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Del amor, del dolor y del vicio/VII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


VII


Hacía seis meses que la «viuda» y el «antiguo secretario» del marqués vivían juntos, sin que ninguna circunstancia desagradable hubiese turbado la dulce intimidad de su existencia. Ella había olvidado por completo sus relaciones de familia, y ni visitaba ni recibía á los amigos de antaño.

Él, por su parte, consagrado en absoluto á la adoración de su querida, fué abandonando poco á poco sus hábitos laboriosos Sobre su modesta mesa de trabajo, los poemas comenzados y las novelas en preparación, llenábanse de polvo. Los directores de periódicos iban ya acostumbrándose á no esperar sus crónicas; y sus más íntimos amigos, los Robert, los Plese, todos sus buenos camaradas, en fin, no le veían sino en las fiestas, siempre al lado de la Muñeca.

Una mañana, cuando ambos estaban aún en el lecho, Alina entró en la alcoba diciendo que el notario deseaba ver á la marquesa para un asunto urgentísimo.

— ¡Es imposible! —exclamó Liliana—. Yo no puedo recibir á ese hombre en camisa. ¡Que venga más tarde!

Al cabo de un instante Alina volvió, diciendo si la señora no podía levantarse, el notario se contentaría con hablar al señor de Llorede.

Llena de vaga inquietud, la Muñeca suplico á su amante que se levantase en el acto y que recibiera al notario.

Cuando Carlos entró en el salón donde el administrador de los bienes de Liliana le esperaba, éste se puso de pie, y después de saludarle con una majestuosa inclinación de cabeza, le habló en los términos siguientes:

— Suplico á Ud. que me dispense por haberme tomado la libertad de despertarle y, sobre todo, por el disgusto que sin dudda voy á causar á Ud. y á la señora marquesa hablándoles de un modo brutal. Es necesario que Uds. se separen.

Carlos se puso pálido como si acabara de recibir una herida mortal... ¡Separarse!... ¿Renunciar á los besos de Liliana, de su Liliana, de su Muñeca!... ¿Y por qué?... ¿Acaso no era ella libre?... ¡Separarse!... ¿Y quién era ese hombre para decir eso?...

El notario continuó:

— Bien se me alcanza que yo no tengo ningún derecho para oponerme á que un hombre y una mujer que no son ni mis hijos, ni mis hermanos, ni nada más que dos personas que me favorecen con su confianza, vivan juntos. Personalmente creo, al contrario, que los jóvenes deben aprovechar la juventud... Yo también he sido joven, y aquí donde Ud. me ve, he tenido pasiones y tristezas. Pero no se trata de mí. Se trata de la señora marquesa, contra la cual empieza ya á emprenderse, en ciertos salones parisienses, una verdadera campaña de calumnias y de intrigas infernales. Se trata de la tranquilidad de dos personas á quienes yo quiero y respeto profundamente. ¡Figúrese Ud. que ayer por la tarde se presentó en mi estudio una antigua amiga de la señora marquesa, y me dijo que yo me comprometía continuando como administrador de la fortuna de una envenenadora!

Llorede se puso de pie, como movido por un resorte, y con los puños crispados, haciendo un ademán de amenaza, exclamó:

— ¡Infame!

Sin levantar la vista, el notario siguió hablando:

— Cálmese Ud. Todos sabemos lo que es una calumnia. El marqués murió tranquilante á los sesenta y tantos años, y en caso de un proceso, el médico está allí y aquí estoy yo... Pero un proceso mataría moralmente á la señora marquesa y le mataría á Ud. también en la opinión general, pues todo el mundo seguiría hablando de Uds. con reticencias odiosas, aun después de la sentencia favorable de la Justicia. Ud. conoce la crueldad hipócrita con que la sociedad trata á los enamorados. Usted sabe que para las grandes damas que duermen con sus lacayos, y aun con sus perros, el mal no está en ser viciosas, sino en amarse públicamente. La señora que vino á verme, tiene varios amantes; pero Ud. la hubiera oído hablar, la habría tomado por una abadesa de carmelitas: «¡Qué escándalo —decía en tono fiero—, qué escándalo! ¡Una mujer que perteneció á nuestra clase, hoy amancebada con un periodista inmoral! ¡Es necesario acusarles como envenenadores, porque lo son, lo son; todo el mundo lo sabe!» —Y es muy capaz de hacerlo como lo dice. Piénselo usted bien; hable Ud. con la señora marquesa... Un sacrificio del uno por el otro... Yo comprendo lo triste que es todo eso; pero el honor... el porvenir... En fin, cuente Ud. siempre conmigo, ¡siempre! ya sabe Ud...

Al volver á la alcoba, Carlos encontró á su amada todavía en el lecho, abriendo perezosamente las páginas de un libro nuevo con un largo alfiler de oro.

— ¿Apostamos á que vino que adivino cuál era ese asunto tan urgente? —dijo Liliana.

— No; no lo adivinas.

— Apostemos mil besos.

— No lo adivinas, Lili...

— Sí; se trata de cambiar los títulos de un ferrocarril que produce poco, por acciones de una compañía que promete mucho, ó de comprar rentas austriacas y de vender fondos españoles; en fin, algo así; ¿verdad? Dame mis mil besos.

Carlos sonreía tristemente, sientiéndose presa de una cogoja que le oprimía la garganta y le producía un sufrimiento agudo y casi físico.

— No, no; no es eso, sino otra cosa mucho más triste, Lili.

La Muñeca se fijó entonces en la palidez extrema de su amante; incorporóse; hízole sentarse á su lado, y le dijo que hablara con franqueza:

— Dímelo todo; ¿qué hay?

Carlos repitió, palabra por palabra, lo que el notario acababa de decirle. Ella escuchó sin pestañear, frunciendo apenas el ceño cuando una frase cualquiera hería su altivez. Luego preguntó:

— ¿Eso es todo?

— Me parece que es bastante.

— Está bien. ¿Qué piensas tú hacer? No mientas. ¿Qué piensas hacer?

— ¡Sacrificarme!

— ¿Y marcharte, y dejarme?

— Sí... por ti misma...

Roja de cólera, Liliana saltó del lecho, diciendo en voz sorda:

— ¡Cobarde! ¡Cobarde!... Todos los hombres son cobardes... Y luego hablan de amor... Y cuando tienen miedo huyen... ¡Cobarde!

— Yo sufro por lo menos tanto como tú —repuso Llorede sollozando—, porque te quiero más de lo que un ser humano puede querer en este mundo; y si el peligro me amenazase á mí sólo, le esperaría á tus pies, dichoso de padecer por ti todos los martirios de la tierra. Pero la amenazada eres tú, Lili, tú. ¡Si supieras en lo que pienso, no me llamarías cobarde!... ¿Para qué quiero yo la vida alejado del lugar en que vives!... ¡Y me llamas cobarde!...

— ¿Piensas abandonarme? —repitió la marquesa.

— Yo no pienso en nada; yo sufro. Ordéname lo que debo hacer, puesto que soy tu esclavo.

— No me dejes, Carlos..., no me dejes.

— Haré lo que quieras: vivir, morir... lo que quieras, Lili...

— No me abandones. Yo te adoro con todo mi corazón. ¿Verdad que no te irás?...

— No; no —terminó Llorede, arrodillándose ante ella—; pero ¿qué podrás tú responder á los que te calumnian por causa mía, á los que te acusan, á tus antiguas amigas? ¿Qué dirás á los que te aconsejen que te separes de mí?... ¿Qué dirás ante todos esos peligros?

— ¿Sabes lo que á todos esos les diré? Les diré lo que se merecen...

Y de los labios menudos y palpitantes de la Muñeca brotó una palabra brutal, que llenó de alegría el alma macerada y pavorosa de Carlos.