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El sesgo grotesco en el arte moderno británico

2012, El Factor Grotesco, ed. José Lebrero Stals, exh.cat., Museo Picasso Málaga, Spain

Essay on the grotesque turn in Modern British art, published in exh. cat., El Factor Grotesco, Museo Picasso Malaga.

El sesgo grotesco en el arte moderno británico Frances S. Connelly Las aportaciones del arte moderno británico a la tradición grotesca no son significativas por su número pero sí por su impacto. Si atendemos sólo al siglo xviii, son tres los nombres que aparecen en primer plano: William Hogarth, Henry Fuseli y William Blake. En el siglo xx, Paul Nash, Stanley Spencer y Henry Moore utilizaron el factor grotesco para crear respuestas potentes y conmovedoras a la violencia de dos guerras mundiales. Y en la cruda época de posguerra pocos artistas habrían podido medirse con Francis Bacon en sus exploraciones de los límites de la experiencia humana. Gran Bretaña dio también uno de los teorizadores más importantes de lo grotesco, John Ruskin, quien en Las piedras de Venecia y Pintores modernos lo situó en el centro de su teoría del arte. Véase Frances S. Connelly, «The Stones of Venice: John Ruskin’s Grotesque History of Art», en Frances S. Connelly (dir.), Modern Art and the Grotesque, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, pp. 245-278. En este ensayo voy a hablar de aquellos artistas cuyo empleo de lo grotesco abrió nuevos terrenos a las artes o creó imágenes distintivas de la tradición británica. Son muchos los artistas británicos que han cultivado con talento estilos modernos surgidos en el continente europeo, por ejemplo, el surrealismo; este breve ensayo, sin embargo, se ciñe a las aportaciones a la tradición de lo grotesco que han tenido un origen exclusivamente británico. Las historias humorísticas de Hogarth marcan una nueva senda en el arte, y sus revolucionarias estampas ejercieron una enorme influencia. También Bacon engendró una imaginería sin precedentes. Artistas como Blake y Spencer, por su parte, alumbraron visiones únicas pero profundamente enraizadas en la vida y las tradiciones inglesas. Resulta útil empezar por las ideas de Ruskin porque proporcionan una manera de entender el carácter resbaladizo de lo grotesco. Para un análisis más extenso y una teoría sobre el funcionamiento de la imagen grotesca, véase Frances S. Connelly, The Grotesque in Western Art and Culture: The Image at Play, Cambridge, Cambridge University Press, 2012. Hoy el término «grotesco» se suele usar como calificativo con un sentido de cosa horrible o desagradable, pero originalmente se acuñó en el Renacimiento para encomiar obras de gran invención e imaginación. A comienzos del siglo xvii se llamó también «grotescas» a las imágenes caricaturescas y carnavalescas. Las imágenes grotescas sirven a un sinfín de propósitos: satirizar, horrorizar, asombrar, deleitar, pero lo grotesco en sí es muy difícil de definir. Su forma visual va cambiando. Aunque se identifique quizá con lo aberrante, lo metamórfico o lo combinatorio, lo grotesco no se puede categorizar como un estilo determinado o un asunto concreto. Ruskin observó sagazmente que no es un objeto que se contempla, sino una fusión de contradicciones que el espectador debe desenmarañar. Lo grotesco no es una cosa, es un espacio o hiato. Ruskin escribía lo siguiente: El buen grotesco expresa, en un instante, mediante una serie de símbolos unidos por una conexión audaz e intrépida, verdades que habría llevado largo tiempo expresar de forma verbal, y dicha conexión debe ser descubierta por el espectador por sí mismo; los hiatos, dejados u omitidos por las prisas de la imaginación, conforman el carácter grotesco. John Ruskin, The Works of John Ruskin, edición de Edward Tyas Cook y Alexander Wedderburn, vol. v, Londres/Nueva York, George Allen/Longmans, 1903-1912, 39 vols., pp. 132-134. La imagen grotesca abre un espacio liminal, cargado de ambigüedad y contradicción, que requiere que el espectador se salte los hiatos para darle un sentido. Ruskin constató la potencia creativa de lo grotesco para forjar posibilidades nuevas a partir de los fragmentos puestos en juego. Más explícitamente, si entendemos que lo grotesco quebranta los límites que separan realidades dispares, entonces es en el espacio disputado que surge entre ellas donde lo grotesco crea sentido. Se comprende así que suscite respuestas contradictorias, en las que se mezclan el horror con el humor o la repugnancia con la fascinación. Las operaciones de lo grotesco abren lo que provisionalmente podemos llamar un Spielraum, un «espacio de maniobra» o «espacio de juego». No existe en inglés un equivalente del alemán Spielraum, «espacio de juego». Este término capta la esencia de lo que hace lo grotesco, que es poner cosas en juego. Las connotaciones positivas de esta palabra también son importantes, porque en nuestra época lo grotesco se acompaña de connotaciones particularmente negativas. Yo encontré por primera vez este uso de Spielraum en el capítulo introductorio a un volumen de ensayos compilado por Barbara Babcock (comp.), The Reversible World: Symbolic Inversion in Art and Society, Ithaca, Cornell University Press, 1978. Tanto el concepto de cuerpo carnavalesco de Mijaíl Bajtín como la idea de Wolfgang Kayser de lo grotesco como un mundo enajenado apuntan a lo que esencialmente es un Spielraum, un espacio liminal ambiguo, sin resolver. El cuerpo carnavalesco, según Bajtín, es un cuerpo abierto al mundo, todo orificios y protuberancias, un cuerpo fluctuante. Kayser, por su parte, veía lo grotesco como un mundo convertido en algo extraño, que amenaza con privar de sus perfiles familiares a la normalidad. Cómico y subversivo o siniestro y monstruoso, lo grotesco es inmensamente plástico. Ruskin sostenía que abarca toda una gama de experiencias y exige del espectador una respuesta a la vez estética y ética. En las ambigüedades y contradicciones (los «hiatos») que crea lo grotesco, las conexiones deben ser desenmarañadas por el espectador. Véase Lucy Hartley, «“Griffinism, grace and all”: the riddle of the grotesque in John Ruskin’s Modern Painters», en Colin Trodd (ed.), Victorian Culture and the Idea of the Grotesque, Brookfield, Ashgate, 1999, pp. 83–87. Para Ruskin el elemento esencial de lo grotesco es su condición irresuelta, que exige que el espectador juzgue con discernimiento. El juicio es una preocupación central en las estampas de William Hogarth. Sus «historias cómicas» La carrera de una prostituta (1731), La carrera de un libertino (1735), Matrimonio a la moda (1743-1745) y Cuatro estadios de la crueldad (1751) satirizan a todos los estratos sociales e ilustran paso a paso las consecuencias de elegir mal. Véanse David Bindman, Hogarth and his Times: Serious Comedy, Berkeley, University of California Press, 1997; y Ronald Paulson, Hogarth: His Life, Art, and Times, New Haven/Londres, Yale University Press, 1971; así como Amelia Rauser, Caricature Unmasked: Irony, Authenticity, and Individualism in Eighteenth-Century English Prints, Newark, University of Delaware Press, 2008. En la plancha 3 de Matrimonio a la moda los rasgos caricaturescos revelan la esencia de los caracteres del joven lord y el médico charlatán, pero hay también a su alrededor alusiones repetidas a la muerte y la enfermedad, que determinan el efecto sintético de humor y repugnancia, comicidad y temor. Charles Baudelaire detectó ese ingrediente esencial: De hecho, […] el talento de Hogarth lleva en sí algo de frío, de astringente, de fúnebre. Encoge el corazón. Brutal y violento, pero siempre preocupado por el sentido moral de sus composiciones, moralista ante todo [...]. Charles Baudelaire, «Quelques caricaturistes étrangers: Hogarth, Cruikshank, Goya, Pinelli, Brueghel», en Critique d’Art, edición de Claude Pichois, vol. i, París, Librairie Armand Colin, 1965, pp. 256-257. Los comentarios visuales de Hogarth formaban parte de la gran época de la sátira en Inglaterra y sus series fueron recibidas con avidez por un público que había echado los dientes con las obras de Alexander Pope y Jonathan Swift. Hogarth marca un momento importante en lo carnavalesco y en la caricatura. En el siglo xviii la tradición carnavalesca, con sus mofas públicas de la decencia y la devoción, había empezado ya a difuminarse en mero entretenimiento. En muchos aspectos la caricatura ocupó el puesto del carnaval como medio de satirizar y subvertir el statu quo. En Inglaterra, y pronto en toda Europa, fue el nombre de Hogarth el que se asoció a aquella nueva tribuna pública. Véase David Kunzle, The Early Comic Strip: Narrative Strips and Picture Stories in the European Broadsheet from c.1450-1825, vol. i, Berkeley, University of California Press, 1973, p. 298. Pero el precoz medio de masas desató la alarma en algunos sectores. La caricatura era muy distinta del carnaval. Lejos de quedar circunscrita a algunas fechas del año, hostigaba a sus víctimas y voceaba sus causas todos los días. Además, en la atmósfera política que vio proliferar las caricaturas abundaban los nuevos movimientos y las proclamas que demandaban democracia y una reforma social. En Inglaterra la monarquía constitucional ofrecía cierto margen y relativa tolerancia para la sátira y la caricatura, pero no menos importante fue que el país se situara a la cabeza de la Revolución Industrial y que, como consecuencia, en tiempos de Hogarth hubiera una clase media ambiciosa e instruida que veía crecer espectacularmente su tamaño y su poder. El propio Hogarth era un hombre hecho a sí mismo y dirigía directamente sus imágenes a un incipiente público de clase media. El arte de clase media de Hogarth merece un lugar mucho más destacado en la historia del arte moderno. En cambio, la historia del arte ha promovido el discurso de una vanguardia que rechazaba el gusto y los valores burgueses, aunque la mayoría de los artistas modernos y sus clientes tuviera ese origen. Sus sátiras, sin embargo, hacen blanco en todos los estratos sociales. En Matrimonio a la moda trata con desdén al petulante lord Squanderfield y su insustancial hijo, pero también pincha las pretensiones del negociante burgués adinerado y su hija, cuya idea del éxito es remedar las apariencias de la aristocracia. Fuera de Inglaterra la obra de Hogarth gozó de una gran popularidad, pero a la vez recibió críticas por dos motivos. En primer lugar, por ser considerada una forma de arte inferior, pues florecía fuera de las academias artísticas y su disfrute estaba al alcance del populacho ignorante. El combativo abad Le Blanc señaló que planteaba una amenaza a la tradición de la pintura de historia académica. Lamentando que los franceses nunca hubieran hecho suya la pintura académica con el fervor que mostraban los ingleses por las estampas de Hogarth, escribía: [...] han infectado a toda la nación [inglesa]. Yo no he visto una casa de renombre sin esas estampas morales, que representan de manera grotesca La carrera de un libertino en todas sus escenas de ridículo y oprobio. Jean-Bernard Le Blanc, Letters on the English and French Nations, vol. i, Londres, J. Brindley, 1747, p. 117. En efecto, las historias cómicas de Hogarth introducían una alternativa a la pintura de historia académica: sus temas eran serios, pero estaban contados en un registro de comicidad que llegaba fácilmente a un público moderno de clase media y que también era apreciado por la clase trabajadora y los aristócratas. Un observador como Le Blanc, que veneraba la tradición clásica enseñada en las academias, tuvo que ver las historias cómicas de Hogarth como deformaciones y caricaturas de ese ideal. La segunda censura dirigida contra Hogarth en particular y contra la caricatura en general fue que minaban la autoridad y fomentaban el conflicto social. Nada menos que Johann Wolfgang von Goethe se quejó del peligro que suponía la popularidad de las estampas de Hogarth. Véase David Kunzle, «Goethe and caricature: from Hogarth to Töpffer», Journal of the Warburg and Courtauld Institutes, vol. xlviii, Londres, 1985, pp. 164-187. Desde su punto de vista, la caricatura no era ni un entretenimiento ni una historia cómica, sino un peligroso desgarrón abierto en el tejido social que podía fomentar la discordia: La admiración por la obra de Hogarth no requiere ni conocimiento del arte ni sensibilidad para las cosas elevadas, únicamente requiere mala fe y desprecio por la humanidad [...]. Johann Wolfgang von Goethe, Goethes Sämtliche Werke, Stuttgart/Tubinga, Cotta, 1840, p. 50. A lo que añadía que los caricaturistas «sólo tienen ojos para lo singularmente repulsivo y lo física y moralmente deforme» Ibídem, p. 348.. Pese a todo, Goethe acertaba plenamente al señalar que Hogarth había convertido la caricatura en vehículo de crítica social y política y que sus estampas atraían a un incipiente público de masas. El temor de Goethe de que la caricatura vulnerase las líneas divisorias entre las clases y atacase usos sociales inveterados se vio confirmado con creces por las sátiras populares de Thomas Rowlandson y James Gillray. Gillray trabajó en Londres, pero era conocido en Alemania. Sus caricaturas fueron publicadas y comentadas en una revista llamada London und Paris entre 1798 y 1806. Aunque esta revista publicó ensayos elogiosos sobre Gillray, también acogió quejas sobre que tales caricaturas conducían a la vulgarización de la vida pública (véase especialmente vol. xiv, 1804, pp. 3-6). Véase Christiane Banerji y Diana Donald, Gillray Observed: The Earliest Account of his Caricatures in «London und Paris», Cambridge, Cambridge University Press, 1999. Sus caricaturas, una especie de carnaval ininterrumpido en forma impresa, dejaban a un lado la seria instrucción moral de Hogarth para asediar jocosamente los acontecimientos populares, las costumbres y la política. La estampa de Gillray Tiempo muy resbaladizo (1808) se presta a una comparación interesante con Hogarth. De esta escena no se puede sacar una gran moraleja, sólo la oportunidad de reír ante la desgracia ajena, un resbalón que es todavía más cómico porque la persona casualmente puesta patas arriba es un caballero bien vestido. Tras él se congrega un grupo de gente para ver las últimas caricaturas en un escaparate (cabe suponer que muchas de ellas obra del propio Gillray, ya que el escaparate pertenece a Humphrey, que era su editor). De espaldas, la gente se pierde el resbalón real por estar absorta en las versiones caricaturizadas del mismo suceso. Esto hace la divertida secuencia todavía más jocosa, porque podemos reírnos tanto del individuo como de la multitud. Merece la pena señalar que aquí Gillray logra algo más: nos enseña su obra en forma de estampas en un escaparate y al mismo tiempo se vale del hombre que cae como metáfora que capta la esencia de su caricatura. Otro sesgo grotesco en la cultura británica del siglo xviii fue el cultivo del horror en la literatura y el arte. Al igual que las historias cómicas de Hogarth, estos fascinantes temas cautivaban la imaginación de todo tipo de espectadores, pero atraían en especial a un creciente público de clase media. La inventiva gótica se manifestó principalmente en la literatura y muchos de sus autores más conocidos fueron mujeres. Las mujeres componían un porcentaje sorprendentemente elevado de los autores de novelas de terror, empezando por la influyente Los misterios de Udolfo (1794) de Ann Radcliffe y acabando por el Frankenstein (1817) de Mary Shelley. Sobre la sensibilidad gótica, véanse Anne Williams, Art of Darkness: A Poetics of Gothic, Chicago, University of Chicago Press, 1995; Maggie Kilgour, The Rise of the Gothic Novel, Londres, Routledge, 1995; y Sandra Gilbert y Susan Gubar, The Madwoman in the Attic: The Woman Writer and the Nineteenth-Century Literary Imagination, New Haven/Londres, Yale University Press, 1984. La hilarante caricatura de Gillray Historias asombrosas (1802) sugiere que las mujeres también eran ávidas consumidoras de este nuevo género. A través del lenguaje corporal de las señoras sentadas alrededor de la mesa Gillray capta el placentero repelús del horror. Hasta los adornos de la repisa de la chimenea hacen muecas de espanto al oír la historia de miedo. Una de las principales novelistas góticas, Ann Radcliffe, describió el terror como algo que «contrae, congela y casi aniquila [el alma]» Ann Radcliffe, «On the Supernatural in Poetry», The New Monthly Magazine, núm. 7, Londres, 1826, ápud Robert D. Hume, «Gothic versus Romantic: A Revaluation of the Gothic Novel», Publication of Modern Language Association of America, vol. 84, núm. 2, Baltimore, marzo de 1969, p. 285., pero no mencionó el simultáneo deleite que ocasionaba al arrastrar al lector o espectador a un mundo enajenado. En las artes visuales Henry Fuseli causó impresión con una obra con cierta carga sexual, Pesadilla (este dibujo de 1781 cuenta con varias versiones), que introduce al espectador en un mundo onírico impregnado de una sensación difusa de terror mezclado con fascinación: ese ser simiesco en cuclillas sobre el pecho de la mujer tendida ¿es una amenaza real?, ¿o es un sueño de la mujer?, ¿o es él quien la hace aparecer a ella? La novela gótica pionera de Horace Walpole, El castillo de Otranto, se publicó en 1764, año en el que Henry Fuseli llegó a Londres. Véase Martin Myrone, Henry Fuseli, Princeton, Princeton University Press, 2001. Resulta notable que tanto lo carnavalesco como la gama traumática de lo grotesco adoptaran nuevas formas con el paso de la cultura británica al mundo industrial moderno, pero aún quedaba otra veta importante de lo grotesco que cuajó en la obra de William Blake. La poesía y la plástica visionarias de Blake ejemplifican lo que Ruskin calificó como grotesco noble: el de las imágenes que nacen «de la confusión de la imaginación por la presencia de verdades que no alcanza a aprehender plenamente» John Ruskin, The Works of John Ruskin, vol. v, cit., p. 130.. En sus poemas épicos y en su arte visual, Blake creó toda una cosmología poblada por un ejército de figuras míticas. Abrazó lo grotesco, utilizando la distorsión, la combinación y la metamorfosis, como un poderoso vehículo para expresar verdades que vislumbraba más allá de las apariencias convencionales. Él mismo ilustró sus libros, además de otras obras, como el Paraíso perdido de Milton o la Divina comedia de Dante, pero para Blake la piedra de toque era la Biblia, y en el Antiguo y el Nuevo Testamento situaba «el gran código del arte» William Blake, The Complete Writings of William Blake, edición de Geoffrey Keynes, Londres, Nonesuch, 1957, p. 777. Véase Martin Butlin, The Paintings and Drawings of William Blake, New Haven/Londres, Yale University Press, 1981, 2 vols.. Concebía las Escrituras como altamente simbólicas y visionarias y creía que como tales debían ser entendidas. Construyó interpretaciones muy personales y originales de la Biblia, afirmando, por ejemplo, que «Jesús y sus apóstoles y discípulos eran todos artistas» William Blake, The Complete Writings of William Blake, cit., p. 777.. No sorprende que sus imágenes se basen en pasajes de las Escrituras que no son las que típicamente se ilustran, como el Libro de Job y el Apocalipsis. El dibujo que aquí vemos toma su asunto del capítulo 12 del Apocalipsis, que describe un combate titánico entre El gran dragón rojo y la mujer vestida de sol (hacia 1805). El dragón es un ser monstruoso que se alza en perpendicular sobre una figura femenina fantástica, que tiene cabellos como llamas e irradia un fulgor como el del sol, con una luna creciente a los pies. Blake compuso la imagen de tal manera que las formas del bien y del mal mantienen una cierta simetría recíproca. Esto concuerda con las complejas ideas del artista y poeta sobre el bien y el mal. Resulta de especial importancia reparar en que la mujer vestida de sol es una fuerza poderosa, protectora (tiene forma de corazón), capaz de mantener a raya al repelente dragón que los amenaza a ella y al niño que tiene a su izquierda. Esto, que contrasta contundentemente con la figura femenina de Fuseli, postrada y desvalida, es característico del enfoque de Blake. Cuestionando siempre el pensamiento convencional, incluidos los papeles de género o el dogma religioso, Blake empleaba a menudo lo grotesco para romper esos límites. Sería difícil encontrar dos artistas más diferentes que William Hogarth y William Blake. Blake rechazó sin contemplaciones la moral convencional y gradualista defendida en las estampas de Hogarth, así como la idea tácita de que la moral fuera un fin en sí. Mientras que Hogarth cosechó el éxito dentro y fuera de su país, Blake luchó con fuerza para conseguir un público para su obra. El trabajo de Hogarth es prosaico y teatral, en tanto que el de Blake es poético y visionario. No obstante, estos dos autores representan la veta de expresión artística independiente que es típica de Inglaterra. Se trata de una independencia nacida de la necesidad, puesto que en Inglaterra no había un sistema fuerte de patrocinio estatal como el de Francia. Además, los artistas ingleses no tenían que enfrentarse a la pesada mano de la corrección y la censura que acompañaba a la intervención del Estado en las artes. Mientras que en general los círculos del arte establecidos en la Inglaterra del siglo xviii seguían las tendencias importadas del Continente, llama la atención que tanto Hogarth como Blake rechazaran vehementemente esos gustos foráneos. Son muchos los grandes artistas ingleses del siglo xix, particularmente en la tradición paisajística y el movimiento prerrafaelita, pero pocos utilizaron lo grotesco de forma sistemática. Cabe sostener, en cambio, que en la Inglaterra decimonónica la mayor contribución a lo grotesco se realizó a través de la literatura. Ya hemos dicho que John Ruskin expuso una teoría de lo grotesco realmente original. Y, sin duda, algunas de las imágenes más grotescas del siglo tomaron forma en las descripciones, mordaces e implacables que hizo Charles Dickens de los barrios bajos de Londres y de las vidas de sus habitantes. El equivalente visual más cercano de esas escenas infernales de la pobreza urbana son las estampas de Londres creadas por un artista francés, Gustave Doré. La violencia sin precedentes de las dos guerras mundiales llevó a varios artistas ingleses a adoptar medios de expresión grotescos y, de ese modo, a alumbrar obras pioneras. Mientras algunos, como C. R. W. Nevinson, mostraban los horrores de la guerra moderna en un estilo documental, otros descubrieron maneras de transmitir el mundo verdaderamente enajenado que el conflicto estaba engendrando a su alrededor. Frente a los campos de trincheras de Francia durante la Primera Guerra Mundial, Paul Nash tuvo que reinventar la venerable tradición del paisaje inglés y concebir una manifestación artística capaz de apresar la deformación y la horrenda metamorfosis que se estaba produciendo. En esas expresivas obras hasta la tierra se hace grotesca, convertida en un espacio extraño y liminal donde la línea entre la vida y la muerte literalmente se ha puesto en juego. Nótese también que Nash adoptó un enfoque cercano a lo caricaturesco para ese paisaje acribillado y convulso, buscando la esencia más que la transcripción literal y la transmisión de sus sentimientos sobre esas escenas. La siguiente carta refleja con elocuencia su furia y angustia: Acabo de volver, anoche, de una visita al cuartel general de la brigada en el frente, y no la olvidaré mientras viva. He visto el peor país de pesadilla, más concebido por un Dante o un Poe que por la naturaleza, algo indecible, absolutamente de ser un artista interesado y curioso, soy indescriptible. [...] Todos tenemos una vaga noción de los horrores de una batalla [...]; pero no hay pluma ni dibujo que puedan transmitir este país [...]. Sólo el mal y el maligno encarnado pueden ser los amos de esta guerra; no se ve un atisbo de la mano de Dios por ninguna parte. La puesta del sol y el amanecer son blasfemos, son un escarnio para el hombre […]. La lluvia es continua, el lodo fétido se hace más malignamente amarillo, los cráteres de los obuses se llenan de un agua blanquiverde, las carreteras y las pistas están cubiertas por un palmo de cieno, los árboles moribundos y negros rezuman y sudan y los obuses nunca cesan. Sólo ellos caen en picado, […] aniquilando, mutilando, enloqueciendo, caen sobre la tumba que es esta tierra; una tumba inmensa, donde se arroja a los pobres muertos. Es indecible, impío, espantoso. He dejado un mensajero que llevará noticia de los hombres que están combatiendo a aquellos que quieren que la guerra se perpetúe. Débil e inarticulado será mi mensaje, pero tendrá una verdad amarga y ojalá que haga que ardan sus cochinas almas. Paul Nash, Outline: An Autobiography and Other Writings, Londres, Thames and Hudson, 1949, pp. 210-211. Algunos podrán criticar a Nash por pintar paisajes de guerra que son visualmente interesantes, o que «distraen por su riqueza», dando a entender que el único vehículo para este tipo de contenido sería un brutal realismo. Sue Malvern, Modern Art, Britain and the Great War: Witnessing, Testimony, and Remembrance, New Haven/Londres, Yale University Press, 2004, p. 63. Pensemos, sin embargo, en la diferencia entre retratar una escena tal y como aparece y aprehender en su esencia lo que significa presenciarla. Nash consiguió lo segundo y, de un modo grotesco, creó terrenos fronterizos convulsos y aberrantes, donde la extraña belleza de sus pinturas es arrancado al dolor del que dejaba constancia. La experiencia de la guerra impulsó a Stanley Spencer a concebir una visionaria serie de pinturas para una capilla, la Sandham Memorial Chapel de Burghclere (1926-1932). Véase Fiona MacCarthy, «Stanley Spencer. English Visionary», en Fiona MacCarthy (ed.), Stanley Spencer: An English Vision, New Haven/Londres, Yale University Press, 1997, pp. 1-60; y también Kenneth Pople, Stanley Spencer: A Biography, Londres, Collins, 1991. Spencer, que había servido en la Primera Guerra Mundial, desarrolló la idea de construir y decorar una capilla conmemorativa por sí solo y tuvo la suerte de encontrar mecenas entusiastas que lo apoyaron en su ambicioso proyecto. La capilla se construyó conforme a los deseos de Spencer, que tuvo las manos libres para diseñar y pintar la serie narrativa. Sus mecenas fueron el señor J. L. Behrends y su esposa. El trabajo completo se compone de ocho paneles, cuatro en cada lateral de la capilla, y una magistral escena de resurrección en el presbiterio. En lugar de escenas de combate dramáticas, los ocho paneles muestran los ritos vulgares de la rutina del soldado: vemos a los reclutas fregando el suelo, clasificando la colada, llenando teteras o levantándose al toque de diana. Spencer imprimió una nota de exaltación a estas acciones cotidianas. En Toque de diana, por ejemplo, los hombres se despiertan y apartan mosquiteros que son como sudarios. Esos atisbos de lo divino forman parte de la visión de Spencer (que recuerda la de Blake), en la cual las particularidades de la vida de cada día se entremezclan con lo eterno. La divisoria percibida entre la vida y la muerte es permeable y fluctuante, y por las fisuras Spencer captó atisbos de lo divino en las cosas más ínfimas. El artista reflexionaba de la siguiente manera: Por ser esta vida la llave para la siguiente, me dice algo de la vida siguiente y hace que la vida resucitada me diga más de cómo es la resurrección en esta vida. Ese encuentro pone de relieve el sentido que yo veo en este mundo. Ápud Sue Malvern, Modern Art, Britain and the Great War..., cit., p. 168. Ese entremezclarse lo terrenal y lo divino culmina en la poderosa Resurrección de los soldados de Spencer. En un campo de batalla que se prolonga hasta la lejanía, los vivos y los muertos resucitados se alzan y se abrazan. La intensa fisicalidad del campo enfangado, los abrazos de carne con carne y la pura modernidad de la escena, todo parece contradecir el suceso ultramundano que aquí se representa. Pero la visión de Spencer es una visión grotesca, que rompe las fronteras percibidas entre este mundo y el siguiente. El resultado es una imagen que rehúsa ser bella para poder llegar a la hondura. También Henry Moore fue más allá del documento para crear algo monumental a partir de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. Moore encontró uno de sus más grandes temas cuando en el curso de un ataque aéreo alemán buscó refugio en los túneles del metro de Londres. Antes de la guerra había adaptado el vocabulario biomórfico surrealista a sus fines particulares, fundiendo la figura con el paisaje. En los espacios subterráneos del metro se topó con una realidad más extraña que ningún sueño surrealista. Contaba que al entrar aquel día en el metro se encontró con «cientos de Figuras reclinadas de Henry Moore tendidas en los andenes» Henry Moore, Henry Moore on Sculpture: A Collection of the Sculptor’s Writings and Spoken Words, edición de Philip James, Londres, MacDonald, 1966, pp. 212-216.. Su maduro estilo biomórfico le proporcionó un medio poderoso para registrar esas experiencias y simultáneamente elevarlas a una visión más universal. Son muchas las contradicciones que se funden en esta imaginería grotesca. La técnica de dibujo de Moore emplea líneas que circundan una y otra vez las figuras; de ese modo las animan, pero en este caso también insinúan sudarios. Los túneles en sí son lugares muy concretos, pero en ellos las personas no parecen habitantes de ningún sitio. La extraña perspectiva, como de galerías de gusano, establece una visión apocalíptica en la que, sin embargo, las figuras se acurrucan juntas, las madres abrazan a sus hijos, los durmientes roncan y sueñan. Moore insiste en contrariar la oscuridad de esa gruta infernal con una humanidad vulnerable y profunda. Tras las penalidades y la devastación de la Segunda Guerra Mundial, la época de la posguerra trajo consigo perspectivas sombrías y el trauma prolongado de asimilar los horrores de la contienda. Francis Bacon, que pintaba con lo que él llamó una «desesperación jubilosa» David Sylvester, «Third interview, 1971-73», en The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon, Londres, Thames and Hudson, 3.ª ed. ampliada, 1987, p. 83. Véanse también Dennis Farr y otros, Francis Bacon: A Retrospective, Nueva York, Harry N. Abrams, 1999; y David Sylvester, Francis Bacon, Berkeley, University of California Press, 1988., fue uno de los artistas más potentes y a la vez más inquietantes de ese periodo. Bacon irrumpió en escena en 1944 con su tríptico Tres estudios para figuras al pie de una crucifixión. Sus composiciones de figuras fundían lo traumático con una vitalidad bestial. Las figuras humanas se identifican en primer lugar y ante todo como carne, y carne en un estado de colapso o de convulsión. Bacon borró los ideales de humanidad, identidad e individualidad, y al hacerlo enfrentó al espectador con una realidad que parece lista a descomponerse en cualquier momento. En la misma época Wolfgang Kayser describía lo grotesco como un mundo enajenado, reconocible pero al mismo tiempo extraño. Se podría decir que así es el impacto de las pinturas de Bacon, donde nuestra idea más básica de personalidad se hace abyecta y ajena con una violencia visceral. El propio Bacon afirmaba: Casi siempre vivimos a través de tamices, una existencia tamizada. Y yo a veces pienso, cuando la gente dice que mi obra parece violenta, que quizá de vez en cuando haya podido quitar de en medio uno o dos de esos velos o tamices. David Sylvester, «Third interview, 1971-73», cit., p. 82. En Sin título (Tres figuras), de 1981, las líneas rectas aluden a la organización espacial, pero cualquier sentido del orden queda de inmediato contradicho por los pegotes de carne vagamente repugnante colocados en el lienzo. Las figuras de Bacon suelen estar en metamorfosis, retorciéndose o colapsándose en otra cosa; la sola idea de aquello en lo que se podrían convertir inspira terror. Generan una relación con el espectador inestable y ambigua, que planea entre la fascinación y el horror. Francis Bacon y Lucian Freud formaron parte de una lista de artistas conocidos como Escuela de Londres. Mientras que de las figuras de Bacon se podría afirmar que representan un biomorfismo aullante, torturado, los personajes de Freud son retratados mediante lo que Bajtín describe como realismo grotesco. Véase Lawrence Gowing, Lucian Freud, Londres, Thames and Hudson, 1982. La de Freud es una atención impertérrita, cruel incluso, a la realidad defectuosa de las personas que retrata; un realismo llevado, más allá de los límites normativos, hasta lo grotesco. Las figuras de Bacon y Freud, más que vivientes, se presentan como mortales. Ambos artistas hicieron hincapié en la carne, y Freud, en la piel. Su pintura Retrato desnudo con reflejo (1980) sitúa a una mujer en una postura forzada sobre un sofá hecho jirones. El realismo grotesco de la carne apretada contra el cojín del sofá rasgado irradia una sensación palpable de declive. Los brazos y las piernas aparecen doblados y retorcidos de un modo que los paraliza y que acentúa la vulnerabilidad. Es éste un elemento clave en la imaginería de Freud, que con frecuencia empuja al espectador a una visión incómodamente próxima, fetichista, de los cuerpos representados, a la vez que crea una sensación indeseada de dominio sobre las personas que habitan esos cuerpos. En esta pintura Freud alude a esa relación de poder incluyendo el reflejo de sus zapatos más arriba del cuerpo de la mujer tendida. Si se analiza dicho reflejo, se aprecia que el espejo tendría que estar colgado o inclinado por encima de la mujer, y el artista con su caballete, detrás del sofá. Esa disposición, con el espejo amenazante y el pintor de pie detrás de la modelo, refuerza esa desconexión emocional que desempeña un papel tan central en la visión distópica de Freud. Hay otro sesgo grotesco importante en la época de posguerra que reinventa el cuerpo carnavalesco en el contexto de la cultura pop. En 1956 Richard Hamilton creó un collage pérfidamente cómico y le dio el título de ¿Qué es lo que hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan llamativos? Véase Andrew Causey, «Formalism and the Figurative Tradition in British Painting», en Susan Compton (dir.), British Art in the 20th Century: The Modern Movement, Múnich, Prestel, 1986, pp. 26-30. Esta obra, creada para la exposición de la Whitechapel Art Gallery de Londres This is Tomorrow (Esto es mañana), emplea estrategias instituidas por el dadaísmo, junto a la imaginería y la jerga de la publicidad y los medios de masas, que iban a convertirse en la norma del arte pop. En un piso moderno repleto de bienes de consumo, una pareja adopta poses que acentúan su atractivo sexual; sin hacer ningún caso el uno del otro, se concentran en proyectar sus imágenes como algo deseable para el espectador. En muchos aspectos Hamilton es un heredero de Hogarth: borra las fronteras entre dos culturas de la imagen, la elevada y la vulgar y a través de la exageración y de combinaciones insólitas caricaturiza las flaquezas sociales. Como Hogarth en sus mordaces estampas, inserta un sinfín de detalles de la cultura popular que se pueden leer como comentario a la escena. Si Hogarth satirizaba las aspiraciones sociales de una clase media imitadora de la aristocracia, Hamilton se burla de la aspiración contemporánea a esa nuevo tipo de aristocracia que es el ideal de celebridad de la cultura de masas. En las últimas décadas el sesgo grotesco del arte británico ha seguido esas dos trayectorias. Los mundos enajenados de Bacon y Freud y las carnavalescas críticas sociales de Hamilton siguen desarrollando interpretaciones artísticas contemporáneas. Lo que todavía no ha surgido es lo grotesco revelatorio, aquel que se expresó en las obras visionarias de Blake o Spencer. PAGE 11