La Biblia Gaucha 1400004011

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BIBLIA GAUCHA

LA
LECTURAS SELECTAS

SELECCIÓN BE OBRAS DE LOS MEJORES

AUTORES SUDAMERICANOS

1. Jorge Isaacs María



2. Milongas clásicas
Almofuerte

3. Javier Viana La Biblia Gaucha


de

Próximamente: Obras de Zorrilla, J. A. Silra,

Martí, Vicente F. López, etc.


LECTURAS SELECTAS

SEGUSDA SERIE « o VOLUMEN III

JAVIER DE VIANA

LA BIBLIA

GAUCHA
y

AGENTES EXCLUSIVOS PAFA LA VENTA

EBlTOKlAh TOR
Río de Janeiro 760.

BUENOS AIRES
'?!

Queda hecho
Es propiedad.
la ley.
el depósito que
marca
JAVIER DE VIANA

""?riv,V,L'
más fecundo de nuestros narradores es Javier de Viana.

Pertenece a ¡a generación de 1870.

Su apellido es ilustre, pues desciende de don José quín


Joa-

de Viana, gobernador político militar de Monte-


y
^ video desdo 1751 hasta 1764.

ija ciudad cue aletea, como una gaviota, a los pies de un cerro y
junto al estuario, estuvo gobe.nada por oficiales de poco fuste hasta

1749, dependiendo en absoluto sus mentores monárquicos de los tores


men-

absorbentes y realistas de Buenos Aires.

Montevideo, con don José Joaquín de Viana, empezó a tener go-


oernadores propios y con título regio, siendo aquel Viana, que inicia

la serie, un militar de brío y de aptitudes grandes, que supo lir


sobresa-

como valiente y cuerdo en las guerras del Piamonte y la Saboya,


batallando y luciéndose bajo las órdenes del duque de Alba y del qués
mar-

de Mina.

El señor de Viana, en su no corta gobernación, domeñó a los rrúas,


cha-
tuvo a mal traer a los contrabandistas, trató descortésmente a

los cabildantes, anduvo a trastazo,^ con los portugueses y cuidó de la

industria, echando los cimientos de la atlántica y para mí querida


ciudad de Maldonado.
Javier de Viana, el descendiente de aquel coronel activo y dor,
batalla-

gusta más de la pluma que del espadín, y aunque al principio tudió


es-

para médico, que es un noble estudio, contentóse muy pronto


con elaborar cuentos y novelas de Maupassant.
Nuestro Viana, — psicólogo, observador, vivaz, flexible, instruido,
estilista y muy laborioso, — conoce bien la vida de los campos en que
enflora el ceibal sabiendo lo que dice el lechuzón que pasa sobre el
trébol verde cuando la sombra huye de cuculla en cuculla.
¡Instante sagrado! ¡Vacilación augusta! Vibran en las aspas del
tosque virgen y del trigo en zumos, bajo la confusa claridad del necer,
ama-

todos los rumores jubilosos y aterrorizantes de la naturaleza.


Viana ha escuchado y ha recogido todos esos rumores de júbilo y
miedo, saboreando el encanto indescriptible de esa hora indecisa que
insplia este bordón a Lafontaine:

"Et que, n'étant plus nuit, il n'est pas encor jour"

Viana, hombre de libros, fué estanciero y fué revolucionario en su

juventud. Imperaba, entonces, el naturalismo, y el estanciero, el volucionario,


re-

el filósofo hecho en la lectura de los enciclopedistas el


hombre que asistió con ensoñares de adolescente a los trágicos juegos
de la golilla y de la banderola, más que de táctica, m.ás que de gas,
aren-
más que de ambiciones, supo de Tolstoi, de Flaubert y de los Gon-
court.
Laguerra civil acabó con su estancia y la política con su fe en el
criterio de las encumbradoras
multitudes, de lo mediocre; siempre
pero en los campamentos y en la cocina rústica, donde la peonada re-

fleie proezas y urde guita. reos, el narrador criollo enamoróse aún más
del decir campesino, y estudió más aún el modo de ser de los mora-
dores

de nuestras cerrilladas. El narrador sabía que, si bien el zón


cora-

humano es uno en su esencia, el corazón obedece a razones de


erigen, y ccstumb.e,
latitud siendo infecunda la obra que no culariza
parti-
lo general con los caracteres que engendran la raza, el dio,
me-

el hábito y la zona. Así Viana, discípulo de Zola, aun antes de


ponerse en contacto con las muchedumbres, siguió el camino que
nos reve'.ó el numen ds Carlos Reyles, pero obedeciendo al vigoroso
influjo de los romances caballerescos de Acevedo Díaz.
Siempre se empieza así. como empezó Viana. Guyau es la fuente
de donde surgen Rodó y Vaz Fe .-reirá. Más tarde viene la dad
originali-
avasalladora, que es el fruto sabroso y amable del estío del men,
nu-

pues antecesores y lazarillos le hallaréis al propio rabel de mero,


Ho-
si no se engaña la docta critica de los muy eruditos Burnout y
Müller .

Señalar ascendentes no es señalar vulgares semejanzas de estilo y


de visión. Nuest.o cuentista no calcó jamás sobre molde alguno, que
aun-

le fascine lo realizado por otros ingenios .


Lo que hay es que
Viana, no bien fijó sus ojos en la verdad y el pago, enamoróse del
pago y la verdad, como Acevedo Díaz y como Carlos Reyles.
"Campo", el primero de los libros criollos de Viana, apareció en
1896. Después nos obsequió con "Gurí" y "Gaucha". La revolución
d? 1904 dio motivo a las anécdotas y a las descripciones del libro de
combate "Con divisa blanca". A raíz de la lucha que se cierra con el
choque ciclópeo de Masoller, el político desilusionado y el narrador
ilustre emigró a Buenos Aires, dedicándose a escribir te
empeñosamen-
para el teatro y para la prensa, lo que le ha valido más de un doso
rui-
triunfo sobre las tablas y lo que dio lugar a la publicación de
la serie de cuentos que se titulan "iVIacachines", "Yuyos" y "Leña
Seca".
Es indudable que Javier, en sus últimas obras, ha usado y abusado
de su facilidad; pero, ¿cómo impedirlo y por qué reprochárselo? Lo
primero es vivir, dicen los biólogos, y Javier de Viana vive de su
pluma. Un cuento semanal, y en ciertas ocasiones, cuando apura la
vida, quince por mes, quince pensados a toda prisa y escritos los
Quince sobre el tambor. Yo, por mi parte, no censuro y sí aplaudo tan
noble afluencia, porque es pi-eferibleuna mala página, que una mala
acción, siendo sorprendente que, a despecho de su devoradora didad,
fecun-
lo primoroso superabunde en la labor febril de Javier de Viana.
¿Acaso son perfectas todas las páginas de los libros que nos envían
los ingenios de Europa? De ningún modo. En cada libro, galo o glés,
in-
lo mejor es lo escaso, y lo sin mancha excepcional, pues
lo cibo
re-
volúmenes sin más laureles que tres sonetos, y he podido ob-
eervar que son muy pocos los novelistas que cuidan de su estilo como
cuida las galas de su estilo Fierre de Coulevain.

Viana es un profundo conocedor de les dolores y las miserias de


los vicios y las virtudes de nuestra campaña. Todo lo pintoresco y
peculiar del decir gaucho, su numen lo vierte con fácil donosura en

retóricos moldes, y hay en sus paisajes cúrveos de loma, olor a zarzal


y murmullos de rio. Sus hombres y sus cosas son de la patria, que
no es un continente ni medio continente, porque mi narrador tiene
sobra de
ingenio para caer en tamañas torpezas. Su patria es la de
aquí, la de los límites, la de los marcos por el cielo del Norte y la de
los tumbos por las costas del Sur, la que se está formando con zumos

de lo
añejo "y con trasplantes ultramarinos, la de las serranías con

suelo de pizarra y la del membrillar donde los churrinches se peinan


al sol. Las patrias pequeñas son las más queridas, ha dicho Michelet.
En las patrias, que son en exceso grandes, lo regional estrangula a
lo nacional, y por eso en la historia no echaron fruto los magníficos
sueños de Cario
Magno, como no echaron fruto los delirios rosos
esplendo-
de Bonaparte y de Simón Bolívar.
Javier de Viana, apegado al terruño, no es sólo un narrador de sas
co-

del terruño. No se satisface describiendo declives, fotografiando


ombúes, o tomando nota de los dichos y los hábitos que se van. Una
idea bulle, como un murmullo entristecedor, en el fondo de las llísimas
be-
páginas de "Campo". "Campo" es un lloro que cae sobre
nuestras campiñas faltas de explotan las ambi- cultura; cuyo
ciones valor
la ciudad; en
de que truenan el caudillo y el comisario; en que
las dos golillas,en lugar de ilustrarle y de redimirle, prolongan el
atraso y la servidumbre del labriego vicioso; en que la ley de los ins-
tintos
brutos sigue siendo la ley suprema, a pesar de los nobles y
continuos avances de "la locomotora y el hilo telegráfico.
Yo no conozco nada más
profundamente aleccionador que el pen-
último
de los cuentos de "Campo".

Viana es gauchesco, regionalista, muy del terruño. ¿Acaso lo re-


gional
excluye lo humano? No. Cien veces no. Yo sostengo que no.
El hombre es hombre siempre, lo mismo en las más civilizadas dades
ciu-
,que bajo las cúpulas floridas y columpiadoras del monte gen.
vir-
El hombre es hombre junto a nuestros ríos con camalotes de ca-
pul]o azul y junto a los ríos donde se hunde la desnudez de las rubias
ondinas del cantar rhiniano. Si nuestro amor sobresíile en el fraseo
y en la pintura del ambiente montes, que le sirven para dar forma
y explicación a las expresiones anímicas sus héroes, su mayor tud
vir- de
está, no en el escenario, sino en los conflictos morales que loca
co-

en éste, pues no hay cuento suyo que no tenga por fin verter
un carácter individual o salucionar algún teorema de índole lógica.
psico-
Lo campero, cuando es humano, es de todas partes por su

esencia humana, distinguiéndose lo regionalista de lo universal sólo


por ciertos tintes de sello zónico, tintes que resultan encantadores
7
por su giaficismo y su novedad. Ser de todas partes, en absoluto, es
lo mismo que no ser de parte alguna, error bravísimo cuando se pira
as-
a traducir la realidad viviente, porque si el hombre es uno en
esencia, el hombre es múltiple en virtud del clima, la raza, la cación,
edu-
el hábito, la estirpe y la ley, siendo así tan regionalistas,con
ser muy humanos y universales, los héroes de Flaubert y de Zola,
como los héroes de Dickens o de Gogol. Madama Bovary es francesa y
provinciana, como Renata es parisiense y francesa, pues hasta Sha- kespeare,
con ser Shakespeare, convirtió en británicos a los héroes
que le die.on las novelas de Cinthio, como son españoles, y de su
tiempo, los héroes de Cervantes y de Calderón.
El mérito está, pues, en hacer que resalten al mismo tiempo, y en
armonía con su valor, la esencia universal y el carácter zónico, po-
niendo
de relieve las particularidades, sin que éstas repugnen a lo
que es común en lo colectivo. Por ser de zona, fieles como tura
pin- —

de .condiciones, usos, tendencias y decires, ¿dejan de ser hu- manos —

universales, dignos de m.ención


y y de elogio, los cuentos sos
ru-
de Tourgueneff, los cuentos provenzales de Roum.anille, los cuentos
vizcaínos de Antonio Trueba, los cuentos lemosines de Beltrán y
Bros, los cuentos gallegos de ManuelLugris, o ios cuentos nos
america-
del du'.ce Jorge Isaac? Conténtese, entonces, con zev gaucho
y
regionalista, — lo que hará más durable su crloriaterrena, — el men
nu-
humano de Javier de Viana, dejando a los tontos de capirote la
ilusión de eclipsar a los ingenios, también —
nacionales, a pesar de su
fama, — nacidos en París, en Londres y en Roma.
El regicnalismo es una virtud cuando lo humano a lo pecu-
auna
liar.
El regionalismo permite a la musa sincera y verídica, porque
ser
sólo se traduce a la perfección aquello que se ve y que se siente con
intensidad. Sino sabéis ver y sentir lo propio, ¿en virtud de qué he-
chizo
traduciréis la visión y el sentir ajenos? Lo cosmopolita, en
tanto que no se deja absorber por el medio, no es objeto asequible
para y el arte que ambiciona ser arte real y ser arte franco porque lo
complejo de lo cosmopolita y de lo errabundo, exige una visión por
demás compleja, que visión
casi siempre será errónea y confusa. Lo
eterno, el hombre, está aquí y no lejos de aquí; está en la ciudad
que fué colonia de hábitos godos y en la llanura que tiene aún bitos
há-
gauchos, porque aquí y sólo aquí veremos las pasiones bien de
cerca, pudiendo recoger y pintar con exactitud los conflictos rales
mo-
que no son, en suma, sino los eternos y comunes conflictos que
conmueven y despedazan el alma universal. Por ser nuestra, por ser
regionalista, tiene un profundo dejo de humanidad la musa dora
inspira-
de Javier de Viana.
En el medio no faltan conflictos morales que ya han sido explo-
tados
por los novelistas y dramaturgos de otras regiones, lo que prue- ba
que son corrientes y humanos como todas las flores del zarzal de
la vida. Es justamente el medio lo que les da la frescura y hechi-
zo,
pues gracias al medio vuelven a revivir sus marchitos colores d«
cosa usada. Ved, por ejemplo, en "Yuyos". El dolor de Regino, el tro-
pero
que se enriquece y, ya cuarentón, se enamora con ansias nitas
infi-
de la tierna Isabel; el dolor de Regino, cuando descubre que la
garbosa mocedad de Isabel gusta de la mocedad garbosa de Libo-
rlo; el dolor de Regino, que concluye con un acto de noble y jus-
8
ticlera renunciación, comprendiendo que las arrugas que rodean sus

ojos no armonizan con ios ardores de los dulces quereres; el dolor


de Rebino, ¿no es un dolor de carácter universal, dolor que nos rece
pa-
fruta del pago, na sólo por la fuente que salta piedras junto
al monte de mimbres, sino por el fraseo que habla de
pulpas flacas y
caracuces modo, y también
duros? Delen mismo "Yuyos, el Sebastián
aquél, que heredó de sus padies todas las viejas hidalguías gauchas;
el Sebastián aquel, que casa jubiloso con Etelvina, sabrosa com.o fruto
de duraznero y más alegre que chingólo que vive en libertad feliz; el
Sebastián aquél, que se hace matar heroicamente en una guerrilla,
bajo el verdor de un molle de nuestra tierra, al descubrir que Etelvina
le engaña con el turbio Basilio; el Sebastián aquel, ¿no es de todas
las horas y de todas las patrias, aunque no sean de todas las horas y
de todas las patrias los sones de clarín y los brillos de chuza que des-
conciertan
y atemo:i2an al
hornero, al churrinche y a la torcaz? De
la mism.a suerte, y sin salir de "Yuyos"', ¿no es de todas las épocas y
rie todos los pagos, —
a pesar del rasgueo de las cuatro guitarras que
riman una polca de compás furioso, y a despecho de la encamada don-
de
orejaba el caballo nativo d3 manos finas, aquel —
Juan, bundo
vaga-
y conquistador, de espuelas con rodajas y poncho a los tientos,
que per no ser jamás pájaro de jaula y tordillo de soja, se va sin
pena, cuando concluyen el querer y el goce, dejando en lloros a los
ojazos negros de Malvina? ¡Tipo humano y eterno el tipo de Juan!
¡Tipo quG ya explotaron un nicnje español, un noble británico y un»

poeta francés! ¿Sabéis lo que cantan aquellas vihuelas, cuando el ballo


ca-
del desdeñoso
galopa por los campos con olor a trébol? ¡Pues
las cuatro vihuelas cantan, a coro, el inolvidable minué de Mozart!
¿No es humano, también, el zonzo Malaquías? ¡Vaya si es humano!
Hum.ano en lo campuzo y en lo pueblero, humano siempre en todas
partes, humano y universal como es humano y universal el hipócrita
oue se ascender
sirve, para sin dificultades, del vicio ajeno y la
estultez ajena. En la política, en el comercio, en la literatura, en
los corrillos universitarios, en las montoneras revolucionarias, donde
se reúnen más de seiscientos hombres, estad seguros de tropezar con
un hermano de semilla y de vientre del zonzo Malaquías.
Y, ¿qué me decís del lírico don Marco y del crédulo Hércules? ¿No
son universales? ¿No sen copias tomadas de la realidad? ¿No los
conocisteis y les tratasteis en vuestro paso por los clubs de la montaña
y de la llanura? ¡Miserias del hombre! ¡Saínetes trágicos de la vida!
¡Los mismos sois, para el que sabe ver, donde el galgo europeo sigue
per-
a la liebre
y donde el puma índico persigue a la venada! ¡El do-
lor
es universal, el vicio y la virtud son universales! ¡La obra eterna,
la obra que realizan incesantemente la fuerza y la materia en lo cor-
póreo
y en el espíritu,es una y sólo una donde gorjea sus amores el
ruiseñor y donde la calandria silba sus amores! ¿Qué importa el bol
ár-
donde se canta, si es una y sólo una la canción hum.ana y versal?
uni-

Los matices cambian, pero no la esencia, siendo el regionalismo de


los iluminados una de las muchas formas o cantares de lo univer-
sal.
Página humana, página sin país, —
a despecho de las bombachas
y el mate y los sarandL-Ees y el rancho de terrón, —
aquella página en

que Fabián reconoce que es hijo suyo el chicuelo abofeteado por las
9
furias de López, el amante de la adúltera y hermosa Catalina, como
es miserab'e y tristemente real aquella página en que Julio, sorpren-
dido
en mitad del campo por la cerrazón, que da a las cardas porciones
pro-
de ombú, se deja reconquistar por las molicies y las rias
luju-
del rancho do Füomena.
¡Cosas de la costumbre! ¡De la voluntad débil! ¡Cosas humanas!
El alcohol, el hábito la humedad
y influyen sobre los rumbos del píritu,
es-

como la cerrazón, que cubre al campo con su poncho gris, in-


fluye
sobre las líneas y los colores de la roca, la vaca y el caraguatá.
y la universa'iidad, esencia de la esencia del regionalismo, —
como es
esencia de la esencia de todo lo humano, la hallaréis en los cuentos —

dr "Leña Seca", lo mi'mo que en los cuentos de "Yuyos"', dos colec-


ciones
de relates criollos
publicados por los muy meritorios talleres
de Bertani. Virgilio,a quien las ambiciones
El aguador de un grupo
de embriagan con
notables las mieles de la más pasajera popularidad;
Facundo, a quien enlodan hasta la ignominia el látigo del jefe y el
ocio cuartelero; Policarpo, que lucha sobre las lomas por una enseña
por más que le desplacen enormemente los cuchillos que se visten
de púrpura y los puños que todo lo esperaban del bárbaro rejón;
Maura, la chiquilina jovial e impúdica, a quien lo mismo da que la
rapten las esbelteces gallardas de Liborio, que las rudezas burdas
del ingalán Nemesio; Luis, dispuesto siempre a casarse con Claudia,
y siempre seguro de repartir los besos de la moza con los milicos co- mo

Serapio; Ismael, que vuelve al nido donde quedó la esposa pable,


cul-
porque le dice un viejo, ladino y sentencioso, que las marcas
se contramarcando;
b:^rran y, por último, a fin de abreviar estas citas,
aquella Blasa, cuyo deedén se rinde al desdén, como la heroína de la
más célebre comedia ds Moreto, prueban que hay mucho de universal
en el regionalismo que relumbra y seduce en las mejores páginas ds
"Leña Seca".
Digamos ahora, — antes de hablar de una novela que quiero bien,

que este autcr nuestro ha escrito para el teatro y que el teatro
de ese autor nuestro es igualmente regionalista, lo que me sabe a
miel cobre
hujuelas, porque a mí me emborrachan, como el vino sal-
teño, todos los perfumes que vienen del pazo. ¡Qué hemos de hacer-
le!
Hijo de europeos, tíe europeos leales y agradecidos al país, donde
sus amores echaron flor, adoro a mi país, a pesar de que sé lo mismo
que los otros de libros galos y de españolas letras. Esa virtud no
es mía, sino de mis padres, que consiguieron que el himno y la ban-
dera,
los horizontes "de las llanuras de la heredad donde se amaron
con probo amor, fuesen
hijos de blanco, no
para sus cutis sólo la pa-
tria
querida siempre, y
partes con orguUosa en todas
solicitud y fe
devotísima. Por eso son bellos para mi espíritu y para mis ojos, con
Inmortal y santa belleza, los montes y las gramillas y las lomadas del
pago mío, como me angustian las pesadumbres y los ensueños y log
lunares del alma criolla, tan bien descrita en todos sus relatos por
el pincel valiente y encantador de Javier de Viana.
No hablaré de las obras dramáticas de éste. No han sido cadas
publi-
y las conozco mal. La
impresión de una noche es fugitiva y
e? engañosa. La obra perdurable es la que se impone te
victoriosamen-
en la doblo prueba de la visión y de la lectura. El reposo bundo
medita-
de la lectura, muchas veces condena lo que hemos aplaudido en
10
las nerviosidades de la visión. el teatro, ante las candilejas, pensa-
En mos
con el cerebro de la muciiedunibre, más que con el razonar del
cerebro propio. Me contentaré, pues, con recordaros sencillamente loa
títulos de las obras que vosotros y yo hemos aplaudido como si se

tratase de un triunfo nuestro. Esas obras son seis: dos de tres actos,
"La Nena" y "La Doto a", y cuatro de uno, "Puro campo", "La macho",
mari-
"Al truco" y "Pial de volcao". Esta última llevaba, el 15 de
octubre de 1913, más de doscientas representaciones, sir:i que el blico
pú-
manifestase displicencia o aburrimiento. Y paso ya a ocuparme
de la novela que Viana ha bautizado con el nombre genérico de
"Gaucha".

"Gaucha", ccm.o reza uno de sus anuncios, es un ensayo de cología


psi-
nacicnal o zónica.
Su autor ha escrito en el prefacio de la segunda de sus ediciones:
— he
querido nunca
"No defenderme de los cargos que se me han
hecho, a propósito de esta novela.
"No he querido nunca defenderme ni defender mi libro.
"Una obra de arte vivo por sí so^a, no necesita explicaciones, y si no
está animada por el soplo divino, inúti'es son los esfuerzos del autor
o de extraños, para mantenerla en pie. La eterna sucesión de nes
huraca-
desgaja y no arranca al roble erguido en la montaña, y las pá-lidas
O'.quídeas no tardan en a',otar su efímera existencia en la pro-
tectora
tibiedad del invernáculo. Bien sé yo que no es un roble mi
"Gaucha"; pero amo considerarla un humilde molle de la sierra, que
el extranjero mi. ara con desdén y que el hijo de mi patria contem-
plará
con algún cariño, un molle de la sierra, que hace muchos años
está allí, hundidas las raíces en las grietas de las rocas, mada
desparra-
sobre peñascos la oscura y enmarañada cabellera. Entre ella
han quedado voces de muchos pamperos que ent.aron por el abra y se
rompieron en las cumbres; entre ella duermen cantos del sabia
que alegró las luminosas mañanas de los amores sencillos, y grazni-
d:s del cuervo que se cebó en la carne de orientales caídos en la loma,
con una divisa en el sombrero y una mohai-ra en el pecho. Entre las
tupidas y pa.das ramazones crecen tiernas caicobés y se ocultan ces-
tillos de miainumbís. Sobre los
espinosos se ha detenidotallos más
de una vez el ave grande que mora en los yatays... ¡Oh! no es
'Gaucha" el estudio de uno de esos penosos problemas sociales y mo-
rales

que se enroscan ccm.o culebras furiosas en u pecho de la hu- manidad


desorientada en el opaco crepúsculo de tute siglo grande y
extraíío. Pero es humilde pintura de mi tierra, vi jca con cariño, sen-
tida
con pasión y exp.esada con sinceridad. Y r-'^que me empecino
en creer que es "Gaucha" una obra de sentimiento, una obra de ver-
dad

y hasta una obra de ciencia, es que no logro convencerme del todo


de que sea un esfuerzo perdido."
¿Un esfuerzo perdido?... Vamos a ver.

¿Cómo aplica Viana el método de los uoveladores psicológicos a


nuestro ambiente?
Estudia el oiigen y la educación de sus personajes. El carácter es

11
hijo de la herencia y de la cultura. Estudia, igualmente, el medio matológico
cli-
y el medio social, porque aquél y éste influyen de un modo
poderosísimo en el desenvolvimiento y en la cristalización de la per-
sonalidad
humana. Los estudia pródigo, con largueza, sin economías
de pintoresco ni ahorres
estilo de análisis iluminador, complaciéndose
en que sobresalgan todos los pormenores que dan relieve, vida, sello
y lógica al conjunto. Sabe de primo.es y de crudezas, poniendo al
servicio de éstas y aquéllos un lenguaje gráfico y abundoso, que se

distingue por su amplitud y por su armonía. Abulta la verdad, dando


a la verdad contornos de balada romancesca o de relato épico, por
razones de temperamento individual y füiación retórica, lo que no

me extraña y lo que no censu.o, pues no hay artista,digno de este


nombre, que noguste del ensoñar feciuido y que no tenga sus cánones
estéticos. El verdadero artista, el artista de genio, el shakesperiano,
traduce la esencia de la verdad; pero, al traducirla al lienzo, le ve
en armonía con el fin que persigue, porque la forma y los matices de
la ve. dad cambian, como cambian la forma y el matiz de las bes,
nu-

según el lado por que la hiere el sol. El narrador nuestro no tradice


con-
la verdad al abultarla con sus toques artísticos,sino que la
verdad, herida
por el sol de sus ensoñares, toma otros colores y otros
contó, que
nos los contornos y los colores con que la ven la dumbre
muche-
y la medianía. Una mezquita es siem.pre una mezquita, como

un combate es siempre un combate, y como un corazón es siempre


un corazón; pero el pincel vulgar y el análisis superficialísimo no
reproducirán la mezquita, el combate y el corazón como saben cerlo
ha-
ios ojos de Fortuny, la paleta de Meissonnier y el lápiz aguzado
tíe Balzac.
Es
muy posible que esta afirmación mía no regocije a los grandes
maestros como Reyles y como Viana. Un filósofo, com.o Vaz Ferieira,
o un estético, como Rodó, vacilarán antes de resolverse a os
manifestar-
categóricamente cuál es la más fiel y la más hermosa de las varie-
dades
tíe la verdad. Un creaciones
artista noveladoras,
activo mo
co-
en

Reyles y como Viana, ve la esencia de la verdad, como el filósofo


expe.imeiitado y como el estético que abunda en doctrina; pero ve
la verdad, como imaginación, en sus detalles y en sus matices, como
verdad única, convencido de que su verdad es siempre la verdadera,
porque la verdad que se hechiza y la verdad que vierte, es la verdad
ilum.inada por la luz vivísima del numen suyo. ¿Quienes se engañan?
No se engaña ninguno de los dos criterios. El estético y el filósofo
aciertan en sus dudas; pe:o los noveladores aciertan también en lo
categórico de afirmación, porque
su la verdad de los noveladores es
la verdad de su íntimo, la verdad
mundo sugestiva, la verdad amorosa-
mente

intelectualizada, en que se refleja la verdad de los seres y


de las cosas a través de los vidrios de aumento del arte embrujado.
El hé.oe literario, por más autónomo que quiera ser, no surge a la
vida sin pasar por el laboratorio del claustro moderno de su dor,
crea-

adaptándose fatalmente al molde psíquico de


que sale, como la
llanura, el monte, el rio y el cielo, para ser belleza, necesitan vestirse
de cierta reverberación espiritual, aunque esa reverberación no sea
tan fantástica como la que se nota en las láminas fascinantes de
Gustavo Doré.
He dicho que Viana reproduce la esencia de la verdad y abulta
12
los detalles de la verdad, como todos los Ingenio fecunda-
artistas de
óor. Necesito explicarme. Viana toma un tipo y vierte, al traducirle,
lo esencial del eterno tipo criollo en el tipo suyo; pero si el tipo peca
de montaraz, el narrador nuestro traduce todo lo montaraz en la cria-
tura
de sus amores, a fin de que ésta sea, por acumulación, el tipo
psicológico de su especie o familia. Viana ve un paisaje, y describe
el paisaje como el paisaje es la naturaleza de nuestro pago; pero, al
verterle no hay arruga de árbol ni sombra de risco que no traslade
ai lienzo, siempre que esta y sombra
aquella arruga sean toques
hermosos, lo que produce, resultado, el que la verdad
como suya nos

parezca abultada, por falta de agudez en la visión nuestra. Y esto,


que apenas se nota en sus cuentos, se nota fuertemente en "Gaucha".
Lo mismo acontece con las pasiones, con los modos o dolencias del
espíritu que analiza ccn maravillosa sagacidad, hasta que el origen,
la cultura, la complexión, el hábito y el medio de sus personajes le
conducen a un tipo que no es el tipo común, aunque ese tipo sea,
por las causas engendradoras a que obedece, un tipo capaz de cer
na-

y vivir en el universo de las realidades más verdaderas. Así su

romance, siendo vida de campo y vida de alma, es labor de belleza


y labor de ensoñares más que otra cosa, impide
lo que,
que lo no
esencial del espíritu y del decir de la nuestra, estén
campaña culpidos
es-

en aquellas páginas con un relieve audaz, verista y cromado,


poli-
tan digno de elogio como de duración. ¡Oh el arte! ¡El
arte que funde la esencia de las razas en el modo de ser de sus

criaturas, siempre dclorcsas y siempre nuevas! ¡El arte, el arte exi-


mio
y triste, es aquel elixir de vida joven y de vida inmortal con que
soñaba el genio embrujado de Althotas!
Viana insiste, no pocas veces, sobre el carácter supersticioso de
nuestros camperos. Léase su cuento "Juan Matapájaros.
"¿Cuál era su verdadero nombre?"
Nadie lo sabía. Ni él mismo, posiblemente. Unas veces era zález,
Gon-
otras Rodríguez o Fernández
Pérez, y si alguien le hacía o
notar las contradicciones, encogíase de hombros, respondiendo:

¡Qué sé yo!... ¿Qué imperta el apelativo?... Los pobres semos
como los perros: tenemos un nombre solo... Tigre, Picazo, Nato,
Barcino... ¿Pa qué más?..."
En su caso, en efecto, ello no tenía importancia alguna. Era un
vagabundo. Dorm.ía y comía en las casas donde lo llam.aban para
a'gún trabajo extraordinario: podar las parras, construir un muro
o hacer unas empanadas especiales en días de gran holgorio; compo-
ner
un reloj o una máquina de coser; cortar el pelo o redactar una
carta. Porque él entendía de todo, hasta de medicina y veterinaria.
Terminado su trabajo, que siempre se lo remuneraban ccn unos
pocos reales — lo que c: úsieran darle, —
se marchaba, sin rumbo,
al azar.
Todo su bien era una yegua lobuna, tan pequeña, tan enclenque
que, aun siendo él, com.o e. a, chiquitín y m.agro, no hubiera podido
conducirlo sobre susjornada lomos
entera. durante una
Pero Juan marchaba casi tc^o el tiempo a pie, llevando al hom-
bro
la vieja escapeta de fulminante, que no lo abandona jamás.
El iba delante, la yegua detrás, siguiéndolo como un perro, de-

13
teniéndose a trechos para triscar la hierba, pero sin quedar nunca

rezagada.
Algunas veces se presentaba el regalo de un trozo de camino bierto
cu-
de abundante y sustancioso pasto, y el animal apresuraba los
tarascones, demorábase, levantado de tiempo en tiempo la cabeza,
como implorando del amo:

"Déjame aprovechar esta bolada."
Y Juan, comprendiendo, sentábase en el suelo
y esperaba pacien-
temente.
De todos modos, nunca tenía prisa, puesto que nunca iba
a ninguna parte preestablecida. Un trozo de carne fiambre y un

par de galletas, siempre tenía para la cena, y para dormir, ningún


colchón más blando que la tierra y ningún techo mejor que el gran
techo del cielo.
Luego, contentos los dos, volvíanse a poner en marcha. Juan se
detenía a menudo para hacer fuego sobre todo pájaro que se le pre-
sentaba
tiro. Porque,
a habitualmente, sólo mataba pájaros. Recién
cuando le escaseabanlas municiones y el dinero para reponerlas, dig-
nábase
tirar sobre lieb.es y venados, únicas piezas que recocía, para
trocarlas luego, en el primer boliche, por pólvora y perdigones.
Cuando en el rigor de las siestas los pobladores cercanos al no
cami-
oían una detonación, exclamaban convencidos:
— "Ahí viene Matapájaros."
Y cavilaban qué podrían aprovechar la oportunidad de su pre-
en sencia
y sus múltiples habilidades.
— Ahí anda el loco'e los pájaros decía otro, sin demostrar la —

menor extrañeza.
principio despertó general curiosidad
Al aquella guerra da
encarniza-
a los inocentes pajaritos, pues conviene advertir que Juan jamás,
hacía fuego sob;e las águilas, caranchos ni chimangos: las rapaces
le merecían todo respeto.
Andando el tiempo, todos se convencieron de que era una chifla-
du:a como otra cualquiera, y no se preocuparon más. El, por su
parte, taciturno, guardaba empecinado silencio ante todas las pre-
guntas
que al respecto le hicieran.
En un atardecer lluvioso iba malhumorado, pues en el transcurso
de una hora de marcha a pie no había encontrado un solo pajarito
que ultimar.

escuenden!
¡Se — exclamaba con rabia; —
¡pero es al ñudo;
porque acabaré yo por encontrarlos ! . .
.

Andando, vio en lo alto de uno de los palos de una cancela, un


nido de hornero. El macho, muy tranquilo, muy confiado, hacía guar-
dia
a la pue.ta de su palacio de barro.
Juan, respetando la superstición gaucha, niinca había tirado sobre
l05 horneros. Ese día vaciló.

¡A fin de cuentas, pueda .ser qu'está ahí no más!...
Tras unos momentos de indecisión, se echó el fusü a la cara, tó,
apun-
apretó el gatillo...
Siguióse una tremenda detonación y el vagabundo cayó en tierra,
cubierto de san: re, la cara y el pecho destrozados por los trozos de
acero del cañón del arma, que había reventado con extraordinaria
violencia
Lo recogieron moribundo, y sólo entonces, en medio de las incohe-
14
rencias del delirio, reveló su secreto:
— Cuando se me juyó mi mujer... la vieja Casilda... me echó las
cartas... Luisa muerta... su alma escondida en un pajarito... ¡P
hacer arterías la indina! ¡Juré chumbiarle el alma!... ¡Dejuro qu'
"
estaba adentro'el hornero y m'hizo reventar la escopeta ! . . .

Pero hablem.os de la obra, hablemos de "Gaucha".


El drama ccu.re en la sección policial más extensa de Minas. La
locomotora detiene en
se pórtico aquella soledad,
el de donde can
bus-
matreraje
asilo el fiero y la partida revolucionaria.
Allí se mata, se roba y se estupra.
—"Altas y ásperas sierras, por una parte: por otras, campos bajos,
salpicados de bañados intransitables y estriados de cañadones gosos;
fan-
dilatadas selvas ds paja brava, achiras y espadañas, cuyos
misterios sólo conocen el aperiá y el matrero; sarandizales que den
mi-
centenares de metros, formando en invierno imponentes lagunas
y temibles lodazales en verano; regatos de monte no tan ancho como

sucio; arroyos de honda cuenca y de arboladas riberas, y, finalmente,


el Cebollatí, el río de largo curso, grueso caudal, rápida corriente, va- dos

difíciles e intrincada selva. La topografía del terreno ayudaba


admirablemente a los bandoleros.'
"Los antiguos moradores de aquella comarca conservan el do
recuer-
de más de una tragedia que sembró el espanto en el contorno. Los
estancieros habían construido por viviendas formidables edificios, es-
pecie
de castillos con recias murallas de piedra a los cuatro vientos,
pequeñas ventanas enrejadas y escalera interior para subir a la
azotea, coronada de troneras. Al oscurecer se cerraba la única puerta
exterior, atrancándola con fuertes barrotes de hierro. Y adentro, —

mientras se en cenaba
amplio el con comedor mal iluminado vela
de tufo
apestoso, los hombres comentaban
— el último asalto o

la reciente fechoría, y las mujeres y los niños escuchaban dos,


páli-
dejaban enfriar la grasa del asado de oveja y se estremecían
cada vez que ladraban los perros o gritaba cercano un terutero.
"La noche era toda inquietud y sobresaltos, interminable tia".
angus-

Hay que pasar las picadas con la pistola dispuesta en la mano.


La policía es menos fuerte que los bandoleros, reunidos en gavilla
y cuyos jefes son señores feudales. ¿Una moza les gusta? Pues al
monte con eUa. ¿Un hombre les estorba? Pues a puñaladas se cluye
con-
con el estorbo. El puñal gobie:na en las vertientes de la serra-

lu'a, como gobierna


el pico del milano sobre las agudeces de sus

crestones. sombrío, rudo, elemental:


Todo es ¡las cumbres, las abras,
las frondas, los cariños, los odios, los recuerdos y los esperanzares!
"Entretanto en lo indefenso, en las bocas de la cueva, — mían
dor- —

tranquilos los pebres diablos, chacareros, agregados y pues-


teros,

abrigados

por sus miserables ranchos de terrón y paja
brava. ¿Cómo vivían? ¿Cómo escapan a la saña del matrero? Vivían
con la tranquila indiferencia de la golondrina que anida bajo el
alero de la casa, o del terutero que picotea junto a los postes del
"gua;dapatio". No había, en la miseria de sus viviendas, nada que
despertase la codicia. Además, casi todos ellos estabas en buena monía
ar-

con los matreros, a quienes no dejaban de prestar pequeños


pero útLes servicios. En un tiempo fueron aliados de las policías, y
1.5
más de una vez las acompañaron en las batidas a los montes; pero
como notaran que la autoridad no era jamás la más fuerte enaque-
lla
incesante lucha, a los
la venganzaque de escaparon los malhe-
chores
26 pasaron a su campo, o, por lo menos, observaron una tralidad
neu-
complaciente. ¡La ley de la vida!..."
Allí tropezaremos con don Zoilo.
Don Zoilo es taciturno, huraño, rezongón. Don Zoilo doma con
maestría y teje lazos con habilidad. Don Zoilo es el antiguo peón
de una estancia de aquel peligroso desierto, peón que se ha refugiado
en tapera, lo mismo
una que un buho, como un gato pajero, como un
cimarrón de ojos centelleantes y largos colmillos.
Don Zoilo no habla, no recibe visitas, es de genio lunático, trenza
con arte y bebe la caña en botellas de a litro, sin qtie las inmensas
borracheras que toma le ablanden el corazón o le
aflojen las pier-
nas.
Es muy viejo, pero muy valiente, aquel yaguareté que se llama
don Zoi'o.
— "Nunca
se le conoció familia, aunque algunos aseguraran que
tenía hermana;una nadie sabía de él otra cosa sino que había
llegado al pago siendo muchacho y no había vuelto a salir de allí,
viéndosele siempre solo, taciturno, hostU a todos los seres nos,
huma-
de los cuales parecía no haber heredado más que la forma. Para
los mozos era un tipo único, siempre igual, sin modificaciones de nin-
guna
clase. Vestía en todo tiempo el mismo saco, que ya no tenía
forma ni color; el mismo chiripá de manta "colla", el m.ismo brero
som-

informe y el mismo poncho desgarrado y desflecado. Y si su


vestimenta no había va.iado, su físico tampoco: viejo le conocieron
los muchachos que habían muerto de viejos, sin notar una ción
altera-
es su fisonomía, ni un hilo blanco en su melena. Sus tricidades
excen-

y rarezas causaban admiración al forastero, pero pasaban


sin despertar la atención de las gentes comarcanas, ya habituadas al
extraño personaje. Hubiérales admii'ado, en cambio, verle reír o usar

alguna clase de calzado, mudanza de hábitos inveterados



muy paz
ca-

de poner en revolución la curiosidad del pago. Bajo y fornido,


de rostro anguloso y grande, de ojos encapotados y torvos, de larga
nariz curva, de tez tostada, de escasísima barba negra y de larga
melena lacia y sin cana,
una don Zoilo tenia
aspecto feroz de un
bestia huraña y peligrosa. Su voz gutural semejaba un gruñido sor-
do,

y ru mirada, que sa'ía de entre el montón de cejas y el abulta-


micnto de los
como una párpados
claridad de entre rocas, denotaba
desconfianza felina. Era, sin embargo, un hombre bueno. A lo menos,
como tal debía considerársele, pues que nadie le conocía ningún cho
he-
criminoso, ni otra maldad que su antipatía hacia todo ser vi-
riente, debido a la cual ni los perros paraban en su casa; y asi lo
probaban los varios cachónos que había criado y que no tardaron
en huir, no se sabe si acosados por el hambre o por la rodajas de las
lloronas del amo."
Don Zoilo tiene un amigo, que también es a modo de engendro de
la soledad: "el rubio Lorenzo, bandolero célebre, jefe de una gavilla,
audaz romo ninguno, feroz como chacal presumido
y como mujer".
Casilda, la hermana de don Zoilo, muere encargándole que se ha-
ga
ca-gü de su hija Juana. Don Zoilo acepta, aunque es incapaz de
sentir afección alguna. El órgano sin uso se at-ofia. Lo mismo suced*
16
iiifia. Y así estaban largos minutos, boca arriba, con los ojos dos,
cerra-
bebiendo el sol candente del mediodía, embriagados con el aroma
del trébol, de las margaritas y manzanillas. Juana había inventado
aquel juego, "jugar a los muertos"', como ella decía, dando una presión
ex-
de profunda melancolía a su linda carita. Primero juntaban
margaritas blancas, con las cuales adornaba todo su cuerpo: la ca-
beza,

el pecho, las orejas y los labios... después "morían". Al prin-


cipio
a Lucio le pareció aquel juego extraño y feo; más tarde, po-
co
a poco, la tristeza de Juana le fué invadiendo y llegó a encontrar
im placer verdaderolanguidecer, anonadarse,
en "morir". Cuando el
éxtasis pasaba, se ponían en pie de un brinco, se abrazaban, se saban
be-
con los ojos llenos del ágrimas, e imposibilitados para seguir
jugando, se apartaban y se separaban en silencio, sin una palabra
ni una mirada más".
Es claro que Lucio, a medida que va creciendo, se enamora de na,
Jua-

y que la va a buscar, después de breve lucha, al rancho de don


Zoilo.
Lucio, recibido por el viejo aversión
con y por la joven con alegría,
comparte la comida frugal de Zoilo y de Juana.
don
— "En medio de los dos jóvenes, alegres, contentos, rebosantes de
afectos, don Zoilo era una antítesis viviente. El eterno ceño de su
rostro bravio, era como una mancha oscura en un cielo claro; cha
man-

oscura que, sin aumentar de tamaño, se iba haciendo cada vea

más opaca, así que aiunentaba la claridad del cielo. Como si la


alegría ajena le insultara y le hii'iera, dirigía terribles miradas a

sus dos comensales. Otras veces fingía no ver; cogía con los dedos
la costilla de carnero, clavaba en ella los dientes, y de un tirón rá-
pido,
— imitando a los perros, — arrancaba toda la carne de un do,
la-
repetía la operación del otro lado, arrojaba el hueso y se ponía
a masticar con ruido, haciendo rechinar de cuando en cuando sus
treinta y dos piezas dentales. cejasLas contraídas, los bigotes zados
eri-
la rigidez de la faz, denotaban su agitación. La mancha cura
os-
y
crecía; equivocaba
se creer que el
su a era odio Lucio el odio
instintivo profesaba a toda
que la especie: le odiaba más, a cada
instante más. ¿Por que? ¿Amaba a Juana, creía necesario su cariño,
y, viendo en el forastero un enemigo que venía a disputársela, se
aprestaba a la lucha? ¿Era su afecto que había nacido te
repentinamen-
en su alma seca, como nace una planta epífita en la dura corteza
del coronilla? ¿O era el inm.enso egoísmo que le obligaba a defender
aquello que consideraba suyo como su tapera y su malacara, sus

herramientas y sus guascas "J


¿Se aferraba a la posesión de aquella
perp(!na por un sentimiento noblemente desinteresado, o la disputaba
como la fiera disputa el hueso inútil, sólo porque es suyo, porque lo
ha ganado con su fuerza y sólo a otra fuerza mayor ha de lo?...
ceder-
¿Por qué el toro impide a otro toro que se acerque a la
vaquillona que acaba de poseer? ¿Por qué niega a los otros un placer
y una satisfacción que no disminuirá su placer y una satisfacción que
no amenguará la suya? Luchar por el mismo trozo de carne, es to;
jus-
pero luchar por lo que se ha dejado, por lo que no se puede
comer, ¿por qué motivo? ¿con qué objeto?... El luchaba, sin em- bargo".

El tipo de don Zoilo está pintado «on mano maestra. Es más que
18
un tipo; es toda una especie. Es más que un hombre; es el alma, cha
he-
carne, de la soledad.
Lucio siente el odio del trenzador. Aquel odio es un obstáculo in-
euperable para sus amores. Le abruman la tristeza y el desconsuelo.
Es verdad origen, tiene a la melancolía
que Lucio, por por razones de
compañera. Esta compañera no le deja jamás. Su melancolía es una
dolencia sin posible cura. ¿India? ¿Judaica? ¿Mora? Es muy posible,
como resultado de la raza y del medio.
Lucio y Juana se pierden en el pajonal.
— "Sin resistencia, él la siguió, conducido de la mano. Su rostro
ardía, sus ojos brillaban, sus labios temblaban y su corazón latía fu-
riosament
Como la senda angosta, sus
era cuerpos se rozaban a

cada instante, y a cada contacto el joven sentía una llama extraña


incendiarle la sangre... De pronto, Juana lanzó un grito y quedó
inmóvil, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Lucio, mente,
brutal-
estúpidamente, había soltado la mano, abrazándola y miéndola
opri-
con toda su fuerza. Al mismo tiempo, sus labios buscaban
los labios de Juana y la quemaba con su aliento de fuego. Intentó
voltearla, y ella de un salto brusco se escapó de sus brazos.
"Entre las pajas, que casi la cubrían, con la rubia cabellera en
desorden, muy pálida, muy contraídos los labios
delgados, permane-
ció
mirando a su agresor con una ^''•"ible expresión de fiereza y de
orgullo. Las pupilas azules se hab^,. -. oscurecido y su mirada era

aguda y brillante como una lámina de acero; mirada de desprecio


y de desafío, mii'ada de amo al lacayo insolente... Lucio la recibió
como un latigazo en medio del rostro. Palideció a su vez ante el in-
sulto,
y su primer impulso fué arrojarse nuevamente sobre la joven;
en seguida, otra voz le habló, dejó caer los brazos y bajó la cabeza
tn la actitud de la fiera domada. Después, con frase humilde, —

una frase que se arrastraba por el suelo como perro castigado, —

empezó a hablar y a rogar, sin alzar la vista, fascinado por aquella


mirada que sentí clavada en él, imperiosa y dura".
Lucio, creyendo que está ofendida profundamente, se humilla y
llora. Ella, compasiva, le reconviene meditabunda.

"¡Cómo! El, el sostén, el auxilio, el amparo, el hombre el "ma-
rido",
todo— lo que ella había ideado y acariciado, ¿no deseaba otra
cosa que el placer brutal? Ese placer que ella apenas presentía sin de-
íearlo, se le presentaba como una dolorosa necesidad; sacrificio gra- to,
pues debía darle la satisfacción de los hijos; y tener hijos era su

ideal; cuidarlos, amarlos, emplear en ellos la inmensa ternura de


su alma. Era hasta una necesidad que ella sentía; una necesidad para
apagar las pavorosas inquietudes de su espíritu. Su existencia dría,
ten-
al fin, una razón de ser. En cuanto a Lucio, lo amaría mucho,
mucho, por el inmenso bien que le aportaba; lo amaría como el espo-
so,
como el padre, como el compañero, como el jefe y sostén de su ho- gar.
Su espíritu, que tenía extrañas lucideces, clarividencias cestrales,
an- —

se preguntaba
— si podía existir el amor por el amor; y
se contestaba que no: que éste debía ser un accidente de la vida, pe- ro
no la vida entera. La vida entrañaba una misión más grande.
¿Cuál? .Lo ignoraba, esas cosas no se saben: el azar la descubre
y el tiempo las realiza. ¡Y Lucio, el elegido, pensaba en la brutali-
dad
del amor, exigía y esperaba de ella solamente la brutalidad del
19
amor!... No; ¡no podía ser así! Ella sería muy desgraciada, muy
desgraciada . . .

"Y sollozando recostó la cabeza en el hombro de Lucio, que ba


trata-
de consolarla y de
sincerarse.

"¡Pero no! ¡pero exclamaba
no! —
desesperado. ¡Si yo haré
todo lo que vos quieras, todo lo que vos me mandes! ¡Pero no llores,
no me quieras mal!"...
Y Lucio, después de darla un beso inocente, se aleja del salvaje
rancho de don Zoilo.
Juana se queda en el pajonal, con sus recuerdos y con los mos
mutis-
del viejo yaguareté.
Oid:
— "Tído un pasado de melancolías, de ambiciones
— no satisfechas,
de esperanzas tronchadas, de ensueños marchitados, de placeres completos
in-
pesaba sobre ella y la envolvía como una niebla gris,
densa y fría. Producto de aquel héroe frustrado, — visionario mántico,
ro-
arrancado a su delirio de cosas grandes por un vuelco pentino
re-
del azar, —
y "de aquella china viril, destinada a engendrar
hijos de matreros, morrudos y vigorosos, resultó ella, por herencia
atávica, un fruto exótico sin destino ni misión. ¡Nunca, nunca, bía
ha-
sido ¡Oh! evocando
feliz! recuerdos veía ahora bien claro el pa-
sado,
y el porvenir vagamente alumbrado por la luz de su mento
tempera-
enfermizo. ¿No habían sido su niñez, ridículos monstruosa
sus juegos, siniestros sus placeres?... Sí; la chicuela que corría por
las lomas, al gran sol, suelto el cabello y desnudos los pies, riendo y
llorando tiempo, era la misma
a un joven que ahora penaba, langui-
deciendo
causa sin
justificada y sin motivo aparente. Cuando creyó
que había empezado su verdadera vida, vio con horror que lo que
tomara por un sol esplendente, era la misma estrella pálida que bía
ha-
alumbrado la senda penosa de sus primeros años".
¿Podría salvarla, torcer su destino la pasión de Lucio? Escuchad.
—"En un principio tuvo fe; creyó que del afecto de Lucio día
depen-
el rumbo de su existencia, y cuando se supo amada, trató de en- gañarse,
diciéndose que el hogar, los hijos, el esposo, la vida gada
sose-

y llena de afectos era su ambición, sería el cumplimiento de la


misión que íe estaba encomendada en el mundo. Y, sin embargo,
cuando la inquietud tornó a invadirla, su confianza se desvaneció y
so sintió irremisiblemente condenada. En el desequilibrio producido
en su espíritu,en el completo descorazonamiento ocasionado por aquel
gran desengaño, no se le ociu-rió pensar que hubiera equivocado el
camino y que la felicidad podía existir en otra parte. Condenada,
fatalmente, condenada por delitos que no había cometido, sentía
en el alma la laxitud de las luchas irrazonables, el "no puedo mas"
que hace desear la muerte como último y supremo alivio. ¿Cómo
luchar contra un destino feroz que se complacía en acercarle a los
labios la copa de la dicha, para alejarla brutalmente cuando iba a
saciar su sed? ¡Oh, la pálida estrella que alumbraba la senda de su
vid, sonriendo con expresión malvada!... Y su existencia se le apa-
recía
delante, uniforme y quieta, árida y sombría, como inmensa
planicie erial".
Gaucha es nuestra tierra. Su lucha es la lucha de nuestra raza.

¡Ensoñares godos e instintos selváticos, ansias de subir que no pue-


20
den subir culpa por la de la materia primitiva que los aprisiona!
¿Vais comprendiendo?
Gaucha es nuest.a tierra. Lo maternal el suelo, la empuja hacia
el monte, —
lascivia y libertad, en — tanto que la rama paterna,
el espíritu,la empuja hacia lo azul, — fantasía y código. ¡Así tiene
que ser, hasta que la cultura del suelo verde ascienda hasta la do-
lorosa perfección de los imaginares!
Es claro que Gaucha no pudo analizarse con tanta sutileza. De
ahí los abultamientos de que antes hablé. La virgen debió sentir
lo que sentía, de confuso, sin premeditarlo ni comprenderlo,
un modo
como un repentino y diabólico de su voluntad.
anonadamiento ¿Por
qué? Por ley de ambiente y ley de cultm-a. ¿Es esto un defecto?
No, pues como ya he explicado, los héroes de Viana, antes de vivir
en el libro del novelista, vivieron nueve meses en el cerebro de Ja-
vier
de Viana.
Gaucha, si se la mira desde otro aspecto, es un caso clarísimo de
herencia y lasque la rodean, parecen
cosas engendros de una tad
volun-
imperiosa y firme, de la voluntad colérica y fuerte de lo montes;
pero neutralizando el influjo del medio y de la educación, en la niña
perduran y se hacen más hondas las dulces indolencias y las inde-
finibles
saudades de Luis. ¡Es que su alma es el alma del emigrado
de ojos azules que luchó contra Oribe por odio a Rosas!
Sigamos.
EJntonces aparece Lorenzo Almada, hijo de un viejo soldado de las
guerras civiles. Lorenzo es desidioso y haragán, osado y bravio, des-
pótico
y cruel. Esquilando, corriendo carreras junto a las pulperías,
cuarteando diligencias del sur al norte y del norte al sur, pasó su
niñez llegó a adolescente.
y Un comisario le encerró en un cuartel,
entregándolo a un jefe de batallón, y en el cuartel pervirtióse,cra-
pulizándcse, hasta salir con el corazón seco, con odios y vicios, con
todos les cánceres que se crían en la cuadra y en el calabozo. tonces,
En-
ya libre, jugó con ventaja, contrabandista, fué robó un caballo
y acuchilló a un hombre, para concluir en bandolero y en jefe de
gavilla ,
como Diego Corrientes y Luigi Vampa.
El medio ayudará al bandido. Todo, en el medio, habla de libre
voluptuosidad. En bandido respeta ima vez más a la virgen. Más
tarde toma posesión de ella de una manotada. Lucio vuelve y habla
otra vez de amor. El ideal no se cansa ni nos cansa nunca. El dolero
ban-
mata al ideal y luego entrega el cuerpo de la joven a la villa,
ga-
dejando la joven amarrada
a a un árbol, para que los caranchos
le saquen los ojos y los mosquitos le chupen la sangre. ¡Es la imagen
de la campiña crucificada por la incultura!
"Juana había oído como en sueños las últimas y sangrientas pa-
labras
del bandido. Amarrada al árbol, completamente desnuda, las
graciosas curvas de su cuerpo, la blancura de su piel, el oro de sus
cabellos parecían significar un ideal delicado, una poesía dulce y
sensitiva, sucumbiendo al abrazo del medio agreste y duro. Sus ojos
le abrieron y se cerraron de nuevo; su cabeza cayó sobre el pecho.
Un bienestar nunca conocido comenzó a invadirla; el corazón iba
latiendo lentamente, los labios se entreabrieron para dar paso a un
último suspiro, y la muerte llegó al fin, portadora de la paz eterna,
besando con respeto aquella pobre alma atormentada, que se había
21
paseado extraña y sin objeto por la vida".
Gaucha es el alma dclorosa de nuestros campesinos. El ensueño la
atrae y la enamora; pero sólo ve las luces del ensueño de un modo
confuso. Le falta voluntad para conquistarle, y sigue siendo la víc-
tim.a de lo atávico, que la deja desnuda, profanada sobre ima loma,
cerca de un maizal o en el borde de un rio. ¡Es una encarnación
de la tiena articuista, más que una novela hallada en las tradiciones
de la soledad, el primoroso estudio de Javier de Viana!
No entraré, por falta de tiempo y de espacio, en mayores detalles,
aunque reconozco que merecen disección detenida Casio y don lo.
Zoi-
Don Zoilo me obsesiona, pareciéndome una figui'a más penetran-
te
que las figuras de Lorenzo y de Juana.
De ésta ya dije, en síntesis, lo que creo. Es un símbolo, aunqup
acaso el autor no lo así. Despojadla entiendade ciertos materiales
toques, por demás concretos, y resultará el símbolo de que hablé, co-
mo

es un símbolo, a pesar de sus toques concretos y mater^les, la


heroína del poema pampeano de don Esteban Echevarría.
Yo no" sé si ese estudio es moral o no. El monte, el río, el arroyo

y la sierra tampoco son moi-ales, lo que no les ünpide ser ros.


verdade-
La inmoralidad consiste en recrearse pintando largamente les
inúti-
lascivias, y en el libro de que me ocupo, la rápida descripción de
las lascivias no es injustificada.
Por otra novela, lo lúbrico
parte, en esta no es lúbrico. El choque
de los sexos, en esta novela, es bajamente zafio y repulsivo. Si záis
for-
los tintes, señores retóricos, el lienzo se convierte en una me
enor-

mancha. Insinuad la curva, los de docto lápiz, dejando a nuestra


imaginación el trabajo de completar su mórbida redondez.
En cuanto al estilo, abunda en primores, en riquísimos tintes, em

notas que reproducen con fidelidad suma el campo y el cielo de mi


país, lo que bastaría para enaltecerle a los ojos del pago y a loa

ojos míos. página:


Escuchad esta
"Pasó el invierno. Desaparecieron de las praderas les tristes pas-
tos
amarillos: redujeron su caudal los arroyuelos y tornaron a rrarse
ce-

en su cauce estrecho los cañadones. Las ovejas comenzaron

a osíentar vellón espeso y blanco; los caballos engordaban, y con la


gordura veníales nuevo y vistoso pelambre; vez, el campo, a su lló
bri-
con la yerba, —
suave, verde y perfumado vello, nacido a los
besos de los soles tibios. Las perdices que dormían en el chircal, es-
peso,

se aventuraron otra vez en las lomas volando silbadoras. En


bandas numerosas alborotaron los teruteros; hasta los ofidios, —

recién salidos del letargo invernal, — se arrastraron por la cuchilla


seca, exponiendo a la luz tibia la nueva piel pintada y luciente. Los
mimbres y los sauces vistieron de esmeralda; los ombúes solitarios,

árboles filósofos, que miran indiferentes pasar las estaciones, los
recios pamperos y las brisas suaves, los árboles tristes que no donaron
aban-
nunca su vestimenta oscura, —
empezaron a echar sus mos
ra-

blancos de flores estériles. La naturaleza, — como un enfermo


tras larga convalecencia, comenzaba a vivir de nuevo,
— con una da
vi-
alegre y bulliciosa, llena de promesas, rica en esperanzas. Era
una vuelta a la luz, tras la larga y penosa sombra del invierno. En
vez del doloroso balar de las ovejas transidas por el frío y persegui-
das
por la lluvia, oíase el alegre vagido de los corderos que, apena*
abandonado el claustro materno, corrían embriagándose con la luz;
en vez del siniestro mugir de los vacunos en los pesados días de ma,
bru-
escuchábase el llamado alegre de los becerros recién nacidos; en
vez de la yeguada que recorría mustia y en silencio los llanos enchar-
cados,
veíanse retozar sobre el otero los potrancos de piel lustrosa
y ojo centellante. A medidaque el abrojo, la cepacaballo y el abre-
puño amarilleaban y se inclinaban moribundos, los macachines y las
márcelas abrían sus corolas rojas y amarillas, moradas y azules. Los
cuervos, — hartos en el festín que les brindaron las ovejas viejas
muertas por el frío, huían a operar su pesada

digestión en lo
oscuro de la selva; los caranchos y los chimangos golpeaban el
corvo pico, crispaban la fiera garra y volaban lejos, en busca de
carnizas. En cambio, trinaba la calandria; el sabia dejaba oír su dul- ce
melodía; mostraba su copete rojo el altivo cardenal, y afanábase
el hornero en buscar alimento para los polluelos que tenía bien gados
abri-
en su maravilloso palacio de barro. Hasta el boyero, tífice
ar- —

de la selva, solía detenerse sobre —la rama de guayabo que


sustentaba su nido, y entonaba una canturria alegre. Sobre las la-
gunas
inmóviles, los camalotes abrían sus grandes flores celestes; so- bre
las talas coposas, los claveles del aire lucían sus flores sin fume.
per-
En la umbría, el trébol crecía lozano, el arrayán abría sus
gi'andes, blancos y aromados racimos; el burucuyá, la flor simbó-
lica, —

— ostentaba su corona de espinas azules, e hinchaba el ñanga-


piré sus ricos rubíes, cuyo color envidiaban los pétalos de la flor del
ceibo... Los terrenos estaban firmes: no eran los vados temibles dazales,
lo-
y en los esteros, ya sin agua, podía transitarse sin temor.
De mañana, el oriente mostrábase puro, la sierra se divisaba esbelta
y soberbia con sus crestas de azul de acero; a mediodía la dad
inmensi-
del campo parecía reír con la risa perlada de una chicuela da
ávi-
de amor; y las tardes, con sus púrpuras envueltas en celajes ce-
lestes

y blancos, eran como una sonrisa del día, que no iba a morir,
sino a cambiar de vestimenta, para reaparecer, una hora más tarde,
envuelto en la angusta túnica azul salpicada de flores de oro. Tras
les temporales, — las lluvias copiosas, los fríos intensos, los vientos
turbios y los cielos oscuros, — la naturaleza resurgía a la vida, a
una vida alegre y bulliciosa, repleta de promesas, preñada de peranzas."
es-

Insisto en que en estos toques hay algo de retórico abultamiento;


pero insisto, también, en que estos toques son muy hermosos, como
son muy hermosos los toques de pintura de espíritus que hallo en
mi cuentista, Juana no cae sino por falta de volición. ¿De dónde
procede? De la sangre paterna, de la del emigrado, de la del mancebo
de pálidas mejillas y ojos azules que luchó contra Oribe por odio
a Rosas.
Juana se crió en el campo y para campesina; pero el espíritu mancesco
ro-
del
que fatal y milagrosamente
emigrado, revive en ella,
no la consiente que se amolde al medio que la circunda. Flor de
jardín, hecha para la tibia atmósfera del invernadero, el monte la
rechaza, el fango la esfixia, se muere bajo la sombra de los robus-
tos
árboles que ni las ligazones del cipo logran estrangular. ¿Acaso
Lucio se hizo para ella? ¡Qué desventura! ¿Por qué no predomina,
saltando impetuosa en su cerebro, la sangre de Casilda?
23
Javier de Viana terminó la primera edición de su hermaso mance
ro-

con la escena en que Lorenzo hace suya a la hija del débil


Luis. La segunda edición aumentóse con las escenas en que luchan
Lorenzo y Lucio, Lorenzo y don Zoilo, y en que la desnudez del
cuerpo de la moza sirve de pasto a las lujurias de la gavilla del
feroz Lorenzo.
La novela, como novela, como estudio de un alma, placíame más
con el final primero, en tant-o que la novela como símbolo fuerte,
como encarnación de un medio en una época se me antoja mejor
con su final segundo, que,, de todos modos, es más artístico. El final
primero dábale un carácter menos fantástico, menos de aventura, me-
nos
anécdota
de de bandidos; pero el final segundo reproduce me-
jor

lo brutal del ambiente, lo cerril de los usos, lo inorgánico y lo


cruel de lo primitivo. Si la moza es el alma del campo en barbarie,
más que una moza en cuyas venas pugnan dos jugos hereditarios y
contradictorios, el final segundo responde sumisamente al propósito
perseguido por del campo
el autor,
imagen en que el partidis-
mo
como

y el vagabundaje perpetúan las llagas de lo atávico. No es la evo-


lución,
la evolución paciente y sencilla, lo que pondrá fin a los do-lores
hijos de la incultura; sino la evolución revolucionaria, la que
concluye con las estirpes inadaptables, ia que suprime al carancho y
suprime al jaguar, la que sólo permite que mantengan los tipos se

útiles de cada familia, la que amolda al gaucho trabajador a las ne- cesidades
de la vida nueva, la desplazadora de los centros les
norma-
de la sociedad que obedeció a la ley de la sierra con picos y el
monte con garras.
El incendio concluye con el esteral. El cultivo destierra al ya-
guaraté. ¿Es necesario, entonces, suprimir a la raza que vivió entre
totoras? No, de ningún modo. La raza es la tierra ávida de gérme-
nes
de fruto y flor. Lo que sí es necesario que desaparezca es lo no
reformable, el producto del acumulamiento de atavismoslos ductibles,
irre-
lo que será siempre residuo de lo pretérito y no será ja-
más
semilla del mañana. Así las virtudes ingénitas de la raza se
mantendrán, sin que las crucifiquen, después de violarlas, la ción
ambi-
y el ocio, dando a la raza las energías que han de permitirle
transformar lo inactivo y triste en sus ensueños en actividad alegre
y enriquecedora. Eso es lo que, muchas veces, a la luz de la luna,
en las noches de marcha, durante el último movimiento nario,
revolucio-
sobre gramillares de los y oyendo a lo lejos el grito buen olor
del chajá, se dijeron mi espíritu doloroso y el espíritu doloroso de
Javier de Viana.
El que tantas bellísimas páginas ha consagrado al país, puede es-
perar
tranquilo el fallo del futuro. Su nombre pertenece a la ridad,
poste-
lo mismo que los nombres de Acevedo Díaz y de Carlos
Reyles .

CARLOS ROXOL.

7A
¡Atrofia sentimental!
No. Los padres, las madres sobre todo, saben que aquello signiflca
una carga más, unida a las innumerables de sus laboriosas tencias
exis-
que deben continuar como antes, sin descuidar el afectuosa
cuidado angustias que les proporciona
y las el recién venido
No están seguramente desprovistos de cariño y de espíritu de crificio,
sa-

mas en el sentido egoísta y mezquino del poseedor de una

joya que guarda para su deleite personal.


Es la obligada cooperación del individuo en el dolor común, qa»
todos debemos pagar a la humanidad para tener derecho a vivir.
Ese amplio, tan digno,
concepto noble, y, sobre
tan todo, tan tan
lógico que de la vida y sus obligaciones tiene el casal gaucho, ex-
plican

en mucho la nobleza y la heroicidad de su progenie.

La familia

Era
muy grande la Estancia Azul.
suertes
Eran y suertes de campo cuyos límites nadie conocía co»

precisión, y nadie, ni los dueños, ni los linderos se preocuparon nunca

de precisarlos.
Numerosos arroyos y cañadas de maj'or o menor importancia, y
de boscaje más o menos espeso, lo estriaban, como red vascular, ea
todo sentido.
Entre suaves collados y ásperas serranías dormitaban los vallea
arropados con sus verdes mantos de trébol y gramüla; y para dar
mayor realce a la belleza de las tierras altas, sanas y fecundas,
por aquí, por allá, divisábanse, en manchas oscuras, las pústulas dt
los esteros, albergue de la plebe vegetal y animal.
La Estancia Azul, conocida desde tiempo inmemorial, a la distan-
cia
de muchísimas leguas, jamás había salido, ni en la más mínima
parcela, del dom.inio de sus dueños primitivos.
Cinco generaciones de Vülarreales se habían sucedido interrup-sin
eión y sin fraccionamientcs del cam.po. l/os procuradores, los agri-
mensores
y los jueces nunca intervinieron en el arreglo de la»
hijuelas.
Cuando fallecía el jefe de la familia, los hermanos solteros con-
Tivían en la azotea Azul El mayor ejercía, de pleno derecho, la
administración del establecimiento. En los casos de suma importan-
eia había conclave familiar presidido por la viuda del jefe fallecido;
y ella era el arbitro, cuyos laudos se acataban siempre sin protestas.
El hermano o hermana que contraían matrimonio, abandonaban,
por lo paterno Elegía el sitio donde
general, el nido deseaba poblar,
y en acuerdo designaban los límites de la fracción de cam-
común se po

que le correspondía, más o menos, sin intervención judicial, sin


papel sellado, sin documentos escritos, porque la palabra del gaucho
era firma indeleble y su conciencia un testigo irrecusable.
Tales fraccionamientos resultaban puramente virtuales. Si el cam-
po
de uno se recargaba por exceso el procreo
en o angustiaba por
se
azotes climatéricos, las haciendas trashumaban buscando refugio en
cualquier otro paraje de la heredad común.
Las onzas de oro guardadas en los botijos, eran brigadas de xm
2G
mismo ejército, prontas a concurrir al lugar donde fuese necesaria
su presencia.
Había un solo apellido para los pobladores; y una sola marca ra
pa-
las haciendas. Y no había confusiones posibles; en rodeos de les
mi-
miles de vacunos, todos y cada uno reconocían por "la pa"
estam-
y
a quién pertenecía tal novillo.
Y fueren cuantas fueren las subdivisiones, existían cuatro cosas

eternamente comunes: el apellido, la marca, la casa solariega y el


camposanto .

Respeto

Es verano.

Los corderos de la parición de primavera están gordos y fuerte».


No hay pestes en haciendas,
las y faltas de presas fáciles y del
gratuito festín de las carroñas, las rapaces, hambrientas, tan
experimen-
la exacerbación de sus instintos criminales, de su desprecio por
la vida ajena.
Las fieras del aire, como las que rampan en la tierra, sólo son

compasivas cuando están ahitas.


Seentropillan los lobos y se mancomunan los hombres para rar
devo-
pieza que
una no se atreven a atacar individualmente y so

reparten el botín con fingida fraternidad.


Porque cuando el hambre atenacea las visceras, lobos y hombrea
olvidan los vínculos familiares, y el más fuerte masacra al más bil
dé-
sin ningún género de misericordia . . .

Es verano.
Estío benigno. No se han recalado las aguas. Los arroyos y lo8
canalizos conservan aún suficiente caudal para saciar la sed do
los ganados y permitir la supei-vivencia de los peces, los carpincho»
F las nutrias.
En los esteros, los aperiases y los sapos guapean todavía.
Pero las rapaces sufren. Ellos son los agiotistas humanos, cuand»
las calamidades castigan la tierra . . .

En la cumbre de un cerrillo está posada un águila.


El hambre, madre del odio, le hace rojear los ojos.
A cincuenta metros de distancia, una banda de caranchos, cha,
ace-

observa, espera el momento oportuno para llevarle la carga.


Están silenciosos los caranchos.
No insultan ni denigran al enemigo que se han propuesto ultimar.
Después de la batalla, si salen triunfadores en aquella suprema cha
lu-
por la vida, en que no hay más remedio que matar para n.«
morir, podrán jactarse de la victoria.
Los hombres, en general, primero insultan, después matan y dan
los insultos como justificativosdel crimen.
Los caranchos no obran así.
Los gauchos tampoco.

Nupcial

La prolongada sequía estival convirtió en polvo las pasturas de


los serranos campos del norte.
2T
Los cañadones mostraban áridas y ardientes, como la piel del
desierto, las doradas aienas de sus lechos.
Los arroyos quedaron reducidos a exiguas lagunetas, aisladas unas
de otras por los médanos de los altos fondos.
Lon grandes ríos, exhaustos, acostumbrados a decir imperativa-
mente
al viajador: ¡por aquí nadie pasa!... semejábanse en su

magrura a gigantes éticos, y debían sufrir viendo cribada de tillos


por-
su imponente muralla líquida.
El aire caldeado, cargado con las emanaciones de los millares de
osamentas de
vacunos, irrespirable. era casi
Ni un malvón,
clavel, ni un ni un toronjil resistieron a la aridez
íeroz. Cayeron achicharradas las hojas de los cedrones, y se con- sumieron
sin madurar las rojas frutas de los ñangapirés.
Los hacendados más pudientes resolvieron trashumar sus das,
hacien-
— los animales que aún caminaban, —
en busca de las tierras
del sud, más fértiles,menos castigadas por la sequía.

Una tarde, después de angustiosa recorrida del campo, Maneco


de Souza penetró en el galpón y encarándose con Yuca Pleitas, el
hijo de su viejo mayordomo y su peón de más confianza, le dijo:
— Esto es el acabóse. Ya la gente no alcanza ni pa cueriar la
animalada que muere... ¿Te animas a marchar pal sur con una

tropa de tres mil novillos?...


— Yo me animo a tuito lo que me mande, patrón.

Hay que dir más de cincuenta leguas p'abajo.
— Iré.
— Con seguridá que vas a dir dejando el tendal de novillos pu'el
eamino.

Aunque me quede uno solo he llegar al destino, con la ayuda
de Dios . . .

Güeno; mañana, al clariar el día, paramos rodeo y apártame lo


mejorcito, y lo que llegue que llegue, y que lo que ha de llevar el
diablo, que cargue cuantiantes con él ! . . .

No alcanzaban a quinientos los novillos salvados, no obstante la


obstinada defensa de Yuca.
Pero los quinientos novillos estaban
gordos, muy gordos y el am-
paro
de la escasez casi equivalían a perdido. lo
Yuca recibió orden de conducir la tropa a la Tablada.
Debía partir al iniciarse el día.
Esa tarde fué a despedirse de don Braulio, quien le había dado
,
pastoreo .

Terminada la cena, —
que fué festín, y hecha ya la noche, —

noche opaca, huérfana de luna y de estrellas,Yuca y Carmela se


encontraron, sin duda por casualidad, junto a las raíces morrudas
del ombú.

¡Te vas! — exclamó la moza apesadumbrada.
— Me voy pero volveré.
28

¡Es tan lejos tu pago!... De aquí hasta allá has d'encontrar
tantas mujeres que te brinden su cariño, que no espero la güel-
ta!...
— Si le tenes miedo a las tentaciones del camino, venite conmigo.
— ^Yo iría, pero. . .

Y él, oprimiéndola entre sus brazos, ordenó:



¡Dame un beso!
Ella intentó resistir.

¡No, no!. . .
Si me besas me embozalas y tendré que seguirte a la
juerza .

— Por juerza no, por güeña gana.


Y se besaron.
Y en eso, en la sombra de la noche, toda hecha de sombras, gió
sur-

grande.
una más
Era don Braulio, un viejo alto y robusto como un viraró, con la
cabeza y el rostro emblanquecido por copiosas barbas de toro.
¿Qué hay, gurises?

preguntó con voz plácida. —

Tras breves instantes de indecisión, musitó Carmela hiunüde-


mente :

— Yuca me quiere sacar. . .

Solemne, el viejo interrogó al joven:


¿La querés?


Dejuramente
— Tenes cara de güeno. Dame la mano.
Y hija en la frente...
besó a la
Y a la madrugada, cuando todavía no se había encendido ningtina
luz en el cielo. Yuca partía, llevando en la anca chata de su llo,
tordi-
al mejor clavel del pago.
A falta de sacerdotes, el radioso sol levante, besándolos en la
frente, santificó sus desposorios.

Anúgiiitos

Cuando el forastero pronunció el sacramental "Ave María sima",


Purí-
Candelaria, a los tirones con un ternero yaguané que se sistía
re-

a dejarse atar, contestó sin volver la cabeza:


— "Sin pecado concebida... Abájese".
Puestos frente a frente se dieron la mano y quedaron mirándose
fijamente, haciendo mutuos esfuerzos para reconocerse.

¿Vos sos Candelaria?

¿Y vos Saturno?
Y guardando silencio bajaron la cabeza como avergonzados.
La hermosa mujer que hacía años él conoció linda y ágU como

im chivito, era una cuarentona flaca, seca, encorvada, miserable.


El galán apuesto que ganar supo
por entero su corazón virginal,
ofrecía mayor aspecto de ruina humana. Largos cabellos, más cos
blan-
que negros, e incultas barbas, más tordillas aún, cubrían za
cabe-
rostro, dejando
y ver tan sólo los grandes ojos hundidos en las
órbitas, ardientes de fiebre, y la nariz corva y aguzada como un»
hoz.
— Vamos p'adentro, dijo Candelaria. —

Saturno la siguió, tratando de ahogar con la vieja boa que le


rodeaba el cuello, un rudo golpe de tos.
Penetraren en el rancho, en una pieza casi a obscuras, pues bien
que fuese poco más de las cinco, el cielo plomizo de aquella tarde
üivernal tendía sobre el campo una noche prematura.
En medio de la habitación, junto a unapequeña mesa de pino,
estaba hundida en rústico sillón de asiento y respaldo de cuero

peludo, viejecita que temblaba


una de frío.
Mama,

aquí está Saturno, anunció Candelaria. —

¿Saturno

Rodríguez? inquirió ella, ¡María Santísima! — —

Acércate muchacho. ¡ Jesús! ¡Si hace tiempo te creíbamos to!...


muer-

y mientras Candelaria salía para ir a preparar im mate, la vie-


jecita
indagaba:
¿Qué ha
— sido de tu vida? ¡Tantos años!... La pobre m'hi-
ja t'esperaba siempre...
El forastero interrogó tímidamente:

¿No... se casó?...
¡Qué
— ocurrencia!... Proporciones no le faltaron; pero ella te
quería y te había dado su palabra . . .

Candelaria entraba con el mate en el instante que la viejecita


preguntaba:
—¿Y vos?
— Yo
tampoco. Trabajé mucho, siempre con mala suerte... Y
avu-a solo, muy enfermo, sintiendo que la muerte me viene pisando
los talones, me decidí a venirlas a ver por última vez.


¿Por qué por última vez? Aura te quedarás con nosotros; noa-
otros te cuidaremos... ¿No es cierto, mamá?

¡Dejuro que sí! . . .

Saturno meneó la cabeza y dijo con honda tristeza:


¡Imposible, Candelaria,
— ! imposible . . .
Los años y la desventu-
ra
nos han devorado como los caranchos a los corderos débiles. . .

IYa no podemos seguir siendo novios!


Ella, emocionada, con voz temblorosa, respondió:
— Es cierto; ya podemos
no seguir siendo novios... pero podemos
«eguir siendo amiguitos ! . . .

El Santo de "La vieja"

Prímula impera. El cielo divinamente azul y estriado de oro,


acaricia con su luminosa tibiedad el verdegal del campo, constelado
de florecillas multicolores.
Los pájaros, en tren de parranda, han abandonado la selva da
húme-
y crepuscular para lanzarse en rondas frenéticas por la atmós-
fera
inmóvil, donde se embriagan de luz y de perfumes.
Y otra vez el amor, el germen de la vida, la semilla de termo der
po-
germinativo emerge del vientre fecundo de la madre tierra, de
Inagotable juventud.
En los ranchos de don Servando, grandes nidos de hornero. EL
bruno de las paredes desaparece encubierto por el opulento follaje
de las parietarias silvestres, entre cuyas redes zumban los man-

gangás, revolotean las mariposas y ejecutan sus acrobacias los cansables


in-
colibríes. Los chingólos familiares se persiguen, gritan,
30
«altan, vuelan, permitiéndose hasta audaces incursiones al interior
de los ranchos, y a veces rozan sus alas el cordaje de las guitarras,
P"Obando fugaces armonías que semejan burlescas risas de alegres
jovenzuelos .

Diseminados por el patio se ven numerosos grupos. Sentados a

la sombra del ombú, el dueño de casa y otros viejos, vacían pavas y


tabaqueras, evocando recuerdos de los tiempos remotos.
Los guitarreros se turnan para que todos puedan compartir los
placeres del baile y del galanteo; y también se turnan las chas,
mucha-
reemplazándose en el acarreo del mate y en los preparativos
de la cena, teniendo por base la vaquillona con cuero, cuyos dos
asa-

preparan desde hace horas, emulando en maestría y en pacien-


cia,
viejos de enmarañadas barbas tordillas y mocetones lampiños.
El horno, cargado al alba, conserva aún ardientes sus entrañas:
después del "amasijo", las tortas y las roscas, y últimamente, a go
fue-
lento, los lechoncitos mamones . . .

Cerca horno, endel cuclillas frente a la olla de hierro de tres


platas, tía María, la negra centenaria, no cesaba de amasar y freir
pasteles, que iban desapareciendo con mayor rapidez que la por
ella empleada en confeccionarlos. . .

Al lado de la puerta del rancho, repantigada en rústico sillón, —

obra del viejo Servando, con asiento y respaldar tapizado con—

fina y vistosa piel de ternera yaguará, la cabeza cubierta con un

pañuelo de seda azul y blanco. reciente obsequio de su hijo primo- génito, —

"la patrona"
— distribuía entre todos la plácida mirada de
lus ojos de santa y su sonrisa de infinita bondad.
Y cuando se recibió el aviso de que "faltaba poquito pa estar a
punto los asaos", tres guitarreros desgranaron las notas briosas y
alegres de un pericón.
Formáronse rápidamente las parejas, pero antes de iniciarse «1
baile .


¡Alto! — gritó Pedro, el primogénito, quien fué hasta el ombú,
y tomando de la mano a su padre, lo obligó a levantarse y a seguirlo,
diciéndole :

Venga, tata.
Lo llevó hasta el sitio desde donde continuaba sonriendo beatífi-
•amente la madre, a la cual cogió la diestra, y echándola en brazos
del esposo, dijo:

Hoy es el santo de la vieja; los viejos tienen que hacer los hono-
res
del baile . . .


iSosegate, muchacho! —
replicó ella sin oponer mayores tencias.
resis-

Don Servando, súbitamente rejuvenecido, aceptó.



¡Vení, vieja!... Vamos a echar un vistazo a las taperas y a señarles
en-

a estos charabones cómo se bailaba el pericón cuando otros


nos-
éramos
potrancos y nuestros padres tenían maníaos los re-
domones

junto al guardapatio, y clavadas las lanzas al laito, espe-


rando
que llegasen las barras del día pa dir al encuentro de los ca-
ma.adas, pa cumplir la palabra de morir defendiendo la patria...
¡Encomiencen, musiqueros ! . . .

...Y así como la tierra guarda en su seno la simiente de las eter-


nas
primaveras, los dos viejos arrancaron del fondo oscuro de más
31
«íe media centuria de vida y de lucha, las luces y los colore^, la gra-
cilidad
y energía la y el perfume amoroso de los blancos racimo* de
a"iuellos sarandises que fueron testigos de s\xs esponsales!...

Altivez

Manuel Rodríguez era uno de aquellos "godos" que adustos p"M:


temperamento, se habían inflado de orgullo, im orgullo creciente, que
se iba hacia la soberbia y la insolencia, a medida que banse
amontoná-
las onzas de oro en sus botijos.
Su boliche, —
un ranchejo de cebato y paja, perdido en un valle
excavado en la tierra fronteriza, fué transformándose en tan rápido
progreso, que al término de decenio
un era una imponente fábrica
de cal y canto; inexpugnable fortaleza, contra la cual las más famo-
sas
pandillas de bandoleros sentíase impotentes y pasaban de largo. . .

O llegaban para traficar con el altanero comerciante, quien los


recibía detrás de la formidable reja de la glorieta, rodeado por una

guardia de negros esclavos armados hasta los dientes.


Altanero y despreciativo, obsequiaba con vasos de caña y ginebra
a su canallesca parroquia; contrabandistas, cuatreros, ladrones y
asesinos. Con su valioso concurso y el agotamiento de vecinos sitados
nece-
había realizado don Manuel Rodríguez su considerable tuna.
for-

Egoísta portemperamento, corazón árido, conciencia maleable, no


le conmovía ningún dolor ajeno, no era capaz de un servicio que no
le fuese usurariamente recompensado.
aconteció, entre muchísimas
Y incidencias semejantes, la de Cons-
tancio
Olivera, capataz de tropa, avecindado en la comarca, quien,
encontrándose enfermo, le solicitó el préstamo de veinte patacones.
Respondió el indigno:

Dígale Constancio
a que la plata se cuida con la plata; que me
mande los ocho tordillos de su tropilla y le mandaré los veinte tacones
pa-
.

— Es caso de necesidá . . .


¡Razón de más! En caso de necesidad no hay que medir el sa-
crificio.

Dígale que con la tropilla me ha de enviar también la tiza


pe-
madrina. . .

Olivera rechazó la oferta indignado. . .

Transcurrieron varios años.


En un atardecer de agosto, frío y lluvioso, Constancio regresaba de
la ciudad, con sus su
peones. cuenta. En esa época tropeaba por
Aquel acarreo para Lluvias
fué diluviales, ríos él
y arro-
yos un desastre.
desbordados... cuando llegó a la Tablada le quedaba la tercera
parte de los novillos, y en pésimo estado. Apenas si obtuvo lo sufi-
ciente
para pagar los peones, y regresaba con el cinto vacío.
Llegaban a las proximidades del Arroyo Negro, cuando sintieron tos
gri-
angustiosos que partían del paso.
Aun, sin consultarse. Olivera y sus peones pusieron a galope sus
caballos.
En el vado, crecido, un carretón arrastrado por la corriente, esta-
ba
en vísperas de hundirse; sus cuatro caballos, enredados en loe ti-
32
o medita o sueña en proezas guerreras, en derroches de coraje, en
lucha contra usurpadores o tiranos, o tiernos idiUos con la pastora
que tiene el nido junto al arroyo, donde se besan las brasas de las
flores del ceibo con los pálidos labios perfumados de la flor del
sarandi .

Hospitalidad
1
estancia
La quedaba muy a trasmano, casi en el fondo de la hor-
queta
formada por el caudaloso Ibaracoy y su feudatario el Pin-
tado.
El único camino que cruzaba el dominio hacíalo a cerca de
dos leguas de "las casas", y por tales circunstancias eran contados
los forasteros que llegasen a ellas.
El arribo de alguno, anunciado con larga anticipación por las—

"toreadas" de la guardia perruna producía^ si no alarma, recelo —

en la aquel descampado.
población de . .

Eln de julio com.enzó


lluvioso atardecer a ladrar desaforadamente
la jauría; y el patrón quien, en rueda — con el capataz y los peo-
nes,
aprestábase a pegar el primer tajo en el dorado costillar, —

prestó oído y dijo:


— Viene gente.
— Parecen varios — observó el capataz.

No; es uno sólo. El chapaliar del campo engaña.
Empero, no obstante la respetable opinión del patrón, todos se

cercioraron de que llevaban las armas al cinto. . .


¡Ave Purísima
María! . . .

— Sinpecado concebida... Abájese.


Desmonta el forastero. Tiende la mano a todos e interroga:
— Si me permite hacer noche . . . vengo de lejos y con el caballo
pesadón. . .

— Desensille no más, y ate a soga pa la zurda'e las casas, que hay


güen pasto. . .

Retorna el viajero; echa el apero en un ángulo del galpón, se


quita el poncho, que chorrea agua, lo extiende sobre una pila de
cueros vacunos y se acerca a la rueda, al calor del hogar.
Es un hombre como de cuarenta años. Su rostro, que expresa en

alto grado energía criolla, está intensamente


la pálido. Ancha venda
cubre la frente y el ojo derecho. La venda está manchada de gre,
san-

denunciando una cuchillada reciente . . .

Se cena. Luego circula el amargo. Se habla.


— Ha llovido mucho... Los arroyos deben venir creciendo juerte...
— Vienen repuntando ligero, — respondió huésped; el — el guatá
Cara-
lo bandié a bolapié, y en el Ibiracoy boyé un trecho. Maliseo

que a estas horas ya no ha'e dar paso.



¿Usté es baquiano pu' estos pagos?

Soy oriental: un oriental es baquiano en tuitas partes...
Cuando empezaban a ensombrecerse los rubios del fogón, uno de
los peones encendió la "luminaria", —
una esponja de campo bebida
em-

en de potro y puesta en el interior de una guampa de


g;asa
toro ;— cada cual tendió la cama con su apero. El huésped lo mismo.

—¿Apago?
— Cuando guste.
34
— Güeñas noches.
— Güeñas.
Rojearon las barras del día.
El capataz, siempre el primero en "poner los güesos de punta", sopló
el trasfoguero, amontonó unas ramitas, avivó con un trozo de sebo,
arrimó la "pava" y preparó el cimarrón.
Natalio, el más glotón de la comandita, ensartó el churrasco en el
asador .

En tanto el forastero fué a recoger su caballo de la soga; ensilló


y volvió galpón.alCimarroneó, churrasqueó, y luego, tendiendo la
mano al patrón, dijo con voz altiva:
— G. acias; y perdone el incómodo.
Montó el caballo y se fué.
Nadie le había preguntado su nombre, ni su procedencia, qué cía
ha-
y a dónde iba.
Hospitalidad gaucha. Hospitalidad bíblica.

EL flete

Es el primero y el más persistente de los amores gauchos.


Es el complemento de todos los otros, el instrumento ble
indispensa-
a las satisfacciones de todas su? vanidades y de todos sus llos.
orgu-

El flete es el pcírülo que él eligió entre los cien potrillos de la


marcación del año.
Elección difícil,realizada después de innumerables vueltas por el
Inteiicr de la manguera, donde se agita inquieta y bravia la ma-
nada

La primera preocupación ha de ser el pelo. El "colorado sangre


de toro" preferido, pero
es abunda
el poco. El "zaino negro", el
"tostado", el "picazo cabos blancos", el "moro" y el "tordillo", son los
pelajes preferidos. Nadie eligirá un "lobuno", un "pampa", un bicano"
"ra-
y mucho menos un "tubiano", por más linda que sea su tampa,
es-
como nadie preferirá un "lunanco", un "cacunda" ni un "si-
Uón"
El flete debe ser lindo, pero en indispensable que reúna a la vez
las cualidades de guapeza más ponderables. Los ojos han de ser
vivos, las orejas nerviosas, ancho el encuentro, finos les remos, cias
re-
las caderas.
Un gaucho puede tener una o más tropillas de buenos, hasta de celentes
ex-
caballos, pero el flete es único.
El dejará difícilmente pasar un día sin echarle un vistazo a "su
potrülo", siguiendo su crecimiento, extasiándose come una madre, al
ver afirmarse, de semana en semana, la belleza de sus formas.
El mismo lo amansa, él mismo lo doma, con prolijidad, con ciencia,
pa-
con cariño. No tiene prisa.
Cuando se aproxima el día de su "debut" en la pista, el joven
gaucho vive casi exclusivamente consagrado a su flete. No es raro que
el patrón. quien, como todos, ha pasado por ese trance,

lo exi-
ma —

siempre de toda ocupación durante ese período, y los compa-


ñeros
se prestan gustosos a reforzar sus tareas propias para suplir
BU falta y hasta para ayudarlo en el entrenamiento del parejero.
35
Además de estar a la recíproca, todos están interesados en el triun-
fo
que representará "la casa", el honor dela marca y la cría . . .

Nadie ensilla favorito; nadie


el se atrevería a pedírselo prestado,
porque todos saben que el flete, como la mujer y las armas, no se

prestan nunca.

El flete es un mimoso. Su dueño lo ensilla sólo para hacer lucir


su gallardía en las visitas a la noviapretendida, para
o enardecerlo,
en las corridas de sortijas o en de la pista.
las lides
Vive feliz en su holganza, compartiendo con el amo el júbilo de
Jas victorias.
Y cuando estalla una revuelta, él también abandona la queren-
cia
y acompaña a su dueño en los azares de las bélicas aventuras.
Nunca se le ensilla en las marchas; para eso cualquier sotreta
sirve .

Es la reserva.
Cuando su dueño lo monta él presiente la proximidad de la lucha,
y al oír el retumbo del primer tiro, enarca el cuello, alza la cabeza,
oreja nerviosamente y se impacienta
por partir.
Su sangre hierve, el olor de la pólvora lo embriaga, y en el infierno
de les entreveros, se agita, resopla, fuerza el freno en ansias de botes
briosos e identificado jinete,buscando
con su triunfos para él, allí co-
mo
frente al rancho la prenda, como
de bajo el arco tíe la sortija,
como sobre la pista de las carreras, evoluciona por sí solo, propiciando
la eficacia de la terrible lengua de hierro del iracundo lanceador.
Casi nunca vuelve al pago.
No pocas veces la inracvilidad de la muerte los jimta, tendido uno

junto al otro en el lomo de una cuchilla, al jinete y al parejero.

El bote gaucho

Ha llovido
mucho; el campo está encharcado, las canalizas fantes,
bu-
el arroyo convertido en ancho y torrentoso río. El gaucho lle-
ga
al vado y observa el sauce indicador; en la ocasión, ésta ha bido
su-
hasta el arranque de las ramas, más de un metro desde el suelo.
La velocidad con que permite advertir la extrema
pasa la resaca
violencia de la ccrrentada, y el gaucho se da inmediata y cabal cuenta
del inmenso peligro que ofrece la travesía; mas no se inmuta por
ello: es necesario pasar, se pasará... Echa pie a tierra, se quita el
poncho y "compone" el recado, apretando bien la cincha en los so-
bacos;

acorta los estribor; da cuatro dobleces al poncho y lo pone


sobre los cojinillos,apretándolo con la sobrecincha; luego se quita
las botas, que acollara
y amarra a los tientos. En sc2;uid2 r.ioiita,se
persigna y penetra lenta y serenamente en la inmensa sábana de
agua... Él tordillo, valiente y dóci':,avanza, hundiéndose cada vez

que el agua le bañe el lomo; hay más... De pronto, pierde pie, le-
vanta
la cabeza, dilata 1p;í narices y resopla con fuerza... El jinete
afloja las riendas, ss coge de las crines del bruto con la mano quierda,
iz-
desmonta y acostándose sobi^e el agua, se dispone a la lucha
titánica. Por unas brazas, el tordillo nada en línea recta, mas, de
pronto, lo embiste la corriente, obligándolo a virar río abajo. El cho
gau-
lo guía palm.eándolo las quijadas con la mano libre... Hay mentos
mo-

en que parece que el bote viviente va a zozobrar; pero álzase


36
de nuevo, resuella fuerte y sigue avanzando en la larga terrible dia-
gonal
que ha de conduci. lo a la otra orilla ...
o a la muerte ...
Se
ha llegado a lo más recio de la ccrrentada; las ancas del animal se

han sumergido; luego, el arua le baña el lomo, y ya sólo emergen la


cabeza y el cuello . . .
Momento de suprema angustia. Un esfuerzo
más y el noble bruto afiínta los remos delanteros en el fondo del río,
hipa, se encoge y reuniendo su3 últim.as fuerzas, da un brinco y queda
plantado y temblando en tierra fi:ir.e . . .

El lazo

Ocho tientos, natía más que ocho tientos...


¡Cuánta ciencia se requiere para elegir y preparar el cuero, cortar,
emparejar y sobar a mordaza esos largos y delgados filamentos de
piel, que el arte del trenzador convertirá luego en cable de acero.
El cuchillito
"mangorrero" hace prodigios en la labor preliminar
de afinar
emparejar. El trenzador
y es generalmente un gaucho de
barbas tordillas, tordillas blancas, como el pelo de
— los tordillos
viejos, pero el pulso es sereno

y firme; para el gaucho de ley hay
dos cosas que no tiemblan
nunca por más llenas de años que ven
lle-
las maletas de la vida:
el pulso y el corazón.
Preparados los tientos, entra a operar el artista, que aparte de su

habilidad, parece tener m.ucha fuerza en las muñecas y mucha liva


sa-

en la boca . . .

Una buena friega con hígados de novillo recién carneado, y ya está


pronto el admirable instrumento campero, con el cual harán gios
prodi-
la destreza y el temera-io arrojo de los centauros.
Esa obra prolija y sabia del viejo paisano va a ser factor im.por-
tantísimo en la fundación de la industria nacional.
Substituyendo con frecuencia la brutalidad de las boleadoras, él
capturará el potro que defiende su libertad en frenéticas carreras

por las llanuras y por las serranías.


Y él cautivará al toro indómito que ha de convertirse, bajo el
peso del yugo, con el arado o la carreta, eficaz
en colaborador del
hombre en aquella lucha titánica de la civilización del desierto.
Y con su ayuda las vacas montaraces serán domesticadas, tidas
conver-
en bondadosas lecheras.
Y, en casos dados, también servirá para pelear con las fieras,
les yaguaretés y los pumas y los perros cimarrones, que sembraban
el terror en el despoblado.
Y en el vado de uji arroyo crecido, será maroma para jardineras
y diligencias.
Y en la lucha épica de la emancipación, más de ima vez los padoras
usur-

temblaron al sentir el silbido de la argolla del lazo de torce


ca-
brazas con que el gaucho hercúleo iba a buscarlo detrás de las
cureñas de sus cañones...
Porque no es un cliLste la famosa exclamación de un oficial legio-
nario,
previniendo a sus soldados:

¡Agache que viene la piule!

37
El mancarrón

Un caballo plantado sobre


que sus cuatro patas avejigadas, con
las ranillas peludas, abrojientas las crines y la cola, lanudo el lambre,
pe-
estira el pescuezo, agacha la cabeza y ni se queja mientras
la cincha cruel, de la que apenas quedan cinco o seis hilos, le opri-
me
la panza abultada, dilatada por su habitual alimentación de
pastos ruines, es solamente 'un caballo"; es algo menos que un ballo,
ca-
es un "mancarrón".
Es feo, es desgarbado. No es, generalmente, viejo, sino envejecido.
Es fuerte todavía.
Aguanta todo un día cinchando leña en el monte y no se queja
por que después de haberlo galopado a lo largo de veinte leguas, lo
desensillen al anochecer y lo larguen al campo, bañado en sudor, pa-
ra
que pulmones
sus desafíen el horror de las heladas invernales.
Es humilde, es dócü, y ha dejado de presumir..
Cuando algún peoncito zaparrastrc^JO, — de mucha melena y pata
descalza, — lo hacía formar en la orilla del camino entre los especta-
dores
de grande", él, con
una el pescuezo
"carrera estirado y la ca-
beza

gacha, ni tentaciones experimentaba de comparar la miseria


del "apero" que le vestían, con los "herrajes" de plata y oro de sus
vecinos, fletes de lujo cuando no "parejeros" a la expectativa de un
lance.
Y cuando "soltaban" lacarrera y los contendientes pasaban en
frenético galope entre estruendo
el de aplausos, de gritos, de inci-
taciones,

que les hacían redoblar energías espoloneados por el
orgullo del triunfo, — el, que en un tiempo fuá parejero que en más
de una ocasión experimentó esas sensaciones de arrogante desafío,
permanecía indiferente, agachadas las orejas, fijos los grandes ojos
tristes en el suelo árido, pelado, que no ofrecía ni la amarillenta raíz
de una sosa pastura a su estómago veterano en hambrunas.
Mancarrón . . .

Cosa fué y que vive aún, y presta servicios y, por lo tanto, con-
que tinúa
"siendo" para los demás, habiendo cesado de ser para él mo.
mis-

Mancarrón .

No era sólo. Sabía él de muchos hombres igualados a su miseria,


y que la avidez y el egoísmo de los amos habían convertido en
"mancarrones" .

Las yuyos

En el m.omento de encerrar los terneros en el chiquero, uno de ellos,


juguetón que más
rebelde, obliga peón perseguirlo por el al a entre
yugal del antiguo basurero. Flagelados sus desnudos pies por las es-
pmas de cepacaballo y la cáustica pelusa de las ortigas, al volver al
galpón lam.entábase así: "¡Malditos yuyos!... ¿Pa qué habrá — do
cria-
Dios semejante sabandija?" Y el anciano filósofo campesino, —

enseñó: "Dios— no ha criado esa cosa inútil. Culpa es de la desidia,


de la incapacidad o del orgullo del hombre, que algunas lo dañen
en vez de servirle. Yuyos fueron las más bellas plantas que el cul-
tivo
ha transformado en encanto de los jardines,-en materia indus-
38
trial y en defensor de nuestra salud. También es un yuyo cada niño,
y continuará siendo un yuyo inútil y perjudicial, si el hombre no lo
transforma por medio del cultivo intelectual y moral" . . .

El muerto del esquinero

¿Sabe el lector lo que es un "esquinero"?


¿No?... Llámase así el
en poste grueso,
el vér-
tice fuerte, plantado
que forma el ángulo de dos líneas de alambrado. Por más recio
que fuese y por más hondo que esté enterrado, este "principal" es- quinero
no podría nunca resistir a las dos fuerzas divergentes que
necesariamente lo harían caer en el sentido de la resultante gonal
dia-
. . .

A objeto de contrarrestar esas dos acciones combinadas, se cava


— a un par de metros
parte externa, del
una fosaalambrado, en su —

de un de profundidad, donde
metro se sepulta otro poste, grueso, ro,
du-
imputrescible, al cual se amarra una brida, resistente torzal de
alambre que parte de la punta del "esquinero".
Este poste acostado bajo tierra, se llama en el gráfico decir cam-
pesino, —

— "un muerto".
Se le echa tierra encima; se apisona; más tarde la gramilla crece
encima y el foso queda como una tumba olvidada...
Cierta vez, viajando despoblado,
por el
el que esto escribe, llegó
al caer la noche, a un rancho
pobre, donde tres gauchos viejos velaban
el cadáver de un viejo gaucho. Indagó quién era el muerto y res-
pondieron:

"Un hombre que vivió haciendo el bien y a quien, al morir, nadie


lo recuerda. Hay hombres que son como los "muertos" de "esquineros"
de alambrao, que soportan todo el peso, hacen la gloria de los otros y
nadie los considera, porque están bajo tierra y nadie los ve y nadie
los oye ..."

La seca

Las atroces torturas de la sed convulsionaban al campo que, parecido


desa-
el verde pelaje, mostraba la ignominia de su epidermis parda
y por todas partes agrietada. Las vacas esqueléticas, cuyos ilíacos
amenazaban agujerear el cuero, tenían pintada en sus grandes ojos
buenos, la angustia del aniquilamiento. Los terneros, escuálidos, bam-
boleantes,
imploraban con balidos lamentables, el sustento que no

podían darle las ubres exhaustas. De trecho en trecho veíanse chas


man-

negras formadas por grandes bandas de cuervos que se cebaban


glotonamente en las osamentas de las reses muertas. El persistente
viento Norte, abrumador deletéreo, acrecentaba
y el tormento de la
sequía... A intervalos nublábase el sol, encendiendo la esperanza de
una lluvia reparadora; pero minutos después desaparecían los nuba-
rrones,
restaurando la inclemencia solar... Ya la desolación iba gando
lle-
al máximo, cuando fuego, fué lentamente
en un atardecer de
toldándose el cielo hasta producir una obscuridad de eclipse. Tam-
bién,
con desesperante lentitud, fué caminando el viento, y tanto los
humanos como las bestias, enmudecieron para no "ahuyentar la tor-
menta"... Transcurrió indescriptible ansiedad...
más de una hora de
De súbito, ima enorme daga de fuego rasgó de arriba abajo la ne-
gra

capucha... Restalló furibundo un trueno; gruesas y espaciadas


gotas cayeron sobre la tierra, cuya avidez dejó escapar im vaho
capitoso, y segundos más tarde, una lluvia torrencial bañó la tierra,
devolviendo la alegría y la esperanza a los campos, a las plantas, a
las bestias y a los hombres.

El rey del arroyo

Triunfa primavera. árboles, cual las muchachas


Los hacendosas,
se han confeccionado vestidos
ellos mismos
primorosos de seda verde
recamada de flores policromas. Cada arrayán es un pebetero, cada
sarandí un incensario. Los pajaritos, ebrios de luz y de perfume
y de amor, trinan sin cesar, brincando de rama en rama. Al borde
del arroyo, sobre pequeña barranca que semeja el estrado de un trono,
triunfa, envuelto en el regio manto escarlata un majestuoso ceibo.
Bello como el "prince el orgullo del
charmant" de las leyendas, es

bosque y el rey del arroyo... No existe en los más fastuosos parques


de la ciudad, árbol que le iguale en hermosura. Pero no se le admite

en los parques y jardines da la ciuded, porque es un rey bárbaro, de


estirpe gaucha, como si ombú, el ñangapiré y la pasiflora. La rancia
exube-
de sus flores, purpúreas como la sangre piu-a que nutrió los
organismos sanos 3/ fuertes de la raza nativa, ofende la clorótica
languidez de las realezas importadas.

Los "pelos"

"Entre las múltiples supersticiones gauchas dice uno de nues-


tros —

eminentes sociólogos, se encuentra la que



prejuzga las apti-
tudes
de una cabalgadura por el color de su pelambre. Así. un "tordi-
llo"
es excelente nadador; los "overos" no tienen igual para ras;
carre-
los "tubianos" no sirven para nada; y sigue sin término la
sandez de la clasificación empírica que hace depender las condiciones
del equino del color de su pelo".
Completemos, primero, —
para enseñanza de quienes tienen o

tengan necesidad de utilizar caballos — la lista que dejó trunca el bio:


sa-

Los "lobunos" son"camino", vale decir, para "pare-


maulas para el
rejeros"; los "moros", los "pangarés" y los "tostados" son bles
infatiga-
en las galopadas de los largos viajes; los "overos" perdone el —

maestro son —
ligeros, pero sin resistencia; los "tubianos" otra —

vez, perdón, resultan insuperables como


— "carretoneros"'; los "zai-
nos"
son dóciles, vijorosos e inteligentes; los 'oscuros", excelentes ra
pa-
las ticr;as bajas, resultan inservibles en las serranías; los "blan-
cos"
son todos asustadizos, y no existe un "picazo" que no sea rece-loso

e irreductiblemente arisco (de ahí, tal vez, el proverbio: "Montar


el picazo') ; los "rabicanos", los "lunarejos", los "entrepelaos", resul- tan
muy buenos o inservibles.
Todo eso es verdad; verdad relativa como todas, pero verdad probada
com-

por larguísima experiencia, verdad que la ciencia explica y


que nuestros sociólogos califican de "superstición",porque en su igno-
40
El espíritu del gaucho les ha impuesto la necesidad de cia,
resisten-
sobriedad, abnegación y sacrificio.

La guitarra

La noche cayó de súbito, como si hubiese sido un gran cuerro


abatido de un escopetazo.
La atmósfera, inmóvU, tenía una humedad gomosa, mortificante,
repulsiva como la baba del caracol.
Reinaba un silencio opresivo. Las cosas no tenían rvunores; las bo-
cas
no tenían lenguas.
Ni un sólo farolito estelar taraceaba la cúpula de lumaquela raria
fune-
del cielo.
Tan de cuando
solo en cuando, alguna luciérnaga hacía ñear
pesta-
diminuto fanal fosforescente.
su
En el galpón, el hogar está apagado. El trashoguero, cubierto da
ceniza, no deja sospechar ni un resto de lumbre...
Enel rancho está sólito Venicio.
Sólito vive, sin más compañeros que sus dos perros picazos y los
horneros que tienen sus abovedados palacios en la cumbrera del ran-
cho,
oinando el mojinete.
No hay otra cosa en diez leguas a la redonda.
Ningún camino conduce a la suya . . .

Para ahuyentar la tristeza ambiente, Venicio coge la guitarra y


sentándose en un banquito de ceibo, bajo el alero del rancho, im- provisa
estilos y coplas, coplas y estilos que son como la expresión
de vma gran sensibilidad cautiva dentro de la jaula inmensa del cielo.
Los sentimientos qus borbotean en el alma del gaucho solitario,
se cuajan en melodías que se expanden y van decreciendo hasta rir
mo-
en lo lejano, como el son de una campana iglesia lugareña.
de
Canta la guitarra y canta gemidos, penas de soledad, nostalgia da
afectos.
Y en la noche caliginosa que pesa sobre el desierto, sus voces ves,
sua-
arrulladoras como canto de palomas monteses, y a veces veras
se-
en el vibrar de las bordonas, parecen salmos religiosos, an-
sias
de un anacoreta que sueña amores, procreación, vida, patria. . .

el futuro que su visión prof ética dibuja en las sombras...

El chajá

Es el perro de los bañados.


Y es, entre todas las aves nativas, la más airosa.
Con su hermoso plumaje gríseo, con su gallardo penacho, con ra
porte majestuoso, siempre alta la testa, siempre en llamas la mirada,
arrogante, altivo, desdeñoso, sin miedo a nada, ni a la escopeta yos
cu-
chumbos difícilmente traspasan su espesa coraza de plimias, e«
todo un alado cadete de Gascuña.
Severo en sus costumbres, sobrio, monógamo, es vigilante custo-
dia
de su compañera, mientras aova o empolla, y en sus viajes por
los aires, en lo muy alto del cielo, rival en caudas con las águila»
reales, siempre va acompañado de su consorte.
Desprecia las carroñas.
42
La podredumbre de las osamentas, buena está para cuervos, ranchos
ca-
y chimangos, inmundos rapaces, escoria de la sociedad alada.
A él le ofrece el estero variado y limpio alimento.
La podredumbre de la mentira tampoco lo infecta. Su grito de
alarma noexpresiónes nunca de infundado sobresalto.
En dom.éstico, su vigilancia es muy
estado superior a la canina.
El perro está sujeto a pesadillas y con frecuencia arranca dos
ladri-
que inquietan sin motivo al ame. Como todos los poetas
cursis, es un enamorado de la luna, a la cual prodiga sus ásperas
€ inarmónicas baladas.
Y otras veces ladra de miedo, confundiendo el manso petizo del
piquete con una feroz gavilla de bandoleros.
Y otras veces ladra de puro sabandija, para hacer méritos, para
hacerse pasar por guardián insuperable.
En cambio, el chajá ni se equivoca ni miente; cuando el ave de
gran-
y altiva lanza en la oscuridad silenciosa de la noche campesina
6u sonora clarinada, el gaucho salta del lecho y prepara sus armas,
apercibiéndose a la defensa . . .

Hay gente que se acerca a las casas: el alerta del chajá no falla
nunca .

Don Juian

En las crudas noches


invierno, la peonada
de que ha trabajado des- de
el alba hasta crepúsculo, soportando
el estoicamente el frío, el
viento y la lluvia, semidesnudo a veces, sin probar bocado a veces,
sin tomar un amargo olvida todas las fatigas al sentarse alrededor
del fogón.
Las llamaradas del hogar secan sus ropas, calientan sus cuerpos
y reavivan el buen humor, que nunca se apaga en el alma de aque-
llos
hombres sanos, fuertes y buenos.
Mientras beben con fruición el mate, insuperable bálsamo, y ob-
sen'an con avidez cómo se va dorando lentamente el costillar sartado
en-
en el asador, comienzan las guerrillas de epigramas, de truécanos,
re-
de dicharachos.
Y terminada la
la segunda tanda
cena viene
del cimarrón, y con
ella los cuentos, siempre
ingeniosos y pintorescos.
Y difícilmente escapa al relato de algún episodio de la historia de
"Don Juan", historia interminable, porque la fecunda imaginación
del eaucho le va agregando de continuo nuevos episodios en que in-
terviene
toda la fauna conocida por él.
Las aventuras, variadas al infinito, tienen siempre por nistas
protago-
a Don Juan, quien, como el negro Misericordia de los fanto-
ches,
sale siempre triunfador.
El gaucho tiene singular simpatía por Don Juan, — el zorro, —

y no le guarda rencor por las muchas fechorías de que le hace tima


víc-
el astuto animalito.
¿Que en ocasiones, en las largas travesías, —
— mientras duerma
tranquilo sobre una loma, le corta el maneador y lo deja a pie en
medio de la soledad del campo?
Una travesura que lo encoleriza por un rato y que bien pronto ol-
vida.

43
El mata corderos, asalta gallineros, roba guascas, pero su viveza,
su astucia, su gracia, su audacia le hacen perdonar sus arterías.
Uno de sus mayores méritos en el concepto del gaucho es el afán
Que demuestra en que se conozca su hazaña, exponiendo temente
constan-
la vida con tal de burlarse de sus victimas, con su audacia,
por enfurecerlos con burlas, con
sus su audacia, con su habilidad
para escapar al peligro voluntariamente provocado.
El gaucho lo quiere porque Don Juan tiene muchas de las des
cualida-
que él más agilidad, la travesura, la hidal-
aprecia: la viveza, ga la
franqueza, el afán de aventuras y el menosprecio por la vida.
La semejanza que el gaucho encuentra entre su propio espíritu
y el espíritu de Don Juan, motiva la inconsciente simpatía que pro-
fesa
ai simpático merodeador.

Los chingólos

Otro símbolo.
En la hoguera estival se encuentra opulencia en su elemento. La
de luz embriaga. Su pardo plumaje se esponja,
lo mayor riencia
apa- dando
a su cuerpecito insignificante, su vivacidad aumenta, multi-
plica
sus acrobacias, sin que el calor lo sofoque.
Empero, los rigores del invierno tampoco lo amilanan.
Su p leería rcskte a todas las inclemencias.
Vuela y revuela, salta y salta y cuando, empapado, pegadas las
plumas al cuerpo, ima ráfaga lo obliga a aterrizar súbitamente, lan- za
un gritito burlón, que semeja la eterna risa del niño sano, corre,
brinca, coge de paso algún gusanillo y torna a remontarse en el aire
y a piruetar, contento, seguro del valer de sus alas minúsculas.
Y si el embate es demasiado rudo, se refugia entre la ramazón de
algún árbol, o bajo el alero de un rancho o entre el yuyal vecino,
o sa mete, confiada
y fam.iliarmente, en el galpón o en la sala.
No tiene temor. Como es bueno y no hace mal a nadie, se siente
seguro entre aquellas gentes buenas...
El único miedo está en recibir la pedrada de algún chicuelo vieso,
tra-
chingólo humano;

pero era peligro pequeño, porque

su
habilidad sabía esquivarlo casi siempre.
Y pasado el peligro, gorjeaba, saltaba, daba volteretas en el aire,
sin objeto, por puro gusto, por dar escape al exceso de fuerza vital,
de- la alegría de vivir, de idéntica manera que el gurí da vueltas de
carnero, le tira de la oreja al perro bravo o se mete enti'e las patas
de los redomones atados al palenque, con la confianza que tienen
los buenos en la bondad de los demás.
No conciben las cimbras traidoras ocultas entre la gramilla cente;
ino-
no sospechan que existan quienes hagan m.ai al que solo be
sa-
hacer bien; hechos con luz de amor, ignoran el lodo reí odio. . .

Son los chindólos.


Los que viven felices en su insignificancia, los que se contentan
con procurarse el sustento y beneficiar ,sin cálculo de
recompensas.
Los que hacen bien por instinto, los que son ingénitamente nos,
bue-
y, por lo mismo, alegres.
Los que están acostumbrados a beber en la.^ puras aguas del arro-
44
yuelo, insospechando la existencia de ciénagas que ofrecen lenitivos,
satisfacción a las sedes y dan veneno

Son les chingólos.


Son los gauchos.
Rescate

Era hace mucho tiempo, mucho tiempo, en los primeros años de


la colonia
Las guerras guaraníticas y el intrincado pleito con los lusitanos,
dejaban a los gobernadores españoles poco tiempo para ocuparse del
fomento industrial de los territorios.
Las campañas estaban casi desiertas.
En el lejano oriente, en la enormidad de las tierras bañadas por
el Hum, Olimar, CeboUatí, Tacuarí y Yaguarón, era menester trotar
días enteros, desde el rancho de partida, para encontrar otro rancho.
Empero, en las boscosas riberas de los ríos, en los recovecos de las
serranías y en las ubérrimas praderas, el puñado de vacunos y guarizos
ye-
con que Hernandarias obsequió a nuestro suelo, había creado
pro-
portentosamente.
Eran miles y miles, que aumentaban sin tregua, malgrado las predacione
de-
de los mamelucos.
Eran malos.
Si por malo se entiende al altivo, a quien ama la libertad sobre
tcdo, a quien prefiere la muerte al cautiverio.
La fosca naturaleza del suelo que forjó el carácter irreductible del
charrúa y sus hermanos aborígenes, formó el rpismo temperamento
indómito y combativo en los toros y en los potros...

Una mañana, muy de mañana, Patricio La Cruz iniciaba la quinta


jornada en su viaje al Brasil.
Ensilló su malacara, enrabó el tordillo redomón y emprendió cha
mar-

::uiado por la brújula del instinto.


Había traspuesto les Olimares y bordeando los esteros del Uatí
Cebo-
acercábase al Tacuarí.
Y apenas clareaba el día, cuando al caer en un valle se encontró
con una enorme yeguada que le cerraba el paso.
Enarcados los cuellos, flotantes las crines, levantadas como nes
pendo-
de guena las caudas abrojientas, los potros, tendidos en lla,
guerri-
lanzaren furibundos relinchos que las hembras coreaban.
Fc^iricic dióse cuenta del peligro, pero su orgullo, —
¡él también
era potro! lo impulsó
— a desafiarlo.
Y siguió avanzando.
La fanlange equina se abalanzó sobre él. El disparo de su trabuco
se ahogó en el estruendo ci3 los relinchos y el atronador repiqueteo
de los cascos sobre la tierra dura!...

Cuando el viajero volvió en sí, dolorido y ensangrentado, tróse


encon-
solo en la inmensidad del campo.
4i
La potrada salvaje, después de rescatar a sus hermanos cautivos,
había desaparecido.

En busca del médico

Jacobo y Servando se habían criado juntos y fueron siempre nos


bue-
amigos, no obstante la disparidad de caracteres: Jacobo era

muy serio, muy reflexivo, muy ordenado, muy severo en el miento


cumpli-
del deber. Servando, en el fondo, bueno, carecía de volim-
tad para refrenar su egoísmo.
Jacobo amaba a Petra, y Servando le atravesó el caballo; quistó
con-
a la moza con su charla dicharachera, con su habUidad de
bailarín y con sus méritos de guitarrista. Y se casó con ella ,sin pen-
sar
un solo instante en el dolor que le causaba a su amigo.
Una mañana, Jacobo hallábase en la pulpería, cuando cayó vando.
Ser-
Llevaba im aire afligido y su caballo estaba bañado en dor.
su-

¿Qué te pasa?

preguntó Jacobo. —

¡Déjame!...
— Mi mujer está gravemente enferma y tía Paula
dijo que ella no respondía, y que fuese al pueblo a buscar al mé-
dico
. . .

— Y apúrate, pues... De aquí al pueblo hay tres leguas y pico...



¡Ya lo sé!... ¡Sólo a mí me pasan estas cosas!... ¡Mozo!...
¡Déme un vaso de ginebra!... ¿Tomás vos?
—No.
¡Claro!... Vos

sos feliz, no tenes en qué pensar... ¡Eche otra
ginebra, mozo!. . .

Servando convida a los vagos tertulianos de la glorieta y les ta


cuen-
su aflictivo trance.

¡Comprendo!... — dice uno.

¡Me doy cuenta!... — añade otro.

Pero hay que conformarse, ser fuerte, —
concluye un tercero.
— Es lo que yo digo atesta — Servando.

¡Mozo!, ¡sirva otra vuelta!...
Jacobo observa ensombrecido y entristecido. Sale: medita; le
aprieta la cincha a su pangaré, le palmea la frente y dice:
¡Pobre

amigo!... Ayer trabajaste todo el día en el rodeo...
¡Ahora un galope de seis leguas, entre ir y venir!... ¡Vamos al pue-
blo!...
¡Si los buenos sirviéramos no
para remediar las canalladas
de los malos, no mereceríamos el apelativo de buenos!...
: c^
Por ver la novia

Rojeaba el naciente y se presentaba una de esas serenas, tadoras


encan-
mañanas de otoño. El mozo recogió de la soga al overo, que
estaba "alivianándose" desde tres días atrás, lo rasqueteó y cepilló
prolijamente, le^ emparejó el tuzo, le arregló los vasos, limpiando con
maestría el "candado", y empezó a ensillar con las prendas de lujo.
Entre los dos "cojinillos" de piel de alpaca, colocó el chiripá y la
camL'^eta de merino negro, primorosamente bordados. Y apuntaba el
sol, cuando rnontó a caballo y emprendió trote, internándose en la
desolada soledad de la llanura pampeana. No existían caminos, no
46
«e columbraba un árbol ni una vivienda humana. Al acercarse el
mediodía desmontó al reparo de un ombú caritativo. Desensilló, fué
a darle agua al flete, en un manantial vecino, le bañó el lomo y lo
etó a soga, utilizando la daga como estaca. "Churrasqueó" la gua
len-
fiambre que llevaba, tendió el poncho bajo las frondas del bú,
om-

y se dispuso a dormir una hora de siesta... Y a la hora justa


tornó a ensillar, montó y prosiguió el viaje. Ni reloj ni brújula ne-
cesitaba:

la altura del sol dábale la medida del tiempo, y bastaba


su tino para orientarlo en el verde mar de la llanura ...
Al cer,
oscure-

llegaba a la estancia, donde había casorio y baile y donde bría


ha-
de encontrarse con su prometida. Desensilló, largó el overo,
que se revolcó, dando sin dificultad "la vuelta entera"; merendó y
toda una noche de "gatos", "cuecas" y "pericones", no lograron fa-
tigar
sus piernas de centauro. . .

— "Parece que ha troteado fuerte —


observa uno; y él responde:

"No; treinta leguas no más, a gatitas ha sudao el overo"...

Dnelo
1
Pedro y Juan eran dos gauchos criados en la Estancia del Vente-
Teo, conjuntamente con otros varios.
Pero ellos, casi siempre pareja aislada. vivían en

Recíproca simpatía los ligaba. Simpatía extraña, porque Pedro


era morrudo, fuerte, sanguíneo, emprendedor, audaz y de excesiva cuacidad;
lo-
en tanto Juan, de la misma edad que aquél, era pequeño,
débil, linfático, callado y taciturno. . .

Desde pequeños tratábanse de "hermano"; y acaso lo fueran.


Hechos hombres, la camaradería y el afecto fraternal persistieron.
Y las cualidades de ambos, en cuerpo y espíritu, fueron tuándose
acen-
.

Sin maldad, sin intención de herii*, por irresistible impulso de su


temperamento, Pedro perseguía siempre a Juan con bui'las hirientes.
Y Juan callaba.
Una vez dijo:
— Mañana voy a galopiar el bagual overo que me regaló el patrón.
Pedro rió sonoramente y exclamó:

¡Qué vas a galopiar vos! ¡Déjalo, yo te lo viá domar!...

¿Y por qué no podré domarlo yo? dijo Juan. —

Y Pedro tornó a reír y a replicar:



Porque sos muy maula y no te atreverás a montarlo.
Juan empalideció:

Mira, hermano, —
dijo; —
siempre me estás tratando de la...
mau-


Porque lo sos.

— No lo repitas.
— Lo repito... ¿Qué vas hacer si nacistes maula?...
— No lo repitas porque me tenes cansao y mi vas obligar a barte
pro-
lo contrario!
Pedro largó una carcajada.

¡Y va ser aura mesmo! — exclamó Juan, poniéndose de pie y
desnudando la daga.

¡Abran cancha!... —
gritó Pedro aprestándose a la lucha. —

47
¡Abran cancha que le viá pegar un tajito a mi hermano, pa que
aprienda ! . . .

Chocaron las dagas.


Juan estaba ceñudo y nervioso.
Pedro, sereno y sonriente.
primero embistió
El con furia. El segundo concretóse a parar los
golpes, esperando el momento propicio para dar el "tajito" prome-
tido.

En descuidóse, y fué Juan


la confianza, quien le tajeó la muñeca.
Más amor propio que en
herido la carne, enPedro perdió la su

serenidad, embistió furioso... y Juan cayó a tierra con el pecho


ati-avesado por la daga del amigo. Este, al verlo desplomarse, jó
arro-
el arma y se arrodilló, exclamando con ti-emenda angustia:
¡Perdóname

hermano!... ¡Aquí tenes mi pecho, clávame tu fa-
cón
! . . .

El otro agonizante, ya, le oprimió la mano y dijo con infinita zura:


dul-


¡Hermano!. . .

De guapo a guapo

mellizos
Los Melgarejo eran tan parecidos físicamente, que, a no
estar juntos, resultaba difícil,aun a quienes a diario los trataban, sa- ber

cuál era Juan y cuál Pedro. Sus temperamentos, en cambio,


contrastaban diametra 'mente. Expansivo, audaz y valentón, Pedro;
reconcentrado, tranquilo y prudente, Juan. Pedro hería mente
constante-
a Juan con ironías sangrientas. Cuando alguien expresaba
la dificultad de distinguirlos,él acostumbraba decir:
Es fácil: insúltennos...
— Si es mi hermano, afloja; si soy yo, pe-leo.
He oído decir que en el cristiano, la mitad de
la sangre es gre,
san-

y la otra mitad es agua Cuando


.
nosotros
. .
nacimos parece que
yo llevé teda la sangre y Juan el agua... ¡Pobre mi hermano!...
¡Es flojo como tabaco aventao!...
Cierta tarde de domingo, en la pulpería, Juan estaba por comprar
unas bombachas. . .
Pedro entró en ese instante y dijo con hiriente
sarcasmo :


¿Por qué no te compras mejor unas polleras?...
Rió de la ocurrencia. Empurpúresele el rostro a Juan, quien clamó
ex-
airado:

¿Querés probar quien de los dos es más guapo?... ;Compromé-
tate
a acetar lo que yo proponga ! . . .


¡Acetao!
Juan extendió entonces la mano izquierda sobre el mostrador, y
dijo a su hermano:
— Pone la tuya encima.
Pedro la puso. . .
Y entonces el otro, desenvainando la daga y con
un golpe rápido, dejó las dos manos clavadas al madeio del mos-
trador

. . .

Ninguno de los dos lanzó un quejido; ninguno de los dos hizo


un ademán ni manifestó un gesto de dolor.
— Y aura... ¿qué decís? —
preguntó Juan.

Ques sos mi hermano —
respondió Pedro.
48
los rápidos virajes impuestos para esquivarlas; pasarse todo el día
sin comer, acalambrarse las piernas en el continuo galopar, transir
los brazos en el manejo de la rienda, de las boleadoras y del lazo...
Cenadas estaban ya las puertas del día al terminar la "parada
de rodeo".
Mas la tarea de los centauros no había terminado aún. Ni los
peligros tampoco; la ronda, en campo abierto y con torada y vacaje
montaraz, resultaba más arriesgada todavía que el aparear las re-

scó y conducirlas al ceñuelo.


El patrón distribuyó los "cuartos de ronda".
El último enlazó, desolló, carneó una vaquillona, hizo fuego, fué
al arroyo por agua para preparar "pavas" las del amargo.
Churrasquear por turno, de prisa, sin tiempo casi para desentumir
las piernas, dormir dos o tres horas sobre la grama, teniendo a mano

la estaca que asegura el "maneador" del caballo al cual, por caución,


pre-
sólo se le ha quitado y aflojado la cincha...
el freno
Y al clarear el día siguiente enhorquetarse y marchar arreando
fieras...
¿Fatiga?
¡Nunca !
¿Protestas?
f Jamás!
¿Miedos? ,

iOh ! . . .
Una madre gaucha que hubiese parido un hijo maula ría
se-

capaz de mascar cicuta y de tragar víboras para que destruyeran


su vientre infamado ! . . .

Calvario

Largo y fino rasgo trazado con tinta roja abarca el naciente.


En la penumbra se advierten, sobre la loma desierta, veinte tos
bul-
grandes como ranchos chicos, rodeados por varios centenares
de bultos más pequeños esparcidos a corta distancia irnos de otros...
Clarea.
De debajo de los veinte bultos grandes, que resultan ser otras
tantas carretas, empiezan a salir hombres.
Mientras unos hacen fuego para preparar el amargo, otros, des-
perezándos
entumidos,
dirigen se hacia los bultos chicos, los bue-
yes,
que al verlos aproximar, comprenden que ha llegado el momento
de volver al yugo y empiezan a levantarse, con lentitud, con no,
desga-
pero con su resignación inagotable.
Toda la campiña blanquea cubierta por la helada.
Las coyundas, que parecen de vidrio, queman las manos callosa»
de los gauchos; pero ellos, tan resignados, como sus bueyes, tan
sopor-
estoicamente la inclemencia...
Hace dos días que nocarnea; los
se fiambres de previsión se
terminaron la víspera hubo vque conformarse con media docena de
"cimarrones" para "calentar las tripas".
En seguida, a caballo, picana en ristre.

¡Vamos Pintao!... ¡Siga Yaguané!...
La pesada caravana ha emprendido de nuevo la marcha lenta y
50
penosa por el camino abominable, convertido en lodazal con las piosas
co-

lluvias invernales.
La tropa llevaba ya más de un mes de viaje. Las jornadas se

hacían cada vez más cortas, por la progresiva disminución de las


fuerzas boyada y todavía
de faltaban
la como ...
cincuenta leguas
para llegar a la Capital!...
Con desesperante lentitud va serpenteando, como monstruosa lebra
cu-

parda, el largo convoy. Las bestias, que aún no han calentado


los testuces doloridos, apenas obedecen al clavo de la picada.
Se ha andado media hora y hay que hacer alto: la segunda ta,
carre-

conducida por Cayetano, un indio viejo y flaco, que tose y tose^


mordido por la tisis,encontró el primer "peludo".
Una de las ruedas se había hundido hasta las mazas.

Seis hombres se apearon quitaron los pon-


de chos sus matungos, se

y, pala en en auxilio
mano, del compañero.
fueron
El viejo Cayetano, que cava con energía insospechada en su ma-grura,

reniega sin cesar.



¡Me había 'e tocar a mí el primer cangrejo!... Dejuro: cuando
uno llega a viejo comienza a jeder a dijunto y tuitas las moscas
se le vienen encima ! . . .

En camisa, descalzos, arremangadas


mangas de las bombachas ta
has-
por encima de las rodillas, los bravos campesinos lucharon lzante
dú-
tres horas consecutivas, inse:;- Mes al frío intenso de la cruda
mañana invernal. Se prendieron hasta veinte yuntas de bueyes con
resultado negativo, y no hubo más remedio que descargar.
En estos trajines se perdió otra jornada y se pasó otro día a
mate amargo y galleta dura.
Días después llueve torrencialmente y el arroyo, en furiosa crecida,
obliga a
acampar durante dos o tres días.
Y cuando la atormentada caravana llega a las puertas de la Ca-
pital,
nadie capaz es de aquilatar las energías y los sufrimientos
y las heroicidades de aquellos humildes cuanto eficaces e tuibles
insusti-
cooperadores en la hora prima de la creación de la queza
ri-
nacional.

Sin papel sellado

Don Carlos Barreto y don Lucas García fueron amigos desde la


infancia .

Sus padres eran hacendados linderos.


Andando el tiempo, los viejos murieron y Carlos y Lucas los plazaron
reem-
al frente de sus respectivos establecimientos.
La continuó,
amistad acrecentada por los vínculos espirituales
contraídos por múltiples compadrazgos. Don Carlos era padrino de
casi todos los hijos de don Lucas, y éste de los de aquél.
Ba.stante ricos ambos, ocurrió que a Barreto empezó a perseguirlo
la mala cuerte: destrozos de temporales, epidemias, negocios rui- nosos
. . .

Cierto día, llegó a ca;ia de su amigo con aire


preocupado. Con-
ver.'^aron. conversaron sobre cosas sin importancia, sin valor, sin
trascendencia. Pero García notó, sin dificultad, que aquél había
ido con un objeto determinado y que no se atrevía a abordarlo.
51
Y di jóle: "'"n^

Vea, compadre: colijo que usté tiene que hablarme de algo de
importancia. Vaya desembuchando, más, qu'entre amigos y
no sonas
per-
honradas se debe lardar sin partidas.
Y García, desnudando su conciencia como quien desnuda el po
cuer-
para tirarse a nado en arroyo crecido, dijo:

Adivinó, compadre. M'encuentro en un apuro machazo. Usté
sabe que dende hace unos años el viento m'está soplando la 'e
puerta Tengo . . . que levantar una epoteca y vengo a ver si usté . . .

¿Cuánto?

— La suma es rigularcita.

¡Diga no más!
— Cuatrocientas onzas.
— hubiese
¡Com.o vichao el baúl! si
Casualmente rne hace cinco
días vendí una tropa 'e novillos, y más o menos esa es la mesma can-
tidá que tengo. Espere un ratito.
Salió don Lucas y volvió a poco trayendo en un pañuelo de yerbas
las onzas solicitadas.
El visitante vació en el cinto las monedas sin contarlas.
Ni él ni su amigo hablaron de documentos. Entre esos hombres
ningún documento valía más que la palabra de hombre honrado.
Barreto se puso de pie, tendió la mano al amigo y dijo simple-
mente
:

Gracias, compadre.
— Nu hay por qué . . .

Pasaron dos o tres años.


Y don Lucas murió sin que su compadre hubiese podido saldar
la deuda, que aquél jamás le reclamó.
transcurrieron
Y otros varios años.
tarde Barreto
Una llegó a la estancia de su vecino.
Lo recibió, con grandes demostraciones de afecto, Ricardo, el
hijo mayor de García, diciéndole:
— La bendición, padrino... ¡Hacía una ponchada 'e tiempo que
no cáiba pu'estos ranchos!
— Dios te haga un santo . . .
Vengo a pagar una deuda .
Hace mo
co-
diez años tu padre me sacó de un gran apuro, emprestándome
cuatrocientas monedas. Hasta aura no pude pagar, veng'o a vértelas
devol-
.


¡Pero, Ni yo ni mi madre
padrino!... tenemos conocimiento
de esa deudadebe haberlo arreglao mi padre
! . . .
Eso .

— Ni vos, ni tu madre, y estoy siguro que naides tienen to


conocimien-
de ese ato generoso del finao. Pero yo sí, y r.-\ consencici me da
man-

pagar aura que puedo... ¿Pa qué está la coní=:ensia?. . .

Urubú

El águila, el carancho, el chimango y el gavilán, son los filibuste-


ros
del aire.
No producen nada y sus carnes son duras y nauseabundas.
Pero son valientes, y en la lucha por la existencia se exponen
como todos los bandoleros, a múltiples riesgos.
Y, además, trabajan; porque combatir y matar implican un con-

52
siderable desgaste de fuerzas.
Su laboriosidad poco apreciable sin duda, es dañina y egoísta,
por igual en rapaces las citadas y en las hormigas y otras muchas
sabandijas, entre las cuales cabe incluir a los profesionales de la
poíítica.
En luios prima la fuerza, en otros la astucia, y el ingenio en los
demás.
Fuerza, astucia, ingenio, constituyen valores positivos, bles
condena-
si, pero despreciables no.
En cambio, el cuervo, el urubú ináí^'ena, ese gran pajarraco garbado
des-
y sombrío, rehuye el peligro de la lucha y la fatiga del
trabajo.
Indolente, despreciativo, con su birrete y su negra toga, tiene la
actitud desdeñosa de un dómine pedante o de un distribuidor de la
injusticia codificada por los pillos, para dar caza a les incautos e
inocentes.
El cuervo posee un olfato privilegiado y unas rémiges potentes.
Los temporales y las epizootias carnean para él. Desde enormes
distancias siente la hediondez lasde osamentas y surcando veloz
el espacio, es prim.ero en
el llegar al sitio del festín.
Concurren otrc-s holgazanes tragaldabas, pero él los mira con
indiferencia despectiva. Ninguno ha de aventajarle en tragar mucho
y a prisa.
Al sentirse ahito, da unas zancadas y antes de remontar el vuelo
se despide de los menesterosos que quedan picoteando el resto de
la carroña, dieiándoles sarcásticamente con su voz gangosa:
— Hasta la vuelta.
¡La vuelta del cuervo!. . .

El gato

Nirmún animal ha sido más discutido que el gato; ningún otro


ha tenido a la vez tantos entusiastas panegiristas y tantos dos
encona-
detractores: pn^eba evidente de su superioridad. Es el primer
ácrata, el fundador del individualismo, altanero, consciente de sus
derechos y sus deberes. Tiene una misión que cumplir en el hogar
que lo alberga, y la cumple sin agradecimientos serviles por la pitalidad
hos-
y con profundo desdén por el aplauso y la alabanza. Es
altivo y valiente.
Ocupa poco espacio casa, pero ese espacio en la
es suyo ,
como lo es su personalidad. Si lo fastidian, araña y muer-
de;
si lo provocan, hace frente y se defiende sin considerar el tama-
fio ni las armas del adversario. No se mete con nadie ni admite que
nadie se meta con él. No carece de afectos y sabe correspondemos a
quien se los profesa, pero sin humildades, sin bajezas, sin adulone-
rías; trata a todos de igual a igual. Su soberbio individualismo no

se prostituye jamás, ni ante la necesidad ni ante la amenaza.

Por la patria

Cuando el viejo octogenario terminó su breve exposición don Tor-


cuato, que había bandeado los setenta, se puso de pie, se atusó la
luenga barba blanca, carraspeó y dijo:
53

^Tengo cinco suertes de campo y como diez mil guampudos . . .

Disponga de tuito, compadre, porque tuito esto no es más qu'em-


prestao. Me lo dio la Patria, a la Patria se lo degüelvo.
Y sin decir más, volvió a sentarse sobre el banquito de ceibo, casi
quemándose las patas con las brasas del fogón.
Tomó la pa'abra don Cipriano.
y se expresó así:
— Yo no tengo Campos, tengo haciendas y tengo algunos botijos
llenos de onzas... Si es por la Patria, lo juego todo a la carta 'e la
Patria.
Y se sentó. Y tomando con los dedos una brasa, reencendió el
pucho .

Don Pelegrino se manifestó de esta manera:


— Nosotros, con hijos mis
yernos, sernos veintiuno, pero cuero
y mis
pa darlo a la Patria sí. . .

Y hablaron otrc3 varones todos de cabellos encenizados, residuo


glorioso de las falanges del viejo Artigas, corazones hechos de luz,
músculos hechos de ñandubay.
Y m.ás o menos, todos dijeron en poco variada forma:
— La Patria es la madre; a la Patria como a la madre, nada de
pue-
negársele.
Y como habían ido consumiéndose los palos en el fogón, tomóse
obscuro el recinto e hízose el silencio, casi siempre hermano de la
sombra.
Transcurrieron minutos .

Y entonces don Torcuato. dirigiéndose a Telmo, su viejo capataz,


lo interpeló así: ,

— Tuitcs se han m_enos vos. ¿Qué decís


prenunciao, vos?
El anciano encorvó el torso, juntó los tizones
aludido del hogar, pló
so-

recio, lengüetió una llama, hubo luz.


Y respondió pausadamente:

¿Pa qué hablar?. Usted . .
sabe que yo soy como los perros: do
Cuan-
monta a caballo y me chifla, lo sigo, sin preguntarle p'ande mos
va-

ni qué vamos hacer... ¿Entuavía hay que sacudirse por la


Patria?... ¡Ni que convidar carece!...
Y tras breve pausa, concluj'ó sin énfasis, llanamente:
— Nosotros sernos tres: yo, mi zaino pangaré y mi lanza...

Maula
Contaba ño Luz:
Una güolta, la perrada estaba banquetiando con las achuras del
novillo rielen carniao, cuando se presiento un perro blanco, lanudo,
feo, con las patas llenas de cascarrias de barro que sonaban al dar
an-

como los cascabeles de la víbora de ese nombre.


Los perros suspendieron la merienda y se abal"unzaron sobre el in-
truso,
revoleándolo y mordiéndolo, hasta que "Calfucurá", jefe de
aquella tribu perrvma, se interpuso, imponiendo respeto ,


¿Qué andas haciendo? interrogó airadamente

"Calfucurá".
— Tengo hambre —
respondió con humildad el forastero.

¿Y no tenes amos?

Tuve; pero m'echaron porque una noche dentraron ladrones en

casa y se alzaron con varias cosas.


54

¿Y no ladrastes?
—No.
—¿Por qué?
— Tuve miedo; soy maula.

¿Sos joven?
—Sí.

¿Tenes buenos dientes?
— Sí... ¡Hace cinco días que ando cruzando campo y sin comer!...
De tuitos laos m'espantan y tuitos los perros me corren!

¡Hacen bien! — sentenció "Calfucurá". — El trabajo del perro,
como el del polecía, es ser guapo; siendo flojo no vale la carne que
come, porque sin trabajar naides tiene derecho a comer!... Ahí nes
te-
esas tripas amargas: enllená las tuyas y seguí viaje...

La muerte del abuelo

La habitación era grande; lasparedes bajas y negras; el piso de


tierra de "cupys", de un color pardo obscuro, la paja del techo recía
pa-
una lámina de bronce oxidado, lo mismo que el maderamen, la
cumbrera de blanquillo, las tijeras de palma, las alfajías de cuara.
ta-

Y como la pieza tenía por únicas aberturas un -ventanillo teral


la-
y una puerta exigua en uno de los moginetes, reinaba en ella
denso crepúsculo.
En el fondo del aposento había un amplio y tosco techo sobre el
Que reposaba un anciano en trance de agonía.
Debajo poncho delde paño que le servía de cobertor, advertíase
lo que grandela y fuerte armazón de un cuerpo tallado en co
tron-
de un quebracho varias veces centenario.
La respetable cabeza del patriarca, de abundosa melena y su ga
lar-
barba niveas, con amplia frente, de imperiosa nariz aguileña,
posaba plácidamente sobre la almohada.
Una viejecita venerable, sentada a la cabecera de la cama, con el
rostro compungido ojos agrios, y ios
pasar, y hacía oculta mente,
lenta-
las rosario, mientras
cuentas del
sus labios flácidos, plega-
dos
sobre las encías desdentadas, se movían con disimulada titud
len-
formulando sin voz una piadosa plegaria.
Rodeando el lecho y llenando el aposento había una treintena de
personas, hombres y mujeres de rostros juveniles y chicuelos que,
sentados en el suelo, con los ojos muy abiertos, parecían tados
amedren-
en la penumbra, el silencio y el aspecto solemne y compun-
gido
de los mayores . . .

Agonizaba el abuelo rodeado de su numerosa prole.


Agonizaba con serena energía.
Sus ochenta y nueve años lo conducían a trasponer las puertas de
le vida con merecida placidez al término de tan prolongado y brioso
batallar.
Intensifica la sombra, encendieron escuálida vela de sebo.
Su luz menguada hizo entreabrir los pesados párpados al bundo.
mori-

Con ayuda de su vieja compañera y de su primogénito, logró corporars


in-
un poco.
Quedó al descubierto su pecho ancho, descarnado y cubierto de un
vellón gris.
No tendré

tiempo de despedirme de todos con un beso a cada
uno dijo. Los— besaré a todos en un solo beso...
— Alcansen-
mé la lanza.
En un rincón del rancho reposaba la reliquia de las homéricas
hazañas. hijo mayorEl se la alcanzó con respeto.
El agonizante besó con fervor la descolorida banderola tricolor de
la enseña artiguista y murió con su último soplo de vida.
— Patria . . .

Jnsticia

Da -miro, mocetón de veintiocho años, era hijo único de Paulino


Soriano, rico hacendado en las costas del Yi.
Muerta doña Inés, la patrona, la familia, compuesta de Paulino,
Dalmiro y Josefa — sobrina huérfana, recogida y criada en cssa, ?•-

holgaba en el caserón.
Cierto que negrasla abuelas
servidumbre
de tas
mo- era numerosa:
blancas, su tez de hollín y sus
negras jóvenes y presumidas con

dientes de mazamorra, y un cardumen de negritos y negritas que


al arrastrarse por el patio parecían pichones de patos picazos.
Pero todos eran silenciosos.
La adustez patrón no necesitaba
del voces para imponerse.
No era malo el viejo gaucho, pero su exagerado espíritu de orden,
respeto y justicia,le imponían una rígida severidad.
Amando entrañablemente a su hijo, éste lo creía hostil.
Dalmiro era indolente en el trabajo, brusco en sus maneras, vocativo
pro-
en su decir; en tanto Bibiano, un peoncito de su misma
edad criados
juntos, distinguíase pos su incansable
y laboriosidad,
su modestia, su comedimiento y sensatez.
Eran compañeros inseparables y con harta frecuencia don no
Pauli-
amonestaba a su flojedad y sus arrebatos, elogiando de paso a
Bibiano.

¡Usté nunca me da razón! — exclamó amoscado, en cierta sión.
oca-


Porque nunca la tenes replicó, severo,
— el anciano.
Desde entonces el "patroncito" comenzó a tomarle rabia al pañero.
com-
Y esa malquerencia fué subiendo de punto al enterarse
de que Bibiano requería de amores a Josefa, que ella le día
correspon-
y que don Paulino miraba con agrado la presunta unión.
Y Dalmiro, que nunca se había preocupado de su prima, quiso in-
terponers
y comenzó a perseguirla, más que con ruegos amorosos,
con imposiciones y amenazas. Rechazólo la moza, y ante las lúbri-
cas
agresividades
de Dalmiro, se vio obligada a poner en to
conocimien-
del
patrón la que ocurría.
Este, indignado, increpó con violencia al hijo, quien herido en su
orgullo, se encendió en odios hasta formar una fogata. Varias
gran
veces provocó a Bibiano, pero sofrenado por la alegiua de éste, tenién-
dole
miedo, lo asesinó alevosamente durante la siesta.
Consumado el crimen, apresuróse a echar la tropilla al corral y
56
orilla del camino presenciaba la lucha desde el pescante del breack,
batió palmas, y gritó:

¡Come-cola ! |come cola !
Malambio púsose tan nervioso como su moro, y cuando bajaron la
bandera, largó atravesado, dando lugar a que los contrarios le casen
sa-

una ventaja que de ningún modo pudo recuperar después, y


una vez más "comió-cola"...
Por la noche hubo gran baile en la pulpería, y el desgraciado mozo
decidió corregirse de su exceso de preparación y declararle a Leonil-
da el amorque de largo tiempo atrás le profesaba. Más de dos ho-
ras
estuvo preparando las frases con que habría de abordarla. tró
En-
al fin a la sala y di jóle:

Aquí le traigo el pañuelo perdido.

Tuvo güen gusto agradeció ella observando — la prenda.
— Y espero que me conceda esta polca . . .

Sonrió la moza y respondióle con hiriente ironía:



¡Comió cola, Malambic!... Estoy comprometida.
Malambio estuvo todavía vacilando. El tenía preparada su se
fra-

y quería ahora buscar la ocasión de decirla nuevamente. Pero la


ocasión no se presentaba al parecer. Quiso atropellar entonces. Al
fin y al cabo ya había dispuesto que era necesario hacer las cosas
sin vacilaciones. Y dijo:

quería proponerle que
Vea, es que yo nos casemos, porque yo la
quiero mucho y dende hace mucho tiempo.
Leonilda lanzó una carcajada y dijo:
— Un m.es entes lo hubiera acetado... Aura tengo novio... ¡Otra
güelta comió cola ! . . .

El poncho más pesado

Don Cantalicio iba con su hijo atravesando el campo. Lo notaba


extraño, nervioso, violento; en esto aprovechó para hablarlo.

¡Ruperto!

¿Qué quiere, tata? —
interrogó el mozo.
Recostados ambos en la culata la carreta, ambos
de en ese instante
indiferentes a la lluvia que arreciaba, el viejo fijó en su hijo la mi-
rada
severa y empezó:
— Vamo arreglar cuentas.
— Yo nunca se las he pedido.

Porque no tenes derecho . . .
Nunca se las pedí yo a mi padre,
pero él a mí, sí, y siempre supe dárselas!

Vaya diciendo rindió el mozo, sometido.

expresión más suave,


Con el viejo comenzó:

P'algo sirven los años y la esperencia. Yo sé que vos estás su- friendo

de mal de am.ores. Palabra de mujer...



¡Es como renguera 'e perro!... ¡No hay que crerla nunca!...
—Y cuando no se cíe, se monta a caballo y se marcha; p'algo ne
tie-
caballo el gaucho.
—¡Y p'algo tiene facón tamicn! —
rugió con violencia Ruperto.
Medió un silencio. Con voz más angustiosa que el chirriar de las
ruedas de la carreta girando sobre los ejes desengrasados, habló don
Cantalicio:
58

¡Ya me lo malisiaba ! . . .
¡Tenes las manos manchadas de gre!...
san-

iLo compriendo!... Ella t'engañó... Fuiste en busca 'el ri-


val,

toparon, lo peliaste y te tocó matarlo!...


se ¡Compriendo!... Es
triste... ¡Pera el corazón es una achura que manda más que un

ray!... ¡Pobre hijo mío! ¡Compriendo!... .. .

¡No compriende!... ¡A quién maté


— no jué a éll

¿No jué a él?. . .

— No. A ella. Le sumí cinco veces el facón!...


Hizo el viejo un brusco ademán, pú"^ose muy pálido, agitó los zos,
bra-
tembláronle los dedos y se le nubló la vista. Durante varios nutos
mi-
permaneció en estado de inconsciencia. Luego, con voz tuosa,
majes-
dijo:
— Yo he peliao varias ocasiones y he tenido la disgracia de di-
juntear tres hombres, en güeña lay y defendiendo mi derecho...
Matar, exponiéndose a ser muerto, es mé.-ito y no avergüenza...
Pero matar una mujer, es cobardía, es ser más chato que un vintén
brasilero, es ser más maula que una mulita ! . . .
Yo bien vía que que
llevabas las manos manchadas de sangre, pero nunca colegí que te
las ensuciase"? apuña liando una oveja ...


¡Tata! ¡No me haga más pesao el poncho que llevo sobre el lo-
^o I . . .

¡Más pesao
— es el poncho 'e la consensia, poncho lleno 'e mugre
qu'ensusea no sólo el cuerpo sino también el alma ! . . .

Sentencias

¿Quién lo dijo?
Lo dijo la experiencia por boca de cien gauchos viejos curtidos a

guascazos en las perrerías de la vida.


Y cada construyó un versículo
uno y de su conjunto nació la Biblia
nuestra, de
anónimo, autor
como todos los libros sagrados, producto
de la sabiduría popular, que es la suprema sabiduría.
Y conjuntemos las canciones de gesta y la voz de todos los rap-
sodas
en un libro único que lee, sin comentarlo y sin admitir tarios,
comen-

un Homero gaucho.
Imaginémoslo un viejo de abundosa cabellera, de luengas barbas
— cañaveral de argento, un busto erguido, no obstante las carra-
— das
de años madera dura y espinosa,

descargada sobre sus mos;
lo- —

de unos ojos que aún alumbran con la luz intensa y cálida del
lucero del alba; con unos labios grandes que se ab.en ampliamente
para dar paso a la palabra honrada, sin formar ningún pliegue por
el cual pudiera deslizarse solapadamente el inmundo reptil de la
mentira .

Imaginémoslo con su aspecto de patriarca, sentado sobre un zo


tro-
de ceibo, rodeado de catecúmenos, para quienes evangelizaba así:

"Quien no tiene cariño pa su Patria, en tampoco lo ha tenido pa


su madre; y sólo los hijos de tordo no tienen cariño pa su madre."

'"Pené presente, y esto métetelo en lo más hondo de los sesos, que


si has hecho mU sacrificios por la Patria, el día que reclames do
ponien-
precio a uno solo de ellos, habrás perdido todo tu capital".
59
"Ser bueno con la esperanza de la recompensa, es baja acción de
agiotista. Bueno, realmente bueno, es quien siembra el bien, sin preo-
cuparse
de quienes utilizarán la cosecha, ni de si algo le corres-
ponderá
en lo rendido por la cosecha."

"Pa ser güeno no basta con no ser malo. Si yo veo una víbora 'e
la cruz, que no me puede hacer daño, pero que puede hacérselo a
otros, y no me expongo pa matarla, merezco las babas del cio
despre-
de tuitos los hombres honraos."'

"Priesten atención, mis hijitcs.Se habla de la juerza.


"La juerza no está en los brazos ni las piernas. La juerza está
en esa achura que tuitos llevamos entre el corazón y el espinazo, pe-
ro
qu3 pa unos es blandita como bofes y pa otros dura como gorí.
ton-

Convénzanse muchachos; sin corazón no hay juerza."

"Kay muchos que llevan el lazo a los tientos y boleadoras a la


cintura y no son capaces de enlazar un poste de alambrado, ni de
bolear al peno que a su lado los acompaña en el campo."

"Caballo muy escarceador y mujer muy linda, por lo rigular ha-


cen
pagar muy caro al dueño el orgullo de tenerlos."

"De tuita l'hacienda que tuve sólo me queda la marca.

"Voy a marcar con ella este plácito 'e tierra que ha de ser mi
sepoltura."

"Nunca envidees a quienes echan muchas llamas: las llamas cen


ha-
las brasas, y es con las brasas que se hacen los asaos."

"Los gauchos qu'en las tertulias del fogón enumeran los hombres
que han muerto, las mujeres que han seducido y los potros bravos
que han domao, cuasi con seguridá que no han muerto a ningún bre,
hom-
ni seducido ninguna mujer, ni ensillao más que sotretas."

"Reformar no es mejorar.
A cualquier palo se le puede sacar punta, pero la ciistión está en

que la punta sirva p'algo."

"La espina que ha 'e pinchar, dende chica tiene punta."


"Hay hombres que son como los caminos, hechos pa que tuitos
los pisen."

"Mujer mala y caballo con "haba", no engordan nunca."

"El coraje, lo mesmo qu'el trabajo, son cosas muy lindas y res-
petables,

cuando son útiles. Pero el que se hace matar al cuete, no


más pa probar qu'es corajudo, igualito al que voltea una vaca rrándola
aga-
de las guampas pa demostrar su juerza, y no es capaz de
aguantar dos días seguidos prendido a la mancera del arao, no cen
mere-

la estima de los hombres dinos de ser hombres."


60
"Un borracho y un loco son cuasi la mesma cosa; sólo que al loco
se le tiene lástima y al borracho se le despresea."

"Eay muchos que se áugan por querer vandiar el río sin saber dar.
na-

"La culpa no es de la correntera sino de la petulancia de quien la


desafía sin tener juerzas pa vencerla."

"No hay naides que no haya trompezao alguna vez en la vida.


"Pero quien trompieza dos veces en la mesma piedra, es zonzo de
nacimiento."

"Hace tuito el bien que puedas, pero si no sabes hacer mal a los
malos no sirve el bien que hagas."

"Sos
guapo, conoces el camino y te tenes fe. Cerras los oíos y
galopiás lo mesmo en el claror del día qu'en la noche neblinosa. En
cuasi siempre llegarás temprano a golpiar la puerta 'el rancho 'e
la china. Pero no te olvides que de un día pa otro el diablo cava

un aujero y el mejor caballo rueda y el más jinete se desnuca."

"Hay hombres que tienen los ojos en el cogote y que sólo les sirven
pa ver las piedras donde han tromp"ezao, dispués de haberse desecho
los pieses con el trompezón."

"Desconfíale a los hombres que hablan mucho y a las mujeres que


hablan poco. Armada muy grande y armada muy chica, son traicio-
neras:
en las dos s'escuende del mesmo modo la mentira."

"Las mujeres son como las víboras. Cuanti más finas y más cas
chi-
más veneno tienen."

"Debes amar y respetar y venerar a tu padre y a tu madre, que te


dieren el ser.
Debes querer a la mujer que elegiste por compañera y que ha
compartido contiro los días de sol de primavera y los días fríos y
nublosos del invierno.
Debes cariño enorme a tus hijos, carne de tu carne y sangi'e de tu
sangre .

Empero, si la patria te llama en su defensa, olvídate que tenéa


padre, que tenes madre, que tenes mujer y que tenes hijos."

La caza del tigre

Al doctor Martin Réibel, cariñosa y agradecidamente.

Siempre fué pago temido el "Rincón de la Bajada"; siempre fué


escasa y difícil la vigilancia policial y en todo tiempo abundaron loa
robos y los crímenes; pero desde que el país ardía en guerra civil,
aquello habíase convertido en lugar de perennes angustias.
La escasa fuerza de policía, militarizada, se marchó, formando
61
parte de la división depart-amental De los hombres .
del pago, unos
habían sido tx)mados por el gobierno para el servicio de las armas,
otros se habían incorporado a las filas revolucionarias y muchos
ganaron los montes o huyeron al extranjero. En la comarca lada,
deso-
sólo quedaron las mujeres, los niños y los viejos, muy viejos,
inservibles hasta para arrear caballadas.
El "Rincón de la Bajada",
ubicado en un paraje excéntrico, por
donde no era nada
probable que se aventurasen fuerzas armadas,
quedó a entera disposición del malevaje. Y aún cuando hubiera ido
gente de afuera, escaso riesgo correrían los bandidos, perfectos co- nocedores
de aquel feo paraje.
Una sierra, de poca altura, pero abrupta y totalmente cubierta
de espinosa selva de molles y talas, cerraba el valle por el norte y
por el este, formando muralla inaccesible a quien no conociera las
raras y complicadas sendas que caracoleaban entre riscos y zarzas.
Al oeste y al sur, corría un arroyo nacido de las vertientes de la sie-
rra;
un insignificante, en apariencia, y en realidad
arroyo temible.
No ofrecía ningún vado franco; apenas tres o cuatro "picadas" que,
para pasarlas, era menester que fuesen baqueanos el jinete y el
caballo .

Antes de llegar monte, había


a la vera que delcruzar el estero
que bordeaba el arroyo en toda su extensión; y era uno de esos

peligrosos esteros donde la paja brava, la espadaña, los camalotes

y los sarandís, en extraordinaria vegetación, cerraban el paso al


viajero, cuando no disimulaban la traidora ciénaga, devoradora de
incautos. Tras esa primera línea de defensa, encontrábase el bos-
que,
ancho y "sucio" como pocos, y luego el cauce, el arroyo, que
cuando no espumaba con ímpetus de torrente, ensanchábase sobre
el lecho fangoso, más temible aún que la corriente embravecida.
Así eran los contornos del valle, cuyo interior estaba poblado de
grupos rocosos y selváticos, que parecían retoños de la sierra y con- tribuían

a hacer más huraño el paraje.

Los moradores era toda gente pobre, poseedores de pequeños pre-


dios
dedicados al cultivo del maíz y al pastoreo de reducidos baños.
re-

Normalmente no eran perjudicados por bandoleros,


los aves paces
ra-

quienes el "Rincón de la Bajada", constituía el nido


para
inaccesible donde iban a refugiarse y a esconder el botín do
conquista-
en pagos más ricos.
Empero, la guerra aumentó la habitual población de la sierra y
el estero, con un buen número de foragidos extraños, quienes no
tenían por qué usar consideraciones para con la indefensa gente
del valle. Entre los recién llegados, encontrábase el rubio Santos Lei-
va, jefe de una cuadrilla célebre por sus hazañas criminales y por
su ferocidad insuperable.
A Santos apodábanle el "Tigre"; y era, física y moralmente,
Leiva
un tigre. La cabeza pequeña, la frente oblicua, la cara corta y an-
cha,

.soliente de pómulos, recia de maxilares; los ojos pardos, encapota-


dos,
un tanto oblicuos, y la boca grande, de labios finos, y el bigo-
62
te ralo y rígido, dábanle una marcada semejanza con el sangviina-
rlo felino.
Y su alma estaba en perfecta armonía con el rostro. Contábanse
de él horripilantes escenas de tal crueldad que su refinamiento saba
acu-
una perversión neurótica.
Era ante todo, un sátüo, pero un sátiro perverso que gozaba poniendo
im-
a sus victimas los mayores tormentos, las más inauditas
torturas morales.
Las pobres mujeres del "Rincón de la Bajada" tenían sobrados tivos
mo-

para vivir temblando de espanto, a la espera del inevitable no


tur-
del sacrificio. Eran ya muchas las humilladas y martirizadas por
el lujurioso bandido. Al
día, las infelices despertaban
rayar de cada
azoradas, y en tanto la lechera, o en tanto ordeñaban
avivaban la
brasa del trashoguero, sus ojos escudriñaban el horizonte, temerosas
de ver diseñarse la arrogante silueta de el "Tigre".
Por todo el valle había rastros, —
sangre y lágrimas, dolor y
vergüenza —
dejados por la artera alimaña, conti-a la cual nada
valían los ruegas, ni las súplicas, ni los llantos.

Jesús María fué de los primeros en ponerse la divisa y marchar a


la guerra. El rancho de Jesús María se recostaba sobre unos cos,
peñas-
coronados negros, de molles
duros, torcidos y espinosos como la
envidia; un monte que daba asco y que Jesús María intentó varias
veces destruir, prendiéndole fuego; sin éxito, por cuanto el molle
verde, lo mismo que la envidia, no aide; nunca arde lo ruin.
El rancho de Jesús María era uno de los más miserables del go;
pa-
pero Albina, su mujercita, era linda y fresca cual la más lin-
da
y fresca margarita crecida en las junturas de las rocas, en

fragante consorcio con los tréboles y la yerba de lagarto. Era tan


pura como agua de manantial y buena lo mismo que cordero cho.
gua-

Dos cariños le llenaban el alma: el de su esposo y el de su dre.


pa-
Su padre, el viejo Dionisio, era muy viejo. Las crónicas canas
comar-
decían que fué diablo en su tiempo, que llenó de peligrosas
aventuras su existencia, que las muchas cicatrices estampadas en

6u cuerpo, atestiguaban ser de aquellos "que no tenían el cuerpo


para negocio", que hubo época en que se le respetaba por su bría
hom-
de bien y se le temía por su coraje; pero ya estaba muy jo,
vie-
don Dionisio. Hasta para picar el naco le temblaban las nos
ma-

y, en ocasiones, se tajeaba los dedos. Al irse a la guerra, Jesús


María le dijo:
— Yo tengo que dirme. Soy de la tropilla y hay que seguir el cerro
cen-
de la madrina.
El viejo respondió:
— Ándate .

— De todas layas, si me quedo, me han de embozalar lo mesmo, y


ansina, más mejor es que me vaya p'ande me tira la querencia . . .

63
— Ándate .

— Lo único Que siento es dejar sólita a Albina; pero de tuitas


maneras, me quede o me vaya no la vlá poder cuidar.
Ándate

.

Y Jesús María, después de abrazar a Albina y al viejo Dionisio,


se fué.
Los primeros tiempos la existencia continuó invariable en la lenciosa
si-
morada escondida entre las breñas; mas, quiso la malaven-
tura,
que un día el "Tigre", — sea guiado por el olfato, sea por el
instinto de descubrir los secretos de la maraña, —
descubriese el fugio
re-
de aquellos dos seres indefensos.
Había maneado su caballo, oculto en un bosquecillo de tala, y a
pie, cautelosamente, llegó hasta la covacha, frente a la cual, en
cuclillas,'Albina hallábase ocupada en desgranar maíz para el lo-
cro de la cena. El bandido pudo contemplarla sin ser visto. La contró
en-

fresca y apetitosa, y sin gastar palabras, con su brutalidad


animal, se avalanzó, la abrazó y le dio un beso estrepitoso. Ella
lanzó un grito de angustia y se puso a temblar entre sus brazos,
paralizada, media muerta de espanto.
¡Linda y miedosa

como luia gama! di jóle zalameramente el —

"Tigre" .

Y como la paisana nada respondiera, él agregó con voz riamente


autorita-
cariñosa:

Espéreme esta noche, prendita; a las nueve sale la luna, y mo
co-
la luna está grande, podré contemplar a gusto esa carita de
reina . . .

Volvió a besarla, la soltó y retirándose un par de pasos, mó


excla-
con acento feroz:
— ¡Hasta luego, eh!... —
y con la agUidad de un gato montes, se
perdió entre los peñascos y la maleza.

Caía la tarde cuando volvió al rancho don Dionisio, con la vieja


escopeta al hombro y unas perdices en la diestra. Apenas fijó sus
ojos en el rostro de Albina, dio al suyo una expresión dura y mó
excla-
sordamente:
— Ya ha caído el "Tigre" por aquí!...

¡Tata! — balbuceó ella lagrimeando.
Y en seguida contó la escena abominable.
El viejo escuchó en silencio: meditó un rato y preg^untó des-
pués:


¿A las nueve, te dijo?
— A las nueve.

Güeno, tiempo. hay
Tiró perdices y volvió a salir en silencio.
al suelo las
Cuando regresó ya era noche.
— La cena está pronta dijole Albina mirándolo con — ansio» terrogaci
In-

64
Pocos pasos había dado en el interior, cuando le sorprendieron loa
ladridos de muchos perros. En seguida corrió a la puerta de la
caverna y allí tuvo que habérselas con una jauría que el viejo
Dionisio azuzaba:

¡Chúmbale, Barzino!...
¡Chúmbale, Zorro!... ¡Chúmbale, León!
El bandido defendíasedistribuyendo hachazos, pero en seguida,
cuando iba haciendo retroceder a la perrada, una lluvia de piedras
cayó sobre él y treinta voces de mujer lo increparon, lo insultaron,
lo amenazaron.

Santos mantúvose Leiva


oculto en la sombra, entre las zarzas;
pero luego humillado, furioso con la burla, dio un brinco y se posó
sobre una roca, amenazante, el facón en una mano, la pistola en
la otra._ La luna, casi llena, lo iluminaba de pies a cabeza.
El viejo Dionisio esperaba ese instante y mientras los perros guían
se-
ladrando furiosos y las mujeres ahullaban méis que los rros,
pe-
él apuntó serenamente con su escopeta cargada hasta la boca,
hizo fuego... y el bandido cayó con el pecho abierto por los nes...
bali-

• • •

Don Dionisio, rehuyendo elogios,decía, días después:


No es mérito Con güenos perros, una
. . . escopeta segura y el razón
co-

sereno, cualquiera caza tigres! . . .

El tiempo perdido

A mi amigo José de Arce,

Quedaba aún
franja de día, cuando ancha
Regino, concluido de
estirar un alambre, dijo a los peones:
Dejemos

por hoy... Tengo ganas de cimarronear.


Los peones recogieron las herramientas, echaron los sacos al hom-
bro
y se encaminaron a las casas, alegres y agradecidos al patrón
que les ahorraba una hora de trabajo, pesado bajo la atmósfera deada
cal-
de un día de enero. Y mientras ellos penetraban en el gal-
poncito recién techado y en cuyo piso aún vivía la gramilla, Regino
fué a echar una ojeada a las construcciones.
Albañiles y carpinteros trabajaban activamente. A la luz rojiza del
crepúsculo, brillaban las tejas del techo y el blanco de las paredes,
sombreado en partes por el ombú centenario, único sobreviviente del
viejo "puesto", demolido para dar sitio al edificio moderno, cabeza
de estancia, que hacía edificar Regino Morales, dueño, a la zón,
sa-

de aquellos campos en que sus padres y sus abuelos habían


sido miserables "agregados*. Cuando él volvió al pago, ni rastros
quedaban de la familia. El rancho no tenía ya techo, y las paredes
de "terrón' estaban caídas o gastadas por el continuo rascar de los
vacunos. A la derecha de la tapera una gris de
gran circunferencia
plata, copiosa vegetación de "abre
una puño" y "revienta-caballo"
denunciaban un antiguo rodeo de ovejas; y a los fondos, el verde ne- gro
de un bosquecillo de ortigas daba testimonio del basurero. Todo
lo demás era muerto, excepto el ombú, sombrío, persistente,símbolo
66
de la raza brava y sobria que se va extinguiendo.
Regino inspeccionó los trabajos y luego fué al galpón, aceptó un

mate, que sorbió a prisa y salió.


Por un momento estuvo indeciso, observando el campo que en-

fare cuchillas y llanuras se perdía en lo infinito y el edificio que gía


sur-

como expresión de una vida nueva. Luego echóse sobre el hom-


bro
el fino poncho de verano y se encaminó lentamente hacia el
arroyo que corría a doscientos metros de las casas.
Atravesó el pequeño monte y llegó a la laguna, a cuyo borde se

detuvo. Los árboles parecían decobre, las aguas parecían de plomo


y todo, cielo, agua, bosque, estaba inmóvil silencioso,
y como si la
naturaleza hubiese bruscamente cesado de respirar.
Ante aquella calma absoluta, Regino experimentó honda ción,
satisfac-
originada por la armonía del medio ambiente con la actuali-
dad
de su alma, que en el cansancio de largos, amargos años de
lucha y de pena, ansiaba acostarse en el plácido reposo.
S'guió andando lentamente por la orilla del arroyo y al llegar a
unas rocas que formaban como un banco, se sentó, armó un llo
cigarri-
y se puso a fumar, gozando de un bienestar nunca conocido.
Sin hacer el menor esfuerzo por evocarlos, los recuerdos empezaron
a desfilar por su mente. Allá, muy remotamente, su niñez, feliz no

obstante la orfandad, por cuanto r'c.i Gregorio y su esposa habían


sido para él verdaderos padres. Seguía después ima juventud riosa
labo-
y alegre, bruscamente interrumpida por la fatal querella con
Lucio García, una querella imbécil motivada por un pedazo de ja...
lon-

Cometido el homicidio, huyó, se fué al Brasil. El contrabando le


permitió reunir un capi'alito con el cual se dedicó a tropero. Le
fué bien y a los veinte años de fatigas se encontraba dueño de una
fortuna. Entonces pensó el regreso
en a la patria y al pago. No le
faltó un abogado que liquidara satisfactoriamente su causa; y ello
hecho realizó sus bienes y en una tarde de primavera sorprendió a

don Gregorio con su inesperada visita. Los viejos lo recibieron con

los b azos abiertos, y él se instaló en el puesto, indeciso aún sobre el


porvenir .

Los — Medeiros venden el campo, anunció un día don rio.


Grego- —

Regino guardó silencio, no se habló más del asunto y una semana

después anunció un viaje al pueblo, donde permaneció cerca de


quince días. Al regresar dijo simplemente:

Compré el campo de los Medeiros.
Lo compró y lo dejó estar, sin decidirse a probarlo y explotarlo.
Recién entonces se le ocurrió pensar que tenía más de cuarenta
años, que estaba solo objeto ponerse
en el mundo y que no tenía
a trabajar de nuevo, por acrecentar una ya excesiva para fortuna
él. Don Gregorio, adivinando su preocupación, le dijo un día a

boca de jarro:

¿Por qué no te casas?
Regino había pensado en ello. El amor no le había hablado
cuando la suerte le arrojó a la vida inquieta del matrero. Durante
los veinte años de fiebre continua, su corazón permaneció dormido,
67
y ahora recién advertía el lamentable vacío.
Sí, debía casarse. Mujer no faltai-ía que se decidiera a ser su
compañera y ya que no los resplandores de la pasión, podía esperar
el tibio rescoldo hogar. del
Una tarde, mientras tomaba mate a la sombra de los naranjos
del patio, Regino dijo resueltamente:
— Estuve cavilando estas noches y me he convencido de que casa
sin mujer, y estancia sin perros anuncian ruina... Viá casarme.
— Bien pensao, hijo —
replicó el viejo; —
¿y has elegido ya?
—Sí.

¿Quién, si se puede saber?
— Por muchas razones. Usted es el primero que tiene que lo:
saber-
I5ab2l.
Gregorio alzó bruscamente
Don la cabeza.
¿Isabel?... ¿la chiquilina?.

..

Regino, un tanto confundido, interrogó:


¿La encuentra

muy potranca pa mí?... Tiene dieciocho años...
Sí, por ahí anda...
— En fin, vos todavía sos joven...
Vea, don —
Gregorio, yo la he elegido a ella porque lá conozco,
porque se ques güeña y porqu'es de la ...
familia . . .

No se habló más. Isabel, la nieta de don Gregorio, consultada


por los viejos intentó resistir,pedir plazo, pero concluyó por ceder
entre sollozos .

Regino, ya orientada su existencia, se puso a poblar. Casi todo


el día pasábalo en el campo, y al regresar, al obscm'ecer, para la ce-
na,

en familia, Isabel era para él, y él para Isabel, lo mismo que


fueron antes de concertada la boda. No habían cambiado una la
so-

palabra amorosa en las muy raras veces en que se encontraban


solos. El tenía con ella atenciones paternales y al verla triste y
turbada en su presencia, no le causaba inquietud, juzgándola natu-
i'al timidez de la chica. La confianza y la familiaridad llegarían a
su tiempo. . .

En todo eso pensaba Regino mientras, sentado sobre las rocas sas
li-

y revestidas contemplaba la plata bruñida


de negruzco musgo,
de las aguas del arroyo, donde su imagen se reflejaba con perfecta
nitidez... Observóse y quedó desagradablemente sorprendido. Si su
cuerpo fornido y vigoroso atestiguaba salud y fuerza, en cambio el
brillo tenue de los ojos circundados de multitud de pequeñas gas,
arru-

y la expresión cansada de los labios, le advertían, por primera


vez, la fuga definitiva de la juventud. La observación causóle dis-
gusto

y de seguida púsose en pie y se internó en el monte do


buscan-
el término de la laguna, donde el arroyo ce angostaba sobre un
pequeño salto de piedras que permitía vadearlo a pie. De ahí,
una senda abierta entre el maizal conducía hasta los ranchos de
don Gregorio. Todas las tardes recorría Regino aquel camino. Pero
ese día, £in snber por qué, se alejó costeando el arroyo. A pocos
metros de allí negreaba un mimbral espeso. El paisano se detuvo
a su borde y disponíase a ir de nuevo en busca de la senda, cuando
lina voz bien conocida llegó a sus oídos, desde el interior de Ja
arboleda. Picada la curiosidad avanzó unos pasos cautelosamente y
por entre las ramas pudo ver a Isabel, recostada a un sauce vie-
68
jo, y a Liborio, un muchacho huérfano, criado en el puesto, que la
observaba con expresión de pena.

¡No, no! — decía ella: — Yo te quiero, pero los viejos desean
que me case con don Regino . . .
Yo prefiero sufrir a hacerlos frir
su-

ellos, que han


a sido tan buenos conmigo... Ándate, Liborio, no
me busques más...
Regino quedó petrificado. De lo visto y de lo oído, una palabra
resonaba ferozmente en su alma: "don". Para su novia, para la
mujer que debía ser su mujer dentio de un par de meses, él era

aún "don" Regino!...


Sintió
rabia, despecho, ansias de avalanzarse como un tigre, de
extrangulai', de matar, de exterminar . . .

Coniüvose, sin embargo, peso en vez de dirigirse a los ranchos,


deshizo el camino, traspuso nuevamente el arroyo, fué a las casas,
recogió ¿u caballo atado a soga, ensilló y salió, sin saber donde iba
ni a qué iba.
Durante un mes nadie tuvo noticias suyas. La casa había sido
conciuiüa. Lin día llegaron dos carretas con los muebles. Otio día
un carro conduciendo dos baúles con ropas y obsequios para Isabel.
Pasaron todavía dos semanas, y ya era en principios de otoño
cuanüo regresó Regino.
Estaba Flaco, ojeroso, anugado
desconocido. el rostro, encanecido
eí cabello, parecía haber envejecido diez años. Concluida la cena,
que fué silenciosa y triste,dijo:
La casa
— está pronta, no hay porque dilatar el casorio.
Al mismo tiempo miró fijamente a Isabel y a Liborio.
Pasao— mañana viene el cui'a, agregó. Mañana, nuó
conti- — — —

dirigiéndose a Liborio, vamos a recorrer el campo, con eso —

te haces cargo del establecimiento, porque te nombro mayordomo...


pero... con una condición: que me permitas ser el padrino.
¿El padrino de qué?

preguntó el mozo azorado. —

¡Y del casorio, pues!... ¡Ah! ¡ah!...



exclamó Regino riendo —

con risa helada; ¿ustedes creían que yo iba a casar



con la chi-
quilina, deshaciendo un casal que Dios crió?... ¡Bobetas!...
Y luego amigablemente, dirigiéndose a don Gregorio:
¿Da qué
— sirve tener un rico herraje de oro y plata cuando ya las
pulpas flacas y los caracuces duros, solo permiten montar gos?...
matun-

Como un tienta a otro tiento

A Carlos M. Pacheco

Ladislao Melgarejo, fué uno de esos hombres- cosas, cuya cia


existen-
transcurre a merced del mundo exterior: un tronco que la co-
rriente
del arroyo arrastra deposita
y cualquier parte, una
en hoja
seca que el viento levanta y tansporta a su capricho.
No se crea por eso que Ladislao fuese un insensible, desprovisto de
anhelos, obedeciendo indiferente a fuerzas extrañas, a la manera del
perro que sigue al amo a donde va el amo, porque para él, tanto
da ir a un lado o a otro. Al contrario, pecaba más bien de impresio-
69
nable y si de continuo sacrificaba sus preferencias, era por causa
de una anemia volutiva innata.
De pacifico al extremo, le obligaron a ser soldado y co-
carácter mo

tal, hizo toda la campaña del Paraguay donde cumplió con su


deber, exponiendo diariamente la vida, ¿in un desfallecimiento, sin
una rebelión y también sin ua jactada. Su comportamiento co
heroi-
no le enorgullecía; no le encontraba mérito porque no era obra
suya, ni le interesaba: iba poique lo obligaban a ir y cumplía a

conciencia su "trabajo", obedeciendo al jefe, su "patrón" en aquel


momenlo, como había obedecido a sus patrones anteriores, como

obedecería a sus patrones futuros, acatando las órdenes con la misión


su-
impuesta por ¿u alma de peón. Cuando pasaba de sol a

sombra hachando ñandubays, en las selvas de Montiel y cuando cía


ha-
fuego en los esteros paraguayos, el caso era el mismo. Así mo
co-
volteaba ái boles, sin preocuparse de lo que con ellos haría el
patrón, así volteaba hombres después con igual indiferencia: pre
siem-
trabajaba por cuenta ajena.
Cuando terminó la guerra y lo licenciaron, sin ofrecerle recompen-
sa
alguna, encontró aquello muy natural, tan natural como se
marchar-
de una estancia después concluida
de la esquila o abandonar el
bosque una vea cortados los postes convenidos.
Fué necesario buscar inmediata ocupación, porque esta clase de
héroes suelen dejar en sus campañas regueros de sangre, pedazos
de cuero
y a las veces la osamenta, pero nimca traen nada en las
alforjas, al regreso.
Laprofesión que más le agradaba era la de pastor de ovejas; más
como después de la guerra habían quedado muy pocas ovejas en En-
tre
Ríos, hubo de conformarse a picar carretas. El oficio le iba bien.
Manso y resignado como los bueyes, soportaba sin aburrimiento las
largas horas de perezoso tranco en las jornadas de estío, y la amarga
fatiga de "cavar un peludo' en los penosos viajes invernales.
Aceptado aquel trabajo a falta de otro medio de ganarse el sus-
tento,

después no se le ocuitíó que podía proporcionársele al-


nunca guno,
liienos duro y más productivo. Mientras el patrón estuviese
satisfecho y no le pidiese la carreta, el proseguiría meneando vo
cla-
a los bueyes, con la misma concienzuda decisión con que había
meneado hacha a los ñandubays de Montiel y con que había neado
me-

chumbo a los paraguayos de López.


Por varios años su existencia fui uniforme y lisa como la pampa
salvaje, semejante un día a otro día, como un "tiento" a otro to".
"tien-
Sin embargo, ni aún los arroyitcs másinsignificantes, esos —

que hasta de nombre carecen, — están libres del accidente to


imprevis-
que les
obligue a un cambio en la ruta secular de sus aguas.
Casi siempre el obstáculo que hace derivar la corriente de una da
vi-
apacible, es alguna mujer, la g:an perturbadora de todos los
tiempos, y eso le ocuitíó a Ladislao.
En la primera jornada de sus viajes a Naranjito a Concordia, acos- tumbraba

pernoctar en un "boliche' que disponía de vm campo bien


cm.pa.;tad.-" y con e:"cGlente aguada. En el "boliche", punto de nión
reu- —

del malevaje comarcano conoció a Felisa, cuñada del boli-


cheo.

Era una muchacha agradable, pero en extremo dejada. Sen-


70
tía odio profundo por su quién le cobraba
cuñado, el hospedaje y los
ti'apos con que vestía, obligándola a trabajar desde el alba hasta la
noche. Su anhelo era irse de allí, ii* a cualquier parte, ir con quiera.
cual-
A los veinte años, el amor no se había manifestado en ella
en ninguna forma. Su alma y cuerpo estaban igualmente lizado^
insensibi-
por el cansancio. Recibía con la mayor indiferencia los quiebros
re-

y las zafadurías de los clientes, groseros y atrevidos, de su


cuñado .
No faltó quien af irmaia haberla visto '
enredada" con el
rub.o Doroteo, famoso cuatrero sobre el cual pesaban más condenas
que años tenía de vida. Pero Doroteo desapareció del pago, hacía
años, —
y nadie se acordaba de él.
Las relaciones de Ladislao con Felisa, empezaron por pequeños
servicios que le prestaba cada vez que "soltaba" en el campo del
boliche. Una tarde en que, después de desuncir los bueyes, el mozo
tomaba mate, sólito,junto a la carreta, vio a Felisa haciendo perados
deses-
esfuerzos por picar un tronco duro con un hacha da.
desafila-
Comedido como siempre, el cairero se levantó y acercándose
a ella di jóle:

Déme l'hacha.
En pocos minutos Ladislao picó y rajó una buena cantidad de
leña.
— Ya llega, gracias, — exclamó Felisa, colocando las astillas en
el delantal.
Y no hubo más; pero en la madrugada siguiente la ayudó a ñar
orde-
y de ahí empezó una amistad que fué creciendo te.
insensiblemen-
A menudo hacíanse mutuas confidencias. Ellaexpresaba el sancio
can-

de aquella vida de servidumbre, de esclavitud casi, no pensada


com-

ni siquiera con buenos tratos, pues su cuñado y su na


herma-
se habían habituado a consideraila como una sirvienta.
El, por su parte, le contaba la incomensurable aridez de su tencia,
exis-
que había recorrido "llevado siempre del cabresto". Grandes *

dolores no había experimentado nunca; la suerte no le deparó


crueldades, pero le entumecía el alma aquella tristeza que desde
hacia muchísimos años caía sobre ella como una pertinaz garúa.
— "Por linda que sea la yerba, nunca sale bien el mate tomado
solo" .

De ahí
provenían sus penas. Rara vez le faltó yerba, pero le fal-

el compañero para "amarguear".

¿Y nunca pensó en casarse? — le preguntó Felisa, mirándole
fijamente.
Ladislao alzó la cabeza, observándola con extrañeza.

¿Pensar en casarme?... No, nunca se me ocurrió... Nadie me

propuso... A mí nunca se me ocurre nad...


Isinuan^emente ella agregó:

Siempre debe ser menos triste la vida entre dos... Yo, si ha-
llase
un hombre bueno... me casaría...
— La verdad, sería más lindo...
Dos meses después, que su
se mujer casaban. Ladislao encontró
era buena,relativamente; fría, bastante ca
par- aun cuando bastante
en cariños, porque, habiéndose casado para descansar, nunca so
qui-
tomarse el trabajo de fingir apasionamientos. No era aquella, sin
71
duda, la comparación vagamente soñada por el carrero, pero do
¿cuán-
en su vida habia
hecho algo de acuerdo con sus preferencias?
Pasado el primer momento de desasosiego, su existencia continuó
como antes: vacía, sin luz, sin colores, igual un día a otro día, co- mo
un tiento a otro tiento.

Una carrera perdida

Para Alberto Novíótl

Más arriba de Concordia, sobre las barrancas que ponen valla al


río, señoreábase la estancia del "Tala Chico", llamada así, quizá
porque no habiendo piedras por ninguna parte, no existia en la
comarca tala, grande, ni chico:
un la idiosincrasia
solo gaucha de
semejantes iionías, que hacen som-eír compasivamente a los doto- '

res", con la misma razón con que los gauchos sonríen, en burla petuosa,
res-
ante el "Doctor" que precede al nombre de muchas bazas.
cala-

El propietario de "Tala Chico", ley. había


un criollo de
muerto
hacía un año, y como su hijo, único
heredero, ahogaba la pena en
el "Royal" y el "Casino" de Buenos Aires, la estancia quedó en ma- nos

de don Venancio, el viejo capataz, que estaba más gastado que


esas tabas
oveja que sirven de botón
de en las colleras de bueyes.
El viejo don Venancio, ñandú criado gaucho entre la empalizada
de una esclavitud moral, tenía duros los caracuces y pesado el mon-
dongo.
Más que recorrer el campo, prefería quedarse en las casas,
amargueando, churrasqueando, jugando al "siete y medio y piuiíitu-
do" con los forasteros.
Como de joven, había servido voluntario en una revolución tal,
orien-
enorgullecíase de ser blanco, y cada vez que caía a la estancia
im oriental blanco, regocijábase, halagábalo yatestiguaba las menti-
ras
heroicas del intruso, para, a su vez, presentar im testigo que
confirmara sus propias mentiras . .


¿Usted si acuerda cuando en Tacuarembó Chico corrimos la sal-
vajada?


No me vi a acordar ! . . .
Yo servía con el coronel Pampillón . . .

— Yo diba con ¡Qué


Sipitría... modo'e m.eter chuza!... ¿Si acuerda
que había un cerrito con mucha piedra menuda, y después, un ca-
ñadón con unos sauces en los parecían bigote'e colla?...
labios, que

¡No me vi a acordar! —
respondía el otro, sorbiendo el mate y
echando una ojeada al asado. —
¡Ahí al ladito nomás, yo degollé un
"zumaco" dispués de voltiarle el caballo en un tiro'e bolas de los de
mi flor!...

Pues a mí acorralaron
me cinco o veinte "churrinches" y me

prendieron juego, y yo revolié


y desparramé como
la lanza ovejas los
donde dentra tigre... ¿Usted no supo?...
un

¡Pucha si supe!
Y así seguían mintiendo, buenamente, Inocentemente, narrando sas
co-

que hubieran querido hacer y no hicieron, ofreciendo mutuo monio


testi-
de la veracidad de los relatos y quedando al fin convencidoít
72
Esa frase repetíase casi indefectiblemente,cada vez que en Pago
Ancho se mentaba a don Emiliano Ramírez, considerado respetado
y
como el prototipo de la equidad, como el celoso guardador de la vie-
ja
hidalguía gaucha. Su hijo, Sebastián, la había oído cien veces y
cuando don Emiliano murió, se propuso conservar esa reputación, máa
valiosa que el reducido bien heredado.
Mantuvo con empeño el propósito, y los resultados le convencieron
de que la deshonestidad no es nunca oficio productivo. Gracias a su
conducta y a su laboiiosidad extrema, logró duplicar su patrimonio
y a los treinta años, poseía, no una fortuna, pero sí la base de ella
y por lo tanto un pasable bienestar.
Más o menos a esa edad se casó con Etelvina, una morocha d©
veinte años, hija de un chacarero vecino, linda como dui'azno duro
ma-

y alegre como chingólo.


Dnrante cuatro años vivieron felices,salvo pequeñas y fugitivas
tormentas domé-ticas, motivadas can siempre por reproches de bastián
Se-
a las frecuentes injusticiasde Etelvina en su trato con nes
peo-
y peonas. Ella era autoritaria y soberbia y las frases hii'ientes
se escapaban a menudo de sus labios.

¡Pa eso son peones! —
respondía.

No; —
replicaba buenamente su marido —
son peones p'hacerlos
trabajar, no pa insultailos.

¿Y si no hacen las cosas bien?
— Se les despide y se busca otros.
Pero Etelvina, no solo era violenta, sino injusta, cosa que moi'tifl-
caba doblemente a Sebastián. Ella era buena y cariñosa, pero con un
cariño excluyente que la hacía odiar a cuantas personas, —
hombrea
o mujeres, demostrasen —
afecto a su marido. Por esa causa no rraba
aho-
oportunidad de herir a Basilio, un muchacho sin nombre, a
quien él había recogido, ayudado, dándole sitio de hijo en la familia
y que pagaba su deuda de gratitud con derroches de bondad y boriosid
la-

En la lo humillaba
eligiendo para serviilo,las peores presas
mesa
del puchero o asado, del
incomible, aunque quedasen muchas lo casi
mejores que habrían de aprovechar los peones y los perros. Y él co- mía
en silencio lo que le daban, sin una protesta, sin un gesto, como
si aquello,y los reproches injustos y las frases groseras que a cada tante
ins-
le aplicara la patrona, fueran cosas perfectamente razonables.
Esto no

puede seguir así, exclamó un día Sebastián, manifes-
tando —

su propósito de enviar a Basilio de capataz a su est^nzuela


del Pino, distante treinta leguas de allí...
Esto acalmó un poco la irascibilidad de Etelvina; pero como se

pasasen los días sin cumplirse la promesa, volvió a la carga con yor
ma-

ahinco . . .

después Sebastián
¡Y poco tuvo la triste certidumbre de que E*:el-
vina Basilio
lo engañaban
y miserablemente desde dos años atrás!...
Basilio se le escapó de entre las manos, saltando en pelo el caballo
de la soga y huyendo a la carrera; Etelvina, después de sufrir una
soba de rebenque, fué ignominiosamente expulsada de las casas...
Sebastián quedó solo, muerto moralmente, envejeciendo a prisa,

74
y trabajando por hábito, y no se le ocurrió matarse porque eso no se

le ocurre nunca a ningún gaucho.


Fueron rodando los años, pesados y largos y fastidiosos para aquel
hombre cuya noble alma conservóse buena y justiciera a pesar de su

infinita e üTemediable desventura.


Estalló una revolución partidista, y Sebastian —
que jamás había
querido inmiscuü-se en las querellas políticas, — fué a ofrecer su curso
con-

a las filas rebeldes. Comentóse su actitud.



¡A la vejez vü-uela! —
dijo un profesional revolucionario.

Mejor habría hecho en contribuir con plata, — razonó un ran*
aspi-
e al grado honorífico de comandante, al que se consideraba con

todo derecho en mérito de concurrir con veinticuatro partidarios, de


los cuales cuatro eran mayores, ocho capitanes y los demás tenientes.
¡Vaya una

manera de concluir! — mofó otro; y Sebastián, que
lo oyó, dijo con su voz buena:
— Cada cual concluye como puede.

Después de un mes de comenzada la revuelta, Sebastián era un tipo


célebre en el
ejército revolucionario. No hubo una guerrilla a la cual
no concurriese, sin armas, soportando el fuego con una indiferencia
asombrosa.
- —
¿Por qué no agarra un fusil? — le preguntaban.

¿Para qué? —
respondía. Lo mismo — sirvo así, las balas que me

tiran se las ahono a los compañeros.


Y ocurrió que una tarde se libraba un combate desesperado en las
asperosidades de una sierra. Sebastián habíase sentado sobre una ca,
ro-

al pie de un moUe y fumaba tranquilamente, mientras la lería


fusi-
aticnaba el aire. Tan emimismado hallábase que no advirtió la
huida de sus compañeros, en completa derrota, ni la aproximación
de un piquete de infantería enemiga.
El seguía fumando, el espíritu perdido, errando silencioso por el
cementerio de sus recuerdos.
La partida se le vino encima, y el sargento que la mandaba, cándole
abo-
el fusil, gritóle:

¡Ríndete!
Sebastián levantó la cabeza y sin hacer otro movimiento, se puso
a mirarlo, con una mirada y con una sonrisa de bondad sin límites.
El sargento tomándolo a mofa, hizo fuego y al acercarse, pudo ver

que su víctima estaba muerta. La bala justiciera había partido el


atormentado corazón, y en el rostro sereno del mártir se conservaba
la mirada y la sonrisa de bondad sin término.
¡Cada uno concluye su miseria como puede!...

Cosas de negrro

A Juan C. Guerreño

El demonio de la sequía mortificaba a la comarca. Cien y tantoa


días transcurriods sin llover, mientras el sol besaba cotidianamente
la tierra con sus labios de fuego, dejaron las sementeras pálidas, lán-
75
guidas, mustias, exhaustas, sin potencia para germinar, idénticas a
mujeres consumidas y esterilizadas con la excesiva prolongación del
deliquio amoroso.
El hacendado opulento que veía pasar los días, consagrada la peo- nada
ingrata labor del "cuereo", y que al recorrer
a la el campo servaba
ob-
el suelo amarillo, agrietado, loco de sed, sobre el cual erraban
lentamente los vacunos flacos y tristes,apenábale, sin duda, porque
axjuellacalamidad le absorbía todo el rendimiento del año, la ganancia
esperada como justa recompensa del capital expuesto y del diario
afanoso laborar.
Pero para el misero chacarero, -la perspectiva era más dora
desconsola-
aún; su cosecha es su pan, el pan del año entero, el fruto obte-
nido
a trueque de penas infinitas. La pérdida de la cosecha, era la
miseria sonriéndole sarcásticamente desde aquel cielo azul sin nubes,
árido, inclemente.
¡No llovía ! . . .

A veces nublábase el firmamento y gentes salían al patio y ob-


las servaban
ansiosas, mudas, reteniendo la
respiración "para no tar
ahuyen-
la tormenta". los peños Hasta se quedaban quietitos,sentados bre
so-
las patas traseras, agitados los flancos, escarlata los ojos y media
cuai-ta de lengua afuera.
Solían gotas de agua, a cuyo contacto la tierra dejaba
caer unas

escapar un vaho
capitoso. Pero casi de seguida borlábase el aspecto
caliginaro del cielo y tornaba el sol a vomitar fuego sobre las cam-
piñas
desesperadas.
Sólo las ovejas estaban contentas, comiendo raíces y sin impor-
társeles
un ardite de la ausencia del agua.
La persistencia de la seq'jíadibujaba, con rajaos de luz, un cuadro
sombrío paia los infelices moradores de la comarca, quienes taron
inten-
un último recurso, yendo a implorar la piedad divina.
Reuniéronse los labriegos, coincidieron en el propósito, pero derando
consi-
que. para solicitar
poderosos y Dios debe
algo serlo
a los —

más que nadie, siempre resulta más



práctico hacerlo por dio
interme-
de persona influyente, se fueron a ver a Enrique Queirolo, cha-carero
al por mayor, y que, siendo muy amigo del cura, tenía algunas
relaciones con Dios.
Queirolo, servicial, buen creyente
petenera y capaz de cantar una
sobre la
parrilla en que a Moctezuma, gustoso y fuese
asaron accedió
a ver al padre Bianchetti, el prelado napolitano para quien la sangre
de disto se transfuga anualmente en los viñedos de Barbera.
— Padre empezó Queirolo:

¿Si hiciésemos una petendam plu-

viam?

Me parece buono.

¿Si sacásemos en procesión al patrón del pueblo?

¿A santo Benito?

¡Pues!
— Ma parece lindo... Ma, sapese, cuesta matina tengue que decirle
come cinco misa a Santo Benito... Son misa pagata, ¿sai?... Pága-
te
puoco due pesi el máximum... ma precisa cumpliré... Dopo al
meso jorno sacamo al Santo Benito, lo sacamo, ándate tranquilo. . .

76
¡Per San Genaro! si questo cañe de negro no fa llovere, lo meto
tuta setimana de facha al . . .


¡Padie!

¡Ah! Escusa. ¡Que la santa Madona me perdone...

A las tres de la tarde, la gente del pueblo, aumentada con rosos


nume-
vecinos de las chacras, se hallaba reunida iglesia parro-
en quial, la
de donde partió, con el ceremonial acostumbrado, la procesión
encabezada por San Benito.
Una después, la ceremonia
hora había terminado; y una hora pués
des-
ennegraciase el cielo, rugían los truenos, serpeaban los pagos...
relám-
y caía sobre la pobre, asolada comarca, la más formidable
de las granizadas...
Queirolo, compelido colegas, fué a pedir una
por sus explicación del
fenómeno al buen padre Bianchetti, quien después de servirse y de
beber la última copa de Barbera, respondió con beatífica calma:

¿E qué querese che?... Santo Benito e negro e lo negio, no lo
sábese, dopo el meso jomo, sempre hacene cosa de negros . . .

A los tajos

A Joaquín de Vedia

— A la sota... — indicó Sebastián.


El tallador, manteniendo el naipe apretado sobre la mesa con la
mano izquierda, despaiTamó con la derecha los billetes y la moneda

que contituían la banca.



Hay cincuenta pesos, —
dijo; y luego, siempre en la misma tud
acti-
de las manos, levantó la vista, la fijó con insistencia en el mozo
y preguntó con sorna:

—¿Cuánto?

Copo, —
respondió Sebastián con voz ronca.

Lucas, el tallador, sin cambiar de postura ni de tono, agregó:


— Poniendo... estaba una gansa.
Súbitamente enrojecido el rostro, centelleante los ojos, el mozo

gritó:

¿No tiene confianza en mí? . . .

Inmutable, Lucas, sin alterarse, ni hacer caso de la alteración de


su contrario, explicó:
— En la carpeta sólo tengo confianza a la plata.
En mozo se desprendió el tirador en que lucían cuatro onzas de oro

y lo arrojó sobre la mesa preguntando:



¿Alcanza pa cubrir la parada?...
— Alcanza y sobra, —
respondióle tranquilamente el tallador; —

me doy güelta... Una sota contra un tres nunca se vido ganar...


Un seis... pa nadies sirve... un cuatro... un dos revueno... Y si-
guen
los pares, como gueyes... y un cinco... y van cáindo cas...
blan-
Aurita no más atropella el negrumen... ¡Y y'astuvo... ¡un
rey! . . . ¡no asustarse! ¡Otro cuatro! . . .
¿Quiere abrirse, compañero?. . .

77
— No soy mujer, respondió airadamente

el mozo; y el tallador,
Eonriendo con frialdad, replicó:
— Me gusta la gente corajuda... y con plata pa perder... ¡El tresí
La sota es mujer y es caprichosa... ¿Doy en tres por el resto?
^Pago.
— Va la carta... Uno... dos... y y tres... un caballo pa naides,
un as pal mesmo... y aquí está de nuevo el tres... vm tres de
oros, amigo.
Sebastián mordió el pucho que tenía entre los dientes y guardó
silencio, soportando con serenidad la mirada insolente y provocativa
de su competidor.
Ya estaba clareando el día y la jugada había dado comienzo al
atardecer. Primero jugaron al "truco" y Sebastián, en
liga extraña,
ganó partido sobre partido. Luego al "nueve", y al nueve también
perdió Lucas... Cuando había perdido muchas libras, salió, dio unas
vueltas por la enramada, refrescándose con el sereno y volvió a la
cai'peta donde Sebastián tallaba al monte con suerte excepcional.
Si le dolía la plata perdida, más le dolía a Lucas que se la hubiese
ganado aquel vagabundo, a quien de tres años atrás, encontraba
siempre atravesado en su camino molesto y dañino como uno de esos

perros de estancia que abandonan las casas y se van diez o doce


cuadras para ladi'ar y molestar el pasajero que cruza tranquilamente
por la carretera.
Lucas, hijo de un estanciero rico, tenía su puesto y su hacienda.
Era joven, era gallardo, podía presumir y gozaba de cierto prestigio
entre el elemento femenino del pago. Pero cayó aquel forastero ladino,
cantor primoroso, bailarín sin igual, y encomenzó a ladiarle la cum-
brera
del rancho.
La mayoría de la mozada se hizo amiga de Sebastián. Lucas se le
puso de
punta y el forastero, muy fuerte, sin duda, se gozó en vencerlo
y humillarlo.
Si nadie sabía de dónde era, ni quién era, ni qué hacía, ni a qué
venía, todos supieron, sin embargo, que en un rodeo de chucaros bia
sa-

apartar un novillo como el mejor y que pialaba lindo en la can-


cha

de una manguera, y se le sentaba al potro más reservao sin ha-


cerle
asco a los corcovos... y que en varias ocasiones en que trataron
de probarlo, demostró que no le hacía asco al peligro y que sabia nejar
ma-

la daga lo mismo que el naipe.


A Lucas le fué antipático ai principio.Después lo odió.
aquella
En tarde, le había
ganado plata le había la en las carreras;
ganado en la carpa, las preferencias de la quitandera Eusebia; le había
ganado muchos ríales a la taba y muchos pesos al truco, al nueve
y al monte... ¡Ya sólo le quedaba la paciencia para perder!...
¿No apunta más?

preguntó con insolencia el forastero; y como

el otro respondiese con altiva entonación:


¡No. porque

no tengo plata, y no acostumbro jugar de fiado!...
— el intruso, sonriendo malamen^^e, perversamente, dijo:
Prendas

.son plata... En toavía le queda el cuchillo.
Durante un ra*o, un rato demasiado largo, Lucas quedó como azon-

zado ante el latigazo.Bajó la vista, retrocedió, se tanteó la cintura


y encontrando en ella el puñal de mango de plata y de hoja afilada
78
y aguzada, lo sacó, lo hizo brillar y hablando con la voz sordamente
tranquila de las supremas intranquilidades, dijo:
— Es verdá... Me queda entuavía el cuchillo... Vamo a jugarlo...
pero vamo a jugarlo a los tajos...
Hubo ruido; se apagaron las luces.
Allí cerca trabajo el sepulturero; allá lejos trabajó el juez.
Y nada más.

Una achura

A Enrique García Velloso.

En un ángulo del galpón —


j'a casi obscuro — los peones, das
conclui-
las faenas del día, tomaban mate, a espera la de la cena.
Animaba la tertulia Ciiiaco Sosa, gauchito cachafaz, andariego y de-
cidor,
que se fué del pago y volvía a él, tras años de ausencia, con
los prestigios de su juventud conquistadora, rica en aventuras de daga
y de amor.
Cuando se fué, montaba un "patria", viejo y maceta, y era su ro"
"ape-
un lomillo "basteriador", una corona de cuero crudo, coginillos
lanudos, rienda de guasca y freno de fieno. Un "vichará" como ar-

nero' cubríale el busto endeble, y un chambergo sin forma la melenuda


cabeza, y no llevaba maletas, porque no tenía nada que llevar en ella.
Sin una moneda en el bolsillo y sin un propósito en la mente, se

fué, al trote fastidioso del tordülo lisiado y al azar del destino.


Lo que hizo en las comarcaslejanas, nadie lo sabía; pero regresó
al pago con buenas pilchas, dos pingos de ley, "herraje" de plata y
oro, y un "capincho" en cuyo vientre inflado dibujaban cias
circunferen-
las "amarillas".
Nadie le preguntó el origen de su prosperidad, aun cuando todos
la suponían provenien'^e del naipe, la taba o las carreras. Como era

amable, divertido y generoso, lo aceptaron y agasajaron, sin entrar


en averiguaciones fastidiosas e innecesarias.
Hasta el patrón y la famüia del patrón colmábanlo de des,
amabilida-
porque los entretenía con sus historias pintorescas, y porque,
además, era acordeonista, guitarrero, cantor y bailarín sin rival en
todo aquel pago, que él alegraba de uno a otro extremo, vagabun-
deando
como un señor
que disfruta sus rentas. Sin embargo, su cuar-
tel

general era la estancia Portillo, donde, como dejo dicho, todos le


profesaban simpática admiración.
Todos, no. Apolinario era el único a quien el aventurero no había
logrado cautivar. Mientras lo" otros formando rueda la penumbra en

crepuscular del galpón, gozaban oyendo los pintorescos relatos del


gauchito. él estaba solo, lejos del grupo, trenzando un lazo, cuyos
tientosescupía rabia, con como si quisiera envenenarlos, convertirlos
en víboras, repletas de ponzoña y de odio...
y sin embargo, la cara de Apolinario — una cara ancha, vulgar,
rugosa, semilampiña mostrábase —
serena, tranquila, inofensivamen-
te
bupna. Cuando le ofrecieron un amargo, dijo:
— Gracias: no apetezco.
79
Cuando Ciríaco,después de liar un le ofertó la tabaquera,
cigarrillo,
respondió un pucho: mostrando
Gracias:

estoy pitando.
AI pasarle la limeta con caña para el obligado trago con que se
"asienta" el mate, la rechazó manifestando:
— No sé beber.
Y todo eso lo decía con una voz blanca y desabrida como cha,
escar-
sin levantar la cabeza, sin apartar la vista de la alezna con que
iba apretando los tientos, prolija, concienzuda, sabiamente.
Los otros concluyeron por no hacerle caso; y él, contento, prosiguió
escupiendo y tironeando los hilos de lonja, blancos, parejos, bien so-
bados...

¡como que eran para un lazo de catorce brazas, encargo de


un pialador de fama!...
Apolinario siempre fué silencioso,taciturno, solitario. Eira un con- templativo,

y como tenia muchas cosas que conversai' consigo mi^mo,


faltábale tiempo para platicar con los demás.
Era lógico que ese modo de ser le enajenara las simpatías de sus
camaradas, quienes atribuían a orgullo lo que era natural expresión
de su temperamento. Por otra parte, el patrón profesábale particular
estima y como todos veían en él al sucesor del viejo mayordomo, don
Zacarías, más se acentuaba la repulsión.
Apolinario, que en el fondo era un buen hombre, sufría y se agriaba
con las sátii-as de sus compañeros, a las cuales no respondía por no .

responder con violencias. La palabra era para él un instriunento solutament


ab-
rebelde.
Sus con Euxodia, la hija del capataz, habían
amores comenzado,
según mordacidad la de los peones, de este modo:
En la fiesta tradicional de fin de esquila,Apolinario bailó con xodia,
Eu-
ocho polkas y diez mazurcas, sin haberle dicho una sola palabra ;
en toda la noche, por la doble razón de que, él, si hablaba bailando i
'"

se "perdía", y cuando concluían de bailar, ella íbase en busca de


mozos dicharacheros, y hasta zafados, que la entretenían con su •

"prosa". Recién en la madrugada, cuando se concluyó el baile, que


por-
guitarristas tenían llagados los dedos, el gauchito, haciendo
los
un gran esfuerzo, dijo:
Yo —la quiero.
Ella fingió extrañeza.
—¿Usted?
Yo... —
¿Quiere que seamos novios?...
Ella tuvo tentaciones de reír, al verlo con la cara de angustia,
roja, llorosos los ojos, pero se contuvo y respondió:
— Bueno.
Y no hubo más. Se estrecharon las manos, se dieron las buenajT
noches ... y quedaron de novios.
Don Zacarías, consultado, dijo:
— Ella es güeña, pero un poco dura'e boca; no aflojes mucho la
rienda y en caso'e necesidadá, acomódale un mangazo.
Los amores prosiguieron sin gasto de
gran Apolinario pobló
frases.
en la costa del Arroyo Malo, ocupando un potrerito cedido por el pa-
trón,
para cuidar una majada de la hacienda, y sus propios anl-
/lalitos.
80
El tiempo borra

En el cielo,de un azul inmaculado, se movía una nube. Esparcidas


sobre la planicie de inabarcables límites, multitud de reses, casi móviles,
in-
salpicaban de manchas blancas y negias, amarillas y rojas,
el verde tapiz de la pasturas de otoño. Ni calor, ni frío, ni brisas,
ni ruidos. Luz y silencio,eso sí; una luz enceguecedora y un silencio
infinito.
A medida que avanzaba, a trote lento, por el camino zigzagueante,
sentía Indalecio que el alma se le iba llenando de tristeza, pero de
una tristeza muy suave, muy tibia, experimentando tentaciones de
no proseguir aquel viaje, de miedo a las sorpresas que pudieran rarle
espe-
a su término.
¡Qué triste y angustioso retorno era el suyo!... Quince años y dos
meses llevaba de ausencia. Revivía en su memoria la tarde gris, la
disputa con el correntino Benites por cuestión de una cañera mal nada,
ga-
la lucha, la muerte de aquel, la entrada suya a la pwlicía,la
amarga despedida del pago, a su campito, a sus haciendas, al rancho
recién construido, a la esposa de un año... Tenía veinticuatro ces
enton-
y ahora regresaba viejo, destruido con los quince de presidio...
Regiesaba... ¿para qué?... ¿Existían aún su mujer y su hijo? ¿lo
recordarían, lo amarían aún?... ¿Podía esperarle algo bueno a un
escapado del sepulcro?... ¿Estaba bien seguro de que era aquel su
pago? El no
...
lo reconocía. Antes no estaban esas grandes pobla-
ciones
que blanqueaban a la izquierda ni las extensas sementeras
que verdeaban a la derecha.
Y cada vez con el corazón más oprimido prosiguió su marcha, poleado
es-

por fuerza iri'esistible.


¿Era realmente su población aquella ante la cual había detenido
su caballo? Por un momento. .
dudó. Los
. paraísos que la ban,
sombrea-
los había plantado él; cerdos, el homo de amasar, el chiquero de
la huerta
hortalizas, nada de
de aquello en su tiempo. Sin existía
embaigo, el rancho, a pesar del techo de zinc que reemplazaba el de
paja quinchado por él, era su mismo rancho; lo conocía en el tallado
de los horcones y en la comba del tirante frontal.
¡Bájese!
— —
gritóle desde puerta
la unade mujer añosa,
la cocina
que en seguida, anudándose pañolón que le cubría la cabeza, fué
el
hacia él, seguida de media docena de chiquillos curiosos.
¿Cómo
— está?
Bien, gracias; pase pa
— adentro.
Ella no lo había reconocido; él presentía a su linda morochita en

aquella piel cansada y aquellos mechones de cabello gris que cían


apare-
bajo el pañolón.
Entraron en el rancho, se sentaron, y entonces el dijo:

¿No me conoces?
Ella quedó mirándolo, empalideció y exclamó con el espanto de quien
viera aparecer un difunto:

¡Indalecio!
Los ojos se le hicieron agua y los chicos la rodearon, se le dieron
pren-
del vestido y comenzaron a chillar. Cuando se hubo calmado
un poco, habló creyendo sincerarse.
82
— Yo estaba sola, no podía cuidar los intereses; hoy me robaban
una vaca, mañana me carneaban una oveja... dispués, habían pa-
6ao cinco años; tiutos me decían que vos no volverías más, que te
habían condenao por la vida... entonces... Manuel Silva me pro-
puso
que nos juntásemos... yo resistí mucho tiempo... pero pués.
dis-
..

Y la infeliz seguía hablando, hablando, echando palabras desespe-


radamente,
repitiendo, recomenzando, defendiéndose, defendiendo su

prole; pero hacía tanto que Indalecio no la escuchaba. Sentado a la


puerta, tenía delante el amplio panorama, la enorme planicie verde,
en cuyo fin negreaba el bosque occidental del Uruguay.
Vos comprendes

proseguía ella, — —
si yo hubiera creído que
ibas a dar güel^a...
la
El la interrumpió:

¿Tuavía pelean en la Banda Oriental?
Ella quedóse atónita y respondió:
Sí; los otros días bandió

una juerza de acá, por las puntas de
la luguna Negra, frente a Naranjito, y...
Adiosito

interrumpió el gaucho. —

Y sin hablar una palabra más, se levantó, fué al galpón, desma- neó,
montó y salió al tiote, rumbo al Uruguay.
Ella quedóse de pie, en el patio, mirándole atónita, y cuando lo
perdió de vista, dejó escapar un su:^z:to de satisfacción y se volvió
apresuradamente a la cocina, sintiendo chillar la grasa en la sartén.

Palabra dada

Muy de mañana, Petronila, la ahijada del patrón, fué como todos


los días a llevar los baldes y los jarros al conal, donde Venancio taba
es-
maneando las lecheras.
Recién se había instalado el día, luminoso y fresco. Con la dad
hume-
del rocío desprendíase de la gramilla una fragancia suave y na,
sa-
mezclándose al olor fuerte del estiércol pulverizado del piso del
corral, formaba un perfume extraño, excitante y deletéreo como el
que amana de la tierra reseca en un chaparrón de estío.
A la llegada de la moza, Venancio, que, en cuclillas,remangado el
chiripá y al aire los brazos musculosos, terminaba de manear una
barcina, respondió torpemente al saludo. Luego enderezándose se
apoyó-
en el anca huesuda de la lechera y se inmovilizó contemplando en
silencio a Petronila, ocupada entonces en alienar los cacharros.
Estaba que nunca, más linda
morocha, cuyas mejillas, color la linda
de trigo, encendía el fresco matinal, y cuyos ojos, inquietos como ca-
chillas, brillaban inmensamente, pregonando alegría y salud.
Venancio, mortificado, como atorado por las frases que tenía pron-
tas
para decirle y que no quisieran salir de su garganta, dirigióse al
chiquero inmediato, y largó un ternerito, que brincando y balando,
corrió a prendarse golosamente a la ubre opulenta.
¿Y hasta cuándo

vas a dejar que mame el ternero? interrogó —

eUa.
Estremecióse el mozo, y remirando el mamón fué a atarlo en un
palo del corral. Luego murmuró a manera de excusa:

83
— Estaba pensando en vos.

Pensá en ordeñar ligero,que la patrona está esperando la leche
pal mate, replicó ella con cierta violencia.


¿Te fastidia que piense en vos?

¡Dejui-o! Ya es tiempo que concluyas de cargociarme. Es bobo es- tar
siempre codiciando una prenda que tiene dueño.
Venancio fijó en ella sus ojos pardos, de mirada intensa, sus labios
se contrajeron en expresión amarga y dura y exclamó con voz sorda:
¡Falsa y tras que falsa, soberbia!...

¡Anda no m.ás, que en el
mundo tuito se paga!... ¡tuito!... ¡hasta el pedazo'e tierra que ha
de guardar nuestra osamenta!...

¡Sólo te faltaba amenazar!... ¿Por qué no me pegas tamién?...
Un enjambre de recuerdos iluminó el alma del gauchito, enterne-
ciéndolo.


¿Pegarte a vos, Petronila, pegarte a vos?... ¡Mas antes me jaría
enca-
el cuchillo en el pecho!... Y, sin embargo...
embargo

¿qué? Sininsistió ella, orgullosa y provocativa. — —

¡Habla, no te tragues la lengua!... ¿Qué tenes que echarme en ra?...


ca-
¡Solamente que te he dejao por un hombre que vale más que
vos ! . . .

Ante el insulto, Venancio irguióse y dijo:


— Vos te casarás esta taide con Sandalio, dispués de haberme en-

gañao, dispués de haberme estao mintiendo cariño tres años en-


teritos.. .

Ella interrumpió:
— Cuando dentram.os de novios, no firmamos contrata.
Sin responder la sátira, Venancio
a prosiguió:
— Vos te casarás esta tarde con Sandalio, pero... casarse y ser
feliz son dos caballos de distinto pelo... ¡Ya lo verás!... ¡Te lo juro
por el finaito mi tata, que Dios tenga en su santa guarda!
Y cruzando los índice, los besó ruidosamente.
Respondió ella con una sonrisa forzada. El se puso a ordeñar, llenó
im jarro y se lo alcanzó sin hablarle y sin mirarla. Petronila, toman-
do
el cacharro, dio un despreciativo coletazo con la pollera y se ale-

cantando.
Concluido el suculento almuerzo, y luego de efectuada la boda, co-
menzaron

a vibrar las guitarras, y mozas y mozos invadieron la sala,


dejando solos en el comedor al cura, al comisario, al juez y al patrón,
dispuestos a darle al truco y al amargo hasta que los espantase la pa-
trona
para tender de nuevo la mesa.

Y el baile estaba en todo su apogeo, cuando entró Venancio en la


sala. En ese mismo instante. Petronila, linda como el lucero, sa
orgullo-
de su dicha y de su triunfo bailaba con Sandalio una lánguida
mazurca.
Acercóse Venancio, detuvo la pareja, y dijo sonriendo:

Vengo, Petronila, a cumplir lo prometido: ¡palabra dada, palabra
cumplida!. .

Oyéronse un grito de dolor y un grito de espanto. Retrocedieron


atemorizadas las parejas, y el cuerpo de Sandalio cayó pesadamente
sobre las baldosas del piso.

84
Al oir los gritos y lloros, acudieron presurosos el patrón y el misario.
co-


¿Qué hay? —
interrogó el segundo.
Entonces, Venancio, adelantándose, entregó el cuchillo tado,
ensangren-
diciendo con pasmosa calma:
— Casi nada, comesaiio. . . ¡Un di junto y una viuda!...

Visión de oro

Al llegar al límite del campo, antes de pasnr la última portada,


don Patiicio desmontó y púsose a contemplar dolorosamente la marca.
co-

La masa :-ugosa del cerro Calvo aparecía al frente; a sus plantas,


junto a un regato, un gran molle alzaba su cabeza azulada; más
arriba, en la faz lampiña de la gran mole granítica y luego en los
picos sucesivos, y en las ramazones de las "talas"' y de las "espinas
de cruz", y de los "sombra de toro", y más lejos todavía, en las sua- ves

curvas de las lomas y en la tranquila superficie de la "laguna


gaucha", enceguecía el mismo resplandor azul, como si en todas tes
par-
se reflejase el inmenso toldo azul caldeado por el sol de enero.

¡Todo azul!... Una lluvia suave y alegre de luz azul, que era mo
co-
^

un regocijo, como una promesa de infalibles recom.pensas pai'a


los que aman, creen y esperan, varones fuertes frente a la tierra
pródiga. Y luego vendría el sol de la tarde, y todo resplandecería
con el baño de orgullo glorioso; hebras de oro en las flechillas de
las colinas; oro macizo en las asperezas rocosas; oro líquido en las
lagunas; arborescencias reflejos doradosde hasta oro, flores de oro,
en los lomos del laborioso caballo, ha^ta en la frente del buey vene- rable,

hasta en los flancos inflados de la res fecunda. ¡Todo oro!...


El oro regio, el oro coronario, el oro cobrizo, el placer del cuerpo y
el deleite del alma, el triunfo, el fruto del árbol de la vida, el fruto
conquistado con rudos afanes, el fruto ganado brava y noblemente...
Insaciable en su contemplación, los labios entreabiertos, los bra- zos
apoyados sobre el recado, nublado el rostro por una mortal teza,
tris-
el viejo paisano esperaba la presentación del maravolloso táculo.
espec-

Lencamente iba descendiendo el sol y a medida que bajaba, las


tintas azules cedían el puesto al esmalte dorado.
En lo más alto, los cerros se vestían con túnicas de oro vivo, de
oro tíbar, mientras en los bajíos del bello fino de las hierbas mecido
estre-
con el suave rozar de la brisa vespertina, semejaba un oleaje
cobrizo. Y los trozos de anoyo, columbrados desde la altura, cían
produ-
la ilusión de gigantescos crisoles llenos de metal precioso en

fusión. los vacunos


El pelaje de tenía reflejos áureos mientras el
vellón de l?s ovejas diseminadas en el llano atraía con su color suave

y pálido del oro viejo. . .

Pero donde el triunfo se imponía completo, tumultuoso, avasallador,


era allá lejos, en el occidente incendiado, donde el divino metal
corría a chorros, llenando las hondonadas, alfombrando los esteros,
revistiendo los bosques y subiendo hacia el cielo en grandes penachos
Ígneos . . .

85

¡Todo oro!
Y el pobre viejo sentíase atraído, fascinado por aquellas riquezas
feéricas que se alzaban a su vista como para magnificar la última
visión de aquel suelo amado, de aquel campo que fué suyo y fué
de sus padres y de sus abuelos y de sus bisabuelos . . .

¡Oro, oro!... ¡Singular ironía!... El campo producía oro por das


to-
partes y aquella cosecha fabulosa él la había dejado perder,
la había olvidado, aniquilándose en perpetua oración a sus tos.
muer-
El dolor hízole indiferente a cuanto no fuese el culto de los
seres queridos la esposa y los hijos—

que partieron prematura-


mente, —

dejándolo so''o y pequeñito en la inmensidad del mundo.


Cuando despertó del prolongado sueño era un extraño en la here-
dad
ancestral... ¿Era posible aquello?... ¿Se concebía que la "Es-
tancia
del Ai'bolito" hubiese salido de manos de los Mendieta?...
Y la marca "flecha", aquella marca conocida en cien leguas a la
redonda, aquella marca que había quemado miles y miles de ancas
de novillos, cientos y cien'^os de muslos de potros, ¿no volvería a
enrojecer en el fuego alegre de las hierras?... ¡Oh!... ¡La marca
"flecha", el viejo blasón de los Mendietas, herrumbrada, abandonada
como un trasto vil ! . . .

posible, sí; era posible. Y el viejo patricio, montado


Era sobre un
viejo tordillo "sobrepaso", segundo de su viejo perro barcino, se iba,
por ahí. por el mundo, sin rumbo, sin objeto, a morir en cualquier
parte. Se iba dejando el campo, la tierra de los abuelos en ajenas
manos y en el pelecheo de la siguiente primavera, otra ma^'co, que
no sería la marca "flecha"
novillos... luciría sobre las ancas de los
Las lágrimas anegaron los ojos del viejo paisano, que volvió a
montar a caballo, y al tranco, sin volver la cabeza, pasó la última
portera y se alejó seguido de su perro barcino mustio y triste como
él.
Y tanto, como
en el sol bajaba, la sierra, el llano, los árboles, los
arrojaos, las haciendas, todo parecía de oro; una fabulosa naturaleza
de oro coronario, de oro cobrizo, oro tíbaí-,suave en las lineas y suave
en los reflejos.
Bajo el cielo sereno, en la adorable quietud de la atmósfera fumada
per-
con la hierba de lagarto de las
peñas y los trebolares en flor
de los bp.jios,toda aquella pompa regia parecía el triunfo silencioso
de la vida.

Malos recuerdos

Para Luis Reyes y Ciríaco Borges, amigos.

La víspera se había combatido con encarnizamiento, sin que hu-


bieía sido posible afirmar a cuál de los bandos pertenecían los
laureles del triunfo.
Siempre ocurría lo mismo: ninguna batalla tenía otra significación
ni otra importancia, que el mayor o menor desangre de los rios.
adversa-
La guerra no debía concluir por combinaciones tácticas, sino
por el aniquilamiento de uno de los combatientes... o de los dos.
Semejantes a dos perros bravos, ii'reconciliables,cuando se enoon-
«3
traban, reñían ellos, agotadas las fuerzas
hasta que se jaba
ale-
uno de
un poco e iba a echarse, ensangrentado, erizado el pelo, rojas
las pupilas, secas las fauces, hirviente de cólera. El otro, el triun-
fador,
se echaba en el sitio del combate, ensangrentado, erizado el
pelo, rojas las pupilas, secas las fauces, hirviente de cólera.
Desde cada uno de sus sitios de reposo, continuaban mii'ándose

y giuñendo. Ni el vencido tenía


objeto en marcharse más lejos, ni
el vencedor tenía porqué espantarlo.
¡De todos modos, en cuanto estuvieran descansados volverían a rrarse
aga-
a diente!
Por eso, al siguiente día de una batalla, los dos ejércitos dormían
tranquilos, a pocas leguas uno de otro, curando sus heridos y res-
taurando

sus fuerzas.
Uno de los bandos despertaba después de prolongado sueño rador,
repa-
sin importársele un ardite del resultado de la batalla.
La carneada fué abundante; las re--es eran goi'das y como había
mucha leña, se churrasqueó mucho y bueno. La "indiada" quedó tentísima.
con-
'

A la vera de un cañadón de lecho pedregoso, un grupo había de


soldados. Como el tiempo era espléndido no había necesitado ar-

jnar las carpas que se improvisaban con los ponchos y trozos de


alambre del vecino.
En medio ardía un enorme fogón hecho con tres o cuatro postes
de ñandubay. Al rescoldo en los asadores chamuscados, dos res
costilla-
de vacas que podido engullir los milicos;
no habían cerca, dos
tira-
sobre los cojinillos,aquellos amargueaban, mirando sus caballos
que pacían, atados a soga, en el verde de enfrente...
A un lado de la hoguera, negros y herrumbrosos estaban tres siles
fu-
armados en pabellón; de la bayoneta de uno pendía, ensartada,
una lengua de vacuno.
En opulento sol de otoño llenaba de luz y alegría
el campo verde
y ondulado, todo cubierto de tropas y de caballos; de muchísimas
tropas y de una enormidad de caballos. Toda aquella insólita pobla-
ción
de la campaña apai-ecía en el más plácido y despreocupado poso.
re-

Uno de los milicos del grupo, un gauchito aindiado, grueso, troso,


lus-
de cara lampiña, de ojos dormilones, echado boca abajo sobre
el poncho "patrio", se incorporó un poco, extendió el brazo, cogió
un tizón y, lentamente dio fuego al cigarrilloque acababa de liar.
Luego tiró
lejcs el tizón, que al caer dejó en el suelo un reguero
de brasas, chupó "el negro", cenando un ojo, lanzó una gran nada
boca-
de humo y dijo con acento de extrema satisfacción:

¡Es linda la guerra!... Se pita, se pita, se pita, se pita...
Y sorbiendo el amargo, otro de los soldados agregó:
— Se come gordo y después se pita.
— Se pita, se pita, se pita — continuó diciendo el indiecito con
voz perezosa y echando humo.

¡Es linda la guerra!... Güenos pingos pa ensillar, güenos asaos
pa comer, aire piU"o, vida libre . . .

— Se come, se duerme, se amarguea, se pita...



Y en ocasiones se pelea.
87
— Güeno ¿y qué?.... Se pelea y el que
queda, queda y se acabó...
Barriga llena, corazón conlento... ¡Es linda la guerra!...
Un muchachón greño;o que paiecía dormitar sobre un montón
de cueros de carneros, lanudos y sucios, intervino con voz brosa
quejum-
:


¡Es linda, sí!... Pero si nos tratasen mejor... Yo tuavía tengo
el lomo dolorido de la
paliza que me atracó antier el sargento
Gómez sólo pu"habérmele asustao con el cinto a un gringo rero.
chaca-


La verdá: ¡de un gringo!... ¡Al fin es plata nuestra, plata
que nos hon robao a nosotros, los hijos del país!...

¡Dejuramente!
y siguieron mateando y pitando.

Dos horas más tarde el ejército marchaba lentamente por las


cuchillas desiertas.
Por ailá se veía un rancho incendiado; por acá una huerta donada,
aban-
y, entre los yuyos, volcado, herrumbroso, inútil, im arado.
Los cercos de alambre habían desaparecido; los rebaños sin pastor
erraban en grupos y al aproximarse la tropa huían abandonando
jirones del vellón comido por la sarna.

Al tranco indiferente bajo el luminoso sol de otoño, el ejército,los


miles de caballos gordos, continuaban desfilando sobre la loma rica
y desierta.
¡Es linda la guerra!...
La columna pasó junto a un grupo de terneritos, veinte, treinta,
quizá más, terneritos que balaban desconsoladamente alrededor de las
cabezas y las panzas de sus madres sacrificadas esa mañana.
El indiecito gordo y lustroso, siempre con el cigarrillo entre los
dientes, miró el grupo desdeñosamente y dijo con su voz cantora
y despaciosa:

¡Es linda la guerra!... Se come, se duerme, se amarguea y se

pita, se pita, se pita. . .

Combate nocturno

Encendida rostro
abofeteado, conservóse la atmósfera
como durante
aquella tarde. Sobre
abierto en grietas, el suelo
las amarillas hojaa
yacentes, convertíanse en polvo bajo la débil presión de pies de
escarabajos. En toda la pradera no había quedado un tallo erguido;
sofocados, los macachines, las márcelas y las verbenas, hubieron de
rendir lassobre la cálida alfombra
frentes de grama. Los caballos
y las vacas bostezaban desganados al beber el agua tibia y turbia
del arroyo. Las tarariras desfallecían flotando sobre el plomo rretido
de-
de las misérrimas canalizas. En los collados, hipaban las ove-
jas
sin vellón, hinchados los flancos como globos; en el llano huían
los ofidios de las cuevas incendiadas, languidecían las iguanas esca-
mosas,
trotaban los unicornos, inmovilizábanse los zorrinos, ban
zumba-
las avispas y esponjaban las plumas las cachirlas. El sol, sin
88
furiosa coge una tala melena, le sacude; se pincha; suelta;
por la
la vuelve
a coger; forcejea; se ella
enfurece, él resiste, silba la una,
gruñe el otro que lanza un soberbio apostrofe al ser vencido, al ser
arrancado de la tierra y tirado muerto sobre la tierra. Pero más allá
la contienda proiigue. Hay muchos árboles bravos que no quieren
doblegarse, que resisten al huracán. Ruge el viendo, tiemblan las mas,
ra-

vuelan las hojas. El trueno retumba en la inmensidad del po;


cam-
la lluvia cachetea a los árboles; el rayo, aliado de ios vientos, cae
en lanzas de fuego amputando brazos.de combatientes. Las soberbias
copas se doblegan hasta tocar el suelo y desde allí vuelven a le-
vantai'se combativas. Un relámpago ilumina la escena dejando ver un
coloso sangrando, y los vientos arremeten con más fuiia. Tiemblan
las ramas, vuelan las hojas, aquí cruje un ramo, allí se desploma un
árbol, agotadas las fuerzas. Unidades que caen: el grueso brega, se
sostiene, espera. Abajo, las hojas remolinean, se chocan, ben,
su- muertas
bajan, giran en danzas macabras; arriba, las ramas se cen,
estreme-
en tanto tiemblan los pájaros encenados en el nido, abiertas las
alas en protección de la prole. Y muy bajo, bajo la tierra, se endu-
recen
como músculos de luchador, adquieren ia fuerza máxima de
los sacrificios estériles,hunden las uñas en la tierra...

Simple historia

Saturno sacudió las crines enredadas y fijando en el juez sus des


gran-
ojos negros, sinceros y bravos, dijo, con severidad y sin jactancia:
— Viá declarar, ¿ix"r qué no? Viá declarar todito, desde la crua . . .

a la cola. Antes no tenía porqué hablar y aura no tengo porqué ca-llarme.


Hay que rairle a la alver¿idad y cantar sin miedo, sin esperar
al ñudo compasión, que no llega jamás pal que ha perdido la última
prenda en la carpeta'e la vida.
El indio volvió a la cabeza, escupió y siguió diciendo:
sacudir
— A mí me hanagan-ao, y de juramente había 'e ser ansina: más
tarde o más temprano se halla el aujero en que uno ha'e rodar . . .

No me viá lástimas, que


quejar, pa ni llorar
algo dijo ¡varón! la
partera que me tii'ó de las patas. Viá contar todo, pues, pa desen-
sillar
la concencia, y disculpen si abui'ro, porque mi relato va a ser

largo como noche'e invierno...


"Velay, señor
juez: yo me crié con don Tiburcio Díaz, que, sin preciar
des-
a los presen'^es,era güeno como cuchülo hallao. Supo tener
fortuna y la jué perdiendo, porque le pedían y daba, le robaban y se
dejaba robar; cuando vendía era al fiao. Ansina se le jueron reditiendo
los caudales y aconíeció que al mesmo tiempo que dentraba en la
vejez, dentiaba en la pobreza. Con eso..."
¡Concrétese

a su caso! — exclamó impaciente el juez.
¿Cómo dice?


interrogó Satm'no.

Que ¿e ocupe de usted y su caso.

P'allá voy rumbiando; pero precisa que me den tiempo, porque
ninguna carrera se larga sin partidas.
"Ya dije que don Tiburcio era muy güeno; por güeno perdió su ha-cienda
primero, su campo después. Tenía una mujer, doña ción,
Encarna-
que lo tenía todito el día al trote, gritándole por acá, gritán-
90
dolé por allá, mortificándolo desde que amanecía. ¡Dios!, porque
la mujer aquella era más barullenta que una bandada'e cotorras: lo
eobaba al marido lo mesmo que la masa'el pan en la batea..."
— La historia de don Tiburcio. . .

interrumpió malhumorado el
juez.
— EJs una historia tristaza —
replicó el acusado.
— No es eso; nada nos interesa esa historia, sino la suya, la decla-
ración
de los crímenes de que se le acusa.

¡P'allá
trotiando, señor juez!... El pa'^^róntenía dos hijos:
voy
el "Zurdo", el apelativo era Pedro, pero
— nosotros le llamábamos
el "Zurdo", nomás, y ña Panchita, una moza. Los dos eran
— mosos
mi-
y mal criaos y haraganes como perro cuzco. Todo pal lujo,
sabe, y pa daise importancia, y más blando era el viejo con ellos,
y más les hacia el gusto, más lo manosiaban, ha¿ta tenerlo sobao
lo mesmo que cerrión de cincha. Y a medida que don Tiburcio se
iba augando, los de ajuera le iban haciendo poco caso y los de casa

le cáian encima como tábanos en la siesta. Cariños, ya no habían, y


respetos, menos. ¡Pucha! Era como cuando una de esas secas zas
macha-
en que hasta les yuyos mue-en y los animales encomienzan a

pejisar qué los matará primero, el hambre o la sé...


El juez, que se estaba dui'miendo, gii'ó rebosando impaciencia:
¡Ya le he
— dicho que se ocupe de su caso, sin venirnos con rias
histo-
que no nos interesan ! . . . iSe trata de la muerte de que se le
acusa!

¿La muerte de quién? . . .


¡La muerte de Agapito Morales!...

¡Pero yo tengo una ponchada'e muertes!
— Pues declárelas entonces.
— Ya viá dec'arar. ¡Caramba que está apurao por darme la senten-
cia'e cua+ro tiros!. . .

— No tiempo tenemos
para escuchar zonceras.
Al oír estas palabras el gauchito se puso de pie haciendo sonar el
grillete,le relampaguearon los ojos, y sacudiendo la melena, rugió
más que habló:

¡Zonceras no!... Yo he contao eso por demostrarle que era güe-
no y que vide pol ejemplo'e güeno, qu'es mi patrón lo que vale ser
lo mesmo que ser camino, pa que tuitos lo pisen; qu'es entregarse pa
que lo muerdan hasta los perros que ha criao. Yo vide, por la espe- . .

rencia, que era más mejor ser malo, malo como víbora'e la cruz,
sin amistades, sin compasión, sin respeto a naides... Y ans:na, he
pas'^eliaoen las carpetas, he embrollao en las carreras, he ñado
enga-
mujeres y he matado hombres... ¡Velay!... E^a es la historia.
¡Y aura sentenseen nomás y ajusilen!...

Mans:aiiga

En un rincón de la sala, indiferente al bullicio de los bailarines,


Claudio mantenía animada conversación con Prota, uno de los más
lindos claveles del aire aquella región serrana.
de
Había entre ellos evidente y reciproca simpatía. Pero siendo tímido
él y ella esquiva, en las escasas oportunidades que tenían de hallar-
91
Be solos no lograban nunca el definitivo afinamiento de sus almas
para entonar el dúo del amor.

Aquella noche, sin embargo, parecía el mozo dispuesto a vencer su

timidez, quizá porque ella mostrábase más cordial y comunicativa que


de costumbre.
La conversación iba bien encaminada, por origen el tecimiento
teniendo
acon-
motivo de la fiesta, el matrimonio de dos jóvenes del pago.
— Lauro es pobre, pero es trabajador, y bien mirao por los patrones.
¿Qué importa

que sea pobre? inteiTumpió—
Prota. Con ser —

güeno basta.

Trabajador y sin vicios, pero...
— Con tal que sea güeno: los haraganes y viciosos no pueden ser

güenos.
Criando coraje. Claudio aventuró la pregunta:

¿Usted se contentaría con un hombre así?...
Y se quedó esperando ansiosamente la respuesta.
Ella meditó unos segundos e iba a hablar, cuando de improviso
se presentó ante ellos Pedro Guzmán, un rubio pecoso, de ojos de
pulga, de nariz de lechuza, de voz aflautada y agria.
Conversador tan incansable como superficial, afectado y so,
fastidio-
lo apodaban "Mangangá"'; pero tenía adquirida fama de dor
provoca-
y de guapo, lo soportaban, unos por recelo y otros por pruden-
cia.

Al llegar junto a la pareja dio rienda suelta a su verbosidad:



¿Arrinconaos en lo oscmo?... Este amigo Claudio es tremendo
pa las mujeres... Téngalo sobre el frene, mire que no es de con-
fianza

...

Prota, con el rostro súbitamente enrojecido intentó protestar:


Noso'^ros, no...

Pero el charlatán prosiguió:


— No está mal el casorio. Lástima que los musiqueros tienen los dedos
duros y los ¿Se oídos tapados... ha fijao la cara'e la novia? Parece
una cachua ¿Y el novio, ese hijo'e carcamán,
achuchada ¡Qué
...

roñoso!. Figúrense que tuito el beberaje que trujo es una


. .
damajuana
de cinco litros y media docena'e graciosa y tamarindo pa las polle-
ras...
No puede negar la cría: esos hijos de gringo quieren más el
vintén que a la madre...
Festejó £u chiste con una risa de falsete y concluyó diciendo:

Dispénsenme que los viá dejar un momento; tengo tido
comprome-
este chotis con la tuerta Nicolasa ...
La pobrecita es negra y
fiera como un bagre sapo, pero pa bailar no hay quien le pise las
naguas y se sabe cimbrar como un junco?...
Claudio pudo a duras penas contener su enojo y sus deseos de
abofetear al importuno.
Vanamente intentó varias veces volver la conversación al punto
Interrumpido; pero las dificultades inherentes a fu escasa destreza
en tales lides aumentaban con los signos de impaciencia que notaba
en Prota. Ya no encontraba forma de hilvanar una frase cualquie-
ra;
el sUencio se hizo embarazoso. No escaparon a la mirada caz
perspi-
del gauchito los dos bostezos que la moza intentó disimular con

la interposición del abanico. Dándose cabal cuenta de la situación


92
desairada en que le había
puesto la impertinente intromisión de
"Mangangá" deseaba levantarse y partir. Pero también para hacerlo
nece¿itaba un pretexto que no aparecía en la cada vez más enreda-
da
madeja de sus ideas.
Habían callado las guitarras; los bailarines restituyeron a sus res-
pectivos
asientos a sus compañeras y Guzmán, después de hacer
lo mismo con la suya, se aceicó de nuevo, vanidoso y sonriente, a la
silenciosa pareja, exclamando:

¿Elntuavia siguen en la mesma postura?... Pero muchachos,
ustedes han confundido baile con velorio y están pegando la tristeza a
la concui'rencia... Me da lástima por Prota, que no tiene cara ni fi-
gura,
ni edad de planchadora... Encomienzan un valse... ¿me re
quie-
acompañar pa que se le pase l'adormidera?. . .

Y le tendió la mano. Ella se puso de pie y la aceptó dirigiendo a


Claudio un seco:

— Con permiso. . .

El lívido, temblándole
mozo los labios y relampagueantes los ojos,
se puso violentamente de pie.
Varias parejas, previendo una escena trágica, se habían acercado
al, grupo.
— Con permiso — exclamó Claudio, tomando a Prota de im zo
bra-
y desprendiéndole violentamente de la mano de su acompañante.
Fué un momento de intensa emoción. Las mujeres temblaban y los
hombres observaban mudos, sombríos . . .

Luego Claudio, dirigiéndose a los espectadores les dijo:



¿Ustedes saben como se mata un "Mangangá"?...
— Ha de ser con una daga bien afilada, ¿no? respondió Guzmán —

pálido y con forzada ironía.


— No — contestó Claudio con firmeza. — Los mangangases se tan
ma-

a sopapos . . .

Y uniendo al hecho, aplicó al impertinente tan


el dicho ble
formida-
bofetón, que lo hizo rodar por el suelo.
Los espectadores previendo un final de sangre, se retiraron sanchando
en-
el círculo. Ya veían lo que iba a suceder. . .

Pero Guzmán se levantó, echó a su agresor vma mirada sa


rencoro-

y salió de la sala sin proferir una palabra.

Nunca más se supo de él en el pago; y cuando algún émulo menzaba


co-

a fastidiar, con sus bordoneos, nunca faltó quien le jera:


di-

— Acor date de Claudio, quién demostró de qué modo se matan, o

si no se matan se ahuyentan, los "mangangases"...

Chicana

¿Quiere usted decirme, paisano, ande



queda la estancia de don
Higinio Fuentes?
¿La estancia
— de don Higinio?... ¡Hace rato!... Vaya, pues...
¿La estancia queda?... ¡Conque la estancia!... ¡Una chacra y gra-
93
cias!... Agarre ese camino y al llegar a una tapera con tres om-

búes, que zurda, va que a encontrar


un arro- pa la tendrá vandiar
yito pelao, tuerce
derecha, y va derechito a una tala que usté pa la
se ve a lo lejos Al lao del tala hay una vereda que se abre
... sobre
el camino. Dueble por la izquierda. Como a una legua va a encontrar
un boliche, deje el boliche a la zurda y siga rumbo al cerro Ladiáo,
tuerza a la derecha pa despuntar en un bañao fierón y de ahí ca
arran-
una senda que lo va a yevar a la estancia'e las Tacuaras, en el
airanyancito, un poco más arriba enderece su overo pa la punta'el
arenal y allí ya encuentra una ladera; la sigue costiando hasta gar
lle-
a una iíla'e molles. Deja l'aisla a la izquierda, y allacito nomás.
va a divisar los ranchos del negi-o Benito... AUí pídale algún pi-
chón
de cuervo que lo acompañe, sino, sin ser
porque baquiano, no
llega nunca a la chacra del finaoHiginio, qu'está escondida en la
sierra con más espinas que nido e chimango. Y abra el ojo, porque
perdices no son capones y en la sierra hay sabandijas de tuita^ layas.

Gracias, amigo; hasta la vista.

De nada,
amigo; que le vaya güeno.
liisandro
Ortega continuó el camino indicado, a trote lento, por- que
el overo llevaba comidas ya muchas leguas y comenzaba a ponerse

pesadón, y el mozo era suficientemente gaucho para recordar que


"al caballo y al amigo, no hay que cansarlos".
Hacia dos días que viajaba. Al abandonar la estancia de la Víbora,
a raíz de un altercado con el patrón por haberlo reprendido ramente
grose-
y sin motivo, un forastero le dijo que en la estancia de
Higinio fuentes, en los Arrayanes, se necesitaba un peón de con-fianza.
Y como no le gustaba e¿tar de holgazán, ensilló y se largó
para los Arrayanes.
No conocía el pago y menos aún al nombrado Higinio Fuentes;
pero una y otra cosa le eran indiferentes. El quería trabajar y en
esa época las colocaciones escaseaban. En todo caso, si el acomodo
no le convenía contaba con tiempo y caballo para pegar la sentada
y rumbeai- para otro lado.
indicaciones
Siguiendo las que le diera el viejo encontrado en el
camino, encontró la tapera con los tres ombúes, vadeó el "arroyito
pelao", pasó de largo por el boliche, atravesó sin contratiempos el
"bañao fierón", pasó a volapié el arrayancito y llegó a los ranchos
del negro Benito.
Allí volvió a indagar y una morena vieja le contestó:
— Nu'está mu lejo luel finao ño Higinio... pero es adentro mes-
mo'e la sierra y la sierra es más fiera que lechuzón.., Carculo que
no v'a dar con l'estancia'el finao ño Higinio.
— Si me indilga un poco...
— Ni ansina... Yo lo vi'a hacer acompañar con uno'e mis chachos.
mu-
. . ¡A ver, Niceto!. . .
Monta en el petizo cebruno y acompaña
al hombre. . .

Un negrito de ocho años, panzudo y de pata en el suelo, montó


sin hacerse de rogar. Lisandro dio las gracias, se despidieron y tieron.
par-

Serpenteando por entre las breñas, molles y talas por todas tes,
par-
espina de cruz en unos sitios y en otros sombra de toros; ora
04
trepando y ora descendiendo y ora ladereando el cerro adusto, tran-
queai-on cerca de una hora y ya se iba instalando la noche cuando
llegaron a la casa del finado Higinio.
Eran unos pobres ranchos, negreando en el fondo de un vallecito,
recostados a la espalda boscosa de la sierra.

Hacía seis meses que Lisandro estaba a cargo del establecimiento,


que no era propiamente una estancia, pero que tampoco merecia el
despreciativo calificativo de "chacra" que le diera el viejo paisano
encontrado en el camino.
hacienda
La mayor no pasaba de doscientas reses; pero en bio
cam-
prosperaba una linda majada de más de tres mil ovejas.
Y todo aquello, en un campo incomparablemente ''sucio" y a merced
de vagos y bandoleros, no era tarea fácil,ni tranquila, ni exenta de
peligres.
Sin embargo, el forastero se encontraba muy a gusto en aquel dio
me-

cerril y tacitui'no, muy en consonancia con su carácter. Y más


ade-
hallábase muy contento con la gente de la casa, que eran, la
viuda de Fuentes, su hija Macarla y su hijo Nepomuceno, un chacho
mu-

de doce años.
La patrona personificaba ese antiguo tipo de paisana llanota y
buena a carta cabal. Contentísima con su mayordomo, que trabajaba
mucho, hablaba muy poco y se mostraba siempre serio, £in pecar de
ton-o ni malhumorado, encantada con tal adquisición,le fué cobrando
cariño y no demoró en considerarlo como de la familia.
Nepomuceno era un excelente muchacho, que quería y respetaba
al capataz. El y un pardito de poco mayor edad, constituían el sonal
per-
de la estancia. La menos accesible era Macaría. Tendría diez
y ocho años, pero estatura, estaba, sin em-
representaba bargo, más. De poca
admirablemente espalda, el pecho formada.
recio, Ancha la
pero aimonioso; un tanto gruesa la cintura, que jamás conoció las
torturas del corsé; amplias las caderas, rollizos y bien dibujados los
muslos; pequeñísimos los pies y las manos... El rostro, color de tri-
go,
era casi redondo, la nariz algo roma, los labios gruesos, los ojos
grandes y negios, las cejas copiosas, la frente recta y la cabeza zada
tapi-
por frondosa y luciente cabellera de azabache.
Pasaba casi todo el tiempo en sierra, trepando riscos, buscando
la
nidos y frutas silvestres, matando víboras y lagartos.
Era aún más sencilla que Lisandro. Su fisonomía, habitualmente
plácida, se descomponía de súbito cuando alguien la sorprendía en

sus continuos embebecimientos. Como los gatos, en caso semejante,


8e encrespaba, fruncía el ceño y se le dilataban enormemente las pilas,
pu-
dando al semblante una expresión mala, de desconfianza, de
agresividad.
Si llegaba a las casas un forastero, acontecimiento raro, huía al
matorral y no regresaba hasta que aquél hubiera partido, o hasta que
las sombras le permitín volver disimulándose, rampando casi, como

un felino.
Su hermosura atrajo a más de un mozo del pago; pero todos, uno
tras otro, tuvieron que marcharse cariacontecidos. No había forma
95
de acercársele, ni de hablarle cinco minutos seguidos; ante la más
inocente li¿onja su rostro adquiría la diureza del gato arisco; ante
la insinuación de un requiebro, pegaba un brinco y huía para no apa-recer
mientras no se hubiese marchado el íoraitero.
La habían
puesto por apodo la Chucara' y si bien muchos '
la
codiciaban, ya no quedaba en el contorno ningún mozo que se viese
atre-
a cortejarla.
Lisandro no escapó tampoco al encanto, a la seducción de la linda
y extraña criolla. La sufrió tal vez más que otro cualquiera, porque
su propia alma tenía un punto de contacto con la de Macarla.
Empevo, demasiado observador, reflexivo y recelo¿o, era él también,
para aven'iurarse en peligrosas tentativas.
Supo dominarse y guardar severamente oculto su cariño que sentía
crecer dentro de su corazón, día por día.
Sin embargo, observó que ella se iba mostrando menos huraña y
hasta solía ocurrir que fuese hacia él, sin objeto, sin motivo minado.
deter-


¿Trabajó mucho hoy? preguntóle

una vez, mirando al suelo.
— Como siempre —
respondió el mozo con su seria cordialidad de
siempre.

¡Ah!...
Y Macarla guardó silencio para decir, al rato, haciendo un gran
esfuerzo :

— Lindo día, ¿no?



Muy lindo. Es el otoño bueno, sin calor, sin frío, sin lluvia y sin
viento.
permaneció en silencio y con
Ella la vista baja. E^ ese momento
el peoncito preguntó desde el galpón:
¿Largo el lobuno, don Lisandro?

EH
capataz volvió la cabeza para contestar. Luego, al ir a reanudar
la conversación, su mirada se encontró con la mirada de la "Chu-
cara".
Esta, sorprendida, dio media vuelta y salió corriendo.
Esta escena se repitió muchas veces, con escasas variantes; y
Lisandro comenzó a impacientarse, creyéndose víctima de una cruel
coquetería.
Una tarde, regresando del campo por una senda de la quebrada,
la encontró muy preocupada, fija la vista en la copa de un enorme
sombra de toros.

¿Qué mira? — le preguntó. —
¿Algún nido?

Sí, de uiraca; allá amba... Debe tener pichones...
Sin decir
palabra, Lisandro desmontó trepó el árbol con grandes
dificultades,y con mayores dificultades aún, arrancó el nido ciado.
codi-

Descendió y se lo brindó. Ella lo tomó alegremente y después, sin


dar las gracias, preguntó con voz muy dulce:

¿No tuvo miedo de subir tan alto?
— Cuando se quiere, nada asusta —
se atrevió a decir.
Y como ella lo mirase asombrada, enormemente abiertos los ojos,
él, completó emocionado:

¡Y yo la quiero muchísimo a usted!...
Los ojos de la "Chucara" se agrandaron todavía más, le tem-
96
caballo y salió — también contra su costumbre — sin solicitar pañamiento
acom-
de ningún peón.
— Me parece que al patrón le ha picao algima mosca mala —

observó uno de ellos.


Severa y sentencioeamente, el capataz dijo:

¡El patrón tiene derecho a hacerse picar aunque sea p'un tár
baño!
Nadie replicó.
Al fin y al cabo era una excepción y todo el mundo tiene el de-
recho
de estar mal humorado un día.
aquello se prolongó cada
Pero día con mayor intensidad. De la no- che
mañana,
a don la
Gaspar se había transformado radicalmente.
No reía, no jaraneaba, y síntoma el más grande, no comía.
— —

Don Gaspar sin apetito y don Gaspar taciturno era algo incom-
prensible,
ilógico,que en las gentes de la estancia motivaba las más
extravagantes conjeturas.
Uno de los peones aventuró:
— Hace unos días, yendo conmigo una tarde de mucho calor, se
apio junto a la cañadita del
bajo y bebió much'agua... ¿Nu brá
ha-
tragao un pichón de sapo?... Dicen queso envenena y pone biosa
ra-

a la gente...
Sandalio, un casi recién llegao, opinó:
— Pa mí que son males de amor. Cuando un cristiano sano y fuer-
te
s'encomienza a poner tri¿te y a no comer, es porque hay de por
medio «Igunas n'aguas que chicotean colgadas en el alambrao!...
El viejo capataz se echó a reír.
^¿Amoríos el patrón? Si está embobao con su mujercita y pa él
no hay más mujer en el mundo que la suya ! . . .

En tanto el tiempo transcurría y el mal de don Gaspar se agravaba


sensiblemente. Levantábase antes que nadie, a veces a media che,
no-

en¿illaba él mismo su caballo y se marchaba al campo, lejos,


donde sabía qué objeto lo guiaba. El, que fué siempre un glotón midable,
for-
apenas probaba los alimentos.
El den-umbe físico fué tan rápido y más manifiesto que el derrum-
be
moral. Desaparecieron las enormes y rubicundas canillas, des-
aparció el opulento abdomen y las ropas daban la impresión de un

gran saco vacío o mejor, de uno de esos gruesos muñecos de goma


que se desinflan.
El capataz, que lo quería quiere a un hijo y lo respeta-
ba como se

como se respeta padre, empezó a espiarlo, y vio con


al asombro
que el patrón ganaba un sitio apartado del campo, un bosquecito
de talas en el fondo de un bajío, desmontaba, se echaba en el suelo
y pasaba las horas muertas, contemplando un papelito rugoso y
amarillento.
Y así todos los días.
El viejo servidor llegó a convencerse de que su pobre amo había
perdido el juicio.
— Anda mal de la chaveta — afirmó convencido.
En uno de sus espionajes sorprendió a don Gaspar leyendo en voz
alta el papelito:

98
"Agosto 2 de 1901.
"Adorada Manuela: Recibí tu esquelita anunciándome que par
Gas-
se fué hoy del pueblo. Espérame dispués de escurecer. Dentraré
por la ventana del fondo, como de costumbre. Hasta luego, porota
mía. Tu negro
Jacinto."

Y con voz sollozante, don Gaspar comentaba:



¡Agosto 2!... En mayo ncs casamos y a los dos meses ya me

engañaba con mi mejor amigo...


Una semana después, el estanciero, convertido en un saco de sos,
hue-
moría.
Alrededor de esa enfermedad misteriosa bordáronse mil rios.
comenta-
Cada uno daba su opinión. Sólo el viejo,capataz callaba, y cuando
lo interrogaron respondió con voz sombría:

¡Yo sé por qué murió!... ¡Por un papelito!...
Y como los demás demostrasen unos asombro, otros lástima, él
íigiegó con firmeza:
— No bromeo, no; ni estoy loco... Por un papelito... Ustedes no

comprenden; yo sí, y basta.

Las dos ramas c'^^ una horqueta

El Indiecito Dalmiro dijo:


— El mate está labao, el agua está fría, s'está apagando el juego,
y don Eulalio entuavía por con'^arnos el cuento prometido.
— Es que no encuentro muchacho.

¡No va encontrar usté ques capaz den encontrar en una noche
escura un auja pe/dida entre el pasto!...
— De un tiempo no digo; pero aura, m'está dentrando la cerrazón
en la memoria.
— Con el sol de la volunta no hay cerrazón que no se redita.
— Es que hasta la volunta maulea cuando el carro'e la vida está
muy recargado de años.
—¡Mañas, no más, don Eulalio!... ¡Si usté por cada año que ga,
car-
tira dos en la orilla del camino!
— Don Eulalio — afirmó Marcelo, —
es mesmamente como las gueras:
hi-
a la caida'e cada invierno parece que se han secao, y al
puntiar la primavera reverdecen y retoñan.
— Y las brevas son más lindas cuanti más añares tienen.
Sonrió el viejo, halagado en su vanidad, y contestó de este do:
mo-

— Dan higos mejores; pero dan más menos.

El indiecito Dalmacio, el único que se permitía irreverencias con

el patriarca de la estancia, exclamó:



¡Déjese de amolar! A usté le gusta que le rueguen como a niña
bonica!... Está mentanc'o vejeces y entuavía la semana pasada se
l'enhorquetó al redomón rabicundo de Mauricio y lo hizo sentar en
lo.^ garrones a tironazos ! . . .


poder El de la esperencia, muchacho, nada más qu'el poder de
la esperencia . . .

99

Sí; y pu'el poder de esperiencia cualquier día v'a salir encon-
la
ti ando novia y volviéndose a casar Y, a propósito, don Eula-
...

lio, ¿por qué no nos cuenta como jué su casorio?... D'eso si ha'e
acordar.

Dijuro. ¡Desgraciado el hombre que se olvida de eso y de la
madie!

déjese de chairar
Güeno,y corte.
Me gusta la cancha, y si la vista
— me ayuda y el pulso no me

tiembla, puede ser que me apunte una clavada... El enredo zó


empe-
ansina:
"Primitivo
Maigarejo y yo nos habíamos criao juntos como una

yunta güeyes siempie en e el trabajo luiidos en el me£mo pértigo y


acollarados siempre también en el pastoreo.
"Primitivo era un güen muchacho, pero lerdón pal trabajo y si
cua-

siempre yo debí doblar el esfuerzo p'alivianarle el trabajo.


"En unr» ocasión me dijo:
"
— Mira, herm.ano: yo no sir\'o pa pobre; y comotampoco sirvo
pa ladrón, es juerza que me haga rico de un sólo tiro, sino, que me
zambulla en el a: royo atao de pies y manos.
"

¿Qué pensás hacer? — le pregvmté yo.


"Y él dijo:
me
"

Tengo el plan hecho. Micaela, la hija única de la viuda'e rez
Pé-
es un partido como pa echarse a dormir la siesta pa tuita la vi-
da.
Le he hecho varias entradas y parece que cabrestea.
"
— Es fierona —
dije yo; y él dijo:
"

Ya lo sé; pero caballo que no es pa paseo, no importa que no

sea lindo.
"Me pidió
acompañase, yo lo
juí p'hacerle servicio entrete-
que niendo
Manuelita, una
a la vieja
parienta lejana que la viuda
y a

había criao medio como piona y medio como de la familia... Y


aconteció que poquito a poquito se jueron enredando nuestros riños
ca-

y resultó que al cabo de unos meses, en vez de un casorio, el


fraile acollaró dos yuntas en el mesmo día . . .

¿Y ansina

jué que se casó, don Eulalio?...
— Ansina pasó, m"hijito. El amor es como partida'e monte: uno
dentra apuntando un rialito
pa despuntai- el vicio, y dispués se
juega hasta el caballo en.sillao ! . . .

— Pero usté ganó la partida...


¡Ya lo creo

que la gané!... ¡Fué una santa la finada y hast'au-
ra la e¿toy llorando, y hace más de diez años que .se me jué!. ta
Trein- . .

años vivim.os juntos y mil hubiéramos vivido sin que se gastasen


nuestros cariños... Ricos no juímos nuncr.; pero carne pal puchero
y trapos pa ves tunos nosotros y ios potrancos, no faltó nunca...
En cambio el pobre Melgarejo . . .


¿Se
el arroyo el matrimonio?
augó en
Sí. La —
mujer le resultó pior que un alacrán, y a la fin, por no
matarla, tuvo que mandarse mudar, y sin juerzas pa peliarla,su da
vi-
se jué deshaciendo como tapera.
Subsiguió un largo silencio, roto por el indiecito Dalmiro que losofó
fi-
así:

ion
— Es al ñudo: mujer que compra marido, lo compra pa lucirlo,pe-
ro
no pa quererlo

Crítica autorizada

¡Noche de incomparable alegría! Una alegría silencioisa a fuer de


intensa.
Los aplausos prodigados por el público durante toda la represen-
tación
y la delirante ovación que subsiguió a la lenta caída del te-
lón
en el último acto, hicieron que doña Ruperta y su sobrina ta
Julie-
lloraran a lágrima viva, en el paroxismo de la emoción.
Una emoción que no era producida por las intensas situaciones del
drama, sino por el entusiasmo de los espectadores, por la guez
embria-
del t:iunfo. La buena señora necesitó emplear grandes gías
ener-

para dominar el vehemente deseo de erguirse en el palco y tarle


gri-
a la multitud:

"¡El au'^or de esa maravilla es mi hijo, mi hijo Baltasar!..."
Y a la pequeña Julieta se le llenaban los ojos de lágrimas y la emo-
ción

echábale un nudo en la garganta, pensando de cuántos fuerzos


es-

abnegaciones, y habría menester, para hacerse digna de su


glorioso prometido.
Don Fidelio, halagado en su vanidad de padre, tosía de cuando
"en cuando para mantener digna compostura.
Al regreso a casa, todos hablaban al mismo tiempo comentando
la victoriO:a jornada.
Baltasar no habría seguramente, de dedicai'se a fabricar dias
come-
haciendo de ello una profesión.
El era rico; faltábale undiploma de abogado:
año para recibir su

un b-illan'^e porvenir esperaba; pero aquel


le completo obteni-
do éxito
ante un auditorio selecto era la consagración de los talentos de
Baltasar, la evidencia de que, simple "virtuoso" era capaz de produ-
cir
obras de arte más bellas y emocionantes que las de nuestros
profesionales del teatro.
Más
tarde, las horas de ocio que le dejaran la atención de su bufe- te,
agi'^aciones políticas y
las los deberes sociales, escribiría otras
obras, dándose de tiempo en tiempo la satisfacción de un baño de
luz de gloria. Y ante las felicitaciones de los amigas, sonreiría deñosament
des-
y respondería parodiando a Eugenio Cambaceres:
"Soy rico, tengo poco que hacer y para matar

el tiempo escribo."
¡Qué lástima

que abuelito no haya podido ir a ver la obra! — •

exclamó misia Ruperta. El que conoce tanto esas cosas, se— bría
ha-
llevado un alegrón.
Al día siguiente toda la familia, que —
exceptuando el abuelo, don
Martiniano —
se levantaba habitualmente a las once, madrugó para
leer ávidamente los juicios de los diarios sobre el estreno.
Todos ellos concordaban en el elogio ditirámbico: un nuevo astro
había aparecido en el firmamento de la literatura dramática nacional.
"El triunfo del amor y del coraje" —
que así titulábase la obra — era

un drama magistral, admiiable por todos conceptos. El crítico de


un diario menesteroso, remataba así las dos columnas de su juicio
hiperbólicamente elogioso:
101
"Baltasar Valdibia no es todavía un Shakespeare, i"ero es de la
madera que se hacen".
Terminada la lectura fueron a la cocina en busca de don Marti-
niano, quien, por inveterada costumbre, se lo pa¿aba alli desde el
alba hasta la hora del almuerzo, amargueando y charlando con la
china cocinera.

¡Venga, abuelito! ¡Venga a ver cómo hablan los diarios de la
obra!

¡Un exitazo, abuelito!
Baltasar leyó uno de los artículos y al terminar interrogó:

¿Qué le parece?... Voy a leer este otro.

Espera, —
respondió el abuelo. —
¿No dijiste que todos los crí-
ticos
dicen más o menos lo mismo? . . .
Entonces es inútil que sigas,
y te digo con f: anqueza que ese critico es un burro . . .


¡Pobre abuelito!... ¡Es el famoso crítico de "La cia",
Corresponden-
don Sebastián Melgarejo!

¡Te digo que es un burro! Y si en tu obra pasan las cosas y se

dicen las fra¿es que cita el crítico. . . ¿sabes lo que pienso de tu


obra?

¿Qué piensa, abuelito?

Que es idiota.
Misia Ruperta dirigió a su hijo una mirada suplicante, expresan-
do
que el pobre viejo no entendía de esas cosas y era mejor no ha- cerle
caso; pero el autor, respondiendo en voz alta al mudo jo,
conse-

dijo:

¡No, no!... Hable tata viejo y desengáñeme explicándome por
qué presume idiota mí obra.

Porque es un montón de msntii-as y con mentiras no se hace
nada bueno... Vamos a ver: tu
protagcnis'^a, ese gauchito trovero
que se pasa la vida componiendo cantando décimas; quey anda de
pago en pago luciendo sus habilidades de guitarrista, de bailarín, de
corredor de sortijas, y que no trabaja nunca, ¿te parece que es un

tipo resl y además de e--0, noble, altivo y digno?


— Antes había tipos así.

Había; pero se les despreciaba... ¿Y la hija del rico ro
estancie-
que enamorada del payador y no logrando el consentimiento de su

padre para casarse (¡sólo un padre loco lo hubiera dado!)


deja se

rap'.ar por el vagabundo, ¿es una "'muchacha angelicalmente pura"?


— Eso era corriente entonces . . .

— Tan corriente como es ahora, porque siempre existieron y tirán


exis-
muchachas de cascos livianos.

Sin embargo, "sacar" una muchacha...
— Eso sí era común allí donde no habían curas que celebraran el
matiimonio ; pero se hacía con el consentimiento de los padres y era,
en realidad, un matrimonio contraído ante Dios... ¿Y el capataz,
el viejo servidor, dechado de honradez, de fidelidad, de nobleza, y
que, sin embargo, traiciona a patrón facilitando
su el rapio, es bién
tam-
un personaje real y simpático?
—Eso...

Eso, dirás, no es más que un tiento suelto. Pero vamos más lante.
ade-
Tú héroe, perseguido por la policía a requerimiento del pa-
102
dre de la muchacha, huye llevando a ésta en ancas de parejero,
su

se refugia en el monte, y mientras se hace el asado (¿dónde lo ro-


bó?)

toma la guitaira y canta un madrigal a:

"Mi virgencita divina,


"tu alma tierna y bondadosa,
"es una alma de heroína
"engarzada en una rosa..."


¿Y acaso es feo el verso? —
interrogó con cierta aspereza el
padre.
— Feo no será, pero es estúpido. Una "virgencita divina" que se fugó
con un gaucho, un "alma tierna y bondadosa" que no trepida en

matai- de pena a un viejo padre, son cosas que yo no acierto a prender.


com-

Y luego, al final, cuando este nuevo Santos Vega, rralado


aco-

por la policía,propone a su cómplice el suicidio, y ella acep-


ta
y él mata, y luego se mata, eso...

"¡E-o es soberanamente absurdo!


Baltasar quedó profundamente impresionado con la severa tica
crí-
del abuelo. Durante quince días anduvo ensimismado, sin currir
con-

al teatro, sin leer un diario, sin ver a nadie. Al cabo de ese

-tiempo, tras una noche de insomnio exclamó:


— Tiene razón tata viejo: con falsedades no se construye nada radero.
du-
Voy a retirar la obra.
Llegó al tea'^ro. El empresario lo recibió con frialdad y enterado del
objeto de la visita, respondió sin quitarse el cigarro de la boca:
¿Retirarla?... Hace

ocho días que la retiré. ¡Después de la che
no-
del estreno no venía ni un gato!
Y
con aire protector aconsejó:
Convénzase,

amigo Valdibia, las obras realistas, de observación
exacta, no gustan al público; hay que darle obras imaginativas, es-
pectaculosas

aunque sean imbéciles.



No hay duda, yo he sido un imbécil; pero éste, experto en teatro,
lo es mucho más —
pensó Valdibia.

Cuestión de carnadas

La
barrera, cortada a pique. Diez metros más abajo, el río an- cho,
silencioso, argentado por pródigo baño de luz lunar. A tres tras
me-

del borde de la barranca, la selva; la selva alta, apiñada, hir- suta


y agiesiva.
Es pasada medianoche. Casi absoluto silencio. En su sitio habi-
tual,
sentado al borde del barranco, colgando las piernas sobre el
río, "pitando" de continuo, y con frecuencia echando mano al po-
rrón
de ginebra, don Liborio el pechador famoso esperaba pa- cientement
— —

que los dorados, surubíes o pacús, se decidieran a der


mor-

en alguno de los tres anzuelos de los aparejos, horas hacía, su- mergidos

en la linfa.
Noche serena, de mucha
luna y con las aguas en violento repunte,
no era nada propicio para la pesca. Un axioma. Pero don Liborio no
se impacientaba. Profesional, sabía que el éxito de la pesca estriba en
103
la paciencia. Hay peces vivos y peces sonsos.. Empeñarse en par
atra-
a los primeros es perder el tiempo. Carece esperar, hacerse el
sonso y con esa táctica siempre cae de sonzo algún vivo.
Cuando, de pronto, crugieron las ramas, denunciando que alguien
avanzaba por la estrecha vereda que conducía al playo pesquero, don
Liborio no se dignó volver la cabeza: pumas, ya deban
queda- ni rastros
en la comarca; malevos, algunos;
contrabandistas, muchos; ro
pe-
todos amigos: él era como cueva de ñacurutú, campo neutral,
donde solían albergarse, fraternalmente, peludos y lechuzas, ape-
nases
y culebras.
Recién se dignó volver la cabeza cuando una voz conocida dijo a
su espalda:
— Güeña noche, don Liborio...

Dios te guarde, hijo... ¡Ah! ¿Sos vos, Ulogio?...
— Yo mesmo.


¿Y qué venís hacer, a esta hora, en la costa'el río?. . .

— A pencar, no más.
— Yo creiba
replicó maliciosamente el viejo que

vos sólo pes-
cabas —

en el pueblo, pescado con polleras...


Y él, compungido contestó:
No pesco
— nada en el pueblo Pican, arrastran la boya, y a ve-ces . . .

la hunden hasta el fondo, pero cuando recojo, m'encuentro con


que me han comido la carnada y he perdido el tiempo al ñudo.
Acontece;

respondió con displicencia el viejo. Y al poco:

¿Querés un trago?
Bebieron am.bos, y luego interrogó don Liborio:
¿Y desilusionao

por no poder pescar muchachas en el pueblo
te venís a pescar surubises en el río?
— Asina es.. ¿Carcula que tampoco tendré suerte?

¿Quién sabe?... Depende... Asigún... ¿Qué carnada tráis?...
— Corazón. . .


¡Hum!... ¡No te arriendo la ganancia!

¿Y u¿té con qué ceba?
— Con garrón de oveja.
—¿Pica?
— Por aura no; pero picará, y el que pique no s'escapa 'e la tén.
sar-

— Sin embargo, a mi me han dicho que con carnada 'e corazón


pican más. . .


Sí; pican más; pero se prienden menos...

¡Cayese! —
interrumpió el mozo. — Vea como está picando do.
lin-
. .
Surubí, parece.
— Surubí a la fija.
¡Y ya cayó, también!
— —
gritó alborozado Eulogio, recogiendo a
prisa el aparejo; pero no tardó en cesar la resistencia y al fin apa-
reción el anzuelo sin carnada.
Varias veces se repi'ió la misma decepción: los peces mordían do
inmediato, pero eran para marcharle con la ceba. En cambio, don
Liborio seguía impasible ante su línea inmóvü. Allá, a las cansa-
das,
sacó una tararira. Y volvió a sacar el aparejo sin cambiar de
carnada.
104

¿No gusta desensillar?
Los diez o doce peones —
en su mayoría negros y mulatos —
quo
rodeaban el fogón acogieron con mal semblante al forastero que iba
a reatarles una parte de la nunca abundante merienda.
Pero él apenas probó "pejoada"
la de charque rancio y poroto»
apolillados.Violentando su proverbial verbosidad, se limitó a respon-
der
brevemente a las escasas palabras que le diiigieron durante el
almuerzo. final,
Al como el capataz lo interrogara:

¿Va de paso?
— No —
respondió con cierto aire de misterio. — Vine hast'acá no
más.
luego afectando
Y indiferencia:
¿No
— tiene noticia de nada nuevo?
¿Algo nuevo?... No; ninguno t^nía noticia de nada nuevo. Todo
estaba igual; hasta el tiempo manteníase bonancible. Pero la pregunta
del forastero despeitó la curiosidad general, y varios inquirieron a
un tiempo:

¿Qué pasa?
Próspero tras una pausa estudiada, dijo:
— Ustedes deben conocer al meUeo Fagúndez. . .

El sólo nombre del famoso y temido bandolero emocionó a la nada.


peo-
Y advirtiendo el efecto producido, el gaucho prosiguió:
— Anda en el pago.

¿Aquí cerca?
— Cuasi pegao: en los montes del Yerbalito.

¿Solo?... ¿Juyendo, a la fija?

Con una banda de diez hombres... Lo acompañan el negro Lima,
el paido V/enceslao y el ñato Malaquias...
La noticia cayó como una bomnba entre los tertulianos del fogón.
Los espeses montes del Yerbalito, linde de la estancia, estaban a

ima legua de la población y los nombres citados por Próspero pondían


corres-

a los más temibles bandidos de la provincia. Y siendo voa


corriente que Leive de Figueredo, inmensamente rico y del mismo
modo bruto, guardaba sus tesoros en botijos, como en el tiempo de
las onzas de oro, nadie dudó de que la presencia de los facinerosos
respondían a un plan de asalto capataz apresuróse
a la e¿tancia. El
a ir en busca del patrón para comunicarle la grave noticia, y cuando
en su compañía regresaba al galpón, Próspero disponíase a partir.
Don Joao Maneco lo saludó con inusitada amabilidad, instándolo a

quedarse.
No, gracias. Tengo

algo que hacer. Vine no más
p'alvertirle. ..


¡Mais nao vase embora, sen Pi'óspero! —
imploró el estanciertr,
y luego, dirigiéndose a un negrillo* ¡Bae, rapaz, —
trageo a limet»
de canina!... ¡Abánquese, sen Próspero, e vamos a falar!...

La primera parte del plan de Mendieta tuvo el mejor éxito. El estan-


ciero
ofreció, pidió,rogó al gaucho bravo que se encargara de la defen-
sa
"pidiendo o que vicé quizer" . . .

Próspero aceptó, no sin hacerse rogar, y desde ese día quedó con-

106
fortablemente instalado en la estancia. Sus indicaciones eran órdenes.
Se le proveyó de un arsenal gueiTero: revólveres, dos un Winchester,
una daga de ochenta centímetros de largo; prendas de vestir y das
pren-
de apero; tabaco y caña a discreción, churrascos a todas horas,
cuenta abierta en la pulpería...
Un mes transcurrió. El gaucho holgas^án, explotando el miedo de
Leivas, vivía como un príncipe, y a menudo decía sonriendo:
Güen —
juego... si no se apaga...
desgraciadamente,
Pero, no hay fuego que no se apague. La nada,
peo-
envidiosa
de las prenogativas del intruso, pasado el susto del
primer momento, empezaron a desconfiarle el juego. Y de za
desconfian-
en desconfianza y de averiguación en averiguación, descubrieron
el pastel: ¡en todo el contorno no había ni noticias de la famosa
pandüla ! . . .

Era un sábado. La cena había sido abundante. Vino y caña ron


circula-
profuíión. La peonada festejó las historias
con heroicas del so,
intru-
quien, a media noche, se retiró a su habitación en estado bastante
deplorable.
Estaba en lo más profundo de su sueño de borracho, cuando lo des-
pertaron
un tropel de caballos, gri'os de hombres, l:ic_ii¿'03es psn-os,
y un tiroteo infernal. Levantóse precipitadamente y ^e echó afuera, ol-vidando
hasta ds proveerle de sus armas. Agaza¡:ándo3e por ceLrás
de cocina, intentó
la internarse en el maizal inmeciiato; pc"3 antes
de conseguir su objeto fué alcanzado por media docena C3 diablos
negros, que, a planchazos y rebencazos lo echaren per tierra.
El tiroteo h3bía cesado. Dentro del caserón-ícrtairza, áon Joao
Maneco temblaba, med'o muerto de miedo, cuando el capataz, gol-
peando
portón, gritó:
reciameiite al

¡Patrón, patrón!... Abra que tenemos prisionero al íanioso me-
Uao Pagúndez!...
Lleno de júbilo el viejo abrió la puerta exclamando:

¡Que venga a meus brazos o valen^e sen Próspero!...

Aquí está —
respondió con .sorna el capataz, señalando al gaucho,
que dos peones arrastraban maniatado, sangrando y desfallecido.

Tan pronto como tuvo fuerzas para montar a caballo, Próspero,


despojado de sus armas y de sus pilchas, y, lo que era más, de su
prestigio de guapo, partió de la estancia y nunca más tuvieron cias
noti-
suyas en el pago.
Cuentan que se fué muy lejos, muy lejos, y que murió en un cho
ran-

miserable, pronunciando, entre dos boqueadas, estas palabras


enigmáticas:

Pa ser. hay que ser.

107
Entre camaradas

Isidro Gómez, robusto, fornido, sanguíneo.


Pascual Lamarca, alto, flaco, fuerts también, con sus músculos
asesinados y sus nervios como torzales.
En un atardecer glacial.A intervalos remolinea, silbando finito, una
brisa burlona, cuyo único objeto parece es levantar traidoramente laa
haldas del poncho del viajero, facilitando el ataque de la pertinaz
llovizna con sus dardos de hielo.
Isidro y Pascual regresan del campo, donde han permanecido de
des-
el amanecr, trabajando sin tregua en la construcción de un zo
lien-
de alambrado.
Isidro es violento y habla sin cesar, accionando con energía, sin
importársele de que el viento y la lluvia le mordieran las carnes.

Pascual, temblando frío, manteníase


de quieto, escondido dentro
del poncho como un peludo en su cascara y correspondía menguada-
mente a la verbalidad de su camarada.
Hablaba Isidro:
— Salen diciendo que la culpa es mía, que tengo mal genio, que
siempre ando buscando pretestos pa corcobiar y que en dos por
un

tres y sin motivo gano el campo y disparo arrancando macachines...


¡Y tuito eso es mentiía!...

Dejuro.

Vos que me conoces desde gurí, podes sartificar si yo soy güe-
no o no
soy gueno. . .

— Sartifico.

qu'ella es más
Y mala que un alacrán.
Espérate,
— che. Por primero, sabe que los alacranes no son malos;
cuando los hacen rabiar se encrespan y si pueden pinchan; pero no

hacen nada y es sólo el miedo de los bichos grandes el que les da


importancia.
— Son venenosos...


Como los mosquitos . .
Convéncete,
. hay muchos maulas que san
pa-
por guapos porque la cara les guarda el cuerpo y nadie se ha
atrevido a atarles a una carrera formal.
— Güeno era un decir, para por comparancia, porque mala es mala;
si no es alacrana es tigra.
— Yo no vide, pero dicen.
Sí, dicen; con

la mesma luz que dice que voz andas viendo siones,
vi-
creyendo en brujas y aparecidos. . .

¡Oh. eso!.

. .

Igualito a l'otro.

Llegaron al puesto.
Isidro, siempre nervioso desensilló a tirones, arrojando las prendas
sin orden, sobre el suelo, en tanto Pascual, halagado con la esperan-
za
de la cocina calentita y del amargo reconfortante, lo hacía con

la mayor prolijidad: el recado es la cama, y una sequita, en noche


de crudo invierno vale un platal.
Empeio, al penetrar en la cocina sufrió una desilusión. El fuego
estaba apagado y una gallina, con sus poUuelos, escarbaba, las ceni- zas
frías.
108
Isidro estalló violentamente:

¿Has visto?... ¿La muy perra se ha ido a comadriar con Isk
vieja lechuzona del pardo Juan, en vez d'esperarme con el juego en- cendido

y Tagua caliente!... ¡La cochina!... Pa ella su marido vale


menos que las tripas amargas de una res, aunque sea güeno, aunque
se desnuque pa que no le falte nada y aunque haga esjuerzos pa
quererla querer... ¡Ah! Pero aura va la definitiva... ¡La mato!...
¡Que me parta una centella si no la mato!...
En el intervalo, Pascual había hecho fuego, llenando de agua la
pava y preparando el mate. Luego observó:
— Te puede quedar grande.

¡El cam.po también es grande y no falta sitio pa enterrar un
di junto!. . .


Sí; pero la cárcel también es grande y tampoco falta lugar pa
encerrar un asesino.

¡Espérate, che!... Matar no siempre es asesinar!... En nes,
ocasio-
pongo por caso. . .


acuerdo; pero eso es pa la concencia
Di de uno, no pa la ley ni
pa los jueces. ¿A qu'está entonce el juzgao del crimen?... Y si los
jueces se ablandaran, atendiendo las cüxunstancias en que un bre
hom-
se ha disgraciao, y no mandasen clientes en los presidios y si no
hiciesen afusilar alguno, de cuando en cuando, podrían perder el
conchavo. Pa eso les pagan.
¡Les pagan

p'hacer justicia!
¿Y qu'es
— hacer justicia? ¡Castigar!
¡Si hay delito!

Cuando
— no hay delito no carece justicia.
Entonce,

yo. si mato a mi mujer, que tiene delito,castigo, y no
me cumple pena! . . .

¡Sosegate!.
— Vos no sos autoridá, vos
. .
no tenes mando, y no
teniendo mando, careces de derecho pa sentenciar la carrera.
Pa —las carreras está el reglamento y pa los delitos está el código.
Conforme.

¡Pero pu'encima del reglamento está el comesario y
pu'encima'el código está el juez! Toma un mate, calentá las tripas
y enfria la mollera.
Isidro guardó silencio, sorbió el mate, yalgo más serenado, dijo:
— El3 lo mesmo: yo la vi enseñar a la perra'e mi mujer.
Y Pascual asintió:

Pu'hay debistes empezar. Pueda que entuovía sea tiempo.

Se seca. la glicina

Gasas violetas van invadiendo el cielo que tachona el valle. Espé-


sense
en la hondonada ia sombra y el silencio, mientras en lo alto
de la g".aderíarocosa aún, en vaho
de de argento,
la montaña, flotan
las últimas lucessol muriente, marginando
del la ancha culebra del
río, cuyo brillo, al igual de las nieves solemnes de las cumbres, afían
des-
las sombras más densas de las noches más lóbregas.
En medio de ese silencio y de esa quietud, Eva avanza lentamente
f)or el valle, arreando su majadita de chivas.
Sin par tristeza ensombrece el rostro de la linda paisana. Sus ojos
109
parecen más grandes, más negros, más profundos, destacándose en

la palidez de la piel como dos "salamancas" gemelas abiertas sobre


los riscos nevados.
Mientras con la vara de jarilla acaricia, — más que castiga, —

a los chivatos retozones, la criolla canta. Canta con ritmo funerario


una canción de angustia que se pierde sin eco en el sosiego del
vaUe soñoliento:

Si alguna vez en tu pecho,


¡ay! ¡ay! ¡ay!...
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño,
pero nunca se lo digas ! . . .

Engáñalo como a un niño,


¡ay! ¡ay! ¡ay!...
pero nunca se lo digas ! . . .

y era cual medrosa imploración de un niño sorprendido por la no-


che

en desconocida vereda de la mon+aña; imploración tenue y tris-


tíiima, pues que se sabe la ineficacia del ruego y la imposibilidad
del auxilio. . .

Mi amor se muere de frío. . .

¡ay! ¡ay! ¡ay!...


Porque tu pecho de roca,
no le quiere dar asilo!...
Porque tu pecho de roca,
¡ay! ¡ay! ¡ay!.. .

¡no le quiere dar asilo!...

Rápidamente iban intensificándose las sombras


y Eva, lejos de apre-
surar
la marcha, atardaba el regreso al hogar. Las montañas que piaban
ta-
el valle parecían unir sus cumbres, formando colosal bóveda
granítica. Y el valle, ya en tinieblas, semejaba una cripta fabulosa,
soberbio mausoleo de ti'^anes, grandes y fuertes como las moles queñas
ro-

que formaban las vértebras del espinazo de América. Un se-

pulcvo demasiado amplio para el pequeño cuerpo endeble de la pasto-


ra!...
Sin embargo, a ella le atraía, imaginándose llenarlo con su

espíritu, con sus recuerdos, con su amor.

¡Su amor!... ¡Su mísero amor que se moría de frío en plena pri-
mavera
! Imborrable,
. . .
como pintada al encausto, perfumaba en su
mente la imagen de la escena abominable.
Fué en la pasada primavera. Igual que ahora presumía el valle
con ¿u mantilla de flores; tal como ahora saltaban alegres las. aguas
que el primer deshielo echó, montaña abajo, hasta las fauces áridas
del río; y al par de ahora, entre el cobalto del cielo y la obsidiana
del p-ado. cabrilleaba la luz aromada con alientos de trébol y al-
hucemas.
Embriagada de amor, la naturaleza parecía cantar con

la alegría de la novia que está tejiendo su velo nupcial...


Gasas violetas iban invadiendo el cielo cuando Eva arreaba tamente
len-
su rebañito caprino. Cantaba siempre, un canto perlado, ex-

110
presión de sus cariños y de la suprema felicidad de amar y ser amada.
Era ya muy oscuro cuando penetró en la estrecha senda que tonan
fes-
el viñedo de un lado y espeso duraznal del otro, una senda
abierta, que casi siempre sólo ella y sus chivitas recoirían. dióse,
Sorpren-
pues, oyendo voces que partían del interior del arbolado. Se
detuvo, medrosa primero, aterrada después de haber escuchado el
diálogo que sigue:
Sí, que ío quisiera quererte, pero sé que tienes añudado
— tu cariño
en otra parte y que florece en otra finca la glicina de tus amores.
¡No hay ñudo

que no desate ni glicina que no se seque!
¡Eva es muy

joven y muy linda!
¡Tan joven como
— ella eres tú, siendo muchísima más linda!...
¡Seria un
— crimen engañarla!
Yo no

engaño. ¡El amor se muere como se mueren los árboles,
y así como la tierra hace bro'iar otro árbol en el sitio el árbol muerto,
el corazón engendra otro cariño sobre las cenizas del amor guido!
extin-

¡Hablas muy
— lindo!... la ciudad te ha dado el secreto de las
pala bras~ que marean a las pobres campesinas como yo!...
Hubo un silencio; y en el silencio absoluto que envolvía el valle,
oyóse el suavísimo susurro de un beso...
En los oídos de la pastora resonó
sin embargo, con el horrísono trépito
es-

que hubiera producido el Chimborazo desplomándose sobre el


valle ! . . .

Pasada la hora nona. Bajo un toldo de floridas glicinas, Eva, tada


sen-

en su mecedora de mimbre, sollozaba, mientras la madre na,


ancia-
se adormecía pasando las cuentas de su rosario.
Entre el ancho cuadro de los renegridos cabellos, la faz de la pas-
tora,
bañada por la luz de la plena luna, semejaba una imagen vo-
tiva
de plata muerta.
Vanamente esperó esa noche la visita del prometido.
— Niña, ia es hora de acostarse — insinuó bostezando la anciana.
— la vamos, madre —
respondió Eva; y tomando la
guitana que
tenía a su lado, afinada para cantarle, cual de costumbre, sus rosas
amo-
endechas al ser querido, gimió:

Si alguna pecho,
vez en tu
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
a mi cariño no abrigas,
engáñalo como a un niño
pero nunca se lo digas!...
Engáñalo como a un niño,
¡ay! ¡ay! ¡ay!...
pero nunca se lo digas ! . . .

y luego, arrojando violentamente la guitarra, que resonó en sono


uní-
prolongado
y lamento de sus seis gargantas:

Vamos, madre —
dijo la pastora. —
¡Se está secando la na!...
glici-

111
Un sacrificio

Presumido y arrogante, tendido en triángulo sobre la espalda el


pañuelo de seda blanco, en cuya moña llevaba engarzado un clavel
bermejo, terciado sobre la oreja el chambergo, alegre, sonriente, Je-
sús
María se presentó de improviso en el comedor de sus padres.
Como si volviese de un pajseo de la víspera, exclamó:

iBendición, tata ! . . .

y luego abrazando a la madre con bulliciosa efusión:



¡Güenos días, viejita! . . .

En seguida se detuvo ante Leopoldina, la miró sonriendo, y dijo


alegremente:
¡Cómo se

ha estirao la primita!... ¡Ya no me atrevo a la!...
besar-

Y, abrazándola, la besó repetidas veces, mientras ella, empurpurada,


se debatía protestando:

¡No te atreves, pero me besas lo mismo!...

¡Siempre loco este muchacho!... — manifestó embelesada la ma-
dre;
en tanto don Porfidio interrogaba severamente:

¿Di ande venís vos? . . .


¿Comiste? interrumpió solícita misia

Basualda; y Jesús María
contestó riendo:

¡Gambetas y tajadas de aire!...
— Toma, entretente con este asao, que yo no apetezco; y vos,
Leopoldina, anda, prepárale algo... ¡Espérate!, vamos las dos...
¡Pobre muchacho, a estas horas sin comer, él que siempre fué un

tragaldabas!. . .

Salieron las dos mujeres, y entonces don Porfidio, siempre severo,


tornó a inquirir:

¿Di ande salís?. . .

— Anduve corriendo mundo, tata... En Paraná me relacioné...



¡Con las chinas orilleras y los borrachos de las pulperías!...

¡No diga, tata!... Mire que yo...

¡Vos sos como las tarariras, que no saben vivir más qu'en lagu-
nas
sucias, ande haiga mucho barro y mucho camalote!...

Vea, tata, cuando yo le cuente...

¡Sofrena!... Conozco tus cuentos como los animales de mi ca
mar-

y los rincones de mi campo, y vas a perder tiempo al ñudo emja-


retando mentiras...
Entró misia Basualda conduciendo una fuente con cuatro chorizos
y media docena de huevos fritos.
Confórmate, m'hijo—
exclamó; pero a est'hora no se de
pue- — —

improvisar otra cosa...


Jesús María, componiéndose una fisonomía sería, dijo:
Perdone, tata; pero ha'e saber que las rilaciones

que hice en la
capital, jueron con copetudos que me apresaron hasta el punto que
me han nombrao comesario . . .

Palmoteando. ebria de orgullo maternal, misia Basualda exclamó:



¡No te lo dije!, ¡no te lo dije, qu'el muchacho sabría rumbiarl...
— No respondió con
— modestia el mozo; en — la frontera. . .


¡Qué lástima!
112
tus labios!... ¡Marcas a juego, Peregrina!... ¡y esas marcas no se
borran!. . .


¡Ya lo sé. ya lo sé! —
respondió sollozando la moza.
Y luego, en un arranque violento y desesperado, exclamó:
— Como sube en la olla la leche hirviendo, y se derrama
y se que-
ma,
así me sube del corazón a la garganta el cariño que te tengo y
las palabras se desparraman por mis labios!... Nunca he querido,
ni nunca quedré a otro hombre que vos, Cleto!... Pero tata ordena
que me case con otro, y aunque se m'enllene de yuyos el alma, ter^o
que obedecerle ! . . .


¡Es una iniquidá de tu padre!

¡Es mi padre!

¿Y lo querés más que a mí?

¡Dejuramente!. . . ¡Quien no quiere a sus padres no sabe tener
ley a nadie ! . . .

En el colmo de la exaltación, acercándose, tendiendo los brazos,


Cleto imploró:

jJuyamos juntos. Peregrina!... Yo no tengo miedo a ningún pe-
ligro,
ni asco a ningún trabajo! ¡Vení conmigo! El campo
- es de,
gran- .. .

la tierra es güeña: ¡no nos ha'e faltar la horqueta de un árbol, "


o el abrigo duna masiega p'hacer nido ! . . .

Ella lo rechazó con violencia.



¡Si me hablas así, vi'a creer que no me querés!...
Cleto se contuvo, permaneció un instante en silencio; y después
ya serenado, exclamó:
— Tenes razón . . .
Perdóname que en la locura de mi to
encariñamien-
te haiga ofendido a vos y al patrón... ¡Adiós, Peregrina!...
En esc mismo momento, la voz ruda imperiosa
e de don Cenobio
resonó a espaldas de la enamorada pareja:

¿No pensás servir la cena entuavía? dijo; y en

seguida, giendo
fin-
advertir recién la presencia de con aspereza: Cleto; agregó

¿Qué haces vos aquí? . . .

El mozo intentó una disculpa; él lo interrumpió con violencia:



¡Los piones en el sitio'e los piones! ¡Andá'tu sitio!...

Era don Cenobio un cincuentón robusto, criollo como el ombú y el


apio cimarrón. Hijo de la miseria, logró, a fuerza de voluntad y jo,
traba-
aícender de simple peón de estancia, a mayordomo y a rio
propieta-
de campos y haciendas.
Nunca supo quien fué su padre; perdió tempranamente a su dre;
ma-
carecía de hermanos y no conocía
parientes. Se casó tai'de y su

mujer murió al dar a luz a Peregrina.


El enérgico consagrado ya dos laborioso
cariños, criollo vivió
que en su alma
con lujuria; su tierra fér'il,ramificaron
y su hija.
Una de esas inevitables contingencias a que eítán expue;tos los
más previsores ii.uustiiales,le forzó a hipotecar al pulpero Sopeña,
un potrero de mil hectáreas, la flor de su campo, en la barra del Ya-
gua.
Persistió adversa suerte, y el terreno pasó a dominio del pres-
tamista.

114
Don Cenobio sufrió lo indecible; sufrió lo que sufre un pueblo a

quien el adversario victorioso arrebata una porción su de territorio.


Rescatarlo, de cualquier modo, a cualquier precio, fué desde entonces
su idea fija. Trabajó, luchó, economizó, sin conseguir reconquistar el
perdido florón de su corona: Sopeña había declarado que no cedería
ni aunque le ofreciera el quintuplo de su valor. ,

La terquedad del pulpero causaba la desesperación de don Cenobio,


cuyo carácter fué agriándose día a dia, y cuyo odio llegó a inspií'ar-
le serios temores:

E^stoy viendo — decía —
qu'en cualquier ocasión me vi'a disgra-
ciar por ese roña ! . . .

Pero un acontecimiento inesperado se interpuso: Pancho, el hija


de Sopeña, andaba muriéndose por Peregrina, sin que le desanima-
ran
los continuos desaii-es de la moza. El padre del galán, interesa-
do
en esa unión, le hizo una "tanteada"' al viejo hacendado.

¿Darle m'hija a un hijo suyo?... ¡Ni una yegua'e mi marca!...
Pero cuando el mañoso comerciante le insinuó el propósito de res-
tlTui'ie el campo, empezó a ceder. Tímidamente, como quien sabe que
comete una mala acción, comunicó a Peregrina la proposición del
pulpero; y ella, conocedora del estado da ánimo de su padre torturado
pov la idea fija de reconquistar su terreno, se resignó al terrible crificio.
sa-

Al día siguiente la escena de dela cocina, don Cenobio, hizo


:nar a Cleto. y presencia
en de Peregrina, le dijo:
— Ensilla y anda decirle a Sopeña qu'e reflexionao en que el potre-
ro'el yagua vale mucho menos que m'hija. y cierto cachafaz a quien . .

recién anoche he conocido.


Y como ambos jóvenes, profundamente emocionados permanecieran
inmóviles, con angu£tio;a inteiTogación en las miradas de sus ojos
húmedos, el viejo ordenó con imperio:
¡Anda!... ¡Y desiseló asina!...

Por el nene

Bien dice la filosofía gaucha que cuando un rancho se empieza


a llover, es al ñudo remendar la quincha.
La vida había ofrecido a Pío Barreto un rancho pequeño pero gado,
abri-
cómodo y lindo. Con
trabajador juicioso, sin vi- cios, sus ahonos de
logró adquirir un pedacito de campo. Una majada de quinien-
tas
ovejas, media docena de lecheras, otra media docena de caballos,
tres jojntas de bueyes y una extensa chacra que él solo roturaba, —

sembraba, carpía y recolectaba permitíale vivir desahogadamente. —

Y su mujer, linda, buena y hacendosa, y su hiji'^o,sano y alegre


ccHno un cachorro, y su santo padre, el viejo Exaltación, ensolecían
su existencia, pagando con creces sus fatigas.
Pío contaba cuarenta años; su mujer Eva, treinta; cinco el per je-
ño y el abuelo... muchos.
Nrnca un altercado, nunca i-n-» discordia aquella ca.sa, donde
en

bueno es decirlo —
no se conocían los parejeros, ni los naipes, ni
lar. b'bidas alcohólicas.
Asemejábase aquel hogar a la cañada que corría a dos cuadras
115
de las casas: las aguas siempre puras, viajaban siempre con el mismo
lento ritmo, sin remover ias piedrecillas del lecho y sin asustar con

rugientes brusquedades a las plácidas plateadas monjarritas que en

copiotos cardúmenes pirueteaban disputándose las hojas cainosas de


los berros que enverdecían las riberas del regato.
Pero un día cayó una centella sobre el mojinete del rancho y el
olor de azufre ausentó para siempre la alegría de aquel sitio, apun-
tando
majada, se la sintieron desde las casas dos tiros. Y como
al llegar la noche, Pío no regresaba, el viejo, alarmado, ensilló y fue-
se
al campo.
En un bajío, junto a las pajas, se encontró con el cadáver de su

hijo. . .

Lo volaron, lo enterraron.
Dos días después
presentó el comisario, a la hora de la siesta,
se

como acostumbraba
hacerlo, con frecuencia, desde cosa de seis me-ses
atrás. Pero ese día el viejo Exaltación no se había acostado a

dorm.ir la siesta y el comisai-io, contrariado con su presencia, explicd


de mal talante:

Vengo pa sumariar por razón del sucedido, pero como se mi ha
hecho tarde y tengo otras diligencias urgentes, volveré esta noche...
Espéreme... impuso, — miíando fijamente a Eva, cuyo rostro se

arreboló y empalideció de súbito. |



¡No! ¡No!... iL:'breme, sálveme, padre!
El viejo convencido, se dirigió al comisario preguntándole:

¿Entonces v'a venir esta noche?
— Si respondió él con

arrogancia.
Exaltación, tranquilamente, serenamente sacó del cinto la pistola
Lafoucheux que no le abandonaba nunca, y la descargó.

¿Qué hace? —
preguntó con cierto recelo el comisario, y el vie-
jo,
inmutable, respondió:
— Vi'a cambiarle Iss balas a la pistola. Eístas hace mucho tiempo
qu'están en los caños y temo que yerren juego.
¿Piensa matar

alguno? —
inquirió burlonamente el funcionario.
Y el viejo:
Pueda,

dijo; andan — — zorros ronsiando las casas, y a los
zorros hay qu'encajarles bala...
El comisario, que conocía perfectamente a ño Exaltación, se hizo
el desentendido y se marchó.
No lo volvieron a ver en las casas; pero el cuatreraje comenzó !
a hacer estragos en la pequeña heredad. Todas las mañanas apa-
recían
en el campo dos o tres panzas de ovej.'^scarneadas en la
noche por los bandidos de la ranche'^ía vecina. Un día advirtieron
la de~aparición de los caballos; dos semanasdosdespués,mejores
faltaron dos bueyes... Y no había nada que hacer; el viejo y su
nuera se guardaren bien de dar parte a la pcM?'a.
Para multiplicar las sombras en aquel castigado hogar, y a fin de
lograr la satisfacción de su grosero apeti*^o,el comisario ¿e tó
presen-
una mañana, muy de madrugada, en compañía del alcande y dos
vecinos. Iba a realizar un registro, en virtud de una denuncia cibida
re-

la víspera.
No tuvieron que andar mucho para descubrir, escondido entre los
IIG
yuyos de la huerta, un cuero de oveja con la señal de un dado
hacen-
lindero.
Vana fueron la indignación y la protesta del viejo,víctima de aque-
lla
iniquidad: el delito era evidente. Lo maniataron y lo conduje-
ron
preso.
Al día siguiente, muy de mañana también, retornó el comisario.

¿Qué quiere todavía aquí? — exclamó indignada la viuda.
— La quiero a usted
la respue-ía del funcionario — la quie-
ro fué —

a usted y ya debe estai" albertida de qu'es al ñudo resistiime . . .

A los perros bravos que defienden la presa codiciada por mi zón,


cora-

los embozalo. . .


¡O los mata!. . .

— O los mato... Es ansina...


Y acercándose y tratando de tomarla por el talle, agregó con voz
melosa:

Hay que rendiise, ricura; y va a ver cómo la quiero de cari-
fio y cómo. . .


¡Salsa de aquí, asqueroso! —
gritó Eva, empujándole tamente.
violen-


¡Tensa cuidado!... Ya' visto que soy capaz de vandiar cualquier
arroyo pa dir donde quiero dir . . .


¿Y qué más infamias puede hacer?... Asesinó mi marido, me ha
hecho robar cuasi todos mis animalitos, ha encarcelado mi pobre
suegro... ¿qué más puede hacer?...
Sonriendo cínicamente, el malvado respondió:
— Usté tiene un cachorro...
disgraciarle el cachorro...

¡M"hijito! — exclamó Eva en el colmo de la angustia; y luego,
deponiendo su arrogancia, agotadas sus energías, cayó de rodillas
y juntando las manos y llorando, imploró:
¡No, señor comisario!

¡Eso no! jM hijito no. ! . . . . .

El la levantó, experimentó un gozo salvaje al abrazarla y besarla,


así, toda trémula, anegada en llanto, inconsciente de la afrenta que
recibía . . .

Sin embargo, su conciencia despertó a poco. Intentó esquivar llas


aque-
caricias que la abracaban y al abril' la boca para implorar xilio,
au-
él la selló los labios con un beso áspero y grosero como disco
mor-
de fiera encelada . . .

E!la tuvo fuerzas para desprenderse de los brasos del bárbaro y


rugió, hechos llamas los ojos, los labios y las mejillas:

¡Jamás!... ¡Jamás!
En ese mismo instante apareció en el patio el pequeñuelo, citando:
soli-


¿Mamá, me da permiso pa dir'arrancar una sandia?...
El
comisario, enfurecido, enloquecido, convertido en una bestia sal-
vaje,
desenvainó la daga, y, esgrimiéndola siniestramente, exclamó:

¡Basta!... ¡O cedes o te lo degüello aura mesmo!...
Eva se inmovilizó horrorizada. Los ojos, con ser muy grandes, le
quedaron chicos para dar salida al torrente de lágrimas; blanco y
frío cual escarcha, púsosele el rostro, y con una voz más blanca y
más fría, dijo dirigiéndose al chico:

Anda, mi hijito; anda buscar la sandia...
117
Más oveja que la oveja

Y sin hacerse rogar más, don Indalencio comenzó de esta manera:

— La justicia lo condenó pa treinta años... Yo no sé; ninguno de


nosotros sabemos de e¿as cosas, porque la ley es muy escura y más
enredada que lengua de taitamudo... pero pa mí qu'el pobre Sabi-
niano no era merecedor d'esa pena... ¿A ustedes
que le parece?...

¡Qué no5 va a parecer!... ¡Que p'abrir sentencia carece conocer
el hecho; y hast'aura usté se lo pasó escarsiando sin largar la rrera
ca-

!

¡Jué cosa simple. A Graciana, la mujer de Sabiniano, se le anto-

un día que se jue¿e a comprar una botella'e miel de caña...

¿Se habrá cansao de la caña con ruda?
— No interrumpan...
Ella dijo que se 1 había mandao la enten-
dida
ríñones, por culpa del cual se le l'hincharon
p'al mal de bár-
barbaramente los pieles.
Ese día e:a domingo, llovía como mundo, la pulpería distaba trea
leguas, y Sabiniano había largao la víspera su lobuno cansadazo
diepués de haber trabajao de ¿ol a sol en el aparte del Rodeo de
Gran-
de la Estancia.
— 'Tené pasencia hasta mañana" —
propuso él; y ella, enfurecida,
l'escupió esto:
"¡Siempre has de ser el mesmo cochino!... ¡Sos capaz de dejar-
me
morir por no tomar! e una molestia de gastar unos centavos pa
mi salud... ¡Y eso que yo echo los bofes pa servirte como si juese
una piona!..."
Sabiniano recordó que desde veinte días atrás llevaba la misma
ropa interior porque su mujer "no había tenido tiempo" de lavarle
y plancharle otra muda; y que tuvo que coser él mismo el rasgón
que le hizo una "uña de ñapinday" mientras "leñaba" en el monte;
y que
mayor la
parte de los atardeceres, cuando volvía cansao del
trabajo, tenía que hacer juego y calen*^ar la comida, porque ella
censba temprano pa tener tiempo de dir a casa de alguna comadre
de la ranchería pa prosiar desollando vivos a conocidos y conocidas . . .

Recordó tulto eso y otras casas más, y le pasó por la vista una
nube color de brasa ñandubay de . . .


¿Y ai no más jué al humo?
se le
— No. Sofrenó el pingo. Se levantó, enscilló el lobuno y salió tran-
quiando pa la pulpería.
El caballo estaba muy cansao y Sabiniano lo mesmo: jueron dis-
pacito. y cuando pegaron la güelta ya diba cayendo tarde. la
Llovía mucho, y llovía con vien'o. Las ovejas, buscando reparo,
cam'naban sin rumbo, idiotamente, y muchas, desamoradas, dejaban
abandonados y perdidos entre las malezas a los cordero', recién
nacidos.
Uno de oros corderitos le salió al encuentro en el camino y co-
menzó
3 seguirlo, balando desesperadamente, temblando de hambre
y de frío el pobrecito.
Lo siguió cerca ds una legua y, al fin, a Sabiniano le dio lástima;
se apio, lo alzó, lo puso por delante y lo tapó con el poncho.

¡Güen corazón, Sabiniano!
113
— Gaucho a l'antigua... Cuando 6u mujer lo vido llegar con el cor-
derito, s encrespó como gallina culeca y prencipió a gritar:

"¿Qué pensás hacer con esa basura?... ¡Siquiera sirviese p'al
asador"
— "Lo v'a criar guacho, pobrecito".

"¡Eso es!... ¡Pa que me quede un poco menos de la poca leche
que dá la única tambera que me has traido!... ¡Cuando yo digo
"
que sos un cochino que me querés hacer morir de hambre ! . . .

Sabiniano dijo nada, y Graciana no agarró la botella'e miel de


caña y, sin darle
las gracias, se jué p'adentro, echando más ciones
maldi-
que un carrero a quien se le quiebra el eje en un pantano...
El caso jué que Sabiniano siguió cuidando el guacho como si fue-
se
un hijo propio, y era una distración pa'él y un consuelo de las
perreiias de su mujer. Y el guacho parecía mesmo una criatura
agradecida; en cuanto lo vía, disparaba saltando'e contento y diba
acai'icia' le las piernas con el hocico . . .

— Muchas veces los animales son más agradecidos que los cristianos.
— Muchas veces. Güeno: una ocañón. al volver del campo a medio
día, Sabiniano se sorprendió al ver el macanudo cordero al asador
que su mujer sirvió pal almuerzo.
"¿De ande
— has sacao ese cordero?" —
preguntó.

"De ande ¡De aquí no ha'e ser?... más!..."
"¿Mi guachito?"

"¡Dejuro!...

Una, qus yo tenía gana'e comer cordero; y otra,
que no podía aguantar le tuvieses más apego a un animal que a tu
muje:"."
Al oír esto, Sabiniano sintió que se le revolvía tuita la yel que le
hacía tragar aquella tigra; desenvainó el cuchillo y le sumió no sé
cuántas puñaladas... ¿Qué les parece a ustedes?
—A mí me parece respondió sombríamente el viejo Saturno
— — ?

que la china Graciana era más oveja que la desamorada madre del
borrego. . .

Partición extraña

Con una voz que parecía tener el matiz de varias penas juntas,
Alipio interrogó suplicando aún:

¿De modo,
tata, que v'a dejar no más que m'embarguen y me

arreen la majadita?
— Así ha'e ser, — el viejo, aquel viejo de cabeza
respondió y bar-
bas
patriarcales, de ojos serenos, de gran nariz curva; aquel viejo
cuyo rost:o hacía presentir un tan' o varón dispuesto siempre a ten-
der
la mano caritativa al prójimo afligido.
El joven guardó silencio un momento, mientras buscaba en la leza
ma-

de su conturbado espíritu, una frase, un argumento capaz de


conmover el corazón de su padre.
— Usté sabe que yo siempre he sido trabajador y juicioso y si me
ha ido mal. . .


Trabajar no es mérito; la cuestión es aprovechar el trabajo.

¿Pero cera posible, tata, que por dos mil pesos miserables me

haga quedar en la calle, sin tener con qué darles la comida a mi


119
mujer hijos, teniendo
y a mis usted una gran fortima?..
— Si la
tengo es porque siempre supe rascarme p'adentro, dejando
que cada uno pele el mondongo con la uña que tiene. Si me hubiese

puesto a cuartear a tuitos los empantanaos que me han pedido ayu-


da,
a la fecha estaria más peleao que corral de ovejas.
Prolongado silencio sucedió a esa frase del viejo. Alipio, agotado,
aniquilado, hizo como el náufrago que, tras el postrer esfuerzo por
\avii*,por salvarse, se entrega resignándose, a la muerte.
— Güeno: adiós tata.
Yviejo, con
el la misma imperturbable tranquilidad:
Adiós, hijo; que Dios
— te ayude, respondió. —

Cuando Alipio hubo partido, él avivó el fuego, y se puso a parar


pre-
la cena, una piltrafa negra, reseca, guisada con fariña y grasa
mezclada con sebo; más sebo que grasa.
Mientras se hacia el comistrajo, recogió del suelo los tres o cua-
tro

"puchos" gordos que su hijo había tirado en la nerviosidad de


su conversación. Los deshizo, peinó una chala y lió un grueso garrillo
ci-
. . .

Y quedó impasible, don Juan.


Tenía cerca de sesenta años. A fuerza de trabajo, de astucia, de
avaricia, logró una fortuna con¿iderable. Casado a los cuarenta, tu-vo
siete hijos, de los cuales tres murieron en edad temprana, quizá
porque no quiso gastar un pero en médicos ni farmacias: hasta
la ciencia empírica de la curandera del lugar rehusó su dad
mezquin-
desalmada.
A los restantes los fué ocupando de peones; pero como les taba
resul-
más caros y menos rendidores que los peones asalariados, los
fué "espantando", uno tras otro.
— Cuando los pollos han emplumao, —
se expresaba — el deber
de la gallina concluye: que cada uno vaya a buscarse la vida por
su cuenta y como pueda.
mujer, pobre bestia consumida
Su por un trabajo superior a sus
fuerzas, se murió de agotamiento. Menos bocas inútiles, menos tos,
gas-
y luego, el placer que experimentaba todas las noches, antes de
acostarse, contando y recentando las onzas de oro, las libras ester-
hnas, los cóndores, las brasileñas, que llenaban tres botijos dosamente
cuida-
ocultos en una cueva; bajo la alacena que ocupaba un
ángulo de su dormitorio.
Sus hijos se habían dispersado, y no sabía ni le importaba saber
de ellos, que tampoco se preocupaban de él, sabiendo por repetidas
experiencias, que no había nada capaz de conmover el corazón pedernido
em-

del avaro.

Pcio cuando más satisfecho se encontraba, un súbito aranque de


parálisis vino a postrarlo en cama, obligándole a tomar una "piona"
para atenderle.
Y la "piona" fué Chuma, la viuda de su hijo José, quien, sin re-

cur£os y sin ayuda de su padre, se hizo policiano y fué muerto en

una refriega con los contrabandistas.


Chiuna lo mimaba, haciéndole todos los días
puchero un de
llina,
ga-
costillares de cordero, arroz con leche, compotas de ciruelas
y orejones.
120
Es malo, en verdad, aquel curso de agua, y reúne las tres ciones
condi-
esenciales e indispensables para ser eficazmente malo: la za,
fuer-
la perfidia y el disimulo. Como todos los creen insignificante, lo
desprecian y él, taimado, a quien no puede estrangular con los
músculos de su corriente formidable, lo sumerge y lo asfixia en el lo-
do
pestilente del tremedal...
pueito de don
Como el Epifanio estaba enclavado en aquel rin-
cón
£in tránsito, muy pocas personas conocían los secretos del arroyo
en su conjunto. La margen opuesta servía de fondo a un inmenso
potrero cubierto de esteros, espadaña y paja brava, donde los gana-
dos
no penetraban nunca, y las gentes menos.
Ni el mi^mo puestero y sus dos peones eran perfectos baqueanos
en el paraje, que nada les incitaba a inspeccionar, desde que deraban
consi-
al arroyo como un alambrado sin portadas.
Sin embargo, había en la casa alguien que no ignoraba una sola
senda, un solo recoveco, un solo misterio del bosque y del pajonal,
del torrente y del pantano. Este alguien era Marga, la hija de don
Epifanio, una chinita linda y arisca, semisalvaje y que vivía hoca
y taciturna desde que su padre le obligó a romper sus amoríos coa
Pancho Buela.
— Me costa, — había dicho el padre, —
qu'ese mozo es un gán
hara-
perdulario, ladrón y hasta sospecho de im crimen...

Sospechar no es probar, —
alegó la moza.

¡Pero es bastante pa que se cierren las puertas de las personas
honradas!. . .

Y ella, con energía replicó:



verlo, tata, pero de quererlo
Dejaré de no.

Es lo mesmo.

No hay juego que no se apague cuando no hay
viento que sople . . .


¡Asigún la clase'el palo!...
Durante varios meses Pancho Buela estuvo ausente del pago. pués
Des-
se supo que había asesinado y robado a un bolichero y matrea-
ba perseguido por la policía.
Un ardoroso mediodía de enero llegó al puesto. El viejo y los peo-
nes
¿esteaban. Marga se encontró sola con él. '•Cambá", un potente
peñazo negro, —
su favorito, — intentó lanzarse al encuentro del
forastero. Ella lo detuvo:

¡Quieto, Cambá!
Y el perro se echó a sus pies, alerta, receloso, ansiando gresca.
El matrero desmontó, ató con el cabestro al palenque su conocido
"tordiLo platea" y avanzó arrogante hacia la moza, que lo contuvo
diciéndole :

jQu'eto, Cambá!

¿Qué venís a buscar aquí?

¡El perfume de tus labios, prenda!...
— Esa flor ya se secó . . .


¡Yo Iharé revivir con un beso, como reviven las florecillaa del
campo cuando las besa el rocío!...

¡Márchate tíc aquí! — ordenó ella.

¿Sin en antes darte un beso?... ¡Nunca!... Si no pa otra cosa
he venido, exponiéndome a que me cace la polecía . . .

122

¡Por güeno!
—¡Por una disgracia... Un resbalón le acontece a cualquiera. ¡Trai
¿a txompita ! . . .

Y sin que Marga hubiera podido evitar el ataque, la sujetó entre


sus brazos y la
golosamente. besó
Ella legró desasirse, y rechazándolo con una furiosa bofetada, clamó:
ex-


¡Chancho!... ¡Asesino!... ¡Ladrón!...
Quiso el gaucho tomar al ataque, pero en'^onces "Cambá", derando
consi-
llegado el momento de intervenir, se abalanzó furioso, obli-
gándolo
a retroceder...
En eEo Marga lanzó un grito:

¡M:rá! ¡mira! —
dijo señalando el campo.

¡La polecía! — balbuceó el gaucho. ¡Estoy perdido!... Me — han
caeao en la ratonera, les indinos!...
Ella titubeó un instante luego,
y con firmeza, respondió:
— Vos conoces bien la picada.
— Sí, pero los milicos también la conocen.
— La picada sí, el bañao no. ¡Dame tu poncho!...
—¿Qué?

¡Dame!... ¡No perdás tiempo al ñudo!... A^rás de las casaa
está el petiso de Usebio; móntalo y juí pa la picada...
Y sin hablar más. ella £e puso el poncho y el chambergo del ma-
trero,

se le enhorquetó al tordillo platea, y cuando la partida estaba


ya a pocas cuadras de la casa, les golpeó la boca y se largó a cape,
es-

por entre el maizal, rumbo al bañado...


Los policianos la siguieron, haciendo fuego...
Eran cinco, un sargento y cuati o foldados: de ninguno de ellos
se volvió a tener noticias, porque el vientre del tremedal no ve
devuel-
jamás S.US presas.

Obra buena

¿Cuántos años habían transcurridos desde la memorable conferencla-


cia que tuvieron Marco Julio y Juan José, en un perezoso atardecer
otoñal en la montaña, sentados ambos al pie de un algarrobo tenario?
cen-

Marco Julio no lo recordaba, como no recordaba la edad que tonces


en-

tenían, él y su amigo, porque en aquella de la primera ventud,


ju-
con toda la vida por delante, no preocupaba la dad
contabili-
de los años.
En cambio persistían nítidos en su memoria los detalles de la
escena.
Hacía tiempo que ambos muchachos inculcaban un plan atrevido,
haciéndolo lentamente, reflexivamente, con la prudencia con que
avanzan las muías cuyanas por los desfiladeros andinos. Un día Juan
José dijo:
— Ya tenemos cortados y pelados los mimbres: es momento de en-

comenzar a tejer el ces*o.


— Es momento — asintió Marco Julio.

Lueguito, en la afuera, junto al algarrobo grande.
123

Lueguito allí.
Puntualmente acudieron a la cita, y tras cortas frases y largos si-
lencios,
decidieron ultimar
el proyecto, por atrevido, de demás donar
aban-
el estrecho, asfixiante valle nativo para correr fantástica tura,
aven-

trasladándose a Buenos Aires, la misteriosa; ave única capaz


de empollar los huevos de sus desmedidas ambiciones juveniles.
Marco Julio y Juan José se conocían y se querían, como se cían
cono-

y querían sus respectivos ranchos paternos, que deíde un siglo


atrás se estaban mirando de sol a sol y de luna a luna, por encima
del medianero tapial de cinacinas.
De tiempo inmemorial los ascendientes de Marco Julio se fueron
sucediendo, de padres a hijas, el cargo tan en honroso como misé-
rrino, de desasnadores de los chicos del lugar.
de padres
Y a hijos, la estirpe de Juan José transmitía el banco
de caipin'^ero, el seiTucho, la garlopa, el formón y el tarro de cola.
Empero, por rara coincidencia, Marco Julio y Juan José sintiéronse
animados de un mismo eipíritu de rebeldía, de un Idéntico anhelo
de escalar cumbres y descubrir horizontes.
El primero pensó en la gloria literaria, y el otro en la gloria cultórica.
es-

En vez de cepillar maderas y recitar textos, el uno lizaría


idea-
los troncos de algarrobo y otro materializaría la idea en el
monumento del libro.
Segures del triunfo, de la celebridad y la fortuna, organizaron si-
gíjcsamente la partida...
La opulenta madrastra fué dura con ellos. La camadería de los
primeros tiempos se fué limitando por la fuerza de las cias
circunstan-
y llegó el momento en que dejaban de verse, y lo que es más,
en que se ignoraban mutuamente.
Llegó un día Julio, vencido, sin levante, pulpa mi-
en que Marcoserable,
fué busca
amigo, del compañero
en del
de ensueños tiles,
infan-
no en busca del auxilio maerial, sino de consuelo, de amparo
en el naufragio que había sumergido todo, hasta la razón de la
lucha.
Era un domingo. Con mano trémula, cohibido y avergonzado como
un pordiosero que aún no ha adquirido el hábito de mendigar, lla-

a la puerta de Juan José.
Recibiólo é¿te con los brazos abiertos, sinceramente agradado del
encuentro.
Era modesta, pero alegre y prolijamente tenida
la suya, una ta.
casi-
Instalados glorieta tapizada de glicinas y madreselvas,
en una

el propietario, hombre obeso y rozagante, hizo llevar cerveza para


obsequiar a su amigo, y después del primer vaso, dijo interrogando:
¿Y qué tal viejo?

Me parece que la gloria aún no .
ha ido a
. .

estrecharte entre sus brazos . . .

¡La gloria no; pero la miseria


— sí!...
Son primas

hermanas: y quien se empecina en desposarse con

la primera, casi siempre concluye por tener a la segunda por pañera


com-

de lecho.

¡Tú has triunfado, sin embargo!
— Hasta cierto
punto; y eso porque supe cortarle a tiempo la beza
ca-

a la quimera . . .

124

¡Fué, sin embargo, el propósito tuyo y el propósito mío, crecer,
ascender, engendrar arte imperecedera! la obra de
¡Vano, condenable

orgullo...! ¡La aspiración de planear por en- cima

de los tíem.ás, humillándolos con la supremacía de un talento


que no sabe crear un hogar, y que cuando lo crea, lo alimenta con
las miserias de sus ansias insatisfechas, de sus ilusiones das,
quebranta-
de sus vanidades hechas añicos!...

¿De modo que tú tampoco has realizado la obra maestra que
soñabas en la melancólica quietud del valle nativo?...
Juan José se levantó y dijo a su amigo, con dulce, afectuoso
acento:
— Ven. Ya es la hora de almorzar.
Y en el comedor sencillo y pulcro, donde esperaba la familia del
obrero, -éste dijo:
Te

presento a mi esposa y mis once hijos. Los dos mayores son

ingenieros mecánicos; las dos mayores son maestras normales, las


demás estudian, trabajan, se arman para ser útiles a sí mismos y a

los demás ...


No he hecho una obra maestra, pero estoy seguro, de
haber hecho una obra buena ...
Y estoy satisfecho . . .

Lo que se escribe en pizarras

La sobremesa se había prolongado más de lo habitual. El fogón es-


taba

moribundo y las grandes brasas, reducidas a como pequeños


rubíes engarzados en la plata de la ceniza, carecían ya de fuerza
para mantener, siquiera tibia, el agua de la pava. El sueño iba
embozando las conversaciones, y con frecuencia los dedos negros y
velludos tapiaban, cual una reja, las bocas, para impedir que los
bostezos escaparan en tropel bullicioso.
Don Bruno, el tropero, que llevaba ya días de permanencia tres
en la escancia, fué el primero ponerse pie, diciendo:
en de
— Ya es hora de dir a estirar los güesos y darle un poco'e gusto
al ojo, que mañana hay qu'estar de punta al primer canto'el gallo.
¿De m.cdo

que ya nos deja? preguntó por urbanidad — el es-
tanciero.

— A la jusrsa. Primero que ya el incomodo es mucho, y dispués,


agua que no corre se pudre.
Don B: uno salió en compañía de Niverio, a quien dijo cuando tuvieron
es-

solos:

Yo no espero más; por cumplir la promesa que le hice a tu
finao padre, he venido a buscarte ofreciéndote mi ayuda. No puedo
esperar má.s: o venís mañana conmigo, o arréglate por tu cuenta.
¿Ha", entendido?
Sí, padrino
— —
respondió el mozo.
•—
Gücno ¿vamos a dormí) ?

Vaya diendo, ya lo sigo.
Cusndo el 'ropero entró al cuarto de huéspedes, Niverio fué sigl-
los"m?nte hacia el portón qiie ceiTaba el patio de la estancia.
Goyita lo esperaba impaciente.

¡Como has tardado! reprochó. —

— Había que decidirse, respondió —


con tristeza el mozo.

125
—¿Te vas?
¡A
— la juerza! Tu tata encaprichao
se ha en no dejarme casar
en antes no tenga yo un pasar... ¿Y cómo vi'a tenerlo con mi do
suel-
de pión?... Por más que economice, aunque me prive hasta'e pi-
tar,
llegaría a viejo ¿in tener ande cairme muerto... ¡Sería lo mes-
mo que querer enllenar un barril de agua alzándola del arroyo con

las manos!... Y pa quedarme aquí y estarte viendo tuitos los días


y codiciándote a tuitas horas, es más mejor que me largue a correr
mundo . . .

Hubo un silencio; luego Goyita dijo con voz emocionada:



Ya sé que voy a sufrir mucho con ausencia, que
tu los días
me van a parecer años y las noches siglos, pero tengo confianza en

que vos sabrás conseguir ese pasar que tata exige... ¡Si tuviese
la misma confianza en que no me has de olvidar!

¿Podes dudar de mí?

¡No quiero dudar!... Pero... ausencia causa olvido...

jPa quien no sabe querer, pa quien no tiene tuita el alma pada
ocu-

por un solo cariño! —


respondió el joven con vehemencia.
Y luego:

¡Con tal que vos no dejes secar por falta'e riego el clavel de
nuest: o j amores ! . . .

— Te podes ir tranquilo: tuitas las noches lo regaré con lágrimas,


que no hay
mejor pa nada plantas conservar las del cariño...
A la siguiente, Niverio
madrugada partió, rumbo a lo desconocido
y a lo incierto; y Goyita quedó triste, sombría y silenciosa como

un pozo abandonado en cuyo brocal derruido, las yerbas crecen y


se entretejen privando de aii-e y de luz a las aguas que dormitan
en el fondo.
Transcurrió un año; varios años transcurrieron.
De tiempo en tiempo los novios se cambiaban cartas rebosantes
de cariño y de esperanza y de renovación de fümeza en el miento
cumpli-
de la fe jurada.
Los azares de la vida de tropero llevaron a Niverio le jes, muy jos
le-
del pago natal, y eso unido a la existencia cons+antemente te,
erran-

hizo que la con'espondencia se fuese, espaciando de más en más.


Con ello y con la acción disolvente de los años, resultó que las tas
car-

se tornaron cada vez más breves, menos sentidas, menos tes,


fervien-
cual si la tarea de escribirlas hubiese cesado de ser una cálida
satisfacción para convertirse en el frío cumplimiento de un deber.
Seis años más tarde, cuando Niverio había log:ado reunir un pitalino,
ca-

resolvió el regreio. La decisión fué por cierto espontánea.


Aventuras amorosas —
pasajeras, es cierto, pero que a pesar de ello
siempre alguna huella,
dejan, — fueron haciendo empalidecer la
imagen de la consagiada.
Sin
embargo, su lealtad y la esperanza de que, al volver a verla
renacería íntegramente el amor de la infancia, lo decidieron a tir...
par-

Dosde el primer momento se encontraron recíp'-'oc'ímenteextraños.


El tiempo, que borra hasta las inscripciones esculpidas en el grani-
to
de las losas funerarias, había borrado también las simpatías, que
sus juventudes juzgaron inmutable y eterna.
126
iY para eso habían sacrificado seis años de existencia, regando
con lágrimas una planta que tenía secas las raices y cuyas hojas
amarillentas perduraban aún por milagro!...
¿Era ra2x"nable sancionarlo sin remisión por el simple deseo de
cumplir la palabra empeñada?
— Veo que ya no me querés de amor, expresó Niverio. —


Igual veo yo en ti, re¿pondió Goyita.


¿No sería mejor que nos contentáramos con ser güenos aml-
guitos?
— Me parece mejor. El tiempo borra.

¡Por eso es güeno escrebir en pizarra los compromisos de amor!. . .

El lazo nuevo

Como presumido, Natalio García no tuvo nunca rival en el pago.


Desde chiquito fué así. Raro era el atardecer en que, terminado el
trabajo, no iba al arroyo a refregarse las manos, con sebo y arena,
hasta enrojecerlas, para que no se percudiesen.
Los frascos de Agua Florida y Aceite de olor no faltaban nunca

en su baúl, como nunca faltaba hilo y agujas y otros enseres con

los cuales personalmente mantenía siempre en prolijo estado "sus


trapitos"',que él mismo lavaba y planchaba, ix":que los seis pesos
mensuales de su sueldo de peón no daban para larguezas.
Las prendas de su apero, no obstante ser muy humilde, atestigua-
ban
igual coquetería; y a su caballito pangaré nunca nadie lo vio
ni flaco ni cansado. extraordinarios, hastaCuidábalo el con mimos
punto de que casi hubiese ohádado el galope; aún en el rigor del
Invierno su pelambre manteníase luciente, pues era muy raro que
una heleda lo sorprendiera a la intemperie y sin abrigo; sus vasos
estaban siempre tallados, limados, fogueados y pulidos como uñas
de mujer regalona y sin quehaceres.
Natalio disfrutaba de muy reducidas simpatías entre sus neros.
compa-
Tildábanlo fumaba, de
no egoís'a
chupaba, no y tacaño: no

jugaba; y aunque era muy afecto a requebrar a las mozas, ninguna


podía ostentar el más mínimo obsequio del galán.
Raro era el domingo que no fuese de visita a lo del puestero Me- dina,
cuyas siete hijas, todas

de buena estampa, atraían a la
mozada del contorno —
y era un formidable consumidor de mate
dulce y bizcochos; pero no hubo nunca caso de que las alusiones, por
directas que fuesen, lo hubieran decidido a contribuir, —
como a

menudo lo hacían los otros, —


con ima libra de yerba de azúcar o

de harina.
— Pruebe este
que^o, Natalio, decíale una —
moza pasándole la
bandeja. ¿Parece manteca, no es cierto?

Muy lindo, respondía él atragantándose.

— Me lo trajo de regalo Pancho Díaz, —


agregó con fingida ino-
cencia
la muchacha.
Sin desconcertarse y sirviéndose otra tajada, Natalio replicó:
— El viejo Díaz tiene güeñas lecheras.
— No sea descomedida, — inteivino otra chicuela maliciosa; —
te
es-
queso carece, comerlo con miel.
127
— Me olvidé; anda buscar la botella que te trujo Sinforcso.
Natalio tomó de queso otra rebanada
"para probar la miel" y ex- presó

nplomo
con de conocedor:

Llndaza; es de camoatí. Sinforoso vive en la costa el Sarandí
y no hay como la flor de sarandí pa daale güen gusto a la miel de.
camoatí. . .

Era tacañería, defecto repulsivo a la habitual prodigalidad de'


nuestros campesinos, se agravaba con su afectación en el hablar,
en los modales y hasta en la ejecución de los trabajes colectivos.
Frío calculador nunca aventuraba un tiro de lazo ni una opinión;
y de ahí que i-aramente enara sirviéndole sus éxitos para la mofa
hiriente al respecto de sus compañeros menos diestros.
En las yertas, sobre todo, triunfaba su orgullosa superioridad. Su
viejo lazo, que a fuerza de añadiduras estaba convertido en rosario y
se acortaba continuamente, que por tal motivo era objeto de conti-
nuas
burlas, se vengaba haciendo prodigios en el corral y en la
playa.
Aquellas sátiras mortificaban de modo atroz al vanidoso gauchi-
to y concluyó por decidirse, tras porfiada lucha entre el orgullo y
la sordidez a encomendar un nuevo lazo.
No fué p030 el tiempo, ni el trabajo y las rabietas que la confec-
ción
del dichoso lazo impusieron al viejo trenzador, don Panta . . .

Natalio no le dejaba un momento de sosiego, vigilando el corte y


el afinamiento de los tientos, obligando a corregir aquí y allá hasta
obtener la extrema perfección. Y cuando llegó el momento tivo
defini-
de la trenza, las exigencias del mozo rayaron en la imperti-
necia. Frecuentemente obligaba a deshacer un trozo por antojársele
tal tiento muy apretado muy
o flojo. . .
Pero resultó una obra de
arte incomparable que habría de hacer reventar de orgullo a los más
presumidos . . .

Llegó el ansiado día de estrenarlo. En la Estancia Grande de los


Umpiérrez se daban cita los mejores enlazadores y pialadores de va-
rios

pagos a la redonda, no sólo por la gran cantidad del toraje,


sino también por que tenía fama de malo y por que era costumbre
asistiesen a la fiesta el mujerío todo del lugar.
Natalio se presentó cabalgando un redomón picaso, grande, do
forni-
y nervioso, que se estremecía violentamente cada vez que los am-
plios
rollos del lazo nuevo le rozaban el ijar.
Erguido y altanero penetró el mozo en la amplia manguera donde
ondeaba un mar de aspas agudas. SereiiO, tranquilo, desprendió el
lazo y mientras lo armaba calmosamente tendía la vista buscando
un toro que fuera digno del estreno. Al fin se decidió por un oseo
imponente, de recio testuz y formidable cornamenta...
Silbó el lazo en el aire; la argolla golpeó la frente del toro y la
armada se cerró en las aspas... ¡Fué un tiro de mano maestra!...

¡Abran cancha!
gritó Natalio ebrio de orgullo... —

¿Fué confianza, descuido, fatalidad?...


exceso de El cimbronazo
lo tomó atravesado, echando la cincha a la verija y el redomón, llaqueando
be-
en vuelta como un torbellino, hizo que tres rollos de lazo
le ciñeran la pierna derecha.
Fué un instante de angustiosa espectativa que desconcertó a to-
128
ninguno y hacía fuego y calentaba agua para esperarlos con el mat«
pronto. ¿Y qué o les costaba?... Dos tres cigarrillosal día... Doí
o tres
cigarrillos a cada uno, de suerte que el patizambo "pitaba"
doble de lo que "pitaba" el más platudo. Y mientras los otros, con-
tentos

y agradecidos, montaban a caballo, soplándose los dedos, er


las bravas madrugadas de invierno, él se echaba a dormir la siesta
del burro, al calor del rescoldo.
Cuando los peones regresaban del campo, cansados, mojados, ti^
Pitando de frío, encontraban en medio del galpón una fogata, calientí
el agua, pronto el cimarrón y a punto el asado.
Mientras se sacaban las ropas al calor del fuego, se calentaba!
las tripas con el amargo, lo "asentaban" con un trago de cañí»
churrasqueaban conetentos y agradecidas al servicial Malaquías.
ES verdad que ellos pagaban la caña, pero una insignificancia cadí
uno, y cada cual tenía su trago, y Malaquías comía el doble y las
mejores presas; mas, desde que los otros estaban satisfechos, n"
cabía reproche.
Cierta vez, un indiecito, más avivado que sus compañeros, intenta
protestar.
Eite zonzo

dijo es como —el hijo de la buena —
madrastra,
que tenía un hijo y siete entenaos y cada vez que amasaba, les hacía
una torta pa cada uno de éstos, y pa su cachorro, nada; pero luego
imponía que cada uno le diese la mitad de la suya al pobrecito, y
el pobrecito salía comiéndose tres tortas...
Los otros, indignado?, le obligaron a callarse, porque, en realidad,
Malaquías era para ellos un vicio, y siempre se defienden los vicios
propios, justificándolos, o tratando de justificarlos.
Grande fué mi asombro y el asombro de todos el día en que laquías
Ma-
me anunció que se iba.

¿Y adonde vas?
— Por ahí . . .


¿Por dónde?
— Por ahí no más, pa desentumirme . . . pero pronto pego la güelta.
¿Dónde podía ir. y qué iba a hacer aquel infeliz?
No log'é disuadirlo de su empeño y un buen día se marchó. Tenía
tres caballos, tres potrillos que le habían regalado y que él crió gua-
chos.
Ensilló uno, cargado con dos maletas repletas, puso el otro
de tiro, "enrabó" el tercero ... y se fué.
Pasaron meses y pasaron años sin que tuviésemos noticias suyas,
y llegamos a suponerlo muerto. No se le olvidaba sin
embargo; a

menudo alguien tiaía a colación su nombre, a propósito de algima


infelizada, y decía invariablemente:
¡Pobre
— zonzo Malaquías!...
Y cuando menos lo esperábamos se nos presentó en la estancia.
No había cambiado nada volvía más gordo y más lustroso, pero su

cara de luna, su nariz achatada, sus ojos de pulga y su labio grueso


caído y húmedo, como belfo de ternero que concluye de mamar,
conservábanse idénticos.
Todos nos alegramos de verlo. Yo le interrogué:

¿De dónde salís, cachafaz?
— De por ahí respondió indiferente, y no hubo
— forma de averi-
guar dónde había estado y qué es lo que había hecho en aquellos
cinco años de ausencia.
A la noche, en un momento en que se encontró sólo conmigo,
me dijo mi¿teriosament€:
— Patrón, usted podría hacerme un favor.
— Vamos a ver.

— Su lindero, don García, tiene p'arrendar un campito de mil dras...


cua-

y si usted me diese la fianza...



¿Cómo? —
pregunté intrigado. —
¿Qué vas a hacer en el cam-
pito?

— A criar ovejas.
¿Y las ovejas?

Tengo —
negocio arreglado.
Yo reí. Sin embargo, ante la insistencia de Malaquías, fui a ver
a im vecino y arreglé el arriendo del potrero. Cuando el pobre zonzo
tuvo en su poder el documento un simple compromiso, extendida —

en papel común, como se estilaba entonces, ensilló,montó y salió, —

siempre silencioso y rodeado de misterio.


El sabia que otro vecino mío hallábase con el campo recargado
y deseaba vender una punta de ovejas. Fué a verlo y eneseñando su

contrajo de ai*rendamiento, di jóle:


— Vea. don Bruno; yo he arrendire- este campito y quisiera poblar-
lo
y como sé que usted tiene recargo de ovejas...

¿Querés comprarme una punta? —
interrumpió el estanciero trigado.
in-

Comprar,

no, señor, no puedo; pero si quisiera darme en so-

ciedá, a partir mita y mita de la lana y el aumento...


Después de reír un rato, don Bruno, excelente paisano viejo, acce-
dió

y una semana más tarde Malaquías aparecía arreando dos mil


"
ovejas paia su" campo' y como había en éste un rancho y un

corral, se instaló en seguida.


Sin invertir un peso, el zonzo Malaquías convirtióse en criador,
C5on haciendas; pero
campo de no paró ahí su hazaña. Tenía yo un

peón, Santiago, trabajador como ninguno e infeliz como pocos. laquías


Ma-
lo llevó un día al rancho y mientras lo agasajaba con mate
y caña, le decía:
Mira, Santiago, vos

nunca vas a ser nada, nunca vas a salir de
pob:e, trabajando de peón, trabajando pa los otros.

Eso es verdad —
respondió tristemente Santiago: y el novel dor
cria-
prosiguió:
— Yo te quiero ayudar. Venite conmigo... Sueldo no te ofrezco,
pw áui-a, pero en cambio te doy la mitá'e la mitá'e lo que ganemos,
y si querés podes sembrar también una chacra'e maíz... a medias,
de jiramente.
El otro aceptó conmovido.
Santiago majada, componía los alambrados,
cuidaba la carneaba,
ordeñaba, montaba
y trabajaba la chacra, mientras el zonzo quías.
Mala-
el patrón, sin otro quehacer que cocinar, comía hasta tarse,
har-
mateaba, chupaba caña, dormía como un perro viejo y ponía-
se
cada vez más gordo y más lustroso.
Y todavía siguieron llamándole el "zonzo Malaquías".
m
Mama, aquí'stá la ropa

Era un sábado.
Poco después de mediodía, bajo un blanco cielo de invierno, Belar-
mina envolvía su linda cabeza en floreado
de algodón, y,
pañuelo
disponiéndole a trasponer el guardapatio, despidióse alegremente:
Hasta

lueguito, mamá.
No
— dilates la güelta —
aconsejó la madre; — la noche cae de
golpe en es+e tiempo y no es güeno que te agarre pu'el campo.
Rió la chica.

iCuidao, no me vayan a comer los lobizones! —
dijo, y agregó
en serio:
hago —
que No
enjugar más
que la ropa dejé asoliándose
esta mañfna
enseguida me güelvo.
y
Y alegre y gallarda, echó a andar por la loma reverdecida en rección
di-
al arroyuelo que corría a pocas cuadras de allí.
El basqiiecillo que custodiaba el arroyo engordado con las frecuen-
tes
lluvias invernales, tenía un aspecto huraño. Los árboles, repre-
sentados
por talas y sauces, raleaban; pero, en cambio, la chirca,
la espadaña y las múltiples zarzas crecidas con lujui'ia en la cons- tante

humedad del suelo, formaban compacta muralla de verdura,


rasgada a trechos, a manera de agrietamientos, por angostas y cu-
lebrean'^es senda~, que abrieron los vacunos en el cotidiano bajar a
la aguada.
Por uno de esos túneles penetró Belarmina, yendo a salir a ñísima
peque-
playa. Al borde del airoj'o, en cuclillas, arremangada hasta
el codo, entregóse afanosamente a la tarea, trinando al mismo po,
tiem-
en contrapunto con las calandrias y los zorzales que ban
revolotea-
sobre su cabeza.
Pero el canto y el trabajo eran interrumpidos a menudo, por fútiles
pretextos o por súbitas ausencias.
que, Las mojamtas atraídas por
el batir del
agua, llegaban hasta £us manos en agitado cardumen;
un bagre que coleteaba ruidosamente en mitad de la laguna; el mu-
gido

de un vacuno, el grito de una urraca, constituían otros tantos


motivos suspender la ocupación.
para Algo preocupaba a la linda
cabecita criolla, haciéndole olvidar su promesa de pronto regreso,
has' a el punto de que al concluir la tarea, comenzaba a oscurecer

en el monte. Apresuróse a juntar las ropas, y en e"o estaba cuando


un crujido de ramas la hizo enderezarse y volver rápidamente la ca-
beza.

Reconociendo
Luciano, se a puso de pie, y con la vista baja
y las mejillas encendidas, di jóle:

Te había pedido que no vinieses.
— Verdá — contestó el mozo; —
pero oLro que man:la más que
vos. me ordenó que viniera.
Alzó ella la cabeza mirándolo con ojos interrogadores, y él tinuó:
con-


¿No malisiáí quién?... Mi cariño, que de ande quiera qu'esté
m'espanta pa tu lao... que no me deja encontrar nada lindo donde
no estás vos, ni enccn'rar nada güeno estando vos ausente.
Siempre
— decís lo mesmo.
De juro desde

que siempre pienso lo mesmo... Y ya no aguanto
más, mi prenda. Vengo a buscarte. El ranchito está pronto y mi
LT2
overo tiene el anca chata y blandita como p'asiento'una reina...
Belarmina siguió juntando las piezas de ropa espai'cidas sobre las
ramas, eícuchando en silencio las insinuaciones del mozo, que blaba
ha-
con frase lenta y permanecía inmóvil, los brazos pegados al
cuerpo.
— Mamá no quiere — murmuró al fin la chinita; y él replicó:

Tampoco quería mama la de tu mama que tu tata se la sacase

pa quererla y ser felices.


— Sí. . . pero. .

— No le gusta ningunaa madre que le lleven la cría, pero ansina


tiene que-ser por juerza... Cuando los pichones son grandes, enlle-
nan el nido y al emplumar las alas, vuelan buscando el áxbol donde
anidar con su amigo...
— Sí . pero
. . . . .

Ella había juntado la ropa; hizo un paquete y la echó al hom-


bro.
El se acercó, le enlazó el talle con el brazo, y, en silencio, co-
menzaron

a andar por la senda estrecha, hasta llegar a la orilla del


monte. Bajo una tala el overo tascaba impaciente el freno.

¿Me queros? —
preguntó Luciano, oprimiéndola entre sus brazos.
— Mucho.

¡Dame un beso!
—Toma.

¡O'ro!
—¡Otro!

¡Pedigüeño!. . .

El gauchito tendió su poncho sobre el anca del overo; alzó a larmina,


Be-
le alcanzó el atado de ropa, montó... y al trotecito se dieron
per-
en la sombia, rumbo al nido.
Eira un fábado. Había transcurrido una semana, cuando Belarmina
regí eso rancho; al y poniedo el atado de ropa sobre la mesa, dijo
tranquilamente:

Mama, aquí'stá la ropa.
La vieja la miró lagrimeando; la abrazó, la besó y exclamó con

cariño:

iSentate, pues ! . . .

Hormiguita

Era una pobre muchacha, muy delgada, muy pálida, con lacios
cabellos grandes ojos tristes, con
negros, con finos labios amargos.
Era una pobre muchacha, débil como un tallo de flechilla, insignifi-
cante
como uno de esos pajaritos sin colores, sin voz, casi sin vuelo,
que nacen, viven y mueren en la húmeda obscuridad de los pajonales.
Llamábase Tomasa y la llamaban "Hormiguita". Se había criado
en la estancia como un cachorro flaco, que caído sin que nadie piera
su-

de dónde, nadie se preocupa de averiguarlo; era como esos

yuyos que nacen en lo alto del muro del patio: como no lucen, ni
sirven, ni estorban, pasan inadvertidos.
Tan pequeña, tan ¿ilenciosa, hablando rara vez y con voz incolora
y débil, deslizándose más que marchando, en rápidos saltitos de
chingólo, nadie se daba cuenta de la enorme labor ejecutada al
133
cabo del día por la humilde "Hormiguita", Ella ordeñaba, tándose
levan-
con la amo. a; ella hacía diariamente un queso; ella saba
ama-

todos los sábados; ella dirigía las comidas; ella cebaba todas
las tarde el amargo para el patrón, y el dulce con azúcar quemada
para la patrona y las niñas.
Y concluido trajín diurno, recogida en su pieza, no se acostaba
el
antes de un par de horas de trabajo de aguja, recomponiendo siB

ropas, confeccionándose alguna prenda humilde.


Cuando había baile en la estancia, o cuando las niñas iban a algún
baile en estancias vecinas, '•Hormiguita" pasaba lo más del tiempo
"ayudando", oneciéndose para cebar el mate, hacer el chocolate o

servir lo3 refrescos.


Nadie le hacía caso; los mozos todos parecían guardar para ella
algo más hiriente que el desprecio: la indiferencia. Con su carita
triste, con su aire de inocencia irreductible, con su cuerpecito significa
in-
— más insignificante aún dentro de la bata lisa, de
la pollera lisa, de colores oscuros y sin ningún adorno —
con su
vocecita de chicuela humilde, con su rápido y silencioso,pasaba
andar
por todas partes sin
que ninguno la viera: era una cosa.
A veces, en los bailes, algún estanciero madmo, condolido, la sa-
caba

para una danza dormilona o una mazurca abuiTída. Ella, guía,


se-

sin demos'^rar placer ni agradecimiento, sin ruborizarse con las


zafadurías inofeníivafí, con las alusiones picantes de su viejo c-aba-
llero: no comprendía le impiesicnaba
nada, no nada, ni nada abría
brecha en su suprema inocencia, en la frialdad de su cuerpo xual.
inse-
Hasta los viejos acabaron por considerarla una cosa, tornándose
en proverbio la fra^e de uno de ellos:
— Bailar con "Hormiguita', es lo mesmo que bailar con una silla;
es desabrida como ¿ándia pasmada...
Tomasa tuvo conocimiento del dicho y no protestó, no se ofendió:
continuó siendo el mismo ser indiferente, trabajador y resignado,
para quien la vida es buena, merced a la máxima sabiduiía de la formidad.
con-

En sus ojos, pregoneros inocencia, de humildad de ma, adorable


extre-
jamás un relámpago
odio, de encono, de despecho, de
de re-
beldía,

llegaba a intenumpir el sosegado crepúsculo de una dulce y


apacible tristeza; sus labios demasiado finos, demasiado pálidos, de-
masiado
fríos para servir de nido al be^o, tenían el dejo amargo de
esas frutas del monte en quien nadie repara; pero sin asomo de ren-
cor,
de envidia o de protesta.
Eira como una de esas florecitas del campo, que nacen en la ñana
ma-

para morir en la tardo bajo el casco de un potro o la pezuña


de un buey, de igual modo inadvertidas en la vida y en la muerte.
Sin embargo, un llegó
tiempo en que Pedro, un paisanito de las
cercanías, comenzó a mirar a la Cenicienta con ojos de ternura.
Buscaba, muy discretamente, hallarse solo con ella y en las raras
ocasiones en que lo lograba, aventurábase, también muy mente,
discreta-
en amorosos interrogatorios, en tímidas insinuaciones.
La "Hormiguita" no comprendía nada. Como jamás pasó por su
mente la idea de que pudiese haber un hombre que la amara, mo
co-

no entendía una sola sílaba del amor, las palabras del mozo res-
134
balaban sobre su alma cual resbala la suave brisa de la madrugada
sobre la blanca escarcha del bajío.
Tan igiiorancia, tan extrema
grande inocencia, fueron do
convirtien-
en pasión la primitiva simpatía del mozo. Una tardecita, encon-
trándola

£ola en el lavadero, se atrevió a ser explícito:


— Tomasa... ¿si u-sted quisiera ser mi mujer?...

¡Cállese!... Ya sabe que no me gustan las bromas.
— No es broma; yo le hablo en serio y como el mozo se case
acer- —

tratando de tomarle una mano, ella la rechazó diciéndole:



¡Sosiegúese!... Vaya poi- ahí que sobran mozas lindan y me
déje-
a mí que soy...
La "Hormiguita" rompió a llorar.

¡Sos la más buena, la más pura, la que yo quiero! — di jóle Pe-
dro
estrechándola entre sus brazos cariñosamente.
'•Ho:miguita" resistió todavía un buen rato, negándose a creer
en la sinceridad de Pedro.
Al fin, vencida, cedió; protestando, sin embargo, contra el plazo
de un mes señalado por el mozo para realizar la boda.
— Es muy corto —
dijo.
— A mí
parece me muy largo —
dijo Pedio; —
pero haré lo que
vos quieras. Señálalo vos . . .


Güeno, pa...

¿Pa cuándo?

¡No íé!... Venga mañana aquí, a esta mesma hora y le testaré.
con-

— Bien. Hasta mañana, mi "hormiguita".


Pedro depositó un beso ardiente en los labios fríos y apretados
de la muchacha y partió.
Ella permaneció en el mismo sitio, con los brazos caídos a lo
largo del cuerpo, el seno palpitante, los ojos fijos en el suelo y con
el rost:o arrebolado.
Al día siguiente, muy de madrugada, se fué corriendo al rancho do
fia Filomena, distante unas cuadras de la estancia; ña Filomena,
medio bruja, medio "médica", la recibió cariñosamente.

¿Qué te pasa, m'hijita, qué te pasa que trais esa cara de potrillo
ftsustao?. . .

"Hormiguita" le contó, lloriqueando, la extraña aventura de la vís-


pera,
y la vieja respondió riendo socarronamente :

Lindo, pues, lindo no más...
— Es que . . .

Y entonces Tomasa, siempre llorando, se acercó y murmuró unas


palabras al oído de la bruja. Esta alzó los brazos al cielo y exclamó
escandalizada:

¡Pero muchacha!... ¡Otra güelta y van cuatro!...

De tigre a tigre

— ^Todo arreglao —
dijo "Ventarrón".

¿Pa cuándo?
— Pasao mañana.

¡Ya sabes, pues! — exclamó el Jefe de la gavilla, "Alacrán",
135
dirigiéndose a los diez bandidos que churrasqueaban con él en dido
escon-

pon ero del üiuguay eniíeiiiano.


— Yo no voy —
dijo Lino Baez.

¿No venís? —
interrogó Alacrán.
—No.

¿Andas apestao?

Gracias a Dios puedo vender £alú.
— Entx)nces te ha entrao miedo.
— Yo no tengo miedo a nadie, ni a vos mesmo. Alacrán.
El jefe de los bandidos miró a Lino con extrañeza.

¿Tenes algún motivo particular?

Ninguno.

Bien, no vengas; nosotros bastamos; pero ya sabes que las nancias
ga-
son pa los que exponen el cuero, y no esperes nada si nos
sale bien el asunto.
Lino Baez se encogió de hombros. Esa misma noche ensilló y apareció
des-
del potrero.
¿Qué motivo había tenido él para oponerse al asalto y saqueo do
la pulpería de Pereyra? Explicable, ninguno. No lo conocía a Pe-
rey: a; y un asalto, homicidio, un robo
un más o menos, ¿qué podía
importarle a Lino Baez?...
¿Por qué entonces cometió aquella co-
chinada
con sus compañeros, aquella baja delación que costó la vida
a uno, dos balazos a otro, un sablazo al jefe y la pérdida de un rico
bo'^in? No lo sabía. ¡Tantas burradas se hacen asi, sin saber qué!...
por-

Lo peor del caso es que la polka se le puso sumamente ligera a


Lino Baez. De balde no le llamaban "El Alacrán" a Pedro Cruz,
jefe de la más desalmada gavilla de bandoleros que haya sembrado
espanto en Entre Ríos.
Nadie le conocía mejor que Lino Baez, y no tardó en darse cuenta
de que pesaba sobre su cabeza, inexorable sentencia de muerte;
empero, guapo, audaz y astuto, aceptó la situación con cierto cijo.
rego-
Le repugnaba el pasado, la cobardía de los asesinatos en mún.
co-

No es que no le
ma'.ai-; matar
gustase la gustaba mucho;
pero no así, once contra uno. contra dos o tres, agarrados dormidoa
y sin perros... ¡Matar peliando parejo!... Así era lindo!...
Bueno; ahora se trataba de no caer en la.5 uñas del Alacrán y
su pandilla, quienes, de agarrarlo lo habían de picar como chorizos.
Precisamente pensó en huir del pago; mas bien pronto reconoció
lo absurdo de la idea. ¿Dónde iría que no lo siguieran sus antiguos
camaradas?. . .
No, bien pensado, lo mejor era estar cerca de ellos,
seguirles los pasos, descubrir sus planes. Siempre había pensado así:
"enemigo que se ve, ya no es más que medio enemigo"'.
Su plan le dio excelente resultados. El Alacrán y sus compinches
hicieron varias "madrugarlo"; ¡vanas tentativas!...
tentativas para
El los dejaba hacer, gozándose, a igual del zorro, en pegarles el
grito burlón detrás de una masiega. Llegó a tomarle gusto al juego.
Sin embargo, una vez la guitarra le quedó sin prima. Fué así:
Alacrán y sus amigos habían llegado un anochecer al boliche de
Umpien-es, un ranchito perdido en la llanura de Villaguay. Lino Baez,
que los seguía continuamente, llegó poco después, y, agazapándose,
136
desarrollaba en el interior del rancho:
los bandidos, presas del pá-
nico,
se apuñalaban entre sí, y cuando alguno intentaba huir y por
casualidad daba con la puerta en la profunda oscuridad de la no-
che,
lo recibía el facón inclemente de Lino Baez...
Al venir el día, en el interior del rancho de Nemesia no había más
que cadáveres y moribundos.
Lino vistió; ensUló
Baez el mejor
se caballo, puso el bozal con bestro
ca-
a otro bueno; volvió, observó,
considerado y dijo:
Los— caranchos no van a tener tiempo de comer tanto dijunto.
Vamoi a prenderle juego para que el jedor no envenene el aire.
Sacó un fósforo; lo encendió y lo aplicó a la reseca paja del techo.
Después montó a caballo. Meditó un momento'; luego dijo:
— En la banda Oriental está la guerra.
Y silbando estilo, sin
un volver la cabeza, al trote, con su llo
caba-
de tii-o,enderezó rumbo al Uruguay.

Soledad

Había una sierra baja, lampiña, insignificante, que parecía una

arruga de la tiena. En un canalizo de bordes rojos, se estancaba el


agua tu:bia, salobre, recalentada por el sol.
A la derecha del canalizo, extendíase una meseta de campo ruin,
donde amarilleaban matiegas
las de paja y brava cola de zorro, y
que se iba allá lejos, hasta el fondo del horizonte, desierta y da
desola-
y fastidiosa como el zumbido de una misma idea repetida sin
cesai".
A izquierda, formando
la como costurón rugoso de un gris opaco,
el serrijón se replegaba sobre sí mismo, dibujando una curva gular
irre-
salpicada de asperezas. Y en la cumbre, en donde las rocas

parecen hendidas por un tajo bruto, ha crecido un canelón que


tiene el tronco torcido y jiboso, la copa semejante a la cabeza des-
peinada
y en conjunto, el aspecto de una contorsión dolorosa que
naciera del tormento de sus raíces aprisionadas, oprimidas, por las
rocas donde está enclavado.
Casi al pie del árbol solitario, dormitaba una choza que parecía
construida para servir de
albergue a la miseria; pero a una miseria
altanera, rencorosa, de aristas cortantes y de agujados vértices. Más
allá, los lástrales sin defensa y los picachos adustos, se sucedían
prolongándose en ancha extensión desierta que mostraba el ardoroso
sol de la vergüenza
enero de su desolada aridez. Y en todas paites,
a los cuatro vientos de la rosa, y hasta en el cielo, de un azul uni-
forme,
se notaba idéntica expresión de ínfima y abrumadora soledad.
No cantaban los chajaes en el pajonal vecino, ni gritaban los teros
a la vera del cañadón menguado, ni silbaban, volando al ras del
suelo, sobre las masiegas de paja mansa, las tímidas perdices. La
naturaleza allí, no tiene lengua; el corazón de la tierra no palpita
allí. El sol abrasador del mes de enero, calcina las rocas, agrieta
el suelo, achicharra las yerbas, seca los regatos, y sin embargo, se
siente frío aquel sitio.
en

Yo me acerqué al rancho, golplé las manos y pronuncié el obligado:



¡Ave María!
138
Y una voz cavernosa respondió:

¡S:n pecado concebida!... ¡Aba jefe!...
Desmonté. mí, sentado
Ante sobre un cráneo de vacuno, estaba
un hombre viejo; viejo como esos caballos "del piquete", que nen
tie-
la carretilla mora y los dientes en hoiqueta y que a pesar de eso

trotan leguas y endurecen el garrón en los barrigales.


— Paisano —
dije, —
vengo muerto de sed, y en la cañada...
— En la cañada —
intenumpió, — el agua es fiera; pero es la
única que tenemos pa beber nosotros.

¿Nosotros? exclamé, encontrando inadecuado
— el plural.

Sí, nosotros: yo y los aperiaces respondió el viejo, con nación
ento- —

agresiva.

¿No hay otra?
— No hay. Si no le gusta, espere que llueva y póngase con la panza

pa arriba y la boca abierta, pa rejuntar la que caí... y también es

fiera aquí —
concluyó, con una mueca amarga.
El interesaba;
tipo me la cantimplora. le ofrecí

un trago de caña?
¿Quiere
Alcanse
— respondió, y bebió un

gran sorbo, sin demostrar ni
Eatisfacción ni agradecimiento. Luego, mirándome por la angosta
hendidura que dejaban las espesas cortinas de los párpados sos,
rugo-
mustios y caído-, agregó con la misma voz áspera y provocativa:
Usté, por la pinta, parece
— sonso... digo... colijo que así será,

porque el que ofrece pagar pastoreo en el campo pelao como corral


de ovejas, o trae la tropa pasmada o es gringo dejuio.
¿De qué nación

es usted?
— Oriental, pa servirlo.

¡De estorbo sirven ustedes!...
— Muchas gracias Y a usted no necesito indagarle lo que es; pero,
si no es mala pregunta, ¿quiere decirme quién es?
Brillaron un instante los ojillos del viejo, aquellos ojillos turbios
como las aguas del cañadón de bordes cárdenos, donde van a beber
los aperiaces, y respondió altanero:
— En antes juí el capitán Pancho Alvariza . . .
Aura soy el viejo
Pancho, a secas, porque los pobres semos como los güeyes; mientras
estamos uñidos tenemos nombre y al clavarnos el fierro nos llaman:
¡Doradillo!. . .
¡Salpicao! . . .
¡Florcita!... y después nos largan, mos
se-
"los güeyes", no más... "Anda a echar los güeyes, che"...
réplicas amargas
Las del paisano me hacían mal.

¿No tiene familia? le pregun'é. —


¿Famüia? Supe tenerla contestó.
. . .
Una mujer que me hizo — —

tragar juego durante una montonera de años y que era más indigesta
que carne de animal cansao; porque, vea, mozo, la mala mujer y el
caballo asoliao no tienen compostura... Y tuve tamién tres hijos;
uno me lo mataron en Severino, otro en Corralito cuando la revolu-
ción
del primer Aparicio, y el otro ni sé ande dejó la osamenta...
Y tuve tamién una hija que me la robó un sargento'e policía,hace
un tiempo largo y dende entonces no ¿é ande anda arrastrando las
naguas sucias.
—¿Y ahora?

¿Aura?... Vea... Yo tuitas las mañanas voy a mirar ese cane-
139
lón, que no sé pa que e3tá allí,entre las piedras, sin dar sombra a
naides, porque hasta los horneros juyen de es'.a soledad, di^pués y
bajo al cañadón pa miiar cómo se va secando cuando el sol calienta;
y cuando se corta y las tarariras comienzan a morirse y a boyar,
panza arriba, largo una risada, pensando que en este silencio de lorio,
ve-

yo y el canelón seguimos viviendo ...


Es verdá que £oy tal
orien-
.. . y el canelón también ! . . .

La íÍ3ica

Yo la quería, la quería mucho a mi princesita gaucha, de rostro


de color de trigo, de ojos color de pena, de labios color de pitanga
marchita.
Tenía una cara pequeña, pequeña y afilada como la de un cuzco:
era toda pequeña y humilde. Bajo el batón de percal, su cuerpo de
virgen apenas acusaba
ligerisimas: un curvas pobre cuerpo de chi-
cuela Sus pies aparecían diminutos, aún
anémica. dentro de las bur-
das
alpargatas, sus manos desaparecían en el exce¿o de manga de
la tosca camiseta de algodón.
A veces, cuando se levantaba a ordeñar, en las madrugadas crudas,
tosía. Sobre todo, tosía cuando se enojaba haciendo inútiles fuerzos
es-

para separar de la ubre el ternero grande, en el "apoyo".


Era la tisis que andaba rondando sobre sus pulmoncitos indefensos.
Todavía no era tísica. Médico, yo, lo había constatado.
Hablaba muy raras veces y con una voz extremadamente dulce.
Los peones no le dirigían la palabra sino para ofenderla y empurpu-
rarla
con alguna obscenidad repulsiva. Los patrones mismos — buenas
gentes, sin embargo, — la estimaban poco, con¿iderándola máquina
animal de escaso rendimiento.
Para todos era "La Tísica".
linda, pero
El a su belleza enfermiza, sin los atributos incitantes
de la mujer, no despertaba codicias. Y las gentes de la estancia,
brutales, casi la odiaban por eso; el yaribá, el caraguatá, todas esas

plantas que dan frutos incomestibles, estaban en su caso.


Ella conocía tal inquina y lejos de ofenderse, pagaba con un jarro
de apoyo a quien más cruelmente la había herido. Ante los insultos
y las ofensas, no tenía más venganza que la mirada tri¿tísima de
sus ojos, muy grandes, de pupilas muy negras, nadando en sus neas
cór-
de un blanco azulado que le servían de marco admirable. más
Ja-
había una lágrima en esos ojos que parecían siempre. llorar
Exponiéndose a un rezongo de la patrona, ella apartaba la olla del
fuego para que calentase una pava para el amargo el peón recién
venido del campo; o distraía brasas al asado a fin de que otro tostase
un choclo... ¡Y no la querían los peones!

'La Tísica" tiene más veneno que un alacrán — oí decir a uno.
Y a otro que salía envolviendo en el poncho el primer pan del
amasijo, que ella le había alcanzado a hurtadillas:
— "La Tísica" se parece al camaleón: es el animal más chiquito y
más peligroso.
A estas injusticias de los hombres, se unían otras injusticias del
destino para amargar la existencia de la pobre chicuela. Llevada de
340
su corazón, recogía pichones de venteveo
buen y de pirincho y hasta
horneros, a quienes los chicos habían destruido sus palacios de ba-
iTO. Con santa paciencia los atendía en sus escasos momentos de
üclo; y todos los pájaros morían, más tarde o más temprano, no se
i,abe por qué extraño maleficio.
Cuidaba los corderos guachos que crecían, engordaban y se sentaban
pre-
rozagantes para aparecer una mañana muertos, la panza
hinchada, las patas rígidas.
una vez pude presenciar esta escena:
Anochecía. Se había carneado tarde. Media res de capón asábase
apresuradamente al calor de una leña verde que se "emperraba" sin
hacer Llega unbrasas.
peón.
—¡Hágame un lugar cito pa la pava!
—¡Pero no ve que no hay juego!
—¡Un plácito!...
¡Güeno.

traiga, aunque dispués me llueva un aguacero'e retos
de la patrona!. . .

Se sacrifican algunos tizones. El agua comienza a hervir en la


pava. La Tí¿ica, tosiendo, ahogada por el humo de la leña verde, se

inclina para agarrarla. El peón la detiene.


Deje—
dice; no se acerque.
— —

¿No me

acerque? ¿Por qué, Sebastián? balbucea la infeliz,la- —

g:-imeando.
—Porque. . .
sabe. . . pa ofensa no es. . . ¡Pero le tengo miedo cuando
se arrima ! . . .


¿Me tiene miedo a mí?

¡Más miedo que al cielo cuando rejucila!
El peón tomó la pava y se fué sin volver la vista. Yo entré en

ese momento y vi a la chicuela muy afanada en el cuidado del llar,


costi-
el rostro inmutable, siempre la misma palidez en sus mejillas,
siempre idéntica tristeza en sus enormes ojos negros, pero sin una

lágrima, sin otra manifestación de pena que la que diariamente


reflejaba su semblante.
¿La hacen
— sufrir mucho, mi princesita? dije, por decir algo, —

y tratando de ocultar mi indignación.


Ella rió, con una ri$a incolora, fría, mala, a fuerza de ser buena,
y dijo con incomparable dulzura:
No, señor; ellos son

así, pero son buenos... y después... para
mí to . . .

Un acceso palabra.
de tos le cortó la
Yo no pude
contenerme; corrí, la sostuve en mis brazos entre los
cuales se estremecía su cuerpecito, mientras sus ojos, susojos de cre-
púsculo
de invierno, sus ojos áridos inmensamente negros, se fijaban
en los míos con extraña c::yr;csión.
con una expresión que no era de
agradecimiento, ni de simpa de cariño. Aquella mirada me concertó
des- i;ia.ni
por completo: era la nnsma mirada, la misma de una víbora
de la Cruz, con la cual, en circunstancia inolvidable, me encontré
frente a frente cierta vez.

Helado de espanto los brazo.';. Y antes abrí


que me arrepintiese de
mi acción cobarde, cuando creía ver a la Tísica tumbada, falta de
mi apoyo, la contemplé muy firme, muy segura, arrimando tranquila-
14J
mente brasas al asado, siempre pálida, siempre serena, la misma teza
tris-
resignada en el fondo de sus pupilas sombrías.
Turbado en extremo, sin saber qué hacer, sin saber qué decir, aban-
doné
cocina, salí al patio y
la eia el patio encontré al peón de la
pava, que me dijo respetuosamente:
Vaya con

cuidado, dotor; yo le tengo mucho miedo a las víboras;
pero, acaso obligao, prefería acostarme a dormir con una crucera y
no con la Tísica.
Intrigado e indignado a un tiempo, le tomé por un brazo, y le marreé
za-

gritando:

¿Qué sabe usted?
El. muy tranquilo, me respondió:
— No sé nada; nadie sabe nada; colijo.

¡Pero es una infamia presumir de ese modo! —
respondí con
violencia. —
¿Qué ha hecho esta pobre muchacha para que la traten
así, para que la supongan capaz de malas acciones, cuando toda ella
es bondad, cuando no hace otra cosa que pagar con bondades las ofen-
sas
que ustedes le infieren a diario?
Oiga, don...
— decir una cosa de la Tísica, yo no puedo decir.
Tampoco puedo decii" que el camaleón picando, porque
mata no lo
he visto picar a naides... Pueda ser, pueda no ser, pero yo le tengo
miedo... Y a la Tísica es lo mesmo. . yo
.
le tengo miedo, tuitos le
tenemos miedo... Mire, dotor; a esos bichos chiquitos como el ala-
crán,
como la mosca mala, hay que tenerles miedo...
Calló el paisano. Yo nada repliqué. Pocos días después partí de la
estancia y al cabo de cuatro o cinco meses leí en un diario:
"En la estancia X... han perecido envenenados con pasteles que
contenían arsénico, el dueño señor Z..., su esposa, su hija, el capataz
y toda la servidumbre, excepto una peona conocida por el nombre de
"La Tísica".

Como alpargata


¡Ladiate!

¡Ay!... ¡Cuasi me descoyuntas el cuadril con la pechada!...

¡Y por qué no das lao!...

¡Lao... lao..! Dende que nací no hago o'ra cosa que darles lao
a tuitos, porque en la cancha'e la vida se olvidaron de dejarme senda
pa mí. ¡Suerte de oveja!...
Y lentamente, arrastrando la pierna dolorida, escupiendo el pasto,
refunfuñando reproches. Castillo fe alejó; en tanto Faustino, orgu-
lloso
de su fuerte juventud triunfadora, iba a recoger admiraciones
en un grupo de polleras almidonadas.

¡Cristiano maula! exclamó el lndieci*^o Venancio,
— mirando a
Castillo con profundo desprecio. Este le oyó, se detuvo, y con la cara
grande y p]ác:da iluminada por un relámpago de coraje, dijo:

¿Maula?... ¿Creen que de maula no le quebré la carretilla de
un trompazo a ese gallito cacareador?

¿De prudente, entonce"?
— De escarmentao. Yo sé que dispués de concluir con ese tendría
que empezar con otro y con otro, sin término, como quien cuenta
estrellas. ¿Pa qué correrla sabiendo que no he de ganar, que si me
«obra caballo se me atraviesa
un agujero, y que si por chiripa gano,
me ha de embrollar juez? el
Y sin esperar respuesta, continuó alejándose aquel pobre diablo
eternamente castigado por las inclemencias de la vida, cordero sin
madre que no ha de mamar por más que bale, taba sin suerte que es

al ñudo hacer correr . . .

¡Vida deuveja!
— ¡Vida de oveja! iba — mascullando mientras se

alejaba en busca de un fogón abandonado donde pudiese tomar un

amargo con la cebadura que otros dejaron cansada, con el agua cocida
re-

y tibia.
Allí, en cuclillas, con la pava entre las piernas, con la cabeza gacha,
chupaba el líquido insulso, sin escuchar las músicas y las risas que
despairamaban por el monte las alegrías juveniles. En aquel domingo
de holgorio su alma permanecía oscura y desolada. ¡Si su alma na

tenía domingos!
Culpa suya

decían. —

¡Culpa suya!... ¿Culpa suya si el po*^ro que agarraba le salía bo-


llador? ¿Culpa suya
. .
si el novillo
.
que corría enderezaba para los
tucutucus, tarjándole de antemano una rodada? ¿Culpa suya si los . . .

aguaceros se desplomaban siempre durante su cuarto de guardia en


las tropeadas? ¡Culpa suya ! ... . . .


No; era la suerte no más —
respondía, — la suerte que castiga
lo meSmo a los animales que al cristiano... En ocasiones, un tungo
ma-

sotreta cae en manos de un gringo prolijo, que lo cuida a

maíz y galpón, lo ensilla ría


pulpe- los domingos pa dir al tranco a la
y lo deja ocioso tuita potrillo de la semana; y en ocasiones un

lai, lindo de estampa, juerte pal trabajo, ligero pal camino.v'al poder
de un gaucho vago que lo galopea medio día y lo larga en noche
helada, sin tomarse siquiera el cuidao de pasarle el cuchillo por el
lomo. Y aquél, ruin y fiero, está siempre gordo y pelechao, comiendo
hasta hartarse, durmiendo a pierna suelta, mimao como muchacha
linda y haraganeando como un perro... Y en cambio, el otro, flaco
y peludo, calentao a rebenque, sangrao a espuela, se lo pasa comiendo
raices en los potreros pelaos de las pulperías y durmiendo parao en

las enramadas, con la manea en las patas, con el freno en la boca,


con el recao en el lomo... Culpa suya, tal vez, si es el amo un

hereje. . .

Resignado, Castillo siguió chupando la bombilla hasta agotar el

agua, luego — ¡pequeña vergüenza! — tiró el mate entre la ceniza

y la pava sobre el fuego; ésta cayó sobre un tizón e hizo saltar


una chispa que fué a quemar el pie desnudo del desgraciado.

¡Malhaya!

¿Se quemó, amigo? preguntóle — un viejo que pasaba.

Sí; esta pata tiene desgracia; una vez me la saqué de una dada;
ro-

o*ra vez me agarró un pasmo, y en Masoller me la saron


atrave-
de un balazo . . .


¿Anduvo en la última guerra?
Castillo miró con asombro a su interlocutor y dijo:

¡Dejuro!... ¿M'iba a librar de la guerra?... Siguramente que
si hubiera sido pa un baile o pa una merienda no me invintan, ro
¡pe-
trabajo!...
pa pa^ar
¿Con quién sirvió? ¿Con los blancos
— o con los coloraos?
Al prenclpio con
— los blancos, cispués con los coloraos.
¡Cómo
— es eso, amigo!... ¿Entonces no tiene partido usted?
¡Paitido, partido! ¿Qué quiere que tenga yo? Yo

soy como l'al-
pargata, que no tiene lao, y lo mesmo siive pal pie derecho que pal
izquierdo . . .


Hay hombres ansina — exclamó con tristeza el viejo paisano.
Y Castillo asintió filosóficamente:

¡Hay hombres andna! ¡Hay hombres que son como los caminos,
hechos pa que tuitos los pisen ! . . .

La rifa del pardo Abdón

Bajo el ombú centenario que cerca del galpón ofrece grata sombra
en el bochorno de enero, don Ventura, en mangas de camisa y en
chancletas, recién levantado de la siesta, amargueaba en compañía
de dos
viajeros amigos que habían pasado en su casa el mediodía.
Amargueaba y charlaba, cuando, caballero en un rocín peli-rojo
y pernituerto, llegó al tranquito un muchachuelo haraposo que se

quitó zurdamente el chambergo informe, gruñó un "güeñas tardes"


y contestó a la Indicación de apearse con el siguiente rosario, can- tado
de un tirón:
— Muchas gracias, no señor; manda decir mamita que memorias
y cómo sigue la señora y que si le quiera hacer el por favor de com-
prarle

un numerito d'esta rifa ques una toalla bordada por las chachas
mu-

que se corre el domingo en la pulpería e don Manuel en

cincuenta números de a un realito cada número, porque tiene mucha


necesidá y como un favor y qu'es por eso que lo incomoda y que pense.
dis-

Resolló al fin el chico y enseñó una vieja caja de cartón donde bía
de-
prenda.estar la Pero don Ventura, sonriendo, lo detuvo con un

gesto, sin darle tiempo para enseñarla; y alcanzándole una moneda:


— Toma el realito y ándate — le dijo, —
yo no dentro nunca en
rifas.
Luego, dirigiéndose a sus tertulianos:
— Palabra —
exclamó, —
no dentro en rifas de ninguna laya; y
eso qu "antes era mu dentrador: pero, dende tma pitada machaza que
me hicieron. . .

— Ha de ser divertido; largúela, pues.



No. es que us'^edes van a decir qu'es cuento, y les asiguro qu'es
más verdá qu'el bendito...

No, den Ventura; ya sabemos que usted no miente, —
dijo uno.
— Cuando ronca —
completó el otro.
Y el viejo, que se pirraba por darle a la sin hueso, haciendo caso
omiso de la anticipada duda del auditorio, empezó así:

No quisiera mentir, pero me parece que fué cuando las ras
carre-

grandes en loe Mendigorry, en que jugaban el "rabicano" de mi


compadre Ledesma y el doradillo del capitán Menchaca. . .
Sí, aura

144
"Rifa. — Se rifa en cincuenta números, a los daos y a peso el den-
tre, el pardo Abdón González. El que lo saque tiene derecho a nerlo
te-
un año e' pión sin pagarle nada más que la comida."
"Tuitos nos raimos 'e la ocurrencia'el tuerto y nos escrebimos. Se
tiró a los daos... ¡y me tocó a'mí el
pardo!...

¿Y lo llevó? preguntaron — los amigos.

¡Qué lo vi'a llevar!... ¡Si por la comida era caro!

¿Y el pardo?
— El pardo se casó y antes del mes la renga Braulia, qu'era ima

desorejada se le alzó con un indio'e la co¿ta'el Chuy.

Carla gaucha

Algo más de dos horas después de cerrar la noche, habria de ser.


Noche asfixiante. El £ol había desparramado tanto calor durante el
día, que por la tarde, al retirarse, no lo pudo juntar todo y llevár-
selo
para su cueva de occidente.
Entre nubes pardas, la luna subía la cuesta arriba del cielo; y
al encontrarse en alguna como lagunita blanca que la dejaba visi-
ble,
parecía acelerar la marcha, buscando un nubarrón donde tarse,
ocul-

"Las voces que llegaban desde el patio de la estancia, advertían la


presencia del patrón y su familia bajo el toldo verde del parral, firiendo
pre-
sin duda, el fastidio de espantar mosquitos y el peligro de
los grandes gusanos verdes que suelen caer del zarzo, al horno de
zinc de las habitaciones, a esas horas herméticamente cerradas, paia
impedir la entrada de murciélagos, terror de doña Nicomedes, la
patrona.
En el playo de frente al galpón, semidesnudos, echados sobre llones,
ve-

la peonada charlaba tomando mate "tibión y labao".


Los bichos de' luz rayaban el cielo en todas direcciones; los "cas-
carudos"
silvadores y hediondos, ca=i ciegos y borrachos de un todo,
pechaban contra un brazo, una cabeza, un muslo, y al caer al suelo
sonaban como cosa de importancia, haciendo decir a Faustino:
— Elsta sabandija es como nágua'e china comadrona: mucho do,
rui-
mucho viento y al primer apretón se aplasta.
— Pero no jiede.

¿Qué sabes vos?
— Es verdá... ¡disculpe, maistro!
Volando muy bajito, sin hacer ruido, los dormilones iban y ve-
nían,
atiborrándose de insectos en sus, alparecer, giros idiotas.
De ra''o en rato lloraba algún sapo desde la garganta de alguna
culebra que le tenía medio tragado. Un enjambre de insectos pe-
queñitos zumbaban sin tregua. A veces una lechuza castañeteaba el
pico y graznaba lúgubremente desde el negro silencio de la llanura.

¿Pa qué hará 'chus chus" la lechuza? —
interrogó Serapio —

y replicó Faustino:
— Pa hacer hablar a los lobos.
— Esa ha'e ser verdá, che, porque he albertido que cuando la chuza
le-
no grita, vos estás callao...
Los perros daban vueltas, se echaban, gruñían, se levantaban nue-
vamen*e, andaban un poco y tornaban a echarse y a gruñir, palpi-
tantes
los ijares, pendiente, húmeda y temblorosa la lengua.

¡Ufff!... ¡Si no llueve esta noche me se redite la riñonada!...
— Si eso decis vas. que no tenes ni sebo en las tripas — contestó
Faustino. —
¿qué dejas pal patrón viejo con su panza y sus nos
toci-
de chancho macau?
— El patrón se refriesca pagándole a la caña 'e l'Habana y al Tagua
'el pozo, mientra nosotros tenemo que conformano con el mate ques-
tá sebando Serapio... Toma, che, y an-eglalo un poco... ¿No ves

que boyando andan


los paraguayos?
Picado, Serapio retrucó:
¡Muy fino, el talón rajao!... ¡Quién sabe

no querés que te sirvan
chico! a te?. . .

¡Me ca..iga un
— árbol encima!...
¿Qué te pasa?

¡Que me — dentro un guampudo por la camisa y me anda pezu-


fiando en la panza!...
Déjalo. ¡Pueda que
— se coma las "muquiranas" !
Guarda —
eso pa vos, ladiao, que sólo te lavas cuando llueve...
¡Dejuro, con
— esta seca!... ¿Diande vi'a sacar agua?... Si no
me lavo con saliva, como los gatos...
No. che: no

hagas eso... pa m' 'ue tu saliva ensucea...
Desde el galpón, haciendo sonar los zuecos descalzos, las taman- —

gas, avanzaba el pardo



Hildebrando, y decía:
¡''Tempo aborrecido"!


¿Qué te ocurre, bahiano?
— "Mi ridito... ¡Si nao bufo, revento"!...

¿No traís otra novedá?...

"Nao; mais truje una limeta e cachaza".
Con la noticia alborozáronse los gauchos. Gritó uno:

¡Alcanza, Patricio, qu'estamos secos como la perdiz!...

¡Hágase ver, rubio! —
profirió otro.

Convida, y macaco, te perdonamos la vida —
agregó un tercera

Alai'gue la mulatihna, ño Tizón.
— "Fora! Fora toudos!... Fiquen sabendo que eu por bondade do;
mais pe la forza"... ¡jemü...

¡Si te lo pedimos de rodillas...
— "An*on sim!... Eh! di¿pasinmo, disposinho . . .
Pucha castigao
ralentes pa la cachaza!..."

¡Ajjj! Medio chamusquea el gañote; pero es linda.

¡Cha digo!

¿Qué tenes vos?
Que le abrí no más

la jareta, le encaje buche y trago, y me va
quemando hasta la pajarilla!...

¡Alcanza, mulato!

"Nao, ya yega".
¡Un buchito, no
— más!

"¡Nao! Oque fica da rapariga va deitar na mea panza".
« « *

La puertecita del muro que cierra el patio de la estancia, se abrió


147
apareciendo en el umbral un bulto blanco, más ancho que alto. Era
el patrón que gritaba con imperio:
¿No se acuerdan

que mañana hay parada e'rodeo? ¡A ver si


concluyen la plática y se van'acostar!. . .

...'Stá

bien, patrón —
respondió el capataz. —
Vamos, mu-
chacho¿: cada chancho a su chiquero.

No hable tan juerte que puede oír el patrón eso de chancho. . .


¡Siempre atrevido vos!

Mcndociiia

En el fondo de un zanjón cuyos bordes semejan los cárdenos bios


la-
de una herida, se enverdece un mísero filete de agua, bien condido
es-
entre ásperas masiegas, sin duda para evitar la codicia de
la inmensa llanura devorada por la sed.
Tras bosquecillo de chañar
un donde los troncos dorados —
recen
pa-
lingotes de oro sosteniendo negra ramazón de hierro. — luce
una joven alameda, que presta sombra a la finca, deteniendo en

parte la incesante llovizna de arenas finísimas que los vientas gen


reco-

de la pampa.
El edificio,bajo, con miuros de "adobones" con techos de caña barrada,
em-

con su color grisáceo —


un extraño color de mulato mizo,
enfer-

presenta un no sé qué de triste,de melancólico, de casa de
silencio y de duelo.
Sin embargo hay fiesta en la finca.
A la sombra de álamos y sauces, se ven bostezar varios de esos
bravos caballitos mendocinos
pintado con asombrosa que Fader ha
verdad; se ven gallardas muías
dormitar andinas, varias de esas

la mitad del cuerpo oculto en la silla montañés, de la que penden los


estribos de cuero con guardamontes y "capacho" en la cabeza ramente
ente-
oculta con los innumerables caireles de lonja.
Y desde adentro, desde la sala cuya puerta perfuman como ca
bo- —

de mujer, tupidos racimos de glicinas, las guitarras lanzan rrentes


to- —

de armonías.
Las "tonadas" chilenas —
que traen reminiscencias del viejo mance
ro-

español —
se balancean en cadencias de una dulzura y de
una melancolía
cosas muy lejanas, de cosas
de idas: cantos tes
dolien-
de desesperanzada;
una cantos
raza que parecen coros de viu-
das
sin conduelo junto al túmulo del esposo muerto. Cada compás
es un quejido; cada estrofa un lamento, y cuanc'o la mú?:cc\ cesa y
las voces callan, parece que se escuchara el sus^^rvo de un eco jumbroso,
que-
el eco de ruegos extraños que fueran resbalando por las
peñas de las cumbres, sin encontrar abismo asaz profundo donde di-
solver,se en las sombras.
Hay fiesta en la finca. La hija del patrón se ca?n, se casa con un

joven y galla-do "cabayero", y por eso gimen las guitarras, y por eso
se doran los chivitos las parrillas y las empanadas
en en el horno, y
por eso brillan las "tabletas", sobre cuyo hojaldre de plata correrá
en torrentes de rubí el "vino viejo".
Adentro, en la ¿ala, qiie las glicinas perfuman, la alegría rueda
incesante como el agua de la acequia.
148
Pero enfrente, a la puerta de mísera habitación, una criollita lutada,
en-

cuyo rostro redondo, bello, pálido y triste, sombrea el gracioso


manto chileno, clava sus enoimes ojos negras, húmedos de pena, en

la planicie sin término, en la desolada pampa, donde rojean las nas


are-

estériles, en la terrible "travesía" que apenas animan los mes"


"ju-
argentados, la "zampa" sombría, las tropas de "jarillales", el
"piquillín'y el "chañar".
Luego, lentamente, muy lentamente, la cabeza se inclina y la
mirada se fija en el pequeñuelo que dormita entre mantaa, en el jón
ca-

que le sirve de cuna.

Y luego, lentamente, muy lentamente, la mirada de ojos negros


y húmedos va hacia el cielo azul, el cielo profundo, el cielo re-
moto,

ese cielo amedren':ador de Mendoza que parece huir ante la


vista del que observa, cuyo espíritu arrastra hacia lo infinito.
Etespués, las guitarras han
como cantado de nuevo y las alegrías
salen de la sala al patio, haciendo temblar los racimos de glicinas,
la ciiolla ZG estremece y se seca cual abrazada por el viento Zonda;
crispa las manos, torna a mirar al pequeñuelo sin padre que le re-cuerda

a toda hora su infelicidad y su deshonra. Se inclina, lo besa


con estrépito, se endereza, y sin duda para refrescar su espíritu
clava la mii-ada de £us ojos negros
enormes
en el bonete nevado del
Tupungato, que fulgura sobre la gigante gradería de peñascos curos,
obs-
en tanto el sol, castigando la sabana rojiza, hace volar en vo
pol-
impalpable la tierra atormentada por la sed.

Conversando

— Era pa decirle mi tío, que me pensaba casar...

—¿Casar?
— La muchacha... usted sabe, l'hija'elpuestero don Esmil...; la
muchacha es güeña . . .


¿Güeña?...

¡Tan güeña!... Tiabajadora como un buey, mansa como ra
leche-
de ordeñar sin menea, y como un perro'e fiel, fiel hasta ser gosa.
car-


¿Cargosa?

Cargosa ansina, por demasiao bondá. ¿compriende?

Compriendo: es como maleta demasiando llena que fastidea al
montar.

¡Clavao!... Sólo que, usté sabe, mi tío, que una maleta da,
hincha-
incomoda un poco la asentadera, pero se tiene la satisfacción de
que llegando al rancho
en no le falta a uno nada.
¡Hum!...
— No le falta a uno nada, o le falta todo: maleta masiao
de-
cargada, es muy fácil de perder... Lk"s gauchos de aura jan
via-
en caballo 'e tiro y si les toca hacer noche en despoblao, atan el
flete a soga y un zono les corta el maniador, quedan a pie y em-
bolaos,

cantándole un "triste" a la estaca. Cuando yo era gaucho,


mi "reserva" eran las boleadoras, y, gracias a Dios, mi recao no duvo
an-

nunca sobre mi lomo!...



¿Y de hay colije, mi tío...?

Colijo... que vale más rodear que rodar... Desconfiarle a la
149
"taba' que eche muchas "suertes" seguidas, por qu'esas en cuanto en-
comienzan a volcarse, es una infinidad... ¡de nalgas!... Potro que
bellaquea mucho en el primer galope, se hace caballo e' confianza a

juerza e lazo y con garrones duros; pero el que comienza a corcobiar


dispués de redomón, ese es como el trigo que crece heladas; se sin
va parriba sin macoyar, o estira mucho y es muy pa planta,lindo
pero en llegando la trilla,se ve ques como el chajá, pura pluma, no
más, ¡pura pluma!... Ningún gaucho se auga en los ríos,che; por-
que
pa tirar¿e a nado en un rio, se saca el poncho y las botas, aprie-
ta
la cincha y cai-cula la corrientera pa saber ande ha'e largarse y
ande ha'e falir; ande uno se auga, vos lo sabes, es en los arroyitos
de mala muerte, en los cañadones
hinchaos, que uno los despresea,
les hace poco caso y lo tragan... Mira: a mí no me ha voltiao nin-
gún
potro y eso —
que he jinetiao algunos que se jerjeniaban fiero,
y qu'eran potros de veras, grandes como rancho, no los aperiases de
au:a, ni esos caballos criaos con mamaderas en las caballerizas, con

colchón y plato pa tomar


pa dormir
agua, como si juesen gente: en

cambio, esta costilla que tengo rota, se la debo a un matungo bas-


teriao que salté en pelos p'atajar una lechera...

Pero, mi tío; yo le decía...

Que te querías casar.
— Y que la muchacha es güeña...
sé, ya sé; cuando
— Ya a uno le gusta un caballo y tiene gan'e
comprarlo, ha¿ta el relincho le parece lindo.
¡No! ¡Qu'es güeña, es güeña!...

¡Ño, mi tío!
¡No te

aliego!... además el tropero ha de apartar a su gusto y
pior pa él si es sonso y no tiene ojo y echa pal señuelo novilla co.
fla-
No es eso; pero el juego se ha'e jugar aunque la plata se pierda,
y si no, es al ñudo calentarse la cabeza pa llevar carteo.
Eso —
es verdá. Y por lo mesmo es que antes de echar mi platita
a un naipe, vengo a consultar su experiencia.

¡Esperencia! . . .
Mira, che; en estas cosas naides tiene espe-
rencia. Yo sé que animal tubiano es güeno pa tiro, que los tordilloa
son superiores pal agua y que ios lobunos son tuitos maulas en el
camino... eso sé. Sé que año llovedor, es de peste pa las majadas
y de engorde pal sé, que campes ganao; ande hay cardo y trébol, son
campos juertes; qu'el apio es güeno pa limpiar la sangre y qu'el cipo
milón echáo en caña suele curar la picadura'e víbora... pero a lo
que vos decís . . .
Kay güeyes que aran muy lindo y en la caí reta no

tiran; hay caballos que llevan vm carro a la cincha y con pechera


son maulas; hay otros que solos, tiran muy bien, y en yunta, rom-
pen

el coche.

¿Entonces?

Entonces, como pa saber si los mancarrones tiran derecho no

hay más remedio que prenderlos, mejor prender lo es la lanza flo-


jita, y que los tiros sean guasquitas, no más, cosa que si resultan ñeros,
ma-

se hayan sin estropiar el coche. Porque, mira: el carro 'e la


vida, cuando se ha rompido luia vez no tiene compostura.

150
Oí cuando ella dijo. . .

¡Sal! ¡Salí! ¡Basura!



¡Vos sos como la flor del cardo, que
no puede oler poique
se pincha!... ¡Y como la flor del cardo sólo
servís pa cuajar la leche!...

¡Sujeta, Jacinta!...

¿Pa qué?... Yo estoy acostumbrada a galopiar en cuesta abajo
y no les temo a los tucu-tucus.

¡Jacinta!
— Como siempre he sido sonsa y he andao atrás tuyo, siguiéndote
como sigue un cordero estraviao de la madie a cualesquiera que cru-
za

el campo, sé que vos tenes parentesco con los aperiases y con


las culebras; que te gustan los bañaos onde hay pajas y barro, onde
no dentra el sol porque le d'asco, onde no dentran las gentes porque
les da repugnancia. »


¡Mira, Jacinta!
— Yo m'ensuciao las patas pa seguirte y he visto que sos gán
hara-
como lagarto, blando como palo'e seibo y falso como rial d'es-
taño.

Mira, china, que yo . . .


Vos sos lo qu'esos sancochos
mesmo de "pensa" pobre: pura
partida, y al largar quedan paraos.

¡No me calentes, Jacinta!

¡Si a vos no te calienta ni el sol de enero... porque si hace sol
te acos^á^ bajo un ombú a dormir y roncar como un perro!...
¡Si yo me

enojo... Jacinta...!
¡Enójate de una

vez!... ¿En qué topa que no dentra, mozo?...
¡Yo no tengo miedo al rayo, y entre vos y el rayo. . . fíjatesi hay que
galopiar, Lucindo!
Si yo jue¿e rayo...

— Yo me vestiría de blanco, trotaría por las cuchillas y cuando


castigase mucho el al pie de
aguacero, me unapearía árbol pudo!...
co-

¡Ja, ja, ja!... Si vos jueses rayo, si todos los rayos juesen
como vos, les rayos, sabes, serían más mansos que terneros guachos
y no harían mal a naides.

¡Jacinta!... ¿Vos crees que yo soy maula?...

¿Y si no jueses maula hubieras permitido qu'el rubio Morales
m'insurase en el baile'e los Castros, diciendo que me ponía caracú
en el pelo?... ¡Salí!... ¡Salí!... Vos l'oiste y te callaste y me jaste
de-
afrentar haciendo que no vías las risadas de las ñanduzas de
Gómez.

¡Te juro que no'i nada, Jacinta!
— Ya sé. Vos no viste más que la daga que llevaba en la cintura
el rubio Morales... Y es lindo el rubio Morales. Baila que da
gu¿to y conversa bailando sin perderse . . .

Adiós, Jacinta.

¿P'ande vas? —

Voy pal bañao...


— a registrar las pajas, a ver si encuentro aUgún
aperiá dormido . . .

151

Güeñas tardes, Jacinta.
— Güeñas tardes, Lucindo. ¿Qué trais en el poncho?

Un regalo pa vos.

¡Siempre llegas tarde!... El pardo Juan me trajo ayer una cena.
do-


¡Quién sabe si son como éste!
¿Es
— de ñandú macho?...
—Sí. Mira...

¡Ay!... ¡ay!... ¡ay!... ¡la cabeza de Morales!... Del les
Mora-
que yo quería...; del guapo...; del tigre...
— Sí, lo pelié, lo maté, lo degollé, le corté la cabeza. . .


¡Vos, Lucindo!

sí, yo mesmo,
Yo, pa probarte que no soy maula.
¡Oh, Lucindo, mi Lucindo, como

te quiero mi Lucindo!... ¿Me
llevas pal rancho? . . .

¿Pal rancho, decís?


¡Seguro!, pa tu rancho, mi querido, pa ser tuya, pa vivir siem-



pre
contigo, pegao a vos como clavel del aire a un guayabo . . .

No. Pa
— mi rancho no... En mi rancho, vos sabes como es pobre
mi rancho, en mi rancho suelen dentrar Tagua cuando llueve juerte.
y los vientos cuando se enoja el pampero; y... y el rayo cuando
Dios lo manda... Pero... ¿sabes, Jacinta?... Las que no entran en
mi rancho, las que no pueden enti'ar porque mi rancho está ro-
deao de ajos... ¡¿on las víboras!... ¡Vos no podes entrar!...
¡No me —
querés más!...
¡Sí; te quiero!... Aquí abajo, en el tajamar

de la cañada hay
un sitio lindo pa dormir la siesta... ¿Vamos a dejar la osamenta
allí?...

Paesta de sol

Sinforoso y Candelario, eran los dos peones más viejos de la tancia.


Es-
Debían ser sonsos los dos, porque ya empezaban a cer,
enveje-
en una vejez que atesoraba trabajos sin cuento, y seguían tan
pobres como cuando, jóvenes ambos, entraron en el establecimiento
para recoger la tropilla en las mañanas, encerrar en la tarde loa
terneros de lecheras y hacer mandados a toda hora.
Eran viejos ya. Candelario y Sinforoso.
Como sus existencias habían bostezado juntas, pegada una a la
otra, se conocían de la cruz a la cola y no tenían nada que decirse.
Sin embargo, todas las tardes, concluido el tiabajo de aradores a que
finalmente les habían destinado, se iban al galpón, avivaban el go,
fue-
calentaban agua, verdeaban y charlaban.
¿Qué podrán decirse aquellos dos hombres? Nada. Pero hablaban,
hablaban, diciendo "nada", lo cual en ocasiones y para ciertas per-
nas, resulta lo más difícil de decir. Ellos lo ejetutaban por hábito...

El galpón, largo de veinticinco metros, tenía al frente una arcada


mirando al campo. Puerta no tenia. En el fondo se amontonaban loa
cueros de oveja y los cueros de vacuno, junto con herramientas d©
152
— Como asau de paleta... ¿Vamo arrimando pal portón? Ya
se ve ni la boca'el mate.
— Arrimemo.
— Ta medio lavativa.
— Dale güelta.
— Es al ñudo, esta yerba es flojaza.

Casi de noche.
En lo más lejano del oriente, unos pedazos de sol chispeando entre
nubes azules. Sobre la inmediata
cuchilla, las lecheras, echadas, miaban.
ru-

Silbando lastimeramente, las perdices hembras trotaban,


apresuradas, en busca de la masiega, donde piaba la prole. A la
puerta de las cuevas, las lechuzas abrian sus grandes ojos noctám-
bulos,
golpeaban el pico y gritaban, quien sabe por qué, quién saba
a quién.

¡Chus, Chus!...
¡Chus, chus!...
El overo del
piquete, atado a soga, cerca de las casas, pacía sóficamente
filo-
sin imaginarse que en ese momento, cina
su frente
blanque-
se había maquillado, ofreciendo una coloración verdirroja. Do
cuando en cuando, en su atolondramiento de bohemio, gritaba un
tero. A lo lejos relinchaba un caballo, allí cerca,
y oíase el ruido de
las gallinas acomodándose en los barrotes del gallinero. Desde el
brete baló un ternero. Por delante de la puerta del galpón pasó un

perro con la cabeza gacha, la cola caída, perezoso, cansado de no


haber heciho nada en todo el día. Desde la cocina, un olor a do
asa-

llegaba ha=ta el galpón. Y en tanto la luz se iba zambullendo


en la laguna del poniente...

— Es oseo es mañero, pero es güeno; a juerza e'picana y de pa-


cencia se le puede echar al surco.


¿Pacencia?... ¡Yo tengo más que el finao Panta!... ¿So da
acuer-

e'don Panta?

¡No me vi acordar!... ¡Güenazo el hombre!...

SLivasé; 'stá frión.
— Gracia. . . ¿Vamo a dejar? . . .


Dejemo. Ya está muy escuro . . .

¡Miseria: . . .

Tocaba a su término el invierno aquel que había tenido, para las


gentes del campo, rigores de madrastra. Días oscuros y penosos, do
lluvia sin tregua y de fríos
intensos; noches intranquilas pasada*
al abrigo del techo pajizo, castigado sin cesar por las rachas pam-
peanas
que amenazaban arrancarle y esparcirle,hecho añicos, por laa
llanuras encharcadas donde las haciendas se inmovilizaban ateridas.
Allá en el sur, cerca del Río Negro y a varias leguas de Choele-
Choel, la pulpería de Manuel González había sido el refugio de loa
aburridas y de las domados a lazo por la estación inclemente.
154
En el resguardo de la glorieta, se amontonaban los paisanos po-
bres,
bebedores de caña y de ginebra, devotos del naipe y volunta-
rios
narradores de aventuras moreii escás, que el galleguito depen-
diente
escuchaba detrás da la reja con las manos en las quijadas y
la boca abierta.
Adentio, en la gran pieza que servía de comedor y de sala, todas
las noches había tertulia de truco, presidida por don Manuel. ca
Nun-
faltaban cuatro "piernas" para una partida y la botella de caña y
el mate amargo, circulaban sin descanso, desde las ocho de la ñana
ma-

hasta las dos o las tres de la madrugada.


Casiano solía tomar parte en el juego; pero sólo en casos de in-
dispeniable necesidad, en las ravas ocasiones en que faltaba una

*'pieina".A él le gustaba mucho el truco, pero nadie lo quería por


compañero; hallaban que era muy sonso y que no sabía mentir:
cuando "'tenía cartas", se las e¿"'aban adivinando por el "lomo" y
cuando se hallaba "ciego", era más conocido que la fonda del blo.
pue-
por Si
cascualidad "ligaba' treinta y tres, nadie le daba una
"falta"; y si se aventuraba a "retrucar" con el "bastillo',era a la fija
que lo estaba esperando la "espadilla' para ensaitarle en un "vale
cuatro'. Siempre había sido así Casiano: desgraciado como llo
potri-
nacido en viernes santo.
Por eso a menudo debía resignarse a pasar la noche cebando te,
ma-

y observando el juego de los demás. De lejos, porque ninguno


consentía que se sen' ase al lado suyo; que sentarse Casiano al lado
de un jugador y perder éste le 'liga",todo era uno: no había peor
"lechuza" en toda la extensión del territorio.
Siempre había £ido así
demasiado Casiano:
manso, excesivamente
bueno, extremadamente sonso; y de ahí desgraciado en todos los
viajes de la vida, y seguro de errar, lo mismo apuntando al 'siete"
que a la "sota", lo mismo persiguiendo "mayor" que dose
encaprichán-
en "menor". Para Casiano, ni el barro clavaba una suerie en
la taba de la existencia; era una taba lisa que en ninguna de sus
dos caras ofrecía el relieve de la S ganadora; como quiera que ca- yese,
era siempre pérdida.
El se había acostumb.ado a aquella adversidad constante, como
se acostumbra el mancarrón del pobre a los lomillos herejes, a los
pastos ruines y a los galopss inconsiderados. Sin embargo, de tiempo
en tiempo, su desventura solía amargarle demasiado, generando mo
co-

un conato de rebelión, un súbito deseo de corcobiar, que se tinguía


ex-
de inmediato, en un tris'^e y resignado abatimiento de la ca-
beza...

¿Para qué?... Cada hombre nace con su destino, y pre- tender


cambiarlo, es como intentar cambiarle de pelo a un animal,
iEl que ha nacido sonso, será siempre sonso, como será siempre
"pangaré" el caballo que pangaré salió del vientre de la yegua!
Y en una de las últimas noches de aquel invierno, Casiano sufrió
como nunca del eterno desdén de la fortuna. Se jugaba fuerte lla
aque-
noche en el comedor
pulpería de don Manuel.de la
Se jugaba
fuerte y se bebía fuerte: a. ^°s de las doce, Ceusiano había ido cinco
veces hasta el bocoy de la esu-'^a,para llenar de caña la limeta. El
también había bebido bastante y sentía en el cuerpo el cosquilleo d©
todos los apetitos insastifechos en su larga existencia miserable.
L^"5
Entre partida y partida, entre un "resto" ganado y una "contra j|
flor" perdida, los jugadores hablaban. Hablaban de sus juventudes
distantes, de sus aventuras lejanas, de sus tragedias remotas, de sus
amores olvidados, de cuanto significaba algún triunfo, alguna espe- ranza
realizada, algún deseo satisfecho, algún orgullo triunfante. Y
a través de la escarcha superpuesta de muchos inviernos, en el alma
de todos ellos perduraba la flor de vanidad de un éxito. Hablaban de f
mujeres y hablaban de amores, con la jactanciosa petulancia de los
viejos, que han perdido la facultad de retozar sobre las lomas verdes
que la primavera afelpa y taracea con florecitas multicromadas.
Casiano oía y sufría. Dentro de su alma, en el gran odre vacío, I
resecado en medio siglo transcurido a la espera de sensaciones amo- |
rosas, resonaban, como sobre el estirado parche de una tambora,
aquellas frases que invocaban besos y caricias, espasmos y deliquios.
¡Ser amado una vez!... ¡Ser dueño un instante de un corazón de '.
mujer, aún cuando ese instante fuese rápido como el brillar de un
bichito de luz, como la emoción de una carrera de trescientas ras!...
va-

¡Poseer el recuerdo de una hora feliz que sirva para explicar


la existencia; montar ^
alguna vez un caballo de su marca y carnear,
siquiera un día, una oveja de su señal; poder tarjar un triunfo en

la lonja de la vida; hacer indeleble una fecha, guardar memoria de


una taide en que, al apagarse el sol y al asomar la noche, las bras
som-

le encontraran desangrando feliz por sus múltiples heridas de


vencedor!... ¡Pero nada! Para Casiano, la existencia había sido una

pampa interminable, lisa, uniforme, desesperante en su monotonía


colosal. Y por sobre esa planicie desolada, él había trotado triste y
aburrido, durante cincuenta años. Y en su miserable docilidad de
beitia buena, confiaba aún y esperaba todavía ! Aquella noche, . . .

espolonado su espíritu perezoso por las frecuentes libaciones tuvo


como la vislumbre del éxito.

¡Si es
no aura, no es nunca! — se dijo. Y le dio otro beso a la
botella. Luego, tomando la pava, exclamó en voz alta:

L'agua está friona: le viá dar un calorcito.
Salió. Con paso mal seguro atravesó el patio, llegó hasta la cocina,
donde Clota, la peona, una mulata sucia y fea y vejancona, raba
prepa-
la cena con que los trasnochadores acostumbraban dar remate
a la jugada. Casiano, con singular osadía, se acercó hasta rozar con
su brazo el brazo de la fregatriz.Y con entonación melosa, dijo, po-
niendo
los ojos en blanco:

¿Me dá un lugarcito pa la pava?
Ella respondió con voz agria y soñolienta:

¡Dale a jeringar con la pava!...
El infeliz recordó qua había oído a los patrones mentar la audacia
como de máxima eficacia en las lides amorosas; y su intento fué "ir-
se
al bulto" y estrechar a la mulata entre sus brazos con caricia tal.
bru-
Pero la eterna timidez de su vida le agarrotó la voluntad. Un
triunfo así no era triunfo; no era el triunfo que anhelaba su alma,
ávida de cariños más que de satisfacciones groseras. Por eso, como

siempre, en todos los instantes de su vida, en vez de obrar, habló,


y, claro, como siempre, perdió la partida.

156
— No se enoje, Clota, que yo la quiero en deberás y las buenas zas.
ma-

. .

La sirvienta, medio dormida, cansada con el penoso tragín de todo


el día y la mitad de la noche, le arrebató la pava, lo hizo trastabillar
de empellón
un y exclamando heló fiuriosa:
sus entusiasmos
¡Bueno,
— bueno! ¡Traiga la pava y no sea zonzo, que no está
la noche pa baile, ni yo plancho pa que usté arrugue ! . . .

De la insolente respuesta, Casiano guardó una sola palabra: "¡Zon-


zo!..."
El debía ser eternamente un zonzo y allí estaba el secreto
de su empecinada mala suerte. ¡Ni aquella arrastrada le llevaba el
apunte! Hasta en ese cañadón barrioso le imposible
era que el baño
calmase las ardencias de su alma sensitiva despreciada! ¡Mi¿eria!...
y
Bajó la cabeza, y cuando la caldera 'empezó a chillar", la tomó en
silencio, y salió y atravesó el patio dando traspiés y murmiurando con

profunda amargura:
¡Miseria!... ¡Miseria!...

No-ha-de

La vio que paseaba


una distraído
tarde por las pardas barran-
en cas
y arenosos zanjones del humilde barrio llamado en la orgullosa —

ciudad de las siete Corrientes "Cambacuá"; y que es, efectivamente, —

la "cueva de los negios", de los pocos negios subsistentes en la ja


vie-
tierra indiana.
El descendía, admirando el agreste paisaje, cuando ella ascendía,
inclinando el cuerpo con el peso de la enorme cesta que llevaba al
brazo. La vio y quedó fascinado.
Era joven y de una
muy perfecta hermosura indígena. Los des
gran-
ojos negros, iluminaban su esférico rostro broncíneo; bajo la na-
ricita respingada, que dijérase la chimenea de una fragua para fun-
dir
metales de amor, abríanse en expansión florá.cea los carnosos

labios trémulos; la cúspide de los senos nacientes se insinuaban tras


el tenue percal de la bata; la cadera opulenta y los muslos dos
tornea-
trasmitían extremecimientos tentadores a la roja pollera de sa- raza;

las piernas desnudas, admirablemente modeladas, parecían dos


columnas de cobre reposando sobre unos pies de princesa.
Varias mañanas, en esas luminosas mañanas correntinas en que el
aire embriaga con el aliento capitoso de los azahares, la vio pasar con

la cesta de "chipá", torta de mandioca que la madre amasaba en la


noche y ella iba a vender en el mercado.
Un día se atrevió a interpelarla.

¿Quiere venderme tocios los "chipá"? le dijo. —

La criolla ¿e detuvo so. prendida, lo miró, sonrió y te


desdeñosamen-
echó a andar diciendo:
— No-ha-de.
Jacobo no atinó una respuesta, desconcertado por la actitud y
por la voz de la morocha. Sin embargo, su admiración crecía y todas
las mañanas y todas tarde j, iba, casi
las automáticamente, a pasear
por las barrancas, pretextando el encanto del paisaje, pero en dad
reali-
por el deseo de verla pasar, siempre seria y huraña.
Aquello había llegado a ser como una preocupación enfermiza
157
contra la cual su voluntad luchaba sin resultado. Era absurdo, lo
reconocía pero no podía dominarlo.
Una de esas tardes había tentado una excursión en rumbo opuesto,
y ¿in advertiilo, por imposición tiránica, echó a andar, lentamente,
muy lentamente, hacia la pintoresca ranchería de Cumbacuá.
Era una tarde cálida. Parecían de oro las arenas de la playa; recían
pa-
de nácar las aguas del río, limitadas allá lejos, muy lejos, por
la compacta muralla oscura de la selva chaqueña.
En la ribera dormían
las barcas, suavemente balanceadas por la
corriente; playa arenosa en la
afanábanse las viejas lavanderas
en su final de labor; y encaramados sobre los negros peñascos, bos-
tezaban
los pescadores de "dorados", sosteniendo entre sus dedos
callosos el piolín del aparejo. Las nubes iban finándose de un do
viola-
enfermizo, y las aguas, al rodar presurosas en el crepúsculo tibio,
modulaban como un canto muy suave, muy tierno, muy co,
melancóli-
cual si desearan imitar el susurro de los remojos manantiales de
don-
crecieron, allá en las boscosas fraguas del trópico.
Recostado al tronco de su enorme "timbó", Jacobo permaneció
más de un cuarto de hora, sumeigido en una especie de dulce nolencia.
som-

Luego, tendió la vista por la senda tortuosa que conducía


al centro ciudad, esperando
de laver surgh, sobre ella, la gallarda
silueta de Eudoxia, la linda vendedora de "chipá".
Ya era tarde, ya estaba oscureciendo, cuando ésta apareció andan-
do
de prisa, el cuerpo derechito, y la vista baja, como siempre.
Buenas

tardes, amiga díjole el mozo, y ella respondió con au

vocecita de pájaro:

Buena.

¿No ninguna le queda
torta?
— Nada queda dijo ella, deteniéndose
no me y fijando en él,

por vez primera, sus grandes ojos, hermosos y tristes.


Jacobo, logrando dominar la extraña timidez de los días anterio-
res,
se aventuró a exclamar:

¿Por qué es tan huraña conmigo? ¿Me tiene mieaw?

Nunca no tengo miedo yo.

¿Entonces por qué se marcha siempre, por qué no quiere versar
con-
conmigo?

¿Para qué?

Para darme la gran alegría que me da en este momento y que
puede darme todos los días, permitiéndome verla, oiría, hablarla,
durante unos minutos siquiera.
— Nada no va a ganar.
— Mucho: ser feliz.
Ella lo miró fijamente y con voz triste, díjole:

"¡Caray yapú!" (hombre embustero) —

y se alejó sin volver la


cabeza.

Esa noche, concluida la cena, Jacobo se encerró en el cuartejo de


la fonda para meditar a gusto, mejor dicho, para soñar a gusto.
¡Amaba entrañablemente a la crioUita!. . . ¿Y qué?... Ella era muy
l.'Sfí
pobre, hija única de una honrada mujer, viuda de un oficial de licias
mi-
muerto en la guerra; pero ¿y él mismo qué era?... Pobre bién,
tam-
sin más recursos que su modesto sueldo de empleado público;
huérfano descendiente de una familia quizá más humilde que la de
Eudoxia, solo, joven, libre...
Durante una semana continuó yendo todas las tardes a Cambacuá,
para tener el gusto de ver un momento y cambiar unas palabras con
la gallarda y esquiva morocha. Varias veces intentó manifestarle un

propósito que había ya decidido en su conciencia; pero siempre, tes


an-

de que hubiera conseguido dar forma al pensamiento, ella se

había marchado con un indiferente:



Adiós, che amigo.
Y efectivamente, una tierna amistad los fué uniendo poco a poco.
La3 entrevistas fe prolongaban algo más, aún cuando las nes
conversacio-
no fuesen más extensas.
Sin embargo, Jacobo decidió concluir de una vez. Una tarde la
esperó al pie de la barranca, cerca del río. junto a un delicioso giu-
po de sauces llorones. Con voz emoconada le pintó su cariño y su

propósito deella. Eudoxia,


casarie protestaba; aquello no
con podía
ser, ella no era "decente", él era un '"mozo'' quería engañarla. El iba
destruyendo todas sus objeciones, con palabra cálida, con acento apa-
sionado...
Ella escuchaba con embeleso, sin retirar sus manos de las
manos del mozo, sin los ojos del rostro amigo. Su
apartar cuerpecito
menudo y grácil temblaba y sus labios enmudecían.
pronto, bajó
De la vista. Su mirada se fijó en sus piececitos desnu-
dos
y en los zapatos de charol de Jacobo y aquello fué el derrumbe
de un ensueño que empezaba a edificarse en su cabeza y en su cora-

BÓn. Lanzó un grito, miió a su amigo con los ojos húmedos de llanto
retiió bruscamente las manos, y echó a correr, exclamando con grimas
lá-
en la voz:


¡No-ha-de ! . . . ¡No-ha-de ! . . .

FIN

159
LECTURAS SELECTAS

Selección de obras maestras de la literatura

sudamericana.

MARÍA, por Jorge Isaacs.


2

MILONGAS CLASICAS, por Almafuerte.

LA BIBLIA GAUCHA, por J. de Viana

ELISA LYNCH, por Héctor F. Várela.

Próximamente :

Obras de Zorrilla, José Asunción Silva, Vi-


cente
Fidel López, Maturana, Cambaceres.

Agentes exclusivos para la venta:

EDITORIAL TOR
Río de Janeiro 760 — Buenos Aires
P" Viana, Javiei- u-j

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