The thirteenth child - Erin A. Craig

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Traducción de Leire García-Pascual Cuartango

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Estados Unidos • México • Perú • Uruguay
Título original: The Thirteenth Child
Editor original: Delacorte Press, un sello de Random House Children's Books, una división de
Penguin Random House LLC
Traducción: Leire García-Pascual Cuartango

1.ª edición: enero 2025

Todo el contenido del presente libro, incluidas las imágenes e ilustraciones de cubierta, es original y
se encuentra sujeto y protegido por las actuales normativas de Propiedad Intelectual españolas y
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esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático,
así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público.

© 2024 by Erin A. Craig


Publicado en virtud de un acuerdo con Sterling Lord Literistic
y MB Agencia Literaria
All Rights Reserved
© de la traducción 2025 by Leire García-Pascual Cuartango
© Ilustración de interior, 2024 by David Seidman
© 2025 by Urano World Spain, S.A.U.
Plaza de los Reyes Magos, 8, piso 1.º C y D – 28007 Madrid
www.mundopuck.com

ISBN: 978-84-10365-98-8

Fotocomposición: Urano World Spain, S.A.U.


Para Grace.
En el tapiz de mi vida,
siempre serás mi hilo más brillante.
La historia del nacimiento

C
on un penetrante toque de azufre, la pequeña cerilla cobró vida, y
la llama devoró el muñón de madera, hambrienta por encontrar
una mecha de la que alimentarse.
La voz de mi padrino surgió de la oscuridad, como un demonio necrófago
arrastrándose fuera de su cripta, entre el susurro de las hojas caídas y el
sabor ahumado del otoño.
—Había una vez un cazador muy estúpido que vivía en el corazón del
bosque de Gravia.
La llama de la cerilla casi le rozaba las puntas de los dedos, ansiosa por
chamuscarle la piel, con el palillo de madera casi calcinado por completo,
pero no le prestó atención.
—No tenemos por qué hacer esto —dije, al tiempo que le ofrecía una
larga vela para que la prendiese. Era de color ámbar, rica y dorada, cálida y
encantadora.
La vela proyectaba sombras danzantes en el interior de mi cabaña a
medida que la llama iba creciendo, mucho más decidida. Mis ojos se
encontraron con los de Merrick, con su extraña combinación de iris
plateados y rojizos, rodeados por un vacío negro y denso, y esbocé una
sonrisa. Me sabía aquella historia de memoria, pero dejé que fuese él quien
la relatase. Era su parte favorita de mi cumpleaños.
—A lo largo de toda su vida, este cazador muy estúpido tomó una
decisión estúpida tras otra, hasta que, al final, una noche, por fin tomó una
decisión sensata. —Con un chasquido rápido de sus dedos largos y
huesudos, la cerilla se apagó, y un remolino de humo plateado se alzó hasta
el techo—. El cazador, aunque muy pobre y muy estúpido, se las había
apañado para encontrar una esposa muy joven y muy hermosa.
—Y todos sabemos lo que les ocurre a los hombres muy pobres que
tienen esposas muy hermosas —lo interrumpí, incapaz de morderme la
lengua.
—Que tienen muchos hijos preciosos —repuso Merrick de mal humor—.
¿Estás contando tú la historia o yo?
Le di la espalda y me volví a echarle un vistazo al horno, para comprobar
qué tal iba el pan. Fuese una tradición de cumpleaños o no, los dos teníamos
que comer (bueno, yo tenía que comer) y la cena no se iba a preparar sola.
—Lo siento, lo siento —dije, sacando el molde para pan con las manos
cubiertas por un par de trapos—. Continúa.
—Bueno, ¿por dónde iba? —preguntó, haciendo teatro—. Ah, sí, los
hijos. Los muchos, muchos hijos preciosos. Primero uno o dos, y entonces,
antes de que se diesen cuenta, ya eran cuatro, cinco, seis, y más y más, hasta
que tuvieron toda una docena. Doce hijos encantadores, perfectos y
preciosos. La mayoría de los hombres habrían parado mucho antes de llegar
a esa cifra, pero creo que ya hemos dejado claro que este cazador era
especialmente estúpido.
—Sí, lo has dejado claro —repuse, como siempre hacía.
Él me observó complacido.
—Cierto, lo he dejado claro. Y así pasaron los años, como suele pasar con
el tiempo, y el cazador muy estúpido fue envejeciendo, como suele pasar
con los mortales. Surgieron muchas más ciudades y pueblos nuevos junto al
Gravia, y el bosque dejó de ser tan abundante como cuando el cazador era
joven. Sin nada para vender y con tantas bocas que alimentar, el cazador
muy estúpido se empezó a desesperar, y se preguntó cuánto tiempo más
podría seguir manteniendo a su familia, cada vez más numerosa.
—Y entonces, un día…
—Y entonces, una noche —me corrigió mi padrino, molesto—. En serio,
Hazel, si te empeñas en interrumpir mi flujo narrativo, lo mínimo que
deberías hacer es asegurarte de que cuentas bien los detalles. —Me dio un
suave golpecito en la punta de la nariz y chasqueó la lengua—. Y entonces,
una noche, mientras estaban en la cama, la esposa muy hermosa del cazador
muy estúpido le dijo que estaba embarazada de nuevo.
»¡Trece hijos!, gritó el cazador. ¿Cómo voy a poder mantener a trece
hijos?
Esta era la parte que más odiaba de la historia, pero Merrick nunca se
fijaba en lo incómoda que me hacía sentir. Siempre se metía encantado en el
papel de la esposa muy hermosa, alzando su voz, por lo general áspera,
hasta un agudo falsete, con las manos entrelazadas, como si fuese una niña
pequeña y preocupada.
—Podríamos deshacernos del bebé en cuanto nazca, le ofreció la esposa
muy hermosa. Lanzarlo al río y dejar que sobreviva por sí solo. Estoy
segura de que alguien lo encontrará. Alguien lo oirá llorar. Y si no… La
mujer se encogió de hombros y el cazador la observó boquiabierto, asustado
de repente. ¿Cómo era posible que nunca se hubiese fijado en el corazón
oscuro de su mujer?
»Podríamos dejarlo a los pies de alguno de los templos del pueblo,
sugirió él en cambio.
Me imaginé a mí misma como ese bebé, rodeada de juncos y barro en la
orilla de un río, con el agua gélida filtrándose poco a poco en el interior de
la cesta en la que me habían abandonado, con la corriente subiendo cada
vez más. O en el orfanato de un templo, como una más de las docenas de
niños que se peleaban por un mísero trozo de pan que llevarse a la boca o
una pizca de atención, berreando cada vez más alto, aunque sin nadie que se
parase a escucharme.
Merrick alzó el dedo índice. Era mucho más largo que el resto, retorcido a
la altura de los nudillos, como la rama contorsionada de un haya.
—O podríais entregármela a mí, comentó entonces una voz plateada y
tenue que provenía desde lo más profundo de su cabaña.
»¿Quién anda ahí?, se atrevió a preguntar el cazador. Le temblaba la voz
cuando su esposa lo hizo salir de la cama para que se acercase al intruso.
—¿Y quién iba a surgir de entre aquellas sombras sino la Primera Santa?
—comenté desde el comedor, estirando el mantel floral que había dejado
sobre la mesa.
Merrick puso los ojos en blanco.
—Pues claro que era la Primera, y pues claro que les prometió quedarse y
criar a aquella desventurada bebé, alimentarla hasta que se convirtiese en
una niña buena y hermosa, la postulanta perfecta de la devoción y la gracia.
»¿Y quién es usted para ofrecer tal cosa?, exigió saber la esposa muy
hermosa, que ya no se sentía tan hermosa como siempre al tener que
observar la belleza beatífica de la diosa.
»¿De veras no me conoces, mortal?, le preguntó la diosa, ladeando la
cabeza con curiosidad, y con sus ojos de ópalo refulgiendo con fuerza tras
su velo de gasa.
Merrick carraspeó, deleitándose en la historia.
—El cazador muy estúpido hizo a su esposa a un lado. Pues claro que la
conocemos, exclamó. Pero no queremos que sea la madrina de esta niña.
Es la Primera Santa, toda amor, luz y belleza. Pero su amor solo nos ha
traído pobreza, tanto a mi esposa como a mí. ¡Doce hijos, uno por año, y
otra en camino! Nuestra decimotercera se las arreglará bien sin su ayuda.
Encendí tres velas más y las coloqué en la mesa, dejando que su alegre
brillo caldease la oscura habitación.
¿Cómo sería mi vida si mi padre hubiese aceptado la oferta de la Primera
Santa? Me imaginé paseando por el Templo de Marfil, con las túnicas
diáfanas y relucientes de las postulantas de la Primera. Mi cabello castaño
claro sería mucho más largo, repleto de hermosos rizos, y mi piel tan
perfecta y sin pecas como la de una muñeca de porcelana. Sería reverente y
devota. Tendría una vida tranquila, una vida hermosa. Una vida sin
vergüenza o arrepentimientos.
Bajé la mirada hacia mis uñas, en las que siempre se acumulaba una fina
capa de suciedad, sin importar la fuerza que hiciese para lavarme las manos,
y aquello bastó para agriar mis sueños.
—La Primera Santa se marchó y, de algún modo, el cazador y su esposa
lograron volver a quedarse dormidos —continuó Merrick—. Hasta… ¡que
se desataron los truenos! —Juntó las manos con una sonora palmada, para
crear el efecto de un trueno.
»¿Quién anda ahora ahí?, gritó la muy hermosa esposa, con la ira
impregnando su voz. Estamos tratando de dormir.
»Y nosotros estamos tratando de ayudaros, respondió una voz tímida y
seseante. Una figura larguirucha y delgada surgió de entre las sombras,
adentrándose en la luz que proyectaban las velas. Dadnos a vuestra hija y la
convertiremos en una mujer de mucho poder y riqueza. Conocerá una
fortuna sin igual, sin medida, y… El dios se quedó callado.
»La esposa se inclinó hacia delante. ¿Y? ¿Sí? ¿Fortuna y?
Merrick soltó una carcajada amarga e imitó los gestos de los personajes
de la historia. Se llevó la mano a la frente con fingida desesperación.
—¡No!, gritó el cazador muy estúpido porque, aunque fuese tan estúpido,
sí que reconoció a la deidad que tenía enfrente.
—A las deidades —lo corregí.
—Los Divididos clavaron la mirada en la pareja, observando al marido y
a su esposa, con un ojo cada uno, compartiendo un mismo rostro. Y cuando
les preguntaron por qué el cazador muy estúpido había rechazado su oferta,
lo hicieron con sus dos voces, aunque con solo una garganta.
»Sois los Divididos, empezó a decir el cazador. Puede que nos prometáis
darle a esta niña riqueza y poder y fortuna, pero la fortuna puede cambiar,
el cazador chasqueó los dedos, en cuestión de segundos, tan rápido como
cambiáis de rostro. ¿Qué le ocurrirá entonces a nuestra hija?
»Los Divididos observaron al cazador muy estúpido con la cabeza
ladeada, con receloso respeto. ¿Esa es tu última respuesta?, le preguntaron,
y todas sus voces resonaron con fuerza. Todas ellas y, sin embargo, sonaban
como una sola.
»El cazador asintió, incluso cuando su esposa lo golpeó, y los Divididos
desaparecieron en medio de un relámpago de luz, sombras y malicia.
»La pareja no pudo volver a quedarse dormida, no paraban de preguntarse
qué otro ser siniestro vendría a visitarlos a continuación. Se acurrucaron en
medio de la oscuridad hasta altas horas de la madrugada, hasta justo antes
del amanecer, cuando la noche es más oscura. Solo entonces recibieron la
visita de un tercer dios. —La sonrisa de Merrick se tornó indulgente, las
puntas afiladas de sus dientes refulgieron con la luz de las velas—. La mía.
Merrick guardó silencio durante un segundo, observando la cocina, y
entonces soló un grito consternado.
—¡La tarta!
Sacó unos cuantos botes llenos de harina y azúcar. Tomó un puñado de
cada uno y dejó que se deslizasen entre sus dedos. Los gránulos
blanquecinos se transformaron al caer, convirtiéndose en capas de bizcocho,
densas y doradas.
Cuando Merrick sopló los últimos restos de azúcar, estos se convirtieron
en un glaseado rosa tan delicado que se seguían pudiendo ver los pisos de
bizcocho que había debajo. Una capa de pan de oro brillaba sobre la tarta.
De la nada, Merrick arrancó una peonía, con sus pétalos enredados y su
fragancia penetrante, justo a punto de florecer. La colocó coronando la tarta,
justo junto a unas cuantas velas de cumpleaños que habían brotado de
repente sobre el pastel, del mismo tono rosado que los pétalos de la peonía.
Era exquisita, exagerada en su magnificencia, y perfecta para Merrick.
—¿Qué te parece? —preguntó, admirando su trabajo, antes de inclinarse
sobre mí para darme un beso en la coronilla con afecto paternal. Olía
ligeramente a cálido cardamomo y a clavo, a vainilla y a melaza, pero un
aroma mucho más oscuro se escondía debajo de todo aquel dulce perfume.
Era algo que ningún perfumador, sin importar lo penetrante que fuese el
aroma que resguardaba en su interior, podría enmascarar por completo. A
hierro, a cobre y al hedor de la carne que lleva demasiado tiempo al aire,
cuando está a punto de empezar a pudrirse.
—Nunca olvidaré la primera vez que te vi, hace tantos cumpleaños. Tan
arrugada y chillona. Una criatura diminuta y frágil. Ni siquiera sabía qué
hacer contigo cuando te lanzaron a mis brazos.
Mi sonrisa decayó, apagándose un poco. Sabía perfectamente lo que
había hecho Merrick después de aquello: me había devuelto a mi madre y se
había dado la vuelta, y había desaparecido sin dejar rastro durante muchos
años. Pero dejé que contase la historia tal y como él la recordaba. Mi
cumpleaños siempre había sido una fecha mucho más importante para él
que para mí.
—Tenía pensado llamarte Joy, porque tu nacimiento me hizo muy feliz.
—Frunció el ceño al no poder contener todas las emociones que estaba
sintiendo—. Pero entonces abriste los ojos y me quedé anonadado,
completamente encandilado contigo. Había tanta inteligencia y sabiduría
oculta bajo aquellos dos maravillosos orbes color avellana. —Merrick soltó
un suspiro tembloroso—. Me siento muy orgulloso de poder decir
abiertamente que eres mía y me alegro de poder celebrar este día contigo.
Noté un pinchazo afectuoso en el pecho al observar a mi padrino. No era
alguien atractivo, ni siquiera un poquito. Y estaba claro que tampoco era un
ser al que la mayoría de los padres le entregarían encantados a su futuro
retoño.
Merrick no tenía nariz, solo una cavidad hueca en forma de corazón
invertido en el centro de su rostro, y su oscura piel de obsidiana se tensaba
sobre sus mejillas, lo que hacía que pareciese que siempre estaba
observando a todo el mundo de forma amenazante, sin importar lo feliz que
estuviese en realidad. Era extraordinariamente enjuto y alto. Incluso aunque
el techo a dos aguas de mi cabaña fuese bastante alto, seguía teniendo que
agacharse para pasar bajo las vigas; estaba condenado a encogerse para toda
la eternidad con tal de no darse en la cabeza con los ramos de flores y
hierbas que había colgado para secar. Y su enorme, gruesa y oscura túnica
no lograba ocultar los esqueléticos rasgos de su figura. La tela de lana negra
caía formando extrañas formas sobre su espalda huesuda y sus hombros
marcados, haciendo que pareciese que de sus hombros surgían un par de
alas, como si fuese un murciélago.
No. La mayoría de los padres jamás le entregarían a ninguno de sus hijos
a alguien como Merrick.
Pero claro, mis padres no eran como la mayoría.
Y yo jamás había tenido miedo de su rostro. Aquella era la cara del
Temido Final, el dios que me amaba. Quien, al final, me había salvado. Un
dios que había elegido criarme como suya cuando mis propios padres me
habían rechazado. Aquel era el rostro de mi salvación, aunque no me la
mereciese, aunque no hubiese pedido que me salvasen.
Merrick alzó su copa para brindar conmigo.
—Por este cumpleaños y por todos los que vendrán.
Entrechocamos nuestras copas y traté de olvidarme de lo que acababa de
decir esbozando una sonrisa incómoda.
«Por todos los que vendrán».
—Ahora —repuso, observando su creación dulce y rosa con regocijo, sin
darse cuenta de mi dilema interno.
Nunca se fijaba en ello.
—¿Empezamos por la tarta?
1
El octavo cumpleaños

–O
tro año más, otro año más, ha llegado otro año más —
cantaron a coro todos los niños que se habían reunido
alrededor de la larga mesa. Sus voces se alzaban por el aire,
tanto en tono como en volumen, hasta que llegaron al último verso, cuando
bajaron la voz para darle un fin misericordioso a la canción—. Ahora eres
un año mayor, así que grita «¡Hurra!». ¡Ya está!
La sala se llenó de gritos alegres y risas cuando Bertie, la estrella del día,
se subió sobre su silla y soltó un grito triunfante antes de soplar las nueve
velas que coronaban la pequeña tarta de nueces.
—¿Me puedo quedar yo con el primer trozo, mamá? ¿Porfa? —suplicó,
con su voz aguda reverberando en la habitación repleta de gente, con
bastante más fuerza de la que debería.
—Sí, sí —respondió nuestra madre, abriéndose paso entre todos mis
hermanos, que estaban reunidos alrededor de la mesa, moviéndose de un
lado a otro—. Después de que sirva a papá, por supuesto.
Tomó un plato y, con un par de movimientos rápidos con el cuchillo de
mantequilla, cortó un escaso trozo de tarta. Lo colocó sobre el plato y lo
empujó sobre la mesa, y este se deslizó sobre la madera hasta llegar a donde
estaba sentado nuestro padre, observando la celebración con los ojos
vidriosos.
Había abierto un nuevo barril de cerveza para la ocasión y ya se había
tomado tres jarras. Soltó un gruñido como agradecimiento cuando el primer
trozo de la tarta (el más grande que iba a haber, si había calculado bien) se
detuvo frente a él. Sin esperar a que el resto también tuviésemos nuestra
porción, papá empuñó el tenedor y empezó a zampárselo sin descanso.
Mis hermanos empezaron a moverse con impaciencia en sus sitios. Todas
las miradas estaban puestas en mamá, mientras cortaba lo que quedaba de
tarta.
Como era su cumpleaños, a Bertie le tocó el siguiente trozo y, cuando
mamá se lo tendió, se maravilló al ver que era casi tan grande como el de
papá.
Después le tocó el turno a Remi, luego a Genevieve, después a Emmeline
y entonces empecé a perder el interés. Mamá nos estaba sirviendo en fila,
por orden de nacimiento, por lo que me iba a tocar esperar mucho rato hasta
que llegase mi turno.
A veces pensaba que mi destino era justamente ese: pasarme toda mi vida
esperando.
Todos empezaron a comerse sus porciones en cuanto mamá les tendió los
platos, exclamando en voz alta lo rica que estaba, lo denso y húmedo que
era el bizcocho, lo dulce que era el glaseado.
Cuando Mathilde (la tercera más pequeña) obtuvo su porción, empecé a
observar lo que quedaba con interés, y una estúpida chispa de esperanza se
prendió en mi interior. No podía dejar de salivar al pensar en lo ricos que
estarían aquellos bocados llenos de nueces. No me importaba que el trozo
que me correspondiese no fuese a ser ni la mitad de grande que el de Bertie,
no me importaba que no fuese a tener casi glaseado; todo porque tendría la
oportunidad de probarlo.
Pero entonces mamá tomó el último trozo y se lo metió en la boca sin
molestarse siquiera en servírselo antes en un plato.
Bertie, que había estado observando atentamente el proceso con mirada
codiciosa, con la esperanza de poder hacerse con un segundo trozo, tuvo la
decencia de hacérselo saber.
—¡Mamá, te has olvidado de Hazel!
Mamá recorrió la larga mesa con la mirada y no parecía sorprendida en
absoluto, como si de verdad se hubiese olvidado de mí por completo, oculta
en la esquina más lejana de la mesa como estaba, junto a Mathilde y la
pared de yeso agrietada.
—¡Ah, Hazel! —exclamó, y después se encogió de hombros, no como si
se arrepintiese de lo que había hecho, sino como si estuviese queriendo
decir «¿Bueno, y qué se supone que debo hacer ahora?».
Apreté los labios con fuerza. No esbocé una sonrisa de disculpa, solo una
mueca que dejaba claro que lo comprendía. No se había olvidado de mí y
ambas lo sabíamos, así como también sabía que no podría hacer o decir
nada que la hiciese arrepentirse ni un segundo por lo que acababa de hacer.
—¿Puedo retirarme? —pregunté, balanceándome sobre mis pies,
preparándome para bajarme de un salto de un banco que era demasiado alto
para mi pequeño cuerpo.
—¿Ya has terminado tus tareas? —preguntó papá, sorprendido, como si
acabase de percatarse de mi presencia. No me cabía ninguna duda de que él
sí que se había olvidado de mí. Ocupaba muy poco espacio en su casa y en
sus pensamientos, no era más que una nota al pie de página en el gran y
enorme libro de su vida.
La decimotercera hija. La que nunca debería haber sido suya.
—No, papá —mentí, sin alzar la mirada, clavando mis ojos en sus manos
más que en su rostro. Incluso el mirarme directamente le costaba más
esfuerzo del que estaba dispuesto a hacer por mí.
—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí, holgazaneando como una
perezosa? —espetó.
—Es mi cumpleaños, papá —lo interrumpió Bertie, frunciendo sus cejas
rubias.
—Lo es, lo es.
—¡Hazel no podía perderse mi cumpleaños! —exclamó, indignado.
Me ruboricé, orgullosa de que mi hermano me hubiese defendido… ¡de
que me hubiese defendido ante papá! ¡A mí!
A papá le temblaba la mandíbula, como si estuviese masticando un
puñado de tabaco, aunque hacía meses que no podía permitirse comprar una
lata.
—La cena ya ha acabado. Ya no hay más tarta —dijo al final—. Tu
cumpleaños ya se ha celebrado. Hazel tiene que irse a hacer sus tareas.
Asentí con la cabeza, con mis dos trenzas castañas rozándome los
hombros con el gesto. Me bajé del banco de un saltito y le hice una pequeña
reverencia a papá. Y, antes de marcharme corriendo del abarrotado
comedor, me atreví a detenerme por un momento a echar un vistazo a mi
espalda, para dedicarle a Bertie una pequeña sonrisa.
—Feliz cumpleaños, Bertie.
Me di la vuelta, haciendo ondear el pichi que llevaba puesto a mi
alrededor, antes de salir corriendo de la casa hacia el gélido aire primaveral.
El crepúsculo estaba a punto de darle paso a la noche, cerrada y oscura,
cuando los hombres de las sombras y las criaturas del bosque, con sus
extremidades demasiado largas y sus fauces llenas de dientes, surgían de
entre la oscuridad, y noté cómo se me aceleraba el corazón con una
emoción inquietante, al imaginarme que uno de ellos se cruzaba en mi
camino hacia el establo.
Gruñendo por el esfuerzo, cerré la enorme puerta corredera y me dirigí
hacia mi mesa de trabajo, al fondo del establo. Todo estaba a oscuras, pero
me sabía el camino de memoria. Encontré la lata llena de cerillas de papá y
prendí mi lámpara de aceite, que iluminó la oscuridad con su tenue luz
dorada.
Sí que había hecho todas mis tareas antes de la cena, incluso me las había
apañado para hacer algunas de las de Bertie como regalo de cumpleaños.
Sabía que no debería haber mentido a papá (mamá siempre estaba hablando
sin parar de que debíamos librarnos de todo pecado, pero solo a mí me daba
collejas durante sus sermones como castigo), pero si me quedaba más
tiempo en medio de aquel caos alegre y festivo, mis muros terminarían
resquebrajándose y las lágrimas comenzarían a derramarse por mis mejillas.
Y no había nada que pusiese de peor humor a papá y a mamá que verme
llorar.
Con mucho cuidado, subí por la escalera que llevaba hasta el altillo,
balanceando con precariedad la lámpara en un brazo al subir a mi cuarto.
Llevaba durmiendo en el establo desde que dejé de entrar en la pequeña
cuna en la que habíamos dormido los trece cuando solo éramos bebés. En la
buhardilla de la cabaña solo entraban cuatro camas (mis hermanos y
hermanas dormían tres en cada colchón), por lo que no había hueco para mí.
Encontré mi manta y me la eché sobre los hombros, acurrucándome en su
decadencia. Era lo único que poseía que demostraba que mi padrino existía
de verdad, que hubo un momento en el que vino a buscarme, que quizás
algún día regresaría.
También era un tema peliagudo para papá y mamá.
Mamá quería venderla en el mercado, porque decía que solo por ser de
terciopelo de seda nos darían dinero para mantenernos durante tres años
enteros. Papá decía que vender el regalo del Temido Final solo traería un
impío embrollo de perdición a nuestra familia, y le había prohibido que la
tocase siquiera.
Recorrí los remolinos bordados con hilo de oro (de oro de verdad, como
solía comentar Bertie a menudo en un murmullo de admiración), que
deletreaban mi nombre.
«HAZEL».
Esta manta no debería estar en un establo, sobre una cama de paja. No
debería pertenecerle a una familia con demasiadas bocas que alimentar y
muy poca comida, con demasiado ruido y muy pocos abrazos.
Pero la chica cuyos hombros cubría tampoco le pertenecía a esa familia.
—Oh, padrino —susurré, suplicándole a la oscura noche—. ¿Será este el
año? ¿Será este el día?
Agucé el oído, prestando atención a todos los ruidos que poblaban el
establo, aguardando y deseando que respondiese a mis plegarias.
Aguardando, como hacía todos los años en esta misma noche, la noche
antes de mi cumpleaños.
Esperando.
Pasé la noche en un leve duermevela, con mis sueños plagados de
pesadillas.
En lo más profundo del valle, en Rouxbouillet, el pequeño pueblo que
había junto a la linde de nuestro bosque, las campanas del templo de la
Primera Santa repicaban con fuerza, despertándome.
Una, dos…, siete veces, después ocho, y así hasta que dieron su
duodécima campanada.
Doce.
Las horas de sol.
Los meses de un año.
Una docena.
Me imaginé a mis hermanos, en fila, del mayor al menor, con sus
brillantes sonrisas, sus encantadores rostros, radiantes y adorables.
Un juego perfecto. Un número perfecto.
Y luego estaba yo. Pequeña, oscura, llena de pecas, miserablemente
incompatible.
Cuando el repicar de la última campanada se perdió en el fresco aire
nocturno de la medianoche, respiré por primera vez con ocho años.
Esperaba sentirme distinta, pero nada había cambiado. Alcé las manos,
extendiendo los dedos tanto como pude, preguntándome si parecería mayor.
Clavé la mirada en la punta de mi nariz, con la esperanza de que las pecas
hubiesen desaparecido de mis mejillas milagrosamente.
No había crecido.
¿Le importaría al Temido Final?
—Otro año más, otro año más, ha llegado otro año más —me canté,
acurrucándome sobre la paja y el terciopelo. Mi voz sonaba como solo un
mísero susurro en medio de aquel enorme establo—. Ahora eres un año
mayor, así que grita «¡Hurra!». Ya está.
Me volví a quedar en silencio unos minutos más aguzando el oído por si
escuchaba alguna señal de que mi padrino se estaba acercando. Nada.
—Hurra —murmuré, y después me di la vuelta para volverme a dormir.
2

E
l primer día de mi octavo año de vida, toda mi familia se sumió en
el caos más absoluto cuando mamá nos preparó para bajar a
Rouxbouillet para ver el espectáculo que se formaba con el
peregrinaje sagrado del rey.
En realidad, no solíamos pensar a menudo en la familia real (el rey
Marnaigne, la reina Aurélie, la princesa Bellatrice y el príncipe heredero
Leopold) a lo largo de la semana. De vez en cuando se alzaba algún que
otro puño cuando los campesinos se quejaban de un nuevo edicto o de un
impuesto injusto que «ese hombre» había puesto desde su posición de poder
pero, en su mayor parte, nos dedicábamos a nuestros quehaceres sin
prestarles demasiada atención a los regentes, que consideraban el palacio de
Châtellerault su hogar.
Pero cada pocos años, cuando los últimos vestigios del invierno le daban
paso a la primavera, la familia real salía en procesión para visitar todos los
templos y monasterios de Martissienes, para pedirles a los dioses que nos
concediesen días con buen tiempo, salud para nuestros ganados y cosechas
abundantes en la próxima estación de cultivo.
Mamá se pasó toda la mañana criticando lo que nos habíamos puesto,
nuestras caras y, en general, nuestros modales y temperamentos,
aterrorizada por las pésimas primeras impresiones que íbamos a causar.
—¿De verdad crees que la reina Aurélie los va a mirar dos veces? —se
burló papá, dándole un sorbo a escondidas a su petaca llena de alcohol al
mismo tiempo que conducía nuestra carreta por el camino serpenteante,
rumbo a lo más profundo del valle—. Tendrás suerte si los mira aunque solo
sea una vez, mujer estúpida.
—Te haré saber que yo misma tuve una audiencia privada con ella, hace
años —comenzó mamá, relatándole a papá la misma historia que todos nos
sabíamos ya de memoria.
Cuando mamá era joven, con un aspecto muy distinto al de ahora,
hermosa y libre y sin todavía verse atada a un marido y a una horda de
niños, llamó la atención de la reina, que por aquel entonces era la princesa,
y aquel fue el día más glorioso de su vida.
El peregrinaje sagrado también era distinto por aquel entonces. La familia
real de aquella época contaba tan solo con el antiguo rey y la reina, que
ahora estaban los dos muertos, el príncipe heredero René y su nueva novia,
y el hermano mayor del príncipe, Baudouin, el bastardo. A los príncipes
siempre se los veía juntos por ahí, compartiendo carruajes, comidas y
sonrisas para demostrar que todos los rumores que circulaban sobre
conflictos y peleas dentro de la familia Marnaigne eran claramente falsos.
Su carruaje se detuvo en la calle donde mamá estaba apostada,
aguardando, con la esperanza de ver al famoso trío. Mientras el rey y la
reina visitaban los templos, los miembros más jóvenes de la realeza debían
salir a repartir monedas por los pueblos, pequeños actos de caridad que les
habían recomendado hacer los seguidores de la Primera Santa. La princesa,
al llegar a donde estaba apostada mamá, le dejó unos cuantos trozos de
cobre en la mano y murmuró una bendición de memoria y sus mejores
deseos para un año próspero. Luego dijo que le gustaba el sombrero de
mamá.
Mamá nunca se había olvidado de aquel encuentro.
Papá siempre le aseguraba que la princesa sí.
—¿Crees que volverás a verla hoy, mamá? —le preguntó Mathilde,
alzando la voz para hacerse oír sobre el traqueteo de las ruedas.
Mamá no se molestó siquiera en volverse hacia la parte trasera de la
carreta, donde estábamos todos apretujados como sardinas en lata.
—Eso espero —respondió, con una regia inclinación de su sombrero. Su
reborde de terciopelo ya no era más que jirones, y las plumas que se
arqueaban sobre el ala eran más aire que plumas, pero seguía poniéndoselo
en cada peregrinaje, con la esperanza de que la reina la recordase algún día
gracias a él—. Si es que alguna vez llegamos —añadió con sorna—. Para
cuando Joseph nos deje en el pueblo, la familia real ya se habrá marchado y
la nieve habrá empezado a caer.
Papá soltó una carcajada amarga, pensando qué responder como protesta,
pero la mirada que le lanzó mamá le hizo tragar con fuerza y, en su lugar,
volverse de nuevo hacia nuestras maltrechas mulas.
Cuando llegamos a Rouxbouillet las calles ya estaban abarrotadas de
gente, y mamá insistió en que papá nos dejase allí antes de llevarse la
carreta al herrero para que pudiésemos encontrar el mejor sitio donde poder
poner en práctica su plan.
—Ahora, recordad —nos indicó, al tiempo que nos pasaba a la carrera
gorros y boinas de toda clase de colores de lo más llamativos, que les había
pedido prestados a nuestros vecinos—. Irán bajando por las calles
lentamente para entregar sus limosnas. Aseguraos de ir cambiándoos al
menos los gorros al seguirles, yendo siempre por delante de ellos.
Mis hermanos asintieron. A todos nos resultaba de lo más familiar esta
rutina. En el último peregrinaje, Didier había conseguido que Bellatrice, su
tía y su institutriz le diesen unas cuantas monedas, lo único que tuvo que
hacer fue cambiarse de chaleco, de gorro e incluso sus andares; cuando se
acercó a la pequeña princesa lo hizo cojeando, fingiendo tener una lesión de
lo más dolorosa.
Yo nunca conseguía ni una sola moneda. En la última santa marcha del
rey, yo tenía cinco años y había tenido tanto miedo de que la multitud que
se agolpaba en torno a los carruajes me aplastase que ni siquiera lo había
intentado.
—Daos prisa —nos dijo mamá, espantándonos como si fuésemos una
bandada de gorriones—. ¡Ya van por la calle de al lado!
Nos separamos, cada uno elegimos nuestro propio sitio donde aguardar a
la llegada de los Marnaigne.
Bertie me agarró de la mano y tiró de mí hacia una botica que había un
poco más adelante porque decía que estaba seguro de que se detendrían allí.
—¿Por qué estás tan seguro? —le pregunté, sintiéndome un tanto
molesta. Las calles estaban a rebosar, y los primeros rayos de la mañana de
primavera caldeaban mi piel con sorprendente fuerza. Casi podía sentir
cómo se duplicaban mis pecas, incluso se triplicaban, bajo su luz
abrasadora.
Mi hermano señaló la marca que había pintada sobre la puerta de la
botica.
—Los ojos de los Divididos —recitó, con toda la solemnidad que un
chico de nueve años podía conseguir—. Querrán asegurarse de que los
dioses presencien todas y cada una de sus buenas obras.
Alcé la mirada hacia aquellos ojos desorbitados. Estaban observando en
direcciones opuestas, como si estuviesen vigilando toda la plaza con su
atenta mirada. Sus ojos, que no se movían ni pestañeaban, me pusieron la
piel de gallina, incluso con todo el calor que hacía.
—Espero poder conseguir aunque solo sea una moneda este año —
comenté, preocupada—. Si vuelvo otra vez con las manos vacías, mamá me
dará una buena paliza.
—No te va a dar ninguna paliza —repuso Bertie, como si estuviese
totalmente seguro de ello. La última vez, él había vuelto a casa con dos
monedas—. Además, es tu cumpleaños.
Solté una carcajada amarga. Con las prisas que habíamos tenido todos por
salir de casa esa mañana, nadie se había acordado de felicitarme siquiera.
—¿Y qué tiene que ver mi cumpleaños con esto?
—Nadie puede enfadarse con el cumpleañero en su día —razonó,
despreocupado—. Ayer derramé el último vaso de leche por accidente. —Se
encogió de hombros—. Y no pasó nada. Porque era mi cumpleaños.
—Pues claro que pasó algo, maldito idiota —murmuré, estirándome para
tratar de ver algo por encima de la multitud, que gritaba emocionada. Un
carruaje adornado con lentejuelas estaba en ese mismo instante doblando la
esquina, refulgiendo con fuerza bajo el sol del mediodía—. ¡Yo me quedé
sin leche!
—¿Ah, sí?
La sorpresa teñía su voz. ¿Es que de verdad no se había dado cuenta? Su
ignorancia me irritó.
Mamá y papá solían contarles a mis hermanos y hermanas la historia
sobre mi padrino y la terrible tesitura en la que los había puesto. A mis
hermanos nunca les importaba que de vez en cuando la cena no fuese
suficiente para todos y fuese mi plato el que se quedaba vacío. Ni siquiera
se habían apretado un poco más para hacerme hueco en sus camas. No
importaba que toda la ropa que heredaba me quedase demasiado larga,
demasiado ancha o estuviese tan ajada que casi se caía a cachos. Se suponía
que yo no debería haberme quedado con ellos tanto tiempo, así que… ¿qué
derecho tenía a pedir nada más que eso?
El carruaje dobló por completo la esquina, un espectáculo brillante de
ruedas doradas y cojines de satín negro. El sigilo de la familia, un toro
embistiendo, estaba grabado en relieve sobre las bridas ceremoniales que
portaban los caballos, haciendo que pareciese que los sementales con el
pelaje oscuro como la medianoche tuviesen dos caras. Habían incrustado
unos cuantos rubíes en los ojos de los toros, que refulgían bajo el sol y
daban la apariencia de estar parpadeando, y me asombré al pensar que los
adornos de cualquiera de esos caballos eran más lujosos que cualquier
mueble que pudiese costearse mi familia jamás.
—¿Deberíamos ir hacia allí, para acercarnos? —pregunté, dubitativa. Me
había empezado a morder un padrastro de los nervios. Tanto papá como
mamá estaban de muy mal humor esa mañana. No me podía permitir
fracasar este año.
Bertie negó con la cabeza.
—Se van a detener aquí —insistió—. Lo sé. Los ojos son demasiado
grandes como para que los ignoren.
El carruaje siguió abriéndose paso entre la multitud, descendiendo por la
calle, con sus pasajeros saludando con cansancio a la gente y esbozando
medias sonrisas. Rouxbouillet era una de las últimas paradas de su
peregrinaje. Ni siquiera podía imaginarme lo cansados que debían de estar.
—¡Son el príncipe y la princesa! —exclamé al fijarme en las dos figuras
que tenían el rostro pegado a las ventanas del carruaje—. ¿Y la reina?
Bertie negó con la cabeza.
—Una gobernadora, o una tía abuela, o alguien así, supongo. La reina se
va siempre a los templos con el rey. Tienen que asegurarse de complacer a
los sacerdotes y a los profetas y a quien sea que tengan que complacer. —
Hizo un gesto displicente con la mano al tiempo que ponía los ojos en
blanco, como si no le importase lo más mínimo todo el protocolo que tenían
que seguir nuestros monarcas para mantener las jerarquías religiosas en
orden.
Mi familia no era particularmente devota a ninguno de los dioses. Según
mi madre, el tiempo era dinero, y siempre estaba diciendo que ya teníamos
bastante poco tiempo como para encima malgastarlo en bajar a un templo
cuatro veces por semana. Aunque sí que nos llevaba a rastras a todos los
festivales y banquetes, porque no quería que perdiésemos la oportunidad de
devorar un plato de comida gratis o de llevarnos alguna que otra limosna.
—¡Mira eso! —siguió diciendo Bertie, al tiempo que señalaba al carruaje
real mientras este bajaba poco a poco la velocidad hasta detenerse frente a
nosotros—. ¡Te lo dije!
Una vez que los caballos se acomodaron, el lacayo se apresuró a bajar de
un salto de su asiento y a abrir la puerta del carruaje.
La mujer mayor fue la primera en salir, e hizo un gesto con el que trató de
abarcar a la multitud con las manos, haciendo retroceder al clamoroso
gentío e intentando dejar espacio para que los príncipes pudiesen salir del
carruaje. Llevaba puestas unas pesadas pulseras con gemas de ónice
incrustadas, que tintineaban al entrechocarse en su muñeca, y su vestido de
lino refulgía como el sol del mediodía. Estaba claro que no era una
institutriz.
—Vamos, ahora —le dijo a la pareja que seguía dentro del carruaje y,
después de lo que pareció una rápida discusión, la princesa Bellatrice
emergió.
Nunca la había visto así de cerca y me sorprendió que fuese tan joven, lo
más probable es que tuviese unos once o doce años, como mis hermanas
Jeanne y Annette. Vestía una enorme falda pomposa y una chaqueta de un
verde muy claro, del mismo color que unos brotes de apio que acabasen de
surgir. Estaba adornada con rosetones rosas y decenas de metros de cinta de
gasa. Su cabello, negro como el azabache, le caía largo y suelto por la
espalda, como una cortina brillante.
Oteó a la multitud que aguardaba ante ella con una mirada de recelo antes
de abrir su monedero, y entonces una docena de niños, e incluso unos
cuantos adultos, se lanzaron hacia ella, todos con las manos extendidas,
suplicando que los bendijese, aunque, en realidad, todos sabíamos que
estábamos allí apelotonados por las monedas.
—¡Leopold! —siseó la mujer mayor, golpeando con el puño las paredes
del carruaje.
El príncipe se deslizó fuera del carruaje con la chaqueta desabotonada y
mal puesta, y soltó el suspiro más desolado que había oído nunca. El traje
que llevaba era parecido al de un capitán militar con infinidad de
condecoraciones, con fajín, charreteras con flecos, bandas bordadas y más
medallas de las que podría esperar recibir en esta vida o en cualquier otra.
Su cabello era más claro que el de su hermana, de un dorado bruñido, y sus
ojos azules examinaban a la multitud con interés.
—No la quiero —retó a la mujer mayor al tiempo que esta trataba de
tenderle una bolsita negra de terciopelo.
—Leopold —espetó ella, bajando la voz a modo de advertencia.
—No la quiero —repitió, impertérrito—. Eres la quinta en la línea de
sucesión, tía Manon. No puedes obligarme a hacer nada.
Fuese el príncipe heredero o no, la mujer lo agarró del brazo con una
fuerza repentina, y yo puse una mueca al saber lo que se sentía cuando
alguien tiraba de ti de ese modo. No pude oír la reprimenda de su tía, pero
cuando lo soltó, él se abrochó la chaqueta y comenzó a dar monedas a la
multitud a regañadientes.
—Recuerda —me dijo Bertie, tirando de mí hacia el carruaje—. No
quieres que se fijen en ti. No puedes permitirte que te reconozcan en su
siguiente parada.
Asentí con determinación.
Por fin. Por fin iba a conseguir una moneda.
Ya podía imaginarme entregándosela a mamá… no, no solo entregándole
una, sino varias, todo un puñado de monedas, tantas que se le caerían de las
manos, repiqueteando y produciendo una melodía alegre al caer al suelo.
Bertie se acercó primero a Bellatrice, con las manos extendidas en señal
de sumisión, con la mirada clavada en sus pies y la humildad apropiada.
—Te deseo muchas bendiciones y alegrías —recitó la princesa,
entregándole tan solo un cobre. Llevaba las manos cubiertas con unos
guantes de encaje, del mismo color que el ribete de su vestido, y me
pregunté si los usaría como accesorio o como una especie de barrera de
precaución para no tocar la piel de nadie que se le acercase.
—Bendiciones también para usted, milady —murmuró Bertie, y después
me empujó para que me acercase yo también a la princesa.
—Te deseo muchas bendiciones y alegrías —repitió la princesa, aburrida
de su papel sagrado. Aunque me estaba mirando, sus ojos verdes estaban
clavados en algún punto sobre mi hombro izquierdo, sin querer mirarme a
los ojos. Entonces metió la mano en su bolsito, de la misma tela de satén
verde que sus faldas, y sacó otra moneda. Me dieron ganas de gritar de
alegría cuando la dejó caer en mis manos. No era un cobre como el de
Bertie. Mi moneda estaba hecha de plata y pesaba mucho más que
cualquiera que hubiese tenido jamás.
—¡Bertie! —grité emocionada, antes de acordarme de lo que se suponía
que tenía que hacer—. Gracias, princesa. Le deseo muchas bendiciones.
Pero la princesa ya se había marchado hacia la siguiente persona,
recitando la misma retahíla de siempre, sin mirar a nadie a los ojos en
ningún momento.
Bertie me dio un suave codazo en las costillas.
—Nos queda el príncipe —susurró, señalando hacia su derecha con un
gesto de la cabeza—. Vamos a probar con él y después seguimos bajando
por la calle.
—Pero todavía no nos hemos cambiado —comenté, preocupada.
—Ni siquiera nos están mirando. Jamás lo sabrá.
—Pero…
Mi protesta no llegó a ninguna parte porque Bertie me empujó hacia la
fila que se estaba formando frente al príncipe Leopold.
Me di cuenta de que tendría más o menos mi edad.
Aunque el traje le sentaba bien, estaba claro que se lo habían hecho a
medida, se movía de forma extraña con él puesto, como si se sintiese de lo
más incómodo. Me resultaba extraño ver a un chico comportándose de esa
forma tan poco natural, tan abrumado, y entonces me lo imaginé corriendo
libremente por el campo, jugando a la petanca o al jeu de la barbichette. En
mi imaginación, Leopold no iba vestido como un príncipe, sino con prendas
mucho más sencillas, y tenía la sonrisa más radiante del mundo dibujada en
su rostro. Y cuando se reía…
—Tú ya has estado con mi hermana —espetó, sacándome de golpe de mi
ensoñación, tan rápido como nos había sumergido mamá en el barreño de
agua helada esa misma mañana.
—Yo… ¿qué? —tartamudeé, sin saber muy bien qué estaba pasando.
—Acabas de estar con mi hermana. Te ha dado una moneda de plata, si
no me equivoco. Y ahora vienes a por mí, porque quieres que te dé más.
Podía sentir el peso de las miradas de todos aquellos que nos rodeaban
posadas en mí.
Me pasé la lengua por los labios, tratando de encontrar una explicación
razonable, algo que pudiese sacarme de esta sin salir herida.
—Yo… bueno. No. Bueno —balbuceé.
Me ardían las mejillas.
—¿Es que crees que soy idiota? —siguió diciendo el príncipe,
acercándose a mí. La multitud que nos rodeaba retrocedió. De repente, todo
el mundo le temía a ese Marnaigne indignado, sin importar lo pequeño que
fuese. Incluso Bertie se alejó de mí. Ya no podía sentir su presencia a mi
espalda, y jamás me había sentido tan completa y miserablemente sola.
—¡No! Claro que no, Leopold. —Oí cómo la gente contenía el aliento
ante mi error—. Majestad. ¿Alteza? Señor. —¿Cuál era el maldito título que
se suponía que debía usar?
Él me observó con los ojos entrecerrados.
—De todos modos, ¿para qué necesitas todas esas monedas? No cuesta
mucho dinero tener un aspecto tan deplorable como el tuyo.
Hablaba con tanta superioridad y con un tono tan imperioso que la ira
comenzó a apoderarse de mí poco a poco, bajándome por la espalda en un
escalofrío gélido.
—¿Para qué las necesitas tú? —espeté, sin pensármelo dos veces—.
Vives en un palacio enorme, donde te dan de comer y te visten con lo mejor
de lo mejor. Nosotros ni siquiera tenemos una mínima parte de lo que os
han otorgado a vosotros. Pero tu padre no deja de pedirnos cada vez más,
más impuestos, más peticiones, toma y toma, pero no da nada a cambio a
menos que sienta que los dioses lo están observando, ¿y entonces bajáis a
vernos para darnos una mísera moneda y creéis que con eso basta?
Leopold se quedó boquiabierto. Se había quedado sin palabras, una
sensación que supuse que le resultaba del todo desconocida. El instante se
alargó, el silencio nos engulló, y la muchedumbre reunida a nuestro
alrededor fue aumentando poco a poco, todos a la espera de ver qué
respondería el príncipe. Sus mejillas se sonrojaron con violencia.
Al final, terminó metiendo la mano en su bolsa y sacó un puñado de
monedas con rabia.
—¿Quieres más monedas? —preguntó, o más bien ladró, alzando el puño
con furia—. ¡Toma una por cada una de tus horribles pecas!
Leopold me lanzó el dinero a la cara, y fue como si acabase de lanzar una
cerilla prendida sobre un montón de hojarasca. Todo el mundo se abalanzó
hacia nosotros, ansiosos por hacerse con las monedas, que habían caído con
un repiqueteo sobre los adoquines y en ese mismo instante estaban rodando
calle abajo.
Un chico que me duplicaba la edad me empujó a un lado y me hizo caer.
Traté de amortiguar la caída con mis manos, pero lo único que conseguí fue
dejarme las palmas en carne viva. Alguien me pisó el pie y tuve que rodar
sobre los adoquines para evitar que me aplastasen.
Los guardias de palacio, que hasta ese momento habían estado escondidos
en alguna parte, cerca del recorrido de la procesión, llegaron corriendo y
metieron a los tres Marnaigne en el carruaje a toda prisa. El cochero azuzó a
los caballos, animándolos a que siguiesen con su recorrido, pero había
demasiada gente rodeando el carruaje. Uno de los caballos se encabritó,
relinchando hacia el cielo.
—¡Apartadlos! —pidió el cochero a los guardias a gritos.
Estos empezaron a hacer a la gente a un lado a empujones, sin ningún
cuidado, como si no fuesen más que meros obstáculos que debían apartar de
su camino. Vi como una anciana se caía sobre los adoquines y se llevaba la
mano a la cadera, aullando de dolor. El carruaje real pasó sobre ella sin
molestarse en detenerse.
Bendiciones y alegrías, sin duda.
Mis hombros se hundieron; me sentía decepcionada por no haber podido
tener la última palabra. Todo lo que no había podido decirle al príncipe me
ardía en lo más profundo de la garganta, queriendo salir con una furia
exorbitante. Me lo tragué de vuelta, sintiendo cómo las palabras me
quemaban en el estómago al caer. Me pregunté si permanecerían allí para
siempre, mudas, abandonadas en mi interior para que se pudriesen y
cobrasen cada vez más fuerza.
De alguna manera, Bertie me encontró en medio de aquel barullo y me
ayudó a ponerme en pie. Y después prácticamente me arrastró hasta un
callejón.
—¿Estás bien?
Notaba cómo la sangre me caía por la pierna y supe que mis calcetines,
mi mejor par de calcetines, se habían rasgado contra las piedras. En
realidad, a aquellas alturas ya estaban más bien hechos de pequeños trozos
de tela zurcida que de lana tejida, pero seguían siendo igual de suaves que
siempre, solo me quedaban un poco grandes a la altura de las rodillas y
seguían teniendo el mismo tono grisáceo claro de costumbre. Creo que hubo
una época en la que eran rosas, cuando Annette los llevó por primera vez,
pero a mí me seguían encantando. Y ahora estaban hechos jirones.
Pero lo que era peor aún, mi moneda de plata había desaparecido, alguien
me la había quitado en medio del caos.
Mamá se iba a enfadar muchísimo.
—¿Por qué me has obligado a hablar con él? —me quejé, luchando contra
el impulso de golpear a mi hermano mayor—. Se suponía que teníamos que
cambiarnos el gorro. ¡No tenía que haberme reconocido! ¡Mamá me va a
dar una paliza increíble!
—Le diré que fue culpa mía —se ofreció.
—¡Es que lo fue! —espeté, apartando su gesto magnánimo de un
manotazo.
Nos encaminamos hacia la siguiente calle, prestando atención al traqueteo
de las ruedas del carruaje real aunque ahora sería imposible pedirles más
limosna. Mantuve la mirada clavada en el suelo, con la esperanza de poder
encontrar aunque solo fuese una mísera moneda que se hubiese quedado
entre los adoquines, abandonada y olvidada.
Las sombras que nos rodeaban comenzaron a volverse mucho más
alargadas y violáceas, como un moratón.
—¡Bertie! ¡Hazel! ¿Dónde estáis? —Los dos nos volvimos hacia Etienne,
que bajaba corriendo por la calle—. ¡Mamá dice que tenéis que volver
ahora mismo!
Me mordí el labio inferior al tiempo que me preguntaba si ya se habría
enterado de lo que había ocurrido.
—¿Está… está enfadada?
Etienne se encogió de hombros.
—¿Dónde están? —preguntó Bertie, dándose un suave golpecito en el
bolsillo para comprobar que su moneda de cobre seguía a buen resguardo.
Pues claro, él no la había perdido.
—Papá ya tiene el carromato arreglado, están en la calle de al lado. Han
dicho que teníamos que ir todos juntos al templo.
—¿Al templo? —se quejó Bertie—. ¿No podemos ir mejor a la taberna?
He conseguido un cobre. ¡Podríamos comprar un pastel de carne con ella!
—Mamá ha dicho que no podemos entretenernos. Nos están esperando en
el templo.
Contuve el aliento y todas mis preocupaciones se desvanecieron de un
plumazo.
—¿En qué templo? —pregunté, con la voz aguda y entrecortada.
—No lo sé. No es en el de la Primera. Acabamos de estar allí. La reina
pasó justo al lado de mamá. ¡Ni siquiera la miró! —Etienne se carcajeó, sin
darse cuenta de la emoción que acababa de llenarme el pecho.
Los ojos de Bertie, tan sorprendidos y azules, se encontraron con los
míos, y fue como si alguien me hubiese anclado los pies al suelo.
Sabía que acababa de llegar a la misma conclusión que yo, la que hacía
que el corazón me latiese acelerado y la sangre corriese rápida por mis
venas, con tanta fuerza que casi podía sentir mi propio pulso en mis ojos.
De repente, me sentí torpe, me estremecí, y la garganta se me quedó tan
seca que no podía ni tragar.
—¿Crees que por fin…?
—Quizá —vacilé. No tenía por qué terminar de formular la pregunta para
que yo supiese de qué estaba hablando. De quién estaba hablando.
De mi padrino.
—Es tu cumpleaños —dijo Bertie, y me conmovió el deje triste que le
impregnó la voz al comentarlo.
Fue como si alguien me hubiese anclado al suelo. Me había pasado tanto
tiempo soñando con el día en el que mi padrino regresase, que ni siquiera
me había parado a considerar qué ocurriría el día después de que volviese.
O al día siguiente.
¿A dónde me llevaría? ¿Dónde viviría?
El templo de Rouxbouillet tan solo le pertenecía porque llevaba su
nombre. Era un pequeño patio con un monolito solitario que nunca nadie se
había molestado en esculpir. Una vela, que de alguna manera nunca se
apagaba, descansaba frente a él, sobre un zócalo. No había edificio alguno,
ninguna otra estructura. Allí no se podía criar a un niño, no me podría criar
yo. Hasta donde sabía, ni siquiera tenía un mísero postulante. Al parecer,
nadie quería dedicar su vida al señor de la muerte.
—Mamá va a ponerse a escupir fuego si llegamos tarde. ¡Vamos! —
espetó Etienne antes de darse la vuelta y encaminarse hacia el templo.
—Vamos —repitió Bertie, con voz mucho más amable, antes de tenderme
la mano.
No quise aceptarla.
Si la aceptaba, entonces iríamos a buscar a mamá a su templo, y estaba
segura de que él iba a estar allí, esperándome.
Mi padrino.
En el santuario de la Primera Santa, tres de las paredes del vestíbulo
estaban cubiertas por completo por vidrieras de todos los colores. En la
parte delantera, justo detrás del altar, que estaba perfectamente situado hacia
el este para que los primeros rayos de la mañana incidiesen directamente en
él, había una representación de la Primera Santa en toda su lustrosa belleza.
Unos cuantos remolinos de cristal iridiscente formaban su rostro, velado
pero indudablemente radiante, su larga y ondulada cabellera, y su vaporoso
vestido.
A su derecha estaban los Divididos. Unas gruesas juntas segmentaban su
rostro, de modo que se podía distinguir con facilidad que, aunque
compartían un mismo cuerpo, en realidad había varias almas en su interior.
Y a su izquierda estaba el Temido Final. Su vidriera era menos un retrato
y mucho más un mosaico, que sugería un atisbo de lo que era en realidad, y
no una figura perfectamente representada de él. Estaba formado por varios
triángulos, con tonos que iban desde los grises más oscuros hasta los ciruela
más ricos. Habían usado tantos tintes para aquellos cristales que la luz
apenas lograba filtrarse a través de ellos para iluminar la sala. Incluso en los
días más soleados, el ventanal que representaba al Temido Final no era más
que un amasijo de penumbra y oscuridad.
Por lo que cuando trataba de imaginármelo… al Temido Final, a mi
padrino… cuando trataba de imaginarme cómo sería eso, no lograba
hacerlo.
No podía imaginármelo allí, como una figura, un ente, una persona. Podía
ver el ventanal, los tonos oscuros, el remolino de neblina y vaho y sombría
finalidad.
Solo podía entrever la muerte, no la vida.
—Vamos —repitió Bertie, sacudiendo la mano frente a mis ojos, como si
creyese que el único motivo por el que todavía no la había tomado era
porque no la había visto—. Si lo vamos a conocer, si de verdad ha
regresado, no creo que a mamá le importe que tengas la ropa hecha jirones.
—Esbozó una sonrisa enorme al pensar en la buenísima suerte que
acabábamos de tener—. ¿Ves? Todo va a salir bien.
Sin previo aviso, me lancé hacia él y le rodeé el cuello con los brazos,
pegándolo a mi cuerpo con una fuerza que ninguno de los dos sabíamos que
poseía.
—A ti es a quien más voy a echar de menos —susurré. Estaba temblando
con fuerza cuando mi hermano me devolvió el abrazo.
—Estoy seguro de que te dejará venir a visitarnos —dijo en un susurro—.
Y prometo escribirte todas las semanas.
—Odias escribir —le recordé. Las lágrimas que se deslizaron por mis
mejillas estaban calientes y húmedas.
—Me esforzaré por que empiece a gustarme, solo por ti —juró con
fervor.
Entonces nuestras manos se encontraron. Tomé la suya con fuerza y no la
solté en todo el camino.
Pero no era al templo de mi padrino a donde nos dirigíamos.
3

–N
ecesito que os pongáis en fila, por favor, todos —pidió la
reverente, en voz tan baja que casi se perdió el deje duro
que escondía tras ella. Bajo su enorme tocado, formado por
cinco picos dentados llenos de joyas incrustadas, cada uno de los cuales
sujetaba una cortina de tul, unos ojos azules gélidos nos observaban con
medida curiosidad.
Mi familia estaba fuera del templo de los Divididos, en el patio, y mis
hermanos y hermanas paseaban por el lugar, observando boquiabiertos los
muros de piedra, los mosaicos y las enormes urnas que adornaban el
perímetro. Alguien había roto en pedazos todas las vasijas tan solo para
volver a juntar los fragmentos después. Era como si todo estuviese roto en
aquel lugar y, sin embargo, también estaba completo y entero, al igual que
los dioses a los que estaba dedicado, y a mí me empezó a doler la cabeza al
tener que observar aquellas grietas afiladas y dentadas.
—La hermana Ines no va a volver a pedíroslo —espetó una chiquilla
joven junto a la reverente. Llevaba puesta la túnica amarilla y verde que la
identificaba como una novicia y, aunque no podía ser mucho mayor que
Bertie, sus rasgos estaban mucho más endurecidos y afilados; era una niña a
la que habían obligado a volverse adulta demasiado pronto. Sus ojos
marrones nos observaron atentamente sin tratar de ocultar su desdén—.
¡Haced lo que os pide!
Nos apresuramos a obedecer sus órdenes, y yo me coloqué al final de la
fila que formaron mis hermanos, pegada a Bertie, tanto que nuestros
hombros se rozaban cuando intercambiamos una mirada confusa.
—¿A lo mejor ella es quien tiene que encargarse de llevarte con él? —
susurró Bertie sin abrir apenas la boca.
Negué con la cabeza. Una reverente de un dios no haría nada que le
hubiese ordenado otro dios que no fuese al que había jurado devoción. En el
fondo sabía que mi padrino había dejado pasar otro año sin reclamarme.
Mamá y papá tampoco nos contaron nada. Se quedaron de pie frente a
nuestro carromato, observándolo todo como si solo fuesen los espectadores
de una obra de teatro. La escena que se estaba representando en ese
momento (en este caso en un patio en vez de sobre un escenario) ni les iba,
ni les venía. Era como si una cuarta pared invisible los separase de nosotros,
y no les importaba quedarse a observar sin hacer nada desde su posición
más allá del proscenio.
La hermana Ines se acercó un poco más a nosotros para examinarnos. La
chica joven la siguió de cerca, chascando la lengua de vez en cuando con
desaprobación, negando al ver el estado en el que se encontraban las botas
de Jeanne y reprendiendo a Yves por su postura jorobada.
Solo cuando la reverente llegó frente a mí, mamá dio un paso para
acercarse a nosotros.
—En realidad…
Se detuvo donde estaba cuando la hermana alzó una mano, indicando que
nadie debía interrumpir su examen. Una mueca irritada surcó el rostro de
mamá pero, a su favor, se mordió la lengua.
—Mírame, por favor —me ordenó la hermana, obligándome a apartar la
mirada de mi madre y centrarme en ella.
Me sentí como si Remy me hubiese atrapado en una de sus trampas; el
miedo me congelaba, el corazón me latía tan rápido que estaba segura de
que, si se fijaban, podrían ver cómo se elevaba la piel de mi pecho.
—Tiene potencial —murmuró la hermana Ines para sí misma, y yo me
estremecí. ¿Qué había visto en mí que destacase con respecto al resto de
mis hermanos?
—A mí no me parece nada especial —espetó la otra chica, antes de
observarme con el ceño fruncido al recibir la mirada mordaz de la hermana.
La hermana Ines recorrió nuestra fila con la mirada de nuevo, nos contó y
asintió lentamente.
—Una decimotercera hija. No se ven muchas como ella.
Mamá se atrevió a acercarse de nuevo, carcajeándose, aunque la hermana
no había dicho nada que pudiese resultar gracioso.
—Solo es otra boca que alimentar. Tantas, tantas bocas que alimentar. Su
padre y yo deberíamos haber parado cuando tuvimos al décimo. Bueno, con
tres también nos bastaba, o incluso… con uno.
Mis hermanos se estremecieron.
—No podemos ser tan poco comunes —dijo la chica, frunciendo el ceño,
haciendo como que no había oído la confesión nerviosa de mi madre, y lo
único en lo que me fijé fue en que había dicho «podemos». ¿Por eso no le
caía bien? ¿Ella también era una decimotercera hija?
—¿Cómo te llamas, chica?
Tenía un nudo en la garganta que me impedía responder a Ines, y me
avergoncé al notar lo mucho que me temblaba el labio inferior.
—Se llama Hazel —respondió Bertie, atreviéndose a dar un paso hacia
delante.
La mirada azul de la hermana Ines se posó de nuevo sobre Bertie.
—Gracias. —Entonces se volvió hacia mamá. Su elegante túnica estaba
rígida por el almidón, y los pliegues le caían por la espalda como las alas de
una polilla—. Hazel nos servirá —declaró.
—Eso va a ser imposible —comenzó a decir mamá.
—Nada es imposible si son Ellos quienes lo exigen —respondió la
hermana, observándola con los ojos entrecerrados. Su voz había adquirido
un deje extraño que hacía que pareciese que estaba hablando con dos voces
a la vez.
En todo Rouxbouillet se contaban historias sobre aquellos que habían
decidido dejar a sus familias para seguir los pasos de los Divididos.
Algunos decían que entrenaban a sus devotos durante días y semanas
enteros, sin descanso alguno, y que tenían que cantar las mismas canciones
sagradas una y otra vez, para llegar a dos notas al mismo tiempo. Otros
decían que ese talento desconcertante se debía a los rituales arcanos y a las
cirugías horribles por las que los hacían pasar. Pero todos estaban de
acuerdo en que los reverentes de los Divididos se habían vuelto un poco
locos, que sus mentes se habían quebrado en tantos pedazos como los
dioses a los que servían.
—¿Y bien? —preguntó la hermana Ines, con sus dos voces reverberando
con impaciencia.
Papá carraspeó, inquieto. Cruzó el patio y le susurró algo a la hermana al
oído. Aunque no pude oír exactamente lo que le dijo, sí que me fijé en cómo
cambió su expresión al comprender lo que le estaba queriendo decir. Su
mirada pasó de mí a papá, alarmada. Una mueca asqueada se hizo con el
control de sus rasgos, como un velo cayendo sobre su rostro.
—Comprendo —repuso la hermana, bajando la voz y alejándose todo lo
que pudo de mi padre.
—Sal de la fila, Hazel —ordenó mi madre—. Ni siquiera deberías haber
estado aquí para empezar.
Aunque sabía que no había querido decir «aquí», sino «ahora», en este
momento, sus palabras me dolieron igualmente. No debería haber estado
aquí, en esta familia, ni ahora, ni nunca.
—¿Qué está pasando? —me atreví a preguntar en un susurro. Me
resultaba inquietante estar en esta parte del patio, tener las miradas de todos
mis hermanos y hermanas puestas en mí. Me aseguré de no acercarme
demasiado a mamá. Solía hablar haciendo aspavientos cuando estaba
nerviosa y, como no se fijaba demasiado en mí, había aprendido a las malas
que lo mejor era estar lo bastante alejada de ella como para que no pudiese
golpearme al hablar.
—Tu padre ha acumulado una deuda bastante considerable en el pueblo,
el muy idiota —murmuró. Estaba apretando tanto los dientes que me daba
miedo que fuese a molérselos y a transformarlos en polvo—. Más de lo que
podríamos pagar con las monedas que hayáis sacado del peregrinaje. Por lo
que tenemos que rebuscar dinero de donde sea.
—Dinero —repetí, frunciendo el ceño. Paseé la mirada por el patio,
tratando de imaginarme qué podrían querer venderle al templo para obtener
ese dinero. Habíamos dejado toda la leña y las pieles curtidas que teníamos
en casa.
La mirada de Bertie me encontró, preguntándome en silencio qué había
descubierto.
Solté un grito ahogado cuando lo comprendí.
—No. ¡No podéis hacerlo!
Mamá respiró hondo, abriendo las narices, enfadada.
—No debería tener por qué hacerlo —me corrigió con amargura—. Pero
tú sigues aquí, ocupando el espacio y el dinero que no podemos permitirnos
malgastar en ti. Por eso, ahora, uno de mis hijos, uno de mis hijos de verdad
—añadió, y sus amargas palabras se me clavaron en el pecho como una
daga—, va a tener que marcharse a la fuerza de su hogar. Me van a robar a
uno de mis hijos, y lo van a obligar a adorar a un dios al que odio. Un dios
al que debería haberte entregado hace mucho tiempo.
—No puedes hacerlo —repetí, sintiéndome pequeña y estúpida e incapaz
de encontrar un argumento mejor que ese—. No puedes.
Mamá me agarró del cuello del vestido y tiró de mí con fuerza hacia ella.
Su saliva me mojó los labios cuando escupió sus siguientes palabras, y yo
me encogí ante la repentina fuerza de su ira.
—Te sorprendería lo que soy capaz de hacer por unas cuantas monedas.
Nunca lo olvides, pequeña Hazel. ¡Nunca!
—Creo que aquí ya hemos terminado —dijo la hermana Ines, hablando
tan alto que sus dos voces gemelas reverberaron por el patio—. Aquí tienes
tu plata. —Le entregó a papá un pequeño saquito amarillo y verde de sarga.
Él lo sopesó en la palma de su mano, subiéndola y bajándola, como si de
esa manera estuviese contando el dinero resguardado en su interior, y
después asintió con la cabeza.
—¿Cuál? —se atrevió a preguntar, y todo mi cuerpo se puso en tensión.
La hermana suspiró, como si ya se estuviese arrepintiendo de su elección.
—El chico —repuso, y les hizo un gesto con la cabeza a dos de los
hombres que estaban apostados a la entrada del templo.
Estos se acercaron a mis hermanos y agarraron a Bertie, sacándolo de la
fila mientras él no paraba de retorcerse y de patalear.
—¡No! —grité, y me lancé hacia ellos, pero los hombres eran demasiado
grandes y eficientes y, para cuando llegué al otro lado del patio, Bertie ya
había desaparecido en el interior del templo. Antes de que la puerta se
cerrase con un golpe, vi a la chica, la novicia, ponerle unas esposas de
bronce en sus delgadas muñecas, al tiempo que mi hermano no dejaba de
gritar.
4
El duodécimo cumpleaños

–O
tro año más, otro año más —cantó mi madre, desafinando a
la que se abría paso por el establo. Caminaba entre
tambaleos, por lo que me quedó claro que llevaba ya un
buen rato dándole a la bebida, aunque todavía fuese temprano—. Otro año
más… y sigues aquí.
La ironía que se escondía tras sus palabras, una imitación cruel de aquella
alegre canción de cumpleaños, no me pasó desapercibida. Me dolía el pecho
al recordar cuándo había sido la última vez que alguien me había deseado
un feliz cumpleaños de verdad.
Bertie.
Habían pasado cuatro años (Cuatro años hoy, me recordé), desde la
última vez que lo habíamos visto.
Todos los novicios, sobre todo aquellos que habían sido reclutados y
sacados a la fuerza del seno de sus familias, tenían que marcharse al
monasterio del dios al que hubiesen jurado servir durante los primeros años.
Habíamos oído por ahí que a Bertie lo habían obligado a pronunciar un voto
de silencio durante doce meses, para preparar su mente y su espíritu lo
mejor posible para lo que le esperaba el resto de su vida como reverente
pero, como no le permitían tener ninguna clase de contacto con el exterior,
no sabíamos si era verdad o solo un rumor.
—¿Dónde estás? —murmuró mamá, deslizándose entre las cuadras. Pude
olerla incluso antes de que doblase la esquina, su ropa y su aliento
apestaban a centeno fermentado. Últimamente era como si el hedor
emanase incluso de sus poros.
Me asomé desde la cuadra en la que estaba. Llevaba despierta desde antes
del amanecer, ordeñando a las vacas, ordeñando a las cabras, limpiando los
sucios suelos de paja de sus cuadras y echando heno fresco de las balas que
yo misma había bajado del altillo.
Desde que el día en el que se llevaron a Bertie (desde que se lo habían
llevado entre gritos y llantos, con su rostro surcado de lágrimas y… deja de
pensar en ello, Hazel, me reprendí mentalmente), cinco de mis hermanos se
habían marchado también: Genevieve, Armand, Emmeline, Josephine y
Didier, uno detrás del otro.
Genevieve, la mayor y la más encantadora de mis hermanas, había tenido
unas cuantas propuestas de matrimonio entre las que elegir. Al final había
terminado aceptando la del hijo del carnicero y, de vez en cuando, nos
mandaba algún trozo de tocino junto con una nota en la que nos prometía
que vendría a visitarnos pronto. Nunca lo hizo.
Armand se había marchado cuando cumplió los diecisiete, mintiendo
sobre su edad para que le permitiesen alistarse en el ejército.
Emmeline y Josephine fueron las siguientes en partir, después de haber
encontrado a unos gemelos con los que casarse que vivían a un par de
pueblos del nuestro. Eran zapateros y les fabricaron los tacones más
hermosos que había visto jamás para que pudiesen ponérselos el día de su
boda.
Y Didier… Didier había desaparecido un día, de la noche a la mañana, sin
previo aviso y sin dejar siquiera una nota para despedirse y, aunque
habíamos registrado a fondo el bosque que rodeaba nuestra casa, nunca
logramos hallar ni rastro de él.
Luego estaba Remy que, aunque ya tuviese veinticuatro años, seguía en
casa, encargándose de todos nosotros cuando papá había bebido demasiado
como para poder sostener el arco y salir a cazar. Remy era un cazador de lo
más dedicado. Solía salir a cazar al amanecer, con los primeros rayos de la
mañana, y no regresaba hasta que ya estaba anocheciendo, pero ni todo el
ahínco del mundo podría luchar contra su vista penosa y su terrible
puntería.
Aunque a papá no le gustaba ni un pelo, mamá seguía insistiendo en
enviar a mis hermanos a la escuela de Rouxbouillet. No porque creyese que,
por el mero hecho de tener cierta educación, fuesen a conseguir nada, sino
porque era gratis, y ¿de cuánto se podía decir eso en este mundo?
Fuese gratis o no, yo no tenía permitido ir a la escuela.
Mamá decía que era porque nunca podíamos saber cuándo iba a regresar
mi padrino a por mí, pero yo sabía que en realidad era porque necesitaba
ayuda con las tareas del hogar de las que ya no podía encargarse, y papá
siempre estaba demasiado borracho como para hacer nada.
No me importaba demasiado. El establo siempre estaba en silencio y los
animales eran buenos conmigo.
Desde aquel día con Bertie, la relación que había tenido con mis
hermanos y hermanas se agrió por completo, cada vez más tensa e, incluso
a veces, hostil. Yo (no papá ni sus deudas) era la única culpable de que nos
hubiesen robado a Bertie. Era a mí a quien observaban siempre con recelo,
como si les diese miedo lo que estar cerca de mí podría traerles.
Que me diesen la espalda dolía, pero también hacía que saber lo que iba a
pasar a continuación me resultase mucho más sencillo.
En cuestión de un año me marcharía de Rouxbouillet.
Para ese entonces ya tendría trece años.
Algunos podrían decir que a esa edad todavía se es muy joven para poder
valerte por ti mismo, para poder abrirte camino en este mundo, pero estaba
acostumbrada a tener que trabajar duro y a ser independiente. Me pasaba la
mayor parte de mis días sola. En cuanto terminaba las tareas, solía salir a
pasear por el bosque, en busca de champiñones y de flores.
Había una anciana con la que me crucé hace un año, que vivía incluso
más dentro del Gravia que nosotros. Dijo que era una obradora de milagros,
porque siempre sabía el remedio exacto que había que elaborar para curar
cualquier cosa, desde un resfriado común hasta la infertilidad. Incluso podía
arreglar cosas que no poseyesen una naturaleza fisiológica, como antiguas
rencillas familiares o corazones rotos.
Papá solía decir que era una bruja, y nos había prohibido a todos que
fuésemos más allá del arroyo que separaba nuestras tierras de las suyas.
Pero yo me había cruzado con ella un día mientras estaba rebuscando entre
las zarzas para recoger algunas moras. La mujer se había resbalado con una
roca cubierta de musgo al intentar cruzar el arroyo y se había torcido tanto
el tobillo que no podía volver a casa por sí sola. La ayudé a levantarse y,
haciendo uso de todas mis fuerzas, la llevé prácticamente en brazos hasta su
cabaña, con su cabello blanco y largo recogido en una trenza golpeándome
en la cara mientras le servía de muleta.
Se pasó toda la vuelta hasta su casa hablando sin parar, señalando plantas
de todo tipo, contándome qué propiedades medicinales tenían y cuándo era
la mejor época para cosecharlas. Se llamaba Celeste Alarie, y llevaba
viviendo en el Gravia toda su vida. Su abuela había nacido en esa misma
cabaña, como su madre, y como ella, y me aseguró que también moriría
entre esas paredes de madera.
En cuanto Celeste se había dejado caer en su mecedora, observando con
la mirada apenada su tobillo maltrecho, se le escapó que había estado
recogiendo los ingredientes que necesitaba para hacer una pócima de amor
que le había encargado la esposa del alcalde para su hija mayor. Celeste se
empezó a agobiar por no saber cómo iba a poder cosechar las flores que le
faltaban y, cuando me ofrecí a hacerlo por ella, se le iluminó la mirada y
prometió que me pagaría tres monedas de cobre si hacía un buen trabajo.
A partir de ese momento, había empezado a visitarla cada quince días, y
hacía cualquier recado que me pidiese. No paraba de elogiar mi habilidad
para trepar por las rocas y a los árboles menos accesibles, y solía decir que
estaba destinada a convertirme en una obradora de milagros maravillosa si
seguía así. Tenía la extraña habilidad de hallar hasta los tesoros más
escondidos que había repartidos por todo el bosque.
Había estado ahorrando todas las monedas que me había pagado y, para el
año que viene, ya tendría suficiente como para comprarme un pasaje que
me llevase a cualquier parte, lejos de Rouxbouillet, fuera del Gravia,
incluso fuera de Martissienes.
No podía quedarme más tiempo en casa, siempre a la espera de un
padrino que no iba a volver a por mí.
Me había hartado de esperar.
Necesitaba algo de acción.
Necesitaba un propósito.
Lo único que me hacía falta para lograrlo eran unos cuantos cobres más…
—Aquí estás —dijo mamá cuando me encontró en la última cuadra.
Hablaba arrastrando las palabras y parecía que estaba a punto de caerse de
lado de un momento a otro—. ¿Qué… qué estás haciendo aquí atrás?
—Ordeñar a Rosie —respondí, al tiempo que señalaba el cubo que había
a mis pies.
Mamá me observó con los ojos entrecerrados. Había llenado el cubo casi
hasta el borde, y ella frunció el morro, como si se sintiese decepcionada por
no tener nada por lo que regañarme.
—Es tu cumpleaños —comentó, sorprendiéndome. Sin Bertie para
celebrar el suyo antes, no estaba muy segura de que fuese a acordarse del
mío.
Asentí, sin saber muy bien qué debía responder a aquello.
—Recuerdo el día que naciste como si hubiese ocurrido tan solo hace
unas horas —murmuró, con la mirada perdida, observando algo que había
sobre mi cabeza con mirada soñadora y distraída—. Eras tan pequeña.
Sigues siendo tan pequeña —soltó, inquieta, acariciando con el pulgar el
borde de la botella de licor que tenía en las manos—. Y él… era tan grande.
Pero cuando te sostuvo entre sus brazos… —Se quedó en silencio durante
unos minutos, como si estuviese perdida en aquella ensoñación. No tenía
por qué decir el nombre de mi padrino en voz alta. Papá nunca me había
sostenido en brazos, ni siquiera una vez—. Era como si estuvieseis hechos
el uno para el otro. Eras suya.
Le dio un largo sorbo a su botella. El licor tenía un olor penetrante, me
quemaba la nariz, y no sabía cómo era capaz de beber eso.
—Nunca logré entender por qué te dejó atrás.
—Lo… lo siento —dije. Era la primera vez que me había atrevido a
imaginarme lo que debían de haber sentido ellos en ese momento, la
primera vez que pude comprender la injusta vida que habían tenido que
llevar desde el día en el que nací. Les habían prometido que se ocuparían de
mí. Les habían prometido que jamás tendrían que preocuparse por mí.
Pero aquí estaba yo ahora, doce años más tarde.
—Ay, mi cabeza —murmuró, poniendo una mueca de dolor.
Apreté los labios con fuerza. Una extraña oleada de ternura me invadió.
Ternura hacia mi madre, hacia aquella mujer a la que le había tocado lidiar
con injusticias en tantas ocasiones a lo largo de su vida.
—He visto que han crecido unas cuantas matricarias al borde del jardín.
Sus hojas son buenas para los dolores, sin importar lo fuertes que sean. Tal
vez podría prepararte un té —le ofrecí, y después me mordí el interior de la
mejilla, preocupada por si me preguntaba por qué conocía yo toda esa
información.
Pero ella tan solo parpadeó, tambaleándose en su sitio.
—Eso sería muy amable por tu parte, Hazel.
Sabía que toda esa amabilidad y dulzura no iba a durar demasiado. Era la
bebida la que estaba hablando por ella. Pero, a lo mejor, si lo intentaba, si lo
intentaba con todas mis fuerzas, podría conseguir que siguiese
mostrándome parte de esa bondad, aunque solo fuese un poco más.
—Debería… —Hizo una pausa, al tiempo que se pasaba el dorso de la
mano por la frente—. Debería hacerte una tarta este año. No creo que… —
No llegó a terminar lo que quería decir y echó un vistazo a su alrededor con
la mirada desenfocada y perdida durante unos segundos. Parpadeó sin parar,
tratando de enfocarme de nuevo, pero era como si sus pupilas no lograsen
volver a su sitio. Tenía la mirada perdida a mi izquierda, como si me
estuviese viendo doble—. Creo que nunca te he hecho una tarta. Al menos,
no una que fuese específicamente para ti —se corrigió.
—No importa, mamá —repuse. La perdoné en cuanto me acarició la
mejilla, mostrándome con ese gesto mucho más afecto en solo unos
segundos que en toda mi vida.
—Otro año más, otro año más, ha llegado otro año más —cantó con
dulzura, y una oleada cálida y alegre me recorrió la columna ante aquel
abrupto cambio de comportamiento. No sabía qué había ocurrido para que
de repente mamá se comportase así conmigo, tampoco lo comprendía, pero
ese no era el momento para pararme a pensar en por qué. Me imaginé una
docena de futuros de ensueño posibles. Nos imaginé volviendo a casa, una
al lado de la otra, de la mano. Yo prepararía una tetera llena de té de
matricaria y ella me haría una tarta y, después de cenar, me pediría que no
volviese al establo. Me diría que debería dormir dentro de la casa, con el
resto de mi familia, en mi propia cama, y ella misma me arroparía,
echándome mi manta de terciopelo encima y subiéndomela hasta la barbilla,
para después inclinarse sobre mí y darme un beso de buenas noches en la
mejilla, y yo me quedaría dormida plácidamente, con el corazón lleno por
su amor.
La gente cometía errores. Ocurría todos los días.
Pero mamá por fin había entrado en razón, por fin me había empezado a
ver como su hija, una a la que pudiese tenerle cariño, una que fuese toda
suya, su piel, su sangre.
—Ahora eres un año mayor —continuó cantando, aunque desafinando
por doquier y sin ir al ritmo que debería.
—Así que grita «¡Hurra!» —añadió una voz desde el umbral de una de
las cuadras, uniéndose a la canción. Las dos nos sorprendimos al escucharla
y, cuando nos dimos la vuelta, nos encontramos con la mirada de la figura
enorme y oscura de mi padrino—. Ya está.
5

E
l instante que siguió a aquello pareció durar toda una eternidad.
Sabía que me había quedado mirándolo fijamente, sabía que me
había quedado boquiabierta, incapaz de cerrar la boca, sabía que
debería decir algo; un saludo, algo, lo que fuese; pero me resultó imposible
encontrar las palabras. Su presencia (era tan alto; mamá nunca había
mencionado lo alto que era) me maravilló y aterró a partes iguales.
La vidriera del templo del pueblo no le hacía justicia, en absoluto. No era
una sombra oscura, una mezcla de grises y morados, de azul marino y
ébano. Era tan negro como una noche sin luna, un vacío en total ausencia de
luz.
Me fijé en que su figura no proyectaba ninguna sombra al clavar la
mirada en el suelo justo tras él, donde mi farol debería haber proyectado
aunque solo fuese una tenue silueta grisácea.
Él era la sombra. Estaba formado a base de sombras, de todos los
pensamientos oscuros, de todos los instantes sombríos. Era el dios de las
partidas y los difuntos, el señor de los finales y de las tumbas.
Era el Temido Final.
Mi benefactor.
Mi salvador, supongo.
—Padrino —dije, por fin encontrando las agallas para hablar y haciendo
una reverencia que me resultó ridícula y, a la vez, de algún modo, también
correcta. Si se suponía que debíamos mostrar deferencia ante el rey
Marnaigne (un mero mortal con un sombrero gracioso), supuse que debería
hacer al menos eso también por un dios.
Me quedé inclinada durante unos segundos antes de volver a levantarme.
¿Debería haberme arrodillado?
Debería haberme arrodillado.
Debería haberme dejado caer hasta el suelo y haber postrado mi escuálida
figura ante sus túnicas del color de la medianoche, apoyando mi frente en el
suelo, tumbándome por completo, o incluso enterrándome si hubiese sido
posible, convirtiéndome tan solo en un gusano a sus pies.
Una idea errante me cruzó la mente en ese momento, y me pregunté qué
clase de zapatos llevaría el Temido Final. ¿Sandalias, tal vez? ¿Botas para
poder reducir a cenizas las almas de aquellos que se atreviesen a tener
pensamientos irreverentes frente a su impía magnitud?
Me entraron unas ganas horribles de echarme a reír, por lo que me llevé
las manos a los labios para contener la risa que pugnaba por salir y que nos
condenaría a todos.
—Hazel —me saludó, y las comisuras de sus labios se elevaron por su
rostro, tironeando de su boca para dejar al descubierto una franja de dientes
afilados y puntiagudos.
¿Estaba… sonriendo?
—Feliz cumpleaños —continuó—. Te… te he traído un regalo.
Abrió levemente su capa negra, pero era como si la tela oscura se tragase
toda la luz que proyectaba mi pequeño farol. No podía ver nada de lo que se
escondía en el interior de aquellas sombras.
—¿Quizá deberíamos ir fuera? —sugirió, y me sorprendió que su tono
flaquease al hablar.
¿Estaba nervioso? ¿Este gran, gigantesco y todopoderoso dios?
¿Nervioso? ¿Por mí?
Me entraron ganas de reír. De nuevo.
¿Quién era yo?
Una don nadie.
No era nadie.
Y, sin embargo, no podía negar lo que acababa de oír. No estaba seguro de
todo esto. Me había preguntado si deberíamos ir fuera, no me lo había
ordenado.
El Temido Final se balanceó sobre sus pies, inquieto y nervioso.
¿Qué le preocupaba? ¿Es que creía que iba a decirle que no? ¿De veras
pensaba que iba a oponerme a un dios?
—Sí, padrino —dije, y aguardé a que se volviese de nuevo hacia mí. A
pesar del nuevo valor que corría por mis venas, no creía que pudiera ser yo
quien diese el primer paso, la que pasase a su lado, rozando su capa si me
acercaba demasiado a su figura extraña y alargada.
Se dio cuenta de mi reticencia y salió de la cuadra. Su figura llenaba al
completo el estrecho pasillo, bloqueando cualquier rayo de sol que se
filtrase a través de la puerta del establo, como si fuese un eclipse.
Entonces recordé que mamá seguía allí también.
Se había quedado terriblemente pálida. Su piel había adquirido el mismo
tono amarillento claro de la leche de cabra, y una fina película de sudor le
cubría la frente.
—¿Te encuentras bien, mamá? —pregunté, notando cómo la indecisión se
abría paso en mi interior. Mi cuerpo pugnaba por acercarse a ella, por
tranquilizarla, por asegurarse de que estuviera bien (no tenía buen aspecto),
pero mis pies se encaminaron hacia las puertas del establo.
—Yo… —Sus mejillas se hincharon como si estuviese a punto de vomitar
y me pregunté cuánto alcohol habría bebido.
—¿Hazel?
La inseguridad que teñía el tono de mi padrino me empujó a que siguiese
andando.
—Vamos, mamá —dije, antes de deslizarme fuera de la cuadra y de los
establos, siguiendo al Temido Final.
Él me esperó en el jardín. Una mancha negra que contrastaba con las
sábanas blancas que había tendidas en una cuerda a su espalda para que se
secasen con la brisa primaveral. Por cómo llevaba puesta la túnica no podía
estar segura del todo, pero me dio la impresión de que tenía los hombros
hundidos, como si estuviese esperando que me pusiese a regañarlo en
cualquier momento, o incluso a que lo golpease. Después de un momento
de doloroso silencio, sus ojos, rojos y plateados y de lo más extraños, se
iluminaron cuando recordó que había algo que sí que podía hacer por mí.
—Tu regalo —soltó, como si se lo estuviese recordando a sí mismo y a
mí a la vez. Metió la mano en el interior de su túnica y sacó una caja
preciosa. Estaba hecha de terciopelo, del tono lila más bonito que había
visto en toda mi vida, como el rocío de la mañana sobre los campos de
lavanda un día nublado, cuando la tierra por fin se ha caldeado y la brisa
lleva en su interior un aroma dulce y nuevo.
—No… no estaba muy seguro de qué querrías —se disculpó,
tropezándose con sus propias palabras—. Pero supuse que no tendrías nada
como esto.
Solté un grito ahogado al abrir la cajita de terciopelo, cuando los rayos
del sol incidieron de golpe en el tesoro que se escondía dentro.
—Es un colgante —explicó mi padrino, aunque no era necesario—. De
oro. A lo mejor es demasiado extravagante para una niña de diez años
pero…
—Doce —lo corregí sin pensarlo dos veces, pasando un dedo con
suavidad por la fina cadena de oro. Era mucho más delicada que cualquier
cosa que hubiese visto llevar a mi madre o a mis hermanas, con cada uno de
los enlaces refulgiendo bajo la luz del sol. Había una pequeña piedra
preciosa colgada del centro, resguardada en medio de una red de oro y
brillando con fuerza, proyectando destellos que no eran verdes ni amarillos,
sino de un color intermedio.
—Me recordó a tus ojos —repuso mi padrino, con su voz cargada de
cariño—. Todo el mundo dice que los bebés tienen los ojos azules, pero
cuando me miraste por primera vez…
No llegó a terminar lo que quería decir. Carraspeó para aclararse la
garganta y por fin oí cómo mamá salía del establo.
—¿Qué es, Hazel? —me preguntó, tambaleándose al acercarse a mí.
—Un collar —dije, volviéndome para enseñarle la cajita.
Ella me quitó el regalo de un manotazo, arañándome con una de sus uñas
largas en el dorso de la mano. Ni siquiera se fijó en la mueca de dolor que
puse después.
—¿Le has comprado esto a una niña? —le preguntó, clavando su mirada
afilada y cargada de reproche en mi padrino.
—No a cualquier niña —repuso él, la sonrisa que había esbozado antes
desapareció de un plumazo al quitarle la cajita de las manos. Entonces tomó
el colgante y me lo puso con delicadeza—. A mi niña.
—Tu niña —repitió mi madre, y hubo algo en su tono que cargó el aire
que nos rodeaba de tensión. En ese momento, me invadió una fuerza
opresiva, un terrible presentimiento.
Mi padrino no respondió nada, sino que se limitó a observar a mi madre
con reforzado interés. Ladeó levemente la cabeza, de tal manera que me
recordó un poco a Bertie, cuando salíamos a pasear junto al río para ir a
buscar bayas. Siempre que veía algún lagarto verde o alguna pequeña
serpiente deslizándose entre la maleza, dejaba lo que fuera que estuviese
haciendo para pararse a mirarlo, con los ojos bien abiertos y llenos de
curiosidad, tratando de entender cómo funcionaba aquella pequeña criatura.
Así era como estaba observando mi padrino a mi madre en ese mismo
instante, como si solo fuese una criaturilla que soliese pasar sus días sin que
nadie se fijase en ella pero que, en ese momento, a él le pareciese fascinante
y hubiese sentido la imperiosa necesidad de detenerse a observarla
atentamente.
Tanta atención hizo que se me revolviese el estómago, haciéndome
estremecer, como si acabase de oír el chirrido del arco de un violín al
deslizarse sobre las cuerdas desafinadas del instrumento. Me sentía inquieta
al ser el centro de atención de un dios.
—Mía —repuso por fin, aunque a regañadientes.
—Si es así, ¿dónde has estado todo este tiempo? ¿Todos estos años? Se
suponía que ibas a llevártela cuando aún era solo un bebé. Estuviste aquí el
día en que nació, y después solo te… —Mamá hizo un gesto con las manos
como si estuviese queriendo decir que había desaparecido, y casi soltó el
cuello de la botella con el movimiento.
Notaba los latidos acelerados de mi corazón en la garganta. Su descaro
me escandalizó, pero me sorprendí al darme cuenta de que deseaba que mi
padrino respondiese a su pregunta. Llevaba años preguntándome justo lo
mismo: ¿cuándo vendría a por mí?, ¿por qué me había dejado atrás en un
principio?
—He vuelto —repuso él, sin dar ninguna otra explicación.
Mamá soltó un bufido enfadado.
—¿Y de qué nos sirve eso ahora? Ya casi es una adulta. La hemos criado
por ti. Nos hemos preocupado por ella, la hemos vestido y alimentado. Todo
aquello que tú mismo prometiste que harías. Todo aquello que juraste que
nos pagarías por hacer.
Me estremecí.
Sus palabras afiladas estaban cargadas de reproche, de dureza. Era como
si no estuviese hablando con un dios, sino como si estuviese reprochándole
al carnicero del pueblo que le hubiese cortado mal la pieza de carne que le
había pedido.
Esperaba que él se enfureciese, que nos fulminase con una lluvia de rayos
y truenos, que la tierra bajo nuestros pies se estremeciese con la fuerza de
su ira y se abriese, antes de tragarnos.
Pero no ocurrió nada de eso. En cambio, mi padrino asintió lentamente,
como si estuviese considerando lo que mi madre acababa de decir.
—Supongo que así fue, madame. ¿Cuánto estima que valen todos sus
esfuerzos y cuidados?
Mamá frunció el ceño, escéptica.
—¿Qué?
—¿Cuánto dinero supone que le ha costado Hazel a lo largo de todos
estos años? Eso es lo que quiere, ¿no es así? ¿Que le reembolse lo invertido
en ella? ¿Que echemos cuentas y le pague lo que le debo? Pues dígame.
Deme un precio. ¿Cuánto le han costado los primeros diez… doce —se
corrigió, volviendo sus ojos plateados y rojizos hacia mí— años de vida de
Hazel?
La mirada de mamá vagó hacia la casa, desenfocada.
—No… no podría siquiera empezar a…
—¿Cuál crees que sería un precio justo, Hazel? —me preguntó mi
padrino, volviéndose hacia mí.
Notaba la garganta seca por el miedo. Sentía como si me hubiesen partido
el pecho en dos. ¿A quién de los dos debía serle fiel? ¿A la madre que me
había criado, aunque fuese a regañadientes, o al padrino que había
prometido cuidarme pero que acababa de volver a por mí?
—No… no lo sé. —Me volví a mirar con impotencia a mi madre, pero
ella ni siquiera se fijó en mí.
—¿Cinco monedas de oro bastarán? —preguntó mi padrino, volviéndose
de nuevo hacia mi madre—. ¿Por año? ¿Cinco monedas de oro por cada año
que Hazel ha pasado bajo sus cuidados? Eso serían unas sesenta monedas.
¿Cree que bastará, madame?
—¿Sesenta monedas de oro? —repitió mi madre, abriendo los ojos como
platos. Contuvo el aliento durante unos segundos y después lo soltó poco a
poco, produciendo un leve silbido al pasar por el hueco que había entre sus
paletas—. ¿Lo dices en serio? ¿De verdad?
El Temido Final chasqueó los dedos y una lluvia de monedas cayó del
cielo, como si las acabase de conjurar de la nada.
—Tal y como ha dicho, se lo debo. Y tiene razón, por supuesto. Sí. Así
que mejor vamos a duplicar la cifra. —Cayeron más monedas del cielo—.
Mejor aún, vamos a triplicarla. —Volvió a chasquear los dedos y muchos
más discos dorados cayeron del cielo, rodeando a mi madre—. ¿Cree que
con eso bastará, madame? ¿Le parece pago suficiente por cuidar y proteger
a su propia hija?
Una parte de mí ansiaba que mamá lo negase, que dijese que había
cambiado de opinión y que ni todo el dinero del mundo podría contrarrestar
el dolor que le produciría perder a su hija.
Contuve el aliento, deseándolo, esperándolo.
Después de unos dolorosos minutos de silencio, asintió.
—Bien —repuso entonces mi padrino, tendiéndome la mano.
Sus dedos eran demasiado largos, demasiado afilados y huesudos. Se
doblaban hasta formar ángulos imposibles, como las ramas enormes de los
árboles que había en lo más profundo del bosque.
—Vamos, Hazel —dijo, como si me estuviese pidiendo que fuésemos a
dar un paseo una tarde cualquiera, como si no estuviese a punto de llevarme
lejos de mi hogar, lejos de mi vida, de todo aquello que conocía y de las
únicas personas con las que me sentía a salvo, aunque a veces me hiciesen
daño.
Me volví hacia mi madre.
Estaba segura de que iba a detenerlo.
Estaba segura de que iba a protestar.
No me dejaría marcharme con un completo desconocido, sin importar lo
respetable que pudiese ser.
—Vete, Hazel —ordenó en cambio—. Siempre has sabido que este día
llegaría.
¿Ah, sí?
Me lo habían recordado unas cuantas veces a lo largo de mi vida. Había
oído a mis padres quejarse y lamentarse un año tras otro en mi cumpleaños,
al ver que ese año tampoco aparecería. Pero, con cada año que pasaba, la
historia se volvía cada vez más borrosa, se transformaba en algo mucho
menos parecido a una promesa y más similar a una idea sin fundamento, a
algo que quizá jamás ocurriese.
Me volví entonces hacia el Temido Final.
—¿A dónde vamos?
—A casa.
Mis pies se dirigieron por instinto hacia la pequeña cabaña que había a mi
espalda, esa que nunca había sido mi hogar. Mi pulso latía acelerado y débil
a la vez y, de repente, sentí que no podía respirar.
—A nuestra casa —aclaró.
Miré por encima de sus anchos hombros, como si de ese modo pudiese
divisar mi futuro hogar tras él.
—¿Está muy lejos?
—Podríamos decir que sí —repuso, suavizando el tono—. Y, sin
embargo, solo vamos a tardar un segundo en llegar.
Alzó la mano y me acerqué a él, aterrada por que chasquease esos
terribles dedos de nuevo antes de que pudiese detenerlo.
—¡Espera! Yo… necesito hacer las maletas —solté a la carrera, casi a
gritos.
Él se volvió hacia lo que había sido mi hogar todos esos años, no hacia la
cabaña, sino hacia el granero. Sabía que todas mis posesiones estaban allí.
Sabía que era justo allí donde había estado durmiendo todos estos años. La
vergüenza hizo que se me sonrojasen las mejillas.
—Puedo reemplazar todo aquello que necesites una vez que nos hayamos
marchado lejos —comentó, tendiéndome la mano de nuevo.
Lejos.
Aquella palabra me hizo sentir un miedo inconmensurable.
Nunca había estado lejos de casa. Al menos, no más lejos que el mercado
del pueblo. Nunca había ido más allá de la cabaña de Celeste Alarie, en las
profundidades del Gravia.
Me había pasado muchos años imaginándome una vida lejos de allí, pero
ahora que esta estaba a punto de hacerse realidad, nunca me había sentido
más apegada a aquella pequeña extensión de tierra que en ese mismo
momento. Nunca me había sentido tan atraída por aquella pequeña cabaña,
por la familia que me había ignorado y odiado por elección.
—Mi manta —solté, valiéndome de aquella débil excusa. Necesitaba más
tiempo. Tiempo para pensar, tiempo para aclararme las ideas. Un remolino
de puntos negros me surcó la visión y me entraron ganas de vomitar—. La
que me regalaste. No… no quiero dejar eso atrás.
Entonces chasqueó los dedos de nuevo y, en cuestión de segundos, la
ajada manta de terciopelo estaba en sus manos. Bajó la mirada por la
gastada tela, fijándose sin duda en todos los rotos que había tenido que
coser a lo largo de los años, en todas las manchas que no había logrado
quitar. Estaba claro que era vieja, que la había usado todos los días. Era
cutre y pequeña, y hacía años que había perdido todo su preciado lustre.
Mi padrino recorrió lentamente una de mis costuras inclinadas, su mirada
bitono inescrutable al hacerlo.
—¿Algo más? —me preguntó después.
Estaba perdiendo poco a poco el control de la situación; lo sabía, era
como si unas olas salvajes me estuviesen robando la arena que tenía entre
las manos, grano a grano.
—¿No puedo… no puedo despedirme al menos? —Tenía un nudo en la
garganta, la notaba hinchada, como si alguien me hubiese intentado ahogar.
Me temblaba el labio inferior al hablar.
—Despídete, Hazel —me pidió, señalando a mamá con un gesto de la
cabeza.
—¡Y de los demás! Papá y Remy han salido a cazar. ¿Es que no voy a
poder despedirme de ellos?
Él frunció el ceño, tratando de entender por qué estaba tan agobiada.
—Los volverás a ver —dijo entonces, tratando de consolarme.
—¿De verdad?
Nunca había pensado que podría volver a verlos.
Nunca había pensado que querría volver a verlos.
En realidad, no.
Pero ahora, que me habían prometido que podría volver, sentí cómo se me
llenaba el corazón de esperanza, y el tener que marcharme no me resultó tan
aterrador.
Mi padrino volvió a sonreír, con la luz del sol incidiendo con fuerza sobre
aquellos extraños dientes suyos, que bajo su luz parecían incluso más
afilados.
—No te estoy pidiendo que los abandones para siempre. —Soltó algo
parecido a una carcajada—. Ese nunca ha sido el plan.
—El plan —repetí—. Nadie me ha contado el plan.
—Eso está a punto de cambiar —me prometió, y me tendió su codo,
como si fuese un caballero galante de la corte y yo una dama con un vestido
elegante—. ¿Nos vamos?
Asentí, feliz.
Me iba a marchar, pero iba a poder regresar.
—Te veré pronto, mamá —dije, al tiempo que enredaba el brazo con el de
mi padrino. La túnica sombría estaba hecha de la tela más suave que había
rozado jamás, como la lana más fina y delicada del mundo—. Te… te
quiero.
Mamá se me quedó mirando fijamente con los ojos vidriosos y luego
asintió una sola vez, aceptando mis palabras pero sin responderme.
—Asegúrese de recoger todas esas monedas, madame —le dijo mi
padrino, sosteniendo mi manta bajo su brazo libre—. Al fin y al cabo, se ha
ganado cada una de ellas.
Sin vacilar ni avergonzarse por ello, mamá se lanzó al suelo y comenzó a
recoger las monedas, apilándolas sobre el mandil sucio que llevaba puesto.
Las monedas tintinearon al entrechocarse, produciendo un sonido
demasiado alegre para el momento que estábamos viviendo.
—¿Estás lista? —me preguntó mi padrino.
Me quedé mirando a mamá fijamente, deseando que me mirase, que
dijese algo, lo que fuese. Pero no ocurrió nada, porque estaba demasiado
ocupada recogiendo todo su dinero, para que no se le escapase ni una
mísera moneda.
Aquella cálida oleada de afecto que había sentido hacía tan solo unos
segundos comenzó a enfriarse, endureciendo mi corazón. Se volvió
pequeña, del tamaño de un grano de arena, pero estaba afilada como una
espina, clavada en mi pecho.
Asentí.
—Estoy lista.
Pegándome a su túnica, mi padrino, el dios de la muerte, chasqueó los
dedos, y juntos desaparecimos en el vacío.
6

C
erré los ojos con fuerza para enfrentarme al tornado caótico que
nos rodeó un segundo después. El aire tiraba de nosotros y nos
empujaba con tanta fuerza que no podía luchar contra él, no podía
hacer otra cosa más que soportar la arremetida. El viento rugía en mis
oídos, un remolino tan ruidoso que mi cabeza no podía procesarlo todo a la
vez, no lograba discernir qué estaba sonando a mi alrededor, lo que estaba
ocurriendo. Lo único que pude hacer fue aferrarme con todas mis fuerzas a
la manga de la túnica de mi padrino y rezar para salir con vida de este viaje.
Pero, tan rápido como había comenzado, el caos cesó, y casi me dejé caer
de rodillas en el suelo, arrastrada por la inercia.
El Temido Final me atrapó a tiempo, agarrándome a la altura de los codos
y ayudándome a mantenerme en pie.
—Ya te había dicho que no íbamos a tardar mucho —comentó, divertido.
Cuando por fin me atreví a abrir los ojos y erguí la espalda, tuve que
contener el aliento.
—¿Dónde…? ¿Qué es este lugar?
Nos encontrábamos en el centro de un valle, rodeados por tres de nuestros
costados por una serie de acantilados dentados y malvados que se alzaban
tanto que casi parecían fundirse con el cielo oscuro que se cernía sobre
nuestras cabezas. Las rocas tenían un resplandor perverso, casi una especie
de reflejo traslúcido, como si estuviesen hechas de cristal ahumado.
La luz tenía una cualidad especial. Sobre nuestras cabezas solo había
noche, a nuestro alrededor había rocas oscuras y, sin embargo, podía ver
hasta el más mínimo detalle, como si estuviésemos en pleno día. Nunca
había pensado que fuese posible que existiesen tantos tonos y tantas formas
en medio de las sombras.
Pero casi no podía distinguir a mi padrino en medio de aquel paisaje, solo
era una mancha negra frente a un fondo oscuro. Solo podía discernir el
brillo de sus ojos. Un brillo que poseía una luminiscencia de otro mundo,
que se reflejaba en las nubes que se cernían sobre nosotros. Me recordaba al
brillo de los ojos de los gatos que solían pulular por el establo por la noche,
en busca de roedores que cazar y devorar. Su brillo verdoso solía
aterrorizarme cuando solo era una niña, porque estaba segura de que eran
los ojos de unos seres salidos de lo más profundo de mis pesadillas, que se
deslizaban por el establo sobre sus patas llenas de garras afiladas,
dispuestos a sentarse sobre mi pecho, para robarme poco a poco la vida
mientras dormía.
—Estamos en el Entre.
—El Entre —repetí, oteando el valle oscuro—. ¿Entre qué exactamente?
Las comisuras de sus labios se elevaron de nuevo hasta formar aquella
extraña sonrisa suya.
—Muchas cosas. Aquí y allá. —Señaló uno de los acantilados y después
otro—. La vida y la muerte. —Apuntó entonces a las dos montañas, como si
aquellos dos conceptos fuesen en realidad dos lugares reales, tangibles—.
Tu mundo —señaló, ladeando la cabeza hacia la colina que se alzaba a mi
espalda, y después se volvió hacia la que se elevaba tras la suya—, y el mío.
—¿Allí… es donde viven los dioses? —Entrecerré los ojos para observar
la cima de la colina, pero una serie de nubes bajas ocultaban por completo
la cima.
—Algunos.
Parpadeó, sin apartar la mirada de mí en ningún momento.
Me di la vuelta lentamente, examinando la tierra que nos rodeaba. No
había árboles, ni arbustos, ni malas hierbas, ni cualquier otra forma de vida
más allá de nosotros. Observar la desolada aridez que nos rodeaba hizo que
me doliese el pecho.
El Gravia era un bosque cruel, en el que era difícil vivir, lleno de osos
más grandes que nuestros caballos, de manadas de lobos que aullaban por
las noches, de hongos y bayas y toda clase de plantas de colores preciosos
pero con tanto veneno en su interior que un solo mordisco podría acabar
contigo.
Pero aquí…
Aquí no había nada de eso. No había nada verde ni floreciente, ni un
mísero atisbo de vida.
Estaba mi padrino: inmortal, eterno. Ni siquiera sabía si en su pecho
monstruoso latía un corazón, aunque supuse que no.
¿Por qué iba a necesitar un corazón?
Lo que me dejaba a mí como el único ser con vida en este lugar, y aquella
certeza me aterrorizó, me sentía como si alguien me hubiese encerrado en el
interior de su puño y me estuviese aplastando.
—¿Vives aquí? —pregunté, alzando la mirada para observarlo. Tuve que
echar la cabeza atrás para poder mirarlo a los ojos.
—Tanto como alguien puede vivir en alguna parte, sí.
—¿Solo?
—Solo no —me corrigió, y volví a examinar el valle que nos rodeaba,
con la esperanza de haber pasado algo por alto—. Ya no. —Me acarició el
hombro con suavidad, en un intento un tanto incómodo de mostrarme su
afecto—. Ahora te tengo a ti.
—Oh.
Mi padrino oteó el valle con el ceño fruncido.
—Aunque ahora estoy cayendo en la cuenta de que puede que este no sea
el mejor ambiente para una niña en crecimiento como tú. Es un poco…
—¿Desolador? —comenté, y me sorprendió que él se echase a reír ante
mi comentario. Su risa era tan grave como la de un barítono, y tan especiada
como la sidra. No era la risa que habrías esperado escuchar viniendo del
Temido Final.
—Sí, supongo que puede parecértelo. ¿Qué puedo hacer para ayudar? Lo
que quieras, es tuyo, solo tienes que pedirlo.
Apreté los labios con fuerza, anonadada por la cantidad de poder que
acababan de concederme. Nadie, jamás, me había preguntado qué quería; al
menos, no de la forma en la que me lo estaba preguntando mi padrino. A
veces, papá me decía: «¿Quieres que te cubra las orejas?», pero esto era
distinto.
—¿Qué te parece… un árbol? —dije, decidida.
La sorpresa recorrió el rostro del Temido Final.
—¿Un árbol?
Asentí.
—¿Qué clase de árbol quieres?
Me encogí de hombros.
—No lo sé… solo conozco los que crecen en nuestros bosques; pinos,
abetos y alisos. Estaban bien, pero… —Me costaba encontrar las palabras
exactas para expresar lo que quería decir. Estaba hambrienta. No por
desayunar o comer, aunque sí que me había saltado esas dos comidas por lo
que había ocurrido ese día. Estaba hambrienta por algo aún mayor. Quería
ver algo más que el Gravia. Algo extraño. Algo nuevo.
—Suena a que era muy verde todo.
Mi padrino hablaba con la misma voz que solían poner algunos adultos
cuando se veían obligados a mantener una conversación con unos niños con
los que nunca pasaban el rato. Podría haberme resultado irritante pero, en
cambio, me pareció encantador. Pues claro que el Temido Final no sabría
cómo hablar con la gente.
—Lo es —le confesé, como si estuviese contándole un secreto.
Él se carcajeó de nuevo.
—Entonces, Hazel, querida, creo que esto te va a gustar.
Señaló un terreno llano en lo alto del terraplén que teníamos enfrente.
Al principio no vi nada, y la espina de la decepción se me clavó en el
pecho. Quizás incluso los poderes del Temido Final tuvieran límites.
Pero entonces… un destello, lento y serpenteante. Había un brote verde
abriéndose paso entre el suelo de basalto vidrioso, quebrando la roca a su
alrededor y ascendiendo cada vez más, creciendo al principio tan solo unos
centímetros que después se convirtieron en varios metros, ensanchándose
poco a poco, pasando de un pequeño brote a un arbolito, desarrollando una
gruesa corteza y ramitas, que dieron paso después a unas enormes ramas
llenas de hojas. Creció hasta ser mucho más alto que yo, más alto que mi
padrino, llenando el espacio con su enorme y hermosa copa. Las hojas
estaban resbaladizas y brillantes, y contuve el aliento cuando empezaron a
brotar las flores. No pequeñas flores de colores pastel como las que crecían
en nuestros prados, sino unas mucho más vibrantes y brillantes, y más
grandes que mis propias manos. Se abrieron como las faldas de tul de las
bailarinas, y sus pétalos rosados me dejaron sin aliento, completamente
maravillada. Nunca había visto unos tonos tan intensos. Eran cálidos y
salvajes y me hicieron plantearme qué maravillas se esconderían más allá
del Gravia, qué clases de fantasías había repartidas por todo el mundo.
De nuevo, el hambre por ver más hizo que me rugiese el estómago.
Cuando el árbol dejó de expandirse, se sacudió, como si estuviese
estirándose al despertarse de su letargo, antes de volver a sumirse en su
maravillosa tranquilidad.
—¿Te gusta? —me preguntó mi padrino, con su voz plagada de
preocupación.
—Es lo más maravilloso que he visto en mi vida —dije, subiendo hacia la
llanura para observarlo más de cerca—. ¿Cómo se llama?
Él se encogió de hombros.
—Es el primero en su clase. ¿Cómo te gustaría que se llamase?
Estaba de puntillas, estirándome para tratar de alcanzar una de las flores,
pero sus palabras me detuvieron de golpe.
—¿Qué quieres decir?
—He intentado imaginarme qué clase de árbol te gustaría tener y… —
Hizo un gesto con sus dedos para señalarlo.
Alcé la mirada por el tronco oscuro, subiéndola hacia las ramas enredadas
que se alzaban sobre nuestras cabezas.
—¿Este es el único árbol de su clase?
—En todo el mundo —repuso, encantado con su creación.
Fue como si un ariete acabase de golpearme en el pecho.
—Está solo.
Mis palabras flotaron por el aire, pequeñas y tristes.
Sabía lo que se sentía al ser único, al ser distinto a tus hermanos y
hermanas. Al ser seleccionado por un dios, pero no del todo. Te alejaba del
mundo, hacía que fueses incapaz de encajar en ninguna parte.
Su mirada se suavizó, como si no hiciese falta que dijese nada más para
que comprendiese lo apenada que me sentía.
—No tiene por qué estarlo —repuso a la carrera, y chasqueó los dedos,
una, dos, tres veces. Chasqueó los dedos tantas veces que creó todo un
vergel, con los árboles suficientes como para asegurarse de que el primero
que había creado jamás estuviese solo.
Cuando terminó, toda la colina estaba cubierta de una maravillosa mezcla
de tonos verdosos y rosados. Las flores bailaban con la brisa que mi propio
padrino había invocado, como si fuese el artista de aquella obra, una que
había pintado sobre un lienzo en blanco para complacerme.
—Es mágico —susurré. Había estirado los brazos sobre mi cabeza y
estaba dando vueltas sin parar, con la intención de capturar cada pequeño
detalle de aquella nueva arboleda.
—No es magia —me corrigió mi padrino, con la voz mucho más afilada
que nunca.
Aquel repentino cambio en su tono fue tan abrupto que me hizo tambalear
y dejar de bailar al momento.
—Es poder —dijo—. Hay una diferencia, ¿no lo ves?
En realidad, no, no lo veía. Jamás había experimentado nada mágico y,
por supuesto, tampoco había poseído ninguna clase de poder en mi vida. Ni
siquiera se me ocurría en qué podrían diferenciarse. Las dos cosas me
parecían tan lejanas que ni siquiera podía pensar en poseerlas algún día.
Él se acercó a una roca cercana y se dejó caer encima. Sus ropajes
oscuros se extendieron a su alrededor, sobre la superficie de ónice, como si
formasen una neblina que lo rodease por completo. Me hizo un gesto para
que me sentase a su lado y yo obedecí sin rechistar, con mis pies
deslizándose sobre el terreno casi con reticencia hacia aquel antiguo dios.
—La magia no es nada, tan solo un truco de la mente, un juego de manos.
Es mecánica y superficial. Una habilidad que hay que ejecutar a la
perfección, pero una maniobra sencilla al fin y al cabo. —Casi me levanté
de un salto cuando estiró la mano hacia mí y sacó una moneda de oro de
detrás de mi oreja—. ¿Lo ves? La moneda siempre ha estado ahí. —El
disco se deslizó sobre sus nudillos y después lo guardó con cuidado entre
sus dedos, escondiéndolo con gracia.
—¿Eso es lo que le diste a mamá? —pregunté, quitándole la moneda e
intentando replicar el truco—. ¿Monedas escondidas?
Soltó un murmullo ante mi pregunta al tiempo que valoraba su respuesta.
—Sí, y no.
—Supongo que entonces no lo entiendo —admití, sosteniendo la moneda
en la palma de mi mano. Yo no sabía cómo esconderla como había hecho él
antes. Cada vez que alzaba la mano para sacarla de la nada, se me caía,
estampándose contra el duro suelo con un tintineo.
—Esas monedas ya existían, pero no las llevaba escondidas entre los
dedos o dentro de ninguno de los bolsillos. —Se encogió de hombros, lo
que hizo que la tela de su túnica se elevase y cayese después de vuelta con
el movimiento.
—Pues a mí me parece un buen escondite —comenté, lo que le hizo
soltar una sonora carcajada.
—Lo es, Hazel. Sí que lo es.
—Si esto es «magia» —repuse, soltando aquella última palabra con el
mismo deje de desprecio que había usado antes mi padrino mientras pasaba
la moneda de una mano a otra—. ¿Qué es eso? —Señalé los árboles con un
movimiento de la cabeza.
—Eso es poder. Poder de verdad. Creación. —Alzó la mano y entonces
observé cómo algo verde surgía del centro de su palma, ante una orden
silenciosa. No se parecía a los árboles; solo era una pequeña flor. Sus hojas,
anchas y cerosas, se desplegaron alrededor de un único tallo. Los pétalos
eran de un púrpura intenso y tenían forma de campana invertida—. Y
destrucción.
Los pétalos se oscurecieron, retorciéndose sobre sí mismos, y las hojas se
pusieron negras. Se secaron hasta que no fueron más que cascarones
ásperos, antes de convertirse tan solo en cenizas.
—Esa flor no existía en ninguna parte hasta que yo la creé. Y solo ha
desaparecido porque yo así lo quise.
—Eso me parece increíblemente mágico —admití, recorriendo la palma
de su mano con mis dedos. Los restos de hollín de la flor, imperceptibles
sobre su piel, me mancharon los dedos, contrastando con fuerza con mi piel
pálida.
—Supongo que para un mortal debe serlo —comentó—. Creo que
hablaremos en más de una ocasión de las diferencias entre esos dos
conceptos.
—¿De verdad?
Pasé la mirada por la arboleda de relucientes árboles rosas, tratando de
imaginarme cómo sería mi vida aquí, cómo serían mis días con mi padrino,
con este dios, como única compañía. Cómo sería todo.
Él esbozó una sonrisa amable sin apartar la mirada.
—Sí. Bueno, Hazel, tengo otro regalo de cumpleaños para ti.
7

S
us palabras estaban cargadas de tanta solemnidad que supuse que el
regalo era algo mucho más importante que tan solo una baratija
bonita.
—¿Como el collar? —pregunté igualmente, bajando la mirada hacia sus
manos. No tenía ninguna cajita, pero estaba claro que el Temido Final no se
regía por las mismas normas que el resto del mundo a la hora de hacer
regalos.
—No se parece en absoluto al collar.
Y entonces, por primera vez, mi padrino me habló de la noche que había
ido a visitar a mis padres, de la noche en la que ellos habían aceptado su
trato, de la noche en la que me entregaron.
Su versión no se parecía en nada a la de mis padres. En la suya, él era el
héroe de la historia, que había acudido al rescate de una pobre bebé que
todavía estaba por nacer (a mi rescate, caí en la cuenta, maravillada), para
salvarla de una vida con unos padres a quienes no les importaba lo más
mínimo si vivía o moría.
Lo que yo no sabía era que habían venido varios dioses a por mí, antes de
que acudiese él.
No sabía que mis padres habían sido lo bastante fuertes (o lo bastante
ingenuos, supongo) como para resistirse a los tratos que les ofrecieron por
mí.
Cuando terminó con su relato, sentía la cabeza embotada, llena de toda
clase de ideas y datos inconexos que debía desentrañar, y nos quedamos
sentados allí, uno al lado del otro, en completo silencio, mientras yo trataba
de aclararme las ideas. No paraba de mecer los pies de adelante hacia atrás,
entrechocando los tacones de mis botas con la roca en la que estaba sentada
en una secuencia repetitiva y reconfortante mientras trataba de reordenar la
historia, añadiendo también todo aquello que mi padrino no me había dicho.
—¿Qué le dijiste a papá para convencerlo? —pregunté al final. Sentía los
labios agrietados, la garganta seca como un papel de lija y me moría por un
vaso de agua, pero me daba demasiado miedo pedirle nada. Nunca me había
sentido tan mortal como en ese momento, en presencia de aquel dios. Era
tan frágil y dependiente como la flor que había tenido en la palma de su
mano, e igual de fácil de aplastar.
Me observó con la cabeza ladeada, sin llegar a comprender del todo a
dónde quería llegar con esa pregunta.
—Me has contado lo que les ofrecieron la Primera Santa y los
Divididos… todas las promesas que les hicieron sobre cómo sería mi vida a
su lado. ¿Qué le dijiste a papá que harías tú por mí?
Se había quedado tan inmóvil como las gárgolas que había por todos los
templos del pueblo, en Rouxbouillet, pero entonces me fijé en el
movimiento de su nuez, en cómo tragaba saliva con fuerza.
—Bueno… —comenzó a decir—. Ese es el regalo del que te quería
hablar.
—El regalo que no es un collar —repuse, desesperada por comprender lo
que me estaba queriendo decir.
Él esbozó una sonrisa indulgente.
—El regalo que es mucho mejor que cualquier collar. —Alargó la mano
hacia mi rostro, como si estuviese a punto de acariciarme las mejillas con
un afecto que ni siquiera habría imaginado que podría poseer, pero se
detuvo de inmediato, en cuanto se percató de que no quería que me tocasen.
Su expresión se suavizó al comprenderlo—. Le dije al muy estúpido
cazador: «Entrégame la bebé y jamás conocerá la necesidad o el hambre.
Permíteme ser su padrino y vivirá varias vidas, descubrirá los secretos y
misterios del universo. Será una curandera brillante, la más poderosa de
todo el reino, con el poder de contener cualquier enfermedad o malestar, y
podrá incluso curarme a mí con sus propias manos».
Puse una mueca, sin llegar a comprender qué había querido conseguir con
aquellas deslumbrantes palabras y promesas.
—¿Qué? ¿Qué significa eso?
Soltó una carcajada.
—Tú, Hazel, querida, mi ahijada, te convertirás en curandera.
Parpadeé, anonadada, segura de que no le había tenido que oír bien.
—¿En… curandera?
Él asintió.
—Pero eso… me parece tan… ¿Estás seguro?
Mi padrino se carcajeó.
—Todos tenemos que ganarnos la vida en este mundo de alguna manera,
Hazel. ¿Es que acaso no te gusta la profesión que he elegido?
Negué con la cabeza, incapaz de pasar a palabras lo confusa que me
sentía.
—No. No se trata de nada de eso… En realidad, se me daba muy bien
hacer ungüentos y tés con las plantas que crecían en nuestro jardín.
—Pues claro que sí. —Esbozó una amplia sonrisa, haciendo que me
empezase a cuestionar cómo había desarrollado yo esa clase de talento.
—Es solo que… tú… eres el Temido Final. ¿Por qué querrías…? —Me
mordí el labio inferior con fuerza, con la esperanza de que pudiese adivinar
lo que estaba queriendo decir sin que tuviese que pronunciar la pregunta en
voz alta—. ¿Por qué querrías que alguien pudiese curar a la gente enferma?
¿No quieres… no quieres que muramos todos?
Su risa resonó por todo el valle rocoso, alegre y luminosa.
—¿De verdad todos los mortales tienen tan mala opinión sobre mí? —Se
retiró una pequeña lágrima que se le había escapado por la comisura del ojo
de tanto reírse—. No quiero que la gente muera. Es solo… que la muerte
forma parte del camino, ¿no crees? Todo es cuestión de equilibrio. Si existe
un principio, el nacimiento, también tiene que haber un final, yo. ¿Lo
entiendes?
Me encogí de hombros.
—Creo que no todo el mundo lo ve así.
—Supongo que tienes razón —murmuró—. Pero es la verdad. Si le
preguntas a la Primera Santa te dirá lo mismo que te acabo de decir yo.
—¿Puedo? —pregunté, repentinamente interesada—. ¿Preguntárselo a la
Primera Santa?
—Dentro de un tiempo, seguro —repuso—. En cuanto te hayas instalado.
En cuanto hayas empezado con tu formación.
—¿Formación?
—Todos los curanderos deben aprender anatomía, fisiología, botánica,
química. Necesitan saber cómo funciona el cuerpo humano, qué puede ir
mal en su interior, y cómo arreglarlo cuando lo descubran. —Bajó la mirada
hacia mí, con sus ojos plateados y rojizos abiertos de par en par como si
fuese un búho—. ¿Es que a ti te gustaría acudir a una curandera que no
hubiese aprendido todo eso?
Me estremecí en mi asiento.
—No, pues claro que no. Es que… voy a tener que trabajar mucho.
—Sí, así es —repuso—. Pero te irá bien, puedes hacerlo. Y… —añadió,
después de una breve pausa—: Mi segundo regalo será ayudarte a lo largo
del camino. Te vas a convertir en una curandera fantástica, Hazel. En una
muy poderosa. La mejor que este reino, incluso que este mundo, haya visto
jamás. Curarás a los príncipes y a sus futuras princesas. Los reyes exigirán
que seas tú quien los atienda llamándote por tu nombre.
—¿De verdad?
Sus palabras habían logrado generar una sensación extraña en mi interior.
Eran como unas llamas que se acababan de despertar en lo más profundo de
mi estómago, que se deslizaban por mi espalda y ascendían hasta mis
hombros.
Se parecía demasiado a…
La ambición.
Podía imaginarme a mí misma en un futuro haciendo todo aquello que mi
padrino acababa de augurar. Ansiaba ese futuro con un hambre intensa y
afilada. Quería tener la oportunidad de poder hacer todas esas cosas, de
poder curar a todo el mundo, de demostrar mi valía, tanto a mí misma como
a mi familia, a mis padres, de demostrarles a todos que era capaz de hacer
mucho más de lo que ellos creían. Que podía ser útil, y convertirme en
alguien importante.
—¿De verdad crees que podré lograrlo? —pregunté, observando a mi
padrino, con la euforia caldeándome la sangre, acelerándome el pulso y
haciéndome sentir que este instante era significativo, que estaba destinada a
ello.
—Lo lograrás —me prometió—. Con mi ayuda.
Volvió a alzar la mano, aunque dudó un segundo antes de posármela en la
frente. Aquel gesto me recordó a los días del banquete, cuando los
reverentes de la Primera Santa salían a desfilar por las calles, para encontrar
a niños a los que bendecir. Todos mis hermanos y hermanas habían recibido
sus bendiciones año tras año, pero yo jamás recibí nada. Cuando una de las
sacerdotisas había intentado entregarme su bendición, mamá había apartado
sus manos tatuadas con un manotazo irreverente.
—Estúpida —había escupido—. Esta niña ya tiene dueño, y no necesita
las bendiciones de tu diosa.
La mano de mi padrino pesaba ahora agradablemente sobre mi frente y, a
pesar de toda la vergüenza y el bochorno que me habían hecho sentir las
palabras de mamá entonces, había tenido razón: ya tenía dueño. Le
pertenecía al Temido Final. Podía sentir cómo mi cuerpo se acercaba al
momento al suyo, como si estuviese respondiendo a su llamada.
Cuando habló, sus palabras reverberaron en lo más profundo de mi pecho,
se grabaron en mis huesos y me calaron hasta la médula, donde
permanecerían para siempre.
—Te concedo el don de la visión, Hazel Trépas, el poder de discernir. De
ahora en adelante, sabrás todo lo que aqueja a una persona y cómo poder
tratarla. Tus manos traerán alivio, prolongarán y mejorarán las vidas de
todos aquellos a los que toques. Tu tacto calmará y curará. Pronunciarán tu
nombre con reverencia y admiración. Ganarás prestigio, fama, todo lo que
tu corazón siempre ha deseado, gracias a este don. El don que yo te otorgo.
Podrás usarlo durante toda tu larga y feliz vida.
Apartó la mano y, al perder su contacto, un extraño dolor se instaló en mi
pecho. Mi familia no era muy dada a las muestras de afecto. Ni siquiera
lograba recordar cuándo había sido la última vez que alguien me había
tocado porque hubiese querido hacerlo. Lo más probable era que Bertie
hubiese sido el último. Siempre estaba dándome esos cálidos abrazos suyos
como si nada. Pero, tal y como solía recordarme mi madre constantemente,
hacía mucho, mucho tiempo desde la última vez que habíamos visto a
Bertie.
—¿Trépas? —pregunté, haciendo los recuerdos de mi hermano a un lado.
El apellido de mi familia era Lafitte.
—Ya no les perteneces —estableció.
—No me siento distinta —admití un momento después, a la espera de que
apareciese alguna clase de destello lleno de comprensión que me aclarase
las ideas. El momento que acabábamos de compartir había sido importante,
de eso estaba segura, pero ahora que ya estaba hecho, me sentía… como
siempre.
Mi padrino esbozó una sonrisa que estaba a medio camino entre la gracia
paternal y beatífica, y la diversión.
—Eso es porque no tienes por qué sentirte distinta. ¿Te acuerdas de lo de
la moneda?
Asentí.
—Siempre ha estado ahí. Solo necesitabas que la persona adecuada
llegase y te mostrase el truco. —Sus ojos refulgieron como dos rubíes
sangrientos—. Siempre has tenido ese don, Hazel. Lleva contigo desde
antes de que nacieses, escrito en tus huesos, fluyendo por tu sangre. Solo
necesitabas que la persona adecuada…
—Que el dios adecuado —lo interrumpí, esbozando una sonrisa tímida.
Él sonrió de oreja a oreja ante mi comentario.
—Que el dios adecuado llegase a tu vida y te lo mostrase.
—Así que soy la moneda —repuse, midiendo mis palabras—, y tú eres el
mago.
Asintió.
Yo enarqué una ceja.
—Entonces sí es magia.
Mi padrino echó la cabeza atrás y se carcajeó con ganas, maravillado con
la situación. Yo, la pequeña Hazel Trépas (iba a tardar un poco en
acostumbrarme a ese nombre), la última y la menor de mi familia, estaba
aquí, en el Entre, haciendo reír al Temido Final.
—Lo es —comentó—. Y a la vez, no lo es. Pero hoy digamos que… sí.
Señaló la arboleda con un barrido de la mano y las rocas comenzaron a
desprenderse de la ladera circundante, rodando por la cuesta y apilándose
hasta formar una estructura. Una casa.
Era una pequeña cabaña de piedra, perfecta para alguien como yo.
Observé asombrada las ventanas, que estaban hechas con paneles de vidrio
emplomado. También apareció un tejado de paja de la nada, con el leve olor
dulzón de la paja seca. Una chimenea se abrió paso poco a poco por el
tejado, con unas columnas retorcidas de humo surgiendo de su interior y
ascendiendo por el aire. Una puerta, hecha de madera curvada y con una
ventanita en forma de medialuna en el centro, se abrió de repente,
invitándome a entrar.
—Ahora debo irme, Hazel —dijo mi padrino—. Hay unas cuantas cosas
de las que tengo que ocuparme, y estoy seguro de que te gustará…
—¿Te marchas? —pregunté, al tiempo que me levantaba de un salto de la
roca—. ¿Me vas a dejar aquí? ¿Sola?
Pasé la mirada de la arboleda a la casa, deslizándola por las montañas que
se alzaban a nuestro alrededor.
—No puedes… no puedes dejarme aquí.
Me observó con curiosidad, un tanto divertido.
—Todo esto es tuyo. La casa está hecha para ti. Todo lo que puedas
necesitar lo encontrarás en su interior.
—Pero aquí no hay nadie.
—¿Es que necesitas compañía? —Me observó con la cabeza ladeada—.
Me hicieron entender que dormías sola, en un establo.
—Bueno… sí —acepté.
—Creo que descubrirás que tu cabaña es mucho más cómoda… y que
huele bastante mejor. —Sus ojos se iluminaron al recordarlo—. Y tu manta.
—Me la tendió—. Toma —dijo, complacido—. Con esto deberías de
tenerlo todo.
—Pero… pero ¿y si ocurre algo mientras estás fuera? ¿Y si yo…? —No
llegué a terminar la pregunta. Paseé la mirada por el valle, examinando
todos los peligros a los que podría tener que enfrentarme en aquel lugar
extraño y aislado.
Me observó con escepticismo, con el ceño fruncido.
—Hazel, te acabo de prometer que tendrás una vida larga y feliz. ¿Por
qué piensas que iba a permitir que nada te hiciese daño?
Me estremecí bajo su escrutinio.
—Supongo que tienes razón. Es solo que… ¿Cuánto tiempo vas a estar
lejos? —pregunté, resignada.
—No lo sé con exactitud… pero no tienes nada de lo que preocuparte.
Tienes comida más que suficiente dentro de la cabaña. También te he dejado
unos cuantos libros que me gustaría que empezases a leer… ¿sabes leer,
verdad?
Asentí, de forma sutil.
—Excelente. Lee todo lo que puedas y, cuando vuelva, hablaremos de lo
que has aprendido. ¿Te parece bien?
Me mordí el labio inferior con fuerza, siendo plenamente consciente de
que no tenía sentido tratar de hacerle cambiar de idea.
Él también se puso de pie.
—Te veré pronto, Hazel —me prometió, antes de darse media vuelta para
marcharse.
—¡Espera! —grité, obligándolo a detenerse—. No… no me has llegado a
decir cómo quieres que te llame. ¿El Temido Final? ¿Padrino?
Él parpadeó, considerando mi pregunta.
—Ninguno de esos dos me parece adecuado del todo, ¿no crees? Puedes
llamarme… Merrick. Sí. Merrick.
Tragué con fuerza porque sabía que ahora era cuando se volvía a dar la
vuelta y se marchaba. El mismo aire del Entre se cernió sobre mí,
aprisionándome, y recé por que hubiese aprovisionado la cabaña con faroles
y velas, por si acaso.
—Adiós, Merrick. ¿Pero solo de momento?
Él esbozó una sonrisa, su figura ya había empezado a desvanecerse entre
las sombras, el negro disolviéndose en el negro.
—Solo de momento —repitió, y entonces desapareció.
8

H
abía faroles.
Media docena, colocados sobre las baldas y encima de las mesas
que había repartidas por toda la cabaña, y en la chimenea ardía
con calma una pequeña lumbre, aunque no lograba comprender cómo podía
estar encendida. No había madera, nada que las llamas pudiesen estar
consumiendo. Solo había… luz. Iluminaba toda la cabaña como el sol de
verano, sin dejar ni una sola esquina a oscuras, sin sombras a las que mi
cerebro pudiese aferrarse, donde pudiese imaginarme que moraban toda
clase de horrores.
El interior de la cabaña era diáfano y fresco, aunque no había muchísimo
espacio. Una habitación daba paso a la siguiente sin puerta alguna que las
separase. Mi cama estaba cerca de la chimenea, que a su vez estaba cerca de
un sillón muy mullido, que casi ocupaba la mitad de la pequeña cocina,
donde una mesa alta de madera servía tanto para comer como para ponerse
a trabajar.
En el centro de la mesa había una tarta de cumpleaños.
Era pequeña, del tamaño perfecto para una sola persona, y estaba
increíblemente decorada, era la tarta más bonita que había visto en mi vida.
Una serie de telarañas de azúcar doradas cubrían un glaseado rosado, y
habían colocado flores de azúcar a su alrededor. Era demasiado bonita como
para comérsela, toda una obra de arte, aunque me fijé en que también había
un tenedor de plata junto a un pequeño platillo, que indicaban que se
suponía que me la tenía que comer y no plantarme a admirarla.
El primer bocado me supo extremadamente dulce. Nunca había probado
nada así, tan ligero como el aire, con un regusto empalagoso que me
recordaba al jardín de rosas de mamá. Le di otro bocado, intrigada por lo
que acababa de experimentar, aunque no tenía muy claro si me gustaba o
no.
Mientras comía, observé el resto de mi nuevo hogar.
Las baldas de la cocina estaban llenas de botes de barro, ollas, una tetera
y exactamente un plato, una copa y un juego de cubiertos, lo que me hizo
cuestionarme si Merrick habría pensado en cenar conmigo en algún
momento.
¿Los dioses comían?
Salí de la cocina, examinando el grifo y el fregadero. Había una enorme
bañera de cobre, que era mucho mejor que la palangana de hojalata
galvanizada que usábamos todos por turnos por la mañana antes de bajar al
templo de visita; y un pequeño armario, encajado en una esquina de la
habitación. Al abrirlo, contuve el aliento.
Había vestidos y faldas, pichis y blusas, camisones y capas, todo
confeccionado con las telas más elegantes. Había lanas de lo más suaves, de
colores con los que jamás me había atrevido a soñar siquiera, gasas y sargas
de toda clase de inmaculados patrones, y telas enormes de algodón con
estampados florales, todos ribeteados con bordados perfectos, pequeños
festones de encaje real o volantes de ojal. Al fondo del armario había unas
cuantas hileras de botas: negras, marrones, algunas de un gris claro, un par
hechas con el cuero rojo más elegante que había visto jamás. Todo brillaba,
por ser nuevo, nada tenía ni un mero rasguño o mancha, y estaba
completamente segura de que todo era de mi talla.
Animada, saqué un camisón de color crema y lo extendí sobre la cama,
maravillada ante su belleza.
Nunca había tenido un camisón. En casa, solía alternar entre tres vestidos,
y dormía en el que fuera que me hubiese puesto ese día.
Pero esto…
Era perfecto. La tela era imposiblemente ligera y tenía cadenas de rosas y
hiedra bordadas. Era el camisón perfecto para una delfina o para una
infanta.
Y era todo mío.
Me moría de ganas por quitarme la falda ajada y los calcetines
destrozados e intercambiarlos por esto. Quería bailar por la habitación, con
mis faldas sobrevolando a mi alrededor como nubes de merengue, quería
reírme por el giro repentino que había tomado mi vida.
Pero entonces me fijé en los libros que había sobre la mesilla de noche.
Y los libros que alguien había colocado junto a mi cama.
Me di la vuelta lentamente, volviendo a examinar la cabaña. Casi todas
las superficies estaban cubiertas de libros: libros grandes, libros pequeños,
libros hechos de cuero, pilas de papel que se mantenían unidas gracias a una
buena capa de pegamento y una cuerda. Con títulos grabados en dorado que
refulgían con la luz del fuego, y otros tomos que no tenían título alguno.
Había textos y tratados, manuales e instrucciones. Hojeé las páginas de uno
de los libros enormes que tenía cerca y se me revolvió el estómago.
Era un libro de anatomía, lleno de ilustraciones y diagramas. Había
músculos estriados colocados en posturas de lo más vistosas, dibujados con
tinta roja; ilustraciones del ojo humano, dibujado capa a capa; y un enredo
de líneas temblorosas que ni siquiera pude reconocer qué trataba de ilustrar.
Solo pensar que mi propio cuerpo tenía todo eso en su interior me hizo
estremecer, y tuve que contener las náuseas que me asaltaron, perdiendo por
completo las ganas de seguir comiendo tarta.
Cerré ese libro de golpe y examiné la habitación con la mirada, con la
firme intención de dejar de pensar en ese tomo, aunque sin éxito alguno.
¿Es que mi padrino… es que Merrick, me corregí, de verdad esperaba que
leyese todos esos libros, y no solo que los leyese, sino que fuese capaz de
comprender lo que estaba leyendo para después contarle lo que había
aprendido?
La cabaña, de repente, me parecía atestada, como si cada una de las
palabras que contenían las páginas de cada uno de esos libros hubiesen
salido del papel y estuviesen ahora ante mí; eran entes que exigían que me
fijase en ellos. Podía sentir el peso de su tinta y su importancia apilándose
sobre mi pecho como si fuesen rocas, toda una muralla de ellas, una torre,
toda una montaña de ideas.
Era demasiado alta, esa montaña de conocimiento, demasiado grande
como para hacerle frente. Las rocas empezaron a caer desde la cumbre,
rodando por la ladera, subiéndose unas encima de otras, y haciendo que sus
hermanas cambiasen repentinamente de rumbo, cerniéndose como una
avalancha sobre mi cabeza, y yo estaba demasiado anonadada como para
hacer nada más que quedarme mirando cómo se avecinaba mi propia
destrucción.
Me golpearían, me enterrarían y acabarían conmigo, y no había nada que
pudiese hacer.
Nunca llegaría a aprenderlo todo.
Me parecía terriblemente injusto.
Me parecía…
Me pesaban los párpados. El tiempo se movía de manera muy extraña en
el Entre. Hacía tan solo unas horas había estado haciendo mis tareas diarias,
pero se había hecho demasiado tarde, hacía ya un buen rato que había
pasado la medianoche.
No podía mantener los ojos abiertos mucho tiempo más; no podía seguir
haciéndome preguntas o preocupándome.
Pero sí que podía dejarme caer sobre el increíble colchón que Merrick me
había dejado preparado.
Eso sí que podía hacerlo.
Me hundí en la superficie mullida y deseé que sus espléndidas plumas me
engullesen por completo. No tenía fuerzas ni para ponerme el camisón, ni
siquiera logré deslizarme bajo las sábanas. Lo único que pude hacer fue
echarme mi manta de terciopelo encima, vagamente consciente de que, de
alguna manera, cuando había estado en manos de Merrick, se había
limpiado y arreglado, las manchas habían desaparecido y los rasgones se
habían cosido por sí solos.
Cerré los ojos y deseé que eso mismo pudiese ocurrirme a mí también.
9

E
l miedo me invadió cuando me desperté.
Mis ojos se deslizaron sobre todo lo que me rodeaba, tratando de
encontrar las paredes familiares del establo. Agucé el oído, con la
esperanza de escuchar el suave revuelo que producían los animales al
moverse en sus cuadras. Pero no estaba ahí. No estaban aquí.
Ni siquiera sabía dónde se suponía que era «aquí».
Me incorporé de un salto, jadeante, y la pequeña cabaña fue cobrando
poco a poco nitidez a medida que recordaba todo lo que había ocurrido el
día anterior. Al menos, creía que había sido el día anterior.
Fuera, el Entre seguía teñido de sus cientos de tonos de negro y de gris.
Los rayos seguían cortando el firmamento, bailando de nube en nube, sin
llegar nunca a golpear el suelo, y mostrando tan solo de vez en cuando su
esporádico parpadeo.
Después de tantos años esperándolo, por fin había venido mi padrino a
por mí. Me había llevado consigo. Me había traído aquí. Me había colmado
de generosidad; collares y árboles, una cabaña propia y la promesa de un
futuro brillante. No era exactamente aquel que habría elegido si me lo
hubiesen preguntado. Pero solo tenía doce años, era una chica pobre de una
familia pobre, y la versión de Merrick de mi futuro era mucho mejor que
cualquier otro porvenir que habría podido tener si me hubiese quedado en el
Gravia con mis padres.
Parpadeé.
Mis padres.
Ni siquiera había pensado mucho en ellos desde que había llegado al
Entre. Había estado demasiado sobrecogida por todo este lugar como para
echar la vista atrás. Y ahora, en medio del silencio de esta nueva posible
mañana, me pregunté qué estarían haciendo, cómo estarían. Aguardé a que
la nostalgia hiciese acto de presencia, pero nunca llegó. Recordé lo rápido
que mamá se había lanzado al suelo, ansiosa por recoger todas aquellas
monedas de oro. Ni siquiera me había mirado cuando me había despedido
de ella.
Aquello me había dolido mucho más de lo que me gustaría.
Así que salí de la cama y me puse de pie, al tiempo que observaba la
pequeña cabaña con otros ojos. Merrick no había dicho cuándo volvería, y
yo no sabía cómo pasar mi primer día completo en mi nuevo hogar.
La bañera de cobre me llamó la atención y, de repente, fui plenamente
consciente de que mi aroma impregnaba cada rincón de aquel pequeño
espacio, el hedor que emanaba de mi pelo graso, el desagradable olor a
almizcle que surgía de debajo de mis brazos. Ni siquiera lograba recordar
cuándo había sido la última vez que me había dado un baño en condiciones,
y de repente me moría de ganas por limpiarme todo rastro de mi antigua
vida de encima. Quería frotarme la piel hasta dejarme el cuerpo en carne
viva, desprenderme de la antigua versión de mí, observar cómo se marchaba
por el desagüe y dejarla ir para siempre.
Había un grifo manual en la cocina, por lo que me puse manos a la obra, a
llenar un cubo tras otro y a calentar el agua en el fuego, antes de echar todos
los cubos de agua hirviendo en la bañera. Me quité mi vestido andrajoso y
apestoso, así como los calcetines viejos, antes de lanzar todas las prendas a
la hoguera. Ahora podría ponerme alguno de los vestidos que me había
dejado Merrick y jamás tendría por qué llevar ninguna de las prendas
heredadas y viejas de mis hermanas.
La bañera era lo bastante grande como para poder sumergirme por
completo, algo que hice unas cuantas veces, para frotarme el pelo y pasarme
un cepillo de cerdas por todo el cuerpo, hasta que sentí mi piel tan suave y
limpia como la de una foca. Me quedé metida en la bañera hasta que el agua
se enfrió, lo que hizo que se me pusiese la piel de gallina y se me quedasen
los dedos de las manos y de los pies tan arrugados como unas pasas.
Me abrí paso hacia el armario envuelta en una suave toalla de baño, lo
abrí y me puse a observar lo que había en su interior. Al final terminé
decidiéndome por un vestido precioso hecho de sarga de color ocre. Tenía
pequeñas margaritas bordadas alrededor del cuello, y me fascinaron todos
los detalles que Merrick había incluido con tanto mimo para mi nueva vida
en el Entre. No tenía por qué haberme llenado el armario con prendas tan
delicadas y elegantes, ni haberme cubierto la cama con tantas almohadas y
mantas. Incluso el más austero de los alojamientos me habría bastado. Pero
había escogido encandilarme.
Desayuné una tostada de pan blanco con una loncha de queso naranja que
estaba fría como por arte de magia cuando la saqué de la pequeña nevera.
Le di unos cuantos mordiscos, sentada sobre uno de los sillones, mientras
observaba el interior de la cabaña y me preguntaba qué podría hacer aquel
día.
De reojo vi que algo se movía, pero cuando me volví hacia allí, todo
estaba en su sitio, nada había cambiado. Todo estaba completamente quieto.
Pero entonces, justo al otro lado de la habitación, algo se movió.
Sabía que estaba sola. No había nadie más aquí. Ni en la cabaña, ni en
todo el Entre.
Pero entonces… volvió a ocurrir. Otro movimiento, un poco más allá,
tanto que solo pude verlo de reojo de nuevo. Agucé mis oídos y presté
atención, tratando de escuchar algo en medio de aquel denso silencio. ¿Era
un ratón?
La idea no me horrorizó. No me importaría tener algo de compañía en
aquella extraña soledad, incluso aunque dicha compañía fuese un roedor
peludo y con unos bigotes largos.
Oí un suave crujido a mi espalda y me volví justo a tiempo para ver cómo
se movía uno de los libros.
Se abrió de repente, como si unas manos invisibles estuviesen alzando su
tapa, antes de que las hojas empezasen a pasarse a toda velocidad, hasta
detenerse en el primer capítulo. Eché un vistazo a mi alrededor y me percaté
de que otros tantos de los libros que había repartidos por la habitación se
habían abierto también, invitándome a hacer justo lo que mi padrino me
había pedido que hiciera.
Les di la espalda.
No quería volver a ver esas ilustraciones. No quería llenarme la cabeza
con palabras como «cauterización», «desbridamiento» o «trepanación». Me
había gustado echarle una mano con sus tareas a la obradora de milagros en
el bosque, me había gustado oírla hablar de cuál era la mejor época para
cosechar la equinácea (bajo la luz de la luna nueva de otoño, cuando las
raíces están más fuertes), pero no me gustaba la idea de tener que aprender
todo esto.
Con libros y palabras pomposas que desconocía.
Sin nadie que me guiase.
Sin nadie que me enseñase.
Decidí salir, a lo mejor los árboles que Merrick había conjurado tendrían
alguna clase de magia de curación que pudiese enseñarle después. Pero
cuando mi palma rozó el pomo de la puerta (un octágono tallado en cristal
verde y reluciente), el viento azuzó aún más, recorriendo el valle y azotando
mi cabaña con tanta fuerza que las ventanas traquetearon en sus marcos.
Silbaba con tanta fuerza que casi parecía un grito agudo, aullante y
doloroso, que me hizo estremecer de pies a cabeza.
Cuando aparté la mano de la puerta, el vendaval amainó tan rápido como
había empezado.
Entrecerré los ojos, volví a asir el pomo de cristal y abrí la puerta de par
en par. Una repentina lluvia helada me aporreó la cara, tan dolorosa y
malvada que tuve que volver a cerrar de un portazo, sorprendiéndome por
lo mucho que me costó cerrarla al tener que luchar contra el fuerte viento.
De nuevo, la tormenta amainó.
Mis dedos se cernieron sobre el pomo, pero incluso desde ahí podía notar
el viento caótico que aguardaba al otro lado de la madera, conteniendo el
aliento, y dejé caer la mano a un costado.
—Vale —le dije a mi padrino, segura de que podía escucharme, estuviese
o no presente allí—. Ya me lo has dejado claro.
Tratado sobre la física de la anatomía humana, rezaba el lomo.
Me dejé caer sobre el brazo del asiento y me puse cómoda, antes de abrir
el libro y empezar a leer.

Me pasé horas leyendo.


Leí hasta que sentí cómo me pesaban los brazos y las piernas del sueño.
Leí hasta que me empezó a hormiguear la piel.
Leí hasta que las palabras dejaron de tener sentido, y entonces me puse de
pie, me estiré, y observé la pequeña cabaña en busca de un diccionario
médico que estaba segura de haber visto la noche anterior.
Busqué las palabras que me estaba costando pronunciar, y ya no digamos
entender, y me puse a leer de nuevo el primer libro, obcecada por releer
todas esas secciones con una nueva perspectiva.
Leí y consulté el diccionario y volví a leer lo que ya había leído, y
lentamente (muy, muy lentamente), el texto comenzó a cobrar sentido, y
comenzó a solidificarse y a convertirse en algo que podría recordar, algo
que podría rememorar cuando llegase el momento, algo que podría explicar
y, más importante aún, un conocimiento que podría usar. Solo hice el libro a
un lado cuando mi estómago profirió un feroz gruñido, robándome así
cualquier rastro de concentración.
En la cabaña no había reloj alguno y, al no haber tampoco sol en el Entre,
las ventanas estaban tan oscuras como una noche sin luna, por lo que no
podía saber qué hora era.
Pero sería más o menos la hora de comer, así que iba a comer.
En la pequeña nevera había un plato de jamón que, de algún modo, se me
había pasado antes por alto. Ya estaba cortado en pequeños trozos, así que
solo tuve que colocarlos sobre los picos de una barra de pan. No había nadie
que pudiese detenerme, por lo que mojé el pan directamente en el bote de
mostaza, una y otra vez, maravillándome ante mi nueva posibilidad de
hacer lo que me viniese en gana, de poder tomar y comer sin pensar nada
más que en mí misma.
La mostaza era de un rico tono amarillento, llena de esas semillas enteras
que se te quedaban entre los dientes al comer, y casi solté un gemido de
placer al probar lo perfecta que era.
Me comí un bocadillo tras otro, satisfaciendo toda mi gula. Mi estómago
nunca se había sentido tan lleno. Lo notaba incluso tirante, abultado más
allá de los huesos de mis caderas. Me pasé los dedos pegajosos por encima,
fascinada y manchando mi precioso vestido con el gesto.
—Ilion —murmuré en voz alta al recordar el nombre de aquel hueso,
pasándome la mano sobre la cadera. Había leído esa palabra antes, y me
alegré al ver que la había logrado memorizar.
Me pasé las manos por las piernas, recitando cada uno de los huesos que
había aprendido gracias al libro de anatomía. Después de decir los que
formaban los dedos de los pies, pasé a los brazos, y seguí el mismo proceso,
pasando después hacia la clavícula y al acromion, al húmero y al cúbito, y
bajando enseguida hacia los metacarpianos y las falanges.
Lo había logrado.
Había memorizado todos.
Me moría de ganas por contárselo a Merrick. Me puse a golpear la
encimera con los dedos, nerviosa, preguntándome cuándo volvería.
—Pronto, estoy segura —comenté en voz alta, por oír algún sonido que
rompiera el silencio que poblaba la cabaña. Observé la pila de libros que se
inclinaba peligrosamente al borde de mi mesa y leí los lomos.
Mala sangre e intervenciones médicas, rezaba el tercero desde arriba, y
me encogí de hombros. Era el que más interesante me parecía de toda esa
pila, y no me cabía ninguna duda de que, si intentaba salir a dar un paseo, se
volvería a desatar una tormenta, que echaría por tierra cualquier plan que
pudiese hacer y que no encajase con lo que Merrick me había dejado
expresamente preparado.
Abrí el grifo y llené la tetera, antes de poner el agua a hervir sobre la
extraña bola de fuego que seguía ardiendo con fuerza en la chimenea.
Después me hice un ovillo sobre el sillón de terciopelo con botones, abrí el
libro y me puse a leer.

Me desperté sobresaltada, desorientada de nuevo, y con un regusto extraño


en la boca. Debí de haberme quedado dormida con ella abierta, porque
sentía la lengua increíblemente seca y un tanto arenosa.
¿Qué hora era?
Parecía que era tarde, muy tarde, tan tarde que debería haber estado
acostada en la cama a esas alturas, en vez de echándome una cabezadita en
el sillón.
¿Cuánto tiempo llevaba dormida?
Merrick me había dejado sola anoche y, aunque no había ningún reloj por
la cabaña del que poder fiarme, estaba segura de que había dormido lo
suficiente. Había dormido al menos diez horas. Quizás habían sido doce.
Tal vez incluso más. Después me había dado un baño, había desayunado,
me había pasado el día leyendo, luego había comido. Luego más horas
enredada entre las páginas de los libros. Horas y horas que había pasado en
completo silencio y totalmente sola.
Al menos tenía que haber transcurrido un día entero desde que Merrick
me había dejado aquí.
¿A dónde había ido? ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué hacían los dioses para
pasar sus días?
—¿Merrick? —lo llamé, con la esperanza de que, de algún modo, pudiese
escucharme.
Nada cambió. Nadie respondió.
—¿Merrick? —repetí, esta vez un poco más alto. Me detuve, con la
indecisión revolviéndome el estómago—. ¿Padrino?
Eché un vistazo al exterior a través de la ventana más cercana,
observando la tierra oscura que se extendía al otro lado con los ojos
entrecerrados. No podía ver a nadie, pero eso tampoco significaba nada,
¿verdad?
¿No estaban los dioses siempre ahí, observándolo todo, juzgándonos? Se
nos enseñaba que debíamos rezarles, a todos ellos; nos decían que siempre
estaban escuchándonos, dispuestos a oír nuestras plegarias.
¿Dónde estaba ahora Merrick?
No lo necesitaba, en realidad no, o de eso intentaba convencerme
mientras la preocupación me revolvía el estómago. Tenía comida, refugio,
calor. Todo lo que podía necesitar, lo tenía. Él mismo se había ocupado de
ello.
Entonces, ¿por qué el mero hecho de pensar que Merrick podría haberse
marchado lejos y se habría olvidado de mí me daba ganas de encogerme
sobre mí misma y vomitar?
Me dieron ganas de reírme para alejar el pánico que me asoló. No me
habría alejado de mi hogar, de mi familia, ni me habría traído al Entre, ni
habría creado esta casa, con todos estos objetos preciosos (los vestidos, los
libros, los árboles), tan solo para abandonarme. Era su ahijada. Todo lo que
había hecho aquí demostraba que significaba algo para él, que era
importante, que me atesoraba.
—No se olvidaría de mí —decidí en voz alta. Me parecía lo más
razonable, lo más lógico.
—¿Ah, no? — susurró una voz malvada en mi cabeza.
Por un momento, me pareció tan real que me di una vuelta completa
alrededor de la cabaña en busca de alguien que hubiese podido decir
aquello.
—No —dije, tratando de alejar aquel traicionero pensamiento. Era solo
un pensamiento, decidí. Estaba sola, así que la voz no podía ser más que un
pensamiento.
Mis pensamientos (cuánto deseaba que solo fuesen eso) se rieron de mí.
—Lo hará.
—No lo hará —insistí, preguntándome si estaría perdiendo la cabeza.
—Ya lo ha hecho antes.
Me quedé completamente callada, incapaz de contradecirlo.
Sí que se había olvidado de mí en el pasado. Cuando todavía no era más
que una bebé diminuta, y cuando más lo había necesitado. Había venido a
por mí y se había marchado sin mí, y había tardado doce largos años en
acordarse de que se había dejado algo atrás.
Me obligué a ponerme en pie, casi cayéndome de la silla por el ímpetu,
con el cuerpo agarrotado por cómo me había quedado dormida. Jamás me
había pasado un día así, sin hacer nada más allá de hojear las páginas de un
libro y levantar de vez en cuando una taza de té. El cuerpo me dolía en
sitios donde jamás había sentido dolor y me di cuenta, de repente,
horrorizada, de que llevaba en esta cabaña, dormida, mucho más que solo
una tarde. Me sentía como si me hubiese aventurado en un espacio
desconocido y liminal donde había pasado mucho tiempo, demasiado. Allí,
Merrick no se había marchado hacía tan solo un día, sino hacía años,
décadas, milenios. Y yo ya no era una chica joven de solo doce años, ágil y
flexible. Era una vieja, anciana y eterna, y, en ese momento, algo se
transformó por completo en mi mente.
Me di cuenta de que me costaba respirar. Sentía una presión extraña sobre
mi pecho, que me asfixiaba, que me aprisionaba. Notaba cómo iba
aumentando poco a poco, volviéndose cada vez más y más pesada, hasta
que pensé que los ojos se me iban a salir de sus cuencas.
—De mis cavidades orbitales —murmuré, y la terminología que había
aprendido hacía tan solo unas horas funcionó como si hubiese pronunciado
un hechizo, alejando el pánico que me había invadido, dejándome respirar,
pensar, oír algo más que solo el latido acelerado de mi corazón o la presión
de mi sangre.
Él no podía hacer esto. No podía mantenerme atrapada en esta cabaña
como si fuese su prisionera, obligándome a hacer todo lo que él quisiera.
No era una autómata sin cerebro que fuese a llevar a cabo todo lo que su
amo le ordenase en silencio y sin rechistar.
Era su ahijada, y me había cansado de que todo el mundo se olvidase de
mí.
Sin pensármelo dos veces, abrí la puerta de un tirón y saludé a la tormenta
que, tal y como había supuesto que ocurriría, incrementó su virulencia hasta
volverse todo un vendaval.
El viento aullaba.
La lluvia caía con fuerza.
Si Merrick era quien había invocado las tormentas para que no me
atreviese a desobedecerle, quería que supiese que la lluvia y el viento ya no
me contendrían.
Me adentré en la tormenta.
La lluvia me empapó en cuestión de segundos, haciendo que mi vestido
pasase a ser tan solo una tela ensopada, calándome la ropa interior y
colándose en mis botas. Hacía mucho más frío del que pensaba, esta
tormenta era mucho más gélida que las lluvias primaverales que habían
comenzado a azotar el Gravia.
Me estremecí, pero aquello no me detuvo.
Me abrí paso hasta la arboleda, observando los rayos que surcaban el
cielo, con la esperanza de que jamás llegasen a golpear el suelo por el que
caminaba.
El viento corría entre las ramas que había sobre mi cabeza con un rugido
bajo y persistente que me recordó a las historias que solía contarnos Remy
alrededor de la chimenea durante las noches de invierno, historias que
hablaban de aquellos que serían capaces de cambiar con las fases lunares,
de criaturas que eran menos humanas y mucho más bestias, más animales, y
que estaban increíblemente hambrientas: los loup-garou.
—Me da igual, he salido —grité, alzando la voz para hacerme oír por
encima del aullido del viento, por encima de la lluvia. Proferí mi grito de
rebelión tan alto como pude, porque quería asegurarme de que Merrick me
oyese—. ¡No puedes tenerme encerrada en una cabaña y olvidarme durante
otros doce años!
El viento me soltó las trenzas. Me azotó la cara e hizo que me llorasen los
ojos. Todo mi cuerpo temblaba ante su fuerza y se me puso la carne de
gallina. Me castañeaban los dientes; estaba segura de que iba a pescar una
neumonía.
No me importaba.
—No tengo miedo —continué, gritando sin parar—. ¿Me oyes, Merrick?
¡No tengo miedo!
—Oh, pequeña mortal —dijo la voz seseante con socarronería.
Cuando estaba dentro de la cabaña me había convencido de que solo eran
mis pensamientos, pero no lo eran. Estaba claro que no lo eran, porque
entonces vi a la figura de la que provenía.
Aquí.
Conmigo.
En la arboleda.
Un rayo surcó el cielo, iluminando su rostro. Un rostro quebrado, el rostro
de demasiados dioses que compartían un mismo cuerpo.
—Deberías tenerlo.
10

M
e quedé boquiabierta durante un momento, aunque me dejé caer
al suelo de inmediato, arrodillándome ante los Divididos.
Iban envueltos en telas de reluciente lino dorado, no eran tan
altos como Merrick pero, aun así, su silueta resultaba intimidante contra los
grises moteados del Entre. Aunque solo se dejaban ver los dos dioses más
dominantes de todos, Félicité y Calamité, había incontables centenares de
dioses de la suerte y la fortuna en el interior de un mismo cuerpo. Félicité y
Calamité tenían sus propios brazos y manos, capaces de llevar a cabo
cualquier tarea que quisieran, aunque normalmente solían hacer lo opuesto
a lo que el otro deseaba. Sus largas extremidades me recordaban a las de las
arañas lobo gigantes que se escondían en los árboles caídos del Gravia. Pero
su rostro estaba dividido por la mitad y cada dios tenía una.
Félicité, la más amable de los dos, alargó la mano hacia mí en ese
momento, aunque era Calamité quien me observaba con la cabeza ladeada,
estudiándome con sus gélidos ojos azules. Ninguno de los dioses tenía
pupilas, y sus iris refulgían con un brillo de otro mundo cuando se
interesaban por algo o por alguien.
—Él fue quien la trajo aquí —dijeron los dos, hablando al unísono, con
sus voces entremezclándose hasta formar una sola, seseante y grave, como
una serie de hojas arrastradas por una corriente de aire.
—Mira el lío que ha montado para ella —dijo uno, y no podía explicar
cómo lo sabía, pero estaba segura de que había sido Calamité.
Los dos negaron con la cabeza al tiempo que Félicité alargaba la mano
hacia una de las flores de los árboles de Merrick y la arrancaba.
—Qué cosa tan peculiar ha creado —murmuró, y no estaba del todo
segura de si se refería a los árboles o a mí.
—¿Sabéis… sabéis dónde puede haber ido Merrick? —les pregunté,
apartando la mirada de mi ropa para poder observarlos mejor. Me llevé una
de las rodillas al pecho y me clavé los dedos en el gemelo mientras esperaba
a que respondiesen a mi pregunta.
—¿Merrick? —repitieron los dos, y se volvieron hacia la cabaña. Sus
movimientos eran lentos y fascinantes, como si se estuviesen desplazando a
media velocidad. Su mirada era hipnotizante, y me di cuenta de que me
habían envuelto por completo en su trance. Ni siquiera me importaba llevar
la ropa empapada o que el cabello me chorrease, no me importaba en
absoluto que el basalto sobre el que estaba sentada se me clavase en las
piernas. Solo tenía ojos para ellos.
—¿Te ha pedido que lo llamases Merrick? —preguntó Félicité en voz
alta.
—¿Y no está aquí? —añadió Calamité, casi hablando por encima de su
melliza—. ¿Te ha dejado sola? ¿Otra vez?
Asentí y los dioses se carcajearon.
—Menuda vida podrías haber tenido, pequeña mortal, si tus padres no
hubiesen sido tan increíblemente estúpidos —comentó Félicité—. ¿Sabes
que nosotros fuimos a buscarte primero?
—Pero no los primeros —dijo Calamité, antes de que Félicité hubiese
acabado su frase—. No exactamente.
Me costaba seguir la conversación, porque hablaban uno encima del otro.
Me sentía como si tuviese los oídos taponados, como si estuviese metida
bajo el agua; todos mis sentidos estaban embotados y no lograba
comprender nada.
La comisura de los labios de la mitad que correspondía a Félicité se
arrugó en una mueca disgustada.
—Bueno, ya. No fuimos los primeros. No del todo. Pero aun así. —Hizo
girar la flor rosa entre sus dedos mientras pensaba—. Todas las cosas que
podríamos haberte dado.
Calamité enarcó su ceja, deliberando.
—Me has robado las palabras de la boca, hermana.
—¿Por qué me queríais? —me atreví a preguntarles—. ¿Y por qué me
quería Merrick? ¿O la Primera Santa? No entiendo… ¿qué podría querer un
dios de una niña mortal?
—No de cualquier niña —canturreó Calamité—. De una decimotercera
hija.
—¿Sabes lo extraño que es encontrar una de esas? —preguntó Félicité—.
¿Lo preciadas que son?
—Lo poderosas que son —añadió Calamité, con su ojo brillante—. Los
decimoterceros hijos e hijas pueden hacer cosas que ni siquiera nosotros
podemos hacer, pueden dejar su huella en el mundo mortal, pueden
moldearlo con las manos adecuadas para… —Hizo una pausa, como si
estuviese soñando con algo, y yo no estaba del todo segura de que fuese a
seguir hablando. Entonces hizo un gesto displicente con la mano, como si
estuviese apartando un molesto insecto volador—. Bueno, con las manos
adecuadas para moldear cosas mortales. Sé lo que habría hecho yo contigo,
pero… ¿cómo lo has llamado? ¿Merrick? Merrick —se mofó—. No
puedo…
—No podemos —lo corrigió Félicité, y su voz se mezcló con la de su
hermano, uniéndose hasta formar una melodía desafinada que, de repente,
me recordó a la de la reverente que se había llevado a Bertie.
— … imaginarnos qué es lo que quiere nuestro querido Merrick de ti.
—Me dijo que sería curandera. —Mi voz sonaba tan pequeña bajo la
intensa mirada de los Divididos, que me observaban con la cabeza
totalmente ladeada, como si fuesen un búho, y me arrepentí de haber dicho
nada.
—¿Curandera? —preguntó Félicité—. Qué encantador. Qué…
—Extraño —terminó Calamité—. Es muy, muy extraño.
Aunque estaba de acuerdo con ellos, creía que estaría traicionando a
Merrick si lo admitía en voz alta.
—Creo que va a ser interesante ver cómo evoluciona todo esto, ¿y tú,
hermano?
Calamité alzó su cabeza conjunta y observó el techo frondoso que se
extendía sobre ellos.
—Árboles en el Entre —murmuró—. Muy interesante, sin duda.
—¿Sabéis dónde puede estar? —volví a preguntar, con la intención de
reconducir la conversación hacia algo un poco más útil—. ¿O cuándo va a
volver?
Félicité frunció el ceño, claramente compungida.
—Es imposible saberlo.
—Al fin y al cabo —dijo Calamité, tomando el relevo de su hermana, con
su voz melodiosa y grave—. ¿Qué es el tiempo para un dios?
—Es que… me ha dejado aquí, sola, y no creo que quisiese que saliese de
la cabaña para investigar, pero no podía seguir allí dentro ni un segundo
más y…
—¿De eso se trata todo esto? —preguntó Calamité. Alzó la mano
extendida hacia el cielo y se llenó la palma de agua de lluvia—. Imagina
nuestra sorpresa y consternación cuando nuestra perfecta tarde se vio
interrumpida con semejante alboroto innecesario. ¿Y todo porque nuestro
querido Merrick no se ha salido con la suya? —Puso su ojo en blanco,
aunque el de Félicité permaneció clavado en mi rostro—. ¿Hermana, te
importaría?
Con un barrido de la mano, la tormenta se desvaneció. Un tenue rayo
rompió el firmamento del vacío, partiendo la oscuridad, dejando al
descubierto el cielo nocturno brillante y rosáceo que se escondía tras
Félicité. Una serie de haces de luz alegres bañaron el mundo de lustrosos
tonos pastel, otorgándole a todo aquello que tocaban un deje iridiscente. Los
árboles de Merrick resplandecían y todo aquello que la luz rozaba refulgía,
incluso los Divididos.
Extendí las manos frente a mi rostro, maravillada, observando cómo la
opalescencia hacía brillar incluso mi propia piel.
Félicité esbozó una sonrisa de oreja a oreja al ver lo que acababa de hacer.
—Toda una suerte, sin duda.
—¿Te dio alguna indicación de lo que debías hacer en su ausencia? —
preguntó Calamité—. ¿Antes de marcharse? Tienes que haber hecho algo
mal para despertar una tormenta como esa.
—Él… quería que leyese.
—¿Que leyeses? —repitió Félicité, asombrada.
—Me llenó la cabaña de libros. Para que estudiase.
—Entonces, yo que tú me pondría a estudiar —bromeó Calamité.
—Ya lo he hecho. Es lo que estaba haciendo —tartamudeé—. Pero es
que… me aburro. Ya casi me he terminado dos libros —añadí a la carrera.
¿Por qué todo lo que les decía a estos dioses me parecía tan insignificante?
—Dos libros. —Los Divididos no parecían impresionados en absoluto.
De repente, supe cómo se debía de sentir una rana antes de que la devorase
una garza.
Tragué con fuerza.
—Eran dos libros muy grandes.
—Si yo fuese Merrick —comenzó a decir Félicité—, no volvería hasta
que mi protegida hubiese terminado aquello que le he mandado hacer.
—Hasta que mi protegida hubiese terminado todo tal y como le he pedido
—la corrigió Calamité, hablando por encima de su hermana hasta que sus
voces reverberaron, juntas.
—Pero hay muchísimos.
Los dioses se encogieron de hombros, sus cuatro brazos subiendo y
bajando al unísono.
—¿No os podríais poner en contacto con él? —les pregunté, probando
una táctica nueva. Sabía que estaba tratando de persuadirlos y que sonaba
exactamente como sonaría una niñita de doce años, pero no pude evitarlo—.
¿A lo mejor podríais darle un mensaje de mi parte?
—Podríamos —repuso Calamité.
—Somos capaces de cualquier cosa —murmuró Félicité por encima de su
hermano.
—Pero no lo haremos —dijeron los dos juntos.
—Lo que Merrick quiera de ti no nos incumbe —comentó Félicité.
Observó el cielo rosáceo y brillante—. Pero al menos ahora vas a tener
mejor clima para ponerte a hacerlo.
Calamité esbozó una sonrisa radiante.
—Deberías leer fuera —sugirió—. Para bañarte en este brillo estrellado y
sagrado mientras puedas.
La desesperación me invadió.
—¿Leer fuera? ¿Eso es lo que sugerís?
Se volvieron a encoger de hombros, antes de darse la vuelta para
marcharse del vergel.
—¡Esperad! —grité—. Mi hermano, Bertie Lafitte, está en vuestro
templo, en Rouxbouillet. Lleva sirviéndoos cuatro años ya. ¿Sabéis quién
es?
Calamité hizo girar su cabeza hacia mí de nuevo, para observarme
atentamente, dejándome ver tan solo su perfil.
—¿Sabes cuántos postulantes tenemos? Es imposible que conozcamos a
todos y cada uno de ellos.
—Se lo arrebataron a mi familia —admití—. Lo vendieron para que mi
padre pudiese pagar sus deudas con lo que el templo le dio por él. No se
marchó voluntariamente.
—¿Cuántos hijos piensan venderles tus padres a los dioses? —se
preguntó Félicité en voz alta, aunque sin volverse a mirarme.
—Solo quería saber si… ¿sabéis si es feliz?
Los Divididos volvieron por completo su cuerpo hacia mí, y después de
un momento que me revolvió el estómago, giraron también su cabeza para
observarme de frente.
—Ahora está a nuestro servicio —entonaron a la vez, y de repente me dio
la impresión de que no me estaban hablando tan solo dos dioses, sino
cientos de ellos. Eran toda una horda, una legión, cada uno de los que se
escondían en el interior de aquel único cuerpo, hablando a la vez—. ¿Cómo
podría no ser feliz?
Me encogí ante su mirada. Eran mucho más imponentes que hacía tan
solo unos segundos, como si aquellas voces que acababan de unirse a la
conversación necesitasen ocupar mucho más espacio y hubiesen hecho que
el cuerpo aumentase de tamaño para ello. Observé horrorizada cómo
surgían otros cuantos ojos en su rostro y en sus brazos, cómo me
observaban con sospecha y hostilidad, con intensa curiosidad, con patente
desdén.
¿Cuántos dioses había atrapados ahí dentro?
—Regresa a tus estudios, mortal —sisearon los dioses, con sus voces
reverberando en mis oídos. Había demasiados hablando a la vez—. Y dales
las gracias a tus estrellas porque lo único que te haya pedido Merrick que
hicieras sea estudiar.
En medio de un destello de la luz rosácea de Félicité, se marcharon,
dejándome de nuevo completamente sola en aquel vergel.
Respiré hondo, temblorosa. Me temblaban los dedos y, por un momento,
me quedé allí de pie, quieta como una estatua, a la espera de que los
Divididos regresasen y desatasen toda su ira sobre mí. Esperé a que la tierra
se abriese bajo mis pies y me engullese, a que el cielo se volviese oscuro y
tenebroso y me ahogase con su lluvia torrencial.
Pero no ocurrió nada de eso y, al final, me erguí e hice lo único que se me
ocurrió: volver a la cabaña, abrir un nuevo libro y ponerme a leer.
11

M
e pasé meses leyendo, apuntando cada día que pasaba en un
pequeño cuaderno que dejaba sobre mi mesilla de noche.
El brillo rosáceo que Félicité había invocado nunca se
desvaneció ni titiló, así que cuando me cansaba de leer sentada en el sofá o
encorvada sobre la mesa de la cocina, iba a leer fuera. Solía extender mi
manta de terciopelo en el centro del vergel y me pasaba el día entero
estudiando esquemas de huesos y ligamentos, tendones y musculaturas.
Pasaron tres meses, después cuatro, cinco, seis, todo en medio de un
remolino de páginas.
Esperaba que los Divididos volviesen, que les interesase ver cómo iba mi
progreso. Me moría de ganas por mostrárselo, por mostrárselo a cualquiera.
Anhelaba que alguien viniese a darme ánimos, que me elogiasen, aunque
solo fuese un poco. Ansiaba que alguien se fijase en lo duro que estaba
trabajando.
Pero mi lista de lecturas no bastaba para tentar la curiosidad de los dioses
del destino, por lo que me pasaba los días totalmente sola.
Y se sucedieron más meses.
Aunque tenía un apetito voraz, y me pasaba el día comiendo hasta que me
dolía el estómago de lo lleno que estaba, solo porque podía hacerlo, la
despensa nunca se vaciaba. La nevera siempre estaba llena. Los vestidos y
las faldas de mi armario cambiaron a medida que se me iban quedando
pequeños, por todo el músculo y la grasa que había empezado a acumularse
sobre mis huesos por primera vez en mi vida. De alguna manera, Merrick
incluso supo que había dado un estirón en los cinco meses que llevaba
viviendo en el Entre. Ni una sola prenda se me quedaba pequeña, nunca,
todo se amoldaba a mi cuerpo cambiante perfectamente.
Además de llevar la cuenta de los días que pasaban, también llevé la
cuenta de todos los libros que había leído. Los apilaba en el suelo, por toda
la cabaña, creando pequeñas torres. A veces, las torres llegaban a ser tan
altas que se vencían en medio de la noche y me despertaban de golpe, y
abría los ojos con la esperanza de que hubiese sido mi padrino el que había
hecho ese ruido, porque por fin hubiese vuelto.
Pero nunca era él.
Me abrí camino entre mi colección, fijándome en el resto de los objetos
que habían ido apareciendo por toda la cabaña y que estaban relacionados
con lo que había estado leyendo. Después de terminar un libro que trataba
sobre los remedios caseros que se podían elaborar con plantas de uso común
y que se podían cultivar fácilmente en casa, descubrí un pequeño huerto de
arena negra frente a la cabaña, como si la cristalina roca de basalto se
hubiese abierto para dejar al descubierto una capa de tierra que se había
estado escondiendo debajo del suelo de piedra todo este tiempo.
Unos cuantos días después de que el huerto hubiese aparecido de la nada,
unos brotes amarillentos y verdosos comenzaron a florecer en la tierra,
creciendo hacia el cielo rosa pastel. Reconocí algunas de las plantas porque
también las cultivábamos en mi viejo hogar y me di cuenta además,
complacida, de que otras tantas las podía identificar gracias a todos los
libros que había estudiado, pero seguía habiendo unas cuantas que me
dejaron perpleja.
Llevé todas las enciclopedias de botánica que me había dejado Merrick
afuera y me pasé varias lunas estudiando sus páginas junto a mi pequeño
huerto, observando cómo las plantas iban creciendo poco a poco y haciendo
todo lo que pude por clasificarlas.
A medida que el huerto iba creciendo, también lo hizo mi colección de
herramientas. Aparecieron morteros y manos de toda clase de tamaños y
formas en los armarios de la cocina. Una serie de viales de cristal con
tapones de corcho llenaron los cajones que hasta ese momento habían
estado vacíos. Una mañana, cuando me desperté, me encontré con un juego
de matraces y vasos de precipitado sobre la mesa, dispuestos para que
empezase a mezclar mis propios tónicos.
Estudié varias recetas de bálsamos y tés, y poco a poco fui ganando
confianza a la hora de cambiar las cantidades a mi gusto; incluso me
inventé mis propias mezclas y después escribí todas mis conclusiones en un
libro de registro enorme que había aparecido un día cualquiera sobre la
mesa de la noche a la mañana.
Leí sin parar y cuidé de mi huerto. Elaboré infusiones y lociones, elixires
y pociones.
Hablaba con las plantas, les daba personalidades distintas y les ponía
voces graciosas.
Me llegué a preguntar si el aislamiento me terminaría volviendo loca.
En los instantes en los que más sola me sentía, incluso echaba de menos a
mi familia e intentaba imaginarme qué estarían haciendo en ese momento.
Cuando empecé a leer sobre los procedimientos quirúrgicos, aparecieron
bisturíes y cuchillos por toda la cabaña, así como unos cuantos jamones
enteros en el interior de la nevera. Practiqué haciendo incisiones en la carne
de cerdo hasta que sentí que mis manos se habían vuelto tan precisas como
las de un cirujano y, cuando sentía la cabeza demasiado embotada por toda
la información que había leído, me pasaba las tardes trabajando en los
muestrarios de bordado que había descubierto un día debajo de mi cama.
Mis puntadas pasaron de ser desiguales a delicadas y rectas, tan minúsculas
que eran casi imposibles de ver.
Tres días antes de mi decimotercer cumpleaños, tomé el último libro que
me faltaba por leer.
Tenía casi diez centímetros de grosor, olía a polvo y a moho, era un tomo
gordísimo que hablaba sobre algunas prácticas quirúrgicas poco conocidas y
que estaba lleno de ilustraciones con notas en cursiva debajo que explicaban
desde cómo insertar un catéter para abrir una vejiga obstruida, la mejor
forma de cauterizar una herida, hasta cómo extirpar fragmentos del cráneo
para dejar al descubierto el cerebro que moraba debajo del hueso. Llevaba
evitando leer ese libro desde hacía meses, desde que lo había abierto por
primera vez y había visto la ilustración de un doctor extrayendo un
serpenteante gusano con cuidado de una herida y que casi vomité lo poco
que había comido para almorzar aquel día.
Pero Merrick no regresaría hasta que hubiese terminado de leer todos los
libros que me había dejado, así que, haciendo de tripas corazón, abrí aquel
mastodonte y comencé a leer.
Me sorprendí al darme cuenta de que no me parecía tan perturbador como
me había temido. Después de pasarme tantos meses absorta en la fisiología
del cuerpo humano, las cirugías no me parecían tan bárbaras. Eran prácticas
que habían sido diseñadas para ayudar al paciente, no para hacerle daño;
para curar, no para herir. Si alguna vez tuviese que llevar a cabo alguna de
las cirugías que se describían en este libro, sería para salvar una vida, en
una situación desesperada.
Aquella idea me calmó. A lo largo del día no paraba de mirarme las
manos, pensando en si ellas estarían a la altura si alguna vez llegaba ese
momento.
Merrick había creído en mí, incluso cuando yo misma no podía.
Merrick había dicho que ese sería mi futuro, por lo que, después de haber
pasado un año viviendo en la cabaña que él mismo había creado con solo su
propia voluntad, creía que eso era lo más importante.
Me quedé hasta bien entrada la noche leyendo, y solo hice el libro a un
lado cuando los párpados empezaron a pesarme demasiado y me temí que
pudiese perderme algo importante si seguía estudiando con tanto sueño.
A la mañana siguiente, mientras comía una tostada con mermelada, me
puse a leer sobre las distintas maneras en las que uno podía trepanar a un
paciente. Descubrí cómo drenar un absceso supurante mientras me tomaba
una taza de té, y estuve practicando la punción de cataratas de una córnea
nublada mientras cenaba huevos duros.
Esa noche soñé con sangre y huesos, pero dormí plácidamente y, cuando
me desperté, seguí leyendo.
El día siguiente me lo pasé en medio de una neblina de incisiones e
instrumentos. Me hormigueaban las manos de las ganas que tenía de recrear
algunas de las cirugías que había estudiado, por saber lo que se sentía al
abrir una herida, al sentir el calor resbaladizo de las vísceras en mis propias
manos, al dejar todos mis útiles a un lado sabiendo que había hecho un buen
trabajo. Por primera vez desde que Merrick me había traído aquí, soñé con
convertirme en la curandera que él me había prometido que sería.

Me desperté la mañana de mi cumpleaños con solo tres capítulos pendientes


de leer y decidí aventurarme fuera de la cabaña con una cesta de pícnic para
desayunar. Los árboles de Merrick habían empezado a mudar sus flores, y
llovieron pétalos rosas sobre mi cabeza durante toda la mañana. Cuando
terminé el libro, lo cerré con reverencia, tenía el cabello cubierto de pétalos,
como si fuesen el confeti que lanzaban en los días festivos en Rouxbouillet.
Me tumbé sobre el suelo y observé el cielo de color pastel.
Me sentía bien.
Mejor que bien.
Lo había logrado.
Me había costado todo un año, pero había conseguido leer todos los libros
que Merrick me había dejado, y los había estudiado como lo haría un
erudito, con interés, anotando las referencias a ideas y conceptos que había
leído en otros capítulos y tomos y, aunque todavía no había tratado a ningún
paciente real, creía que sí que podría hacerlo bien.
El estómago me rugió con fuerza, por lo que me puse bocabajo y me
levanté del suelo, impulsándome con las manos. Me estiré todo lo larga que
era, maravillada ante todo el tiempo libre que iba a tener a partir de ese
momento. La tarde brillaba con un potencial vertiginoso.
—Me haré la comida —decidí en voz alta, tomé el libro y bajé la colina
de camino a mi cabaña—. Después puedo ponerme a quitarle las malas
hierbas al huerto y, a lo mejor, dar un paseo, y no pienso leer ni un solo
libro.
Después de abrir la puerta de la cabaña, tarareé una cancioncilla, sin
fijarme en lo que estaba tarareando: la canción de cumpleaños que Bertie
solía cantarme todos los años; hasta que mis ojos se encontraron con la tarta
que había sobre la mesa.
Era una torre de glaseado de lavanda decadente, con cristales de azúcar y
violetas comestibles. Todo un pequeño bosque de velas doradas (trece, para
ser exactos) la coronaba, y se prendió como por arte de magia cuando entré
en la cabaña.
Me acerqué a la tarta con curiosidad; ni siquiera me fijé en mi padrino,
que estaba sentado en el sillón, calentándose junto a la chimenea, hasta que
carraspeó.
—Feliz cumpleaños, Hazel.
12

–M
errick —dije, sorprendida porque estuviese aquí—. Has
vuelto.
Él esbozó una sonrisa enorme, como si solo hubiesen
pasado unas horas desde la última vez que nos vimos, como si no hubiese
transcurrido todo un año.
—Así es. Y justo a tiempo para celebrar.
—He terminado de leer los libros —solté de carrerilla, me moría de ganas
por demostrarle que había hecho lo que me había pedido—. Todos. Tal y
como querías.
—Excelente —repuso y se levantó del sillón. Con él sentado parecía
mucho más pequeño de lo que era, y su cuerpo crujió cuando se puso de pie
—. ¿Te parece si nos comemos un trozo de tarta?
—¿Tarta? —repetí, anonadada. Había supuesto que había regresado para
hablar de mis estudios, de todas las cosas que había aprendido y todo lo que
había hecho este tiempo.
Él asintió, sin fijarse en lo confusa que estaba.
—Sí. Y después tenemos que irnos.
—¿Tenemos que irnos?
Él esbozó una sonrisa divertida, sus ojos se arrugaron ante mi
desconcierto.
—Estás repitiendo todo lo que digo, Hazel.
Sacó mi plato del armario de la cocina y, cuando se dio cuenta de que era
el único que había, chasqueó los dedos y apareció otro, así como un nuevo
juego de cubiertos.
—Supongo que he perdido la práctica. Llevo aquí sola desde hace un año,
con mis plantas como mi única compañía. —Sabía que el enfado me estaba
tiñendo la voz, pero a Merrick no parecía importarle.
—¡El huerto, claro! Me ha impresionado lo mucho que ha crecido. —
Tomó un cuchillo pero se detuvo antes de cortar la primera porción—.
Estoy seguro de que querrás soplar primero las velas, ¿no? Según me han
dicho, eso es lo que se suele hacer en los cumpleaños.
El enfado hizo que me ardiese el estómago, me acerqué a la mesa y
apagué las trece velas con un único soplido.
—¿A dónde vamos? —insistí, pero me vi obligada a aceptar el plato con
la porción de tarta que me tendió. Me había hecho un bizcocho bañado en
compota de cerezas.
—Come —insistió, comiéndose él también su porción—. Está muy
buena, pensé que las cerezas quedarían bien con el glaseado de lavanda.
¿Debería haber hecho la tarta rosa? Debería haberla hecho rosa —decidió y,
con un chasquido de dedos, cambió el color de la tarta.
—Has dicho que nos iremos —dije, con la boca llena. Al igual que la
tarta que me había hecho el año anterior, esta también estaba muy dulce—.
¿A dónde vamos?
Él parpadeó, prestando atención a mis preguntas por primera vez.
—A tu casa, por supuesto.
—¿A mi casa? —Me estaba empezando a sentir como un loro—. ¿Me
voy a casa?
Asintió.
—¿Me vas a mandar de vuelta? —pregunté, con el miedo apoderándose
de mí, tan afilado como los bisturíes con los que llevaba tanto tiempo
practicando. Había hecho todo lo que me había pedido que hiciera, ¿no?
Fruncí el ceño y me pregunté qué habría hecho mal.
Merrick frunció el ceño.
—¿Mandarte de vuelta? No, no, no. No vamos a volver allí. Te voy a
llevar a casa. A tu casa. A tu nuevo hogar —aclaró, aunque no estaba
entendiendo nada.
—Creía que esta era mi casa. —Barrí la cabaña con el brazo.
—Durante un tiempo —aceptó—. Tenía que asegurarme de que
estuvieses en un sitio donde pudieses concentrarte por completo. Donde
pudieses aprender todo lo que tenías que aprender. Donde pudieses estudiar
sin que nadie te distrajese.
—¿Y?
—Y así ha sido —afirmó, como si fuese la respuesta más sencilla del
mundo—. Has estudiado. Has crecido. Y ahora ha llegado el momento de
que empieces a trabajar. Después de que te comas la tarta, claro.
—Después de la tarta. —Le di otro mordisco, aunque sin poder saborearla
—. ¿Dónde… dónde está mi nueva casa?
Él esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—En un terreno precioso, justo a las afueras de Alletois. Supongo que es
un poco rústico. Hay una granja, y ovejas. Será el sitio perfecto para
perfeccionar tus técnicas.
—No he oído hablar de Alletois. —No era lo que quería decir, pero fue lo
primero que se me escapó.
Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que podría marcharme del
Entre en algún momento, aunque supongo que sí que debería haberlo
pensado. Merrick había planeado convertirme en una gran curandera, y no
había ni un mísero paciente al que pudiese tratar en este enorme y vacío
espacio liminal.
—Es precioso —me aseguró—. A solo unas horas a caballo de la capital.
Tal vez un poco rústico pero…
Pinché otro pedazo de tarta, sacando el relleno con petulancia.
—Eso ya lo has dicho.
—Supongo… supongo que sí. —Aplastó el tenedor sobre su plato,
mezclando las migas del bizcocho hasta formar un pedazo más grande.
Observé su rostro e intenté detectar cualquier cambio que hubiese podido
ocurrir en el año que había transcurrido desde la última vez que lo vi. Nada
había cambiado. Me percaté tarde de que los dioses no envejecían.
—¿Qué has estado haciendo? Desde la última vez que nos vimos.
—Trabajar. —Se había terminado ya el trozo que se había servido, así que
se sirvió otro. A Merrick, tal y como descubriría años más tarde, lo perdía el
dulce.
—¿Qué clase de trabajo hacen los dioses? —pregunté mientras cortaba lo
que me quedaba de tarta sobre el plato en trozos cada vez más pequeños,
haciendo que el jugo de las cerezas se expandiese por todo el plato y
pareciese que hubiese ocurrido una pequeña masacre.
Él soltó una carcajada.
—El trabajo más piadoso, supongo.
—Debe de robarte mucho tiempo —insistí—. Han pasado siglos desde la
última vez que te vi.
—¡Sí, y mira cuánto has crecido! —exclamó, decidiendo ignorar por
completo mi tono de censura al tiempo que el orgullo le iluminaba los ojos
rojizos y plateados—. ¡Por favor, has crecido casi una cabeza! Tienes
incluso el cabello más oscuro, menos rojizo de lo que solía ser.
—Aquí no hay luz solar para que se aclare. —Dejé el tenedor a un lado y
abandoné cualquier pretexto de que fuese a acabarme mi porción de tarta.
—Eso será muy distinto en Alletois. Tu cabaña se encuentra en el centro
de un claro. Tiene muchísimas ventanas, y la luz del sol se filtra a través de
ellas y lo ilumina todo. Ya verás, en verano es una estampa encantadora.
—Mi cabaña —repuse al fijarme en sus palabras—. No la nuestra.
Él enarcó las cejas, como si estuviese tratando de comprender de dónde
venía mi enfado.
—Pues claro que no. Es tuya. He construido todo para ti, exactamente tal
y como te gusta. Ay, me muero de ganas por que lo veas. Un trozo más y
nos vamos.
—¿Cómo? —pregunté, ignorando deliberadamente el trozo de tarta que
me había ofrecido. Empujé mi plato sobre la mesa hacia él y, después de
encogerse de hombros, comenzó a devorar mi porción.
—¿Cómo qué, Hazel? —Parecía una pregunta cualquiera, pero había
cierto deje afilado en su voz, una especie de corriente eléctrica tiñendo su
tono y convirtiendo su pregunta en una especie de advertencia.
—¿Cómo sabes que todo está exactamente tal y como me gusta? No me
conoces. Ni siquiera has pasado el tiempo suficiente a mi lado como para
conocerme.
—Te olvidas de con quién estás hablando. —Su voz resonó en el interior
de la cabaña con una magnitud omnipotente.
Me enfrenté a su ira sin temor. No pensaba acobardarme ante él.
—Estoy hablando con mi padrino. El mismo que les prometió a mis
padres que me criaría y me cuidaría. El mismo al que llevo sin ver desde
hace un año porque me abandonó en este reino para inmortales.
La luz de la cabaña comenzó a menguar a medida que unos nubarrones
negros se cernían sobre ella, que lograron incluso apagar la luz de las
estrellas de Félicité.
Me cuadré de hombros y me enderecé. Sabía que tenía razón, y no
pensaba ser yo quien retrocediese.
Merrick inspiró hondo, abriendo sus fosas nasales todo lo que pudo.
—No sabía que tu estancia aquí había sido tan dura —se burló—. Aquí,
en esta casa, que no es un establo, donde te he vestido y alimentado, y te he
proporcionado recursos con los que antes ni siquiera podrías haber soñado,
donde te he dado la posibilidad de expandir tus conocimientos, de descubrir
los secretos y las maravillas del cuerpo de los mortales. Sí. Has debido de
pasar un año horrible.
—¡Me abandonaste! —exclamé y, aunque no quería, se me rompió la voz
cuando todas las emociones que estaba sintiendo me formaron un nudo en
la garganta. Me limpié las lágrimas que me habían comenzado a nublar la
vista con rabia—. Durante años me han dicho que un día vendrías a
buscarme y que me llevarías a una mansión enorme, y creía que eso
significaba que tú también vivirías en esa casa conmigo. Que estarías allí, a
mi lado, que por fin tendría alguna clase de familia. Hace muchos años, les
dijiste a mis padres que me querías. Y después viniste a buscarme, tan solo
para abandonarme de nuevo. Durante todo un año. —No pude contener el
llanto más tiempo. Decir todo aquello en voz alta había terminado por
romperme por completo y me costaba seguir hablando. Me dejé caer contra
la encimera y escondí el rostro entre las manos. Ni siquiera podía mirarlo a
los ojos. Y me eché a llorar.
Oh, cuánto lloré.
De mis ojos surgieron lágrimas gigantescas, que recorrieron mi rostro,
arrugado y rojizo y feo. Me temblaban los hombros por la fuerza de mis
sollozos, y me sentía como si se me fuese a partir el pecho en dos de un
momento a otro. Me costaba respirar con la nariz llena de mocos, y mis
llantos terminaron transformándose en jadeos al tratar de respirar por la
boca.
Y, de repente, Merrick estaba a mi lado. Su mano esquelética me acarició
la espalda con suavidad, en un intento por apaciguar mi ira y mi dolor.
—No… no sé qué decir —dijo, y parecía perplejo—. Ni siquiera había
pensado que pudieses querer que me quedase contigo. Eres toda una adulta.
—¡Soy una niña! —protesté—. Era una niña. Era… —Negué con la
cabeza, porque ya no sabía en qué categoría entraba yo exactamente.
Llevaba valiéndome por mí misma desde hacía años. ¿Eso me convertía en
una adulta? Yo no me sentía adulta. Últimamente no me sentía nada en
absoluto y, en ese momento, me sentía incluso menos si cabe. Me dolía
hablar, me dolía tratar de mantenerme entera. Sin que nada me importase,
me lancé hacia él y escondí el rostro en su túnica. Podía notar el cuerpo que
se ocultaba bajo aquella tela oscura, pero estaba demasiado demacrado, no
estaba bien, era demasiado anguloso, y mi mente no lograba comprender
qué estaban palpando mis manos; ese cuerpo tenía huesos que mi cuerpo
mortal no poseía. Para un dios con tantísimo poder, su cuerpo no ocupaba
mucho espacio.
Después de un instante de duda, Merrick me rodeó con los brazos y me
sostuvo mientras dejaba salir todo el dolor que sentía a través de mis
sollozos. Me acarició los hombros, después la cabeza y al final terminó
enterrando los dedos en mi cabello, sin decir nada, tratando de consolarme
mientras yo lloraba sin parar.
No sé cuánto tiempo pasamos así pero, al final, las lágrimas terminaron
cesando por sí solas y me erguí, echando los hombros atrás. Me limpié las
mejillas con el dorso de la mano, con el rostro sonrojado por la vergüenza
que sentía. No sabía qué opinaría de mi arrebato, de mí.
Merrick me observó, con la aprensión escrita en su rostro, tan obvia como
una salpicadura de sangre en la ropa de un cirujano al salir de un quirófano.
—Lo siento —dije e intenté recomponerme, sin éxito—. No quería… no
quería… —No llegué a terminar lo que estaba diciendo, porque tampoco
tenía claro qué quería decir. Sí que había necesitado llorar pero, y más
importante aún, él necesitaba verme llorar, tenía que enterarse de lo
frustrada que estaba, de lo que había sentido cuando me había dejado sola.
Merrick carraspeó para aclararse la garganta y sonó como el roce tenue de
las alas de un insecto frotándose entre sí.
—Debería ser yo quien se estuviese disculpando, Hazel. Yo… jamás
habría pensado que querías que me quedase contigo, que me querrías aquí
siquiera.
Tardaría unos cuantos años más en comprender que, por mucho que dijese
que estaba arrepentido, en realidad nunca me había dicho «lo siento».
—Eres mi padrino —protesté—. Eres mi familia… o lo más cercano a
una que tengo ahora.
Me observó con la cabeza ladeada, pensativo. Sus ojos refulgían más de
lo normal, con un brillo vidrioso, como si él también estuviese a punto de
echarse a llorar.
—Familia —soltó, tendiéndome la mano.
Coloqué mi mano en el centro de su palma y, cuando sus largos dedos se
cerraron a mi alrededor, engulléndola por completo, me pareció un gesto
extrañamente formal, como si estuviésemos cerrando un acuerdo de
negocios. Por impulso, lo rodeé con mis brazos en una especie de abrazo
desesperado. Ya no lloraba, sino que me aferraba a cualquier consuelo que
pudiese encontrar. Quería que sintiera lo mucho que lo necesitaba, a él, esa
extraña figura paternal que me habían prometido que tendría. Quería que él
me necesitase con la misma desesperación.
Me devolvió el abrazo y entonces el sonido atronador de una corriente me
llenó los oídos. El viento rugía a nuestro alrededor, una especie de huracán
de movimiento que azotaba mi pelo y mecía la túnica de Merrick en una
ráfaga de ondas.
Él fue el primero en apartarse, sus brazos me soltaron y se alejó de mí
para permitirme recobrar el equilibrio por mí misma. Me pitaban los oídos
y, por un momento, me pareció que no estaba donde debería. Mi cabaña no
tenía el mismo aspecto de siempre. La habitación en la que estaba era
demasiado larga, demasiado ancha. Todos los muebles no estaban donde
antes.
Parpadeé con fuerza, tratando de aclararme la vista, y me froté los ojos,
segura de que se me había metido arena con el vendaval. Si lograba
recobrar la vista, la cabaña volvería a ser la de siempre.
Pero, cuando mi vista se aclaró, nada volvió a ser como antes.
Me alejé de Merrick y me volví a echar un vistazo a lo que me rodeaba,
maravillada.
No solo era que los muebles no estuviesen donde deberían… es que estos
muebles eran totalmente diferentes. Era una habitación completamente
distinta.
—¿Dónde… dónde estamos? —pregunté, volviéndome hacia Merrick de
nuevo.
Él esbozó una pequeña sonrisa.
—En casa.
13

S
alí corriendo hacia la ventana y solté un grito ahogado, sorprendida.
El vergel con los árboles altísimos y fantásticos de Merrick había
desaparecido. En su lugar, tras el cristal podía ver otros árboles;
hayas y alisos, cipreses y tejos. Después de haber vivido un año en el Entre,
su ordinariez me resultó incluso impresionante.
Me volví de nuevo hacia la cabaña y me sorprendió ver puertas que
llevaban a otras habitaciones. Esta casa era mucho más grande que mi
antiguo hogar, con techos altos y vigas surcándolos. Ya casi me podía
imaginar el aspecto que tendrían durante la época de la cosecha, con flores
secas y hierbas colgando de las vigas de madera. Todo era diáfano y
luminoso. Los haces de luz solar que se filtraban por las ventanas abiertas
bailaban por el suelo de la habitación. Las cortinas con ojales ondeaban
hacia delante y hacia atrás, mecidas por la brisa. Respiré hondo. El aire
estaba perfumado con el aroma de la tierra revuelta, los árboles en flor y
una embriagadora mezcla de tantas plantas verdes y en pleno crecimiento.
En el Entre nada había olido siquiera parecido; en general no había muchos
olores, a secas. Todos mis sentidos hormiguearon de anticipación, como si
toda esta riqueza de aromas y sensaciones los abrumase, como si estuviesen
estallando pequeños fuegos artificiales en mi torrente sanguíneo.
—¿Qué te parece? —me preguntó Merrick, juntando las manos. Sabía
que le preocupaba haberse equivocado en todo, que la cabaña no estuviese
en absoluto a mi gusto, que la odiase y que, por extensión, también lo
odiase a él.
Me deslicé hacia la habitación contigua. Una de las paredes estaba repleta
de ventanas con cristal de diamante. La pared de enfrente estaba llena de
estanterías, y a rebosar de libros. Pasé los dedos ensimismada por los lomos
y me sorprendió encontrarme con algunos títulos nuevos entre mis ya viejos
conocidos. Historia y ciencia, atlas y arte, novelas y poesía.
—¿Hazel? —me volvió a llamar mientras me seguía de cerca. Me fijé en
que había dejado cierta distancia entre los dos, por si acaso.
La siguiente habitación era la cocina. Los armarios eran blancos y con
unas pequeñas flores azules pintadas. Había ollas y sartenes de cobre
reluciente, una nevera de madera oscura, y un enorme e impresionante
hornillo en una esquina. También había una mesa de madera y unos cuantos
utensilios, una serie de botes repletos de hierbas alineados en el profundo
alféizar de la ventana, y suficientes platos y vasos como para poder dar una
fiesta con seis invitados.
Crucé todas las puertas abiertas de la casa. Encontré un vestíbulo y una
despensa, una acogedora sala de estar y un baño interior tan precioso que
contuve el aliento al verlo, y no me detuve hasta llegar al dormitorio.
Era tan verde.
Tres de las paredes estaban cubiertas casi al completo por ventanales, lo
que ofrecía unas vistas encantadoras del bosque y los campos que rodeaban
la cabaña.
Me ha dado árboles.
Me di la vuelta. Merrick se había quedado en el umbral y se había tenido
que agachar un poco para caber en el marco de la puerta.
—¿Has hecho todo esto por mí? —susurré, sobrecogida.
Él asintió, y yo salí corriendo hacia él para abrazarlo, olvidándome por
completo de mi enfado anterior. De alguna manera, sí que había sabido
perfectamente todo lo que me gustaría tener en un hogar. Había llenado la
cabaña con mucho mimo, seleccionando hasta el más mínimo detalle. Nada
era demasiado pequeño para él, no se había olvidado de nada.
Al observar a mi alrededor fui consciente de todo el empeño que había
puesto en este lugar, y se me encogió el corazón, conmovida por todo lo que
estaba sintiendo.
Esto me demostraba que sí que le importaba, razoné. Nadie se esforzaría
tanto por una protegida a la que solo toleraba. Puede que me hubiese dejado
sola durante todo ese tiempo, pero también había hecho esto. Y si eso no me
demostraba su afecto, ¿qué lo haría?
—¿Y te quedarás aquí? ¿Conmigo? —pregunté, tirando de él por el
pasillo de vuelta a la cocina, con la esperanza llenándome el pecho—. Esta
vez hay más de un juego de cubiertos y vajilla.
Merrick alzó la mirada hacia la balda y contó los platos y los vasos como
si estuviese dudando de lo que ya había visto.
—Sí. A menudo.
Mi pecho se desinfló rápidamente con sus palabras.
—¿Pero no siempre?
Él negó con la cabeza con aspecto arrepentido.
—Por tu trabajo —supuse.
—Y por el tuyo —señaló, sin fijarse en mi dolor—. Ahora que has
terminado tus estudios, estás lista para tu siguiente regalo.
—Ya me has regalado demasiado.
Merrick esbozó una amplia sonrisa.
—Sí, Hazel. Pero este es el regalo más importante.
Y entonces, por segunda vez, Merrick me contó la historia del día en el
que nací. Y, en aquella soleada tarde, me la contó entera.

Cuando Merrick terminó de relatarme la historia, me dejé caer sobre uno de


los asientos mullidos que había por toda mi nueva sala de estar, y observé el
bosque que se extendía al otro lado del cristal mientras asimilaba todo lo
que acababa de contarme.
—¿Seré capaz de curar cualquier enfermedad? —pregunté. Me sentía
como si estuviese repitiendo sus palabras como un loro, pero necesitaba que
me lo aclarase.
De reojo, lo vi asentir.
—Cualquier enfermedad que se pueda curar.
—Solo con… —Alcé la mano e hice como si estuviese acariciando el
rostro de alguien.
Merrick volvió a asentir.
Me notaba la cabeza embotada por la docena de preguntas que me moría
por hacer.
—¿Por qué me obligaste a pasar un año entero leyendo todos esos libros?
No tenía por qué aprender nada de eso. No con este… don. —Aquel no me
parecía el término correcto para describirlo, no exactamente.
Merrick guardó silencio durante unos cuantos minutos que se me hicieron
eternos, como si estuviese valorando qué responder.
—¿Te acuerdas de cuando hablamos de la magia y del poder?
Recordé aquel día en el vergel, hacía tantos meses, y asentí.
—La curación… el cómo puedes verla… es la parte mágica. Ya está ahí,
en el mundo, a la espera de que llegue alguien como tú para mostrársela a
los demás. El don que te he otorgado, la posibilidad de verla, no es más que
un juego de manos. Es como si hubiese descorrido una cortina y te hubiese
mostrado algo que lleva ahí desde el principio. El poder, el verdadero poder,
proviene de que sepas cómo usar ese don. ¿De qué te sirve saber que
alguien necesita que le cosan una herida si tú misma no puedes cosérsela?
Saber que tienes que curar una fractura y saber curarla son dos cosas muy
distintas. Puedes ver el tónico que alguien necesita para curarse pero, si no
sabes cómo elaborarlo, tu paciente muere. Necesitabas tiempo para
empaparte de esos conocimientos, para reunir tus poderes. Este don solo te
otorga la confianza de saber que lo que estás haciendo es lo correcto.
En cierta manera, tenía sentido. Quería hacerle más preguntas, pero un
revuelo proveniente de la entrada me detuvo. Alguien estaba llamando a la
puerta con desesperación, pidiendo ayuda a gritos.
—¿Hola? ¿Hola? ¿Está el curandero? —Los golpes se transformaron en
un ruido sordo cuando el visitante dejó de aporrear la puerta con sus puños
y pasó a golpearla con la palma de las manos, una y otra vez—. ¡Por favor,
que esté en casa!
—¿El curandero? —Estaba congelada.
Los ojos de Merrick relucieron con diversión.
—Se refiere a ti.
—Pero ¿cómo es posible que sepa que vivo aquí? Acabamos de llegar.
—Esta cabaña siempre le ha pertenecido al curandero o curandera de
Alletois. Cuando me crucé con su antiguo dueño… —Hizo una pausa,
como si estuviese tratando de reestructurar el recuerdo—. Supe que había
que hacer cambios, por lo que este sería el lugar perfecto para que
empezases a practicar tus nuevas habilidades.
—Que te «cruzaste con el antiguo dueño» —repetí, y entonces me quedé
pálida al darme cuenta de lo que había ocurrido en realidad—. ¿Está
muerto?
Merrick soltó un suspiro cansado.
—No es como si hubiese dejado el cuerpo aquí para que se pudriese. —
Señaló la puerta de entrada—. Tu primer paciente te está esperando. ¿Es que
no piensas dejarlo entrar?
Me puse de pie y después me volví hacia mi padrino, con el pánico
invadiéndome por segundos.
—Pero ¿y tú?
—No podrá verme —me prometió, tan rápido como chasqueó los dedos.
Merrick seguía visible, pero en la cabaña reinaba un ambiente extraño. El
aire que me rodeaba era distinto, como si yo fuese la única que estuviese en
la sala.
—Sigo pudiendo verte —siseé.
—Pero él no podrá verme.
Él.
Había un él en alguna parte que necesitaba mi ayuda.
Aquella idea hizo que se me revolviese el estómago.
—Ve —me incitó Merrick al darse cuenta de que estaba dudando.
Me di un golpe en la cadera con la mesa cuando salí corriendo hacia la
entrada. Acababa de llegar a Alletois. Ni siquiera conocía la distribución de
mi propia casa, pero ya me estaban pidiendo que dejase eso para más tarde
y que saliese a atender a alguien a quien no estaba del todo segura de saber
cómo tratar.
—Es ahora o nunca —murmuré, y abrí la puerta.
El chico que había al otro lado tenía el puño alzado, como si estuviese a
punto de llamar de nuevo, y casi me golpeó en la cara cuando abrí la puerta
de golpe, sorprendiéndolo. Estaba sonrojado y sin aliento, con el cuello de
la camisa empapado y jadeando.
Era el chico más hermoso que había visto en mi vida.
Su piel era de un profundo tono avellana y alrededor de su cabeza se
formaba un oscuro y denso halo de rizos castaños. Sus ojos eran cálidos y
marrones, y tenía una tenue cicatriz que le cruzaba toda una mejilla. Quería
preguntarle cómo se la había hecho. Quería hacerle una docena de
preguntas.
Después de haber pasado todo un año sola en el Entre, me moría por
hablar con alguien. Por tener compañía. Por…
—¿Dónde está el curandero? —preguntó entre jadeos.
—Aquí. Yo. Es decir… Yo soy… Yo soy la curandera —tartamudeé. Me
sentía cada vez más incompetente con cada palabra que se deslizaba entre
mis labios.
—¿Eres tú? —Me observó dubitativo.
No podía culparlo por ello. Parecía tener más o menos mi edad, y a mí
también me parecía improbable que alguien pudiese confiarle algo tan
importante como la vida de otra persona a alguien de mi edad.
—Yo… sí —repuse, decidida. Le tendí la mano y fingí que sabía lo que
estaba haciendo—. Me llamo Hazel.
—Kieron. —Alzó la mirada para tratar de ver algo a mi espalda, como si
estuviese buscando a alguien más.
—¿Y… necesitas ayuda? —Lo recorrí con la mirada. No parecía estar
enfermo, pero me pregunté qué vería si le acunaba el rostro entre mis
manos.
Él negó con la cabeza.
—Yo no. Mi tío. Ha enfermado. Tienes que saber quién es. Vive al otro
lado de la colina, allí —añadió, señalando hacia los árboles que se alzaban
al otro lado de la pradera.
—Soy… soy nueva en el pueblo.
—Pero ¿puedes ayudarle?
—Yo… —tartamudeé, porque me negaba a prometer algo que no sabía si
iba a poder cumplir—. Tengo que ir a por mis útiles antes. Entra y cuéntame
qué le ocurre.
—Está ardiendo por la fiebre —dijo Kieron, adelantándose para abrirme
la puerta mosquitera con una innata caballerosidad.
—Gracias —murmuré al colarme por debajo de su brazo.
Irracionalmente, me sonrojé por el gesto. Era bastante más alto que yo, de
hombros anchos y músculos marcados, como todo hijo de granjero. Me
pregunté qué clase de plantas cultivaban, qué cosechaban.
Quería saberlo todo sobre él.
Abrí la boca, dispuesta a preguntarle acerca de su cicatriz, cuando recobré
el sentido.
Este no era el momento para ponerse a hacer esa clase de preguntas. No
con su tío enfermo esperándonos. No con la preocupación arrugándole las
comisuras de los ojos.
Aparté mis ensoñaciones de un manotazo y me encaminé hacia mi
despacho, porque estaba segura de que había visto un maletín de cuero y
todo un arsenal de hierbas secas y botes con tapones de corcho cuando
había pasado por allí.
—¿Fiebre dices?
—Empezó hace unos pocos días —respondió—. No para de decir que
tiene frío pero siempre termina empapando de sudor todas las mantas que le
echo encima. Es viudo, cuando nos enteramos de que estaba enfermo, mi
madre me mandó a su casa para que cuidase de él.
—¿Le duele el cuerpo? —supuse, mientras buscaba el maletín. Céntrate,
Hazel, céntrate. Cuando lo encontré rebusqué para ver qué tenía dentro, sin
dejar de prestarle atención.
—Sí, tiene unos dolores horribles. Al principio pensaba que solo tenía un
resfriado cualquiera pero… ha empeorado mucho. Y hoy… —Tragó con
fuerza y su rostro se quedó pálido.
—Hazel. —Merrick irrumpió en la sala. Su mera presencia llenaba el
marco de la puerta por completo—. Creo que deberías dejarte de tantas
preguntas e ir corriendo a ver a ese hombre. Rápido.
Me atreví a volverme hacia Kieron, pero él tenía la mirada clavada en mí,
me estaba observando atentamente, sin saber que el Temido Final lo estaba
mirando con curiosidad desde el umbral.
Aunque traté de esbozar mi mejor sonrisa, supe al momento que no era
suficiente.
—Llévame con tu tío.
14

P
ara cuando llegamos a la granja Reynard LeCompte ya se
encaminaba hacia la locura.
Kieron nos abrió la puerta de su casa pero se detuvo en el umbral
cuando escuchamos una oleada de gritos que provenían del dormitorio
principal.
—Está en su dormitorio.
—¡Haz que pare, haz que pare, haz que pare! —estaba gritando una voz
ronca y cargada de dolor.
—¿Te importaría presentármelo? —le pregunté, insegura, pasando la
mirada de él a Merrick y, por último, al pasillo que llevaba hacia el interior
de la casa.
—Yo no… —Kieron carraspeó—. Si no te importa… preferiría no volver
a verlo en ese estado. —Frunció el ceño—. Supongo que eso me convierte
en un cobarde, pero yo… simplemente no puedo… —Suspiró con pesar.
Los gritos se convirtieron en un aullido feroz, que quebraban el ambiente
de la estancia con su agonía. Kieron se estremeció.
—Pídele que se marche —me aconsejó Merrick—. Tienes que
concentrarte y, si ver de esta forma a su tío le produce tal malestar, el chico
no te será de ninguna ayuda.
Mi cabeza no paraba de darles vueltas a cientos de ideas a la vez.
—¡Alcanfor! —solté de repente.
Kieron enarcó las cejas.
—Me acabo de dar cuenta de que no he traído el aceite de alcanfor. ¿Te
importaría… ir al mercado del pueblo a ver si puedes conseguir un frasco?
Kieron se quedó observándome durante unos minutos, tanto que empecé a
pensar que la petición que le acababa de hacer era absurda. Ni siquiera sabía
a cuánta distancia estaba el pueblo, tampoco sabía si tendrían un mercado lo
bastante grande como para que hubiese un boticario. Pero entonces asintió.
—Me puedo llevar su caballo —sugirió—. Debería haber vuelto en más o
menos una hora. En dos, como mucho.
—Eso me sería de mucha ayuda, gracias —repuse, aunque mis palabras
casi se perdieron entre los gritos suplicantes de su tío.
La mirada de Kieron se apartó de la mía y se deslizó hacia el dormitorio
que había al final del pasillo.
—Regresaré tan rápido como pueda. —Y entonces se dio la vuelta y se
marchó a la carrera.
Merrick lo observó marchar, con la mirada inescrutable, antes de hacerme
un gesto para que me encaminase hacia el dormitorio.
—¿Vamos?
El alivio me inundó como una bebida caliente en invierno.
—¿Vienes conmigo?
—Pues claro —repuso Merrick al detenerse junto a la puerta del
dormitorio y echar un vistazo al interior desde el marco. El granjero se fijó
en él y soltó un terrible aullido.
—¡Pensaba que nadie te veía! —solté, preocupada, y me di la vuelta para
mirarlo de frente.
Merrick le restó importancia con un gesto de la mano.
—Dije que el chico no podría verme. Pero el granjero sí, claro. Está
demasiado cerca de la muerte. Si haces bien tu trabajo, no se acordará de
nada de lo que ha visto. —Sus dedos esqueléticos se deslizaron por mi
espalda, guiándome hacia el dormitorio—. Entra.
Mi maletín de cuero estaba lleno casi hasta los topes, con polvos y
elixires, vendas y herramientas quirúrgicas. Había metido dentro todo lo
que había podido, nerviosa y aterrorizada por si se me olvidaba algo que
pudiese salvarle la vida a aquel hombre. Dejé la bolsa sobre la cómoda que
había junto a la cama con un sonoro golpe que me hizo estremecer, pero el
tío de Kieron ni siquiera pareció darse cuenta de ello.
Se retorcía sobre el jergón, las sábanas estaban empapadas y apestaban a
sudor, orina e intestinos sueltos. Su piel había adquirido una palidez
terrible, se había teñido de un color a medio camino entre el amarillo y el
gris, y estaba cubierta de oscuras llagas.
Comprendí de inmediato por qué Kieron no había querido volver a verlo
en ese estado. Yo tampoco quería estar aquí. No quería estar aquí, en esta
habitación que apestaba a algo peor que la muerte, pero Merrick me animó
a que continuase.
—¿Señor? —lo llamé, con la voz rota—. Me llamo Hazel. —Me puse a
juguetear con mis dedos, me sentía estúpida y pequeña, y solo tenía ganas
de salir huyendo—. Y… estoy aquí para cuidarlo.
El hombre soltó un gruñido grave y se colocó sobre su otro costado. El
aliento le olía ácido y el aroma me recordó a las noches que papá se pasaba
bebiendo hasta desfallecer. Por supuesto, el suelo estaba plagado de botellas
vacías. Por un momento me pregunté si habría elaborado él aquellos licores
(Kieron nos había llevado a través de un campo de centeno de camino a la
casa), pero hice a un lado mi curiosidad y me centré en lo que tenía que
hacer.
—Quema —jadeó, clavando los dedos de los pies en el colchón. Me fijé
en que se le habían puesto negros, y aquello me revolvió el estómago
todavía más—. Primera Santa, ayúdame, quema.
—¿El qué te quema? —pregunté, pero el hombre estaba demasiado
perdido en sus delirios como para responderme—. ¿Reynard?
Se dio la vuelta y vomitó por el costado de la cama. Tuve que apartarme
de un salto para evitar que aquella sustancia asquerosa me salpicase, y mi
propio estómago se reveló ante la estampa, me dieron unas fuertes arcadas
con el olor, y me entraron ganas de vomitar hasta el último pedazo de tarta
que había comido.
Me di la vuelta y observé a mi padrino.
—No puedo hacerlo. —Sabía que estaba entrando en pánico, que estaba
permitiendo que los nervios me sobrecogiesen, pero no podía evitarlo. Esto
era malo. Mucho peor de lo que me habría imaginado.
Había creído que Merrick me introduciría en la vida de una curandera
poco a poco. Que empezaría curando enfermedades menores: dolores de
cabeza, dolores de muelas, cosiendo algunas heridas, quizás incluso
tratando algún que otro resfriado de vez en cuando.
Pero no… esto.
Merrick me miró fijamente, como si estuviese evaluándome con su
plácida expresión, que me dio ganas de chillar. ¿Es que no entendía lo que
estaba ocurriendo?
—No puedo… Se va a… —Suspiré con pesar, nada de lo que decía tenía
sentido—. Va a hacer que yo también me ponga enferma.
Merrick negó con la cabeza.
—No, no lo hará.
—Esta habitación está tan contaminada que me pregunto si incluso tú no
vas a enfermar solo por estar aquí dentro —siseé.
—No te vas a poner enferma —respondió—. Siempre has sido de
constitución fuerte, ¿no? A lo largo de toda tu vida, ¿recuerdas haber tenido
aunque solo fuese una simple gripe alguna vez?
Repasé toda mi infancia. Recordaba haber oído lloriquear a mis hermanos
y hermanas por estar enfermos, entre toses y estornudos, desde mi pequeño
refugio en el establo. Negué con la cabeza.
—¿Haber pasado la varicela?
Volví a negar.
—¿Alergias? —insistió.
Me quedé en completo silencio durante unos cuantos minutos.
—Gracias a ti, ¿supongo?
Él esbozó una sonrisa complacida, como si estuviésemos manteniendo
esta conversación mientras nos tomábamos una taza de té.
—No estaría bien tener una curandera que se contagiase todo lo que
tuviesen sus pacientes, ¿no crees? —Merrick soltó un suave suspiro
empático—. Sé que ahora te parece complicado, pero creo que eres más que
capaz de ayudar a este hombre. Así que… ve.
Tras de mí, el granjero soltó un grito de dolor y dejó caer los brazos a sus
costados como si fuese una marioneta rota.
—¿Por qué has traído a ese demonio contigo? —gritó, usando sus últimas
fuerzas para lanzarle una almohada rancia a mi padrino. Volvió a vomitar
cuando se dejó caer de nuevo sobre el colchón, aunque en esa ocasión no le
dio tiempo a girarse y se terminó vomitando encima, antes de esconderse
bajo el edredón lleno de manchas—. Oh, Primera Santa, ¡sálvame de este
monstruo!
—¡No es un monstruo! —espeté, golpeando el cabecero de la cama con la
palma de la mano. Solo quería que el ruido cesase, que dejase de gritar y de
emitir esos sonidos horribles—. ¡No lo es!
A pesar del caos que me rodeaba, a pesar de los gritos y de la peste, y de
que estaba perdiendo poco a poco el control de la situación, Merrick esbozó
una sonrisa. Me acarició la mejilla, obligándome a alzar la mirada hacia él y
a centrarme solo en sus ojos.
—Lo estás haciendo bien, Hazel.
—¡No es verdad! ¿Qué te parece que estoy haciendo bien?
A mi espalda, el granjero se convulsionó y comenzó a gritar sobre que los
fuegos del más allá se empeñaban en quemarlo. Se puso a hablar con
alguien que no estaba presente, y me volví hacia mi padrino con expresión
suplicante.
—Céntrate —me aconsejó, de repente muy calmado—. Cálmate y vuelve
a intentarlo.
Solté un sollozo ahogado.
—No puedo. No quiero hacerlo. ¿No puedes salvarlo tú? ¿Por favor?
Podemos volver a casa y… —No llegué a terminar la frase, me odiaba por
lo que había estado a punto de decir, por haberme mostrado tan cobarde.
Merrick negó con la cabeza, sin dejarse amedrentar.
—Hay muchas pistas de lo que le ocurre, Hazel. Solo tienes que
buscarlas.
—No quiero buscarlas —admití, con los ojos anegados en lágrimas.
Los dos guardamos silencio durante tanto tiempo que empecé a pensar
que acababa de darse cuenta del error que había cometido al elegirme: yo
no era curandera. Jamás sería curandera. Estaba a punto de decirme que
volviésemos a casa, que lo dejase. La esperanza me inundó el pecho
mientras esperaba a que admitiese que había incurrido en un error al
elegirme.
—Ve y tócalo, entonces, si tienes tantas ganas de rendirte.
Todo rastro de esperanza se desvaneció, fue como si alguien la hubiese
apagado con un cubo de agua helada. Quería que usase mi don. La magia.
—No quiero —admití, con voz pequeña y débil, llena de odio hacia mí
misma.
Merrick suspiró y se deslizó hacia una de las esquinas del dormitorio,
para darme más espacio para que pudiese trabajar, y colocándose en un
punto donde pudiese observarlo todo con claridad.
—No nos vamos a ir hasta que esto termine —dijo Merrick, cruzando sus
largos brazos—. Hasta que lo hayas empezado a tratar o hasta que haya
muerto. Tú eliges.
Me estremecí de pies a cabeza ante la imposible tesitura a la que me tenía
que enfrentar.
No quería que este hombre muriese.
Pero tampoco quería ser yo quien lo salvase.
—Al menos, dime lo que ves —dijo Merrick, probando una táctica nueva
—. No tienes por qué tocarlo. Solo dime lo que ves.
Eché un vistazo a mi alrededor, inquieta. Veía caos. Veía desesperación.
Veía lo peor que un cuerpo mortal era capaz de hacer, rociado por toda la
apestosa habitación.
—Puede que centrarte en los detalles te ayude —continuó Merrick al ver
mi rostro asqueado.
El granjero se revolvió de nuevo, desvariando sobre una enorme criatura
de fuego que lo estaba quemando por dentro. Me di la vuelta para no tener
que escucharlo e intenté encontrar algo en lo que pudiese centrarme.
—Tiene las sábanas empapadas —empecé, aunque me sentía una
estúpida, solo era una niña pequeña jugando a ser una adulta sabia—. Ha
estado vomitando y… —Me detuve, me costaba decir algo que no me diese
ganas de vomitar a mí también—. Y… vaciando sus intestinos.
Merrick asintió con aprobación.
—¿Qué más?
De repente, me di cuenta de algo.
—La menta podría aliviar sus dolores de estómago. —Había leído sobre
ello en uno de los libros de Merrick. Había usado ese tratamiento yo misma
un día que había comido demasiado—. Tengo un poco en el maletín. Podría
prepararle un té.
—Podrías —repuso Merrick, y oí cómo el orgullo teñía su voz.
Era una minucia, algo sin importancia, pero era algo que sabía que podía
hacer. Algo que podría aliviarlo, aunque solo fuese un poco.
Abrí el maletín y rebusqué en su interior hasta que encontré un saquito
con hojas de menta seca.
—Voy a prepararte un té —le dije al granjero—. Y después… después
vamos a intentar limpiar este desastre.
No sería un trabajo agradable, el tener que quitarle las sábanas a su cama,
limpiarle la suciedad que le impregnaba la piel, pero podría bajarle aunque
fuese un poco la fiebre y el ardor del que hablaba. Lo más probable era que
las llagas que le cubrían la piel estuviesen infectadas a esas alturas. Quizás
esa infección le estuviese dando esa sensación de ardor; estaba casi segura.
Salí del dormitorio y me encaminé hacia la cocina.
Esta también estaba hecha un desastre. Alguien había dejado pan y queso
fuera hacía unos cuantos días y estaban cubiertos de motas, de moho y de
moscas somnolientas. Pero encontré una tetera, salí y la lavé a conciencia
con el agua del grifo que había en el lateral del patio. Mantuve la vista
clavada en el camino de la entrada mientras trabajaba, pero todavía era
demasiado pronto para que Kieron regresase.
Sentí la mirada de Merrick clavada en mi nuca, observando cada uno de
mis movimientos y evaluando todas mis decisiones. Parecía complacido, y
fui ganando confianza poco a poco, realizando todos aquellos pasos que tan
familiares me resultaban, pero sabía que podía tratar fácilmente un dolor de
estómago. Sabía cómo hacer un té.
—Creo que las manchas que tiene pueden ser llagas de llevar tanto
tiempo tumbado entre toda esa suciedad —le dije a Merrick al regresar a la
casa. Coloqué la tetera en el gancho que había en la chimenea y prendí la
lumbre—. Tengo algunas cremas que podrían ayudarle con eso, en cuanto
se haya bañado.
—¿Y los dedos de los pies? —me preguntó con dulzura—. ¿Los has
visto?
Asentí. Estaba intentando no pensar en ellos, negros y retorcidos y con un
aspecto terrible, que contrastaba con fuerza con la palidez del resto de su
cuerpo.
—No sé qué puede estar causando eso. Era como si se hubiesen muerto.
Como si… —Me detuve al acordarme de algo que había leído en uno de los
libros en el Entre—. Como si estuviesen a punto de caérsele. Espera… me
acuerdo de eso… —Mis dedos bailaron con impaciencia frente a mí, tenía
la palabra en la punta de la lengua—. Es… es… ¡gangrena! —Solté un grito
de triunfo, emocionada por haberlo logrado.
—Muy bien. ¿Quieres volver a comprobarlo? —me preguntó Merrick.
Alcé la mirada hacia el Temido Final, con el miedo a lo desconocido
revolviéndome el estómago.
—¿Cómo va a ser?
—Podría explicártelo —repuso Merrick, pensativo y sereno—. O podrías
comprobarlo por ti misma.
—¿Dolerá? —pregunté, echando un vistazo al interior del dormitorio. El
hombre se había quedado en silencio, estaba jadeando del cansancio. Tenía
los ojos vidriosos, tanto que no creía ni que supiese que había regresado.
—¿A ti o a él? —Merrick soltó una suave carcajada al ver mi expresión
—. Vamos, Hazel. —Me animó con delicadeza a que entrase en la
habitación.
Me arrodillé junto a la cama, asqueada.
El olor era incluso peor de cerca. Podía casi saborearlo en mis labios. Me
impregnaba la boca y me dejaba un regusto amargo en la lengua. Alcé la
mirada hacia Merrick.
—Solo tengo que…
Mecí las manos sobre el rostro de Reynard, no sabía dónde se suponía
que tenía que tocar o cuánta presión tenía que hacer.
Con mucho cuidado, Merrick colocó sus dedos sobre los míos y guio mis
manos hacia las mejillas del hombre. Las sostuvo en alto durante unos
segundos antes de apartarse y permitirme experimentar por mí misma el
peso de su don.
No pude evitar contener el aliento.
—¿Qué ves? —susurró, complacido.
—Es… es precioso —murmuré.
Del pecho del granjero, de alguna forma, habían crecido unos tallos de
cereal. Se parecían mucho a los dibujos lineales que plagaban las páginas de
mis libros de botánica, y aquella representación poseía el brillo y el fulgor
de otro mundo, un brillo sagrado que me recordaba al rosado destello
estelar que había invocado Félicité. Los tallos se mecían sin parar, bailando
en medio de aquella tenue luz que me recordaba a la de una hoguera. Esa
era la cura que necesitaba para este hombre, y estaba brillando frente a mí
como un faro en la noche. Todavía no comprendía cómo aquel cereal podría
salvar al granjero, pero terminaría encontrando la respuesta, de eso estaba
segura.
—¿Siempre será así de maravilloso? —susurré.
Estaba sobrecogida por aquel poder divino. Alargué la mano hacia la
imagen en una caricia pero, en cuanto aparté los dedos del rostro del
hombre, se desvaneció.
—Sí —respondió Merrick—. Exactamente así. Con todos los pacientes a
los que puedas salvar.
Me volví hacia él y aparté la mirada del granjero al comprender lo que no
había dicho en voz alta.
—¿Y qué ocurrirá cuando me encuentre con alguien a quien no pueda
salvar?
El silencio se extendió a nuestro alrededor e impregnó la habitación.
Merrick negó con la cabeza.
—Salva a quien tienes que salvar hoy y preocúpate por aquellos que
pasean de la mano de la muerte mañana. ¿Sabes lo que necesita este
hombre? ¿Ahora? —Negué con la cabeza—. Entonces vuelve a mirar —me
animó.
Acuné el rostro del granjero de nuevo.
—Veo tallos de cereal. Se mecen con la brisa. —Observé a mi padrino—.
El campo de centeno por el que hemos pasado…
Merrick no dijo nada pero me observó con atención.
Fruncí el ceño. La respuesta estaba cerca, tan cerca que debería haber
podido aferrarla con mis manos, pero se me escapaba constantemente. Volví
a observar los tallos relucientes—. Algo… algo no va bien en esos cereales.
—Me percaté.
Las espigas estaban llenas de oscuras protuberancias. Sobresalían como
los estambres de las flores, no encajaban con la disposición ordenada de las
espiguillas. La titilante luz rodeó el trigo, consumiéndolo hasta que no
quedaron más que cenizas.
—¿Qué es eso? —murmuré, aunque la pregunta iba más para mí que para
Merrick. Me resultaba familiar, era algo de lo que había leído o…
No.
El recuerdo me asaltó con violencia. Cuando vivía en Rouxbouillet, la
esposa de un granjero había ido un día al mercado para intentar vender
harina muy, muy barata. Mamá siempre estaba buscando buenas ofertas
para alimentar a su creciente familia, por lo que había querido comprar
tantos sacos como pudiese permitirse, pero papá la había detenido.
«¿Es que no te has enterado?», había siseado, antes de apartarle la mano
de los sacos de un manotazo mientras intentaba pagar a la mujer. «Los
campos de los Duval estaban demasiado húmedos este año. Esta harina está
contaminada con moho. ¿Es que quieres matarnos a todos?».
Sin decirle nada a Merrick, me puse de pie y salí corriendo de la
habitación siguiendo mi corazonada. Pasé junto a las botellas de licor de
centeno a la carrera, junto al pan de centeno que se estaba pudriendo en la
cocina, y salí al campo que habíamos visto antes.
Mientras corría, recapitulé todos los síntomas del hombre: náuseas,
convulsiones, dolor de estómago y diarrea. Una sensación de ardor en
manos y pies causada por un sistema circulatorio colapsado. Gangrena.
Alucinaciones.
—Ergotismo —susurré, triunfante, y me detuve en medio del campo de
centeno. De cada una de las espigas crecían pequeñas púas de color
purpura. Noté cómo Merrick se acercaba y me di la vuelta hacia él, con el
rostro iluminado por haber descubierto lo que ocurría, orgullosa—. ¡Es
ergotismo! Ha estado comiendo centeno contaminado por cornezuelo.
Estaba sin aliento y me entraron ganas de reír cuando mi padrino esbozó
lentamente una sonrisa, con la aprobación tiñendo su rostro.
—Es demasiado tarde para salvarle los dedos de los pies, pero sé que
puedo tratar los otros síntomas.
Merrick asintió.
—¿Y luego?
Solté un largo suspiro y recordé las llamas que habían consumido mi
visión. La cura.
—Y luego le prenderemos fuego al campo.
15

L
e salvé la vida al tío de Kieron.
Y al chico con el fémur roto.
A la madre que se había puesto de parto demasiado pronto.
Al hombre del rey, que se había caído de su montura mientras cabalgaba
por nuestro pequeño pueblo para recaudar impuestos y se había abierto la
cabeza con la caída como si fuese un melón demasiado maduro.
Nunca llegué a comprender por qué ninguno de mis pacientes se
cuestionó jamás mi falta de credenciales, por qué nunca me preguntaban por
mis estudios. No sabía por qué permitían que una niña de trece años los
tratase y seguían cada una de sus sugerencias como si fuese la propia
Primera Santa.
Podrían haberse opuesto. Podrían haberme llamado «bruja». Podrían
haber ido a buscar a otra persona que los tratase en cualquier otro pueblo,
lejos de nuestro valle.
Pero acudían a mí.
Y yo los curaba.
Merrick permaneció a mi lado durante aquellas primeras semanas en
Alletois, y solo desaparecía por las noches para trabajar, mientras yo
dormía. De vez en cuando, me despertaban unos golpes frenéticos en la
entrada, siempre era el familiar de algún paciente que no podía ni salir de la
cama, y era entonces cuando me percataba de que Merrick no estaba, de que
su sillón junto a la chimenea estaba vacío.
Siempre me dejaba una flor blanca en su ausencia, como promesa de que
regresaría pronto.
Las semanas se convirtieron en meses.
Kieron vino a visitarme, la primera vez para traerme un cesto lleno de
manzanas como pago por haber ayudado a su tío.
Después, una caja de zanahorias.
Luego me invitó a cenar con su familia durante el festival de la Primera
Santa.
Sus padres me observaron con unas sonrisas amables pero inquietas
dibujadas en sus rostros. Así era como me miraban muchos de los
habitantes del pueblo. Yo era la niña extraña que había llegado sin familia,
con un talento que no encajaba en absoluto con su edad. Lo único que podía
hacer era devolverles la sonrisa y esperar que mis habilidades bastasen para
silenciar sus dudas.
Un mes se convirtió en dos.
Los rumores sobre mi milagroso talento comenzaron a expandirse, y
pacientes de cada vez más y más lejos vinieron a mi encuentro, cargados de
monedas o provisiones para pagarme por mis servicios.
Después de llevar cuatro meses viviendo en Alletois, me podría haber
construido todo un gallinero con todos los pollos y gallinas que me habían
dado. Siempre tenía la despensa llena y comía bien, todo gracias a la
generosidad de mis vecinos.
Me complacía saber que me valía por mí misma, que no necesitaba a
Merrick para vestirme o alimentarme.
Cuando el verano le dio paso al otoño, mi carga de trabajo aumentó.
Había más resfriados y más enfermedades en general, a medida que el clima
pasaba sin orden ni concierto de un frío helador por la noche a una tarde
calurosa. También había más lesiones; granjeros que se habían descuidado a
la hora de segar y se habían cortado con sus guadañas, rancheros que se
habían llevado una patada en el estómago cuando habían tratado de
sacrificar a sus ovejas para aprovisionarse para el invierno.
Los trataba a todos, siempre encontraba la planta correcta, la cataplasma
adecuada. Mis bálsamos calmaban sus dolores, mis tés disipaban su
malestar.
Mi rutina se ralentizó en invierno. Muchos de los vecinos del pueblo se
resguardaron en sus casas y no se atrevieron a aventurarse al exterior hasta
que no llegase la primavera. Al no tener que cuidar de mi jardín, me pasé la
mayor parte de las cortas horas de luz solar cuidando de mis gallinas y de
mi pintada, y paseando alrededor de mi propiedad con las botas de nieve
que me había regalado un trampero al que había curado.
Kieron venía a visitarme de vez en cuando y se traía una baraja de cartas
o un juego de jacquet. Me resultaba agradable tener a alguien de mi edad
con quien hablar, por lo que rápidamente nos hicimos buenos amigos. Una
noche de invierno incluso le confesé quién era en realidad mi padrino.
Kieron sabía que tenía uno y que solía estar fuera por trabajo, pero no
mucho más. En cuanto se me escapó la verdad, me arrepentí de haber sido
tan confiada. Me preocupaba que pudiese reírse de mí o que pensase que
estaba loca. Una parte de mí creía que iba a salir huyendo y que lo iba a
gritar a los cuatro vientos, para que se enterase todo el pueblo. Pero Kieron
me sorprendió al decir que le encantaría conocerlo algún día.
A medida que pasaron los meses, Merrick se fue marchando durante
periodos cada vez más largos, algunas veces de incluso dos o tres días. Una
vez pasó toda una semana hasta que regresó y, aunque había echado de
menos su compañía, me di cuenta de que ya no me importaba tanto como
antes. Estaba creciendo. Había hecho un amigo.
Los días comenzaron a alargarse, el aire se volvió más cálido y la tierra
más blanda. Mi cumpleaños se estaba acercando rápidamente y una
pequeña punzada de preocupación me invadió a medida que el día se
aproximaba.
El día de mi cumpleaños nunca me había hecho demasiada ilusión, y me
daba miedo lo que pudiese ocurrir este año. Me gustaba mi vida en Alletois,
y esperaba que Merrick no tuviese pensado sorprenderme con una nueva
cabaña en otra parte o que me mostrase una nueva faceta de mi don para
fortalecerlo. Quería que las cosas siguiesen tal y como habían sido ese año.
—Por favor, que todo siga como siempre —susurraba todas las noches a
medida que la preocupación iba aumentando, pasando de una punzada a una
espina y a toda una estaca.
La mañana de mi cumpleaños, cuando fui a la cocina, vi una de las
elaboradas tartas de varios pisos de Merrick sobre la mesa. Era rosa (de
nuevo), de un intenso color frambuesa, con florituras hechas de glaseado en
los laterales de los pisos. También había clavado esquirlas de chocolate en
lo alto, lo que le daba la apariencia de la corona de un rey bárbaro.
—¿Merrick? —lo llamé, al darme cuenta, sorprendida, de que no estaba
en su sillón. Ladeé la cabeza y presté atención a los ruidos que resonaban
por la cabaña.
Era como si estuviese vacía.
Entonces oí unas risas que provenían del exterior. Solo la risa de mi
padrino podría sonar tan grave.
Me puse unos zuecos de piel (el pago del zapatero de Alletois después de
que le ayudase a aliviar el dolor de su artritis) y salí al patio.
Estaba en el patio lateral, su silueta contrastaba frente al mar de tallos
verdes y plantas que empezaban a florecer. Había algo negro a su lado,
mucho más pequeño y pegado al suelo, y, mientras lo observaba, me di
cuenta de que lo estaba persiguiendo.
—¡Abajo! ¡Abajo, bestia! —gritaba, pero se lo notaba muy feliz.
Era un cachorro y estaba persiguiendo a mi padrino entusiasmado,
moviendo la cola de un lado a otro como si fuese un abanico hecho de pelo.
No pude evitar soltar una carcajada ante aquella estampa, aunque rompí su
burbuja de felicidad y Merrick alzó la mirada hacia mí al oírme,
sorprendido.
—Ay, Hazel, ¿te hemos despertado? —preguntó, preocupado, y cruzó el
patio con tres largas zancadas.
—En absoluto.
—Feliz cumpleaños, mi niña —me saludó, y me dio un abrazo corto pero
cálido y un beso en mi cabeza llena de trenzas—. Porque cumplas muchos,
muchos más.
—Gracias —dije, y me puse de puntillas para darle un beso en la mejilla
—. ¿Y a quién tenemos aquí?
—Es tu regalo —declaró.
El cachorro se deslizaba alegre entre nosotros, como si se muriese por
conocerme. Así de cerca, me di cuenta de que era mucho más grande de lo
que había pensado, ya casi me llegaba a los muslos. Sus patas eran del
mismo tamaño que una taza de té. Sería todo un monstruo cuando creciese.
—¿Para mí? —grité, alegre, y después me arrodillé junto al perro para
observarlo mejor. Era completamente negro, salvo por unas cuantas
manchas blancas que le salpicaban el hocico.
—Me recordaba a ti —comentó Merrick al darse cuenta de en qué me
había fijado.
—¿Tiene nombre? —pregunté, rascándole tras las orejas caídas. Era tan
suave como mi manta de terciopelo.
—Eso te lo dejo a ti —dijo, sonriente—. Va a ser bastante grande, será el
compañero perfecto para alguien que vive en una cabaña tan cerca del
bosque. —Señaló con la cabeza la linde y me conmovió lo considerado que
había sido. Durante el invierno, los dos habíamos oído los aullidos de los
lobos, y había habido varias veces, cuando regresaba tarde después de haber
visitado a algún paciente, bien entrada la noche, en las que había visto de
reojo el brillo verdoso de sus ojos mientras las bestias me seguían con la
mirada.
—Parecen estrellas —dije, acariciándole el morro—. Creo que lo
llamaré… —Hice una pausa y observé atentamente su rostro feliz—.
Cosmos —decidí.
Sobre mi cabeza, Merrick soltó una suave carcajada divertida.
—Me alegro de que hayas vuelto hoy —seguí diciendo, y le dejé que me
ayudase a levantarme—. Los lirios dulces están a punto de florecer. Tenía la
esperanza de que no te lo perdieras.
A principios de primavera, había llenado los alféizares de mis ventanas de
macetas con flores y hierbas medicinales. Todas habían empezado ya a
florecer, y llenaban la cabaña de una mezcla de rojos y morados, amarillos y
naranjas, y muchísimos tonos de rosa.
—Tengo muchas ganas de verlo —dijo Merrick, pero no me siguió.
—¿Merrick? —pregunté y me volví hacia él. Se había quedado helado en
su sitio, sin moverse ni siquiera cuando Cosmos corrió a su alrededor. Algo
acababa de cambiar—. ¿Quieres que primero nos comamos la tarta?
Merrick abrió los ojos, esos ojos enormes, luminosos y… tristes.
—Podemos, si es lo que quieres. Después de…
—¿Después? —repetí.
—Yo… —Tragó con fuerza y echó un vistazo a su espalda, como si
estuviese oyendo algo que yo no podía oír—. Me temo que tengo que
llevarte a un sitio primero.
Recorrí el camino de la entrada con la mirada, con la esperanza de que
estuviese hablando de dar un paseo.
—¿Ahora mismo?
Merrick ladeó la cabeza, escuchó algo en medio de aquel silencio y puso
una mueca de dolor.
—Ay, Hazel. Lo siento muchísimo. —Me dio la mano y, sin darme más
explicaciones, alzó la otra y chasqueó los dedos.
16

E
l destello que siguió a aquello fue brillante y cegador. Y cientos de
estrellas surcaron mi visión durante unos instantes.
—Ah —dije en cuanto se me aclaró la vista.
—Sí —asintió él.
Estábamos en un pequeño sendero, en medio del bosque, rodeados de
plantas por todas partes, pero reconocí los árboles que había a nuestro
alrededor de inmediato. Era el camino que llevaba a casa de mis padres.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —pregunté, con el miedo invadiéndome
por momentos.
Dos años no habían sido suficientes como para borrar todos los recuerdos
de una infancia llena de abandono y desprecio. Dos años no podían eliminar
el último recuerdo que tenía de mi madre, encorvada en la tierra, recogiendo
las monedas de Merrick.
Me pregunté si esas monedas habrían cambiado sus vidas.
Estaba segura de que no.
Pero una parte de mí esperaba que sí.
Me imaginé a mamá con un vestido nuevo, uno brillante y limpio y cuya
tela no estuviese llena de agujeros de todas las veces que había sido lavado.
Quizás incluso habían arreglado el tejado por fin, o habían ampliado la
primera planta de la cabaña, tal y como siempre habían querido. Puede que
Remy se hubiese casado con la hija del panadero de la que estaba
enamorado, y me imaginaba a los cuatro viviendo juntos. Papá no tendría
por qué salir tanto a cazar y junto con mamá se pasarían sus días
persiguiendo a los trillizos imaginarios que habían tenido Remy y su esposa
imaginaria.
—Tenemos algo que hacer —respondió Merrick, sacándome de golpe de
mis ensoñaciones.
—¿El qué? —pregunté, sorprendida.
—Hay algo que tienes que ver. —Merrick alzó las comisuras de sus
labios. Era un gesto demasiado parecido a una sonrisa, pero que no le
llegaba a los ojos.
Negué con la cabeza.
—No van a querer… no van a querer verme.
—No importa lo que ellos quieran. Solo lo que tú necesites.
Observé atentamente el camino, con la aprensión como un peso tangible
sobre mis hombros. Después me volví hacia mi padrino. Tenía el mismo
aspecto que debía de tener yo, como si tuviese el estómago revuelto.
—En esa casa no hay nada que tenga por qué ver —insistí.
Merrick alargó la mano hacia mi rostro y me acarició con suavidad las
mejillas, sus largos dedos estaban helados contra mi piel cálida.
—Ojalá eso fuese cierto… Vamos.
Mis pies, como los voluntariosos traidores que eran, se pusieron en
movimiento.

La cabaña no estaba en absoluto como la recordaba.


No habían reparado el tejado, y la parte trasera había acabado por
derrumbarse, probablemente al colapsar por el peso de la nieve en invierno
o por las intensas lluvias.
Tampoco la habían expandido.
De hecho, la cabaña, de algún modo, parecía incluso más pequeña ahora.
Me parecía imposible que los quince hubiésemos vivido juntos en un
espacio tan enano. Bueno… ellos catorce, me corregí, volviéndome hacia el
establo.
Este también había envejecido de mala manera. De la madera vieja
colgaban ahora tiras de pintura desconchada, como si fuesen unos lazos
formando tirabuzones sobre las paredes marrones. Podía sentir que estaba
vacío, los caballos y las vacas hacía tiempo que habían desaparecido y
nadie los había reemplazado.
El jardín también había sido abandonado, y ahora solo crecían malas
hierbas. Había dos gallinas que pululaban por los terrenos, que más bien
parecían una jungla en miniatura por lo crecidas que estaban las hierbas, y
estaban comiendo lo que pescaban por el suelo.
—Deben de haberse marchado —comenté, alzando la mirada hacia
Merrick sin llegar a comprender qué demonios estaba viendo—. Después de
que les entregases todas esas monedas… deben de haberse mudado. ¿Al
pueblo, quizá?
Merrick apretó los labios hasta formar una sonrisa fina y sombría.
—Siguen aquí, Hazel.
Como si lo hubiese invocado con sus palabras, una oleada de ruido estalló
en el interior de la cabaña. Fue toda una explosión de toses, húmedas y
graves, que resonaron a nuestro alrededor y que no se oían nada bien.
Un escalofrío me recorrió entera. Jamás había oído una tos así.
Alargué la mano hacia la de Merrick porque de repente me sentía
demasiado pequeña, como si no tuviese catorce años. Me acordé de la niña
que solía salir a hurtadillas de esa misma cabaña y encaminarse hacia el
establo para pasar la noche todos los días al caer el sol, con miedo de que
sus padres la sorprendiesen fuera de casa tan tarde. Aquella tos me recordó
a ese mismo miedo, profundo e inquebrantable, como una especie de
certeza de que los monstruos me estaban acechando, a la espera de que
cometiese un error para devorarme.
—¿Deberíamos entrar? —me preguntó Merrick, tendiéndome mi maletín,
después de haberlo sacado de ninguna parte con solo un chasquido de sus
dedos. Pesaba mucho más de lo que recordaba—. Estoy seguro de que se
están muriendo por verte.
Poco después me cuestionaría su elección de palabras pero, en ese
momento, lo único que podía hacer era abrir la puerta.
El hedor que impregnaba el interior de la cabaña era horrible, y me era
imposible determinar de dónde procedía. Había basura y comida podrida
sobre la mesa donde nuestra familia acostumbraba reunirse a comer. Había
moscas zumbando en la entrada. Sus aleteos me hicieron apretar los dientes.
—¿Mamá? —grité desde el umbral de la entrada, con medio cuerpo
dentro y medio cuerpo fuera. No me atrevía a entrar. Metí las manos en los
profundos bolsillos de mi falda, cerrándolas en puños nerviosos—. ¿Papá?
Desde las sombras que plagaban su dormitorio me llegó la respuesta a mi
pregunta, en una especie de gemido de dolor.
Me volví hacia Merrick, suplicándole en silencio que interviniese, pero él
se limitó a hacerme un gesto con la mano para indicarme que entrase.
Después de un momento largo y doloroso, terminé cediendo.
Me adentré en la cabaña y sorteé todos los muebles rotos, los trozos de
tela de los que ya era imposible identificar a qué habían pertenecido y los
montones de objetos. ¿Cómo era posible que todo se hubiese ido a pique tan
rápido? Nunca habíamos vivido en la casa más ordenada del mundo, pero
jamás había llegado a este extremo. La casa en la que habíamos crecido mis
hermanos y yo ya no era más que un cuchitril.
Las ventanas estaban empañadas por la mugre y llenas de telarañas,
proyectando una falsa penumbra en el interior de la cabaña y haciendo que
fuese difícil ver dónde pisaba. Golpeé con la punta de mi zapato una botella
de vino vacía y rodó hasta debajo de la mesa, donde se entrechocó con
todas las demás que había allí escondidas, y entonces lo comprendí todo de
inmediato.
Se habían gastado todo el dinero en alcohol.
Vino, cerveza y whisky.
Descubrí todas las pruebas de ello repartidas por la casa.
Había barriles, toneles y botellas por todas partes, todos vacíos.
Otra oleada de toses hizo que me volviese de los estantes de la cocina
hacia el dormitorio de mis padres. Apreté los labios con fuerza, deseando
haberme traído un perfumador, antes de adentrarme en la habitación a
investigar.
—¿Mamá? —pregunté, de espaldas a la cama. Había dos figuras
tumbadas encima, pero estaba demasiado oscuro como para saber quién era
quién. El hedor que impregnaba el dormitorio hacía que me escociesen los
ojos.
Oí un gemido grave y logré entrever un par de ojos que me observaban
desde las mantas sucias que cubrían la cama, tan negras como la coraza de
un escarabajo.
—¿Quién anda ahí? —preguntó la otra figura al tratar de sentarse erguida
—. No tenemos nada que puedas querer robar, déjanos en paz.
—No es un ladrón —dijo la primera figura. Mamá. Aquel tono horrible y
demacrado le pertenecía a mi madre. Parpadeé e intenté verla como había
sido antes.
Sus mejillas se habían hundido hasta formar dos profundos pozos, y su
piel se había llenado de manchas y moratones por todas las venas que se le
habían roto y por la suciedad. Estaba casi tan escuálida como Merrick, y sus
clavículas estaban tan afiladas y marcadas como el filo de un cuchillo.
—Hazel.
No era una suposición, no dijo mi nombre como un ataque. Sabía quién
era. Noté cómo una pequeña oleada de afecto me invadía, pero me mantuve
donde estaba.
Papá observó el desastre de las sábanas y de la habitación con la mirada
entrecerrada, sin llegar a mirarme a los ojos en ningún momento. Cuando
abrió la boca, me fijé en que le faltaban varios dientes.
—No seas ingenua, mujer estúpida. Esa no es Hazel. Es una dama
elegante.
Mamá le asestó un golpe con tanta fuerza que su saliva voló por los aires,
manchando las sábanas con pequeñas gotitas rojas.
—Conozco a mi hija.
Él soltó una risa burlona.
—No es tuya, nunca fue tuya. Siempre fue de él.
Me volví hacia el umbral de la puerta abierta y me pregunté cuánto habría
escuchado Merrick.
—Hoy es tu cumpleaños, ¿verdad? —soltó mamá, sorprendida—. ¿Por
eso has vuelto? ¿Has venido a celebrar tu cumpleaños? Debería hacerte una
tarta. Nunca… nunca te he hecho una tarta. —Trató de levantarse del
colchón asqueroso pero volvió a caer de espaldas en aquel oscuro desastre
profiriendo un grito de dolor.
Su angustia hizo que me pusiese manos a la obra, y crucé todo el
dormitorio para arrodillarme junto a su cama. Dejé mi maletín en el suelo y
le tomé las manos. Tenía la piel tan fina como el pergamino y húmeda, con
un brillo febril.
—No, mamá, no te preocupes por eso. No te preocupes por nada de eso.
He venido… —Hice una pausa—. He venido para curaros.
Fui levemente consciente de que la presencia de Merrick llenaba el
umbral de la puerta, con su figura ensombrecida y delineada por los tenues
rayos de la mañana que se filtraban por la ventana. No había entrado, y no
estaba segura de si era porque me quería dar un momento de privacidad con
mis padres, o porque simplemente no entraba en la habitación.
La mirada de mamá se deslizó hacia él, entonces retrocedió bruscamente
sobre el colchón y se llevó la manta al pecho, usándola como una especie de
escudo. Con los dedos retorcidos, trazó un símbolo en el aire a modo de
protección y después le dio un golpe en el costado a mi padre.
—Está aquí. Ha vuelto —siseó.
Merrick permaneció en el umbral, observando cómo se desarrollaba
aquella escena con los ojos entrecerrados y preocupados.
—Vete, demonio —escupió papá—. No permitiré que vuelvas a oscurecer
el umbral de mi casa.
De repente, recordé cómo lo había descrito Merrick cuando me había
contado la historia de mi nacimiento.
«El cazador muy estúpido».
Observé cómo se estremecía ante la mera presencia de mi padrino, y no
se me ocurrió un epíteto mejor para describirlo, lo que me resultó
increíblemente gracioso. De niña, le había tenido muchísimo miedo a aquel
hombre, pero ahí estaba él ahora, incapaz incluso de salir de su propia
cama.
—No he venido aquí por ti —murmuró Merrick, con la voz grave y con
un toque peligroso—. Solo me preocupo por Hazel.
—Nos pasamos años esperando a que te preocupases por Hazel —soltó
papá junto con una carcajada amarga. Tenía los ojos vidriosos y
enloquecidos, y prácticamente podía ver el calor irradiando de su cuerpo en
oleadas.
Tenían la fiebre muy alta, los dos, casi estaban delirando, y me pregunté
cuándo habría sido la última vez que habían tomado algo que no fuese
alcohol.
—Voy a buscaros algo de agua —decidí en voz alta—. Agua y sopa. Y un
poco de pan recién hecho.
Papá soltó otra carcajada amarga y delirante.
—Buena suerte para encontrar algo de eso aquí.
No se equivocaba.
No tenían nada de comida, solo unas cuantas patatas que eran más brotes
que patata, y en la panera tan solo quedaban las migas que no habían
querido comerse ni los ratones.
Paseé la mirada por la cocina, segura de que algo se me tenía que haber
pasado por alto, pero no encontré nada. No lograba comprender cómo
habían llegado hasta este punto. ¿Dónde estaba Remy? ¿Dónde estaban mis
otros hermanos y hermanas? ¿Venían aunque fuese a visitarlos de vez en
cuando? ¿Por qué habían abandonado a nuestros padres para que se
pudriesen y marchitasen?
—Al menos puedo llevarles agua.
Tomé el pequeño cubo rojo que colgaba de un gancho detrás de la puerta
y me encaminé hacia el arroyo. Me daba vergüenza admitir lo aliviada que
me sentí al salir de aquella casa y al alejarme de su hedor, aunque solo fuese
durante unos minutos.
Respiré hondo, limpié y llené el cubo, y me pregunté cómo podría curar a
mis padres. Sentí la presencia de Merrick acercándose a mí, pero permanecí
arrodillada junto al arroyo, observando fijamente la corriente. No quería
mirarlo. No estaba segura de cómo procesar todo lo que estaba sintiendo en
ese momento, pero si alzaba la mirada hacia él, sabía que me echaría a
llorar.
—¿Sabías que iba a ser así?
Esas personas que estaban tumbadas en aquella cama no eran buenas. No
eran amables. Jamás me habían tratado como los padres deberían tratar a
sus hijos… pero seguían siendo mis padres, y me dolía verlos en ese estado.
—Sí —repuso Merrick, y me sorprendió que lo admitiese. Había pensado
que fingiría no saber nada y me diría que estaba tan sorprendido como yo.
Había pensado que me mentiría.
»Hazel… —comenzó a decir, pero lo interrumpí.
—Pienso curarlos —solté.
No sabía por qué estábamos aquí, con ellos, hoy más que nunca, pero iba
a pasar esta prueba con creces. La pasaría al igual que había logrado sortear
el resto de las pruebas a las que me había sometido. Alcé la mirada y esbocé
una sonrisa, pero la sentía débil y forzada.
Él me ayudó a ponerme en pie y anduvo detrás de mí mientras yo me
abría camino hacia la cabaña. Justo antes de que entrase, me llamó e hizo
que me detuviese en el umbral de la puerta.
—¿Hazel?
Me volví a mirarlo de frente.
—Estoy aquí por ti. Para… ayudarte en lo que pueda.
Me pareció algo extraño que dijese eso, una proposición de lo más
extraña, cuando sabía que lo único que necesitaba era encontrar una cura.
Pero asentí igualmente, como si sus palabras hubiesen logrado
tranquilizarme.
Después de tomar un poco de aire fresco, el hedor que impregnaba la casa
me resultaba incluso peor que antes, era una peste fétida y carnosa, como si
mis padres ya hubiesen empezado a pudrirse en vida, poco a poco. Supe que
tenía que ponerme manos a la obra cuanto antes. Les serví un poco de agua
en los dos vasos más limpios que pude encontrar y salí corriendo de vuelta
al dormitorio.
—Bebeos esto —les pedí a mis padres, al tiempo que les cerraba los
dedos alrededor de los vasos.
Mi padre ni siquiera pudo sostenerlo durante un segundo, y el vaso se le
cayó de las manos, derramando agua por toda la cama, empapando las
sábanas y el colchón. Fue como si ni siquiera se hubiese dado cuenta de lo
que acababa de pasar, porque entonces tomó el vaso de nuevo y se lo llevó a
los labios, completamente vacío.
Me encargué de ayudar a mamá con el suyo, animándola a que bebiese,
aunque fuese a sorbitos, primero uno y después otro. Después de darle un
par de sorbos sacudió la cabeza, dejándome saber que no podía beber más.
—Voy a conseguir que os sintáis mucho mejor —le prometí—. ¿Cuándo
empezasteis a encontraros mal? ¿Fue por una fiebre o…?
Ella parpadeó con fuerza ante mis preguntas, tratando de recordarlo.
—Al principio solo eran… mis jaquecas de siempre. Mi cabeza. Me
dolía. Me dolía la cabeza —repitió. Parpadeó con fuerza otra vez antes de
volver a intentar explicármelo.
Quería tener paciencia; quería escucharla y prestarle atención a todos los
detalles que me diese, pero un ataque de tos le hizo guardar silencio. Sus
toses impregnaron la habitación con un hedor terrible, lo que me hizo
suponer que debía de tener una buena infección.
A la mierda la paciencia, tenía que averiguar cómo ayudarlos ya mismo.
Sin dudarlo, le rodeé el rostro con las manos.
Contuve el aliento.
De su pecho no surgió ninguna flor. No había ninguna planta brillante y
reluciente que me explicase qué clase de tratamiento necesitaba, cómo
podía curarla.
Solo había…
Aparté las manos de golpe, la estampa que brillaba ante mí me
aterrorizaba, pero incluso cuando me alejé no desapareció, era como si se
me hubiese quedado grabada en la retina.
Era una calavera blanca como el hueso y con las fauces abiertas.
Fue como si alguien me hubiese robado todo el aire de golpe. ¿Tendría un
tumor? ¿Una hemorragia intracerebral? ¿Es que tenía un virus en la
sustancia gris de su cerebro?
Con las manos temblorosas, volví a rodearle el rostro para tratar de
encontrar alguna clase de pista de lo que se suponía que tenía que hacer.
La calavera me miró fijamente, sin darme ninguna respuesta. Flotaba
sobre su rostro, inmóvil. Y, aunque no tenía ojos en sus cuencas, sabía que
tenía su mirada clavada en mi rostro.
Como si la calavera pudiese leerme la mente, su mandíbula se movió, se
abrió lentamente y se fue ampliando.
¿Estaba sonriendo?
Su boca sin labios me recordó a la de mi padrino: esa era su sonrisa, su
mueca.
—¡Merrick!
Apareció a mi lado incluso antes de que me hubiese dado cuenta de que
había entrado en la cabaña. Estaba inclinado en un ángulo doloroso y
contorsionado en la habitación, que me recordaba a las gárgolas que había
alineadas en los parapetos de los templos de Rouxbouillet.
—No lo entiendo, qué me está diciendo que haga.
—¿Qué ves? —me preguntó, aunque sabía gracias a la arruga preocupada
que se había dibujado en su frente que ya lo sabía. Siempre lo había sabido.
Sin responderle, alargué las manos hacia el rostro de papá y las coloqué
sobre sus mejillas. Él trató de apartarse de mi contacto, pero no antes de que
pudiese ver cómo esa misma calavera brillante aparecía también sobre su
cara.
—¿Cómo se supone que tengo que curarlos? ¿Por qué estoy viendo una
calavera? No sé lo que significa.
Mi padrino parpadeó con solemnidad y entonces el miedo se me clavó en
el pecho como un cuchillo, abriendo mi cuerpo tembloroso en canal,
rasgando todo lo que podía con su filo y haciendo que se me revolviese el
estómago.
—¿Merrick? —susurré, y mi voz sonaba muy pequeña y asustada.
Él carraspeó y, cuando habló, lo hizo con voz grave y solemne.
—El año pasado me preguntaste qué ocurriría con aquellos a los que no
pudieses salvar.
Me acordaba de eso.
Me acordaba de él sentado en aquella silla en casa del tío de Kieron. Me
acordaba de las dudas que me invadieron ese día, del miedo que tenía de no
ser lo bastante buena, de no poder curar a aquel hombre enfermo.
Pero sí que lo había curado.
Lo había hecho, así como había curado a todos los demás pacientes que
habían venido después, gracias a mi don.
Y lo había hecho bien.
Demasiado bien, quizá.
Tenía un historial intachable, perfecto e íntegro. Había empezado a creer
que podría curar cualquier cosa. Un dios me había elegido, de entre todas
las personas que poblaban nuestro mundo, para que poseyese su don, para
bendecir al mundo con él. ¿Es que eso no me convertía en una diosa a mí
también? ¿En alguien infalible? ¿Imparable?
Las calaveras que se habían dibujado sobre los rostros de mis padres
parecían decir lo contrario.
—¿Van a morir?
—Todo el mundo termina muriendo —murmuró él, sin serme de ninguna
ayuda.
—Pero ahora. ¿Van a morir ya?
Merrick guardó silencio, como si estuviese eligiendo su respuesta con
muchísimo cuidado.
—Pronto.
—Entonces, ¿por qué me has traído? Si no puedo curarlos, si no puedo
hacer nada para salvarlos, ¿por qué…?
—Puedes salvarlos —me interrumpió Merrick—. Estás aquí para
salvarlos.
—Pero acabas de decir que…
—Hazel —me interrumpió—. Existe más de una forma de salvar una
vida.
Lo miré fijamente, confusa. Estaba dando vueltas, decía que se iban a
morir pero un segundo después me decía que se suponía que debía
salvarlos. Si tenía que salvarlos, entonces no podían estar a punto de morir.
Si tenía que salvarlos…
Contuve el aliento cuando lo comprendí todo. Fue como si alguien me
estuviese clavando un puñal en el pecho, tan cruel como las calaveras que
cubrían los rostros de mis padres.
—No.
Creo que lo dije en voz alta.
Sabía que mi alma lo estaba gritando.
—No voy a… No puedo… No puedes esperar que yo… —No lograba
encontrar las palabras—. No pienso hacerlo —dije al final, y me crucé de
brazos para descartar esa idea con firmeza.
Los ojos plateados de Merrick se deslizaron de mi rostro a la cama de mis
padres.
—Están sufriendo —me recordó, aunque no hacía falta que me lo dijese.
—Pues les ayudaré a aliviar su dolor —repuse, al tiempo que me
agachaba a rebuscar algo en el interior de mi maletín. Revolví todo lo que
había guardado dentro, saqué viales y sacos llenos de toda clase de hierbas
secas—. Puedo moler…
—No vas a conseguir nada, hagas lo que hagas —me interrumpió
Merrick—. Lo único que vas a lograr con eso es alargar su sufrimiento. No
hay cura. Sus dolores solo van a ir en aumento, tanto que llegará un punto
en el que te suplicarán que los libres de ellos. —Su rostro se oscureció al
decirlo—. Y antes de que puedan suplicártelo, se lo contagiarán a otros.
—¿A otros? —repetí, echando un vistazo rápido alrededor de la cabaña
abandonada—. ¿A quién?
Merrick ladeó la cabeza hacia la entrada de la casa, como si él pudiese oír
algo que yo ni siquiera me podía imaginar. Tenía la mirada clavada en la
pared, como si estuviese viendo algo muy lejano, algo que todavía no había
ocurrido pero que ocurriría tarde o temprano.
—En este mismo instante tu hermano mayor está viniendo hacia aquí. En
su carruaje, con su nueva esposa. Se han casado en secreto, pero quieren
darles ya la feliz noticia a tus padres. Han planeado anunciarle su
matrimonio a toda la familia de la novia dentro de tres días, cuando
celebrarán un grandioso baile en el pueblo, a donde acudirá mucha gente,
para que la familia de ella no pueda armar una escena al enterarse. Pero
Remy y su esposa habrán contraído el sudor inglés, porque se habrán
contagiado al haber venido a visitar a tus padres. Cientos de los asistentes a
ese baile se contagiarán también. Se lo llevarán a sus casas, se lo
contagiarán a sus seres queridos. La enfermedad se irá extendiendo poco a
poco por todas partes y después…
—¡No lo sabes! —grité, no quería seguir escuchando aquella letanía
horrible—. ¡No puedes saberlo con seguridad!
—Ya has visto la calavera —repuso con dulzura.
—He visto un cráneo —lo corregí—. Puede que tengan líquido en el
cerebro, alguna clase de infección. Si consigo aliviar la presión, entonces…
—Van a morir hagas lo que hagas, Hazel. Esto no demuestra nada, la
muerte forma parte de la vida mortal. Eres curandera, una maravillosa
además, pero nadie puede escaparse de mí. Al final, vengo a buscaros a
todos. Y, muy pronto, tendré que venir a buscarlos a ellos también.
Merrick lo decía sin malicia, sin ira. Todo lo que acababa de decir era un
hecho.
Eso era justo lo que más me enfurecía.
—Si vas a llevártelos, entonces ¿por qué tengo que hacer nada? Creo que
lo único que tengo que hacer en realidad es esperar a que hagas tu trabajo
de una vez —espeté. Estaba sintiendo todo un torbellino de emociones
ardientes, de miedos gélidos.
—Es cierto —admitió—. Si quieres que sufran, adelante, espera. Nadie
podría culparte por ello —añadió rápidamente—. La relación que tienes con
tus padres es… complicada, sin duda. Pero ¿quieres verlos sufrir? ¿Quieres
ver lo bajo que es capaz de caer el ser humano antes de morir?
Arrugué la nariz, horrorizada.
—No.
—¿Entonces es por tu hermano? ¿Quieres que él enferme también? ¿Que
enferme su esposa? ¿O la familia de ella? ¿O los nobles menores que se
contagiarán en el baile y se llevarán la enfermedad consigo a sus casonas,
donde se la contagiarán a sus sirvientes? Les pegarán el sudor inglés a todos
tan rápido como el dinero cambia de manos en un día de mercado. Puede
que la enfermedad termine llegando incluso hasta Châtellerault, ¿te lo
imaginas?
—¡No! —grité, y me llevé las manos a los oídos para no pensar en ese
posible futuro.
Entonces él señaló con sus elegantes y largos dedos mi maletín.
—Entonces, haga su trabajo, docteure. Sálvalos y acaba con ellos. Estoy
seguro de que has estudiado qué plantas venenosas te serán útiles en estos
casos, ¿no es así?
—¡No pienso envenenarlos! —protesté.
—¿Es que tienes una idea mejor? ¿Quieres apalearlos hasta la muerte?
¿Pegarles, al igual que tu padre solía pegarte? La cocina está hecha un
desastre, pero estoy seguro de que algunos de los cuchillos que guardan en
los cajones todavía seguirán afilados. Ya sabes qué venas tienes que cortar
si quieres que tengan una muerte rápida.
—¡Merrick!
Él puso los ojos en blanco.
—Aclárate, chica. ¿Quieres que su enfermedad se extienda por todo el
mundo, que todo aquel que se acerque a ellos se contagie? A mí no me
importa. Todos acabarán muriendo tarde o temprano.
—Entonces, hazlo tú —espeté—. Eres el dios de las partidas y los
difuntos. Eres el gran Temido Final. Si de verdad van a morir entonces, por
favor, haz tu trabajo —lo imité, señalando la cama con un barrido burlón.
Sus ojos se oscurecieron y sus labios se apretaron hasta formar un gesto
peligroso. Sabía que me había pasado, pero no estaba lista para afrontar
toda su ira.
—¿Cómo te atreves a decirme lo que tengo que hacer, mortal? —Su voz
estaba impregnada de humo y azufre. El rojo de sus ojos parpadeaba como
si fuese brasas ardientes. Noté cómo el suelo se estremecía bajo mis pies
con la fuerza de su ira—. ¿Crees que somos iguales?
—Por supuesto que no —repuse e incliné la cabeza de inmediato. Me
daba demasiado miedo mirarlo a los ojos cuando dejaba de lado su
amabilidad habitual. No podía olvidar lo poderoso que era en realidad,
sobre todo cuando dejaba salir su ira a la superficie con tanta fuerza—. No
entiendo lo que está pasando. Lo único que quiero es entenderlo. —Alargué
la mano hacia él y la dejé caer sobre su brazo, para tratar de formar alguna
clase de conexión con él, para recordarle lo pequeña y débil y vulnerable
que era en realidad—. Merrick… Padrino… Ayúdame. Por favor.
Soltó un gruñido grave, se dio media vuelta y salió del dormitorio.
Después oí cómo se marchaba de la casa, cómo me dejaba aquí, sola. Y a mí
me daba demasiado miedo seguirlo.
Les volví a echar un vistazo a mis padres porque esperaba que ellos
estuviesen igual de horrorizados que yo, que se echasen a llorar o a gemir o
a suplicar por sus vidas. Pero habían caído en un estado de aturdimiento
casi somnoliento. Papá tenía los ojos entrecerrados y estaba observando
algo con languidez por la ventana. Mamá no paraba de gemir como un zorro
gritando por la noche, como si algo terrible plagase sus sueños.
Volví a colocar mis manos sobre sus mejillas.
Ahora que ya estaba preparada para lo que vería, la calavera no me
sorprendió tanto como antes.
Estaba apoyada casi a la perfección sobre su rostro, y le daba un brillo
fantasmagórico a todo lo que iluminaba y que se escondía bajo su piel. Me
quedé mirando fijamente sus facetas relucientes, sus huesos iluminados, no
me costaba creer que aquel fuese el rostro de Merrick. Esta calavera no me
estaba sugiriendo ninguna clase de tratamiento, no existía ninguna cura.
Solo era un presagio de muerte.
Mamá se volvió a estremecer y tomó aliento con fuerza, casi podía oír
cómo sus pulmones se llenaban entre temblores al respirar. Aparté las
manos y dejé que la calavera desapareciese de nuevo, antes de fijarme en
todos los pequeños detalles a los que no les había prestado atención antes.
Tenían el sudor inglés, era cierto, y no me cabía tampoco ninguna duda de
que todo lo que había predicho Merrick terminaría ocurriendo si no hacía
algo para evitarlo. Mi hermano se contagiaría y él se lo pegaría a su esposa,
y ella a toda su familia, y así sucesivamente.
Pero no era solo eso.
La palidez que había adoptado su piel, el tinte amarillento que había
cobrado, me hablaba de que algo iba terriblemente mal. La bilis se estaba
apoderando de todos sus órganos, de los de papá también, y entonces
recordé todas las botellas vacías que había tiradas por el suelo de la cabaña.
Había leído acerca de la cirrosis hepática, sabía que en sus últimas fases
hacía que el estómago se fuese distendiendo a medida que se acumulaba
líquido en su interior, sabía que podía provocar ictericia y somnolencia o
delirios, sabía que dificultaba la coagulación de la sangre.
Las encías de papá no paraban de sangrar desde que mamá lo había
golpeado.
—Duele, Hazel —susurró mamá, aunque sus labios apenas se movieron
—. Duele muchísimo. —Se estaba aferrando con todas sus fuerzas a la
sábana con la que se había tapado, como si estuviese tratando de librarse de
ella y, cuando se la quité de encima, pude ver lo que estaba tratando de
mostrarme.
Su camisón, que ya no era más que una maraña de hilos de algodón que
no cubrían apenas nada, estaba levantado, dejando al descubierto sus
muslos. Tomó el bajo y lo alzó incluso más arriba, para mostrarme una
masa que sobresalía en su abdomen. Era una estampa obscena, como si un
bebé rechoncho estuviese intentando salir por el lugar equivocado. Debajo
de aquella piel amarillenta, pude ver toda una red rojiza de venas que no
paraban de bombear sangre.
—Ayúdame, Hazel —susurró.
Le pasé un dedo con suavidad sobre el bulto y ella soltó un gemido
tembloroso. Sus dedos se curvaron como si fuesen garras y los clavó en el
colchón con todas sus fuerzas, como si estuviese tratando de alejarse de mi
contacto.
—No… no sé cómo curarlo —admití, derrotada.
—Sí lo sabes —insistió Merrick desde el umbral. Había estado tan
centrada en la protuberancia que tenía mamá en el estómago que no lo había
oído volver.
—Ayúdanos, por favor.
En el otro lado de la cama, papá estaba demasiado ocupado luchando
contra un ataque de tos que lo había dejado hecho un ovillo sobre las
sábanas empapadas con su propia sangre. Tuve que apartar la mirada, no era
capaz de soportar el tener que verlo en ese estado.
Me volví entonces hacia Merrick y mis manos se encaminaron solas hacia
mi maletín. Su rostro estaba contraído por la pena, pero asintió igualmente
para animarme.
Las lágrimas que se acumularon tras mis párpados hacían que me
ardiesen los ojos.
—¿Cuándo?
Nadie respondió a mi pregunta, pero no tenían por qué hacerlo. Casi
podía sentir las pisadas de los caballos del carruaje de Remy reverberando
en mis propias venas, acercándose a la casa cada vez más. No importaba si
estaba a unos días de distancia o tan solo a unas horas.
Tenía que hacerlo.
Ya.
Saqué los viales de cicuta y belladona. Si usabas esos venenos en
pequeñas dosis, podían ayudar a los pacientes asmáticos a los que les
costaba respirar. Pero si los mezclabas con un té fuerte…
En teoría, sus corazones se detendrían de inmediato.
Nunca había tenido por qué comprobarlo, pero estaba casi segura de que
ese té les ralentizaría el pulso poco a poco hasta detenerlo por completo.
Morirían quedándose dormidos, entrando en un profundo coma. Tendrían
una muerte silenciosa y rápida, una mucho más misericordiosa que la que
sus propios cuerpos les tenían preparada. Que la que ellos contagiarían de
no acabar con esto ya.
Saqué uno de los tapones de corcho con la uña y me pregunté si en serio
iba a ser capaz de hacerlo, si iba a poder administrarles a mis padres una
dosis de veneno letal.
—No los estás matando —murmuró Merrick desde el umbral. Se le daba
muy bien adivinar lo que estaba pensando—. Los estás salvando. Los estás
salvando de la vergüenza de sufrir una muerte de lo más horrible.
—Pero ¿por qué tengo que ser yo quien lo haga? ¿Por qué no puedes
salvarlos tú? ¿Por qué no puedes acabar tú con su dolor? —Me temblaba la
voz. Seguía teniendo la pequeña esperanza de que interviniese en este
asunto.
Merrick me observó con curiosidad.
—Ya los he salvado… Te he traído a ti.
Sus palabras me calaron hondo y supe que no tenía escapatoria. Lo hacía
yo o no lo haría nadie.
Ninguno de los dos dijo nada mientras ponía la tetera a hervir.
17
El decimosexto cumpleaños

L
a mañana de mi decimosexto cumpleaños me desperté con un
trueno y los rostros de unos muertos pegados al cristal de la
ventana de mi dormitorio, observándome con sus ojos
blanquecinos y hambrientos.
Eran cuatro, uno por cada calavera que había visto en mi vida.
Uno por cada asesinato que había cometido.
Papá.
Mamá.
El panadero de tres pueblos más allá, cuyo horrible caso de tisis
amenazaba con contagiar a todos aquellos clientes que tuviesen la mala
suerte de comprar uno de sus panes manchados de sangre.
Un soldado que se había roto el tobillo al perseguir a una sirvienta que no
quería que la besase.
Sus bocas se abrían y cerraban sin parar, sin mediar palabra, como las
enormes carpas que vivían en el estanque que había tras mi cabaña, que
siempre estaban buscando algo con lo que llenarse el estómago.
La primera vez que había visto a uno de esos muertos (a papá, entrando
entre tambaleos en mi cabaña la noche después de que lo envenenase, con
mamá pisándole los talones) me había pegado un susto atroz. Durante un
largo y terrible momento había llegado a pensar que el veneno no había
funcionado. Me daba auténtico pavor que siguiesen vivos y que hubiesen
venido a cobrarse su terrible venganza.
Recuerdo que retrocedí hasta que mis piernas se encontraron con la mesa
del comedor y que, con el golpe, tiré un salero y un pimentero que, al caer,
estallaron en cientos de pedazos de cristal. Una fina capa de sal se extendió
sobre el suelo de madera y mis padres retrocedieron lentamente, con sus
rostros contraídos en un rictus de dolor, como si los granos de sal les
hubiesen hecho daño.
Me pasé el resto de aquella noche haciendo retroceder a sus asquerosos
espectros, paso a paso, arrojándoles sal hasta que salieron de la casa, y
después salí de la cabaña y la rodeé a la carrera mientras echaba sal por
todas partes, espolvoreándola en cada puerta y ventana para mantenerlos
lejos de mi hogar.
En ese momento me di media vuelta y me tapé con la manta hasta la
barbilla y perdí de vista al soldado, a mi padre y al panadero. Solo hubo un
espíritu que permaneció con el rostro pegado a la ventana.
Mamá.
Observé atentamente su rostro y me pregunté si recordaría qué día era
hoy, me pregunté si acaso recordaría algo.
Los fantasmas me reconocían, por supuesto, se pasaban toda la eternidad
persiguiendo a las personas con las que habían pasado sus últimos instantes
de vida, pero ¿mamá sabría que era yo o pensaría que tan solo era un farol,
una luz que llamaba de vuelta al mundo a todos aquellos a los que había
matado?
Salí de la cama y me acerqué a la ventana donde estaba su espectro,
aunque estaba resguardada y completamente a salvo, al otro lado del cristal
lleno de sal. De alguna manera, fue como si hubiese notado mi presencia,
porque alzó la mano frente a la ventana como si me estuviese saludando.
Hacía poco tiempo que la piel había empezado a desprenderse de sus
huesos, por lo que cuando acercó un dedo al cristal, fue su hueso lo que lo
rozó.
Alcé mi mano hacia la suya y me maravillé por lo distintas que éramos.
Mi corazón latía con fuerza contra mi pecho, me moría por decirle
tantísimas cosas, cosas que desearía que pudiese comprender.
Me parecía un tanto cruel e irónico que, aunque no había querido saber
nada sobre mí en vida, muerta no parecía querer alejarse de mí.
—Hoy cumplo dieciséis, mamá —murmuré, y ella ladeó la cabeza al otro
lado del cristal. Podía oírme hablar, aunque mis palabras ya no tuviesen
sentido para ella. Sabía que no me entendía. Había visto cómo su cerebro se
licuaba y salía a través de sus orificios nasales y de sus orejas, hacía meses.
Mis fantasmas no se parecían en absoluto a los que poblaban las
historietas que mis hermanos se habían inventado para asustarse los unos a
los otros durante las largas noches de invierno. No eran unas figuras
traslúcidas y brillantes, que cuando caminaban lo único que se escuchaba
era el tintineo de unas cadenas o unos aullidos de dolor desafinados. A mí
me parecían más bien unas sombras, unas figuras oscuras que podía ver de
reojo hasta que me fijaba en ellas voluntariamente, y solo entonces podía
contemplar sus terribles rostros, la podredumbre y la decadencia que los
acompañaba.
Pasé los dedos con delicadeza sobre el cristal helado, imitándola. De su
lado de la ventana no emanaba ninguna clase de calor, y me pregunté si ella
podría sentir el que emanaba de mi piel.
No estaba del todo segura de por qué veía los fantasmas de aquellos a los
que había matado. No sabía si era alguna clase de castigo por todas esas
vidas que habían acabado demasiado pronto, o si se debía a la parte de
responsabilidad que había tenido yo en sus muertes; para que recordase
siempre a aquellos con los que había acabado, incluso cuando sus seres
queridos se fuesen olvidando de ellos poco a poco.
No había encontrado todavía el momento adecuado para preguntárselo a
Merrick.
Lo había intentado casi una docena de veces, pero cuando iba a hacerle la
pregunta, las palabras se me quedaban atoradas en la garganta.
Merrick jamás lo mencionó tampoco, nunca me dijo nada que me hiciese
suponer que él también los veía. Había muchas cosas que tenían que ver con
mi vida y que él ya sabía, incluso antes de que yo misma lo supiese, por lo
que me parecía una pequeña victoria poder guardarme ese secreto para mí,
aunque fuese aterrador.
Me quedé con mamá casi demasiado tiempo, hasta que el resto de los
fantasmas se volvieron a fijar en mí y regresaron, tambaleándose y
arrastrando sus esqueléticos pies con lentitud (siempre iban muy lentos),
acercándose poco a poco a mí.
Le lancé a mi madre una última mirada cargada de tristeza antes de
alejarme.
—Supongo que tengo que volver a echar sal en las vallas.

Merrick estaba sentado en una de las banquetas de la cocina cuando entré,


todavía peinándome. Nunca me había recogido el pelo y me estaba costando
un poco averiguar dónde insertar las pinzas y las horquillas para asegurarme
de que el moño se mantuviese en su sitio. Echaba de menos las trenzas que
me solía hacer de niña, pero también quería que Merrick me viese como la
adulta que se suponía que era. Sobre todo hoy.
La tarta de este año ya estaba esperándome sobre la mesa. Era enorme,
una torre dulce de tres plantas, con glaseado rosa pastel y con fresas
cubiertas de azúcar. Las velas se prendieron en cuanto entré en la cocina,
iluminando la mesa como si fuesen pequeños fuegos artificiales con sus
chispas de oro rosado.
—Te has superado —lo saludé, antes de inclinarme para darle un suave
beso en la mejilla y aceptar su cálido abrazo.
—Solo vas a cumplir dieciséis una vez —repuso con cariño.
—¿Ya soy demasiado mayor como para desayunar tarta? —pregunté
mientras sacaba dos platos de postre del armario. Sabía que él jamás dejaría
pasar la oportunidad de comer algo dulce.
Cuando vi las flores que había pintadas sobre los platos, me di cuenta de
que Merrick me había vuelto a cambiar la vajilla. Sus pétalos rosas
combinaban a la perfección con la tarta, y los bordes parecían haber sido
pintados con oro de verdad.
—¿Qué les ha pasado a mis platos blancos? —pregunté, haciendo girar
los nuevos frente a mis ojos para examinarlos más de cerca. Eran
increíblemente finos, tanto que podría haberlos roto si los hubiera sostenido
demasiado alto.
—Pensé que esta vajilla encajaba mejor con una jovencita de dieciséis
años —comentó, al tiempo que se ponía en pie para ir a buscar un par de
tenedores y cuchillos. Esos también estaban hechos de oro reluciente, tan
ostentosos como el rescate de un rey, y tomé nota mental de que debía
andarme con cuidado de lo que decía.
Merrick llevaba insistiendo en que me mudase desde hacía meses. Decía
que mis habilidades ya no encajaban en un lugar como Alletois y quería que
me atreviese a intentarlo en una ciudad más grande. Normalmente me decía
que debería mudarme a Châtellerault, para poder codearme con los nobles y
con los cortesanos. Yo siempre terminaba suspirando y acordándome de la
única vez en la que había estado en presencia de la nobleza, aquel horrible
día en el que había conocido al príncipe Leopold. No me apetecía en
absoluto mudarme cerca de él.
—¿Te apetece un té? —le pregunté, y me volví hacia el hornillo para
prenderlo con una cerilla—. Eso suponiendo que no hayas hecho
desaparecer mi tetera también…
—No he hecho desaparecer nada —protestó—. No falta nada, y todo lo
que he quitado lo he reemplazado con algo incluso mejor.
—Ayer Adeline Marquette me dio tres limones —comenté alegremente,
al tiempo que localizaba mi nueva tetera rosa. Jugueteé con la tapa durante
unos segundos antes de llenarla con agua—. ¿Te parece si nos tomamos uno
para celebrarlo?
Merrick había estado rebuscando algo en la nevera y, cuando se volvió,
tenía en la mano una jarra de cristal. Una docena de rodajas de limón
flotaban sobre el líquido rosado.
—Ya me he encargado yo de preparar una limonada —dijo, satisfecho
con lo que había hecho.
—¡Merrick! —exclamé, olvidándome por completo de que me había
prometido no decepcionarlo—. ¡Estaba guardando esos limones para algo
importante!
Él frunció el ceño.
—¿Qué puede ser más importante que tu cumpleaños? Vamos a cortar la
tarta y te contaré la historia de tu nacimiento.
Me volví hacia el fregadero y me sentí aliviada al ver que al menos había
tenido la decencia de guardarme las peladuras. Unos largos tirabuzones
amarillos yacían en el interior del fregadero como si fuesen confeti
olvidado, y tomé nota mentalmente de colgarlos luego, para que se secasen.
La cáscara de limón en polvo servía para aliviar el dolor de las
articulaciones y, para cuando llegase la próxima ola de frío, la mujer del
carnicero se alegraría de que me hubiese acordado de ella.
—¿Te vas a quedar mucho? —pregunté mientras echaba un vistazo a mi
alrededor para localizar el mejor sitio donde sentarme a comer. Había
ventanas por todas partes, y ya podía ver la silueta de mamá abriéndose
camino por el jardín trasero, con sus pasos lentos y tambaleantes.
—Si quieres, sí —respondió Merrick—. Pero, venga, pide un deseo, pide
un deseo —insistió, señalándome las velas.
Respiré hondo, cerré los ojos y soplé las velas. Hacía mucho tiempo que
había dejado de pedir deseos, era más que capaz de conseguir cualquier
cosa que necesitase yo solita, y Merrick siempre me daba más lujos de los
que necesitaba. Me parecía un tanto avaricioso pedir algo más.
Pero era una de sus tradiciones mortales favoritas, así que siempre le
seguía el juego.
—Kieron quiere llevarme de pícnic por mi cumpleaños —comenté
mientras lo observaba cortar el primer piso de la tarta. El bizcocho interior
estaba marmolado, con tonos amarillos y rosas—. ¿Es de fresa? —supuse,
aceptando el plato que me tendía.
Él esbozó una sonrisa de oreja a oreja, complacido por haberme
engañado.
—Con todas esas fresas azucaradas, ¿es lo primero que pensarías,
verdad?
—¿De qué es entonces? —pregunté mientras pinchaba un trozo de
bizcocho. Esperé a que se sirviese él también su porción antes de llevarme
el pedazo a la boca.
—De fruta del dragón —canturreó, sin dejar de mirarme fijamente y
pidiéndome con gestos que la probase ya.
—Ah —murmuré después de probarla. Era demasiado dulce y deseé que
hubiese otra cosa que no fuese limonada para quitarme el dulzor persistente
de la boca—. Por algún motivo pensé que iba a estar especiada.
—¿Especiada? —preguntó Merrick antes de llevarse un trozo enorme a la
boca. Se lo tomó, deleitándose con su dulzor—. Pues sí. Con esta me he
superado.
—Por lo del dragón, supongo —repuse, al tiempo que pinchaba otro trozo
como si fuese a comérmelo—. Fuego… especias… —Me encogí de
hombros—. ¿Quieres venir con nosotros?
—¿Con Kieron y contigo?
Asentí y observé cómo cualquier rastro de color desaparecía por completo
de sus rasgos. No quería, pero tampoco quería decirme que no. No en mi
cumpleaños.
La relación entre mi padrino y Kieron había cambiado bastante, y no
estaba muy segura de qué remedio ponerle. Merrick se negaba a echar con
nosotros una partida a las cartas después de cenar o a dar un paseo por el
bosque. Siempre parecía tener demasiada prisa por irse cuando Kieron
llamaba a la puerta, y después chasqueaba los dedos y desaparecía con la
excusa de que lo necesitaban en otra parte.
—¿Has dicho que va a ser un pícnic?
Un relámpago rompió el cielo como si lo hubiesen invocado y me
pregunté si les habría pedido ayuda a los Divididos para conjurar el mal
tiempo justo hoy.
—Podemos extender una manta en el salón y fingir que estamos fuera —
sugerí—. Significaría mucho que hicieses esto por mí.
—Porque me echas de menos —tanteó mientras se servía la segunda
porción de tarta.
—Por supuesto. Y porque Kieron también es una persona muy especial
para mí —respondí, midiendo mis palabras.
Las puntas del tenedor de Merrick se clavaron en el plato con tanta fuerza
que un fuerte chirrido cortó el ambiente.
—Él no te merece —dijo al final, con voz tranquila y grave.
—Dirías eso de cualquiera —traté de razonar.
—Y tendría razón.
—Eso no me sirve como argumento —bromeé mientras le rellenaba el
vaso de limonada.
—No sabía que tuviese que darte argumentos. —Merrick frunció el ceño
—. No me gusta que vayas tan en serio con ese chico. Eres demasiado
joven. Todavía tienes mucha vida por delante. No quiero que te hagan daño.
Dejé el tenedor sobre la mesa.
—Kieron jamás me haría daño.
—No lo sabes.
—Pero tú sí —comenté, bromeando, al tiempo que le daba un suave
codazo en el costado—. Tú puedes verlo todo, sabes que todo irá bien.
Puedes ver lo feliz que me hace.
—Esto solo… solo hace que las cosas vayan a ser más difíciles.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, con un regusto amargo y malvado
revolviéndome el estómago. Todo rastro de felicidad había desaparecido de
su mirada.
—Cuando él… —Apretó los dientes con fuerza, tratando de medir las
palabras que quería decir—. Cuando tú. —Volvió a intentarlo, enfatizando
esa última palabra—. Cuando tú te marches.
—No quiero irme —solté, antes de poder evitarlo—. Alletois es mi hogar.
Es el hogar que tú escogiste para mí —le recordé. No quería pelear, no en
mi cumpleaños, no cuando hasta ese momento tenía la esperanza de que le
diese una oportunidad a Kieron.
—Cuando eras solo una niña —comenzó a decir, con un tono
irritantemente paciente y templado. Estaba hablando con un dios que podía
discutir durante milenios sin levantar la voz ni una sola vez, simplemente
porque no tenía por qué hacerlo. Él era la última palabra personificada—.
Ya no lo eres. Ha llegado el momento de que des el siguiente paso. Ha
llegado el momento de que te marches de Alletois.
—Entonces Kieron puede venir conmigo —afirmé. Mi rostro se iluminó
cuando se me ocurrió aquella idea brillante—. Así tendré a alguien conmigo
en la capital.
Aquello era justamente lo peor que podría haber dicho. Lo supe en cuanto
las palabras se deslizaron entre mis labios y, en ese momento, habría hecho
cualquier cosa por retirarlas.
—Me tendrías a mí —dijo Merrick, herido.
Era peligroso herir los sentimientos de un dios.
—Lo que quería decir es que… —Apreté los labios con fuerza y traté de
dar con las palabras adecuadas para impedir que eso sucediese, para que lo
mantuviesen apaciguado—. Lo que quería decir era que tú tienes que viajar
mucho, por todas las cosas importantes que haces. No me vendría mal tener
un amigo.
—Un amigo —repitió con escepticismo.
Me sentía como si fuese un pequeño escarabajo acorralado por un
escorpión. Casi podía ver el aguijón de su cola moviéndose de un lado a
otro, listo para atacar con una velocidad venenosa.
—No asumas que porque esté ausente no sé lo que está ocurriendo bajo
este techo. Vosotros dos lleváis siendo más que amigos desde hace ya
bastante tiempo, así que eres tonta si pensaste que no me iba a dar cuenta.
—Se inclinó sobre la mesa, volviéndose aún más alto con su repentina ira.
Sus ojos rojos ardían de furia—. ¡Y sabes mejor que nadie que no pienso
tolerar ninguna tontería!
Un trueno rugió con fuerza en el exterior, un largo redoble que rompió el
aire cuando Merrick salió de la habitación y se dirigió hacia el salón. Los
cristales de las ventanas traquetearon en el interior de sus marcos de plomo
y su reverberación me revolvió el estómago.
—No estábamos tratando de ocultarte nada —grité—. De verdad,
Merrick. Somos amigos… es solo que… también algo más ahora.
Ese «algo más» había empezado el otoño pasado.
Kieron acababa de terminar de trabajar y vino con una cesta llena de
manzanas como sorpresa. Tomé la cesta que me tendía y, en un impulso, me
incliné hacia él para abrazarlo. Se suponía que no iba a ser más que un corto
abrazo para darle las gracias pero, por algún motivo que desconocía, había
acabado siendo algo más y, cuando él se apartó, su hermoso rostro estaba
lleno de asombro y admiración.
Y entonces lo besé.
O él me besó a mí.
No importaba quién hubiese dado el primer paso, porque los dos
habíamos terminado rindiéndonos rápidamente a la magia de aquel beso y
habíamos recorrido el rostro del otro en una suave caricia, olvidándonos por
completo de la cesta llena de manzanas.
Aquel fue mi primer beso, por lo que no sabía muy bien qué era lo que
estaba haciendo, lo único que sabía era que me gustaba y que me hacía feliz
y que sus labios sabían a una embriagadora mezcla de manzana ácida y
dulce a la vez, una mezcla que era totalmente de Kieron.
Con él nunca tenía suficiente y, a finales de aquel invierno, cuando me
dijo que me amaba, que siempre me amaría, que quería pasar el resto de su
vida amándome, supe que era suya, y que él era mío, para siempre.
Sabía que Kieron quería pedirme matrimonio hoy.
Llevaba dejándome caer que me quería dar una sorpresa enorme desde
hacía semanas y, hacía tan solo unos días, lo había atrapado rebuscando
algo en mi joyero; estaba tomando nota mental del tamaño de los anillos
que Merrick me había ido regalando a lo largo de todos estos años.
Me llevé las manos a los ojos y apreté con fuerza. Noté cómo las lágrimas
se escapaban de entre mis párpados y me empapaban las manos. No era así
como se suponía que debía ir el día de hoy. Quería que todos estuviésemos
juntos, aquí, felices. Quería que Merrick sonriese cuando le dijese a Kieron
que aceptaba su mano y su corazón cuando me los ofreciese. Quería que nos
comiésemos la tarta terriblemente dulce y que planeásemos juntos nuestro
brillante y maravilloso futuro. Merrick y Kieron eran mi familia. ¿Por qué
no podían soportar estar juntos en la misma estancia?
Me di la vuelta hacia el salón con un suspiro.
Estaba en completo silencio, aunque podía vislumbrar la silueta de
Merrick, sentado de brazos cruzados en su sofá frente a la chimenea.
Escuché atentamente el retumbar de la lluvia al caer, me puse a contar los
segundos y me pregunté si ya habría pasado tiempo suficiente para que se
hubiese calmado. Entonces me acercaría a mi padrino y le diría lo mucho
que lo quería, le diría que tenía razón, que tenía que marcharme de este
pueblo, y que me moría de ganas por mudarme a Châtellerault. Le diría
todo lo que quería oír, lo pondría de mejor humor, y entonces se daría
cuenta de que había reaccionado exageradamente. Se daría cuenta de lo
mucho que le importaba a Kieron y que los dos estábamos hechos el uno
para el otro.
—¿Merrick? —lo llamé en un susurro.
No me respondió.
Pues claro que iba a ponérmelo más difícil de lo que era en realidad. No
había nada peor en este mundo que un dios que tenía que lamerse las
heridas. Puse los ojos en blanco, le serví otra porción de tarta y se la llevé el
salón, porque sabía que apreciaría el gesto.
Pero cuando llegué, la sala estaba completamente vacía.
Merrick se había marchado.
18

E
l baúl se cerró con un chasquido antes de que lo sacase de mi
dormitorio y lo dejase junto al resto de mis maletas, frente a la
entrada. Eché un vistazo a través de las ventanas, con la esperanza
de vislumbrar el carromato de Kieron abriéndose camino por el campo, pero
no había ni rastro de él.
Solté un suspiro mientras le daba vueltas a su anillo una y otra vez al
tiempo que lo esperaba. Aquello seguía siendo toda una novedad para mí,
hacía que mi mano se viese mucho más refinada, más parecida a la de una
adulta de lo que me sentía en realidad.
Ayer, poco después de que descubriese que Merrick se había marchado,
Kieron llamó a la puerta con un ramo de flores silvestres que había recogido
en una mano y el anillo de su abuela en la otra. Hice a un lado mis
sentimientos heridos y lo frustrada que me sentía por todo lo que acababa
de ocurrir, mandé a la mierda mi prudencia (y los vagos presentimientos de
Merrick), y le dije que sí. Nos pasamos aquella tarde sentados sobre mi
manta, junto a la chimenea, fingiendo que era el pícnic que habíamos
planeado, besándonos y soñando con nuestro futuro. Cuando le pregunté si
quería que empezásemos ese futuro ahí y en ese mismo instante, se carcajeó
de mi impulsividad pero aceptó.
Ahora tenía un nudo de nervios en el estómago y todos los músculos de
mi cuerpo vibraban por la emoción que apenas lograba contener.
Lo íbamos a hacer.
Íbamos a hacer las maletas y nos íbamos a marchar de Alletois para
siempre.
Sabía que Merrick nos terminaría encontrando, me terminaría
encontrando, sin importar a dónde me marchase. Pero Kieron y yo ya
estaríamos casados para ese entonces, seríamos marido y mujer, y no habría
nada que mi padrino pudiese hacer para romper nuestros votos.
Golpeé con los dedos el marco, nerviosa. ¿Dónde estaba Kieron?
El reloj que había sobre la repisa de la chimenea acababa de dar las once
y media, y me había prometido que estaría aquí para mediodía. Todavía
quedaba algo de tiempo (mucho, mucho, mucho tiempo), pero me
molestaba tener que esperar. Si hubiésemos invertido nuestros papeles y
fuese yo quien tuviese que haber ido a buscarlo, me habría asegurado de
tener el caballo y mi carromato frente a la puerta de su granja al amanecer.
Me aparté de la ventana e hice a un lado todos aquellos pensamientos
inútiles.
Kieron me había dicho que tendría que terminar primero sus tareas, lo
último que haría para su padre, y que tendría que asegurarse de que todo en
la granja estuviera bajo control. Siguiendo su ejemplo, me di una vuelta por
mi propia casa, para asegurarme de que no hubiera dejado nada importante
atrás, y le dejé toda una lista de instrucciones al chiquillo que había
contratado para que cuidase de la cabaña hasta que se mudase otra persona.
Cosmos vendría con nosotros, pero alguien tenía que cuidar de mis gallinas
y de los jardines.
Mientras me paseaba de una habitación a otra, con la ansiedad
asentándose por momentos en mi pecho, mi cachorro no paraba de
seguirme, haciendo crujir el suelo de madera bajo sus patas.
Cuando el reloj dio las doce, volví corriendo junto a la ventana de la
entrada, pero seguía sin haber ni rastro de Kieron.
Inquieta, saqué todas mis cosas al porche, segura de que ya no tardaría
mucho en venir. Lo más probable era que se hubiese entretenido
despidiéndose de sus padres.
Los fantasmas me observaban en fila desde su posición al otro lado del
campo, pegados a la valla. No eran más que unas siluetas oscuras en el
horizonte pero, incluso desde la distancia, podía sentir sus miradas clavadas
en mí. Los había obligado a alejarse esa misma mañana, bien temprano, y
después los había encerrado dentro de un círculo de sal. Sabía que no podría
mantenerlos allí atrapados para siempre, que, con el tiempo, el círculo
terminaría desapareciendo o abriéndose por el viento, pero para cuando ese
momento llegase, Kieron y yo ya estaríamos muy lejos de aquí. Tardarían
meses en encontrarme y en regresar a mi lado con sus pasos lentos y
tambaleantes.
No sabía qué hacer, así que volví a darme una vuelta por la casa. Vi que
me había dejado mi maletín debajo del escritorio en el despacho, pero lo
dejé donde estaba. No sabía qué me depararía el futuro, qué nos depararía el
futuro, pero había decidido no volver a tratar a nadie en lo que me quedaba
de vida. No pensaba añadir más fantasmas a mi colección. Si iba a cortar
por lo sano con Merrick y todo lo que había soñado para mí, lo iba a hacer
bien.
Pasó un cuarto de hora más.
Después otro. Y otro.
Y seguía sin haber ni rastro de Kieron.
A la una, decidí ir a buscarlo.
Cargué todas mis pertenencias en el carromato y me subí a lomos de mi
yegua moteada. Llamé a Cosmos con un silbido para que se subiese al carro
y dejé la cabaña sin volverme en ningún momento. Mi futuro aguardaba,
lleno de promesas, y no quería perder el tiempo echando la vista atrás.
Recorrimos el terreno al trote y pasé junto a los fantasmas sin girarme a
mirarlos. El sol brillaba en lo alto y el aire estaba impregnado del olor a
tierra cálida y árboles en flor. Casi solté una carcajada al imaginarme a
Kieron de camino a mi casa en ese mismo momento, al pensar en cómo
estaríamos a punto de cruzarnos en el estrecho sendero y tendríamos que
decidir qué carromato llevarnos. Pero no nos encontramos por el sendero y
tampoco en la carretera general del pueblo, y recorrí todo el camino hasta la
granja de los LeCompte sin ver a mi prometido.
Até a Zadie a un poste, con la esperanza de que Kieron saliese en
cualquier momento entre disculpas y explicaciones varias, pero en la granja
reinaba el silencio.
Nadie abrió la puerta cuando llamé, y me quedé allí quieta, sin saber qué
hacer a continuación. ¿Acaso seguirían trabajando en el huerto? ¿Habrían
bajado al pueblo a comprar suministros? Sería algo propio de Kieron el
querer ayudar a su padre tanto como pudiese, incluso se pasaría todo el día
trabajando antes de marcharse para casarse conmigo.
Estaba a punto de acercarme al granero para ver si su carro seguía allí
dentro cuando oí un rápido chasquido que provenía del patio trasero de la
casa.
La curiosidad me hizo rodear el porche.
Encontré a Kieron, todavía vestido con su ropa de trabajo, cortando leños.
Me apoyé sobre la valla para admirar a mi casi marido, fijándome en cómo
los rayos del sol bailaban sobre su figura alta y esbelta, en cómo las mangas
de su camisa se tensaban sobre sus bíceps.
Pero algo no iba bien.
Sus hachazos no eran limpios, nunca daban donde tendrían que dar.
—¿Kieron? —lo llamé con amabilidad—. ¿Es que te has olvidado de qué
hora es? ¿De qué día es hoy?
Traté de reírme, como si todo eso no fuese más que una broma que nos
hubiésemos estado gastando una y otra vez desde que nos habíamos
conocido, que seguiríamos gastándonos el resto de nuestras vidas, incluso
cuando fuésemos viejos y nuestras pieles se llenasen de arrugas y nuestros
cabellos de canas. «¿Te acuerdas de esa vez en la que se suponía que nos
íbamos a marchar juntos para casarnos?». Esbocé una sonrisa de oreja a
oreja, desesperada por alejar aquella sensación de malestar que me estaba
formando un nudo en el estómago y que me gritaba que algo no iba bien,
que algo iba terriblemente, terriblemente mal.
Se volvió con las piernas temblorosas y clavó la mirada en algún punto a
la distancia sobre mi hombro derecho, lo que hizo que mi risa cesase de
golpe.
—¡Hazel! —exclamó y su voz sonaba extraña también, como si estuviese
arrastrando las consonantes. Una cortina de sangre caía por su rostro desde
el nacimiento de su cabello.
Tuve que unir todas las piezas para formarme mi propia historia de lo que
podría haberle ocurrido.
Sus padres se habían llevado todas las frutas que habían recolectado esos
últimos días al mercado y, como era Kieron de quien estábamos hablando,
lo más probable era que él hubiese decidido hacer una última tarea antes de
marcharse: cortar un árbol caído para dejarles leña a sus padres. El hacha
habría cortado de mala manera uno de los troncos y un trozo habría salido
volando y le habría dado en la cabeza.
Pero había demasiada sangre.
No conseguía mantener el equilibrio. Pude ver que también había
vomitado. Estaba temblando y ardiendo de fiebre, pero tenía las manos
heladas. Respondió a todas mis preguntas dando rodeos, interrumpiéndose
de vez en cuando entre ataques de risa y llantos, como si no lograse hallar
las palabras para expresar aquello que necesitaba decir.
—¿Lo oyes? —me preguntó, volviéndose hacia la casa. Dio un zarpazo al
aire, como si estuviese tratando de alejar la causa del ruido imaginario.
Lo único que podía oír era a los pájaros cantando desde las copas de los
árboles del huerto, pero nada que hubiese podido inquietarlo tanto.
—¿Oír el qué?
Kieron frunció el ceño y se llevó las manos a los oídos.
—Es demasiado agudo. El pitido. ¡Duele! ¡Haz que pare! ¡Haz que pare!
—Tomó uno de los trozos de leña que ya había cortado y lo lanzó lejos, con
todas sus fuerzas. Este se estrelló contra una de las ventanas de la casa y yo
retrocedí ante aquella ferocidad.
Ya había tratado a pacientes con conmociones antes (te podías dar un
golpe en la cabeza de cientos de formas distintas si trabajabas en el campo),
pero aquello era distinto, mucho más peligroso.
Se le estaba inflamando el cerebro, de eso no me cabía ninguna duda, se
le había empezado a llenar de líquido y estaba ejerciendo presión contra su
cráneo. Al final, la presión terminaría restringiendo su flujo sanguíneo. Su
cerebro dejaría de recibir el oxígeno que necesitaba para funcionar y
empezaría a morir poco a poco. Y cuando el cerebro se moría…
Solo había una cosa que pudiese hacer para evitar que la presión
intracraneal siguiese aumentando.
La trepanación.
Tenía que taladrarle un pequeño orificio en el cráneo para que su cerebro
pudiese librarse de la presión que lo estaba matando. Era su única opción.
Pero no podía hacerlo aquí.
Le quité el hacha de las manos y tiré de Kieron hacia mi carromato.
Tendríamos que regresar a mi granja, a mi cabaña, a donde estaba mi
maldito maletín. Después me encargaría de avisar a su familia de lo que
había pasado y les ayudaría a limpiar los cristales de la ventana rota. Pero
tendría que ser después, cuando Kieron se hubiese recuperado.
Salvo que Kieron no quería venir conmigo.
Estaba pataleando y luchando contra mí como si fuese una foca recién
nacida. Casi se cayó de lado cuando lo subí al asiento del carromato, y
Cosmos se volvió loco, se puso a ladrar sin parar, emocionado y aterrado a
partes iguales.
—¡Para! —ordenó Kieron, arrastrando las palabras y apuntando a
Cosmos con el dedo, antes de golpear el lateral del carro. El ruido sordo
hizo que el cachorro dejase de ladrar de inmediato. Nunca lo había visto tan
agresivo como en ese momento. Sabía que solo se debía a su herida, sabía
que la presión podía hacerle actuar de manera errática, pero aun así me puso
los pelos de punta, como si mi cuerpo se estuviese anticipando al siguiente
golpe.
Fue como si el viaje de vuelta durase un millón de años. Pasamos junto a
los fantasmas pero ni siquiera me fijé en ellos, me estaba preparando
mentalmente para la cirugía que tendría que hacer a continuación.
Cuando llegamos a la cabaña me costó bajarlo del carro y llevarlo a
rastras hasta la mesa de examen que había en mi estudio. No quería
tumbarse encima y tampoco quería estarse quieto. Tuve que contener las
lágrimas y sonreír para calmarlo.
Tan rápido como un rayo, su ánimo volvió a cambiar. Una expresión
cansada se apoderó de su rostro y esbozó una enorme sonrisa. Alzó la mano
hacia mi barbilla. Aunque tuvo que intentarlo varias veces hasta que
consiguió deslizar sus dedos en una suave caricia por mi rostro.
—Hoy preciosa, Hazel. Tú. Hoy me Hazel, contigo caso hoy Hazel. Tú —
anunció, orgulloso, sin saber que sus palabras no tenían ninguna clase de
sentido, que no eran más que una retahíla de sonidos y ruidos.
Tenía ganas de aullar de dolor. Quería dejarme caer sobre su pecho y
romper a llorar. Quería sentarme a un lado y juguetear con mis dedos
mientras alguien se encargaba de esto, mientras alguien lo curaba por mí.
Pero nadie en el pueblo podría ayudarme, no podrían hacer lo que había que
hacer. No como podía hacerlo yo.
—Todo va a ir bien. —La voz se me rompió, era como si mis cuerdas
vocales se hubiesen enredado mientras trataba de mantener la calma, y no
estaba del todo segura de si le estaba haciendo esa promesa a él o me la
estaba haciendo a mí misma.
Tenía que prepararme, tenía que recomponerme y trazar un plan o me
temía que terminaría perdiendo la cabeza.
Abrí el armario de suministros y herramientas.
Había escalpelos, y pinzas, y cepillos, fresas de todos los tamaños, y el
taladro.
Me quedé mirando fijamente la pieza de metal en forma de «C». Era más
grande que mi dedo gordo. El asa estaba hecha de caoba pulida, y era un
objeto demasiado hermoso como para que sirviese para hacer algo tan
horrible.
Ya había practicado esta clase de cirugía antes, sobre los cráneos de los
cerdos que acababan de sacrificar y que había comprado en el mercado,
pero nunca lo había hecho con un paciente vivo, y las manos no paraban de
temblarme.
—Hoy Hazel tú —murmuró Kieron de nuevo, le temblaban los párpados
al tratar de mantenerlos abiertos.
No me quedaba mucho tiempo.
Con tanta delicadeza como pude, le hice girar lentamente la cabeza para
poder examinar mejor la herida.
—No —protestó, estremeciéndose por el dolor. Me rodeó las muñecas
con fuerza, apretando demasiado.
—Kieron, eso duele —supliqué, intentando no apartarme por el daño que
me estaba haciendo y tratando de mantener el miedo bajo control. Si quería,
podría lanzarme a un lado como si fuese una muñeca de trapo. Siempre me
había encantado que fuese más alto que yo, siempre había admirado lo
fuerte y capaz que era, hasta ese momento, aunque sabía que jamás me
haría daño a propósito, pero me daba miedo descubrir cuánto daño podría
infligir su poderoso cuerpo—. Kieron, me estás haciendo daño.
Se arrepintió de inmediato de lo que estaba haciendo y aflojó su agarre.
Dejé caer las manos hacia sus mejillas, y entonces lo vi.
Una calavera, horripilante, deforme y negra, llena de sangre envenenada.
Todo a mi alrededor se detuvo y se encogió, lo único que podía ver era
aquella oscura figura, con sus cuencas huecas y sus dientes al descubierto.
—No.
Tenía ganas de gritar pero, en cambio, lo único que pude decir fue aquella
palabra, una y otra vez. La solté en un jadeo, tan frío como el aire a primera
hora de la mañana, tan efímero como el vaho en un día de invierno.
—No.
No mi Kieron.
Hoy no, no cuando se suponía que íbamos a casarnos. Se suponía que
íbamos a vivir nuestras largas vidas juntos, que teníamos por delante todo el
tiempo del mundo, que el destino estaba lleno de posibilidades y buena
fortuna. Nos íbamos a casar. Íbamos a tener hijos. Los veríamos crecer y
nuestro hogar se llenaría de amor, de risas, de comodidades y cuidados, y
esto no ocurriría. No podía estar ocurriendo esto. La calavera en realidad no
estaba ahí. Esa calavera estaba mal. La calavera…
La calavera chasqueó los dientes, mirándome fijamente y exigiéndome
que le prestase atención.
Me mordí el interior de la mejilla con fuerza y me tragué el grito de dolor
que pugnaba por abrirse paso en mi interior.
Tenía que pensar con claridad.
No iba a matar a Kieron. De ninguna manera. Tenía que haber otra
solución. Otro camino.
Así que…
Si no podía matarlo, tendría que salvarlo, sin importarme las
consecuencias.
Si. Si había consecuencias.
Tanto mis padres como los otros fantasmas habían estado enfermos. Y si
los hubiese dejado con vida habrían contagiado y acabado con las vidas de
todos aquellos que habían seguido viviendo gracias a sus muertes. Muchos,
muchos otros.
No sabía cómo funcionaba lo del símbolo de la calavera, bajo qué clase
de moralidad se regía, cómo decidía cuántas víctimas potenciales eran
demasiadas.
Pero Kieron no estaba enfermo. No suponía una amenaza para nadie.
Entrecerré los ojos cuando se me ocurrió una idea.
Una idea terrible.
Quizá fuera la peor idea que había tenido en mi vida.
Kieron sí que suponía una amenaza.
Aunque no para mí, para su familia o para la gente del pueblo.
Sino para Merrick…
Para Merrick, él era la mayor amenaza. Era el único que podría alejarme
de mi padrino, de los planes que él mismo había trazado para mí, de los
planes que esperaba que siguiese sin oponerme, de los planes que siempre
había aceptado sin decir nada… hasta que me había enamorado de Kieron.
Posé las manos sobre las mejillas de Kieron de nuevo y estudié la
calavera con otra perspectiva.
¿Todo esto era obra de mi padrino? ¿Esta calavera significaba lo mismo
que las de los otros? ¿O solo le estaba haciendo el trabajo sucio?
—Maldita calavera —murmuré, antes de ponerme manos a la obra.
Coloqué todo el instrumental sobre la mesa, saqué todos los botes de
antiséptico que tenía y dispuse todo aquello que iba a necesitar sobre una
bandeja de metal, formando una hilera, todo mientras contenía los sollozos
que no me podía permitir soltar.
No quería creérmelo. No quería pensar que Merrick podría estar detrás de
algo tan cruel.
Pero tampoco lograba convencerme de que esto no fuese cosa suya…
Los ojos de Kieron se abrieron lentamente y trató de enfocar la vista.
—¿Dónde estamos, Hazel?
Tragué saliva con fuerza.
—Estamos en casa.
—Hoy Hazel casa —repitió, antes de tratar de sentarse—. Hoy casa de
Hazel. No. Necesito hoy Hazel mi casa… —Las palabras que decía eran
como las manzanas podridas de la cosecha pasada, llenas de gusanos y
reblandecidas, cuya carne ya no era más que papilla.
—Todo va bien. Aquí estás a salvo. Te has hecho daño, pero me voy a
encargar de cuidarte, te lo prometo.
—Hoy Hazel promete —repitió, bajando la voz—. Prom… mete…
prom…
Su mirada se quedó en blanco y su cuerpo comenzó a estremecerse con
violencia, a sacudirse. Los músculos que se escondían bajo su piel, aquellos
sobre los que tenía colocadas las manos, se tensaron y fui a buscar algo que
poder ponerle en la boca para que no se mordiese la lengua.
Después de unos minutos, el ataque acabó. Abrió los ojos de golpe y
paseó la vista por toda la habitación y, cuando su mirada se encontró con la
mía, esbozó una tenue sonrisa cansada.
—No bien hoy Hazel. No… cierto. —Parpadeó y luchó por encontrar las
palabras que expresasen aquello que su embotada cabeza quería decir—. No
bien Hazel hoy. Hoy Hazel. Hazel.
Le di un suave apretón en el brazo.
—Descansa, Kieron. Descansa.
Saqué el taladro del cubo con antiséptico. Una hoja cilíndrica refulgía en
el interior de la broca brillante, como si fuese una horrible flor lista para
derramar sangre.
—No bien hoy Hazel —repitió Kieron a mi espalda, tratando de aferrarse
a mi falda, se le rompía la voz del miedo que lo invadía por momentos. ¿Es
que me estaba intentando decir que sabía lo que estaba a punto de hacer?
¿Es que sabía que se suponía que debería dejarlo morir? ¿Iba a tratar de
detenerme?
El taladro se me cayó de las manos y repiqueteó al chocar con el suelo.
Ahora iba a tener que volver a desinfectarlo y no había tiempo, no había
tiempo, no había…
—Hoy no Hazel —insistió. Soltó un gemido herido y frustrado—. Yo
cuido hoy Hazel. —Sus dedos temblorosos se enredaron con los míos y se
aferró a ellos como si estuviese tratando de decirme algo con ese gesto que
su lengua no podía expresar.
Con un último arrebato de fuerza, me atrajo hacia él de un tirón y me
besó con el mismo fervor con el que me había imaginado que me besaría en
nuestra boda.
Pero como todo lo que había ocurrido aquella tarde, ese beso estaba mal.
El mismo instante en el que sus dedos se enredaron con los míos, me
dieron ganas de apartarme de golpe. Sus labios blandos se habían
convertido en piedra, eran fríos e inquebrantables. El arco de su nariz se me
clavaba en el rostro. Sus dientes se entrechocaban dolorosamente con los
míos.
—Yo… amo hoy Hazel. Hazel. Sie… sie… siempre.
Los ojos de Kieron se quedaron en blanco cuando se sumió en la
inconsciencia, y me avergoncé al sentirme tan aliviada de que estuviese en
coma. Me sería mucho más sencillo acabar con esto sin tener que soportar
que me rompiese el corazón cada vez que abría la boca, sin que sacudiese y
agitase la mesa quirúrgica mientras trataba de operarlo. Era lo mejor.
—Te veré pronto —le prometí a su inerte figura, antes de darle un beso
breve en la frente.
Y después tomé el taladro.
No tardé mucho en operarlo.
Cuando terminé, tenía una circunferencia formada por pequeños orificios
taladrados en el cráneo, que dejaban al descubierto partes del resbaladizo y
blanquecino tejido cerebral. Antes de vendarle la zona con una gasa de
algodón, inspeccioné los bordes limpios de mi trabajo.
No sabía si sentirme orgullosa o asqueada ante aquella estampa.
¿Habría funcionado? ¿Bastaría para que se librase del símbolo de la
calavera y para salvarlo? Por un momento, me sentí toda una cobarde. No
me atrevía a comprobarlo.
Estaba atando las vendas alrededor de su cabeza cuando percibí un
cambio de presión en el ambiente y supe que Merrick había regresado.
Me di la vuelta con una sonrisa dibujada en mi rostro, pero esta murió
rápidamente.
Era capaz de sentir las oleadas de furia que emanaban de su cuerpo.
Congelada, me tambaleé hacia delante con fingida inocencia.
—Lo he hecho —dije, metiéndome un mechón rebelde tras la oreja—. Mi
primera trepanación. ¿Quieres ver los orificios? El cráneo no se ha roto por
ninguna parte… ¡y ha sido mi primer intento real! Ha sido…
—Estúpida. Estúpida chiquilla. —Se acercó a mí con un par de zancadas
y bajó la mirada hacia la figura supina que había extendida sobre la mesa—.
¿En qué estabas pensando?
Me froté las manos, nerviosa. Hacía tan solo unos segundos me había
sentido vencedora, pero en ese instante mi cuerpo se estremecía ante la furia
de mi padrino.
—Mostraba signos de edema. Tenía… tenía que operarlo si quería que
viviera.
Merrick silenció mi parloteo nervioso con el rápido silbido de la hoja de
un verdugo.
—Él no estaba destinado a vivir.
—Pero yo…
—¿Viste la calavera? —Sus manos se aferraron al borde de la mesa y sus
dedos se clavaron con tanta fuerza que dejaron surcos en la madera—.
¿Viste la calavera?
—Sí, pero era…
—¿Entonces qué es esto? —Merrick le dio un golpe a la bandeja y
derramó todo el instrumental quirúrgico por el suelo, en un estrépito de
color escarlata y acero.
Una serie de jadeos cortos y temblorosos se deslizaron entre mis labios.
El miedo fue invadiéndome poco a poco, ahogándome.
—Merrick, por favor. No podía dejarlo morir. Yo… no podía.
—Ayer te dije que era un error que lo dejases entrar en tu vida, y ahora
esto —siseó—. ¿En qué estabas pensando, Hazel?
—No podía perderlo, no podía —repetí, solo quería esconderme de la
furia que emanaba a oleadas de su cuerpo.
—Nunca llegaré a comprender por qué a los mortales os importa tanto el
aquí y ahora. Este chico morirá y tu vida seguirá adelante. Puedes vivir sin
él. Vivirás sin él. ¿De verdad te cuesta tanto entenderlo? Tu corazón no va a
dejar de latir porque el suyo lo haga.
—¡Sí, lo hará!
—No, no lo hará —insistió.
Me dejé caer en el suelo de rodillas, pequeña y rota, y las lágrimas se
deslizaron desconsoladas por mis mejillas.
—Sí que me sentiré como si hubiese dejado de latir. ¡Para mí será como si
yo también hubiese muerto!
Durante un minuto que se me hizo eterno, la habitación se quedó en
completo silencio. Un silencio que tan solo rompían mis jadeos, húmedos y
temblorosos.
Poco a poco, los hombros de Merrick se hundieron y su furia desapareció.
Cuando volvió a hablar, su voz estaba cargada de amabilidad y de consuelo.
—Déjalo solo un momento y ven conmigo.
—No puedo. —Traté de secarme las lágrimas, pero otras las sustituyeron
al momento—. Tengo que terminar de vendarle la cabeza y…
—Hazel.
Merrick me tendió la mano y, por un momento, me sentí tentada a
quedarme junto a Kieron, a hacer uso de mi nueva fuerza desafiante. Pero
antes de que pudiese resistirme, los dedos de Merrick me rodearon la
muñeca y, con solo un chasquido, desaparecimos.
19

S
upe que estábamos en el Entre incluso antes de abrir los ojos.
Había esperado ver mi pequeña cabaña, el bosque de árboles
rosados en flor, pero Merrick nos había llevado a otra parte. Había
una enorme extensión de agua frente a nosotros, cuya orilla estaba hecha de
vidrio de mar de color verde hielo. Las olas poco profundas rompían en la
orilla, haciendo que los cristales produjesen un suave tintineo. Al otro lado
del lago, unas rocas altas se alzaban hacia el firmamento como si fuesen una
pequeña montaña, y unas sonoras cascadas caían desde su cima.
Merrick se dirigió hacia esas cascadas. Un estrecho sendero serpenteaba
entre las rocas. Las piedras estaban resbaladizas por la niebla y me tropecé
dos veces mientras subía tras él. Desapareció detrás de una cascada y yo me
detuve, observando con recelo el hueco que se abría frente a mí y la caída,
sin saber si podría saltar tan lejos. Aterricé con torpeza sobre un saliente
húmedo, y Merrick tuvo que agarrarme por la cintura para evitar que me
precipitase hacia las escarpadas rocas que habíamos dejado abajo.
—¿Dónde estamos? —grité para hacerme oír por encima del rugido del
agua, pero Merrick, encorvado en el interior de la caverna, no me
respondió. Esquivó unas cuantas estalactitas y se encaminó hacia una de las
hendiduras que había en las rocas, que se abría ante nosotros como una
herida retorcida. Había algo en aquella estrecha oscuridad que hizo que se
me revolviese el estómago y que el miedo me invadiese, asentándose en lo
más profundo de mi vientre. De algún modo, aquella oscuridad estaba viva,
y nos estaba observando con su mirada antigua cargada de interés.
Si Merrick podía sentir su energía tenebrosa también, estaba claro que no
le afectaba en absoluto.
—Ven —me animó.
Con el estómago revuelto, negué con la cabeza. Había algunos secretos
del universo que los mortales jamás deberían conocer, y lo que fuese que se
escondía al final de ese camino era uno de ellos. Podía sentir la energía
malvada que emanaba de allí. Rebotaba en mis dientes como un relámpago
que crepita en el cielo iluminado por una tormenta, me recorría las venas y
me ponía los pelos de punta.
Se suponía que yo no debía descubrir lo que aguardaba allí dentro.
—Hazel.
Merrick me tendió la mano y, en contra de mi buen juicio, la tomé.
Cuando sus dedos se cerraron alrededor de los míos, me sentí como si
acabase de cerrar un acuerdo terriblemente importante, aunque todavía no
conociese los términos exactos. Volví la vista atrás, a las cascadas, y eché
de menos la brisa y el cielo gris claro del otro mundo, los bosques de mi
hogar, de mi pequeña cabaña. Incluso eché de menos a Kieron, tumbado
inconsciente sobre mi mesa, rodeado de fragmentos de hueso y sangre.
Habría preferido cualquier cosa a esto.
Sin vacilar, Merrick nos dirigió hacia la negrura.
El goteo del agua resonaba al caer sobre unas piedras que no podía ver. El
aire que nos rodeaba estaba sorprendentemente limpio, fresco, e
impregnado de cierto aroma mineral tan fuerte que me dio ganas de
vomitar. Apreté la mano de Merrick con todas mis fuerzas porque me daba
miedo perderlo. Si me dejaba aquí, sola, en medio de esta completa
oscuridad, me temía que terminaría volviéndome loca.
—¿A dónde vamos? —me atreví a preguntar, y mi susurro reverberó por
todo el túnel, regresando una y otra vez hacia nosotros, hasta que el eco se
deshizo en una corriente de palabras inconexas y sin sentido alguno.
Merrick no dijo nada, pero aceleró el paso. Nunca se tropezaba, nunca se
tambaleaba con las elevaciones del terreno o con las rocas que se
interponían en su camino. Me aferré a su mano con fuerza, agradecida por
que fuese él quien abriese el paso.
Después de un rato, mis ojos terminaron adaptándose a la luz, entreviendo
algunos destellos que procedían del interior de unos pasillos que no lograba
vislumbrar del todo. El techo se fue elevando poco a poco sobre nuestras
cabezas, como si estuviésemos adentrándonos en la nave de un enorme
santuario. A nuestra derecha, al otro lado de unos arcos enormes, aguardaba
una gigantesca caverna. La poca luz tenue que se filtraba entre las paredes
de roca lo iluminaba todo, dejando al descubierto toda una serie de puentes
que surcaban aquel sombrío abismo.
El aire se fue volviendo más y más gélido. De entre mis labios surgían
densas nubes de vapor que empañaban nuestro caminar.
—Todos los años te cuento la historia del día de tu nacimiento —
comenzó Merrick, seleccionando sus palabras con mucho cuidado. Se le
rompió la voz, como si estuviese conteniendo un cúmulo de emociones
dentro de una presa que fuese a ceder de un momento a otro y a arruinarlo
todo—. Todos los años te la cuento y siempre me quedo esperando que me
hagas una pregunta, pero nunca la haces.
El túnel se bifurcó y Merrick nos internó en el camino que se abría a la
izquierda. El ambiente se fue caldeando de nuevo, impregnado con el aroma
a humo y a cera. Habíamos entrado en una cámara. Entonces me detuve de
golpe, maravillada por lo que estaba presenciando.
La sala estaba llena de velas.
Algunas eran altas y gruesas, con llamas firmes y fuertes. Había velas
mucho más delgadas, con la cera deslizándose en diminutas lágrimas por
sus lados. Había cirios pequeños. Otros ya se habían convertido en enormes
charcos al derretirse por completo y sus llamas estaban a punto de apagarse
al acabarse la mecha. Habían colocado las velas sobre unas largas mesas de
madera, en el interior de unos zócalos e incluso dentro de los afloramientos
rocosos. Sobre nuestras cabezas, el techo de la cámara se curvaba hasta
formar una cúpula enorme. Estaba hecha de roca pulida por eones de agua
de lluvia y reflejaba a la perfección la luz que proyectaban los cientos de
miles de velas.
—¿Dónde estamos? —susurré. No quería quebrar la hipnótica belleza de
las llamas.
El fuego resaltaba todos los pliegues y las afiladas curvas del rostro de
Merrick, enmarcando sus ojos en el interior de unas profundas sombras. Él
paseó la mirada por la enorme caverna.
—Este es mi hogar.
Hogar. El hogar del Temido Final.
Eso significaba que…
—¿Eso son las vidas? —supuse, al observar las velas.
—Las vidas mortales —aclaró. Señaló los nichos vacíos que había
repartidos por toda la caverna, cerca del techo. En cada uno de ellos flotaba
un orbe de luz, cuyas llamas no paraban de refulgir y consumían el aire con
su colorida luz—. Ahí están los dioses.
Había cientos de orbes y cada uno ardía con su tono único.
—No tienen mecha —observé, entrecerrando los ojos.
—Nosotros nunca nos consumimos. Al menos, no como ellos. —Volvió a
pasear la mirada por la sala—. Cada una de estas velas representa una vida.
Cuando la llama se apaga, la vida se acaba.
Se deslizó por los escalones poco profundos y se adentró en una de las
hileras de velas.
Yo lo seguí y me perdí en aquel mar de reluciente luz.
—Son muy distintas entre sí.
—Algunas vidas son largas —repuso, al tiempo que me señalaba un cirio
redondo y grueso—. Otras son cortas. Algunas acaban incluso antes de que
puedan comenzar.
Una serie de diminutas velas de té se me clavaron como un puñal en el
corazón. Eran pequeñas, tan ínfimas que algunas estaban a punto de
apagarse.
—¿Y no puedes hacer nada por ellos? —pregunté, con la mirada clavada
en una mecha que estaba a punto de consumirse. La llama siseó y chispeó
antes de extinguirse rápidamente dentro de una piscina de cera. Había
muerto incluso antes de que pudiese ofrecerle algo con lo que alimentarse.
Un remolino de humo surgió desde su oscurecido filamento, y los recuerdos
de una vida que había ardido demasiado rápido refulgieron en su interior.
La mirada de Merrick estaba clavada en mi rostro, cargada de tristeza.
—Sí que puedo. Me encargo de que sus almas encuentren el descanso
eterno.
—Eso no es lo que quería decir.
Me dio un suave apretón en el hombro cuando pasó a mi lado al
adentrarse aún más en la cámara.
—Lo sé.
—¿Dónde está la vela de Kieron? Por eso me has traído aquí, ¿no? ¿Para
mostrármela?
Soltó un oscuro suspiro resignado.
—Por aquí.
Lo seguí con cuidado. Me daba miedo crear una corriente con mis pasos.
Jamás habría podido perdonármelo si hubiera extinguido la llama de alguien
por ir con prisas.
Merrick se detuvo frente a un banco de luz. Me sorprendí al no poder
identificar cuál de todas esas velas era la de Kieron. Esperaba que fuera un
charco de cera, que se hubiese derretido por completo. Pero allí todas las
velas ardían con fuerza, con una base alta y gruesa.
—¿Dónde está?
Merrick me señaló uno de los cirios, lleno de cera.
Fruncí el ceño.
—Entonces… ¿he hecho bien al salvarlo?
Él se volvió hacia mí y parpadeó.
—Le queda vida por vivir. Mucha, mucha vida. —Me incliné hacia ese
cirio, como si de ese modo fuese a poder sentir su esencia, pero solo era una
vela. No había nada en aquella pila de cera que me gritase que esa llama le
pertenecía a Kieron.
—Mira más de cerca —me indicó Merrick, señalándome la vela.
Allí, en la base, había una mancha de cera derretida. Se deslizaba por los
costados de la vela de Kieron y se acumulaba en la mesa. Estaba creciendo
poco a poco y extendiéndose hacia sus vecinas. Me horroricé al ver cómo la
cera caliente de la vela de Kieron había empezado a derretir la base de otra
vela, haciéndola tambalearse peligrosamente.
Tomé la segunda vela antes de que se cayese y se apagase, pero la cera
caliente siguió expandiéndose sobre la mesa, amenazando la seguridad del
resto de los cirios.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunté, antes de recoger otra de las velas
que estaba en peligro. Y otra, y otra, hasta que tuve las manos llenas de
velas encendidas. La cera de la vela de Kieron no paraba de derramarse por
toda la madera. No podía salvarlas a todas.
—No todas las velas se crean como deberían.
Las llamas de las velas que sostenía me quemaban el rostro y me moría
de ganas por dejarlas de nuevo en su sitio. No quería que su existencia
dependiese de mí, pero no había ningún lugar seguro donde pudiese
dejarlas. La vela de Kieron estaba acabando con todas las demás.
—¿Qué significa eso?
—Algunas velas deben extinguirse antes de que les llegue la hora. Por el
bien de los demás. Por el bienestar de aquellos que tienes ahora en tus
manos.
—Entonces, ¿por qué los dejas vivir? —pregunté. Me temblaban los
brazos por el peso de tanta cera y tantas llamas—. Eres el Temido Final. ¿Es
que no puedes detenerla antes de que acabe con las demás velas?
Negó con la cabeza.
—Existen límites incluso para lo que un dios puede hacer. Yo solo puedo
recoger las almas de aquellos cuyas llamas ya se han apagado. No puedo
apagarlas yo mismo. Para eso estás tú. Por eso ves el símbolo de la
calavera. Tú puedes actuar cuando yo no. Tus manos pueden realizar el
trabajo que yo desearía poder hacer. Pero esto es lo que ocurre cuando no
haces lo que tendrías que haber hecho.
Sus largos dedos se deslizaron sobre la madera.
—¿No podemos encender otra vela? ¿Para Kieron? ¿Una que esté bien
hecha y que se queme como se supone que debería quemarse? —pregunté,
con una estúpida oleada de esperanza inundándome el pecho.
—Una vela por una llama. Una sola vida para cada mortal. Así es como
funciona.
—Pero tú puedes arreglarlo, seguro.
Sus hombros se hundieron, derrotados.
—No puedo.
—¿Y entonces por qué me has traído aquí?
Una de las velas que tenía en brazos refulgió con demasiada fuerza, y me
quemó el brazo con las ardientes cenizas que saltaron desde su mecha, lo
que me hizo lanzar un grito de dolor y casi soltar las doce velas que tenía en
brazos.
Un grito horrorizado me formó un nudo en la garganta cuando me di
cuenta de todo el dolor que podría haber causado en un momento.
—Quería que lo vieses por ti misma para que lo entendieses. No estoy
haciendo todo esto para castigarlo. O para castigarte a ti. Su vida estaba
establecida incluso antes de que naciese. Estaba escrita en esa vela desde el
principio. Yo no puedo hacer nada para cambiarlo. Pensaba que tú, de entre
todas las personas de este mundo, podrías entenderlo, Hazel. Pero te
empeñas en verlo todo a través de tus ojos mortales, porque te da demasiado
miedo perder esa parte de ti.
Merrick se limpió el rostro con el dorso de la mano. Se le quebró la voz al
hablar, y me di cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
—¿Cómo debería verlo si no? —exigí saber—. Soy mortal. Tengo ojos
mortales. No… no entiendo qué quieres que… —Me quedé helada, con el
miedo revolviéndome el estómago y haciéndome estremecer incluso con
todas aquellas llamas emanando calor a mi alrededor—. ¿Cuál es la
pregunta que se supone que te tengo que hacer? Cuando me cuentas la
historia del día en el que nací, Merrick… ¿qué pregunta se supone que te
tengo que hacer?
Él negó con la cabeza, decepcionado.
—Nos vamos. Esto ha sido un error.
No paraba de darle vueltas a la historia de mi nacimiento mientras
observaba los orbes de fuego. Uno le pertenecía a la Primera Santa, y los
otros (todos esos otros) debían de pertenecerles a los Divididos.
—¡Dímelo, Merrick! —grité, desesperada por comprenderlo—. ¡Dímelo,
por favor!
Él siguió alejándose, con la túnica ondeando a su espalda como la estela
de un barco.
Pensé en todos los detalles de su historia, la iteración que me contaba año
tras año. Siempre me la relataba de la misma manera. Me la sabía de
memoria, palabra por palabra, prácticamente la tenía tatuada en mi cerebro.
—«Entrégame la bebé y jamás conocerá la necesidad o el hambre, dijo el
Temido Final» —recité en voz alta—. «Permíteme ser su padrino y vivirá
varias vidas, descubrirá los secretos y misterios del universo. Será una
curandera brillante, la más poderosa de todo el reino, con el poder de
contener cualquier enfermedad o malestar, y podrá incluso curarme a mí
con sus propias manos».
Merrick se detuvo de golpe y supe que iba por el buen camino. Pero ¿qué
se suponía que debía preguntarle?
—Varias vidas —exclamé, triunfal—. Les dijiste varias vidas. Pensaba
que te referías a que tendría una larga vida, pero ahora, después de ver
esto… —Tragué con fuerza, con el miedo asentándose en mi estómago—.
Merrick, ¿cuántas velas tengo?
Se quedó helado, todavía dándome la espalda. Un miedo irracional y
repentino se hizo con el control de mi cuerpo al pensar en lo que ocurriría
cuando se volviese a mirarme, porque no estaría viendo el rostro de
Merrick, sino algo muy distinto. Algo más siniestro y profano. No sería un
humano, ni un dios, sino la terrible oscuridad que había en la boca de la
caverna. Ese vacío antiguo y malvado.
Con sumo cuidado, coloqué las velas que había rescatado sobre otras
mesas, lejos de la de Kieron.
Tragué con fuerza ante aquella estampa y le puse una mano temblorosa en
el hombro. Merrick se dio la vuelta y, cuando me encontré ante su rostro
familiar, suspiré aliviada.
—¿Cuántas?
—Tres. —Apartó la mirada, como si le diese vergüenza lo que estaba a
punto de confesarme—. Mientras tu madre estaba embarazada, te hice tres
velas. Tres cirios sólidos y fuertes que durarían encendidos muchas décadas.
Usé la mejor de las ceras y la lavanda más dulce como esencia.
Tres velas.
Tres vidas.
Me resultaba desconcertante, demasiado horripilante como para
asimilarlo.
Iba a vivir tres vidas, largas y plenas.
Y solitarias.
Eché un vistazo a las velas que llenaban la caverna, todas esas llamas
tenían un único cirio. Cada persona solo tendría una única vida. Salvo yo.
Todas las velas que había visto se terminarían apagando y se derretirían
incluso antes de que mi primera vela se consumiese. Ninguna de las
personas cuyas vidas se encontraban en esta sala conmigo me vería morir.
La sorpresa de aquello me dejó helada. No sabía cómo procesar esa
información. Viviría mi vida, conocería a mucha gente, haría muchos
amigos, y nada de eso importaría al final. Porque ninguno envejecería a mi
lado. Ninguno viviría lo suficiente.
Ni mi familia. Ni Kieron. Ni nadie a quien conociese en el futuro, dentro
de veinte años, de sesenta o de cien.
Me entraron ganas de vomitar, de rendirme ante el miedo creciente que
me nublaba la vista y que me hacía estremecer. En cambio, alcé la mirada
hacia los ojos tristes de Merrick e inspiré hondo.
—Enséñamelas.
Él inclinó levemente la cabeza, aceptando, y se deslizó entre un camino
de llamas. Giramos un recodo y después otro, hasta que llegamos a las velas
más alejadas del centro, donde se detuvo junto a un zócalo de granito
oscuro.
Había una única vela en el centro que alguien había colocado con sumo
cuidado, ardiendo con fuerza, y que estaba rodeada por una delicada corona
de flores plateadas. En la base había dos cirios más, idénticos; estaban
apagados, pero preparados para cuando los necesitase.
Eran tan, tan altos.
Me volví a mirar los otros miles de velas que había dejado atrás, las que
llenaban todas las mesas y los estantes. Estaban tan, tan lejos… formaban
una masa apiñada de humanidad de la que nunca formaría parte.
—Estoy sola.
Estiró sus dedos huesudos hacia la llama en una suave caricia afectuosa
antes de señalar el orbe de uno de los dioses, que ardía con fuerza sobre
nuestras cabezas.
—Estás conmigo.
Examiné aquel orbe de fuego de color pizarra. Incluso la llama de
Merrick parecía estar constantemente sumida en la oscuridad.
—¿Ese eres tú?
Él asintió.
—Quería… quería poder protegerte siempre. —Apretó las muelas con
fuerza y meditó con cuidado sus siguientes palabras—. ¿Lo entiendes
ahora? Sé que en este momento ese chico te parece muy importante, pero si
tenemos en cuenta toda tu vida… este momento solo es un suspiro. Oh, mi
querida Hazel. Saldrás adelante y harás muchas más cosas. Cosas más
grandes. Sin él. Déjalo morir. Antes de que le haga daño a alguien.
—¡Él jamás haría algo así! —exclamé—. Conozco a Kieron. Jamás le
haría daño a nadie.
—A ti ya te ha hecho daño —señaló, al tiempo que tomaba mi mano con
dulzura y examinaba de cerca el brazalete de moratones que me rodeaba la
muñeca.
—Eso no… él no… no quería hacerme daño. No sabía lo que estaba
haciendo. Lo he curado. Tú mismo has visto que lo he curado.
—He visto que has conseguido detener la inflamación —concedió
Merrick—. Pero ya había sufrido demasiados daños. Muchos daños que
jamás podrás curar.
—Pero lo he operado —insistí—. Lo he hecho todo bien.
—Ay, Hazel —dijo Merrick. Jamás me había hablado con tanta tristeza—.
Tu trabajo ha sido impecable. Pero hay cosas que no pueden curarse. Ya has
visto cómo ha empezado a cambiar. Ese arranque de ira, esa sorprendente
rabia suya. Piensa en lo que podría llevarle a hacer esa rabia. Piensa en
todas las personas a las que podría herir a lo largo de su vida.
Recordé entonces la ventana que había roto. El ladrido de miedo de
Cosmos. Las manos de Kieron rodeándome con fuerza las muñecas,
haciéndome daño.
—¿No puedo hacer nada para cambiarlo? ¿Ni siquiera si nos marchamos,
si nos vamos a alguna parte, lejos de los demás? Puedo encargarme de
cuidar de él y me aseguraré de que no hiera a nadie más, y eso podría
cambiarlo todo, ¿no?
Merrick negó con la cabeza.
—Lo único que conseguirás es que consuma tus velas con rapidez. A lo
mejor no será lo que pretenda hacer, pero te acabará haciendo daño, Hazel.
Y después se lo hará también a mucha más gente. Muchos más de los que
podrás curar, muchos más de los que podrás salvar.
—¿Cómo lo sabes? —Era una pregunta estúpida. Era un dios. Él no vivía
en la misma línea temporal que el resto. Conocía cada posible futuro, era
capaz de ver cómo iban cambiando mientras nosotros, los mortales,
seguíamos con nuestras vidas a oscuras, tomando cientos de decisiones que
alteraban irremediablemente nuestro porvenir.
Merrick se limitó a soltar un sonoro suspiro.
Recordé la idea terrible que se me había ocurrido justo unos segundos
antes de comenzar la operación de Kieron. Aquel recuerdo me hizo
estremecer, deslizándose por mi garganta, dejando un regusto amargo en mi
lengua, hasta que fui lo bastante estúpida como para preguntarlo en voz alta.
—Y tú… ¿no tienes nada que ver con eso?
De los ojos de Merrick saltaron chispas.
—¿Cómo puedes pensar algo así?
—Es solo que… con esto… con todo esto… consigues justo lo que
querías. —Quería lanzarle aquella acusación con toda mi rabia y con fuerza,
pero estaba demasiado triste como para pronunciarla más alto que en un
susurro—. Así consigues lo que tanto quieres y yo me quedo sin nada.
Merrick se acercó a mí pero se detuvo justo antes de rozarme.
—Esto no es lo que quiero. No te quiero ver sufrir. Nunca he querido eso.
—Alargó la mano hacia mí y sus dedos bailaron frente a mi rostro como si
le diese miedo dar ese último paso y rozarme—. Hazel, eres mi hija. Se me
rompe el corazón al verte sufrir. Si hubiese algo que pudiese hacer para
ahorrarte este dolor, créeme, lo haría. Pero no puedo hacer nada. Lo siento
mucho.
—Hay límites incluso para lo que un dios puede hacer —murmuré,
repitiendo sus anteriores palabras.
Apenado, asintió con la cabeza.
Entonces me atreví a volverme hacia la vela de Kieron.
—No puedo hacerlo —admití—. Ya he matado a mucha gente, tal y como
me ha pedido el símbolo de la calavera. Por favor, no me obligues a que lo
mate a él también.
Mi súplica rompió el hechizo en el que se había sumido y que lo estaba
inmovilizando, y Merrick abrió los brazos.
Me dejé caer contra su pecho, me dejé envolver en su abrazo y lloré.
Lloré desconsolada, permitiendo que unas lágrimas enormes, cargadas de
pena y dolor, se deslizasen por mis mejillas. Por Kieron. Por nuestro futuro
juntos. Por mi futuro, el que tan solo acababa de empezar a comprender.
Lloré hasta que me quedé sin lágrimas, hasta que me sentí seca y miserable.
—Tres vidas, Hazel —susurró Merrick con los labios pegados a mi
coronilla—. Recuérdalo. Sé que esto te duele, y lo siento mucho, pero solo
será un momento. Solo un pequeño e insignificante instante.
Me zafé de su abrazo y me encaminé entre las hileras de velas hacia la de
Kieron.
Su cera derretida ya había cubierto toda la mesa, y estaba derritiendo
otras velas con su calor. Intenté salvarlas, evitar que la cera de la de Kieron
las devorase, pero me quemé los dedos y me salieron unas ronchas rojizas y
horribles en la piel.
—Todas nuestras decisiones alteran el presente y el futuro —dijo
Merrick, deslizándose por detrás de mí—. Al elegir operarlo, al elegir
salvarlo, has puesto todas estas otras vidas en peligro. Quizá no sea hoy,
pero al final terminarán muriendo antes de lo que deberían.
—Pensaba que estaba ayudándole —murmuré—. No lo sabía.
Con un suave chasquido de sus dedos, sacó una delicada pieza de plata de
la nada.
—Ahora lo sabes —repuso, y me ofreció el objeto—. Y lo que importa de
verdad es lo que vas a hacer ahora.
Cuando lo tuve en las manos, el extinguidor estaba extrañamente caliente,
como si acabase de salir de la forja, como si acabasen de crearlo y pulirlo
hace tan solo unos segundos. Le di la espalda al banco de velas y observé la
llama de Kieron, bailando con fuerza sobre su mecha, retorciéndose y
alargándose hacia mí. Como si me estuviese suplicando que la dejase estar,
que no escuchase a Merrick, que la dejase arder.
Recordé a Kieron, tumbado sobre mi mesa, durmiendo, curado y vivo.
¿Sería capaz de sentir lo que estaba a punto de hacer?
Observé las otras velas, que se estaban debilitando y derritiendo, cuyas
vidas ya habían alterado mis decisiones egoístas. No podría soportarlo si
siguiese haciéndoles daño.
—Lo siento mucho —susurré mientras bajaba la pequeña cúpula sobre la
llama, apagándola, extinguiendo la vida de Kieron y, con ella, también,
todas mis esperanzas.
20

L
a luz rosácea de las estrellas se filtraba a través de la pequeña
ventana que había sobre el fregadero de mi cocina.
Entrecerré los ojos y me di la vuelta sobre la cama, acurrucándome
aún más entre las sábanas, con el único deseo de volver a quedarme
dormida.
Había estado soñando algo maravilloso. Uno de los mejores sueños que
había tenido desde hacía meses.
Estaba de nuevo en Alletois. Kieron estaba entero, y sano, y vivo.
Nos estábamos riendo, y hablando, y besando.
Nos habíamos besado muchas veces, en tantas ocasiones que mi corazón
roto estaba lleno de felicidad. Me había vuelto a sentir la Hazel de siempre.
Tenía esperanza y era feliz.
Entonces él había abierto la boca, como si fuese a decir algo, pero antes
de que pudiese decir nada, me había despertado.
Traté de deleitarme en aquellos últimos segundos del sueño, aferrarme a
la luz que había refulgido en su mirada, a la sensación de sus manos
acariciándome, pero no pude. Algo me había llamado la atención, y mi
mente estaba demasiado alerta como para regresar al sueño y descubrir lo
que Kieron había estado a punto de decir. Aquello volvió a romperme el
corazón, y me hizo echar de menos una parte de él de la que jamás podría
disfrutar.
Cosmos, que ya estaba despierto también y listo para jugar, se acercó a mi
cama. Meciendo su cola felizmente de un lado a otro mientras me lamía la
mano, y derribando una pila de libros en el proceso.
Cuando Merrick me había sacado con un chasquido de la caverna de las
velas, me había llevado a casa. No a Alletois, donde los recuerdos (y el
cuerpo) de Kieron serían demasiado dolorosos como para soportarlos, sino
a mi pequeña cabaña en el Entre.
Estaba tal y como la había dejado hacía tantos años, y estar de vuelta en
la casa de mi infancia me otorgaba una especie de extraño espacio liminal
en el que poder llorar en paz, en el que poder aceptar que Kieron había
muerto. Me otorgaba un espacio seguro en el que tratar de hacer las paces
con todo lo que había descubierto en la caverna y donde decidir qué quería
hacer con mi vida de allí en adelante.
Porque daba igual lo monumental y sobrecogedor que me resultase el
presente, daba igual lo mucho que me doliese, se me reanimase o se me
rompiese de nuevo el corazón, daba igual lo mucho que desease que este
momento no estuviese ocurriendo, sabía que eso era justo lo que era.
Un momento.
Un pequeño instante en la vida de alguien que estaba destinada a vivir
demasiadas vidas.
Hice todo lo que estuvo en mi mano para poder alejar los recuerdos de
esas dos velas sin encender. Traté de distraerme saliendo con Cosmos de
paseo por el bosque de árboles rosados que habían crecido incluso más en
mi ausencia, o intentando revivir mi huerto abandonado, o evadiéndome
con los nuevos libros que Merrick me había dejado… pero no conseguía
olvidarme de ello.
Esas velas estaban ahí, en ese zócalo tan sencillo y sin pretensiones. Solo
eran un par de velas. Pero lo que representaban era lo que más me
impresionaba.
Tres vidas.
Merrick me había otorgado tres vidas.
Tres largas vidas, si teníamos en cuenta lo altas y anchas que eran las
velas.
Me agotaba con solo tener que imaginar lo que se suponía que debería
lograr con todo ese tiempo. ¿Cómo llenaba la gente sus años de vida?
Desarrollando distintas habilidades y adquiriendo diversos
conocimientos. Eso ya lo había hecho.
Enamorándose, creando una familia. Eso sería imposible para mí. El tener
a alguien a mi lado, ya fuese en una relación platónica o de cualquier otro
tipo, no era una opción. Tenía el corazón completamente destrozado
después de lo de Kieron. No podía volver a pasar por eso. Otra vez. Una y
otra vez.
Me resultó aterrador darme cuenta de que todos aquellos que me
rodeaban en este momento, sin importar lo jóvenes o sanos o fuertes que
fueran, no llegarían a verme morir. ¿Cuántas generaciones estaba destinada
a ver extinguirse? ¿Por qué Merrick no había creado a otro como yo, a
alguien con quien pudiese recorrer esta extraordinariamente larga vida?
—¿Por qué yo? —susurraba en medio de aquellas noches de terrible
oscuridad, cuando la ansiedad me sobrepasaba, cuando mi corazón latía
acelerado y con fuerza en mi pecho—. ¿Por qué me eligió a mí, por qué me
ató a esta existencia? ¿Con qué objetivo?
Me moría por hacerle esas mismas preguntas a él, pero las visitas de
Merrick al Entre eran poco comunes y siempre demasiado cortas. Siempre
estaba esquivando cualquier clase de conversación seria, con su tono ligero
y superficial, como si al bombardearme de felicidad pudiese sacarme de mi
depresión.
Mi miseria lo agotaba.
Se pasaba para tomar el té algunas tardes o para cenar al fresco, para
cualquier celebración estúpida con la que pretendiese distraerme, y siempre
venía a verme por mi cumpleaños.
Pasé dos cumpleaños en el Entre y, la mañana después de haber cumplido
los dieciocho, mientras estaba tumbada en la cama, tratando de aferrarme a
mi sueño con Kieron, me di cuenta de algo.
Yo también estaba agotada de mi propia miseria.
Estaba cansada de vivir entre dos vidas, no solo de vivir en el Entre en sí,
sino de vivir en ese limbo en el que me había metido yo sola. No llegaba a
vivir en el pasado, pero tampoco vivía del todo en el presente. No sabía
cómo seguir adelante y tampoco quería desprenderme del pasado.
Y entonces, tumbada en la cama, escuchando a Cosmos resoplar, lo supe.
Estaba lista para desprenderme del pasado.
No sabía qué me deparaba el futuro, pero me había cansado de
esconderme aquí, con mi perro y mi padrino como única compañía. Quería
regresar al mundo, a su gente. No sabía qué se suponía que debía de lograr
con mi terriblemente larga vida, pero consumir mis días sumida en la
miseria, en un vacío neblinoso, estaba segura de que no era.
—¿Merrick? —lo llamé, porque sabía que no estaría muy lejos, que se
habría quedado cerca después de la cena de anoche, a la espera de poder
tomarse otra porción de aquella tarta espolvoreada en oro.
La puerta de la cabaña se abrió y mi padrino asomó su enorme cuerpo
bajo el dintel.
—¿Va todo bien, Hazel?
Me levanté, haciendo a un lado mi manta. Por primera vez desde hacía
casi dos años, estaba despierta de verdad. Sentía que tenía las ideas claras.
Me sentía yo misma de nuevo.
—Creo que quiero volver a casa.
Merrick esbozó una sonrisa enorme de inmediato.
—Me alegro de oírlo.
21

A
lguien llamó a la puerta antes incluso de que fuese consciente de
que Merrick ya nos había transportado con un chasquido.
Volvía a estar en mi cocina, en Alletois, y aunque todo parecía
estar en orden, exactamente tal y como lo había dejado, el tiempo que había
pasado desde la última vez que había pisado esta cocina también era
evidente. La casa estaba demasiado silenciosa, sin todos los miles de gestos
y movimientos que se suponía que debían de llenar sus habitaciones, que
debían impregnar sus paredes de vida.
También olía raro.
No porque el cadáver de Kieron siguiese allí; era lo primero que había
comprobado al echar un vistazo con un poco de miedo en mi despacho. Me
pregunté cómo lo habrían encontrado, qué habrían pensado sus padres
cuando lo descubrieron tumbado sobre mi mesa, con la cabeza rapada y el
cráneo lleno de agujeros. Si no pensaban que era una bruja antes de aquello,
estaba segura de que ahora sí. Debían de haber maldecido mi nombre hasta
la saciedad, recordando el terrible día en el que me había cruzado en su
camino. Era toda una maravilla que la casa siguiese en pie. Pensaba que
alguien podría haber intentado quemarla hasta sus cimientos.
El visitante volvió a llamar a la puerta con fuerza, con una impaciencia
que me sacó por completo de mi deprimida mente.
—¡En nombre del rey, abra la puerta! —gritó una voz desde el otro lado
de la madera.
Cosmos se acercó corriendo, no parecía perturbado en absoluto por
nuestro cambio de localización.
—¿Merrick? —llamé a mi padrino, con la esperanza de que se hubiese
quedado con nosotros.
La casa permaneció en completo silencio, sin nadie que respondiese a mi
llamada.
Solté un suspiro y me acerqué a la entrada, antes de abrir la puerta de
golpe para que el visitante dejase de gritar.
En el patio frente a la casa había cuatro jinetes, vestidos de pies a cabeza
con el uniforme negro y dorado de palacio. Sus caballos negros se mecieron
con nerviosismo sobre sus patas cuando Cosmos salió corriendo a su
encuentro, ladrando, animado.
El hombre que había estado llamando a mi puerta tenía aspecto de ser el
capitán de aquel escuadrón. Era mucho mayor que los otros guardias, tenía
unas impresionantes patillas gruesas y pasadas de moda, y era mucho más
alto que yo. Con interminables hileras de medallas prendidas a su pecho que
me cegaban con su brillo.
—¿Tú eres la curandera?
Me quedé helada en el umbral, preguntándome qué pasaría si lo negaba.
—Nos han dicho que esta era la cabaña de la curandera de Alletois. —
Echó un vistazo a mi espalda, sin duda observando todos los signos de
abandono de la cabaña, que se habían ido acumulando a lo largo de todos
estos últimos años—. Lo que no nos han dejado claro es si seguía viviendo
aquí —continuó, inseguro.
—He estado fuera durante una temporada —admití.
—Entonces sí que eres la curandera —me retó.
Tenía ganas de cerrarle la puerta en la cara.
—Lo soy.
—Dicen que obras milagros.
—A veces. —Había pensado que los guardias sonreirían ante mi
respuesta pero, cuando no lo hicieron, me encogí de hombros con
impotencia—. Solo soy una curandera. Nada más y nada menos.
—Tienes que venir con nosotros. —El capitán apretó los labios con
fuerza, hasta formar una delgada línea.
Me tensé ante su orden.
—¿Ah, sí? ¿Es que alguien está enfermo? ¿Herido?
—No importa. Tenemos que irnos en menos de una hora si queremos
llegar a Châtellerault para el atardecer.
Me quedé boquiabierta.
—¿Disculpa? —repuse, casi echándome a reír—. No pienso marcharme
con vosotros solo porque lo digáis. No sé quiénes sois ni qué me estáis
pidiendo que haga.
El capitán bajó la mirada hacia su uniforme, como si la respuesta fuese
obvia.
—Está claro que venís de palacio —seguí diciendo, con un destello
molesto arraigando poco a poco en mi pecho, como me pasaba siempre que
pensaba en el palacio y en el malvado y horrible chico que vivía entre sus
muros—. ¿Supongo que alguno de sus habitantes necesita mi ayuda?
El capitán se mordió el interior de la mejilla, como si no quisiese
compartir esa información conmigo.
—Bueno… sí.
Aguardé a que continuase. Cuando no lo hizo, me eché a reír, esta vez
sorprendida por su audacia.
—Tengo que saber algo más que eso. ¿Quién es? ¿Qué le ocurre? Tengo
que llevarme todo lo que pueda necesitar… bálsamos, tónicos, mi equipo
quirúrgico por si fuese necesario… pero no puedo saber qué es lo que
necesito meter en mi maleta si no sé nada sobre el paciente.
El capitán se meció nervioso sobre sus pies.
—Tendrás todo lo que puedas necesitar en el palacio.
—Lo que necesito es más información. Ahora mismo. Si no, me temo que
nuestros caminos se separan aquí.
Sabía que estaba siendo cabezota, descargando toda la ira que me
provocaban los recuerdos del príncipe en este desventurado capitán, pero no
me importaba en absoluto.
El capitán soltó un sonoro suspiro y se volvió a echarles un vistazo a sus
hombres.
—¿Te importa… te importa si hablamos en privado?
Le señalé el patio que había al lado de la casa, donde había un banco de
piedra bajo un mirabel arqueado a punto de florecer. El capitán se encaminó
allí, pero no tomó asiento.
—Eres curandera —soltó, sin más preámbulos—. Supongo que habrás
oído hablar de esta clase de… temas sensibles.
—Temas sensibles —repetí, sin emoción alguna. Todos los días que había
pasado en el Entre se me fueron clavando en el corazón como puñales. A la
familia real le podrían haber salido cuernos y colas durante mi ausencia,
que yo jamás me habría enterado.
Él resopló, irritado.
—¿Qué has oído?
Ni siquiera sabía qué se suponía que debía saber.
—¿Sobre?
—No seas insolente, niña —me advirtió.
—Te aseguro que no sé nada. De verdad.
La mirada del capitán se deslizó de nuevo sobre mi casa, como si
estuviese valorando si le estaba diciendo la verdad o no. Ahora que estaba
fuera, pude ver que el tejado necesitaba desesperadamente un arreglo y que
algunos de los cristales de las ventanas se habían agrietado.
El capitán se acercó un paso más a mí y bajó la voz hasta que no fue más
que un susurro.
—Los curanderos de la corte lo han intentado todo. Nada ha funcionado.
Han hecho llamar a sacerdotes, a curas, a oráculos y a videntes. Todos han
fracasado. —Frunció sus cejas enjutas—. Una oráculo mencionó a una
curandera que vivía lejos, en el pueblo de Alletois, y que había sido
bendecida por el propio Temido Final. Una chica. A ti. Dijo que eras la
única persona en todo el reino que podría arreglar esto.
—¿Esto? —repetí, solo quería que me hablase con franqueza de una vez
—. ¿Quién? No entiendo qué me estás queriendo decir.
—Es… —Suspiró—. El rey.
Enarqué las cejas.
—¿Está enfermo?
—Eso parece —respondió el capitán, sin serme de ninguna ayuda.
—¿Y de qué padece?
—No lo sé —respondió, aunque no paraba de mirar de reojo a sus
hombres.
—Te han mandado aquí a buscarme. Tienes que saber algo.
El capitán se estremeció, con un aspecto miserable.
—Incluso aunque vivas tan lejos, en medio de campos de cultivo, tienes
que haber oído hablar de la gran epidemia del norte, ¿no? De la que está
dejando tantos muertos en la capital… —Se detuvo en seco, y yo me paré a
examinar todas sus medallas e insignias, preguntándome con escepticismo
cómo era posible que un oficial tan condecorado pudiese tener tantos
remilgos a la hora de hablar de la muerte—. ¿Los Escalofríos? —siguió
diciendo, y después aguardó a que yo le confirmase que sí que había oído
hablar del tema. Me quedé callada—. Creen… creen que podría ser eso.
—Háblame más de ello.
Suspiró pero comenzó a informarme de todo. Me dijo que la enfermedad
acababa con casi todo aquel que se contagiaba, que había pueblos enteros
que un día estaban sanos y a la mañana siguiente aparecían todos sus
habitantes muertos. Se santiguó al decirlo.
—¿Y todavía no han hallado una cura? —pregunté, aunque ya sabía la
respuesta. Esa oráculo, quienquiera que fuese, debía de haberme visto en
alguna de sus visiones, porque yo sería la única que podría encontrar una
cura. En mi cabeza, ya había empezado a redactar una lista mental de todo
lo que tendría que llevarme.
Los ojos oscuros del capitán se tornaron sombríos y, sin decir nada, negó
con la cabeza.
—Prepararé las maletas.
22

E
l viaje a la capital fue largo y arduo.
Para venir a buscarme, los hombres del rey habían viajado hasta
Alletois tan rápido como habían podido, cabalgando a lomos de sus
caballos. Se enfadaron cuando les sugerí que nos llevásemos mi carreta para
transportar todos mis baúles llenos de medicamentos e instrumental médico,
porque pensaban que iba a retrasarnos y nos iba a hacer ir a paso de tortuga.
Les dije que no pensaba irme sin mis cosas o sin Cosmos, por lo que el
perro estaba en esos momentos en la parte trasera de mi carromato,
lloriqueando con cada bache del camino.
Al no tener un caballo propio tuve que compartir montura con el capitán
de las patillas, quien luego descubrí que se llamaba Marc-André, y
agarrarme a su cintura con todas mis fuerzas mientras cabalgábamos a toda
velocidad hacia Châtellerault, haciendo que todos los aldeanos lo bastante
tontos como para ponerse en el camino de nuestra comitiva tuviesen que
lanzarse a un lado al vernos llegar.
—Nunca he estado en la capital —le confesé a Marc-André cuando
emprendimos el camino—. ¿Qué me voy a encontrar?
Él resopló con fuerza y supuse que eso debía de ser su risa.
—Es mucho más elegante que todo esto. —Me señaló la granja junto a la
que pasamos, y le eché un vistazo al vergel, preguntándome si los
LeCompte estarían trabajando en ese momento.
Pero no vi a la familia de Kieron…
Había cinco figuras reunidas entre las hileras de manzanos, sus siluetas
espectrales quebraban un paisaje que por lo demás era encantador.
El cabello de mamá se había convertido en una cortina grasienta que le
caía mucho más largo que en toda su vida. Los últimos restos del rostro de
papá por fin se habían desprendido, y habían dejado tras de sí un residuo
pringoso de tendones y músculos grises cubriendo su cráneo.
El corazón se me detuvo cuando me fijé en el nuevo integrante de su
tenebrosa brigada, el que tenía un cacho de piel colgando en la nuca. Este se
mecía con la brisa, como las últimas hojas del otoño, demasiado testarudo
como para soltarse del árbol.
No mires, no mires, no mires, gritaba mi cabeza, repitiendo aquel cántico
al ritmo de las pisadas galopantes del caballo.
Pero no pude evitarlo, y entonces él se fijó en mí. Una suave sacudida
recorrió su cuerpo, y comenzó a girar, y a girar, y a girar, mucho más
despacio de lo que lo habría hecho en vida. Una de sus piernas ya había
comenzado a descomponerse y dejó caer todo su peso sobre su fémur
enjuto, inclinándose hacia un lado, tambaleándose como una peonza.
Antes de que pudiese verle la cara a Kieron, de que pudiese ver sus
lechosos y blanquecinos ojos guiñados bajo la luz del sol como canicas
malditas, Marc-André hizo girar a nuestra montura en la curva y perdí de
vista a mis fantasmas.
—¿No crees? —preguntó el capitán, sacándome de mis pensamientos, y
supe por su tono que no era la primera vez que me hacía aquella pregunta.
—Por supuesto —respondí rápidamente, aunque no estuviese segura de a
qué estaba accediendo. Tenía que deshacerme de la imagen de mis espectros
y centrarme en lo que estaba ocurriendo en el presente. En los dos años que
había pasado en el Entre no había tenido que soportar los tambaleos de mis
fantasmas, y me había olvidado de lo agotadora que era su presencia, todo
un peso y una preocupación constantes.
No estaba segura de a cuánta distancia estaba Alletois de la capital, pero
tardarían varios días en llegar hasta allí con su lento caminar y sus
tambaleos. Sin importar lo que estuviese ocurriendo con el rey y con esta
nueva enfermedad, estaría lista para enfrentarlos cuando llegasen.
—¿Y qué hay del resto de la familia real? —pregunté, tratando de volver
a centrarme en la conversación—. Los hijos. La reina. ¿Cómo lo están
llevando?
Marc-André me lanzó una mirada curiosa por encima del hombro.
—¿La reina? —Soltó una risa burlona—. ¿Cuánto tiempo dices que llevas
fuera, chica?
Por más que lo intentaba, no lograba quitarme de la cabeza la imagen de
la nuca colgante de Kieron. Había estado a punto de mirarme de frente.
¿Qué habría pasado si lo hubiese hecho?
—Yo… —vacilé—. Fue un viaje bastante largo. —Traté de esbozar una
sonrisa amable para librarme del lío en el que me acababa de meter sin
querer.
—Ya veo —repuso, antes de azuzar al caballo—. La reina lleva muerta
casi un año.
—¿Está muerta? —exclamé, tan sorprendida que por un momento me
olvidé por completo de mis fantasmas—. ¿Cuándo? ¿Cómo?
—Tuvo un terrible accidente montando a caballo. Una de sus damas de
compañía la encontró, se había caído de su montura. Fue hace… —se
interrumpió, como si estuviese echando las cuentas— unos diez meses, más
o menos. —Asintió.
—Qué horror.
—La princesita fue quien peor lo llevó —siguió diciendo, comentando la
gran tragedia de los Marnaigne con total indiferencia, como quien habla del
tiempo—. Solo tenía seis años cuando ocurrió. No comprendía lo que
estaba pasando, no sabía por qué su madre no había vuelto a casa.
—Euphemia, ¿no? —Habían lanzado confeti rosa en las plazas de todos
los pueblos del reino, mientras los sirvientes descargaban barriles enteros de
vino que habían traído de la bodega real, para celebrar el nacimiento de la
niña.
Soltó un gruñido de asentimiento.
—Yo estaba de guardia en el interior de palacio cuando ocurrió. —Marc-
André sacudió la cabeza y se estremeció de arriba abajo—. Todavía
recuerdo los gritos de dolor que surgieron de sus aposentos. Fue un suceso
terrible, terrible.
Asentí.
—¿Alguno más está enfermo?
Se encogió de hombros.
—Puede ser, aunque no lo sabemos. El ayuda de cámara del rey se guarda
para sí mismo toda la información que puede, como un avaro aferra su
cartera. Lo único que me dijeron era que tenía que venir a buscarte. Así que
aquí estamos.
—Aquí estamos —repetí, relajándome en mi asiento y dándole vueltas a
todo lo que me había contado.
Nuestro viaje continuó. Las tierras de cultivo se convirtieron en pequeñas
villas, las villas en cuidades.
Me sorprendió el mal estado de las carreteras, estaban llenas de barro y se
habían ensanchado demasiado, como si hubiese pasado un desfile por ellas
que lo hubiese aplastado todo. Marc-André examinó los daños consternado,
pero no hizo ningún comentario al respecto, y me pregunté si se
avergonzaría de que la carretera del rey estuviese en semejante mal estado.
Las ciudades se fueron acercando poco a poco hasta que llegamos a la
capital, y entonces el camino comenzó a llenarse de adoquines. Jamás había
visto tanta gente junta, ni edificios tan altos como aquellos. Había más
tiendas y escaparates de los que jamás habría creído posibles o necesarios,
hileras e hileras de tiendas, que no vendían tan solo frutas o verduras o ropa,
sino toda clase de objetos. Mientras cabalgábamos frente a aquellos
relucientes escaparates, vi objetos diminutos y brillantes cuyo propósito no
podía siquiera adivinar.
En la capital todo brillaba, y me dolía la cabeza por la cantidad de detalles
que se abrían de repente ante mis ojos: la esencia de unas especias
desconocidas y el olor a carne ahumada, la mezcla de idiomas que no
lograba entender, vestidos hechos con telas de colores con los que jamás me
habría atrevido a soñar siquiera, con cortes tan a la moda que me resultaban
casi exagerados y ridículos, y un sabor agrio y desconocido me impregnó la
lengua por la acidez que desprendían todos aquellos cuerpos juntos,
hacinados en un espacio demasiado pequeño.
No entendía cómo alguien podía considerar esa franja de tierra
superpoblada la epítome de la civilización.
Incluso la familia real parecía querer alejarse de todo esto. Aunque el
trono se encontraba en Châtellerault, el palacio no estaba dentro de la
ciudad. Los terrenos estaban un poco más alejados, abrazando la frontera
norte. El palacio y la ciudad estaban pegados como dos amantes. Aunque no
tan pegados, porque los separaba una enorme muralla y un foso.
Cuando cruzamos el puente levadizo, me fijé en todos los cisnes negros
que flotaban con pereza sobre sus aguas oscuras. Los cascos de los caballos
repiqueteaban con fuerza sobre las tablas de madera y el sonido me puso los
pelos de punta. La muralla tenía al menos tres metros de ancho y estaba
muy custodiada. Varias docenas de soldados se pusieron firmes y saludaron
a su capitán cuando nos vieron.
Solo cuando cruzamos las puertas del palacio me di cuenta de lo tarde que
era. El crepúsculo había llegado a toda velocidad, obligando al cielo a
cobrar un tono lila oscuro, como si estuviese lleno de moratones. Había
demasiadas nubes como para poder ver las estrellas y podía sentir en mis
huesos que se avecinaba una buena tormenta.
El palacio se alzaba ante nosotros, ancho y gigantesco. El edificio
principal tenía cuatro plantas, con alas que se extendían a ambos lados,
como si fuese una especie de murciélago que se estuviese preparando para
emprender el vuelo. El edificio, construido con piedras de un gris oscuro y
tejados de pizarra a dos aguas, casi se fundía con la bruma del atardecer.
Unas enormes farolas de aceite salpicaban todo el perímetro, proyectando
halos de luz ámbar, del mismo tono que los lingotes de oro.
No entramos por la puerta principal. Marc-André dirigió a nuestra
montura por un camino lateral, nos llevó más allá de los establos y del resto
de las dependencias. Divisé unos jardines preciosos y amplios, y un altísimo
invernadero. La opulencia y el lujo que me rodeaban hacían que la cabeza
me diese vueltas. Incluso rodeados de aquella sombría oscuridad, todo
refulgía con un brillo propio. No quedaba nada sin decorar, todo rebosaba
de detalles y adornos ostentosos. Había estatuas de mármol negro repartidas
por todos los terrenos, como si fuesen los juguetes que un niño gigante se
hubiese dejado olvidados. Los postes dorados de cada una de las farolas
frente a las que pasamos tenían intrincados ramilletes de rosas tallados, que
descendían hasta el pie en espiral. Incluso la gravilla del camino por el que
cabalgábamos refulgía como si estuviese hecha de fragmentos de cuarzo
brillantes.
El aire estaba cargado, era como si todo lo que se abría ante mis ojos se
estuviese burlando de mí en secreto, orgulloso y henchido con su propia
soberbia. Me trajo recuerdos de mi infancia: de la visita de la familia real a
Rouxbouillet; de la marabunta de gente reunida por las calles, ansiosa por
estar un poco más cerca de ellos, de estar cerca de su riqueza; del príncipe
lanzándome un puñado de monedas.
Me pregunté si Leopold se acordaría de la pequeña niña llena de pecas a
la que había insultado, o si le habría causado aunque fuese la más mínima
impresión.
Nos detuvimos frente a la entrada de una de las alas. Un alto pórtico
enmarcaba la puerta como un conjunto de dientes al descubierto. Aunque
estaba claro que esta entrada estaba destinada al servicio y a los
comerciantes, no era menos grandiosa que cualquier otra puerta frente a la
que hubiésemos pasado.
Dos lacayos bajaron a toda prisa los escalones de mármol negro.
Llevaban uniformes ónice con borlas doradas a juego, y saludaron a Marc-
André cortésmente con un asentimiento de cabeza, antes de que uno de
ellos me ayudase a bajar del caballo. Los otros guardias desmontaron
también y comenzaron a descargar mi colección de maletas y baúles. Había
llenado tres baúles hasta casi reventar de medicinas y una bolsa con todos
mis objetos personales, ropa y productos de aseo. Ni siquiera podía
imaginarme cuánto tiempo tardaría en curar al rey, y no quería verme en la
situación de no tener a mano algo que pudiese necesitar.
—Puedo ayudaros con eso —me ofrecí, pero rechazaron mi ofrecimiento
con un gesto displicente de la mano.
—Síganos, señorita, por favor —me pidió uno de los lacayos.
Le dediqué una pequeña sonrisa como agradecimiento a Marc-André,
pero él ya se había girado y estaba dándole órdenes a un mozo de cuadra
que se había apresurado a acercarse para ayudar con los caballos.
—Cosmos, vamos —lo llamé, y mi perro bajó de un salto de la carreta y
se estiró con evidente placer al tiempo que olfateaba su nuevo entorno.
Cuando vi cómo los lacayos ponían distancia entre ellos y el animal, la
estampa casi me hizo sonreír. Al menos sabía que no era la única que se
enfrentaba a aquella situación con cierto recelo.
Subí los escalones de piedra a la carrera y me detuve en el umbral para
observar el escudo de armas dorado que había tallado en la piedra. El toro
de los Marnaigne me observaba atentamente con sus ojos brillantes, y todo
el peso de lo que estaba a punto de hacer (conocer al rey, tratar al rey, salvar
al rey) descendió sobre mis hombros como un pesado manto.
No quería estar aquí, en realidad no.
Quería volver a mi pequeña cabaña, adaptarme a mi nueva vida en
Alletois.
Si era sincera conmigo misma, lo que en realidad quería era regresar al
Entre, sentarme junto a la chimenea, con Merrick y un buen libro en el
regazo, y pasar todos los años que me quedaban de vida sin hacer nada.
Pero no estaba allí.
Estaba aquí.
Así que no me podía permitir que mi cabeza estuviese en otra parte.
Con Cosmos a mi lado, me adentré por primera vez en el palacio.
—¡Por todos los dioses! —exclamó una voz—. ¿Qué es esa cosa?
Bajé la mirada hacia Cosmos, que casi se mimetizaba con el suelo, por lo
que parecía un enorme sabueso del infierno hecho de sombras en medio de
un mar de oscuridad.
Justo al otro lado de la puerta había un hombre, alto y esbelto. Su traje
estaba hecho a medida y acentuaba su altura. Todo, desde el brillo de sus
zapatos hasta las puntas enceradas de su bigote, exudaba fastidio militar.
Observó a Cosmos, con su nariz fruncida en una delicada mueca.
—Este es Cosmos —respondí. El aludido soltó un aullido que el hombre
confundió con un gruñido y que lo hizo estremecer.
—¿Ha traído a su… perro? —Esa última palabra tuvo que pensársela un
buen rato antes de pronunciarla, como si no estuviese del todo seguro de
que fuese el término correcto. Aquella pregunta, en mi opinión, no
necesitaba respuesta alguna, por lo que guardé silencio—. Supongo que
puede dormir en los establos. ¡Benj! —gritó, alzando la voz para llamar al
joven que había estado atendiendo a los caballos en el patio—. Llévate a
este… perro… cuando te marches, por favor.
El mozo de cuadra, con sus rizos oscuros y sus hoyuelos marcados,
asintió y después se volvió a mirarme, con una enorme sonrisa dibujada en
su rostro.
—¿Cómo se llama, señorita?
—Cosmos. Está muy bien entrenado. No creo que te dé ningún problema.
De hecho, creo que…
—Eso no importa —me interrumpió el hombre—, hay mucho que hacer.
Cualquier… distracción… podría traer consecuencias nefastas.
Suspiré y me agaché para acariciar a Cosmos tras las orejas.
—Vete con Benj y pórtate bien. Iré a buscarte en cuanto pueda. —Le di
un beso sobre su frente sedosa, después me levanté de nuevo y observé
cómo mi perro y el mozo de cuadra desaparecían en medio de la noche.
Lentamente, me volví hacia el hombre, con una pequeña sonrisa dibujada
en mi rostro.
Él carraspeó para aclararse la garganta.
—Bueno, ¿supongo que usted será mademoiselle Trépas?
—Puede llamarme Hazel —dije, tendiéndole la mano.
Aquellos ojos pálidos, que no eran azules ni grises, rechazaron mi mano,
y por cómo la miraba supe que estaba recordando que acababa de acariciar
a Cosmos con ella. La dejé caer lentamente.
—Soy Aloysius Clément, el ayuda de cámara del rey. Si necesita
cualquier cosa durante su estancia ha de pedírmelo a mí y solamente a mí.
No debemos preocupar a todo el palacio con el… dilema del rey. —La
mirada de Aloysius se deslizó hacia los dos lacayos que se habían detenido
junto a nosotros—. ¿Qué estáis haciendo ahí de pie? ¡Llevad todas las
pertenencias de mademoiselle Trépas a su alcoba de inmediato!
Los lacayos se pusieron manos a la obra y recogieron todos mis baúles.
Justo antes de que se cerrase la puerta, vi cómo cinco figuras se acercaban
lentamente al pórtico y se me quedó la garganta seca.
Se tambaleaban en medio de la oscuridad, con unas piernas demasiado
huesudas como para sostener su peso, y las prendas con las que los habían
enterrado crujían a su paso como los exoesqueletos de los insectos.
Mis fantasmas.
No tenía ni idea de cómo podían haber llegado ya al palacio, de cómo me
habían seguido tan rápido, pero tampoco tenía tiempo para hacerme esa
clase de preguntas.
—¡Sal! —grité, volviéndome hacia el ayuda de cámara del rey y
balbuceando mi absurda petición—. Tenemos que echar sal por todos los
terrenos del palacio antes de que comience con mi tratamiento. Todas las
puertas, todas las ventanas. Cualquier entrada al palacio ha de tener una
línea de sal en el umbral.
Aloysius enarcó una única ceja.
—¿Sal? —repitió.
Asentí.
—El rey está enfermo —comencé a decir, tratando de encontrarle una
explicación lógica a mi petición—. La sal mantendrá alejados a los malos
espíritus.
Era lo bastante cierto.
El ayuda de cámara se limitó a parpadear.
—Tiene que hacerse de inmediato. Ahora, por favor, si se puede. —Traté
de erguirme aún más, para mostrarme todo lo alta que era, pero seguía
sintiéndome pequeña y estúpida ante aquel hombre.
—Los malos espíritus. —Se pasó la lengua por los labios—. He de
admitir que cuando la oráculo predijo que podríamos encontrar a la
curandera destinada a salvar a su majestad en Alletois, no caí en la cuenta
de lo provinciana que seríais. ¿Sabe cuántas puertas y ventanas hay en el
palacio?
—Comprendo la magnitud de lo que estoy pidiendo —repuse, aunque, en
realidad, no lo comprendía del todo—. Pero se lo aseguro, monsieur
Clément, mis métodos funcionan.
Después de una dolorosa pausa, de un instante que se extendió demasiado
en el tiempo, empezó a ladrar órdenes a los sirvientes para que fuesen en
busca de los sacos de sal, y tres lacayos que ni siquiera me había percatado
de que estaban junto a nosotros se pusieron manos a la obra, con sus pisadas
resonando con fuerza por los pasillos.
—Gracias —dije, tan digna como pude—. Ahora… esta va a ser mi
primera vez tratando a alguien que padezca de los Escalofríos —admití—.
Cualquier información que pueda darme, pequeña o grande, me sería de
mucha ayuda.
Aloysius apretó los labios con fuerza antes de responder.
—No soy médico, y creo que majestad preferirá que lo examine
personalmente. Lo mejor va a ser que lo vea con sus propios ojos, y no que
yo se lo describa y le diga algo que no es por accidente.
Me quedé callada. Comprendí lo que me decía (aunque lo hubiese
pronunciado con demasiada simpleza, algo que sugería que creía que si me
hablaba a las claras no iba a poder entenderle en absoluto), pero solo eran
frases y palabras vacías, no me daban ninguna clase de información, tanto
que bien podría haberme estado hablando en otro idioma.
—Ahora, sígame, le mostraré su habitación. Quizá desee refrescarse antes
de ir a ver a su majestad. —Por su tono quedaba claro que era más una
orden que una sugerencia.
Aloysius se dio media vuelta y se encaminó hacia un vestíbulo sin
siquiera volverse para ver si lo seguía. Lo perdí de vista en cuanto giró
rápidamente a la izquierda. Era sorprendentemente ágil para su edad, y tuve
que correr tras él para no perderme.
Giramos en otro pasillo y nos adentramos aún más en el palacio. Era
como si estuviésemos recorriendo un laberinto infinito de paredes y puertas
cerradas idénticas. Después de seis giros más, me pregunté si no me estaría
haciendo recorrer el mismo pasillo una y otra vez para confundirme. Pero
Aloysius no parecía la clase de persona que se dedicaría a jugar a ese tipo
de juegos o a malgastar su tiempo en ello. Pero ¿cuántos pasillos recorrían
el palacio?
Por un momento casi me arrepentí de haber montado aquella escena con
lo de la sal. Incluso aunque los fantasmas consiguiesen adentrarse en el
palacio, les sería casi imposible encontrarme.
Me detuve en una intersección y me quedé mirando fijamente unas
puertas dobles que estaban cerradas a cal y canto. Tenían al menos tres
metros de altura, y su madera estaba lacada de blanco y recubierta de
florituras y grabados dorados que brillaban con fuerza. Un par de toros
gemelos hacían de pomo, con unos aros con joyas incrustadas colgando de
sus morros.
—No se pare —me animó Aloysius, encaminándose hacia unas escaleras.
Mis pisadas resonaban demasiado por los pasillos, era como si me
hubiese multiplicado por doce y las doce estuviésemos persiguiendo al
ayuda de cámara del rey. Dejamos atrás el primer rellano, después el
segundo y traté de seguir respirando sin que pareciese que me estaba
ahogando.
Cuando Aloysius abrió una puerta en la cuarta planta, que daba a otro
enorme y largo pasillo blanquecino, traté de que no se notase lo cansada que
estaba en realidad. ¿Cómo se suponía que iba a poder orientarme en este
lugar?
—Su habitación —dijo, frente a una de las doce puertas idénticas que
había en aquel pasillo.
Hice girar el pomo de latón martillado y abrí la puerta. La habitación era
austera y sin pretensiones. Había una lámpara de aceite prendida sobre una
mesilla a un costado, que iluminaba una cama alargada y una única silla. Un
armario demasiado grande y ancho como para haber sido elaborado para los
aposentos de un sirviente llenaba casi toda una pared de la estancia. La
ventana estaba cubierta con unas cortinas de sarga de lo más modestas.
Habían depositado todas mis pertenencias junto a una de las paredes,
aunque los lacayos ya se habían marchado.
—El baño se encuentra tres puertas más allá —indicó Aloysius—.
Volveré dentro de media hora. ¿Estará lista para entonces?
El torbellino de actividad de aquella tarde me había dejado agotada, y lo
único que quería era tirarme boca abajo sobre aquella cama de aspecto
incómodo y dormir. Pero tenía trabajo que hacer.
—Media hora —accedí.
El ayuda de cámara del rey se dio la vuelta, dispuesto a marcharse.
—¡Monsieur Clément, espere un momento! —El hombre se detuvo,
aunque no se volvió a mirarme—. Preferiría no tener que enfrentarme a esto
completamente a ciegas. ¿Qué me puede contar sobre los Escalofríos? ¿Se
parece a una neumonía?
—¿Cree que la habríamos hecho llamar si fuera un simple resfriado? —
No era que su voz estuviese cargada de dureza, pero su respuesta logró
irritarme.
—¿Como el sudor inglés, entonces? —No me respondió y yo guardé
silencio durante unos minutos más; me mordí el labio inferior con fuerza
antes de atreverme a decir lo peor—. ¿Como la peste?
Aloysius se volvió hacia mí entonces. Sus ojos pálidos me observaron
con curiosidad y lástima.
—No. No es como la peste.
Solté un suspiro aliviado entre dientes.
—Me temo que es mucho, mucho peor.
23

E
l espejo del baño solo era lo bastante grande como para que pudiese
ver una parte de mi cuerpo en cada vistazo.
Pero no importaba dónde mirase. Tenía un aspecto terrible desde
cada ángulo, estaba nerviosa y pálida. Ajusté un poco el espejo y me fijé en
que se me habían soltado unos cuantos pelos rebeldes de la corona de
trenzas, así que los domé con mis últimas horquillas, antes de alisarme a
toda prisa la falda con las manos. El dobladillo estaba lleno de manchas de
barro que me llegaban casi hasta la mitad de las pantorrillas, lo que dejaba
claro que llevaba prácticamente todo el día cabalgando. Las docenas de
pecas que me surcaban las mejillas resaltaban contra mi piel cenicienta, y
mis ojos parecían demasiado grandes y cansados. La voz del príncipe
resonó en mi cabeza al recordar aquel momento, hacía tantos años, en el
que se había detenido a observar las pecas que surcaban mi rostro. Me
pellizqué las mejillas para tratar de darles algo más de color.
—No importa cuántas pecas tengas —me dije, tratando de deshacer el
nudo nervioso que se me había formado en la garganta—. Estás aquí porque
puedes curar al rey. Estás aquí porque eres la única que puede hacerlo.
En cuanto terminé de darme aquella triste charla de motivación, asentí,
observando mi reflejo, y salí del baño.
Aloysius ya me estaba esperando en el pasillo, sentí cómo se me
aceleraba el corazón y me pregunté si era que yo siempre llegaba tarde o si
él era la clase de persona que llegaba pronto a todas partes. Había un
sirviente a su lado, esperando con un carrito con ruedas.
La mirada del ayuda de cámara del rey me recorrió de arriba abajo, como
si estuviese tomando nota de todos mis defectos.
—Jamás me habría podido imaginar que una curandera bendecida por los
dioses podría tener un aspecto tan… desarreglado —dijo al final.
La vergüenza me sonrojó las mejillas con violencia, pero me erguí todo lo
alta que era.
—Estoy segura de que los médicos de la corte y los oráculos llevan
prendas mucho más destacables y elegantes —repuse, procurando que no se
me notase ninguna emoción en la voz—. Si prefiere que me ponga otra cosa
para tratar de salvar la vida del rey, estaré encantada de…
Aloysius desestimó mis palabras con un gesto desdeñoso de la mano.
—Gervais llevará todo lo que pueda necesitar. —Señaló el carrito.
Volví corriendo a mi habitación y saqué todos los baúles donde llevaba
las medicinas, así como mi maletín de cuero. Gervais los apiló sobre el
carrito antes de marcharse arrastrándolo frente a él, supuse que llevándoselo
a los aposentos del rey.
—Sígame —me pidió Aloysius.
Traté de llevar la cuenta de todas las puertas que había entre mi
habitación y el final del pasillo, pero me perdí entre la doce y la trece. La
interminable uniformidad de todo me daba dolor de cabeza.
Nos adentramos en un pequeño vestíbulo antes de llegar a otra escalera.
Eché un vistazo por el hueco del centro y me mareé al ver la cantidad de
escalones que tendría que bajar pero, por suerte, Aloysius se detuvo en el
primer rellano. Había guardias apostados a ambos lados de otra puerta
enjoyada, enarbolando sus alabardas. Aunque eran armas de lo más
arcaicas, todavía parecían bastante útiles.
—Esta es la nueva curandera, mademoiselle Trépas —les informó el
ayuda de cámara, y sentí el peso de sus ojos sobre mi rostro. Algunos
apartaron la mirada rápidamente y volvieron a clavar la vista en la distancia,
como si estuviesen preparándose para un ataque inminente, pero uno de los
guardias esbozó una sonrisa de ánimo al mirarme. Él fue también quien se
movió para abrirnos la puerta, pero Aloysius lo detuvo alzando el dedo.
—Esta puerta da acceso al ala privada de la familia real —comenzó a
decir el ayuda de cámara. Enarcó una de sus cejas enceradas a modo de
aviso.
¿Tan mala impresión le había dado? Puede que llevase la ropa arrugada y
sucia por el viaje, pero eso no significaba que fuese a pasarme los días
corriendo por los pasillos del palacio como una niña salvaje.
Le sostuve la mirada e incluso me atreví a imitar su gesto, enarcando yo
también una ceja. Cuando quedó claro que ninguno de los dos iba a ceder,
asintió lentamente hacia los guardias en una orden silenciosa, y entonces
abrieron la puerta y nos dejaron entrar.
No quería que nada de lo que viese me afectase, pero no pude evitar
quedarme boquiabierta ante la grandiosidad del ala de la familia real.
Únicamente el pasillo era lo bastante ancho como para que pudiese usarse
de salón de baile, y había tres enormes lámparas de araña colgando del
techo para iluminarlo. Unas burbujas de cristal más grandes que mis propias
manos extendidas proyectaban arcoíris por todo el techo negro y dorado.
Había dos paredes cubiertas por completo de espejos, que reflejaban la luz
de las velas y daban la impresión de que allí dentro todavía era mediodía.
Aloysius me permitió un momento para admirar la belleza de aquella
sala, aunque tuvo que esconder una mueca cuando me vio dar una vuelta
sobre mí misma para observar boquiabierta todos los cuadros al óleo que
había colgados por las paredes, las columnas de mármol, las molduras
doradas y el mismo brillo de ese momento. Mis pies se hundieron en la
moqueta, negra y lujosa. Quería pasar los dedos entre sus gruesas tramas,
pero no creía que el ayuda de cámara fuese a apreciar esa clase de
comportamiento tan campesino.
Aloysius me dirigió hacia un retrato gigantesco. Jamás me había sentido
tan pequeña como en ese momento, observando aquella enorme figura
coronada. Unos ojos tan azules como los nomeolvides lo observaban todo
atentamente y, de alguna forma, era como si también lo estuviesen
midiendo todo. El hombre del retrato tenía la nariz ligeramente arrugada en
una mueca, lo que hacía que una de las comisuras de sus labios finos se
elevase. Y un cetro descansaba sobre su regazo. Me pregunté si no habría
querido tenerlo en la mano mientras lo retrataban o si el artista simplemente
había pensado que el hecho de dejar el cetro olvidado sobre su regazo
lanzaría un mensaje mucho más profundo que si lo sostuviese en alto.
—El rey Marnaigne —aclaró Aloysius, aunque no era necesario—. Unos
meses después de que ascendiese al trono.
—Es muy apuesto —murmuré, mientras estudiaba detalladamente su
cabello dorado, su nariz orgullosa.
—Era un joven muy apuesto.
Me volví hacia el ayuda de cámara.
—¿Lleva sirviéndolo mucho tiempo?
Él asintió.
—Desde que era un niño. Por eso todo esto me resulta tan… complicado.
Una oscura semilla oscura y molesta comenzó a echar raíces en mi pecho.
¿Qué estaba a punto de encontrarme?
—¿Seguimos? —me preguntó.
Su voz sonaba mucho más suave ahora, casi incluso amable. ¿Cuántos
curanderos habían examinado ya al rey sin éxito? ¿Cuántos habían recorrido
aquellos mismos pasillos, gritando que tenían pócimas curativas y remedios
súper eficaces para que, al final, todas esas medicinas que decían ser
milagrosas terminasen fracasando? ¿A cuántos había tenido que hacerles
Aloysius esta misma visita?
No me extrañaba que fuese tan odioso y abrupto.
Eché un último vistazo al retrato y asentí.
Mientras Aloysius me guiaba por el vestíbulo, me di cuenta de que
siempre se posicionaba a mi lado, pero caminaba cinco pasos por delante.
Cruzamos un par de puertas de ébano. Tenían una detallada escena pastoral
grabada sobre la madera, en la que los aldeanos parecían muñecos
tridimensionales. Había árboles; sauces llorones con cada una de sus ramas
caídas grabadas con muchísimo mimo, altos pinos con pájaros carpinteros
aferrándose a sus troncos. Había un molino de agua, con una noria tan
detallada que me dieron ganas de alargar la mano hacia ella para ver si
podía hacerla girar. Era la única zona en toda la puerta donde el barniz no
estaba del todo prístino. Estaba claro que no era la primera a la que se le
había ocurrido aquella idea.
Aloysius llamó solo una vez, y una voz ahogada respondió desde el
interior.
Las puertas se abrieron de par en par y, apostados tras ellas, había más
guardias con las mismas libreas que los de antes, así como más alabardas.
Antes de que pudiese dar siquiera un paso para adentrarme en aquella
sala, Aloysius dejó caer su mano sobre mi antebrazo, obligándome a
detenerme.
—Si puede, mademoiselle Trépas —dijo, con la voz encogida—,
recuérdele tal y como era en el cuadro.
Tragué con fuerza cuando el miedo me formó un nudo en la garganta. El
ayudante de cámara del rey me observaba suplicante, una preocupación
descarnada impregnaba su mirada, y sus ojos casi me dejaron sin aliento.
—Lo haré —repuse, porque lo único que quería en ese momento era
borrar aquella expresión de su rostro, asegurarle que tenía talento y que
sabía lo que estaba haciendo, prometerle que sería capaz de salvar al rey.
Ingresé en aquella sala y enseguida me olvidé por completo del retrato.
24

E
l rey Marnaigne estaba sentado a un lado de una gigantesca cama-
trineo, con una larga bata de damasco, y parecía sorprendentemente
diminuto en contraste con la magnificencia de la habitación.
Como el resto del palacio, los aposentos del rey estaban forrados de negro
y dorado, con tantas molduras doradas en las paredes y en el techo que uno
casi tenía que observar todo aquel lujo con los ojos entrecerrados. Un dosel
cubría la cama y la pared del fondo, y pesados cordones de seda caían sobre
el satén oscuro formando festones decadentes. El emblema de los
Marnaigne, aquel enorme toro, coronaba el marco, erguido y orgulloso, con
su pecho henchido para enfrentarse al resto del mundo. Un par de rubíes del
tamaño de los huevos de un petirrojo formaban sus ojos, y desde esa
distancia parecía estar hecho de oro macizo.
Me pregunté distraídamente si el rey se preocuparía alguna vez por lo
pesada que era aquella pieza, por si se caía sobre su cama y la destrozaba, o
por si le abría la cabeza con su peso al caerse en mitad de la noche.
—Haz una reverencia —siseó Aloysius, devolviéndome de nuevo al
presente al mismo tiempo que él también se inclinaba en una profunda
reverencia—. Majestad.
Deslicé una pierna hacia atrás y apoyé solo una rodilla en el suelo, antes
de inclinar la cabeza ante el rey, sintiéndome una auténtica patosa
descoordinada.
—Majestad —repetí, antes de volver a alzar la mirada hacia el rey.
No hubo ninguna respuesta. El rey se estaba mirando los dedos, como si
estuviese demasiado ocupado quitándose un padrastro.
O lo que esperaba que fuese un padrastro.
—¿Majestad?
Lanzó algo a un lado que preferí ignorar y entonces se volvió hacia
nosotros.
—¿Esta es la chica que dijeron que me curaría? ¿La que vive con la
Muerte?
Aloysius asintió.
Cuando el rey Marnaigne se puso en pie, su bata se abrió, dejando al
descubierto lo mucho que se había extendido la enfermedad por su cuerpo.
—Así que has venido a contemplar a tu monarca caído. Bueno… ¿qué
opinas? —Extendió los brazos a sus lados y dejó al descubierto mucha más
piel afectada.
Ladeé la cabeza al observarlo, tratando de comprender qué era lo que
estaban viendo mis ojos.
Eso era… ¿oro?
El rey soltó una carcajada amarga y húmeda, y negó con la cabeza.
Entonces se volvió hacia Aloysius.
—No dice nada. ¿Es que es muda? ¿O es estúpida? ¿O es que todo esto la
ha dejado sin palabras? —Entonces se quitó la bata y se quedó
completamente desnudo ante mí, exponiendo lo mucho que se había
extendido la enfermedad por su cuerpo.
Mi cuerpo me gritaba que retrocediese, pero mi cabeza me obligó a
quedarme donde estaba.
—Me han dicho que tiene un don, majestad. Un don que le otorgó el
mismo Temido Final. —Aloysius me dio un suave empujón para que me
acercase al monarca, pero mis pies se quedaron anclados al suelo.
Marnaigne soltó una risa burlona.
—Pues menudo don. Ven y mira, niña. Después podrás salir corriendo.
Todos salen corriendo. Las doncellas, los doctores, incluso esa farsa de
vidente. Todo el mundo sale corriendo al verme.
Si eso era cierto, no podía culparlos por ello. En ninguno de los libros que
Merrick me había dado para que leyese había visto nada parecido.
El cuerpo del rey… se estremeció.
Una serie de espasmos musculares le recorrieron la piel, haciendo que sus
dedos se encogiesen y que sus hombros se alzasen y cayesen sin orden ni
concierto. Mientras lo observaba, su costado también empezó a encogerse,
como si alguien hubiese atado una cuerda invisible a su piel y estuviese
tirando de ella una y otra vez.
El rey se frotó la piel irritado, primero con suavidad, masajeando sus
músculos tirantes, y después con más firmeza. Se clavó los dedos, cada vez
con más fuerza, aunque los espasmos no cesaron, y al final terminó
clavándose las uñas, y de la herida comenzó a manar una sustancia aceitosa
que no se parecía en nada a la sangre o a la bilis.
El cuerpo me gritaba que me acercase un poco más para verlo mejor, pero
algo seguía manteniéndome anclada al suelo. Esa sustancia parecía
peligrosa.
Al sentir cómo el líquido aceitoso le caía por el pecho, Marnaigne soltó
una palabrota y comenzó a limpiárselo con el dorso de la mano,
extendiéndose la sustancia por el torso, y dándole a su piel un brillo dorado.
Entonces sus músculos se contrajeron de nuevo, esta vez el espasmo
comenzó en el bíceps de su brazo izquierdo, y el rey empezó a rascarse allí
también, repitiendo el proceso.
Podía sentir la mirada del monarca clavada en mi rostro, observando
atentamente cómo reaccionaba. A la espera de que me volviese y saliese
corriendo, tal y como habían hecho los otros curanderos y charlatanes que
habían prometido curarlo.
Después de un momento que me pareció casi infinito, di un paso hacia él.
—¿Cuándo comenzó a sentir que algo no iba bien? —pregunté, sacando
todo lo que llevaba en el maletín. Coloqué todos mis instrumentos sobre un
aparador, vagamente consciente del contraste tan agudo que creaba el acero
de mi instrumental quirúrgico contra la opulenta superficie de nácar.
Estábamos en el estudio privado del rey.
Marnaigne estaba tumbado sobre una enorme mesa que había en el centro
de la sala, completamente desnudo salvo por una suave toalla que le cubría
la zona de la ingle.
El servicio se había apresurado a colocar una sábana sobre la superficie
de caoba antes de que el rey se tumbase encima. La tela se había llenado
poco a poco de manchas doradas y escarlata, por todos los fluidos que se
deslizaban sobre la piel de Marnaigne y que creaban una pintura de lo más
macabra sobre la tela.
—Hace un mes, quizás un poco antes incluso. —Cerró los ojos y suspiró
con fuerza.
Le levanté uno de los brazos y observé cómo sus músculos se estremecían
y contraían bajo su piel, como si tuviesen vida propia. Marnaigne ya se
había dejado la piel de la zona en carne viva, por lo que la sustancia dorada
seguía manando de sus poros, imparable. Era un fluido acuoso y viscoso
(como la pintura diluida) y, aunque llevaba las manos enguantadas, pude
notar que estaba desagradablemente caliente.
El rey se estremeció cuando le clavé los dedos en el bíceps para forzar
que brotase más líquido de su piel. Froté el líquido entre mis dedos y me
maravillé ante su brillo iridiscente. No existía nada, ninguna sustancia en el
cuerpo humano que debiese poseer ese color.
—Estaba en la cámara del consejo, estábamos tratando el tema de las
escaramuzas del norte. —Hizo una pausa—. ¿Has… has oído algún rumor
sobre mi hermano? Hace mucho tiempo que no salgo del palacio. No sé lo
que comenta la gente de la ciudad.
Me encogí de hombros con impotencia.
Me acordaba de las historias que solía contarme mamá sobre el hermano
bastardo del rey, Baudouin, que se había exiliado por voluntad propia en los
territorios del norte después de que falleciese el antiguo rey. Recordaba que
solía comentar que había corrido el rumor entre la gente del pueblo de que
el hermano que había ascendido al trono no era quien debería portar la
corona.
También me acordé de todos esos caminos destrozados en los que me
había fijado en nuestro viaje hasta la ciudad. El rey había mencionado unas
escaramuzas. ¿Un ejército habría destrozado y aplastado esos caminos al
cruzar por allí?
—Con todo respeto, majestad. Me interesa mucho más que me cuente qué
siente o qué le ocurre —repuse, midiendo mis palabras.
El rey suspiró de nuevo.
—Acababa de salir de la cámara del consejo cuando noté un tic en el ojo
derecho. Aquí. —Se llevó una mano a la cara—. Fue a peor a lo largo del
día, y después, aquella noche, cuando le estaba leyendo un cuento de
buenas noches a mi hija pequeña, empeoró todavía más, y entonces fue
cuando comenzó a doler. Me acerqué a uno de los espejos que tiene en su
cuarto y parpadeé para tratar de disipar la irritación, y entonces una
sustancia dorada me cayó por las mejillas, como si fuesen lágrimas.
Cuantos más espasmos notaba, más lágrimas doradas se deslizaban por mis
mejillas. En realidad me parecía una estampa entrañable, era como si me
hubiese puesto una máscara. Euphemia sugirió que diésemos un baile. —
Apretó la mandíbula con fuerza—. Entonces los espasmos se extendieron
por mi cuerpo. Ya no solo tenía los tics en el ojo, sino que ahora también los
sentía en los dedos, en los costados de mis manos. En mis brazos y en mi
pecho, en mis piernas y en mis pies. Incluso en… —Señaló hacia la toalla.
—Y los espasmos… —Hice una pausa, tratando de encontrar las palabras
exactas para formular la pregunta que quería hacer—. ¿Los sentía como…
sacudidas normales?
—¡Esto no tiene nada de normal! —espetó el rey Marnaigne, con su voz
cargada de una ira repentina y ardiente.
—Pues claro que no, majestad. —Me apresuré a tranquilizarlo. Aquel
brote de ira me recordaba a cuando Merrick estaba de mal humor, cuando se
cabreaba de forma brusca, rápida y sin previo aviso—. Lo que quería decir
es… ¿me podría describir lo que siente con los espasmos? Está claro que
son bastante… severos. —Él clavó la mirada en el techo y en la sala se hizo
un silencio sepulcral—. ¿Le duele?
—¡Parezco un engendro de la naturaleza, pues claro que me duele! —
Marnaigne golpeó la mesa con la mano, con tanta fuerza que hizo saltar
parte de la decoración dorada que le cubría las patas.
—Dolor físico —aclaré, con voz firme.
—Los… —Sus manos se estremecieron como si hubiesen cobrado vida y
le costó encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que sentía—.
Los… espasmos, o tics, o como quieras llamarlos, los escalofríos, son
incómodos, sin duda. Los temblores pueden ser bastante fuertes a veces.
Pero lo peor es… —Suspiró con pesar—. Que cuando… me da uno de los
ataques… puedo sentir cómo ese aceite dorado se desliza bajo mi piel.
—El aceite —repetí, animándolo a que siguiese explicándome lo que
sentía.
—Esta… sustancia dorada —confirmó, frustrado—. Puedo notar cómo se
desliza por mi cuerpo, como si fuese un ser vivo. Sé que se supone que no
debería tenerla dentro de mí, y solo quiero que… solo quiero que…
Mientras hablaba su mejilla había comenzado a estremecerse, como si les
estuviese dando un ataque solo a esos músculos, y antes de que pudiese
detenerlo, el rey se hizo una herida en la cara para dejar salir el fluido que
se movía bajo su piel. Le cayó por la barbilla y le otorgó un aspecto de otro
mundo.
—No debería hacer eso —dije, apartándole las manos a la fuerza.
—No puedo evitarlo —protestó, alzando la voz hasta que fue poco más
que un gemido lastimero—. No lo quiero dentro. Tiene… tiene que salir
como sea. Tengo que liberarlo. Tengo que… —Se frotó la mejilla de nuevo,
haciendo que más líquido dorado manase de la herida.
—¿Ha probado a no rascarse? —pregunté, luchando contra él para
mantener sus manos apresadas. Las tenía resbaladizas y pegajosas por el
fluido—. Sé que debe de ser una sensación incómoda, pero ¿qué ocurriría si
tratase de pasar uno de estos… ataques… sin herirse, sin intentar liberar el
dorado de su piel?
El rey negó con la cabeza, derrotado.
—No importa. Termina saliendo.
—¿Cómo?
—A través de mis poros, por mis ojos, por mi nariz, por… donde sea. —
El rey Marnaigne puso una mueca de dolor, se sentó erguido sobre la mesa
y se agarró con fuerza la rodilla al tiempo que su pierna comenzaba a
estremecerse.
—Hubo un lacayo que estuvo enfermo también —dijo Aloysius. Le había
pedido que permaneciese en la esquina más alejada de la estancia, para que
pudiese responder a mis preguntas a una distancia segura del rey y de este
caos—. Lo ataron a los postes de su cama para evitar que se hiciese daño.
El dorado salió de su cuerpo igualmente. Cuando ya estaba llegando a sus
últimos días… se volvió loco por el dolor, decía que era como si le
estuviesen clavando varas de metal, como si estuviesen abriéndole las viejas
heridas una y otra vez con cada aliento que tomaba. Estuvo luchando contra
las ataduras que lo mantenían preso con tanta fuerza durante tantos días que
al final terminó partiéndose las muñecas. Logró liberarse y, cuando lo hizo,
se cortó el cuello.
Ahogué un grito ante aquel final tan repentino y violento de la historia.
Aloysius se llevó los dedos a la cara, aunque no se rozó los ojos, pero no
había terminado su relato.
—Me dijeron que el… material… que se acumuló sobre la herida de su
cuello se endureció y lo mantuvo con vida unas cuantas horas más… Tuvo
que suicidarse tres veces más para poder morir.
El estómago se me revolvió al imaginarme la sangre de aquel pobre
hombre manando descontrolada de la herida de su cuello junto a aquella
sustancia dorada y brillante.
—Qué horror.
—No te olvides de esa doncella, la que vino antes que él. Fue ella la que
me contagió, estoy seguro —repuso el rey Marnaigne sin ceremonias.
—¿Una doncella? —repetí—. Tengo que examinarla a ella también.
Aloysius respiró profundamente.
—Me temo que eso va a ser imposible. También está muerta.
Se me hundió el corazón en el pecho.
—Lamento tener que oír eso. —Respiré hondo y elegí mis siguientes
palabras con sumo cuidado—. ¿Ella… sucumbió a la enfermedad o hubo…
una fuerza externa que la llevase a la muerte?
Aloysius apretó sus muelas con fuerza en una mueca disgustada.
—Su madre, al tratar de curarle las heridas, la envolvió con vestidos de
cuero mojado. Creía que, cuando el cuero se secase, se le pegaría a la piel,
le cerraría los poros y detendría el flujo del… fluido.
—¿Supongo que no funcionó?
El rey se removió incómodo sobre la mesa.
—Al no tener a dónde ir, el dorado comenzó a salir a través de los labios
de la joven, manando a borbotones de su boca. Se asfixió.
—Se ahogó, para ser más precisos —añadió Aloysius, cortante—. En
aquel momento había otro curandero en la corte. —Sus ojos claros se
dirigieron hacia el techo, como si estuviese buscando telarañas en las
molduras—. Solicitó hacerle una autopsia a su cadáver. Los pulmones de la
joven estaban llenos de la sustancia dorada, completamente saturados. No
pudo respirar porque no había espacio para el aire en sus pulmones.
Respiré hondo, de repente demasiado consciente de cómo se expandía mi
pecho al tomar aliento. Jamás había pensado que estaría agradecida de
poder sentir aquello.
—Qué curioso —murmuré—. ¿Podría alguien traerme una palangana
llena de agua caliente y unas cuantas toallas? —Aloysius le hizo un gesto a
uno de los sirvientes—. ¿Y cree que fue esta doncella la que le contagió?
¿Estuvo en contacto directo con usted en algún momento?
El rostro del rey se tornó pétreo lentamente, antes de que apartase del
todo la mirada, y comprendí de inmediato la clase de contacto que había
mantenido con la muchacha.
—No voy a juzgarlo, majestad. Solo estoy tratando de establecer cómo se
contagia. ¿Hay alguien más en la corte que esté enfermo?
Aloysius negó con la cabeza.
—No que sepamos, pero los espasmos pueden ocurrir aleatoriamente. Es
posible que alguien esté ocultándolos.
Fruncí el ceño y valoré lo que acababa de decirme.
—Si la doncella fue la primera en padecer esta enfermedad… ¿tenemos
algún motivo para creer que fue ella la que contagió también al lacayo? —
No me atreví a mirar al rey a los ojos.
—Es muy posible —respondió Aloysius después de un largo silencio.
—No pretendo meterme donde no me llaman, majestad, pero ¿hay
alguien a quien haya podido contagiársela usted?
—¡Pues claro que no! —Le dio un golpe a la mesa con fuerza al tiempo
que otro estertor recorría su rostro como un rayo.
Alcé las manos a modo de defensa.
—No quiero insinuar nada, señor, solo…
Que los sirvientes abriesen la puerta y que trajesen todo un carrito lleno
de toallas, de palanganas llenas de agua caliente y jabón, me salvó de tener
que terminar esa frase.
—¿Para qué es todo eso? —espetó el rey cuando me vio sumergir una de
las toallas en el agua caliente.
—Quiero probar a limpiarle…
El rey soltó un grito indignado.
—¿Crees que todo esto es solo suciedad? ¿Que no me baño? —Le costó
sentarse erguido y fulminó a Aloysius con la mirada—. ¿Quién es esta
imbécil? ¿De dónde demonios la has sacado?
Quería pellizcarme el puente de la nariz para tratar de alejar la jaqueca
que me estaba invadiendo por momentos, pero seguía teniendo las manos
enguantadas y cubiertas por los fluidos de Marnaigne.
—Sé que no es suciedad, majestad. —Me volví hacia mi maletín y saqué
un vial—. Aquí dentro tengo una mezcla de milenrama y hamamelis. —Le
quité el corcho y le dejé olerlo. Su nariz se estremeció, pero no estaba
segura de si se debía al olor o a los Escalofríos—. Son astringentes muy
potentes.
El rey Marnaigne se encogió de hombros como si aquella palabra no
significase nada para él.
—Los astringentes pueden ayudar a que un tejido expulse los líquidos que
contiene. A que su piel los expulse —añadí, para aclarárselo—. Vamos a
tratar de expulsar el… —Guardé silencio, no sabía si había un término ya
acuñado para hablar de la sustancia dorada que salía del cuerpo del rey.
Desde la esquina, Aloysius soltó una especie de gemido ahogado.
—He oído que el servicio lo llama el Brillo.
—El Brillo —repetí.
El rey Marnaigne resopló, irritado.
—Menuda panda de estúpidos supersticiosos. Jamás te creerías lo que
dicen que es —comentó, pasando los dedos sobre el dorado seco que tenía
por todo el cuerpo.
Sin mediar palabra, negué con la cabeza.
—Los pecados —escupió la palabra como si le asquease—. Creen que
han sido los propios dioses los que me han hecho esto. Creen que esto es
una especie de purga de mis pecados. ¡Me creen capaz de cometer alguna
clase de pecado! ¡A mí! —Volvió a golpear la mesa con un rugido.
Mantuve la mirada clavada en el suelo, dejando que soltase toda su rabia.
Hacía siglos, cuando el mundo todavía era nuevo, la Primera Santa había
redactado una lista de cien pecados, crímenes cometidos en contra del orden
y la pureza, y en su contra, que todos los mortales deberían evitar cometer a
toda costa. Traté de no contar todos los pecados que había podido ver con
mis propios ojos desde que había puesto un pie en los aposentos del rey:
exceso, codicia, vanidad y arrogancia. Pretensión e ira, rabia y enfado. Y
luego estaba todo ese tema con la doncella…
No me importaba. Solo al rey debería importarle su propia moralidad y
debía ser él quien decidiese qué hacer con ella, pero si el servicio creía que
los Escalofríos eran una especie de limpieza de los dioses… podía
comprender la lógica tras sus supersticiones.
Pero seguían siendo supersticiones.
—¿Por qué no se tumba de nuevo, majestad? Así podré comenzar a
tratarlo —le pedí en cuanto hubo soltado toda su rabia. El tener que hablar
con el rey se parecía cada vez más a tener que mantener una conversación
con Merrick cuando estaba de mal humor. Tenías que ir siempre de puntillas
para no desatar su furia y hallar la manera de endulzar aunque fuese un
poco su temperamento para no llamar su atención, para que no se fijase en
lo que estabas haciendo.
Marnaigne suspiró pero no protestó. Volvió a tumbarse en la mesa y
entonces me puse manos a la obra.
—Vamos a empezar con el agua caliente, para limpiar los restos secos del
pigmento, y después, cuando tenga la piel limpia, usaré el astringente para
sacar más Brillo de su interior. Si logramos sacarlo todo, quizá los espasmos
cesen.
La primera pasada que le di con la toalla húmeda dejó al descubierto todo
un mapa de arañazos y moratones que hasta ese momento habían quedado
ocultos bajo todo aquel Brillo. Algunas de las heridas parecían infectadas,
estaban en carne viva y rojizas. Le limpié el pecho y los brazos hasta que
volví a ver su piel rosácea.
Pasé entonces a su rostro y froté la piel rasgada con tanta delicadeza
como pude. Aunque era mucho mayor que yo, con todas esas arrugas en su
frente y patas de gallo, todavía podía entrever al joven apuesto del retrato
que había colgado en el vestíbulo del ala de la familia real.
Incluso Aloysius esbozó una sonrisa al ver el resultado.
—Me alegro de volver a verlo, majestad.
Me quité los guantes y los tiré. Me sentía extrañamente orgullosa de lo
que acababa de conseguir.
Marnaigne se sentó sobre la mesa, con las piernas colgando del borde,
antes de bajarse de un salto y cruzar la habitación hasta un enorme espejo.
De pie frente a él, con los brazos ligeramente alejados de su torso, se
maravilló ante lo que estaba viendo. Se dio la vuelta para observar su
espalda y después volvió a girarse para mirarse de frente, acicalándose. Me
pregunté cuándo habría sido la última vez que se había visto sin un rastro de
Brillo encima.
—Aloysius —susurró, con la felicidad tiñéndole la voz—. Vuelvo a ser
yo.
Pero mientras hablaba, los músculos de su frente se estremecieron en
espasmos esporádicos. El fluido volvió a acumularse bajo su piel, a surgir
por sus poros, al tiempo que el monarca se frotaba desesperadamente la raíz
de su cabello.
Respiré hondo al ver el tono que había adquirido la sustancia.
—¿Señor? —preguntó Aloysius, acercándose a él.
Una única línea de bronce bruñido recorrió el rostro de Marnaigne, como
si estuviese tratando de dividirlo con un largo y horrible tajo.
El rey se limpió el fluido con la mano y se extendió la oscura sustancia
por sus mejillas. Observó los restos que se le quedaron en el dorso de la
mano con los ojos abiertos de par en par, horrorizado.
—¿Aloysius? —murmuró. Con la voz llena de miedo—. Se está
oscureciendo.
Sus miradas se encontraron en el reflejo del espejo, como si estuviesen
hablando en un idioma secreto que yo no conocía, hablando de algo que
todavía no me habían contado, y entonces el rey se echó a llorar,
desconsolado.
En cuestión de segundos, el caos se desató en la habitación.
—¡Fuera! ¡Todos fuera! —gritó Aloysius, haciéndoles un gesto a los
guardias.
Marnaigne se dejó caer de rodillas, llorando. Cuanto más sollozaba, más
Brillo se acumulaba en su espasmódico rostro. Le caía por las mejillas
como una especie de lágrimas doradas.
Pensaba que Aloysius les había pedido a los guardias que se marchasen,
pero entonces estos se volvieron hacia mí, con sus alabardas cruzadas y me
alejaron rápidamente del rey.
—¿Qué estáis haciendo? ¡Tengo que ayudarlo! —grité mientras me
sacaban a rastras de la habitación, con las puntas de sus armas reluciendo
peligrosamente.
Antes de que pudiese volver a protestar, me cerraron la puerta en la cara
y, en medio del silencioso pasillo, oí cómo alguien echaba el cerrojo.
25

–¿Q uéMeestás haciendo aquí fuera?


desperté sobresaltada y jadeante, y casi me caigo a un lado del
susto.
Después de que me sacasen a la fuerza de los aposentos del rey no había
sabido qué hacer. Una pequeña parte de mí me gritaba que me quedase
cerca, por si me necesitaban. Una parte mucho más grande solo quería
echarse una cabezadita. Lo único que había evitado que abandonase al
monarca a su suerte había sido la certeza de que de ninguna manera iba a
saber cómo volver a mi habitación.
Debí de quedarme dormida en algún momento, apoyada en una de las
columnas, mientras me debatía sobre qué hacer.
¿Cuánto tiempo llevaba dormida? Parecía medianoche, pero en ese
pasillo enorme sin ventanas, con sus paredes y suelos de mármol negro, a la
luz de las velas, podría haber sido cualquier hora. Tenía el cuello agarrotado
por la postura en la que me había quedado dormida y me sentía
increíblemente sucia.
Aquella voz le pertenecía a una figura que estaba a varias columnas de
distancia. Me observó con escepticismo desde su posición.
Se me heló la sangre cuando me di cuenta de quién era.
Se había hecho mayor, por supuesto, pero podría haberlo reconocido en
cualquier parte.
Leopold.
Aunque se parecía muchísimo al retrato del rey Marnaigne de joven, su
rostro era mucho más delgado, más afilado y anguloso, y su cabello dorado
oscuro le caía formando unos ridículos tirabuzones por la frente. Al verlo,
noté cómo un destello molesto se prendía en mi pecho.
—¿Y bien? —dijo, fastidiado e impaciente—. Te he hecho una pregunta.
¿Es que no piensas responderme?
Guardé silencio y traté de recordar qué era lo que me había preguntado
para despertarme.
—¿Acaso estás sorda? A mi padre últimamente le ponen toda clase de
rarezas, pero nunca lo había visto tirarse a una sorda. ¿Por qué no estás en
su cama, con él? —Exageró esa última frase, señalando con un barrido las
puertas cerradas de los aposentos del rey.
—No estoy sorda —espeté—. Majestad —añadí con voz débil.
¿Se suponía que debía hacerle una reverencia? ¿O eso solo era con el rey?
Terminé inclinando levemente la cabeza para hacerle una especie de
pequeña reverencia a modo de saludo. Aunque tenía la sospecha de que más
que una reverencia había parecido que tenía ganas de ir al baño. Algo que,
en realidad, sí que tenía.
—Su alteza real —me corrigió, aunque no pareció molestarle en absoluto
mi falta de precisión.
Sinceramente, no parecía molestarle casi nada.
Tenía las pupilas tan dilatadas que sus iris quedaban completamente
oscurecidos y entrecerró los ojos para observarme mejor, como si la luz de
las velas le hiciese daño a la vista. Tenía la piel húmeda y pegajosa, como si
tuviese un poco de fiebre, pero no me cabía ninguna duda de por qué estaba
tan acalorado y sonrojado.
Tras echar un vistazo por el pasillo, el príncipe se sacó una caja de
cigarrillos bañada en oro del bolsillo. Me ofreció uno antes de encenderse el
suyo, pero rechacé su ofrecimiento.
—Eran los favoritos de mi madre. Esta noche la echaba de menos —
admitió, dándole una larga calada. Cuando exhaló, el humo tenía un extraño
tono verdoso y no olía a tabaco en absoluto—. Si no eres la nueva puta de
mi padre, ¿qué estás haciendo frente a la puerta de sus aposentos?
Me sonrojé con violencia, tan sorprendida como aquel día en el mercado.
—Soy curandera. Me han hecho venir para…
—Ah, sí. —Leopold soltó otra nube de humo. Aunque en esta ocasión
había adquirido un profundo tono morado—. La niña del Temido Final. —
Su mirada me recorrió el rostro, fijándose en cada pequeño detalle—. ¿De
verdad eres buena? ¿No eres demasiado joven?
Me lo quedé mirando fijamente, tratando de decidir qué podía
responderle.
El príncipe se dejó caer contra la pared y se deslizó lentamente hasta el
suelo, extendió sus piernas larguiruchas a ambos lados sobre la suave
moqueta y le dio una larga calada a su cigarrillo. Del otro extremo surgió
una columna de humo azul oscuro.
—Están asquerosos, ¿sabes? Has hecho bien al rechazarlos.
—Si están tan asquerosos, ¿por qué se los fuma?
Él se encogió de hombros.
—Supongo que me sentía nostálgico. Melancólico, estúpido y
sentimental. Pensé que podría animarme un poco.
—¿Y le ha animado?
Soltó una carcajada grave, antes de dar un suave golpe sobre la moqueta
con la palma de la mano para indicarme que me sentase a su lado.
—Pues claro que no.
Me dejé caer junto a él, aunque tenía el cuerpo dolorido por todos los
baches que habíamos tenido que sortear de camino a la ciudad.
—Lamenté mucho su muerte.
Leopold soltó una especie de gemido para tratar de desviar de nuevo la
conversación.
—Sí, sí. Todo el reino está muy triste. Siempre están hablando sin parar
del tema, endosándonos su tristeza, a nosotros, los únicos que la conocimos
de verdad.
Lo observé atentamente, aunque no estaba segura de qué pensar de esta
nueva versión de Leopold. Me resultaba muy sencillo seguir pensando que
era el mismo chiquillo espantoso de siempre, al que habían mimado toda su
vida, el que siempre se salía con la suya en un palacio lleno de gente que
estaba destinada a atenderlo quisiera lo que quisiere. Pero los cigarrillos,
con lo desagradables que eran, me obligaron a pensarme dos veces si seguía
siendo aquel chiquillo.
Estaba sufriendo, de eso no me cabía ninguna duda, y yo mejor que nadie
sabía cómo el perder a un ser querido podía cambiar a una persona.
—Y bueno, pequeña curandera —siguió diciendo, ladeando la cabeza
hacia mí—. ¿Qué piensas? ¿Me van a coronar pronto?
—Yo… sinceramente, no lo sé. —No había tenido ni un solo momento a
solas con el rey para ver si su enfermedad tenía cura o si ya estaba
demasiado avanzada.
Leopold sacó otro cigarrillo pero no lo encendió.
—Vas a intentar salvarlo, ¿no? Todos los otros curanderos que han venido
nos han prometido el mundo: curas, restauración total, salud y riqueza sin
límites; pero en cuanto descubren a lo que se tienen que enfrentar se dan
media vuelta y salen corriendo. Todos y cada uno de ellos.
Tragué con fuerza, armándome de valor.
—Lo puedo entender. Jamás había visto nada parecido. Ni en mis libros,
ni en ninguna historia, y mucho menos en persona. Pero si existe alguna
forma de curarlo, la encontraré. No pienso salir huyendo por esto… por él.
Lo prometo.
Sus ojos oscuros me recorrieron el rostro.
—No pareces mucha cosa… pero eres valiente.
Alargó la mano hacia mi barbilla y entonces nos vimos envueltos en un
silencio largo, lento y extraño que terminó cuando volví la cabeza hacia otro
lado.
—¿De dónde dices que vienes?
—De Alletois.
Soltó un sonoro suspiro.
—Jamás había oído hablar de ese sitio. Pero es extraño, tengo la
sensación de haberte visto antes.
Lo observé atentamente, preguntándome si en lo más profundo de su
cabeza se seguiría acordando de aquella niñita de Rouxbouillet. Estuve a
punto de recordarle cuál había sido nuestro primer encuentro y lo que había
hecho ese día, pero algo me hizo morderme la lengua y mantener la boca
cerrada.
Solo había sido un momento más dentro de nuestras vidas.
Había ocurrido, sí, pero había pasado mucho tiempo de aquello, y en este
instante no me parecía correcto reprocharle a aquel joven, que estaba
sufriendo por la muerte de su madre, los errores que había cometido de
niño.
Yo tampoco era aquella niña. Había cambiado y crecido de un modo que
ella jamás habría podido siquiera soñar.
A lo mejor con Leopold había ocurrido lo mismo.
Se encogió de hombros y volvió a meter el cigarrillo apagado en su caja
antes de hacerla desaparecer en un visto y no visto. Estaba segura de que se
la había guardado en el bolsillo interno de su chaqueta, era un truco bastante
inteligente que los cortesanos solían usar para deslumbrar y deleitar a las
jóvenes, pero esbocé una sonrisa igualmente.
—Estoy seguro de que los Escalofríos no pueden ser tan poco comunes.
Solo en el palacio hemos tenido cuatro casos, en tan solo quince días.
—¿Cuatro? —repetí—. Pero Aloysius solo me ha hablado de tres.
Leopold asintió y frunció el ceño mientras recopilaba mentalmente todos
los detalles.
—Todo comenzó con uno de los hombres santos de padre. Creo que era
un sacerdote, o tal vez un postulante. De… ya sabes… —Agitó una mano
en el aire, señalando hacia el techo—. Uno de ellos.
Fruncí el ceño ante aquel giro de la trama.
—¿Sabe de qué dios?
Leopold se encogió de hombros.
—¿Importa? Cuando se puso enfermo regresó al templo del que había
salido y jamás volvimos a verlo.
—Podría sernos de ayuda hablar con cualquiera de los otros sacerdotes
que lo cuidaron.
—¿Que lo cuidaron? —se burló—. Ni siquiera se molestaron en tratar de
curarlo, lo quemaron vivo en la hoguera.
Me quedé boquiabierta.
—¿Por qué?
—Por haber roto sus votos, supongo. —Se inclinó hacia mí y bajó la voz
hasta que no fue más que un cálido y grave susurro—. Ya sabes lo locos que
están esos religiosos y lo mucho que les importan sus votos.
Solté una carcajada antes de poder evitarlo. Tenía que estar de broma.
—Eso es absurdo. ¿Qué clase de votos establecen que no puedes ponerte
enfermo?
Leopold me observó con la cabeza ladeada, divertido.
—Todavía no lo sabes, ¿verdad?
—¿Que no sé el qué?
—Lo que significa el Brillo. Lo que es el Brillo.
—Su padre me ha contado que la gente cree que son los pecados de la
persona infectada, que están purgándose de su cuerpo. —Entonces
comprendí cuál había sido el verdadero motivo de la muerte del cura—. Ah.
Leopold asintió lentamente.
—¿Usted también lo piensa?
—No importa lo que yo piense. Tú eres la curandera.
—Cierto… —Suspiré y comencé a trazar un nuevo plan. Necesitaba ver
al rey de nuevo, cuanto antes, tocar su rostro pero, aunque la puerta de sus
aposentos siguiese cerrada, todavía había otras cosas que podría hacer para
ayudar—. Tengo que examinar a aquellos que se contagiaron, ver si
puedo… —El príncipe me interrumpió con una carcajada amarga—. ¿Qué?
—No hay supervivientes a los que puedas examinar. Una vez que te
contagias de los Escalofríos, estás muerto.
Comencé a juguetear con mis dedos, nerviosa.
—Tiene que haber alguien que haya pasado la enfermedad y se haya
curado. Ninguna enfermedad es capaz de matar con tanta eficiencia. He
oído decir que viene del norte. Quizá, si mandamos una partida de
búsqueda, encuentren a alguien…
Leopold puso una mueca que no logré comprender.
—Nadie se atreve a viajar al norte estos días. Al menos, no
voluntariamente.
Entonces recordé las preguntas que me había hecho el rey sobre las
escaramuzas, pero antes de que pudiese preguntarle a Leopold por ello,
siguió hablando.
—¿Has oído la canción que se han inventado sobre ello?
Negué con la cabeza y se me revolvió el estómago. Solo las enfermedades
más terribles lograban que se compusiesen canciones sobre ellas.
—«Al pequeño Arnaud le dolía la cabeza y sus ojos se estremecían. El
dorado surgió, su madre lloró, los Escalofríos se habían hecho con su niño,
se temía» —cantó el príncipe, entonando un falsete entrecortado—. «Su
cuerpo bailó, su cuerpo se sacudió, el Brillo se había oscurecido. Su madre
lloró, su madre sollozó, su niño no volvería a ser el mismo que había
conocido». —La cancioncilla por fin había acabado, por lo que Leopold
hizo una especie de reverencia—. Dicen que los niños de Châtellerault
saltan a la comba con esa cancioncilla, ¿te lo puedes creer?
Sí que podía. Los juegos de niños solían ser bastante crueles, tomaban
cosas propias de una pesadilla y las convertían en cancioncillas que poder
cantar y bailar.
—Un momento —dije, canturreando la tonada de nuevo mentalmente.
Era sorprendentemente pegadiza—. ¿Qué quiere decir eso de que… «el
Brillo se había oscurecido»?
Leopold se encogió de hombros.
—Dicen que en cuanto el dorado se seca, cuando todos tus pecados ya
han sido purgados por completo, entonces llega el momento de tu
expiación. El Brillo se oscurece, surgen los primeros regueros de bronce y
óxido, porque el Brillo se empieza a mezclar con tu sangre, hasta que al
final solo sale un líquido tan negro como una noche sin luna. Se dice que es
un proceso bastante doloroso. ¿Sabías que hubo un lacayo al que…?
Lo interrumpí antes de que pudiese seguir con aquel horripilante relato.
—Ya me lo han contado.
El príncipe me observó un tanto decepcionado por no haberle dejado que
me contase de nuevo la historia.
—Sí. Bueno. Cuando termina el proceso de expiación, el cuerpo
comienza a estremecerse con violencia y… —Leopold se sacudió con
fuerza, actuando como si le estuviese dando un ataque horrible, antes de
quedarse completamente inmóvil—. Hasta ahí has llegado. —Se frotó las
manos rápidamente—. Ahí se acaba todo.
—¿Se mueren? —pregunté, porque no estaba segura de si iba a seguir
actuando o no.
—Pues claro.
Repasé mentalmente la línea temporal que acababa de dibujar ante mí, en
silencio, agradecida de que me hubiese dado tanta información, aunque
hubiese tenido que contármelo representando una especie de horripilante
obra de teatro.
—Entonces, cuando el dorado empieza a oscurecerse, cuando el paciente
comienza a sangrar… ¿cuánto tardan en desatarse los ataques? —pregunté.
Leopold se encogió de hombros.
—No sabría decirte. Nunca lo he visto con mis propios ojos. Solo… —
Entonces se dio cuenta de por qué le había hecho esa pregunta y frunció el
ceño con fuerza, estropeando su bello rostro patricio—. ¿Es que papá ha
empezado a sangrar?
—Eso creo.
Leopold volvió a dejarse caer contra la pared con una mueca de dolor.
—Entonces no le queda mucho tiempo. —Su cabeza se volvió hacia mí,
pero sus ojos me observaban distantes, como si estuviesen contemplando un
futuro que yo no podía ver. Parecía que estuviese a punto de vomitar—.
Dime, pequeña curandera… —murmuró—. ¿Crees que me va a quedar bien
la corona?
Esbocé una pequeña sonrisa apenada.
—Espero que no tengamos que descubrirlo hasta dentro de mucho
tiempo, alteza real.
Él suspiró con pesar, complacido con mi respuesta, y cerró los ojos.
Me fijé en que tenía las pestañas pegadas por las lágrimas y aparté la
mirada, dándole un momento de intimidad para que pudiese estar a solas
con sus emociones. Habían enterrado a su madre hacía menos de un año y
ya estaba teniendo que lidiar con que su padre podría seguirla a la tumba
dentro de muy poco tiempo, y con todos los cambios gigantescos en su vida
que eso acarrearía. La crueldad de todo aquello hacía que se me encogiese
el corazón.
Leopold murmuró algo en voz tan baja y tan apresuradamente que no
pude entenderlo. Quería inclinarme hacia él para descubrir qué estaba
diciendo, pero me quedé donde estaba. Lo más probable era que le estuviese
rezando a Félicité o a la Primera Santa, suplicándoles que intercediesen y
salvasen a su padre, que le concediesen algo de buena suerte, y rogándoles
que le otorgasen fuerza y fortaleza por si el peso de la corona acababa
reposando sobre su frente.
¿Quién sabía por qué rezaban los príncipes?
Leopold se estiró y se giró, apoyando la cara en la pared. En medio de su
sopor seguía moviendo los labios, formando palabras que no pude evitar
escuchar mientras se quedaba profundamente dormido.
—«Su cuerpo bailó, su cuerpo se sacudió, el Brillo se había oscurecido»
—canturreó—. «Entonces Leo lloró y Leo sollozó. El rey no volvería a ser
el mismo que había conocido».
26

L
os jardines estaban negros.
No.
Negros, no.
Estaban cubiertos por distintos tonos de medianoche, azul marino,
borgoña profundo, entremezclados con obsidiana y ónice. Mucho más
oscuros que solo negro.
Era como estar mirándote la parte de atrás de los párpados al tratar de
quedarte dormido.
Pero nadie podría dormirse en medio de aquella oscuridad.
La música surcaba el aire denso y húmedo, cobrando vida gracias al
rasguido de los chelos y los bajos. Su armonía atonal se deslizaba como las
olas del mar por mi pecho. Sus notas llenaban mi cuerpo, me ponían los
pelos de punta y en tensión, hasta que lo único que pude sentir fue mi
propia conciencia y la oscuridad.
Y ese no-negro.
Podía percibir que los jardines estaban llenos de gente. Tenía la sensación
de estar en medio de una multitud, rodeada de más personas, incluso aunque
no pudiese verlas.
Unos cuantos destellos de la fiesta refulgieron en medio de la oscuridad,
como si fuesen recuerdos abriéndose paso en el tiempo, dejando al
descubierto algunos vestigios relucientes de cortesanos con máscaras
doradas deslizándose entre árboles esculpidos. Alas doradas y encaje negro.
Caviar y tul carmesí. Flautas de champán y tocadores de terciopelo. Jamás
me había visto rodeada por tanta opulencia.
Era glamuroso.
Era embriagador.
La mente me daba vueltas, pero era revelador. Estaba mareada, como si
estuviese borracha, aunque no hubiese tomado ni un sorbo de champán.
Estaba bailando, deslizándome en medio de aquella noche perfumada, como
si fuese una postulante en una de las bacanales de Calamité. Me movía con
una gracia arrolladora que jamás había soñado siquiera con poseer algún
día.
Y no podía parar.
Era irresistible y seductor. Quería echar la cabeza atrás y rendirme a todo
lo que aquella música estaba despertando en mi interior.
Así que eso fue justo lo que hice.
Di vueltas y vueltas sin parar. Me retorcí y me contorsioné, meciéndome
con extravagancia mientras me esforzaba por seguir los pasos de las
bailarinas que daban vueltas a mi alrededor. Todos nos desplazábamos en
medio de un hermoso frenesí, formábamos una muchedumbre que había
perdido por completo la cabeza, siguiendo el ritmo que palpitaba en el
interior de nuestros cuerpos como las notas de un tambor.
Unas manos tras otras recorrieron mi cuerpo, guiándome a través de los
intrincados pasos de baile. No podía vislumbrar los rostros de mis parejas,
tan solo podía sentir sus dedos surcando mi piel y el roce de las solapas de
terciopelo de sus trajes. Cuando por fin pude entrever un destello de mi
reflejo en un gigantesco espejo que, de algún modo, alguien había colgado
de las ramas abovedadas de un enorme roble, me detuve.
No parecía yo misma. Llevaba un vestido de noche larguísimo, e iba tan
elegante como una pantera. El satén dorado se ceñía a mi figura con
sensualidad. El escote era tan atrevido, tan pronunciado, que dejaba al
descubierto los tres lunares que se escondían entre mis pechos. Una
seductora abertura subía desde el dobladillo del vestido hasta mi muslo,
dejando entrever atisbos de la suave piel desnuda que se escondía bajo toda
aquella tela.
No llevaba ningún corsé ni ropa interior.
Me sentía desnuda y demasiado a la vista de todo el mundo, expuesta
para que todos los invitados me viesen.
Desde el espejo, mi reflejo me sonrió. Sus labios brillaban, teñidos de
escarlata, y sus ojos, delineados con kohl oscuro, refulgían de deseo.
Me sorprendió darme cuenta de que me gustaba mi aspecto.
Me encantaba cómo me sentía.
Me sentía libre, suelta, una preciosa y peligrosa criatura a la que habían
liberado de su jaula, lista para echar a correr, lista para atacar.
Me lancé a los brazos del cortesano más cercano y me deleité con el
contacto de sus manos recorriéndome la piel desnuda, apretándome las
caderas, pegándome a su cuerpo.
Me hizo girar y solo entonces pude ver un destello de su rostro.
Era Leopold.
Cuando alzó las manos hacia mi cara, acariciándome las mejillas con una
familiaridad que debería haberme escandalizado, me fijé en que las tenía
llenas de un fino polvo dorado. A la luz sombría de nuestra velada de
medianoche en el jardín, parecía magia, extraña y preciosa, luminosa y de
otro mundo.
Estaba cubierto de ella. Unas líneas de polvo color champán le
atravesaban la frente. Había cinco, como si se hubiese pasado los dedos
después de haber tocado…
Fruncí el ceño, estudiando el Brillo con ojo clínico y muchísima atención.
Una atención que mi cuerpo no quería prestarle en ese momento. Mi cuerpo
solo quería bailar y moverse, dejar de pensar.
Fue mi cuerpo el que permitió que el príncipe lo hiciese girar de nuevo.
Mi espalda se pegó a su pecho y sus brazos me rodearon en un abrazo. Dejé
que sus labios se deslizasen por mi cuello, que me besase con un hambre
que me aceleró la respiración y la sangre. Observé nuestro reflejo en el
espejo y vi cómo me succionaba la piel, cómo colaba sus dedos por debajo
del satén de mi vestido, cómo se acercaba peligrosamente a mis pechos y
cómo jugaba con ellos hasta hacerme gemir, pidiéndole más.
Fue mi cuerpo el que permitió que todo eso ocurriese, el que dejó que
nuestras manos bajasen por el pecho de Leopold para tantear la longitud de
su repentina dureza y acariciarla hasta que gimió en nuestros oídos, hasta
que presionó su deseo en nuestra espalda.
—Oh, Hazel —murmuró con aprecio, y su voz grave estaba oscura y
cargada de deseo—. ¿Qué has hecho?
Mi cuerpo era el que estaba haciendo aquello, pero mi cerebro se limitaba
a mirar.
Observé cómo el príncipe presionaba sus labios allí donde el Brillo se
había empezado a acumular entre nuestros cuerpos, pasando sus dientes
sobre el dorado. Observé cómo dejaba las huellas doradas de sus manos
sobre nuestro corpiño, observé esas mismas manos brillantes deslizarse
cada vez más, y más, y más abajo, aferrarse con fuerza a nuestros muslos
desnudos mientras buscaba la apertura. Observé cómo la encontraba y cómo
sus dedos se colaban bajo el vestido.
Mi mente se rebeló ante aquella descarada invasión, observando
horrorizada cómo mi cuerpo se derretía bajo su contacto, se derretía ante
sus deseos, se derretía ante el propio Brillo. Me estaba ahogando en oro y
era incapaz de contener todos los pecados que estaban brotando de mi
interior.
Entonces caí en la cuenta de algo, como si alguien me acabase de echar
un cubo de agua helada encima.
¿Mis pecados?
Negué con la cabeza. No me creía nada de eso. Creía en la razón y en la
lógica. Creía que los Escalofríos eran una enfermedad que podría curarse,
no una especie de castigo divino.
—Yo no he pecado —traté de susurrar, aunque un gemido de éxtasis me
formó un nudo en la garganta. Las manos de Leopold se apoderaron de mi
cuerpo sin restricciones, encontrando partes de mí que ni siquiera yo sabía
que existían.
El mundo se movía como si estuviese sumido en un extraño letargo
mientras yo observaba mi reflejo en el espejo. Había brotado muchísimo
Brillo de mi interior y no podía detenerlo. No podía volver el tiempo atrás.
Una parte de mí se había quebrado para siempre. No había forma de
arreglarla, no había vuelta atrás.
En el reflejo, me fijé en una figura que se acercaba lentamente a nosotros
y me entraron ganas de llorar. Era el rey, iba vestido con traje de terciopelo
rojizo y un dominó negro le ocultaba la mitad del rostro. No quería que me
viese así. No quería que me viese en brazos de su hijo, con los labios
hinchados y las mejillas sonrojadas, y cubierta de dorado, de muchísimo
dorado.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó, pasando la mirada de Leopold al
Brillo. Inspiró con fuerza, enfadado—. ¿Qué has hecho?
Su rabia repentina me sorprendió.
—Yo… ¡nada!
—Algo has hecho —insistió. Hizo al príncipe a un lado y me rodeó con
sus brazos para arrastrarme hacia nuestro propio baile.
Cuando nuestras manos se encontraron, las suyas estaban empapadas de
rojo, no de dorado.
Rojas y pegajosas y resbaladizas.
Volví la mirada de nuevo hacia el espejo y me fijé en que mi vestido
brillante se había teñido de carmesí con unas enormes manchas de sangre
que no paraban de esparcirse sobre la tela, empapándola, tiñendo el suelo,
manchándome a mí.
—¿Majestad? —pregunté, antes de que el mundo a mi alrededor se
pusiese del revés.
Notaba el cerebro embotado. Estaba sangrando. Estaba sangrando mucho.
¿Por qué estaba sangrando tanto? Mareada, me desmayé.
Nos estábamos muriendo, mi cuerpo y yo. Podía sentir cómo la esencia
de mi vida se me escapaba entre las manos, deslizándose junto con la
sangre, con toda aquella sangre, y supe que ese sería el final. Mi final, el
final de mi cuerpo, el final de todo.
Pero las velas…, me recordó mi cuerpo.
¡Las velas!
Tenía las velas.
Recosté la cabeza sobre el pecho del rey, a la espera de lo que me
deparara el futuro. ¿Dolería? ¿Notaría cómo Merrick transfería mi llama de
una vela a otra? Me dolía la cabeza por todas aquellas preguntas, me daba
vueltas al faltarle tanta sangre.
Cerré los ojos y bailé con Marnaigne mientras la vida me abandonaba.
Él me hizo girar de repente con muchísima fuerza y, cuando abrí los ojos,
era Merrick quien me tenía en brazos, cerniéndose sobre mí mucho más
imponente de lo que habría creído posible. Su rostro estaba teñido de
preocupación. Las lágrimas le anegaban los ojos y caían como riachuelos
negros por su oscuro rostro. Cayeron sobre la tela de mi vestido,
manchando el satén ahora carmesí.
El corazón me latía acelerado, como si estuviese tratando de bombear en
vano la poca sangre que quedaba en mi sistema. ¿Por qué no tenía suficiente
sangre? Había algo que no iba bien. No había encendido mi siguiente vela.
Esto no era mi nuevo comienzo…
Esto era mi final.
Comencé a sacudirme y a estremecerme por la fiebre. Mis miembros se
sacudieron y agarrotaron a la vez. No podía detenerlo. Una sustancia oscura
brotaba a través de mis poros, densa y viscosa. No paraba de brotar, me
rasgaba desde dentro para tratar de escapar de mi interior. Era mucho más
oscura que la noche, más oscura que mi padrino, más oscura incluso que sus
lágrimas.
Era absoluta e interminable, y estaba a punto de consumirme del todo, sin
importar cuántas velas nos quedasen a mi cuerpo y a mí.
Cerré los ojos, no podía hacer otra cosa más que aceptar mi muerte
segura. La voz de Merrick resonó en la distancia, como un gruñido de rabia
impotente, mientras yo caía hacia las profundidades de un oscuro túnel.
—¡¿Qué has hecho?!
27

M
e desperté sobresaltada, jadeando y luchando contra las sábanas
enredadas. Sentía como si un peso terrible me estuviese
manteniendo presa, como si la pesadilla, de algún modo,
hubiese logrado seguirme al mundo real.
Mi habitación estaba demasiado a oscuras como para ver nada, pero tenía
el vago recuerdo de haber regresado del Entre, de que alguien me hubiese
traído al palacio.
El palacio, pensé, tratando de ordenar todas las lagunas. Estaba en el
palacio. Me di la vuelta sobre el colchón soltando un gemido y recordé que
había un candelabro en la mesilla de noche.
Encendí una cerilla, lo que lanzó un pequeño resplandor que iluminó
tenuemente la habitación, y lo que vi me hizo dar un salto y ahogar un grito.
El rostro de Kieron estaba a escasos centímetros del mío.
Sus ojos, muertos y desenfocados, estaban clavados en mi rostro, terribles
y vacíos de todo reconocimiento. Su nariz ya había empezado a pudrirse,
dejando tras de sí un agujero hecho jirones por el que asomaban fragmentos
de cartílago gris. Y su boca…
Su boca era demasiado ancha, demasiado grande, y le faltaban los labios.
Estaba abierta y floja, formando un círculo perfecto, como la de una
lamprea, y de pronto estaba sobre mí, pegada al hueco de mi garganta,
aunque no me estaba mordiendo ni mutilando, solo me estaba succionando
la piel.
Traté de apartarlo, aunque fue en vano, no podía tocar a los fantasmas,
pero estaba claro que ellos sí que podían tocarme, y terminé extinguiendo la
cerilla en el proceso, por lo que la habitación se quedó completamente a
oscuras de nuevo. Oí cómo crujía el somier cuando me imitó, al igual que el
resto de los fantasmas que no había visto hasta ese momento, que se
acercaron a él, y fue entonces cuando me di cuenta de que estaban todos
aquí. Habían encontrado un hueco entre las salvaguardas de sal; Aloysius
tenía razón, había demasiadas puertas en palacio, demasiados pies
deslizándose por todos sus umbrales, por lo que mis fantasmas habían
logrado tambalearse y abrirse camino hasta mí a través de los interminables
kilómetros de laberínticos pasillos.
Me retorcí sobre la cama, con sus labios pegados a mi cuello y la
repugnante sensación de sus bocas succionando y consiguiendo lo que tanto
quería.
Daba igual que me rebelase contra el símbolo de la calavera, que mi
padrino me reprochase cada una de mis acciones, que un dios me hubiese
otorgado un don, cada uno de aquellos fantasmas era víctima de un
asesinato. Aunque hubiese tratado de hacerlo lo mejor posible, aunque me
hubiese asegurado de que tuviesen una muerte limpia y rápida, sus últimos
momentos de vida habían estado llenos de confusión, y de miedo, y de
rebeldía. Aquello era lo que los muertos más ansiaban.
Un minuto más de aliento.
Un minuto más para recordar las cosas buenas de la vida.
Un deseo más para arreglar por arte de magia lo que estaba ocurriendo.
Uno más, uno más, uno más.
Y por eso, incluso tras la muerte, los fantasmas me perseguían, porque
querían más.
Iban a por mis recuerdos a su lado, tiraban de ellos y los succionaban
como sanguijuelas.
Algunos (el soldado y el panadero) no tenían muchos que consumir.
Pero mamá. Papá.
Y ahora Kieron.
Ellos querían sacarme todos esos recuerdos como un curandero extrae
una lombriz de Guinea, poco a poco, lentamente y retorciéndolos. Era como
si estuviese cayendo en medio de una tela de araña, y podía notar los
pegajosos hilos de seda incluso horas después de haberme librado de ellos.
Los fantasmas solo habían logrado tomarme desprevenida en unas pocas
ocasiones, pero cada uno de sus ataques había sido brutal. Mientras se
alimentaban de mis recuerdos, pude volver a ver todos aquellos momentos
que había pasado junto a ellos, una y otra vez, revivir todo el horror, el
dolor que conllevaron sus muertes.
En especial la de papá, que no había tenido una muerte rápida.
Y Kieron… no tenía ni idea de cómo habían sido sus últimos minutos de
vida. Por aquel entonces había estado en el Entre, y había acabado con él
apagando su llama con el extinguidor. ¿Qué clase de recuerdos quería
succionarme él?
Tenía que salir de la cama.
Siempre llevaba guardado un vial lleno de sal en mi maletín en caso de
emergencia, para momentos como este, en los que me había distraído
demasiado, en los que había pensado que estaba a salvo.
Rodé sobre el colchón, librándome de sus manos y poniendo una mueca
de dolor cuando sus dedos me arañaron la piel, se me clavaron en los
brazos. No me dejarían ninguna marca, pero en el momento sí que dolían.
Me caí de la cama y sus figuras en descomposición se detuvieron, como
si hubiesen percibido que su presa se había escapado. Papá fue el primero
en intentar bajarse, pero tropezó y se cayó, y entonces comenzó a deslizarse
sobre el colchón y me persiguió como si fuese una foca en tierra firme.
A oscuras, busqué mi bolsa a tientas y, cuando la tuve en las manos,
localicé y abrí el vial rápidamente. Les lancé un puñado de sal cuando se
acercaron y aquello hizo que se estremecieran, y el aire susurró sobre sus
gargantas, que jamás volverían a emitir sonido alguno.
¿Dónde podía meterlos? ¿Dónde podía meterlos?
El armario que había en la esquina. No era muy grande, pero de momento
tendría que servir.
No había espacio suficiente en aquella habitación para despejar un
camino hacia el mueble. La única forma que tenía de llegar hasta él era
atravesando a la horda de espíritus.
Cuando pasé junto al soldado, me agarró con fuerza del brazo y noté
cómo algo se estiraba en mi interior, como un confitero tirando del
caramelo para enfriarlo. Me dolía horrores la cabeza, mi cerebro gritaba sin
parar, tal y como querían hacerlo mis labios, aunque no pudiesen.
—Entrad —siseé, abriendo la puerta del armario de par en par y
lanzándoles otro puñado de sal a los fantasmas. Los obligué a pasar por
delante de mí, a retroceder un paso y después otro, hasta que no tuvieron a
dónde ir.
Tuve la breve lucidez de sacar un par de vestidos antes de encerrarlos
dentro del armario, y los lancé al suelo antes de dibujar una gruesa línea de
sal en el borde de la puerta. Los fantasmas se estrellaron los unos contra los
otros y se convirtieron en un amasijo de brazos en descomposición y
prendas andrajosas, de ojos lechosos y de huesos prominentes. Ya no podían
hablar, pero aun así lo intentaban, rechinando las encías, o chasqueando los
dientes y los huesos de sus mandíbulas hasta formar una sinfonía espantosa.
Cerré la puerta de un portazo y eché sal frente al armario también, para
asegurarme, y después me dejé caer al borde de la cama y me llevé las
manos a la cara.
El día acababa de empezar y ya estaba agotada.
Como si lo hubiese invocado la mano desafortunada de Calamité, alguien
llamó a la puerta. Antes de abrir, ya supe que ese golpe firme y eficiente
pertenecía a Aloysius.
—Buenos días —lo saludé, aunque lo que menos me parecía ese día era
bueno.
—Sí —repuso, y sus ojos recorrieron lentamente la bata que me había
puesto a la carrera—. ¿Supongo que habrá dormido bien? —Antes de que
pudiese responderle, siguió hablando—. Quería disculparme por… haberla
echado anoche. Su majestad se encuentra mucho más animado esta mañana
y está ansioso por hablar con usted.
—Bien. Me gustaría empezar por…
—Pero primero, la familia real ha solicitado que desayune con ellos.
—¿Desayunar? —repetí, incrédula—. No. Tengo que ver al rey primero.
Aloysius parpadeó.
—Para comprobar cómo se encuentra… —comencé a decir, porque sentía
la ridícula necesidad de justificar mis motivos.
—Estoy seguro de que su majestad apreciará su preocupación, pero
también cree que es buena idea que desayune primero con su familia.
Me di cuenta de que me estaba animando en silencio a que le siguiese la
corriente, aunque el plan me resultase de lo más absurdo. No tenía tiempo
para desayunar tranquilamente con los hijos del rey. No había venido para
consolarlos, había venido para curar a su padre. Pero me percaté de que no
importaba lo que dijese, no iba a hacerle cambiar de opinión.
—Por supuesto —consentí al final, esbozando una sonrisa y apretando los
dientes con fuerza.
Al menos podría tomarme un café.

—Esta mañana desayunará solo con la familia más cercana del rey —me
explicó Aloysius poco después, mientras me guiaba a través de los pasillos
de palacio hacia el comedor—. Su alteza real ha solicitado un primer
encuentro un poco más íntimo.
—¿Están todos los hijos del rey en palacio?
Él asintió.
Me aferré al bajo de mi falda y retorcí la tela.
—¿Alguna vez se plantearon la idea de mandarlos lejos de la corte?
Como no estamos seguros de cómo se contagian los Escalofríos, a lo mejor
lo más inteligente sería alejarlos de aquí, por si acaso.
—Su majestad opinaba lo mismo —comentó Aloysius, girando hacia otro
pasillo—. Pero con todos los problemas que está dando Baudouin,
pensamos que era mucho más seguro que los niños permaneciesen en
palacio, donde estuviesen protegidos de cualquier ataque externo.
—No he oído hablar mucho sobre esos… problemas —admití—. ¿De
verdad están tan… mal las cosas?
Aloysius sorbió por la nariz.
—Conozco al rey y a su hermano desde que eran pequeños. Nunca ha
habido un momento en el que Baudouin no haya querido poseer todo lo que
tuviese su hermano. Recuerdo que solía meterse en el cuarto de juegos de su
alteza real y que se llevaba todo aquello que quisiese sin preguntar, y sin
tener en cuenta el daño que podría estar haciendo. Ha pasado mucho tiempo
desde aquel entonces, pero sigue yendo a por los juguetes que no le
pertenecen.
Como súbdita del rey, me molestaba que hablasen de mí como si solo
fuese un simple «juguete», pero decidí ignorar aquel insulto.
—Y, sin embargo, se han librado unas cuantas… ¿batallas?
Aloysius soltó una risa burlona.
—No han sido más que pequeñas escaramuzas.
Cuando llegamos a las puertas dobles que separaban el ala del servicio
del resto del palacio, Aloysius llamó con firmeza. Estas se abrieron de par
en par y pasamos junto a un par de guardias que estaban flanqueando la
entrada de un enorme vestíbulo. Los altos techos se arqueaban hasta formar
unas bóvedas puntiagudas sobre nuestras cabezas, con estrellas doradas
pintadas sobre la oscura madera. Las cortinas y la alfombra estaban
decoradas con ricos y profundos tonos de ámbar, y los paneles de nogal que
cubrían las paredes conferían una sofisticada seriedad al espacio.
—Sígame, por favor —me pidió Aloysius.
El comedor era una estancia larga y estrecha, con una mesa formal y
docenas de sillas colocadas a ambos lados. En el extremo más lejano de la
mesa estaban sentados los hijos del rey Marnaigne.
La mayor, la princesa Bellatrice, estaba recostada contra el alto respaldo
de su asiento, resplandeciente con su vestido de gasa de color limón. Jamás
había visto una piel tan pálida y luminosa como la suya, era del mismo
color blanquecino que el de un vaso de leche. Tenía el cabello tan oscuro
como la brea, e igual de brillante, recogido en un moño bajo. Su plato
estaba lleno, como si ni siquiera hubiese probado bocado, pero le estaba
dando pequeños sorbitos a su taza de té, dejando sobre la porcelana un
semicírculo rojizo con la forma de sus labios. Se volvió hacia nosotros
cuando Aloysius y yo nos acercamos a ellos, y su mirada me recorrió de la
cabeza a los pies, cargada de curiosidad.
Leopold tenía aspecto de haberse vestido a la carrera, iba a medio vestir,
con unas calzas de color crema y una camisa de algodón con unas mangas
abullonadas muy poco prácticas. Su chaleco, de un damasco verde oscuro,
estaba sin abrochar, y había lanzado su chaqueta sobre el respaldo de la silla
sin ninguna clase de cuidado. Cortó un trozo del jamón cocido que le habían
servido y lo metió en una piscina de sirope antes de llevárselo a la boca con
ansia.
Recordé lo que había sentido cuando esos mismos labios me habían
consumido en mi sueño y tuve que apartar la mirada, notando cómo las
mejillas se me sonrojaban con violencia.
La menor, la princesa Euphemia, encabezaba la mesa, sentada en el que
supuse que debía de ser el asiento del rey. Debía de tener unos siete años y
lucía unos ojos enormes, tan azules como los de su padre, y un halo de
tirabuzones dorados enmarcaba su rostro, para después caer con delicadeza
por su espalda. Llevaba un vestido azul pastel, ribeteado con encaje blanco,
con mangas abullonadas y una falda con vuelo. Su plato estaba
prácticamente lleno de frutos del bosque cubiertos de azúcar glas y un único
huevo pochado. Al vernos, se le iluminó la mirada.
—¿Hoy vamos a poder ver a papá, Aloysius? —prácticamente gritó desde
el otro lado del comedor.
—Quizá —respondió, sin dejar entrever ninguna clase de emoción en su
voz.
Entonces sus ojos se volvieron hacia mí.
—¿Tú eres la curandera que va a hacer que papá vuelva a estar bien?
La intensidad de su esperanza me descolocaba.
—Eso espero. —Aloysius me dio un suave codazo en las costillas para
recordarme que debía inclinarme ante ella—. Alteza real.
Leopold le dio un largo sorbo a su taza.
—Ven y únete a nosotros. Debes de estar hambrienta.
Aloysius me señaló con un gesto de la mano un asiento que estaba frente
a donde estaban sentados los dos príncipes mayores, justo la silla que había
frente al príncipe, con Euphemia a mi izquierda. Le sostuve la mirada a
Leopold durante unos minutos largos e inciertos. No hizo ningún gesto que
dejase entrever que se acordaba de mí de la noche anterior. Aunque, cuando
recordé lo dilatadas que había tenido las pupilas, tampoco me sorprendió.
Hoy su mirada estaba completamente despejada, quizás un tanto rojiza,
pero sus ojos brillaban con el mismo tono azul claro que los del rey.
—Esta es la chica, la curandera, que la vidente nos vaticinó —comentó
Aloysius, señalándome mi silla de nuevo con un movimiento de cabeza—.
Mademoiselle Trépas.
—Pueden llamarme solo Hazel.
—Entonces, siéntate, Solo Hazel —repuso el príncipe, y llamó a un
sirviente que tenía una tetera en las manos con un gesto—. Más café para
mí, Bingham, y sírvele a la curandera lo que quiera. Cook es una verdadera
joya. Estoy seguro de que podrá cocinarte cualquier plato rústico al que
estés acostumbrada, o al menos algo que se le parezca bastante.
Su lánguido desdén me robó por completo el apetito, por lo que rechacé
su ofrecimiento con un gesto de la mano.
—Vamos, tiene que haber algo. Cook cocina unos cruasanes de canela
que están de muerte. Bingham, tráenos una ronda de cruasanes. Aloysius
también quiere uno —ordenó magnánimamente, como si fuese el anfitrión
de aquella improvisada y descabellada fiesta del té—. ¿Té o café?
—No quiero nada.
—Café, Bingham —decidió Leopold por mí, elevando con picardía una
de las comisuras de sus labios.
Bingham me miró fijamente por encima del hombro del príncipe,
suplicándome en silencio que no armase ninguna clase de escándalo.
—Solo, por favor —accedí, tendiéndole mi copa al sirviente y esbozando
una pequeña sonrisa—. Gracias.
De reojo, pude ver cómo Aloysius se alejaba un poco de la mesa.
Permaneció cerca de mí, por si lo necesitaba, pero hizo todo lo posible por
mimetizarse con el entorno para que pareciese que teníamos algo de
privacidad.
Bellatrice se masajeó la frente y entrecerró los ojos al volverse hacia las
ventanas.
—Hay demasiada luz. ¿Es que no podemos correr las cortinas un poco?
Los ojos de Leopold refulgieron, divertidos.
—Eso es lo que ocurre cuando te pasas toda la noche haciendo… —Hizo
una pausa y se volvió hacia Euphemia—. Bueno, ya sabes.
—Mira quién habla. —La princesa dejó su taza sobre el platillo con una
petulancia propia de una niña de no más de tres años—. Tú estuviste
conmigo.
—¿Yo? —se carcajeó Leopold—. Para cuando el reloj dio las doce yo ya
estaba metido en la cama. Puede que no en mi cama, pero estaba en la cama.
—Me guiñó un ojo—. Las cortinas se quedan dónde están.
—Como ordene, majestad —dijo Bellatrice, con sus palabras cargadas de
sarcasmo, fulminando a su hermano pequeño con la mirada.
—Así es. Además, estamos ignorando a nuestra invitada.
Entonces todos los ojos de la sala se volvieron hacia mí.
Leopold recorrió el borde de su taza con el dedo, evaluándome con la
mirada.
—Dinos, Solo Hazel, ¿a qué clase de trucos pretendes someter a nuestro
querido padre?
Su pregunta me tomó completamente por sorpresa, y no supe qué
responder en ese momento, no estaba acostumbrada a tener que
defenderme. Las personas que solían pensar que era una embustera no me
llamaban cuando enfermaban. Si Leopold ya había decidido que no era más
que una mentirosa, no tenía muchas probabilidades de hacer que cambiase
de opinión. Si le hablaba de todo lo que había conseguido en el pasado,
pensaría que solo estaba fardando de mis logros, y no se me daba muy bien
fardar.
Aloysius se me adelantó.
—Hemos investigado su pasado.
Lo miré de reojo. ¿Habían investigado mi pasado? ¿Cuándo?
—Se lo aseguro, en su región es bastante conocida.
—¿Y cuál es esa región?
Entrecerré los ojos. Habíamos tenido esa misma conversación justo la
noche anterior.
—Alletois, alteza real.
Leopold se volvió hacia Bellatrice y bajó un poco la voz.
—¿Esa es la que está al este?
La princesa dejó caer la mano con la que se había estado protegiendo los
ojos inflamados y lo observó con ellos entrecerrados.
—Al sur.
—No, creo que está al este. ¿Es la que tiene todos esos árboles, no? —Se
volvió como un resorte hacia mí—. ¿La de los árboles, no? ¿Tenéis árboles
en tu región?
—Sí que hay árboles en Alletois —respondí, sin emoción alguna.
Leopold soltó una sonora carcajada, como si el que yo estuviese molesta
le resultase de lo más divertido, y cualquier rastro de simpatía que hubiese
podido profesarle desde lo ocurrido la noche anterior estalló en pedazos.
Antes de que pudiese considerar todas las ramificaciones de mi ira, me
puse de pie, me choqué con la mesa por el repentino gesto e hice que las
tazas repiqueteasen sobre sus platillos.
—No tengo por qué estar aquí, ¿sabe? —espeté—. Tengo muchos otros
pacientes que también necesitan que cuiden de ellos. Unos que no me han
sacado a rastras de mi casa para llevarme a la suya, y que no se pasan el rato
insultándome como si fuese su pasatiempo favorito. Si cree que no soy
capaz de hacer bien mi trabajo, estoy segura de que tampoco necesitará que
me quede aquí para hacer uso de mis habilidades.
Esperaba que Aloysius se apresurase a tratar de detenerme, a intentar
calmar un poco los ánimos y a pedirme que tuviese cuidado con lo que
decía, pero se limitó a esperar a ver cómo reaccionaba Leopold.
El príncipe me observó atentamente, con la mirada ilegible. Y después,
simplemente, sonrió.
—Oh, Solo Hazel, creo que me caes bien. —Asintió, entusiasmado, y
aplaudió como si acabase de ver una obra de teatro—. ¡Sí! ¡Me caes bien!
Bravo, pequeña curandera. Déjanos ver lo fuerte que eres, muéstranos tu
carácter.
Bellatrice suspiró y volvió a llevarse las manos a los ojos.
—¿De verdad tienes que gritar tanto cuando halagas a alguien? Pues claro
que queremos que se quede. Es la chica de la que nos habló Margaux, la que
vive con el Temido Final. ¿Quién mejor que ella para asegurarse de
mantener a papá alejado de una muerte segura?
Euphemia contuvo la respiración y Bellatrice se puso aún más pálida al
darse cuenta de lo crueles que habían sido sus palabras.
—Phemie, es solo un decir. Papá no se va a morir. ¿No? —preguntó,
volviéndose hacia mí y enarcando una ceja para darle más fuerza a su
argumento.
Bajé la mirada hacia la mesa. Solo quería decir algo que pudiese
apaciguar los miedos de la pequeña princesa.
—El Temido Final —se burló Leopold, antes de que pudiese tratar de
decir algo para consolar a la princesa—. Menudo dios más inútil. ¿Quién en
su sano juicio veneraría al dios de la muerte?
—¿De verdad vives rodeada de muertos? —me preguntó Euphemia con
curiosidad mientras empujaba los frutos rojos de su plato con el tenedor,
distraída.
—En realidad no vivo con él —respondí—. Tengo una cabaña preciosa a
la que suele venir de visita. Y él tampoco vive rodeado de muertos.
No como yo, pensé distraída, y me pregunté si la línea de sal que había
echado en mi dormitorio aguantaría mucho tiempo más. Tendría que
encontrar el camino que llevaba hacia las cocinas para hacerme con un saco
de sal.
Leopold soltó una risita incrédula.
—¿Un dios de la muerte que no vive rodeado de muertos? Me parece que
tu padrino está tratando de eludir sus responsabilidades. Nunca he llegado a
entender qué se supone que hace la mitad de los dioses, ¿sabes? ¿Para qué
tenemos una diosa de la fortuna? ¿O un señor de la ira? ¿Qué va a ser lo
siguiente? ¿Un numen de las patatas, una maestra del pintaúñas plateado?
—se burló.
—No… ¿no cree en los dioses? —pregunté, anonadada.
—Supongo que debo creer en ellos, pero también creo que cualquier
poder que les demos, cualquier esperanza que depositemos en ellos para que
hagan algo en nuestro beneficio, es como si lo tirásemos a la basura. Sus
bendiciones, o sus maldiciones, son solo cosas que los campesinos se
inventan para seguir adelante con sus días, para ayudarles a salir adelante.
¿No crees que es más sencillo echarle toda la culpa a una entidad invisible y
todopoderosa por no haber cosechado lo que esperabas que tener que
admitir que ha sido por tu culpa, porque eres un mal agricultor? —Paseó la
mirada por la mesa.
Euphemia se había quedado pálida, mientras que la expresión de
Bellatrice dejaba claro que estaba de acuerdo con su hermano, aunque le
horrorizaba tener que admitirlo.
Jamás había oído a nadie hablar tan mal de los dioses, y el tener que
presenciar tal rencor viniendo de un príncipe que siempre lo había tenido
todo, al que estaba claro que había bendecido la propia Félicité, hizo que
me hirviese la sangre.
Bingham volvió con una taza y un platillo para mí, desbaratando aunque
fuese durante un segundo mi réplica.
Leopold observó atentamente cómo me mordía la lengua, y una sonrisa
despreocupada se dibujó en su rostro.
Mi rabia le resultaba divertida.
Entrecerré los ojos y me permití sentir cómo la furia se deslizaba por mi
torrente sanguíneo. La noche anterior había querido darle el beneficio de la
duda. Incluso me había compadecido de él. No pensaba volver a cometer
ese error.
—No deberías decir esa clase de cosas —le reprochó una voz que
provenía desde el otro lado del comedor—. Te oirán, ¿sabes?
Una joven, que debía de rondar más o menos mi edad, se acercó a la
mesa. Llevaba puesta una serie de túnicas largas y anchas de gasa azul
marino, unas encima de las otras. Sus muñecas estaban cubiertas por
brazaletes plateados e intrincados que la marcaban como una de las
reverentes de la Primera Santa. Se quedó mirando fijamente a Leopold,
como si lo estuviese retando con sus enormes ojos marrones.
—Es un desayuno solo para la familia, mademoiselle Toussaint —le
advirtió Aloysius al tiempo que alzaba la mano para detenerla.
—Jo, porfa, ¿no se puede quedar Margaux? —preguntó Euphemia con
voz temblorosa—. He sido yo la que le ha pedido que viniera. Ella también
forma parte de esta familia, ¿no? Es como mi hermana.
Bellatrice frunció los labios en una mueca disgustada, pero no dijo nada.
Aloysius guardó silencio durante un momento. Estaba claro que estaba
tratando de medir todas las posibles consecuencias de la decisión que
tomase.
—Oh, vamos, déjala que se quede —dijo Leopold, llevándose al ayuda de
cámara a su lado—. A mí no me importa. ¿Bells? ¿Curandera? ¿A vosotras
os importa?
Margaux se acercó un poco más a nosotros y una sonrisa dulce iluminó su
rostro.
—¡Me alegro mucho de que hayas venido! —Estiró los brazos hacia mí
sin vacilar y me apretó con fuerza contra su pecho antes de apartarse. Su
voz tenía cierto deje musical, como un carrillón de viento en una tarde de
primavera—. ¡Bienvenida! ¡Bienvenida! ¡Eres tal y como te había
imaginado!
Eché un vistazo alrededor de la mesa, a la espera de que alguien me
ayudase a llenar las lagunas.
Leopold soltó un profundo suspiro.
—Margaux es la vidente que vaticinó tu llegada.
—Ah. —¡Una oráculo! Observé a la chica con renovado interés. Jamás
había conocido a alguien que estuviese tan ligado a los dioses como yo—.
Gracias. Supongo.
—Estoy segura de que ahora mismo no lo dices en serio —comentó entre
risas, esbozando una sonrisa beatífica, y pude sentir cómo la rabia gélida
que había estado sintiendo hasta ese momento remitía poco a poco. Por
primera vez desde que había llegado al palacio creí haber encontrado a
alguien con quien tuviese algo en común—. Pero me lo agradecerás. Con el
tiempo.
Sus ojos refulgían, como si tuviese todo un firmamento estrellado dentro
de ellos, como si pudiese ver algo que el resto jamás podría. Se volvió hacia
Leopold con un aire pensativo, después se giró de nuevo hacia mí, y me
pregunté si ese sería el aspecto que tenía yo cuando vislumbraba las curas
de mis pacientes.
—¿Ya has visto al rey?
—Eso es lo que estábamos intentando averiguar, Margaux. Siéntate si es
que piensas quedarte. —Leopold señaló la silla junto a la mía con un gesto
de la mano.
La joven se dejó caer en el asiento que el príncipe le había indicado y
Bingham se apresuró a servirle el desayuno, colocando un plato frente a ella
como un experto y sirviéndole una taza de té antes de volver a desaparecer,
mimetizándose con la pared, cerca de Aloysius.
—No puedes tomarte en serio nada de lo que diga Leopold —comentó
Margaux, después de inclinarse hacia mí con una sonrisa cómplice dibujada
en su rostro. Echó un terrón de azúcar en su taza de té, lo disolvió y después
le dio un sorbo. Y luego, rápidamente, como si no quisiese que nadie se
fijase en ella, añadió un segundo terrón.
—Digo lo que pienso y pienso lo que digo. —El príncipe se dejó caer
contra el respaldo de su silla, partiendo uno de los cruasanes—. Que tú estés
aquí por orden del templo no significa que yo esté obligado a escuchar todas
tus tonterías. —Juntó las manos en una palmada—. «Puedo ver el futuro,
¡esto es lo que tienes que hacer!». —Frunció el ceño—. ¿Cuántas de tus
profecías se han hecho realidad?
—No me he despertado prácticamente al alba para escucharos discutir
como un par de críos —escupió Bellatrice—. Quiero saber cómo está papá.
Ya lo has visto, ¿no? —preguntó, clavando su mirada en mi rostro.
Había algo en el carácter de esa princesa que me hacía querer erguirme.
—Sí, anoche, aunque no durante mucho tiempo.
—¿Cómo está?
Aloysius carraspeó.
—Tal y como le acaba de decir mademoiselle Trépas, fue un encuentro
breve. Llegó bastante tarde y…
—¡Me acuerdo de ti! —exclamó Leopold, sobresaltando a todos los
integrantes de la mesa con su grito triunfal—. ¡Te vi en el pasillo! A ti y a
tus pecas. Pensaba que era mi imaginación, jugándome una mala pasada
junto con la absenta, pero eras tú, ¿no?
—¿Qué es la absenta? —preguntó Euphemia.
Leopold tosió al darle un sorbo a su té.
—Es una bebida maravillosa, Phemie. Tan verde como un escarabajo, y
sabe igual que el regaliz. Y cuando la bebes, te lleva a mundos
maravillosos. Donde hay sirenas, y hadas, y…
—¡Hadas! ¿Puedes ver hadas? ¿Por qué nunca me la has dado a probar?
Margaux alargó la mano hacia la princesa, con sus brazaletes tintineando
al entrechocar con el gesto, para tratar de quitarle esa idea de la cabeza.
—La absenta no es una bebida que deban tomar las niñas como tú,
corazón. —Se volvió entonces hacia Leopold—. En realidad, no le hace
bien a nadie.
—¿En serio? Pues he descubierto que es lo único que me ayuda a tolerar
la presencia de algunas personas —espetó Leopold, con una sonrisa falsa
dibujada en su rostro.
—¿Ha mejorado? —preguntó Bellatrice, haciéndose oír por encima del
alboroto—. ¿La salud de nuestro padre? Ya sabes, ¿ese gran e importante
motivo por el que te hemos hecho venir?
Guardé silencio durante unos minutos, porque estaba segura de que
alguien iba a interrumpirme antes de que pudiese decir nada, pero toda la
mesa se quedó callada, expectante.
Bellatrice enarcó las cejas, exasperada.
—¿Y bien? Ya has dicho que has visto a papá, aunque fuese durante una
visita breve. ¿Qué aspecto tenía?
—Yo… tengo que hacerle más pruebas a lo largo del día de hoy…
La princesa suspiró.
—Así que no sabes nada. Eres igual que el resto. Gracias por haberte
molestado en ir a buscarla, Aloysius. Ya veo que ha merecido la pena tu
esfuerzo. —Dejó caer su taza sobre la mesa con fuerza y se marchó del
comedor hecha una furia, dejando tras de sí un montón de porcelana rota
sobre la madera que alguien tendría que ocuparse de limpiar después.
La sala se quedó en completo silencio, y yo me moría de ganas por
excusarme y marcharme de allí.
Entonces Euphemia se puso a moquear y me fijé en que le temblaba el
labio inferior.
—Ay, querida, no llores, y menos tan pronto por la mañana —pidió
Margaux—. No voy a poder soportarlo.
Leopold apartó la bandeja de cruasanes.
—Phemie, la barbilla bien alta, amor. A papá no le gustaría verte triste
hoy. Y menos con la curandera presente. Ha venido justo para curarlo.
—Por favor, mademoiselle Hazel, por favor, cúrelo. —Euphemia se
volvió hacia mí, con sus ojos enormes y suplicantes—. Han venido muchos
curanderos antes que decían que podrían curarlo, pero todos eran unos
mentirosos. Tú… —Se quedó callada, como si se hubiese sumido en sus
pensamientos—. Sé que puedes hacerlo.
—Lo intentaré, con todas mis fuerzas. Empezando desde ya. —Dejé mi
servilleta sin usar sobre la mesa, junto a la taza y el platillo, y me preparé
para marcharme—. Si no quieren hacerme ninguna otra pregunta, tengo que
irme a trabajar.
La niña retorció los dedos con nerviosismo.
—¿Puedes decirle que lo queremos y que lo echamos de menos? —
Euphemia me estaba mirando con sus ojos llenos de esperanza.
Se me encogió el corazón por aquella niña, por tener que estar alejada de
su padre ahora que acababa de perder a su madre. Asentí y ella se sacó un
pequeño papel doblado del bolsillo. Le brillaban los ojos por las lágrimas
contenidas.
—¿Podrías… si le dibujara algo, podrías dárselo?
—Pues claro —le prometí rápidamente.
—¿Cuándo me vas a hacer un dibujo a mí, Phemie? —le preguntó
Leopold, llamando su atención—. Quiero que me retrates en el lienzo más
grande que tengas.
—El más grande que tengo es así de grande —repuso, tratando de
aproximar el tamaño con sus manos.
—Ah, no, tiene que ser mucho más grande. ¿Sabes el cuadro de caza que
hay colgado en el vestíbulo? ¿El que hizo el horrible tío abuelo
Bartholomew? —La princesa asintió—. ¡Puedes pintarme encima!
Me levanté de la mesa con una disculpa al mismo tiempo que la princesa
empezaba a reírse.
Al verme, Aloysius me indicó con un gesto de la mano que debería ir tras
él, justo antes de desaparecer a través de una puerta que había en un lateral
del comedor.
Me apresuré a seguirlo.
—Será mejor que se fíe de lo que ha comentado antes mademoiselle
Toussaint sobre su alteza real, el príncipe Leopold. No suele hablar en serio
más que en contadas ocasiones.
—Eso me había parecido.
Aloysius sacudió la cabeza con aspecto preocupado.
—No me gustaría que ciertas cosas, que lo más seguro es que haya dicho
en broma, llegasen a oídos de su padrino.
—Le sorprendería saber lo poco que le importan las opiniones de los
mortales. En realidad, lo poco que les importan a todos los dioses. Hábleme
más de la vidente… ¿Margaux? ¿Cómo llegó a la corte?
Me indicó que girásemos en un recodo y encabezó la marcha hacia unas
escaleras que me resultaban vagamente familiares.
—Ah. Mademoiselle Toussaint. Su madre era familia lejana de la reina
Aurélie. La reina quiso que la chica viniese a palacio para que las princesas
pudiesen tener una amiga y para que actuase como consejera espiritual de la
familia. Me han dicho que entre las filas más internas de los reverentes de la
Primera Santa la tienen en muy alta estima. —Se inclinó hacia mí y bajó un
poco la voz—. También se comenta por ahí que tiene un don muy especial,
y que sus visiones provienen directamente de la Primera Santa en persona.
Enarqué las cejas, fascinada. Aunque los templos que había repartidos por
todo Martissienes estaban llenos todas las semanas de gente que iba a
rezarles a los dioses para obtener su favor y buena fortuna, muy pocos
terminaban recibiendo de verdad la bendición de los dioses a los que tanto
adoraban.
—¿Sabe algo más sobre su familia? —insistí, curiosa.
Pasamos bajo una lámpara de araña, después otra, y luego frente al retrato
del rey.
Aloysius frunció el ceño y se puso a pensar.
—Lady Anne tuvo muchísimos hijos. Creo que mademoiselle Toussaint
comentó en una ocasión que ella era la decimotercera hija de su madre.
—¿La decimotercera? —repetí, sorprendida. Que tuviese un don ahora
tenía mucho más sentido.
—Ya hemos llegado —repuso Aloysius, deteniéndose frente a las
enormes puertas talladas de los aposentos del rey.
Golpeó con el puño la madera oscura y, por un momento, aquel sonido
me recordó a mis fantasmas, atrapados dentro de mi armario, suplicando
que los dejase salir. Un escalofrío me bajó por la espalda, y me imaginé la
terrible estampa de Kieron abriendo la puerta de los aposentos del rey, con
la piel colgando de sus huesos, con sus ojos blancos recorriéndome entera
mientras se acercaba poco a poco a mí…
—¿Mademoiselle Trépas? —me llamó Aloysius, sacándome de golpe de
aquella terrible ensoñación.
Había un sirviente en el umbral de la puerta, muy vivo y nada parecido a
Kieron. Antes de entrar, me volví hacia el ayuda de cámara del rey, con una
pequeña sonrisa dibujada en mi rostro.
—Se me había olvidado mencionar una cosa antes, voy a necesitar más
sal.
Aloysius parpadeó ante mi petición, como si la estuviese considerando.
—Más… sal.
Asentí, sin que me importase en absoluto lo estúpida o supersticiosa que
pudiese parecerle.
—Sí. Mucha, mucha más sal.
28

E
l rey Marnaigne estaba sentado junto a la chimenea de la sala de
estar, en un sillón tapizado, observando el titilar de las llamas.
Llevaba puesta otra bata, esta vez de color azul marino, y debía de
haberse bañado hacía poco. Su piel no tenía apenas rastro del Brillo y las
puntas de su cabello formaban sendos tirabuzones alrededor de su cuello.
—Buenos días, majestad —lo saludé.
Él me sorprendió al recibirme con una cálida sonrisa.
—Veo que sigues aquí. —Me hizo un gesto para que tomase asiento en el
sillón que había frente al suyo.
Decidí que lo mejor sería que le hablase con el tono más alegre que
pudiese. Reírse podría levantarle un poco el ánimo y, por lo tanto, también
me facilitaría el trabajo.
—¿Es que pensaba que iba a desaparecer en medio de la noche?
—Nadie te culparía por ello. Estaba a punto de ponerme a desayunar, ¿te
gustaría unirte a mí?
Señaló un carrito de plata que estaba repleto de platos de huevos y
tartaletas, con jarras de café y zumo, junto con todo un cesto lleno de
cruasanes. Después de pensarlo por un momento, tomé uno de los cruasanes
de canela y casi gemí al darle el primer bocado.
Odiaba que Leopold tuviese razón. Jamás había probado nada parecido.
—Me gustaría que me hablase un poco de los tratamientos a los que lo
sometieron los otros curanderos —comenté.
—¿Tratamientos? —repitió, antes de soltar una carcajada amarga y
burlona—. ¡Más bien torturas! —Marnaigne le dio un mordisco a su propio
cruasán y habló con la boca llena—. El primer médico me colocó
fragmentos de metal ardiendo en la piel, los pasaba por todo mi cuerpo,
decía que era para cauterizarme las heridas.
Enarqué las cejas, preocupada.
—Pero no hay ninguna herida que cauterizar.
El rey me observó atentamente, dejándome claro que estaba de acuerdo
conmigo.
—Al principio, durante un día o dos más o menos, funcionó, o al menos
eso parecía, por lo que no paraba de decir satisfecho que estábamos
progresando. Pero después de la tercera sesión, no pude soportar más el
dolor. Por lo que lo mandé de vuelta a su casa.
—¿Y el siguiente?
Le dio un sorbo a su café y sus movimientos me recordaron a los de
Leopold porque eran sorprendentemente similares. Estaba claro que eran
padre e hijo.
—El segundo casi me mató. Me pasé una semana terriblemente enfermo,
vomitando y… —No llegó a terminar la frase y se quedó mirando fijamente
la comida—. Bueno, te lo puedes imaginar, supongo.
Podía, lo que me hizo dejar el cruasán a un lado.
—¿Por casualidad no dejó sus informes aquí antes de marcharse? ¿O la
lista de los medicamentos y las dosis que le suministró?
El rey se estremeció y se volvió hacia Aloysius.
—Creo que todavía nos queda algo del polvo —comentó su ayuda de
cámara.
—Me dijo que me lo tenía que tomar tres veces al día, diluido en agua. —
Marnaigne puso una mueca asqueada.
—Me encantaría echarle un vistazo.
Aloysius asintió y tomó nota.
—El siguiente curandero probó a vendarme. Untó un montón de vendas
larguísimas con una especie de barro y después las enrolló por todo mi
cuerpo y me dijo que me quedase en la terraza, al sol. Cuando regresó, me
había convertido en una especie de ladrillo humano. Hicieron falta tres
sirvientes para sacarme de aquel bloque apestoso con un cincel.
—Pero ¿sirvió de algo?
—Solo lo empeoró todo, ese estúpido tête de noeud.
Casi me atraganté con el café y tuve que ahogar una risa por su elección
de insultos.
—Es un milagro que no lo haya matado. Lo más probable es que los
minerales actuasen para sacar el Brillo de su interior con una rapidez brutal.
El rey soltó una carcajada amarga.
—«El Brillo». ¿No quieres decir mis pecados?
Dejé mi taza a un lado.
—Las personas inventan toda clase de teorías que les ayuden a
sobrellevar las situaciones complicadas que la vida les pone por delante —
repuse, con tacto—. No creo que importe lo que dicen que es, sino lo que
usted cree que es.
Se limpió un hilillo dorado que le caía por la frente con el dorso de la
mano y se volvió hacia el fuego.
—Sé que no soy el rey perfecto. O el marido perfecto. O el padre
perfecto. Tengo mis defectos, como todo el mundo. Pero me duele que mis
súbditos crean que esta enfermedad se debe a mis pecados. —Alzó la
mirada hacia mí y sus ojos me observaron con intensidad—. Dime, pequeña
curandera, ¿qué clase de pecados brotarían de tu interior?
Se me sonrojaron las mejillas ante su pregunta. No estaba acostumbrada a
ser el centro de atención. Todo el mundo siempre estaba demasiado
ocupado con el paciente como para fijarse en las manos que se encargaban
de curarlo. Sus ojos eran como un par de haces de luz, clavados en mi
rostro.
—No… no lo sé, majestad.
Le dio un largo sorbo a su café y me observó con los ojos entrecerrados.
—No pareces una chica vaga, y estás demasiado delgada como para ser
una glotona.
Esbocé una sonrisa, con la esperanza de que este pequeño jueguecito
terminase ahí.
—Pero eres bastante guapa —continuó, completamente ajeno a lo
incómoda que me estaban haciendo sentir sus palabras—. Tal vez brotaría
tu vanidad.
Traté de reírme ante su comentario.
—Es difícil ser vanidosa teniendo tantas pecas en la cara.
El rey mostró su acuerdo.
—Entonces tiene que ser otra cosa. ¿Tus habilidades como curandera? El
tener un don como el tuyo a una edad tan temprana… ¿eso debe de hacerte
sentir orgullosa, no?
Jamás había pensado que mi experiencia como curandera pudiese ser
motivo de orgullo o de arrogancia, pero probablemente tuviera razón. El
don que Merrick me había concedido hacía que me fuese imposible seguir
siendo igual de humilde que antes.
—Creo que lo ha adivinado, majestad. Ahora, si ya ha terminado de
comer, deberíamos comenzar examinándole.
—La lujuria.
Aquella palabra se cernió sobre nosotros como si fuese un hacha, cayendo
directa al centro del tronco, con su hoja afilada e implacable. Hizo que se
me sonrojasen con violencia las mejillas, tiñéndose de un profundo tono
escarlata, cuando recordé lo que había sucedido en mi pesadilla, la forma en
la que había permitido que Leopold tomase las riendas de mis deseos más
profundos, de mi cuerpo, de mí misma.
—O a lo mejor la envidia —respondí, con más sinceridad de la que
pretendía—. Por desear algo que jamás será mío.
Marnaigne se rio con simpatía.
—Cuesta admitirlo, ¿verdad? Ahora, imagina lo vergonzoso que es que
todas esas debilidades broten de tu interior y se deslicen por tu piel, para
que todo el mundo las vea, para que todos te juzguen.
Nuestras miradas se encontraron de nuevo, y la compasión que sentía por
lo que le estaba ocurriendo a aquel hombre me encogió el corazón.
—Yo no pienso juzgarlo, ni ahora, ni nunca. Se lo prometo, majestad.
—René —me pidió por sorpresa—. Por favor, llámame René.
—René. —Tragué con fuerza, calmando mi nerviosismo—. ¿Cree que
podríamos hablar un momento en privado?
—Estamos hablando en privado —comentó, barriendo con el brazo la
sala, que estaba prácticamente vacía.
Ladeé la cabeza hacia donde se encontraban Aloysius y los dos sirvientes
que se habían quedado con nosotros, junto con los cuatro guardias que
protegían la entrada de sus aposentos.
—Totalmente en privado.
—¿Es que planeas asesinarme, pequeña curandera? —El rey guardó
silencio durante unos segundos, y su breve y nerviosa broma cayó en saco
roto.
—Pues claro que no, majes… René —repuse, esbozando una sonrisa y
tratando de mantener el tono firme y despreocupado. La preocupación había
comenzado a revolverme el estómago y a formarme un nudo en la garganta.
Puede, quería decir. Puede que tenga que asesinarlo.
El rey me observó con curiosidad antes de pedirles a todos que
abandonasen sus aposentos con un gesto de la mano.
Aloysius permaneció durante unos minutos en el umbral, observándonos
con curiosidad, pero terminó siguiendo a los otros hombres al exterior.
Solo cuando la puerta se cerró del todo, Marnaigne se volvió hacia mí,
con sus labios apretados hasta formar una triste sonrisa.
—Me estoy muriendo, ¿no? Por eso querías que se marchasen. —Inspiró
hondo y cerró las manos con fuerza sobre sus rodillas—. ¿Cuánto tiempo
me queda?
—Oh —empecé a decir, sorprendida—. Oh, no. No quería… Eso no es lo
que quería al… —Negué con la cabeza—. Vamos a empezar de cero, ¿le
parece?
El rey asintió, pero su rostro seguía lleno de preocupación.
Me pasé la lengua por los labios, sin saber por dónde podría empezar.
Normalmente no tenía por qué usar el don de Merrick con mis pacientes.
Cuando acudían a mí solían hacerlo con enfermedades que me resultaban de
lo más familiares y que ya sabía cómo curar: un hueso roto necesitaba una
escayola, un resfriado tan solo una sopa caliente y unos tés de hierbas. No
tenía por qué comprobar si estaba en lo cierto o no porque con solo mirarlos
ya sabía lo que necesitaban para curarse, sabía cómo podía tratar esas
enfermedades.
—Un baño —decidí. Le limpiaría los restos del Brillo que le cubrían el
rostro y así podría tocarle las mejillas—. Me gustaría prepararle un baño.
—Ya me he bañado esta mañana —repuso, sin moverse ni un ápice.
—Sí, pero… —Me quedé callada, pasando la mirada por sus aposentos.
Mi maletín de cuero seguía sobre la mesilla, justo donde lo había dejado la
noche anterior—. No ha usado mis tónicos. ¿Dónde está el baño?
—Por ahí —me indicó, señalándome una puerta al otro lado de la sala de
estar.
Había una bañera gigantesca y con patas. Una espita dorada y curva se
alzaba a un lado, como el cuello de un cisne. Me puse a probar con los
grifos y me sorprendí al darme cuenta de que salía tanto agua caliente como
fría, que caía directamente en el centro de la bañera de porcelana.
Mientras se llenaba de agua templada, añadí un poco de hamamelis y de
milenrama, de los frascos que había sacado antes de mi maletín, y después
tomé un pequeño bote de aceite de geranio destilado. Al rociarlo en la
bañera, el ambiente se impregnó de un olor tan verde y vivo como el de un
invernadero.
—Más astringentes —expliqué.
Marnaigne se había quedado en el umbral de su dormitorio,
observándome atentamente.
—¿Debería… debería desnudarme? —preguntó, inseguro.
—Si es tan amable. —Aparté la mirada hacia la esquina más lejana del
baño y examiné las baldosas oscuras y el patrón que formaban hasta que oí
el chapoteo del agua, cuando el rey se deslizó en el interior de la bañera.
—Es maravilloso —suspiró, moviendo los dedos lentamente por el agua
—. Casi parece que estoy en una casa de baños mientras me atiende todo un
harén de jóvenes bellezas núbiles.
—Siento mucho decepcionarlo —comenté, antes de añadir más tónicos y
comprobar la temperatura del agua.
Marnaigne se recostó sobre el talud de la bañera y cerró los ojos.
—Voy a dejar que se remoje durante unos cuantos minutos y después
quiero probar a untarle algo que pueda sacar el Brillo de su interior, esta vez
despacio, con suavidad. Empezaré por su rostro.
El rey aceptó y se relajó aún más en la bañera.
Rebusqué en el interior de mi maletín hasta que encontré el polvo de
carbón y los aceites esenciales que necesitaba. Los mezclé todos en un bol y
añadí un poco de arcilla y un poco de miel a la mezcla.
—¿Va a dolerme? —me preguntó el rey mientras terminaba de mezclarlo
todo y le acercaba el bol para que pudiese echarle un vistazo.
—En absoluto —respondí, arrodillándome junto a la bañera—. Solo
relájese e imagínese que está en ese lascivo balneario suyo.
Él soltó una sonora carcajada ante mi comentario y volvió a cerrar los
ojos.
Comencé por su frente, cubriéndola con una gruesa capa de la pasta, antes
de deslizar mis manos hacia abajo, dibujando una oscura línea sobre su
nariz. Le apliqué más pasta sobre las sienes y después, con cuidado, con
muchísimo cuidado, le coloqué las manos sobre las mejillas y bajé la
mirada hacia su rostro.
29

L
a calavera que se cernía sobre el rostro de René Marnaigne no se
parecía en absoluto a ninguna de las que había visto antes.
Era negra y brillante como el alquitrán, con una viscosidad
aceitosa de la que solo me dieron ganas de alejarme. Tenía un aspecto
mugriento y asqueroso, que no encajaba en absoluto con la severa
austeridad del rey.
La mandíbula de la calavera esbozó su habitual sonrisa lasciva y horrible.
Aunque no tenía ojos en sus profundas cuencas, podía sentir su mirada
clavada en mi rostro con embelesado interés, complacida porque por fin la
hubiese visto, por haberlo cambiado todo.
Se me encogió el corazón al verla.
El símbolo de la calavera.
El rey Marnaigne debía morir.
El rey Marnaigne debía morir, y tenía que ser yo quien lo matase.
Se me revolvió el estómago al imaginármelo siguiéndome a todas partes
junto al resto de mis fantasmas, uno más para mi colección. Me entraron
ganas de llorar al imaginarme su larga y oscura sombra, persiguiéndome por
toda la eternidad, acercándose cada vez más a mí, hasta el día en el que
resbalase y permitiese que se acercase demasiado. Sus dedos huesudos
tratarían de atraparme y…
Aquella horrible pesadilla se vio interrumpida por otra aún peor.
Este no era un hombre cualquiera al que le hubiese aparecido el símbolo
de la calavera y al que tuviese que matar.
Era un rey.
El rey. Mi soberano.
Me mancharía las manos de sangre real. Solo el mero hecho de pensar en
asesinarlo era traición.
Había oído historias que hablaban de hombres que se habían atrevido
simplemente a mostrarse en desacuerdo con el rey. Los habían arrojado sin
miramientos al calabozo, donde les lanzaban comida podrida, los escupían y
abucheaban. Marnaigne sucumbía a su propia ira muy rápido, y no le
temblaba el pulso a la hora de clamar respeto y venganza.
Si me sorprendían envenenándolo, sin importar lo buenas que fuesen mis
intenciones…
Me estremecí.
Me condenarían a muerte, sin miramientos, sin darme la oportunidad de
defenderme. Solían ejecutar a los condenados en la plaza de Châtellerault.
Colocaban una horripilante plataforma y un bloque de madera en el centro,
y el reverente de uno de los templos acudía a la ejecución con una espada
larga y curva. La gente solía ir a presenciar la ejecución, a animar al
verdugo.
Ese sombrío encapuchado me cortaría la cabeza, pero no serviría de nada.
No moriría. Al menos, no al principio.
Imaginé cómo mi cabeza cortada volvería a la vida a varios metros de
distancia del resto de mi cuerpo cuando se prendiese mi segunda vela. Podía
escuchar los gritos de la multitud en mi cabeza, una mezcla de horror y
euforia, antes de que el miedo los consumiese a todos por completo. Estaba
segura de que verían el don de Merrick como un signo de la magia más
repugnante y oscura que habían presenciado jamás, por lo que me volverían
a tratar de ejecutar, apagando así mi segunda vela con su venganza.
Entonces le llegaría el turno a la tercera. La que apagarían igual de rápido.
Y así, mis tres vidas se habrían acabado.
¿Para qué me habría servido tener tantas vidas entonces? ¿Mis fantasmas
me perseguirían hasta el más allá, atormentando para siempre a su asesina?
No sabía qué me estaba esperando más allá del velo, siempre me había dado
demasiado miedo preguntárselo a Merrick, pero estaba claro que no iba a
tener un cargamento ilimitado de sal aguardándome.
Aquel desenlace me parecía demasiado horrible.
—¿Hazel? —me llamó el rey, sacándome de mi ensoñación. Su voz había
adquirido cierto deje preocupado, por lo que supe que no era la primera vez
que me había llamado.
—¿Señor?
—Has dejado de aplicarme esa pasta tuya. ¿Va todo bien?
Aparté las manos de golpe de su rostro, haciendo desaparecer la maldita
calavera en un segundo, pero era como si la imagen de ese símbolo,
flotando sobre el rostro del rey, se me hubiese quedado grabada en la
memoria. Una impronta fantasmal se seguía cerniendo sobre el rostro del
monarca, blanca como el hueso, y cubría sus rasgos como si fuese una
máscara.
El rey abrió los ojos y me miró fijamente a través de las cuencas
fantasmagóricas de la calavera, con sus ojos azules tan brillante como dos
zafiros.
—Todo va bien, majestad —dije, antes de levantarme y acercarme al
lavabo, donde había dejado mi maletín. Me puse a rebuscar en los bolsillos
alguna cura que jamás iba a encontrar ahí dentro, que no existía porque el
rey debía morir y tenía que hacerlo pronto, y debía ser yo quien acabase con
él—. Es que me he quedado en Babia.
Me temblaban los dedos al sostener los diversos viales llenos de dedalera
y cicuta, de adelfa y ricino, y el corazón me latía acelerado en el pecho,
aporreándome con fuerza las costillas, yendo cada vez más y más rápido,
hasta que pude sentir mi propio pulso reverberándome en la garganta,
subiendo cada vez más y más, hasta que la habitación empezó a darme
vueltas. Fue en medio de aquel desequilibrio, con la vista nublada por
completo, cuando me di cuenta de que estaba sufriendo un ataque de
pánico. El miedo se había apoderado de mi cuerpo, me pesaba demasiado la
cabeza como para mantenerla en alto. Al caminar, me tambaleaba sobre mis
propios pies, que de repente me parecían demasiado pequeños como para
sostenerme.
—¿Cuánto tiempo tengo que dejármelo puesto? Me está empezando a
picar. —El rey respiró hondo, esperanzado, antes de susurrar asombrado—:
¿Ya está funcionando?
Me aferré al borde del lavabo, agarrándome a la encimera de mármol y
luchando por permanecer de pie.
El rey.
Tenía que matar al rey.
Mataría al rey y después me matarían a mí.
—¿No le parece que hace mucho calor?
Me oí formular esa pregunta, aunque no recordaba haber decidido hacerla
en voz alta. Tironeé del cuello de mi vestido. Me apretaba demasiado, me
costaba respirar. Si tan solo lo pudiese aflojar un poco, a lo mejor podría
respirar con normalidad y todo volvería a estar bien.
Pero seguiría teniendo que matar al rey.
—¿Hazel? —Sus palabras reverberaron en el interior de mi cabeza,
resonando como si las hubiese gritado en una sala vacía. Mi nombre se
deformó en pequeñas sílabas sin sentido antes de volver a unirse, pero no
sonaba bien—. ¿Hazel? ¿Te encuentras bien?
Quería darme la vuelta y asegurarle que me encontraba perfectamente,
que todo iría bien, pero no podía hacerlo, porque en cuanto me girase
volvería a ver aquella fantasmagórica calavera cubriendo su rostro,
oscureciendo su expresión, ocultando cada uno de sus rasgos salvo sus ojos.
Solo quería gritar, pero no lograba formar las palabras que estaba buscando,
y mis labios se negaban a abrirse, hasta que lo hicieron, aunque solo fue
para soltar un suave gemido antes de que mis ojos se quedasen
completamente en blanco y de que el suelo acudiese a la carrera a mi
encuentro.
30

Y
a no me encontraba en los aposentos del rey.
Hacía mucho más frío y la estancia ya no estaba llena del vapor
que emanaba de la bañera. La estancia estaba impregnada con el
aroma a incienso de resina y de vapores perfumados tan densos que olía
como si estuviese en medio de un bosque. Respiré hondo y rodé sobre mí
misma hasta tumbarme de costado.
Lentamente y con mucho cuidado, abrí los ojos.
La sala en la que me hallaba era austera y funcional. Había hileras
interminables de camastros a ambos lados de la estancia. Pero estaba sola, y
me habían dado una de las camas del medio del recinto. La sábana que me
cubría era áspera y fina, y sus fibras habían sido tejidas sin ningún cuidado.
Me estremecí, y me sorprendí al darme cuenta de que no llevaba puesta mi
propia ropa. Me habían vestido con una camisola de algodón, a rayas verdes
y amarillas.
Tan solo cuando me incorporé pude ver el mural que cubría la pared.
La figura imponente y poderosa de los Divididos se cernía sobre la
habitación. Los ojos pintados de Calamité y Félicité me miraban con
destellos realistas refulgiendo en su interior, observándolo todo con agudeza
y perspicacia.
Luché por librarme del peso de las sábanas rasposas, desconcertada por la
presencia de los dioses.
—Oh, yo que tú no haría eso.
Una anciana vestida con una túnica verde y amarilla se apresuró a
acercarse a mi cama. Sus ojos eran de un impresionante color ámbar, llenos
de radiante paz. Los pulseras que repiqueteaban en sus muñecas marrones al
entrechocar tenían grabados docenas de los símbolos de los Divididos.
—¿Dónde estoy? —Me avergonzaba tener que preguntarlo, odiaba tener
que admitir que no recordaba cómo había llegado a este lugar.
—Estás en la Grieta. —La anciana volvió a intentar que me tumbase, con
sus dedos huesudos clavándoseme en los brazos—. Soy Amandine, una de
las sacerdotisas.
Escuché unas risitas que provenían de detrás de ella y me eché hacia
delante para ver a tres niñas pequeñas que se escondían a su espalda.
Llevaban vestidos como el mío, y su cabello, rubio y pálido, estaba
enrollado en sus nucas, formando un recogido, apartado por completo de
sus pequeños rostros.
Me quedé mirándolas fijamente, confusa, segura de que ya las había visto
antes, pero no lograba recordar cómo se llamaban o dónde se habían
cruzado nuestros caminos.
—Ya basta, chicas —les ordenó Amandine—. ¿Qué es lo que recuerdas?
—me preguntó. Su mirada amable se deslizó sobre mis piernas cuando me
fui a bajar de la cama, no sin mucho esfuerzo.
—Estaba en el palacio —comencé a decir, tratando de precisar lo último
que recordaba. Estaba con el rey. Él estaba metido en la bañera. Me quedé
helada al recordar el símbolo de la calavera. El corazón se me aceleró y
tuve que respirar hondo para intentar controlar mi creciente ansiedad.
—Te desmayaste —añadió ella al ver que no iba a seguir hablando—. Al
no poder despertarte, te trajeron aquí para que pudiésemos rezar por que
volvieses con nosotros cuanto antes.
—Ah.
La sacerdotisa me observó con amabilidad.
—Sabemos lo de tu… padrino, por supuesto, pero él no tiene ningún
templo en Châtellerault. Nuestro templo es el más cercano al palacio.
Espero que el Temido Final comprenda por qué estás aquí y muestre
clemencia. Solo estaban haciendo lo que creían que era mejor para ti, en
una situación de tanta urgencia.
Traté de esbozar una sonrisa para agradecerle lo que habían hecho por mí.
Me dolía muchísimo la nuca, por lo que me froté la zona con cuidado.
—Estoy segura de que no le importará. Gracias por vuestra amabilidad.
¿Los guardias siguen aquí? Me temo que he de regresar cuanto antes. —
Traté de bajarme de la cama pero terminé dejándome caer sobre el colchón
cuando la habitación empezó a darme vueltas.
—Nada de eso —repuso Amandine, ayudándome a recostarme de nuevo
sobre las almohadas con dulzura—. Chicas, agua, por favor.
Las tres niñas rubias salieron corriendo de la estancia, y sus pasos y
susurros resonaron por todo el pasillo.
Mareada, dejé que Amandine me arropase de nuevo.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Unas cuantas horas, por lo que me han dicho. Fue nuestro alto
sacerdote el que te atendió. Yo solo me he estado ocupando de velar por ti
desde la hora del almuerzo.
—Gracias por haber rezado por mí —dije, presionándome la frente con
las yemas de los dedos en algunos puntos estratégicos, desesperada por
aliviar la presión dentro de mi cráneo—. Pero tengo que volver a palacio.
—No hasta que puedas sentarte sin desplomarte —estableció con firmeza,
antes de tomar asiento en la cama que había junto a la mía—. ¿Nos dijeron
que te diste un buen golpe al caer sobre un suelo embaldosado?
Asentí, y el mero gesto me dio ganas de vomitar.
—El palacio está lleno de mármol —confesé.
—Lo más probable es que tengas una conmoción —supuso—. Necesitas
quedarte en observación y reposo.
—Hablas como una curandera.
—Todos hemos tenido que aprender a hacer de todo —admitió Amandine
—. Desde que comenzó la guerra.
—¿La guerra? —Aquella siniestra palabra me tomó por sorpresa—. Pero
solo son una serie de escaramuzas, ¿no? ¿Contra las milicias?
A la sacerdotisa se le escapó una carcajada amarga antes de que pudiese
llevarse la mano a la boca.
—¿Las milicias? ¿Así es como las llaman?
Asentí con inquietud.
—No te equivoques, mademoiselle Trépas. Es un ejército. —Estaba
jugueteando con los dijes que colgaban de sus pulseras—. No me cabe
ninguna duda de que el palacio no quiere admitirlo, pero Baudouin está
muy cerca de Châtellerault, y a cada día que pasa gana más fuerza y
seguidores. Sus ejércitos han estado saqueando todas las aldeas que
recorren de camino a la capital, de norte a sur. Muchísima gente ha muerto.
Muchos niños se han quedado huérfanos. Nos hemos encargado de acoger a
todos los que hemos podido. Las tres niñas que has visto hace un momento
llegaron al templo hace poco. Son las únicas supervivientes de su pueblo.
Parpadeé, tenía que haberla oído mal.
—¿Qué pueblo?
—Ansouisienne.
Había oído hablar de él. Estaba cerca del río, a solo un día o dos a caballo
de la capital.
—¿Baudouin está tan cerca?
¿Por qué en palacio no estaban más preocupados por este tema? Todo el
mundo seguía adelante con sus vidas como si esta lucha no fuese nada más
que una leve molestia que con el tiempo terminaría desapareciendo.
Amandine asintió, con el rostro contraído por la tristeza.
—Lleva mucho tiempo abriéndose camino hacia la capital desde su
ducado, reclutando a todos los soldados que puede para que luchen en su
nombre. Los que aceptan seguirlo se dirigen hacia el sur. Los que no… —
Contuvo el aliento, dejando caer lo peor, y después barrió con un gesto de la
mano la sala—. Este solía ser uno de nuestros vestíbulos de reflexión.
Hemos tenido que convertirlo en dormitorios para los más pequeños. La
mayoría están rezando ahora pero, cuando caiga la noche, esta sala dará
cobijo a docenas de niños.
—Docenas. —Eché un vistazo a mi alrededor y me pregunté cómo iban a
poder entrar todos allí.
Amandine asintió.
—La Grieta no es el templo más grande de todo Châtellerault, pero
estamos haciendo lo que podemos. He oído el rumor de que el Templo de
Marfil tiene a más de trescientos huérfanos resguardados bajo su techo. —
Frunció los labios y su expresión se nubló—. La Primera Santa siempre
consigue muchas más ofrendas que los Divididos.
Me pregunté cada cuánto tiempo regresaba Margaux al Templo de Marfil,
o si habría visto a los niños que había allí resguardados. Si los había visto,
¿no debería haberle dicho algo al rey?
Aunque la sala estaba vacía, la sacerdotisa bajó un poco más la voz, hasta
que no fue más que un susurro.
—He oído por ahí que estás en la corte para cuidar al rey. —Asentí y me
incliné hacia ella para poder escuchar mejor sus susurros conspiratorios—.
No todo el mundo lo sabe, por supuesto. Pero le pidieron al alto sacerdote
Théophane que realizase una ceremonia especial para el rey, en privado,
para granjearse el favor de Félicité. Hemos oído decir que… —Se volvió
hacia el pasillo con una mirada culpable—. A Théophane le dijeron que el
rey se había contagiado de los Escalofríos.
Me quedé helada, porque no sabía qué responder a aquello, pero estaba
segura de que no debería hablar de lo avanzada que estaba la enfermedad
del rey Marnaigne con nadie.
Amandine asintió, estaba claro que mi silencio acababa de confirmarle
sus peores temores.
—Espero que no te importe, pero en lugar de haber estado orando por tu
propia recuperación he estado rezando por que lograses curar a su majestad.
Debe curarse, y hacerlo rápido. Los ejércitos tienen que ver a su monarca
fuerte y dispuesto a luchar a su lado. Solo él podrá llevarlos hasta la
victoria. Solo él puede detener esta guerra.
Hice todos los recuerdos del malvado y sonriente símbolo de la calavera a
un lado. Me costaba contemplarla directamente a los ojos, con aquella
mirada abierta y ferviente.
—Voy a hacer todo lo que esté en mi mano.
Amandine me tomó las manos entre las suyas, rodeándolas con su calor.
—Debes hacerlo, mademoiselle Trépas. —Su sonrisa se acentuó de
vergüenza—. No quiero ponerte más presión de la que tienes, sé que
necesitas descansar y cuidar también de ti, pero cada hora que pasa el rey
lejos de sus súbditos, a cada día que pasa escondido de su reino, de sus
seguidores, perdemos más vidas. Si Baudouin lograse hacerse con el
trono… —Sus ojos se anegaron de lágrimas—. Sería una catástrofe. El
reino quedaría arruinado, se perderían decenas de miles de vidas. Quizás
incluso cientos de miles. Ay, mademoiselle Trépas, estamos depositando
todas nuestras esperanzas en ti. Sé que Félicité guiará tus manos.
Tragué con fuerza, sin saber qué responder. Un destello de esperanza
iluminó su mirada, clavándose en mi pecho.
No podría salvar al rey. No con el símbolo de la calavera sobre su rostro.
La voz de Leopold se abrió paso entre mis recuerdos y me preguntó cómo
creía que le quedaría la corona.
Me estremecí.
Entonces llegaron las huérfanas, con una bandeja en las manos. De
nuevo, tuve la extraña sensación de que ya las había visto antes.
—¿Amandine me ha dicho que venís de Ansouisienne? —les pregunté,
tratando de entablar una conversación agradable con ellas mientras la mayor
se entretenía sirviéndome una taza de té, echando el agua caliente y después
espolvoreando un puñado de hierbas secas encima.
—Sí —repuso—. Aunque Ansouisienne ya no existe.
—Lamento tener que oír eso —dije, y me volví hacia Amandine con una
mirada de disculpa—. ¿Podría pediros un favor, chicas?
La mediana, que no debía de tener más de siete años, asintió, antes de
volverse hacia la alta sacerdotisa para pedirle permiso.
—Voy a tener que volver pronto a palacio —comenté, sentándome
lentamente sobre el colchón—. ¿Creéis que podríais ayudarme a encontrar
mi ropa?
La más pequeña se puso manos a la obra.
—¡Yo sé dónde está! ¡La tengo metida en mi armario! —exclamó, feliz
por tener por fin algo que hacer.
—No grites, Hazel, por favor —la regañó Amandine.
—Lo siento —respondimos la niña pequeña y yo a la vez, antes de darme
cuenta de que la sacerdotisa no me había estado regañando a mí.
Me volví hacia la niña con renovado interés.
—¿Te llamas Hazel? —Ella asintió—. ¡Qué coincidencia! ¡Yo también!
La niña ahogó un gritito antes de retroceder a toda prisa, casi
tropezándose con mi vestido y mis enaguas al volver con ellas en brazos.
—Esto debe ser cosa de los dioses —murmuró Amandine—. Menuda
coincidencia.
—Es como se llamaba nuestra tía —añadió la del medio.
Había estado a punto de quitarme el camisón, pero me quedé helada.
—¿Sois primas?
La pequeña Hazel asintió.
—Su mamá es mi tía Genevieve.
Volví a fijarme en su cabello rubio. Era tan claro como la seda del maíz,
del mismo tono que el del resto de mis hermanos. Y sus ojos… me dieron
ganas de reír por no haberme fijado en ello antes. Esos eran los ojos azules
de mamá, refulgiendo con fuerza en sus pequeños rostros.
—¿Vuestra madre se llama Genevieve?
Genevieve. Mi hermana mayor.
Aunque llevaba años sin verla (diez años, me recordó una pequeña voz en
mi cabeza), se me encogió el corazón al oír su nombre. Me volví hacia la
pequeña Hazel.
—Y tú, ¿cómo se llama tu madre?
—Mathilde —respondió, tendiéndome mis enaguas, completamente ajena
a lo que estaba sintiendo yo en ese mismo instante con aquella noticia.
—Mathilde —repetí, y el corazón me latió acelerado, cantando una
canción alegre.
Estas niñas eran hijas de mis hermanas.
¡Estas preciosas niñas eran mis sobrinas!
—¿Cómo están? —pregunté, quitándome el camisón a toda prisa—.
Vuestras madres.
De repente, me moría de ganas por volver a verlas, por invitarlas a que se
viniesen conmigo a Alletois. Podrían venir con sus hijas de visita y
quedarse en mi cabaña. Podríamos jugar en los campos llenos de flores
silvestres con Cosmos y podría llevarme a mis hermanas a tomar el té por la
tarde a la pastelería del pueblo. Daría igual cómo había sido nuestro pasado;
podríamos labrarnos un futuro, escribir un nuevo capítulo de nuestra
historia. Casi me reí solo al imaginar aquella posibilidad.
—Muertas —respondió la mayor, fulminándome con la mirada como si
pensase que era una estúpida solo por preguntarlo—. Están muertas.
—Ah. —Todos aquellos sueños de futuro se desvanecieron de un
plumazo al volver al mundo real.
Amandine me había dicho que las niñas eran huérfanas, que las habían
traído a la Grieta después de que hubiesen invadido su pueblo, de que
hubiesen masacrado a sus habitantes.
Sus madres, mis hermanas, estaban muertas.
—Lo siento muchísimo, lo siento —murmuré, avergonzada por haberme
dejado llevar por mi imaginación y por un futuro que jamás podría ser.
Quería decirles a esas niñas quién era yo en realidad. Quería prometerles
que las sacaría de la Grieta en cuanto terminase lo que tenía que hacer en
palacio, que me las llevaría conmigo a mi cabaña y que cuidaría de ellas,
que las criaría y las amaría, pero me quedé callada.
No podía cuidar de estas niñas. Ni siquiera sabía si volvería algún día a
Alletois. No después de haber matado al rey.
No. Tendría que huir, tendría que salir corriendo del palacio después,
alejarme todo lo que pudiese de la capital, quizás incluso tendría que
marcharme de Martissienes para siempre.
El sonido de unas campanas reverberó por todo el templo, y la sacerdotisa
frunció el ceño al oírlas.
—Es la llamada a la oración de por la tarde —explicó—. Tengo que
marcharme, pero alguien vendrá a estar contigo en mi ausencia.
Unos pasos resonaron por el pasillo que había justo al otro lado de la
puerta de la habitación, y la sacerdotisa esbozó una sonrisa.
—Aquí está —anunció Amandine, y me puse mi vestido a toda prisa,
dejando que el lino bordado se colocase solo.
—Gracias por haber cuidado de mí —comencé a decir, grabándome en la
memoria los rostros de las niñas—. Yo…
—Vamos a dejar que Hazel descanse. —La sacerdotisa alargó una mano
hacia mí y dibujó una bendición en mi rostro, pasándome los dedos con
delicadeza por la frente y después bajándolos por las mejillas, como si
estuviese dividiendo mi rostro en varios segmentos, para que se asemejase
al de los dioses a los que servía—. Que los dioses te bendigan,
mademoiselle Trépas, y que la fortuna de Félicité ilumine el camino de su
majestad.
Le volví a dar las gracias y estiré la sábana. No estaba acostumbrada a ser
yo quien estuviese en cama, a que me estuviesen teniendo que cuidar, y me
di cuenta de que no me gustaba ni un pelo que me prestasen tantísima
atención.
—Te deseo fortuna y bendiciones —dijo el nuevo postulante desde el
umbral. Llevaba un ramo de hierbas para incensar en la mano, que
impregnó toda la sala con una neblina negra con aroma a agar.
—Y para ti también —repuse, al tiempo que me volvía hacia él.
Amandine estaba apoyada en el marco de la puerta, bloqueando la entrada
del recién llegado mientras le susurraba una ristra de instrucciones. Pude
notar cómo asentía, aunque no lograba ver su rostro, aceptando todo lo que
le decía la sacerdotisa, antes de que juntase las manos y le ofreciese una
leve reverencia al tiempo en el que Amandine se marchaba. Era mucho más
alto que ella, tenía la piel clara y el cabello aclarado por el sol.
Antes de que entrase en la habitación, pasó el ramo de hierbas secas por
cada uno de los rincones y después lo dejó dentro de un cuenco de bronce
que había a un costado.
Caminaba con una cojera marcada, tendiendo a dejar caer todo su peso
sobre su pierna izquierda. Cuando llegó a los pies de mi cama, me fijé en
que era uno de los miembros de los Fracturados, una de las sectas de los
Divididos, compuesta por gente que les era tan devota que incluso cortaban
su rostro en pedazos para parecerse más a sus dioses. Unas largas cicatrices
cruzaban su rostro, dividiéndolo en cinco partes. Uno de los cortes le había
partido los labios y la cicatriz tironeaba de una de las comisuras, haciendo
que uno de los lados de su boca pareciese estar permanentemente fruncido y
el otro esbozando una eterna sonrisa.
Pero no importaba cuántas cicatrices tuviese, reconocería ese rostro en
cualquier parte. Supe al momento quién era aquel chico.
—¿Bertie?
31

É
l ladeó la cabeza y frunció ambas comisuras al mirarme.
—Lo siento… ¿te conozco?
Mi sonrisa empezó a flaquear.
—Soy yo… Hazel.
Por un terrible y largo momento, su mirada permaneció totalmente en
blanco.
—¿Hazel?
—¿Tu hermana? —No pude evitar decirlo como si fuese una pregunta.
¿Es que se había olvidado de mí?
—No es posible. —Me observó con los ojos entrecerrados, como si
estuviese buscando algún rasgo en mi rostro que recordase de su pasado.
Presencié el momento exacto en el que se dio cuenta de que era yo de
verdad—. ¿Hazel? —preguntó, maravillado—. Me dijeron… ¡Pensaba que
estabas muerta!
Aquello me sorprendió.
Bertie se sentó con cuidado en el borde de la cama. No se parecía en nada
al niño que recordaba, pero bajo todas aquellas cicatrices se seguía
escondiendo el niño que había sido, aunque ahora sus rasgos se hubiesen
alargado y no me resultase tan familiar como antes. Su cuerpo se dobló en
ángulos de lo más extraños al subirse sobre el colchón.
—Eres tú —dijo, anonadado, antes de rodearme con sus brazos—. ¡Qué
bendición! ¡Qué alegría! ¡No me lo puedo creer!
—Yo tampoco —admití, abrazándolo con todas mis fuerzas—. ¿Cuánto
tiempo llevas aquí?
—No mucho, ¿tal vez quince días? Fui uno de los hermanos encargados
de traer a la última remesa de huérfanos a la Grieta. Antes vivía en Saint
Genevasire.
—Eso no está muy lejos de Alletois. Ahora vivo allí —añadí.
—¿Cuándo fue la última vez que fuiste a casa de visita? —me preguntó,
con los ojos abiertos como platos, recorriéndome el rostro y el cabello con
la mirada, fijándose en todo lo que había cambiado.
—Yo… —No quería hablar de cómo había sido mi última visita. No con
Bertie. No después de todo el tiempo que habíamos estado alejados—. Hace
mucho tiempo… Al final, mi padrino sí que vino a buscarme. Solo unos
pocos años después de que te… —Me quedé callada, no estaba segura de
cómo hablar del giro que había tomado su vida—. En mi duodécimo
cumpleaños.
Bertie alzó la mirada hacia el techo, como si estuviese echando las
cuentas de todo el tiempo que había pasado desde entonces.
—Llevas lejos de casa mucho tiempo. Te has enterado… —Bajó un poco
la voz—. Mamá y papá… murieron.
Fui incapaz de leer su expresión, por lo que no sabía qué opinaba de
aquello.
—Sí —repuse, con cautela.
Él esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
—Pero los bendecidos nos han vuelto a juntar. ¡Qué buena fortuna! —Se
besó las puntas de los dedos e hizo una especie de gesto de gratitud, antes
de aferrarse al colgante que llevaba. Estaba formado por una serie de tubitos
de bronce que tenían grabados toda clase de símbolos que no reconocía y
algunas palabras que no podía leer.
—¿Cómo… cómo estás?
La pregunta se me escapó antes de que pudiese pensármelo dos veces. No
debería haber tenido que hacerla jamás, era algo que una hermana debería
saber sin tener que preguntarlo. Pero no lo sabía. Ya no.
Observé todas las cicatrices que recorrían su rostro y después bajé la
mirada hacia las que le caían por los brazos. Incluso le habían cortado los
dedos para después volver a unirlos a su cuerpo. Parecía una especie de
colcha de retazos que hubiese cosido un niño sin conocimiento alguno, con
costuras demasiado grandes y torpes. Me dolía el cuerpo solo de verlo.
—Mi corazón está lleno de alegría —comentó, feliz. Su semblante estaba
envuelto en una apacible serenidad, en una satisfacción que yo jamás había
sentido. Estaba radiante, resplandecía de felicidad, tanto que las cicatrices,
sin importar lo graves que fuesen, no lograban ocultar su dicha—. Pensaba
que no volvería a ver tu rostro en este mundo, pero aquí estás. ¡Qué
bendición! ¡Qué fortuna!
—Aquí estás tú —repetí. Había algo en su reacción que hacía que se me
revolviese el estómago. A pesar de lo distintos que habíamos sido de
pequeños, ahora nos parecíamos bastante, cada uno servía a los dioses a su
manera. Pero yo jamás me había sentido tan feliz por ello como él en este
momento.
Bertie se quedó callado durante unos minutos, como si acabase de
acordarse de qué estaba haciendo yo en el templo.
—Pero no te encuentras bien. Amandine me ha dicho que estabas
inconsciente cuando te trajeron.
Asentí.
—Estaré bien.
—¿Ha venido alguien a examinarte? Las heridas de la cabeza pueden
ser…
Esbocé una sonrisa.
—No. En realidad… ahora soy curandera.
A Bertie se le volvió a iluminar el rostro, tan brillante como un rayo de
sol.
—Qué maravilloso. Jamás habría pensado que eso era lo que te deparaba
el futuro. La madre Félicité ha guiado bien tu camino. ¡Qué bendición!
¡Qué fortuna!
La sonrisa que se dibujó en mi rostro parecía extraña, demasiado amplia,
como si estuviese tratando de ocultar lo incrédula que me sentía en realidad.
Jamás había visto a nadie tan… devoto como Bertie.
—A mí también me sorprendió. Merrick… el Temido Final… fue quien
quiso que estudiase medicina. Pero se me da bastante bien. ¿A ti te duele
algo? Podría curarte en un minuto —le ofrecí, medio en broma. Alargué la
mano hacia su rostro y recorrí una de las cicatrices que le cruzaba las
mejillas—. Podría incluso aclararte estas cicatrices, si quieres. Tengo un
ungüento que…
Él negó con la cabeza, con el miedo surcando su expresión.
—No quiero deshacerme de ellas, de ningún modo —me aseguró—. Me
siento orgulloso de cada una. —Se subió una de las mangas de la túnica,
dejando al descubierto el interior de su antebrazo. Más líneas irregulares
ascendían desde la muñeca, como si un rayo le surcase la piel.
—¿Tú… elegiste hacerte esto? —le pregunté, midiendo mis palabras—.
Pero mamá dijo que… —No llegué a terminar la frase, preguntándome si
seguiría atrapada en los confines de mi armario.
—Fue elección mía, sí, y me las hice con mis propias manos —afirmó
con dulzura, como si estuviese tratando de consolarme. No lo consiguió.
—Debió de dolerte muchísimo. —Señalé las que le cruzaban la nariz.
—Es un honor poder servirles.
Me pregunté qué pensarían Calamité y su prole de Fracturados, qué
opinarían de que los humanos estuviesen tratando de replicar su aspecto
desarticulado. No creía que Félicité fuese a condenar una práctica así. Casi
podía oír su voz maternal hablando de ello.
—¿Eres feliz aquí? —Fruncí el ceño y traté de reformular mi pregunta—.
No me refiero solo aquí, en Châtellerault, sino… aquí. —Barrí la estancia
con un gesto de la mano, como si estuviese hablando de un plano mucho
más grande e importante.
—Excepcionalmente feliz —me prometió—. Sé que la última vez que me
viste… —Soltó un suspiro—. Al igual que tú, no he elegido este camino por
voluntad propia, pero eso no hace que me alegre menos por haberlo
recorrido, porque sé que ha sido el propio camino el que me ha elegido a
mí. El día en el que la alta sacerdotisa Ines me eligió de entre todos nuestros
hermanos… fue el mejor día de mi vida, Hazel. De veras. Este era mi
destino, es el trabajo de mi vida. Y… —Recorrió el dormitorio con la
mirada, deteniéndose en las camas—. Todavía queda mucho trabajo por
hacer. Sobre todo ahora, con lo que está ocurriendo en el norte.
Parte de la beatífica luz que había iluminado su mirada se apagó.
—Estás ayudando a los huérfanos —comenté, animándolo a que me diese
más información al respecto—. Las niñas que estaban con Amandine, sabías
que son…
Él asintió con pesar.
—Las hijas de Mathilde y Genevieve, mis sobrinas. Nuestras sobrinas —
se corrigió rápidamente—. No… no saben quién soy. —Alzó la mirada
hacia mí, alarmado—. ¿Les has dicho quién eras?
Negué con la cabeza.
—No me pareció correcto… Al menos, no de momento.
Él asintió.
—Al palacio no nos llega mucha información sobre las escaramuzas.
Su expresión se oscureció de golpe.
—No son escaramuzas. Son masacres. El ejército de Baudouin está
masacrando pueblos enteros durante la noche. Dejan los cuerpos por las
calles para que se pudran y contaminen los cultivos, o incluso los lanzan a
los ríos. Están envenenando las tierras, el agua. No dejan a nadie con vida
para que se ocupe de las plantaciones, a nadie para que alimente al ganado.
Cuando llegue el invierno, mucha gente morirá de hambre. Y los niños… —
Suspiró—. Sé que suena horrible lo que voy a decir, pero el rey Marnaigne
tiene que salir de sus aposentos, dejar su duelo atrás y hacer algo al
respecto. Se están formando pequeñas milicias entre la gente de los pueblos
y de las ciudades que están dispuestas a luchar contra los hombres de
Baudouin, pero no tienen un líder que los dirija. Actúan sin organización
alguna. Marnaigne es un buen rey. Puede hacer que todo esto pare.
Alisé mi falda y valoré mi respuesta durante un segundo.
—¿Qué es lo que no me estás contando? —me preguntó mi hermano,
adivinando que había algo que me preocupaba. Bertie siempre había sabido
comprender mis silencios, como si para él fuese un libro abierto.
—No puedes hablarle de esto a nadie pero… el rey no solo está pasando
por un periodo de duelo —le confesé en un susurro a mi hermano—. Está
enfermo.
El rostro de Bertie se iluminó.
—¿Por eso estás en la corte? ¿Te estás ocupando de él? Oh, Hazel. ¡La
fortuna le ha sonreído al rey! ¡Qué bendición! ¡Qué alegría!
Sus dedos se enredaron con los míos y los aferraron con fuerza, y en ese
momento solo quise alejarme de él. Su reverencia rozaba la obsesión. El
Bertie que yo conocía había desaparecido para siempre.
—Ayúdale a ver lo mucho que lo necesitamos. Cuéntale que su pueblo
anhela que regrese. Anímalo a que retome sus deberes y después…
—No es tan sencillo.
Su sonrisa se oscureció, disgustada.
—Pues claro, sé que me estoy metiendo en tu trabajo, pero…
—El rey tiene los Escalofríos —susurré, interrumpiendo cualquier
ferviente llamada a la acción que me hermano estuviese a punto de
pronunciar—. No tiene cura.
—Todavía —insistió—. Todavía no tiene cura. Pero tú la estás buscando,
¿no?
Bajé la mirada hacia mis manos. Mis manos, las mismas que habían
acabado con las vidas de tantos otros. Mis manos, las mismas que se
suponía que debían acabar también con la vida del rey.
—Sí… pero está muy enfermo…
La habitación se sumió en un profundo silencio. Brotaba de las paredes de
piedra, llenando la estancia como la tinta al caer en un balde de agua,
oscureciéndola, retorciéndose por el aire, haciendo que fuese imposible
volver el tiempo atrás.
—¿Te has rendido? —me preguntó, aunque su pregunta se parecía
demasiado a una acusación.
—No sé cómo explicártelo.
—Inténtalo —ordenó, observándome con los ojos entrecerrados—.
Intenta explicarme por qué prefieres ver cómo un bárbaro se hace a la
fuerza con el trono, cómo se pone la corona con la sangre de sus súbditos
escurriéndose por sus manos. De hombres y mujeres buenos. De niños.
Intenta explicármelo.
—No quiero que Baudouin se adueñe del trono —protesté, equiparando
mi rabia a la suya.
—Pues lo hará, si dejas que el rey muera.
—No estoy dejando que nadie muera. No hay cura, no existe ningún
modo de detener la enfermedad. Y Baudouin no podría apoderarse del trono
igualmente. Si el rey muriese, la corona pasaría a Leopold.
Bertie soltó una risa burlona.
—Pues menuda elección. Leopold no sabe cómo dirigir un reino. Debería
estar ahora mismo ahí fuera, luchando contra su tío, en el frente, pero
¿dónde está?
Mi hermano no se equivocaba, pero tampoco tenía del todo razón.
—Su madre murió hace menos de un año. Y su padre está gravemente
enfermo.
—¡Pues cúralo! —gritó Bertie. Sus palabras resonaron en el interior de la
habitación, afiladas y cargadas de odio—. Tienes que encontrar una cura,
Hazel —añadió, después de un momento de silencio—. Nuestro mundo se
sumirá en el caos si muere.
Cuando muera, lo corregí mentalmente. Cuando lo mate.
Me volví hacia el mural de los Divididos.
—Debería marcharme —dije, solo tenía ganas de irme de allí cuanto
antes, de alejarme de mi hermano todo lo que pudiese.
—¿De vuelta al palacio? —preguntó, aunque su voz sonaba distante y, de
reojo, pude ver que él también tenía la mirada clavada en el mural—. ¿Para
encontrar una cura, para salvar al rey?
Me encogí de hombros. De repente me sentía agotada, no tenía ganas ni
siquiera de molestarme en tratar de explicárselo todo a mi hermano.
Se pasó la lengua por los labios partidos en dos; su cuerpo estaba tenso,
lleno de energía. Parecía un gato salvaje, atrapado y acechante.
—Deberías rezar por que te bendigan antes de marcharte. No te vendría
nada mal tener a todos los dioses de tu parte.
—Cierto —accedí, aunque mi voz sonaba vacía.
Bertie jugueteó con el dije de bronce de su colgante, en el que me había
fijado antes, y pensé que iba a pegármelo a la frente y a murmurar una de
las plegarias de los Fracturados.
En cambio, se lo llevó a los labios.
—Félicité apuesta por los valientes —murmuró y después sopló.
32

T
an solo quería apretar los dientes con fuerza ante aquel sonido.
Resonaba mucho más fuerte de lo que cualquier cosa del mundo
natural tenía derecho a hacerlo. Solo los dioses serían capaces de
crear una cacofonía como aquella. El tono estaba tan desafinado que me
hacía daño a los oídos y, aunque me los tapé, todavía seguía pudiendo
captar su eco, reverberando a través de mí. Me sentía incómoda dentro de
mi propio cuerpo.
Cuando por fin se desvaneció, me atreví a dejar caer las manos.
—¿Qué ha sido eso?
—Necesitas una bendición —repuso Bertie, como si eso respondiese a mi
pregunta.
Se volvió de nuevo hacia mí, con los ojos relucientes y abiertos como
platos. Parecía borracho, como si lo hubiese poseído algo mucho más
grande y poderoso de lo que él sería jamás.
Parecía enloquecido.
—¿Quién mejor que Félicité para concedértelo?
—¿Acabas de invocar a los Divididos? —siseé, horrorizada—. ¿Cómo es
posible que puedas hacerlo?
Bertie extendió sus brazos llenos de cicatrices frente a mí, como si ahí
estuviese mi respuesta.
—Oh, pequeña mortal, volvemos a encontrarnos. —Las voces unificadas
de los dioses provenían de una esquina del dormitorio que, de repente, se
había oscurecido por completo, ensombrecida en plena tarde soleada.
Entonces se produjo un movimiento en la oscuridad, y los Divididos se
deslizaron hacia la luz.
Fruncí el ceño.
—Hola, Félicité. Calamité.
No los había vuelto a ver desde que tenía doce años, y casi logré
engañarme para convencerme de que no habían cambiado. ¿Por qué
deberían haberlo hecho? Eran inmortales, no envejecían, eran eternos. Pero
sí que había algo distinto en su rostro compartido. Sus ojos, sin iris ni
pupilas, de algún modo lucían incluso más llenos ahora, cargados con el
peso imposible de sus conocimientos acumulados.
Bertie se dejó caer en abyecta devoción, pegando su frente al suelo de
piedra y extendiendo las manos frente a él, con las palmas hacia arriba,
como si creyese que de ese modo podría hacerse con cualquier resquicio de
la bendición que los Divididos pudiesen ofrecer.
—¡Mis señores, bienvenidos! Gracias por responder a mi llamado, gracias
por bendecirnos con su presencia, gracias por…
Los dioses gigantescos pasaron por encima de su figura postrada como si
solo fuese una baldosa decorativa más, sin dirigirle siquiera una mísera
mirada.
—¿Qué, en todos los reinos mortales, ha traído a la hija del Temido Final
a nuestra casa de culto? —se preguntó Calamité. Hizo girar su cuerpo para
dar una vuelta sobre sí mismo, como si estuviese inspeccionando la sala en
busca de su respuesta—. Este sitio no está como antes.
—Me… me hice daño… mientras estaba trabajando en palacio —
respondí, midiendo mis palabras—. Me trajeron aquí para que me
recuperase.
—¿Quién cura a la curandera? —murmuró Félicité, como si estuviese
tratando de resolver un acertijo sumamente complicado.
—Al parecer, nuestros devotos —bromeó Calamité—. Pero hay algo
distinto aquí. No recuerdo que hubiese tantas camas.
—Tuvimos que ponerlas aquí, mis señores… para los niños —respondió
Bertie, con la frente todavía pegada al suelo en contrita reverencia.
Los Divididos bajaron entonces la mirada, fijándose en él por primera
vez.
—¿Supongo que ya habéis conocido a mi hermano, Bertie?
Solo entonces se atrevió a alzar la cabeza, aunque fuese para asentir
levemente.
Calamité recorrió las cicatrices de Bertie con su único ojo.
—Pues claro. Bertrand es uno de nuestros Fracturados más leales. ¿No
crees que su devoción es… impresionante? —Esbozó una sonrisa malvada
al mirarme. Estaba claro que sabía que no pensaba eso en absoluto.
—¿Qué ocurre con los niños? —preguntó Félicité, volviendo su cabeza
conjunta para recorrer las filas de camas con su ojo.
—Hemos estado acogiendo en la Grieta a todos los niños que se han
quedado huérfanos a causa del alzamiento del príncipe bastardo —explicó
Bertie, de forma mucho más sucinta a como lo habría hecho yo.
—¿Baudouin está tratando de librar una guerra? —Félicité apartó la
mirada y empezó a hablar en privado con su mellizo—. ¿Qué tienes que ver
tú con eso?
Calamité puso una mueca disgustada.
—¿Por qué siempre me culpan a mí cuando las cosas están yendo mal? Si
el rey tiene tantas ganas de conservar el trono, a lo mejor debería ser él
quien le pusiera fin a esta locura.
Bertie intercedió entonces.
—No puede, mis señores. Está enfermo. Por eso os he llamado.
—¿Marnaigne está enfermo? —Félicité frunció el ceño, volviéndose para
mirar primero a su hermano y después a mí.
Asentí.
Calamité ladeó la cabeza con curiosidad, parecía encantado con aquel
giro de los acontecimientos.
—¿Qué tiene?
—Los Escalofríos —respondí. Ninguno de los dioses dijo nada—. Su
caso es… bastante grave.
—Pues cúralo —indicó Calamité, como si aquello fuese lo más fácil del
mundo—. Eso es lo que se supone que tienes que hacer, ¿no? ¿Hazel?
—No… no puedo hacerlo. Esta vez no.
Sus ojos se iluminaron al comprender lo que quería decir con aquello.
Lo sabían. Pues claro que lo sabían.
Calamité bajó la mirada hacia la muñeca de Bertie.
—Théophane guarda una botella del mejor brandi de ciruela de todo el
reino en su estudio. La esconde detrás del Libro de los cismas. ¿Te
importaría traernos una copa? Estamos sedientos.
Bertie se puso en tensión, estaba claro que quería quedarse a escuchar lo
que teníamos que decir, pero estaba a total disposición de sus dioses.
—Por supuesto, mis señores. ¿Les puedo traer algo más? ¿A cualquiera
de ustedes?
La sonrisa de Félicité era tensa y forzada, pero se aseguró de que su voz
sonase igual de melodiosa que siempre cuando respondió.
—Mejor tráenos directamente la botella. La sed de mi hermano es
legendaria.
Bertie asintió y se marchó a la carrera, casi tropezando con sus propios
pies cuando se puso a caminar de espaldas, haciendo una reverencia a cada
paso que daba.
—Eso debería granjearnos algo de tiempo —dijo Calamité.
—Podríais haberle ordenado simplemente que se marchase —señalé—.
Es uno de vuestros postulantes.
—¿Y dejar que nuestro estómago se quedase con las ganas de saborear
ese brandi? —Se estremeció antes de retomar la conversación justo donde
la habíamos dejado—. Supongo que has visto el símbolo de la calavera.
Asentí, apenada.
—¿Y entonces qué estás haciendo en nuestro templo? —preguntó
Calamité—. ¿No deberías estar poniéndote el hábito negro? ¿Llorando la
muerte de tu rey?
—Voy a matarlo —protesté—. Pero todavía no he tenido la oportunidad
de hacerlo.
—Eso está claro —repuso él con una sonrisa burlona dibujada en su
rostro.
—Parece que algo te preocupa —observó Félicité.
—Sí… bueno. Es el rey. Si me descubren… si alguien sospecha de mí
siquiera… no se detendrán a escucharme. Me condenarán por asesinato.
—Porque es un asesinato. —Calamité parpadeó y me observó
atentamente—. Supongo que eres una chica inteligente —admitió, aunque a
regañadientes—. Existen muchos métodos para asegurarte de que no
descubran tu traición.
Se me revolvió el estómago. ¿Por qué tenía que hablar de traición?
—También está el problema de la oráculo.
—¿Qué oráculo? —preguntó Félicité—. No puede ser una de las nuestras.
Negué con la cabeza.
—Viene del Templo de Marfil, es una de las reverentes de la Primera
Santa. Fue ella la que le habló de mí a la corte, la que pidió que me llevasen
a palacio. —Suspiré. No sabía cómo explicarles qué era lo que me
preocupaba de Margaux—. Ella puede ver lo que ve la Primera Santa, ¿no?
¿No es así como funciona el poder de los oráculos? —Los dioses se
encogieron de hombros, sin confirmar o rebatir mi suposición—. ¿No va a
ver entonces lo que pretendo hacer? ¿No va a intentar detenerme? Le han
mostrado que voy a ser yo quien salve al rey. Si regreso al palacio con un
objetivo distinto, me temo que ella… —No llegué a terminar lo que estaba
diciendo, porque entonces caí en la cuenta de algo más—. Dice que ha visto
que seré yo quien salve al rey. Por eso me han hecho ir a palacio.
Entonces… ¿no significa eso que se supone que tengo que salvar al rey? Si
eso es lo que le ha mostrado la Primera Santa, entonces… —Me dolía la
cabeza por todas las posibilidades que tenía que valorar. Era como si
estuviese dándole vueltas al mismo asunto una y otra vez—. ¿Quién lleva
razón? ¿El símbolo de la calavera o la Primera Santa?
Calamité se llevó uno de sus dedos a la barbilla.
—Estás pensando demasiado como una mortal. La Primera Santa lo sabe
todo, lo ve todo, no solo este momento, sino todos los momentos, por lo que
ella ya sabía que verías el símbolo de la calavera y, al mandarle aquella
visión a su oráculo, lo que pretendía conseguir era traerte al palacio
precisamente para que acabases con el rey.
Suspiré, agotada.
Félicité me observó con los ojos entrecerrados.
—Tras tus ojos se ocultan demasiadas preocupaciones, pequeña. ¿Qué
tiene este asesinato que te resulta mucho más complejo que los demás?
Me encogí de hombros.
—Yo… comprendo para qué sirve el símbolo de la calavera; se supone
que tengo que acabar con una vida para prevenir que se arruinen cientos de
vidas más. Pero el rey… —Solté un suspiro tembloroso—. Es una vida
demasiado importante.
Calamité puso los ojos en blanco.
—Ninguna vida es más o menos importante que otra. Al final, todos los
mortales acaban hechos cenizas.
—Al final, sí —admití—. Mi padrino termina viniendo a buscarnos a
todos. Pero antes de que eso ocurra… hay muchas vidas que podrían verse
afectadas por la muerte del rey. A las que tiene que proteger. Y con esta
guerra… —Dejé la frase colgando, porque lo que quería expresar era
demasiado importante como para decirlo en voz alta—. Hoy he conocido a
mis sobrinas. Aquí, en el templo. Ni siquiera sabía que tenía sobrinas, pero
aquí están. Huérfanas. Sus madres, mis hermanas, están muertas.
—¿Supongo que quieres que me disculpe por ello? —repuso Calamité,
como si no le importase en absoluto.
—No, pero eso me ha hecho caer en la cuenta de algo… Si el rey no
estuviese enfermo, ¿cuántos de estos huérfanos estarían de verdad aquí? Si
pudiese hallar una cura para los Escalofríos, una cura para el rey, él podría
detener esta guerra, podría mantener a sus súbditos a salvo. Podría prevenir
que tantos otros niños acabasen sufriendo el mismo destino que mis
sobrinas.
Félicité frunció el ceño.
—Es una idea muy noble, supongo. Pero inútil. Te han encomendado una
tarea, al igual que te encargaron leer todos esos libros hace tantos años. Así
que haz tu trabajo.
Aparté el cabello de mi rostro, metiéndome los mechones rebeldes tras las
orejas.
—Pero… ¿y si creo que lo que tengo que hacer no está bien? ¿Quién
decide lo que está bien y lo que está mal?
—Supongo que tu padrino —espetó Calamité, como si fuese obvio.
No quería oírlo.
—Pero ¿y si Merrick se equivoca?
—Los dioses jamás se equivocan. —Incluso Félicité había empezado a
sonar molesta.
—Pero morirá mucha más gente si el rey muere que si vive. ¿No? A mí
me parece lógico, ¿no creéis?
—Nosotros no creemos nada —respondieron los dioses, con todas sus
voces hablando al unísono, tan altas como el zumbar de una colmena—.
Solo lo sabemos.
—Entonces tenéis que saber que llevo razón —solté.
Félicité se hizo oír por encima del resto de los dioses.
—¿Qué es lo que quieres que hagamos, Hazel? ¿Qué podemos hacer para
ayudarte en tu tarea?
No sabía qué responder a aquello. Cuando todo esto hubiese acabado,
¿qué querría?
No quería tener que matar al rey, pero tampoco quería obviar lo que
indicaba el símbolo de la calavera. No quería que más gente muriese porque
él hubiese muerto también, pero tampoco podía soportar la idea de poner en
peligro a mucha más gente aún solo porque él hubiese sobrevivido. No
quería tener toda esa sangre en mis manos.
Todos mis deseos eran imposibles, incluso para los dioses de la fortuna.
—Bertie os llamó para que me bendijeseis —repuse al final—. Quiere
que salve al rey y detenga la guerra. Pero… —Apreté los labios con fuerza.
No estaba segura de si lo hice para contener las lágrimas o un grito—, por
lo visto, eso no es lo que la Primera Santa quiere. No es lo que el símbolo
de la calavera, o mi padrino, o cualquiera de los miles de dioses que hay
atrapados en vuestro interior quiere. Entonces… supongo que lo que quiero
es un poco de ayuda. Cuando llegue el momento de… —No podía decirlo
en voz alta, no podía expresar mi traición aquí, en medio de esta habitación
que albergaba a tantos inocentes desafortunados—. Cuando haga lo que
tengo que hacer con el rey Marnaigne, me gustaría que todo saliese bien.
Salir ilesa. —Me picaban los ojos por las lágrimas contenidas—. No sé qué
vidas estaré salvando al acabar con él, por lo que supongo que lo que os
estoy pidiendo es que os aseguréis de que, al menos, salga de esta con vida.
Que me dejéis escapar de este embrollo sin un rasguño.
Por un momento que se me hizo eterno, toda la sala se quedó en completo
silencio, pero entonces Calamité me dio una suave palmadita en la espalda.
—Hace falta mucho valor para mostrar tanta cobardía —dijo, orgulloso,
como si su elogio no fuese también un insulto—. Me gustas, mortal. —Se
llevó la mano al costado de su túnica y sacó un largo collar del interior de
su bolsillo, una copia perfecta del juego de tubitos de bronce que
conformaban el de Bertie—. Cuando llegue el momento, haz sonar este
colgante, y nos aseguraremos de bendecir tus esfuerzos.
Me colocó la cadena y yo dejé que el colgante se deslizase en el interior
de mi corpiño, con el estómago revuelto.
—Supongo que nuestro trabajo aquí ya ha terminado —dictaminó
Félicité, aunque no sonaba nada segura de ello—. ¿Nos marchamos?
—¿Y perderme el brandi? —se quejó Calamité, pero su hermana ya
estaba alzando una de sus manos para desaparecer.
—¡Esperad! —grité, antes de que se desvaneciesen—. ¿Podría… podría
pediros algo más?
La diosa se detuvo en seco, con un destello de esperanza iluminando su
mirada.
—¿Sí?
—No puedo salvar al rey y no puedo detener la guerra, pero debería
poder hacer algo con esta plaga, con los Escalofríos. Soy curandera.
Debería poder encontrar una cura, ¿no?
Félicité aguardó, intuyendo que tenía algo más que decir.
Tragué con fuerza, sabía que lo que estaba a punto de confesar me iba a
doler.
—No he visto la cura. Solo he visto el símbolo de la calavera cuando he
tocado al rey. Y esta enfermedad ya ha acabado con demasiada gente, con
pueblos y ciudades enteras, es solo que… tengo que saberlo. ¿Existe acaso?
¿Una cura?
Félicité me observó atentamente, considerando su respuesta.
—Todas las enfermedades terminan llegando a su fin.
Tenía ganas de ponerme a patalear de la frustración. ¿Es que de veras
creía que esa respuesta era suficiente?
—Pero si no puedo hallar a nadie con vida para…
Una oleada de gritos recorrió el pasillo que había al otro lado de la
entrada del dormitorio, sorprendiéndonos, por lo que nos volvimos hacia la
puerta abierta de golpe. Por un terrible momento me temí que la rebelión
hubiese llegado ya a la capital, que las fuerzas enemigas estuviesen
invadiendo en ese momento la Grieta.
—Tan solo decídmelo. Sinceramente —exigí, volviéndome hacia los
dioses como un resorte—. ¿Existe una cura?
Más gritos. Una de esas voces parecía la de Bertie. Se escuchó un gran
estruendo, seguido del ruido de unos cristales al romperse.
Calamité suspiró con pesar.
—Y ahí va mi brandi. Supongo que ya no tiene sentido que nos
quedemos.
—¡Decídmelo! —exclamé, lanzándome hacia ellos.
El dios puso su ojo en blanco.
—Qué dramática. Pues claro que la hay.
—¿Y la encontraré?
Él se encogió de hombros.
—Ya sabes cómo encontrarnos. Eso es lo único que importa, mortal.
Antes de que pudiese preguntarles nada más, Calamité me dio un
golpecito en la frente, como si fuese un tío enfadado con su sobrina, y
entonces los dioses desaparecieron.
Los pasos que resonaban por el pasillo se fueron acercando. Y escuché
también unas risas.
Recorrí el dormitorio con la mirada, buscando algún lugar donde
esconderme, un arma que pudiese usar, cualquier cosa con la que
defenderme cuando llegasen los soldados, para no quedarme plantada como
un pasmarote en medio de la sala, con las manos vacías. Tomé lo primero
que vi, una figurita de latón de los Divididos, y la alcé sobre mi hombro,
sosteniéndola como una guerrera lista para atacar.
Una persona entró corriendo en el dormitorio, jadeante y sin aliento.
Bertie venía detrás, pisándole los talones.
Casi dejo caer la estatuilla de la sorpresa.
—¿Leopold?
Él esbozó una sonrisa pícara al ver el arma que había escogido.
—Venga, pequeña curandera. Vamos a sacarte de aquí.
33

–¿Q uéal carruaje


estás haciendo? —pregunté por milésima vez mientras me subía
real.
Leopold se limitó a esbozar una sonrisa traviesa y a cerrar la puerta estrecha
a su espalda.
El cochero azuzó a los caballos para que emprendiesen la marcha y la
Grieta comenzó a volverse cada vez más pequeña en el horizonte cuanto
más nos alejábamos. Bertie se había quedado de pie en las escaleras de la
entrada del templo, con los brazos llenos de cicatrices cruzados sobre su
pecho lleno de cicatrices, observándonos con aspecto enfadado. Me despedí
de él con un gesto de la mano. Él se negó a devolverme el saludo.
Cuando doblamos un recodo y perdí por completo de vista a mi hermano,
Leopold se dejó caer sobre los asientos de terciopelo.
—Creo que la mayoría de las damiselas en apuros suelen premiar a sus
héroes con efusivos gestos de gratitud, no con un interrogatorio.
—Gracias —repuse, con indiferencia—. Pero, dime, ¿por qué has ido a la
Grieta?
Tuvo la audacia de mirarme ofendido.
—¡Porque tenía que rescatarte, claro está! Nuestro querido Aloysius dejó
caer que te habías asustado un poco y que te habías quedado un tanto
inconsciente, por lo que te habían mandado al templo para que rezasen por
ti. —Apretó los labios con fuerza, tratando de ocultar la sonrisa traviesa que
pugnaba por dibujarse en su rostro, mientras me comentaba lo que había
hecho el ayuda de cámara del rey.
—Eso ya me lo ha contado la sacerdotisa. Pero no explica qué hacías tú
en la Grieta.
—Yo… —Leopold resopló, molesto, y se apartó los rizos que le caían por
la cara, alborotando su perfecto peinado con el gesto—. Pensé que no te
ayudaría en nada, o que a tu padrino no le gustaría ni un pelo que te tratasen
en un templo que no lo venerase a él. No voy a fingir que sé cómo funciona
la relación entre los dioses y sus… sus… sirvientes, pero pensé que te
sentirías incómoda estando allí cuando despertases, si despertabas, por lo
que quise traerte de vuelta al palacio. Tenía la sospecha de que los
sacerdotes podrían tratar de retenerte en su templo más tiempo del que te
gustaría. Supuse que el único que podría obligarlos a soltarte sería yo.
Su sinceridad me tomó por sorpresa. Había sido muy considerado al hacer
lo que había hecho. Un gesto demasiado encantador, atento y muy poco
propio del Leopold que conocía. Por lo que no pude evitar sentirme un poco
conmovida.
—Bueno, gracias —le dije, después de unos minutos. Esta nueva
sensación de gratitud no encajaba en absoluto con lo irritada que me había
sentido antes por su culpa, y ya no sabía qué pensar de aquel príncipe.
¿Cómo era posible que un chico tan arrogante, mimado y presuntuoso
hiciese algo tan amable y servicial?
—De nada —respondió, aunque le costó decirlo en voz alta. Estaba claro
que no tenía mucha práctica.
Fuera del carruaje, los edificios de Châtellerault se deslizaban a toda
velocidad por el horizonte, lo que solo consiguió exacerbar mi dolor de
cabeza, y descubrí que lo único que podía hacer para mantener mi migraña
a raya era centrarme en observar al joven que tenía delante.
—Y… —Había tantas cosas de las que podíamos hablar: la salud de su
padre; cualquier noticia que me hubiese perdido en el tiempo que había
estado inconsciente; más historias de gente que se hubiese contagiado de los
Escalofríos, por salaces que fueran, por falsas que fueran. Tenía tantas cosas
que descubrir, tantas cosas que planear y ejecutar y, aun así…—. No soy
ninguna sirvienta.
Él se carcajeó y su risa me encogió el corazón. Me alegraba de haber
elegido un tema mucho más frívolo, más sencillo.
—Margaux y tú hacéis todo lo que os piden vuestros dioses, ¿cómo os
tengo que llamar entonces? ¿Sus criadas? ¿Sus lacayos? ¿Sus esclavas? —
Hizo una pausa, buscando algún término más con el que pudiese referirse a
nosotras, estaba claro que se estaba divirtiendo—. ¡Ah, ya sé! ¡Sus siervas
beatíficamente bendecidas!
Solté una sonora carcajada que nos sorprendió a los dos.
—No puedo hablar en nombre de Margaux, pero prefiero el término
«ahijada».
El príncipe puso una mueca.
—Nadie puede hablar en nombre de Margaux, habla muy raro.
—Parece que no te cae nada bien —observé, aunque sentía como si
aquellas palabras no me perteneciesen del todo. Leopold poseía un
innegable carisma, y lograba contagiárselo a todo aquel que se encontrase
cerca de él. Después de pasar tan solo unos cuantos minutos a su lado, me
sentía mucho más ingeniosa y sofisticada de lo que me había sentido en
toda mi vida. No estaba segura de si sacaba lo mejor de mí (porque ese
sarcasmo iba acompañado también de un ligero sentimiento de superioridad
con respecto a Margaux), pero en aquel momento me resultó muy divertido.
—Es que no confío en nadie que afirme que no habla por sí mismo —
repuso—. Se pasa todos los días transmitiendo todo aquello que su gloriosa
y sagrada figura materna le pide que diga, porque el resto de los mortales
somos todos unos patanes que no nos merecemos el honor de conocerla en
persona. ¿Tú la has visto alguna vez? —me preguntó de repente.
—¿A quién?
—A la Primera. ¿Te has bañado en el brillo de su grandeza? ¿Te has
arrodillado a sus pies con reverencia y temor?
—No —admití.
—¿Ves?, ni siquiera la ahijada del Temido Final la ha visto nunca. Pero
Margaux sí. Margaux dice haberla visto. Entonces, ¿quién la controla a
ella? Podría decir que la Primera Santa ha dicho que la luna está hecha de
pan de centeno y todos tendríamos que creerle porque nadie puede
contradecir sus palabras.
—Ay, alteza real —solté, al principio con muchísima seriedad—, ¿es que
no se ha enterado de que la luna está hecha de brioche?
Las comisuras de sus ojos se arrugaron al esbozar una sonrisa.
—Pero ¿entiendes lo que estoy queriendo decir? No para de llenarle la
cabeza a mi padre con todas esas proclamas, con todas esas supuestas
profecías. Es mucho más poderosa de lo que todo el mundo cree. Dice que
solo es una pequeña y fiel reverente, siempre vestida con todas esas pesadas
capas, pero todo lo que le cuenta a mi padre en susurros, él lo acepta como
si estuviese escrito en piedra. Si ella se lo pidiera, podría incluso aprobar
una ley mañana mismo que confirmase que la luna está hecha de pan de
centeno y el mejor pan para bocadillos terminaría prohibiéndose para
siempre.
Aunque lo había dicho como si no fuese más que una tontería, me di
cuenta de que tenía razón, y me pregunté si existiría alguna manera de
comprobar que lo que afirmaba haber visto Margaux era cierto.
Entonces recordé la calavera ennegrecida que había cubierto el rostro del
rey. Y me di cuenta de que teníamos, en cierto modo, algo en común;
Margaux tenía sus visiones, y yo mis órdenes. ¿De verdad no éramos más
que dos peones en un tablero diseñado por los dioses? ¿O había alguna
forma de que pudiésemos aprovecharnos de los dones que nos habían
concedido, de usarlos en nuestro propio beneficio o para obtener un
beneficio aún mayor? Merrick supo de inmediato que me había atrevido a
desafiar sus órdenes; ¿a Margaux le pasaría algo parecido con la Primera
Santa?
—Me hizo venir a la corte —comenté, sintiéndome mal por la oráculo,
que no estaba presente para defenderse—. Y se quedó en palacio conmigo.
A menos que pretendas decirme que yo también formo parte de sus
malvados planes de sierva bendita.
Leopold se encogió de hombros.
—Al menos tú trabajas por ti misma. Son tus habilidades las que dirigen
tus manos, tu cerebro el que contiene todo ese complicado y aburrido
conocimiento. Personalmente, no entiendo cómo puedes hacer lo que haces.
—Esta mañana, durante el desayuno, has dicho que era una embustera —
le recordé con dulzura.
Tuvo la decencia de mirarme avergonzado.
—No suelo ser demasiado amable después de haberme pasado la noche
fumándome esos cigarrillos.
—Entonces a lo mejor deberías dejar de fumarlos.
—Tal vez sí —accedió, con más facilidad de la que había previsto—. Sí
que te reconocí, ¿sabes? No esta mañana, sino anoche. Por todas esas pecas
tuyas.
Se quedó callado durante unos cuantos minutos, a la espera de que
comprendiese lo que acababa de decir.
Leopold suspiró y se removió sobre el asiento.
—Siento haberte lanzado esas monedas a la cara. Aquel día, en el desfile.
Me quedé atónita, completamente callada.
Hizo un gesto con la mano para desestimar lo que acababa de decir, y la
piel de su cuello comenzó a adoptar un tono rojizo que subió hasta sus
mejillas.
—Lo más probable es que no te acuerdes de ello. No importa.
—¿De veras crees que tengo una vida tan emocionante que no me voy a
acordar de cuando el príncipe heredero se burló de mis pecas y después me
lanzó un puñado de monedas a la cara, algo que hizo que toda la gente del
pueblo se me lanzase encima y empezase a pegarme por atrapar las dichosas
monedas?
Leopold empezó a tironear de un padrastro distraído, un gesto inquieto
que jamás hubiese imaginado viniendo de él. Que estuviese jugueteando,
nervioso, significaba que estaba incómodo con aquella conversación. Y,
normalmente, cuando una conversación te incomoda, es porque sabes que
no llevas razón. En ese momento me pregunté si habría pensado alguna vez
que estaba equivocado en algo.
—Yo… —empezó a decir, y un destello de duda le cruzó la mirada—. Lo
siento muchísimo. Por lo de las monedas y por insultarte. En realidad… —
Leopold suspiró—. Me gustan bastante tus pecas —admitió.
—¿Que te gustan mis… pecas? —Me entraron ganas de reír.
—Te pegan. Te dan carácter y te hacen destacar, son solo tuyas.
—Me alegro de que te gusten, supongo —comenté—. Yo siempre he
querido que desapareciesen.
El carruaje traqueteó al pasar sobre el foso, y después se detuvo frente a
las puertas de hierro mientras estas se abrían.
—Yo también tuve… algo, hace mucho tiempo —confesó Leopold en
cuanto nos volvimos a poner en movimiento, encaminándonos hacia el
sinuoso sendero que nos llevaría hasta las puertas del palacio. Se señaló un
punto justo debajo de la oreja—. Una marca de nacimiento, no era muy
grande, pero era rojiza y mis padres dijeron que tenía que irse.
—¿Irse? —repetí con incredulidad—. Solo era una marca de nacimiento.
¿A dónde se supone que iba a irse?
—Lejos —soltó entre risas—. Tan, tan, tan lejos que no se atreviese a
volver ni siquiera para visitar a mi real persona. No recuerdo a qué clase de
tratamientos me sometieron, todos los métodos que utilizaron los médicos y
curanderos de palacio para quitármela, pero Bellatrice sí. Me ha hablado de
todas esas pastas horribles, y de las lociones, y de los ácidos y limpiadores
que usaron.
—Ya no te queda ni rastro de ella —comenté, sonrojándome al clavar la
mirada en su afilada mandíbula, en la curvatura de su oreja. Era una zona
que me resultaba inquietantemente íntima, sobre todo para estar a la vista de
todo el mundo, y cualquier curioso podría fijarse perfectamente en ella.
Quería alargar la mano hacia su rostro y recorrerle las mejillas con mis
dedos, subiendo lentamente hasta ese punto, pero las mantuve pegadas a mi
regazo, porque no estaba segura de si ese impulso era profesional o
personal.
Todavía tenía el recuerdo del sueño de la noche anterior grabado a fuego
en la mente.
Él asintió.
—Cuando se dieron cuenta de que no podían aclararla, hicieron que un
cirujano sacase su bisturí y… —Hizo como si estuviese cortando algo con
los dedos, con un rápido giro de muñeca.
—¡Qué horror! —exclamé, sin poder contener mi propia ira—. ¿Y
funcionó?
—Puedes verlo por ti misma —repuso, echando la cabeza atrás para que
pudiese apreciarlo mejor. No había ni rastro de ninguna marca de
nacimiento, y la cicatriz era tan pequeña que era casi invisible.
El carruaje se detuvo frente a la entrada del palacio, con sus columnatas
esculpidas y sus detalles dorados, pero ni siquiera su ostentosa grandiosidad
pudo obligarme a apartar la mirada del príncipe heredero.
—Hicieron un buen trabajo —admití al final—. Pero siento mucho que
tuvieses que pasar por todo eso, aunque fueses solo un bebé.
Él se encogió de hombros, como si no tuviese importancia.
—Supongo que me dio una lección. Una que tenía que aprender tarde o
temprano. Todo lo que no sea absolutamente perfecto, todo lo que no sea el
ideal idolatrado, no tiene cabida en la corte, no tiene cabida en nuestro
hogar y, por supuesto, no tiene cabida en nuestra familia. —Negó con la
cabeza, aunque no sabía si era un gesto triste o simplemente resignado—.
Así que sí, Solo Hazel, a pesar de lo que te haya dicho ese principito
insolente que fui, me gustan bastante tus pecas.
La puerta del carruaje se abrió y Leopold se bajó de un salto, como si lo
que acabase de confesarme no le afectase en absoluto. Y entonces se
adentró en el palacio sin molestarse en volver la vista atrás para comprobar
si lo seguía.
34

M
e quedé mirando fijamente la figura de Leopold mientras se
alejaba, y sentí cómo una extraña inquietud se apoderaba de mí.
Sabía que debía entrar en palacio para comprobar cómo se
encontraba el rey, pero llevaba todo el día encerrada, y era una sensación a
la que no estaba del todo acostumbrada. La idea de tener que deambular de
nuevo a través de aquel laberinto de habitaciones idénticas, de sentir cómo
los ladrillos, el mármol y los ojos de todos esos toros se cernían sobre mí,
me daba ganas de gritar. Necesitaba tomar aire fresco y pasear libremente,
sin muros de contención a mi alrededor; me hacía falta espacio suficiente
para poder estirarme y caminar a mi antojo, para desenmarañar todos los
dilemas que se enredaban en mi cabeza.
Si hubiese estado en casa, habría salido con Cosmos a dar un largo paseo
por el arroyo que corría alrededor de mi propiedad. Nuestros paseos
siempre me ayudaban a aclararme las ideas, a ver todo aquello que me
preocupaba desde una nueva perspectiva, bajo una nueva luz.
Necesitaba dar un paseo.
Me volví hacia el cochero.
—¿Por casualidad no irá a volver a los establos?

—¿Benj? —grité, asomándome a un guadarnés vacío—. ¿Cosmos?


Los establos eran enormes, alargados y estrechos, y daban cobijo a
docenas de caballos, que asomaban las cabezas desde sus cuadras. Había
sementales y yeguas, e incluso algún que otro poni que tenía el tamaño
perfecto para que Euphemia pudiese montarlo. Cada espécimen era
perfecto, musculado y lustroso, con el pelaje brillante y unos ojos
inteligentes que me observaban con curiosidad cuando pasé frente a ellos.
Cada una de estas bestias tenía el mismo pelaje, de un negro oscuro y
resplandeciente. No tenían ni una mísera mancha blanquecina en la frente o
en los espolones, nada.
Oí el repiqueteo familiar de unas patas al entrechocar con el suelo de
ladrillo y, cuando me volví, me encontré con mi cachorro corriendo hacia
mí. Benj, el mozo de cuadra, lo seguía a la carrera, tratando de alcanzarlo.
—No podía pasar ni un solo día sin ver a este bruto, ¿eh, señorita? —me
saludó.
—¿Te ha dado algún problema? —le pregunté, al tiempo que me
arrodillaba para rascarle a Cosmos la barriga y detrás de las orejas. Él no
paraba de dar vueltas sobre sí mismo, de resoplar y de armar tal alboroto
que una de las yeguas soltó un relincho consternado desde uno de los
establos cercanos.
—En absoluto. Es un perro muy grande y da un poco de miedo, pero solo
es una fachada, ¿verdad, perrito faldero gigante?
—Gracias por cuidarlo. He estado muy… —Hice una pausa, recordando
todo lo que había ocurrido aquel día. Era como si hubiese pasado toda una
semana desde que me había despertado con Kieron cerniéndose sobre mí—.
Ocupada.
—Eso he oído —comentó el chico. Parecía tener unos doce años y me
recordaba a una especie de versión humana y más joven de Cosmos, con
esas orejas y esas manos demasiado grandes para su cuerpecito—. ¿Ya se
encuentra mejor?
—¿Sabes que me he desmayado? —le pregunté, sorprendida.
Benj asintió.
—Mi tía Sylvie es una de las doncellas de la familia real. Siempre me
cuenta los mejores cotilleos durante la hora de la comida. Además —
añadió, esbozando una sonrisa traviesa—, ¿quién cree que tuvo que ensillar
a los caballos que la llevaron al templo?
Solté una sonora carcajada.
—No creo que exista ningún secreto en todo el palacio del que tú no te
acabes enterando.
—Cierto. —Hinchió el pecho, orgulloso.
—Benj… —dije, cuando caí en la cuenta de algo—. ¿Sabes por qué me
hicieron venir?
—No —admitió—. Aunque no es difícil de adivinar. Es curandera, ¿no?
Supongo que alguien de la familia real debe de estar enfermo.
—Alguien de la familia real —repetí.
—Bueno, no es como si fuesen a hacer venir a una curandera especial por
alguien como nosotros, ¿no cree? Toda la familia de Delia se contagió de
los Escalofríos y no hicieron nada al respecto, solo los encerraron en sus
habitaciones.
Enarqué las cejas, sorprendida.
—¿Hay toda una familia enferma? ¿Aquí, en palacio?
Casi esbocé una sonrisa de oreja a oreja ante ese giro de buena suerte.
Podría ir a ver a esa familia y encontrar una cura antes de que se pusiese el
sol. Y mañana por la mañana, podríamos empezar a correr la voz sobre
cómo curar los Escalofríos. El rey podría mandar a sus mejores jinetes y
pregoneros a todas las ciudades del reino y así la gente podría empezar a
curarse de una vez por todas. La plaga acabaría, salvaría a miles de
personas, y después podría acabar con el rey con la conciencia tranquila.
Me puse de pie y Cosmos gimoteó, pidiéndome que lo siguiese rascando.
—Lo siento, pequeño. Te prometo que volveré en cuanto pueda. Tengo
que irme a hacer nuevos amigos.
Benj abrió los ojos como platos y su rostro empalideció de golpe.
—Oh, no, señorita. No quería decir que… Los Cloutier ya no están. Están
muertos y enterrados. —Su rostro se retorció hasta formar una mueca
asqueada—. Bueno. Muertos e incinerados. Nadie sabe qué hacer con los
cuerpos cuando se vuelven un amasijo grumoso de sangre y entrañas
negras.
Fue como si el suelo se hubiese abierto bajo mis pies. Todas aquellas
ideas arremolinadas y vertiginosas a las que acababa de empezar a darles
vueltas se derrumbaron de un plumazo, como un castillo de naipes.
—¿Todos?
—Menos Delia. Pero ya no vive en palacio. Después de que se
recuperase, la mandaron a vivir con su tía.
—¿En la ciudad? —pregunté, esperanzada, aunque ya sabía que la suerte
no estaba de mi parte. Prácticamente podía oír a Calamité riéndose de mí.
Benj frunció el ceño, pensativo.
—Creo que se marchó hacia el sur. Se alegró mucho de poder irse lejos de
aquí.
Suspiré, completamente hundida.
—Después de tener que sufrir una pérdida así, no me extraña.
El mozo sacudió la cabeza de adelante atrás, sin mostrarse de acuerdo o
en desacuerdo conmigo del todo.
—Y también consiguió alejarse de la princesa.
—¿Qué quieres decir?
—Delia era la doncella de la princesa Bellatrice. Cuando mostró los
primeros síntomas de la enfermedad, los espasmos y… ya sabe… —imitó
los espasmos por los que había visto pasar al rey Marnaigne—, estaba
ayudando a la princesa a prepararse para el día, y supongo que se le cayó un
frasco de perfume o… ¿cómo se llama lo otro? ¿Eso en lo que se bañan las
chicas elegantes?
—¿Agua de colonia? —sugerí.
El joven hizo un gesto displicente con la mano.
—El caso es que le dio un espasmo bastante fuerte y se le cayó el frasco y
se rompió en pedazos, y la princesa se enfadó muchísimo. Dijo que le iba a
descontar cinco semanas de salario por ello. Pero entonces encerraron a
todos los Cloutier en sus habitaciones, así que ninguno pudo volver a
trabajar, y ahora… —Se encogió de hombros, como si todo el dinero que
hubiesen perdido al no cobrar esos jornales fuese equiparable con haber
perdido a toda una familia a manos de aquella plaga.
Pero hubo algo en aquel relato que me llamó especialmente la atención,
que me gritaba que siguiese investigándolo.
—¿Estás seguro de que Delia estaba enferma?
—Esa mañana, durante el desayuno, no paraba de temblar.
—Pero ya no está enferma. Sobrevivió.
Benj asintió y yo me mordí el labio inferior. Tenía la sensación de que
estaba a punto de descubrir algo importante.
—Se curó… después de haberse empapado con ese perfume. —No podía
parar de mover los dedos, nerviosa, ansiosa por ponerme manos a la obra de
una vez—. Creo que tengo que hacerle una visita a la princesa.
35

D
espués de hacer una parada rápida en mi dormitorio para
comprobar que todos los fantasmas seguían atrapados en el
interior de mi armario (así era, pero añadí un generoso puñado de
sal que tomé de la bandeja que debía de haberme dejado Aloysius sobre la
mesa), me encaminé hacia los aposentos de Bellatrice.
La puerta estaba ligeramente entreabierta, pero llamé igualmente, a la
espera de que me diesen acceso. Oí un grito suave y distraído, y entonces
entré, maravillándome con los techos altos, los rosetones de raso y todos
aquellos muebles dorados y obras de arte que conformaban un tesoro único.
Un suspiro irritado, que provenía del otro extremo de la habitación,
rompió el silencio. La princesa estaba allí sentada, frente a su tocador. La
superficie de madera estaba llena de botes de tinte de labios, brochas,
polvos, horquillas y cintas por todas partes, y muchos más pulverizadores
de perfume de los que podría contar.
Llevaba puesto un vestido de noche, brillante y lleno de lentejuelas, con
una falda con tanto vuelo que la tela le caía sobre los brazos de la silla,
apilándose en el suelo embaldosado. Me recordaba a un ramo de alliums,
con sus flores puntiagudas de color lila o frambuesa.
—Phemie, ya te he contado siete cuentos esta noche. Tengo que
prepararme para el… Ah —dijo Bellatrice, al verme a través del espejo—.
Eres tú.
—Princesa —la saludé, haciendo una breve reverencia.
—¿Qué quieres?
—Esperaba poder hacerle unas preguntas. —Me acerqué un poco más
hacia un conjunto de sillas Bergère de color crema que había junto a una
chimenea de mármol. Me fijé, con curiosidad, en que nadie había venido a
encenderla aquella tarde.
Bellatrice me sorprendió mirando la chimenea y volvió a suspirar con
pesar.
—Si quieres sentarte, siéntate. Pero no te pongas cómoda. Tengo que irme
pronto.
Se volvió de nuevo hacia el espejo y me fijé en que la espalda de su
vestido era prácticamente transparente, conformada tan solo por un tul de
color carne, y una hilera de botones de seda que le caían por la espalda,
como una especie de columna vertebral de caramelo.
—¿Tan tarde?
Me volví hacia los ventanales que cubrían una de las paredes del
dormitorio. El cielo hacía rato que había pasado del color lavanda del
crepúsculo al morado oscuro de la noche.
Bellatrice, que había retomado la tarea de acicalarse, se detuvo en seco
antes de cubrirse los labios con una sustancia viscosa y rojiza. El tinte
impregnaba las yemas de sus dedos y daba la impresión de que estuviesen
sangrando.
—¿Esa es la pregunta que querías hacerme?
—¡No! No, he venido a hablar de… Quería preguntarle acerca de…
Se untó el tinte rojo en los labios, divertida.
—¿De verdad te pongo nerviosa?
—Un poco —admití, juntando las manos sobre mi regazo.
Su risa era tan delicada como el vidrio soplado.
—¿Te ayudaría saber que admiro esa clase de honestidad? —Una de las
comisuras de los labios de Bellatrice se enarcó, formando una sonrisa
irónica—. No tardarás mucho tiempo en darte cuenta de que es un rasgo de
lo más inusual en esta corte.
Casi me eché a reír.
—Creo que ya he empezado a darme cuenta de ello… Quería preguntarle
acerca de una de sus doncellas. ¿Delia?
Su expresión se agrió al momento.
—¿Qué pasa con ella? No ha vuelto a palacio, ¿no? No quiero verla ni en
pintura, y si Aloysius y yo tenemos que hacer algo para que se marche,
entonces que así sea…
—No ha vuelto —me apresuré a explicarle—. ¿Es que… hizo algo malo?
Bellatrice tomó un bote de kohl y empezó a echarse aquel polvo oscuro
por las cejas, aunque ya las tenía bastante oscuras.
—¿Por dónde empiezo? Es una vaga —repuso, bajando uno de sus dedos
ennegrecidos como si estuviese contando todos los defectos de la doncella
—. Y una incompetente. Y, peor aún, una ladrona. —Dejó el bote sobre el
tocador, como si aquello lo explicase todo.
Eché un vistazo alrededor de la habitación. Había baratijas por todas
partes, brillantes y atrayentes, y, aunque robar no estaba bien, podía
comprender por qué la joven se había sentido tentada.
—Siempre me faltaban cosas cuando esa urraca estaba cerca. En su
último día, la pesqué robándome un frasco de perfume. Una de las otras
doncellas trató de defenderla, por lo que tuve que quitárselo a la fuerza
como prueba. Fue horrible. Le dio una especie de ataque cuando se lo quité,
se puso a gritar y a patalear, y al final el frasco se rompió. Se derramó
perfume por todas partes. Me empapó mi mejor vestido, y el aroma… no
puedes ni imaginarte lo potente que era. —Bellatrice se estremeció y
después sacó una petaca de color rosa de un cajón oculto del tocador y le
dio un largo trago—. Sigo pudiendo olerlo por todas partes. ¿Es que tú no lo
hueles?
Respiré hondo. Sí que era cierto que la estancia olía especialmente dulce.
—¿Quieres? —preguntó, ofreciéndome la petaca.
—No, gracias. Cuando el frasco se rompió, ¿recuerda si Delia se mojó
también con el perfume?
—Pues claro. Terminamos todas empapadas. Adelaide también.
—¿Quién?
—Mi querida amiga Adelaide. —Puso una mueca—. Bueno. «Amiga» es
un término demasiado valioso como para describirla. Conocida, supongo.
Es noble, ya sabes, esa clase de sociópata aduladora a la que nunca llegas a
conocer del todo. Y tú, por eso, jamás has de dejarles conocerte del todo —
murmuró—. Pero da igual. Es la que ha organizado la velada de esta noche.
La misma a la que ya llego demasiado tarde —añadió.
—¿Ya ha repuesto el perfume? —Paseé la mirada por todos los frascos y
vaporizadores que tenía repartidos sobre el tocador.
—Pues claro que no. Fue un regalo de madre, por mi decimosexto
cumpleaños… Lo más probable es que lleven años sin fabricarlo. —
Observó con nostalgia su colección de perfumes—. Ni siquiera me acuerdo
de cómo se llamaba. Y madre ya no está aquí para recordármelo. —Le dio
otro sorbo a la petaca. Y después otro.
—Lo siento mucho, Bella… —Me lanzó una mirada afilada; estaba claro
que no le gustaba ni un pelo que me hubiese equivocado al tratarla con tal
familiaridad—. Alteza. ¿Recuerda al menos qué aspecto tenía? El frasco.
Bellatrice se dejó caer contra el respaldo de su asiento, con la mirada
vidriosa y distante, y me pregunté qué era exactamente lo que estaba
bebiendo.
—Tenía forma de corazón. De cristal tallado y facetado. Madre me dijo
que estaba hecho de diamante y, durante una época, me lo creí. Qué
estúpida. Solía decirme que era su pequeño diamante, su joya especial. Que
valía mucho más que mi hermano o mi hermana porque era suya, solo suya.
—Lo comentó con tono cortante, pero bajo toda aquella quebradiza
irreverencia pude ver lo mucho que las palabras de su madre habían
significado para ella.
—Qué manera más particular de hablar —le dije, con dulzura, y me
pregunté si los niños Marnaigne habrían tenido la posibilidad siquiera de
hablar libremente de la muerte de su madre—. ¿Qué quería decir con ello?
—Nunca he sido digna hija de mi padre, no de verdad. Siempre decía que
era solo de ella.
Enarqué las cejas de golpe, no pude evitarlo.
—¿No es hija del rey Marnaigne?
La princesa parpadeó con fuerza, tratando de apartar la neblina que había
nublado sus ojos verdes por un momento, confusa.
—Menuda suposición más absurda. ¡Pues claro que lo soy! Lo que quería
decir es… —Agitó la mano para dar por acabada aquella conversación,
como si yo hubiese tenido toda la culpa del malentendido—. ¿Ya has
terminado con tu ridículo interrogatorio? Llego tarde a la fiesta de Adelaide.
—Solo tengo una pregunta más. ¿Recuerda alguna otra cosa sobre el
perfume? ¿Qué notas tenía? Puedo oler la vainilla… y un toque floral,
¿quizá?
Respiré hondo, y me dio un ataque de tos cuando Bellatrice me roció un
buen chorro de otro perfume en la cara con uno de los muchos
pulverizadores que tenía a mano. Me escocían los ojos y ella tan solo se
carcajeó.
—Todos mis perfumes tienen un toque de peonía. Toda chica necesita su
aroma insignia. ¿Por qué?
—Delia había empezado a mostrar los primeros síntomas de los
Escalofríos ese mismo día. Toda su familia se había contagiado, pero ella
fue la única que se recuperó, la única que sobrevivió. Creo que podría haber
algo en ese perfume que ayudó a que la chica se recuperase. Tengo que
descubrir qué contenía.
—¿Crees que si le echases ese perfume milagroso a papá, se recuperaría?
Recordé la calavera negra que se había cernido sobre su rostro.
—No… no quiero prometerle nada, pero podría ser.
Bellatrice guardó silencio durante un buen rato, como si estuviese
valorando mi petición.
—Sigo guardando el vestido que llevaba puesto ese día. Está en mi
armario.
Me erguí sobre el asiento.
—¿Y no lo ha lavado?
Ella negó con la cabeza.
—No, está totalmente arruinado, la seda de calidad no se puede mojar,
pero no quería tirarlo tampoco. Me lo regaló mi madre en el último
cumpleaños que pasamos juntas. —Bellatrice se pasó la lengua por los
labios, con los ojos vidriosos—. Fue el último regalo que me hizo. No podía
soportar la idea de tener que tirarlo. Debería seguir apestando a ese
perfume. A lo mejor te sirve.
—¿Le importaría que me lo llevase prestado? ¿Solo un rato? Tengo que
tratar de averiguar de qué estaba hecho ese perfume y…
La princesa se encogió de hombros.
—Adelante. Haz lo que sea que hagáis los curanderos. Pero lo quiero de
vuelta cuando termines.
—Por supuesto —le prometí—. Gracias, princesa. Aprecio su
generosidad.
Bellatrice enarcó una ceja.
—Pues no vayas por ahí hablándole a nadie de lo generosa que soy.
Tengo una reputación que mantener.
36

E
ra demasiado tarde y estaba demasiado oscuro como para ponerme
a trabajar en el invernadero.
La luz ámbar que proyectaban las lámparas de gas en el exterior se
filtraba a través de las hojas de las plantas gigantescas y del resto de los
árboles que llenaban el vivero, pero no bastaba como para ver nada allí
dentro. Paseé de arriba abajo por todo el lugar, recorriendo los senderos que
formaban las plantas, con la lámpara a la altura de las rodillas para iluminar
tan solo las estacas que sostenían las etiquetas que identificaban cada una de
las plantas.
Con el vestido impregnado de perfume en brazos, inspeccioné el sitio en
busca de alguna planta con un aroma similar. Ya había notado algunas notas
de peonía, de cala y de vainilla, pero había un aroma mucho más oscuro y
amaderado que se me escapaba. Sabía que ya lo conocía, sabía que lo había
olido antes, pero no lograba identificar cuándo o dónde.
Los senderos serpenteantes se deslizaban por el interior como si se
extendiesen kilómetros y kilómetros. Aquel era el invernadero más grande
que había visto jamás, y acogía toda una cuidada colección de plantas.
Había árboles frutales alineados a lo largo de todo el perímetro, y sus frutas
variaban desde las simples manzanas rojas y los melocotones, hasta bayas
exóticas y cítricos. En el centro yacía un enorme estanque, lleno de
nenúfares y flores de loto. Bajo aquella tenue luz podía ver cómo las
tortugas pintadas entraban y salían de entre los juncos, asomando sus
cuellos rayados para respirar de vez en cuando antes de volver a sumergirse.
Aunque ya no hacía calor fuera, la humedad cálida impregnaba toda la
estancia, tan densa y cargada con el aroma dulce de las flores y plantas que
podía incluso saborearla en la lengua y notar cómo recubría mis pulmones.
La esencia que estaba buscando era tan oscura que debía de provenir de
las violetas o de los pensamientos. ¿Quizás incluso puede que de alguna
clase de rosa?
Me adentré entre los rosales y me incliné para olfatear el primer arbusto.
Los pétalos plateados estaban comenzando a abrirse, y eran suaves al tacto,
pero no eran lo que estaba buscando. Tampoco las siguientes rosas, de un
rojo tan oscuro como el vino tinto y tan grandes como los platillos de una
taza de té. Terminé perdiendo pronto la cuenta de todas las flores que había
olido. Margaritas amarillas con los pétalos fruncidos, coles rosas tan suaves
y dulces como el primer sonrojo de una niña pequeña, rosas blancas que
necesitaban urgentemente una poda, con sus pétalos marchitos y resecos.
Pero ninguna terminaba de encajar.
—¿Qué eres? —murmuré, llevándome de nuevo el vestido perfumado a
la nariz. Tenía los ojos llorosos, me sentía un tanto mareada y me dolía la
nariz de tanto oler. Necesitaba respirar aire fresco con desesperación.
Me adentré por un sendero rodeado de palmeras, porque estaba segura de
que ese era el camino más rápido para salir del invernadero, pero terminó
llevándome hasta un patio con vistas al estanque. La luna llena se alzaba en
el firmamento, iluminando con su luz azulada los muebles de mimbre y los
asientos acolchados que había dentro y filtrándose a través de los paneles de
cristal.
—¡Oh! —exclamé al fijarme en una figura oscura que estaba sentada
sobre uno de los sofás, con las manos estiradas y los dedos entrelazados,
como si la hubiese descubierto rezando—. Margaux.
Al oírme, se sorprendió y se levantó de un salto. Cuando me vio, volvió a
dejarse caer sobre los cojines.
—Hazel —me saludó amablemente—. No te he visto durante la cena.
¿Estabas con el rey?
—Durante un rato, sí. Estaba durmiendo cuando he ido a verlo la última
vez. He estado… —Se me escapó un suspiro—. Me siento como si me
hubiese pasado el día yendo y viniendo sin parar.
—Siéntate conmigo —me pidió, señalando el sillón vacío que tenía
enfrente—. Tienes pinta de necesitar un descanso.
Me dejé caer en el borde del sofá, me moría de ganas por tumbarme sobre
los cojines, pero el decoro me lo impedía.
—¿Qué estás haciendo aquí tan tarde? Suponía que todo el palacio estaría
durmiendo a estas alturas.
—O en la impresionante fiesta de Adelaide Moncrieff —observó con
pesar—. He visto a Leopold y a Bellatrice subiéndose a un carruaje hace un
rato. —Puso los ojos en blanco con una ligereza que me sorprendió, sobre
todo viniendo de alguien que todo el mundo decía que era tan piadoso como
ella—. Nadie podría pensar jamás que acaban de salir del periodo de duelo
por la muerte de su madre, o que su padre está enfermo, ¿no crees?
Me encogí de hombros.
—Sí que creo que puede parecer que les falta un poco de tacto, pero no
sabemos…
Margaux me fulminó con la mirada.
—¿Ah, no? ¿No lo sabemos? —Sus labios comenzaron a entreabrirse
para pronunciar una nueva acusación, pero terminó negando con la cabeza,
al parecer, pensándoselo mejor antes de volver a hablar mal de los príncipes
—. Lo siento. Sí que ha sido un día muy largo. Al final va a terminar
perdiéndome la lengua si no me controlo. Pero me alegro de que estés aquí.
Se recostó sobre el respaldo del sofá y se llevó las manos a los ojos.
Cuando volvió a mirarme, esbozó una amplia sonrisa. No recordaba cuándo
había sido la última vez que alguien me había mirado así, como si de verdad
se alegrase de que estuviese allí. Era una sensación agradable, una que
había echado muchísimo de menos desde la muerte de Kieron.
—No puedo ni imaginarme por todo lo que habrás tenido que pasar hoy.
Relájate y pon los pies en alto. Tal y como has dicho, todo el palacio
duerme. No va a venir nadie a comprobar si sigues trabajando o no.
Le hice caso y me permití recostarme en el sofá y soltar un suspiro
complacido cuando mis músculos se relajaron, y toda la tensión a la que
habían estado sometidos desde que me había despertado con Kieron sobre
mi cuerpo desapareció de un plumazo.
Un brillo travieso refulgió en su mirada.
—¿Mejor?
—Mucho mejor —repuse.
—Cuéntame qué es lo que te ha ocurrido hoy.
—Todo es… demasiado —dije—. Pero creo que he avanzado algo, creo
que voy por el buen camino para encontrar un tratamiento para el rey.
Su rostro se quedó helado por un momento, como si le preocupase lo que
acababa de decir. Pero debió de ser tan solo la luz de la luna jugándome una
mala pasada, porque en cuestión de segundos esbozó una radiante sonrisa.
—¿De verdad? ¡Eso es maravilloso! —exclamó Margaux—. ¡Sabía que la
Primera Santa me había mostrado tu rostro por algún motivo! ¿De qué se
trata? ¿El tratamiento?
Le conté la historia del frasco de perfume roto y de la doncella que había
sobrevivido a los Escalofríos, incluso aunque el resto de su familia no.
—Crees que hay algo en ese perfume que la ayudó a curarse —
prácticamente gritó Margaux, uniendo todas las piezas—. ¿Sabes lo que es?
—No. Tengo una muestra para tratar de identificarlo… —Alcé el vestido
—. Pero no consigo adivinar todas las notas del perfume.
La oráculo se irguió en su asiento de golpe, emocionada.
—¿Puedo echarte una mano? ¡Porfaaaaa, Hazel, déjame ayudarte! —
Juntó las manos como si me estuviese suplicando.
Me entraron unas enormes ganas de echarme a reír.
—Creía que ya habías terminado de trabajar por hoy.
—He cambiado de opinión. Quiero trabajar. Me paso día tras día sentada
y sola en mi sala de adivinación, a la espera de que la Primera Santa decida
mandarme alguna visión. Déjame que haga algo que importe de verdad.
¡Déjame usar mis propias manos para ello!
Aquello era justo de lo que Leopold la había acusado antes, cuando
estábamos en el carruaje, por lo que no pude decirle que no.
—Si insistes —concedí, tendiéndole el vestido de seda—. ¿Qué es lo que
hueles?
Lo olfateó durante un momento y después parpadeó, sorprendida.
—Pues sí que le gustan a Bellatrice los aromas florales, ¿no? —Volvió a
oler el vestido—. Vainilla, sin duda. ¿A lo mejor también peonía?
Asentí, esperando que me dijese algún otro aroma.
Margaux se lo pensó durante un buen rato.
—También… también tiene un toque de algo verde, ¿no? Como si
estuviésemos metidas en un bosque. —Hizo una pausa y se mordió el labio
inferior con fuerza—. Es algo que he olido cientos de veces pero… —
Entonces su rostro se iluminó—. ¡Geranios!
—¿Geranios? —repetí, y le quité el vestido de las manos para olerlo de
nuevo. Sí que olía ese toque amaderado que había mencionado, pero no
creía que pudiese deberse a los geranios.
Asintió rotundamente.
—Son las flores favoritas de mi madre. Plantó arbustos enormes bajo
cada una de las ventanas de nuestra casa para poder ver sus brillantes flores
rojizas durante el verano. Estoy segura de que huele a eso.
—Sí que sirven para tratar dolores musculares —murmuré.
Margaux se estremeció de emoción.
—¡Entonces eso lo demuestra! —Vaciló de inmediato y su rostro se
ensombreció—. ¿Pero cómo conviertes un geranio en una medicina?
—No es muy difícil. Elaborar un tónico es como cocinar. Tendremos que
destilarlo para extraer la esencia. Después podemos echarla sobre un
ungüento o añadirlo al té. Solo tenemos que conseguir los geranios. Muchos
geranios —añadí, al recordar todo el Brillo que había estado segregando el
cuerpo del rey.
Volví a llevarme el vestido de Bellatrice a la nariz, todavía no estaba del
todo segura de si la mezcla también contenía la esencia de alguna otra
planta con las hojas onduladas o no.
—Vamos —me animó Margaux, cansada de esperar a que dijese algo. Me
tomó la mano y tiró de mí para ayudarme a levantarme—. ¡Están por aquí!
37

P
oco después del amanecer, tras haberme pasado toda la noche
avivando constantemente el fuego y entre asfixiantes baños de
vapor, había conseguido el extracto.
Margaux se había quedado a mi lado durante todo el proceso, trayéndome
agua de vez en cuando y las herramientas que le pedía sin rechistar, y yendo
a buscar jarras enteras de café para poder sobrellevar las horas de poca luz
antes del amanecer, cuando el cansancio amenazaba con apoderarse de
nosotras.
Nos habíamos pasado toda la noche trabajando sin descanso, pero lo
habíamos conseguido.
Llené todo un carrito con gasas, mis botiquines y una pesada sartén de
hierro fundido, donde seguía chisporroteando el extracto verdoso. En vez de
haberlo destilado hasta convertirlo en un aceite perfecto, había dejado las
hojas marchitas y los tallos de los geranios, para extraerle a la planta toda la
potencia que pudiera.
Margaux me hizo un gesto para que me acercase mientras sacaba el
carrito al pasillo, listo para llevárselo a Marnaigne.
—La Primera Santa aprecia tu trabajo —comentó, con una sonrisa
beatífica aunque cansada dibujada en su rostro—. Se encargará de
cuidarlos, a ti y al rey. Nos cuidará a todos. Pero yo… —Su expresión se
tornó disgustada—. Yo no podré verlo, porque estaré dormida. Te esperan
grandes hazañas, Hazel.
—Gracias, Margaux. No podría haberlo hecho sin tu ayuda.
Hizo una pequeña reverencia a modo de despedida y se marchó a sus
aposentos.
Cuando giré la esquina, empujando mi carrito hacia el vestíbulo principal,
me sorprendí al encontrarme allí a Euphemia, levantada, vestida y tumbada
boca abajo frente a la puerta de los aposentos del rey. Tenía un pliego de
papeles y algunas pinturas al óleo enfrente, y estaba tan concentrada
pintando que ni siquiera se percató de que me estaba acercando a ella hasta
que me cerní sobre su cuerpecito.
—Buenos días, Hazel —me saludó, con una sonrisa enorme dibujada en
su rostro, y se levantó para quedarse arrodillada junto a la puerta—. ¡Estaba
pintándole una carta a papá!
Me arrodillé a su lado, para echarle un vistazo a su obra y alabar lo que
había dibujado, pero ella tomó el dibujo antes de que pudiese verlo siquiera
de reojo.
—Solo lo puede ver papá —me explicó—. ¿Vas a hacerle una visita?
Asentí y señalé el carrito.
—Tengo unas cuantas cosas que creo que van a hacer que se sienta
mucho mejor.
Su pequeño rostro se iluminó.
—¿De verdad?
Me costaba mirarla a los ojos.
Dobló la carta que había estado pintando y manchó el papel crema con
sus dedos llenos de pintura, antes de tendérmela.
—¿Podrías dársela por mí? ¿Cuando entres?
Metí la carta en el bolsillo de mi falda y le prometí que lo haría.
—Y recuérdale cuánto lo quiero —insistió.
—Lo haré.
—Y dile que lo echo de menos.
Solté una suave risa, aunque el estómago se me revolvió.
—También lo haré.
La pequeña princesa me rodeó con sus bracitos en un abrazo impulsivo y
me dio un beso en la mejilla, antes de recoger todos sus materiales y
marcharse dando saltitos por el pasillo.

—Buenos días, majestad. ¡Traigo muy buenas noticias! —entoné, mientras


me adentraba en los aposentos del rey empujando mi carrito.
Me detuve de golpe, tratando de acostumbrarme a la oscuridad que
impregnaba la habitación. Habían corrido las cortinas, cerrándolas a cal y
canto, y del fuego que antes había ardido en la chimenea ya solo quedaban
los ardientes rescoldos, que teñían la habitación con sus destellos
anaranjados y proyectaban oscuras sombras por toda la estancia.
—¿Majestad? —lo llamé con curiosidad.
—Ah, mi curandera ha regresado.
Me volví de golpe hacia mi izquierda y traté de localizar de dónde
procedía aquella voz.
—¿Le gustaría que descorriese algunas de las cortinas? —pregunté,
aunque ya estaba cruzando la habitación hacia la ventana más cercana.
—¡No! —Me pareció que aquel grito provenía de uno de los sillones,
pero todo estaba demasiado a oscuras como para saberlo con total seguridad
—. ¡Déjalas!
—Necesito algo de luz para trabajar —murmuré, observando la silueta
imponente y oscura de la cama con dosel. ¿Es que se había refugiado bajo
sus sábanas de seda como si fuese una enorme araña al acecho, escondida
bajo su tela?
Suspiró con pesar.
—Supongo que si tienes que hacerlo, puedes.
Me volví hacia un rincón, donde sabía que había un escritorio. Estaba
demasiado a oscuras como para ver el papel o la pluma. ¿Qué estaba
haciendo allí sentado?
—¿Puedo encender aunque sea unas cuantas velas?
Se escucharon una serie de tintineos, como si el rey se estuviese
esforzando por dejar un vaso sobre una superficie de mármol.
—Si insistes.
Busqué a tientas uno de los candelabros que sabía que tenía sobre una de
las mesillas de noche y lo encendí antes de acercarme a él lentamente.
—¿Señor?
Traté de no apartarme de golpe cuando las llamas iluminaron la nueva
silueta de su rostro.
El Brillo ya no era dorado, y se había ido acumulando sobre su piel como
la cera sobre una vela al derretirse. Su rostro estaba prácticamente cubierto
de negro, con riachuelos rojos de sangre que se deslizaban con pereza sobre
la asquerosa suciedad. Aquella sustancia oscura había desgarrado todos sus
poros al salir, dejándole la piel llena de heridas y arrugada.
Era como un demonio salido de las profundidades del infierno.
Ya parecía uno más de mis fantasmas.
—Oh, majestad —jadeé, incapaz de ocultar lo horrorizada que estaba.
La sonrisa triste que esbozó decía mucho más de lo que podría haber
expresado con palabras.
—No sé qué hacer —susurró, alzando sus manos. Aquel espeso alquitrán
le había cubierto las manos por completo, haciéndolas parecer muñones de
plomo.
—Un… un baño, eso lo primero —tartamudeé—. Podemos limpiarle todo
eso y envolverlo con gasas.
El rey negó con la cabeza.
—Es muy valiente por tu parte querer aunque solo sea intentarlo, Hazel,
pero no… me temo que ya no entiendo por qué seguimos insistiendo
siquiera.
Profesionalmente, estaba de acuerdo con él. Me sorprendía que siguiese
en pie siquiera. Parecía un monstruo sacado de un cuento antiguo, hecho de
madera y piedra, horripilante. Acabar con él ahora, dejar que la muerte
siguiese su curso, sería un acto piadoso. Pero necesitaba que siguiese con
vida, aunque solo fuese un poco más, para comprobar si el tónico que había
elaborado podía ser o no la cura.
—A la bañera —insistí, alejando todos aquellos pensamientos mezquinos
de un manotazo—. Vamos a quitarle todo esto de encima. Y después vamos
a probar un tratamiento nuevo. —Señalé el carrito—. Aceite de geranio.
Marnaigne soltó una carcajada amarga.
—¿Esa es tu cura?
—Eso y otras cosas más. Vamos a probar lo potente que es esta mezcla,
pero creo que podría servir.
—A estas alturas, ya nada puede hacerme empeorar más —concedió, con
la voz tan grave y rasposa como la gravilla.
Llené la bañera de agua tan caliente como pudiera soportar y añadí los
tallos de geranio junto con la esencia. Estos se hundieron hasta el fondo de
la bañera, dándole al agua un tono verdoso y resbaladizo. Después eché un
poco de hamamelis y consuelda.
—Por favor, quítese la bata —le pedí.
Sin vergüenza alguna, el rey la dejó caer al suelo, dejando al descubierto
toda la extensión del daño. Pesadas tiras del Brillo reseco se desprendieron
de su cuerpo, llevándose consigo jirones de piel, y tuve que tragarme de
nuevo el vómito que me subió por la garganta ante aquella estampa. Esa
enfermedad lo estaba desollando vivo.
Me puse los guantes y le tendí la mano para ayudarlo a meterse en la
bañera humeante.
El rey siseó una maldición cuando el agua caliente se deslizó por su
cuerpo, arrancándole más Brillo reseco y, consigo, también la piel. Todo lo
que se escondía bajo aquella capa de lodo endurecida estaba arrugado y
empapado, corroído hasta formar pálidos cuajos. Su piel apestaba, como la
leche agria.
Marnaigne alzó la mirada hacia mí, afligido y suplicándome en silencio
que acabase con su sufrimiento, pero me puse manos a la obra, le froté la
piel con suavidad con un trapo, masajeándola para tratar de desprender los
últimos restos del Brillo reseco, para que mis remedios pudiesen
impregnarle la superficie.
—También he elaborado una pasta —comenté, antes de volverme hacia
mi carrito de medicinas, como si solo le estuviese mostrando mi trabajo, y
no fuese porque necesitase un momento para alejarme de su mirada afligida
—. En cuanto terminemos con el baño, voy a extendérsela por todo el
cuerpo y lo dejaré descansar. Descansar lo ayudará. La pasta lo ayudará.
El rey negó con la cabeza.
—Tengo cosas que hacer. Antes de… —Respiró hondo, aunque con
dificultad—. Antes de que me llegue la hora. Si no puedo… si no puedo ver
a mis hijos, he de escribirles. Hay cosas que deben saber. Muchas, muchas
cosas. —Parpadeó y después me observó con los ojos abiertos como platos,
suplicantes—. ¿Podrías escribirlas por mí? No puedo sostener ni siquiera
una mísera pluma.
—Por supuesto. ¡Ah! —Me volví de nuevo hacia él y me alegré al darme
cuenta de que tenía algo en mi poder que estaba segura de que lo haría feliz
—. Tengo una carta para usted, de Euphemia. Estaba fuera de sus aposentos
cuando he llegado. —Me la saqué del bolsillo antes de darme cuenta de que
seguía llevando los guantes puestos—. Se la leeré cuando salga de la
bañera.
Las comisuras de sus labios se alzaron levemente y supuse que estaba
sonriendo, pero tenía los labios cortados por la media docena de profundas
grietas que los surcaban, y la sangre comenzó a manar desde su boca,
cayéndole por la barbilla y entremezclándose después con el agua turbia de
la bañera.
—Sí, se ha tumbado junto a la puerta y se ha puesto a cantarme una
canción que acaba de aprender. Tiene la voz más dulce del mundo, mi
Phemie. Es como un pájaro cantor, como su madre. —Soltó un suspiro
tembloroso y pude oír cómo el Brillo que se había acumulado en el interior
de sus pulmones chapoteaba con su respiración—. No voy a volver a verla,
¿verdad?
—Oh, no, majestad. Volverá a verla. Estas vendas van a hacer maravillas,
ya verá, y después podremos…
No llegué a terminar aquella frase porque entonces sus músculos
comenzaron a retorcerse. Todo empezó por sus hombros, pero después los
estertores se deslizaron por sus brazos y llegaron hasta sus piernas. Se
revolvió en el interior de la bañera como una marioneta a la que le
estuviesen cortando las cuerdas. Comenzó a echar espuma por la boca y de
sus ojos empezaron a brotar lágrimas negras pero, a pesar de estar teniendo
que pasar por todo eso, Marnaigne no profirió ningún ruido. Fue la estampa
más espeluznante que había presenciado en toda mi vida.
Le dio un ataque enorme, como una especie de espasmo generalizado en
el que todos los músculos de su cuerpo se contrajeron a la vez, en un
movimiento unificado y horrible. Entonces se volvió a dejar caer contra las
paredes de porcelana de la bañera y salpicó agua por todas partes con la
caída, antes que quedarse completamente quieto.
—¿Majestad? —me atreví a susurrar.
En la sala reinaba un silencio sepulcral, como si el mismo aire que nos
rodeaba estuviese conteniendo el aliento.
—¿René?
¿Se había…?
¿Estaba…?
¿Muerto?
Rápidamente, me dejé caer de rodillas junto a la bañera. La falda se me
caló con una mezcla de trozos de geranios, agua ensangrentada y Brillo
oscurecido. Llevé los dedos al cuello del rey, para comprobar si tenía pulso.
Al principio no pude notar nada, el Brillo era demasiado denso, por lo que
me puse a arrancarle unas cuantas capas oscuras que lo cubrían, horrorizada
porque seguía sin responder; ni siquiera se movió, y eso que le estaba
arrancando tanta piel, dejando sus músculos al descubierto. ¿Por qué no se
movía? Pero entonces…
Ahí estaba. Tenue y débil, pero ahí estaba.
Me fijé en cómo su pecho subía y bajaba lentamente, y el alivio me
invadió.
Marnaigne estaba vivo.
Aunque no le quedaba mucho tiempo.
Me puse de pie y me pregunté qué se suponía que debía de hacer a
continuación, y entonces oí el crujido de un papel arrugándose en el interior
del bolsillo de mi falda.
Euphemia.
Recordé lo que el rey me había estado contando justo antes de que le
diese el ataque, que Euphemia había estado en su puerta aquella mañana,
cantándole una canción. No había podido verla, y ella no había podido verlo
tampoco, pero lo único que la pequeña princesa había querido era cantarle
una canción a su padre; había querido que una parte de ella, sin importar lo
pequeña que fuese, sin importar lo débil que fuese, estuviese a su lado.
No podía ni siquiera tratar de imaginarme un amor así, tan puro y sincero
y persistente en un mundo donde todo aquello que era puro y sincero
siempre terminaba corrompiéndose. Me pregunté qué se sentiría al recibir
esa clase de amor, sin barreras. ¿Alguna vez me había preocupado por
alguien con siquiera una parte de la devoción que Euphemia le profesaba a
su padre?
Quería creer que sí, por Kieron, pero cuando Merrick me había explicado
todas las consecuencias que habría si lo dejaba vivir, había elegido acabar
con él.
Jamás había sentido una devoción parecida por mi propio padre, de eso
no me cabía duda. Pero las cosas habrían sido distintas, yo habría sido
distinta, si hubiese nacido la primera en vez de la decimotercera. ¿Habría
sido distinta nuestra relación?
Jamás lo sabría.
El símbolo de la calavera me había exigido que acabase con él y, con ello,
había eliminado para siempre cualquier posibilidad que hubiésemos podido
tener de reconciliarnos algún día, aunque fuesen escasas.
Y ahora ese mismo símbolo me estaba pidiendo que acabase con la vida
de otro padre.
Las lágrimas me anegaron los ojos al imaginarme a Euphemia recibiendo
la noticia de que su padre se había marchado para siempre. Podía
imaginarme la forma en la que sus ojos azules se abrirían como platos, sin
poder creérselo, en estado de negación. Los abriría de par en par y, después,
se volverían a cerrar, con el corazón roto.
—No puedo —susurré en medio de aquel baño, rompiendo el silencio—.
No puedo hacerle eso.
Era muy fácil decirlo, pero lo que tenía que hacer a continuación para
cumplir esas palabras era lo verdaderamente complicado.
Si no iba a matar al rey, tenía que salvarlo, y mi mejor opción, la esencia
de geranio, casi había acabado con él.
La voz de Calamité canturreó en mi cabeza: «Ya sabes cómo
encontrarnos».
Lenta y metódicamente, me quité los guantes llenos de mugre y los dejé
caer sobre el suelo empapado.
El collar de pequeños tubos que los Divididos me habían entregado
seguía alrededor de mi cuello. Su colgante de metal estaba unos cuantos
grados más frío que mi piel. Incluso junto a la chimenea, cuando estaba
destilando la esencia de geranio, lo había notado frío, un recordatorio
constante de que los dioses que me lo habían entregado se encontraban a tan
solo un soplo de distancia.
Me maravillé por lo fácil que sería llamarlos.
Merrick jamás me había entregado nada tan útil. Pero Merrick solo me
había regalado libros y tartas, me había otorgado un don que más bien
parecía una maldición y me había encasquetado un trabajo que nunca había
querido.
Si hacía lo que estaba pensando, si aceptaba lo que los Divididos me
habían ofrecido, estaría traicionando a Merrick. No era una ingenua. Sabía
que si lo hacía se enfadaría conmigo. Sabía que aquello podría acabar muy
mal. Pero mi vida nunca había sido un camino de rosas y esto, este pequeño
desafío, serviría para asegurarme de que una niña conservara a su padre un
poco más y, con ello, también su infancia y su inocencia. A mí me parecía
un trato justo.
Me llevé el colgante a los labios y, armándome de valor, soplé.
El sonido que produjo fue tan agudo y horripilante como lo había sido en
el templo. Me encogí al oír cómo aquellas notas penetrantes reverberaban
por toda la sala de mármol, y aguardé a que los guardias de palacio
irrumpiesen en la habitación en cualquier momento, para comprobar por
qué se acababa de desatar el fin del mundo en el interior de los aposentos
del rey.
Pero, por algún extraño motivo, no lo hicieron, lo que me hizo sospechar
que, quizá, solo yo podía oír aquel estruendo.
Aguardé y me estremecí ante cualquier ruido: una gota de agua al
estrellarse contra el suelo, la respiración agitada del rey, y entonces, el aire
se resquebrajó y los dioses adentraron su cuerpo conjunto en nuestro mundo
a través de la grieta.
—Menudo desastre tienes aquí montado, pequeña mortal —me reprochó
Calamité, echando un vistazo alrededor de la habitación con la nariz
arrugada y una mueca asqueada dibujada en su único rostro—. ¿Y encima te
sientas sobre toda esa mierda?
—Necesito vuestra ayuda —solté, sin preámbulos, asegurándome de
mantener la voz en calma y de medir mi cadencia. No era el momento de
dejar que las emociones me sobrecogiesen. Tenía que pedirles lo que quería
y asegurarme de que todas las piezas del puzle encajasen—. No creo que el
símbolo de la calavera lleve razón al decirme que he de matar al rey.
Félicité enarcó su ceja. La comisura de Calamité se elevó, formando una
media sonrisa.
—Quiero salvarlo —seguí afirmando, con fuerza; lo que decía era lo
correcto—. Pero necesito vuestra ayuda, vuestra… bendición.
Los ojos de los dos dioses refulgieron con interés.
—La hija del Temido Final viene a pedirnos que la bendigamos —
entonaron, con sus voces unificadas. Con la fuerza de las voces de cientos
de dioses.
—Tengo que saber cómo curar los Escalofríos —repuse—. Creía que lo
que estaba haciendo podría funcionar, pero no ha funcionado, y ahora…
ahora no sé qué hacer. Estoy perdida.
—No solemos concederles a los mortales ni una mísera bendición, y tú no
paras de pedirnos cada vez más —murmuró Calamité.
—Solo os he pedido una —protesté.
—Quieres salvar al rey y quieres acabar con los Escalofríos.
—Tengo que acabar con los Escalofríos para salvar al rey —protesté.
Los dioses negaron con su gigantesca cabeza.
—Arrancarle al rey su enfermedad no logrará eliminar el símbolo de la
calavera que cubre su rostro —explicó Félicité.
Se me encogió el corazón en cuanto comprendí lo que me estaba
queriendo decir.
—Pero, por supuesto, sí que existe otra manera. —La sonrisa que esbozó
Calamité estaba cargada de maldad—. Sabemos lo de las velas, Hazel.
Me quedé helada. Merrick me había dejado entender que eran un terrible
secreto que debería llevarme conmigo a la tumba, que no debería compartir
con nadie, pasara lo que pasase. Pero Calamité lo sabía. Lo que significaba
que Félicité lo sabía también. Lo que a su vez significaba que el resto de los
dioses que había atrapados dentro de ese mismo cuerpo lo sabían también.
—Puedes mantener la llama de Marnaigne con vida entregándole una de
tus velas, prendiendo tu mecha con su llama, y será como si jamás hubiese
pasado nada —explicó Calamité, hablando en susurros por la comisura de
sus labios, como si de ese modo Félicité no fuese a poder oír lo que decía
—. Se curará. Se acabó la enfermedad. Se acabó el símbolo de la calavera.
—Pero… pero entonces yo perderé una vela.
—Todavía te quedará una. ¿Qué importancia tiene una pequeña vida en
comparación con las decenas de miles, con los cientos de miles, que
salvarás al salvar la de Marnaigne? ¿Todas aquellas vidas que Marnaigne
protege? Antes estabas muy preocupada por la guerra, y los huérfanos y…
lo que sea. Este pequeño acto de nada podría salvarlos a todos.
Félicité chasqueó la lengua.
—Estáis recorriendo un camino muy peligroso, los dos.
—¿Tú qué opinas? —siguió diciendo Calamité, haciendo como que no
había oído a su hermana—. ¿Qué es una vida por salvar cientos más? A mí
me parece que la decisión es bastante sencilla, ¿no crees?
Si lo decía de ese modo, sí, pues claro que lo era.
Y todavía me quedaría mi tercera vela. Dos vidas me parecían suficientes,
mucho más que suficientes.
Pero cuando traté de decirle al dios del caos que estaba de acuerdo con él,
las palabras se me quedaron atoradas en la garganta.
Era tentador. Demasiado tentador. Pero negué con la cabeza.
—Eso da igual. No puedo llegar hasta las velas sin Merrick. Y él jamás
accederá a hacerlo.
Calamité me observó ofendido.
—¿De veras piensas que tu estupendo tío es tan estúpido? Podría llevarte
allí con solo chasquear los dedos.
Hacía unos cuantos años, había ido a un pequeño pueblo costero para
echar una mano con un brote de viruela. Después de haberme pasado
prácticamente un mes entero curando enfermo tras enfermo, un día por fin
pude acercarme a la playa, y observé maravillada toda la extensión de agua
que se abría ante mis ojos. Me quité las botas y me adentré en sus frías
profundidades, dejando que las olas se estrellasen contra mis pies desnudos.
Con cada golpe, la arena que había bajo mis pies retrocedía, y tironeaba de
mí hacia adentro. Por un momento, casi delirando por lo cansada que
estaba, me planteé dejar que el agua me empujase cada vez más, que me
arrastrase hasta las profundidades, donde las corrientes fuesen tan fuertes
que no pudiese luchar contra ellas.
En ese momento me sentía igual que por aquel entonces. Calamité
acababa de poner en marcha un plan y yo no podía hacer otra cosa más que
seguirlo.
—Todas las velas son iguales —señalé, usando mi última baza para
resistirme—. No voy a poder identificar la vela del rey.
—No —accedió Calamité—. Con esos ojos mortales desde luego que no.
Félicité soltó un gemido decepcionado y supe perfectamente cómo se
sentía.
—Qué pena que no podamos atravesar los terrenos de su dominio. —Se
encogió de hombros, dando el tema por zanjado—. Bueno, es lo que hay.
Calamité soltó una risa burlona.
—Como si fuese a permitir que un detalle sin importancia como ese
estropease mi plan maestro. O más bien el de Hazel —se corrigió
rápidamente.
La diosa de la fortuna apretó los dientes con fuerza y los pude oír
rechinar.
—Hermano, te juro que si…
—No quiero salvar al rey así —espeté. No sabía cómo arreglar todo esto,
pero sentía que aquello no era lo correcto. Estaba muy, muy mal—. Hallaré
otro modo. Yo…
—Pues claro que lo harás y pues claro que no lo hallarás. Ahora, cierra
los ojos, curandera —me interrumpió, posándome el pulgar sobre la frente.
Un repentino mareo me invadió y tuve que cerrar los ojos para tratar de
librarme de él. Jamás me había alcanzado un rayo, pero imaginaba que la
sensación sería parecida a aquella. Una serie de corrientes eléctricas me
recorrieron las venas, electrificando mis sentidos y haciendo arder mis
nervios. Me dejé caer de rodillas, como un meteorito precipitándose directo
a la Tierra, y me hice un ovillo, como si estuviese tratando de crear un
caparazón con el que protegerme.
—¿Qué me has hecho? —grité.
—El Temido Final no es el único que puede conceder dones —comentó
Calamité.
Félicité suspiró.
—Se va a enfadar muchísimo por lo que has hecho.
—¡Quítamelo, Félicité, por favor! —aullé, arañándome la cara—. No
quiero hacerlo, no lo quiero, no…
—No puedo —admitió con pesar—. Pero este don no durará para
siempre, mortal, te lo prometo. Solo unas horas, como mucho.
La cabeza me palpitaba, agónica.
—¿Qué es?
—Te he bendecido con el don de la visión divina. Durante un rato, verás
lo mismo que vemos nosotros —explicó Calamité—. Te permitirá encontrar
la vela del rey. Podrías probar a darme las gracias, como mínimo.
Me llevé las manos a la cabeza y me arañé el cuero cabelludo con fuerza;
solo quería abrirme la cabeza y liberar toda la presión que se estaba
acumulando en el interior de mi cráneo.
—No sabes de lo que estás hablando. Jamás seré capaz de localizarla.
Hay miles, cientos de miles de velas.
—Eres tú la que no sabe de lo que está hablando —espetó Calamité—.
Las tiene ordenadas, las familias y los amigos siempre están junto a
aquellos a los que conocen y aman. Observa atentamente las llamas. Lo
sabrás. —Soltó una carcajada amarga—. Lo podrás ver todo.
—¡No! —Me eché a llorar, pero antes de que pudiese seguir protestando,
oí un chasquido.
38

D
e repente, sentí el regusto a minerales y piedra húmeda
impregnándome la lengua. Había vuelto al Entre.
Podía oír el rugido de la cascada a mi izquierda. Calamité me
había transportado justo a la abertura rocosa que llevaba al dominio de
Merrick.
Inspiré hondo, armándome de valor, y entonces abrí los ojos.
Los cerré de inmediato y me llevé los puños a sus cuencas.
La visión divina me lo mostraba todo.
Cada una de las gotas de agua que quedaban suspendidas en el aire, o los
patrones serpenteantes que formaban los líquenes sobre las rocas estaban
magnificados, se habían vuelto imposiblemente grandes. Podía ver cómo
cada rayo de luz se filtraba a través de los huecos que se formaban en la
cascada. Fue como si un segundo con aquella vista se transformase en
siglos mientras me fijaba en cada uno de los detalles que me rodeaban.
Era demasiado.
Se suponía que los mortales no deberían poder ver nada de esto.
Se me revolvió el estómago y me dieron ganas de vomitar.
¿Cómo se suponía que iba a llegar a la caverna? ¿Cómo iba a ser capaz de
observar los cientos de miles de velas, todas aquellas infinitas llamas? Me
dieron ganas de vomitar solo de pensarlo.
A ciegas y sin querer ver, traté de pegarme a la pared del fondo para
encontrar la abertura, y me encaminé hacia donde recordaba que estaba.
Solo había dado tres pasos cuando me topé con una zona con el terreno
inestable. Me lancé hacia delante y caí de rodillas sobre el suelo rocoso
antes de oír un terrible chasquido.
Mantuve los ojos cerrados con fuerza y alargué las manos temblorosas,
palpando el suelo que tenía enfrente. Me fijé en las zonas en las que se
hundía, en donde estaba levantado, y entonces empecé a gatear. Recé por
estar yendo en la dirección correcta, por no estar yendo directa al precipicio.
Me estampé contra una de las paredes de piedra y me golpeé la cabeza
con fuerza. Todo un firmamento estrellado se deslizó tras mis párpados
mientras seguía buscando la entrada a tientas. Una vez dentro, tendría que
abrir los ojos de nuevo. Había demasiados abismos, demasiados puentes.
Tendría que poder ver a dónde estaba yendo, estar segura de dónde tenía
que colocar exactamente los pies.
—A lo mejor dentro no es tan malo —susurré, tratando de animarme—.
No hay mucha luz allí, no hay tanto que ver.
Poco a poco, abrí los ojos, aunque solo una rendija, observando lo que me
rodeaba a través de las pestañas.
Allí dentro era mucho peor.
Había cosas escondidas en la oscuridad que habría preferido no ver
nunca, seres antiguos que me observaban con demasiados ojos, que
salivaban con demasiadas lenguas al verme. Recordé la primera vez que
Merrick me había traído. Había tenido una terrible sensación de que algo
me observaba desde aquella ominosa oscuridad. Ahora ya sabía por qué.
—Céntrate en el camino —me ordené en voz alta—. Si no los miras, no
están ahí.
Incluso con la mirada clavada en el suelo, veía demasiado. Cada mota de
polvo, la figura y la textura de cada piedra, por pequeña que fuera. Todo me
parecía de vital importancia, todo lo que me rodeaba exigía que me fijase en
ello. Ir con los ojos entrecerrados tampoco servía para nada. Podía ver con
claridad todas y cada una de mis pestañas, podía ver su curvatura, la ligera
variación de tonos.
Me tropecé con otro desnivel, me pisé el dobladillo del vestido y pude ver
cómo habían entretejido todos y cada uno de los hilos para formar la tela de
la falda.
—Deja de fijarte en los detalles y sigue caminando —siseé. Era una
orden imposible de seguir.
Sentía los ojos como si se hubiesen agrandado hasta cobrar el tamaño de
dos bandejas enormes. También tenía la cabeza embotada, mi cerebro se
fijaba en cada uno de los detalles que me rodeaban y le otorgaba a todo lo
que veía el mismo peso e importancia. ¿Cómo podían vivir los dioses así?
Con mi nueva vista, pude vislumbrar fácilmente el camino que tenía que
seguir abriéndose ante mí. Podía ver el brillo de las velas, la forma en la que
iluminaban la oscuridad, incluso en los rincones y los recodos de aquel
enrevesado laberinto. Podía ver el calor que emanaba de sus llamas, era
capaz de entrever cómo la temperatura subía y bajaba a mi alrededor,
porque esta había adquirido unos colores que no había visto antes, colores
que no estaba del todo segura de que debiese ver una mortal como yo en
toda su vida.
Tardé casi un siglo en llegar a la caverna.
En la entrada, me preparé mentalmente para la agonía que estaba a punto
de sufrir.
La luz de cada una de las velas me quemaba los ojos como un atizador
ardiente, al rojo vivo, formando pequeños puntos luminosos que se
quedaron grabados a fuego tras mis párpados y que podía ver cada vez que
pestañeaba.
Me llevé las manos a los ojos, tratando inútilmente de protegerme de la
peor parte. Bajé a toda velocidad los escalones de piedra, presa de un
estupor vertiginoso, embriagada por los detalles, por la forma en la que las
llamas saltaban y bailaban, por el modo en que cada mota de polvo quedaba
iluminada por su luz.
Sobre mi cabeza, los orbes de los dioses ardían con un brillo imposible,
tan luminosos como el cielo lila de la mañana, con sendos remolinos
dorados y motas plateadas bailando en su interior. Eran preciosos, tan puros
y deslumbrantes que me dieron ganas de llorar. Quería quedarme allí a
observarlos para siempre, hipnotizada por su poder, seducida por su
resplandor.
El tiempo se detuvo mientras lo observaba todo completamente
maravillada. No quería moverme. Ni siquiera quería parpadear, por si me
perdía aunque solo fuese un milisegundo de aquel esplendor.
—Solo un minuto más —me prometí—. Solo un minuto…
De repente, fui consciente de que ya no me dolía la cabeza al observar la
luz que me rodeaba. Las velas ya no ardían en el interior de mi cráneo, ya
no me cegaban.
La visión divina había comenzado a desvanecerse, y todavía no había
encontrado la vela de Marnaigne.
Solté una maldición, aparté la mirada de los orbes de los dioses y me
interné en la caverna hasta que encontré el pedestal sobre el que estaban mis
velas.
Mi llama estaba igual de fuerte y constante que siempre. La vela que la
sostenía se alzaba alta y orgullosa. No parecía que se hubiese derretido ni
un poco en todos los años que habían transcurrido desde la última vez que
la había visto. Mis otras dos velas aguardaban a sus lados, esperando a que
llegase su momento, con sus mechas prístinas y blancas. Alargué la mano
para tomar una y se me revolvió el estómago, mi cuerpo se reveló ante lo
que estaba a punto de hacer.
—Esto es una mala idea —murmuré—. Es una muy, muy mala idea. —
Dejé caer la mano a un costado y me desplomé en el suelo, con la
desesperación formándome un nudo en la garganta.
No iba a hacerlo. Cerraría los ojos, haría como si jamás me hubiesen
concedido este horrible don y esperaría a que los Divididos me llevasen de
vuelta al mundo real.
Si es que me llevaban alguna vez.
Me aterraba la idea de regresar.
De vuelta al palacio, de vuelta a los aposentos del rey, de vuelta adonde se
suponía que tendría que matarlo.
Mi cabeza no paraba, enloquecida, pero entonces se me ocurrió una nueva
idea: no tendría por qué volver al palacio para acabar con el rey. Podría
matarlo desde aquí, con solo un mísero suspiro, y nadie podría saber jamás
que su muerte había sido culpa mía.
Creerían que el rey se había muerto mientras yo estaba trabajando en el
invernadero. Nadie me culparía por ello. Innumerables médicos y adivinos
ya habían sido incapaces de curarlo antes de que me hiciesen llamar. Nadie
había logrado encontrar todavía una cura para los Escalofríos. Podría volver
a mi cabaña sin temer que fuesen a castigarme en cualquier momento. Mi
vida, tan estúpidamente larga, podría seguir como si nada hubiese pasado.
—Tengo que encontrar la vela del rey —susurré, poniéndome manos a la
obra—. Tengo que apagarla.
Me puse de pie, me sacudí la falda y entonces noté cómo algo crujía
dentro de mi bolsillo.
La carta de Euphemia.
La saqué del bolsillo, con la culpa carcomiéndome por dentro. Me
imaginé su pequeño rostro, tan alegre, tan lleno de esperanza. Esa era la
última carta que le escribiría jamás a su padre, y yo no se la había
entregado.
Me picó la curiosidad, por lo que la desdoblé. Solo la leería una vez y
después la quemaría con la llama de mi vela. Luego mataría al rey y, con el
tiempo, me olvidaría por completo de este momento. Me olvidaría de toda
esa culpa que sentía.
Estiré el papel. Era un dibujo que estaba claro que lo había hecho una
niña pequeña, pero una con muchísimo talento. En él salían retratados el rey
y Euphemia, en los jardines de palacio; estaban sentados sobre una manta a
cuadros, haciendo un pícnic. «Lo eres todo para mí, papa», había escrito en
la parte superior del papel, justo debajo de un enorme arcoíris. «Te quiere,
Euphemia».
Recorrí aquellas palabras con las yemas de los dedos. La culpa me
revolvió el estómago.
Sin una madre y con sus hermanos mayores constantemente bebiendo
hasta desmayarse o bailando hasta desfallecer, el rey lo era todo para
Euphemia. Si acababa con él, la dejaría huérfana. Se quedaría sin padres,
como mis sobrinas.
No es lo mismo, argumentó la voz de mi conciencia. Es una princesa.
Tiene muchos más recursos de los que alguien podría desear.
Pero la niña pequeña que había hecho aquel dibujo no había ilustrado
todos los lujos que la rodeaban, todos sus privilegios y recursos. No había
dibujado sus coronas. Tan solo a un padre y su hija.
La muerte de Marnaigne la condenaría a un futuro lleno de dolor. En ese
momento, su felicidad estaba en mis manos. Podía…
Parpadeé, sorprendida.
Sí que podía hacer algo.
Sin pensármelo dos veces, tomé una de mis velas. Sin pararme a ver si era
lo correcto y sin preocuparme por ello, supe lo que tenía que hacer.
Esa era la respuesta correcta. Era la única respuesta.
Solo tenía que encontrar la vela del rey.
Recorrí todos los pasillos, fijándome en todas las llamas. Todavía me
quedaba visión divina suficiente como para poder entrever las vidas que
representaba cada una de ellas, podía ver el mundo al que pertenecían todas
aquellas personas. Vi bodas y primeros besos, sonrisas y saludos. Vi peleas
y conversaciones profundas, lágrimas y abrazos, risas y música, y tantos
otros momentos que correspondían al día a día más ordinario del mundo. Vi
cómo miles de vidas se desarrollaban a la vez, todas en ese justo momento,
y me dieron ganas de echarme a llorar, al fijarme por primera vez en lo
hermosas que eran todas aquellas vidas perfectamente normales.
Calamité había dicho que Merrick tenía las velas ordenadas por los
círculos de amigos y familiares que tenían los mortales en sus vidas, así que
cuando me topé con la llama de Aloysius, que estaba reprochándole algo a
un lacayo descarriado, supe que estaba cerca.
La vela de Marnaigne se encontraba en el centro de su mesa, rodeada de
cientos de velas que eran idénticas a la suya. Sin la visión divina jamás
habría podido saber que aquella vela le pertenecía a él o todo el poder que
entrañaba en realidad. Su vela era blanca y sencilla, igual al resto de los
millones de velas que llenaban la caverna.
En el interior de su llama pude verlo sentado en la bañera, completamente
inmóvil. Era un milagro que no se hubiese ahogado aún.
Tomé su vela, me arrodillé y la coloqué en el suelo, en la zona más lisa
que encontré.
—Bendíceme con la buena fortuna, Félicité —recé, antes de llevar la
mecha de mi vela hacia la llama del rey. Me aseguré de tener una mano
libre, preparada para apagar la vieja mecha del rey en cuanto la llama
hubiese prendido la nueva. El fuego danzó y se retorció por el aire de la
caverna como si fuese un ser vivo.
De repente, el riesgo que conllevaba lo que estaba haciendo me resultó
demasiado grande, prácticamente imposible de asumir. ¿De verdad iba a
hacerlo? Si lo hacía, estaría actuando en contra de las órdenes de Merrick,
en contra del símbolo de la calavera, en contra de todo lo que me habían
enseñado. Me temblaba la mano con tanta violencia que se me cayó la vela
nueva y rodó hasta debajo de la mesa más cercana.
—Estás haciendo lo correcto —susurré—. Lo estás haciendo por
Châtellerault, por la paz, por todo el reino, puede que incluso por todo el
mundo. Lo estás haciendo por Euphemia.
Respiré hondo y recogí la vela que se me había caído antes de que
pudiese arrepentirme de nuevo de lo que estaba a punto de hacer.
La mecha nueva se prendió.
La mecha vieja se apagó.
Seguía conservando la visión divina suficiente como para ver cómo la
llama de Marnaigne volvía a la vida, para ver cómo se estremecía en el
interior de la bañera, como si le hubiese dado un pequeño escalofrío. El
agua de la bañera se sacudió con el movimiento y entonces pude ver cómo
su pecho subía y bajaba con normalidad.
Suspiré, aliviada, y coloqué la nueva vela en el centro de su mesa,
dejando la vieja atrás.
Un terrible estruendo que provenía del otro lado de la caverna reverberó
por todas partes, como el estallido de un trueno en medio de una tarde
lluviosa de verano, anunciando la tormenta que estaba a punto de rasgar el
cielo.
La sombra oscura de Merrick se alzaba, alta e imponente, en medio de la
caverna, oscureciéndolo todo como un murciélago desplegando sus alas.
Era mucho más imponente que nunca. Una sombra oscura y ardiente,
cargada de rabia y sed de venganza.
Cruzó la caverna furioso, mucho más rápido de lo que mis ojos pudieron
asimilar, yendo directo hacia mí.
Cuando habló, la voz que escuché parecía sacada de mis peores
pesadillas, ardiente como las brasas, impregnada de fuego y azufre, oscura
como el alquitrán y llena de veneno.
—¿Qué has hecho?
39

–M
errick, puedo explicarlo, puedo…
Nunca llegué a explicar lo que podía hacer porque
arremetió contra mí y me lanzó volando, a través de las
velas, a lo largo de toda la caverna, hasta que me estrellé contra un pilar que
se alzaba en la pared del fondo. Me golpeé con la fuerza suficiente como
para haberme destrozado todos los huesos y para partirme el cráneo pero,
por suerte o por desgracia, no me pasó nada.
—¿Qué has hecho? —volvió a preguntar, deslizándose hasta quedar
frente a mí en cuestión de segundos. Levantó mi cuerpo doblado del suelo y
me sostuvo en alto agarrándome del cuello.
Noté cómo se rompía el collar que me habían entregado los Divididos y
se caía, perdiéndose para siempre en la oscuridad de la caverna, mientras
me retorcía, pataleaba y jadeaba. No sabía qué decir, estaba tratando de dar
con las palabras adecuadas, las que pudiesen sacarme de esta, pero no
podía. Todo un firmamento de estrellas oscuras se deslizó ante mis ojos y
sentí cómo los músculos empezaban a flaquearme poco a poco; me estaba
quedando sin fuerzas, pero antes de que la maravillosa oscuridad que me
rodeaba pudiese llevarme consigo, Merrick me lanzó a un lado con un
gruñido enfadado.
—Lo siento —lloriqueé. Traté de abrir una grieta en el muro de ira que
había alzado a su alrededor—. Merrick, yo…
—Viste el símbolo de la calavera —espetó, interrumpiendo mis súplicas,
y yo me hundí aún más donde estaba, me daba miedo que volviese a
golpearme.
Sin decir nada, asentí.
—Viste el símbolo de la calavera y, aun así, hiciste eso. —Lanzó el brazo
hacia atrás, hacia donde estaba la nueva vela del rey, perdida otra vez en
medio de aquel mar de llamas titilantes—. ¿Tienes una idea de lo que
acabas de hacer?
Con las rodillas pegadas al suelo de roca, negué con la cabeza. Todos los
músculos de mi cuerpo se pusieron en tensión, como si quisiesen volverme
todo lo pequeña e invisible que pudiesen.
—Esa vela era tuya, Hazel. ¡Eras tú! ¿Acaso puedes imaginar lo que tuve
que hacer para conseguirte esas velas?
Me dejé caer hacia delante, haciéndome un ovillo, y pegué la frente
contra el frío suelo rocoso.
—No.
Merrick soltó un grito frustrado, antes de asestarle un puñetazo al pilar
que había a mi espalda. Este se rompió en mil pedazos, y los fragmentos de
piedra cayeron sobre nuestras cabezas como una lluvia afilada. Noté cómo
uno de esos fragmentos me hacía un corte en la mejilla, pero en aquel
momento solo podía pensar en mi padrino apartando el puño de golpe, con
una mueca de dolor dibujada en su rostro.
—¡Merrick! —grité, alarmada.
Él sacudió el puño herido y se apartó de mí, murmurando una serie de
maldiciones entre dientes.
—Niña estúpida —gruñó—. Estúpida, estúpida niña.
—Tenía que hacerlo —susurré, volviendo a pegar el rostro al suelo,
rozando la superficie rocosa con mis labios al hablar.
Merrick soltó una carcajada amarga, cargada de incredulidad, que hizo
que se me encogiese el corazón.
—Hice lo que… —No sabía cómo explicárselo—. Se está librando una
guerra y… Todos los huérfanos… Su hija le había escrito una carta y… —
Todo lo que decía parecía tan insignificante y erróneo, solo eran excusas
minúsculas que no podrían llegar jamás a explicar lo que acababa de hacer.
—Siempre habrá una guerra que librar. Siempre habrá huérfanos.
—Sí, pero… —vacilé de nuevo. No iba a lograr persuadirlo para que se
pusiese de mi parte, no podría convencerlo de que solo quería hacer lo
correcto. Eso a él no le importaba. Lo único que le importaba era yo, su
ahijada, la única mortal en todo el mundo a la que había entregado su
corazón—. Si hubiese hecho lo que el símbolo de la calavera quería que
hiciese, tendría la sangre de miles de personas empapándome las manos. No
solo la del rey, sino la de todos aquellos que morirían después porque él ya
no estaría allí para protegerlos. —Se me quebró la voz—. Sé que te he
desobedecido. Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadado conmigo,
pero no podía soportar la idea de tener tantas almas a mis espaldas,
atormentándome por toda la eternidad, Merrick. No podía.
Entrecerró los ojos hasta que no fueron más que dos estrechas franjas de
rojo rubí mientras trataba de comprender lo que le acababa de confesar.
Estaba indudablemente enfadado conmigo, pero entonces, en cuestión de
segundos, su expresión comenzó a cambiar, sus rasgos se suavizaron y se
volvieron mucho más amables, su mirada estaba cargada de curiosidad.
—¿Es que sientes remordimientos por las vidas que has quitado?
—Pues claro.
Él frunció el ceño.
—Qué extraño.
—No, no lo es.
—Siempre me he sentido muy orgulloso de ti, al saber cuántas vidas
habían salvado tus manos en esos instantes de misericordia. Y, sin embargo,
¿tú solo te fijas en aquellas vidas que has tenido que robar para salvar esas
tantas otras?
Me encogí de hombros.
—No sé a quiénes he salvado, al menos, no a ciencia cierta, no estoy
segura. Pero la gente a la que he… —Me costaba muchísimo decirlo en voz
alta.
Merrick se quedó pensándolo durante unos minutos.
—Liberado.
—Matado —lo corregí con tristeza—. Eran personas a las que conocía;
miembros de mi familia y vecinos y amigos o conocidos. —Recordé el
fantasma oscuro de Kieron que me perseguiría por toda la eternidad, como
un perro cuya correa tuviese atada a mi alrededor—. Gente a la que amaba.
Es de ellos de quienes me acuerdo, a quienes no puedo olvidar, jamás.
Quienes siempre me perseguirían, siempre ahí, siempre queriendo
acercarse cada vez más a mí.
—Sigo pudiendo verlos —confesé en un susurro. Por fin le había
confesado a Merrick mi secreto más oscuro, años después de que me
hubiese cargado con su maldición.
La mirada de Merrick se clavó en algún punto a mi espalda, observando
fijamente la pared llena de pequeñas llamas.
—Supongo… supongo que es normal que te sientas de ese modo, que
quieras recordarlos —concedió al final—. Pero estoy seguro de que con el
tiempo…
—No —repuse, interrumpiéndolo. No recordaba cuándo había sido la
última vez que había interrumpido a mi padrino, pero no podía permitirme
que, en un momento tan importante como aquel, no comprendiese lo que le
estaba queriendo decir—. Puedo verlos. Constantemente. Siempre están
conmigo, me persiguen.
—Sus recuerdos —supuso.
—Sus fantasmas.
Merrick se irguió y me observó de nuevo, desde otra perspectiva.
—Eso no es posible.
Le sostuve la mirada, valiéndome del silencio para que comprendiese que
lo que le estaba diciendo era verdad.
—Hazel, yo…
Nunca había visto a mi padrino de ese modo, sin palabras.
—Nunca se alejan de mí. Mi padre y mi madre. Kieron —añadí, con
lágrimas en los ojos—. Solo logro mantenerlos alejados con líneas de sal,
pero eso tampoco consigue detenerlos durante mucho tiempo. Siempre
están persiguiéndome, siempre me están buscando, y cuando tengo la
guardia baja o cuando me olvido de las salvaguardas y estas se vuelven
demasiado débiles, es entonces cuando atacan…
Solté un sollozo lastimero, interrumpiendo mi discurso al recordar sus
caricias, esa sensación pegajosa, como si estuviese atrapada en una tela de
araña, mientras me succionaban todos los recuerdos que tenía a su lado,
robándome los buenos y abandonándome como un cascarón hueco lleno de
miseria.
—No podía permitir que el rey se uniese a sus filas. No podía soportar la
idea de que las víctimas de Baudouin se uniesen después a ellos. No hay sal
suficiente en todo el mundo para contener a tantos espíritus. Habrían
terminado derribando mis protecciones. Me habrían sofocado. Me habrían
asfixiado bajo su peso. Merrick… —Se me rompió la voz cuando las
lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos—. Lo siento. Lo siento mucho.
No quería actuar en tu contra, no quería actuar en contra del símbolo de la
calavera. Pero tampoco podía… simplemente, no podía.
Merrick suspiró y me di cuenta de que su ira había comenzado a remitir.
Bajó siguiendo una hilera de velas y supe que se dirigía hacia mi pedestal,
hacia mi última vela sin prender.
Después de un instante de duda, lo seguí.
Cuando llegué a su lado, vi cómo alargaba la mano y recorría el largo de
mi última vela apagada. Lo hizo con muchísima dulzura, acariciando la vela
como si fuese la mejilla sonrosada y rechoncha de un recién nacido.
—Nunca más.
Sus palabras resonaron por la caverna, graves y profundas.
No me estaba haciendo ninguna promesa, o ninguna petición, o me estaba
contando lo que deseaba. Me estaba dando una orden, simple y llanamente.
Una que no podría romper jamás, sin importar los motivos que tuviese. Sin
importar lo correcta o justa que pudiese creer la causa.
Cuando se volvió a mirarme sus ojos refulgían como rubíes, con un brillo
peligroso escondido tras el rojo.
—Veré qué puedo hacer con los fantasmas. Te… —Se tragó la promesa
que iba a hacer—. Pero nunca más.
Lo único que pude hacer fue agachar la cabeza y asentir.
Mantuve la mirada clavada en el suelo, observando cómo se mecía el bajo
de su túnica, cómo se entremezclaba con la oscuridad del suelo. Tenía ganas
de echarme a llorar, por tener que soportar todo el peso de su ira y de sus
expectativas, pero sabía que ese era justo mi castigo, y que tendría que
aguantarlo tan estoicamente como pudiera.
—Gracias por comprenderlo, Merrick —susurré, estremeciéndome
cuando vi cómo sus manos se cerraban en puños. Me atreví a alzar la vista y
a mirarlo a los ojos—. Gracias por tu misericordia. No la merezco.
—No —repuso—. No la mereces. Y tampoco te será concedida una
segunda vez.
—Por supuesto —acepté a toda prisa—. Te lo prometo, Merrick. Nunca
más.
El Temido Final me dio la espalda después de negar con la cabeza,
decepcionado, y antes de que pudiese volver a tratar de calmarlo o
tranquilizarlo, chasqueó los dedos y me mandó de vuelta a Châtellerault.
40

–H
e estado pensando en algo —comentó Marnaigne, y mi
cuerpo se puso en tensión ante la gravedad de su tono.
Había regresado de la caverna de Merrick hacía una
semana y me había encontrado al rey todavía metido en la bañera. Había
recobrado la conciencia, pero no recordaba haber sufrido el ataque. Era
como si no fuese consciente de que el tiempo había seguido corriendo, y
estaba segura de que tampoco sabía que su vida había corrido tantísimo
peligro.
Lo ayudé a salir del agua apestosa y le extendí un ungüento hecho a base
de hamamelis y consuelda, y habíamos esperado a que brotase más Brillo
oscuro de su cuerpo.
No había salido nada.
El rey había soltado una sonora carcajada, maravillado, se había clavado
los dedos en la piel, tratado de sacar más negrura de su interior, y yo me
había dedicado a fingir que estaba asombrada.
Habíamos seguido esperando.
Su piel había permanecido limpia.
Permaneció limpia aquella tarde y también al día siguiente.
Le había pedido que se lo tomase todo con calma, que actuase con
cuidado, que no hiciese nada que pudiese provocar una recaída. Me
preocupaba que aquella milagrosa recuperación pudiese levantar sospechas,
por lo que le apliqué una pasta de escaramujo y el aceite que había destilado
de las semillas de espino amarillo, y lo había cubierto con vendas de gasa,
lo que ayudó a curar el daño que el Brillo le había causado y sirvió también
para ocultar lo rápido que había logrado curarlo. Me pasé todos los días
yendo a revisarlo, de día y de noche, cambiándole de vez en cuando los
vendajes, dándole tés reconstituyentes y baños llenos de tónicos calmantes.
Marnaigne estaba encantado con mis progresos, y nunca me había
preguntado cómo había funcionado exactamente la cura, simplemente lo
había aceptado y ya.
Pero ahora…
—¿Sí, majestad? —me atreví a preguntar. Estaba examinándole la
espalda, limpiándole una de las peores heridas que la sustancia oscura le
había dejado al salir. Se estaba curando bastante bien, pero no me cabía
ninguna duda de que le dejaría una buena cicatriz.
—He tenido mucho tiempo a solas para pensar últimamente.
—Me alegro, necesita descansar —repuse alegremente, tratando de
retrasar lo inevitable.
Soltó un suspiro, como si estuviese valorando mi respuesta.
—Sí, bueno, he estado pensando en ti, en el trabajo que has hecho
conmigo…
Me puse en tensión y me rompí la cabeza tratando de encontrar una
excusa válida.
— … y no paro de pensar en el tema de cómo pagarte.
Suspiré y todo mi cuerpo se relajó. Si estaba pensando en cómo pagarme,
debía de ser porque no iba a necesitar mi ayuda mucho más tiempo. Podría
regresar a mi cabaña y centrarme en hallar una cura de verdad para los
Escalofríos.
—Me han comentado que normalmente te pagan con algún tipo de
sistema de trueque, con comida o ganado…
—O con monedas —intervine, esperanzada. No tenía ganas de llevarme
ninguno de los sementales de la familia real de vuelta a Alletois, y se me
había ocurrido una idea mucho mejor sobre cómo usar el dinero que tuviera
a bien pagarme.
El rey esbozó una sonrisa.
—Esa también es mi forma de pago favorita. Pero cuando empecé a
pensar en cuánto dinero tendría que pagarte por tus excelentes servicios, me
quedé perplejo. Sin duda, habría muerto de no haber sido por ti. ¿Cómo
puedo ponerle un precio a eso? ¿Cuántos pollos o caballos, o monedas,
costarían una vida? ¿Y mi vida vale incluso más, por ser padre? ¿Por ser
rey? Creo que es todo un ejercicio de autocrítica por mi parte.
Me di cuenta de que se estaba yendo por las ramas.
—En realidad, yo también he estado pensando en ello, y hay un favor que
me gustaría pedirle…
Enarcó una ceja y tuve la sensación de que le molestaba que hubiese
interrumpido su retahíla.
Por eso le solté mi petición a la carrera.
—Cuando me llevaron a la Grieta, la semana pasada, conocí a tres niñas
pequeñas. Son huérfanas, de uno de los pueblos asaltados por la milicia.
Son las hijas de mis hermanas. —Tragué con fuerza. Me sentía acalorada y
sin aliento—. Ni siquiera sabía que tenía sobrinas, y está claro que ellas
tampoco sabían quién soy yo, pero… ahora no tienen a nadie, y el templo
está atestado de niños que se encuentran en una situación similar… por lo
que había pensado adoptarlas. Llevármelas conmigo de vuelta a Alletois y
criarlas allí. Pero no estoy del todo segura de cómo conseguirlo. Por eso me
gustaría que intercediese por mí.
Me mordí el labio inferior, a la espera de su veredicto.
—No.
Ni siquiera trató de suavizar el golpe. Simplemente se negó, como un
martillo golpeando un yunque.
—Ah. —No sabía qué se suponía que debía contestar. Su respuesta no
había dejado lugar a réplica.
Marnaigne se volvió para mirarme directamente a los ojos, leyendo mi
expresión.
—Ay, no me mires así, Hazel. Pues claro que protegeré a esas niñas. Les
encontraremos un hogar, a todas ellas, uno donde las cuiden como es
debido, donde las quieran y las amen. Pero me temo que ese hogar no estará
a tu lado.
—Yo… sé que aún soy joven, pero de veras que creo que…
—La edad no tiene nada que ver, y estoy seguro de que serás una madre
excelente algún día, pero vas a estar demasiado ocupada como para cuidar
de ellas.
—¿Ah, sí?
Esbozó una sonrisa, complacido.
—Eso es lo que quería decirte antes. En vez de dejarte marchar, para que
te vayas de vuelta a curar las heriditas de los granjeros o los resfriados de
los aldeanos, me gustaría ofrecerte un puesto aquí, en Châtellerault.
Me quedé helada.
—¿Quiere que me quede en la ciudad?
El rey se carcajeó.
—Más cerca. Me gustaría nombrarte curandera de la corte.
—¿A mí? —pregunté, soltando un gritito.
—¡Pues claro! Eres la única que, cuando vio a lo que tenía que
enfrentarse, no salió corriendo. Y eres la única que ha encontrado una cura
para los Escalofríos.
Esbocé una sonrisa incómoda como respuesta a un elogio que no me
merecía.
—Majestad…
—René —me corrigió.
—René —accedí—. Me halaga que piense tan bien de mí pero…
—Ya me he encargado de todo. Aloysius está trasladando todas tus
pertenencias a unos aposentos mucho mejores en este mismo instante, aquí,
en el ala de la familia real. Quiero asegurarme de que estés cerca por si me
vuelve a ocurrir algo.
Traté de poner buena cara y de aparentar estarle agradecida, aunque mi
cabeza no paraba de darles vueltas a todas las opciones que tenía para
rechazar su oferta.
—Se lo agradezco muchísimo, señor, pero tengo mis huertos y jardines en
Alletois. Mi estudio y mis plantas y todo lo que necesito para trabajar está
en mi cabaña.
El rey le restó importancia con un gesto.
—Me encargaré de enviar a mis hombres para que te traigan todo lo que
puedas necesitar, o podemos comprártelo aquí, en la ciudad. En cuanto a tus
plantas… estoy seguro de que nada de lo que puedas haber cultivado en ese
huerto tuyo puede superar a lo que tenemos en nuestro invernadero o en los
jardines. Tenemos muchas más hierbas, y flores y árboles aquí en palacio
que en cualquier otro lugar del reino. Y me encargaré personalmente de
asegurarme de que a tu espacio de trabajo no le falte nada.
—Sí, pero…
—Podrás elegir personalmente a tus ayudantes, a tus aprendices, y podrás
escoger tantos como quieras.
Fruncí el ceño.
—Suelo trabajar sola…
—Y podrás seguir haciéndolo, conmigo, con los niños, aunque le rezo a la
Primera Santa que no permita que les pase nunca nada malo, pero querrás
enseñar a más gente cómo se ha de administrar tu cura.
—¿Mi cura? —repetí. Sentía como si tuviese un caleidoscopio girando
fuera de control en el interior de mi cabeza.
El rey asintió.
—Para los Escalofríos. Ahora que ya has resuelto el misterio, tendremos
que hacer correr la voz sobre su cura por toda la capital, por todo el reino.
—La sonrisa que esbozó estaba dolorosamente esperanzada, y se me clavó
en el pecho como un puñal—. Vas a salvar miles de vidas, Hazel. ¿Qué más
podría pedir una curandera?
Aquello era justo lo que había querido hacer, el motivo al que me había
aferrado para justificar lo que había hecho. Había ignorado las órdenes de la
calavera y había mantenido al rey con vida, para usarlo como una especie
de sujeto de prueba glorificado, convenciéndome de que la cura podría
salvar a mucha más gente.
Y ahora me estaba otorgando justo esa oportunidad, los medios para que
corriera la voz, para hacer eso y mucho más. ¿Qué más podía pedir?
Pero no existía ninguna cura. No una que pudiese replicar. Había hecho
trampas y había usado una de mis velas para salvarlo. Le había concedido a
Marnaigne una vida nueva y sin enfermedad alguna. No podía volver a
hacer eso con todos los enfermos de Martissienes.
No.
Una cura. Una cura de verdad, eso era lo que tenía que encontrar.
Y pronto.
41

E
n mi taller hacía muchísimo calor, y el ambiente estaba cargado de
vapor y humedad.
Me aparté un mechón suelto de la cara, aunque me sentía tan
marchita como las hojas que había echado en las ollas a hervir.
Me dolía la cabeza. Me dolían los brazos. Me dolía el corazón.
No podía recordar cuándo había sido la última vez que había dormido
toda la noche del tirón.
Desde que me había mudado al ala de la familia real, me habían dado
todo un arsenal de suministros e instrumental, lo mejor que podía costear el
dinero de los Marnaigne, y mi taller estaba lleno de informes médicos y
tratados. Ollas y sartenes nuevas, viales y tapones, morteros y mazos. Había
incluso un esqueleto a tamaño real en una esquina, cuyos huesos habían
sido donados a la fuerza por alguna pobre alma que había perecido sobre el
bloque del verdugo.
Había pasado un mes desde que le había salvado la vida al rey.
Un mes desde que me había nombrado curandera oficial de la corte y
había prometido a todo el país que pronto los salvaría a todos.
Había pasado un mes entero, y todavía no había encontrado una cura.
Los Escalofríos se habían extendido por todo Châtellerault, con
consecuencias devastadoras. Familias enteras habían enfermado en solo una
noche. Los sirvientes se despertaban y se topaban con sus señores entre
estertores en medio de un mar de líquido viscoso y dorado. Había
marqueses que bajaban a desayunar y hallaban a todo su servicio muerto,
dejando tras de sí tan solo charcos de fluidos ennegrecidos que nadie se
atrevía a tocar.
Ya no me faltaban pacientes a los que examinar, pero cada vez que les
posaba las manos sobre las mejillas, no podía ver absolutamente nada.
Ninguna cura, ningún símbolo reluciente que me indicase qué camino había
de seguir para salvarlos, nada.
Había perdido mi don.
Merrick había hecho justo lo que me había prometido y se había ocupado
de mis fantasmas. Ya no tenía que preocuparme por cruzarme con sus
figuras tambaleantes en cualquier momento, cuando tuviese la guardia baja.
Ya no oía sus arañazos suplicantes al rascar las puertas y ventanas,
pidiéndome que los dejase entrar. Ya no tenía que preocuparme por que me
robasen los recuerdos.
Pero había algo en mi interior que también había cambiado cuando se
deshizo de ellos.
Merrick se había llevado a mis fantasmas pero, al parecer, también se
había llevado mi don.
Hice todo lo que se me ocurrió para invocar a mi padrino, pero lo único
que recibí como respuesta fue un silencio sepulcral. Lo comprendía; estaba
enfadado conmigo y necesitaba algo de tiempo para calmarse.
Pero no tenía tiempo.
Cada día, durante casi un mes, el rey me pedía que le informase de mis
progresos, y me preguntaba cuándo creía que iba a tener lista la cura para
empezar a repartirla por el reino.
Y, cada día, le mentía.
Le puse docenas de excusas: que habíamos gastado todos los recursos del
invernadero de palacio para elaborar su cura, que las nuevas semillas no
habían germinado tan rápido como deberían, que me habían traído la
esencia que no era y que había acabado contaminando todo el lote que tenía
preparado. Hice uso de todos los pretextos que se me ocurrieron, tratando
de comprarme más tiempo para encontrar la cura de verdad.
Sabía que el rey se estaba empezando a impacientar, me había dado
cuenta de que sus respuestas se habían vuelto mucho más secas y cortantes.
Pero, de momento, no podía prestarme toda su atención, porque mientras
Châtellerault se estremecía entre estertores y se marchitaba, Baudouin y su
ejército habían seguido avanzando hacia la capital.
Al retomar sus deberes como monarca, Marnaigne había ordenado un
reclutamiento inmediato, y había hecho llamar a filas a cada hombre joven
y sano del reino. Se habían establecido decenas de campamentos fuera de
las murallas de la ciudad a medida que se fueron conformando los
escuadrones, y el ejército del rey había comenzado a tomar forma.
Los reclutas se pasaban todo el día entrenando, haciendo simulacros y
ejercicios de todo tipo, vestidos con sus espléndidos uniformes negros y
dorados. Formaban una estampa heroica y arrolladora, por lo que las
jóvenes solían reunirse en los parapetos de las murallas para observarlos;
incluso se llevaban sillas y mantas para hacer pícnics mientras se alegraban
la vista descaradamente.
Pero ni siquiera la amenaza de una guerra inminente podía hacer sombra
a los Escalofríos.
Una tarde, durante la representación de una obra de teatro, un grupo de
espectadores comenzó a estremecerse, desencadenando una reacción en
cadena horrible. Muchos de los presentes trataron de llevárselos de vuelta a
sus casas. Una chica se negó a marcharse porque decía que no estaba
enferma, que solo había sido una broma, pero la muchedumbre asustada se
abalanzó sobre ellos, y arrojaron a todo el grupo al otro lado de las murallas
de la ciudad antes de que los guardias pudiesen intervenir.
Comenzaron a formarse turbas para aislar a los enfermos en sus casas.
Algunos de los vecinos más osados se dedicaron a matar directamente a
cualquier persona que pudiese haberse contagiado, porque alegaban que era
la única manera de evitar que la enfermedad se siguiese propagando.
El horror de todas aquellas historias se me quedó grabado en la memoria.
Todas esas muertes eran culpa mía, porque no había encontrado la cura.
Me despertaba cada día antes de que saliese el sol y trabajaba hasta bien
pasada la medianoche, hasta que los músculos me gritaban de dolor y solo
me quedaban ganas de rendirme. Temblaba tanto por el agotamiento que
uno de los sirvientes llegó incluso a pensar que yo misma había contraído
los Escalofríos. Salió corriendo por los pasillos, gritando la terrible noticia
para que todo el mundo se enterase.
Aun así, no estaba esforzándome lo suficiente.
Probé toda clase de combinaciones de medicamentos y hierbas, probé
todos los tónicos con muestras del Brillo que había hecho traer en secreto al
palacio. Había placas de cristal sobre casi cualquier superficie de mi taller.
Había llenado media docena de cuadernos con todos los datos que había
sacado de cada una de las pruebas.
Un día, mientras estaba estudiando una nueva remesa de muestras,
tratando de que al menos una de ellas respondiese adecuadamente al tónico
que acababa de elaborar, la risa de Bellatrice, alegre y aguda, resonó con
fuerza por el pasillo, desconcentrándome por completo. Me froté los ojos
doloridos con la mano y me asomé al pasillo.
Un grupo de cortesanos, junto a la princesa, todos con trajes y vestidos de
gala, y con joyas tan brillantes que me dolían los ojos de solo mirarlos,
bajaban en ese mismo instante por el pasillo. No sabía si acababan de llegar
o si se estaban marchando. Algunos de los jóvenes caballeros se
tambaleaban al caminar, y todas las jóvenes damas estaban en pleno ataque
de risa o de llanto. Olían a toda clase de orujos y perfumes, cítricos, clavo y
otras especias; el único indicio de que una plaga estaba asolando el reino y
de que las calles se estaban llenando de cadáveres.
Los observé con incredulidad cuando pasaron a mi lado sin mirarme
siquiera, riéndose a carcajadas. Puse los ojos en blanco y me dispuse a
darme la vuelta, a regresar a mi taller y retomar el trabajo donde lo había
dejado, pero algo me hizo detenerme.
Todo esto no tenía sentido. Sin mi don, me sentía como si estuviese dando
tumbos en medio de la oscuridad, golpeándome la cabeza una y otra vez
contra una pared que no podía ver. Nada de lo que había hecho hasta ese
momento había funcionado. Nada de lo que había hecho me había otorgado
aunque solo fuese una pista de cómo podría conseguir la cura. No había
nada que pudiese hacer esa noche de lo que no pudiese ocuparme mañana.
Me podría quitar mi vestido empapado, acariciar a mi pobre y abandonado
perro, y dormir todo lo que pudiese antes de tener que despertarme a la
mañana siguiente en pleno ataque de pánico para volver a empezar.
Me dispuse a cerrar la puerta, increíblemente deprimida. Odiaba que
fuese tan tarde. O tan pronto por la mañana. La hora que fuese en este
maldito infierno liminal.
—¿Eres tú, curandera?
La voz de Leopold me detuvo en seco y, antes de volverme, inspiré hondo
para calmarme.
—Su alteza real.
Se camuflaba casi a la perfección con la columna de mármol, vestido con
un traje de terciopelo negro con los botones dorados. Llevaba la corbata
desanudada, lo que le daba un aire despreocupado que estaba segura de que
había aprendido a dominar en solo media hora.
Llevaba bastante tiempo sin saber nada de Leopold, desde que habíamos
regresado juntos de la Grieta en aquel carruaje y, aunque quería conservar el
bonito recuerdo del momento íntimo que habíamos compartido (cuando me
había confesado que en realidad sí que le gustaban mis pecas y que me
admiraba por ser yo misma), el modo en que se comportaba cuando estaba
en público no encajaba en absoluto con el Leopold de ese recuerdo.
—En el nombre de los dioses, ¿qué llevas puesto?
Bajé la mirada por mi cuerpo. No me había quitado el delantal de lino en
todo el día pero, aun así, me las había apañado para llenar mi camisa de
manchas verdosas y el cuello hacía tiempo que había perdido todo rastro de
almidón. Llevaba una vieja gabardina como falda, lo bastante gruesa como
para que los fluidos no me rozasen siquiera la piel. En comparación con las
relucientes ninfas que acababan de pasar frente a la puerta de mi taller, con
sus brazos y piernas al descubierto, y sus labios pintados, me sentía
increíblemente desaliñada. Aquellas jóvenes habían tenido las mejillas
sonrosadas por el alcohol que habían consumido y por el deseo, no por el
calor que emanaba de una chimenea ardiente o por estar acarreando el peso
de las expectativas de todo un reino sobre sus hombros.
Me pregunté qué se sentiría al vivir tan despreocupada y libre, al poder
bailar junto a los muertos y moribundos y no sentirse obligada a hacer nada
al respecto.
—Se podría decir lo mismo de ti —espeté.
Estaba frustrada; tan sumamente frustrada. Estaba enfadada con los
cortesanos maquillados, con el rey que me había atrapado en esta pesadilla,
con mi padrino y su silencio intocable, pero sobre todo conmigo. Yo había
sido la que se había metido solita en este lío. Yo era la que no lograba
encontrar la forma de salir.
Por lo dilatadas que tenía Leopold las pupilas supe que, esa noche, podría
decirle lo que me diese la gana, en el tono que quisiese, y no recordaría
absolutamente nada de lo que habíamos hablado cuando llegase el
amanecer, por lo que dejé salir toda la rabia que no sabía siquiera que era
capaz de sentir.
—¿Eres consciente de que se está librando una guerra en estos
momentos? ¿Y de que una plaga asola el reino? Sé que te pasas
prácticamente todos los días borracho como una cuba, pero ¿has oído
aunque sea los rumores de todo lo que está pasando?
Leopold ladeó la cabeza y encajó toda mi furia con una sonrisa
exasperantemente plácida dibujada en su rostro.
—Estás enfadada conmigo.
Su tono era tan cálido y tentador como el baño que me estaba muriendo
por darme, lo que me hizo cerrar las manos en puños y apretar los dientes
con fuerza. Se apartó de la columna y se acercó un poco más a mí para
observarme más de cerca. El príncipe agachó la cabeza, tratando de llamar
mi atención, y entonces su sonrisa se ensanchó.
—¡Sí que lo estás! ¡He conseguido cabrear a la curandera! —Alzó la voz,
triunfante, como si estuviese tratando de llamar a sus amigos, pero estos ya
se habían alejado, dejándolo atrás, sin darse cuenta de que su príncipe había
desaparecido. Entonces, cuando se percató de que solo estábamos nosotros
dos, se volvió a mirarme de nuevo—. No te caigo muy bien, ¿no, Solo
Hazel?
Empecé a negar con la cabeza, pero él siguió hablando, dándole la vuelta
a mi silencio, y cualquier deseo que hubiese podido tener hasta ese
momento desapareció de un plumazo.
—No lo entiendo. A ellos les caigo bien —dijo, señalando hacia el final
del pasillo, por donde habían desaparecido sus amigos. Se palpó la
chaqueta, como si estuviese buscando algo. Encontró su cajita dorada y se
colocó uno de los cigarrillos de su madre entre los labios—. Me adoran.
Todo el mundo me adora. Salvo tú. —Encendió el cigarrillo y la llama se
alzó por el aire antes de prender el papel de fumar. Entonces le dio una larga
calada—. Me molesta que tú no me adores también. Sé que no debería
importarme, pero me importa.
—A mí también me molestan muchas cosas de ti. Así que estamos en paz.
Su rostro se iluminó.
—¿De verdad te pasas tanto tiempo pensando en mí, curandera? —Lo
soltó en medio de una nube de humo carmesí.
—Yo no he dicho eso.
Me miró encantado.
—Pero es lo que querías decir. ¿No?
—Pensaba que ibas a dejar de fumar eso.
Sostuvo el cigarrillo en alto, observándolo con curiosidad.
—Y lo había dejado. En parte. ¿Sabías que hoy habría sido el cumpleaños
de mi madre?
No, no lo sabía.
—Supongo que así es como lo celebro. Los cumpleaños son fechas
importantes, ¿no crees? —siguió diciendo, en un murmullo.
—Nunca lo he pensado, no.
Leopold puso una mueca.
—Pues lo son, y todo aquel que diga lo contrario es porque le ocurrió
algo terriblemente traumático de niño.
No se equivocaba en eso.
—Deberías salir de fiesta con nosotros esta noche. O salir de fiesta
conmigo, supongo —se corrigió—. Si ellos quieren salir sin mí, que les den,
a todos. Podemos irnos los dos solos a algún sitio mucho mejor, estoy
seguro de que nos lo pasaremos muy bien sin ellos.
—Creo que prefiero irme a la cama —admití.
Leopold enarcó las cejas de golpe.
—Qué directa, Solo Hazel, pero me gusta tu iniciativa. ¿Por qué deberían
ser los hombres siempre los que vayan detrás? Las mujeres tienen el mismo
derecho a salir de fiesta, a decir lo que se les antoje y a hacer lo que quieran
con quien quieran. —Apagó el cigarrillo y extendió sus brazos hacia mí—.
Adelante. Llévame a la cama.
Solté un sonoro suspiro y me hice a un lado, alejándome de él, antes de
detenerme de nuevo.
Había puesto muchísimo empeño en prepararse para salir de fiesta aquella
noche. Se había encerado el pelo a la perfección, peinando sus ondas para
que le cayesen despeinadas por la frente; y prácticamente se había bañado
en colonia. Rezumaba una interesante mezcla de aromas, pude percibir el
aroma a almizcle y a algo mucho más verde, un perfume que estaba claro
que había sido elaborado para resultar seductor y encantador a partes
iguales.
Pero yo conocía ese olor.
—¿Qué llevas puesto? —le pregunté, volviéndome de nuevo hacia él.
Leopold me observó con una sonrisa de oreja a oreja, ladeando la cabeza.
—¿Me estás imitando, curandera?
—No estoy preguntándote por tu ropa, sino por tu colonia. ¿Qué es ese
olor?
Él se encogió d hombros.
—Solo un poco de perfume.
—Pero ¿cuál? ¿Cómo se llama? ¿Dónde lo has comprado? —Me acerqué
un poco más a él y pegué la nariz al hueco de su cuello, e inhalé
profundamente. Estaba claro que esa colonia no era la misma que la de
Bellatrice, pero había un aroma en aquella mezcla que encajaba a la
perfección con lo que estaba buscando.
—¡Hazel! —Leopold se apartó de un salto, sorprendido, dejando caer un
ápice su fachada despreocupada, alarmado por mi audacia.
—Quédate quieto. —Lo agarré con fuerza de los hombros y lo atraje
hacia mí. Estábamos lo bastante cerca como para poder notar su aliento en
mi frente, y estaba segura de que él también podía notar mi respiración en
su cuello cuando volví a inhalar aquel aroma—. No sueles echarte este
perfume —comenté.
Él enarcó una ceja.
—¿Te has fijado en cómo huelo?
—¡No! —protesté, apartando las manos de su cuerpo de golpe—. Es
que… llevo un mes tratando de localizar el origen de este aroma en
concreto. Si tu perfume lo hubiese contenido antes, lo habría reconocido.
—Ya no suelo echarme esta colonia a menudo.
—¿Por qué no?
Se pasó los dedos por las solapas de la chaqueta, como si estuviese
tratando de alisar unas arrugas invisibles.
—Fue un regalo de mi madre —admitió—. No sé dónde lo compró y…
—Echó un vistazo a mi espalda, como si estuviese esperando que su grupo
regresase en cualquier momento a buscarlo y lo salvase de tener que
responderme. Suspiró con pesar—. No quiero usarlo demasiado, ¿sabes? No
quiero que se gaste. Solía regalarnos frascos de perfume por nuestros
cumpleaños. Siempre decía que, para causar impresión en este mundo, se
necesita mucha confianza y un aroma que te identifique, que sea solo tuyo.
Era una creencia absurda, pero estaba dispuesta a pasarla por alto si eso
me ayudaba en lo que tenía que hacer.
—¿Y cuál es el tuyo?
—Agar negro.
—Eso se extrae de la resina de un árbol, ¿no? —musité.
Leopold se encogió de hombros con impotencia.
—Mi madre decía que le gustaba para mí porque es lo que queman en
algunos templos, lo usan como incienso. Decía que quería que todo aquel
que se cruzase conmigo recordase… —soltó un pequeño gemido ahogado
— que soy como una especie de dios en la Tierra.
En ese momento, aunque me moría por poner los ojos en blanco ante su
comentario, caí en la cuenta de algo.
—¿Te acuerdas de cuando fuiste a buscarme a la Grieta? —Él asintió—.
¿Estaban quemando agar negro en el templo aquel día?
—No me sorprendería. Los Divididos siempre fueron los dioses favoritos
de mi madre.
—Tengo que irme —repuse, cambiando por completo de dirección y
encaminándome hacia el invernadero. El sueño podía esperar a cuando
resolviese de una vez este misterio.
Ya casi había llegado al final del pasillo cuando Leopold me gritó:
—¡¿Por qué no te gusto, curandera?!
Hubo algo en su tono que me hizo darme la vuelta.
El príncipe proyectaba una silueta desolada y solitaria en medio de aquel
pasillo. Era muy extraño ver al príncipe solo, sin su habitual grupo de
cortesanos pululando a su alrededor, o sin todas aquellas jóvenes hermosas
que siempre iban tras él.
—Nunca he dicho que no me gustases —respondí, con la esperanza de
apaciguarlo lo suficiente como para que se marchase a buscar a sus amigos
y me dejase trabajar en paz. Si lograba encontrar una muestra de la madera
de agar, mi noche todavía no habría terminado; solo acabaría de empezar.
Leopold soltó una sonora carcajada.
—Puede que me pase los días borracho —comentó, usando mis propias
palabras en mi contra—, pero incluso a través de la neblina del alcohol me
he dado cuenta de que no me tienes en muy alta estima.
—Lo cierto es… —Fruncí el ceño, dividida entre las ganas que tenía de
consolarlo y las de exponer abiertamente todos y cada uno de sus muchos
defectos. El príncipe parpadeó, aguardando—. No has hecho nada que me
haga pensar en ti.
Se llevó una mano al pecho, como si mis palabras lo hubiesen herido.
—¡Curandera! ¿Eres así de despiadada con tus pacientes también?
Mis hombros se pusieron en tensión, todo mi cuerpo me gritaba que me
pelease con él.
—Suelo dedicar mi tiempo a pensar en los jóvenes soldados que están ahí
fuera, al otro lado de las murallas de la ciudad, patrullando el perímetro,
preparándose para arriesgar sus vidas para proteger a tu familia. Suelo
dedicar mi tiempo a pensar en las docenas, en los cientos, en los miles de
personas que llenan la capital, que llenan las provincias, que llenan todo el
reino, que dependen de que yo haga lo que se supone que tengo que hacer.
Eso es en lo único en lo que pienso, alteza real, no en ti y en tus juergas.
Nos quedamos mirándonos en completo silencio, a tan solo unos pasos de
distancia pero, en ese instante, fue como si la distancia que nos separaba no
fuese solo la que establecían esos míseros pasos.
Leopold abrió la boca como si fuese a decir algo, pero no logró encontrar
las palabras para expresar lo que quería decir. Frunció el ceño y sus cejas
oscuras descendieron por su frente.
Mis piernas me gritaban que me acercase a él, que me asegurase de que se
encontrara bien. ¿De verdad le había hecho daño? ¿Había herido sus
sentimientos?
Un rato después cerró la boca de nuevo y tragó saliva con fuerza.
—Bueno.
—Leopold…
Alzó una mano frente a su rostro y me interrumpió negando con la
cabeza.
—No te retractes ahora de tus nobles convicciones. —Hizo una pausa—.
Supongo que debes estar bastante cansada de pasarte todo el tiempo
pensando en esos temas. Espero que… Te dejaré dormir.
—Leo —se me escapó. Su diminutivo, corto y familiar, y dolorosamente
íntimo. Pero no sabía cómo seguir, qué podía decirle para aliviar el daño
que acababa de causarle al confesarle la verdad—. Espero… espero que
disfrutes de tu velada.
La sonrisa que esbozó como respuesta era pequeña, ladeada y triste.
—Dulces sueños, curandera.
Los rayos del sol se filtraron a través de las cortinas de mi dormitorio. Era
la luz ámbar y dorada del atardecer. Solté un gruñido y me di media vuelta
sobre la cama, escondiendo el rostro bajo una montaña enorme de
almohadas, antes de recordar lo que había sucedido la noche anterior y de
sentarme de un salto con un grito entusiasmado.
Después de haberme pasado un mes entero probando distintos remedios,
después de cientos de intentos fracasados, por fin había encontrado la cura.
Era el agar negro, en concreto una resina que puede extraerse de los
troncos de ciertos árboles que se hayan visto infectados por una cepa de un
tipo de hongos específico. Solía usarse en las ceremonias sagradas, en los
rituales de limpieza, para elaborar perfumes y colonias, y ahora… ahora
también se usaría para salvar a todo Martissienes de los Escalofríos.
En la primera planta del palacio habían labrado una serie de nichos, cada
uno era una especie de pequeño altar, uno para cada dios. Había saqueado el
de los Divididos y había robado todo el incienso que les habían dejado para
llevármelo de vuelta a mi taller. Una vez allí, lo había mezclado hasta
formar una pasta, después lo había destilado hasta conseguir un aceite, y por
último había elaborado un ungüento con él; y todas y cada una de esas
elaboraciones habían tenido un efecto inmediato al entrar en contacto con
mis muestras. El Brillo se había estremecido y retorcido, y al final había
terminado encogiéndose poco a poco hasta desaparecer por completo,
dejando mis placas de cristal impolutas.
Emocionada por el descubrimiento, me había dejado caer sobre mi cama
justo después del amanecer, y me había quedado profundamente dormida,
como hacía un mes que no dormía.
Pero todavía me quedaba trabajo por hacer.
Me levanté, me estiré y entonces me fijé en un cuadrado oscuro y
marmolado que aguardaba en el suelo de mi recibidor. Parecía un sobre que
alguien hubiese pasado por debajo de la puerta de mis aposentos mientras
dormía.
Alguien me había dejado una carta.
En el exterior del sobre no habían escrito nada, y estaba hecho del papel
más grueso y elegante que había visto jamás. Rompí el sello de lacre del
dorso y saqué tres folios de papel negro. Unos remolinos de tinta dorada
resaltaban sobre el fondo oscuro y las palabras que habían escrito con ella
refulgían por las tres páginas.
«Solo Hazel», comenzaba.
Leopold me había escrito una carta.
«Un relato», me corregí al examinar aquella extensa misiva. Sus palabras
llenaban prácticamente cada centímetro de cada una de aquellas páginas.
Me dejé caer sobre mi sillón favorito con la carta en las manos y me puse
a leer.

Solo Hazel,

He empezado a escribir esta carta media docena de veces, pero no


lograba encontrar la forma adecuada de empezarla o el tono que
quería darle. Al principio, la empecé a escribir porque quería echarte
en cara que hubieses logrado arruinarme la que debería haber sido
una velada de lo más agradable. La fiesta de Vincent-Edward
Gothchaigne estaba plagada de las mejores cosas que este mundo tiene
para ofrecer: mujeres hermosas, buena comida y bebida todavía mejor;
pero me pasé toda una hora sumido en la más horrible miseria antes de
tomar la decisión de marcharme.
Tus palabras, curandera, habían logrado quedárseme grabadas, se
me habían clavado como un puñal en el corazón y me habían hecho
mucho más daño del que pretendías.
Sé que piensas que no soy más que un estúpido y pretencioso desecho
humano, pero sigo siendo humano, y tus palabras me hirieron
notablemente.
Quiero que lo sepas.
Y me gustaría poder responderte con alguna réplica igual de mordaz
e ingeniosa que te rompa el corazón en mil pedazos, una que te haga
lamentar tus insensibles e hirientes palabras.
Pero no puedo.
No puedo, porque me he dado cuenta de que estoy de acuerdo
contigo.
Esta es la primera carta, de todas las que te he escrito esta noche, en
la que lo admito, en la que lo dejo grabado con tinta sobre el papel.
Estoy de acuerdo contigo.
Tampoco me sorprende que pienses tan poco en mí. No he hecho
nada para merecer que pienses en mí, aunque solo sea durante unos
minutos. No he hecho nada especialmente memorable en toda mi vida.
Ni tampoco he dicho jamás nada digno de recordar. Soy un príncipe sin
un propósito. Una cara bonita y nada más.
Puedo oírte suspirar mientras lees eso último pero, quizá por
primera vez en mi vida, estoy siendo excepcionalmente sincero, contigo
y… conmigo mismo.
Si no fuese tan apuesto o encantador como soy, no sería nadie, solo
alguien total y miserablemente olvidable.
Es cierto.
Lo sabes.
Y yo también lo sé.
Y…
Esta noche me he preguntado si quiero que ese sea mi legado.
… No lo es, por si te lo preguntabas.
No lo es. No lo es. No lo es.
Pensaba que si lo escribía tantas veces seguidas al final se me
terminaría ocurriendo qué es lo que se supone que debo hacer, cómo
puedo cambiar las cosas. Pero supongo que la respuesta correcta no
existe. Solo hay muchas, muchísimas pequeñas decisiones que he de
tomar para (espero) labrarme una vida larga y buena. Una vida que
merezca la pena recordar, o eso espero.
Si la vida se reduce tan solo a las elecciones que hacemos, está claro
que tengo que empezar a tomar mejores decisiones.
Y, por eso… me marcho, curandera. Tenías razón en muchas de las
cosas que me echaste en cara anoche. Se está librando una guerra en
estos momentos y, aparte de pavonearme por la corte como el apuesto
príncipe que soy, no soy muy distinto al resto de los jóvenes que han
venido a la capital para entrenar, para proteger el reino, para hacer
algo bueno con sus vidas. A lo mejor consigo que se me pegue algo de
su bondad.
Hasta que volvamos a vernos, Solo Hazel.
(Rezo por que volvamos a vernos).

—Leopold
42
El decimonoveno cumpleaños

–¡F eliz cumpleaños, Hazel!


Cuando entré en el comedor, Euphemia salió corriendo a mi
encuentro desde detrás de la maceta de un alto helecho, y me lanzó un
puñado de confeti a la cara. Entonces me rodeó la cintura con los brazos y
me dio un abrazo tan fuerte que casi me hizo perder el equilibrio.
—¿Cómo lo has sabido? —le pregunté, alisando el brocado de mi vestido.
Pequeñas tiras de espumillón dorado se cayeron al suelo con el gesto, un
desastre alegre que me hizo sentir un tanto culpable al saber que alguien
tendría que venir a limpiarlo después.
Euphemia tiró de mí hacia el interior del comedor sin mirar atrás.
—¿Qué te parece?
La austera mesa había sido reemplazada por una llena de guirnaldas
festivas y rosetones que surcaban todo el mantel de encaje rosa chillón. Del
interior de docenas de jarrones, colocados entre todas las bandejas de
dulces, brotaban exuberantes flores. Había bandejas llenas hasta rebosar de
napolitanas de chocolate, otras repletas de kouign-amann y de milhojas, y
de magdalenas en forma de pequeñas caracolas de todos los colores del
arcoíris.
La hija menor del rey me sonrió de oreja a oreja, claramente encantada
por haber logrado sorprenderme.
No sabía cómo se había enterado de que era mi cumpleaños. Yo no se lo
había contado a nadie.
—No teníais por qué hacer nada de esto por mí —comenté, dejándome
caer en mi asiento de siempre. Bingham me colocó una taza y un platillo
enfrente al mismo tiempo que yo estiraba una servilleta de tela sobre mi
regazo. Le dediqué una pequeña sonrisa como agradecimiento antes de
darle un largo sorbo a mi café.
En la corte hacía tiempo que ya no estaba de moda tomar café solo (o eso
había declarado Bellatrice un día en un arrebato de alegría, con la excusa de
que el año ya había sido lo bastante amargo), pero Bingham tan solo le
echaba una gota de leche y un poco de canela al mío.
—Nosotras no hemos hecho nada —repuso Bellatrice, soltando una risa
despreocupada.
Estaba sentada frente a mí, al otro lado de la mesa, enfundada en un
vestido de seda verde cidra, y su habitual mirada afilada quedaba oculta por
la pequeña nube de vapor que emergía de su taza de té. Tenía unas
profundas manchas oscuras bajo los ojos, y estaba mucho más pálida que de
costumbre. Las dos habíamos salido anoche, para asistir a una función
sinfónica y después a una velada, y no habíamos vuelto hasta bien pasada la
medianoche.
Desde que el ejército de Marnaigne había derrotado a la milicia que había
reunido su hermano hacía tan solo un par de semanas, Châtellerault se había
llenado de fiestas y desfiles interminables, de bailes y bacanales; todo el
mundo quería celebrar la «Guerra que nunca había ocurrido», y Bellatrice,
habiendo decidido que mi compañía era bastante más agradable que la de
«esa sagrada oráculo», me había obligado a acompañarla a un evento tras
otro desde entonces.
Aunque estaba previsto que se celebrase el mayor evento de todos
mañana por la noche, en el salón de baile de palacio. A Baudouin lo iban a
ejecutar al mediodía en el patio de la ciudadela, y su ejecución sería el
cañonazo de salida que marcaría el inicio de tres días de fiesta. Cualquiera
con la distinción y el encanto suficientes había sido invitado, y Aloysius me
había confirmado que se esperaba que asistiesen más de mil cortesanos,
dignatarios y bons vivants al baile.
Me resultaba increíble que mi nombre estuviese en esa lista.
Que el rey me hubiese nombrado curandera oficial de la corte me había
elevado hasta un escalón vertiginosamente alto de la sociedad. Ahora podía
adentrarme en cualquier salón de Châtellerault y que me estuviesen
esperando, observándome con cálida sumisión y extravagante deferencia.
Mis armarios y cómodas estaban llenos a rebosar de los vestidos y las joyas
adecuados para que una dama pudiese lucirse en cualquier función de la
corte; desde los tés más elegantes con las princesas y otras damas nobles,
hasta las reuniones del consejo o las cenas de Estado.
Jamás me había sentido tan lejos de aquella niña pequeña que creció en el
corazón del bosque de Gravia. Nadie de mi pasado me reconocería ahora.
Incluso mis pecas habían empezado a desaparecer. Se habían ido aclarando
por todas las cremas que me echaba y la tenaz persistencia de Bellatrice.
—Pues claro que es cosa nuestra —repuso Euphemia, tirando de mí para
que escogiese algo del festín azucarado que se abría ante nosotras—. Papá
ha dicho que la cena de esta noche es para Leopold. —La joven princesa
puso una mueca—. Pero no podíamos no celebrar también tu cumpleaños.
Mi corazón se saltó un par de latidos, tal y como solía hacer siempre que
alguien mencionaba al príncipe.
Bellatrice soltó un suspiro melodramático.
—Pues claro que tenemos que celebrar el regreso del hijo pródigo con
tanta pompa y fanfarria como podamos. Tampoco te sorprendas si papá ha
dispuesto una carroza para llevar a nuestro condecorado héroe por los
pasillos de camino al salón de baile.
La decisión de Leopold de alistarse en secreto en el ejército había tomado
por sorpresa a todo el palacio. Había decidido no alistarse como un oficial
de mando, condecorado con cientos de medallas brillantes y sin valor
alguno, y se había unido a filas como un recluta cualquiera. Había dormido
en las tiendas de campaña con los otros cadetes, comido las mismas
raciones que todos los demás, y obedecido las órdenes de sus comandantes
sin rechistar, sin importar lo horribles que fueran.
Para sorpresa de todo el mundo, a Leopold le había ido muy bien en las
trincheras, había logrado ir ascendiendo rápidamente y, cuando terminaron
las escaramuzas, había decidido quedarse con uno de los coroneles para
continuar con sus estudios. Aunque sabía que Marnaigne no les quitaba ojo
a sus progresos, nadie había recibido noticias del propio Leopold desde que
se había marchado de palacio.
—¿Alguien sabe cuándo se supone que va a hacer su gran entrada? —
preguntó Bellatrice, observando la mesa con los ojos entrecerrados, en
busca de algo que le apeteciese comer—. Debes de haber oído algo
mientras examinabas a papá.
Negué con la cabeza.
—Solo sé que se supone que tiene que llegar hoy, en cualquier momento.
—Le he pedido a Cook que te hiciese crepes de chocolate —señaló
Euphemia, ansiosa por empezar a devorar aquel azucarado festín—. ¡Son
tus favoritos!
—A Hazel no le gusta el chocolate —comentó una voz cargada de
autoridad.
Me quedé helada.
Era Leopold.
Tenía ganas de girarme y saludarlo como era debido pero, de repente, mi
cerebro no sabía qué hacer con mi rostro o con mis manos.
En todos los meses que llevaba fuera (¡Once meses! ¿Cómo era posible
que hubiesen pasado ya once meses?), había estado leyendo su última carta
una y otra vez. Había desdoblado y vuelto a doblar el papel negro tantas
veces que los bordes habían comenzado a resquebrajarse y la tinta dorada
había perdido parte de su lustre.
Pero eso jamás lograría menoscabar el peso de sus palabras, las mismas
que se me habían quedado grabadas en el corazón.
«Rezo por que volvamos a vernos».
Me había dejado llevar muchas veces por mis sueños sobre cómo sería el
hombre que me había escrito esa frase, porque estaba segura de que no era
el Leopold que había conocido. ¿Volvería a casa triunfante y seguro,
decidido y con cientos de aventuras que contar? ¿Sería mucho más callado
y perceptivo, alguien que irradiase seriedad y estoicismo? ¿Quién era este
nuevo Leopold?
Me había imaginado nuestro reencuentro de cientos de formas distintas:
cruzándonos por un pasillo desierto; encontrándonos en extremos opuestos
de un salón de baile, viéndonos atraídos por el otro como un imán al acero,
con nuestras miradas expresando todo aquello que nuestros labios no podían
decir; pero en ninguno de aquellos escenarios imaginarios habían estado sus
hermanas presentes.
Supuse que así sería mejor. No era como si Leopold fuese a regresar del
frente, a bajar a desayunar y a besarme apasionadamente, demostrándome
con sus labios lo agradecido que me estaba por haberle abierto los ojos.
¿No?
Solo porque le hayas obligado a cambiar no significa que haya cambiado
por ti.
No paraba de repetirme eso mentalmente una y otra vez.
Pero, aun así, un pequeño y estúpido rescoldo de esperanza seguía
ardiendo en mi interior.
—¡Leopold! —El rostro de Euphemia se iluminó al ver a su hermano y
apartó la silla de un empujón antes de salir corriendo hacia él, con las faldas
de su vestido ondeando a su alrededor.
Me di la vuelta y vi cómo la alzaba en brazos y la hacía girar sin parar.
Leopold había cambiado muchísimo en todo el tiempo que había
permanecido lejos de la corte. Había crecido unos centímetros y su cuerpo
se había llenado de músculos. Atrás había quedado también su cabello
rizado y perfectamente peinado, que alguien había rapado al cero, tal como
lo llevaban todos los soldados. No sabía qué significaban todas las medallas
y bandas que decoraban su pecho, pero ya no vestía el mismo uniforme
negro que le otorgaban a los nuevos reclutas. La chaqueta de su uniforme
estaba hecha de una fina lana de color ámbar, que hacía gala de su elevado
rango.
—Uff, has crecido mucho como para seguir haciendo esto, Phemie —
comentó, mientras se caían al suelo conformando un remolino de enaguas,
charreteras y risas—. Levántate, levántate —ordenó—. Déjame verte mejor.
Euphemia se puso de pie de un salto, se irguió todo lo alta que era,
estirando bien su espalda, como si fuese una pequeña soldado en posición
de firmes.
—Por los dioses, has crecido muchísimo —comentó.
—¡Eso no es verdad!
—Oh, sí, ya lo creo que lo es. Ya eres toda una mujercita. Me temo que
papá te va a buscar un marido cualquier día de estos.
Euphemia soltó un delicado grito de alarma.
—No pienso casarme, jamás. ¡Todos los chicos de la corte son horribles!
Leopold asintió con fingida solemnidad.
—He de admitir que lo son. Por eso he traído a unos cuantos amigos
conmigo. —Señaló con un gesto de la cabeza a todo un grupo de jóvenes
que aguardaban tras él en el umbral. Al igual que Leopold, ellos también
iban todos vestidos con uniformes militares, aunque ninguno tenía tantas
medallas y emblemas como el príncipe.
—Estas son mis hermanas, Bellatrice y Euphemia —les dijo Leopold, y
todos se apresuraron a inclinarse, algunos incluso le lanzaron una que otra
mirada furtiva a Bellatrice—. Estos son Mathéo, Gabriel, Maël y Jean-Luc.
Estuvimos todos sirviendo en el mismo batallón y hemos decidido continuar
con nuestros estudios en la academia.
Euphemia los saludó con un gesto de la mano.
Bellatrice se volvió sobre su asiento para estudiar a los jóvenes oficiales
con una mirada felina.
—Bienvenidos a palacio.
—¿De verdad luchasteis en la guerra? —les preguntó Euphemia sin
aliento, con el asombro iluminando su mirada y haciendo que sus ojos
pareciesen mucho más azules que de costumbre.
—Yo no diría que luchamos mucho que digamos —comentó el más alto
del grupo, volviéndose hacia Bellatrice, como si quisiese asegurarse de que
se había fijado en él.
Me giré para mirar a mi inesperada amiga.
Pues claro que se había fijado.
—¿Supongo entonces que los hombres de mi tío no os dieron muchos
problemas? —preguntó, inclinándose hacia delante en su asiento para
mostrar sus mejores bazas. Esbozó una sonrisa seductora y calculada.
—Solo tienes que echarles un vistazo a estos fornidos muchachos —
comentó Leopold, dándole a uno de ellos una sonora palmada en la espalda
—. ¿Te sorprende que la milicia de Baudouin se asustase y se diese media
vuelta?
—Hemos oído cómo era la vida en el frente —concedió Bellatrice—. Qué
asunto tan espantoso. Todos debéis de ser increíblemente valientes. Y tener
una enorme resistencia —añadió, con un brillo travieso refulgiendo en su
mirada.
—Y también estamos hambrientos, después de llevar toda la mañana
cabalgando —repuso Leopold, volviendo a hacerse con el control de la
conversación—. ¿Hay comida suficiente para todos?
Bellatrice barrió la mesa con un gesto de la mano.
—Tenemos más que de sobra. Uníos a nosotras.
Desde su posición vigilante cerca de la puerta oculta para el servicio,
Bingham se asomó para pedir algo de ayuda y, en solo unos segundos, una
ronda de sirvientes salió a poner más tazas y platillos sobre la mesa.
Leopold se dejó caer en su asiento habitual y yo no pude apartar la mirada
de él, quería que alzase la vista y se fijase en mí, pero se dedicó a juguetear
con su taza de café y a hacer pequeños ajustes minuciosos en la posición de
la vajilla. Los soldados llenaron el resto de los asientos, y me fijé en que el
más alto de todos se apresuró por hacerse con la silla que quedaba a la
izquierda de Bellatrice. Se deslizó sobre el asiento con una amplia sonrisa
dibujada en su rostro.
—¡Menudo festín! —comentó Leopold, observando todo lo que había
sobre la mesa—. A los profesores de la academia no se les da nada mal
enseñar, pero he de admitir que el personal de la cocina deja mucho que
desear.
—Es el cumpleaños de Hazel —anunció Euphemia, y sentí el peso de las
miradas de todos los hombres de la sala posarse sobre mí.
—¿Ah, sí? —preguntó Leopold, sorprendido, como si acabase de darse
cuenta de que yo también estaba allí.
Me senté un poco más erguida, dispuesta a grabarme a fuego en la mente
el momento en el que por fin nos saludásemos.
El príncipe abrió la boca y la cerró rápidamente, al tiempo que una
expresión indecisa se apoderaba de su rostro.
Solo porque le hayas obligado a cambiar no significa que haya cambiado
por ti.
—Buena fortuna por tu cumpleaños —me deseó rápidamente el soldado
más alto—. Y que cumplas muchos más.
—¿Gracias…? —comenté, alargando la palabra todo lo que pude para
que Bellatrice descubriese cómo se llamaba.
—Mathéo —repuso.
—Mathéo —repitió Bellatrice, con una sonrisa tímida tironeando de las
comisuras de sus labios—. Háblame de todas las nobles hazañas que has
tenido que realizar.
Leopold dejó caer su taza de café sobre el platillo con mucha más fuerza
de la necesaria.
—Vaya, Hazel, no me has dicho ni una palabra desde que hemos llegado.
Uno podría creer que no te alegras de que tu futuro monarca haya regresado
a casa.
—Por supuesto que me alegro, alteza real —dije, luchando por que no se
me notase en la voz todo lo que sentía—. Me alegro de tenerte de vuelta.
—Solo Hazel —anunció, llamando la atención de toda la mesa,
señalándome—. La curandera de mi padre.
Bellatrice soltó una risa burlona.
—Lo dices como si fuese una de las prostitutas de papá.
—Bells… —comencé a decir, con ganas de reírme de aquella insolencia,
pero el príncipe me interrumpió, y sus siguientes palabras me dejaron
anonadada.
—¿Y no lo es?
Me quedé boquiabierta, pero Leopold alzó la mano para interrumpirme
antes de que pudiese protestar.
—Lo que quiero decir es que le presta un servicio a papá —explicó, como
si la comparación le resultase de lo más acertada—. Le presta un servicio
para algo que no podría hacer por sí solo —continuó, y sus compañeros le
rieron las gracias—. Y le paga una buena suma de dinero por ello.
Las risitas se transformaron en sonoras carcajadas, que llenaron el
comedor al reverberar sobre las paredes de mármol.
Solo porque dijese que cambiaría no quiere decir que haya cambiado de
verdad.
—Acabas de definir lo que hace cualquier comerciante cualificado. —Me
aseguré de mantener la voz tan dulce como pude mientras, en mi cabeza,
estaba quemando todos los posibles escenarios que me había imaginado
sobre cómo sería el regreso del príncipe. Menuda ingenua había sido—.
¿De veras te parece que esta conversación es adecuada para mantenerla en
nuestra presencia? —añadí, señalando con la cabeza a Euphemia.
Por un instante, Leopold me observó afligido, como si se avergonzase de
sus palabras, pero aquella apariencia desapareció en un segundo, viéndose
sustituida por su habitual expresión de imperioso aburrimiento.
—Supongo que tienes razón, curandera. Vamos, todos, comed, y después
ya veremos de qué otro tema mucho más adecuado podemos hablar. —Hizo
un gesto con benevolencia, señalando el banquete que se extendía ante
nosotros, como si se hubiese pasado toda la mañana preparándolo él mismo.
Tomé lo primero que vi, sin fijarme siquiera en lo que era. Me serví toda
una pila de crepes de chocolate en el plato, sin apartar en ningún momento
la mirada de Leopold. Él se metió una magdalena en la boca y la masticó
con una sonrisa perezosa dibujada en sus labios, disfrutando tanto del dulce
como de mi incomodidad.
—¿Vais a asistir a las… festividades de mañana? —preguntó Bellatrice,
removiendo su té.
—¿La ejecución de nuestro tío? —aclaró Leopold, sin pelos en la lengua
—. No se la perderían por nada en el mundo. Mathéo fue uno de los
guardias que lo escoltó hasta la ciudadela.
—¿Ah, sí? —Bellatrice se volvió hacia el soldado con interés—. ¿Opuso
mucha resistencia?
—Nada que no pudiésemos soportar, su gracia —respondió Mathéo,
incapaz de enmascarar su sonrisa fanfarrona al saber que se había
adelantado al resto de sus amigos al conseguir la admiración de Bellatrice.
—¿Qué aspecto tenía?
Mathéo ladeó la cabeza, como si estuviese tratando de adivinar lo que
Bellatrice esperaba oír.
—Muy… eh… muy derrotado, su gracia.
La princesa entrecerró los ojos mientras consideraba su respuesta, y me
fijé en cómo apretaba levemente los labios.
—Me alegro de oírlo —repuso, midiendo sus palabras.
Aquello picó mi curiosidad y traté de llamar su atención, pero Bellatrice
no se volvió a mirarme.
—¿Y al baile de mañana por la noche? —preguntó Euphemia, añadiendo
una pequeña colección de pastelitos a su plato—. ¿Asistiréis también?
—Todo el reino está emocionado con la noticia del baile real —comentó
uno de los soldados, sonriendo de oreja a oreja—. No podríamos dejar de ir.
Euphemia mordió una de las tartaletas. Estaba llena de compota de
frambuesa y, por un terrible momento, me dio la impresión de que tenía la
boca llena de sangre. Bajé la mirada hacia mi plato y me di cuenta de que,
muy para mi desgracia, tendría que comerme aunque solo fuese unos
cuantos de los crepes que me había servido.
Por lo que tomé el tenedor y me puse a comer.
43

–¡P orrosales
aquí! ¡Por aquí! —gritó Euphemia, recorriendo el laberinto de
a toda velocidad una hora más tarde. Después de desayunar,
le había rogado a Leopold que la acompañásemos para enseñarle los
cambios que le había hecho a su casita de muñecas en su ausencia,
pidiéndoselo con tantas ganas que era imposible que su hermano se negase.
Recorrimos los jardines tras la princesa, echando la cabeza atrás de vez en
cuando para deleitarnos con la cálida luz del sol. Habíamos tenido una
primavera especialmente húmeda, con mucha más lluvia que buen tiempo,
por lo que poder disfrutar de los rayos del sol nos parecía toda una
bendición.
Llamar «casita de muñecas» al chalet de Euphemia era engañoso cuanto
menos. Estaba emplazada en el centro de la rosaleda, y era un edificio
mucho más grande que mi cabaña en el Entre. Las habitaciones estaban
llenas del mobiliario y las decoraciones que te podrías encontrar en una casa
de verdad, solo que a escala reducida, para que se adaptasen a la perfección
a la estatura de Euphemia.
Solía redecorar la casita con cada estación, y pintaba o cubría con papel
de pared todo aquello que había puesto nuevo hacía tan solo unos meses,
pero que ya no le gustaba. En ese momento el azul verdoso era su color
favorito, por lo que había adornado y cubierto todas las superficies de la
casa con objetos de varios tonos de ese color, similar al de los huevos de un
petirrojo. Justamente el día anterior la había estado ayudando a colgar las
cortinas florales de chintz en el salón.
Porque sí, su casita de muñecas tenía salón.
—Te has comido los crepes de chocolate —comentó Leopold,
colocándose a mi lado.
—¿Qué? —Llevaba todo el camino yendo detrás del grupo y no me había
percatado de que él también se había quedado atrás.
—Los crepes, en el desayuno. Te los has comido.
—¿Sí? —respondí. No sabía a dónde quería llegar con eso.
—No te gusta el chocolate.
Solo entonces recordé lo que había dicho al llegar al comedor.
—No… no me disgusta el chocolate —repuse.
—Pero tampoco te gusta especialmente. ¿Por qué te has comido algo que
no te gusta? Y en tu cumpleaños, ni más ni menos.
—Euphemia los había hecho especialmente para mí. No quería ser
grosera.
Leopold soltó una carcajada burlona.
—Euphemia no ha puesto un pie en la cocina en toda su vida. Solo le
pidió a su doncella que le dijese a Cook que los preparase, y lo sabes tan
bien como yo.
—Pero la idea es lo que cuenta, y no quería herir sus sentimientos y… un
momento, ¿por qué piensas que no me gusta el chocolate?
Leopold apartó la mirada del camino que se abría ante nosotros y se
volvió a mirarme.
—Nunca te comes el postre.
—Sí que me como el postre —protesté, con una sensación extraña y
cálida abriéndose paso en mi pecho.
—Te dedicas a juguetear con él. Y nunca le echas azúcar al café. Creo que
ni siquiera te he visto tomarte un caramelo de menta después de una comida
para limpiarte un poco el paladar.
Me paré en seco, anonadada por que el príncipe no solo se hubiese fijado
en ese detalle, sino que además se acordase de ello. Se había librado toda
una guerra desde la última vez que nos habíamos visto, ¿y se acordaba de
todo eso?
—Yo… —Pensé que debería negarlo todo, no porque fuese algo
especialmente importante, sino por el simple hecho de mostrarme en
desacuerdo con él. En cambio, mis hombros se relajaron al momento, y
pude dejar caer aquella rígida armadura que me había puesto en el mismo
instante en el que había puesto un pie en palacio por primera vez—. En
realidad, no me gusta la mayoría de los dulces —confesé.
Leopold enarcó las cejas como si aquella confesión le sorprendiese casi
tanto como a mí.
—¿Ni siquiera en tu cumpleaños?
Solté una sonora carcajada.
—Especialmente en mi cumpleaños.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —me preguntó Leopold, apartando
la mirada hacia el camino de nuevo.
—A mi padrino… —Hice una pausa por un momento, no sabía por qué
estaba a punto de confesarle aquello a Leopold, ni por qué iba a importarle
a él nada de eso—. Le encanta celebrar mi cumpleaños. Creo que es porque
está intentando compensar todos los que se ha perdido.
Antes de que pudiese añadir nada más, Leopold alzó un dedo para
detenerme.
—¿Se perdió tu cumpleaños?
—Unos cuantos —respondí, aunque sentí que estaba traicionando a
Merrick al admitirlo—. Es el Temido Final. Está muy ocupado.
Me pregunté si vendría hoy a verme. No había vuelto a verlo desde aquel
horrible día en la caverna, y el silencio que se había extendido entre
nosotros estaba cargado y resultaba ciertamente inquietante.
—¿Haciendo el qué?
—En realidad, no estoy segura —admití y me dieron ganas de reír—. Es
mi padrino y no tengo ni la más mínima idea de qué hace exactamente con
su tiempo.
Leopold me observó divertido.
—¿Nunca se lo has preguntado?
Me encogí de hombros.
—Sinceramente, no sabía si podía hacerlo.
—Debe de ser realmente aterrador —concedió, tratando de
comprenderme.
—A veces, pero normalmente no. Suele hacerme unas tartas
extremadamente elaboradas por mi cumpleaños. Con su relleno y su
glaseado, y con pasta de azúcar de cientos de colores o frutas confitadas o…
lo que sea. Un año incluso utilizó cinco tipos de chocolates distintos.
—Qué rico —comentó Leopold, al tiempo que apartaba de un manotazo
el tallo de una adelfa que se interponía en nuestro camino.
—Merrick siempre las engulle encantado.
El príncipe parpadeó, sorprendido.
—¿Lo llamas así? ¿Merrick?
Asentí.
—Hace que parezca alguien tan… normal.
—Es normal, la mayor parte del tiempo. Al menos conmigo —añadí
rápidamente.
Él guardó silencio, pensativo.
—Supongo que sería muy raro que tuvieses que llamarlo la Gran
Oscuridad o el Temido Final. Pero ¿por qué no le dices a Merrick que no te
gustan sus tartas?
Me encogí de hombros.
—Él disfruta preparándolas, y me resulta más sencillo dejarle hacer lo
que quiera y ya. —Leopold soltó una risa burlona—. Tampoco me cuesta
tanto comerme un trozo de tarta.
—No —confirmó—. Pero pasarte toda la vida permitiendo que otros te
obliguen a hacer lo que ellos quieran sin decir nada, simplemente por no
herir sus sentimientos, sí que puede terminar cansando —se corrigió
rápidamente—. Te termina cansando.
Aquel comentario de Leopold me sorprendió mucho más de lo que me
gustaría admitir. Nadie, ni siquiera Kieron, me había comprendido tanto.
Me fastidiaba que, de entre todas las personas del mundo, hubiese sido
Leopold quien se hubiese molestado en prestarme algo de atención.
Pero también me resultaba un tanto halagador.
—¿Quién eres y qué has hecho con el príncipe heredero? —pregunté,
logrando que sonriera—. ¿El mismo que, hace tan solo una hora, me ha
comparado con una prostituta?
Su rostro se retorció en una mueca de dolor y se llevó la mano a la nuca,
avergonzado.
—Siento mucho haber dicho eso. Es que… es muy fácil hacer esa clase
de comentarios cuando estoy con los otros soldados.
—Ese comentario de antes no me ha sorprendido en absoluto —señalé—.
Pero esto… esta charla sobre las tartas y los caramelos de menta… Jamás
me habría imaginado siquiera que te fijarías en esa clase de cosas…
—Pues claro que me he fijado —me interrumpió, quizá soltándolo más
rápido de lo que pretendía—. ¿Es que no… no recibiste mi carta?
Su voz se había suavizado, casi hasta convertirse en un susurro, como si
estuviese tratando de reprimir algo que todavía no estaba dispuesto a
desvelar.
Solo porque le hayas obligado a cambiar no significa que haya cambiado
por ti.
—Sí, la recibí.
—Nunca me respondiste.
¿Es que estaba… dolido?
—No sabía que podía responderte —admití—. Tampoco sabía si querías
que lo hiciese.
Leopold se volvió a mirarme de nuevo, mis ojos se encontraron con los
suyos, una mirada tan azul que hizo que mi temerario corazón comenzase a
reavivar las llamas de todas aquellas ridículas ensoñaciones que había
decidido enterrar.
—Para ser una chica tan terriblemente inteligente y capaz, es
sorprendente la cantidad de cosas que no sabes.
No sabía qué responder a aquello.
—Pensaba en ti a menudo, allí, en el frente —comentó Leopold.
—¿Por qué? —pregunté, observándolo con desconfianza.
Leopold guardó silencio, escogiendo sus siguientes palabras con cuidado.
—Nunca había visto la muerte de cerca. Lo más cerca que había estado
de ella había sido cuando mi madre… pero incluso entonces, nunca había
presenciado cómo moría alguien, cómo era el momento en el que su vida se
apagaba para siempre. Mi madre se fue a dar un paseo a caballo un día y
jamás regresó. Y después… el servicio se encargó de su cuerpo. Y luego les
llegó el turno a los embalsamadores. Jamás había tenido que lidiar con las
consecuencias… con lo que ocurre después de que alguien muere.
Asentí, comprendía lo que me quería decir. Desde que habíamos
conseguido acabar con los Escalofríos, me había fijado en que la muerte
había pasado a ser una especie de desagradable intrusa en todas las
conversaciones, como ese pariente lejano al que no soportas. La gente no
sabía cómo lidiar con ella. No se sentaban a rezar por sus muertos. No
preparaban ellos mismos los cuerpos de sus difuntos para los entierros, tal y
como se solía hacer en las ciudades más pequeñas o en los pueblos. Ahora
le encargaban a otra persona que limpiase, vistiese y preparase a sus seres
queridos, para que en el momento en el que los enterrasen tuviesen el
mismo aspecto que en vida; después los lloraban demasiado deprisa,
ansiosos por pasar página y regresar a sus propias vidas.
—Pero en el frente —siguió diciendo Leopold—, solo estábamos
nosotros para lidiar con los muertos. Allí no había sirvientes ni sepultureros.
—Soltó una carcajada amarga—. No había suficientes hombres como para
llevarse los cuerpos. Por lo que los dejaban allí, con nosotros. Así que no
nos quedó otra opción que ser nosotros quienes lidiásemos con lo que venía
después de la muerte. Y ahí estaban los cadáveres, ocupando demasiado
espacio y recordándonos que la muerte terminaría llegando a por todos
nosotros en algún momento, sin importar lo mucho que luchásemos, sin
importar lo valientes que fingiésemos ser. Y, un día, caí en la cuenta de
todas las veces en las que te habrías visto tú en esa misma situación,
lidiando con las consecuencias de la muerte. Sé que… sé que se te da bien
tu trabajo, que se te da muy, muy bien en realidad… pero incluso los
mejores curanderos y médicos tienen que lidiar en algún momento con los
muertos.
—Sí —respondí en voz baja, mucho más bajo que un susurro, como si mi
cabeza estuviese recordando todas las veces, todos aquellos momentos
terribles, que ocurrían justo antes de la muerte.
—En cierto modo, pensar en ti me ayudó a sobrellevarlo. —Esbozó una
pequeña sonrisa y las comisuras de sus ojos se arrugaron con el gesto,
otorgándole un aire de seriedad que jamás le había visto antes—. A veces,
incluso hablaba contigo, mentalmente.
—¿Hablabas conmigo?
Leopold resopló, como si no se creyese que de veras me estuviese
confesando todo aquello.
—Te convertiste en una especie de sueño que me ayudó a sobrellevarlo
todo. Me imaginaba lo que habrías hecho tú en cada una de esas
situaciones, cómo habrías curado a los chicos que se estaban muriendo a mi
alrededor. Cómo les curarías las heridas o las presionarías para detener el
flujo sanguíneo y toda esa clase de cosas, pero también… te imaginaba
haciendo mucho más, ¿sabes? —Su sonrisa se ensanchó—. Así que ahora
ya conoces mi pequeño secreto y me puedo morir de vergüenza y
esconderme en uno de estos setos podados de aquí.
Lo observé atentamente, con la intención de discernir si todo eso no era
más que un truco, a la espera de que se burlase de mí. Pero entonces se
volvió a mirarme con una franqueza y una calidez que me descolocaron por
completo.
—No tienes nada de lo que avergonzarte.
—Acabo de confesarle a una joven preciosa en la que llevo meses
pensando que me he pasado meses pensando en ella. Creo que sí que tengo
algo por lo que avergonzarme, Hazel.
¿Preciosa? Mi corazón se saltó un latido, pero decidí olvidar aquella
palabra, porque estaba segura de que no lo había dicho en serio. Sin
importar lo introspectivo que se hubiese vuelto, Leopold siempre sería todo
un ligón.
—Jamás deberías sentirte avergonzado por esforzarte por dar lo mejor de
ti. —Me acomodé un mechón rebelde tras la oreja—. Creo que los cambios
te sientan muy bien.
—No todo el mundo lo cree. Había mucha gente que esperaba que, en
cuanto acabase la guerra, volviera a ser el príncipe mimado de siempre. Y,
al regresar a casa… me resulta mucho más sencillo volver a verlo todo a
través de esas gafas doradas, pero… también me resulta agotador no
preocuparme por nada, ¿sabes?
Enarqué una ceja.
—Así que ahora te preocupan… ¿las tartas?
Me alegré de oír cómo se reía.
—Quiero empezar a preocuparme un poco más —comenzó, enfatizando
cada palabra— por la gente que me importa. Y eso ahora también te incluye
a ti, curandera, por si no lo sabías. Siento mucho lo que te dije antes. Siento
que tengo que complacer a todo el mundo, que tengo que ser lo que todos
quieren que sea. Pero me he dado cuenta de que ese disfraz se me ha
quedado pequeño. —Apretó los labios con fuerza—. Te sorprendería lo
incómodo que me resulta ahora.
Quería responder con algún comentario ingenioso (un talento que había
desarrollado gracias a mis numerosas conversaciones con Bellatrice), pero
no me salían las palabras.
—Mi madre solía prepararles a mis hermanos y hermanas una tarta de
nueces especiada para sus cumpleaños —terminé comentando, sintiendo
que acababa de entregarle algo demasiado preciado para mí.
—¿Pero a ti no? —preguntó, al comprender lo que no había querido decir
en voz alta.
—Yo… nunca fui realmente suya, por lo que no tenía por qué
preocuparse por mí. Era de Merrick desde el mismo instante en el que me
había reclamado.
—¿Estaba buena, la tarta de nueces?
Esbocé una sonrisa como respuesta.
—Recuerdo que en aquel momento no le di mucha importancia a si
estaba buena o no, pero ahora me encantaría volver a probarla, aunque solo
fuese una vez más.
Lentamente, como si creyese que cualquier movimiento repentino que
hiciese fuese a poder quebrar esta delicada confianza que había comenzado
a florecer entre nosotros, Leopold alargó la mano hacia la mía y sus dedos
la acariciaron con delicadeza. No trató de darme la mano en ningún
momento. Era como si solo quisiese tocarme, por el mero hecho de saber
que podía hacerlo.
—Quizá…
—¡Leopold! ¡Mira! ¡Mira! ¿Has visto todos los cambios que he hecho?
—gritó Euphemia mientras se acercaba a nosotros a la carrera. Le tomó la
mano a su hermano y se lo llevó, sin parar de hablar, emocionada.
Leopold echó un único vistazo a su espalda, pero su expresión en aquel
momento fue en lo único en lo que pude pensar a lo largo de toda aquella
mañana.
44

–I
nspire hondo y aguante la respiración —ordené cuando, horas
más tarde, tenía la oreja pegada a la espalda del rey Marnaigne,
entre sus omóplatos. Escuché el suave zumbido que producían
sus pulmones al llenarse de aire (limpios), y presté atención al palpitante
pulso de su corazón (fuerte y firme) antes de apartarme.
»Creo que se encuentra perfectamente sano, majestad —dije, con toda la
seguridad que pude conferirle a mi voz.
El rey giró la cabeza para escudriñarme.
—¿Estás totalmente segura? Vuelve a auscultarme. Por favor. Estoy
convencido de que antes he notado algo extraño al respirar —se quejó.
Me volví a pegar a su espalda para auscultar el otro pulmón, después
pegué el oído a su pecho y por último de nuevo a su espalda.
—No hay nada raro.
Marnaigne soltó un suspiro, impacientado.
—¿Estás segura?
—Se encuentra perfectamente sano, señor.
Físicamente, era cierto.
Mentalmente… no lo tenía tan claro.
Desde que había sobrevivido a los Escalofríos, a Marnaigne le daba
miedo absolutamente todo. Cada dolor de cabeza, cada articulación
dolorida, demostraba que había estado enfermo. Sus preocupaciones iban
desde enfermedades tan simples como un resfriado común hasta los delirios
de infortunios de lo más descabellados: lesiones cutáneas y úlceras
supurantes, hematuria y miasis.
Mi mayor responsabilidad como curandera de la corte consistía en
examinar al rey cada vez que sentía que algo no iba del todo bien en su
interior. Aloysius se aseguraba de que Marnaigne tuviese una hora
disponible todas las tardes para llevar a cabo estos exámenes rutinarios.
Desde que había acabado la guerra, las revisiones habían ido aumentando
de frecuencia, y ahora me ordenaba que lo examinase al menos una vez al
día.
Aunque ya no podía ver automáticamente la cura que necesitaba cada uno
de mis pacientes, todavía seguía conservando todos los conocimientos
médicos sobre los tratamientos y procedimientos que debía seguir con cada
diagnóstico, y a menudo agradecía que Merrick hubiese insistido tanto en
que me tomase tan en serio mi formación.
—¿Crees que me encontraré lo bastante bien como para asistir a la cena
de esta noche? —preguntó, preocupado, poniéndose la camisa de brocado y
anudándose el fajín.
Le coloqué el cuello de la camisa, valiéndome del gesto para ocultar mi
sonrisa.
—Por supuesto, majestad.
—René —me regañó, como si no le hiciese ninguna gracia que le hubiese
dicho que se encontraba en perfecto estado de salud.
—René —repetí. A pesar de lo amiga que me había hecho de Bellatrice y
de Euphemia en el tiempo que llevaba en palacio, todavía me resultaba
extraño y demasiado informal hablar con el rey usando su nombre de pila
—. Aunque creo que no le vendría mal un pequeño empujoncito para esta
noche o para… los eventos de mañana —comenté, tratando de escoger una
expresión neutral—. Puede echarse unas cuantas gotas de esto en el té. —
Me volví para rebuscar en el interior de mi maletín antes de tenderle un
frasquito marrón—. Es un tónico hecho a base de concentrado de raíz de
eleutero y bayas de schisandra. Le dará un poco más de energía.
—¿Es que te parece que estoy fatigado? —preguntó, sacando mis
palabras totalmente de contexto. Se frotó el pecho con fuerza, justo encima
de su corazón, como si sintiese que latía demasiado lento.
—En absoluto, su ma… René. Yo misma pienso echarme un poco
también en mi café mañana por la mañana. Hay muchos eventos a los que
acudir. No me vendrá mal tener un poco más de energía.
El rey frunció el ceño.
—Supongo que tienes razón…
—¿Le preocupa algo más? —pregunté, midiendo mis palabras.
El rey tenía la mirada distante, como si estuviese perdido en sus
pensamientos.
—Me temo que nada que ningún tónico que puedas darme vaya a poder
curar. —Parecía triste—. Ojalá fuese tan sencillo como eso.
Me encogí de hombros.
—Se me da muy bien escuchar. A veces, resulta reconfortante compartir
lo que nos preocupa con alguien, para quitarnos parte de ese peso de
encima.
Marnaigne se mordió la comisura del labio, como si no quisiese seguir
hablando del tema.
—Se trata de lo de mañana. De la… ejecución. —Bajó la mirada hacia
sus manos, como si se estuviese examinando las uñas—. Tengo dudas al
respecto.
Enarqué las cejas y se me escapó un gritito de sorpresa.
El rey alzó la vista de nuevo, culpable, y entonces nuestras miradas por
fin se encontraron.
—Sé que es una locura. No se me olvidan todas las veces que me ha
traicionado o todos los crímenes que ha cometido. Comprendo que ha
aterrorizado a todo el reino. Pero…
—Es su hermano —repuse, porque sabía que él no iba a admitirlo en voz
alta.
—Medio hermano —me corrigió a toda prisa.
—Aun así.
—No paro de tener un sueño recurrente, hasta tres veces cada noche.
Estoy en la plataforma de la ciudadela. A mis pies se ha reunido toda una
multitud, que me observa y me anima. Ondean banderines y pancartas. Un
hermoso cielo azul se abre sobre mi cabeza. Pero entonces sale el verdugo,
dicta la sentencia, enumera todos los crímenes y saca su espada. Y el cielo
se transforma por completo… el ángulo no está bien, está terriblemente
mal, y me doy cuenta de que no estoy viendo cómo ejecutan a mi hermano.
Es mi cabeza la que el verdugo acaba de cortar. Estoy viendo el cielo desde
la cesta, junto al bloque. —Arruga la nariz, asqueado—. No te puedes ni
imaginar lo horrible que es. Lo último que veo es el rostro de Baudouin,
observándome desde lo alto. Y después me despierto gritando.
—Es horrible. Podría… podría prepararle un tónico para dormir. Algo que
pueda ayudarle a caer en un sueño profundo, sin pesadillas ni sueños.
Parece que no le vendría nada mal descansar.
Él negó con la cabeza, decepcionado por que no hubiese comprendido lo
que me estaba queriendo decir.
—Cada vez que veo a Baudouin solo quiero preguntarle por qué. ¿Por
qué me haría algo así? ¿Por qué no me ofreció su piedad, su perdón? Pero
no puedo decirle nada. Porque no tengo voz, me han cortado la garganta y
no puedo hablar. Solo quiero gritarlo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no?
Marnaigne soltó un suspiro y se mesó el cabello, rascándose el cuero
cabelludo.
—Y aquí estoy —continuó, volviéndose hacia la ventana que daba a la
ciudadela—. Aquí estoy, y soy yo el que puede ofrecerle su perdón, el que
puede ofrecerle esa clase de bondad, pero ¿lo he hecho? ¿Lo haré? Estoy
atrapado entre la espada y la pared, Hazel. El deber me ata, la lealtad me
atormenta. Pero él no me fue leal. Fue a por mi trono. Le declaró la guerra a
mi reino. Miles de mis súbditos han muerto por su culpa. ¿Por qué debería
ofrecerle mi perdón a un tirano como él? No debería. Lo sé. Pero, aun así…
creo que quiero salvarlo. Creo que quiero intentarlo. —Se giró de nuevo
hacia mí y sus ojos parecían más azules que nunca—. ¿Eso me convierte en
un rey débil?
—Pues claro que no, majestad. Lo convierte en un rey compasivo, en un
gobernante indulgente. Existen muchas formas de castigar a Baudouin sin
tener que ejecutarlo. Puede demostrarle a su gente que la misericordia
también puede ser una fortaleza de muchas maneras.
Él chasqueó la lengua, pensativo.
—¿De verdad crees que podría hacerlo?
Asentí, guardando silencio.
—Aun así tendríamos que actuar como si fuésemos a llevar a cabo la
ejecución. El pueblo está esperando alguna clase de espectáculo.
Lo pensé por un momento.
—Podría ofrecerle su perdón en el estrado, frente a todo el mundo.
—Tendríamos que encarcelarlo después, por supuesto.
—Pero seguiría vivo. Y usted podría reconciliarse con su hermano, si es
lo que desea. Algún día.
Marnaigne asintió, considerando mis palabras.
—Tienes razón. Sí que resulta reconfortante compartir lo que nos
preocupa con alguien.
—Me alegro de oírlo, señor.
Los dos esbozamos una pequeña sonrisa antes de que apartase la mirada,
carraspeando y avergonzado por lo que acababa de confesar.
—¿Al menos tienes ganas de ir al baile?
—Por supuesto —mentí.
En realidad, ya estaba agotada y ni siquiera había empezado. Habíamos
celebrado demasiados bailes desde el final de la guerra. Y todos se habían
terminado entremezclando hasta formar una especie de montaje monótono,
lleno de decadencia y de música, de vestidos demasiado ajustados, de
comida demasiado sabrosa, y de conversaciones demasiado superficiales.
Mi mente, cansada del mundo que me rodeaba, vagó hasta el recuerdo de
las reflexiones que Leopold había compartido conmigo aquella mañana
sobre la vida en la corte, y aquello me hizo sonreír.
El rey se percató de inmediato de mi reacción.
—¡Ajá! ¡Lo sabía! Seguro que algún joven ha llamado tu atención,
¿verdad?
Negué rápidamente, sonriendo con timidez, tal y como sabía que él quería
que hiciera.
—Oh, no. Es que me acabo de acordar de algo que ha mencionado el
príncipe antes.
Marnaigne no apartó la mirada de mí y su expresión se endureció. Parecía
estar mucho más alerta, más al acecho, como un perro atento a que su dueño
silbase para hacerlo ir a su encuentro.
—¿Ya lo has visto?
Asentí.
—Esta mañana, durante el desayuno, junto con unos cuantos soldados.
El rey se levantó de un salto de la mesa y pensé que, de algún modo, lo
había ofendido.
—¿Y qué aspecto tenía? ¿Mi hijo?
El ambiente estaba cargado con una energía extraña, como cuando una
tormenta de verano está a punto de desatarse.
—Creo que ha cambiado mucho —comenté, midiendo mis palabras—.
Aunque usted podrá juzgarlo mucho mejor que yo. —Me volví hacia mi
maletín, con ganas de guardarlo todo y salir corriendo de allí antes de que el
rey se enfadara.
Él asintió lentamente, soltando un murmullo apreciativo.
—Está muy cambiado. Parece más… maduro, como si hubiese crecido
durante la temporada que ha estado fuera, tal y como llevaba mucho tiempo
esperando que hiciera, aunque no estaba del todo seguro de que fuese a
lograrlo. Por primera vez en toda su vida sí que puedo imaginármelo siendo
rey. —Tragó con fuerza—. Debo admitir que es un alivio.
—Ya imagino —murmuré—. Pero todavía no lo veo asumiendo ese
papel, al menos no hasta dentro de muchos, muchos años.
Marnaigne se acercó a una mesita auxiliar que estaba llena de botellas y
decantadores. Mis piernas me gritaban que me marchase. El suelo bajo mis
pies parecía inestable, como si una sola palabra pudiese hacerlo
desaparecer. A pesar de que el sol de la tarde entraba a raudales a través de
la ventana abierta, un escalofrío se había apoderado de mí, y no lograba
quitármelo de encima.
—No quiero que caiga en sus viejos hábitos ahora que ha vuelto. —El rey
sacó el corcho de una botella de vino antes de volverse hacia mí—.
¿Comprendes lo que quiero decir?
Asentí.
—Ha llegado el momento de que asuma sus responsabilidades. Sus
deberes. Ha llegado la hora de que siga su camino.
—Por supuesto.
—Y no podrá hacerlo si tiene otras cosas en la cabeza. Existen
demasiadas tentaciones que podrían desviar a un joven de su camino, ¿no te
parece? Árboles que escalar, flores que… —Sacudió la mano, irritado,
como si estuviese luchando por recordar la palabra adecuada—. Tomar.
—Presas que cazar —continué, al comprender lo que estaba tratando de
expresar con aquella metáfora.
El rey chasqueó los dedos.
—Exacto. —Suspiró—. Me alivia saber que siempre puedo contar
contigo, Hazel. Tu presencia aquí es una de las pocas cosas que ha logrado
arrojar algo de luz a este año tan sombrío.
Me sorprendí cuando el rey me ofreció una copa.
—¿Por qué?
—Euphemia me ha comentado antes que es tu cumpleaños —repuso—.
Con todas las celebraciones emocionantes que nos esperan estos días, no
quería olvidarme de ello.
—Oh, majestad, gracias.
Alzó la copa en alto.
—Que la Primera te proteja con su sonriente mirada. Que los Divididos
solo te traigan fortuna y bendiciones. Y que… —se interrumpió y soltó una
risa nerviosa—, y que tu padrino se mantenga alejado durante muchos años
más.
Cuando nuestras copas se entrechocaron, los cristales produjeron el
sonido de unas campanillas.
El reloj que había en la repisa de la chimenea (una pequeña réplica del
que había labrado en una de las fuentes de Châtellerault, hecho de oro
macizo y cubierto por una cúpula de cristal) cobró vida. Una serie de
pequeñas figuritas salieron corriendo a su alrededor, ganando velocidad a
medida que las manecillas se acercaban a la hora que tenían que dar.
—Maldita sea —soltó Marnaigne, con el ceño fruncido—. ¿De verdad es
tan tarde? Había quedado con…
Alguien llamó alegremente a la puerta y, antes de que el rey pudiese pedir
a quien quiera que fuera que entrase, la puerta se abrió de par en par y
Margaux se adentró en sus aposentos. Llevaba puestas todas sus túnicas
azules y plateadas características, cada centímetro de su piel quedaba oculto
bajo la tela, del cuello a los dedos de los pies. Me dio calor solo de verla.
—¿Ya está listo para nuestra reunión, majestad? —preguntó—. Ah, Hazel
—añadió con amabilidad al fijarse en mí—. ¡Es como si hubiese pasado una
eternidad desde la última vez que nos vimos!
—Has estado muy ocupada —comenté.
En realidad, habían pasado tan solo unas cuantas semanas desde la última
vez que la había visto. Entre Bellatrice arrastrándome a todas las
celebraciones de la temporada, las crecientes visiones que le enviaba la
Primera Santa a Margaux, y todas aquellas reuniones y conferencias con el
rey y sus invitados, sentía que había transcurrido muchísimo tiempo desde
que había hablado con mi amiga por última vez.
Marnaigne le dio un largo sorbo a su copa de vino, como si quisiese
acabársela cuanto antes, y me pidió con un gesto de la mano que lo imitase.
El vino sabía a cerezas amargas, y era mucho más fuerte que el que solían
servir durante las comidas.
—Margaux, sí, sí. Adelante. Hazel y yo estábamos acabando ya.
—La Primera Santa os manda saludos a los dos —comentó alegremente,
como si no supiese de qué otra cosa hablar mientras yo iba a por mi maletín.
—¿De verdad? —se me escapó antes de poder pensármelo dos veces.
Entonces solté un hipido y me llevé una mano a la boca rápidamente,
atónita—. ¡Lo siento mucho!
Marnaigne soltó una sonora carcajada, como si mi escepticismo le
resultase desternillante.
—Pues claro —repuso Margaux, dolida—. Se preocupa por todos
nosotros. Nos ama a todos por igual. —Después se volvió hacia el rey,
repentinamente entusiasmada—. Y, señor, ¡tengo un mensaje maravilloso
que darle de su parte! Estaba tomando el té esta mañana cuando una visión
me sorprendió. Quiere que sepa que…
—¿Ya hemos terminado, Hazel? —preguntó el rey, interrumpiendo su
relato con la precisión de un cirujano.
—Ah… sí, señor —tartamudeé. Tomé mi maletín y estaba a medio
camino de la puerta cuando el rey volvió a llamarme.
—¿Hazel?
Me volví con las cejas enarcadas, pero dispuesta a hacer lo que me
pidiese.
—No vas a olvidarte de lo que hemos estado hablando hoy, ¿verdad?
Mi memoria escogió ese preciso momento para recordarme que Leopold
creía que era una chica preciosa.
Esbocé una sonrisa radiante.
—Por supuesto que no, majestad.
45

E
n cuanto abrí la puerta de mis aposentos supe que Merrick estaba
dentro, esperándome. La estancia estaba cargada por su presencia y
llena de un ligero aunque azucarado aroma a tarta demasiado dulce.
Me quedé en el umbral durante unos minutos, con el absurdo e inútil
deseo de salir huyendo. ¿A dónde podría ir que mi padrino no pudiese
seguirme? Tomé aire, entré en la estancia y cerré la puerta a mi espalda.
—Hazel —me saludó desde la sala de estar, aunque me costó unos
minutos distinguir su silueta oscura sentada sobre el mullido diván negro.
Cuando se puso de pie para saludarme fue como si el propio sillón hubiese
cobrado vida, creando una sombra horriblemente grande compuesta por
ángulos confusos y elementos móviles—. Feliz cumpleaños.
—Has venido.
Sabía que debería abrazarlo, dejar que me mimase como él quería, pero
era como si los pies se me hubiesen quedado pegados al suelo; no podía
moverme, como si me hubiese metido en un charco de alquitrán.
—Pues claro que he venido.
Me di cuenta de que Merrick tampoco había hecho ademán de acercarse a
mí.
Aquello me dolía, pero había sido yo la que nos había distanciado. Había
reducido a cenizas algo sagrado entre nosotros en el mismo instante en el
que había decidido recorrer un camino diferente al que él había marcado
para mí. Todos esos vínculos familiares que habíamos forjado con los años,
por débiles que fueran, por improbables que fueran, se habían roto, y no
estaba del todo segura de que pudiesen repararse, sin importar cuántos años
tuviese por delante para intentarlo.
—Tu cachorro ha crecido mucho —comentó, señalando a Cosmos, que
estaba correteando por toda la estancia emocionado, meneando la cola de un
lado a otro como un tonto. Siempre había preferido a mi padrino antes que a
mí. Merrick le rascaba mucho mejor la barriga.
—Ha engordado. —Sonreí, aunque no tenía ganas de hacerlo—. El
cocinero de palacio lo adora.
—Y tú… tú pareces tan… —Se calló de golpe, ladeó la cabeza y me
observó atentamente, fijándose en cada pequeño detalle que había cambiado
desde la última vez que nos vimos, hace un año.
—¿Cansada? —repuse.
—Elegante —terminó Merrick—. Estás hecha toda una adulta hermosa.
La vida en palacio te sienta bien, Hazel. Mucho mejor que la vida en la
cabaña.
—Es justo lo que siempre habías querido, ¿no?
Me miró con la cabeza ladeada, parpadeando con curiosidad.
—Cuando me otorgaste el don, dijiste que me convertiría en una
curandera tan famosa que los reyes exigirían que fuese yo quien los
atendiese llamándome por mi nombre.
Las comisuras de sus labios se elevaron hasta formar una sonrisa
agridulce.
—Sí que lo dije.
—Y ahora lo hacen.
—Eso está bien.
Apreté los labios con fuerza. Quería que me arrepintiese, que siguiese
suplicando indefinidamente su perdón, como si solo fuese una niña asustada
por el castigo que pudiesen imponerle. Lo único que tenía que hacer era
asumir de nuevo ese papel e interpretarlo con toda la honestidad que
pudiese.
El problema era que hacía mucho tiempo que había dejado de ser esa
niña.
Bajé la mirada hacia mis manos. Me estorbaban al no tener nada que
hacer.
—¿Eso que huelo es tarta? —solté al final, desesperada por encontrar
algún tema neutral del que hablar—. ¿De qué la has hecho este año?
Merrick frunció el ceño, como si supiese que estaba tratando de
distraerlo.
—Es una tarta de chantillí con compota de frutos del bosque. Y glaseado
de mascarpone —añadió con reticencia.
—Suena delicioso —mentí. Era el comentario más amable que podía
decir en ese momento—. ¿Quieres que la corte? —Me acerqué al aparador,
donde se encontraba la enorme tarta, consciente de cómo Merrick había
decidido quedarse atrás, meciéndose de un lado a otro.
—¿De verdad no vamos a hablar del tema? —preguntó, sin acercarse ni
un paso—. De este último año. ¿Del… incidente que ha llevado a este
distanciamiento?
—Distanciamiento —repetí mientras pasaba los dedos por el cuchillo y la
pala para tartas.
—Llevo un año sin verte, Hazel.
¿Y de quién es la culpa?
Tenía aquella pregunta en la punta de la lengua, pero volví a tragármela.
No nos iba a servir de absolutamente nada que la dijese en voz alta.
—Creía que no querrías volver a verme.
—Pues claro que quería volver a verte. —Estaba retorciéndose las manos,
en un gesto nervioso tan impropio del Temido Final que casi me hizo
sonreír—. Te he echado de menos, Hazel —admitió—. Eres la única que
no… Hace mucho tiempo que no veo a mi ahijada.
—¿Y entonces por qué te mantuviste lejos de mí? No es como si yo fuese
a poder seguirte allá donde vayas.
—Creía que no querrías volver a verme —señaló, repitiendo mi excusa.
Me dieron ganas de reír. Merrick nunca había pensado en lo que yo
podría querer. Me había llevado de aquí para allá sin molestarse siquiera en
explicarme el porqué. Había sido decisión suya cuándo venir a visitarme,
sin preocuparse si a mí me vendría bien ese momento o no. Había dispuesto
cómo sería mi vida antes de que yo naciera, incluso se había asegurado de
que esa vida que había planeado para mí se prolongase tantos años como él
había querido.
Me entraron ganas de gritarle todo eso a la cara, quería soltar todas esas
acusaciones, dejarlas salir de mi pecho con una fuerza atronadora. Yo tenía
razón, sabía que la tenía, y lo único que quería era que él lo supiera. Que lo
admitiese.
Pero su estado de ánimo había empezado a cambiar, a oscurecerse por
momentos, poniéndome en alerta, por lo que me tragué mi rabia.
—¿Tarta? —pregunté, tomando los cubiertos—. Hasta ahora, de todas las
que has hecho, es la que mejor pinta tiene.
Soltó un murmullo resignado y se acercó a mí por fin.
—Este año no hay velas —comenté, y después me estremecí de dolor por
lo estúpida que había sido.
—No podría soportar verte apagándolas. No después de… —Merrick
suspiró.
Aquella sincera confesión se me clavó como un puñal en el pecho.
No podíamos seguir así, haciéndonos daño con nuestras confesiones,
clavándonoslas como puñales afilados, observando como el otro sangraba.
Merrick no iba a ser quien diese su brazo a torcer. Se había pasado
innumerables siglos siendo justamente quien era; incontestable,
indiscutible.
Así que tendría que ser yo.
Clavé la punta del cuchillo en la superficie de la mesa, marcando la
madera. Me dolía demasiado tener que seguir con aquella farsa de
celebración, pero tampoco podía renunciar a ella del todo.
—Merrick. —Tragué con fuerza—. Te debo una disculpa.
Mi padrino resopló.
—Nunca pensé cómo podrían afectarte mis acciones. Nunca consideré
todo por lo que habrías tenido que pasar para conseguirme esas velas. El
que yo rechazase una debió de sentarte como una patada en el estómago.
Se humedeció los labios pero no dijo nada, permitiendo que me hundiese
en mi miseria.
—¿Qué… qué es lo que tuviste que hacer para conseguirme esas velas?
—me atreví a preguntar.
Apartó la mirada y se volvió hacia la ventana, y la luz del atardecer se
deslizó sobre sus ojos bicolores, que reflejaron la luz como la mirada de un
depredador ocultándose en la oscuridad, al acecho.
—Tuve que hacer un trato —respondió después de un largo rato—. Con
la Primera Santa. —Se permitió esbozar una pequeña sonrisa—. Estuvo a
punto de negarse a mi propuesta porque tu padre se había negado a
entregarte a ella, pero no desistí.
—¿Qué clase de trato?
Merrick soltó un larguísimo silbido entre dientes.
—Le ofrecí algo con lo que suelo tener que lidiar.
—¿La muerte? —supuse.
—Las vidas —me corrigió—. El momento en el que terminan las vidas.
—Al verme fruncir el ceño, confusa, suspiró y siguió hablando—. Tenemos
opiniones muy distintas con respecto a los mortales, tú y yo. Tú lo ves todo
de manera lineal. Ha ocurrido esto, por lo que esto es lo que va a ocurrir
ahora, y hará que esto otro ocurra después. Pero los dioses… —Merrick
dibujó un círculo gigante en el aire con los dedos—. Podemos ver lo que
ocurrirá con cada elección que tomáis, qué cambios puede desencadenar
cada una de vuestras decisiones.
Recordé lo que había sentido con la visión divina, cómo se me había
revuelto el estómago al observar todo aquello que me rodeaba, y entonces
tuve la sensación de que ese instante ya lo había vivido antes. De que ya
habíamos tenido esta conversación.
Pero no habíamos hablado sobre la Primera Santa.
Habíamos hablado sobre…
—La Primera quería que salvase vidas —repuse, uniendo por fin todas las
piezas—. No solo que fuese curandera, sino…
—Gracias a ella puedes ver el símbolo de la calavera —me confirmó
Merrick—. Es su voluntad la que debes cumplir. Nunca ha sido la mía.
—Ah. —Bajé la mirada hacia mis dedos, que seguían aferrando el
cuchillo con firmeza. No sabía qué significaba todo aquello, qué suponía
para mí, qué suponía para él, pero eso me oprimió el corazón—. ¿Fue ella la
que decidió que debía convertirme en curandera o fuiste tú?
Se encogió de hombros y su túnica subió y bajó con el movimiento, antes
de caer hasta formar sombras ondulantes a sus pies.
—En aquel momento no me importaba demasiado lo que hicieses. Ni
siquiera habías nacido. Lo único que sabía era que te quería con todo mi
corazón, y que quería pasar muchos años más contigo a mi lado. Ni siquiera
me preocupó demasiado lo que tendría que hacer para conseguírtelos. Jamás
pensé que te terminaría pasando factura.
—¿Estaba… estaba muy enfadada por lo de Marnaigne?
Merrick asintió.
Me costaba imaginarme a una Primera Santa enfadada. En todas las
historias que hablaban de ella se la representaba como una figura
benevolente y maternal, que era más probable que te dejase ahogarte en tus
propios remordimientos al saber que la habías decepcionado, que te
levantase la voz. Pero…
—Creo que me ha quitado mi don —admití.
Merrick frunció el ceño.
—Ya no puedo ver las curas. No desde… no desde aquel día en la
caverna. Y creo que tampoco me lo va a devolver.
Mi padrino soltó un gemido frustrado.
—Probablemente no. Ahora me alegro de haberte hecho leer todos esos
libros.
Sonreí, como si acabase de contarme un chiste.
Me quitó el cuchillo de la mano y me estremecí ante su contacto.
—Anda, dame eso —me pidió—. No deberías ser tú quien cortases tu
propia tarta de cumpleaños.
Una parte de mí se moría de ganas por relajarse y dejar que me sirviese.
Después nos comeríamos nuestros trozos de tarta en silencio y estaba
segura de que estaría asquerosamente dulce, pero también sabía que ese
sería el primer paso para que nuestra relación volviese a ser la que era antes.
Solo tenía que mantener la boca cerrada y dejarle celebrar mi cumpleaños.
—¿Merrick?
Quería pellizcarme. Lo único que tenía que hacer era quedarme callada y
esta tarde desastrosa terminaría llegando pronto a su fin. Pero era como un
dolor de muelas. No podía dejar de pensar en ello. Tenía que seguir
causándome dolor, para ver cuánto más podía soportar.
Él soltó un gruñido como respuesta.
No lo hagas, Hazel. No lo hagas, Hazel. No…
—¿Alguna vez te has arrepentido de haberme hecho tu ahijada?
El cuchillo cortó la tarta como el filo de una guillotina.
—¿Qué? —preguntó.
Mi rostro se contrajo en una mueca de dolor.
—A veces creo que no hago otra cosa que decepcionarte y… siempre me
lo he preguntado.
—¿Siempre? —repitió, dolido.
—Cuando era pequeña… cuando no viniste a buscarme durante todos
esos años, pensé que era porque te habías dado cuenta de que habías
cometido un error al elegirme.
—Todos esos años… ¿de verdad se te hicieron tan largos?
—Merrick, me había pasado toda mi vida esperándote.
Él se volvió a mirarme, con una mezcla de asombro y tristeza, con un
semblante imposiblemente envejecido, que encajaba perfectamente con el
dios que era.
—Nunca lo había pensado de ese modo. —Merrick negó con la cabeza—.
Nunca me he arrepentido de ese momento. Ni una sola vez. Y jamás me
arrepentiré de haberte escogido.
Depositó el cuchillo a un lado, dejando la tarta como estaba.
—Los dioses nunca quieren nada. No del todo, al menos. Pero antes de
ti… sentí cómo algo iba creciendo poco a poco en mi interior, algo que
jamás había sentido. Era como una espina, que no paraba de clavárseme
cada vez más en el corazón, y que me hacía sentir que me faltaba algo, que
no estaba completo. No sabía cómo llenar ese vacío. No sabía cómo calmar
ese dolor. Pero cuando oí hablar de tus muy estúpidos padres, de los planes
tan estúpidos que tenían, supe que acababa de encontrar lo que había estado
buscando. Te había encontrado a ti. Te sentía. Podía sentirte. Sabía en quién
te convertirías… Me cautivaste, Hazel.
El corazón me dolía demasiado y me impedía respirar.
—Nunca me habías contado esa parte de la historia de mi nacimiento.
—Supongo que debería habértela contado… En cuanto te encontré, fui
egoísta. Hice ese trato con la Primera Santa y ella me concedió tres velas.
Tres vidas a tu lado.
Soltó un gemido de dolor y se volvió hacia la chimenea. Pasó un dedo por
la repisa, como si estuviese trazando todos los recuerdos que tenía a mi
lado.
—Fue una auténtica tortura tener que esperar a que llegases. No sabía qué
hacer con aquella eternidad. Así que esperé y planeé. Lo planeé todo. Sabía
que tendrías el cabello rubio y los ojos azules y brillantes. Que tus labios se
asemejarían a una rosa al abrirse. Me imaginé tu sonrisa, tu risa y el sonido
que tendría tu voz. Me imaginé cómo serían nuestras vidas, todo lo que
podría enseñarte, todo lo que podrías enseñarme tú.
Mientras hablaba, me imaginé cómo habría sido esa vida. Me vi a mí
misma dando mis primeros pasos, agarrada a los dedos del Temido Final,
nos vi pasando todas las tardes de mi infancia en un prado bañado por el
sol, haciendo fiestas del té, jugando a las damas y después al ajedrez.
Merrick negó con la cabeza, apenado.
—Pero me equivoqué, en tantas, tantas cosas. Supongo que me equivoqué
en todo —reflexionó en voz alta.
La confesión de Merrick me dolió.
—Te debiste de sentir muy decepcionado al toparte con esta criatura con
la piel llena de pecas y el cabello oscuro.
Mi padrino se volvió hacia mí como un resorte, con la mirada brillante
por todas las emociones que sentía.
—Jamás me sentí decepcionado contigo. Tan solo maravillado. —Alargó
la mano hacia mi rostro y me acarició con suavidad la mejilla—. Ahora,
cuando te miro, solo puedo preguntarme en qué te habrías convertido si no
te hubiese impuesto mis propios sueños.
Eso era lo más cercano a una disculpa que había recibido por parte de mi
padrino en toda mi vida, y no estaba del todo segura de qué se suponía que
debía responder. Debería decirle algo para que supiese que no lo culpaba
por ello, pero no sabía cómo consolarlo.
—No sé en quién me habría convertido. Supongo que jamás lo sabré —
admití. Le dediqué una pequeña sonrisa, pero él no me devolvió el gesto—.
Vamos a comer —repuse, tendiéndole la mano para traerlo de vuelta al
presente.
Un abrazo. Solo un abrazo podría borrar todo aquel dolor, y frustración, y
decepción, y podríamos volver a comportarnos como antes, como una
pareja improbable que, de algún modo, funcionaba a la perfección.
—No tengo hambre —comentó Merrick. Jamás me había mirado tan
triste como en ese momento—. Creo… creo que lo mejor será que me
marche y que te deje celebrar tu cumpleaños tranquilamente, aquí, en tu
nuevo hogar. En palacio.
—Tal y como querías —señalé con ligereza, con la esperanza de que
aquello fuese suficiente para aplacar su tristeza.
—Tal y como quería —aceptó. Se acercó a mí y pegó sus labios secos y
suaves en mi frente—. Feliz cumpleaños, Hazel.
Se marchó antes de que pudiese decir nada, desapareciendo en medio de
un vacío que él mismo había creado. Me dejé caer en el sillón más cercano,
con un dolor extraño extendiéndose por mi pecho. Tenía ganas de echarme a
llorar, aunque no tenía sentido.
Merrick era infeliz, conmigo, consigo mismo, con la situación en la que
nos encontrábamos, y no podía hacer nada para remediarlo. No podía
calmar su dolor, no podía hacerle sonreír o que se olvidase del tema.
Después de haberme pasado tantos años caminando de puntillas a su
alrededor para que no se enfadase conmigo, haciendo todo lo que estaba en
mis manos para que fuera feliz, me sentía como un completo fracaso al no
poder hacer nada en esta ocasión.
Me pregunté cuándo volvería a verlo, si tendría que pasar otro año hasta
que regresase a mí. O dos, o tres, o toda una década. ¿Cuánto tardaba un
dios en hacer las paces con sus propios errores? ¿Cuánto tiempo le estaría
dando vueltas a lo que había ocurrido? ¿Y qué se suponía que debía hacer
yo mientras tanto?
Alguien llamó a mi puerta y salí corriendo hacia allí para ver quién era,
con la estúpida esperanza de que Merrick hubiese regresado. Pero cuando la
abrí, sin aliento, pensando que iba a encontrarme a mi padrino al otro lado,
con una sonrisa tímida y contrita dibujada en su rostro, no me enfrenté más
que a mi propia decepción. El pasillo estaba completamente vacío, salvo
por un carrito de servicio.
En la bandeja dorada que llevaba encima, perfectamente situado en el
centro, había un plato blanco con un trozo de tarta oscura coronada con
pedazos de nuez. Desprendía un aroma a clavo, canela y nuez moscada, y
olía a mi infancia.
Habían clavado una única vela encendida en el centro, lisa y blanca, que
me recordaba desagradablemente a la que había regalado.
Con curiosidad, metí el carrito en mis aposentos.
Tomé el tenedor que descansaba junto al plato y me maravillé al pensar
en cómo Leopold habría convencido al personal de la cocina para que me
preparasen aquella tarta. Estaba segura de que no sabría como la de mi
infancia, de que Cook le habría añadido puñados y puñados de azúcar
moreno o que habría caramelizado el jengibre para que fuera más apetitoso,
para hacer que supiese mucho más dulce y potenciar el resto de los sabores.
No lo había hecho.
Era una tarta sencilla y con sabor a nuez, una receta demasiado rústica
para que la sirviesen en palacio.
Era el pastel más perfecto que había probado jamás.
Y había sido Leopold quien me lo había conseguido.
Recordé cómo me había mirado en el jardín, mucho más serio y pensativo
de lo que habría creído posible, y cómo los rayos del sol habían bailado
sobre sus rasgos, cálidos y radiantes, y el corazón me dio un vuelco, nada
me parecía real.
Con una sonrisa melancólica, soplé la vela.
46

L
a mañana de la supuesta ejecución de Baudouin amaneció
demasiado calurosa.
La familia real y todos sus invitados se habían reunido bajo la
carpa que habían dispuesto para ellos en la tarima, a la espera de que
comenzase aquel espantoso acontecimiento. Todo el mundo estaba
sonrojado por el calor, con la piel empapada de sudor y los párpados
cansados.
Los sirvientes hacían todo lo posible por asegurarse de que todos
estuvieran cómodos, repartiendo abanicos plegados y helados de distintos
sabores, pero había demasiada tensión en el aire, y los postres pronto
quedaban en el olvido, derritiéndose hasta formar charcos de toda clase de
colores que empapaban los manteles de lino que cubrían las mesas y que
atraían a las moscas.
—Esto es una barbaridad —murmuró Bellatrice, abanicándose el rostro
irritada, tanto para refrescarse la cara como para mantener a las moscas
alejadas—. Mira que hacer un pícnic mientras ejecutan a un hombre,
menudos bárbaros. Mira a esa gente de allí… —Cerró el abanico de golpe y
señaló con él a un grupo que se había reunido a los pies de la ladera,
tumbados sobre mantas a cuadros—. ¿Se están dando de comer los unos a
los otros cachos de pollo asado?
Margaux se recostó en su asiento, con sus pulseras plateadas
repiqueteando al abanicarse.
—En realidad creo que la que se está asando soy yo y no ese pollo.
Tenía un aspecto horrible. El cuello de su vestido le llegaba hasta la
barbilla. Sus túnicas cubrían cada centímetro de piel de sus brazos y eran lo
bastante largas como para caerle sobre las pesadas botas que llevaba
puestas. Me pregunté si usaría aquellas prendas porque ella misma así lo
hubiese querido o porque la distinguían como la oráculo del rey. También
habían acudido a presenciar la ejecución unas cuantas sacerdotisas del
Templo de Marfil, aunque ellas lucían diáfanos vestidos de tarde, de telas
ligeras, que dejaban al descubierto sus esbeltas extremidades y sus pies
descalzos.
Euphemia se tambaleó sin fuerzas junto a Margaux. El cuerpo de la
pequeña princesa quedaba prácticamente oculto bajo todas aquellas capas
de pesados brocados de satén, tan azules como el cielo que se abría sobre
nuestras cabezas. Sus rechonchas mejillas habían cobrado el mismo tono
rojizo que el de una manzana madura, y le pedí a uno de los sirvientes que
le llevase una copa llena de agua fría y rápido, porque me temía que
estuviera a punto de darle un golpe de calor.
—¿Por qué no podemos volver a casa? —se quejó, dándole sendos sorbos
a su copa de agua fresca cuando se la llevaron.
—No pueden empezar hasta que no llegue papá —respondió Leopold,
oteando la multitud continuamente, en busca de cualquier rastro del rey.
—¿Dónde está? —espetó la pequeña princesa—. Me duele la cabeza.
—Bebe más agua —ordené, aunque notaba la garganta demasiado seca.
El calor estaba empezando a marearme, y me moría de ganas por
desabrocharme el corpiño y abanicarme el pecho—. Todos deberíamos estar
bebiendo mucha más agua.
Quería contarles a todos el secreto del día, que toda aquella pompa y
ceremonia en realidad no era más que una distracción para el
acontecimiento de verdad: el rey iba a perdonarle la vida a su hermano. Iba
a permitir que Baudouin viviese, aunque fuese lejos de Martissienes,
exiliado en un monasterio del sur. Lo condenaría a una vida de soledad, con
solo los reverentes de la Primera Santa como compañía, jurando silencio,
pobreza y servicio. Pero Marnaigne me había hecho prometer que no le
diría ni una palabra a nadie. El elemento sorpresa sería su arma más
poderosa para ayudar a que su pueblo aceptase aquella decisión. Lo había
visto aquella mañana para hacerle un examen rápido y, cuando había
llegado a sus aposentos, me lo había encontrado dando vueltas por las
habitaciones como un león enjaulado, con la angustia y la euforia brotando
de su interior en oleadas a partes iguales.
Cuando todo esto hubiese acabado, iba a prescribirle una temporada muy
larga de reposo y descanso.
—¡Que a todos ustedes los bendigan con buena fortuna y favores! —gritó
una voz atronadora desde el fondo de la carpa.
Todos nos dimos la vuelta y vimos cómo un nuevo grupo de reverentes se
acercaba lentamente a nosotros. Cada uno de los templos de Châtellerault
había mandado a un grupo en representación, compuesto por los miembros
de los rangos más altos del templo, para que presenciasen la ejecución
desde el palco real. Debían ofrecernos consejo espiritual y apoyo en caso de
necesitarlo.
—Amandine —dije, poniéndome de pie para saludar a la gran sacerdotisa
de la Grieta—. Me alegro de volver a verte.
Había ido de visita a la Grieta unas cuantas veces, para comprobar cómo
se encontraban los huérfanos y el resto de los refugiados; les ofrecí mis
servicios deseando que curar un corazón roto fuese tan sencillo como curar
cualquier otra herida. Amandine siempre estaba con los niños, dándoles
mantas y comida, así como abrazos, bendiciones o besos en sus pequeñas
frentes.
—Ah, Hazel —me saludó—. Qué día más glorioso, ¿no crees? Triomphe
y Victoire nos bendicen hoy con sus presencias. Félicité hoy sonríe mucho
más. —Antes de que pudiese proclamar otro cliché, una figura se acercó a
nosotras, interrumpiendo su momento.
—¡Hazel! —exclamó mi hermano, envolviéndome entre sus brazos—.
¡No esperaba verte hoy aquí! ¡Qué fortuna! ¡Qué bendición!
A su espalda vi a Leopold de reojo, que también se había fijado en Bertie,
y me pregunté si se acordaría de él, de cuando mi hermano lo había
perseguido por los pasillos de la Grieta, cuando el príncipe había ido a
buscarme.
—No sabía que los Fracturados también ibais a asistir —comenté,
apartándome un poco de él para poder mirarlo directamente a la cara. Me
costó no poner una mueca de dolor. No importaba cuánto tiempo pasase,
jamás me acostumbraría a las cicatrices que le recorrían todo el cuerpo.
Tenía un nuevo corte en la frente, lo que le daba a su rostro la apariencia de
un espejo roto.
Bertie esbozó una amplia sonrisa.
—Ah. Sí. El alto sacerdote Théophane quería que me pasase por el palco
real un momento antes de… bueno, antes de que comenzase todo. —Señaló
con un gesto de la cabeza hacia un anciano que estaba hablando con
Bellatrice—. Acabo de empezar mi instrucción para ocupar un puesto en el
alto consejo de la Grieta.
—Bertie, eso es una noticia maravillosa —dije, aunque no tenía muy
claro lo que significaba.
—Bertrand —me corrigió rápidamente, y su mirada se dirigió nerviosa
hacia Théophane—. Ya tengo veinte años. Soy un hombre. El alto sacerdote
dice que ha llegado la hora de que deje atrás mi mote infantil. Me está
costando un poco acostumbrarme, pero sé que es toda una bendición, toda
una alegría.
—Cierto —comenté, sintiéndome una tonta por haberlo olvidado—. Feliz
cumpleaños atrasado. —Me puse de puntillas y le di un suave beso en la
mejilla llena de cicatrices—. Porque cumplas muchos, muchos más.
—Felicidades atrasadas a ti también, hermanita. —Alzó la mano hacia mi
rostro y colocó dos dedos sobre mi frente, ofreciéndome su bendición,
aunque mi cuerpo me gritaba que me apartase—. Que Félicité y Gaieté te
concedan su favor este año que empiezas.
Una vez acabado el ritual, echó un vistazo alrededor de la carpa, fijándose
en la pompa y el espectáculo. Cuando sus ojos se posaron en Margaux (que
estaba rellenando la copa de agua de Euphemia mientras abanicaba
efusivamente a la acalorada princesa), frunció el ceño. El rostro de la
oráculo estaba rojo como una remolacha y empapado en sudor.
—Helados —pidió entonces Margaux, a nadie en particular—. Creo que
la princesa necesita más helados. —Y salió corriendo del palco.
—¿No te alegras de que tus dioses te permitan llevar prendas de lino? —
le pregunté a mi hermano, soltando una suave risita.
—Sí que parece que Misère se lo está pasando bien hoy —concedió
Bertie, limpiándose el sudor de la frente con la manga antes de volver a
echarle un vistazo a la carpa—. Veo que el príncipe ya ha regresado.
Leopold apartó la mirada rápidamente cuando sus ojos se toparon con los
de Bertie.
—Sí. Ayer. Justo a tiempo para la… ceremonia.
—Para la celebración —me corrigió Bertie—. Es una celebración, Hazel.
La paz ha regresado a este reino. Félicité está encantada, y Revanche
también va a estarlo pronto. ¡Qué día! ¡Qué bendición! ¡Qué alegría!
Quería asentir, pero hacía demasiado calor como para mover la cabeza
siquiera.
En lo alto, en alguna parte de las murallas de Châtellerault, se disparó un
cañonazo, la señal que indicaba que algo estaba a punto de comenzar.
Bertie asintió mirando al anciano sacerdote y después se volvió hacia mí.
Sus cejas, espesas y segmentadas, se fruncieron en un gesto contrito.
—Siento tener que irme corriendo. Nuestros encuentros siempre son
demasiado breves.
—¿No te vas a quedar a verlo desde el palco?
Él negó con la cabeza, esbozando una sonrisa retorcida y cargada de
orgullo.
—No. Théophane me ha puesto una tarea un tanto distinta. —Su sonrisa
se ensanchó, y su mirada refulgía con un brillo entusiasmado—. Es un gran
honor, en realidad. ¡Qué favores! ¡Qué buena fortuna! Voy a ser la mano de
Revanche…
El alto sacerdote carraspeó con fuerza y mi hermano se sonrojó.
—Debo irme, Hazel. Pero te veré luego. Después —me prometió.
—Después —repetí, confusa—. ¿Vas a ir al baile de esta noche?
Aunque me parecía poco probable que un miembro de los Fracturados
acudiese al baile, mi hermano asintió, y después se marchó a la carrera,
desapareciendo en medio de la multitud. Me giré hacia el estrado, más que
lista para que todo ese horrible asunto de la ejecución terminase de una vez.
—No recuerdo que haya hecho nunca tanto calor en primavera —
comentó Leopold, colocándose de repente a mi lado—. Qué bendición. Qué
alegría.
Solté una carcajada ante su comentario monótono y una sensación cálida
se extendió por mi pecho. Era una sensación que había creído que jamás
volvería a sentir, no después de lo de Kieron, y desde luego no por Leopold.
Pero esta se despertó de todos modos, como el aleteo furtivo de una
mariposa.
Sabía que debía ignorar esa clase de sentimientos, sabía que Marnaigne
jamás lo aprobaría, pero era una sensación demasiado agradable como para
olvidarme de ella tan fácilmente.
Y, además, el rey estaba últimamente muy compasivo.
—Hay demasiada gente aquí, ¿no te parece? A lo mejor corre un poco
más el aire allí —sugirió Leopold, alzando la voz más de lo necesario, antes
de agarrarme del codo y tirar de mí hacia una esquina un poco más tranquila
del palco—. ¿Cómo estaba papá, cuando lo has visto esta mañana? De
verdad.
—Muy… nervioso —admití—. Sus emociones lo estaban haciendo
dudar, actuaba como si fuese un péndulo, yendo de una emoción a otra sin
parar. Tiene que descansar cuando todo esto acabe. Tiene los nervios de…
punta.
El príncipe asintió.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Cómo te encuentras tú? De verdad.
Si se dio cuenta de que prácticamente había repetido su pregunta, no lo
demostró.
—Yo… también estoy nervioso, supongo. Una parte de mí, la misma que
ha estado en el frente todos estos meses, la que estuvo viviendo en las
trincheras, entre lluvia, fango y fuego de cañón, está encantada al saber que
hoy se pondrá fin a una amenaza muy real y peligrosa. La otra parte está
triste. Por diversos motivos.
Quería contárselo. Quería decirle lo que el rey Marnaigne iba a hacer y
dejar que Leopold supiese que su padre iba a elegir el perdón antes que la
venganza. Quería decirle lo que fuese con tal de borrar esa terrible
expresión arrepentida de su rostro.
Pero se lo había prometido al rey.
—¿Teníais una buena relación? ¿Tu tío y tú?
—No —respondió—. Y ahora estoy a punto de perder la única
oportunidad de conocerlo de verdad algún día, de hablar con él. Papá me ha
contado muchas historias sobre él, de antes de… de antes de que
abandonase la corte. Baudouin es el mayor, ¿lo sabías?
Negué con la cabeza.
—Por unos cuantos años, además. Es el bastardo de mi abuelo, sí, pero
durante mucho tiempo todo el mundo actuó como si fuese él quien
heredaría el trono algún día. Mi abuela… tuvo bastantes problemas para
concebir. Baudouin vivía en palacio por aquel entonces. Le proporcionaron
la mejor educación y los mejores caballos. Mi abuelo contrató a los mejores
instructores para que le enseñasen a luchar y a cabalgar, a trazar estrategias
de guerra y a bailar. Lo criaron como si fuese un príncipe de pleno derecho.
Pero entonces nació papá.
—Y por eso Baudouin decía que debía haber sido él quien heredase el
trono —me percaté, uniendo las piezas lentamente—. Él nació primero.
Había crecido creyendo que algún día se convertiría en rey. —Fruncí el
ceño y recordé todos los inocentes que habían perdido sus casas, a sus
familias o incluso sus propias vidas, solo por el orgullo herido de uno de los
hermanos.
Leopold se mordió el interior de la mejilla mientras pensaba.
—Durante un tiempo fueron muy buenos amigos. No fue hasta que mi
madre tuvo a Bellatrice que las grietas entre ellos empezaron a aparecer. Mi
abuelo seguía vivo por aquel entonces, pero estaba enfermo. Supongo que
el ver lo cerca que estaba papá de heredar el trono, el ver cómo empezaba a
formar una familia, el ver cómo nacía la siguiente generación de herederos
que lo empujarían cada vez más abajo en la línea de sucesión… fue
demasiado para él. Papá y él discutieron y entonces… se marchó. Hasta
ahora.
—Creo… creo que el día de hoy podría sorprenderte —comenté,
insinuando el giro de los acontecimientos que sabía que estaba a punto de
ocurrir—. Quizá Miséricorde tenga su momento de protagonismo.
Leopold esbozó una sonrisa frágil.
—Creo que has estado pasando demasiado tiempo con los Fracturados. O
a lo mejor es que el calor ya te está empezando a afectar. ¿Debería ir a
pedirle a Phemie uno de sus helados?
Le dediqué una pequeña sonrisa tímida.
—Creo que prefiero la tarta de nueces especiada.
Esbocé una sonrisa radiante al ver cómo le refulgía la mirada y se le
marcaban los hoyuelos al sonreír.
—¿Estaba como la imaginabas?
El redoble de los tambores interrumpió nuestra conversación y atrajo la
atención de todos los presentes hacia la ciudadela.
Baudouin salió del interior del pórtico cerrado, flanqueado por un pelotón
de guardias. Llevaba las muñecas rodeadas con pesados grilletes de hierro.
Le habían puesto una túnica de lino de color marfil, la marca de un
condenado, la marca de alguien destinado a encontrarse con el verdugo.
Los soldados lo obligaron a recorrer el camino adoquinado y a subir por
las escaleras a la plataforma que se alzaba dominante en medio del patio.
Era una estructura tan inofensiva y sencilla, como una especie de escenario
que hubiesen construido a la carrera para que actuase un grupo de teatro
ambulante.
A Baudouin lo habían condenado a morir decapitado, y se estremeció
visiblemente cuando vio el bloque de madera oscura que habían colocado
en el centro de la plataforma.
A mi lado, Leopold respiró hondo. Se sobrecogió y nuestras manos se
rozaron. Esperaba que apartase la mano de golpe y que murmurase una
disculpa.
No lo hizo.
Y yo tampoco.
Lentamente, como si nos estuviésemos viendo arrastrados por la fuerza de
una persistente corriente, nuestras miradas se encontraron.
Él inspiró hondo.
Yo también.
A nuestro alrededor, la multitud empezó a aplaudir y vitorear a Marnaigne
y al verdugo, que acababan de salir al patio.
El rey estaba resplandeciente, vestido de pies a cabeza con sus galas
reales, incluyendo una capa forrada de armiño, a pesar del calor agobiante
que azotaba. Se mantenía erguido y con la cabeza alta. Se abrió paso entre
la multitud, saludando con un gesto de cabeza a los comerciantes y
deteniéndose cuando una hilera de niñas le hizo una reverencia. Era la
primera vez que lo veía con su corona, y me sorprendió lo bien que le
quedaba. El aro dorado y lustroso contaba con innumerables rubíes,
esmeraldas y diamantes incrustados a su alrededor. A plena luz del día,
aquella corona sola habría bastado para cegarme.
Un firmamento de puntos coloridos bailaba ante mi vista mientras el rey
recitaba toda la larga lista de crímenes que Baudouin había cometido, y leía
su sentencia.
Me mecí de un lado a otro, escuchando solo parte de la sentencia.
Comprendí que el rey quería darle bombo al momento en el que perdonase
a su hermano, que fuese el momento destacado del día, pero Leopold tenía
razón: el calor me estaba empezando a afectar. Quería quitarme ese pesado
vestido de una vez, alejarme de toda esa gente y regresar a la bendita
frescura de mis aposentos.
Abajo, sobre el escenario, Marnaigne le pidió a su hermano que se
arrepintiese de sus pecados, y solté un suspiro aliviado. Por fin había
llegado el momento. Esto terminaría pronto.
A pesar de que el miedo se estaba apoderando de Baudouin, con todo su
cuerpo tenso y listo para atacar, negó con la cabeza y escupió a los pies de
su hermano. El rey se quedó rígido, respiró entrecortadamente, y pude oír el
crepitar de su ira desde el palco real.
El corazón me latía con fuerza en el pecho, martilleándolo con una
cadencia extraña.
Aquello no debería haber ocurrido.
Eso no iba a…
—Esperaba que entrases en razón —comenzó a decir Marnaigne,
haciéndose oír por encima de los vítores de la concurrencia, como un actor
experto actuando frente a la mayor audiencia de su vida.
Me estremecí al darme cuenta de que todo estaba a punto de explotar.
—Esperaba que te arrepintieses y que el día de hoy pudiese acabar en una
reconciliación.
No pude oír la respuesta de Baudouin, pero las mejillas sonrojadas por la
ira de Marnaigne me dieron a entender que no era la respuesta que quería
oír.
—Ahora sé que jamás debería haberlo esperado. Jamás podré perdonarte,
no mientras tú y tu linaje podáis pasear libremente por este mundo.
¡Guardias! —gritó, y un grupo de soldados vestidos de uniforme surgió del
interior de la ciudadela. Traían a otros prisioneros, una mujer de mediana
edad y un niño, y los flanqueaban como si creyesen que podrían huir en
cualquier momento. Me pareció una precaución innecesaria.
Nunca había visto a un grupo de personas con un aspecto más lamentable.
No los habían tratado bien durante su confinamiento. Los grilletes de hierro
que les habían colocado en las muñecas y en los tobillos les habían dejado
ronchas. Las heridas se habían reabierto y supuraban sin parar, y tenían tiras
de heno pegadas a la piel. No podía ni imaginarme cuándo había sido la
última vez que les habían permitido bañarse.
Cuando la mujer vio a Baudouin sobre el escenario, casi se desplomó y
tuvieron que subirla en brazos mientras aullaba desesperada.
—¡No! —gritó Baudouin, luchando contra los guardias que lo mantenían
sujeto, tratando de liberarse—. Suéltala, René. Ella no tiene nada que ver
con esto. ¡Mi hijo no tiene nada que ver con esto!
Se me escapó un grito ahogado al comprender qué era lo que estaba
presenciando. Los prisioneros, que llevaban túnicas de lino de color marfil a
juego, eran la esposa y el hijo de Baudouin.
Mi cabeza no lograba asimilar del todo lo que estaba viendo. La familia
de Baudouin llevaba aquí encerrada desde hacía meses. Y se habían pasado
todo ese tiempo vestidos para su ejecución.
Marnaigne nunca había estado dispuesto a ofrecerle el perdón a su
hermano.
Siempre había tenido intención de condenarlo a muerte.
Y la familia…
Con un terrible asentimiento, Marnaigne ordenó que diese comienzo la
ceremonia, y la multitud se puso a abuchear a los prisioneros, lanzándoles
tierra y restos de comida al deshonrado duque y a su familia.
Los soldados colocaron a Baudouin sobre el bloque, posicionando su
cabeza en el hueco curvo de la madera y fijando sus grilletes a los ganchos
que había sobre la plataforma. El duque se retorció, tratando de liberarse
con todas sus fuerzas, como un animal enjaulado en un espacio demasiado
pequeño.
—¡Detén esta locura! ¡Perdónalos! ¡Hermano, por favor!
Marnaigne se quedó helado y un destello de duda surcó su expresión.
—¡Esperad! —gritó, aunque le costó hacerse oír por encima de los gritos
del público—. ¡Deteneos!
Los guardias se detuvieron, a la espera de las órdenes del rey. Baudouin
dejó de luchar contra sus ataduras, y su rostro se iluminó con una dolorosa
esperanza.
—Liberad los grilletes. Abrid las cadenas.
Un murmullo confuso se extendió entre los allí presentes, y un silencio
sepulcral se apoderó del patio.
Marnaigne observó atentamente a su hermano, y pude ver cómo toda una
serie de emociones recorría su rostro en un momento: compasión y dolor,
pena y perdón. Bajó la mirada hacia el suelo, como si estuviese a punto de
echarse a llorar, y tragó con fuerza. Entonces volvió a alzarla, y en sus ojos
no había más que furia y desprecio.
—El niño irá el primero —decidió, alzando la voz para que todo el
mundo oyese su terrible decreto—. Que su padre vea los frutos de su
trabajo.
—No —murmuró Leopold, en voz tan baja que ni siquiera estaba del todo
segura de que hubiese dicho nada—. ¡No lo hagas, papá!
Antes de que nadie pudiese protestar, antes de que nadie pudiese
detenerlo, detenerlos, detener este horror, el verdugo se puso manos a la
obra, y yo solté un grito ahogado.
Tan segura como había estado de que hoy no serían necesarios sus
servicios, no me había fijado en él hasta ese momento. Su figura ahora
dominaba el estrado. Su túnica bicolor ondeaba con la brisa, y sus pulseras
de bronce, llenas de distintos colgantes sagrados, tintineaban al
entrechocarse los dijes unos contra otros cuando flexionó sus brazos llenos
de cicatrices y alzó la enorme espada curva.
Sin pensarlo siquiera, me aferré a la mano de Leopold al mismo tiempo
que Bertie blandía aquella arma por encima de su cabeza, apuntando
directamente al cuello del hijo de Baudouin.
47

E
l agarre de Leopold no flaqueó en ningún momento.
Ni cuando la espada descendió tan rápido que incluso pudimos oír
cómo caía, cortando el aire antes de dar en el blanco, justo en la
nuca del chico.
Ni cuando Bellatrice soltó un grito ahogado y todo rastro de color
abandonó su rostro.
Ni cuando la sangre de la esposa de Baudouin fue la siguiente en
derramarse, salpicando el rostro de mi hermano y ungiéndolo en una
especie de grotesco bautismo.
Ni cuando la multitud se puso de pie de un salto, celebrándolo, bailando,
gritando lo encantados que estaban al cielo. En todo momento, la mano de
Leopold sostuvo la mía con fuerza, entregándome parte de su calor.
Los templos de toda la ciudad empezaron a hacer resonar sus campanas
para celebrar la muerte de una familia que había amenazado el modo de
vida de Châtellerault.
La cabeza de Baudouin cayó rodando desde el estrado, uniéndose a las de
su familia en el suelo empedrado. Sabía que ya no podían ver nada, que ya
no estaban realmente allí pero, en ese momento, juro que la mirada de su
esposa se encontró con la mía, afilada y acusadora.
De algún modo, sabía que todo aquello era culpa mía.
Había escogido salvar al rey, y ellos tres habían muerto por esa decisión.
Solté la mano de Leopold de golpe.
Me quité su calor de encima y me llevé la mano a la boca al mismo
tiempo que el estómago se me revolvía con violencia. Le di la espalda al
ensangrentado escenario, le di la espalda a Leopold, les di la espalda a las
miradas resentidas de aquellos rostros sin cuerpo, y bajé del palco real a la
carrera.
Logré llegar a los pies de las escaleras antes de vomitar todo lo que
contenía mi estómago tras una maraña de cortinas. El sudor que se había
acumulado en mi frente se quedó helado y, a pesar del calor que hacía, me
estremecí. Oí cómo alguien salía corriendo tras de mí y, por algún extraño
motivo, supe al momento que era Leopold. Me dejé caer en el suelo,
haciéndome un ovillo, y me froté los brazos con fuerza, preparándome
mentalmente para la oleada de angustia que amenazaba con apoderarse de
mí de un momento a otro.
No importó lo pequeña que tratase de hacerme. Leopold me encontró en
cuestión de segundos.
—Hazel —dijo. Su voz se abrió paso a través del ruido blanco que
llenaba mi cabeza, y me acarició la espalda con delicadeza, justo entre los
omóplatos, preocupado. Sus caricias eran tan ligeras como el vuelo de un
colibrí, e igual de inquietas.
—Lo siento, lo siento, lo siento mucho —repetí, al tiempo que se me
volvía a poner el estómago de punta. Tuve que tragarme con fuerza la bilis
que había comenzado a subir por mi garganta, y me quemó al volver a bajar,
pero no pensaba vomitar delante del príncipe, por nada del mundo—. Lo
siento.
No estaba del todo segura de si le estaba pidiendo perdón a él o a su tío.
—Hazel —volvió a decir Leopold, arrodillándose a mi lado. Traté de
darle la espalda, de ocultar tras mi cuerpo las pruebas de mi estómago débil
—. Hazel, no pasa nada. No tienes que… ¿Estás temblando?
Negué con la cabeza incluso cuando un escalofrío hizo que me
estremeciera nuevamente.
Me frotó la espalda con fuerza, como si estuviese intentando hacerme
entrar en calor, como si el ambiente no fuese ya tan denso como el lodo,
sofocante y húmedo. Aunque ahora el aire estaba cargado también del
aroma metálico de la sangre.
Sentía que no podía respirar. Como si alguien hubiese abierto una grieta
bajo mis pies, como si el mundo se hubiese salido de su eje y mi sentido del
equilibrio hubiese desaparecido por completo. ¿Cómo había podido el rey
hacer aquello?
Podía llegar a comprender por qué había condenado a Baudouin a muerte.
Había sido él quien había iniciado una rebelión y una sangrienta guerra civil
solo por hacerse con el trono.
Pero su mujer no.
Su hijo tampoco.
Y el rey Marnaigne los había asesinado alegremente, como el villano de
una ópera, haciendo de sus muertes todo un espectáculo.
El recuerdo del símbolo de la calavera cerniéndose sobre su rostro me
asaltó, y me revolvió de nuevo el estómago, aunque ya no quedase más que
bilis ardiente y asquerosa en su interior.
Quería que la tierra me tragase, dejar mi cabeza demasiado pesada y
aturdida sobre el pecho de Leopold, dejar que la oscuridad viniese a mi
encuentro y me reclamase. Quería… quería…
Volví al mundo real justo antes de desmayarme sobre el pecho del
príncipe heredero. Una serie de destellos surcaron mi vista, y lo único que
pude distinguir entre su cegador resplandor fue a mi hermano.
Bertie se bajó del estrado como si fuese un héroe regresando de la guerra.
No paraba de echar la cabeza hacia delante y hacia atrás, disfrutando del
brillo dorado y radiante de su momento, y entonces se detuvo junto a la
cabeza cortada de Baudouin y la alzó en alto, triunfal. Y, mientras la
multitud clamaba alegremente el nombre del rey Marnaigne, todo mi
mundo se desvaneció.

—Ahí estás —dijo una voz un poco después.


Supuse que sería más tarde.
Supuse que sería más tarde y que estaríamos en otra parte, pero no podía
estar del todo segura porque los párpados me pesaban demasiado como para
abrirlos. Me pesaban demasiado porque se querían aferrar a los últimos
rastros de la negrura y del olvido. Me pesaban y me dolían demasiado como
para abrirlos y seguir viendo los horrores que me deparaba el mundo real.
—Bébete esto —añadió aquella misma voz, y noté cómo me pegaba un
vaso a los labios.
Abrí ligeramente la boca y me bebí el agua que me tendía a sorbos.
Estaba fría y la habían endulzado con pepino y menta, y supe que debía de
estar en palacio, porque ¿en qué otro lugar endulzaría alguien el agua con
pepino y menta?
La persona que sostenía el vaso soltó un ruido seco que supuse que era
una carcajada.
—Mírame, curando a la curandera.
Leopold estaba a mi lado, era quien me estaba dando de beber.
Leopold.
Noté la caricia de sus dedos al recorrerme la frente.
—Fiebre —murmuró, en voz tan baja que dejaba claro que no estaba
hablando con nadie en concreto, solo consigo mismo.
En contra de mi buen juicio, abrí los ojos y lo observé bajo la luz tenue de
la habitación. Estábamos en mi cuarto, en mi cama, y habían corrido las
cortinas. Leopold estaba sentado al borde de mi cama, con la preocupación
oscureciendo su rostro.
Observé aquella inverosímil estampa anonadada, segura de que estaba
alucinando.
—En realidad no se puede determinar que alguien tiene fiebre solo
midiéndola con los dedos. No con precisión, al menos. —Coloqué las
almohadas que había a mi espalda con dificultad para poder sentarme sin
sentir que estaba a punto de desmayarme de nuevo.
—¿No?
Sus iris estaban dilatados y oscuros, y me recordaban a cómo los había
tenido cuando nos vimos por primera vez en palacio. Por aquel entonces
también me había pescado durmiendo.
—Acabas de tener el vaso de agua en la mano. Tenías los dedos fríos
cuando me los has pasado por la frente. Por lo que cualquier cosa que
tocases te habría parecido caliente —comenté, señalando con un gesto de la
cabeza la jarra que había dejado sobre la mesilla—. ¿Me puedes dar un
poco más, por favor? —Sentía los brazos y las piernas como si me los
hubiesen cubierto de arcilla y esta se hubiese secado hacía rato; era incapaz
de moverlos.
Leopold me volvió a acercar el vaso a los labios.
—Gracias —dije, dejándome caer otra vez sobre el nido de almohadones.
—Entonces, ¿cuál es la mejor manera de comprobar si alguien tiene
fiebre? —preguntó, sin soltar el vaso, a la espera de que volviese a pedirle
agua—. Por si alguien necesita que haga uso de mis habilidades médicas.
Creo que podría tener una carrera de lo más prometedora en el mundo de la
medicina.
Lo observé atentamente, incapaz de conciliar los primeros recuerdos que
tenía de Leopold con el príncipe que estaba en ese momento sentado ante
mí. Era como la pieza de un rompecabezas que habían tratado de encajar
demasiadas veces en un hueco que no le pertenecía, hasta desgastarla por
completo.
—Lo mejor que tú podrías hacer —bromeé— sería llamar a un curandero
para que lo comprobase por ti.
Leopold esbozó una sonrisa pero aguardó a que siguiese hablando.
—El interior de la muñeca —repuse al final, cediendo—. Es donde la
temperatura corporal es más estable, por lo que si la mides con la cara
interna de la muñeca puedes notar mucho mejor los cambios.
Sin mediar palabra, alargó la mano hacia mí y colocó la cara interna de su
muñeca en mi frente. Su caricia fue mucho más delicada de lo que me
habría esperado viniendo de él.
—Todavía te noto caliente —comentó después de un silencio largo y
cargado.
—Un golpe de calor, entonces —diagnostiqué—. No me puedo creer que
me haya desmayado.
—Ha sido demasiado. Con las ejecuciones… —dijo con dulzura—. No
me sorprende que te desvanecieras.
Negué con la cabeza y me arrepentí al momento del gesto.
—Estoy hecha de una pasta demasiado dura como para que haya sido por
eso.
—Pero no tienes por qué hacerte la fuerte, no conmigo —señaló—. No
me cabe ninguna duda de que has tenido que presenciar cosas peores, cosas
terribles. Pero… —Barrió con un gesto de la mano mis aposentos—. Ahora
estamos solos. Nadie tiene por qué enterarse de lo que ha pasado.
Me removí sobre el colchón, incómoda, pero me alegré de que en esta
ocasión nadie me hubiese cambiado de ropa mientras estaba inconsciente,
porque seguía llevando el mismo vestido formal que me había puesto
aquella mañana. Aun así, me sentía demasiado expuesta ante su mirada, por
lo que me subí la colcha hasta el pecho.
—Gracias por cuidarme en mi… ausencia —dije, antes de añadir—: Y
por tu discreción.
—Es duro tener que presenciar algo así.
—¿Ver a alguien morir?
—Ver cómo a alguien le roban su vida en contra de su voluntad —me
corrigió.
Entonces recordé el rostro de mi padre y su expresión horrorizada en sus
últimos momentos. Su vida fue la primera que robé. Y no se había
marchado en silencio.
—La primera vez que vi cómo mataban a alguien en el frente, a un
soldado que estaba justo a mi lado al que la metralla lo alcanzó justo en el
centro del cuello, no pude dejar de gritar. —Leopold se pasó la lengua por
los labios, y su voz sonaba demasiado tensa y débil—. A veces me da la
sensación de que sigo gritando.
—Lo siento mucho —me oí murmurar, pero estaba demasiado sumida en
mis propios recuerdos. Mamá me había suplicado que acabase con su dolor,
había sonreído mientras se bebía la pócima que había preparado, pero el
resto…
Sí, había sido duro ver cómo la vida se apagaba en sus ojos.
—Te disculpas demasiado —comentó Leopold—. No fuiste tú quien me
puso ese uniforme. No fuiste tú quien me mandó a la guerra.
—Pero lo siento igualmente —repuse, y me di cuenta de que estaba
equivocado, sí que habían sido mis acciones las que, sin pretenderlo, habían
hecho justo eso. Si nunca hubiese salvado a Marnaigne, si hubiese
permitido que Baudouin se hiciese a la fuerza con el trono… ¿cuánta gente
seguiría hoy con vida?
¿Pero cuántas vidas has salvado con tus actos?
Sabía que la respuesta correcta no existía.
—¿De verdad ha ocurrido? —pregunté, sintiéndome increíblemente
pequeña—. ¿De verdad el rey ha…?
Leopold asintió.
—Me había dicho que le iba a ofrecer misericordia. Ayer. Me dijo que
quería demostrarle a su pueblo que era un rey misericordioso. Que iba a
ofrecerle su perdón. Cuando llegó Margaux estaba dispuesto a… —Me
quedé callada.
Margaux había llegado justo después de nuestra charla.
Margaux había hablado con él a puerta cerrada, había estado conversando
con él hasta tan tarde que el rey casi se había perdido la cena de gala que
había organizado para celebrar la vuelta de Leopold. En aquel momento me
había parecido extraño, pero había dicho que solo era porque había estado
demasiado ocupado con todos los dignatarios que habían venido de visita,
por lo que aquello mitigó mis dudas.
Pero ¿y si…?
—Margaux. Dijo que había tenido una visión que le había mandado la
Primera Santa. ¿Crees que le dijo algo a tu padre para hacerlo cambiar de
opinión?
—Mi padre es un hombre muy voluble —repuso Leopold, midiendo sus
palabras—. Se deja influir fácilmente por quienes lo rodean. Sobre todo por
los que le susurran más alto al oído. Y todo el mundo le está susurrando a la
vez.
—¿Pero ejecutar a ese niño? ¿A su propio sobrino? ¿Por qué querría la
Primera Santa que hiciese algo así?
Leopold puso una mueca de dolor al recordar la ejecución de su primo.
—No creo que fuese lo que la Primera Santa quisiese. Pero quizá
Margaux sí.
—Ya has comentado algo parecido antes, cuestionando sus motivos. ¿Por
qué querría… por qué querría Margaux que ocurriese lo que ha ocurrido
hoy?
Leopold se encogió de hombros.
—No lo sé. Tendrás que preguntárselo a ella. Pero papá… papá siempre
quiere aparentar fortaleza. Y lo más probable es que quisiese que se corriese
la voz de lo fuerte que es por todo el reino, para que cualquiera que pudiese
estar pensando en revelarse y retomar la lucha de mi tío descartase esa idea
de inmediato. Es una estrategia bastante efectiva.
—¿Estás de acuerdo con lo que ha hecho? —pregunté, horrorizada.
Leopold negó con la cabeza, con vehemencia.
—¡No! En absoluto. Jamás estaría de acuerdo con eso. Pero… —Tragó
saliva con fuerza—. Es el rey. Y el hombre que se atrevió a desafiarlo ha
acabado con la cabeza cortada y metida en un cesto de mimbre. Así que…
—No llegó a terminar la frase, y supe que jamás la terminaría.
—¿Me puedes dar un poco más de agua? —Las palabras me salieron a
borbotones. Me sentía demasiado cansada como para pensar. Las
ejecuciones de aquella tarde habían sido las peores que había presenciado
jamás, y no podía dejar de verlas, una y otra vez. Se repetían en un bucle
interminable en mi cabeza. Veía una y otra vez cómo Bertie asesinaba a la
familia de Baudouin.
Bertie.
Mi Bertie.
Traté de recordarlo tal y como había sido antes, cuando éramos pequeños,
antes de que lo hubiesen obligado a postrarse al servicio de un dios, antes
de que hubiese masacrado su propio cuerpo en nombre de una fe que
acababa de descubrir, pero no pude. Lo único que veía era al hombre que
estaba frente al bloque del verdugo, acatando las órdenes de un rey
vengativo que se había vuelto loco.
Marnaigne estaba loco. De eso no me cabía ninguna duda.
El símbolo de la calavera había tenido razón.
Era volátil, peligroso. Los Escalofríos lo habían cambiado, habían
quebrado su mente, lo habían alterado de formas que nadie podría haber
previsto.
Y yo podría haberlo prevenido todo. Tenía la sangre de los muertos de
hoy en mis manos. Aunque sus espíritus en descomposición no fuesen a
perseguirme por toda la eternidad, sus fantasmas me atormentarían por el
resto de mi vida demasiado larga.
—¿Cómo te encuentras? —me preguntó Leopold. Noté cómo se movía,
como si se fuese a levantar de la cama para dejarme a solas, pero al final
decidió quedarse donde estaba.
No sabía cómo responder con sinceridad a aquello. No en esta corte. No
con el rey Marnaigne tal y como estaba ahora, con sus emociones tan
confusas y con esa paranoia, como si estuviese librando una guerra consigo
mismo.
No. La única manera de salir indemne de esta era seguirle la corriente,
complacerlo, y después huir en cuanto se presentase la oportunidad. Ya no
tenía nada que hacer aquí, y me sentía como si estuviese viviendo una vida
que ya no me pertenecía. Marnaigne se inventaría cualquier enfermedad y
me exigiría que lo curase pero, sin mi don, sin ser capaz de ver la cura,
fracasaría, una y otra vez. Y esta nueva versión del rey no sería compasiva.
Me daba mucho más miedo decepcionarlo que complacer a mi padrino.
Alargué la mano hacia el espejo compacto de plata que tenía sobre la
mesilla de noche y observé mi reflejo. Tenía el rostro pálido y la mirada
oscura y llena de preocupación.
—Al menos esta noche es el baile de máscaras.
Leopold me miró horrorizado.
—No vas a ir, ¿no?
Hice a un lado las sábanas y me dispuse a bajarme de la cama.
—Tu padre espera que vaya.
—Habrá cientos de cortesanos llenando el salón. Estoy seguro de que no
se dará cuenta de que no estás allí. Y, tal y como has dicho, es un baile de
máscaras.
—Él espera verme allí —repuse—. Y lo último que quiero es enfadarlo.
—Supongo que todos estamos bailando al son de la música de otros —
murmuró. Jamás lo había oído hablar con tanta amargura—. ¿Siempre haces
lo que se espera de ti?
Leopold pronunció aquella pregunta en un susurro, tan bajo que me pasé
un rato pensando si me la habría imaginado.
Con un suspiro, dejó caer las manos sobre el colchón para levantarse de la
cama, y nuestros dedos se rozaron. Fue solo una suave caricia, el roce de
nuestras pieles, pero me hizo estremecer.
—No —admití, alzando la vista para mirarlo directamente a los ojos—.
Solía hacerlo. Siempre. Pero entonces… —Me quedé callada, incapaz de
terminar la frase.
Pero entonces le entregué una de mis vidas a tu padre.
Pero entonces sentencié a tu tío y a toda su familia a muerte.
Pero entonces le rompí el corazón a mi padrino.
—¿Por qué estás aquí? —No era lo que quería decirle, pero la pregunta se
me escapó antes de que pudiese evitarlo.
—¿Qué quieres decir?
—Hay cientos de personas que podrían estar aquí ahora en tu lugar, que
podrían haberme traído de vuelta a mis aposentos y mantenerme vigilada.
Pero… estás tú. Y ellos no.
—No, ellos no —repuso—. Estaba preocupado. Por ti, sí —añadió, antes
de que pudiese decir nada—. Y no, no sé por qué. No sé por qué me fijo en
la forma en la que comes, o en los colores de los lazos que te atas en el pelo.
No sé por qué siempre te estoy buscando con la mirada, en cualquier
evento, ni por qué mi corazón respira tranquilo al encontrarte. Pero es así y,
Hazel, yo… me asusté al ver cómo te desmayabas esta tarde, al verte tan
vulnerable e indefensa. Sobre todo cuando sé que eres tú la que siempre está
ahí para ayudar al resto. Y por eso… por eso quería ser yo quien estuviese
ahí para ayudarte. —Exhaló un suspiro apresurado—. Y sentí que estaba
haciendo lo correcto. Y quiero seguir sintiéndome así. Sobre todo después
de que papá… —Tragó saliva con fuerza—. Durante mucho tiempo he
sentido que no estaba haciendo lo correcto, y no me gusta sentirme así.
Pero, cuando estoy contigo, nada de eso importa.
Su sinceridad me desarmó y disipó cualquier comentario despreocupado
que pudiese haber hecho para apaciguar la tensión. Era como si todas las
moléculas del aire que nos rodeaban se estuviesen acumulando, unas
encima de otras, hasta formar un muro impenetrable, atrapándonos en un
espacio demasiado estrecho, juntándonos irremediablemente.
—No… no pretendía hacerte sentir incómoda —continuó diciendo—. Es
solo que… eres la única persona en todo el mundo con la que siento que
puedo ser totalmente sincero. Aunque quizás he sido demasiado atrevido.
Antes de poder pensármelo dos veces, antes de que la razón pudiese
disuadirme, me incliné hacia él y lo besé.
Mi osadía nos tomó a los dos por sorpresa. Un gemido sorprendido y
grave reverberó en lo profundo de la garganta de Leopold, pero no pude
apartarme y disculparme (de nuevo) porque, de repente, sus dedos se
enredaron en mi pelo, pegándome aún más a él. Me sostenía con ternura,
cubriendo mis mejillas como si mi rostro fuese un tesoro que llevaba mucho
tiempo anhelando poseer, algo que llevaba toda la vida esperando y que
estaba feliz de haber ganado por fin. Suspiré con fuerza cuando sus labios
se apartaron de los míos, para recorrerme la frente y los párpados, las
mejillas, incluso la punta de la nariz.
—No te haces una idea de lo mucho que me gustan estas pecas —
murmuró, susurrándome aquellas palabras contra la piel, con su voz cálida
y tan llena de deseo.
Existen demasiadas tentaciones que podrían desviar a un joven de su
camino, ¿no te parece?
La voz de Marnaigne resonó en mi cabeza, pero la relegué a los recovecos
más oscuros de mis recuerdos de un empujón. Solo quería olvidarme del rey
y de sus planes para el joven al que estaba besando.
Sin temor alguno, le pasé a Leopold las manos por el pecho, fijándome en
lo acelerado que latía su corazón bajo aquel uniforme elegante de lana, bajo
todas aquellas medallas e insignias, y después me aferré al cuello de su
camisa y tiré de él de nuevo hacia mí.
Con una profunda carcajada, el príncipe volvió a pegar sus labios a los
míos. Yo respondí a su beso con un hambre desenfrenada, abriendo la boca
para poder saborearlo mejor.
—Hazel —susurró entre beso y beso.
No le respondí, sino que nos cambié de posición, y recorrí con mis labios
la pronunciada curva de su mandíbula, dándole un suave beso con
reverencia en la pequeña cicatriz que tenía justo bajo la oreja, antes de bajar
por su garganta. Esbocé una sonrisa al notar cómo tragaba con fuerza.
El besar a Kieron nunca había sido así.
Kieron siempre había sido dulce y suave. Sus besos eran una promesa de
toda una vida juntos. Eran fervientes pero dulces. Respetuosos.
No quería el respeto de Leopold. No quería que me prometiese toda una
vida juntos.
Eso era imposible.
Pero también quería algo más que solo sus labios contra los míos. Quería
más gemidos ahogados que surgiesen de lo más profundo de su pecho.
Quería que se tumbase en la cama y colocarme encima de él hasta que el
deseo que había comenzado a florecer en mi bajo vientre desapareciese por
completo.
No tendríamos un futuro juntos, pero podríamos tener este momento.
Quería que me entregase su presente.
—Hazel —repitió, esta vez con más firmeza, acariciándome la mandíbula
y alzándome el rostro hasta que nuestras miradas se encontraron—. Me
encanta este giro de los acontecimientos, de verdad.
—¿Pero? —pregunté, y las llamas que habían ardido en mi interior hacía
tan solo un segundo comenzaron a apagarse, dejándome vacía y helada.
—Has tenido un día duro. Necesitas descansar —añadió rápidamente, al
darse cuenta de que iba a protestar—. Sobre todo si…
—¿Si?
—Si estás tan obstinada con ir al baile de máscaras esta noche. No me
gustaría que mi pareja de baile se desmayase en medio de la farándula. —
Leopold se inclinó hacia mí, pegando nuestras frentes antes de susurrar—.
Claro que, si se desmayase, tendría que llevarla en brazos de vuelta a sus
aposentos y asegurarme de que durmiese como es debido.
Sus labios se posaron sobre los míos de nuevo, con una dulzura que me
volvió loca y que hizo que se me doblasen los dedos de los pies.
—¿Es que todo lo que dices debe tener siempre un doble sentido? —
pregunté.
—Dímelo tú —murmuró, profundizando el beso.
Me sentía mareada y feliz, como si estuviese a punto de desmayarme de
felicidad cuando respondí contra sus labios.
—¿De verdad está pasando esto?
Me recorrió lentamente la mejilla con un dedo, haciendo que se me
acelerase aún más el corazón.
—Espero que sí.
Por mucho que quisiese olvidarme del rey Marnaigne y de lo que me
había ordenado exactamente que hiciese, no pude.
—Pero tu padre… —Solté un sonoro gemido cuando los labios de
Leopold se deslizaron por mi cuello—. No le va a gustar esto. No va a…
Leopold suspiró con fuerza y se apartó, permitiendo que el aire se
deslizase entre nuestros cuerpos, como si un enorme abismo se interpusiese
entre nosotros.
—Después de todo lo que hemos tenido que ver hoy, sinceramente, me
importa una mierda lo que mi padre quiera. Esta noche, te quiero a mi lado.
Te quiero a mi lado todas las noches. ¿Me concederías tu primer baile?
Sabía que debía decirle que no. Sabía que no debería alentar este cálido
deseo que había comenzado a surgir entre nosotros. Ignorar a Marnaigne era
jugar con fuego, un fuego peligroso que podría descontrolarse en cualquier
momento, que podría abrasar todo el reino y reducir todo aquello que rozase
a cenizas.
Y, aun así, no podía decirle que no.
—No podría compartir ese momento con nadie que no fueses tú —le
prometí, y esbocé una enorme sonrisa al ver cómo le brillaban los ojos,
sintiéndome algo tímida de repente—. Tengo mi máscara y mi vestido
guardados en el armario. Por si necesitas algo de ayuda para encontrarme
esta noche.
—Oh, Hazel. —Esbozó una sonrisa pícara antes de darme tres besos en la
mejilla, ponerse de pie y alejarse hacia la puerta—. Yo siempre te
encontraré.
48

B
ellatrice había elegido nuestros vestidos para el baile de máscaras
y se había pasado toda una semana arrastrándome de un atelier a
otro, por toda la ciudad. Había examinado al detalle todos los
acabados y las muestras de tela, porque estaba decidida a encontrar las
obras maestras más exquisitas de toda la ciudad para que fuésemos nosotras
quienes las llevásemos, asegurándose así de que nuestros nombres
estuviesen en boca de todas las damas de la corte, y de que nuestro aspecto
se grabase a fuego en la memoria de sus maridos e hijos en edad casadera.
A diferencia del resto de las fiestas a las que habíamos asistido a
principios de la temporada (con las que los nobles habían competido para
ver a quién se le ocurría el tema más exagerado y espectacular), lo único
que se homenajeaba esta noche era el propio apellido Marnaigne. Todo el
mundo debía vestir con sus prendas doradas o negras más elegantes, para
mostrar su apoyo y alianza con el monarca más poderoso.
Como Bellatrice había querido ser la dama que más brillase en el baile,
había elegido el diseño más atrevido; un vestido con un corpiño ajustado y
con transparencias, y una falda hecha a base de capas de tul de color carne.
Decenas de serpientes aterciopeladas recorrían la tela, enroscándose por la
falda y subiendo por el corpiño, cubriendo apenas sus pezones. Una de las
serpientes después se enroscaba alrededor de su cuello, creando un
profundo escote en «V» que acababa con su lengua bífida extendida y
rodeando su cola. La doncella de Bellatrice, Cherise, había soltado un grito
consternado al ver cómo se retorcía aquella oscura criatura alrededor del
cuello de su señora.
La sonrisa de Bellatrice se había apagado notablemente.
Observé su reflejo en el enorme espejo con atención, mientras Cherise me
colocaba con cuidado las horquillas que mantendrían sujeto mi recogido
toda la noche, para tratar de sostener la tiara en su sitio. Bellatrice había
insistido en que me pusiese una de sus tiaras para completar mi disfraz, y
había seleccionado un halo dorado y delicado, con rayos que se extendían
en todas las direcciones, como el sol radiante, y coronados con
deslumbrantes piedras preciosas. No podía ni imaginarme la cantidad de
joyas que llevaba en aquel momento en la cabeza, cada una de ellas
refulgiendo con brillo propio. Sería imposible que pasasen desapercibidas.
El vestido me caía por el cuerpo como oro líquido, dándome un aspecto
mucho más festivo de lo que mi estado de ánimo dictaba. El reluciente lamé
se pegaba a mi torso, formando pliegues asimétricos al deslizarse por mi
cuerpo, y dejando al descubierto mis hombros y mi espalda, que refulgían
gracias al polvo perlado que me habían rociado en la piel.
Como el tónico de agar negro que había elaborado había logrado acabar
con los Escalofríos, el tener la piel reluciente se había empezado a poner
macabramente de moda por todo Châtellerault, lo que había incitado a las
modistas a hacer aún más pronunciados los escotes de los vestidos, para
dejar mucha más piel brillante al descubierto.
Bellatrice había optado por pintarse de dorado las clavículas, los labios y
los párpados, y en ese momento estaba volviendo a sumergir las manos en
el bote de pintura dorada, distraída. El brillante maquillaje le cubría la piel
como si llevase guantes, otorgándole un fulgor y una elegancia de otro
mundo.
—Debería haberme puesto la máscara antes —comentó, sacudiendo las
manos para que se le secasen lo más pronto posible. Suspiró con pesar.
—Yo me encargo de eso, señorita —le prometió Cherise, clavándome la
última horquilla en el peinado—. ¿Qué tal, mademoiselle Trépas?
Moví la cabeza de un lado a otro.
—Si se cae, será solo por mi culpa.
—O por la de tu compañero de baile —predijo Bellatrice. Su comentario
era pícaro e ingenioso, pero sonaba hueco—. Todos los invitados son
encantadores, pero no creo que ninguno de nuestros estimados soldados sea
un buen bailarín.
—¿Ni siquiera Mathéo? —pregunté, tratando de animarla. Tomé mi
máscara, un dominó de oro labrado con unas cuantas estrellas negras
pintadas por toda la superficie, y me la puse con cuidado.
—Sobre todo Mathéo.
Cherise soltó una carcajada al tiempo que ataba la delgada tira de tul
negro sobre los ojos de la princesa. Bellatrice se miró en el espejo durante
un momento antes de asentir, dejándole saber así a su doncella que podía
marcharse.
Aguardé hasta que oí cómo la puerta se cerraba antes de decir nada.
—¿Estás bien? —susurré.
Por un instante, vi cómo todo su cuerpo se quedaba helado, cómo su
espalda se ponía en tensión, pero se sacudió aquella sensación de encima de
inmediato y se recostó sobre el respaldo de su asiento, observándome a
través del espejo.
—Deberías haber elegido el polvo dorado en vez de ese brillo perlado.
—Bells… —dije, preocupada.
La princesa suspiró, cansada de mi insistencia.
—Tengo que encontrar marido, Hazel. Esta noche.
No me esperaba ese cambio de tema en absoluto, por lo que lo único que
pude hacer fue enarcar las cejas como respuesta.
—Tengo veintitrés años —siguió diciendo—. Estoy harta de estar
encerrada entre estos muros, sin saber cuándo podré salir de aquí, si es que
voy a poder salir algún día. Primero fue porque estábamos pasando el
periodo de duelo, después por la guerra, y supuse que papá solo quería
asegurarse de que estuviera protegida en palacio por si le pasaba algo a Leo,
ya sabes, en el frente.
Hizo una pausa, poniendo una mueca arrepentida por lo que acababa de
decir.
—Sé que es una idea horrible, por supuesto, pero si papá se quedase sin
heredero, se vería obligado a dejarle la corona a su hija mayor… a mí —
añadió, aunque no fuese necesario que lo aclarase—. Pero ahora que ya ha
terminado la guerra y que la vida de Leo ya no corre peligro alguno, tengo
que… tengo que salir de aquí.
Marnaigne había dejado claro que sabía exactamente cómo se suponía
que debía ser el futuro de Leopold, por lo que me parecía imposible que no
hubiese trazado también un plan para el de Bellatrice.
—¿Por qué tienes tanta prisa por encontrar marido de repente? La guerra
acaba de terminar. Estoy segura de que se van a celebrar docenas de fiestas
y bailes en lo que queda de temporada. Seguro que quieres encontrar al
hombre adecuado, no cualquier hombre.
Bellatrice volvió a bajar la mirada hacia el tocador, con una expresión
increíblemente triste apoderándose de su rostro. Y entonces se llevó un
nudillo a la comisura de los labios.
—Si tan solo hubiese sido un chico… —susurró.
Me arrodillé a su lado, con todos los metros de tela de nuestros vestidos
acumulándose a nuestro alrededor como unas nubes densas y mullidas.
Alargué el brazo hacia ella y tomé su mano dorada entre las mías.
—Sabes que puedes contarme lo que sea. ¿Qué te preocupa?
Nuestras miradas se encontraron y me di cuenta de que tenía los ojos
vidriosos, incluso con aquella fina tela de tul oscureciéndole la mirada. La
princesa estaba a punto de echarse a llorar.
—Tengo que salir de aquí, Hazel —susurró a la carrera—. Esta tarde he
comprendido que no estamos a salvo en palacio. Ninguno de nosotros lo
está, pero sobre todo… —Se detuvo de golpe, midiendo sus siguientes
palabras—. Yo. No estoy a salvo aquí. Ya no.
Fruncí el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Bellatrice soltó un largo suspiro, inquieta.
—Hace años, empezó a correr el rumor de que yo… —Se acercó un poco
más a mí, para susurrarme sus siguientes palabras al oído—. De que yo
podría no ser hija de mi padre.
Ahogué un grito de sorpresa.
—¿Qué?
Bellatrice asintió, volviéndose hacia la puerta como un resorte como si le
hubiese parecido oír a Cherise regresando a sus aposentos. La estancia se
quedó en completo silencio durante unos segundos antes de que la princesa
siguiese hablando.
—La gente decía que mamá y mi tío Baudouin habían sido… demasiado
buenos amigos. Por eso se marchó de palacio después de que yo naciese…
cuando mis ojos cambiaron de color.
—¿Tus ojos?
Sus rodillas se movían de arriba abajo, inquietas, golpeando el tocador de
vez en cuando.
—Dicen que todos los bebés nacen con los ojos azules. Y los míos, al
principio, también lo eran. Mamá solía decir que eran tan azules como los
de papá, que era una Marnaigne de los pies a la cabeza. Pero cuando tenía
un año, más o menos, empezaron a cambiar de color, se aclararon poco a
poco, volviéndose mucho más verdosos.
—¿Baudouin tiene los ojos verdes? —pregunté, antes de quedarme pálida
—. ¿O los tenía?
—Sí, los tenía —repuso—. Papá tardó un tiempo en darse cuenta, pero
cuando se fijó… —Bellatrice parpadeó y una lágrima traviesa le empapó la
tela de su máscara—. Mamá trató de calmar los ánimos. Le juró por todos
los dioses que su abuelo había tenido los ojos tan verdes como el jade, pero
el daño ya estaba hecho. Baudouin se marchó de palacio y papá no volvió a
hablar con él. Al menos, no hasta esta mañana. No hasta que papá juró
acabar con todo su linaje. Un linaje que probablemente también me incluya
a mí, sin importar lo que mamá dijese.
—Tu frasco de perfume —murmuré, al acordarme de aquel extraño
comentario que Bellatrice había hecho hace unos cuantos meses justo allí
también, en su dormitorio—. Tu madre solía llamarte «mi pequeño
diamante» porque decía que eras suya, suya y de nadie más.
La princesa asintió con reticencia.
—No te haces ni una idea de lo muchísimo que me gustaría que estuviese
aquí ahora. Ella podría arreglarlo todo. Podría tranquilizarlo, hacerle
cambiar de idea. Pero solo estamos nosotros. —Parpadeó varias veces
seguidas, tratando de aplacar las lágrimas que pugnaban por escaparse—.
No le puedes decir nada de esto a nadie. Jamás. Pero, sobre todo, no ahora.
—Me sacudió las manos con fuerza y me dio un suave apretón. La pintura
dorada seca se me clavó en las palmas de las manos como esquirlas de
cristal—. Por favor, Hazel.
—Jamás. Te doy mi palabra —prometí.
Bellatrice se humedeció los labios.
—Bien. Tan solo déjame disfrutar del baile esta noche, Hazel. Déjame
divertirme y ser tan libre como cada una de las otras chicas. Déjame
encontrar a un hombre que piense que soy inteligente y encantadora,
alguien que pueda sacarme de este palacio con vida. Por favor.
—Pero si pudiésemos…
Me quedé callada en cuanto Cherise regresó, con la tiara de Bellatrice en
brazos, sobre un cojín de terciopelo. La princesa se volvió hacia su tocador
de inmediato y se pasó el dorso de las manos por las mejillas.
—¿Va todo bien, señorita? —preguntó la doncella, al ver que la princesa
tenía los ojos rojos.
—Por supuesto —espetó ella, alzando su fachada molesta de nuevo—. Lo
que pasa es que me has apretado mucho la máscara y ahora me brillan
demasiado los ojos, qué desastre.
Cherise se marchó al baño a la carrera, murmurando una decena de
disculpas.
—Dime, Hazel —siguió diciendo Bellatrice, con voz mucho más alegre y
seductora, para que nadie se diese cuenta de lo que sentía en realidad.
Estaba hablando casi a gritos, alzando la voz para asegurarse de que Cherise
nos oyera alto y claro desde la otra habitación—. ¿Hay alguien en concreto
con quien te mueras por bailar esta noche?
Nuestras miradas se encontraron en el reflejo del espejo, transparentes y
cargadas de sinceridad durante un doloroso momento, antes de que una
expresión encantada se apoderase de su rostro. Irradiaba regocijo por todas
partes, y estaba segura de que aquella sería la máscara más impenetrable
que se pondría esa noche.
49

E
l gran chambelán era el encargado de anunciar los nombres de
todos los invitados a la entrada, y su voz se alzaba orgullosa sobre
el barullo de los juerguistas que ya habían empezado a divertirse en
el salón de baile. A mí todavía no me habían anunciado, porque como
estimada miembro del círculo cercano del rey, tendría que entrar justo tras
él, como el resto de los nobles y los miembros del consejo, pero me dediqué
a deambular igualmente por la sala, admirando todo lo que habían
preparado para el baile.
Habían colgado entre los pilares de mármol negro sendos tapices con el
toro triunfante de los Marnaigne bordado y, mirara donde mirare, había
enormes enredaderas de flores doradas. Habían colocado también cientos de
candelabros, que sostenían en sus brazos miles de velas de color ónice que
ardían con fuerza. El ambiente refulgía con su brillo, dándole a la noche un
aire nebuloso y onírico, que prometía una velada seductora y plagada de
tentaciones.
Aunque el salón todavía no se había llenado del todo, el bullicio reinaba
en la sala mientras las parejas se paseaban entre la multitud, en busca de los
amigos a quienes querían ver o con quienes querían ser vistos. Las mujeres,
que llevaban enormes vestidos de tafetán y brocado de satén, se estaban
acicalando o haciendo algunos cambios de última hora en las máscaras de
sus acompañantes. Las cabezas de los invitados, con sus tocados de plumas,
se mecían de un lado a otro, y la luz de las velas se reflejaba sobre las joyas,
tanto reales como de pasta, que adornaban sus peinados, tanto que era como
si me hubiese pasado un buen rato mirando directamente al sol.
Nadie podría imaginarse jamás que, hace tan solo unas horas, todos estos
mismos invitados elegantes habían estado animando y presenciando cómo
su rey ordenaba ejecutar a una familia entera.
—¡Todo está precioso! —gritó una vocecita a mi lado y, cuando bajé la
mirada, me encontré con los ojos azules de la princesa Euphemia. Llevaba
puesto un vestido de baile de color carbón, con una falda de volantes de tul
negro, llena de extravagantes pliegues y decorada con lentejuelas de ónice
en el dobladillo. Su máscara no era más que una tira de encaje negro que le
cubría el rostro por completo, y su doncella había recogido los extremos
con suma delicadeza, uniéndolos a sus rizos brillantes con horquillas.
—¡Phemie! ¿Qué estás haciendo aquí? Creía que teníamos que entrar
todos después, con tu padre.
—¡Se supone que no tienes que saber que soy yo! —protestó, señalando
la máscara que le cubría el rostro. Soltó un sonoro suspiro—. Papá me ha
dicho que todavía soy demasiado pequeña para quedarme hasta el final de la
fiesta, pero me ha dejado venir antes de que se llene de gente. —Bajó un
poco su máscara de encaje, y me fijé en cómo esbozaba un mohín—.
¡Siempre me pierdo toda la diversión!
—No seas tonta —repuse, arrodillándome para quedar a su altura—. Creo
que eres la única con algo de suerte en todo el palacio esta noche. Los bailes
y las fiestas nunca son tan divertidos como piensas. ¿Te has dado cuenta del
calor que hace ya?
La princesa asintió lentamente.
—Bueno, pues imagínate el calor que hará después, cuando el salón se
llene de cientos de personas, bailando y sudando, ¡y apestándolo todo con
su olor! Y mira todo ese champán —seguí diciendo, señalando una de las
mesas de banquete, donde habían formado una torre enorme con todas las
copas—. Los adultos se pasarán bebiendo champán toda la noche, y
después no harán más que hablar a gritos y pisar los pies de los demás
invitados. ¡Ay, mañana me van a doler muchísimo los pies por su culpa!
A pesar del esfuerzo que estaba haciendo por mantener el ceño fruncido, a
Euphemia se le escapó una risita.
—Y tú puedes quedarte en tu cuarto, con tu camisón puesto, y comer
todos los macarons que quieras mientras Margaux te lee un cuento.
—Pero me perderé todo el baile —murmuró con tristeza, clavando la
vista en un grupo de parejas que ya estaban bailando el vals en el centro del
salón mientras la orquesta tocaba con suavidad bajo los anuncios del gran
chambelán—. Papá me dijo que podría bailar una canción con él y que
después me tendría que ir a la cama.
Valoré su respuesta, mirándola con la expresión más pensativa que pude
poner bajo mi máscara.
—Ah, qué pena. Verás… la cosa es que yo también necesito una pareja de
baile. —Busqué a tientas el pequeño librito que llevaba colgado de la
muñeca con una cinta oscura y lo abrí, mostrándole todas las líneas vacías
—. ¿Ves? Tengo mi segundo baile libre.
—¡Puedo bailar también contigo! —sugirió Euphemia, con la mirada
brillante—. ¡Si papá me deja! —Sin esperar ni un segundo, tomó el lápiz
que colgaba de su propia muñeca y garabateó su nombre en mi segunda
línea. Después abrió su propio carné de baile y escribió mi nombre en su
segunda línea también, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Seguro que papá dice que sí —comentó una voz a nuestra espalda—.
Sobre todo cuando le explique que yo ya te he pedido que me reservases el
tercero. —Leopold se abrió paso entre la multitud y escribió sus iniciales en
el carné de su hermana pequeña con una floritura.
—¡Gracias, Leopold! —exclamó, poniéndose de puntillas para abrazarlo.
—¿Leopold? —preguntó, haciéndose el sorprendido—. No soy Leopold.
Solo soy un apuesto donjuán que ha venido desde un reino lejano con la
firme intención de bailar con cada chica preciosa que se encuentre. ¿Es que
no se nota por mi máscara?
Sin duda, se había metido en el papel a la perfección. Leopold iba
maravillosamente desvestido, parecía que solo llevaba un chaleco ajustado a
rayas sobre la camisa, dejando que la fina tela de linón de sus mangas
ondease como si aquella prenda perteneciese a una época pasada, mucho
más romántica. Su máscara estaba hecha de terciopelo negro, con las
costuras en hilo dorado, que refulgían bajo la luz de las velas como un rayo
en plena tormenta de verano.
Me sonrojé solo con verlo. Hacía tan solo unas horas había estado
besando a este mismo demonio libertino (¡y él también me había besado!,
gritaba mi cabeza), mientras dábamos vueltas y vueltas sobre mi cama,
hasta enredarnos con mis sábanas. Tenía ganas de reír ante lo inesperado
que había sido todo aquello. Tenía ganas de gritar al cielo lo perpleja que
estaba ante aquel cambio de los acontecimientos. Tenía ganas de volver a
besarlo, justo aquí y ahora, sin que me importasen en absoluto las
consecuencias.
Euphemia soltó una suave risita, lo que me trajo de vuelta a la realidad, y
Leopold alzó la mirada hacia mí, con los ojos brillantes bajo su máscara.
Con un murmullo apreciativo, su mirada me recorrió de pies a cabeza,
clavándose momentáneamente en mi corona y en el escote de mi vestido,
antes de bajar hasta mi carné de baile, que se mecía de un lado a otro,
colgado de mi muñeca derecha.
—¿Y usted, hermosa señorita? ¿No necesitará por casualidad una pareja
de baile esta noche?
Me tomó la mano y se llevó mis dedos a los labios antes de abrir mi carné
de baile. Contuve el aliento mientras su pulgar se deslizaba con suma
delicadeza por la cara interna de mi muñeca, formando pequeños círculos.
¿Podía notar lo rápido que latía mi corazón mientras me imaginaba por
dónde podrían deslizarse también sus manos cuando estuviésemos bailando
en el centro de la pista de baile?
—Oh, querida —murmuró, manteniendo el mismo tono juguetón con el
que había estado hablando antes con Euphemia para divertirla—. Su carné
está prácticamente vacío. No podemos permitir que siga así. —Tomó el
pequeño lápiz dorado que colgaba de mi muñeca y llenó todas las líneas
vacías con sus iniciales—. Mucho mejor —anunció en cuanto terminó.
—¿Está seguro de que quiero pasarme toda la velada bailando con usted?
—lo provoqué—. Alguien podría pensar que su afán roza la presunción.
—¿Es que se le ocurre una forma mejor en la que podamos pasar esta
velada? —preguntó, esbozando una sonrisa traviesa.
—¡Oh, nada de eso, tenéis que bailar! —repuso Euphemia con seriedad,
completamente ajena a lo que había querido insinuar su hermano mayor—.
¡Leopold es el mejor bailarín de palacio! No te va a pisotear los pies, sin
importar cuánto champán beba. Si bailas con él seguro que te vas a divertir
muchísimo tú también. Incluso aunque no tengas mis macarons o no te lean
ningún cuento.
—¿Cuentos? —repitió Leopold, enarcando las cejas al tiempo que su
sonrisa se ensanchaba aún más.
—¿De verdad lo piensas, Euphemia? —pregunté, ignorando la mirada de
Leopold y las mariposas que esta había despertado en mi estómago.
La pequeña princesa dio un pisotón en el suelo con fingido enfado.
—¡Que se supone que no tienes que saber quién soy!
De repente, Aloysius se asomó por encima del hombro de Leopold.
—Su alteza real. Su alteza real —añadió al ver a Euphemia—. Y…
mademoiselle Trépas —dijo, observándome con los ojos entrecerrados para
comprobar que no se había equivocado con la identidad que se escondía
bajo la máscara—. Los estaba buscando, tenemos que prepararnos para la
entrada del rey.
Con suma eficiencia, Aloysius nos guio en medio de la multitud hacia una
puerta lateral en la que nunca me había fijado, y después nos llevó a través
de un laberinto de pasillos, hasta que llegamos a un saloncito privado que se
encontraba justo al lado del salón de baile, a tan solo unos pasos de la
enorme escalinata.
Marnaigne ya estaba allí, vestido con un traje de lana elegante y de color
ámbar. Una capa de terciopelo negro con ribetes de armiño colgaba de sus
hombros, sujeta gracias a una enorme cadena llena de medallas doradas.
Una serie de turmalinas relucientes, tan pálidas como la mantequilla recién
batida, refulgían desde el interior de las medallas, y se había puesto la
corona imperial de nuevo. Su rostro brillaba con luz propia, y tenía una
enorme sonrisa dibujada en los labios. No me podía creer que aquel fuese el
mismo hombre que había condenado a toda una familia a muerte hacía tan
solo unas horas.
—Majestad —murmuré, haciéndole una profunda reverencia.
—¡Hazel! Estás preciosa esta noche. Encantadora, encantadora —me
halagó, dándome su aprobación.
—¿Y yo, papá? —preguntó Euphemia, al tiempo que salía corriendo
hacia sus brazos.
—¿Tú? —le preguntó el rey, alzándola en volandas y dándole vueltas
para que la falda del vestido de la pequeña princesa ondease hasta formar
un remolino de volantes—. ¡Me temo que no sé quién eres!
Euphemia se quitó la máscara de un tirón y se pasó los dedos por el
cabello rizado, riéndose a carcajada limpia, encantada.
—¡Soy yo! —Tenía las mejillas sonrojadas y la mirada brillante por lo
emocionada que estaba.
—¡Es verdad! —exclamó el rey—. Pareces toda una adulta sofisticada,
casi no te reconozco.
—Si parezco tan adulta, ¿me puedo quedar un poco más en la fiesta?
¿Solo por tres bailes? ¿Porfi? ¡Mira! —Sostuvo su muñeca en alto, para
mostrarle a su padre que tanto Leopold como yo habíamos escrito nuestras
iniciales en su carné.
—¡Ya han reclamado dos de tus bailes! —se maravilló el rey—. Supongo
que tengo que asegurarme yo también el mío antes de que alguien intente
robármelo, ¿no? —Con un par de trazos gruesos, escribió su nombre para
reclamar el primer baile antes de volver a dejarla en el suelo—. Hazel,
también me gustaría tener un momento para hablar contigo un rato. ¿Qué
baile prefieres?
Antes de que pudiese detenerlo, el rey me tomó por la muñeca y abrió mi
carné.
—¡Pero bueno, si ya está casi lleno! —exclamó, soltando una profunda
carcajada—. Aunque tampoco me sorprende. En realidad… parece que han
reclamado toda tu velada… —Se quedó callado un momento, examinando
la lista. Supe en el momento exacto en el que se dio cuenta de que todos mis
bailes habían sido reclamados por un mismo par de iniciales. Se volvió
como un resorte hacia Leopold, que estaba de pie en un rincón, charlando
animado con Aloysius—. Ya veo.
Marnaigne se volvió de nuevo hacia mí, pasando la mirada por mi vestido
y deteniéndose en las horquillas de estrellas que me había colocado
Bellatrice por todo el cabello, y supe exactamente qué era lo que estaba
viendo: a una chica jugando a los disfraces, a una don nadie que había
salido de las profundidades del Gravia, a quien de repente habían elevado
hasta las alturas. Daba igual que hubiese sido yo quien lo hubiese salvado;
daba igual que siguiese dependiendo de mí de vez en cuando.
No era a mí a quien quería para su hijo.
Y, al final, eso era lo único que importaba.
—Su alteza real ha sido demasiado amable y terriblemente entusiasta —
comenté con una sonrisa tensa dibujada en mi rostro, tratando de reparar el
daño que vi extendiéndose sobre la expresión de Marnaigne. No era ira, al
menos todavía no, pero era algo bastante parecido. Tenía que asegurarme de
disipar su rabia antes de que estallara. Tenía que arreglarlo, demostrarle que
solo era un pequeño malentendido, asegurarle que no había nada de lo que
preocuparse—. Mi… mi tercer baile sigue disponible. Sería todo un honor
compartirlo con usted, René.
Usé su nombre de pila a propósito, para recordarle que yo le gustaba, que
confiaba en mí. Quería que recordase todos los momentos que habíamos
pasado juntos, todas las veces en las que lo había ayudado. Pero entonces el
rey soltó mi mano de golpe, dejando que mi carné de baile se meciese entre
nosotros, tan traicionero como una serpiente a punto de atacar.
—Eso no ocurrirá —siseó, inclinándose hacia mí para que solo yo
pudiese oír su súbito e insultante tono. Sus palabras me quemaban como si
estuviesen hechas de ácido—. ¿Me has entendido, curandera? Él nunca será
tuyo. Si no acabas con esta tontería ahora… —Agarró mi carné de golpe y
me lo arrancó de un tirón, dejándolo caer sobre la moqueta; este cayó
abierto y dejó al descubierto las iniciales de Leopold, escritas una y otra vez
—. Tendré que encargarme personalmente de acabar contigo.
—Majestad… —le supliqué, con la lengua trabada y tartamudeando, pero
entonces Bellatrice entró en la sala, envuelta en su característica nube de
perfume, y se volvió hacia ella como un resorte. La mirada de la princesa
tenía un aire lejano y soñador, y me preocupaba que ya hubiese empezado a
probar el champán. O incluso algo más fuerte.
—Llegas tarde —espetó el rey.
La princesa se carcajeó y después soltó un hipido.
—Es imposible que llegue tarde. Somos los anfitriones de este gran
acontecimiento.
—Te quería aquí hace diez minutos y, en cambio, Aloysius ha tenido que
ir a buscarte como un sabueso, como si no fueses más que una sucia
delincuente… ¿Qué demonios llevas puesto?
La mirada de Leopold se clavó en la mía. «¿Qué está pasando?»,
gesticuló.
No pude hacer otra cosa más que fruncir el ceño.
Bellatrice bajó la mirada por su vestido, centrándose un buen rato en la
lengua bífida de la serpiente que se deslizaba entre sus pechos.
—¿Ah, esto? —Dio una vuelta sobre sí misma—. ¿Te gusta?
Antes de que el rey Marnaigne pudiese comenzar a amonestar a su
hermana mayor, Euphemia lo tomó de la mano y meció sus brazos hacia
delante y hacia atrás con dulzura.
—¿No es hora ya de bailar, papá? —preguntó, alzando el rostro hacia él
para mirarlo directamente a los ojos, con su expresión llena de esperanza y
de ingenuidad.
Todos nos quedamos helados, a la espera de la respuesta del rey.
Al final, volvió a esbozar una amplia sonrisa, y me dieron ganas de darle
un buen abrazo a la pequeña princesa por ello.
—Sí —anunció, y cualquier rastro de la ira que lo había consumido
desapareció de un plumazo—. Sí. ¡Vamos a saludar a nuestros invitados, y
demos comienzo al baile!
50

A
l final, no estaba del brazo de Leopold durante el primer baile.
Salimos del saloncito en una fila ordenada, colocados por el
nervioso y preocupado Aloysius.
Primero llegaron unos cuantos pajes, hijos de las familias más antiguas de
Martissienes. Después un coro de niñas pequeñas que llevaban vestidos de
baile que les quedaban demasiado grandes y que eran demasiado
incómodos, que se pusieron a lanzar pétalos de rosas amarillas al paso del
rey, formando una especie de alfombra perfumada sobre la que pudiese
recorrer el salón de baile.
Una alegre fanfarria de trompetas indicó que la verdadera procesión
estaba a punto de comenzar, y la multitud hizo silencio, aguardando la
llegada de su rey.
Marnaigne descendió por la enorme escalinata delante de todos nosotros,
con Leopold tan solo un paso detrás de él. Bellatrice era la siguiente, y
después Euphemia, que iba de la mano de Margaux.
He de admitir que me paré a observar atentamente la espalda de la túnica
de la oráculo con desprecio. Su puesto junto a la familia real estaba
asegurado, se lo habían concedido sin pensárselo dos veces, mientras que el
mío, de repente, corría peligro, y estaban a punto de arrebatármelo.
«Tendré que encargarme personalmente de acabar contigo».
¿Qué había querido decir Marnaigne con eso? ¿Es que me iba a echar de
palacio? ¿Me iba a exiliar de Martissienes? ¿Me iba a obligar a subirme a la
misma plataforma que a Baudouin, para colocar mi cuello sobre el bloque
del verdugo y que Bertie dejase caer su espada sobre mí?
Me estremecí, tenía ganas de girarme y salir huyendo, pero Aloysius me
empujó hacia un grupo de duques y duquesas. Los ministros de finanzas y
asuntos exteriores del rey nos seguían de cerca, por lo que me era imposible
escapar.
Para cuando llegué a los pies de la escalera, la familia real ya se había
perdido por el centro del salón de baile y estaban saludando a sus invitados,
sonriendo y asintiendo lentamente, mientras Marnaigne los guiaba hacia el
trono. Cuando subió los escalones que llevaban hasta el estrado, la orquesta
dejó de tocar lentamente, hasta que la estancia se quedó en completo
silencio.
—Amigos —saludó el rey a sus invitados, extendiendo los brazos a sus
lados. Cualquier rastro de ira que hubiese podido sentir había desaparecido,
y una sonrisa cálida y paternal se dibujó en su rostro—. Me complace
enormemente daros la bienvenida esta noche, para conmemorar, para
celebrar, el fin de la rebelión, el fin de nuestros problemas, ¡el fin de la
guerra!
Una oleada de aplausos quebró el silencio, y el rey hizo una pausa en su
discurso. Una serie de silbidos alegres surgió de una esquina del salón,
donde se había reunido un grupo de soldados, lo que suscitó una marea de
risas y una serie de intentos fallidos por imitarlos por parte de los nobles.
La multitud estaba eufórica, y todo aquel júbilo me resultaba irritante;
reabría unas heridas que seguían todavía en carne viva, que supuraban y me
gritaban que me marchase, que huyese. Sus sonrisas eran demasiado
amplias; su alegría, desmedida. Una corriente eléctrica recorría todo el
salón, esa ansia por complacer al rey a toda costa, una especie de fervor
justiciero que parecía lo bastante fuerte como para hacer que el ambiente
pasase de la diversión a la demencia.
—Este último año ha sido duro, increíblemente duro, para todos nosotros.
Ha estado lleno de incertidumbre y luchas, de enfermedad y discordia, pero
hemos logrado superarlo todo, una y otra vez. Logramos acabar con los
Escalofríos y, hoy, con la muerte de mi traidor hermano, hemos dejado la
dificultad y el miedo en el pasado. Martissienes tiene por delante un futuro
brillante bendecido por los dioses, lleno de fortuna y prosperidad. Y, por
eso, queridos amigos, ¡celebremos! Disfrutemos de la comida y riámonos
sin cesar, bebamos hasta olvidar todos esos malos recuerdos. Pero, sobre
todo, tengamos presente que seguimos vivos y que somos los vencedores, y
que por eso debemos celebrar. ¡Festejad! ¡Bailad! ¡Que comience el baile de
máscaras!
El salón prorrumpió en una nueva oleada de aplausos y la orquesta se
apresuró a repasar sus partituras.
Leopold hizo ademán de bajar de la tarima, dirigiéndose directo hacia mí,
pero Marnaigne lo detuvo. El rey oteó la muchedumbre y señaló a uno de
los nuevos embajadores que habían llegado hacía poco a palacio. Junto al
hombre estaba su preciosa hija. Con un rápido movimiento de la mano, el
rey les pidió que se acercasen, y después prácticamente empujó a la joven y
a Leopold hacia la pista de baile.
Mathéo subió los escalones del estrado a la carrera y le hizo una profunda
reverencia al rey antes de pedirle el primer baile de Bellatrice.
Aparentemente complacido por la muestra de deferencia del soldado,
Marnaigne accedió, y la pareja salió corriendo hacia la pista.
Euphemia tomó la mano de su padre y tiró de él hacia allí también cuando
los músicos empezaron a tocar, no fuese que se perdiesen ni un segundo de
baile.
Aquella era mi oportunidad. Podría marcharme en ese mismo instante sin
que nadie se percatase de mi ausencia. Podría irme a mis aposentos y
encerrarme allí, y llorar un rato antes de decidir qué era lo siguiente que
debería hacer. Podría hacer las maletas. Podría gritar. Podría quitarme
aquella ridícula tiara y aquel estúpido vestido y volver a sentirme la Hazel
de siempre.
Pero tenía los pies anclados al suelo, y la mirada clavada en las parejas
que se deslizaban por la pista de baile, con mi orgullo herido.
Sabía que no era la clase de chica que el rey elegiría para Leopold. No
podía ofrecerle ninguna alianza o dote, tampoco era encantadora ni podría
concederle unos nietos preciosos. Pero creía que a Marnaigne le gustaba lo
suficiente como para tratarme mucho mejor que como me había tratado,
relegándome a las sombras con aquella burla severa.
Me dolía lo equivocada que había estado.
No era más que una sirvienta con un talento especial, a la que llamaban
siempre que necesitaban sus servicios. Una curandera, y nada más.
Recordé la vela que le había entregado, la vela que había malgastado en
él, y me entraron ganas de llorar. Merrick tenía razón. Debería haberlo
escuchado, haber hecho caso al símbolo de la calavera.
Me sentía acalorada y miserable, me hervía la sangre. El vestido me
apretaba demasiado y sentí el impulso de alzarme la falda reluciente y salir
huyendo, huir de palacio, huir de la ciudad, huir hacia una nueva vida en un
pequeño pueblo donde nadie me conociese, donde nadie supiese nada de mi
pasado, donde nadie supiese las cosas horribles que había hecho.
Hazlo, me gritaba una voz en mi interior. Podrías hacer eso y mucho más.
No tienes por qué avergonzarte de dejar atrás a aquellos que ya se han
vuelto en tu contra.
Leopold y la hija del embajador pasaron bailando junto a mí. Sentí cómo
los ojos del príncipe buscaban los míos, pero no podía soportar mirarlo a los
ojos en esos momentos, no podía soportar tener que apartar la mirada de
ella, de su perfecto rostro en forma de corazón, de sus mejillas con
hoyuelos, de sus recatadas pestañas bajas. Irradiaba una gracia y una
confianza que yo jamás podría poseer. Encajaba perfectamente del brazo de
Leopold, como si hubiese nacido para ello y, en cierto modo, supongo que
así era.
No como yo.
Se me empaparon las pestañas cuando las lágrimas comenzaron a
anegarme los ojos. Se me nubló la vista, lo que me hizo saber que estaba a
punto de derramarlas. Le di la espalda a la pista de baile y busqué con la
mirada la salida más cercana, la forma más rápida de huir. No le daría al rey
Marnaigne la satisfacción de verme llorar.
Pero antes de que pudiese escapar, noté cómo una pequeña mano se
cerraba alrededor de la mía.
El primer baile ya había terminado, y Euphemia había venido a buscarme,
lista para nuestro turno.
—¿A dónde vas, Hazel? —me preguntó, con sus brillantes ojos azules
llenos de preocupación—. ¿Es que no quieres bailar?
Parpadeé con fuerza, con la esperanza de que mi máscara se encargase de
ocultar las lágrimas traicioneras que se deslizaban en ese momento por mis
mejillas. Esbocé una sonrisa temblorosa y estaba segura de que la pequeña
princesa podía ver a través de su falso brillo.
—¡Pues claro que quiero! ¡Estaba a punto de ir a buscarte!
—¡Pero si estaba ahí mismo! —se carcajeó, señalando la pista—. Con
papá. Vamos.
Traté de no perder al rey de vista mientras la princesa me guiaba hacia el
centro de la pista, deteniéndose justo bajo una de las lámparas de araña,
pero se lo había tragado la multitud, hambrienta por oír más cotilleos sobre
cómo habían sido los últimos minutos de Baudouin.
—¿Te encuentras bien, Euphemia? —le pregunté, posicionándome frente
a ella. Incluso con su máscara de encaje puesta, pude ver que tenía las
mejillas sonrojadas y la mirada vidriosa.
—¡Tenías razón! —exclamó, abanicándose el rostro con la mano—.
¡Hace mucho calor aquí dentro!
—¡Te lo dije! —Traté de reírme un poco.
Sentí una punzada en el corazón al verla rodearme dando saltitos. Sabía
con certeza que esa sería la última vez que vería a Euphemia. En cuanto
terminase nuestro baile, iba a regresar a mis aposentos, a llenar una bolsa
con todas las pertenencias que me cupiesen, y huiría en medio de la noche,
al abrigo de la oscuridad. No tenía ni idea de a dónde iría, pero tampoco me
importaba. Cualquier lugar sería mejor que este, con un rey cuyo
temperamento oscilaba sin razón entre los momentos en los que estaba de
un magnífico humor y aquellos en los que era realmente peligroso estar
cerca de él; cerca de un joven al que había empezado a querer, pero con el
que jamás podría estar.
No me preocupaban los detalles de mi huida. Tenía dinero más que
suficiente para salir de Martissienes. Nada de lo que ocurriese después
importaba en realidad. Siempre hacían falta curanderos. Fuera donde fuere,
podría trabajar, incluso sin contar con la ayuda de mi don. Podría labrarme
una vida donde fuera.
Me pregunté cuándo me podría encontrar Merrick, cuándo me
encontraría, y dónde estaría cuando me encontrase. Sabía que había otros
reinos donde veneraban a otros dioses, por motivos muy distintos, pero
siempre había supuesto que solo serían variaciones de los que ya conocía.
La muerte siempre era la muerte, sin importar cómo se la caracterizase.
—¿Y tú, te encuentras bien? —preguntó Euphemia, sacándome de
aquellos oscuros pensamientos—. Tienes los ojos vidriosos, Hazel.
Hice mis planes a un lado y me prometí centrarme en el presente, en
aquel baile, en esos últimos instantes con aquella niñita que se había
convertido en una especie de hermana pequeña para mí.
En la mejor hermana que había tenido.
—Estoy bien —le prometí; la levanté en volandas al son de la música,
haciéndola girar sin parar y abrazándola con fuerza. Mi efusivo gesto hizo
que se nos soltasen las máscaras pero aquello también me permitió poder
darle un suave beso en la frente—. Estaba pensando en lo mucho que te voy
a echar de menos en cuanto te vayas a la cama.
Ella se carcajeó, encantada, y me rodeó el cuello con sus pequeños
brazos, alargando un poco más nuestro abrazo. La pegué a mi cuerpo todo
lo que pude, mientras seguía ejecutando a la perfección los frenéticos pasos
de baile, sin soltarla en ningún momento. Podía notar su barbilla apoyada
sobre mi clavícula, mientras ella se dedicaba a observar atentamente al resto
de los bailarines que surcaban la pista por encima de mi hombro.
Al final, su pequeño cuerpo empezó a pesarme demasiado y a estar
demasiado caliente. Mientras los músicos tocaban las últimas notas de la
pieza, la volví a dejar en el suelo, con la espalda dolorida por haber cargado
tanto tiempo con su peso.
—Gracias por un baile tan maravilloso —dije. Quería despedirme de ella
como se merecía, aunque no pudiese decirle lo que estaba a punto de hacer
en realidad—. Siempre lo recordaré.
Euphemia se había agachado para buscar nuestras máscaras perdidas.
Primero encontró la suya, y se la puso a toda prisa.
—¡No encuentro la tuya! —gritó, preocupada. Alzó la mirada hacia mí de
nuevo y su rostro se iluminó—. Pero, ¡Hazel! ¡Estás preciosa esta noche!
¡No deberías esconderte bajo una máscara!
Me pasé la mano por el ceño y por las mejillas al notar cómo el sudor se
deslizaba por mi piel, por haberla tenido en brazos durante todo nuestro
baile. «Preciosa» era lo último que me sentía en ese momento.
—Oh, te lo has emborronado —se lamentó, tomándome de la mano para
mostrarme la mancha dorada que me cubría la palma.
—Iré a retocarme —prometí, agradeciendo tener una excusa para salir del
salón de baile—. Y tú tienes que ir a buscar a Leopold antes de que… —La
pintura poseía un brillo extraño, sobre todo a la luz de la lámpara de araña,
lo que me hizo fruncir el ceño—. Antes de que…
Algo se revolvió en mi interior, gritándome que me fijase en ello, y las
palabras que había estado a punto de decir murieron en mis labios en cuanto
las piezas del rompecabezas comenzaron a encajar.
Dorado.
Tenía una mancha dorada en mis manos. De oro bruñido, delicado y
resbaladizo.
Pero yo no llevaba maquillaje dorado.
Cherise me había espolvoreado polvo perlado en la piel, para que
refulgiese como un ópalo. Bellatrice había comentado que contrastaba con
fuerza con mi vestido, pero a mí me había parecido precioso.
Entonces, ¿de dónde había salido aquella pintura dorada?
Bajé la mirada hacia mi vestido, preguntándome si sería posible que los
hilos metálicos hubiesen desteñido o algo así. O que mi máscara manchase
por dentro. O…
Mis ojos se deslizaron lentamente hacia Euphemia.
La pequeña Euphemia, que hacía tan solo unos minutos había tenido su
mejilla pegada a la mía.
La pequeña Euphemia, vestida por completo de negro, sin una sola
mancha dorada en su atuendo.
El corazón me latía acelerado por el miedo. Le arranqué la máscara de
encaje, dejando su rostro al descubierto. La princesa soltó un gritito
consternado e intentó quitarme la máscara. Pero, mientras forcejeaba
conmigo, tres nuevos riachuelos de Brillo recorrieron su acalorado rostro.
51

–N
o lo entiendo —soltó el rey, diciendo una y otra vez lo
mismo mientras recorría los aposentos de Euphemia de
arriba abajo—. No lo entiendo, ¡no lo entiendo! —Su
murmullo fue ascendiendo hasta convertirse en un rugido al tiempo que yo
me inclinaba sobre la princesa, para recolocar la compresa fría que le había
puesto en la frente.
Después de ver cómo los riachuelos de Brillo le caían por el rostro, había
sacado a Euphemia del salón de baile a toda prisa, echándomela al hombro
y corriendo hasta sus aposentos, y entonces había hecho llamar al rey
Marnaigne.
Para cuando llegó, ya le había quitado a la princesa el pesado vestido y le
había puesto un camisón. Esperaba que hubiese podido respirar mejor bajo
aquella tela de linón fino, pero la pequeña seguía jadeando sin parar, hasta
que al final se había sumido en un sopor confuso plagado de protestas
refunfuñadas.
Incluso aturdida, sus dedos no cesaron de estremecerse en ningún
momento, doblándose en ángulos extraños o estirándose demasiado,
golpeando su edredón brillante a un ritmo implacable. Sus mejillas se
estremecían continuamente, y los dedos de sus pies temblaban sin cesar.
A salvo en los rincones más alejados de sus aposentos, dos de sus
doncellas se removían inquietas. Querían ayudar, pero les daba auténtico
pavor contagiarse. Yo solo quería pedirles que se marchasen, pero era el rey
quien tenía el poder para ordenarles que se fuesen.
—Lo he hecho todo como debía —siguió diciendo el rey, golpeando los
respaldos de las sillas que se interponían en su camino, agarrando todos los
cojines y lanzándolos con fuerza al otro lado de la habitación—. He ganado
la guerra. He destruido todo aquello que podría suponer una amenaza para
nuestro reino. He hecho todo lo que los dioses me han pedido, ¿y así es
como me lo pagan?
Golpeó una mesilla de noche con fuerza, con un sonoro gruñido, y el
helecho que hasta hacía un momento había reposado tranquilo sobre su
superficie salió volando por los aires. La pequeña maceta en la que estaba
plantado estalló en mil pedazos al chocarse con el suelo de mármol.
Una de las doncellas se apresuró a recoger los pedazos antes de que el rey
Marnaigne pudiese pisarlos. Uno de los fragmentos se le clavó en la yema
del dedo y puso una mueca de dolor al ver que su sangre goteaba sobre el
suelo.
Me aparté de la cama, pero Marnaigne se interpuso en mi camino,
clavándome un dedo en el pecho.
—¡No hasta que cures a mi hija!
—Necesita puntos —repuse, señalando a la doncella que no paraba de
sangrar.
—¡Puede ir a buscar a otra persona para que le cosa el dedo! —Se giró
enrabietado hacia las doncellas—. ¡Fuera! ¡Las dos, fuera de aquí, idos a
otro sitio donde podáis seguir siendo unas incompetentes! No pienso
permitir que sigáis enturbiando mi hogar con vuestras idioteces.
La doncella herida se marchó a la carrera, llorando y abrazándose la mano
herida al pecho. La segunda doncella salió corriendo tras ella, y yo me
moría por llamarlas, por suplicarles que volviesen porque, de repente, me
había quedado totalmente a solas con el rey.
Él permaneció de pie en medio del caos que había creado, observando la
habitación destrozada. Su mirada triste se posó entonces en el pequeño
cuerpo de Euphemia.
—Son los Escalofríos, ¿verdad?
Tragué con fuerza, intentando hablar.
—Sinceramente, no lo sé. A primera vista, lo parecen… pero hay ciertos
aspectos en el caso de Euphemia a los que no les encuentro explicación, que
no tienen sentido. Los Escalofríos son una enfermedad que comienza
lentamente, con los espasmos musculares, unas cuantas gotas de Brillo…
Pero ¿ve cuánto Brillo está surgiendo de su interior? Está prácticamente
cubierta por él.
Marnaigne soltó un pequeño y doloroso murmullo de asentimiento.
—Y está ardiendo —continué—. Jamás había visto que ninguno de los
pacientes con los Escalofríos tuviese fiebre. Podría ser una buena señal…
de que su cuerpo está luchando con todas sus ganas contra la enfermedad…
pero su respiración… —Como si me hubiera oído, Euphemia soltó un
áspero gemido—. Parecen los Escalofríos, pero la enfermedad está
actuando como si fuese algo completamente distinto.
Marnaigne se dejó caer sobre la silla más cercana a la cama de su hija,
como una marioneta a la que le hubiesen cortado las cuerdas. Su furia
anterior lo había abandonado de golpe, dejándolo completamente vacío,
exhausto y apenado.
—Me están castigando. De nuevo.
—Oh, no, majestad. Los dioses no han hecho esto —afirmé
instintivamente, alargando la mano hacia él para consolarlo. Pero justo
antes de que pudiese rozarle la espalda, me di cuenta de que tenía las manos
llenas de Brillo, y las aparté de golpe.
—Sí que lo han hecho —insistió—. Me están castigando por algo que he
hecho. Por mis defectos. Por mis pecados. Por… —Se quedó callado. Tenía
la mirada distante, como si estuviese tratando de averiguar el motivo por el
que podían estar castigándolo los dioses. Se rascó la cabeza, tironeando de
su cabello. Le temblaban los dedos, no por un ataque de los Escalofríos,
sino por lo frustrado que se sentía—. ¿Qué he hecho para merecer esto?
¿Qué ha podido hacer ella? Es inocente. No podría haber hecho… no. Esto
se debe a otra cosa. Los dioses están tratando de mandarle un mensaje a otra
persona. —Murmuró algo después en voz tan baja y apresurada que no
pude oír lo que decía, pero sí que me di cuenta de que lo estaba repitiendo.
Una, y otra, y otra vez, hasta que se convirtió en una especie de mantra, en
una súplica.
—¿Un mensaje? —repetí, no quería que volviese a dejar que la ira se
apoderase de él.
Marnaigne asintió fervientemente.
—Los dioses me están mandando un mensaje. A través de Euphemia. —
Entonces se puso de pie de un salto, pasando la mirada como un loco por
toda la habitación—. Hay algo en mi casa que no marcha bien. Hay algo en
mi reino que no debería existir. Todavía tengo algo que hacer.
Retrocedí un paso, apartándome un poco más de él, como si fuese un
animal rabioso a punto de atacar.
—No creo que eso sea lo que…
Pero su jadeo me interrumpió.
—Baudouin —susurró—. Todavía no he acabado con Baudouin.
Detrás de nosotros, la pierna de Euphemia se sacudió con violencia,
dándole patadas al aire.
—Señor… ya ha ejecutado al duque esta misma mañana. —Intenté
hablarle con un tono amable, pero me aterró que necesitase que se lo
recordaran.
—Sí. —El arrebato de Marnaigne perdió fuerza cuando su mirada vagó
hacia la ventana.
Pasé la mirada del rey a su hija enferma, una y otra vez. Euphemia no
tenía tiempo para esto.
Tenía que ir a por mi maletín. Necesitaba comprobar si mi mezcla de agar
negro podía curarla o no. Pero primero…
—Pero no he acabado con él, no del todo.
Las palabras del rey me dejaron helada. Me sentí como un corredor en
una carrera de tres piernas, corriendo a toda velocidad hacia la meta solo
para tropezar y caerme justo antes de llegar, enredándome con el tobillo de
mi pareja. Repentinamente mareada, entrecerré los ojos.
—¿Qué quiere decir, majestad?
—La estirpe de Baudouin. No he acabado con ella. He empezado, sí —
comentó, dándole la espalda a la ventana y retomando su paseo frenético
por la habitación—. He empezado esta misma mañana, pero no he acabado
con ella del todo. Todavía tengo que erradicar a alguien más.
Bellatrice.
Negué con la cabeza, desesperada porque el hilo de pensamiento de
Marnaigne se desviase de ese camino.
—No, majestad. Estoy segura de que la enfermedad de Euphemia no se
debe a eso.
Él asintió.
—Sí que se debe a eso. Puedo oír sus susurros. «Acaba con su estirpe,
salva a tu hija. Acaba con su estirpe, salva…». —Entonces se detuvo de
golpe y, por horrible que hubiese sido aquel paseo frenético, aquella
repentina quietud me daba aún más miedo—. Me están gritando que acabe
con ella. Que acabe con la chica.
—¿La chica? —pregunté, aferrándome a un pequeño resquicio de
esperanza. Deseando que todo aquello no fuese más que un malentendido,
con la ilusión de que el rey no se hubiese vuelto completamente loco, que el
río volviese a su cauce.
—La serpiente de ojos verdes —siseó—. Vive bajo mi techo, finge que es
uno de nosotros, finge que es mía. Y, mientras tanto, todo este tiempo ha
estado planeando destruirme, conspirando con su padre. —Inspiró con
brusquedad, atónito—. Fue ella quien mató a Aurélie. Fue ella quien mató a
mi mujer. Todo este tiempo, siempre ha sido ella…
—René —dije, prácticamente a gritos, obligándolo a que me mirase a los
ojos de una vez—. Bellatrice no mató a su madre. Ella no tiene nada que
ver con esto. Los dioses no tienen nada que ver con esto.
—Y entonces, ¿de quién es la culpa? —espetó, en un gruñido grave y
peligroso.
Tuve que tragarme un sollozo que pugnaba por abrirse paso por mi
garganta.
—La gente enferma. No se debe a ningún castigo. No se debe a ninguna
maldición. Es la vida misma. Algunas enfermedades son cíclicas. Vienen y
se van con el cambio de las estaciones, y mutan con ellas también. Con todo
el calor que ha estado haciendo últimamente, podría tener… —Me quedé
callada, al darme cuenta del problema de mi razonamiento. No tenía
sentido. Nada de esto tenía sentido.
Euphemia había estado bien, completamente sana, hacía tan solo unas
horas. Y ahora ahí estaba, tumbada, temblando y sudando sobre sus sábanas,
jadeando, y el Brillo no paraba de brotar, rasgándole la piel.
¿De dónde había salido? ¿Mi tónico podría hacer algo para combatir esta
nueva cepa?
—No puedo perderla —soltó, con sombría determinación, como si eso
fuera todo lo que tuviese que hacer, como si todo esto no fuese más que otro
edicto que tuviese que dictar. Como si al proclamarlo en voz alta todo se
fuese a solucionar—. No puedo perderla, Hazel.
—Lo sé, majestad. Y yo…
—Tienes que salvarla. Tienes que curarla —insistió, clavando su mirada
ardiente en mí. Era la primera vez que me miraba directamente a los ojos
desde aquel horrible momento en el saloncito antes del baile.
—Lo intentaré, por supuesto. Lo intentaré y…
—No quiero que lo intentes —ladró, interrumpiéndome—. Quiero que se
cure. Hazlo y te daré lo que quieras. Dinero, joyas…
—No necesito nada de eso.
Pretendía que mis palabras lo tranquilizasen. Que le hiciesen saber que
haría todo lo que estuviese en mi mano para salvar a Euphemia, que no
tenía que pagarme a cambio. El tener que verla así, tan pequeña y frágil, me
rompía el corazón.
Pero cuando Marnaigne entrecerró los ojos, cuando su mirada se
endureció hasta formar dos esquirlas azuladas, me di cuenta de que no me
había entendido. Había interpretado mi respuesta como un rechazo, como si
estuviese pidiéndole a cambio algo mucho más valioso, algo más. Apretó
los dientes, inspiró hondo y sopesó sus siguientes palabras.
—Si la curas, te daré lo que quieras. A quien quieras. A Leopold —
añadió, soltando el nombre de su hijo como si no fuese más que una mísera
bolsa llena de monedas, un puñado de joyas con el que pudiese sobornar y
comprar el favor de alguien.
Fruncí el ceño, confusa.
—¿Señor?
El rey suspiró con pesar, como si le doliese tener que explicarse.
—Salva a Euphemia y me aseguraré de que Leopold te proponga
matrimonio en menos de dos semanas. Os casaréis, y algún día… —Suspiró
de nuevo—. Algún día serás la reina.
Aquello era una locura.
—Yo no quiero nada de eso. No quiero…
—Oh, pues claro que lo quieres, Hazel —espetó—. Todo el mundo lo
quiere. Las jóvenes que claman fuera de los muros de palacio. Los duques
que viajan hasta este mismo palacio desde tierras lejanas solo con sus hijas.
Las sirvientas y las pinches de cocina que surgen de la nada, colocándose en
posiciones estratégicas, y haciéndole proposiciones para acercarse cada vez
más a él.
—Yo no he hecho nada de eso —espeté, con rotundidad y con la voz
gélida.
Marnaigne soltó una risa burlona, poco convencido.
—No lo he hecho —repetí con insistencia—. Fue usted el que me trajo
aquí. Fue usted el que me obligó a quedarme. Incluso aunque a mí ni
siquiera… ni siquiera me gustaba Leopold cuando lo conocí. Creía que solo
era un príncipe pomposo y presuntuoso y…
—Me he fijado en la forma en que te mira —repuso el rey con firmeza y,
a pesar de todo, contuve el aliento y noté cómo las mejillas se me
sonrojaban con violencia ante su comentario.
¿De veras me miraba de una forma en concreto?
—Siempre está observándote, siempre, siempre. Y también me he fijado
en la forma en que lo miras tú —siguió diciendo Marnaigne, con la mirada
tan brillante como una estrella—. Así que haz esto por mí, solo haz esto por
mí, y será tuyo. Os daré mi bendición. Te aceptaré en mi familia con los
brazos abiertos.
Aquello me dio ganas de reír, asombrada de que pensase de verdad que
yo podría querer formar parte de su familia después de todo lo que había
presenciado aquel día.
—No acepto sus sobornos —dije, con firmeza. No me serviría de nada, ni
a mí ni a Euphemia, volver a incitar su ira—. No quiero a Leopold, y no
quiero ser reina. Pero haré todo lo que esté en mi mano por curar a
Euphemia. Porque me preocupo por ella como si fuese mi hermana
pequeña. No me gusta verla enferma o sufriendo. Yo… —Antes de poder
pensármelo dos veces, alargué la mano hacia su rostro y le acaricié la
mejilla con suavidad. Parecía tan chiquita y desolada.
Cuando el símbolo de la calavera se iluminó sobre su rostro dormido,
silencioso y lascivo, me sorprendió tanto que me quedé muda.
—Si no lo quieres, lo acepto, es decisión tuya —dijo Marnaigne,
observándome atentamente, midiéndome, y tuve la extraña sensación de
que sabía perfectamente lo que acababa de ver al rozarle la mejilla a su hija
—. Pero yo haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que tú
hagas todo lo que puedas por salvarla. —Apretó de nuevo los dientes, y
tomó una decisión—. Empezando por acabar con Bellatrice.
—¡Señor, no! —grité, horrorizada, volviéndome hacia él y dándole la
espalda a Euphemia.
Pero él rey ya había llegado al pasillo.
—Si no puedo comprarte para que la salves, tendré que eliminar cualquier
factor que te pueda hacer fracasar. —El rey Marnaigne cerró la puerta de los
aposentos de Euphemia a su espalda y oí cómo echaba el pestillo—. Si mi
hija no sobrevive… tú tampoco lo harás.
52

M
e quedé de pie junto a la puerta, recorriendo los nudos de la
madera con los dedos. Tenía ganas de reírme con amargura por
lo rápido que se había ido todo a pique, maravillarme ante lo
estúpida que había sido al pensar que lo tenía todo bajo control.
Aguardé a que el rey regresase y admitiese que había cometido un error,
pero la puerta permaneció cerrada a cal y canto.
Probé a girar la manilla, con la esperanza, por estúpida que fuese, de que
me hubiese equivocado. No podía haber oído cómo echaba el pestillo y,
desde luego, tampoco era posible que hubiese oído al rey amenazándome
con matarme si no lograba salvar a su hija enferma, antes de dejarme aquí
encerrada, sin mi maletín y ningún mísero tónico o medicamento con el que
poder tratarla.
Como era de esperar, la manilla no giró.
—¿Señor? —grité. No volvería a llamarlo «René», no volvería a fingir
que conocía a aquel loco—. ¿Majestad?
No obtuve respuesta alguna, y golpeé la puerta con la palma de la mano,
frustrada.
—¿Bellatrice? —probé, aunque sabía que era imposible que me oyese,
porque estaba en el baile, disfrutando de sus últimos instantes de
normalidad. ¿Marnaigne ya habría ido a buscarla? ¿Habría tenido ella la
sensación de que iban a matarla? ¿Podría huir a tiempo? ¿O le pasaría como
a mí y no se daría cuenta de que estaba cayendo en una trampa hasta que ya
no pudiese escapar?
—¡No puede encerrarme aquí! —aullé, golpeando la puerta con todas mis
fuerzas, una y otra vez. Quería desencajarla, que sus goznes se soltasen y
que cayese con un estruendo al suelo, para que todo el palacio viniese a ver
qué había pasado. Pero solo podía distinguir la tenue melodía que provenía
del salón. El baile de máscaras todavía no había acabado.
Golpeé la puerta una última vez antes de rendirme. Me di la vuelta y
examiné los aposentos de la princesa con la mirada, buscando sin parar. No
sabía qué era exactamente lo que estaba buscando. ¿Una vía de escape?
¿Algo que pudiese ayudar a Euphemia? ¿Un arma con la que defenderme
cuando el rey regresase?
No había una respuesta correcta. No sabía qué era lo que se suponía que
tenía que hacer.
Me acerqué a la cama de la princesa y me dejé caer en el borde del
colchón, observándola. El Brillo se había acumulado en todos los recovecos
de su tembloroso rostro, le caía por las mejillas y se le metía en las orejas,
se condensaba en el hueco de su clavícula.
¿Cómo habría podido contagiarse de los Escalofríos? Hacía meses que no
se veía ningún caso. Me había asegurado personalmente de que todos los
curanderos y médicos de la capital, de las ciudades y de los pueblos
colindantes tuviesen agar negro suficiente; de que los ungüentos y los
tónicos fuesen enviados a todas las provincias; de que todos los pueblos y
ciudades, sin importar lo pequeños que fuesen, recibiesen instrucciones
sobre cómo combatir la enfermedad.
Y eso había logrado mantenerla a raya. Los reverentes de la Grieta habían
quemado sacrificios como agradecimiento a sus dioses todas las noches,
seguros de que Félicité por fin nos estaba favoreciendo después de todo por
lo que habíamos tenido que pasar.
Y lo que le había contado a Marnaigne era cierto: las enfermedades eran
cíclicas, a menudo permanecían latentes durante los meses más cálidos del
año, cuando todo el mundo sale a la calle a respirar aire fresco, cuando
comemos las frutas y verduras recién cosechadas, solo para rebrotar con la
misma fuerza durante el invierno.
Pero todavía era primavera. Y nadie aparte de Euphemia había
enfermado.
Tampoco era que importase demasiado. No importaba descubrir cómo se
había contagiado. No importaba saber dónde o quién se la había pegado. La
Primera Santa había marcado a Euphemia con el símbolo de la calavera. La
pequeña princesa tenía que morir.
Si tan solo hubiese salido huyendo cuando tuve la oportunidad. Si tan
solo no me hubiese quedado para tener un último momento con ella. Podría
estar montada en un carruaje que me llevara fuera de la capital en este
mismo instante. Jamás habría sabido que la princesa estaba enferma. Jamás
habría sabido que estaba destinada a matarla.
¿Por qué?
¿Por qué no había huido?
¿Por qué me estaba encomendando esta tarea la Primera Santa después de
prácticamente un año sin haberme mostrado nada?
Mi don había desaparecido, me lo había arrancado la propia diosa como
castigo. ¿De verdad había visto el símbolo de la calavera cernirse sobre su
rostro o solo había sido mi vista jugándome una mala pasada, un momento
de duda provocado por lo estresada que estaba?
Vacilante, me incliné de nuevo sobre Euphemia y llevé mis manos a su
rostro. Le tomé las mejillas, sin que me importase lo mucho que estaba
ensuciándolo todo, o el Brillo que manchaba mis manos e impregnaba su
rostro.
El símbolo de la calavera apareció de nuevo, cubriéndole la cara, una
calavera perfectamente blanca.
—¿Por qué? —grité, antes de soltar un gruñido rabioso, porque la
Primera Santa no iba a responder a mis preguntas—. ¿Por qué ahora? ¿Por
qué ella?
Golpeé el colchón con el puño, dejando salir toda mi rabia contra la cama
de la princesa porque no podía enfrentarme a una diosa apartada y distante.
Euphemia soltó un pequeño gemido de protesta, y deseé con todas mis
fuerzas no haber tenido aquel arrebato, haberle permitido descansar.
Me quedé sentada a su lado durante un buen rato, contemplándola
mientras dormía, incapaz de ayudarla. Cerré los ojos con fuerza y presté
atención a su respiración entrecortada. Si hubiese tenido mi maletín, le
habría preparado un té de jengibre y comino, con un poquito de pimienta
negra molida encima para ayudarla a expulsar lo que la estaba
congestionando. Valoré cómo podría haber intentado curarla, todos los
remedios que podría haberle preparado para aliviar sus síntomas. Pero nada
de eso importaba al final. No tenía nada con lo que trabajar y la calavera me
observaba con insistencia.
Daba igual lo mucho que se me rompiese el corazón, no podría ignorarla.
La Primera Santa me estaba otorgando una segunda oportunidad. Me estaba
ofreciendo la posibilidad de volver al buen camino, de ganarme su favor y
el de mi padrino de nuevo.
Por el bien de Merrick, no volvería a decepcionarla.
Suspiré y abrí los ojos. Eché un vistazo alrededor de la habitación en
busca de algo que pudiese ayudar a llevar a cabo aquella sombría tarea.
Euphemia no tendría un final indoloro, en el que simplemente se quedase
profundamente dormida, no con mi maletín lleno de pócimas y venenos tan
lejos.
Bajé la mirada hacia la montaña de almohadones donde la habíamos
tumbado. Había algo más de una docena ahí apilados. Unos estaban llenos
de bordados, otros tenían un montón de cuentas cosidas y otros tantos
tenían una funda llena de volantes. Tomé el más grande de todos, estaba
lleno de pesadas plumas de ganso.
La asfixia era una de las peores formas de morir, pero al menos Euphemia
ya estaba dormida, por lo que ya tenía los ojos cerrados. Lo único que
tendría que hacer sería ponerle el cojín encima y no tendría por qué ver su
mirada dolida. Nunca sabría que había sido yo quien lo había hecho.
Que había sido yo quien la había matado.
Me dejé caer de nuevo sobre la cama, abrazando el cojín.
¿Iba a poder matarla?
Apagar la vela de Kieron me había roto el corazón, pero no lo había visto
sufrir. No había oído cómo tomaba su último aliento, no había tenido que
presenciar cómo sus brazos y piernas se estremecían con sus últimos
estertores. Aunque, la verdad sea dicha, tampoco sabía cómo había sido su
muerte en realidad.
Asfixiar a Euphemia no se parecería en nada aquello. Iba a tener que
presenciar cada segundo. Iba a tener que oírlo todo: el susurro de las
sábanas mientras se sacudía, el frenético golpeteo de sus piernas mientras
luchaba por zafarse de mí, el momento terrible en el que se hiciese el
silencio. Esos sonidos me perseguirían para siempre, incluso aunque su
fantasma no pudiera.
Clavé los dedos en el cojín, solo quería destrozarlo con mis propias
manos. Odiaba el símbolo de la calavera, odiaba que la Primera hubiese
regresado para exigirme que hiciese esto por ella. ¿Cuánto daño podría
hacerle esta pequeña niña al mundo? ¿Cómo podía seguir pidiéndome, una
y otra vez, que matase a aquellos a los que más quería?
Me limpié una lágrima inútil con el dorso de la mano.
Ya tendría tiempo luego para llorar.
No era el momento de lamentarse. No era el momento de llorar.
Tenía que ser tan pragmática y eficiente como pudiese si quería sobrevivir
a esta noche.
Dejé a un lado mi futura arma homicida y examiné el dormitorio de
Euphemia. Su habitación se encontraba en la cuarta planta del palacio. Las
ventanas estaban cerradas, aunque podría abrirlas si quisiese, pero el
parapeto que había fuera era demasiado estrecho, ni siquiera podría caminar
de puntillas sobre él.
Tendría que servir.
Los aposentos de Bellatrice se encontraban en el mismo lado del pasillo
que los de Euphemia. Si lograba llegar hasta ellos, a cinco ventanas de aquí,
¿o eran seis?, quizá podría escapar desde allí.
Si no había echado el pestillo a las ventanas.
Si podía abrirlas desde fuera.
Si no me caía hacia una muerte segura al intentar llegar hasta allí.
Si, si, si.
Hice a un lado todas mis preocupaciones. No me serviría de nada pensar
en todo lo que podría salir mal. Tenía que ponerme manos a la obra.
Tenía que hacer algo.
En cuanto estuviese lejos de palacio, lejos de aquel rey loco, lejos del
cadáver de aquella pequeña niña, podría permitirme derrumbarme por fin.
Pero no en este momento.
Con la respiración temblorosa, me acerqué a la cama de Euphemia con el
almohadón en la mano. El Brillo había comenzado a deslizarse entre sus
labios, cayéndole por la barbilla, formando riachuelos oscuros y viscosos
por su rostro y por su cuello.
—Lo siento mucho, Phemie —murmuré, decaída, bajando poco a poco el
cojín sobre su rostro—. Por favor, por favor, perdóname.
Desde el otro lado de la habitación me llegó un revuelo de voces que no
paraban de gritar en el pasillo, y entonces la puerta se abrió de par en par.
—¡No! ¡Hazel! ¡Detente!
53

A
larmada, me di media vuelta y vi a Margaux abriéndose paso a
través de los guardias que flanqueaban la entrada. En cuanto entró
en la habitación, volvieron a cerrar la puerta con llave.
La oráculo se acercó corriendo a mí y me quitó el almohadón de las
manos.
—¡No! ¡Hazel! ¡Por favor, no lo hagas!
—¿Qué estás haciendo aquí? —jadeé, demasiado sorprendida como para
luchar—. ¿Cómo lo has sabido?
—No puedes hacerlo —dijo, abrazando el cojín con fuerza contra su
pecho, como si así pudiese detenerme—. Euphemia no debe morir. He
tenido una visión.
Pues claro que sabía lo que había estado a punto de hacer. Pues claro que
la Primera Santa se lo había mostrado. Esta noche, nada iba a ser fácil. Casi
podía oír a Calamité riéndose de mí.
Salvo que…
Tenía la sensación de que algo no iba nada bien, me recorría el cuello, y
me bajaba por la espalda.
—¿La Primera Santa te lo ha mostrado?
Ella asintió fervientemente, con las mejillas sonrojadas, rebosante de
piadosa autoridad y esperanza.
—Me ha dicho que Euphemia estaba enferma, pero que la salvarías. Me
ha mostrado que tenía que venir a ayudarte.
Aquello no encajaba.
Nada de eso tenía sentido.
Merrick había hecho un trato con la Primera Santa, le había permitido
usarme para salvar vidas inocentes. ¿Por qué le colocaría el símbolo de la
calavera a Euphemia encima si iba a mostrarle a Margaux que se suponía
que yo debía salvarla?
Salvo que no lo hubiese hecho.
Entonces, ¿quién había tenido la visión correcta? ¿Margaux o yo?
Volví a dejar caer la mano sobre la mejilla de la princesa y observé cómo
la calavera surgía de nuevo sobre su rostro. Seguía ahí, observándome con
sus cuencas vacías. Nada había cambiado. Mi orden estaba clara, incluso
aunque Margaux estuviese tratando de confundirme.
«Podría decir que la Primera Santa ha dicho que la luna está hecha de pan
de centeno y todos tendríamos que creerle porque nadie puede contradecir
sus palabras».
Eso era justo lo que Leopold había dicho hacía tantos meses, cuando
regresamos de la Grieta. Él siempre había tenido dudas con respecto a
Margaux, desde el principio, pero yo había decidido no hacerle caso. Había
pensado que era mi aliada, una amiga en un palacio, la única que era como
yo. Una decimotercera hija, una marioneta cuyos hilos movían los dioses
que nos habían reclamado.
Pero ¿y si Margaux había sido la marionetista todo este tiempo?
Hacía tan solo unas horas había convencido al rey de que ejecutase a
Baudouin y a toda su familia. ¿Qué estaba tratando de convencerme de
hacer ahora? No sabía a qué estaba jugando, ni qué se suponía que pretendía
conseguir con ello. Pero sabía que debía tener mucho cuidado. No podía
darle ningún motivo para que pensase que sospechaba que quería algo más
que salvar a la princesa.
Euphemia tosió y una nueva oleada de Brillo se deslizó entre sus labios.
Margaux soltó un grito sorprendido.
—¿No deberías estar intentando curarla?
Extendí las manos frente a mí, impotente.
—En tu visión, por casualidad, ¿no te habrá mostrado la Primera cómo se
supone que voy a salvarla, no? El rey me ha dejado aquí encerrada, y no
tengo mi maletín. No puedo hacer nada, y está muy enferma.
Margaux esbozó una sonrisa radiante.
—¡Sí que lo hay! ¡Tengo tus medicamentos! —Señaló una mochila que le
cruzaba el pecho y que llevaba oculta bajo todas aquellas capas de túnicas.
Ni siquiera me había fijado en ella hasta ese momento.
Parpadeé, anonadada.
—¿Por qué llevas todo eso encima?
La sonrisa de Margaux estaba cargada de aburrimiento.
—Ya te lo he dicho, por la visión. Estaba bailando con el príncipe, ni más
ni menos, cuando vi lo que iba a ocurrir. Supe que te quedarías aquí
atrapada, sin tus medicinas. —Frunció el ceño y la culpa le recorrió el
rostro—. Por eso he ido a buscar un par de cosas a tu taller. Espero no
haberlo dejado todo hecho un desastre. Solo quería asegurarme de traer todo
lo que pudieses necesitar y venir aquí cuanto antes, para que pudieses
arreglarlo todo. —Señaló a Euphemia.
La historia sonaba aparentemente creíble, pero seguía habiendo algo que
no encajaba del todo.
¿Margaux? ¿Bailando con el príncipe?
—Eso ha sido muy inteligente por tu parte —repuse lentamente, al no
saber cómo gestionar todo lo que estaba pasando, lo que tenía que hacer, lo
que tenía que decir—. ¿Qué has traído?
Margaux soltó un suspiro aliviado y se quitó la mochila por la cabeza.
Con las prisas, parte de la correa se le quedó enganchada en el cuello de una
de las túnicas, desabrochando un botón y dejando al descubierto parte de su
cuello. Aquella fue la ocasión en la que más nerviosa la había visto. Estaba
demasiado preocupada.
Cuando abrí la mochila, me sorprendió encontrármela llena de viales y
saquitos, de hierbas metidas en sobres y de polvos. Incluso había metido un
trozo entero de agar negro y un pequeño mortero. Todo lo que haría falta
para tratar a alguien que padeciese de los Escalofríos, empaquetado tan
concienzuda y minuciosamente como si lo hubiese preparado yo misma.
Pero Margaux no podría haber sabido que la princesa se había contagiado
de algo parecido a los Escalofríos. Euphemia se había encontrado
perfectamente antes del baile, quizás había tenido unas décimas de fiebre, o
la mirada vidriosa, pero el Brillo no había comenzado a brotar hasta que
había bailado conmigo en la pista. Y le había tapado la cara en cuanto me
había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo, para después salir corriendo
del salón de baile antes de que nadie pudiese verla y todo el mundo entrase
en pánico.
Los únicos que sabíamos que estaba enferma éramos el rey, las dos
doncellas a las que había echado de malas formas y yo.
¿Cómo había podido saberlo Margaux?
—Esto… Esto me servirá —tartamudeé, rebuscando en el interior de la
mochila y sacando un vial tras otro. No había ningún veneno evidente, no
había nada que pudiese darle a Euphemia una muerte rápida e indolora.
Examiné las etiquetas que les había puesto a los viales con ojo crítico,
sopesando las posibles combinaciones. Moriría mucho más rápido si la
asfixiaba.
—Qué bendición —murmuró Margaux distraída. Tenía la mirada clavada
en el pecho de Euphemia, que subía y bajaba débilmente—. ¿Ahora ya
puedes empezar a curarla? ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
Parecía sincera, su preocupación era evidente. Pero tenía una mueca
extraña dibujada en su rostro, era una expresión de alivio entremezclada con
algo aún más grande, más oscuro.
La culpa.
Sentía que la cabeza me daba vueltas al tratar de unir todas las piezas del
rompecabezas, girándolas una y otra vez para ver si encajaban, pero no
lograba que nada tuviese sentido. No podía ver la imagen completa. Todavía
no. Y me estaba quedando sin tiempo.
No tenía ni idea de dónde podría estar el rey en ese momento, o de si ya
habría encontrado a Bellatrice, pero necesitaba hallar un modo de avisarle
de que la estaba buscando. Y no podría hacerlo si Margaux seguía vigilando
cada uno de mis movimientos.
—¿Margaux?
Alzó la cabeza, apartando la mirada de la princesa.
—¿Cómo has sabido que Euphemia estaba enferma?
La oráculo frunció el ceño.
—Ya te lo he dicho. La visión.
Negué con la cabeza.
—No me lo creo. No creo que nada de lo que me has contado sea cierto.
Margaux soltó un pequeño gemido, parecido a una carcajada seca
entremezclada con un jadeo incrédulo.
—Hazel, ¿qué estás diciendo? ¿Cómo no vas a creer…?
—Euphemia no se va a recuperar. Si la Primera Santa te hubiese enviado
de verdad una visión, lo habrías visto. Me habrías visto matándola.
El miedo atravesó su mirada.
—El cojín… Lo tenías en las manos cuando llegué, pero no es posible
que fueses a… ¿Ibas a matarla? ¿A Euphemia? ¿En serio? —Tragó con
fuerza, agitando las manos frente a su rostro, como si estuviese tratando de
alejar aquella horrible idea de un manotazo—. Eso ya no importa. Te he
traído todo lo que necesitas para curarla. Ahora ya tienes las medicinas. Se
va a recuperar.
—Margaux, Euphemia no se ha contagiado de los Escalofríos. Estas
medicinas no me van a servir de nada.
Por un breve momento, vi cómo el miedo y la incertidumbre se asentaban
en su rostro.
—¿No?
—Puede que sí que hagan algo, no lo sé. Pero Euphemia no tiene los
Escalofríos, y yo no…
—¡Cúrala y ya! —exigió, golpeando la cama con la palma de la mano, y
alzando la voz hasta que no fue más que un grito agudo y desesperado.
Le sostuve la mirada durante un buen rato, con los ojos abiertos como
platos. Margaux parecía estar tan sorprendida con su arranque como yo.
Entonces soltó una suave risita y se pasó la mano por la clavícula,
jugueteando con el cuello de su túnica y tirando de una cadena que llevaba
oculta bajo la ropa, como si estuviese tratando de tranquilizarse. Pero le
temblaban los dedos con violencia.
—Lo siento mucho. No sé a qué ha venido eso —murmuró, midiendo su
tono. Se mesó el cabello, despeinándose los elaborados rizos y dejando el
collar con el que había estado jugueteando al descubierto.
Un pequeño colgante de bronce colgaba de una cadena del mismo metal.
Refulgía bajo el brillo de las velas que iluminaban la habitación.
Lo observé con los ojos entrecerrados.
Los reverentes de la Primera Santa siempre llevaban joyas de plata. Los
dedos y las muñecas de Margaux estaban repletos de ellas, de anillos y
pulseras hechos con la plata más exquisita de todas.
El bronce era el metal de…
Los Divididos.
—Qué colgante más bonito —comenté, asegurándome de mantener un
tono ligero e inocente—. No te lo había visto nunca.
—Oh —comenzó a responder, pero se quedó callada de golpe, llevándose
la mano al amuleto antes de volver a esconderlo. Cuando desabrochó otro
botón del cuello de su túnica, vi un destello rojizo que le surcaba la piel.
Era una línea, gruesa y furiosa, que parecía una quemadura o una roncha.
O una de las cicatrices como las que cubrían el cuerpo de mi hermano.
Mi hermano, miembro de los Fracturados.
Recorrí las túnicas de la oráculo con renovado interés. Cada franja de
piel, desde su barbilla hasta sus nudillos, pasando por las puntas de sus
botas, estaba cubierta por capas y capas de tela gruesa.
—Es solo una antigua baratija familiar —comentó, palmeándose el
corpiño para asegurarse de que el collar quedara completamente oculto de
nuevo—. Normalmente no me lo pongo, pero como esta noche era una
ocasión especial… —Suspiró, observándome con remordimiento—. Siento
haberte gritado. Es que estoy muy preocupada por Euphemia. Tenemos
que…
Sin previo aviso me lancé hacia ella, derribándonos a las dos.
Caímos al suelo formando un remolino de extremidades retorcidas
mientras yo luchaba por quitarle todas aquellas capas, tratando de encontrar
de nuevo la cicatriz que había visto.
—¿Es que has perdido la cabeza? Hazel, ¿qué estás…? —preguntó,
luchando por defenderse.
Entonces se dio cuenta de lo que estaba intentando hacer. Sus esfuerzos
por apartarme aumentaron y empezó a golpearme, arañándome con sus
dedos curvados y dándome patadas sin parar. Uno de sus golpes fue directo
a mi estómago, lo que me hizo doblarme de dolor, abrazándome el
abdomen. Cuando volvió a intentar golpearme en el mismo sitio, agarré su
pie y lo sostuve en alto, haciendo a un lado capas y capas de gasa y
brocado, rasgándolas en un intento por dejar al descubierto la piel desnuda
de su pierna.
Se me escapó un grito ahogado cuando lo vi.
El gemelo de Margaux estaba partido en una docena de segmentos de piel
mutilada. Las cicatrices, gruesas y furiosas, le surcaban la piel, subiendo
desde el tobillo hasta el muslo. Los cortes eran brutales y dentados, lo que
dejaba claro que los habían hecho unas manos demasiado pequeñas y
jóvenes como para estar sosteniendo un puñal.
—Ay, Margaux —me compadecí, incluso sabiendo lo que significaban
esas cicatrices.
Ella se dejó caer de espaldas intentando cubrirse de nuevo, pero ya era
tarde, ya había visto sus cicatrices.
—No eres una oráculo —repuse lentamente—. No le perteneces a la
Primera Santa. Eres…
—Una Fracturada —me confirmó, después de un momento de tenso y
largo silencio. Entonces soltó una maldición y un gruñido grave.
Me dejé caer contra un costado de la cama de Euphemia, exhausta.
—Has estado mintiendo todo este tiempo.
—No —se apresuró a contradecirme, pero entonces se quedó callada de
golpe, como si estuviese perdida, como si le faltase el guion que se suponía
que debía de seguir. Fuera cual fuere su plan, no había incluido este
imprevisto—. Quiero decir… sé que eso es justo lo que parece, sí. Pero…
no soy una Fracturada. Ya no… —Esbozó una pequeña sonrisa, como si
aquella confesión bastase para que volviese a confiar en ella, para
demostrarme que estábamos en el mismo bando.
Pero no me lo tragaba.
—¿Es que alguna vez me has dicho algo que fuese verdad? ¿Eres siquiera
una decimotercera hija?
—¡Pues claro que lo soy! —espetó, herida—. Soy tan especial como tú.
O, en realidad, mucho más que tú.
Había algo en su tono, en la forma imperiosa en la que ladeaba la cabeza,
que despertó un recuerdo en mi interior, un momento en el que hacía
muchos años que no pensaba.
—Te conozco —susurré, y entonces el recuerdo de aquella horrible tarde
se apoderó de mí—. Eras la pequeña novicia del templo de Rouxbouillet, la
del día en el que mis padres vendieron a Bertie. —Me llevé las manos a la
cara, cubriéndome la boca—. ¡Eras tú!
Margaux se quedó boquiabierta. Parecía que iba a negarlo, pero entonces
asintió lentamente.
—Sí.
Me quedé muda.
Su rostro se retorció hasta formar una mueca cargada de desdén, dejando
caer su máscara por fin.
—No te haces una idea de lo mucho que te odiaba.
—¿Qué? ¿Por qué?
Margaux soltó una carcajada burlona.
—¡Por esa mirada, para empezar! Te comportas como si solo fueses una
pequeña criaturita del bosque, con tus ojos bien abiertos y llenos de
inocencia, fingiendo ingenuidad. Me da asco.
—Margaux, no sé qué he hecho para ofenderte. Ni siquiera sé cómo
podría haberte…
Cerró las manos en puños.
—Solo con… estar aquí. Solo por… existir —escupió, luchando por
explicar lo resentida que estaba conmigo—. Nuestra sacerdotisa te deseaba
tanto. Eras lo único de lo que hablaba. —Fingió desplegar una especie de
pancarta—. «La decimotercera hija que se me escapó». ¡Cuando ya me
tenían a mí! ¡Y tu hermano! ¡Ah! ¡Era lo peor!
Estaba hablando como una maníaca, las palabras le salían a borbotones,
sin orden ni concierto. Y todos sus gritos caían sobre mí como puñales.
—Cuando llegó, por supuesto, tuvo que hacer un voto de silencio. Un año
entero en el que no podría decir ni una sola palabra, para purificar sus
pensamientos y su mente, para estar listo para servir a nuestros dioses. Pero
cuando terminó ese año, se pasó los días contando historias, y todas
hablaban de ti. Estaba tan orgulloso, orgullosísimo de tener una hermana a
la que había elegido un dios. Creo que estaba impresionado, porque no
paraba de relatarnos todas las cosas que tu padre le había contado. Nos
habló sobre la noche en la que los tres dioses habían ido a reclamarte. La
noche en la que te eligieron. La noche en la que el Temido Final te prometió
todos esos años de más.
—Años de más —repetí, consternada por que mi padre hubiese logrado
comprender qué era exactamente lo que Merrick le había estado
prometiendo aquella noche. Él se lo había contado a Bertie, y Bertie se lo
había contado a Margaux. Noté cómo se me revolvía el estómago. Ese era
mi secreto. Que Margaux lo supiese era horrible, no estaba bien.
—Pero ¿para qué necesitas tantísimos años? —siguió diciendo, soltando
aquella pregunta con facilidad, y entonces me la imaginé en sus aposentos,
haciéndose esa misma pregunta una y otra vez, mientras se paseaba de un
lado a otro, obsesionada con ella, enfadada conmigo—. ¿Por qué te
concedió tu dios todos esos años de más y el mío no hizo lo mismo por mí?
No es justo. Es tan exasperante. Da igual lo que haga con mi vida, da igual
lo talentosa que sea, da igual todo lo que consiga, siempre estoy pensando
en esos años que te concedieron de más; me nubla la mente, no para de
incordiarme. Así que sí. Te odiaba —admitió Margaux—. Tú no tenías por
qué estar viviendo en un dormitorio abarrotado, luchando cada día por que
te prestasen atención, por que se fijasen en ti de una vez. No tuviste por qué
desollarte, no tuviste que derramar sangre, literalmente, para demostrar tu
amor. Te otorgaron bendiciones de un valor incalculable y, encima, todos
esos años de más.
—Margaux, yo nunca los pedí. Merrick se encargó de que los tuviese
incluso antes de que…
—Al final —siguió diciendo, interrumpiéndome como si mis protestas,
mis explicaciones, no significasen nada—, mi ira y mi resentimiento se
fueron acumulando, y entonces mi señor por fin se fijó en mí. Calamité vino
a verme una noche y me prometió que si le dedicaba mi vida a él y solo a él,
me otorgaría su bendición.
—Pero eres hija de los Divididos… de todos los dioses que albergan en
su interior. ¿Cómo pudiste abandonar al resto?
Margaux se encogió de hombros.
—¿Qué habían hecho los demás por mí? Calamité se dio cuenta de que
era especial. Prometió recompensarme por ello. Así que acepté. Y así ha
sido.
Metió la mano en el interior de sus túnicas y extrajo la cadena de bronce
de nuevo, con su colgante refulgiendo bajo el brillo de las velas.
—¿Dónde está tu silbato, curandera? —preguntó, y entonces soltó una
sonora carcajada. La luz de las velas aclaraba sus dientes blanquecinos,
dándoles un aspecto todavía más peligroso, como los colmillos de un perro
rabioso. Sin previo aviso, se llevó el colgante a los labios y sopló.
Un pitido grave, familiar y atonal reverberó por toda la sala, una llamada
a la guerra, al caos y a la mala fortuna. Una llamada para el único dios que
acudía siempre que era llamado.
Calamité.
54

–M
i señor. —Margaux saludó a Calamité con una profunda
reverencia.
—¿Cómo está mi hija favorita? —preguntó, al tiempo
que los Divididos surgían de un rincón oscuro de la habitación y se
acercaban a ella.
Margaux se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla, sin
prestarle atención siquiera a Félicité.
—Mucho mejor ahora que estás tú aquí.
Los Divididos se dieron la vuelta y observaron los aposentos de
Euphemia, sin perderse ni un mísero detalle. Pude notar el momento preciso
en el que el ojo de Calamité se posó en mí.
—Hola, Hazel. Me gusta tu vestido. La vida en palacio te sienta muy
bien.
Miré fijamente al dios con expresión pétrea.
—Nada de este sitio me sienta bien últimamente.
Calamité se encogió de hombros, despreocupado, y después volvió su
cuerpo conjunto hacia la cama de la princesa, para observar cómo se
estremecía.
—Por favor, menudo desastre está hecha —murmuró, encantado.
Entonces me di cuenta de que algo no iba nada bien.
Los Divididos se movían demasiado lento, como si el aire que rodeaba su
cuerpo fuese demasiado denso, como si los estuviesen ralentizando.
Se movían… a paso de tortuga.
—Buenas noches, Félicité —dije, al darme cuenta de que ella no había
hablado desde que habían llegado.
En la habitación reinaba el silencio, un silencio demasiado denso.
Normalmente, los Divididos hablaban sin parar, sobre los mortales, sobre
cómo hacerse con el control de una conversación, sin dejar de discutir entre
ellos. Pero en ese momento…
—Me temo que mi hermana no puede oírte ahora mismo —me advirtió
Calamité, alejándose de Euphemia—. Ninguno de los otros dioses puede
oírte. Solo yo.
Me fijé en el costado de la cara de la diosa. Como no tenían pupilas,
siempre era difícil saber a cuál de los dioses estabas mirando a los ojos,
pero hoy su mirada estaba especialmente desenfocada. Calamité se deslizó
lentamente, midiendo sus pasos, y me di cuenta de que se movía tan lento
porque tenía que arrastrar el lado de Félicité. Ella no estaba controlando
nada. No se estaba moviendo en absoluto.
—¿Qué le pasa a Félicité?
—No le pasa nada —espetó Calamité, ladeando su cabeza para poder
verme mejor—. Tal vez todo vaya perfectamente bien por primera vez.
—¿Qué has hecho? —jadeé, boquiabierta, incapaz de apartar la mirada
del rostro laxo de Félicité. Parecía una flor a la que alguien hubiese cortado
y que llevase demasiado tiempo sin agua, marchita y rota.
—Qué hemos hecho —me corrigió Margaux, orgullosa, y un escalofrío
me recorrió la espalda.
—¿De verdad creías que iba a pasarme siglos compartiendo cuerpo con el
resto de mis hermanos y que no iba a encontrar la forma de asegurarme un
poco de independencia? No te haces una idea de lo apretados que estamos
aquí dentro. Hay demasiados dioses metidos a presión en un espacio tan
pequeño. —Se estremeció, pero solo su costado se removió.
—¿Y ellos saben lo que estás haciendo?
Calamité soltó una carcajada amarga antes de ponerse a deambular con
torpeza por la habitación, alzando baratijas y juguetes de vez en cuando con
sus manos, examinándolos con interés antes de lanzarlos a un lado.
Margaux lo observó, boquiabierta, sonriendo con entusiasmo.
—Pues claro que no. Una vez incluso me pasé toda una tarde paseando
por los canales de Boizenbrück, convenciendo a todo aquel con el que me
cruzaba de que cometiese alguna especie de acto de traición o maldad y, una
semana más tarde, los ciudadanos se levantaron contra el gobierno e
iniciaron una revolución. He de admitir que me sorprendió que fuesen
tantos. Ninguno de mis hermanos sospecha nada.
Solté una sonora carcajada.
—Es imposible que Félicité no se dé cuenta de lo que estás haciendo,
tarde o temprano lo descubrirá. Ella siempre se entera de todo.
El ojo de Calamité refulgió con un brillo peligroso.
—No te olvides de con quién estás hablando, mortal. Solo porque sea
amable con una decimotercera hija no significa que seamos amigos. No
somos iguales. Yo soy el señor del caos, el gran numen de la confusión. La
tierra y su caos me rinden pleitesía, me ofrecen sus sacrificios y se postran a
mis pies. Cantan mis alabanzas con cada grito de insurrección. Mi sangre se
alborota ante la confusión, el miedo y el desorden. Mis acólitos me
santifican en todos sus planes, me veneran con su sedición. —Se volvió
hacia Margaux con su mirada gélida—. O lo intentan con todas sus fuerzas.
—Soltó un sonoro suspiro—. ¿Qué estoy haciendo aquí exactamente? Te
dije alto y claro que no quería que me convocases hasta el desenlace.
La sonrisa de Margaux flaqueó antes de que barriese la habitación con el
brazo, como si estuviese tratando de mostrarle un premio, enorme y
precioso.
—Y aquí estamos.
—¿Esto? ¿Este es tu último acto? —Su tono estaba cargado de evidente
escepticismo—. ¿Dónde está la gente luchando? No hay nadie gritando, no
han derramado ni una mísera gota de sangre. La bastarda de la reina sigue
viva y, si no me equivoco, a Hazel todavía le quedan sus dos velas. —Ladeó
la cabeza, con la ira apoderándose poco a poco de su lado de la cara,
prestando atención a los sonidos que recorrían el interior del palacio—. Se
está celebrando una velada en la planta baja. ¡Una fiesta! Los mortales están
celebrando, son felices, así que ¿por qué me has hecho venir?
El cuerpo de Calamité aumentó poco a poco de tamaño cuando desató
toda su ira, llegando incluso a rozar el techo dorado. Tuvo que encorvarse
para encajar en la habitación, acercando su rostro dividido hacia el mío de
una manera insoportable. De su mitad del cuerpo surgían oleadas
implacables y furiosas, tan ardientes y tangibles como el fuego.
Todo mi ser me gritaba que me dejase caer de rodillas al suelo y que
suplicase su perdón, pero hice aquella idea a un lado y me erguí todo lo alta
que era. Aquel no era mi padrino y, por una vez, aquella rabia implacable no
iba dirigida a mí.
Margaux, a su favor, tan solo apretó los labios con fuerza, frustrada pero
inamovible.
—Tuve que cambiar un poco el plan. —Me lanzó una mirada de
desprecio—. Pero eso no significa que hayamos fracasado. Solo nos
estamos… adaptando. Dijiste que era un buen plan —le recordó—. Tú
mismo lo elogiaste.
—Deberías haberte ceñido al plan original —repuso Calamité, con el
calor de su ira lamiéndonos la piel—. Tenías que matar a la reina,
desencadenar los Escalofríos, dejar que el rey muriese y ver cómo el mundo
ardía hasta sus cimientos.
Abrí la boca para decir algo pero, antes de que pudiese hacerlo, desde el
otro extremo de la habitación alguien emitió un grito ahogado, y todos nos
volvimos hacia allí como un resorte.
Allí, por difícil que pudiese parecer, se encontraba Leopold, boquiabierto
y horrorizado, con los ojos como platos, observándolo todo. Estaba delante
de una puerta abierta que alguien había cubierto con el mismo papel de
pared que el de la habitación, por lo que jamás podría haberla encontrado,
por mucho que buscase. Era un pasadizo perfectamente oculto.
Calamité esbozó una sonrisa de oreja a oreja, maravillado ante aquel giro
de los acontecimientos.
—¡Buenas noches, alteza real! ¡Pase, pase! ¡Qué sorpresa más inesperada
y maravillosa!
—¿Qué está pasando aquí? —Leopold se volvió hacia mí, aturdido—.
Bellatrice dice que va a huir y me he enterado de que Euphemia no se sentía
bien, y hay guardias apostados fuera, por lo que he tenido que usar el
pasadizo secreto para entrar, y ahora me encuentro con… —Señaló a los
Divididos—. ¿Hazel? —Me miraba tan dolorosamente confuso. Me acerqué
un paso a él, sin saber cómo podría explicarle nada de lo que estaba
ocurriendo, pero entonces se volvió de nuevo hacia Calamité—. ¿Qué estáis
haciendo aquí? Los Divididos no tienen ningún motivo para estar…
—A mí no me mires. Yo no pedí que me convocasen —lo interrumpió
Calamité, esbozando una media sonrisa malvada con su lado de la cara—.
Pobre principito tonto. Tu padre le abrió las puertas de vuestra casa a un
lobo con piel de cordero.
—Hazel jamás habría… —Leopold se quedó callado y entonces se volvió
hacia Margaux, uniendo todas las piezas del rompecabezas—. Tú. ¿Qué has
hecho?
Margaux se sobresaltó cuando todas las miradas de los presentes se
volvieron hacia ella. Estaba inquieta, porque se había dado cuenta de que la
última parte de su plan se estaba yendo a pique poco a poco ante sus
propios ojos.
—¿Yo? Nada —repuso, aunque la voz le salió demasiado aguda,
demasiado nerviosa.
—Déjalo, niña —le advirtió Calamité con un suspiro—. Ya has gastado
todos los ases que tenías bajo todas esas mangas y no hay escapatoria. —
Alzó la mirada hacia el techo—. Vaya pérdida de tiempo y esfuerzo.
—¿Qué le hiciste a la reina? —pregunté en un susurro, incapaz de
pronunciar la pregunta en voz alta.
—No… mucho. —La mirada de Margaux vagó de su dios a Leopold—.
Yo… bueno. Antes de que saliese a cabalgar aquel día… —Se humedeció
lentamente los labios—. Puede que le echase algo de adelfa en la bebida.
No pude contener un grito ahogado.
—¿La envenenaste?
Margaux se volvió hacia mí, con los ojos bien abiertos y suplicantes.
—No sufrió. No quería que sufriese.
—¿Por qué? —preguntó Leopold, con voz pétrea y lo bastante alto como
para sacar a Euphemia de su letargo. La pequeña princesa se removió
incómoda sobre la cama, con los músculos de su mandíbula crispándose una
y otra vez—. ¿Por qué harías algo así? Mi madre siempre fue amable
contigo. Fue ella la que te trajo aquí, la que convirtió este palacio en tu
hogar. Ella…
—Y por eso lo lamento —comenzó a excusarse Margaux, con la decencia
de bajar la mirada hacia sus pies, arrepentida—. No era nada personal. Pero
tienes razón, Aurélie siempre me trató bien. Era encantadora, nunca hizo
nada malo, de verdad.
Calamité soltó una sonora carcajada.
—Más allá de acostarse con el hermano de su marido, por supuesto. —
Echó un vistazo a su alrededor, como si estuviese esperando a que nos
riésemos de su broma. Observó a Leopold con los ojos entrecerrados—. Ya
sabías que ese era el motivo por el que tu tío abandonó el palacio en
realidad, ¿no?
Leopold observó al dios, asqueado.
Margaux se adelantó un paso hacia él, con las manos extendidas, como si
pretendiese convencer al príncipe de que solo tenía buena intención, pero se
detuvo de golpe antes de rozarlo siquiera, pensándoselo dos veces.
—No me hizo feliz tener que envenenarla, ni verla marchar a lomos de
ese caballo aquel día.
—Y, aun así, lo hiciste —murmuró Leopold, en voz grave, como si una
tormenta se estuviese cerniendo sobre nuestras cabezas.
—Por un bien mayor —explicó Margaux—. Por su bien —añadió,
señalando a Calamité con la cabeza. Sus labios formaron una mueca
retorcida y preocupada a la vez—. Por todo el bien que su muerte traería.
—Fue un inicio prometedor —comentó Calamité.
—Se suponía que debían culpar a tu tío de la muerte de Aurélie —explicó
Margaux, mirando fijamente a Leopold—. Cuando se cayó del caballo y se
partió el cuello, dejé un trozo rasgado de tela escarlata junto a su cuerpo,
con el sigilo de Baudouin bordado. Se suponía que aquello debía dar inicio
a la guerra. Que Marnaigne debía ser quien atacase primero. Baudouin
contratacaría después. Habría sido… —Hizo una pausa y alzó la mirada
como si estuviese contemplando algo a la distancia—. Habría sido precioso.
Una ruina calamitosa y preciosa, como el mundo nunca la había visto.
Calamité suspiró, como si estuviese maravillándose ante lo que podría
haber sido, pero Leopold apretó los dientes con fuerza.
—Nunca encontraron ese sigilo bordado.
—No —confirmó Margaux con tristeza—. La doncella de tu madre jamás
lo vio. Esa chica estúpida se topó con su cuerpo y entró en pánico, y pisoteó
el trozo de tela mientras gritaba como una imbécil desquiciada. Para cuando
el guardabosque la encontró, el trozo de tela ya estaba enterrado bajo el
barro o perdido entre la hierba. Fui a buscarlo después, cuando ya se habían
llevado a la reina, pero había desaparecido por completo, no pude
recuperarlo. Así que tuve que reajustar mi plan.
—Has causado tanto sufrimiento y has hecho cosas horribles, y todo
¿para qué? —exclamé, casi a gritos—. ¿Por él? —Le lancé una mirada
fulminante a Calamité. Y él tuvo la audacia de guiñarme el ojo—. Has dicho
que fue ella quien desencadenó los Escalofríos —le recordé—. ¿Cómo? No
se puede desatar una plaga así como así.
Él se encogió de hombros, con sus hombros subiendo y bajando
lentamente.
—Es su don; puede usarlo como quiera.
—¿Qué don? No es una oráculo, ¿verdad? —Me volví entonces hacia
Margaux—. ¿Verdad?
Ella soltó una sonora carcajada.
—Pues claro que no. ¿Quién demonios querría estar atado a una
maldición como esa?
Calamité alargó la mano hacia su rostro y le acarició la mejilla con
delicadeza, sonriéndole con cariño.
—A Margaux le he otorgado el don de la discordia. Tiene un talento de lo
más inusual, porque siempre logra llevar la discordia allí adonde va. Cada
vez que usa su don, me alimenta, me venera. Cuanto más lo usa, más fuerte
me vuelvo. Cuanto más fuerte me vuelvo, más tiempo puedo robarles a…
bueno, a todos los demás. —Señaló la expresión vacía de Félicité.
Observé a la otra decimotercera hija bajo una nueva luz.
—¿De verdad desataste una plaga?
Margaux no pudo contener una sonrisa radiante.
—Cuando mi primer intento por provocar una revolución no funcionó,
tuve que probar algo distinto. Viajé al norte, al ducado de Baudouin. Su
provincia estaba prosperando. Sus tierras eran fértiles y los aldeanos eran
felices. Por lo que me paré a pensar en qué podría sembrar el pánico y
acabar con toda aquella felicidad, pero tenía que ser algo grandioso y
dramático, para complacer a mi padrino, algo que redujese toda aquella
prosperidad a cenizas.
—Los Escalofríos —repuse. Solo quería acabar de una vez con aquella
conversación, estaba agotada de tener que ver aquella expresión complacida
dibujada en su rostro.
La sonrisa de Margaux se ensanchó aún más.
—Puede que mis ojos no sean capaces de ver el futuro, pero mis manos sí
que pueden moldearlo a su gusto. ¿De verdad creías que era una
coincidencia que el Brillo primero fuese dorado y después se volviese
negro?
—Los colores de los Marnaigne —murmuró Leopold—. Nunca… nunca
lo había pensado.
Margaux sonrió con dulzura, sin sorprenderse en absoluto.
—Pues claro que no, alteza real. Pero Baudouin sí se fijó en ello. Pensó
de inmediato que su familia era la que había orquestado aquella plaga, para
atacarlo. Así que reunió a todos los soldados que le seguían siendo fieles y
marchó hacia el sur.
La forma alegre en la que estaba relatándolo todo me puso los pelos de
punta.
—Han muerto miles de personas por tu culpa —susurré.
—Por él —me recordó—. Y todo habría salido como pensaba de no
haberte traído a palacio.
—¿Y por qué lo hiciste? —pregunté con curiosidad—. Todo estaba
saliendo según tu plan. Baudouin había iniciado una guerra, los Escalofríos
se estaban extendiendo por todo el reino. ¿Por qué les dijiste que me habías
atisbado en una de tus visiones?
—Porque le pudo la codicia —comentó Calamité, cansado—. No podía
permitir que todos sus planes saliesen a la perfección si no acababa contigo
también de una vez por todas. —El dios puso su ojo en blanco—. Le advertí
que era una idea horrible, pero hay gente que nunca quiere escuchar.
—No creía que hubiese una cura para los Escalofríos —dijo Margaux
rotundamente—. Pensé que vendrías, que todo seguiría siendo igual de
horrible y que el rey te condenaría a muerte o que enfermarías o…
—Y justo por ese motivo estás ahora metida en este lío —canturreó
Calamité, y por un momento me pregunté si esta discusión también lo
estaría alimentando, si estaría nutriendo su hambre de caos—. Aprovechaste
mi momento de júbilo y triunfo en tu propio beneficio, para tus tontas
venganzas personales. Arruinaste…
—¡Pensé que funcionaría! —espetó Margaux—. No sabía que usaría una
de sus velas para salvar al rey.
—¿Velas, qué velas? —preguntó Leopold.
Margaux parpadeó, sorprendida.
—¿No te ha hablado de eso? —Se volvió a mirarme, y el brillo en sus
ojos se tornó mucho más astuto—. ¿Qué otros secretos le has estado
ocultando, Hazel?
—No… —empecé a decir, pero Margaux me interrumpió, alzando la voz.
—Su dios la adoraba tanto que le otorgó tres vidas en vez de una. Tres
velas que se quemasen muy, muy, muy lentamente. Si vuestro desastroso
escarceo llega a convertirse en algo más algún día, ella vivirá dos siglos
más que tú, supongo. Bueno, o lo habría hecho. —Chasqueó la lengua—.
Pero ahora solo le queda una vela de repuesto.
A su favor, Leopold no cuestionó ni cómo ni por qué lo había hecho.
Simplemente le creyó.
—¿Le entregaste una vida a papá? —preguntó y sus ojos azules se
clavaron en mi rostro—. ¿Una de tus propias vidas?
Me observaba maravillado, aunque su voz estuviese cargada de miedo, y
noté cómo me sonrojaba al momento, avergonzada. No sabía lo de mi don,
lo de mi maldición. No sabía a cuánta gente había tenido que ver marcada
por el símbolo de la calavera, todas las cosas que había tenido que hacerles.
Lo mismo que se suponía que debería haberle hecho a su padre, lo que
debía hacerle a Euphemia.
—Era la única forma de salvarlo —murmuré. Era la verdad, aunque al
decirlo en voz alta sonase como una mentira piadosa. Las lágrimas me
anegaron los ojos—. Su Brillo ya había empezado a oscurecerse, y todavía
no había encontrado la cura, y no quería que Euphemia…
Euphemia.
La pequeña princesa seguía ahí tumbada, empapando las sábanas de su
cama en sudor y tiñéndolas de bronce con cada estertor de su cuerpo,
sumida en un sueño inquieto y completamente ajena a todo lo que estaba
ocurriendo a su alrededor, a todos los oscuros actos que habían salido por
fin a la luz, a todas las confesiones que habían tenido lugar.
Me volví hacia Margaux como un resorte cuando la última pieza del
macabro rompecabezas encajó por fin.
—¿Has hecho enfermar a Euphemia para que use mi última vela para
salvarla, verdad?
La acusación cayó sobre todos nosotros como una bala de cañón.
Margaux abrió los ojos como platos y nos observó asustada, alzó las
manos como si quisiese demostrar que era inocente y negó con la cabeza
una y otra vez mientras retrocedía por la habitación, escabulléndose tras una
mesita o protegiéndose detrás de una silla, poniendo toda la distancia
posible entre ella y el príncipe.
Las mejillas de Leopold se sonrojaron con violencia, y todo su rostro se
tiñó de rojo cuando la ira se apoderó de él. Se lanzó contra Margaux, pero
Calamité lo atrapó antes, y los dos cayeron rodando al suelo mientras el
dios luchaba por apresarlo.
—¡Te voy a matar! —gritó Leopold, tratando de liberarse del agarre del
dios. Nunca lo había visto luchar así, forcejeando y pataleando sin parar,
con los músculos tensos al tratar de apartar a Calamité de encima de él.
Aquel no era el lánguido príncipe de antaño, sino el soldado curtido en mil
batallas.
Margaux, que se había deslizado hasta esconderse tras el dosel de la cama
de Euphemia, no paraba de sacudir la cabeza, como si quisiese negarlo
todo.
—No. Te lo juro. No a propósito. Esta mañana, durante la ejecución,
hacía muchísimo calor. Euphemia estaba tan sedienta que supongo que
debió de beber de la petaca que llevaba guardada en mi bolso. Se suponía
que debía ser Leopold quien bebiese. Quería que enfermase para que
gastases tu última vela salvándolo. Pero fue Euphemia quien bebió. Jamás
le habría dado la petaca a ella. No a Euphemia. Lo juro por mi vida.
—Tu vida no significa nada —señalé—. Tu palabra no vale nada. Todo lo
que has dicho hasta ahora es mentira. ¿Por qué deberíamos creerte ahora?
Rodeé la cama de Euphemia. Si Leopold no iba a poder llegar hasta ella,
tendría que ser yo quien lo hiciera. Pero una mano, con los dedos alargados
y fuertes, me cortó el paso, obligándome a detenerme. Me apresó el tobillo
y me hizo tropezar.
—Ya he oído suficiente.
La voz de Félicité resonó por toda la habitación, sorprendiéndonos a
todos.
La segunda mitad del cuerpo de los Divididos cobró vida, la diosa se
había despertado. Abrió su boca en un bostezo, estirándose y liberándose
del trance en el que la había sumido Calamité. Estiró la mano, sus dedos se
retorcieron como las patas de una araña cuando retomó el control, antes de
tumbar su cuerpo compartido en el suelo. Su espalda produjo una serie de
crujidos al destensarse cuando se levantó.
Calamité suspiró con pesar.
—Bueno, se acabó la fiesta.
—¿La fiesta? —repitió Félicité, masajeándose la mejilla—. ¿Te has hecho
con una decimotercera hija solo para ti, hermano?
Él se encogió de hombros.
—Puede.
—¿Y le has otorgado un don?
Calamité esbozó una macabra sonrisa con su lado de la cara.
La diosa observó con su ojo a Margaux y se sorprendió al verla.
—Me acuerdo de ti. Siempre fuiste una acólita espantosa. Dame eso.
Margaux se llevó la mano al cuello para ocultar su collar, pero Félicité se
lo arrancó de un tirón, rompiendo la cadena y aplastando el colgante en su
puño.
—Esto es terriblemente desagradable —murmuró, lanzando el collar
destrozado a un lado.
Leopold soltó una carcajada amarga.
—Eso es quedarse corto. —Él también se había levantado, pero las manos
de Calamité seguían aferradas a sus hombros, sujetándolo. El príncipe le
lanzó a Margaux una mirada gélida y cargada de odio—. Vas a pagar por
esto, por todo lo que has hecho. Por mi madre, por mi hermana. Por todas
las muertes de este reino que has causado, ya fuese en el campo de batalla o
a causa de la enfermedad que creaste. Pienso hacerte pagar por cada una de
ellas.
Margaux recorrió toda la habitación con una mirada calculadora, como si
estuviese buscando algo. Incluso ahora que ya se había descubierto todo,
estaba tratando de hallar el modo de sobrevivir, de salir ilesa. Su audacia era
asombrosa.
—¿Sabes?, no creo que lo logres, alteza real —comentó—. Tu padre me
adora. Confía en mí. Me he pasado los últimos tres años contándole todos
los secretos de la corte: los tuyos, los de tus hermanas. Todos los secretos de
la nobleza y de cada uno de sus asesores. Le he demostrado una y otra vez
que le soy leal. Se cree todo lo que le digo. Lo único que tengo que hacer es
susurrarle al oído que fue Hazel quien envenenó a la reina, que fue Hazel
quien le hizo enfermar, que fue Hazel quien…
—¿Pero es que no te das cuenta de las tonterías que estás diciendo? —
preguntó Leopold, interrumpiendo su sarta de palabras—. Eso no tiene
ninguna clase de sentido. Hazel ni siquiera estaba aquí cuando ocurrió todo
eso.
—Puede que no, pero podría haber tenido la ayuda de un amante
secreto… la tuya —murmuró, esbozando una sonrisa amplia y malvada. Se
creía que había ganado—. Tampoco me costará mucho convencer al rey de
ello, ¿no crees, Leopold? De que lleváis tramando todo esto desde hace
meses, desde hace años. El tiempo tampoco es que importe demasiado; me
lo iré inventando sobre la marcha. Y mañana, al amanecer, os habrán
ejecutado a los dos, y yo seguiré aquí. Tirando de cada uno de los hilos. —
Entonces se volvió hacia Calamité e inclinó levemente la cabeza—. ¡Le juro
que arreglaré todo esto, señor!
En cuestión de segundos, Margaux cruzó la habitación a la carrera,
dirigiéndose hacia el pasadizo secreto. Leopold trató de interceptarla, pero
Calamité lo mantuvo atrapado.
Me volví hacia Félicité en busca de ayuda, pero la diosa se limitó a
observar cómo se marchaba la falsa oráculo. Todas mis esperanzas
desaparecieron de golpe.
Calamité jamás sería castigado. Puede que a Margaux la condenasen por
todo el daño que había hecho, pero las muertes que había causado, todo el
caos que había sembrado, jamás podría deshacerse.
Solo podríamos seguir adelante si enmendábamos todos los errores que
había cometido.
Entonces supe la respuesta. Lo supe tan rápido como un rayo impacta
contra la tierra, iluminándolo todo con su fulgor.
Tomé la mano de la diosa entre las mías para llamar su atención.
—Mándame de vuelta al Entre.
—¿Qué? —preguntó, observándome con curiosidad.
—Otórgame de nuevo la visión divina y mándame al Entre. Tengo que
poner fin a todo esto de una vez por todas. Tengo que enmendar todos mis
errores.
La diosa parpadeó, considerando mi petición durante un momento.
—¿Te encargarás de arreglar el desastre que han causado mi hermano y
su reverente?
—Eh, un momento… —empezó a replicar Calamité.
—Haré todo lo que esté en mi mano —repuse, apresurándome por
interrumpirlo—. No puedo devolver a la vida a todos aquellos a los que ella
o el rey han condenado, directa o indirectamente, pero puedo detenerlos
para que no causen más muertes. Empezando por matar al propio rey.
Mándame de vuelta al Entre y me aseguraré de hacer lo que el símbolo de la
calavera me ordenó desde un principio.
Félicité frunció su lado de los labios, valorando mi petición con una
aterradora quietud divina.
—Sin duda, eres digna ahijada de tu padrino —murmuró, antes de
colocarme el pulgar en la frente, electrificando mis sentidos y apoderándose
de mi vista—. Cumple con tu deber, pequeña mortal. —Le lanzó una
mirada cargada de significado a Euphemia, que no dejaba de removerse
sobre su cama—. Con todos tus deberes.
55

C
uando oí el rugido de la cascada del Entre, recordé que tenía que
cerrar los ojos, que tenía que asegurarme de no activar la dolorosa
visión divina. A solas y a oscuras, traté de orientarme, prestando
atención para saber de dónde provenía el rugido de la cascada; oía cómo
resonaba al estamparse contra la pared de roca de la gruta.
—Puedes hacerlo —susurré—. Mata al rey y salva al reino. Mata al rey y
salva al reino.
Suspiré, tratando de tranquilizarme, y entonces me adentré en los terrenos
de Merrick.
—Mata al…
—¡Hazel, espera! —Cuando una mano me rodeó la parte superior del
brazo, grité e, involuntariamente, abrí los ojos.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —le pregunté a Leopold, atónita—.
¿Cómo has…?
Tuve que dejar de hablar y cerrar los ojos antes de desplomarme. Me
dolía muchísimo la cabeza, y me pesaba demasiado como para mantenerme
erguida.
Haberlo visto a través de los ojos de un dios había sido lo más horrible
que había hecho en mi vida.
Podía ver los distintos caminos que podría seguir su vida, cada cambio
que podría tomar. Todas y cada una de las versiones de Leopold se
superponían y ampliaban su cuerpo hasta transformarlo en una imagen
infinita y repleta de posibilidades. En un futuro, era un rey: un rey bueno,
un rey malo, un rey que no era nada del otro mundo; en otro, un capitán: en
plena guerra, durante un periodo de paz, un capitán vencedor, un capitán
encarcelado. En otros tantos era un donjuán, un padre, un borracho, un
monje, un viudo, no tenía familia o estaba enamorado. En otros se había
dedicado en cuerpo y alma a la corona, a los dioses, a los placeres
terrenales, a los estudios. Y así sucesivamente. Era demasiado, mi cerebro
no podía procesar todo aquello, no lograba comprenderlo.
Sollocé, tenía la sensación de que mi cabeza iba a estallar de un momento
a otro.
—¿Qué te pasa? —me preguntó, dejándose caer a mi lado. Me acarició la
espalda con suavidad, ofreciéndome algo de consuelo cuando yo no podía
explicarle lo que me estaba ocurriendo—. ¿Hazel, qué te pasa?
Me dejé caer contra su cuerpo, tratando de calmarme al sentir la solidez
de su pecho. Ahora solo había un Leopold, solo estaba este Leopold, mi
Leo, pero no podía quitarme de la cabeza el recuerdo de todas sus posibles
versiones.
—¿Qué estás haciendo aquí? —lloriqueé, buscando a tientas sus manos.
Sus dedos estaban cálidos y ásperos contra mis manos, pero estaba aquí,
conmigo, en este momento. Me aferré a ellos con todas mis fuerzas,
tratando de anclarme a él—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
—No podía dejarte hacerlo sola. No quería que… no quería que tuvieses
que enfrentarte a esto, sea lo que fuere, tú sola. Cuando Félicité chasqueó
los dedos, te tomé de la mano y no te solté. —Se inclinó sobre mi cuerpo y
me dio un suave beso en la nuca—. Hazel, ¿qué pasa? ¿Qué te está
pasando?
—Es por la visión divina. —Me estremecí—. Puedo ver todo lo que ellos
ven. Lo veo… todo. Me permite ver qué vida se esconde tras cada vela, me
ayudará a encontrar a quien tengo que encontrar. Pero contigo aquí, frente a
mí… —Puse una mueca de dolor, tenía ganas de vomitar—. Contigo aquí
veo demasiado.
Me abrazó con fuerza, su pecho pegado contra mi espalda, y el peso de su
cuerpo me resultaba reconfortante. Quería quedarme allí, envuelta entre sus
brazos, hasta que mi vista regresase, hasta que este desastre hubiese
acabado. Pero no podía. Era la única que podía ponerle fin a todo esto. Era
la única que podía enmendar todos los errores.
—Tenemos que llegar a la caverna antes de que pierda la vista, antes de
que se nos escurra esta oportunidad —dije, luchando por sentarme, tratando
de levantarme, cuando todo mi cuerpo me pedía que me dejase caer de
nuevo. Todo me costaba aún más con los ojos cerrados. Tardaba mucho más
en realizar cada tarea. Pero no podía soportar la idea de volver a abrir los
ojos y ver a todos esos Leopold de nuevo—. Hay una grieta que recorre
toda la pared del fondo. ¿La ves?
—Sí.
—¿Puedes llevarme hasta allí? ¿Puedes ser mis ojos, al menos durante un
rato?
Entonces me dio un beso con suavidad en la coronilla.
—Durante todo el tiempo que quieras.
Nos adentramos juntos en los túneles. Leopold no me soltó en ningún
momento, abrazándome contra su pecho con fuerza, guiándome y, de vez en
cuando, yo entreabría los ojos para ver a través de mis pestañas si
estábamos yendo por el camino correcto.
Supe que habíamos llegado a la caverna porque su respiración se
entrecortó, maravillándose con la estampa que se abría ante él.
—¿Qué es todo esto?
—Son vidas —repuse, observándolas con los ojos entrecerrados—. Todas
nuestras vidas.
Había menos velas de las que recordaba, y mi corazón se encogió al
acordarse de todas las vidas que se habían perdido durante la guerra, de
todos aquellos que habían sucumbido a los Escalofríos. La posición de las
velas también parecía haber cambiado, y el pasillo donde recordaba haber
visto la vela del rey Marnaigne ya no existía.
—Quédate detrás de mí y no toques nada —le advertí a Leopold—. Si
apagas sin querer una vela…
Le oí tragar con fuerza antes de murmurar que me había entendido.
Nos deslizamos lentamente entre aquel mar de llamas.
Con Leopold a mi espalda, me atreví a abrir del todo los ojos, y me puse a
examinar las velas una a una, en busca de la del rey. Nos conduje a través
de un pasillo tras otro, desesperada por detectar a alguien que formase parte
del círculo cercano del rey, pero solo pude ver a extraños viviendo sus
vidas, completamente ajenos al riesgo que corrían en realidad, a lo rápido
que podría apagarse su existencia.
—¿Qué piensas hacer cuando encuentres la de papá? —preguntó Leopold
mientras recorríamos el cuarto pasillo.
—No estoy segura —respondí con sinceridad—. Todavía hay muchas
cosas que necesito contarte, muchas cosas que necesito explicarte, pero no
tenemos tiempo para eso ahora. Lo único que tienes que saber es que él
jamás debería haber sobrevivido. Lleva viviendo un tiempo prestado.
—Con tu tiempo —repuso, comprendiéndolo de algún modo, aunque no
fuese del todo.
—Sí —susurré.
—He oído lo que les dijiste a los dioses. ¿Qué es el símbolo de la
calavera?
Me mordí el labio inferior con fuerza. Íbamos a tener esta conversación
quisiese o no.
—Forma parte del don que me otorgaron los dioses. De la maldición que
me impusieron, en realidad. Puedo ver la cura de una enfermedad, pero a
veces también puedo ver lo contrario. A veces me muestran cuándo debe
morir una persona. A veces… tengo que ser yo quien los mate, antes de que
ellos acaben con las vidas de otros.
Leopold guardó silencio, asimilándolo todo.
—Ibas a matar a papá, ¿verdad? A apagar su vela, aquí, a matarlo desde
aquí.
Me detuve en medio del pasillo, notando su cuerpo firme pegado a mi
espalda. Eché la mano hacia atrás y me aferré a su brazo.
—Sí. Lo siento.
Se quedó tan callado después de aquello que casi me arriesgué a darme la
vuelta para mirarlo a la cara.
Entonces soltó un suspiro de impotencia.
—No… al final no te lo he dicho antes, pero… Bellatrice se ha marchado
de palacio.
El alivio me invadió.
—¿Ha conseguido escapar?
—Me encontré con ella y Mathéo cuando estaban yéndose del baile. Me
dijo que papá iba a perseguirla, que la quería muerta, y en ese momento no
le creí… no podía creerle… pero entonces ese dios dijo lo mismo que ella,
que Baudouin era su padre. ¿Crees que es cierto?
—Lo es.
Leopold siseó de dolor.
—Papá va a hacerle daño a Bells. Si no acabas con él, va a matarla,
¿verdad?
Tener que responder a aquella pregunta me rompió el corazón.
—Sí.
—Y después irá a por ti. Y quién sabe a por cuántos más.
En silencio, con el corazón roto, asentí.
—¿Y qué pasa con Euphemia? —continuó—. ¿Podemos salvarla?
Entonces las lágrimas que había estado conteniendo comenzaron a
derramarse.
—También he visto el símbolo de la calavera sobre su rostro.
Leopold inspiró hondo.
—¿Lo tenía? ¿De verdad lo has visto?
Me volví hacia él, confusa.
—Pues claro que lo he visto.
Varias versiones de Leopold fruncieron el ceño, como si no encontrasen
las palabras, y tuve que apartar la mirada cuando el mareo de antes volvió a
apoderarse de mí.
—Solo me preguntaba si… con el don de Margaux… con su caos, su
confusión… Antes comentó que quería que fuese yo quien bebiese de ese
veneno para que usases tu vela para salvarme. ¿No podría estar ella también
detrás del símbolo de la calavera que has visto sobre el rostro de Euphemia?
¿Y si no ha sido tu don el que te lo ha mostrado, sino el suyo?
Me quedé helada, maravillándome ante aquella posibilidad. Nunca había
considerado siquiera que otra persona que no fuese la Primera Santa
pudiese invocar el símbolo de la calavera.
Bajé la mirada hacia las velas que tenía enfrente y en sus llamas pude ver
destellos de las vidas de unos desconocidos. Ninguno estaba hablando con
el rey y, soltando un suspiro de frustración, me encaminé hacia el siguiente
pasillo, nerviosa por mi propia indecisión.
¿Era posible que hubiese sido Margaux quien me hubiese mostrado el
símbolo de la calavera?
—Sinceramente, no lo sé —admití—. No sé cómo funciona exactamente
el don de Margaux, pero… me gustaría creer que es posible. No logro
comprender por qué la Primera Santa podría querer que matase a Euphemia.
No tiene sentido.
—No, no lo tiene —aceptó Leopold de inmediato—. Así que, si el
símbolo de la calavera no es real, o al menos no es como los que sueles ver,
podrías salvarla, ¿no? Euphemia podría curarse.
Fruncí el ceño.
—En teoría, sí, pero no se ha contagiado de los Escalofríos, al menos, no
de una cepa común, y no sé si el agar negro va a funcionar en este caso.
Normalmente, cuando toco a los pacientes puedo ver lo que necesitan; una
cura, un tratamiento, algo; pero lo único que he visto al tocarla ha sido el
símbolo de la calavera.
—Y está muy enferma —concluyó Leopold lentamente.
Asentí, se me rompía el corazón al recordar cómo el Brillo había brotado
de entre sus labios, la forma en la que se había retorcido sobre la cama.
—Sí, lo está.
—Papá también estaba muy enfermo, cuando le entregaste tu vela, ¿no?
Aquello me puso la piel de gallina. Cuando respondí, lo hice vacilante,
porque no estaba segura de a dónde quería llegar Leopold con eso, de qué
me estaba pidiendo.
—Sí, pero…
—Oh, Hazel —dijo Leopold, recorriéndome los hombros en una caricia
—. No. No te estaba pidiendo que usases tu vela para salvar a Euphemia.
Eso no es… Yo jamás… ¡No! No. Ya has perdido demasiado por mi familia.
Lo que quería decir es… que si tu vela pudo salvar a papá una vez… y si
vamos a apagarla… ¿no podríamos usar esa vela, tu vela, en realidad, para
salvar a Euphemia?
Me volví hacia él. Todos los Leopold me observaban tan esperanzados,
tan serios.
Era una solución bastante ingeniosa, una que a mí jamás se me habría
ocurrido. ¿Podría una vela parcialmente quemada salvarle la vida a otra
persona? La llama de Marnaigne ni siquiera había ardido durante un año.
Todavía le quedaba mucha mecha y mucha cera, tiempo más que suficiente
para Euphemia. Y si no había sido la Primera Santa la que me había
mostrado el símbolo de la calavera, si solo había sido un terrible espejismo
que la propia Margaux había querido que viese, entonces Euphemia no
tendría por qué morir, solo necesitaría una cura. Una cura que la vela del rey
podría ofrecerle al momento en cuanto la apagase.
—Podríamos intentarlo —comenté—. Pero no estoy segura de que vaya a
funcionar.
Leopold frunció el ceño, como si no terminase de comprender lo que
quería decir.
—¿Si apagas la vela de papá aquí no morirá allí?
—No. Sé que esa parte de nuestro plan funcionará —sentencié, sin darle
más explicaciones.
Recordé el remolino de humo que había bailado por la oscura cueva al
apagar la vela de Kieron. Me había quedado a ver cómo se desvanecía poco
a poco en el aire.
Leopold me observó atentamente, con cientos de preguntas ardiendo en
su mirada.
—Cuando todo esto acabe… —dijo al final, midiendo sus palabras—. Me
muero de ganas por que me cuentes cada una de tus historias.
—No todas son felices —le advertí.
Él negó con la cabeza.
—No me importa. Quiero que me las cuentes todas. Quiero pasarme el
resto de mi vida, sin importar cuántos años le queden a mi vela,
descubriéndolo todo de ti.
Mis ojos, que ya sentía demasiado llenos, se anegaron de lágrimas. Antes
de que pudiese pensármelo dos veces, aferré el cuello de su camisa y lo
atraje hacia mí, pegando sus labios a los míos. Cerré los ojos y lo besé con
todas mis fuerzas. No podía soportar la idea de echarle un vistazo a ninguno
de sus futuros, de tener que verlo envejecer con alguien que no fuese yo a
su lado, pero podía reclamar este momento para mí, para nosotros. Lo besé
con ansia, dejando mi marca en todos sus futuros.
Mi reloj mental, cuya manecilla siempre seguía corriendo marcando el
paso de cada segundo, me obligó a separarme de él.
—Gracias —murmuré contra sus labios antes de robarle un beso más,
segura de que sería el último que compartiríamos.
Cuando todo esto hubiese acabado me iría de Martissienes, me alejaría
del palacio y de su corte, y dejaría todo atrás, incluyendo a este precioso
hombre que jamás podría ser mío.
—Por favor, dime qué he hecho exactamente para que me besases así —
me pidió, con la voz grave—. Porque tengo que asegurarme de volver a
hacerlo, una y otra vez, tanto como pueda.
—Leo… —Cuando abrí los ojos me di cuenta de que ya no podía ver
tantas versiones de él como antes. Las vidas que se ocultaban tras las llamas
de las velas ya no me parecían tan brillantes. Suspiré—. Se nos acaba el
tiempo.
—Todavía no hemos revisado ese pasillo —comentó, señalando el lugar
en cuestión.
Yo abrí el camino, recorriendo con la mirada todas y cada una de las velas
y captando destellos de las vidas que se escondían tras sus llamas. Cuando
vi a Cherise rebuscando entre las medias de Bellatrice me dieron ganas de
gritar de alegría.
Me detuve frente a aquella enorme mesa.
—Aquí. Esta es de Cherise. Ahí está Aloysius. —Señalé otra vela y se me
encogió al corazón al ver que no le quedaba mucha cera—. Bellatrice —
murmuré, al encontrar su alta vela. Me detuve con inquietud a observar su
llama—. No está en palacio. —Me centré en su imagen—. Mathéo y ella
están montados en un carruaje. Han logrado salir. Han escapado.
Leopold se dejó caer contra mi hombro y observó la vela de su hermana.
—¿Puedes verla? ¿Ahora mismo? ¿Te parece que se encuentra bien?
¿Está a salvo? ¿Tiene miedo?
Observé cómo Bellatrice echaba la cabeza hacia un lado mientras Mathéo
le besaba el cuello y le metía la mano por debajo de la falda de su vestido.
—Está bien —repuse, apartando la mirada rápidamente.
Recorrí la mesa con la mirada, en busca del rey Marnaigne. Debería haber
sido pan comido localizar su vela, era alta y nueva, pero no lograba
encontrarla.
—Aquí está Euphemia —señalé, y vi cómo la princesa se retorcía y
pataleaba sobre las sábanas empapadas. Su llama ardía con fuerza, estaba
demasiado alta, y consumía la cera a un ritmo vertiginoso.
—Phemie —gimió Leopold, observando cómo la vida de su hermana
pequeña se consumía ante sus ojos.
—Esta es la tuya —murmuré, señalando una vela junto a la de Euphemia.
Me resultaba desconcertante ver a Leopold a través de su llama, ver cómo
se movía a mi lado, cómo se inclinaba sobre mi hombro para examinar su
propia vida. Ambas versiones se movían al unísono.
—Tenemos que encontrar la de papá —insistió Leopold, recorriendo la
mesa con la mirada como si él también fuese capaz de discernir las vidas
que se escondían tras sus llamas—. La vela de Phemie es demasiado
delgada.
Volví a repasar todas las velas que había repartidas por la mesa,
observándolas metódicamente, prestándoles toda mi atención. Podía sentir
cómo la visión divina me abandonaba poco a poco, dejando mi sistema, y
tenía que hacer que cada momento que me quedaba con ella contase.
—¡Espera! Aquí está, lo encontré —dije, al volver a ver un destello del
palacio tras una de las llamas.
Estaba en el salón del trono. El rey Marnaigne parecía furioso, tenía el
rostro prácticamente teñido de morado por la ira. Estaba gritándole algo a
alguien, pero no podía oír lo que decía, solo podía ver cómo estampaba una
y otra vez el dedo, con rabia, contra un pecho cubierto de una tela de
brocado azul.
Margaux.
—Está enfadado con Margaux —murmuré, observando cómo se
desarrollaba la escena—. Le está gritando algo. Y ella está llorando.
—Bien —repuso Leopold—. A lo mejor por fin se ha dado cuenta de la
víbora que es en realidad.
El rey la agarró de la túnica y la levantó hasta que quedaron a la misma
altura, con las manos de Margaux colgando a sus costados, temblando de
terror. El rostro del rey se sonrojó aún más, sus labios se curvaron hasta
formar una sonrisa cruel al tiempo que llamaba a sus guardias.
Aparté la mirada de la llama y tomé la vela de Marnaigne. No me
importaba lo que pudiese pasarle a Margaux. Leopold podría ocuparse de
ella después, cuando fuese rey.
Me quedé helada, la magnitud de lo que estaba a punto de hacer se
abalanzó sobre mí como una ola.
Estaba a punto de convertir a Leopold en rey.
Sin previo aviso, la vela de Marnaigne se transformó por completo, su
llama cobró más intensidad, como si una explosión de calor acabase de
alimentarla de golpe. La vela se derritió al instante, convirtiéndose en un río
de cera ardiente que se deslizó entre mis dedos, quemándome las manos a
su paso. Acuné el líquido hirviente en mis palmas, tratando de salvar
aunque solo fuese parte de la vela, pero era imposible.
—¡Leo! —No sabía qué le estaba pidiendo, no sabía cómo podría
ayudarme.
Pero antes de que pudiese llegar a mi lado, la llama se apagó. El rey había
muerto.
56

L
eopold y yo clavamos la mirada en mis manos, anonadados.
La vela se había derretido por completo.
Marnaigne había muerto.
Un grito de dolor me subió por la garganta pero, cuando surgió de entre
mis labios, salió como un sollozo. La cera derretida me había quemado la
palma de las manos, y ya se me habían empezado a formar ampollas. Podía
sentir cómo los últimos retazos de calor de la llama del rey se me colaban
bajo la piel. Me temblaban los dedos con violencia, y era incapaz de abrir o
cerrar las manos. La cera derretida ya había empezado a endurecerse,
convirtiendo mis manos extendidas en puños.
—Se ha ido —jadeé, y solo entonces las lágrimas que había estado
conteniendo comenzaron a deslizarse por mis mejillas. Eran lágrimas de
dolor, lágrimas por Euphemia. Tantos, tantos años perdidos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Leopold.
—No lo sé. Lo último que vi a través de su llama era que estaba
gritándole a Margaux. Parecía estar muy enfadado.
—¿Está muerto? —El tono de Leo era una mezcla entre la pena y la ira,
la confusión y el miedo.
No creía que aquella piscina de cera pudiese significar otra cosa.
—¿Y ya está? —Leopold observó la capa de cera ennegrecida que cubría
mis manos, asqueado—. ¿Así es como se termina una vida? Creía que
cuando muriese pasaría algo… más. Que sería un momento importante, que
ocurriría alguna clase de absolución o catarsis o… pero… se ha ido, y ya.
Ni siquiera se lo ha visto venir.
—Muy pocas personas se lo ven venir cuando mueren —comenté,
sintiéndome minúscula rodeada de todas aquellas vidas. Cerré las manos e
intenté quitarme la cera fría de encima.
—¿Cómo ha ocurrido?
Recorrí la mesa con la mirada, buscando algo que pudiese explicar qué
era lo que había podido salir mal.
Encontré la vela de Margaux muy rápido. Tenía las manos alzadas, a la
defensiva, y se estaba enfrentando a un grupo de guardias de palacio.
Sostenía un puñal en alto, con la hoja teñida de rojo. Y una mancha rojiza
impregnaba el pecho de su túnica.
—Margaux lo ha apuñalado —susurré—. Él estaba llamando a los
guardias y ella ha debido de apuñalarlo.
No me podía ni imaginar el caos que reinaría en ese momento en el salón
del trono, plagado de ira, rabia y miedo.
Seguro que Calamité estaría sonriendo allá donde estuviese.
Uno de los guardias se lanzó hacia ella y clavó su alabarda en el pecho de
Margaux.
A la joven se le cayó el puñal de las manos, que repiqueteó al estrellarse
contra el suelo. Y a aquello le siguió un reguero de vísceras.
La llama de Margaux cobró fuerza y su vela se derritió a una velocidad
vertiginosa, hasta que lo único que quedó de su vida fue la serpenteante
columna de humo que ascendió lentamente por la caverna. Pude ver los
últimos destellos de su existencia a través del humo: Margaux retrocedió
lentamente por el salón del trono, antes de dejarse caer sobre el cuerpo
inerte del rey.
—Ella también ha muerto —repuso Leopold, uniendo todas las piezas—.
Los dos están muertos. Margaux y papá… —Soltó un suspiro tembloroso
—. La vela de papá se ha consumido por completo… Euphemia va a morir,
¿verdad?
—No sé cómo salvarla —admití.
Quería salvarla. De verdad.
No quería que muriese.
No por culpa de Margaux y su oscura devoción. No para que la
sacrificasen por un dios que no se acordaría de ella mañana por la mañana.
Calamité siempre encontraría una marioneta nueva con la que divertirse, los
dioses eran así. Siempre buscando nuevas criaturas que controlar, nuevos
planes que elaborar.
Planes, planes, los dioses siempre tenían tantos planes.
Me acordé de Merrick y de todos los planes que tenía para mí, incluso
antes de que hubiese prendido mi primera vela.
Y entonces lo supe, tenía un plan.
Me alejé por uno de los pasillos, atravesando paredes de llamas y humo,
hasta el solitario zócalo que había en el perímetro de la caverna. Mi llama
ardía tan constante como siempre y mi vela seguía igual de alta que la
última vez. Tomé su compañera sin encender, maravillándome de lo bien
hecha que estaba, de lo fuerte y segura que sería.
Alcé la mirada hacia el orbe de fuego brillante de Merrick, que ardía en
silencio sobre mi cabeza.
—Gracias por haberme concedido esta vida —le susurré, rezando por que
me estuviese escuchando, por que me comprendiese—. Sé que no querías
que la usase para esto. Sé que esto no es lo que tenías planeado para mí.
Pero sí que querías que hiciese algo bueno con mis vidas, algo grande. Esto
es lo más grande que se me ocurre que podría hacer con esta. Perdóname.
—¡Hazel, no!
Leopold estaba a mi espalda, con los brazos en alto, sosteniendo un par de
velas.
Todavía me quedaba suficiente visión divina como para ver que eran la de
Euphemia y la suya.
—Leo —dije, tratando de mantener la calma—. Tienes que dejar tu vela.
Con cuidado —añadí—. Puedes dejarla junto a la mía, allí. —Señalé con la
cabeza el zócalo a mi espalda. Donde mi única vela ardía lentamente.
—¿Qué estás haciendo, Hazel? —me preguntó, y su voz sonó parecida a
la mía, firme y serena, como si él también estuviese tratando de evitar que
algo saliese terriblemente mal.
Le mostré la vela sin encender.
—Vamos a usar esta vela para Euphemia. Para acabar con su enfermedad.
Para salvarla.
Leopold negó con la cabeza.
—Si lo haces, volveríamos a caer en el juego de Margaux, y ella ganaría.
—Se acercó un poco más a mí y sentí el impulso irracional de apartarme de
él—. No pienso permitir que acortes aún más tu vida. No por ella. No por
nosotros. La familia Marnaigne ya te ha robado demasiado.
—No tendría una vida corta —protesté—. Mira todos los años que me
quedan por delante.
—Y tendrías muchos más si Euphemia se quedara con los míos. Piensa en
cuántas vidas podrás cambiar, cuantas vidas podrás salvar. Piensa en todo el
bien que podrás hacer con esos años. Yo ya he vivido veinte años, y ¿qué he
conseguido con ellos? No he logrado hacer ni la mitad de lo que has hecho
tú con los tuyos.
—Esto no es una competición.
—Hazel, quiero ser mejor. Tú me has hecho querer ser mejor. Algo más
que ese príncipe presuntuoso al que conociste hace tantos meses, el mismo
que se emborrachaba y se quedaba dormido en los pasillos, el mismo que no
tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo en realidad al otro lado de los
muros de palacio. Esta es mi manera de enmendar todos mis errores. De
hacer algo maravilloso y bueno.
—Pero podremos hacer algo maravilloso y bueno juntos —repuse,
acercándome a él poco a poco, con cautela—. Si le entrego a Euphemia mi
vela, podré pasar el resto de mi vida a tu lado. Podré tener una vida de
verdad, una vida normal. No tendré por qué ver como tus hermanas o tú o
todo aquel al que amo envejece y muere sin mí.
Leopold se quedó inmóvil, con la luz de las velas reflejándose en su
mirada, iluminando su rostro con dulzura.
—¿Me amas? —Su pregunta no fue más que un susurro, llena de
incredulidad y esperanza.
Se acercó un paso más a mí, como si no pudiese soportar la idea de
tenerme lejos. Las velas casi estaban a mi alcance.
Sin mediar palabra y sin aliento, asentí.
Leopold esbozó una sonrisa brillante.
—Eso lo hace mucho más fácil.
—¡Leo, no! —Antes de que pudiese detenerlo, acercó la vela de
Euphemia a la suya. Entonces me lancé hacia él, con mi vela en alto, me
estrellé contra su pecho y caímos rodando por el suelo de la caverna,
luchando por ver cuál de los dos salía vencedor.
Y allí, justo al borde de la caverna, la oscuridad era mucho más densa, y
la visión divina empezó a fallarme, por lo que no lograba discernir qué vela
le pertenecía a él y cuál a Euphemia. Las gotas de cera derretida nos caían
encima mientras Leopold luchaba por mantener la vela de Euphemia
prendida, y mientras yo luchaba por no consumirnos a todos.
—¡Hazel, no! —suplicó, retorciéndose bajo mi agarre, con nuestros
brazos y piernas enredados—. ¡Hazel, por favor!
Leopold soltó un grito ahogado cuando una de las mechas se apagó.
La columna de humo que surgió de aquella vela se enroscó ante mis ojos,
como si fuese una garra esquelética tratando de aferrarse a mí. No podía ver
nada. El humo hacía que me picasen los ojos, que tuviese ganas de llorar, y
la negrura se apoderó de todo.
Y entonces, de entre aquella horrible oscuridad, surgió una nueva llama.
Epílogo
El nonagésimo noveno cumpleaños

C
on un penetrante toque de azufre la pequeña cerilla cobró vida, y
la llama devoró el muñón de madera, hambrienta por encontrar
una mecha de la que alimentarse.
—Otro año más, otro año más, ha llegado otro año más —canturreó mi
marido, tan terriblemente desafinado como siempre. Se acercó a mi
mecedora lentamente, con pasos cuidadosos y rechinantes, con un plato
sobre sus nudosas manos. Una pequeña vela encendida coronaba un
cuadrado de tarta oscura y especiada, con su minúscula llama alejando poco
a poco la oscuridad del amanecer.
—Por favor, ni se te ocurra seguir cantando esa canción —protesté—.
Puede que esté muchas cosas, pero todavía no estoy muerta.
Él esbozó una sonrisa radiante.
—Gracias a los dioses.
—Un año más vieja —murmuré.
Las manos que le quitaron el plato estaban arrugadas y llenas de manchas
por la edad. Y temblaban demasiado como para poder seguir siéndole de
utilidad a un cirujano, por muy talentoso que fuera; pero seguían pudiendo
acunar a mis bisnietos, seguían pudiendo arrancar las malas hierbas del
pequeño huerto que había cultivado en el jardín, y seguían pudiendo
sostener las manos de mi marido con todas mis fuerzas.
—Noventa y nueve —comentó maravillado, antes de darme un suave
beso en la frente.
Sus labios, al igual que su cabello, habían envejecido a lo largo de los
años, a lo largo de todas las décadas que habíamos pasado juntos. Hacía
tiempo que habían perdido la suavidad de la juventud, pero me había dado
cuenta de que no me importaba en absoluto. Ahora me gustaban incluso
más que cuando nos habíamos conocido. Eran unos labios que me habían
robado más de un beso salvaje y desesperado durante nuestras noches de
pasión, y que me habían murmurado palabras de consuelo durante las
oscuras noches de dolor. Eran los mismos labios que me habían sonreído
cada mañana al despertar y durante el desayuno, los mismos que se habían
fruncido cuando no estábamos de acuerdo en algo. Me había pasado casi
toda mi vida junto a aquellos labios, y había terminado considerándolos más
míos que suyos.
Eran los labios de mi amante.
Los labios de mi mejor amigo.
Los labios de mi Leo.
—Anoche no dormiste nada —me reprochó, dejándose caer en la silla
que había a mi lado con un siseo incómodo. Una tormenta se estaba
acercando poco a poco a Alletois, y los dos podíamos sentir el cambio en el
ambiente en cada uno de nuestros huesos.
Tenía razón. No había dormido nada. Otra vez.
Llevaba días notando cómo mi cuerpo había empezado a cambiar, aunque
era una sensación que no lograba expresar con palabras. Mi cuerpo se había
dado cuenta de ello mucho antes de que mi corazón o mi mente hubiesen
querido reconocer la cruda verdad: no me quedaba mucho tiempo en este
mundo.
No quería pasar mis últimos y preciados momentos dormida.
En cambio, había decidido pasarlos viendo a Leopold soñar, recordando
todos los momentos que habíamos compartido. Estaban los puntos de
inflexión en nuestras vidas: cuando regresamos del Entre, con mi vela
alimentando la llama de su vida mientras la de Euphemia ardía con fuerza y
calma en la suya; cuando había abdicado al trono, todo porque prefería una
vida humilde antes que una dedicada a gobernar. La coronación de
Bellatrice, el día de nuestra boda, las noches en las que habíamos traído a
nuestros hijos al mundo. Las noches en las que les había dado la bienvenida
a los hijos de otros, porque había decidido dedicar mi don a traer nuevas
vidas a este mundo, y no volver a utilizarlo jamás para acabar con ellas.
Al repasar mentalmente todos mis años de vida, me alegré al darme
cuenta de que los mejores recuerdos que tenía, aquellos que quería
rememorar una y otra vez, habían ocurrido durante los días menos
importantes, esos llenos de risas provocadas por chistes y bromas que ya ni
siquiera recordaba, repletos de lluvia y puestas de sol, en los que había
pasado las tardes recogiendo tréboles con mi hija, o aquel día de invierno en
el que Leo me preparó una sopa que me hizo la boca agua. Eran pequeños
retazos de una vida que aparentemente no significaban nada, pero que para
mí lo eran todo; eran los hilos más brillantes del tapiz de mi vida, tan
extraordinariamente larga y, a la vez, demasiado corta.
Noventa y nueve años parecían muchos y, a la vez, no eran nada: un
suspiro, un aleteo de momentos, el siseo de la llama de una vela.
Podía sentir mi vela en mi interior, la pequeña llama que titilaba sin parar,
alimentándose de una mecha demasiado corta. Y no paraba de preguntarme
lo que ocurriría cuando su luz se extinguiese para siempre.
¿Qué pasaría entonces?
¿Dónde irían a parar todos esos recuerdos? ¿Existía algún lugar donde se
almacenasen o ahí se acabaría todo? ¿Me esfumaría, se desvanecería la
persona en la que me había convertido, desaparecería en cuestión de
segundos como si mi vida no fuese más que un borrador descartado?
Quería saber si volvería a ver a Merrick. Llevaba sin verlo desde mi
decimonoveno cumpleaños y me rompía el corazón que se hubiese perdido
gran parte de mi vida. Esperaba que al menos hubiese visto retazos de ella
de vez en cuando, aunque fuese desde la distancia. Las partes buenas, las
partes malas, las partes que no eran ni lo uno ni lo otro y, sin embargo, eran
los dos a la vez. Aquellos momentos preciosos, desastrosos y
maravillosamente ordinarios.
—¿Es que no vas a pedir un deseo? —me preguntó Leopold desde su
silla. Me costaba verlo con claridad bajo la luz del amanecer—. La vela ya
casi se ha consumido.
—Sí, casi se ha consumido —repuse, observando cómo la pequeña vela
de cera se derretía sobre la tarta especiada de Leopold. Observé atentamente
su llama, como si fuese una vieja amiga, y no hice amago de apagarla.
Entonces me volví hacia él, con una sonrisa triste dibujada en mis labios,
y después parpadeé. Sabía que quedaba poco para que el sol saliese del todo
por el horizonte, que sus rayos estaban a punto de iluminar el campo,
impregnándolo todo con su luz y su calor, pero la oscuridad parecía haberse
apoderado de la habitación, todo lo que me rodeaba se suavizó y se
emborronó.
—¿Leo? —pregunté, sin saber si seguía allí. No podía verlo, no podía
sentir el calor de su presencia a mi lado.
Pero había alguien más conmigo en aquella densa oscuridad. Podía sentir
cómo el viento se deslizaba sobre su cuerpo enjuto, cómo mecía su fina
túnica.
—Había una vez un dios muy estúpido que vivía en el corazón del Entre
—comenzó a decir, y se me anegaron los ojos de lágrimas. Su voz sonaba
tal y como la recordaba, rasgada y profunda, como el humo de una fogata
en otoño, como el suelo franco y fértil después de la lluvia.
Como Merrick.
Como mi padrino.
—Feliz cumpleaños, Hazel.
Alargué la mano hacia él, buscando a tientas las suyas entre aquella densa
oscuridad. No podía ver el brillo de sus ojos plateados y rojizos, no podía
ver su silueta oscura, y necesitaba tocarlo, saber que por fin estaba aquí.
—No te he traído ninguna tarta —se disculpó—. Sabía que nada de lo que
yo pudiese crear superaría lo que pudiese prepararte nuestro querido
Leopold. —Soltó una pequeña carcajada triste—. Nunca habría imaginado
que la tarta especiada era tu favorita.
Se me encogió el corazón ante sus palabras. Sí que había estado a mi
lado, comprobando qué tal me iba, me hubiese percatado o no de su
presencia.
—¿Dónde estamos? —le pregunté, rodeando sus dedos huesudos con los
míos artrósicos. Era horrible estar rodeada de una oscuridad tan densa, que
lo consumía todo. Mis ojos no cesaban de intentar discernir algo en el
vacío, buscando algo en lo que centrarse sin descanso. Pero no había nada
—. ¿Sabe Leo que estás aquí?
Oí cómo negaba con la cabeza.
—Cree que te has quedado dormida. Te acaba de quitar el plato de las
manos. Es una pena, porque la tarta tiene muy buena pinta.
Las lágrimas traicioneras se deslizaron por mis mejillas al asentir con la
cabeza.
—Hazel, yo… —Merrick hizo una pausa—. Hay tantas cosas que quiero
decirte, tantas cosas por las que tengo que disculparme.
—No, no tienes que decir nada —le prometí.
—Estoy tan orgulloso de ti, tan orgulloso de la vida que te has labrado, de
todo lo que has conseguido. —Me apretó las manos con fuerza—. A pesar
de todo lo que hice, a pesar de todas las pruebas que te puse, te has
convertido en la persona que estabas destinada a ser. Y ha sido todo un
privilegio verte crecer. —Su voz sonaba temblorosa y húmeda—. Mi
brillante, inteligente, querida y pequeña Hazel.
—Ya no me queda mucha vela, ¿verdad? —pregunté.
—No —admitió, ahogándose con sus propias lágrimas—. Y todavía tengo
mucho que…
Le di un suave apretón, pidiéndole que guardase silencio con el gesto.
—No tienes que hacer nada, no tienes que decir nada. He tenido esta vida
no a pesar de ti, sino gracias a ti, porque creíste desde un principio que yo
era lo bastante especial como para luchar por mí, porque me querías.
—Porque te quiero —me corrigió—. Nunca hables de mi amor por ti en
pasado. Siempre en presente.
Todos los deseos que quería pedir me formaron un nudo en la garganta.
Deseaba poder tener más tiempo, deseaba que Leo estuviese con nosotros,
deseaba…
Volví a tragármelos todos.
Un deseo no era nada más que un arrepentimiento lleno de esperanza, y
ahora, cuando mi vida estaba a punto de llegar a su fin, no tenía ninguno.
—Hay algo que me gustaría pedirte —comenté—. Un pequeño favor.
—Lo que sea —repuso él de inmediato, sin condición alguna.
—¿Te quedarás conmigo hasta el final? ¿Esperarás sentado conmigo en la
oscuridad?
Noté cómo sus lágrimas se derramaban sobre mis manos, mojándome la
piel ajada.
—Por supuesto —me prometió.
Nos quedamos sentados uno al lado del otro, al principio en silencio.
Apoyé la cabeza sobre su hombro y él nos envolvió con su túnica, y aquel
fue el silencio más apacible y agradable del que hubiera disfrutado jamás.
Mi padrino, yo, y la oscuridad.
—¿Será siempre así? —me atreví a preguntar, pero entonces tuve que
contener un jadeo cuando mi vista comenzó a adaptarse a la oscuridad,
cuando las sombras empezaron a cobrar forma a nuestro alrededor, cuando
unos haces de luz fueron iluminando todo lentamente—. Oh, Merrick —
murmuré, asombrada—. Mira qué luz tan maravillosa.
Agradecimientos

Una de las preguntas que más odio responder es: «¿Qué te hizo querer ser
escritora?». No existe ninguna respuesta concreta, tan solo fueron una serie
de pequeños momentos en mi vida que se fueron acumulando poco a poco.
Si mis padres no me hubiesen contado todos aquellos cuentos e historias, y
si no me hubiesen llevado a la biblioteca cada semana, ¿de verdad habría
crecido amando los libros? Si no hubiese tomado ese libro y hubiese leído
aquella primera frase, ¿alguna vez habría probado a hacer lo mismo que
hacían mis autores favoritos? Si mi hermana y yo no nos hubiésemos
pasado toda nuestra infancia imaginándonos fantásticas aventuras de las que
éramos las protagonistas, ¿alguna vez habría querido crear mis propios
mundos de fantasía? Si no hubiese trabajado como directora de escena y
hubiese tenido que ir a tantos ensayos de teatro a lo largo de los años,
¿alguna vez habría comprendido de verdad el ritmo que debe de tener una
trama o un diálogo? Si no hubiese conocido a ese tipo tan mono e
inteligente, y si no nos hubiésemos casado, y si nunca hubiese nacido
nuestra increíble hija, ¿seguiría trabajando en el mundo del teatro, feliz por
tener que dirigir las obras creativas de otros? Y si no hubiese sido por todos
los años de amor, apoyo y ánimos que me han dado tantos familiares y
amigos, ¿estaría hoy aquí, escribiendo esto?
No. No lo estaría.
La historia de Hazel me ha enseñado que no hay grandes momentos en
nuestras vidas. Que cada alegría inmensa, que cada dolor amargo, está
formado a base de los momentos aparentemente ordinarios que nos han
llevado hasta él. Pero, ay, ¡qué vida tan maravillosa crean esos pequeños
momentos!
Me es imposible darle las gracias a todos los que han ayudado a que este
libro se convirtiera en la obra que es hoy, a darle brillo, pero aquí os van un
puñado de momentos aparentemente inconsecuentes que han hecho posible
que este libro esté hoy aquí:
Una mañana de 2017, Hannah Whitten publicó un post en una estúpida
red social preguntando si algún escritor quería leer sus retellings de cuentos
de hadas. Después de valorarlo durante un buen rato, le di al botón de
«responder», y ahora no puede librarse de mí, nunca.
Ese mismo año, un poco más tarde, Sarah Landis le dio al botón de «me
gusta» en esa misma red social, y cambió mi mundo por completo. Tú,
Sarah, eres la mejor jugadora de todas, ¡y no sabes lo mucho que agradezco
estar en tu equipo!
Un poquito más tarde, se cayó un árbol en una casa de Nueva Jersey, y
Wendy Loggia tuvo que quedarse encerrada en casa y tuvo tiempo para leer
un manuscrito que acababa de recibir. Ha leído (muchísimas) de mis obras
desde entonces. ¡No existe nadie en este mundo a la que prefiera lanzarle
todos mis apuntes sobre la atmósfera y los giros de trama más que a ella!
A Noreen Herits le asignaron la tarea de publicitar la novela debut de una
autora y, cuando me llamó por teléfono para presentarse, de algún modo,
terminó comentando algo sobre la familia real (por la que siento un cariño
irracional) y esa autora novel supo que estaba en increíbles manos.
En 2020, eligieron a Casey Moses para diseñar la preciosa portada de mi
segundo libro. Ella y todo su equipo de artistas (¡gracias en especial a David
Seidman por esta!) crearon muchísimas obras maestras.
Cada día, un montón de personas llenas de talento se sientan frente a sus
ordenadores, se acercan a sus imprentas o sacan sus teléfonos móviles y
derraman toda su magia. Pulen mis errores, me gritan por mis estúpidos
personajes, graban mis palabras sobre papel de verdad, y me ayudan a
darles brillo a mis historias. Siempre estaré en deuda con las maravillosas
personas de Delacorte Press y de Random House Children’s Books. Sois mi
mejor equipo.
Muchos, muchos años antes de que todo esto ocurriese, mi madre me
llevó a una librería Hastings y me compró un ejemplar de La gran idea de
Kristy, de Ann Martin. El fin de semana siguiente, mi padre compró una
caja de dónuts y alquilamos La historia interminable en el supermercado
United. Unos días después, cuando se me ocurrió la idea de crear un Club
de las niñeras ambientando en Fantasía, mi hermana pequeña, Tara, se me
unió con un «sí» entusiasmado y siguió diciéndome que sí a todas y cada
una de las ideas descabelladas que se me fueron ocurriendo años después.
No tengo palabras para agradeceros a los tres todo el amor que me disteis,
¡y por haberme preparado durante toda mi vida para que me enamorase de
un fandom tras otro!
En la primavera de 2011, un tipo ridículamente alto llamado Paul Craig
me llevó a cenar a un restaurante tailandés y no se rio de mí cuando me vio
comiéndome las vainas del edamame que habíamos pedido como entrante.
Gracias por cubrirme siempre las espaldas.
Años más tarde, ese mismo tipo ridículamente alto y yo estábamos
jugando a las cartas en el paritorio (que conste en actas: yo iba ganando)
cuando nuestra Grace decidió que ya era hora de salir. De todas las historias
de nacimientos que puedo contar, la tuya, mi Gracie, es mi favorita.
Y, hace tan solo un rato, querido lector, tú has tomado este libro y has
entrado a formar parte de mi historia también. Gracias.

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