Emilio González Ferrín
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Morus operandi: España con su Islam
Emilio González Ferrín
(Universidad de Sevilla)
En la noche orientalista
todos los moros son pardos.
Juan Goytisolo
Siempre ha estado aconteciendo algo,
pero no siempre lo que acontece
le acontece a un mismo sujeto-agente colectivo.
Américo Castro
Zalamerías
Nos explica el diccionario de la Real Academia Española que zalamero es quien
hace zalamerías, siendo éstas unas demostraciones de cariño afectadas y empalagosas. La
madre de todo ese campo semántico sería la palabra zalama, que también consta en el
citado diccionario como término castellano y del que se nos explica que proviene del
árabe hispánico <sic> assalám ‘alík, o 'la paz sea contigo', añadiendo nuestro diccionario
que es expresión de saludo. Excavando un poco más, se llega al término proto-semítico
*šalām, del que provendrían tanto el árabe “salaam” o el siríaco “shlama”, como el hebreo
“shalom”, significando en todos los casos lo mismo: paz. Incluso se podría emparentar
esta raíz semítica con el proto-indoeuropeo *slH-u- (de Vaan 2008, 537), significando
“sano y salvo” o "entero", de donde provendría el latín “salve”. Ese matiz de “entero” o
“íntegro”, que el indoeuropeo confiere al “salve” latino, así como su carácter salutatorio
(“que tengas paz / que te mantengas en tu integridad”) está igualmente presente en el
citado campo semítico del *šalām y de ese modo la palabra árabe “salaam” (de donde
viene nuestra zalama y de ahí zalamero), así como el adjetivo emparentado “salím”,
significan igualmente íntegro. Por lo mismo, parece que los más comunes saludos en
nuestras edades tardo-antigua y medieval, ya sea en el ámbito semítico o el indoeuropeo,
tienen un origen común.
De todo lo anterior quiero retener algunos datos: el primero es lo ya aludido, que
no acaba de ser del todo relevante aquí y pertenece al campo de las religiones y/o
civilizaciones comparadas. Se trata de la relación directa entre la cultura árabe y la
grecolatina a la que, por otra parte, hereda. Se ejemplifica aquí no solo en la casuística
anterior, sino también en la cercanía entre dos universos religiosos asociados
respectivamente con sendas lenguas: el citado saludo árabe, en concreto árabe hispánico
(decía antes con assalám ‘alík) y otra fórmula latina de origen cristiano, pax vobis
(después, vobiscum) que ya aparece en la Vulgata (Lucas 24:36, Juan 20:21 y 20:26) y
cuya ampliación en gratia vobis et pax, o gratia misericordia et pax, que aparece ya en
las Epístolas de Pablo y el Apocalipsis, equivaldrá a la similar ampliación árabe assalám
‘alík wa-rahmat Allah wa barakatuh, con significado parecido. Pero el uso latino es
anterior y ese origen cristiano de una expresión paradigmática de cuanto después se
conocerá como la religión del islam, se aleja de los estereotipos de los creacionismos
religiosos aislados y, por lo mismo, es un dato tan importante como desdeñado por las
diversas ortodoxias, construidas todas mucho después del uso común de tantas cosas y
siempre con la obsesión de la discordancia.
Lo segundo que me gustaría retener ahora lo destacaba párrafos atrás con un <sic>,
para recordar que la RAE acepta, o parte de la consideración de un cierto idioma al que
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llama árabe hispánico. Esa doble adjetivación de un idioma, árabe e hispánico, sin
apariencia de contradicción, tiene relación con títulos de libros decimonónicos o incluso
del siglo XX, de entre los que destacaría la célebre Historia árabe española de Codera de
1917, o sus Estudios críticos de historia árabe española de 1903. También la obra Música
árabe-española, de Soriano Fuentes, datada en 1853, por no hablar de la serie España
Árabe en la que Francisco Fernández y González publicó en 1860 su traducción de la
Crónica de Ibn Idari (1312). La colección llevaba por subtítulo explicativo el siguiente
texto: Colección de obras arábigas originales para servir al estudio de la historia y
literatura de los árabes españoles. Téngase en cuenta que en todo momento estoy
hablando de lo árabe, no lo musulmán. El religionismo, la consideración ucrónica de un
nacionalismo religioso, es un invento presente y en modo alguno extrapolable a siglos o
incluso décadas atrás.
Lo tercero que quiero retener aquí está relacionado también con esto último: en
algún momento de nuestra historia, se ha disociado lo árabe de lo español en el imaginario
colectivo, se ha confundido y se sigue confundiendo intencionadamente lo árabe con lo
musulmán, así como se ha cambiado el estereotipo sobre lo árabe hispánico. Ya no se
utiliza un “nosotros” referido a esa historia árabe de la península ibérica y de ahí mi
indisimulado título reivindicativo, Cuando fuimos árabes, en un libro reciente. Del mismo
modo, difícilmente podría sostenerse hoy día que el estereotipo de lo árabe pasado
peninsular sea ya lo zalamero, que antes lo representaba y que nos servía de arranque; lo
referido a la zalama, la empalagosa salutación proveniente de paz. Hemos cambiado el
estereotipo de lo árabe pasado y producido en la tierra que hoy habitamos: ya no lo
asociamos, ni mucho menos lo estereotipamos con zalamerías, ni lo consideramos parte
de un nosotros, sino que lo insertamos en una dinámica cainita de choque religioso
elevado a rango cósmico. Por lo mismo, la interpretación del pasado ha cambiado.
Aburriría aquí la cita de obras polemistas referidas a lo andalusí y publicadas en
los últimos veinte años, en comparativo agravio frente a otras fases de nuestra historia,
mejor asumidas como propias. Este cambio de estereotipo, desde lo zalamero hasta lo
belicista, no tiene nada que ver con la esencia de la cosa en sí: el largo capítulo árabe de
la cultura española, entendiendo España como territorio, que hoy no hablamos de Derecho
y podemos saltarnos la restrictiva consideración estatal de lo español. Los cambios en las
percepciones no afectan a la realidad de la cosa, hasta tanto el fundamentalismo
fenomenológico se haga cargo de la interpretación del mundo. Lo que se produjo, lo hizo
de un modo determinado y de engarce natural entre lo inmediatamente anterior y lo
posterior, siendo nuestra consideración de la cosa cuanto cambia. Por lo mismo, al igual
que no cambia el hecho histórico, no ha cambiado lo árabe hispánico, indudablemente
constitutivo de nuestra cultura; el morus operandi, parte integrante de la historia sutil.
Lo que ha cambiado es nuestra interpretación de tales hechos. Nuestra narración de ese
pasado. Para los que participamos de la idea de que la historia es eso, una colección de
narraciones y siempre políticas, esto no reviste mayor importancia. Pero sí la tiene para
los juramentados del historicismo, del positivismo interpretativo invariable, porque puede
llegar a pensarse que lo que hoy narramos, creamos, interpretamos, o adaptamos, es lo
que realmente tuvo lugar en exactamente los mismos términos en los que es narrado hoy.
De algún modo, ya no existe en nuestros días cuanto pudo haber en la
consideración de nuestro moro como zalamero, dicho esto con todas las reservas por su
esencia soberbia, orientalista; algo supremacista pero de un extraño modo aún inclusivo.
Ya no asoma, en torno a lo árabe hispánico, sino un específico casticismo
vigesimocentista que engloba todo lo genérico árabe e islámico, pasado y presente, bajo
un mismo epígrafe polemista, heredero de lecturas contemporáneas. De nuevo: nuestra
visión actual de la cosa presente no puede, o no debería, forzar una determinada
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coloración de cosas distintas del pasado. Pero no va a verlo así el creciente nacionalismo
religioso que hoy tornasola gran parte de las percepciones del mundo.
Moradas vitales
Teniendo en mente esa idea de los diversos “nosotros” según el relato que se fije
y del carácter político de toda narración histórica, retomo ahora una de las citas iniciales,
la de Américo Castro: siempre ha estado aconteciendo algo, pero no siempre lo que
acontece le acontece a un mismo sujeto-agente colectivo. Y sigue: la intelección de la
historia de un pueblo requiere, por consiguiente, articular la ininterrumpida sucesión
de lo acontecido en un espacio geográfico con la sucesiva aparición de sujetos-agentes
históricos que adjetivan como suyo lo acontecido desde un cierto momento del fluir
histórico (Castro 1964, 261, destacado mío). A renglón seguido es cuando Castro sintetiza
su propuesta denominativa: llamará morada vital al momento histórico en que tomamos
conciencia de un “nosotros”, así como vividura a la conciencia de sentirse existiendo en
tal morada.
Bien, el desarrollo completo de esa idea por parte de Américo Castro arrastra a
este autor por unos vericuetos a los que quiero referirme ahora, en ocasiones
compartiendo al ciento por ciento sus interpretaciones y en otras ocasiones matizando y
distanciándome de ellas. A grandes rasgos, puedo compartir la consideración de un
“nosotros los españoles”, referido a los que habitamos la tierra hoy llamada España y/o
los que la han habitado permanente y trascendentemente alguna vez. No es tan
complicada la adscripción, a menos que pretendamos destacar esencialismos. En mi
visión del nosotros, en este caso muy centrada en aquella época en la que fuimos árabes,
así como la rechazada o negada impronta de esa época en las fases históricas posteriores
(léase, nuestro particular morus operandi obliterado, lobotomizado, en la imagen de
Goytisolo 1991,14), no me mueve lo psicoanalítico sino lo biográfico: destacar cuanto se
produjo y no elucubrar sobre su esencialismo, como decía antes, o su excepcionalidad.
Narrar lo acontecido, lo ocurrido, en tanto que biografía de un lugar, decía y nunca
psicoanalizar a los habitantes actuales de ese lugar, atribuyéndoles una representación
exclusiva en un solo rasgo o capítulo de lo pasado. A este respecto, comparto la idea
castriana de que nuestra historia se viste de rasgos mediterráneos y de origen oriental
inexistentes en otras historias de tierras hoy afines a la nuestra; léase, en gran parte el
resto de Europa. Pero entiendo igualmente que lo específico no implica lo excepcional,
como se pretende desde los temores esencialistas de esa historia peculiar, o bien desde el
excesivo subrayado determinista de unos rasgos en detrimento del resto. El sentido final
de estas páginas de hoy, así como de tantas otras al respecto anteriores o que vendrán,
será la explicación de estos intercambios de ideas, así como el reconocimiento pleno de
aquel trenzado hilo oriental (nuestro morus operandi ahora) con que Márquez Villanueva
denominaba siempre el descubrimiento que Castro había hecho en la historia de España
y/o de los españoles.
***
Los grandes descubrimientos suelen provenir de hallazgos, encuentros
inesperados de algo en la búsqueda de cualquier otra cosa. Probablemente no sea tanto
una cuestión de azar como de saber establecer conexiones en el buscar y tener la mente
abierta al comparar, pero allá cada uno con su interpretación. En el caso de Américo
Castro, el llamado papel de lo islámico en la historia de España (Castro 1948,47) no había
sido el tema esencial u originario de su búsqueda, sino algo que surgió por sí mismo tras
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la redacción de su obra Lo hispánico y el erasmismo, publicada en 1942 y que tuvo algo
de reactivo ante la que explica como europeización retrospectiva de la narración histórica
de España. Es decir, ante el patente “repintar los blasones” europeísta en todos los ámbitos
de la vida cultural española, Castro decide seguir aquel hilo oriental constitutivo de
nuestra historia, con el compromiso de no escamotear […] el verdadero carácter del
pasado español, cualquiera que sea el rostro con que éste se presente (Araya 1969,12).
El propio Sánchez-Albornoz, furibundo adversario de Castro, así como narrador reactivo
ante la obra de éste, reconocerá que tal empresa, tal compromiso de historiar, así como el
modo de llevarla a cabo, convierten a aquel, a Américo Castro, en […] el más sutil, el
más audaz, el más ingenioso, el más original, el último de cuantos se han asomado a los
horizontes del pasado de España (Sánchez-Albornoz 1959, 18).
Pues bien; para Castro, nuestro morus operandi fue ocultado y reeducado en un tiempo
que él denomina Edad Conflictiva con la indudable intención de desestimar
denominaciones como Siglo de Oro y Época Imperial para los siglos XVI y XVII.
Probablemente una forma de incorporar lo intrahistórico y sociológico a una narración
histórica de carcasa. Un tiempo en que la estructura básica de nuestra vida y cultura seguía
una alternancia pendular entre la posibilidad de armonía y la implacabilidad de los
desgarros entre las nuestro autor que llamó castas; léase, judíos, cristianos y musulmanes,
en el proverbial esencialismo que imantó a Borges con su España del islam, de la cábala
y de la noche oscura del alma. En realidad, cuanto destaca en la inusual obra de Castro
es el rechazo a la unicidad de la ideología dominante en España, así como un deseo de
apurar esa alternancia entre armonía y desgarro de castas, para después relacionarla con
la conexión o choque con la idea de Europa. Su objetivo es incluso pedagógico:
fundamentar cualquier futuro ensayo de historia de los españoles (Araya 1969, 16),
partiendo de algo mucho más sutil que los vestigios materiales: la literatura, desde la cual
y dejando hablar a los textos (Márquez Villanueva), se abstraería su interpretación de ese
trozo de realidad humana llamado pueblo español (Castro 1962, xxviii).
Ese par contrapuesto formado por la alternancia entre unas veces conexión y otras
contraste con Europa, es la base de su percepción de una autoctonía de España que,
andando el tiempo, se reflejará en el modo en que configura, de alguna manera, un cierto
complejo patrio en torno a la célebre Leyenda Negra, cuya respuesta en España será
siempre, en la práctica, miedo freudiano al enemigo en el espejo (Barkai 2007): cuanto
nos achaca el resto de los europeos de un modo estereotípico porque es inusual en ellos,
genera un síndrome en nosotros al reconocerlo como innegablemente propio, con espanto.
Morus operandi. No queremos mirarnos al espejo porque queremos ser como los nuevos
nuestros, el resto de la Europa sin hilo oriental. Frente a esto y en la base de esa
especificidad integradora, contemplable según Castro; desde esa autoctonía enriquecida,
enlazando con aquella huidiza armonía de la Edad Conflictiva, surge como un bálsamo
explicativo el concepto de convivencia, la bête noire de nuestra droite divine. En realidad,
desde esa alternancia dialéctica entre las citadas armonías y los desgarros <entre
cristianos, moros y judíos españoles> a los cuales debe su originalidad, sus grandezas y
sus problemas ese trozo de realidad humana llamado pueblo español (Castro 1962,28),
surge en el horizonte no ya una solución de convivencia pues no es un valor, digo yo, en
contra de cuanto se piensa, sino una aceptación de convivencia. Convivencia que, en mi
modo de ver la cosa, nunca es el deseo de coexistir con lo ajeno sino el reconocimiento
de que existir es coexistir con lo ajeno.
Castro destacó obsesivamente el rasgo principal de la cultura española,
dilapidadora de todo un mundo anterior de pragmática convivencia: la tolerancia es,
siempre, cuestión de porcentaje y el hegemonismo de la casta cristiana se forjó sin
consideración, a costa de cuanto pudo percibir como constitutivo del elemento
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fundacional de los españoles hasta entonces, es decir, la diversidad cultural de su Edad
Media. La imposición de ese hegemonismo cristiano dejó en la cuneta de la historia otras
Españas posibles, como la que reconociese el papel esencial del elemento oriental,
representado por cuanto en Castro son otras dos castas, la judía y la musulmana y que
entiendo como mucho más poroso que lo que en nuestro autor representa una
aparentemente estricta compartimentación identitaria estanca. Un brillante discípulo de
Castro, Julio Rodríguez Puértolas, destacaría mucho después que la negación de
diversidad constitutiva por parte de aquel hegemonismo identitario cristiano, exclusivo,
generaría una cultura de obsesión, de externalización de la única confesionalidad
admitida, la cristiana, que, como en el caso del escritor Francisco Santos (1617-1697) y
su ya clásico deleitar aprovechando (amena narrativa pedagógica), llevaría a muchos
cronistas de aquella Edad Conflictiva a una sobreactuación moralista y un refugiarse en
los más caros mitos del casticismo hispánico, para mostrar nerviosamente su limpieza de
sangre de un modo casi irracional u onírico, prueba evidente de la decadencia
irremediable, tanto del Imperio en tanto que paradigma de unidad y homogeneidad, como
de los valores de la España contrarreformista (Santos 1973, xi).
La gran aportación de Castro es, de este modo, su historiología: su lectura de los
mecanismos de la historia a través de, como decía, los testimonios literarios en tanto que
enorme palenque de ideas prácticamente reflejas. Gran aportación decía, porque supera
al modo vano de historiar basado en meros materiales inertes o documentación oficial, el
célebre legajismo hispano, que no ve más allá de Simancas. Los vestigios materiales
llegan hasta donde llegan, sometidos a la subjetividad de la interpretación. Por su parte,
la cronística es portavoz de su amo. Pero la literatura es selvática porosidad incontrolable;
por lo mismo, transmisora de muchos más canales y matices. En ese agreste material
literario queda constancia, según estos autores, de la grave hipoteca provocadora de
ignorancia y abatimiento intelectual (Castro 1962,4) que pesó sobre la obra de
innumerables autores obligados a fingir una hidalguía, ser hijos de algo, es decir, de quien
al menos tenía sangre vieja cristiana y no el resto, estigmatizado por su origen impuro
(judío o musulmán), cuya seña de identidad podía ser, por ejemplo, una cierta cultura o
formación, pues la idea que flotaba en el aire […] era la de ser todo saber sospechoso y
arriesgado, por suponerse menester propio de conversos cualquier ocupación
intelectual (Castro 1972,158). Podrá comprobarse cuanto significó esto en la aún
temprana España del XIII, con una labor cultural alfonsí en tanto que ambiente propicio
para la codificación, por ejemplo, de una General Estoria en tanto que enciclopédica
fijación de castellano culto. Una obra y lengua cuyas costuras tuvieron que agrandarse
(en magnífica imagen de Márquez Villanueva, siempre proclive a un vocabulario
específico de alfayates) para abarcar a cuanto aún hoy se estudia en otros compartimentos
estancos como el Siglo de Oro de las letras hebreas o el Siglo de Oro de las ciencias
andalusíes. Dicho de otra manera: ¿cómo puede comprenderse el auge del castellano en
tanto que lengua culta o la ingente labor cultural que lo consolidó como tal, sin el
combustible previo de dos siglos de oro, genuino morus operandi silenciado en la historia
cultural del territorio hoy conocido como España?
Compatibilidad entre Castro y Sánchez-Albornoz
La célebre polémica entre Castro y Sánchez-Albornoz se contempla en la
historiografía castellana como cuanto los británicos llaman un Punch & Judy Show, los
títeres de cachiporra por excelencia. Marionetas de una pareja mal avenida que
sistemáticamente terminan las actuaciones persiguiéndose a mamporros. Es la versión
satírica del Duelo a garrotazos de Goya, que dinamiza para no profundizar; que oculta el
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meollo y trascendencia de nuestro morus operandi por dos razones: por un lado, evita
entrar en profundidad en los temas a cuyo estudio se ocuparon ambos autores y por otro
escenifica el tradicional reflejo pavloviano de quienes toman partido por uno u otro, sin
conocer la obra de ninguno de ellos. Cuando salen los nombres de Castro y SánchezAlbornoz, resulta sorprendente la abrumadora y común apariencia de familiaridad de todo
el mundo con cuanto pasó entre ellos, una actitud que oculta bajo la alfombra las carencias
lectoras de tantos críticos.
Por lo general, el acercamiento epidérmico a la polémica entre Castro y SánchezAlbornoz se basa mucho más en la reiteración de un solo fundamento tópico interpretativo
que en cuestiones de más profundidad intelectual, desmereciendo sin duda a ambos
autores, porque seguramente esa profundidad intelectual era para lo que estaban
ampliamente capacitados, como demuestran sus respectivas e innumerables páginas; esas
mismas que nadie lee para quedarse en el raquítico “tomar partido” ideológico en torno a
cuestiones personales, políticas o de respuesta rápida a preguntas complejas. Ese único
fundamento interpretativo reiterado hasta la saciedad es el siguiente bucle, en torno a una
serie de cuestiones: cuándo nace España, desde cuándo se puede hablar de los españoles
y si lo judío e islámico forman parte de la historia de España. A bote pronto, Castro
plantea que fue en 711 cuando nació el ser de los españoles, en tanto Sánchez-Albornoz
retrotrae el certificado de bautismo hasta la esencia católico-romana de una España que
ya estaba, por ejemplo, en las páginas de Isidoro de Sevilla (m. 636). En un segundo
sobrevuelo interpretativo, Sánchez-Albornoz desprecia todo el elemento orientalizante
del Islam, comprendiendo nuestra historia precisamente contra el Islam, negando el papel
formativo de éste en la España que imagina y calificando de plaga de langostas, o instante
trágico en la historia del mundo la inoculación de lo islámico en la península ibérica
(Sánchez-Albornoz 1974,17).
Por su parte, Castro se muestra, si cabe, más esencialista aún, pero de otro signo
y sorprendiendo con su adaptación realimentada del discurso de su tiempo en torno a las
castas. Unamuno, Azorín, Ganivet y Ortega le dedicaron profusas páginas al casticismo,
pero el tufo germanófilo castriano en torno a la raza, por aquellos tiempos, no puede ser
desdeñado; un mismo tufo germanófilo, por otra parte, compartido por Maravall y que
éste utilizaría para hacer la contra y destacar el esencialismo gótico hispano. Y es ahí
donde Castro desencuaderna el voluminoso casticismo hispánico en torno al viejo fetiche
incomprensible y esclerótico del Quijote (Subirats 2003,14), para darle vida y entorno a
tantos matices cervantinos, apuntando a la centralidad cultural de lo árabe y hebreo
incluso (y sobre todo) entre las líneas en las que vive el ingenioso hidalgo y decidiendo
dos cosas: que la esencia de los españoles nace en el 711, con la invasión islámica <sic>
de la península ibérica y que se inicia entonces una convivencia entre tres castas, aa la
sazón musulmana, cristiana y judía, tras cuyo desequilibrio presencial definitivo en torno
a 1492 dio inicio la Edad Conflictiva de España.
Comenzando con mi cursiva anterior destinada a destacar la expresión “invasión
islámica”, no entraré aquí de lleno en cuanto se ha convertido en uno de los grandes rasgos
identificativos de todas mis páginas; la inadecuación de llamar islámico a algo en 711,
cuando el Islam no existía o la confusión entre lo árabe y lo musulmán. También la falta
de pruebas históricas que demuestren una invasión y la pesadumbre por tantos como
siguen pensando conveniente mantener el mito a los efectos ideológicos. En cualquier
caso, Castro no estaría de acuerdo conmigo en estos extremos: conocedor de la hipótesis
de la no invasión desde la publicación de la obra de Ignacio Olagüe, La revolución
islámica en Occidente, Castro la rechaza categóricamente en diversas ocasiones. Es
evidente que, con el grado de conocimientos de su época sobre los orígenes del Islam,
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resulta impensable que alguien pudiese plantear Alándalus como una subida de marea
cultural y no como la plaga de langostas aludida por su contraparte.
Pero el detalle de los orígenes, por muy importante que pueda resultar para mí en
la medida en que esclarece la necesaria separación entre islam e Islam, entre cultura,
religión y Estado, no desmerece en absoluto la adelantada percepción castriana de una
cierta aculturación euro-islámica, en tanto que esferas culturales compatibles (López-Ríos
2015,25) y es ahí donde probablemente estriba el valor de su obra a este respecto, aunque
también su problemática: en concreto, el relato castriano de las castas en nuestra historia
apura precisamente esa confusión esencialista entre lo religioso y cultural, difuminando
cuanto pudo ser la realidad de los siglos españoles andalusíes (una cultura y tres
religiones), para pasar a comprenderlo en clave estereotípica de tres religiones, tres
castas, tres culturas, sumándose a un tópico que, a la postre, no hará más que alimentar
posteriores concepciones de lo oriental como absolutamente ajeno. Dice Castro: al
acentuarse el valor de lo castizo, la casta de los cristianos se acercaba cada vez más al
modo semita de existir, a no hacer distinción entre vida religiosa y vida civil, entre Iglesia
y Estado. En un impulso mimético, tan agresivo como defensivo, los españoles fueron
confundiendo ambos órdenes de actividades casi como los reyes de Israel o los califas
musulmanes (Castro 1962, 47).
Como vemos, Castro parte de la misma consideración exógena y esencialista de
los universos culturales-religiosos que su oponente Sánchez-Albornoz, distinguiendo a
ambos exclusivamente el rechazo categórico del segundo frente a la incorporación
intrínseca que hace el primero de todo ese morus operandi en nuestra Edad Media, de
cuya compleja disolución nacería tanto la tensión religiosa imperial de nuestra Edad
Conflictiva como los mimbres sobre los que el resto de Europa forjaría nuestra Leyenda
Negra. Aquel citado modo semita de existir, extinguida la era de la convivencia trenzada
de las tres castas (de nuevo: en mi opinión, un error interpretativo, dado que la
convivencia lo fue entre individuos y no hubo tres culturas sino una en árabe), llevaría a
la cristianísima España a poseer la verdadera religión y no necesitar nada más para
vencer a sus enemigos e imponer su voluntad. En este estado de mesianismo religioso se
abrirá para la casta cristiano-militar la entrada el Nuevo Mundo (Araya 1969,45), con
lo que se patentaba el exclusivismo y la intransigencia de nuestra Edad Conflictiva.
No en balde, las iglesias americanas están plagadas de imágenes de un adaptado
Santiago Mataindios, evolución natural imperial, trasatlántica y nacional-católica, de la
equivalente mascota previa Matamoros, elevada a patrón de España precisamente como
condensación de ese casticismo esencialista excluyente al que, me temo, no fueron ajenos
ni Castro ni Sánchez-Albornoz, con la salvedad de que el primero tomó la historia tal y
como venía o él la leía, en tanto el segundo se revolvió contra toda traza de morus
operandi, seleccionando apartados de la historia más representativos con respecto a su
propio presente. En mi opinión, eso pone de manifiesto el esencialismo de ambos, si bien
pone por delante a Castro en la calidad del historiar creador, por cuanto que ambos eran
plenamente conscientes de su arte, que no oficio: ambos comparten una calidad
interpretativa muy por encima de los actuales artesanos historiógrafos o traductores
legajistas, ambos redactaron tratados de historiología (Castro transversalmente en toda su
obra y con especial incidencia en su Ensayo de historiología de 1950, Sánchez-Albornoz
explícitamente en 1978, Historia y libertad. Ensayos sobre Historiología), pero me temo
que solo Castro aceptó la historia como cuanto acontece, sin criterio selectivo.
La compatibilidad de ambos autores, sin embargo, es perfectamente planteable
desde lo crítico y asertivo. Estriba tal compatibilidad, en primer término, en su visión
compartida de lo absolutamente ajeno en la consolidación del Islam español, así como la
confusión entre ese Islam español y la España musulmana, espacio de creencia ésta, frente
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a apartado de cultura universal en árabe aquella. En lectura asertiva, la segunda
compatibilidad de ambos autores descansaría sobre el necesario forzar de ideas de ambos
que debemos hacer para seguir considerando sus respectivas obras y no condenarlas a la
obsolescencia: debemos comprender la presencia histórica del Islam español (Castro),
pero sin necesidad de negar la existencia de españoles antes del 711 y debemos aceptar
esa muy anterior existencia (Sánchez-Albornoz) sin rechazar la inevitable incorporación
de esa nueva y enésima orientalización que fue el Islam. Enésima, porque desde el mundo
fenicio, si no mucho antes, hasta el Islam, todo cuanto pudo arribar a la península ibérica
con nuevas ideas, visiones del mundo, sistemas religiosos (incluidos el cristianismo y el
judaísmo, por supuesto), fueron siempre oleadas de orientalización.
Sí hay un detalle final que debe destacarse en el planteamiento historiológico de
Castro, algo que salió antes, que ha traído cola hasta hoy y seguirá haciéndolo: su
planteamiento de la convivencia. Decía antes y recupero la frase, que convivencia nunca
es el deseo de coexistir con lo ajeno sino el reconocimiento de que existir es coexistir con
lo ajeno. Sin embargo, en el planteamiento de Castro, la convivencia parece ser un valor,
en concreto uno asociado a una religión concreta: el islam. En mi opinión, si el
esencialismo y la distribución de castas como compartimentos estancos chirrían en gran
medida en el planteamiento sumatorio de Castro (que percibió la historia como mera suma
de aconteceres, sin sentimiento de representación por rasgos concretos), su visión de la
tolerancia como algo proveniente de cuanto denomina la tradición musulmana (Araya
1969:32) chirría aún más. En gran medida, cuanto queda desencajado en Castro se
mantiene aún hoy día y resulta relevante destacarlo precisamente porque ha persistido y
se ha enquistado. Se trata de la permanente confusión entre lo islámico y lo musulmán.
La tolerancia no es, en absoluto, un rasgo musulmán, como tampoco cristiano o
judío; no se me ocurre nada más intolerante que un sistema religioso. No; en todo caso,
la tolerancia fue islámica en tanto que el Islam con mayúsculas no implica ni sistema
religioso ni Estado sino una civilización, una gran extensión comercial sin cabeza única
sino constituida por muy diversos sistemas políticos. Por lo general, cuanto podemos
dibujar como tolerancia era, en realidad, el espontáneo e inteligente pragmatismo de un
sistema cultural naciente de uno comercial plenamente consciente de su heterogeneidad,
su necesidad de convivencia para el intercambio. Sólo en casos de raquitismo civilizador
se asoció inequívocamente lo islámico con lo musulmán elevado a rango de ideología
política y desde almorávides hasta hoy la querencia ocasional ha sido reiterativa. Pero
soslayando la incómoda asociación de lo religioso y lo cultural, la sospecha del hilo
oriental en nuestra tradición es innegable. Como innegable es la convivencia entre
individuos, en los términos antes planteados.
En realidad, del planteamiento de Castro en su título De cómo los españoles
llegaron a serlo, parece colegirse que ser español es un grado, en relación con el
esencialismo antes planteado. Pero desligando su innegable visión sumatoria, decía, de
ese esencialismo y ese extraño mapa de castas, entiendo que la obsesión castriana por
“mediterraneizar” la tradición cultural española no solo es su gran aportación, sino que
se presentaba en sus años como la necesaria contraparte de una obsesión europeizante
acomplejada. Yo veo compatibilidad entre esos rasgos europeos y mediterráneos de
España y su historia, máxime cuando parto sistemáticamente de que lo andalusí, en tanto
que brazo europeo del Islam cultural en árabe, propició en gran medida el Renacimiento
europeo.
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Ocho apellidos asturianos
La obsesión asturianista castellana, el relato legitimista de unos orígenes norteños
legendarios, es en gran medida la causante del ocultamiento de nuestro natural morus
operandi. Tal obsesión no solo ha empañado toda otra posibilidad de historia asertiva y
sumatoria de España, sino que se ha llevado por delante a una de los más marcados rasgos
de identidad cultural: la porosidad mediterránea de nuestra Edad Media en árabe. El hilo
oriental castriano, que conectó a la península ibérica con las fuentes de todo.
¿Qué ha pasado, se pregunta Castro, entre 1252 y 1521? Ambas fechas separan
dos inscripciones, las del grabado de sendos epitafios, el del rey Fernando III y el de los
Reyes Católicos. En el primero, conservado en la catedral de Sevilla y redactado
originalmente en cuatro idiomas (latín, castellano, árabe y hebreo), se pueden observar
profundas discrepancias entre el hostil texto latino (incomprensible para el vulgo,
castellano y/o arabo-parlante) y la suavidad de las otras versiones, las que comprendía la
gente y en las que se hablaba de un rey de todos. El mismo rey de todos que había entrado
en Sevilla cuatro años antes, en 1248, al frente de un destacamento compuesto por
caballeros cristianos y musulmanes, lo que convertía su conquista en castellana y no
cristiana. El mismo Fernando III que heredó de esa conquista el título de Rey de Sevilla,
uno de los más de treinta títulos que acompañan al de Rey de España en la actualidad. Por
contraste, en el epitafio de los Reyes Católicos ya no había versiones ni contrastes: esos
monarcas habían prostrado a la secta de los mahometanos y extinguido la persistencia
de los herejes (Araya 1969, 34).
Es evidente que el esencialismo cristianista no había sido inmediato ni
preconcebido. No fue claro desde el principio, tal y como se pretende desde el uso de ese
retrónimo1, Reconquista, sino que, a tenor de estos ejemplos, la idea que confluirá en el
nacional-catolicismo español pudo tener un recorrido formativo de unos dos siglos desde
las aceifas de Almanzor y de otros casi tres siglos desde las conquistas de Córdoba y
Sevilla, en relación directa con cuanto decíamos acerca de la tolerancia: que es una
cuestión de porcentaje. A medida que la abrumadora mayoría de los habitantes de la
península ibérica ya pertenecían a alguno de los reinos del norte, el morus operandi se
iría desdibujando y mostrándose más sutilmente en, por ejemplo, la imprescindible obra
cultural desde los tiempos de Alfonso X hasta el Siglo de Oro.
Así, la forja de una memoria hispana ajena a la realidad histórica y armada contra
ella, no surgió de la noche a la mañana sino que fue calando, como lluvia pertinaz, a
medida que la población de nuestro territorio se fue catalizando entre lo exclusivamente
euro-cristiano y lo no menos exclusivo árabo-mediterráneo, dando al traste con aquella
esfera de compatibilidad castriana para España: lo euro-mediterráneo confluyente en
nuestra tierra. La realidad es que aproximadamente entre esas dos fechas, 1255 y 1521
(los aledaños entre las conquistas castellanas de Sevilla y Granada, con dos siglos y medio
de porosidad y frontera), no solo fue forjándose ese relato mítico de los orígenes y
reconquista, sino que la lentitud del proceso propició que solo se diera la espalda a lo
A falta de inclusión en el diccionario de la RAE, solo puedo adelantar definiciones provisionales de esta
palabra, retrónimo, que circulan por internet; una palabra cuyo concepto necesito: retrónimo como “tipo de
neologismo acuñado para representar un concepto cuyo significado se ha visto afectado debido a la
aparición de uno nuevo que incluye una idea más reciente”. “Cine mudo” sería un retrónimo, porque se le
llamó “cine”, sin más, hasta la aparición del sonoro. O “Primera Guerra Mundial”, que aparecería con la
segunda. En ese sentido, “reconquista” surge cuando se oculta el desconocimiento acerca de los orígenes
de Alándalus y se genera el biombo narrativo de la “conquista”. “Reconquista” seguramente no se usa sino
tras las conquistas de Almanzor en torno al año 1000. Se arma ideológicamente el hecho de recuperar las
tierras tomadas por el caudillo cordobés en sus aceifas y se aplica retroactivamente el “reísmo” para señalar
quiénes son “más españoles que otros”. Pandemia de esta tierra.
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árabo-mediterráneo una vez que ya había sido incorporado, asimilado, traducido, liberado
del copyright. De ahí que la negación del morus operandi se impusiese como una purga
interna, una catarsis cultural que renegase de cuanto ya constituía parte de nuestra
civilización. La amnesia colectiva a la que después aludiré.
La mayor parte de los especialistas, al tiempo que rechazan mis dudas sobre la
conquista (más que probablemente movidos por el cómodo mantenimiento de un statu
quo, evidentemente, en tanto llega de un modo pausado el cambio de paradigma), niegan
por completo la reconquista, incorporación ideológica que, a modo de retrónimo, decía,
alimentó una cimentación exclusivista de España a la medida de Castilla y sus fantasmas
originarios. Pensar, aún hoy día, que Asturias es España y el resto es tierra de conquista,
no es solo un meme a la medida del rincón menos conectado históricamente, fertilizado
o culturizado de nuestra geografía, sino que sorpresivamente se mantiene con lustre en el
inconsciente institucional de nuestra realidad política actual, como en el hecho de ser
príncipes de Asturias los herederos de la corona de España. En el entendido de que España
es una suma, evidente en lo cultural y como realidad política, el guiño norteño no es solo
simbólico, es trascendental. Escribo estas líneas cuando acabo de proponer la celebración
del milenario del Reino de Sevilla y resulta ilustrativo el contraste narrativo entre ambos
elementos constitutivos de España, la desequilibrada comparación entre el mito pelayista
y la genuina aportación de aquella zona a la historia de España, frente a, por ejemplo, el
citado título de Rey de Sevilla, establecido por un miembro de la dinastía Abbadí en 1023
y que en breve cumplirá mil años de uso ininterrumpido (es uno de los títulos del rey
Felipe VI, decía), con todo lo que abarca la historia de ese milenio. De hecho, da vértigo
repasar los hitos que hemos presentado de ese milenario, desde aquel Almotamid de
Silves hasta el siglo XX, pasando por haber sido puerto de Indias.
Sin embargo, la España lobotomizada, que decía Goytisolo según citaba antes, selecciona
su agnatismo artificial desde el rincón contrario, entre el vacío histórico de la verde
Asturias en conexión mítica con el no menos verde Santiago. Porque Asturias y Santiago
son, sobre todo, el norte aislado, lo telúrico. Sin aportación real consistente a la cultura
hispana, su lugar representativo se mantiene por ser las antípodas del Mediterráneo,
genuino conector cultural. La verde España del norte es la alternativa aislacionista a la
suma cultural. Sus elementos fundacionales, los de ese rincón ajeno a las idas y venidas
de ideas, provienen de una literatura armada a la medida del contraste con el sur; desde
el anti-Mahoma Santiago y la anti-Kaaba Catedral compostelana, como gustaba Castro
de calificarlos, hasta la forja misma de ese concepto Reconquista, a la medida de cuanto
hoy se conoce en política (muy especialmente aplicado a la retórica del Brexit) como el
take back control, la ficción narrativa legitimista de un retorno; armado, por cierto y sin
ningún tipo de ambages, con elementos culturales orientales como la cruz bizantina
procesional de la que proviene la cruz de la Victoria (donada en el 908), o los arabismos
que trufan las crónicas asturianas.
La amnesia colectiva
Ni el historiador,
ni ningún profesional de las Humanidades
hace trabajo de laboratorio
y toda pretensión contraria
no será más que una anacrónica hibris positivista
(Francisco Márquez Villanueva)
Ante una narración histórica de espaldas a la realidad civilizadora, a la medida de
un cuento redentor, era preciso alimentar una amnesia colectiva (Subirats 2003,12) y así
se forjó la historia de España sin su morus operandi. De nuevo con el mejor Castro, por
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más que su esencialismo chirriase en algunos goznes narrativos, su propuesta de cambio
de paradigma es revolucionaria; de normalización de una historia a beneficio de
inventario frente al peor casticismo progresista que pudo iniciar aquel gran desarabizador que fue José Antonio Maravall (1966,203); casticismo que hoy es más
profundo que nunca en ese medievalismo droite divine que nos rodea, anglosajón e
hispano, para el que ya solo queda de nuestro morus operandi una ciega crítica positivista
e ignorante del malentendido de la convivencia. Un malentendido a mala sangre porque
han traducido convivencia al inglés funestamente como armonía y la convivencia no es
más que eso, fehaciente “vivir con”, sin matices valorativos, por lo que, por supuesto,
hubo convivencia en Alándalus, como en cualquier otro capítulo o rincón de la historia y
geografía humanas. La crítica a la convivencia andalusí es, en este sentido, el gran fake
debate de nuestra historia medieval, porque desvía fraudulentamente la atención para
evitar que se centre en lo obvio: el peso cultural andalusí en la consistencia civilizadora
de España.
Ese constructo de novela de España que no incluyó su esencial morus operandi;
ese folletín ideológico al que alude Goytisolo por referirse a la obra de 1999 de Javier
Valera (Goytisolo 2003,27), novela castellanista y elusiva de sus valores intrínsecos, en
realidad llevaba camino de reorientarse a principios del siglo XX, desde unas instancias
a la altura de la misión: el Centro de Estudios Históricos, que desde 1910 y bajo la
inspiración y dirección de Ramón Menéndez Pidal, con colaboradores como el propio
Américo Castro, decidió hacer historiología encontrando el nexo necesario en las ciencias
históricas entre lengua, literatura, geografía e historia. Traigo a colación a esta institución
y a su director, porque el propio reseñador Márquez Villanueva planteó que Castro, en
realidad, en tanto hijo de su tiempo y de esa España abierta (por poco tiempo), no hizo
sino continuar la agenda aplazada de Menéndez Pidal (Márquez 2003,85), si bien tuvo
que seguir haciéndolo desde Princeton, porque el franquismo desmanteló aquel Centro de
Estudios Históricos para, de sus ruinas, generar ese aparato de poder, privilegio y
aislamiento, a la medida del Régimen, llamado Centro Superior de Investigaciones
Científicas (CSIC). En justicia, debe decirse que Sánchez-Albornoz también tuvo que
reinventarse en el extranjero (de nuevo, Castro y Sánchez-Albornoz compatibles), víctima
igualmente propiciatoria de una España nueva, exclusivista y cerrada, pequeña y
aprisionada (en glosa antitética de lo grande y libre), centrifugadora de mentes abiertas,
cualesquiera que fueran sus ideas.
Así, la historia mal comprendida y peor enseñada (Márquez 2003,88) dejó de
percibirse como lógica secuencia compleja de mareas y oleadas para inculcarse como
conquistas y reconquistas, buenos y malos, nosotros y los de fuera, en permanente insulto
a unas inteligencias silenciadas. Desencajado el morus operandi, ya nunca se entendería
la literatura del Siglo de Oro, el erasmismo, el arte castellano, la ciencia, determinados
vaivenes dinásticos (las campañas contra Pedro I, o contra Enrique IV hasta su final,
decorados ambos con su morus operandi para poder prescindir de ellos) y en todo se
aludiría siempre a dos Españas. La humanología, que diría Castro, se sustituía por la
ideología. Por eso, por encima de los matices aludidos sobre su obra, es Castro tan
necesario; por haber legitimado la españolidad de judíos y musulmanes, por haber
conseguido que el morus operandi abandonase por fin su cuarentena, los guetos de
arabistas y hebraístas (Márquez 2003,91-92), a donde, por cierto y lamentablemente, han
vuelto a recluirse.
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… Y la leyenda negra
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[…] Todos continuábamos quejándonos,
renegando de nuestro sino, soñándonos,
ennegreciéndonos por dentro,
mucho más que lo hacían
las leyendas negras.
(Castro 1962, 479)
La cara oculta de nuestro memoricidio, como a Juan Goytisolo le gustaba llamar
a la amnesia colectiva antes tratada, es que los demás parecen ver en nosotros, de un modo
caricaturesco, aquello que nosotros no queremos ver en el espejo de un modo natural. Es
la base de una Leyenda Negra y el recurrente África empieza en los Pirineos, armada por
los otros (especialmente Inglaterra, en un tiempo de enfrentamiento imperial) a los efectos
geopolíticos, pero sentida por nosotros como un complejo; el de nuestra mal leída
(historia mal comprendida y peor enseñada, recordaba antes) autoctonía. El síndrome de
la adolescencia prolongada: no queremos ser aquello que los demás no son, siendo su
contrapartida el exceso de valoración comparativa de lo autóctono como excepcional. Ése
es nuestro genuino laberinto histórico y no el de Brenan2, tremendo orientalista que, sin
duda, acertó a pintar una pobreza de alma y despensa españolas reales, pero que ya
respondían a dramas contemporáneos mucho más claros y menos laberínticos.
Al margen del indudable interés histórico de la Leyenda Negra en sus inicios como
arma ideológica británica, holandesa o italiana frente a los expansionismos imperiales
españoles, me interesa muy especialmente aquí destacar a vuela pluma (el tema da para
mucho) una cierta alimentación intrínseca, desde dentro, de aquel memoricidio hispano
como fútil antídoto en contra de la mala prensa que España podía tener en Europa, muy
especialmente desde mediados del XIX hasta las fanfarronadas más contemporáneas por
parte de políticos y ensayistas que, negando nuestro morus operandi, no solo predican
una historia hispana sin Islam, sino contra el Islam, confundiendo en esa historia lo
musulmán y lo islámico (religión y civilización, heredera de Roma y cuna del
Renacimiento), lo pasado y lo presente, hasta proclamar sin rubor, por ejemplo, perlas
tales como que el problema de España con Al Qaeda empieza en el siglo VIII3.
El recorrido de esa purga interna para presentarnos sin mácula de morus operandi puede
situarse perfectamente en la monumental obra de Víctor Gebhardt y Coll Historia general
de España y de sus Indias (siete volúmenes con inicio de publicación en 1863), en la que
se define ya con claridad la muy reactiva perspectiva histórica del pensamiento español
integrista y nacionalista (Wulff 2003,123); una obra continuada por el catedrático de
Sevilla Merry y Colón con su Historia general de España desde sus tiempos
antehistóricos hasta nuestros días (1886-1898), en la que pone firmes desde al
darwinismo (al que, por supuesto niega con el infalible argumento bíblico) hasta toda
posible llegada de ideas foráneas como el Islam, caracterizado éste como exclusivamente
musulmán y calificado de vicioso, voluptuoso, sensual, superficial, despótico, lleno de
grosero materialismo y de repugnante libertinaje, e incapacitado para los estudios
reflexivos (Wulff 2003,148).
No me detendré en la lista imprescindible de autores que ha tratado ya en
profundidad el citado Fernando Wulff en su obra Esencias patrias, más que para señalar
lo siguiente: en un recorrido desde estos Gebhardt y Merry hasta nuestros días y desde las
más presuntamente alejadas especialidades de las Humanidades hasta los tratados
teológicos, la tónica general en nuestra historiografía al respecto, cuando no fue una
Por el libro de Gerald Brenan, The Spanish Labyrinth: An Account of the Social and Political Background
of the Spanish Civil War (1943).
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https://www.elmundo.es/elmundo/2004/09/22/espana/1095805990.html
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huidiza negación del morus operandi como respuesta a los complejos de tanta proyección
de Leyenda Negra sobre nosotros, fue un explícito rechazo a todo cuanto pueda
entenderse como oriental, islámico, africano, dejando sorpresivamente aparte, qué duda
cabe, los orígenes indudablemente orientales del cristianismo.
En concreto y al margen de los estudios iniciales sobre la Leyenda Negra en sí, de
la mano de Julián Juderías (m.1918) o Sverker Arnoldsson (m.1956) o todo cuanto se ha
podido ir sembrando desde entonces, me interesa ir pensando en cerrar estas páginas
precisamente resaltando el interés que todo ese mundo operístico de “Europa contra
nosotros” ha recibido últimamente, merced al trabajo de María Elvira Roca Barea (2016)
y la despiadada réplica de José Luís Villacañas (2019), por cuanto que ambos destacan,
para bien o para mal, el recurrente esencialismo hispano que, por huir de los tópicos
foráneos, se repinta de normalidad europea descartando, por enésima vez, nuestros natural
morus operandi.
Al publicar Roca Barea su Imperiofobia, así como Villacañas su Imperiofilia (y
resulta sintomático, en nuestro tiempo de haters y troles, que ya nadie titula un libro en
positivo: cada uno de esos enunciados remite a exactamente las antípodas de cuando
precisamente defienden sus autores; dicho de otro modo, que los títulos están cambiados),
ambos parten por igual de una similar consideración de la historia como artefacto
ideológico así como de la natural cesura europea entre los del norte y nosotros. Sin
embargo, si bien Roca Barea se empeña en desdibujar esa diferencia, argumentando que
se instala la percepción en una lucha envidiosa contra el Imperio español y Villacañas
rebate sin tregua desde un reconocimiento natural de las responsabilidades de tal Imperio
y su natural imperialismo, ninguno de los dos, a la postre, atiende a la natural pregunta
de por qué seremos diferentes, partiendo de que el Spain is different no remite aquí a
ninguna superioridad en tanto que reserva espiritual de Occidente, o bien inferioridad de
boina calada, sino mera especificidad.
En ambos indefectiblemente, pero sobre todo en Roca Barea, revolotea la
percepción de lo hispano como conformidad, uniformidad, homogeneidad de carácter y
esencia, en el caso de la primera como objeto de loa a la coherencia imperial, distribuidora
de cultura y en el caso del segundo precisamente como imposición de vicios
mercantilistas. Es cierto que Villacañas apunta a un aspecto que daría la réplica sin
virulencia a la autora objeto de su desdén: en el elogio a los imperios que lleva a cabo
Roca Barea, nunca aparecen ni el Austro-Húngaro ni el Turco (Villacañas 2019,23), en
más que probable descarte de aquellos estudios de caso que no se corresponden con su
idea previa de un Imperio homogéneo. Y es que, con toda probabilidad, cuanto hemos
experimentado en nuestra historia sobre sociedades complejas, así debieron de vivirlo
también esos dos imperios, por redundar en que lo específico no tiene por qué ser
excepcional o único.
En cualquier caso, lo que me interesa de esa polémica (en realidad no hay tal
polémica, sino un libro, el de Roca Barea y su némesis, el de Villacañas) es algo que el
refutador destaca con habilidad: que hay libros, modos de entender la historia
(evidentemente habla del de su atacada) que no están destinados a captar la inteligencia
del lector, sino su pasión (Villacañas 2019,59). Y es en esa idea en la que me bajo, porque
entiendo que la amnesia, el memoricidio, el modo de entender nuestra historia sin la
secuencia lógica de fases, procesos, logros que se han producido en nuestra geografía, el
sistemático procedimiento de extirpar todo acto o aspecto de nuestro natural morus
operandi, como tradición insoslayable y reconocible, no habla a la inteligencia sino a las
pasiones. Y las pasiones contemporáneas no están para morisma.
El permanente rechazo del morus operandi en nuestra historia responde al mismo
complejo que el que lanza a Roca Barea a batirse el cobre por el Imperio hacia Dios:
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vender una idea de nosotros que no solo no se corresponde con la realidad, sino que, en
tanto que engendro identitario, nos aleja de cuanto Castro llamó verdades bolsillables
(López-Ríos 2015,69), las que podemos llevar sin carga y que, por lo mismo, siempre
pueden ir con nosotros. Porque no nos pesan. Decía también Castro que, en lugar de
Contrarreforma, el movimiento integrista e involucionista imperial de corte religioso
debió haberse llamado Contrajudería (Araya 1969,72) o, por lo mismo, Contra morus
operandi, por el obsesivo impulso patrio de parecer cualquier cosa menos lo que hemos
sido, o bien escarbar en el pasado para afirmar categóricamente que aquellos no éramos
nosotros: que vinieron por las malas, pero ya los echamos.
Conclusión – hablar en cristiano
Hay que dar forma ‘bolsillable’
a verdades que, en el futuro,
puedan ser fuente de bienes.
(Castro 1965:175)
Decía antes, en cita de Villacañas, que hay libros que no hablan a la inteligencia
del lector, sino a sus pasiones. Siguiendo por un momento la línea argumental de un libro
de Daniel W. Drezner, existe indudablemente un mercado de ideas en las que, como en
todo proceso de mercadeo, es muy difícil destacar voces de ecos, o muy específicamente
razones de eslóganes (Drezner 2017). Nuestra entrada privilegiada a ese mercado de las
ideas, propiciado por la facilidad con que hoy se accede a la información, contrasta con
la dificultad de acceder a la formación, o el interés por la misma. Por otra parte, el gran
signo de los tiempos es que toda verdad compleja irá desapareciendo ante la dificultad de
atención continuada y lineal que requiere, en claro y desventajado contraste frente a
cualquier idea pasional que, proyectada visualmente de entrada, nos represente y no
requiera el tedioso trabajo de cuestionamiento previo. Vivimos en un tiempo (¿y cuándo
no?) en que predominan los afectos sobre la cognición, en que solo me parece convincente
lo que encaja con mis sentimientos, o bien cuanto me representa y, por lo mismo, ya no
vamos a contemplar el pasado como un caleidoscopio complejo, porque solo queremos
destacar nuestro color de entre toda esa maraña. Y si ya alguien se ha ocupado de
entresacarlo, pues un trabajo menos. La ideología sustituirá al ideario.
Hay un morus operandi ocultado en nuestra historia, en la historia de ese territorio
hoy conocido como España. Unos guiños de comportamiento alternativo, en muchas
ocasiones silenciados, en algunas ocasiones sutilmente filtrados y, en las más relevantes
de sus acciones, utilizado como prueba del delito en encrucijadas de esa nuestra historia
en las que la sospecha de remanente andalusí, islámico, árabe, justificó un giro drástico
en nuestra política cultural o incluso en nuestra cultura política. Aprovechando una de las
citas de Castro traídas a colación anteriormente, deberíamos ser capaces de articular la
ininterrumpida sucesión de lo acontecido en nuestro espacio geográfico con la
consideración global de los sucesivos sujetos-agentes históricos, comprendiéndolos como
un único nosotros. No excepcional, pero sí específico o autóctono. Pero entre la
preeminencia de las pasiones sobre la inteligencia y que se tiende a proyectar hacia el
pasado cuanto hoy nos representa, ya solo queremos que nos hablen en cristiano. Y con
esa idea cierro, aprovechando la curiosidad de que nuestro hablar en cristiano implique
precisamente la misma lengua, el castellano, que cuanto se conoce en el mundo sefardí
como hablar ladino (escrito en letras hebreas), e igualmente el idioma expresado en
caracteres árabes en los numerosos manuscritos aljamiados que aún se conservan. Sería
éste un enésimo estudio de caso más, redundando en todo cuanto puede quedar aún
pendiente por destacar acerca de nuestra especificidad árabe europea, este morus
operandi en nuestra historia; aquel hilo oriental de Castro.
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