preguntó.
—
"De ande ¡De aquí no ha'e ser?... más!..."
"¿Mi guachito?"
—
"¡Dejuro!...
—
Una, qus yo tenía gana'e comer cordero; y otra,
que no podía aguantar le tuvieses más apego a un animal que a tu
muje:"."
Al oír esto, Sabiniano sintió que se le revolvía tuita la yel que le
hacía tragar aquella tigra; desenvainó el cuchillo y le sumió no sé
cuántas puñaladas... ¿Qué les parece a ustedes?
—A mí me parece respondió sombríamente el viejo Saturno
— — ?
que la china Graciana era más oveja que la desamorada madre del
borrego. . .
Partición extraña
Con una voz que parecía tener el matiz de varias penas juntas,
Alipio interrogó suplicando aún:
—
¿De modo,
tata, que v'a dejar no más que m'embarguen y me
arreen la majadita?
— Así ha'e ser, — el viejo, aquel viejo de cabeza
respondió y bar-
bas
patriarcales, de ojos serenos, de gran nariz curva; aquel viejo
cuyo rost:o hacía presentir un tan' o varón dispuesto siempre a ten-
der
la mano caritativa al prójimo afligido.
El joven guardó silencio un momento, mientras buscaba en la leza
ma-
—
Trabajar no es mérito; la cuestión es aprovechar el trabajo.
—
¿Pero cera posible, tata, que por dos mil pesos miserables me
del avaro.
Es lo mesmo.
—
No hay juego que no se apague cuando no hay
viento que sople . . .
—
¡Asigún la clase'el palo!...
Durante varios meses Pancho Buela estuvo ausente del pago. pués
Des-
se supo que había asesinado y robado a un bolichero y matrea-
ba perseguido por la policía.
Un ardoroso mediodía de enero llegó al puesto. El viejo y los peo-
nes
¿esteaban. Marga se encontró sola con él. '•Cambá", un potente
peñazo negro, —
su favorito, — intentó lanzarse al encuentro del
forastero. Ella lo detuvo:
—
¡Quieto, Cambá!
Y el perro se echó a sus pies, alerta, receloso, ansiando gresca.
El matrero desmontó, ató con el cabestro al palenque su conocido
"tordiLo platea" y avanzó arrogante hacia la moza, que lo contuvo
diciéndole :
—
jQu'eto, Cambá!
—
¿Qué venís a buscar aquí?
—
¡El perfume de tus labios, prenda!...
— Esa flor ya se secó . . .
—
¡Yo Iharé revivir con un beso, como reviven las florecillaa del
campo cuando las besa el rocío!...
—
¡Márchate tíc aquí! — ordenó ella.
—
¿Sin en antes darte un beso?... ¡Nunca!... Si no pa otra cosa
he venido, exponiéndome a que me cace la polecía . . .
122
—
¡Por güeno!
—¡Por una disgracia... Un resbalón le acontece a cualquiera. ¡Trai
¿a txompita ! . . .
—
¡Chancho!... ¡Asesino!... ¡Ladrón!...
Quiso el gaucho tomar al ataque, pero en'^onces "Cambá", derando
consi-
llegado el momento de intervenir, se abalanzó furioso, obli-
gándolo
a retroceder...
En eEo Marga lanzó un grito:
—
¡M:rá! ¡mira! —
dijo señalando el campo.
—
¡La polecía! — balbuceó el gaucho. ¡Estoy perdido!... Me — han
caeao en la ratonera, les indinos!...
Ella titubeó un instante luego,
y con firmeza, respondió:
— Vos conoces bien la picada.
— Sí, pero los milicos también la conocen.
— La picada sí, el bañao no. ¡Dame tu poncho!...
—¿Qué?
—
¡Dame!... ¡No perdás tiempo al ñudo!... A^rás de las casaa
está el petiso de Usebio; móntalo y juí pa la picada...
Y sin hablar más. ella £e puso el poncho y el chambergo del ma-
trero,
Obra buena
de lecho.
—
¡Tú has triunfado, sin embargo!
— Hasta cierto
punto; y eso porque supe cortarle a tiempo la beza
ca-
a la quimera . . .
124
—
¡Fué, sin embargo, el propósito tuyo y el propósito mío, crecer,
ascender, engendrar arte imperecedera! la obra de
¡Vano, condenable
—
orgullo...! ¡La aspiración de planear por en- cima
solos:
—
Yo no espero más; por cumplir la promesa que le hice a tu
finao padre, he venido a buscarte ofreciéndote mi ayuda. No puedo
esperar má.s: o venís mañana conmigo, o arréglate por tu cuenta.
¿Ha", entendido?
Sí, padrino
— —
respondió el mozo.
•—
Gücno ¿vamos a dormí) ?
—
Vaya diendo, ya lo sigo.
Cusndo el 'ropero entró al cuarto de huéspedes, Niverio fué sigl-
los"m?nte hacia el portón qiie ceiTaba el patio de la estancia.
Goyita lo esperaba impaciente.
—
¡Como has tardado! reprochó. —
125
—¿Te vas?
¡A
— la juerza! Tu tata encaprichao
se ha en no dejarme casar
en antes no tenga yo un pasar... ¿Y cómo vi'a tenerlo con mi do
suel-
de pión?... Por más que economice, aunque me prive hasta'e pi-
tar,
llegaría a viejo ¿in tener ande cairme muerto... ¡Sería lo mes-
mo que querer enllenar un barril de agua alzándola del arroyo con
que vos sabrás conseguir ese pasar que tata exige... ¡Si tuviese
la misma confianza en que no me has de olvidar!
—
¿Podes dudar de mí?
—
¡No quiero dudar!... Pero... ausencia causa olvido...
—
jPa quien no sabe querer, pa quien no tiene tuita el alma pada
ocu-
—
Igual veo yo en ti, re¿pondió Goyita.
—
—
¿No sería mejor que nos contentáramos con ser güenos aml-
guitos?
— Me parece mejor. El tiempo borra.
—
¡Por eso es güeno escrebir en pizarra los compromisos de amor!. . .
El lazo nuevo
de harina.
— Pruebe este
que^o, Natalio, decíale una —
moza pasándole la
bandeja. ¿Parece manteca, no es cierto?
—
Muy lindo, respondía él atragantándose.
—
nplomo
con de conocedor:
—
Llndaza; es de camoatí. Sinforoso vive en la costa el Sarandí
y no hay como la flor de sarandí pa daale güen gusto a la miel de.
camoatí. . .
—
¿Por dónde?
— Por ahí no más, pa desentumirme . . . pero pronto pego la güelta.
¿Dónde podía ir. y qué iba a hacer aquel infeliz?
No log'é disuadirlo de su empeño y un buen día se marchó. Tenía
tres caballos, tres potrillos que le habían regalado y que él crió gua-
chos.
Ensilló uno, cargado con dos maletas repletas, puso el otro
de tiro, "enrabó" el tercero ... y se fué.
Pasaron meses y pasaron años sin que tuviésemos noticias suyas,
y llegamos a suponerlo muerto. No se le olvidaba sin
embargo; a
— A criar ovejas.
¿Y las ovejas?
—
Tengo —
negocio arreglado.
Yo reí. Sin embargo, ante la insistencia de Malaquías, fui a ver
a im vecino y arreglé el arriendo del potrero. Cuando el pobre zonzo
tuvo en su poder el documento un simple compromiso, extendida —
Comprar,
—
no, señor, no puedo; pero si quisiera darme en so-
Era un sábado.
Poco después de mediodía, bajo un blanco cielo de invierno, Belar-
mina envolvía su linda cabeza en floreado
de algodón, y,
pañuelo
disponiéndole a trasponer el guardapatio, despidióse alegremente:
Hasta
—
lueguito, mamá.
No
— dilates la güelta —
aconsejó la madre; — la noche cae de
golpe en es+e tiempo y no es güeno que te agarre pu'el campo.
Rió la chica.
—
iCuidao, no me vayan a comer los lobizones! —
dijo, y agregó
en serio:
hago —
que No
enjugar más
que la ropa dejé asoliándose
esta mañfna
enseguida me güelvo.
y
Y alegre y gallarda, echó a andar por la loma reverdecida en rección
di-
al arroyuelo que corría a pocas cuadras de allí.
El basqiiecillo que custodiaba el arroyo engordado con las frecuen-
tes
lluvias invernales, tenía un aspecto huraño. Los árboles, repre-
sentados
por talas y sauces, raleaban; pero, en cambio, la chirca,
la espadaña y las múltiples zarzas crecidas con lujui'ia en la cons- tante
Reconociendo
Luciano, se a puso de pie, y con la vista baja
y las mejillas encendidas, di jóle:
—
Te había pedido que no vinieses.
— Verdá — contestó el mozo; —
pero oLro que man:la más que
vos. me ordenó que viniera.
Alzó ella la cabeza mirándolo con ojos interrogadores, y él tinuó:
con-
—
¿No malisiáí quién?... Mi cariño, que de ande quiera qu'esté
m'espanta pa tu lao... que no me deja encontrar nada lindo donde
no estás vos, ni enccn'rar nada güeno estando vos ausente.
Siempre
— decís lo mesmo.
De juro desde
—
que siempre pienso lo mesmo... Y ya no aguanto
más, mi prenda. Vengo a buscarte. El ranchito está pronto y mi
LT2
overo tiene el anca chata y blandita como p'asiento'una reina...
Belarmina siguió juntando las piezas de ropa espai'cidas sobre las
ramas, eícuchando en silencio las insinuaciones del mozo, que blaba
ha-
con frase lenta y permanecía inmóvil, los brazos pegados al
cuerpo.
— Mamá no quiere — murmuró al fin la chinita; y él replicó:
—
Tampoco quería mama la de tu mama que tu tata se la sacase
cariño:
—
iSentate, pues ! . . .
Hormiguita
Era una pobre muchacha, muy delgada, muy pálida, con lacios
cabellos grandes ojos tristes, con
negros, con finos labios amargos.
Era una pobre muchacha, débil como un tallo de flechilla, insignifi-
cante
como uno de esos pajaritos sin colores, sin voz, casi sin vuelo,
que nacen, viven y mueren en la húmeda obscuridad de los pajonales.
Llamábase Tomasa y la llamaban "Hormiguita". Se había criado
en la estancia como un cachorro flaco, que caído sin que nadie piera
su-
yuyos que nacen en lo alto del muro del patio: como no lucen, ni
sirven, ni estorban, pasan inadvertidos.
Tan pequeña, tan ¿ilenciosa, hablando rara vez y con voz incolora
y débil, deslizándose más que marchando, en rápidos saltitos de
chingólo, nadie se daba cuenta de la enorme labor ejecutada al
133
cabo del día por la humilde "Hormiguita", Ella ordeñaba, tándose
levan-
con la amo. a; ella hacía diariamente un queso; ella saba
ama-
todos los sábados; ella dirigía las comidas; ella cebaba todas
las tarde el amargo para el patrón, y el dulce con azúcar quemada
para la patrona y las niñas.
Y concluido trajín diurno, recogida en su pieza, no se acostaba
el
antes de un par de horas de trabajo de aguja, recomponiendo siB
no entendía una sola sílaba del amor, las palabras del mozo res-
134
balaban sobre su alma cual resbala la suave brisa de la madrugada
sobre la blanca escarcha del bajío.
Tan igiiorancia, tan extrema
grande inocencia, fueron do
convirtien-
en pasión la primitiva simpatía del mozo. Una tardecita, encon-
trándola
—
Güeno, pa...
—
¿Pa cuándo?
—
¡No íé!... Venga mañana aquí, a esta mesma hora y le testaré.
con-
De tigre a tigre
— ^Todo arreglao —
dijo "Ventarrón".
—
¿Pa cuándo?
— Pasao mañana.
—
¡Ya sabes, pues! — exclamó el Jefe de la gavilla, "Alacrán",
135
dirigiéndose a los diez bandidos que churrasqueaban con él en dido
escon-
No es que no le
ma'.ai-; matar
gustase la gustaba mucho;
pero no así, once contra uno. contra dos o tres, agarrados dormidoa
y sin perros... ¡Matar peliando parejo!... Así era lindo!...
Bueno; ahora se trataba de no caer en la.5 uñas del Alacrán y
su pandilla, quienes, de agarrarlo lo habían de picar como chorizos.
Precisamente pensó en huir del pago; mas bien pronto reconoció
lo absurdo de la idea. ¿Dónde iría que no lo siguieran sus antiguos
camaradas?. . .
No, bien pensado, lo mejor era estar cerca de ellos,
seguirles los pasos, descubrir sus planes. Siempre había pensado así:
"enemigo que se ve, ya no es más que medio enemigo"'.
Su plan le dio excelente resultados. El Alacrán y sus compinches
hicieron varias "madrugarlo"; ¡vanas tentativas!...
tentativas para
El los dejaba hacer, gozándose, a igual del zorro, en pegarles el
grito burlón detrás de una masiega. Llegó a tomarle gusto al juego.
Sin embargo, una vez la guitarra le quedó sin prima. Fué así:
Alacrán y sus amigos habían llegado un anochecer al boliche de
Umpien-es, un ranchito perdido en la llanura de Villaguay. Lino Baez,
que los seguía continuamente, llegó poco después, y, agazapándose,
136
desarrollaba en el interior del rancho:
los bandidos, presas del pá-
nico,
se apuñalaban entre sí, y cuando alguno intentaba huir y por
casualidad daba con la puerta en la profunda oscuridad de la no-
che,
lo recibía el facón inclemente de Lino Baez...
Al venir el día, en el interior del rancho de Nemesia no había más
que cadáveres y moribundos.
Lino vistió; ensUló
Baez el mejor
se caballo, puso el bozal con bestro
ca-
a otro bueno; volvió, observó,
considerado y dijo:
Los— caranchos no van a tener tiempo de comer tanto dijunto.
Vamoi a prenderle juego para que el jedor no envenene el aire.
Sacó un fósforo; lo encendió y lo aplicó a la reseca paja del techo.
Después montó a caballo. Meditó un momento'; luego dijo:
— En la banda Oriental está la guerra.
Y silbando estilo, sin
un volver la cabeza, al trote, con su llo
caba-
de tii-o,enderezó rumbo al Uruguay.
Soledad
agresiva.
—
¿No hay otra?
— No hay. Si no le gusta, espere que llueva y póngase con la panza
fiera aquí —
concluyó, con una mueca amarga.
El interesaba;
tipo me la cantimplora. le ofrecí
—
un trago de caña?
¿Quiere
Alcanse
— respondió, y bebió un
—
gran sorbo, sin demostrar ni
Eatisfacción ni agradecimiento. Luego, mirándome por la angosta
hendidura que dejaban las espesas cortinas de los párpados sos,
rugo-
mustios y caído-, agregó con la misma voz áspera y provocativa:
Usté, por la pinta, parece
— sonso... digo... colijo que así será,
—
¿Famüia? Supe tenerla contestó.
. . .
Una mujer que me hizo — —
tragar juego durante una montonera de años y que era más indigesta
que carne de animal cansao; porque, vea, mozo, la mala mujer y el
caballo asoliao no tienen compostura... Y tuve tamién tres hijos;
uno me lo mataron en Severino, otro en Corralito cuando la revolu-
ción
del primer Aparicio, y el otro ni sé ande dejó la osamenta...
Y tuve tamién una hija que me la robó un sargento'e policía,hace
un tiempo largo y dende entonces no ¿é ande anda arrastrando las
naguas sucias.
—¿Y ahora?
—
¿Aura?... Vea... Yo tuitas las mañanas voy a mirar ese cane-
139
lón, que no sé pa que e3tá allí,entre las piedras, sin dar sombra a
naides, porque hasta los horneros juyen de es'.a soledad, di^pués y
bajo al cañadón pa miiar cómo se va secando cuando el sol calienta;
y cuando se corta y las tarariras comienzan a morirse y a boyar,
panza arriba, largo una risada, pensando que en este silencio de lorio,
ve-
La íÍ3ica
¿No me
—
acerque? ¿Por qué, Sebastián? balbucea la infeliz,la- —
g:-imeando.
—Porque. . .
sabe. . . pa ofensa no es. . . ¡Pero le tengo miedo cuando
se arrima ! . . .
—
¿Me tiene miedo a mí?
—
¡Más miedo que al cielo cuando rejucila!
El peón tomó la pava y se fué sin volver la vista. Yo entré en
Un acceso palabra.
de tos le cortó la
Yo no pude
contenerme; corrí, la sostuve en mis brazos entre los
cuales se estremecía su cuerpecito, mientras sus ojos, susojos de cre-
púsculo
de invierno, sus ojos áridos inmensamente negros, se fijaban
en los míos con extraña c::yr;csión.
con una expresión que no era de
agradecimiento, ni de simpa de cariño. Aquella mirada me concertó
des- i;ia.ni
por completo: era la nnsma mirada, la misma de una víbora
de la Cruz, con la cual, en circunstancia inolvidable, me encontré
frente a frente cierta vez.
gritando:
—
¿Qué sabe usted?
El. muy tranquilo, me respondió:
— No sé nada; nadie sabe nada; colijo.
—
¡Pero es una infamia presumir de ese modo! —
respondí con
violencia. —
¿Qué ha hecho esta pobre muchacha para que la traten
así, para que la supongan capaz de malas acciones, cuando toda ella
es bondad, cuando no hace otra cosa que pagar con bondades las ofen-
sas
que ustedes le infieren a diario?
Oiga, don...
— decir una cosa de la Tísica, yo no puedo decir.
Tampoco puedo decii" que el camaleón picando, porque
mata no lo
he visto picar a naides... Pueda ser, pueda no ser, pero yo le tengo
miedo... Y a la Tísica es lo mesmo. . yo
.
le tengo miedo, tuitos le
tenemos miedo... Mire, dotor; a esos bichos chiquitos como el ala-
crán,
como la mosca mala, hay que tenerles miedo...
Calló el paisano. Yo nada repliqué. Pocos días después partí de la
estancia y al cabo de cuatro o cinco meses leí en un diario:
"En la estancia X... han perecido envenenados con pasteles que
contenían arsénico, el dueño señor Z..., su esposa, su hija, el capataz
y toda la servidumbre, excepto una peona conocida por el nombre de
"La Tísica".
Como alpargata
—
¡Ladiate!
—
¡Ay!... ¡Cuasi me descoyuntas el cuadril con la pechada!...
—
¡Y por qué no das lao!...
—
¡Lao... lao..! Dende que nací no hago o'ra cosa que darles lao
a tuitos, porque en la cancha'e la vida se olvidaron de dejarme senda
pa mí. ¡Suerte de oveja!...
Y lentamente, arrastrando la pierna dolorida, escupiendo el pasto,
refunfuñando reproches. Castillo fe alejó; en tanto Faustino, orgu-
lloso
de su fuerte juventud triunfadora, iba a recoger admiraciones
en un grupo de polleras almidonadas.
—
¡Cristiano maula! exclamó el lndieci*^o Venancio,
— mirando a
Castillo con profundo desprecio. Este le oyó, se detuvo, y con la cara
grande y p]ác:da iluminada por un relámpago de coraje, dijo:
—
¿Maula?... ¿Creen que de maula no le quebré la carretilla de
un trompazo a ese gallito cacareador?
—
¿De prudente, entonce"?
— De escarmentao. Yo sé que dispués de concluir con ese tendría
que empezar con otro y con otro, sin término, como quien cuenta
estrellas. ¿Pa qué correrla sabiendo que no he de ganar, que si me
«obra caballo se me atraviesa
un agujero, y que si por chiripa gano,
me ha de embrollar juez? el
Y sin esperar respuesta, continuó alejándose aquel pobre diablo
eternamente castigado por las inclemencias de la vida, cordero sin
madre que no ha de mamar por más que bale, taba sin suerte que es
¡Vida deuveja!
— ¡Vida de oveja! iba — mascullando mientras se
amargo con la cebadura que otros dejaron cansada, con el agua cocida
re-
y tibia.
Allí, en cuclillas, con la pava entre las piernas, con la cabeza gacha,
chupaba el líquido insulso, sin escuchar las músicas y las risas que
despairamaban por el monte las alegrías juveniles. En aquel domingo
de holgorio su alma permanecía oscura y desolada. ¡Si su alma na
tenía domingos!
Culpa suya
—
decían. —
—
No; era la suerte no más —
respondía, — la suerte que castiga
lo meSmo a los animales que al cristiano... En ocasiones, un tungo
ma-
lai, lindo de estampa, juerte pal trabajo, ligero pal camino.v'al poder
de un gaucho vago que lo galopea medio día y lo larga en noche
helada, sin tomarse siquiera el cuidao de pasarle el cuchillo por el
lomo. Y aquél, ruin y fiero, está siempre gordo y pelechao, comiendo
hasta hartarse, durmiendo a pierna suelta, mimao como muchacha
linda y haraganeando como un perro... Y en cambio, el otro, flaco
y peludo, calentao a rebenque, sangrao a espuela, se lo pasa comiendo
raices en los potreros pelaos de las pulperías y durmiendo parao en
hereje. . .
—
¿Anduvo en la última guerra?
Castillo miró con asombro a su interlocutor y dijo:
—
¡Dejuro!... ¿M'iba a librar de la guerra?... Siguramente que
si hubiera sido pa un baile o pa una merienda no me invintan, ro
¡pe-
trabajo!...
pa pa^ar
¿Con quién sirvió? ¿Con los blancos
— o con los coloraos?
Al prenclpio con
— los blancos, cispués con los coloraos.
¡Cómo
— es eso, amigo!... ¿Entonces no tiene partido usted?
¡Paitido, partido! ¿Qué quiere que tenga yo? Yo
—
soy como l'al-
pargata, que no tiene lao, y lo mesmo siive pal pie derecho que pal
izquierdo . . .
—
Hay hombres ansina — exclamó con tristeza el viejo paisano.
Y Castillo asintió filosóficamente:
—
¡Hay hombres andna! ¡Hay hombres que son como los caminos,
hechos pa que tuitos los pisen ! . . .
Bajo el ombú centenario que cerca del galpón ofrece grata sombra
en el bochorno de enero, don Ventura, en mangas de camisa y en
chancletas, recién levantado de la siesta, amargueaba en compañía
de dos
viajeros amigos que habían pasado en su casa el mediodía.
Amargueaba y charlaba, cuando, caballero en un rocín peli-rojo
y pernituerto, llegó al tranquito un muchachuelo haraposo que se
un numerito d'esta rifa ques una toalla bordada por las chachas
mu-
Resolló al fin el chico y enseñó una vieja caja de cartón donde bía
de-
prenda.estar la Pero don Ventura, sonriendo, lo detuvo con un
144
"Rifa. — Se rifa en cincuenta números, a los daos y a peso el den-
tre, el pardo Abdón González. El que lo saque tiene derecho a nerlo
te-
un año e' pión sin pagarle nada más que la comida."
"Tuitos nos raimos 'e la ocurrencia'el tuerto y nos escrebimos. Se
tiró a los daos... ¡y me tocó a'mí el
pardo!...
—
¿Y lo llevó? preguntaron — los amigos.
—
¡Qué lo vi'a llevar!... ¡Si por la comida era caro!
—
¿Y el pardo?
— El pardo se casó y antes del mes la renga Braulia, qu'era ima
Carla gaucha
y replicó Faustino:
— Pa hacer hablar a los lobos.
— Esa ha'e ser verdá, che, porque he albertido que cuando la chuza
le-
no grita, vos estás callao...
Los perros daban vueltas, se echaban, gruñían, se levantaban nue-
vamen*e, andaban un poco y tornaban a echarse y a gruñir, palpi-
tantes
los ijares, pendiente, húmeda y temblorosa la lengua.
—
¡Ufff!... ¡Si no llueve esta noche me se redite la riñonada!...
— Si eso decis vas. que no tenes ni sebo en las tripas — contestó
Faustino. —
¿qué dejas pal patrón viejo con su panza y sus nos
toci-
de chancho macau?
— El patrón se refriesca pagándole a la caña 'e l'Habana y al Tagua
'el pozo, mientra nosotros tenemo que conformano con el mate ques-
tá sebando Serapio... Toma, che, y an-eglalo un poco... ¿No ves
¡Me ca..iga un
— árbol encima!...
¿Qué te pasa?
—
—
¿Qué te ocurre, bahiano?
— "Mi ridito... ¡Si nao bufo, revento"!...
—
¿No traís otra novedá?...
—
"Nao; mais truje una limeta e cachaza".
Con la noticia alborozáronse los gauchos. Gritó uno:
—
¡Alcanza, Patricio, qu'estamos secos como la perdiz!...
—
¡Hágase ver, rubio! —
profirió otro.
—
Convida, y macaco, te perdonamos la vida —
agregó un tercera
—
Alai'gue la mulatihna, ño Tizón.
— "Fora! Fora toudos!... Fiquen sabendo que eu por bondade do;
mais pe la forza"... ¡jemü...
—
¡Si te lo pedimos de rodillas...
— "An*on sim!... Eh! di¿pasinmo, disposinho . . .
Pucha castigao
ralentes pa la cachaza!..."
—
¡Ajjj! Medio chamusquea el gañote; pero es linda.
—
¡Cha digo!
—
¿Qué tenes vos?
Que le abrí no más
—
la jareta, le encaje buche y trago, y me va
quemando hasta la pajarilla!...
—
¡Alcanza, mulato!
—
"Nao, ya yega".
¡Un buchito, no
— más!
—
"¡Nao! Oque fica da rapariga va deitar na mea panza".
« « *
...'Stá
—
bien, patrón —
respondió el capataz. —
Vamos, mu-
chacho¿: cada chancho a su chiquero.
—
No hable tan juerte que puede oír el patrón eso de chancho. . .
—
¡Siempre atrevido vos!
Mcndociiia
de la pampa.
El edificio,bajo, con miuros de "adobones" con techos de caña barrada,
em-
de armonías.
Las "tonadas" chilenas —
que traen reminiscencias del viejo mance
ro-
español —
se balancean en cadencias de una dulzura y de
una melancolía
cosas muy lejanas, de cosas
de idas: cantos tes
dolien-
de desesperanzada;
una cantos
raza que parecen coros de viu-
das
sin conduelo junto al túmulo del esposo muerto. Cada compás
es un quejido; cada estrofa un lamento, y cuanc'o la mú?:cc\ cesa y
las voces callan, parece que se escuchara el sus^^rvo de un eco jumbroso,
que-
el eco de ruegos extraños que fueran resbalando por las
peñas de las cumbres, sin encontrar abismo asaz profundo donde di-
solver,se en las sombras.
Hay fiesta en la finca. La hija del patrón se ca?n, se casa con un
joven y galla-do "cabayero", y por eso gimen las guitarras, y por eso
se doran los chivitos las parrillas y las empanadas
en en el horno, y
por eso brillan las "tabletas", sobre cuyo hojaldre de plata correrá
en torrentes de rubí el "vino viejo".
Adentro, en la ¿ala, qiie las glicinas perfuman, la alegría rueda
incesante como el agua de la acequia.
148
Pero enfrente, a la puerta de mísera habitación, una criollita lutada,
en-
Conversando
—¿Casar?
— La muchacha... usted sabe, l'hija'elpuestero don Esmil...; la
muchacha es güeña . . .
—
¿Güeña?...
—
¡Tan güeña!... Tiabajadora como un buey, mansa como ra
leche-
de ordeñar sin menea, y como un perro'e fiel, fiel hasta ser gosa.
car-
—
¿Cargosa?
—
Cargosa ansina, por demasiao bondá. ¿compriende?
—
Compriendo: es como maleta demasiando llena que fastidea al
montar.
—
¡Clavao!... Sólo que, usté sabe, mi tío, que una maleta da,
hincha-
incomoda un poco la asentadera, pero se tiene la satisfacción de
que llegando al rancho
en no le falta a uno nada.
¡Hum!...
— No le falta a uno nada, o le falta todo: maleta masiao
de-
cargada, es muy fácil de perder... Lk"s gauchos de aura jan
via-
en caballo 'e tiro y si les toca hacer noche en despoblao, atan el
flete a soga y un zono les corta el maniador, quedan a pie y em-
bolaos,
el coche.
—
¿Entonces?
—
Entonces, como pa saber si los mancarrones tiran derecho no
150
Oí cuando ella dijo. . .
—
¡Mira, Jacinta!
— Yo m'ensuciao las patas pa seguirte y he visto que sos gán
hara-
como lagarto, blando como palo'e seibo y falso como rial d'es-
taño.
—
Mira, china, que yo . . .
—
Vos sos lo qu'esos sancochos
mesmo de "pensa" pobre: pura
partida, y al largar quedan paraos.
—
¡No me calentes, Jacinta!
—
¡Si a vos no te calienta ni el sol de enero... porque si hace sol
te acos^á^ bajo un ombú a dormir y roncar como un perro!...
¡Si yo me
—
enojo... Jacinta...!
¡Enójate de una
—
vez!... ¿En qué topa que no dentra, mozo?...
¡Yo no tengo miedo al rayo, y entre vos y el rayo. . . fíjatesi hay que
galopiar, Lucindo!
Si yo jue¿e rayo...
—
¡Ja, ja, ja!... Si vos jueses rayo, si todos los rayos juesen
como vos, les rayos, sabes, serían más mansos que terneros guachos
y no harían mal a naides.
—
¡Jacinta!... ¿Vos crees que yo soy maula?...
—
¿Y si no jueses maula hubieras permitido qu'el rubio Morales
m'insurase en el baile'e los Castros, diciendo que me ponía caracú
en el pelo?... ¡Salí!... ¡Salí!... Vos l'oiste y te callaste y me jaste
de-
afrentar haciendo que no vías las risadas de las ñanduzas de
Gómez.
—
¡Te juro que no'i nada, Jacinta!
— Ya sé. Vos no viste más que la daga que llevaba en la cintura
el rubio Morales... Y es lindo el rubio Morales. Baila que da
gu¿to y conversa bailando sin perderse . . .
Adiós, Jacinta.
—
¿P'ande vas? —
151
—
Güeñas tardes, Jacinta.
— Güeñas tardes, Lucindo. ¿Qué trais en el poncho?
—
Un regalo pa vos.
—
¡Siempre llegas tarde!... El pardo Juan me trajo ayer una cena.
do-
—
¡Quién sabe si son como éste!
¿Es
— de ñandú macho?...
—Sí. Mira...
—
¡Ay!... ¡ay!... ¡ay!... ¡la cabeza de Morales!... Del les
Mora-
que yo quería...; del guapo...; del tigre...
— Sí, lo pelié, lo maté, lo degollé, le corté la cabeza. . .
—
¡Vos, Lucindo!
—
sí, yo mesmo,
Yo, pa probarte que no soy maula.
¡Oh, Lucindo, mi Lucindo, como
—
te quiero mi Lucindo!... ¿Me
llevas pal rancho? . . .
No. Pa
— mi rancho no... En mi rancho, vos sabes como es pobre
mi rancho, en mi rancho suelen dentrar Tagua cuando llueve juerte.
y los vientos cuando se enoja el pampero; y... y el rayo cuando
Dios lo manda... Pero... ¿sabes, Jacinta?... Las que no entran en
mi rancho, las que no pueden enti'ar porque mi rancho está ro-
deao de ajos... ¡¿on las víboras!... ¡Vos no podes entrar!...
¡No me —
querés más!...
¡Sí; te quiero!... Aquí abajo, en el tajamar
—
de la cañada hay
un sitio lindo pa dormir la siesta... ¿Vamos a dejar la osamenta
allí?...
Paesta de sol
Casi de noche.
En lo más lejano del oriente, unos pedazos de sol chispeando entre
nubes azules. Sobre la inmediata
cuchilla, las lecheras, echadas, miaban.
ru-
—
¿Pacencia?... ¡Yo tengo más que el finao Panta!... ¿So da
acuer-
e'don Panta?
—
¡No me vi acordar!... ¡Güenazo el hombre!...
—
SLivasé; 'stá frión.
— Gracia. . . ¿Vamo a dejar? . . .
—
Dejemo. Ya está muy escuro . . .
¡Miseria: . . .
156
— No se enoje, Clota, que yo la quiero en deberás y las buenas zas.
ma-
. .
profunda amargura:
¡Miseria!... ¡Miseria!...
—
No-ha-de
vocecita de pájaro:
—
Buena.
—
¿No ninguna le queda
torta?
— Nada queda dijo ella, deteniéndose
no me y fijando en él,
—
BÓn. Lanzó un grito, miió a su amigo con los ojos húmedos de llanto
retiió bruscamente las manos, y echó a correr, exclamando con grimas
lá-
en la voz:
—
¡No-ha-de ! . . . ¡No-ha-de ! . . .
FIN
159
LECTURAS SELECTAS
sudamericana.
Próximamente :
EDITORIAL TOR
Río de Janeiro 760 — Buenos Aires
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