Op Ud 33
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INTRODUCCIÓN.
2. FELIPE II (1556-1598).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La reacción conservadora.
El gobierno autoritario.
La política económica.
LOS CONFLICTOS INTERNOS.
La rebelión morisca (1565-1568).
La rebelión de los Países Bajos (desde 1566 a 1648).
La anexión de Portugal (1580).
La revuelta de Aragón (1591).
LA POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra con Francia.
La guerra en el Mediterráneo.
La intervención en las guerras de religión de Francia.
La guerra con Inglaterra.
EL FIN DEL REINADO.
4. FELIPE IV (1621-1665).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
Los programas fallidos de reforma.
La gran crisis de 1640.
POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra de los Treinta Años y la guerra con Francia.
EL FINAL DEL REINADO.
5. CARLOS II (1665-1700).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La regencia (1665-1675): Mariana de Autria, Nithard, Valenzuela.
El reinado (1675-1700): Juan José de Austria, Medinaceli, Oropesa.
El neoforalismo.
El auge de la nobleza.
La crisis en su abismo (1665-1680) y la recuperación demográfica y
económica desde 1680.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras con Francia.
EL CAMBIO DE DINASTÍA.
El Emperador Carlos V con perro. Retrato de Tiziano. Col. Museo del Prado,
Madrid.
Carlos de Habsburgo (1500-1558), nacido en Gante (Flandes) y fallecido en
Yuste (Extremadura), marca su época con su personalidad e ideales.
La primera mitad del siglo XVI, la época de Carlos V como emperador de
Alemania (1519-1558) y Carlos I en su faceta de rey de España (1516-1556),
corresponde al cenit de la hegemonía hispana, aunque sea indispensable
deslindar lo propiamente español dentro del imperio.
Es evidente que España se vio sometida a exigencias dinásticas
(supremacía de la Casa de Austria en Europa), pero también que la
hegemonía española (conquista de América -Cortés en México, Pizarro en
Perú, Almagro y Valdivia en Chile; vuelta al mundo de Magallanes y Elcano;
monopolio de los metales preciosos indianos; expansión económica del siglo
XVI) favorece que asuma la responsabilidad del liderazgo.
La expansión económica general, pues la época de Carlos I es de auge
demográfico, monetario, financiero, agrícola, industrial, es paralela al
intento de un imperio universal en Europa y las Indias, y a un liberalismo
ideológico basado en el humanismo erasmista que promueve una solución
pacífica y dialogada al conflicto ideológico y religioso del Renacimiento y de
la Reforma protestante. Pero fue un intento abortado por la oposición de
poderosos grupos sociales de ideología conservadora.
El imperio de Carlos V.
La Península Ibérica al final del siglo XV y principios del XVI.
El imperio europeo de Carlos V (dominaba los territorios en color, aunque en
el Imperio Germánico ejercía una soberanía muy limitada).
En 1516 la muerte del rey Fernando el Católico sorprendió a su nieto, el
joven Carlos, en Gante.
Flamenco de nacimiento, Carlos se convirtió, por efecto de la combinación
de unas fabulosas herencias familiares, en señor de un extenso imperio.
Junto a los reinos de Castilla, Aragón y Navarra, con sus respectivas
posesiones en América (limitadas entonces al Caribe y algunos puntos en el
continente), en el Norte de África (Melilla, Orán, Argel, Bugía, Trípoli…) e
Italia (Nápoles, Sicilia, Cerdeña), heredados de sus abuelos maternos, los
Reyes Católicos, recibió de su abuelo paterno, Maximiliano de Habsburgo, el
patrimonio de la casa de Austria (el derecho preferente al Imperio, más el
dominio de Austria, Estiria, Carintia, Carniola, Sundgau), y de parte de su
abuela paterna, María, los territorios de la casa de Borgoña, que si bien
excluían al propio ducado borgoñón, sí incorporaban los Países Bajos,
Luxemburgo, Artois y el Franco-Condado entre otros territorios.
En 1519 Carlos I fue elegido emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, como Carlos V. Era un título más que un poder, pero conseguía
así la supremacía “ideológica” sobre la Europa Central y se convertía en el
mayor poder de Europa desde la época de Carlomagno.
LA POLÍTICA INTERIOR.
En el interior la represión de los prontos conflictos de las Comunidades en
Castilla y las Germanías en Valencia y Mallorca, implicó la derrota de los
intereses e ideales “burgueses” y la victoria de la aristocracia terrateniente,
estructurada jerárquicamente por el propio Carlos I, que reforzó su poder
socioeconómico en alianza con la Corona. Joseph Pérez (1982) remarca en la
monarquía de los Habsburgo el predominio de la aristocracia: «la fuerza
social que representa la aristocracia terrateniente, que ha salvado la
Corona en ambos casos. En la sociedad española del quinientos, los
elementos burgueses estarán siempre marginados; nunca podrán
contrarrestar la enorme influencia y el prestigio del estamento
nobiliario.» [Pérez, en Tuñón. 1982. V: 181-182.]
Las revueltas de las Germanías tuvieron un cariz social más acusado. Entre
1519 y 1523 Valencia y Mallorca vivieron el estallido revolucionario, en el
que la pequeña burguesía y el campesinado se unieron contra la nobleza. La
intervención de los ejércitos reales acabó con ellas y los líderes rebeldes
perecieron por asesinato, caso de Joanot Colom en Mallorca), o por
ejecución, como ocurrió con Joan Crespí en Mallorca y con Joan Llorenç y
Vicent Peris en Valencia.
Sobre las Germanías de Valencia y Mallorca la tesis más aceptada es que
fue «un movimiento popular cuyo significado no fue político sino social;
expresión del descontento del proletariado y aun de las clases medias
urbanas contra la nobleza.» [Domínguez Ortiz. 1983: 201. Lo mismo en
Duran, 1982.] Y si fueron derrotadas no fue por su debilidad interna como
por su aislamiento en el seno de una España dominada por la monarquía
absoluta. Era una máquina revolucionaria y sangrienta, muy alejada de la
moderación de los comuneros y en estas condiciones la burguesía abandonó
el movimiento muy pronto, pudiendo capear así mejor las consecuencias de
la posterior e implacable represión.
El gobierno.
Carlos I gobernó apoyado en sus secretarios y en los Consejos, delegando su
poder en su familia, primero en su esposa Isabel de Portugal y después en
su hijo Felipe.
La nobleza acaparó la mayor parte de los cargos administrativos
importantes, pero la clase media de funcionarios también creció. El
emperador confió los asuntos castellanos a su secretario Cobos, mientras
que los asuntos imperiales quedaban para el cardenal Granvela. Era un
equipo “erasmista”, partidario del pactismo, para constituir un imperio más
ideológico que militar.
Se organizó el imperio colonial con la creación del Consejo de Indias y de los
virreinatos de Nueva España (México) y del Perú.
El emperador promovió numerosas obras que presentaran su grandeza al
pueblo, y destaca en especial su palacio en Granada.
El Palacio de Carlos V en Granada.
El auge económico.
El reinado de Carlos I fue una época próspera: la población experimentó un
fuerte aumento, con el crecimiento de la demanda y de la producción, la
moneda fuerte de oro y el enriquecimiento de la burguesía. La entrada
masiva de metales preciosos americanos y la demanda de los colonos
americanos impulsaron la demanda y la producción de trigo, vino, aceite,
armas, barcos, tejidos... con lo que la agricultura, la industria y las finanzas
vivieron una época de auge.
Sevilla fue la capital económica del país, con 100.000 habitantes, que vivían
del monopolio del comercio americano en la Casa de Contratación, la
industria textil y naval, el arte y la cultura. Barcelona, en cambio, con sólo
30.000 habitantes, vivió del mucho menos boyante comercio mediterráneo.
Pero había un anuncio de los graves problemas del porvenir. Las herencias
territoriales que hicieron de Carlos V señor de un extenso imperio,
supusieron al final un duro golpe para la modesta economía de Castilla.
Aquel imperio, en efecto, requería una serie de atenciones inexcusables a
las que debía responder el reino castellano: los viajes imperiales y, sobre
todo, las guerras. Junto a un aumento de la presión fiscal, el monarca
recurrió a los grandes banqueros extranjeros a fin de que, con la garantía de
las fantásticas riquezas del nuevo continente, aportaran las sumas
necesarias para el mantenimiento del imperio. Por otra parte, si bien en un
principio la llegada de metales preciosos desde América estimuló la
economía, a la larga fueron los comerciantes e industriales extranjeros
quienes se beneficiaron del nuevo mercado abierto al otro lado del océano.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Pese al renombre del título, el Sacro Imperio carecía de cohesión (príncipes
alemanes casi independientes; naciente protestantismo): la consolidación
de las posesiones imperiales y el establecimiento de la hegemonía de la
Casa de Austria requería un notable esfuerzo militar, por lo que la política
exterior de Carlos V estuvo desligada de los intereses de los reinos
hispánicos. Castilla costeó las campañas de un emperador que sólo al final
de su vida se sintió español, y que dedicó la mayor parte de su tiempo y sus
esfuerzos a controlar los movimientos de disgregación de su Imperio, y
sobre todo a luchar contra sus enemigos naturales, el frente anti-imperial
formado por Francia, Turquía y los príncipes alemanes protestantes,
empeñados estos en impedir la conversión del Imperio en una monarquía
absoluta. Aspiró primero a la universitas christiana, para acabar
defendiendo sólo la idea del Imperio como fuerza hegemónica en Europa, a
través de las dos ramas de los Habsburgo, la española con su hijo Felipe II y
la austriaca con su hermano Fernando I.
2. FELIPE II (1556-1598).
Felipe II. Retrato por Sánchez Coello. Col. Museo del Prado, Madrid.
LA POLÍTICA INTERIOR.
La reacción conservadora.
En el interior el creciente conservadurismo provocado por la amenaza
protestante y turca se plasma en un estricto control sobre los grupos
heterodoxos del interior, los protestantes, los moriscos y los criptojudíos,
mediante un aumento del poder de la Inquisición, reflejado en los autos de
fe; en la “impermeabilización” política e ideológica del reino, manifiesta en
la prohibición de importación de libros y de realizar estudios en el
extranjero; en la inflexibilidad del poder, sustituyendo al equipo “erasmista”
y pactista de Antonio Pérez por el equipo “albista” del duque de Alba,
reaccionario y militarista; en el triunfo como ideología de la Contrarreforma
el neoescolasticismo (los padres Vitoria y Suárez), que sustituye al
erasmismo.
Este viraje ideológico de Felipe II, patente hacia 1570, forja la realidad
histórica de España: la fidelidad a los principios de la Contrarreforma,
consustanciales a la hegemonía de los Habsburgo en Europa y España,
exigieron fatalmente el inmovilismo ideológico, político, social y económico.
En contraste con el ideal de vida burgués, que triunfa en el norte de Europa,
en España arraiga el ideal señorial, más apegado al consumo que a la
producción.
El gobierno autoritario.
El de Felipe II era un gobierno autocrático, dirigido personalmente por el rey,
apoyado por sus secretarios y los Consejos especializados. La capital se
estableció en Madrid, cerca de la cual se levantó el monumental conjunto
del Monasterio de El Escorial, en el que residió el rey gran parte del tiempo,
dedicado a controlar minuciosamente la inmensa documentación de los
países que gobernaba.
Las Cortes perdieron gran parte de su poder efectivo. El absolutismo pues,
que se había forjado en los reinados de los Reyes Católicos y de Carlos I, se
consolidó con Felipe II, que convocó pocas veces a las Cortes, siempre
movido por sus necesidades financieras.
El Monasterio de El Escorial.
La política económica.
Se abandonó la moneda de oro de Carlos I por la moneda de plata, más
abundante después de los últimos descubrimientos mineros americanos
(principalmente en Potosí del Perú). La financiación de la costosa política
exterior mediante préstamos de la banca extranjera y el pago de la enorme
deuda consiguiente provocaron que se gravara con fuertes impuestos la
economía castellana, en especial sobre las clases productivas, mientras que
la nobleza y el clero salían relativamente bien librados. La inflación y la
debilidad productiva española dificultó la competitividad y el país se abrió la
importación masiva de productos extranjeros.
Las sucesivas bancarrotas de la Hacienda en 1557, 1575 y 1596 hundieron a
muchos prestamistas y afectaron al crédito y el comercio. La bancarrota
financiera atrapó a los monarcas en préstamos que se fueron acumulando a
intereses usurarios. El final del ciclo de auge económico se ha datado en
1575 y al final del reinado la pobreza era evidente en todo el país,
provocando hambres y pestes.
Excepciones fueron Sevilla, muy favorecida por el monopolio comercial, y
Barcelona, donde a partir de 1560 la actividad comercial se reanimó en la
ruta entre Sevilla y Génova, aunque el crecimiento de la ciudad se truncó
con el aumento del bandidaje y finalmente la guerra civil de 1640.
El imperio de Felipe II a partir de 1580. Los límites de las zonas están muy
exagerados, porque en muchos lugares sólo se dominaban algunos enclaves
costeros, especialmente en África y Asia.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Felipe II, al igual que su padre, tuvo que realizar un esfuerzo continuo por
conservar sus posesiones. Los frentes bélicos se multiplicaron, y las
campañas militares sangraron demográfica y económicamente al país.
La guerra en el Mediterráneo.
Felipe II afrontó también la amenaza de los turcos en el Mediterráneo.
Primero se rechazó el ataque turco a Malta (1565). Más tarde, una flota
combinada de España, Venecia y el Papado los derrotó en Lepanto (7 de
octubre de 1571), que frenó su ofensiva y rompió el mito de la invencibilidad
otomana, seguido de la ocupación de Túnez (1573), pero no se prosiguió la
ofensiva y los turcos pronto se recuperaron (Túnez, 1574). Finalmente,
debido al agotamiento de ambos bandos se acordó una tregua en 1580, con
la que se finalizó de hecho la guerra a gran escala, quedando sólo en el
futuro una constante lucha contra los piratas berberiscos.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
El pacifismo.
El cansancio y la crisis interior imponen la necesidad de política
internacional de “coexistencia pacífica” en el reinado de Felipe III: paz con
Inglaterra (1605) y Tregua de los Doce Años (1609-1621) con los Países
Bajos. Desde entonces sólo hay un pequeño conflicto con Francia por la
ocupación española del estratégico valle de la Valtelina en Suiza (1612).
Por el contrario, la tradicional política mediterránea prosigue en el
enfrentamiento con los piratas berberiscos.
4. FELIPE IV (1621-1665).
LA POLÍTICA INTERIOR.
El gobierno de los validos.
El conde-duque de Olivares es el gobernante más importante del siglo XVII
español. Era un hombre íntegro, inteligente, culto, pero demasiado
ambicioso: quería devolver al reino al estado de esplendor de Felipe II,
recurriendo a la guerra, pero no tenía en cuenta la decadencia económica y
social del país. Se apoyó en la pequeña nobleza y la burguesía letrada para
ampliar la burocracia y controlar mejor el país, pero fracasó en el empeño.
La destitución de Olivares (1643) fue la respuesta del monarca a la crisis de
1640. Durante algún tiempo Felipe IV intentó llevar personalmente los
asuntos, pero pronto renunció a favor de un nuevo valido, el duque de Haro,
más moderado.
POLÍTICA EXTERIOR.
La guerra de los Treinta Años y la guerra con Francia.
La intervención en la guerra de los Treinta Años (1618-1648), desarrollada
en los frentes alemán y holandés, comenzó con una sucesión de victorias en
Montaña Blanca (1620), Breda (1624) o Nordlingen (1634), pero acabó con
una serie de reveses desde que intervino Francia (1636) pues los tercios
españoles fueron derrotados en Rocroi (1643) y Lens (1647).
Por la paz de Westfalia (1648) los Países Bajos ganaron el reconocimiento de
su independencia, pero la guerra continuó con Francia, con varios altibajos,
hasta que otra guerra al mismo tiempo con Inglaterra precipitó las derrotas
españolas en cascada.
La Paz de los Pirineos en 1659 con Francia supuso la pérdida de unos pocos
territorios, sobre todo Rosellón y Cerdaña en Cataluña, y de algunas plazas
del Artois, pero lo más importante al final resultó ser el matrimonio de Luis
XIV con la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, con el cual los Borbones
ganaron unos fundamentales derechos sucesorios sobre la corona de
España.
5. CARLOS II (1665-1700).
LA POLÍTICA INTERIOR.
La regencia (1665-1675): Mariana de Autria, Nithard, Valenzuela.
La regencia de Mariana de Austria fue una etapa especialmente infausta,
marcada por las derrotas militares ante Francia, las pestes, las hambres, la
corrupción... Los validos que escogió eran corruptos e incapaces, meras
criaturas de la regente.
LA POLÍTICA EXTERIOR.
Las guerras con Francia.
Desde el principio del reinado de Carlos II, la vecina Francia se dispuso a
trocear los dominios europeos de España y en tres guerras (1667-1668,
1672-1678 y 1689-1697) se apoderó de varias plazas en el Artois en la
primera, y del Franco Condado en la segunda, poco en realidad para lo que
hubiera podido tomar. Pero es que las guerras agotaron a Francia, que tenía
que combatir también con las otras potencias europeas, especialmente
Inglaterra, Holanda y Austria, interesadas en mantener el escudo protector
español ante la amenazante potencia francesa, la cual además tenía la
ambición de conseguir la sucesión de Carlos II, por lo que moderó sus
logros, sobre todo en la tercera guerra, en la que ya no tomó nada.
EL CAMBIO DE DINASTÍA.
El problema de la sucesión de España reflejaba dos posturas contrapuestas.
En un lado estaba Castilla junto a los partidarios de una España reducida a
los límites peninsulares más América y con una centralización uniformadora
según el modelo francés borbónico. La elección por Carlos II como heredero
del pretendiente francés Felipe de Borbón supuso la victoria de este modelo.
En el otro lado estaba la Corona de Aragón (sobre todo Cataluña) junto a los
partidarios de una España que mantuviese los Países Bajos e Italia, pero con
un orden constitucional más federalista, según el modelo habsburgués de
los dos últimos siglos.
La Guerra de Sucesión (1701-1715) acabó con el triunfo de Felipe V, que
impuso en los decretos de Nueva Planta una estructura unitaria al Estado. A
cambio, en la paz de Utrecht (1713) España perdió sus posesiones europeas
de Países Bajos, Milanesado, Nápoles y Sicilia que entregó a Austria;
Cerdeña a Saboya; más Gibraltar y Menorca a Inglaterra. Se mantenía como
gran potencia, gracias a sus dominios en América, pero aceptaba ya un
papel secundario con relación a Francia e Inglaterra.
Los moriscos.
Los moriscos, por su parte, no pertenecían a la sociedad estamental que los
circundaba [Domínguez Ortiz; Vincent. 1978: 109-128.]. Eran como un coto
cerrado, tanto para entrar como para salir, sin clero ni nobleza, en unas
condiciones de opresión sin parangón en la sociedad española. Con una
enorme mayoría de campesinos y un sector de artesanos, no existía
burguesía en esta minoría, a lo más tenderos.
Los extranjeros.
Los extranjeros, franceses, genoveses e italianos en general, portugueses,
flamencos, etc., constituían una parte significativa de este revolutum. El
gran comercio estuvo casi por completo en sus manos desde la crisis del
siglo XVII. [Frax y Matilla, en Artola. Enciclopedia... 1988: 226-246.] Por su
desarraigo tendían a volver a su país de origen cuando acumulaban una
riqueza suficiente y sólo algunos se establecieron permanentemente en el
país: muchos de los López y Díaz de hoy son resultado de los portugueses
de origen judío que buscaron el olvido de este origen en nuestro país.
La religión.
El principal problema religioso-cultural era sin duda el de la unidad religiosa
del país.
El país era un mosaico de culturas y religiones que pervivían en un
momento en que la Iglesia exacerbó su celo inquisitorial y en que la
religiosidad popular adquirió visos de fanatismo intransigente, basado en el
misticismo y el temor al peligro siempre presente de una nueva invasión
musulmana y de la extensión del protestantismo centroeuropeo.
En este ambiente de intolerancia las poblaciones morisca y judía y de
conversos constituyeron el perfecto chivo expiatorio de los males del país, y
fueron objeto de continuas persecuciones y expulsiones (judíos en 1492,
musulmanes en 1502, moriscos en 1609).
Por otra parte, las corrientes heterodoxas que pretendían recuperar las
tradiciones del primer cristianismo, fueron reprimidas, en nombre de la
necesaria unidad: los alumbrados en 1524 y 1542, los luteranos en 1557-
1559, incluso los moderados erasmitas con el largo proceso contra el
arzobispo Carranza (desde 1559).
La Inquisición fue el instrumento de Felipe II y sus sucesores contra la
heterodoxia, también, en parte, para extender su poder sobre todos los
reinos, pues era la única institución común. Erasmitas, luteranos,
criptojudíos y sospechosos de herejía y brujería, eran procesados y
condenados como reos de alta traición. Las sentencias se ejecutaban en un
auto de fe, un acto público y solemne en el que los condenados a muerte
eran entregados a un verdugo.
Una vez aniquilada la heterodoxia, la relativa apertura desde 1577 permitió
la floración del misticismo reformista de Santa Teresa de Jesús y San Juan de
la Cruz, y hasta se exculpó al procesado Fray Luis de León, pero en realidad
también se había erradicado la libertad; el impulso intelectual nacido a
principios del siglo quedó truncado. La Contrarreforma, abanderada por la
Compañía de Jesús, dominaba el ambiente intelectual. Al final del periodo se
había logrado el objetivo de la unidad religiosa, pero a un pésimo precio: la
intolerancia ante toda disidencia y el profundo atraso cultural y educativo,
que lastró el progreso económico.
LA ORGANIZACIÓN POLÍTICA.
La estructura política.
El sistema político carecía de una Constitución escrita, pero era de facto una
confederación de reinos, unidos en la figura del monarca. Cada reino
conservaba su propia autonomía, sus leyes, su moneda, sus ejércitos, sus
colonias... Así, América era de Castilla, el imperio indiano oriental era sólo
de Portugal. Los reinos en la Península ibérica eran Castilla, Aragón (que a
su vez era una confederación de reinos), Navarra y durante sesenta años
también Portugal, y fuera de España asimismo los reinos eran territorios
independientes con sus propias instituciones, especialmente en los Países
Bajos e Italia. Llamar imperio español al de los Austrias es pues un error
semántico aunque disculpable, porque era un imperio dinástico. Además, los
reyes sólo eran monarcas absolutos en Castilla y algunos territorios más,
mientras que en la mayoría de los reinos estaban muy limitados por el
pactismo.
La monarquía era la expresión visible y personificada del Estado, cima de
una jerarquía administrativa que se apoyaba en los validos (primeros
ministros), los secretarios y los consejeros, situando a los virreyes en los
reinos periféricos.
Los cancilleres y secretarios pertenecían a la nobleza y la burguesía, y
llevaban los asuntos cotidianos, despachando con el monarca.
Los Consejos evolucionaron a partir del Consejo Real de Castilla y se
separaron progresivamente en los comunes para todo el Estado, como eran
Hacienda, Guerra e Inquisición, y los específicos para las Indias, Aragón,
Flandes, Portugal o Italia.
Los virreyes de Aragón, Mallorca, Portugal, Sicilia, Nápoles, Milán, Nueva
España o Perú representaban al poder real, sometidos sólo al ‘juicio de
inspección’ al acabar sus mandatos.
Las audiencias y cancillerías constituían el poder judicial, entonces
confundido en gran medida con el ejecutivo.
El municipio era el órgano ejecutivo inferior de la administración. Las
relaciones entre el poder central y los municipios más importantes se
caracterizaron por el creciente intervencionismo centralista del rey, que
nombraba corregidores para gobernarlos.
Las Cortes de Castilla y Aragón perdieron gran parte de su poder porque
eran convocadas pocas veces, y sólo para aumentar los impuestos mientras
que las quejas eran por lo general desoídas.
El cuerpo diplomático fue excelente desde el reinado de los Reyes Católicos,
cuando fue organizado según el modelo italiano. Su momento culminante
fue hacia 1600, cuando los españoles eran considerados los mejores
diplomáticos europeos.
Los funcionarios.
Los funcionarios que servían en la burocracia se reclutaban en la nobleza, el
clero, los hidalgos, la burguesía urbana. Se preferían los que tenían una
formación jurídica, pero los puestos más altos para los Grandes, por su
prestigio nobiliario, esencial para mantener y hacer respetar su autoridad
sobre una sociedad estamental.
En el siglo XVII, ante la falta de actividades productivas, proliferó la
compraventa de cargos públicos, con la consecuente corruptela para
amortizar los gastos de la compra. Un cargo era una sinecura, una inversión,
a la que se intentaba sacar el máximo provecho, en detrimento de las
virtudes de la preparación, la capacidad de gestión, la eficacia... El resultado
fue devastador para una sociedad que necesitaba más que nunca de
buenos gestores.
El ejército y la armada.
El ejército, estructurado en los tercios (unidades de infantería con
especialización en las armas), era de enrolamiento voluntario e integraba
mercenarios de todo el imperio. Se distinguían las tropas de guarnición y el
ejército de campaña, de pequeño tamaño, hasta que la guerra de Flandes
obligó a aumentarlo enormemente, lo que resultó muy costoso.
El espíritu militar decayó en el siglo XVII pues la pequeña nobleza castellana
que había sido la mejor fuente de oficiales y soldados se negaba a alistarse,
mientras los reinos periféricos no querían participar en el ruinoso esfuerzo
militar. Olivares fracasó en su proyecto de la Unión de Armas, que preveía
140.000 soldados pagados solidariamente por todos los reinos, y este
fracaso condujo a la crisis política de 1640. A fines del siglo XVII las tropas
eran casi todas extranjeras y ya poco quedaba del legendario ejército
español.
La armada estaba organizada en dos bloques: las galeras del Mediterráneo y
los galeones del Atlántico. Hegemónica en el siglo XVI como se vio en la
batalla de Lepanto en 1571 y la conquista de Portugal en 1580, a pesar de
la derrota de la Armada Invencible en 1588, en el siglo XVII la decadencia la
llevó a sufrir nuevos golpes, hasta llegar al desastre de 1638-1639, cuando
los astilleros del Cantábrico fueron destruidos y la flota holandesa aniquiló
en las Dunas (1639) a la última gran flota española del norte.
La Hacienda pública.
La Hacienda pública estaba en permanente agonía, ante la demanda
insaciable de dinero para la guerra y la política exterior.
Las principales partidas presupuestarias eran el ejército y la armada, la Casa
Real (cuyo gasto en el siglo XVII fue inmenso, pues el poder barroco exigía
un lujo ostentoso) y, sobre todo, los “juros”, esto es la deuda pública, cuyo
pago se llevaba a finales del siglo XVI la mitad del presupuesto.
Los ingresos venían de los servicios extraordinarios, la venta de cargos a los
particulares, los monopolios, los maestrazgos, las aduanas, las bulas, la
alcabala (un impuesto sobre el comercio), el quinto sobre los metales
preciosos de las Indias, etc. El peor impuesto fue el de los “millones” (desde
1588) que gravó a toda la población (excepcionalmente estaban incluidos la
nobleza y el clero) sobre el consumo de carne, aceite, vino y vinagre. Otros
impuestos se añadieron en el siglo XVII, recayendo generalmente sobre las
clases sociales productivas, mientras que los privilegiados (nobleza, clero)
soportaban mucho mejor la situación gracias a sus exenciones tributarias.
Los déficits presupuestarios eran usuales y se cubrían con préstamos de la
banca extranjera, garantizados con juros y bienes públicos. Las frecuentes
bancarrotas consolidaban la deuda anterior a menores tipos de interés y
plazos más largos, y entonces el proceso volvía a comenzar, hasta que
todos los prestamistas importantes acabaron por quebrar debido a este
círculo vicioso. Felipe II hizo tres bancarrotas: 1557, 1575 y 1596, y en el
siglo XVII se hicieron todavía más frecuentes: 1608, 1627, 1647, 1652,
1656... El otro recurso fue la emisión masiva de moneda de baja calidad, el
vellón de plata con una alta proporción de cobre, lo que comenzó Felipe III, y
esto resultó lo peor al final porque se minaba la confianza de la población en
la moneda, lo que paralizaba los intercambios y la actividad productiva.
LA ECONOMÍA.
Una periodización de la evolución económica.
La evolución de la economía se ha abordado en los distintos reinados y se
puede establecer una periodización: el auge entre 1516 y 1575, con algunas
breves crisis; el inicio de la decadencia entre 1575 y 1598; el creciente
desplome entre 1598 y 1640; el fondo de la crisis entre 1640 y 1680; y la
recuperación parcial desde 1680.
Las herencias territoriales que hicieron de Carlos V señor de un extenso
imperio, supusieron un duro golpe para la modesta economía de Castilla.
Aquel imperio, en efecto, requería una serie de atenciones inexcusables a
las que debía responder el reino castellano: los viajes imperiales y, sobre
todo, las guerras. Junto a un aumento de la presión fiscal, el monarca
recurrió a los grandes banqueros extranjeros a fin de que, con la garantía de
las fantásticas riquezas del nuevo continente, aportaran las sumas
necesarias para el mantenimiento del imperio. Por otra parte, si bien en un
principio la llegada de metales preciosos desde América estimuló la
economía, a la larga fueron los comerciantes e industriales extranjeros
quienes se beneficiaron del nuevo mercado abierto al otro lado del océano.
Sevilla fue la capital económica del país, con 100.000 habitantes, que vivían
del monopolio del comercio americano en la Casa de Contratación, la
industria textil y naval, el arte y la cultura. Barcelona, en cambio, con sólo
30.000 habitantes, vivió del menos boyante comercio mediterráneo. A partir
de 1560 la actividad comercial se reanimó al intensificarse la ruta entre
Sevilla y Génova, aunque el crecimiento de la ciudad se truncó con el
aumento del bandidaje y la guerra civil de 1640.
Desde finales del siglo XVI, la crisis se fue agravando por el drástico
descenso en la llegada de oro y plata. La bancarrota del Estado fue absoluta
y los monarcas se vieron atrapados por los préstamos que se fueron
acumulando a intereses usurarios. Así pues, España, que protagonizó la
apertura del Viejo Mundo hacia América, quedó rezagada del impulso
económico que generó, por primera vez en la historia, un mercado a escala
mundial.
La agricultura y la Mesta.
El sector agrario era el principal sector económico castellano con enorme
diferencia, pero sufría una división, una tensión, entre la agricultura y la
ganadería, que comenzaba a favorecer a ésta, por los mayores réditos de la
lana para la nobleza que poseía los rebaños y las dehesas y para los
mercaderes que la exportaban.
Faltaba en el campo, pese a que hubo muchas excepciones regionales y
locales, una amplia clase media agraria que hubiera podido promover desde
sus filas una burguesía urbana como sí la hubo en varias regiones del Norte
de Europa.
Donde existió una clase media de campesinos, como en la mitad superior de
la Península, se dio el fenómeno de una burguesía comercial e industrial
incipiente en las ciudades (sobre todo en Castilla la Vieja), mas una serie de
factores negativos frustraron ese proceso.
En el sur el latifundismo imposibilitó la aparición de la clase media
campesina y ello tuvo consecuencias gravísimas a largo plazo.
Claudio Sánchez Albornoz explica en su En torno al feudalismo (1946) el
origen de los enormes latifundios peninsulares como el resultado de las
peculiaridades de la Reconquista. Del ritmo de la Reconquista devino la
división de la Península en dos zonas, aproximadamente al Norte y al Sur,
con numerosas excepciones. Al Norte un predominio de la pequeña
propiedad, al Sur el dominio del latifundio, que se perpetuaría durante
siglos.
Pero hay que precisar que el latifundio ya había sido dominante en tiempos
de los romanos y visigodos (aunque nunca fue la única). Lo cierto es que el
latifundio se prestaba muy bien al tipo de explotación que podía realizarse
en las amplias y secas llanuras del Centro y del Sur de España. Parece más
razonable que se unieron causas políticas y naturales para establecer el
latifundismo.
La economía era predominantemente agrícola, basada en la tradicional
tríada mediterránea: trigo, vid y olivo. La producción más destacada era la
de los cereales para la alimentación humana (trigo) y de los animales
(cebada, centeno y avena).
Era una agricultura de subsistencia, con una producción destinada en su
mayor parte al autoconsumo. Las técnicas eran rudimentarias, los
rendimientos eran escasos, la comercialización de excedentes mínima, y no
había posibilidades de acumulación de capital, salvo en los periodos de
fuertes hambrunas en las que los especuladores acaparaban los granos.
Factor esencial de este retraso era la estructura de la propiedad, dividida
sobre todo en pequeños propietarios y en grandes propietarios nobiliarios y
eclesiásticos, sin una mediana propiedad intermedia. Otros factores era la
falta de incentivos de los propietarios para invertir en regadíos o nuevas
técnicas de cultivo, las dificultades de las tierras hispanas por su orografía,
el duro y seco clima que empeoró hacia 1600, la competencia desleal de la
ganadería lanar…
La Mesta, la organización de los ganaderos ovinos que controlaba la
producción de lana, nacida durante el reinado de Alfonso X en el siglo XIII,
experimentó en el siglo XVI su periodo de máxima prosperidad. Desde los
tiempos de los Reyes Católicos la agricultura se vio relegada por la
ganadería, y durante el reinado de Carlos I, la Mesta alcanzó su cota
máxima con 3,4 millones de cabezas de ganado en 1526. Sin embargo, en
el último tercio del siglo XVI, la Mesta y la ganadería trashumante entraron
en un proceso de recesión que se acentuó en el XVII y sobre todo en el XVIII,
debido al aumento de las roturaciones, el fomento de la ganadería estante,
el descenso de la exportación de lana y la crisis de la industria textil. Hacia
1685 la Mesta se hallaba al borde de la bancarrota.
La artesanía y el comercio.
La artesanía padecía las consecuencias de la debilidad del mercado interno
y aunque se benefició inicialmente del mercado americano y tuvo cierto
auge hasta 1575, acabó hundiéndose en el siglo XVII. Destacaron las
industrias textil (lanera y sedera), del cuero y las armas en las ciudades
castellanas, y los astilleros en el norte.
El comercio interior era muy pobre, limitado a los productos básicos para las
ciudades y los productos de lujo para la nobleza y la escasa burguesía. En
cambio, el comercio exterior, centralizado en los puertos de Sevilla,
Barcelona, Santander y Bilbao, tuvo una etapa de prosperidad hasta la crisis
iniciada en 1575, que rompió los circuitos comerciales y financieros, y en el
siglo XVII empeoró mucho.
El sistema monetario.
Las monedas de oro (escudos) y de plata (reales), fueron el símbolo del
esplendor imperial de los Austrias. Sin embargo, ya en tiempos de Carlos I, y
a pesar del aumento de la llegada de metales preciosos de América, la
Hacienda real comenzó a notar el peso que suponía el mantenimiento del
imperio: en 1557, recién coronado Felipe II, la Hacienda real se declaró en
quiebra y lo mismo se repitió en 1575, con peores consecuencias,
comenzando un proceso de degradación de la moneda. La llegada de
metales alcanzó su máximo entre 1591 y 1600, pero a partir de entonces la
producción se redujo y la crisis económica se agravó. Cuando, finalmente, el
Estado se vio obligado a acuñar moneda de cobre, la decadencia monetaria
se hizo ya evidente.
Las letras.
Los siglos XVI y XVII, en los que se desarrollan los periodos renacentista y
barroco, marcan el momento de mayor esplendor de las letras españolas: el
denominado Siglo de Oro, sobre todo el XVII. La literatura castellana alcanzó
su plenitud, mientras las de las otras lenguas del Estado decaían.
Se pueden clasificar dos corrientes estéticas: la realista (picaresca), nacida
de la conciencia de la crisis económica y social, y la idealista (misticismo),
nacida como un escape religioso a la espiritualidad.
La novela, como el resto de la prosa, experimentó un brillante desarrollo,
desde la novela picaresca a la obra culminante de la narrativa española, El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes,
seguida por El Buscón de Quevedo y la obra de Gracián.
El teatro barroco, un espectáculo de masas, especialmente en Madrid, vivió
su gran momento de popularidad de la mano de Lope de Vega, Calderón de
la Barca y Tirso de Molina.
La poesía estuvo representada en el siglo XVI por Garcilaso de la Vega y los
místicos Fray Luis de León, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y se
vio coronada en el siglo XVII, por vías bien diferentes, en la obra de
Quevedo (el conceptismo) y Góngora (el culteranismo).
El ensayo y la prosa didáctica tuvieron maestros como Fray Luis de León,
Fray Luis de Granada, Santa Teresa de Jesús y finalmente, en el siglo XVII,
Gracián.
Las ciencias.
Se desarrollaron las ciencias y otros saberes, en especial la filosofía (Luis
Vives, Miguel Servet), la filología (Nebrija), la historia (Díaz del Castillo,
López de Gomara, el padre Mariana), la economía (los arbitristas Martín de
Azpilicueta, Tomás de Mercado, González de Cellorigo, Diego José Dormer,
Caja de Leruela, Alvárez Ossorio) o el derecho natural (Suárez, Vitoria, el
padre Mariana). Si no había experimentación en física, química o
matemáticas (pues hubiera puesto en duda la ciencia tomista), sí hubo
excelentes cosmógrafos, geógrafos y naturalistas, gracias a los
descubrimientos geográficos.
Sin embargo, desde mediados del siglo XVI el auge del espíritu de la
Contrarreforma significó el cierre del país a los avances científicos, en una
época en que se dieron a conocer los trabajos de Galileo, Pascal y Newton, y
frente a ciertas corrientes ideológicas como el erasmismo o el
cartesianismo. Sólo a finales del siglo XVII se introdujeron las ciencias
modernas, al socaire de la recuperación económica.
Las artes.
Paralelo al discurrir de la historia política del reinado de los Austrias, el arte
evolucionó a lo largo de los siglos XVI y XVII desde el Renacimiento y el
Manierismo, en el siglo XVI, hasta el Barroco, que impuso su gusto durante
el siglo XVIII dominado por el espíritu de la Contrarreforma.
La arquitectura se inspiró en sus inicios en el modelo gótico español, que
perduró mucho tiempo, y en el modelo renacentista italiano para la
monarquía absoluta y la nobleza, que más tarde adquirió características
propias con los estilos plateresco, seguido del clasicista del Palacio de Carlos
V en Granada y del herreriano, cuyo máximo ejemplo es el monasterio de El
Escorial, acabado por Herrera. En la época del Barroco, un estilo que exalta
el poder monárquico y eclesiástico, se construyeron numerosas iglesias y se
desarrollaron notables acciones urbanísticas como la plaza mayor de
Madrid.
La escultura fue el arte que mejor se acomodó a la voluntad propagandística
de la Contrarreforma, con grandes representantes como Alonso Berruguete,
Gregorio Hernández, Juan Martínez Montañés, Alonso Cano, Pedro de Mena o
Francisco Salzillo. El estilo es austero, realista y expresionista.
La pintura contó con un gran elenco de artistas, nacionales y extranjeros,
que trabajaron en el país. La obra manierista de El Greco, a caballo entre los
siglos XVI y XVII, dio paso a una nueva generación de pintores barrocos,
entre los que destacaron José de Ribera (afincado en Nápoles), Francisco de
Zurbarán, Bartolomé Esteban Murillo, Juan Valdés Leal, Claudio Coello y,
sobre todo, Diego Velázquez, el pintor más preclaro, de un supremo
realismo.
BIBLIOGRAFÍA.
Blogs. Comentarios de obras de arquitectura relacionadas:
El Palacio de Carlos V en Granada. *
[https://iessonferrerdghaboix.blogspot.com.es/2011/12/comentario-el-
palacio-de-carlos-v-en.html]
El Monasterio de El Escorial. *
[https://iessonferrerdghaboix.blogspot.com.es/2012/01/comentario-el-
monasterio-de-el-escorial.html]
Series de Televisión.
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primera sobre la Inquisición sevillana a finales del siglo XVI. La segunda,
ambientada seis años después, sobre la delincuencia de la Garduña, una
mafia mítica de Sevilla.
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Trevor Davies, R. La decadencia española, 1621-1700. Labor. Barcelona.
1969. 191 pp.
Los moriscos.
Libros.
Domínguez Ortiz, A.; Vincent, Bernard. Historia de los moriscos. Alianza.
Madrid. 1978. 313 pp.
Artículos. Orden cronológico.
Villena, Miguel Ángel. Moriscos, una memoria recobrada. “El País” (8-V-2009)
41.
Arroyo, J. El botín morisco traído de la Guerra de África. “El País” (12-VI-
2017).
Doncel, Luis. Las burbujas especulativas, un invento español. “El País” (22-
VII-2017). En el siglo XVII hubo una fiebre por la venta de oficios públicos en
Castilla, según el investigador Víctor Gómez. Un hombre pagó en 1617 por
un puesto de regidor (concejal) 382.352 reales, que tenía un sueldo anual
de 450, así que lo recuperaría a los 850 años. Pero Gómez no contempla lo
obvio: que el cargo era un instrumento para ganar rango social y
económico, accediendo a resortes de corrupción que permitirían recuperar
pronto la inversión.
PROGRAMACIÓN.
LA MONARQUÍA HISPÁNICA BAJO LOS AUSTRIAS: ASPECTOS POLÍTICOS,
ECONÓMICOS Y CULTURALES.
UBICACIÓN Y SECUENCIACIÓN.
ESO, 2º ciclo.
Eje 3. Sociedades históricas y cambio en el tiempo. Bloque 1. Sociedades
históricas. Núcleo 4. Las sociedades de la época moderna.
- Hegemonía y decadencia de la monarquía hispánica: la colonización de
América y el impacto recíproco; uniformismo y tensiones socio-religiosas y
políticas; el esplendor literario y artístico.
RELACIÓN CON TEMAS TRANSVERSALES.
Relación con los temas de la Educación para la Paz y de Educación Moral y
Cívica.
TEMPORALIZACIÓN.
Cuatro sesiones de una hora.
1ª Documental. Diálogo, para evaluación previa. Exposición del profesor.
2ª Exposición del profesor. Cuestiones.
3ª Exposición del profesor, de refuerzo y repaso; esquemas, mapas y
comentarios de textos.
4ª Exposición del profesor, de refuerzo y repaso; Comentarios de textos;
debate y síntesis.
OBJETIVOS.
Sintetizar la evolución histórica de España bajo los Austrias.
Analizar la relación entre sociedad, política, economía y cultura bajo los
Austrias.
Comprender las causas de la decadencia del siglo XVII.
Interesarse por la cultura del Siglo de Oro.
Interesarse por la vinculación entre los problemas del pasado y los del
presente.
CONTENIDOS.
A) CONCEPTUALES.
La evolución histórica de España bajo los Austrias.
La sociedad.
La política.
La economía.
La cultura.
PROCEDIMENTALES.
Tratamiento de la información: realización de esquemas del tema.
Explicación multicausal de los hechos históricos: en comentario de textos.
Indagación e investigación: recogida y análisis de datos en enciclopedias,
manuales, monografías, artículos...
C) ACTITUDINALES.
Rigor crítico y curiosidad científica.
Tolerancia y solidaridad.
Valorar la solución pacífica de los conflictos nacionales.
METODOLOGÍA.
Metodología expositiva y participativa activa.
MOTIVACIÓN.
Un documental, con diálogo posterior.
ACTIVIDADES.
A) CON EL GRAN GRUPO.
Exposición por el profesor del tema.
B) EN EQUIPOS DE TRABAJO.
Realización de una línea de tiempo sobre el proceso.
Realización de esquemas de la UD.
Comentarios de textos sobre humanismo, Inquisición, la política exterior, las
guerras, la decadencia económica y social, la cultura del Siglo de Oro.
C) INDIVIDUALES.
Realización de apuntes esquemáticos sobre la UD.
Participación en las actividades grupales.
Búsqueda individual de datos en la bibliografía, en deberes fuera de clase.
Contestar cuestiones en cuaderno de trabajo, con diálogo previo en grupo.
RECURSOS.
Presentación digital y mapas.
Libros de texto, manuales.
Fotocopias de textos para comentarios.
Cuadernos de apuntes, esquemas...
Documental.
EVALUACIÓN.
Evaluación continua. Se hará especial hincapié en que se comprenda la
relación entre los procesos de España y europeo.
Examen incluido en el de otras UD, con breves cuestiones y un comentario
de texto.
RECUPERACIÓN.
Entrevista con los alumnos con inadecuado progreso.
Realización de actividades de refuerzo: esquemas, comentario de textos...
Examen de recuperación (junto a las otras UD).
APÉNDICES.
La decadencia económica de España en el siglo XVI.
Textos para comentario.
APÉNDICES.
La decadencia económica de España en el siglo XVI.
En el siglo XVI hubo varias ocasiones en que pareció que despegaba una
clase burguesa castellana. Los mercaderes y banqueros Rodrigo Dueñas,
Simón Ruiz y los Espinosa fueron paradigmáticos. Simón Ruiz, el ejemplo
mejor estudiado gracias a Lapeyre [1953] y a Felipe Ruiz Martín [1990], se
dedicaba desde su plaza en Medina del Campo a comerciar con Florencia,
Francia, Portugal y Flandes, a prestar dinero a la monarquía desde 1566,
pero incapaz de llenar el hueco de los banqueros genoveses tenderá a
encerrarse en su papel de gran capitalista no reñido con la Iglesia, para
acceder a una posición social más elevada, con un orgullo más propio de un
aristócrata que de un burgués europeo. Se nos muestra insolidario con los
otros hombres de negocios de su ciudad, un tipo de burgués de corte
medieval al fin, aunque gozará de las oportunidades del siglo. Esta endeblez
de los valores burgueses en su mentalidad social será un factor no
desdeñable en el fracaso de la gran burguesía castellana.
Esta burguesía se amparaba en el papel central de Castilla en el inmenso
imperio de Carlos I y Felipe II, la actividad de las ferias castellanas, la
producción de lana e hierro, la artesanía textil y del cuero en las ciudades
del interior y por el tráfico atlántico con sede en Sevilla y los puertos del
Norte de la Península. España estaba en el centro de la economía-mundo de
Braudel y Sevilla era su capital no oficial.
El reinado de Carlos I y la primera mitad del de Felipe II fueron expansivos.
De 1530 a 1570 el auge económico y demográfico parece indudable
[Carande. 1949; Maravall. 1972: 116; Chaunu. 1973; Nadal. 1984.]. España
penetró a principios del siglo XVI en los circuitos de las grandes plazas
cambistas y se convirtió en parte del eje principal de la economía europea,
no por la fuerza de su producción, sino precisamente por la debilidad de
ésta. «El oro de América después de la lana, la plata después del oro, y la
menor densidad de población, explican la gran originalidad de la España de
Carlos V. Asocia una moneda fuerte, un cambio favorable y una economía
débil. Es el polo motor de la Europa cara.» [Chaunu. 1973: 36.]
La historiografía posterior no ha impugnado las tesis de Chaunu y así
Wallerstein citará como indiscutible a Chaunu cuando escribía sobre el papel
de esta España imperial: «toda la vida europea y la vida del mundo entero,
en la medida en que existía un mundo podría decirse que dependían [de
este tráfico]. Sevilla y sus cuentas podrían darnos el ritmo del mundo.»
[Wallerstein. 1974: I. 234.]
Vilar [1969: 101 y ss.] nos muestra una economía europea dependiente para
mantener su prosperidad del oro americano y africano, particularmente en
la década 1520-1530, antes de la entrada masiva de la plata, lo que
ocasionaría la llamada "revolución de los precios" [Hamilton, 1934]. Y en
ningún lugar fue tan importante su impacto como en la Península.
Por su parte, Domínguez Ortiz afirma que hubo una incipiente burguesía
industrial: «Sólo en ciertos sectores restringidos puede hablarse de
establecimientos industriales, casi siempre en el ámbito textil, donde se
impuso la capacidad económica de los mercaderes-fabricantes, que
redujeron a dependencia a maestros agremiados y combinaron su
producción con la de centros textiles rurales, como sucedió en el binomio
Córdoba-Los Pedroches, estudiado por Fortea; o se limitaron al área urbana;
caso de las industrias sederas de Granada y Toledo. El ejemplo más típico de
ciudad industrial con empresas de tipo precapitalista y proletariado urbano
fue Segovia, cuyos paños alcanzaron gran renombre.» [Domínguez Ortiz.
1983: 205.]
Bennassar [Bennassar, en Pierre Leon: I. 532.] ha estudiado el caso de
Segovia dentro de la expansión de la industria pañera española, en auge en
Zaragoza, Cataluña y sobre todo en las ciudades castellanas, como Cuenca
y Segovia, beneficiadas en parte de la proximidad de los centros
productores de lana aunque siempre se quejarían de que los mercaderes
sacaban la lana de mejor calidad. Ciertamente faltó aquí una política
proteccionista de mayor ambición y la mejor prueba es que cuando hacia
1560 disminuyen las exportaciones de lana al Norte [Bennasar se equivoca
al achacarlo a la guerra, puesto que ésta comenzó en 1566; las razones
fueron más bien una puntual crisis económica en el Norte de Europa y la
mayor demanda española de lana] en Segovia aumenta la producción de
paños de calidad y se multiplica la burguesía industrial. Si hacia 1520-25 la
producción la controlaban treinta o cuarenta capitalistas, hacia 1561 ya
había 105 pañeros y mercaderes-pañeros compartiendo este dominio.
Millares de operarios trabajaban en los talleres y en sus casas. «Hacia 1570,
Segovia no carece de lana, sino de mano de obra, hasta tal punto que está
dispuesta a recibir moriscos deportados de Granada». Ese era el camino
acertado para el futuro, la expansión capitalista sin consideraciones
religiosas, según un modelo de búsqueda del trabajo y del beneficio. Había
una burguesía industrial y comercial al mismo tiempo, que no renunciaba a
sus negocios para aristocratizarse. No fueron motivos intrínsecos de moral o
incapacidad los que arruinaron en el siglo XVII esta industria sino la
desgracia de tener que pagar la política imperial. La burguesía fue aplastada
y ahogada por el mismo Estado que tenía que haberla promovido.
También la industria sedera de Granada era un centro de primer orden en
Europa, aunque el conflicto con los moriscos de 1569-70 dio un duro golpe a
la ciudad, sustituida en parte por Valencia y Sevilla. [Bennassar, en Leon: I.
533-534.]
La burguesía agraria se benefició de esta época única de oportunidades sólo
durante unos decenios. «La tierra cuya posesión asentaba una fortuna y
elevaba una posición social era considerada asimismo como un instrumento
de provecho», según Jean Jacquart. Bennassar nos muestra: «las
especulaciones agrícolas del peletero de Valladolid, Pedro Gutiérrez, cuya
mentalidad capitalista era evidente. Concedía préstamos a los campesinos
en apuros contra compromisos de entrega de cosechas, parciales o totales,
a precios regularmente inferiores, con mucha diferencia, a los del campo:
los cereales -en los malos años- y el vino blanco eran sus especulaciones
preferidas.» [Bennassar, en Leon: I. 499-500.]
Era un proceso enormemente interesante para el futuro si otra hubiese sido
la situación. Como expone Salomon [Salomon. 1964: 147-170.], la nobleza,
el clero y la burguesía, estaban cambiando su relación con el campo, desde
una posición de tenedores de la propiedad hacia una relación mercantil de
tipo burgués. Viñedos y olivares aumentan su superficie porque su vino y
aceite cuentan mucho más en el mercado que los cereales sujetos a tasas,
pero vemos como estas tasas no impedían la especulación cuando llegaban
los peores años. Si lo hacían el resto de los años y ello impedía
paradójicamente que el cultivo del principal alimento del pueblo fuera
fomentado, como ha demostrado Concepción de Castro (1987) en su
estudio sobre el abastecimiento de las ciudades castellanas y en concreto
Madrid, comparándola con los modelos de Inglaterra y Francia, siguiendo los
avatares de las tasas desde 1502 (cuya normativa será con algún cambio la
que se aplique durante los Austrias) hasta su anulación con la política
reformista de los Borbones en 1765.
En suma, la explotación del campesinado y la mejora de los cultivos podían
haber ido al unísono para mejorar la rentabilidad de todo el sector
productivo, mas este impulso perdió fuerza por tantos factores acumulados
que jugaban en contra hasta quedar sólo lo primero: la explotación de la
población rural, una elección mucho más barata que la inversión productiva.
Al mismo tiempo, la cultura técnica y científica sufrió de retrasos y trabas.
Era una cuestión fundamental para el progreso material, pues las actitudes
y las aspiraciones de las clases medias dependían de su apertura a la
libertad de pensamiento. Como tantas veces se ha dicho, libertad de
pensamiento (y de invención) y libertad de empresa deben ir juntas para
sacar su máximo provecho. Ya en la época era admitido por los mejores
pensadores, como el utopista italiano del XVII Campanella [Stradling. 1981:
88.] que afirmó que el futuro estaba en la ciencia y en la tecnología, y
cuanto más fomentara España el desarrollo en estas áreas, tanto más sería
posible realizar su destino universal. En el último capítulo de su Della
Monarchia di Spagna era partidario de la fundación de escuelas náuticas,
«pues el dueño del mar siempre será dueño de la tierra». Ciertamente
Felipe II haría de la mejora de la educación de los pilotos de navegación una
de sus prioridades en la enseñanza oficial [Goodman. 1988: 94-106.] y
comprendería la necesidad de atraer a técnicos para la construcción de
naves, fortalezas, cañones, etc. Pero esto no podía suplir la libertad de
pensamiento y no tuvieron la debida continuidad estas medidas. Estas ideas
de Campanella [el pensamiento sobre España de Campanella ha sido
estudiado por Díez del Corral. 1975: 307-356.] las compartieron muchos en
su tiempo, pero si el erasmismo [Bataillon. 1937.] y el espíritu renacentista
se difundieron con los Reyes Católicos, Cisneros y Carlos V, en cambio en el
reinado de Felipe II el país se cerró a la cultura europea con la
Contrarreforma, hasta el punto de que perdería el tren de los adelantos
técnicos que impulsarían la economía europea. López Piñero nos muestra
cómo los tres estamentos de la sociedad participaron en el cultivo de la
ciencia, pero que: «sus principales protagonistas fueron los estratos medios
urbanos, es decir, la parte del estado llano a la que corresponde el
calificativo de burguesía en sentido más o menos amplio. Las características
peculiares y la trayectoria que dicha burguesía urbana tuvo en España
fueron, por ello, un factor de decisiva importancia en su configuración y en
su posterior evolución.» [López Piñero. 1979: 67-81.]
López Piñero [López Piñero, en Tuñón. 1982: V. 355-423.] extiende la misma
explicación a los siglos XVI y XVII. Vemos, en todo este claroscuro, como en
definitiva una combinación de problemas estructurales e ideológicos fueron
los que agostaron las enormes oportunidades de la economía española en la
Edad Moderna. Había casi todos los elementos para un desarrollo
extraordinario, pero fueron desaprovechados.
¿Cuándo se produjo el cambio de signo? La historiografía se ha dividido al
respecto. Kamen, en una posición maximalista y aislada, comparando la
situación de España con la del resto de Europa arguye que no hubo tal
decadencia porque el nivel de partida era tan bajo que nunca se levantó ni
cayó. [Kamen. 1984: 148.] Muchos más autores reconocen que junto a una
situación de relativa bonanza se iban acumulando los problemas hasta
alcanzar un grave nivel en la segunda mitad del reinado de Felipe II pero
retrasan el inicio de la verdadera decadencia económica al reinado de Felipe
III. Así piensan Hamilton, Vilar y Elliott. Y concuerda con ellos un especialista
como Stradling. [Stradling. 1981: 17.] Davis la sitúa hacia 1598-1611,
cuando las pérdidas demográficas hicieron subir los índices de salarios y
volvieron no competitiva a la industria española. [Davis. 1973: 158-172.]
Kellenbenz [1976], Cipolla [1973] y otros resaltan la evidencia de que, en
todo caso, la crisis fue general en casi toda Europa, con contadas
excepciones. Para un mejor conocimiento especializado del tema de la crisis
europea puede consultarse a Lublinskaya [1979] y Kriedte [1980], éste
último con una impresionante bibliografía.
La primera bancarrota, en 1557, fue un duro golpe pero la economía del país
lo soportó bastante bien y pronto reanudó la expansión, pero era sobre unas
bases muy débiles en el fondo, más sobre la especulación y la demanda
americana que sobre las inversiones productivas y la demanda interior. No
nos asombre esta capacidad de recuperación pues quien primero propuso la
bancarrota había sido un gran mercader burgalés, Fernando López del
Campo. [Carande. 1949: 325.] Los burgueses, aún viendo que padecerían
con una suspensión de pagos, comprendían que era preciso dar una
solución inmediata, razonable y efectiva para el inmenso montante de la
deuda porque de lo contrario el final podía ser mucho peor. Por las mismas
fechas, en el todavía vital y optimista año 1558, el arbitrista Luis Ortiz
[Carande. 1949: 212-214.] presenta su famoso Memorial para que no salga
dinero del reino, pidiendo que se restrinjan las exportaciones de materias
primas, para fomentar la propia industria. Exportar paños y no lanas era el
mejor remedio sin duda. Pero la política dinástica iba en sentido contrario y
no se aprovechó el respiro de 1557 para moderar los gastos y los
compromisos.
Las presiones de los financieros genoveses y alemanes fueron imbatibles
cuando surgieron los conflictos a la vez en el Mediterráneo y en Flandes. Así,
en 1566 la libertad de hacer asientos en el exterior, en principio favorable
para la libertad empresarial de los poderosos mercaderes pero ruinosa en
un contexto de reglamentación omnipresente, contribuyó al hundimiento de
los productores españoles, pues los banqueros extranjeros ya no tuvieron
necesidad de exportar productos hispanos para obtener numerario y pagar
los asientos en el exterior. Esta medida mostraba cuál era la verdadera
prioridad de la política filipina: el poder de su dinastía.
Felipe II aspiraba a dominar Europa no tanto para colocarla bajo su directa
soberanía (que en parte así fue, pues siempre pensó que el Imperio le
correspondía a él y no a la rama vienesa), como para asegurar un
absoluto diktat sobre la política y la religión en sus dominios y un equilibrio
en el que la hegemonía de su Corona fuese indiscutida. Para obtenerlo
necesitaba mantener su indiscutido predominio militar para lo cual y para
ejercerlo necesitaba aumentar los ingresos del Estado, obtener un
predominio financiero sobre los restantes estados absolutos del continente.
Lo logró ciertamente, a un costo brutal. «España debía sacrificarse por los
ideales político-religiosos del Imperio.» [Domínguez Ortiz. 1983: 181.]
En Flandes fue donde ese esfuerzo resultó más costoso e inútil. Uno de los
mejores estudiosos sobre el tema, Parker [Parker. 1972: 165-199.] nos
muestra una situación sin solución: ideológicamente no se podía admitir la
paz, militarmente era imposible. Ni siquiera se atrevieron los españoles a
una guerra total, inundando los Países Bajos, porque sus principios morales
e intereses lo impedían. La solución hubiese pasado por una concentración
total de los esfuerzos bélicos en Flandes pero ya entonces había
demasiados compromisos en otros lados y se recurrió a la lenta guerra de
desgaste.
Para sufragarla se establecieron o se incrementaron impuestos ruinosos
sobre las clases productivas y sobre el consumo del campesinado y el
pueblo llano de las ciudades. Pero lo cierto que era «España mucho más
débil de lo que Felipe había creído.» [Elliott. 1968: 19-21.] Thompson nos ha
expuesto el enorme esfuerzo de pagar la guerra de Flandes,
presentándonos una administración militar capaz de aciertos
extraordinarios, como lamentando que un país con tan extraordinario
potencial militar, administrativo y económico dilapidara su potencial en
asuntos tan ajenos a sus verdaderos intereses. [Thompson. 1976: 85-125.]
Cuando los compromisos exteriores del imperialismo filipino en el
Mediterráneo y en Flandes crecieron hasta anegar de deudas la Hacienda se
llegó al verdadero momento decisivo. Hacia 1575, con la segunda
bancarrota pública, es cuando la mayoría de los estudiosos señalan el
decisivo cambio de tendencia, que registró aún muchos altibajos, como el
gravísimo golpe de 1594 o la espantosa peste de fin de siglo, pero también
momentos que invitaban al optimismo. Braudel cita a Alonso Morgado, que
en 1587, afirmaba «que con los tesoros importados en la ciudad, ¡se podrían
cubrir todas sus rutas con pavimentos de oro y plata!» [Braudel. 1979: III.
15.] La década final del siglo XVI fue la de más elevado comercio con
América, con enormes entradas de plata, que ayudaron a un frenético
esfuerzo en Europa, en todos los frentes. Aún en el periodo 1575-1578, Noël
Salomon [Salomon. 1964: 40.], basándose en las Relaciones Topográficas de
Felipe II, concluye que de 370 pueblos de Castilla la Nueva sobre los que
hay indicaciones, 234 aumentaban de población, 37 no crecían y 99
bajaban. Aumentaba la población en los pueblos de tamaño mediano, al
emigrar a ellos los campesinos, mientras que comenzaban a despoblarse las
pequeñas aldeas y las autoridades municipales mencionaban como causas
del crecimiento las mejoras de la sanidad, que no hubiera pestes, el
aumento de matrimonios y las roturaciones. Según las
mismas Relaciones [Salomon. 1964: 68-69.] la ganadería estaría en declive
desde Carlos V debido al aumento de la agricultura, aunque puede ponerse
en duda la fiabilidad de estos datos pues las autoridades consultadas podían
estar interesadas en fallar a la verdad. Brumont [1984] estudia el campo de
Castilla la Vieja y en especial la comarca de La Bureba, en medio de la ruta
Duero-Ebro y cercana a Burgos, un microcosmos de la evolución del campo
en este periodo y concluye que había un claroscuro repleto de
potencialidades que no se realizaron y de amenazas que se cumplieron.
Pronto se notarían las consecuencias de tantos problemas estructurales y
estos datos positivos son el canto del cisne. Braudel recoge la imagen de un
pueblo que clama por el fin de la guerra, ante una monarquía que «se
dedica a un constante saqueo de las fortunas de las ciudades, de los
grandes, de la Iglesia, sin retroceder ante ninguna exacción que considerara
provechosa.» [Braudel. 1949: I. 708.]
Kamen, en su admirable estudio sobre el Siglo de Hierro nos muestra a una
burguesía española de carácter rentista y hacendado que se había apartado
de los negocios para vivir de la Deuda Pública: «Tal vez el ejemplo más
notable de esto, aunque no necesariamente el único de su clase, sea el de
la ciudad de Valladolid, donde a finales del siglo XVI 232 ciudadanos
cobraban más dinero del gobierno en forma de juros de lo que la ciudad
entera pagaba en impuestos, de manera que en la práctica el Estado estaba
subvencionando a la ciudad.» [Kamen. 1971: 209.]
Era más interesante para la burguesía invertir sus capitales en la deuda
pública (juros) y privada (censos), a tipos de interés del 7 %, que en las
actividades productivas tan gravadas de impuestos, de resultado dudoso si
dependían de los conflictos exteriores (como el comercio marítimo). Faltaba
el suficiente capital como para lanzar grandes empresas industriales de
magnitud competitiva en Europa pero no para las pequeñas cuantías de
estos censos y juros. Los censos al principio beneficiaron a la agricultura
porque dio a los campesinos unos modestos capitales para invertir, pero con
el aumento de los impuestos y las crisis agrarias también esto dejó de ser
así. Los censos se hacían al final para pagar los impuestos y al final sólo
quedaba la obligada enajenación de las tierras cuando ya no se podían
pagar las rentas. Y para la burguesía, el cambio desde una mentalidad de
riesgo y activa a una mentalidad rentista y pasiva.
El mismo Kamen nos cita la opinión del arbitrista Cellorigo en 1600 sobre los
censos, que eran la «peste que ha puesto estos reinos en suma miseria, por
haberse inclinado todos, o la mayor parte, a vivir de ellos, y de los intereses
que causa el dinero (...) Los censos son la peste y la perdición de España. Y
es que el mercader por el dulzor del seguro provecho de los censos deja sus
tratos, el oficial desprecia su oficio, el labrador deja su labranza, el pastor su
ganado, el noble vende sus tierras, por trocar ciento que le valían por
quinientos del juro (...) Con los censos casas muy floridas se han perdido, y
otras de gente baja se han levantado de sus oficios, tratos y labranzas a la
ociosidad, y ha venido el reino a dar en una república ociosa y
viciosa.» [Kamen. 1984: 148.]
Lapeyre cita al licenciado Albornoz: «Los comerciantes rabian y mueren por
la caballería.» [Lapeyre. 1969: 172.] y ya mucho antes, el sobrino de Simón
Ruiz, el opulento negociante de Medina del Campo, el joven Pero Ruiz
Envito, «no quiere ser mercader, sino caballero» y encontrará en 1581 una
muerte en consonancia con sus aspiraciones, al ser batido en un duelo.
La compra de cargos públicos y la pretensión de ascender en la
Administración como un refugio para los malos tiempos era un deseo
insuperable, como podemos advertir en artículos de Domínguez Ortiz
[Domínguez Ortiz. 1985: 146-183.], en la mejor obra sobre el tema de los
consejeros de Castilla, de Janine Fayard [1979], que nos presenta a una
casta de enorme poder e influencia, o en la de González Alonso [1981] sobre
las Administración castellana del Antiguo Régimen, con especial atención al
control de los oficiales reales.
Desde este momento la economía interior estaba irreversiblemente dañada
en la base de su estructura productiva, en su espíritu de trabajo, y la onda
expansiva de la que se habían beneficiado tanto las ciudades castellanas se
convirtió en onda depresiva. Al final del reinado de Felipe II España estaba al
borde de una profunda crisis. [Lynch. 1991: 408-411.] Las cosechas fueron
malas, murieron 600.000 personas por una peste galopante (1597-1601),
las ciudades y pueblos se quejaban de vivir en la absoluta miseria, los
negocios quebraban. Las gentes pensaban que la riqueza se encontraba en
el dinero y en los intereses, olvidando el trabajo. ¿Trabajar para que el
Estado se llevase la ganancia en impuestos? La respuesta era la huida del
campo de los campesinos y por contra la adquisición de tierras por los
burgueses, que se quedaban a vivir en las ciudades. El implacable Martín
González de Cellorigo escribirá en el infausto 1600 que España había sido
reducida a un estado en que los hombres vivían «fuera del orden natural».
Parker nos resume a su vez el impacto de esta política en la economía: «El
coste total de la Armada Invencible había sido aproximadamente de diez
millones de ducados. A esto se añadía, además, el coste de la guerra en los
Países Bajos (más de dos millones al año) y los subsidios a los dirigentes
católicos franceses (se enviaron desde España tres millones de ducados
entre 1585 y 1590). Incluso con el aumento de los ingresos procedentes de
las Indias, el coste de la política imperialista comenzaba a ser demasiado
oneroso para Castilla. En 1589 las cortes accedieron a votar un nuevo
impuesto conocido como los millones, por valor de ocho millones de
ducados, aunque la recaudación se extendió durante casi una década y aun
entonces la suma completa no era igual al coste de la Armada. Castilla, sin
embargo, no podía ofrecer más. Antes incluso de la imposición de los
millones, el agricultor medio de Castilla estaba ya obligado a entregar la
mitad de sus ingresos en impuestos, diezmos y tributos señoriales. La
tributación había aumentado mucho más rápido que los precios durante el
reinado de Felipe II, especialmente después de 1575: los impuestos
aumentaron poco al parecer durante el reinado de Carlos V; pero entre 1556
y 1570 subieron alrededor del 50 por 100 y entre 1570 y el final del siglo
crecieron un 90 por 100 más.» [Parker. 1978: 215-216.]
Y aún así, triplicando los ingresos, tampoco se consiguió evitar que la deuda
se cuadruplicara. Domínguez Ortiz nos muestra la situación contable de la
Hacienda, en base a una Relación de octubre de 1598, al comienzo del
reinado de Felipe III. Este heredaba unos ingresos anuales de 9.731.404
ducados, con una afectación al pago de juros de 4.634.293, quedando libres
poco más de cinco millones anuales. «Esta cantidad hubiera sido quizá
suficiente de no mediar la guerra de Flandes, que absorbió en los doce
primeros años del reinado (se refiere a Felipe III) 37.488.565 ducados, más
4.500.000 por los intereses de las letras y asientos.» [Domínguez Ortiz.
1960: 5.] Los inmensos gastos militares de los compromisos que se pasaban
los reyes de padres a hijos hubieran agotado a países mucho más prósperos
que España.
Morineau resume esta situación imposible. Sólo había una disyuntiva: que
los reyes abandonasen las guerras dinásticas o que los pueblos se
sublevasen para no pagar (sólo lo hicieron en la periferia y tarde) [Morineau,
en Leon. 1978: II. 152-156.].
El pacifismo del reinado de Felipe III era la respuesta a las demandas de
todo el país, que apagaron por cierto tiempo al partido imperialista que
deseaba continuar el esfuerzo bélico. Ya en las Cortes de 1593 un diputado,
Pedro Tello, había solicitado a Felipe II que pusiera fin como pudiera a las
guerras y se dedicara a mejorar sus reinos propios, sobre todo en América.
[cit. Lynch. 1991: 411.] Las paces se comenzaron a hacer ya en 1598 (la de
Vervins con Francia) y Flandes se dio a la infanta Isabel; con Felipe III se hizo
la paz con Inglaterra y la Tregua de los 20 Años con los Países Bajos. Pero los
gastos de defensa no bajaron mucho y el ahorro se gastó con creces en la
corrupción y el lujo de la Corte, antes de incrementarse otra vez en los
últimos años de Felipe III y en el reinado de Felipe IV, cuando el partido
militarista volvió al poder.
Todo evidencia que España no cayó en la decadencia por una idiosincracia
negativa o por un destino adverso, sino por una política desastrosa. Como
comenta con acierto Paul Kennedy, el sino de los Estados imperialistas es
sucumbir cuando sus gastos militares son desproporcionados a sus
economías. Sólo podemos especular con lo que hubiera ocurrido si el
empeño de la España moderna se hubiera dedicado a la mejora de las
comunicaciones, a la erradicación de la piratería, al fomento de la
producción nacional...
Se desperdicio el alud de los metales preciosos de América que lubricaba la
economía de Europa y que sabiamente invertido hubiera sido sin duda la
gran oportunidad económica de la Historia de España. Al fin devino incluso
en regalo envenenado porque forjó un sueño de nuevo rico con pies de
barro. No en vano muchos arribistas especularon, ya en el siglo XVII, que
hubiera sido mejor no contar con tales tesoros, no tanto por la inflación
como porque no hubieran alimentado ruinosas fantasías imperialistas y en
cambio el país podría haber desarrollado las fuentes internas de riqueza.
Sancho de Moncada escribió: «La pobreza de España ha resultado del
descubrimiento de las Indias Occidentales.» [cit. Gunder Frank. 1978: 41.]
Esto nos lleva a plantearnos la segunda causa aducida por los historiadores
para la decadencia del país: la inflación ocasionada por los metales
preciosos de América. Dülmen [Dülmen. 1982: 20-21.] nos recuerda que
Bodin, ya en el siglo XVI, apuntaba como la causa de la inflación la entrada
de los metales preciosos americanos (un fenómeno muy bien estudiado por
Carande y Hamilton) y que contradictoriamente la crisis que se inicio en los
albores del siglo XVII devino por la escasez del numerario. Y era que la
economía europea occidental tenía una balanza de pagos negativa,
compraba al exterior más que lo que vendía. Y ninguna más que la
española. El lujo mataba la economía española: el duque de Alba legó a sus
herederos en 1582 la fabulosa cifra de 600 docenas de platos y 800 fuentes
de plata. [Dülmen. 1982: 22.] El metal se atesoraba o se gastaba en lujos,
no se dedicaba al comercio o el crédito. Todos los pobres intentaban
conservar algunas monedas, joyas u orfebrería de plata para resguardarse
del futuro. La seguridad y el prestigio eran los acicates de los hombres. Este
esquema de valores era completamente contrario al espíritu burgués de la
austeridad, el ahorro, la inversión y el trabajo.
Y una tercera causa, la despoblación por la aventura americana, que para
muchos autores iba de la mano de la anterior. Las críticas a la emigración de
españoles al Nuevo Mundo tenían sin duda su fundamento. Los especialistas
más afamados, como Chaunu y Nadal, estiman que entre 100.000 y
200.000 individuos (mucho más fiable la segunda cantidad) se marcharon a
América en el siglo XVI, sobre todo en su segunda mitad. Y eran los más
atrevidos y audaces; muchos de ellos podrían haber engrosado las filas de la
burguesía más emprendedora. Más debemos desconfiar de exagerar esta
interpretación negativa, pues olvida que un número aún mayor de franceses
e italianos inmigró a España (compensando con creces aquella pérdida), que
la mayoría de los que fueron allí eran hidalgos que no eran productivos en
nuestro país y en cambio allí fueron extremadamente rentables para la
economía nacional (en parte porque se liberaban de los prejuicios
ideológicos) y que los capitales que muchos repatriaron a su vuelta a casa,
sabiamente invertidos, podrían haber sido muy útiles para el desarrollo de
España si otra hubiera sido la sociedad. La mejor prueba de ello la
encontramos en la Gran Bretaña del siglo XIX, que sufría una enorme
emigración y al mismo tiempo alcanzaba un fuerte crecimiento demográfico
y económico. El problema de España no era tanto la emigración a América
como la realidad de un Estado y una sociedad que no estaban preparados
para aprovechar las nuevas riquezas.
Pese a todo esto, una reforma profunda del sistema no era imposible. La
monarquía tenía el poder suficiente para imponer una política muy distinta y
si no lo hizo no fue porque no tuviera propuestas de reforma (las había e
incluso demasiadas) sino por su aberrante (visto desde nuestra época)
política dinástica. Lo prueba que en estos dos siglos, cuando la situación
económica era peor, los reyes consiguieron de Roma permiso «para vender
pueblos pertenecientes a las Ordenes Militares, a las mitras episcopales y a
los ricos monasterios benedictinos» [Domínguez Ortiz. 1973: 205.] ,
indemnizándoles con juros, cuyo importe se calculó capitalizando lo que los
pueblos pagaban en concepto de derechos señoriales. Como la
indemnización fue muy reducida al ser estos derechos mínimos y por la
depreciación de la moneda el clero perdió mucho con esta desamortización
de los Habsburgo, pero los beneficiados fueron esos hidalgos que provenían
de la burguesía de los negocios y de la burocracia y que aspiraban al
comprar los pueblos a convertirse en “señores de vasallos”, a escalar el
siguiente escalón del poder social. Y estos compradores extendieron su
acción a la compra de los propios pueblos de realengo, los de dominio real.
Sólo Felipe IV creó 169 señoríos de este modo, afectando a 200.000
personas. [Domínguez Ortiz. 1985: 55-96.] Nuevamente la aristocracia, la
ancestral y aún más la nueva, fue la gran beneficiada del cambio de
titularidad de estos señoríos. Si se hubiese deseado, pues, la monarquía
hubiera podido parar, o hacer retroceder incluso, el proceso de amortización
pero sus intereses eran manifiestamente los contrarios. El ejemplo de la
Inglaterra de 1536-1538, con una fecunda desamortización de las tierras y
bienes de los conventos y monasterios, que conllevó una inmediata
revolución social, daba un buen modelo de éxito económico y social pero
contraproducente para la monarquía. Los consejeros de los monarcas
españoles eran lo bastante avisados para vincular la caída del poder del
clero en el reinado de Enrique VIII con la decapitación de Carlos I un siglo
después. En el fondo de la conciencia se creía que una España débil
socialmente, aunque fuese mísera, era más fácil de gobernar.
Esto nos lleva a otra cuestión. ¿Pudieron las Cortes ser el eficaz órgano de
presión que cambiase la política económica, como sí lo fue en Inglaterra? La
respuesta es materia de discusión. Si seguimos los debates de las Cortes
encontramos muchas quejas y propuestas, todas en un sentido que no podía
por menos de influir en el ánimo de los gobernantes. Estos eran muy
conscientes de que abocaban al país a la ruina, pero la suma de intereses
antes mentados impedía que hiciesen más que prometer enmendarse. Para
conseguir un impuesto se prometía no acuñar moneda de vellón de baja ley,
pero se defraudaba acto seguido la promesa. Y las Cortes no se plantaban,
no presionaban con votaciones. Eran las representantes del Tercer Estado,
de las ciudades, del país y sin embargo no hicieron nada sino transigir. La
realidad es que no eran verdaderamente representativas de los intereses de
la burguesía, sino de las oligarquías urbanas, del patriciado. En el siglo XVII
su desprestigio ya era total y casi nadie protestó cuando dejaron de
convocarse desde 1665, en el reinado de Carlos II.
Impacto demográfico.
La evolución de los bautismos en las diversas áreas geográficas
peninsulares constituye el indicador más fiable del citado dispar deterioro
económico de la población en dichas zonas. En la España interior (las dos
Castillas, La Rioja, Extremadura y Aragón), durante la primera mitad del
siglo XVII, se produjo un agudo descenso de la población rural y, más aún,
de la urbana; en estas regiones, la recuperación posterior fue
extremadamente lenta, no recobrándose los niveles demográficos de 1580
hasta mediados del siglo XVIII. Andalucía occidental registró un menor
descenso de la población, recuperando los máximos demográficos de finales
del siglo XVI en la segunda mitad del Seiscientos; ahora bien, en dicha
región el incremento de la población fue bastante exiguo en la primera
mitad del siglo XVIII.
En la España septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco y
Navarra), la intensidad de la crisis fue menor y la recuperación más precoz y
rápida en el siglo XVII, aunque también aquí el crecimiento se ralentizó
durante la primera mitad del Setecientos. El Levante mediterráneo
(Cataluña, País Valenciano y Murcia), donde las densidades demográficas de
partida eran menores, y donde la expulsión de los moriscos contribuyó al
declive demográfico de algunas zonas (valencianas especialmente), la
depresión fue menos intensa y más breve que en el resto de las regiones;
además, la segunda mitad del siglo XVII ya fue una etapa de rápida
recuperación demográfica y económica, la cual dio paso a un vigoroso
crecimiento en la primera mitad del siglo XVIII.
A mediados del Seiscientos, la recuperación de una crisis tan profunda y
desigual dependía de la capacidad de los agentes económicos y de las
instituciones de incentivar, o no, cambios que estimulasen la reactivación
económica y generasen nuevas sendas de crecimiento. Pero esas iniciativas
afrontaban poderosas inercias institucionales, privilegios sociales y
económicos y desiguales dotaciones de recursos naturales. Veamos cuáles
fueron los factores sociales, institucionales y ambientales que explican las
dispares respuestas al impacto de la crisis en los dos niveles en que
actuaban las principales fuerzas socioeconómicas: por arriba, las políticas
fiscal y comercial de la Monarquía, y, por abajo, los agentes sociales en el
ámbito económico regional.
La política imperial de los Austrias exigía una continua y voluminosa
movilización de recursos para sostener las guerras en defensa de sus
dominios europeos. Durante la primera mitad del siglo XVII, la Monarquía
estuvo atrapada entre el descenso de los ingresos fiscales, derivado de la
depresión económica, el retroceso de las remesas americanas y el aumento
del gasto provocado por los incesantes conflictos bélicos. Y la aristocracia y
la Iglesia, sus pilares sociales, atravesaron una crisis financiera generada
por el descenso de sus rentas patrimoniales.
El Gobierno y la aristocracia intentaron incrementar la presión fiscal y la
renta, respectivamente, y tuvieron que recurrir al endeudamiento. Pero
ambas vías, en aquella coyuntura depresiva, ahogaron las potencialidades
del crecimiento y tensionaron la débil estructura institucional de la
Monarquía (guerras de Portugal y Cataluña en 1640). Las derrotas militares
frente a sus competidores, Inglaterra, Holanda y Francia, y la firma de los
tratados de paz (en 1649 con Holanda, en 1659 con Francia y en 1667 y
1670 con Inglaterra) reflejaron la creciente debilidad política y financiera de
la Monarquía Hispánica.
Los primeros intentos de reforma de las finanzas, en el último tercio del
siglo XVII, implicaron la moderación de la presión fiscal y la reducción del
tipo de interés de juros y censos, lo que alivió la situación financiera de los
deudores. Por otra parte, los intentos de centralización del poder, a finales
del Seiscientos, un paso importante hacia un modelo de Estado patrimonial,
basado en el pacto y trato entre el monarca y los distintos estamentos e
instituciones del Reino (nobleza, ciudades, jurisdicciones), impidieron crear
un contrapoder constitucional y favorecieron la heterogeneidad en la toma
de decisiones políticas. Tras la guerra de Sucesión y el cambio de dinastía, el
ánimo reformador borbónico fue en parte cercenado por las presiones de la
aristocracia y los cuerpos intermedios que defendieron sus privilegios
fiscales y jurisdiccionales. Esas resistencias entorpecieron dos de los
mayores empeños reformistas: la imposición de un sistema fiscal único que
gravase a los súbditos según su nivel de renta (Catastro de Ensenada, 1754)
y una efectiva integración del mercado interior eliminando todas las
aduanas interiores.
Por último, la creciente debilidad de la Monarquía limitó la capacidad de
proteger los mercados coloniales e interior en beneficio de la economía
nacional, como habían hecho sus competidores (Gran Bretaña y Francia).
Bajo esta compleja arquitectura institucional (imperio, poder regio,
aristocracia, Iglesia) se articularon las salidas de la crisis de las diferentes
regiones de la Monarquía. Para comprender las consiguientes disparidades
de sus trayectorias cabe tomar en consideración, en cada territorio, las
dotaciones de recursos naturales, las disputas sobre los derechos de
propiedad y el acceso a la tierra entre los distintos grupos sociales, y los
diferentes entramados fiscales que se afianzaron tras las reformas de 1714.
A mediados del siglo XVII, la Corona de Castilla presentaba un cuadro con
intensos claroscuros. La zona septentrional (Galicia, Asturias, Cantabria, País
Vasco y Navarra) había sufrido menos el alza de la presión fiscal y, en ella,
la crisis económica había sido más liviana que en otras regiones. Hacia 1650
partía de unas relativamente elevadas densidades demográficas (25
habitantes/km2). Sus condiciones naturales (abundancia de precipitaciones
y pastos) y el predomino de pequeñas y medianas explotaciones
campesinas, asociadas a las tierras comunales, propiciaron una creciente
intensificación del cultivo con la incorporación del maíz (y, más tarde, la
patata) y otros cereales, y el aumento de la carga ganadera, básicamente
vacuna. Esta intensificación sustentó el incremento de la producción
agraria. Sin embargo, el crecimiento demográfico rural y la subsiguiente
fragmentación de las explotaciones condujeron a un aumento del peso
relativo del autoconsumo familiar en detrimento de la comercialización.
Además, el escaso desarrollo urbano limitó los procesos de especialización
productiva; entre estos solo destacaron las ferrerías vasco-navarras, y la
industria linera y el subsector pesquero gallegos. La respuesta a la presión
relativamente intensa de la población sobre la tierra fue una precoz
emigración estacional y definitiva.
La meseta norte había padecido los efectos devastadores de la crisis
económica y demográfica. La recuperación fue muy lenta. La mayor parte
de sus ciudades manufactureras se había hundido bajo la presión fiscal, el
descenso de la demanda y los privilegios comerciales que habían obtenido
los mercaderes franceses e ingleses. En Madrid, la corte concentraba gran
parte de la demanda de productos manufacturados de gama media y alta, y
actuaba como centro que atraía recursos y población, pero sus efectos
dinamizadores sobre la agricultura y la industria castellana fueron débiles.
Las explotaciones campesinas seguían sometidas a una elevada presión
fiscal sobre la comercialización de sus productos, y la enajenación de
comunales y realengos favorecía la concentración de la propiedad en manos
de los privilegiados. El control del poder local por parte de estos actuó como
freno a la extensión y a la diversificación del cultivo, procesos que, sin
embargo, se abrirían paso en la segunda mitad del siglo XVIII.
En Extremadura y Andalucía occidental, el peso del latifundio y las
restricciones sobre el acceso a la tierra limitaban de otra manera el
desarrollo agrario. La especialización oleícola, cerealista o ganadera que
incentivaban los mercados urbanos del sur (Sevilla y Cádiz) y la exportación
hacia América y el Atlántico no tuvo los mismos efectos que en otras
regiones, ya que la gestión agraria de la aristocracia terrateniente imponía
un modelo que situaba la producción muy lejos de su horizonte potencial: un
uso marcadamente extensivo de la tierra generaba una demanda de trabajo
muy concentrada en ciertas labores estacionales (siega) y deprimía los
salarios de la mano de obra jornalera. Por ello, el producto por habitante
siguió siendo relativamente bajo hacia 1750, y los procesos de
especialización no adquirieron la profundidad que alcanzaron en el litoral
mediterráneo.
Pujanza mediterránea.
El rápido crecimiento y la especialización económica que caracterizó al área
mediterránea fue fruto de la combinación de diferentes factores. Por una
parte, esta tenía algunas ventajas de partida: unas densidades
demográficas bajas (entre 11 y 17 habitantes/km2), una frontera de tierras
relativamente abierta, una sólida tradición manufacturera y comercial, y la
pervivencia de importantes infraestructuras de regadío en las zonas
húmedas del litoral; y, por otra, también alguna desventaja, unas
condiciones agroclimáticas (clima seco y precipitaciones escasas y
concentradas estacionalmente) poco propicias a la introducción de los
nuevos cultivos, como el maíz. El crecimiento se asentó sobre un sistema de
tenencias familiares o intermedias (campesinado acomodado) que habían
afianzado sus derechos de propiedad frente a la nobleza tras la crisis
bajomedieval; y, sobre modalidades contractuales que facilitaban el acceso
a la tierra y la permanencia de colonos y arrendatarios en el usufructo de las
parcelas que explotaban. La intensificación del cultivo y la especialización
agraria encontraron sus oportunidades en la asociación de los cultivos
leñosos (olivos, vides, avellanos, almendros, etcétera) con los cereales y las
legumbres de secano, y también, donde era posible, en la reutilización y
ampliación de los viejos sistemas de regadío para el cultivo de moreras,
barrilla y arroz). Además, algunos de los nuevos cultivos escaparon del
diezmo y la implantación de la nueva fiscalidad única (tallas, catastro…)
pronto se volvió más liviana que en otras regiones, contribuyendo así a
ampliar el margen de ganancia de los campesinos.
Esos cambios en el mundo rural favorecieron una mejora en la distribución
de la renta e impulsaron los procesos de especialización agrícola. A la vez,
se desarrolló una malla comercial intermedia que finalizaba en las ciudades
costeras (Málaga, Barcelona, Alicante, Alcoy, Valencia). Estas villas y urbes,
a su vez, creaban impulsos hacia fuera, hacia los mercados internacionales
(exportación de vino, seda, aguardiente, etcétera), y hacia dentro,
organizando distritos industriales. Las manufacturas catalanas y valencianas
se beneficiaron de la eliminación de las aduanas interiores, creando redes
comerciales que atravesaban Aragón y llegaban a Madrid y Sevilla. En estas
regiones mediterráneas, los niveles de producto por habitante eran los más
elevados de la Península a mediados del siglo XVIII, y la distancia respecto
de las regiones interiores y septentrionales se incrementó en la segunda
mitad de la centuria.
Hacia 1750 la posición de España se había debilitado frente a Inglaterra y
Francia; además, los diferentes modelos de crecimiento, durante la última
centuria, habían aumentado notablemente las desigualdades económicas
entre las diversas regiones españolas. Esa fragilidad del crecimiento y las
crecientes desigualdades quizás estuvieron relacionadas con la incapacidad
de implantar una fiscalidad más justa, promover una mayor integración de
los mercados y facilitar un acceso más amplio y menos oneroso a la tierra.
La segunda mitad del siglo XVII queda muy lejos. Sin embargo, los retos a
los que se enfrentaban los habitantes de la España de entonces pueden
sentirse como próximos cuando pensamos en los desafíos del presente:
globalización, desigualdad, cambio climático, innovación técnica y políticas
públicas.››