DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109
187
l i b ro s
tradicción con un documento. Afirma que la
cúpula del Sagrario no se hundió en el terremoto de 1775 (p. 40), pero el documento citado en la nota deja entender que tanto la
Catedral como el Sagrario sufrieron daños
en “la media naranja y capilla mayor”.
De todos modos, aunque haya algunos
puntos que cuestionar y pormenorizar, las
novedades de este libro son notables y de
mucha importancia para la historia de la arquitectura hispanoamericana. Además, el estudio proporciona materiales valiosísimos
para ir conformando con el tiempo una mejor historia de la arquitectura ecuatoriana, y
también hispanoamericana.
En otro orden de ideas, quiero destacar
una característica editorial de este libro, cuya
autora es profesora de historia del arte en la
Universidad de St. T homas en Minnesota. El
libro fue publicado en Quito por una editorial ecuatoriana, con el apoyo de instituciones estadunidenses: la embajada de Estados
Unidos, la organización Fulbright y la misma Universidad de St. T homas. Fue de la
propia autora esta iniciativa, ya que considera importante que se difundan los resultados
de sus investigaciones en los países que son
el objeto de su estudio, y donde ha recibido
mucha ayuda para desarrollar su trabajo. 1
Aunque no puedo dejar de advertir que el
texto tiene problemas editoriales (pies de fotografías insuficientes, por ejemplo), así como de traducción, el esfuerzo de todos los
individuos e instituciones participantes es
muy loable. Ahora que está creciendo el interés en el arte hispanoamericano de la época
colonial, tanto en Europa como en Estados
Unidos y otros países, hay que poner más
1. Comunicación personal, 14 de diciembre de
2002, e introducción del libro reseñado.
atención que antes en los problemas de publicación y difusión de las investigaciones.
Vale la pena crear conciencia de que los estudios pueden ser útiles no solamente para
acrecentar el conocimiento en sentido general y la fama de su autor, sino que sirven
también para fomentar el sentido de identidad local y la consecuente capacidad de
conservar y estudiar el propio patrimonio arquitectónico, que —a final de cuentas— es
de todos.
Graciela Itu rbide 5 5
Cuauhtémoc Medina
Londres, Phaidon Press Limited, 2001
por
deborah dorotinsky
La editorial inglesa Phaidon, en su serie “55”,
se ha dedicado a circular una versión popular
de la obra de los fotógrafos más destacados
alrededor del globo, unida a textos de los historiadores y críticos del arte igualmente conocidos. De nuestras luminarias mexicanas
sólo la obra de Manuel Álvarez Bravo y la de
Graciela Iturbide han recibido hasta ahora
ese canal de divulgación internacional. El número sobre la fotógrafa mexicana, con textos
de Cuauhtémoc Medina, apareció en 2001.
Phaidon ha establecido un conjunto de lineamientos editoriales muy estrictos para esta
serie de libros. Cada uno cuenta exactamente
con 55 fotografías. Llevan en sus primeras pági-
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109
188
l i b ro s
nas un ensayo biográfico sobre el o la artista,
seguido por las fotografías organizadas cronológicamente del lado derecho y textos que las
explican colocados del lado izquierdo. Los libros terminan con un breve currículum del
artista y en la última página una explicación
sobre la serie y unas cuantas líneas sobre el fotógrafo y quien escribe los textos.
En el libro que nos interesa, las imágenes
producidas por Graciela Iturbide van de 1978
hasta 1999. Entre ellas se encuentra quizá su
fotografía más reconocida, La señora de las
iguanas, obligada para un público extranjero
(europeo y estadunidense sobre todo) que
puede identificar esta imagen, como identificaría la Parábola óptica de Manuel Álvarez
Bravo. Sin embargo, hay otras imágenes menos conocidas y algunas que incluso no se habían publicado con anterioridad, como las
fotografías en los museos de historia natural
en las capitales del mundo occidental.
El tamaño pequeño y cuadrado de libro
de bolsillo, y el costo relativamente económico
del mismo, facilitan su circulación y venta.1
Phaidon ha acertado en la producción de esta
serie por la forma en que ha convertido un
conjunto de obras fotográficas y textos en pequeños objetos coleccionables. La edición es
delicada, en papel de buena calidad, el diseño
sobrio y la reproducción de las fotografías excelente. Debo confesar que la primera semana
que lo estuve hojeando sentí una especie de
placer teniéndolo entre mis manos, algo semejante a contemplar con cuidado una miniatura
pintada en un cascarón de huevo, o una porcelana, una suerte de fetiche. Supongo que es a
ese fetichismo, al pequeño o gran coleccionista que cualquiera lleva dentro, al que se dirige
1. En nuestro país se venden por $ 79.00 (setenta
y nueve pesos).
la serie. Pasado el momento inicial del encuentro y hojeando una y otra vez sus páginas, este
libro en particular nos invita a una reflexión en
torno a la relación que se construye entre la fotografía y sus textos. En este caso, no es el texto del título o el del pie de foto, sino el que se
borda especialmente para intentar abrir la imagen fotográfica, en cierto modo decodificarla y
ponerla un tanto al desnudo. El criterio editorial, preocupado quizás por una lectura más
certera de cada imagen, de hecho reitera el
contenido de las fotografías al incluir los textos
explicativos. En el caso del libro de Iturbide,
en el ensayo inicial Cuauhtémoc Medina realiza una muy lúcida y atinada crítica de la manera en que se ha considerado la obra de Graciela como etnográfica, y logra revalorarla de
forma muy provocadora, aunque no escapa al
problema del imaginario etnográfico, como yo
quisiera mostrar aquí. Entre los aciertos de Medina en este texto está el resumen biográfico
que hace de la fotógrafa: su origen en la clase
media mexicana, la herencia de teatralidad y
ritualidad que conserva de su educación temprana, la muerte de su hija menor y la manera
en que ésta afectó su vida marcando su trabajo
para siempre de modo muy peculiar, el contacto con Manuel Álvarez Bravo, el cine y el
aprendizaje que la fotografía ha significado en
la vida de la artista. En este ensayo, sin caer en
sentimentalismos ni tampoco en loas innecesarias, Medina logra presentarnos a una persona de carne y hueso, que toma fotografías como una manera de comprender el mundo en
el que vive y relacionarse con las personas que
encuentra en su camino.
Este ensayo inicial interactúa con las
imágenes de manera cooperativa, sin anclar
o aprisionar demasiado las fotografías en una
sola dirección. Pero, además del ensayo, los
textos que comentan las imágenes por fuerza
nos ponen a pensar en la posibilidad o im-
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109
189
l i b ro s
posibilidad de decodificarlas con acierto.
Evidentemente, el libro está dirigido a un
público internacional que no necesariamente
sabría decodificar los signos y símbolos presentados en las fotografías. Los textos que las
acompañan por el lado izquierdo juegan el
papel de resumen y comentario cultural y social sobre el tema de cada una de ellas.
Cuauhtémoc Medina ofrece así posibles
puntos de entrada a los entramados simbólicos que la fotógrafa teje en sus imágenes. De
México a la India, unidas por el tema común
de los animales, Medina afirma que Graciela
Iturbide no intenta hacer un comentario sociológico de las personas que fotografía, sino
más bien hacernos meditar sobre la transitoriedad de la vida. Su misión es desmitificar
en buena medida el trabajo de la artista.
Medina argumenta en contra de la clasificación de Graciela como fotógrafa antropológica, reaccionando en parte a la afirmación
que hiciera, por ejemplo, Gerardo Estrada,
en “Graciela Iturbide en la tradición fotográfica mexicana”, texto que prologa el catálogo
de Fotoseptiembre de la exposición realizada
de su obra en el Museo del Palacio de Bellas
Artes de septiembre a octubre de 1993.2 Estrada afirma desde el inicio de su ensayo:
Detrás de la obra fotográfica de Graciela Iturbide hay quien encuentra la mirada de una
antropóloga. Graciela Iturbide es, por así decir, una “antropóloga cultural”. Además de saber ver, entiende lo que ve y por ello sabe expresarlo. La realidad ante la que ella se sitúa,
en la que ella está inmersa, es exaltada por la
2. Gerardo Estrada, “Graciela Iturbide en la tradición fotográfica mexicana”, en Graciela Iturbide,
catálogo de la exposición en el Museo del Palacio
de Bellas Artes, ciudad de México, septiembre a
octubre de 1993; México, inba, agosto de 1993.
forma artística y así adquiere su verdadera dimensión.
El segundo texto del mencionado catálogo, escrito por Christian Cajoulle, propone
la obra de Graciela casi como el equivalente
visual del realismo mágico literario. Y Medina se dedicará a intentar demostrar como
erróneas, en la apreciación de la obra de la
fotógrafa, tanto la afirmación de Estrada como la de Cajoulle.
Medina comienza su texto con una estrategia muy clara y atinada: ubicar al lector
en el contexto del conflicto de identidades
que existe en los países latinoamericanos.
Nuestra experiencia poscolonial, explica, está
marcada no por la existencia de un alma milenaria, como sugirieron nacionalismos y
exotismos de principios del siglo xx, sino
por la diferencia y “la aventura de diálogos
imposibles” que conocemos a finales del siglo xx. De manera bastante directa, entramos de lleno en el problema de la clasificación equívoca de la obra de Graciela Iturbide
como de una “antropóloga innata”.
Sin debatir qué se entiende claramente
por el quehacer antropológico, pasado y presente, Medina logra detectar que uno de los
problemas en la consideración del trabajo de
esta fotógrafa es que está plantado justamente en el cruce de los temas políticos y culturales importantes, espacios de tensiones entre
Occidente y sus márgenes culturales. Como
de hecho la mayor parte de los sujetos en la
obra de la fotógrafa son los “otros culturales”, habrá que considerar su trabajo a la luz
de otros trabajos que, aunque Medina no
aborda, parece que los mantiene en su memoria mientras piensa en el de Graciela. Posiblemente parte del problema de su ensayo
es justamente esta falta de precisión sobre lo
que considera como antropológico, aunque
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109
190
l i b ro s
se nota una comprensión más bien negativa
del trabajo que hace la fotografía etnográfica.
Clasificar hoy día a una fotógrafa como
Graciela de antropológica sería como afirmar
que es racista. Esto no se debe a que los antropólogos hoy día lo sean, sino más bien al
papel que la fotografía jugó en la historia de
la antropología. El trabajo de la historia crítica de la antropología ha “puesto al desnudo” la persistencia de las ideologías positivistas y evolucionistas que la disciplina carga
desde el siglo xix.3 Entre las cosas que se han
mostrado sobresalen las denuncias sobre el
tipo de construcción ideológica implícita en
la representación de los “otros culturales”
dentro de la escritura etnográfica, y la fotografía como herramienta metodológica en la
investigación de esta disciplina. Siendo instrumental en la documentación de la otredad, por su supuesto valor mimético o analógico, la fotografía en particular operó
generalmente de acuerdo con las teorías evolucionistas, éstas sí de corte claramente racista. Medina reconoce este bagaje negativo
que viene cargando la antropología decimonónica, e incluso la fotografía de este corte
hasta finales de los años cincuenta en nuestro país (hay quien diría que incluso hasta
más tarde), y es contra el que está mirando la
obra de Graciela Iturbide. Está en lo cierto al
tratar de separar el trabajo de esta fotógrafa
del de los antropólogos, no sólo en intención, sino también en estilo. La fotografía
antropológica, en su forma más burda, exponía de frente y perfil a sus sujetos retratados,
contra fondos neutros y generalmente aisla-
dos de un contexto, inventariaba y apoyaba
la construcción de un gran archivo de cuerpos y datos antropométricos (como la ficha
policiaca o la ficha de registro de un sanatorio para enfermos mentales, o los registros de
prostitutas que el mismo Medina trabajó en
su momento). El trabajo de Graciela, finalmente, no se parece a estas imágenes. Incluso cuando trabajó para el ini realizando las
fotografías del grupo Seri (1979, libro impreso en 1981), no está construyendo un índice
etnológico-antropológico. Es una pena que
por faltarle un animal a la imagen no hayan
incluido la fotografía de esa serie que se llama Mujer ángel (aunque sí incluye Mujeres
seri ). Mujer ángel muestra a una mujer que
camina de prisa, dándonos la espalda y alejándose de la cámara, cargando un radio con
grabadora bastante grande. 4 Ésta, más que
otras, es paradigmática de lo que no es fotografía antropológica: el sujeto da la espalda a
la cámara, ocultando sus rasgos faciales, se
aleja. Además, el punctum de esta fotografía
es el radiograbador, un implemento de tecnología occidental que temporaliza la imagen de la mujer india, cosa generalmente
ausente en los registros fotográficos antropológicos hasta mediados del siglo xx. Otra estrategia de Graciela Iturbide que refuta la
clasificación de su obra como antropológica
es la obstrucción de los rostros de sus sujetos
con los animales; lo hace en Mujer cangrejo,
1985 (p. 43); El gallo, 1986 (p. 47); Mujer
toro, 1987 (p. 53 ); Doña Guadalupe, 1988
(p. 57, aquí la mujer tiene un antifaz); el des4. Se puede ver, por ejemplo, en las páginas 54 y
55 del libro Graciela Iturbide. Imágenes del espíritu,
3. Esta historia crítica de la antropología para
mí está abordada de manera muy importante en la
serie editada por George W. Stocking, Jr., History
of Anthropology, University of Wisconsin Press (yo
conozco hasta el volumen 7).
Casa de las Imágenes/Aperture, exposición y publicación Fideicomiso para la Cultura México-usa ⁄
fonca/Fundación Cultural Bancomer/Fundación
Rockefeller/femsa/Seguros Monterrey Aetna, Era,
México, 1996.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109
l i b ro s
nudo de Alejandra, 1995 (p. 93); el retrato de
su hijo el arquitecto Mauricio Rocha, 1996
(p. 95 ), y el del pintor Francisco Toledo,
1997 (p. 101), e incluso en el retrato que le
hace su hijo en 1999 y en su autorretrato de
1989 (p. 65). A nivel de un lenguaje formal,
Graciela no echa mano por completo de los
cánones de una fotografía científica, fisonomista, ni los repite; por el contrario, los subvierte (por lo menos éste es el caso en la selección que Graciela Iturbide y Cuauhtémoc
Medina hicieron para Phaidon). Esta subversión es apreciable incluso cuando los sujetos
están de frente o de perfil, ya que o están
fuera de foco o “movidos”, como la mujer en
Los pollos, 1979 (p. 25), que pasa de prisa delante de una pared salpicada, enfatizando el
movimiento y resaltando la cualidad casi de
expresionismo abstracto de la pared del fondo (que sí está enfocada), o en María Félix
( 1979), donde el foco de atención no es el
rostro sonriente de esta mujer que se encuentra bastante oculto por las sombras, sino
el cuadrado que se forma al centro de la imagen entre las verticales de su cuerpo, la sombra del bote que está en el agua a su derecha
y las horizontales de la sombra de María y la
línea que divide al mar del cielo; cuadrado
inconcluso que nuestra mirada termina por
cerrar. O, finalmente, por las múltiples fotografías de fragmentos de cuerpos y escenas
cotidianas en el mercado de Juchitán, aquí sí
con esa óptica moderna de ángulos extraños
y ediciones obtusas, como en Mercado de Juchitán I , de 1984 (p. 35), con la escena prácticamente dividida intencionalmente en dos
registros separados por una raya en el pavimento: el superior, con las iguanas oscuras
sobre el suelo, contrasta con el inferior, donde un pie femenino, calzado con sandalia de
tacón, está a punto de despegarse del suelo
por debajo de una falda blanca en la esquina
191
inferior izquierda, la toma hecha en un picado incómodo. Estas composiciones aleatorias
de símbolos, como afirma Medina, parecen
narrativas abstractas.
Sin embargo, tomemos la fotografía de
la Señora de las iguanas, que aparece en la
portada del libro y en la página 23. Ésta sí
mantiene una fuerte asociación con el tipo
de imágenes indigenistas producidas hasta
los años cincuenta: el aislamiento del sujeto
en el primer plano, el ángulo contrapicado
que dignifica y agranda, el fondo neutro para evitar distracciones.5 Yo considero que el
problema no es realmente en qué grado la
obra es o no antropológica, sino que lo que
en ella hay de antropológico nos habla más
bien de un inconsciente óptico indigenista
de las clases medias de nuestro país. Lo que
es cierto es que no se ha hecho un estudio
crítico y reflexivo sobre la medida en la que,
a través del siglo xx, el repertorio fotográfico
indigenista fue consolidando un cierto “modo de ver” al mundo indígena, matizándolo
en cada década. Lo que hace Graciela Iturbide en su obra no es hablar de los otros, sino
reflexionar sobre su manera personal de interactuar y visualizar esa diferencia. En buena
medida, al no poder hacerse esa separación
contundente entre “las buenas” y “las malas”
5. Quizá uno de los más duros ataques contra la
obra de Graciela, clasificándola de etnográfica
en un “mal sentido”, lo realizó Leigh Binford en
“Graciela Iturbide. Normalizing Juchitán”, que
apareció en el número especial de la revista History
of Photography, vol. 20, núm. 3, otoño de 1996, dedicado especialmente a la fotografía mexicana con
John Mraz como editor invitado (pp. 244- 248).
Binford revisa y critica el libro de Graciela, Juchitán de las mujeres (1989), afirmando que en lugar
de adoptar una perspectiva positiva a favor de los
juchitecos, la colaboración de Graciela y Elena Poniatowska (textos) hace un mal servicio tanto a los
juchitecos en general como a las mujeres juchitecas en particular.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109
192
l i b ro s
imágenes antropológicas (ni en la práctica
fotográfica ni en la crítica de la fotografía),
lo que sí se logra es destacar la importancia
que la antropología ha tenido, históricamente, en la construcción de identidades en
nuestro país. Considero que es justamente
este inconsciente óptico lo que hace que uno
no pueda definir con claridad el carácter de
la obra de Iturbide, atrayente, poderosa, irremediablemente cerca de nuestro corazón. Es
la insistencia sobre el asunto de la diversidad, abordada por esta fotógrafa desde su
perspectiva personal, pero también inserta
dentro de un contexto cultural más amplio,
lo que hace que uno no pueda resolverse en
uno u otro sentido respecto a su obra.
Por esto mismo, en algunos comentarios
Medina pareciera regresar sobre la idea de una
mirada casi etnográfica. Al comentar la fotografía María Félix, 1979 (p. 30), llama a Graciela
una “observadora participante”6 por esa manera que tiene de interrelacionarse con los personajes de sus fotografías. Quizás tendría que ver
más con la antropología posmoderna llamada
en ocasiones “dialógica” (dialogical ), por esa estrategia de hacer presente la voz del otro en el
relato etnográfico. Ese diálogo es parte de la
complicidad que con sus modelos entabla Iturbide, quien, a diferencia del antropólogo, no está preocupada por mantener una distancia objetiva de sus sujetos de estudio. No hay nada de
distancia objetiva en sus imágenes (ni tampoco
se estudia a los sujetos), sino justamente la articulación de ese encuentro intercultural, personal, intersubjetivo, a veces intimista, que nos
enfrenta con la “ilusión” de cercanía que la fotografía ofrece. Ver, entonces, no es lo mismo
que conocer, y mucho menos que entender.
Además, en ocasiones pasa con las imágenes
de Graciela que parecen ser un fragmento no
del tiempo congelado, el espacio editado, de
momento decisivo, sino de una construcción
emocional compleja previa a la toma, si algo como lo pre-indicial pudiese existir.
Pero, ¿por qué defiende Cuauhtémoc
Medina a la obra de Graciela de su catalogación como analogía visual del realismo mágico
literario? Si sus fotografías son consideradas
por algunos autores como un equivalente
visual del realismo mágico literario, esto se
debe en gran medida, afirma Medina, al exotismo con el que el Occidente mira la vida
indígena. Ya no un prejuicio netamente racista, sino una fantasía melancólica. Así, de
una mirada científica taxonómica, ahora volvemos la mirada para comparar sus fotografías contra el caudal de imágenes folkloristas
y esteticistas de los indios de México tomadas a lo largo del siglo xx, que, valiéndose de
un muy acotado repertorio simbólico, han
intentado entregarnos una visión mágica e
idealizada de lo indio: arquetipos primitivos.
Un proyecto igualmente deplorable que el
científico, el del exotismo simbólico que,
aunque con algunos méritos formales, es también ideológicamente cuestionable.
Bien establecidas las distancias con las
“malas imágenes” antropológicas, esos recuerdos visuales de un pasado occidental políticamente muy cuestionable, salvadas las diferencias (y reafirmadas) con el exotismo del
realismo mágico, la obra de Graciela es entonces defendida más como una especie de
antropoesía que rescata lo que Lorna Scott
escribiera sobre ella y sus fotografías en un
número de Poliéster.7 Es curioso que, al igual
6. Este término antropológico se refiere a un
modo más políticamente correcto de efectuar el
trabajo de campo.
7. Lorna Scott, “Antropoesía: fotografía documental en México”, en Poliéster, núm. 5, primavera de 1993, pp. 12-23. De hecho el término no es
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109
l i b ro s
que en otros tiempos se comparó a la pintura
y a la poesía, ahora esa vieja metáfora regresa
en la forma de una poesía humana convertida en imagen fotográfica. ¿Qué quiere decir
que las fotografías de Graciela sean poéticas
(lo son, pero son más que eso)? En ese sentido, Medina pone la cuchara en la boca del
público extranjero y lo alimenta de una suerte de “nuevo-exotismo”, uno poético ahora.
A mí me hubiese gustado más poder
pensar qué quieren de nosotros las imágenes
de Iturbide. Muchas de ellas nos dan sangre,
¿nos piden quizás devoción, asombro, asco?
Otras palpitan con un movimiento que nos
pide echarnos a andar nosotros mismos; una
mirada que se deposita para luego seguir el
barrido del cuerpo que se mueve dentro de
la imagen. Por mi cuenta, creo que lo que las
fotografías desean, y de lo que carecen a la
vez, es el poder de ser consideradas conceptualmente como estrategia visual sin que se
las ate nuevamente al lenguaje, antropológico, literario o poético. Quizás que se las reconozca como parte de una tradición fotográfica mexicana que logró consolidar ciertas
maneras de ver a las otras culturas, y que intenta, a través de sus aproximaciones visuales, mediar entre nosotros y ellas, hacernos
“acuñado” por Lorna Scott, sino por José Manuel
Pintado en su texto para Los pueblos del viento
(ini, 1981). La misma Lorna aclara eso en la p. 17
de su artículo para Poliéster y nos explica que es
como una salida al dilema que enfrenta el fotógrafo escrupuloso cuando “trata de evitar la multitud
de pecados que lo amenazan, como el exotismo, el
didactismo, la seudo-objetividad antropológica, la
fascinación clasemediera por la pobreza y lo panfletario”, pp. 16-17. Este artículo es una referencia
obligada para quien trabaja asuntos de fotografía
documental en México y recupera comentarios de
fotógrafos como Mariana Yampolsky, la propia
Graciela, Eniac Martínez, Pablo Ortiz Monasterio
y Pedro Meyer.
193
reflexionar sobre las distancias que nos separan y los puentes que nos acercan.
Acerca de esa peculiar vinculación del
texto con la fotografía, diría W.J.T. Mitchell,
y concuerdo con él, que el mejor ensayo fotográfico es aquel en el que texto e imagen funcionan de manera muy independiente.8 Aunque éste no fue el criterio que Phaidon le
permitió ejercer a Cuauhtémoc Medina. En
la gran mayoría de los textos que acompañan
a las fotografías del libro, Medina se limitó a
comentar las imágenes tratando de dar a los
lectores extranjeros información sobre el tema cultural de las mismas. Por ejemplo, en
las fotografías sobre los seri, explica, citando
el texto de Luis Barjau, con quien Graciela
colaboró en ese proyecto, el problema de la
sedentarización, del cambio de hábitos de vida y los consecuentes cambios culturales que
eso acarreó para los seri.
Por último, la fotografía de El rapto. Ésta
es la única fotografía donde no aparece un
animal ya que son flores las que adornan a la
joven en el lecho. Medina explica que existe
un rito en Juchitán sobre la consumación de
un matrimonio cuando la muchacha es menor de edad. El rito involucra el rapto de la
chica por parte del novio y el posterior desfloramiento de la muchacha con los dedos;
las manchas de sangre en la sábana atestiguarían la virginidad de la muchacha. Sin embargo, en ocasiones se utiliza sangre de pollo
en una bolsita para salpicar las sábanas y
guardar el decoro. ¿Qué hace en este libro
con la temática de los animales, el sacrificio,
la teatralidad-ritualidad, la complicidad con
los modelos, una fotografía que por su valor
8. Véase W.J.T. Mitchell, “T he Photographic
Essay: Four Case Studies”, en su libro Picture
Theory, Chicago, T he University of Chicago Press,
1994, pp. 281-322.
DOI: http://dx.doi.org/10.22201/iie.18703062e.2002.80.2109
194
l i b ro s
documental y etnográfico bien podría deshacer todo el argumento de Medina en defensa
de otros valores no antropológicos en el trabajo de Graciela? Quizás si hubiese sido la
única imagen en aparecer sin un texto al costado (cosa que los editores no permitirían),
el valor enigmático de la misma se hubiese
incrementado considerablemente. Lo que no
se evitó omitiendo el texto fue determinarla
a través del lenguaje. Cualquier otra lectura
que el observador de la fotografía pudiese
hacer se ve cooptada, acotada, ensombrecida
por el comentario que Medina le ha fabricado a la imagen; y ésta sí se redimensiona en
su valor “extraño y exótico” como una práctica cultural violenta, un acto bárbaro. Ésta
es la única fotografía que parece vibrar en
una nota muy diferente que las del resto de
la selección, y una explicación diferente a su
presencia podría sugerir que, aunque no se
ve un animal en la imagen, el acto del que
ésta proviene parece ser considerado como
de cierta animalidad, o que la sangre del pollo es la que salpica la sábana, lo cual hay que
mirar con una lupa aun confiando en la palabra de Medina. El hecho de que se le permitiera a Graciela tomar y reproducir esta
imagen de una práctica ritual relacionada
con la sexualidad y el matrimonio, como se
conciben y manejan dentro de la cultura zapoteca de Juchitán, me parece que refuerza
la intención de poder apoyar un proyecto
que no suena a otra cosa que a antropología
en su sentido más decimonónico
¿Qué quieren entonces de nosotros las
fotografías de Graciela Iturbide, y los textos
de Cuauhtémoc Medina? Las fotografías
quieren nuestra mirada, entre otras cosas,
nuestra entrega ritual a su ritualidad, un cederles nuestro tiempo a su tiempo y sus ritmos; quieren nuestra complicidad así como
la fotógrafa se ha hecho cómplice con sus
modelos. Los textos quieren llevarnos de la
mano para acceder al trabajo de Graciela, ser
llaves, darnos claves, por momentos sacudir
los estereotipos y violentar los lugares comunes de la fotografía mexicana. En toda la lucidez del texto de Cuauhtémoc Medina, ese
no poder precisar sobre lo antropológico, dejar de ser ambivalente en cuanto a lo etnográfico, es uno más de esos diálogos imposibles a los que el mismo autor hace alusión;
ese que en la historia de nuestro país ha
transcurrido entre la antropología, la arqueología, la fotografía y la construcción de identidades y modos de ver.