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Estudios de Teoría Literaria

Revista digital: artes, letras y humanidades


Año 5, Nro. 10, septiembre 2016
Facultad de Humanidades / UNMDP, ISSN 2313–9676

Cortázar y el swing

Laureano Ralón1

Recibido: 31/05/2016
Aceptado: 11/08/2016

Resumen
El presente artículo investiga el concepto de ritmo o swing que moviliza la narrativa de
Julio Cortázar desde un abordaje especulativo afín a la “teoría de ensamblajes”, una
filosofía de multiplicidades inspirada en el pensamiento de Gilles Deleuze y sistematizada
en la última década por el filósofo mexicano Manuel DeLanda. El artículo despliega la
noción de swing más allá de los parámetros del pensamiento cortazariano y la reformula
como una “auto-ejecución” de la obra misma a través del estilo que la caracteriza. Concluye
que el swing al que hace alusión Cortázar no es otra cosa que la “contingencia necesaria” de
las cosas: el perpetuo estado de apertura de toda obra y la fuerza real que anima una
creación verdaderamente libre.

Palabras clave
Cortázar – Swing – DeLanda – Ensamblajes – Nuevo Realismo.

Abstract
The present article investigates the concept of rhythm or swing that mobilizes Julio
Cortázar’s narrative from a speculative approach akin to a “theory of assemblages,” a
philosophy of multiplicities inspired by the thought of Gilles Deleuze and systematized
over the past decade by the Mexican philosopher Manuel DeLanda. The article unfolds the
notion of swing beyond the parameters of Cortázar’s own thinking, and reformulates it as a
“self-execution” of the work itself through the style which characterizes it. It concludes that
the swing which Cortázar alludes to is nothing more than the “necessary contingency” of
things: the perpetual state of opening of a given work and the real force animating a truly
free creation.

Keywords
Cortázar – Swing – DeLanda – Assemblages – New Realism.

1
Licenciado y Magíster en Ciencias de la Comunicación por la Simon Fraser University de Canadá,
donde fue asistente de cátedra (Center for Online and Distance Education) e investigación (Center for
Policy-Research on Science and Technology, New Media Innovation Center); trabajó como intérprete
(The Provincial Language Service of British Columbia) y fundó el portal de difusión académica
Figure/Ground Communication (www.figureground.org). En Buenos Aires, dirigió el Observatorio de
Canadá del Centro Argentino de Estudios Internacionales. Actualmente se desempeña como traductor y
corrector. Contacto: laureano@alumni.sfu.ca

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En su breve artículo, “Cortázar y el jazz” (2004), Rafael Luna declara que dicho género
musical es “una presencia inmanente en Cortázar” (92), cuya libertad le permitió al
escritor argentino tomar para su literatura las posibilidades de la improvisación. Al
respecto, Luna señala que “Cortázar jazzea su escritura” (92), es decir, que propone una
estructura estilística basada en una serie ininterrumpida de variaciones sobre un tema
fundamental. “Estos riffs literarios”, afirma Luna, “se basan en una imagen que, a la
manera de un tema musical, va de una variación a otra, a grado tal que a menudo es
trabajoso encontrar ese tema central entre todas las imágenes laterales que lo
constituyen” (93). Luna concluye que la vinculación de Cortázar con el lenguaje del
jazz deja entrever una intención precisa de sincronizar su estilo narrativo con los
planteamientos expresivos del género: “Como en la prosa cortazariana, no hay
crescendo en las ejecuciones de cierto cool jazz de la Costa Este; la ejecución debe dejar
una impresión general de laxitud; los ejecutantes deben ahogar toda veleidad
exhibicionista” (93). En este artículo, me propongo proyectar la tesis de Luna más allá
del paradigma de la improvisación y la creación espontánea. Considero que la noción de
ritmo o swing a la que con frecuencia hace alusión Cortázar debe entenderse como un
proceso mucho más complejo que la mera combinatoria de imágenes laterales por parte
de un sujeto creador. A fin de echar luz sobre dicho proceso, propongo un abordaje
especulativo en sintonía con el nuevo realismo: un movimiento filosófico que desde
hace algunos años se presenta como una alternativa al posmodernismo.2
Comencemos por situar brevemente la discusión en un plano filosófico. El
denominado “jazzeo” en la escritura de Cortázar nos remite a una dinámica que no
puede ser caracterizada en términos de una lógica de lo uno y lo múltiple, es decir, a
partir del principio de identidad sobre el que se funda gran parte del pensamiento
occidental. En pocas palabras, la tradición filosófica –de Platón a Heidegger– priorizó el
retorno a los orígenes: la vuelta a un principio fundacional incuestionado, ya sea
mediante la reminiscencia o la destrucción de la metafísica [destruktion des
metaphysik]. Este abordaje esencialmente reductivo, que podríamos definir como
“arqueológico” en la medida en que busca reconducirnos a una base más primigenia,
parte de una metafísica de la identidad que atenta contra los entes individuales, los que
considera como copias degradadas de algo más original y originario (las formas
perfectas para Platón; el ser en general para Heidegger). Ciertamente, los modelos de la
correlación entre el ser y los seres, lo uno y lo múltiple, han ido variando de un proyecto
filosófico a otro (lógico, analógico, emanativo, intencional, etcétera). No obstante, en
todos los casos se mantuvo la subordinación de lo óntico a lo ontológico, de las cosas
mismas a sus condiciones de accesibilidad antropocéntrica, en menosprecio de la
realidad concreta que nos confronta y opone resistencia a la vez que nos brinda una
serie de potencialidades (affordances).3 Es sabido que esta aproximación “humana,
2
El nuevo realismo (realismo especulativo o realismo ontológico) se caracteriza fundamentalmente por
una toma de distancia respecto de lo que podríamos denominar la textualización de la experiencia, y por
un abordaje especulativo respecto de la realidad que yace más allá de nuestra accesibilidad epistémica
(antropocéntrica) al mundo. La obra de sus más conocidos exponentes –Quentin Meillassoux, Graham
Harman, Levi R. Bryant, Manuel DeLanda, Steve Shaviro, Markus Gabriel y Maurizio Ferraris, entre
otros– ha sido formalmente introducida en nuestro continente por el Dr. Mario Teodoro Ramírez de la
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.
3
La traducción es aproximativa y no guarda relación alguna con la noción aristotélica de “potencia”. El
término “affordances” fue introducido por el psicólogo James Gibson y ha sido utilizado por filósofos

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demasiado humana” a la realidad de las cosas, exasperada en la modernidad a partir el


“giro copernicano” de Kant, con su énfasis en las condiciones formales de posibilidad
de la experiencia, culmina en una profunda escisión entre el dominio cultural y el
dominio natural. Durante la primera mitad del siglo XX, la fenomenología, en sus
diversas expresiones (trascendental, existencial, hermenéutica), exacerbó aún más esta
bifurcación iniciada por el pensamiento crítico kantiano. Para Husserl, la ciencia toma
como un ser verdadero lo que es en realidad un método; para Heidegger, la ciencia
calcula pero no piensa; para Merleau-Ponty, la ciencia es segunda respecto a nuestra
experiencia perceptiva del mundo. La filosofía de Heidegger, en particular, profundizó
esta división al considerar que el entendimiento óntico de la ciencia, en cuanto
indagación de una región específica del ser, constituye una forma de comprensibilidad
derivada de la experiencia vivida del Dasein.
Las declaraciones de Cortázar respecto de la importancia del ritmo o swing que
moviliza su escritura suponen algo más que un mero expresivismo, esto es, una fuerza
interior que motiva al sujeto creador a volcar algo de sí en el mundo exterior, a la
manera de los románticos. Ciertamente, para Cortázar, lo que fuerza al escritor a
plasmar algo de sí sobre el papel está en el mundo; y sin embargo, dicho mundo es algo
muy diferente que el imperio holístico de referencias que se erige en torno al ser
humano (el “ente ejemplar” que Heidegger llamó Dasein).4 Esto queda en evidencia
cuando, en entrevista con Joaquín Soler-Serrano (1977), Cortázar alude a un estado
“hipnótico” que lo convierte en “víctima” de lo que está haciendo: “Todo el final de
Rayuela fue escrito en condiciones físicas tremendas”, recuerda, “porque yo me olvidé
del tiempo, no sabía si era de día o de noche; mi mujer venía con un tazón de sopa y
decía, ‘bueno, hay que dormir un poco’”. Si esto suena a determinismo, es importante
señalar que Cortázar no describe este acontecimiento en términos mecanísticos, es decir,
a partir de una causalidad directa y lineal; tampoco la caracteriza como con una suerte
de praxis pre-reflexiva, a la manera del Dasein y la manipulación solicita de seres útiles
en la cotidianidad. Se trata más bien de una fuerza o avance creativo que se va
imponiendo de manera descentralizada, a medida que los distintos elementos de la
composición convergen gradualmente en un área intensiva de consistencia. Esto implica
un devenir que de ninguna manera debe confundirse con un movimiento teleológico
motorizado por la razón interna del relato, o por una dimensión trascendente que le
brinde una inteligibilidad derivada. De hecho, Cortázar declara que no es al principio ni
al final, sino cuando está llegando “al punto central de lo que quiere decir”, que se

como Calvin O. Schrag y Hubert Dreyfus para adaptar el pensamiento de Heidegger a través de la idea
neo-pragmática de un entendimiento pre-reflexivo y de una receptividad activa que se desarrolla a partir
de una serie de respuestas adecuadas a las solicitudes del mundo circundante. Recientemente, y en un
contexto más afín al neorrealismo, el filósofo italiano Maurizio Ferraris ha recogido la noción de
potencialidad para caracterizar la existencia de los objetos independientemente de nuestro acceso a los
mismos por vía de la percepción, el lenguaje o de la praxis. En entrevista con Figure/Ground, Ferraris
cita el caso de un destornillador, el cual no puede ser utilizado para beber, lo cual es una resistencia, pero
puede ser utilizado para atornillar, incluso matar, que es un suministro (Ralón 2016).
4
Mucho se ha escrito sobre el Dasein y su configuración extendida, esto es, un proyecto que está ya
siempre arrojado al mundo, entre las cosas, y a la vez fuera de sí, proyectado hacia posibilidades futuras.
Sin embargo, al igual que el sujeto trascendental husserliano, el Dasein continúa siendo el “punto cero” a
partir del cual se organiza el espectáculo de solicitaciones que Heidegger llama “circunmundanidad”
[Umweltlichkeit].

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siente poseído por su trabajo; es decir, cuando se halla en el medio de las cosas. Llegar
al medio es una tarea por demás sinuosa que, como él mismo confiesa, supone
diferentes comienzos, marchas y contramarchas, en fin, múltiples repeticiones de lo
mismo tendientes a desechar los clichés habituales para dar lugar a una creación más
auténtica a partir de una verdadera génesis. Ahora bien, una creación auténtica, en este
caso, no guarda relación con la idea heideggeriana del Dasein que llega a términos con
tu propia muerte y, tras liberarse de la dictadura del “uno” [Das Man], se proyecta hacia
sus posibilidades futuras desde su centro existencial insustituible. Por el contrario, la
creación auténtica requiere ante todo aceptar que no sólo el ser humano es libre, sino
que todos los objetos –humanos y no humanos, concretos y abstractos, reales y
ficticios– gozan de la misma libertad ontológica originaria. En otras palabras, la
creación auténtica requiere de mucho más que una receptividad activa o un pensamiento
meditativo; requiere fundamentalmente lo que Quentin Meillassoux (2015) llamó la
“necesidad de la contingencia”.5 Por momentos, Cortázar parece ostentar una
orientación post-antropocéntrica en sintonía con los filósofos neorrealistas. Por ejemplo,
en la entrevista ya citada con Soler-Serrano (1977) declara:

Mi trabajo de escritor se da de una manera en donde hay una especie de ritmo, que
no tiene nada que ver con la rima y con las aliteraciones…Una especie de latido –
de swing, como dicen los hombres de Jazz– una especie de ritmo que si no está en
lo que yo hago, es para mí la prueba de que no sirve y hay que tirarlo y volver.

Asimismo, acota que “el jazz me enseñó cierto swing que está en mi estilo e
intento escribir en mis cuentos, un poco como el músico de jazz enfrenta un take.”
Nótese que Cortázar habla de un “swing que está en su estilo”. ¿A qué se refiere?
Para comprender mejor lo que está en juego, es conveniente pensar en una
“ejecución” de la obra misma a partir del estilo que la caracteriza. La noción de estilo
como una fuerza que consolida la auto-ejecución o devenir de un todo contingente
proviene del nuevo realismo.6 A diferencia de las concepciones puramente esteticistas
que conciben el estilo como un mero accesorio decorativo, los filósofos neorrealistas lo
piensan en términos ontológicos, es decir, como aquello que los objetos son en cuanto
realidades autónomas unificadas. Esto implica que el estilo no es un mero agregado de
partes ni una suerte de terminación de superficie, sino una fuerza real que anima los
componentes involucrados en una configuración estética. Dicha fuerza, sin embargo, no
opera detrás de la escena como una suerte de realidad trascendente, sino que forma parte
de un movimiento más primario que está ya siempre impregnado de la materialidad de

5
En Después de la finitud: ensayo sobre la necesidad de la contingencia (2015), Meillassoux hace una
distinción fundamental entre contingencia empírica, ligada a la precariedad intramundana y la
destructibilidad de empírica de las cosas físicas, y contingencia absoluta y necesaria, esto es, el perpetuo
estado de abierto de las cosas que escapa a una estabilización por parte de leyes, principios, estructuras o
formas fijas.
6
El nuevo realismo (realismo ontológico o realismo especulativo) Se trata de un movimiento filosófico
que desde hace algunos años se presenta como una alternativa al posmodernismo. La obra de sus más
reconocidos exponentes –Quentin Meillassoux, Graham Harman, Manuel DeLanda, Markus Gabriel y
Maurizio Ferraris, entre otros– se caracteriza por una toma de distancia respecto de la textualización o
linguisticalidad de la experiencia y por la afirmación de la especulación como expresión post-finita del
pensamiento.

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las cosas.7 Esta noción ontológica de estilo parece ir a contramano del concepto
moderno de “obra”, concepto que arrastra un bagaje metafísico cuyo énfasis visual nos
remite a una presencia objetiva: un todo sin relieve en el que las partes individuales
encuentran su valor en función del lugar preestablecido que ocupan en dicho todo. No
obstante, si tomamos la palabra “obra” como una noción performática en la que la
acción ya no responde a una causalidad mecanística, sino que se encuentra de algún
modo dispersa a través de una serie de componentes, el término adquiere un significado
mucho más amplio. En Reensamblar lo social: una introducción a la teoría del actor-
red (2008), Bruno Latour describe una obra de teatro (y lo que vale para el teatro debe
valer en principio para cualquier otra obra de arte) como un “embrollo” en el que la
causalidad deja de ser directa para repartirse en una multiplicidad de “autores”. A
diferencia del modelo dramatúrgico del sociólogo Erving Goffman, por ejemplo, cuya
micro-sociología concibe la metáfora teatral como una dialéctica entre lo que acontece
en y detrás de la escena, Latour piensa el teatro como un entramado en el que la acción
se encuentra distribuida entre los elementos que constituyen la obra. Esto supone una
ampliación horizontal (óntica) del complejo teatral en la que los actores humanos ya no
ocupan un papel protagónico, sino que conviven en igualdad de condiciones con otros
componentes (humanos y no humanos), los cuales juegan un papel determinante en el
armado de la obra. Latour (2008) escribe:

La actuación teatral nos mete inmediatamente en un denso embrollo donde la


cuestión de quien lleva a cabo la acción se ha vuelto insondable. En cuanto
comienza la obra, como tan a menudo ha mostrado Erving Goffman, nada es
seguro: ¿es real? ¿Es falso? ¿Importa la reacción del público? ¿Y que hay de la
iluminación? ¿Qué está haciendo el personal técnico detrás de escena? ¿Se está
transmitiendo el mensaje del dramaturgo con fidelidad se ha hecho un embrollo
sin remedio? ¿EI personaje llega al público? Y, si es así, ¿por cuál medio? ¿Qué
están haciendo los otros actores? ¿Dónde está el apuntador? Si aceptamos
desplegar la metáfora, la palabra “actor” misma dirige nuestra atención a una
dislocación total de la acción, alertándonos de que no se trata de un asunto
coherente, controlado: bien definido y con bordes claros. Por definición la acción
es dislocada. La acción es tomada prestada, distribuida, sugerida, influida,
dominada, traicionada, traducida (73-74).

De inmediato, la obra parece involucrar al propio artista en una compleja red de


compromisos, pero sin que esto suponga una relación determinista. Para ser claros: no
estamos ante un mecanismo totalizador que se rige por estructuras trascendentes, ni ante
un imperio holístico de referencias en el que las partes individuales –entre las que se
encontraría el sujeto creador– se funden en una amalgama perfecta. De hecho, la obra
tampoco es un dominio pre-existente que pueda ser reducido a su dimensión ideal, pues
aún la composición “en abstracto” está sujeta a un anclaje material en partituras y

7
Por materialidad no entendemos, a la manera del materialismo clásico, un tipo de elemento primario que
constituye el sustrato último de todo lo que existe: átomos, cuerdas infinitesimales, etcétera. En sintonía
con el nuevo realismo, la materialidad de lo real parte de una “ontología plana” en la que estos elementos
microscópicos conviven con los sentimientos humanos individuales, las utopías colectivas, los partidos
políticos y las hadas en un mismo plano de inmanencia.

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libretos, en la interpretación de músicos o en la memoria colectiva del público. La obra


como idealidad, es cierto, podría extraviarse para siempre si todas las mentes humanas
fuesen abatidas de un solo golpe; sin embargo, una vez constituida, la obra como
embrollo contingente de partes trasciende nuestros esquemas conceptuales y los
contenidos de nuestra conciencia.
La dinámica que describe Latour puede esclarecerse aún más a través de la
“teoría de ensamblajes”, teoría que surge como una sistematización del pensamiento de
Gilles Deleuze por parte del filósofo mexicano Manuel DeLanda. En A New Philosophy
of Society: Assemblage Theory and Social Complexity (2006), DeLanda define un
ensamblaje como un agenciamiento de componentes individuales que interactúan entre
sí a partir de relaciones de exterioridad, es decir, relaciones extrínsecas al todo en el
que se insertan (10-11). En palabras del propio DeLanda, “las relaciones de exterioridad
entre partes son interacciones en las que las partes ejercitan ciertas capacidades de
afectar, y de ser afectadas por, otras partes, pero el ejercicio de esas capacidades no
determina su identidad” (en Farías 2008: 79). Esta definición tiene grandes
implicancias. Si, como sugiere la teoría gestáltica, el todo es mucho más que la suma de
sus partes (pues ejerce una determinada influencia sobre sus componentes), para el
neorrealismo en general y la teoría de los ensamblajes en particular, las partes también
son más que el todo que las engloba (pues la existencia de dicho todo depende de una
constante renovación de sus alianzas). Desde su ontología orientada a objetos –muy
compatible con la teoría de los ensamblajes de DeLanda– el filósofo Graham Harman
ilustra vívidamente este punto invocando un objeto relativamente sencillo: un molino de
viento. En Guerrilla Metaphysics: Phenomenology and the Carpentry of Things (2005),
Harman señala que el molino, entendido como un todo unitario, de alguna manera
transforma sus partes (las aspas, el motor y otros componentes) en meras caricaturas de
sí mismas al hacerlas cumplir una función específica. Pero, aunque el molino necesite
de sus partes para ser lo que es, y en cierto modo las trascienda al ejercer una
determinada influencia sobre ellas, nunca las utiliza en su realidad total; el molino como
realidad trascendente nunca agota las posibilidades de cada parte (94). En otras
palabras, el todo no es un holismo orgánico, sino un área intensiva de consistencia, un
complejo entramado de relacionalidad que debe ser actualizado a cada instante a través
de la interacción entre sus partes. En rigor, ni siquiera existe una totalidad capaz de
comprender todo lo que existe, sino apenas una multiplicidad infinita y fluctuante de
ensamblajes que se superponen con otros ensamblajes a través de una serie de
componentes que pueden o no ser comunes a ambos.
En cuanto a la potencialidad del ensamblaje –su poder de despliegue más allá del
estado actual– utilizaremos el término corpus para referirnos al excedente que emana de
la interacción selectiva de partes. Dicho excedente no debe confundirse con una esencia
o sustancia, ni con un cielo de formas perfectas, ni siquiera con un reservorio
potencialidades o un trasfondo oculto de posibilidades. Se trata más bien de
capacidades emergentes que derivan de las alianzas individuales entre los distintos
componentes: a la melodía, la armonía y el ritmo se suman otros elementos como el
cuerpo del instrumentista, sus estados de ánimo, sus deseos personales, aspiraciones
profesionales y preferencias estéticas, su conocimiento de un determinado género, su
equipamiento y las condiciones materiales bajo las cuales lleva adelante su labor. Al
respecto, es necesario aclarar la diferencia entre propiedades y capacidades emergentes.

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Según DeLanda, “las propiedades son dadas, siempre son actuales y, por tanto, sí son
determinantes de la identidad de una parte, mientras que las capacidades sólo son
actuales cuando son ejercidas en una interacción” (en Farías 2008: 80). Esto implica,
entre otras cosas, que las capacidades de afectar y ser afectados que ostentan los
componentes de un ensamblaje son ilimitadas. Además, cada componente es en sí
mismo un ensamblaje constituido por partes más pequeñas. Y como ya hemos
observado, la interacción entre partes no se rige por una causalidad directa, sino
indirecta; es decir, que las partes “catalizan” un efecto determinado, no causan dicho
efecto (DeLanda 2006). Esto significa que un catalizador, por pequeño que sea, puede
desencadenar una reacción que modifica la composición del ensamblaje, agregándole o
restándole homogeneidad y consistencia.
En este contexto de multiplicidades contingentes, el término “ejecución” parece
liberarse de la noción instrumentalista según la cual el músico –concebido en términos
atomísticos como un organismo humano dotado de un repertorio de conocimientos
teóricos, habilidades técnicas y experiencias vitales– ejecuta una obra musical
preexistente. Dicho de otro modo, la concepción instrumentalista define la ejecución en
términos de una correspondencia que se considera satisfactoria en la medida en que la
interpretación se mantiene fiel al original, entendido como una idealidad trascendente.
Sin embargo, la idea de una correspondencia perfecta es un verdadero contrasentido
mientras que la obra sea considerada como una realidad nouménica a la que sólo
tenemos un acceso limitado por vía de sus apariciones. En un esquema organicista y
antropocéntrico tal, toda ejecución se convierte inevitablemente en una distorsión de la
obra misma.
La alternativa más común a esta noción instrumentalista consiste en pensar la
labor del músico en términos de una improvisación de carácter subjetivo, es decir, como
la ejecución de variaciones libres de una misma temática que se mantiene constante a lo
largo de sus accidentes y fluctuaciones. Así pues, mientras que la interpretación tiende a
priorizar la fidelidad de la correspondencia (la identidad sobre la diferencia, lo uno
sobre lo múltiple), la improvisación parece invertir los términos de la correlación,
favoreciendo la espontaneidad, incluso la trasgresión, como vehículos para la creación
auténtica. Sin embargo, la inversión de una proposición metafísica sigue siendo una
proposición metafísica. En rigor, tanto la interpretación como la improvisación
mantienen intacto el principio de identidad según el cual las variaciones son apenas
momentos o copias degradadas de una realidad más profunda e inaccesible, momentos a
través de los cuales una idealidad trascendente se manifiesta en el ámbito vivencial del
espectador. Es evidente que estamos ante dos culturas opuestas pero complementarias:
por un lado, una cultura interpretativa, comúnmente asociada con el entrenamiento
clásico, que prioriza el polo objetivo de la correlación (la obra como realidad lógico-
formal); por otro lado, una cultura de la improvisación, más ligada a un espíritu
autodidacta, que se orienta hacia el polo subjetivo (el músico y su sensibilidad).
A simple vista, Cortázar parece optar para su escritura por esta segunda cultura,
más afín al jazz que tanto amó, a la libertad que tanto defendió y a la figura del escritor
vocacional con la que buscó tomar distancia de la noción mecanicista de
profesionalización. A modo de ejemplo, un personaje clave de la narrativa cortazariana
como Johnny Carter, protagonista de “El Perseguidor” y prototipo de Horacio Oliveira,
encarna muy bien esta cultura subjetivista de la improvisación que, siguiendo la jerga

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jazzística, podríamos caracterizar como cool (a diferencia de la cultura de la


interpretación, que se presenta como hot). No obstante, si tomamos en consideración la
narrativa cortazariana en su totalidad, es decir, como una “unidad esencial” 8 (Goloboff
2007: 5), notamos que el Cortázar tardío tiende a tomar distancia de los protagonistas
del período existencial de su obra: Johnny, Persio y Oliveira, entre otros. Aunque
muchos de estos personajes lo representan en más de un plano, por momentos Cortázar
critica duramente el comportamiento errático de los mismos. Por ejemplo, en entrevista
con Luis Harss (1968), declarará que “Rayuela prueba cómo mucho de esa búsqueda
puede terminar en fracaso, en la medida en que no se puede dejar así no más de ser
occidental…” (269). En un ensayo anterior (Ralón 2016), argumenté que a pesar de sus
variaciones metodológicas, los “perseguidores cortazarianos” sucumben por igual ante
una posición que de alguna manera es demasiado antropocéntrica, es decir, ante un
subjetivismo radical que busca forzar sobre el mundo una visión “humana, demasiado
humana” de las cosas.9 Así pues, el individualismo metodológico que caracteriza sus
procederes cotidianos se manifiesta en una recurrente tendencia a violentar la
experiencia vivida desde las anteojeras de una existencia claustrofóbica. En última
instancia, los personajes invariablemente fracasan en la persecución de sus metas
personales: Johnny muere, el destino de Oliveira es incierto y Persio es incapaz de
intervenir de manera directa en su circunstancia. Como la revolución que devora a sus
hijos, el fracaso de los perseguidores parece una constante que atraviesa todos los textos
del período existencial cortazariano. Al respecto, concluí que los intentos fallidos de los
perseguidores constituyen “fracasos necesarios” para la superación del paradigma
antropocéntrico que, hasta Rayuela inclusive, estructura casi la totalidad de la narrativa
cortazariana.
Sin embargo, en 1968, el mismo año en que concede su entrevista a Luis Harss y
que curiosamente viene a coincidir con el Mayo francés, la obra de Cortázar da un giro
inesperado cuyo significado no ha sido comprendido por lectores y crítica. Me refiero a
la publicación de 62/Modelo para armar y, en menor medida, a los textos lúdicos que
anteceden y preceden a esta novela (La vuelta al día en ochenta mundos y Último
Round). 62/MPA, en particular, ha sido uno de los textos menos comprendidos y más
combatidos de toda la producción cortazariana. Ante la imposibilidad de extraer un
mensaje coherente de las entrañas del relato, esta novela fue concebida por la crítica
como un esquema cerrado carente de significado intrínseco, y fue sepultada bajo una
serie de estructuras totalizadoras y/o trascendentes que le brindan una inteligibilidad
derivada: o está construida como un calidoscopio (Alazraki 1981), o es una permutación
de reflejos y duplicaciones (Serra Salvat), o subsiste bajo un manto especular ubicuo
(Lobo 2012), o es la manifestación del inconsciente profundo mediante una
8
Contra la idea de que existen dos Cortázar (por un lado, el burguesito ciego a todo lo que trascurre más
allá de la esfera estética; por otro, el intelectual comprometido con el socialismo utópico
latinoamericano), Mario Goloboff (2007) que “En su camino de aprehensión de los contextos cotidianos,
interpersonales, sociales, pueden haber sido distintos los abordajes. Ello autoriza a sostener, como suele
hacerse […] que hubo en Cortázar dos períodos o actitudes textuales diferentes, casi opuestos, sino que,
sobre la base de una unidad esencial en su preocupación, hay manifestaciones diversas, quizá de otro
signo, pero no radicalmente distintas” (5-6).
9
El término proviene de Saúl Sosnowski (1983), quien en su entrevista con Julio Cortázar, introduce la
noción de “perseguidores” (en plural) para referirse entre otros a Johnny Carter y Oliveira. Sosnowski
observa que en la narrativa cortazariana “siempre hay un personaje que busca, que persigue algo”.

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intencionalidad onírica (Zeppegno 2012). En ningún caso se le permitió a 62 mostrarse


por y desde sí misma. El propio Cortázar se permitió dudar de la legitimidad de esta
obra al concebirla a la sombra de su novela predilecta: “62 se fue por otro camino que
no tenía nada que ver con Rayuela”, declara en entrevista con Saúl Sosnowski (1983).
“Traté de hacer otra cosa y me metí en un mundo muy complicado”. Las reservas del
autor, sumadas al hermetismo innegable del texto y la reacción mayormente hostil de
lectores y críticos, han hecho de 62 una novela conflictiva y rebelde, que suscita todo
tipo de lecturas reductivas. Pero, si en términos literarios la novela ostenta un
formidable hermetismo, la misma constituye una realidad irreductible y su valor
filosófico no debe ser subestimado por completo. Dicho brevemente, 62 es el momento
en que Cortázar ensaya una transición de una ontología de la identidad a una “ontología
plana”. Más concretamente, el devenir filosófico de la novela involucra una
transformación de los personajes en personajes-objetos, los cuales se convierten en
participes de multiplicidades contingentes. Este movimiento implica una suerte de
aplanamiento de las manifestaciones más excesivamente egotistas de los personajes con
miras a superar la metáfora organicista que caracteriza el período existencial.
Más precisamente, 62 es el momento en el que Cortázar se muestra como un
constructor de ensamblajes literarios, y la novela en general puede leerse como un
ejercicio post-antropocéntrico. Desde una perspectiva literaria, tal vez se trate de un
ejercicio experimental un tanto exacerbado, pero en términos filosóficos el texto es
mucho más que una mera aventura formalista. En La construcción de lo político en
Cortázar (2014), Carolina Orloff hace referencia a una “bifurcación” u “operación
análoga” para caracterizar a 62/MPA en el contexto de esa “unidad esencial” que es la
obra de Cortázar; sin embargo, en última instancia, considera que esta bifurcación es un
“fracaso” (245). Al contrario, la bifurcación de 62 implica la apertura de una línea de
fuga que trasciende por primera vez la metáfora organicista, esto es, el humanismo
extremo de Rayuela y textos anteriores. Atrás queda el principio de identidad al que
hacíamos referencia al inicio, y que hasta el surgimiento de 62 informaba buena parte de
la narrativa cortazariana en general. Lamentablemente, Cortázar no buscó perfeccionar
su estilo en esta dirección, lo que tal vez hubiese significado la renovación de su
narrativa, en un momento en que David Viñas (1969) y Oscar Collazos (1970) se
disponían a romper con la actitud hasta entonces celebratoria del escritor argentino. Por
el contrario, Cortázar clausuró la operación análoga de 62 y los libros lúdicos al
pretender alcanzar una síntesis superadora en El Libro de Manuel, novela que buscaba
combinar el realismo social con la experimentación formalista y una “política del
collage” (Orloff 2014). A mi juicio, la clausura de la operación análoga significó, en el
plano filosófico, un serio retroceso. La posibilidad de transitar una ontología plana que
liberase su prosa de una configuración antropocéntrica, ampliando la noción de lo real y
anticipando desde la literatura los lineamientos básicos del nuevo realismo, culminó en
un renovado proyecto humanista matizado dialécticamente por un realismo de época y
ciertos elementos experimentales.
Con todo, el propósito de esta discusión no es hacer historia contra-fáctica. Lo
que nos interesa realmente es pensar desde Cortázar y, en particular, perseguir esa línea
de fuga hacia lo múltiple que no pudo ser desplegada por el autor a partir de una
perspectiva centrada en la identidad. Para regresar entonces al tema que nos convoca,
diremos que estas consideraciones en torno a 62 dejan entrever que la noción de ritmo o

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swing en Cortázar encuentra su medio refractario en el espíritu lúdico e impersonal de


62, más que en el instinto ciego de Johnny (la cultura de la improvisación) o el
distanciamiento escéptico de Oliveira (la cultura de la interpretación). Aunque Cortázar
no desarrolló el concepto de swing desde una perspectiva filosófica, hay algo implícito
en sus comentarios que puede ser transpuesto a un plano más especulativo. Una primera
tentativa nos revela que esa intención no desplegada del texto resulta compatible con
ciertos lineamientos del nuevo realismo. La noción de ejecución que esbozamos al
comienzo, por ejemplo, nos remite al concepto de “realidad ejecutante”, recuperado por
Graham Harman (2002) en el marco de su ontología orientada a objetos. 10 En un
contexto neorrealista, la ejecución debe ser tomada como la auto-ejecución de una
realidad contingente que, parafraseando a Spinoza, se empeña en persistir en su ser. En
otras palabras, la auto-ejecución es un despliegue que arrastra tras de sí una serie de
elementos diversos, los cuales tienden a confluir en torno a un área intensiva de
consistencia que depende de una renovación permanente de las alianzas individuales
entre sus componentes.
En este marco, es el accionar oblicuo (catalizador) de los diversos componentes
del ensamblaje lo que insta al escritor a brindar una respuesta adecuada a las
solicitaciones de esa realidad contingente que es la obra. Dicha respuesta no pasa por
una imposición de sensibilidades subjetivas; ni siquiera debe entenderse, siguiendo la
noción de “pensamiento meditativo” en Heidegger, como una suerte de receptividad
activa o praxis guiada por una suerte de visión holística o intencionalidad operante. Por
el contrario, el abandono del “exhibicionismo” como requisito de una ejecución
auténtica (Luna 2004: 92) debe reinterpretarse como una enacción tendiente a superar la
centralidad del gran animal holístico-racional que ejecuta, a la vez que contempla, la
obra desde ningún lugar privilegiado. En este sentido, estilo no es algo que pertenezca al
escritor (un mero adorno técnico o una cuestión gusto y sensibilidad), como tampoco es
algo que esté en la obra como una presencia objetiva; el estilo es ante todo la condición
concreta de actualización de la obra en cuanto tal. Y el swing al que hace referencia
Cortázar –eso que lo cautiva y lo fuerza a crear– no es otra cosa que la necesidad de la
contingencia: la realización de un perpetuo estado de apertura que libera a los
componentes de una organización jerárquica. A mi juicio, las declaraciones de Cortázar
apuntan en dirección de un único plano de inmanencia donde la ejecución ya no pasa
por el accionar de un ente ejemplar (el ser humano), sino por un devenir de la obra
misma a través de sus partes individuales.

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10
Harman toma la “realidad ejecutante” de José Ortega y Gasset y la utiliza para desarrollar una
interpretación de la cuaternidad en Heidegger que será el punto de inicio para su filosofía orientada a
objetos, una vertiente específica del nuevo realismo.

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