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Ferias, plazas y mercados. Otra memoria posible

2022, Kingman, Eduardo y Erika Bedón. Ferias, plazas y mercados. Otra memoria posible

El libro "Ferias, Plazas y Mercados" destaca la importancia histórica y cultural de los mercados de Quito como espacios de intercambio y comunidad. A través de testimonios y fotografías, se resalta la relevancia de estos lugares en la vida cotidiana de la ciudad, desde la época colonial hasta la actualidad. Se exploran las dinámicas de comercio, las tradiciones culinarias, y la interacción social que caracterizan a estos espacios. El libro resalta la importancia de preservar y valorar los mercados como parte fundamental del patrimonio cultural de Quito.

2 EDU LEÓN 3 4 EDU LEÓN 5 6 7 WALTER ASTRADA 8 9 EDU LEÓN Eduardo Kingman Garcés y Erika Bedón EDU LEÓN Santiago Guarderas Izquierdo Alcalde del Distrito Metropolitano de Quito Angélica Arias Benavides Directora del Instituto Metropolitano de Patrimonio Comité Técnico Editorial y Académico Bicentenario Ernesto Trujillo Juan Martín Cueva Luis Calle Angélica Arias Patricio Guerra Dirección Creativa y Edición Pablo Corral Vega Coordinación Editorial Yolanda Escobar Jiménez Fotografías Instituto Nacional de Patrimonio Cultural Johanna Alarcón Walter Astrada Rolf Blomberg Cristóbal Corral Vega Pablo Corral Vega Emmanuel Honorato Vázquez Edu León Luis Pacheco Juan Pablo Verdesoto E. Concepto editorial Fábrica de Ideas Investigación y textos Eduardo Kingman Garcés Erika Bedón Fotografía de portada Edu León Fotografía de contraportada Johanna Alarcón Diseño Karina Larrea Gross Corrección de estilo Liset Lantigua Impresión Imprenta Mariscal ISBN 978-9942-7066-1-4 © Instituto Metropolitano de Patrimonio, 2022. Este es un proyecto editorial de Fábrica de Ideas y del Instituto Metropolitano de Patrimonio. Todos los derechos reservados. A los comerciantes populares de Quito, portadores de antiguos saberes, quienes mantienen vivo en la ciudad su corazón rural, y la conexión generosa con nuestra tierra andina. Los mercados de Quito son fuente inagotable de comunidad, cultura y patrimonio. Reconocer la importancia socioeconómica e histórica de los espacios de comercio del Distrito Metropolitano de Quito es una deuda importante que se tiene con la sociedad quiteña, ya que las dinámicas comunitarias que se dan en torno a la comercialización en pequeña, mediana y gran escala han formado mucho del tejido social de nuestra ciudad y nuestro país. Quito cuenta con cincuenta y tres mercados municipales que se encuentran repartidos tanto en la zona urbana como en las parroquias rurales del Distrito. El Municipio de Quito realiza un trabajo mancomunado con todos y cada uno de los comerciantes de estos espacios, para que los mercados continúen siendo referentes identitarios de nuestra rica cultura. Oficios tradicionales, comida patrimonial, comercio justo, agricultura sostenible, medicina ancestral, solidaridad, tejido social, son algunos de los valores que reconocemos en los mercados de Quito. Con esta publicación queremos hacer un homenaje a las mujeres y hombres que trabajan en estos espacios de cultura diversa y dinámica, por su esfuerzo diario para sacar adelante a nuestra ciudad. Santiago Guarderas Izquierdo Alcalde del Distrito Metropolitano de Quito El comercio en la ciudad de Quito ha sido uno de los oficios ancestrales —presente en el mundo prehispánico, inclusive— con menos reconocimiento territorial en la planificación de la ciudad. El acercamiento y entendimiento de las distintas realidades en las formas de comerciar en el Distrito Metropolitano de Quito, y su posterior resguardo y potencialización a través de políticas públicas coherentes con las dinámicas propias de estos espacios, deben realizarse más allá de las miradas simplemente tecnócratas, dado que la vida alrededor de los mercados, de las ferias y las plazas impregna a toda la sociedad de nuestra ciudad. Las ciudades andinas tienen una estrecha relación histórica y ancestral con estos sitios que no cumplen únicamente una función económica. Son lugares de sociabilidad, de identidad y solidaridad excepcionales, cuyos valores tangibles como el orden y la arquitectura no siempre somos capaces de entender; sin embargo, cuando los visitamos se activan inmediatamente las percepciones relacionadas con los sentidos —olores, sabores, texturas, matices, colores— y con los aspectos emocionales. Esta publicación, presentada por Eduardo Kingman Garcés y Erika Bedón analiza, desde la etnografía y la historia, los distintos espacios en los que se lleva a cabo el comercio popular de Quito desde su organización y sus significados, con el propósito de entender su interacción con los espacios públicos y las comunidades. Eduardo y Erika han escogido la vida cotidiana como centro de sus investigaciones académicas, y hacen en este libro un análisis de lo que 17 ocurre hoy en nuestras calles, plazas y mercados. Lo ponen en valor con interesante información histórica. Las plazas y mercados tienen una función esencial en las sociedades andinas, y los que participan en ese comercio popular son portadores de saberes y tradiciones que reafirman nuestra identidad. Los intentos por ordenar, racionalizar, embellecer y modernizar los espacios de comercio popular surgen en gran parte por el desconocimiento de lo que ellos significan. Desafortunadamente, y debido a ese afán de ordenar y modernizar, se han ido borrando múltiples expresiones y manifestaciones relacionadas con el comercio que parecen desordenadas o premodernas. Esta no es una historia de los mercados, ni las ideas se sujetan a un orden cronológico. Es un ensayo libre sobre la riqueza extraordinaria del comercio popular y de cómo este informa todo los aspectos de la vida de Quito. Las ideas y observaciones de Eduardo y Erika están enriquecidas por fotografías documentales, históricas y actuales, que ofrecen una ventana humana y profunda hacia un mundo al que le hemos dado la espalda. Se trata de un trabajo histórico en diálogo con la memoria, cuyo eje transversal son los cambios y reconfiguraciones de las plazas, ferias y mercados en la ciudad de Quito y su relación con las poblaciones indígenas y no indígenas. Lo que marca los hitos de análisis son hechos significativos que sirven de ejemplo para ilustrar estas dinámicas. En la primera parte del libro se hace referencia a los siglos XVIII-XIX, en un segundo momento se habla del siglo XX, de la entrada a la modernidad y se hace un acercamiento contemporáneo que permite entender los sentidos y significados que tienen estos espacios en la 18 memoria de quienes trabajan y han trabajado en los mercados, ferias y plataformas de la ciudad. El Municipio de Quito, a través del Instituto Metropolitano de Patrimonio, entiende los ámbitos materiales e inmateriales de estos espacios, como legados culturales de nuestra ciudad. Asimismo, reconoce la indivisibilidad de estos lugares con respecto a los valores reconocidos por la UNESCO en la declaratoria de Quito como Primer Patrimonio Cultural de la Humanidad. En este sentido, queremos resaltar la riqueza patrimonial que el comercio popular genera en las ciudades andinas, tanto como una manera de democratizar el uso del espacio público, como de establecer escalas humanas de relación entre edificios y comunidades. Entregamos esta publicación a la ciudad de Quito, en el marco del año de conmemoración del Bicentenario de la Batalla de Pichincha, como otra forma de contar nuestra historia, porque los procesos sociohistóricos por los que hemos atravesado como sociedad tienen también héroes ocultos y no reconocidos, aquellos que, sobrepasando toda crisis, han conseguido sostener a nuestras ciudades con valentía, empeño y solidaridad. Este es el homenaje necesario a los trabajadores del comercio popular, como portadores de importantísimos legados culturales de nuestra sociedad. Angélica Arias Benavides Directora del Instituto Metropolitano de Patrimonio 19 Nota de los autores En este libro nos proponemos hacer un recorrido por lo que han significado las ferias, las plazas abiertas y los mercados en la vida de una ciudad andina como Quito. Lo hacemos como historiadores y etnógrafos; como quienes se acercan a las urbes, a sus calles, a sus formas de relacionamiento concretas, para intentar entenderlas. Ya Lefebvre (2013) nos advertía sobre la necesidad de este tipo de acercamiento —no funcional, no técnico— capaz de proporcionar informaciones mucho más ricas y cercanas sobre el funcionamiento de las ciudades y de devolvernos una imagen enriquecida de ellas. Para Lefebvre, los urbanistas han perdido de vista la calle y sus funciones. ¿Al pretender estudiar la ciudad sin mirar los barrios, los mercados, las calles, los trajines ligados a ellos, no estamos dejando de percibir buena parte del engranaje económico, social, cultural de una ciudad andina como Quito? 21 El mercado interno El desarrollo del intercambio, y de manera particular del mercado de abastos, depende de la concentración de poblaciones en ciudades y poblados, la ampliación de las demandas y la diversificación de los consumos, así como de la formación de redes de abastecimiento e intercambio entre distintas regiones y localidades, la concentración y diversificación de capitales y del mejoramiento de los medios de transporte y la construcción y mantenimiento de vías. Es cierto que el auge de la producción obrajera, en la colonia, no se explica fuera de la dinamización de la producción y el comercio generado por la extracción minera en Potosí, pero esto no significa perder de vista el papel que jugaron las distintas regiones, con sus propias dinámicas de intercambio al interior de ese gran mercado. Desde el comienzo Quito fue el espacio monopolizador y comercializador de los tejidos. Al finalizar el siglo XVI se ordenó que un tercio de la ropa fuera transportada a esta ciudad dada la insuficiencia del mercado. A principios del siglo siguiente fue el Presidente Miguel de Ibarra quién ordenó que todas las 22 23 subastas se realicen en la capital, dado que al existir mayor competencia e incrementarse la demanda se mejorarían los precios, cosa que no sucedería en los pueblos. (Miño, 2018) de indígenas que lo mismo transportaban las cargas en mulas que se encargaban de mantener las vías, garantizar los abastos, cuidar los tambos. (Poloni-Simard, 2006) Sempat Assadourian ya advirtió que no se debían aislar las ciudades de los contextos agrarios y viceversa. Las ciudades coloniales constituyeron espacios de poder en los que residieron los propietarios de la tierra y en los que se definieron buena parte de las políticas agrarias, pero además, expresaron y expresan la vitalidad económica del contorno rural, esto es de la producción mercantil especializada, destinada a realizarse en el mercado interno (Assadourian, 1982). Después de la crisis generada durante la colonia y la primera fase de la República, por la ruralización de la economía y el deterioro de las ciudades, el comercio tuvo un nuevo punto de despliegue hacia el último tercio del siglo XIX. Antes que un fenómeno local, fue el resultado de una dinámica más amplia de carácter regional y global. Resta saber cómo —en medio de esa dinámica— funcionaron los sectores populares y, de manera particular, los ligados a los abastos. Una ciudad como Quito no fue solo un centro administrativo o residencial, sino un espacio económico relacionado, entre otras cosas, con los oficios y la comercialización favorable, a su vez, al desarrollo de formas descentralizadas y «desordenadas» de organización de la vida social: a las tácticas de evasión de alcabalas y tributos, a los mercados paralelos, al «forasterismo» y al «doble domicilio». Se trataba de dinámicas diferentes, pero al mismo tiempo, complementarias a las que se generaban en el campo, o para ser más precisos, urbano-rurales. Respondían a un entramado urbano rural, antes que solo urbano. Toda ciudad albergaba una población que no pretendía ser completamente autosubsistente y requería de productos venidos de otras localidades, cercanas y lejanas, para abastecerse. El campo, a su vez, se iba haciendo cada vez más dependiente de la ciudad como mercado de sus productos y como medio para acceder a bienes generados por las urbes como calzado, telas, imágenes, instrumentos de labranza. Una ciudad era, además, un centro administrativo y una fuente de recursos simbólicos, relacionados con los cultos cristianos y andinos, con la cotidianidad y con los imaginarios propios de una época. Todo esto generaba, durante la colonia, el siglo XIX y hasta entrado el siglo XX, una rica producción artesanal y de oficios, de carácter regional. De acuerdo a Saint-Geours, los artesanos de la sierra centro norte abarcaban, en el siglo XIX, el conjunto del mercado regional, tanto urbano como rural: El abastecimiento de las ciudades en el siglo XIX dependía de redes de trajinantes grandes y pequeños, arrieros, cargueros que servían de intermediarios, así como de redes informales de abastecimiento de bienes destinados a las capas populares, como era el caso de las vendedoras de menudencias, ropa usada, cacharros. Los arrieros permitían establecer vínculos relativamente estables entre las distintas ferias y ciudades y entre la ciudad y el campo, pero su actividad no era necesariamente segura, debido a las condiciones de la naturaleza y al estado de los caminos. Las arrierías dependían del reclutamiento 24 Hasta 1870, las bayetas, liencillos y lienzos, bolsas y camisas, en el sector textil, y las suelas, becerros y calzados, en el sector del cuero, tenían muy poca competencia. Hacia 1840 los zapatos de Ambato eran cuatro veces más baratos que los de importación. Lo mismo sucedía con la alfarería, las alfombras y los sombreros. Bien es cierto que ello no impidió que los ricos mandasen a traer de Europa productos de lujo, pero durante mucho tiempo los artesanos lograron resistir al fisco, gracias a la venta de productos. (Saint-Geours, 1984) Aunque estas relaciones resultan evidentes para los historiadores contemporáneos, no lo fueron del todo para la historiografía más clásica, que tendió a separar los estudios urbanos de los rurales, así como la economía política de las economías locales. Es cierto que existían diferencias entre ciudad y campo, dadas por el grado de concentración de poblaciones, actividades y recursos, pero al mismo tiempo había muchas cosas en común, derivadas, en primer lugar, del peso de la hacienda como forma de propiedad de la tierra 25 sobre el conjunto de la vida social, la conformación de las clases y la vida cotidiana. A partir del último tercio del siglo XIX, la ciudad hizo necesario el desarrollo de requerimientos propiamente «urbanos» en términos de consumos y lo que se ha dado en llamar «mundanidad aristocrática», a más de la Policía, la administración de justicia, los sistemas de salud, las «instituciones letradas». Sin embargo, buena parte de los oficios, rentas y servicios que hacían posible este mundo urbano provenían del campo. El proceso de urbanización hay que entenderlo tanto en términos de crecimiento demográfico, concentración de actividades y recursos, como en función de la población que administra, de sus formas de configuración social, de sus «usos y costumbres». Las ciudades se constituyen a partir de sus relaciones con otras ciudades y con las zonas agrarias, así como con un territorio y una dinámica global. Todas las concentraciones urbanas provienen de un sistema de flujos, pero también de nódulos que conectan lo exterior con lo interior. Esto, que parece simple, resulta complejo cuando se examinan casos específicos como los de las ciudades de los Andes. Las ciudades andinas fueron espacios abiertos al mercado interno y, por ende, a las formas específicas de mercadeo, a sus relaciones con el mundo de la hacienda y las comunidades, así como al mestizaje en términos sociales y culturales. Mular con barriles de leche en la calle Bolívar, ca. 1901. Archivo Leibniz-Institut für Länderkunde, Leipzig. Instituto Nacional de Patrimonio Cultural - Colección Hans Meyer. PAUL GROSSER 26 Una ciudad como Quito, sin dejar de ser estamental y jerárquica, se vio obligada a incluir desde siempre un mundo más amplio, indígena y de mestizaje indígena; algo que va más allá de la idea de ciudad señorial y de ciudad letrada, así como de la idea de fronteras, asumida únicamente como separación. En realidad hasta el siglo XIX e incluso hasta avanzado el siglo XX no existía, en los Andes, una clara separación entre el campo y «los llamados barrios», ni espacios públicos completamente separados. La formación de nuevos sectores sociales, resultado del mestizaje indígena o de lo que se podría llamar «indios urbanos», no era ajena a las relaciones con el campo y con un tipo de cultura urbano-rural que muchas veces se confundía con el barroco. De hecho, había una circulación constante de población indígena y mestiza entre la ciudad y el campo y eso significaba mezclas, yuxtaposiciones, así como supervivencias. 27 Aunque los ciudadanos buscaban diferenciarse con respecto a las zonas rurales, de las que paradójicamente dependían, se daban, en realidad, muchos puntos de contacto. En el propio centro de Quito y en el centro de ciudades como Bogotá y La Paz se mantenían huertas, criaderos de animales, pero además, había todo un mundo social y cultural proveniente del campo, que buscaba generar en la ciudad sus propios espacios, relacionados, entre otras cosas, con el mundo de las ferias, plazas y trajines de las calles. El comercio a larga distancia permitió que las ciudades accedieran a bienes suntuarios, recursos exóticos, tecnologías provenientes de lugares remotos, y que ampliaran el volumen de venta de productos primarios. Pero se dio, además, un fuerte intercambio de productos originarios de cada región o de otras regiones dentro de un mismo país: recursos agrícolas, pecuarios, leña, carbón, textiles, herramientas, cerámica, alfarería, productos de carpintería, hojalatería, entre muchos otros. Buena parte de estos productos eran resultado de lo que podríamos denominar una iniciativa y una «inventiva popular», afincada tanto en la ciudad como en el campo. Hacia 1860 se registraba un incremento de embarcaciones que llegaban con productos a Guayaquil. Se trataba de una oferta relativamente creciente que incluía productos de la sierra y de otras regiones de la costa, como arroz, «azúcar del país», raspadura de Zaruma, maíz, «aguardiente del país», botijas de miel, botijas de guarapo, manteca, carneros y chivos, cerdos, pan y queso de la sierra. A esto se sumaban las ventas de pescado, cangrejos, ostiones, carne de res, gallinas, frutas. En las ferias que se organizaban en Guayaquil se establecieron tarifas diferenciadas para quienes tenían puestos fijos y para los vendedores ambulantes, y según el tipo de producto y la cantidad. La presencia de campesinos que llegaban directamente con sus productos abarataba los costos, y eso era medido de acuerdo a los intereses coyunturales de los ciudadanos. Al crecer las ciudades y al fortalecer su economía se produjeron también cambios en las zonas agrarias relacionadas con ellas. Calle de un barrio de Quito. Ecuador en las páginas de “Le tour du Monde”. Diseño de E. Thérond según Ernst Charton. Ediciones del Consejo Nacional de Cultura. 29 Las ciudades andinas, las ferias y plazas de mercado Las ferias y plazas abiertas de mercado cumplieron un papel importante en la vida de las ciudades andinas, garantizando su abastecimiento. A su vez, fue la formación de conglomerados urbanos lo que permitió el incremento de la producción y circulación de «mercancías de consumo corriente». Las ferias y plazas de mercado no estaban destinadas solo a la población urbana, sino a una población rural y semirrural que acudía a ellas; los trabajos de Minchom M. (2007) dan cuenta de estas dinámicas. Se trataba de abastecimientos populares en los que participaban distintos sectores sociales, herencia de la colonia y de los antiguos tianguez o mercados indígenas. El comercio y los oficios populares permitieron construir un rico espacio de relacionamientos sociales ubicados en el cruce de estos dos espacios. Gracias a las ferias, plazas y mercados mucha gente logró, a lo largo del tiempo, una salida a sus necesidades económicas, un cierto nivel de autonomía y respetabilidad en medio de una sociedad excluyente; logró educar a los suyos y mejorar su economía. Las mujeres jugaron un importante papel en esa economía (Borchart de Moreno, 1992). A nosotros nos gustaría poder mostrar algunas pistas relacionadas con esa dinámica. 30 31 Plaza de San Francisco en un día de mercado, ca. 1903. ANÓNIMO La incorporación a los circuitos de comercio permitió a la población indígena reunir dinero para el pago del tributo, comprar herramientas y aperos, financiar las fiestas en honor a sus santos patronos, tener acceso a una fuente adicional de recursos que les permitía invertir en el campo. Pero el pago del tributo no era lo único que buscaba esta población con el comercio. El tributo no fue el único elemento que pareció empujar a los indígenas a la posible conversión de productos en reales, sino también la necesidad de pagar las obvenciones parroquiales, adquirir productos (machetes, sal, ganado y ropa, entre otros), contribuir, en algunos casos, con el pago de pleitos o a las cofradías. (Escobar y Fagoaga, 2005) El sistema de ferias ocupó un lugar central en la vida de las comunidades libres y de hacienda en el siglo XIX, después de eliminado el tributo y hasta avanzado el siglo XX. Valdría la pena examinar no solo la participación de esa población como productora, sino como consumidora, así como los cruces entre los consumos indígenas y lo que podríamos llamar consumos populares urbanos y urbano-rurales. La participación en el comercio dinamizó la vida de muchas comunidades. Al mismo tiempo, las prácticas de intercambio fueron un factor de mestizaje. Si campo y ciudad estuvieron en el pasado fuertemente conectados, no fue tanto como resultado de una dinámica de urbanización como de un juego de «dependencias mutuas». Huancayo, por ejemplo, tal como lo percibió Arguedas (1971) en la primera mitad del siglo XX, no era solo una ciudad en términos económicos; tenía una historia anterior que le daba sustento. Se levantó sobre un antiguo tambo, pero, además, de una antigua huaca o lugar sagrado. Huancayo se construyó en el cruce de caminos, en el cruce de productos y de consumos y en el cruce de creencias, en una superposición de culturas, como una antigua huaca sobre la que se construye un templo cristiano y sobre la que se levanta la dinámica del mercado. Se trataba y se trata, en este caso —como en el de la ciudad de Quito— de configuraciones históricas resultado de la mezcla de elementos hispanos, andinos y modernos; de supervivencias, de relacionamientos 34 materiales y simbólicos dominantes en el pasado, que continuaron existiendo en épocas posteriores. No fueron rémoras, sino exactamente supervivencias, es decir, elementos del pasado que se conjugaron con el presente. Huancayo, en particular, se había constituido en un importante mercado indígena ya, desde el siglo XIX. En términos sociológicos, Arguedas no solo estudió el papel del comercio en la vida de Huancayo, sino cómo a partir del comercio se constituyeron nuevas —y al mismo tiempo antiguas— capas sociales: arrieros, comerciantes con puestos fijos y ambulantes —más tarde—, bodegas y almacenes. A esto hay que añadir el papel que jugó el comercio en el despliegue de las manufacturas y oficios populares. Desde su origen, la feria de Huancayo no fue un mercado exclusivo de arte regional o indígena, fue un mercado completo en el cual se vendieron tanto objetos de arte popular como de manufactura industrial. Al mismo tiempo en la feria se pusieron a la venta productos de actividades agrícolas procedentes no solo del valle, sino de todas las regiones de la costa y montañas próximas, y no hubo, como no las hay hasta ahora, limitaciones de ninguna especie. Acuden a la feria tanto los productores en gran escala, como el campesino muy pobre que envía al mercado a sus menores hijos y a sus mujeres, cuyos puestos de venta no alcanzan a ocupar un metro cuadrado. (Arguedas, 1971) El trabajo de Arguedas obedece a un momento de profundos cambios agrarios y de presión sobre las poblaciones, generada por esos cambios. Las sociedades andinas de la primera mitad del siglo XX se están urbanizando y eso produce giros en la cotidianidad, tanto en las ciudades como en el campo. Arguedas se propone mostrar la potencia de las comunidades en ese proceso de urbanización temprano. Los aportes de Arguedas nos abren un espacio de reflexión para entender el tipo de modernidad, tal como se dio en la primera mitad del siglo XX en el Ecuador, y más específicamente en la ciudad de Quito, como algo que no les competía solo a las élites y que tampoco podía asumirse de una sola forma. En realidad deberíamos hablar de varias modernidades 35 paralelas. Al contrario de lo que generalmente se sostiene, para los sectores populares, mestizos e indígenas existía una necesidad de inscribirse en la modernidad y el mercado. La modernidad popular, antes que como modernización, hay que concebirla en términos de cambio en los relacionamientos cotidianos; como desarrollo de distintas tácticas de acumulación desde abajo y —al mismo tiempo— como acumulación de recursos populares y de sentidos relacionados con esos recursos. Para entenderlo hay que seguir la pista a las ciudades, los caminos, las ferias y mercados dentro de esos procesos. Venta de guaguas de pan en el bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG 36 37 Día de feria en Cajabamba, Chimborazo, ca. 1975. CRISTÓBAL CORRAL VEGA 38 Terminal de Cumandá, Quito. ca. 1975. CRISTÓBAL CORRAL VEGA 39 Mercado de Huilloc en el Cuzco, Perú, 2005. PABLO CORRAL VEGA El sistema de ferias Hay que diferenciar distintos tipos de ferias, dado su carácter interregional, regional o local. Al mismo tiempo, existían distintos espacios o plazas al interior de las ferias. Así, por un lado estaban los espacios destinados a la compra-venta de animales, las dirigidas a las ventas especializadas en tubérculos, cebolla, toquilla y, por otro, espacios donde se ubicaban de manera indistinta tanto abastos como productos manufacturados y artesanales, provenientes —algunos de ellos— de lugares lejanos. El traslado del ganado hasta las ferias no se realizaba, necesariamente, por los carreteros principales por los que viajaban mulas y carretas con víveres, sino por vías secundarias, cercanas a zonas de pastoreo. Entre los productos manufacturados que se vendían en el siglo XIX estaban las mantas y sillas de montar, ponchos, rebozos, sombreros, polainas, imágenes religiosas. A esto se sumaba una serie de bienes demandados por la población de ese entonces como el ají, el achiote, el maíz, las harinas, los tubérculos, la sal, una variedad de frutas, hierbas medicinales, pan, dulces y tabaco. De hecho, las ferias que se realizaban en las ciudades principales como Quito, Riobamba, Ambato, Cuenca, eran muy distintas a las de las pequeñas ciudades y poblados, aun cuando estaban conectadas entre sí. 42 43 En términos temporales y no solo espaciales, hay que diferenciar el comercio en las plazas abiertas de los mercados cerrados modernos, en los que se desarrollaba ya una incipiente especialización en torno a determinados giros. Estos últimos, en el caso de Quito, comienzan a funcionar en las décadas de 1940 y 1950. En 1960 la feria de Riobamba era el eje articulador de un sistema de ferias en el que participaban otras localidades. Al mismo tiempo, estas formaban parte de una red de abastecimientos más amplia, orientada hacia Guayaquil y Quito. El antropólogo Burgos (1977) caracterizó a la Riobamba de esos años como una ciudad de mercado en la que existían diez plazas especializadas en el intercambio de ciertos productos que ofrecen a la vez toda una serie de servicios congruentes con la actividad de las personas indígenas, cholas y mestizas que intervienen en el mundo de las transacciones. (Burgos, 1977) Por lo general, las ferias más grandes, como la de Huancayo, en el Perú, Quito, Ambato, Riobamba en el Ecuador, se caracterizaron por la venta de una gran variedad de productos agrícolas y no agrícolas, destinados a distintos tipos de consumidores, provenientes tanto de espacios urbanos como rurales. Según Ibarra (1987), las ferias estaban organizadas a partir de redes que garantizaban la circulación de los productos en una región, y entre regiones dentro de un territorio. El desarrollo de la arriería no solo era una expresión del desarrollo del sistema de ferias, sino que, de acuerdo al mismo autor, contribuyó a la mercantilización de la producción agrícola, creando un sistema de comercialización competitivo y alternativo al de las haciendas. El sistema de ferias estaba vinculado con distintas formas de religiosidad popular. Parte de su «novedad» era la visita a los santuarios. Mercado de San Roque, ca. 1950. LUIS PACHECO La población flotante es numerosa, a veces se quintuplica y hasta se centuplica en la famosa fiesta de Corpus, que es la mayor del año. La feria y el día de Corpus coinciden. (Chávez Jaramillo de Tejada. En Caravalho-Neto, 1970: 69) Lugares como el Quinche, a la vez que acogían a feriantes, eran sitios de peregrinación. Hacia la primera mitad del siglo XX las ferias movilizaban 44 45 Feria en Cuenca, ca. 1914. Por lo general las ferias se organizaban en el cruce de caminos o en explanadas y estaban relacionadas con huacas y santuarios. Las ferias más grandes, como la de Huancayo y Ayacucho, en el Perú, y Cuenca, Quito, Ambato, Riobamba en el Ecuador, se caracterizaron por la exhibición y venta de una gran variedad de productos, agrícolas y no agrícolas, de oficio y manufacturados, destinados a distintos tipos de consumidores, provenientes tanto de espacios urbanos como rurales. EMMANUEL HONORATO VÁZQUEZ 46 47 una gran cantidad de personas provenientes de distintas localidades, pasando su presencia a ser objeto de intervención de la Policía. En una comunicación dirigida por el Ministerio del Interior a la Intendencia de Policía de Pichincha, en 1916, se evidencia la preocupación que existía en ese entonces por las ferias como lugares de aglomeración y de desorden. Como hay temores de que mañana en la feria de Sangolquí ocurran desórdenes, sírvase usted disponer que doce hombres de Policía de su mando se trasladen a esa parroquia1. Estas preocupaciones se acrecentaban cuando las ferias coincidían con celebraciones populares como la de Corpus (Inti Raymi). Era función de los gendarmes controlar a las poblaciones durante esas fiestas. Esos controles operaban en términos policiales, pero también permitían distintas formas de extirpación cultural, aun cuando no necesariamente fueran efectivos. Por lo menos es lo que se deduce de una comunicación de la Intendencia: Pongo en su conocimiento que la escolta que mandé anteayer para cuidar el orden en la fiesta de Corpus en Cotocollao, compuesta por el celador ad-honoren Virgilio Jurado y seis gendarmes, ha transgredido las leyes del código de Policía, por cuanto, los empleados no han venido sino a embriagarse y han desordenado a toda la gente. En los años 1960 (Caravalho- Neto, 1970) y sus colaboradores emprendieron un registro del folklore y la cultura popular en el Ecuador, que incluía los mercados. De acuerdo a la investigadora Elvia Chávez de Tejada, la feria de Saquisilí era una feria importante, a la que llegaba gente de todas partes: La feria se desarrolla en seis plazas que abarcan su composición urbana y se extienden, además, a la vera de los caminos que conectan dichas áreas. Cada plaza tiene su calificativo popular de acuerdo a los artículos que se compran y se venden: Plaza del ganado, Plaza de las esteras y los dulces, Plaza de los juguetes 1 ANH. Fondo de la Intendencia de Policía: documentos sin clasificar. 27 de octubre de 1916. 48 y comidas, Plaza de las lanas y tejidos de cabuya, Plaza de la alfarería colorada y las hierbas aromáticas, Plaza de las telas, las frutas, los granos y cereales (...). Cientos de camiones y buses llegan de todas partes trayendo a los participantes de la feria, que flanquean las entradas al pueblo en vocinglera actitud. Otros medios de transporte son las carretas, los caballos, las mulas, los asnos y hasta los bueyes domesticados para la carga. Hay, además, muchas personas que traen sus mercancías a la espalda. (Chávez Jaramillo de Tejada, en Carvalho-Neto, 1970: 68) Las ferias quincenales y semanales, con sus plazas abiertas de mercado, convocaron tanto a una población fija como a la itinerante proveniente de distintas localidades. Esta población se acercaba a los centros poblados en los días de feria para intercambiar, pero también para realizar trabajos ocasionales como cargadores, desgranadores, peones. La búsqueda de asesoramiento legal y el seguimiento de «causas judiciales» formaba parte de los usos de la ciudad, en una época en la que las distancias entre región y región eran relativamente mayores que ahora, debido a las condiciones de transporte. Muchos abogados y tinterillos se hacían presentes en las ferias en busca de una clientela proveniente del campo. Las ferias eran, además, una condición favorable a los relacionamientos públicos; en ellas participaban distintos actores, hacendados, mayordomos, campesinos, artesanos, comerciantes y, en el caso de las ciudades, distintas capas poblacionales urbanas y urbanorurales, que lo mismo intercambiaban que hacían de espectadores y «curiosos». Las ferias incluían otras actividades, entre ellas «rifas de juguetes, tacitas, ollas, platitos», espectáculos populares como los «cirqueros», que iban de lugar en lugar y también llegaban a las ferias. Los niños gustaban de las ferias por los atractivos que ofrecían los juguetes de madera, de tela, de latón y de barro. Ha sido de nuevo, José María Arguedas, quien ha hecho una de las caracterizaciones más ricas del peso que tuvieron las ferias en las sociedades andinas: Por su propia condición de feria popular los vendedores estaban exentos de ciertas reglamentaciones que exigen al comercio regular. Por un lado, la feria constituye un atractivo poderoso de tipo social. No es igual negociar fríamente en una tienda o en 49 una oficina que hacerlo al aire libre, en un ambiente de fiesta y en compañía de múltiples amigos y compadres a quienes se encuentra en la feria como un lugar de cita obligada y, al mismo tiempo, para los compradores y productores de toda la región. (Arguedas, 1983) Las plazas y ferias cumplieron un importante papel en el comercio, así como en la generación de relaciones urbano-rurales. Cuando hablamos de una ciudad estamos acostumbrados a mirarla únicamente como localidad y no a partir de la red de relaciones cercanas y lejanas en las que se halla inserta y contribuye a dinamizar. Muchos de los productos quiteños eran conducidos por mercaderes indígenas y mestizos a mercados lejanos como el de la feria de Guadalupe, en el norte del Perú, ya en el siglo XIX. Pero no era el único caso. De acuerdo a Langer (2009), en ese siglo la participación de la población indígena en el comercio se multiplicó. baratos orientados a los sectores con menos recursos, ubicados en las capas más bajas dentro del sistema de «castas». Las ferias constituían todo un mundo en movimiento: En los ángulos de la plaza principal [de Saquisilí] están los adivinos, ventrílocuos y abundan los rifleros; recogen limosnas con santos de advocación tradicional. En las portezuelas de los talleres ponen a lucir muestras de sus artesanías, ya de plata como de imaginería; máscaras de cartón, madera y tela de alambre que representan lobos, perros, osos y símbolos figurativos. No es extraño ver tiendas de ropas para fiestas y ceremonias; se encuentran indumentarias completas para el baile del «danzante», del «guaco», la «camisona» y el «yumbo». Esas ropas se alquilan, con mucha demanda para las festividades de Corpus. (Chávez Jaramillo de Tejada, en Carvalho-Neto, 1970: 69) El recurso más importante para el transporte de mercancías eran los arrieros. Muchos de ellos eran al mismo tiempo intermediarios. Dado el estado de los caminos, el transporte de mercancías ocupaba mucho más tiempo que ahora, haciendo muy difícil el traslado de bienes perecibles de la costa a la sierra y viceversa. Las recuas de mulas ocupaban buena parte de los caminos, pero había zonas a las que solo se podía llegar utilizando cargueros, esto es energía humana. El transporte de muchos productos dependía de esa energía, cuya utilización solo era posible dada la condición postcolonial y la forma racializada de división del trabajo. Con el ferrocarril, el transporte de mercancías de todo tipo, incluyendo las de mayor volumen, se hizo mucho más ágil y permitió que llegaran productos de zonas más lejanas, en un período menor de tiempo. En todo caso, no hay que perder de vista que con la llegada del tren la importancia de los arrieros, lejos de decaer, siguió vigente debido al surgimiento de nuevas poblaciones y la activación de nuevos centros de intercambio —como Guamote, por citar un ejemplo— más allá de las vías, que requerían conectarse con ellas. De igual manera, la llegada de productos importados no eliminó la producción de oficio de bienes 50 51 Llegada de arrieros a Quito, ca. 1920. Reproducción digital de una tarjeta postal. Instituto Nacional de Patrimonio Cultural. Colección Particular de Julio Enrique Estrada Ycaza. ANÓNIMO 52 Plaza Sucre, Quito, ca. 1890-1900. Reproducción digital de una tarjeta postal. Instituto Nacional de Patrimonio Cultural.Colección Particular de Julio Enrique Estrada Ycaza. ANÓNIMO 53 Las casas importadoras y los viajantes de comercio Los «viajantes de comercio» contribuyeron a ampliar los ámbitos del intercambio mucho más allá del de las ciudades principales. Gracias a ellos, muchas mercancías que solo se distribuían en las ciudades principales llegaron a las localidades medianas y pequeñas y a partir de ellas a los poblados. Hacia las primeras décadas del siglo XX se multiplicaron las rutas de comercio, y con ello se amplió el intercambio de productos importados y de distintas regiones (Konanz, 2016). Se fundaron algunas oficinas y casas de comercio, principalmente en el puerto de Guayaquil. Estas sirvieron como intermediarias de empresas europeas y norteamericanas. En esos años (1912-1914) la oficina de lo que posteriormente llegó a ser la empresa Max Müller era muy pequeña. Esta oficina quedaba en el malecón, entre dos almacenes de propietarios chinos, en la esquina estaba un depósito de cueros curtidos del señor Timoteo Suegun. El Malecón parecía un gran patio de ferrocarril, lleno de rieles, por las que transitaban las plataformas en las que los empleados de la aduana repartían las mercancías a las casas comerciales. (Konanz, 2016) 54 55 A partir de las casas importadoras se multiplicaron los almacenes comerciales en Guayaquil, Quito, Manta, Riobamba y en poblaciones más pequeñas como Guaranda, San José de Chimbo, San Miguel, Chambo, Guano, Cañar. Los pequeños negocios ubicados en las ciudades del interior, directamente relacionados con el sistema de ferias, contribuyeron a ampliar el mercado hacia los poblados y el campo. En San José de Chimbo había unos ocho comerciantes, a los que se sumaban dos de San Miguel. Después de unos cuantos días se avanzaba a Guaranda, donde permanecíamos una semana atendiendo a los comerciantes de ahí y de la Magdalena. (…) Se vendían principalmente bayetas, ruanas, lienzos, casinetes, pañolones, hilos. No se usaban billetes de banco y el único dinero que circulaba eran monedas de plata, sucres ecuatorianos, soles peruanos, escudos chilenos, pesos colombianos. (Konanz, 2016) Los «viajantes de comercio» no solo se servían del ferrocarril, sino del auxilio que les brindaban los arrieros. Aprovechaban las vías de circulación abiertas por los arrieros para explorar nuevos espacios, más allá de los ordinarios. Los arrieros esperaban a los viajantes a su llegada en el tren y cargaban los bultos en las mulas para dirigirse a ciudades y poblados más lejanos. Los arrieros hacían las veces de guías de los viajantes. La llegada de los viajantes a una ciudad del interior convocaba a comerciantes de esa ciudad y de ciudades aledañas, los cuales se encargaban a su vez de hacer circular las mercancías por los pueblos y las ciudades más pequeñas. Para esa época se había pasado de las ferias espaciadas en el tiempo a ferias semanales. Entre las ferias se destacaba la de Ambato, cuyo prestigio venía desde mucho tiempo atrás. Era considerada la más nombrada y recurrida entre las de todas las ciudades del Ecuador (Enock, 1980). No menos destacada era la feria de Riobamba. donde tenía clientes de Pelileo, Píllaro y Pasa. A continuación, íbamos a Latacunga para encontrar a los comerciantes de Salcedo. (Konanz, 2016) La relación con los comerciantes en cada lugar estaba a cargo de sus asistentes. Estos debían preocuparse por adecuar los espacios para exhibir las mercancías. El asistente con el que viajaba ayudaba a citar a los clientes, a entregar mis mensajes y otros menesteres, como abrir y exhibir los inventarios que transportábamos en ocho o doce baúles. Usualmente los exhibíamos en una sala que nos facilitaban los comerciantes o que alquilábamos. Los bultos se empacaban con hojas de bijao para protegerlos de la lluvia. (Konanz, 2016) También algunos otavaleños y «nayones» hacían las veces de agentes de comercio y llegaban de tarde en tarde a los pueblos y haciendas, aun a los más remotos. Lo que vendían era de una calidad distinta de la que ofrecían los «viajantes de comercio». Por lo general, llegaban caminando, cargando sus bultos llenos de «chucherías», como se acostumbraba a decir. Un testimonio recogido en el noroccidente de Pichincha permite colegir que la llegada de los otavaleños a esas zonas aisladas era acogida con regocijo. Entre las cosas que llevaban estaban periódicos y revistas con novelas por entregas, como «Leoplán». Regularmente lo hacían por encargo. (Konanz, 2016) En Riobamba había una importante feria semanal. Ahí atendíamos a los comerciantes de Guano y Chambo. Después viajábamos a Ambato, que era en ese tiempo la ciudad más grande de la región, 56 57 Sastrería Vásconez y Pazmiño, Quito, ca. 1920. Instituto Nacional de Patrimonio Cultural. ANÓNIMO 58 Almacenes Viteri-Rites ca. 1920, Quito. Instituto Nacional de Patrimonio Cultural. JOSÉ DOMINGO LASO 59 Quizá esta es una de las primeras fotografías publicitarias del Ecuador. Responde a un momento de despliegue de mercancías suntuosas y casas importadoras en el país, que se ubicaron en las principales ciudades como Quito, Cuenca y Guayaquil, ca. 1920. EMMANUEL HONORATO VÁZQUEZ 60 61 Transiciones La imagen de un mercado formado por compradores y vendedores individualizados al interior de espacios cerrados es característica de una forma de organización del intercambio, propia de la modernidad occidental. Esta se desarrolló en los pasajes y en los grandes almacenes como formas de despliegue de las mercancías, a las que se refirió Benjamin (2007). Los pasajes eran espacios cubiertos entre techo y techo, en los que se mostraban las mercancías y por los que circulaba el flâneur. A diferencia del París del siglo XIX, cuya forma de organización de los espacios sirvió de modelo a la modernización del comercio de bienes suntuarios, los intercambios y relacionamientos públicos afines a los abastos y los oficios populares fueron parte de tratos directos, personalizados en el caso de los Andes —pero también en espacios europeos mucho más ligados a los tratos populares, como muestra el mismo Benjamin en sus visitas a Nápoles y a Moscú— el escenario de esos tratos fue y continúa siendo, principalmente, la calle y los mercados. Entre los tianguis, las canchas, las ferias, las plazas abiertas y los mercados ha habido tanto rupturas como continuidades. La historia de 62 63 estos espacios se inscribe en los largos procesos de concentración y «ordenamiento urbano» y, de manera paralela, de «desorden» y «desterritorialización» generados por los propios flujos de intercambio. El comercio está relacionado con flujos, al mismo tiempo, son los flujos los que lo organizan. «Ordenar los mercados» es separarlos de la calle y separarlos del entramado social que los sostiene, hacer que pierdan su flexibilidad, su capacidad de mutación y de integración. Este «ordenamiento» tiene su punto culminante en los malls, los supermercados y los sistemas de ventas en línea, y se rige por la lógica del capital. En términos generales, hablamos del paso de un tipo de economía y morfología abiertas, no concentradas o escasamente concentradas, organizadas a partir de las plazas, las canchas y las ferias —verdaderas economías callejeras, diseminadas—, hacia un tipo de economía y morfología cada vez más especializada, concentrada y cerrada. Todo esto se expresa en cambios profundos en los relacionamientos cotidianos. Si miramos, en el largo plazo se podría hablar del paso gradual de una organización abigarrada del espacio, a una forma de ordenamiento urbano basada en la diferenciación y especialización de los espacios. Este proceso se desarrolla desde finales del siglo XIX, pero solo va tomando forma, en el caso de Quito, a partir de la década de 1950, y sobre todo en las dos últimas décadas, con los grandes almacenes y más recientemente los malls. Pero ¿hasta qué punto ese mismo orden se ve rebasado por la reproducción ampliada, consustancial al sistema, de la informalidad? Si observamos cualquiera de los mercados cerrados existentes en Quito y en otras ciudades andinas, desde la primera mitad del siglo XX veremos que, si bien su modelo de diseño interior estaba basado en la diferenciación civilizatoria con respecto a la calle, este modelo entró en crisis desde el comienzo. Por un lado el confinamiento en mercados cerrados, la organización de las ventas, la prohibición de las ventas informales, y al mismo tiempo, la imposibilidad de que eso se diera. Hablamos entonces del adentro y el afuera del mercado, de los flujos controlados y lo que no se puede controlar. 64 El ideal de los urbanistas es una economía fuertemente organizada, no espontánea, basada en el cierre y ordenamiento de los espacios interiores y los de su entorno, incluidos los de la calle. Pero ese ideal no se ha cumplido ni siquiera en las actuales circunstancias, cuando los intercambios organizados a partir de los mercados van siendo reemplazados por formas más avanzadas del capitalismo que incluyen lo global y virtual. El acto de comprar o de vender no estaba aún impersonalizado hasta la primera mitad del siglo XX. La mayoría de los tratos se daban entre personas, incluso, entre familias, comunidades, grupos. Y esto era válido también para las élites como partícipes todavía activas —en medio de una sociedad estratificada— del espacio de los trajines callejeros. Se trataba de un mercadeo de abastos y de recursos como el carbón y la leña, de productos artesanales y manufacturados, en el que participaban miembros de distintas clases, dando lugar a relacionamientos múltiples. Existía, en primer lugar, un mercadeo de productos perecibles, común al conjunto de la población, del que no se ocupaban las élites, o por lo menos no de modo directo, debido a que se lo asumía como «ocupación poco noble». Es posible que en mayor medida de lo que sucede ahora, la vida de las ciudades dependiera de una cierta regularidad en los abastos de sal, trigo, papas, cereales y otros productos provenientes de zonas específicas o pisos ecológicos. El desabastecimiento de alguno de esos bienes podía provocar malestar e incluso, motines como el que registra Arguedas en «Los ríos profundos». Existía, en segundo lugar, un tipo de producción y consumo propio de los sectores populares, de la ciudad y el campo, de textiles, ropa, herramientas, objetos utilitarios de madera, barro, latón, imaginería religiosa. Se trataba de una producción y unos consumos generados desde abajo, como parte de iniciativas y necesidades populares. Enock (1980) registraba que algunos de los vestidos de los indios, como los ponchos y los rebozos, eran fabricados por ellos mismos dentro de una «industria casera». Otros productos en venta habían sido reciclados y adaptados a nuevos usos. A estos se contrapusieron otros consumos que servían para marcar las diferencias sociales de arriba hacia abajo. Del mismo modo en que 65 Fotografía estereoscópica de la Plaza de San Francisco ca. 1914. EMMANUEL HONORATO VÁZQUEZ se confeccionaba ropa o se fabricaba calzado para venderlos en las ferias, había costureras y modistas que cosían para las capas altas y medias y almacenes que vendían ropa importada. Igualmente se deben diferenciar consumos refinados como el vino y los aceites traídos de Europa, de los productos nativos de menor costo. En Quito se habían organizado almacenes y bodegas de bienes suntuarios, que no estaban al alcance de todos ni respondían a los gustos 66 de todos, constituyéndose en fuentes de distinción o por lo menos de diferenciación. El desarrollo de esos consumos en el pasado tuvo un carácter de clase, sin embargo, en términos generales, una ciudad como Quito no se distinguía por tener «grandes consumos». La mayoría de las casas de los quiteños estaban, de acuerdo a Enock, desprovistas de mobiliario y los vestidos eran por lo general modestos. La ropa pasaba de los parientes más ricos a los más pobres, o de una generación a otra, al igual que los utensilios y otros objetos de uso diario. 67 Quito y el comercio popular en la mirada de los viajeros Quito era el núcleo más importante de comercio en la sierra, desde el siglo XVIII, pero había ido perdiendo importancia a finales de la colonia y durante la primera fase de la República. No sabemos, sin embargo, en qué medida mermó la rama de abastos de ese comercio, durante ese tiempo. El movimiento económico de la sierra centro-norte tenía, como uno de sus ejes, Quito, que era, por muchas razones, la ciudad más importante de la región. (Saint-Geours, 1984) Los viajeros que llegaron a Quito hacia finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX la percibieron como una ciudad con mucho movimiento en las calles, al mismo tiempo tuvieron la sensación de que era una ciudad atrasada, poco mundana. En lo que se refiere a las comodidades modernas, Quito está en retraso (Enock, 1980). También se decía que las calles de Quito están atestadas de la mañana a la tarde de caballos, mulas, bueyes y también llamas, que llevan cargas de toda clase y de señoras que toman un paseo en coche, o van de tiendas, las cuales se encuentran repletas. 68 69 Se trata de imágenes contrapuestas, propias de una ciudad estratificada en la que se había introducido cierto movimiento. La mirada de los viajeros estaba dirigida, sobre todo, a las capas altas. Aunque la base de su economía seguía siendo la hacienda, las familias principales habían diversificado sus intereses, desarrollando una cotidianidad urbana. La sociedad culta del Ecuador, que incluye a los blancos y un extenso número de los mestizos destacados, tiene muchos de los hábitos y costumbres de todos los pueblos de mayor civilización. La diferencia más notable entre las clases superiores de los pueblos latinoamericanos y europeos, o los norteamericanos, no estriba en la falta de cultura o de ideales por parte de los primeros, sino más bien en exceso de ello (…). Aislados en sus más remotas poblaciones y ciudades, los latinoamericanos que han recibido buena educación miran con anhelo hacia las más avanzadas naciones del mundo, devoran sus periódicos, critican o absorben todo lo que es una novedad y se vuelven con grandes sentimientos de amistad hacia el viajero británico, francés, alemán, estadounidense, o de cualquier otro país civilizado . (Enock, 1980) Era su relación con las haciendas lo que otorgaba poder y prestigio a estas capas sociales, y ese poder y prestigio tomaba forma, ante todo, en los usos urbanos. Buena parte de los requerimientos de la ciudad eran cubiertos por las zonas agrarias. El servicio de las casas dependía de los indígenas traídos de las haciendas, mientras que los indígenas de las comunidades cercanas a Quito hacían las veces de «sirvientes de la ciudad» hasta entrado el siglo XX. Al mismo tiempo, la ciudad ofrecía una serie de recursos que hacían posible la construcción de un tipo de «modernidad aristocrática». Enock destaca el papel de las plazas en la ciudad. Existe, sin embargo, una diferencia entre la Plaza Grande, convertida en un lugar de reunión de personas de la élite de ambos sexos y otras plazas de uso popular. Enock registra que hacia 1904 las plazas y calles de Quito habían sido ocupadas por el comercio, pero existían, además, algunos almacenes y tiendas repletas de mercaderías provenientes de Colombia, París, Nueva 70 York y Berlín (Enock, 1980), estas fueron configurando ciertas calles de la ciudad como la llamada Calle del Comercio Bajo, como una suerte de avanzadas del progreso. Sin embargo, el despliegue de ese tipo de mercancías fue paralelo al desarrollo de los consumos populares. Hay que diferenciar un comercio de importación, principalmente superior, de la producción para el consumo interno, relacionado con los abastos y los oficios populares, del que participaban distintas clases y distintos estamentos. Lo interesante de algunas crónicas es que muestra imágenes contrapuestas de una ciudad que está cambiando, en términos de mundanidad de clase, pero que, al mismo tiempo, da lugar a un despliegue a los consumos y manifestaciones populares. De hecho, la población de Quito estaba creciendo y diversificándose. Desde la vertiente popular, se trataba de una población de origen campesino, ocupada menos en las manufacturas que en distintas formas de peonaje urbano, el abasto y los servicios de la ciudad, el transporte de productos. A los viajeros les llamaba la atención el extremo cuidado de indios y cholos, en «asuntos de pequeña importancia» tales como el transporte de artículos. Un indio puede llevar el objeto más frágil, por el terreno más áspero, sin romperlo. (Enock, 1980) Hacía los años 1930-1940, Franklin (1984) pudo captar la existencia de dos formas diferentes de ver lo que era o debía ser Quito. La mirada occidental, preocupada por su desarrollo bajo parámetros europeos, y la mirada popular, muy cercana a la religiosidad y a los trajines callejeros: Hoy Quito parece una ciudad sólo para quienes están acostumbrados a pensar en función de ciudades: los habitantes de las ciudades de Spengler. Quito es una ciudad para los europeos, norteamericanos y las clases dirigentes ecuatorianas. Para las masas populares de los Andes, los indios y los cholos, es una aglomeración de mercados e iglesias, que generalmente coinciden en el mismo sitio. (Franklin, 1984) 71 Gente a lo largo de la calle en Quito, Ecuador, ilustración de la época. Creada por Fuchs y Charton, publicada en Le Tour du Monde, París, 1867. 72 Plaza y fuente cerca de la Catedral de Quito. Dibujo de E. Thérond según Ernst Charton. Consejo Nacional de Cultura, Ecuador. En las páginas de Le tour du Monde. Ediciones del Consejo Nacional de Cultura. Quito, 2011. 73 El comercio de la carne La forma como históricamente se organizó el abasto de carne en la ciudad de Quito nos puede ayudar a entender hasta qué punto el funcionamiento de los mercados urbanos, en el pasado, fue resultado del cruce y la yuxtaposición de distintas formas de organización de la economía, tanto las normadas por el Cabildo y la Policía como las que escapaban a sus normativas. El Cabildo buscaba la organización de la carnicería o casa de rastro como organismo que regulaba la introducción del ganado por parte de los semaneros (hacendados negociantes de ganado), organizaba el trabajo de los indios encargados de faenar la carne y las ventas dentro y fuera de la «casa». Las disposiciones con respecto al faenamiento y expendio de carne siguieron funcionando bajo criterios de control en otros espacios de la ciudad, y solo después de mucho tiempo se irían generalizando entre el conjunto de los oficios de los mercados. Una disposición en el año de 1899 señalaba: La matanza del ganado se efectuará exclusivamente por jiferos destinados a este objeto, los cuales formarán un gremio especial de jornaleros concertados para este servicio y sujetos a Director del Matadero en la sección respectiva. Habrá en el establecimiento 74 75 Plaza y Teatro Sucre, calle Guayaquil ca. 1901. Archivo Leibniz-Institut für Länderkunde. Leipzig, Alemania. Instituto Nacional de Patrimonio Cultural. PAUL GROSSER el número de peones jiferos que a juicio del Juez de la casa fueren necesarios para que la matanza y descuartizo del ganado se efectúen con prontitud, limpieza y destreza. Estos jiferos se matricularán ante el director, formarán un gremio y quedarán obligados a que por cuenta de ellos se obtenga oportunamente la exención anual del servicio de la guardia nacional y la boleta del pago de la contribución subsidiaria. El mayor y los jiferos concurrirán a las cuatro de la mañana y a esta hora el Mayor correrá lista, anotará las faltas y las pondrá en conocimiento del Juez del rastro, quien podrá imponer una multa de diez a cincuenta centavos según la duración de la falta 2 . Se trataba de una disposición orientada por requerimientos salubristas y tributarios, de acuerdo a la cual el gremio de jiferos hacía las veces de instrumento de la Policía. Lo que se buscaba era una formalización del oficio; se empieza desde muy temprano a organizar jerárquicamente las funciones de cada uno de los trabajadores de la casa de rastro, con responsabilidades estipuladas en una serie de ordenanzas que responden a la lógica de «policía», al interior de los talleres de oficio. Pero por otro lado estaba la compra-venta de reses, su pastoreo y faenamiento por encima de la carnicería, en covachas y chagros, así como el expendio de carne al detalle, fuera de cualquier orden, en calles y plazas por parte de las llamadas «indias carniceras». Un detalle interesante en este caso es que entre jiferos y expendedoras de carne había una relación de parentesco. Los chagros o chagras eran pequeños espacios de venta en los barrios de la ciudad, que se especializaban en la comercialización de productos, sobre todo de producción doméstica, a la vez que eran lugares donde se vendían ciertas mercancías que buscaban ser controladas por el Cabildo, desafiando las restricciones oficiales para la comercialización, de alguna manera se convertían en espacios que permitían la creación de mercados domésticos, y que se convirtieron en una parte aceptada de la economía urbana, como lo señala Minchom. Minchom muestra las estrechas relaciones entre la economía formal y la informal en el Quito colonial. Se trataba de economías complementarias en medio de las disputas. Muchas mujeres indígenas, «mercaderas o gateras», vendían por las calles mercaderías como sal, tabaco, queso, productos que solo las pulperías tenían licencia para vender, pero algo parecido sucedía con las «indias carniceras», que se ocupaban de ofertar las «menudencias» o con las «rodeadoras» de los mercados. Se trataba de relacionamientos dados, en parte, bajo formas no monetarias, debido tanto a la costumbre como a la falta de circulante. Estos tratos y relacionamientos múltiples, a los que hemos denominado «trajines callejeros», se daban tanto con «propios» como con «ajenos», es decir, entre personas provenientes de distintos estratos sociales dentro de la república de indios y de españoles, y se basaban tanto en la confianza como en distintas formas de violencia simbólica. Existían, además, una serie de oficios relacionados con esos trajines, requeridos lo mismo por la población urbana como por la rural —la fabricación de aperos de labranza, por ejemplo, de monturas o de cerámica—. El barrio de San Roque, donde se ubica actualmente uno de los más importantes mercados, no solo estaba relacionado con el abasto de alimentos, era, al mismo tiempo, un barrio de artesanos cuya participación en la rebelión de los barrios de Quito, en el siglo XVIII, ha sido destacada por los historiadores. (Minchom, 2007) Minchom habla de que a lo largo de la colonia existía una economía diferenciada, que hacía que los indígenas que pagaban tributos no se vieran obligados a cancelar alcabalas, como el resto de comerciantes. Da la impresión de que esta diferenciación garantizaba que los indígenas contaran con circulante para el pago de sus tributos. Esto es, por lo menos, lo que se deduce del pedido que hace el Gobernador de Naturales, de la parroquia de San Blas, quien intercedió para que se les permitiera a las mujeres indígenas vender la carne por fuera de la Casa del Rastro e introducir ganado a la casa de rastro, incluso, faenarlo en sus propias casas. Se trataba de un pedido a favor de los indios de San Blas —la población indígena ubicada en la entrada norte de la ciudad—, que por lo que reza el documento, tenía la costumbre de ocuparse de ese modo, posiblemente por la cercanía a la 2 El Municipio, Diario oficial. Quito. 24 de julio de 1899. Num 73. Año v. 78 79 carnicería y por el acceso a zonas de pastoreo, incluida la Alameda y el Ejido de Iñaquito (AHN/Quito, Carnicerías y pulperías. 23-05-1804). Esto permite mostrar el papel de intermediarias que cumplían las «indias carniceras» entre el comercio formal de la carne y el comercio informal destinado a los consumos populares. Valdría la pena averiguar no solo las disputas entre el sector formal y no formal de la economía, sino el tipo de tratos sociales, culturales y rituales que mantuvieron. Pero hay además un problema relacionado con el destino de los bienes en circulación. Todo hace pensar que al mismo tiempo en que hay bienes comunes a los distintos sectores sociales —tanto blancos, como indígenas y mestizos— existen otros bienes que son de circulación restringida. Nos referimos a bienes relacionados con un tipo de consumo dominantemente —aunque no exclusivamente— indígena, como las grasas, las vísceras, la cabeza de las reses, que por su carácter y por sus precios se volvían consumos «propios de indios», así como otros recursos como las frituras a partir de escarabajos, los llamados «churos», cierto tipo de preparados de chicha y «pan de indios». Esto forma parte del consumo de los sectores populares, indígenas y no indígenas, hasta el día de hoy, y está relacionado con un sentido del gusto. Pero hay también otros bienes, más bien artesanales, como espejos, cintas, muñecas de trapo, trajes de casinete y de liencillo de uso popular, como los que ofrecían las cajoneras y las costureras de la avenida 24 de Mayo, de los que hacían uso distintos sectores. En términos económicos, podríamos hablar de distintas estrategias de imbricación entre los diversos estamentos, directamente relacionadas con los «modos de hacer callejeros». Es cierto que ya en la colonia existen espacios de comercio formal como las pulperías, almacenes, covachas, ubicadas en locales, pero estas no pueden separarse aún del comercio de la calle, como sucedería en un segundo momento —y nunca de modo completo— a partir del último tercio del siglo XIX. La plaza de la Carnicería, donde se construyó la Casa del Rastro, no solamente fue un espacio importante para la economía de la ciudad, también fue un lugar de encuentro para festejos populares, corridas de 80 toros, rifas y otros. La concurrencia de gente a esta plaza atraía a varios negocios, algunos legales y otros no. La presencia de la carnicería involucra una diversidad de actores de distintos grupos sociales, donde cada uno cumplía un rol específico dentro de esta dinámica. La carnicería estuvo ubicada en el barrio de San Blas, conocido también como el «barrio de los indios carniceros», en el mismo espacio donde a partir de 1880 se empezará la construcción del Teatro Nacional Sucre. Hasta la primera mitad del siglo XIX San Blas era un barrio predominantemente indígena, en el cual una de las ocupaciones era justamente el negocio de la carne. Con la construcción del Teatro Sucre y la plaza del mismo nombre, se fue modificando todo el entorno. Estamos hablando de un momento importante en la búsqueda de modernización de la ciudad y de las plazas y calles como espacios de venta y comercio, que pretendía además ir incorporando a la lógica del «oficio formal» a las poblaciones que por tradición se habían ocupado de esta práctica. En una ordenanza de 1909 se hacía referencia no solo a la distancia «de ocho cuadras» que deberían tener las carnicerías con relación a las distintas plazas de la ciudad, sino también a las características de los locales de venta: Las nuevas carnicerías que se establezcan tendrán tablero de mármol; las paredes y el cielo raso pintados al óleo color blanco; la pavimentación de cemento o ladrillo mosaico, con el declive necesario para el lavado diario; y la puerta con un metro de reja de la parte superior 3 . Otra preocupación presente a lo largo del tiempo era cómo evitar que los puestos de expendio de carne operaran con ganado robado: El robo, y especialmente el abigeato, es una de las infracciones que con más frecuencia conoce la Autoridad de Policía y, como 3 Ordenanzas. Registro Municipal. Quito, enero 16 de 1909. Núm. 9. Año I. 81 su juzgamiento está atribuido a Jueces Superiores, la acción de la Justicia llega a ser tardía (...). Se hace sentir la falta de una disposición especial sobre la compra-venta de animales en ferias y mercados, con el fin de evitar aquella plaga de cuatreros que día a día se concretan a esta industria (...). Un certificado conferido por la Autoridad de Policía, mediante el cual se acredite al dueño del semoviente, sería la mejor manera de asegurar el derecho de propiedad y castigar el crimen 4 . Estas exigencias no podían ser acogidas por quienes en esos años todavía comercializaban con este producto en las calles y plazas de la ciudad. Se trataba de un tipo de producción directamente relacionada con un tipo de consumo y con un sentido del gusto populares. En la memoria de la gente que trabaja en el giro de ganado mayor y menor del mercado de San Francisco, está presente el momento de transición de la plaza de San Francisco al mercado de Santa Clara. Se trata de una memoria lejana que se remonta a tres o cuatro generaciones y rememora, como un momento significativo, aquel cuando el mercado posibilitaba la venta «abundante y fabulosa» de carne, representando un buen negocio con relación a otras ventas. Dentro del mercado eran los comerciantes de carne quienes gozaban de cierto prestigio, por las ganancias que obtenían. Esto no quiere decir que todos quienes estaban involucrados dentro de las actividades relacionadas con la comercialización de carne tuvieran las mismas condiciones. Ese fue el caso de quienes se encargaban de transportar las reses, ya fuera en carretas o en la espalda, y quienes hacían de auxiliares en el faenamiento, por lo general indígenas. El trabajo que estos hacían, a diferencia de otros, no estaba reglamentado ni formaba parte de agremiaciones como las de los jiferos, a pesar de que su presencia era fuerte y visible. También hoy, quienes participan en esas tareas son, en su mayoría, indígenas de avanzada edad, que todavía transportan la carne en sus espaldas o en carretillas adaptadas para ese fin. Las mujeres comerciantes se refieren a ellos como los «indiecitos» —no de 4 AHN, Papeles de la Intendencia de Policía (Sin clasificar) 18 de mayo de 1912. 82 una manera despectiva, pero sí con cierto paternalismo que oculta en sí mismo una relación asimétrica—. Las antiguas comerciantes de carne del mercado de San Francisco hacen referencia a que antes de ser reubicadas en el nuevo mercado, eran ellas quienes se encargaban de abastecer de carne al cuartel de la policía, a los militares, al Comedor Municipal, bomberos y restaurantes de alrededor del mercado. También había quienes vendían la carne ya preparada en los comedores al interior del mercado. A pesar de que el objetivo de las distintas ordenanzas era el de regular el comercio, siempre se daban formas de escape que permitían comercializar por fuera de este espacio. Se habla mucho de que eran las mismas mujeres vendedoras o sus esposos quienes salían a comprar ganado en las haciendas de Pintag, Machachi y en otras cercanas a Quito, para faenarlos y venderlos en el mercado. Esa época es recordada con cierta añoranza: Se podía vender casi en totalidad la res, se vendían vísceras (cansas) o menudos, vendíamos colgado en ganchos, ahora ya no se permite, eso era más barato que la carne (...). El cebo también, nada se desperdiciaba, mi mamita en las pailas grandes cocinaba el cebo, le ponía en baldes hasta que se enfríe, entonces mi mamá le trastornaba el balde y era un bloquecito de cebo, eso venían a comprar los indígenas, para el jabón, las velas, nada se desperdiciaba, ahora eso botamos. Porque aquí ya no se vende. Será unito que otro que viene a comprar (…). Antes se vendía por «puñado», por decirle, antes hacíamos «unas fuentes» y les vendíamos por porción. Entonces una porción costaba 3 o 4 reales, 5 sucres y no teníamos las fundas de polietilenos, sino que vendíamos en papel comercio 5 . 5 Entrevista realizada por Erika Bedón a la señora Mariana Ortiz. Mercado de San Francisco. Quito, 2014. 83 " Quizá en el mercado hay más mujeres que hombres, quizá por la herencia de nuestros padres. Porque antes se trabajaba en parejita. Y ahora nosotros trabajamos así, en individual. Los hombres trabajaban más en esto de la carne. O sea, mi papá iba a comprar el ganado afuera, en Santo Domingo, despostaba en el camal de Chiriacu y le traía la carne para mi mamá. Mi mami me enseñó cómo cortar la carne, me decía: «Mariana, saca los lomos, saca las pulpas de la pierna de la res», entonces yo le ayudaba a mi mamá, así aprendí. Las dos vendíamos ahí; mi mami vendía las vísceras, que ahora aquí ya no es permitido. Vendíamos a los indígenas, ellos nos venían a comprar, por ejemplo, los indígenas de Otavalo «otavalitos» compraban «los ocotes», la tripa gruesa del animal, las «cansas», eso vendíamos colgado en ganchos, las lenguas también, todo esto era más barato que la carne y se vendía bien. El cebo… nada se desperdiciaba, mi mamita cocinaba el cebo en pailas grandes y le ponía a enfriar en baldes, así hacía bloquecitos de cebo, eso venían a comprar los indígenas para hacer el jabón, las velas. Entonces nada de eso se desperdiciaba, ahora eso botamos porque aquí ya no se vende. Será unito que otro otavalito que viene a comprar. " Mariana Ortiz 2014 Casa de Rastro Camal, Chimbacalle, 1954. LUIS PACHECO 84 85 " En la calle Chimborazo había unas personas que vendían carne en canastos, no todas eran indígenas. Me acuerdo clarito, aquí en la esquina de la Chimborazo, para subir a Los Túneles, ahí se ponía la gente a vender en canastos la carne, el hueso... Nuestro mercado San Francisco era mayorista en carnes. Entonces era un buen negocio, ese sector era movidísimo, salió el mercado y se murió el sector. En el caso de la calle Rocafuerte, comenzaba una feria desde la calle Benalcázar hasta llegar a San Roque más o menos, no había cómo caminar. Estuardo Paéz Febrero de 2014 Camal, 1954. LUIS PACHECO 86 " 87 Quito: ciudad, mundanidad y trajines callejeros Si bien desde finales de la colonia el Cabildo intentó regular las ventas ordenando los espacios de comercio, normando el sistema de pesas y medidas, vigilando la entrada y salida de productos, eso no disminuyó la importancia del comercio abierto en ferias, calles y plazas. De acuerdo a Capel (2005), las ciudades europeas comenzaron a modernizar sus mercados a fines del siglo XVIII, pero hacia la segunda mitad del siglo XIX solo las ciudades principales tenían un mercado de este tipo. La mayoría de los mercados se construyeron en los lugares en los que funcionaban las antiguas plazas, y conservaron por largo tiempo sus usos. En el caso de las ciudades andinas, ese proceso ha sido mucho más tardío, debido al tipo de engranaje social en el que se ha asentado y se asienta el comercio popular. Nos da la impresión de que había un entramado que funcionaba en la larga duración y que ligaba el comercio de abastos con el mundo de las comunidades y con «formas de ocupación abiertas». Con esto queremos decir «ocupaciones no disciplinarias o no completamente disciplinarias», a cargo, sobre todo, de mujeres. En el caso de Quito, ese comercio estaba y en parte continúa estando, directamente relacionado con las 88 89 comunas y pueblos cercanos a Quito, ahora incorporados como barrios, como Santa Clara de San Millán, Chilibulo, Zámbiza, El Inca, Nayón, La Magdalena, Cotocollao. Las reales transformaciones en las formas de intercambio solo vinieron en el siglo XX, con la profundización de la división del trabajo y el desarrollo de los modelos urbanísticos. Se podría decir que una ciudad como Quito respondía tanto a los requerimientos de ordenamiento urbano como a distintas formas de escamoteo o desorden. Orden y desorden eran, de hecho, los dos lados de una misma moneda, pero también era posible hablar —de manera más precisa— de confluencia de distintos órdenes, tanto los que provenían desde arriba como desde abajo. Si bien la sociedad quiteña estaba fuertemente estratificada, permitía algunos puntos de contacto o de ordenamiento cotidiano en la religiosidad, la fiesta, los oficios, el comercio, como parte de lo que hemos dado en llamar trajines callejeros. (Kingman Garcés y Muratorio, 2014) Hacia la segunda mitad del siglo XIX era posible diferenciar en Quito una circulación de bienes de consumo básico —de la que participaban distintas clases y estamentos sociales— de un comercio de bienes importados, destinado al consumo de las élites blancas, pero el peso de este último era todavía pequeño. En el año 1859, Joaquín de Avendaño decía que las principales tiendas de comercio de Quito, eran locales estrechos, poco surtidos y de pésimo aspecto, ubicados en los bajos de las edificaciones de la plaza Mayor. De acuerdo a Enock, el comercio de Quito con el exterior era, hacía inicios del siglo XX, pequeño, sin embargo, internamente se había generado una dinámica ligada a los oficios y al comercio popular. En una región tan elevada se tejen muy buenas alfombras a mano, se demuestra mucha destreza para el tallado de madera, como también para trabajos de oro y plata (…). El arte de tejer fue una industria esencial y muy extendida entre las razas andinas (…), las manufacturas andinas comprenden ponchos, pieles curtidas, sillas de montar, zapatos. (Enock, 1980) 90 Otra descripción habla del carácter industrioso de los quiteños. Buena parte de la producción de oficios era generada internamente, pero corría el peligro de desaparecer. Hay una tendencia entre los pueblos andinos a conservar sus talleres e industrias caseras, a las que un espíritu económico debería prestar ayuda, pero las importaciones baratas amenazan su existencia. (Enock, 1980) También desde el mundo popular y desde los sectores medios se estaban ensayando otras formas de ser modernos, jugando en eso un rol importante el comercio y los oficios de la calle. A partir de ellos se fue configurando un rico mundo popular basado en flujos, cruces y relacionamientos múltiples. Las ferias quincenales y semanales y más tarde las plazas abiertas de mercado, convocaron, en ciudades como Quito, Riobamba o Ambato, a una población itinerante proveniente de distintas localidades, que se sumaba a la urbana. Esta población se acercaba a las ciudades tanto por necesidades de socialización como de intercambio de bienes materiales y simbólicos. Entre esas razones, a más de la compra y venta de productos, estaba el trabajo ocasional como jornaleros en los mercados y fuera de ellos, pero también «la novedad», el goce, el «peregrinaje», el asesoramiento con tinterillos y las «causas judiciales». Sabemos que hasta el último tercio del siglo XIX las plazas pudieron ser, al mismo tiempo, cívicas y de mercado. Algunas de esas plazas estaban abiertas a celebraciones populares, tanto baile como retretas, encierros de toros, rifas y ruletas. La diferenciación vino después, hacia el último tercio del siglo XIX, como resultado de dispositivos de gobierno y de un nuevo tipo de «estética de la vida cotidiana» que hemos concebido bajo la noción de ornato (Kingman Garcés, 2006). Los efectos de esta política de largo aliento se miden tanto en términos espaciales como sociales. Es el caso, por ejemplo, del desplazamiento de las mujeres vendedoras, cajoneras y buhoneras, de las plazas principales de la ciudad de Quito. A partir de ese momento se buscó diferenciar los dos tipos de plazas. Con eso se daba paso de la aldea a la ciudad (Arguedas, 1983, t.9 , p. 206). Muchas de las antiguas plazas pasaron a ser parte de una publicidad aristocrática, otras, como San Francisco, se resistieron a 91 serlo. ¿No constituía esta la primera gran diferenciación al interior de la ciudad, como parte de una modernidad temprana? Los espacios destinados al comercio en la ciudad, en el siglo XIX y en algunos casos más tarde, hasta la segunda mitad del siglo XX, no estaban completamente separados del resto de actividades, por el contrario, las calles y las plazas eran espacios propicios para el encuentro y construcción de prácticas en común, como las fiestas o la religiosidad popular, que atravesaban la vida cotidiana de la ciudad. La idea de separación y de orden urbano responde a una ideología urbanística, de espalda a la dinámica misma de las ciudades. La principal plaza de feria era, en el siglo XIX y hacia inicios del siglo XX, la de San Francisco. Ahí el Cabildo había ubicado unas cuantas barracas en la parte alta, pero con el tiempo estas fueron abandonadas por las vivanderas. Ese abandono obedeció tanto a la necesidad de tener un contacto más directo con los compradores, como a la de escapar a los recaudadores. De acuerdo a un documento de esos años, en el mes de abril de 1908 apenas se recaudaron 208 sucres, debido a que las vivanderas decidieron desocupar las barracas de la parte alta y de ese modo la mayoría de ellas se marchó sin pagar6. La diferenciación entre distintos tipos de plazas y la ubicación de distintas actividades en ellas está directamente relacionada con el ornato y más recientemente con la idea de patrimonio. Se trata de una economía y de una estética orientada a generar desplazamientos. Al mismo tiempo, se evidencia la reconstitución de los desplazados en otros espacios y otros lugares. La historia de las ciudades está marcada por esto. De ese modo se pondría fin a una economía moral constituida en el largo plazo entre las autoridades, los habitantes de la ciudad y las vendedoras de los portales. El trabajo de Muratorio (2014) sobre las cajoneras de los portales expresa cómo históricamente estas disputas por el espacio y el reconocimiento de estos sectores populares ha estado presente en la ciudad y ha ido tomando diferentes formas y obedeciendo a distintos discursos. La Municipalidad de este Cantón, posteriormente a las órdenes de esta Policía, expide una Ordenanza por la que se permite que las buhoneras vuelvan a ocupar los portales «desconociendo de hecho a la autoridad policial7». A inicios del siglo XX, las autoridades de Quito buscaron organizar los espacios públicos de la ciudad con criterios de ornato, distinción y decencia. Era algo que se venía dando desde el último tercio del siglo XIX, pero que fue tomando fuerza en esos años. El discurso moderno o más bien protomoderno, iría calando en el Cabildo. Se construyeron lavanderías y baños municipales, comedores populares, entre otros. Los criterios que primaron fueron salubristas y civilizatorios. Se implementa la Semana de la Higiene en las escuelas y en los barrios, se crea la Policía de Higiene y el Dormitorio Indígena Municipal. (Bedón E. , 2014) En el año 1901, el Intendente de Policía de Pichincha calificó de costumbre contra el ornato público el que las cajoneras ocuparan la plaza Sucre —actual plaza de Santo Domingo— y de la Independencia, sin que se hiciera algo por impedirlo. El mismo Intendente habría dado la orden, unos días más tarde, de que la Policía procediera a desalojarlas. El Dormitorio Indígena Municipal fue una institución creada para «acoger» a la población indígena que llegaba a la ciudad, la misma que se estaba constituyendo en un «problema de salubridad e inseguridad» en los años previos a la Reforma Agraria. Los registros diarios del dormitorio dan cuenta de los itinerarios de la población indígena que llegaba a la ciudad. Un repaso rápido de esos informes nos muestra que buena parte de los indígenas venía por razones de comercio y lo hacía ya fuera de manera individual o formando parte de grupos familiares o de localidades. La llegada al dormitorio era una de las muchas estrategias de entrada y estancia en la ciudad, otra de las estrategias en estos proyectos migratorios era insertarse en una red de solidaridad o red familiar en espacios como el del «mercado». Muchos 6 AHM. 7 Archivo Histórico Metropolitano, Caja 134, Expediente 12. 92 Oficios y solicitudes al Concejo. Año 1908, tomo 2: folio 109. 1ero de marzo de 1908. 93 de los indígenas que se albergaban en el Dormitorio Indígena Municipal venían a realizar alguna actividad comercial o de oficio, también venían a buscar a sus parientes —padres o hijos— o estaban de paso hacia zonas de colonización como Santo Domingo. Estamos hablando de diversos flujos de poblaciones, algo que ha sido permanente, que no ha obedecido solo a razones económicas como la búsqueda de ocupaciones, sino a factores culturales como conocer la ciudad o visitar los santuarios. Pero al mismo tiempo, el Dormitorio Indígena y otras instituciones nos permitirían encontrar pistas iniciales con respecto a las políticas de gobierno de poblaciones y de la ciudad, desarrolladas por los gobiernos locales en esos años y, de manera específica, con respecto a la población indígena que llegaba a la urbe. Existía, al mismo tiempo, una población mestiza y de mestizaje indígena que, proviniendo de los pueblos y ciudades de provincia, se había instalado en la ciudad desarrollando distintos tipos de trabajos relacionados con el comercio, la manufactura o la burocracia. Rifas y bingos en la Plaza de San Francisco. LUIS PACHECO 94 95 Variedades con mono amaestrado en el bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG 96 Portal Arzobispal, cajoneras ca. 1950. LUIS PACHECO 97 Fumigación de ponchos en el bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG 98 Predicador urbano en el bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG 99 " En la Av. 24 de Mayo, en la Puerta del Sol, que le decíamos, había un mercado, pero era a la intemperie. Antes vendían en tacitas la máchica, arroz de cebada, la harina de haba, lenteja, todo vendían en tacitas de totora, y eso valía real, o medio real. De la gente que trabajaba en la 24 de Mayo, algunos subieron al mercado de San Roque, o fueron a otros mercados. Había el Mercado del Gallinazo o del Puente, de todo vendían, comidas, gallinas. María Molina Montaluisa 18 de febrero de 2014 Venta de ollas y enseres en el bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG " 101 Fronteras Existen lugares que han hecho de frontera entre la ciudad y el campo: históricamente sirvieron de puntos de entrada de arrieros, conductores de ganado, carretas, población flotante. Se trata de calles que conducen de la periferia al centro, lugares de pastoreo, plazas como la de Santo Domingo, pero también espacios interiores que sirven como bodegas, lugares de descanso, alojamientos, centaverías. Muchas veces los portales y los zaguanes de las casas sirvieron de refugio a una población recién llegada del campo, sin redes urbanas que las acogieran, como sucede ahora con las nuevas migraciones provenientes de Venezuela, Colombia, Haití. Luciano Andrade Marín intentó hacer una reconstrucción histórica de la dinámica de intercambios comerciales y sociales de la ciudad de Quito con los alrededores, así como los lugares que hacían de puntos de contacto entre un adentro y un afuera. Su narrativa se inscribe dentro de lo que sería una crónica urbana, en un sentido clásico. La Calle del Comercio Bajo, finalmente llamada calle Guayaquil, por ejemplo, conectaba la parte central de la ciudad con los caminos usados para llegar desde el sur: Latacunga, Ambato, Guaranda, Riobamba, Cuenca, el puerto de Guayaquil. (Andrade Marín, 2003) 102 103 Esta arteria meridional de Quito creó la calle del Mesón con los mesones o fondas para los viajeros y arrieros entrantes y salientes; esta arteria creó a la «Plaza de los Tratantes», que así más popularmente se llamó a la «Plaza de Torres» y después «Plaza de Santo Domingo», porque en este primer espacio se descargaban las cargas de mercaderías y productos, se las negociaba al por mayor y se las llevaba a distribuirlas en sus diferentes destinos; y, finalmente esta misma arteria es la que dio nacimiento, por natural derivación, a la primera calle comercial de Quito llamada en los primitivos tiempos la Calle de los Tratantes, después la «Calle del Comercio Bajo», y luego la «Calle Guayaquil», de estos tiempos nuevos. (Historietas de Quito: Últimas Noticias, Quito 30 de enero de 1965) La entrada sur de la ciudad era por la Maldonado y conectaba con la plaza de Santo Domingo, y a partir de ahí con otras calles como la Rocafuerte y la Cuenca. Los zaguanes de las casas habían sido destinados al comercio. Aun cuando Luciano Andrade Marín escribía sus crónicas llevado por la necesidad de construir una tradición quiteña, algunos elementos que él registraba como parte de un pasado remoto se seguían reproduciendo en su propia época. Bajo una lógica semejante, la plaza de San Blas era el punto de entrada desde el norte. San Blas fue —en la colonia y en el siglo XIX— un asentamiento predominantemente indígena, relacionado con la carnicería y con el negocio de la carne. En El Ejido de Iñaquito, colindante con San Blas, se pastoreaba el ganado y las acémilas que entraban a la ciudad. A esa zona llegaban varios productos desde las provincias y zonas ubicadas al norte de Quito: Llegaban a diario frutas de Perucho, Puéllaro, Guayllabamba, esta plaza se especializó en la venta de naranja, lima, aguacates, chirimoyas, guayabas; también traían de Papallacta, la naranjilla de Baeza (…), los indígenas de Zámbiza en caravanas de familias transportaban guineos, los maqueños, los dominicos, los otaitis y los guineos limeños, piña amarilla de castilla, papaya, guayaba y yuca desde tiempos prehistóricos. (Historietas de Quito: Últimas Noticias, Quito, 3 de octubre de 1964) 104 Desde la colonia, las calles y plazas de Quito fueron espacios destinados a la compra y venta de productos agrícolas y artesanales, lo que de un modo u otro dio lugar al encuentro entre diversos grupos sociales y a la construcción de una cultura en común en medio de las desigualdades. Los espacios abiertos de intercambio, que registra Andrade Marín, fueron parte tanto de una tradición colonial como de la heredada de los antiguos tianguez o mercados indígenas que, lejos de desaparecer, continuaron reproduciéndose en los nuevos contextos coloniales y postcoloniales. Estos espacios de encuentro permitían formas de relacionamiento liminales, que de algún modo rompían con las dinámicas de separación propias de la ciudad colonial y postcolonial. En algunos documentos se hace referencia a las «puertas de la ciudad». Son puertas o entradas imaginadas, relacionadas con el control de los flujos tanto hacia dentro como hacia afuera. A esta economía espacial se sumará, con el tiempo, la percepción higienista de que la ciudad debía estar libre de contagio y que ese contagio provenía de la desnaturalización del campo. La ciudad era percibida bajo la figura de espacio inmunizador y controlador. El último sentido de esas percepciones era el racismo. Los bajos de las casas del centro eran arrendados a tiendas e inquilinos provenientes, la mayoría de ellos, de las provincias. Al igual que pasaba con los portales y los zaguanes, todos estos espacios comunicaban con actores desconocidos para los «ciudadanos de plenos derechos», sujetos a sospecha, que requerían ser vigilados o «vistos con sospecha». En el contexto de una modernidad temprana se hablaba de la necesidad de tener un mayor conocimiento de «la nueva servidumbre» o de llevar un registro de las personas que «desocupaban los cuartos» sin haber cumplido con la autorización de sacar la respectiva «boleta de cambio de domicilio». El ferrocarril pasó a ser, a partir de 1908, una nueva puerta de entrada a la ciudad, capaz de comunicarla con otras regiones de modo relativamente rápido. No solo los productos de zonas lejanas —como los de la costa— llegaban más frescos, sino que la propia población sentía que se habían acortado las distancias. Las noticias sobre lo 105 que sucedía en el resto del país llegaban mucho más rápido, el espacio por el que circulaban personas y mercancías se había ampliado. Con la proliferación de nuevos productos agropecuarios e industriales se abrieron, en el centro histórico de Quito, almacenes, bodegas y bazares. Desde la entrada en funcionamiento de la línea férrea existió una apertura nunca antes vista en el tráfico de mercaderías en el Ecuador: la instauración de centros de comercio ampliamente surtidos como bazares, tiendas, bodegas y locales comerciales, así como una mayor circulación de mercaderías de las ferias lugareñas, fueron indicadores contundentes de las nuevas realidades que contrastaban con los esquemas de intercambio de antaño. (Byron Castro en Miño, 2018: 53) Como muestra Miño (2018), el ferrocarril, al igual que el tranvía, provocaron algunos cambios en la organización del trazado urbano. Estos cambios incidieron en las entradas norte y sur de la urbe. No solo hubo un nuevo ordenamiento de calles y plazas, sino también de los mercados. En lo que antes había sido la entrada norte se construyó el mercado de San Blas, y en la del centro sur, el mercado de Santa Clara. El comercio a larga distancia permitió que las ciudades accedan a bienes La Floresta, inauguración de los servicios higiénicos, 1951. LUIS PACHECO A su vez, el ferrocarril acarreó nuevos problemas relacionados con las poblaciones, de los que se ocupaba la salubridad pública y la Policía. La economía se había diversificado y se había ampliado la movilidad, pero también la inseguridad social y el ingreso de pestes como la bubónica. Con el ferrocarril los controles se multiplicaron no solo en Guayaquil y Quito, sino en Huigra y Riobamba. En esas estaciones se fumigaban los equipajes y los envíos desde las provincias. Por orden del supremo gobierno, todo equipaje, flete, correo y bulto de cualquier clase, embarcado en Guayaquil y destinado a las respectivas estaciones en línea, serán fumigados, decía una orden impartida en esos años8. 8 AHM, Oficios y solicitudes, 1908, Tomo I, folio 327. 106 107 La modernización de los mercados Parte importante del equipamiento urbano en la modernidad temprana fueron los mercados. A lo largo de las décadas de 1940 y 1950 se desarrolló una campaña pública favorable a su remodelación, pero ya antes, desde inicios del siglo XX, se había generado una preocupación por el estado de las plazas y los mercados abiertos. Esto formaba parte de las acciones higienistas y de la construcción de estigmas. Se decía que era necesario dar inicio a campañas de higiene, especialmente entre los pobres. Esas campañas de higiene se orientaron a los barrios, las escuelas y los lugares de venta de alimentos, intentando romper con lo que desde una perspectiva racista y civilizatoria se califica como «resistencia de las costumbres»: El Municipio está en la obligación de proveer de lugares adecuados para la venta de artículos de diario consumo para el público. Hasta ahora, hay que confesar que no se ha preocupado de ello sino muy someramente. Los edificios que sirven para mercados son insuficientes e inadecuados por completo (...). Por otra parte, las ventas de estos artículos de consumo se han hecho, hasta ahora, por una sola clase que no se cuida, porque nunca 108 109 Feria de objetos usados en el bulevar 24 de Mayo. 1975. CRISTÓBAL CORRAL VEGA 110 Cúpula del mercado de San Francisco, ubicado en la Plaza de Santa Clara, calle Rocafuerte y Cuenca, ca. 1975. Actualmente esta estructura se encuentra en el parque Itchimbía, espacio conocido como el Palacio de Cristal. CRISTÓBAL CORRAL VEGA 111 ha tenido necesidad de ello, de parecer limpia y urbana. (El Comercio, 1914. Mayo, 14. Pp. 6) Uno de los proyectos referentes fue la construcción, en el año de 1950, del Mercado Central, como «un primer mercado moderno» que acogería a los comerciantes que fueron reubicados de la plazoleta de la Marín, pero también del mercado abierto de San Blas, tras el incendio ocurrido en el mismo año, en el mes de septiembre. En la memoria de quienes trabajaron en el mercado de San Blas, transmitida de una generación a otra, está presente este hecho. Muchos atribuyen este evento a un accidente por una vela encendida en un altar, otros lo consideran un acto provocado, debido a la decisión de las autoridades de reubicar a los feriantes de la plaza. La destrucción del mercado de San Blas dio la oportunidad de eliminar este auténtico reducto que constituía a la vez un obstáculo para el tránsito; pero planteó, al mismo tiempo, la necesidad de emprender la construcción de un nuevo y gran mercado en este sector de la ciudad, comprendido entre la plazuela Marín y San Blas 9. El nuevo Mercado Central acogió a algunos de esos vendedores, no a todos. Al reemplazar las plazas y ferias con mercados cerrados, muchos de los antiguos espacios de comercio desaparecieron o fueron desplazados. Si bien las disposiciones orientadas a la modernización de las plazas, dando lugar a los mercados cerrados, partían de las autoridades, no fueron ajenas a iniciativas por parte de las propias asociaciones de los mercados. Estas asociaciones vieron, y han visto siempre, la necesidad de modernizarse, pero sin renunciar a las tradiciones propias del mercado. El mejoramiento de los mercados no ha sido únicamente resultado de reglamentos y ordenanzas venidos desde arriba, sino de la propia iniciativa de las vendedoras y vendedores y de sus asociaciones. 9 AHM, Plan regulador 1940-1957. 112 Los mercados han sido espacios relativamente autónomos en los que los involucrados han buscado desarrollarse, respondiendo a las demandas sociales de manera creativa. Los cambios sufridos por las ferias y las plazas de comercio, hasta llegar a los mercados cerrados, no son resultado de procesos rudimentarios, sino del diseño de aparatos administrativos orientados al ordenamiento urbano, la higienización y la administración de poblaciones cuyos modelos provenían de afuera. Este proceso produjo herramientas legales y de control, así como un discurso sobre las «formas legítimas» de utilización del espacio público. Todo esto se ha dado en medio de disputas, presiones y negociaciones en las que participaron tanto los administradores municipales y la opinión pública hegemónica, como sectores subalternos y, particularmente, los vendedores. Podríamos decir que lo que existió en el largo plazo fue un tipo de economías yuxtapuestas que solo empezó a desdibujarse en las dos últimas décadas, en el escenario del capitalismo tardío. Estos procesos de cambio no han estado exentos de disputas y negociaciones de parte de los comerciantes o feriantes, quienes han desarrollado una serie de estrategias para intermediar con el gobierno de la ciudad, como el formar asociaciones. De manera temprana en todo el país se organizan asociaciones de algún modo modernas —conectadas entre ellas— como la Sociedad de Vivanderas del Guayas, activa hasta 1894, la Sociedad de Abastecedores del Mercado, fundada en 1904, o las asociaciones de los distintos mercados de Quito, organizadas como centros de Ayuda Mutua y Beneficencia. Estas asociaciones tuvieron una participación activa en el Congreso Obrero organizado por la Sociedad Artística y Artesanal de Pichincha. Ejemplos más tardíos de esto fueron el «Sindicato de Vendedoras de Pequeños Artículos» —fundado en 1940—, el Sindicato de Carameleras o la Asociación de Vendedores de Cosas Usadas, que en el año 1950 se declaró en rebeldía para evitar ser sacados de la avenida 24 de Mayo. En las cartas dirigidas al Presidente del Consejo —y que reposan ahora como parte de un fondo en el Archivo Metropolitano de Historia— se pueden ver solicitudes de esta y otras asociaciones, pidiendo que se les permitiera permanecer en sus espacios de venta, dando continuidad a 113 Venta de frutas en el bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG 114 Ferretería. Bulevar de la 24 de Mayo. Quito, 1949. ROLF BLOMBERG 115 su oficio de pequeños comerciantes. Muchos de estos comerciantes fueron reubicados en «lugares inhóspitos», cerca de los baños públicos o en lugares considerados peligrosos, donde no podían vender sus productos, como es el caso de los vendedores de carbón, de la avenida 24 de Mayo, que solicitaron volver a sus antiguos puestos. Desde hace algún tiempo los infrascritos fuimos separados del puesto de venta de carbón que nos había señalado en la Avenida 24 de Mayo de esta ciudad, cerca de los servicios higiénicos, con las consiguientes graves dificultades tanto para los vendedores como para los compradores y, especialmente para éstos. Después de tanto tiempo de esta situación molestosa y perjudicial, recurrimos ante el I. Consejo, dignamente presidido por usted, y le pedimos que se digne ordenar que se nos permita la venta de carbón en sacos, en el mismo lugar ya indicado, donde vendíamos anteriormente 10. frecuentes. No todas las mujeres han podido tener acceso a espacios de venta fijos o heredarlos de sus madres o de sus suegras. Estas dinámicas de la llamada «informalidad» también han sido motivo de constantes disputas entre las mujeres con puesto fijo al interior del mercado y las que venden en los exteriores. Al no tener que pagar por sus puestos, las mujeres pueden vender sus productos a precios más bajos, sin embargo, sus condiciones de trabajo generalmente son más duras. Las conocidas como «rodeadoras» cuentan cómo constantemente han tenido que evadir las regulaciones sobre la venta de alimentos en los distintos espacios de la ciudad. La señora Marcia Azcárate, que se ha distinguido siempre como promotora de actividades festivas y de relacionamiento social en el mercado de Santa Clara, da cuenta de una rica trayectoria personal relacionada con su oficio en ese mercado. Se hace referencia, además, a que, al ser productos de primera necesidad, los compradores necesitaban ser abastecidos «de la mejor manera». Muchas de las cartas eran de mujeres trabajadoras de los mercados, pero también de otros oficios relacionados directamente con la vida cotidiana de sectores populares, por ejemplo, comerciantes de artesanías, vendedoras de objetos usados, de «chupetes» y de dulces, costureras, imagineros, hierbateras, entre otros. Se trata de momentos muy intensos en el reordenamiento del comercio en distintos lugares de la ciudad, entre ellos la avenida 24 de Mayo, la plazoleta de la Marín y las calles aledañas a los mercados de San Roque y San Francisco, desplazamientos que también dieron origen a nuevos mercados, como el mercado de Iñaquito. Mi mamita trabajaba vendiendo en las calles, yo le sabía ayudar. Cuando nos cogían los de las camionetas (policías) yo me iba presa en vez de mi mamita. Ella cocinaba en ollas de barro y sabía vender en platitos de barro con cuchara, después de eso ya puso jarros de loza, y poco a poco nos íbamos poniendo civilizados (se ríe) y servimos en vaso, como hasta ahora, en vaso de vidrio, vendíamos solo morocho. Ahora mi hijita ya vende empanadas, porque ya tiene puesto, antes no había cómo. Yo también empecé vendiendo en la calle, en el parque de la Alameda, igual los policías venían y nos llevaban, yo me corría, me subía en las canoas y me escondía debajo del puente. No fue fácil conseguir un puesto en el mercado, fue muy difícil11. Doña Rosa Cabezas, comerciante del mercado, cuenta cómo ella empezó a trabajar con su madre en lo que fue la Feria de Santa Clara, antes de la construcción del mercado Santa Clara. Se inició como rodeadora y alquilando algunos espacios o portones de las casas de alrededor del mercado. Estas formas de trabajo de algún modo precarias, previas a la inserción en el trabajo formal, han sido La radicalización de los controles y ordenanzas sobre el uso del espacio público y el comercio hizo que muchas mujeres se vieran en la obligación de pagar multas, lo que dificultó el comercio en esas condiciones. Estratégicamente organizadas, las mujeres que no tenían un puesto fijo en el mercado de Santa Clara se vieron en la necesidad de crear un nuevo espacio para las ventas. Así nace el 10 Archivo Histórico Metropolitano de Quito. Comisión de Abastos, Mercados y Rastro, 1943. 116 11 Entrevista realizada por Erika Bedón a la señora Marcia Azcarate (Sra. Maravilla). Mercado Santa Clara. Quito, julio de 2018. 117 mercado Iñaquito, un espacio que lo crearon trabajando de manera colectiva, trabajando con palas y picos, en minga con la familia y en una constante negociación con el Municipio. Doña Rosita Cabezas, una de las fundadoras del mercado Iñaquito, sostiene que el mercado fue lo que le dio vida al sector, que alrededor del mercado se fue construyendo el barrio. En la memoria de las señoras que venden en Iñaquito está presente la idea de que fueron ellas quienes trabajaron para hacer las calles y el camino «donde no había nada». Ahora este mercado está ubicado en un sitio privilegiado al norte de la ciudad, en una zona de alta plusvalía, y aunque existe un proceso de avanzada en la proliferación de cadenas de supermercados en los alrededores —exactamente tres grandes cadenas en las inmediaciones directas— el mercado sobrevive gracias a las relaciones que ha generado con sus clientes, las y los caseros y por los procesos sociales que se viven al interior de estos espacios. Como analiza Delgadillo (2020), en el caso de México los mercados están expuestos a grandes presiones políticas y económicas —vinculadas de manera directa al neoliberalismo, que privilegia la multiplicación de cadenas de supermercados y desprotege a los espacios tradicionales de abasto de alimentos— pero no se enfrentan a esas presiones de manera pasiva. Sra. Charito Pichucho, hierbatera del mercado San Francisco. PABLO CORRAL VEGA 119 La señora Giovanna Cisneros heredó el puesto de su madre, quien trabajó en el mercado de San Francisco —cuando estaba ubicado en la Plaza de Santa Clara—. Muchas de las mujeres que actualmente trabajan en el mercado de San Francisco pertenecen a segundas y terceras generaciones de personas dedicadas al oficio. PABLO CORRAL VEGA 120 El mercado de Iñaquito es uno de los lugares preferidos para comer deliciosos hornados. También es uno de los más visitados por los habitantes del norte de Quito,pues aquí encuentran una gran variedad de productos, tanto de la costa como de la sierra. JUAN PABLO VERDESOTO E. 121 Mercados de Quito, espacios de mujeres Desde nuestro trabajo etnográfico y de memoria en los distintos mercados, ferias y plataformas de la ciudad de Quito, hemos podido constatar que las mujeres juegan un rol central en el sostenimiento y reproducción del oficio al interior del mercado, aunque esto no sería posible sin las redes familiares. Christiana Borchart se encargó de mostrar el papel que jugaron las mujeres en el funcionamiento del comercio de larga distancia y en el pequeño comercio en la colonia —particularmente en el siglo XVIII—. De acuerdo a la historiadora, el comercio involucraba a mujeres de distintos estratos sociales y de diferentes situaciones familiares. Una participación directa de las mujeres se encuentra en el caso de las pulperas, dueñas y administradoras de tiendas que abastecían a la ciudad y los pueblos con productos de uso diario, ofreciendo una gama de alrededor de veinte productos diferentes. (Borchart, 1992, 363) Los trabajos de Camus (2008) y Cuminao (2012) también dan cuenta del mercado como un espacio de mujeres. Los oficios del mercado son, 122 123 sobre todo, oficios de mujeres, muchas veces relacionados con el cuidado o, para ser más precisos, espacios en los que las mujeres han pasado a ser el eje a partir del cual se organiza una economía, un estilo y un modo de vida. Han sido las mujeres las que manejan los negocios y asumen la mayoría de funciones de cara al público, pero también en el ámbito doméstico: no solo administran y mantienen los negocios, sino que en muchas ocasiones son ellas las que sostienen la economía familiar. Los puestos, al igual que el oficio, lo heredan de sus madres y abuelas, de sus hermanas, de sus suegras... De ellas fueron asumiendo poco a poco sus secretos, de modo reflexivo y al mismo tiempo práctico. Los mercados son espacios de memoria y de transmisión de una memoria; de trayectorias familiares y sociales relacionadas con la cotidianidad y la religiosidad. Se trata de una memoria que se remonta en el tiempo y toma formas corporales, hábitos, comportamientos, modos de hacer, rutinas propias de la «gente de los mercados». Son espacios históricamente ganados por las mujeres, aun cuando no exclusivamente de estas. Muchas de las mujeres que trabajan en ellos han sabido salir adelante con sus familias; otras han encontrado ahí algún respiro, aunque no necesariamente la solución de sus problemas. Detrás de cada puesto de venta hay redes ocupacionales, incluidas pequeñas industrias domésticas. Es cierto que no todas las ocupaciones son equiparables ni proporcionan iguales ingresos, pero todas forman parte, de un modo u otro, de un espacio vital construido desde abajo, a lo largo de varias generaciones. Por un lado están las personas que participan en la comercialización de productos y en el transporte; y hay otras que realizan servicios al interior de los mercados, como el desgranar maíz, habas, frejol, pelar papas para los puestos de comidas preparadas, lavar platos, cargar bultos... Para las mujeres, ancianos y muchas veces niños indígenas recién llegados del campo, estas actividades son a veces el único recurso en su relación con la ciudad. Muchas veces son actividades ligadas al negocio de los supermercados y realizadas con la participación de intermediarios, por las que reciben una mínima paga. La preparación y venta de alimentos ha sido una de las estrategias de vida de las mujeres en el mercado; considerado uno de los oficios El mercado de San Roque es mayorista en la venta de papas. EDU LEÓN 124 con mayor tradición. Se trata de un saber heredado de mujer a mujer, de madre a hija. Tras el aprendizaje de la preparación de cada plato «tradicional» hay una historia que atraviesa varias generaciones de mujeres. Las formas de preparar el caldo de «ville», la «guagrasinga», el «menudo» —utilizando vísceras de res o de cerdo— es algo que se transmite de generación en generación en el espacio de los mercados. La señora Beatriz Escobar cuenta que aprendió el oficio de su suegra, pero antes de eso, desde la infancia, su vida transcurrió en el mercado: Mi mamacita vendía en el mercado viejo de San Roque, yo me crié en el mercado. Me casé de 14 años, mi esposo me llevó donde la mamá de él y ella me enseñó este oficio. Ella vendía «carne de cabezas», las llamadas tripas, los villes. Ella me preguntó una vez, mientras le ayudaba a recibir la mercadería, si es que quería aprender a preparar el ville. Como yo no trabajaba en nada más, le dije que sí, que me enseñe. Ella me hizo aprender primero a vender las tripas con papitas leonas y ají. Poco a poco me empecé a ganar mis ocho sucres, doce sucres, de ahí ya me enseñó a preparar el ville. Hay que saber preparar bien, ya bien lavado y condimentado se manda al horno de leña, generalmente a las cuatro de la mañana, y yo empiezo a vender desde las seis de la mañana12. Para las mujeres, el mercado constituye un espacio de relaciones en el cual ellas hacen de eje articulador: Este puesto me ha servido para criar a mis cinco hijas. Mi esposito era carpintero, él me ayudaba en el puesto, él se iba al camal y me daba trayendo los ville; las señoras ya le conocían, yo les presenté y les expliqué que yo me quedo vendiendo para reunir para pagarles y que a él le manden el «negocito». Sí nos confiaban y él me daba trayendo desde el camal, lo que es ahora Chiriyacu. Ahora mis hijas también se ayudan en sus hogares con el puesto del mercado, una semana trabaja la una y otra semana trabaja la otrita, y así ellas sostienen sus hogares también. Como yo les enseñé, así también trabajan ellas para la comidita de mis nietos13. 12 Entrevista realizada por Erika Bedón a la señora Beatriz Escobar. Mercado de San Roque, noviembre 2018. 13 Ídem. Tres generaciones de hierbateras en el mercado San Roque. EDU LEÓN 127 Haberse ganado un puesto fijo en el mercado es un logro personal. El aprender un oficio y mantener una tradición al interior del mercado es altamente significativo para quienes han hecho de esto el eje de su realización como personas. Para algunas de las vendedoras, las condiciones de los mercados ya no son las de antes, debido a la competencia de los supermercados y de las ventas informales, pero es lo único que les da una relativa estabilidad. El trabajo de las hierbateras es otro de esos espacios de mujeres en los mercados de la ciudad, aunque en la actualidad hay hombres —jóvenes principalmente— que están aprendiendo a hacerlo. Se trata de un oficio de cuidado «del cuerpo y del alma», que se transmite de generación en generación y que es percibido como un don o legado. Se trata de una práctica transgeneracional ejercida mayoritariamente por mujeres, que comprende «caminatas de recolección», el cuidado y cultivo de plantas con fines medicinales y de sanación. En la mayoría de mercados existe un giro de hierbas medicinales y es en los mismos puestos, aunque acomodados de manera muy discreta, donde las mujeres hacen las curaciones o las limpias; otras mujeres únicamente venden las plantas, pero todas son conocedoras expertas de las cualidades curativas de cada una de las plantas. No todas «curan o limpian», porque esto dependerá no solo de tener un conocimiento de las cualidades curativas de las plantas, sino de ser poseedoras de un «don» para poder hacerlo. Muchas de las mujeres hierbateras nos han hablado de los sueños en los que han recibido el don para poder curar usando las plantas medicinales. Citando a Blanca Muratorio, quien ha inspirado esta investigación, diríamos que hay distintas narrativas y prácticas que unen a estas mujeres a las memorias de sus madres, sus abuelas, y a las de generaciones aún más lejanas. Este es mi centro de sanación Mama Lourdes, aquí yo atiendo partos y curo del mal de ojo, mal de aire, cogido de cerro, desde cuando yo era niña. Esto es una herencia de mi abuelita, es algo que yo no lo puedo dejar hasta que yo me muera; yo empecé a curar desde cuando tendría ocho años, empecé a atender partos, empecé a hacer sanaciones, empecé a tener contacto con los Comerciante de papas, mercado Mayorista. EDU LEÓN 128 apus, con los cerros. Yo trabajo aquí y en el centro de salud, yo les llevo a las mujeres que tienen problemas en el parto al centro de salud, yo les atiendo a las mujeres que vienen con peligro de arrojo o mal de parto, por ejemplo. Antes se atendía el parto aquí mismo, pero ahora ha cambiado, porque luego tienen problemas al momento de hacerles inscribir a los bebes. Yo soy certificada por el Ministerio de Salud, entonces cuando insisten y nacen aquí los bebes, yo les acompaño a inscribirles. Yo curo con emplastos, plantas medicinales (...), yo misma cultivo las plantas, aquí tengo santamaría, mejorana, ruda, lavanda, cedrón, romero (…), las que no se dan aquí, tengo que subir al cerro a recoger 14. Desde el cultivo de las plantas hasta hacer el oficio hay un camino de cuidado, de ayudas y solidaridades entre mujeres; muchas mujeres cultivan y cosechan las plantas de manera colectiva en terrenos en zonas «rurales» cercanos a la ciudad. Algunos de los terrenos en los que se siembran plantas medicinales están ahora en medio de lo que se considera zona urbana. Este es el caso de las antiguas comunas de Quito, de las que provienen algunas de las vendedoras que son parte de una tradición muy antigua de relación de esas comunas con los abastos de la ciudad, como Santa Clara de San Millán, Chilibulo-Marco, Pamba-La Raya, Lumbisí, entre otras. En la comuna de Cocotog, por ejemplo, un grupo de mujeres mantiene un sistema colectivo de cultivo y recolección de plantas que comercializan en la plataforma 1ro de Mayo, de San Roque, considerada una feria mayorista de plantas medicinales. Desde ese lugar se abastecen los distintos mercados de la ciudad, pero además, a esta plataforma llegan plantas de otros lugares del país. pm y se extiende hasta entrada la tarde del siguiente día. El trabajo se realiza durante toda la noche y madrugada, en un espacio abierto, completamente a la intemperie; si llueve, se improvisan algunas carpas con plásticos, generalmente de color azul. A pesar de que las mujeres están muy arropadas y tienen varias mantas o cobijas en sus piernas, las enfermedades relacionadas con el frío son frecuentes entre ellas. Se trata de jornadas de trabajo largas y que generan pocas ganancias; muchas de las mujeres hacen referencia a que es un trabajo «para sobrevivir el día a día». Al mismo tiempo remarcan que es un trabajo que «requiere vocación». A la venta de plantas suman algunos de los productos que también cultivan en sus parcelas como el maíz —del que hacen harina—, higos, plantas ornamentales, moras, pero como parte de una industria casera muy limitada. Hay otras mujeres que compran las hierbas medicinales en la plataforma y venden en las calles de la ciudad, o mujeres que cosechan sus propias plantas y las comercializan en las calles. No siempre se trata de un comercio «formal». Estas mujeres, a más de las dificultades que representa el oficio, se enfrentan constantemente a las regulaciones por el espacio público, sobre todo del centro histórico. Para ellas, al igual que otras «rodeadoras», el día a día es un escape constante. Son mujeres sabias, pero invisibilizadas bajo la figura de la informalidad, muchas de ellas ancianas que siguen resistiendo con su presencia en las calles y continúan con un legado de sanación. El oficio de hierbatera, al igual que otros oficios al interior de los mercados, requiere de un gran esfuerzo físico y emocional, no solo por el trabajo en la tierra o en las actividades de recolección, sino por la comercialización de las plantas, la relación con la gente, las curaciones. La venta en la plataforma 1ro de Mayo, por ejemplo, empieza a las 11:00 14 Fragmento de entrevista realizada por Silvia Vimos a Lourdes Rojano. Quito, 19 de febrero del 2018, en el marco del taller de memoria con mujeres hierbateras, para la exposición Mercados de Quito. 130 131 La Plataforma Central 1ro de Mayo, es considerada el mercado mayorista de hierbas medicinales en la ciudad de Quito. Muchas mujeres comerciantes cultivan sus plantas en las comunas y parroquias rurales de Quito. EDU LEÓN 132 133 Doña Mercedes Lagla es una de las personas más buscadas por las madres para que cure a niños y adultos de sus dolencias, entre las más comunes “el espanto”. Doña Mercedes continúa el legado de su madre Rosa Correa, famosa curandera del sector de San Roque. Mercado San Francisco. JUAN PABLO VERDESOTO E. 134 135 Mural bordado por las mujeres del mercado de San Roque, “Sirak warmikuna taller de bordado y educación popular”. Se trata de material educativo realizado para la Exposición Mercados de Quito, en el Museo de la Ciudad. Da cuenta de las principales hierbas medicinales usadas por las mujeres hierbateras. Dimensión: 3 m x 1.50 m. 136 137 La señora Piedad Mullo, quien hace poco quedó viuda, decidió retomar su puesto luego de unos meses de duelo, ya que ‘trabajar en el Mercado San Francisco es lo que da sentido a mi vida.’ PABLO CORRAL VEGA De la fe, la devoción y las celebraciones de los mercados La religiosidad como práctica de fe, devoción y celebración da cuenta del mercado como un espacio vivo, lleno de sentidos y significados. Lo sagrado atraviesa cada área del mercado, se constituye en parte de su cotidianidad. Al mismo tiempo, toma fuerza en momentos significativos. Los altares son levantados colectivamente como lugares de adoración para los santos patronos en cada uno de los mercados e incluso, de cada giro, pero también se arman pequeños altares o rincones de adoración en muchos de los puestos, adornados con fotos familiares, estampitas, velas y flores. De la misma manera, existe un espacio especial designado para custodiar los trajes, joyas, recuerdos y regalos hechos a los santos patrones por las distintas priostas; se trata de lugares que guardan una parte importante de la memoria de los mercados, de las promesas hechas y de los favores recibidos. Tanto los altares como las fiestas religiosas nos hablan de un espacio en común, de una fe compartida, de deseos de protección y plegarias. En los mercados se ha «pasado la fiesta» a sus santos patronos desde su fundación; más que una tradición, se considera una devoción, se 140 141 «pasa la fiesta» como una forma de agradecimiento por los milagros recibidos, para pedir uno o simplemente para agradecer. La fiesta es una de las representaciones colectivas de lo que es la religiosidad popular al interior de los mercados. Citando a Muratorio (2003), entendemos la religiosidad popular como una forma particular de acceder a lo sagrado, distinta de la religiosidad oficial, que no necesariamente corresponde a una clase social en particular, pero sí a unas formas de percibir el mundo propiamente andinas. Es una forma festiva de compartir la fe, que atraviesa distintos grupos sociales, pero que guarda ciertas especificidades en espacios como los de los mercados, debido al engranaje social y a la rica diversidad cultural que se encuentra en la base. En las fiestas de los Santos Patronos de los mercados se funden varios elementos significativos y conviven, sin contradicción aparente, lo sagrado y lo secular, lo moderno y lo tradicional. Se trata de relaciones íntimas y al mismo tiempo colectivas con lo sagrado, que sobrepasan los espacios oficiales de la fe y contrastan con la religiosidad institucional que pone énfasis en el control moral y la ortodoxia, y que está sujeta a un espacio definido, por lo general el lugar de culto. Las fiestas se hacen para conmemorar las fundaciones de los mercados, la fundación de las asociaciones o la fecha en que el síndico donó o regaló «el patrono» al mercado. En los mercados la religiosidad atraviesa los distintos ámbitos de lo cotidiano, y toma mayor fuerza y relevancia en el espacio de la fiesta. Las fiestas en ocasiones coinciden con fechas cívicas como la Fundación de la Ciudad o el Día del Trabajador, como es el caso de la plataforma 1ro de Mayo, por citar un ejemplo, pero sobre todo, están relacionadas al calendario religioso festivo de la Iglesia católica y con la supervivencia de una religiosidad andina, como el Inti Raymi, asumido por el ceremonial católico como Fiesta de Corpus. La organización de las fiestas religiosas dentro de los mercados habla de un saber y unas formas de representación propias, hay que saber pasar la fiesta; esto implica organizar con la gente del mercado los preparativos. Lo principal es nombrar a los priostes, asignar quién va a encargarse de preparar la comida, hacer el pedido de los castillos, 142 los músicos, los recuerdos y demás. Los priostes tienen una gran responsabilidad y son actores significativos, no solo por el aporte económico con el que puedan contribuir a la organización de la fiesta, sino —sobre todo— por el valor simbólico que tienen dentro del grupo social, lo que hace que su presencia sea indispensable. El priostazgo, como un sistema de dones y contradones (Mauss, 2009), es una práctica común en los mercados de la ciudad, como parte del mundo andino. Se trata de formas de relacionamiento, de reciprocidad, obligatoriedad y que constituyen en sí formas de establecer alianzas y compromisos mutuos entre las partes que intervienen; bajo esta lógica construyen y dan sentido a formas particulares de vivir en comunidad al interior de los espacios sociales, basadas en obligaciones recíprocas. Los mercados, siendo instituciones urbanas, comparten esa lógica. En la misa de celebración se realiza el nombramiento público de los priostes quienes, para serlo, deberán haber mostrado solvencia social y económica durante todo el año. Este acto forma parte de un ritual en donde se hace la entrega de las ofrendas presentadas por los y las comerciantes; se trata de canastas con productos representativos de los mercados, granos, frutas, legumbres, en ocasiones se ofrendan carnes, pan, palo santo y otros regalos que los participantes consideren significativos. Los niños también presentan sus ofrendas con coplas y cánticos especiales. En esta ceremonia, los priostes entrantes y salientes se «amarran» —atan las manos con cintas de colores—, esto representa el compromiso y la constitución de un lazo «familiar» simbólico, que habla de formas de protección, ayuda mutua y cuidado, y que se propone ir más allá del momento de la fiesta. La fiesta se organiza de distintas maneras. Puede ser por giros o a partir de las asociaciones, que son quienes nombran a los grupos de priostes. Existe una competencia entre estos distintos actores por definir cuál de ellos contribuye mejor a la fiesta. Se trata, en este sentido, de poner en juego el priostazgo como fuente de reconocimiento y de prestigio, no solo como un capital económico, sino social. La organización de la fiesta en los mercados se ha ido reconfigurando y adaptando a las condiciones y distintos contextos políticos e institucionales que los atraviesa, así como a las ordenanzas, regulaciones, prohibiciones y 143 restricciones para el uso del espacio público. Los comerciantes atribuyen la merma en el esplendor de las fiestas a las «trabas institucionales» que se han impuesto con relación al uso de los espacios públicos, al no uso de fuegos pirotécnicos, la regulación de los horarios y los permisos obligatorios. En el mercado de Cotocollao, por ejemplo, se ha perdido la posibilidad de celebrar las fiestas a sus patrones en el propio espacio del mercado. Sus fiestas eran consideradas por sus participantes como las más grandes y fastuosas de la ciudad y tenían una duración de cuatro días, con grupos de comparsas y danzantes propios del mercado. En las celebraciones, las personas de los mercados se toman las calles de los alrededores como una forma de representación e irrupción en el ámbito público. Existen otras formas de representación de los mercados en el espacio urbano, como el desfile de los mercados que, de acuerdo a sus protagonistas, inaugura las fiestas de fundación de la ciudad de Quito. En el desfile, los mercados se toman las principales calles del centro histórico hasta llegar a una de las principales plazas; en esta toma de la plaza y de las calles, las personas de los mercados ponen en juego una serie de representaciones propias de una «quiteñidad alternativa», o de las maneras en que ellos perciben a la ciudad y a sus habitantes. Este desfile es un espacio de encuentro de múltiples memorias, representaciones, permanencias, donde se trastocan los sentidos y se reinventa la celebración de la Fundación de Quito desde una mirada popular, haciendo uso de una serie de recursos barrocos. Fiesta de navidad en el mercado de San Roque. EDU LEÓN 144 145 Procesión del mercado San Roque. EDU LEÓN 146 147 " Antes de las fiestas se hacía la novena, se hacía la rezada. Se mandaba a hacer unas cortinas grandes para el frontal del altar, todo bordado, finísimo. La ropa del Jesusito la hacía una señora de la Tola, porque Jesusito no tenía ropa. Había unos floreros grandes, y María Chicaiza era la sacristana, ella arreglaba las flores y tenía limpio el altar. Hacíamos dos castillos y había banda. Y las personas que éramos nombradas llevábamos unas botellas de canela, caramelitos, y a todas las personas que estaban allí se les daba un vasito de quaker. Se pedía cooperación a las compañeras: un ramito de flores, unas velitas, unas botellitas. La fiesta a la Virgencita se hacía el día de la madre. Luisa Serrana, 2018 Bordando los trajes del “Niño Dios'' en el taller Los Ángeles, en el Centro Histórico de Quito. JOHANNA ALARCÓN 148 " 149 Altar de Jesús del Gran Poder en el mercado San Roque. EDU LEÓN Procesión religiosa durante la fiesta del mercado San Roque. EDU LEÓN " El mercado de San Francisco fue uno de los pioneros en la devoción de Jesús del Gran Poder. Antes hacíamos las misas en la iglesia de San Francisco. Le venerábamos anualmente a la Dolorosita y a Jesús del Gran Poder. Para la fiesta, primero se nombraban a las priostas, se hacía por giros. En esos tiempos las priostas se encargaban de cambiar las flores y el mantenimiento del altar, de poner las velas. Todo gastábamos de nuestro propio bolsillo. El día sábado por la tarde, se iba a dejar la imagen a la iglesia. Se hacían las vísperas y se recibía la «Salve», había juegos pirotécnicos, se ponía banda, vacas locas, castillos. Todo esto se hacía el sábado en la noche, ¡siempre se hacían vísperas en los sábados! El día domingo a las once de la mañana era la misa de fiesta, en la iglesia de San Francisco. De ahí regresábamos con los santos en procesión hasta el mercado. Salíamos por la Benalcázar y subíamos por la Rocafuerte. Las que quedaban de priostas, nombraban madrinas. Las madrinas obsequiaban cualquier cosa; comida, licor, un ramo de flores para la bendición del altar. Después de la procesión y la fiesta en el mercado, se hacía la fiesta en la casa. También se festejaba en la Av. 24 de Mayo, en los salones que había junto al teatro Puerta del Sol, ahí íbamos todas bien arregladas, enjoyadas, bien elegantes. En ese tiempo se vendía bien, se vivía bien, el mercado daba para vivir bien. Ahora ya no es igual, cuando . subimos acá todo se perdió. " Salvadora Chicaiza, Giovanesa Esleros, Laura Chin Chin, Teresa Cáceres, 18 de febrero de 2014 154 Vísperas de la fiesta del mercado de Iñaquito. JOHANNA ALARCÓN 155 " A través de los desfiles queremos representar los recuerdos, los personajes principales que estaban en el mercado de antes, cómo comenzó el mercado y cómo se han ido perdiendo las costumbres. O sea, la historia de nuestros mercados, nuestras vivencias. Aquí, por ejemplo, «el caballero», el señor Carlos Huilcapi, representa la alta sociedad que visitaba al mercado de San Francisco, porque sí teníamos la visita de personajes principales. «El cargador», como antes no habían los taxis de ahora, entonces la gente pagaba un cargador para que les llevara las cosas a la casa, ellos utilizan su soga, su tamba para cargar. Bueno, eso no ha cambiado. El taita pendejadas» representa a un señor que va vendiendo de todo; todo lo que se le ocurría, desde tornillos, clavos, hasta cortauñas, agujas. . " Entrevista grupal, 18 de febrero de 2014 156 Desfile de los mercados en la calle Venezuela. PABLO CORRAL VEGA 157 Mercados, un lugar a donde llegar Históricamente, los mercados también han sido considerados espacios de acogida para poblaciones migrantes que han llegado a la ciudad y que se han establecido de manera temporal o permanente en la misma. Las redes de ayuda mutuas o familiares han permitido a estas poblaciones insertarse en las dinámicas urbanas y en el espacio del mercado. Azogue (2012) da cuenta de estas formas de relacionamiento. Mientras en el imaginario del patrimonio y desde algunos medios de comunicación estos espacios son percibidos como inseguros y peligrosos, para estas poblaciones son vistos como un «lugares de expectativas y oportunidades», espacios donde la «acogida» pasa de ser un acto individual a una obligatoriedad colectiva. La ayuda y reciprocidad a los recién llegados les permite desarrollar un proyecto de vida en la ciudad con sus familias —aunque no por eso dejan su relación con el campo—, ajustando muchas veces sus actividades a los ciclos de la siembra, la cosecha, las festividades y otras fechas significativas en sus comunidades de origen. Como lo analiza Espín (2014), se puede decir que las poblaciones indígenas relacionadas con la vida del mercado, crean su propia forma de vivir la ciudad, como indígenas urbanos. 158 159 Aun cuando los mercados no son únicamente espacios indígenas, sino que acogen a una variedad de actores como parte del mundo popular, la presencia indígena y —entre ello— el uso del quichua, es significativa. Las diversas maneras en que la población indígena ha hecho uso de estos espacios y cómo se han ido reconfigurando a lo largo de la historia, marca las percepciones que se tienen de ellos y de las poblaciones que los constituyen. Pero, además, los mercados son escenario de otro tipo de tratos, a los que podemos calificar como hospitalarios. El regateo, la concesión de una «yapa», el reconocimiento mutuo como «caseros» forman parten de estas políticas de reconocimiento cotidiano. Puesto de ventas de empanadas y desayunos en el mercado San Roque. EDU LEÓN 160 161 Clientes consumen platos tradicionales en el patio de comidas del mercado del Quinche. JOHANNA ALARCÓN Vendedora de objetos religiosos en la Basílica de El Quinche. PABLO CORRAL VEGA Los mercados en la memoria de la ciudad Si bien, desde la época de las reformas borbónicas y durante el siglo XIX se intentó regular las ventas ordenando los espacios de comercio, eso no implicó reducir la importancia de las ferias, plazas y mercados en la vida de la ciudad. Aun cuando la sociedad quiteña estaba estratificada —o precisamente por eso— daba lugar a vínculos y flujos entre distintos estamentos sociales fuertemente dependientes unos de otros. Los trajines callejeros, al mismo tiempo que constituían una forma de intercambio, generaban tratos en torno a la religiosidad, la fiesta y la cultura popular, de los que eran partícipes distintos sectores sociales y particularmente los sectores populares. Se trataba de elementos de una cultura en común, que seguían operando en medio de las grandes particiones étnicas, de género y de clase. Las bases de esas relaciones eran económicas, ya que la ciudad dependía de los productos y servicios venidos del campo, pero esta base económica tomaba forma en una rica tradición cultural que se expresaba, sobre todo, en los espacios públicos, y en la que jugaban un importante rol las mujeres. Se trataba de intercambios materiales y simbólicos relacionados tanto con la economía formal como con una economía simbólica, caracterizada como barroca. 167 A partir de la segunda mitad del siglo XIX y, de manera particular desde inicios del siglo XX, comenzó a producirse una ruptura en este tipo de relacionamientos. De una cultura barroca se fue pasando a una cultura de la separación, una de cuyas expresiones más claras fue la noción de ornato y más recientemente de patrimonio (Kingman, 2006. Kingman y Bedón, 2022). Esta ruptura ha ido tomando una forma más acabada —en el caso del Quito de las últimas décadas— como resultado tanto de una dinámica de concentración y monopolización del comercio y de expulsión del comercio popular de calles, plazas y mercados, como de cambios en la sensibilidad, en los gustos y en los consumos. Lo que se ha dado en el contexto de la modernidad contemporánea es una disputa por los espacios y por la economía. Estas disputas siguen presentes y se constituyen en la memoria colectiva de quienes han trabajado y trabajan en ferias y mercados. Los mercados no solo han evitado un deterioro mayor de las condiciones de vida de los sectores populares y los sectores medios, sino que constituyen uno de nuestros mayores patrimonios. Para la población campesina e indígena que llega a la ciudad, los mercados son espacios de acogida en medio de una sociedad excluyente. Al mismo tiempo, los mercados son lugares de reproducción y revitalización cultural. Forman parte de lo que nos hace distintos y diversos, siendo fuente de otras memorias. Los mercados, a diferencia de los grandes malls y centros comerciales, cuyo diseño interior estandarizado va perdiendo toda dimensión humana, son espacios llenos de sentidos, en donde las prácticas religiosas, sociales y tratos cotidianos superan el mero intercambio comercial, permitiendo una conexión directa entre los oficios, los compradores y vendedores, y la ciudad. Estos espacios de flujos y relacionamientos económicos son a su vez sensoriales y emocionales. Espacios hechos para detenerse, hablar, negociar, experimentar, sin ser atrapados por la rutina de los tratos impersonales. Lugares en los que —a pesar de muchos momentos duros e incluso violentos— ha sido posible el desarrollo de una economía de los afectos. Lo que entendemos por cultura popular, tal como se genera en los mercados, son unas formas de relacionamiento, unos tratos, una 168 economía que sin dejar de ser mercantil logra escapar al fetichismo de la mercancía, constituyendo «mundos sociales en miniatura», con formas de hacer y de estar particulares, en las que juegan un papel relevante las asociaciones y las redes familiares e interfamiliares. Los espacios de las plazas, ferias y mercados, al mismo tiempo que un mundo propio constituyen un mundo público. Un mundo organizado a partir del mercado, lleno de contradicciones y conflictos, pero también capaz de dar lugar a dones y contradones y de integrar a muchos en su diversidad; de generar elementos en común, por encima de las necesidades, de las diferencias y disputas. Si concebimos la ciudad en términos de polis y el patrimonio en términos de multiplicidad y diferencias, esta es otra posibilidad que se nos abre. Una de las tendencias actuales en los espacios de abastos de alimentos o mercados tradicionales ha sido la turistificación y la patrimonialización, este tipo de intervenciones es visible en distintas ciudades a nivel global. En Barcelona, por citar un ejemplo, están el mercado del Born, La Boquería, el mercado Santa Caterina. En la Ciudad de México, el mercado La Merced. En unos casos se trata de intervenciones con alcances mayores y cambios significativos en los usos que se les ha dado a los mismos. Estos procesos han estado anclados a contextos de regeneración urbana, siendo parte de proyectos urbanísticos de mayor alcance, como los procesos de gentrificación en zonas o barrios considerados patrimoniales a los que, con la justificación de su «recualificación» en procesos de «degradación», se les busca cambiar tanto las formas de ocupación como las poblaciones que los habitan. La noción de recualificación ha servido en todos los casos como justificación, por decirlo de una manera, para este tipo de intervenciones (Delgadillo, 2020). En el caso de los mercados tradicionales de abastos, como espacios de comercio, las intervenciones responden también a un proceso de gentrificación comercial (González y Waley, 2013), es decir, la sustitución-desplazamiento del abastocomercio de productos de consumos tradicionales por productos selectos, y con esto los consumidores cotidianos por clientes de mayores ingresos, y se podría decir, además, de consumidores locales por turistas. Se trata de formas de desplazamiento, ya sean físicos o simbólicos, muchas veces justificados por el discurso de lo patrimonial. 169 La calle Rocafuerte, un espacio vivo Un último elemento al que queremos referirnos es a la relación del mercado con la calle. Para esto tomamos como base una investigación en marcha sobre los cambios que se han ido generando en la red de calles y plazas que han servido históricamente de punto de llegada y de despliegue de los consumos populares, en el centro histórico de Quito, para intentar entender las transformaciones en la sensibilidad, que contribuyeron a pasar de una ciudad de relacionamientos múltiples a la diferenciación entre lo que desde los parámetros del progreso se concibe como estético y no estético, rústico y civilizado y, junto a esto, aséptico y contaminado, seguro y peligroso. La particularidad más importante del espacio elegido para esta investigación es haber sido uno de los puntos de contacto más fuertes de la ciudad con el campo y con las ciudades de provincia. Lugar de entrada de arrieros, cargueros y carretas y, más tarde, de los flujos generados por el tren y por el transporte motorizado interprovincial e interparroquial, de pasajeros y de cargas. Todo esto dio paso, históricamente, a una red de plazas, calles y mercados, así como a una serie de establecimientos destinados a usos populares. Se trataba —y 170 171 aún se trata— de zonas de abastos abiertas a tratos y negociaciones permanentes, pero también un lugar de encuentros, relacionamientos y prácticas culturales «propias». A más de ser un espacio económico —y posiblemente, debido a esto—, el mercado sirvió de base a la circulación de imágenes relacionadas con la fiesta y la ritualidad barroca, y con una «espectacularidad popular» de músicos, adivinos, malabaristas, encantadores de serpientes y cuenteros. Nos da la impresión de que lo que explicaba y, en parte continúa explicando la reproducción de ese mundo a lo largo del tiempo, a pesar de las acciones orientadas a que desaparezca, es tanto una economía como unas «maneras de hacer y creer», generadas en el largo plazo desde la vida cotidiana. De hecho, en la colonia pasan a concentrarse los abastos de la ciudad de Quito en la plaza de San Francisco y las calles que conducen a ella, incluida la actual Rocafuerte como derivación natural del antiguo tianguez y de las actividades relacionadas con el tianguez, incluidos los movimientos hacia dentro y hacia fuera del mismo. Esta ubicación no obedecía únicamente a factores geográficos, sino económicos y rituales, como ha mostrado Salomón (1986). Esta red de calles y plazas no solo sirvió de base a un tipo de economía, sino que permitió la reproducción de formas de cotidianidad, religiosidad y publicidad populares, de las que la historiografía no ha sido del todo consciente a pesar de ser tan significativas en términos históricos. Esto explica algo que nuestra colega Blanca Muratorio ya tomó en cuenta y ha sido trabajado por nosotros, y es la presencia de imagineros, hierbateras, curanderos, tiendas de disfraces para fiestas y ceremoniales indígenas y de mestizaje indígena, a más de santuarios y posiblemente antiguas huacas, justamente en esta zona. En el registro de distintas manifestaciones de la religiosidad popular hecho hace algunos años, se decía que la calle Rocafuerte era la más famosa en el centro histórico por los puestos y locales de venta de «ajuares y cunitas del Niño», y por los propios pases del Niño (Muratorio, sf: 24). De hecho, muchos de los trajines de una calle como la Rocafuerte responden a un mundo de vida, un sentido del gusto y una estética particular o relativamente particular. Son formas de 172 relacionamiento con los otros, con los espacios y con los objetos que se podrían llamar barrocas o mejor aún, andino-barrocas; formas que son distintas, incluso cuando no necesariamente opuestas a la dinámica dominante. Se trata, si seguimos a Warburg, de supervivencias, de formas provenientes del pasado que siguen actuando sobre el presente. En la Rocafuerte —y en otras calles adyacentes a esta— hay todo un mundo de imaginería popular, que incluye una rica producción de imágenes, recuerdos y agrados para los bautizos, primeras comuniones, matrimonios y fiestas, indispensables para la reproducción de conglomerados sociales que en medio de la dinámica de masificación e individuación en la que se hallan insertos, aún siguen haciendo uso del parentesco, la reciprocidad y la ritualidad. El «taller de la señora Charito» no es el único a lo largo de la calle, pero posiblemente es uno de los más antiguos, y ella, una de las mentoras en la elaboración de vestuarios. Muchas de las mujeres costureras que se dedican a este oficio aprendieron de una tradición de varias generaciones, trabajando como operarias en esos talleres, o aprendieron costura en los colegios normales y religiosos, como enseñanza obligatoria de y para mujeres. De todos esos lugares de aprendizaje, el Buen Pastor es uno de los más nombrados, se dice en alusión a esta práctica de prestigio. Son sumamente interesantes las distintas trayectorias de las mujeres que se dedican a este oficio que les ha permitido solventar la economía de sus hogares y tejer relaciones significativas en torno a la elaboración de estos artículos, buena parte de los cuales son el resultado de encargos directos «basados en la confianza», dirigidos a recrear una relación con lo sagrado. Se trata de actividades importantes en términos culturales, en peligro de desaparecer por los cambios radicales que están sucediendo en el sector y que afectan de manera directa a esta calle. No es lo mismo operar desde aquí que desde cualquier otro lugar de la ciudad, ya que hay una red de locales reconocida por la gente y por la que la gente circula15. A más de los talleres de confección de los trajes del «Niño 15 Testimonio de María Luisa González, propietaria del almacén Los Ángeles. Calle Rocafuerte y Venezuela. 173 Dios» están los restauradores de imágenes, las hierbateras, curanderas y sus espacios donde se cura el espanto, el mal aire y otros males, y los locales donde se elaboran colonias y esencias para los «baños de buena suerte» o «amor». Existen, además, otros comercios en calles paralelas, que apuntan al aprovisionamiento de los sectores populares, como es el caso de las «piñaterías», las últimas bodegas de especies y granos secos, los locales de dulces, las «huecas», fondas y restaurantes de bajo costo a los que acuden muchas personas que «están de paso», las hospederías, las cantinas, las costureras y costureros de prendas corrientes que hacen arreglos y que se ubican en los portales de las casas, los baños de agua caliente, sobre todo los de la calle Chimborazo. La presencia de los mercados, tanto de San Roque al extremo occidental de la calle, como el mercado San Francisco con su patio de comidas y sus hierbateras, imprimen una fuerte dinámica a esta zona. Si seguimos la pista a la dinámica de toda esta zona a lo largo del tiempo, podremos ver dos procesos paralelos. Por un lado, la reproducción de un tipo de relacionamientos económicos y sociales de base popular, particularmente importantes para la vida de la ciudad, dada la persistencia de una economía precaria y unos usos y costumbres andinos, y por otro, intervenciones urbanísticas y de ingeniería social que provocan, cada cierto tiempo, desplazamientos e intervenciones en la zona relacionadas con el turismo, la museificación y el ornato. La calle Rocafuerte y las calles adyacentes constituyen espacios significativos por su dimensión histórica; si queremos entenderlos, debemos aprender a movernos entre el presente y el pasado. Al mirar los «modos de hacer y sentir» que se ponen en juego y las disputas por el reconocimiento, intentamos ensayar una cartografía social de la ciudad. En términos históricos y antropológicos, se trata de entender no solo los relacionamientos entre el mundo urbano y el rural o la formación de sectores populares urbanos de origen mestizo e indígena en las ciudades, sino la reproducción de un tipo de consumos, maneras de ser y estar, sentidos estéticos y sensibilidades asumidos como populares y, en muchos aspectos, andino-populares. Lo que se ha dado en llamar barroco solo se explica en el contexto de sociedades que, al mismo 174 tiempo que establecen una separación por estamentos, garantizan la reproducción de puntos de contacto y de hibridación económicos, sociales y culturales. Por otro lado, la economía de la separación, como parte de la modernidad, toma forma tanto en la urbanística como en la estética y la seguridad. Valdría la pena hacer un estudio cuidadoso, de carácter arqueológico de toda esta zona, con el fin de mostrar tanto su potencia como la forma en que los usuarios de la misma han sido intervenidos y desplazados a lo largo del tiempo, hasta quedar reducidos a unas pocas calles, todavía vigentes —posiblemente no por mucho tiempo— que hacen las veces de umbral o de frontera entre la zona «recuperada» o «decente» del centro histórico de Quito, y las zonas no patrimonializadas, objeto de preocupación y al mismo tiempo de despreocupación por parte de las políticas de patrimonio; pero también para registrar cómo, en medio de estas situaciones de asedio, los pobladores andinos se han empeñado en defender sus calles, puestos de negocio, bodegas, habitaciones. No se trata únicamente de una disputa económica, sino estética —en el sentido de Ranciere—. Bolívar Echeverría introdujo una rica discusión sobre el funcionamiento del ethos barroco en América Latina. Su reflexión se basa en la historiografía mexicana, fuertemente influida por la idea de mestizaje, pero podría tener igualmente cabida en las discusiones sobre un contexto relativamente diferente, como el de los Andes. Para Echeverría, el barroco, bajo sus formas clásicas —las del siglo XVII— es el resultado del encuentro civilizatorio entre el mundo hispano y el indígena en América. (Echeverría, 1998) A diferencia de la modernidad capitalista, la modernidad barroca se mostraba abierta a distintas formas de relacionamiento afines a una economía moral y a una economía sagrada. Nosotros hemos introducido, en el trabajo historiográfico, la idea de que hay una materialidad que sirve de base al barroco, que podría permitirnos entender las bases de su funcionamiento en términos culturales. Nos referimos a relacionamientos cotidianos entre distintos sectores, a pesar de sus diferencias sociales, étnicas y raciales, que sirvieron como base a las representaciones barrocas. Se trata de una economía moral y una economía simbólica desarrolladas en torno a intercambios y a los oficios de la calle y las plazas públicas, y de una religiosidad en común. 175 De acuerdo a nuestra hipótesis, a partir del último tercio del siglo XIX, las únicas formas barrocas que continuaron existiendo, en medio de una estética dominantemente neoclásica y ecléctica, como punto de partida de la estética de la separación, han sido las populares. Calles como la Rocafuerte, la Loja, la Cuenca, no responden exactamente a las formas dominantes de despliegue de las mercancías, aunque se vean sobredeterminadas por estas. Nos referimos al peso que aun en medio de la dinámica actual, marcada por la cultura de masas, la publicidad y los malls, conserva el valor de uso frente al valor de cambio o, para decirlo de otro modo, la supervivencia de formas o modos de hacer que no son estrictamente mercantiles, en un contexto de generalización del consumo, los mecanismos de distinción y las formas de acumulación capitalistas. No hay que perder de vista que este espacio de la ciudad forma parte de un circuito mayor de relaciones que incluye barrios como San Roque, Toctiuco, el Aguarico, pero también es una extensión del campo o, para ser más precisos, de la creciente urdimbre urbano-rural que incluye pobladores temporales y permanentes, provenientes de provincias con fuerte población indígena como Chimborazo y Cotopaxi. Estos últimos han sido incorporados, en parte, al trabajo generado por los mercados y han pasado a ocupar, como propietarios o como arrendatarios, algunas de las viejas y deterioradas casonas del centro, para convertirlas en «viviendas comunitarias». El comercio a larga distancia permitió que las ciudades accedan a bienes Calle Rocafuerte, 2022. PABLO CORRAL VEGA 176 Se trata de ejes de circulación múltiples de sectores populares, mestizos e indígenas, pero también de personas de los sectores medios que se acercan al centro para comprar en las covachas, donde lo han hecho toda la vida. Para muchos, siempre es más barato comprar en el centro, es el lugar donde se encuentra de todo. Podría decirse, incluso, que en el centro es posible, igualmente, aprovisionarse de «zapatillas de marca» como de imágenes sagradas o participar de alguna romería, «pase del Niño» o festividades como las de los mercados. Se trata de una dinámica de intercambios materiales y simbólicos relacionada con un modo de vida, es decir, con factores que van más allá del fetichismo de la mercancía, sin que ello signifique escapar de su lógica. 177 Tanto en el caso de Quito como en el de otras ciudades andinas, la religiosidad y la forma de vivir la fe se despliegan por la calle. En distintas épocas del año es posible encontrar procesiones que llegan o salen de la iglesia de San Roque o de iglesias aledañas; se trata de las fiestas de alguno de los mercados o de los barrios, aunque esas celebraciones, de raíz colonial, son cada vez menos comunes debido a las normativas y trabas que se impone a los feligreses para poder hacer uso de las calles y de los propios templos, ahora cada vez más inducidos por la modernidad y por la «secularización de las devociones». Entendemos por vida cotidiana la que se genera, de modo práctico, desde las maneras de hacer de la gente, pero además, desde las asociaciones de mercados (Bedón, E. 2020), los grupos de artesanos (Santacruz, 2012), las asociaciones de indígenas urbanos (Simbaña, 2020), (Kingman, Garcés, 2010). Asumimos la religiosidad popular como una forma particular de vivir la fe, basada en el culto a las imágenes y el relacionamiento con ellas, en las que conviven sin contradicción aparente, lo sagrado y lo secular, lo moderno y lo tradicional. (Muratorio, sf. Escrito inédito) Al destacar estos «relacionamientos propios» no pretendemos ignorar el entramado de violencia en que se hallan envueltos. No solo porque la violencia es connatural a la condición social, sino porque en el marco de nuestras ciudades hay una serie de factores que la agudizan. Nos referimos a la precarización y vulnerabilización creciente de las poblaciones, al debilitamiento de los lazos sociales, a la disolución de parte de esos lazos sociales, al abandono por parte del Estado y a la proliferación de bandas delincuenciales. Lo realmente importante es que, aun tomando en cuenta estos factores negativos, existen en nuestras ciudades —nos referimos a las ciudades andinas— espacios en los que la lógica de reproducción social no funciona exactamente del mismo modo que en el resto de la sociedad, si bien se ve condicionada por él. Es posible que el sentido del tiempo y junto a este, el sentido mismo de la existencia social, se ubique a medio camino entre el disciplinamiento y el disfrute, la reciprocidad y la violencia, el valor de uso y el valor de cambio, la ciudad y el campo. Y que este juego de posibilidades paralelas continúe dándose incluso en medio de una lucha muchas veces sorda y extenuante por la sobrevivencia. Mercado San Roque. EDU LEÓN 178 El comercio a larga distancia permitió que las ciudades accedan a bienes Jenny Sandoval y Angie Delgado trabajan en el almacén Escondite Mágico, 2022. PABLO CORRAL VEGA 180 Mercado San Roque. EDU LEÓN 181 Martha Campaña, Alicia Guachamín y Carmita Soledispa en la confitería El Gato, calle Rocafuerte, 2022. PABLO CORRAL VEGA " El almacén «El Manto Sagrado» tiene tres generaciones, la primera dueña fue Angelita Espinoza, ella ahora ya debe tener cerca de noventa años. Después, su hija Estela Suárez de Hurtado y su nieta Patricia Hurtado. En distintos momentos yo trabajé diez años con ellas, después me propuso que me haga cargo del negocio, pero yo no tenía el dinero para pagarle todo. Tengo que darle gracias a Dios, como se dice, me dejó todo en bandeja de oro, ha sido muy buena conmigo, me dio las facilidades que necesitaba para poder pagar por toda la mercancía que me entregaba, me dejó para pagarle en tres temporadas. Mi oficio es confección de los ajuares para el Niño Dios e imágenes religiosas. Los trajes de la Virgen de la Merced, de la parroquia, son hechos por doña Estelita, son trajes bellos. Ella aprendió de la mamá también, son trajes preciosos, con otras técnicas. Yo he aprendido mucho de ella. Hay una gran cantidad de oficios ligados a este espacio, están los imagineros, los retocadores de imágenes, quienes hacen las zapatillas para el niño, las cunitas, la ropita interior, porque hay que taparle todo al niñito, las costureras, las bordadoras, quienes ponemos los apliques y decoramos los trajecitos del niño, los que hacen las urnas y las sillas, las potencias, los sombreros. Hay quienes hacen los trajes especiales, cuando piden, por ejemplo, un niñito policía con el traje oficial y botas de charol, piden con todas las estrellas y símbolos, o un Jesús abogado, de acuerdo a lo que la gente le pide. Hay un sinnúmero de personas que nos vienen a dejar las partes que complementan los ajuares. Muchas de las mujeres que hacen estos complementos ya son de la tercera edad. Todas imágenes las visten, nada queda desnudo, los cuadros, los altares, las imágenes, todo, aunque sea que tenga pintada la vestimenta sobre la imagen, igual les ponen todo el ajuar completo. Nuestros clientes son los priostes de los mercados cuando celebran las fiestas, vienen del mercado de San Francisco, de San Roque, de todos los mercados han pasado por aquí; también los priostes de las parroquias de Quito, gente que tiene la costumbre de pasarse el niñito en familia. Hay un calendario de festividades y para nosotros todo el año hay trabajo, aunque la temporada más fuerte es desde el mes de noviembre. " Rosario Chiliguano, almacén El Manto Sagrado, 2018 184 La señora Rosario Chilaguano, propietaria del almacén el Manto Sagrado, calle Rocafuerte. PABLO CORRAL VEGA " La importancia que ha tenido la calle Rocafuerte es desde siempre, está el Centro de Salud número uno, el que fue el Hospital San Juan de Dios, ahora Museo de la Ciudad. Había una bodega famosa de vinos y licores de la familia De la Torre, creo que se llamaban, ahí solo compraban las personas que tenían mucho dinero, las clases medias solo tomaban «alambrado». En el año 58 había la distribuidora de autos Vallejo Araujo y también estaba el Registro Civil. Todas las calles alrededor de la plaza de Santa Clara eran de bodegas de víveres. Comenzando desde la García Moreno, toda esta calle era de comercio, porque estaba el mercado de San Roque y el mercado de San Francisco. Se vendía los productos al mayoreo, las especias, harinas y también había en el mercado y alrededor la venta de gallinas, pavos, aves. La calle 24 de Mayo era una calle de doble vía, y pasaban las principales líneas de buses, estaba también la estación de los buses que iban a Chillogallo y también los buses que iban a Santo Domingo y Esmeraldas. La calle 24 de Mayo, por el gran movimiento que tenía, estaba llena de salones, estaba el «Pescado Fumador», el «Gran Casino» y otros lugares más populares, eran salones de comida y bebida. «El Descanso» también era otro lugar muy conocido, este espacio estaba ligado a la costumbre de brindar algo de comer y beber a quienes le han acompañado en el velorio y entierro, este lugar estaba junto al cementerio de San Diego. Los talleres de costura de los vestidos del Niño Dios también han estado aquí, en la calle Rocafuerte, desde hace mucho tiempo, mi madre tiene ya su taller 67 años, mi madre, como mujer sola con hijos, aprendió el oficio. En un primer momento vendía pantalones, camisas y sacos de gabardina para gente del campo, era ropa más barata que la que usaban las élites. También vendía ropa para primera comunión y bautizos. Después aprendió a hacer los ajuares para el Niño Dios. Había muchos vendedores en las calles que tenían la mercadería en canastos. Los puestos eran en las calles y también en los zaguanes, así empezaron muchos vendiendo los trajes de las fiestas, caretas, sombreros, también los ajuares, luego se pusieron los almacenes. Fernando Moreno, Bazar El Belén, 2018 186 " Calle Rocafuerte. PABLO CORRAL VEGA 187 " Yo estoy elaborando el traje para el Jesús del Gran Poder, patrono del mercado de Iñaquito, y también estoy confeccionando el traje de la virgen que me han pedido que haga. Aquí fabricamos los ajuares dependiendo lo que el prioste o el devoto quiera, o según algún ofrecimiento, por ejemplo, si quiere trabajo, se lleva el niño del trabajo, si quiere dinero, se lleva el niño de la riqueza o, por ejemplo, si son policías, piden que se les haga el niño policía. Me pasa que, cuando es un trabajo especial, como hacerle el vestido a la Virgen, la Virgen me da un sueño en el que me indica qué color quiere que le haga, cómo quiere que le decore el traje. A partir de ese sueño ya sé cómo hacerle. Este negocio solo puede funcionar en esta calle porque es tradición, la gente ya conoce, los priostes de los mercados vienen directo para acá, ellos ya saben que les hacemos el trabajo. Y vienen directo al centro histórico para buscar este tipo de trabajo. María Luisa González, Almacén Los Ángeles, 2018 María Luisa González, dueña del almacén Los Ángeles, calle Rocafuerte. PABLO CORRAL VEGA 188 " 189 " Mi mamá se llamaba Judit Naranjo. Ella siempre ha vendido el caldo de gallina, el café, chocolate, agua de canela, ponche, de todo. Cuando trabajaba en el mercado ubicado en la Plaza de Santa Clara, no se cocinaba en el mercado, traíamos cocinado siempre desde la casa. Se levantaba a las dos de la mañana a preparar el caldo de gallina, cocinaba veinte o treinta gallinas. Asimismo, madrugaba a las dos de la mañana para coger el pan en la calle Loja. En ese tiempo cocinábamos juntas; la cocina era a carbón, no había ni reverbero. Antes el piso era solo de tierra, mi mami ahí sabía hacer el «tendido», «fogón», y cocinábamos. Desde la casa bajaban los cargadores corriendo con la comida. Cuando me casé empecé a trabajar al lado de mi mami, en el mercado de abajo. . " Teresa Cáceres, febrero de 2014 190 María Lema, de Riobamba, vende choclos en la calle Rocafuerte. PABLO CORRAL VEGA 191 " Toda mi niñez la pasé en el mercado, cogí puesto cuando me casé. El mercado de San Francisco era grande y se podía entrar y salir por todas las puertas, por la calle Benalcázar, Rocafuerte, Santa Clara y Cuenca. Al interior del mercado había la fila de motes, «las señoras moteras», la señora Ramona, señora Mercedes Correa, señora Isabel Pillajo, señorita Charo, la mamá de la señora Ana Casa Gallo, la señora Antonia Lazca que, al último, vino con sus hijas. Y un señorcito «Nolberto» que vendía fresco. La señora del fresco, señora María Quishpe. Afuera, en la calle Cuenca, había otras compañeras, señora Rosa Costa. En los quesos también había bastantes personas. Había un señor Noé que vendía el pan fino con relleno de carne tipo allulla, pancito rosita, todo eso. Había bastantes señoras de las legumbres y de las frutas, como la señora Ruth Serrano, señora Rosario Cedeño, señora Tránsito Cedeño, señora Blanca Salinas, señora Olga Oliverio, señora Teresa Angos, señora Gloria Angos. En la sección de alimentos preparados, de los hornados, había una señora Rosaura Yocelina. La que hacía patitas con salsa se llamaba Dominga y la señora Nancy Naranjo, que está hasta ahora, siempre ha estado con el hornado. Las señoras que vendían el caldo de gallina, señora Judith Naranjo, doña Yolanda Terán, que vendía café y almuerzos, la mamá hacía yaguarlocro, caldos de gallina, seco de chivo. Otras señoras de apellido Molina. Al otro lado, señora Agustina Chicsa y la señora Estercita y Piedad Jacho, que vendía el morocho. Señora Hortensia García, que vendía los huevos, y la mamá también vendía huevos. La sección de granos tiernos, señora Rosaura Salgado. El señor Jorge Endara vendía corvina, seco de chivo, quaker. Y doña Rosario de Quesada, también ella hacía ceviches, corvina, seco de chivo. Yo aprendí de ellos a hacer seco de chivo, de don Jorge, de doña Rosario y también de mi esposo, que me ha enseñado, y de mi hijo también. De ganado menor estaba la señora Rosa Castro, Clauvina Nuñez, que está todavía, don Pepe Jiménez, que ya es muerto. Había un altar grande que medía unos diez metros y debajo del altar había una señora que vendía los embutidos. Y, al frente de ella, vendía una señora pollos. 192 De las legumbres había la señora Josefina Males, Dolores Males, Ana Muñoz, María Pila, Clemencia Quischpe, Soila Catota, Juana Catota, mi mamá Ana Albán. La señora Luz, Mercedes Collaguaso, Presentación Pillajo, Eusebia Guachamin. En la planta baja, me acuerdo que había una señora que vendía tortillas con caucaritas, la señora Edelmira. Al lado de ella, una señorita que vendía chicha de jora. Al frente de ella, una señora Julia, morenita, y hacía platos especiales, seco de chivo, caldo de patas. Las señoras de las yerbas medicinales, señora Rosa Laglia, señora Olimpia. Y de las señoras de las papas me acuerdo de la señora Laura Roldán. También en la planta baja había un señor que afilaba los cuchillos, que se llamaba Jorge, a la entradita de la calle Benalcázar afilaba y hacía su ollita de café, agua de canela. En la otra puerta estaba la señora Judith Naranjo, que vendía su cafecito y caldo de gallina, pero ella vendía en la planta de arriba. Y cuando hacía su caldo de gallina salía a rodear, pero de mañana ella sabía estar afuera con su ollita. Yo ayudaba a la señora Rosario Quezada, a Don Jorgito. De las señoras de las carnes, señora Luz Sandoval, Luz Casa, las señoras Páez que están todavía aquí arriba, señora Blanca Almagro, ella vendía las carnes con el regimiento Quito. El 1 de enero se abría el mercado porque íbamos a trabajar, junto a las señoras de las legumbres, Elva Bolaños, Rosa Castro, Teresa Angos. También había un señor Alabuela que vendía pollos. Señor Nicanor Telesaca que vendía agua de horchata. Ya no me acuerdo de muchos nombres, pero aquí hemos sido como una familia, años de vivir en el mercado. Gladis Puruncajas Albán, 2014 " 193 EDU LEÓN Bibliografía Andrade Marín, L. (2003). Historietas de Quito: Últimas Noticias. Quito, 30 de enero de 1865; Andrade Marín, L. (2003). 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El trabajo, la identidad y el prestigio: una etnografía de los sentidos en el oficio de carpintero. Tesis previa a la obtención de la Maestría en Antropología. FLACSO-Ecuador. Simbaña, F. (2020). Rituales en las ciudades andinas. La Yumbada en los barrios de Quito. Patrimonio inmaterial en el Ecuador: una construcción colectiva. (pp.139-152). Quito. Universidad Politécnica Salesiana. 198 EDU LEÓN 199 Autores Eduardo Kingman Garcés Doctor en Antropología Urbana por la Universidad Rovira i Virgili (Tarragona, España) con Mención Summa Cum Laude. Historiador y antropólogo, interesado en introducir una perspectiva conceptual en sus trabajos y desarrollar una relación creativa con el trabajo de campo y el archivo. Ha sido profesor e investigador en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales —FLACSO Ecuador— en el Departamento de Historia y Humanidades. Su campo de trabajo es la historia social y cultural en contextos urbanos, el debate sobre patrimonio, seguridad e identidades urbanas, así como la memoria, la vida cotidiana y sus relaciones con el poder desde una perspectiva histórica y antropológica. Sus estudios analizan la constitución de los sectores sociales urbanos y las disputas por la memoria y por el espacio de la ciudad. Los aportes de Kingman al estudio de la historia y memoria social de la ciudad de Quito han sido muy importantes. Entre sus principales publicaciones se destacan “La ciudad y los Otros, Higienismo, Ornato y Policía, Quito: 1860-1940” (2006); “Los Trajines Callejeros. Memoria y vida cotidiana”. Quito, siglos XIX-XX (2014). Por sus sólidos conocimientos en diversas áreas de la antropología, ha sido invitado a dictar clases y participar en seminarios y conferencias en distintos países. En FLACSO Ecuador asumió la Dirección de la revista académica “Íconos” durante ocho años. Erika Natalia Bedón Cruz Eduardo Kingman y Erika Bedón. PABLO CORRAL VEGA 200 PhD. Antropología Social por la Universidad Rovira i Virgili (Tarragona, España) con Mención Summa Cum Laude. Msc. con Mención en Antropología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales —FLACSO Ecuador—. Ha sido investigadora asociada e invitada de FLACSO Sede Ecuador en el Departamento de Antropología, Historia y Humanidades. Ha participado en múltiples congresos como ponente y conferencista. Sus líneas de investigación son Memoria Social y Cultura en Quito. Otra de sus líneas de trabajo es la reflexión en torno a la biopolítica y la analítica del poder, marco conceptual desde donde está desarrollando actualmente una nueva investigación. Entre sus publicaciones destacan, “Mercados de Quito: otra memoria de la ciudad”, págs. 89-206 (2020); junto a Eduardo Kingman, “Popular culture and heritage in San Roque Market (2018); junto a Eduardo Kingman y Mireya Salgado, “La ciudad a través de sus tratos, usos y consumos: Los abastos de carne en el Quito de fines del siglo XVIII y primeras décadas del siglo XIX” (2018), artículo publicado en la Revista Confluenze Rivista di Studi Iberoamericani (Italia); junto a Eduardo Kingman y Ana María Goetschel, “Comercio, Ciudad y Cultura Popular” (2018). 201 Fotógrafos Johanna Alarcón Quito, 1992. Fotógrafa ecuatoriana independiente, Nat Geo explorer, miembro de Fluxus Foto y Ayün Fotógrafas. Su trabajo se enfoca en justicia social, identidad y género. Seleccionada en el programa de Fotografía y Justicia Social Magnum Foundation, Joop Swart Masterclass y 6x6 Global Talent South America World Press Photo. Ganadora del Inge Morath Award Magnum Foundation, Community Awareness Award POY Internacional y Health Award POY Latam. Autora del fotolibro “Cimarrona, soy negra porque el sol me miró”. Su trabajo ha sido publicado en The New York Times, National Geographic, The Wall Street Journal, The Guardian, Bloomberg, Reuters. Seleccionada en el New York Times Portafolio Review, Eddie Adams y Women Photograph Workshop. Su trabajo se ha expuesto en festivales como Photoville, Fotografía Latinoamericana del Bronx Documentary Center. Es becaria del Fondo COVID-19 Magnum Foundation (2021), fondo de Emergencia COVID-19 de National Geographic (2020), Fondo para investigaciones y nuevas narrativas sobre drogas de la Fundación Gabo y Open Society Foundations (2020), entre otros. Walter Astrada Buenos Aires, 1974. Comenzó su carrera como fotógrafo en el periódico La Nación. Tras un viaje formativo por Sudamérica, se incorporó a Associated Press en Bolivia y, posteriormente, en Argentina, Paraguay y la República Dominicana. Desde marzo de 2005 hasta marzo de 2006 trabajó como freelance para la Agence France Presse en la República Dominicana y fue representado y distribuido por World Picture News. Durante 2008 y 2009 realizó coberturas fotográficas en África Oriental. En la actualidad está trabajando en un proyecto a largo plazo sobre la violencia contra las mujeres y en el proyecto Under Pressure, acerca de la Esclerosis Múltiple en Europa. Imparte conferencias y talleres basados en sus proyectos como fotógrafo y realizador de videos documentales. Es miembro del equipo de formación del World Press Photo. Rolf Blomberg Suecia, 1912-1996. Fue cronista, cineasta, fotógrafo y naturalista. Desde su primer viaje a las Islas Galápagos, en 1934, regresó continuamente al país hasta radicarse en Quito en 1968. Ha publicado 20 libros, 15 de ellos sobre el Ecuador. “Aucas desnudos” y “Oro enterrado y anacondas” son los únicos traducidos al español. De sus 31 películas documentales, más de la mitad tienen a la 202 203 naturaleza y a las culturas ecuatorianas como protagonistas. También viajó por Colombia, Perú, Bolivia, Brasil, Indonesia, Turquía, Egipto, Kenia, entre otros lugares, recogiendo imágenes costumbristas y haciendo investigaciones sobre su vida silvestre. En 1950 descubrió, en la frontera colombo-ecuatoriana, al sapo más grande del mundo: el Bufo blombergi. Murió en Quito en 1996. Cristóbal Corral Vega Cuenca, 1953. Relacionado con la fotografía desde muy pequeño por la afición de su padre. Incursiona en la fotografía documental a comienzos de los setenta. Durante los ochenta se vincula al cine como fotógrafo en varios cortos y largometrajes, como “Los mangles se van”, “Cuenca, el camino del pan”, “Volar”, “Chacón Maravilla”, “Tequimán”. Desde los noventa a la actualidad sigue con la fotografía fija, que es su pasión. Ha publicado libros de fotografía como “Raíces, quimeras de un tiempo: los años 70”, “Ecuador: el camino del Sol”. Su trabajo ha sido publicado en varias revistas y libros. Pablo Corral Vega Cuenca, 1966. Fotoperiodista, escritor, artista, abogado y gestor cultural ecuatoriano que ha publicado su trabajo en las revistas National Geographic, National Geographic Traveler, Smithsonian, New York Times Sunday Magazine, Audubon, Geo (Francia, Alemania, España y Rusia), y en otras publicaciones internacionales. Fue Nieman Fellow en la Universidad de Harvard, Cambridge (Massachusetts). Es el fundador del concurso de fotografía POY Latam, el más grande de Iberoamérica. Es el editor en jefe de la revista del POY Latam, un espacio que busca acercar el arte y la literatura al periodismo, y fue el curador de la serie Postales del Coronavirus con el The New York Times. Fue Secretario de Cultura de Quito, del 2015 al 2019. Edu León Madrid, 1977. Fotógrafo español residente en Quito. Su trabajo se centra en los conflictos sociales y cuestiones migratorias. En Europa desarrolló, junto al fotógrafo Olmo Calvo, el proyecto “Fronteras Invisibles”, que muestra la situación en las fronteras europeas y los controles de identidad en España. También ha trabajado con organismos internacionales como Cruz Roja, ACNUR, Amnistía Internacional o Oxfam Intermón, entre otros. Desde hace cinco años es colaborador del periódico El País y de Getty Images en Latinoamérica, y sus imágenes han sido publicadas en medios internacionales como The Guardian, Time, Newsweek, Vice News o The New York Times, entre otros. 204 Luis Humberto Pacheco Montesdeoca Quito, 1924-2002. Personaje tradicional de Quito. No había suceso de importancia en la vida social y política de la ciudad en el que él no estuviera presente, cámara fotográfica en mano, listo para fijar una escena que muchas veces aparecía publicada en el más importante diario de la ciudad, El Comercio, del cual era su principal reportero gráfico. Graduado de mecánico industrial en el Colegio Central Técnico, pronto fue atraído por la fotografía y sus primeros trabajos fueron retratos de sus compañeros de estudio. Luego, un fotógrafo colombiano, de paso por la ciudad, le enseñó a retocar negativos, y así empezó a abrirse campo en una profesión de la que él, con el paso del tiempo, sería uno de sus más valiosos exponentes. Emmanuel Honorato Vázquez Cuenca, 1893-1924. Es considerado uno de los grandes fotógrafos modernistas del continente. Su obra permaneció oculta desde su prematura muerte en el año 1924, a los 31 años de edad, hasta el presente. Se conocían algunas obras aisladas, pero las más significativas jamás habían sido exhibidas o publicadas. Sus imágenes son una radiografía de la sociedad ecuatoriana de principios del siglo XX. Su trabajo fue realizado fundamentalmente en Cuenca, Quito y Madrid. Fue un incomprendido, un rebelde inconoclasta, bohemio, amante absoluto de la libertad. Además de fotógrafo, fue un brillante editor y escritor. Juan Pablo Verdesoto E. Quito, 1977. Fotógrafo especializado en viajes, cultura y naturaleza. Estudió fotoperiodismo en Madrid (EFTI). Sus fotografías han sido publicadas en prestigiosos medios como: The Economist, 1843 Travel Magazine, The Conversation, Travel World News, El País entre otros. Ha participado en campañas de promoción turística del Ecuador. Sus fotografías han formado parte de exposiciones colectivas en el Ecuador. Su reto es conseguir que sus imágenes contribuyan a la conservación del medio ambiente, promoción y rescate de la cultura de su país y de Latinoamérica. 205 206 207 Digitally signed by Pablo Pablo Corral Vega 2022.11.25 Corral Vega Date: 13:44:06 -05'00' Este proyecto editorial de Fábrica de Ideas y del Instituto Metropolitano de Patrimonio se terminó de imprimir en los talleres de Imprenta Mariscal en el mes de diciembre de 2022.