El Pichinku Tonto

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EL PICHINKU TONTO

Mario J. Ávila Rubio

Cierta vez un joven gorrión de la costa voló tanto que llegó hasta los Andes y
aterrizó en una hermosa pradera. Como estaba sediento, se fue dando saltitos
a un claro arroyo y bebió con muchas ganas. Luego se posó en la rama de un
árbol y se dijo:

—¡Qué hermoso lugar!

Bajó después y se puso a trinar feliz de la vida. En eso estaba, cuando escuchó
que alguien decía:

—Oye, pichinku, pichinku.

El gorrión volteó a mirar quién decía eso y vio a una pajarita parecida a una
paloma, con el pecho blanco y las alas semejantes a la piel de un leopardo. La
pajarita volvió a decir:

—Oye, pichinku, pichinku.

El gorrión miró detrás de él para ver a quién llamaba la pajarita, pero no había
nadie. Vio nuevamente a la avecilla, y esta lo señaló:

—Me refiero a ti.

—¿A mí?

—Sí, a ti.

—Pero yo no soy un pichincho.

—Dije pichinku, no pichincho.

—Bueno, eso, no soy un pichinku, soy un gorrión.

—Es lo mismo. En quechua, “gorrión” es “pichinku”. ¿No sabías?


—No, es que no soy de este lugar; vengo de una gran ciudad de la costa. Me
puse a volar, volar y volar sin detenerme hasta que llegué a este campo
—respondió el gorrión—. Pero tú no eres un gorrión. ¿Qué tipo de pajarita
eres? –agregó.

—Soy una pucupucu.

—¿Pucu qué?

—Pucupucu, el ave que anuncia el nuevo día.

—Ah, entonces eres un gallo.

—No, pichinku tonto. ¿Cómo voy a ser un gallo?

—Es que a mí me han enseñado que los gallos son los encargados de
anunciar el nuevo día. Además, yo los he escuchado, hacen kikirikí o cocorocó,
mientras baten sus alas.

—Sí, eso enseñan en los colegios, pero no cuentan que antes de que los
gallos vinieran a estas tierras, los pucupucus éramos los encargados
oficialmente de despertar a la gente, hasta que cierta vez, con trampas, un
gallo logró que un juez reconociera solo a los de su especie el derecho de
anunciar el nuevo día.

—¿Ah, sí? Vaya. ¿Y cómo fue eso?

—Si quieres, te cuento.

—Sí, cuéntame.

—Bien —dijo la pajarita. Luego se bajó de la rama y, dando saltitos, se acercó


a donde estaba parado el gorrión. Entonces, este pudo apreciar la belleza de la
joven pucupucu.

***
Y esto fue lo que le contó al gorrión:

Antiguamente, en los Andes no había gallos, y el pucupucu vivía cerca de la


casa de los hombres. Era el encargado de despertarlos a las cuatro de la
madrugada: “pucuy, pucuy, pucuy”, decía, y ellos despertaban para iniciar la
jornada diaria. Pero, cierto día, de repente, antes de que amaneciera, se
escuchó: “¡kikirikíiiiiii, kikirikíiiiiii!, ¡kikirikíiiiiii!”, una y otra vez, y las personas y el
pucupucu se asombraron de ese extraño canto. Y lo mismo ocurrió al día
siguiente. Entonces, el pucupucu fue a buscar al intruso. Lo encontró en el
corral de una gran casa y le dijo de buenas maneras:

—Disculpe, señor, pero usted se está metiendo con mi trabajo. Aquí el


encargado de anunciar el amanecer a los humanos soy yo; lo fueron también
mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos, mis tatarabuelos y recontra
tataratataratatarabuelos.

Mas, el gallo, al oír el reclamo del pucupucu, le dio un aletazo, primero, y luego
otro y otro.

—Ja, ja, ja –se rio después—. Eso era antes, pero ahora que mi amo barbudo
es el dueño de estas tierras, yo tengo derecho a despertar a los humanos.

Al oír esa respuesta, el pucupucu se dio cuenta de que algo había cambiado.
Efectivamente, ahora había gente extraña en esas tierras.

Como el gallo no atendía a razones, sino, por el contrario, le pegaba al


pucupucu cada vez que este insistía en sus reclamos, y hasta lo picoteaba,
decidió acudir a un juez. Así, volando, volando, se fue a un pueblo lejano en
donde había uno.

Luego de escucharlo, el juez le dijo:

—Me parece que su reclamo es justo.

Y ordenó al secretario:
—Redacte una notificación donde se ordene al gallo que comparezca en mi
juzgado. El señor pucupucu está en su derecho y merece justicia.

Luego le dieron el documento para que él mismo se lo entregara al gallo.

Así, el pucupucu regresó volando, volando, y le entregó la notificación al gallo.


Este, en un primer momento, se negó a ir, pero finalmente aceptó.

El día designado llegaron donde el juez y expusieron sus razones.

—Bueno —dijo el magistrado—, ambos piden lo mismo y tienen sus razones.


Ahora, para formalizar el juicio, cada uno debe presentar un recurso escrito.

—¿Recurso escrito? ¿Y quién puede hacer eso? —preguntó el pucupucu.

—En este pueblo solo hay dos especialistas: el zorro y el ratón —dijo el juez.

El pucupucu fue corriendo a buscar al roedor y este le redactó el recurso. Pero


el ratón, que tenía muy buen olfato para detectar el mejor cliente,
inmediatamente fue a buscar al gallo y le dijo:

—Señor gallo, ese miserable del pucupucu acaba de ir al despacho del juez a
entregar una demanda contra usted. Lo sé porque yo la redacté; pero, al darme
cuenta de que el demandado era usted, un personaje tan importante, de la
casa de una persona muy importante también, vine a avisarle porque no puedo
permitir que ese pucupucu se salga con la suya. Por eso, permítame redactarle
su recurso.

El gallo, quien no había ido donde el zorro por temor a que este le hiciera daño,
aceptó el ofrecimiento del ratón.

—Muy bien, acepto, ayúdame y mi amo te recompensará. Te dará mucho


queso y grano.

El ratón se relamió y luego redactó el mejor recurso de toda su carrera


profesional.

Una vez listo el documento, fueron a dejarlo al despacho del juez.


El recurso del pucupucu decía que este tenía derecho a despertar a la gente
porque lo había heredado de sus ancestros. El escrito del gallo, por su parte,
señalaba que, debido a que su amo había conquistado estas tierras, ahora
había nuevas normas, por lo que él, el gallo, tenía derecho a ocupar el puesto
de cualquiera.

El juez leyó con detenimiento ambos recursos y, al advertir que el dueño del
gallo era una persona poderosa, dijo:

—Este caso está muy difícil. Voy a pensarlo hasta que oscurezca. Luego me iré
a comer y después a dormir para levantarme mañana temprano. A primera
hora les daré mi fallo.

El gallo estaba preocupado porque reconocía en su interior que el pucupucu


tenía la razón. Se dirigió a su alojamiento y el ratón lo siguió.

—No se preocupe —le dijo—, usted ganará, pero para eso debe hacer lo que
yo le diga. Consígase un carnero muerto. En la noche se lo llevaremos al juez
para regalárselo. Entonces le pediremos que lo ayude. También nos
pondremos de acuerdo acerca de la hora en que debe cantar mañana.
Después entraré al despacho y me robaré el recurso del pucupucu. Yo sé cómo
es esto; así he hecho ganar a muchos clientes.

Llegada la noche fueron con el carnero donde el juez, y así este entendió qué
era lo que le convenía más. Como sabían que el pucupucu solía cantar a las
cuatro de la madrugada, el ratón le dijo al gallo que cantara a las 3:45. Luego el
roedor entró al despacho por uno de los agujeros que él bien conocía. Se robó
el recurso del pucupucu y lo destruyó.

Después, satisfechos, celebraron con un buen trago y luego se fueron a dormir.


El ratón, acostumbrado a trasnochar, estuvo atento a la hora. Mientras tanto, el
pucupucu, quien se encontraba en su alojamiento muy preocupado, se durmió
muy tarde.

Llegada las 3:45 de la madrugada, el ratón se levantó apresurado.

—¡Señor gallo, señor gallo, levántese y cante para que despierte al juez!
Entonces inmediatamente el gallo aleteó y lanzó su ¡kikirikíiiiiii, kikirikíiiiiii!
¡kikirikíiiiiii, kikirikíiiiiii! ¡kikirikíiiiiii, kikirikíiiiiii!

Tal canto despertó al juez y a toda la población, y también al pucupucu, quien,


luego de varios minutos, empezó a cantar desordenadamente, pero el juez ya
había oído primero al gallo.

A las ocho de la mañana, el pucupucu y el gallo (y el ratón) estuvieron ante el


juez, quien le gritó al pucupucu:

—¡Eres un haragán y un irresponsable! ¡Seguro que ayer te emborrachaste y


por eso no te despertaste para cumplir con tu trabajo! ¡Y así quieres que otro
no se encargue de despertar a la población!

El pucupucu quería explicarle, pero el juez no le dejaba hablar, hasta que este
finalmente dijo:

—¡A ver, dónde está tu escrito!

—Señor juez —respondió el pucupucu—, ayer lo puso usted en su escritorio.

—¡Cuál escritorio, si aquí no hay nada!

Luego se dirigió al gallo amablemente:

—¿Y dónde está su recurso, caballero?

—Señor juez —respondió el gallo con suave voz—. Ayer usted lo leyó y luego
lo puso sobre el escritorio.

El juez revisó entre los papeles y encontró el escrito del gallo. Lo leyó
detenidamente y después dijo:

—Ya tengo mi fallo. Está claro que el gallo tiene la razón. Lo que pide es lógico:
su amo ha conquistado estas tierras y ha puesto nuevas leyes; en
consecuencia, el gallo también tiene el derecho de ocupar el puesto de quien él
quiera. Por lo tanto, ordeno que el encargado de despertar a las personas sea
el gallo. Además, vivirá en las casas de los humanos, y estos tendrán el deber
de alimentarlo.
Al oír el fallo del juez, el gallo aleteó y se mandó un sonoro kikirikíiiiiii que
golpeó los oídos del juez. Este quiso reprenderlo, pero se acordó del carnero
de la noche pasada y de los muchos más que vendrían, y sonrió.

Luego miró al pucupucu y le gritó:

—¡En cambio, tú, ave salvaje, eres un bueno para nada, haragán y borracho!
Seguro estuviste tomando toda la noche y por eso no cantaste a tiempo para
despertarnos. Si vamos a esperar a que tú nos despiertes, nos vamos a
levantar al mediodía. ¿Qué importa la tradición si esta nos atrasa? Es
necesario cambiar por lo mejor y recibir lo bueno que traen los extranjeros.
Además, por problemático, recibirás un castigo: ya no vivirás cerca de la
población, ya no te necesitamos más. Vivirás en los parajes más solitarios y allí
cantarás desordenadamente como has cantado ahora, y agradece que por lo
menos allí tendrás algo de comida.

Así terminó este juicio, y desde entonces los pucupucus vivimos alejados de la
gente, escondidos entre las rocas, y cantamos de manera desordenada y no
como antes, cuando éramos los encargados de despertar a los humanos y
vivíamos cerca de ellos.

****

Cuando la pucupucu terminó de contar la historia de cómo el gallo había


ganado con trampa, el gorrión quedó impresionado: “Estos pucupucus forman
un gran pueblo —pensó—, pues, a pesar de la falta de reconocimiento, siguen
cantando y no pierden las esperanzas”.

Seguramente por eso, cuando la vio por primera vez, había sentido algo muy
especial por ella. Y ahora, después de escuchar el relato de la pajarita, sintió
que estaba enamorado y quiso que sus hijos tuvieran la gran herencia de los
pucupucus. “¡Qué gran pueblo! —se dijo—; en cambio, el mío no tiene nada de
interesante”.
—¿A ver, canta? —le pidió—. Canta como cantas cuando anuncias el nuevo
día.

Y la pajarita cantó con su suave y melodiosa voz. Al terminar, el gorrión le dijo:

—¿Quieres casarte conmigo?

—¿Casarnos? Ja, ja, ja, ja —se rio ella—. Tú eres un pichinku y yo una
pucupucu. Hasta dónde sé, pichinku se casa con pichinku y pucupucu con
pucupucu. ¿Has visto acaso que una vizcacha se case con un cuy? Ja, ja, ja.
Sí que eres gracioso, pichinku.

—¿Y quién dice eso?

—La naturaleza, gorrioncito, la naturaleza.

—Pues yo no estoy de acuerdo con la naturaleza.

—Eso no importa, pichinku. Ahora tengo que irme. Si quieres conversar otra
vez conmigo, ven mañana —dijo la pajarita y se fue volando.

El gorrión se quedó triste y confundido.

***

Se disponía a emprender el vuelo el pichinku, cuando escuchó que lo llamaban:

—Oye, aquí, en la rama del árbol cerca del arroyo.

El gorrión volteó y vio a un ser extraño para él.

—¿Qué eres? —le preguntó.

—Una vizcacha.
—Dime, vizcacha, ¿qué deseas?

—He escuchado lo que conversabas con la pucupucu. Lo que ella dice parece
ser cierto; pero mejor investiga. Consulta con la profesora vicuña; ella es muy
estudiosa y sabe muchas cosas. Yo te puedo llevar hasta su casa.

—Gracias, vamos.

Ya en la casa de la vicuña, la vizcacha tocó la puerta y salió la profesora.

—Buenos días, señorita vizcacha, ¿cómo le va?

—Buenos días, profesora; he venido con este joven que desea hacerle una
consulta.

—Ah, un gorrión. Pasen.

Los hizo pasar a su estudio. Los visitantes se acomodaron en dos amplias


sillas; ella se sentó tras de su escritorio y dijo:

—Bien, díganme.

—Sucede, profesora vicuña —dijo la vizcacha—, que este gorrión quiere


casarse con una pucupucu, y ella le ha dicho que eso no puede ser porque son
dos especies diferentes. ¿Es eso cierto?

—En principio, sí —respondió la profesora—. Claro que muchas veces se ven


cruces extraños, pero eso no es natural. Por ejemplo, una yegua puede
casarse con un asno, y hasta tener hijos, que no serán ni caballos ni burros,
sino mulas, una mezcla. Pero hay un problema, porque esta mula ya no podrá
tener descendencia. Esto demuestra que el cruce entre especies diferentes no
es natural. Además, de alguna manera, un caballo con una burra se parecen en
algo, pero un gorrión, ja, ja, ja, tan chiquito, con una pucupucu, ja, ja, ja. La
pucupucu tiene razón, amiguito pichinku; es mejor que te olvides de eso.

Las palabras de la profesora le cayeron al gorrión como una pedrada en el


pecho.

—Lo siento, pichinku —dijo la vizcacha—. Mejor regresa a tu pueblo y búscate


una gorriona.
El gorrión no dijo nada y se fue saltando, cabizbajo.

***

Al verlo así, en ese estado de tristeza profunda, la vizcacha se quedó


pensando y, antes de que perdiera de vista al pichinku, lo llamó:

—Espera, espera. Regresa. Todavía hay una esperanza.

El gorrión escuchó esa última palabra, “esperanza”, como una suave manta de
algodón que lo abrigaba, y voló inmediatamente al lugar en donde estaba la
vizcacha.

—Dime, dime, ¿de qué se trata?

—Podemos ir a ver al cóndor mago.

—¿El cóndor mago? ¿Y quién es ese?

—Es un cóndor que hace realidad los deseos. El único problema es que
solamente se ocupa de casos muy importantes para la humanidad.

—¿Le parecerá importante el mío?

—No lo sé; pero me debe un favor: hace un mes cayó en una trampa y lo
ayudé a escapar. Tal vez te ayude si se lo pido como un favor para mí.

Así la vizcacha corrió y el gorrión la siguió volando. Luego de diez minutos,


llegaron a la casa del cóndor mago.

Al ver a la vizcacha, el cóndor la saludó alegremente:

—Hola, amiguita. Hace tiempo que no venías.

—Hola, señor cóndor —respondió ella—. He tenido mucho trabajo.


En ese momento, el cóndor vio al gorrión y dijo:

—¿Y quién es este jovencito de aspecto tan triste con las alas caídas?

—Un pobre y triste enamorado —respondió la vizcacha.

—Ajá, ¿víctima de un amor no correspondido?

—Peor que eso: se ha enamorado de una pajarita de otra especie, una


pucupucu.

—Pero ¡qué pichinku este! ¡A quién se le ocurre!

—¿Podrá ayudarlo usted con su magia?

—Mmmm… déjame pensar. Pero ¿acaso es importante para la humanidad lo


que le ocurre a este pichinku?

—No sé, señor cóndor, pero algo me dice que debemos ayudarlo; es una
intuición. ¿No lo puede ayudar como un favor especial para mí?

—Bueno, si me lo pides, no me puedo negar, amiga vizcacha; no olvido que te


debo la vida —dijo el cóndor.

Reflexionó unos segundos y después exclamó:

—¡Ya está, no hay problema, mañana se soluciona todo!

—Pero ¿cómo así? —dijo el gorrión.

—Eso no lo puedo decir, amiguito. No revelo mis técnicas. Solamente te digo


que el impedimento desaparecerá mañana al amanecer. Apenas salga el sol,
ve al mismo lugar en el que conociste a tu pucupucu, y entonces te darás
cuenta de que ya no hay problema.

—¿Ya lo ves, pichinku? Te dije que el gran cóndor te ayudaría.

****
"¿Sería cierto lo que dijo el cóndor? ¿Podré casarme con la pucupucu?".
Pensando en eso, el gorrión finalmente se quedó dormido. ¿Soñó aquella
noche? Por supuesto: volaba de un árbol a otro con la pucupucu y juntos
hacían su nido. Cuando faltaba poner la última ramita, el pichinku se despertó.

Esperó que aclarara y después se fue al arroyo; se lavó la cara con sus alas y
se enjuagó la boca. Silbó emocionado, con el nada melodioso trino de los
gorriones, pero a él le pareció un canto de ruiseñor.

Voló hacia el punto exacto en donde había conocido a la pucupucu y pensó


que, apenas la viera, la tomaría de un ala y juntos volarían hacia el lugar en el
que harían su nido. No importaría que fueran de especies distintas; no
interesaría que ella fuera una vistosa y cantarina pajarita, y él tan solo un gris,
pequeño y desentonado gorrión.

Se posó sobre una piedra y esperó. Pasaron varios minutos y entonces


escuchó: “pucuy, pucuy, pucuy”. Levantó la mirada y vio a varios pucupucu tras
unas rocas, pero no reconoció en ninguno a la suya, y se quedó confundido.
Hasta que oyó que lo llamaban:

—Oye, pichinku, pichinku.

Volteó inmediatamente pensando en ver a su pucupucu, pero sus ojos se


toparon con una gorrioncita.

—¿Por qué me miras así? ¿No me reconoces? —dijo ella.

—Solo conozco a los gorriones de la costa; no a los de este lugar, gorrioncita.

—¿Gorrioncita? ¿Me has llamado gorrioncita, pichinku tonto? ¿Es que además
de tonto eres ciego?

—¿No eres una gorriona? Te pareces a mí; tus plumas no tienen brillo, igual
que las mías.
—¿Te ha dado soroche, pichinku? ¿Estás con fiebre? Te traeré unas hierbas
que te ayudarán. Soy la pucupucu con la que te querías casar.

—Ja, ja, ja, ja, la que tiene fiebre eres tú.

—Ven, acércate y mírame a los ojos.

El gorrión se acercó a la pajarita y la miró a los ojos.

—¿Y ahora qué?

—¿No me reconoces? ¿No me ves en mis ojos?

—Solamente veo una gorriona.

—Ahora escucha mi canto.

Entonces la pajarita se puso a cantar.

—¿Ahora ya te convenciste?

—¿Me convencí de qué?

—De que soy la pucupucu.

—Ja, ja, ja, ese canto es feo, ¿cómo se va a parecer al mágico canto de la
pucupucu?

—Ven, acerca tu corazón y escucha.

El gorrión puso su pecho y la pajarita cantó pegadita a él. Al terminar, el


pichinku no pudo contener la risa.

—Ja, ja, ja, basta, gorriona, me voy a morir de la risa.

Entonces la pajarita se molestó y dijo:

—Pichinku tonto, y yo que había venido a decirte que aceptaba casarme


contigo.

Así dijo la pajarita y se fue volando raudamente.


—Ja, ja, ja, vaya que la altura aloca a los gorriones —dijo el pichinku, y siguió
esperando a la pucupucu.

Pero el tiempo pasó y nada. Oscureció y ella no llegó.

—Ese cóndor mentiroso —murmuró el gorrión y se alejó cabizbajo—, pero me


va a oír.

Voló a la rama de un árbol, y ahí se quedó dormido.

****

Al día siguiente, muy temprano fue a la casa del cóndor mago, y cuando estuvo
frente a él, gritó enojado:

—¡Es usted un farsante!

—¿Qué te pasa, amiguito —le preguntó el cóndor calmamente—, estás con


hambre?

—Estuve esperando a la pucupucu toda la mañana y nada, toda la tarde y


nada, hasta que oscureció. Usted me ha engañado.

—No puede ser, mi magia nunca falla. Te aseguro que sí estuvo allí.

—Pues se equivoca, nunca llegó.

—¿Estás seguro?

—Claro, como que ahora estoy frente a un cóndor mentiroso.

—Calma, calma. A ver, cuéntame todo, ¿es que no viste ni hablaste con nadie?

—Solamente se apareció una gorriona gris como yo, pero no la pucupucu.


—¿Y qué te dijo?

—Una cosa muy graciosa y tonta: me dijo que ella era la pucupucu.

—¿La miraste a los ojos?

—Sí, y solo vi el ojo oscuro de un gorrión.

—¿Y oíste su canto?

—Sí, y solamente escuché el desafinado y bochinchero canto de los gorriones


como yo.

—¿Y cantó en tu pecho?

—Sí, pero fue igual, no sentí el canto de la pucupucu.

—Ja, pichinku tonto, ¿y así dices que estás enamorado? No fuiste capaz ni de
oír ni de mirar con el corazón, y por eso perdiste tu oportunidad. ¿Recuerdas lo
que te dijo ella al alejarse molesta?

—Sí, me dijo: “Justo ahora que venía a aceptar tu proposición de matrimonio”.


Y a mí me dio mucha risa.

—No pasaste la prueba, pichinku tonto. Cuando hay amor, se pueden vencer
las barreras de todo tipo. Con un gran amor, habría sido posible que se unieran
un gorrión y una pucupucu. Aun cuando no sea lo usual, con amor la madre
naturaleza puede acomodarse y permitir lo diferente. Si hubieras reconocido a
la pucupucu más allá de su apariencia física, si su canto hubiera tocado tu
corazón, si en lo profundo de sus ojos hubieras visto su alma, entonces la
naturaleza habría comprendido que en ti había verdadero amor, y habría
permitido que te unieras con la pucupucu sin transgredir ninguna ley natural.
Por ello, hizo que no la vieras en su ropaje de pucupucu, sino en la de una
gorriona. Esa era la prueba: tenías que reconocerla aun cuando físicamente no
pareciera una pucupucu. Pero fallaste, pichinku tonto. Eso demuestra que en
realidad no la quieres. El verdadero disfrute de la belleza de la naturaleza
material, pichinku tonto, solo es para los que primero reconocen la belleza del
alma. Esa gorriona era tu pucupucu, y no la reconociste porque solamente
sabes ver con los ojos, no con el corazón.
Al oír las palabras del cóndor mago, el gorrión se quedó mudo y abatido. Dio
media vuelta sin decir nada y volvió al lugar en donde había visto por primera
vez a la pucupucu. Se posó en una piedra y miró alrededor. De repente, se
topó con la mirada de la pucupucu. En un primer momento, quiso hablarle, pero
luego se desanimó avergonzado. Instantes después, hizo un gesto como de
acercarse, pero en ese momento la pucupucu alzó el vuelo y se reunió con una
bandada de pucupucus que, “pucuy, pucuy, pucuy”, diciendo, se alejaron.

[El relato del pucupucu y el gallo está basado en la Versión del profesor Rufino Chuquimamani Valer
(recogida en Azángaro, Puno)].

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