El Alien Con El Que Vivimos
El Alien Con El Que Vivimos
El Alien Con El Que Vivimos
Rosa Montero
El disparatado culebrón protagonizado en los pasados meses por la princesa de Gales a raíz
de su enfermedad me ha dejado pensando. De entrada, creo que es la primera vez que una noticia de
semejante visibilidad mundial ha sido debatida una y otra vez histéricamente como un posible
producto de la inteligencia artificial. Es decir, como una engañifa, un espejismo. Se dijo que era así
con el vídeo de los príncipes saliendo del mercado rural, y se volvió a insistir con las imágenes de
Kate Middleton explicando que tenía cáncer. Fue tan fuerte el rumor y estaba tan desbocado que la
BBC se vio forzada a sacar un comunicado diciendo que ellos mismos habían rodado la declaración.
En qué tremendo mundo de incertidumbre estamos; de ahora en adelante no bastará con ver unas
imágenes, sino que habrá que saber quién las rodó e incluso verificar notarialmente toda la cadena
de producción. En fin, esta ha sido la primera vez, pero sin duda no será la última. Me temo que a
partir de ahora lo más sensato será no creer en nada hasta no tocar, hasta no meter los dedos en la
llaga, como santo Tomás.
Pero no era de este mundo de trampantojos de lo que quería hablar hoy, sino de algo que está
justo en las antípodas de lo ilusorio. Quería hablar de la carne y de sus demandas perentorias. De
esa herida que santo Tomás consideraba que era la única prueba fiable de lo verdadero. Es decir, del
cuerpo. El cuerpo está más allá de las palabras, más allá del embrujo de nuestras narraciones. El
cuerpo es el alien con el que vivimos. Ya he escrito otras veces sobre el conflicto esencial que los
seres humanos mantenemos entre nuestro yo, el alma, la conciencia o como quiera llamarlo cada
cual, y este amasijo orgánico de células que nos sostiene. Un cuerpo que no hemos elegido, que nos
tiraniza con sus chillonas necesidades, que nos enferma y al cabo nos mata. No es fácil llevarse bien
con ese extraño. Las sociedades cristianas pretenden solucionar el conflicto castigando la carne
(cilicios, ayunos, penitencias), mientras que otras culturas intentan vaciar el yo y potenciar el
cuerpo por medio de diversas disciplinas (tantrismo, derviches giróvagos), pero en cualquier caso
me parece un conflicto irresoluble. ¿Cómo perdonarle al maldito cuerpo haberte hecho fea, por
ejemplo? ¿O el más enclenque y bajito en una familia de hermanos gigantones? Todo esto parece
risible y hasta leve, pero en realidad se sufre mucho. Y aún se sufre más si tienes un cáncer, por
ejemplo. Con 42 años, como Kate Middleton. ¿Cómo perdonarle esa traición al alienígena?
No seré yo quien diga cómo tienes que reaccionar ante un diagnóstico que te resulta
devastador. El manejo del asunto de los príncipes de Gales no ha sido el más inteligente, pero es
que, ante un shock semejante, la gente actúa no como debe, sino como puede. Hay que respetarlo.
Cuando murió Pablo Lizcano, mi marido, hace 14 años y de cáncer, se solía decir ese horrible
eufemismo de “falleció tras una larga enfermedad”. Todavía se utiliza alguna vez, aunque mucho
menos. Yo nunca lo usé y me parece delirante y absurdo ocultar algo así, pero indica que hay gente
que se siente avergonzada de estar enferma. Como si el cuerpo fuera un enemigo y te estuviera
ganando. Eso, la profunda mortificación de la carne, es el origen de muchos diagnósticos fatales.
Los médicos saben bien que abundan los enfermos que no van a consulta hasta que ya es demasiado
tarde porque los síntomas les resultan humillantes. Sobre todo si tienen relación con zonas poco
nobles o sexuales. Antes que ir a contárselo (y mostrárselo) a alguien, prefieren aguantar y reventar.
Así que aquí estamos todos, quien más y quien menos teniendo algún contencioso con
nuestro propio cuerpo. Y, sin embargo, hemos nacido con él, hemos crecido estrechamente ligados a
él y, en realidad, escúchame esta verdad impensable que ahora te digo, en realidad somos él. Nadie
sabe bien cómo se forma la conciencia, pero sin duda tiene que ver con los procesos sinápticos, con
las conexiones químicas y eléctricas de las neuronas, que, por cierto, no están sólo en el cerebro. Y,
sin embargo, no dejamos de percibir esta disociación, esta especie de encierro dentro de la envoltura
de la carne, esa otredad del marciano que nos posee. Tal vez la pérdida del paraíso fue justamente
eso: el nacimiento del yo y el desgarro irreparable de lo orgánico.