Casa Real Espana
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La civilización romana en la Península a partir de finales del siglo III a. de C. consolidó esa
tendencia al incorporar la Península —desde entonces conocida como Hispania— al marco
del Imperio Romano. Éste se afirmó como una construcción política netamente monárquica
desde la plena incorporación de Hispania en tiempos del primer Emperador, Augusto.
Hispania dio a Roma algunos de sus principales emperadores, como Trajano —que
extendió sus fronteras desde las islas Británicas a Mesopotamia, incluyendo la actual
Rumanía; Adriano y Marco Aurelio —conocidos por la impronta cultural, filosófica y
artística que legaron; o Teodosio el Grande, que dividió definitivamente el Imperio en dos
partes, posibilitando de este modo la existencia y continuidad de un gran Estado de cuño
grecolatino en el orbe oriental —el Imperio Romano de Oriente, comúnmente llamado
Imperio bizantino— hasta los albores de la Edad Moderna a mediados del siglo XV.
El colapso y la desintegración del Imperio Romano Occidental, en gran parte propiciados
por la incursión de pueblos de origen germánico organizados también al modo monárquico,
trajeron consigo la articulación de reinos independientes en las antiguas provincias
romanas. En Hispania, se instaló a partir del siglo V d. de C. el pueblo visigodo que,
oriundo del norte de Europa, venía transitando por territorio romano desde hacía varios
siglos. Ya el Rey Ataúlfo, primer monarca visigodo que reina en Hispania todavía bajo
soberanía formal romana, adoptó disposiciones regias en lo que se considera una muestra
de ejercicio de poder real autónomo en España hace mil seiscientos años. Posteriormente,
con el Rey Leovigildo y sus sucesores, se alcanzó en los siglos VI y VII una forma de
unidad política, territorial, jurídica y religiosa del territorio hispánico tras ser reducidos
algunos poderes rivales como el Reino suevo instalado en el noroccidente peninsular y tras
unificar códigos legales para su aplicación indistinta a los pobladores de origen romano y
godo y al lograrse la unidad religiosa en torno al catolicismo tras el definitivo apartamiento
del arrianismo.
La Monarquía hispanogoda, que se reconoció política y legalmente heredera y sucesora de
Roma en la Península, constituye la primera realización efectiva de un Reino o Estado
independiente de ámbito y territorialidad plenamente hispánicos. Su Corona o jefatura
máxima tuvo carácter electivo al ser seleccionados sus monarcas dentro de una determinada
estirpe.
El derrumbamiento del Reino hispanogodo como consecuencia de sus conflictos intestinos
y de la conquista musulmana dio comienzo al largo proceso convencional e históricamente
denominado Reconquista. En varios núcleos cristianos del norte peninsular —
particularmente en Asturias— se constituyeron reinos y espacios articulados
monárquicamente que, de manera paulatina e ininterrumpida, procedieron a recuperar el
territorio peninsular teniendo como referente el extinguido Reino hispanogodo y como
objetivo su plena restauración.
Asturias, Galicia, León y Castilla, así como Navarra, Aragón y los condados catalanes
consolidaron sus solares originarios y ampliaron sus territorios favoreciendo también la
creación de nuevos reinos en los espacios adyacentes. Así se articularon en la Península e
Islas otros reinos como Portugal, Valencia y Mallorca. Por aquellos siglos, el sector
peninsular correspondiente a al-Andalus, se organizó, como el cristiano, al modo
monárquico constituyéndose, según los distintos periodos, el Emirato y el Califato de
Córdoba y, después, los reinos de Taifas.
Cabe destacar que tanto en la Hispania cristiana heredera de la tradición hispanorromana e
hispanogoda como en al-Andalus se organizaron institucionalmente las más altas
percepciones de las cosmovisiones monárquicas que imperaban en el mundo de entonces.
Así, si en la Europa occidental el máximo rango político-formal correspondía al Emperador
del Sacro Imperio Romano Germánico, en la España cristiana fueron varios los Reyes —
particularmente Alfonso VI y Alfonso VII de León y de Castilla— que asumieron la
dignidad de Emperador de España o de las Españas. En tierras hispanomusulmanas,
monarcas de Córdoba adoptaron los títulos de Emir y Califa al igual que sus contrapartes
del universo islámico afroasiático con centros en Damasco o Bagdad.
La culminación de la Reconquista a fines del siglo XV tuvo como resultado la extinción del
espacio hispanomusulmán y la convergencia política y territorial de las principales Coronas
españolas, las de Castilla y Aragón, con unos mismos monarcas, los Reyes Católicos Isabel
y Fernando. A esa unión monárquica se incorporaron poco después el Reino de Navarra y,
a finales del siguiente siglo, con Felipe II, el Reino de Portugal, lográndose así la completa
unión peninsular hispánica, o ibérica, en el marco de una Monarquía común.
Coetáneamente, y también con posterioridad, durante los siglos XVII y XVIII, la
Monarquía de España adquirió una dimensión planetaria con la consiguiente incorporación
de territorios y reinos en diferentes continentes. Los pueblos y territorios de América se
organizaron como los de las tierras andaluzas después de las conquistas de tiempos de
Fernando III el Santo. Lo mismo que en Andalucía se formaron reinos —los de Jaén,
Córdoba, Sevilla, y posteriormente Granada— en Indias también se constituyeron reinos
con virreyes como delegados del monarca, en Nueva España, El Perú y posteriormente, en
Nueva Granada y en el Plata, por lo que el Rey se consideraba sucesor de los emperadores
autóctonos, como se quiso expresar mediante las esculturas de Moctezuma, último
emperador azteca, y de Atahualpa, último emperador incaico, situadas en una de las
fachadas del Palacio Real de Madrid.
El título o tratamiento tradicional de Católicos concedido a los Reyes de España por el papa
Alejandro VI en 1496, a Fernando, Isabel y sus sucesores, hizo referencia en su momento a
la concreta adscripción religiosa del monarca y a su defensa de la fe católica, aunque
también denotaba, según ciertas interpretaciones, una proyección de carácter ecuménico y
universalista en un momento en el que, por primera vez en la historia del mundo, un poder
político —en este caso la Monarquía Hispánica— alcanzaba una dimensión global con
soberanía y presencia efectiva en todos los continentes —América, Europa, Asia, África y
Oceanía— y en los principales mares y océanos —Atlántico, Pacífico, Índico y
Mediterráneo.
Consecuencia del proceso histórico acumulativo e incorporador de la Monarquía española
fueron las específicas titulaciones utilizadas por los Reyes de España. Junto al título corto
—Rey de España, o de las Españas— que hace referencia sintética al solar originario de la
Monarquía, se utilizó oficialmente en cada reinado y hasta el siglo XIX el título grande o
largo con explícita mención de los territorios y títulos con los que reinaba el monarca
español, con los que habían reinado sus antepasados o sobre los que se consideraba tenía
legítimo derecho. Sirva como muestra la extensa titulación de Carlos IV, todavía en 1805,
plasmada en la Real Cédula que precedía al texto legal de la Novísima Recopilación de las
Leyes de España con ocasión de su promulgación: “Don Carlos por la gracia de Dios, Rey
de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalem, de Navarra, de
Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Menorca, de Sevilla, de
Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de
Gibraltar, de las Islas de Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, islas y Tierra
firme del mar Océano; Archiduque de Austria; Duque de Borgoña, de Brabante y de
Milán; Conde de Apsburg, de Flandes, Tirol y Barcelona; Señor de Vizcaya y de Molina”.
Cabe subrayar que la vigente Constitución Española, en su artículo 56.2, señala que el título
del Jefe del Estado “es el de Rey de España y podrá utilizar los demás que correspondan a
la Corona”.
Como vértice superior del Estado monárquico, a la Corona le correspondió en tiempos
medievales y en el Antiguo Régimen las máximas y más amplias funciones gubernativas y,
por ello también, una especial responsabilidad tanto en los aciertos como en los errores.
Sancho III el Mayor, Rey de Navarra, ya en el siglo XI reunió bajo su trono una parte
sustancial de la España cristiana. Sin embargo, al igual que otros Reyes medievales
hispanos y por causa de una tradicional visión patrimonialista de la Monarquía, dispuso que
se dividieran sus dominios tras su fallecimiento. El Rey de León Alfonso IX se adelantó a
su tiempo convocando en 1188 las primeras Cortes de la historia europea con participación
ciudadana, noble y eclesiástica. Fernando III el Santo unificó definitivamente los Reinos de
Castilla y de León dando un impulso irreversible a la Reconquista. Alfonso X el Sabio
favoreció la cultura y las artes, además de establecer los fundamentos legislativos y
hacendísticos de una nueva forma de Estado monárquico. Jaime I de Aragón y sus
sucesores afirmaron la unión política de los territorios de la Corona aragonesa y su
expansión ultramarina mediterránea.
Ya en la Edad Moderna, los Reyes Católicos, además de completar la Reconquista y
posibilitar el descubrimiento del Nuevo Mundo, impulsaron el Derecho de Gentes —
embrión y base del futuro Derecho Internacional— así como una legislación indiana, nueva
en su tiempo por la protección de derechos que propugnaba y la alternativa expulsión-
conversión al cristianismo de la población judía en España. Carlos I, que con los recursos
políticos, económicos y militares de España sumó a sus dominios el Sacro Imperio Romano
Germánico y, sobre todo, los grandes Imperios y territorios americanos de México y Perú,
se convirtió por ello en uno de los monarcas más famosos de la Historia Universal, más
conocido como Carlos V el Emperador. No obstante, dio término a los movimientos que en
España luchaban por las libertades de las ciudades en torno a 1520. Felipe II, unificador de
la Península al incorporar Portugal a la Corona —y que previamente había sido Rey de
Inglaterra e Irlanda por vía matrimonial— representó el apogeo de la Monarquía Hispánica
en el mundo, la cual mantuvo una posición preeminente de hegemonía con Felipe III y
Felipe IV —el Rey Planeta—, hasta mediados del siglo XVII. Tras el periodo ilustrado del
siglo XVIII, impulsado por soberanos como Felipe V, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV
siguieron tiempos de inestabilidad política, económica y social con motivo de las
consecuencias de la guerra contra los ejércitos de Napoleón Bonaparte entre 1808 y 1814.
El tránsito del Antiguo Régimen al Estado Liberal es también el tránsito de la soberanía
como competencia del Rey a la soberanía como atributo exclusivo de la Nación y así se
estableció en Cádiz con la Constitución de 1812. En ese proceso de traslación de la
titularidad de la soberanía hacia el pueblo, el monarca se afirmó como la máxima
representación institucional y personal de la Nación soberana. Esta traslación es
fundamental para comprender la identidad final del Rey en la actualidad como Jefe del
Estado y representante máximo de la Nación en la cual reside la soberanía.
A la muerte de Fernando VII y en tiempos de su viuda, la Reina Gobernadora María
Cristina de Borbón, se favoreció el cambio político para culminar en la Constitución de
1837, con lo que España pasó de estar regida por una monarquía absoluta a que la soberanía
residiera en la Nación. El siglo XIX español —que viviría un breve periodo republicano—
fue testigo de guerras internas entre isabelinos y carlistas. Al mismo tiempo, durante el
reinado de Isabel II, España experimentó cambios de gran trascendencia económica,
política y social, al establecer sistemas monetario, hacendístico e institucional propicios a
fomentar un proceso de industrialización fundado en los grandes cambios en los transportes
(especialmente con el ferrocarril) y en las comunicaciones, y con una legislación que
favoreció la creatividad y las iniciativas empresariales.
El periodo de la Restauración iniciado en 1875 con Alfonso XII acabó en 1931 con la
proclamación de la II República y el final del reinado de Alfonso XIII. Fueron años de gran
crecimiento económico fundado en la industrialización de España, favorecido por la
neutralidad durante la primera guerra mundial. En 1947, ocho años después del final de la
Guerra Civil Española y en pleno régimen dictatorial, se estableció por Ley que España era
un Estado constituido en Reino.
El acceso de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I a la Jefatura del Estado en 1975
favoreció e impulsó la Transición a un régimen democrático de libertades plenas y a un
Estado social y de Derecho consagrado en la Constitución de 1978. Los decenios
transcurridos desde entonces se consideran los de mayor progreso económico y social de
toda la Historia contemporánea de España.
***
Al linaje real español, que tiene sus raíces en las familias reales de los antiguos reinos
cristianos hispánicos de la Alta Edad Media, se adscribieron en cada periodo histórico
diferentes casas dinásticas, cada una de ellas con un apellido específico con el que se
designó a la familia real. Así, aunque se admite convencionalmente y desde criterios
clasificatorios e historiográficos que sobre la totalidad de España desde su unificación han
reinado las Casas de Trastámara, Austria y Borbón, en realidad existe una continuidad
dinástica y de linaje que liga genealógicamente al actual titular de la Corona de España, S.
M. el Rey Don Felipe VI, con la generalidad de los Reyes españoles de las Edades Moderna
y Contemporánea y con los más remotos monarcas de los reinos medievales peninsulares.
Reales Sitios
Patrimonio Nacional administra y gestiona los bienes que la Corona cedió al Estado,
conservando su derecho de uso y teniendo, entre otros, un triple objetivo: poner a
disposición de todos los ciudadanos uno de los conjuntos culturales más importantes de
Europa; conservar y restaurar sus bienes históricos muebles e inmuebles y preservar y
respetar el medio ambiente, flora y fauna de los bosques y jardines que administra.
Patrimonio Nacional se rige por la Ley 23/1982, de 16 de junio, que regula su doble
finalidad: por una parte, dichos bienes están destinados al uso y servicio de Su Majestad el
Rey y de los miembros de la Familia Real para la alta representación que la Constitución y
las leyes les atribuyen; por otra, Patrimonio Nacional debe cumplir las funciones culturales
determinadas por la naturaleza y la importancia histórica de dicho sistema de bienes,
declarados en su mayor parte de interés histórico-artístico, lo que requiere actuaciones de
mantenimiento, restauración, investigación, conservación, exhibición, docencia y difusión
cultural.
Patrimonio Nacional gestiona ocho Palacios Reales, cinco Residencias Reales de Campo y
diez Monasterios y Conventos fundados por la Corona, además 20.500 hectáreas de bosque
y 589 de jardines históricos, de las cuales 154 han sido reconocidas como Paisajes
Culturales Patrimonio de la Humanidad. Asimismo, administra los bienes muebles y las
Colecciones de Arte conservadas en dichos lugares, así como los bienes asignados para el
uso y servicio de la Corona y las donaciones hechas al Estado por Su Majestad el Rey.
Los Reales Sitios son utilizados para las ceremonias de Estado y actos oficiales más
relevantes del Reino de España. Los más destacados son los que se celebran en el Palacio
Real de Madrid.
Los Museos de Patrimonio Nacional en los Reales Sitios están abiertos al público. Los
visitan anualmente más de tres millones de personas, lo cual convierte a la institución en
uno de los principales Organismos culturales de España.
REALES ALCÁZARES
REAL MONASTERIO DE LA
ENCARNACIÓN