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INTRODUCCIÓN
Conceptos fundamentales
Como se estableció en el aparte introductorio de este capítulo, la participación social está ligada con
procesos de transformación sociopolítica, formas de organización social, diseño de políticas públicas e
implementación de programas y proyectos. Dependiendo de quién la defina y con qué objetivos es
empleada, asumirá diferentes características. Por cuanto en el sector salud la participación social está
referida al proceso de salud-enfermedad, es importante que revisemos brevemente cómo ha evolucionado
este concepto a través de la historia.
Desde los albores de la humanidad, el hombre ha hecho esfuerzos de diversa naturaleza por mantener su
salud, y desde entonces se ha considerado la existencia de fuerzas sobrenaturales con capacidad para
conservarla o restablecerla. A los seres que detentaban tales fuerzas se les, elevó a la categoría de dioses,
que curaban o mantenían alejadas las enfermedades, en virtud de sus poderes mágicos, por medio de
encantamientos y hechizos. En las culturas primitivas, el brujo o chamán era curandero por dos virtudes:
su conocimiento botánico para la preparación de emplastos y pociones curativas, y su cercanía con estos
dioses.
En la edad moderna, con la aparición del método científico y el auge en su uso, se desarrollaron de forma
significativa las ciencias auxiliares de la medicina (anatomía, fisiología, bioquímica, microbiología, etc.), que
fueron explicando de manera racional los procesos y desequilibrios vinculados con las alteraciones de la
salud, que los despojó de explicaciones mágicas. Con el advenimiento de la Revolución Industrial y los
avances técnico-científicos concomitantes, se identificaron causas en el ambiente, que se adicionaron a los
ya identificados aspectos biológicos y físicos. Durante el siglo XIX, las ideas de la Revolución francesa, el
surgimiento del socialismo y los aportes de Virchow y Pasteur, hicieron que la perspectiva biologicista
comenzara a tomar en cuenta las dimensiones social y política de los fenómenos de salud/enfermedad.
No obstante, las fuentes ambientales de microorganismos y las formas de transmisión de las infecciones
parecían explicar casi todos los procesos mórbidos; así, se construyó el modelo epidemiológico clásico: la
tríada formada por huésped (guest), hospedero (host) y ambiente (env ironment), como partícipes de
procesos de interacción recíproca.
Hacia finales del siglo XIX y comienzos del XX se empezó a observar un desplazamiento de la concepción
biológica de la salud, hacia una idea de salud como un factor de desarrollo. El proceso biológico se
comenzó a mirar como un hecho ligado con las condiciones que rodean la vida humana, y la epidemiología
se vio abocada a cambiar hacia la multicausalidad. En 1946 surgió la definición de salud enunciada por la
Organización Mundial de la Salud (OMS): “El estado de completo bienestar físico, mental y social y no
solamente la ausencia de enfermedad”. Muchos criticaron la expresión “completo estado de bienestar”,
por parecer más un ideal que una meta. Aunque el verdadero sustento de la crítica se puede encontrar en
la pérdida de seguridad y definición: salud y enfermedad no serían nunca más categorías o estados
nítidamente diferenciados, sino parte de un continuo, de un equilibrio dinámico y permanente de diversos
factores naturales y sociales en incesante interacción.
Que no se engañe el lector al creer que en este punto el concepto de salud (o el de enfermedad) ya ha sido
definido y aclarado por el devenir histórico. Aún hoy resulta esquivo a una estandarización globalmente
aceptada. Y no solo cambia con el tiempo, sino, también, de acuerdo con las ideas dominantes de cada
sociedad. Sin embargo, se reconoce en la actualidad, aun desde diferentes posturas, que en cualquier
sociedad la definición del término salud tiende a ser más social que biológica.
De la misma manera en que fueron cambiando sus significados, cambió el abordaje de su problemática.
Por ejemplo, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado se hizo hincapié en las estrategias de
desarrollo económico, antes que, en la inversión social, en esferas como la salud y la educación, con la idea
de que, al mejorar las condiciones económicas, también lo harían las de salud y educación. Si bien este
abordaje surgió de un enfoque holístico respecto a los factores determinantes de la salud, los cuales
procuraron integrar la salud con la economía, la política y la sociología, el resultado fue que, a pesar de los
esfuerzos realizados, aún persistían grandes grupos de población compuestos por personas pobres,
enfermas o analfabetas, parcial o completamente marginadas de sus economías nacionales, tanto en los
países industrializados (pobres viviendo en países ricos), como en los países en desarrollo, aunque las
condiciones son especialmente desoladoras en estos últimos (pobres viviendo en países pobres).
En 1973, Laframboise propuso un marco conceptual —desarrollado un año más tarde por Lalonde—,
denominado “modelo holístico”, según el cual la salud estaría determinada por una variedad de factores
que se pueden agrupar en cuatro grandes categorías: estilo de vida, medio ambiente, organización de la
atención de la salud y biología humana. De acuerdo con este modelo, los factores mencionados se
relacionan y se modifican entre sí mediante un círculo envolvente formado por la población, los sistemas
culturales, la salud mental, el equilibrio ecológico y los recursos naturales. Según esta concepción, los
cuatro factores son igualmente importantes, de modo que para lograr el estado de salud o bienestar es
necesario que se encuentren equilibrados.
El propósito fundamental de este enfoque es la preservación de la salud, para lo cual se necesita que la
previa perspectiva mecanicista o reduccionista sobre la salud y la enfermedad sea complementada desde
una faceta más amplia, con un plano psicobiológico y social del ser humano, como lo pretendía expresar la
definición de la OMS. Es decir, que tenga en cuenta que el ser humano, sobre un lienzo inicial de tejido
genético, es decorado por incesantes pinturas, tanto internas como externas, de las cuales las externas
resultan ser más extensamente relevantes, por cuanto afectan a un número infinitamente mayor de
individuos. No se trata pues de negar la importancia de las ciencias biológicas en el estudio del origen y
causas de las enfermedades que nos afectan como individuos, sino de echar mano de las ciencias
económicas y sociales para entender mejor aquellas que nos afectan como especie, como sociedad, como
comunidad, como familia, que en muchas ocasiones son los colores primarios de cuya combinación surgen
las primeras. Es en este punto donde los dos conceptos, el de salud/enfermedad y el de participación
social, se encuentran y se identifican. No podremos resolver los grandes problemas de salud de nuestras
comunidades si no buscamos en ellas los saberes, la capacidad, los recursos; en fin, la participación,
necesaria ya no solo para entender las causas, sino, también, para encontrar las mejores soluciones a sus
problemas de salud e implementarla.
EVOLUCIÓN DE LA PARTICIPACIÓN SOCIAL EN SALUD.
Las políticas promotoras de la participación social han sido introducidas en diferentes etapas del desarrollo
de los sistemas de salud. Ya en el siglo pasado, las primeras iniciativas de salud pública daban participación
a la comunidad para ser implementadas. Sin embargo, la manera en que estas políticas se orientaron y
desarrollaron dependía en gran parte del contexto político y social en el que estaban siendo generadas. En
las décadas de los cincuenta y sesenta, en Latinoamérica y el resto de los países de bajos ingresos, se
llevaron a cabo las primeras experiencias, que consistían en implicar a la población en la planeación de los
programas y proyectos de salud, especialmente a escala local. A finales de los años setenta se
internacionalizó y se dejó claro el concepto de atención primaria de salud (APS), del cual se pudo destacar
la participación comunitaria como un factor vital que dinamizó la reestructuración de muchos sistemas de
salud, pues en esa década comenzó a hacerse patente la incapacidad de dichos sistemas para responder a
la población más necesitada de atención.
En la década de los noventa se dieron a conocer reformas importantes en los sistemas de salud de los
países latinoamericanos, producto de la reducción del papel del Estado y la presión que los organismos
internacionales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, entre otros) ejercieron en
correspondencia con el modelo neoliberal de la economía que se imponía. Ya en este contexto, el usuario
de los servicios de salud deja de verse solo como “paciente” (persona que padece o sufre de una
enfermedad) y se le empieza a considerar también como “cliente” (persona que requiere un servicio, que
calificará según la calidad percibida); por ende, tiene derecho a expresar su opinión, esperando que esta
afecte el proceso de planeación y la entrega del servicio requerido.
Como se ha podido apreciar, el concepto que se tiene de participación social (incluida la participación
comunitaria) en salud ha cambiado a través de los años; en la actualidad, se concibe como una expresión
de autonomía y de ejercicio democrático. Esto brinda a los individuos y comunidades un rol
verdaderamente protagónico; por lo tanto, este modelo es un verdadero reto por asumir.
Sin embargo, la participación comunitaria en salud solo será realmente efectiva si se lleva a cabo en
cumplimiento de los siguientes requisitos:
En este punto, es necesario aclarar que las posiciones acerca de la importancia de la participación
comunitaria en salud, más específicamente en las diferentes etapas de la gestión en salud (planeación,
implementación, seguimiento, evaluación y ajuste), son tan diversas como contradictorias. A manera de
resumen, podríamos decir que dichas posiciones se encuentran en un espectro entre dos extremos: la que
apoya la necesidad de la participación comunitaria en salud y la que la rechaza.
En la posición favorable a la necesidad de la participación comunitaria encontramos tres enfoques
distintos:
En el primer enfoque se concibe la participación comunitaria como una forma de abordaje a la solución de
los problemas de salud, que, al ser autogestiva, brinda a la comunidad su ciencia e independencia, y
aumenta su nivel de autonomía. Resolver de esta forma los problemas de salud tiene una especie de
“efecto de demostración”, lo que se traduce en un aprendizaje que se puede utilizar o aplicar en la
resolución de otros tipos de problemas que aquejan a esa misma comunidad. Así entendida, la
participación social conlleva implicaciones de tipo político, allende al marco de la atención en salud, por
cuanto supone el ejercicio de poder y, por lo tanto, el fortalecimiento de la sociedad civil y de la institución
democrática.
De acuerdo con esta posición, la participación de la comunidad en la gestión de la salud tiene como
objetivo último, más allá de la solución de problemas específicos, el desarrollo de la comunidad como un
todo, con énfasis en la autosuficiencia y la búsqueda propia de las respuestas a la satisfacción de sus
necesidades. Así, la participación comunitaria se plantea como un n en sí misma, y, por lo
tanto, su resultado es independiente del impacto en la salud, siempre que aumente los niveles de
organización y capacidad de la comunidad participante. En el segundo enfoque, el énfasis se hace en los
logros que alcanza la participación en el mejoramiento de la salud de la población. Desde esta perspectiva,
la participación es concebida como un medio técnico, una modalidad de gestión que permite mejor
funcionamiento y mayor aceptación de los programas de salud. En este caso, su necesidad respondería a
diversas exigencias pragmáticas. Así, encontramos una amplia variedad de situaciones en los que la
participación comunitaria resultaría por lo menos aconsejable.
El argumento más utilizado es que ante el fracaso de los programas planeados e implementados sin tomar
en cuenta la participación de la comunidad, esta es una opción que garantizaría mayor efectividad, por
cuanto su éxito depende de que la comunidad los sienta como propios, asuma una responsabilidad en las
causas de los problemas y participe en la búsqueda de sus soluciones. Un muy buen ejemplo de este
abordaje lo constituye la posición de la OMS expresada en la Declaración de Alma-Ata en 1978; según esta,
la participación comunitaria en salud se fundamenta en dos axiomas:
El único camino para superar las limitaciones y la inequidad en la distribución de los recursos para
asegurar la meta de salud para todos es el involucramiento de las comunidades locales en la
prevención y el tratamiento.
Sin el involucramiento y responsabilidad de la comunidad, los programas fracasarán.
Así concebida, la participación comunitaria deviene en una estrategia para maximizar la accesibilidad y
disponibilidad de los servicios.
El tercer enfoque corresponde a aquellas iniciativas en las que la participación social en salud se incorpora
a la gestión como una excusa para manipular políticamente a la población. Este tercer enfoque puede
surgir de un discurso que, al ignorar las consecuencias políticas y sociales de la participación comunitaria
en salud, insiste en que el n último buscado se circunscribe a los resultados en salud, y que, por lo tanto,
es un enfoque esencialmente neutro. No obstante, no se puede negar que cuando los objetivos de los
programas van más allá de la resolución de los problemas de salud de la población, por ejemplo, al
legitimar a quienes los promueven e implementan (sea este el Estado, organizaciones religiosas o civiles),
la participación comunitaria es concebida e implementada como un instrumento político. Para quienes
comparten esta perspectiva, incluso las mejoras en la salud constituirían un medio antes que un fin en sí
mismo, y la participación comunitaria se incluiría como estrategia política, antes que como herramienta de
utilidad técnica.
A diferencia del primer enfoque, en el que también puede pasar que las consecuencias políticas sean
privilegiadas frente a las de salud, en este enfoque los efectos que se persiguen pueden incluso ser ajenos
a los intereses de la población. Obviamente, quienes utilizan la participación comunitaria con estos
objetivos rara vez lo hacen explícito en su discurso, y tienden a justificar la participación por su utilidad
técnica para los programas y proyectos.
El extremo opuesto del espectro deposiciones es el de aquellos que rechazan la participación comunitaria
como necesaria para el éxito de la gestión en salud. Aquí también encontramos posturas distintas, de
acuerdo con el enfoque que se utiliza para definir dicha posición.
En primer lugar, en esta línea se encuentran quienes interpretan la participación comunitaria como una
excusa para manipular política y socialmente a la comunidad. Su concepción coincide con el último
enfoque que acabamos de describir —la participación como medio político—, pero difiere diametralmente
en las conclusiones obtenidas en lugar de justificarla por su utilidad, cuestionan la inclusión de esta
estrategia en los programas de gestión de la salud, debido precisamente a los efectos negativos que tiene
sobre la comunidad. Es decir, la participación comunitaria sería solo un instrumento para legitimar el
poder, ejercer control político y beneficiar intereses ajenos a los de la población; por lo tanto, no tiene
ninguna utilidad pragmática en el mejoramiento del estado de salud de la población. En su versión más
radical, este enfoque critica indiscriminadamente cualquier inclusión de la participación comunitaria en los
programas de salud, y le proporciona así un mismo significado a la diversidad de planteamientos con que
se ha llevado a la práctica.
En segundo lugar, encontramos a los que rechazan la inclusión de la participación comunitaria por
considerar que las consecuencias para la salud de los programas que utilizan dicha estrategia son
negativas, que ofrecen servicios de segunda clase y/o de baja calidad, con personal pobremente entrenado
y, en general, con menores recursos materiales y humanos, comparados con aquellos servicios que se
ofrecen a los sectores privilegiados.
Si bien en cada uno de estos dos enfoques el argumento para rechazar la participación se sostiene en uno
solo de los dos criterios, por lo general ambos planteamientos se presentan entrelazados.
No podemos dejar de señalar que, al final, esta posiciones esclavas de una lógica inductiva: a partir de la
crítica a determinados programas, se concluye que inevitablemente todos los programas con participación
comunitaria tienen efectos negativos sobre la comunidad. La crítica a programas concretos deviene, así, en
una posición maniquea, con la que se rechaza la participación en sí misma y no formas concretas de
proponerla, planearla o implementarla.
Una tercera postura en este enfoque es la de quienes objetan la utilidad técnica de la participación
comunitaria en salud, con el argumento de que, como los programas de salud con visión participativa
tienen que ser “locales” y por lo tanto diferentes de una región a otra, aumentan sus costos y disminuye su
factibilidad. Este enfoque sería el reverso del que apoya la participación por su efectividad para lograr los
objetivos trazados, al considerar que las dificultades son mayores que los beneficios y que, en última
instancia, obstaculizan la extensión de los beneficios para la salud a la población.
La distancia que asumen las posiciones resultantes de cada uno de los dos enfoques básicos que utilizamos
para clasificar las distintas posturas permiten que un mismo fenómeno sea interpretado de manera
distinta. Respecto a las consecuencias políticas de la participación, por ejemplo, la construcción u
operación de una institución hospitalaria llevada a cabo por organizaciones democráticas de los miembros
de una comunidad puede ser interpretada de la siguiente manera:
2. una explotación del trabajo de la comunidad para eludir obligaciones que debería cumplir el Estado.
La postura favorable a la participación critica programas específicos, en los que esta tiene un significado
distinto al propuesto. Esta posición implica distinguir dos ámbitos: qué es y qué debe ser la participación
comunitaria. Por su parte, la postura contraria a la participación también acepta que esta puede ser
positiva en determinadas situaciones, incluso cuando sostiene que la participación comunitaria en
sociedades estratificadas es sinónimo de explotación.
Algo similar sucede cuando comparamos las posiciones extremas en la dimensión de las consecuencias
para la salud. Hay ejemplos que respaldan la posición que considera la participación como un mecanismo
idóneo para extender la salud a toda la población, y también los hay para sustentar que aquella se concibe
como una forma de brindar servicios de salud de baja calidad a los grupos desfavorecidos socialmente.
Incluso, podemos encontrar situaciones que expresan ambos extremos simultáneamente; por ejemplo,
cuando los servicios que ofrecen los programas son de menor calidad que otros servicios existentes o que
las posibilidades que ofrece la tecnología disponible, pero aun así representan una ventaja para la
población frente a la situación que se está interviniendo.
La relación entre la participación comunitaria, sus consecuencias sociales y políticas, y sus efectos sobre la
salud dependen de las formas que la participación adquiere en la práctica. Es necesario, por tanto, cuando
se propone incluir la participación en programas de salud, tener claro cuáles son los efectos que se
esperan y cómo se va a implementar, para que efectivamente dichos efectos se alcancen y exista
correspondencia entre lo que se concibió y lo que resultó en la práctica.
Además, es fundamental que el trabajador de la salud adquiera una firme actitud fiscalizadora respecto al
cumplimiento de las normas ambientales y, en general, sobre todas las que estimulen las conductas
saludables que prevengan daños para la salud. Sumados a los programas básicos de formación, tienen
decisiva importancia los programas de educación continua o permanente, dirigidos no solo a la
enumeración rutinaria de funciones, sino al análisis de situaciones que se presenten en el lugar, a la
detección oportuna de dichas situaciones y a la evaluacion de las medidas instauradas. Es importante, así
mismo, que el trabajador reciba información avanzada sobre posibles riesgos, uso de nuevas tecnologías o
aparición de nuevas patologias.
El personal al servicio de la salud pública debe conocer plenamente las políticas gubernamentales sobre el
tema, los alcances de la legislación y disposiciones vigentes en general. Igualmente, importante, es que
esté familiarizado con el tema de comunidad saludable y conozca los problemas que existan en el lugar
relacionados con este aspecto. Debe conocer plenamente las medidas a que pueda recurrir en general y en
casos específicos, y saber valorar la importancia de las diferentes situaciones que puedan presentarse.
Es responsabilidad de las autoridades de la salud preparar adecuadamente los recursos humanos para la
salud pública y proveerlos de los elementos que hagan posible el cumplimiento de su misión. Pero,
además, compete a dichas autoridades fomentar en este personal las habilidades para actuar acertada y
oportunamente. Así mismo, deben organizar los programas de educación continua o permanente y dotar
de los instrumentos necesarios para evaluar el cumplimiento de esta actividad.
La OMS recomienda que para atender las necesidades crecientes y cambiantes de trabajadores de la salud,
los gobiernos deben basar sus políticas y planes sobre la fuerza laboral en salud en pruebas referentes a
esas necesidades, así como buscar la distribución equitativa de trabajadores de la salud para asegurar la
disponibilidad de sus servicios a los más necesitados, promover condiciones de trabajo que permitan
poner freno a la emigración de trabajadores de la salud y mejorar la gestión del personal de salud.
En la preparación básica de este personal, debe ser formado en los programas de educación continua que
debe adelantar con la comunidad, aspecto indispensable en la estrategia general de un programa de salud
pública. Estos programas deben alejarse de la actividad rutinaria y convertirse en activos y ágiles esquemas
informativos, que obedezcan a una planeación adecuada y que sean convenientemente retroalimentados
y adaptados a las necesidades locales de la población. Deben cubrir todos los aspectos relacionados con
posibles riesgos para la salud en lo referente a aspectos básicos del sueldo, el ambiente, el especio público,
la vivienda, el vestido, los alimentos, el agua, los desechos, el cuidado de los animales domésticos, la
higiene de la madre y el niño, los cuidados de la población de la tercera edad, la inmunizaciones; en fin, en
todo lo que tenga que ver con la conservación de la salud.
La población de las Américas sobrepasa los 900 millones de habitantes, frente a más de 6.000 millones de
la población mundial. Se considera que más del 50% de la población vive en situación de pobreza, lo que
hace relevantes los problemas de desnutrición, propensión a las infecciones e inequidades en general,
para la prestación de los servicios básicos. Datos recientes demuestran que 1.200 millones de personas
viven con menos de un dólar diario, y 1.800 millones, con menos de cinco dólares.
Por la situación económica que registró la mayoría de los países del globo al iniciar el presente siglo, el
compromiso parece revestir signos de utopía; no obstante, ante tan calamitosa situación, es impostergable
el reto de luchar denodadamente para afrontar de alguna forma índices tan altos, por las consecuencias
crecientes que estos representan para el bienestar de la humanidad.
Los gobiernos se impusieron una tarea impostergable de desarrollar sistemas de información y cartografía
sobre inseguridad y vulnerabilidad alimentaria, para detectar zonas y poblaciones que padezcan o se
hallen en riesgo de desnutrición, con el fin de concertar medias inmediatas de detención y corrección
mediante programas nacionales e internacionales. Igualmente, se comprometieron a levantar los perfiles
nutricionales de cada país para encauzar acciones políticas y económicas de todo orden, a partir de estos.
El común denominador que se prevé para esa situación es la pobreza más alarmante en los países de bajos
ingresos.
Como prioridades hacia el futuro, la Organización de las Naciones Unidas para las habilidades para actuar
acertada y oportunamente. Así mismo, deben organizar los programas de educación continua o
permanente y dorar de los instrumentos necesarios para evaluar el cumplimiento de esta actividad.
La OMS recomienda que para atender las necesidades crecientes y cambiantes de trabajadores de la salud,
los gobiernos deben basar sus políticas y planes sobre la fuerza laboral en salud en pruebas referentes a
esas necesidades, así como buscar la distribución equitativa de trabajadores de la salud para asegurar la
disponibilidad de sus servicios a los más necesitados, promover condiciones de trabajo que permitan
poner freno a la emigración de trabajadores de la salud y mejorar la gestión del personal de la salud.
En preparación básica de este personal, debe ser formado en los programas de educación continua que
debe adelantar con la comunidad, aspecto indispensable en la estrategia general de un programa de salud
pública. Estos programas deben alejarse de la actividad rutinaria y convertirse en activos y ágiles esquemas
informativos, que obedezcan a una planeación adecuada y que sean convenientemente retroalimentados
y adaptados a las necesidades locales de la población. Deben cubrir todos los aspectos relacionados con
posibles riesgos para la salud en lo referente a aspectos básicos del suelo, el ambiente, el espacio público,
la vivienda, el vestido, los alimentos, el agua, los desechos, el cuidado de los animales domésticos, la
higiene de la madre y el niño, los cuidados de la población de la tercera edad, las inmunizaciones; en fin,
en todo lo que tenga que ver con la conservación de la salud.
Con ejercicios prácticos y simulaciones se debe formar sobre comportamientos en situaciones especiales
de desastres naturales o provocados, y enseñar las medidas de protección inmediata. Pero quizá más
importante que todo lo anterior 3es lograr que la comunidad tome conciencia sobre el importante papel
que debe desempeñar para la protección de su salud y asuma realmente la responsabilidad de conservarla.
En el análisis de todo lo anterior se destaca, sin duda, la responsabilidad presente y futura que tienen
tanto las autoridades de la salud, como el propio individuo, en su papel de miembro consciente de la
comunidad, de conocer los riesgos para la salud y saber aplicar las medidas básicas para conservarla las
autoridades, además de mantener activos y actualizados los esquemas educativos y las normas de
aplicación, deben proveer de los recursos necesarios dentro de la obligación que tienen con la comunidad.
El individuo, a su vez, como una obligación consigo mismo y con su familia, debe acceder al conocimiento
de los riesgos y medidas preventivas para lograr las condiciones básicas.