Op Ud 33

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OP UD 33.

LA MONARQUÍA HISPÁNICA BAJO LOS AUSTRIAS:


ASPECTOS POLÍTICOS, ECONÓMICOS Y SOCIALES. / CS 2 UD 10. El
imperio de los Austrias.

INTRODUCCIÓN.

1. CARLOS I DE ESPAÑA, V DE ALEMANIA (1516-1556).


El imperio de Carlos V.
LA POLÍTICA INTERIOR.
Comuneros y Germanías: nacionalismo y revuelta social.
El gobierno.
El auge económico.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras en el Mediterráneo.
Las guerras con Francia.
Las guerras en Alemania.

2. FELIPE II (1556-1598).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La reacción conservadora.
El gobierno autoritario.
La política económica.
LOS CONFLICTOS INTERNOS.
La rebelión morisca (1565-1568).
La rebelión de los Países Bajos (desde 1566 a 1648).
La anexión de Portugal (1580).
La revuelta de Aragón (1591).
LA POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra con Francia.
La guerra en el Mediterráneo.
La intervención en las guerras de religión de Francia.
La guerra con Inglaterra.
EL FIN DEL REINADO.

3. FELIPE III (1598-1621).


LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
La expulsión de los moriscos.
La decadencia económica y social.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
El pacifismo.

4. FELIPE IV (1621-1665).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
Los programas fallidos de reforma.
La gran crisis de 1640.
POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra de los Treinta Años y la guerra con Francia.
EL FINAL DEL REINADO.

5. CARLOS II (1665-1700).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La regencia (1665-1675): Mariana de Autria, Nithard, Valenzuela.
El reinado (1675-1700): Juan José de Austria, Medinaceli, Oropesa.
El neoforalismo.
El auge de la nobleza.
La crisis en su abismo (1665-1680) y la recuperación demográfica y
económica desde 1680.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras con Francia.
EL CAMBIO DE DINASTÍA.

6. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS.


LA SOCIEDAD ESTAMENTAL.
La población.
La estructura social en estamentos: nobleza, clero, burguesía,
campesinado.
La decadencia social.
La religión.
LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA.
La estructura política.
Del autoritarismo regio a los validos.
Los funcionarios.
El ejército y la armada.
La Hacienda pública.
LA ECONOMÍA.
Una periodización de la evolución económica.
La agricultura y la Mesta.
La artesanía y el comercio.
El sistema monetario.
El impacto de los metales preciosos de América.
LA CULTURA Y LAS ARTES.
Las letras.
Las ciencias.
Las artes.

La UD se desarrolla con un orden cronológico tradicional, una división por


reinados, pues tiene la ventaja de que es muy clara y que la mayoría de los
manuales la siguen. Al final, empero, se dará una visión general de los
aspectos sociales, políticos, económicos y culturales.
Un resumen.
Las bases de la época moderna se sentaron en el reinado de los Reyes
Católicos, cuando se forjó la unidad del país en una monarquía nacional y
autoritaria, pero con una unión sólo dinástica, manteniendo cada Estado sus
leyes e instituciones.
Durante los siglos XVI y XVII, España, gobernada por los Austrias (también
llamados los Habsburgo), recorre su ciclo hegemónico en el mundo y acaba
solo en potencia de segundo orden. Un contraste claro, pues, entre el
apogeo del siglo XVI y la decadencia del siglo XVII. El largo periodo de los
Austrias españoles es decisivo para nuestra historia: desde el apogeo a la
decadencia, desde la creación del primer gran imperio mundial de la historia
hasta la caída a potencia menor, desde las grandes esperanzas hasta la
miseria.
En poco más de un siglo, la recién unificada Corona hispana se convirtió en
un vasto imperio; un imperio en el que, como se decía en tiempos de Felipe
II, “nunca se ponía el sol”. Esta primera parte del reinado de los Habsburgo
constituyó así el periodo dorado de la monarquía española. Carlos I y Felipe
II hicieron del trono hispano y de su Corte el punto de referencia de los
demás Estados europeos. Pero la unidad del imperio estaba vinculada a los
éxitos militares, y en el momento en que la suerte comenzó a resultar
adversa se inició su desmembramiento. Desde Felipe III el poder español
menguaba, a la par que la Corona perdía el prestigio de antaño. La
decadencia inició un camino sin retorno que tuvo como triste colofón el
reinado de Carlos II el Hechizado, antesala de la Guerra de Sucesión, del
ascenso de los Borbones y de la liquidación de los dominios hispanos en
Europa.
Durante la mayor parte del siglo XVII la economía española se hundió en
una profunda decadencia, manifestada en la insolvencia de la
Hacienda pública por las grandes deudas con los prestamistas extranjeros,
los impuestos excesivos, las frecuentes bancarrotas, la emisión de moneda
inflacionaria de baja calidad (el vellón de plata con una fuerte proporción de
cobre); la persistencia de malas cosechas con sus consecuencias de hambre
y peste, y el abandono de la agricultura en la Meseta; la expulsión de los
moriscos, que eran un grupo de agricultores muy activos y especializados;
la decadencia de las ciudades industriales y comerciales de Castilla y
Andalucía; la disminución de la llegada de metales preciosos americanos y
el correlativo descenso de la demanda de productos hispanos por los
colonos americanos. Así pues, España, que protagonizó la apertura del Viejo
Mundo hacia América, quedó rezagada del impulso económico que generó,
por primera vez en la historia, un mercado a escala mundial.
Por contra, la primera mitad del siglo XVII fue el culmen del Siglo de Oro, la
cima de la cultura barroca española, sobre todo en los campos de la
literatura y el arte.

1. CARLOS I DE ESPAÑA, V DE ALEMANIA (1516-1556).

El Emperador Carlos V con perro. Retrato de Tiziano. Col. Museo del Prado,
Madrid.
Carlos de Habsburgo (1500-1558), nacido en Gante (Flandes) y fallecido en
Yuste (Extremadura), marca su época con su personalidad e ideales.
La primera mitad del siglo XVI, la época de Carlos V como emperador de
Alemania (1519-1558) y Carlos I en su faceta de rey de España (1516-1556),
corresponde al cenit de la hegemonía hispana, aunque sea indispensable
deslindar lo propiamente español dentro del imperio.
Es evidente que España se vio sometida a exigencias dinásticas
(supremacía de la Casa de Austria en Europa), pero también que la
hegemonía española (conquista de América -Cortés en México, Pizarro en
Perú, Almagro y Valdivia en Chile; vuelta al mundo de Magallanes y Elcano;
monopolio de los metales preciosos indianos; expansión económica del siglo
XVI) favorece que asuma la responsabilidad del liderazgo.
La expansión económica general, pues la época de Carlos I es de auge
demográfico, monetario, financiero, agrícola, industrial, es paralela al
intento de un imperio universal en Europa y las Indias, y a un liberalismo
ideológico basado en el humanismo erasmista que promueve una solución
pacífica y dialogada al conflicto ideológico y religioso del Renacimiento y de
la Reforma protestante. Pero fue un intento abortado por la oposición de
poderosos grupos sociales de ideología conservadora.

El imperio de Carlos V.
La Península Ibérica al final del siglo XV y principios del XVI.
El imperio europeo de Carlos V (dominaba los territorios en color, aunque en
el Imperio Germánico ejercía una soberanía muy limitada).
En 1516 la muerte del rey Fernando el Católico sorprendió a su nieto, el
joven Carlos, en Gante.
Flamenco de nacimiento, Carlos se convirtió, por efecto de la combinación
de unas fabulosas herencias familiares, en señor de un extenso imperio.
Junto a los reinos de Castilla, Aragón y Navarra, con sus respectivas
posesiones en América (limitadas entonces al Caribe y algunos puntos en el
continente), en el Norte de África (Melilla, Orán, Argel, Bugía, Trípoli…) e
Italia (Nápoles, Sicilia, Cerdeña), heredados de sus abuelos maternos, los
Reyes Católicos, recibió de su abuelo paterno, Maximiliano de Habsburgo, el
patrimonio de la casa de Austria (el derecho preferente al Imperio, más el
dominio de Austria, Estiria, Carintia, Carniola, Sundgau), y de parte de su
abuela paterna, María, los territorios de la casa de Borgoña, que si bien
excluían al propio ducado borgoñón, sí incorporaban los Países Bajos,
Luxemburgo, Artois y el Franco-Condado entre otros territorios.
En 1519 Carlos I fue elegido emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, como Carlos V. Era un título más que un poder, pero conseguía
así la supremacía “ideológica” sobre la Europa Central y se convertía en el
mayor poder de Europa desde la época de Carlomagno.

LA POLÍTICA INTERIOR.
En el interior la represión de los prontos conflictos de las Comunidades en
Castilla y las Germanías en Valencia y Mallorca, implicó la derrota de los
intereses e ideales “burgueses” y la victoria de la aristocracia terrateniente,
estructurada jerárquicamente por el propio Carlos I, que reforzó su poder
socioeconómico en alianza con la Corona. Joseph Pérez (1982) remarca en la
monarquía de los Habsburgo el predominio de la aristocracia: «la fuerza
social que representa la aristocracia terrateniente, que ha salvado la
Corona en ambos casos. En la sociedad española del quinientos, los
elementos burgueses estarán siempre marginados; nunca podrán
contrarrestar la enorme influencia y el prestigio del estamento
nobiliario.» [Pérez, en Tuñón. 1982. V: 181-182.]

Comuneros y Germanías: nacionalismo y revuelta social.


La rebelión de las Comunidades de Castilla fue la gran crisis interna de la
monarquía.
A principios del reinado de Carlos I había una fuerte tensión social entre la
aristocracia, el campesinado y la burguesía, al tiempo que surgía un impulso
económico de la expansión americana y la ola de prosperidad europea. El
patriciado de la burguesía y el resto de las clases sociales urbanas, que
habían conseguido un nivel de desarrollo sin parangón en la historia
española, necesitaban un Gobierno cercano, defensor de sus intereses,
sobre todo en lo referente a los impuestos. Principalmente reclamaban una
menor presión fiscal y una mejor administración, “el buen Gobierno”. Eran
algunas de las demandas clásicas de todas las revoluciones burguesas. Y en
1520 la situación era explosiva.
Ante la pretensión de Carlos I de elevar los subsidios para costear su
coronación imperial y el creciente dominio de funcionarios extranjeros, las
ciudades castellanas se alzaron en armas en la guerra de las Comunidades
(1520-1522). La derrota de los sublevados comuneros en la batalla de
Villalar (1521) fue seguida de la inmediata decapitación de sus líderes
Padilla, Bravo y Maldonado, y por la toma de las ciudades rebeldes de
Valladolid, Ávila, Toro, Zamora, Salamanca y, finalmente, Toledo.
Joseph Pérez [Pérez. 1970: 451-508.] considera que la revolución comunera
fue para las clases urbanas una oportunidad histórica, según las tesis que
ya sostuvieron Larraz, Reglá y Soldevila. Fue un intento de configurar una
estructura política y económico-social favorable a sus intereses, aunque
también secundariamente se mezclaron algunos grupos rurales, clericales y
de otro signo ideológico o interés material. Pero la desunión y los
radicalismos, la falta de un programa reformista moderado y moderno
[González Alonso. 1981: 7-56.] que aunase en su torno los suficientes
apoyos, llevaría al movimiento a enfrentarse con la aristocracia dominante
en el Sur y a perder el apoyo de los grandes mercaderes del Norte. Aislada,
la revuelta debía sucumbir. La batalla de Villalar fue sólo un encuentro
menor (tal vez no hubo ni un muerto en el ejército real), pues la batalla
estaba perdida de antemano. La derrota de esta revolución marcó el sesgo
futuro de los acontecimientos, porque si por una parte su derrota era
inevitable por la debilidad de aquellas clases urbanas en medio de una
España predominantemente rural y nobiliaria, por otro lado su derrota
significó la consolidación de la alianza Corona-Nobleza que antes
referíamos, que se perpetuó hasta la quiebra del Antiguo Régimen. Desde
este momento la aristocracia comprendió que incluso una monarquía fuerte
y absolutista era preferible a un Estado de modelo burgués.
Así, el modelo de Estado y Sociedad en España se consolidara como
antagónico a los intereses urbanos, constantemente preteridos a los de la
nobleza, la Iglesia y una monarquía con vocación universal. Fue la primera
gran oportunidad perdida por el país para seguir el camino de las
sociedades burguesas del Norte de Europa. Dentro de Castilla los futuros
movimientos burgueses de cambio serían sólo reformistas, de un cariz
ideológico lleno de utopismo (como lo sería el arbitrismo), mientras que en
la periferia (sobre todo en Cataluña), adquirirían un carácter foral y
nacional, una voluntad de ser independientes y autónomos frente a un
poder central demasiado absolutista, corrupto, conservador y "feudalizante"
para llevar adelante el programa reformista de "buen gobierno" que
necesitaban las clases urbanas de la periferia.
Este planteamiento no es unánimemente aceptado. Zagorin [Zagorin. 1982:
301-325.] considera la revolución de los Comuneros de 1520 como «la
mayor rebelión urbana de la Edad Moderna europea». Para Menéndez Pelayo
y Gregorio Marañón es el último hito de la Edad Media, un intento de
reivindicar los privilegios medievales del patriciado urbano, una tesis que
comparte Chaunu. En cambio, Menéndez Pidal reivindica su carácter
republicano y su «profundo deseo de innovación en las instituciones
políticas del país» y Maravall la define como «la primera revolución de
carácter moderno en España y probablemente en Europa», una tesis
compartida por J. Pérez y Gutiérrez Nieto. Elliott escribirá desde una posición
muy crítica, a caballo entre las otras dos: «La revuelta de los Comuneros...
fue una empresa confusa que carecía de cohesión y un propósito bien
definido, pero que al propio tiempo expresaba hondas quejas y un ardiente
sentimiento de indignación nacional.» [Elliott. 1965: 158-159.] Era una
revuelta tradicionalista, poseída de una línea contra y no a favor de un
objetivo. Y este carácter negativo, poco o nada social por su excesiva
moderación en esta vertiente, demasiado político y poco constitucional a la
vez para ser suficiente, necesariamente debía llevarla a la derrota.

Las revueltas de las Germanías tuvieron un cariz social más acusado. Entre
1519 y 1523 Valencia y Mallorca vivieron el estallido revolucionario, en el
que la pequeña burguesía y el campesinado se unieron contra la nobleza. La
intervención de los ejércitos reales acabó con ellas y los líderes rebeldes
perecieron por asesinato, caso de Joanot Colom en Mallorca), o por
ejecución, como ocurrió con Joan Crespí en Mallorca y con Joan Llorenç y
Vicent Peris en Valencia.
Sobre las Germanías de Valencia y Mallorca la tesis más aceptada es que
fue «un movimiento popular cuyo significado no fue político sino social;
expresión del descontento del proletariado y aun de las clases medias
urbanas contra la nobleza.» [Domínguez Ortiz. 1983: 201. Lo mismo en
Duran, 1982.] Y si fueron derrotadas no fue por su debilidad interna como
por su aislamiento en el seno de una España dominada por la monarquía
absoluta. Era una máquina revolucionaria y sangrienta, muy alejada de la
moderación de los comuneros y en estas condiciones la burguesía abandonó
el movimiento muy pronto, pudiendo capear así mejor las consecuencias de
la posterior e implacable represión.

El gobierno.
Carlos I gobernó apoyado en sus secretarios y en los Consejos, delegando su
poder en su familia, primero en su esposa Isabel de Portugal y después en
su hijo Felipe.
La nobleza acaparó la mayor parte de los cargos administrativos
importantes, pero la clase media de funcionarios también creció. El
emperador confió los asuntos castellanos a su secretario Cobos, mientras
que los asuntos imperiales quedaban para el cardenal Granvela. Era un
equipo “erasmista”, partidario del pactismo, para constituir un imperio más
ideológico que militar.
Se organizó el imperio colonial con la creación del Consejo de Indias y de los
virreinatos de Nueva España (México) y del Perú.
El emperador promovió numerosas obras que presentaran su grandeza al
pueblo, y destaca en especial su palacio en Granada.
El Palacio de Carlos V en Granada.

El auge económico.
El reinado de Carlos I fue una época próspera: la población experimentó un
fuerte aumento, con el crecimiento de la demanda y de la producción, la
moneda fuerte de oro y el enriquecimiento de la burguesía. La entrada
masiva de metales preciosos americanos y la demanda de los colonos
americanos impulsaron la demanda y la producción de trigo, vino, aceite,
armas, barcos, tejidos... con lo que la agricultura, la industria y las finanzas
vivieron una época de auge.
Sevilla fue la capital económica del país, con 100.000 habitantes, que vivían
del monopolio del comercio americano en la Casa de Contratación, la
industria textil y naval, el arte y la cultura. Barcelona, en cambio, con sólo
30.000 habitantes, vivió del mucho menos boyante comercio mediterráneo.
Pero había un anuncio de los graves problemas del porvenir. Las herencias
territoriales que hicieron de Carlos V señor de un extenso imperio,
supusieron al final un duro golpe para la modesta economía de Castilla.
Aquel imperio, en efecto, requería una serie de atenciones inexcusables a
las que debía responder el reino castellano: los viajes imperiales y, sobre
todo, las guerras. Junto a un aumento de la presión fiscal, el monarca
recurrió a los grandes banqueros extranjeros a fin de que, con la garantía de
las fantásticas riquezas del nuevo continente, aportaran las sumas
necesarias para el mantenimiento del imperio. Por otra parte, si bien en un
principio la llegada de metales preciosos desde América estimuló la
economía, a la larga fueron los comerciantes e industriales extranjeros
quienes se beneficiaron del nuevo mercado abierto al otro lado del océano.

LA POLÍTICA EXTERIOR.
Pese al renombre del título, el Sacro Imperio carecía de cohesión (príncipes
alemanes casi independientes; naciente protestantismo): la consolidación
de las posesiones imperiales y el establecimiento de la hegemonía de la
Casa de Austria requería un notable esfuerzo militar, por lo que la política
exterior de Carlos V estuvo desligada de los intereses de los reinos
hispánicos. Castilla costeó las campañas de un emperador que sólo al final
de su vida se sintió español, y que dedicó la mayor parte de su tiempo y sus
esfuerzos a controlar los movimientos de disgregación de su Imperio, y
sobre todo a luchar contra sus enemigos naturales, el frente anti-imperial
formado por Francia, Turquía y los príncipes alemanes protestantes,
empeñados estos en impedir la conversión del Imperio en una monarquía
absoluta. Aspiró primero a la universitas christiana, para acabar
defendiendo sólo la idea del Imperio como fuerza hegemónica en Europa, a
través de las dos ramas de los Habsburgo, la española con su hijo Felipe II y
la austriaca con su hermano Fernando I.

Las guerras en el Mediterráneo.


Carlos V luchó contra los turcos, dirigidos por Solimán II, que atacaban al
Imperio por la cuenca del Danubio, y contra los berberiscos (encabezados
por los hermanos Barbarroja), cuyas acciones de piratería hacían de los
viajes por el Mediterráneo una aventura demasiado arriesgada, donde el
emperador alcanzó un gran triunfo con la conquista de Túnez (1535), pero
sufrió un desastre en Argel (1541).

Las guerras con Francia.


Carlos V luchó contra el rey de Francia, Francisco I, con quien disputó la
hegemonía en Europa, y en especial en la península italiana, donde Carlos
se anexionó el Milanesado para controlar el norte.
Francisco I (1515-1547), fue el principal opositor de Carlos V. Le disputó la
corona imperial y ya en 1521 intentó apoderarse de Navarra. En 1524
invadió el norte de Italia, siendo derrotado decisivamente en la batalla de
Pavía (1525), en la que el propio rey francés fue capturado y al que se le
impuso el Tratado de Madrid, que devolvía Borgoña a Carlos. Pero el francés
incumplió y reanudó la guerra en 1527, aliado con otras potencias, aunque
tuvo que pactar la paz de Cambrai (1529). De nuevo se alió contra Carlos
con la Liga de Esmalkalda (1531) y luego con los turcos (1542), hasta que
firmó la paz de Crépy (1544). Hubo en total cuatro guerras, llegándose a
una situación de equilibrio, pero con la hegemonía italiana en manos de los
Austrias. Su sucesor en el trono de Francia, Enrique II, volvió a la guerra, que
seguiría hasta el reinado de Felipe II.

Las guerras en Alemania.


Carlos V tuvo que hacer frente al movimiento protestante de la Reforma, en
el que se escudaron muchos de los príncipes alemanes (agrupados en la
Liga de Esmalcalda) para oponerse al poder del emperador. Tras varios
intentos frustrados de conciliación y del primer fracaso del Concilio de
Trento, la lucha empezó en 1546, pero a pesar de su victoria en la batalla de
Mühlberg (1547), tuvo finalmente que claudicar (Paz de Augsburgo, 1555).

LA LIQUIDACIÓN DEL IMPERIO CAROLINO.


La derrota en Alemania precipitó la renuncia de Carlos a sus dominios en
1556, divididos, no sin reluctancia, entre su hermano Fernando (que recibió
el Imperio y oficialmente los dominios de Austria, estos ya de facto en sus
manos desde 1519) y su hijo Felipe II, que recibió el resto, con las Coronas
de Castilla, Aragón, los dominios de la Casa de Borgoña y el Milanesado.
Carlos se retiró al monasterio español de Yuste, donde falleció en 1558.

2. FELIPE II (1556-1598).
Felipe II. Retrato por Sánchez Coello. Col. Museo del Prado, Madrid.

Felipe II (1527-1598), rey de España (1558-1598), marca la segunda mitad


del siglo XVI, en la que se inicia un repliegue: el imperio universal cede paso
al imperio hispánico. La herencia de Carlos I despojó a Felipe II de las
posesiones austriacas y de la corona imperial, pero le dio a cambio un reino
más compacto, aunque debía afrontar una serie de problemas:
-Religiosos: el conflicto entre la Reforma y la Contrarreforma, evidente en los
Países Bajos y los núcleos protestantes hispanos, así como el problema
morisco.
-Estratégicos: el problema de los desperdigados dominios de la Casa de
Borgoña y la pugna con Francia, Inglaterra y Turquía.
-Internos: la institucionalización de un poder centralizado en una Corona de
múltiples reinos; el inicio de la decadencia económica por las cargas fiscales
de la política exterior.
En el caso de Felipe II la historiografía tradicional ha considerado que el
ideal religioso de un reino cristiano fue el fundamento de su política, aunque
la más moderna comienza a considerar la opción dinástica de defender el
poder de su monarquía.
El Concilio de Trento (1546-1563) no resolvió la crisis religiosa: la
radicalización de posiciones entre católicos y protestantes condujo a las
guerras de religión en una Europa que se escinde en dos bloques
antagónicos, y la España de Felipe II asumió la jefatura de los católico y
España volcó sus tesoros y soldados en los conflictos religiosos europeos.

LA POLÍTICA INTERIOR.
La reacción conservadora.
En el interior el creciente conservadurismo provocado por la amenaza
protestante y turca se plasma en un estricto control sobre los grupos
heterodoxos del interior, los protestantes, los moriscos y los criptojudíos,
mediante un aumento del poder de la Inquisición, reflejado en los autos de
fe; en la “impermeabilización” política e ideológica del reino, manifiesta en
la prohibición de importación de libros y de realizar estudios en el
extranjero; en la inflexibilidad del poder, sustituyendo al equipo “erasmista”
y pactista de Antonio Pérez por el equipo “albista” del duque de Alba,
reaccionario y militarista; en el triunfo como ideología de la Contrarreforma
el neoescolasticismo (los padres Vitoria y Suárez), que sustituye al
erasmismo.
Este viraje ideológico de Felipe II, patente hacia 1570, forja la realidad
histórica de España: la fidelidad a los principios de la Contrarreforma,
consustanciales a la hegemonía de los Habsburgo en Europa y España,
exigieron fatalmente el inmovilismo ideológico, político, social y económico.
En contraste con el ideal de vida burgués, que triunfa en el norte de Europa,
en España arraiga el ideal señorial, más apegado al consumo que a la
producción.

El gobierno autoritario.
El de Felipe II era un gobierno autocrático, dirigido personalmente por el rey,
apoyado por sus secretarios y los Consejos especializados. La capital se
estableció en Madrid, cerca de la cual se levantó el monumental conjunto
del Monasterio de El Escorial, en el que residió el rey gran parte del tiempo,
dedicado a controlar minuciosamente la inmensa documentación de los
países que gobernaba.
Las Cortes perdieron gran parte de su poder efectivo. El absolutismo pues,
que se había forjado en los reinados de los Reyes Católicos y de Carlos I, se
consolidó con Felipe II, que convocó pocas veces a las Cortes, siempre
movido por sus necesidades financieras.

El Monasterio de El Escorial.

La política económica.
Se abandonó la moneda de oro de Carlos I por la moneda de plata, más
abundante después de los últimos descubrimientos mineros americanos
(principalmente en Potosí del Perú). La financiación de la costosa política
exterior mediante préstamos de la banca extranjera y el pago de la enorme
deuda consiguiente provocaron que se gravara con fuertes impuestos la
economía castellana, en especial sobre las clases productivas, mientras que
la nobleza y el clero salían relativamente bien librados. La inflación y la
debilidad productiva española dificultó la competitividad y el país se abrió la
importación masiva de productos extranjeros.
Las sucesivas bancarrotas de la Hacienda en 1557, 1575 y 1596 hundieron a
muchos prestamistas y afectaron al crédito y el comercio. La bancarrota
financiera atrapó a los monarcas en préstamos que se fueron acumulando a
intereses usurarios. El final del ciclo de auge económico se ha datado en
1575 y al final del reinado la pobreza era evidente en todo el país,
provocando hambres y pestes.
Excepciones fueron Sevilla, muy favorecida por el monopolio comercial, y
Barcelona, donde a partir de 1560 la actividad comercial se reanimó en la
ruta entre Sevilla y Génova, aunque el crecimiento de la ciudad se truncó
con el aumento del bandidaje y finalmente la guerra civil de 1640.

LOS CONFLICTOS INTERNOS.


La rebelión morisca (1568-1570).
La sangrienta rebelión de los moriscos de las Alpujarras afectó a un pequeño
territorio, pero tuvo graves efectos sobre el reinado, incrementando su
intolerancia. Muchos de los moriscos granadinos fueron diseminados en el
resto del reino.

La rebelión de los Países Bajos (desde 1566 a 1648).


En el norte de Europa, Flandes se convirtió en un problema cada vez más
acuciante: la sublevación protestante (1567), reprimida con dureza por el
duque de Alba, no pudo ser sofocada por él y sus sucesores (Juan de
Austria, Requesens y Farnesio), pese a varios éxitos militares en las batallas
o asedios de Mons, Haarlem, Gembloux, Maestricht… Quedó desligado el
norte protestante de la Unión de Utrecht, y nacieron las Provincias Unidas de
los Países Bajos (1579), de las que Holanda fue la mayor, que mantuvieron
la guerra, salvo la Tregua de los Doce Años (1609-1621), hasta su definitiva
independencia en 1648, gracias a su poderío marítimo, comercial y
financiero. Era una victoria que ha sido visto por muchos historiadores como
prueba de la superioridad del calvinismo burgués nórdico sobre el
catolicismo señorial mediterráneo.
Alejandro Farnesio, general de Felipe II, tras lograr la unión del sur católico
(la futura Bélgica) de los Países Bajos en la Unión de Arras (1579), estuvo a
punto de someter hacia 1580-1590 a las rebeldes Provincias Unidas, pero el
paralelo conflicto con Inglaterra y Francia (sobre todo la intervención en ésta
en los años 1590) y la falta de una Hacienda lo bastante rica para soportar
el enorme y permanente costo bélico le impidió rematar su campaña y en
los años 1590 los rebeldes consolidaron sus posiciones.
Al final del reinado, Felipe II intentó solucionar el conflicto otorgando la
soberanía sobre los Países Bajos a su hija Isabel, pero años después, tras la
muerte sin descendencia de esta, volvió el territorio a Felipe III.

La anexión de Portugal (1580).


En 1580 la muerte del último rey portugués, Enrique, permitió la unidad
peninsular. Felipe era el mejor candidato legal, por ser hijo de Isabel de
Portugal, pero hubo un bando nacionalista, sobre todo apoyado en las clases
populares, que promovía a un pretendiente bastardo, Antonio. La invasión
de los tercios del duque de Alba, que tomó Lisboa, y de la flota del Marqués
de Santa Cruz, que tomó las islas Azores, impuso los derechos de Felipe,
apoyado por la nobleza y la burguesía mercantil en las Cortes de Thomar
(1481).
Desde entonces Felipe II acumuló el más extenso aunque efímero imperio
colonial que ha visto la Historia, al incluir entonces Brasil y gran parte de los
mejores puertos del África Negra y sur de Asia.

El imperio de Felipe II a partir de 1580. Los límites de las zonas están muy
exagerados, porque en muchos lugares sólo se dominaban algunos enclaves
costeros, especialmente en África y Asia.

La revuelta de Aragón (1591).


En 1591 estalló el conflicto conocido como alteraciones de Aragón. El
secretario de Felipe II, Antonio Pérez, procesado por el rey, se refugió en
Aragón, acogido por las instituciones y por el Justicia Mayor. Felipe II recurrió
al ejército para sofocar el motín y mandó ejecutar al Justicia Mayor, Lanuza.
Pero respetó en lo esencial las leyes aragonesas.

LA POLÍTICA EXTERIOR.
Felipe II, al igual que su padre, tuvo que realizar un esfuerzo continuo por
conservar sus posesiones. Los frentes bélicos se multiplicaron, y las
campañas militares sangraron demográfica y económicamente al país.

La guerra con Francia.


Fueron aplacadas las aspiraciones francesas de Enrique II tras la victoria
española de San Quintín (1557) y la firma de la paz de Cateau-Cambrésis
(1559). Como resultado, durante casi un siglo la hegemonía española en
Italia quedó indiscutida.

La guerra en el Mediterráneo.
Felipe II afrontó también la amenaza de los turcos en el Mediterráneo.
Primero se rechazó el ataque turco a Malta (1565). Más tarde, una flota
combinada de España, Venecia y el Papado los derrotó en Lepanto (7 de
octubre de 1571), que frenó su ofensiva y rompió el mito de la invencibilidad
otomana, seguido de la ocupación de Túnez (1573), pero no se prosiguió la
ofensiva y los turcos pronto se recuperaron (Túnez, 1574). Finalmente,
debido al agotamiento de ambos bandos se acordó una tregua en 1580, con
la que se finalizó de hecho la guerra a gran escala, quedando sólo en el
futuro una constante lucha contra los piratas berberiscos.

La intervención en las guerras de religión de Francia.


Con Francia siguió una larga paz debido a las guerras de religión entre
católicos y los hugonotes (el nombre francés para los protestantes
calvinistas) que devastaron Francia. España apoyó con dinero a los católicos
del duque de Guisa contra los hugonotes de Enrique de Borbón, hasta que
en los años 1590, ante la falta de candidatos, Felipe II quiso imponer los
derechos de su hija Isabel Clara Eugenia al trono francés e intervino
militarmente en Francia, pero la reacción nacional y la conversión al
catolicismo de Enrique de Borbón (1593), le obligó a aceptar la paz de
Vervins (1598), que reconocía a Enrique IV.

La guerra con Inglaterra.


Felipe II, casado al principio de su reinado con María I Tudor, fue durante
unos años rey de Inglaterra. Pero a la muerte de ella sin sucesión el trono
pasó a Isabel I, que desde el principio apoyó a los rebeldes holandeses y
fomentó los ataques de sus propios corsarios contra el comercio colonial
español. Tras unos años de tensión, cuando Isabel ordenó la ejecución de la
católica reina escocesa María Estuardo (1587), Felipe II decidió lanzar una
gran invasión mediante la Gran Armada (luego llamada por los británicos
con ironía la Invencible), que partió en 1588 con 130 barcos y 30.000
hombres, pero que fracasó debido a la oposición inglesa y sobre todo a las
tormentas, sufriendo graves bajas. Durante el resto del reinado se
sucedieron los mutuos ataques navales, con escasos resultados.

EL FIN DEL REINADO.


En los últimos años (1596 fue el peor) del reinado Felipe II tuvo que luchar
contra la coalición de Francia, Inglaterra y Holanda. Demasiados enemigos
para un reino agotado.
Sin embargo, a pesar de los fracasos que salpicaron algunas de sus
empresas bélicas y de la crisis económica y demográfica interior, Felipe II
legó a su hijo un reino mucho mayor del que recibiera: la extensión de los
descubrimientos y conquistas por América y el Pacífico, y el acceso del
monarca al trono portugués (1580), que aportaron a la Corona la unidad
peninsular y vastos territorios en ultramar.

3. FELIPE III (1598-1621).


LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
Con los Austrias “menores”, desinteresados por el gobierno, aparecieron los
validos, que fueron los auténticos gobernantes del país. Con Felipe III el
primero fue el duque de Lerma, profundamente corrupto, pero que hace un
cambio de rumbo de la política exterior, más pacífica. Le sucedió su hijo, el
duque de Uceda, menos corrupto.

La expulsión de los moriscos.


Los moriscos, que mantenían su cultura y de escondidas su religión
islámica, eran vistos por los ‘cristianos viejos’ como un grupo que rompía la
homogeneidad religiosa del país y por algunos consejeros del monarca era
además un peligro porque podían colaborar en un ataque turco. Finalmente
se decidió su expulsión en 1609.
Fu un duro golpe para la economía agrícola del país, sobre todo en Valencia
y Aragón. En total unos 300.000 moriscos fueron despojados de sus tierras y
otras riquezas, y embarcados hacia África, donde se extendieron desde
Marruecos a Túnez, estimulando su economía y en muchos casos reforzando
las filas de los corsarios que atacaban España.

La decadencia económica y social.


La decadencia económica y social era profunda y creciente, sumiendo en el
pesimismo a la población. La terrible peste de 1598-1602, la mayor de este
periodo, causó posiblemente un millón de muertos en la Península. La
miseria en las ciudades y el campo era ya evidente por entonces. La enorme
deuda pública y los impuestos sobre las actividades productivas agotaban la
economía. La industria, en profunda crisis desde 1590, se hundió más y
más. Todavía el comercio atlántico se mantuvo, pero sufría los continuos
ataques de los piratas.
Cuando murió Felipe II los más avisados ya veían que el destino venía
adverso. Eso explica la proliferación de libros sobre los problemas del país y
sus soluciones. Había una clara conciencia de decadencia, como nos
cuentan Elliott [Elliott. 1986: 108-113.] y Vilar: «Entre 1598 y 1620, entre la
grandeza y la decadencia, hay que situar la crisis decisiva del poderío
español, y, con mayor seguridad todavía, la primera gran crisis de duda de
los españoles. Y no hay que olvidar que las dos partes del Quijote son de
1605 y 1615.» [Vilar. 1964: 332-346. En su contexto europeo véase Vilar.
1983: 87-105.]
Los arbitristas y mercantilistas españoles tienen sus raíces ideológicas en el
catolicismo, siempre contrario al espíritu empresarial. Domingo de Soto,
en Sobre la justicia y el derecho (1553-54) escribe: «sería mucho más
prudente (...) que la Autoridad por medio de la ley, siempre que ello fuese
posible (...) fijase el precio de todas las mercancías». En 1619 Sancho de
Moncada propuso que la Inquisición castigara la exportación ilegal de
capitales.
La aparición de los arbitristas es reconocida por Elliott y J. A. Maravall
[Maravall: 1979 y 1982] como la respuesta de la sociedad ante una crisis
profunda y universal y su representatividad de la opinión pública es
indudable desde los estudios (1972) de Maravall sobre la mentalidad social
en el Estado moderno. Se sucedieron de este modo las críticas de los
escritores políticos como Juan de Mariana (la moralidad como primera
reforma), el gran escritor Francisco de Quevedo, Diego Saavedra Fajardo,
Juan de Santamaría, y por arbitristas y economistas de los siglos XVI y XVII
como los mercantilistas Pedro de Burgos, Rodrigo de Luján, Luis de Molina,
Luis Ortiz, Sancho de Moncada y Martínez de la Mata, y los expertos de la
Escuela de Salamanca [Grice-Hutchinson, 1978: 107-161], González de
Cellorigo, Lope de Deza, Diego José Dormer, Caja de Leruela, Fernández de
Navarrete, Pedro de Valencia y los no adscritos a una escuela concreta como
Tomás de Mercado, Álvarez Ossorio y tantos otros menos conocidos,
pertenecientes en su mayoría al clero más sensibilizado y preocupado por
los problemas económicos así como a los miembros de la burocracia mejor
formados intelectualmente. En general responsabilizaban de los problemas
del país a la amortización, las salidas de los metales preciosos, los gastos
ingentes de las guerras exteriores, la falta de un espíritu de trabajo
(considerado por todos ellos como la verdadera fuente de riqueza), la falta
de una industria competitiva con Europa. Intuían la necesidad de ligar las
importaciones de metales preciosos de las colonias a las exportaciones a
estas mismas, pues el oro y la plata no eran más que un medio de pago y la
circulación del dinero un instrumento para agilizar y fomentar la economía
del país. Sus memoriales son fundamentales para conocer el retraso de la
agricultura y en general de la economía española. Pero sus soluciones, que
en muchos casos no hubieran sido muy eficaces debido a que no eran
prudentes ni científicas, chocaron siempre contra unas fuerzas sociales
predominantes: la aristocracia y el clero. Con ellos comenzó la historiografía
sobre la decadencia española.

LA POLÍTICA EXTERIOR.
El pacifismo.
El cansancio y la crisis interior imponen la necesidad de política
internacional de “coexistencia pacífica” en el reinado de Felipe III: paz con
Inglaterra (1605) y Tregua de los Doce Años (1609-1621) con los Países
Bajos. Desde entonces sólo hay un pequeño conflicto con Francia por la
ocupación española del estratégico valle de la Valtelina en Suiza (1612).
Por el contrario, la tradicional política mediterránea prosigue en el
enfrentamiento con los piratas berberiscos.

4. FELIPE IV (1621-1665).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
El conde-duque de Olivares es el gobernante más importante del siglo XVII
español. Era un hombre íntegro, inteligente, culto, pero demasiado
ambicioso: quería devolver al reino al estado de esplendor de Felipe II,
recurriendo a la guerra, pero no tenía en cuenta la decadencia económica y
social del país. Se apoyó en la pequeña nobleza y la burguesía letrada para
ampliar la burocracia y controlar mejor el país, pero fracasó en el empeño.
La destitución de Olivares (1643) fue la respuesta del monarca a la crisis de
1640. Durante algún tiempo Felipe IV intentó llevar personalmente los
asuntos, pero pronto renunció a favor de un nuevo valido, el duque de Haro,
más moderado.

Los programas fallidos de reforma.


Las dificultades de la agricultura, la industria y la Hacienda, y en definitiva
la pesimista conciencia de la crisis, explican los numerosos programas de
relanzamiento de la economía, en lo que destacó la Junta de Comercio. Los
arbitristas, ya aparecidos en el reinado anterior, multiplicaron sus
memoriales proponiendo reformas, pero muy pocas fueron realizadas,
debido a las perentorias necesidades de la Hacienda. Hubiera hecho falta un
largo periodo de paz y de reducción de gastos para bajar la deuda y cumplir
con las inversiones necesarias, y asimismo faltaba el consenso político y
social entre los distintos reinos y las diversas clases sociales a fin de repartir
más equitativamente las cargas del imperio.

La crisis económica y social.


Es en el reinado de Felipe IV cuando se agravaron los problemas hasta un
punto crítico: la actividad económica se interrumpía por la falta de confianza
en la moneda, que se devaluaba continuamente, y por los impuestos que
hacían inviables el trabajo y los negocios, unas cargas fiscales tan excesivas
que arruinaban a las clases sociales productivas, mientras las hambres y las
epidemias asolaban las ciudades y los campos, y la industria no podía
competir con las exportaciones más baratas y de mejor calidad, y el poco
comercio y las finanzas que subsistían estaban crecientemente en manos
extranjeras.

La gran crisis de 1640.


El coste económico de la guerra sobre Castilla se hizo insoportable y la
presión de Olivares sobre los reinos que no contribuían para que financiasen
el esfuerzo final, llevó de pronto al sistema entero a una crisis aguda y
gravísima, al rebelarse los reinos periféricos contra este intento
desesperado que ellos entendían era baldío y solo lograría meterlos también
en la negativa dinámica castellana.
La crisis de 1640 fue así terrible porque estallaron a la vez rebeliones
internas en casi todos los reinos.
En Portugal la rebelión independista fue dirigida por Juan IV, de la casa de
Braganza. No fue una revuelta nacionalista popular, pues sus motivos
fueron políticos, por el temor de la aristocracia a perder el poder y los títulos
nobiliarios, y el rechazo al proyecto de unión ibérica de Olivares;
económicos por la crisis general del comercio, las pérdidas coloniales ante
los holandeses y el aumento de impuestos sobre el clero; y sociales pues los
grupos rebeldes incluyeron gran parte de la nobleza y del clero que veían
peligrar su posición social hegemónica. El movimiento triunfó sin
dificultades y nunca estuvo en peligro serio, ante la debilidad castellana que
impidió una respuesta militar eficaz.
En Cataluña la rebelión, apoyada por Francia, triunfó al principio pero fue
finalmente dominada en 1652, porque los catalanes no querían sustituir el
dominio castellano por el francés, todavía más centralista, y, sobre todo,
porque se acordó que no se variaran las leyes propias catalanas.
Ocurrieron en el mismo decenio otras rebeliones o conspiraciones
separatistas en Aragón (1646, duque de Híjar), Navarra (1648, Itúrbide),
Andalucía (1640, duque de Medina Sidonia), Nápoles (Massaniello en 1647-
1648) y Sicilia, pero fueron dominadas más fácilmente. La monarquía, pese
a su triunfo relativo, no alteró la estructura confederal, consciente de su
debilidad para imponer el centralismo. Sólo Portugal, llevándose consigo su
vasto imperio, conservó su independencia, apoyada por Francia, Inglaterra y
Holanda, y reconocida en el Tratado de Lisboa de 1668.

POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra de los Treinta Años y la guerra con Francia.
La intervención en la guerra de los Treinta Años (1618-1648), desarrollada
en los frentes alemán y holandés, comenzó con una sucesión de victorias en
Montaña Blanca (1620), Breda (1624) o Nordlingen (1634), pero acabó con
una serie de reveses desde que intervino Francia (1636) pues los tercios
españoles fueron derrotados en Rocroi (1643) y Lens (1647).
Por la paz de Westfalia (1648) los Países Bajos ganaron el reconocimiento de
su independencia, pero la guerra continuó con Francia, con varios altibajos,
hasta que otra guerra al mismo tiempo con Inglaterra precipitó las derrotas
españolas en cascada.
La Paz de los Pirineos en 1659 con Francia supuso la pérdida de unos pocos
territorios, sobre todo Rosellón y Cerdaña en Cataluña, y de algunas plazas
del Artois, pero lo más importante al final resultó ser el matrimonio de Luis
XIV con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, con el cual los Borbones
ganaron unos fundamentales derechos sucesorios sobre la corona de
España.

EL FINAL DEL REINADO.


Pese a que habían terminado las guerras europeas el país estaba tan
exhausto militarmente que ni siquiera entonces pudo someter a Portugal. El
empobrecimiento económico era abismal. Durante años se temió que la
corona española recayese en la rama austriaca, pero el nacimiento y
supervivencia del príncipe Carlos resolvió transitoriamente la crisis
sucesoria.

5. CARLOS II (1665-1700).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La regencia (1665-1675): Mariana de Autria, Nithard, Valenzuela.
La regencia de Mariana de Austria fue una etapa especialmente infausta,
marcada por las derrotas militares ante Francia, las pestes, las hambres, la
corrupción... Los validos que escogió eran corruptos e incapaces, meras
criaturas de la regente.

El reinado (1675-1700): Juan José de Austria, Medinaceli, Oropesa.


El neoforalismo.
La mayoría de edad del rey pareció dar un momento de esperanza al
pueblo, pero pronto se constató su incapacidad personal, tanto para
gobernar como para tener hijos, puesto que, como descendiente de varias
generaciones de primos consanguíneos, Carlos padecía gravísimas
deficiencias físicas y psíquicas que le hubieran incapacitado hoy para reinar.
El gobierno de los validos no nobles había fracasado y se produjo una
reacción nobiliaria, venida de la Corona de Aragón, que se concretó en el
gobierno de don Juan de Austria, hermanastro bastardo del rey, en un
intento de instaurar un “neoforalismo”, una nueva relación más respetuosa
con los reinos periféricos. Durante los siguientes gobiernos de los validos
Medinaceli y Oropesa, ambos nobles de importancia, se hicieron duras e
impopulares reformas a partir de 1680 que al menos ayudaron a largo plazo
a solventar la crisis económica.
El auge de la nobleza.
La nobleza recuperó durante el reinado de Carlos II una gran parte del poder
perdido con la política autoritaria de Felipe II y de los validos hasta Olivares.
Algunos historiadores han llegado a sostener que hubo una
“refeudalización”, por la división del poder entre los nobles locales, que
pactaban su representación en la capital, apoyando como validos a otros
nobles que se comprometían a respetar la nueva situación.

La crisis en su abismo (1665-1680) y la recuperación demográfica y


económica desde 1680.
La decadencia en todos los sentidos, con su corolario de hambres y pestes,
prosiguió hasta que llegó a su momento más hondo en 1680, cuando, como
hemos dicho, se impuso una brutal estabilización económica mediante la
eliminación de la moneda de baja calidad y reformas en la fiscalidad y la
administración, lo que permitió comenzar poco después la recuperación,
favorecida por la recuperación económica internacional. La progresión fue
especialmente visible en la Corona de Aragón y el resto de la periferia,
desde Andalucía a Cataluña y en la cornisa cantábrica, con aumentos
sostenidos de la población y la producción gracias a los nuevos cultivos del
maíz y la patata y a la mejora de la industria textil.

LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras con Francia.
Desde el principio del reinado de Carlos II, la vecina Francia se dispuso a
trocear los dominios europeos de España y en tres guerras (1667-1668,
1672-1678 y 1689-1697) se apoderó de varias plazas en el Artois en la
primera, y del Franco Condado en la segunda, poco en realidad para lo que
hubiera podido tomar. Pero es que las guerras agotaron a Francia, que tenía
que combatir también con las otras potencias europeas, especialmente
Inglaterra, Holanda y Austria, interesadas en mantener el escudo protector
español ante la amenazante potencia francesa, la cual además tenía la
ambición de conseguir la sucesión de Carlos II, por lo que moderó sus
logros, sobre todo en la tercera guerra, en la que ya no tomó nada.

EL CAMBIO DE DINASTÍA.
El problema de la sucesión de España reflejaba dos posturas contrapuestas.
En un lado estaba Castilla junto a los partidarios de una España reducida a
los límites peninsulares más América y con una centralización uniformadora
según el modelo francés borbónico. La elección por Carlos II como heredero
del pretendiente francés Felipe de Borbón supuso la victoria de este modelo.
En el otro lado estaba la Corona de Aragón (sobre todo Cataluña) junto a los
partidarios de una España que mantuviese los Países Bajos e Italia, pero con
un orden constitucional más federalista, según el modelo habsburgués de
los dos últimos siglos.
La Guerra de Sucesión (1701-1715) acabó con el triunfo de Felipe V, que
impuso en los decretos de Nueva Planta una estructura unitaria al Estado. A
cambio, en la paz de Utrecht (1713) España perdió sus posesiones europeas
de Países Bajos, Milanesado, Nápoles y Sicilia que entregó a Austria;
Cerdeña a Saboya; más Gibraltar y Menorca a Inglaterra. Se mantenía como
gran potencia, gracias a sus dominios en América, pero aceptaba ya un
papel secundario con relación a Francia e Inglaterra.

España y el destino de las posesiones de sus reyes en Europa, según la Paz


de Utrecht (1713).

6. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA ESPAÑA DE LOS AUSTRIAS.


LA SOCIEDAD ESTAMENTAL.
La población.
El siglo XVI fue de crecimiento, hasta por lo menos 1575, cuando había en el
reino unos 10 millones de habitantes, pero luego hubo un estancamiento, y
desde 1600 un fuerte declinar, hasta llegar a los 6 o 7 millones de 1700.
La crisis demográfica tuvo un gran contraste regional, que se puede resumir
en que había un interior que se despoblaba en oposición a una periferia
estancada o incluso en crecimiento. En el centro hubo una decadencia sin
paliativos, tanto en el campo como en las ciudades. En el norte cántabro-
atlántico hubo un crecimiento sostenido aunque moderado, favorecido por
los nuevos cultivos del maíz y la patata. En el sur se sufrió una larga
decadencia, seguida de una parcial recuperación a partir del último tercio
del siglo XVII. En la Corona de Aragón la situación fue relativamente mejor
debido a que las cargas fiscales eran menores, pues las Cortes propias se
negaron sistemáticamente a pagar las guerras exteriores de la monarquía
hispánica.

Las ciudades de España h. 1500.


A finales de la Edad Media y comienzos de la Moderna, en la encrucijada
histórica decisiva que se dio en el reinado de Isabel y Fernando se asentaron
las bases del futuro social y económico del país. El fenómeno del urbanismo
acelerado es uno de los principales rasgos de esta nueva época.
Las ciudades de España hacia 1500 podían compararse aceptablemente con
las de Europa: Burgos (10.000 habitantes), Valladolid (40.000), Segovia
(30.000), Toledo (30.000), Madrid (10.000), Sevilla (50.000), Granada
(50.000), Valencia (60.000), Barcelona (25.000) y otras, mantenían una
población urbana pujante, pese a que fuese periódicamente purgada por las
catástrofes de las epidemias. Herederas de la gran tradición urbana del
Islam y en general del área mediterránea (el ejemplo paradigmático es
Italia), podía parecer al observador de la época que las metrópolis urbanas
de mayor futuro del continente estaban en el Sur. Los viajeros europeos por
España dejaban frecuentes pruebas en la época de su asombro ante la
populosidad de las ciudades. “Nunca he visto una ciudad mayor y con más
gente” era una manifestación exagerada tal vez, pero común y repetida.

Las clases sociales en las ciudades.


Las clases de la pirámide social urbana eran [Bennassar. 1982: 184-194.]:
1) Las capas más altas de la nobleza y el clero, con sus privilegios y también
su división interna de acuerdo a su bienestar material.
2) Las clases medias, constituidas por las capas media y baja de las
anteriores, junto a profesionales, arrendadores de impuestos, cambistas,
comerciantes, maestros artesanos, cargos municipales (alcaldes, fieles,
veedores), etc.
3) Las clases bajas, formadas por artesanos, campesinos (con o sin
propiedades a su nombre) que trabajaban en la comarca, marginados, etc.
La estructura social en estamentos: nobleza, clero, burguesía,
campesinado.
La estructura social era muy similar a la bajomedieval.
La nobleza estaba en la cúspide, en estrecha alianza con la monarquía, a la
que cedió parte del poder político a cambio de conservar la mayor parte del
poder territorial y económico, que se fundaba en los mayorazgos y en el
señorío jurisdiccional. En la segunda mitad del siglo XVII recuperó gran parte
de su poder político, debido a la debilidad de los últimos Austrias.
Junto a la gran nobleza, había un numerosísimo grupo social de hidalgos, de
pequeños nobles, segundones de los anteriores o burgueses que habían
abandonado los negocios para refugiarse en el dominio de la tierra, de
acuerdo a la mentalidad social imperante: el modelo social es el noble que
no trabaja y que vive de sus rentas, lo que estimula en los demás grupos
sociales la compra de patentes de hidalguía a fin de librarse de pagar
impuestos pero con la condición de no realizar tareas productivas, lo que a
largo plazo lleva a sus descendientes a recaer en la pobreza. Esta pequeña
nobleza fue la más reacia a las reformas, al tiempo que suministró muchos
de los efectivos de la administración y la milicia.
El clero dominaba la vida religiosa y cultural, sobre todo gracias al control
de la educación, y mantenía un gran poder económico gracias a sus tierras,
y político pues estaba presente en casi todos los escalones de la
administración.
La burguesía, fuese comercial, industrial o financiera, tuvo una época de
auge hasta 1575 aproximadamente, pero desde entonces entró en barrena
hasta 1680 aproximadamente, debido a la ruina de las actividades
productivas y a la mentalidad social contraria al trabajo y los negocios.
También las disposiciones muy rigurosas de los gremios dificultaban su
ascenso. Además, cuando una generación gozaba de éxito en sus empresas
la mayoría de los sucesores de la segunda generación compraba tierras y
una patente de hidalguía, y así a lo largo del siglo XVII desaparecieron la
mayoría de las familias de larga tradición empresarial.
Las clases urbanas más pobres, dedicadas al trabajo artesanal sufrían por la
competencia extranjera, y en el siglo XVII se convirtieron en un proletariado
urbano, cada vez más mísero, nivelados con los numerosísimos servidores
domésticos de la nobleza. Más abajo había una ingente masa de mendigos,
bandoleros, ladrones, soldados sin leva o mutilados, enfermos, viudas y
huérfanos, casi todos sin oficio ni beneficio, que nutrían las filas de la
picaresca.
El campesinado era la clase social más numerosa y también la más
oprimida, dividida en dos grupos sociales: los pequeños propietarios y
arrendatarios del norte de la Península y los jornaleros sin tierras del sur.

El ascenso a la nobleza: la hidalguización social y la amortización de


las tierras.
La nobleza se nutría constantemente de las filas de la burguesía, en un
fenómeno de movilidad social bien estudiado por muchos autores. Las leyes
de Córdoba (no por azar de 1492) regularon las pruebas para acceder a la
hidalguía y las siguieron las leyes de Toro (1505), que regularon los
mayorazgos y reforzaron la posición social de la nobleza al prohibir la
enajenación de sus bienes patrimoniales y al mismo tiempo favorecieron el
acceso de la burguesía a la condición nobiliaria pues les daba el camino
para fundar patrimonios privilegiados (condición primera para ser nobles) y
les daba un escape cuando llegaban las crisis económicas. Como los Fugger
en Alemania los burgueses españoles se retiraban a las inversiones en
tierras y a la fundación de mayorazgos sobre estas fincas cuando la
situación económica empeoraba. No buscaron en los siglos XVI y XVII una
igualación con la nobleza por el ascenso de todo el grupo social sino que
buscaron soluciones individuales, desde la aceptación del dogma de la
desigualdad. Los privilegios eran aceptados como naturales por la sociedad
y haría falta que llegase el Siglo de las Luces para variar esta tácita
aceptación.
La constante estamentalización de la burguesía según patrones culturales
aristocráticos [Molas. 1985: 129-149.] tenía unas bases ideológicas e
históricas demasiado profundas y fue una rémora constante sobre las
espaldas de la burguesía, atada a principios que no eran verdaderamente
los suyos. La defensa intelectual de la propiedad privada libremente
enajenable tardó mucho en darse, pues la burguesía pensaba
inconscientemente que su estado actual era una simple estación de paso
para acceder a la ansiada nobleza.
En el campo castellano los nobles fortalecieron su poder señorial, con base
en los castillos, desde los cuales dominaban los nombramientos de
autoridades municipales y cobraban las rentas estatales sobre los
territorios. Nunca fue el dominio feudal que se ha creído ver por tantos
historiadores. Los señoríos eran sólo y básicamente dominios de fortalezas,
rentas y jurisdicciones, pero por debajo de esta estructura aparecía «una
pequeña y media propiedad muy extendida; de una vigorosa burguesía rural
que suministrará más tarde al teatro clásico el modelo del labrador rico.»
[Domínguez Ortiz. 1973: 17.] Optimista afirmación si se generaliza a todo el
país pero que es representativa de la situación en bastantes regiones y
pueblos.
Muchos de estos ·ricos pueblerinos· alcanzaban la condición de hidalgos
para liberarse de las cargas fiscales y convirtiendo en mayorazgos sus
tierras, en una constante corriente de movilidad social. Primero de
propietario a hidalgo, luego al mayorazgo mediante la licencia real, para
pasar finalmente a la compra del derecho a ser “señor de vasallos”, algo
bastante común debido a la imperiosa necesidad de fondos de los Austrias.
Finalmente se llegó a tal situación de universalización de la hidalguía que ya
no era un signo inequívoco de distinción, como ocurre en el presente,
cuando consideramos sólo como nobles a los que tienen un título de conde
para arriba.
La pequeña nobleza como clase media.
En las ciudades y los pueblos nos encontramos pues con dos castas
nobiliarias, caballeros e hidalgos, que pueden incluirse entre las capas
burguesas, mientras que los Grandes y los Títulos se mantienen por encima
de todos.
Los caballeros eran el eje de la clase media urbana, con rentas suficientes
para vivir sin trabajar, provenientes de sus propiedades rurales, los cargos
municipales y los juros y censos, pero con las crisis muchos de ellos cayeron
al estado de simples hidalgos, demostrándose así que sólo una economía
nacional saneada podía mantener tan numerosas clases pasivas. Los
hidalgos constituían la nobleza más pequeña y más numerosa, con el
privilegio entre otros de no poder ser encarcelado por deudas (lo que era
apetecido por muchos burgueses), demasiadas veces sin fortuna, nadando
en la miseria cuando las crisis eran peores, siempre defensores de su
superioridad y de su aislamiento, salvo en el País Vasco, donde la hidalguía
era universal y por tanto no había distinciones. Tan importante era la
ostentación de la hidalguía cuando no había medios económicos que Felipe
II tendría que prohibir mediante una pragmática el abuso de pomposos
títulos en la correspondencia [Lapeyre, 1969: 172], pues había hidalgos sin
bien alguno que se pasaban páginas enteras relatando sus títulos como
encabezamiento.
Estas capas urbanas privilegiadas no renunciaron siempre a participar en las
actividades mercantiles más beneficiosas (el comercio de Indias sobre todo),
pero veremos cómo entre la presión ideológica y la nefasta política
económica acabaron renunciando a ellas, para caer en la inacción y el
aislamiento.

Las clases medias urbanas.


En este ambiente urbano fue donde florecieron y se sofocaron las
oportunidades de desarrollo burgués. La burguesía de las ciudades
españolas [Domínguez Ortiz. 1973: 174-191.] se centraba en dos estratos:
uno superior de profesionales y comerciantes enriquecidos y otro inferior,
con todas las características de la clase media urbana.
Los más ricos alcanzaron un poder político relevante en sus municipios,
ingresando al patriciado mediante las alianzas matrimoniales o la compra de
cargos. Vivían de profesiones liberales, como profesores, médicos (estos
llegaron a ser una plaga social por su número e ineficacia), letrados y
semiletrados [Sobre su adscripción ideológica a la burguesía o a la pequeña
nobleza véase Pelorson, en Tuñón. V. 1982: 314-317.], burócratas al servicio
de la administración pública o de los particulares, con un prestigio que les
permitía ascender a la cúpula del poder municipal muy pronto, considerados
de facto como unos privilegiados dentro de la clase media, sin descuidar a
parte del mismo sacerdocio (muchos clérigos amasaron fortunas con el
comercio y la usura, llegando a prestar para grandes empresas) y los laicos
que se dedicaban a actividades religiosas especialmente lucrativas
(administradores, sacristanes, etc.).
Pero la mayoría vivían de una multitud de otras ocupaciones más o menos
prestigiosas: del arriendo de los impuestos (alcabala, portazgos, barcajes,
etc.), del cambio de moneda, de la usura (todo usurero era considerado
judío, cuando no era así siempre); comerciantes o mercaderes del gran
tráfico, sobre todo los mercaderes de lanas, los navieros andaluces y
cantábricos, los primeros comerciantes con América; tenderos (los
famosos obligados del comercio de carne y aceite a menudo ascendieron en
la escala social), maestros artesanos [para una muestra de su infinidad de
oficios ver el padrón de 1561 en Sevilla, estudiado por Jean Sentaurens, cit.
por Le Flem, en Tuñón. V. 1980: 61.], artistas, cargos municipales (no sólo
los dueños de éstos), industriales incipientes (sobre todo del sector pañero
castellano) con base en el trabajo doméstico, cambistas y financieros
establecidos en ferias como la de Medina del Campo y otras bastante
consolidadas, que a menudo se convierten en verdaderos banqueros (cuya
historia ha sido espléndidamente estudiada por Felipe Ruiz Martín). Y un
sinfín de otras ocupaciones.

La burguesia mercantil: los Consulados del Mar.


Smith ha estudiado la historia de los Consulados de Mar en España desde
1250 hasta 1700. Estos eran los gremios de los grandes mercaderes
españoles y perduraron hasta el mismo siglo XIX, mostrando en su
evolución el transcurrir de los grupos más activos de la burguesía. La
estructura de cada organismo era simple y eficaz: un gremio que defendía
los intereses corporativos y que tenía potestades de tribunal comercial y
marítimo.
El mayor problema [Domínguez Ortiz. 1973: 140.] era su debilidad social,
por su abundante procedencia genovesa, conversa y, excepcionalmente del
país, como fue el caso de la cornisa cantábrica. La entrada en este grupo de
pequeños comerciantes (tenderos) o de campesinos atrevidos no alteró la
percepción social del grupo como un reducto de los sectores marginados de
la sociedad por su raza, nación o religión. Si se dedicaban al gran comercio
era en muchos casos porque el pequeño, el propio de tenderos, estaba mal
considerado, aunque muchos se dedicaron subrepticiamente a las dos
actividades y casi todos habían comenzado con el comercio al por menor. Y
veían que acrecer su riqueza era un paso previo e imprescindible para salir
de su marginación. Cuando lo conseguían daban el siguiente paso, la
aristocratización, comprando o falseando hidalguías.
Smith [1940: 65-90] nos muestra cómo los miembros del gremio mercantil
en los puertos de Barcelona, Valencia y Palma de Mallorca (también
conocido como Col·legi de la Mercaderia [Piña Homs. 1985.]) eran
comerciantes dedicados al tráfico marítimo de largas distancias, un negocio
de importación y exportación centrado sobre todo en el área mediterránea,
que entraría en profunda decadencia a medida que se entraba en el siglo
XVI, por muchos motivos: depresión en los territorios de la Corona de
Aragón, alejamiento de las nuevas rutas atlánticas, ruptura del comercio de
especias y con Berbería, la amenaza pirática, las consecuencias de las
Germanías de Valencia y Mallorca (que arruinaron al campesinado y la
menestralía, cargándolos con más deudas, que impedirían el resurgir de una
burguesía negociante). Todo esto, para concluir en la formación de una
economía dual, una rural de subsistencia y cerrada al intercambio, mientras
que la urbana dependía de unas clases rentistas que, a principios del siglo
XVII, sufrirían en Aragón y Valencia la expulsión de los moriscos (pese a que
al principio no se notase, por ejemplo, en el movimiento del puerto de
Valencia). Pero en medio de tanta crisis, fácilmente cuantificable, los
Consulados consiguieron defender sus privilegios de clase, con impuestos
aduaneros que mantuvieron un mínimo que permitiría el resurgir del siglo
XVIII en Cataluña.
Cabe añadir que si los súbditos de la Corona de Aragón no participaron con
mayor relieve en el comercio americano, no fue porque los Consulados
fueran ineficaces o porque sus demandas tuvieran oposición en Castilla. Al
contrario, fue porque no hubo tal demanda de participación. El agotamiento
de la burguesía de estas regiones no les permitía sino mantener la actividad
mediterránea, lo que sólo cambiaría en el siglo XVIII.
Los agremiados en los Consulados de Burgos (desde 1494) y Bilbao [Smith.
1940: 91-120.] eran mercaderes y navieros de Vizcaya, especializados en el
comercio de lana con Inglaterra y Flandes, estrechamente aliados con los
intereses de la Mesta. Eran hostiles a la industria textil nacional, porque ésta
solicitaba en las Cortes que se redujera o prohibiera la exportación de su
mejor materia prima, la lana merina. Sus intereses eran exportar la lana en
bruto e importar tejidos de lujo. Su prosperidad era legendaria. Eran los
Maluenda, Polanco, Tamarón, Agüero, Moneda, Gómez de Morales...
La burguesía mercantil se oponía así a la industrial, cuando el proceso
hubiera podido ser el de aprovechar el capital acumulado y la experiencia
artesanal de las ciudades castellanas para desarrollar una industria textil
que hubiera podido triunfar de la competencia. Pero faltó la voluntad de la
burguesía y la de los monarcas, para los que la Mesta era una fuente más
inmediata y fácil de recursos financieros. Asimismo no se puede aminorar el
problema de la minoría conversa [Domínguez Ortiz. 1973.], pues muchos de
los mercaderes de Burgos tenían procedencia judía y consideraban más
prestigiosa (y menos sospechosa) la tarea del gran comercio que la de la
industria, amén de que a las pocas generaciones se dedicaban a obtener
tierras e hidalguías, el eterno proceso. También faltó el espíritu de riesgo:
eran más rentables a corto plazo el comercio y las finanzas que las dudosas
inversiones industriales. Y a ellos se añadió decisivamente la ruptura de la
línea marítima Bilbao-Flandes cuando estalló en 1566 el conflicto flamenco
[Bennassar, en Leon. 1977: I. 551.].
Simón Ruiz escribe a su factor en Amberes en 1571: «El comercio de Burgos
está completamente extenuado y, con la confirmación de las noticias de
Inglaterra, aún será peor.» En suma la decadencia de los Consulados fue
imparable hasta bien entrado el siglo XVII, cuando la paz de Westfalia
(1648) restableció un cierto nivel de intercambio comercial, y nunca pasó ya
de modestos niveles el comercio burgalés pues la lana siguió otros caminos.
Cuando en 1680 el reformismo da una leve oportunidad a la ciudad y se le
pide que cree una compañía de comercio que restaure la gran época del
siglo XVI vemos como la respuesta es entusiasta pero las fuerzas flaquean y
el proyecto no prospera hasta 1766, para languidecer luego. [Molas. 1985:
247-260.]
Los comerciantes de Sevilla [Smith. 1940: 121-146.], los famosos
Cargadores de la Carrera de Indias, monopolizaban (oficialmente al menos)
el comercio con las Indias y desarrollaron su actividad a la sombra de la
Casa de Contratación. Su defensa de sus intereses fue muy eficaz, sobre
todo en la pugna por evitar que otros puertos pudiesen comerciar
libremente con América. Las razones eran de control fiscal y de mejor
defensa, pero las decisivas fueron las de los intereses creados.
Así la libertad de comercio con América, que se había concedido en 1529
para otros ocho puertos (aunque el viaje de regreso debía pasar por Sevilla),
fue revocada en 1573. Y en 1667 consiguió que Málaga no obtuviera ese
derecho. Pero el empeoramiento de la navegación fluvial llevó a que Cádiz
triunfara al final, debido a su mejor posición geográfica y constituyéndose
en un atractivo y próspero núcleo de la burguesía ascendente.
Esta historia refleja como la burguesía mercantil no escapó al juego interno
de los privilegios. Sus pugnas internas, no ya el viejo enfrentamiento de
mercaderes contra industriales, sino incluso entre comerciantes, la
debilitaban y sólo en 1779 se consiguió la plena libertad de comercio con
América de los principales puertos españoles, lo que originaría una fortísima
expansión que pudo haber sido muy anterior si se hubiera acertado antes
en la política económica o si la burguesía lo hubiera exigido con mayor
decisión.
Sevilla vivió durante dos siglos un proceso de acumulación de capitales sin
igual en España, una larga fiebre del oro y la plata, pero no se originó aquí
una burguesía con largo aliento. Al final quedaba una ciudad anclada en el
pasado, empobrecida, sin actividades industriales y financieras de un alto
nivel. Y ello fue por el problema de siempre: la burguesía, a las pocas
generaciones, compraba tierras en la campiña sevillana y se apartaba del
comercio. Ello fue más intenso que nunca a mediados del siglo XVII,
coincidiendo con la peor crisis del comercio americano.

Los judíos y conversos.


Los judíos (hasta 1492) y los conversos (cristianos nuevos convertidos
desde 1391 y en menor número en 1492), vivían en las ciudades y se
dedicaban masivamente a estos oficios de las clases medias y triunfaban a
menudo, amasando grandes fortunas o, al menos, gozando de un nivel de
vida manifiestamente superior al de sus vecinos. Este éxito fue motivo de
un odio permanente a esta minoría y por extensión una causa permanente
de sospechas sobre cualquier burgués que destacara, que inmediatamente
aparecía como presunto converso. Y es que la distinción era realmente
difícil. Un ejemplo de esta mezcla de religiones, actividades y también de la
poca perdurabilidad de las generaciones de comerciantes: ‹‹Juan de Herrera,
mercader toledano del siglo XVI, compró una regiduría de su ciudad natal;
como era frecuente en aquella época, tuvo muchos hijos; el mayor continuó
con el negocio paterno; el más pequeño compró el cargo de tesorero de
rentas reales, otro ingresó en el sacerdocio. Tres hijas entraron en
conventos, otras se casaron con miembros de familias conversas, pero una
casó con un hidalgo y tuvo un hijo (nieto de Juan de Herrera) que consiguió
un hábito de Santiago.» [Domínguez Ortiz. 1973: 175. Extraído de L.
Martz: A merchant family of Toledo.]
Estas aportaciones de conversos al clero y a la pequeña nobleza no eran
prueba de una mera voluntad de ascenso, sino que a menudo demostraban
estar imbuidos de una ideología más fanática que los propios cristianos
viejos: la mística Santa Teresa de Jesús pertenecía a estas generaciones de
conversos.
Ser comerciante o cambista era sinónimo de criptojudío para el vulgo y la
nobleza. Joseph Pérez plantea incluso la credibilidad de una brillante y
conocida tesis: ‹‹Conversos y judíos, en la España del siglo XV, constituyen
una especie de clase media, una burguesía en vías de formación. De ahí las
polémicas en torno a las verdaderas causas que explican la creación del
Santo Oficio: ¿Se trataba solamente de mantener la pureza de la fe o, por
las confiscaciones de bienes, la infamia que recaía sobre los procesados y su
familia, de eliminar a grupos sociales que hubieran podido presentar un
peligro o una amenaza para los otros grupos o intereses creados?» [Pérez,
en Tuñón. 1982. V: 158, 160.]
Márquez opina lo mismo: «conscientemente o no, la Inquisición tomaba
posiciones contra la burguesía ciudadana. Una burguesía pujante,
enriquecida, culta... y conversa».
Otra tesis sería que en el fondo no era más que una aplicación española de
la contrarreforma ideológica que la Iglesia Católica abanderó contra el
protestantismo a lo largo de toda Europa [Elton. 1963: 205-248; Elliott.
1968: 144-158.]. La burguesía quedaría expuesta durante tres siglos a esta
sospecha e incluso Mendizábal, en un fecha tan tardía como 1837, aún sería
víctima de este prejuicio xenófobo, pues aún sin ser judío se le tildó de tal,
ya que, ¿cómo explicar si no su rápido enriquecimiento en Inglaterra?
Implicaciones religiosas de sentido excluyente que denotan una de las
diferencias fundamentales de España con respecto a Inglaterra y Holanda
en la Edad Moderna, con un impacto cierto sobre el desarrollo económico,
amén de que el protestantismo sostuvo una ideología individualista mucho
más acorde con el pensamiento empresarial, la vieja tesis weberiana, nunca
completamente rebatida. [Christopher Hill. 1967: 37-48.]

Los moriscos.
Los moriscos, por su parte, no pertenecían a la sociedad estamental que los
circundaba [Domínguez Ortiz; Vincent. 1978: 109-128.]. Eran como un coto
cerrado, tanto para entrar como para salir, sin clero ni nobleza, en unas
condiciones de opresión sin parangón en la sociedad española. Con una
enorme mayoría de campesinos y un sector de artesanos, no existía
burguesía en esta minoría, a lo más tenderos.
Los extranjeros.
Los extranjeros, franceses, genoveses e italianos en general, portugueses,
flamencos, etc., constituían una parte significativa de este revolutum. El
gran comercio estuvo casi por completo en sus manos desde la crisis del
siglo XVII. [Frax y Matilla, en Artola. Enciclopedia... 1988: 226-246.] Por su
desarraigo tendían a volver a su país de origen cuando acumulaban una
riqueza suficiente y sólo algunos se establecieron permanentemente en el
país: muchos de los López y Díaz de hoy son resultado de los portugueses
de origen judío que buscaron el olvido de este origen en nuestro país.

Las clases bajas.


Las clases bajas, formadas por artesanos que pugnaban generalmente en
vano por ascender dentro de los gremios a la condición de maestros, por
campesinos (con o sin propiedades a su nombre) que trabajaban en la
comarca y a veces en el mismo interior de las murallas, minorías (como los
gitanos), por huestes de marginados que vivían de empleos ocasionales, el
robo, la picaresca, el juego y sus dos actividades principales, la prostitución
y la mendicidad. La prostitución [Néstor Luján. 1988: 114-136.] incluso
producía un tipo especial de burgués bien acomodado, el dueño del lupanar,
a menudo persona de calidad. La mendicidad era omnipresente: los
mendigos fueron una constante en las ciudades españolas que todos los
viajeros comentaban con sorpresa, hasta bien entrado el siglo XIX. Ogg
escribirá que incluso hacia 1800 «España siguió siendo el único país
europeo donde la respetabilidad todavía no era una virtud ni la pobreza un
pecado.» [Ogg. 1965: 241.]

La religión.
El principal problema religioso-cultural era sin duda el de la unidad religiosa
del país.
El país era un mosaico de culturas y religiones que pervivían en un
momento en que la Iglesia exacerbó su celo inquisitorial y en que la
religiosidad popular adquirió visos de fanatismo intransigente, basado en el
misticismo y el temor al peligro siempre presente de una nueva invasión
musulmana y de la extensión del protestantismo centroeuropeo.
En este ambiente de intolerancia las poblaciones morisca y judía y de
conversos constituyeron el perfecto chivo expiatorio de los males del país, y
fueron objeto de continuas persecuciones y expulsiones (judíos en 1492,
musulmanes en 1502, moriscos en 1609).
Por otra parte, las corrientes heterodoxas que pretendían recuperar las
tradiciones del primer cristianismo, fueron reprimidas, en nombre de la
necesaria unidad: los alumbrados en 1524 y 1542, los luteranos en 1557-
1559, incluso los moderados erasmitas con el largo proceso contra el
arzobispo Carranza (desde 1559).
La Inquisición fue el instrumento de Felipe II y sus sucesores contra la
heterodoxia, también, en parte, para extender su poder sobre todos los
reinos, pues era la única institución común. Erasmitas, luteranos,
criptojudíos y sospechosos de herejía y brujería, eran procesados y
condenados como reos de alta traición. Las sentencias se ejecutaban en un
auto de fe, un acto público y solemne en el que los condenados a muerte
eran entregados a un verdugo.
Una vez aniquilada la heterodoxia, la relativa apertura desde 1577 permitió
la floración del misticismo reformista de Santa Teresa de Jesús y San Juan de
la Cruz, y hasta se exculpó al procesado Fray Luis de León, pero en realidad
también se había erradicado la libertad; el impulso intelectual nacido a
principios del siglo quedó truncado. La Contrarreforma, abanderada por la
Compañía de Jesús, dominaba el ambiente intelectual. Al final del periodo se
había logrado el objetivo de la unidad religiosa, pero a un pésimo precio: la
intolerancia ante toda disidencia y el profundo atraso cultural y educativo,
que lastró el progreso económico.

LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA.
La estructura política.
El sistema político carecía de una Constitución escrita, pero era de facto una
confederación de reinos, unidos en la figura del monarca. Cada reino
conservaba su propia autonomía, sus leyes, su moneda, sus ejércitos, sus
colonias... Así, América era de Castilla, el imperio indiano oriental era sólo
de Portugal. Los reinos en la Península ibérica eran Castilla, Aragón (que a
su vez era una confederación de reinos), Navarra y durante sesenta años
también Portugal, y fuera de España asimismo los reinos eran territorios
independientes con sus propias instituciones, especialmente en los Países
Bajos e Italia. Llamar imperio español al de los Austrias es pues un error
semántico aunque disculpable, porque era un imperio dinástico. Además, los
reyes sólo eran monarcas absolutos en Castilla y algunos territorios más,
mientras que en la mayoría de los reinos estaban muy limitados por el
pactismo.
La monarquía era la expresión visible y personificada del Estado, cima de
una jerarquía administrativa que se apoyaba en los validos (primeros
ministros), los secretarios y los consejeros, situando a los virreyes en los
reinos periféricos.
Los cancilleres y secretarios pertenecían a la nobleza y la burguesía, y
llevaban los asuntos cotidianos, despachando con el monarca.
Los Consejos evolucionaron a partir del Consejo Real de Castilla y se
separaron progresivamente en los comunes para todo el Estado, como eran
Hacienda, Guerra e Inquisición, y los específicos para las Indias, Aragón,
Flandes, Portugal o Italia.
Los virreyes de Aragón, Mallorca, Portugal, Sicilia, Nápoles, Milán, Nueva
España o Perú representaban al poder real, sometidos sólo al ‘juicio de
inspección’ al acabar sus mandatos.
Las audiencias y cancillerías constituían el poder judicial, entonces
confundido en gran medida con el ejecutivo.
El municipio era el órgano ejecutivo inferior de la administración. Las
relaciones entre el poder central y los municipios más importantes se
caracterizaron por el creciente intervencionismo centralista del rey, que
nombraba corregidores para gobernarlos.
Las Cortes de Castilla y Aragón perdieron gran parte de su poder porque
eran convocadas pocas veces, y sólo para aumentar los impuestos mientras
que las quejas eran por lo general desoídas.
El cuerpo diplomático fue excelente desde el reinado de los Reyes Católicos,
cuando fue organizado según el modelo italiano. Su momento culminante
fue hacia 1600, cuando los españoles eran considerados los mejores
diplomáticos europeos.

Del autoritarismo regio a los validos.


Mientras los primeros gobernantes de la Edad Moderna (los Reyes Católicos,
Carlos I, Felipe II) mantuvieron un férreo control personal de los asuntos del
gobierno, los tres últimos Habsburgo (Felipe III, Felipe IV y Carlos II)
delegaron el poder efectivo en manos de los validos, unos primeros
ministros sólo responsables ante el monarca, lo que redujo el prestigio de la
monarquía y en muchos casos derivó en una corrupción generalizada.

Los funcionarios.
Los funcionarios que servían en la burocracia se reclutaban en la nobleza, el
clero, los hidalgos, la burguesía urbana. Se preferían los que tenían una
formación jurídica, pero los puestos más altos para los Grandes, por su
prestigio nobiliario, esencial para mantener y hacer respetar su autoridad
sobre una sociedad estamental.
En el siglo XVII, ante la falta de actividades productivas, proliferó la
compraventa de cargos públicos, con la consecuente corruptela para
amortizar los gastos de la compra. Un cargo era una sinecura, una inversión,
a la que se intentaba sacar el máximo provecho, en detrimento de las
virtudes de la preparación, la capacidad de gestión, la eficacia... El resultado
fue devastador para una sociedad que necesitaba más que nunca de
buenos gestores.

El ejército y la armada.
El ejército, estructurado en los tercios (unidades de infantería con
especialización en las armas), era de enrolamiento voluntario e integraba
mercenarios de todo el imperio. Se distinguían las tropas de guarnición y el
ejército de campaña, de pequeño tamaño, hasta que la guerra de Flandes
obligó a aumentarlo enormemente, lo que resultó muy costoso.
El espíritu militar decayó en el siglo XVII pues la pequeña nobleza castellana
que había sido la mejor fuente de oficiales y soldados se negaba a alistarse,
mientras los reinos periféricos no querían participar en el ruinoso esfuerzo
militar. Olivares fracasó en su proyecto de la Unión de Armas, que preveía
140.000 soldados pagados solidariamente por todos los reinos, y este
fracaso condujo a la crisis política de 1640. A fines del siglo XVII las tropas
eran casi todas extranjeras y ya poco quedaba del legendario ejército
español.
La armada estaba organizada en dos bloques: las galeras del Mediterráneo y
los galeones del Atlántico. Hegemónica en el siglo XVI como se vio en la
batalla de Lepanto en 1571 y la conquista de Portugal en 1580, a pesar de
la derrota de la Armada Invencible en 1588, en el siglo XVII la decadencia la
llevó a sufrir nuevos golpes, hasta llegar al desastre de 1638-1639, cuando
los astilleros del Cantábrico fueron destruidos y la flota holandesa aniquiló
en las Dunas (1639) a la última gran flota española del norte.

La Hacienda pública.
La Hacienda pública estaba en permanente agonía, ante la demanda
insaciable de dinero para la guerra y la política exterior.
Las principales partidas presupuestarias eran el ejército y la armada, la Casa
Real (cuyo gasto en el siglo XVII fue inmenso, pues el poder barroco exigía
un lujo ostentoso) y, sobre todo, los “juros”, esto es la deuda pública, cuyo
pago se llevaba a finales del siglo XVI la mitad del presupuesto.
Los ingresos venían de los servicios extraordinarios, la venta de cargos a los
particulares, los monopolios, los maestrazgos, las aduanas, las bulas, la
alcabala (un impuesto sobre el comercio), el quinto sobre los metales
preciosos de las Indias, etc. El peor impuesto fue el de los “millones” (desde
1588) que gravó a toda la población (excepcionalmente estaban incluidos la
nobleza y el clero) sobre el consumo de carne, aceite, vino y vinagre. Otros
impuestos se añadieron en el siglo XVII, recayendo generalmente sobre las
clases sociales productivas, mientras que los privilegiados (nobleza, clero)
soportaban mucho mejor la situación gracias a sus exenciones tributarias.
Los déficits presupuestarios eran usuales y se cubrían con préstamos de la
banca extranjera, garantizados con juros y bienes públicos. Las frecuentes
bancarrotas consolidaban la deuda anterior a menores tipos de interés y
plazos más largos, y entonces el proceso volvía a comenzar, hasta que
todos los prestamistas importantes acabaron por quebrar debido a este
círculo vicioso. Felipe II hizo tres bancarrotas: 1557, 1575 y 1596, y en el
siglo XVII se hicieron todavía más frecuentes: 1608, 1627, 1647, 1652,
1656... El otro recurso fue la emisión masiva de moneda de baja calidad, el
vellón de plata con una alta proporción de cobre, lo que comenzó Felipe III, y
esto resultó lo peor al final porque se minaba la confianza de la población en
la moneda, lo que paralizaba los intercambios y la actividad productiva.

LA ECONOMÍA.
Una periodización de la evolución económica.
La evolución de la economía se ha abordado en los distintos reinados y se
puede establecer una periodización: el auge entre 1516 y 1575, con algunas
breves crisis; el inicio de la decadencia entre 1575 y 1598; el creciente
desplome entre 1598 y 1640; el fondo de la crisis entre 1640 y 1680; y la
recuperación parcial desde 1680.
Las herencias territoriales que hicieron de Carlos V señor de un extenso
imperio, supusieron un duro golpe para la modesta economía de Castilla.
Aquel imperio, en efecto, requería una serie de atenciones inexcusables a
las que debía responder el reino castellano: los viajes imperiales y, sobre
todo, las guerras. Junto a un aumento de la presión fiscal, el monarca
recurrió a los grandes banqueros extranjeros a fin de que, con la garantía de
las fantásticas riquezas del nuevo continente, aportaran las sumas
necesarias para el mantenimiento del imperio. Por otra parte, si bien en un
principio la llegada de metales preciosos desde América estimuló la
economía, a la larga fueron los comerciantes e industriales extranjeros
quienes se beneficiaron del nuevo mercado abierto al otro lado del océano.
Sevilla fue la capital económica del país, con 100.000 habitantes, que vivían
del monopolio del comercio americano en la Casa de Contratación, la
industria textil y naval, el arte y la cultura. Barcelona, en cambio, con sólo
30.000 habitantes, vivió del menos boyante comercio mediterráneo. A partir
de 1560 la actividad comercial se reanimó al intensificarse la ruta entre
Sevilla y Génova, aunque el crecimiento de la ciudad se truncó con el
aumento del bandidaje y la guerra civil de 1640.
Desde finales del siglo XVI, la crisis se fue agravando por el drástico
descenso en la llegada de oro y plata. La bancarrota del Estado fue absoluta
y los monarcas se vieron atrapados por los préstamos que se fueron
acumulando a intereses usurarios. Así pues, España, que protagonizó la
apertura del Viejo Mundo hacia América, quedó rezagada del impulso
económico que generó, por primera vez en la historia, un mercado a escala
mundial.

La recuperación desde 1680.


Las bases de la recuperación pueden rastrearse hacia 1680, a la mitad del
reinado de Carlos II, cuando la periferia española comenzó a salir del
agujero depresivo del siglo XVII, después de la dura pero necesaria
estabilización de la moneda al retirar la moneda de vellón desvalorizada. La
burguesía fue el grupo social más beneficiado por este leve y localizado
cambio de signo. Kamen (1980) ha conseguido reivindicar el reinado de
Carlos II como un periodo de renovación, de lenta salida de la crisis o por lo
menos de asentamiento de las bases de la favorable evolución durante el
siglo XVIII, aunque no es posible olvidar que los padecimientos fueron
innumerables aún.
Comenzaba la planificación de un verdadero programa reformista, como lo
hizo Feliu de la Penya, con su Fénix de Catalunya, como representante de
una corriente foralista que consideraría a Carlos II como el mejor rey de la
Historia de España por su misma debilidad, mientras que otros, como Arias
y sobre todo el valido Oropesa, el más caracterizado como honesto e
inteligente con diferencia del siglo, seguían un modelo centralista de
reformas según el ejemplo del exitoso “colbertismo” que se consideraba por
la burguesía como la verdadera causa de que Francia alcanzase la
hegemonía europea [Barudio. 1981: 101.] y que sería un ejemplo a lo largo
del siglo XVIII para los déspotas ilustrados. En Cataluña se fomentaron las
industrias textiles y se reactivó el comercio, con una burguesía que vuelve a
pisar con fuerza. Vilar, en su Cataluña en la España moderna [1977], nos
traza un cuadro impresionante de este resurgimiento catalán, rompiendo
con tantos prejuicios historiográficos. Martínez Shaw [Martínez Shaw, 1981:
82-94.], aprovechando el camino abierto por Vilar, se refiere a un verdadero
eje Barcelona-Cádiz, precedente del activísimo comercio directo del siglo
XVIII, prescindiendo incluso del monopolio andaluz. Amelang (1986) en su
estudio sobre la política municipal barcelonesa entre 1490 y 1714 nos
muestra cómo, a pesar de los conflictos y las crisis, se había constituido la
nueva clase dirigente catalana, el prestigioso patriciado urbano, mediante la
fusión de la burguesía municipal rentista con la aristocracia feudal, hasta
constituir un grupo social nuevo y pujante, abierto a constantes
aportaciones de quienes tuvieran el mérito de la riqueza, con una coherente
conciencia de clase, preocupado por mantener su status pero también por
abrirse a actividades productivas y rentables. Era ya una burguesía con
futuro.
La Junta Aragonesa de Comercio es de 1684. Valencia se convertía en
puerto franco en 1679 y al final del siglo su región había conseguido al fin
superar la crisis que comenzó con la expulsión de los moriscos en 1609. [La
expulsión de los moriscos en James Casey. 1979: 4 y ss; Elliott y otros, 1982:
224-247.] Un aristócrata moderno, Goyeneche, desarrollaría en los inicios
sus vastas empresas industriales, beneficiado por las leyes de 1682 y 1692
que proclamaban la compatibilidad de la nobleza con las actividades
industriales y comerciales [Anes. 1975: 201-202.]. La orla cantábrica,
beneficiada con la introducción del cultivo del maíz y con una demografía
expansiva, era una fuente de emigración a las otras regiones y su
burguesía, en especial la asturiana, tendría un papel de liderazgo en la
lucha ideológica del siglo XVIII. Galicia vivía una época de densidad
demográfica ciertamente difícil de superar con los medios del momento y
todos los estudios [Villares. 1982] señalan la complejidad de su estructura
social y de su peculiar sistema de propiedad agraria, que perviviría sin
cambios significativos hasta el mismo siglo XIX. En Mallorca los estudios de
Josep Juan Vidal sobre los manifests i scrutinis muestran que la recuperación
incluso pudo llegar antes, hacia 1665, debido entre otras causas a la relativa
paz y a las menores levas de soldados.
Un texto poco conocido de Maurice Garden iluminará las grandes diferencias
regionales a lo largo de esta época de la periferia y la continuidad de los
cambios en el siglo XVIII, sirviendo de base para el siguiente capítulo: «¿Se
le pueden atribuir al siglo XVIII mutaciones decisivas? Parecería que las
transformaciones más características son con frecuencia más antiguas,
como el reemplazo progresivo del trigo por la cebada, que se pone el frente
en el arzobispado de Murcia; y del trigo por el centeno en Castilla; así como
la aparición del maíz: la mayoría de estas evoluciones datan del siglo XVII. A
pesar de matices regionales, la evolución de conjunto sería más o menos la
siguiente: impulso demográfico y búsqueda de nuevas tierras, entre 1670 y
1730 según los lugares, con récords de producción que a menudo se sitúan
en el eje de los siglos XVII y XVIII. En Murcia, los récords de producción
según las series de diezmos se sitúan en 1698, y el siglo siguiente es más
bien estable, con una profunda depresión entre 1750 y 1770, seguida con
una reactivación cuyas cimas seculares se sitúan en 1792 para la cebada, y
1797 para el trigo, récords absolutos. Al contrario, geográficamente, en
Galicia y el País Vasco, los progresos del siglo XVII se prolongan más tiempo,
con cimas desfasadas en el tiempo, según la importancia de los nuevos
cultivos, el maíz esencialmente: la fase de ascenso prosigue casi sin
interrupción de 1645 a 1740, pero en el obispado de Santiago de
Compostela, o en el de Orense, en el interior de las tierras, la curva se
desvía de 1720 a 1760, mientras que el obispado de Mondoñedo, en la
costa cantábrica, se ve cómo culmina su producción únicamente en 1782.
En este último, el maíz se ha convertido en rey, ocupando el 60 % de las
tierras labradas, y la patata se hace común en este final de siglo. Los índices
de producción muestran crecimientos variables, pero con frecuencia,
cuando el trigo parece estancarse, algunos cultivos de sustitución
experimentan una progresión espectacular, la viña aquí, el maíz allá, y esto
en casi toda la península. En la propia región de Granada, entre 1780 y
1810, la producción de maíz sobrepasa a la del trigo y la cebada
acumulada.» [Garden, en Leon. 1978: III. 206-207.]
Todos estos datos y su interpretación son revisables pero muestran una
economía cambiante, con signos positivos en la periferia (también la
periferia castellana) desde 1680, como sostienen hoy casi todos los autores.
Y matizan la idea de que hacia 1750 todo el país salió del estancamiento.
Más bien podría hablarse de que precisamente entonces la periferia se
estancó durante un par de decenios, en una especie de crisis necesaria para
digerir su anterior crecimiento, antes de reemprender con nuevos bríos su
ascenso, mientras que el centro de la Península sí salió hacia 1750 de la
crisis (sobre todo gracias a las roturaciones y a los viñedos) y recuperó parte
de su retraso en estos años centrales del siglo.

La agricultura y la Mesta.
El sector agrario era el principal sector económico castellano con enorme
diferencia, pero sufría una división, una tensión, entre la agricultura y la
ganadería, que comenzaba a favorecer a ésta, por los mayores réditos de la
lana para la nobleza que poseía los rebaños y las dehesas y para los
mercaderes que la exportaban.
Faltaba en el campo, pese a que hubo muchas excepciones regionales y
locales, una amplia clase media agraria que hubiera podido promover desde
sus filas una burguesía urbana como sí la hubo en varias regiones del Norte
de Europa.
Donde existió una clase media de campesinos, como en la mitad superior de
la Península, se dio el fenómeno de una burguesía comercial e industrial
incipiente en las ciudades (sobre todo en Castilla la Vieja), mas una serie de
factores negativos frustraron ese proceso.
En el sur el latifundismo imposibilitó la aparición de la clase media
campesina y ello tuvo consecuencias gravísimas a largo plazo.
Claudio Sánchez Albornoz explica en su En torno al feudalismo (1946) el
origen de los enormes latifundios peninsulares como el resultado de las
peculiaridades de la Reconquista. Del ritmo de la Reconquista devino la
división de la Península en dos zonas, aproximadamente al Norte y al Sur,
con numerosas excepciones. Al Norte un predominio de la pequeña
propiedad, al Sur el dominio del latifundio, que se perpetuaría durante
siglos.
Pero hay que precisar que el latifundio ya había sido dominante en tiempos
de los romanos y visigodos (aunque nunca fue la única). Lo cierto es que el
latifundio se prestaba muy bien al tipo de explotación que podía realizarse
en las amplias y secas llanuras del Centro y del Sur de España. Parece más
razonable que se unieron causas políticas y naturales para establecer el
latifundismo.
La economía era predominantemente agrícola, basada en la tradicional
tríada mediterránea: trigo, vid y olivo. La producción más destacada era la
de los cereales para la alimentación humana (trigo) y de los animales
(cebada, centeno y avena).
Era una agricultura de subsistencia, con una producción destinada en su
mayor parte al autoconsumo. Las técnicas eran rudimentarias, los
rendimientos eran escasos, la comercialización de excedentes mínima, y no
había posibilidades de acumulación de capital, salvo en los periodos de
fuertes hambrunas en las que los especuladores acaparaban los granos.
Factor esencial de este retraso era la estructura de la propiedad, dividida
sobre todo en pequeños propietarios y en grandes propietarios nobiliarios y
eclesiásticos, sin una mediana propiedad intermedia. Otros factores era la
falta de incentivos de los propietarios para invertir en regadíos o nuevas
técnicas de cultivo, las dificultades de las tierras hispanas por su orografía,
el duro y seco clima que empeoró hacia 1600, la competencia desleal de la
ganadería lanar…
La Mesta, la organización de los ganaderos ovinos que controlaba la
producción de lana, nacida durante el reinado de Alfonso X en el siglo XIII,
experimentó en el siglo XVI su periodo de máxima prosperidad. Desde los
tiempos de los Reyes Católicos la agricultura se vio relegada por la
ganadería, y durante el reinado de Carlos I, la Mesta alcanzó su cota
máxima con 3,4 millones de cabezas de ganado en 1526. Sin embargo, en
el último tercio del siglo XVI, la Mesta y la ganadería trashumante entraron
en un proceso de recesión que se acentuó en el XVII y sobre todo en el XVIII,
debido al aumento de las roturaciones, el fomento de la ganadería estante,
el descenso de la exportación de lana y la crisis de la industria textil. Hacia
1685 la Mesta se hallaba al borde de la bancarrota.

La artesanía y el comercio.
La artesanía padecía las consecuencias de la debilidad del mercado interno
y aunque se benefició inicialmente del mercado americano y tuvo cierto
auge hasta 1575, acabó hundiéndose en el siglo XVII. Destacaron las
industrias textil (lanera y sedera), del cuero y las armas en las ciudades
castellanas, y los astilleros en el norte.
El comercio interior era muy pobre, limitado a los productos básicos para las
ciudades y los productos de lujo para la nobleza y la escasa burguesía. En
cambio, el comercio exterior, centralizado en los puertos de Sevilla,
Barcelona, Santander y Bilbao, tuvo una etapa de prosperidad hasta la crisis
iniciada en 1575, que rompió los circuitos comerciales y financieros, y en el
siglo XVII empeoró mucho.

El sistema monetario.
Las monedas de oro (escudos) y de plata (reales), fueron el símbolo del
esplendor imperial de los Austrias. Sin embargo, ya en tiempos de Carlos I, y
a pesar del aumento de la llegada de metales preciosos de América, la
Hacienda real comenzó a notar el peso que suponía el mantenimiento del
imperio: en 1557, recién coronado Felipe II, la Hacienda real se declaró en
quiebra y lo mismo se repitió en 1575, con peores consecuencias,
comenzando un proceso de degradación de la moneda. La llegada de
metales alcanzó su máximo entre 1591 y 1600, pero a partir de entonces la
producción se redujo y la crisis económica se agravó. Cuando, finalmente, el
Estado se vio obligado a acuñar moneda de cobre, la decadencia monetaria
se hizo ya evidente.

El impacto de los metales preciosos de América.


La masiva llegada de oro y plata de América transformó la economía
europea, que que ya estaba recuperándose de la crisis de la Baja Edad
Media, sobre todo en Italia y Países Bajos, y esto se aceleró con la mayor
disponibilidad de moneda y la progresiva apertura de los mercados de
América, África e India. El comercio y el crédito financiero se incrementaron
en un circuito planetario: Europa exportaba productos a América a cambio
de oro y plata, y enviaba una parte a Asia a cambio de especias. Pero hubo
un incremento de la demanda de bienes que no pudo satisfacer el sistema
productivo y un sobrante de moneda, con lo empezó una subida
espectacular de precios, que avanzó desde España a toda Europa.
En España hasta 1570 produjo una expansión económica: tejidos de lana en
Castilla, armas en Toledo, barcos en el Cantábrico, vino y aceite en
Andalucía, trigo en la Meseta. Pero, como hemos visto, la siguió la crisis y
una decadencia durante el siglo XVII, prolongada hasta 1680, debido a que
el país gastaba casi todo el dinero en las guerras europeas y se endeudaba,
que el sistema productivo agrícola e industrial era poco competitivo en
precio y calidad respecto a los europeos, y que el comercio colonial estaba
en gran parte en manos extranjeras, sobre todo genoveses y alemanes.
LA CULTURA Y LAS ARTES.
El esplendor exterior del imperio español deslumbró a Europa, que incluso
adoptó durante decenios sus costumbres y lengua como signo de riqueza y
poder. Sin embargo, esta imagen exterior contrastaba fuertemente con la
realidad interior del país, donde el pueblo estaba empobrecido y era
analfabeto.
Eran mínimos los niveles de alfabetización y de estudios primarios y
secundarios, en contraste con los estudios superiores, en los que
demasiados estudiantes seguían unas disciplinas poco científicas, de mera
reproducción del saber tradicional. En el ambiente represivo que creció
desde Felipe II, la creación intelectual se adaptó al entorno sociopolítico y
las ciencias humanas predominaron sobre las ciencias de la naturaleza. El
eje de la vida cultural española durante el siglo XVI fue el debate sobre el
erasmismo y el tomismo. El erasmismo representaba el pensamiento
europeo, más moderno y tolerante, mientras el tomismo representaba el
pensamiento nacional, medievalizante e intolerante. Carlos I había apoyado
al primero, consecuente con su idea imperial europea, pero en el reinado de
Felipe II ganó el segundo, apoyado en la Inquisición, como reacción ante la
amenaza exterior. Esto siguió así en el siglo XVII. España se cerró a la
cultura europea, y aunque pudo desarrollar una cultura y un arte de
extraordinaria calidad durante el siglo XVII, su base social era muy débil, por
lo que no perduró más allá de 1580.
La conciencia de la crisis llevó al surgimiento de un realismo, que junto a la
concentración de los capitales en manos ociosas y el desprecio del trabajo
manual fue la base social del Siglo de Oro.

Las letras.
Los siglos XVI y XVII, en los que se desarrollan los periodos renacentista y
barroco, marcan el momento de mayor esplendor de las letras españolas: el
denominado Siglo de Oro, sobre todo el XVII. La literatura castellana alcanzó
su plenitud, mientras las de las otras lenguas del Estado decaían.
Se pueden clasificar dos corrientes estéticas: la realista (picaresca), nacida
de la conciencia de la crisis económica y social, y la idealista (misticismo),
nacida como un escape religioso a la espiritualidad.
La novela, como el resto de la prosa, experimentó un brillante desarrollo,
desde la novela picaresca a la obra culminante de la narrativa española, El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes,
seguida por El Buscón de Quevedo y la obra de Gracián.
El teatro barroco, un espectáculo de masas, especialmente en Madrid, vivió
su gran momento de popularidad de la mano de Lope de Vega, Calderón de
la Barca y Tirso de Molina.
La poesía estuvo representada en el siglo XVI por Garcilaso de la Vega y los
místicos Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y se
vio coronada en el siglo XVII, por vías bien diferentes, en la obra de
Quevedo (el conceptismo) y Góngora (el culteranismo).
El ensayo y la prosa didáctica tuvieron maestros como Fray Luis de León,
Fray Luis de Granada, Santa Teresa de Jesús y finalmente, en el siglo XVII,
Gracián.

Las ciencias.
Se desarrollaron las ciencias y otros saberes, en especial la filosofía (Luis
Vives, Miguel Servet), la filología (Nebrija), la historia (Díaz del Castillo,
López de Gomara, el padre Mariana), la economía (los arbitristas Martín de
Azpilicueta, Tomás de Mercado, González de Cellorigo, Diego José Dormer,
Caja de Leruela, Alvárez Ossorio) o el derecho natural (Suárez, Vitoria, el
padre Mariana). Si no había experimentación en física, química o
matemáticas (pues hubiera puesto en duda la ciencia tomista), sí hubo
excelentes cosmógrafos, geógrafos y naturalistas, gracias a los
descubrimientos geográficos.
Sin embargo, desde mediados del siglo XVI el auge del espíritu de la
Contrarreforma significó el cierre del país a los avances científicos, en una
época en que se dieron a conocer los trabajos de Galileo, Pascal y Newton, y
frente a ciertas corrientes ideológicas como el erasmismo o el
cartesianismo. Sólo a finales del siglo XVII se introdujeron las ciencias
modernas, al socaire de la recuperación económica.

Las artes.
Paralelo al discurrir de la historia política del reinado de los Austrias, el arte
evolucionó a lo largo de los siglos XVI y XVII desde el Renacimiento y el
Manierismo, en el siglo XVI, hasta el Barroco, que impuso su gusto durante
el siglo XVIII dominado por el espíritu de la Contrarreforma.
La arquitectura se inspiró en sus inicios en el modelo gótico español, que
perduró mucho tiempo, y en el modelo renacentista italiano para la
monarquía absoluta y la nobleza, que más tarde adquirió características
propias con los estilos plateresco, seguido del clasicista del Palacio de Carlos
V en Granada y del herreriano, cuyo máximo ejemplo es el monasterio de El
Escorial, acabado por Herrera. En la época del Barroco, un estilo que exalta
el poder monárquico y eclesiástico, se construyeron numerosas iglesias y se
desarrollaron notables acciones urbanísticas como la plaza mayor de
Madrid.
La escultura fue el arte que mejor se acomodó a la voluntad propagandística
de la Contrarreforma, con grandes representantes como Alonso Berruguete,
Gregorio Hernández, Juan Martínez Montañés, Alonso Cano, Pedro de Mena o
Francisco Salzillo. El estilo es austero, realista y expresionista.
La pintura contó con un gran elenco de artistas, nacionales y extranjeros,
que trabajaron en el país. La obra manierista de El Greco, a caballo entre los
siglos XVI y XVII, dio paso a una nueva generación de pintores barrocos,
entre los que destacaron José de Ribera (afincado en Nápoles), Francisco de
Zurbarán, Bartolomé Esteban Murillo, Juan Valdés Leal, Claudio Coello y,
sobre todo, Diego Velázquez, el pintor más preclaro, de un supremo
realismo.

BIBLIOGRAFÍA.
Blogs. Comentarios de obras de arquitectura relacionadas:
El Palacio de Carlos V en Granada. *
[https://iessonferrerdghaboix.blogspot.com.es/2011/12/comentario-el-
palacio-de-carlos-v-en.html]
El Monasterio de El Escorial. *
[https://iessonferrerdghaboix.blogspot.com.es/2012/01/comentario-el-
monasterio-de-el-escorial.html]

Series de Televisión.
La peste (2019). España. Dos temporadas, de seis capítulos cada una. La
primera sobre la Inquisición sevillana a finales del siglo XVI. La segunda,
ambientada seis años después, sobre la delincuencia de la Garduña, una
mafia mítica de Sevilla.

Documentales.
Serie Memoria de España. RTVE. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-
espana/]: Carlos V, un monarca, un imperio. / La España de Felipe II. / La
decadencia en el Siglo de Oro.

La Inquisición en 15 minutos. Documental. Academia Play.


[https://www.youtube.com/watch?v=dXrCFN1Z4MI&t=5s]

Los tercios españoles. Academia Play. 8 minutos.


[https://www.youtube.com/watch?v=yxo-LiSuH9g]

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Ansede, Manuel. El sexo entre familiares provocó la deformidad facial de los
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Olaya, V. G. La leyenda negra de la formación de los Austrias. “El País” (21-
XII-2021). [https://elpais.com/cultura/2020-05-08/1625-aquel-maravilloso-
ano-para-los-austrias.html#?rel=mas_sumario] El ensayo ‘Espejos de
príncipes y avisos a princesas’ desmonta por primera vez el mito de una
dinastía ignorante, despreocupada, abúlica y carente de educación. Al
contrario, los Habsburgo españoles recibieron, salvo excepciones, una
extraordinaria formación.
Jover, Gabriel. Las grandes recuperaciones de la economía española / 2.
Respuestas preindustriales. “El País” Negocios 1.893 (27-II-2022). La
economía se recuperó tras la crisis del siglo XVII (cuyas causas el autor
explica al inicio), de una manera desigual entre el interior y la periferia, por
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La monarquía española de Carlos I.


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pp.
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Madrid. 1999. 360 pp.
Fernández Álvarez, Manuel. Carlos V. El César y el hombre. Espasa Calpe.
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escopeteros y la artillería.

La monarquía española de Felipe II.


Documentales.
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tesis de que Felipe II basó su imperialismo en la religión (usó ésta como
pretexto de su poder absoluto).
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Artículos. Orden cronológico.


Pérez Samper, María de los Ángeles. Isabel de Farnesio. La ambición por
reinar. “Clío. Revista de Historia”, Vol. 6, nº 64 (II-2007) 74-87.
Olaya, V. G. María Pita vengó a la Invencible. “El País” (25-IV-2019). El
desastre de la expedición inglesa de 1589 fue mayor que el de la Invencible
en 1588.
Olaya, V. G. Los bulos que derrotaron a la Invencible. “El País” (13-III-2020).
Reportaje de la BBC sobre la invención/exageración inglesa del desastre de
la Armada Invencible.
Olaya, V. G. Lepanto, a sangre y fuego. “El País” (17-VIII-2021). El
450 aniversario de la decisiva batalla.
Olaya, V. G. Lepanto, la batalla que cambió el presente, el pasado y el
futuro. “El País” Ideas 333 (26-IX-2021). Los expertos debaten sobre su
importancia histórica y qué hubiera ocurrido de ganar los turcos.

La decadencia española del siglo XVII. La crisis social y económica.


Documentales.
La decadencia en el Siglo de Oro. Documental de RTVE, Serie Memoria de
España nº 14. [www.rtve.es/alacarta/videos/memoria-de-espana/]

Libros.
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Terrasa Lozano, Antonio. La casa de Silva y los duques de Pastrana. CEEH /
Marcial Pons. Madrid. 2012. 444 pp. Reseña de Ribot, Luis. “El Cultural” (26-
X-2012) 22. Una familia noble de origen portugués (una rama serán los
Éboli) se encumbra en Castilla en los siglos XVI-XVII, y se embarca en una
multitud de pleitos en los que se puede conocer su ideología.
Thompson, I. A. A. Guerra y decadencia. Gobierno y administración en la
España de los Austrias, 1560-1620. Crítica. Barcelona. 1981 (1976 inglés).
410 pp.
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1969. 191 pp.

Artículos. Orden cronológico.


Sebastián, José Antonio. El largo siglo XVII. “El País” Negocios 1.367 (15-I-
2012) 22-23. La crisis económica del siglo XVII, en la serie ‘Las grandes
crisis de la economía española’.
Constenla, Tereixa. Luz sobre los prisioneros del remo. “El País” (12-III-2012)
35. Se restauran los Libros de Galeras (1624-1748), fuentes administrativas
de las biografías de los galeotes.

La monarquía española de Felipe IV.


Libros.
Alvar Ezquerra, Alfredo. Felipe IV. El Grande. La Esfera de los Libros. 2018.
692 pp. Biografía que resalta los aspectos positivos y reduce los negativos
del rey y su reinado. Reseña de Martínez Shaw, Carlos. Grandeza sin
decadencia. “El País” Babelia 1.386 (16-VI-2018). / Adolfo Carrasco. “El
Cultural” (27-VII-2018).
Álvarez Nogal, Carlos. El banquero real. Turner. 2022. 430 pp. La vida del
banquero genovés Bartolomé Spínola, financiador de la Hacienda Real de
Felipe IV a partir de 1620. Reseña de Martínez Shaw, Carlos. Las finanzas de
una corte sumida en la decadencia. “El País” Babelia 1.616 (12-XI-2022).
Sanz Ayán, Carmen. Los banqueros y la crisis de la monarquía hispánica de
1640. Marcial Pons. Madrid. 2013. Constenla, T. Sanz Ayán, Nacional de
Historia por un estudio sobre la época de Felipe IV. “El País” (14-XI-2014)
46. Carmen Sanz Ayán (Madrid, 1961), catedrática de Historia Moderna de la
Universidad de Complutense.
Stradling, R.A. Felipe IV y el gobierno de España, 1621-1665. Cátedra.
Madrid. 1989 (1988 inglés). 510 pp.
Valladares, Rafael (ed.). El mundo de un valido. Dos Luis de Haro y su
entorno, 1643-1661. Prólogo de John Elliott. Marcial Pons. 2016. 456 pp. Luis
de Haro, sobrino y sucesor del conde-duque de Olivares, fue el valido en la
segunda parte del reinado de Felipe IV.

Artículos. Orden cronológico.


Olaya, V. G. 1625, aquel maravilloso año para los Austrias. “El País” (9-V-
2020). [https://elpais.com/cultura/2020-05-08/1625-aquel-maravilloso-ano-
para-los-austrias.html#?rel=mas_sumario] Casi un año de asedio permitió
que los Tercios tomasen la ciudad neerlandesa de Breda, mientras el imperio
español se desmoronaba.
Domínguez, N. El ADN de un vasco y un sardo que asediaban Barcelona en
1652 destapa una epidemia desconocida. “El País” (9-IX-2021). Un equipo
identifica el patógeno que mató a unos 500 soldados durante la ‘Guerra dels
Segadors’: la salmonela que causa una fiebre paratifoidea, la misma que
provocó una epidemia mortífera en México después de la conquista en el
siglo XVI.

Los moriscos.
Libros.
Domínguez Ortiz, A.; Vincent, Bernard. Historia de los moriscos. Alianza.
Madrid. 1978. 313 pp.
Artículos. Orden cronológico.
Villena, Miguel Ángel. Moriscos, una memoria recobrada. “El País” (8-V-2009)
41.
Arroyo, J. El botín morisco traído de la Guerra de África. “El País” (12-VI-
2017).
Doncel, Luis. Las burbujas especulativas, un invento español. “El País” (22-
VII-2017). En el siglo XVII hubo una fiebre por la venta de oficios públicos en
Castilla, según el investigador Víctor Gómez. Un hombre pagó en 1617 por
un puesto de regidor (concejal) 382.352 reales, que tenía un sueldo anual
de 450, así que lo recuperaría a los 850 años. Pero Gómez no contempla lo
obvio: que el cargo era un instrumento para ganar rango social y
económico, accediendo a resortes de corrupción que permitirían recuperar
pronto la inversión.

PROGRAMACIÓN.
LA MONARQUÍA HISPÁNICA BAJO LOS AUSTRIAS: ASPECTOS POLÍTICOS,
ECONÓMICOS Y CULTURALES.
UBICACIÓN Y SECUENCIACIÓN.
ESO, 2º ciclo.
Eje 3. Sociedades históricas y cambio en el tiempo. Bloque 1. Sociedades
históricas. Núcleo 4. Las sociedades de la época moderna.
- Hegemonía y decadencia de la monarquía hispánica: la colonización de
América y el impacto recíproco; uniformismo y tensiones socio-religiosas y
políticas; el esplendor literario y artístico.
RELACIÓN CON TEMAS TRANSVERSALES.
Relación con los temas de la Educación para la Paz y de Educación Moral y
Cívica.
TEMPORALIZACIÓN.
Cuatro sesiones de una hora.
1ª Documental. Diálogo, para evaluación previa. Exposición del profesor.
2ª Exposición del profesor. Cuestiones.
3ª Exposición del profesor, de refuerzo y repaso; esquemas, mapas y
comentarios de textos.
4ª Exposición del profesor, de refuerzo y repaso; Comentarios de textos;
debate y síntesis.
OBJETIVOS.
Sintetizar la evolución histórica de España bajo los Austrias.
Analizar la relación entre sociedad, política, economía y cultura bajo los
Austrias.
Comprender las causas de la decadencia del siglo XVII.
Interesarse por la cultura del Siglo de Oro.
Interesarse por la vinculación entre los problemas del pasado y los del
presente.
CONTENIDOS.
A) CONCEPTUALES.
La evolución histórica de España bajo los Austrias.
La sociedad.
La política.
La economía.
La cultura.
PROCEDIMENTALES.
Tratamiento de la información: realización de esquemas del tema.
Explicación multicausal de los hechos históricos: en comentario de textos.
Indagación e investigación: recogida y análisis de datos en enciclopedias,
manuales, monografías, artículos...
C) ACTITUDINALES.
Rigor crítico y curiosidad científica.
Tolerancia y solidaridad.
Valorar la solución pacífica de los conflictos nacionales.
METODOLOGÍA.
Metodología expositiva y participativa activa.
MOTIVACIÓN.
Un documental, con diálogo posterior.
ACTIVIDADES.
A) CON EL GRAN GRUPO.
Exposición por el profesor del tema.
B) EN EQUIPOS DE TRABAJO.
Realización de una línea de tiempo sobre el proceso.
Realización de esquemas de la UD.
Comentarios de textos sobre humanismo, Inquisición, la política exterior, las
guerras, la decadencia económica y social, la cultura del Siglo de Oro.
C) INDIVIDUALES.
Realización de apuntes esquemáticos sobre la UD.
Participación en las actividades grupales.
Búsqueda individual de datos en la bibliografía, en deberes fuera de clase.
Contestar cuestiones en cuaderno de trabajo, con diálogo previo en grupo.
RECURSOS.
Presentación digital y mapas.
Libros de texto, manuales.
Fotocopias de textos para comentarios.
Cuadernos de apuntes, esquemas...
Documental.
EVALUACIÓN.
Evaluación continua. Se hará especial hincapié en que se comprenda la
relación entre los procesos de España y europeo.
Examen incluido en el de otras UD, con breves cuestiones y un comentario
de texto.
RECUPERACIÓN.
Entrevista con los alumnos con inadecuado progreso.
Realización de actividades de refuerzo: esquemas, comentario de textos...
Examen de recuperación (junto a las otras UD).

APÉNDICES.
La decadencia económica de España en el siglo XVI.
Textos para comentario.

APÉNDICES.
La decadencia económica de España en el siglo XVI.
En el siglo XVI hubo varias ocasiones en que pareció que despegaba una
clase burguesa castellana. Los mercaderes y banqueros Rodrigo Dueñas,
Simón Ruiz y los Espinosa fueron paradigmáticos. Simón Ruiz, el ejemplo
mejor estudiado gracias a Lapeyre [1953] y a Felipe Ruiz Martín [1990], se
dedicaba desde su plaza en Medina del Campo a comerciar con Florencia,
Francia, Portugal y Flandes, a prestar dinero a la monarquía desde 1566,
pero incapaz de llenar el hueco de los banqueros genoveses tenderá a
encerrarse en su papel de gran capitalista no reñido con la Iglesia, para
acceder a una posición social más elevada, con un orgullo más propio de un
aristócrata que de un burgués europeo. Se nos muestra insolidario con los
otros hombres de negocios de su ciudad, un tipo de burgués de corte
medieval al fin, aunque gozará de las oportunidades del siglo. Esta endeblez
de los valores burgueses en su mentalidad social será un factor no
desdeñable en el fracaso de la gran burguesía castellana.
Esta burguesía se amparaba en el papel central de Castilla en el inmenso
imperio de Carlos I y Felipe II, la actividad de las ferias castellanas, la
producción de lana e hierro, la artesanía textil y del cuero en las ciudades
del interior y por el tráfico atlántico con sede en Sevilla y los puertos del
Norte de la Península. España estaba en el centro de la economía-mundo de
Braudel y Sevilla era su capital no oficial.
El reinado de Carlos I y la primera mitad del de Felipe II fueron expansivos.
De 1530 a 1570 el auge económico y demográfico parece indudable
[Carande. 1949; Maravall. 1972: 116; Chaunu. 1973; Nadal. 1984.]. España
penetró a principios del siglo XVI en los circuitos de las grandes plazas
cambistas y se convirtió en parte del eje principal de la economía europea,
no por la fuerza de su producción, sino precisamente por la debilidad de
ésta. «El oro de América después de la lana, la plata después del oro, y la
menor densidad de población, explican la gran originalidad de la España de
Carlos V. Asocia una moneda fuerte, un cambio favorable y una economía
débil. Es el polo motor de la Europa cara.» [Chaunu. 1973: 36.]
La historiografía posterior no ha impugnado las tesis de Chaunu y así
Wallerstein citará como indiscutible a Chaunu cuando escribía sobre el papel
de esta España imperial: «toda la vida europea y la vida del mundo entero,
en la medida en que existía un mundo podría decirse que dependían [de
este tráfico]. Sevilla y sus cuentas podrían darnos el ritmo del mundo.»
[Wallerstein. 1974: I. 234.]
Vilar [1969: 101 y ss.] nos muestra una economía europea dependiente para
mantener su prosperidad del oro americano y africano, particularmente en
la década 1520-1530, antes de la entrada masiva de la plata, lo que
ocasionaría la llamada "revolución de los precios" [Hamilton, 1934]. Y en
ningún lugar fue tan importante su impacto como en la Península.
Por su parte, Domínguez Ortiz afirma que hubo una incipiente burguesía
industrial: «Sólo en ciertos sectores restringidos puede hablarse de
establecimientos industriales, casi siempre en el ámbito textil, donde se
impuso la capacidad económica de los mercaderes-fabricantes, que
redujeron a dependencia a maestros agremiados y combinaron su
producción con la de centros textiles rurales, como sucedió en el binomio
Córdoba-Los Pedroches, estudiado por Fortea; o se limitaron al área urbana;
caso de las industrias sederas de Granada y Toledo. El ejemplo más típico de
ciudad industrial con empresas de tipo precapitalista y proletariado urbano
fue Segovia, cuyos paños alcanzaron gran renombre.» [Domínguez Ortiz.
1983: 205.]
Bennassar [Bennassar, en Pierre Leon: I. 532.] ha estudiado el caso de
Segovia dentro de la expansión de la industria pañera española, en auge en
Zaragoza, Cataluña y sobre todo en las ciudades castellanas, como Cuenca
y Segovia, beneficiadas en parte de la proximidad de los centros
productores de lana aunque siempre se quejarían de que los mercaderes
sacaban la lana de mejor calidad. Ciertamente faltó aquí una política
proteccionista de mayor ambición y la mejor prueba es que cuando hacia
1560 disminuyen las exportaciones de lana al Norte [Bennasar se equivoca
al achacarlo a la guerra, puesto que ésta comenzó en 1566; las razones
fueron más bien una puntual crisis económica en el Norte de Europa y la
mayor demanda española de lana] en Segovia aumenta la producción de
paños de calidad y se multiplica la burguesía industrial. Si hacia 1520-25 la
producción la controlaban treinta o cuarenta capitalistas, hacia 1561 ya
había 105 pañeros y mercaderes-pañeros compartiendo este dominio.
Millares de operarios trabajaban en los talleres y en sus casas. «Hacia 1570,
Segovia no carece de lana, sino de mano de obra, hasta tal punto que está
dispuesta a recibir moriscos deportados de Granada». Ese era el camino
acertado para el futuro, la expansión capitalista sin consideraciones
religiosas, según un modelo de búsqueda del trabajo y del beneficio. Había
una burguesía industrial y comercial al mismo tiempo, que no renunciaba a
sus negocios para aristocratizarse. No fueron motivos intrínsecos de moral o
incapacidad los que arruinaron en el siglo XVII esta industria sino la
desgracia de tener que pagar la política imperial. La burguesía fue aplastada
y ahogada por el mismo Estado que tenía que haberla promovido.
También la industria sedera de Granada era un centro de primer orden en
Europa, aunque el conflicto con los moriscos de 1569-70 dio un duro golpe a
la ciudad, sustituida en parte por Valencia y Sevilla. [Bennassar, en Leon: I.
533-534.]
La burguesía agraria se benefició de esta época única de oportunidades sólo
durante unos decenios. «La tierra cuya posesión asentaba una fortuna y
elevaba una posición social era considerada asimismo como un instrumento
de provecho», según Jean Jacquart. Bennassar nos muestra: «las
especulaciones agrícolas del peletero de Valladolid, Pedro Gutiérrez, cuya
mentalidad capitalista era evidente. Concedía préstamos a los campesinos
en apuros contra compromisos de entrega de cosechas, parciales o totales,
a precios regularmente inferiores, con mucha diferencia, a los del campo:
los cereales -en los malos años- y el vino blanco eran sus especulaciones
preferidas.» [Bennassar, en Leon: I. 499-500.]
Era un proceso enormemente interesante para el futuro si otra hubiese sido
la situación. Como expone Salomon [Salomon. 1964: 147-170.], la nobleza,
el clero y la burguesía, estaban cambiando su relación con el campo, desde
una posición de tenedores de la propiedad hacia una relación mercantil de
tipo burgués. Viñedos y olivares aumentan su superficie porque su vino y
aceite cuentan mucho más en el mercado que los cereales sujetos a tasas,
pero vemos como estas tasas no impedían la especulación cuando llegaban
los peores años. Si lo hacían el resto de los años y ello impedía
paradójicamente que el cultivo del principal alimento del pueblo fuera
fomentado, como ha demostrado Concepción de Castro (1987) en su
estudio sobre el abastecimiento de las ciudades castellanas y en concreto
Madrid, comparándola con los modelos de Inglaterra y Francia, siguiendo los
avatares de las tasas desde 1502 (cuya normativa será con algún cambio la
que se aplique durante los Austrias) hasta su anulación con la política
reformista de los Borbones en 1765.
En suma, la explotación del campesinado y la mejora de los cultivos podían
haber ido al unísono para mejorar la rentabilidad de todo el sector
productivo, mas este impulso perdió fuerza por tantos factores acumulados
que jugaban en contra hasta quedar sólo lo primero: la explotación de la
población rural, una elección mucho más barata que la inversión productiva.
Al mismo tiempo, la cultura técnica y científica sufrió de retrasos y trabas.
Era una cuestión fundamental para el progreso material, pues las actitudes
y las aspiraciones de las clases medias dependían de su apertura a la
libertad de pensamiento. Como tantas veces se ha dicho, libertad de
pensamiento (y de invención) y libertad de empresa deben ir juntas para
sacar su máximo provecho. Ya en la época era admitido por los mejores
pensadores, como el utopista italiano del XVII Campanella [Stradling. 1981:
88.] que afirmó que el futuro estaba en la ciencia y en la tecnología, y
cuanto más fomentara España el desarrollo en estas áreas, tanto más sería
posible realizar su destino universal. En el último capítulo de su Della
Monarchia di Spagna era partidario de la fundación de escuelas náuticas,
«pues el dueño del mar siempre será dueño de la tierra». Ciertamente
Felipe II haría de la mejora de la educación de los pilotos de navegación una
de sus prioridades en la enseñanza oficial [Goodman. 1988: 94-106.] y
comprendería la necesidad de atraer a técnicos para la construcción de
naves, fortalezas, cañones, etc. Pero esto no podía suplir la libertad de
pensamiento y no tuvieron la debida continuidad estas medidas. Estas ideas
de Campanella [el pensamiento sobre España de Campanella ha sido
estudiado por Díez del Corral. 1975: 307-356.] las compartieron muchos en
su tiempo, pero si el erasmismo [Bataillon. 1937.] y el espíritu renacentista
se difundieron con los Reyes Católicos, Cisneros y Carlos V, en cambio en el
reinado de Felipe II el país se cerró a la cultura europea con la
Contrarreforma, hasta el punto de que perdería el tren de los adelantos
técnicos que impulsarían la economía europea. López Piñero nos muestra
cómo los tres estamentos de la sociedad participaron en el cultivo de la
ciencia, pero que: «sus principales protagonistas fueron los estratos medios
urbanos, es decir, la parte del estado llano a la que corresponde el
calificativo de burguesía en sentido más o menos amplio. Las características
peculiares y la trayectoria que dicha burguesía urbana tuvo en España
fueron, por ello, un factor de decisiva importancia en su configuración y en
su posterior evolución.» [López Piñero. 1979: 67-81.]
López Piñero [López Piñero, en Tuñón. 1982: V. 355-423.] extiende la misma
explicación a los siglos XVI y XVII. Vemos, en todo este claroscuro, como en
definitiva una combinación de problemas estructurales e ideológicos fueron
los que agostaron las enormes oportunidades de la economía española en la
Edad Moderna. Había casi todos los elementos para un desarrollo
extraordinario, pero fueron desaprovechados.
¿Cuándo se produjo el cambio de signo? La historiografía se ha dividido al
respecto. Kamen, en una posición maximalista y aislada, comparando la
situación de España con la del resto de Europa arguye que no hubo tal
decadencia porque el nivel de partida era tan bajo que nunca se levantó ni
cayó. [Kamen. 1984: 148.] Muchos más autores reconocen que junto a una
situación de relativa bonanza se iban acumulando los problemas hasta
alcanzar un grave nivel en la segunda mitad del reinado de Felipe II pero
retrasan el inicio de la verdadera decadencia económica al reinado de Felipe
III. Así piensan Hamilton, Vilar y Elliott. Y concuerda con ellos un especialista
como Stradling. [Stradling. 1981: 17.] Davis la sitúa hacia 1598-1611,
cuando las pérdidas demográficas hicieron subir los índices de salarios y
volvieron no competitiva a la industria española. [Davis. 1973: 158-172.]
Kellenbenz [1976], Cipolla [1973] y otros resaltan la evidencia de que, en
todo caso, la crisis fue general en casi toda Europa, con contadas
excepciones. Para un mejor conocimiento especializado del tema de la crisis
europea puede consultarse a Lublinskaya [1979] y Kriedte [1980], éste
último con una impresionante bibliografía.
La primera bancarrota, en 1557, fue un duro golpe pero la economía del país
lo soportó bastante bien y pronto reanudó la expansión, pero era sobre unas
bases muy débiles en el fondo, más sobre la especulación y la demanda
americana que sobre las inversiones productivas y la demanda interior. No
nos asombre esta capacidad de recuperación pues quien primero propuso la
bancarrota había sido un gran mercader burgalés, Fernando López del
Campo. [Carande. 1949: 325.] Los burgueses, aún viendo que padecerían
con una suspensión de pagos, comprendían que era preciso dar una
solución inmediata, razonable y efectiva para el inmenso montante de la
deuda porque de lo contrario el final podía ser mucho peor. Por las mismas
fechas, en el todavía vital y optimista año 1558, el arbitrista Luis Ortiz
[Carande. 1949: 212-214.] presenta su famoso Memorial para que no salga
dinero del reino, pidiendo que se restrinjan las exportaciones de materias
primas, para fomentar la propia industria. Exportar paños y no lanas era el
mejor remedio sin duda. Pero la política dinástica iba en sentido contrario y
no se aprovechó el respiro de 1557 para moderar los gastos y los
compromisos.
Las presiones de los financieros genoveses y alemanes fueron imbatibles
cuando surgieron los conflictos a la vez en el Mediterráneo y en Flandes. Así,
en 1566 la libertad de hacer asientos en el exterior, en principio favorable
para la libertad empresarial de los poderosos mercaderes pero ruinosa en
un contexto de reglamentación omnipresente, contribuyó al hundimiento de
los productores españoles, pues los banqueros extranjeros ya no tuvieron
necesidad de exportar productos hispanos para obtener numerario y pagar
los asientos en el exterior. Esta medida mostraba cuál era la verdadera
prioridad de la política filipina: el poder de su dinastía.
Felipe II aspiraba a dominar Europa no tanto para colocarla bajo su directa
soberanía (que en parte así fue, pues siempre pensó que el Imperio le
correspondía a él y no a la rama vienesa), como para asegurar un
absoluto diktat sobre la política y la religión en sus dominios y un equilibrio
en el que la hegemonía de su Corona fuese indiscutida. Para obtenerlo
necesitaba mantener su indiscutido predominio militar para lo cual y para
ejercerlo necesitaba aumentar los ingresos del Estado, obtener un
predominio financiero sobre los restantes estados absolutos del continente.
Lo logró ciertamente, a un costo brutal. «España debía sacrificarse por los
ideales político-religiosos del Imperio.» [Domínguez Ortiz. 1983: 181.]
En Flandes fue donde ese esfuerzo resultó más costoso e inútil. Uno de los
mejores estudiosos sobre el tema, Parker [Parker. 1972: 165-199.] nos
muestra una situación sin solución: ideológicamente no se podía admitir la
paz, militarmente era imposible. Ni siquiera se atrevieron los españoles a
una guerra total, inundando los Países Bajos, porque sus principios morales
e intereses lo impedían. La solución hubiese pasado por una concentración
total de los esfuerzos bélicos en Flandes pero ya entonces había
demasiados compromisos en otros lados y se recurrió a la lenta guerra de
desgaste.
Para sufragarla se establecieron o se incrementaron impuestos ruinosos
sobre las clases productivas y sobre el consumo del campesinado y el
pueblo llano de las ciudades. Pero lo cierto que era «España mucho más
débil de lo que Felipe había creído.» [Elliott. 1968: 19-21.] Thompson nos ha
expuesto el enorme esfuerzo de pagar la guerra de Flandes,
presentándonos una administración militar capaz de aciertos
extraordinarios, como lamentando que un país con tan extraordinario
potencial militar, administrativo y económico dilapidara su potencial en
asuntos tan ajenos a sus verdaderos intereses. [Thompson. 1976: 85-125.]
Cuando los compromisos exteriores del imperialismo filipino en el
Mediterráneo y en Flandes crecieron hasta anegar de deudas la Hacienda se
llegó al verdadero momento decisivo. Hacia 1575, con la segunda
bancarrota pública, es cuando la mayoría de los estudiosos señalan el
decisivo cambio de tendencia, que registró aún muchos altibajos, como el
gravísimo golpe de 1594 o la espantosa peste de fin de siglo, pero también
momentos que invitaban al optimismo. Braudel cita a Alonso Morgado, que
en 1587, afirmaba «que con los tesoros importados en la ciudad, ¡se podrían
cubrir todas sus rutas con pavimentos de oro y plata!» [Braudel. 1979: III.
15.] La década final del siglo XVI fue la de más elevado comercio con
América, con enormes entradas de plata, que ayudaron a un frenético
esfuerzo en Europa, en todos los frentes. Aún en el periodo 1575-1578, Noël
Salomon [Salomon. 1964: 40.], basándose en las Relaciones Topográficas de
Felipe II, concluye que de 370 pueblos de Castilla la Nueva sobre los que
hay indicaciones, 234 aumentaban de población, 37 no crecían y 99
bajaban. Aumentaba la población en los pueblos de tamaño mediano, al
emigrar a ellos los campesinos, mientras que comenzaban a despoblarse las
pequeñas aldeas y las autoridades municipales mencionaban como causas
del crecimiento las mejoras de la sanidad, que no hubiera pestes, el
aumento de matrimonios y las roturaciones. Según las
mismas Relaciones [Salomon. 1964: 68-69.] la ganadería estaría en declive
desde Carlos V debido al aumento de la agricultura, aunque puede ponerse
en duda la fiabilidad de estos datos pues las autoridades consultadas podían
estar interesadas en fallar a la verdad. Brumont [1984] estudia el campo de
Castilla la Vieja y en especial la comarca de La Bureba, en medio de la ruta
Duero-Ebro y cercana a Burgos, un microcosmos de la evolución del campo
en este periodo y concluye que había un claroscuro repleto de
potencialidades que no se realizaron y de amenazas que se cumplieron.
Pronto se notarían las consecuencias de tantos problemas estructurales y
estos datos positivos son el canto del cisne. Braudel recoge la imagen de un
pueblo que clama por el fin de la guerra, ante una monarquía que «se
dedica a un constante saqueo de las fortunas de las ciudades, de los
grandes, de la Iglesia, sin retroceder ante ninguna exacción que considerara
provechosa.» [Braudel. 1949: I. 708.]
Kamen, en su admirable estudio sobre el Siglo de Hierro nos muestra a una
burguesía española de carácter rentista y hacendado que se había apartado
de los negocios para vivir de la Deuda Pública: «Tal vez el ejemplo más
notable de esto, aunque no necesariamente el único de su clase, sea el de
la ciudad de Valladolid, donde a finales del siglo XVI 232 ciudadanos
cobraban más dinero del gobierno en forma de juros de lo que la ciudad
entera pagaba en impuestos, de manera que en la práctica el Estado estaba
subvencionando a la ciudad.» [Kamen. 1971: 209.]
Era más interesante para la burguesía invertir sus capitales en la deuda
pública (juros) y privada (censos), a tipos de interés del 7 %, que en las
actividades productivas tan gravadas de impuestos, de resultado dudoso si
dependían de los conflictos exteriores (como el comercio marítimo). Faltaba
el suficiente capital como para lanzar grandes empresas industriales de
magnitud competitiva en Europa pero no para las pequeñas cuantías de
estos censos y juros. Los censos al principio beneficiaron a la agricultura
porque dio a los campesinos unos modestos capitales para invertir, pero con
el aumento de los impuestos y las crisis agrarias también esto dejó de ser
así. Los censos se hacían al final para pagar los impuestos y al final sólo
quedaba la obligada enajenación de las tierras cuando ya no se podían
pagar las rentas. Y para la burguesía, el cambio desde una mentalidad de
riesgo y activa a una mentalidad rentista y pasiva.
El mismo Kamen nos cita la opinión del arbitrista Cellorigo en 1600 sobre los
censos, que eran la «peste que ha puesto estos reinos en suma miseria, por
haberse inclinado todos, o la mayor parte, a vivir de ellos, y de los intereses
que causa el dinero (...) Los censos son la peste y la perdición de España. Y
es que el mercader por el dulzor del seguro provecho de los censos deja sus
tratos, el oficial desprecia su oficio, el labrador deja su labranza, el pastor su
ganado, el noble vende sus tierras, por trocar ciento que le valían por
quinientos del juro (...) Con los censos casas muy floridas se han perdido, y
otras de gente baja se han levantado de sus oficios, tratos y labranzas a la
ociosidad, y ha venido el reino a dar en una república ociosa y
viciosa.» [Kamen. 1984: 148.]
Lapeyre cita al licenciado Albornoz: «Los comerciantes rabian y mueren por
la caballería.» [Lapeyre. 1969: 172.] y ya mucho antes, el sobrino de Simón
Ruiz, el opulento negociante de Medina del Campo, el joven Pero Ruiz
Envito, «no quiere ser mercader, sino caballero» y encontrará en 1581 una
muerte en consonancia con sus aspiraciones, al ser batido en un duelo.
La compra de cargos públicos y la pretensión de ascender en la
Administración como un refugio para los malos tiempos era un deseo
insuperable, como podemos advertir en artículos de Domínguez Ortiz
[Domínguez Ortiz. 1985: 146-183.], en la mejor obra sobre el tema de los
consejeros de Castilla, de Janine Fayard [1979], que nos presenta a una
casta de enorme poder e influencia, o en la de González Alonso [1981] sobre
las Administración castellana del Antiguo Régimen, con especial atención al
control de los oficiales reales.
Desde este momento la economía interior estaba irreversiblemente dañada
en la base de su estructura productiva, en su espíritu de trabajo, y la onda
expansiva de la que se habían beneficiado tanto las ciudades castellanas se
convirtió en onda depresiva. Al final del reinado de Felipe II España estaba al
borde de una profunda crisis. [Lynch. 1991: 408-411.] Las cosechas fueron
malas, murieron 600.000 personas por una peste galopante (1597-1601),
las ciudades y pueblos se quejaban de vivir en la absoluta miseria, los
negocios quebraban. Las gentes pensaban que la riqueza se encontraba en
el dinero y en los intereses, olvidando el trabajo. ¿Trabajar para que el
Estado se llevase la ganancia en impuestos? La respuesta era la huida del
campo de los campesinos y por contra la adquisición de tierras por los
burgueses, que se quedaban a vivir en las ciudades. El implacable Martín
González de Cellorigo escribirá en el infausto 1600 que España había sido
reducida a un estado en que los hombres vivían «fuera del orden natural».
Parker nos resume a su vez el impacto de esta política en la economía: «El
coste total de la Armada Invencible había sido aproximadamente de diez
millones de ducados. A esto se añadía, además, el coste de la guerra en los
Países Bajos (más de dos millones al año) y los subsidios a los dirigentes
católicos franceses (se enviaron desde España tres millones de ducados
entre 1585 y 1590). Incluso con el aumento de los ingresos procedentes de
las Indias, el coste de la política imperialista comenzaba a ser demasiado
oneroso para Castilla. En 1589 las cortes accedieron a votar un nuevo
impuesto conocido como los millones, por valor de ocho millones de
ducados, aunque la recaudación se extendió durante casi una década y aun
entonces la suma completa no era igual al coste de la Armada. Castilla, sin
embargo, no podía ofrecer más. Antes incluso de la imposición de los
millones, el agricultor medio de Castilla estaba ya obligado a entregar la
mitad de sus ingresos en impuestos, diezmos y tributos señoriales. La
tributación había aumentado mucho más rápido que los precios durante el
reinado de Felipe II, especialmente después de 1575: los impuestos
aumentaron poco al parecer durante el reinado de Carlos V; pero entre 1556
y 1570 subieron alrededor del 50 por 100 y entre 1570 y el final del siglo
crecieron un 90 por 100 más.» [Parker. 1978: 215-216.]
Y aún así, triplicando los ingresos, tampoco se consiguió evitar que la deuda
se cuadruplicara. Domínguez Ortiz nos muestra la situación contable de la
Hacienda, en base a una Relación de octubre de 1598, al comienzo del
reinado de Felipe III. Este heredaba unos ingresos anuales de 9.731.404
ducados, con una afectación al pago de juros de 4.634.293, quedando libres
poco más de cinco millones anuales. «Esta cantidad hubiera sido quizá
suficiente de no mediar la guerra de Flandes, que absorbió en los doce
primeros años del reinado (se refiere a Felipe III) 37.488.565 ducados, más
4.500.000 por los intereses de las letras y asientos.» [Domínguez Ortiz.
1960: 5.] Los inmensos gastos militares de los compromisos que se pasaban
los reyes de padres a hijos hubieran agotado a países mucho más prósperos
que España.
Morineau resume esta situación imposible. Sólo había una disyuntiva: que
los reyes abandonasen las guerras dinásticas o que los pueblos se
sublevasen para no pagar (sólo lo hicieron en la periferia y tarde) [Morineau,
en Leon. 1978: II. 152-156.].
El pacifismo del reinado de Felipe III era la respuesta a las demandas de
todo el país, que apagaron por cierto tiempo al partido imperialista que
deseaba continuar el esfuerzo bélico. Ya en las Cortes de 1593 un diputado,
Pedro Tello, había solicitado a Felipe II que pusiera fin como pudiera a las
guerras y se dedicara a mejorar sus reinos propios, sobre todo en América.
[cit. Lynch. 1991: 411.] Las paces se comenzaron a hacer ya en 1598 (la de
Vervins con Francia) y Flandes se dio a la infanta Isabel; con Felipe III se hizo
la paz con Inglaterra y la Tregua de los 20 Años con los Países Bajos. Pero los
gastos de defensa no bajaron mucho y el ahorro se gastó con creces en la
corrupción y el lujo de la Corte, antes de incrementarse otra vez en los
últimos años de Felipe III y en el reinado de Felipe IV, cuando el partido
militarista volvió al poder.
Todo evidencia que España no cayó en la decadencia por una idiosincracia
negativa o por un destino adverso, sino por una política desastrosa. Como
comenta con acierto Paul Kennedy, el sino de los Estados imperialistas es
sucumbir cuando sus gastos militares son desproporcionados a sus
economías. Sólo podemos especular con lo que hubiera ocurrido si el
empeño de la España moderna se hubiera dedicado a la mejora de las
comunicaciones, a la erradicación de la piratería, al fomento de la
producción nacional...
Se desperdicio el alud de los metales preciosos de América que lubricaba la
economía de Europa y que sabiamente invertido hubiera sido sin duda la
gran oportunidad económica de la Historia de España. Al fin devino incluso
en regalo envenenado porque forjó un sueño de nuevo rico con pies de
barro. No en vano muchos arribistas especularon, ya en el siglo XVII, que
hubiera sido mejor no contar con tales tesoros, no tanto por la inflación
como porque no hubieran alimentado ruinosas fantasías imperialistas y en
cambio el país podría haber desarrollado las fuentes internas de riqueza.
Sancho de Moncada escribió: «La pobreza de España ha resultado del
descubrimiento de las Indias Occidentales.» [cit. Gunder Frank. 1978: 41.]
Esto nos lleva a plantearnos la segunda causa aducida por los historiadores
para la decadencia del país: la inflación ocasionada por los metales
preciosos de América. Dülmen [Dülmen. 1982: 20-21.] nos recuerda que
Bodin, ya en el siglo XVI, apuntaba como la causa de la inflación la entrada
de los metales preciosos americanos (un fenómeno muy bien estudiado por
Carande y Hamilton) y que contradictoriamente la crisis que se inicio en los
albores del siglo XVII devino por la escasez del numerario. Y era que la
economía europea occidental tenía una balanza de pagos negativa,
compraba al exterior más que lo que vendía. Y ninguna más que la
española. El lujo mataba la economía española: el duque de Alba legó a sus
herederos en 1582 la fabulosa cifra de 600 docenas de platos y 800 fuentes
de plata. [Dülmen. 1982: 22.] El metal se atesoraba o se gastaba en lujos,
no se dedicaba al comercio o el crédito. Todos los pobres intentaban
conservar algunas monedas, joyas u orfebrería de plata para resguardarse
del futuro. La seguridad y el prestigio eran los acicates de los hombres. Este
esquema de valores era completamente contrario al espíritu burgués de la
austeridad, el ahorro, la inversión y el trabajo.
Y una tercera causa, la despoblación por la aventura americana, que para
muchos autores iba de la mano de la anterior. Las críticas a la emigración de
españoles al Nuevo Mundo tenían sin duda su fundamento. Los especialistas
más afamados, como Chaunu y Nadal, estiman que entre 100.000 y
200.000 individuos (mucho más fiable la segunda cantidad) se marcharon a
América en el siglo XVI, sobre todo en su segunda mitad. Y eran los más
atrevidos y audaces; muchos de ellos podrían haber engrosado las filas de la
burguesía más emprendedora. Más debemos desconfiar de exagerar esta
interpretación negativa, pues olvida que un número aún mayor de franceses
e italianos inmigró a España (compensando con creces aquella pérdida), que
la mayoría de los que fueron allí eran hidalgos que no eran productivos en
nuestro país y en cambio allí fueron extremadamente rentables para la
economía nacional (en parte porque se liberaban de los prejuicios
ideológicos) y que los capitales que muchos repatriaron a su vuelta a casa,
sabiamente invertidos, podrían haber sido muy útiles para el desarrollo de
España si otra hubiera sido la sociedad. La mejor prueba de ello la
encontramos en la Gran Bretaña del siglo XIX, que sufría una enorme
emigración y al mismo tiempo alcanzaba un fuerte crecimiento demográfico
y económico. El problema de España no era tanto la emigración a América
como la realidad de un Estado y una sociedad que no estaban preparados
para aprovechar las nuevas riquezas.
Pese a todo esto, una reforma profunda del sistema no era imposible. La
monarquía tenía el poder suficiente para imponer una política muy distinta y
si no lo hizo no fue porque no tuviera propuestas de reforma (las había e
incluso demasiadas) sino por su aberrante (visto desde nuestra época)
política dinástica. Lo prueba que en estos dos siglos, cuando la situación
económica era peor, los reyes consiguieron de Roma permiso «para vender
pueblos pertenecientes a las Ordenes Militares, a las mitras episcopales y a
los ricos monasterios benedictinos» [Domínguez Ortiz. 1973: 205.] ,
indemnizándoles con juros, cuyo importe se calculó capitalizando lo que los
pueblos pagaban en concepto de derechos señoriales. Como la
indemnización fue muy reducida al ser estos derechos mínimos y por la
depreciación de la moneda el clero perdió mucho con esta desamortización
de los Habsburgo, pero los beneficiados fueron esos hidalgos que provenían
de la burguesía de los negocios y de la burocracia y que aspiraban al
comprar los pueblos a convertirse en “señores de vasallos”, a escalar el
siguiente escalón del poder social. Y estos compradores extendieron su
acción a la compra de los propios pueblos de realengo, los de dominio real.
Sólo Felipe IV creó 169 señoríos de este modo, afectando a 200.000
personas. [Domínguez Ortiz. 1985: 55-96.] Nuevamente la aristocracia, la
ancestral y aún más la nueva, fue la gran beneficiada del cambio de
titularidad de estos señoríos. Si se hubiese deseado, pues, la monarquía
hubiera podido parar, o hacer retroceder incluso, el proceso de amortización
pero sus intereses eran manifiestamente los contrarios. El ejemplo de la
Inglaterra de 1536-1538, con una fecunda desamortización de las tierras y
bienes de los conventos y monasterios, que conllevó una inmediata
revolución social, daba un buen modelo de éxito económico y social pero
contraproducente para la monarquía. Los consejeros de los monarcas
españoles eran lo bastante avisados para vincular la caída del poder del
clero en el reinado de Enrique VIII con la decapitación de Carlos I un siglo
después. En el fondo de la conciencia se creía que una España débil
socialmente, aunque fuese mísera, era más fácil de gobernar.
Esto nos lleva a otra cuestión. ¿Pudieron las Cortes ser el eficaz órgano de
presión que cambiase la política económica, como sí lo fue en Inglaterra? La
respuesta es materia de discusión. Si seguimos los debates de las Cortes
encontramos muchas quejas y propuestas, todas en un sentido que no podía
por menos de influir en el ánimo de los gobernantes. Estos eran muy
conscientes de que abocaban al país a la ruina, pero la suma de intereses
antes mentados impedía que hiciesen más que prometer enmendarse. Para
conseguir un impuesto se prometía no acuñar moneda de vellón de baja ley,
pero se defraudaba acto seguido la promesa. Y las Cortes no se plantaban,
no presionaban con votaciones. Eran las representantes del Tercer Estado,
de las ciudades, del país y sin embargo no hicieron nada sino transigir. La
realidad es que no eran verdaderamente representativas de los intereses de
la burguesía, sino de las oligarquías urbanas, del patriciado. En el siglo XVII
su desprestigio ya era total y casi nadie protestó cuando dejaron de
convocarse desde 1665, en el reinado de Carlos II.

El ahondamiento de la decadencia económica en el siglo XVII.


En el siglo XVII, con los Austrias menores, los enormes gastos financieros de
las empresas militares para mantener la hegemonía española en Europa se
cubrieron una y otra vez con el eterno expediente a los banqueros
extranjeros y con una presión agobiante sobre las actividades productivas
castellanas mientras que la insuficiencia de estas para cubrir la demanda
colonial conllevó el recurso a las masivas importaciones de productos
extranjeros. El régimen de los validos [Maravall. 1979; Tomás y Valiente.
1982; Benigno. 1992.] hunde poco a poco el prestigio y el rigor de la
monarquía absoluta hispánica. La élite aristocrática y una burocracia que
medra a su amparo manipularán el poder estatal para su beneficio o para
conseguir ideales inalcanzables.
Casi todas las regiones sufrieron al mismo tiempo de este declive. Para
Cataluña contamos con el brillante estudio de Elliott (1963) sobre la rebelión
de los catalanes, que nos muestra un país atrasado, empobrecido, volcado
al bandolerismo como medio de supervivencia y decidido a no dejarse
arrastrar al abismo junto a Castilla, valiéndose para ello de sus derechos
forales. El reino de Valencia sufre una dura y larga decadencia demográfica
y económica por la expulsión de los moriscos en 1609 y las siguientes crisis
[Casey, 1979 y en Elliott y otros, 1982: 224-247].
Los intentos de reformas, juzgadas necesarias por casi todos, se estrellaban
ante las urgencias del momento, que postergaban hasta el olvido cualquier
decisión con intención a largo plazo. Los arbitristas y economistas escribían
sus obras, la Junta de Reformación de Olivares se reunía, las Cortes se
quejaban, pero casi nada se hacía (o se hacía mal). Olivares era un
verdadero reformador, al menos para Elliott, y sus textos, entre los que
sobresale el de la Unión de Armas [ed. de Olivares, por Elliott y De la Peña,
1978: 184-197] nos lo presentan como profundamente consciente de las
debilidades de la constitución política de los reinos y de que sólo la unidad
podía dar a España el triunfo en el inevitable choque por la hegemonía
europea. ¿Pero qué pago pensaba dar a los pueblos por los inmensos
sacrificios que exigía? Sólo la reputación de conservar los reinos de Su
Majestad.
Elliott [1986: 168-176] nos lo muestra preocupado por fomentar la industria
y el comercio pero incapaz de llevar adelante sus proyectos. El orden de sus
prioridades no era el más rentable para la burguesía, por descontado,
aunque sus intenciones fuesen las mejores. Era un régimen el de los validos
hecho para perpetuar el poder de los Grandes [Benigno, 1992: 56 y ss.] y
las víctimas eran las otras clases sociales, apartadas de cualquier esperanza
de acceder al poder aunque fuese a través de la burocracia. El siglo XVII fue
el de la aristocracia, pugnando por sobrevivir en medio de la crisis (la
controvertida tesis de Bennassar), en una verdadera ·reacción nobiliaria·,
con la recuperación del poder político, que le permitió superar los graves
problemas políticos, económicos y sociales del periodo 1550-1640 hasta
emerger con un poder intacto a fines de siglo, como sostiene Charles Jago
[en Elliott y otros, 1982: 248-286] con el simple medio de aplastar a las
clases que estaban abajo con tal de mantenerse ella misma a flote.
Felipe IV, el rey que más encarna los retos y las desgracias del siglo, será
del mismo parecer que Olivares y de ello vendrá una obsesión, ya en 1636:
nuestros enemigos se han empeñado en la destrucción total de toda mi
monarquía [citado por Stradling, 1988: 280]. Y para defenderla casi
destruyó la monarquía y a sus gentes.
Un autor tan ecuánime como Lynch será implacable en su crítica a Felipe IV:
«La filosofía política que determinaba sus decisiones no se alteró por efecto
de los acontecimientos de 1640-1659. Su concepción de la monarquía no
era la de una monarquía nacional que trascendiera los intereses dinásticos.
Aunque afirmaba amar a sus súbditos y deseaba aliviar sus penurias, se
veía por encima de todo como representante de la dinastía de los
Habsburgo, cuyas posesiones tenía que preservar. Estas posesiones eran
para él una propiedad vinculada a perpetuidad y no estaba dispuesto a
afrontar la responsabilidad de enajenar o perder una parte de su sagrada
herencia. En ningún momento se le ocurrió preguntarse si la perpetuación
de la presencia española en los Países Bajos o en Portugal reportaba
beneficio alguno a sus súbditos españoles. El único criterio que guiaba su
actuación eran sus derechos legales.» [Lynch. 1993: XI. 155.]
Ante la crítica de Lynch, sólo cabe una pequeña disculpa para el monarca: él
se consideraba a la vez español, portugués, italiano y flamenco. Para él, que
incluso aprendió los diversos idiomas de sus reinos, perder un territorio era
perder una parte de su patria irrenunciable. Era lo mismo que Carlos I le
decía a Felipe II sobre la misión sagrada de recuperar su amada patria
borgoñesa, la que nunca había pisado siquiera. El espíritu universal de los
Habsburgo fue la perdición del país.
En una situación de vida o muerte no cabía más que luchar por la victoria o
sucumbir. No venció y ciertamente la derrota llevó a la monarquía al
mismísimo borde de la extinción y si no ocurrió fue porque el peligro de la
destrucción total era ficticio. Lo único que esperaba Europa era equilibrar los
poderes. En cambio, el rey de España ansiaba mantener el sueño de su
hegemonía completa.
El Gobierno jamás afrontó la única posibilidad de transformar realmente la
economía castellana, solventando el problema de los bienes de las ·manos
muertas·, que impedían la aparición de la clase media campesina y del
mercado interior que pudiese financiar los gastos exteriores. Los bienes
amortizados eran una enorme fuente de recursos, apenas sometidos a la
Hacienda. La monarquía era plenamente consciente de que este era un
impedimento fundamental para allegar los recursos financieros para
sostener su política dinástica, mas no se atrevió jamás a afrontar el fondo
de la cuestión, sino tan solo a presionar fiscalmente a la Iglesia, siguiendo
los pasos ya trazados por Felipe II. El adalid de esta intervención había sido
precisamente el rey ·Cristianísimo· aprovechando para ello las guerras que
emprendía por motivos religiosos, y sus sucesores heredaron sus soluciones.
La tesis de Trevor Davies [Davies. 1969: 118.] es de una decadencia
profunda por causas económicas, políticas y militares, incidiendo en las
malas condiciones personales de los monarcas para encabezar un Estado
autócrata y en la absurda política fiscal. Pero en aquel tiempo pareció a los
contemporáneos que España podía lograr mantener indefinidamente su
posición. Corvisier remarca que «los contemporáneos percibirán este
declinar tardíamente.» [Corvisier. 1977: 192.] Para los españoles sólo se
trataba de reformar los abusos y tener un buen gobierno y entonces el país
no tendría rival. Y los extranjeros pensaban lo mismo, hasta bien entrado el
siglo, como lo reflejan varias voces. Sir Walter Raleigh, el pirata cortesano,
escribía a principios del siglo XVII: «El rey español ha vejado a todos los
príncipes de Europa y ha pasado, en pocos años, de ser un pobre rey de
Castilla, a ser el más poderoso monarca de esta parte del mundo». [cit.
Elliott. 1980: 173-174.] Se refería ciertamente al reinado anterior y hubiera
podido anteceder aún más su memoria pero reflejaba la opinión de las
clases altas europeas (que se notaba asimismo en su interés por la moda y
la literatura españolas). Por contra, en el verano de 1641 el embajador
inglés en Madrid escribía: «Me inclino a pensar que la grandeza de esta
monarquía está próxima a su fin...» [cit. Elliott. 1970: 123.] Aún más,
después de Rocroi, la paz de Westfalia y las revueltas de la periferia, en
1650 el viajero inglés Edward Hyde escribía, también desde Madrid: «Los
españoles son un pueblo miserable, desgraciado, orgulloso e insensible...
solamente un milagro puede salvar la corona.» [Stradling: 276.]. Y sin
embargo, incluso en 1652, cuando los síntomas de decadencia tenían que
haber sido claros para todos, otro viajero inglés, Owen Feltham insistía en
que «El rey de España posee ahora un imperio tan vasto que en sus
dominios nunca se pone el sol.» [cit. Elliott. 1980: 174.] Ciertamente, y
sorprende que Elliott no lo cuente en su obra, era el annus mirabilis de
1652, cuando España recuperó Barcelona, Casale y Dunkerke y parecía que
al fin estaba a punto de vencer por completo a Francia, una esperanza
frustrada más por la entrada en guerra de Inglaterra en 1656 que por otra
causa. Demasiados enemigos reunidos para un país cansado. Visto
retrospectivamente sorprende que una España tan débil en su centro
pudiera sobrevivir como gran potencia europea hasta mediados del siglo
XVIII. Fueron cincuenta años de presencia bélica continua en el centro de
Europa y en Italia y es evidente que el problema de esta presencia fue el
principal de la política europea entre 1648 y 1714. [Stoye. 1969: 113.]
Por todo ello hay autores que, incluso en la actualidad, tienden a razonar
que España no hubiera podido mantener casi intacto su imperio durante
todo el siglo XVII a no ser que la decadencia económica y social no hubiera
sido tan grande como la generalidad de la historiografía sostiene. Tienden a
ver el problema desde una óptica de dominio político-militar. Así, Le Flem
[Le Flem, en Tuñón. 1980: 11-133.], para todo lo demás tan ponderado, ha
defendido que más que una decadencia cabe hablar de un estancamiento
demográfico y económico, sin sacar las obvias conclusiones de las
estadísticas cada vez más depuradas y de los testimonios de los
contemporáneos de los hechos. Llega incluso a concluir, pese al descenso
de la cabaña ganadera en un tercio, que no hubo decadencia de la Mesta en
el siglo XVII sino una reestructuración beneficiosa para los mayores
ganaderos, los exportadores de lana [Le Flem, en Tuñón. 1980: 102.].
Thompson incluso considera que «la incapacidad de Madrid para explotar al
máximo los recursos de la monarquía» fue la causa principal de la
decadencia. Es lo mismo que decir que lo primordial no era el abatimiento
de la economía y la sociedad sino la debilidad de la monarquía absoluta
para aunar los reinos en un supremo esfuerzo. Incluso la penuria podría ser
interpretada como «una ayuda para el esfuerzo bélico español, al menos a
corto y medio plazo», pues alimentaba de nuevos reclutas al ejército.
[Stradling. 1981: 89-90.] Ciertamente la decadencia y su punto crítico de
1640 siempre darán para nuevas aportaciones y revisiones historiográficas.
Si no puede hablarse de una decadencia igualmente intensa o profunda en
todo el siglo y en todas las regiones y provincias, sí que cabe hablar de que
el conjunto de la monarquía hispánica sufrió un progresivo cataclismo desde
1640 hasta por lo menos 1680. Recogiendo esta percepción tan ajustada a
la realidad de los datos casi todos los autores, Elliott, Vicens Vives, Reglá,
Lozoya... han señalado esta época con los más siniestros colores y un
resumen generalizado ·la crisis total y definitiva·, sobre todo para los años
de la mitad del siglo. Domínguez Ortiz escribirá sobre el reinado de Felipe IV:
«Desde 1640 hasta fines del reinado, todo se precipita y desploma; el caos
hacendístico va de par con el desastre político y se vive al día, recurriendo a
los más ruinosos arbitrios hasta dejar a la nación desorganizada y
empobrecida.» [Domínguez Ortiz. 1960: 13.]
La burguesía, aparte de los males generales antes comentados, pues la
fiscalidad caía casi íntegramente sobre ella y el campesinado, sufrió
especialmente de las bancarrotas que se sucedían (1607, 1627, 1647, 1656
en el reinado de Felipe III y Felipe IV, con periodicidad de cada 20 años) y de
las devaluaciones brutales de la moneda de vellón, con una ley de metal
cada vez inferior, en una verdadera estafa a los intereses económicos del
país, pues el comercio quedaba virtualmente suspendido (nadie quería
cobrar en una moneda inútil). Las consecuencias fueron nefastas sobre la
poca burguesía comercial e industrial que sobrevivía a duras penas. Les
parecía a los burgueses que resistían que lo único que importaba al Estado
era mantener el imperio en Europa, recuperar Nápoles, Cataluña, Portugal y
todo lo perdido hasta el último palmo. Mucho se recuperó a fin de cuentas
mas el precio fue la asfixia de la economía nacional, el desfondamiento
demográfico, la polarización social entre una minoría privilegiada (y aun así
angustiada por las deudas y el temor a arruinarse) y una inmensa mayoría
de miserables cuya única obsesión era sobrevivir, aunque fuera metiéndose
en un convento. Los pueblos se arruinaban y despoblaban, sobre todo bajo
la acuciante carga de los censos. [Domínguez Ortiz. 1985: 30-54; Kamen.
1983: 362-363.] Masas de campesinos desheredados, sin pan que ponerse
en la boca, afluían a las ciudades para vivir de la picaresca o de la limosna y
allí las epidemias los diezmaban sin misericordia, haciendo nuevo sitio a los
que venían a continuación a sustituirlos en una macabra noria mortal.
Lógicamente, en medio de la depresión del presente y el miedo a un futuro
peor, los grandes comerciantes castellanos preferían invertir sus bienes en
censos y juros cuando no en emparentar con las casas nobiliarias o en
acceder a la superior categoría de hidalgos, abandonando las empresas
económicas de mayor riesgo. La burguesía de Salamanca compró entre
1664 y 1686 más de un tercio de las tierras del municipio de Aldeanueva de
Figueroa. [Kamen. 1971: 211.] Infinidad de pueblos, incapaces de pagar las
cargas de los censos con los que se habían endeudado a favor de la
burguesía, tuvieron que ceder en propiedad sus tierras comunes. Incluso los
comerciantes andaluces, los que siempre estuvieron presentes en los
puertos atlánticos (aun en los peores momentos del siglo), preferían ahora
actuar como intermediarios de los grandes comerciantes europeos o como
testaferros de los nobles castellanos, sin tomar grandes riesgos y buscaban
cubrirse de las quiebras comprando hidalguías que les evitarían ir a prisión.
Rudé nos muestra cómo esta obsesión por abandonar las actividades
productivas ni siquiera era sólo un rasgo español sino generalizado por
Europa, incluso en el siglo XVIII; citando a Tocqueville, en muchos países
europeos se compraban los cargos públicos y las tierras para abandonar los
negocios, tan pronto como se tenía un modesto capital. Las ciudades que
anteriormente habían estado a la cabeza del comercio de lanas y textiles, se
veían ahora pobladas de cortesanos, clérigos, altos funcionarios y
personajes judiciales. Tal como decía un ministro hablando del Valladolid de
1688: «Parece como si en esta ciudad sólo hubiera consumidores». [cit.
Rudé. 1972: 108.] Pero sería injusto culpar solo a los individuos por esta
retirada. Tan culpable era el Estado que les forzaba a ello.
La mayoría de las ciudades decayeron en todos los sentidos, tanto en
demografía como en las actividades económicas principalmente. Las
ciudades, empobrecidas y hambrientas, eran diezmadas por las epidemias.
Como ejemplo, la peste de 1649, en sólo tres meses, mató a 60.000
personas en Sevilla. Burgos se hundió desde la guerra con Flandes e
Inglaterra. Medina del Campo y Medina de Rioseco agonizaron junto a sus
ferias. Segovia se desplomó en el siglo XVII junto a su industria textil. Otras
ciudades se mantuvieron, a base de sustituir su base artesanal y comercial
por una base rentista, sólo de explotación de las áreas rurales. Sólo creció la
capital, Madrid, que incluso se convirtió en una capital de importancia
europea, con una pequeña clase comerciante que se dedicaba a vender
objetos de lujo a las clases improductivas. [Braudel. 1979: 39.]
La misma débil clase media del campo, la burguesía agraria, de Castilla se
ahogaba bajo las cargas fiscales que caían sobre los pueblos, que apelaban
a recursos como comprar licencias reales para roturar las mejores tierras de
los Propios y Comunes, sin conseguir otra cosa con los productos de esas
roturaciones que pagar más impuestos. En estas condiciones parecía a que
no se podría jamás salir de la debacle.
Y sin embargo los más fuertes salían adelante a costa de los más débiles en
un durísimo proceso de darwiniana selección social. Los supervivientes
compraban las tierras de los que abandonaban hasta que en la siguiente
crisis los más débiles de los compradores caían a su vez. Un proceso brutal,
despiadado, que rompió muchos de los vínculos de solidaridad en el campo.
No en vano es en el siglo XVII cuando la palabra cacique, importada de
América, adopta paulatinamente su significado en la España rural.
Vries resume estos trágicos tiempos: «En ninguna parte fue más
desastrosamente completo el agotamiento de la burguesía como en España.
En una sociedad donde el prestigio de la nobleza difícilmente precisaba de
apoyo, el Estado, por medio de la política de impuestos, hacía del status de
noble una virtual necesidad. El hidalgo estaba exento de impuestos y el
título de hidalguía podía ser comprado (su venta llegó a ser una importante
fuente de ingresos públicos). Conforme la economía iba entrando en
decadencia y subían los impuestos se produjo una verdadera huida hacia la
nobleza y la iglesia (alrededor de un 5 % de la población era noble en 1787;
se ha estimado que un 8 % de la población masculina adulta pertenecía al
clero durante el reinado de Felipe IV). Debido a que todo el que poseía
capital compraba el título de hidalguía, bonos del Tesoro [sic] y cargos
públicos, la consiguiente debilidad del comercio y de la industria hizo que la
debilidad económica de la nación fuera difícil de remontar durante largo
tiempo.» [Vries. 1982: 220-221.]
Salvo desaciertos en la forzada traducción Vries nos ofrece la perspectiva
que la sociedad española del Siglo de Oro merece a los historiadores. Un
absoluto agotamiento, que el mantenimiento de un imperio
desproporcionado a sus recursos, no hacía sino agravar. Y en ese momento
vino la desaparición de la Casa de Austria y la entronización de los
Borbones. Era un hálito de esperanza. Kamen ilustra ese estado de ánimo:
«en un famoso incidente de 1700, un grande de España abrazó al
embajador de Viena en Madrid: prolongando maliciosamente su saludo y
volviéndose a abrazar le dijo: “Sire, es un placer, y un gran honor para toda
mi vida, Sire, despedirme de la ilustrísima Casa de Austria.” Se esperaba
que los Borbones aportaran los horizontes que los Austrias no habían
logrado alcanzar.» [Kamen. 1983: 432.]
Desde luego la situación con la que se enfrentaban no era para ser muy
optimistas. España era una potencia enferma y dormida y se aplicaron a
curarla y despertarla, con un éxito mediano. Los Borbones conseguirían en
todo caso cierta unidad de la nación y de eficacia administrativa, lo mínimo
que se les podía pedir [Ogg. 1965: 52.] y así prolongar la vida del Antiguo
Régimen durante un siglo más.
Pérez aporta otra opinión sobre este periodo que acababa: «Grandeza del
Estado, decadencia del pueblo... Mejor dicho: grandeza del Estado
castellano, decadencia de la nación española. Así plantearía yo el problema:
los Reyes Católicos iniciaron con su casamiento la creación de la nación
española y la labor se interrumpió con ellos. Carlos V y Felipe II,
preocupados por los problemas internacionales, descuidaron la política
interior; aprovecharon la riqueza, la pujanza de Castilla, como instrumento
al servicio de una causa que consideraban superior, pero no intentaron
fundir los pueblos de la Península para formar una nación unida, coherente,
solidaria. Las glorias, como las armas, fueron castellanas, pero la
decadencia fue de toda España. Este sería, a mi modo de ver, el significado
general del período que va desde 1474 hasta 1700.» [Pérez, en Tuñón.
1982: V. 138.]

APÉNDICE: Texto para comentario.


Sebastián, José Antonio. El largo siglo XVII. “El País” Negocios 1.367 (15-I-
2012) 22-23. La crisis económica del siglo XVII, en la serie ‘Las grandes
crisis de la economía española’, de siete artículos de historiadores
económicos coordinados por Enrique Llopis, catedrático de la Universidad
Complutense de Madrid. José Antonio Sebastián Amarilla es profesor titular
de Historia Económica de la Universidad Complutense de Madrid.
‹‹La Guerra de los Treinta Años sumió a Europa en una época de
dificultades. En España, la recesión fue más intensa y la recuperación, más
lenta. La costosa política imperial y los desajustes regionales en el
crecimiento fueron básicos. Castilla se abocó a la depresión, mientras las
regiones costeras se rezagaban en la explosión mercantil del litoral europeo.
Las posibilidades de que España, en la Edad Moderna, se situase en el grupo
de cabeza del desarrollo económico europeo eran escasas. En un mundo
donde el sector agrario aportaba el grueso del PIB, carecía por razones
medioambientales (clima, orografía, calidad del suelo, vías marítimas y
fluviales) de recursos óptimos para ello. Pero las restricciones naturales no
explican que el país, como sucedió, estuviese lejos de aprovechar entre
1450 y 1800 el potencial de crecimiento que aquellas permitían. Dos
circunstancias históricas tienen, al respecto, gran relevancia: una, los
desajustes que se operaron, principalmente, entre las economías del interior
peninsular y del litoral mediterráneo durante largos periodos de los siglos
modernos; dos, la duración e intensidad de la recesión que devastó las
regiones del interior, las más pobladas y urbanizadas a finales del siglo XVI,
entre 1580 y 1650, y la extrema lentitud de la recuperación posterior, que
solo culminó avanzado el siglo XVIII.
Ambas apuntan a un largo siglo XVII, durante el cual la economía española
se alejó del núcleo de Europa occidental. Hacia 1700, el escuálido aumento
del tamaño demográfico y productivo de España había defraudado las
perspectivas existentes en 1500 para una renovada colonización agraria de
su superficie, tan vasta como poco poblada. Pese a sus dispares dotaciones
de recursos, los resultados eran otros en los cuatro territorios que, junto al
peninsular, registraban (exceptuada Escandinavia) las menores densidades
demográficas del occidente europeo a comienzos del siglo XVI, Inglaterra y
Escocia, Irlanda, Suiza y Portugal: de 1500 a 1700 estos pasaron, en
promedio, de 12 a 25 habitantes por kilómetro cuadrado; España, de 11 a
15. Y al inicio del siglo XVIII, además, la posesión de inmensas colonias en
América no podía compensar la desventaja que implicaba esa baja densidad
demográfica (y económica). Ingleses, franceses y holandeses habían ido
obstruyendo, durante el siglo XVII, el acceso a las producciones y los
mercados americanos, al compás de la decadencia política y militar de la
Monarquía hispánica.
La primera mitad del siglo XVII fue una época de dificultades en Europa
pero, desde 1650, superado el peor periodo, coincidente con la Guerra de
los Treinta Años, la recuperación se extendió y se consolidó. Arraigó
entonces un proceso de concentración de la actividad económica y la
urbanización en las zonas costeras. Este, impulsado por el progreso de la
construcción naval, el desarrollo manufacturero y mercantil noroccidental y
el incremento del comercio atlántico, convirtió a los litorales en los espacios
más dinámicos de la economía europea.
En España, la intensidad de la recesión fue mayor en la primera mitad del
siglo XVII y la recuperación posterior, con notables contrastes regionales,
más tardía y dificultosa, lo que le impidió estar en primera línea del avance
del componente marítimo de la economía occidental.
Las cifras de bautismos (ver gráfico 1) revelan que la población se redujo en
todos los espacios peninsulares en algún momento del siglo XVII, pero con
grandes diferencias. En el norte (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y
Navarra), aunque la caída fue significativa de 1610 a 1630, el nivel inicial se
recobró pronto y el aumento posterior supuso un crecimiento del 25% sobre
aquel hacia 1700. En el área mediterránea (Cataluña, Valencia y Murcia), un
descenso algo más suave y una recuperación más vigorosa propiciaron, en
1700-1709, un índice un 26% mayor que el de base.
Andalucía occidental arroja un primer contraste: tras siete decenios de
estancamiento más que de declive demográfico, la posterior recuperación
amplió el nivel de base un 18% hacia 1700, pero solo un 15% respecto de
1580-1589. Es el interior peninsular (Castilla y León, La Rioja, Aragón,
Madrid, Castilla-La Mancha y Extremadura) el que muestra diferencias más
rotundas: una contracción demográfica más temprana, duradera e intensa,
seguida de una recuperación mucho más lenta; el índice 100 no se recobró
hasta 1720-1729, y los niveles máximos de 1580-1589 solo se rebasaron
170 años después, en 1750-1759.
La difusión del maíz en las regiones cantábricas y la de diversos cultivos
comerciales en las del Levante ayudan a explicar que ambos litorales viesen
crecer sus poblaciones desde 1660-1670, alza que se aceleró en las zonas
mediterráneas tras la Guerra de Sucesión. Pero tales progresos tardarían
mucho tiempo en compensar el desplome económico y humano del interior.
La revolución agronómica que conoció el litoral septentrional no se tradujo,
durante décadas, en un vigoroso proceso de urbanización y diversificación
de actividades productivas.
En cuanto al litoral mediterráneo, el desencuentro era más antiguo. Entre
1480 y 1580, el periodo de auge de la corona castellana, Cataluña registró
una tardía salida de la crisis bajomedieval y una modesta recuperación
poblacional (en 1591, tenía 11 habitantes por kilómetro cuadrado, la
densidad demográfica del conjunto de España en 1500), el Reino de Murcia
siguió estando muy poco poblado, y el de Valencia, aunque creció más en el
siglo XVI, afrontó en 1609 la sangría demográfica de la expulsión de los
moriscos, el 27% de su población.
Este desencuentro, durante el siglo XVI, seguramente supuso la pérdida de
notables sinergias entre el interior castellano y las áreas levantinas. En la
primera mitad del XVII, el desplome de aquel y el escaso vigor de estas
contribuyeron a un sensible retroceso demográfico en el momento de
arranque de la economía marítima europea. Después de 1650, cuando el
litoral mediterráneo pasó a ser el espacio peninsular con mayor potencial de
crecimiento, las regiones del interior siguieron sumidas en una recuperación
desesperantemente lenta. Y el modo pausado con que el propio Levante fue
ganando peso específico, al menos hasta 1720, hizo que los efectos de
arrastre en el conjunto de la economía española tardaran en adquirir
fortaleza.
Las sinergias perdidas por tales desajustes en el largo plazo constituyeron
un relevante factor adverso para el crecimiento económico de la España
moderna. Entrado el siglo XVIII, estas disparidades acabaron propiciando un
vuelco trascendental en la distribución de la población y de la actividad
económica, a favor de las áreas costeras y en contra del interior, vigente
desde entonces.
La trayectoria productiva de la Corona de Castilla, salvo en su franja
húmeda del norte, fue muy negativa entre 1580 y 1700. Los diezmos de los
arzobispados de Toledo y Sevilla (ver gráfico 2), que abarcaban la mayoría
de la Submeseta Sur y de la Andalucía Bética, quizá las regiones más
castigadas, revelan una intensa contracción del producto cerealista entre
1580 y 1610, la reanudación de la caída en la década de 1630, su
culminación en la de 1680 y una escuálida recuperación, al final, que
permitió alcanzar, en 1690-1699, los índices de 1600-1609, un 31%
inferiores a los máximos de 1570-1579.
El producto agrícola no cerealista (vino y aceite, básicamente) registró un
descenso aún más abrupto, sobre todo entre los decenios de 1620 y 1680,
situándose en el de 1690 un 45% por debajo del de 1570. En cuanto a la
evolución del producto no agrario, la aguda crisis urbana que sufrió la
corona sugiere un desplome de las manufacturas y del comercio. Entre 1591
y 1700, la tasa de urbanización se contrajo una cuarta parte, y las ciudades
castellanas con 10.000 o más habitantes pasaron de 31 a 18 (de 37 a 22 en
el conjunto de España). Además, el peso relativo de los activos agrarios
aumentó mucho en las urbes de ambas Castillas, Andalucía y Extremadura,
lo que implica que la contracción de las actividades económicas típicas de
las ciudades fue mayor que el propio descenso de la población urbana.
Las dañinas consecuencias de la costosísima y prolongada política imperial
de la Monarquía constituyen, seguramente, el factor que más contribuyó al
desplome económico castellano del largo siglo XVII. Aquellas fueron ubicuas,
económicas, políticas y sociales, y actuaron tanto a corto como a largo
plazo. Para mantener la hegemonía política y militar en Europa, y defender
el patrimonio dinástico, los Austrias acrecentaron sus bases fiscales,
elevando tributos y creando otros nuevos, a fin de ampliar su capacidad de
endeudamiento. Por ese camino, Felipe II había acumulado deudas
equivalentes, a finales del siglo XVI, al 60% del PIB español, porcentaje que
debió de crecer sensiblemente, al descender este y agrandarse aquellas, al
menos hasta la Paz de los Pirineos de 1659.
La Corona de Castilla soportó el grueso de una escalada fiscal que, iniciada
en el último cuarto del siglo XVI, cuando la economía castellana trasponía su
cénit, alcanzó el suyo en 1630-1660, coincidiendo con el fondo de la
depresión. Su primer crescendo, en la década de 1570, perturbó el
comercio, aumentó la fragilidad de muchas economías campesinas,
acosadas por el alza de la renta de la tierra, y empobreció a las clases
urbanas, cuyas subsistencias ya venían encareciéndose. Imperturbables, la
nobleza y el clero, total o parcialmente exentos de cargas fiscales y
partícipes en las rentas reales, siguieron ingresando hasta fin de siglo
abultadas rentas territoriales y diezmos, y vendiendo sus frutos a precios
crecientes, con lo que se acentuó un intenso proceso de redistribución del
ingreso en contra de la mayoría de los castellanos. Cuando las cosechas
cayeron abruptamente en las décadas de 1580 y 1590, descenso propiciado
por un cambio climático desfavorable que se sintió en toda Europa, las vías
hacia la recesión y la contracción demográfica quedaron expeditas.
Desde 1600, los perniciosos efectos de la política imperial se multiplicaron
por varios caminos.
- La escalada fiscal dependió de impuestos que gravaban el tráfico
comercial y el consumo, recaudados por las autoridades municipales (en
1577, aportaron la mitad de los ingresos tributarios de la Monarquía; en
1666, el 72%). En núcleos pequeños, el recurso a repartimientos, según el
número de yuntas o el volumen comercializado por vecino, perjudicó
singularmente a los labradores que poseían las explotaciones más
productivas y orientadas al mercado. En ciudades y villas, donde las cargas
tributarias tendieron a concentrarse, la proliferación de exacciones sobre el
consumo, especialmente de vino, aceite y carnes, deprimieron la demanda
de tales artículos, ya menguante por el descenso demográfico y la
concentración en el pan del gasto en alimentos efectuado por unos
consumidores con menos medios. Ello, como muestra el gráfico 2, potenció
orientaciones productivas contrarias a las actividades agrícolas y ganaderas
más productivas, rentables y mercantilizadas, favoreciendo el cultivo de
cereales, que ganó peso relativo, y el autoconsumo. Las manufacturas
urbanas, por su parte, con su demanda deprimida por el desplome de las
ciudades y el empobrecimiento de sus habitantes, afrontaron, al
encarecerse numerosos productos básicos, la consiguiente tendencia al alza
de los salarios.
- La Monarquía presionó a las haciendas municipales imponiendo donativos
y servicios extraordinarios con creciente frecuencia, y la compra, obligada
para evitar que cayesen en otras manos, de jurisdicciones y baldíos
enajenados del patrimonio real. Aquellas se endeudaron y promovieron dos
arbitrios muy dañinos: el despliegue de una fiscalidad propia, añadida a la
regia mediante recargos locales de los tributos que gravaban el consumo, y
el arriendo o venta de notables porciones de tierras municipales, hasta
entonces de aprovechamiento comunal. Lo uno avivó la escalada fiscal y lo
otro, al encarecer el sostenimiento del capital animal de las explotaciones
agrarias, entorpeció aún más su desenvolvimiento. Estas, pese al fuerte
descenso de la renta de la tierra desde 1595 o 1600, no salieron de su
postración. Ello evidencia el radical empobrecimiento de muchos
campesinos, y sugiere que, si la caída de las rentas territoriales (exigidas en
trigo y cebada), pese a su magnitud, guardó proporción con la del producto
cerealista, estas conservaron parte de su potencial para bloquear la
recuperación del cultivo durante mucho tiempo.
- La almoneda del patrimonio regio y la presión sobre las haciendas locales
tuvieron otra vertiente: lograr la colaboración de la nobleza y, más aún, de
las oligarquías municipales para movilizar el descomunal volumen de
recursos requerido por la política imperial. A nobles e hidalgos, la Monarquía
les pagó desprendiéndose de rentas, vasallos, jurisdicciones y cargos, lo que
reforzó el poder señorial. A las oligarquías locales, consintiendo que
aumentasen su poder político, su autonomía en asuntos fiscales y su control
sobre los terrenos concejiles; así, sus miembros lograron que sus
patrimonios eludiesen la escalada fiscal e, incluso, consiguieron ampliarlos
con comunales privatizados.
- A cambio del apoyo de las élites, los Austrias renunciaron a ampliar su
autoridad, y ello tuvo dos efectos adicionales de capital importancia.
De un lado, una fiscalidad más heterogénea y una soberanía más
fragmentada, con más agentes con prerrogativas para intervenir en los
mercados y los tráficos, incrementaron los costes del comercio y bloquearon
la integración de los mercados en el ámbito de la corona. En este sentido, el
enésimo arbitrio de los Austrias para allegar recursos, la manipulación de la
moneda de vellón, que perdió toda la plata que contenía y fue sometida a
bruscas alteraciones de su valor nominal, generando correlativas
oscilaciones de los precios, hizo más incierto el comercio y hundió la
confianza en el signo monetario.
De otro, el progresivo control de la nobleza y las oligarquías locales sobre
las tierras concejiles, la mayor reserva de pastos y suelos cultivables,
aumentaron su interés por el ganado lanar, especialmente desde 1640,
cuando volvieron a crecer los precios de las lanas exportadas. Grupos
poderosos con intereses distintos (fuese participar en el negocio ganadero o
restaurar los niveles de las rentas territoriales) hallaron entonces un
objetivo común: obstaculizar el acceso de los campesinos y sus arados a
dicha reserva de labrantíos. Ya entrado el siglo XVIII, cuando la población
castellana se fue acercando a los máximos de 1580, este frente
antirroturador constituyó un freno de primer orden a la expansión del
cultivo.
En suma, las múltiples y destructivas secuelas de la política exterior de los
Austrias que las regiones castellanas padecieron entre 1570 y 1660,
ahondaron y prolongaron la depresión, primero, y obstaculizaron después,
durante décadas, la recuperación. Esa política originó una formidable
succión de recursos que dañó principalmente a los labradores acomodados,
los artesanos y los comerciantes, a las actividades productivas más
mercantilizadas y al mundo urbano, reorientando a la economía castellana
por un rumbo poco propicio para el crecimiento económico. Hacia 1700,
apenas se atisbaban signos de recuperación en los campos y ciudades del
interior, los más esperanzadores se habían desplazado hacia el Norte y el
Mediterráneo, y el grupo de cabeza de la economía europea estaba un poco
más lejos.
Este apretado recorrido por la España del siglo XVII ofrece dos lecciones de
actualidad. Una, que no hemos aprendido, subraya la conveniencia de
mantener separados megalomanía y gasto público. La otra, que quizá aún
podamos atender, concierne al reparto social del coste de las crisis
económicas. La negativa de los más ricos y poderosos a soportar una parte
proporcional a sus recursos, no solo atenta contra la justicia (o el bien
común, en términos del siglo XVII); también deprime la economía. El
incremento de la desigualdad, en solitario, no estimula el crecimiento;
únicamente generaliza la pobreza. Y ambos juntos pueden alargar una
recesión y bloquear por largo tiempo la recuperación posterior.››

APÉNDICE: Texto para comentario.


Jover, Gabriel. Las grandes recuperaciones de la economía española / 2.
Respuestas preindustriales. “El País” Negocios 1.893 (27-II-2022).
[https://elpais.com/economia/negocios/2022-02-28/respuestas-
preindustriales-a-la-crisis-del-siglo-xvii.html] La economía se recuperó tras la
crisis del siglo XVII (cuyas causas el autor explica al inicio), de una manera
desigual entre el interior y la periferia, por las grandes diferencias de los
regímenes señoriales y de propiedad de la tierra, y de las condiciones
medioambientales.
‹‹La crisis del siglo XVII tuvo un carácter general y disruptivo en la historia
europea y española. En primer lugar, como sugirió el historiador Eric
Hobsbawm, la crisis fue global, pues afectó al conjunto de Estados del
continente europeo y a sus incipientes imperios, así como a las relaciones
entre todos esos territorios. En segundo lugar, porque de ella emergieron las
primeras naciones capitalistas (Inglaterra y Holanda) que incorporaron
formas más intensivas de crecimiento. Y, por último, porque fue durante esa
etapa cuando España perdió posiciones respecto de las nuevas economías
nacionales atlánticas. La crisis en el escenario global del imperio español
estaba íntimamente relacionada con otra de carácter interior, en un imperio,
como escribió García Sanz, donde “no se ponía el sol… ni el hambre”. En
este artículo nos centraremos en los conflictos que condicionaron las salidas
de la llamada crisis del siglo XVII en los territorios peninsulares de la
Monarquía Hispánica, aunque para comprender su dinámica primero sea
necesario repasar las causas de aquella.
En el ámbito interior, la crisis del siglo XVII tuvo sus orígenes en los
conflictos que generaba el crecimiento extensivo característico de las
sociedades preindustriales. Tras una larga etapa de expansión, las
potencialidades de desarrollo en los distintos sectores económicos y
regiones se fueron agotando, fruto de factores diversos. Por una parte, el
descenso de los rendimientos agrícolas, el cierre de la frontera de tierras y
la reducción de las reservas de pastos y forestas, y el aumento de las rentas
sobre la tierra estrechaban la capacidad de inversión del sector agrícola, y
también limitaban el aumento de la oferta de alimentos y materias primeras
para las poblaciones urbanas.
Por otra parte, el incremento de la fiscalidad aumentaba los costes de las
manufacturas castellanas y dificultaba la innovación y la capacidad
exportadora del sector. A finales de la centuria diversos choques externos
colapsaron el sistema. Por un lado, los fenómenos climáticos adversos
(sequías e inundaciones de 1591, 1604-1606 y 1630) provocaron graves
crisis agrícolas y encarecieron el precio de las subsistencias; por otro lado,
el nuevo ciclo pandémico (1592-1602, y, más tarde, 1630 y 1647-1654)
contribuyó a reducir la población, y, finalmente, la intensificación de los
conflictos bélicos (la guerra de Flandes, la Armada Invencible y, después, la
guerra de los Treinta Años) multiplicaron los impuestos y cerraron algunos
mercados a las exportaciones. En el primer tercio del siglo XVII, las reservas
de que disponían la Monarquía, los gobiernos locales y las economías
familiares para hacer frente al pago de rentas e impuestos se habían
agotado, como reconocían los arbitristas en sus acerados y acertados
diagnósticos.

Impacto demográfico.
La evolución de los bautismos en las diversas áreas geográficas
peninsulares constituye el indicador más fiable del citado dispar deterioro
económico de la población en dichas zonas. En la España interior (las dos
Castillas, La Rioja, Extremadura y Aragón), durante la primera mitad del
siglo XVII, se produjo un agudo descenso de la población rural y, más aún,
de la urbana; en estas regiones, la recuperación posterior fue
extremadamente lenta, no recobrándose los niveles demográficos de 1580
hasta mediados del siglo XVIII. Andalucía occidental registró un menor
descenso de la población, recuperando los máximos demográficos de finales
del siglo XVI en la segunda mitad del Seiscientos; ahora bien, en dicha
región el incremento de la población fue bastante exiguo en la primera
mitad del siglo XVIII.
En la España septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y
Navarra), la intensidad de la crisis fue menor y la recuperación más precoz y
rápida en el siglo XVII, aunque también aquí el crecimiento se ralentizó
durante la primera mitad del Setecientos. El Levante mediterráneo
(Cataluña, País Valenciano y Murcia), donde las densidades demográficas de
partida eran menores, y donde la expulsión de los moriscos contribuyó al
declive demográfico de algunas zonas (valencianas especialmente), la
depresión fue menos intensa y más breve que en el resto de las regiones;
además, la segunda mitad del siglo XVII ya fue una etapa de rápida
recuperación demográfica y económica, la cual dio paso a un vigoroso
crecimiento en la primera mitad del siglo XVIII.
A mediados del Seiscientos, la recuperación de una crisis tan profunda y
desigual dependía de la capacidad de los agentes económicos y de las
instituciones de incentivar, o no, cambios que estimulasen la reactivación
económica y generasen nuevas sendas de crecimiento. Pero esas iniciativas
afrontaban poderosas inercias institucionales, privilegios sociales y
económicos y desiguales dotaciones de recursos naturales. Veamos cuáles
fueron los factores sociales, institucionales y ambientales que explican las
dispares respuestas al impacto de la crisis en los dos niveles en que
actuaban las principales fuerzas socioeconómicas: por arriba, las políticas
fiscal y comercial de la Monarquía, y, por abajo, los agentes sociales en el
ámbito económico regional.
La política imperial de los Austrias exigía una continua y voluminosa
movilización de recursos para sostener las guerras en defensa de sus
dominios europeos. Durante la primera mitad del siglo XVII, la Monarquía
estuvo atrapada entre el descenso de los ingresos fiscales, derivado de la
depresión económica, el retroceso de las remesas americanas y el aumento
del gasto provocado por los incesantes conflictos bélicos. Y la aristocracia y
la Iglesia, sus pilares sociales, atravesaron una crisis financiera generada
por el descenso de sus rentas patrimoniales.
El Gobierno y la aristocracia intentaron incrementar la presión fiscal y la
renta, respectivamente, y tuvieron que recurrir al endeudamiento. Pero
ambas vías, en aquella coyuntura depresiva, ahogaron las potencialidades
del crecimiento y tensionaron la débil estructura institucional de la
Monarquía (guerras de Portugal y Cataluña en 1640). Las derrotas militares
frente a sus competidores, Inglaterra, Holanda y Francia, y la firma de los
tratados de paz (en 1649 con Holanda, en 1659 con Francia y en 1667 y
1670 con Inglaterra) reflejaron la creciente debilidad política y financiera de
la Monarquía Hispánica.
Los primeros intentos de reforma de las finanzas, en el último tercio del
siglo XVII, implicaron la moderación de la presión fiscal y la reducción del
tipo de interés de juros y censos, lo que alivió la situación financiera de los
deudores. Por otra parte, los intentos de centralización del poder, a finales
del Seiscientos, un paso importante hacia un modelo de Estado patrimonial,
basado en el pacto y trato entre el monarca y los distintos estamentos e
instituciones del Reino (nobleza, ciudades, jurisdicciones), impidieron crear
un contrapoder constitucional y favorecieron la heterogeneidad en la toma
de decisiones políticas. Tras la guerra de Sucesión y el cambio de dinastía, el
ánimo reformador borbónico fue en parte cercenado por las presiones de la
aristocracia y los cuerpos intermedios que defendieron sus privilegios
fiscales y jurisdiccionales. Esas resistencias entorpecieron dos de los
mayores empeños reformistas: la imposición de un sistema fiscal único que
gravase a los súbditos según su nivel de renta (Catastro de Ensenada, 1754)
y una efectiva integración del mercado interior eliminando todas las
aduanas interiores.
Por último, la creciente debilidad de la Monarquía limitó la capacidad de
proteger los mercados coloniales e interior en beneficio de la economía
nacional, como habían hecho sus competidores (Gran Bretaña y Francia).
Bajo esta compleja arquitectura institucional (imperio, poder regio,
aristocracia, Iglesia) se articularon las salidas de la crisis de las diferentes
regiones de la Monarquía. Para comprender las consiguientes disparidades
de sus trayectorias cabe tomar en consideración, en cada territorio, las
dotaciones de recursos naturales, las disputas sobre los derechos de
propiedad y el acceso a la tierra entre los distintos grupos sociales, y los
diferentes entramados fiscales que se afianzaron tras las reformas de 1714.
A mediados del siglo XVII, la Corona de Castilla presentaba un cuadro con
intensos claroscuros. La zona septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País
Vasco y Navarra) había sufrido menos el alza de la presión fiscal y, en ella,
la crisis económica había sido más liviana que en otras regiones. Hacia 1650
partía de unas relativamente elevadas densidades demográficas (25
habitantes/km2). Sus condiciones naturales (abundancia de precipitaciones
y pastos) y el predomino de pequeñas y medianas explotaciones
campesinas, asociadas a las tierras comunales, propiciaron una creciente
intensificación del cultivo con la incorporación del maíz (y, más tarde, la
patata) y otros cereales, y el aumento de la carga ganadera, básicamente
vacuna. Esta intensificación sustentó el incremento de la producción
agraria. Sin embargo, el crecimiento demográfico rural y la subsiguiente
fragmentación de las explotaciones condujeron a un aumento del peso
relativo del autoconsumo familiar en detrimento de la comercialización.
Además, el escaso desarrollo urbano limitó los procesos de especialización
productiva; entre estos solo destacaron las ferrerías vasco-navarras, y la
industria linera y el subsector pesquero gallegos. La respuesta a la presión
relativamente intensa de la población sobre la tierra fue una precoz
emigración estacional y definitiva.
La meseta norte había padecido los efectos devastadores de la crisis
económica y demográfica. La recuperación fue muy lenta. La mayor parte
de sus ciudades manufactureras se había hundido bajo la presión fiscal, el
descenso de la demanda y los privilegios comerciales que habían obtenido
los mercaderes franceses e ingleses. En Madrid, la corte concentraba gran
parte de la demanda de productos manufacturados de gama media y alta, y
actuaba como centro que atraía recursos y población, pero sus efectos
dinamizadores sobre la agricultura y la industria castellana fueron débiles.
Las explotaciones campesinas seguían sometidas a una elevada presión
fiscal sobre la comercialización de sus productos, y la enajenación de
comunales y realengos favorecía la concentración de la propiedad en manos
de los privilegiados. El control del poder local por parte de estos actuó como
freno a la extensión y a la diversificación del cultivo, procesos que, sin
embargo, se abrirían paso en la segunda mitad del siglo XVIII.
En Extremadura y Andalucía occidental, el peso del latifundio y las
restricciones sobre el acceso a la tierra limitaban de otra manera el
desarrollo agrario. La especialización oleícola, cerealista o ganadera que
incentivaban los mercados urbanos del sur (Sevilla y Cádiz) y la exportación
hacia América y el Atlántico no tuvo los mismos efectos que en otras
regiones, ya que la gestión agraria de la aristocracia terrateniente imponía
un modelo que situaba la producción muy lejos de su horizonte potencial: un
uso marcadamente extensivo de la tierra generaba una demanda de trabajo
muy concentrada en ciertas labores estacionales (siega) y deprimía los
salarios de la mano de obra jornalera. Por ello, el producto por habitante
siguió siendo relativamente bajo hacia 1750, y los procesos de
especialización no adquirieron la profundidad que alcanzaron en el litoral
mediterráneo.
Pujanza mediterránea.
El rápido crecimiento y la especialización económica que caracterizó al área
mediterránea fue fruto de la combinación de diferentes factores. Por una
parte, esta tenía algunas ventajas de partida: unas densidades
demográficas bajas (entre 11 y 17 habitantes/km2), una frontera de tierras
relativamente abierta, una sólida tradición manufacturera y comercial, y la
pervivencia de importantes infraestructuras de regadío en las zonas
húmedas del litoral; y, por otra, también alguna desventaja, unas
condiciones agroclimáticas (clima seco y precipitaciones escasas y
concentradas estacionalmente) poco propicias a la introducción de los
nuevos cultivos, como el maíz. El crecimiento se asentó sobre un sistema de
tenencias familiares o intermedias (campesinado acomodado) que habían
afianzado sus derechos de propiedad frente a la nobleza tras la crisis
bajomedieval; y, sobre modalidades contractuales que facilitaban el acceso
a la tierra y la permanencia de colonos y arrendatarios en el usufructo de las
parcelas que explotaban. La intensificación del cultivo y la especialización
agraria encontraron sus oportunidades en la asociación de los cultivos
leñosos (olivos, vides, avellanos, almendros, etcétera) con los cereales y las
legumbres de secano, y también, donde era posible, en la reutilización y
ampliación de los viejos sistemas de regadío para el cultivo de moreras,
barrilla y arroz). Además, algunos de los nuevos cultivos escaparon del
diezmo y la implantación de la nueva fiscalidad única (tallas, catastro…)
pronto se volvió más liviana que en otras regiones, contribuyendo así a
ampliar el margen de ganancia de los campesinos.
Esos cambios en el mundo rural favorecieron una mejora en la distribución
de la renta e impulsaron los procesos de especialización agrícola. A la vez,
se desarrolló una malla comercial intermedia que finalizaba en las ciudades
costeras (Málaga, Barcelona, Alicante, Alcoy, Valencia). Estas villas y urbes,
a su vez, creaban impulsos hacia fuera, hacia los mercados internacionales
(exportación de vino, seda, aguardiente, etcétera), y hacia dentro,
organizando distritos industriales. Las manufacturas catalanas y valencianas
se beneficiaron de la eliminación de las aduanas interiores, creando redes
comerciales que atravesaban Aragón y llegaban a Madrid y Sevilla. En estas
regiones mediterráneas, los niveles de producto por habitante eran los más
elevados de la Península a mediados del siglo XVIII, y la distancia respecto
de las regiones interiores y septentrionales se incrementó en la segunda
mitad de la centuria.
Hacia 1750 la posición de España se había debilitado frente a Inglaterra y
Francia; además, los diferentes modelos de crecimiento, durante la última
centuria, habían aumentado notablemente las desigualdades económicas
entre las diversas regiones españolas. Esa fragilidad del crecimiento y las
crecientes desigualdades quizás estuvieron relacionadas con la incapacidad
de implantar una fiscalidad más justa, promover una mayor integración de
los mercados y facilitar un acceso más amplio y menos oneroso a la tierra.
La segunda mitad del siglo XVII queda muy lejos. Sin embargo, los retos a
los que se enfrentaban los habitantes de la España de entonces pueden
sentirse como próximos cuando pensamos en los desafíos del presente:
globalización, desigualdad, cambio climático, innovación técnica y políticas
públicas.››

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