Starmank
Starmank
Starmank
Aomame
Oxígeno
Estoy en el fondo del mar. En lo más profundo del océano. Puedo respirar perfectamente y no
me resulta extraño. Es más, no me resulta extraño porque no sé si soy una joven de dieciocho
años o si, por el contrario, soy un calamar, una pequeña estrella de mar o un pez abisal con un
apéndice luminoso sobre mi cabeza. No tengo ni idea de lo que soy en ese momento, ni me
importa.
De pronto, tras un pequeño promontorio burbujeante repleto de fumarolas, aparece un joven de
hirsuto pelo negro recogido en una abultada coleta. Al igual que yo, parece respirar
perfectamente dentro del agua.
Cuando llega a mi altura me acerca el cigarrillo que sostiene entre los dedos y yo niego con la
cabeza. «No sé fumar», le digo. El joven se encoge de hombros y me responde: «Tú misma, pero
te vas a morir de todas maneras». Se da la vuelta y se aleja con su cigarro encendido dentro del
agua dando pequeños saltos, como un astronauta del Apolo XI en la superficie lunar.
En ese momento, tomo conciencia de que soy una persona, una persona que debe respirar
oxígeno en la superficie. Inmediatamente después, litros y litros de agua helada penetran en mis
pulmones.
Presa del pánico, intento respirar, pero, cuanto más lo intento, más agua voy tragando. A una
bocanada le sucede otra, y otra más.
Mientras intento ascender en busca de aire moviendo enérgicamente los brazos y las piernas,
me doy cuenta de que no lo voy a conseguir. No diviso la superficie por encima de mí. Me doy
cuenta de que me ahogo.
A mi alrededor empiezan a agolparse multitud de sonrientes personas que, procedentes de aquel
promontorio burbujeante, no paran de observarme. Comienzan a cuchichear entre sí y me
envuelven en una espiral ascendente hacia la superficie sin parar de reír, mientras yo me ahogo
intentando acompañarlas. En un acto desesperado por sobrevivir intento agarrar las piernas de
una de esas personas que se ríen de mí, pero, con un gesto de desprecio, me golpea y retrocedo
sin fuerzas.
Finalmente, dejo de luchar, volviéndome inmóvil y pesada como el plomo. Mi cuerpo va cayendo
de espaldas lentamente hacia el fondo frío y oscuro, mientras continúo escuchando sus risas y
los observo ascender cogidos de las manos y girando sin parar.
Lo último que veo antes de cerrar definitivamente los ojos, es una niña pequeña diciéndome
adiós con una mano mientras su madre le tira del otro brazo.
Pipipipí, pipipipí, pipipipí….
«¡Joder!», me dije sobresaltada, alargando la mano sobre la mesita. Tras varios e infructuosos
intentos, conseguí dar con el redondo botón home de mi descatalogado iPhone 8 y parar el
estridente sonido programado la noche anterior.
Con la asquerosa sensación de ahogamiento aún nítida, realicé una profunda y prolongada
inspiración saboreando todas y cada una de las pequeñas moléculas de oxígeno. «¡Joder y
joder!», volví a repetirme apretando la almohada contra mi cara.
Justo en ese momento, los pequeños duendecillos que guían mi consciencia activaron sus
engranajes haciendo resonar, esta vez dentro de mí, esas machaconas estrofas.
Poco a poco recuperé la normal cadencia de mi respiración mientras intentaba olvidar el reciente
sueño de mierda.
1
El sol y la felicidad
«Sal solecito
caliéntame un poquito
por hoy y por mañana
y por toda la semana…».
Ignoro el porqué, pero todas las mañanas, en cuanto la alarma del móvil suena, me acuerdo de
esa pegadiza y absurda canción que entonábamos en el primer curso de Infantil. Cosas de la
impronta y la memoria, supongo. Eso, y que mi madre me la cantaba para intentar que me
levantara de la cama sin tener que zarandearme.
Fuera, los primeros ruidos del camión de la limpieza se derramaban sobre la monocroma piel de
aquella ciudad de los cuentos.
Como un zombi en The Walking Dead, me dirigí a la ducha, me desnudé dejando caer el pijama
en cualquier sitio y, tanteando, abrí el grifo del agua caliente. Esperé congelada a que el termo
eléctrico hiciera su trabajo y calentara el agua. Al cerrar la mampara, apoyé las manos sobre el
vetusto alicatado de baldosas blancas, dejando caer el agua caliente sobre mi cabeza.
Sentir el agua caliente deslizarse sobre tu espalda mientras va cayendo por tus hombros, es la
sensación más placentera del mundo. Por lo menos, de mi simple y minúsculo mundo.
Cuando pasaron unos minutos y el agua empezó a perder temperatura, aquella canción infantil
dejó de sonar en mi cabeza y, de pronto, volví a tener dieciocho años.
Una vez fuera de la ducha, no pude evitar pensar en el surrealista y angustioso sueño.
¿Fumar en el fondo del mar? ¿En serio? ¿Quién coño fuma en el fondo del mar?
Lo que más me molestó no fue la vívida y angustiosa sensación de ahogamiento, no. Lo que más
me irritó fueron las risas de esos idiotas mientras me ahogaba. Aún podía escucharlas. ¿Por no
saber fumar? Y, sobre todo, lo que más me mortificaba era mi estúpida respuesta: «No sé fumar».
¿Por qué dije eso? ¿Por qué no dije simplemente no, no fumo? Lo de mantener un cigarro
encendido en el agua, me hizo cerrar los ojos y mover la cabeza con un gesto de negación.
Intenté recordar cómo sonaban las risas en el fondo del mar, pero no lo conseguí. De hecho, otra
inquietud me vino a la mente: ¿Se pueden escuchar las risas en el fondo del mar?, ¿cómo se
propagan las risas dentro del agua?
Odio las incongruencias oníricas. Odio ser imbécil hasta en los sueños.
Finalmente, tomé la determinación de olvidarme de aquello y, con una sonora exhalación, me
dirigí a la habitación.
Al tomar conciencia del nuevo día que se vislumbraba a través de la ventana, me dije que lo
único que quería era apagar el maldito sol; que no saliera y que no calentase nunca más. Ni hoy,
ni mañana, ni ninguna semana. Que se congelara el mundo, como en la peli de «Inteligencia
Artificial» y que, tres mil años después, me descongelasen unos extraterrestres para que pudiera
revivir el mejor día de mi vida.
Pero eso, por desgracia, no sucedería; así que, tras vestirme apresurada y descuidadamente, me
recogí el pelo en mi sempiterno moño, me metí en la boca la pastilla bucodispersable de
fluoxetina —para que el mundo me pareciera menos asqueroso—, me colgué la mochila al
hombro y por último abrí la puerta sosteniendo unos segundos el pomo con mi mano, mientras
pensaba: «A por otro día de mierda en este mundo de mierda», antes de cerrar tras de mí.
2
Un señor maravilloso y los comedores de serpientes
3
amas de casa y cinco jubilados mucho más curtidos que yo en la batalla de comprar tras un
mostrador, en plena hora punta.
Cuando voy a abrir la boca, por alguna ignota razón, siempre se me adelantan con una sonrisa
burlona entre sus labios. Es como si supieran de antemano cuándo y ante quién se pueden
adelantar. Y mira que lo intento, pero siempre he terminado sin cruasán y con la eterna sensación
de no valer para nada en este mundo. Y si encima, quien te humilla de semejante manera es
alguien joven como tú —o peor, un niño— apaga y vámonos.
Si no fuera por los grandes e impersonales supermercados donde es tan sencillo entrar, coger lo
que quieres, pagarlo y salir por la puerta sin pronunciar una sola palabra, creo que moriría de la
más pura y absoluta inanición.
No lo sé. Igual es un rasgo atávico y adaptativo de la especie humana y por eso estoy condenada
a extinguirme; sin novio, sin amigos. Completamente sola. O puede que tenga algún locus
cromosómico por ahí jodido o traslocado. A saber.
El caso es que todas esas personas de la panadería me recuerdan a los ridículos participantes del
reality show de la televisión de pago. Ese absurdo programa donde salen en pelotas una serie de
personas intentando sobrevivir en medio de un desierto o perdidos en la jungla.
Un día cazan un ratón y otro día se comen una serpiente tras dos días de asedio y planificación
para no morirse de hambre. «Mmm, esta serpiente es lo mejor que he comido en mi vida. ¡Y la
he cazado con mis propias manos; así, zas!», exclamaba un participante con un bolso de tela
estratégicamente colocado sobre sus colgantes gónadas. Mientras daba pequeños mordiscos a
una tira carbonizada y retorcida, su compañera de programa aparecía recogiendo leña con el
mismo bolso tapando la entrepierna y con las tetas pixeladas.
Con esas absurdas cavilaciones que me ayudan a darme cuerda cada día, continué mi camino
calle abajo. Eché una ojeada al iPhone sacándolo de mi bolsillo; la pantalla me dijo que eran las
ocho en punto de la mañana. «Tengo tiempo de sobra» —me dije—. Saqué los AirPods de su
funda y me los coloqué en los oídos. Con dos ligeros toques sobre el auricular derecho de
inmediato comenzó a sonar Manic Monday, una bonita canción de lunes para escabullirme del
mundo que me rodeaba.
Por cierto, tengo que agradecer a mi profesor de Inglés y sus excéntricos ejercicios de
traducción, el descubrimiento de toda esa música —aunque no me haya servido para aprobar el
examen en la PEvAU—. Los grupos y cantantes de ahora… no los entiendo. Por no entender, no
entiendo ni lo que cantan. Lo he intentado, pero nada. Sólo capto una retahíla de murmullos
ininteligibles que hasta un moribundo en su lecho muerte pronunciaría mejor. A los que nos
proponía el profesor por lo menos los podía traducir.
A veces pienso que soy una anciana encerrada en un cuerpo adolescente, o que he nacido en una
época equivocada. No lo sé. Soy muy rara.
Una vez, al abrir uno de esos libros que siempre estaban rodando por casa —creo recordar que se
titulaba Fahrenheit 451— leí en la contraportada algo así como: «Si te dan papel pautado, dale
la vuelta y escribe por el otro lado». Aunque en ese momento no supe ni lo que era el papel
pautado, me gustó la frase e inmediatamente intuí que aquello me concernía.
Se podría decir que la música que escuchaba, para mí, es el otro lado —y yo soy la que siempre
le da la vuelta a todo—.
Con la mañana despuntando, me cobijé entre mis hombros acentuando la cifosis postural que
tanto odia mi madre —«¡Ponte recta, mira cómo van MM y MV, que parece que les han metido
un palo por el culo!»—, y tras un prolongado suspiro avancé hacia el final de la calle, mientras
la canción me iba diciendo que ese día era sólo otro lunes maníaco.
4
Ojalá fuera domingo, porque los domingos puedo leer toda la mañana tumbada en la cama,
escuchar música y mirar por la ventana. Los domingos puedo hacer un montón de cosas. Pero
sólo era otro lunes maníaco...
Natación nocturna
Imagino que de tanto desear, al final, algunos deseos se cumplen. Al fin y al cabo, estaba en la
ciudad de los cuentos — y de los ríos—. Una ciudad de tres ríos visibles y un cuarto invisible, el
río más triste y olvidado del mundo. Un río intubado, como un desahuciado en la camilla de un
hospital. Un río con nombre, pero sin agua. Un río que no es río. Un río enterrado.
Estaba en la ciudad del imponente palacio rojo y del gélido hálito de las cumbres nevadas.
Es curiosa la rapidez con la que puede alguien adaptarse a esa ciudad.
En tan solo cuatro, pero duros meses, tenía la sensación de llevar toda una vida. Igual tiene algo
que ver que en cuanto abandonaba alguna de sus grandes avenidas y me adentraba en cualquiera
de sus calles, me parecía estar pasando por delante de la casa de José el Carabronce camino al
instituto o frente a los edificios de la carretera del pueblo, aquellos donde vivían los que podían
pagarse una bañera con asas, como decía la abuela. Por no hablar de sus innumerables cuestas
que me recordaban las largas y pronunciadas calles del pueblo. Lo que más me costó fue
adaptarme a vivir sola, por eso me consolaba dando largos paseos.
A mediados de verano, y tras varias visitas en coche recorriendo todos aquellos espacios que tan
cotidianos me serían posteriormente, mis padres me llevaron al minúsculo apartamento de
alquiler y, con dos besos, me dejaron allí sola mirando las paredes y preguntándome cuánto
tiempo aguantaría en aquel cuchitril. Orienté el ventilador a fin de refrescarme y me situé a un
palmo de él. Cerré los ojos y dejé que el caliente aire removido de la canícula incidiera sobre mi
sudorosa cara, aliviándome más bien poco.
¿Cómo aquella gélida ciudad en invierno podía ser tan calurosa en verano?
5
Pasear por sus calles en verano era algo así como tener sexo sobre unas puntiagudas rocas de
acantilado en una bonita playa… Gustar, lo que es gustar, gusta, pero pincha, y no sabes si parar
o seguir avanzando. Así era esa ciudad en verano.
Y es que cuando una lleva dieciocho años viviendo en un pueblo lejos de todo y cerca de nada,
que te dejen sola de golpe y porrazo en una ciudad como aquella, hace que te cueste lo suyo
adaptarte. Y si encima esa una es de por sí extremadamente callada, poco hábil socialmente y sin
amigos, la adaptación se convierte en una especie de habituación al dolor.
El proceso consistía en aguantar, esperar y confiar, doliese lo que doliese.
Aquel primer día me lo pasé tumbada en la cama con los AirPods escuchando música sin parar
con los ojos cerrados. No recuerdo haber escuchado tanta música en mi vida.
Para cuando mis oídos quedaron insensibilizados para continuar escuchando música y me quité
los AirPods, el silencio y la oscuridad inundaban la habitación y las calles de la ciudad.
Esa oscuridad no era una oscuridad conocida. Era algo totalmente nuevo para mí.
No era como toda oscuridad que, si te fijas bien, tiene minúsculas partículas de polvo blanco que
hace que sea menos oscura. La oscuridad con esperanza, como decía mi abuela. «Cierra los ojos
y apriétalos bien fuerte, ¿ves todo negro ya? Pues ahora fíjate que no es tan negro. No los abras
y fíjate bien, verás que tiene como caspa, ¿verdad? Eso es el polvo de la esperanza, y está sobre
todas las cosas negras y oscuras»
Activé la pantalla del iPhone para iluminar un poco la estancia, pero paradójicamente, lo único
que conseguí es percibir con más claridad la inmensa oscuridad que me rodeaba. Allí no había
nada de esperanza.
Esa oscuridad era la oscuridad más negra y profunda del universo. Un campo tan profundo y
oscuro, que ni el James Webb con sus lentes sería capaz de desentrañar.
Aquella primera noche también lloré. No recuerdo haber llorado tanto en mi vida.
De haber juntado todas mis lágrimas y haberlas vertido al río que pasaba encajonado entre las
dos aceras de la calle, se habría convertido en el río más salado y denso del mundo.
Los borrachos que cayeran de madrugada asomándose a la barandilla del puente de piedra ya no
se hundirían y hasta las almas de los suicidas atrapadas en el negro fondo saldrían a flote para
ascender a su añorado cielo. Eso sí, sería un río sin vida, un río muerto.
Y todo por mis lágrimas. A fin de cuentas, llorar tiene su utilidad. ¿Quién dijo que no vale para
nada?
Me tapé la cabeza con la sábana pese al calor y continué llorando.
Aquella calurosa noche nadé en las aguas del sudor y de mis propias lágrimas. Nadé recordando
aquel anochecer suspirando por la luna y pensé en lo pronto que llegaría septiembre.
Mientras nadaba, dos lunas brillaban sobre mí, pero sólo una de las dos giraba alrededor del sol.
Finalmente, me quedé dormida recordando esa preciosa y sencilla canción de R.E.M.,
«Nightswimming», sonando en mi cabeza una y otra vez, arrullándome en una tranquila y plácida
noche de verano.
Nadar de noche, en todo caso, merece una noche tranquila…
6
Pétalos de seda
A cien kilómetros de mí, mamá estaría a punto de levantarse para irse a trabajar mucho antes de
que yo me despertara. Cerraría con cuidado la vieja puerta partida de madera de la casa del
abuelo procurando no hacer ruido y bajaría la larga cuesta de escalones asimétricos de hormigón
hacia la parada del autobús.
Pasaría por la puerta de Mario, el de las pinturas, con su gran arco de entrada y sus escalones
salvando el desnivel de la calle —allí todo tiene desnivel—, por la casa de Isabel la Lañera
viniéndose abajo por el mazo constante del tiempo y el olvido y frente a la casa del Inglés con su
puerta azul y su pequeño cartel que nadie en el pueblo entendía «A Beatles fan live here» y que
tanta intriga despertó. De sus habitantes tan solo quedaba ya el nombre transferido a sus casas,
erigidas ahora en símbolos funerarios de un antiguo pueblo que, como sus fachadas, se
descascarillaba poco a poco.
Finalmente, al terminar de recorrer la calle de los muertos, pasaría frente a la escuela-hogar de
las monjas y su alta fachada de pequeñas ventanas sin alféizar, hasta llegar a la carretera
principal y reunirse con sus somnolientas compañeras a la espera del autobús.
Lo de «principal» en este caso está de más porque, carretera, lo que se dice carretera, sólo hay
esa. No obstante, la gente del pueblo siempre le decía «la carretera principal». Era una manera
de no desprestigiar a las demás calles, aunque por ellas solo cupiera un mulo con un par de
cestas—sí, todavía— o uno de los pequeños volquetes de Celestino.
Por mucho que lo nieguen, la carretera siempre ha sido la zona de los ricos —y cuando salió la
rambla, la zona de los muertos—.
Tan estrechas eran las calles y las cuestas, que una vez, por la calle que sube a la ermita frente a
la escuela, se metió una furgoneta de reparto y en la misma puerta de la ermita la tuvieron que
sacar entre los municipales y Matías el de la ferralla, que tuvo que acudir con la radial. Se
conoce que al hombre lo llevó el GPS y se confió.
Ese día fue todo un espectáculo para el pueblo. Nadie se explicaba cómo fue capaz de pasar por
la puerta de María la Venena aquel monstruo de cuatro ruedas; un lugar por donde incluso los
pequeños volquetes de Celestino pasaban raspando. Tres horas tardaron en sacarlo entre los
sudores del conductor y la algarabía de todos. Eso sí, las buganvillas de María las esparció por
toda la calle hasta los mismos pies del santo.
Tal fue el destrozo, que Juanico el Chocho tuvo que limpiar dos días seguidos las florecillas
moradas que se volaban con la escoba.
Hubo en esos días en toda la escuela, como mariposillas que se revoloteaban en cuanto te
acercabas y, aunque bonito de ver, se ve que molestaba algo; que no paraban los maestros de
quejarse de que así era imposible dar la clase con tan poca atención.
Hasta don Manuel, el cura, se contagió de aquella fiebre por los pequeños pétalos de seda y
cuando llegó a la puerta de la ermita y vio las florecillas arremolinadas, fue en busca de Juanico
a pedirle el favor de que, al recogerlas por toda la calle, no las depositara en el contenedor de
más abajo, sino que a ser posible las juntara y las echara a los pies del santo, que aquello
quedaría bonito y le daría un poco más de vida y de color.
A la mañana siguiente, con la luna aún brillando por encima del cerro, el Chocho se puso su
chaqueta del ayuntamiento tres tallas más grande, cogió el pesado cepillo de madera y el
recogedor de chapa y tirando de la carretilla se dirigió a la ermita. «¡Juanico, pareces un
municipal con la chaqueta esa que “tan dao”, que hasta brilla por la noche!», escuchó tras de
sí, pero acostumbrado como estaba a las chanzas de la gente, ignoró el comentario y siguió la
marcha estrangulando los asideros de la carretilla con fuerza. Para cuando llegó, el reloj de la
iglesia dio las seis en punto. Recorriendo toda la calle bajo la luz de la única farola que estaba
7
situada frente la casa de la Venena, fue recogiendo todas las flores que pudo dejando atrás
aquellas que se volaban y las fue metiendo en la carretilla.
Al llegar al escondido balate de piedra que separaba la ermita de la escuela, advirtió, aunque con
poca luz, que por el suelo quedaban desparramados un buen número de pétalos y pensó que con
eso llenaría el carro, así que los recogió con el cepillo, los juntó con los demás en la carretilla y,
tal y como le dijo don Manuel, los depositó a los pies del santo.
Era tan grande el montón de aquellas flores y tal la emoción de Juanico por el encargo recibido,
que decidió esparcir unas cuantas por encima de la capa satinada del santo para hacer la estampa
más bonita aún. Hundió el recogedor en la carretilla y con un solo movimiento las arrojó por
encima de los hombros de la sagrada figura.
Con la satisfacción del trabajo realizado, se frotó las manos y recogiendo sus utensilios de
limpieza, emprendió la bajada con las primeras luces del alba.
Cuando a media mañana, estando limpiando la entrada del campo de fútbol, vio acercarse a don
Manuel a grandes zancadas, seguido de la sacristana que lo señalaba con el brazo estirado y el
dedo más tieso que un trozo de palo, se dijo que aquello no pintaba nada bien.
Cuando llegaron a su altura, la sacristana se santiguó y don Manuel se dirigió a él con la cara
compungida. «¡Pero qué has hecho, desgraciado, al santo patrón, a la santa figura del santo
patrón! Anda y quítale todo eso de encima, ¡ah, y lo limpias bien limpio de toda esa
asquerosidad que le has echado! Anda, deja todo esto aquí y tira». Se dieron la vuelta cura y
sacristana y se retiraron por la carretera dejando al pobre Juanico el Chocho sin entender
absolutamente nada.
Conforme se fue acercando por la cuestecilla a la ermita y ya con la fuerte luz del día, la visión
se le aclaró y pudo observar que sobre la figura, repartidos por el manto de flores moradas,
brillaban como colgajos que se le antojó pequeños calamares alargados, de esos que vendía Toñi
la pescadera colocados sobre una bandeja de hielo. Sin embargo, cuando lo tuvo delante, advirtió
lo que en verdad era aquello. Se golpeó la desnuda cabeza tres veces con el puño cerrado y
exclamó: «¡La madre que me “parió parío”!» Echó mano al bolsillo y cogió los finos guantes
azules de plástico que casi nunca se ponía, «para esto los necesitaré» se dijo, y empezó a retirar
con dos dedos cada uno de los preservativos que colgaban como obscenas ofrendas entre flor y
flor por toda la figura del santo. «Esto ha sido del balate de detrás. Me cago en los putos zagales
de mierda y en mi puta vida. Anda que el sitio para venir a revolcarse…»
Después de aquello, don Manuel fue a hablar con la alcaldesa y Juanico el Chocho ya nunca más
subió a limpiar. Ahora sólo se queda por la zona baja del pueblo, la de los ricos, gente con bañera
con asas e inodoros en alto. Ahora, por las cuestas, se va turnando, cada quince días, la gente del
paro agrícola que contrata la diputación y el ayuntamiento.
Aquel año en el pueblo fue el año de las flores, del sacrilegio y el último en el que cantamos
aquella horrible canción del sal solecito. Ese año aún sonreía y hasta me llamaban para las
fiestas de cumpleaños.
Aún conservo en el iPhone las fotografías. Abro la App de fotos y observo extrañada mi cara de
felicidad abrazándome a P Y J, con un cucurucho en la cabeza. Al detenerme en mi amplia
sonrisa con la boca llena de tarta, pienso en lo rápido que se puede joder todo de un día para
otro. Hoy estamos cantando una canción de acción de gracias al sol por salir todos los días por el
este, y al día siguiente, con cinco años, vas a urgencias con una fiebre del copón, te ponen una
8
vía en tu pequeño brazo y le dan a tus padres un puto diagnóstico ininteligible que te jode la vida
para siempre.
Quién me iba a decir que quince años después, tras toda una infancia y toda una adolescencia,
esa foto sería la única imagen de mi vida en la que se me puede ver junto a alguien que no sean
ni mis padres ni ningún otro familiar. Pero las cosas vienen como vienen y Dios es Dios.
Por cierto, ¿habéis escuchado eso de que Dios aprieta pero no ahoga? Pues es mentira. Una puta
y asquerosa mentira de alguien al que nunca le apretó Dios el pescuezo. Porque Dios, cuando te
coge, te coge bien y te aprieta hasta darte pasaporte. Te ahoga y bien ahogado. Como mi tía
ahogó a los gatillos recién nacidos en el cubo de agua cuando la gata le fue a parir encima del
juego nuevo de sábanas blancas. «Pobrecitos, hacían por salir asomando la cabeza y yo dándole
con el palo del cepillo para dentro, pero es que me dio mala leche», me dice contándome la
historia de hace años mientras yo rezo para que no se me note que tengo ganas de saltar sobre
ella y agarrarla del cuello —como Dios—.
Dios te coge del cuello con ambas manos y va apretando más y más fuerte hasta que te falta el
aire. Y te coge por delante, nada de por la espalda, no. Se pone delante de ti mirándote fijamente
a los ojos y mientras te aprieta poco a poco con sus manazas de Dios, va aumentando su fuerza
hasta el momento en que ya no puedes más y abres la boca como un pez fuera del agua en busca
de un poco de oxígeno, entonces se recrea en tu sufrimiento y sonríe. Escucha el «clac» de tu
tráquea, te suelta y deja caer tu inerte cabeza de idiota como si fuera la cabeza de un muñeco de
trapo. Después, se frota las manos, chasquea la lengua y dice: «Mala suerte, es lo que tienen las
manzanas, las serpientes y los paraísos».
Pero lo peor no es eso, lo peor es que como el que te ha apretado hasta ahogarte con fruición es
Dios —¿acaso lo habías olvidado?— te levanta la cabeza y con un beso te devuelve a la vida
para volver a empezar de nuevo todo el proceso. Así una y otra vez hasta que decide que ya no le
vales para nada y te hace el favor de mandarte al ascensor del fondo del pasillo a la derecha. El
ascensor que sólo sube.
Me imagino a Dios en los albores de la creación, allá arriba todo aburrido. No hay tiempo, no
hay nada. Sólo Dios y su eterno —y a la vez reciente— aburrimiento. Entonces se le ocurre que,
ante semejante aburrimiento atemporal, podría crear el tiempo y el espacio y colocar a unos
pobres idiotas que se movieran por aquí y por allá chocando unos contra otros todo el rato, como
esos robots aspiradores tan inteligentes que recogen toda la mierda del suelo y van chocando por
todos lados.
Me lo imagino sentado con una bolsa de palomitas, observando el tequemaneje de su creación y
sorprendiéndose de sus actos. Porque esa es otra, Dios todo lo sabe, y como se anticipa a todo, se
aburre. Así que insufla libre albedrío —que es algo así como la famosa IA de ahora— a los
tontos de ahí abajo para ver cómo le sorprenden… «A ver este qué le hace al otro… ¡Hostias,
qué cabrón el otro, lo que le ha hecho!… ¡Madre mía, la hiena de ahí abajo se ha comido viva a
la cebra empezando por las tripas y ni se ha enterado hasta que le ha arrancado el corazón! …»
El entretenimiento de Dios en el aburrido cielo. Su YouTube particular.
Y pienso que Dios me mantiene aquí para partirse constantemente la caja conmigo y con las
cosas que me pasan. A fin de cuentas, un tal Darwin intuyó que algo así pasaba sin saber quién
fue el inventor del tinglado.
El tiempo es lo que ha inventado Dios para hacer que las cosas pasen una y otra vez. Sólo eso.
9
Triste tarta de manzana
El gran crupier desenrolló el tapete verde sobre la blanca superficie de mármol y lanzó
suavemente los dados sobre él. Con la misma delicadeza los recogió. No apuntó nada, no le
hacía falta. El gran crupier jamás olvida el resultado de una partida. Entrelazó los dedos de
ambas manos y estirándolas hizo crujir sus nudillos con un fuerte chasquido.
«Empezaremos con esto», se dijo.
Abajo, como resultado, un frío e inexpresivo médico en una habitación de hospital abría la boca
para pronunciar una de esas cosas que sólo los médicos fríos e inexpresivos saben pronunciar:
«Neutropenia idiopática crónica severa autoinmune de carácter endógeno, con afectación
celular hematopoyética pluripotente… Es raro que se mezclen estas dos cosas a la vez, pero de
vez en cuando estas cosas pasan» se limitó a decir sin levantar la mirada del folio que tenía ante
sí. «¿Qué dos cosas?», fue todo lo que acertó a preguntar mi padre antes de que mamá se
desplomará sobre el sillón.
Prácticamente, lo que significaba aquello es que me había quedado sin defensas porque ellas
mismas luchaban entre sí en una especie de guerra civil, pero sin bandos. Y por si fuera poco, mi
médula se limitaba a producir unos pocos soldados nuevos cada día.
De unos siete mil soldados por gota de sangre que debía tener, me quedaban menos de cien; y
claro, los malos campaban a sus anchas dentro de mí, como en una manifestación descontrolada,
y la fiebre no dejaba de subir. Algún tiempo después, me enteré de que estuve a un pelo de no
salir de allí.
Quién sabe, igual nunca salí de allí.
Cuatro cajas de medicamentos, un opaco agujero de tres semanas en mi vida y una burbuja
gigante a modo de recuperación fue el equipaje con el que abandoné el hospital.
Recuerdo perfectamente, pese al tiempo transcurrido y mi corta edad, la extraña sensación que se
apropió de mí en cuanto entré en mi habitación aquel primer día de mi nueva vida. Una extraña y
enorme sensación de tristeza que me inundó de golpe. Era como si todas las nubes del mundo se
hubieran juntado dentro de mí formando una gigantesca borrasca, amenazando con querer verter
toda su agua. Noté cómo se formaba en mi estómago, girando y girando sin parar, oprimiéndolo
hasta subir por la garganta donde se quedó atrapada por la saliva que tragaba una y otra vez
mientras apretaba las mandíbulas.
No sé ni cómo lo conseguí, pero fui capaz de contener aquel enorme río de lágrimas en el que se
hubiera convertido aquello, de haberle dado rienda suelta. Se suponía que debía estar contenta
por estar de vuelta, pero por alguna extraña razón, sentía una tristeza infinita. Nunca he vuelto a
tener esa sensación, pero como digo, la recuerdo perfectamente y, recordar una tristeza como
aquella, quieras o no, es como tenerla siempre.
La vas acumulando en lo más profundo de tu ser, una sobre otra, como las capas hojaldradas de
una tarta de manzana, y esa tristeza termina por formar parte de ti. Sin darte cuenta de cómo ni
por qué, tú misma llegas a convertirte en una enorme tarta de tristeza enfriándose sobre el
alféizar de la ventana a las dos de la madrugada — como se enfrían las tartas más tristes del
mundo—, sin nadie esperando a que se enfríe para hincarle el diente.
Aunque en ese momento no lo supe, ahora sé por qué.
Aquel primer verano, mientras todos en el pueblo celebraban en la fuente el primer campeonato
mundial de fútbol, yo permanecía encerrada en mi burbuja. «Lo siento, no puedo salir, es que me
puedo poner mala» era mi frase recurrente ante las peticiones de las que hasta ese momento eran
mis amigas. Por el pueblo, lógicamente, circulaban diversas teorías sobre mi estado de salud.
Hasta MV me preguntó si se me había caído el pelo de la cabeza y me había quedado sin
pestañas.
10
Cambio de perspectiva
Pasaron los días y las semanas y, sin darme cuenta, llegó septiembre.
Al empezar el colegio era como si, en vez de pasar un verano, hubieran pasado cinco años. Yo,
no era yo. El colegio no era el mismo colegio.
Día tras día me limitaba a asistir a clase, sentarme en el pupitre y realizar fielmente las
actividades que me proponía el maestro sin tener la más mínima interacción con el resto de mis
compañeros. En casa, en las largas e interminables tardes, disponía de todo el tiempo del mundo;
tiempo acumulado en forma de grandes montañas de aburrimiento que corrían el riesgo de
desprenderse y sepultarme bajo toneladas de tierra y roca. Así las cosas, tomé la determinación
de realizar aquellas actividades cotidianas que me supusieran un entretenimiento más
prolongado.
Por suerte, a mamá siempre le han gustado los libros y en casa del abuelo los tenía de todos los
tamaños y colores, como ese libro de los cuentos que tanto le gustaba: «Mira, este libro lo
escribió un escritor muy importante dentro del palacio que fuimos a ver en la ciudad, ¿te
acuerdas? Esa ciudad es la ciudad de estos cuentos. ¿Sabes que ese hombre fue el que le puso
nombre a Santa Claus? Aún eres pequeña para leerlo» dice. Poco a poco empecé a abrirlos para
entretenerme y gastar el maldito tiempo.
Al principio me dedicaba a dibujar encima de las hojas sin saber las historias que me tenían que
contar. Después, poco a poco, me fui sumergiendo entre sus páginas. Así, sin darme cuenta, se
me pasaba el día volando, tanto que hasta me acostaba con ellos y muchas noches me pillaba la
vertiginosa velocidad de la tierra con la nariz metida entre las páginas.
Libros gordos y delgados, grandes y pequeños; de todos los colores. Y a los libros se le unió la
música.
El problema de los libros y la música es que, juntos, se vuelven tan adictivos que ya no necesitas
nada más y te hacen aislarte de los demás. Cuando tus ojos no pueden más, escuchas música, y
cuando te duelen los oídos, vuelves a leer. No deseas nada más que leer y escuchar música. Y
cuando eso es tu única afición, el desastre está asegurado. Terminas por convertirte en un bicho
raro, una persona introvertida y pensativa, porque ni puedes, ni quieres explicarle a los demás
que has estado leyendo un libro maravilloso escrito con dos colores, que te pensabas que estaba
defectuoso y que una mañana descubres por qué estaba escrito con dos colores, y descubres más
cosas que no le importan a nadie, como que el apacible y delicado niño de la película, en verdad,
en el libro escrito a dos tintas que te acabas de leer, es un gordito que se vuelve egoísta y,
mientras construye todo un mundo, en verdad destruye, porque para construir hay que destruir
—y viceversa—. También descubres que el escritor de esa historia que nunca termina, odiaba a
esa película que todos admiran «Espero que les entre la peste por la mierda de película que han
hecho» dijo, y sabes por qué ha dicho eso, porque te has leído la segunda parte, esa que no
explican en la peli, y aunque intentes explicarlo nunca lo entenderían y te importa una mierda.
Te pones los AirPods y escuchas una canción que nadie escucha y piensas en el papel pautado y
en su reverso. Lo coges y empiezas a traducir una letra para el trabajo del profesor y te quedas
maravillada de las cosas que dice: «Imagínate dentro de un barco, en un río, con mandarinos y
cielos de mermelada, una niña con ojos de caleidoscopio, flores de celofán de color amarillo y
verde…. Lucy en el cielo con diamantes…».
Sin saber ni cómo ni por qué, una mañana me senté en el pupitre del instituto y de ser la idiota de
la clase, pasé a darme cuenta de que todos los que me rodeaban eran mucho más idiotas que yo.
Cuando aprendes a identificar a un idiota, ves idiotas por todas partes y sabes que son idiotas
porque todos ellos cumplen la sacra norma del idiota: Todo idiota se caracteriza por su
11
proselitismo. Los idiotas siempre buscan la complacencia de otros idiotas y así se reúnen
formando piaras de idiotas levantando una polvareda de idioteces por donde pasan.
No es que supusiera un gran cambio. A decir verdad, ni siquiera supuso un cambio como tal.
El paso del colegio al instituto, más allá de pasar de un edificio en la salida del pueblo, a otro
situado a quinientos metros, en la entrada, lo único que supuso, si acaso, fue un choque con hasta
ese momento una nueva figura desconocida: el profesor de instituto —o profesora—.
Era curioso el observar cómo aquella misma figura, se podía comportar de manera tan diferente
ante el mismo estímulo.
Las leyes de la naturaleza —y los documentales de National Geografic Wild— indican que una
cebra siempre es comida por un león. Por lo general, nunca sucede que una cebra se coma vivo a
un león. Pues aquí era digno de ver el comportamiento de algunos alumnos cebra ante algunos
leones profesores. Pero sobre todo, lo que era digno de ver, era el comportamiento inverso, el de
los profesores ante los alumnos.
Había de todo, quien trataba de controlar aquella jauría más o menos con autoridad a base de
gritos, los que se vengaban en silencio mandando tareas y los que recibían toda clase de maltrato
por parte de esos idiotas disfrazados de alumnos.
«Me cago en tu puta madre», —así, sin edulcorar, como se beben las tazas de ese café tan caro
que es cagado por un elefante mientras un tailandés rebusca entre las boñigas—, le soltó uno de
esos idiotas al jefe de estudios cuando le dijo que le iba a poner un parte por comerse el bocata
mientras explicaba la diferencia entre una república y una monarquía. Mi cerebro tardó en
asimilar algunos segundos lo que mi sentido auditivo había captado. «¿Ha dicho eso? ¿Al
profe?»
Pero los peores, los que me hacían remover el culo en la silla sacándome de mi sempiterna
distracción, eran los que iban de compis guays con semejante panda de imbéciles maltratadores.
No se daban ni cuenta de lo patéticos que resultaban. «¿Qué tal ayer en el Deluxe, eh? Venga,
que es lunes y hablar de la generación del noventa y ocho un lunes es un coñazo. Vamos a
hablar de lo que habéis hecho el finde… M, me encanta tu pelo, ¿te has hecho la queratina?,
espera que apunto…. L, venga, haz el favor de dejar en paz a tu compañera y guarda esa
navaja… C, no es para tanto, no te quejes que te estaba gastando una broma, es que L es así. Es
su manera de demostrar que le gustas, ¿verdad, L?»
A mí, los que me gustaban, eran los que entraban dando los buenos días, soltaban su bolso o lo
que tuvieran en la mano sobre su mesa y acto seguido, sin más, se ponían a soltar la lección del
día. Y la soltaban de corrido, sin importarles que en sus narices, mientras hablaban, se mezclaran
siete conversaciones distintas a sesenta decibelios y hasta el sonido de un móvil jugando al
Pokemon Go.
Ellos hablaban y hablaban estoicamente con el rictus más inexpresivo que un muñeco de cera y
sin escuchársele lo más mínimo. En cuanto sonaba la sirena, recogían su bolso y con las mismas
se dirigían a otra clase. Esos eran mis héroes.
Por lo general, para la mayoría de los profesores siempre he pasado desapercibida. Para la
mayoría; pero no para la de Lengua. Por alguna razón se le notaba, si no su inquina, sí la
indiferencia que le provocaba. Para ella, yo era como el mantecado de coco en la bandeja de
mantecados de Navidad. Pasaba de largo por mi pupitre con cara de asco para ir en busca del
mantecado de canela en forma de alguien comunicativo con quien hablar de las últimas rebajas,
el precio del tratamiento de queratina o las ambiciones académicas.
12
La de Lengua era una de esas profesoras compi guay —y yo ni era compi, ni era guay—.
Ella, con las que congeniaba, era con las demás. Imagino que siendo profesora de Lengua,
alguien con menos comunicación que una ostra no le tenía que hacer la más mínima gracia.
«Una cara entera con buena letra y bien estructurado. Tema libre, contadme lo que queráis
mientras esté bien contado. Tenéis cuarenta minutos», soltó después de entrar y saludar con su
sonrisa dentix.
Al otro lado de la ventana, los obreros del ayuntamiento hacían sonar sus ruidosos martillos
hidráulicos mientras un gato dormitaba, ajeno al ruido, sobre la albardilla del parque infantil.
Los aspersores del campo de fútbol formaban pequeños y titilantes arcoíris sobre el césped
artificial y yo los observaba embelesada mientras la profesora repartía los folios.
Cuando dejé de observar por la ventana, cogí el Bic del estuche, lo mordisqueé haciendo otra
muesca más en su ya maltratada superficie de plástico y entorné los ojos en un gesto que sólo
mamá conocía. Esa noche, la jodida rotación del planeta me había sentado fatal. Suspiré y
empecé a deslizar el bolígrafo sobre la superficie del papel.
Cuando a la mañana siguiente depositó sobre mi mesa la hoja corregida y anotada en el reverso,
aquello era una verdadera carnicería. Por todos lados aparecían cruces y tachones en color rojo
sangre.
Entre todo aquel amasijo, conté hasta dieciséis círculos graciosamente realizados con un rabito
final que me recordaba a los buñuelos de mi tía. Daban ganas de comérselos. Dieciséis veces
rodeó la palabra mierda con sus perfectos dieciséis círculos. Pude contar, además, otros seis
círculos con otras palabras que, por lo visto, no le parecieron adecuadas — como joder—.
Aquello había batido, y con mucho, mi anterior récord.
Pero lo peor fue la extensa anotación que realizó en las tres cuartas partes del folio: «Me ha
costado mucho leerlo. Pésima caligrafía, por favor, la próxima vez todo en mayúsculas. Para la
PEvAU mejora o ni te lo corregirán.
Lenguaje procaz y obsceno. Recuerda, es un relato y hay que utilizar el registro correcto, más
formal. Da vergüenza leer ciertas cosas.
En cuanto al tema, muy inmaduro, impropio de alguien de tu edad. Recuerda los aspectos
básicos de todo relato: introducción, nudo y desenlace. No los veo por ningún lado. Los
diálogos entre personajes van precedidos de raya y los incisos entrecomillados. No veo
paréntesis por ningún lado.
En general, bastante mejorable».
En el ángulo superior derecho, había un perfecto círculo —esta vez de color azul— con el
número tres encerrado.
Quizá, lo que más me molestó de aquello fue lo de «lenguaje procaz». Pensé en decirle que uno
de sus amados escritores, hace ya algunos cientos de años, escribió una obra titulada «Gracias y
desgracias del ojo del culo. Escrito por el del camisón cagado», y que si mis mierdas le
parecieron procaces, las dos primeras páginas de aquello le harían cambiar de idioma.
Una vez P utilizó en un comentario de texto una expresión muy rara, algo así como «zahúrdas
colmadas de hediondos excrementos», y la profesora lo puso como ejemplo de utilización
exquisita y adecuada del lenguaje, sin tener que recurrir a palabras malsonantes o vulgarismos. Y
al decirlo, me miró como miran los ocupantes de los vehículos parados en el semáforo al
vendedor de pañuelos cuando se les acerca.
No tengo ni puta idea de cómo se sentirá un hediondo excremento, ni mucho menos lo que es
una zahúrda, pero su mirada me hizo sentir como una auténtica mierda.
A mí no me pegan nada las palabras como excremento, latrocinio, ramera, albricias o cáscaras —
como exclamaba el bucólico amigo de Heidi—. Si yo hablara así, habría que llevarme
inmediatamente al médico.
13
Quise decirle, igualmente, que mi relato carecía de diálogos. Que yo no hablo con nadie y nadie
habla conmigo. Que mis personajes no hablan y que, al igual que en mi vida, lo que dicen las
personas que intervienen, son recuerdos de una continua analepsis. Que yo no vivo; yo recuerdo
las cosas que me han pasado en la vida.
En cuanto a la dichosa estructura y el jodido nudo, la verdad es que empieza a tocarme las
narices.
Yo no tengo conflictos, no tengo nudos. Ni siquiera tengo desenlace, porque mis cosas en mi día
a día, simplemente suceden. El sol sale por el este, traza un arco en el cielo y se oculta por el
oeste. Sin más. Y en todo ese periodo de tiempo no sucede nada. Por lo menos, nada bueno.
Mi vida es simple contemplación: un gato dormitando sobre una albardilla, una rata apaleada por
la escoba de Frasca la Pintapana, los pétalos de las buganvillas inundando las estrechas cuestas
que suben o bajan —según vayas o vengas— o la percepción nocturna del movimiento de
traslación de la tierra. Nada especial.
Quise decirle que me encanta el kishotenketsu, sin nudo y sin conflictos porque, simplemente, no
hacen falta. Que lo bonito es la palabra y la descripción. Ver, sentir y saber decir lo que ves y lo
que sientes. En la vida no hay nudos, no hay conflictos. Que todo lo que hay es un jodido y
continuo desarrollo.
Los conflictos es lo que se inventaron los griegos para estar todo el día guerreando, y cuando se
les acababan los recursos para desenredar tanto nudo que inventaban, hacían bajar a Dios con
cuerdas para dar por finiquitada la cuestión. Más o menos como sucede ahora.
Quise decirle todo eso, pero cuando estaba decidida a levantarme, opté por callarme y guardé la
hoja en el archivador. «A la mierda», me dije de manera procaz.
Hasta que sonó la sirena del cambio de clase, me entretuve en escribir la palabra «mierda» hasta
rellenar por completo todo un folio, encerrando cada una de esas palabras en un bonito círculo
rojo. Eso sí, fui incapaz de reproducir el simpático rabito de la profesora. Mis círculos eran
simples y aburridos. Así nunca llegaría a ningún lado. Aunque en una cosa sí acertó de pleno: no
me corrigieron la mitad del examen de la PEvAU por mi caligrafía.
Como digo, estaban estos profesores y después estaba él, Roberto, el profesor de Inglés.
Con él yo volvía a existir en la clase. Era el único que al entrar y saludar pasaba al lado de mi
pupitre y me tocaba con la mano la cabeza sacándome unos cuantos pelos del coletero. A
cualquier otra persona no se lo hubiera consentido, pero a él le hubiera permitido hasta que me
desenmarañara completamente el cabello destrozándome la coleta por completo.
Todos los días, después de explicar la lección y hacer el writing y el reading, nos encargaba
como tarea en casa traducir una canción de un grupo o cantante que sólo él sabía que existían.
Las Vips, como P y MM, siempre se quejaban porque decían que esa música era de sus abuelos y
preferían traducir a Beyoncé o Taylor Swift, pero Robert —como insistía que le llamáramos—
siempre decía lo mismo: «Lo que quiero es que captéis el mensaje, la comunicación y el sentido.
Estas canciones que os pongo son como pequeños relatos y os servirán en una situación real de
comunicación con otra persona. Interpretarlas es lo importante. Lo de menos es la música, pero
ya veréis como os gusta si las escucháis bien».
Aunque él no lo decía, yo sabía que pensaba que los grupos y cantantes de ahora no dicen nada
más que chorradas intraducibles. ¿Pero de verdad alguien se imagina que voy a traducir una de
las canciones de Beyoncé? Y lo que es peor, ¿de qué me sirve a mí esa traducción?
«Acelerando, estoy a punto de hacerlo funcionar. Yaka, yaka, yaka, yaka, yaka, yaka, yaka. Yaka,
yaka, yaka, yaka, yaka, yaka, yaka. Suelta el meneo. Yaka, yaka, yaka, yaka, yaka, yaka, yaka.
Yaka, yaka, yaka, yaka, yaka, yaka, yaka. Suelta el meneo. La-la-la-la-la-la-la-la-la-la. La-la-la-
la-la-la-la-la-la-la-la-la-la»…
14
Cuando Robert nos dijo que cada cual pusiéramos en una cuartilla nuestra palabra inglesa
favorita y por qué, lógicamente yo lo tenía claro: SHIT. ¿Por? Me limité a decir lo que leí una
vez en Quora: «El abono se transportaba antiguamente en barcos y cuando este se mojaba en
las bodegas en contacto con el agua, fermentaba produciendo metano y explotando… ¡Boom!,
motivo por el que se colocaba en alto con un cartel con la palabra S.H.I.T. “Ship High In
Transit” —embarcar en alto para el tránsito—». Curioso origen de la palabra mierda en inglés.
Al escribirlo me dio por pensar por qué se llamaría aquí mierda a la mierda, su etimología.
Estaba claro el porqué en inglés pero no en mi idioma. Seguramente procedería del latín, que a
su vez lo tomaría de…, y este a su vez de…, y al final su significado distaría mucho del original.
¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos mierda tendría el mismo olor con cualquier otro
nombre. Cosas de la arbitrariedad, que diría ahora el profe de Lingüística.
«Tiene truco, porque la palabra más bella en inglés no es una palabra, es un sirrema. Los
ingleses consideran que la palabra más bella en su Lengua es…—y escribió con tiza en la
pizarra pronunciando despacio—,“CELLAR DOOR”. Aquí no lo entendemos, porque “puerta
de la bodega” no suena nada bonito, pero disociándola de su significado, suena
maravillosamente bien en inglés. ¿Habéis visto "El Señor de los Anillos”? Pues el que escribió
el libro era un gran lingüista inglés y estaba enamorado de esa palabra. Prácticamente hay
unanimidad al respecto en elegirla como la palabra más bella en Inglés».
Cuando el profesor terminó de hablar, M le preguntó: «¿Qué coño es un sirrema?».
Es increíble todo lo que es capaz de recordar una persona, desde que capta un profundo olor a
cruasanes recién horneados, hasta que observa a un vendedor de pañuelos negro con un gorro
rojo de Santa Claus en la cabeza.
Con mis recuerdos en la mente y los AirPods en mis oídos, avancé por la amplia avenida junto a
los bonitos jardines de la Facultad de Ciencias.
Aquella gélida mañana de diciembre, el primer idiota hizo su aparición bastante antes de lo que
decían mis estadísticas. Exactamente, una hora y trece minutos antes que la media de los
últimos cuatro meses. Y lo hizo sorpresivamente y por detrás, como lo hacen los peores idiotas.
Sin embargo, como novedad, esta vez el idiota venía motorizado encima de un patinete eléctrico,
de esos que últimamente tanto proliferan.
En cuanto me levanté seis metros más adelante de la acera donde me embistió, lo primero que
hice fue mirar a mi alrededor a ver si con un poco de suerte no se había percatado nadie.
Craso error.
Para cuando me quise dar cuenta ya tenía encima de mí a cuatro alumnos —y encima de
Ciencias, lo que faltaba —, tres ancianos, dos amas de casa y un repartidor de Correos.
«Se ha metido por la acera y se la ha llevado por delante», le decía uno de los ancianos a otro
que se había perdido la escena echando pan a los pájaros.
«Que me muera o me quede tetrapléjica, pero que no me hayan grabado con un puto móvil, por
Dios, no quiero ser trending topic» era lo único que pensaba. Me acordé de Dios y de sus manos,
y me dije que estaba jodida, y bien jodida.
Justo en ese momento, alguien gritó: «¡Eh, que se escapa!» El idiota desgraciado que me
embistió aprovechó el desconcierto y deslizándose entre la gente, cogió su monopatín eléctrico y
emprendió la huida por la acera. Cuando se empezaba a perder de mi vista, como los pasteles del
escaparate, apareció a lo lejos una gran sombra negra con un gorro rojo en la cabeza. Agarró al
15
idiota de la chaqueta y llevándolo en volandas, se dirigió hacia mí. Comparado con él, el
imprudente y cobarde homicida parecía un pelele.
Al llegar a mi altura, con el atemorizado cobarde asido de la parte superior de su abrigo, dijo en
un sencillo y normativo español: «¡Llamar policía, cojones!»
Aquel Santa Claus me hizo reencontrarme con el espíritu de la Navidad que tanto odiaba. En ese
momento juré amar la Navidad, a Santa Claus, al árbol gigante del centro comercial más
electrificado del mundo y hasta los repudiados mantecados de coco. También deseé que al pobre
Santa Claus le tocara la lotería y dejara de vender pañuelos.
La que se escabulló finalmente fui yo antes de que llegara la policía, no sin antes girarme y
agradecer con una sonrisa a Santa Claus su actitud —y eso, en mí, era mucho—.
Me dolía todo el cuerpo. Aun así, no aminoré la marcha. «Pobrecita, va encorvada de dolor»,
escuché detrás de mí. Me acordé de mamá y de su «palo por el culo» pero pasé de ponerme
recta, como MM y MV. Que pensaran lo que les diera la gana.
Mientras caminaba, pensaba en el vendedor de pañuelos. Ojalá le tocara la lotería. Imaginé que
con ese dinero se compraría una barca. La llamaría «Dignidad» y saldría a navegar por toda la
costa, de este a oeste. Los niños dejarían de llamarlo andrajoso. Pasaría por pueblos y ciudades y
la gente le preguntaría cómo la había conseguido y él diría que con su dinero. ¿No es bonita mi
barca «Dignidad»?, les diría a todos con una gran sonrisa mostrando sus grandes dientes
blancos.
Recordaba perfectamente la canción que estaba sonando —Dignity— de Deacon Blue y su
traducción…
They'll ask me how I got her I'll say, "I saved my money"
They'll say, "Isn't she pretty? That ship called Dignity
Cuando dejó de sonar la música me dije, por enésima vez, que este mundo es una mierda. Por
muy obsceno y procaz que fuera.
Atravesé la calle mientras a mi izquierda los vehículos eran engullidos por una luz naranja para
ser repartidos más adelante según sus destinos —hospitales izquierda, todos los destinos recto—.
Nunca he sabido si eso era un cartel informativo, o una puta advertencia sobre tu futuro si te
desviabas del camino.
Dejé a las tristes esculturas del bulevar sentadas en sus bancos metálicos con sus rígidas
posturas, mientras una turista oriental se fotografiaba junto al inmóvil e inmortal poeta. Por
último, giré hacia la larga cuesta cubierta de hojas amarillas que llegaba hasta mi país de Oz
particular.
El margen izquierdo lo constituía de manera exclusiva el alto muro de la fábrica de cerveza
salpicado de grafitis. La mayoría eran chorradas escritas con aerosol por alguien con mucho
aburrimiento y sin la menor creatividad. Otras, sin embargo, eran verdaderas obras de arte.
«Masturbarse está bien, pero al fornicar se conoce gente», «Prohibido mear aquí a perros y
borrachos» o «Los besos y el amor curan la mitad de los problemas; y un par de hostias, la otra
mitad», eran algunas de las más ingeniosas. Nada que ver con aquella pintada en el lateral del
cortijo que hizo Cecilio el Sheriff para que, el que hubiera sido, se sintiera aludido: «Me cago en
los muertos del que me robó el pollo».
Detrás del alto muro se vislumbraban grandes depósitos metálicos y enormes hileras de cajas
apiladas. Mientras caminaba sobre el camino de hojas amarillas haciéndolas crujir bajo mis pies,
16
me preguntaba si dentro de esa fábrica estarían los Oompa Loompa trabajando sin parar
bebiendo cerveza a todas horas.
Me preguntaba si el señor Wonka de la cerveza estaría dispuesto a buscar un heredero para su
alcohólico y refrescante imperio. En todo caso, lo que sí tuve claro es que, de poner a prueba a
los aspirantes, hoy no sería alguien como Charlie el elegido. Sin duda, el afortunado sería el más
capullo, idiota, egoísta y sin escrúpulos de todos ellos. Alguien que se atracara de gominolas a
todas horas, que comiera hamburguesas sin parar o que tuviera menos educación que una mosca
limpiándose las patas con la lengua encima de un montón de mierda.
Hoy, alguien como Charlie, se quedaría para siempre con su familia en la chabola renovando el
subsidio. De hecho, no se compraría ni una puta chocolatina y, por supuesto, no le tocaría ni de
coña la envoltura dorada si lograra comprarse una con alguna moneda encontrada en la calle.
Ante de llegar al semáforo del final del camino de hojas amarillas, me pregunté cuántos Charlies
habría en el mundo.
Alguien se estaba llevando todas las chocolatinas, incluidas las del envoltorio dorado.
Para cuando llegué a las primeras cuestas de la colina donde se ubicaba el desvencijado país de
Oz, las clases ya habían comenzado, así que decidí no asistir a la primera clase. No me apetecía
para nada abrir la puerta y notar que multitud de rostros se giraban hacia mí.
Acostumbrada como estaba a las cuestas del pueblo, no me suponía ningún esfuerzo
desenvolverme por las pronunciadas cuestas de asfalto que se repartían por entre las distintas
Facultades en forma de circuito cerrado. Es más, pasear por entre los edificios de ese
desvencijado campus y sus grandes escaleras se convirtió en uno de mis pasatiempos favoritos.
Las grandes construcciones, de diferentes formas y estilos, se encontraban diseminadas por todo
aquel país de Oz sin guardar criterio alguno aparente. Grandes edificios de hormigón se alzaban
sobre los límites mismos de la colina asomándose sobre la ciudad. Más allá, ascendiendo la
cuesta, aparecía de pronto un viejo y precioso monasterio —ahora reconvertido en Facultad—
rodeado de grandes y frondosos árboles que proporcionaban una plácida sombra en los meses de
estío. En el borde septentrional, destacando sobre todas aquellas construcciones, un futurista y
blanco edificio de líneas rectas y grandes terrazas daba la sensación de no tener nada que ver con
los demás. Por último, descolgándose sobre las dos vertientes de esa empinada colina, se hallaba
el más grande y peculiar de todos ellos, el gran Géminis, constituido por dos grandes moles de
hormigón comunicadas por una galería superior a modo de puente.
Por si todo ello no bastara para conferir a ese conjunto una rara y desvencijada identidad de país
de Oz, constantemente grandes helicópteros amarillos despegaban o aterrizaban de su cercana
base con un gran estruendo.
La primera vez que los observé en su ensordecedor aterrizar, tuve la sensación de estar
presenciando la llegada del profesor Marvel en su descontrolado globo aerostático. Sin
embargo, en lugar de descender y de erigirse como mago y gobernador de todo Oz, bajó un
médico con unos grandes auriculares sobre sus orejas y se introdujo en un edificio cercano.
Esquivando la presencia del repartidor de publicidad de autoescuela—ya tenía cuatro de esos
folletos en casa—, me dirigí al antiguo monasterio y me senté en los escalones centrales que
discurrían entre el frondoso arbolado adyacente al edificio.
Desde allí arriba, frente a la residencia de estudiantes, se divisaba buena parte de la ciudad.
Observando a lo lejos el transitar de personas y vehículos por las calles, como pequeñas
hormiguitas yendo de aquí para allá, me pregunté qué hacía yo allí.
No soy una buena estudiante. Nunca lo he sido. Apruebo sin más por lo mínimo y ya está.
Tampoco he encontrado ni corazón, ni valor, ni mucho menos cerebro. Como dice mamá, lo que
la naturaleza no da, Salamanca no presta.
La mayor parte del tiempo me lo paso recordando, leyendo o escuchando música.
17
Yo no pertenecía a ese mundo. Tuve esa certeza desde el primer día que entré en la Facultad y
recorrí sus pasillos y sus aulas. El tiempo que me quedara allí, lo ignoraba. Un semestre, quizá
hasta final de curso, pero siempre he tenido la sensación de estar en un lugar que no me
correspondía.
Por la puerta de la residencia salían y entraban jóvenes sonrientes con sus mochilas y sus
cuadernos que, al igual que yo, se dirigían a sus clases en la Facultad. Pero no eran como yo.
Yo, volvería a mi pequeño pueblo de cuestas empinadas y, con suerte, trabajaría en algún
invernadero cogiendo esos pequeños tomates redondos como cerezas, al igual que hacía mamá.
Ella me enseñaría, con paciencia, como siempre me ha enseñado todo —estos se cogen, estos no,
que tienen trips—. Y después, al regresar cansadas las dos y tras una ducha caliente, pediríamos
una pizza en el local de Paquito el Tobalo. Y así todos los días. No necesitaría nada más para ser
feliz.
Ahora lo jodido era explicarle todo aquello a mamá sin que se muriera de pena.
Me recosté sobre el duro pilar de la escalera y mirando al cielo recordé los pétalos de seda, la
exagerada chaqueta de barrendero de Juanico el Chocho, la enorme velocidad del planeta
alrededor del sol y mi larga enfermedad. Recordé también a Robert y sus ejercicios, a la profe de
Lengua y mi procacidad, las primeras fiestas de cumpleaños, las largas y pronunciadas cuestas...
Recordando todo aquello, volví a desear, por segunda vez en esa misma mañana, que se apagara
el sol y que el mundo se congelara. Que vinieran unos extraterrestres y me despertaran tres mil
años después, haciéndome revivir el mejor día de mi vida, como en la peli de Inteligencia
Artificial.
Mi hartazgo y mi cansancio habían llegado al límite y, para colmo de males, me notaba la frente
ardiendo.
El gato en la caja
Cerré los ojos unos segundos y volví a sentir la velocidad de la tierra golpeándome en la cara,
como el viento azota las velas de un barco en una tempestad. Al abrirlos, sentí una extraña
quietud que envolvía todo. No había personas ni vehículos pululando por las calles. Las puertas
de la residencia de estudiantes y las cuestas del campus permanecían extrañamente desiertas. No
había absolutamente nadie. Al fijarme mejor, observé que una blanca y brillante cencellada
cubría absolutamente todo. Del tejado de los edificios colgaban grandes y puntiagudos
carámbanos de hielo. Las cuestas se habían convertido en gigantescos toboganes helados. Arriba,
en el cielo, el sol flotaba como una pequeña luna blanca irradiando una mortecina luz fría.
Tuve la sensación de que alguien me estaba observando y al girarme me encontré con dos
extraños seres situados detrás de mí, de pie, sobre uno de los escalones helados. Incrustados en
sus enormes cabezas, dos grandes ojos ovalados no dejaban de observarme inexpresivamente.
A cualquier otra persona aquella situación le hubiera parecido surrealista y pensaría que estaría
soñando. Yo, por el contrario, la esperaba. Sabía que sucedería y simplemente la aceptaba, lo
cual no quiere decir que no me pareciera extraña. A fin de cuentas, no todos los días se encuentra
una con dos extraterrestres mirándola fijamente.
Volví a girar la cabeza y recorrí con la mirada, por última vez, todo aquel helado paisaje.
Suspiré y me dirigí a los dos seres situados a mi espalda: «Bueno qué. Ahora que me habéis
descongelado, ¿nos vamos al mejor día de mi vida, chicos?». De haber tenido boca estoy segura
de que hubieran sonreído, pero no. No sonrieron. Uno de ellos levantó su brazo y posó sobre mi
cabeza un largo y frío dedo. «¡Pero qué coñ»!… empecé a exclamar antes de quedarme rígida e
inmóvil.
18
Mi cuerpo y mi boca se paralizaron y pude sentir una extraña sensación de levedad en todo mi
ser semejante a la de un submarinista sumergido en el océano. Noté claramente mi carne, mis
huesos y mi sangre desprenderse y ascender hacia el cielo como un globo de helio. ¡Me estaba
descomponiendo viva!
Es difícil de explicar, pero mientras me descomponía en pequeñas hebras por el aire, era
plenamente consciente de todo y, sin embargo, no sentía nada de dolor. Para mi sorpresa, estaba
completamente maravillada, extasiada.
Las hebras siguieron descomponiéndose más y más hasta que la descomposición siguió en un
plano molecular infinito: lípidos, azúcares, proteínas… Al final, toda yo quedé reducida a una
sola molécula de agua, de la que el oxígeno terminó por separarse dejando un solo dihidrógeno.
Recordé la clase de Química de secundaria: «En la naturaleza, el hidrógeno siempre está unido
a algo». «Esto no me puede estar pasando, esto no es el mejor día de mi vida» pensé justo en el
momento en el que mi único compañero desapareció y me dejó sola. Ahí estaba yo ahora,
convertida en un átomo de hidrógeno, la cosa más simple y patética del universo. Un solo
protón, un solo electrón y un pequeño núcleo. Esa era yo.
Cuando pensaba que ese sería mi estado definitivo y empezaba a asumirlo, algo chocó contra mí.
Un enorme destello de luz terminó por desintegrarme y, ahora sí, dejé de comportarme como una
partícula. Definitivamente, dejé de ser algo material. Sin embargo, seguía existiendo porque
tenía conciencia de mí misma. No era nada y lo era todo al mismo tiempo.
Era un vendedor de pañuelos en un semáforo, un pétalo de seda volando por el aire, una
esmirriada sentada en una escalera con cuarenta grados de fiebre y hasta un pequeño tomate
cereza esperando la salida del sol bajo un techo de plástico.
¿Sabéis qué? Es una cosa muy curiosa ser un cuanto de luz en el vacío del universo. Hasta que
no interactúo con nada ni con nadie, soy eterna. De hecho, desde mi perspectiva, no hay universo
ni distancia. Viajando a la velocidad de la luz, no hay nada; no hay tiempo, no hay espacio.
Desde ahí abajo me medís con vuestros instrumentos y me asignáis una velocidad con muchos
ceros, pero no os dais cuenta que sois vosotros los que tenéis el espacio, el tiempo y la
velocidad. Para mí, eso no existe. No os dais ni cuenta de que en este mismo instante, estáis
montados en una enorme bola de roca y agua viajando a una velocidad de, nada más y nada
menos, treinta mil metros por segundo. ¿Y sabéis por qué? Porque no tenéis ningún punto de
referencia. Todo es más fácil — o complicado— cuando se tiene un punto de referencia. ¡Qué
importante es tener siempre una referencia!
Estoy a la vez en el inicio y en el final, en el Big Bang y en los confines del universo.
Tú dirás que me ves, pero no me ves, me intuyes. Como tampoco ves a un electrón, porque
cuando lo ves, no lo ves. Ves simplemente cómo estaba ese electrón en el momento en el que lo
ves, pero no sabes cómo estaba antes de verlo, porque esa simple observación cambia su
comportamiento. Y si un ínfimo electrón cambia, cambia todo.
Imagina un edificio en el que los ladrillos se conviertan en folios, en pasteles o en granizados de
limón, ¿seguiría siendo un edificio?
Imagino que habrás escuchado alguna vez ese famoso experimento de Física Cuántica, ¿no? El
gato en la caja, ¿estaba, o no estaba vivo antes de abrir la caja? No lo sabes hasta que no abres la
caja, pero el simple hecho de abrir la caja hace que todo cambie, porque mata al gato que estaba
vivo o puede que ya estuviera muerto. Hasta que no la abres, el gato está vivo y, a la vez, está
muerto. Nunca sabes cómo estaba el gato. La realidad que ves, no es la única realidad que existe.
Ahora lo entiendo todo. Ahora sé por qué este es el mejor día de mi vida.
Ahora entiendo por qué se dobla la cuchara. Sólo hay que comprender la verdad, y la verdad es
que no hay cuchara. Dios ni aprieta, ni ahoga, porque sencillamente, ni hay manos, ni hay cuello
que apretar.
19
Os voy a decir una cosa. Aquí, entre las estrellas, hay un hombre esperando. Dice que le gustaría
bajar y conoceros, sin embargo, piensa que os haría perder la razón. Dice que no lo arruinéis,
porque él sabe que todo vale la pena. Eso dice el hombre de las estrellas.
He tenido que venir hasta aquí, convertida en una incorpórea onda corpúsculo, para desentrañar
el significado de esa extraña canción que tanto se me resistía — Starman—. Y con razón…
Prestad atención, os voy a decir algo importante. Cuando paséis al lado de esa pequeña y
esmirriada adolescente que dormita sentada en las escaleras de piedra, no la despertéis. Dejad la
caja cerrada, no la abráis. Lo importante es imaginar el contenido, porque la imaginación, lo
crea.
Bueno, os tengo que dejar. Ahora Starman y yo nos iremos cogidos de la mano a la nebulosa del
Águila cantando ¡lalala, lalala! —Se ha empeñado en enseñarme los pilares de la creación—.
Ahora que lo pienso, todas las cosas bonitas de esta vida terminan siempre con un «lalala», —
como esa canción—.
Antes de irme, me gustaría que recordaseis…
«El gato en la caja, ¿estaba, o no estaba vivo antes de abrir la caja?»
20