meditaciones-metafisicas

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René Descartes

Meditaciones
metafísicas

Introducción y traducción
de Guillermo Graíño Ferrer
Título original: Meditationes de Prima Philosophia, in
quibus Dei existentia et animae humanae immortalitas
demonstratur

Primera edición: 2005


Segunda edición, con nueva introducción y traducción: 2011
Octava reimpresión: 2024

Diseño de colección: Estrada Design


Diseño de cubierta: Manuel Estrada

Ilustración de cubierta: Joseph Csaky, Cabeza (1914). © Index-Bridgeman


Selección de imagen: Alicia Fuentes

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cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

© de la introducción y traducción: Guillermo Graíño Ferrer, 2011


© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2005, 2024
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-206-5339-6
Depósito legal: M. 22.651-2011
Printed in Spain

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Índice

9 Introducción, por Guillermo Graíño Ferrer


35 Bibliografía comentada

Meditaciones metafísicas
39 A los señores decanos y doctores de la Sagrada Fa-
cultad de Teología de París
47 Prefacio
51 Resumen de las seis meditaciones siguientes
57 Meditación primera
65 Meditación segunda
78 Meditación tercera
100 Meditación cuarta
112 Meditación quinta
122 Meditación sexta

7
Introducción

En cuanto se produce una mutación


metafísica, ésta se desarrolla hasta sus
últimas consecuencias sin encontrar
resistencia. Barre sin siquiera prestarles
atención los sistemas económicos y
políticos, los juicios estéticos, las jerarquías
sociales. No hay fuerza humana que pueda
interrumpir su curso… salvo la aparición
de una nueva mutación metafísica.

Michel de Houellebecq

Avant-propos

Puede parecer un comienzo poco menos que banal


recordar al lector la inmensa importancia del texto
que ahora sostiene en sus manos. Sin embargo, uno
tiene la impresión de que, con los libros que han pa-
sado a formar parte del canon de la cultura universal,
se corre el riesgo de caer en una inercia que bloquea
la sorpresa y la admiración que una obra de esta mag-
nitud debe causar en quien la lee con conocimiento
de causa.

9
Guillermo Graíño Ferrer

Una vez consumadas, las mutaciones filosóficas pue-


den parecer obvias o banales. Cuando una filosofía llega
a hacerse predominante, se diluye en el ambiente y es
respirada por todos los hijos de su tiempo, convirtiéndo-
se, así, en la aprehensión natural del mundo. Y aunque
muchas otras mutaciones se han superpuesto a la carte-
siana, y a pesar de todo lo que llamamos postmoderni-
dad, seguimos siendo hijos de Descartes o, cuanto me-
nos, ya no podemos pensar como si aquel hombre
francés de talante tranquilo nunca hubiese existido.
Sirva, pues, esta pequeña introducción, para recuperar
en el lector la perspectiva necesaria que le devuelva la ca-
pacidad de valorar lo que a continuación va a leer. Sea no
una explicación redundante de algo que inmejorable-
mente le va a contar el propio autor más adelante, sino
una ubicación que le proporcione las herramientas para
entender, en primer lugar, el papel que las Meditaciones
metafísicas ocupan en el conjunto de la obra de Descar-
tes, y, en segundo lugar, el papel que la obra de Descartes
ocupa en el conjunto de la historia de la filosofía y la
ciencia.

Descartes y la Matemática Universal

Una noche de noviembre de 1619, un joven de veintitrés


años, brillante, generoso, tranquilo pero apasionado,
francés hasta la médula, tiene una serie de sueños. Pode-
mos decir con seguridad que el enorme proyecto cuya
base constituyen estas Meditaciones metafísicas comien-
za, cuando menos simbólicamente, aquella noche. Nues-

10
Introducción

tro muchacho, llamado René, nacido de origen noble el


31 de marzo de 1596, oriundo de La Haye, interpreta
esas ensoñaciones como una auténtica revelación1, una
revelación que le dará la respuesta al drama intelectual
que su tiempo y él como su inquieto hijo padecían.
Descartes comienza a vivir ese drama en la escuela.
Aquel joven brillante había estudiado en La Flèche, sin
duda, por aquel entonces, uno de los más prestigiosos
colegios de Europa. Sin embargo, esa excelente educa-
ción no satisfizo las ansias de saber y certeza que su joven
inquietud e inteligencia exigían. La Escolástica pasada
por la filosofía de Suárez que los jesuitas de La Flèche
enseñaron a Descartes era ya un cadáver, un sistema de
pensamiento decadente que seguía siendo la materia de
enseñanza en los colegios, pero que se veía cada vez más
manifiestamente desbordado por la nueva ciencia y, en
general, por un clima intelectual que ya había desechado
aquella filosofía petrificada y considerada añeja.
Descartes, evidentemente, respiró y entendió como na-
die este desfase. Vivió muy existencialmente y como pro-
pia la crisis de una época que ya había destruido el siste-
ma filosófico precedente, pero que todavía no había
erigido uno nuevo en su lugar. En esos lapsos de tiempo
histórico huérfanos de una escuela de pensamiento viva
y propia, el escepticismo se hace fuerte. Si la filosofía de
Santo Tomás y sus demostraciones de la existencia de
Dios y de la inmortalidad del alma eran incorrectas,
¿cómo poder tener, entonces, seguridad racional de
nada? Tan dominante era la Escolástica que la crisis de la
filosofía tomista parecía traer consigo la crisis de la filo-
sofía como tal. El escepticismo de Montaigne era ya la

11
Guillermo Graíño Ferrer

única opción válida, pues las otras filosofías del Renaci-


miento apenas habían causado impacto en el entorno in-
telectual de Descartes. Podemos decir, entonces, que
nuestro autor edifica su sistema sobre las ruinas que
Montaigne se había encargado de dejar2. Podemos decir,
también, que el debate que Descartes vive se libra entre
la filosofía y el escepticismo3, y que, en ese debate, René
toma el partido de la filosofía. No obstante, su posicio-
namiento no asume sin más las tesis escolásticas, sino
que decide emprender la construcción de un sistema
nuevo que responda y tenga en cuenta los renovados ata-
ques de los escépticos. Por esta razón, a pesar de lo revo-
lucionario en la obra de Descartes, no es en absoluto fal-
so decir que, en muchos aspectos de fondo, su obra es
conservadora con respecto a los fines de la Escolástica4.
En fin, nuestro joven se ve decepcionado una y otra
vez por las ciencias que le enseñan en La Flèche y que le
prometen una certeza que nunca llega. Ninguna colma
sus expectativas a excepción de las matemáticas, ciencia
cuya certeza, sin embargo, le parece todavía estéril. Así,
abandona la escuela defraudado y decide emprender la
carrera de las armas. Durante un solitario retiro, en
aquella noche del 10 de noviembre de 1619, le es revela-
da en sueños la solución al problema del escepticismo
que, tras la caída de la Escolástica, amenazaba a los espí-
ritus de entonces. Baste aquí señalar para nuestro propó-
sito que estas revelaciones emplazan a nuestro joven a
fundar una renovada y unificada ciencia universal. Y es
que, en parte, el escepticismo había horadado la cons-
trucción escolástica por la parcialidad de sus ciencias,
por la división de los saberes que, separados unos de

12
Introducción

otros, no encontraban una fundamentación radical y po-


dían ser penetrados por la duda.
Veamos: un principio de la ciencia aristotélica y tomis-
ta era que las disciplinas habían de ser sensibles al objeto,
es decir, que debían variar la forma de acceder a lo inves-
tigado en función de sus características. La ciencia mate-
mática debe su procedimiento a que trata con un objeto,
la cantidad, que lo hace pertinente y fértil, y su claridad
y evidencia son consecuencia de que maneja, por utilizar
una terminología históricamente posterior, juicios a prio-
ri. Sin embargo, a otro tipo de ciencias les es pertinente
otro método o forma de abordaje que se corresponderá
con su grado de abstracción y con la realidad de su ob-
jeto.
La revelación de Descartes, en cambio, le dice que la
ciencia debe ser una y universal: de ahí la importancia
del método en la obra del francés. Y puesto que, como
vimos, le parecía que sólo la ciencia matemática alberga-
ba un nivel de certeza aceptable, entonces, en esa ciencia
universal y de método único, la matemática habría de
convertirse en el modelo bajo el cual erigir el templo del
saber. Esto es, en definitiva, lo que le es revelado aquella
noche. Y ésta es, sin duda, la idea fundamental del pro-
yecto cartesiano: construir una matemática universal en
la cual la matemática se llene de contenido al tratar obje-
tos relevantes, y donde, además, ésta dote de certeza a
las investigaciones que se emprendan bajo su modelo.
Elaborar una ciencia unida y cierta, a eso deberá dedicar
el joven Renato su vida.
Pues bien, este proyecto empieza con un éxito abru-
mador: Descartes crea la geometría analítica al tratar las

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Guillermo Graíño Ferrer

cuestiones geométricas como si fuesen algebraicas, solu-


cionando, de esta manera, varios problemas de dos dis-
ciplinas que hasta ese momento permanecían separadas.
La geometría es la ciencia de lo continuo, y la aritmética
es la ciencia de las unidades discretas. La creación de las
coordenadas cartesianas abría la vía para tratar los pro-
blemas geométricos como problemas aritméticos al posi-
bilitar la utilización de un sistema de unidades en el es-
pacio.
Un tal éxito permitió, asimismo, el desarrollo de la físi-
ca matemática y, en general, la aplicación de las matemá-
ticas a todo lo espacial. Como Descartes, según veremos
más tarde, reduce el mundo físico a un mero mecanismo
cuyo único atributo es la extensión, entonces el proyecto
de una matemática universal parecía perfectamente via-
ble y, con toda seguridad, revolucionariamente exitoso.
Así lo fue, mas sólo en parte. Su idea de una ciencia física
sometida a las matemáticas, proyecto azuzado por la
amistad que mantiene con Isaac Beeckman, fue una con-
dición indudablemente fundamental para el posterior
desarrollo de la física moderna. Sin embargo, al margen
del modelo, su física fue un fracaso.
Por otra parte, la concepción aristotélica de una cien-
cia metodológicamente sensible al objeto no resultó tan
fácilmente desechable. El proyecto de Descartes fue exi-
toso cuando se trataba de objetos abstractos, de juicios a
priori (y Kant demostraría más tarde que la física trata
juicios a priori, razón por la cual el matematicismo de
Descartes pudo ser fértil en ese terreno). Sin embargo,
para el lector actual debe resultar obvio el escaso éxito
que aquel ingenuo y entusiasta matematicismo tendría

14
Introducción

en su aplicación a las ciencias de la vida: la vida no es me-


cánica ni los cuerpos son máquinas, tal y como equivoca-
damente creyó todo el Barroco.
Así pues, el éxito de Descartes fue determinante en
muchas disciplinas, pero su matemática universal fraca-
só en cuanto universal, algo que él mismo hubiese consi-
derado, sin duda, como una enmienda a la totalidad de
su sistema. De hecho, algunos entienden que el éxito en
la medicina constituía el fin último del proyecto cartesia-
no, dirigido a acometer exitosamente el plan trazado por
Francis Bacon de domeñar la naturaleza y convertir a sus
fuerzas en siervas del hombre y de su felicidad5.
En definitiva, Descartes toma como modelo de conoci-
miento la certeza absoluta antes de preocuparse de si el
mundo puede ser objeto de ese tipo de conocimiento, y
aquí es donde cobra importancia la mencionada revela-
ción: Dios le asegura en tales sueños que la realidad sí es
susceptible de ser conocida de aquella manera y que, por
tanto, ese tipo de conocimiento debe extenderse a todas
las ramas del saber. Dice de forma acertadísima Étienne
Gilson6 que Spinoza, Leibniz y Malebranche, todos ellos
también matemáticos, continúan esa forma racionalista
de acercamiento a la realidad que considera que la razón
todavía no se ha aplicado suficientemente al estudio de
todos los objetos, y que, bajo el modelo de las matemáti-
cas, el conocimiento llegará a la certeza geométrica que
no poseía en la Escolástica y cuya ausencia brindaba a
los escépticos la posibilidad de expander su corrosiva
duda.
Como reconocerían Condillac o Voltaire cuando el
pensamiento inglés lograra penetrar en el continente, ha-

15
Guillermo Graíño Ferrer

bría de ser un médico, John Locke, quien siguiese a


Montaigne cuando decía que «no hay deseo más natural
que el deseo de conocimiento. Probamos todos los me-
dios que puedan llevarnos a él. Cuando nos falla la ra-
zón, usamos de la experiencia, que es un medio más dé-
bil y menos digno; mas es la verdad cosa tan grande que
no debemos desdeñar ningún camino que a ella nos lle-
va»7. Así, podemos aventurarnos a decir apócrifamente
que el médico inglés afirmó aproximadamente lo si-
guiente: «Señores, ustedes tratan toda la realidad como
si fuese matemática y eso les ha llevado a un callejón sin
salida. Yo les voy a decir cómo se produce, de hecho, el
conocimiento humano, aunque éste sea imperfecto y
probable, pues procede de la experiencia, y no de ideas
innatas de perfecta certidumbre como ustedes supo-
nen».
Hasta entonces, la filosofía no pudo zafarse de ese ma-
tematicismo que le fue revelado a Descartes aquella no-
che del 10 de noviembre de 1619.

El ejercicio de la meditación

Resulta irónico que un raro episodio esotérico constitu-


ya uno de los momentos cruciales del comienzo de una
época en la que la ciencia desplaza a la filosofía y a la teo-
logía en prestigio intelectual y relevancia social. Sin em-
bargo, bien pensado, el carácter iluminado del proyecto
cartesiano nos ayuda a entender la moderna divinización
de la ciencia y sus irreales expectativas de conocimiento
total, de redención del hombre, y de neutralización de

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Introducción

las consecuencias de la Caída, proyecto que comienza el


rosacruz Francis Bacon. Una filosofía que aquí conside-
ramos, sin duda alguna, sinceramente apologética como
la de Descartes desemboca en unas consecuencias im-
previstas que estudiaremos brevemente en el siguiente
apartado. Analicemos ahora, en primer lugar, el texto.
Lo primero que nos encontramos es que el tono apolo-
gético de las Meditaciones (que también se debe, sin
duda, a los cuidados que el siempre cauto Descartes
toma tras la condena a Galileo) es evidente en la forma
en que nos ofrece su filosofía. La meditación es un tradi-
cional género de la literatura apologética en el que el au-
tor corta los lazos con este mundo, un lugar carente de
interés que no es más que un obstáculo para la elevación.
A Descartes, en cambio, sí le interesa el mundo, y sólo se
aleja de él para reapropiárselo después con renovada
certeza8. Una meditación, pues, en este caso hace refe-
rencia a la forma de llegar al contenido de su filosofía.
Una meditación no es un discurso, ni un diálogo, ni un
tratado, ni una crítica. Una meditación metafísica es la
forma particular en la que Descartes llega al sistema filo-
sófico que constituye la primera piedra de su matemática
universal en la que, tal y como hemos visto, la nueva
ciencia será toda una, y su rocosa unidad no dejará per-
mear la duda. Esa certeza inicial que hace de base a todo
el edificio, ese punto arquimédico que permite la estabi-
lidad del conjunto, lo constituye el famoso cogito al que
Descartes llega meditando. Dice así nuestro autor: «Ar-
químedes, para mover la tierra de su sitio y transportarla
a otro lugar, no pedía más que un punto fijo e inmóvil; de
igual manera, tendré yo derecho a albergar grandes es-

17
Guillermo Graíño Ferrer

peranzas si soy tan afortunado de encontrar una sola


cosa que sea cierta e indubitable»9.
Como vemos, la ciencias tienen su base necesaria en la
metafísica, y eso es así porque la ciencia es una sola y uni-
da, y la metafísica es la primera ciencia de todas. Nuestro
autor considerará que esa fundamentación radical cons-
tituirá la fortaleza de su física frente a la Escolástica o a
Galileo, cuando en realidad, como veremos, supondrá
su debilidad. En cualquier caso, para Descartes, ese an-
helado principio inamovible que será el suelo de todo su
proyecto sustituirá a la confusa y trabada articulación de
los saberes escolásticos. Al cogito, ese principio necesa-
rio, «si es que quería establecer algo firme y constante en
las ciencias»10, Descartes llega a través de la duda metó-
dica. Veamos cómo.
Para llegar a esa verdad primera (primera en el orden
de conocimiento) que hará de base de todo el saber,
nuestro filósofo no se abre al mundo, ni dialoga, ni ob-
serva, sino que se encierra en sí mismo y deja de lado el
comercio con los sentidos y con las opiniones que ataban
su juicio. Como decimos, este procedimiento recuerda a
un itinerario religioso o espiritual, al examen de concien-
cia previo a la confesión que el católico debe hacer para
encontrar la verdad de un juicio moral sincero sobre sí
mismo, o a la forma en que el asceta abandona el mundo
para llegar a lo trascendente11. Sin embargo, esta vez, ese
recorrido interior, ese trato íntimo de la conciencia con-
sigo, ese entrenamiento espiritual del alma, modelo de
las Meditaciones, no se dirige a escudriñar el corazón, o
a encontrar una verdad moral o a Dios en su sentido re-
ligioso, sino que tiene como meta hallar la certeza libre

18
Introducción

de prejuicios que abra el camino de las Meditaciones.


Aquí empezamos a vislumbrar la revolución cartesiana:
la preeminencia de la epistemología sobre la metafísica,
es decir, la idea de que una determinada vía garantiza el
acceso hacia una certeza que por otros caminos puede
permanecer escondida. Ese camino, garantía de acceso a
la más indubitable certeza –en caso de que la hubiere–,
es esta solitaria y abstraída meditación de la conciencia
consigo misma que aquí presentamos.
La legitimidad de la metafísica cartesiana descansa, en-
tonces, en que se habrá llegado a ella por una vía que ga-
rantiza su certeza y que no prejuzga el contenido final al
que vaya a llegar la investigación (pues, como hemos vis-
to, el autor abandona el comercio con las opiniones pre-
cedentes y con los sentidos para quedarse en la asepsia
de una conciencia desnuda de juicios previos)12. Esa bús-
queda cartesiana rompe con las largas cadenas de silogis-
mos medievales a los que nuestro autor acusaba de servir
más bien «para explicar a otros las cosas ya sabidas»13,
puesto que en las deducciones no se puede concluir
nada verdadero que no esté contenido ya en las premi-
sas. Es decir: la filosofía con Descartes deja de lado el ca-
rácter analítico de la lógica medieval, para adoptar el
perfil de una auténtica exploración, de una búsqueda de
la verdad. Ese camino es el de las Meditaciones metafí-
sicas.
Veamos: ese acceso a la certeza a través de la senda de
las Meditaciones lo garantizan dos principios que Des-
cartes adopta tácitamente desde el primer momento y
que, a efectos pedagógicos (las expresiones son nuestras
y no de Descartes), aquí vamos a denominar de la si-

19
Guillermo Graíño Ferrer

guiente manera: escepticismo metodológico y maniqueís-


mo epistemológico. El escepticismo metodológico hace
referencia al punto de partida legítimo a la hora de em-
prender un saber cierto y absoluto: este punto de partida
es el de la duda radical. De esta manera, la carga de la
prueba es responsabilidad, no del escéptico, sino del que
trata de demostrar. Así, el saber se establece sólo sobre
demostraciones y nunca sobre supuestos arbitrarios.
Todo lo afirmado debe ser probado y, de no ser así, la
duda constituye la posición legítima. Ésta es la herencia
de Montaigne que enseña a Descartes desde dónde em-
pezar su filosofía.
Pues bien, si el escepticismo metodológico hace refe-
rencia al único punto de partida legítimo a la hora de es-
tablecer algo cierto, esto es, el punto de partida escépti-
co, el maniqueísmo epistemológico hace referencia a la
forma legítima de salir de ese escepticismo inicial. Y esa for-
ma es la certeza absoluta. El maniqueísmo epistemológi-
co constituye la forma de librarnos de ese escepticismo
inicial sin dejar opción a que la duda nos devuelva al
punto de partida. Y esa única forma legítima es la de
avanzar en la certeza absoluta. No cabe ninguna clase de
saber probable ni de conjetura. Lo que no es absoluta-
mente indubitable puede pronto ser resquebrajado por
el escepticismo. De esta manera, si partimos de la duda y
sólo construimos a base de certezas innegables, el edifi-
cio del saber no tendrá grietas, será indestructible y po-
drá ser puesto en pie de una vez por todas. En resumen:
el punto de partida legítimo es el de la duda total, y la
única forma legítima de salir de la duda total es la certeza
total. Sólo así podremos reconstruir el saber.

20
Introducción

Parece entonces evidente que si Descartes quiere cons-


truir desde cero y sólo a base de certezas absolutas, su
punto de partida debe ser la conciencia, esa conciencia
que debate consigo en las Meditaciones. Sólo ésta puede
conocerse inmediatamente, ya que, en ese acto de cono-
cimiento de la conciencia sobre sí, son lo mismo el sujeto
y el objeto de conocimiento. Así, la intuición es inmedia-
ta y, por tanto, la certeza absoluta. Pero ya debe antojár-
senos la dificultad obvia que ese punto de partida encon-
trará para superar el solipsismo, es decir, para superar la
mera subjetividad y llegar a lo exterior. Si el modelo de
saber es el matemático, la necesidad de certeza es abso-
luta, y el punto de partida es la conciencia, entonces ha-
brá que llegar al mundo y conquistarlo con el conoci-
miento a través de una intelección a priori, pues la
experiencia es totalmente incapaz de colmar tan altas
exigencias epistemológicas.
Como el mundo no es una tautología ni algo evidente-
mente necesario, llegar a probar su existencia no por la
naturalidad de la experiencia, sino a través de la certeza
matemática, es tarea imposible. Sólo se puede lograr me-
diante la demostración de la existencia de un Dios be-
nigno (pues la idea de Dios sí es más accesible lógica-
mente que la del mundo, al ser su esencia, precisamente,
la más necesaria de todas), un Dios que no pueda enga-
ñarnos en lo que la experiencia nos ofrece, pues tal cosa
repugnaría a su suprema bondad. El garante epistemoló-
gico, el único que puede hacer que la realidad exterior
coincida con esas ideas interiores es Dios.
Vemos así que Descartes necesita localizar el origen
del conocimiento en el interior para poder darle certeza

21
Guillermo Graíño Ferrer

absoluta, pero debe garantizar su correspondencia con


el exterior para dotar de contenido a ese conocimiento;
sólo la existencia de un Dios bondadoso hace necesaria
la perfecta correspondencia entre el interior, sede de la
certeza inmediata, y el exterior, objeto del conocimiento
del mundo. Dios rompe, así, el solipsismo al que se con-
denaba, con sus exigencias de certeza total, el intimismo
cartesiano: la idea de Dios es necesaria lógicamente y nos
garantiza la realidad del exterior, de forma que podemos
llegar a la realidad del exterior desde el interior.
En resumen, las Meditaciones metafísicas parten de la
duda radical para así poder demostrar para siempre la
existencia de las tres substancias del sistema cartesiano:
yo, Dios y mundo. El «yo» es la primera en ser demostra-
da, pues es la substancia más inmediata de todas. A con-
tinuación se demuestra la existencia de Dios, pues es la
más evidente y perfecta, a través de una variante perfec-
cionada del argumento ontológico de San Anselmo; y,
por último, dando un rodeo a través de Dios, se prueba
la existencia del mundo.
Acabadas estas demostraciones, la misión de las Medi-
taciones metafísicas ya está cumplida: probar la existen-
cia del yo, de Dios y del mundo, y rebatir, así, a los escép-
ticos. Las Meditaciones acaban donde empiezan la física
y la filosofía natural, pues la demostración de las tres
substancias cartesianas permitirá construir una ciencia
de cimientos indestructibles. El reproche de Descartes
no sólo a la física de la Escolástica, sino también a la de
Galileo, es el de no plantearse problemas filosóficos y no
fundamentarse en una sólida respuesta a ellos. Con la
certeza primera alcanzada en las Meditaciones, la física,

22
Introducción

la medicina y el resto de ciencias alcanzarán el estado de


consenso y evidencia que el joven Descartes anhelaba y
sólo encontraba en la matemática, y es que es una exi-
gencia del propio sistema cartesiano y de su necesidad
de certeza, que la física y el resto de las ciencias se funda-
menten en una metafísica sólida.

La metafísica cartesiana

Más adelante analizaremos las consecuencias de las Me-


ditaciones en la física y la filosofía natural. Ahora debe-
mos, primero, encargarnos propiamente de la metafísica
cartesiana, pues lo que hasta ahora tenemos es que yo,
Dios y mundo existen, algo que muchos filósofos ante-
riores habrían aceptado gustosos. Descartes diría que la
diferencia es que él sí lo ha demostrado realmente y de
una vez por todas. En cualquier caso, lo que sí es cierto
es que, al margen de las similitudes obvias con San Agus-
tín14, lo novedoso no es el contenido de lo demostrado,
sino la forma de llegar a él. Sin embargo, más allá de la
epistemología, es evidente que el contenido de la metafí-
sica cartesiana también alberga cambios importantes
que determinarán el curso de la filosofía moderna poste-
rior, cambios que sentarán las bases de los problemas fi-
losóficos hasta la llegada de Locke. Veamos.
La claridad y la distinción son dos principales atribu-
tos de los objetos que trata la matemática y, precisamen-
te, son esos dos atributos los que confieren a ésta su es-
tatuto privilegiado entre las ciencias, estatuto que es
deseable extender al resto del saber, pues, gracias a la

23
Guillermo Graíño Ferrer

claridad y la distinción, sus verdades se nos presentan de


forma evidente y la mente no puede sino aceptarlas. Un
triángulo rectángulo es algo claro, es decir, es algo que se
presenta de forma manifiesta a una mente atenta; y es
algo distinto, es decir, es perfectamente diferente del res-
to de los objetos geométricos.
Esa claridad y esa distinción parecen, efectivamente,
las propiedades deseables cuando tratamos de conocer
algo con total seguridad; ahora bien, quizá el mundo no
sea algo que pueda conocerse de tal forma y, por tanto,
la exigencia de esos criterios nos deje encerrados en el
sujeto, sin posibilidad de salir y conocer lo que le es aje-
no. Entonces, lo primero que Descartes debe dejar sen-
tado para que su proceder matemático no sea metafísica-
mente estéril, es decir, para garantizar que se pueda
llegar a la realidad a través de él, es establecer que «toda
concepción clara y distinta es, sin duda, algo real y posi-
tivo»15, algo que logra al demostrar que Dios no es enga-
ñador. Además, para asegurar que ese método no sólo
no es metafísicamente estéril sino que es metafísicamen-
te perfecto, es decir, que no sólo se puede llegar a la rea-
lidad a través de él, sino que se puede llegar a toda la
realidad a través de él, Descartes habrá de demostrar
que sólo lo claro y distinto pertenece realmente al obje-
to16. Y, entonces, si sólo lo claro y distinto pertenece a los
objetos, toda la realidad puede aprehenderse racional-
mente con la certeza de lo apodíctico. Ése es el recorrido
que al final tiene que hacer todo racionalista: demostrar que
el mundo está hecho a la medida del entendimiento humano.
Pues bien, si estas dos cosas quedan justificadas, el
proyecto de elaborar una matemática universal podrá

24
Introducción

llegar a cualquier parte de la realidad con certeza total. Y


ahora es cuando debemos investigar en qué condiciona,
efectivamente, el método cartesiano a su metafísica:
El yo sólo se concibe clara y distintamente como pen-
sante, por eso es una res cogitans (si bien aquí pensante
no significa racional sino consciente: «Así bien, ¿qué soy
entonces? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que
piensa? Pues una cosa que duda, que conoce, que afir-
ma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina
también, y que siente»17). Si solamente lo claro y distinto
pertenece a una cosa, y el yo sólo se percibe de forma
clara y distinta cuando es consciente de sí, entonces el yo
es una cosa consciente o, por decirlo con Descartes, una
cosa pensante.
Por otro lado, el mundo sólo se aprehende clara y dis-
tintamente como extensión, tal y como Descartes demos-
trará con el famoso ejemplo de la cera contenido en la
meditación segunda: por tanto, el mundo es sólo exten-
sión. Siendo esto así, los dos planos, a saber, el de la
consciencia y el de la extensión, están radicalmente sepa-
rados y son totalmente distintos, como manda la propie-
dad matemática de la distinción, la cual no sólo nos pro-
porciona junto con la claridad una evidencia total, sino
que también nos brinda el criterio epistemológico para
llegar a la realidad, como acabamos de ver. Por el contra-
rio, las metafísicas aristotélica y escolástica hacían refe-
rencia a entidades que no son manifiestas a un espíritu
atento (no son claras), y que mezclan confusamente am-
bos planos (no son distintas), es decir, que violan el ne-
cesario precepto de claridad y distinción y, por eso, el
escepticismo puede terminar por derribarlas.

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