Junto Al Pozo de Jacob

Descargar como pptx, pdf o txt
Descargar como pptx, pdf o txt
Está en la página 1de 32

JUNTO AL POZO DE JACOB

Juan 4:1-42
• En viaje a Galilea, Jesús pasó por Samaria. Era ya mediodía cuando
llegó al hermoso valle de Siquem. A la entrada de dicho valle, se
hallaba el pozo de Jacob. Cansado de viajar, se sentó allí para
descansar, mientras sus discípulos iban a comprar provisiones.
• Los judíos y los samaritanos eran acérrimos enemigos, y en cuanto les era
posible, evitaban todo trato unos con otros. Los rabinos tenían por lícito el
negociar con los samaritanos en caso de necesidad; pero condenaban todo trato
social con ellos. Un judío no debía pedir nada prestado a un samaritano, ni aun
un bocado de pan o un vaso de agua. Los discípulos, al ir a comprar alimentos,
obraban en armonía con la costumbre de su nación, pero no podían ir más allá.
El pedir un favor a los samaritanos, o el tratar de beneficiarlos en alguna
manera, no podía cruzar siquiera por la mente de los discípulos de Cristo.
• Jesús se sentó en el pozo de Jacob a descansar. Era medio día y el sol
era bastante fuerte.
• Tenía sed como cualquier persona después de un largo viaje.
• Para sacar agua del pozo se debía tener su propio cántaro y cuerda
para poder sacarla.
• Debía esperar a que alguien viniera a sacar agua para pedirle un poco
y calmar su sed.
• Se acercó entonces una mujer de Samaria, y sin prestar atención a su
presencia, llenó su cántaro de agua. Cuando estaba por irse, Jesús le
pidió que le diese de beber. Ningún oriental negaría un favor tal. En el
Oriente se llama al agua “el don de Dios.” El ofrecer de beber al
viajero sediento era considerado un deber tan sagrado que los árabes
del desierto se tomaban molestias especiales para cumplirlo.
• El odio que había entre samaritanos y judíos no le permitió a la mujer
actuar para calmar la sed de Jesús. Sin embargo, Jesús trataba de tocar
el corazón de la mujer. Y buscó ganarse la confianza de la mujer
confiando primero en ella y pidiéndole un favor.
• La mujer samaritana reconoció que Jesús era judío
“¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer
samaritana?” Jesús contestó: “Si conocieses el don de Dios, y quién es
el que te dice: Dame de beber: tú pedirías de él, y él te daría agua viva.”
Es decir: Te maravilla que yo te pida un favor tan pequeño como un
sorbo de agua del pozo que está a nuestros pies. Si tú me hubieses
pedido a mí, te hubiera dado a beber el agua de la vida eterna.
“Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo: ¿de dónde, pues,
tienes el agua viva? ¿Eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos
dio este pozo, del cual él bebió?” Ella no veía delante de sí más que un
sediento viajero, cansado y cubierto de polvo. Lo comparó mentalmente
con el honrado patriarca Jacob.
La mujer estaba frente al Mesías pero no lo conocía.
¡Cuántas almas sedientas están hoy al lado de la fuente del agua viva, y,
sin embargo, buscan muy lejos los manantiales de la vida!
Jesús no contestó inmediatamente la pregunta respecto de sí mismo,
sino que con solemne seriedad dijo: “Cualquiera que bebiere de esta
agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré,
para siempre no tendrá sed: mas el agua que yo le daré, será en él una
fuente de agua que salte para vida eterna.”
Mientras Jesús hablaba del agua viva, la mujer lo miró con atención
maravillada. Había despertado su interés, y un deseo del don del cual
hablaba. Se percató de que no se refería al agua del pozo de Jacob;
porque de ésta bebía de continuo y volvía a tener sed. “Señor—dijo,—
dame esta agua, para que no tenga sed, ni venga acá a sacarla.”
Jesús desvió entonces bruscamente la conversación. Antes que esa alma pudiese
recibir el don que él anhelaba concederle, debía ser inducida a reconocer su pecado
y su Salvador. “Jesús le dice: Ve, llama a tu marido, y ven acá.” Ella contestó: “No
tengo marido.” Esperaba así evitar toda pregunta en ese sentido. Pero el Salvador
continuó: “Bien has dicho, No tengo marido; porque cinco maridos has tenido: y el
que ahora tienes no es tu marido; esto has dicho con verdad.”

Para que Jesús pudiera darle de beber del agua viva, la mujer primero tenía que
reconocer su pecado y arrepentirse.
La interlocutora de Jesús tembló. Una mano misteriosa estaba hojeando
las páginas de la historia de su vida, sacando a luz lo que ella había
esperado mantener para siempre oculto. ¿Quién era éste que podía leer
los secretos de su vida? Se puso a pensar en la eternidad, en el juicio
futuro, en el cual todo lo que es ahora oculto será revelado. En su luz, su
conciencia despertó.
No podía negar nada; pero trató de eludir toda mención de un tema tan
ingrato. Con profunda reverencia, dijo: “Señor, paréceme que tú eres
profeta.” Luego, esperando acallar la convicción, mencionó puntos de
controversia religiosa. Si él era profeta, seguramente podría instruirla
acerca de estos asuntos en disputa desde hacía tanto tiempo.
“Nuestros padres adoraron en este monte—dijo ella,—y vosotros decís
que en Jerusalén es el lugar donde es necesario adorar.”

Durante muchas generaciones, se habían mezclado con idólatras, cuya


religión había contaminado gradualmente la suya.
Cuando el templo de Jerusalén fue reconstruido en los días de Esdras,
los samaritanos quisieron contribuir a su erección juntamente con los
judíos. Este privilegio les fue negado, y esto suscitó una amarga
animosidad entre los dos pueblos. Los samaritanos edificaron un templo
rival sobre el monte Gerizim.
En respuesta a lo que mencionara la mujer, Jesús dijo: “Mujer, créeme, que la
hora viene, cuando ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros
adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos: porque la salud
viene de los judíos.” Jesús había demostrado que él no participaba de los
prejuicios judíos contra los samaritanos. Ahora se esforzó en destruir el prejuicio
de esa samaritana contra los judíos. Al par que se refería al hecho de que la fe de
los samaritanos estaba corrompida por la idolatría, declaró que las grandes
verdades de la redención habían sido confiadas a los judíos y que de entre ellos
había de aparecer el Mesías. En las Sagradas Escrituras, tenían una clara
presentación del carácter de Dios y de los principios de su gobierno. Jesús se
clasificó con los judíos como el pueblo al cual Dios se había dado a conocer.
Los hombres no se ponen en comunión con el cielo visitando una montaña santa
o un templo sagrado. La religión no ha de limitarse a las formas o ceremonias
externas. La religión que proviene de Dios es la única que conducirá a Dios. A
fin de servirle debidamente, debemos nacer del Espíritu divino. Esto purificará
el corazón y renovará la mente, dándonos una nueva capacidad para conocer y
amar a Dios. Nos inspirará una obediencia voluntaria a todos sus
requerimientos. Tal es el verdadero culto. Es el fruto de la obra del Espíritu
Santo. Por el Espíritu es formulada toda oración sincera, y una oración tal es
aceptable para Dios. Siempre que un alma anhela a Dios, se manifiesta la obra
del Espíritu, y Dios se revelará a esa alma. El busca adoradores tales. Espera
para recibirlos y hacerlos sus hijos e hijas.
Jesús la había convencido de que leía los secretos de su vida; sin
embargo, se daba cuenta de que era un amigo que la compadecía y la
amaba. Aunque la misma pureza de su presencia condenaba el pecado de
ella, no había pronunciado acusación alguna, sino que le había hablado
de su gracia, que podía renovar el alma. Empezó a sentir cierta
convicción acerca de su carácter, y pensó: ¿No podría ser éste el Mesías
que por tanto tiempo hemos esperado? Entonces le dijo: “Sé que el
Mesías ha de venir, el cual se dice el Cristo: cuando él viniere nos
declarará todas las cosas.” Jesús le respondió: “Yo soy, que hablo
contigo.”
Al oír la mujer estas palabras, la fe nació en su corazón, y aceptó el
admirable anunció de los labios del Maestro divino.

La mujer creyó solamente por las palabras de Cristo. Jesús le compartió


una verdad que fue negada a los judíos.
Este momento es increíble porque esta mujer samaritana creyó solo por
la palabra de Jesús, mientras que los mismos judíos, su pueblo, pedía
incluso pruebas y milagros para aceptar que Jesús era el Mesías.
Cuando los discípulos regresaron intentaron que Jesús comiera de lo que habían
traído. Pero Jesús les respondió: “Yo tengo una comida que comer, que vosotros
no Sabéis.” “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su
obra.”
Jesús se regocijaba de que sus palabras habían despertado la conciencia de la
mujer. La había visto beber del agua de la vida, y su propia hambre y sed habían
quedado satisfechas. El cumplimiento de la misión por la cual había dejado el
cielo fortalecía al Salvador para su labor, y lo elevaba por encima de las
necesidades de la humanidad. El ministrar a un alma que tenía hambre y sed de
verdad le era más grato que el comer o beber. Era para él un consuelo, un
refrigerio. La benevolencia era la vida de su alma.
La mujer se había llenado de gozo al escuchar las palabras de Cristo. La
revelación admirable era casi abrumadora. Dejando su cántaro, volvió a la
ciudad para llevar el mensaje a otros. Jesús sabía por qué se había ido.
Tanto fue el impacto que tuvo esta mujer con el encuentro con Jesús que dejó
su cántaro tirado para poder ir a compartir con otros las palabras de Jesús.
“Venid, ved un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿si quizás es
éste el Cristo?”—dijo a los hombres de la ciudad. Sus palabras conmovieron
los corazones. Había en su rostro una nueva expresión, un cambio en todo su
aspecto. Se interesaron por ver a Jesús. “Entonces salieron de la ciudad, y
vinieron a él.”
Mientras Jesús estaba todavía sentado a orillas del pozo, miró los
campos de la mies que se extendían delante de él, y cuyo suave verdor
parecía dorado por la luz del sol. Señalando la escena a sus discípulos, la
usó como símbolo: “¿No decís vosotros: Aun hay cuatro meses hasta que
llegue la siega? He aquí os digo: Alzad vuestros ojos, y mirad las
regiones, porque ya están blancas para la siega.” Y mientras hablaba,
miraba a los grupos que se acercaban al pozo. Faltaban cuatro meses
para la siega, pero allí había una mies ya lista para la cosecha.
“El que siega—dijo,—recibe salario, y allega fruto para vida eterna; para
que el que siembra también goce, y el que siega. Porque en esto es el
dicho verdadero: que uno es el que siembra, y otro es el que siega.” En
estas palabras, señala Cristo el servicio sagrado que deben a Dios los que
reciben el Evangelio. Deben ser sus agentes vivos. El requiere su
servicio individual. Y sea que sembremos o seguemos, estamos
trabajando para Dios. El uno esparce la simiente; el otro junta la mies;
pero tanto el sembrador como el segador reciben galardón. Se regocijan
juntos en la recompensa de su trabajo.
Jesús dijo a los discípulos: “Yo os he enviado a segar lo que vosotros no
labrasteis: otros labraron, y vosotros habéis entrado en sus labores.”
Desde la caída de Adán, Cristo había estado confiando la semilla de su
palabra a sus siervos escogidos, para que la sembrasen en corazones
humanos. Y un agente invisible, un poder omnipotente había obrado
silenciosa pero eficazmente, para producir la mies.
En las palabras dichas a la mujer al lado del pozo, una buena simiente había
sido sembrada, y cuán pronto se había obtenido la mies. Los samaritanos
vinieron y oyeron a Jesús y creyeron en él. Rodeándole al lado del pozo, le
acosaron a preguntas, y ávidamente recibieron sus explicaciones de las muchas
cosas que antes les habían sido obscuras. Mientras escuchaban, su perplejidad
empezó a disiparse. Eran como gente que hallándose en grandes tinieblas,
siguen un repentino rayo de luz hasta encontrar el día. Pero no les bastaba esta
corta conferencia. Ansiaban oír más, y que sus amigos también oyesen a este
maravilloso Maestro. Le invitaron a su ciudad, y le rogaron que quedase con
ellos. Permaneció, pues, dos días en Samaria, y muchos más creyeron en él.
Los fariseos despreciaban la sencillez de Jesús. Desconocían sus
milagros, y pedían una señal de que era el Hijo de Dios. Pero los
samaritanos no pidieron señal, y Jesús no hizo milagros entre ellos, fuera
del que consistió en revelar los secretos de su vida a la mujer que estaba
al lado del pozo. Sin embargo, muchos le recibieron. En su nuevo gozo,
decían a la mujer: “Ya no creemos por tu dicho; porque nosotros mismos
hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del
mundo, el Cristo.”
Los samaritanos creían que el Mesías había de venir como Redentor, no
sólo de los judíos, sino del mundo. El Espíritu Santo, por medio de
Moisés, lo había anunciado como profeta enviado de Dios. Por medio de
Jacob, se había declarado que todas las gentes se congregarían alrededor
suyo; y por medio de Abrahán, que todas las naciones de la tierra serían
benditas en él. En estos pasajes basaba su fe en el Mesías la gente de
Samaria.
Jesús fue tratado mucho mejor en Samaria que en Jerusalén.
La estada de Jesús en Samaria estaba destinada a ser una bendición para
sus discípulos, que estaban todavía bajo la influencia del fanatismo
judío. Creían que la lealtad a su propia nación requería de ellos que
albergasen enemistad hacia los samaritanos. Les admiraba la conducta de
Jesús. No podían negarse a seguir su ejemplo, y durante los dos días que
pasaron en Samaria, la fidelidad a él dominó sus prejuicios; pero en su
corazón no se conformaban.
Después del derramamiento del Espíritu Santo, recordaron la mirada del
Salvador, sus palabras, el respeto y la ternura de su conducta hacia estos
extraños despreciados. Cuando Pedro fué a predicar en Samaria,
manifestó el mismo espíritu en su obra. Cuando Juan fue llamado a
Éfeso y Esmirna, recordó el incidente de Siquem, y se llenó de gratitud
hacia el divino Maestro, quien, previendo las dificultades que deberían
arrostrar, les había ayudado por su propio ejemplo.
El Salvador continúa realizando hoy la misma obra que cuando ofreció
el agua de vida a la mujer samaritana. Los que se llaman sus discípulos
pueden despreciar y rehuir a los parias; pero el amor de él hacia los
hombres no se deja desviar por ninguna circunstancia de nacimiento,
nacionalidad, o condición de vida. A toda alma, por pecaminosa que sea,
Jesús dice: Si me pidieras, yo te daría el agua de la vida.
No debemos estrechar la invitación del Evangelio y presentarla
solamente a unos pocos elegidos, que, suponemos nosotros, nos
honrarán aceptándola. El mensaje ha de proclamarse a todos. Doquiera
haya corazones abiertos para recibir la verdad, Cristo está listo para
instruirlos. El les revela al Padre y la adoración que es aceptable para
Aquel que lee el corazón. Para los tales no usa parábolas. A ellos, como a
la mujer samaritana al lado del pozo, dice: “Yo soy, que hablo contigo.”
Tan pronto como halló al Salvador, la mujer samaritana trajo otros a él.
Demostró ser una misionera más eficaz que los propios discípulos. Ellos
no vieron en Samaria indicios de que era un campo alentador. Tenían sus
pensamientos fijos en una gran obra futura, y no vieron que en derredor
de sí había una mies que segar. Pero por medio de la mujer a quien ellos
despreciaron, toda una ciudad llegó a oír del Salvador. Ella llevó en
seguida la luz a sus compatriotas.

También podría gustarte