Santa Catalina

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Santa Catalina de Siena

Semblanza

Hija espiritual de la Orden Dominicana, fundada por el Patriarca Santo Domingo de Guzmán,
Catalina, una joven mujer, cuya vida entre nosotros sólo alcanzó los 33 años, desplegó virtudes
heroicas y sobrenaturales con su talante espiritual y sus labores apostólicas.
Intrépida, valiente, audaz, asumió en ese tiempo, una misión que la llevó a atravesar su itinerario
eclesial, con el protagonismo social y político que las circunstancias exigían en esa etapa de la
Cristiandad.
No sabía ni leer ni escribir, pero convenció tanto a pobres, ignorantes y desorientados, como a
gobiernos civiles y eclesiásticos, a veces con sencillez, y a veces con elocuencia, acerca de cuál es el
Camino y la Verdad que el hombre debe seguir.
Siendo pues, iletrada, dictó a distintos amanuenses, cartas, oraciones, soliloquios, y el El Diálogo
de la Divina Providencia, que la convierten en Maestra de la Vida espiritual, evidenciando que su
doctrina no fue adquirida sino infusa. El mismo Dios hablaba por ella.
Su profundo amor al Crucificado, y a la Santa Iglesia, brotaban de su corazón, estrujado y
entregado en santos desposorios al Señor, y se traducían en actos heroicos de amor al prójimo,
especialmente a los desposeídos.

Concilió admirablemente la ternura con la firmeza, y convenció al Sumo Pontífice, entonces


residente en Aviñón (Francia), que regresara a Roma, reconfigurando nuevamente a la Cristiandad.
La Iglesia toda la reconoció, no sólo en su santidad, canonizándola en 1461, sino en su
maternal magisterio. La honró muy especialmente entregándole el título de Doctora de la Iglesia y
Co-patrona de Europa. Es Co-patrona de Roma, Patrona primaria de Italia y patrona de las enfermeras
italianas.
Así escribía:
“Yo Catalina, sierva y esclava de los siervos de Jesucristo, os escribo en su Preciosísima Sangre,
con el deseo de veros como piedra firme y no como hoja al viento”.
Y en su Testamento espiritual:

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“No es más tiempo de dormir, porque el tiempo no duerme, sino que pasa como el viento; el que
no tiene batallas no tiene victoria y el que no tiene victoria permanece confuso: al tiempo de la
batalla daremos la vida por la Vida y la sangre por la Sangre”.
Estamos, pues, ante la presencia de una mujer cuya estatura espiritual nos hace reconocer en
ella, la obra que Dios realiza con algunas criaturas, que disponen su corazón en total entrega al Señor.

La familia de los Benincasa

Catalina Benincasa nació en Siena el 25 de marzo de 1347, cerca de Fontebranda, en la casa de


su padre, el tintorero Giacomo Benincasa. Su madre, Lapa di Puccio del Piagenti, era familiarmente
llamada Monna Lapa. El 25 de marzo se celebra el día de la Anunciación de la Santísima Virgen y,
además, el Domingo de Ramos caía este año el mismo día.
Vino al mundo al mismo tiempo que una hermanita gemela, Giovanna, que murió poco después.
Como Catalina fue la vigesimocuarta y última hija de dicho matrimonio, doña Lapa la crio por sí
misma, cosa que no tuvo tiempo de hacer con los demás hijos, dada la frecuencia de los partos. Era
Catalina una niña vivaz y simpática, tan graciosa, que la llamaban Eufrosina (alegría) que es el nombre
de una de las gracias veneradas por los griegos. Todos los vecinos la querían.

La visión de Jesús

Poco sabemos de los primeros años de su vida. Nos cuenta su biógrafo que una tarde de 1352,
Catalina tenía apenas seis años y caminaba por Siena, junto a su hermano Stéfano, que tendría unos
pocos años más. De pronto se detuvo en la cuesta del Costone y, levantando los ojos percibió, del
otro lado del valle, por encima de la Iglesia de los Dominicos, un trono magnífico y en este trono a
Jesucristo, Redentor del mundo, coronado con la tiara y revestido de los ornamentos pontificales. A
su lado se encontraban los príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, y San Juan Evangelista. Al verlo,
Catalina se detuvo, paralizada por el asombro, y contempló a su Salvador, que se manifestaba tan
milagrosamente a ella para probarle su amor. Jesús dirigió entonces su mirada hacia la pequeña
Catalina, se sonrió amorosamente, extendió su mano derecha y la bendijo trazando el signo de la
cruz. Catalina quedó como extasiada mirando el cielo hasta que su hermano la sacó del arrobo. Tal
fue su “visión inaugural”, el preanuncio de una vocación especial en la Iglesia. A partir de esta visión,
Catalina dejó de ser niña.

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Primeras penitencias

Hizo entonces voto de virginidad, recluyéndose en la soledad y mortificando su cuerpo. Hacía


vida de penitencia y de oración: comía sólo legumbres y trataba de dormir poco.
Se la veía, entonces, frecuentemente en los rincones de la casa o subiendo la escalera y rezando,
en cada escalón, un Ave María. Desde entonces, muy pequeña, siente el llamado del Señor:
“Sígueme…” como Pedro, como los apóstoles, como los mártires, hasta la flagelación y la cruz.
Tiene una gran fuerza interior para decir la verdad, así le habla a su madre que le reprochaba el
haber tardado en regresar a la casa por quedarse a escuchar la Santa Misa:
“Madre, castigadme cuando no os obedezca como debiera: pero os suplico no empleéis
semejantes palabras y, sobre todo, no deseéis mal a nadie, pues esto no conviene a nuestra dignidad
de madre y entristece mi corazón”. Catalina no tenía aún 10 años.

Adolescencia

Todo esto intranquilizaba a su madre que intentó, cuando tenía ya 12 años, empezar a prepararla
para buscarle marido. Junto con su hija mayor trató de convencerla de que tenía que arreglarse un
poco más, cuidar mejor su modo de vestir, etc. Catalina no se opuso, al punto de que un aire de
mundanidad entibió su primera decisión. Pero ello duró poco. La muerte de una de sus hermanas
casadas, a raíz de un parto, la volvió a su proyecto inicial.
Lloró después por este breve tiempo de vida frívola y siempre se confesaba arrepentida de lo
que consideraba una gran ingratitud hacia el Señor.
Catalina le dijo su confesor: que no cambiaría a Jesús por un amor humano, porque su corazón
pertenecía a Dios y, por ello, había hecho voto de virginidad. Como signo de dicho propósito, se cortó
sus cabellos rubios.
Su familia, sobre todo su madre, se molestó con esta decisión. Entonces la castigaron quitándole
su cuarto propio y la obligaron a que asumiera las tareas propias de la casa, la trataron con dureza
como si fuese una sirvienta, hasta que cambiase de opinión.
Para soportar esta prueba, Catalina se figuró que vivía en la casa de Nazaret, y que sus padres
representaban a María y a José y sus hermanos eran los apóstoles y discípulos de Jesús.

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Un día, su padre fue a la pieza de su hermano Stéfano, donde Catalina se había encerrado a orar,
ya que no tenía pieza propia, y al abrir la puerta vio que en la cabeza de Catalina había una paloma
blanca: era el Espíritu Santo.

Las mantellatas

A Catalina, en el mundo de su tiempo, por razón de su edad, sólo se le presentaban dos


alternativas: la vida religiosa en un monasterio de clausura o bien el matrimonio.
Sabemos que luchó por resistir a su madre Mona Lapa con una energía y valentía
impresionantes: en una reunión familiar revela el voto de virginidad que había hecho de pequeña, a
los 6 años de edad, cuando tiene esa experiencia de ver a Jesús en la Iglesia de Santo Domingo:
“Antes que hacerme titubear en mi deseo, podrías pretender fundir rocas… Interrumpa, pues,
toda negociación de matrimonio; si le place tenerme como criada, lo seré de buena gana; si me echa,
mi esposo es bastante rico y bastante poderoso para atender todas mis necesidades”.
En cuanto a la vida en un monasterio, no se le viene al pensamiento. En cierta manera, en sus
vigilias, en sus penitencias, en su búsqueda incesante de Dios, ella conoce y vive lo esencial de esa
vida, a pesar de estar inmersa en el mundo.
Un día se le apareció una visión de Santo Domingo y le tendió un hábito blanco y negro
diciéndole: “Ten confianza, hija mía, nada temas: llevarás este hábito algún día”. El hábito que Santo
Domingo le mostró era el de las llamadas mantellatas.
Las mantellatas, como eran llamadas las Terciarias dominicas en tiempos de Catalina, eran
mujeres casadas, viudas, solteras, pero todas ellas laicas, que seguían la espiritualidad del carisma
dominico (estudio, oración, vida fraterna, apostolado). Vivían en sus casas, se ocupaban de las tareas
cotidianas, según sus posibilidades se dedicaban a obras de caridad, se reunían solamente para los
momentos de oración y de formación en algunos lugares particulares, normalmente en el interior de
una iglesia.
Para formar parte de la Tercera Orden dominica en el 1300 se necesitaba una cierta preparación
y la admisión de la responsable de la Fraternidad. En aquel tiempo, las Terciarias dominicas el día
que entraban a formar parte de la Orden, recibían una capa negra (mantello), como signo de
pertenencia a este grupo laical y la usaban en los varios momentos de oración y de encuentros; por
eso las llamaban las mantellatas.

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Catalina fue una mantellata, pero de un modo original y novedoso, ya que había hecho voto de
virginidad siendo todavía muy joven.
Tuvo la oposición de su madre y de su familia que no comprendían su elección de total
dedicación a Dios, pero también de la priora que la veía demasiado joven para esa forma de vida. De
hecho, logra entrar de una manera providencial, aprovechándose de que estaba enferma de varicela,
le ruega a su madre que interceda ante la superiora para pedirle la entrada. La madre de Catalina,
ante la insistencia, accede y la superiora, al verla en ese estado, la acepta. Fue una intervención
especial de su Señor, y gracias a eso Catalina finalmente a la edad de 16 años recibió la capa negra
de la Orden Dominica.

La celda interior

Durante este período hasta los 20 años cuando Jesús le pide que salga al mundo, Catalina
construyó en su alma una celda secreta de la que nadie podía expulsarla y que resolvió no abandonar
más, fueran cuales quiera sus ocupaciones exteriores.
Ocupó una pequeña habitación que no se usaba en su casa, que daba a la calle, debajo de la
cocina, y allí se instaló e hizo una ermita. Sólo tenía un cofre, un banco y la cama. Allí se dedicaba a
hacer oración y penitencia.

Dejemos que la misma Catalina nos explique la necesidad y fecundidad de la celda interior en
la Carta 37 al monje Nicolás de Ghida:
"Yo, Catalina, sierva de los siervos de Jesucristo, os escribo en su preciosa sangre con el deseo
de veros morador de la celda del conocimiento de vos y de la bondad de Dios en vos. “
Esa celda es una morada que el hombre lleva consigo a dondequiera que vaya.
En ella se adquieren las verdaderas y reales virtudes y singularmente la humildad y la
ardentísima caridad.
Como consecuencia del conocimiento de nosotros mismos, el alma se humilla al reconocer su
imperfección y que por sí misma no existe, pues ve claro que ha recibido de Dios su existencia, y por
ello reconoce también la bondad de Dios en ella. A esa bondad divina le atribuye su existencia y todos
los dones que a la existencia se han añadido.
De ese modo el alma adquiere una verdadera y perfecta caridad, amando con todo el corazón,
con todo el afecto y con todo su ser.

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Y en la medida en que ama nace en ella el odio a los propios sentidos y, odiándose a sí misma,
se siente contenta con que Dios quiera y sepa castigarla al modo que desee a causa de los pecados.
De ese modo pronto se hace paciente de toda tribulación que le sobrevenga, interior o exterior.
Y, en esa disposición, si le asaltan pensamientos extraños, los sufre de buen grado, y se considera
indigna de la paz y quietud de espíritu que tienen otros servidores de Dios, y se juzga a sí misma
digna de todo sufrimiento e indigna del fruto que del sufrimiento se sigue.
¿De dónde viene esto? Del santo conocimiento de sí misma. El alma se conoce a sí misma,
conoce a Dios y a su bondad actuando en ella, y por eso lo ama.
¿Y en qué se deleita esa alma? En sufrir -sin culpa- por Cristo crucificado. No se cuida de las
persecuciones del mundo, de las difamaciones de los hombres.
Su gozo se basa en sobrellevar los defectos del prójimo...
No presume de sí, creyéndose algo, sino que se somete a cualquiera por causa de Cristo
crucificado, no en lo que se refiere a placeres o pecados, sino obrando con humildad, por razón de la
virtud...
Esta alma hace de la celda un cielo, y preferiría estar en ella con sufrimientos y ataques del
demonio a vivir fuera de ella en paz y quietud.
¿De dónde le ha venido tal conocimiento y deseo? Lo ha obtenido y adquirido en la celda del
conocimiento de sí.
Si antes no hubiera tenido su morada en la celda del espíritu, no habría tenido el deseo, ni amaría
la celda material. Pero como vio y conoció por sí misma los peligros de andar y de estar fuera de la
celda, por eso la ama...
¿Por qué estar fuera de la celda es tan nocivo? Porque antes de salir la celda material ha
abandonado la espiritual del conocimiento de sí. Si no lo hubiera hecho, habría conocido su fragilidad,
cosa que le llevaría a no salir sino a quedar dentro de su celda.
¿Sabéis cuál es el fruto de andar fuera? Es un fruto de muerte. Al vivir fuera de la celda, el
monje se recrea en el trato con los hombres, abandonando el de los ángeles; el hombre se vacía de
santos pensamientos acerca de Dios y se ocupa en las criaturas; a causa de variados y malos
pensamientos, disminuye su solicitud y devoción... y se enfrían los deseos del alma...
Quien conoce el peligro de vivir fuera, se refugia en la celda y en ella llena su espíritu
abrazándose con la cruz, en la compañía de los santos doctores que, con luz sobrenatural, como
ebrios, hablaban de la generosa bondad de Dios y de la vida de los que se enamoraban de las virtudes,
alimentándose de la honra de Dios y de la salvación de las almas a la mesa de la santísima cruz....

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Quien vive en la celda se alimenta de la sangre (de Cristo) y se une con el sumo y eterno bien
por afecto de amor.
No huye ni rehúsa el trabajo sino que, como verdadero caballero, está en la celda como en el
campo de batalla defendiéndose de los enemigos con el arma del odio y del amor y con el escudo de
la santísima fe.
Nunca vuelve la vista atrás sino que persevera con la esperanza y con la luz de la fe, hasta que
por esa perseverancia recibe la corona de la gloria.
Adquiere la riqueza de las virtudes, pero no las compra en otra tienda que en el conocimiento
de sí misma y de la bondad de Dios en sí.
Por ese conocimiento se hace morador de las celdas espiritual y material, pues de otro modo
nunca lo hubiera logrado.
Por lo cual, considerando yo que no existe otro camino, dije que deseaba veros morador de la
celda del conocimiento de vos y de la bondad de Dios manifestada en vos. Sabed que fuera de la celda
nunca lo adquiriréis..."
La celda interior es el ámbito de encuentro entre Dios y el hombre, donde el alma vive para Dios,
discierne la verdad, crece en el amor, se conoce a sí misma, su pequeñez y miseria y la grandeza del
Creador: “tú -criatura- eres lo que no es, y Yo -Dios- soy el que soy”.

La devoción a la Virgen María

También en Catalina de Siena el amor a María se manifiesta desde temprana edad. Es aún niña
cuando se dirige con gran devoción a María, invocándola con el saludo del ángel.
“A los cinco años, o cerca -nos asegura el beato Raimundo de Capua- había aprendido la
salutación angélica, la repetía con mucha frecuencia e, inspirada por el cielo, como ella misma me
dijo muchas veces en confesión... comenzó a saludar a la santísima Virgen subiendo y bajando por las
escaleras y arrodillándose en cada peldaño”.
“Toda vez y en cualquier sitio que descubría imágenes que representaban a la santa Virgen Reina
del cielo, la saludaba con íntimo y humilde afecto recitando el Ave María”.
María, “concibiendo en sí al Verbo Unigénito Hijo de Dios, llevó y donó el fuego del amor, porque
El mismo es amor”. “Yo quiero -dice Catalina- que aprendáis el amor de aquella madre María, que
por amor de Dios y salvación nuestra nos dio al Hijo, muerto sobre el leño de la santísima cruz”.

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Catalina tiene una inmensa confianza en la santísima Virgen: “Yo sé -dice- que a ti, María, nada
te es denegado”. María “es nuestra abogada, madre de gracia y madre de misericordia”.
Sostenida por María en la vida de consagración a Dios, de ella obtiene asimismo Catalina la
fuerza necesaria para su acción apostólica. Es María misma quien le impulsa a un intenso apostolado,
haciéndole saber que la salvación de muchas personas depende de ella. Es María también quien le
escoge un séquito de discípulos, a los que a su vez Catalina confía a María. En el nombre de María
obtiene varias conversiones. En sus cartas, con frecuencia invita a rogar a María. María es el
instrumento de la voluntad salvífica de Dios.

La Bella Brigata: maternidad espiritual

El mismo Cristo que antes se le aparecía en su celda, se presenta ahora a su puerta y le suplica
que la abra, no para que Él entre, sino para que ella salga. El amor de caridad, le explicó, abarca a
Dios y a los hombres; habría de hacer el camino con los dos pies, volar con las dos alas. Ella sólo atinó
a decir: “He aquí la esclava del Señor”. Su estado de terciaria dominica le permitía llevar la vida
activa que el Señor le encomendaba, abrevándose en el espíritu contemplativo de la gloriosa Orden
que tanto amaba. A partir de entonces comenzó a crecer el círculo de sus allegados. En el grupo de
sus amigos y discípulos había hombres y mujeres, intelectuales, artistas y aristócratas, hombres de
pueblo y humanistas.
Alrededor de su personalidad tan fuerte y auténtica se fue construyendo una verdadera y
auténtica familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven
mujer de elevadísimo nivel de vida, y quizás impresionadas también por los fenómenos místicos a los
que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron
un privilegio ser guiados espiritualmente por Catalina. La llamaban “mamá”, pues como hijos
espirituales tomaban de ella la nutrición del espíritu.
Catalina entendió su vida como una ininterrumpida gestación de almas. “Hasta la muerte quiero
continuar con lágrimas poniendo discípulos en el mundo”, decía. A todos los llamaba sus hijos, sus
hijas: “Hijo os digo y os llamo – escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo
Giovanni Sabatini -, en cuanto que os doy a luz a través de continuas oraciones y deseo en presencia
de Dios, así como una madre da a luz a su hijo".

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Celo apostólico y amor al prójimo

Su vida misma la condujo con toda naturalidad al apostolado. “El amor que se tiene por mí y el
amor del prójimo –le había enseñado el Señor–, son una sola y misma cosa; tanto como me ame el
alma, tanto ama al prójimo”. En estas palabras se condensa y resume la vocación peculiar de esta
gran Santa. El Dios mismo que la había enamorado es el que la enardecía: “No permitas que se debilite
tu deseo, que se apague tu voz. Grita, grita más, para que yo tenga misericordia del mundo”.
Uno de los hechos más conmovedores de su vida es haber acompañado a un joven noble de
Perusa, Niccoló Toldo, en su condena a muerte. Este joven al enterarse de la sentencia, se puso
furioso. Lleno de rebeldía, no se resignaba a su suerte, insultando incluso a los sacerdotes que se le
acercaban. Al saber lo que pasaba, Catalina resolvió visitarlo en la prisión, logrando de él una
conversión total. Así lo cuenta a fray Raimundo:
“Mi visita le dio tanto ánimo y consuelo que se confesó y se preparó muy bien. Me hizo prometer
por amor de Dios que yo estaría a su lado a la hora de la justicia. Y mantuve mi promesa. Por la
mañana, antes de sonar la campana, ya estaba a su lado, de lo que quedó grandemente consolado. Le
llevé a oír misa y recibió la santa Comunión, a la que no se acercaba nunca. Su voluntad era sumisa
y al unísono con la voluntad de Dios. Sólo le quedaba el temor de que careciera de valor en el momento
supremo. Mas la ardiente e inmensa bondad de Dios le sorprendió a él mismo inflamándole con tal
amor y tal deseo de Dios que tenía prisa por ir a él.”
Quédate conmigo, me decía, no me abandones. Así no podré menos de ser bueno; muero
contento.
Como el deseo invadiera mi alma y yo presintiera su temor, le dije: Valor, dulce hermano mío,
pues muy pronto estaremos en las bodas eternas. Irás bañado en la dulce sangre del Hijo de Dios y
con el dulce nombre de Jesús, que no quiero que salga de tu corazón. Yo te esperaré en el lugar de la
justicia.
Lo esperé, pues, en el lugar de la justicia invocando sin cesar la asistencia de María y de Catalina,
virgen y mártir. Entonces se extendió con gran dulzura y yo le tendí el cuello. Inclinada sobre él, le
recordaba la sangre del Cordero. Y él sólo sabía repetir: ¡Jesús! ¡Catalina! Todavía lo estaba repitiendo
cuando recibí en mis manos su cabeza.”

Alma apasionada

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Catalina fue una mujer apasionada, en el mejor sentido de la palabra. Manejaba con señorío las
pasiones, principalmente las del amor y del odio. Nadie amó como Cristo, dice en una de sus cartas,
amó perdidamente a su Padre y a los hombres, y nadie odió como Él, odió sin contemplaciones el
pecado. No se puede amar a Dios sin odiar, automáticamente, lo que le es antagónico.
Tratando del crucifijo en una de sus cartas, luego de decir que es como un libro escrito, en el
que cualquiera, aunque sea ignorante y ciego, puede leer, agrega: “Su primer párrafo es odio y amor:
amor de la gloria del Padre y odio del pecado”.
Catalina insiste, pues, en las dos cosas. No sólo en la necesidad de amar a Dios, según lo hemos
visto reiteradamente, sino también en la obligación de ejercitar nuestra capacidad de odio,
volcándolo sobre la ofensa de Dios. Esta idea reaparece obstinadamente en sus escritos, lo que
muestra que no es incidental, sino que afecta a la sustancia misma de su sistema doctrinal. Será
preciso aborrecer y detestar el pecado, la sensualidad y la mediocridad, experimentar por todo ello
un verdadero odio.

Trabajo por la paz y la unidad

A partir del año 1371 su influjo comenzó a extenderse por doquier, llegando hasta los Papas y
los gobernantes de diversas ciudades o naciones. Santa Catalina fue protagonista de una intensa
actividad de consejo espiritual hacia toda categoría de personas: nobles y hombres políticos, artistas
y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el papa Gregorio XI, que en aquel
periodo residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a volver a Roma. Viajó
mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados:
también por este motivo San Juan Pablo II la quiso declarar Copatrona de Europa: para que el Viejo
Continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando
del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.

El amor al Papa y a la Iglesia

Catalina contemplaba en el Papa al "dulce Cristo en la tierra", a quien se debe afecto filial y
obediencia, porque "quien se muestre desobediente a Cristo, que está en el cielo, no participa del
fruto de la sangre del Hijo de Dios."

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Y, como, anticipándose no sólo a la doctrina, sino incluso al lenguaje del Concilio Vaticano II, la
santa escribe al Papa Urbano VI: "Santísimo Padre: Tened presente la gran urgencia, que os
corresponde a vos y a la santa Iglesia, de conservar este pueblo (Florencia) en la obediencia y en la
reverencia a Vuestra Santidad, dado que sois para nosotros el jefe y el principio de nuestra fe".
Se dirige, además, a cardenales y a muchos obispos y sacerdotes con insistentes exhortaciones,
y no escatima fuertes reproches, haciéndolo siempre con perfecta humildad y con el respeto debido
a su dignidad de ministros de la sangre de Cristo.
Tampoco olvidaba Catalina que era hija de una Orden religiosa de las más gloriosas y activas de
la Iglesia. Así, pues, ella nutre una estima singular por las que llama las "santas religiones", a las
cuales considera como vínculos de unión en el cuerpo místico, constituido por los representantes de
Cristo (según una concepción suya propia) y el cuerpo universal de la religión cristiana, es decir, los
simples fieles. Exige de los religiosos fidelidad a su excelsa vocación por medio del ejercicio generoso
de las virtudes y de la observancia de las reglas respectivas. Tampoco olvida, en su maternal solicitud,
a los laicos, a quienes dirige encendidas y numerosas cartas, pidiéndoles prontitud en la práctica de
las virtudes cristianas y de los deberes del propio estado y una ardiente caridad para con Dios y para
con el prójimo, porque también ellos son miembros vivos del Cuerpo místico; ahora bien, dice la santa
"la Iglesia está fundada en el amor y ella misma es amor".

Espíritu renovador y servicio al bien común

Catalina dirige sus exhortaciones principalmente a los sagrados pastores, indignada con santo
enojo por la pereza de no pocos de ellos, preocupada por su silencio, mientras que la grey a ellos
confiada andaba dispersa y sin dirección. "Ay de mí no puedo callar. Gritemos con cien mil lenguas -
escribe a un alto prelado -. Creo que, por callar, el mundo está corrompido, la esposa de Cristo ha
empalidecido, ha perdido el color, porque le están chupando la propia sangre, es decir, la sangre de
Cristo".
¿Qué entendía ella por renovación y reforma de la Iglesia? No ciertamente la subversión de las
estructuras esenciales, la rebelión contra los pastores, la vía libre a los carismas personales, las
arbitrarias innovaciones del culto y de la disciplina, como algunos querrían en nuestros días. Por el
contrario, Catalina afirma repetidamente que le será devuelta la belleza a la Esposa de Cristo y se
deberá hacer la reforma "no con guerra, sino con paz y tranquilidad, con humildes y continuas
oraciones, sudores y lágrimas de los siervos de Dios". Se trata, por tanto, de una reforma ante todo

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interior y después externa, pero siempre en la comunión y en la obediencia filial a los legítimos
representantes de Cristo.

La Sangre y el Fuego

Catalina gusta recurrir a símbolos impactantes para expresar su vivencia espiritual. Tanto en el
Diálogo como en las cartas, la evocación de la sangre es recurrente. El costado de Cristo, escribe la
Santa, fue el lugar donde se encendió el fuego de la divina caridad. Ya estaba muerto. ¿Qué más
podía dar? Dejó que abrieran su costado para que fluyese la sangre. Siempre que piensa en ello,
Catalina se llena de ternura.

“Mi deseo para con el linaje humano era infinito, y el acto de pasar penas y tormentos era finito.
Por eso quise que vieses el secreto del corazón, enseñándotelo abierto para que comprendieras que
amaba mucho más y que no podía demostrarlo más que por lo finito de la pena”.
“Yo quiero sangre –escribe Catalina–; en la sangre sosiego y sosegará mi alma”. Ella nunca cesa
de verlo así, clavado en la cruz. Se extasía ante ese Cristo que, como dice en el Diálogo, se le ofrece:
gustando la amargura de la hiel, comunica su dulzura; cosido y clavado, nos libera de las ataduras
del pecado; hecho siervo, nos arranca de la servidumbre del demonio; habiendo sido vendido, nos
compra con su sangre; entregándose a la muerte, nos da la vida.
Para Catalina, la Sangre de Cristo es el símbolo más expresivo del designio salvífico de Dios
sobre el hombre, la síntesis misma de la obra redentora, no como acontecimiento histórico ya
consumado, sino como hecho vivo, en vías de realización.
La sangre muestra su fuerza sobre todo en los sacramentos. La gracia del Bautismo, que nos
llega a través del agua, encuentra su fuente en el Corazón de Jesús que, atravesado por lanza, derramó
y sigue siempre derramando agua y sangre, preñadas de poder. Esta sangre, nos dice en el Diálogo,
es la misma que el sacerdote deja caer en el semblante del alma cuando da la absolución.
Resulta notable advertir cómo algunas prácticas sacramentales, que entre nosotros se vuelven
fácilmente rutinarias, quedan transfiguradas cuando la Santa se refiere a ellas con su verbo inefable.
Que la absolución haga deslizar la sangre por el rostro del alma, es una expresión tan precisa como
exquisita. Pero sobre todo esa sangre nos llega por la Eucaristía, manjar y bebida inenarrables que
Dios nos ofrece en nuestra peregrinación hacia el cielo “para que no perdáis la memoria del beneficio
de la sangre derramada por vosotros con tanto fuego de amor”.

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En diversas ocasiones junta Catalina la sangre con el fuego. “La sangre de Cristo no existe nunca
sin fuego”. Lo que Catalina quería señalar al vincular tan estrechamente la sangre con el fuego es
que aquella gloriosa sangre de Cristo era una sangre hirviente, hervorosa, sangre ígnea. “Sus llagas
dulcísimas – escribe en una carta– vertieron sangre mezclada con fuego, porque con fuego de amor
fue derramada”. Catalina lo expresa a su modo, en otra de sus cartas: “Es bien cierto que la sangre
arde de amor y que el Espíritu Santo es este fuego, porque el amor fue la mano que hirió al Hijo de
Dios y le hizo derramar sangre. Y ambos se juntaron entre sí y fue tan perfecta esta unión que
nosotros no podemos tener fuego sin sangre, ni sangre sin fuego”.
La sangre y el fuego son los dos términos en que se resume el mensaje que Catalina trajo al
mundo. La salvación consiste en bañarse en la sangre, en beber la sangre, por una parte, pero por
otra, en dejarse consumir en las llamas. El fuego va extinguiendo todo lo remanente del hombre viejo,
hasta que llegamos a identificarnos con Cristo, a hacernos uno con el fuego. No en vano el Señor
anunció que había venido a traer fuego a la tierra. Catalina le hace decir: “Yo soy el fuego y vosotros
las chispas”. Pero el fuego no sólo extingue, sino que también enardece. Cuando el fuego de Dios se
enciende en nosotros, le escribe a un amigo dominico, nuestra alma arde como un brasero. El fuego
tiende siempre a elevarse a su principio, y por eso va encumbrando al alma, evitando que permanezca
sumergida en el conocimiento de sus propias miserias.
En este contexto cobra todo su sentido lo que Catalina dijo de sí misma: Mi naturaleza es fuego.
“En tu naturaleza, eterno Dios, reconozco mi propia naturaleza; y ¿qué es mi naturaleza? Mi
naturaleza es fuego”. Por eso resonó con tanta fuerza, en medio de una sociedad tibia y aburguesada,
el grito de la Santa: “¡Un poco de fuego, basta de ungüentos!”.

La misericordia divina

Catalina penetró como pocos en los abismos de la bondad de Dios.


“¡Oh inefable y dulcísima Caridad! ¿Quién no se inflamará ante tanto amor? ¿Qué corazón
resistirá sin desfallecer? Diríase, oh Abismo de caridad, que pierdes la cordura por tus criaturas,
como si no pudieras vivir sin ellas, siendo nuestro Dios... Tú, que eres la vida, fuente de toda vida y
sin la cual todo muere, ¿por qué, pues, estás tan loco de amor? ¿Por qué te apasionas con tu criatura,
siendo ella tu complacencia y delicias?”.
La Locura de Dios. Catalina no acaba de admirarse viendo cómo Dios no nos creó por ningún
otro motivo que no fuese el fuego gratuito de su caridad. Conocía, por cierto, las iniquidades que

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íbamos a cometer, pero “tú hiciste como si no lo vieras, antes fijaste la mirada en la belleza de tu
criatura, de la que tú, como loco y ebrio de amor, te enamoraste, y por amor la sacaste de ti, dándole
el ser a imagen y semejanza tuya”.
Nuestro Dios es un Dios loco, loco de amor. ¿Acaso precisaba de nosotros? Él es la vida
indeficiente y de nada necesita. Con todo, se comporta como si no pudiese vivir sin nosotros. Ya esto
parecía excesivo. Pero la locura de Dios no se clausura en la creación. Quedaba todavía por realizar
la Encarnación del Verbo.
“¿Cómo has enloquecido de esta manera? Te enamoraste de tu hechura, te complaciste y te
deleitaste con ella en ti mismo, y quedaste ebrio de su salud. Ella te huye, y tú la vas buscando. Ella
se aleja, y tú te acercas. Ya más cerca no podías llegar al vestirte de su humanidad. Y yo ¿qué diré?
Gritaré como Jeremías: ¡Ah, ah! (Jer 1, 6). No sé decir otra cosa; porque la lengua, finita, no puede
expresar el afecto del alma que te desea infinitamente... ¿Qué viste? Vi los arcanos de Dios. Pero
¿qué digo? Nada puedo decir, porque los sentidos son torpes. Diré solamente que mi alma ha gustado
y ha visto el abismo de la suma y eterna Providencia”.
La misericordia de Dios, tal como la ha ejercido, está en el telón de fondo de esta locura
ininterrumpida. Se ha dicho que el mejor título que le convendría al Diálogo sería: «Libro de la
misericordia». Porque todo su contenido se resume en las palabras: “Quiero hacer misericordia al
mundo”. Así le canta Catalina:
“¡Oh misericordia que procede de tu Divinidad, Padre eterno, y que gobierna por tu poder el
mundo entero! Por tu misericordia hemos sido creados, por tu misericordia hemos sido recreados en
la sangre de tu Hijo; tu misericordia nos conserva; tu misericordia ha puesto a tu Hijo en agonía y le
ha abandonado sobre el leño de la cruz... ¡Oh loco de amor! ¿No era bastante haberte encarnado, sino
que, además has querido morir... y tu misericordia ha hecho más todavía: te has quedado como
alimento. ¡Oh misericordia! ¡Mi corazón se hace todo fuego pensando en ti! De cualquier lado que mi
espíritu se vuelva y se revuelva no encuentra sino misericordia...”

Amor y entrega a Jesús

Su vida oculta, de incesante crecimiento espiritual, culminó al cumplir los veinte años, donde
celebró sus bodas con Cristo. En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina,
la Virgen la presentó a Jesús, que le dio un espléndido anillo, diciéndole: "Yo, tu Creador y Salvador,
te desposo en la fe, que conservarás siempre pura hasta cuando celebres conmigo en el cielo tus

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bodas eternas”. Ese anillo le era visible solo a ella. En este episodio extraordinario advertimos el
centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo
es para ella como el esposo, con el que hay una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad; es
el bien amado sobre cualquier otro bien.
Comienza así el período místico de su vida espiritual. Catalina gustaba repetir con frecuencia
las palabras del Salmista: “Crea en mí, Señor, un corazón puro”, suplicándole que le quitase su propio
corazón y le diese el suyo en cambio. Al año siguiente de su desposorio con Cristo, sintió que el Señor
se le hacía presente, le tomaba su corazón y lo llevaba consigo. Según Raimundo de Capua, que
transmite las confidencias recibidas de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano
rojo resplandeciente en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: “Queridísima hija, como el
otro día tomé el corazón tuyo que me ofrecías, he aquí que ahora te doy el mío, y de ahora en adelante
estará en el lugar que ocupaba el tuyo.” Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo,
“...no vivo yo, sino que Cristo vive en mi" (Gal 2,20).
No contenta con haber desarrollado un intenso y vastísimo magisterio de verdad y bondad con
su palabra y sus escritos, Catalina, quiso sellarlos con la ofrenda final de su vida al Cuerpo místico
de Cristo, que es la Iglesia, en la edad todavía joven de treinta y tres años. Desde su lecho de muerte,
rodeada de sus fieles discípulos en una celda junto a la Iglesia de Santa María sopra Minerva, en
Roma, dirigió al Señor esta conmovedora oración, verdadero testamento de fe y de agradecido y
ardiente amor:
"Dios eterno, recibe el sacrificio de mi vida a favor del Cuerpo místico de la santa Iglesia. No
tengo otra cosa que darte si no es lo que tú me has dado a mí. Toma mi corazón y estrújalo sobre la
faz de esta esposa."

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