Del amor, del dolor y del vicio/XXIV
Después de la lluvia menuda, gris y persistente de los últimos días helados, el cielo amaneció, de pronto, una mañana de marzo, vestido de azul luminoso y prematuro.
—¡Qué bello día! —pensó la Muñeca al respirar á plenos pulmones, con una voluptuosidad golosa, los efluvios tibios y perfumados que penetraban por la ventana entreabierta de su alcoba—, ¡qué bello día!...
El reducido paisaje suburbano que principia en el bosque de Bolonia y va hasta el parque de San Claudio, tomaba proporciones inmensas, gracias al brillo majestuoso de la atmósfera. El glauco Sena extendíase, á lo lejos, cortando con la franja luciente de sus aguas, la tierna y monótona alegría del campo.
«Quedarse en casa es un crimen —decíase Liliana—. Hoy es un día de fiesta para la naturaleza, y todos debemos gozar de él... Pero al mismo tiempo, ¿á donde ir?... ¡Si Margot viniera temprano!...»
Bañándose en la luz del sol y contemplando el ver de florecimiento de los árboles, los ojos de la marquesa recobraron la claridad casi infantil que había hecho que Carlos la bautizara, muchos meses antes, con el nombre de «la Muñeca».
«¿A dónde ir?». Versalles estaba muy cerca, con su jardín inmenso poblado de melancólicos recuerdos; con sus terrazas suntuosas, que conservan aún la huella de reales y diminutos pies; con sus avenidas amplias solitarias y profundamente tristes, como todas las cosas que, después de ser alegres, no conservan sino el prestigio de sus antiguos esplendores... —París también estaba muy cerca, con la red infinita de sus calles animadas y de sus bulevares; con su vitalidad vertiginosa, con su perfume especial y su especial alegría... «¿A dónde ir?»
Después de haber almorzado con gran apetito, Liliana se decidió por París y dio orden á su cochero de conducirla al Louvre. Al llegar á la plaza de la Concordia, sin embargo, bajó del carruaje y recorrió á pie las arcadas interminables que van de las Tullerías á la plaza del Teatro Francés.
Vestida con un trajecillo ligero y modesto, que revelaba sus instintos bohemios, y peinada, como siempre, de un modo especial y llamativo, la viuda del noble marqués parecía más bien una divette de café-concierto que una dama millonaria. Al verla pasar, los hombres volvíanse hacia ella con miradas de deseo.
En el Louvre compró algo —¿qué?— cualquier cosa, una bagatela inútil, una pluma, un encaje, una cinta—, y luego dirigióse hacia la avenida de la Ópera, dispuesta á ir á pie hasta Montmartre en busca de Margot. Los rayos intensos del sol habían disipado las brumas de su alma, llenando de fantásticos é indeterminados deseos su cerebro caprichoso, haciendo vibrar sus nervios con vibraciones inquietantes, embriagando ligeramente su espíritu, y rejuveneciendo todo su ser erótico. El perfume de polvos de arroz y de violetas nuevas que flota en las tardes primaverales de París, excitaba sus sentidos y cubría de sutiles cosquilleos su carne insaciable. Todo, en las vastas y alegres calles, llamaba su atención, haciéndola detenerse á cada paso ante los escapa rates de las tiendas, ante los kioscos de los periódicos, ante las columnas de anuncios teatrales; obligándola á volver la cabeza para ver á las mujeres que pasaban á su lado, ó para seguir, con el vuelo rápido de su vista, á los hombres que le parecían «interesantes».
Alentado por sus maneras frívolas y provocativas, un coracero la seguía, parándose cuando ella se paraba, rozándola con el brazo en las encrucijadas llenas de gente, tratando, en fin, de encontrar un pretexto para dirigirle la palabra. Liliana sonreía con cierto orgullo, oyendo el ruido de las espuelas. «Este militar me ha tomado por una cocota —decíase—, o por una actriz ligera, o por una burguesa amiga de aventuras... Me persigue con encarnizamiento... ¡Anda, anda, de prisa, chico!...» Y el paso de la Muñeca hacíase más rápido, á medida que su imaginación y sus deseos iban exaltándose... «¿Será guapo?... Grnde sí lo es... y robusto también... pero guapo... ¿será guapo?... ¿y qué esperará para echarme un piropo?»
Las tentaciones carnales que habían atormentado sus noches solitarias después de los amores complicados de Ernesto Gramont, surgían de nuevo, en pleno día, del fondo de su sexo enfermizo, y sin tomar una forma neta pasaban ante sus ojos en caravanas de larvas de machos membrudos, vellosos, rígidos. —Si Robert hubiera estado allí habríale dicho que era «el ataque de histerismo». —Ella no se daba cuenta de lo que era; pero sentía que era algo de anormal y de obsceno, algo de físico, algo de irresistible; un deseo de sufrir materialmente; una enfermedad de la piel, de la sangre y de los nervios, que le producía sensaciones bestiales á la par que extáticas...
Poco á poco la calle fue desapareciendo ante su vista y sus sentidos no percibieron sino las fantásticas legiones tentadoras, la ardiente luz solar y el ruido in variable de las espuelas.
«... Me ha tomado por una cocota —seguía diciéndose— y me desea...» —La idea de ser tomada por una «profesional del amor» no la repugnaba— «... Es grande, es robusto... ¡anda, buen mozo, anda de prisa!...» —Su paso era rapidísimo... «¡anda, anda!... ¿y cuándo me dirá que le gusta mi talle?...»
Por fin, al atravesar una de las callejuelas silencio sas que principian en el bulevar, el coracero acercóse á ella:
— Señora, acaba Ud. de dejar caer su pañuelo...
Liliana sentía el brazo que rozaba su brazo y la voz que le hablaba, pero sin percibir el sentido de las palabras.
— ... Señora, permítame Ud. que le sirva de escolta. ¿Me permite Ud. que la acompañe durante algunos minutos?...
Envalentonado por el silencio de la que creía ser una «chica alegre» ó, á lo sumo, una actriz de costumbres ligeras, el militar le ofreció el brazo.
Una palidez súbita cubrió el semblante de la Muñeca y sus ojos se entornaron:
— ¿Me hace Ud. el favor, caballero, de buscar un coche?... Me siento algo mal... El calor...
... Ya encerrados en la caja estrecha del simón, el coracero explicó sus deseos con una petulancia fanfarrona que habría parecido grotesca en otras circunstancias á la antigua querida de Carlos, pero que, en ese instante, despertó violentamente su sed de besos brutales y de brutales caricias.
— ¿Quiere Ud. venir á mi casa, señora?
— No; vamos á la mía, puesto que yo soy libre.
Al entrar en el bosque, Liliana bajó, con un ademán febril, las cortinas azules de las ventanillas, y convirtió el fiacre, durante algunos minutos, en ambulante alcoba...
Por la noche la Muñeca dijo al militar:
— No te marches.
... Y el militar no se marchó... Y una semana más tarde, ni ella, ni él, habían salido de la casita de las inmediaciones de París...