1. DON QUIJOTE HOY. JOSÉ FÉLIX PÉREZ-ORIVE CARCELLER

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• 27 ago.

2015
• ABC (1ª Edición)
• POR JOSÉ FÉLIX PÉREZ-ORIVE CARCELLER
• JOSÉ FÉLIX PÉREZ- ORIVE CARCELLER ES ABOGADO
DON QUIJOTE, HOY
«Profundizar es siempre “buscarle las cosquillas” a un problema, y la locura
de Don Quijote exige profundizar un poco: no verla como el trasunto clínico
que ha prevalecido tantas veces y sí como un artificio literario que ha permitido
a Cervantes, sin afectación, transmitir su sapiencia»

VAMOS a celebrar el cuarto centenario de la segunda parte de El Quijote y


la primera reflexión que se me ocurre es que, en este tiempo, su significado ha
cambiado mucho. Acaso Cervantes propiciara esa mudanza con aquel
comentario que hizo: «Tú lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere»,
ya que con ello ha suscitado muchas y variadas opiniones.
El éxito de esta obra fue tan fulgurante que su coetáneo William
Shakespeare –ambos murieron el mismo día– pudo leerla en inglés. Pero, ¿qué
novela leyó? ¿Una traducción que decía que un loco de atar se precipitaba a los
caminos para dar cima a hazañas y donaires, u otra en la que un hombre
reflexivo, que cometía locuras, confundía una venta con un castillo, pero al
entrar en este preguntaba por la cena? En el idioma inglés hay tantos sinónimos
para la palabra «perturbado» que cada traductor de El Quijote pudo haber
malinterpretado y enriquecido por su cuenta lo que Cervantes deseaba decir;
fenómeno que se multiplicaría en Europa con la aparición de las primeras
representaciones gráficas de su semblante –entre crispado y burlesco– a lo largo
de los siglos XVII y XVIII.
Más tarde, con la Restauración en España, la figura extravagante de Don
Quijote se avellanó: se tornó depresiva y la tristeza nacional por la pérdida de
las colonias se incardinó en su faz seca. Ortega, influenciado por la Generación
del 98, al leerlo exclamaría: «Dios mío, ¿qué es España?». Mientras, Unamuno
quiso ver en el hidalgo otras cosas: consideraba a Don Quijote como el
arquetipo del santo cristiano y el quijotismo como nuestra auténtica religión;
observaciones que desde la mirada actual quizá resulten exageradas. Cierto que
Don Quijote se encomendaba a Dios antes de sus andanzas, o que se definía
como cristiano católico, pero eso no permite colegir que su religiosidad fuese el
foco de sus desvelos. Incluso su frase más comentada: «Con la iglesia hemos
topado» –que, por cierto, no aparece en el libro– ha formado parte de esa
leyenda de fábulas que desde el inicio hidrató la obra. Para los de mi generación,
la imagen icónica que nos inculcaron en el colegio siguió siendo peyorativa: El
Quijote era un personaje ridículo y torrencial, defensor de fruslerías.
Profundizar es siempre «buscarle las cosquillas» a un problema, y la locura
de Don Quijote exige profundizar un poco: no verla como el trasunto clínico
que ha prevalecido tantas veces y sí como un artificio literario que ha permitido
a Cervantes, sin afectación, transmitir su sapiencia; algo que, de haber sido
Alonso Quijano –su versión cuerda– el protagonista, nos hubiera matado de
aburrimiento. Cervantes utiliza los encantamientos como excusa, pues aclara
que su personaje solo disparata en lo tocante a la caballería. La realidad es que
Don Quijote, la mayoría de las veces se conduce con criterio, mientras que
Sancho, tan sobrevalorado, se explica a menudo con torpeza fiándolo todo a
refranes enlazados de manera incoherente.
La vocación global de Cervantes sorprende por su anticipación: «…no ha
de haber nación ni lengua donde no se traduzca», pronostica en el libro. Y así
fue. Como apuntaba Burgess, Shakespeare « se muere con la frustración de que
Cervantes le ha tomado la delantera en crear un personaje universal». De ahí
que intente escribir una obra parecida: La historia de Cardenio (con el loco
Cardenio, personaje relevante de Cervantes en la primera parte, como
protagonista), obra extraviada durante siglos, que los ingleses recuperaron hace
poco. El americano Harold Bloom –el crítico literario vivo acaso más
prestigioso– sentencia en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría? (Taurus
2005) que El Quijote es la novela más importante de la historia, y que Don
Quijote, como personaje literario, supera a Hamlet. El mismo profesor de Nueva
York reconoce que Cervantes influyó en Goethe, Flaubert, Stendhal, Mark
Twain, Dostoievski y Kafka.
Esa influencia ha sido incesante. Para Borges, El Quijote era la única novela
que le había gustado, mientras que el Club Noruego del Libro la califica como
«el mejor trabajo literario jamás escrito». Cuando hace ya tiempo visité la
Appalachian University de Carolina del Norte, me asombró que los americanos,
con la ayuda del hispanista Ramón Díaz Solís, hubieran dedicado siete años a
investigar quién era Avellaneda –El Quijote apócrifo que surgió entre la
publicación de las dos partes–, concluyendo, por cierto, según me dijeron, era
Tirso de Molina.
Don Quijote es un personaje universal, tal vez porque el aventurero
Cervantes lo fue y las novelas tienen algo de autobiográficas. Hamlet, en
cambio, no disfrutó de esa proyección, toda vez que Shakespeare era un ratón
de biblioteca y prefirió encerrar a su personaje en un castillo. El éxito de Don
Quijote radica en que es un hombre de acción, se mimetiza bien con el entorno
actual de superación y de paso irradia valores por doquier: honesto en la palabra,
liberal en las obras, sufrido en los trabajos; un arriesgado que se juega la vida
por defender la verdad, y que se preocupa por educar a Sancho en la excelencia.
Hoy Don Quijote representa el anhelo del objetivo más inalcanzable « con el
propósito de acertar ». El quijotismo ha dejado de ser una religión para
convertirse en una profesión; muchos – periodistas, policías, investigadores…–
desearían regirse por sus códigos. Y en cuanto a Dulcinea, es la parábola que
personifica la razón de intentarlo todo, bien sea salvar vidas en Nepal, buscar
antitumorales en los manglares del trópico, o incluso conquistar a una mujer
inaccesible.
Don Quijote muere cincuentón, lúcido y virgen. No nos trasmite sus genes,
pero sí su testamento. Pide en él que no leamos libros de caballerías o, de forma
actualizada, que no consumamos telebasura. Quien odiaba las aventuras del
Amadís de Gaula habría vuelto a enloquecer con mayor razón con las
desventuras de algún personajillo catódico y chillón de los que nos rodean. Con
su legado busca la inmortalidad en la ficción y la encuentra en la realidad. Al
contrario que ayer, todos admiramos a Don Quijote. En un tiempo en el que
muchos identifican a sus héroes en camisetas deportivas, bien harían las madres
trinitarias en aprovechar ese tirón. Porque Don Quijote tiene el gancho de ser
un hombre bueno, culto (sabía manejar el astrolabio), educado y valiente, al que
la mayoría querría como padre, que a ratos sufría delirios y que como héroe de
ficción ha gozado de mayor predicamento que James Bond, Harry Potter o Don
Draper; por una sola razón, pero una razón de peso: deja con su lectura mucho
más que la mejor literatura, deja tras de sí un excelso poso de enseñanzas.

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