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EDU LEÓN
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EDU LEÓN
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WALTER ASTRADA
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9
EDU LEÓN
Eduardo Kingman Garcés
y Erika Bedón
EDU LEÓN
Santiago Guarderas Izquierdo
Alcalde del Distrito Metropolitano de Quito
Angélica Arias Benavides
Directora del Instituto Metropolitano de Patrimonio
Comité Técnico Editorial y Académico Bicentenario
Ernesto Trujillo
Juan Martín Cueva
Luis Calle
Angélica Arias
Patricio Guerra
Dirección Creativa y Edición
Pablo Corral Vega
Coordinación Editorial
Yolanda Escobar Jiménez
Fotografías
Instituto Nacional de Patrimonio Cultural
Johanna Alarcón
Walter Astrada
Rolf Blomberg
Cristóbal Corral Vega
Pablo Corral Vega
Emmanuel Honorato Vázquez
Edu León
Luis Pacheco
Juan Pablo Verdesoto E.
Concepto editorial
Fábrica de Ideas
Investigación y textos
Eduardo Kingman Garcés
Erika Bedón
Fotografía de portada
Edu León
Fotografía de contraportada
Johanna Alarcón
Diseño
Karina Larrea Gross
Corrección de estilo
Liset Lantigua
Impresión
Imprenta Mariscal
ISBN
978-9942-7066-1-4
© Instituto Metropolitano de Patrimonio, 2022.
Este es un proyecto editorial de Fábrica de Ideas y del Instituto Metropolitano de Patrimonio.
Todos los derechos reservados.
A los comerciantes populares de Quito,
portadores de antiguos saberes,
quienes mantienen vivo en la ciudad su corazón rural,
y la conexión generosa con nuestra tierra andina.
Los mercados de Quito son fuente inagotable de comunidad, cultura
y patrimonio. Reconocer la importancia socioeconómica e histórica de
los espacios de comercio del Distrito Metropolitano de Quito es una
deuda importante que se tiene con la sociedad quiteña, ya que las
dinámicas comunitarias que se dan en torno a la comercialización en
pequeña, mediana y gran escala han formado mucho del tejido social
de nuestra ciudad y nuestro país.
Quito cuenta con cincuenta y tres mercados municipales que
se encuentran repartidos tanto en la zona urbana como en las
parroquias rurales del Distrito. El Municipio de Quito realiza un
trabajo mancomunado con todos y cada uno de los comerciantes de
estos espacios, para que los mercados continúen siendo referentes
identitarios de nuestra rica cultura.
Oficios tradicionales, comida patrimonial, comercio justo, agricultura
sostenible, medicina ancestral, solidaridad, tejido social, son algunos
de los valores que reconocemos en los mercados de Quito. Con esta
publicación queremos hacer un homenaje a las mujeres y hombres
que trabajan en estos espacios de cultura diversa y dinámica, por su
esfuerzo diario para sacar adelante a nuestra ciudad.
Santiago Guarderas Izquierdo
Alcalde del Distrito Metropolitano de Quito
El comercio en la ciudad de Quito ha sido uno de los oficios
ancestrales —presente en el mundo prehispánico, inclusive— con
menos reconocimiento territorial en la planificación de la ciudad. El
acercamiento y entendimiento de las distintas realidades en las formas
de comerciar en el Distrito Metropolitano de Quito, y su posterior
resguardo y potencialización a través de políticas públicas coherentes
con las dinámicas propias de estos espacios, deben realizarse más allá
de las miradas simplemente tecnócratas, dado que la vida alrededor
de los mercados, de las ferias y las plazas impregna a toda la sociedad
de nuestra ciudad.
Las ciudades andinas tienen una estrecha relación histórica y
ancestral con estos sitios que no cumplen únicamente una función
económica. Son lugares de sociabilidad, de identidad y solidaridad
excepcionales, cuyos valores tangibles como el orden y la arquitectura
no siempre somos capaces de entender; sin embargo, cuando los
visitamos se activan inmediatamente las percepciones relacionadas
con los sentidos —olores, sabores, texturas, matices, colores— y con
los aspectos emocionales.
Esta publicación, presentada por Eduardo Kingman Garcés y Erika Bedón
analiza, desde la etnografía y la historia, los distintos espacios en los
que se lleva a cabo el comercio popular de Quito desde su organización
y sus significados, con el propósito de entender su interacción con los
espacios públicos y las comunidades.
Eduardo y Erika han escogido la vida cotidiana como centro de sus
investigaciones académicas, y hacen en este libro un análisis de lo que
17
ocurre hoy en nuestras calles, plazas y mercados. Lo ponen en valor con
interesante información histórica. Las plazas y mercados tienen una
función esencial en las sociedades andinas, y los que participan en ese
comercio popular son portadores de saberes y tradiciones que reafirman
nuestra identidad. Los intentos por ordenar, racionalizar, embellecer y
modernizar los espacios de comercio popular surgen en gran parte por
el desconocimiento de lo que ellos significan. Desafortunadamente,
y debido a ese afán de ordenar y modernizar, se han ido borrando
múltiples expresiones y manifestaciones relacionadas con el comercio
que parecen desordenadas o premodernas.
Esta no es una historia de los mercados, ni las ideas se sujetan a un
orden cronológico. Es un ensayo libre sobre la riqueza extraordinaria
del comercio popular y de cómo este informa todo los aspectos de
la vida de Quito. Las ideas y observaciones de Eduardo y Erika están
enriquecidas por fotografías documentales, históricas y actuales, que
ofrecen una ventana humana y profunda hacia un mundo al que le
hemos dado la espalda.
Se trata de un trabajo histórico en diálogo con la memoria, cuyo eje
transversal son los cambios y reconfiguraciones de las plazas, ferias
y mercados en la ciudad de Quito y su relación con las poblaciones
indígenas y no indígenas. Lo que marca los hitos de análisis son hechos
significativos que sirven de ejemplo para ilustrar estas dinámicas. En
la primera parte del libro se hace referencia a los siglos XVIII-XIX,
en un segundo momento se habla del siglo XX, de la entrada a la
modernidad y se hace un acercamiento contemporáneo que permite
entender los sentidos y significados que tienen estos espacios en la
18
memoria de quienes trabajan y han trabajado en los mercados, ferias
y plataformas de la ciudad.
El Municipio de Quito, a través del Instituto Metropolitano de
Patrimonio, entiende los ámbitos materiales e inmateriales de estos
espacios, como legados culturales de nuestra ciudad. Asimismo,
reconoce la indivisibilidad de estos lugares con respecto a los valores
reconocidos por la UNESCO en la declaratoria de Quito como Primer
Patrimonio Cultural de la Humanidad. En este sentido, queremos
resaltar la riqueza patrimonial que el comercio popular genera en las
ciudades andinas, tanto como una manera de democratizar el uso
del espacio público, como de establecer escalas humanas de relación
entre edificios y comunidades.
Entregamos esta publicación a la ciudad de Quito, en el marco del
año de conmemoración del Bicentenario de la Batalla de Pichincha,
como otra forma de contar nuestra historia, porque los procesos
sociohistóricos por los que hemos atravesado como sociedad tienen
también héroes ocultos y no reconocidos, aquellos que, sobrepasando
toda crisis, han conseguido sostener a nuestras ciudades con valentía,
empeño y solidaridad. Este es el homenaje necesario a los trabajadores
del comercio popular, como portadores de importantísimos legados
culturales de nuestra sociedad.
Angélica Arias Benavides
Directora del Instituto Metropolitano de Patrimonio
19
Nota de los
autores
En este libro nos proponemos hacer un recorrido por lo que han
significado las ferias, las plazas abiertas y los mercados en la vida
de una ciudad andina como Quito. Lo hacemos como historiadores y
etnógrafos; como quienes se acercan a las urbes, a sus calles, a sus
formas de relacionamiento concretas, para intentar entenderlas.
Ya Lefebvre (2013) nos advertía sobre la necesidad de este tipo de
acercamiento —no funcional, no técnico— capaz de proporcionar
informaciones mucho más ricas y cercanas sobre el funcionamiento de
las ciudades y de devolvernos una imagen enriquecida de ellas. Para
Lefebvre, los urbanistas han perdido de vista la calle y sus funciones.
¿Al pretender estudiar la ciudad sin mirar los barrios, los mercados,
las calles, los trajines ligados a ellos, no estamos dejando de percibir
buena parte del engranaje económico, social, cultural de una ciudad
andina como Quito?
21
El mercado
interno
El desarrollo del intercambio, y de manera particular del mercado de
abastos, depende de la concentración de poblaciones en ciudades y
poblados, la ampliación de las demandas y la diversificación de los
consumos, así como de la formación de redes de abastecimiento e
intercambio entre distintas regiones y localidades, la concentración
y diversificación de capitales y del mejoramiento de los medios de
transporte y la construcción y mantenimiento de vías.
Es cierto que el auge de la producción obrajera, en la colonia, no
se explica fuera de la dinamización de la producción y el comercio
generado por la extracción minera en Potosí, pero esto no significa
perder de vista el papel que jugaron las distintas regiones, con sus
propias dinámicas de intercambio al interior de ese gran mercado.
Desde el comienzo Quito fue el espacio monopolizador y
comercializador de los tejidos. Al finalizar el siglo XVI se ordenó
que un tercio de la ropa fuera transportada a esta ciudad dada
la insuficiencia del mercado. A principios del siglo siguiente
fue el Presidente Miguel de Ibarra quién ordenó que todas las
22
23
subastas se realicen en la capital, dado que al existir mayor
competencia e incrementarse la demanda se mejorarían los
precios, cosa que no sucedería en los pueblos. (Miño, 2018)
de indígenas que lo mismo transportaban las cargas en mulas que se
encargaban de mantener las vías, garantizar los abastos, cuidar los
tambos. (Poloni-Simard, 2006)
Sempat Assadourian ya advirtió que no se debían aislar las ciudades de
los contextos agrarios y viceversa. Las ciudades coloniales constituyeron
espacios de poder en los que residieron los propietarios de la tierra y en
los que se definieron buena parte de las políticas agrarias, pero además,
expresaron y expresan la vitalidad económica del contorno rural, esto
es de la producción mercantil especializada, destinada a realizarse en
el mercado interno (Assadourian, 1982). Después de la crisis generada
durante la colonia y la primera fase de la República, por la ruralización
de la economía y el deterioro de las ciudades, el comercio tuvo un
nuevo punto de despliegue hacia el último tercio del siglo XIX. Antes
que un fenómeno local, fue el resultado de una dinámica más amplia
de carácter regional y global. Resta saber cómo —en medio de esa
dinámica— funcionaron los sectores populares y, de manera particular,
los ligados a los abastos. Una ciudad como Quito no fue solo un centro
administrativo o residencial, sino un espacio económico relacionado,
entre otras cosas, con los oficios y la comercialización favorable, a
su vez, al desarrollo de formas descentralizadas y «desordenadas» de
organización de la vida social: a las tácticas de evasión de alcabalas
y tributos, a los mercados paralelos, al «forasterismo» y al «doble
domicilio». Se trataba de dinámicas diferentes, pero al mismo tiempo,
complementarias a las que se generaban en el campo, o para ser más
precisos, urbano-rurales. Respondían a un entramado urbano rural,
antes que solo urbano.
Toda ciudad albergaba una población que no pretendía ser
completamente autosubsistente y requería de productos venidos de
otras localidades, cercanas y lejanas, para abastecerse. El campo, a
su vez, se iba haciendo cada vez más dependiente de la ciudad como
mercado de sus productos y como medio para acceder a bienes
generados por las urbes como calzado, telas, imágenes, instrumentos
de labranza. Una ciudad era, además, un centro administrativo y una
fuente de recursos simbólicos, relacionados con los cultos cristianos
y andinos, con la cotidianidad y con los imaginarios propios de una
época. Todo esto generaba, durante la colonia, el siglo XIX y hasta
entrado el siglo XX, una rica producción artesanal y de oficios, de
carácter regional. De acuerdo a Saint-Geours, los artesanos de la
sierra centro norte abarcaban, en el siglo XIX, el conjunto del mercado
regional, tanto urbano como rural:
El abastecimiento de las ciudades en el siglo XIX dependía de redes
de trajinantes grandes y pequeños, arrieros, cargueros que servían
de intermediarios, así como de redes informales de abastecimiento
de bienes destinados a las capas populares, como era el caso de
las vendedoras de menudencias, ropa usada, cacharros. Los arrieros
permitían establecer vínculos relativamente estables entre las distintas
ferias y ciudades y entre la ciudad y el campo, pero su actividad no era
necesariamente segura, debido a las condiciones de la naturaleza y
al estado de los caminos. Las arrierías dependían del reclutamiento
24
Hasta 1870, las bayetas, liencillos y lienzos, bolsas y camisas, en
el sector textil, y las suelas, becerros y calzados, en el sector del
cuero, tenían muy poca competencia. Hacia 1840 los zapatos de
Ambato eran cuatro veces más baratos que los de importación.
Lo mismo sucedía con la alfarería, las alfombras y los sombreros.
Bien es cierto que ello no impidió que los ricos mandasen a traer
de Europa productos de lujo, pero durante mucho tiempo los
artesanos lograron resistir al fisco, gracias a la venta de productos.
(Saint-Geours, 1984)
Aunque estas relaciones resultan evidentes para los historiadores
contemporáneos, no lo fueron del todo para la historiografía más
clásica, que tendió a separar los estudios urbanos de los rurales,
así como la economía política de las economías locales. Es cierto
que existían diferencias entre ciudad y campo, dadas por el grado
de concentración de poblaciones, actividades y recursos, pero al
mismo tiempo había muchas cosas en común, derivadas, en primer
lugar, del peso de la hacienda como forma de propiedad de la tierra
25
sobre el conjunto de la vida social, la conformación de las clases y la
vida cotidiana. A partir del último tercio del siglo XIX, la ciudad hizo
necesario el desarrollo de requerimientos propiamente «urbanos» en
términos de consumos y lo que se ha dado en llamar «mundanidad
aristocrática», a más de la Policía, la administración de justicia, los
sistemas de salud, las «instituciones letradas». Sin embargo, buena
parte de los oficios, rentas y servicios que hacían posible este mundo
urbano provenían del campo.
El proceso de urbanización hay que entenderlo tanto en términos de
crecimiento demográfico, concentración de actividades y recursos,
como en función de la población que administra, de sus formas de
configuración social, de sus «usos y costumbres». Las ciudades se
constituyen a partir de sus relaciones con otras ciudades y con las
zonas agrarias, así como con un territorio y una dinámica global.
Todas las concentraciones urbanas provienen de un sistema de flujos,
pero también de nódulos que conectan lo exterior con lo interior.
Esto, que parece simple, resulta complejo cuando se examinan casos
específicos como los de las ciudades de los Andes. Las ciudades
andinas fueron espacios abiertos al mercado interno y, por ende, a
las formas específicas de mercadeo, a sus relaciones con el mundo
de la hacienda y las comunidades, así como al mestizaje en términos
sociales y culturales.
Mular con barriles de leche en la calle Bolívar, ca. 1901. Archivo
Leibniz-Institut für Länderkunde, Leipzig. Instituto Nacional de
Patrimonio Cultural - Colección Hans Meyer. PAUL GROSSER
26
Una ciudad como Quito, sin dejar de ser estamental y jerárquica, se
vio obligada a incluir desde siempre un mundo más amplio, indígena
y de mestizaje indígena; algo que va más allá de la idea de ciudad
señorial y de ciudad letrada, así como de la idea de fronteras,
asumida únicamente como separación. En realidad hasta el siglo XIX e
incluso hasta avanzado el siglo XX no existía, en los Andes, una clara
separación entre el campo y «los llamados barrios», ni espacios públicos
completamente separados. La formación de nuevos sectores sociales,
resultado del mestizaje indígena o de lo que se podría llamar «indios
urbanos», no era ajena a las relaciones con el campo y con un tipo de
cultura urbano-rural que muchas veces se confundía con el barroco. De
hecho, había una circulación constante de población indígena y mestiza
entre la ciudad y el campo y eso significaba mezclas, yuxtaposiciones,
así como supervivencias.
27
Aunque los ciudadanos buscaban diferenciarse con respecto a las
zonas rurales, de las que paradójicamente dependían, se daban, en
realidad, muchos puntos de contacto. En el propio centro de Quito
y en el centro de ciudades como Bogotá y La Paz se mantenían
huertas, criaderos de animales, pero además, había todo un mundo
social y cultural proveniente del campo, que buscaba generar en la
ciudad sus propios espacios, relacionados, entre otras cosas, con el
mundo de las ferias, plazas y trajines de las calles. El comercio a larga
distancia permitió que las ciudades accedieran a bienes suntuarios,
recursos exóticos, tecnologías provenientes de lugares remotos, y
que ampliaran el volumen de venta de productos primarios. Pero
se dio, además, un fuerte intercambio de productos originarios de
cada región o de otras regiones dentro de un mismo país: recursos
agrícolas, pecuarios, leña, carbón, textiles, herramientas, cerámica,
alfarería, productos de carpintería, hojalatería, entre muchos otros.
Buena parte de estos productos eran resultado de lo que podríamos
denominar una iniciativa y una «inventiva popular», afincada tanto en
la ciudad como en el campo. Hacia 1860 se registraba un incremento de
embarcaciones que llegaban con productos a Guayaquil. Se trataba de
una oferta relativamente creciente que incluía productos de la sierra y
de otras regiones de la costa, como arroz, «azúcar del país», raspadura
de Zaruma, maíz, «aguardiente del país», botijas de miel, botijas de
guarapo, manteca, carneros y chivos, cerdos, pan y queso de la sierra. A
esto se sumaban las ventas de pescado, cangrejos, ostiones, carne de
res, gallinas, frutas. En las ferias que se organizaban en Guayaquil se
establecieron tarifas diferenciadas para quienes tenían puestos fijos
y para los vendedores ambulantes, y según el tipo de producto y la
cantidad. La presencia de campesinos que llegaban directamente con
sus productos abarataba los costos, y eso era medido de acuerdo a los
intereses coyunturales de los ciudadanos. Al crecer las ciudades y al
fortalecer su economía se produjeron también cambios en las zonas
agrarias relacionadas con ellas.
Calle de un barrio de Quito. Ecuador en las páginas de “Le tour du Monde”. Diseño
de E. Thérond según Ernst Charton. Ediciones del Consejo Nacional de Cultura.
29
Las ciudades
andinas,
las ferias y plazas
de mercado
Las ferias y plazas abiertas de mercado cumplieron un papel importante
en la vida de las ciudades andinas, garantizando su abastecimiento. A
su vez, fue la formación de conglomerados urbanos lo que permitió el
incremento de la producción y circulación de «mercancías de consumo
corriente». Las ferias y plazas de mercado no estaban destinadas
solo a la población urbana, sino a una población rural y semirrural
que acudía a ellas; los trabajos de Minchom M. (2007) dan cuenta de
estas dinámicas. Se trataba de abastecimientos populares en los que
participaban distintos sectores sociales, herencia de la colonia y de los
antiguos tianguez o mercados indígenas.
El comercio y los oficios populares permitieron construir un rico espacio
de relacionamientos sociales ubicados en el cruce de estos dos espacios.
Gracias a las ferias, plazas y mercados mucha gente logró, a lo largo
del tiempo, una salida a sus necesidades económicas, un cierto nivel
de autonomía y respetabilidad en medio de una sociedad excluyente;
logró educar a los suyos y mejorar su economía. Las mujeres jugaron
un importante papel en esa economía (Borchart de Moreno, 1992). A
nosotros nos gustaría poder mostrar algunas pistas relacionadas con
esa dinámica.
30
31
Plaza de San Francisco en un día de mercado, ca. 1903. ANÓNIMO
La incorporación a los circuitos de comercio permitió a la población
indígena reunir dinero para el pago del tributo, comprar herramientas
y aperos, financiar las fiestas en honor a sus santos patronos, tener
acceso a una fuente adicional de recursos que les permitía invertir en
el campo. Pero el pago del tributo no era lo único que buscaba esta
población con el comercio.
El tributo no fue el único elemento que pareció empujar a los
indígenas a la posible conversión de productos en reales, sino
también la necesidad de pagar las obvenciones parroquiales,
adquirir productos (machetes, sal, ganado y ropa, entre otros),
contribuir, en algunos casos, con el pago de pleitos o a las
cofradías. (Escobar y Fagoaga, 2005)
El sistema de ferias ocupó un lugar central en la vida de las comunidades
libres y de hacienda en el siglo XIX, después de eliminado el tributo
y hasta avanzado el siglo XX. Valdría la pena examinar no solo la
participación de esa población como productora, sino como consumidora,
así como los cruces entre los consumos indígenas y lo que podríamos
llamar consumos populares urbanos y urbano-rurales. La participación
en el comercio dinamizó la vida de muchas comunidades. Al mismo
tiempo, las prácticas de intercambio fueron un factor de mestizaje. Si
campo y ciudad estuvieron en el pasado fuertemente conectados, no
fue tanto como resultado de una dinámica de urbanización como de un
juego de «dependencias mutuas». Huancayo, por ejemplo, tal como lo
percibió Arguedas (1971) en la primera mitad del siglo XX, no era solo
una ciudad en términos económicos; tenía una historia anterior que le
daba sustento. Se levantó sobre un antiguo tambo, pero, además, de
una antigua huaca o lugar sagrado. Huancayo se construyó en el cruce
de caminos, en el cruce de productos y de consumos y en el cruce de
creencias, en una superposición de culturas, como una antigua huaca
sobre la que se construye un templo cristiano y sobre la que se levanta
la dinámica del mercado.
Se trataba y se trata, en este caso —como en el de la ciudad de Quito—
de configuraciones históricas resultado de la mezcla de elementos
hispanos, andinos y modernos; de supervivencias, de relacionamientos
34
materiales y simbólicos dominantes en el pasado, que continuaron
existiendo en épocas posteriores. No fueron rémoras, sino exactamente
supervivencias, es decir, elementos del pasado que se conjugaron
con el presente. Huancayo, en particular, se había constituido en un
importante mercado indígena ya, desde el siglo XIX.
En términos sociológicos, Arguedas no solo estudió el papel del
comercio en la vida de Huancayo, sino cómo a partir del comercio se
constituyeron nuevas —y al mismo tiempo antiguas— capas sociales:
arrieros, comerciantes con puestos fijos y ambulantes —más tarde—,
bodegas y almacenes. A esto hay que añadir el papel que jugó el
comercio en el despliegue de las manufacturas y oficios populares.
Desde su origen, la feria de Huancayo no fue un mercado exclusivo
de arte regional o indígena, fue un mercado completo en el cual
se vendieron tanto objetos de arte popular como de manufactura
industrial. Al mismo tiempo en la feria se pusieron a la venta
productos de actividades agrícolas procedentes no solo del valle,
sino de todas las regiones de la costa y montañas próximas, y
no hubo, como no las hay hasta ahora, limitaciones de ninguna
especie. Acuden a la feria tanto los productores en gran escala,
como el campesino muy pobre que envía al mercado a sus menores
hijos y a sus mujeres, cuyos puestos de venta no alcanzan a ocupar
un metro cuadrado. (Arguedas, 1971)
El trabajo de Arguedas obedece a un momento de profundos cambios
agrarios y de presión sobre las poblaciones, generada por esos cambios.
Las sociedades andinas de la primera mitad del siglo XX se están
urbanizando y eso produce giros en la cotidianidad, tanto en las
ciudades como en el campo. Arguedas se propone mostrar la potencia
de las comunidades en ese proceso de urbanización temprano.
Los aportes de Arguedas nos abren un espacio de reflexión para entender
el tipo de modernidad, tal como se dio en la primera mitad del siglo XX
en el Ecuador, y más específicamente en la ciudad de Quito, como algo
que no les competía solo a las élites y que tampoco podía asumirse de
una sola forma. En realidad deberíamos hablar de varias modernidades
35
paralelas. Al contrario de lo que generalmente se sostiene, para los
sectores populares, mestizos e indígenas existía una necesidad de
inscribirse en la modernidad y el mercado. La modernidad popular, antes
que como modernización, hay que concebirla en términos de cambio en
los relacionamientos cotidianos; como desarrollo de distintas tácticas
de acumulación desde abajo y —al mismo tiempo— como acumulación
de recursos populares y de sentidos relacionados con esos recursos.
Para entenderlo hay que seguir la pista a las ciudades, los caminos, las
ferias y mercados dentro de esos procesos.
Venta de guaguas de pan en el bulevar de
la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG
36
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Día de feria en Cajabamba, Chimborazo, ca. 1975. CRISTÓBAL CORRAL VEGA
38
Terminal de Cumandá, Quito. ca. 1975. CRISTÓBAL CORRAL VEGA
39
Mercado de Huilloc en el Cuzco, Perú, 2005. PABLO CORRAL VEGA
El sistema
de ferias
Hay que diferenciar distintos tipos de ferias, dado su carácter
interregional, regional o local. Al mismo tiempo, existían distintos
espacios o plazas al interior de las ferias. Así, por un lado estaban los
espacios destinados a la compra-venta de animales, las dirigidas a
las ventas especializadas en tubérculos, cebolla, toquilla y, por otro,
espacios donde se ubicaban de manera indistinta tanto abastos como
productos manufacturados y artesanales, provenientes —algunos de
ellos— de lugares lejanos. El traslado del ganado hasta las ferias no
se realizaba, necesariamente, por los carreteros principales por los
que viajaban mulas y carretas con víveres, sino por vías secundarias,
cercanas a zonas de pastoreo. Entre los productos manufacturados que
se vendían en el siglo XIX estaban las mantas y sillas de montar, ponchos,
rebozos, sombreros, polainas, imágenes religiosas. A esto se sumaba
una serie de bienes demandados por la población de ese entonces como
el ají, el achiote, el maíz, las harinas, los tubérculos, la sal, una variedad
de frutas, hierbas medicinales, pan, dulces y tabaco. De hecho, las ferias
que se realizaban en las ciudades principales como Quito, Riobamba,
Ambato, Cuenca, eran muy distintas a las de las pequeñas ciudades y
poblados, aun cuando estaban conectadas entre sí.
42
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En términos temporales y no solo espaciales, hay que diferenciar el
comercio en las plazas abiertas de los mercados cerrados modernos,
en los que se desarrollaba ya una incipiente especialización en torno
a determinados giros. Estos últimos, en el caso de Quito, comienzan a
funcionar en las décadas de 1940 y 1950. En 1960 la feria de Riobamba
era el eje articulador de un sistema de ferias en el que participaban
otras localidades. Al mismo tiempo, estas formaban parte de una red
de abastecimientos más amplia, orientada hacia Guayaquil y Quito. El
antropólogo Burgos (1977) caracterizó a la Riobamba de esos años como
una ciudad de mercado en la que existían diez plazas especializadas en
el intercambio de ciertos productos que ofrecen a la vez toda una serie
de servicios congruentes con la actividad de las personas indígenas,
cholas y mestizas que intervienen en el mundo de las transacciones.
(Burgos, 1977)
Por lo general, las ferias más grandes, como la de Huancayo, en el
Perú, Quito, Ambato, Riobamba en el Ecuador, se caracterizaron por
la venta de una gran variedad de productos agrícolas y no agrícolas,
destinados a distintos tipos de consumidores, provenientes tanto de
espacios urbanos como rurales. Según Ibarra (1987), las ferias estaban
organizadas a partir de redes que garantizaban la circulación de los
productos en una región, y entre regiones dentro de un territorio. El
desarrollo de la arriería no solo era una expresión del desarrollo del
sistema de ferias, sino que, de acuerdo al mismo autor, contribuyó a
la mercantilización de la producción agrícola, creando un sistema de
comercialización competitivo y alternativo al de las haciendas.
El sistema de ferias estaba vinculado con distintas formas de religiosidad
popular. Parte de su «novedad» era la visita a los santuarios.
Mercado de San Roque, ca. 1950. LUIS PACHECO
La población flotante es numerosa, a veces se quintuplica y hasta
se centuplica en la famosa fiesta de Corpus, que es la mayor del
año. La feria y el día de Corpus coinciden. (Chávez Jaramillo de Tejada.
En Caravalho-Neto, 1970: 69)
Lugares como el Quinche, a la vez que acogían a feriantes, eran sitios de
peregrinación. Hacia la primera mitad del siglo XX las ferias movilizaban
44
45
Feria en Cuenca, ca. 1914. Por lo general las ferias se organizaban
en el cruce de caminos o en explanadas y estaban relacionadas con
huacas y santuarios. Las ferias más grandes, como la de Huancayo y
Ayacucho, en el Perú, y Cuenca, Quito, Ambato, Riobamba en el Ecuador,
se caracterizaron por la exhibición y venta de una gran variedad
de productos, agrícolas y no agrícolas, de oficio y manufacturados,
destinados a distintos tipos de consumidores, provenientes tanto de
espacios urbanos como rurales. EMMANUEL HONORATO VÁZQUEZ
46
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una gran cantidad de personas provenientes de distintas localidades,
pasando su presencia a ser objeto de intervención de la Policía. En una
comunicación dirigida por el Ministerio del Interior a la Intendencia de
Policía de Pichincha, en 1916, se evidencia la preocupación que existía en
ese entonces por las ferias como lugares de aglomeración y de desorden.
Como hay temores de que mañana en la feria de Sangolquí ocurran
desórdenes, sírvase usted disponer que doce hombres de Policía
de su mando se trasladen a esa parroquia1.
Estas preocupaciones se acrecentaban cuando las ferias coincidían con
celebraciones populares como la de Corpus (Inti Raymi). Era función de
los gendarmes controlar a las poblaciones durante esas fiestas. Esos
controles operaban en términos policiales, pero también permitían
distintas formas de extirpación cultural, aun cuando no necesariamente
fueran efectivos. Por lo menos es lo que se deduce de una comunicación
de la Intendencia:
Pongo en su conocimiento que la escolta que mandé anteayer para
cuidar el orden en la fiesta de Corpus en Cotocollao, compuesta
por el celador ad-honoren Virgilio Jurado y seis gendarmes, ha
transgredido las leyes del código de Policía, por cuanto, los
empleados no han venido sino a embriagarse y han desordenado
a toda la gente.
En los años 1960 (Caravalho- Neto, 1970) y sus colaboradores emprendieron
un registro del folklore y la cultura popular en el Ecuador, que incluía los
mercados. De acuerdo a la investigadora Elvia Chávez de Tejada, la feria de
Saquisilí era una feria importante, a la que llegaba gente de todas partes:
La feria se desarrolla en seis plazas que abarcan su composición
urbana y se extienden, además, a la vera de los caminos que
conectan dichas áreas. Cada plaza tiene su calificativo popular
de acuerdo a los artículos que se compran y se venden: Plaza del
ganado, Plaza de las esteras y los dulces, Plaza de los juguetes
1 ANH. Fondo de la Intendencia de Policía: documentos sin clasificar. 27 de octubre de 1916.
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y comidas, Plaza de las lanas y tejidos de cabuya, Plaza de la
alfarería colorada y las hierbas aromáticas, Plaza de las telas,
las frutas, los granos y cereales (...). Cientos de camiones y buses
llegan de todas partes trayendo a los participantes de la feria,
que flanquean las entradas al pueblo en vocinglera actitud. Otros
medios de transporte son las carretas, los caballos, las mulas, los
asnos y hasta los bueyes domesticados para la carga. Hay, además,
muchas personas que traen sus mercancías a la espalda. (Chávez
Jaramillo de Tejada, en Carvalho-Neto, 1970: 68)
Las ferias quincenales y semanales, con sus plazas abiertas de mercado,
convocaron tanto a una población fija como a la itinerante proveniente
de distintas localidades. Esta población se acercaba a los centros
poblados en los días de feria para intercambiar, pero también para
realizar trabajos ocasionales como cargadores, desgranadores, peones.
La búsqueda de asesoramiento legal y el seguimiento de «causas
judiciales» formaba parte de los usos de la ciudad, en una época en la
que las distancias entre región y región eran relativamente mayores
que ahora, debido a las condiciones de transporte. Muchos abogados y
tinterillos se hacían presentes en las ferias en busca de una clientela
proveniente del campo. Las ferias eran, además, una condición favorable
a los relacionamientos públicos; en ellas participaban distintos actores,
hacendados, mayordomos, campesinos, artesanos, comerciantes y, en el
caso de las ciudades, distintas capas poblacionales urbanas y urbanorurales, que lo mismo intercambiaban que hacían de espectadores y
«curiosos». Las ferias incluían otras actividades, entre ellas «rifas de
juguetes, tacitas, ollas, platitos», espectáculos populares como los
«cirqueros», que iban de lugar en lugar y también llegaban a las ferias.
Los niños gustaban de las ferias por los atractivos que ofrecían los
juguetes de madera, de tela, de latón y de barro. Ha sido de nuevo, José
María Arguedas, quien ha hecho una de las caracterizaciones más ricas
del peso que tuvieron las ferias en las sociedades andinas:
Por su propia condición de feria popular los vendedores estaban
exentos de ciertas reglamentaciones que exigen al comercio
regular. Por un lado, la feria constituye un atractivo poderoso de
tipo social. No es igual negociar fríamente en una tienda o en
49
una oficina que hacerlo al aire libre, en un ambiente de fiesta
y en compañía de múltiples amigos y compadres a quienes se
encuentra en la feria como un lugar de cita obligada y, al mismo
tiempo, para los compradores y productores de toda la región.
(Arguedas, 1983)
Las plazas y ferias cumplieron un importante papel en el comercio, así
como en la generación de relaciones urbano-rurales. Cuando hablamos
de una ciudad estamos acostumbrados a mirarla únicamente como
localidad y no a partir de la red de relaciones cercanas y lejanas en las
que se halla inserta y contribuye a dinamizar. Muchos de los productos
quiteños eran conducidos por mercaderes indígenas y mestizos a
mercados lejanos como el de la feria de Guadalupe, en el norte del
Perú, ya en el siglo XIX. Pero no era el único caso. De acuerdo a Langer
(2009), en ese siglo la participación de la población indígena en el
comercio se multiplicó.
baratos orientados a los sectores con menos recursos, ubicados en las
capas más bajas dentro del sistema de «castas». Las ferias constituían
todo un mundo en movimiento:
En los ángulos de la plaza principal [de Saquisilí] están los
adivinos, ventrílocuos y abundan los rifleros; recogen limosnas
con santos de advocación tradicional. En las portezuelas de los
talleres ponen a lucir muestras de sus artesanías, ya de plata
como de imaginería; máscaras de cartón, madera y tela de alambre
que representan lobos, perros, osos y símbolos figurativos. No
es extraño ver tiendas de ropas para fiestas y ceremonias; se
encuentran indumentarias completas para el baile del «danzante»,
del «guaco», la «camisona» y el «yumbo». Esas ropas se alquilan,
con mucha demanda para las festividades de Corpus. (Chávez
Jaramillo de Tejada, en Carvalho-Neto, 1970: 69)
El recurso más importante para el transporte de mercancías eran los
arrieros. Muchos de ellos eran al mismo tiempo intermediarios. Dado
el estado de los caminos, el transporte de mercancías ocupaba mucho
más tiempo que ahora, haciendo muy difícil el traslado de bienes
perecibles de la costa a la sierra y viceversa. Las recuas de mulas
ocupaban buena parte de los caminos, pero había zonas a las que
solo se podía llegar utilizando cargueros, esto es energía humana.
El transporte de muchos productos dependía de esa energía, cuya
utilización solo era posible dada la condición postcolonial y la forma
racializada de división del trabajo.
Con el ferrocarril, el transporte de mercancías de todo tipo, incluyendo
las de mayor volumen, se hizo mucho más ágil y permitió que llegaran
productos de zonas más lejanas, en un período menor de tiempo. En
todo caso, no hay que perder de vista que con la llegada del tren la
importancia de los arrieros, lejos de decaer, siguió vigente debido al
surgimiento de nuevas poblaciones y la activación de nuevos centros
de intercambio —como Guamote, por citar un ejemplo— más allá de las
vías, que requerían conectarse con ellas. De igual manera, la llegada
de productos importados no eliminó la producción de oficio de bienes
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51
Llegada de arrieros a Quito, ca. 1920. Reproducción
digital de una tarjeta postal. Instituto Nacional de
Patrimonio Cultural. Colección Particular de Julio
Enrique Estrada Ycaza. ANÓNIMO
52
Plaza Sucre, Quito, ca. 1890-1900. Reproducción
digital de una tarjeta postal. Instituto Nacional
de Patrimonio Cultural.Colección Particular de
Julio Enrique Estrada Ycaza. ANÓNIMO
53
Las casas
importadoras
y los viajantes
de comercio
Los «viajantes de comercio» contribuyeron a ampliar los ámbitos del
intercambio mucho más allá del de las ciudades principales. Gracias
a ellos, muchas mercancías que solo se distribuían en las ciudades
principales llegaron a las localidades medianas y pequeñas y a partir
de ellas a los poblados. Hacia las primeras décadas del siglo XX se
multiplicaron las rutas de comercio, y con ello se amplió el intercambio
de productos importados y de distintas regiones (Konanz, 2016). Se
fundaron algunas oficinas y casas de comercio, principalmente en el
puerto de Guayaquil. Estas sirvieron como intermediarias de empresas
europeas y norteamericanas.
En esos años (1912-1914) la oficina de lo que posteriormente llegó a
ser la empresa Max Müller era muy pequeña. Esta oficina quedaba
en el malecón, entre dos almacenes de propietarios chinos, en la
esquina estaba un depósito de cueros curtidos del señor Timoteo
Suegun. El Malecón parecía un gran patio de ferrocarril, lleno
de rieles, por las que transitaban las plataformas en las que los
empleados de la aduana repartían las mercancías a las casas
comerciales. (Konanz, 2016)
54
55
A partir de las casas importadoras se multiplicaron los almacenes
comerciales en Guayaquil, Quito, Manta, Riobamba y en poblaciones
más pequeñas como Guaranda, San José de Chimbo, San Miguel,
Chambo, Guano, Cañar. Los pequeños negocios ubicados en las ciudades
del interior, directamente relacionados con el sistema de ferias,
contribuyeron a ampliar el mercado hacia los poblados y el campo.
En San José de Chimbo había unos ocho comerciantes, a los que
se sumaban dos de San Miguel. Después de unos cuantos días
se avanzaba a Guaranda, donde permanecíamos una semana
atendiendo a los comerciantes de ahí y de la Magdalena. (…)
Se vendían principalmente bayetas, ruanas, lienzos, casinetes,
pañolones, hilos. No se usaban billetes de banco y el único dinero
que circulaba eran monedas de plata, sucres ecuatorianos, soles
peruanos, escudos chilenos, pesos colombianos. (Konanz, 2016)
Los «viajantes de comercio» no solo se servían del ferrocarril, sino
del auxilio que les brindaban los arrieros. Aprovechaban las vías de
circulación abiertas por los arrieros para explorar nuevos espacios,
más allá de los ordinarios. Los arrieros esperaban a los viajantes a su
llegada en el tren y cargaban los bultos en las mulas para dirigirse a
ciudades y poblados más lejanos. Los arrieros hacían las veces de guías
de los viajantes.
La llegada de los viajantes a una ciudad del interior convocaba a
comerciantes de esa ciudad y de ciudades aledañas, los cuales se
encargaban a su vez de hacer circular las mercancías por los pueblos
y las ciudades más pequeñas. Para esa época se había pasado de las
ferias espaciadas en el tiempo a ferias semanales. Entre las ferias se
destacaba la de Ambato, cuyo prestigio venía desde mucho tiempo
atrás. Era considerada la más nombrada y recurrida entre las de todas
las ciudades del Ecuador (Enock, 1980). No menos destacada era la feria
de Riobamba.
donde tenía clientes de Pelileo, Píllaro y Pasa. A continuación,
íbamos a Latacunga para encontrar a los comerciantes de Salcedo.
(Konanz, 2016)
La relación con los comerciantes en cada lugar estaba a cargo de sus
asistentes. Estos debían preocuparse por adecuar los espacios para
exhibir las mercancías.
El asistente con el que viajaba ayudaba a citar a los clientes, a
entregar mis mensajes y otros menesteres, como abrir y exhibir
los inventarios que transportábamos en ocho o doce baúles.
Usualmente los exhibíamos en una sala que nos facilitaban los
comerciantes o que alquilábamos. Los bultos se empacaban con
hojas de bijao para protegerlos de la lluvia. (Konanz, 2016)
También algunos otavaleños y «nayones» hacían las veces de agentes de
comercio y llegaban de tarde en tarde a los pueblos y haciendas, aun a
los más remotos. Lo que vendían era de una calidad distinta de la que
ofrecían los «viajantes de comercio». Por lo general, llegaban caminando,
cargando sus bultos llenos de «chucherías», como se acostumbraba a
decir. Un testimonio recogido en el noroccidente de Pichincha permite
colegir que la llegada de los otavaleños a esas zonas aisladas era
acogida con regocijo. Entre las cosas que llevaban estaban periódicos
y revistas con novelas por entregas, como «Leoplán». Regularmente lo
hacían por encargo. (Konanz, 2016)
En Riobamba había una importante feria semanal. Ahí atendíamos
a los comerciantes de Guano y Chambo. Después viajábamos a
Ambato, que era en ese tiempo la ciudad más grande de la región,
56
57
Sastrería Vásconez y Pazmiño, Quito, ca. 1920.
Instituto Nacional de Patrimonio Cultural. ANÓNIMO
58
Almacenes Viteri-Rites ca. 1920, Quito. Instituto
Nacional de Patrimonio Cultural. JOSÉ DOMINGO LASO
59
Quizá esta es una de las primeras
fotografías publicitarias del Ecuador.
Responde a un momento de despliegue
de mercancías suntuosas y casas
importadoras en el país, que se ubicaron
en las principales ciudades como Quito,
Cuenca y Guayaquil, ca. 1920. EMMANUEL
HONORATO VÁZQUEZ
60
61
Transiciones
La imagen de un mercado formado por compradores y vendedores
individualizados al interior de espacios cerrados es característica de
una forma de organización del intercambio, propia de la modernidad
occidental. Esta se desarrolló en los pasajes y en los grandes almacenes
como formas de despliegue de las mercancías, a las que se refirió
Benjamin (2007). Los pasajes eran espacios cubiertos entre techo y
techo, en los que se mostraban las mercancías y por los que circulaba el
flâneur. A diferencia del París del siglo XIX, cuya forma de organización
de los espacios sirvió de modelo a la modernización del comercio de
bienes suntuarios, los intercambios y relacionamientos públicos afines
a los abastos y los oficios populares fueron parte de tratos directos,
personalizados en el caso de los Andes —pero también en espacios
europeos mucho más ligados a los tratos populares, como muestra el
mismo Benjamin en sus visitas a Nápoles y a Moscú— el escenario de
esos tratos fue y continúa siendo, principalmente, la calle y los mercados.
Entre los tianguis, las canchas, las ferias, las plazas abiertas y los
mercados ha habido tanto rupturas como continuidades. La historia de
62
63
estos espacios se inscribe en los largos procesos de concentración
y «ordenamiento urbano» y, de manera paralela, de «desorden» y
«desterritorialización» generados por los propios flujos de intercambio.
El comercio está relacionado con flujos, al mismo tiempo, son los
flujos los que lo organizan. «Ordenar los mercados» es separarlos de
la calle y separarlos del entramado social que los sostiene, hacer que
pierdan su flexibilidad, su capacidad de mutación y de integración.
Este «ordenamiento» tiene su punto culminante en los malls, los
supermercados y los sistemas de ventas en línea, y se rige por la lógica
del capital.
En términos generales, hablamos del paso de un tipo de economía y
morfología abiertas, no concentradas o escasamente concentradas,
organizadas a partir de las plazas, las canchas y las ferias —verdaderas
economías callejeras, diseminadas—, hacia un tipo de economía y
morfología cada vez más especializada, concentrada y cerrada. Todo esto
se expresa en cambios profundos en los relacionamientos cotidianos.
Si miramos, en el largo plazo se podría hablar del paso gradual de
una organización abigarrada del espacio, a una forma de ordenamiento
urbano basada en la diferenciación y especialización de los espacios.
Este proceso se desarrolla desde finales del siglo XIX, pero solo va
tomando forma, en el caso de Quito, a partir de la década de 1950, y
sobre todo en las dos últimas décadas, con los grandes almacenes y
más recientemente los malls. Pero ¿hasta qué punto ese mismo orden
se ve rebasado por la reproducción ampliada, consustancial al sistema,
de la informalidad?
Si observamos cualquiera de los mercados cerrados existentes en
Quito y en otras ciudades andinas, desde la primera mitad del siglo XX
veremos que, si bien su modelo de diseño interior estaba basado en la
diferenciación civilizatoria con respecto a la calle, este modelo entró
en crisis desde el comienzo. Por un lado el confinamiento en mercados
cerrados, la organización de las ventas, la prohibición de las ventas
informales, y al mismo tiempo, la imposibilidad de que eso se diera.
Hablamos entonces del adentro y el afuera del mercado, de los flujos
controlados y lo que no se puede controlar.
64
El ideal de los urbanistas es una economía fuertemente organizada,
no espontánea, basada en el cierre y ordenamiento de los espacios
interiores y los de su entorno, incluidos los de la calle. Pero ese ideal
no se ha cumplido ni siquiera en las actuales circunstancias, cuando
los intercambios organizados a partir de los mercados van siendo
reemplazados por formas más avanzadas del capitalismo que incluyen
lo global y virtual.
El acto de comprar o de vender no estaba aún impersonalizado hasta
la primera mitad del siglo XX. La mayoría de los tratos se daban entre
personas, incluso, entre familias, comunidades, grupos. Y esto era
válido también para las élites como partícipes todavía activas —en
medio de una sociedad estratificada— del espacio de los trajines
callejeros. Se trataba de un mercadeo de abastos y de recursos como
el carbón y la leña, de productos artesanales y manufacturados, en
el que participaban miembros de distintas clases, dando lugar a
relacionamientos múltiples.
Existía, en primer lugar, un mercadeo de productos perecibles, común
al conjunto de la población, del que no se ocupaban las élites, o por lo
menos no de modo directo, debido a que se lo asumía como «ocupación
poco noble». Es posible que en mayor medida de lo que sucede ahora,
la vida de las ciudades dependiera de una cierta regularidad en los
abastos de sal, trigo, papas, cereales y otros productos provenientes de
zonas específicas o pisos ecológicos. El desabastecimiento de alguno
de esos bienes podía provocar malestar e incluso, motines como el que
registra Arguedas en «Los ríos profundos». Existía, en segundo lugar,
un tipo de producción y consumo propio de los sectores populares,
de la ciudad y el campo, de textiles, ropa, herramientas, objetos
utilitarios de madera, barro, latón, imaginería religiosa. Se trataba de
una producción y unos consumos generados desde abajo, como parte
de iniciativas y necesidades populares. Enock (1980) registraba que
algunos de los vestidos de los indios, como los ponchos y los rebozos,
eran fabricados por ellos mismos dentro de una «industria casera».
Otros productos en venta habían sido reciclados y adaptados a nuevos
usos. A estos se contrapusieron otros consumos que servían para marcar
las diferencias sociales de arriba hacia abajo. Del mismo modo en que
65
Fotografía estereoscópica de la Plaza de San Francisco
ca. 1914. EMMANUEL HONORATO VÁZQUEZ
se confeccionaba ropa o se fabricaba calzado para venderlos en las
ferias, había costureras y modistas que cosían para las capas altas y
medias y almacenes que vendían ropa importada. Igualmente se deben
diferenciar consumos refinados como el vino y los aceites traídos de
Europa, de los productos nativos de menor costo.
En Quito se habían organizado almacenes y bodegas de bienes
suntuarios, que no estaban al alcance de todos ni respondían a los gustos
66
de todos, constituyéndose en fuentes de distinción o por lo menos de
diferenciación. El desarrollo de esos consumos en el pasado tuvo un
carácter de clase, sin embargo, en términos generales, una ciudad como
Quito no se distinguía por tener «grandes consumos». La mayoría de
las casas de los quiteños estaban, de acuerdo a Enock, desprovistas de
mobiliario y los vestidos eran por lo general modestos. La ropa pasaba
de los parientes más ricos a los más pobres, o de una generación a otra,
al igual que los utensilios y otros objetos de uso diario.
67
Quito y
el comercio
popular en la
mirada de
los viajeros
Quito era el núcleo más importante de comercio en la sierra, desde el
siglo XVIII, pero había ido perdiendo importancia a finales de la colonia
y durante la primera fase de la República. No sabemos, sin embargo, en
qué medida mermó la rama de abastos de ese comercio, durante ese
tiempo. El movimiento económico de la sierra centro-norte tenía, como
uno de sus ejes, Quito, que era, por muchas razones, la ciudad más
importante de la región. (Saint-Geours, 1984)
Los viajeros que llegaron a Quito hacia finales del siglo XIX y primeras
décadas del siglo XX la percibieron como una ciudad con mucho
movimiento en las calles, al mismo tiempo tuvieron la sensación de
que era una ciudad atrasada, poco mundana. En lo que se refiere a las
comodidades modernas, Quito está en retraso (Enock, 1980). También
se decía que las calles de Quito están atestadas de la mañana a la
tarde de caballos, mulas, bueyes y también llamas, que llevan cargas
de toda clase y de señoras que toman un paseo en coche, o van de
tiendas, las cuales se encuentran repletas.
68
69
Se trata de imágenes contrapuestas, propias de una ciudad estratificada
en la que se había introducido cierto movimiento. La mirada de los
viajeros estaba dirigida, sobre todo, a las capas altas. Aunque la base de
su economía seguía siendo la hacienda, las familias principales habían
diversificado sus intereses, desarrollando una cotidianidad urbana.
La sociedad culta del Ecuador, que incluye a los blancos y un
extenso número de los mestizos destacados, tiene muchos de los
hábitos y costumbres de todos los pueblos de mayor civilización.
La diferencia más notable entre las clases superiores de los
pueblos latinoamericanos y europeos, o los norteamericanos,
no estriba en la falta de cultura o de ideales por parte de los
primeros, sino más bien en exceso de ello (…). Aislados en sus
más remotas poblaciones y ciudades, los latinoamericanos que
han recibido buena educación miran con anhelo hacia las más
avanzadas naciones del mundo, devoran sus periódicos, critican
o absorben todo lo que es una novedad y se vuelven con grandes
sentimientos de amistad hacia el viajero británico, francés,
alemán, estadounidense, o de cualquier otro país civilizado .
(Enock, 1980)
Era su relación con las haciendas lo que otorgaba poder y prestigio a
estas capas sociales, y ese poder y prestigio tomaba forma, ante todo,
en los usos urbanos. Buena parte de los requerimientos de la ciudad
eran cubiertos por las zonas agrarias. El servicio de las casas dependía
de los indígenas traídos de las haciendas, mientras que los indígenas
de las comunidades cercanas a Quito hacían las veces de «sirvientes de
la ciudad» hasta entrado el siglo XX. Al mismo tiempo, la ciudad ofrecía
una serie de recursos que hacían posible la construcción de un tipo de
«modernidad aristocrática».
Enock destaca el papel de las plazas en la ciudad. Existe, sin embargo,
una diferencia entre la Plaza Grande, convertida en un lugar de reunión
de personas de la élite de ambos sexos y otras plazas de uso popular.
Enock registra que hacia 1904 las plazas y calles de Quito habían sido
ocupadas por el comercio, pero existían, además, algunos almacenes y
tiendas repletas de mercaderías provenientes de Colombia, París, Nueva
70
York y Berlín (Enock, 1980), estas fueron configurando ciertas calles de
la ciudad como la llamada Calle del Comercio Bajo, como una suerte
de avanzadas del progreso. Sin embargo, el despliegue de ese tipo
de mercancías fue paralelo al desarrollo de los consumos populares.
Hay que diferenciar un comercio de importación, principalmente
superior, de la producción para el consumo interno, relacionado con los
abastos y los oficios populares, del que participaban distintas clases
y distintos estamentos. Lo interesante de algunas crónicas es que
muestra imágenes contrapuestas de una ciudad que está cambiando,
en términos de mundanidad de clase, pero que, al mismo tiempo, da
lugar a un despliegue a los consumos y manifestaciones populares. De
hecho, la población de Quito estaba creciendo y diversificándose. Desde
la vertiente popular, se trataba de una población de origen campesino,
ocupada menos en las manufacturas que en distintas formas de
peonaje urbano, el abasto y los servicios de la ciudad, el transporte de
productos. A los viajeros les llamaba la atención el extremo cuidado de
indios y cholos, en «asuntos de pequeña importancia» tales como el
transporte de artículos. Un indio puede llevar el objeto más frágil, por
el terreno más áspero, sin romperlo. (Enock, 1980)
Hacía los años 1930-1940, Franklin (1984) pudo captar la existencia de
dos formas diferentes de ver lo que era o debía ser Quito. La mirada
occidental, preocupada por su desarrollo bajo parámetros europeos, y la
mirada popular, muy cercana a la religiosidad y a los trajines callejeros:
Hoy Quito parece una ciudad sólo para quienes están acostumbrados a pensar en función de ciudades: los habitantes de las
ciudades de Spengler. Quito es una ciudad para los europeos,
norteamericanos y las clases dirigentes ecuatorianas. Para las
masas populares de los Andes, los indios y los cholos, es una
aglomeración de mercados e iglesias, que generalmente coinciden
en el mismo sitio. (Franklin, 1984)
71
Gente a lo largo de la calle en Quito, Ecuador, ilustración
de la época. Creada por Fuchs y Charton, publicada en
Le Tour du Monde, París, 1867.
72
Plaza y fuente cerca de la Catedral de Quito. Dibujo
de E. Thérond según Ernst Charton. Consejo Nacional de
Cultura, Ecuador. En las páginas de Le tour du Monde.
Ediciones del Consejo Nacional de Cultura. Quito, 2011.
73
El comercio de
la carne
La forma como históricamente se organizó el abasto de carne en la
ciudad de Quito nos puede ayudar a entender hasta qué punto el
funcionamiento de los mercados urbanos, en el pasado, fue resultado
del cruce y la yuxtaposición de distintas formas de organización de la
economía, tanto las normadas por el Cabildo y la Policía como las que
escapaban a sus normativas. El Cabildo buscaba la organización de la
carnicería o casa de rastro como organismo que regulaba la introducción
del ganado por parte de los semaneros (hacendados negociantes de
ganado), organizaba el trabajo de los indios encargados de faenar la
carne y las ventas dentro y fuera de la «casa». Las disposiciones con
respecto al faenamiento y expendio de carne siguieron funcionando
bajo criterios de control en otros espacios de la ciudad, y solo después
de mucho tiempo se irían generalizando entre el conjunto de los oficios
de los mercados. Una disposición en el año de 1899 señalaba:
La matanza del ganado se efectuará exclusivamente por jiferos
destinados a este objeto, los cuales formarán un gremio especial
de jornaleros concertados para este servicio y sujetos a Director
del Matadero en la sección respectiva. Habrá en el establecimiento
74
75
Plaza y Teatro Sucre, calle Guayaquil ca. 1901. Archivo Leibniz-Institut für Länderkunde.
Leipzig, Alemania. Instituto Nacional de Patrimonio Cultural. PAUL GROSSER
el número de peones jiferos que a juicio del Juez de la casa
fueren necesarios para que la matanza y descuartizo del ganado
se efectúen con prontitud, limpieza y destreza. Estos jiferos se
matricularán ante el director, formarán un gremio y quedarán
obligados a que por cuenta de ellos se obtenga oportunamente
la exención anual del servicio de la guardia nacional y la boleta
del pago de la contribución subsidiaria. El mayor y los jiferos
concurrirán a las cuatro de la mañana y a esta hora el Mayor
correrá lista, anotará las faltas y las pondrá en conocimiento del
Juez del rastro, quien podrá imponer una multa de diez a cincuenta
centavos según la duración de la falta 2 .
Se trataba de una disposición orientada por requerimientos salubristas
y tributarios, de acuerdo a la cual el gremio de jiferos hacía las veces de
instrumento de la Policía. Lo que se buscaba era una formalización del
oficio; se empieza desde muy temprano a organizar jerárquicamente
las funciones de cada uno de los trabajadores de la casa de rastro,
con responsabilidades estipuladas en una serie de ordenanzas que
responden a la lógica de «policía», al interior de los talleres de oficio.
Pero por otro lado estaba la compra-venta de reses, su pastoreo y
faenamiento por encima de la carnicería, en covachas y chagros, así
como el expendio de carne al detalle, fuera de cualquier orden, en
calles y plazas por parte de las llamadas «indias carniceras». Un detalle
interesante en este caso es que entre jiferos y expendedoras de carne
había una relación de parentesco. Los chagros o chagras eran pequeños
espacios de venta en los barrios de la ciudad, que se especializaban en
la comercialización de productos, sobre todo de producción doméstica,
a la vez que eran lugares donde se vendían ciertas mercancías que
buscaban ser controladas por el Cabildo, desafiando las restricciones
oficiales para la comercialización, de alguna manera se convertían en
espacios que permitían la creación de mercados domésticos, y que se
convirtieron en una parte aceptada de la economía urbana, como lo
señala Minchom.
Minchom muestra las estrechas relaciones entre la economía formal y la
informal en el Quito colonial. Se trataba de economías complementarias
en medio de las disputas. Muchas mujeres indígenas, «mercaderas o
gateras», vendían por las calles mercaderías como sal, tabaco, queso,
productos que solo las pulperías tenían licencia para vender, pero algo
parecido sucedía con las «indias carniceras», que se ocupaban de ofertar
las «menudencias» o con las «rodeadoras» de los mercados. Se trataba
de relacionamientos dados, en parte, bajo formas no monetarias,
debido tanto a la costumbre como a la falta de circulante. Estos tratos
y relacionamientos múltiples, a los que hemos denominado «trajines
callejeros», se daban tanto con «propios» como con «ajenos», es decir,
entre personas provenientes de distintos estratos sociales dentro de la
república de indios y de españoles, y se basaban tanto en la confianza
como en distintas formas de violencia simbólica. Existían, además, una
serie de oficios relacionados con esos trajines, requeridos lo mismo
por la población urbana como por la rural —la fabricación de aperos
de labranza, por ejemplo, de monturas o de cerámica—. El barrio de
San Roque, donde se ubica actualmente uno de los más importantes
mercados, no solo estaba relacionado con el abasto de alimentos,
era, al mismo tiempo, un barrio de artesanos cuya participación en la
rebelión de los barrios de Quito, en el siglo XVIII, ha sido destacada por
los historiadores. (Minchom, 2007)
Minchom habla de que a lo largo de la colonia existía una economía
diferenciada, que hacía que los indígenas que pagaban tributos no se
vieran obligados a cancelar alcabalas, como el resto de comerciantes.
Da la impresión de que esta diferenciación garantizaba que los
indígenas contaran con circulante para el pago de sus tributos.
Esto es, por lo menos, lo que se deduce del pedido que hace el
Gobernador de Naturales, de la parroquia de San Blas, quien intercedió
para que se les permitiera a las mujeres indígenas vender la carne por
fuera de la Casa del Rastro e introducir ganado a la casa de rastro,
incluso, faenarlo en sus propias casas. Se trataba de un pedido a
favor de los indios de San Blas —la población indígena ubicada en la
entrada norte de la ciudad—, que por lo que reza el documento, tenía la
costumbre de ocuparse de ese modo, posiblemente por la cercanía a la
2 El Municipio, Diario oficial. Quito. 24 de julio de 1899. Num 73. Año v.
78
79
carnicería y por el acceso a zonas de pastoreo, incluida la Alameda y el
Ejido de Iñaquito (AHN/Quito, Carnicerías y pulperías. 23-05-1804). Esto
permite mostrar el papel de intermediarias que cumplían las «indias
carniceras» entre el comercio formal de la carne y el comercio informal
destinado a los consumos populares.
Valdría la pena averiguar no solo las disputas entre el sector formal y
no formal de la economía, sino el tipo de tratos sociales, culturales y
rituales que mantuvieron. Pero hay además un problema relacionado
con el destino de los bienes en circulación. Todo hace pensar que al
mismo tiempo en que hay bienes comunes a los distintos sectores
sociales —tanto blancos, como indígenas y mestizos— existen otros
bienes que son de circulación restringida. Nos referimos a bienes
relacionados con un tipo de consumo dominantemente —aunque no
exclusivamente— indígena, como las grasas, las vísceras, la cabeza de
las reses, que por su carácter y por sus precios se volvían consumos
«propios de indios», así como otros recursos como las frituras a partir
de escarabajos, los llamados «churos», cierto tipo de preparados de
chicha y «pan de indios».
Esto forma parte del consumo de los sectores populares, indígenas y
no indígenas, hasta el día de hoy, y está relacionado con un sentido
del gusto. Pero hay también otros bienes, más bien artesanales, como
espejos, cintas, muñecas de trapo, trajes de casinete y de liencillo de
uso popular, como los que ofrecían las cajoneras y las costureras de
la avenida 24 de Mayo, de los que hacían uso distintos sectores. En
términos económicos, podríamos hablar de distintas estrategias de
imbricación entre los diversos estamentos, directamente relacionadas
con los «modos de hacer callejeros». Es cierto que ya en la colonia
existen espacios de comercio formal como las pulperías, almacenes,
covachas, ubicadas en locales, pero estas no pueden separarse aún
del comercio de la calle, como sucedería en un segundo momento
—y nunca de modo completo— a partir del último tercio del siglo XIX.
La plaza de la Carnicería, donde se construyó la Casa del Rastro, no
solamente fue un espacio importante para la economía de la ciudad,
también fue un lugar de encuentro para festejos populares, corridas de
80
toros, rifas y otros. La concurrencia de gente a esta plaza atraía a varios
negocios, algunos legales y otros no. La presencia de la carnicería
involucra una diversidad de actores de distintos grupos sociales, donde
cada uno cumplía un rol específico dentro de esta dinámica.
La carnicería estuvo ubicada en el barrio de San Blas, conocido también
como el «barrio de los indios carniceros», en el mismo espacio donde
a partir de 1880 se empezará la construcción del Teatro Nacional
Sucre. Hasta la primera mitad del siglo XIX San Blas era un barrio
predominantemente indígena, en el cual una de las ocupaciones era
justamente el negocio de la carne. Con la construcción del Teatro Sucre
y la plaza del mismo nombre, se fue modificando todo el entorno.
Estamos hablando de un momento importante en la búsqueda de
modernización de la ciudad y de las plazas y calles como espacios de
venta y comercio, que pretendía además ir incorporando a la lógica del
«oficio formal» a las poblaciones que por tradición se habían ocupado
de esta práctica.
En una ordenanza de 1909 se hacía referencia no solo a la distancia
«de ocho cuadras» que deberían tener las carnicerías con relación a las
distintas plazas de la ciudad, sino también a las características de los
locales de venta:
Las nuevas carnicerías que se establezcan tendrán tablero de
mármol; las paredes y el cielo raso pintados al óleo color blanco;
la pavimentación de cemento o ladrillo mosaico, con el declive
necesario para el lavado diario; y la puerta con un metro de reja
de la parte superior 3 .
Otra preocupación presente a lo largo del tiempo era cómo evitar que
los puestos de expendio de carne operaran con ganado robado:
El robo, y especialmente el abigeato, es una de las infracciones
que con más frecuencia conoce la Autoridad de Policía y, como
3 Ordenanzas.
Registro Municipal. Quito, enero 16 de 1909. Núm. 9. Año I.
81
su juzgamiento está atribuido a Jueces Superiores, la acción de
la Justicia llega a ser tardía (...). Se hace sentir la falta de una
disposición especial sobre la compra-venta de animales en ferias
y mercados, con el fin de evitar aquella plaga de cuatreros que día
a día se concretan a esta industria (...). Un certificado conferido
por la Autoridad de Policía, mediante el cual se acredite al dueño
del semoviente, sería la mejor manera de asegurar el derecho de
propiedad y castigar el crimen 4 .
Estas exigencias no podían ser acogidas por quienes en esos años
todavía comercializaban con este producto en las calles y plazas de la
ciudad. Se trataba de un tipo de producción directamente relacionada
con un tipo de consumo y con un sentido del gusto populares.
En la memoria de la gente que trabaja en el giro de ganado mayor y
menor del mercado de San Francisco, está presente el momento de
transición de la plaza de San Francisco al mercado de Santa Clara. Se
trata de una memoria lejana que se remonta a tres o cuatro generaciones
y rememora, como un momento significativo, aquel cuando el mercado
posibilitaba la venta «abundante y fabulosa» de carne, representando
un buen negocio con relación a otras ventas. Dentro del mercado eran
los comerciantes de carne quienes gozaban de cierto prestigio, por
las ganancias que obtenían. Esto no quiere decir que todos quienes
estaban involucrados dentro de las actividades relacionadas con la
comercialización de carne tuvieran las mismas condiciones. Ese fue
el caso de quienes se encargaban de transportar las reses, ya fuera
en carretas o en la espalda, y quienes hacían de auxiliares en el
faenamiento, por lo general indígenas. El trabajo que estos hacían,
a diferencia de otros, no estaba reglamentado ni formaba parte de
agremiaciones como las de los jiferos, a pesar de que su presencia era
fuerte y visible. También hoy, quienes participan en esas tareas son,
en su mayoría, indígenas de avanzada edad, que todavía transportan
la carne en sus espaldas o en carretillas adaptadas para ese fin. Las
mujeres comerciantes se refieren a ellos como los «indiecitos» —no de
4 AHN, Papeles de la Intendencia de Policía (Sin clasificar) 18 de mayo de 1912.
82
una manera despectiva, pero sí con cierto paternalismo que oculta en
sí mismo una relación asimétrica—.
Las antiguas comerciantes de carne del mercado de San Francisco hacen
referencia a que antes de ser reubicadas en el nuevo mercado, eran ellas
quienes se encargaban de abastecer de carne al cuartel de la policía, a los
militares, al Comedor Municipal, bomberos y restaurantes de alrededor
del mercado. También había quienes vendían la carne ya preparada en
los comedores al interior del mercado. A pesar de que el objetivo de las
distintas ordenanzas era el de regular el comercio, siempre se daban
formas de escape que permitían comercializar por fuera de este espacio.
Se habla mucho de que eran las mismas mujeres vendedoras o sus
esposos quienes salían a comprar ganado en las haciendas de Pintag,
Machachi y en otras cercanas a Quito, para faenarlos y venderlos en el
mercado. Esa época es recordada con cierta añoranza:
Se podía vender casi en totalidad la res, se vendían vísceras
(cansas) o menudos, vendíamos colgado en ganchos, ahora ya no
se permite, eso era más barato que la carne (...). El cebo también,
nada se desperdiciaba, mi mamita en las pailas grandes cocinaba
el cebo, le ponía en baldes hasta que se enfríe, entonces mi
mamá le trastornaba el balde y era un bloquecito de cebo, eso
venían a comprar los indígenas, para el jabón, las velas, nada se
desperdiciaba, ahora eso botamos. Porque aquí ya no se vende.
Será unito que otro que viene a comprar (…). Antes se vendía
por «puñado», por decirle, antes hacíamos «unas fuentes» y
les vendíamos por porción. Entonces una porción costaba 3 o 4
reales, 5 sucres y no teníamos las fundas de polietilenos, sino que
vendíamos en papel comercio 5 .
5 Entrevista realizada por Erika Bedón a la señora Mariana Ortiz. Mercado de San
Francisco. Quito, 2014.
83
"
Quizá en el mercado hay más
mujeres que hombres, quizá por la
herencia de nuestros padres. Porque
antes se trabajaba en parejita. Y ahora
nosotros trabajamos así, en individual.
Los hombres trabajaban más en esto de
la carne. O sea, mi papá iba a comprar
el ganado afuera, en Santo Domingo,
despostaba en el camal de Chiriacu y le
traía la carne para mi mamá.
Mi mami me enseñó cómo cortar la
carne, me decía: «Mariana, saca los
lomos, saca las pulpas de la pierna de la
res», entonces yo le ayudaba a mi mamá,
así aprendí. Las dos vendíamos ahí; mi
mami vendía las vísceras, que ahora
aquí ya no es permitido. Vendíamos
a los indígenas, ellos nos venían a
comprar, por ejemplo, los indígenas de
Otavalo «otavalitos» compraban «los
ocotes», la tripa gruesa del animal, las
«cansas», eso vendíamos colgado en
ganchos, las lenguas también, todo esto
era más barato que la carne y se vendía
bien. El cebo… nada se desperdiciaba,
mi mamita cocinaba el cebo en pailas
grandes y le ponía a enfriar en baldes,
así hacía bloquecitos de cebo, eso venían
a comprar los indígenas para hacer el
jabón, las velas. Entonces nada de
eso se desperdiciaba, ahora eso
botamos porque aquí ya no se vende.
Será unito que otro otavalito que viene
a comprar.
"
Mariana Ortiz
2014
Casa de Rastro Camal, Chimbacalle, 1954. LUIS PACHECO
84
85
"
En la calle Chimborazo había
unas personas que vendían carne en
canastos, no todas eran indígenas. Me
acuerdo clarito, aquí en la esquina de la
Chimborazo, para subir a Los Túneles,
ahí se ponía la gente a vender en
canastos la carne, el hueso... Nuestro
mercado San Francisco era mayorista en
carnes. Entonces era un buen negocio,
ese sector era movidísimo, salió el
mercado y se murió el sector. En el caso
de la calle Rocafuerte, comenzaba una
feria desde la calle Benalcázar hasta
llegar a San Roque más o menos, no
había cómo caminar.
Estuardo Paéz
Febrero de 2014
Camal, 1954. LUIS PACHECO
86
"
87
Quito: ciudad,
mundanidad
y trajines
callejeros
Si bien desde finales de la colonia el Cabildo intentó regular las ventas
ordenando los espacios de comercio, normando el sistema de pesas y
medidas, vigilando la entrada y salida de productos, eso no disminuyó
la importancia del comercio abierto en ferias, calles y plazas.
De acuerdo a Capel (2005), las ciudades europeas comenzaron a
modernizar sus mercados a fines del siglo XVIII, pero hacia la segunda
mitad del siglo XIX solo las ciudades principales tenían un mercado de
este tipo. La mayoría de los mercados se construyeron en los lugares
en los que funcionaban las antiguas plazas, y conservaron por largo
tiempo sus usos. En el caso de las ciudades andinas, ese proceso ha
sido mucho más tardío, debido al tipo de engranaje social en el que
se ha asentado y se asienta el comercio popular. Nos da la impresión
de que había un entramado que funcionaba en la larga duración y
que ligaba el comercio de abastos con el mundo de las comunidades
y con «formas de ocupación abiertas». Con esto queremos decir
«ocupaciones no disciplinarias o no completamente disciplinarias»,
a cargo, sobre todo, de mujeres. En el caso de Quito, ese comercio
estaba y en parte continúa estando, directamente relacionado con las
88
89
comunas y pueblos cercanos a Quito, ahora incorporados como barrios,
como Santa Clara de San Millán, Chilibulo, Zámbiza, El Inca, Nayón, La
Magdalena, Cotocollao. Las reales transformaciones en las formas de
intercambio solo vinieron en el siglo XX, con la profundización de la
división del trabajo y el desarrollo de los modelos urbanísticos.
Se podría decir que una ciudad como Quito respondía tanto a los
requerimientos de ordenamiento urbano como a distintas formas de
escamoteo o desorden. Orden y desorden eran, de hecho, los dos lados
de una misma moneda, pero también era posible hablar —de manera
más precisa— de confluencia de distintos órdenes, tanto los que
provenían desde arriba como desde abajo. Si bien la sociedad quiteña
estaba fuertemente estratificada, permitía algunos puntos de contacto
o de ordenamiento cotidiano en la religiosidad, la fiesta, los oficios, el
comercio, como parte de lo que hemos dado en llamar trajines callejeros.
(Kingman Garcés y Muratorio, 2014)
Hacia la segunda mitad del siglo XIX era posible diferenciar en Quito
una circulación de bienes de consumo básico —de la que participaban
distintas clases y estamentos sociales— de un comercio de bienes
importados, destinado al consumo de las élites blancas, pero el peso de
este último era todavía pequeño. En el año 1859, Joaquín de Avendaño
decía que las principales tiendas de comercio de Quito, eran locales
estrechos, poco surtidos y de pésimo aspecto, ubicados en los bajos
de las edificaciones de la plaza Mayor. De acuerdo a Enock, el comercio
de Quito con el exterior era, hacía inicios del siglo XX, pequeño, sin
embargo, internamente se había generado una dinámica ligada a los
oficios y al comercio popular.
En una región tan elevada se tejen muy buenas alfombras a mano,
se demuestra mucha destreza para el tallado de madera, como
también para trabajos de oro y plata (…). El arte de tejer fue una
industria esencial y muy extendida entre las razas andinas (…),
las manufacturas andinas comprenden ponchos, pieles curtidas,
sillas de montar, zapatos. (Enock, 1980)
90
Otra descripción habla del carácter industrioso de los quiteños. Buena
parte de la producción de oficios era generada internamente, pero
corría el peligro de desaparecer. Hay una tendencia entre los pueblos
andinos a conservar sus talleres e industrias caseras, a las que un
espíritu económico debería prestar ayuda, pero las importaciones
baratas amenazan su existencia. (Enock, 1980)
También desde el mundo popular y desde los sectores medios se estaban
ensayando otras formas de ser modernos, jugando en eso un rol importante
el comercio y los oficios de la calle. A partir de ellos se fue configurando
un rico mundo popular basado en flujos, cruces y relacionamientos
múltiples. Las ferias quincenales y semanales y más tarde las plazas
abiertas de mercado, convocaron, en ciudades como Quito, Riobamba o
Ambato, a una población itinerante proveniente de distintas localidades,
que se sumaba a la urbana. Esta población se acercaba a las ciudades
tanto por necesidades de socialización como de intercambio de bienes
materiales y simbólicos. Entre esas razones, a más de la compra y venta
de productos, estaba el trabajo ocasional como jornaleros en los mercados
y fuera de ellos, pero también «la novedad», el goce, el «peregrinaje», el
asesoramiento con tinterillos y las «causas judiciales».
Sabemos que hasta el último tercio del siglo XIX las plazas pudieron ser,
al mismo tiempo, cívicas y de mercado. Algunas de esas plazas estaban
abiertas a celebraciones populares, tanto baile como retretas, encierros
de toros, rifas y ruletas. La diferenciación vino después, hacia el último
tercio del siglo XIX, como resultado de dispositivos de gobierno y de un
nuevo tipo de «estética de la vida cotidiana» que hemos concebido bajo
la noción de ornato (Kingman Garcés, 2006). Los efectos de esta política
de largo aliento se miden tanto en términos espaciales como sociales.
Es el caso, por ejemplo, del desplazamiento de las mujeres vendedoras,
cajoneras y buhoneras, de las plazas principales de la ciudad de Quito.
A partir de ese momento se buscó diferenciar los dos tipos de plazas.
Con eso se daba paso de la aldea a la ciudad (Arguedas, 1983, t.9 ,
p. 206). Muchas de las antiguas plazas pasaron a ser parte de una
publicidad aristocrática, otras, como San Francisco, se resistieron a
91
serlo. ¿No constituía esta la primera gran diferenciación al interior
de la ciudad, como parte de una modernidad temprana?
Los espacios destinados al comercio en la ciudad, en el siglo XIX y
en algunos casos más tarde, hasta la segunda mitad del siglo XX,
no estaban completamente separados del resto de actividades, por
el contrario, las calles y las plazas eran espacios propicios para el
encuentro y construcción de prácticas en común, como las fiestas o
la religiosidad popular, que atravesaban la vida cotidiana de la ciudad.
La idea de separación y de orden urbano responde a una ideología
urbanística, de espalda a la dinámica misma de las ciudades.
La principal plaza de feria era, en el siglo XIX y hacia inicios del siglo
XX, la de San Francisco. Ahí el Cabildo había ubicado unas cuantas
barracas en la parte alta, pero con el tiempo estas fueron abandonadas
por las vivanderas. Ese abandono obedeció tanto a la necesidad de
tener un contacto más directo con los compradores, como a la de
escapar a los recaudadores. De acuerdo a un documento de esos años,
en el mes de abril de 1908 apenas se recaudaron 208 sucres, debido a
que las vivanderas decidieron desocupar las barracas de la parte alta
y de ese modo la mayoría de ellas se marchó sin pagar6.
La diferenciación entre distintos tipos de plazas y la ubicación de
distintas actividades en ellas está directamente relacionada con el
ornato y más recientemente con la idea de patrimonio. Se trata de una
economía y de una estética orientada a generar desplazamientos. Al
mismo tiempo, se evidencia la reconstitución de los desplazados en
otros espacios y otros lugares. La historia de las ciudades está marcada
por esto.
De ese modo se pondría fin a una economía moral constituida en el
largo plazo entre las autoridades, los habitantes de la ciudad y las
vendedoras de los portales. El trabajo de Muratorio (2014) sobre las
cajoneras de los portales expresa cómo históricamente estas disputas
por el espacio y el reconocimiento de estos sectores populares ha
estado presente en la ciudad y ha ido tomando diferentes formas y
obedeciendo a distintos discursos.
La Municipalidad de este Cantón, posteriormente a las órdenes
de esta Policía, expide una Ordenanza por la que se permite que
las buhoneras vuelvan a ocupar los portales «desconociendo de
hecho a la autoridad policial7».
A inicios del siglo XX, las autoridades de Quito buscaron organizar los
espacios públicos de la ciudad con criterios de ornato, distinción y
decencia. Era algo que se venía dando desde el último tercio del siglo
XIX, pero que fue tomando fuerza en esos años. El discurso moderno
o más bien protomoderno, iría calando en el Cabildo. Se construyeron
lavanderías y baños municipales, comedores populares, entre otros. Los
criterios que primaron fueron salubristas y civilizatorios. Se implementa
la Semana de la Higiene en las escuelas y en los barrios, se crea la
Policía de Higiene y el Dormitorio Indígena Municipal. (Bedón E. , 2014)
En el año 1901, el Intendente de Policía de Pichincha calificó de
costumbre contra el ornato público el que las cajoneras ocuparan la
plaza Sucre —actual plaza de Santo Domingo— y de la Independencia, sin
que se hiciera algo por impedirlo. El mismo Intendente habría dado la
orden, unos días más tarde, de que la Policía procediera a desalojarlas.
El Dormitorio Indígena Municipal fue una institución creada para
«acoger» a la población indígena que llegaba a la ciudad, la misma
que se estaba constituyendo en un «problema de salubridad e
inseguridad» en los años previos a la Reforma Agraria. Los registros
diarios del dormitorio dan cuenta de los itinerarios de la población
indígena que llegaba a la ciudad. Un repaso rápido de esos informes
nos muestra que buena parte de los indígenas venía por razones de
comercio y lo hacía ya fuera de manera individual o formando parte de
grupos familiares o de localidades. La llegada al dormitorio era una de
las muchas estrategias de entrada y estancia en la ciudad, otra de las
estrategias en estos proyectos migratorios era insertarse en una red de
solidaridad o red familiar en espacios como el del «mercado». Muchos
6 AHM.
7 Archivo Histórico Metropolitano, Caja 134, Expediente 12.
92
Oficios y solicitudes al Concejo. Año 1908, tomo 2: folio 109. 1ero de marzo de 1908.
93
de los indígenas que se albergaban en
el Dormitorio Indígena Municipal venían
a realizar alguna actividad comercial o
de oficio, también venían a buscar a sus
parientes —padres o hijos— o estaban de
paso hacia zonas de colonización como
Santo Domingo. Estamos hablando de
diversos flujos de poblaciones, algo que
ha sido permanente, que no ha obedecido
solo a razones económicas como la
búsqueda de ocupaciones, sino a factores
culturales como conocer la ciudad o visitar
los santuarios. Pero al mismo tiempo, el
Dormitorio Indígena y otras instituciones
nos permitirían encontrar pistas iniciales
con respecto a las políticas de gobierno de
poblaciones y de la ciudad, desarrolladas
por los gobiernos locales en esos años y,
de manera específica, con respecto a la
población indígena que llegaba a la urbe.
Existía, al mismo tiempo, una población
mestiza y de mestizaje indígena que,
proviniendo de los pueblos y ciudades
de provincia, se había instalado en la
ciudad desarrollando distintos tipos de
trabajos relacionados con el comercio, la
manufactura o la burocracia.
Rifas y bingos en la Plaza de San Francisco. LUIS PACHECO
94
95
Variedades con mono amaestrado en el bulevar
de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG
96
Portal Arzobispal, cajoneras ca. 1950. LUIS PACHECO
97
Fumigación de ponchos en el bulevar de la
24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG
98
Predicador urbano en el bulevar de la
24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG
99
"
En la Av. 24 de Mayo, en la Puerta del Sol, que le
decíamos, había un mercado, pero era a la intemperie. Antes
vendían en tacitas la máchica, arroz de cebada, la harina de
haba, lenteja, todo vendían en tacitas de totora, y eso valía
real, o medio real. De la gente que trabajaba en la 24 de
Mayo, algunos subieron al mercado de San Roque, o fueron
a otros mercados. Había el Mercado del Gallinazo o del
Puente, de todo vendían, comidas, gallinas.
María Molina Montaluisa
18 de febrero de 2014
Venta de ollas y enseres en el bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG
"
101
Fronteras
Existen lugares que han hecho de frontera entre la ciudad y el campo:
históricamente sirvieron de puntos de entrada de arrieros, conductores de
ganado, carretas, población flotante. Se trata de calles que conducen de
la periferia al centro, lugares de pastoreo, plazas como la de Santo Domingo, pero también espacios interiores que sirven como bodegas, lugares
de descanso, alojamientos, centaverías. Muchas veces los portales y los
zaguanes de las casas sirvieron de refugio a una población recién llegada
del campo, sin redes urbanas que las acogieran, como sucede ahora con
las nuevas migraciones provenientes de Venezuela, Colombia, Haití.
Luciano Andrade Marín intentó hacer una reconstrucción histórica de la
dinámica de intercambios comerciales y sociales de la ciudad de Quito
con los alrededores, así como los lugares que hacían de puntos de
contacto entre un adentro y un afuera. Su narrativa se inscribe dentro
de lo que sería una crónica urbana, en un sentido clásico. La Calle
del Comercio Bajo, finalmente llamada calle Guayaquil, por ejemplo,
conectaba la parte central de la ciudad con los caminos usados para
llegar desde el sur: Latacunga, Ambato, Guaranda, Riobamba, Cuenca,
el puerto de Guayaquil. (Andrade Marín, 2003)
102
103
Esta arteria meridional de Quito creó la calle del Mesón con
los mesones o fondas para los viajeros y arrieros entrantes y
salientes; esta arteria creó a la «Plaza de los Tratantes», que así
más popularmente se llamó a la «Plaza de Torres» y después «Plaza
de Santo Domingo», porque en este primer espacio se descargaban
las cargas de mercaderías y productos, se las negociaba al por
mayor y se las llevaba a distribuirlas en sus diferentes destinos;
y, finalmente esta misma arteria es la que dio nacimiento, por
natural derivación, a la primera calle comercial de Quito llamada
en los primitivos tiempos la Calle de los Tratantes, después la
«Calle del Comercio Bajo», y luego la «Calle Guayaquil», de estos
tiempos nuevos. (Historietas de Quito: Últimas Noticias, Quito 30
de enero de 1965)
La entrada sur de la ciudad era por la Maldonado y conectaba con
la plaza de Santo Domingo, y a partir de ahí con otras calles como
la Rocafuerte y la Cuenca. Los zaguanes de las casas habían sido
destinados al comercio. Aun cuando Luciano Andrade Marín escribía sus
crónicas llevado por la necesidad de construir una tradición quiteña,
algunos elementos que él registraba como parte de un pasado remoto
se seguían reproduciendo en su propia época.
Bajo una lógica semejante, la plaza de San Blas era el punto de
entrada desde el norte. San Blas fue —en la colonia y en el siglo
XIX— un asentamiento predominantemente indígena, relacionado
con la carnicería y con el negocio de la carne. En El Ejido de Iñaquito,
colindante con San Blas, se pastoreaba el ganado y las acémilas que
entraban a la ciudad. A esa zona llegaban varios productos desde las
provincias y zonas ubicadas al norte de Quito:
Llegaban a diario frutas de Perucho, Puéllaro, Guayllabamba,
esta plaza se especializó en la venta de naranja, lima, aguacates,
chirimoyas, guayabas; también traían de Papallacta, la naranjilla
de Baeza (…), los indígenas de Zámbiza en caravanas de familias
transportaban guineos, los maqueños, los dominicos, los otaitis y
los guineos limeños, piña amarilla de castilla, papaya, guayaba y
yuca desde tiempos prehistóricos. (Historietas de Quito: Últimas
Noticias, Quito, 3 de octubre de 1964)
104
Desde la colonia, las calles y plazas de Quito fueron espacios
destinados a la compra y venta de productos agrícolas y artesanales,
lo que de un modo u otro dio lugar al encuentro entre diversos grupos
sociales y a la construcción de una cultura en común en medio de
las desigualdades. Los espacios abiertos de intercambio, que registra
Andrade Marín, fueron parte tanto de una tradición colonial como
de la heredada de los antiguos tianguez o mercados indígenas que,
lejos de desaparecer, continuaron reproduciéndose en los nuevos
contextos coloniales y postcoloniales. Estos espacios de encuentro
permitían formas de relacionamiento liminales, que de algún modo
rompían con las dinámicas de separación propias de la ciudad colonial
y postcolonial.
En algunos documentos se hace referencia a las «puertas de la ciudad».
Son puertas o entradas imaginadas, relacionadas con el control de
los flujos tanto hacia dentro como hacia afuera. A esta economía
espacial se sumará, con el tiempo, la percepción higienista de que
la ciudad debía estar libre de contagio y que ese contagio provenía
de la desnaturalización del campo. La ciudad era percibida bajo la
figura de espacio inmunizador y controlador. El último sentido de esas
percepciones era el racismo.
Los bajos de las casas del centro eran arrendados a tiendas e
inquilinos provenientes, la mayoría de ellos, de las provincias. Al igual
que pasaba con los portales y los zaguanes, todos estos espacios
comunicaban con actores desconocidos para los «ciudadanos de
plenos derechos», sujetos a sospecha, que requerían ser vigilados o
«vistos con sospecha». En el contexto de una modernidad temprana
se hablaba de la necesidad de tener un mayor conocimiento de
«la nueva servidumbre» o de llevar un registro de las personas que
«desocupaban los cuartos» sin haber cumplido con la autorización de
sacar la respectiva «boleta de cambio de domicilio».
El ferrocarril pasó a ser, a partir de 1908, una nueva puerta de entrada
a la ciudad, capaz de comunicarla con otras regiones de modo
relativamente rápido. No solo los productos de zonas lejanas —como
los de la costa— llegaban más frescos, sino que la propia población
sentía que se habían acortado las distancias. Las noticias sobre lo
105
que sucedía en el resto del país llegaban mucho más rápido,
el espacio por el que circulaban personas y mercancías se
había ampliado. Con la proliferación de nuevos productos
agropecuarios e industriales se abrieron, en el centro histórico
de Quito, almacenes, bodegas y bazares.
Desde la entrada en funcionamiento de la línea férrea
existió una apertura nunca antes vista en el tráfico de
mercaderías en el Ecuador: la instauración de centros
de comercio ampliamente surtidos como bazares, tiendas,
bodegas y locales comerciales, así como una mayor circulación de mercaderías de las ferias lugareñas, fueron
indicadores contundentes de las nuevas realidades que
contrastaban con los esquemas de intercambio de antaño.
(Byron Castro en Miño, 2018: 53)
Como muestra Miño (2018), el ferrocarril, al igual que el tranvía,
provocaron algunos cambios en la organización del trazado
urbano. Estos cambios incidieron en las entradas norte y sur
de la urbe. No solo hubo un nuevo ordenamiento de calles y
plazas, sino también de los mercados. En lo que antes había
sido la entrada norte se construyó el mercado de San Blas, y en
la del centro sur, el mercado de Santa Clara.
El comercio a larga distancia permitió que las ciudades accedan a bienes
La Floresta, inauguración de los servicios higiénicos, 1951. LUIS PACHECO
A su vez, el ferrocarril acarreó nuevos problemas relacionados
con las poblaciones, de los que se ocupaba la salubridad
pública y la Policía. La economía se había diversificado y se
había ampliado la movilidad, pero también la inseguridad
social y el ingreso de pestes como la bubónica. Con el ferrocarril
los controles se multiplicaron no solo en Guayaquil y Quito,
sino en Huigra y Riobamba. En esas estaciones se fumigaban
los equipajes y los envíos desde las provincias. Por orden
del supremo gobierno, todo equipaje, flete, correo y bulto de
cualquier clase, embarcado en Guayaquil y destinado a las
respectivas estaciones en línea, serán fumigados, decía una
orden impartida en esos años8.
8 AHM, Oficios y solicitudes, 1908, Tomo I, folio 327.
106
107
La modernización
de los mercados
Parte importante del equipamiento urbano en la modernidad temprana
fueron los mercados. A lo largo de las décadas de 1940 y 1950 se desarrolló una campaña pública favorable a su remodelación, pero ya antes,
desde inicios del siglo XX, se había generado una preocupación por el
estado de las plazas y los mercados abiertos. Esto formaba parte de
las acciones higienistas y de la construcción de estigmas. Se decía que
era necesario dar inicio a campañas de higiene, especialmente entre
los pobres. Esas campañas de higiene se orientaron a los barrios, las
escuelas y los lugares de venta de alimentos, intentando romper con
lo que desde una perspectiva racista y civilizatoria se califica como
«resistencia de las costumbres»:
El Municipio está en la obligación de proveer de lugares adecuados para la venta de artículos de diario consumo para el
público. Hasta ahora, hay que confesar que no se ha preocupado
de ello sino muy someramente. Los edificios que sirven para
mercados son insuficientes e inadecuados por completo (...). Por
otra parte, las ventas de estos artículos de consumo se han hecho,
hasta ahora, por una sola clase que no se cuida, porque nunca
108
109
Feria de objetos usados en el bulevar 24 de Mayo. 1975.
CRISTÓBAL CORRAL VEGA
110
Cúpula del mercado de San Francisco, ubicado en la Plaza de
Santa Clara, calle Rocafuerte y Cuenca, ca. 1975. Actualmente
esta estructura se encuentra en el parque Itchimbía, espacio
conocido como el Palacio de Cristal. CRISTÓBAL CORRAL VEGA
111
ha tenido necesidad de ello, de parecer limpia y urbana. (El
Comercio, 1914. Mayo, 14. Pp. 6)
Uno de los proyectos referentes fue la construcción, en el año de 1950,
del Mercado Central, como «un primer mercado moderno» que acogería
a los comerciantes que fueron reubicados de la plazoleta de la Marín,
pero también del mercado abierto de San Blas, tras el incendio ocurrido
en el mismo año, en el mes de septiembre. En la memoria de quienes
trabajaron en el mercado de San Blas, transmitida de una generación
a otra, está presente este hecho. Muchos atribuyen este evento a un
accidente por una vela encendida en un altar, otros lo consideran un
acto provocado, debido a la decisión de las autoridades de reubicar a
los feriantes de la plaza.
La destrucción del mercado de San Blas dio la oportunidad
de eliminar este auténtico reducto que constituía a la vez un
obstáculo para el tránsito; pero planteó, al mismo tiempo, la
necesidad de emprender la construcción de un nuevo y gran
mercado en este sector de la ciudad, comprendido entre la
plazuela Marín y San Blas 9.
El nuevo Mercado Central acogió a algunos de esos vendedores, no
a todos. Al reemplazar las plazas y ferias con mercados cerrados,
muchos de los antiguos espacios de comercio desaparecieron o fueron
desplazados. Si bien las disposiciones orientadas a la modernización
de las plazas, dando lugar a los mercados cerrados, partían de las
autoridades, no fueron ajenas a iniciativas por parte de las propias
asociaciones de los mercados. Estas asociaciones vieron, y han visto
siempre, la necesidad de modernizarse, pero sin renunciar a las tradiciones propias del mercado.
El mejoramiento de los mercados no ha sido únicamente resultado
de reglamentos y ordenanzas venidos desde arriba, sino de la propia
iniciativa de las vendedoras y vendedores y de sus asociaciones.
9 AHM, Plan regulador 1940-1957.
112
Los mercados han sido espacios relativamente autónomos en los
que los involucrados han buscado desarrollarse, respondiendo a las
demandas sociales de manera creativa. Los cambios sufridos por las
ferias y las plazas de comercio, hasta llegar a los mercados cerrados,
no son resultado de procesos rudimentarios, sino del diseño de
aparatos administrativos orientados al ordenamiento urbano, la
higienización y la administración de poblaciones cuyos modelos
provenían de afuera. Este proceso produjo herramientas legales y
de control, así como un discurso sobre las «formas legítimas» de
utilización del espacio público. Todo esto se ha dado en medio de
disputas, presiones y negociaciones en las que participaron tanto los
administradores municipales y la opinión pública hegemónica, como
sectores subalternos y, particularmente, los vendedores.
Podríamos decir que lo que existió en el largo plazo fue un tipo de
economías yuxtapuestas que solo empezó a desdibujarse en las dos
últimas décadas, en el escenario del capitalismo tardío. Estos procesos
de cambio no han estado exentos de disputas y negociaciones de parte
de los comerciantes o feriantes, quienes han desarrollado una serie
de estrategias para intermediar con el gobierno de la ciudad, como el
formar asociaciones. De manera temprana en todo el país se organizan
asociaciones de algún modo modernas —conectadas entre ellas— como
la Sociedad de Vivanderas del Guayas, activa hasta 1894, la Sociedad
de Abastecedores del Mercado, fundada en 1904, o las asociaciones de
los distintos mercados de Quito, organizadas como centros de Ayuda
Mutua y Beneficencia. Estas asociaciones tuvieron una participación
activa en el Congreso Obrero organizado por la Sociedad Artística y
Artesanal de Pichincha.
Ejemplos más tardíos de esto fueron el «Sindicato de Vendedoras de
Pequeños Artículos» —fundado en 1940—, el Sindicato de Carameleras
o la Asociación de Vendedores de Cosas Usadas, que en el año 1950 se
declaró en rebeldía para evitar ser sacados de la avenida 24 de Mayo.
En las cartas dirigidas al Presidente del Consejo —y que reposan ahora
como parte de un fondo en el Archivo Metropolitano de Historia— se
pueden ver solicitudes de esta y otras asociaciones, pidiendo que se les
permitiera permanecer en sus espacios de venta, dando continuidad a
113
Venta de frutas en el bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG
114
Ferretería. Bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG
115
su oficio de pequeños comerciantes. Muchos de estos comerciantes
fueron reubicados en «lugares inhóspitos», cerca de los baños públicos
o en lugares considerados peligrosos, donde no podían vender sus
productos, como es el caso de los vendedores de carbón, de la avenida
24 de Mayo, que solicitaron volver a sus antiguos puestos.
Desde hace algún tiempo los infrascritos fuimos separados del
puesto de venta de carbón que nos había señalado en la Avenida
24 de Mayo de esta ciudad, cerca de los servicios higiénicos, con las
consiguientes graves dificultades tanto para los vendedores como
para los compradores y, especialmente para éstos. Después de
tanto tiempo de esta situación molestosa y perjudicial, recurrimos
ante el I. Consejo, dignamente presidido por usted, y le pedimos que
se digne ordenar que se nos permita la venta de carbón en sacos,
en el mismo lugar ya indicado, donde vendíamos anteriormente 10.
frecuentes. No todas las mujeres han podido tener acceso a espacios
de venta fijos o heredarlos de sus madres o de sus suegras. Estas
dinámicas de la llamada «informalidad» también han sido motivo de
constantes disputas entre las mujeres con puesto fijo al interior del
mercado y las que venden en los exteriores. Al no tener que pagar
por sus puestos, las mujeres pueden vender sus productos a precios
más bajos, sin embargo, sus condiciones de trabajo generalmente son
más duras. Las conocidas como «rodeadoras» cuentan cómo constantemente han tenido que evadir las regulaciones sobre la venta de alimentos en los distintos espacios de la ciudad.
La señora Marcia Azcárate, que se ha distinguido siempre como
promotora de actividades festivas y de relacionamiento social en el
mercado de Santa Clara, da cuenta de una rica trayectoria personal
relacionada con su oficio en ese mercado.
Se hace referencia, además, a que, al ser productos de primera necesidad, los compradores necesitaban ser abastecidos «de la mejor
manera». Muchas de las cartas eran de mujeres trabajadoras de los
mercados, pero también de otros oficios relacionados directamente con
la vida cotidiana de sectores populares, por ejemplo, comerciantes de
artesanías, vendedoras de objetos usados, de «chupetes» y de dulces,
costureras, imagineros, hierbateras, entre otros. Se trata de momentos
muy intensos en el reordenamiento del comercio en distintos lugares
de la ciudad, entre ellos la avenida 24 de Mayo, la plazoleta de la Marín y las calles aledañas a los mercados de San Roque y San Francisco,
desplazamientos que también dieron origen a nuevos mercados, como el
mercado de Iñaquito.
Mi mamita trabajaba vendiendo en las calles, yo le sabía ayudar.
Cuando nos cogían los de las camionetas (policías) yo me iba
presa en vez de mi mamita. Ella cocinaba en ollas de barro y sabía
vender en platitos de barro con cuchara, después de eso ya puso
jarros de loza, y poco a poco nos íbamos poniendo civilizados
(se ríe) y servimos en vaso, como hasta ahora, en vaso de vidrio,
vendíamos solo morocho. Ahora mi hijita ya vende empanadas,
porque ya tiene puesto, antes no había cómo. Yo también empecé
vendiendo en la calle, en el parque de la Alameda, igual los policías
venían y nos llevaban, yo me corría, me subía en las canoas y me
escondía debajo del puente. No fue fácil conseguir un puesto en
el mercado, fue muy difícil11.
Doña Rosa Cabezas, comerciante del mercado, cuenta cómo ella
empezó a trabajar con su madre en lo que fue la Feria de Santa
Clara, antes de la construcción del mercado Santa Clara. Se inició
como rodeadora y alquilando algunos espacios o portones de las
casas de alrededor del mercado. Estas formas de trabajo de algún
modo precarias, previas a la inserción en el trabajo formal, han sido
La radicalización de los controles y ordenanzas sobre el uso del
espacio público y el comercio hizo que muchas mujeres se vieran
en la obligación de pagar multas, lo que dificultó el comercio en
esas condiciones. Estratégicamente organizadas, las mujeres que
no tenían un puesto fijo en el mercado de Santa Clara se vieron en
la necesidad de crear un nuevo espacio para las ventas. Así nace el
10 Archivo Histórico Metropolitano de Quito. Comisión de Abastos, Mercados y Rastro, 1943.
116
11 Entrevista realizada por Erika Bedón a la señora Marcia Azcarate (Sra. Maravilla). Mercado
Santa Clara. Quito, julio de 2018.
117
mercado Iñaquito, un espacio que lo crearon trabajando de manera
colectiva, trabajando con palas y picos, en minga con la familia y en
una constante negociación con el Municipio.
Doña Rosita Cabezas, una de las fundadoras del mercado Iñaquito,
sostiene que el mercado fue lo que le dio vida al sector, que alrededor
del mercado se fue construyendo el barrio. En la memoria de las
señoras que venden en Iñaquito está presente la idea de que fueron
ellas quienes trabajaron para hacer las calles y el camino «donde no
había nada». Ahora este mercado está ubicado en un sitio privilegiado
al norte de la ciudad, en una zona de alta plusvalía, y aunque existe un
proceso de avanzada en la proliferación de cadenas de supermercados
en los alrededores —exactamente tres grandes cadenas en las inmediaciones directas— el mercado sobrevive gracias a las relaciones
que ha generado con sus clientes, las y los caseros y por los procesos
sociales que se viven al interior de estos espacios. Como analiza
Delgadillo (2020), en el caso de México los mercados están expuestos
a grandes presiones políticas y económicas —vinculadas de manera
directa al neoliberalismo, que privilegia la multiplicación de cadenas
de supermercados y desprotege a los espacios tradicionales de abasto
de alimentos— pero no se enfrentan a esas presiones de manera pasiva.
Sra. Charito Pichucho, hierbatera del mercado
San Francisco. PABLO CORRAL VEGA
119
La señora Giovanna Cisneros heredó el puesto de su madre,
quien trabajó en el mercado de San Francisco —cuando estaba
ubicado en la Plaza de Santa Clara—. Muchas de las mujeres
que actualmente trabajan en el mercado de San Francisco
pertenecen a segundas y terceras generaciones de personas
dedicadas al oficio. PABLO CORRAL VEGA
120
El mercado de Iñaquito es uno de los lugares preferidos
para comer deliciosos hornados. También es uno de los
más visitados por los habitantes del norte de Quito,pues
aquí encuentran una gran variedad de productos, tanto
de la costa como de la sierra. JUAN PABLO VERDESOTO E.
121
Mercados
de Quito,
espacios de
mujeres
Desde nuestro trabajo etnográfico y de memoria en los distintos
mercados, ferias y plataformas de la ciudad de Quito, hemos podido
constatar que las mujeres juegan un rol central en el sostenimiento y
reproducción del oficio al interior del mercado, aunque esto no sería
posible sin las redes familiares. Christiana Borchart se encargó de
mostrar el papel que jugaron las mujeres en el funcionamiento del
comercio de larga distancia y en el pequeño comercio en la colonia
—particularmente en el siglo XVIII—. De acuerdo a la historiadora, el
comercio involucraba a mujeres de distintos estratos sociales y de
diferentes situaciones familiares.
Una participación directa de las mujeres se encuentra en el
caso de las pulperas, dueñas y administradoras de tiendas que
abastecían a la ciudad y los pueblos con productos de uso diario,
ofreciendo una gama de alrededor de veinte productos diferentes.
(Borchart, 1992, 363)
Los trabajos de Camus (2008) y Cuminao (2012) también dan cuenta
del mercado como un espacio de mujeres. Los oficios del mercado son,
122
123
sobre todo, oficios de mujeres, muchas veces relacionados con el
cuidado o, para ser más precisos, espacios en los que las mujeres han
pasado a ser el eje a partir del cual se organiza una economía, un
estilo y un modo de vida. Han sido las mujeres las que manejan los
negocios y asumen la mayoría de funciones de cara al público, pero
también en el ámbito doméstico: no solo administran y mantienen los
negocios, sino que en muchas ocasiones son ellas las que sostienen
la economía familiar. Los puestos, al igual que el oficio, lo heredan
de sus madres y abuelas, de sus hermanas, de sus suegras... De ellas
fueron asumiendo poco a poco sus secretos, de modo reflexivo y al
mismo tiempo práctico.
Los mercados son espacios de memoria y de transmisión de una
memoria; de trayectorias familiares y sociales relacionadas con la
cotidianidad y la religiosidad. Se trata de una memoria que se remonta
en el tiempo y toma formas corporales, hábitos, comportamientos,
modos de hacer, rutinas propias de la «gente de los mercados». Son
espacios históricamente ganados por las mujeres, aun cuando no
exclusivamente de estas. Muchas de las mujeres que trabajan en ellos
han sabido salir adelante con sus familias; otras han encontrado ahí
algún respiro, aunque no necesariamente la solución de sus problemas.
Detrás de cada puesto de venta hay redes ocupacionales, incluidas
pequeñas industrias domésticas. Es cierto que no todas las ocupaciones
son equiparables ni proporcionan iguales ingresos, pero todas forman
parte, de un modo u otro, de un espacio vital construido desde abajo,
a lo largo de varias generaciones. Por un lado están las personas que
participan en la comercialización de productos y en el transporte; y
hay otras que realizan servicios al interior de los mercados, como el
desgranar maíz, habas, frejol, pelar papas para los puestos de comidas
preparadas, lavar platos, cargar bultos... Para las mujeres, ancianos
y muchas veces niños indígenas recién llegados del campo, estas
actividades son a veces el único recurso en su relación con la ciudad.
Muchas veces son actividades ligadas al negocio de los supermercados
y realizadas con la participación de intermediarios, por las que reciben
una mínima paga.
La preparación y venta de alimentos ha sido una de las estrategias
de vida de las mujeres en el mercado; considerado uno de los oficios
El mercado de San Roque es mayorista en la venta de papas. EDU LEÓN
124
con mayor tradición. Se trata de un saber heredado de mujer a mujer,
de madre a hija. Tras el aprendizaje de la preparación de cada plato
«tradicional» hay una historia que atraviesa varias generaciones de
mujeres. Las formas de preparar el caldo de «ville», la «guagrasinga»,
el «menudo» —utilizando vísceras de res o de cerdo— es algo que se
transmite de generación en generación en el espacio de los mercados.
La señora Beatriz Escobar cuenta que aprendió el oficio de su suegra,
pero antes de eso, desde la infancia, su vida transcurrió en el mercado:
Mi mamacita vendía en el mercado viejo de San Roque, yo me
crié en el mercado. Me casé de 14 años, mi esposo me llevó donde
la mamá de él y ella me enseñó este oficio. Ella vendía «carne
de cabezas», las llamadas tripas, los villes. Ella me preguntó una
vez, mientras le ayudaba a recibir la mercadería, si es que quería
aprender a preparar el ville. Como yo no trabajaba en nada más, le
dije que sí, que me enseñe. Ella me hizo aprender primero a vender
las tripas con papitas leonas y ají. Poco a poco me empecé a ganar
mis ocho sucres, doce sucres, de ahí ya me enseñó a preparar el
ville. Hay que saber preparar bien, ya bien lavado y condimentado se manda al horno de leña, generalmente a las cuatro de la
mañana, y yo empiezo a vender desde las seis de la mañana12.
Para las mujeres, el mercado constituye un espacio de relaciones en el
cual ellas hacen de eje articulador:
Este puesto me ha servido para criar a mis cinco hijas. Mi esposito
era carpintero, él me ayudaba en el puesto, él se iba al camal
y me daba trayendo los ville; las señoras ya le conocían, yo les
presenté y les expliqué que yo me quedo vendiendo para reunir
para pagarles y que a él le manden el «negocito». Sí nos confiaban
y él me daba trayendo desde el camal, lo que es ahora Chiriyacu.
Ahora mis hijas también se ayudan en sus hogares con el puesto
del mercado, una semana trabaja la una y otra semana trabaja
la otrita, y así ellas sostienen sus hogares también. Como yo les
enseñé, así también trabajan ellas para la comidita de mis nietos13.
12 Entrevista realizada por Erika Bedón a la señora Beatriz Escobar. Mercado de San Roque,
noviembre 2018.
13 Ídem.
Tres generaciones de hierbateras en el mercado San Roque. EDU LEÓN
127
Haberse ganado un puesto fijo en el mercado es un logro personal. El
aprender un oficio y mantener una tradición al interior del mercado
es altamente significativo para quienes han hecho de esto el eje
de su realización como personas. Para algunas de las vendedoras,
las condiciones de los mercados ya no son las de antes, debido a la
competencia de los supermercados y de las ventas informales, pero es
lo único que les da una relativa estabilidad.
El trabajo de las hierbateras es otro de esos espacios de mujeres en los
mercados de la ciudad, aunque en la actualidad hay hombres —jóvenes
principalmente— que están aprendiendo a hacerlo. Se trata de un oficio
de cuidado «del cuerpo y del alma», que se transmite de generación en
generación y que es percibido como un don o legado. Se trata de una
práctica transgeneracional ejercida mayoritariamente por mujeres, que
comprende «caminatas de recolección», el cuidado y cultivo de plantas
con fines medicinales y de sanación. En la mayoría de mercados existe
un giro de hierbas medicinales y es en los mismos puestos, aunque
acomodados de manera muy discreta, donde las mujeres hacen las
curaciones o las limpias; otras mujeres únicamente venden las plantas,
pero todas son conocedoras expertas de las cualidades curativas de
cada una de las plantas.
No todas «curan o limpian», porque esto dependerá no solo de tener
un conocimiento de las cualidades curativas de las plantas, sino de ser
poseedoras de un «don» para poder hacerlo. Muchas de las mujeres
hierbateras nos han hablado de los sueños en los que han recibido
el don para poder curar usando las plantas medicinales. Citando a
Blanca Muratorio, quien ha inspirado esta investigación, diríamos que
hay distintas narrativas y prácticas que unen a estas mujeres a las
memorias de sus madres, sus abuelas, y a las de generaciones aún
más lejanas.
Este es mi centro de sanación Mama Lourdes, aquí yo atiendo
partos y curo del mal de ojo, mal de aire, cogido de cerro, desde
cuando yo era niña. Esto es una herencia de mi abuelita, es algo
que yo no lo puedo dejar hasta que yo me muera; yo empecé a
curar desde cuando tendría ocho años, empecé a atender partos,
empecé a hacer sanaciones, empecé a tener contacto con los
Comerciante de papas, mercado Mayorista. EDU LEÓN
128
apus, con los cerros. Yo trabajo aquí y en el centro de salud, yo
les llevo a las mujeres que tienen problemas en el parto al centro
de salud, yo les atiendo a las mujeres que vienen con peligro de
arrojo o mal de parto, por ejemplo. Antes se atendía el parto aquí
mismo, pero ahora ha cambiado, porque luego tienen problemas
al momento de hacerles inscribir a los bebes. Yo soy certificada
por el Ministerio de Salud, entonces cuando insisten y nacen aquí
los bebes, yo les acompaño a inscribirles. Yo curo con emplastos,
plantas medicinales (...), yo misma cultivo las plantas, aquí tengo
santamaría, mejorana, ruda, lavanda, cedrón, romero (…), las que
no se dan aquí, tengo que subir al cerro a recoger 14.
Desde el cultivo de las plantas hasta hacer el oficio hay un camino
de cuidado, de ayudas y solidaridades entre mujeres; muchas mujeres
cultivan y cosechan las plantas de manera colectiva en terrenos en
zonas «rurales» cercanos a la ciudad. Algunos de los terrenos en los que
se siembran plantas medicinales están ahora en medio de lo que se
considera zona urbana. Este es el caso de las antiguas comunas de Quito,
de las que provienen algunas de las vendedoras que son parte de una
tradición muy antigua de relación de esas comunas con los abastos de la
ciudad, como Santa Clara de San Millán, Chilibulo-Marco, Pamba-La Raya,
Lumbisí, entre otras. En la comuna de Cocotog, por ejemplo, un grupo
de mujeres mantiene un sistema colectivo de cultivo y recolección de
plantas que comercializan en la plataforma 1ro de Mayo, de San Roque,
considerada una feria mayorista de plantas medicinales. Desde ese lugar
se abastecen los distintos mercados de la ciudad, pero además, a esta
plataforma llegan plantas de otros lugares del país.
pm y se extiende hasta entrada la tarde del siguiente día. El trabajo
se realiza durante toda la noche y madrugada, en un espacio abierto,
completamente a la intemperie; si llueve, se improvisan algunas carpas
con plásticos, generalmente de color azul. A pesar de que las mujeres
están muy arropadas y tienen varias mantas o cobijas en sus piernas,
las enfermedades relacionadas con el frío son frecuentes entre ellas.
Se trata de jornadas de trabajo largas y que generan pocas ganancias;
muchas de las mujeres hacen referencia a que es un trabajo «para
sobrevivir el día a día». Al mismo tiempo remarcan que es un trabajo
que «requiere vocación». A la venta de plantas suman algunos de los
productos que también cultivan en sus parcelas como el maíz —del que
hacen harina—, higos, plantas ornamentales, moras, pero como parte
de una industria casera muy limitada.
Hay otras mujeres que compran las hierbas medicinales en la plataforma
y venden en las calles de la ciudad, o mujeres que cosechan sus
propias plantas y las comercializan en las calles. No siempre se trata
de un comercio «formal». Estas mujeres, a más de las dificultades que
representa el oficio, se enfrentan constantemente a las regulaciones
por el espacio público, sobre todo del centro histórico. Para ellas, al
igual que otras «rodeadoras», el día a día es un escape constante. Son
mujeres sabias, pero invisibilizadas bajo la figura de la informalidad,
muchas de ellas ancianas que siguen resistiendo con su presencia en
las calles y continúan con un legado de sanación.
El oficio de hierbatera, al igual que otros oficios al interior de los
mercados, requiere de un gran esfuerzo físico y emocional, no solo por
el trabajo en la tierra o en las actividades de recolección, sino por la
comercialización de las plantas, la relación con la gente, las curaciones.
La venta en la plataforma 1ro de Mayo, por ejemplo, empieza a las 11:00
14 Fragmento de entrevista realizada por Silvia Vimos a Lourdes Rojano. Quito, 19 de febrero
del 2018, en el marco del taller de memoria con mujeres hierbateras, para la exposición
Mercados de Quito.
130
131
La Plataforma Central 1ro de Mayo, es
considerada el mercado mayorista de
hierbas medicinales en la ciudad de Quito.
Muchas mujeres comerciantes cultivan
sus plantas en las comunas y parroquias
rurales de Quito. EDU LEÓN
132
133
Doña Mercedes Lagla es una de
las personas más buscadas por las
madres para que cure a niños y adultos
de sus dolencias, entre las más comunes
“el espanto”. Doña Mercedes continúa
el legado de su madre Rosa Correa,
famosa curandera del sector de San
Roque. Mercado San Francisco. JUAN
PABLO VERDESOTO E.
134
135
Mural bordado por las mujeres del mercado de San Roque,
“Sirak warmikuna taller de bordado y educación popular”.
Se trata de material educativo realizado para la Exposición
Mercados de Quito, en el Museo de la Ciudad. Da cuenta
de las principales hierbas medicinales usadas por las
mujeres hierbateras. Dimensión: 3 m x 1.50 m.
136
137
La señora Piedad Mullo, quien hace poco quedó viuda, decidió retomar
su puesto luego de unos meses de duelo, ya que ‘trabajar en el Mercado
San Francisco es lo que da sentido a mi vida.’ PABLO CORRAL VEGA
De la fe, la devoción
y las celebraciones
de los mercados
La religiosidad como práctica de fe, devoción y celebración da cuenta
del mercado como un espacio vivo, lleno de sentidos y significados.
Lo sagrado atraviesa cada área del mercado, se constituye en parte
de su cotidianidad. Al mismo tiempo, toma fuerza en momentos significativos. Los altares son levantados colectivamente como lugares
de adoración para los santos patronos en cada uno de los mercados
e incluso, de cada giro, pero también se arman pequeños altares o
rincones de adoración en muchos de los puestos, adornados con fotos
familiares, estampitas, velas y flores. De la misma manera, existe un
espacio especial designado para custodiar los trajes, joyas, recuerdos y
regalos hechos a los santos patrones por las distintas priostas; se trata
de lugares que guardan una parte importante de la memoria de los
mercados, de las promesas hechas y de los favores recibidos.
Tanto los altares como las fiestas religiosas nos hablan de un espacio
en común, de una fe compartida, de deseos de protección y plegarias.
En los mercados se ha «pasado la fiesta» a sus santos patronos desde
su fundación; más que una tradición, se considera una devoción, se
140
141
«pasa la fiesta» como una forma de agradecimiento por los milagros
recibidos, para pedir uno o simplemente para agradecer.
La fiesta es una de las representaciones colectivas de lo que es la
religiosidad popular al interior de los mercados. Citando a Muratorio
(2003), entendemos la religiosidad popular como una forma particular
de acceder a lo sagrado, distinta de la religiosidad oficial, que no
necesariamente corresponde a una clase social en particular, pero sí a
unas formas de percibir el mundo propiamente andinas. Es una forma
festiva de compartir la fe, que atraviesa distintos grupos sociales,
pero que guarda ciertas especificidades en espacios como los de los
mercados, debido al engranaje social y a la rica diversidad cultural
que se encuentra en la base. En las fiestas de los Santos Patronos
de los mercados se funden varios elementos significativos y conviven,
sin contradicción aparente, lo sagrado y lo secular, lo moderno y
lo tradicional. Se trata de relaciones íntimas y al mismo tiempo
colectivas con lo sagrado, que sobrepasan los espacios oficiales de la
fe y contrastan con la religiosidad institucional que pone énfasis en el
control moral y la ortodoxia, y que está sujeta a un espacio definido,
por lo general el lugar de culto.
Las fiestas se hacen para conmemorar las fundaciones de los mercados,
la fundación de las asociaciones o la fecha en que el síndico donó o
regaló «el patrono» al mercado. En los mercados la religiosidad atraviesa
los distintos ámbitos de lo cotidiano, y toma mayor fuerza y relevancia
en el espacio de la fiesta. Las fiestas en ocasiones coinciden con fechas
cívicas como la Fundación de la Ciudad o el Día del Trabajador, como es
el caso de la plataforma 1ro de Mayo, por citar un ejemplo, pero sobre
todo, están relacionadas al calendario religioso festivo de la Iglesia
católica y con la supervivencia de una religiosidad andina, como el Inti
Raymi, asumido por el ceremonial católico como Fiesta de Corpus.
La organización de las fiestas religiosas dentro de los mercados habla
de un saber y unas formas de representación propias, hay que saber
pasar la fiesta; esto implica organizar con la gente del mercado los
preparativos. Lo principal es nombrar a los priostes, asignar quién va
a encargarse de preparar la comida, hacer el pedido de los castillos,
142
los músicos, los recuerdos y demás. Los priostes tienen una gran
responsabilidad y son actores significativos, no solo por el aporte
económico con el que puedan contribuir a la organización de la fiesta,
sino —sobre todo— por el valor simbólico que tienen dentro del grupo
social, lo que hace que su presencia sea indispensable. El priostazgo,
como un sistema de dones y contradones (Mauss, 2009), es una práctica
común en los mercados de la ciudad, como parte del mundo andino. Se
trata de formas de relacionamiento, de reciprocidad, obligatoriedad y
que constituyen en sí formas de establecer alianzas y compromisos
mutuos entre las partes que intervienen; bajo esta lógica construyen
y dan sentido a formas particulares de vivir en comunidad al interior
de los espacios sociales, basadas en obligaciones recíprocas. Los mercados, siendo instituciones urbanas, comparten esa lógica.
En la misa de celebración se realiza el nombramiento público de los
priostes quienes, para serlo, deberán haber mostrado solvencia social
y económica durante todo el año. Este acto forma parte de un ritual
en donde se hace la entrega de las ofrendas presentadas por los y
las comerciantes; se trata de canastas con productos representativos
de los mercados, granos, frutas, legumbres, en ocasiones se ofrendan
carnes, pan, palo santo y otros regalos que los participantes consideren
significativos. Los niños también presentan sus ofrendas con coplas
y cánticos especiales. En esta ceremonia, los priostes entrantes y
salientes se «amarran» —atan las manos con cintas de colores—, esto
representa el compromiso y la constitución de un lazo «familiar»
simbólico, que habla de formas de protección, ayuda mutua y cuidado,
y que se propone ir más allá del momento de la fiesta.
La fiesta se organiza de distintas maneras. Puede ser por giros o a partir
de las asociaciones, que son quienes nombran a los grupos de priostes.
Existe una competencia entre estos distintos actores por definir cuál
de ellos contribuye mejor a la fiesta. Se trata, en este sentido, de poner
en juego el priostazgo como fuente de reconocimiento y de prestigio,
no solo como un capital económico, sino social. La organización de
la fiesta en los mercados se ha ido reconfigurando y adaptando a las
condiciones y distintos contextos políticos e institucionales que los
atraviesa, así como a las ordenanzas, regulaciones, prohibiciones y
143
restricciones para el uso del espacio público. Los comerciantes
atribuyen la merma en el esplendor de las fiestas a las «trabas
institucionales» que se han impuesto con relación al uso de
los espacios públicos, al no uso de fuegos pirotécnicos, la
regulación de los horarios y los permisos obligatorios. En el
mercado de Cotocollao, por ejemplo, se ha perdido la posibilidad
de celebrar las fiestas a sus patrones en el propio espacio del
mercado. Sus fiestas eran consideradas por sus participantes
como las más grandes y fastuosas de la ciudad y tenían una
duración de cuatro días, con grupos de comparsas y danzantes
propios del mercado. En las celebraciones, las personas de los
mercados se toman las calles de los alrededores como una
forma de representación e irrupción en el ámbito público.
Existen otras formas de representación de los mercados en
el espacio urbano, como el desfile de los mercados que, de
acuerdo a sus protagonistas, inaugura las fiestas de fundación
de la ciudad de Quito. En el desfile, los mercados se toman
las principales calles del centro histórico hasta llegar a una
de las principales plazas; en esta toma de la plaza y de las
calles, las personas de los mercados ponen en juego una serie
de representaciones propias de una «quiteñidad alternativa»,
o de las maneras en que ellos perciben a la ciudad y a sus
habitantes. Este desfile es un espacio de encuentro de múltiples
memorias, representaciones, permanencias, donde se trastocan
los sentidos y se reinventa la celebración de la Fundación de
Quito desde una mirada popular, haciendo uso de una serie de
recursos barrocos.
Fiesta de navidad en el mercado de San Roque. EDU LEÓN
144
145
Procesión del mercado San Roque.
EDU LEÓN
146
147
"
Antes de las fiestas se hacía la
novena, se hacía la rezada. Se mandaba
a hacer unas cortinas grandes para el
frontal del altar, todo bordado, finísimo.
La ropa del Jesusito la hacía una señora
de la Tola, porque Jesusito no tenía
ropa. Había unos floreros grandes, y
María Chicaiza era la sacristana, ella
arreglaba las flores y tenía limpio el altar.
Hacíamos dos castillos y había banda.
Y las personas que éramos nombradas
llevábamos unas botellas de canela,
caramelitos, y a todas las personas
que estaban allí se les daba un vasito
de quaker. Se pedía cooperación a las
compañeras: un ramito de flores,
unas velitas, unas botellitas.
La fiesta a la Virgencita se hacía el
día de la madre.
Luisa Serrana,
2018
Bordando los trajes del “Niño Dios'' en el taller Los Ángeles,
en el Centro Histórico de Quito. JOHANNA ALARCÓN
148
"
149
Altar de Jesús del Gran Poder en el mercado San Roque. EDU LEÓN
Procesión religiosa durante la fiesta del mercado San Roque. EDU LEÓN
"
El mercado de San Francisco fue uno de los pioneros
en la devoción de Jesús del Gran Poder. Antes hacíamos
las misas en la iglesia de San Francisco. Le venerábamos
anualmente a la Dolorosita y a Jesús del Gran Poder.
Para la fiesta, primero se nombraban a las priostas, se hacía
por giros. En esos tiempos las priostas se encargaban de
cambiar las flores y el mantenimiento del altar, de poner las
velas. Todo gastábamos de nuestro propio bolsillo.
El día sábado por la tarde, se iba a dejar la imagen
a la iglesia. Se hacían las vísperas y se recibía la «Salve»,
había juegos pirotécnicos, se ponía banda, vacas locas,
castillos. Todo esto se hacía el sábado en la noche,
¡siempre se hacían vísperas en los sábados!
El día domingo a las once de la mañana era la misa de fiesta,
en la iglesia de San Francisco. De ahí regresábamos con
los santos en procesión hasta el mercado. Salíamos por la
Benalcázar y subíamos por la Rocafuerte. Las que quedaban
de priostas, nombraban madrinas. Las madrinas obsequiaban
cualquier cosa; comida, licor, un ramo de flores para la
bendición del altar. Después de la procesión y la fiesta en el
mercado, se hacía la fiesta en la casa. También se festejaba
en la Av. 24 de Mayo, en los salones que había junto al teatro
Puerta del Sol, ahí íbamos todas bien arregladas, enjoyadas,
bien elegantes. En ese tiempo se vendía bien, se vivía bien, el
mercado daba para vivir bien. Ahora ya no es igual, cuando
.
subimos acá todo se perdió.
"
Salvadora Chicaiza, Giovanesa Esleros,
Laura Chin Chin, Teresa Cáceres,
18 de febrero de 2014
154
Vísperas de la fiesta del mercado de Iñaquito. JOHANNA ALARCÓN
155
"
A través de los desfiles
queremos representar los recuerdos, los
personajes principales que estaban en
el mercado de antes, cómo comenzó el
mercado y cómo se han ido perdiendo
las costumbres. O sea, la historia de
nuestros mercados, nuestras vivencias.
Aquí, por ejemplo, «el caballero», el
señor Carlos Huilcapi, representa la alta
sociedad que visitaba al mercado de San
Francisco, porque sí teníamos la visita
de personajes principales. «El cargador»,
como antes no habían los taxis de ahora,
entonces la gente pagaba un cargador
para que les llevara las cosas a la casa,
ellos utilizan su soga, su tamba para
cargar. Bueno, eso no ha cambiado.
El taita pendejadas» representa a un
señor que va vendiendo de todo; todo lo
que se le ocurría, desde tornillos, clavos,
hasta cortauñas, agujas.
.
"
Entrevista grupal,
18 de febrero de 2014
156
Desfile de los mercados en la calle Venezuela. PABLO CORRAL VEGA
157
Mercados,
un lugar a donde
llegar
Históricamente, los mercados también han sido considerados espacios
de acogida para poblaciones migrantes que han llegado a la ciudad
y que se han establecido de manera temporal o permanente en la
misma. Las redes de ayuda mutuas o familiares han permitido a estas
poblaciones insertarse en las dinámicas urbanas y en el espacio del
mercado. Azogue (2012) da cuenta de estas formas de relacionamiento.
Mientras en el imaginario del patrimonio y desde algunos medios
de comunicación estos espacios son percibidos como inseguros y
peligrosos, para estas poblaciones son vistos como un «lugares de
expectativas y oportunidades», espacios donde la «acogida» pasa
de ser un acto individual a una obligatoriedad colectiva. La ayuda y
reciprocidad a los recién llegados les permite desarrollar un proyecto
de vida en la ciudad con sus familias —aunque no por eso dejan su
relación con el campo—, ajustando muchas veces sus actividades a
los ciclos de la siembra, la cosecha, las festividades y otras fechas
significativas en sus comunidades de origen. Como lo analiza Espín
(2014), se puede decir que las poblaciones indígenas relacionadas con
la vida del mercado, crean su propia forma de vivir la ciudad, como
indígenas urbanos.
158
159
Aun cuando los mercados no son únicamente espacios indígenas, sino que acogen a una variedad de actores como parte
del mundo popular, la presencia indígena
y —entre ello— el uso del quichua, es significativa. Las diversas maneras en que
la población indígena ha hecho uso de
estos espacios y cómo se han ido reconfigurando a lo largo de la historia, marca
las percepciones que se tienen de ellos y
de las poblaciones que los constituyen.
Pero, además, los mercados son escenario de otro tipo de tratos, a los que
podemos calificar como hospitalarios. El
regateo, la concesión de una «yapa», el
reconocimiento mutuo como «caseros»
forman parten de estas políticas de reconocimiento cotidiano.
Puesto de ventas de empanadas y desayunos en el mercado San Roque. EDU LEÓN
160
161
Clientes consumen platos tradicionales en el patio de
comidas del mercado del Quinche. JOHANNA ALARCÓN
Vendedora de objetos religiosos en la
Basílica de El Quinche. PABLO CORRAL VEGA
Los mercados
en la memoria
de la ciudad
Si bien, desde la época de las reformas borbónicas y durante el siglo
XIX se intentó regular las ventas ordenando los espacios de comercio,
eso no implicó reducir la importancia de las ferias, plazas y mercados
en la vida de la ciudad. Aun cuando la sociedad quiteña estaba estratificada —o precisamente por eso— daba lugar a vínculos y flujos entre
distintos estamentos sociales fuertemente dependientes unos de otros.
Los trajines callejeros, al mismo tiempo que constituían una forma de
intercambio, generaban tratos en torno a la religiosidad, la fiesta y la
cultura popular, de los que eran partícipes distintos sectores sociales
y particularmente los sectores populares. Se trataba de elementos de
una cultura en común, que seguían operando en medio de las grandes
particiones étnicas, de género y de clase. Las bases de esas relaciones
eran económicas, ya que la ciudad dependía de los productos y servicios
venidos del campo, pero esta base económica tomaba forma en una
rica tradición cultural que se expresaba, sobre todo, en los espacios
públicos, y en la que jugaban un importante rol las mujeres. Se trataba
de intercambios materiales y simbólicos relacionados tanto con la
economía formal como con una economía simbólica, caracterizada
como barroca.
167
A partir de la segunda mitad del siglo XIX y, de manera particular desde
inicios del siglo XX, comenzó a producirse una ruptura en este tipo de
relacionamientos. De una cultura barroca se fue pasando a una cultura
de la separación, una de cuyas expresiones más claras fue la noción de
ornato y más recientemente de patrimonio (Kingman, 2006. Kingman
y Bedón, 2022). Esta ruptura ha ido tomando una forma más acabada
—en el caso del Quito de las últimas décadas— como resultado tanto
de una dinámica de concentración y monopolización del comercio y
de expulsión del comercio popular de calles, plazas y mercados, como
de cambios en la sensibilidad, en los gustos y en los consumos. Lo
que se ha dado en el contexto de la modernidad contemporánea es
una disputa por los espacios y por la economía. Estas disputas siguen
presentes y se constituyen en la memoria colectiva de quienes han
trabajado y trabajan en ferias y mercados.
Los mercados no solo han evitado un deterioro mayor de las condiciones de vida de los sectores populares y los sectores medios, sino que
constituyen uno de nuestros mayores patrimonios. Para la población
campesina e indígena que llega a la ciudad, los mercados son espacios
de acogida en medio de una sociedad excluyente. Al mismo tiempo,
los mercados son lugares de reproducción y revitalización cultural.
Forman parte de lo que nos hace distintos y diversos, siendo fuente
de otras memorias.
Los mercados, a diferencia de los grandes malls y centros comerciales,
cuyo diseño interior estandarizado va perdiendo toda dimensión humana, son espacios llenos de sentidos, en donde las prácticas religiosas,
sociales y tratos cotidianos superan el mero intercambio comercial,
permitiendo una conexión directa entre los oficios, los compradores y
vendedores, y la ciudad. Estos espacios de flujos y relacionamientos
económicos son a su vez sensoriales y emocionales. Espacios hechos
para detenerse, hablar, negociar, experimentar, sin ser atrapados por
la rutina de los tratos impersonales. Lugares en los que —a pesar de
muchos momentos duros e incluso violentos— ha sido posible el
desarrollo de una economía de los afectos.
Lo que entendemos por cultura popular, tal como se genera en los
mercados, son unas formas de relacionamiento, unos tratos, una
168
economía que sin dejar de ser mercantil logra escapar al fetichismo
de la mercancía, constituyendo «mundos sociales en miniatura», con
formas de hacer y de estar particulares, en las que juegan un papel
relevante las asociaciones y las redes familiares e interfamiliares.
Los espacios de las plazas, ferias y mercados, al mismo tiempo que un
mundo propio constituyen un mundo público. Un mundo organizado a
partir del mercado, lleno de contradicciones y conflictos, pero también
capaz de dar lugar a dones y contradones y de integrar a muchos en
su diversidad; de generar elementos en común, por encima de las
necesidades, de las diferencias y disputas. Si concebimos la ciudad
en términos de polis y el patrimonio en términos de multiplicidad y
diferencias, esta es otra posibilidad que se nos abre.
Una de las tendencias actuales en los espacios de abastos de
alimentos o mercados tradicionales ha sido la turistificación y la
patrimonialización, este tipo de intervenciones es visible en distintas
ciudades a nivel global. En Barcelona, por citar un ejemplo, están
el mercado del Born, La Boquería, el mercado Santa Caterina. En la
Ciudad de México, el mercado La Merced. En unos casos se trata de
intervenciones con alcances mayores y cambios significativos en los
usos que se les ha dado a los mismos. Estos procesos han estado
anclados a contextos de regeneración urbana, siendo parte de proyectos
urbanísticos de mayor alcance, como los procesos de gentrificación
en zonas o barrios considerados patrimoniales a los que, con la
justificación de su «recualificación» en procesos de «degradación», se
les busca cambiar tanto las formas de ocupación como las poblaciones
que los habitan. La noción de recualificación ha servido en todos los
casos como justificación, por decirlo de una manera, para este tipo
de intervenciones (Delgadillo, 2020). En el caso de los mercados
tradicionales de abastos, como espacios de comercio, las intervenciones
responden también a un proceso de gentrificación comercial (González
y Waley, 2013), es decir, la sustitución-desplazamiento del abastocomercio de productos de consumos tradicionales por productos
selectos, y con esto los consumidores cotidianos por clientes de
mayores ingresos, y se podría decir, además, de consumidores locales
por turistas. Se trata de formas de desplazamiento, ya sean físicos o
simbólicos, muchas veces justificados por el discurso de lo patrimonial.
169
La calle
Rocafuerte,
un espacio
vivo
Un último elemento al que queremos referirnos es a la relación del
mercado con la calle. Para esto tomamos como base una investigación
en marcha sobre los cambios que se han ido generando en la red de
calles y plazas que han servido históricamente de punto de llegada y de
despliegue de los consumos populares, en el centro histórico de Quito,
para intentar entender las transformaciones en la sensibilidad, que
contribuyeron a pasar de una ciudad de relacionamientos múltiples
a la diferenciación entre lo que desde los parámetros del progreso se
concibe como estético y no estético, rústico y civilizado y, junto a esto,
aséptico y contaminado, seguro y peligroso.
La particularidad más importante del espacio elegido para esta
investigación es haber sido uno de los puntos de contacto más fuertes
de la ciudad con el campo y con las ciudades de provincia. Lugar de
entrada de arrieros, cargueros y carretas y, más tarde, de los flujos
generados por el tren y por el transporte motorizado interprovincial
e interparroquial, de pasajeros y de cargas. Todo esto dio paso, históricamente, a una red de plazas, calles y mercados, así como a una
serie de establecimientos destinados a usos populares. Se trataba —y
170
171
aún se trata— de zonas de abastos abiertas a tratos y negociaciones
permanentes, pero también un lugar de encuentros, relacionamientos
y prácticas culturales «propias».
A más de ser un espacio económico —y posiblemente, debido a esto—,
el mercado sirvió de base a la circulación de imágenes relacionadas
con la fiesta y la ritualidad barroca, y con una «espectacularidad popular» de músicos, adivinos, malabaristas, encantadores de serpientes
y cuenteros. Nos da la impresión de que lo que explicaba y, en parte
continúa explicando la reproducción de ese mundo a lo largo del
tiempo, a pesar de las acciones orientadas a que desaparezca, es tanto
una economía como unas «maneras de hacer y creer», generadas en
el largo plazo desde la vida cotidiana. De hecho, en la colonia pasan
a concentrarse los abastos de la ciudad de Quito en la plaza de San
Francisco y las calles que conducen a ella, incluida la actual Rocafuerte
como derivación natural del antiguo tianguez y de las actividades
relacionadas con el tianguez, incluidos los movimientos hacia dentro
y hacia fuera del mismo. Esta ubicación no obedecía únicamente a
factores geográficos, sino económicos y rituales, como ha mostrado
Salomón (1986).
Esta red de calles y plazas no solo sirvió de base a un tipo de economía,
sino que permitió la reproducción de formas de cotidianidad,
religiosidad y publicidad populares, de las que la historiografía no ha
sido del todo consciente a pesar de ser tan significativas en términos
históricos. Esto explica algo que nuestra colega Blanca Muratorio ya
tomó en cuenta y ha sido trabajado por nosotros, y es la presencia de
imagineros, hierbateras, curanderos, tiendas de disfraces para fiestas y
ceremoniales indígenas y de mestizaje indígena, a más de santuarios y
posiblemente antiguas huacas, justamente en esta zona.
En el registro de distintas manifestaciones de la religiosidad popular
hecho hace algunos años, se decía que la calle Rocafuerte era la
más famosa en el centro histórico por los puestos y locales de venta
de «ajuares y cunitas del Niño», y por los propios pases del Niño
(Muratorio, sf: 24). De hecho, muchos de los trajines de una calle como
la Rocafuerte responden a un mundo de vida, un sentido del gusto
y una estética particular o relativamente particular. Son formas de
172
relacionamiento con los otros, con los espacios y con los objetos que se
podrían llamar barrocas o mejor aún, andino-barrocas; formas que son
distintas, incluso cuando no necesariamente opuestas a la dinámica
dominante. Se trata, si seguimos a Warburg, de supervivencias, de
formas provenientes del pasado que siguen actuando sobre el presente.
En la Rocafuerte —y en otras calles adyacentes a esta— hay todo un
mundo de imaginería popular, que incluye una rica producción de
imágenes, recuerdos y agrados para los bautizos, primeras comuniones, matrimonios y fiestas, indispensables para la reproducción de
conglomerados sociales que en medio de la dinámica de masificación
e individuación en la que se hallan insertos, aún siguen haciendo uso
del parentesco, la reciprocidad y la ritualidad.
El «taller de la señora Charito» no es el único a lo largo de la calle,
pero posiblemente es uno de los más antiguos, y ella, una de las
mentoras en la elaboración de vestuarios. Muchas de las mujeres
costureras que se dedican a este oficio aprendieron de una tradición
de varias generaciones, trabajando como operarias en esos talleres,
o aprendieron costura en los colegios normales y religiosos, como
enseñanza obligatoria de y para mujeres. De todos esos lugares de
aprendizaje, el Buen Pastor es uno de los más nombrados, se dice en
alusión a esta práctica de prestigio. Son sumamente interesantes las
distintas trayectorias de las mujeres que se dedican a este oficio que
les ha permitido solventar la economía de sus hogares y tejer relaciones
significativas en torno a la elaboración de estos artículos, buena parte
de los cuales son el resultado de encargos directos «basados en la
confianza», dirigidos a recrear una relación con lo sagrado.
Se trata de actividades importantes en términos culturales, en peligro
de desaparecer por los cambios radicales que están sucediendo en el
sector y que afectan de manera directa a esta calle. No es lo mismo
operar desde aquí que desde cualquier otro lugar de la ciudad, ya que
hay una red de locales reconocida por la gente y por la que la gente
circula15. A más de los talleres de confección de los trajes del «Niño
15 Testimonio de María Luisa González, propietaria del almacén Los Ángeles. Calle
Rocafuerte y Venezuela.
173
Dios» están los restauradores de imágenes, las hierbateras, curanderas
y sus espacios donde se cura el espanto, el mal aire y otros males, y
los locales donde se elaboran colonias y esencias para los «baños de
buena suerte» o «amor». Existen, además, otros comercios en calles
paralelas, que apuntan al aprovisionamiento de los sectores populares,
como es el caso de las «piñaterías», las últimas bodegas de especies y
granos secos, los locales de dulces, las «huecas», fondas y restaurantes
de bajo costo a los que acuden muchas personas que «están de paso»,
las hospederías, las cantinas, las costureras y costureros de prendas
corrientes que hacen arreglos y que se ubican en los portales de las
casas, los baños de agua caliente, sobre todo los de la calle Chimborazo.
La presencia de los mercados, tanto de San Roque al extremo occidental
de la calle, como el mercado San Francisco con su patio de comidas y
sus hierbateras, imprimen una fuerte dinámica a esta zona.
Si seguimos la pista a la dinámica de toda esta zona a lo largo del tiempo, podremos ver dos procesos paralelos. Por un lado, la reproducción
de un tipo de relacionamientos económicos y sociales de base popular, particularmente importantes para la vida de la ciudad, dada
la persistencia de una economía precaria y unos usos y costumbres
andinos, y por otro, intervenciones urbanísticas y de ingeniería social
que provocan, cada cierto tiempo, desplazamientos e intervenciones en
la zona relacionadas con el turismo, la museificación y el ornato.
La calle Rocafuerte y las calles adyacentes constituyen espacios significativos por su dimensión histórica; si queremos entenderlos,
debemos aprender a movernos entre el presente y el pasado. Al mirar
los «modos de hacer y sentir» que se ponen en juego y las disputas
por el reconocimiento, intentamos ensayar una cartografía social de
la ciudad.
En términos históricos y antropológicos, se trata de entender no solo
los relacionamientos entre el mundo urbano y el rural o la formación
de sectores populares urbanos de origen mestizo e indígena en las
ciudades, sino la reproducción de un tipo de consumos, maneras de ser
y estar, sentidos estéticos y sensibilidades asumidos como populares
y, en muchos aspectos, andino-populares. Lo que se ha dado en llamar
barroco solo se explica en el contexto de sociedades que, al mismo
174
tiempo que establecen una separación por estamentos, garantizan
la reproducción de puntos de contacto y de hibridación económicos,
sociales y culturales. Por otro lado, la economía de la separación, como
parte de la modernidad, toma forma tanto en la urbanística como en
la estética y la seguridad. Valdría la pena hacer un estudio cuidadoso,
de carácter arqueológico de toda esta zona, con el fin de mostrar
tanto su potencia como la forma en que los usuarios de la misma han
sido intervenidos y desplazados a lo largo del tiempo, hasta quedar
reducidos a unas pocas calles, todavía vigentes —posiblemente no por
mucho tiempo— que hacen las veces de umbral o de frontera entre
la zona «recuperada» o «decente» del centro histórico de Quito, y las
zonas no patrimonializadas, objeto de preocupación y al mismo tiempo
de despreocupación por parte de las políticas de patrimonio; pero
también para registrar cómo, en medio de estas situaciones de asedio,
los pobladores andinos se han empeñado en defender sus calles,
puestos de negocio, bodegas, habitaciones. No se trata únicamente
de una disputa económica, sino estética —en el sentido de Ranciere—.
Bolívar Echeverría introdujo una rica discusión sobre el funcionamiento
del ethos barroco en América Latina. Su reflexión se basa en la
historiografía mexicana, fuertemente influida por la idea de mestizaje,
pero podría tener igualmente cabida en las discusiones sobre un
contexto relativamente diferente, como el de los Andes. Para Echeverría,
el barroco, bajo sus formas clásicas —las del siglo XVII— es el resultado
del encuentro civilizatorio entre el mundo hispano y el indígena en
América. (Echeverría, 1998)
A diferencia de la modernidad capitalista, la modernidad barroca
se mostraba abierta a distintas formas de relacionamiento afines
a una economía moral y a una economía sagrada. Nosotros hemos
introducido, en el trabajo historiográfico, la idea de que hay una
materialidad que sirve de base al barroco, que podría permitirnos
entender las bases de su funcionamiento en términos culturales. Nos
referimos a relacionamientos cotidianos entre distintos sectores, a
pesar de sus diferencias sociales, étnicas y raciales, que sirvieron como
base a las representaciones barrocas. Se trata de una economía moral
y una economía simbólica desarrolladas en torno a intercambios y a los
oficios de la calle y las plazas públicas, y de una religiosidad en común.
175
De acuerdo a nuestra hipótesis, a partir del último tercio del siglo XIX,
las únicas formas barrocas que continuaron existiendo, en medio de
una estética dominantemente neoclásica y ecléctica, como punto de
partida de la estética de la separación, han sido las populares.
Calles como la Rocafuerte, la Loja, la Cuenca, no responden exactamente
a las formas dominantes de despliegue de las mercancías, aunque
se vean sobredeterminadas por estas. Nos referimos al peso que aun
en medio de la dinámica actual, marcada por la cultura de masas,
la publicidad y los malls, conserva el valor de uso frente al valor de
cambio o, para decirlo de otro modo, la supervivencia de formas o
modos de hacer que no son estrictamente mercantiles, en un contexto
de generalización del consumo, los mecanismos de distinción y las
formas de acumulación capitalistas. No hay que perder de vista
que este espacio de la ciudad forma parte de un circuito mayor de
relaciones que incluye barrios como San Roque, Toctiuco, el Aguarico,
pero también es una extensión del campo o, para ser más precisos,
de la creciente urdimbre urbano-rural que incluye pobladores
temporales y permanentes, provenientes de provincias con fuerte
población indígena como Chimborazo y Cotopaxi. Estos últimos han
sido incorporados, en parte, al trabajo generado por los mercados y
han pasado a ocupar, como propietarios o como arrendatarios, algunas
de las viejas y deterioradas casonas del centro, para convertirlas en
«viviendas comunitarias».
El comercio a larga distancia permitió que las ciudades accedan a bienes
Calle Rocafuerte, 2022. PABLO CORRAL VEGA
176
Se trata de ejes de circulación múltiples de sectores populares,
mestizos e indígenas, pero también de personas de los sectores
medios que se acercan al centro para comprar en las covachas,
donde lo han hecho toda la vida. Para muchos, siempre es más
barato comprar en el centro, es el lugar donde se encuentra de todo.
Podría decirse, incluso, que en el centro es posible, igualmente,
aprovisionarse de «zapatillas de marca» como de imágenes sagradas
o participar de alguna romería, «pase del Niño» o festividades como
las de los mercados. Se trata de una dinámica de intercambios
materiales y simbólicos relacionada con un modo de vida, es decir,
con factores que van más allá del fetichismo de la mercancía, sin que
ello signifique escapar de su lógica.
177
Tanto en el caso de Quito como en el de otras ciudades andinas, la
religiosidad y la forma de vivir la fe se despliegan por la calle. En distintas épocas del año es posible encontrar procesiones que llegan o
salen de la iglesia de San Roque o de iglesias aledañas; se trata de
las fiestas de alguno de los mercados o de los barrios, aunque esas
celebraciones, de raíz colonial, son cada vez menos comunes debido a
las normativas y trabas que se impone a los feligreses para poder hacer
uso de las calles y de los propios templos, ahora cada vez más inducidos
por la modernidad y por la «secularización de las devociones».
Entendemos por vida cotidiana la que se genera, de modo práctico,
desde las maneras de hacer de la gente, pero además, desde las
asociaciones de mercados (Bedón, E. 2020), los grupos de artesanos
(Santacruz, 2012), las asociaciones de indígenas urbanos (Simbaña,
2020), (Kingman, Garcés, 2010). Asumimos la religiosidad popular como
una forma particular de vivir la fe, basada en el culto a las imágenes
y el relacionamiento con ellas, en las que conviven sin contradicción
aparente, lo sagrado y lo secular, lo moderno y lo tradicional. (Muratorio,
sf. Escrito inédito)
Al destacar estos «relacionamientos propios» no pretendemos ignorar
el entramado de violencia en que se hallan envueltos. No solo porque
la violencia es connatural a la condición social, sino porque en el
marco de nuestras ciudades hay una serie de factores que la agudizan.
Nos referimos a la precarización y vulnerabilización creciente de las
poblaciones, al debilitamiento de los lazos sociales, a la disolución
de parte de esos lazos sociales, al abandono por parte del Estado y a
la proliferación de bandas delincuenciales. Lo realmente importante
es que, aun tomando en cuenta estos factores negativos, existen en
nuestras ciudades —nos referimos a las ciudades andinas— espacios en
los que la lógica de reproducción social no funciona exactamente del
mismo modo que en el resto de la sociedad, si bien se ve condicionada
por él. Es posible que el sentido del tiempo y junto a este, el sentido
mismo de la existencia social, se ubique a medio camino entre el
disciplinamiento y el disfrute, la reciprocidad y la violencia, el valor
de uso y el valor de cambio, la ciudad y el campo. Y que este juego
de posibilidades paralelas continúe dándose incluso en medio de una
lucha muchas veces sorda y extenuante por la sobrevivencia.
Mercado San Roque. EDU LEÓN
178
El comercio a larga distancia permitió que las ciudades accedan a bienes
Jenny Sandoval y Angie Delgado trabajan en el almacén
Escondite Mágico, 2022. PABLO CORRAL VEGA
180
Mercado San Roque. EDU LEÓN
181
Martha Campaña, Alicia Guachamín y Carmita Soledispa en la
confitería El Gato, calle Rocafuerte, 2022. PABLO CORRAL VEGA
"
El almacén «El Manto Sagrado» tiene tres generaciones, la
primera dueña fue Angelita Espinoza, ella ahora ya debe tener cerca
de noventa años. Después, su hija Estela Suárez de Hurtado y su nieta
Patricia Hurtado. En distintos momentos yo trabajé diez años con ellas,
después me propuso que me haga cargo del negocio, pero yo no tenía el
dinero para pagarle todo. Tengo que darle gracias a Dios, como se dice,
me dejó todo en bandeja de oro, ha sido muy buena conmigo, me dio
las facilidades que necesitaba para poder pagar por toda la mercancía
que me entregaba, me dejó para pagarle en tres temporadas. Mi oficio
es confección de los ajuares para el Niño Dios e imágenes religiosas.
Los trajes de la Virgen de la Merced, de la parroquia, son hechos por
doña Estelita, son trajes bellos. Ella aprendió de la mamá también, son
trajes preciosos, con otras técnicas. Yo he aprendido mucho de ella.
Hay una gran cantidad de oficios ligados a este espacio, están los
imagineros, los retocadores de imágenes, quienes hacen las zapatillas
para el niño, las cunitas, la ropita interior, porque hay que taparle todo
al niñito, las costureras, las bordadoras, quienes ponemos los apliques
y decoramos los trajecitos del niño, los que hacen las urnas y las sillas,
las potencias, los sombreros. Hay quienes hacen los trajes especiales,
cuando piden, por ejemplo, un niñito policía con el traje oficial y botas
de charol, piden con todas las estrellas y símbolos, o un Jesús abogado,
de acuerdo a lo que la gente le pide. Hay un sinnúmero de personas que
nos vienen a dejar las partes que complementan los ajuares. Muchas
de las mujeres que hacen estos complementos ya son de la tercera
edad. Todas imágenes las visten, nada queda desnudo, los cuadros, los
altares, las imágenes, todo, aunque sea que tenga pintada la vestimenta
sobre la imagen, igual les ponen todo el ajuar completo.
Nuestros clientes son los priostes de los mercados cuando celebran
las fiestas, vienen del mercado de San Francisco, de San Roque, de
todos los mercados han pasado por aquí; también los priostes de
las parroquias de Quito, gente que tiene la costumbre de pasarse el
niñito en familia. Hay un calendario de festividades y para nosotros
todo el año hay trabajo, aunque la temporada más fuerte es desde el
mes de noviembre.
"
Rosario Chiliguano, almacén El Manto Sagrado,
2018
184
La señora Rosario Chilaguano, propietaria del almacén el
Manto Sagrado, calle Rocafuerte. PABLO CORRAL VEGA
"
La importancia que ha tenido la calle Rocafuerte es desde
siempre, está el Centro de Salud número uno, el que fue el Hospital
San Juan de Dios, ahora Museo de la Ciudad. Había una bodega
famosa de vinos y licores de la familia De la Torre, creo que se
llamaban, ahí solo compraban las personas que tenían mucho dinero,
las clases medias solo tomaban «alambrado». En el año 58 había la
distribuidora de autos Vallejo Araujo y también estaba el Registro
Civil. Todas las calles alrededor de la plaza de Santa Clara eran de
bodegas de víveres. Comenzando desde la García Moreno, toda esta
calle era de comercio, porque estaba el mercado de San Roque y el
mercado de San Francisco. Se vendía los productos al mayoreo, las
especias, harinas y también había en el mercado y alrededor la venta
de gallinas, pavos, aves. La calle 24 de Mayo era una calle de doble vía,
y pasaban las principales líneas de buses, estaba también la estación
de los buses que iban a Chillogallo y también los buses que iban a
Santo Domingo y Esmeraldas.
La calle 24 de Mayo, por el gran movimiento que tenía, estaba
llena de salones, estaba el «Pescado Fumador», el «Gran Casino» y
otros lugares más populares, eran salones de comida y bebida. «El
Descanso» también era otro lugar muy conocido, este espacio estaba
ligado a la costumbre de brindar algo de comer y beber a quienes le
han acompañado en el velorio y entierro, este lugar estaba junto al
cementerio de San Diego.
Los talleres de costura de los vestidos del Niño Dios también han
estado aquí, en la calle Rocafuerte, desde hace mucho tiempo, mi
madre tiene ya su taller 67 años, mi madre, como mujer sola con
hijos, aprendió el oficio. En un primer momento vendía pantalones,
camisas y sacos de gabardina para gente del campo, era ropa más
barata que la que usaban las élites. También vendía ropa para
primera comunión y bautizos. Después aprendió a hacer los ajuares
para el Niño Dios. Había muchos vendedores en las calles que
tenían la mercadería en canastos. Los puestos eran en las calles y
también en los zaguanes, así empezaron muchos vendiendo los
trajes de las fiestas, caretas, sombreros, también los ajuares, luego
se pusieron los almacenes.
Fernando Moreno, Bazar El Belén,
2018
186
"
Calle Rocafuerte. PABLO CORRAL VEGA
187
"
Yo estoy elaborando el traje
para el Jesús del Gran Poder, patrono
del mercado de Iñaquito, y también
estoy confeccionando el traje de
la virgen que me han pedido que
haga. Aquí fabricamos los ajuares
dependiendo lo que el prioste o
el devoto quiera, o según algún
ofrecimiento, por ejemplo, si quiere
trabajo, se lleva el niño del trabajo,
si quiere dinero, se lleva el niño de la
riqueza o, por ejemplo, si son policías,
piden que se les haga el niño policía.
Me pasa que, cuando es un trabajo
especial, como hacerle el vestido a la
Virgen, la Virgen me da un sueño en el
que me indica qué color quiere que le
haga, cómo quiere que le decore el traje.
A partir de ese sueño ya sé cómo hacerle.
Este negocio solo puede funcionar en
esta calle porque es tradición, la gente
ya conoce, los priostes de los mercados
vienen directo para acá, ellos ya saben
que les hacemos el trabajo. Y vienen
directo al centro histórico para buscar
este tipo de trabajo.
María Luisa González,
Almacén Los Ángeles,
2018
María Luisa González, dueña del almacén Los Ángeles,
calle Rocafuerte. PABLO CORRAL VEGA
188
"
189
"
Mi mamá se llamaba Judit
Naranjo. Ella siempre ha vendido el
caldo de gallina, el café, chocolate,
agua de canela, ponche, de todo.
Cuando trabajaba en el mercado
ubicado en la Plaza de Santa Clara, no
se cocinaba en el mercado, traíamos
cocinado siempre desde la casa. Se
levantaba a las dos de la mañana a
preparar el caldo de gallina, cocinaba
veinte o treinta gallinas. Asimismo,
madrugaba a las dos de la mañana
para coger el pan en la calle Loja.
En ese tiempo cocinábamos juntas;
la cocina era a carbón, no había ni
reverbero. Antes el piso era solo de
tierra, mi mami ahí sabía hacer el
«tendido», «fogón», y cocinábamos.
Desde la casa bajaban los cargadores
corriendo con la comida. Cuando
me casé empecé a trabajar al
lado de mi mami, en el mercado
de abajo.
.
"
Teresa Cáceres,
febrero de 2014
190
María Lema, de Riobamba, vende choclos
en la calle Rocafuerte. PABLO CORRAL VEGA
191
"
Toda mi niñez la pasé en el mercado, cogí puesto cuando
me casé. El mercado de San Francisco era grande y se podía entrar y
salir por todas las puertas, por la calle Benalcázar, Rocafuerte, Santa
Clara y Cuenca. Al interior del mercado había la fila de motes, «las
señoras moteras», la señora Ramona, señora Mercedes Correa, señora
Isabel Pillajo, señorita Charo, la mamá de la señora Ana Casa Gallo, la
señora Antonia Lazca que, al último, vino con sus hijas. Y un señorcito
«Nolberto» que vendía fresco. La señora del fresco, señora María
Quishpe. Afuera, en la calle Cuenca, había otras compañeras, señora
Rosa Costa. En los quesos también había bastantes personas. Había
un señor Noé que vendía el pan fino con relleno de carne tipo allulla,
pancito rosita, todo eso. Había bastantes señoras de las legumbres y
de las frutas, como la señora Ruth Serrano, señora Rosario Cedeño,
señora Tránsito Cedeño, señora Blanca Salinas, señora Olga Oliverio,
señora Teresa Angos, señora Gloria Angos. En la sección de alimentos
preparados, de los hornados, había una señora Rosaura Yocelina. La
que hacía patitas con salsa se llamaba Dominga y la señora Nancy
Naranjo, que está hasta ahora, siempre ha estado con el hornado.
Las señoras que vendían el caldo de gallina, señora Judith Naranjo,
doña Yolanda Terán, que vendía café y almuerzos, la mamá hacía
yaguarlocro, caldos de gallina, seco de chivo. Otras señoras de apellido
Molina. Al otro lado, señora Agustina Chicsa y la señora Estercita y
Piedad Jacho, que vendía el morocho. Señora Hortensia García, que
vendía los huevos, y la mamá también vendía huevos. La sección de
granos tiernos, señora Rosaura Salgado. El señor Jorge Endara vendía
corvina, seco de chivo, quaker. Y doña Rosario de Quesada, también
ella hacía ceviches, corvina, seco de chivo. Yo aprendí de ellos a hacer
seco de chivo, de don Jorge, de doña Rosario y también de mi esposo,
que me ha enseñado, y de mi hijo también.
De ganado menor estaba la señora Rosa Castro, Clauvina Nuñez, que
está todavía, don Pepe Jiménez, que ya es muerto.
Había un altar grande que medía unos diez metros y debajo del altar
había una señora que vendía los embutidos. Y, al frente de ella, vendía
una señora pollos.
192
De las legumbres había la señora Josefina Males, Dolores Males,
Ana Muñoz, María Pila, Clemencia Quischpe, Soila Catota, Juana
Catota, mi mamá Ana Albán. La señora Luz, Mercedes Collaguaso,
Presentación Pillajo, Eusebia Guachamin.
En la planta baja, me acuerdo que había una señora que vendía
tortillas con caucaritas, la señora Edelmira. Al lado de ella, una
señorita que vendía chicha de jora. Al frente de ella, una señora Julia,
morenita, y hacía platos especiales, seco de chivo, caldo de patas.
Las señoras de las yerbas medicinales, señora Rosa Laglia, señora
Olimpia. Y de las señoras de las papas me acuerdo de la señora Laura
Roldán. También en la planta baja había un señor que afilaba los
cuchillos, que se llamaba Jorge, a la entradita de la calle Benalcázar
afilaba y hacía su ollita de café, agua de canela. En la otra puerta
estaba la señora Judith Naranjo, que vendía su cafecito y caldo de
gallina, pero ella vendía en la planta de arriba. Y cuando hacía su
caldo de gallina salía a rodear, pero de mañana ella sabía estar afuera
con su ollita.
Yo ayudaba a la señora Rosario Quezada, a Don Jorgito.
De las señoras de las carnes, señora Luz Sandoval, Luz Casa, las
señoras Páez que están todavía aquí arriba, señora Blanca Almagro,
ella vendía las carnes con el regimiento Quito.
El 1 de enero se abría el mercado porque íbamos a trabajar, junto
a las señoras de las legumbres, Elva Bolaños, Rosa Castro, Teresa
Angos. También había un señor Alabuela que vendía pollos. Señor
Nicanor Telesaca que vendía agua de horchata. Ya no me acuerdo de
muchos nombres, pero aquí hemos sido como una familia, años de
vivir en el mercado.
Gladis Puruncajas Albán,
2014
"
193
EDU LEÓN
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EDU LEÓN
199
Autores
Eduardo Kingman Garcés
Doctor en Antropología Urbana por la Universidad Rovira i Virgili (Tarragona,
España) con Mención Summa Cum Laude. Historiador y antropólogo, interesado
en introducir una perspectiva conceptual en sus trabajos y desarrollar una relación
creativa con el trabajo de campo y el archivo. Ha sido profesor e investigador
en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales —FLACSO Ecuador— en el
Departamento de Historia y Humanidades. Su campo de trabajo es la historia
social y cultural en contextos urbanos, el debate sobre patrimonio, seguridad
e identidades urbanas, así como la memoria, la vida cotidiana y sus relaciones
con el poder desde una perspectiva histórica y antropológica. Sus estudios
analizan la constitución de los sectores sociales urbanos y las disputas por la
memoria y por el espacio de la ciudad. Los aportes de Kingman al estudio de la
historia y memoria social de la ciudad de Quito han sido muy importantes. Entre
sus principales publicaciones se destacan “La ciudad y los Otros, Higienismo,
Ornato y Policía, Quito: 1860-1940” (2006); “Los Trajines Callejeros. Memoria y
vida cotidiana”. Quito, siglos XIX-XX (2014). Por sus sólidos conocimientos en
diversas áreas de la antropología, ha sido invitado a dictar clases y participar
en seminarios y conferencias en distintos países. En FLACSO Ecuador asumió la
Dirección de la revista académica “Íconos” durante ocho años.
Erika Natalia Bedón Cruz
Eduardo Kingman y Erika Bedón. PABLO CORRAL VEGA
200
PhD. Antropología Social por la Universidad Rovira i Virgili (Tarragona, España)
con Mención Summa Cum Laude. Msc. con Mención en Antropología por la
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales —FLACSO Ecuador—. Ha sido
investigadora asociada e invitada de FLACSO Sede Ecuador en el Departamento
de Antropología, Historia y Humanidades. Ha participado en múltiples congresos
como ponente y conferencista. Sus líneas de investigación son Memoria Social
y Cultura en Quito. Otra de sus líneas de trabajo es la reflexión en torno a
la biopolítica y la analítica del poder, marco conceptual desde donde está
desarrollando actualmente una nueva investigación. Entre sus publicaciones
destacan, “Mercados de Quito: otra memoria de la ciudad”, págs. 89-206 (2020);
junto a Eduardo Kingman, “Popular culture and heritage in San Roque Market
(2018); junto a Eduardo Kingman y Mireya Salgado, “La ciudad a través de sus
tratos, usos y consumos: Los abastos de carne en el Quito de fines del siglo
XVIII y primeras décadas del siglo XIX” (2018), artículo publicado en la Revista
Confluenze Rivista di Studi Iberoamericani (Italia); junto a Eduardo Kingman y
Ana María Goetschel, “Comercio, Ciudad y Cultura Popular” (2018).
201
Fotógrafos
Johanna Alarcón
Quito, 1992. Fotógrafa ecuatoriana independiente, Nat Geo explorer, miembro
de Fluxus Foto y Ayün Fotógrafas. Su trabajo se enfoca en justicia social,
identidad y género. Seleccionada en el programa de Fotografía y Justicia Social
Magnum Foundation, Joop Swart Masterclass y 6x6 Global Talent South America
World Press Photo. Ganadora del Inge Morath Award Magnum Foundation,
Community Awareness Award POY Internacional y Health Award POY Latam.
Autora del fotolibro “Cimarrona, soy negra porque el sol me miró”. Su trabajo
ha sido publicado en The New York Times, National Geographic, The Wall Street
Journal, The Guardian, Bloomberg, Reuters. Seleccionada en el New York Times
Portafolio Review, Eddie Adams y Women Photograph Workshop. Su trabajo
se ha expuesto en festivales como Photoville, Fotografía Latinoamericana del
Bronx Documentary Center. Es becaria del Fondo COVID-19 Magnum Foundation
(2021), fondo de Emergencia COVID-19 de National Geographic (2020), Fondo
para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas de la Fundación Gabo y
Open Society Foundations (2020), entre otros.
Walter Astrada
Buenos Aires, 1974. Comenzó su carrera como fotógrafo en el periódico La
Nación. Tras un viaje formativo por Sudamérica, se incorporó a Associated Press
en Bolivia y, posteriormente, en Argentina, Paraguay y la República Dominicana.
Desde marzo de 2005 hasta marzo de 2006 trabajó como freelance para la Agence
France Presse en la República Dominicana y fue representado y distribuido por
World Picture News. Durante 2008 y 2009 realizó coberturas fotográficas en
África Oriental. En la actualidad está trabajando en un proyecto a largo plazo
sobre la violencia contra las mujeres y en el proyecto Under Pressure, acerca de
la Esclerosis Múltiple en Europa. Imparte conferencias y talleres basados en sus
proyectos como fotógrafo y realizador de videos documentales. Es miembro del
equipo de formación del World Press Photo.
Rolf Blomberg
Suecia, 1912-1996. Fue cronista, cineasta, fotógrafo y naturalista. Desde su
primer viaje a las Islas Galápagos, en 1934, regresó continuamente al país hasta
radicarse en Quito en 1968. Ha publicado 20 libros, 15 de ellos sobre el Ecuador.
“Aucas desnudos” y “Oro enterrado y anacondas” son los únicos traducidos
al español. De sus 31 películas documentales, más de la mitad tienen a la
202
203
naturaleza y a las culturas ecuatorianas como protagonistas. También viajó por
Colombia, Perú, Bolivia, Brasil, Indonesia, Turquía, Egipto, Kenia, entre otros
lugares, recogiendo imágenes costumbristas y haciendo investigaciones sobre
su vida silvestre. En 1950 descubrió, en la frontera colombo-ecuatoriana, al
sapo más grande del mundo: el Bufo blombergi. Murió en Quito en 1996.
Cristóbal Corral Vega
Cuenca, 1953. Relacionado con la fotografía desde muy pequeño por la afición
de su padre. Incursiona en la fotografía documental a comienzos de los
setenta. Durante los ochenta se vincula al cine como fotógrafo en varios cortos
y largometrajes, como “Los mangles se van”, “Cuenca, el camino del pan”,
“Volar”, “Chacón Maravilla”, “Tequimán”. Desde los noventa a la actualidad
sigue con la fotografía fija, que es su pasión. Ha publicado libros de fotografía
como “Raíces, quimeras de un tiempo: los años 70”, “Ecuador: el camino del
Sol”. Su trabajo ha sido publicado en varias revistas y libros.
Pablo Corral Vega
Cuenca, 1966. Fotoperiodista, escritor, artista, abogado y gestor cultural
ecuatoriano que ha publicado su trabajo en las revistas National Geographic,
National Geographic Traveler, Smithsonian, New York Times Sunday Magazine,
Audubon, Geo (Francia, Alemania, España y Rusia), y en otras publicaciones
internacionales. Fue Nieman Fellow en la Universidad de Harvard, Cambridge
(Massachusetts). Es el fundador del concurso de fotografía POY Latam, el más
grande de Iberoamérica. Es el editor en jefe de la revista del POY Latam, un
espacio que busca acercar el arte y la literatura al periodismo, y fue el curador
de la serie Postales del Coronavirus con el The New York Times. Fue Secretario
de Cultura de Quito, del 2015 al 2019.
Edu León
Madrid, 1977. Fotógrafo español residente en Quito. Su trabajo se centra en
los conflictos sociales y cuestiones migratorias. En Europa desarrolló, junto
al fotógrafo Olmo Calvo, el proyecto “Fronteras Invisibles”, que muestra la
situación en las fronteras europeas y los controles de identidad en España.
También ha trabajado con organismos internacionales como Cruz Roja, ACNUR,
Amnistía Internacional o Oxfam Intermón, entre otros. Desde hace cinco años
es colaborador del periódico El País y de Getty Images en Latinoamérica, y sus
imágenes han sido publicadas en medios internacionales como The Guardian,
Time, Newsweek, Vice News o The New York Times, entre otros.
204
Luis Humberto Pacheco Montesdeoca
Quito, 1924-2002. Personaje tradicional de Quito. No había suceso de importancia
en la vida social y política de la ciudad en el que él no estuviera presente,
cámara fotográfica en mano, listo para fijar una escena que muchas veces
aparecía publicada en el más importante diario de la ciudad, El Comercio, del
cual era su principal reportero gráfico. Graduado de mecánico industrial en el
Colegio Central Técnico, pronto fue atraído por la fotografía y sus primeros
trabajos fueron retratos de sus compañeros de estudio. Luego, un fotógrafo
colombiano, de paso por la ciudad, le enseñó a retocar negativos, y así empezó
a abrirse campo en una profesión de la que él, con el paso del tiempo, sería
uno de sus más valiosos exponentes.
Emmanuel Honorato Vázquez
Cuenca, 1893-1924. Es considerado uno de los grandes fotógrafos modernistas
del continente. Su obra permaneció oculta desde su prematura muerte en el
año 1924, a los 31 años de edad, hasta el presente. Se conocían algunas obras
aisladas, pero las más significativas jamás habían sido exhibidas o publicadas.
Sus imágenes son una radiografía de la sociedad ecuatoriana de principios
del siglo XX. Su trabajo fue realizado fundamentalmente en Cuenca, Quito
y Madrid. Fue un incomprendido, un rebelde inconoclasta, bohemio, amante
absoluto de la libertad. Además de fotógrafo, fue un brillante editor y escritor.
Juan Pablo Verdesoto E.
Quito, 1977. Fotógrafo especializado en viajes, cultura y naturaleza. Estudió
fotoperiodismo en Madrid (EFTI). Sus fotografías han sido publicadas
en prestigiosos medios como: The Economist, 1843 Travel Magazine, The
Conversation, Travel World News, El País entre otros. Ha participado en
campañas de promoción turística del Ecuador. Sus fotografías han formado
parte de exposiciones colectivas en el Ecuador. Su reto es conseguir que sus
imágenes contribuyan a la conservación del medio ambiente, promoción y
rescate de la cultura de su país y de Latinoamérica.
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Digitally signed by
Pablo
Pablo Corral Vega
2022.11.25
Corral Vega Date:
13:44:06 -05'00'
Este proyecto editorial de
Fábrica de Ideas y del
Instituto Metropolitano de Patrimonio
se terminó de imprimir en
los talleres de Imprenta Mariscal
en el mes de diciembre de 2022.