El Ultimo Saludo de Sherlock Holmes (Ed. Ilustrada)
El Ultimo Saludo de Sherlock Holmes (Ed. Ilustrada)
El Ultimo Saludo de Sherlock Holmes (Ed. Ilustrada)
historias escritas por Sir Arthur Conan Doyle en donde se relatan los últimos casos de Sherlock Holmes,
el famoso detective privado. Fue publicada en 1917. La obra contiene los siguientes relatos:
Tiroteo en el Cyrano’s
Gas de nevada
La mayoría de las ediciones americanas de la serie también contiene la historia de La caja de cartón, que
está en Las Memorias de Sherlock Holmes en la mayoría de las ediciones británicas.
Arthur Conan Doyle
ePub r1.2
Titivillus 22.03.18
Título original: His Last Bow: Some Reminiscences of Sherlock Holmes
Publicado: Collier’s magazine, 15 de agosto de 1908. The Strand Magazine, septiembre-octubre de 1908
Publicado: Collier’s magazine, 22 de noviembre de 1913. The Strand Magazine, diciembre de 1913
DEL BRUCE-PARTINGTON
EL ÚLTIMO SALUDO
Prefacio
Los amigos del señor Sherlock Holmes se alegrarán de saber que sigue vivo y con buena salud, aparte de
algunos ataques que de vez en cuando le dejan postrado. Lleva bastantes años viviendo en una casita de
campo de los Lowlands del Sudeste, a unos ocho kilómetros de Eastbourne, donde reparte sus horas entre
la filosofía y la apicultura. Durante este periodo de retiro ha rechazado las más generosas ofertas para
que se hiciera cargo de varios casos, ya que está decidido a que su retiro sea definitivo. Sin embargo, la
inminencia de la guerra con Alemania le decidió a poner a disposición del Gobierno su extraordinaria
combinación de dotes intelectuales y prácticas, con resultados históricos que se relatan en El último
saludo. Para completar este volumen he añadido a la narración citada varios casos que llevaban mucho
tiempo durmiendo en mis archivos.
S egún consta en mi libro de notas, lo que voy a relatar ocurrió un día frío y tormentoso, a finales de
marzo de 1892. Holmes había recibido un telegrama mientras estábamos comiendo, y había garabateado
una respuesta sin hacer ningún comentario. Sin embargo, se notaba que el asunto le había dado que
pensar, porque después de comer se quedó de pie delante de la chimenea, fumando en pipa con expresión
meditabunda y echando vistazos al mensaje de vez en cuando. De pronto, se volvió hacia mí con un brillo
malicioso en la mirada.
—Vamos a ver, Watson. Supongo que podemos considerarle un hombre instruido. ¿Cómo definiría usted la
palabra «grotesco»?
—Tiene que ser algo más que eso —dijo—. La palabra lleva implícita alguna connotación trágica y
terrible. Si repasa usted esas narraciones con las que lleva tanto tiempo atormentando al sufrido público,
se dará cuenta de que, con mucha frecuencia, lo grotesco degenera en criminal. Acuérdese de aquel
asuntillo de la liga de los pelirrojos. Al principio parecía una cosa simplemente grotesca, pero terminó en
un atrevido intento de robo. Y más grotesco aún era aquel enredo de las cinco semillas de naranja, que
desembocó directamente en una conjura asesina. Esa palabra me pone en guardia.
—Hombre, desde luego. Ninguna mujer enviaría un telegrama con la respuesta pagada. Se habría
presentado aquí sin más.
—Querido Watson, ya sabe usted lo aburrido que he estado desde que metimos entre rejas al coronel
Carruthers. Mi mente es como un motor en marcha, que se hace pedazos cuando no se dedica a la tarea
para la que fue construida. La vida es una vulgaridad, los periódicos no traen nada interesante, la audacia
y el romanticismo parecen haber desaparecido para siempre del mundo criminal. ¿Y en estas condiciones
me pregunta usted si estoy dispuesto a hacerme cargo de un nuevo problema, por trivial que luego acabe
resultando? Pero, si no me equivoco, aquí tenemos a nuestro cliente.
—Me ha ocurrido una cosa de lo más extraña y desagradable, señor Holmes —dijo—. Nunca en mi vida
me había visto en una situación semejante. Es una vergüenza…, es bochornoso. Tengo que recibir alguna
explicación.
—Haga el favor de sentarse, señor Scott Eccles —dijo Holmes en tono tranquilizador—. ¿Puedo
preguntarle, en primer lugar, por qué ha recurrido a mí?
—Verá, no parecía una cosa como para acudir a la policía; y sin embargo, cuando haya usted oído los
hechos, tendrá que reconocer que no podía dejarlo como estaba. No siento la menor simpatía por los
detectives privados en general, pero, dadas las circunstancias…, y como había oído hablar de usted…
—Son las dos y cuarto —dijo—. Su telegrama se despachó a eso de la una. Pero basta con echar un vistazo
a su aspecto y a su ropa para darse cuenta de que lleva alterado desde el momento en que se despertó.
Nuestro cliente se alisó los revueltos cabellos y se pasó la mano por la barbilla sin afeitar.
—Tiene razón, señor Holmes. Ni siquiera pensé en arreglarme. Lo único que quería era salir de aquella
casa. Pero antes de venir aquí, he estado yendo de acá para allá, haciendo averiguaciones. Fui a la
agencia inmobiliaria, ¿sabe usted?, y allí me han dicho que el alquiler del señor García está pagado y que
todo está en orden en Wisteria Lodge.
—Vamos, vamos, caballero —dijo Holmes, echándose a reír—. Se parece usted a mi amigo, el doctor
Watson, que tiene la mala costumbre de contar sus historias empezando por el final. Haga el favor de
ordenar sus ideas y explíqueme, punto por punto y en su debida secuencia, esos sucesos que le han hecho
venir sin peinar y sin arreglar, con las polainas y el chaleco mal abrochados, en busca de consejo y ayuda.
Nuestro cliente bajó los ojos y miró con expresión lastimera su descuidada apariencia.
—Debo de tener un aspecto terrible, señor Holmes, y es algo que no creo que me haya sucedido en toda
mi vida. Pero le voy a contar todo este enrevesado asunto y, cuando haya terminado, tendrá usted que
admitir que hay motivos suficientes para disculparme.
Pero su narración quedó cortada de raíz. Se oyó un alboroto fuera de la habitación, y la señora Hudson
abrió la puerta para dejar pasar a dos robustos individuos con aspecto de funcionarios, en uno de los
cuales reconocimos al inspector Gregson, de Scotland Yard, un policía enérgico, audaz y, dentro de sus
limitaciones, bastante competente. Le estrechó la mano a Holmes y nos presentó a su compañero, el
inspector Baynes, de la policía de Surrey.
—Hemos salido de caza juntos, señor Holmes, y nuestra pista conducía en esta dirección —dirigió sus ojos
de bulldog hacia nuestro visitante y continuó—: ¿Es usted el señor John Scott Eccles, de Popham House,
Lee?
—Sí, señor.
—Exacto, señor Holmes. Encontramos la pista en la oficina de Correos de Charing Cross y la hemos
seguido hasta aquí.
—Queremos tomarle declaración, señor Scott Eccles, acerca de los hechos que desembocaron anoche en
la muerte del señor Aloysius García, de Wisteria Lodge, cerca de Esher.
—¡Dios mío! ¡Es terrible! ¿No querrá usted decir…, no querrá usted decir que sospechan de mí?
—En el bolsillo de la víctima se ha encontrado una carta suya, y por ella hemos sabido que tenía usted
pensado pasar la noche en su casa.
—Y la pasé.
—Un momento, Gregson —dijo Sherlock Holmes—. Lo que usted desea es una declaración normal, ¿no es
así?
—Y es mi deber advertir al señor Scott Eccles que lo que diga puede ser usado en su contra.
—El señor Eccles estaba a punto de contárnoslo todo cuando ustedes entraron. Creo, Watson, que a
nuestro visitante no le vendría mal un poco de brandy con soda. Y ahora, señor Eccles, le sugiero que no
preste atención a estas nuevas incorporaciones a su público, y exponga su historia exactamente como lo
habría hecho si no le hubieran interrumpido.
Nuestro visitante se había tragado el brandy de un golpe y su rostro había recuperado el color. Tras
dirigir una mirada recelosa al cuaderno de notas del inspector, inició de inmediato su extraordinaria
declaración.
—Soy soltero —dijo—, y me gusta alternar, así que me trato con muchos amigos. Entre ellos figura la
familia de un cervecero retirado que se apellida Melville y vive en Albemarle Mansión, en Kensington.
Cenando en su casa conocí hace unas semanas a un joven apellidado García. Según parece, era de origen
español y tenía algún tipo de relación con la embajada. Hablaba un inglés perfecto, tenía modales
agradables y era uno de los tipos más atractivos que he visto en mi vida.
»Por lo que fuera, aquel joven y yo nos hicimos bastante amigos. Parece que yo le caí bien desde el primer
momento, y a los dos días de habernos conocido vino a visitarme a Lee. Una cosa llevó a la otra, y el
resultado fue que acabó invitándome a pasar unos días en su casa, Wisteria Lodge, entre Esher y Oxshott.
Ayer por la tarde me dirigí a Esher para cumplir el compromiso.
»Él ya me había descrito su casa. Vivía con un criado de toda confianza, compatriota suyo, que atendía
todas sus necesidades. Este hombre hablaba inglés y se encargaba de la casa. Además tenía un cocinero
maravilloso, según me dijo: un mestizo que había recogido en uno de sus viajes y que preparaba unas
comidas excelentes. Recuerdo haberle oído comentar que se trataba de unos extraños habitantes para
una casa situada en pleno corazón de Surrey, y yo estuve de acuerdo con él, aunque todo ha resultado
mucho más extraño de lo que yo había pensado.
»Tomé un coche para llegar a la casa, que está a unas dos millas al sur de Esher. Es una casa bastante
grande, apartada de la carretera, con un sendero ondulado flanqueado por arbustos de hoja perenne. El
edificio es antiguo y destartalado, y se encuentra en un estado de abandono demencial. Cuando el coche
se detuvo en el sendero cubierto de hierba, frente a la puerta llena de manchas de humedad, empecé a
dudar de si hacía bien al visitar a un hombre al que conocía tan poco. Sin embargo, él mismo me abrió la
puerta y me recibió con un gran despliegue de cordialidad. Luego me puso en manos de su sirviente, un
individuo moreno y melancólico, que tomó mi maleta y me condujo a mi habitación. La casa entera me
pareció deprimente. Cenamos los dos solos, y a pesar de que mi anfitrión hizo todo lo posible por resultar
agradable, parecía que se le iba la cabeza constantemente, y hablaba de una manera tan inconcreta y
nerviosa que yo apenas le entendía. Se pasó todo el tiempo tamborileando en la mesa con los dedos,
mordiéndose las uñas y dando otras señales de nerviosismo e impaciencia. La cena no estaba ni bien
guisada ni bien servida, y la lúgubre presencia del taciturno sirviente no contribuía precisamente a
animar la velada. Puedo asegurarles que a lo largo de la cena pensé muchas veces en inventar una excusa
que me permitiera regresar a Lee.
»Ahora mismo me viene a la memoria una cosa que tal vez tenga alguna relación con el asunto que estos
dos caballeros están investigando. En aquel momento no le di importancia. Casi al final de la cena, el
sirviente le entregó una carta a mi anfitrión, y me fijé en que después de haberla leído se mostró aún más
extraño y distraído que antes. Dejó de fingir interés en la conversación y se quedó sentado, fumando un
cigarrillo tras otro, perdido en sus pensamientos, pero sin hacer ni un solo comentario acerca del
contenido de la carta. A eso de las once, me alegré de poder retirarme a la cama. Algún tiempo después,
García se asomó a mi puerta —yo ya había apagado las luces— y me preguntó si había tocado la
campanilla. Le dije que no y me pidió disculpas por haberme molestado tan tarde, diciendo que era casi la
una. Después de esto me quedé dormido y dormí como un tronco toda la noche.
»Y ahora viene la parte asombrosa de la historia. Cuando me desperté era ya de día. Eché una mirada al
reloj y vi que eran casi las nueve. Yo había pedido bien claro que me despertaran a las ocho, y me
sorprendió mucho aquel descuido. Me levanté y toqué la campanilla para llamar al sirviente, pero no
obtuve respuesta. Llamé una y otra vez, con el mismo resultado. Llegué a la conclusión de que la
campanilla estaba estropeada. Me vestí a toda prisa y bajé las escaleras de muy mal humor para pedir
agua caliente. Pueden imaginarse mi sorpresa al descubrir que no había nadie. Me puse a dar voces en el
vestíbulo y nadie respondió. Entonces corrí de habitación en habitación; todas estaban vacías. La noche
anterior, mi anfitrión me había indicado dónde estaba su dormitorio, así que fui allí y llamé a la puerta.
Nada. Giré el picaporte y entré en la habitación. Estaba vacía y en la cama no había dormido nadie.
García había desaparecido como todos los demás. El anfitrión extranjero, el criado extranjero, el cocinero
extranjero, todos se habían desvanecido en la noche. Así terminó mi visita a Wisteria Lodge.
Sherlock Holmes se frotaba las manos y se reía por lo bajo, feliz de poder añadir este extravagante suceso
a su colección de episodios extraños.
—Hasta donde yo sé, su experiencia constituye un caso único —dijo—. ¿Puedo preguntarle, señor Eccles,
qué hizo usted a continuación?
—Estaba furioso. Lo primero que se me ocurrió fue que me estaban gastando una broma pesada. Hice el
equipaje, salí dando un portazo y me dirigí a Esher con la maleta en la mano. Pasé por la oficina de Alian
Brothers, los principales agentes inmobiliarios del lugar, y descubrí que la mansión se había alquilado por
mediación suya. Entonces se me ocurrió que resultaba muy probable que hubieran montado todo aquel
enredo sólo para burlarse de mí, y que su principal objetivo debía de ser eludir el pago del alquiler.
Estamos a finales de marzo, y se acerca la fecha del pago trimestral. Pero mi teoría resultó equivocada. El
agente me agradeció la advertencia, pero me dijo que el alquiler estaba pagado por adelantado. Entonces
me vine a Londres y me presenté en la embajada española. Allí no conocían a García. A continuación fui a
ver a Melville, en cuya casa había conocido a García, pero descubrí que él sabía aun menos que yo sobre
este individuo. Por último, cuando usted respondió a mi telegrama, vine a verle, porque tengo entendido
que se dedica a dar consejos en casos difíciles. Pero ahora, señor inspector, por lo que dijo usted al entrar,
deduzco que la historia no acaba ahí y que ha ocurrido alguna tragedia. Puedo asegurarles que todo lo
que he dicho es verdad y que, aparte de lo que ya les he contado, no tengo ni idea de lo que le haya
podido suceder a ese hombre. Mi único deseo es ayudar a la justicia todo lo que me sea posible.
—Estoy seguro de ello, señor Scott Eccles, estoy seguro —dijo el inspector Gregson en tono muy amistoso
—. Tengo que decir que todo lo que nos ha contado coincide con exactitud con los datos que nosotros
poseemos. Por ejemplo, ha dicho usted que llegó una carta durante la cena. ¿Por casualidad sabe qué se
hizo con ella?
El inspector de provincias era un tipo corpulento, mofletudo y coloradote, cuyo rostro sólo se salvaba de
la vulgaridad gracias a un par de ojos extraordinariamente brillantes, que quedaban casi ocultos entre las
masas de carne de las mejillas y la frente. Con una sonrisa cachazuda, sacó del bolsillo un trozo de papel
doblado y muy manchado.
—La rejilla de la chimenea es bastante alta, señor Holmes, y el papel pasó por encima. Encontré esto sin
quemar en la parte del fondo.
—Tiene usted que haber inspeccionado la casa muy minuciosamente para encontrar esa bolita de papel.
—Es mi costumbre hacerlo así, señor Holmes. ¿Lo leo, señor Gregson?
—La carta está escrita en papel corriente, color crema, sin filigrana. Era una hoja tamaño cuartilla, y
tiene dos cortes hechos con unas tijeras cortas. Está doblada tres veces y sellada con lacre morado,
aplicado con prisas y aplastado con algún objeto plano y ovalado. Va dirigida al señor García, de Wisteria
Lodge, y dice así: «Nuestros colores son verde y blanco. Verde, abierto; blanco, cerrado. Escalera
principal, primer pasillo, séptima a la izquierda, tapete verde. Buena suerte. D». Es letra de mujer, escrita
con plumilla fina, pero la dirección está escrita con otra pluma o por otra persona. Como ve, la letra es
más gruesa y vigorosa.
—Una nota muy curiosa —dijo Holmes, echándole un vistazo—. Tengo que felicitarle, señor Baynes, por su
análisis tan detallado. Aunque quizá se podrían añadir unos pocos detalles insignificantes. El sello ovalado
es, sin duda, un gemelo de camisa. ¿Qué otra cosa puede tener esa forma? Las tijeras eran tijeritas cortas
para las uñas. A pesar de lo cortos que son los dos cortes, se aprecia en ambos la misma curvatura.
—Creía que le había sacado todo el jugo, pero ya veo que aún quedaba un poco más —dijo—. Tengo que
admitir que no he sacado nada en limpio de esa nota, excepto que algo se estaba tramando y que, como
de costumbre, había una mujer en el fondo del asunto.
Durante esta conversación, el señor Scott Eccles no había parado de agitarse en su asiento.
—Me alegro de que encontraran esa carta, ya que corrobora mi historia —dijo—. Pero me permito
recordarles que aún no sé qué le ha ocurrido al señor García ni qué ha sido de su servidumbre.
—En lo referente a García —dijo Gregson—, la respuesta es fácil: se le encontró muerto esta mañana en
Oxshott Common, a casi una milla de su casa. Tenía la cabeza hecha papilla a golpes de cachiporra, o de
algún instrumento parecido, que, más que herir, aplasta. El sitio donde apareció es un lugar solitario, y no
hay ninguna casa a menos de un cuarto de milla. Al parecer, le atacaron por detrás, pero luego el agresor
siguió golpeándole hasta mucho después de que hubiera muerto. Se ensañó con su víctima. No hemos
encontrado pisadas ni ninguna otra pista de los asesinos.
—¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia tan espantosa! —exclamó el señor Scott Eccles con voz quejumbrosa—.
Pero, la verdad, no sé por qué se han fijado en mí. Yo no he tenido nada que ver con esa excursión
nocturna de mi anfitrión, ni con el terrible final de la misma. ¿Cómo es que me he visto implicado en el
caso?
—Muy sencillo, caballero —respondió el inspector Baynes—. El único documento que hemos encontrado
en los bolsillos de la víctima ha sido una carta en la que usted le decía que pasaría con él la noche de su
muerte. Gracias al sobre de esa carta pudimos saber el nombre y dirección del muerto. Llegamos a su
casa esta mañana después de las nueve, y no le encontramos ni a usted ni a nadie más. Telegrafié al señor
Gregson para que le localizase a usted en Londres mientras yo inspeccionaba Wisteria Lodge. Luego me
vine para acá, me reuní con el señor Gregson, y aquí nos tiene.
—Creo que lo mejor que podemos hacer ahora —dijo el inspector Gregson, poniéndose en pie— es darle
forma oficial al asunto. Tendrá usted que acompañarnos a la comisaría, señor Scott Eccles, para poner su
declaración por escrito.
—Desde luego; iré ahora mismo. Pero sigo contando con sus servicios, señor Holmes. No quiero que
repare en gastos ni en esfuerzos para llegar a la verdad.
—Supongo que no tendrá inconveniente en que colabore con usted, señor Baynes.
—Parece que ha actuado usted en todo momento con gran rapidez y eficacia. ¿Puedo preguntarle si existe
algún indicio que permita saber la hora exacta de la muerte?
—Llevaba allí por lo menos desde la una, porque a esa hora llovió y con toda seguridad estaba muerto
antes de que cayera la lluvia.
—¡Pero eso es absolutamente imposible, señor Baynes! —exclamó nuestro cliente—. Su voz era
inconfundible. Podría jurar que fue él quien habló conmigo en mi habitación a esa misma hora.
—Así, a primera vista, el caso no parece muy complicado, aunque desde luego presenta algunos aspectos
originales e interesantes. Sin embargo, necesitaría conocer algo mejor los hechos antes de aventurarme a
dar una opinión concreta y definitiva. Por cierto, señor Baynes: ¿encontró usted algo extraño al
inspeccionar la casa, además de esa nota?
—Encontré una o dos cosas muy extrañas —dijo—. Tal vez quiera usted venir a darme su opinión sobre
ellas cuando hayamos terminado con los trámites en comisaría.
—Estoy por completo a su servicio —dijo Sherlock Holmes, haciendo sonar la campanilla—. Señora
Hudson, acompañe a estos señores a la puerta, y haga el favor de enviar al chico a poner este telegrama.
Tiene que pagar cinco chelines de más para la respuesta.
Cuando se hubieron marchado nuestros visitantes, permanecimos en silencio durante un buen rato.
Holmes fumaba sin parar, con las cejas fruncidas sobre los penetrantes ojos, y la cabeza adelantada, con
la expresión ansiosa que le caracterizaba.
—No entiendo nada de esta maquinación en la que se ha visto metido el señor Scott Eccles.
—Bueno, teniendo en cuenta la desaparición de los sirvientes del muerto, yo diría que están implicados de
algún modo y que han huido de la justicia.
—Desde luego, es un posible punto de vista. Sin embargo, tendrá usted que admitir que es muy raro que,
si los dos sirvientes estaban envueltos en una conspiración contra García, decidieran atacarle
precisamente la noche en que tenía un invitado, teniéndole solo y a su merced cualquier otra noche de la
semana.
—Eso mismo. ¿Por qué han huido? Ese dato es muy importante. Y otro hecho importantísimo es la
extraordinaria experiencia de nuestro cliente Scott Eccles. Ahora bien, querido Watson: ¿acaso está fuera
de las posibilidades de la imaginación humana el encontrar una explicación que abarque estos dos
importantísimos hechos? Y si la explicación incluyera también esa misteriosa nota, con su curiosísima
fraseología, entonces valdría la pena aceptarla como hipótesis provisional. Y si los nuevos datos que
logremos reunir encajan también en la hipótesis, ésta puede convertirse poco a poco en una solución.
Holmes se echó hacia atrás en su asiento, con los ojos medio cerrados.
—Tiene usted que admitir, querido Watson, que la idea de una broma es inaceptable. Como luego se
demostró, se estaba fraguando algo muy grave, y el atraer al señor Scott Eccles a Wisteria Lodge tuvo
que tener alguna relación con ello.
—Vayamos punto por punto. En primer lugar, hay algo anormal en esta extraña y repentina amistad entre
el joven español y Scott Eccles. Fue el primero el que forzó los acontecimientos. Fue a visitar a Eccles,
que vive al otro extremo de Londres, al día siguiente de haberlo conocido, y se mantuvo en estrecho
contacto con él hasta que logró atraerlo a Esher. Ahora bien: ¿qué quería de Eccles? ¿Qué podía Eccles
proporcionarle? Yo no he visto en él ningún encanto especial. No es un nombre particularmente
inteligente ni parece la clase de persona capaz de congeniar con un latino perspicaz. ¿Por qué, entonces,
García lo eligió a él, entre todas las personas que conocía, como la más adecuada para sus propósitos?
¿Posee alguna cualidad destacable? Yo diría que sí. Es la representación misma de la respetabilidad
convencional británica, el tipo de persona que, cómo testigo, más confianza inspiraría a otro británico. Ya
ha visto usted cómo a ninguno de los inspectores se le pasó por la cabeza poner en duda la veracidad de
su declaración, a pesar de lo increíble que ha sido.
—Tal como han salido las cosas, parece que de nada; pero si hubieran salido de otra manera, creo que de
todo. Así lo veo yo.
—Exacto, querido Watson, podría haber confirmado una coartada. Supongamos, sólo por el placer de
argumentar, que los habitantes de Wisteria Lodge están confabulados en algún plan. Sea lo que sea,
tienen que llevarlo a cabo, digamos, antes de la una. Es posible que, manipulando los relojes, hayan
conseguido que Scott Eccles se vaya a la cama antes de lo que él cree. Pero, en cualquier caso, lo más
probable es que cuando García subió a su habitación a decirle que era la una, no fueran más que las doce.
Si García conseguía hacer lo que tenía que hacer y regresar a la hora mencionada, no cabe duda de que
contaba con una poderosa defensa contra cualquier acusación. Allí estaba este inglés irreprochable,
dispuesto a jurar ante cualquier tribunal que el acusado estuvo en su casa todo el tiempo. Era un seguro
por si las cosas se ponían mal.
—Aún no tengo datos suficientes, pero no creo que existan dificultades insuperables. Sin embargo, es un
error elaborar teorías antes de conocer los hechos, porque luego uno tiende a retorcer los hechos sin
darse cuenta para que encajen en las teorías.
—Dado que el tipo era español, «D» podría significar Dolores, que es un nombre de mujer bastante
corriente en España.
—Muy bien, Watson, muy bien…, pero completamente inadmisible. Una española habría escrito a otro
español en español, y la carta está escrita en inglés. En fin, lo único que podemos hacer es armarnos de
paciencia hasta que este simpático inspector vuelva a por nosotros. Mientras tanto, demos gracias a
nuestra buena estrella, que nos ha rescatado durante unas pocas y breves horas de la insoportable
tortura de no tener nada que hacer.
Antes de que el policía de Surrey regresara, llegó la respuesta al telegrama de Holmes. Éste la leyó y
estaba a punto de guardarla en su cuaderno de notas cuando advirtió mi expresión expectante y me la
pasó echándose a reír.
Lord Harringby, The Dingle; Sir George Folliott, Oxshott Towers; Sr. Hynes Hynes,
magistrado, Purdley Place; Sr. James Baker Williams, Forton Old Hall; Sr. Henderson,
High Gable; Reverendo Joshua Stone, Nether Walsling.
—Es la manera más sencilla de limitar nuestro campo de operaciones —dijo Holmes—. No me cabe duda
de que Baynes, con su mente metódica, ha adoptado ya un plan similar.
—Mire, compañero, ya hemos llegado a la conclusión de que el mensaje que recibió García durante la
cena era alguna clase de cita. Pues bien, si la interpretación es correcta, y si para acudir a esta cita había
que subir una escalera principal y buscar la séptima puerta de un pasillo, está clarísimo que la cita era en
una casa muy grande. Y también está claro que la casa no puede estar a más de una o dos millas de
Oxshott, ya que García iba andando en esa dirección y, según mi interpretación de los hechos, esperaba
estar de vuelta en Wisteria Lodge a tiempo de poder utilizar su coartada, que sólo tenía validez hasta la
una. Como no era probable que hubiera muchas casas grandes en los alrededores de Osxhott, adopté el
sencillo procedimiento de telegrafiar a la agencia mencionada por Scott Eccles, pidiéndole una lista. Aquí
las tenemos, en este telegrama, y entre ellas tiene que encontrarse el otro extremo de nuestro
enmarañado ovillo.
Eran casi las seis de la tarde cuando llegamos a la bonita aldea de Esher, en el condado de Surrey, en
compañía del inspector Baynes.
Holmes y yo llevábamos equipaje para pasar la noche, y encontramos un cómodo alojamiento en la Posada
del Toro. A continuación, nos dirigimos junto con el inspector a visitar Wisteria Lodge. Era una tarde de
marzo fría y oscura, con un viento cortante y una fina lluvia que nos azotaba la cara. Una ambientación
adecuada para el desolado páramo por el que cruzaba la carretera y el trágico destino hacia el que nos
conducía.
II - El Tigre de San Pedro
T ras una larga y melancólica caminata de un par de millas, llegamos a un portón de madera, por el que
se entraba a un lóbrego paseo flanqueado por castaños. El ondulado y sombrío sendero nos condujo a una
casa baja y oscura, una masa negra como el carbón que se recortaba contra un cielo color pizarra. En la
ventana delantera de la izquierda se advertía un débil resplandor de luz.
Atravesó el césped y golpeó el vidrio con la mano. A través del empañado cristal vi una figura borrosa que
se levantaba de una silla colocada junto a la chimenea, y oí un agudo chillido en el interior de la
habitación. Un instante después, un policía pálido y jadeante nos abría la puerta, sosteniendo a duras
penas una vela en su mano temblorosa.
El hombre se secó la frente con un pañuelo y dejó escapar un largo suspiro de alivio.
—Me alegro de que haya venido, señor. Ha sido una guardia muy larga y creo que mis nervios ya no son lo
que eran.
—¿Sus nervios, Walters? Jamás habría pensado que tuviera usted un solo nervio en su cuerpo.
—Verá, señor, es esta casa tan solitaria y silenciosa, y esa cosa rara de la cocina… Y cuando usted golpeó
la ventana, creí que eso había vuelto.
—Hace como unas dos horas. Estaba empezando a oscurecer. Yo estaba leyendo, sentado en la silla. No sé
qué es lo que me hizo levantar la mirada, pero ahí en la ventana había una cara mirándome. ¡Y qué cara,
señor! Estoy seguro de que la seguiré viendo en sueños.
—¡Ya lo sé, señor, ya lo sé! Pero me asustó, y no sirve de nada negarlo. No era negro, ni blanco, ni de
ningún otro color que yo conozca, sino de una tonalidad rara, como de arcilla salpicada de leche. Y el
tamaño de la cabeza… el doble que la suya, señor. Y su aspecto…, los ojos enormes y saltones, la hilera de
dientes blancos, como los de una fiera hambrienta… Le aseguro, señor, que no pude mover ni un dedo, ni
recobré el aliento hasta que se apartó de la ventana y desapareció. Entonces salí corriendo y miré entre
los arbustos, pero gracias a Dios no había nadie allí.
—Si no supiera que es usted un hombre de confianza, Walters, esto que dice le costaría una sanción.
Aunque hubiera sido el mismo diablo, un policía de servicio nunca debe dar gracias a Dios por no haber
podido echarle el guante. Supongo que todo esto no habrá sido una visión o un ataque de nervios.
—Eso, al menos, es muy fácil de comprobar —dijo Holmes, encendiendo su linternita de bolsillo—. Sí —
dijo tras una breve inspección del césped—. Yo diría que es un zapato del número doce. Si el resto del
cuerpo estaba en proporción al pie, tiene que tratarse de un gigante.
—Bien —dijo el inspector, con expresión seria y pensativa—. Quienquiera que haya sido, y buscara lo que
buscara, por el momento se ha largado, y ahora tenemos asuntos más urgentes que atender. Señor
Holmes, si le parece bien, voy a enseñarle la casa.
El minucioso registro de los diversos dormitorios y salas no había aportado nada. Al parecer, los
inquilinos habían traído muy pocas cosas y todo el mobiliario, hasta los menores detalles, se había
alquilado junto con la casa. Había mucha ropa de cama con la etiqueta de Marx & Co., de High Holborn.
Un rápido intercambio telegráfico había demostrado ya que el señor Marx no sabía nada de su cliente,
exceptuando que pagaba a tocateja. También había algunos objetos personales, entre ellos pipas, unas
cuantas novelas —dos de ellas en español—, un revólver antiguo de percusión por aguja y una guitarra.
—Aquí no hay nada de interés —dijo Baynes, avanzando, vela en mano, de habitación en habitación—.
Pero ahora, señor Holmes, quiero que vea lo que hay en la cocina.
La cocina era una pieza sombría, de techo alto, situada en la parte posterior de la casa, con un camastro
de paja en un rincón, donde, al parecer, dormía el cocinero. La mesa estaba cubierta por un montón de
platos sucios y fuentes con los restos de la cena de la noche anterior.
Levantó la vela y alumbró un objeto extrañísimo, colocado sobre un aparador. Estaba tan arrugado,
encogido y marchito que resultaba difícil decir qué podía haber sido. Sólo se notaba que era negro y
coriáceo y que presentaba un cierto parecido con una figura humana de tamaño muy pequeño. Al
principio creí que se trataba de un bebé de raza negra momificado. Pero luego me quedé con la duda de si
era un animal o un ser humano. Una doble hilera de conchas blancas ceñía su cintura.
—Muy interesante, pero que muy interesante —dijo Holmes, contemplando la siniestra reliquia—. ¿Hay
algo más?
Sin decir palabra, Baynes nos condujo hacia el fregadero y adelantó la vela. Estaba lleno con los restos de
un ave blanca de gran tamaño, despedazada de manera salvaje y sin desplumar. Holmes señaló la cresta
de la cabeza cortada.
—Un gallo blanco —dijo—. Esto es interesantísimo. Tenemos un caso curioso de verdad.
Pero el señor Baynes había guardado para el final la exhibición más siniestra. Sacó de debajo del
fregadero un cubo de cinc que contenía una cierta cantidad de sangre, y a continuación tomó de la mesa
una fuente llena de trocitos de hueso chamuscado.
—Aquí han matado algo y luego lo han quemado. Rescatamos todos estos restos del fuego. Esta mañana
hicimos venir a un médico, y dice que no son humanos.
—Tengo que felicitarle, inspector, por la manera en que está manejando este caso tan original y tan
instructivo. Si no se lo toma a ofensa, le diré que sus facultades parecen superiores a las oportunidades
que se le presentan.
—Tiene usted razón, señor Holmes. Aquí en provincias nos estancamos. Un caso como este representa
una oportunidad, y confío en poder aprovecharla. ¿Qué opina usted de estos huesos?
—Muy curioso, señor Baynes, muy curioso. Casi diría que es algo único.
—Sí, señor, en esta casa tiene que haber vivido gente muy rara, con costumbres igual de raras. Uno de
ellos ha muerto. ¿Fueron sus compañeros los que le siguieron y lo mataron? Si fueron ellos, los
agarraremos, porque tenemos vigilados todos los puertos. Pero yo lo veo de otro modo. Sí, señor, lo veo
de un modo muy diferente.
—Y quiero sacarla adelante por mí mismo, señor Holmes. Es cuestión de amor propio. Usted ya tiene una
reputación, pero yo aún tengo que labrarme la mía. Cuando el caso esté concluido, me gustaría poder
decir que lo resolví sin su ayuda.
—Muy bien, inspector, muy bien —dijo—. Usted siga su camino y yo seguiré el mío. Los resultados que yo
obtenga estarán siempre a su disposición si decide recurrir a mí. Creo que ya he visto todo lo que había
que ver en esta casa y que aprovecharé mejor el tiempo en otra parte. Au revoir, y buena suerte.
Yo me había dado cuenta, por numerosos indicios sutiles que habrían pasado desapercibidos a cualquiera
menos a mí, de que Holmes estaba ya sobre la pista. Aunque a primera vista parecía tan impasible como
siempre, había una tensión contenida en el brillo de sus ojos y una ansiedad latente en su manera de
actuar que me indicaban que la caza había comenzado. Como de costumbre, no me dijo nada; y yo, como
de costumbre, no le pregunté nada. Me bastaba con participar en la cacería y aportar mi humilde ayuda
en la captura, sin distraerle de su concentración con interrupciones innecesarias. Ya me enteraría de todo
a su debido tiempo.
Así que esperé; pero esperé en vano, con profunda desilusión por mi parte. Pasó un día tras otro, y mi
amigo no avanzó ni un paso. Se pasó toda una mañana en Londres, y supe, por un comentario casual, que
había visitado el Museo Británico. Exceptuando este viaje, ocupaba los días en largos y generalmente
solitarios paseos, o charlando con varios chismosos del pueblo, con los que había trabado conocimiento.
—No cabe duda, Watson, de que una semana en el campo le sienta a uno de maravilla —comentó un día—.
Es muy agradable observar los primeros brotes verdes en los setos y ver salir los amentos de los
avellanos. Se pueden pasar días muy instructivos con una escarda, una caja de lata y un libro de botánica
elemental.
Y era cierto que andaba por ahí con este equipo, aunque al final de la jornada traía a casa unos
muestrarios de plantas muy reducidos.
De vez en cuando, tropezábamos en nuestras correrías con el inspector Baynes. Su rostro ancho y
colorado se deshacía en sonrisas y sus ojillos resplandecían cada vez que saludaba a mi compañero. No
decía casi nada sobre el caso, pero por lo poco que decía dedujimos que no le disgustaba la marcha de los
acontecimientos. Sin embargo, tengo que reconocer que me quedé algo sorprendido cuando, cinco días
después del crimen, abrí el periódico de la mañana y leí en grandes titulares:
EL MISTERIO DE OXSHOTT SOLUCIONADO
Holmes saltó de su asiento cuando le leí los titulares, como si le hubieran pinchado.
Bajamos la calle corriendo y, tal como habíamos esperado, encontramos al inspector en el momento de
salir de su domicilio.
—Sí, Baynes, lo he visto. Por favor, no se lo tome a mal si le hago una advertencia de amigo.
—He examinado este caso con cierto detenimiento, y no estoy convencido de que vaya usted por el
camino correcto. No me gustaría que se comprometiera usted demasiado antes de estar seguro de las
cosas.
Por un momento, me pareció observar una especie de guiño en uno de los ojillos del inspector Baynes.
—Quedamos de acuerdo en trabajar cada uno a su manera, señor Holmes, y eso es lo que estoy haciendo.
—No, señor. Estoy seguro de que lo hace con buena intención. Pero cada uno tiene sus sistemas, señor
Holmes. Usted tiene los suyos y puede que yo tenga los míos.
—No tengo ningún inconveniente en comunicarle mis novedades. Este fulano es un auténtico salvaje, tan
fuerte como un caballo percherón y feroz como un demonio. Casi le arranca el pulgar a Downing de un
mordisco antes de que pudiéramos dominarlo. Apenas habla inglés, y no hemos podido sacarle nada más
que gruñidos.
—¿Y cree usted poder demostrar que él asesinó a su difunto señor?
—Yo no he dicho eso, señor Holmes, yo no he dicho eso. Todos tenemos nuestros pequeños trucos. Use
usted los suyos y yo usaré los míos. Ése era el trato.
—No entiendo a este hombre. A mí me parece que se va a pegar un buen batacazo. Pero, como él dice,
que cada uno lo intente a su manera, y ya veremos lo que sale. Pero hay algo en el inspector Baynes que
no acabo de entender.
Cuando estuvimos de regreso en nuestra habitación del Toro, Sherlock Holmes se decidió:
—Siéntese en esta silla, Watson. Quiero ponerle al corriente de la situación, ya que puedo necesitar su
ayuda esta noche. Permítame que le exponga la evolución de este caso, hasta donde yo he podido
seguirla. A pesar de que, en sus aspectos fundamentales, resultaba bastante sencillo, ha presentado unas
dificultades sorprendentes en lo referente a detener al culpable. En este sentido aún existen huecos que
tenemos que rellenar.
»Vamos a retroceder hasta la nota que le entregaron a García la noche de su muerte. Podemos descartar
esa idea que tiene Baynes de que los criados están implicados en el asunto. La prueba de que no fue así la
tenemos en el hecho de que fue el propio García quien organizó la presencia de Scott Eccles, que no
podía tener otra finalidad que la de asegurarle una coartada. Así pues, era García quien tenía un asunto
entre manos aquella noche, y al parecer un asunto delictivo, en el curso del cual encontró la muerte. Lo
del asunto delictivo lo digo porque sólo un hombre que planea un delito se toma la molestia de prepararse
una coartada. Y teniendo esto en cuenta, ¿quién tiene más probabilidades de haber acabado con su vida?
Sin duda, la persona contra quien iba dirigido el intento criminal. Hasta aquí, me parece que pisamos
terreno firme.
»Ahora ya podemos entender la razón de que desaparecieran los criados de García. Todos ellos estaban
confabulados en el mismo delito desconocido. Si hubiera salido bien y García hubiera regresado, toda
posible sospecha habría quedado disipada por el testimonio del inglés, y todo habría ido bien. Pero la
empresa era peligrosa, y si García no regresaba a cierta hora, era probable que el intento le hubiera
costado la vida. Así pues, tenía convenido que, de ocurrir tal cosa, sus dos subordinados correrían a
esconderse en algún lugar preparado de antemano, donde podrían eludir las investigaciones y estar en
condiciones de repetir la intentona más adelante. Eso explicaría todos los hechos, ¿no cree?
Toda la inexplicable maraña pareció desenredarse ante mis ojos. Como siempre, me asombró no haber
visto antes una cosa tan evidente.
—Podemos suponer que, con la confusión de la huida, se debieron dejar olvidado algo muy importante,
algo de lo que no se resignaban a prescindir. Eso explicaría su persistencia, ¿no?
—El siguiente paso es la nota que recibió García durante la cena. Eso indica que tenían un cómplice en el
otro lado. Ahora bien, ¿dónde estaba el otro lado? Ya le he demostrado que sólo podía tratarse de una
casa grande, y el número de casas grandes es reducido. Mis primeros días en este pueblo los dediqué a
hacer una serie de paseos, durante los cuales, y en los intervalos de mis investigaciones botánicas, llevé a
cabo un reconocimiento de todas las casas grandes del distrito y estudié la historia familiar de sus
inquilinos. Una casa, y sólo una, me llamó la atención. Me refiero a la famosa mansión jacobina de High
Gable, situada al otro lado de Oxshott, a una milla de distancia del pueblo y a menos de media milla del
lugar de la tragedia. Las otras mansiones pertenecen a gente prosaica y respetable, que vive aislada de
todo lo romántico y novelesco. Pero el señor Henderson, de High Gable, era un hombre extraño en
muchos aspectos, a quien muy bien podrían ocurrirle aventuras extrañas. Así pues, concentré mi atención
en él y en los demás ocupantes de la casa.
»Son una pesadilla la mar de rara, Watson, y él es el más raro de todos. Me las arreglé para verle con un
pretexto aceptable, pero me pareció advertir en sus ojos oscuros, hundidos y melancólicos, que se daba
perfecta cuenta de mis verdaderas intenciones. Es un hombre de unos cincuenta años, fuerte, activo, de
cabellos grises y cejas espesas y negras, con andares de ciervo y aires de emperador. Un hombre
impetuoso, dominante, cuya cara de pergamino oculta un carácter turbulento. O es extranjero o ha vivido
mucho tiempo en los trópicos, porque está amarillento y reseco, aunque se le ve duro como un látigo. Su
amigo y secretario, el señor Lucas, es extranjero sin lugar a dudas: de color chocolate, marrullero,
zalamero y felino, con una suavidad venenosa en la manera de hablar. Como ve, Watson, ya nos hemos
topado con dos grupos de extranjeros, uno en Wisteria Lodge y otro en High Gable, y nuestros huecos
empiezan a llenarse.
»Estos dos hombres, que son amigos íntimos, constituyen el centro de la casa; pero hay otra persona que
puede tener aún más importancia para lo que a nosotros nos interesa. Henderson tiene dos hijas, de once
y trece años, y su institutriz es una tal señorita Burnet, una inglesa de unos cuarenta años. Hay también
un criado de confianza. Este pequeño grupo forma la verdadera familia, porque siempre viajan juntos, y
Henderson es un viajero infatigable, que anda siempre de un lado para otro. Hace sólo unas semanas que
regresó a High Gable después de un año de ausencia. Debo añadir que es inmensamente rico y puede
permitirse cualquier capricho. Además de ellos, la casa está llena de mayordomos, lacayos, doncellas y
demás elementos sobrealimentados e inactivos que forman el servicio habitual de las grandes mansiones
rurales inglesas.
»De todo esto me enteré, en parte gracias a los chismosos del pueblo y en parte gracias a mis propias
observaciones. No existe mejor instrumento que un criado despedido y rencoroso, y yo tuve la suerte de
encontrar uno. He dicho que fue una suerte, pero no lo habría encontrado si no hubiera estado
buscándolo. Como dice Baynes, cada uno tiene sus sistemas. Mi sistema me permitió encontrar a John
Warner, antiguo jardinero de High Gable, despedido en un arranque de malhumor del autoritario
caballero. Warner, a su vez, tenía amigos entre los sirvientes de la casa, unidos por el miedo y la antipatía
hacia su señor. Allí estaba la llave que me abriría la puerta de sus secretos.
»¡Vaya una gente más rara, Watson! No pretendo haberme enterado de todo, pero le digo que son gente
muy rara. La casa tiene dos alas, y los sirvientes viven todos en un lado y la familia en el otro. Entre los
dos grupos no hay más conexión que el criado de confianza de Henderson, que sirve las comidas de la
familia. Todo se lleva hasta una puerta, que constituye la única comunicación. La institutriz y las niñas
apenas salen, excepto al jardín. El propio Henderson jamás da un paso solo, ni por casualidad. El
secretario moreno es como su sombra. Entre los sirvientes circula el rumor de que su jefe tiene un miedo
terrible de algo. “Vendió su alma al diablo a cambio de dinero —dice Warner— y ahora espera que su
acreedor se presente a reclamar lo que es suyo”. Nadie tiene ni idea de quiénes son ni de dónde vinieron.
Y son gente muy violenta. En dos ocasiones, Henderson ha llegado a azotar a alguien con un látigo, y sólo
su abultada bolsa y el pago de fuertes compensaciones le han librado de los tribunales.
»Y ahora, Watson, analicemos la situación a la luz de estos nuevos datos. Vamos a suponer que la carta
procedía de esta extraña casa, y que se trataba de una invitación a García para que intentara llevar a
cabo algo que ya tenían planeado. ¿Quién escribió la nota? Tuvo que ser alguien del círculo interno, y
sabemos que fue una mujer. ¿Quién podría ser sino la señorita Burnet, la institutriz? Todos nuestros
razonamientos parecen apuntar en esa dirección. En cualquier caso, podemos utilizarlo como hipótesis de
trabajo y ver adonde nos conduce. Tengo que añadir que la edad y el carácter de la señorita Burnet
permiten descartar de manera definitiva mi primera suposición de que podría haber un asunto de amor
en el fondo de la historia.
»Si fue ella quien escribió la nota, es de suponer que fuera amiga y cómplice de García. ¿Qué se puede
esperar que haya hecho al enterarse de su muerte? Si García murió tratando de llevar a cabo algo
inconfesable, no le quedará más remedio que mantener la boca cerrada. Pero aun así, es probable que
sienta odio y rencor contra los que le mataron, y que esté dispuesta a ayudar en lo que pueda para
vengarse de ellos. ¿Habría alguna posibilidad de hablar con ella y tratar de conseguir su ayuda? Eso fue
lo primero que se me ocurrió. Pero ahora llegamos a un hecho siniestro. Desde la noche del crimen, nadie
ha visto a la señorita Burnet. Se ha esfumado por completo desde aquella noche. ¿Está viva? ¿Acaso
encontró la muerte la misma noche que el amigo al que había citado? ¿O simplemente la tienen
prisionera? Esto es algo que todavía tenemos que resolver.
»Supongo, Watson, que se dará cuenta de lo difícil de la situación. No tenemos nada en que apoyarnos
para solicitar una orden de registro. Si le explicásemos a un magistrado todas estas suposiciones, le
parecerían ridículas. La desaparición de la mujer no significa nada, porque en esa casa tan extraña
cualquiera de sus habitantes puede permanecer invisible toda una semana. Y sin embargo, es posible que
en este mismo momento su vida corra peligro. Lo único que puedo hacer es tener la casa vigilada,
poniendo a mi agente Warner de guardia ante la puerta. Pero no podemos dejar que esta situación se
prolongue más. Si la ley no puede hacer nada, tendremos que correr nosotros con el riesgo.
—Sé dónde está la habitación de la señorita Burnet, y se puede llegar a ella desde el tejado de un
cobertizo. Propongo que usted y yo vayamos allí esta noche y tratemos de penetrar hasta el corazón del
misterio.
Debo confesar que no me pareció una proposición muy atractiva. La vieja mansión con su atmósfera de
crimen, los extraños y temibles habitantes, los peligros desconocidos de la incursión y el hecho de que al
entrar nos colocábamos en una posición legal bastante dudosa contribuían a apagar mi entusiasmo. Pero
el frío razonamiento de Holmes tenía algo que hacía que resultara imposible escurrir el bulto ante
cualquier aventura que él pudiera recomendar. Uno sabía que así, y sólo así, se podía encontrar una
solución. Le estreché la mano en silencio y la suerte quedó echada.
Pero el Destino no quiso que nuestra investigación tuviera un final tan aventurero. Serían
aproximadamente las cinco, y empezaban a caer las sombras de la tarde de marzo, cuando un campesino
muy excitado se precipitó en nuestra habitación.
—¡Se han ido, señor Holmes! Se han marchado en el último tren. La mujer escapó, y la tengo abajo, en un
coche.
—¡Excelente, Warner! —exclamó Holmes, poniéndose en pie de un salto—. Watson, los huecos se van
llenando rápidamente.
En el coche encontramos a una mujer medio desmayada de agotamiento nervioso. En su rostro aguileño y
demacrado se advertían las huellas de alguna tragedia reciente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho,
pero cuando la alzó y dirigió hacia nosotros sus ojos sin brillo, vi que sus pupilas eran simples puntitos
negros en el centro de un amplio iris de color gris. La habían drogado con opio.
—Yo estaba vigilando la puerta, como usted me dijo, señor Holmes —dijo nuestro emisario, el jardinero
despedido—. Cuando salió el carruaje, lo seguí hasta la estación. Ella iba como sonámbula; pero cuando
intentaron subirla al tren, volvió a la vida y se resistió. La metieron en el vagón a la fuerza, pero ella
consiguió salir de nuevo. Entonces yo corrí en su ayuda, la metí en un coche y aquí nos tiene. Jamás
olvidaré la cara de Henderson, mirándome a través de la ventanilla cuando me la llevé. No me quedaría
mucho tiempo de vida si de él dependiera. ¡Ese demonio amarillo y rabioso, con su mirada siniestra!
Llevamos a la señorita a nuestra habitación, la tendimos en el sofá y con un par de tazas de café del más
fuerte conseguimos despejar su cerebro de las nieblas de la droga. Holmes había hecho avisar a Baynes, y
le explicó la situación en pocas palabras.
—Caramba, señor mío, me ha proporcionado usted precisamente la prueba que andaba buscando —dijo el
inspector calurosamente, estrechándole la mano a mi amigo—. Desde un principio he estado siguiendo la
misma pista que usted.
—Le diré, señor Holmes, que, mientras usted se arrastraba sigilosamente entre los arbustos de High
Gable, yo estaba subido a uno de los árboles de la plantación y le veía desde arriba. Sólo era cuestión de
ver quién conseguía la prueba antes.
—Estaba seguro de que Henderson, como él se hace llamar, se daba cuenta de que sospechábamos de él;
y mientras se creyera en peligro, se portaría con absoluta discreción y no daría un paso. Así que detuve a
un falso culpable para hacerle creer que ya no le vigilábamos. Estaba convencido de que entonces
intentaría largarse y eso nos daría una oportunidad de acercarnos a la señorita Burnet.
—He tenido a un agente de paisano vigilando la estación toda la semana. Vayan donde vayan esas gentes
de High Gable, mi hombre no los perderá de vista. Supongo que habrá pasado un mal rato cuando vio que
la señorita Burnet se escapaba; pero, como su hombre se hizo cargo de ella, todo ha terminado bien. Está
claro que sin la declaración de la señorita no podemos detener a nadie, así que cuanto antes obtengamos
esa declaración, mejor.
—Se va recuperando rápidamente —dijo Holmes, echando un vistazo a la institutriz—. Pero dígame,
Baynes, ¿quién es ese Henderson?
—Henderson —respondió el inspector— es, en realidad, don Murillo, conocido en otros tiempos como el
Tigre de San Pedro.
¡El Tigre de San Pedro! La historia completa de aquel hombre pasó como un relámpago por mi cabeza. Se
había hecho famoso como el tirano más depravado y sanguinario que jamás hubiera gobernado un país
con pretensiones de civilizado. Un hombre fuerte, valeroso y enérgico, virtudes que le bastaron para
imponer sus odiosos vicios durante diez o doce años a un pueblo acobardado. Su nombre infundía terror
en toda América Central. Al final, la población se había levantado contra él, pero el tirano era tan astuto
como cruel, y al primer rumor de lo que se avecinaba había hecho cargar en secreto sus riquezas a bordo
de un barco tripulado por leales partidarios suyos. Al día siguiente, los insurgentes sólo pudieron asaltar
un palacio vacío. El dictador, sus dos hijas, su secretario y sus tesoros se les habían escapado. Desde
aquel momento, fue como si Murillo se hubiera desvanecido de la faz de la Tierra, y su posible identidad
era frecuente tema de comentarios en la prensa europea.
—Sí, señor: don Murillo, el Tigre de San Pedro —repitió Baynes—. Si se toma la molestia de consultarlo,
señor Holmes, comprobará que los colores de San Pedro son el verde y el blanco, como se decía en la
nota. Él se hacía llamar Henderson, pero yo le he seguido la pista a su paso por París, Roma, Madrid y
Barcelona, donde llegó su barco en el 86. Desde entonces, le andan buscando para vengarse, pero hasta
ahora no habían podido localizarlo.
—Lo descubrieron hace un año —dijo la señorita Burnet, que se había incorporado y seguía con gran
interés la conversación—. Ya se hizo un atentado contra su vida, pero algún espíritu maligno le protegió. Y
ahora, una vez más, ha sido el noble y caballeroso García quien ha caído, mientras el monstruo escapa
sano y salvo. Pero vendrá otro, y luego otro, hasta que por fin se haga justicia; eso es tan seguro como
que mañana saldrá el sol.
Mientras decía esto, apretaba sus delgadas manos y el odio hacía que su ya demacrado rostro se volviera
aún más pálido.
—¿Pero cómo se vio usted metida en este asunto, señorita Burnet? —preguntó Holmes—. ¿Cómo es
posible que una dama inglesa participe en semejante intriga asesina?
—Me uní a ella porque no había en el mundo otra manera de hacer justicia. ¿Qué le importan a la justicia
inglesa los ríos de sangre que corrieron hace años en San Pedro, o el barco cargado de tesoros que este
hombre robó? Para ustedes, es como si se tratara de crímenes cometidos en otro planeta. Pero nosotros
sabemos qué es eso. Hemos aprendido la verdad a fuerza de dolor y sufrimientos. Para nosotros, no existe
en el infierno un demonio comparable a Juan Murillo, y no existirá paz en la vida mientras sus víctimas
sigan pidiendo venganza.
—No dudo que fuera como usted dice —dijo Holmes—. He oído hablar de sus atrocidades. Pero ¿de qué
manera le afectó a usted?
—Voy a explicárselo todo. La política de este canalla consistía en asesinar, con un pretexto u otro, a
cualquiera que diera señales de poder llegar a convertirse en un rival peligroso. Mi marido…, porque mi
verdadero nombre es señora de Víctor Durando…, mi marido, digo, era embajador de San Pedro en
Londres. Allí me conoció y allí nos casamos. Jamás hubo en el mundo un hombre más noble. Por
desgracia, Murillo oyó hablar de sus cualidades, le hizo llamar con algún pretexto y lo mandó fusilar. Sus
propiedades fueron confiscadas, y yo me quedé en la ruina y con el corazón destrozado.
»Entonces se produjo la caída del tirano, que escapó como ustedes han dicho. Pero todos aquéllos cuyas
vidas había arruinado, cuyos seres más queridos habían sufrido la tortura y la muerte a sus manos, no
estaban dispuestos a dejar así las cosas. Y formaron una sociedad que no se disolvería hasta que hubiera
realizado su tarea. Cuando descubrimos que el déspota derrocado se hacía pasar por este Henderson, a
mí se me encargó unirme a su séquito y mantener a los demás al tanto de sus movimientos. Y lo hice,
consiguiendo que me contratara como institutriz de sus hijas. Poco sospechaba Murillo que la mujer que
se sentaba frente a él en las comidas era la misma a cuyo esposo había mandado al otro mundo sin darle
ni tiempo para prepararse. Yo le sonreía, cumplía mis deberes con sus hijas y aguardaba el momento. Se
llevó a cabo un intento en París, pero fracasó. Estuvimos viajando en zigzag de un lado a otro de Europa,
para despistar a los perseguidores, y por fin regresamos a esta casa, que Murillo había alquilado cuando
llegó a Europa por primera vez.
»Pero también aquí le aguardaban los agentes de la justicia. Sabiendo que tarde o temprano regresaría
aquí, García, que era hijo del anterior presidente de San Pedro, le estaba aguardando junto con dos leales
compañeros de origen más humilde, pero igualmente animados por el mismo afán de venganza. Poco
podía hacerse durante el día, porque Murillo tomaba toda clase de precauciones y nunca salía sin que le
acompañara su satélite Lucas, o López, que es como se llamaba en sus tiempos de grandeza. Sin
embargo, por la noche dormía solo y el vengador podía llegar hasta él. Cierta noche, acordada de
antemano, envié a mi amigo las instrucciones finales, porque Murillo vivía en constante alerta y cambiaba
continuamente de habitación. Yo tenía que encargarme de que las puertas estuvieran abiertas y colocar
una señal en la ventana que da al sendero de entrada, una luz verde o blanca que indicaría si todo iba
bien o si convenía más aplazar el intento.
»Pero todo salió mal. De alguna manera, yo había despertado las sospechas de López, el secretario, que
se me acercó por detrás y saltó sobre mí cuando yo estaba acabando de escribir la nota. Entre él y su jefe
me llevaron a rastras a mi habitación y me declararon culpable de traición. Me habrían apuñalado allí
mismo, pero no se les ocurría ninguna manera de eludir las consecuencias del crimen. Por fin, después de
mucho discutir, llegaron a la conclusión de que asesinarme resultaba demasiado peligroso; pero
decidieron librarse para siempre de García. Me tenían amordazada, y Murillo me retorció el brazo hasta
que le di su dirección. Les aseguro que me habría dejado arrancar el brazo de haber sabido lo que le
aguardaba a García. López escribió la dirección en el sobre, metió dentro la nota que yo había escrito, lo
selló con el gemelo de su camisa, y lo envió por medio de su criado José. No sé cómo lo mataron, pero sí
sé que tuvo que ser Murillo quien lo hizo, porque López se había quedado para vigilarme. Supongo que lo
aguardó escondido entre los tojos que crecen junto al camino y que lo atacó cuando pasaba. Al principio
habían pensado dejarle entrar en la casa y matarlo allí, como si se tratara de un ladrón sorprendido con
las manos en la masa; pero temían que, si se veían mezclados en una investigación, se diera a conocer su
identidad, con lo que quedarían expuestos a nuevos ataques. También pensaban que la muerte de García
podría servir para que cesara la persecución, ya que los otros se asustarían y desistirían de su empeño.
»Y todo les habría salido bien de no haber sido porque yo sabía lo que habían hecho. Estoy convencida de
que hubo momentos en los que mi vida pendió de un hilo. Me tenían encerrada en mi habitación,
aterrorizándome con las amenazas más horribles, torturándome para quebrantar mi espíritu…, miren esta
cuchillada que tengo en el hombro y los cardenales por todos los brazos…, y una vez que traté de pedir
ayuda por la ventana, me amordazaron. Cinco días duró este espantoso encierro, durante los cuales
apenas comí lo suficiente para mantener el alma unida al cuerpo. Esta tarde me trajeron una buena
comida, pero nada más tomarla me di cuenta de que estaba drogada. Recuerdo como en sueños que me
subieron a un coche, al que llegué medio andando, medio en volandas. En el mismo estado me hicieron
subir al tren. Sólo entonces, cuando ya las ruedas casi empezaban a moverse, me di cuenta de pronto de
que tenía la libertad al alcance de la mano. Salté fuera del vagón, ellos intentaron meterme de nuevo y, de
no haber sido por la ayuda de este buen hombre, que me subió al coche, jamás habría logrado escapar.
Ahora, gracias a Dios, estoy fuera de su alcance para siempre.
Todos habíamos escuchado con la mayor atención este extraordinario relato. Fue Holmes el que rompió el
silencio.
—Nuestras dificultades no han terminado —declaró, meneando la cabeza—. Aquí concluye el trabajo de la
policía, pero empieza el de los juristas.
—Exacto —dije yo—. Un abogado competente podría hacerlo pasar por un caso de legítima defensa.
Puede que estos hombres hayan cometido centenares de crímenes, pero sólo se les puede juzgar por éste.
—Vamos, vamos —dijo Baynes en tono animado—. Yo tengo mejor concepto de nuestra justicia. Una cosa
es la legítima defensa, y otra muy diferente tender una emboscada a sangre fría con la intención de
asesinar a un hombre, por muy amenazado que te sientas por él. No, no; ya verán cómo todos quedamos
justificados cuando veamos a los habitantes de High Gable comparecer ante el tribunal de Guilford.
Sin embargo, es del dominio público que aún tendría que transcurrir algún tiempo antes de que el Tigre
de San Pedro recibiera su merecido. En un alarde de astucia, él y su acompañante lograron despistar a su
perseguidor entrando en una casa de huéspedes de Edmonton Street y saliendo por la puerta trasera, que
daba a Curzon Square. Y desde aquel día no se les volvió a ver en Inglaterra. Unos seis meses después, el
marqués de Montalva y su secretario, el señor Rulli, fueron asesinados en sus habitaciones del Hotel
Escorial de Madrid. Se atribuyó el crimen a los nihilistas y jamás se llegó a detener a los asesinos. El
inspector Baynes vino a visitarnos a Baker Street, trayendo una descripción impresa del rostro moreno
del secretario y de las facciones dominantes, los ojos negros y magnéticos y las pobladas cejas de su
señor. No nos cupo duda de que por fin se había hecho justicia, si bien con algún retraso.
—Un caso caótico, querido Watson —dijo Holmes, dando chupadas a su pipa de la tarde—. No le va a ser
posible presentarlo de esa forma compacta que tanto le gusta. Abarca dos continentes, incluye dos grupos
de gentes misteriosas y se complica aún más con la respetabilísima presencia de nuestro amigo Scott
Eccles, cuya inclusión demuestra que el difunto García poseía una mente muy dotada para la intriga y un
instinto de conservación muy desarrollado. Lo único notable ha sido que, en semejante jungla de
posibilidades, nosotros y nuestro digno colaborador, el inspector, hayamos sabido aferramos a lo
fundamental y así hayamos podido seguir todo este tortuoso camino. ¿Hay algún detalle que todavía no
haya quedado claro para usted?
—Yo creo que la explicación está en la extraña criatura de la cocina. Ese hombre era un salvaje primitivo
de las selvas de San Pedro, y aquello era su fetiche. Cuando él y su compañero tuvieron que huir a algún
escondite preparado de antemano, donde, sin duda, vivía otro de sus compinches, el compañero debió de
convencerlo de que abandonara aquel objeto tan comprometedor. Pero el mulato sentía demasiado apego
por su amuleto y al día siguiente se sintió arrastrado a regresar a por él. Sin embargo, al espiar por la
ventana vio que el agente Walters tenía controlada la casa. Esperó tres días más, y su fe o su superstición
le impulsaron a intentarlo de nuevo. El inspector Baynes, que con su astucia habitual había procurado
quitarle importancia al incidente delante de mí, se había percatado ya de su trascendencia y había
tendido una trampa en la que el pobre individuo fue a caer. ¿Alguna otra cosa, Watson?
—El ave despedazada, el cubo de sangre, los huesos chamuscados, todo el misterio de aquella macabra
cocina.
—Me pasé una mañana en el Museo Británico leyendo sobre este tema y algunos otros. Aquí tengo una
cita de la obra de Eckermann El vudú y las religiones africanas:
»Como ve, nuestro amigo el salvaje era un tipo muy ortodoxo en cuestión de rituales. Es grotesco, Watson
—añadió Holmes, cerrando lentamente su cuaderno de notas—, pero, como ya he comentado en más de
una ocasión, de lo grotesco a lo espantoso no hay más que un paso.
EL ÚLTIMO SALUDO DE
SHERLOCK HOLMES
LA AVENTURA DE LOS
PLANOS
DEL BRUCE-PARTINGTON
E n la tercera semana de noviembre del año 1895, una densa niebla amarillenta cayó sobre Londres.
Creo que desde el lunes hasta el jueves no pudimos ni distinguir desde nuestras ventanas de Baker Street
la silueta de las casas de enfrente. El primer día, Holmes se lo pasó poniendo al corriente el índice de su
voluminoso álbum de recortes. El segundo y el tercero los dedicó pacientemente a un tema al que se
había aficionado hacía poco: la música de la Edad Media. Pero el cuarto día, cuando al levantarnos de la
mesa del desayuno volvimos a contemplar el espeso remolino pardusco girando y condensándose en
gotitas grasientas en los cristales de las ventanas, el carácter impaciente y activo de mi compañero ya no
pudo aguantar más aquella monótona existencia. Se puso a pasear incesantemente por nuestro cuarto de
estar, en un frenesí de energía reprimida, mordiéndose las uñas, tamborileando en los muebles y
renegando de la inactividad.
—¿No hay nada interesante en el periódico, Watson? —preguntó. Yo sabía muy bien que, para Holmes,
«interesante» quería decir «crimen misterioso». El periódico traía noticias de una revolución, una posible
guerra y un inminente cambio de gobierno; pero aquellos asuntos no encerraban ningún interés para mi
compañero. En cuanto a delitos, no encontré nada que no fuera vulgar e intrascendente. Holmes
refunfuñó y reanudó sus incesantes paseos.
—No cabe duda: los delincuentes de Londres son unos pelmazos —dijo con la voz lastimera de un cazador
que no ha logrado cobrar ni una pieza—. Mire por esta ventana, Watson. Fíjese en lo borrosas que se ven
las figuras, cómo aparecen por un momento y vuelven a perderse en el banco de niebla. Cualquier ladrón
o asesino podría recorrer Londres en un día así como el tigre recorre la jungla, sin dejarse ver hasta que
ataca, y aun entonces sin que lo vea nadie más que su víctima.
—Este grandioso y sombrío escenario está montado para algo más digno —dijo—. Es una suerte para esta
comunidad que yo no sea un criminal.
—Suponga usted que yo fuera Brooks, o Woodhouse, o cualquiera de los cincuenta hombres que tienen
buenos motivos para liquidarme. ¿Cuánto tiempo podría yo sobrevivir a mi propia persecución? Una
llamada, una falsa cita, y todo habría terminado. Menos mal que no tienen días de niebla en los países
latinos, los países donde hay verdaderos asesinos. ¡Por Júpiter! ¡Por fin llega algo a romper esta mortal
monotonía!
—¿Qué tiene de extraño? Es como si se encontrase usted un tranvía en un camino rural. Mycroft tiene sus
raíles y no se sale de ellos. El apartamento de Pall Mall, el Club Diógenes, Whitehall… Ése es su circuito.
Una vez, y sólo una, ha venido a esta casa. ¿Qué catástrofe le puede haber hecho descarrilar?
—¿No lo explica?
Mycroft
—¿Cadogan West? Ese nombre me suena.
—A mí no me dice nada. Pero eso de que Mycroft se desvíe de su camino de esta manera… es como si un
planeta se saliera de su órbita. Por cierto, ¿sabe usted a qué se dedica Mycroft?
Yo recordaba vagamente la explicación que me había dado en los tiempos de la aventura del intérprete
griego.
—Me dijo usted que desempeñaba un pequeño cargo en algún departamento del Gobierno.
—En aquellos tiempos, yo no le conocía a usted como le conozco ahora. Y hay que ser discreto cuando se
habla de altas cuestiones de Estado. Acierta usted al pensar que trabaja para el Gobierno británico. Y en
cierto sentido, también acertaría si dijese que, de vez en cuando, él es el Gobierno británico.
—¡Pero Holmes!
—Ya me imaginé que eso le sorprendería. Mycroft gana cuatrocientas cincuenta libras al año, sigue
siendo un subalterno, no tiene ambiciones de ninguna clase, no aceptaría ni honores ni títulos, pero sigue
siendo el hombre más indispensable del país.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, ocupa un puesto único, que él mismo se ha creado. Nunca ha existido nada parecido antes, ni
volverá a haberlo. Posee el cerebro más claro y más ordenado del mundo, con la mayor capacidad para
almacenar datos. Las mismas facultades que yo he aplicado a la investigación del crimen, él las dedica a
esta actividad especial suya. Por sus manos pasan las conclusiones de todos los ministerios, y él es la
oficina central de cambio, la cámara de compensación que hace el balance. Todos los demás son
especialistas, pero la especialidad de Mycroft es saberlo todo. Supongamos que un ministro necesita
información sobre un asunto en el que están implicados la Marina, la India, Canadá y el precio relativo
del oro y la plata. Podría pedir informes de cada cuestión por separado a distintos departamentos, pero
sólo Mycroft es capaz de relacionarlos todos y decir a primera vista de qué forma influirá cada factor en
los demás. Empezaron utilizándolo como una especie de atajo, algo que facilitaba las cosas; pero ahora se
ha convertido en indispensable. En ese enorme cerebro suyo todo está clasificado y se puede localizar en
un instante. En incontables ocasiones, una palabra suya ha decidido la política de la nación. Ésa es su
vida. No piensa en otra cosa, excepto cuando, a manera de ejercicio intelectual, relaja la tensión cuando
yo voy a visitarle y le pido consejo acerca de uno de mis pequeños problemas. Pero hoy Júpiter desciende
del Olimpo. ¿Qué diablos puede significar eso? ¿Quién es Cadogan West y qué representa para Mycroft?
—¡Ya lo tengo! —exclamé, zambulléndome en el montón de periódicos que había sobre el sofá—. ¡Sí, sí,
eso es, aquí está! ¡Cadogan West era el joven que encontraron muerto en el Metro el martes por la
mañana!
Holmes se irguió en su asiento, con expresión atenta y la pipa a mitad de camino de la boca.
—Esto tiene que ser grave, Watson. Una muerte capaz de lograr que mi hermano altere sus hábitos no
puede ser una muerte cualquiera. ¿Qué tendrá él que ver con eso? Si mal no recuerdo, era un asunto
completamente vulgar. Al parecer, el joven se cayó del tren y se mató. No le habían robado y no existían
motivos para sospechar que se tratase de un atentado. ¿No es así?
—Ha habido una investigación —dije yo— y han salido a la luz muchos datos nuevos. Si se mira con más
atención, yo diría que se trata de un caso curioso.
—A juzgar por el efecto que ha tenido en mi hermano, no debe de ser curioso, sino absolutamente
extraordinario —volvió a arrellanarse en su butaca—. Bien, Watson, oigamos los datos.
—El tipo se llamaba Arthur Cadogan West. Veintisiete años, soltero y funcionario del arsenal de Woolwich.
—Se marchó de Woolwich súbitamente el lunes por la noche. La última persona que lo vio fue su
prometida, la señorita Violet Westbury, a la que abandonó bruscamente en medio de la niebla a eso de las
siete y media de la noche. No habían discutido y la chica no encuentra explicación para su conducta. Lo
siguiente que se supo de él fue que un peón de ferrocarril apellidado Masón había encontrado su cadáver
a la salida de la estación de Metro de Aldgate.
—El cadáver se encontró a las seis de la mañana del martes. Estaba caído a cierta distancia de los raíles,
a la izquierda de la vía en dirección Este, bastante cerca de la estación, justo donde la vía sale del túnel.
Tenía la cabeza destrozada, una herida que bien pudo deberse a haber caído del tren. Sólo así se explica
que se encontrara su cuerpo en aquel lugar. Si lo hubieran llevado hasta allí desde una calle próxima,
habrían tenido que cruzar las barreras de la estación, donde siempre hay un cobrador de servicio. De esto
parece que están muy seguros.
—Muy bien. El caso es bastante concreto. El hombre, vivo o muerto, se cayó o lo tiraron de un tren. Hasta
ahí lo veo claro. Prosiga.
—Los trenes que corren por la vía junto a la que se encontró el cadáver van de Oeste a Este; algunos son
exclusivamente urbanos y otros vienen de Willesden y otros empalmes de la periferia. Se puede dar por
seguro que el joven encontró la muerte cuando iba viajando en esa dirección a una hora avanzada de la
noche, pero resulta imposible determinar en qué estación subió al tren.
—¡Que no llevaba billete! ¡Caramba, Watson, esto sí que es raro! Según mi experiencia personal, es
imposible llegar a un andén del Metro sin enseñar el billete. Así que debemos suponer que el joven tenía
uno. ¿Se lo quitaron para que no se supiese en qué estación había subido? Es posible. ¿Se le caería en el
vagón? También es posible. Pero el detalle es curioso e interesante. Creo haber oído que no había señales
de robo.
—Al parecer, no. Aquí viene una lista de lo que llevaba encima. En su cartera había dos libras y quince
chelines. Llevaba además un talonario de cheques de la sucursal de Woolwich del Capital and Counties
Bank. Gracias a eso se le ha podido identificar. También tenía dos entradas de entresuelo para el Teatro
Woolwich, con fecha de esa misma noche. Y también un paquetito de documentos técnicos.
—¡Ahí lo tenemos por fin, Watson! Funcionario del Gobierno… Arsenal de Woolwich… Documentos
técnicos… Mi hermano Mycroft. La cadena está completa. Pero, si no me equivoco, aquí llega él en
persona para explicárnoslo.
Un momento después, la figura alta y solemne de Mycroft Holmes penetraba en la habitación. El cuerpo,
macizo y voluminoso, daba una cierta impresión de torpeza física, pero sobre aquella pesada estructura
se alzaba una cabeza de frente tan señorial, de ojos grises tan vivos y penetrantes, de labios tan firmes y
con una gama expresiva tan sutil, que desde la primera mirada se olvidaba uno de la tosquedad del
cuerpo y se fijaba tan sólo en el poderío de la mente.
Siguiéndole los pasos entró nuestro viejo amigo Lestrade, de Scotland Yard, delgado y austero. La
expresión seria de ambos rostros anticipaba una empresa de suma gravedad. El inspector nos estrechó
las manos sin pronunciar palabra. Mycroft Holmes se quitó el abrigo con ciertas dificultades y se dejó
caer en una butaca.
—Un asunto de lo más irritante, Sherlock —dijo—. Me disgusta enormemente alterar mis hábitos, pero los
altos poderes no aceptaban una negativa. Tal como están las cosas en Siam, no conviene nada que yo me
aleje de mi despacho. Pero ésta es una auténtica crisis. Jamás había visto tan alterado al primer ministro.
Y en cuanto al Almirantazgo… está zumbando como una colmena volcada. ¿Has leído las noticias del
caso?
—¡Ahí está la cuestión! Afortunadamente, no se ha divulgado. De haberlo hecho, la Prensa habría armado
un verdadero escándalo. Los papeles que ese desdichado joven llevaba en los bolsillos eran los planos del
submarino Bruce-Partington.
Mycroft Holmes dijo esto con una solemnidad que indicaba bien a las claras la importancia que le
concedía al tema. Su hermano y yo permanecimos a la expectativa.
—Supongo que habrás oído hablar de ello. Creía que todo el mundo lo conocía.
—Sólo de nombre.
—Bueno, pues su importancia no puede ser mayor. Ha sido el secreto más celosamente guardado de todos
los secretos del Gobierno. Puedes creerme cuando te digo que, dentro del radio de acción de un
submarino Bruce-Partington, toda operación de guerra naval resulta imposible. Hace dos años se coló en
los Presupuestos del Estado una elevada suma, que se destinó a la adquisición del monopolio del invento.
No se ha reparado en medios para mantener el secreto. Los planos, que son sumamente complicados,
incluyen unas treinta patentes diferentes, todas ellas imprescindibles para que funcione el conjunto, y se
guardan en una caja fuerte último modelo, en una oficina de seguridad situada junto al arsenal y dotada
de puertas y ventanas a prueba de ladrones. Bajo ninguna circunstancia debían sacarse los planos de esta
oficina. Si el jefe de construcciones de la Marina deseaba verlos, tenía que desplazarse hasta la oficina de
Woolwich. Y sin embargo, nos los encontramos en los bolsillos de un funcionario de segunda que aparece
muerto en el centro de Londres. Desde un punto de vista oficial, es sencillamente espantoso.
—¡No, Sherlock, no! Eso es lo malo. No los hemos recuperado. Se sacaron de Woolwich diez documentos.
Siete de ellos estaban en los bolsillos de Cadogan West, pero los tres más importantes faltaban…, los
habían robado, habían desaparecido… Tienes que dejarlo todo, Sherlock. Olvídate de tus habituales
misterios policiales sin importancia. ¿Por qué se llevó Cadogan West los documentos, dónde están los que
faltan, cómo llegó su cuerpo al lugar donde lo encontramos, cómo se puede enderezar este entuerto?
Encuentra la respuesta a todas estas preguntas, y habrás prestado un gran servicio a tu país.
—¿Por qué no lo resuelves tú mismo, Mycroft? Tú tienes tan buena vista como yo.
—Es posible, Sherlock. Pero la cuestión es reunir datos. Dame los datos y yo, sin moverme de mi sillón, te
daré una excelente opinión de experto. Pero eso de ir corriendo de aquí para allá, interrogando a guardas
del ferrocarril y arrastrándome por los suelos con una lupa delante de los ojos, no es para mí. No, tú eres
el único que puede aclarar el asunto. Si te apetece ver tu nombre en la próxima lista de honores…
—Yo juego por puro amor al juego —dijo—. Pero, desde luego, el problema presenta ciertos detalles de
interés, y tendré mucho gusto en echarle un vistazo. Más datos, por favor.
—He apuntado los más esenciales en esta hoja de papel, junto con unas cuantas direcciones que pueden
resultarte útiles. El custodio oficial de los planos es el famoso experto del Gobierno Sir James Walter,
cuyas condecoraciones y títulos llenan dos líneas de un libro de consulta. Le han salido canas trabajando
para el Estado, es un caballero, bien recibido en las casas más importantes y, sobre todo, es un hombre
cuyo patriotismo está por encima de toda sospecha. Es una de las dos personas que tienen una llave de la
caja fuerte. Puedo añadir que estamos seguros de que los papeles estaban aún en la oficina durante las
horas de trabajo del lunes, y que Sir James se marchó a Londres a eso de las tres, llevándose la llave.
Durante toda la tarde en la que ocurrió el incidente, estuvo en Barclay Square, en casa del almirante
Sinclair.
—El delineante oficial, Sidney Johnson. Es un hombre de cuarenta años, casado, con cinco hijos. Un tipo
callado y huraño, pero que, en conjunto, posee un excelente historial en el servicio civil. No cae bien a sus
compañeros, pero es muy trabajador. Según su propia declaración, corroborada sólo por la palabra de su
esposa, estuvo en su casa toda la tarde del lunes, desde que salió del trabajo, y su llave no se separó ni
por un instante de la cadena de reloj en la que está colgada.
—Háblanos de Cadogan West.
—Llevaba diez años en el servicio civil, y había hecho un buen trabajo. Tenía reputación de hombre
exaltado e impetuoso, pero también recto y honrado. Era el subordinado inmediato a Sidney Johnson. Su
tarea le ponía en contacto diario con los planos. Nadie más los manejaba.
—Bien, está perfectamente claro quién se los llevó, puesto que se encontraron en la persona de este
funcionario subalterno, Cadogan West. Eso parece definitivo, ¿no?
—En efecto, Sherlock; y sin embargo, deja mucho sin explicar. En primer lugar, ¿para qué se los llevó?
—Podría haber sacado varios miles de libras por ellos con toda facilidad.
—¿Se te ocurre algún otro motivo para llevarse los planos de Londres, aparte de para venderlos?
—Entonces, podemos tomar eso como hipótesis de trabajo. El joven West se llevó los planos. Ahora bien,
sólo pudo hacerlo con una llave falsa.
—Varias llaves falsas. Tenía que abrir también la puerta de la calle y la de la oficina.
—Muy bien, entonces tenía varias llaves falsas. Se llevó los planos a Londres para vender el secreto, sin
duda con la intención de devolverlos a la caja fuerte a la mañana siguiente, antes de que nadie los echase
en falta. Y mientras se encontraba en Londres cometiendo su traición, encontró la muerte.
—¿Cómo?
—Supongamos que regresaba a Woolwich cuando lo mataron y arrojaron su cuerpo del tren.
—Aldgate, donde se encontró el cadáver, está mucho más allá de la estación de London Bridge, donde
habría tenido que transbordar para llegar a Woolwich.
—Se pueden imaginar muchas circunstancias que le hicieran seguir más allá de London Bridge. Por
ejemplo, podía ir manteniendo una conversación absorbente con alguna otra persona. Esta conversación
degeneró en violencia, y acabó costándole la vida. Es posible que intentara escapar del vagón, y que al
hacerlo se cayera a las vías y se matara. El otro cerró la puerta y ya está. Había una niebla tremenda y
nadie pudo ver nada.
—Con lo que sabemos por ahora, no se me ocurre una explicación mejor; sin embargo, Sherlock,
considera todo lo que has pasado por alto. Supongamos, sólo por suponer, que el joven Cadogan West
hubiera decidido llevar los planos a Londres. Lo lógico es que hubiera concertado una cita con el agente
extranjero y que no se comprometiera para ninguna otra cosa aquella noche. En lugar de eso, sacó dos
entradas para el teatro, se hizo acompañar por su novia hasta la mitad del camino, y de repente
desapareció.
—Un truco para despistar —dijo Lestrade, que había estado siguiendo la conversación con cierta
impaciencia.
—Pues es un truco muy raro. Ésa es la objeción número uno. Objeción número dos: supongamos que llega
a Londres y se encuentra con el agente extranjero. Tiene que devolver los documentos a la mañana
siguiente, o se descubriría su falta. Se llevó diez. Sólo se encontraron siete en su bolsillo. ¿Qué sucedió
con los otros tres? Es indudable que no se habría desprendido de ellos por su propia voluntad. Y otra
cosa: ¿dónde está el pago de su traición? Lo natural sería haber encontrado en sus bolsillos una
importante suma de dinero.
—Yo lo veo perfectamente claro —intervino Lestrade—. No tengo ninguna duda de lo que ocurrió. Se llevó
los planos para venderlos. Se encontró con el agente. No se pusieron de acuerdo en el precio. Se volvió a
casa, pero el agente le siguió. En el tren, el agente le asesinó, se apoderó de los documentos más
importantes y arrojó el cuerpo a las vías. Eso lo explicaría todo, ¿no creen?
—El billete habría indicado la estación más próxima al domicilio del agente, así que éste se lo quitó a la
víctima del bolsillo.
—Muy bien, Lestrade, muy bien —dijo Holmes—. Su teoría se sostiene. Pero, si es cierta, se puede dar el
caso por terminado. Por una parte, el traidor ha muerto. Por otra, los planos del submarino Bruce-
Partington deben de estar ya en el continente. ¿Qué nos queda por hacer?
—¡Actuar, Sherlock, actuar! —exclamó Mycroft, poniéndose en pie de un salto—. ¡Todos mis instintos se
rebelan contra esta explicación! ¡Utiliza tus poderes! ¡Examina la escena del crimen! ¡Habla con las
personas relacionadas con el caso! ¡No dejes piedra sin levantar! Jamás en toda tu carrera tuviste una
oportunidad semejante de servir a tu país.
—Bien, bien —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—. Vamos, Watson. Y usted, Lestrade, ¿podría
hacernos el favor de acompañarnos durante una hora o dos? Comenzaremos nuestra investigación con
una visita a la estación de Aldgate. Adiós, Mycroft. Te haré llegar un informe antes de la noche, pero te
advierto de antemano que no esperes demasiado.
Una hora más tarde, Holmes, Lestrade y yo nos encontrábamos en la vía del Metro, en el punto donde
esta sale del túnel que conduce a la estación de Aldgate. Un anciano caballero, muy cortés y de rostro
colorado, representaba a la compañía del ferrocarril.
—Ahí es donde se encontró el cadáver del joven —dijo, señalando un punto situado aproximadamente a un
metro de la vía—. No pudo caer desde arriba, porque, como ven, son todo paredes lisas. Por lo tanto, sólo
pudo caer de un tren, y ese tren, hasta donde nos ha sido posible precisarlo, debió de pasar por aquí
hacia la medianoche del lunes.
—Ninguna.
—Esta mañana hemos obtenido algunos datos nuevos —dijo Lestrade—. Un pasajero que pasó por Aldgate
en un tren metropolitano normal, a eso de las 11,40 de la noche del lunes, ha declarado que oyó un golpe
fuerte, como el de un cuerpo al caer a la vía, justo antes de que el tren llegara a la estación. Sin embargo,
había una niebla muy espesa y no pudo ver nada. No dijo nada en un primer momento, pero…, pero ¿qué
le pasa al señor Holmes?
Mi amigo se había quedado inmóvil, con una expresión de tremenda tensión en el rostro, mirando
fijamente el punto donde las vías hacían una curva al salir del túnel. Aldgate es una estación de empalme,
y había toda una red de agujas. Los ojos penetrantes de Holmes estaban fijos en ellas, y en su rostro
inquisitivo y alerta pude advertir esa apretura de los labios, ese temblor de las ventanas de la nariz, y esa
concentración de las pobladas cejas, que yo conocía tan bien.
—Y además, una curva. Agujas y una curva. ¡Por Júpiter! ¡Si sólo fuera eso!
—Una idea…, un indicio, nada más. Pero, desde luego, el caso se va poniendo cada vez más interesante.
Sería algo único, completamente único… y sin embargo, ¿por qué no? No veo ninguna señal de sangre en
las vías.
—Prácticamente, no había.
—Sin embargo, sería de esperar que hubiera un poco de sangre. ¿Sería posible examinar el tren donde
viajaba el pasajero que oyó el ruido de una caída en la niebla?
—Me temo que no, señor Holmes. El tren habrá sido ya desmontado, y los vagones redistribuidos.
—Puedo asegurarle, señor Holmes, que todos los vagones fueron cuidadosamente inspeccionados —dijo
Lestrade—. Yo mismo me encargué de ello.
Una de las debilidades más aparentes de mi amigo era su impaciencia con inteligencias menos agudas
que la suya.
—Es muy probable —dijo, dando media vuelta—, pero resulta que lo que yo quería examinar no eran los
vagones. Bien, Watson, aquí no nos queda nada por hacer. Ya no es preciso que le molestemos más, señor
Lestrade. Creo que tendremos que proseguir nuestra investigación en Woolwich.
En London Bridge, Holmes escribió un telegrama a su hermano y me lo enseñó antes de enviarlo. Decía lo
siguiente:
Veo algo de luz en la oscuridad, pero es posible que se apague. Mientras tanto, haz el
favor de enviarme un mensajero, que me aguarde en Baker Street, con una lista
completa de todos los espías extranjeros o agentes internacionales que sepas que
están en Inglaterra, con sus direcciones completas.
Sherlock
—Esto puede sernos útil, Watson —comentó mientras ocupábamos nuestros asientos en el tren de
Woolwich—. Desde luego, estamos en deuda con Mycroft por habernos introducido en lo que promete ser
un caso verdaderamente notable.
Su rostro ansioso seguía presentando aquella expresión de intensa energía, que me indicaba que alguna
nueva y sugerente circunstancia había abierto una vía mental estimulante. Piense el lector en un perro de
caza holgazaneando en las perreras, con las orejas caídas y la cola fláccida, y compárelo con el mismo
perro cuando sigue un rastro reciente, con los ojos llameantes y los músculos en tensión. Aquel mismo
cambio había experimentado Holmes desde la mañana. Era un hombre completamente diferente de la
lánguida e indolente figura con batín pardo que, pocas horas antes, daba incansables paseos por la
habitación rodeada de niebla.
—Aquí hay material. Aquí hay posibilidades —dijo—. Qué torpe he sido al no darme cuenta de las
posibilidades.
—El final yo también lo veo oscuro, pero ya he dado con una idea que puede llevarnos muy lejos. El
hombre murió en alguna otra parte, y su cuerpo iba en el techo del vagón.
—¿En el techo?
—Parece raro, ¿verdad? Pero considere los hechos. ¿Es una coincidencia que se encontrara el cadáver
precisamente en el punto donde el tren salta y se balancea al tomar la curva y pasar por las agujas? ¿No
es justo ahí donde podría esperarse que cayera un objeto posado en el techo de un vagón? Las agujas no
habrían afectado a ningún objeto que fuera dentro del vagón. O bien el cadáver cayó del techo, o se
produjo una coincidencia muy curiosa. Pero ahora, considere la cuestión de la sangre. Por supuesto, si el
cuerpo hubiera sangrado en otra parte, no habría sangre en la vía. Cada uno de estos hechos es
sugerente por sí solo. Pero juntos adquieren una fuerza acumulativa.
—Pero, aun suponiendo que ocurriera así, nos encontramos tan lejos de desentrañar el misterio de su
muerte como antes. De hecho, la cosa no se simplifica, sino que se complica aún más.
Volvió a sumirse en una ensoñación silenciosa, que duró hasta que el tren se detuvo por fin en la estación
de Woolwich. Allí llamó un coche de alquiler y sacó del bolsillo el papel que le había dado Mycroft.
—Contamos con una buena ronda de visitas para esta tarde —dijo—. Creo que Sir James Walter es el
primero que reclama nuestra atención.
La casa del famoso funcionario era una hermosa mansión con verdes praderas de césped que se
extendían hasta el Támesis. Cuando nos acercábamos a ella, la niebla empezaba a levantarse, dejando
penetrar una tenue y diluida luz solar. Un mayordomo atendió nuestra llamada.
—¿Sir James, señor? —dijo con expresión solemne—. Sir James falleció esta mañana.
—Tal vez quiera usted entrar, señor, y hablar con su hermano, el coronel Valentine.
Nos hicieron pasar a una sala de estar mal iluminada, a la que acudió al instante un caballero de unos
cincuenta años, muy alto, de rostro atractivo y barba rubia, hermano menor del científico fallecido. Su
mirada perdida, sus mejillas descoloridas y su cabello revuelto daban testimonio del terrible golpe que se
había abatido sobre la familia. Al hablar, apenas podía articular las palabras.
—Ha sido este horrible escándalo —dijo—. Mi hermano, Sir James, era muy sensible en lo que afectaba a
su honor, y no ha podido sobrevivir a este asunto. Le rompió el corazón. Se sentía tan orgulloso de la
eficiencia de su departamento que esto ha representado para él un golpe mortal.
—Teníamos la esperanza de que pudiera habernos dado algún dato que nos ayudara a esclarecer el
asunto.
—Les aseguro que todo esto le parecía tan misterioso como les parece a ustedes, y a todos nosotros. Ya
había puesto todos sus conocimientos a disposición de la policía. Naturalmente, no dudaba de que
Cadogan West fuera culpable, pero todo lo demás le resultaba inconcebible.
—¿No puede usted decirnos nada que arroje alguna luz sobre el asunto?
—Yo no sé nada más que lo que he leído u oído. No pretendo ser descortés, pero ya comprenderá usted,
señor Holmes, que por el momento nos encontramos muy trastornados, y debo pedirle que abrevie esta
entrevista.
—Con esto sí que no contaba —dijo mi amigo cuando volvimos al coche—. Me pregunto si murió de
muerte natural o si el pobre diablo se suicidó. Y en este último caso, ¿podría interpretarse el suicidio
como un castigo que él mismo se impuso por haber faltado a su deber? Tendremos que dejar esta cuestión
para más adelante. Y ahora, vamos a ver a la familia de Cadogan West.
La desconsolada madre residía en una casa pequeña pero bien cuidada, a las afueras de la población. La
pobre anciana estaba demasiado aturdida por el dolor como para sernos de ninguna utilidad, pero a su
lado había una joven pálida que se presentó como Violet Westbury, la prometida del muerto y la última
persona que lo vio aquella fatídica noche.
—No consigo explicármelo, señor Holmes —dijo—. No he pegado ojo desde que ocurrió la tragedia,
pensando, pensando y pensando noche y día en cuál puede ser el verdadero significado de todo esto.
Arthur era el hombre más sincero, más caballeroso y más patriota del mundo. Se habría cortado la mano
derecha antes que vender un secreto de Estado confiado a su cuidado. Es absurdo, imposible,
disparatado; se lo dirá cualquiera que le conociera.
—No; sus necesidades eran muy sencillas y su sueldo más que suficiente. Tenía ahorrados unos cientos de
libras y nos íbamos a casar en Año Nuevo.
—¿No dio señales de nerviosismo? Vamos, señorita Westbury, sea absolutamente sincera con nosotros.
—Sí —dijo por fin—. Me daba la sensación de que algo le tenía preocupado.
—Sólo durante la última semana. Se le veía pensativo y preocupado. Una vez le pregunté qué le pasaba y
acabó reconociendo que ocurría algo, y que estaba relacionado con su trabajo. «Es demasiado grave y no
puedo hablar de ello, ni siquiera contigo», me dijo. Y no pude sacarle más.
—Siga, señorita Westbury. Siga, aunque le parezca que lo está perjudicando. No podemos saber adonde
nos puede llevar esto.
—La verdad es que no tengo nada más que decir. En una o dos ocasiones me pareció que estaba a punto
de decirme algo. Una noche me habló de la importancia del secreto, y recuerdo vagamente que comentó
que los espías extranjeros pagarían fuertes sumas por él.
—¿Algo más?
—Me dijo que éramos muy negligentes en ese aspecto…, que a un traidor le resultaría fácil hacerse con
los planos.
—Íbamos a ir al teatro. Había una niebla tan espesa que los coches no podían circular, así que fuimos
andando y pasamos cerca de la oficina. Y de pronto, se lanzó como una flecha y se perdió en la niebla.
—Soltó una exclamación y eso fue todo. Me quedé esperando, pero no regresó. Al final, me volví a casa. A
la mañana siguiente, después de abrir la oficina, vinieron a preguntar por él. A eso de las doce, nos
enteramos de la horrible noticia. ¡Oh, señor Holmes, si usted pudiera salvar su honor, nada más que eso!
¡Significaba tanto para él!
—Vamos, Watson —dijo—. Nos queda mucho que hacer. Nuestra siguiente parada será la oficina donde se
robaron los planos.
—Las cosas ya estaban bastante feas para este joven, pero nuestras investigaciones las han puesto peor
—comentó mientras el coche echaba a rodar—. Su inminente boda proporciona un móvil para el delito.
Como es natural, necesitaba dinero. La idea le rondaba por la cabeza, como demuestra el que hablara del
asunto. Estuvo a punto de convertir a la chica en cómplice de su traición al revelarle sus planes. Un
asunto muy feo.
—Pero, Holmes, ¿no cree que eso no cuadra con su carácter? Y por otra parte, ¿qué es eso de dejar
plantada a la chica en mitad de la calle y salir disparado a cometer un delito?
—Exacto. Son objeciones muy válidas. Pero se enfrentan a una evidencia formidable.
El señor Sidney Johnson, funcionario jefe, nos recibió en la oficina, acogiéndonos con el habitual respeto
que la tarjeta de Holmes imponía invariablemente. Era un hombre delgado y maduro, con gafas, y de
modales ásperos; la tensión nerviosa a la que estaba sometido le tenía macilento, ojeroso y con las manos
temblorosas.
—¡Es terrible, señor Holmes, terrible! ¿Se ha enterado usted de la muerte del jefe?
—Todo está hecho un desastre. El jefe muerto, Cadogan West muerto, los documentos robados. Y sin
embargo, cuando cerramos las puertas el lunes por la tarde, ésta era una oficina tan eficiente como la
que más. ¡Dios mío, Dios mío, es espantoso pensar en ello! ¡Pensar que West, precisamente él, haya hecho
una cosa semejante!
—No veo otra explicación posible. Y sin embargo, yo confiaba tanto en él como en mí mismo.
—A las cinco.
—Sí que lo hay, pero también tiene que vigilar otros departamentos. Es un veterano del ejército, y hombre
de absoluta confianza. No vio nada. Claro que la niebla era muy espesa esa noche.
—Supongamos que Cadogan West deseara penetrar en el edificio después del cierre. Habría necesitado
tres llaves para llegar hasta los planos, ¿no es así?
—Pues sí. La llave de la puerta de la calle, la de la oficina y la de la caja fuerte.
—¿Y sólo Sir James Walter y usted tenían copia de esas llaves?
—Yo diría que sí. Por lo que yo sé, guardaba esas tres llaves en el mismo llavero. Las he visto muchas
veces.
—Eso decía.
—Nunca.
—En tal caso, West, si es que fue él el culpable, tenía que poseer una copia. Y sin embargo, no se
encontró ninguna en el cadáver. Y otra cosa más: si algún funcionario de esta oficina quisiera vender los
planos, ¿no le resultaría mucho más sencillo copiarlos él mismo, en lugar de llevarse los originales, que es
lo que hicieron?
—Se habrían necesitado amplios conocimientos técnicos para copiar los planos correctamente.
—Pero supongo que tanto Sir James, como usted, como West, poseían dichos conocimientos técnicos.
—No le digo que no, pero le ruego que no trate de involucrarme en el asunto, señor Holmes. ¿Qué sentido
tiene que sigamos con estas especulaciones, cuando lo cierto es que se encontraron los planos originales
en poder de West?
—Bueno, es que resulta verdaderamente extraño que corriera el riesgo de llevarse los originales, cuando
podía haber hecho copias, que le habrían servido igual y no habrían representado ningún peligro.
—Todas las averiguaciones que vamos haciendo en este caso revelan algo inexplicable. Vamos a ver:
todavía faltan tres documentos. Y tengo entendido que son los más importantes.
—¿Quiere usted decir que cualquiera que posea esos tres planos, aun sin los siete restantes, podría
construir un submarino Bruce-Partington?
—Ya presenté un informe al Almirantazgo en ese sentido. Pero hoy he estado repasando de nuevo los
planos, y ya no estoy tan seguro. Las válvulas dobles con ranuras de ajuste automático están en uno de
los planos que nos han sido devueltos. Y a menos que los extranjeros hayan inventado lo mismo por su
cuenta, no les sería posible construir el submarino. Aunque, claro, no tardarían mucho en resolver esa
dificultad.
—¿Pero los tres planos desaparecidos siguen siendo los más importantes?
—Sin duda alguna.
—Con su permiso, creo que voy a echar un vistazo por las oficinas. Me parece que ya no tengo que
hacerle ninguna pregunta más.
Holmes examinó la cerradura de la caja fuerte, la puerta de la oficina y, por último, los postigos de hierro
de la ventana. Pero no dio muestras de especial interés hasta que salimos al césped del jardín. Junto a la
ventana había un arbusto de laurel, y varias de sus ramas presentaban señales de haber sido dobladas o
partidas. Holmes las examinó cuidadosamente con su lupa, y lo mismo hizo con algunas huellas borrosas
y confusas que se veían en la tierra. Por último, pidió al funcionario que cerrara los postigos de hierro y
me hizo notar que no llegaban a juntarse en el centro, por lo que cualquiera podría ver desde fuera lo que
ocurría en la habitación.
—Todas las huellas se han echado a perder con este retraso de tres días. Puede que significaran algo o
puede que no. Bien, Watson, no creo que Woolwich dé más de sí. Poca cosecha hemos recogido. Veamos si
se nos da mejor en Londres.
Sin embargo, todavía añadimos una gavilla más a nuestra cosecha antes de dejar la estación de Woolwich.
El empleado de la taquilla declaró muy convencido que había visto a Cadogan West —a quien conocía bien
de vista— el lunes por la noche, y que había partido hacia Londres en el tren de las 8,15 con destino a
London Bridge. Iba solo, y sacó un billete de tercera clase. Al taquillero le había llamado la atención su
actitud nerviosa y excitada. Temblaba de tal manera que no conseguía recoger el cambio, y el taquillero
había tenido que ayudarle. Una consulta al horario de trenes reveló que el de las 8,15 era el primer tren
que West pudo haber tomado después de dejar plantada a su novia a eso de las siete y media.
—Reconstruyamos los hechos, Watson —dijo Holmes, tras media hora de silencio—. No creo que en todas
las investigaciones que hemos llevado a cabo juntos nos hayamos encontrado nunca con un caso más
difícil de penetrar. A cada paso que avanzamos nos encontramos con un obstáculo nuevo. Y sin embargo,
no cabe duda de que hemos hecho un progreso apreciable.
»En líneas generales, los resultados de nuestras averiguaciones en Woolwich apuntan contra el joven
Cadogan West; pero las huellas de la ventana podrían prestarse a una hipótesis más favorable.
Supongamos, por ejemplo, que le hubiese abordado algún agente extranjero. El acercamiento podría
haberse producido en circunstancias tales que le impidieran hablar del asunto, pero aun así pudo
afectarle lo suficiente como para hacer los comentarios que le hizo a su novia. Muy bien. Supongamos
ahora que, cuando iba al teatro con la chica, vio de repente a este mismo agente dirigiéndose hacia la
oficina. Era un hombre impetuoso y de decisiones rápidas. Su deber estaba por encima de todo. Siguió al
hombre, llegó a la ventana, presenció el robo de los documentos y persiguió al ladrón. Esto resolvería la
objeción de que nadie se llevaría los originales pudiendo hacer copias. Si el ladrón venía de fuera, no
tenía más remedio que llevarse los originales. Hasta ahora, todo encaja.
—A continuación, empiezan las dificultades. Lo lógico sería pensar que, en semejante situación, lo
primero que haría el joven Cadogan West sería agarrar al ladrón y dar la alarma. ¿Por qué no lo hizo?
¿Cabe la posibilidad de que quien se llevó los papeles fuera un funcionario de rango superior? Eso
explicaría la conducta de West. ¿O tal vez el jefe le dio esquinazo en la niebla y West se dirigió
inmediatamente a Londres, con la intención de llegar antes que él a su casa, eso suponiendo que supiera
dónde estaba la casa del jefe? La situación debió de ser muy apremiante, en vista de cómo dejó a su novia
plantada en medio de la niebla, sin hacer luego ningún intento de comunicarse con ella. Aquí se enfría el
rastro, y queda un enorme vacío entre cualquiera de estas hipótesis y la colocación del cadáver de West,
con siete planos en su bolsillo, sobre el techo de un tren del Metro. Mi instinto me dice que empecemos a
trabajar por el otro extremo. Si Mycroft nos ha proporcionado la lista de direcciones, quizá logremos
localizar a nuestro hombre y podamos seguir dos pistas, en lugar de una.
Efectivamente, en Baker Street nos esperaba una carta. Un mensajero del Gobierno la había traído con
toda urgencia. Holmes le echó un vistazo y me la pasó.
Hay mucha gente de poca monta, y sólo unos pocos son capaces de manejar un asunto
tan gordo. Los únicos que vale la pena considerar son: Adolph Meyer, 13 Great George
Street, Westminster; Louis La Rothière, Campden Mansions, Notting Hill; y Hugo
Oberstein, 13 Caulfield Gardens, Kensington. Sabemos que este último estaba en
Londres el lunes, y ahora parece que se ha largado. Me alegro de saber que ves algo
de luz. El Consejo de Ministros aguarda tu informe definitivo con la máxima ansiedad.
Han llegado llamamientos apremiantes de las más altas esferas. En caso necesario,
puedes contar con el respaldo de todas las fuerzas del Estado.
Mycroft
—Me temo —dijo Holmes sonriendo— que ni todos los caballos y todos los hombres de la Reina nos
servirán de nada en este asunto —había desplegado su gran mapa de Londres y lo estudiaba
ansiosamente. De pronto, soltó una exclamación de satisfacción—: Vaya, vaya, parece que por fin las
cosas empiezan a marchar en buena dirección. Sí, Watson, creo sinceramente que, después de todo,
vamos a salirnos con la nuestra —me dio una palmada en el hombro con un súbito ataque de hilaridad—.
Voy a salir. Se trata de un simple reconocimiento. No haría nada importante sin tener a mi lado a mi fiel
camarada y biógrafo. Quédese aquí, y lo más probable es que volvamos a vernos dentro de una o dos
horas. Si se aburre, coja papel y pluma y empiece a escribir el relato de cómo salvé al Estado.
Sentí que parte de su optimismo se me contagiaba, porque sabía muy bien que Holmes no se apartaría
tan radicalmente de su habitual austeridad de conducta a menos que tuviera buenas razones para
mostrarse jubiloso. Estuve aguardando su regreso toda la larga tarde de noviembre, consumido de
impaciencia. Por fin, poco después de las nueve, llegó un mensajero con una nota:
S. H.
Era un bonito instrumental para que lo llevara un ciudadano respetable por las calles envueltas en la
niebla. Lo disimulé lo mejor que pude bajo mi abrigo y me hice conducir directamente a la dirección
indicada. Allí encontré a mi amigo, sentado ante una mesita redonda, cerca de la puerta del chillón
restaurante italiano.
—¿Ha comido algo? Pues tómese conmigo un café y un curasao. Y pruebe uno de los cigarros de la casa.
No son tan venenosos como se podría pensar. ¿Ha traído las herramientas?
—Excelente. Permítame que le haga un breve resumen de lo que he hecho y le dé algunas indicaciones de
lo que vamos a hacer. A estas alturas, Watson, supongo que le resultará evidente que el cadáver de ese
joven fue colocado sobre el techo del tren. Eso quedó claro desde el momento en que demostré que tenía
que haber caído del techo, y no del interior de un vagón.
—Yo diría que eso es imposible. Si examina usted los techos de los vagones, verá que son ligeramente
redondeados y sin ningún tipo de barandilla en los bordes. Así pues, podemos dar por seguro que el joven
Cadogan West fue colocado en el techo.
—Ésa es la cuestión que teníamos que resolver. Sólo existe una manera posible. Ya sabe usted que el
Metro sale de los túneles en algunas partes del West End. Recuerdo vagamente que en algunos trayectos
he visto ventanas justo por encima de mi cabeza. Ahora bien, suponga que un tren se detiene bajo una de
esas ventanas. ¿Qué dificultad habría para colocar un cadáver sobre el techo?
—Una vez más, debemos recurrir al viejo axioma de que, cuando todas las demás posibilidades fallan, la
que queda, por muy improbable que parezca, tiene que ser verdadera. Y aquí todas las demás
posibilidades han fallado. Cuando descubrí que ese importante agente internacional, que precisamente
acaba de marcharse de Londres, vivía en una de las casas que dan a la vía, sentí tal alegría que usted se
quedó un poco sorprendido por mi súbita frivolidad.
—Oh, así que fue eso.
—Sí, eso fue. El señor Hugo Oberstein, con domicilio en el número 13 de Caulfield Gardens, se había
convertido en mi objetivo. Inicié mis operaciones en la estación de Gloucester Road, donde un empleado
muy servicial me acompañó en un recorrido por la vía y me permitió comprobar no sólo que las ventanas
traseras de Caulfield Gardens dan a la vía, sino un detalle aún más importante: que, debido a un cruce
con una línea ferroviaria interurbana, los trenes del Metro tienen que detenerse allí con frecuencia
durante unos minutos.
—Calma, Watson, calma. Vamos avanzando, pero la meta aún está lejos. Bien, después de haber visto la
parte posterior de Caulfield Gardens, examiné la parte anterior, y comprobé que, efectivamente, el pájaro
había volado. La casa es bastante grande y, por lo que pude apreciar, las habitaciones del piso alto están
sin amueblar. Oberstein vivía allí con un criado, que probablemente era un cómplice de toda su confianza.
Debemos tener presente que Oberstein ha ido al continente para poner en venta su botín, pero no con la
intención de escapar, ya que no tiene motivos para temer que le detengan; y desde luego, jamás se le
pasaría por la cabeza la idea de que un aficionado pudiera hacer una visita a su domicilio. Sin embargo,
eso es precisamente lo que vamos a hacer.
—Tiene usted razón, Holmes. No nos queda más remedio que ir.
—Sabía que no se acobardaría en el último momento —dijo, y por un instante vi algo en sus ojos que fue
lo más parecido a la ternura que jamás he visto en ellos. Al instante siguiente, había vuelto a ser la
persona dominante y práctica de siempre.
—Hay casi una milla de camino, pero no tenemos prisa. Podemos ir andando —dijo—. Procure que no se le
caigan las herramientas, por favor. Sería una complicación de lo más lamentable que lo detuvieran como
elemento sospechoso.
Caulfield Gardens era una de esas calles formadas por hileras de casas de fachada plana, con pórticos y
columnas, que constituyen uno de los productos más destacados del periodo Victoriano medio en el West
End de Londres. En la casa de al lado parecía que hubiese una fiesta de niños, porque el alegre clamor de
voces juveniles y el estruendo de un piano llenaban el aire de la noche. La niebla seguía envolviéndolo
todo y nos cubría con su manto protector. Holmes había encendido su linterna e iluminaba con ella la
maciza puerta.
—No es asunto fácil —dijo—. No sólo está cerrada con llave, sino que además tiene echado el cerrojo.
Quizás nos vaya mejor en la entrada del sótano. Hay un arco excelente para esconderse si a algún policía
demasiado puntilloso le diera por entrometerse. Écheme una mano, Watson, y yo se la echaré a usted.
Un instante después nos encontrábamos en la entrada del sótano. Apenas habíamos llegado a la parte
oscura cuando oímos los pasos de un policía en la niebla. Cuando su pausado ritmo se perdió en la
distancia, Holmes se puso a trabajar en la puerta. Lo vi inclinarse y hacer fuerza hasta que la puerta se
abrió con un chasquido seco. Nos introdujimos de un salto en el oscuro pasillo, cerrando la puerta a
nuestras espaldas.
Holmes abrió la marcha por la escalera sin alfombrar. El pequeño abanico de luz amarillenta de su
linterna iluminó una ventana baja.
Abrió la ventana, y al hacerlo oímos un rumor sordo y áspero, que fue aumentando de volumen hasta
convertirse en el estruendoso rugido de un tren que pasaba en la oscuridad. Holmes paseó la luz de su
linterna por el alféizar de la ventana. Estaba cubierto por una espesa capa de hollín de las locomotoras
que pasaban, pero la negra superficie estaba como frotada en algunos lugares.
—¿Ve usted dónde apoyaron el cadáver? ¡Caramba, Watson! ¿Qué es esto? No cabe duda de que es una
mancha de sangre —estaba señalando una ligera manchita de color en el marco de madera de la ventana
—. Aquí hay otra, en la piedra de la escalera. Comprobación terminada. Aguardemos aquí hasta que se
pare un tren.
No tuvimos que esperar mucho. El siguiente tren salió rugiendo del túnel, como el anterior, pero empezó
a aminorar la marcha en cuanto estuvo al aire libre, y por fin, con un rechinar de frenos, se detuvo justo
debajo de nosotros. No habría ni un metro de distancia desde el alféizar de la ventana al techo del vagón
más próximo. Holmes cerró con suavidad la ventana.
—En eso no puedo estar de acuerdo con usted. Desde el momento en que se me ocurrió la idea del
cadáver depositado en el techo del vagón, que desde luego no es tan desorbitada, todo lo demás resultaba
inevitable. Si no fuera por los grandes intereses que están en juego, el asunto hasta ahora sería
insignificante. Lo más difícil viene a continuación. Pero quizá aquí encontremos algo que nos sirva de
ayuda.
Subimos por la escalera de la cocina y entramos en las habitaciones del primer piso. Una de ellas era un
comedor, amueblado en estilo muy austero, que no contenía nada de interés. La segunda era un
dormitorio, que tampoco nos dijo nada. La última habitación parecía más prometedora, y mi compañero
se enfrascó en un examen sistemático. La habitación estaba repleta de libros y papeles, y resultaba
evidente que se utilizaba como despacho. Rápida y metódicamente, Holmes inspeccionó el contenido de
un cajón tras otro, y de una estantería tras otra, pero sin que el brillo del éxito llegara a iluminar su
severo rostro. Al cabo de una hora, seguía sin haber avanzado un paso.
—Este perro astuto ha borrado sus huellas —dijo—. No ha dejado nada que pueda acusarle. Ha destruido
o se ha llevado toda la correspondencia comprometedora. Ésta es nuestra última oportunidad.
Se refería a una pequeña hucha de hojalata colocada sobre la mesa de escritorio. Holmes forzó el cierre
con el cincel. En su interior había varios rollos de papel cubiertos de cifras y cálculos, sin ninguna
anotación que explicara de qué se trataba. Las frases «presión del agua» y «presión por pulgada
cuadrada», que se repetían con cierta frecuencia, parecían sugerir una posible relación con un
submarino. Holmes los arrojó a un lado con un gesto de impaciencia. Sólo quedaba un sobre, que
contenía unos pequeños recortes de periódico. Holmes los volcó sobre la mesa, y al instante comprendí,
por la expresión anhelante de su rostro, que sus esperanzas renacían.
—¿Qué es esto, Watson? ¿Eh? ¿Qué es esto? Una colección completa de mensajes publicados en un
periódico. Por el papel y el tipo de letra, es la sección de anuncios personales del Daily Telegraph. La
esquina superior derecha de una página. No hay fechas…, pero se puede deducir el orden de los
mensajes. Éste debe de ser el primero:
Esperaba noticias antes. Condiciones aceptadas. Escriba con todos los detalles a la
dirección de la tarjeta.
Pierrot
Pierrot
—Luego, éste:
Pierrot
—Y por último:
Lunes noche después de las nueve. Dos golpes en la puerta. Sólo nosotros. No sea tan
desconfiado. Pago en efectivo a la entrega de la mercancía.
Pierrot
—¡Una serie completa, Watson! ¡Si pudiéramos localizar al hombre que estaba en el otro extremo…! —Se
quedó sentado, sumido en reflexiones y tamborileando con los dedos en la mesa. Por fin, se puso en pie de
un salto—. Bueno, tal vez no sea tan difícil, después de todo. Aquí ya no hacemos nada, Watson. Creo que
deberíamos pasarnos por las oficinas del Daily Telegraph, y con eso pondremos punto final a una dura
jornada de trabajo.
A la mañana siguiente, después del desayuno, Mycroft y Lestrade acudieron a la cita de Sherlock Holmes,
y éste les refirió nuestras actividades de la víspera. El inspector meneó la cabeza al escuchar la confesión
de nuestro allanamiento.
—Los del cuerpo de policía no podemos hacer esa clase de cosas, señor Holmes —dijo—. No me extraña
que obtenga mejores resultados que nosotros. Pero cualquier día de éstos llegará usted demasiado lejos, y
usted y su amigo se encontrarán en dificultades.
—Por Inglaterra, el hogar y las mujeres hermosas, ¿eh, Watson? Mártires en el altar de la patria. ¿Y tú
qué opinas, Mycroft?
—¡Excelente, Sherlock! ¡Admirable! Pero ¿qué partido vas a sacarle a todo eso?
Holmes levantó el Daily Telegraph que estaba sobre la mesa.
—¿Cómo? ¿Otro?
Esta noche, a la misma hora, en el mismo sitio. Dos golpes a la puerta. Absoluta
importancia. Se juega usted su seguridad.
Pierrot
—¡Por san Jorge! —exclamó Lestrade—. ¡Si responde a esa llamada, ya es nuestro!
—Con esa idea puse el anuncio. Creo que, si ustedes dos pudieran venir con nosotros a Caulfield Gardens
a eso de las ocho, nos acercaríamos un poquito más a la solución.
Una de las características más notables de Sherlock Holmes era su capacidad para desconectar su
cerebro y dedicar todos sus pensamientos a cuestiones más livianas cuando estaba convencido de que no
le era posible avanzar más. Recuerdo que durante todo aquel memorable día permaneció absorto en una
monografía que había empezado a escribir sobre los motetes polifónicos de Lasso. Yo, en cambio, carecía
por completo de aquel poder de desconexión y, en consecuencia, el día me pareció interminable. La gran
importancia nacional del asunto, la expectación en las altas esferas, el carácter directo del experimento
que nos disponíamos a realizar…, todo se combinaba para alterarme los nervios, y sentí verdadero alivio
cuando por fin, después de una cena ligera, nos pusimos en marcha. Habíamos quedado citados con
Lestrade y Mycroft en la entrada a la estación de Glowuester Road. La noche anterior habíamos dejado
abierta la puerta del sótano de la casa de Oberstein, pero Mycroft Holmes, indignado, se negó
rotundamente a saltar la barandilla, y yo tuve que entrar y abrirle la puerta principal. A las nueve de la
noche estábamos ya instalados en el despacho, aguardando pacientemente a nuestro hombre.
Transcurrió una hora, y luego otra. Cuando dieron las once, las rítmicas campanadas del gran reloj de la
iglesia parecían un canto fúnebre por la muerte de nuestras esperanzas. Lestrade y Mycroft se removían
nerviosos en sus asientos, consultando sus relojes dos veces por minuto. Holmes permanecía callado y
sereno, con los ojos medio cerrados, pero con todos sus sentidos en estado de alerta. De pronto, se
estremeció y levantó la cabeza.
Se oyeron unos pasos furtivos que pasaban ante la puerta. Luego volvieron a acercarse. A continuación,
oímos un arrastrar de pies, y después dos aldabonazos secos. Holmes se levantó, indicándonos por señas
que permaneciéramos sentados. La luz de gas del vestíbulo era un simple puntito. Holmes abrió la puerta
de la calle, y cuando una oscura figura hubo pasado por ella, la cerró con cerrojo. «Por aquí», le oímos
decir; y un momento después, nuestro hombre se encontraba ante nosotros. Holmes le había seguido de
cerca, y cuando el hombre retrocedió con una exclamación de sorpresa y alarma, lo agarró por el cuello
de la chaqueta y lo arrojó de nuevo al interior de la habitación. El hombre miró aturdido a su alrededor,
se tambaleó y cayó sin sentido al suelo. Con el golpe, se le desprendió de la cabeza el sombrero de ala
ancha, se le cayó la bufanda que le cubría la boca, y todos pudimos ver la barba rubia y las suaves,
atractivas y delicadas facciones del coronel Valentine Walter.
Holmes lanzó un silbido de sorpresa.
—Esta vez, Watson, puede escribir que soy un burro —dijo—. No era éste el pájaro que yo esperaba
atrapar.
—El hermano menor del difunto Sir James Walter, jefe del Departamento del Submarino. Sí, sí, ya veo por
dónde va el juego. Está volviendo en sí. Creo que lo mejor será que yo le interrogue.
Habíamos trasladado el cuerpo desvanecido al sofá. Nuestro prisionero se incorporó, miró a su alrededor
con expresión horrorizada y se pasó la mano por la frente, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.
—Lo sabemos todo, coronel Walter —dijo Holmes—. Lo que no puedo entender es que un caballero inglés
pueda comportarse de esta manera. Pero estamos enterados de toda su correspondencia y relaciones con
Oberstein. Y también de las circunstancias relacionadas con la muerte del joven Cadogan West.
Permítame aconsejarle que procure, al menos, ganarse el pequeño mérito del arrepentimiento y la
confesión, ya que hay todavía algunos detalles que sólo podemos llegar a conocer de sus labios.
El hombre gimió y hundió la cabeza entre las manos. Permanecimos a la espera, pero él continuó callado.
—Puedo asegurarle —dijo Holmes— que conocemos ya todos los hechos fundamentales. Sabemos que
tenía usted problemas económicos; que sacó un molde de las llaves que guardaba su hermano; y que
inició una correspondencia con Oberstein, el cual respondía a sus cartas por medio de la sección de
anuncios personales del Daily Telegraph. Sabemos que el lunes por la noche fue usted a la oficina al
amparo de la niebla, pero que el joven Cadogan West le vio y le siguió, porque seguramente ya tenía
motivos de antes para sospechar de usted. Él le vio cometer el robo, pero no dio la alarma, porque todavía
era posible que le fuera a llevar los papeles a su hermano, aquí en Londres. Como buen ciudadano que
era, West abandonó todos sus asuntos particulares y le siguió de cerca entre la niebla, sin perderle de
vista hasta que llegó usted a esta casa. En este punto decidió intervenir. Y entonces, coronel Walter, usted
añadió al delito de traición el delito, más terrible aun, de asesinato.
—¡No fui yo! ¡No fui yo! ¡Les juro por Dios que no fui yo! —chilló nuestro miserable prisionero.
—Explíquenos entonces cómo murió Cadogan West antes de que lo depositaran encima del techo de un
vagón del Metro.
—Lo contaré. Les juro que lo contaré. Lo otro sí que lo hice, lo confieso. Fue como usted ha dicho. Tenía
que pagar una deuda de Bolsa. Necesitaba el dinero desesperadamente. Oberstein me ofreció cinco mil
libras. Lo hice para salvarme de la ruina. Pero en lo del asesinato soy tan inocente como usted.
—West sospechaba de mí, y me siguió como usted ha explicado. Yo no me di cuenta hasta que ya estuve
en la misma puerta. La niebla era muy espesa y no se veía nada a tres metros de distancia. Yo había
llamado con dos golpes, y Oberstein había abierto la puerta, cuando el joven se abalanzó sobre nosotros y
exigió saber qué íbamos a hacer con los planos. Oberstein llevaba siempre encima una cachiporra.
Cuando West intentó entrar en la casa por la fuerza, Oberstein le golpeó en la cabeza. Fue un golpe
mortal. Murió en menos de cinco minutos. Se quedó tirado en el vestíbulo y nos devanamos los sesos
pensando qué hacer con él. Por fin, a Oberstein se le ocurrió esa idea de dejarlo encima de uno de los
trenes que se detienen bajo la ventana de atrás. Pero primero quiso examinar los documentos que yo le
había traído. Dijo que tres de ellos eran fundamentales y que tenía que quedárselos. «No puede usted
quedarse con ellos —le dije—. En Woolwich se armará un alboroto espantoso si no los devuelvo a tiempo».
«Tengo que quedármelos —insistió él—. Son demasiado técnicos para sacar copias en tan poco tiempo».
«Pues esta noche tengo que devolverlos todos», insistí yo. Se puso a pensar un rato, y por fin exclamó que
ya tenía la solución. «Me quedaré con estos tres —dijo— y meteremos los otros en el bolsillo de ese joven.
Cuando lo encuentren, le echarán a él la culpa de todo». A mí no se me ocurría otra solución, así que lo
hicimos como él decía. Aguardamos media hora en la ventana hasta que se paró el tren. Había tanta
niebla que no se veía nada, y no tuvimos ninguna dificultad en depositar el cuerpo de West sobre un
vagón. Y ahí terminó mi participación en el asunto.
—¿Y qué hay de su hermano?
—No me dijo una palabra, pero ya una vez me había sorprendido con sus llaves, y creo que sospechaba de
mí. Se leía en sus ojos que sospechaba. Y como saben, no volvió a levantar cabeza.
—¿Por qué no intenta reparar el daño que ha hecho? Eso aliviaría su conciencia y, tal vez, su castigo.
—No lo sé.
—Dijo que las cartas que se le enviasen al Hotel du Louvre, de París, acabarían por llegar, tarde o
temprano, a sus manos.
—Entonces aún puede usted reparar parte del daño —dijo Sherlock Holmes.
—Haré cuanto esté en mi mano. No siento especial simpatía por ese individuo, que me ha acarreado la
ruina y la deshonra.
—Aquí tiene papel y pluma. Siéntese a esta mesa y escriba lo que yo le dicte. Ponga en el sobre la
dirección que le indicaron. Muy bien. Y ahora, la carta:
«Estimado señor: Con respecto a nuestra transacción, sin duda ya se habrá percatado
de que falta un detalle esencial. Dispongo de un dibujo con el que todo quedaría
completo. Sin embargo, esto me ha ocasionado grandes problemas, y por esta razón
tengo que pedirle un nuevo anticipo de quinientas libras. No puedo confiar en el
correo y no aceptaré nada más que oro o billetes de banco. Me gustaría poder ir a
visitarle al extranjero, pero sin duda se producirían comentarios si yo saliese de
Inglaterra en estos momentos, por lo cual lo mejor será que nos encontremos en el
salón de fumar del Charing Cross Hotel, a las doce del mediodía del sábado. Recuerde
que sólo aceptaré billetes ingleses u oro».
—Creo que esto servirá. Mucho me sorprendería que nuestro hombre no picase.
Y así fue. Es ya dominio de la historia —de esa historia secreta de cada nación, que a menudo es mucho
más íntima e interesante que las crónicas oficiales— que Oberstein, ansioso por rematar el mayor golpe
de su vida, mordió el cebo y fue puesto a buen recaudo en una prisión británica durante quince años. En
su baúl se encontraron los importantísimos planos del Bruce-Partington, que había puesto a subasta en
todos los centros navales de Europa.
El coronel Walter murió en prisión antes de cumplir el segundo año de su condena. En cuanto a Holmes,
volvió mucho más animado a su monografía sobre los motetes polifónicos de Lassus, que algún tiempo
después se imprimió para distribuirse en círculos privados, y que, según los expertos, constituye la última
palabra sobre el tema. Algunas semanas después, me enteré por casualidad de que mi amigo había
pasado un día en Windsor, de donde regresó con un alfiler de corbata con esmeralda extraordinariamente
lujoso. Cuando le pregunté si lo había comprado, me respondió que se trataba de un regalo de cierta
generosa dama a la que había tenido el honor de prestar un pequeño servicio. No dijo más; pero apuesto
a que podría adivinar el augusto nombre de la dama, y no me cabe la menor duda de que el alfiler de la
esmeralda le recordará siempre a mi amigo la aventura de los planos del Bruce-Partington.
LA AVENTURA DEL PIE DEL
DIABLO
C ada vez que me he propuesto dar a conocer algunas de las curiosas experiencias e interesantes
recuerdos que conservo de mi larga e íntima amistad con Sherlock Holmes, me he tropezado con
continuas dificultades ocasionadas por su aversión a la publicidad. Aquel carácter sombrío y cínico
aborreció siempre todo lo que sonase a aplausos del público, y nada le divertía más que, después de
haber resuelto con éxito un caso, atribuir el mérito a algún funcionario y escuchar con sonrisa burlona el
coro de felicitaciones mal dirigidas. Ha sido esta actitud por parte de mi amigo, y no precisamente la
escasez de material interesante, la causa de que, en los últimos años, hayan sido tan pocas las crónicas
publicadas. Mi participación en algunas de las aventuras de Holmes fue siempre un privilegio que
acarreaba un compromiso de discreción y reserva.
Dicho esto, podrán imaginarse mi sorpresa cuando el pasado martes recibí un telegrama de Holmes —
jamás fue amigo de escribir cartas cuando podía bastar con un telegrama— que decía lo siguiente: «¿Por
qué no les cuenta lo del horror de Cornualles, el caso más extraño que he investigado?». No tengo idea
del extraño reflujo de la memoria que le había hecho acordarse del caso, ni del curioso capricho que le
hacía desear que yo lo relatase; pero, antes de que llegue otro telegrama anulando el anterior, me
apresuro a rebuscar las notas que me proporcionarán los detalles exactos del caso y a exponer la historia
a mis lectores.
En la primavera del año 1897, la férrea constitución de Holmes empezó a mostrar algunos síntomas de
estar cediendo al impacto de un trabajo duro y constante, del tipo más agotador, agravado tal vez por sus
ocasionales imprudencias particulares. En marzo de aquel año, el doctor Moore Agar, de Harley Street
(del que quizá cuente algún día las dramáticas circunstancias en que conoció a Holmes), ordenó
terminantemente que el famoso detective privado abandonara todos sus casos y se sometiera a una cura
de reposo si quería evitar un derrumbamiento absoluto. Holmes jamás había prestado la más mínima
atención a su estado de salud, ya que vivía en una abstracción mental absoluta, pero al final se le pudo
convencer, bajo la amenaza de quedar permanentemente incapacitado para trabajar, de que se concediera
un cambio completo de aires y de ambiente. Y así, a comienzos de la primavera de aquel año, los dos
fuimos a parar a una casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más apartado de la
península de Cornualles.
Se trataba de un sitio muy peculiar, que cuadraba muy bien con el carácter sombrío de mi paciente.
Desde las ventanas de nuestra casita encalada, que se alzaba en lo alto de un promontorio cubierto de
hierba, podíamos contemplar todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, antigua trampa mortal
para barcos veleros, con su orla de acantilados negros y sus arrecifes a flor de agua, donde innumerables
marinos han encontrado la muerte. Cuando sopla la brisa del Norte, parece un lugar apacible y recogido,
que invita a las embarcaciones fugitivas de la tormenta a buscar en él refugio y protección.
Y de pronto cambia el viento, sopla el furioso vendaval del Sudoeste, el ancla es arrancada, la costa queda
a sotavento, y la última batalla se libra en las rompientes cubiertas de espuma. Los marinos prudentes se
mantienen alejados de este lugar maligno.
En tierra firme, el paisaje era tan tétrico como por el lado que daba al mar. Se trataba de una región de
páramos ondulantes, solitaria y de color pardusco, con alguna que otra torre de iglesia que señalaba el
emplazamiento de una antiquísima aldea. En aquellos páramos se veían por todas partes huellas de una
antigua raza que desapareció para siempre, dejando como único recuerdo extraños monumentos de
piedra, montículos irregulares que contenían las cenizas de sus muertos, y curiosas construcciones de
tierra que parecían insinuar una contienda prehistórica. El embrujo y el misterio de la región, con su
siniestra atmósfera de pueblos olvidados, estimuló la imaginación de mi amigo, que dedicaba gran parte
de su tiempo a largas caminatas y solitarias meditaciones por los páramos. También el antiguo idioma de
Cornualles había despertado su interés, y recuerdo que se le metió en la cabeza la i dea de que estaba
emparentado con el caldeo y que derivaba en gran parte del lenguaje de los traficantes de estaño
fenicios. Había recibido un cargamento de libros de filología, y ya se disponía a la tarea de desarrollar su
tesis cuando, de pronto, con gran consternación por mi parte y un nada disimulado regocijo por la suya,
nos encontramos metidos, incluso en aquella región de ensueño, en un embrollo que surgió ante nuestra
propia puerta, y que resultó más excitante, más absorbente e infinitamente más misterioso que ninguno
de los problemas que nos habían obligado a marcharnos de Londres. Nuestra sencilla vida y nuestra
apacible y saludable rutina se vieron interrumpidas violentamente, y nos precipitamos al centro mismo de
una serie de acontecimientos que causaron enorme sensación, no sólo en Cornualles, sino en todo el oeste
de Inglaterra. Es posible que muchos de mis lectores aún se acuerden de lo que la prensa de la época
llamó «El horror de Cornualles», aunque la versión que llegó a la prensa londinense estaba muy
desvirtuada. Ahora, después de trece años, me dispongo a ofrecer al público los detalles auténticos de
aquel increíble caso.
Ya he dicho que por aquí y por allá se alzaban campanarios que señalaban la situación de las aldeas que
salpicaban esta parte de Cornualles. La más cercana a nosotros era Tredannick Wollas, cuyas casitas,
donde vivían unos doscientos habitantes, se agrupaban en torno a una antigua iglesia cubierta de musgo.
El señor Roundhay, vicario de la parroquia, era aficionado a la arqueología, y eso había hecho que Holmes
entablara contacto con él. Era un hombre de edad madura, corpulento y afable, con considerables
conocimientos sobre las tradiciones locales. Nos había invitado a tomar el té en la vicaría, y allí habíamos
conocido al señor Mortimer Tregennis, caballero independiente, que contribuía a engrosar los escasos
recursos del clérigo alquilándole unas habitaciones en su espaciosa y destartalada casa. Al vicario, que
era soltero, le venía muy bien aquel arreglo, aunque tenía muy poco en común con su inquilino, que era
un hombre delgado y moreno, con gafas y con una manera de encorvarse que daba la impresión de una
verdadera deformidad física. Recuerdo que, durante nuestra breve visita, el vicario se mostró muy
parlanchín, mientras que su inquilino nos pareció extrañamente reservado: un hombre de expresión
triste, introvertido, que permaneció todo el tiempo con la mirada perdida, como si reflexionara sobre
asuntos privados.
Éstos fueron los dos hombres que irrumpieron de golpe en nuestra salita de estar el martes 16 de marzo,
poco después de nuestro desayuno, cuando nos encontrábamos fumando como preparación a nuestra
excursión diaria a los páramos.
—¡Señor Holmes! —dijo el vicario con la voz alterada—. ¡Esta noche ha ocurrido un suceso absolutamente
extraordinario y trágico! ¡Algo completamente inaudito! ¡Tenemos que considerar como un favor especial
de la Providencia que se encuentre usted aquí precisamente ahora, porque es usted la única persona de
toda Inglaterra que puede ayudarnos!
Yo fulminé al entrometido vicario con una mirada nada amistosa, pero Holmes se sacó la pipa de la boca y
se incorporó en su asiento como un viejo sabueso que oye el grito de caza de su amo. Señaló con la mano
el sofá, y nuestro tembloroso visitante y su agitado compañero se sentaron junto a él. Mortimer Tregennis
se mantenía más controlado que el clérigo, pero el temblor de sus manos y el brillo de sus ojos oscuros
demostraban que ambos compartían una misma emoción.
—Bueno —intervino Holmes—, puesto que parece que es usted quien ha hecho el descubrimiento, y el
vicario se ha enterado de segunda mano, tal vez lo mejor sea que hable usted.
—Quizá sea mejor que yo diga antes unas pocas palabras —dijo el vicario—, y luego usted juzgará si
desea escuchar los detalles de boca del señor Tregennis o si prefiere que vayamos de inmediato al
escenario de este misterioso suceso. Debe usted saber que nuestro amigo aquí presente pasó la tarde de
ayer en compañía de sus dos hermanos, Owen y George, y de su hermana Brenda, en su casa de
Tredannick Wartha, que está cerca de la antigua cruz de piedra que hay en el páramo. Se marchó de allí
poco después de las diez, y los dejó jugando a las cartas en la mesa del comedor, en excelente estado de
salud y de ánimo. Esta mañana, como es muy madrugador, salió a dar un paseo en esa dirección antes del
desayuno, y se encontró con el coche del doctor Richards, que le dijo que acababan de avisarle para que
acudiera con la máxima urgencia a Tredannick Wartha. Como es natural, el señor Tregennis decidió ir con
él. Al llegar a Tredannick Wartha se encontró una situación espeluznante. Sus hermanos y su hermana
seguían sentados en torno a la mesa, exactamente como él los había dejado, con las cartas aún extendidas
entre ellos y las velas consumidas hasta el fondo de las candeleras. La hermana estaba muerta, echada
hacia atrás en su asiento, y los dos hermanos estaban sentados a los lados de ella, riendo, gritando y
cantando, con la razón completamente perdida. Y los tres, tanto la mujer como los dos hombres
dementes, tenían en sus rostros una expresión de absoluto espanto, una convulsión de terror que daba
miedo mirar. No había en la casa señales de la presencia de otra persona, exceptuando a la señora Porter,
la anciana cocinera y ama de llaves, que declaró haber estado profundamente dormida y no haber oído
ruido alguno durante la noche. No se había robado ni desordenado nada, y no existe absolutamente
ninguna explicación de qué pudo ser aquello tan espantoso que mató del susto a la mujer y volvió locos a
dos hombres sanos. Ésta es la situación en pocas palabras, señor Holmes, y si puede usted ayudarnos a
aclararla, habrá realizado una gran obra.
Yo había abrigado esperanzas de poder persuadir de algún modo a mi compañero de que regresara a la
vida tranquila que constituía el objetivo de nuestro viaje, pero bastó una mirada a su rostro tenso y a sus
cejas contraídas para darme cuenta de lo vanas que habían sido tales esperanzas. Permaneció un buen
rato sentado en silencio, absorto en el extraño drama que había venido a perturbar nuestra paz.
—Estudiaré el asunto —dijo por fin—. A primera vista, parece un caso verdaderamente excepcional. ¿Ha
estado usted allí en persona, señor Roundhay?
—No, señor Holmes. El señor Tregennis vino a contármelo a la vicaría, y yo vine aquí a toda prisa para
consultarle.
—¿A qué distancia está la casa donde ocurrió esta extraña tragedia?
—Entonces iremos andando juntos. Pero antes de salir, tengo que hacerle unas cuantas preguntas, señor
Mortimer Tregennis.
El aludido había permanecido callado todo este tiempo, pero yo me había fijado en que su excitación,
aunque más controlada, era aún más intensa que la emoción del clérigo, a quien el asunto no afectaba
personalmente. Estaba sentado con el rostro pálido y contraído, clavando en Holmes su mirada ansiosa, y
con sus delgadas manos entrelazadas en un gesto nervioso. Sus pálidos labios temblaban mientras
escuchaba el relato del espantoso suceso ocurrido a su familia, y sus ojos oscuros parecían reflejar parte
del horror de la escena.
—Pregunte lo que quiera, señor Holmes —dijo con convicción—. No resulta agradable hablar de ello, pero
le responderé la verdad.
—Pues bien, señor Holmes, cené allí, como ha dicho el vicario, y mi hermano mayor, George, propuso que
jugáramos al whist después de cenar. La partida comenzó a eso de las nueve. Cuando me levanté para
irme, eran las diez y cuarto. Los dejé sentados a la mesa, tan alegres como el que más.
—¿Quién le acompañó a la puerta?
—Como la señora Porter ya se había acostado, salí por mi cuenta y cerré la puerta al salir. La ventana de
la habitación en la que estaban todos estaba cerrada, pero la persiana no estaba bajada. Esta mañana no
advertí ningún cambio ni en la puerta ni en la ventana, ni nada que induzca a pensar que pueda haber
entrado un extraño en la casa. Y sin embargo, allí estaban los dos, completamente locos de terror, y
Brenda muerta de miedo, con la cabeza colgando sobre el brazo del sillón. Jamás podré borrarme de la
cabeza esa escena, por muchos años que viva.
—Tal como usted los expone, los hechos son verdaderamente extraordinarios —dijo Holmes—. Supongo
que no tiene usted ninguna teoría que pueda explicarlos.
—Es algo diabólico, señor Holmes. ¡Diabólico! —exclamó Mortimer Tregennis—. No es cosa de este
mundo. Algo entró en esa habitación que apagó la luz de la razón en sus mentes. ¿Qué invención humana
podría hacer una cosa así?
—Me temo que, si el asunto se sale de los límites de lo humano, estará también por encima de mis
posibilidades —dijo Holmes—. No obstante, conviene agotar todas las explicaciones naturales antes de
inclinarnos hacia esta clase de teorías. En cuanto a usted, señor Tregennis, tengo entendido que se
encontraba algo distanciado de su familia, dado que ellos vivían juntos y usted se alojaba en otra parte.
—Así es, señor Holmes, aunque se trata de un asunto pasado y concluido. Nuestra familia tenía una mina
de estaño en Redruth, pero se la vendimos a una compañía y nos retiramos con dinero suficiente para
seguir viviendo. No le negaré que hubo algunas diferencias a la hora de repartir el dinero, y eso se
interpuso entre nosotros, pero todo estaba perdonado y olvidado, y ahora nos llevábamos muy bien.
—Volviendo a la velada que pasaron juntos, ¿puede recordar alguna cosa que arroje algo de luz sobre esta
tragedia? Piense cuidadosamente, señor Tregennis; cualquier pequeño indicio puede ser de gran ayuda.
—¿Eran personas nerviosas? ¿En algún momento mostraron aprensión por un posible peligro?
—Entonces, ¿no tiene nada que añadir que pueda servirme de ayuda?
—Sólo se me ocurre una cosa —dijo por fin—. Durante la partida de cartas, yo estaba sentado de espaldas
a la ventana, y mi hermano George, que era mi compañero en el juego, estaba de frente. En cierto
momento le vi mirar fijamente por encima de mi hombro, así que me volví para mirar yo también. La
persiana estaba levantada y la ventana cerrada, pero pude distinguir los arbustos del jardín, y por un
momento me pareció ver algo moviéndose entre ellos. Ni siquiera podría decir si se trataba de una
persona o de un animal; sólo me pareció que había algo allí. Cuando le pregunté a George qué era lo que
estaba mirando, me dijo que a él le había dado la misma sensación. Eso es todo lo que puedo decirle.
—¿No investigaron ustedes?
—Ninguno en absoluto.
—No he comprendido muy bien cómo se enteró de la noticia esta mañana tan temprano.
—Soy bastante madrugador, y por lo general doy un paseo antes de desayunar. Esta mañana, nada más
salir al camino, me alcanzó el doctor en su coche. Me dijo que la vieja señora Porter había enviado a un
muchacho con una llamada urgente. Subí al coche con él y fuimos a casa de mis hermanos. Al llegar, nos
encontramos con esa terrible escena en la habitación. Las velas y el fuego de la chimenea debían de
haberse apagado hacía horas, y mis hermanos habían estado sentados en la oscuridad hasta que
amaneció. Según el doctor, Brenda llevaba muerta por lo menos dos horas. No tenía señales de violencia.
Simplemente, estaba caída sobre el brazo del sillón, con aquella expresión en la cara. George y Owen
estaban cantando fragmentos de canciones y parloteando como dos chimpancés. ¡Era espantoso verlo! Yo
no pude soportarlo, y el doctor se quedó blanco como el papel. Bueno, la verdad es que se dejó caer en
una silla medio desmayado, y casi tuvimos que atenderle a él también.
—Curioso…, muy curioso —dijo Holmes, levantándose y poniéndose el sombrero—. Creo que lo mejor será
que vayamos a Tredannick Wartha sin más dilación. Confieso que pocas veces me he topado con un caso
que, a primera vista, planteara un problema tan extraño.
Nuestras gestiones de aquella primera mañana no hicieron avanzar gran cosa la investigación. Sin
embargo, nada más comenzar, fuimos testigos de un incidente que me produjo una impresión de lo más
siniestra. Para llegar al lugar de la tragedia había que recorrer un camino rural estrecho y sinuoso.
Íbamos por él cuando oímos el traqueteo de un carruaje que venía hacia nosotros, y nos hicimos a un lado
para dejarlo pasar. Cuando cruzó ante nosotros pude vislumbrar fugazmente, a través de la ventanilla
cerrada, un rostro horriblemente contorsionado que nos miraba haciendo muecas. Aquellos ojos
desorbitados y aquellos dientes rechinantes pasaron rápidamente ante nosotros como una visión infernal.
—¡Son mis hermanos! —exclamó Mortimer Tregennis, pálido hasta los mismos labios—. ¡Se los llevan a
Helston!
Contemplamos con horror el negro carruaje, que se alejaba bamboleándose. Luego dirigimos nuestros
pasos hacia la desventurada casa en la que habían sufrido tan extraña desgracia.
Era una vivienda grande y alegre, que tenía más de mansión que de casa de campo, con un extenso jardín
que, gracias al clima de Cornualles, estaba ya repleto de flores de primavera. A este jardín daba la
ventana del comedor, y por él, según Mortimer Tregennis, debió llegar aquel ente maligno que, en un solo
instante, había causado tal espanto a sus hermanos destrozándoles por completo el cerebro. Antes de
entrar en el porche, Holmes estuvo caminando, lenta y pensativamente, por el sendero y entre las
macetas de flores. Recuerdo que iba tan absorto en sus pensamientos que tropezó con la regadera,
volcando su contenido y empapando nuestros pies y el sendero del jardín. En el interior de la casa nos
recibió la anciana ama de llaves, la señora Porter, que, con ayuda de una muchacha, atendía las
necesidades de la familia. Respondió sin vacilar a las preguntas de Holmes. No había oído nada en toda la
noche. Sus patrones habían estado todos de muy buen humor últimamente, y nunca los había visto tan
animados y tan prósperos. Se había desmayado de espanto al entrar en la habitación por la mañana y
contemplar aquella macabra reunión en torno a la mesa. Al recuperarse, había abierto la ventana para
dejar entrar el aire matutino y había salido corriendo hasta el camino, donde encontró a un mozo de una
granja, al que envió a avisar al doctor. La señora estaba en su cama, en el piso de arriba, si es que
queríamos verla. Habían hecho falta cuatro hombres fuertes para introducir a los hermanos en el furgón
del manicomio. No pensaba quedarse ni un día más en la casa, y aquella misma tarde se marchaba a Saint
Ivés a reunirse con su familia.
Subimos las escaleras y vimos el cadáver. La señorita Brenda Tregennis había sido muy hermosa de joven,
aunque ahora rondaba ya la madurez. Su rostro, moreno y bien perfilado, era bello incluso después de la
muerte, pero todavía conservaba parte de aquella convulsión de horror que había sido su última emoción.
Salimos de su dormitorio y bajamos al comedor, donde había ocurrido aquella extraña tragedia. En la
chimenea se veían las cenizas calcinadas del fuego de la noche anterior. Sobre la mesa había cuatro
candeleras con las velas consumidas y un montón de cartas desparramadas. Las sillas se habían retirado,
arrimándolas a las paredes, pero todo lo demás estaba igual que la noche anterior. Holmes recorrió la
habitación con paso rápido y ligero; se sentó en todas las sillas, acercándolas a la mesa y reconstruyendo
sus posiciones; comprobó cuánta extensión del jardín se veía por la ventana; inspeccionó el suelo, el techo
y la chimenea. Pero ni una sola vez llegué a ver ese súbito brillo en los ojos y ese apretón de los labios que
me habrían indicado que vislumbraba algún rayo de luz en aquellas tinieblas absolutas.
—¿Por qué encendieron el fuego? —preguntó en cierto momento—. ¿Siempre encendían la chimenea de
esta pequeña habitación las noches de primavera?
Mortimer Tregennis explicó que la noche era fría y húmeda, y que por eso, después de llegar él, habían
encendido el fuego.
—Creo, Watson, que lo mejor será que reanude las sesiones de envenenamiento con tabaco que usted ha
condenado con tanta frecuencia y tanta razón —dijo—. Con su permiso, caballeros, vamos a regresar a
nuestra casa, porque no creo que aquí lleguemos a descubrir un nuevo factor. Estudiaré los hechos, señor
Tregennis, y, si se me ocurre algo, puede estar seguro de que me pondré en comunicación con usted y con
el vicario. Mientras tanto, que tengan ustedes un buen día.
Hasta mucho después de haber regresado a nuestra casa de Poldhu, Holmes no rompió su completo y
ensimismado silencio. Estuvo acurrucado en su butaca, con su rostro macilento y ascético apenas visible
entre los remolinos azulados de su tabaco, las cejas fruncidas, la frente arrugada, y la mirada inexpresiva
y perdida en el infinito. Por último, dejó a un lado su pipa y se puso en pie de un salto.
—Es inútil, Watson —dijo, echándose a reír—. Vamos a dar un paseo por los acantilados y a buscar flechas
de sílex. Tenemos más probabilidades de encontrar eso que de encontrar pistas para este misterio. Dejar
que el cerebro funcione sin tener material suficiente es como poner a toda marcha un motor: acaba
haciéndose pedazos. Aire marino, sol y paciencia, Watson. Lo demás ya vendrá.
—Y ahora, vamos a definir tranquilamente nuestra situación, Watson —dijo más tarde, mientras
bordeábamos juntos los acantilados—. Concretemos bien lo poquísimo que sabemos, para que cuando
surjan nuevos datos podamos encajarlos en el lugar que les corresponde. En primer lugar, doy por
supuesto que ninguno de nosotros está dispuesto a admitir intromisiones diabólicas en los asuntos
humanos. Comencemos por borrar del todo esa posibilidad de nuestras mentes. Muy bien. Lo que nos
queda son tres personas que han sido terriblemente golpeadas por algún agente humano, consciente o
inconsciente. Eso ya es pisar terreno firme. Ahora bien, ¿cuándo ocurrió esto? Evidentemente, y
suponiendo que su relato sea cierto, ocurrió inmediatamente después de que Mortimer Tregennis saliera
de la habitación. Este detalle es muy importante. Tuvo que suceder pocos minutos después. Las cartas
aún estaban esparcidas por la mesa. Había pasado ya la hora a la que solían acostarse. Y sin embargo, no
habían cambiado de postura ni echado hacia atrás las sillas. Repito, pues, que todo ocurrió
inmediatamente después de que Tregennis se marchara, como máximo a las once de la noche.
»Nuestro siguiente paso, evidentemente, consistía en comprobar, hasta donde resultara posible, los
movimientos de Mortimer Tregennis después de salir de la habitación. Esto no presentó dificultades, y no
parece que exista en ellos nada sospechoso. Conociendo mis métodos como usted los conoce, se daría
cuenta, por supuesto, de mi truco de la regadera, algo burdo, pero que me permitió obtener una huella de
su pie mucho más clara de lo que habría sido posible de otra manera. Quedó marcada a la perfección en
la arena mojada del sendero. También anoche había mucha humedad, como recordará, y una vez obtenida
una muestra, no me resultó difícil distinguir sus pisadas de las demás y seguir sus movimientos. Parece
que se marchó a paso ligero en dirección a la vicaría.
»Así pues, si Mortimer Tregennis desapareció de la escena y fue otra persona la que vino de fuera y
aterrorizó a los jugadores, ¿cómo podríamos identificar a esa persona, y cómo se transmitió semejante
impresión de espanto? Podemos eliminar a la señora Porter; evidentemente, es inofensiva. ¿Existe alguna
prueba de que alguien se acercara a la ventana del jardín y de alguna manera produjera un efecto tan
terrorífico como para volver locos a quienes lo vieron? La única sugerencia en este sentido procede del
propio Mortimer Tregennis, que dice que su hermano habló de algo que se movía en el jardín. Esto, desde
luego, es muy raro, porque la noche era lluviosa, brumosa y muy oscura. Cualquiera que deseara asustar
a esa gente tendría que haber pegado la cara al cristal para conseguir que le vieran. En la parte de fuera
de la ventana hay un arriate de flores de un metro de anchura y no se ve en él ninguna pisada. En estas
condiciones, resulta difícil imaginar de qué manera pudo alguien, desde fuera, causar una impresión tan
terrible en los allí reunidos, y tampoco hemos encontrado ningún motivo verosímil para un ataque tan
extraño y complicado. ¿Se da usted cuenta de nuestras dificultades, Watson?
—Y sin embargo, con unos pocos datos más, aún podríamos demostrar que no son insuperables —dijo
Holmes—. Me imagino que en sus extensos archivos, Watson, habrá unos cuantos casos que al principio
parecían casi tan oscuros como éste. Mientras tanto, vamos a dejar el caso a un lado, hasta que
dispongamos de datos más precisos, y dedicaremos la mañana a la búsqueda del hombre neolítico.
Estábamos enterados de su presencia en el distrito, y una o dos veces habíamos divisado su alta figura
por los caminos de los páramos. Pero ni él había intentado abordarnos ni a nosotros se nos habría
ocurrido abordarle a él, pues era bien sabido que su afición a la soledad le llevaba a pasar la mayor parte
de los intervalos entre sus viajes en un pequeño bungalow escondido en el solitario bosque de Beauchamp
Amanee. Allí, rodeado de sus libros y sus mapas, llevaba una vida absolutamente aislada, atendiendo a
sus sencillas necesidades y, al parecer, prestando muy poca atención a los asuntos de sus vecinos. Así
pues, fue para mí una sorpresa oírle preguntar a Holmes, con voz llena de ansiedad, si había realizado
algún progreso en el esclarecimiento del misterioso incidente.
—La policía del condado no sirve absolutamente para nada —dijo—, pero tal vez usted, con su mayor
experiencia, haya intuido alguna explicación lógica. Mi única justificación para pedirle que se confíe a mí
es que, durante mis numerosas estancias aquí, he llegado a conocer muy bien a la familia Tregennis. De
hecho, podría decirse que son primos míos por parte de mi madre, que era de Cornualles. Y, como es
natural, su extraño destino me ha producido una fuerte impresión. Para que se hagan cargo, les diré que
ya me encontraba en Plymouth, donde iba a embarcarme a África, cuando esta mañana me llegó la noticia
y he regresado inmediatamente por si puedo ayudar en la investigación.
—Ah sí, primos por parte de madre. ¿Se había embarcado ya su equipaje?
—Ya veo. Pero ¿cómo es posible que el suceso haya salido ya en los periódicos matutinos de Plymouth?
—Es mi oficio.
—No tengo inconveniente en decírselo. El señor Roundhay, el vicario, me envió el telegrama que me ha
hecho venir.
—Gracias —dijo Holmes—. En respuesta a su pregunta inicial, puedo decirle que aún no me he formado
un criterio claro acerca del caso, pero tengo grandes esperanzas de llegar a alguna conclusión. Sería
prematuro decir más.
El célebre doctor salió de nuestra casa de campo muy malhumorado, y Holmes siguió sus pasos al cabo de
menos de cinco minutos. No volví a verlo hasta el anochecer, cuando regresó con paso lento y gesto
abatido, lo cual me indicó que no había hecho grandes progresos en su investigación. Echó un vistazo a
un telegrama que le estaba esperando, y lo tiró a la chimenea.
—Era del hotel de Plymouth, Watson, me enteré por el vicario de cuál era, y telegrafié para asegurarme
de que el relato del doctor Sterndale era cierto. Parece que, efectivamente, pasó allí la noche y que parte
de su equipaje ha zarpado ya para África mientras él regresaba para estar presente en la investigación.
¿Qué le parece eso, Watson?
—Muy interesado, sí. Aquí hay un hilo que aún no hemos seguido, y que podría guiarnos por la madeja.
Anímese, Watson, que estoy seguro de que aún no han llegado a nuestras manos todos los datos. En
cuanto lleguen, no creo que tardemos en dejar atrás nuestras dificultades.
Poco sospechaba yo lo pronto que se iban a hacer realidad las palabras de Holmes, o lo extraño y
siniestro que iba a ser aquel nuevo acontecimiento que abrió una línea de investigación completamente
nueva. A la mañana siguiente, estaba yo afeitándome junto a la ventana cuando oí el ruido de cascos de
caballo, y al levantar la mirada vi un coche de dos ruedas que se acercaba al galope por el camino. Se
detuvo ante nuestra puerta, y nuestro amigo el vicario saltó al suelo y avanzó corriendo por el sendero del
jardín. Holmes ya estaba vestido, y los dos salimos a su encuentro.
Nuestro visitante estaba tan alterado que apenas podía articular las palabras, pero al fin, entre jadeos y
sollozos, conseguimos sacarle su trágico relato.
—¡Estamos poseídos por el demonio, señor Holmes! ¡Mi pobre parroquia está endemoniada! —gimió—.
¡El propio Satanás anda suelto por ella!
Su agitación le hacía bailotear de un lado a otro, lo cual nos habría parecido ridículo si no hubiera sido
por su rostro ceniciento y sus ojos desorbitados. Por último, soltó la terrible noticia.
—El señor Mortimer Tregennis ha muerto durante la noche, exactamente con los mismos síntomas que el
resto de su familia.
El inquilino ocupaba dos habitaciones en la vicaría, una encima de la otra, formando una esquina del
edificio. La habitación de abajo era una sala de estar bastante espaciosa; la de arriba, el dormitorio.
Ambas daban a un campo de croquet, cuyo césped llegaba hasta las ventanas. Habíamos llegado antes
que el médico y que la policía, de manera que todo estaba absolutamente intacto. Permítanme describir la
escena que contemplamos aquella neblinosa mañana de marzo, y que me dejó una impresión que jamás se
borrará de mi mente.
Reinaba en la habitación una atmósfera de ahogo horrible y deprimente. Y eso que la sirvienta, que había
entrado la primera, había abierto la ventana, pues de lo contrario habría resultado aún más insoportable.
En parte, podía deberse a una lámpara que ardía y humeaba en la mesa del centro. Junto a la mesa se
encontraba sentado el difunto, echado hacia atrás en su asiento, con la barba apuntando hacia delante,
las gafas alzadas hasta la frente y su rostro enjuto y moreno vuelto hacia la ventana y deformado por la
misma convulsión de terror que había distorsionado los rasgos de su hermana muerta. Tenía los
miembros retorcidos y los dedos contraídos, como si hubiera muerto en pleno paroxismo de terror.
Comprobamos que había dormido en su cama, y que el trágico desenlace se había producido a primera
hora de la mañana.
Uno se daba cuenta de la energía al rojo vivo que se ocultaba bajo la flemática apariencia de Holmes al
ver el brusco cambio que se operó en él en el momento de entrar en la habitación fatal. En un instante se
puso en tensión, alerta, con los ojos brillantes, el rostro rígido y los miembros temblando de ansiosa
actividad. Salió a la pradera, volvió a entrar por la ventana, recorrió la sala y volvió a subir a la alcoba,
exactamente igual que un perro de caza husmeando en la maleza. En el dormitorio echó un rápido vistazo
y luego abrió de par en par la ventana, lo cual pareció proporcionarle nuevos motivos de excitación,
porque sacó medio cuerpo fuera con sonoras exclamaciones de interés y satisfacción. A continuación, bajó
corriendo la escalera, salió por la ventana abierta, se tiró boca abajo en el césped, se levantó y volvió a
subir a la habitación, todo ello con la energía del cazador que le va pisando los talones a su presa.
Examinó con minuciosa atención la lámpara, que era de tipo común y corriente, tomando medidas de su
depósito. Con ayuda de su lupa, realizó un cuidadoso escrutinio de la capa de talco que cubría la parte
superior de la tulipa y raspó algunas cenizas que había adheridas a su superficie, guardando parte de las
mismas en un sobre, que introdujo en su bolsillo. Por último, cuando ya hacían acto de presencia el
médico y la policía, le hizo una seña al vicario y salimos los tres al campo de croquet.
—Me alegra poder decir que mi investigación no ha sido del todo estéril —comentó—. No puedo
quedarme a discutir el asunto con la policía, pero le quedaría muy agradecido, señor Roundhay, si pudiera
presentarle mis saludos al inspector y dirigir su atención hacia la ventana del dormitorio y la lámpara de
la sala. Las dos son sugerentes por sí solas, pero juntas resultan casi concluyentes. Si la policía desea más
información, tendré mucho gusto en recibirla en la casa donde me alojo. Y ahora, Watson, creo que tal vez
seríamos más útiles en otra parte.
Es posible que la policía no viera con buenos ojos la intromisión de un aficionado, o que creyera estar
llevando la investigación por buen camino sin necesidad de ayuda; pero lo cierto es que no supimos nada
de ella en los dos días siguientes. Durante este periodo, Holmes dedicó parte de su tiempo a fumar y
soñar despierto en la casa, pero la mayor parte la empleaba en dar paseos por el campo; salía solo y
regresaba al cabo de muchas horas sin hacer el menor comentario acerca de dónde había estado. Realizó,
además, un experimento que me sirvió para saber por dónde iban sus investigaciones. Había comprado
una lámpara exactamente igual que la que habíamos encontrado encendida en la habitación de Mortimer
Tregennis la mañana de la tragedia. Llenó el depósito con la misma cantidad de petróleo que había tenido
la lámpara de la vicaría, y cronometró con exactitud el tiempo que tardaba en consumirse. Y aún llevó a
cabo otro experimento, de carácter mucho más desagradable, que no olvidaré mientras viva.
—Recordará usted, Watson —comentó una tarde—, que todos los diversos informes que nos han llegado
presentan un solo detalle en común. Me refiero al efecto del ambiente de la habitación en la primera
persona que entró en ella. Acuérdese de que Mortimer Tregennis, al describir su ultima visita a la casa de
sus hermanos, comentó que el doctor casi se desmayó sobre una silla al entrar en la habitación. ¿Se le
había olvidado? Pues puedo asegurarle que dijo eso. Y acuérdese también de que la señora Porter, el ama
de llaves, nos dijo que se había desmayado al entrar, y que después tuvo que abrir la ventana. En el
segundo caso, la muerte de Mortimer Tregennis, no habrá usted olvidado la atmósfera horriblemente
sofocante que había en la habitación cuando llegamos, y eso a pesar de que la sirvienta había abierto la
ventana. Dicha sirvienta, según he averiguado, se puso tan enferma que tuvo que meterse en la cama.
Tiene usted que reconocer, Watson, que estos hechos son muy sugerentes. En ambos casos hay evidencia
de una atmósfera tóxica. También en ambos casos había una combustión en la habitación: en el primer
caso, la chimenea; en el segundo, la lámpara. La chimenea era necesaria, pero la lámpara se encendió
mucho después de que amaneciera, según demuestra la cantidad de petróleo consumida. ¿Por qué?
Seguramente, porque existe una conexión entre estas tres cosas: la combustión, la atmósfera sofocante y,
por último, la locura o muerte de esta pobre gente. Eso está claro, ¿no cree?
—Por lo menos, podemos aceptarlo como hipótesis de trabajo. Supongamos, pues, que en ambos casos se
quemó algo que produjo una atmósfera capaz de provocar extraños efectos tóxicos. Muy bien. En el
primer caso, el de la familia Tregennis, esta sustancia se introdujo en la chimenea. La ventana estaba
cerrada, pero gran parte de los vapores tuvieron que escaparse chimenea arriba. Así que es de suponer
que los efectos del veneno serían menores que en el segundo caso, en el que no existía ningún escape de
humos. Y los resultados parecen indicar que así ocurrió, puesto que, en el primer caso, sólo murió la
mujer, que supuestamente tendría el organismo más sensible, mientras que en los otros sólo se manifestó
esa demencia temporal o permanente, que es, sin duda, el primer efecto de la droga. En el segundo caso,
el resultado fue completo. Así pues, los hechos parecen corroborar la teoría de un veneno que actúa por
combustión.
»Siguiendo esta línea de razonamiento, busqué en la habitación de Mortimer Tregennis algún resto de
dicha sustancia. El lugar más obvio donde buscar era el guardahumos de talco de la lámpara. Y allí,
efectivamente, advertí la presencia de cenizas escamosas, y vi que en los bordes había un cerco de polvo
pardusco que aún no se había quemado. Como usted vio, recogí la mitad de ese polvo y la guardé en un
sobre.
—Querido Watson, yo no me interpongo en el camino del Cuerpo de Policía. Les dejo todas las evidencias
que encuentro. Todavía quedaba veneno en el talco, por si eran lo bastante listos como para encontrarlo.
Y ahora, Watson, vamos a encender nuestra lámpara. Sin embargo, tomaremos la precaución de abrir la
ventana para evitar el fallecimiento prematuro de dos meritorios miembros de la sociedad, y usted se
sentará en un sillón junto a la ventana abierta, a menos que, haciendo gala de sensatez, decida no querer
saber nada del asunto. Ah, ¿conque quiere probar, eh? Estaba seguro de que conocía a mi Watson. Yo me
sentaré en esta silla frente a usted, de manera que estemos a la misma distancia del veneno, y uno frente
al otro. Dejaremos la puerta entreabierta. De este modo, podremos vigilarnos el uno al otro, y poner fin al
experimento si los síntomas empiezan a parecer alarmantes. ¿Está todo claro? Muy bien, saco el polvo del
sobre, lo que queda de él, y lo pongo sobre la lámpara encendida. ¡Ya está! Y ahora, Watson, sentémonos
y a ver qué sucede.
No tuvimos que esperar mucho. Apenas me había instalado en mi asiento cuando empecé a sentir un olor
espeso y almizcleño, sutil y nauseabundo. En cuanto aspiré la primera bocanada, perdí por completo el
control de mi cerebro y de mi imaginación. Una nube negra empezó a girar ante mis ojos, y algo me dijo
que dentro de aquella nube, todavía invisible, pero a punto de saltar sobre mis espantados sentidos, se
ocultaba todo lo indescriptiblemente horrible, todo lo monstruoso e inconcebiblemente maligno que existe
en el universo. En el seno de la oscura nube flotaban y remolineaban formas confusas, cada una de las
cuales constituía una amenaza y un aviso de algo que estaba al llegar, un anuncio de la inminente
presencia de algún innombrable morador de las tinieblas, cuya simple sombra podía hacer estallar mi
mente. Un terror paralizante se apoderó de mí. Sentí que se me ponía el pelo de punta, que se me
desorbitaban los ojos, que se me abría la boca y que tenía la lengua como si fuera de cuero. Había tal
torbellino dentro de mi cabeza que algo tenía que romperse de un momento a otro. Intenté gritar, y tuve
la vaga conciencia de un áspero croar, que era mi propia voz, pero lejana y separada de mí mismo. En
aquel instante, haciendo esfuerzos por escapar, capté una fugaz visión del rostro de Holmes, blanco,
rígido y deformado por el terror…, exactamente con la misma expresión que habíamos visto en los rostros
de los muertos. Aquella visión me proporcionó un instante de cordura y de fuerza. Salté de mi asiento,
rodeé a Holmes con los brazos, nos arrastramos juntos a través de la puerta y, un momento después, nos
dejamos caer sobre el césped y quedamos tumbados uno junto a otro, conscientes tan sólo de la gloriosa
luz del sol, que se iba abriendo camino a través de la nube infernal que nos envolvía. Poco a poco, la nube
se fue disipando en nuestras almas como se disipa la niebla en el campo, hasta que se restauraron la paz
y la razón, y quedamos sentados en la hierba, enjugándonos las sudorosas frentes y mirándonos con
aprensión uno a otro, al acecho de los últimos vestigios de aquella terrorífica experiencia que habíamos
sufrido.
—¡Palabra de honor, Watson! —dijo por fin Holmes con voz temblorosa—. Le debo un agradecimiento y
una disculpa. Ha sido un experimento injustificable, aun para uno mismo, pero mucho más para un amigo.
Le aseguro que lo siento mucho.
—Ya sabe usted —respondí, algo emocionado, pues jamás había oído a Holmes hablar tan sinceramente—
que mi mayor placer y privilegio es ayudarle.
Al instante, Holmes recuperó la vena medio humorística, medio cínica, que constituía su actitud habitual
hacia aquellos que le rodeaban.
—En realidad, querido Watson, habría sido superfluo volvernos locos —dijo—. Cualquier observador
imparcial habría declarado sin la menor duda que ya lo estábamos cuando nos embarcamos en este
disparatado experimento. Confieso que jamás imaginé que los efectos serían tan rápidos y tan fuertes —
entró corriendo en la casa, volvió a salir con la lámpara encendida, sosteniéndola con el brazo
completamente extendido, y la arrojó a un zarzal—. Tendremos que esperar algún tiempo a que se
despeje la habitación. Supongo, Watson, que ya no tenemos ni la sombra de una duda sobre cómo
ocurrieron estas tragedias.
—Absolutamente ninguna.
—Pero la causa sigue estando tan oscura como antes. Vamos a ese emparrado de ahí y discutiremos
juntos el asunto. Aún me parece sentir en la garganta ese maldito mejunje. Creo que tenemos que admitir
que todos los indicios señalan a este tal Mortimer Tregennis como el autor del primer crimen, aunque ha
resultado ser la víctima del segundo. Hay que recordar, en primer lugar, que existen evidencias de una
disputa familiar, seguida de una reconciliación. No sabemos lo grave que fue la disputa ni lo falsa que
pudo ser la reconciliación. Cuando pienso en ese Mortimer Tregennis, con su cara de zorro y sus ojillos
astutos brillando detrás de las gafas, no me parece precisamente el tipo de hombre al que yo atribuiría
una especial disposición a perdonar. Fíjese, por otra parte, en que fue él quien mencionó aquella historia
de algo que se movía en el jardín que distrajo por un momento nuestra atención de la verdadera causa de
la tragedia. Tenía sus razones para desorientarnos. Por último, si no fue él quien arrojó esta sustancia al
fuego en el momento de marcharse, ¿quién lo hizo? Todo ocurrió inmediatamente después de marcharse
él. Si hubiera entrado alguien más, no cabe duda de que la familia se habría levantado de sus asientos.
Además, en la apacible Cornualles no se hacen visitas después de las diez de la noche. Así pues, tenemos
que reconocer que todos los indicios señalan a Mortimer Tregennis como culpable.
—Bueno, Watson, así a primera vista, no es del todo imposible. Un hombre atormentado por la culpa de
semejante crimen, cometido contra su propia familia, bien podría ceder al remordimiento y decidir correr
él la misma suerte. Sin embargo, existen algunas razones de peso en contra de esta teoría.
Afortunadamente, existe un hombre en Inglaterra que lo sabe todo, y lo he arreglado para que esta misma
tarde podamos oír todos los hechos de sus propios labios. ¡Vaya! ¡Viene antes de lo previsto! Haga el
favor de venir por aquí, doctor León Sterndale. Hemos estado realizando un experimento químico dentro
de la casa que ha dejado nuestra habitación en condiciones inadecuadas para recibir a una visita tan
distinguida.
Oí rechinar la puerta del jardín, y la majestuosa figura del gran explorador de África apareció en el
sendero. Algo sorprendido, se volvió hacia el rústico emparrado bajo el que estábamos sentados.
—Me ha hecho usted llamar, señor Holmes. Recibí su nota hace cosa de una hora, y aquí estoy, aunque, la
verdad, no sé por qué tengo que obedecer a sus llamamientos.
—Tal vez podamos aclarar eso antes de despedirnos —dijo Holmes—. Mientras tanto, le quedo muy
agradecido por su gentil aceptación. Tendrá que perdonarnos esta recepción tan informal al aire libre,
pero mi amigo Watson y yo hemos estado a punto de añadir un nuevo capítulo a lo que los periódicos
llaman «El horror de Cornualles», y por el momento preferimos una atmósfera despejada. Por otra parte,
y dado que las cuestiones que tenemos que discutir le afectan personalmente de un modo muy íntimo,
quizás sea mejor que hablemos donde nadie pueda escucharnos.
—Me gustaría saber, señor Holmes —dijo—, de qué tiene usted que hablarme que me afecta
personalmente de un modo tan íntimo.
Por un momento, deseé que estuviéramos armados. El rostro feroz de Sterndale adquirió un color rojo
oscuro, sus ojos llamearon, y en su frente se marcaron venas nudosas y coléricas, mientras avanzaba
hacia mi compañero con los puños apretados. Pero se contuvo y, con un violento esfuerzo, adoptó
nuevamente la actitud calmada, pero fría y rígida, que en cierto modo daba incluso más sensación de
peligro que su apasionado arrebato.
—He vivido tanto tiempo entre salvajes, fuera del alcance de la ley, que he llegado a acostumbrarme a
imponer mi propia ley —dijo—. Haría bien en no olvidarlo, señor Holmes, porque no deseo hacerle ningún
daño.
—Tampoco a mí me gustaría hacerle daño a usted, doctor Sterndale. Y la mejor prueba de ello es que,
sabiendo lo que sé, le he hecho llamar a usted, y no a la policía.
Sterndale se sentó emitiendo un jadeo, intimidado seguramente por primera vez en toda su vida de
aventuras. Había en los modales de Holmes una tranquila afirmación de poder que resultaba irresistible.
Nuestro visitante balbuceó unas excusas, abriendo y cerrando sus manazas muy alterado.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó por fin—. Si esto es un farol, señor Holmes, ha elegido usted un
mal sujeto para su experimento. Dejemos de andarnos por las ramas. ¿Qué ha querido decir?
—Voy a explicárselo —dijo Holmes—, y la razón por la que voy a hacerlo es porque espero que
corresponda a la franqueza con franqueza. Lo que yo haga a continuación dependerá de cómo se defienda
usted.
—¿Defenderme?
—Sí, señor.
—¿Defenderme de qué?
—Le aseguro que empieza usted a fastidiarme —dijo—. ¿Debo entender que todos sus éxitos se basan en
esta prodigiosa capacidad para farolear?
—Es usted quien se tira faroles, doctor León Sterndale, y no yo —dijo Holmes en tono severo—. Y para
demostrárselo, voy a explicarle algunos de los hechos en los que se basan mis conclusiones. De su
regreso de Plymouth, dejando que gran parte de su equipaje siguiera rumbo a África, le diré únicamente
que fue el primer indicio que tuve de que usted era uno de los factores que había que tener en cuenta
para reconstruir este drama…
—Regresé porque…
—Ya me explicó sus razones, y me parecieron inadecuadas y poco convincentes. Pero dejemos eso aparte.
Usted vino aquí a preguntarme de quién sospechaba. Yo me negué a responderle. Entonces usted se
dirigió a la vicaría, esperó fuera un buen rato y después se marchó a su casa.
—Le seguí.
—No vi a nadie.
—Eso es lo que suele ver la gente a la que yo sigo. Pasó usted la noche sin dormir, y elaboró ciertos
planes, que se dispuso a poner en práctica por la mañana. Salió de su casa al amanecer, y se llenó el
bolsillo de grava rojiza, que tenía en un montón al lado de la puerta —Sterndale dio un violento respingo y
miró a Holmes con asombro—. A continuación, recorrió a paso ligero la milla que separa su casa de la
vicaría. Dicho sea de paso, llevaba usted ese mismo par de zapatos de tenis a rayas que ahora mismo
cubren sus pies. Al llegar a la vicaría, atravesó el huerto y el seto lateral y se situó bajo la ventana del
inquilino Tregennis. Era ya pleno día, pero aún no había movimiento en la casa. Sacó usted un poco de
grava del bolsillo y la arrojó contra la ventana.
—Tuvo que tirar dos o tres puñados de grava antes de que el inquilino se asomara a la ventana. Usted le
pidió que bajara. Él se vistió a toda prisa y bajó a su sala de estar. Usted entró por la ventana. Tuvieron
una conversación bastante breve, durante la cual usted no paró de andar de un lado a otro de la
habitación. Luego volvió a salir, cerró la ventana y se quedó en el césped de fuera, fumando un cigarro y
aguardando a ver qué ocurría. Por último, tras la muerte de Tregennis, se marchó por donde había
venido. Veamos, pues, doctor Sterndale: ¿cómo justifica usted su conducta y cuál fue el motivo de sus
acciones? Si intenta mentirme o jugar conmigo, le doy mi palabra de que el asunto saldrá de mis manos
definitivamente.
La cara de nuestro visitante se había puesto de color gris ceniza al escuchar las palabras de su acusador.
Estuvo reflexionando un buen rato, con el rostro oculto entre las manos, y de pronto, con un súbito gesto
impulsivo, sacó del bolsillo del pecho una fotografía, y la arrojó sobre la mesa rústica que teníamos
delante.
Se trataba del retrato de una mujer hermosísima. Holmes se inclinó para verla mejor.
—Sí, Brenda Tregennis —repitió nuestro visitante—. La he amado desde hace años. Y ella me amaba a mí.
Ése era el secreto de mi aislamiento en Cornualles, que tanto asombra a la gente. Aquí podía estar cerca
de la única cosa que me importaba en el mundo. No podía casarme con ella, porque tuve una esposa que
me abandonó hace años, pero de la cual no puedo divorciarme, por culpa de las deplorables leyes
inglesas. Brenda esperó años y años. Yo esperé años y años. ¡Y hemos esperado tanto para esto! —Un
tremendo sollozo sacudió de arriba abajo el enorme cuerpo del doctor, que se llevó las manos a la
garganta por debajo de su barba leonada. Por fin, con un esfuerzo, logró dominarse y continuó hablando
—: El vicario lo sabía. Era nuestro confidente. Él les podrá decir que Brenda era un ángel bajado a la
tierra. Por eso me telegrafió para que regresara. ¿Qué me importaba mi equipaje o África, sabiendo lo
que le había ocurrido a mi amor? Ahí tiene usted la clave que le faltaba para entender mis acciones, señor
Holmes.
El doctor Sterndale sacó de su bolsillo un paquete de papel y lo colocó sobre la mesa. En su parte exterior
llevaba escrito Radix pedis diaboli, y debajo, una etiqueta roja con la señal de veneno. Lo empujó hacia
mí.
—Tengo entendido que es usted médico —dijo—. ¿Ha oído hablar alguna vez de este preparado?
—¡«Raíz de pie del diablo»! No, jamás había oído hablar de esto.
—Eso no hace desmerecer sus conocimientos profesionales, doctor, ya que estoy convencido de que,
exceptuando una muestra que tienen en un laboratorio de Buda, no existe otra en toda Europa. Aún no
figura ni en la farmacopea ni en los textos de toxicología. Se trata de una raíz que tiene forma de pie,
medio humano, medio de cabra, de ahí el pintoresco nombre que le impuso un misionero aficionado a la
botánica. La utilizan los hechiceros de ciertas regiones de África Occidental como veneno para pruebas
de iniciación o juicios, y lo mantienen en secreto entre ellos. Esta muestra que tengo aquí la conseguí en
circunstancias verdaderamente extraordinarias, en el país de los ubangui.
Mientras hablaba, abrió un paquete, dejando a la vista un montoncito de polvo pardorojizo que parecía
rapé.
—Voy a contarle todo lo que sucedió, señor Holmes, porque es ya tanto lo que sabe que está claro que me
conviene que lo sepa todo. Ya le he explicado cuál era mi relación con la familia Tregennis. Por amor a la
hermana, yo me mostraba amistoso con los hermanos. Hubo una disputa de familia por cuestiones de
dinero, y ese Mortimer se distanció de los demás, pero se suponía que habían hecho las paces, y yo volví a
tratarlo igual que a los otros. Era un tipo astuto, sutil y calculador, y observé varios detalles que me
hicieron desconfiar de él, pero sin que existiera motivo concreto para reñir.
»Un día, hace sólo un par de semanas, vino a visitarme y yo le enseñé algunas de mis curiosidades
africanas; entre ellas, este polvo. Le hablé de sus extrañas propiedades, de cómo estimula los centros
cerebrales que controlan la emoción del miedo, y de la locura o la muerte que aguardan a los desdichados
nativos que son sometidos a la prueba por los sacerdotes de su tribu. Le dije también que la ciencia
europea sería completamente incapaz de detectarlo. No me explico cómo logró apoderarse de él, porque
yo no salí de la habitación en ningún momento, pero no cabe duda de que, mientras yo abría cajones y
desembalaba cajas, se las arregló para sustraer un poco de polvo de pie del diablo. Recuerdo muy bien
que me acribilló a preguntas sobre la cantidad y el tiempo necesarios para que hiciera efecto, pero ni se
me pasó por la cabeza que pudiera tener un motivo personal para preguntar tales cosas.
»No volví a pensar en el asunto hasta que recibí en Plymouth el telegrama del vicario. Ese canalla había
pensado que yo ya estaría en alta mar antes de que me pudiera llegar la noticia, y que me perdería en
África durante años. Pero regresé inmediatamente y, como es natural, nada más enterarme de los detalles
tuve la seguridad de que se había empleado mi veneno. Vine a hablar con usted, por si acaso se le hubiera
ocurrido alguna otra explicación. Pero era imposible que existiera otra. Estaba convencido de que
Mortimer Tregennis era el asesino… por afán de dinero, y tal vez con la idea de que, si todos los demás
miembros de la familia se volvían locos, él quedaría como único custodio de los bienes comunes, utilizó el
polvo de pie del diablo, hizo perder la razón a sus dos hermanos y mató a su hermana Brenda, el único ser
humano al que he amado y que me ha amado. Ése era su crimen; ¿cuál debía ser su castigo?
»¿Debía recurrir a la ley? ¿Qué pruebas tenía? Yo estaba seguro de lo que había ocurrido, pero ¿podría
conseguir que un jurado de campesinos se creyera una historia tan fantástica? Y no podía correr el riesgo
de fracasar. Toda mi alma clamaba pidiendo venganza. Ya le dije hace un rato, señor Holmes, que he
pasado gran parte de mi vida fuera del alcance de la ley, hasta acabar rigiéndome por mis propias leyes.
Eso es lo que ocurrió. Decidí que debía sufrir la misma suerte que él había hecho sufrir a los otros. O eso,
o yo mismo haría justicia con mi propia mano. No existe en toda Inglaterra un hombre que conceda
menos valor a su propia vida que yo en estos momentos.
»Ya se lo he contado todo. Usted mismo ha aportado el resto. Como bien ha dicho, tras una noche de
insomnio, salí de casa al amanecer. Había previsto que pudiera resultar difícil despertarle, así que cogí un
poco de grava del montón que usted ha mencionado, y la utilicé para lanzarla contra la ventana. Él bajó y
me hizo pasar por la ventana de la sala de estar. Yo le dije que estaba al corriente de su crimen, y que
había ido en calidad de juez y de verdugo. El muy miserable se dejó caer en un sillón, paralizado por la
visión de mi revólver. Encendí la lámpara, eché en ella el polvo, y aguardé en la parte de fuera de la
ventana, dispuesto a cumplir mi amenaza de matarle a tiros si intentaba salir de la habitación. Murió en
cinco minutos. ¡Dios mío, y cómo murió! Pero mi corazón era de pedernal, porque no estaba sufriendo
nada que mi inocente amor no hubiera sufrido antes. Ésta es mi historia, señor Holmes. Es posible que, si
usted amase a una mujer, hubiera hecho lo mismo que yo. En cualquier caso, estoy en sus manos, y puede
usted tomar las medidas que le parezcan. Como ya le he dicho, no hay un hombre vivo que tenga menos
miedo a la muerte que yo.
—Tenía la intención de perderme en África Central. Mi trabajo allí está a medio hacer.
—Pues vaya y termine la otra mitad —dijo Holmes—. Yo, por lo menos, no pienso impedírselo.
El doctor Sterndale irguió su gigantesca figura, hizo una solemne reverencia, y se alejó del emparrado.
Holmes encendió su pipa y me pasó la petaca.
—Para variar, resultará muy agradable aspirar algo de humo que no sea tan venenoso —dijo—. Creo que
estará de acuerdo, Watson, en que no debemos interferir en este caso. Nuestra investigación era
extraoficial, y también debe serlo nuestra actuación. ¿Denunciaría usted a este hombre?
—Nunca he estado enamorado, Watson, pero si lo estuviera, y la mujer que amara hubiera sufrido una
muerte semejante, puede que me comportara como nuestro indómito cazador de leones. ¿Quién sabe?
Bien, Watson, no ofenderé su inteligencia explicándole lo que es obvio. Por supuesto, el punto de partida
de mi investigación fue la grava que había en el alféizar de la ventana. No había nada parecido en el
jardín de la vicaría. No encontré otra igual hasta que dirigí mi atención hacia el doctor Sterndale y su
casa de campo. La lámpara encendida en pleno día, y los restos de polvo en el guardahumos fueron los
siguientes eslabones de una cadena que se iba haciendo ya muy evidente. Y ahora, querido Watson, creo
que podemos borrar el asunto de la mente y regresar, con la conciencia tranquila, al estudio de las raíces
caldeas que se advierten sin lugar a dudas en la rama cómica del gran idioma celta.
LA AVENTURA DEL
CÍRCULO ROJO
I
—B ueno, señora Warren, no me parece que tenga usted ningún motivo concreto para preocuparse,
ni veo razón alguna para que yo, que concedo cierto valor a mi tiempo, deba intervenir en el asunto. La
verdad es que tengo otras cosas de que ocuparme.
Así habló Sherlock Holmes, volviendo a enfrascarse en el voluminoso álbum de recortes, en el que iba
ordenando y registrando los materiales más recientes.
Pero aquella mujer poseía la tenacidad y la astucia propias de su sexo, y defendió su terreno con firmeza.
—El año pasado, usted resolvió un asunto para un inquilino mío —dijo—. El señor Fairdale Hobbs.
—Pero él no paraba de hablar de usted, señor…, de lo amable que estuvo y de la manera en que consiguió
arrojar luz sobre las tinieblas. Y cuando yo misma me encontré sumida en las tinieblas y en la duda, me
acordé de sus palabras. Yo sé que usted podría hacerlo si quisiera.
Holmes era sensible a la adulación y también, para ser justos con él, a la bondad. La combinación de
ambas fuerzas le hizo dejar a un lado el pincel de engomar y, con un suspiro de resignación, echó hacia
atrás su silla.
—Está bien, está bien, señora Warren, oigamos lo que tiene que decir. Supongo que no le importará que
fume. Gracias. Watson, las cerillas. Creo haber entendido que está usted preocupada porque su nuevo
huésped permanece encerrado en sus habitaciones sin dejarse ver. ¡Válgame Dios, señora Warren! Si yo
fuera inquilino suyo, se pasaría usted semanas enteras sin verme.
—No lo dudo, señor, pero esto es diferente. Ya no puedo soportar oírle andar a paso rápido de acá para
allá, desde primera hora de la mañana hasta las tantas de la noche, sin poder echarle la vista encima ni
un solo instante. A mi marido le pone tan nervioso como a mí, pero él se pasa todo el día fuera de casa, en
el trabajo, mientras que yo no tengo un momento de alivio. ¿De qué se esconde? ¿Qué es lo que ha hecho?
Quitando a la muchacha, estoy sola en la casa con él, y eso es más de lo que mis nervios pueden aguantar.
Holmes se inclinó hacia delante y posó sus largos y huesudos dedos en el hombro de la mujer. Cuando se
lo proponía, poseía un poder casi hipnótico para tranquilizar a las personas. Los ojos de la mujer
perdieron la expresión asustada y sus agitadas facciones fueron recuperando su vulgaridad habitual. Se
sentó en la silla que él le había indicado.
—Si me encargo del asunto, tengo que tener claro hasta el último detalle —dijo Holmes—. Tómese tiempo
para pensar. El detalle más insignificante puede resultar el más fundamental. Dice usted que este hombre
llegó hace diez días y que le pagó por quince días a pensión completa, ¿no es así?
—Me preguntó el precio, señor, y yo le dije que cincuenta chelines por semana, y que tenía una habitación
pequeña, con saloncito, y todo completamente amueblado, en el piso alto.
—¿Y bien?
—Él me dijo que me pagaría cinco libras por semana si yo aceptaba sus condiciones. Soy una mujer
pobre, señor Holmes, y mi marido gana poco, y aquel dinero significaba mucho para mí. Sacó un billete
de diez libras y me lo dio en aquel instante, diciendo: «Si se atiene a mis condiciones, podrá cobrar otro
tanto cada dos semanas durante mucho tiempo. Si no, se acabó nuestro trato».
—Pues verá, señor: en primer lugar, quería una llave de la casa. En eso no había ningún problema.
Muchos huéspedes la piden. Además, quería que se le dejase en paz, y que no se le molestase nunca, bajo
ningún pretexto.
—No, dentro de lo razonable. Pero esto se sale de lo razonable, señor. Lleva ahí diez días, y ni el señor
Warren, ni yo, ni la muchacha, le hemos puesto la vista encima ni una sola vez. Podemos oírle andando a
paso ligero de un lado a otro, mañana, tarde y noche. Pero, excepto aquella primera noche, no ha salido
de casa ni una vez.
—Dio instrucciones muy concretas de que, cuando él tocara la campanilla, le subiéramos la comida y la
dejáramos sobre una silla, a la puerta de su habitación. Cuando termina de comer, vuelve a llamar, y
nosotros retiramos el servicio de la misma silla. Si quiere alguna otra cosa, la escribe en una hoja de
papel y la deja fuera.
—¿La escribe?
—Sí, señor, a lápiz y con letras de imprenta. Sólo el nombre de la cosa, y nada más. He traído algunos de
esos papeles para que usted los vea. Mire éste: «JABÓN». Y este otro: «CERILLA». Y éste lo dejó la
primera mañana: «DAILY GAZETTE». Todas las mañanas le dejo este periódico con el desayuno.
—Caramba, Watson —dijo Holmes, examinando con enorme curiosidad las hojas de papel que la patrona
le iba pasando—. Desde luego, esto es un poco extraño. Lo del aislamiento puedo entenderlo. Pero ¿por
qué escribir así? Es un proceso bastante pesado. ¿Por qué no escribe normalmente? ¿Qué le sugiere esto,
Watson?
—Pero ¿por qué? ¿Qué puede importarle que su patrona tenga una muestra de su escritura? Sin embargo,
podría ser como usted dice. Y además, ¿por qué estos mensajes tan lacónicos?
—Esto abre todo un magnífico campo para la especulación inteligente. Las palabras están escritas con un
lápiz de punta gruesa y color violeta, de tipo corriente. Fíjese en que el papel está rasgado por un lado
después de haber escrito la palabra, de manera que parte de la «J» de «JABÓN» ha desaparecido. Esto es
muy sugerente, Watson, ¿no le parece?
—Exacto. Aquí, sin duda, había alguna marca, una huella de dedo o algo así, que podría dar alguna pista
de su identidad. Veamos, señora Warren, dice usted que se trata de un hombre de estatura media, moreno
y con barba. ¿Qué edad le calcula?
—Hablaba inglés muy bien, pero, por su acento, pensé que era extranjero.
—No, señor.
—Ninguna.
—Bien, no parece que tengamos gran cosa para empezar. ¿Dice usted que de esa habitación no ha salido
nada? ¿Absolutamente nada?
La mujer sacó un sobre de su bolso y lo sacudió, dejando caer sobre la mesa dos cerillas usadas y una
colilla de cigarrillo.
—Esto estaba en su bandeja esta mañana. Lo he traído porque me han dicho que usted es capaz de ver
grandes cosas en las cosas pequeñas.
—Aquí no hay nada —dijo—. Las cerillas, desde luego, se han usado para encender cigarrillos. Se nota en
lo corta que es la parte quemada. Para encender una pipa o un cigarro puro se gasta la mitad de la
cerilla. Pero ¡caramba!, esta colilla sí que es curiosa. ¿Dice usted que ese caballero tiene barba y bigote?
—Sí, señor.
—Pues no lo entiendo. Yo diría que sólo un hombre bien afeitado podría haber fumado esto. Hasta su
humilde bigote, Watson, se habría chamuscado.
—No, no, el extremo está chupado. Supongo que no podrá haber dos personas en esas habitaciones, ¿eh,
señora Warren?
—No, señor. Come tan poco que a veces me sorprende que una sola pueda mantenerse viva con eso.
—Bien. Opino que tendremos que esperar hasta que dispongamos de más datos. Al fin y al cabo, usted no
tiene ningún motivo de queja. Ha cobrado el alquiler y no se trata de un huésped molesto, aunque sí sea
algo extraño. Paga bien, y si ha decidido permanecer oculto, no es cosa que a usted le afecte
directamente. A menos que tengamos razones para suponer que lo hace por motivos criminales, no
tenemos excusa para irrumpir en su vida privada. Me hago cargo del caso, y no lo perderé de vista.
Comuníqueme cualquier novedad que ocurra y puede contar con mi ayuda si llega a ser necesario.
—Desde luego, este caso presenta algunos detalles interesantes —comentó Holmes cuando la patrona se
hubo marchado—. Claro que podría tratarse de algo sin importancia, una pura excentricidad; pero
también podría ser algo mucho más serio de lo que parece a simple vista. Lo primero que a uno se le
ocurre es la evidente posibilidad de que la persona que ahora ocupa las habitaciones sea completamente
distinta de la que las alquiló.
—Bien, aparte de la colilla, ¿no le resulta sugerente que la única vez que el huésped ha salido haya sido
inmediatamente después de alquilar las habitaciones? ¿Y que regresara, él o alguna otra persona cuando
ningún testigo podía verlo? No tenemos ninguna prueba de que la persona que regresó fuera la misma
que salió de la casa. Por otra parte, el hombre que alquiló las habitaciones hablaba inglés muy bien. Este
otro, sin embargo, escribe «cerilla» cuando debería haber escrito «cerillas». Me imagino que sacaría la
palabra de un diccionario, que trae el singular, pero no el plural. El estilo lacónico puede tener por objeto
disimular la falta de conocimiento del idioma. Sí, Watson, tenemos buenas razones para sospechar que se
ha producido un cambio de inquilinos.
—¡Ah! Eso es lo que tenemos que resolver. Sigamos la línea de investigación más obvia —echó mano al
enorme álbum en el que, día tras día, iba coleccionando las columnas de anuncios personales de los
diversos diarios de Londres—. ¡Válgame Dios! —exclamó, pasando las hojas—. ¡Menudo coro de lamentos,
llantos y balidos! ¡Qué cajón de sastre de sucesos curiosos! Y, sin embargo, es sin duda el mejor territorio
de caza que puede recorrer un estudioso de lo extraño. Tenemos a una persona que está aislada, y no se
puede comunicar con ella por carta sin romper el secreto absoluto que se quiere mantener. ¿Cómo se le
puede hacer llegar una noticia o un mensaje desde fuera? Evidentemente, por medio de los anuncios de
un diario. No parece que exista otro sistema, y por suerte sólo tenemos que preocuparnos de un diario.
Aquí tenemos los recortes del Daily Gazette de la última quincena. «Señora con boa negra en el Club de
Patinaje del Príncipe»… este podemos saltarlo. «Seguramente, Jimmy no destrozará el corazón de su
madre»… tampoco parece importante. «Si la dama que se desmayó en el autobús de Brixton»…, no me
interesa la tal dama. «Mi corazón suspira día y noche…». Balidos, Watson, puros balidos. ¡Ah! ¡Esto ya es
un poco más prometedor! Escuche, Watson: «Ten paciencia. Encontraré algún medio seguro para
comunicarnos. Mientras tanto, lee esta columna. —G». Esto salió dos días después de la llegada del
huésped de la señora Warren. Tiene posibilidades, ¿no le parece? El inquilino misterioso entiende el
inglés, aunque no sepa escribirlo. Veamos si podemos seguir esta pista. Sí, aquí la tenemos, tres días
después: «Estoy arreglando las cosas. Paciencia y prudencia. Las nubes pasarán. —G». Después de esto,
nada en una semana. Y luego viene algo mucho más concreto: «El camino se va despejando. Si tengo
ocasión, mensaje con señales. Recuerda el código acordado: Uno, A; Dos, B; y así sucesivamente. Noticias
pronto. —G». Esto salió en el periódico de ayer, y en el de hoy no hay nada. Todo esto podría casar muy
bien con el inquilino de la señora Warren. Si aguardamos un poco, Watson, estoy seguro de que el asunto
se volverá más inteligible.
Y así fue. A la mañana siguiente encontré a mi amigo de pie frente a la chimenea, de espaldas al fuego,
con una sonrisa de absoluta satisfacción en el rostro.
—¿Qué le parece esto, Watson? —exclamó, recogiendo el periódico que había sobre la mesa—: «Casa roja
alta, con fachada de piedra blanca. Tercer piso. Segunda ventana de la izquierda. Después de anochecer.
—G». Esto es bastante concreto. Creo que después de desayunar tendremos que practicar un pequeño
reconocimiento en el vecindario de la señora Warren. ¡Caramba, señora Warren! ¿Qué noticias nos trae
esta mañana?
Nuestra cliente había irrumpido de pronto en la habitación con una energía explosiva que anunciaba
alguna novedad trascendental.
—¡Es asunto para la policía, señor Holmes! —exclamó—. ¡Ya no pienso aguantar más! Tendrá que largarse
con su equipaje. Habría subido directamente a decírselo, pero me pareció que lo más adecuado era
contar primero con su opinión. Pero ya se me ha acabado la paciencia, y cuando se ha llegado al punto de
golpear a mi marido…
—¡Ah! ¡Eso nos gustaría saber! Ha sido esta mañana, señor. Mi marido controla la hora de entrada de
Morton & Waylight’s, de Tottenham Court Road, y tiene que salir de casa antes de las siete. Pues bien,
esta mañana no había dado ni diez pasos por la calle cuando dos hombres se le acercaron por detrás, le
taparon la cabeza con un abrigo y lo metieron en un coche que aguardaba junto a la acera. Se lo llevaron
por ahí durante una hora, y luego abrieron la puerta y lo arrojaron fuera. Se quedó tirado en medio de la
calle, tan aturdido que ni siquiera vio por dónde se iba el coche. Cuando logró recuperarse, vio que
estaba en Hampstead Heath; así que tomó un ómnibus para volver a casa, y allí lo tengo, tumbado en el
sofá, mientras yo venía derecha a contarle a usted lo sucedido.
—Muy interesante —dijo Holmes—. ¿Se fijó en el aspecto de esos hombres? ¿Los oyó hablar?
—No; está completamente atontado. Sólo sabe que lo levantaron como por arte de magia y que luego lo
dejaron caer, también como por arte de magia. Eran por lo menos dos, y tal vez tres.
—Bueno, llevamos viviendo allí quince años, y en todo este tiempo no nos ha ocurrido nada semejante. Ya
he tenido bastante. El dinero no lo es todo. Antes de que acabe el día lo habré echado de mi casa.
—Espere un momento, señora Warren. No se precipite. Empiezo a pensar que este asunto puede ser
mucho más importante de lo que parecía a primera vista. Ahora está claro que a su huésped le amenaza
algún peligro. Y también está claro que sus enemigos, que acechaban cerca de su puerta, confundieron a
su marido con él, a causa de la niebla matutina. Al darse cuenta de su error, lo soltaron. Quién sabe lo que
habrían hecho de no haberse equivocado.
—No se me ocurre cómo podría hacerlo, a menos que forzara la puerta. Siempre le oigo abrir la cerradura
cuando bajo la escalera después de dejarle la bandeja.
—Tiene que meter la bandeja en la habitación. Quizá pudiéramos escondernos y verle cuando abra la
puerta.
—Vamos a ver, el cuarto de equipajes está justo enfrente. Podría colocar un espejo, y si ustedes se
situaran detrás de la puerta…
—En tal caso, el doctor Watson y yo nos pasaremos por ahí antes de esa hora. Por el momento, señora
Warren, adiós.
A las doce y media nos encontrábamos ante la puerta de la casa de la señora Warren, un edificio alto y
estrecho de ladrillo amarillo situado en Great Orme Street, una estrecha callejuela que discurría al
nordeste del Museo Británico. La casa se encontraba cerca de una esquina de la calle, y desde ella se
divisaba un buen trecho de Howe Street, con sus casas más pretenciosas. Riendo por lo bajo, Holmes
señaló una de ellas, un edificio de apartamentos que sobresalía de tal manera que resultaba inevitable
fijarse en él.
—Mire, Watson —dijo—. «Casa roja alta, con fachada de piedra». Desde ahí, sin duda, se envían las
señales. Conocemos el lugar y conocemos el código, así que nuestra tarea tendría que resultar sencilla.
Hay un cartel de «Se alquila» en esa ventana. Se trata, evidentemente, de un piso vacío, al que el
cómplice tiene acceso. ¿Qué hay, señora Warren?
—Lo tengo todo dispuesto. Si vienen arriba, dejando los zapatos en el descansillo, les enseñaré dónde
tienen que meterse.
La patrona nos había preparado un escondrijo excelente. El espejo estaba colocado de tal modo que,
sentados en la oscuridad, podíamos ver perfectamente la puerta de enfrente. Apenas habíamos terminado
de instalarnos y la señora Warren de marcharse, cuando un lejano campanilleo nos hizo saber que nuestro
misterioso vecino había llamado. Poco después apareció la patrona con la bandeja, la depositó sobre una
silla que había junto a la puerta cerrada y se retiró, haciendo resonar sus pasos con fuerza. Holmes y yo,
agazapados en el ángulo de nuestra puerta, manteníamos los ojos clavados en el espejo. De pronto, en
cuanto se apagó el sonido de los pasos de la patrona, se oyó el chasquido de una llave que giraba, se
movió el picaporte y dos manos delgadas se proyectaron al exterior y levantaron la bandeja de la silla. Un
instante después la volvían a depositar apresuradamente, y pude captar una fugaz visión de un rostro
moreno, hermoso y aterrado, que miraba hacia la estrecha abertura del cuarto de equipajes. Luego, la
puerta se cerró de golpe, la llave volvió a girar y todo quedó en silencio. Holmes me tiró de la manga y los
dos bajamos con sigilo la escalera.
—Volveré por aquí esta noche —le dijo Holmes a la angustiada patrona—. Creo, Watson, que podremos
discutir mucho mejor este asunto en nuestros aposentos.
—Como ha podido ver, mi suposición ha resultado ser correcta —dijo desde las profundidades de su
butaca—. Ha habido, efectivamente, un cambio de inquilinos. Lo que yo no esperaba era encontrar a una
mujer. Y no una mujer corriente, Watson.
—Bueno, vio algo que la inquietó, eso desde luego. En términos generales, lo sucedido está bastante
claro, ¿no cree? Una pareja busca refugio en Londres, huyendo de un peligro terrible e inminente. Lo
riguroso de sus precauciones nos da idea de la gravedad del peligro. El hombre, que tiene que llevar a
cabo alguna gestión, quiere dejar a la mujer absolutamente a salvo mientras él realiza su tarea. El
problema no es sencillo, pero él lo ha resuelto de una manera original, y tan eficaz que ni siquiera la
patrona, que le lleva la comida, sabe de la presencia de la mujer. Ahora resulta evidente que lo de escribir
los mensajes con letra de imprenta tenía por objeto evitar que se descubriera su sexo por la letra. El
hombre no puede acercarse a la mujer, pues eso revelaría su paradero a sus enemigos. Al no poder
comunicarse directamente con ella, recurre a la sección de avisos personales de un periódico. Hasta aquí,
todo está claro.
—¡Ya salió Watson, tan serio y práctico como de costumbre! ¿Qué hay detrás de todo esto? A medida que
progresamos, el trivial problema de la señora Warren adquiere mayores proporciones y un aspecto más
siniestro. Una cosa es segura: no se trata de una vulgar fuga de dos enamorados. Ya vio usted la cara de
la mujer a la menor señal de peligro. Y sabemos del ataque sufrido por el dueño de la casa, que sin duda
iba dirigido al huésped. Estas alarmas, así como la desesperada necesidad de guardar secreto, nos
indican que se trata de un asunto de vida o muerte. Por otra parte, la agresión al señor Warren demuestra
que el enemigo, sea quien sea, ignora la sustitución del hombre por la mujer. Es todo muy curioso y
complicado, Watson.
—¿Y por qué quiere usted seguir adelante? ¿Qué va a ganar con ello?
—¿Qué voy a ganar, Watson? Es el arte por el arte. Supongo que, durante su doctorado, usted también
estudiaría bastantes casos sin pensar en la paga.
—Nunca se termina de aprender, Watson. La vida es una serie de lecciones, y las más importantes vienen
al final. Éste es un caso instructivo. No hay en él ni dinero ni prestigio, y sin embargo sería un placer
resolverlo. Para cuando llegue la noche, debemos haber avanzado un paso más en nuestra investigación.
Cuando regresamos a casa de la señora Warren, la penumbra de la tarde invernal londinense se había
espesado, convirtiéndose en un monótono telón gris, interrumpido tan sólo por los brillantes cuadrados
amarillos de las ventanas y los halos borrosos de las farolas de gas. Mientras atisbábamos desde la sala a
oscuras de la casa de huéspedes, una nueva luz mortecina brilló a cierta altura en la oscuridad.
—Alguien se mueve en aquella habitación —susurró Holmes, acercando a la ventana su rostro demacrado
y ansioso—. Sí, distingo su sombra. ¡Ahí está otra vez! Lleva una vela en la mano. Ahora está mirando
hacia aquí. ¡Quiere asegurarse de que ella está preparada! ¡Ya comienzan las señales! Tome usted
también el mensaje, Watson, para que podamos comparar uno con otro. Un solo resplandor…, eso es una
«A», sin duda. Vamos a ver… ¿cuántos ha contado usted? ¿Veinte? Yo también. Eso sería una «T». «AT»…
eso, de momento, se entiende. ¡Otra «T»! Debe de ser el comienzo de una segunda palabra. Veamos
ahora… «TENTA». Y se ha parado. Eso no puede ser todo, ¿eh, Watson? «ATTENTA». Eso no tiene sentido.
Ni tampoco dividido en tres palabras: «AT-TEN-TA»… a menos que «T. A.» sean las iniciales de una
persona. ¡Empieza otra vez! ¿Qué es esto? «ATTE»…, ¡pero si es otra vez el mismo mensaje! Qué curioso,
Watson, qué curioso… ¡Ahí va otra vez! AT… ¡pero si lo está repitiendo por tercera vez! ¡«ATTENTA» tres
veces! ¿Cuántas veces más lo va a repetir? No, esto parece el final. Se ha retirado de la ventana. ¿Qué le
parece, Watson?
—No le quepa duda. Se trata de un mensaje muy urgente, repetido tres veces para recalcar su
importancia. Pero ¿de qué hay que tener cuidado? ¡Un momento! ¡Ha vuelto a la ventana!
—«PERICOLO»… ¿Pericolo? ¿Qué significa eso, Watson? ¡Ah! «Peligro», ¿no es cierto? ¡Sí, por Júpiter!
¡Es una señal de peligro! ¡Ahí va otra vez! «PERI…». ¿Eh? ¿Qué demonios?
La luz se había apagado de repente, el recuadro iluminado de la ventana había desaparecido, y el tercer
piso formaba una negra franja en torno al elegante edificio, con su brillante fachada delantera. El último
grito de advertencia se había cortado de cuajo. ¿Quién y cómo lo había hecho? A los dos se nos ocurrió la
misma idea en el mismo instante. Holmes se puso en pie de un salto, apartándose de la ventana junto a la
cual había permanecido agazapado.
—¡Esto es grave, Watson! —exclamó—. ¡Algo terrible está ocurriendo allí! ¿Por qué habría de
interrumpirse el mensaje de esa manera? Habría que avisar a Scotland Yard…, pero el asunto es
demasiado apremiante como para marcharse de aquí.
—Antes hay que definir la situación un poco mejor. Todavía podría tener una interpretación más inocente.
Venga, Watson, crucemos la calle y veamos qué sacamos en limpio.
II
M ientras avanzábamos a paso ligero por Howe Street, volví la mirada hacia el edificio que
acabábamos de abandonar. Y allí, recortada borrosamente en la ventana del último piso, pude ver la
silueta de una cabeza, una cabeza de mujer que miraba tensa y rígida hacia la oscuridad, esperando sin
aliento que se reanudara el mensaje interrumpido. En la puerta de la casa de apartamentos de Howe
Street, apoyado en la barandilla, había un hombre embozado en gabán y bufanda, que dio un respingo
cuando la luz del vestíbulo iluminó nuestros rostros.
—¡Holmes!
—Sospecho que lo mismo que le ha traído a usted —respondió Gregson—. Lo que no logro imaginar es
cómo se ha metido usted en esto.
—Diferentes hilos, pero que conducen a la misma maraña. He estado captando las señales.
—¿Qué señales?
—Las que se han hecho desde esa ventana. Se han cortado a la mitad, y hemos venido a averiguar por
qué. Pero, puesto que el caso está en sus manos, no veo razón para que nosotros sigamos adelante.
—¡Un momento! —dijo Gregson en tono ansioso—. Para ser sincero, señor Holmes, jamás ha habido un
caso en el que no me haya sentido más fuerte teniéndole a usted a mi lado. Este edificio no tiene más que
una salida, así que le tenemos cogido.
—¿A quién?
—Vaya, vaya, por una vez le llevamos ventaja, señor Holmes. Tiene que concedernos este punto —y
mientras decía esto, dio un golpe seco en el suelo con el bastón, y un cochero, con el látigo en la mano,
saltó de un carruaje estacionado al otro lado de la calle—. Permítame que le presente al señor Sherlock
Holmes —le dijo Gregson al cochero—. Y éste es el señor Leverton, de la agencia norteamericana
Pinkerton.
—¿El héroe del misterio de la cueva de Long Island? —dijo Holmes—. Señor, es un placer conocerlo.
El norteamericano, un joven tranquilo, serio, bien afeitado y de facciones marcadas, se sonrojó al oír
aquellas palabras de elogio.
—Estoy siguiendo la pista de mi vida, señor Holmes —dijo—. Si logro atrapar a Gorgiano…
—Vaya, veo que su fama ha llegado a Europa. Pues en Norteamérica sabemos todo lo que hay que saber
de él. Sabemos que ha intervenido en cincuenta asesinatos, y sin embargo no disponemos de ninguna
prueba concreta para acusarle. Le he venido siguiendo la pista desde Nueva York, y durante una semana
que llevamos en Londres me he mantenido siempre cerca de él, esperando cualquier excusa para echarle
la mano al cuello. El señor Gregson y yo le hemos seguido hasta este edificio de apartamentos que sólo
tiene una puerta, así que no puede escabullírsenos. Desde que él entró han salido tres personas, pero
podría jurar que ninguna de ellas era él.
—El señor Holmes decía algo de unas señales —intervino Gregson—. Y me imagino que, como de
costumbre, sabe un montón de cosas que nosotros ignoramos.
En pocas y elocuentes palabras, Holmes explicó la situación, tal como nosotros la veíamos. El
norteamericano dio una palmada que expresaba frustración.
—Bueno, eso parece, ¿no? Ahí lo tenemos, enviando mensajes a un cómplice…, hay varios miembros de su
banda en Londres…, y de pronto, justo cuando, según cuenta usted, les estaba avisando de que hay
peligro, el mensaje se interrumpe. ¿Qué puede significar eso sino que nos ha visto desde la ventana, o
bien que de alguna manera se ha dado cuenta de lo inminente que era el peligro, y se ha puesto en acción
de inmediato con el fin de evitarlo? ¿Qué sugiere usted, señor Holmes?
—Que subamos ahora mismo y lo veamos con nuestros propios ojos.
—Se encuentra en una vivienda desocupada, en circunstancias sospechosas —dijo Gregson—. Con eso
bastará por el momento. Cuando le tengamos bien agarrado, ya veremos si los de Nueva York pueden
ayudarnos a mantenerlo encerrado. Yo asumo la responsabilidad de detenerlo ahora.
Nuestros agentes de policía pueden fallar por el lado de la inteligencia, pero jamás por el del valor.
Gregson subió las escaleras para detener a aquel asesino sanguinario con la misma tranquilidad y el
mismo aire pausado con que habría subido las escaleras de las oficinas de Scotland Yard. El agente de
Pinkerton había intentado adelantársele, pero Gregson se lo había impedido con el codo. Los peligros de
Londres eran privilegio de la policía de Londres.
La puerta del apartamento del tercero izquierda estaba entornada. Gregson la abrió de un empujón. En el
interior reinaban el silencio y la oscuridad más absolutos. Encendí una cerilla, y con ella la linterna del
inspector. Cuando la llamita se convirtió en una llama estable, todos soltamos una exclamación de
sorpresa. Sobre el entarimado del suelo sin alfombrar se veía un rastro de pisadas ensangrentadas.
Aquella roja pista apuntaba en nuestra dirección, procedente de una habitación interior, cuya puerta
estaba cerrada. Gregson la abrió de par en par y sostuvo la linterna delante de él, mientras todos los
demás atisbábamos ansiosos por encima de sus hombros.
En medio del suelo de la habitación vacía yacía la figura encogida de un hombre gigantesco, con el rostro
moreno y afeitado contraído en una horrible mueca y la cabeza rodeada por un espantoso halo rojo de
sangre, que se extendía en un amplio y húmedo círculo sobre el blanco entarimado. Tenía las rodillas
levantadas, las manos extendidas en un gesto de agonía, y en el centro de su robusto cuello, vuelto hacia
arriba, sobresalían las cachas blancas de un cuchillo clavado hasta la empuñadura. Al recibir aquel
terrible golpe, el gigante debía de haberse desplomado como un buey abatido por el mazo del matarife.
En el suelo, junto a su mano derecha, había un impresionante puñal de dos filos con empuñadura de asta
y un guante negro de piel de cabritillo.
—¡Por San Jorge! ¡Si es el mismísi mo Gorgiano el Negro! —exclamó el detective americano—. ¡Alguien se
nos ha adelantado!
—Ahí está la vela, junto a la ventana —dijo Gregson—. Pero ¿qué está usted haciendo, Holmes?
Holmes había atravesado la habitación, había encendido la vela y la estaba moviendo de un lado a otro
frente a la ventana. Luego se puso a escudriñar la oscuridad, apagó la vela de un soplido y la tiró al suelo.
—Creo que esto nos servirá de ayuda —dijo. A continuación, cruzó de nuevo la habitación y se quedó de
pie, sumido en profundas reflexiones, mientras los dos profesionales examinaban el cadáver—. Antes dijo
usted que habían salido tres personas de la casa mientras ustedes vigilaban abajo —dijo por fin—. ¿Se fijó
bien en ellas?
—¿Alguna de ellas era un hombre de unos treinta años, moreno, de estatura media y con barba negra?
—Ése es su hombre, estoy seguro. Puedo darles su descripción, y tenemos una excelente muestra de las
huellas de sus pies. Con eso debería bastarles.
—No es gran cosa, teniendo en cuenta que hay millones de personas en Londres.
—Puede ser. Por eso pensé que lo mejor sería llamar a esta señora para que les ayude.
Todos nos volvimos al oír aquellas palabras. En el marco de la puerta había una mujer alta y atractiva: la
misteriosa inquilina de Bloomsbury.
Avanzó despacio, con el rostro pálido y contraído por el miedo, y los ojos clavados con espanto en la
oscura figura tendida en el suelo.
—¡Le han matado! —gimió—. ¡Oh, Dio mio, le han matado ustedes!
Pero, de pronto, la oí respirar a fondo y dio un salto en el aire, lanzando un grito de alegría. Empezó a
bailar por toda la habitación, dando palmadas y soltando chispas de asombro y felicidad por sus ojos
oscuros, mientras de sus labios brotaba un millar de curiosas exclamaciones en italiano. Resultaba
terrible y asombroso ver a una mujer tan arrebatada de alegría ante semejante escena. De repente, se
detuvo y nos miró a todos con mirada inquisitiva.
—¡Pero ustedes…! Ustedes son de la policía, ¿verdad? Son ustedes los que han matado a Giuseppe
Gorgiano, ¿no es así?
—Pero entonces… ¿dónde está Gennaro? —preguntó—. Mi marido, Gennaro Lucca. Yo soy Emilia Lucca y
venimos de Nueva York. ¿Dónde está Gennaro? Me acaba de llamar desde esta ventana, y he venido
corriendo tan deprisa como he podido.
—Su clave no era nada difícil, señora, y su presencia aquí era muy conveniente. Yo sabía que no tenía más
que transmitirle «Vieni» y usted acudiría sin dudarlo.
—No comprendo cómo sabe usted esas cosas —dijo—. Y Giuseppe Gorgiano… ¿Cómo es posible que…? —
Aquí se detuvo, y de pronto su rostro se iluminó de orgullo y satisfacción—. ¡Ahora lo comprendo! ¡Mi
Gennaro! ¡Mi espléndido y maravilloso Gennaro, que me ha mantenido a salvo de todo daño, ha sido él, el
que con su propia y fuerte mano ha matado al monstruo! ¡Oh, Gennaro, qué prodigioso eres! ¿Hay mujer
que merezca un hombre así?
—Bien, señora Lucca —dijo el prosaico Gregson, posando su mano sobre el antebrazo de la mujer con tan
poco sentimiento como si se tratara de un rufián cualquiera de Notting Hill—. Todavía no tengo muy claro
quién o qué es usted; pero ha dicho lo bastante como para dejar claro que tiene que acompañarme a
Scotland Yard.
—Un momento, Gregson —dijo Holmes—. Me da la impresión de que esta señora está tan ansiosa por
proporcionarnos información como nosotros por obtenerla. ¿Se da usted cuenta, señora, de que su marido
será detenido y juzgado por la muerte de este hombre que yace ante nosotros? Todo lo que usted diga
podrá utilizarse como prueba en el juicio. Pero si usted está convencida de que él actuó por motivos no
criminales, y cree que él desearía que se conocieran tales motivos, lo mejor que puede hacer por él es
contarnos toda la historia.
—Ahora que Gorgiano ha muerto, no tenemos miedo de nada —dijo ella—. Era un demonio, un monstruo,
y no puede haber juez en el mundo capaz de castigar a mi marido por haberlo matado.
—En ese caso —prosiguió Holmes—, sugiero que cerremos esta puerta, dejemos todo tal como lo hemos
encontrado, acompañemos a esta señora a su habitación y no nos formemos una opinión hasta haber
escuchado lo que tiene que decirnos.
Media hora después, estábamos los cuatro sentados en el pequeño cuarto de estar de la signora Lucca,
escuchando el extraordinario relato de los siniestros sucesos de cuyo final habíamos sido testigos. La
mujer hablaba un inglés rápido y fluido, pero muy poco ortodoxo, que yo, por razones de claridad, he
corregido gramaticalmente.
—Nací en Posilipo, cerca de Nápoles —dijo—, y soy hija de Augusto Barelli, abogado ilustre que llegó a
ser diputado de aquella provincia. Gennaro trabajaba para mi padre y yo me enamoré de él, como se
habría enamorado cualquier mujer. Él no tenía dinero ni posición, nada más que su belleza, su fuerza y su
coraje, así que mi padre se opuso a nuestro matrimonio. Nos escapamos juntos, nos casamos en Barí y
vendimos mis joyas para conseguir el dinero con el que trasladarnos a América. Esto sucedió hace cuatro
años, y desde entonces hemos vivido en Nueva York.
»Al principio, la suerte nos sonrió. Gennaro tuvo ocasión de prestarle un servicio a un caballero italiano,
le salvó de unos rufianes en un lugar llamado el Bowery, y así consiguió un amigo influyente. Se llamaba
Tito Castalotte, y era socio principal de una gran empresa, Castalotte & Zamba, los mayores
importadores de fruta de Nueva York. El signor Zamba está inválido, y nuestro nuevo amigo Castalotte
ejercía todo el poder en la empresa, que tiene más de trescientos empleados. Le dio trabajo a mi marido,
le hizo jefe de un departamento, y le demostró de mil maneras su afecto. El señor Castalotte era soltero, y
creo que consideraba a Gennaro como a un hijo, mientras que mi marido y yo lo queríamos como a un
padre. Habíamos alquilado y amueblado una casita en Brooklyn, y parecía que nuestro futuro estaba
asegurado, cuando apareció esa nube negra que no tardaría en cubrir todo nuestro cielo.
»Una noche, al regresar del trabajo, Gennaro vino acompañado por un compatriota. Se llamaba Gorgiano,
y era también de Posilipo. Era un hombre gigantesco, como habrán podido comprobar ustedes al ver su
cadáver. Y no sólo tenía el cuerpo de un gigante, sino que todo en él era gigantesco, grotesco y aterrador.
Su voz resonaba como un trueno en nuestra casita, y cuando gesticulaba al hablar parecía que no había
espacio en la habitación para sus brazos. Sus pensamientos, sus emociones, sus pasiones, todo en él era
exagerado y monstruoso. Hablaba, o más bien rugía, con tal energía que los demás no podían hacer otra
cosa más que sentarse y escuchar, abrumados por aquel torrente de palabras. Sus ojos llameaban de tal
manera que te sentías a su merced. Era un hombre terrible y portentoso. ¡Gracias a Dios que está
muerto!
»Volvió a nuestra casa una y otra vez. Pero yo me daba cuenta de que Gennaro se sentía tan incómodo
como yo en su presencia. Mi pobre marido se quedaba sentado, pálido e indiferente, escuchando los
incesantes desvaríos acerca de política y cuestiones sociales que constituían el tema de conversación de
nuestro visitante. Gennaro no decía nada, pero yo, que le conozco bien, podía leer en su rostro una clase
de emoción que nunca había visto antes en él. Al principio, pensé que era puro desagrado. Pero, poco a
poco, me fui dando cuenta de que era más que simple desagrado. Era miedo, un miedo intenso, secreto y
paralizante. Aquella noche, la noche en que advertí su terror, le rodeé con mis brazos y le imploré, por el
amor que me tenía y por todo lo que él consideraba sagrado, que no me ocultara nada y me explicara por
qué aquel gigante le tenía tan abatido.
»Me lo contó, y mientras lo escuchaba se me iba helando el corazón. Mi pobre Gennaro, en sus tiempos
de loca juventud, cuando todo el mundo parecía conjurado contra él y las injusticias de la vida le habían
vuelto medio loco, se había afiliado a una sociedad secreta napolitana, el Círculo Rojo, relacionada con los
antiguos carbonarios. Los juramentos y secretos de esta hermandad son terribles, y una vez que caes en
su poder ya no hay escape posible. Cuando nos fugamos a América, Gennaro creyó que se había librado
de aquello para siempre. Cuál no sería su espanto al encontrarse una noche en la calle al mismo hombre
que le había iniciado en Nápoles, el gigante Gorgiano, un hombre conocido en el sur de Italia con el
apodo de La Muerte, porque la sangre de sus crímenes le llegaba a los codos. Había llegado a Nueva York
huyendo de la policía italiana, y ya había organizado en su nuevo país una sucursal de la terrible
sociedad. Todo esto me contó Gennaro, y por último me enseñó una convocatoria que había recibido aquel
mismo día, encabezada por un círculo rojo, avisándole de que tal día a tal hora se celebraría una reunión,
y que se esperaba y exigía su presencia en ella.
»Aquello ya era bastante malo, pero lo peor estaba aún por venir. Yo venía observando desde hacía algún
tiempo que cuando Gorgiano venía a visitarnos por las noches, y lo hacía constantemente, me hablaba
mucho a mí; e incluso cuando se dirigía a mi marido, aquellos terribles y llameantes ojos de fiera me
miraban siempre a mí. Una noche, su secreto salió a relucir. Yo había despertado en él algo que él
llamaba «amor»…, el amor de una fiera, de un salvaje… Llegó a casa cuando Gennaro aún no había
regresado. Se metió por las buenas, me estrechó entre sus poderosos brazos, me aplastó con su abrazo de
oso, me cubrió de besos y me suplicó que me escapara con él. Yo gritaba y forcejeaba, cuando Gennaro
entró y se lanzó sobre él. Pero Gorgiano golpeó a Gennaro, dejándolo sin sentido, y huyó de la casa para
no volver. Aquella noche habíamos adquirido un enemigo mortal.
»Pocos días después, tuvo lugar la reunión y, por la cara que traía Gennaro al regresar, supe que algo
espantoso había sucedido. Era peor de lo que yo jamás habría podido imaginar. La sociedad recaudaba
sus fondos haciendo chantaje a italianos ricos y amenazándolos con represalias violentas si se negaban a
pagar. Parece ser que Castalotte, nuestro amigo y benefactor, había sido una de las víctimas elegidas.
Pero él se había negado a ceder ante sus amenazas y había dado aviso a la policía. Se decidió, pues, hacer
un escarmiento con él para evitar que se rebelasen otras víctimas, y en la reunión se acordó volar su casa,
con él dentro, con dinamita. Se echó a suertes para ver a quién le tocaba ejecutar la sentencia. Cuando
metía la mano en la bolsa, Gennaro vio el rostro cruel de nuestro enemigo, que le sonreía. Y sin duda,
todo estaba amañado de algún modo, porque lo que sacó fue el disco fatal con el Círculo Rojo, que le
designaba para llevar a cabo el asesinato. Tenía que matar a su mejor amigo o exponerse, y exponerme a
mí, a la venganza de sus camaradas. Entre sus diabólicos métodos figuraba el castigar a los que temían u
odiaban golpeándolos no sólo a ellos, sino también a sus seres queridos. Y esta certeza tenía abrumado a
mi pobre Gennaro y le volvía medio loco de aprensión.
»Permanecimos despiertos toda la noche, abrazados, dándonos fuerzas el uno al otro para afrontar las
penalidades que se nos venían encima. El atentado debía llevarse a cabo a la noche siguiente. A mediodía,
mi marido y yo estábamos ya viajando rumbo a Londres, pero no sin haber advertido del peligro a nuestro
benefactor y haber proporcionado a la policía la suficiente información para que pudiera salvaguardar su
vida en el futuro.
»El resto, caballeros, lo saben por ustedes mismos. Estábamos seguros de que nuestros enemigos nos
seguirían como si fueran nuestra propia sombra. Gorgiano tenía motivos particulares para vengarse,
pero, aun sin ellos, sabíamos lo despiadado, astuto e infatigable que podía ser. Tanto en Italia como en
América circulan multitud de historias sobre sus terribles poderes. Si alguna vez iba a hacer uso de ellos,
sería ahora. Mi querido esposo aprovechó los pocos días de ventaja que habíamos conseguido con nuestra
huida para procurarme un refugio en el que no pudiera alcanzarme ningún peligro. Mientras tanto, él
tenía que disponer de libertad de movimientos para poder comunicarse con la policía norteamericana y
con la italiana. Ni yo misma sé dónde y cómo ha estado viviendo. Las únicas noticias las recibía a través
de los anuncios de un periódico. Pero una vez, al mirar por la ventana, vi dos italianos vigilando la casa, y
comprendí que Gorgiano había conseguido de algún modo localizar nuestro escondite. Por fin, Gennaro
me dijo, por medio del periódico, que me haría señales desde una ventana, pero cuando las señales
llegaron no eran más que advertencias, y se interrumpieron de repente. Ahora me doy cuenta de que él
sabía que Gorgiano le seguía muy de cerca, y gracias a Dios estaba preparado cuando por fin le alcanzó. Y
ahora, caballeros, yo les pregunto si tenemos algo que temer de la Ley, si existe en el mundo un juez
capaz de condenar a mi Gennaro por lo que ha hecho.
—Bien, señor Gregson —dijo el norteamericano, mirando de frente al inspector—. No sé cuál será el
punto de vista británico, pero apuesto a que en Nueva York el marido de esta dama recibiría un voto casi
unánime de agradecimiento.
—Tendrá que venir conmigo y hablar con el jefe —respondió Gregson—. Si se confirma lo que ha dicho, no
creo que ni ella ni su esposo tengan nada que temer. Pero lo que no acabo de entender, señor Holmes, es
cómo demonios se mezcló usted en este asunto.
—Estudios, Gregson, estudios. Sigo buscando enseñanzas en la vieja universidad. Bien, Watson, ya tiene
una muestra más de lo trágico y lo grotesco para añadir a su colección. Por cierto, aún no son las ocho, y
hay noche de Wagner en el Covent Garden. Si nos damos prisa, podemos llegar a tiempo para el segundo
acto.
LA DESAPARICIÓN DE
LADY FRANCES CARFAX
—P ero ¿por qué turco? —preguntó Sherlock Holmes mirando fijamente mis zapatos. Yo estaba en
aquel momento recostado en un sillón con respaldo de mimbre, y mis pies extendidos habían atraído su
atención, siempre vigilante.
—Es inglés —respondí, algo sorprendido—. Los compré en Latimer’s, de Oxford Street.
—Hablo del baño —dijo—. ¡El baño! ¿Por qué un relajante y caro baño turco, en lugar del reconfortante
método casero?
—Porque estos últimos días me he sentido reumático y envejecido. Un baño turco es lo que los médicos
llamamos un alterativo: un nuevo punto de partida, un purificador del sistema. Por cierto, Holmes —añadí
—: Estoy seguro de que la conexión entre mis zapatos y un baño turco resulta perfectamente evidente
para una mente lógica; sin embargo, le quedaría muy agradecido si me la explicase.
—La cadena de razonamientos no tiene nada de misterioso, Watson —dijo Holmes con un brillo malicioso
en los ojos—. Pertenece a la misma categoría de deducciones elementales que, por poner otro ejemplo, si
yo le preguntara con quién ha dado usted un paseo en coche esta mañana.
—No me parece que un nuevo ejemplo constituya una explicación —dije yo, con cierta aspereza.
—¡Bravo, Watson! Una censura muy digna y lógica. Veamos, ¿cuáles eran los pasos? Tomemos primero el
último ejemplo: el del coche. Fíjese en que tiene usted unas salpicaduras en la manga y el hombro
izquierdos de su chaqueta. Ahora bien, si hubiera ido sentado en el centro del coche, probablemente no
tendría ninguna salpicadura; y de tenerlas, serían simétricas. Así pues, está claro que iba sentado a un
lado. Por lo tanto, está igualmente claro que iba acompañado.
—Igual de infantil. Usted tiene la costumbre de atarse los zapatos de una determinada manera. En esta
ocasión, veo que los lleva atados con una doble lazada muy elaborada, que no es su manera habitual de
atarlos. Por lo tanto, se los ha quitado. ¿Quién ha podido atárselos? O bien un zapatero… o bien el
asistente de la casa de baños. Es muy poco probable que haya sido un zapatero, porque sus zapatos están
casi nuevos. ¿Qué queda entonces? El baño. Ridículo, ¿verdad? Pero, a fin de cuentas, el baño turco ha
servido para algo.
—¿Para qué?
—Acaba usted de decir que lo ha tomado porque necesitaba un cambio. Permítame que le sugiera un buen
cambio. ¿Qué le parecería Lausana, querido Watson? Billetes de primera clase y todos los gastos pagados,
como un príncipe.
—Una de las especies más peligrosas del mundo —dijo— es la mujer errante y sin amigos. Por sí misma es
el más inofensivo, y a veces el más útil de los mortales, pero inevitablemente incita a los demás al crimen.
Está indefensa. Es migratoria. Dispone de medios suficientes para trasladarse de país en país y de hotel
en hotel. Y con cierta frecuencia, se pierde en un laberinto de oscuras pensiones y casas de huéspedes. Es
una gallina extraviada en un mundo de zorros. Si la devoran, casi nadie la echará de menos. Mucho me
temo que algo malo le ha sucedido a lady Frances Carfax.
Confieso que sentí alivio ante este súbito descenso de lo general a lo particular. Holmes consultó sus
notas.
—Lady Frances —continuó— es la única superviviente de la descendencia directa del difunto conde de
Rufton. Como recordará, las propiedades se heredan por la línea masculina. A ella le quedaron unos
recursos limitados, pero que incluían una colección muy notable de antiguas joyas españolas de plata y
diamantes con talla muy curiosa, a la que se sentía muy apegada…, demasiado apegada, a decir verdad,
puesto que se negó a dejar las joyas en el banco y las lleva siempre consigo. Una figura patética, esta lady
Frances. Una mujer hermosa, todavía en el principio de su madurez, y sin embargo, por un extraño
capricho del destino, el último resto del naufragio de lo que, hace tan sólo veinte años, era una espléndida
flota.
—Eso mismo: ¿qué le ha sucedido a lady Frances? ¿Está viva o muerta? Ése es nuestro problema. Es una
señora de costumbres invariables, y durante cuatro años una de sus costumbres invariables ha sido
escribir cada dos semanas a la señorita Dobney, su antigua institutriz, que hace tiempo que se retiró y
vive en Camberwell. Es precisamente la señorita Dobney la que me ha consultado. Lleva casi cinco
semanas sin recibir ni una línea. La última carta traía remite del Hotel National de Lausana. Parece que
lady Frances se marchó de allí sin dejar ninguna dirección. La familia está preocupada y, como son
exageradamente ricos, no repararán en gastos para aclarar el asunto.
—¿Es esa señorita Dobney la única fuente de información? Seguro que se escribía con alguien más.
—Uno de sus corresponsales es de los que no fallan, Watson: el banco. Las señoras solteras tienen que
vivir, y sus cartillas del banco son como diarios resumidos de su vida. Su banco es el Silverster’s. He
echado un vistazo a su cuenta corriente. El penúltimo cheque sirvió para pagar la cuenta en Lausana,
pero la cantidad era bastante elevada y probablemente le quedó dinero en efectivo. Y desde entonces,
sólo se ha extendido un cheque más.
—A la señorita Marie Devine. No hay ningún dato que indique dónde se extendió el cheque. Se cobró en
el Crédit Lyonnais de Montpellier, hace menos de tres semanas. La suma era de cincuenta libras.
—Eso también he podido averiguarlo. La señorita Marie Devine era la doncella de lady Frances Carfax. Lo
que aún no sabemos es por qué tuvo que pagarle con ese cheque. Sin embargo, estoy completamente
seguro de que sus investigaciones no tardarán en ponerlo en claro.
—¿Mis investigaciones?
—Aquí viene lo del viaje de salud a Lausana. Ya sabe usted que no es posible que yo me ausente de
Londres mientras el viejo Abrahams vive aterrorizado, temiendo por su vida. Además, en términos
generales, es mejor que yo no salga del país. Scotland Yard se siente desamparada sin mí, y eso provoca
en los ambientes criminales una excitación muy poco saludable. Vaya usted, pues, querido Watson, y si mi
humilde consejo puede resultar rentable al extravagante precio de dos peniques la palabra, se encuentra
a su disposición día y noche a este extremo del telégrafo continental.
Dos días después, me encontraba en el Hotel National de Lausana, donde recibí toda clase de atenciones
por parte del señor Moser, el célebre gerente del hotel. Según él mismo me informó, lady Frances se
había alojado allí durante varias semanas. Se había ganado las simpatías de todos los que la habían
tratado. No tendría más de cuarenta años. Aún seguía siendo hermosa, y tenía todas las trazas de haber
sido una mujer bellísima en su juventud. El señor Moser no sabía nada de que tuviese joyas de valor, pero
entre la servidumbre se comentaba que el pesado baúl que la señora tenía en su habitación estaba
siempre escrupulosamente cerrado con llave. Marie Devine, la doncella, caía tan bien como su señora.
Incluso se había comprometido con uno de los jefes de camareros del hotel, y no hubo ninguna dificultad
para conseguir su dirección: vivía en la Rué de Trajan número 11, de Montpellier. Yo lo apunté todo,
convencido de que ni el mismo Holmes habría podido reunir los datos con más habilidad.
Sólo quedaba un punto oscuro. Ninguno de los datos que yo poseía podía explicar la repentina partida de
la dama. Vivía muy feliz en Lausana. Todo parecía indicar que tenía la intención de quedarse el resto de la
temporada en sus lujosas habitaciones con vistas al lago. Y, sin embargo, se había marchado avisando con
un solo día de antelación, lo cual la había obligado a pagar la cuenta de una semana entera sin provecho
alguno. Sólo Jules Vibart, el novio de la doncella, había sugerido una posible explicación. Vibart
relacionaba la brusca partida con la visita al hotel, uno o dos días antes, de un hombre alto, moreno y
barbudo. Un sauvage; un véritable sauvage, aseguraba. El hombre se alojaba en algún otro lugar de la
ciudad. Se le había visto hablando muy en serio con la señora en el paseo que bordea el lago. Luego había
acudido a visitarla al hotel, pero ella se había negado a recibirle. Era inglés, pero nadie sabía su nombre.
La señora se había marchado inmediatamente después. Jules Vibart y —lo que es más importante— la
novia de Jules Vibart opinaban que entre la visita y la precipitada marcha había una relación de causa y
efecto. Sólo había una cosa de la que Jules no quería hablar: la razón por la que Marie se había separado
de su señora. De eso no podía o no quería decir una palabra. Si yo quería enterarme, tendría que ir a
Montpellier y preguntárselo a ella.
Así terminó el primer capítulo de mi investigación. El segundo lo dediqué a averiguar adonde se había
dirigido lady Frances Carfax al salir de Lausana. Se había mostrado un poco misteriosa al respecto, lo
cual parecía confirmar la idea de que se había marchado con la intención de despistar a alguien. De no
ser así, ¿por qué no dejó poner abiertamente en su equipaje la etiqueta de Baden? Tanto el equipaje como
ella habían llegado al balneario renano dando un rodeo. Todo esto lo averigüé con la ayuda del gerente de
la oficina local de viajes Cook. Así que me marché a Baden, tras haber enviado a Holmes una relación
completa de mis actividades, y haber recibido en respuesta un telegrama de elogio en tono de humor.
En Baden no resultó difícil seguir la pista. Lady Frances se había alojado durante dos semanas en el
Englischer Hof. Estando allí, había conocido a un tal doctor Shlessinger y a su esposa, misioneros en
Sudamérica. Como otras muchas damas solitarias, lady Frances encontraba consuelo y entretenimiento
en la religión. La fuerte personalidad del doctor Shlessinger, su ferviente devoción, y el hecho de que se
estuviera recuperando de una enfermedad contraída durante el ejercicio de sus deberes apostólicos, la
impresionaron profundamente. Había estado ayudando a la señora Shlessinger a cuidar del santo
convaleciente, que, según me explicó el gerente, se pasaba el día tumbado en una hamaca en la terraza,
con una de sus dos cuidadoras a cada lado. El doctor estaba confeccionando un mapa de Tierra Santa,
con especial mención del reino de los madianitas, sobre el que estaba escribiendo una monografía. Por
último, habiendo mejorado mucho su salud, él y su esposa habían regresado a Londres, y lady Frances se
había marchado con ellos. De eso hacía ya tres semanas, y el gerente no había tenido más noticias. En
cuanto a la doncella, Marie, se había marchado unos días antes, hecha un mar de lágrimas, tras anunciar
a las demás doncellas que dejaba de servir para siempre. El doctor Shlessinger había pagado al
marcharse las facturas de todos.
—Por cierto —dijo el gerente al final de la conversación—, no es usted el único amigo de lady Frances
Carfax que anda preguntando por ella. Hace más o menos una semana vino por aquí un hombre
preguntando lo mismo.
—¿Dijo su nombre?
—Exacto. Eso lo describe muy bien. Un tipo corpulento, barbudo, curtido por el sol, que daba la impresión
de sentirse más en su ambiente en una taberna de campesinos que en un hotel elegante. Me pareció un
tipo duro y feroz, de los que uno procura no ofender.
El misterio empezaba a cobrar forma, de la misma manera que las figuras se van viendo más claras
cuando se levanta la niebla. Teníamos a aquella buena y piadosa dama, perseguida de un sitio a otro por
un personaje siniestro e implacable. Ella tenía miedo de él, pues de lo contrario no habría huido de
Lausana. Él había continuado persiguiéndola. Tarde o temprano, la alcanzaría. ¿Acaso la había alcanzado
ya? ¿Era ése el secreto del prolongado silencio de la dama? ¿Podrían las buenas personas que ahora la
acompañaban protegerla de la violencia o del chantaje? ¿Qué horrible propósito, qué siniestro designio se
ocultaba tras aquella larga persecución? Ése era el problema que yo tenía que resolver.
Escribí a Holmes, explicándole con qué rapidez y seguridad había conseguido llegar al fondo del asunto.
Como respuesta, recibí un telegrama solicitando una descripción de la oreja izquierda del doctor
Shlessinger. El concepto que Holmes tenía del humor era bastante extraño, y en ocasiones podía resultar
ofensivo, así que no tuve en cuenta aquella broma inoportuna. En realidad, ya me encontraba en
Montpellier, en busca de la doncella Marie, cuando me llegó su mensaje.
No tuve dificultad en localizar a la exsirvienta y enterarme de todo lo que ella podía contarme. Era una
mujer muy leal, que sólo se había decidido a dejar a su señora porque estaba segura de que quedaba en
buenas manos, y porque, de todos modos, su propio e inminente matrimonio hacía inevitable la
separación. Me confesó con pena que, durante su estancia en Baden, su señora se había mostrado
bastante irritable, e incluso había llegado a interrogarla una vez, como si dudase de su honradez, y que
esto había hecho más fácil la separación, que de otro modo habría sido más dolorosa. Lady Frances le
había dado cincuenta libras como regalo de bodas. Lo mismo que yo, Marie sentía una profunda
desconfianza por el extraño que había hecho huir a su señora de Lausana. Ella misma le había visto, con
sus propios ojos, agarrar a la señora por la muñeca con gran violencia durante aquel paseo a orillas del
lago. Era un hombre feroz y terrible. Marie estaba convencida de que, por miedo a aquel hombre, lady
Frances había aceptado regresar a Londres en compañía de los Shlessinger. La señora nunca le había
dicho nada, pero ella estaba convencida, por muchas pequeñas señales que había advertido, de que lady
Frances vivía en un constante estado de aprensión nerviosa. Hasta aquí habíamos llegado en la
conversación cuando, de pronto, Marie saltó de su asiento, con el rostro contraído de sorpresa y miedo.
—¡Mire! —exclamó—. ¡El muy miserable continúa persiguiéndola! ¡Ése es el hombre del que le hablaba!
A través de la ventana abierta del cuarto de estar, vi a un hombre corpulento y moreno, con hirsuta barba
negra, que caminaba lentamente por el centro de la calle, consultando con gran interés la numeración de
las casas. Era evidente que había seguido la pista de la doncella, igual que yo. Me dejé llevar por el
impulso del momento, salí corriendo a la calle y le interpelé.
La situación resultaba algo embarazosa, pero con frecuencia el camino más directo es el mejor.
—¿Dónde está lady Frances Carfax? —pregunté. Él se me quedó mirando, asombrado—. ¿Qué ha hecho
usted con ella? ¿Por qué la persigue? ¡Exijo una respuesta! —insistí.
El individuo lanzó un rugido de furia y saltó sobre mí como un tigre. Yo me he defendido muy bien en
muchas peleas, pero aquel hombre tenía una garra de hierro y la furia de un demonio. Su mano me
apretaba la garganta y yo estaba a punto de perder el conocimiento cuando un obrero francés mal
afeitado, con blusa azul, salió disparado del bar de enfrente con una porra en la mano, y le asestó a mi
atacante un fuerte golpe en el antebrazo, que le hizo soltar su presa. Se quedó unos momentos ardiendo
de rabia, sin decidirse a reanudar su ataque, y por fin, con un gruñido de ira, me dejó y entró en la casita
de la que yo acababa de salir.
Me volví para dar las gracias a mi salvador, que había permanecido junto a mí en la calzada.
—¡Caramba, Watson! —dijo el hombre—. ¡Bonito lío ha armado usted! Empiezo a creer que lo mejor que
podría hacer sería regresar conmigo a Londres en el expreso de la noche.
Una hora después, Sherlock Holmes estaba sentado en mi habitación del hotel, con su vestimenta y estilo
habituales. La explicación que dio de su súbita y oportuna aparición era la sencillez misma: habiendo
llegado a la conclusión de que podía ausentarse de Londres, había decidido salirme al encuentro en la
que, evidentemente, era la siguiente parada de mi recorrido. Y disfrazado de trabajador, se había sentado
en el bar a esperar que yo apareciera.
—Y la verdad, querido Watson, es que ha llevado usted a cabo una investigación extraordinariamente
consistente —dijo—. Así, de momento, no se me ocurre ningún posible error que haya dejado de cometer.
El resultado global de sus actividades ha sido dar la alarma en todas partes sin descubrir nada.
—Nada de «quizás». Lo he hecho mejor. Aquí tenemos al honorable Philip Green, que se aloja como usted
en este mismo hotel, y es muy posible que él nos proporcione el punto de partida para una investigación
más fructífera.
Nos habían traído una tarjeta en una bandeja, y tras la tarjeta llegó el mismo rufián barbudo que me
había atacado en la calle, y que dio un respingo al verme.
—¿Qué es esto, señor Holmes? —preguntó—. Recibí su nota y he venido, pero ¿qué tiene que ver este
hombre en el asunto?
—Le presento a mi viejo amigo y asociado, el doctor Watson, que nos está ayudando en este caso.
El desconocido extendió una mano enorme y tostada, con unas palabras de disculpa.
—Espero no haberle hecho daño. Cuando usted me acusó de estar persiguiéndola, perdí el control de mis
actos. La verdad es que últimamente no soy dueño de mí mismo. Tengo los nervios como cables eléctricos.
Esta situación me supera. Lo que me gustaría saber en primer lugar, señor Holmes, es cómo demonios
supo usted de mi existencia.
—¡La vieja Susan Dobney, con su eterna cofia! La recuerdo muy bien.
—Y ella se acuerda de usted. De los tiempos antes de que…, de que usted juzgara conveniente marcharse
a Sudáfrica.
—Ah, ya veo que conoce usted toda mi historia. Así pues, no necesito ocultarle nada. Le juro a usted,
señor Holmes, que jamás hubo en el mundo un hombre que amara a una mujer con un amor más ferviente
que el que yo sentía por Frances. Yo era un joven bastante alocado, lo sé, aunque no peor que otros de mi
clase. Pero ella era tan pura como la nieve y no podía tolerar ni una sombra de incorrección. Así que,
cuando se enteró de algunas cosas que yo había hecho, no quiso tener más tratos conmigo. Y, sin
embargo, ella me amaba. Eso es lo maravilloso del caso. Me amaba lo suficiente como para permanecer
soltera toda su santa vida, sólo por mí. Pasaron los años, yo hice fortuna en Barberton, y pensé que, si
venía a buscarla, quizá podría ablandarla. Me había enterado de que seguía soltera. La encontré en
Lausana, e hice todo lo que pude. Creo que se ablandó, pero tiene mucha fuerza de voluntad y la
siguiente vez que fui a visitarla ya se había marchado. Le seguí la pista hasta Baden, y allí, al cabo de
algún tiempo, me enteré de que su doncella se encontraba aquí. Soy un tipo rudo, que ha llevado una vida
dura, y cuando el doctor Watson me habló de aquella manera perdí el control por un momento. Pero, por
Dios, dígame qué le ha ocurrido a lady Frances.
—Eso es lo que tenemos que averiguar —dijo Sherlock Holmes con extraña solemnidad—. ¿Cuál es su
dirección en Londres, señor Green?
Cuando llegamos a nuestras habitaciones de Baker Street nos estaba esperando un telegrama, que
Holmes leyó con una exclamación de interés y me pasó a continuación. «Rasgada o con muescas», decía
el mensaje, que tenía remite de Baden.
—Lo quiere decir todo —respondió Holmes—. Tal vez se acuerde usted de aquella pregunta
aparentemente sin importancia acerca de la oreja izquierda de ese sacerdotal caballero, y que usted no
respondió.
—Exacto. Por esa razón, envié un telegrama idéntico al gerente del Englischer Hof, y ésta es su
respuesta.
—Demuestra, querido Watson, que tenemos que habérnoslas con un hombre excepcionalmente astuto y
peligroso. El reverendo doctor Shlessinger, misionero en Sudamérica, no es otro que El Santo Peters, uno
de los granujas más desalmados que ha engendrado Australia…, y es que, para tratarse de un país tan
joven, ha producido algunos elementos de primerísima clase. Su especialidad particular es la seducción
de damas solitarias explotando sus sentimientos religiosos, y para ello cuenta con la valiosa ayuda de su
supuesta esposa, una inglesa apellidada Fraser. Fue su táctica característica lo que me hizo sospechar de
su identidad. Y esta particularidad física, producto de un mordisco que sufrió en una pelea de taberna en
Adelaida en el 89, confirmó mis sospechas. Esta pobre mujer se encuentra en las garras de una pareja
infernal que no se detendrá ante nada, Watson. Es muy probable que ya esté muerta. Y si no lo está, se
encuentra confinada de algún modo, y por eso no puede escribir a la señorita Dobney ni a sus otros
amigos. Es posible que no haya llegado a Londres, o que haya pasado de largo, aunque lo primero es
bastante improbable, porque, con esos sistemas de control que tienen, no es fácil para los extranjeros
hacer trampas a la policía del continente. Y lo segundo también es improbable, porque ¿dónde iban a
encontrar esos canallas un sitio mejor para mantener secuestrada a una persona? Todos mis instintos me
dicen que están en Londres, pero como por el momento no tenemos manera de saber dónde, sólo
podemos tomar las medidas más obvias: comer algo y armarnos de paciencia. Luego, por la tarde, me
daré una vuelta hasta Scotland Yard y cambiaré unas palabras con el amigo Lestrade.
Pero ni el Cuerpo de Policía ni la pequeña pero eficiente organización privada de Holmes lograron
esclarecer el misterio. Entre los millones de personas que abarrotaban Londres, las tres que nosotros
buscábamos se habían perdido tan completamente como si jamás hubieran existido. Se publicaron
anuncios, sin ningún éxito. Se siguieron pistas que no condujeron a nada. Se registró en vano todo refugio
de criminales que Shlessinger hubiera podido frecuentar. Se vigiló a sus antiguos cómplices, pero
ninguno de ellos se puso en contacto con él. Y de pronto, tras una semana de angustiosa incertidumbre,
vislumbramos un rayo de luz. En la tienda de Bevington’s, en Westminster Road, alguien había empeñado
un pendiente de plata y brillantes de estilo español antiguo. El individuo que lo empeñó era un hombre
alto, bien afeitado, de aspecto clerical. Su nombre y dirección resultaron falsos. El prestamista no se
había fijado en la oreja, pero la descripción que dio correspondía sin duda a Shlessinger.
Nuestro barbudo amigo del Hotel Langham nos había visitado tres veces en busca de noticias, y la tercera
vez llegó menos de una hora después de conocerse aquella novedad. Las ropas empezaban a quedarle
grandes a su corpachón. Parecía como si la ansiedad lo estuviera consumiendo. «¡Si al menos hubiese
algo que yo pudiera hacer!», era su queja constante. Ahora Holmes podía por fin complacerle.
—Suponiendo que la hayan tenido prisionera hasta ahora, está claro que no pueden dejarla libre sin
buscarse la ruina. Debemos estar preparados para lo peor.
—Es posible que la próxima vez vaya a alguna otra casa de empeños. En ese caso, tendríamos que
empezar de nuevo. Por otra parte, aquí ha conseguido un buen precio y no se le han hecho preguntas, así
que, si tiene necesidad de dinero fresco, lo más probable es que vuelva a Bevington’s. Le daré a usted una
carta de presentación y le dejarán que monte guardia en la tienda. Si nuestro hombre se presenta, usted
le seguirá hasta su casa. Pero tiene que ser muy discreto y, sobre todo, nada de violencias. Le conmino
por su honor a no dar ningún paso sin mi conocimiento y consentimiento.
Durante dos días, el honorable Philip Green (que, dicho sea de paso, era hijo del famoso almirante del
mismo nombre que mandaba la flota del mar de Azof en la Guerra de Crimea) no nos trajo ninguna
noticia. Pero en la tarde del tercer día entró corriendo en nuestra sala de estar, temblando y con todos los
músculos de su poderosa estructura vibrando de emoción.
Su agitación le impedía expresarse coherentemente. Holmes lo tranquilizó con unas pocas palabras y lo
empujó hacia una butaca.
—Llegó hace tan sólo una hora. Esta vez era la mujer, pero el pendiente que traía era el compañero del
otro. Es una mujer alta y pálida, con ojos de hurón.
—Salió de la tienda y yo la seguí. Fue andando hasta Kennington 10 Road, y yo tras ella. Por fin, entró en
un establecimiento. Una funeraria, señor Holmes.
Mi compañero se sobresaltó.
—¿Y bien? —preguntó con aquella voz vibrante que revelaba el alma apasionada que se ocultaba tras
aquel rostro frío y gris.
—Yo entré también. Ella estaba hablando con la mujer del mostrador. La oí decir «Es tarde», o algo
parecido. La otra mujer se estaba excusando. «Ya deberían haberlo traído —decía—, pero ha tardado más
tiempo por tratarse de una cosa fuera de lo corriente». Entonces las dos se callaron y se quedaron
mirándome, así que pregunté lo primero que se me ocurrió y luego me marché.
—La mujer salió, pero yo me había escondido en un portal. Me temo que había despertado sus sospechas,
porque miró a un lado y a otro, y luego llamó a un coche y se metió en él. Yo tuve la suerte de encontrar
otro y la seguí. Se paró por fin en el número 36 de Poultney Square, en Brixton. Yo pasé de largo, bajé de
mi coche en la esquina de la plaza y vigilé la casa.
—Todas las ventanas estaban oscuras, excepto una de la planta baja. La persiana estaba bajada, y no
pude ver el interior. Estaba allí parado, preguntándome qué hacer a continuación, cuando llegó un furgón
cerrado en el que venían dos hombres. Se bajaron, sacaron algo del furgón, y lo llevaron hasta la puerta
de la casa. Señor Holmes, era un ataúd.
—¡Ah!
—Por un instante, estuve a punto de correr hacia la casa e intentar entrar, aprovechando que habían
abierto la puerta para dejar pasar a los hombres con su carga. Fue la misma mujer la que abrió la puerta.
Pero entonces me vio, y creo que me reconoció. La vi sobresaltarse y cerrar apresuradamente la puerta.
Me acordé entonces de la promesa que le hice, y aquí estoy.
—Ha hecho usted un trabajo excelente —dijo Holmes, mientras garabateaba unas palabras en una
cuartilla de papel—. No podemos hacer nada legal sin una orden judicial, y el mejor servicio que puede
usted hacer a la causa es llevar esta nota a las autoridades y obtener una. Puede que encontremos alguna
dificultad, pero yo creo que la venta de joyas robadas será motivo suficiente. Lestrade se ocupará de
todos los detalles.
—Pero mientras tanto pueden asesinarla. ¿Qué significa eso del ataúd, y para quién puede ser, sino para
ella?
—Haremos todo lo que podamos, señor Green. No perderemos ni un solo segundo. Déjelo en nuestras
manos. Bien, Watson —dijo, mientras nuestro cliente se marchaba a toda prisa—, eso pondrá en marcha a
las fuerzas oficiales. Nosotros, como de costumbre, somos las extraoficiales y tendremos que actuar a
nuestra manera. La situación me parece tan desesperada que quedan justificados los procedimientos más
extremos. Hay que ir a Poultney Square sin perder un instante.
***
—Intentemos reconstruir la situación —dijo Holmes, mientras nuestro coche pasaba a toda velocidad
frente al Parlamento y cruzaba el puente de Westminster—. Esos granujas engañaron a la pobre mujer y
se la trajeron a Londres, después de haberla hecho separarse de su fiel doncella. Si ha escrito alguna
carta, ellos la han interceptado. Con ayuda de algún cómplice, han alquilado una casa amueblada. Una
vez instalados en ella, han hecho prisionera a lady Frances y se han apoderado de sus valiosas joyas, que
eran su objetivo desde el primer momento. Y ya han empezado a venderlas, creyéndose seguros, ya que
no tienen razón alguna para sospechar que alguien esté interesado en lo que le ocurre a la señora. Por
supuesto, en cuanto la dejaran libre, ella los denunciaría. Por lo tanto, no deben dejarla libre. Pero
tampoco pueden mantenerla bajo llave eternamente, así que su única solución es el asesinato.
—Sigamos ahora otra línea de razonamiento. Cuando uno sigue dos cadenas lógicas diferentes, Watson,
se acaba llegando a algún punto de intersección que se aproxima mucho a la verdad. Ahora vamos a
empezar, no por la dama, sino por el ataúd, y razonaremos hacia atrás. Mucho me temo que ese incidente
demuestra sin lugar a dudas que la dama está ya muerta. También parece indicar que se proponen
enterrarla con todas las de la ley, con el correspondiente certificado médico y todos los beneplácitos
oficiales. Si la hubieran asesinado de manera evidente, la habrían enterrado en el jardín trasero, sin que
nadie se enterara. En cambio, todo lo hacen abiertamente y sin tapujos. ¿Qué significa eso? Seguramente,
que la han hecho morir de algún modo que parece natural y que ha conseguido engañar al médico;
envenenándola, tal vez. Sin embargo, es muy raro que hayan permitido que la vea un médico, a menos
que también el médico sea cómplice, lo cual no resulta muy verosímil.
—Eso sería peligroso, Watson, muy peligroso. No, no creo que hayan hecho eso. ¡Pare, cochero! Ésta debe
de ser la funeraria, porque acabamos de pasar por la tienda de empeños. ¿Le importaría entrar, Watson?
Su aspecto inspira confianza. Pregunte a qué hora será mañana el entierro de Poultney Square.
La mujer de la funeraria me respondió sin vacilar que sería a las ocho de la mañana.
—Ya lo ve, de algún modo, han cumplido todos los requisitos legales y piensan que no tienen nada que
temer. No nos queda otro recurso que un ataque frontal directo. ¿Va usted armado?
—Llevo mi bastón.
—Bien, tendrá que bastarnos. «Triplemente armado va el hombre que lucha por una causa justa».
[Shakespeare, Enrique VI, 111,2,233]. No podemos permitirnos el lujo de esperar a la policía, ni
mantenernos dentro de los límites estrictos de la ley. Puede marcharse, cochero. Y ahora, Watson, vamos
a poner a prueba nuestra suerte, como ya hemos hecho en ocasiones anteriores.
Había llamado ruidosamente a la puerta de una casa grande y oscura que se alzaba en el centro de
Poultney Square. La puerta se abrió de inmediato, y la silueta de una mujer alta apareció recortada
contra el fondo del mal iluminado vestíbulo.
—Aquí no hay nadie que se llame así —respondió la mujer, intentando cerrar la puerta; pero Holmes había
metido el pie para impedirlo.
—Está bien, deseo ver al hombre que vive aquí, se llame como se llame —insistió Holmes con firmeza.
—Muy bien, entren —dijo—. Mi marido no tiene miedo de ningún hombre en todo el mundo —cerró la
puerta a nuestras espaldas y nos hizo pasar a una sala situada a la derecha del vestíbulo, encendiendo la
luz de gas antes de dejarnos solos—. El señor Peters estará con ustedes dentro de un instante.
Sus palabras se cumplieron al pie de la letra, ya que apenas habíamos tenido tiempo de echar un vistazo a
la polvorienta y apolillada habitación en la que nos encontrábamos, cuando se abrió la puerta y entró con
paso resuelto un hombre corpulento, calvo y completamente afeitado. Tenía un rostro ancho y colorado,
con las mejillas colgantes y un aire general de benevolencia superficial, que quedaba desmentido por una
boca cruel y maligna.
—Seguramente, se trata de un error, caballeros —dijo con voz untuosa y persuasiva—. Me temo que se
han equivocado de dirección. Es posible que, si preguntan un poco más calle abajo…
—Ya basta. No tenemos tiempo que perder —dijo mi compañero con firmeza—. Usted es Henry Peters, de
Adelaida, también conocido como el reverendo doctor Shlessinger, de Baden y Sudamérica. Estoy tan
seguro de ello como de que me llamo Sherlock Holmes.
Peters, como lo llamaré a partir de ahora, hizo un gesto de sorpresa y se quedó mirando fijamente a su
formidable perseguidor.
—Su nombre no me asusta, señor Holmes —dijo con frialdad—. Cuando uno tiene la conciencia tranquila,
no es fácil hacerle temblar. ¿Qué asuntos le han traído a mi casa?
—Quiero saber qué han hecho ustedes con lady Frances Carfax, a la que trajeron aquí desde Baden.
—Ya me gustaría que pudiera usted decirme dónde está esa señora —respondió Peters con igual frialdad
—. Tiene una deuda conmigo de casi cien libras, y la única señal que dejó fue un par de pendientes de
pacotilla que los prestamistas no quieren ni mirar. Esa mujer se nos pegó a la señora Peters y a mí en
Baden (es cierto que en aquel momento yo estaba utilizando otro nombre), y siguió pegada a nosotros
hasta que llegamos a Londres. Yo le pagué la cuenta del hotel y el billete. Una vez en Londres, nos dio
esquinazo y, como le he dicho, nos dejó esas alhajas anticuadas como pago de su deuda. Si usted la
encuentra, señor Holmes, yo le estaré muy agradecido.
—Estoy decidido a encontrarla —dijo Sherlock Holmes—. Y pienso registrar esta casa hasta que la
encuentre.
—Puede usted llamarme así —dijo Holmes alegremente—. Y también mi compañero es un peligroso
rufián. Y los dos juntos vamos a registrar su casa.
—Tenemos poco tiempo, Watson —dijo Holmes—. Si trata de interponerse, Peters, puede estar seguro de
que saldrá malparado. ¿Dónde está ese ataúd que han traído a la casa?
—¿Qué le importa a usted el ataúd? Está cumpliendo su función. Hay un cadáver en él.
—No se lo consentiré.
Con un rápido movimiento, Holmes empujó a un lado al individuo y salió al vestíbulo. Frente a nosotros
había una puerta entreabierta. Entramos en la habitación, que resultó ser el comedor. El ataúd se
encontraba encima de la mesa, bajo una lámpara encendida a medio gas. Holmes abrió del todo la llave
del gas y levantó la tapa. En las profundidades del féretro yacía una figura escuálida. La luz del techo
iluminó un rostro anciano y decrépito. Ni toda la crueldad, el hambre y las enfermedades del mundo
podrían haber transformado a la aún hermosa lady Frances en aquella ruina consumida. En el rostro de
Holmes se reflejaron la sorpresa y el alivio.
—¡Ah, por una vez ha metido usted la pata, señor Sherlock Holmes! —dijo Peters, que nos había seguido
al comedor.
—Ya que tanto le interesa saberlo, es una antigua niñera de mi esposa, llamada Rose Spender, a la que
encontramos en la enfermería del asilo para indigentes de Brixton. La trajimos aquí, avisamos al doctor
Horsom, de Firbank Villas número 13 (procure aprenderse bien la dirección, señor Holmes), y la hemos
atendido con cariño, como hacen los buenos cristianos. Falleció al tercer día…; el certificado médico dice
que de decadencia senil, pero, claro, ésa es sólo la opinión del médico y, naturalmente, usted sabe más
que él. Encargamos el entierro y el funeral a Stimson & Co., de Kennington Road, que la enterrarán
mañana por la mañana, a las ocho. ¿Encuentra algún fallo a todo esto, señor Holmes? Ha metido usted la
pata, y más le valdría reconocerlo. Daría cualquier cosa por tener una fotografía de la cara de asombro
que ha puesto cuando levantó la tapa, esperando encontrar a lady Frances Carfax, y no encontró más que
a una pobre anciana de noventa años.
A pesar de las burlas de su antagonista, la expresión de Holmes seguía tan impasible como siempre, pero
sus puños apretados revelaban su intenso disgusto.
—¿Conque sí, eh? —exclamó Peters al oír una voz de mujer y fuertes pisadas en el pasillo—. Eso ya lo
veremos. Por aquí, agentes, hagan el favor. Estos hombres han entrado en mi casa por la fuerza y no logro
hacer que se marchen. Ayúdenme a librarme de ellos.
En la puerta aparecieron un sargento y un policía de uniforme. Holmes sacó una tarjeta de su cartera.
—Caramba, señor, le conocemos perfectamente —dijo el sargento—, pero no puede usted permanecer
aquí sin una orden judicial.
—Si llegara a hacer falta, ya sabemos dónde localizar a este caballero —dijo el sargento con aire pomposo
—; pero usted tiene que irse, señor Holmes.
Un minuto más tarde estábamos de nuevo en la calle. Holmes seguía tan frío como siempre, pero yo
estaba ardiendo de rabia y humillación. El sargento había venido detrás de nosotros.
—Supongo que tendría usted buenas razones para estar allí. Si hay algo que yo pueda hacer…
—Una mujer ha desaparecido, sargento, y creemos que se encuentra en esa casa. Esperamos una orden
de registro de un momento a otro.
—En tal caso, no les quitaré el ojo de encima, señor Holmes. Y si sucede algo, se lo haré saber.
Eran sólo las nueve y nos lanzamos sobre la pista con el máximo entusiasmo. En primer lugar, nos
dirigimos a la enfermería del asilo para indigentes de Brixton, donde comprobamos que, efectivamente,
una caritativa pareja había ido unos días antes, había identificado a una anciana deficiente mental como
una antigua sirvienta, y había obtenido autorización para llevársela a casa con ellos. A nadie le sorprendió
enterarse de que había fallecido.
Nuestro siguiente objetivo era el médico. Le habían llamado, había encontrado una mujer que se moría de
pura senilidad, había sido testigo de su muerte, y había firmado el certificado en la forma debida. «Les
aseguro que todo fue absolutamente normal, y que no existe posibilidad de juego sucio», nos dijo. No
había visto en la casa nada sospechoso, exceptuando que, para gente de su clase, resultaba extraño que
no tuvieran servidumbre. Éste fue el testimonio del doctor, y de ahí no pasó.
Por último, llegamos a Scotland Yard. La orden judicial había tropezado con algunas dificultades de
trámite, y era inevitable un cierto retraso. No se podría conseguir la firma del magistrado hasta la
mañana del día siguiente. Si Holmes se presentaba a eso de las nueve, podría acompañar a Lestrade y
presenciar el registro. Así concluyó el día, salvo que nuestro amigo el sargento vino a visitarnos cerca de
la medianoche para decirnos que había visto luces trémulas en las ventanas de la gran casa oscura, pero
que nadie había entrado ni salido de ella. Lo único que podíamos hacer era armarnos de paciencia y
aguardar a la mañana siguiente.
Sherlock Holmes se encontraba demasiado irritable para conversar y demasiado inquieto para dormir. Lo
dejé fumando a pleno pulmón, con las espesas y oscuras cejas contraídas y sus largos y nerviosos dedos
tamborileando en los brazos de su butaca, mientras su cerebro daba vueltas a todas las posibles
soluciones del misterio. A lo largo de la noche le oí en varias ocasiones deambulando por la casa. Por
último, cuando acababan de avisarme para que me levantara, irrumpió en mi habitación. Llevaba puesto
su batín, pero su rostro pálido y ojeroso me indicó que no había dormido en toda la noche.
—¿A qué hora era el entierro? A las ocho, ¿no? —preguntó muy ansioso—. Pues ya son las siete y veinte.
¡Santo cielo, Watson! ¿Qué ha sido del cerebro que Dios me dio? ¡Deprisa, hombre, deprisa! Es cuestión
de vida o muerte. Cien probabilidades de muerte contra una sola de vida. ¡Jamás me perdonaré si
llegamos demasiado tarde!
Antes de que transcurrieran cinco minutos bajábamos por Baker Street en un coche lanzado a toda
velocidad. Pero aun así eran ya las ocho menos veinticinco cuando pasamos junto al Big Ben y nos dieron
las ocho mientras rodábamos por Brixton Road. Pero no éramos nosotros los únicos retrasados. Diez
minutos después de la hora, la carroza fúnebre aún continuaba parada a la puerta de la casa; y en el
preciso momento en que nuestro sudoroso caballo se detenía, apareció en el umbral de la casa el ataúd,
transportado por tres hombres. Holmes se lanzó hacia ellos y les cortó el paso.
—¡Vuelvan a meterlo! —gritó, poniendo la mano en el pecho del hombre que iba delante—. ¡Vuelvan a
meterlo ahora mismo!
—¿Qué demonios quiere ahora? Se lo pregunto una vez más: ¿dónde está su orden judicial? —vociferó el
enfurecido Peters, cuyo rostro enrojecido asomaba por encima del otro extremo del féretro.
—La orden está ya en camino, y este ataúd se quedará en la casa hasta que llegue.
La autoritaria voz de Holmes hizo efecto en los hombres que transportaban el ataúd. Peters había
desaparecido en el interior de la casa, y ellos decidieron obedecer estas nuevas órdenes.
—¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Aquí tenemos un destornillador! —exclamó mientras volvían a colocar el
ataúd sobre la mesa—. ¡Aquí tiene usted otro, buen hombre! ¡Hay un soberano para usted si quitamos la
tapa en menos de un minuto! ¡No pregunte! ¡Trabaje! ¡Muy bien! ¡Otro! ¡Y otro! ¡Ahora tiren todos a la
vez! ¡Está cediendo! ¡Está cediendo! ¡Ya está!
Entre todos, arrancamos la tapa del ataúd, y al hacerlo salió de su interior un intensísimo olor a
cloroformo que mareaba. Dentro había un cuerpo con la cabeza completamente envuelta en algodón
empapado de narcótico. Holmes se lo quitó y dejó al descubierto el rostro estatuario de una mujer de
edad mediana, atractiva y de rasgos espirituales. Al instante, pasó el brazo en torno al cuerpo y la
incorporó hasta dejarla sentada.
—¿Está muerta, Watson? ¿Queda alguna chispa de vida? ¡Ojalá no hayamos llegado demasiado tarde!
Durante media hora pareció que así era. Entre la asfixia del encierro y los vapores tóxicos del cloroformo,
lady Frances parecía haber traspasado el último límite, más allá del cual no hay retorno posible. Pero por
fin, a base de respiración artificial, inyecciones de éter y todos los demás recursos de la ciencia, se
produjo un aleteo de vida, un ligero temblor de los párpados, un mínimo empañamiento del espejo, que
anunciaban que la vida regresaba poco a poco. En aquel momento se detuvo un coche frente a la casa y
Holmes, apartando las cortinas, miró y dijo:
—Ahí viene Lestrade con la orden. Pero se encontrará con que los pájaros han volado. Y aquí viene
alguien —añadió al oír unos pasos fuertes y apresurados en el pasillo— que tiene más derecho que
nosotros a cuidar de esta dama. Buenos días, señor Green. Creo que, cuanto antes traslademos a lady
Frances, mejor será. Mientras tanto, el entierro puede seguir adelante, y esta pobre anciana que todavía
está dentro del ataúd puede ir sola a su último lugar de reposo.
—Si se decide usted a incluir este caso en sus anales, querido Watson —dijo Holmes aquella noche—, será
tan sólo como ejemplo de que hasta las mentes mejor equilibradas pueden sufrir eclipses temporales.
Estos deslices son comunes a todos los mortales, y la grandeza está en saber reconocerlos y repararlos.
Este mérito matizado creo que sí que puedo atribuírmelo. Me pasé la noche obsesionado por la idea de
que en alguna parte había surgido una pista, una frase extraña, una observación curiosa, que me había
llamado la atención, pero que luego había descartado sin pensar más en ella. Y entonces, de pronto, con
la claridad del amanecer, las palabras volvieron a mi memoria. Se trataba del comentario de la mujer de
la funeraria que nos contó Philip Green: «Ya deberían haberlo traído, pero ha tardado más tiempo por ser
algo fuera de lo corriente». Y se refería al ataúd. O sea, que el ataúd era poco corriente. Eso sólo podía
significar que se había hecho a medida, con dimensiones especiales. ¿Por qué? ¿Para qué? Y al instante
me acordé de aquel féretro tan profundo y de la diminuta figura que yacía en el fondo. ¿Por qué hacer un
ataúd tan grande para un cuerpo tan pequeño? ¡Para dejar sitio a otro cadáver! Y ambos serían
enterrados con un solo certificado. Todo estaba clarísimo, pero fui tan ciego que no lo vi. Lady Frances
iba a ser enterrada a las ocho. Nuestra única posibilidad era detener el ataúd antes de que saliera de la
casa.
»Las posibilidades de que la encontráramos aún viva eran remotísimas, pero todavía existía una
posibilidad, como bien se ha visto. Que yo supiera, esta gente todavía no había cometido ningún
asesinato, y era posible que en el último momento no se atrevieran a matarla con violencia. Podían, eso sí,
enterrarla sin dejar ninguna señal de su muerte; e incluso en el caso de que se exhumara el cadáver, aún
les quedaba alguna posibilidad de salir con bien. Confié en que hubieran tenido en cuenta estas
consideraciones. Usted mismo puede reconstruir la escena. Ya vio ese horrible antro del piso alto donde
la pobre mujer estuvo tanto tiempo encerrada. Entraron y la durmieron con cloroformo, la llevaron abajo,
echaron más cloroformo dentro del ataúd para asegurarse de que no despertaría, y luego atornillaron la
tapa. Un truco muy astuto, Watson. No conozco nada igual en los anales del crimen. Si nuestros amigos
los exmisioneros logran escapar de las garras de Lestrade, es de esperar que su futura carrera incluya
algunos trabajos verdaderamente brillantes.
LA AVENTURA DEL
DETECTIVE MORIBUNDO
L a señora Hudson, casera de Sherlock Holmes, era una mujer de enorme paciencia. No sólo tenía que
aguantar que el apartamento del primer piso se viera invadido a todas horas por hordas de personajes
extraños y a menudo indeseables, sino que además su pintoresco inquilino daba muestras de unas
costumbres tan irregulares y excéntricas que ponían a dura prueba su paciencia. Su increíble desorden,
su afición a la música a deshoras, sus ocasionales prácticas de revólver dentro de casa, sus extraños y
muchas veces malolientes experimentos científicos, y la atmósfera de violencia y peligro que le rodeaba,
hacían de él el peor inquilino de Londres. Por otra parte, pagaba un alquiler principesco. No me cabe
duda de que se podría haber comprado la casa entera con el dinero que Holmes pagó por sus
habitaciones durante los años en que yo estuve con él.
La patrona sentía por Holmes el más profundo respeto, y jamás se atrevía a meterse en su camino, por
ofensivo que pudiera parecer su proceder. Incluso le tenía cariño, y es que Holmes trataba a las mujeres
con una amabilidad y una cortesía extraordinarias. No le gustaban, y desconfiaba de ellas, pero siempre
fue un adversario caballeroso. Así pues, sabiendo que ella le profesaba un afecto sincero, presté la
máxima atención a lo que me dijo un día que vino a mi casa, durante el segundo año de mi vida de casado,
para explicarme la triste condición a la que había quedado reducido mi pobre amigo.
—Se está muriendo, doctor Watson —dijo—. Lleva tres días cada vez peor, y no creo que pueda durar un
día más. No me dejó avisar a un médico. Esta mañana, cuando vi cómo se le marcaban los huesos de la
cara y cómo me miraba con esos ojos enormes y brillantes, no he podido soportarlo más. «Con su permiso
o sin él, señor Holmes, ahora mismo voy a buscar a un médico», le dije. «En ese caso, que sea Watson»,
dijo él. Yo no perdería ni un momento, doctor, si es que quiere llegar a verlo vivo.
Me quedé horrorizado, ya que no sabía nada de su enfermedad. No hace falta decir que salí disparado a
por mi abrigo y mi sombrero. Mientras nos dirigíamos a la casa, le pedí más detalles.
—No puedo decirle gran cosa, señor. Ha estado trabajando en un caso en Rotherhithe, en una callejuela
cerca del río, y se trajo de allí la enfermedad. Se metió en la cama el miércoles por la tarde y desde
entonces no se ha movido. Durante estos tres días no ha probado bocado ni bebido una gota.
—Él no lo consintió, señor. Ya sabe usted lo autoritario que es. No me atreví a desobedecerle. Pero ya no
le queda mucho tiempo en este mundo, como verá usted mismo en cuanto le ponga los ojos encima.
—Bien, Watson, parece que tenemos un mal día —dijo con voz débil que aún mantenía un rastro de su
antiguo tono despreocupado.
—¡Atrás! ¡Quédese donde está! —dijo en el tono seco e imperioso que hasta entonces yo asociaba sólo con
los momentos de crisis—. Si se acerca a mí, Watson, ordenaré que le echen de la casa.
—¿Se ha enfadado usted? —preguntó, boqueando para tomar aire. ¡Pobre diablo! ¿Cómo me iba a enfadar
viéndolo en semejante estado de postración?
—¿Por mi bien?
—Sé lo que tengo. Es una enfermedad de los culis de Sumatra…, algo que los holandeses conocen mejor
que nosotros, aunque hasta ahora no les ha servido de mucho. Sólo una cosa es segura: es mortal de
necesidad y terriblemente contagiosa.
Hablaba con una energía febril, y sus largas manos temblaban y gesticulaban como indicándome que me
alejase.
—Contagiosa por contacto, Watson…, eso es, por contacto. Manténgase a distancia y todo irá bien.
—¡Cielo santo, Holmes! ¿Cree usted que eso me va a influir ni por un instante? No me importaría aunque
se tratase de un desconocido. ¿Cree que me va a impedir cumplir con mi deber, tratándose de un viejo
amigo?
—Si se queda donde está, hablaré con usted. De lo contrario, tendrá que salir de la habitación.
Es tan profundo el respeto que siento por las extraordinarias cualidades de Holmes que siempre me había
plegado a sus deseos, aun cuando menos los comprendía. Pero en aquel momento, todos mis instintos
profesionales se encontraban activados. Podía darme órdenes en cualquier otra parte, pero en la
habitación de un enfermo era yo quien mandaba.
—Holmes —le dije—, no es usted dueño de sus actos. Un hombre enfermo es como un niño y así voy a
tratarle. Le guste o no le guste, voy a examinar sus síntomas y a darle el tratamiento correspondiente.
—Si voy a tener un médico, lo quiera o no, al menos que sea uno en el que tenga confianza —dijo.
—Como amigo, desde luego que sí. Pero los hechos son los hechos, Watson, y al fin y al cabo, usted no es
más que un médico general, con experiencia muy limitada y un historial académico mediocre. Lamento
tener que decir estas cosas, pero no me deja usted elección.
—Ese comentario es indigno de usted, Holmes, y me demuestra bien a las claras en qué estado se
encuentran sus nervios. Pero si no tiene confianza en mí, no le impondré mis servicios. Permítame avisar
a Sir Jasper Meek, o a Penrose Fisher, o a cualquier otro de los mejores doctores de Londres. Pero alguien
tiene que atenderle, y no hay más que decir. Si piensa que me voy a quedar aquí a verle morir, sin
ayudarle ni traer a alguien que le ayude, se ha equivocado usted conmigo.
—Sé que tiene buena intención, Watson —dijo el enfermo, con una voz que estaba a mitad de camino
entre un gemido y un sollozo—. ¿Voy a tener que demostrarle su propia ignorancia? ¿Qué sabe usted, por
ejemplo, de la fiebre de Tapanuli? ¿Qué sabe de la podredumbre negra de Formosa?
—En Oriente, Watson, existen muchas enfermedades, muchas posibilidades patológicas extrañas —hacía
una pausa detrás de cada frase para reunir las fuerzas que se le escapaban—. Esto lo he aprendido
durante una reciente investigación que tenía un carácter médico-criminal. Durante el transcurso de la
misma contraje esta afección. Usted no puede hacer nada.
—Puede que no. Pero da la casualidad de que sé que el doctor Ainstree, el mejor especialista del mundo
en enfermedades tropicales, se encuentra ahora mismo en Londres. De nada le servirán sus protestas,
Holmes. Voy a buscarlo inmediatamente —y me volví con decisión hacia la puerta.
¡Jamás he sufrido semejante sobresalto! En un instante, dando un salto de tigre, el moribundo me cortó
el paso. Oí el chasquido seco de una llave que giraba. Al instante siguiente, Holmes había regresado
tambaleándose a su cama, agotado y jadeando tras aquel tremendo estallido de energía.
—No podrá quitarme la llave por la fuerza, Watson. Le tengo cogido, amigo mío. Aquí nos quedamos,
usted y yo, hasta que yo decida otra cosa. Pero estoy dispuesto a entretenerlo —todo esto lo decía en
breves frases entrecortadas, con terribles esfuerzos para respirar entre una y otra—. Ya sé que todo lo
hace por mi bien. Quiero que le conste que estoy seguro de ello. Ya se saldrá con la suya, pero deme
tiempo para recuperar fuerzas. Ahora no, Watson, ahora no. Son las cuatro. Le dejaré salir a las seis.
—Sólo dos horas, Watson. Le prometo que podrá salir a las seis. ¿No le importa esperar?
—En efecto, Watson, no la tiene. Gracias, no necesito ayuda para arreglar las sábanas. Haga el favor de
mantener la distancia. Y ahora, Watson, tengo que imponerle otra condición. No irá a buscar a ese médico
que ha dicho, sino al que yo le indique.
Pero estaba escrito que la reanudaríamos mucho antes de aquella hora, y en circunstancias que me
provocaron un sobresalto que nada tenía que envidiar al que me produjo el salto de Holmes hacia la
puerta. Llevaba algunos minutos contemplando en silencio la figura que yacía en la cama. Tenía el rostro
casi cubierto por las sábanas y parecía dormido. Sintiéndome incapaz de sentarme a leer, di un lento
paseo por la habitación, examinando los retratos de famosos criminales que adornaban todas las paredes.
Por último, caminando sin rumbo, llegué a la repisa de la chimenea. Sobre ella había desparramado todo
un surtido de pipas, petacas, jeringas, navajas, cartuchos de revólver y otros objetos. En medio de todos
había una cajita de marfil blanca y negra, con tapa deslizante. Era bastante bonita, y ya había extendido
la mano para examinarla más de cerca, cuando…
—¡Deje eso! ¡Déjelo ahora mismo, Watson! ¡Ahora mismo, le digo! —Su cabeza volvió a caer sobre la
almohada, con un fuerte suspiro de alivio, cuando volví a dejar la cajita en la repisa—. Odio que anden
tocando mis cosas, Watson, sabe usted que lo odio. Me está usted irritando más de lo que puedo soportar.
Vaya un médico… Es usted capaz de mandar a un paciente al manicomio. Siéntese, hombre, y déjeme
descansar.
El incidente me dejó una impresión de lo más desagradable. Aquella irritación violenta y sin motivo,
acompañada por aquel lenguaje brutal, tan diferente de su habitual suavidad, me demostraba lo
profundamente trastornada que estaba su mente. La ruina de una mente noble es la más lamentable de
todas las ruinas. Me quedé sentado, callado y abatido, hasta que hubo transcurrido el tiempo estipulado.
Pareció como si Holmes hubiera estado mirando el reloj lo mismo que yo, porque apenas dieron las seis
comenzó a hablar con la misma excitación febril de antes.
—Vamos a ver, Watson —dijo—. ¿Lleva algo de calderilla en el bolsillo?
—Sí.
—Bastantes.
—Tengo cinco.
—¡Ah, son pocas, son pocas! ¡Qué pena, Watson! Pero, en fin, por pocas que sean, métaselas en el bolsillo
del reloj. Y el resto del dinero métalo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Gracias. Así estará mucho
mejor equilibrado.
Aquello era un completo desvarío. Holmes se estremeció y emitió de nuevo un sonido que era mitad tos,
mitad sollozo.
—Ahora, haga el favor de encender la luz de gas, Watson, pero ponga mucho cuidado en que en ningún
instante esté a más de media potencia. Le ruego que ponga mucho cuidado. Gracias, así está muy bien.
No, no hay necesidad de bajar la persiana. Ahora tenga la bondad de colocar algunas cartas y papeles en
esta mesita, al alcance de mi mano. Gracias. Añada algunas cosas de encima de la repisa. Muy bien,
Watson. Ahí tiene unas pinzas para el azúcar. Haga el favor de coger con ellas esa cajita de marfil.
Colóquela aquí, entre los papeles. ¡Muy bien! Ahora ya puede ir a avisar al señor Culverton Smith, en el
número 13 de Lower Burke Street.
A decir verdad, ya no sentía tantas ganas de ir a buscar a un médico, porque el pobre Holmes deliraba de
una manera tan evidente que me parecía peligroso dejarlo solo. Sin embargo, ahora se le veía tan ansioso
de consultar a la persona mencionada como antes se había obstinado en rechazar toda ayuda médica.
—Es muy posible que no, mi buen Watson. Quizá le sorprenda saber que el hombre que más sabe de esta
enfermedad en todo el mundo no es un médico, sino un plantador. El señor Culverton Smith es un
conocido residente de Sumatra, que ahora se encuentra de visita en Londres. Una epidemia de esta
enfermedad en su plantación, que está muy alejada de toda asistencia médica, le obligó a estudiarla
personalmente, obteniendo algunos resultados de gran trascendencia. Se trata de una persona muy
metódica, y yo no quería que usted saliera antes de las seis, porque me constaba que no lo encontraría en
su despacho. Si pudiera usted convencerle de que viniera aquí y pusiera a nuestro servicio sus
conocimientos sobre la enfermedad, cuyo estudio constituye su mayor afición, estoy seguro de que podría
ayudarme.
Estoy transcribiendo las frases de Holmes completas y seguidas, sin pretender indicar cómo se
interrumpían a causa de los jadeos, y sin describir las contracciones de las manos, que revelaban el dolor
que sufría. Su aspecto había cambiado a peor durante las pocas horas que yo llevaba con él. Las manchas
héticas se veían más pronunciadas, los ojos relucían aún más en el fondo de las oscuras cuencas, y un
sudor frío brillaba en su frente. Sin embargo, aún conservaba su manera de hablar, airosa y desenfadada.
Hasta el último suspiro, seguiría controlando la situación.
—Cuéntele exactamente en qué estado me dejó —dijo—. Tiene que transmitirle la misma impresión que
tiene usted en la mente: la de un hombre moribundo…, moribundo y delirante. La verdad es que no me
explico cómo el fondo entero del mar no es una masa compacta de ostras, con lo prolíficas que parecen
estas criaturas. ¡Ah, estoy divagando! Es curioso, hay que ver cómo el cerebro controla al cerebro. ¿Qué
estaba diciendo, Watson?
—¡Ah, sí, ya recuerdo! Mi vida depende de ello. Tendrá que rogarle, Watson. Nuestras relaciones no son
muy buenas. Su sobrino…, ¿sabe, Watson?…, yo sospechaba que había juego sucio y dejé que él se diera
cuenta. El muchacho tuvo una muerte horrible, y él me guarda rencor. Tiene usted que ablandarle.
Ruegue, suplique, pero tráigalo aquí como sea. Sólo él puede salvarme…, sólo él.
—No hará nada semejante. Tiene que convencerlo de que venga… y después tiene usted que regresar
antes que él. Ponga cualquier excusa para no venir con él. No lo olvide, Watson. Sé que no me fallará
usted. Nunca me ha fallado. Sin duda, las ostras deben tener enemigos naturales que controlan el
aumento de su población. Usted y yo, Watson, hemos cumplido con nuestra parte. ¿Acaso ahora va a
quedar el mundo a merced de las ostras? No, no, sería horrible. Tiene usted que transmitirle todo lo que
lleva en la mente…
Me marché de allí obsesionado por la imagen de aquel poderoso intelecto balbuceando como un niño
tonto. Me había entregado la llave, y yo me la guardé de buena gana, no fuera a ocurrírsele encerrarse de
nuevo. La señora Hudson esperaba en el pasillo, temblando y sollozando. Al salir del apartamento, oí a
mis espaldas la voz aguda y cascada de Holmes entonando un cántico delirante. Una vez en la calle,
mientras yo silbaba para llamar a un coche de alquiler, un hombre salió entre la niebla y se me acercó.
—¿Cómo está el señor Holmes? —me preguntó. Era un viejo conocido, el inspector Morton, de Scotland
Yard, vestido con un traje informal de lana.
Me miró de una manera muy curiosa. De no haber sido un pensamiento demasiado horrible, podría haber
imaginado que la luz de la puerta iluminaba una expresión de regocijo en su rostro.
Lower Burke Street resultó ser una hilera de elegantes casas en la incierta frontera que separa Notting
Hill y Kensington. La casa concreta ante la que se detuvo el cochero tenía un aire de respetabilidad
pomposa y relamida, con su anticuada verja de hierro, su maciza puerta de dos hojas y sus relucientes
apliques de latón. Todo ello hacía juego con el solemne mayordomo que apareció enmarcado en el
resplandor rosado de una luz eléctrica encendida a sus espaldas.
—Sí, el señor Culverton Smith está en casa. ¿El doctor Watson? Muy bien, señor, le llevaré su tarjeta.
Mi humilde nombre y mi título no parecieron impresionar al señor Culverton Smith. A través de la puerta
entreabierta oí una voz chillona, penetrante y petulante.
—¿Quién es este individuo? ¿Qué quiere? Válgame Dios, Staples, ¿cuántas veces tengo que decir que no
quiero que me molesten durante mis horas de estudio?
Le respondió una suave oleada de explicaciones tranquilizadoras por parte del mayordomo.
—Bueno, pues no voy a recibirle, Staples. No puedo interrumpir mi trabajo así como así. No estoy en
casa, dígaselo. Dígale que venga por la mañana si tiene verdadera necesidad de verme.
—Bien, bien, dele este mensaje. Que venga por la mañana o que se quede en su casa. Mi trabajo no puede
sufrir interrupciones.
Pensé en Holmes revolviéndose en su lecho de enfermo, y tal vez contando los minutos hasta que yo le
hiciera llegar ayuda. No era momento de andarse con ceremonias. Su vida dependía de mi celeridad.
Antes de que el mayordomo me transmitiera el mensaje deshaciéndose en disculpas, yo le había hecho a
un lado y había entrado en la habitación.
Lanzando un agudo chillido de ira, un hombre se levantó de la poltrona instalada junto a la chimenea. Vi
una cara grande y amarillenta, de piel rugosa y grasienta, con una gruesa papada y dos ojos grises,
feroces y amenazadores que me miraban desde debajo de unas cejas rubias y pobladas. El cráneo, alto y
calvo, se cubría con un gorrito de terciopelo, ladeado coquetamente sobre la curva de color de rosa. La
cabeza tenía una capacidad enorme, pero cuando miré hacia abajo vi con sorpresa que el cuerpo era
pequeño y frágil, con los hombros y la espalda torcidos, como si hubiera padecido raquitismo en su
infancia.
—¿Qué es esto? —gritó con voz chillona—. ¿Qué significa esta invasión? ¿No le he enviado recado de que
le recibiría mañana por la mañana?
—Lo siento —dije yo—. Pero el asunto no admite demoras. El señor Sherlock Holmes…
La mención del nombre de mi amigo ejerció un efecto extraordinario sobre aquel hombrecillo. La mirada
furiosa desapareció al instante de su rostro. Sus facciones se pusieron tensas y en estado de alerta.
—¿Viene usted de parte de Holmes? —preguntó.
—Acabo de dejarlo.
Me indicó un asiento y volvió a sentarse en el suyo. Al hacerlo, pude captar una imagen fugaz de su cara
en el espejo que había sobre la repisa de la chimenea. Podría haber jurado que en ella se dibujaba una
sonrisa maliciosa y abominable. Pero preferí pensar que lo que había visto era una simple contracción
nerviosa, porque al instante se volvió hacia mí con una expresión de sincero interés.
—Lamento oír eso —dijo—. Sólo conozco al señor Holmes por unos asuntos de negocios que hemos tenido,
pero siento el mayor respeto por su talento y su personalidad. Es un aficionado al estudio del crimen,
como yo lo soy de la enfermedad. Él persigue criminales; yo, microbios. Ahí están mis cárceles —señaló
una hilera de frascos y tarros alineados sobre una mesa—. En esos cultivos gelatinosos cumplen condena
algunos de los peores delincuentes del mundo.
—Precisamente por esos conocimientos especiales suyos desea verle el señor Holmes. Tiene una elevada
opinión de usted y está convencido de que es usted el único hombre de Londres que puede ayudarle.
El hombrecillo dio un respingo y su coquetón gorrito resbaló hasta el suelo.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué habría de pensar el señor Holmes que yo puedo ayudarle en ese
trance?
—¿Y qué le hace pensar que esa enfermedad que ha contraído es oriental?
—El hecho de que, en una de sus investigaciones profesionales, ha estado trabajando en los muelles entre
marineros chinos.
—Ah, ¿conque es eso? —dijo—. Confío en que se trate de un asunto tan grave como usted supone.
¿Cuánto tiempo lleva enfermo?
—Tres días.
—¿Delira?
—Vaya, vaya. Parece cosa seria. Sería inhumano no responder a su llamada. Doctor Watson, me molesta
mucho cualquier interrupción en mi trabajo, pero desde luego éste es un caso excepcional. Iré con usted
inmediatamente.
—Muy bien, iré solo. Tengo apuntada la dirección del señor Holmes. Puede usted confiar en que estaré
allí dentro de media hora como máximo.
Regresé a la habitación de Holmes con el corazón abatido. Por lo que yo sabía, durante mi ausencia podía
haber ocurrido lo peor. Sin embargo, advertí con gran alivio que había mejorado considerablemente en
aquel intervalo. Su aspecto seguía siendo tan cadavérico como antes, pero había desaparecido todo rastro
de delirio, y aunque hablaba con voz débil, lo hacía con una agudeza y lucidez aun mayores que lo
habitual en él.
—Sí; va a venir.
—Ah, pero eso no habría dado resultado, Watson. Eso habría sido de todo punto imposible. ¿Preguntó por
mi dolencia?
—Le conté lo de los chinos en el East End.
—¡Perfecto! Muy bien, Watson, ha hecho usted todo lo que podría hacer un buen amigo. Ahora ya puede
desaparecer de la escena.
—Pues claro que sí. Pero tengo razones para suponer que su opinión será mucho más sincera y valiosa si
él cree que estamos solos. Hay sitio suficiente detrás de la cabecera de mi cama, Watson.
—¡Pero Holmes!
—Me temo que no hay alternativa, Watson. La habitación no se presta mucho a ocultamientos, lo cual es
una ventaja, porque así es menos probable que despierte sus sospechas. Pero aquí creo que podrá
esconderse —de pronto se incorporó con una rígida expresión de ansiedad en su rostro macilento—. ¡Ahí
se oyen las ruedas, Watson! ¡Rápido, hombre, si es que me aprecia! Y no se mueva, ocurra lo que
ocurra…, ocurra lo que ocurra, ¿me oye? No hable, no se mueva, limítese a escuchar como si fuera todo
oídos.
Al instante, aquel súbito acceso de energía se esfumó, y su hablar dominante y lleno de sentido degeneró
en el vago murmullo de una persona medio delirante.
Desde el escondrijo en el que tan rápidamente me habían hecho introducirme, oí los pasos en la escalera
y el abrirse y cerrarse de la puerta de la alcoba. A continuación, con gran sorpresa por mi parte, hubo un
prolongado silencio, roto tan sólo por la respiración jadeante del enfermo. Me imaginé que el visitante
estaría de pie junto a la cama, examinando al paciente.
—¡Holmes! ¡Holmes! —llamó el recién llegado, en el tono insistente que se utiliza para despertar a una
persona dormida—. ¿Puede oírme, Holmes?
—¿Es usted, señor Smith? —murmuró Holmes—. Tenía pocas esperanzas de que viniese.
—Ya me lo imagino —dijo—. Y sin embargo, ya lo ve, he venido. ¡Es usted un malpensado, Holmes, un
malpensado!
—Es usted muy amable…, muy generoso… Tengo en gran estima sus conocimientos.
—¿Sí, eh? Por suerte, es usted el único en Londres que los sabe apreciar. ¿Sabe usted qué es lo que le
pasa?
—Demasiado bien.
—Pues bien, no me sorprendería, Holmes. No me sorprendería que fuera lo mismo. Mala cosa para usted,
si es así. El pobre Víctor murió en cuatro días… con lo joven, fuerte y saludable que era. Desde luego,
como usted dijo, resultaba muy sorprendente que fuera a contraer una extraña enfermedad asiática en
pleno corazón de Londres… y, además, una enfermedad que yo había estudiado tan a fondo. Una curiosa
coincidencia, Holmes. Fue usted muy listo al observarlo, pero fue muy poco caritativo al sugerir que había
una relación de causa y efecto.
—¿Ah, conque lo sabe, eh? Pues no pudo demostrarlo. ¿Y qué le parece eso de ir difundiendo informes
acusatorios contra mí, y luego venir arrastrándose a pedir ayuda en cuanto se encuentra en apuros? ¿Qué
clase de juego es ése?
—Está usted muy cerca del final, amigo mío, pero no quiero que se muera sin haber hablado unas
palabras con usted. Por eso le doy agua. Tenga, no la derrame. Ya está bien. ¿Entiende lo que le digo?
Holmes gimió.
—Haga lo que pueda por mí. Lo pasado, pasado —susurró—. Borraré esas palabras de mi mente…, le juro
que lo haré. Cúreme, y lo olvidaré todo.
—¿Olvidará qué?
—Pues la muerte de Victor Savage. Prácticamente acaba de reconocer que usted lo hizo. Pero lo olvidaré.
—Por mí, puede olvidarlo o recordarlo, como prefiera. No le veo a usted en el estrado de los testigos. Más
bien en una caja de madera, mi buen Holmes, se lo aseguro. No me importa nada que sepa cómo murió mi
sobrino. No estamos hablando de él, sino de usted.
—Sí, sí.
—Ese tipo que vino a buscarme…, he olvidado su nombre…, dijo que había usted contraído la enfermedad
en el East End, entre los marineros.
—Se siente orgulloso de su cerebro, ¿verdad, Holmes? Se cree usted muy listo, ¿no es así? Pues en esta
ocasión se ha topado con alguien más listo que usted. Haga memoria, Holmes. ¿No se le ocurre ninguna
otra manera en la que haya podido contraer este mal?
—Sí, le ayudaré. Le ayudaré a comprender su situación y cómo se metió en ella. Quiero que lo sepa antes
de morir.
—Duele, ¿verdad? Sí, los culis solían chillar bastante, hacia el final. Da como un calambre, me imagino.
—Bien, por lo menos oye usted lo que digo. Ahora, escuche. ¿No recuerda que sucediera algo fuera de lo
normal poco antes de que se presentaran los síntomas?
—Piénselo bien.
—¿Por correo?
—¡Escuche, Holmes! —Se oyó un sonido como si estuviera sacudiendo al moribundo, y sólo a duras penas
pude permanecer inmóvil en mi escondite—. Tiene usted que oírme. Y va a oírme. ¿No recuerda una
cajita? ¿Una cajita de marfil? Llegó el miércoles. Usted la abrió. ¿Lo recuerda?
—Sí, sí, la abrí. Dentro había un resorte con punta. Alguna broma…
—No era ninguna broma, como pronto comprobará a costa suya. ¡Estúpido! Se lo estaba buscando, y ahí
lo tiene. ¿Quién le mandó cruzarse en mi camino? Si me hubiera dejado en paz, yo no le habría hecho
ningún daño.
—Ahora recuerdo —jadeó Holmes—. ¡El resorte! Me hizo sangre. La caja…, esa caja que hay en la mesa…
—¡Esa misma, por San Jorge! Y más vale que me la lleve en el bolsillo. Con esto desaparece su último
vestigio de prueba. Pero ahora sabe la verdad, Holmes, y puede morir con el conocimiento de que yo le
maté. Sabía usted demasiado sobre la muerte de Víctor Savage, así que hice que la compartiese. Su final
está ya muy cerca, Holmes. Voy a sentarme aquí a verle morir.
—¿Qué dice? —preguntó Smith—. ¿Que abra más la llave de la luz de gas? Ah, las sombras empiezan a
envolverle, ¿eh? Sí, daré toda la luz, y así podré verle mejor —cruzó la habitación y la luz se acentuó de
pronto—. ¿Hay alguna otra cosilla que pueda hacer por usted, amigo mío?
Estuve a punto de soltar un grito de júbilo y asombro. Holmes estaba hablando con su voz natural; un
poco débil, tal vez, pero la misma voz que yo conocía. Hubo una larga pausa y me dio la sensación de que
Culverton Smith estaba mirando a su interlocutor, mudo de asombro.
—¿Qué significa esto? —le oí decir por fin, con voz seca y ronca.
—La mejor manera de representar un papel con éxito es vivirlo —respondió Holmes—. Le doy mi palabra
de que durante tres días no he probado alimento ni bebida hasta que usted tuvo la bondad de servirme
ese vaso de agua. Pero lo que más echo de menos es el tabaco. ¡Ah, aquí hay cigarrillos! —Oí encenderse
una cerilla—. Vaya, vaya. Creo que oigo los pasos de un amigo.
—Todo va bien, y éste es su hombre —dijo Holmes. El policía hizo las advertencias de rigor.
—Y podríamos añadir el asesinato frustrado de Sherlock Holmes —comentó mi amigo con una risita—.
¿Sabe, inspector? Para ahorrarle molestias a un inválido, el señor Culverton Smith ha tenido la bondad de
hacer nuestra señal, abriendo él mismo la llave de la luz de gas. Por cierto, el detenido lleva en el bolsillo
derecho de su chaqueta una cajita que sería mejor incautarle. Gracias. Si yo fuera usted, la manejaría con
mucho cuidado. Déjela ahí. Puede ser importante en el juicio.
Hubo un movimiento súbito y un forcejeo, seguidos por un choque metálico y un grito de dolor.
—¡Lo único que conseguirá será hacerse daño! —dijo el inspector—. ¿Quiere estarse quieto de una vez? —
Se oyó el chasquido de las esposas al cerrarse.
—¡Bonita trampa! —exclamó la voz chillona, en tono de burla—. Esto le llevará a usted al banquillo,
Holmes, y no a mí. Me pidió que viniera aquí a curarle. Me dio lástima, y por eso vine. Y ahora, sin duda,
querrá hacer creer que yo he dicho cualquier cosa que él quiera inventarse, y que corrobore sus
disparatadas sospechas. Puede decir todas las mentiras que quiera, Holmes. Es su palabra contra la mía.
—¡Válgame Dios! —exclamó Holmes—. Me había olvidado por completo de él. Querido Watson, le debo a
usted mil excusas. ¡Mira que olvidárseme que estaba usted aquí! No hace falta que le presente al señor
Culverton Smith, ya que tengo entendido que se conocieron ustedes esta misma tarde. ¿Tiene abajo el
coche, inspector? Iré tras ustedes en cuanto me haya vestido. Quizá les sea de alguna utilidad en la
comisaría.
—Jamás lo necesité tanto —dijo Holmes, mientras se reconfortaba con un vaso de clarete y unas galletas,
al mismo tiempo que se aseaba—. Sin embargo, como usted sabe, soy hombre de hábitos irregulares, y
este montaje me ha resultado menos penoso que a la mayoría. Era esencial impresionar a la señora
Hudson y hacerla creer que todo era real, ya que ella era quien tenía que convencerle a usted, y usted, a
su vez, tenía que convencerle a él. No estará ofendido, ¿eh, Watson? Ya sabe usted que entre sus muchos
talentos no figura el del disimulo, y si usted hubiera compartido mi secreto, jamás habría podido
persuadir a Smith de la urgente necesidad de su presencia, que era el punto crucial de todo el plan.
Conociendo su carácter vengativo, estaba segurísimo de que vendría a contemplar el resultado de su
obra.
—Tres días de ayuno absoluto no embellecen a nadie, Watson. En cuanto al resto, no hay nada que una
esponja no pueda curar. Se puede conseguir un efecto de lo más satisfactorio con vaselina en la frente,
belladona en los ojos, colorete en las mejillas, y unos pegotes de cera en los labios. Esto de fingirse
enfermo es un tema sobre el cual he pensado varias veces en escribir una monografía. Y con unos cuantos
comentarios acerca de medias coronas, ostras, o cualquier otra extravagancia, se logra producir una
excelente impresión de delirio.
—Pero ¿por qué no me dejó acercarme a usted, dado que en realidad no había peligro de contagio?
—¿Es posible que me lo pregunte, querido Watson? ¿Se imagina que no siento ningún respeto por su
capacidad como médico? ¿Cómo iba yo a esperar que su agudo criterio aceptara un moribundo que, por
muy débil que estuviese, no tenía fiebre ni el pulso alterado? A cuatro metros de distancia podía
engañarle. Si no lo conseguía, ¿quién iba a traerme a Smith al alcance de mi mano? No, Watson, yo no
tocaría esa caja. Si la mira de costado, verá por donde salta el resorte al abrirla, como el colmillo de una
víbora. Me atrevería a decir que fue un artilugio como ése el que provocó la muerte del pobre Savage,
que se interponía entre ese monstruo y una restitución de propiedades. Pero, como sabe, recibo una
correspondencia muy variada, y siempre estoy un poco en guardia contra los paquetes que me llegan. No
obstante, estaba seguro de que, si fingía que su plan había tenido éxito, podría arrancarle una confesión.
Y he llevado a cabo esa simulación con la minuciosidad del verdadero artista. Gracias, Watson: tendrá
usted que ayudarme a ponerme la chaqueta. Cuando hayamos terminado en la comisaría, creo que no nos
vendría nada mal tomar algo nutritivo en Simpson’s.
EL ÚLTIMO SALUDO
E ran las nueve de la noche del 2 de agosto, el agosto más terrible de la historia del mundo. Ya
entonces se podía pensar que la maldición divina estaba a punto de abatirse sobre un mundo degenerado,
pues en el ambiente bochornoso y estancado se notaba un silencio impresionante y una vaga sensación de
expectativa. El sol se había puesto hacía un buen rato, pero por el Oeste, a los lejos, se veía una larga
línea de color rojo sangre que parecía una herida abierta. En lo alto relucían las estrellas, y por debajo,
en la bahía, brillaban las luces de las embarcaciones. Los dos famosos alemanes estaban de pie junto al
parapeto de piedra que bordeaba el sendero del jardín, dando la espalda a la casa baja y alargada, con
grandes frontones, y mirando hacia el ancho tramo de playa que se extendía al pie del gran acantilado
calizo en el que Von Bork, cual águila vagabunda, se había posado cuatro años atrás. Tenían las cabezas
muy juntas y hablaban en tono bajo y confidencial. Desde abajo, las puntas encendidas de sus cigarros
podrían haberse confundido con los ojos relucientes de algún maligno demonio que acechara en la
oscuridad.
Un hombre notable, este Von Bork, sin parangón entre todos los devotos agentes del Kaiser. Sus grandes
cualidades habían sido la causa de que se le encomendara la misión en Inglaterra, la más importante de
todas; pero, desde que se había hecho cargo de la misma, estas cualidades se habían ido haciendo cada
vez más evidentes para la media docena de personas que estaban al corriente de la verdad. Una de estas
personas era su actual acompañante, el barón Von Herling, secretario jefe de la embajada, cuyo potente
automóvil Benz de 100 caballos bloqueaba el camino rural, aguardando para llevar a su propietario de
regreso a Londres.
—Si no he interpretado mal la marcha de los acontecimientos, lo más probable es que esté usted de
vuelta en Berlín antes de una semana —estaba diciendo el secretario—. Y cuando llegue allí, querido Von
Bork, creo que le sorprenderá el recibimiento que van a hacerle. Da la casualidad de que sé lo que se
piensa en las altas esferas acerca de su labor en este país.
El secretario era un hombre gigantesco, alto y corpulento, y hablaba con una lentitud y una pomposidad
que constituían su principal baza en su carrera diplomática.
—No es nada difícil engañarlos —comentó—. No es posible imaginar gente más dócil y más simple.
—No estoy tan seguro de eso —dijo el otro, pensativo—. Tienen limitaciones sorprendentes y hay que
aprender a tenerlas en cuenta. Esa misma simplicidad superficial constituye una verdadera trampa para
el extranjero. La primera impresión que uno se lleva es que son absolutamente blandos. Y de pronto, uno
tropieza con algo muy duro y se da cuenta de que ha llegado al límite y que tiene que adaptarse a esa
realidad. Tienen, por ejemplo, esos convencionalismos insulares que, simplemente, hay que respetar.
—¿Se refiere usted a los «buenos modales» y todas esas cosas? —preguntó Von Bork con un suspiro, como
quien ha tenido que aguantar mucho.
—Me refiero a los prejuicios británicos en todas sus curiosas manifestaciones. Como ejemplo, podría citar
uno de mis peores tropiezos. Puedo permitirme el lujo de hablar de mis tropiezos porque usted conoce mi
trabajo lo suficientemente bien como para estar al corriente de mis éxitos. Sucedió la primera vez que
vine. Me invitaron a pasar un fin de semana en la casa de campo de un ministro del Gobierno. Las
conversaciones fueron increíblemente indiscretas.
—Exacto. Pues bien, como es natural, envié a Berlín un resumen de la información. Por desgracia, nuestro
buen canciller es un poco chapucero en esta clase de asuntos, y se le ocurrió hacer un comentario que
demostraba que estaba informado de lo que se había dicho. Y, claro está, la pista conducía directamente a
mí. No tiene usted idea del daño que eso me hizo. Le aseguro que en aquella ocasión no hubo nada de
blando en nuestros anfitriones británicos. Tardé dos años en repararlo. En cambio, usted, con esa pose de
deportista…
—No, no la llame pose. Una pose es algo artificial y esto es completamente natural. Soy un deportista
nato. Disfruto siéndolo.
—Bueno, eso lo hace aún más eficaz. Usted compite en regatas con ellos, va de caza con ellos, juega al
polo, participa en todos sus juegos, su tiro de caballos gana el premio del Olympia…, hasta he oído que ha
llegado a boxear con los oficiales jóvenes. ¿Y cuál es el resultado? Nadie lo toma en serio. Es usted un
«tipo simpático», un sujeto «bastante decente para ser alemán», un bebedor, trasnochador, juerguista e
irresponsable. Y mientras tanto, esta apacible casa de campo es el foco de la mitad de las conspiraciones
que se traman contra Inglaterra, y el joven caballero deportista es el agente secreto más astuto de toda
Europa. Eso es genio, querido Von Bork. ¡Genio!
—Me adula usted, barón. Aunque, desde luego, puedo asegurar que mis cuatro años en este país no han
sido improductivos. Nunca le he enseñado mi pequeño almacén. ¿Le gustaría entrar a verlo un momento?
La puerta del despacho daba directamente a la terraza. Von Bork la empujó, entró el primero y giró el
interruptor de la luz eléctrica. A continuación, cerró la puerta detrás de la voluminosa figura que le
seguía y corrió cuidadosamente la pesada cortina sobre la ventana enrejada. Sólo después de tomar y
repasar todas estas precauciones volvió su rostro bronceado y aguileño hacia su visitante.
—Algunos de mis documentos ya no están aquí —dijo—. Cuando mi esposa y la servidumbre partieron
ayer hacia Flessinga, se llevaron los menos importantes. Para los demás, por supuesto, tendré que
solicitar la protección de la embajada.
—Su nombre ya está inscrito como miembro del personal. Ni usted ni su equipaje tendrán ningún
problema. Por supuesto, también es posible que no tengamos que irnos. Puede que Inglaterra abandone a
Francia a su suerte. Estamos seguros de que no existe entre ellas ningún tratado vinculante.
—¿Y Bélgica?
—Eso ya no lo veo tan claro. Ahí sí que existe un tratado concreto. Inglaterra jamás se recuperaría de
semejante humillación.
—¿Y su honor?
—¡Bah! Señor mío, vivimos en una época utilitarista. El honor es un concepto medieval. Además,
Inglaterra no está preparada. Resulta inconcebible, pero ni siquiera nuestro impuesto especial de guerra
de cincuenta millones, que cualquiera pensaría que dejaba nuestros propósitos tan claros como si los
hubiéramos anunciado en la primera página del Times, ha conseguido despertar a esta gente de su
letargo. De vez en cuando, alguien hace una pregunta, y mi tarea consiste en inventar una respuesta.
También de vez en cuando, se produce alguna irritación y mi tarea entonces consiste en suavizarla. Pero
le puedo asegurar que en las cuestiones esenciales, como almacenamiento de municiones, preparativos
contra los ataques de submarinos, instalaciones para fabricar explosivos potentes, etcétera, no hay nada
preparado. ¿Cómo va a poder intervenir Inglaterra, sobre todo después del potaje diabólico que le hemos
cocinado con la guerra civil en Irlanda, los energúmenos rompiendo ventanas y sabe Dios cuántas cosas
más, para que su atención se mantenga ocupada en la propia casa?
—¡Ah, ésa es otra cuestión! Supongo que, con vistas al futuro, tenemos planes muy concretos para
Inglaterra, y en este aspecto la información que usted ha conseguido resultará fundamental. Ya sea hoy o
mañana, tendremos que vérnoslas con míster John Bull. Si prefiere que sea hoy, estamos perfectamente
preparados. Si lo quiere dejar para mañana, estaremos más preparados aún. Tal como yo lo veo, más les
valdría luchar teniendo aliados que sin tenerlos, pero eso es asunto suyo. Esta semana se decide su
destino…, pero me estaba usted hablando de sus documentos.
En el rincón más lejano de la espaciosa habitación, revestida de planchas de roble y repleta de libros,
colgaba una cortina. Al descorrerla, quedó al descubierto una gran caja fuerte con refuerzos de latón. Von
Bork desprendió de la cadena de su reloj una llavecita y, tras largas manipulaciones con la cerradura,
abrió la pesada puerta.
La luz cayó de lleno sobre el interior de la caja abierta, y el secretario de la embajada contempló con
interés absorto las hileras de archivadores llenos de documentos que la ocupaban. Cada archivador tenía
un rótulo, y al pasar la mirada por ellos leyó una larga serie de títulos como «Vados», «Defensas
portuarias», «Aeroplanos», «Irlanda», «Egipto», «Fortificaciones de Portsmouth», «El Canal», «Rosyth» y
muchos más. Todos los compartimientos estaban abarrotados de papeles y planos.
—¡Colosal! —exclamó el secretario, dejando a un lado su cigarro y aplaudiendo suavemente con sus
gordinflonas manos.
—Y todo en cuatro años, barón. No está nada mal para un provinciano borrachín y jinete empedernido.
Pero la joya de mi colección está al llegar, y ya le tengo preparado su sitio —señaló un espacio que llevaba
el rótulo de «Código de señales de la Marina».
—Vaya, no puedo quedarme aquí más tiempo. Ya se imaginará usted que ahora mismo hay mucho
movimiento en Carlton Terrace, y todos tenemos que estar en nuestros puestos. Me habría gustado poder
llevar la noticia de este gran golpe suyo. ¿No le ha dicho Altamont a qué hora vendría?
Iré esta noche sin falta con las bujías nuevas. — Altamont.
—Verá, él se hace pasar por técnico de motores, y yo tengo un garaje muy bien provisto. En nuestro
código, todo aquello que puede presentarse tiene el nombre de algún repuesto. Si se habla de un
radiador, se trata de un acorazado; si de una bomba de aceite, es un crucero, y así todo. Las bujías son los
códigos de señales.
—Enviado desde Portsmouth a mediodía —dijo el secretario, examinando la primera línea del impreso—.
Por cierto, ¿cuánto le paga?
—Por este trabajo concreto, quinientas libras. Pero, por supuesto, tiene también un salario fijo.
—¡Qué granuja avariento! Estos traidores son útiles, pero me duele pagarles por su traición.
—A mí no me duele nada pagar a Altamont. Trabaja de maravilla. Le pago muy bien, pero él entrega la
mercancía, por decirlo con sus propias palabras. Además, no es ningún traidor. Le aseguro que el más
pangermánico de nuestros prusianos es una tierna paloma en sus sentimientos hacia Inglaterra
comparado con un verdadero fanático irlandés-americano.
—Si le oyera usted hablar, no lo pondría en duda. Le aseguro que a veces me cuesta trabajo entenderlo.
Parece que no sólo ha declarado la guerra al Rey de Inglaterra sino también al idioma inglés. ¿De verdad
tiene usted que irse? Puede llegar en cualquier momento.
—No, lo siento, pero ya me he quedado demasiado tiempo. Le esperamos mañana a primera hora, y
cuando ese código de señales haya pasado por la puertecita de la escalinata del duque de York, podrá
usted poner un triunfal colofón en su hoja de servicios en Inglaterra. ¡Caramba! ¡Tokay!
El secretario señaló una botella con grueso precinto de lacre y cubierta de polvo, que se encontraba sobre
una bandeja junto con dos copas.
—Altamont tiene muy buen gusto en cuestión de vinos, y se ha aficionado a mi tokay. Es un tipo muy
susceptible y hay que seguirle la corriente en ciertas cosillas. Tengo que estudiarlo, se lo aseguro.
Habían salido de nuevo a la terraza, avanzando hasta su extremo más alejado, donde, en respuesta a un
toque del conductor, el gran automóvil había empezado a agitarse y ronronear.
—Supongo que aquéllas son las luces de Harwich —dijo el secretario, poniéndose su guardapolvo—. ¡Qué
tranquilo y apacible se ve todo! Pero es posible que antes de una semana se vean otras luces, y que la
costa inglesa parezca menos apacible. Y tampoco los cielos estarán tan tranquilos como ahora si llega a
hacerse realidad todo lo que nos promete el bueno de Zeppelin. Por cierto, ¿quién es ésa?
Detrás de ellos sólo había una ventana iluminada. En ella se veía una lámpara de pie y, junto a ella,
sentada ante una mesa, había una ancianita coloradota con una cofia campesina. Estaba encorvada sobre
su labor de punto, que interrumpía de vez en cuando para acariciar a un enorme gato negro que
descansaba a su lado sobre un taburete.
—Casi podría ser un símbolo de la Gran Bretaña —dijo—, con su absoluta concentración y su aspecto
general de confortable somnolencia. ¡Bien, Von Bork, au revoir!
Haciendo un último saludo con la mano, se introdujo en el coche; un momento después, los dos conos
dorados de los faros se dispararon a través de la oscuridad. El secretario se recostó en los cojines de la
lujosa limusina, con su pensamiento tan absorto en la inminente tragedia europea que ni se dio cuenta de
que, al torcer para tomar la calle del pueblo, su automóvil estuvo a punto de chocar con un pequeño Ford
que venía en dirección contraria.
Cuando la luz de los faros del coche se perdió en la distancia, Von Bork regresó a su despacho caminando
a paso lento. Al pasar, se fijó en que su anciana ama de llaves había apagado la lámpara y se había
retirado. El silencio y la oscuridad que reinaban en su espaciosa mansión eran para él una experiencia
nueva, ya que su familia y su servidumbre habían formado un grupo bastante numeroso. Sin embargo, era
un alivio pensar que todos ellos se encontraban a salvo y que, exceptuando a la anciana, que hasta
entonces había estado en la cocina, tenía toda la casa para él solo. Había que hacer una buena limpieza
en el despacho y puso manos a la obra hasta que su rostro inteligente y atractivo enrojeció a causa del
calor de los documentos que ardían. Junto a la mesa tenía una maleta de cuero, y en ella empezó a
colocar, de manera muy ordenada y sistemática, el precioso contenido de su caja fuerte. Sin embargo,
apenas había iniciado esta tarea cuando sus sensibles oídos captaron el lejano sonido de un coche. Al
instante, soltó una exclamación de satisfacción, apretó las correas de la maleta, cerró con llave la caja
fuerte y salió corriendo a la terraza, justo a tiempo de ver las luces de un pequeño automóvil que se
detenía ante la puerta. Un pasajero saltó del coche y se dirigió con rapidez hacia él, mientras el
conductor, un hombre corpulento y de edad avanzada con bigote gris, se arrellanaba en un asiento como
resignándose a una larga espera.
—¿Y bien? —preguntó Von Bork con ansiedad, corriendo al encuentro de su visitante.
A modo de respuesta, el hombre hizo ondear sobre su cabeza un paquetito en papel de estraza.
—Esta noche sí que podemos chocarla a gusto, colega —exclamó—. Aquí traigo por fin el mogollón.
—¿Las señales?
—Como le decía en mi cable. Todas y cada una: semáforo, linternas, radiogramas…, copias, claro está, no
las originales. Eso habría sido demasiado peligroso. Pero es un artículo fetén, puede usted apostar por
eso —dijo, palmeando al alemán en el hombro con una familiaridad tan brusca que sobresaltó a éste.
—Entremos —dijo Von Bork—. Estoy solo en casa y no esperaba más que esto. Desde luego, una copia es
mejor que el original. Si se echara en falta el original, volverían a cambiarlo todo. ¿Cree usted que
podemos fiarnos de esta copia?
El irlandés-americano había entrado en el despacho, sentándose en una butaca y estirando sus largos
miembros. Era un hombre alto y demacrado, de unos sesenta años, de facciones bien marcadas y con una
barbita de chivo que le daba un cierto parecido con las caricaturas del Tío Sam. De la comisura de su
boca colgaba un cigarro muy chupado, a medio fumar, y al sentarse raspó una cerilla para volverlo a
encender.
—Preparando la mudanza, ¿eh? —comentó, mirando a su alrededor—. Oiga, amigo —añadió cuando sus
ojos se posaron en la caja fuerte, cuya cortina había quedado descorrida—, ¿no me irá a decir que guarda
sus papeles en esa cosa?
—Pero oiga, si ese cacharro es como si estuviera abierto. ¡Y dicen que es usted todo un señor espía!
Cualquier chorizo yanqui lo abriría con un abrelatas. Si llego a saber que mis cartas iban a estar tiradas
por ahí en un chisme como ése, a buenas horas iba yo a jugármela escribiéndole.
—Me gustaría ver a un ladrón intentando forzar esa caja fuerte —respondió Von Bork—. No hay
herramienta que corte ese metal.
—¿Y la cerradura?
—Ya ve que no es tan fácil como usted pensaba. La mandé construir hace cuatro años. ¿Y a que no adivina
qué palabra y qué números elegí como clave?
—Ni idea.
—Pues sí; ya desde entonces, unos pocos de nosotros llegamos a pronosticar hasta la fecha. La fecha ha
llegado, y mañana mismo por la mañana echo el cierre.
—Vale, pero también conmigo tendrá que ajustar cuentas. No voy a quedarme en este maldito país más
solo que la una. Tal como yo lo veo, en menos de una semana John Bull va a plantarse sobre sus patas
traseras para liarse a zarpazos. Preferiría poder mirarlo desde el otro lado del charco.
—¿Y qué? También Jack James era ciudadano americano, y ahí lo tiene, cumpliendo condena en Portland.
De poco vale decirle a la bofia inglesa que uno es ciudadano americano. «Aquí se cumplen las leyes y el
orden británicos», le dirán. A propósito, amigo, y ya que hablamos de Jack James, se me ocurre que no
hace usted gran cosa para proteger a sus hombres.
—Pues bueno, usted es el jefe, ¿no? Es cosa suya procurar que no los pillen. Pero los van pillando, ¿y qué
hace usted por sacarlos? Ahí está James…
—Lo de James fue culpa suya, y usted lo sabe. Era demasiado terco para este trabajo.
—James era un tarugo, en eso estoy de acuerdo. Pero también está Hollis.
—Bueno, al final sí que estaba un poco sonado. Cuando uno tiene que estar representando un papel de la
mañana a la noche, con cien tíos dispuestos a darle el chivatazo a la bofia, no es raro que acabe majareta.
Pero ¿qué me dice de Steiner?
Von Bork se estremeció violentamente y su rostro rubicundo se volvió un tanto más pálido.
—Pues nada, que lo pillaron, ni más ni menos. Anoche registraron su garito, y ahora él y sus papeles
están en el penal de Portsmouth. Usted se larga, mientras el pobre diablo paga los platos rotos, y suerte
tendrá si sale con vida. Por eso mismo quiero cruzar el charco en cuando usted se las pire.
Von Bork era un hombre duro e impasible, pero se advertía con facilidad que la noticia le había
trastornado.
—¿Cómo han podido descubrir a Steiner? —murmuró—. Éste es el peor golpe que hemos sufrido.
—Pues a punto hemos estado de recibir uno aún peor, porque creo que no me andan muy lejos.
—Lo que yo le diga. Estuvieron haciéndole preguntas a mi casera, allá en Fratton, así que, cuando me
enteré, me dije que ya iba siendo hora de ahuecar el ala. Pero lo que me gustaría saber, señor mío, es
cómo llega la bofia a enterarse de estas cosas. Steiner es el quinto hombre que pierde desde que yo fiché
por usted, y si no me muevo deprisa, ya sé quién va a ser el sexto. ¿Cómo se lo explica? ¿Y no le da
vergüenza ver cómo van cayendo sus hombres?
—Yo no digo tanto, señor mío, pero en alguna parte hay un chivato o un traidor, y a usted le toca
descubrir dónde. De cualquier manera, yo no pienso correr más riesgos. Me las piro a la vieja Holanda, y
cuanto antes, mejor.
—Llevamos demasiado tiempo siendo aliados como para que empecemos a pelearnos precisamente en el
momento de la victoria —dijo—. Ha realizado usted un trabajo espléndido y peligroso, y eso no puedo
olvidarlo. Me parece muy bien que se vaya a Holanda. En Rotterdam podrá tomar un barco a Nueva York.
Dentro de una semana, ninguna otra línea será segura. Bien, me haré cargo de ese libro y lo empaquetaré
con lo demás.
El americano aún tenía en la mano el libro, pero no hizo ningún ademán de entregarlo.
—¿La qué?
—La tela. La guita. Los quinientos papeles. A última hora, el artillero se puso de lo más chungo, y tuve
que untarlo con cien dólares de más, porque, si no, nos deja colgados. «¡Ni hablar!», me dijo, y lo decía en
serio; pero con los últimos cien se apañó la cosa. Así que, entre pitos y flautas, el asunto me ha salido por
doscientas libras, conque no piense que se lo voy a entregar sin recibir mi tajada.
—No parece que tenga usted una opinión muy elevada de mi honor —dijo—. ¿Así que quiere cobrar antes
de entregar el libro?
—Muy bien. Como usted quiera —se sentó a la mesa y rellenó un cheque, arrancándolo del talonario, pero
sin entregárselo a su interlocutor—. En fin, puesto que vamos a tratar en estos términos, no veo por qué
debería yo fiarme de usted más de lo que usted se fía de mí. ¿Entiende? —añadió, girando la cabeza para
mirar al americano por encima del hombro—. Aquí dejo el cheque, encima de la mesa. Pero reclamo el
derecho a examinar el paquete antes de que usted recoja el dinero.
El americano se lo entregó sin decir una sola palabra. Von Bork desató la cuerda y deshizo dos envoltorios
de papel. Y tuvo que sentarse, mudo de asombro, contemplando el librito azul que tenía ante sus ojos. En
la portada, impreso en letras doradas, se leía: Manual práctico del apicultor. El maestro de espías no tuvo
más que un instante para mirar aquel extraño e irrelevante título. Al instante siguiente, una garra de
hierro lo sujetó por la nuca, y alguien apretó contra su rostro contorsionado una esponja empapada en
cloroformo.
***
—¿Otra copa, Watson? —dijo Sherlock Holmes, acercando la botella de tokay imperial.
El corpulento conductor, que se había sentado a la mesa, adelantó su copa con entusiasmo.
—Un vino extraordinario, Watson. Este amigo que tenemos en el sofá me ha asegurado que procede de la
bodega especial de Francisco José, en el Palacio de Schönbrunn. ¿Le importaría abrir la ventana? Los
vapores del cloroformo no sientan nada bien al paladar.
La caja fuerte estaba abierta de par en par y Holmes estaba de pie delante de ella, sacando un archivo
tras otro, examinando rápidamente su contenido y colocándolos con mucho cuidado en la maleta de Von
Bork. El alemán estaba tumbado en el sofá, roncando ruidosamente, con los brazos sujetos con una correa
y las piernas con otra.
—No tenemos ninguna prisa, Watson. Nadie nos va a interrumpir. ¿Me hace el favor de tocar el timbre?
No hay nadie en la casa, excepto la vieja Martha, que ha representado su papel de un modo admirable. Lo
primero que hice al encargarme del caso fue conseguirle esta colocación. Ah, Martha, le alegrará saber
que todo ha salido bien.
La simpática anciana había aparecido en el umbral de la puerta. Saludó a Holmes con una reverencia y
una sonrisa, pero se quedó mirando con cierta aprensión a la figura tendida en el sofá.
—Me alegro, señor Holmes. Dentro de lo que cabe, ha sido un buen patrón. Ayer quería que me marchara
a Alemania con su señora, pero, claro, eso no habría convenido a sus planes, ¿verdad, señor Holmes?
—Desde luego que no, Martha. Mientras usted estuviera aquí, yo podía sentirme tranquilo. Esta noche
hemos tenido que esperar bastante hasta que usted dio la señal.
—Creí que nunca se iría. Y sabía que no entraba en sus planes encontrárselo aquí.
—Nada en absoluto. Bueno, lo único que ha pasado es que hemos tenido que esperar una media hora
hasta que vimos su lámpara y comprendimos que no había moros en la costa. Mañana puede presentarme
su informe en el Hotel Claridge’s de Londres.
—Sí, señor. Hoy ha echado siete cartas al correo. Como siempre, he copiado las direcciones.
—Estos papeles no tienen demasiada importancia, ya que, como es natural, la información que contienen
ya fue enviada hace mucho tiempo al gobierno alemán. Éstos son los originales, que no podían sacarse del
país sin peligro.
—Yo no diría tanto, Watson. Por lo menos, servirán para que nuestra gente sepa lo que ellos saben y lo
que no. Además, le diré que muchos de estos papeles le llegaron por mediación mía, y no es preciso
añadir que no merecen ningún crédito. ¡Cómo alegraría mis años de decadencia el ver un crucero alemán
navegando por el canal de Solent fiándose del plano del campo de minas que yo les proporcioné! Pero
¿qué tal usted, Watson? —interrumpió su trabajo y cogió a su viejo amigo por los hombros—. Apenas he
tenido ocasión de verle a la luz. ¿Cómo le han tratado los años? Parece el mismo buen mozo de siempre.
—Me siento veinte años más joven, Holmes. Pocas veces me he sentido tan feliz como cuando recibí su
telegrama pidiéndome que viniera a su encuentro en Harwich con el coche. Pero usted, Holmes…, ha
cambiado muy poco…, excepto por esa horrenda barba de chivo.
—Ya ve los sacrificios que uno tiene que hacer por su país, Watson —dijo Holmes, dando un tirón a su
mechón de barba—. Pero mañana no quedará de ella más que un desagradable recuerdo. Con un buen
corte de pelo y unos pocos arreglos de poca monta, estoy seguro de que mañana reapareceré en el
Claridge’s tal como era antes de que me encasquetaran…, le pido perdón, Watson, parece que mi dominio
del idioma ha desaparecido para siempre…, antes de que me encomendaran esta misión.
—Pero ¿no se había retirado usted? Había oído decir que vivía como un ermitaño con sus abejas y sus
libros en una pequeña granja del Sur.
—Exacto, Watson. Y aquí tiene el fruto de mi cómoda holganza, la obra magna de mis últimos años —
recogió el libro de encima de la mesa y leyó en voz alta el título completo—: Manual práctico del
apicultor, con algunos comentarios acerca de la separación de la reina. Lo hice yo solito. Contemple el
fruto de las noches de reflexión y los días de trabajo dedicados a observar las cuadrillas de pequeñas
obreras, tal como en otros tiempos observaba el mundo del crimen en Londres.
—¡Ah, a mí mismo me sorprende con frecuencia! Habría podido resistirme al ministro de Asuntos
Exteriores si hubiera sido sólo él, pero cuando el propio Primer Ministro se dignó acudir a mi humilde
morada… Lo cierto es, Watson, que este caballero del sofá resultaba demasiado listo para nuestra gente.
Es una clase aparte. Las cosas iban mal, y nadie entendía por qué iban mal. Se encontraron sospechosos,
e incluso se capturó a algún que otro agente, pero todo indicaba que existía una fuerza central, secreta y
muy poderosa. Era absolutamente necesario descubrirla. No sabe cómo me presionaron para que me
ocupara del asunto. Me ha costado dos años, Watson, pero no han estado escasos de emociones. Si le digo
que inicié mi peregrinación en Chicago, que ingresé en una sociedad secreta de irlandeses en Buffalo,
que les causé graves quebraderos de cabeza a los policías de Skibbareen, y que de este modo conseguí
por fin que se fijara en mí un agente subalterno de Von Bork, que me recomendó como hombre que podía
resultar útil, se dará usted cuenta de que el asunto era complicado. Desde entonces, he disfrutado del
honor de su confianza, lo cual no ha impedido que la mayor parte de sus planes saliera ligeramente mal y
que cinco de sus mejores agentes fueran a parar a la cárcel. Yo los tenía vigilados, Watson, y los iba
agarrando en cuanto estaban maduros. Bien, señor, espero que se encuentre usted recuperado.
Esta última frase iba dirigida al propio Von Bork, que, después de abundantes jadeos y parpadeos, se
había quedado inmóvil escuchando el relato de Holmes. De pronto, con el rostro deformado por la pasión,
estalló en un furioso torrente de insultos en alemán. Holmes continuó con su rápida inspección de los
documentos, mientras su prisionero juraba y maldecía.
—Aunque le falta musicalidad, el alemán es el más expresivo de los idiomas —comentó Holmes cuando
Von Bork se calló de puro agotamiento—. ¡Caramba, caramba! —añadió, mirando fijamente la esquina de
un dibujo antes de meterlo en la caja—. Esto va a meter a otro pájaro en la jaula. No me figuraba que este
pagador fuese tan granuja, aunque ya hace tiempo que le tenía echada la vista encima. Señor Von Bork,
va usted a tener que responder a muchas cosas.
El prisionero se había incorporado en el sofá con alguna dificultad y miraba a su captor con una extraña
mezcla de asombro y odio.
—¡Me las pagará usted, Altamont! —dijo, hablando con deliberada lentitud—. Aunque me lleve toda la
vida, me las pagará.
—¡La vieja canción! —dijo Holmes—. ¡Cuántas veces la he escuchado en mis buenos tiempos! Era la
tonadilla favorita del difunto y llorado profesor Moriarty. También al coronel Sebastian Moran le gustaba
canturrearla. Y sin embargo, aquí me tiene, vivito y criando abejas en las tierras bajas del Sur.
—¡Maldito seas, traidor por partida doble! —gritó el alemán, forcejeando con sus ligaduras y echando
llamas asesinas por los ojos.
—No, no; no soy tan malo como parece —dijo Holmes, sonriendo—. Como podrá deducir por mi manera
de hablar, el señor Altamont de Chicago jamás existió en realidad. Resultaba útil, pero ya se ha esfumado.
—La verdad es que eso no tiene mayor importancia, pero ya que parece interesarle, señor Von Bork,
puedo decirle que no es ésta la primera vez que tengo tratos con miembros de su familia. En otros
tiempos realicé bastantes trabajos en Alemania, y es probable que mi nombre le suene.
—Pues yo fui el que llevó a cabo la separación entre Irene Adler y el difunto Rey de Bohemia, en la época
en que su primo Heinrich era embajador imperial. Yo fui el que salvó al conde Von und Zu Grafenstein,
hermano mayor de su madre, de ser asesinado por el nihilista Klopman. Yo fui…
—¡Y la mayor parte de esa información me llegó a través de usted! —exclamó—. ¿Para qué vale? ¿Qué es
lo que he hecho? ¡Esto es mi ruina para siempre!
—Desde luego, es un poquitín inexacta —dijo Holmes—. Sería preciso verificarla, y tiene usted poco
tiempo para verificaciones. Es posible que su almirante se encuentre con que los nuevos cañones son
bastante más grandes que lo que él supone, y los cruceros tal vez sean un pelín más rápidos.
—Hay todavía otros muchos detalles que, sin duda, saldrán a la luz en su debido momento. Pero usted
posee una cualidad que es muy rara en un alemán, señor Von Bork: es usted un deportista, y estoy seguro
de que no me guardará rencor cuando caiga en la cuenta de que, después de haber superado en ingenio a
tantas personas, ha encontrado por fin una más lista que usted. Al fin y al cabo, usted ha hecho todo lo
que ha podido por su país, y yo he hecho todo lo que he podido por el mío. ¿Hay algo más natural?
Además —añadió en tono nada hostil, poniendo la mano sobre el hombro del hombre postrado—, esto es
mejor que caer ante un adversario menos digno. Los papeles ya están listos, Watson. Si me ayuda con el
prisionero, creo que podremos partir hacia Londres inmediatamente.
No resultó fácil trasladar a Von Bork, que era un hombre fuerte y estaba desesperado. Por fin,
agarrándolo cada uno por un brazo, los dos amigos lo llevaron muy despacio a través del jardín que tan
orgullosa y confiadamente había recorrido pocas horas antes, mientras recibía las felicitaciones del
famoso diplomático. Tras un breve forcejeo final, consiguieron dejarlo, todavía atado de pies y manos, en
el asiento libre del pequeño automóvil, encajando junto a él su preciosa maleta.
—Confío en que se encuentre usted tan cómodo como permiten las circunstancias —dijo Holmes cuando
todo estuvo dispuesto—. ¿Pensará que me tomo muchas libertades si enciendo un cigarro y se lo coloco
entre los labios?
—Supongo que se da usted cuenta, señor Sherlock Holmes —dijo—, de que, si su gobierno lo respalda a
usted en esta indignidad, ello equivaldría a un acto de guerra.
—¿Y qué me dice de su gobierno y de todas estas indignidades? —dijo Holmes, dando unas palmaditas a
la maleta.
—Usted es un particular, y no tiene autoridad para detenerme. Todo este procedimiento es absolutamente
ilegal e insultante.
—Ya veo que se dan cuenta de su situación, usted y éste cómplice suyo. Si se me ocurriera gritar cuando
pasemos por el pueblo…
—Querido señor, si se le ocurriera hacer algo tan estúpido, lo más probable es que contribuyera a
aumentar el limitado catálogo de nombres de tabernas de pueblo, añadiendo el de El prusiano ahorcado.
Los ingleses son criaturas pacientes, pero en estos momentos su temperamento se encuentra un poco
irritado, y no sería muy prudente poner a prueba su paciencia. No, señor Von Bork, usted se quedará
callado como un hombre sensato y vendrá con nosotros a Scotland Yard, desde donde podrá avisar a su
amigo, el barón Von Herling, para ver si aún puede ocupar esa plaza que le tiene reservada en el séquito
de la embajada. En cuanto a usted, Watson, tengo entendido que se va a reincorporar usted a su antiguo
servicio, así que Londres no le vendrá muy a trasmano. Quédese conmigo aquí en la terraza, porque ésta
puede que sea la última conversación tranquila que tengamos en nuestras vidas.
Los dos amigos se enzarzaron durante algunos minutos en una charla íntima, rememorando una vez más
los viejos tiempos, mientras su prisionero se esforzaba en vano por aflojar las ligaduras que le ataban.
Cuando regresaban al coche, Holmes señaló hacia el mar iluminado por la luna y movió pensativo la
cabeza.
—¡El bueno de Watson! Es usted lo único inalterable en una época en la que todo cambia. Pero, aun así,
va a soplar viento del Este, un viento como nunca se ha visto soplar en Inglaterra. Será un viento frío y
crudo, Watson, y puede que muchos de nosotros nos apaguemos bajo su soplo. Pero, con todo, es Dios
quien envía el viento, y cuando amaine la tormenta, el sol brillará sobre una tierra más limpia, mejor y
más fuerte. Arranque, Watson, que ya es hora de que nos pongamos en marcha. Tengo aquí un cheque por
valor de quinientas libras que habrá que cobrar cuanto antes, porque el firmante es muy capaz, si puede,
de ordenar que no se pague.
RELACIÓN DE ILUSTRADORES
EL ÚLTIMO SALUDO
Sumario
Prefacio
II
El último saludo
Relación de Ilustradores
Apéndices
Apéndice 1
Apéndice 2
Apéndice 3
Apéndice 4
Autor