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Domingo II de Pascua - Domingo de la Misericordia

RECURSOS PARA MEDITAR EN EL EVANGELIO DE LA MISA Y PREPARAR LA HOMILÍA Domingo II de Pascua - Domingo de la Misericordia • DEL MISAL MENSUAL • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) • PADRES DE LA IGLESIA (www.iveargentina.org) • FRANCISCO – Alocución a la hora del Ángelus • BENEDICTO XVI – Alocución a la hora del Ángelus • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes • FLUVIUM (www.fluvium.org) • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) ─ Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II ─ Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva ─ Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) • Comentario del Evangelio por autores varios (www.evangeli.net) • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís *** Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes, para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical. Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com. Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd.

Domingo II de Pascua (ciclo B) Fiesta de la Divina Misericordia (Comentarios sobre las Lecturas propias de la Santa Misa para meditar y preparar la homilía) • DEL MISAL MENSUAL • BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) • SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org) • FRANCISCO – Homilías y Regina Caeli en la Fiesta de la Divina Misericordia • BENEDICTO XVI – Regina Caeli en la fiesta de la Divina Misericordia (2006 a 2012) • DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino • RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) • PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes • FLUVIUM (www.fluvium.org) • PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) • BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) − Homilías con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II − Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva − Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica • HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) • Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net) • EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís *** Este subsidio ha sido preparado por La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes (www.lacompañiademaria.com), para ponerlo al servicio de los sacerdotes, como una ayuda para preparar la homilía dominical (lacompaniademaria01@gmail.com). Si desea recibirlo directamente a su correo, puede pedir suscripción a doctos.de.interes@gmail.com. Para recibirlo por WhatsApp: https://chat.whatsapp.com/BfPOpiv1Tp02zK168vOLMd. *** DEL MISAL MENSUAL LA UTOPÍA DE LA VIDA CRISTIANA Hech 4, 32-35; Sal 117; 1 Jn 5, 1-6; Jn 20, 19-31 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia Nuestro texto, del libro de los Hechos de los apóstoles, es uno de los famosos sumarios de la vida de los primeros cristianos, similar, por ejemplo, al de 2, 44-45. La mayor parte de los comentaristas coincide en señalar que tales descripciones son una idealización. El compartir y la solidaridad no debieron ser así de completos como se describen. Lucas está presentando la fraternidad, en el sentido más pleno de la palabra, como una exigencia radical del mismo Evangelio e intenta demostrar que no es un sueño ni una ilusión, porque comenzó a hacerse realidad entre los primeros creyentes. Parece que, en la comunidad, había un problema serio de pobreza y la comunidad respondió a la necesidad de los pobres de un modo notable. Muestran que la utopía de la vida cristiana ilumina y empuja la historia. ANTÍFONA DE ENTRADA 1 Pe 2, 2 Como niños recién nacidos, anhelen una leche pura y espiritual que los haga crecer hacia la salvación. Aleluya. ORACIÓN COLECTA Dios de eterna misericordia, que reanimas la fe de este pueblo a ti consagrado con la celebración anual de las fiestas pascuales, aumenta en nosotros los dones de tu gracia, para que todos comprendamos mejor la excelencia del bautismo que nos ha purificado, la grandeza del Espíritu que nos ha regenerado y el precio de la Sangre que nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo... LITURGIA DE LA PALABRA PRIMERA LECTURA Tenían un solo corazón y una sola alma. Del libro de los Hechos de los Apóstoles: 4, 32-35 La multitud de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma; todo lo poseían en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía. Con grandes muestras de poder, los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús y todos gozaban de gran estimación entre el pueblo. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían terrenos o casas, los vendían, llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles, y luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno. Palabra de Dios. SALMO RESPONSORIAL Del salmo 117, 2-4. 16ab-18. 22-24. R/. La misericordia del Señor es eterna. Aleluya. Diga la casa de Israel: “Su misericordia es eterna”. Diga la casa de Aarón: “Su misericordia es eterna”. Digan los que temen al Señor: ‘‘Su misericordia es eterna”. R/. La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es nuestro orgullo. No moriré, continuaré viviendo para contar lo que el Señor ha hecho. Me castigó, me castigó el Señor; pero no me abandonó a la muerte. R/. La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular. Esto es obra de la mano del Señor, es un milagro patente. Este es el día del triunfo del Señor, día de júbilo y de gozo. R/. 2 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia SEGUNDA LECTURA Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. De la primera carta del apóstol san Juan: 5, 1-6 Queridos hermanos: Todo el que cree que Jesús es el Mesías, ha nacido de Dios. Todo el que ama a un padre, ama también a los hijos de éste. Conocemos que amamos a los hijos de Dios, en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos, pues el amor de Dios consiste en que cumplamos sus preceptos. Y sus mandamientos no son pesados, porque todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y nuestra fe es la que nos ha dado la victoria sobre el mundo. Porque, ¿quién es el que vence al mundo? Sólo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios. Jesucristo es el que se manifestó por medio del agua y de la sangre; él vino, no sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Palabra de Dios. ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Jn 20, 29 R/. Aleluya, aleluya. Tomás, tú crees, porque me has visto. Dichosos los que creen sin haberme visto, dice el Señor. R/. EVANGELIO Ocho días después, se les apareció Jesús. + Del santo Evangelio según san Juan: 20, 19-31 Al anochecer del día de la resurrección, estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría. De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. Tomás, uno de los Doce, a quien llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando vino Jesús, y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y si no meto mi dedo en los agujeros de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. Ocho días después, estaban reunidos los discípulos a puerta cerrada y Tomás estaba con ellos. Jesús se presentó de nuevo en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Luego le dijo a Tomás: “Aquí están mis manos; acerca tu dedo. Trae acá tu mano, métela en mi costado y no sigas dudando, sino cree”. Tomás le respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús añadió: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”. Otras muchas señales milagrosas hizo Jesús en presencia de sus discípulos, pero no están escritas en este libro. Se escribieron éstas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengan vida en su nombre. Palabra del Señor. 3 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS Recibe, Señor, las ofrendas de tu pueblo (y de los recién bautizados), para que, renovados por la confesión de tu nombre y por el bautismo, consigamos la felicidad eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor. ANTÍFONA DE LA COMUNIÓN Cfr. Jn 20, 27 Jesús dijo a Tomás: Acerca tu mano, toca los agujeros que dejaron los clavos y no seas incrédulo, sino creyente. Aleluya. ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN Dios todopoderoso, concédenos que la gracia recibida en este sacramento pascual permanezca siempre en nuestra vida. Por Jesucristo, nuestro Señor. _________________________ BIBLIA DE NAVARRA (www.bibliadenavarra.blogspot.com) Vida de los primeros cristianos (Hch 4, 32-35) 1ª lectura En el primer sumario (cfr Hch 2, 42-47), Lucas recordaba principalmente la oración de la primera iglesia; ahora, con otro sumario (vv. 32-35), insiste en la comunión de bienes; después (cfr 5,12-16), lo hará en los prodigios de los Apóstoles. El autor es consciente de la importancia que tiene el efectivo desprendimiento de los bienes y por eso presenta a continuación un ejemplo notable, Bernabé (vv. 36-37), al que sigue un contraejemplo, Ananías y Safira (5,1-11): «No puede dudarse de que los pobres consiguen con más facilidad que los ricos el don de la humildad, ya que los pobres, en su indigencia, se familiarizan fácilmente con la mansedumbre y, en cambio, los ricos se habitúan fácilmente a la soberbia. Sin embargo, no faltan tampoco ricos adornados de esta humildad y que de tal modo usan de sus riquezas que no se ensoberbecen con ellas, sino que se sirven más bien de ellas para obras de caridad. (...) El don de esta pobreza se da, pues, en toda clase de hombres y en todas las condiciones en las que el hombre puede vivir. (...) Después del Señor, los Apóstoles fueron los primeros que nos dieron ejemplo de esta magnánima pobreza. (...) Muchos de los primeros hijos de la Iglesia, al convertirse a la fe, no teniendo más que un solo corazón y una sola alma, dejaron sus bienes y posesiones y, abrazando la pobreza, se enriquecieron con bienes eternos y encontraban su alegría en seguir las enseñanzas de los Apóstoles, no poseyendo nada en este mundo y teniéndolo todo en Cristo» (S. León Magno, Sermones 95,2). La victoria que ha vencido al mundo es nuestra fe (1 Jn 5, 1-6) 2ª lectura El bautizado, por la fe en Jesucristo, es hecho hijo de Dios. Como consecuencia, ama a sus hermanos los hombres —no se concibe el amor al padre sin amar a los hermanos—, cumple los mandamientos y participa de la victoria de Cristo sobre el mundo. Es tan importante la fe en Jesucristo, que todo bautizado participa por ella en el triunfo del Señor. Jesús ha vencido al mundo (cfr Jn 16,33) con su muerte y su resurrección, y el cristiano —incorporado a Él por la fe— tiene a su alcance las gracias necesarias para vencer las tentaciones y participar de la misma gloria. En este texto el término «mundo» tiene un sentido peyorativo: significa todo aquello que se opone a la obra redentora de Cristo y a la consiguiente salvación de los hombres. 4 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 19-31) Evangelio La aparición de Jesús glorioso a los discípulos y la efusión del Espíritu Santo sobre ellos viene a equivaler, en el Evangelio de Juan, a la Pentecostés en el libro de los Hechos, de San Lucas. «Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra; pero convenía que nosotros llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina del Verbo, esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad. Esto sólo podía llevarse a efecto con la comunicación del Espíritu Santo» (S. Cirilo de Alejandría, Commentarium in Ioannem 10). La misión que el Señor da a los Apóstoles (vv. 22-23), similar a la del final del Evangelio de Mateo (Mt 28,18ss.), manifiesta el origen divino de la misión de la Iglesia y su poder para perdonar los pecados. «El Señor, principalmente entonces, instituyó el sacramento de la Penitencia, cuando, resucitado de entre los muertos, sopló sobre sus discípulos diciendo: Recibid el Espíritu Santo... Por este hecho tan insigne y por tan claras palabras, el común sentir de todos los Padres entendió siempre que fue comunicada a los Apóstoles y a sus legítimos sucesores la potestad de perdonar y retener los pecados para reconciliar a los fieles caídos en pecado después del Bautismo» (Conc. de Trento, De Paenitentia, cap. 1). En la nueva aparición (Jn 20, 24-29), ocho días más tarde, destaca la figura de Tomás. Así como María Magdalena era modelo de los que buscan a Jesús (20, 1-11), Tomás llega a ser la figura de los que dudan de Él, tanto de su divinidad como de su Humanidad, pero que luego se convierten sin reservas. El Resucitado es el mismo que el crucificado. El Señor manifiesta nuevamente que la fe en Él ha de apoyarse en el testimonio de quienes le han visto. «¿Es que pensáis —comenta San Gregorio Magno— que aconteció por pura casualidad que estuviera ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que tocando el discípulo dubitativo las heridas de carne en su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección» (Homiliae in Evangelia 26,7). Los vv. 30-31 constituyen el primer epílogo o conclusión del evangelio. Exponen la finalidad que perseguía Juan al escribir su obra: que los hombres creamos que Jesús es el Mesías, el Cristo anunciado en el Antiguo Testamento por los profetas, y el Hijo de Dios, y que esa fe nos lleve a participar ya aquí de la vida eterna. _____________________ SAN JUAN CRISÓSTOMO (www.iveargentina.org) “Bienaventurados los que no vieron y creyeron” Así como el creer con simplicidad y sin motivo es propio de la ligereza, así el andar investigando y examinando con exceso es propio de una cabeza muy dura. Y de esto se acusa a Tomás. Pues como los apóstoles le dijeran: Hemos visto al Señor, él no les creyó. No únicamente a ellos no les dio fe, sino que pensó ser la resurrección de los muertos cosa imposible. Porque no dijo: Yo no os creo, sino: Si no meto mi mano no creo. ¿Cómo es que estando ya todos juntos sólo él estaba ausente? Es verosímil que aún no regresara de la dispersión precedente. Pero tú cuando ves al discípulo que no cree, fíjate en la 5 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia clemencia del Señor, y cómo por sola un alma manifiesta las llagas que recibió; y acude a la salvación de sola ella, aun teniendo Tomás un ánimo más cerrado que otros. Y esta fue la causa de que buscara la fe por el testimonio del más craso de los sentidos y ni a sus ojos diera su asentimiento. Porque no dijo únicamente si no veo, sino además: Si no palpo, si no toco; temiendo que lo que viera se redujera a simple fantasía. Los discípulos que le anunciaban la resurrección y también el Señor que había prometido resucitar eran fidedignos. Y, sin embargo, aun habiendo él exigido muchas más pruebas, Cristo no se las negó. Mas ¿por qué no se le apareció inmediatamente, sino hasta ocho días después? Para que instruido y enseñado por los otros discípulos, cobrara mayor anhelo y quedara para lo futuro más confirmado. ¿Cómo supo que a Cristo le había sido abierto el costado? Lo oyó de los otros discípulos. Entonces ¿por qué una cosa sí la creyó y otra no? Porque lo segundo sobre todo era admirable. Advierte además con cuánto amor a la verdad hablan los apóstoles y no ocultan sus propios defectos ni los ajenos, sino que escriben sumamente apegados a lo que era verdad. Se presenta de nuevo Jesús y no espera a que Tomás le ruegue ni a oír lo que quería decirle; sino que cuando Tomás aún nada decía se le adelanta y le llena sus anhelos, dándole a entender que estaba presente cuando Tomás decía lo que les dijo a los discípulos; puesto que usó de sus mismas palabras y con vehemencia lo increpa y lo instruye para adelante. Pues habiéndole dicho: Trae acá tu dedo y mira mis manos; y mete tu mano en mi costado, añadió: Y no seas incrédulo sino fiel. ¿Adviertes cómo Tomás dudaba por falta de fe? Pero esto sucedió antes de que recibieran el Espíritu Santo. Después de recibido ya no procedieron así, pues habían llegado a la perfección. Y no lo increpó únicamente de esa manera, sino también en lo que luego añadió. Como el apóstol, una vez certificado del hecho, se arrepintiera y exclamara: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: Porque me viste has creído. Bienaventurados los que no vieron y creyeron. Esto es lo propio de la fe: dar su asentimiento a lo que no se ha visto. Es pues fe la seguridad de las cosas que se esperan, la demostración de las que no se ven (Hb 11, 1). De modo que por aquí llama bienaventurados no sólo a los discípulos, sino además a los que luego habían de creer. Dirás que los discípulos vieron y creyeron. Pero ellos no anduvieron en esas inquisiciones, sino que por aquello de los lienzos al punto creyeron en la resurrección y antes de ver el cuerpo resucitado tuvieron fe plena. De modo que si alguno llegara a decir: Yo hubiera querido vivir en aquel tiempo y ver a Cristo haciendo milagros, ese tal que reflexione en aquellas palabras: Bienaventurados los que no vieron y creyeron. Lo que sí tenemos que investigar es cómo un cuerpo incorruptible conservó las cicatrices de los clavos y pudo ser palpado por manos mortales. Pero no te burles. Fue cosa propia de Cristo, que así se abajaba. Su cuerpo tan tenue, tan leve que entró en el cenáculo estando cerradas las puertas, ciertamente carecía de espesor; pero con el objeto de que se le diera fe a la resurrección, se mostró tangible. Y para que conocieran que era el mismo que había sido crucificado y que no resucitaba otro en su lugar, resucitó con las señales de la cruz; y por eso mismo comía con los discípulos. Y esto sobre todo exaltaban en su predicación los apóstoles, diciendo: Nosotros, los que con El comimos y bebimos (Hch 10, 41). Así como antes de la crucifixión lo vemos andando sobre las olas y sin embargo no afirmamos que su cuerpo sea de naturaleza distinta de la nuestra, así cuando después de la resurrección lo vemos con las cicatrices, no por eso decimos que su cuerpo sea corruptible. Él se muestra en esa forma por el bien de los discípulos. Muchos otros milagros hizo ciertamente Jesús. Lo dice el evangelista porque él ha referido muchos menos milagros que los otros; aunque tampoco esos otros habían referido todos los milagros 6 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia obrados por Jesús, sino solamente los necesarios para que creyeran los oyentes. Y después continúa: Si se escribieron todos, creo yo que ni en todo el mundo cabrían los libros que se habían de escribir. Consta por aquí que los evangelistas no escribían por lucimiento, sino para utilidad. Quienes pasaron en silencio tantas cosas ¿cómo puede ser que escribieran por jactancia? Pero entonces ¿por qué no refieren todos los milagros? Sobre todo, porque son muchísimos y además porque no pensaban que quienes no creyeran con los referidos creerían si se les refirieran muchos más; y en cambio quienes con esos creyeran ya no necesitaban de otros para su fe. Yo pienso que aquí el evangelista se refiere a los milagros verificados después de la resurrección. Por lo cual dice: En presencia de sus discípulos. Así como antes de la resurrección fueron necesarios muchos milagros para que creyeran ser Jesús el Hijo de Dios, así después de la resurrección fueron necesarios para que se persuadieran de que había resucitado. Por eso dijo el evangelista: En presencia de sus discípulos, pues con solos ellos había conversado después de la resurrección. Por eso dijo Jesús: El mundo ya no me ve. Y para que entiendas que los milagros fueron en bien de los discípulos, continuó: Y para que creyendo tengáis vida eterna en su nombre. Hablaba en general a toda la naturaleza humana; y para que se vea que lo hace no en bien de aquel en quien se cree, sino de nosotros mismos, como un don excelente. En su nombre. Es decir, por su medio; puesto que Él es la vida. Después de estos sucesos, se manifestó de nuevo a sus discípulos junto al lago de Tiberíades. ¿Adviertes cómo ya no está con ellos frecuentemente ni como antes? Porque se apareció por la noche y luego se desvaneció. Después de ocho días, otra vez se apareció y nuevamente desapareció. Luego fue junto al lago, con grande estupor. ¿Qué significa: Se manifestó? Queda por aquí claro que sólo por bondad suya era visto, pues su cuerpo era ya incorruptible e inmortal. ¿Por qué el evangelista notó el lugar? Para hacer ver que ya en gran parte Cristo los había librado del miedo, hasta el punto de que se atrevían a salir de su casa y andar por todas partes. Ya no estaban encerrados en el cenáculo, sino que habían ido a Galilea para evitar el peligro de los judíos. (Explicación del Evangelio de San Juan, Homilía LXXXVII (LXXXVI), Tradición S.A. México 1981, Tomo 2, pp. 375-378) _____________________ FRANCISCO – Homilías y Regina Caeli en la Fiesta de la Divina Misericordia Homilía 2013 Es en las heridas de Jesús que nosotros estamos seguros 1. Celebramos hoy el segundo domingo de Pascua, también llamado “de la Divina Misericordia”. Qué hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un amor tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía. 2. En el Evangelio de hoy, el apóstol Tomás experimenta precisamente esta misericordia de Dios, que tiene un rostro concreto, el de Jesús, el de Jesús resucitado. Tomás no se fía de lo que dicen los otros Apóstoles: “Hemos visto el Señor”; no le basta la promesa de Jesús, que había anunciado: al tercer día resucitaré. Quiere ver, quiere meter su mano en la señal de los clavos y del costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús? La paciencia: Jesús no abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana de tiempo, no le cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, la poca fe: “Señor mío y Dios mío”: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde a la paciencia de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, la ve ante sí, en las heridas de las 7 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia manos y de los pies, en el costado abierto, y recobra la confianza: es un hombre nuevo, ya no es incrédulo sino creyente. Y recordemos también a Pedro: que tres veces reniega de Jesús precisamente cuando debía estar más cerca de él; y cuando toca el fondo encuentra la mirada de Jesús que, con paciencia, sin palabras, le dice: “Pedro, no tengas miedo de tu debilidad, confía en mí”; y Pedro comprende, siente la mirada de amor de Jesús y llora. Qué hermosa es esta mirada de Jesús - cuánta ternura -. Hermanos y hermanas, no perdamos nunca la confianza en la paciente misericordia de Dios. Pensemos en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste, un caminar errante, sin esperanza. Pero Jesús no les abandona: recorre a su lado el camino, y no sólo. Con paciencia explica las Escrituras que se referían a Él y se detiene a compartir con ellos la comida. Éste es el estilo de Dios: no es impaciente como nosotros, que frecuentemente queremos todo y enseguida, también con las personas. Dios es paciente con nosotros porque nos ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta los puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si volvemos a Él, está preparado para abrazarnos. A mí me produce siempre una gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso, me impresiona porque me infunde siempre una gran esperanza. Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del Padre, era amado; y aun así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado al Hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día, cada momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso cuando lo había abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir su libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de reproche: Ha vuelto. Y esta es la alegría del padre. En ese abrazo al hijo está toda esta alegría: ¡Ha vuelto! Dios siempre nos espera, no se cansa. Jesús nos muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza, la esperanza, siempre. Un gran teólogo alemán, Romano Guardini, decía que Dios responde a nuestra debilidad con su paciencia y éste es el motivo de nuestra confianza, de nuestra esperanza (cf. Glaubenserkenntnis, Würzburg 1949, 28). Es como un diálogo entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios, es un diálogo que, si lo hacemos, nos da esperanza. 3. Quisiera subrayar otro elemento: la paciencia de Dios debe encontrar en nosotros la valentía de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya en nuestra vida. Jesús invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies y en la herida de su costado. También nosotros podemos entrar en las llagas de Jesús, podemos tocarlo realmente; y esto ocurre cada vez que recibimos los sacramentos. San Bernardo, en una bella homilía, dice: “A través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal (cf. Dt 32, 13), es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor” (Sermón 61, 4. Sobre el libro del Cantar de los cantares). Es precisamente en las heridas de Jesús que nosotros estamos seguros, ahí se manifiesta el amor inmenso de su corazón. Tomás lo había entendido. San Bernardo se pregunta: ¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis méritos? Pero “mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos” (ibid, 5). Esto es importante: la valentía de confiarme a la misericordia de Jesús, de confiar en su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo llega a afirmar: “Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más 8 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia desbordante fue la gracia (Rm 5, 20)” (ibid.). Tal vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi incredulidad es como la de Tomás; no tengo las agallas para volver, para pensar que Dios pueda acogerme y que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti, te pide sólo el valor de regresar a Él. Cuántas veces en mi ministerio pastoral me han repetido: “Padre, tengo muchos pecados”; y la invitación que he hecho siempre es: “No temas, ve con Él, te está esperando, Él hará todo”. Cuántas propuestas mundanas sentimos a nuestro alrededor. Dejémonos sin embargo aferrar por la propuesta de Dios, la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos números, somos importantes, es más somos lo más importante que tiene; aun siendo pecadores, somos lo que más le importa. Adán después del pecado sintió vergüenza, se ve desnudo, siente el peso de lo que ha hecho; y sin embargo Dios no lo abandona: si en ese momento, con el pecado, inicia nuestro exilio de Dios, hay ya una promesa de vuelta, la posibilidad de volver a Él. Dios pregunta enseguida: “Adán, ¿dónde estás?”, lo busca. Jesús quedó desnudo por nosotros, cargó con la vergüenza de Adán, con la desnudez de su pecado para lavar nuestro pecado: sus llagas nos han curado. Acordaos de lo de san Pablo: ¿De qué me puedo enorgullecer sino de mis debilidades, de mi pobreza? Precisamente sintiendo mi pecado, mirando mi pecado, yo puedo ver y encontrar la misericordia de Dios, su amor, e ir hacia Él para recibir su perdón. En mi vida personal, he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también en muchas personas la determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: Señor estoy aquí, acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre. Y he visto siempre que Dios lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado. Queridos hermanos y hermanas, dejémonos envolver por la misericordia de Dios; confiemos en su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a su casa, de habitar en las heridas de su amor dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia en los sacramentos. Sentiremos su ternura, tan hermosa, sentiremos su abrazo y seremos también nosotros más capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor. *** Regina Caeli 2013 La bienaventuranza de la fe ¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Buenos días! En este domingo que concluye la Octava de Pascua renuevo a todos la felicitación pascual con las palabras mismas de Jesús Resucitado: “¡Paz a vosotros!” (Jn 20, 19.21.26). No es un saludo ni una sencilla felicitación: es un don; más aún, el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos después de haber pasado a través de la muerte y los infiernos. Da la paz, como había prometido: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo” (Jn 14, 27). Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Y es justamente así: la verdadera paz, la paz profunda, viene de tener experiencia de la misericordia de Dios. Hoy es el domingo de la Divina Misericordia, por voluntad del beato Juan Pablo II, que cerró los ojos a este mundo precisamente en las vísperas de esta celebración. El Evangelio de Juan nos refiere que Jesús se apareció dos veces a los Apóstoles, encerrados en el Cenáculo: la primera, la tarde misma de la Resurrección, y en aquella ocasión no estaba Tomás, quien dijo: si no veo y no toco, no creo. La segunda vez, ocho días después, estaba también Tomás. Y Jesús se dirigió precisamente a él, le invitó a mirar las heridas, a tocarlas; y Tomás exclamó: 9 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Entonces Jesús dijo: “¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto” (v. 29). ¿Y quiénes eran los que habían creído sin ver? Otros discípulos, otros hombres y mujeres de Jerusalén que, aun no habiendo encontrado a Jesús Resucitado, creyeron por el testimonio de los Apóstoles y de las mujeres. Esta es una palabra muy importante sobre la fe; podemos llamarla la bienaventuranza de la fe. Bienaventurados los que no han visto y han creído: ¡ésta es la bienaventuranza de la fe! En todo tiempo y en todo lugar son bienaventurados aquellos que, a través de la Palabra de Dios, proclamada en la Iglesia y testimoniada por los cristianos, creen que Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la Misericordia encarnada. ¡Y esto vale para cada uno de nosotros! A los Apóstoles Jesús dio, junto a su paz, el Espíritu Santo para que pudieran difundir en el mundo el perdón de los pecados, ese perdón que sólo Dios puede dar y que costó la Sangre del Hijo (cf. Jn 20, 21-23). La Iglesia ha sido enviada por Cristo Resucitado a trasmitir a los hombres la remisión de los pecados, y así hacer crecer el Reino del amor, sembrar la paz en los corazones, a fin de que se afirme también en las relaciones, en las sociedades, en las instituciones. Y el Espíritu de Cristo Resucitado expulsa el temor del corazón de los Apóstoles y les impulsa a salir del Cenáculo para llevar el Evangelio. ¡Tengamos también nosotros más valor para testimoniar la fe en el Cristo Resucitado! ¡No debemos temer ser cristianos y vivir como cristianos! Debemos tener esta valentía de ir y anunciar a Cristo Resucitado, porque Él es nuestra paz, Él ha hecho la paz con su amor, con su perdón, con su sangre, con su misericordia. Queridos amigos, esta tarde celebraré la Eucaristía en la basílica de San Juan de Letrán, que es la Catedral del Obispo de Roma. Roguemos juntos a la Virgen María para que nos ayude, a obispo y pueblo, a caminar en la fe y en la caridad, confiados siempre en la misericordia del Señor: Él siempre nos espera, nos ama, nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que acudimos a Él a pedir el perdón. ¡Confiemos en su misericordia! *** Regina Coeli 2015 Contemplar en las llagas del Resucitado la Divina Misericordia Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy es el octavo día después de Pascua, y el Evangelio de Juan nos documenta las dos apariciones de Jesús resucitado a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo: la de la tarde de Pascua, en la que Tomás estaba ausente, y aquella después de ocho días, con Tomás presente. La primera vez, el Señor mostró a los discípulos las heridas de su cuerpo, sopló sobre ellos y dijo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Les transmite su misma misión, con la fuerza del Espíritu Santo. Pero esa tarde faltaba Tomás, el cual no quiso creer en el testimonio de los otros. «Si no veo y no toco sus llagas —dice—, no lo creeré» (cf. Jn 20, 25). Ocho días después —precisamente como hoy— Jesús vuelve a presentarse en medio de los suyos y se dirige inmediatamente a Tomás, invitándolo a tocar las heridas de sus manos y de su costado. Va al encuentro de su incredulidad, para que, a través de los signos de la pasión, pueda alcanzar la plenitud de la fe pascual, es decir la fe en la resurrección de Jesús. Tomás es uno que no se contenta y busca, pretende constatar él mismo, tener una experiencia personal. Tras las iniciales resistencias e inquietudes, al final también él llega a creer, aunque avanzando con fatiga, pero llega a la fe. Jesús lo espera con paciencia y se muestra disponible ante 10 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia las dificultades e inseguridades del último en llegar. El Señor proclama «bienaventurados» a aquellos que creen sin ver (cf. v. 29) —y la primera de estos es María su Madre—, pero va también al encuentro de la exigencia del discípulo incrédulo: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos…» (v. 27). En el contacto salvífico con las llagas del Resucitado, Tomás manifiesta las propias heridas, las propias llagas, las propias laceraciones, la propia humillación; en la marca de los clavos encuentra la prueba decisiva de que era amado, esperado, entendido. Se encuentra frente a un Mesías lleno de dulzura, de misericordia, de ternura. Era ése el Señor que buscaba, él, en las profundidades secretas del propio ser, porque siempre había sabido que era así. ¡Cuántos de nosotros buscamos en lo profundo del corazón encontrar a Jesús, así como es: dulce, misericordioso, tierno! Porque nosotros sabemos, en lo más hondo, que Él es así. Reencontrado el contacto personal con la amabilidad y la misericordiosa paciencia de Cristo, Tomás comprende el significado profundo de su Resurrección e, íntimamente trasformado, declara su fe plena y total en Él exclamando: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). ¡Bonita, bonita expresión, esta de Tomás! Él ha podido «tocar» el misterio pascual que manifiesta plenamente el amor salvífico de Dios, rico en misericordia (cf. Ef 2, 4). Y como Tomás también todos nosotros: en este segundo domingo de Pascua estamos invitados a contemplar en las llagas del Resucitado la Divina Misericordia, que supera todo límite humano y resplandece sobre la oscuridad del mal y del pecado. Un tiempo intenso y prolongado para acoger las inmensas riquezas del amor misericordioso de Dios será el próximo Jubileo extraordinario de la misericordia, cuya bula de convocación promulgué ayer por la tarde aquí, en la basílica de San Pedro. La bula comienza con las palabras «Misericordiae vultus»: el rostro de la misericordia es Jesucristo. Dirijamos la mirada a Él, que siempre nos busca, nos espera, nos perdona; tan misericordioso que no se asusta de nuestras miserias. En sus heridas nos cura y perdona todos nuestros pecados. Que la Virgen Madre nos ayude a ser misericordiosos con los demás como Jesús lo es con nosotros. *** Homilía 2016 Ser portadores de su paz: esta es la misión «Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30). El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo fue escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre, exhaló sobre ellos el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría. Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste evidente: está el miedo de los discípulos que cierran las puertas de la casa; por otro lado, la misión de parte de Jesús, que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir de nosotros mismos. Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del 11 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia pecado, de la muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y enviarnos. El camino que el Maestro resucitado nos indica es de una sola vía, va en una única dirección: salir de nosotros mismos, salir para dar testimonio de la fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y de la incertidumbre. Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos hoy la invitación esperanzadora que Jesús dirige a cada uno de nosotros: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21). Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que afligen a nuestro mundo. Quiere llegar a las heridas de cada uno, para curarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas, presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo; permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás. Esta es la misión que se nos confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio. «Paz a vosotros» (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos, sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor y hace florecer la esperanza. Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón. Ser portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos de la misericordia. En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina, no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender: es tan grande. Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para difundir en todas partes la fuerza del Evangelio, para escribir aquellas páginas del Evangelio que el apóstol Juan no ha escrito. *** Regina Caeli 2017 La misericordia es una verdadera forma de conocimiento Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Cada domingo, hacemos memoria de la resurrección del Señor Jesús, pero en este periodo después de Pascua, el domingo reviste un significado más iluminador. En la tradición de la Iglesia, este domingo después de la Pascua, se le denomina “in albis”. ¿Qué significa esto? La expresión 12 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia pretendía recordar el rito que cumplían aquellos que habían recibido el bautismo en la Vigilia pascual. A cada uno de ellos se le entregaba un hábito blanco —“alba”, “blanca”— para indicar su nueva dignidad de hijos de Dios. Hoy todavía se sigue haciendo esto: a los neonatos se les coloca una pequeña tela simbólica, mientras que los adultos se ponen uno auténtico y verdadero, como lo hemos visto en la Vigilia pascual. Esta ropa blanca, en pasado, se llevaba puesta durante una semana, hasta este domingo, y de ahí deriva el nombre in albis deponendis, que significa el domingo en el cuál se quita el hábito blanco. Y así, quitada la ropa blanca, los neófitos comenzaban su nueva vida en Cristo y en la Iglesia. Hay otra cosa. En el Jubileo del año 2000, san Juan Pablo II estableció que este domingo estaría dedicado a la Divina Misericordia. Es verdad, fue una bonita intuición: el Espíritu Santo le inspiró. Hemos concluido el Jubileo extraordinario de la Misericordia hace pocos meses y este domingo nos invita a retomar con fuerza la gracia que viene de la misericordia de Dios. El Evangelio de hoy es la narración de la aparición de Cristo resucitado a los discípulos reunidos en el cenáculo (cf. Juan 20, 19-31). Escribe san Juan que Jesús, después de haber saludado a sus discípulos, les dijo: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» (vv. 21-23). He aquí el sentido de la misericordia que se presenta precisamente en el día de la resurrección de Jesús como perdón de los pecados. Jesús resucitado, ha transmitido a su Iglesia, como primera misión, su propia misión de llevar a todos el anuncio concreto del perdón. Este es el primer deber: anunciar el perdón. Este signo visible de su misericordia lleva consigo la paz del corazón y la alegría del encuentro renovado con el Señor. La misericordia a la luz de la Pascua se deja percibir como una verdadera forma de conocimiento. Y esto es importante: la misericordia es una verdadera forma de conocimiento. Sabemos que se conoce a través de muchas formas. Se conoce a través de los sentidos, se conoce a través de la intuición, a través de la razón y aún de otras formas. Bien, se puede conocer también a través de la experiencia de la misericordia, porque la misericordia abre la puerta de la mente para comprender mejor el misterio de Dios y de nuestra existencia personal. La misericordia nos hace comprender que la violencia, el rencor, la venganza no tienen ningún sentido y la primera víctima es quien vive de estos sentimientos, porque se priva de su propia dignidad. La misericordia también abre la puerta del corazón y permite expresar la cercanía sobre todo hacia aquellos que están solos y marginados, porque les hace sentirse hermanos e hijos de un solo Padre. Favorece el reconocimiento de cuantos tienen necesidad de consuelo y hace encontrar palabras adecuadas para dar consuelo. Hermanos y hermanas, la misericordia calienta el corazón y le hace sensible a las necesidades de los hermanos, a través del compartir y de la participación. La misericordia, en definitiva, compromete a todos a ser instrumentos de justicia, de reconciliación y de paz. No olvidemos nunca que la misericordia es la llave en la vida de fe, y la forma concreta con la cual damos visibilidad a la resurrección de Jesús. *** Homilía 2018 Ver a Jesús tocando su amor En el Evangelio de hoy aparece varias veces el verbo ver: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20); luego, dijeron a Tomás: «Hemos visto al Señor» (v. 25). Pero el Evangelio no describe al Resucitado ni cómo lo vieron; solo hace notar un detalle: «Les enseñó las manos y el costado» (v. 20). Es como si quisiera decirnos que los discípulos reconocieron a Jesús de 13 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia ese modo: a través de sus llagas. Lo mismo sucedió a Tomás; también él quería ver «en sus manos la señal de los clavos» (v. 25) y después de haber visto creyó (v. 27). A pesar de su incredulidad, debemos agradecer a Tomás que no se conformara con escuchar a los demás decir que Jesús estaba vivo, ni tampoco con verlo en carne y hueso, sino que quiso ver en profundidad, tocar sus heridas, los signos de su amor. El Evangelio llama a Tomás «Dídimo» (v. 24), es decir, mellizo, y en su actitud es verdaderamente nuestro hermano mellizo. Porque tampoco para nosotros es suficiente saber que Dios existe; no nos llena la vida un Dios resucitado pero lejano; no nos atrae un Dios distante, por más que sea justo y santo. No, tenemos también la necesidad de “ver a Dios”, de palpar que él resucitó, resucitó por nosotros. ¿Cómo podemos verlo? Como los discípulos, a través de sus llagas. Al mirarlas, ellos comprendieron que su amor no era una farsa y que los perdonaba, a pesar de que estuviera entre ellos quien lo renegó y quien lo abandonó. Entrar en sus llagas es contemplar el amor inmenso que brota de su corazón. Este es el camino. Es entender que su corazón palpita por mí, por ti, por cada uno de nosotros. Queridos hermanos y hermanas: Podemos considerarnos y llamarnos cristianos, y hablar de los grandes valores de la fe, pero, como los discípulos, necesitamos ver a Jesús tocando su amor. Solo así vamos al corazón de la fe y encontramos, como los discípulos, una paz y una alegría (cf. vv. 19-20) que son más sólidas que cualquier duda. Tomás, después de haber visto las llagas del Señor, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28). Quisiera llamar la atención sobre este adjetivo que Tomás repite: mío. Es un adjetivo posesivo y, si reflexionamos, podría parecer fuera de lugar atribuirlo a Dios: ¿Cómo puede Dios ser mío? ¿Cómo puedo hacer mío al Omnipotente? En realidad, diciendo mío no profanamos a Dios, sino que honramos su misericordia, porque él es el que ha querido “hacerse nuestro”. Y como en una historia de amor, le decimos: “Te hiciste hombre por mí, moriste y resucitaste por mí, y entonces no eres solo Dios; eres mi Dios, eres mi vida. En ti he encontrado el amor que buscaba y mucho más de lo que jamás hubiera imaginado”. Dios no se ofende de ser “nuestro”, porque el amor pide intimidad, la misericordia suplica confianza. Cuando Dios comenzó a dar los diez mandamientos ya decía: «Yo soy el Señor, tu Dios» (Ex 20,2) y reiteraba: «Yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (v. 5). He aquí la propuesta de Dios, amante celoso que se presenta como tu Dios. Y la respuesta brota del corazón conmovido de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!». Entrando hoy en el misterio de Dios a través de las llagas, comprendemos que la misericordia no es una entre otras cualidades suyas, sino el latido mismo de su corazón. Y entonces, como Tomás, no vivimos más como discípulos inseguros, devotos pero vacilantes, sino que nos convertimos también en verdaderos enamorados del Señor. No tengamos miedo a esta palabra: enamorados del Señor. ¿Cómo saborear este amor, cómo tocar hoy con la mano la misericordia de Jesús? Nos lo sugiere el Evangelio, cuando pone en evidencia que la misma noche de Pascua (cf. v. 19), lo primero que hizo Jesús apenas resucitado fue dar el Espíritu para perdonar los pecados. Para experimentar el amor hay que pasar por allí: dejarse perdonar. Dejarse perdonar. Me pregunto a mí, y a cada uno de vosotros: ¿Me dejo perdonar? Para experimentar ese amor, se necesita pasar por esto: ¿Me dejo perdonar? “Pero, Padre, ir a confesarse parece difícil…”, porque nos viene la tentación ante Dios de hacer como los discípulos en el Evangelio: atrincherarnos con las puertas cerradas. Ellos lo hacían por miedo y nosotros también tenemos miedo, vergüenza de abrirnos y decir los pecados. Que el Señor nos conceda la gracia de comprender la vergüenza, de no considerarla como una puerta cerrada, sino como el primer paso del encuentro. Cuando sentimos vergüenza, debemos estar 14 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia agradecidos: quiere decir que no aceptamos el mal, y esto es bueno. La vergüenza es una invitación secreta del alma que necesita del Señor para vencer el mal. El drama está cuando no nos avergonzamos ya de nada. No tengamos miedo de sentir vergüenza. Pasemos de la vergüenza al perdón. No tengáis miedo de sentir vergüenza. No tengáis miedo. Existe, en cambio, una puerta cerrada ante el perdón del Señor, la de la resignación. La resignación es siempre una puerta cerrada. La experimentaron los discípulos, que en la Pascua constataban amargamente que todo había vuelto a ser como antes. Estaban todavía allí, en Jerusalén, desalentados; el “capítulo Jesús” parecía terminado y después de tanto tiempo con él nada había cambiado, se resignaron. También nosotros podemos pensar: “Soy cristiano desde hace mucho tiempo y, sin embargo, en mí no cambia nada, cometo siempre los mismos pecados”. Entonces, desalentados, renunciamos a la misericordia. Pero el Señor nos interpela: “¿No crees que mi misericordia es más grande que tu miseria? ¿Eres reincidente en pecar? Sé reincidente en pedir misericordia, y veremos quién gana”. Además —quien conoce el sacramento del perdón lo sabe—, no es cierto que todo sigue como antes. En cada perdón somos renovados, animados, porque nos sentimos cada vez más amados, más abrazados por el Padre. Y cuando siendo amados caemos, sentimos más dolor que antes. Es un dolor benéfico, que lentamente nos separa del pecado. Descubrimos entonces que la fuerza de la vida es recibir el perdón de Dios y seguir adelante, de perdón en perdón. Así es la vida: de vergüenza en vergüenza, de perdón en perdón. Esta es la vida cristiana. Además de la vergüenza y la resignación, hay otra puerta cerrada, a veces blindada: nuestro pecado, el mismo pecado. Cuando cometo un pecado grande, si yo —con toda honestidad— no quiero perdonarme, ¿por qué debe hacerlo Dios? Esta puerta, sin embargo, está cerrada solo de una parte, la nuestra; que para Dios nunca es infranqueable. A él, como enseña el Evangelio, le gusta entrar precisamente “con las puertas cerradas” —lo hemos escuchado—, cuando todo acceso parece bloqueado. Allí Dios obra maravillas. Él no decide jamás separarse de nosotros, somos nosotros los que le dejamos fuera. Pero cuando nos confesamos acontece lo inaudito: descubrimos que precisamente ese pecado, que nos mantenía alejados del Señor, se convierte en el lugar del encuentro con él. Allí, el Dios herido de amor sale al encuentro de nuestras heridas. Y hace que nuestras llagas miserables sean similares a sus llagas gloriosas. Existe una transformación: mi llaga miserable se parece a sus llagas gloriosas. Porque él es misericordia y obra maravillas en nuestras miserias. Pidamos hoy como Tomás la gracia de reconocer a nuestro Dios, de encontrar en su perdón nuestra alegría, de encontrar en su misericordia nuestra esperanza. _________________________ BENEDICTO XVI – Homilías y Regina Caeli en la Fiesta de la Divina Misericordia Homilía 2007 Las heridas de Jesús son el signo de que nos comprende y se deja herir por amor Queridos hermanos y hermanas: Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo “in Albis”. En este día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su vestido blanco, símbolo de la luz que el Señor les había dado en el bautismo. Después se quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria la nueva luminosidad que se les había comunicado; debían proteger diligentemente la llama delicada de la verdad y del bien que el Señor había encendido en ellos, para llevar así a nuestro mundo algo de la luminosidad y de la bondad de Dios. 15 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de la Misericordia Divina: en la palabra “misericordia” encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor. Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios. ¡Qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después, durante la liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del obispo: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”. He experimentado profundamente que él, el Señor, no es sólo el Señor, sino también un amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me abandonará. Estas palabras se pronunciaban entonces en el contexto de la concesión de la facultad de administrar el sacramento de la Reconciliación y así, en nombre de Cristo, de perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos escuchado hoy en el Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu, el Espíritu Santo: “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados...”. El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la Misericordia divina. Da la posibilidad de volver a comenzar siempre de nuevo. La amistad de Jesucristo es amistad de Aquel que hace de nosotros personas que perdonan, de Aquel que nos perdona también a nosotros, que nos levanta continuamente de nuestra debilidad y precisamente así nos educa, nos infunde la conciencia del deber interior del amor, del deber de corresponder a su confianza con nuestra fidelidad. En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que es él: “Señor mío y Dios mío”! Nosotros debemos dejarnos herir por él. Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar sólo la fatiga diaria que a nosotros, como hijos de Adán, se nos ha impuesto. Pero si abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes. *** Regina Caeli 2007 16 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia La paz es el don que Cristo ha dejado a sus amigos Queridos hermanos y hermanas: Os renuevo a todos mis mejores deseos de una feliz Pascua, en el domingo que concluye la octava y se denomina tradicionalmente domingo in Albis, como dije ya en la homilía. Por voluntad de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, que murió precisamente después de las primeras Vísperas de esta festividad, este domingo está dedicado también a la Misericordia Divina. En esta solemnidad tan singular he celebrado, en esta plaza, la santa misa acompañado por cardenales, obispos y sacerdotes, por fieles de Roma y por numerosos peregrinos, que han querido reunirse en torno al Papa en la víspera de sus 80 años. A todos les renuevo, desde lo más profundo de mi corazón, mi gratitud más sincera, que extiendo a toda la Iglesia, la cual me rodea con su afecto, como una verdadera familia, especialmente durante estos días. Este domingo —como decía— concluye la semana o, más precisamente, la “octava” de Pascua, que la liturgia considera como un único día: “Este es el día en que actuó el Señor” (Sal 117, 24). No es un tiempo cronológico, sino espiritual, que Dios abrió en el entramado de los días cuando resucitó a Cristo de entre los muertos. El Espíritu Creador, al infundir la vida nueva y eterna en el cuerpo sepultado de Jesús de Nazaret, llevó a la perfección la obra de la creación, dando origen a una “primicia”: primicia de una humanidad nueva que es, al mismo tiempo, primicia de un nuevo mundo y de una nueva era. Esta renovación del mundo se puede resumir en una frase: la que Jesús resucitado pronunció como saludo y sobre todo como anuncio de su victoria a los discípulos: “Paz a vosotros” (Lc 24, 36; Jn 20, 19. 21. 26). La paz es el don que Cristo ha dejado a sus amigos (cf. Jn 14, 27) como bendición destinada a todos los hombres y a todos los pueblos. No la paz según la mentalidad del “mundo”, como equilibrio de fuerzas, sino una realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su misericordia. Es la paz que Jesucristo adquirió al precio de su sangre y que comunica a los que confían en él. “Jesús, confío en ti”: en estas palabras se resume la fe del cristiano, que es fe en la omnipotencia del amor misericordioso de Dios. Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os agradezco nuevamente vuestra cercanía espiritual con ocasión de mi cumpleaños y del aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, os encomiendo a todos a María, Madre de misericordia, Madre de Jesús, que es la encarnación de la Misericordia divina. Con su ayuda, dejémonos renovar por el Espíritu, para cooperar en la obra de paz que Dios está realizando en el mundo y que no hace ruido, sino que actúa en los innumerables gestos de caridad de todos sus hijos. *** Regina Caeli 2009 El amor misericordiosos de Dios es lo que une a la Iglesia Queridos hermanos y hermanas: A vosotros, aquí presentes, y a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión, renuevo de corazón mi ferviente felicitación pascual en este domingo que concluye la octava de Pascua (…). Los católicos formamos y debemos sentirnos una sola familia, animada por los mismos sentimientos de la primera comunidad cristiana, de la cual el texto de los Hechos de los Apóstoles que se lee este domingo afirma: “La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32). 17 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia La comunión de los primeros cristianos tenía como verdadero centro y fundamento a Cristo resucitado. En efecto, el Evangelio narra que, en el momento de la Pasión, cuando el Maestro divino fue arrestado y condenado a muerte, los discípulos se dispersaron. Sólo María y las mujeres, con el apóstol san Juan, permanecieron juntos y lo siguieron hasta el Calvario. Una vez resucitado, Jesús dio a los suyos una nueva unidad, más fuerte que antes, invencible, porque no se fundaba en los recursos humanos sino en la misericordia divina, gracias a la cual todos se sentían amados y perdonados por él. Por tanto, es el amor misericordioso de Dios el que une firmemente, hoy como ayer, a la Iglesia y hace de la humanidad una sola familia; el amor divino, que mediante Jesús crucificado y resucitado nos perdona los pecados y nos renueva interiormente. Animado por esta íntima convicción, mi amado predecesor Juan Pablo II quiso dedicar este domingo, el segundo de Pascua, a la Misericordia divina, e indicó a todos a Cristo resucitado como fuente de confianza y de esperanza, acogiendo el mensaje espiritual que el Señor transmitió a Faustina Kowalska, sintetizado en la invocación: “Jesús, en ti confío”. Como sucedió con la primera comunidad, María nos acompaña en la vida de cada día. Nosotros la invocamos como “Reina del cielo”, sabiendo que su realeza es como la de su Hijo: toda amor, y amor misericordioso. Os pido que le encomendéis nuevamente a ella mi servicio a la Iglesia, a la vez que con confianza le decimos: Mater misericordiae, ora pro nobis. *** Regina Caeli 2010 Llevar a todos el alegre anuncio de la misericordia de Dios Queridos hermanos y hermanas: Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día «en que actuó el Señor», caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la alegría de los discípulos al ver a Jesús. Desde la antigüedad este domingo se llama «in albis», del término latino «alba», dado al vestido blanco que los neófitos llevaban en el Bautismo la noche de Pascua y se quitaban a los ocho días, o sea, hoy. El venerable Juan Pablo II dedicó este mismo domingo a la Divina Misericordia con ocasión de la canonización de sor María Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000. De misericordia y de bondad divina está llena la página del Evangelio de san Juan (20, 19-31) de este domingo. En ella se narra que Jesús, después de la Resurrección, visitó a sus discípulos, atravesando las puertas cerradas del Cenáculo. San Agustín explica que «las puertas cerradas no impidieron la entrada de ese cuerpo en el que habitaba la divinidad. Aquel que naciendo había dejado intacta la virginidad de su madre, pudo entrar en el Cenáculo a puerta cerrada» (In Ioh. 121, 4: CCL 36/7, 667); y san Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se presentó, después de su Resurrección, con un cuerpo de naturaleza incorruptible y palpable, pero en un estado de gloria (cfr. Hom. in Evang., 21, 1: CCL141, 219). Jesús muestra las señales de la pasión, hasta permitir al incrédulo Tomás que las toque. ¿Pero cómo es posible que un discípulo dude? En realidad, la condescendencia divina nos permite sacar provecho hasta de la incredulidad de Tomás, y de la de los discípulos creyentes. De hecho, tocando las heridas del Señor, el discípulo dubitativo cura no sólo su desconfianza, sino también la nuestra. La visita del Resucitado no se limita al espacio del Cenáculo, sino que va más allá, para que todos puedan recibir el don de la paz y de la vida con el «Soplo creador». En efecto, en dos ocasiones Jesús dijo a los discípulos: «¡Paz a vosotros!», y añadió: «Como el Padre me ha enviado, también yo 18 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos, diciendo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos». Esta es la misión de la Iglesia perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos el alegre anuncio, la gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, «para que —como dice san Juan— creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20, 31). A la luz de estas palabras, aliento, en particular a todos los pastores a seguir el ejemplo del santo cura de Ars, quien «supo en su tiempo transformar el corazón y la vida de muchas personas, pues logró hacerles percibir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio semejante y un testimonio tal de la verdad del amor» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal). De este modo haremos cada vez más familiar y cercano a Aquel que nuestros ojos no han visto, pero de cuya infinita Misericordia tenemos absoluta certeza. A la Virgen María, Reina de los Apóstoles, pedimos que sostenga la misión de la Iglesia, y la invocamos exultantes de alegría: Regina caeli... Regina Caeli 2012 La paz que Jesús ofrece es el fruto del amor de Dios Queridos hermanos y hermanas: Cada año, al celebrar la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con él resucitado: el Evangelio de san Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección, «el primero de la semana», y luego «ocho días después» (cf. Jn 20, 19.26). Ese día, llamado después «domingo», «día del Señor», es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su culto propio, es decir la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio del judío del sábado. De hecho, la celebración del día del Señor es una prueba muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un acontecimiento extraordinario y trascendente podía inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío. Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de acontecimientos pasados, y mucho menos una experiencia mística particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo está realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las Sagradas Escrituras, y parte para nosotros el Pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que experimentaron los discípulos, es decir, el hecho de ver a Jesús y al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo verdadero, pero libre de ataduras terrenales. Es muy importante lo que refiere el Evangelio, o sea, que Jesús, en las dos apariciones a los Apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19.21.26). El saludo tradicional, con el que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, a derramar toda su sangre, como Cordero manso y humilde, «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Por eso el beato Juan Pablo II quiso dedicar este domingo después de Pascua a la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: la del costado traspasado de Cristo, del que salen sangre y agua, según el testimonio ocular del apóstol san Juan (cf. Jn 19, 34-37). Pero Cristo ya ha resucitado, y de él vivo brotan los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía: los que se acercan a ellos con fe reciben el don de la vida eterna. 19 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia Queridos hermanos y hermanas, acojamos el don de la paz que nos ofrece Jesús resucitado; dejémonos llenar el corazón de su misericordia. De esta manera, con la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, también nosotros podemos llevar a los demás estos dones pascuales. Que nos lo obtenga María santísima, Madre de Misericordia. _________________________ DIRECTORIO HOMILÉTICO – Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos 51. (…) En el curso de la Semana Santa y del Tiempo de Pascua, basándose en los mismos textos bíblicos, el homileta tendrá variadas ocasiones para poner el acento en la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo como contenido central de las Escrituras. Este es el tiempo litúrgico privilegiado en el que el homileta puede y debe hacer resonar la fe de la Iglesia sobre lo que representa el corazón de su proclamación: Jesucristo murió por nuestros pecados «según las Escrituras» (1Cor 15,3), y ha resucitado el tercer día «según las Escrituras» (1Cor 15,4). 52. En primer lugar existe la oportunidad, en especial durante los tres primeros domingos, de transmitir las diversas dimensiones de la lex credendi de la Iglesia en un tiempo privilegiado como este. Los párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica que tratan de la Resurrección (CEC 638-658) son, en sí mismos, la explicación de muchos de los diversos textos bíblicos claves proclamados en el tiempo Pascual. Estos párrafos pueden ser una guía segura para el homileta que tiene la tarea de explicar al pueblo cristiano, sobre la base de los textos de la Escritura, lo que el Catecismo, por su parte llama, en diversos capítulos, «el acontecimiento histórico y trascendente» de la Resurrección, el significado «de las apariciones del Resucitado», «el estado de la humanidad resucitada de Cristo» y «la Resurrección – obra de la Santísima Trinidad». 53. En segundo lugar, en los domingos del Tiempo de Pascua la primera lectura no está tomada del Antiguo Testamento sino de los Hechos de los Apóstoles. Muchos pasajes narran ejemplos de la primera predicación apostólica, en los que podemos reconocer que los propios Apóstoles emplearon las Escrituras para anunciar el significado de la muerte y la Resurrección de Jesús. Otros narran las consecuencias de esta última y sus efectos en la vida de la comunidad cristiana. A partir de estos pasajes, el homileta tiene en su mano algunos de sus más fuertes y fundamentales instrumentos. Observa cómo los Apóstoles se han servido de las Escrituras para anunciar la muerte y Resurrección de Jesús y se comporta del mismo modo, no solo a propósito del pasaje que está tratando sino adoptando un estilo similar para todo el año litúrgico. Reconoce, además, la potencia de la vida del Señor resucitado, que actúa en las primeras comunidades, y proclama con fe al pueblo que la misma potencia está todavía operante entre nosotros. 54. En tercer lugar, la intensidad de la Semana Santa con el Triduo Pascual, seguido de la gozosa celebración de los cincuenta días que culminan en Pentecostés, es para los homiletas un tiempo excelente para tejer vínculos entre las Escrituras y la Eucaristía. Justamente en el gesto de «partir el pan» – recuerda la entrega total de sí por parte de Jesús en la Última Cena y después en la Cruz – los discípulos se dan cuenta de cuánto ardía su corazón mientras el Señor les abría la mente para comprender las Escrituras. Todavía hoy es deseable un esquema análogo de comprensión. El homileta se prepara con diligencia para explicar las Escrituras, pero el significado más profundo de cuanto dice emergerá del «partir el pan» en la misma Liturgia, siempre que haya sabido resaltar esta conexión (cf. VD 54). La importancia de tales vínculos ha sido mencionada claramente por el Papa Benedicto XVI en la Verbum Domini: 20 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia «Estos relatos muestran cómo la Escritura misma ayuda a percibir su unión indisoluble con la Eucaristía. “Conviene, por tanto, tener siempre en cuenta que la Palabra de Dios leída y anunciada por la Iglesia en la Liturgia conduce, por decirlo así, al sacrificio de la alianza y al banquete de la gracia, es decir, a la Eucaristía, como a su fin propio”. Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico» (VD 55). CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA Las apariciones de Cristo resucitado 448. Con mucha frecuencia, en los Evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole “Señor”. Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: “¡Es el Señor!” (Jn 21, 7). 641. María Magdalena y las santas mujeres, que venían de embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf. Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10; Jn 20, 11-18). Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” (Lc 24, 34). 642. Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles - y a Pedro en particular - en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos “testigos de la Resurrección de Cristo” (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1 Co 15, 4-8). 643. Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano (cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos (“la cara sombría”: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y “sus palabras les parecían como desatinos” (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua “les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado” (Mc 16, 14). 21 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia 644. Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). “No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados” (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, “algunos sin embargo dudaron” (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un “producto” de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació -bajo la acción de la gracia divina- de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado. El estado de la humanidad resucitada de Cristo 645. Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39) pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o “bajo otra figura” (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7). 646. La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naim, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto momento, volverán a morir. La resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que San Pablo puede decir de Cristo que es “el hombre celestial” (cf. 1 Co 15, 35-50). La presencia santificante de Cristo resucitado en la Liturgia 1084. “Sentado a la derecha del Padre” y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por él para comunicar su gracia. Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo. 1085. En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su Hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre “una vez por todas” (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y 22 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida. ...desde la Iglesia de los Apóstoles... 1086. “Por esta razón, como Cristo fue enviado por el Padre, él mismo envió también a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que, al predicar el Evangelio a toda criatura, anunciaran que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos ha liberado del poder de Satanás y de la muerte y nos ha conducido al reino del Padre, sino también para que realizaran la obra de salvación que anunciaban mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica” (SC 6) 1087. Así, Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles, les confía su poder de santificación (cf Jn 20,21-23); se convierten en signos sacramentales de Cristo. Por el poder del mismo Espíritu Santo confían este poder a sus sucesores. Esta “sucesión apostólica” estructura toda la vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el sacramento del Orden. ...está presente en la Liturgia terrena... 1088. “Para llevar a cabo una obra tan grande” -la dispensación o comunicación de su obra de salvación- “Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, ‘ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz’, sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues es El mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: ‘Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’ (Mt 18,20)” (SC 7). 1089. “Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a su Señor y por El rinde culto al Padre Eterno” (SC 7) La Eucaristía dominical 2177. La celebración dominical del Día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia. “El domingo en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC, can. 1246,1). “Igualmente deben observarse los días de Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, todos los Santos” (CIC, can. 1246,1). 2178. Esta práctica de la asamblea cristiana se remonta a los comienzos de la edad apostólica (cf Hch 2,42-46; 1 Co 11,17). La carta a los Hebreos dice: “no abandonéis vuestra asamblea, como algunos acostumbran hacerlo, antes bien, animaos mutuamente” (Hb 10,25). La tradición conserva el recuerdo de una exhortación siempre actual: “Venir temprano a la Iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración...Asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marchar antes de la despedida...Lo hemos dicho con frecuencia: este día os es dado para la oración y el descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En él exultamos y nos gozamos (Autor anónimo, serm. dom.). 23 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia 1342. Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice: Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones...Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch 2,42.46). Nuestro nacimiento a una nueva vida en la Resurrección de Cristo 654. Hay un doble aspecto en el misterio Pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) “a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos... así también nosotros vivamos una nueva vida” (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: “Id, avisad a mis hermanos” (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección. 655. Por último, la Resurrección de Cristo - y el propio Cristo resucitado - es principio y fuente de nuestra resurrección futura: “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron ... del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En El los cristianos “saborean los prodigios del mundo futuro” (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquél que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). 1988. Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es él mismo (cf Jn 15,1-4): Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina...Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados (S. Atanasio, ep. Serap. 1,24). “Creo en el perdón de los pecados” 976. El Símbolo de los Apóstoles vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos. Al dar el Espíritu Santo a sus apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). I. UN SOLO BAUTISMO PARA EL PERDON DE LOS PECADOS 977. Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará” (Mc 16, 1516). El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (cf. Rm 4, 25), a fin de que “vivamos también una vida nueva” (Rm 6, 4). 978. “En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de Fe, al recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda 24 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia absolutamente nada por borrar, sea de la falta original, sea de las faltas cometidas por nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas... Sin embargo, la gracia del Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario, todavía nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de llevarnos al mal” (Catech. R. 1, 11, 3). 979. En este combate contra la inclinación al mal, ¿quién será lo suficientemente valiente y vigilante para evitar toda herida del pecado? “Si, pues, era necesario que la Iglesia tuviese el poder de perdonar los pecados, también hacía falta que el Bautismo no fuese para ella el único medio de servirse de las llaves del Reino de los cielos, que había recibido de Jesucristo; era necesario que fuese capaz de perdonar los pecados a todos los penitentes, incluso si hubieran pecado hasta en el último momento de su vida” (Catech. R. 1, 11, 4). 980. Por medio del sacramento de la penitencia el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia: Los padres tuvieron razón en llamar a la penitencia “un bautismo laborioso” (San Gregorio Nac., Or. 39. 17). Para los que han caído después del Bautismo, es necesario para la salvación este sacramento de la penitencia, como lo es el Bautismo para quienes aún no han sido regenerados (Cc de Trento: DS 1672). II. EL PODER DE LAS LLAVES 981. Cristo, después de su Resurrección envió a sus apóstoles a predicar “en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones” (Lc 24, 47). Este “ministerio de la reconciliación” (2 Co 5, 18), no lo cumplieron los apóstoles y sus sucesores anunciando solamente a los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros por Cristo y llamándoles a la conversión y a la fe, sino comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y reconciliándolos con Dios y con la Iglesia gracias al poder de las llaves recibido de Cristo: La Iglesia ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado (San Agustín, serm. 214, 11). 982. No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. “No hay nadie, tan perverso y tan culpable, que no deba esperar con confianza su perdón siempre que su arrepentimiento sea sincero” (Catech. R. 1, 11, 5). Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado (cf. Mt 18, 21-22). 983. La catequesis se esforzará por avivar y nutrir en los fieles la fe en la grandeza incomparable del don que Cristo resucitado ha hecho a su Iglesia: la misión y el poder de perdonar verdaderamente los pecados, por medio del ministerio de los apóstoles y de sus sucesores: El Señor quiere que sus discípulos tengan un poder inmenso: quiere que sus pobres servidores cumplan en su nombre todo lo que había hecho cuando estaba en la tierra (San Ambrosio, poenit. 1, 34). Los sacerdotes han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles, ni a los arcángeles... Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo (San Juan Crisóstomo, sac. 3, 5). 25 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza, ninguna expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna. Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don (San Agustín, serm. 213, 8). 984. El Credo relaciona “el perdón de los pecados” con la profesión de fe en el Espíritu Santo. En efecto, Cristo resucitado confió a los apóstoles el poder de perdonar los pecados cuando les dio el Espíritu Santo. La comunión de los bienes espirituales 949. En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos “acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42): La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte. 950. La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos ... El nombre de comunión puede aplicarse a cada uno de ellos, porque cada uno de ellos nos une a Dios ... Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catech. R. 1, 10, 24). 951. La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo “reparte gracias especiales entre los fieles” para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, “a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1 Co 12, 7). 952. “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): “Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo” (Catech. R. 1, 10, 27). El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3). 953. La comunión de la caridad: En la “comunión de los santos” “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo” (Rm 14, 7). “Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte” (1 Co 12, 26-27). “La caridad no busca su interés” (1 Co 13, 5; cf. 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión. _________________________ RANIERO CANTALAMESSA (www.cantalamessa.org) El primer día después del sábado El fragmento evangélico de este segundo Domingo después de Pascua es el mismo en todos los tres ciclos litúrgicos y en su centro tiene el episodio de Tomás, que no cree si no ve. Habiendo comentado este episodio el año anterior, esta vez, podemos explicar otro tema. La página evangélica nos habla de dos apariciones del Resucitado a los apóstoles en el cenáculo; ambas tenidas «el primer día de la semana», esto es, inmediatamente después del sábado. 26 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cenadas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”... A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos». Es reveladora la insistencia sobre el dato cronológico de estas dos apariciones; manifiesta la intención del evangelista de presentar el encuentro de Jesús con los suyos en el cenáculo como el modelo de la asamblea dominical de la Iglesia. El Domingo nace con la resurrección de Cristo. Jesús resucita «pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana» (Mateo 28, 1). Aquel mismo día, hacia la tarde, se aparece a los discípulos, reunidos en el cenáculo, y les procura su Espíritu y su paz. Este día para los cristianos tomó el nombre del «día del Señor» y, dado que en latín «Señor» se dice Dominus, el día del Señor (dies Dominica) se llamó Domingo. El primer testimonio de este nuevo nombre se halla en el Apocalipsis, en donde Juan dice haber sido «raptado en éxtasis en el día del Señor», esto es el Domingo (cfr. Apocalipsis 1,9). Los creyentes se reúnen en este día; Jesús viene en medio de ellos «con las puertas cerradas», esto es, no fuera, sino dentro, en la Eucaristía; ofrece a sus discípulos la paz y el Espíritu Santo; en la comunión, los discípulos le tocan, más bien reciben, su cuerpo llagado y resucitado y proclaman su fe en él. Cuando el cristianismo después de Constantino llega a ser la religión dominante, el Domingo tomó el lugar del Sábado judaico, como día de fiesta también civil, y le da el nombre al primer día de la semana, que hasta entonces se llamaba «día del sol». (Este nombre se ha conservado en los países anglosajones: en inglés Sunday y en alemán Sonntag significan, en efecto, «día del sol»). Para los cristianos es en el Domingo cuando ya se aplica el tercer mandamiento de Dios, «santificar las fiestas» (Catecismo de la Iglesia Católica 2168ss.), como: «Día de descanso completo consagrado al Señor» (Éxodo 31, 15; cfr. Salmo 118, 24). Santificar el Domingo significa tres cosas: hacer de él un día para Dios, un día para sí mismos y un día para el prójimo. El Domingo ha de ser, ante todo, un día para el Señor. Imaginemos en alta mar a unos pescadores sobre una barca o a unos navegantes sobre una nave. Durante horas y horas han estado atentos a las redes y a la pesca o a la navegación sin prestar atención a ninguna otra cosa. Llega el momento en que es necesario volver a tomar en mano el timón de la barca, consultar la carta náutica, ver si se está o no en la ruta justa. De lo contrario, existiría el riesgo de terminar contra cualquier otra nave o sobre los escollos o rocas. Así es en la vida. Después de seis días de trabajo, de negocios, de preocupaciones, es necesario detenerse, ver si estamos o no sobre el camino justo, si estamos cumpliendo la finalidad de nuestra vida. El medio ordinario, el más completo y, asimismo, para los creyentes lo más justo para cumplir todo esto es participar en la asamblea dominical, en la Misa. Allí escuchamos la palabra de Jesús, recordamos su muerte y resurrección; comulgando, lo tocamos como Tomás. Damos como una bocanada de oxígeno a nuestra fe. La Misa dominical puede ser, y suele serio, el momento de la incorporación por excelencia al pueblo o al barrio, el momento en que nos rencontramos, se saluda en un clima de fiesta, en suma, se rompe el anonimato, que tanto deshumaniza la vida de hoy. El Domingo es, además, como os decía, un día para sí mismos. En su sabiduría el Creador ha establecido que haya un día, en el que el hombre se rencuentre consigo mismo y con su libertad. Que tome conciencia que tiene un cuerpo que reparar, una mente que cultivar, una familia y unos amigos con los que estar. El Domingo no es una especie de norma sobre el tiempo, que Dios impone a los 27 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia hombres («Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso en honor de Yahvé, tu Dios: Éxodo 20,9); es un don concedido al hombre para defender lo que es más precioso en él. Es necesario descubrir la belleza y la necesidad del reposo festivo. La organización del trabajo y las necesidades impelente s de la familia, a veces, pueden justificar que se trabaje en Domingo; pero, esto no debiera llegar a ser la norma y ocupar todos los Domingos y todo el Domingo. En esta disertación vuelven a entrar, además, el juego y la distracción. El hombre, igualmente, tiene necesidad de esto para romper la fatiga y el estrés. Yo digo que Dios, como todo padre, goza al ver jugar a sus hijos. En el juego hay una sabiduría secreta. Y, en esto, tenemos muchas cosas que aprender de los niños. El juego nos ayuda a no tomarnos demasiado en serio. Encauza nuestro instinto de competir y de sobresalir a través de formas constructivas. Nosotros, hombres de hoy, en verdad ya no estamos en disposición de interrumpir el trabajo con el juego, porque hemos hecho del trabajo nuestro juego. Un juego peligroso, terrible. Hasta la guerra puede llegar a ser como un juego para muchos. Frecuentemente, hemos visto a niños obligados, también ellos, a hacer la auténtica guerra con tantos fusiles ametralladores sobre sus espaldas o entre sus manos. ¡Cuán mejor sería que los mayores aprendiésemos de los pequeños a jugar, más que a enseñar a los pequeños a hacer la guerra! También, ir al estadio o al campo de fútbol o a las carreras no es malo. Es una forma de distracción colectiva, una forma de socialización. El mal comienza cuando todo esto toma una importancia tal que si un Domingo no hay fútbol muchos se sienten como perdidos y dicen: «¿Qué hago yo ahora!» De este modo, se echa a perder el mismo deporte, porque se le ponen encima esperanzas desproporcionadas, que no se pueden satisfacer. De ahí nace la violencia en los estadios. A veces se ha hecho de aquel momento el vértice, el todo de la semana, y si desilusiona, llega a ser una catástrofe. «No sólo de pan vive el hombre» (Mateo 4, 4), decía Jesús. Hoy diríamos más bien: «No sólo de fútbol vive el hombre». ¿Y qué decir de la discoteca? Lo que es malo no es el hecho en sí de la discoteca (los jóvenes tienen derecho a escogerse sus pasatiempos, como hacen los mayores); son las formas, que ha tomado: los horarios no naturales y malsanos desde todos los puntos de vista; el consumo de estupefacientes; en suma, la instrumentalización interesada de la diversión de los jóvenes. Quisiera, ahora, dirigir una pregunta a los jóvenes, haciendo una llamada a su corazón: ¿te parece humano y digno de un hijo hacer pagar a tus padres, bajo la forma de noches de insomnio, de angustias y palpitaciones del corazón y (Dios no lo quiera) de lágrimas amargas para toda la vida, por tu diversión a cualquier hora? Piénsalo alguna vez al salir de casa el sábado por la tarde. Un día de mañana, no lejano, te encontrarás tú en la actitud en que se encuentran hoy tus padres: ¿con qué coraje dirás entonces a tus hijos que no vayan a la discoteca y que no permanezcan hasta aquella hora? La expresión «el día después del sábado» de nuestro lenguaje ya no nos recuerda más la idea de la resurrección, de la fiesta y de la alegría, sino la de los muertos en la carretera... La frase de Jesús parece dirigida a los jóvenes de hoy: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Marcos 2,27). El sábado es para los jóvenes, para su sana diversión; no, los jóvenes para el sábado; esto es, para ser inmolados por la moda y por los intereses de los «señores del sábado». En fin, el Domingo es un día para los demás. Se puede pasar un Domingo aliviando un sufrimiento y llegar a la tarde plenamente satisfechos, enriquecidos. En suma, haber pasado lo que se llama un «hermoso Domingo». En efecto, no hay mayor alegría que la de sentirse útiles para alguien, 28 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia la de hacer florecer una sonrisa sobre el rostro de quien por costumbre suele conocer sólo la tristeza. Cada uno de nosotros tiene junto a sí necesidades y sufrimientos, que aliviar. Están los ancianos, las personas solas y las disminuidas. De igual forma, esto es un modo de santificar la fiesta. De cada uno de estos gestos, dice Jesús: «A mí me lo habéis hecho» (cfr. Mateo 25, 35ss.). Me gusta recordar, a este respecto, un episodio de I promessi sposi. Cuando Lucía viene liberada por el ignominado, fue llevada a casa del sastre del pueblo. Era Domingo y en un cierto punto de la comida, como acordándose imprevistamente de algo, el sastre se interrumpe. Puso juntos en un plato las viandas, que estaban sobre la mesa, añadió un pan, puso el plato en una servilleta, y habiendo cogido todo esto por las cuatro puntas, dijo a su hijita mayor: «Toma esto». Le dio en la otra mano un vasito de vino, y añadió: «Ve a casa de María, la viuda; déjale todo esto y dile que es para estar un poco más alegre con sus niños. Pero, de buenas maneras; anda; que no parezca que tú le haces una limosna» (cap. 24). ¡Cuánta humanidad y cuánto sentido cristiano en este gesto, que, ojalá, de formas distintas todos podemos hacer! Eso me hace pensar en un hermoso texto de la Escritura, que antes de marchamos querríamos leer juntos porque resume un poco todo lo que hemos dicho sobre el Domingo: «Este día está consagrado a Yahvé vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis»... Díjoles también: «Id y comed manjares grasos, bebed bebidas dulces y mandad su ración a quien no tiene nada preparado. Porque este día está consagrado a nuestro Señor. No estéis tristes: la alegría de Yahvé es vuestra fortaleza» (Nehemías 8, 9s.). ¡Que en verdad la alegría del Señor sea vuestra fuerza! y ¡buen Domingo para todos! _________________________ PREGONES – La Compañía de María, Madre de los Sacerdotes Instrumentos de misericordia Dios Todopoderoso, rico en misericordia, la ha derramado para el mundo desde el Sagrado Corazón de Jesús, cuando fue atravesado mientras pendía muerto en la cruz. La misericordia del Señor es eterna. Todo el que cree que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo, recibe su misericordia y tiene vida en su nombre. Pero quien no cree, a veces necesita tocar las llagas de Cristo y pasar por la prueba del sufrimiento, para reconocerse necesitado de su misericordia y rendir su voluntad ante el Espíritu de verdad, para creer. Quien cree en Cristo se llena de alegría y recibe su paz. Por tanto, conviene creer y ser testigos de su misericordia. Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor. Acércate al Sagrario, y arrodíllate ante Él, que está presente verdaderamente. Entra en la llaga de su costado, sumérgete en el mar de su misericordia. Confíale tus cosas, pídele por tus necesidades, habla con Él como con un amigo, un hermano. Y luego cierra tus ojos y escúchalo en tu corazón. Siente su paz, y no sigas dudando, sino cree. Recibe su misericordia a través de los sacramentos, y llévala a los demás a través de tus obras de caridad, para que seas un fiel instrumento de su misericordia, y los que no crean por la fe, al menos que crean por las obras. Dile al Señor y repite constantemente: ‘Jesús creo en ti y en ti confío’. Entonces serás dichoso, porque el Señor tu Dios no se deja ganar en generosidad. 29 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia ¡Dichosos los misericordiosos porque ellos recibirán misericordia! _________________________ FLUVIUM (www.fluvium.org) Vivir en la paz de Dios San Juan nos ofrece en estos versículos una escena verdaderamente pascual. La vida espléndida de Jesús glorioso aparece ante sus discípulos como algo normal. Es la vida propia del Hijo de Dios que nos ha sido prometida en su nombre. De esta vida, lo que hoy meditamos a partir del texto precedente, viene a ser sólo un botón de muestra. Consideremos nada más lo que san Juan nos cuenta de aquella tarde del domingo en que resucitó el Señor. Jesús se presenta ante sus discípulos, Señor de las leyes físicas. Su cuerpo es glorioso –no podemos imaginar esa corporalidad gloriosa– y, a pesar de que le habían abandonado en su momento más duro, los tranquiliza. No sólo les desea la paz, les entrega la paz: la paz sea con vosotros, les dice. Ellos se alegran al verlo y nuevamente les dice: la paz sea con vosotros. Consideremos una vez más llenos de agradecimiento que el Señor querrá siempre nuestro bien, nuestra felicidad y alegría, a pesar, incluso, de nuestras infidelidades. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. ¡Qué importante es no cerrar los ojos a la realidad! A la realidad del amor de Dios por los hombres y a la realidad de nuestro pecado. A la vista de esas manos y ese costado no hay nada que decir. Únicamente reconocer con humildad y agradecimiento nuestra condición y la suya. Pero, ni se nos ocurra pensar que, con ese gesto, Jesús pretende echar algo en cara a los Apóstoles. El Señor no sabe sino amar. Por eso, mientras ellos lo contemplan con las huellas frescas de la Pasión, con las pruebas del abandono de ellos y de su amor, Él se reafirma en su entrega incondicionada a los hombres y los llena de paz. A continuación el amor de Dios por los hombres llega a su cénit: Jesús despliega para sus discípulos y para toda la humanidad los frutos de su Pasión. Entrega el Espíritu Santo y configura a unos hombres, simples criaturas, con Él mismo: Como el Padre me envió así os envío yo. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos. Que no queramos salir en nuestra oración de las acciones de gracias. Nos entrega al Paráclito, nos encomienda su misma misión, nos perdona y garantiza que jamás nos faltará su perdón. — ¡Dios es mi Padre! —Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración. — ¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón. — ¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino. Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo. Así se expresaba san Josemaría. Y nosotros vamos a decirle a Jesús que no nos deje ser injustos, que nos abra bien los ojos y nos llene de su luz, para darnos cuenta de lo que somos y valemos; de lo que podemos porque así lo ha querido Dios. Que nos llenemos de afán de corresponder y que muchos, que están a nuestro lado pero tal vez no se enteran, vibren también felices –¡entusiasmados!– con Él. Pero, estemos en guardia, que en cada uno hay un Tomás desconfiado que “necesita pruebas”, que quiere que las cosas le “entren por los ojos”. Queramos acostumbrarnos en cambio a lo 30 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia sorprendente; a algo mucho mayor de lo que nuestros ojos pueden llegar a comprobar. Habremos de poner los medios humanamente desproporcionados de la oración y la expiación, y el empeño por extender en el mundo el Reino de Dios, asimismo desproporcionado e increíble para los criterios meramente terrenos. Estaremos de esta forma viviendo el “permanente tiempo Pascual” que comenzó a partir de la Resurrección de Cristo. Un tiempo apostólico para el que contamos con los mismos medios que los discípulos –sintiéndonos uno de ellos–, siguiendo el consejo del Señor: rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. A la Virgen la llamamos cada día “Reina de la paz” en el rezo del Santo Rosario. Le pedimos la paz que Ella siente, siempre confiada en el amor que Dios le tiene. _____________________ PALABRA Y VIDA (www.palabrayvida.com.ar) Cristo no resucitó todavía del todo: una moral pascual La liturgia de la Iglesia en estos días de Pascua no se cansa de hablarnos de la Resurrección de Cristo. Toda la palabra de Dios en la misa y en la liturgia de las horas está empeñada en celebrar este misterio. La Iglesia continúa así la misión de los apóstoles, de quienes hemos escuchado que con gran fuerza daban testimonio de la resurrección del Señor (1ª lectura). En la homilía del domingo pasado intentamos un acercamiento histórico al acontecimiento de la resurrección; hoy quisiéramos intentar un acercamiento espiritual y moral. Acercarse al misterio de la resurrección con una preocupación espiritual o moral significa actualizar su significado para nosotros, sacar de él luz no sólo para la fe, sino también para el actuar concreto de todos los días. Hay, por otro lado, una continuidad vital entre las dos lecturas: la historia funda la fe y la fe, a su vez, funda la praxis. De la fe en la resurrección nace una moral pascual. Nuestras consideraciones parten de esta afirmación: Cristo no resucitó todavía del todo. El dicho de san Pablo: Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo (Col. 1,24), debe ser completado con otra cara del misterio: Completo en mi carne lo que falta a la resurrección de Cristo. Esto porque Cristo integral (Christus totus) está formado por la Cabeza y los miembros que es la Iglesia. Y si bien la cabeza resucitó y está sentada a la diestra del Padre, sus pies están todavía en la tumba (sus pies son sus miembros que todavía peregrinan sobre la tierra). La resurrección de Cristo continúa pues en la historia mientras haya un miembro de su cuerpo que deba repetir en sí lo que falta para que su resurrección sea completa y definitiva. Jesús “inauguró el estado de resurrección”; él es la primicia de aquéllos que se despiertan del sueño (cfr. 1 Col 1520). Pero la primicia no es tal sino porque anuncia todo el resto de la cosecha. El primogénito de los muertos (Hech. 1,5) no es tal sino en cuanto supone que otros hermanos lo seguirán en el resucitar de los muertos. Podríamos decir que en cada uno de nosotros Cristo aguarda resucitar. En cada bautizado está sepultada una partícula de Cristo que aguarda su mañana de Pascua para salir fuera del sepulcro. Esto explica la aparente incoherencia del Nuevo Testamento que a veces habla de nuestra resurrección en el pasado (Ef. 2,6: Nos ha resucitado y nos ha hecho sentar en el cielo en Cristo Jesús; Col. 3,1: Si han resucitado con Cristo...) mientras que otras veces habla de la resurrección en el futuro como de un acontecimiento que todavía debe realizarse (cfr. Rom. 8,10; 2 Tim.2,17). No se trata de resurrecciones distintas, sino de una sola resurrección –la espiritual– que es ya pasada y futura al mismo tiempo porque es continua; que ha comenzado con el bautismo y continúa toda la 31 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia vida hasta tanto lleguemos a formar (pero esto acontecerá sólo después de la muerte) un solo espíritu con Cristo (1 Cor 6,17). Hay una resurrección del corazón (como la llama san León Magno) además de la del cuerpo. Y si la resurrección del cuerpo es “del último día” (Jn. 6,40), la del corazón es de todos los días. Resucitar debe ser o llegar a ser el movimiento más familiar del cristiano. Resucitar, pero ¿cómo? ¿Qué significa resucitar? Para contestar a esta pregunta debemos preguntarnos en qué consistió propiamente la resurrección de Jesús. San Juan la define implícitamente como un “paso de este mundo al Padre” (cfr. Jn. 13,1): paso de la vida de este mundo a la vida del Padre. San Pablo no se aleja mucho de este pensamiento; concibe, de hecho, la resurrección como un paso de la vida “según la carne” a la vida “según el espíritu”. Jesucristo –dice– nació de la estirpe de David según la carne y ha sido constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación, mediante la resurrección de los muertos (Rom. 1,3-4). Resucitar no significó para Jesús lo que nosotros solemos imaginarnos, a saber, abrir la tumba y salir, hasta con un banderín en la mano como en ciertos cuadros de artistas. No consistió en un movimiento espacial y temporal. La explicación de todo está en el Espíritu: El Espíritu Santo entró en el cuerpo inanimado de Jesús, lo vivificó y lo llevó a “su” mundo que es el mundo de Dios. No se puede decir: Jesús volvió a la vida, porque no es la misma vida de antes. Comenzó más bien una vida nueva, precisamente la vida “según el Espíritu” que es la vida en el poder de Dios, en su gloria, en su libertad. También para nosotros, resucitar significa pues pasar de una vida “según la carne” a una vida “según el Espíritu”, con la fundamental diferencia de que para nosotros la carne no significa sólo la pasividad, el sufrimiento, la limitación, es decir, las consecuencias del pecado, como en el caso de Jesús, sino que indica el pecado verdadero y propio. Resucitar significa –según otra expresión de Pablo– caminar en una vida nueva (Rom. 6,4); abandonar el modo de vivir viejo (viejo porque es fruto de una larga costumbre de pecado y porque conduce a la muerte) y vivir de una manera nueva, de la novedad de la Pascua de Cristo. Celebrar la Pascua –se lee en un Padre de la Iglesia– significa pasar de la vejez a la infancia, se entiende no de edad sino de simplicidad (san Máximo de Turín, Ser. 54,1). Tal vez el famoso “llegar a ser como niños” del evangelio no tiene otra explicación que ésta y san Pedro la entendió bien cuando recomendaba a los primeros cristianos que fueran como niños apenas nacidos que desean la leche pura del Espíritu (1 Pe. 2,2). Hacerse niños significa –como dijo el mismo Jesús a Nicodemo– renacer (cfr. Jn. 3,3). El paso o renovación del cual hablamos tiene un aspecto objetivo que podríamos llamar “la parte de Dios”; ésta se cumple en los sacramentos: la misma vida nueva del Resucitado nos viene en el bautismo y en la Eucaristía (dr. Rom. 6,3 ssq). De esta parte de Dios, absolutamente gratuita y previa a cualquier esfuerzo nuestro, forman parte también las tres virtudes teologales de la fe, esperanza y caridad, mediante las cuales hemos tenido las primicias del Espíritu (Rom. 8,23) y hemos comenzado a vivir como resucitados. Dios hace siempre “su” parte. Su gracia es indefectible. Pero no basta. Es necesaria también “nuestra parte”, el “sí” de la libertad y este “sí” no es sincero y eficaz hasta que no se ha expresado en la cruz. Para hacer nuestra parte en la salvación hay que aceptar pasar a través de la muerte: Si viven según la carne morirán; si en cambio con la ayuda del Espíritu hacen morir las obras del cuerpo, vivirán (Rom. 8,13). Hay por tanto una vida (aquélla según la carne) que en realidad es muerte y hay una muerte o una mortificación que en realidad es vida. Resucitar significa pasar a 32 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia través de esta mortificación. Y consiste en decir “no” a las demandas insaciables de nuestro viejo “yo”, sediento de placeres y satisfacciones que tienden a llevarnos lejos de la voluntad de Dios. Consiste, podríamos decir, en la obediencia; Cristo, en realidad, llegó a su libertad de Resucitado haciéndose obediente hasta la muerte (cfr. Fil. 2,7). La moral pascual que brota de la resurrección de Cristo consiste pues esencialmente en estas cosas: caminar según el Espíritu, caminar en la novedad de la vida, caminar en la obediencia a Dios. No se trata de una moral individualista y abstracta. ¡Al contrario! Nos lo demuestra el mismo Pablo. En la misma carta a los Romanos en la que traza estos grandes principios muestra también qué consecuencias prácticas tienen éstos en la vida cotidiana del bautizado (cfr. Rom. 12-14). Quienes aspiran a ser hombres espirituales y hombres nuevos –dice– deben tener una caridad sin fingimientos y competir en la estima mutua. Deben ser fervientes en el espíritu, alegres en la esperanza, fuertes en la tribulación, perseverantes en la oración, solícitos por las necesidades de sus hermanos, diligentes en la hospitalidad (Rom. 12,11-13). Deben alegrarse con quien está en alegría y llorar con quien llora; acoger a quien es débil en la fe sin discutirle sus exigencias y sin juzgarlo; no deben ser altaneros, ni hacerse justicia por sí mismos, sino más bien estar sometidos a las autoridades constituidas y. sobre todo, amar, porque el amor, es el pleno cumplimiento de la ley (cfr. Rom. 13,10). Cada una de estas frases es capaz de iluminar y reformar nuestra vida cristiana, si se la toma en serio, como programa al comienzo de un nuevo día y una nueva semana. No se trata entonces de cosas abstractas. Pero no se trata tampoco –decía– de una moral individualista. Al contrario, aquí se baja a la raíz de la comunidad, allí donde ella nace. La comunidad nace de estas cosas: del amarse mutuamente, de acogerse, de estimarse, de compartir sus propios bienes y de poner sus propios dones al servicio de todos. El edificio de piedras vivas que es la Iglesia (cfr. 1 Pe. 2,5) no se forma si antes no existen estas piedras vivas que lo deben componer; la santidad del cuerpo entero es resultado de la santidad de sus miembros. Es la suma de los diversos carismas que hace la comunidad. Es la santidad de los miembros que expresa y manifiesta la Iglesia “una y santa”. La comunidad cristiana no es una entidad abstracta, bajada del cielo como sobre un gran lienzo. La fuerza unificadora de esta moral pascual no se agota ni siquiera en formar la Iglesia, sino que alcanza al cosmos entero. La liberación de lo creado está en estrecha relación con la liberación del cristiano. Pablo trata de las dos cosas una después de la otra. (Rom. 8,5-18; 9, 19-23). La creación aguarda ser liberada de la servidumbre de la corrupción para tener parte en la libertad y en la gloria de los hijos de Dios. La espiritualización del hombre redimido por Cristo se convierte así en el camino de la espiritualización del mundo. La creación aguarda a tantos san Franciscos, es decir, hombres libres, nuevos, espirituales, que acojan su callado anhelo para participar en la glorificación de Dios y se hagan cantores de su esperanza. Sólo aquél que ha resucitado de veras con Cristo es capaz de hacer resucitar. La moral pascual que hemos tratado de trazar tiene su manantial secreto, su principio operador en el Espíritu de Cristo resucitado. En la Eucaristía, que ahora celebramos, acontece para nosotros como una nueva efusión de este Espíritu. Jesús se hace presente en medio de nuestra asamblea, como lo hizo con los once reunidos en el cenáculo ocho días después de la Pascua. Viene “a puertas cerradas” porque no viene del exterior, sino del interior. Su presencia nace aquí entre nosotros, en el signo del pan y del vino que se convierten en el cuerpo y la sangre del Resucitado. Él nos repite: ¡Paz para ustedes y reciban el Espíritu Santo! _________________________ 33 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia BIBLIOTECA ALMUDÍ (www.almudi.org) Homilía con textos de homilías pronunciadas por San Juan Pablo II Homilía con motivo de la Canonización de Sor Faustina (Domingo 30 de abril de 2000) “Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in saeculum misericordia eius” (“Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”) (Sal. 118, 1). Así canta la Iglesia en la octava de Pascua, casi recogiendo de labios de Cristo estas palabras del Salmo; de labios de Cristo resucitado, que en el Cenáculo da el gran anuncio de la misericordia divina y confía su ministerio a los Apóstoles: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (...) Recibid el Espíritu Santo: a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos.” (Jn 20, 21-23). Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado. Es decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad. De este corazón sor Faustina Kowalska, la beata que a partir de ahora llamaremos santa, verá salir dos haces de luz que iluminan el mundo: “Estos dos haces –le explicó Jesús mismo– representan la sangre y el agua” (Diario, 299). 1. ¡Sangre y agua! Nuestro pensamiento va al testimonio del evangelista San Juan, quien, cuando un soldado traspasó con su lanza el costado de Cristo en el Calvario, vio salir “sangre y agua” (Jn 19, 34). Y si la sangre evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el agua, en la simbología joánica, no sólo recuerda el bautismo, sino también el don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14; 7, 37-39). La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo crucificado: “(...) Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia Mismos” pedirá Jesús a sor Faustina (Diario, 1074). Cristo derrama esta misericordia sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la Persona-Amor. Y ¿acaso no es la misericordia un “segundo nombre” del amor (cf. Dives in misericordia, 7), entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de perdón? Hoy es verdaderamente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de sor Faustina Kowalska. La Divina Providencia unió completamente la vida de esta humilde hija de Polonia a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar. En efecto, entre la primera y la segunda guerra mundial, Cristo le confió su mensaje de misericordia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericordia. Jesús dijo a sor Faustina: “(...) La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia” (Diario, 300). A través de la obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don de iluminación especial, que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. 2. ¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a 34 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio. Pero, como sucedió con los Apóstoles, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixión y repite: “Paz a vosotros”. Es preciso que la humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le infunde. El Espíritu sana las heridas de nuestro corazón, derriba las barreras que nos separan de Dios y nos desunen entre nosotros, y nos devuelve la alegría del amor del Padre y la de la unidad fraterna. 3. Así pues, es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de “domingo de la Misericordia Divina”. A través de las diversas lecturas, la liturgia parece trazar el camino de la misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna. Cristo nos enseñó que “el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a “usar misericordia” con los demás: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7)” (Dives in misericordia, 14). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que también sale al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se inclinó sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales. Su mensaje de misericordia sigue llegándonos a través del gesto de sus manos tendidas hacia el hombre que sufre. Así lo vio y lo anunció a los hombres de todos los continentes sor Faustina, que, escondida en su convento de Lagiewniki, en Cracovia, hizo de su existencia un canto a la misericordia: “Misericordias Domini in aeternum cantabo”. 4. La canonización de sor Faustina tiene una elocuencia particular: con este acto quiero transmitir hoy este mensaje al nuevo milenio. Lo transmito a todos los hombres para que aprendan a conocer cada vez mejor el verdadero rostro de Dios y el verdadero rostro de los hermanos. El amor a Dios y el amor a los hermanos son efectivamente inseparables, como nos lo ha recordado la primera carta del apóstol san Juan: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1Jn 5, 2). El Apóstol nos recuerda aquí la verdad del amor, indicándonos que su medida y su criterio radican en la observancia de los mandamientos. En efecto, no es fácil amar con un amor profundo, constituido por una entrega auténtica de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al calor de su caridad. Fijando nuestra mirada en él, sintonizándonos con su corazón de Padre, llegamos a ser capaces de mirar a nuestros hermanos con ojos nuevos, con una actitud de gratuidad y comunión, de generosidad y perdón. ¡Todo esto es misericordia! En la medida en que la humanidad aprenda el secreto de esta mirada misericordiosa, será posible realizar el cuadro ideal propuesto por la primera lectura: “En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía” (Hch 4, 32). Aquí la misericordia del corazón se convirtió también en estilo de relaciones, en proyecto de comunidad y en comunión de bienes. Aquí florecieron las “obras de la misericordia”, espirituales y corporales. Aquí la misericordia se transformó en hacerse concretamente “prójimo” de los hermanos más indigentes. 5. Sor Faustina Kowalska dejó escrito en su Diario: “Experimento un dolor tremendo cuando observo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón; llevo 35 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia en mi corazón sus angustias, de modo que me destruyen también físicamente. Desearía que todos los dolores recayeran sobre mí, para aliviar al prójimo”. ¡Hasta ese punto de comunión lleva el amor cuando se mide según el amor a Dios! En este amor debe inspirarse la humanidad hoy para afrontar la crisis de sentido, los desafíos de las necesidades más diversas y, sobre todo, la exigencia de salvaguardar la dignidad de toda persona humana. Así el mensaje de la misericordia divina es, implícitamente, también un mensaje sobre el valor de todo hombre. Toda persona es valiosa a los ojos de Dios, Cristo dio su vida por cada uno, y a todos el Padre concede su Espíritu y ofrece el acceso a su intimidad. 6. Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quienes, afligidos por una prueba particularmente dura o abrumados por el peso de los pecados cometidos, han perdido la confianza en su vida y han sentido la tentación de caer en la desesperación. A ellos se presenta el rostro dulce de Cristo y hasta ellos llegan los haces de luz que parten de su corazón e iluminan, calientan, señalan el camino e infunden esperanza. ¡A cuántas almas ha consolado ya la invocación “Jesús, en Ti confío” (Diario, 47), que la Providencia sugirió a través de sor Faustina! Este sencillo acto de abandono a Jesús disipa las nubes más densas e introduce un rayo de luz en la vida de cada uno. 7. ”Misericordias Domini in aeternum cantabo” (Sal 89, 2). A la voz de María santísima, la “Madre de la Misericordia”, a la voz de esta nueva santa, que en la Jerusalén celestial canta la misericordia junto con todos los amigos de Dios, unamos también nosotros, Iglesia peregrina, nuestra voz. Y tú, Faustina, don de Dios a nuestro tiempo, don de la tierra de Polonia a toda la Iglesia, concédenos percibir la profundidad de la Misericordia Divina, ayúdanos a experimentarla en nuestra vida y a testimoniarla a nuestros hermanos. Que tu mensaje de luz y esperanza se difunda por todo el mundo, mueva a los pecadores a la conversión, elimine las rivalidades y los odios, y abra a los hombres y las naciones a la práctica de la fraternidad. Hoy, nosotros, fijando, juntamente contigo, nuestra mirada en el rostro de Cristo resucitado, hacemos nuestra tu oración de abandono confiado y decimos con firme esperanza: “Cristo, Jesús, en Ti confío”. *** La inconcebible e insondable misericordia de Dios (Consagración del Santuario de la Divina Misericordia, Cracovia, 17 de agosto de 2002) “Oh inconcebible e insondable misericordia de Dios, ¿quién te puede adorar y exaltar de modo digno? Oh sumo atributo de Dios omnipotente, tú eres la dulce esperanza de los pecadores” (Diario, 951, ed. it. 2001, p. 341). Amadísimos hermanos y hermanas: 1. Repito hoy estas sencillas y sinceras palabras de santa Faustina, para adorar juntamente con ella y con todos vosotros el misterio inconcebible e insondable de la misericordia de Dios. Como ella, queremos profesar que, fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre. Deseamos repetir con fe: Jesús, confío en ti. De este anuncio, que expresa la confianza en el amor omnipotente de Dios, tenemos particularmente necesidad en nuestro tiempo, en el que el hombre se siente perdido ante las múltiples manifestaciones del mal. Es preciso que la invocación de la misericordia de Dios brote de lo más íntimo de los corazones llenos de sufrimiento, de temor e incertidumbre, pero, al mismo tiempo, en 36 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia busca de una fuente infalible de esperanza. Por eso, venimos hoy aquí, al santuario de Lagiewniki, para redescubrir en Cristo el rostro del Padre: de aquel que es Padre misericordioso y Dios de toda consolación (2Co 1, 3). Con los ojos del alma deseamos contemplar los ojos de Jesús misericordioso, para descubrir en la profundidad de esta mirada el reflejo de su vida, así como la luz de la gracia que hemos recibido ya tantas veces, y que Dios nos reserva para todos los días y para el último día. 2. Estamos a punto de dedicar este nuevo templo a la Misericordia de Dios. Antes de este acto, quiero dar las gracias de corazón a los que han contribuido a su construcción. Doy las gracias de modo especial al cardenal Franciszek Macharski, que ha trabajado tanto por esta iniciativa, manifestando su devoción a la Misericordia divina. Abrazo con afecto a las Religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia y les agradezco su obra de difusión del mensaje legado por santa Faustina. Saludo a los cardenales y a los obispos de Polonia, encabezados por el cardenal primado, así como a los obispos procedentes de diversas partes del mundo. Me alegra la presencia de los sacerdotes diocesanos y religiosos, así como de los seminaristas. Saludo de corazón a todos los que participan en esta celebración y, de modo particular, a los representantes de la Fundación del santuario de la Misericordia Divina, que se ocupó de su construcción, y a los obreros de las diversas empresas. Sé que muchos de los aquí presentes han sostenido materialmente con generosidad esta construcción. Pido a Dios que recompense su magnanimidad y su compromiso con su bendición. 3. Hermanos y hermanas, mientras dedicamos esta nueva iglesia, podemos hacernos la pregunta que afligía al rey Salomón cuando estaba consagrando como morada de Dios el templo de Jerusalén: “¿Es que verdaderamente habitará Dios con los hombres sobre la tierra? Si los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerte, ¡cuánto menos esta casa que yo te he construido!” (1R 8, 27). Sí, a primera vista, vincular determinados “espacios” a la presencia de Dios podría parecer inoportuno. Sin embargo, es preciso recordar que el tiempo y el espacio pertenecen totalmente a Dios. Aunque el tiempo y todo el mundo pueden considerarse su “templo”, existen tiempos y lugares que Dios elige para que en ellos los hombres experimenten de modo especial su presencia y su gracia. Y la gente, impulsada por el sentido de la fe, acude a estos lugares, segura de ponerse verdaderamente delante de Dios, presente en ellos. Con este mismo espíritu de fe he venido a Lagiewniki, para dedicar este nuevo templo, convencido de que es un lugar especial elegido por Dios para derramar la gracia de su misericordia. Oro para que esta iglesia sea siempre un lugar de anuncio del mensaje sobre el amor misericordioso de Dios; un lugar de conversión y de penitencia; un lugar de celebración de la Eucaristía, fuente de la misericordia; un lugar de oración y de imploración asidua de la misericordia para nosotros y para el mundo. Oro con las palabras de Salomón: “Atiende a la plegaria de tu siervo y a su petición, Señor Dios mío, y escucha el clamor y la plegaria que tu siervo hace hoy en tu presencia, que tus ojos estén abiertos día y noche sobre esta casa. (...) Oye, pues, la plegaria de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar. Escucha tú desde el lugar de tu morada, desde el cielo, escucha y perdona” (1R 8, 28-30). 4. “Pero llega la hora, ya está aquí, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en verdad, porque el Padre desea que le den culto así” (Jn 4, 23). Cuando leemos estas palabras de nuestro Señor Jesucristo en el santuario de la Misericordia Divina, nos damos cuenta de modo muy particular de que no podemos presentarnos aquí si no es en Espíritu y en verdad. Es el Espíritu Santo, Consolador y Espíritu de verdad, quien nos conduce por los caminos de la Misericordia divina. Él, convenciendo al mundo “en lo referente al pecado, en lo referente a la 37 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia justicia y en lo referente al juicio” (Jn 16, 8), al mismo tiempo revela la plenitud de la salvación en Cristo. Este convencer en lo referente al pecado tiene lugar en una doble relación con la cruz de Cristo. Por una parte, el Espíritu Santo nos permite reconocer, mediante la cruz de Cristo, el pecado, todo pecado, en toda la dimensión del mal, que encierra y esconde en sí. Por otra, el Espíritu Santo nos permite ver, siempre mediante la cruz de Cristo, el pecado a la luz del “mysterium pietatis”, es decir, del amor misericordioso e indulgente de Dios (cf. Dominum et vivificantem, 32). Y así, el “convencer en lo referente al pecado”, se transforma al mismo tiempo en un convencer de que el pecado puede ser perdonado y el hombre puede corresponder de nuevo a la dignidad de hijo predilecto de Dios. En efecto, la cruz “es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre (...). La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre” (Dives in misericordia, 8). La piedra angular de este santuario, tomada del monte Calvario, en cierto modo de la base de la cruz en la que Jesucristo venció el pecado y la muerte, recordará siempre esta verdad. Creo firmemente que en este nuevo templo las personas se presentarán siempre ante Dios en Espíritu y en verdad. Vendrán con la confianza que asiste a cuantos abren humildemente su corazón a la acción misericordiosa de Dios, al amor que ni siquiera el pecado más grande puede derrotar. Aquí, en el fuego del amor divino, los corazones arderán anhelando la conversión, y todo el que busque la esperanza encontrará alivio. 5. “Padre eterno, te ofrezco el Cuerpo y la Sangre, el alma y la divinidad de tu amadísimo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, por los pecados nuestros y del mundo entero; por su dolorosa pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero” (Diario, 476, ed. it., p. 193). De nosotros y del mundo entero... ¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo más profundo del sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia. Donde reinan el odio y la sed de venganza, donde la guerra causa el dolor y la muerte de los inocentes se necesita la gracia de la misericordia para calmar las mentes y los corazones, y hacer que brote la paz. Donde no se respeta la vida y la dignidad del hombre se necesita el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termine en el resplandor de la verdad. Por eso hoy, en este santuario, quiero consagrar solemnemente el mundo a la Misericordia divina. Lo hago con el deseo ardiente de que el mensaje del amor misericordioso de Dios, proclamado aquí a través de santa Faustina, llegue a todos los habitantes de la tierra y llene su corazón de esperanza. Que este mensaje se difunda desde este lugar a toda nuestra amada patria y al mundo. Ojalá se cumpla la firme promesa del Señor Jesús: de aquí debe salir “la chispa que preparará al mundo para su última venida” (cf. Diario, 1732, ed. it., p. 568). Es preciso encender esta chispa de la gracia de Dios. Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz, y el hombre, la felicidad. Os encomiendo esta tarea a vosotros, amadísimos hermanos y hermanas, a la Iglesia que está en Cracovia y en Polonia, y a todos los devotos de la Misericordia divina que vengan de Polonia y del mundo entero. ¡Sed testigos de la misericordia! 6. Dios, Padre misericordioso, que has revelado tu amor en tu Hijo Jesucristo y lo has derramado sobre nosotros en el Espíritu Santo, Consolador, te encomendamos hoy el destino del mundo y de todo hombre. 38 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia Inclínate hacia nosotros, pecadores; sana nuestra debilidad; derrota todo mal; haz que todos los habitantes de la tierra experimenten tu misericordia, para que en ti, Dios uno y trino, encuentren siempre la fuente de la esperanza. Padre eterno, por la dolorosa pasión y resurrección de tu Hijo, ten misericordia de nosotros y del mundo entero. Amén. *** Homilía a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva Con la muerte violenta y afrentosa de Jesús el pasado fin de semana, parecía que todas las esperanzas de sus discípulos habían sido destrozadas. Jesús había unido de tal modo su mensaje de salvación a su persona que, viéndolo colgar de un palo como un maldito de Dios, propagar su doctrina era un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles (Cf. 1 Cor 1,23). Sin embargo, pocos días después de aquel Viernes espantoso, sus enseñanzas corrían de boca en boca con un dinamismo inimaginable. Fue el verlo resucitado lo que originó este vigoroso impulso catequético que se mantiene vivo en nuestros días. El escepticismo que un suceso de esta naturaleza puede provocar en quien recibe esta noticia: Jesucristo ha resucitado, no es mayor que el que encontró en el grupo de sus discípulos más íntimos. Los evangelios nos hablan de las dudas, de la incredulidad y de la terquedad con que es recibida esta noticia. Especialmente expresiva resulta la postura de Tomás que nos narra el Evangelio de la Misa de hoy. Con dolorida y cariñosa ironía invita Jesús a Tomás a que realice la exploración que exige. El discípulo se rinde ante la evidencia, pero Jesús le dice y nos dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”. Creer no es estar convencidos de algo por una información sin fundamento. Es escuchar unas palabras, aceptarlas y llevar la inteligencia más allá de sus límites basándonos en la confianza y la autoridad de la persona que me asegura aquello. Creer es poner el corazón cerca de esa persona que merece nuestra confianza. Es un modo de amar, como afirmaba Newman: “creemos porque amamos”. Sin la fe, que es el conocimiento más espontáneo y más frecuente del hombre, no podríamos dar un paso en la vida. Toda nuestra convivencia está sostenida por una tupidísima red de actos de fe. En el mundo del trabajo, de las comunicaciones, en la ayuda que unos a otros nos prestamos en el campo médico, jurídico, financiero, alimenticio, etc., juega un papel decisivo la fe en los demás. La fe es también nuestra primera y más rica fuente de conocimientos científicos. El saber humano en todas sus vertientes depende del aporte de conocimientos y de esfuerzos de años de investigación paciente de una multitud de seres humanos. La mayor parte de lo que la ciencia biológica, matemática, jurídica, etc., me ha legado con los años y me sigue aportando todavía, lo recibo por la fe. Ciertamente y en teoría, podría comprobar si esos datos que recibo son exactos, pero en la práctica carecería de tiempo y tal vez de capacidad para ello. Si desconfío de los datos que a diario me están suministrando millones de personas, tampoco en el ámbito del saber podría dar un paso. Lo más irracional de este mundo es conducirse sólo con la razón. Es un imposible. Si esto es así, ¿qué tiene de extraño que Dios y su Iglesia nos pidan un asentimiento a las verdades reveladas aun cuando no siempre las comprendamos del todo o nos parezcan absurdas? “Dichosos los que crean sin haber visto”. Aquí estamos nosotros recogiendo esta alabanza que viene de Dios y que elogia algo tan humano como es la confianza, la buena fe. ¡Si tú me lo dices, lo creo! ¡Qué humano es esto! Es lo que Jesús espera de nosotros, que le creamos. Pero la fe no debe estar sólo en los labios porque, como enseña el apóstol Santiago, “¿qué aprovecha, hermanos míos, que uno diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Puede acaso la fe sola 39 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia salvarle?” (2, 14). Fe que nos lleve a amar a Dios de verdad, cumpliendo con amor sus mandatos; a preocuparnos seriamente por los demás, procurando influir cristianamente en sus vidas y ayudándoles también materialmente con nuestro trabajo bien hecho y la limosna de nuestro tiempo, nuestros conocimientos, nuestro dinero. *** Homilía basada en el Catecismo de la Iglesia Católica “¡Señor mío y Dios mío! Sólo desde la fe se puede adorar así” “Dios los miraba a todos con mucho agrado” revela que lo que hacían las primeras comunidades no quedaba inadvertido. Y, si además, la gente se fijaba en su actitud y se sentía atraída por su novedad u originalidad, se convertía en testimonio. Por sus obras eran misioneros, testigos. San Juan muestra la conexión entre la Resurrección y el envío del Espíritu Santo. Por el Espíritu reúne Jesús a su Iglesia, anuncia un nuevo modo de presencia, le garantiza que estará en y con la comunidad. Es como si les invitara a verlo desde el acontecimiento Pascual. Desde las perspectivas anteriores, la 2ª. lectura adquiere su verdadera dimensión. La victoria de la fe se “ve”, se “palpa” en quienes han creído. Desde la fe, el derrotado es el mundo y el pecado, lo viejo del hombre, lo que ha quedado clavado con Cristo en la cruz. Las convicciones de las personas se notan en sus obras. Las palabras pueden ser fachada de lo que no se cree. El cristiano, como hombre de la verdad, muestra su fe en las obras, en lo que su modo de vivir delata. — La fe de la primera comunidad: “Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles _y a Pedro en particular_ en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos «testigos de la Resurrección de Cristo» (cf. Hch 1,22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y los Doce” (642; cf. 639-647). — La Resurrección como acontecimiento trascendente: 647. — Sentido y alcance salvífico de la Resurrección: 651-655. — El amor de los pobres: “Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: «a quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda» (Mt 5,42). «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10,8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva «anunciada a los pobres» (Mt 11,5; Lc 4,18) es el signo de la presencia de Cristo” (2443; cf. 2444-2447). — “Les dijo: Recibid el Espíritu Santo”. Se nos ocurre preguntar: ¿Cómo es que Nuestro Señor dio el Espíritu Santo una vez cuando estaba en la tierra y otra cuando ya estaba en el cielo?... Porque dos son los preceptos de la caridad, a saber, el amor de Dios y del prójimo. Fue dado el Espíritu Santo en la tierra para que sea amado el prójimo; es dado desde el cielo para que sea amado 40 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia Dios. Así como es una la caridad y dos los preceptos, así también es uno el Espíritu y dos las dádivas” (San Gregorio Magno, hom, 26). Bienaventurados los que tengan oportunidad de ver los signos en los creyentes, porque ellos también lo serán. ___________________________ HABLAR CON DIOS (www.hablarcondios.org) La Fe de Tomás. – Aparición de Jesús a los Apóstoles estando ausente Tomás. Le comunican que Jesús ha resucitado. Apostolado con quienes han conocido a Cristo, pero no le tratan. I. El primer día de la semana1, el día en que resucitó el Señor, el primer día del mundo nuevo, está repleto de acontecimientos: desde la mañana, muy temprano2, cuando las mujeres van al sepulcro, hasta la noche, muy tarde3, cuando Jesús viene a confortar a sus más íntimos: La paz sea con vosotros, les dice. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. En esta ocasión, Tomás no estaba con los demás Apóstoles; no pudo ver al Señor, ni oír sus consoladoras palabras. Este Apóstol fue el que dijo una vez: Vayamos también nosotros y muramos con él4. Y en la Ultima Cena expresó al Señor su ignorancia, con la mayor sencillez: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo vamos a saber el camino?5 Llenos de un profundo gozo, los Apóstoles buscarían a Tomás por Jerusalén aquella misma noche o al día siguiente. En cuanto dieron con él, les faltó tiempo para decirle: ¡Hemos visto al Señor! Pero Tomás, como los demás, estaba profundamente afectado por lo que habían visto sus ojos: jamás olvidaría la Crucifixión y Muerte del Maestro. No da ningún crédito a lo que los demás le dicen: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré6. Los que habían compartido con él aquellos tres años y con quienes por tantos lazos estaba unido, le repetirían de mil formas diferentes la misma verdad, que era su alegría y su seguridad: ¡Hemos visto al Señor! Tomás pensaba que el Señor estaba muerto. Los demás le aseguraban que vive, que ellos mismos lo han visto y oído, que han estado con Él. Así hemos de hacer nosotros: para muchos hombres y para muchas mujeres Cristo es como si estuviera muerto, porque apenas significa nada para ellos, casi no cuenta en su vida. Nuestra fe en Cristo resucitado nos impulsa a ir a esas personas, a decirles de mil formas diferentes que Cristo vive, que nos unimos a Él por la fe y lo tratamos cada día, que orienta y da sentido a nuestra vida. De esta manera, cumpliendo con esa exigencia de la fe, que es darla a conocer con el ejemplo y la palabra, contribuimos personalmente a edificar la Iglesia, como aquellos primeros cristianos de los que nos hablan los Hechos de los Apóstoles: crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor7. 1 Jn 20, 1. Mc 16, 2. 3 Jn 20, 19. 4 Jn 11, 16. 5 Jn 14, 5. 6 Jn 20, 25. 7 Hech 5, 14. 2 41 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia – El acto de fe del Apóstol Tomás. Nuestra fe ha de ser operativa: actos de fe, confianza con el Señor, apostolado. II. A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Después dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel8. La respuesta de Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin límites: ¡Señor mío y Dios mío! Son las suyas cuatro palabras inagotables. Su fe brota, no tanto de la evidencia de Jesús, sino de un dolor inmenso. No son tanto las pruebas como el amor el que le lleva a la adoración y a la vuelta al apostolado. La Tradición nos dice que el Apóstol Tomás morirá mártir por la fe en su Señor. Gastó la vida en su servicio. Las dudas primeras de Tomás han servido para confirmar la fe de los que más tarde habían de creer en Él. “¿Es que pensáis –comenta San Gregorio Magno– que aconteció por pura casualidad que estuviese ausente entonces aquel discípulo elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que, tocando el discípulo dubitativo las heridas de la carne de su Maestro, sanara en nosotros las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se convirtió en testigo de la verdadera resurrección”9. Si nuestra fe es firme, también se apoyará en ella la de otros muchos. Es preciso que nuestra fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a mirar los acontecimientos y las personas como Él los mira, que nuestro actuar en medio del mundo esté vivificado por la doctrina de Jesús. Pero, en ocasiones, también nosotros nos encontramos faltos de fe como el Apóstol Tomás. Tenemos necesidad de más confianza en el Señor ante las dificultades en el apostolado, ante acontecimientos que no sabemos interpretar desde un punto de vista sobrenatural, en momentos de oscuridad, que Dios permite para que crezcamos en otras virtudes... La virtud de la fe es la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y la que nos permite juzgar rectamente de todas las cosas. “Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien nos movemos y existimos (Hech 17, 28); buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre”10. Meditemos el Evangelio de la Misa de hoy. Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano, y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel (Jn 20, 27); y, con el Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28), te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre –con tu auxilio– voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad”11. ¡Señor mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! Estas palabras han servido de jaculatoria a muchos cristianos, y como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, al 8 Jn 20, 26-27. SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 26, 7. 10 CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. 11 SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, 145. 9 42 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia pasar delante de un sagrario, en el momento de la Consagración en la Santa Misa... También pueden ayudarnos a nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo resucitado, realmente presente en la Hostia Santa. – La Resurrección es una llamada a manifestar con nuestra vida que Cristo vive. Necesidad de estar bien formados. III. El Señor le contestó a Tomás: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído12. “Sentencia en la que sin duda estamos señalados nosotros –dice San Gregorio Magno–, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que cree”13. La Resurrección del Señor es una llamada a que manifestemos con nuestra vida que Él vive. Las obras del cristiano deben ser fruto y manifestación del amor a Cristo. En los primeros siglos la difusión del cristianismo se realizó principalmente por el testimonio personal de los cristianos que se convertían. Era una predicación sencilla de la Buena Nueva: de hombre a hombre, de familia a familia; entre quienes tenían el mismo oficio, entre vecinos; en los barrios, en los mercados, en las calles. Hoy también quiere el Señor que el mundo, la calle, el trabajo, las familias sean el cauce para la transmisión de la fe. Para confesar nuestra fe con la palabra es necesario conocer su contenido con claridad y precisión. Por eso, nuestra Madre la Iglesia ha hecho tanto hincapié a lo largo de los siglos en el estudio del Catecismo, donde, de una manera breve y sencilla, se contiene lo esencial que hemos de conocer para poder vivirlo después. Ya San Agustín insistía a aquellos catecúmenos a punto de recibir el Bautismo: “Así, pues, el sábado próximo, en que celebraremos la vigilia, si Dios quiere, habréis de dar no la oración (el Padrenuestro), sino el símbolo (el Credo); porque si ahora no lo aprendéis, después, en la iglesia, no se lo habéis de oír todos los días al pueblo. Y, en aprendiéndolo bien, decidlo a diario para que no se olvide: al levantaros de la cama, al ir a dormiros, dad vuestro símbolo, dádselo a Dios, procurando hacer memoria de ello, y sin pereza de repetirlo. Es cosa buena repetir para no olvidar. No digáis: “Ya lo dije ayer, y lo digo hoy, y a diario lo digo; téngolo bien grabado en la memoria”. Sea para ti como un recordatorio de tu fe y un espejo donde te mires. Mírate, pues, en él; examina si continúas creyendo todas las verdades que de palabra dices creer, y regocíjate a diario en tu fe. Sean ellas tu riqueza; sean a modo de vestidos para el aderezo de tu alma”14. ¡A cuántos cristianos habría que decirles estas mismas palabras, pues han olvidado lo esencial del contenido de su fe! Jesucristo nos pide también que le confesemos con obras delante del os hombres. Por eso, pensemos; ¿no tendríamos que ser más valientes en esa o aquella ocasión?, ¿no tendríamos que ser más sacrificados a la hora de sacar adelante nuestros quehaceres? Pensemos en nuestro trabajo, en el ambiente que nos rodea: ¿se nos conoce como personas que llevan vida de fe?, ¿nos falta audacia en el apostolado?, ¿conocemos con profundidad lo esencial de nuestra fe? Terminamos nuestra oración pidiendo a la Virgen, Asiento de la Sabiduría, Reina de los Apóstoles, que nos ayude a manifestar con nuestra conducta y nuestras palabras que Cristo vive. ____________________________ 12 Jn 20, 29. SAN GREGORIO MAGNO, loc. cit., 26, 9. 14 SAN AGUSTIN, Sermón 58, 15. 13 43 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España) (www.evangeli.net) «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo. Por designio del Papa Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia. La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros. __________________________ EXAMEN DE CONCIENCIA PARA SACERDOTES – Gustavo Eugenio Elizondo Alanís El poder del sacerdote «Vayan y aprendan qué sentido tiene Misericordia quiero y no sacrificios. Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13). Eso dijo Jesús. Y tú, sacerdote, ¿has aprendido el sentido que tienen estas palabras? ¿Conoces el significado de la misericordia? ¿La practicas a través de obras, o haces sacrificios vacíos que no son agradables a tu Señor? La misericordia de Dios ha sido derramada en la cruz desde el Sagrado Corazón de Jesús. Tú eres, sacerdote, instrumento de salvación, para llevar la misericordia de tu Señor al mundo entero. Tu Señor te ha llamado y te ha elegido para darte una gran responsabilidad, porque Él te conoce desde antes de nacer, y te ha consagrado para Él. Y Él confía en ti, porque te da la gracia, y su gracia te basta. 44 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de perdonar los pecados, y todos a los que tú perdones, les quedarán perdonados, pero a los que no perdones, les quedarán sin perdonar. Y de eso, sacerdote, tú darás cuentas. Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de consagrar el pan y el vino, para que sean transubstanciados en verdadera comida y en verdadera bebida, para llevarle a los hombres la vida y la salvación. Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de llevar su paz al mundo. Esa, sacerdote, es tu cruz, para que la lleves todos los días con alegría. Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de predicar su Palabra con tu boca, y te da la autoridad para que tengas credibilidad ante el mundo al proclamar la buena nueva haciendo sus obras. Tu Señor ha puesto en tus manos el poder de unir el cielo con la tierra, por lo que todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo. Tu Señor ha puesto en tus manos el poder para hacer sus obras y aun mayores, porque Él, que ha subido al Padre, está contigo todos los días de tu vida para ayudarte. Tu Señor ha puesto el poder de Dios en ti, sacerdote, entregándose totalmente en tus manos, y Él es la misericordia misma, que te envía a darle de comer al hambriento, a darle de beber al sediento, a vestir al desnudo, a visitar al enfermo, a acoger al peregrino, a visitar al preso, a darle santa sepultura al muerto, a enseñar al que no sabe, a dar consejo al que lo necesita, a corregir al que se equivoca, a perdonar los pecados, a consolar al triste, a sufrir con paciencia a los errores de los demás, y a orar por los vivos y los muertos. Y tú, sacerdote, ¿eres misericordioso? ¿Haces lo que tu Señor te manda? ¿Cumples la misión que Él te ha dado, y para la que has sido enviado? ¿Aceptas tu ministerio con alegría para llevar al mundo la paz, o tienes cerrado tu corazón endurecido, que no da nada porque está vacío, y nadie puede dar lo que no tiene? Acude, sacerdote, a la oración, y pídele a tu Señor que te dé la disposición para abrir tu corazón a recibir su gracia y su misericordia. Mira que está a la puerta y llama. Si tú lo escuchas, y abres la puerta, Él entrará y cenará contigo y tú con Él. No pierdas la oportunidad, que siempre está vigente, de acudir a tu Señor y a su Divina Misericordia, para convertir tu corazón, y de participar de la obra redentora de tu Señor, construyendo con Él el Reino de los cielos, por lo que tú alcanzarás también su misericordia, al derramarla para el mundo entero, porque tu Señor ha dicho “Bienaventurados serán los misericordiosos, porque ellos recibirán misericordia “. Tú tienes, sacerdote, el poder en tus manos de transformar al mundo, buscando a los pecadores y convirtiéndolos en justos a través de los sacramentos. Usa bien tu poder, sacerdote, y lleva al mundo la paz a través de la misericordia. (Espada de Dos Filos II, n. 54) 45 Domingo II de Pascua (B) – Fiesta de la Divina Misericordia (Para pedir una suscripción gratuita por email del envío diario de “Espada de Dos Filos”, -facebook.com/espada.de.dos.filos12- enviar nombre y dirección a: espada.de.dos.filos12@gmail.com) _______________________ 46